El Amazonas (Por Héctor Abad Faciolince)

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Viaje a la selva Por: Héctor Abád Faciolince En El Espectador, el escritor Héctor Abad describe cómo es llegar a la reserva indígena más grande del mundo de la mano del explorador alemán Martín von Hildebrand. 1. Con fiebre y sin voluntad 2. Martín von Hildebrand 3. El famoso río 4. Maldiciones que son bendiciones 5. El peligro de la minería 6. La absoluta lejanía 7. La comunidad de San Miguel 8. La maloca de Benjamín 9. Efectos del mambe 10. Necesidades fisiológicas

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Viaje a la selvaPor: Héctor Abád FaciolinceEn El Espectador, el escritor Héctor Abad describe cómo es llegar a la reserva indígena más grande del mundo de la mano del explorador alemán Martín von Hildebrand.

1. Con fiebre y sin voluntad2. Martín von Hildebrand3. El famoso río4. Maldiciones que son bendiciones5. El peligro de la minería

6. La absoluta lejanía7. La comunidad de San Miguel

8. La maloca de Benjamín9. Efectos del mambe10. Necesidades fisiológicas

11. Sónaña12. Puerto Ortega13. Cacería

14. Reflexiones al final del viaje

1. CON FIEBRE Y SIN VOLUNTAD

Lo primero que sentí al volver de la selva fue una parálisis de lavoluntad. No me duchaba, dormitaba en la cama; miraba largamenteel vacío recordando los ríos y caños donde me había bañado y lossitios donde había dormido en el Vaupés; creía estar meciéndometodavía en mi hamaca colgada en la perpetua penumbra de lasmalocas. De repente empezaron los temblores, el escalofrío, eldolor en los huesos y finalmente la fiebre. Una fiebre feroz,intermitente, intercalada de sudores a chorros, fotofobia, ardoren la piel e incapacidad de abrir los ojos o de moverme.

Entonces, en la cama, recordé la advertencia risueña de Martín vonHildebrand: “Si no recibes todo lo que te dan, puede pasar que elchamán se ofenda y te haga un maleficio”. Y vi claramente con losojos de la memoria esa noche en la maloca de San Miguel, cuandoYebá-Boso (después de que yo hubiera rechazado dos veces su totumade chicharancia) se acercó a mí con dos pitillos de hueso depájaro unidos en forma de V. Por un extremo los cargó con unpolvito grisáceo. Luego se inclinó sobre mi cara y me introdujo unextremo del cañuto de hueso por el orificio izquierdo de la nariz.Sin previo aviso sopló con fuerza por el otro extremo. Yo sentí uncimbronazo en la cabeza que casi me tumba, como si me hubierandisparado directamente en el cerebro polvo de wasabi. Tosí, meretorcí, pero por cortesía estaba obligado a ofrecer el otro huecode la nariz. Otro batacazo tremendo en la mitad del cráneo. Debióde ser en ese momento —decidió mi mente delirante durante losescalofríos de la fiebre— que entró en mi cuerpo el maleficio dela enfermedad.

Diez días antes había llegado a las selvas amazónicas con el mejorguía que puede tener cualquiera que se quiera internar en los

resguardos indígenas más remotos de Colombia: el antropólogoMartín von Hildebrand. Nacido hace 68 años en Nueva York, hijo deun bávaro y de una irlandesa, llegó a vivir en Bogotá cuando teníaseis años. Su acento, por lo tanto, es bogotano, pero sunacionalidad es múltiple y cosmopolita: tiene cédula colombiana,pasaporte suizo y de otros tres países, podría ser irlandés oalemán, habla un francés fluido por el colegio donde se formó, uninglés impecable por Nueva York y Dublín (donde estudió), machacaalgunas frases en lenguas indígenas, y sabe alemán por el costadogermánico de su familia, unos bávaros que a pesar de ser arios yde haberse convertido al catolicismo tuvieron que escaparse de lapersecución nazi por las reseñas furibundas que su abuelo —elteólogo Dietrich von Hildebrand— escribió en contra de Hitler y deMein Kampf.

Von Hildebrand hizo su primer viaje al Vaupés en 1971, hace 40años, y desde entonces su vida y la de la amazonia colombiana hansido como dos bejucos que se entrelazan, o mejor, como un bejucoque se trepa y abraza por todos lados al tronco de un árbolmilenario. A él y a su extraña amistad con el presidente VirgilioBarco (solían pasar horas juntos en el palacio de gobierno, ambosen perfecto silencio) se debe que Colombia tenga los resguardosindígenas más extensos del mundo, mucho más grandes que los deCanadá, Brasil o Australia. Nuestros resguardos son un país dentrodel país, del tamaño de Gran Bretaña.

(La historia de cómo consiguieron este derecho los indios, Barco yvon Hildebrand es muy larga, y merece otro artículo). Al verlo unopiensa de inmediato en Klaus Kinski cuando hacía el papel deFitzcarraldo en la desmesurada película de Herzog.

2. MARTÍN VON HILDEBRAND

Pero hace 40 años, incluso von Hildebrand necesitaba un guía quelo introdujera en la confusión de la selva. Su lazarillo fue el

gran antropólogo Gerardo Reichel-Dolmatoff (quien luego llegaría aser su suegro y el abuelo de sus hijos). Para la época Reichel sehabía apasionado por la cultura chamánica del río Pirá Paraná, enel Vaupés, y le aconsejó ir allá. Pero antes de que se internarapor primera vez en la selva le dio cinco consejos: 1. Sacarse elapéndice. 2. Hacer un curso de primeros auxilios. 3. No comprar unmotor de gasolina —como pensaba— sino viajar a remo y a pie. 4. Nocargar nunca el morral a la espalda sino pagarle a algún indígenapara que se lo llevara en las largas caminatas por las trochas dela selva. Y 5. Tener una entrevista con monseñor Belarmino Correa,vicario apostólico en Mitú, es decir una especie de obispoauxiliar de la que entonces se llamaba Comisaría del Vaupés.

Von Hildebrand es un tipo atlético, práctico, ejecutivo y tozudocomo buen teutón. Y hace 40 años debía de tener además laintrepidez y ansiedad típicas de los 28 años. Tres días después desu entrevista con Reichel ya no tenía apéndice (un médico amigo selo sacó gratis) y una semana más tarde estaba en el hospital deVillavicencio suturando la herida de un hombre que había sidomordido en el tobillo por un cerdo. Un mes en la sala de urgenciasdel hospital le dieron buenas mañas de enfermero para cualquieremergencia de primeros auxilios; un breve aprendizaje al que lesacaría partido el resto de la vida.

