El límite y la transgresión. La ironía en las primeras películas de Lars von Trier

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59 (Film-)Introducción QUISIERA COMENZAR ESTAS PÁGINAS recordando algo muy dicho y muy sabido, pero tal vez por ello mismo también muy olvidado, a saber: que una de las cosas más difíciles a la hora de hablar de la obra de un artista, como de la de un pensador o la de un científico, es saber por dónde empezar. El recorrido cronológico por esta obra es, desde luego, siempre una opción, pero no necesariamente la mejor en todos los casos. En este sentido, Berta M. Pérez ha pro- puesto un filme relativamente tardío de Von Trier, Cinco condi- ciones (De fem benspaend, 2003), como introducción a la obra de este director. Si bien esta elección me parece acertada, los motivos que Pérez esgrime para justificarla me resultan confusos, ya que su expresión se reduce a la siguiente frase: “De forma especialmente patente [Cinco condiciones] ilumina al hombre desde el extremo, desde el ideal, de El hombre perfecto ([Det perfekte menneske] EL LÍMITE Y LA TRANSGRESIÓN. LA IRONÍA EN LAS PRIMERAS PELÍCULAS DE LARS VON TRIER Antonio Castilla Cerezo 3. El limite.indd 59 9/10/14 16:44:29

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(Film-)Introducción

Quisiera comenzar estas páginas recordando algo muy dicho y muy sabido, pero tal vez por ello mismo también muy olvidado, a saber: que una de las cosas más difíciles a la hora de hablar de la obra de un artista, como de la de un pensador o la de un científico, es saber por dónde empezar. El recorrido cronológico por esta obra es, desde luego, siempre una opción, pero no necesariamente la mejor en todos los casos. En este sentido, Berta M. Pérez ha pro-puesto un filme relativamente tardío de Von Trier, Cinco condi-ciones (De fem benspaend, 2003), como introducción a la obra de este director. Si bien esta elección me parece acertada, los motivos que Pérez esgrime para justificarla me resultan confusos, ya que su expresión se reduce a la siguiente frase: “De forma especialmente patente [Cinco condiciones] ilumina al hombre desde el extremo, desde el ideal, de El hombre perfecto ([Det perfekte menneske]

el límite y la transgresión. la ironía en las primeras películas

de lars von trier

Antonio Castilla Cerezo

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Jorgen Leth, 1967), y a la vez, precisamente por ello, al hombre que es Von Trier desde el otro –el hombre diferente y admirado, que es Jorgen Leth” (Pérez 5). Leyendo estas líneas pudiera parecer que, si Cinco obstrucciones es la vía más transitable de la que disponemos para adentrarnos en el cine de Von Trier, es sólo por su contenido, que sería además eminentemente antropológico, pues consistiría finalmente en la “iluminación” que desde un determi-nado ideal del ser humano se hace de los seres humanos concretos y, en consecuencia, también de ese ser humano particular que es el mismo Von Trier –quien así nos habría dado la clave no únicamente de su obra, sino también de sí mismo–.

Todo lo anterior, aun siendo cierto en algún sentido, dista mucho de ser la verdad completa sobre este asunto porque, ante todo, descuida un factor decisivo en este filme que, de tan evidente, le sirve incluso de título: me refiero al hecho de que, a lo largo del mismo, Von Trier encarga a Leth cinco versiones de su corto-metraje El hombre perfecto, cada una de las cuales ha de ceñirse a cierto grupo de condiciones que el propio Von Trier impone a su estimado colega. La intención de estos encargos es, como señala el autor de Dogville, “banalizar” a Leth, a quien ha tomado como prototipo del director que aspira siempre a realizar el filme perfec-to, sin cuestionarse verdaderamente este ideal de perfección. Esta tendencia a elevar la obra hacia el ideal es el objeto de los dardos que Von Trier dirige a Leth, por ejemplo, justo después de haber visto la versión filmada por éste en Bombay: tu película, le dice, es magnífica, mejor que la que yo te encargué pero, justamente por eso, no es la que yo te encargué. Cuando Leth se defiende diciendo que durante la filmación propuso un juego sofístico, consistente en poner a la gente de un barrio extremadamente pobre de aquella ciudad detrás de una pantalla translúcida mientras comía, Von Trier responde recordándole que la condición que en este caso le impuso consistía en ir al lugar más miserable que se le ocurriera y filmar allí la comilona de su filme protagonizándola él mismo

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y rodeado por la gente pobre, pero sin que se viera a esa gente en ningún momento. Sólo después de esto, nuestro director senten-cia: el problema es que intentas hacer lo mejor, y no ceñirte a las condiciones; ahora bien, esto no es un reto de superación, sino una terapia. Frente a su “sofisticado” amigo, Von Trier adopta en este filme la actitud de un Sócrates a la inversa, es decir, de un indivi-duo que emplea la ironía como medio, no ya para desprenderse de lo concreto y acceder así a la comprensión de una idea abstracta sino, al contrario, para cuestionar esta misma aspiración a lo ideal. Debemos concluir, en consecuencia, que en esta película la forma de la condición, o sea, del límite resulta tan importante como el contenido antropológico.

Pérez parece aludir a este último aspecto (si bien no todavía por relación con Cinco condiciones) cuando nos dice que el carácter excesivo de la obra de Von Trier “delata una concepción que en-tiende la experiencia, el conocimiento en general, como un viaje a los límites” (Pérez 5). Ahora bien, la expresión “un viaje a los límites” parece sugerir la existencia de unos límites preexistentes a los que habría que desplazarse para alcanzar un determinado conocimiento. Parece claro, sin embargo, que lo que Von Trier intenta mostrar a su amigo es que el límite no tiene por qué estar necesariamente establecido de antemano, sino que puede ser creado expresamente por el cineasta, siendo el sentido de esta creación lo que justamente hay que desentrañar para captar el alcance de la ironía como medio para la desmistificación.

No basta, sin embargo, con decir que el contenido y la forma son igualmente decisivos en este “film-introducción” de Von Trier, ni tampoco con señalar que la importancia de esos dos factores varía en cada una de sus películas; es preciso determinar, además, cómo se hallan intrínsecamente relacionados ambos elementos y a partir de esto último, interrogarse por el vínculo que dicha rela-ción mantiene con lo que hasta aquí he llamado –sin intentar por el momento definirlo– “ironía”.

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La imagen-límite

Como señaló Foucault a propósito de Georges Bataille, la trans-gresión y el límite “se deben uno al otro la densidad de su ser” (Foucault 167) porque, por un lado, la transgresión no sería posible sin la existencia del límite y, por otro, no existe un límite que no pueda ser franqueado. Cabría observar, sin embargo, que esta mu-tua remisión no es tan simétrica como Foucault pretende hacernos creer, porque el límite podría igualmente existir sin la transgresión, aunque sin ella estaría destinado a convertirse en un límite per-manente e inamovible (y ajeno, por tanto, a la vida), convirtiendo el espacio al que circunda en un espacio de la muerte en vida. El único modo de salvar la afirmación de Foucault frente a esta crítica consistiría en pensar, no ya sólo que el límite es el fundamento de la transgresión, sino que al mismo tiempo la transgresión funda el límite, ya que éste sólo es posible cuando la transgresión se transgrede a sí misma. Así, el límite autoimpuesto por el artista no sería, como a primera vista parece, lo contrario de la transgresión, sino la transgresión misma en la medida en que ésta se eleva hasta una potencia superior. Pero hallarse configurado de tal modo que la tendencia a la transgresión, al transgredirse a sí misma, entre en relaciones paradójicas con el límite, que de este modo deja de ser su estricto opuesto, ¿no será acaso el rasgo distintivo de la naturaleza humana? De ser así, habríamos establecido un vínculo entre el contenido antropológico que atribuíamos al cine de Von Trier y el interés de este cineasta por la creación de límites en cada caso nuevos.

¿En qué se traducen desde un punto de vista cinematográfico las dos variantes de la relación entre el límite y la transgresión a las que me he referido hasta aquí, esto es, aquella que considera el límite al margen de toda relación intrínseca con la transgresión, definiendo así un espacio de la muerte en vida, por un lado, y la que concibe una relación paradójica entre el límite y la transgresión, por otro?

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Pues bien, si se acepta llamar “imagen-límite” a aquella variante de la imagen cinematográfica para cuya caracterización resulta indispensable considerar la relación que en ella se establece entre el límite y la transgresión, habrá que decir que dicha imagen-límite tiene las siguientes dos polaridades: por una parte, los espacios de la muerte en vida; por la otra, la imagen-transgresión. Estos dos tipos de imágenes pueden darse en la obra de un mismo director, e incluso combinarse en ella de muy diversas maneras, pero puede suceder también que el conjunto de la obra de un determinado director muestre una marcada inclinación hacia uno de esos dos extremos. En términos muy generales, puede decirse que aquellos directores en cuya filmografía predominan los espacios de la muerte en vida tienden a reservar la transgresión del límite, cuando ésta llega a producirse, para un momento muy avanzado del filme e incluso para el desenlace del mismo, en tanto que en las películas de los cineastas más inclinados hacia la imagen-transgresión los dos términos mencionados (el límite y la transgresión misma) se hallan en relaciones de una complejidad y de un desequilibrio crecientes desde el comienzo –lo que ocurre porque, si bien el límite resulta de aquella operación por la que la transgresión se transgrede a sí misma, nada impide que dicha tendencia se prolongue aún más, transgrediendo entonces la transgresión el límite que ella misma se ha establecido–.

Un ejemplo del primero de estos dos modos de relacionarse cinematográficamente con el límite lo constituye la obra de Carl Th. Dreyer, de quien David Bordwell ha señalado no sólo la especial relación que mantuvo con el tema de la muerte en vida en Vampyr. La bruja vampiro (Vampyr, 1932), sino también el ca-rácter en cierto modo paradójico de dicho tema, en las líneas que siguen: “La película [Vampyr] ofrece una serie de variantes sobre el paradójico tema de ‘muerte en vida / vida en la muerte”: la vida viviente (como Gisèle y Gray); la vida muerta (el padre, el cochero, el doctor); la muerte viva (Chopin al principio y el espectro del

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padre al final); y la muerte exánime (Chopin al final)” (Bordwell 61). Von Trier admira a Dreyer por muchos motivos, de los cuales acaso no sea el menor el que, cuando menos en un film, éste haya llevado el tema (y el espacio) de la muerte en vida hasta sus últimas consecuencias, convirtiéndolo(s) así en paradójico(s).

Salvando esta honrosa excepción, sin embargo, la actitud general de Von Trier ante el tema de la muerte en vida y sus espacios cine-matográficos sólo puede ser calificada, como ha hecho Pérez en el texto ya mencionado, de sarcástica. En efecto, este director se burla, por medio de los guionistas que protagonizan una de las dos tramas entrecruzadas en Epidemic, “de la tragedia de la enfermera de Messmer, mártir de la ciencia y la humanidad, enterrándola en vida cual Antígona” (Pérez, Rompiendo las olas 101). Pero si el sarcas-mo es la actitud de Von Trier hacia las modalidades no-paradójicas de los espacios de la muerte en vida, ¿cómo debemos calificar a aquella otra que este mismo cineasta mantiene con respecto a los vínculos paradójicos entre el límite y la transgresión –actitud ésta que constituye, si no el nervio central de su obra, al menos una de las conexiones nerviosas más relevantes de la misma? Piénsese, por ejemplo, en las dos partes que este director ha filmado hasta ahora de su “trilogía americana” –Dogville (2003) y Manderlay (2005)–, cuyos muros representados mediante líneas de tiza trazadas en el suelo parecen simbolizar el amor secreto de la transgresión por el obstáculo mínimo, por el frágil orden civilizado que espera tan sólo a que la transgresión se produzca para convertirse automáti-camente en barbarie, en ciega hostilidad apenas contenida hasta entonces por una pared invisible. ¿Se aceptará calificar de “irónica” la actitud de Von Trier hacia a estos espacios? En favor de esta posición cabe argumentar, por un lado, por recurso a la paradoja de la arrogancia que se plantea en el diálogo entre Grace y su padre hacia el final de Dogville (castigar a los vecinos de Dogville por sus excesos puede ser considerado como un acto de arrogancia, pero ¿no es acaso un acto de arrogancia aun mayor perdonarles