El paso siguiente fue entrevistarse con monseñor Belarmino Correa,ya en Mitú. Sus visiones del mundo y del futuro de los indígenaschocaron de inmediato. Para el monseñor, los indios debíanintegrarse a la historia de Colombia, de la Iglesia y del mundo.Para eso había que llevarlos a los internados abiertos por losmisioneros, enseñarles los preceptos de la religión católica y lagramática del español, de modo que se hicieran “personascivilizadas del siglo XX”. Para el antropólogo Von Hildebrand, esoera lo que siempre se había hecho, con tristes resultados, desdelos tiempos de la Conquista; lo que había que hacer era protegersus lenguas y sus culturas, no matar a sus dioses ni repudiar susritos, hacerlos sentir orgullosos de su propio pasado, de su

manera de ser, de comer y de vivir, y permitirles seguir el caminode la historia según su propia voluntad. Fue así como se apartó dela protección apostólica de monseñor Correa y se internó en laselva por sus propios medios; a remo, sin motor, y pagándoles alos indígenas para que lo orientaran y le cargaran el morral, comole había sugerido Reichel-Dolmatoff.

Pocas semanas después estaba con las comunidades indígenas del surdel Vaupés. Ese contacto cambiaría su vida para siempre, y, dealguna manera, determinaría también el futuro y la independenciade los indígenas de la amazonia colombiana. Para bien o para mal,si a alguien se debe que estas comunidades de indígenas no sehayan integrado a la historia colombiana del siglo XX, ni a lamodernidad del mundo, es a Martín von Hildebrand. Más para bienque para mal no son campesinos, no son coqueros, no sonmisioneros, no son guerrilleros ni soldados ni empleados niobreros ni paramilitares, sino que son ellos mismos; y para bien opara mal, viven según sus propias tradiciones, incluyendo lasprácticas médicas, higiénicas y mágicas de los chamanes, para mítan absurdas y dañinas como las prácticas médicas y mágicas de loscuras.

Martín von Hildebrand es y no es uno de ellos. Ni guía espiritualni líder político, parece más bien una inmensa oreja que se muevede arriba abajo por buena parte de la amazonia colombiana, los oyey les recomienda los pasos a seguir para poder salirse con lasuya. Y “la suya” consiste, ante todo, en conservar intacto suterritorio. Cuando está con ellos, vive como ellos, es uno deellos, así tenga la piel más clara, salpicada de pecas dedemasiado sol. Von Hildebrand se ha integrado a su culturacómodamente. Dice que sigue con éxito sus prácticas dietarias ymédicas, sin excluir altas dosis de mambe (hoja de cocapulverizada con ceniza de hoja de yarumo) y limpias esporádicascon yagé y otras plantas sagradas. Si es así, no le ha ido mal. En40 años de viajes a la selva, Von Hildebrand no se ha enfermadonunca seriamente; ni un paludismo ni un beriberi ni una

disentería. Ni una picadura de tábanos o de culebra. Nada. Se comesus espesos potajes picantes con un apetito —perdonen el epíteto—caníbal.

A punto de cumplir 70 años es fuerte y sano como un árbolamazónico; pasa muy fácilmente de una locuacidad animada al másimpenetrable mutismo, del trato familiar a la distancia germánica.Lo veo levantarse al alba a hacer sus lentos ejercicios deguerrero chino.

Después lo acompaño al río y entramos en él desnudos, con una manoen las partes (“al estilo indígena”, me explica, y yo le digo quemás bien parece “al estilo misionero”), como quien se bautiza cadadía en una inmersión completa en las aguas oscuras y sinuosas delPirá Paraná.

3. El famoso río

Antes de ir a este importante río colombiano yo no tenía noticiasdel Pirá Paraná; sabía que por allá casi todos los lugares sellaman con nombres extraños “siempre acentuados en la últimasílaba”, como decía Rivera, pero nada más. Teniendo en cuenta quequizá alguno de ustedes tampoco sepa dónde está exactamente elPirá-Paraná, empiezo por dar las coordenadas del sitio. El río(negro o rojizo según la luz del día, cristalino en la palma de lamano, caudaloso, alternativamente torrencial o tranquilo) corre denorte a sur, en el departamento del Vaupés, y en la mitad de sucurso cruza la línea ecuatorial antes de desembocar en el ríoApaporis —que va a dar en el Caquetá, que cae en el Amazonas, yaen Brasil—. Para llegar allá hay que tomar un vuelo de Satenahasta Mitú, quizá la capital más militarizada de Colombia desdeque la guerrilla, en los tiempos de Pastrana, se tomó la poblacióndurante más de una semana. (El operativo militar para el rescatede la ciudad, con la ayuda secreta del gobierno de Brasil, no cabeaquí y merecería otra crónica). Y desde Mitú se contrata unaavioneta vieja, de esas que tosen y estornudan en el aire, de esas

a las que no les funciona ninguna aguja del tablero de mandos, quevuela en dirección sur durante casi una hora hasta que el pilotodescubre, a ojo y en mitad de la manigua, las pistas rudimentariasque hay a lo largo del río, al lado de algunas poblacionesindígenas.

En el pequeño avión, además del piloto, va, en la silla deadelante, un gigante inglés de dos metros de altura, Edward Davey,egresado de Oxford, nueva especie de explorador benévolo del sigloXXI, agudo observador de nuestra idiosincrasia, que estáescribiendo un libro sobre sus impresiones de Colombia. Atrásvamos Martín y yo. Por el peso de los pasajeros, hemos tenido quedejar en Mitú la mitad del equipaje (mis latas de conserva, lagasolina para la canoa, ropa de más). Después de aterrizar dandotumbos en las piedras y montículos de tierra, con el mismo pilotose contrata un día para el vuelo de regreso (nueve días después,en este caso) y, con tal de que la lluvia y el tiempo lo permita,ese día señalado la avioneta vuelve por los pasajeros. Si sequisiera hacer el viaje por tierra, entre trochas pantanosas,caños y ríos, regresar a Mitú sería una travesía de por lo menosdoce días de fatiga, y eso con la ayuda de un guía experto en losconfusos caminos de la selva.