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la vida?) y, por otro, a la estructura general de la trama de Man-derlay, construida con la intención de hacer entender al espectador cómo la protagonista del filme puede pasar de evitar que un esclavo sea azotado a azotarlo ella misma.1 Pero afirmar que la ironía se aviene especialmente con la imagen-transgresión debido al carácter intrínsecamente paradójico de ambas es ya manejar implícitamente una determinada definición de la ironía que a continuación quisiera explicitar, pese a saber que una operación semejante está destinada, en rigor, al fracaso.

Conciencia de la paradoja y paradoja(s) de la conciencia

En el aforismo 11 de Más allá del bien y del mal Nietzsche reprochó a Kant el que se hubiera preguntado, en relación con los juicios sintéticos a priori, únicamente cómo son posibles, en lugar de por qué es necesaria la creencia en ellos. Otro tanto podría decirse de lo que se ha dado en llamar “ironía romántica” (que no es una variante entre otras de la ironía, sino la ironía sin más, tal como ha sido definida modernamente), o sea: que también con respecto a ella habría que indagar, no sólo por qué es posible, sino por qué es necesaria. Que en este punto se planteen estas dos tareas es algo que se halla relacionado con el hecho de que la ironía puede ser entendida fundamentalmente de dos modos, a los que Elizabeth Sánchez Garay se ha referido en los términos que siguen: “mien-tras Pere Ballart [en Eironeia. La figuración irónica en el discurso

1 Si bien puede pensarse que este desenlace está atravesado por un tufo ideológico de lo más nefasto –el hombre blanco reafirmándose frente al negro y afirmando a la vez la esclavitud de éste–, no es menos cierto que en el guion que escribió para sí mismo y acabó filmando Thomas Vinterberg (Dear Wendy, 2004) encontramos la figura contraria: el hombre occidental se toma por un pacifista con armas, lo cual no puede derivar sino en tragedia –una tragedia en la que, además, se ve implicado un muchacho negro que era el único al que este simulacro de pacifismo le parecía una memez desde el comienzo.

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literario moderno] señala que Schlegel define a la ironía como conciencia de la paradoja, Pierre Schoentjes, en La poética de la ironía, considera que el pensador romántico la concibe como con-ciencia del caos del universo” (Sánchez Garay 42). Revisemos en primer lugar esta segunda definición, o sea, la que define la ironía como conciencia del caos universal. Lo menos que puede decirse de ella es que es una caracterización un tanto extraña porque, por un lado, la conciencia sólo existe si hay distinción (y, por consi-guiente, distancia entre la conciencia misma y aquello de lo cual la conciencia es conciencia) y, por otro, el caos es aquella situación en la que todo está mezclado, es decir, en la que nada es verda-deramente “claro y distinto”, y donde, por tanto, no puede haber en rigor conciencia. Una “conciencia del caos” sólo será posible, pues, en tanto que dicha conciencia no sea absoluta (o sea, mientras no suprima absolutamente la distancia con respecto al caos), sino parcial. Obtenemos así la siguiente respuesta a la pregunta sobre la posibilidad de la ironía: ésta es posible sólo a condición de que la conciencia no suprima toda distancia con respecto a su objeto (el caos del universo) o, lo que es igual, de que no se convierta en conciencia absoluta.

Revisemos ahora la primera definición de la ironía propuesta más arriba, esto es, aquella según la cual es la conciencia de la paradoja. Esta caracterización vincula entre sí dos términos que exigen cierto número de precisiones. En primer lugar, hay que observar que “paradoja” (paradoxa, en griego) alude a aquella proposición, acción o comportamiento que contraviene (para) la opinión general (doxa). Si la etimología no nos dice, sin embargo, aquí gran cosa, es porque existen diversas maneras de contravenir la opinión general (o sea, el sentido común). En efecto, algo puede haber sido contrario a la opinión general y no serlo en la actualidad, pero también serlo hoy en día y no serlo dentro de algún tiempo: definir la paradoxa en función de la doxa convierte, así, la paradoja en algo contingente. ¿Existe acaso alguna forma no contingente

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de la paradoja, algo que necesariamente deba contraponerse la opinión general? Es sabido que existe, cuanto menos, un ejemplo fácilmente reconocible de esta forma, que es a lo que llamamos “contradicción”. Afirmar, por ejemplo, que a la vez llueve y no llueve en un mismo lugar es algo que contraviene la opinión ge-neral porque, al ser imposible, toda declaración en este sentido, por más generalizada que esté, no sería en realidad una opinión en absoluto, sino un puro absurdo. La anterior pregunta debe reformularse, pues, como sigue: ¿hay una forma no contingente de la paradoja que no se reduzca a la contradicción? De nuevo, la respuesta es afirmativa, como lo prueba el siguiente célebre ejem-plo, conocido ya en la antigüedad: es necesariamente paradójico decir que “miento”, porque al afirmar tal cosa, o bien miento, en cuyo caso estoy diciendo la verdad, pero entonces estoy mintiendo, etc., o bien digo la verdad, pero entonces estoy mintiendo, luego digo la verdad, en cuyo caso miento, y así indefinidamente. En suma, la paradoja “químicamente pura”, aquella que no depende de la doxa ni se confunde con la contradicción, tiene como rasgos definitorios, por un lado, la existencia de dos términos (en este ejemplo, “miento” y “digo la verdad”) y, por otro, la remisión mutua e indefinidamente prolongable del uno al otro. Bastará, en consecuencia, con que se den estas dos características para que podamos hablar de “paradoja” en el sentido especificado.