4. Maldiciones que son bendiciones

La amazonia colombiana ha sido bendecida en los últimos deceniospor dos de nuestras más nefastas maldiciones: la guerrilla y lacorrupción. Por el miedo a ser reclutados, atacados o secuestradospor la guerrilla, los colonos dejaron de adentrarse en la selva, yla dejaron casi intacta. Y gracias a la corrupción de losgobiernos locales, nunca se construyeron las carreteras y vías depenetración que estaban planeadas para internarse selva adentro.Esas dos maldiciones la han protegido de dos de los mayoresdepredadores del planeta: el hombre mestizo y, sobre todo, elhombre blanco. Otra maldición (el narcotráfico) tampoco consiguióbendecir con su amarga riqueza esta parte del país: la calidad de

la coca cultivada por los indígenas en esta zona era ínfima(dejaba muy poco rendimiento de alcaloide) y así, muy prontodejaron de interesarse también por sus cultivos y cosechas decoca. Y una maldición más —que en casi todas partes es vista comouna desgracia—, la migración de los jóvenes a las ciudades, hadejado aquí inmensas extensiones del territorio habitadas por unospocos puñados de comunidades indígenas dispersas en las que solohan resistido aquellos más apegados a sus costumbres, sustradiciones, su relación con la tierra y sus culturas ancestrales.El resultado es un inmenso país (del tamaño de las islasbritánicas, repito) habitado por unas 40 mil personas cuyoterritorio no puede ser invadido, colonizado, gobernado, explotadolegalmente por nadie, sino por ellos mismos. Ellos son los dueñosinalienables de la finca más grande y exuberante del planeta; unpaís dentro de otro país, que parece querer conservarse así —virginal, duro y secreto— para siempre.

5 El peligro de la minería

 El riesgo más grande para la conservación cultural y ambiental dela selva podría venir del subsuelo (que sigue siendo de laNación), es decir, de esa maldición vestida de bendición que seríala riqueza mineral escondida bajo la tierra. Hoy no hay peligromayor que la minería para la integridad ecológica de la Amazoniacolombiana. Con la derrota o el repliegue de la guerrilla, con ladecepción de los narcos, con la llegada de gobernantes menoscorruptos y más eficientes, un nuevo tipo de pertinaces visitantesha aparecido en estos territorios de frontera: los geólogos. DesdeMitú se nota que son legión y que recorren los ríos haciendoexcavaciones y mandando pruebas de suelo a los laboratoriosnacionales o internacionales. Algunos de estos geólogos han sidocontratados por grandes compañías mineras del mundo para quemanden muestras de las piedras y el suelo. Y al mismo tiempo hacenlo posible por comprar al Gobierno títulos y derechos para,eventualmente, explotar el subsuelo.

La “confianza inversionista” y la política minera del anteriorgobierno consistió en abrirse de patas y conceder derechos sobreel subsuelo a precios irrisorios por hectárea. Por pocas cosas quehaya debajo de la corteza, hay empresas dispuestas a comprarmillones de hectáreas en derechos, a semejante precio. Esostítulos, al fin y al cabo, se pueden revender en el mercadointernacional. Y con un solo hallazgo de oro, plata, cobre, níquelo minerales escasos como el coltán, sus títulos se valorizaríanexponencialmente. Ese es el mayor riesgo que corren estas tierrasy estas comunidades indígenas. Sus capitanes y líderes lo saben yse preparan jurídicamente para defenderse, con la asesoría deGaia, la Fundación de Von Hildebrand, entre otras instituciones ypersonas. Aspiran a que el Gobierno trace líneas infranqueables ensu territorio, para que las reservas ganadas hace 25 años no seaninvadidas por vías subterráneas y destrozadas por la minería. Hacepoco el Gobierno impuso una moratoria para la venta de títulos enestos territorios. Es un primer paso en la dirección correcta.

Mientras esto ocurre, si es que ocurre, es asombroso recorrer elPirá Paraná, visitar sus comunidades, y comprobar con los ojos queviven casi como vivían nuestros antepasados humanos de hace diezmil años. La experiencia es perturbadora y fascinante al mismotiempo. Esto se puede ver como un retraso imperdonable, perotambién como un mérito, una muestra de vitalidad y sacrificio encondiciones extremas; sobrevivir en la selva, sin técnica, es casitan difícil como sobrevivir en el polo norte. Mi sensación es queestán siempre en el límite de la supervivencia, esquivando lamuerte con escasos recursos, muy poca comida, y en un contacto conla tecnología que es incierto, lejano, esporádico, y tan caro quecasi nunca resulta posible o por lo menos estable. Siembran veintevariedades de yuca brava, siete de coca, algo de piña y plátano, ypoco más. Recolectan frutos silvestres y raíces, dependiendo delperíodo del año; comen insectos, en especial hormigas, y cazanaves y micos, todavía con cerbatanas y dardos envenenados. Tienenhachas y herramientas de labranza de hierro (este es el avancetecnológico importado que más les ha convenido), y tanques deplástico, en los que recogen el agua lluvia. Hay por ahí algunamotosierra herrumbrosa —ese enemigo número uno de los árbolescentenarios— pero como la gasolina es carísima y casi imposible deconseguir, yacen arrinconadas y oxidadas en chozas carcomidas porel humo y la humedad. Los anzuelos y cordeles son modernos, perola pesca es mínima, y sólo mejora cuando usan el barbasco enlagunas artificiales, pues el río es muy ácido, y pobre en pecesgrandes. Pero también el barbasco —por mucha tradición antigua eindígena que tenga— puede ser nefasto para la fauna del río.

6. La absoluta lejanía

Aunque estoy lejos de todo, geográficamente, a mí me parece queestoy mucho más lejos en el tiempo que en el espacio. Cuando laanomalía técnica de la avioneta se eleva, siento que me interno en

el pasado del género humano, y que si hoy ocurriera un cataclismonuclear, una larga noche producida por un meteorito, serían estaspersonas, capaces de sobrevivir casi con nada (agua, aire, hojas,pepitas, insectos), de comer cualquier cosa, y con el soloinstinto de los ojos y las manos, los que tendrían el durocometido de volver a poblar la tierra de seres humanos.

Nunca, ni siquiera en la China, me había sentido tan extraño y tanlejos de mi mundo. La selva amazónica es un inmenso desiertoverde, lleno de vida, sí, pero inhóspito y casi invivible paraquien no haya nacido ahí, para quien no sepa descifrar el confusojeroglífico de esa infinidad de hojas, insectos, reptiles,bejucos, raíces, árboles y matas, tantas que se confunden en unaacumulación caótica, un ruido visual incomprensible para ojosinexpertos. Las lenguas makuna, edduria o barasana (u otras deestos mismos cepos lingüísticos, que se hablan por allí) meresultan tan familiares y fáciles de entender como el mandarín.Allá, en lo profundo del Pirá Paraná, al sur del país, exactamentesobre la línea ecuatorial, esa entidad política y burocrática quellamamos Colombia es una cosa tan remota que ni siquiera hayfuncionarios; ni ejército; ni paramilitares; ni narcotraficantes;ni policía; ni secuestrados ni secuestradores; ni curas; nipolíticos.