Por otra parte, la conciencia supone, como anticipé, una dis-tancia o distinción entre ella misma y su objeto. A esto hay que añadir que la conciencia puede tomar como objeto potencialmente cualquier cosa, incluida ella misma –o, dicho de otro modo, que la conciencia puede aspirar a ser autoconciencia–. Se obtienen entonces las siguientes dos opciones: o bien la conciencia, al to-marse como objeto a sí misma, se desdobla en conciencia-objeto y conciencia-de-sí-misma, siendo ésta una suerte de conciencia de segundo grado que, a su vez, también puede ser tomada como objeto para una nueva conciencia de tercer grado, etc.; o bien, la

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conciencia, cuando toma como objeto otra cosa distinta a sí mis-ma, establece con la cosa en cuestión un vínculo que es a la vez distancia, siendo dicha relación-distancia igualmente susceptible de ser tomada a su vez como objeto por parte de la conciencia, lo que genera una relación-distancia de segundo grado, y así indefinida-mente. De todo ello se sigue que, en cuanto la conciencia quiere ser conciencia absoluta de su objeto, se vuelve paradójica por la proliferación, ya sea de relaciones de diverso grado con un obje-to exterior a sí misma o de relaciones de diverso grado consigo misma. Llegado este punto, disponemos de elementos suficientes para responder como sigue a la pregunta “¿por qué la ironía es ne-cesaria?”: dado que la conciencia, en cuanto intenta ser conciencia absoluta, se revela paradójica, devenir conciencia absoluta signi-ficará necesariamente transformarse en conciencia de la paradoja. Aun de otro modo: la ironía es, en su acepción romántica (y, por tanto, moderna) necesaria sólo para aquellos entes que aspiran a la conciencia absoluta o, lo que es lo mismo, a la superación de todo límite por parte de la conciencia. Pero si, como dije al hablar de la definición de la ironía en tanto que conciencia del caos, la condición para que la ironía sea posible es que la conciencia no llegue a ser conciencia absoluta de su objeto, resultará entonces que aquello que hace a la ironía necesaria (es decir, la pretensión por parte del sujeto de hacer absoluta su conciencia) es justamente lo que la vuelve imposible: ironía suprema.

Esta nueva paradoja (nunca expuesta, desde luego, por Von Trier en los términos formales que he empleado en el párrafo anterior) atraviesa de un extremo a otro la primera trilogía de este cineasta danés, conocida como la “Trilogía de Europa” y compuesta por El elemento del crimen (Forbrydelsens element, 1984), Epidemic (1987) y Europa (estrenada en América como Zentropa, 1991). En el primero de estos filmes, el detective Fisher regresa a Europa, continente que había abandonado años atrás, para intentar resolver una serie de asesinatos de niñas. Fisher es un hombre de mentalidad

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sumamente estricta y, como buen ilustrado, piensa que la forma es más importante que los contenidos, razón por la que se entrega a la aplicación del método ideado por un tal Osborne, que exige del investigador que deje de lado toda debilidad, permaneciendo siempre distante, analítico y objetivo. Fisher descubre, no obstante, que el delincuente al que persigue es tan metódico como él mismo y, fascinado por ese elemento común (el “elemento del crimen” al que alude el título del film, que no es sino aquello que el crimen es susceptible de compartir con la ciencia), se siente cada vez más identificado con este asesino. Ello le conduce a incumplir las reglas del método de Osborne (manteniendo, por ejemplo, una relación con la mujer del criminal), desencadenando un proceso que culmina cuando el propio Fisher asesina a una niña. Tras cometer este ase-sinato, habla con otro detective, quien le explica que eso mismo le ocurrió al propio Osborne. Sólo entonces Fisher toma conciencia de lo paradójico de su situación, que puede resumirse como sigue: tras confiar ciegamente en que la aplicación de un método le llevaría a la conciencia absoluta de una determinada realidad (y, con ello, a mejorarla), cae en la cuenta de que el método en cuestión, en vir-tud de su propia lógica, no sólo no le permite alcanzar su objetivo inicial, sino que le envía incluso a su extremo contrario.

Si en este primer largometraje lo paradójico radica en el hecho de que la aplicación de un método nos lleve a un objeto contrario al inicialmente perseguido, en Epidemic, en cambio, un mismo objeto (la peste negra) termina por vulnerar la frontera que separa dos órdenes formalmente distintos (la realidad y la ficción), en esta ocasión no bajo el aspecto del elemento común, sino de la coin-cidencia. El resultado es, en ambos casos, la ruptura con la doxa, con la opinión generalizada, que pasa por ser racional cuando en realidad no es sino mera apariencia lógica.

El comienzo de Epidemic es, en este sentido, programático; en él una voz en off nos dice estas palabras: “Una simple coincidencia puede muchas veces tener un carácter tan fantástico y macabro que

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incluso nosotros nos vemos obligados a llegar a conclusiones en apariencia lógicas pero en realidad sin fundamento”. La paradoja que constituye el eje en torno al cual gira El elemento del crimen es la de la conciencia que, al aspirar a ser conciencia absoluta de un objeto que presupone exterior a sí misma, revelará con su fracaso la imposibilidad de alcanzar la autoconciencia absoluta; aquella otra alrededor de la cual se articula Epidemic es, por el contrario, la de la conciencia que, intentando ser absolutamente consciente de sí misma (el filmetrata inicialmente de unos guionistas –interpreta-dos por los mismos guionistas que escribieron la película, uno de ellos el propio Von Trier– que escriben una película que, a su vez, se llama también Epidemic) y fracasando en dicho intento (el guion del filme dentro del filme tiene diez veces menos páginas de las que los productores exigen en tales casos), terminará siendo invadida por una circunstancia en principio meramente externa, pero que coincide con el asunto acerca del cual trata el guion del filme dentro del filme (es decir, la epidemia de peste negra).