Uno prende el radio de pilas, de día, y solamente oye hormigueos ysilbidos siderales. Dos veces, en el insomnio de la madrugada,alcancé a oír algo: “Guerrillero, ¡desmovilízate!”, y el lejanoacordeón de un vallenato. No hay electricidad y por lo tanto lasnoches sin luna son perfectamente oscuras; no hay músicaamplificada (qué descanso); no entra el celular (qué alivio); nohay sal, no hay azúcar, no hay tiendas para comprar azúcar o sal,papas o arroz; es imposible conseguir una cerveza, un aguardiente,una Colombiana, una Coca Cola; por supuesto no hay señal deinternet o de televisión. Están ellos, los indígenas, los dueñosde la selva, ellos con su vida compleja y su cultura ancestral, yese ruido indescifrable de la inmensa diversidad biológica: miles

y miles de especies botánicas y animales, incomprensibles eidénticas si uno no es nativo y vive de ellas, o al menos botánicoo biólogo o entomólogo. Un blancuzco miope y citadino, como yo, noes más que un inválido en el corazón de la manigua. Todoconocimiento libresco, literario, es inútil y risible en esta queJosé Eustasio Rivera llamaba “Infierno verde” y que yo llamaríamás bien “desierto verde”.

Moviéndonos por trochas, literalmente en fila india, o subiendo encanoa por el río, visitamos cuatro comunidades indígenas. Laprimera, San Miguel, es la más desarrollada y poblada, y me dejóuna sensación ambigua de desolación y maravilla; la segunda, lamaloca de Benjamín, durante un aguacero de horas, me reveló laensoñadora verborrea que produce el mambe; la tercera, Sónaña,encerrada en sí misma, agobiada por la escasez y sordamenteagresiva, me dejó un mal sabor en la boca, y temor en el pecho; lacuarta, Puerto Ortega, amable y amena, me reconcilió con lacultura indígena, me llenó de optimismo y esperanza. Trataré de ircon orden por las cuatro estaciones de mi viaje.

7. La comunidad de San Miguel

San Miguel alberga cerca de trescientas almas y fue fundada hacemás de medio siglo por curas misioneros católicos que le dieron elnombre del arcángel. Me dicen que fue el padre Manuel Elorza, uncura negro, jesuita, el que trajo la imagen del arcángel y abrióun internado para que estudiaran los indios. Pero hace más detreinta años un grupo de indígenas iconoclastas se hartaron de loscuras misioneros. Hubo un problema básico, elemental, y fue quelos maestros misioneros empezaron a sentirse atraídos por lasmuchachas internas, y se dieron a la muy cortesana y descortéstarea de seducirlas. Las mujeres en la selva son un recurso másprecioso que la yuca o el agua, por lo que los líderes indígenasse enfurecieron y resolvieron mandar al carajo a todos losmaestros; quemaron la imagen del ángel, tumbaron la capilla y —con

tal de no perder a sus mujeres— decidieron recobrar tanto sulengua como sus viejos rituales y prácticas religiosas. Ahoraviven en un sincretismo que incluye, entre otros muchos dioses, aJesús y a algunos santos y ángeles cristianos, más sus antiguasdeidades: anacondas celestes, jaguares de Yuruparí, plantasrituales, antepasados, ánimas, hijos del tiempo (seressobrenaturales que se comunican con nosotros durante el sueño olas tomas de yagé), lugares sagrados de peregrinación, micos,guacamayas, lapas, árboles, raudales…

Recién llegados nos llevan a conocer la maloca (que es el centroritual, el lugar de reuniones, el comedor común cuando hay eventosy el corazón de cada comunidad indígena). La primera sorpresa —casi una alucinación contradictoria— ocurre en ese momento. Alpasar de la excesiva luz exterior a la penumbra de la maloca, nosdeslumbra encontrar allí 13 computadores portátiles encendidos enlos que un grupo de hombres jóvenes (más de 20, y una sola mujer)aprenden a usar procesadores de palabras. Transcriben el relato desus lugares sagrados, de los mitos relacionados con su cultura ycon el río Pirá Paraná, de sus migraciones ancestrales, en suspropias lenguas (pertenecen a distintas etnias), y a punto seguidocopian la traducción al castellano. Los computadores estánconectados a una pequeña planta eléctrica de gasolina, y losadiestran dos maestros de la Fundación Gaia (de la cual Martín vonHildebrand es el director). Teclean lentamente con sus índicespara pasar a la pantalla las hojas que han copiado y dibujado amano. Los dibujos de los animales y los lugares sagrados seescanean y se añaden al texto.

Entro y salgo varias veces de la maloca mientras los jóvenes pasanal computador sus investigaciones. Uso la puerta Sur (la de loshombres) y también la puerta Norte (la de las mujeres). En lamaloca, como en las sinagogas y en las mezquitas, los hombres ylas mujeres tienen zonas separadas, salvo durante los bailesrituales. Lo que más me gusta de la maloca, en la perpendicularluz del mediodía, en este meridiano del calor tropical, es que

adentro todo está más difuminado, la luz más tenue y latemperatura es varios grados más fresca. Converso largamente conRoberto Marín (Yebá-Boso es su nombre tradicional), que me explicael significado de la maloca.

“La maloca (Hairi Wí, ‘Grande Casa’, en lengua barasana) es unmodelo del cosmos. Representa, para nosotros, todo el territoriodel Pirá Paraná, como si fuera un mapa. El techo es el cielo, labóveda celeste: la vara de la cumbrera es el tránsito del sol; lasvaras de los lados son el tránsito de las constelaciones. Lascuatro épocas del año se rigen por el movimiento de Las Pléyades.Esas épocas son: 1. La de los gusanos que salen de la tierra. 2.La de los frutales silvestres; cuando los árboles florecen y lessalen pepas. 3. La de Yuruparí, época de curación y prevención delas enfermedades. 4. La del cultivo —en la cual estamos— cuando sesiembran las chagras y se cosecha. Las vigas de la maloca son losgrandes raudales (o cachiveras) a lo largo del Pirá Paraná. Otrospostes representan algunos lugares sagrados: el cerro Yupatí de laPedrera (al cual pueden peregrinar mentalmente, sin moverse de lamaloca, para recibir los buenos efectos de la romería); el Huecode Guacamaya en La Chorrera. Las serranías de la región que cercanel territorio para salvaguardarse de invasiones...”.