Pero si Epidemic es un film-programa dentro de la trayectoria de Lars von Trier2 (del mismo modo que Cinco condiciones es un film-introducción) es, sobre todo, porque su misma construcción nos permite entender el vínculo que las primeras películas de este director mantienen tanto con la ironía como con la paradoja del límite y la transgresión. Esto es así en este filme porque Epidemic, a diferencia de El elemento del crimen, surge de una apuesta: cuando el productor de Von Trier le dijo que sólo podía ofrecerle un millón de coronas danesas (una cantidad risible para una producción cine-matográfica) para rodar la película, éste le respondió que no sólo sería capaz de rodar un filme con ese presupuesto, sino que además no sería aburrido y abordaría un asunto de candente actualidad. Si el

2 Lo que justifica por sí solo la particular simpatía que Von Trier ha mostrado siempre hacia esta película, en contraste con la animadversión que le producen en general el resto de sus primeros filmes. Sobre este punto véase, a título de ejemplo, la página XIII de la introducción de Jan Lumholdt al volumen titulado Lars von Trier. Interviews.

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tema escogido fue una epidemia, es porque por entonces comenzaba a extenderse el virus del sida, pero si la epidemia de la que trata el filme es, sin embargo, la peste negra es porque en aquellos años casi no se sabía nada de dicha enfermedad, de modo que ocuparse explícitamente de ella habría dejado muy poco margen para la es-critura del guion. El paso siguiente fue reducir lo máximo posible el número de actores (ya que no había dinero para pagarles y sólo muy pocos accedieron a trabajar gratis) sin por ello hacer girar toda la trama en torno a un número demasiado reducido de personajes, para lo cual Von Trier ideó esa estructura del filme dentro del filme, que permite a cada actor interpretar dos personajes distintos sin violentar excesivamente los hábitos del espectador.

De la unión de esos dos elementos surgió el eje central de la trama de Epidemic, que cabe resumir como sigue: unos guionistas escriben un guion –cuyas imágenes vamos viendo a medida que ellos terminan de escribirlas– acerca de una epidemia de peste negra. Como en sí mismo esto no tiene ningún interés –o, lo que es igual para la retorcida mente de Von Trier, no es en absoluto paradójico–, será preciso hacer converger estas dos líneas, de modo que la peste negra pase del guion que escriben los dos protagonistas a la realidad que habitan estos mismos personajes.

Rizando todavía más el rizo de la paradoja, Von Trier decidió que estas dos líneas argumentales convergiesen al final del film, pero que este desenlace fuese explicado por la voz en off desde el principio del mismo, de manera que el interés de la película no radicase en modo alguno en la sorpresa final. Esto condujo al director a emplear ciertas técnicas en las que verdaderamente no creía (y que, por este motivo, nunca antes había utilizado, pero que le permitirían ceñirse a las condiciones que se había autoimpuesto) y a prescindir, incluso, de toda técnica cinematográfica en deter-minados tramos del rodaje. Esto último dotó además a la película de un tono mucho más ligero que el de El elemento del crimen, como lo afirmó el propio cineasta en el siguiente fragmento del

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manifiesto incluido en el dossier que se publicó para acompañar el estreno de Epidemic en salas comerciales:

He empleado técnicas que no había utilizado en mis anteriores pe-lículas. En primer lugar, el montaje alterno, que no aparecía en El elemento del crimen, y movimientos de cámara como las panorámi-cas horizontales y verticales, que en El elemento del crimen sólo se utilizaron acompañadas de otros movimientos de cámara. ¡He abordado estas técnicas con un montón de escepticismo! [El subrayado es de Von Trier]Si las empleo en esta película es sólo porque necesito una forma es-tética menos restrictiva, forma que había alcanzado su culminación provisional en El elemento del crimen. Esta técnica “nueva” es tan barata y efectiva como trivial. También se ajusta bastante a la idea de una película más elemental. Buena parte del rodaje de Epidemic se llevó a cabo sin recurrir a “técnicas cinematográficas”. Así, al menos durante un tercio de la película, la cámara rodó sin que nadie la manejara. Le dimos así a la película su atmósfera de intimidad y, por encima de todo, ¡ligereza de espíritu! (Stevenson 69).

Tema, estructura, técnica cinematográfica y forma estética: todo ello se deduce en Epidemic de los límites autoimpuestos por el director, quien así parece querer (de)mostrarnos que, contra lo que se suele pensar (esto es, contra la doxa), el límite no es un mero obstáculo para la obra de arte, sino también una condición para la existencia de la misma e, incluso, un axioma a partir del cual ésta puede ser inferida ordine geometrico.3 Con todo, para extender legítimamente

3 Este guiño a la forma expositiva de la Ética de Spinoza (y, a través de ésta, a la del mismo Euclides) no es tan gratuito como a primera vista pudiera parecer en el caso de un cineasta como Von Trier, quien en más de una ocasión ha declarado, por ejemplo, que dedujo matemáticamente Rompiendo las olas a partir de la caracterización psicológica de su personaje protagonista.

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este procedimiento deductivo a la totalidad de los aspectos signi-ficativos del filme no hay que perder de vista que, en más de un sentido, Epidemic es el estricto contrario (y, justamente por ello, complementario) de El elemento del crimen: si ésta era en color, aquélla es en blanco y negro; si una era eminentemente nocturna, la otra es diurna; si una comenzaba con una escena de hipnosis que transcurría en mitad del ambiente tranquilo de un salón situado en El Cairo, la otra reserva para el final una sesión de hipnosis, que esta vez transcurre en un comedor de clase media baja europea y deriva en una situación extremadamente violenta, etcétera. De este contraste surge la siguiente pregunta, que se convertirá en el nuevo desafío en la trayectoria cinematográfica de Von Trier: ¿sería posible filmar una película que, en lugar de articularse en torno a una sola de las dos paradojas de la conciencia mencionadas más arriba, fuese la plasmación cinematográfica de la ironía suprema, es decir, de aquella paradoja que hemos visto que se plantea en la relación misma entre las dos primeras paradojas?

Esa es, ni más ni menos, la pretensión de Europa, que por ello intenta fusionar los rasgos opuestos de las dos películas anteriores mezclando, por ejemplo, en un mismo fotograma imágenes en blanco y negro y en color, así como el día y la noche, y extendiendo la sesión de hipnosis a la totalidad del metraje del filme (el cual es, por esto mismo, un film-hipnosis, es decir, una película enteramente concebida como una sesión de hipnosis en la que el hipnotizador –reducido aquí a la voz de Max von Sydow– dirige la palabra al espectador no solamente al comienzo y al final, sino también en momentos puntuales esparcidos a lo largo del mismo), por sólo hablar de los tres aspectos anteriormente citados.

Si las palabras que Von Trier pronunció durante la rueda de prensa de la presentación de Europa en el Festival de Cannes de 1991 –en la que dijo haber diseñado este filme como una autén-tica obra maestra y haber decidido tal cosa, además, por adelantado, antes siquiera de empezar a escribirlo– no deben entenderse como

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una mera provocación, es porque en ellas se atribuye el carácter de “obra maestra” a las intenciones de la película y no a sus resulta-dos, que como es lógico estaban aún muy lejos de existir antes de escribir el guion de la misma. Pero, ¿cómo escribir y filmar una obra maestra cuando el objetivo de ésta es mostrar al espectador el carácter necesariamente paradójico (y, por tanto, irresoluble) del afán de sintetizar las dos paradojas de la conciencia?

La respuesta a esta última pregunta es la siguiente: el orden geométrico de Von Trier se despliega en Europa, no ya a partir de una premisa temática transgresora (el humanista que se convierte en asesino), como en El elemento del crimen, ni de una limitación presupuestaria (cosa que convertiría en mera fórmula una ocurrente solución), como en Epidemic, sino de la caracterización psicológi-ca de su protagonista (lo que constituye el punto en común entre Europa y Rompiendo las olas), al que Von Trier definió como “un idealista que viaja a un lugar esperando ayudar o salvar a la gente, sin que al final lo consiga” (Rodríguez 107). Dado que por “idealis-ta” se entiende aquí “persona que aspira a que la realidad se adapte a sus deseos, en lugar de adecuar estos últimos a dicha realidad”, para que el fracaso de este personaje sea lo más verosímil posible habrá que emplazarle en una situación abiertamente hostil, esto es, en el peor momento de la historia. Von Trier ubicará por ello la acción de Europa justo después de la más devastadora guerra que jamás se haya producido (la Segunda Guerra Mundial) y en el país más arrasado por ella (Alemania); en este escenario hará que su protagonista soporte, además, ser utilizado tanto por los integrantes del bando vencedor (sus propios superiores, que una y otra vez le implican en múltiples triquiñuelas) como por los del vencido (los Werwolf, nazis que aun tras la derrota continúan realizando atentados terroristas). De esta manera, el director consigue liberar el filme de toda carga ideológica, y acaso radique en ello la mayor ironía de la película –la cual, por pretenderse neutral, resultaría ser el único criminal, como dice en algún momento Katie (la Werwolf

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de la que el protagonista del filme se enamora) y antes incluso el sacerdote que afirma solemnemente que Dios perdona a quienes se equivocan, pero no a los tibios–.

Puede decirse, pues, que así como en Epidemic el tema, la estructura narrativa, la técnica y la estética se seguían de una limitación económica, en Europa se deduce a partir del carácter del personaje protagonista la situación en la que éste se halla, el marco espacio-temporal en el que se mueve, las relaciones que mantiene con los otros personajes y, finalmente, la paradoja misma que plantea, que no es sino la paradoja de la Ilustración, la cual cabe resumir diciendo que lo verdaderamente criminal no es un contenido, sino la forma misma de la neutralidad, que constituye la esencia de todo método, desde Descartes hasta Kant.

La disolución de la técnica

En el apartado de la “Introducción” a sus Lecciones sobre la esté-tica, que lleva por título “La ironía”, Hegel analizó el desarrollo de este tema en la obra de Friedrich von Schlegel, afirmando que éste (a quien el autor de la Fenomenología del espíritu no consideraba de una naturaleza filosófica, sino esencialmente crítica) encontró su fundamento filosófico en el siguiente punto de pensamiento de Fichte: el yo abstracto y formal es el que pone todo contenido (o sea, es aquello que determina qué es relevante y qué no en cada caso), por lo que también puede aniquilarlo; así, nada es recono-cido como valioso por sí y en sí mismo, al margen de mi yo –o, en otras palabras, todo es tratado como una apariencia, un aparecer a través del yo–. Pero como el yo es un individuo vivo, y dado que su vida consiste en exteriorizarse y llevarse a manifestación, ser artista será vivir como artista, lo que sólo es posible si mi acción y mi exteriorización en general es para mí tan sólo una apariencia que está enteramente en mi poder. Claro que, en ese caso, no me

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tomaré verdaderamente en serio ni el contenido que exteriorizo ni su exteriorización y realización efectiva, ya que sólo hay seriedad cuando un contenido vale en sí mismo para mí, “de tal modo que yo sólo devenga esencial para mí mismo en la medida en que me sumerja en tal contenido y haya devenido conforme a él en todo mi saber y mi actuar” (Hegel 50). Para otros, mi apariencia puede ser algo serio, pero en tal caso se equivocan, pues muestran que no son del todo libres; ser verdaderamente libre (valioso, digno, santo) es sólo un producto del propio poder de antojo. La vida irónico-artística coloca, así, al sujeto al nivel de una genialidad divina, esto es, por encima del resto de cosas (incluidos los demás seres humanos) a los que mira ufanamente y con desprecio, pues ve que para ellos son válidas, obligatorias y esenciales cosas tales como el derecho o la ética.