La explicación es larga y cada vez se vuelve más compleja ydetallada, mientras me señala partes cada vez más pequeñas de lamaloca; es como resumir la Biblia en un rato, recorriendo unacapilla con frescos, y por eso termino por perderme. Roberto mehabla también de preceptos y dietas. Me explica cómo se cura lacomida para que no haga daño (enfermedades y muertes ocurren porno respetar estos preceptos de dieta) mediante rezos y sahumerios.Luego me habla de los Jaguares de Yuruparí, que son los dueños detodo, y son criaturas que dejaron de ser personas y seconvirtieron en seres sobrenaturales que, cuando se los invoca yvienen, purifican el ambiente de la región.

Al mismo tiempo me habla de plantas, raíces y tomas rituales (losniños empiezan a tomar alucinógenos desde los 7 años, más o menosal mismo tiempo que nosotros hacemos la primera comunión con unahostia insípida). Luego se explaya en una especie de relatoobsesivo que tiene sobre las cosas que le dijo el yagé alguna vez(sé que es una obsesión pues luego oigo que se lo cuentainsistentemente también a Edward y a Martín). Repite mucho algo:que él no heredó la oratoria de su padre, que era hablador. Losdueños del yagé le dijeron que él no sería orador. Lo que él soñófue con muchas mujeres que le servían, muchas chagras sembradas decoca y yuca brava (las hojitas de la coca se movían alegremente alviento, dice). Él preguntó: ¿de quién son? Y el yagé le dijo: esasmujeres son tuyas; esa yuca es tuya; esas hojitas de coca que semueven alegremente son tuyas. “Por eso yo soy el soberano de losalimentos, y lo que debo hacer es asegurar el mantenimiento de lamaloca. Tengo que aceptar las recomendaciones que los hijos deltiempo me revelaron a través del yagé”.

Esto fue, muy resumido, lo que le entendí a Yebá-Boso sobre supapel de líder en la comunidad. Espero no traicionar su historiani su pensamiento. Le pregunto por la línea ecuatorial, que pasatan cerca de allí. Él me dice: “Al norte de San Miguel, después deCaño Colorado, hay un raudal que, según nuestra tradición, es elcentro del mundo: Gttaguibua. Por ahí, dicen los blancos, cruza lalínea ecuatorial. Para nosotros es el centro del mundo”. RobertoMarín se queda callado: se echa en la boca grandes cucharadas demambe, y se levanta para cambiar de interlocutor.

En San Miguel hay orden y limpieza; espacios abiertos, cancha defútbol, escuela, puesto de salud. Es una comunidad consolidada,quizá con un problema de crecimiento pues se la ve hirviendo deniños por todos lados y, según ellos, eso no es bueno. Portradición cultural, y por motivos de supervivencia, lascomunidades del Pirá Paraná son seminómadas, con asentamientosfijos transitorios, que no deberían durar más de veinte años.Pasado este tiempo la tierra alrededor se agota. Los cultivos se

hacen tumbando selva, quemando el rastrojo, y sembrando allí —fundamentalmente— las variedades de yuca brava que es la base dela alimentación, y las plantas de coca, a cuyas hojas losindígenas están tan apegados como a su propia tierra. Lasproteínas se pescan o se cazan. El resto del alimento serecolecta, según las estaciones del año. Pero la tierra, la caza ylos frutos se van agotando cuando permanecen mucho tiempo en unlugar. La selva es, en cierto sentido, pobre; no en diversidad(por algo las compañías farmacéuticas patentan ilegalmente suriqueza química), pero sí en alimentos. Su producción —sinfertilizantes ni insecticidas, que en su cultura sonimpresentables— no da para sustentar grandes poblaciones. Hay quedividirse por grupos, dejar el sitio y trasladarse separadamentemás lejos, para encontrar tierra virgen, tumbar el monte y volvera sembrar en suelo fértil. El que se deja atrás necesita quince oveinte años más para recuperarse, y mientras tanto no deberíatocarse.

Una población exitosa como San Miguel es, entonces, un peligro.Cada vez los desplazamientos a las chagras (extensiones de cultivode cada familia) son más largos, hasta de seis y siete horas a piepara llegar y para transportar de vuelta lo cosechado. Eso hacedifícil la vida, y todo demasiado laborioso. Esto explica,también, que las niñas pequeñas (de entre 6 y 10 años) se quedenen el pueblo a cargo de los niños más pequeños (y los llevancargados de un lado a otro, algunos casi tan altos como ellas,apoyándolos a horcajadas sobre sus caderas), mientras los adultosvan a sembrar la chagra o a recolectar la yuca brava, en jornadasde ida y vuelta que duran todas las horas de luz.

Todo en la selva es paradójico. Una comunidad exitosa se convierteen un peligro para sí misma. En cierto sentido los indígenas vivencomo las comunidades de monjes: una vez hay demasiados en unsitio, se requiere abrir otro convento en otro paraje, más lejano,y el grupo se parte. Pero en San Miguel hay infraestructura pararecoger el agua lluvia; hay radioteléfono para informar llegadas o

calamidades; hay compartel (teléfono satelital) que funciona conenergía solar y tarjetas que se compran en Mitú; reciben visitasde vacunadores y tienen una nevera (alimentada también con panelessolares) donde se guarda suero antiofídico, vacunas y otrasmedicinas básicas que deben estar refrigeradas, respetando lacadena de frío. Alejarse de la población es alejarse de todo esto,y pocos lo quieren hacer. Eso hace que, por la escasez de comida,crezcan las tensiones. La economía que practican (el comercioprácticamente no existe) no es para tantos, ni para quedarsequietos tanto tiempo. Pero tampoco es posible echar a nadie. Esaes la encrucijada en que se encuentran: algunos de ellos deberíanirse, ¿pero quiénes? 

EL HAMBRE

Aprendí de mi padre que, para saber si en una comunidad campesinahay hambre, hay que mirar el estado de los animales. Si los perrosy los cerdos están famélicos, en los huesos, si las gallinas seven macilentas y desplumadas, quiere decir que no sobra comida enlas casas, y lo poco que hay se va en alimentar a los humanos. Losindios no levantan cerdos (de vez en cuando un jabalí salvaje) ytienen muy pocas gallinas. En San Miguel vi unos pocos perrossanos y montones de perros en los huesos, con sarna, al borde dela muerte por inanición.