No se trata aquí, por descontado, de que el individuo irónico sea incapaz de mantener relaciones con los demás (de carácter amistoso, amoroso, etc.) sino de que, en cuanto genio, las accio-nes ajenas para él son, a la vez, algo nulo por contraste con su yo, que es lo único en y para sí universal. En esto radica justamente la contradicción de la ironía divina de la que habla Schlegel: el yo es en sí mismo vacío, trascendental, y los contenidos son para él vanos, de manera que si permanece en ese estadio, al pensador todo le parecerá nulo y vano, salvo su propia subjetividad –la cual deviene por ello mismo huera y vacía–. Pero en cuanto ese yo quiere conocer la verdad y ansía ser auténtica conciencia de un objeto, descubre que no puede quitarse de encima la soledad y el retraimiento que constituyen lo esencial de la actitud irónica antes mencionada, por lo que cae en un estado de languidez producido por una quietud e impotencia “que impiden actuar y abordar nada para no renunciar a la armonía interna, y que pese al ansia de realidad y de absoluto, permanece no obstante efectivamente irreal y vacía, aunque en sí pura” (Hegel 51). Llegado a este extremo, el artista irónico sólo tiene las siguientes tres opciones: puede, en primer

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lugar, desentenderse de la verdad de su condición, entregándose para ello a una producción artística externa a la que no confiere valor alguno (es decir, perseverar en su forma de vida irónica); puede también, por otra parte, caer en la languidez más arriba descrita; y, por último, cabe que aspire a superar la ironía, para lo que será necesario que conciba el arte y su relación con la verdad de un modo más satisfactorio.

Si aludo a este punto de la reflexión hegeliana sobre el arte es porque pienso que en la segunda trilogía de Von Trier –compuesta por Rompiendo las olas (Breaking the Waves, 1996), Los idiotas (Idioterne, 1998) y Bailando en la oscuridad (Dancing in the Dark, 2000)– añade a las tres opciones contempladas por Hegel una cuarta, que puede enunciarse brevemente como sigue: el artista irónico puede renunciar a la ironía, pero no para redefinir su relación con la verdad –que le llevará en lo sucesivo, según Hegel, a entender el arte como un tramo del camino que debe seguir el espíritu para alcanzar el saber absoluto, es decir, la autoconciencia–, sino para transitar de la ironía al humor, palabra esta que, además de su vínculo con la comicidad, tiene también un sentido médico, en tanto que alude a un flujo interior al cuerpo e irreductible a la conciencia (de la paradoja, del caos o de lo que sea). Si no sólo las películas de esta segunda trilogía de Von Trier, sino también todos sus filmes posteriores (salvo, quizá, El jefe de todo esto, cuyo interés es ante todo técnico y de cuyo contenido la voz en off del propio director nos dice al comienzo del filme que “no merece ninguna reflexión”) han sido protagonizadas por mujeres, es porque para Von Trier el cuerpo de la mujer está más conectado que el del hombre a la naturaleza (por ejemplo, durante la menstruación) y, por tanto, al peligro.4

4 Para esta última asimilación, repárese en las siguientes declaraciones que Von Trier realizó para la revista Electric Sheep en la época en que promocionaba Anticristo: “Pienso que la sexualidad es la parte de los seres humanos que está más cercana a la naturaleza. Y la naturaleza, de algún modo, es peligro. Sí, si la enfrentas contra la civilización, la naturaleza es definitivamente una amenaza” (Hernández Reyes 46).

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¿Qué efectos tiene este cambio sobre el cine de nuestro autor? Dicho de otro modo: si, según he intentado mostrar, en Epidemic encontrábamos ya el orden geométrico (o, lo que es igual, deducti-vo) funcionando a pleno rendimiento y en Europa hallábamos, por su parte, el despliegue de ese mismo procedimiento a partir de la caracterización psicológica del personaje protagonista, ¿qué aporta la segunda trilogía, y en particular el primer filme de la misma, Rompiendo las olas, a la trayectoria de su director? El mismo Von Trier se lo ha sugerido a Stig Björkman al decirle que durante su primera trilogía “estaba obnubilado por el trabajo técnico, que me parecía lo más importante. Los actores no significaban gran cosa” (Santamarina 186). Lo que encontraremos antes que nada en esta nueva etapa será, por tanto, un tránsito desde el interés por la concepción de los personajes (ya presente en Europa y que aquí se conservará en cierta medida) al interés por los actores, inédito hasta entonces en el modus operandi del director danés. La pri-macía del trabajo con los actores se reflejará antes que nada en el ensayo continuado con éstos, proceso en el que se pretenderá que el actor tenga la mayor libertad posible y que, precisamente por ello –segunda consecuencia–, lleve a una escritura casi automática del guion, en el extremo contrario del “guion de hierro” al que los actores tendrían que ceñirse. En tercer lugar, desde el punto de la filmación se recurrirá a la cámara digital, mucho más ligera y que el propio director puede llevar encima, por cuanto ésta permite seguir a los actores en sus evoluciones, al contrario de lo que sucede con la cámara cinematográfica tradicional, mucho más pesada y que subordina el movimiento de los actores al suyo propio. Cuarto y último, se rechazarán todas las reglas habituales en el montaje, que pasará a realizarse por medio de cortes abruptos, desembarazándose por principio de la pretensión de continuidad.