Eso me indica que hay familias que prosperan y otras que están muymal, en la misma comunidad. No pude averiguar datos sobreesperanza de vida al nacer o mortalidad infantil, pero encontré unpoema pegado a la ventana de una de las casas más cercanas al río.El poema decía así:Estoy triste

Por todas partes

Algo separadoDel tiempo

Porque la vidaMe habita

La muerte está cerca.

Como me intrigaron y me gustaron mucho estas palabras, averigüépor su autor. Era el dueño de la casa, Lázaro León. Me contó quelas había escrito cuando su único hijo varón se estaba muriendo.Tenía tres hijas mujeres y ese niño de dos años y medio, en quientenía puestas todas sus esperanzas. La barriga se le hinchóterriblemente y tenía fiebre y diarreas. Lo llevaron donde el payé(curandero) que hizo lo posible por curarlo con sus plantasmedicinales; luego al puesto de salud, donde el promotor indígena.No lo pudieron salvar y se le murió. La muerte ocurrió hace más deun año, y todavía lo llora. Me dice que el niño se llamabaFrancisco León y yo le prometo que escribiré algo sobre él, sobresu niño muerto. Lázaro León me lo agradece y yo compruebo una vezmás que lo que sienten ellos ante la muerte de un hijo esexactamente lo mismo que sentimos nosotros. Sea como sea sucultura, bajar la mortalidad infantil (con alimentos y aguapotable, con hidratación y antiparasitarios, básicamente) seríabueno para ellos como para cualquier otro pueblo.

Los pueblos de la selva, sin embargo, no pueden seguir en todo elmodelo de los pueblos de los blancos, pues aquí no hay manera deabastecerse: no hay comercio, no hay moneda circulante, no haymedios de transporte para traer comida barata de otra parte, opara sacar lo que aquí pudieran producir como mercancía detrueque. Por eso los grupos deben dispersarse en familiasampliadas, y vivir por unos años cerca de sus chagras, para luegovolver a emigrar, selva adentro, hasta encontrar otro asentamientoadecuado, con tierra virgen alrededor, y caños para el agualimpia. San Miguel es lo contrario de todo esto. Su éxito essinónimo de su fracaso.

8. LA MALOCA DE BENJAMÍN

Estando en San Miguel hicimos un viaje a pie hasta la comunidadindígena más cercana, la maloca de Benjamín. Íbamos Martín,Edward, dos guías indígenas, Ernesto Ávila y Reynel Ortega, y yo.El plan era hacer una visita relámpago, y regresar pronto, pero enla maloca nos cogió una lluvia torrencial, y allá nos quedamosmambeando largas horas, mientras escampaba. Cuando entramos a lamaloca uno de los secretarios de Benjamín estaba, precisamente,preparando el mambe. El mambe tiene un sabor amargo y un oloráspero, penetrante, que impregna todo el cuerpo. Tanto Martín comolos indígenas adoran ese olor, pero a mí me resulta desagradable.

Al entrar en la maloca de Benjamín pensé que estaban haciendomúsica rítmica con un extraño instrumento de percusión: era unaespecie de tambor cilíndrico, largo como un cañón de guerra. Porla boca le metían un largo bastón con el que iban golpeando. Elsonido era rítmico y los ritmos variaban con el tiempo: rápidos,lentos, un redoble rapidísimo al final. El secretario sacó elbastón y examinó la punta cubierta con pedazos de palma. Lo queexamina es el polvillo volátil, de color verde oscuro, del mambe.Las hojas de coca asada, mezcladas con la ceniza del yarumo, debentrabajarse en el cilindro hasta obtener un polvo finísimo.

Al rato Benjamín, el maloquero, nos ofreció un recipiente dondehabían puesto el mambe recién hecho, y una cucharita plana. Unodebe echarse un par de cucharadas a la boca y tratar de formar unamasilla con la saliva, inicialmente sin tragar ni mucho menosaspirar el polvo. Esta masilla se empuja al carrillo y se dejaahí. Uno siente que la lengua y los labios se anestesian. Poco apoco llega una especie de extraña lucidez que activa el deseo dehablar. Produce una sensación de bienestar, y al mismo tiempo quete amarga la lengua, te la suelta.

9. EFECTOS DEL MAMBE

El mambe sacó de mí, quizá, mis obsesiones mentales más presentes,la esencia de lo que soy, o aspiro a ser: un racionalista que creeen la lógica aristotélica y en los ideales de la Ilustracióneuropea: educación universal, método científico, escepticismocrítico, sistema democrático... El mambe, como en general todaslas drogas que alteran el comportamiento, exacerba cualidades odefectos: los cariñosos se vuelven melosos; los bravos, furiosos.El racionalista que soy se volvió, al menos momentáneamente, unfanático de la ciencia y el progreso.

Empecé a discutir con Martín von Hildebrand, casi con impaciencia,bajo el efecto de la coca. Le dije que así como yo había roto conmi tradición antioqueña, religiosa, conservadora y católica,también los indios tenían motivos para poner en duda sustradiciones culturales y religiosas. “Si nos hemos ganado elpermiso de atacar a Mahoma, al Dios de los católicos, o al Dios delos judíos, ¿por qué yo no puedo atacar también las tradicionesindígenas que me parezcan irracionales?”, le pregunté. Negué quesu medicina sirviera para nada; aposté que su expectativa de vidaera baja; lo reté a que mirara los dientes de los niños (concaries) y las encías sin dientes de los hombres maduros; hablé, unpoco exaltado, de los parásitos, los antibióticos, la ciencia, elagua potable. Sostuve que sus dioses eran tan falsos como nuestrossantos y dioses medievales. Y por último, cuando fui acusado deser paternalista y prepotente, le dije que la racionalidad y lalógica no eran patrimonio de Occidente sino un atributo humanouniversal, del que cualquier cultura podía participar y de hechoparticipaba. Cuando un indio escoge el árbol que le servirá parahacer una canoa, no procede mediante pensamientos mágicos, sinoque escoge el palo que por experiencias y ensayos sirve parafabricar la embarcación.

Martín fue paciente y empezó a argumentar con mi mismo esquemamental: me dijo que si se construía un acueducto a la maneraoccidental, como yo proponía, con tuberías que llevaran aguapotable a todas las casas, y si se ponía una planta eléctrica, el

pueblo crecería aún más, y se haría insostenible en ese sitio;aumentar la densidad de población, aquí, lo único que lograríasería que hubiera más peleas por la comida. Sobre los dientes ylos antibióticos alzó los hombros, y yo interpreté su indiferenciacomo si me hubiera contestado que el fin de la vida no es quetodos sobrevivan, tengan una sonrisa Pepsodent, o lleguen aviejos, pero quizá él no lo piense así. Lo que sí me dijo es queyo no podía traer mi visión del mundo e imponerla en la selva conla típica arrogancia occidental. Le pregunté qué pensaba a uno delos guías indígenas que nos acompañaban, Ernesto Ávila, el cual devez en cuando —algo preocupado— le traducía al maloquero Benjamíny a otros indígenas nuestra discusión, y él contestó que no estabaseguro, que tenía que pensarlo mejor. Edward, con su eleganteflema inglesa, guardaba un silencio educado y meditabundo.

Ernesto Ávila se preparaba para hacer un viaje a Brasil, dondeasistiría como representante de esta comunidad a una reunión deindígenas del Amazonas. El mambe a él no lo volvía parlanchín,como a mí, sino que más bien lo hundía en un mutismo cada vez másoscuro y meditabundo. Lo que pasaba por su mente no lo sé y estome ocurrió muchas veces con ellos: miran con la clara luz de lainteligencia siempre viva en los ojos, pero una antiguadesconfianza los lleva a callar, o a hablar muy poco, y a no decirclaramente cuáles son sus opiniones ni sus intenciones. Es unasana estrategia de supervivencia, supongo.

Regresamos a San Miguel, bajo la lluvia. El efecto del mambe se mefue pasando con la caminata. Por el camino empecé a decirme losiguiente, dentro de mi cabeza, como un mantra: “Acuérdate de queviniste a ver; no a dañarle ni a mejorarle la vida a nadie. Si lesdieras zapatos a los niños, como propone la medicina preventivaoccidental, crearías inválidos como tú, adultos incapaces decaminar descalzos por la selva; y en la selva no venden zapatos”.Quería disculparme con Martín, que iba silencioso, y con Edward,que alternativamente nos daba la razón, a veces a uno, a veces alotro. En vez de las disculpas, por un buen rato, se instaló entre

nosotros un silencio resentido y yo me sentí culpable de haberhablado tanto.

Llegamos a San Miguel cuando caía la noche. En la maloca habíanorganizado una reunión, con bailes, cantos, relatos del pasado(una extraña retahíla que se parecía a la melopea reiterativa delos monjes tibetanos) que los oradores repiten a toda velocidad ylos niños y jóvenes escuchan atentos, fascinados. También habíacomida para todos, que las mujeres nos iban ofreciendo en totumasrebosantes. Fue durante esa fiesta que recibí mi polvo de rapé enla nariz, soplada por el aliento de Yebá-Boso, y quizá elmaleficio de mi futura enfermedad. Al amanecer del día siguiente,cuando debíamos embarcarnos río arriba hacia Sónaña, se medescompuso el estómago y la diarrea me hizo recorrer el pueblo,arriba y abajo, varias veces. Esto me obliga a hacer un paréntesissobre las formas de resolver las funciones excrementicias en laspoblaciones indígenas de la selva. El punto puede parecer frívolo,pero es importante.

10. NECESIDADES FISIOLÓGICAS

Por las mañanas, después del desayuno, según costumbre de mis díassaludables, los intestinos rugen y exigen libertad. En lacomunidad de San Miguel, medio Pirá Paraná, hemisferio austral, eluso es el siguiente: al costado de la cabaña de palafitos dondedormimos está clavada en el suelo una pala de bordes planos.Entonces uno se echa la pala al hombro, o mejor, a mi edad, la usacomo bordón, y atraviesa con ella la pequeña población. A tu pasosaludas niños y mujeres, en sus faenas domésticas, y hombres quecaminan atareados de aquí para allá. La pala en tus manos delataclaramente de dónde vienes o para dónde vas. Te saludan o no,según su índole amigable o desconfiada.

Al alejarse de la última vivienda del pueblo, se llega a unaexplanada con matorrales. El sitio es silencioso y apacible. No

huele.

Todos debemos hacer lo mismo (“al estilo del gato”, me ha dicho miinstructor en estos asuntos): cavar un agujero en la tierra, quepor fortuna es blanda y arenosa. Se reserva a un lado la tierraexcavada.

La posición cuclillas facilita y favorece el antiquísimo acto.Mejor es no demorar la operación más de lo necesario, pues el olormomentáneo atrae de inmediato una nube de insectos selváticos dedistinta apariencia. Uno se limpia, si tiene, con papel. Luegoecha la tierra dentro del agujero para que quede bien cubierto.Con la pala al hombro y la cara más relajada, se hace el camino deregreso a la población.

Esa mañana de nuestra partida tuve que hacer varias visitas aldescampado que sirve como sanitario. Pero al fin, hacia el mediodía, con la barriga repuesta, nos embarcamos. Habíamos encargadogasolina en galones, desde Mitú, con otro vuelo que llegó en esosdías a recoger a los instructores de Gaia, de manera queremontaríamos el río en canoas con motor. El viaje por estacarretera de la selva es hermoso. La selva inmensa se inclina anteel río negro, lento, sinuoso. Hay árboles enormes, de muydistintos tipos, algunos florecidos, playas de arena blanca, ramasque se atraviesan en el camino, pájaros de colores que cruzan lacorriente, alguna canoa de indios que pescan pacientes por lasorillas. Lo difícil es atravesar los rápidos (aquí les dicencachiveras como en los libros de los secuestrados, que muchasveces no se escapan por miedo a ellas) que de vez en cuandoaparecen en el curso del río. Algunas se pueden remontar remando,protegiendo la hélice del motor. Otras no pueden salvarseembarcados, por lo que hay que bajarse y coger una trocha por laselva, que lleva hasta el otro lado, río arriba. Con las mochilasy el motor a cuestas estas caminatas pasan al lado de árbolesgigantescos, de pantanos hediondos, de caños cristalinos. Al pasarpor ahí, en libertad, pero sudando, en fila india, en la penumbra

del bosque al mediodía, no puedo no pensar en las largas jornadasque relatan los secuestrados en la selva. Nos acercamos a otropueblo indígena.

11. Sónaña

Llegamos a Sónaña cuando está anocheciendo. El río se vuelve cadaminuto más oscuro, más silencioso, casi tétrico. La parte de lapoblación que está cerca del río, sin embargo, es agradable. Hayuna escuela con niños internos de varias comunidades, y maestrosindígenas. Una capilla de madera, al mismo tiempo simple y digna.Pero nosotros dormiremos en la maloca de Chico, el padre deFaustino, que está algunos kilómetros más adentro. Noto que niFaustino ni sus parientes nos reciben con entusiasmo; no hayninguna alegría entre quienes nos acogen. Tal vez ya saben quellegamos sin comida y evidentemente no tienen nada de sobra paracompartir con nosotros.