Si la primera temporada de El reino (Riget, 1994) pertenece con todo derecho a la filmografía de Von Trier pese a ser una serie de televisión, es porque en ella este director pudo experimentar por

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primera vez los beneficios de este nuevo modo de trabajar. Antes, pues, de ejercitarla en el cine, Von Trier puso en práctica esta di-solución de la técnica en el medio televisivo, donde la celeridad de los rodajes impone una serie de limitaciones a las que no tuvo más remedio que ceñirse y que, paradójicamente, resultaron ser liberadoras. Sin embargo, el tránsito de un medio al otro tampoco fue inmediato. También en 1994, mientras El reino triunfaba simul-táneamente en las pantallas de televisión de varios países, Von Trier comenzó a trabajar en un proyecto encargado para la capitalidad de Copenhague en 1996, titulado Psykomobile #I: The World Clock, igualmente centrado en el trabajo con los actores. Sergi Sánchez ha descrito este proyecto en los siguientes términos:

Cincuenta y tres actores tenían que crear a otros tantos personajes según unas someras indicaciones sobre su comportamiento y su relación con los demás entregadas por Von Trier y su coguionista, Niels Vorsel. Durante cincuenta días tenían que vivir en diecinueve habitaciones, cada una decorada temáticamente. Cada día los actores tenían la obligación de improvisar durante tres horas, solos o en com-pañía de alguno de sus colegas, siguiendo las instrucciones de partida y modulando su creación a partir de cuatro luces de colores instaladas en cada una de las habitaciones, a su vez controladas por un ordenador que recibía señales de video de unas cámaras colocadas en una colonia de hormigas en Nuevo México. El comportamiento de las hormigas hacía encender un color y no otro, marcando el ánimo con que los actores debían improvisar sus personajes (Sánchez 153-154).

Sólo tras pasar por esta doble prueba, nuestro director se sintió capaz de afrontar el rodaje de Rompiendo las olas, filme a partir del cual ya nada sería lo mismo para su filmografía, porque a partir de entonces la ironía dejaría de ser el principal elemento organi-zador de la misma y pasaría a centrarse, en primera instancia, en el trabajo con los actores.

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Ahora bien, como el actor, a diferencia del personaje, tiene un cuerpo, y dado que el arte por antonomasia de la presencia física del actor no es el cine, sino el teatro, parece lógico que la tercera (y, hasta el momento, incompleta) trilogía de Von Trier indagase las relaciones entre el cine y el teatro. Claro que, además del hecho irreductible de que eran películas, algo decisivo separaba aún a Dogville y a Manderlay de la fisicidad de la representación teatral, a saber: el hecho de que en estos filmes el director todavía elige lo que vemos y lo que no vemos, esto es, determina el encua-dre, lo que no sucede en cambio en el teatro. Von Trier intentó superar esta limitación mediante la invención del automavisión, procedimiento técnico –paradójicamente solidario de la disolu-ción del resto de las técnicas– en el que un ordenador selecciona el encuadre al azar, sin ser, por tanto, el director quien decide dónde y cómo poner la cámara –si bien para poder hacer una película así, es preciso (paradójicamente) poner ciertos límites a los movimientos de la misma–, y que pretendió ser una reacción contra la cámara manual que el propio Von Trier había utilizado desde Rompiendo las olas.

Epílogo

Tal vez sea conveniente finalizar estas páginas recordando algo muy dicho y muy conocido, pero por ello mismo también muy olvidado, a saber: que una de las cosas más difíciles a la hora de hablar de la obra de un artista, como de la de un pensador o la de un científico, es saber dónde acabar. Esta dificultad se incre-menta, como es sabido, en particular cuando esta obra está todavía en proceso, de modo que no puede determinarse con precisión hacia dónde apunta su último tramo y, no digamos ya, cuál será su próximo giro. Es por esto que he preferido limitar mi reflexión a unos pocos filmes de Lars von Trier en los que la ironía se halla

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ligada, no ya (o no únicamente) a los resultados, sino al proceso mismo de su construcción, en lugar de ampliarla a la totalidad de su trabajo como cineasta.

Ahora bien, una vez establecido ese límite, ¿no sentiremos acaso –tanto el lector atento como yo mismo– la necesidad de transgredirlo, esto es, de prolongar la investigación más allá del problema de la ironía, sustituyendo este último tal vez por el del humor negro (al que la medicina clásica llamó Melancholia, como Von Trier a uno de sus filmes) y, más allá incluso de éste, por la atención al entra-mado de cuestiones que plantean los dos volúmenes de un filme tan rico como Nymphomaniac? De ser así, este breve epílogo podría considerarse el primer borrador del prólogo de un trabajo ulterior y más extenso que aspiraría a dar cuenta no sólo de la evolución del cine de Von Trier posterior a Rompiendo las olas, sino también de las conexiones más o menos puntuales que incluso las películas más recientes de este director mantienen todavía con el germen del cual nació la totalidad de su obra.

Referencias

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Foucault, Michel. Entre filosofía y literatura. Obras esenciales, Volumen i. Barcelona: Paidós, 1999.

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Opción, núm. 179, año XXXIII, diciembre de 2013. Lumholdt, J. (ed.). Lars von Trier. Interviews. Jackson: University

of Mississipi Press, 2003. Pérez, Berta M. Rompiendo las olas. Una figuración posmoderna

de lo trágico. Madrid: Akal, 2012.

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Rodríguez, Hilario J. Lars von Trier. El cine sin dogmas. Madrid: Ediciones JC, 2003.

Sánchez, Sergi. Hacia una imagen no-tiempo. Deleuze y el cine contemporáneo. Oviedo: Ediciones de la Universidad de Oviedo, 2013.

Sánchez Garay, Elizabeth. “La ironía nietzscheana y su influencia en la literatura contemporánea”. Signótica, vol. 22, núm. 1, enero-junio, 2010.

Santamarina, Antonio. “Lars von Trier: Europa versus Dogville”, en VV. AA., El camino del cine europeo. Siete miradas [Murnau, Dreyer, Buñuel, Rossellini, Godard, Bergman, von Trier]. Pam-plona/Madrid: Gobierno de Navarra/Ocho y Medio, 2004.

Stevenson, Jack. Lars von Trier. Barcelona: Paidós, 2005.

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