Cuando uno llega a una casa (de blancos, de negros, de indios) ala hora de la comida, y la cantidad es muy poca, lo normal essiempre que la acogida sea displicente, distante. El motivo deesta antipatía no es otro que una cierta vergüenza de no poderconvidar. Por eso entiendo que ellos tampoco sean amigables niacogedores; cuando Faustino habla, con su aliento rancio de mambe(los dos carrillos abultados, los restos de dos dientes verdosos),hay algo duro en su voz, protestas resentidas. Una mueca feroz. Sumanera de hablar es quejumbrosa y violenta. Le ofrezco cigarrillossin filtro y un billete para agradecerle la hospitalidad, y no melos recibe sino que me los arranca de las manos, voraz y rápidocomo una piraña.

Por la noche habla de matar a aquellos que quieran acercarse a sustierras con malas intenciones. Habla bien de sí mismo, de suconocimiento profundo de las tradiciones, y mal de los demásindios, que son vagos y ladrones. Pone problema por la gasolina,que cree suya y la reparte a su manera; se lo ve celoso y recelosocon Reynel, que será nuestro próximo anfitrión en Puerto Ortega.Su padre evoca con Martín los tiempos en que Sónaña, hace más detreinta años, fue una cocina de los narcos. Ellos mismos hicieronel pequeño aeropuerto, con la esperanza de sacar de ahí elalcaloide. Pero la coca local rendía tan poco, que al poco tiempolos narcos dejaron de aterrizar en Sónaña. El dueño de la cocinaera un tal Eliseo Ávila, al que cogieron preso y supuestamente semurió de un infarto en la cárcel de Mitú.

Años después de muerto Martín se lo volvió a encontrar sacando oroen Caño Tatú, con unos brasileños, vivito y coleando, más agresivoy cínico que nunca antes.

Paso muy mala noche en la maloca de Chico —el padre de Faustino,el cocinero fallido de Eliseo Ávila—. La maloca está invadida deratas con alas y sin alas, de lagartijas y de cucarachas, demosquitos. El humo del fogón despierta mi asma. Abro mi brújula ynoto que las puertas Norte y Sur de la maloca no están bien

dirigidas hacia esos puntos cardinales, como debe ser. Todo aquíparece haber sido construido con desidia, sin cariño. Tengopesadillas con horribles visiones de muerte y violencia, en lasque Faustino y su padre me hacen un juicio por ser un aliado deOccidente y me condenan a muerte en la hoguera. Al despertar mesiento atrapado allí, en peligro. Me parece que bastaría unadiscusión para que nos apalearan. Oigo el relato de un indígenaque, según ellos, envenenó con su carne de cacería a una mujer,que murió poco después de comer. Al enterrarla echaron agua sobresu cadáver, y el hilo de agua apuntó hacia el cazador que le habíadado la carne. Hubo que organizar una expedición de hombres paravengarse. Lo apalearon a él y a toda su familia, para que noquedara sobre la tierra rastro de su maldad. El veredicto de losdioses lo había dado el hilo de agua que apuntó hacia él. Nadiedice quiénes lo apalearon a él o a su familia, para no tenerproblemas con la justicia de los blancos. Esta es una formaantigua de justicia ancestral, que mejor no se discute en público.El envenenador se llevó su merecido, y punto.

Salgo de mis aprensiones y malos sentimientos sólo a mitad de lamañana, con la luz del sol y con el agua fresca del caño. Me bañocon Edward (culto, sereno y reflexivo, con quien vamoscompartiendo pensamientos y experiencias). El agua fresca, laconversación franca en inglés sobre lo que hemos visto, disipa misangustias. Es otro día y descanso cuando me entero de que Martínha resuelto que seguiremos hoy mismo río arriba, sin dormir otranoche en Sónaña, como yo había temido. Cuando le pido a Faustinouna pala para mis necesidades normales de la mañana, él me dice demala manera que allí no usan la pala, que busque cualquier lugaren el monte para defecar. Esto también me indica que de San Miguela Sónaña hay un paso hacia atrás en el lento proceso humano decivilización.

12. Puerto Ortega

El resto del día lo paso con un niño, Juan Camilo, que me orientaen asuntos básicos. Dónde tomar agua limpia, dónde lavar unacamisa.

Comparto con él uno de mis mayores tesoros: maní y chocolatinas.Es uno de los estudiantes internos y Faustino lo trata con ciertadureza, como si ladrara en su lengua original. Gracias a JuanCamilo el día en Sónaña no se parece a la pesadilla de la noche.Por la tarde me entero de que es el hijo adoptivo de ReynelOrtega, el dueño de la próxima maloca adonde iremos, en PuertoOrtega. Como no han podido darnos nada de comer en Sónaña —dondenada sobra—, después del mediodía me escondo detrás de los árbolesy abro una lata de salchichas que tenía escondida en el fondo delmorral. Nunca me han gustado las salchichas en lata, pero me sabena gloria, y llego al extremo absurdo de tomarme la aguasal en quevienen. Solo, egoísta, escondido, me doy cuenta de lo pocogenerosos que somos siempre los humanos cuando el mordisco delhambre se siente en la boca del estómago.

Al embarcarnos de nuevo río arriba conozco a Adán, que seránuestro guía en Puerto Ortega, la comunidad indígena más remotadonde llegamos. Adán, como el primer hombre. Con él fuimos apescar de día y a cazar de noche (Edward y yo); con él fuimos arecolectar hojas de coca y vainas de guamas. Pese a su españolrudimentario fue mi mejor compañero indígena durante los días dela selva. Su sonrisa franca, su pasmosa habilidad para sobrevivir(capaz de comerse cien hormigas en cien segundos), su ojo avizorde cazador, su paciencia monacal de pescador en un río con pocospeces, su manera de ir reuniendo plumas coloridas de aves en unrincón escondido de su choza minimalista de monje.

Desde que salimos de Sónaña, remontando de nuevo la corriente delPirá Paraná, el ambiente mejora. No sólo hay cordialidad,sonrisas, sino esa señal indudable de la inteligencia que consisteen la curiosidad: se interesan por mi reloj con brújula yaltímetro; les inquieta mi petaca metálica de whisky (que les cedo

a Edward y a Martín, porque no quiero beber alcohol, con miestómago maltrecho). Es una curiosidad de ida y vuelta: nosotrosles hacemos preguntas sobre su mundo y ellos a nosotros sobre elnuestro. Un verdadero intercambio.

Puerto Ortega es la más pequeña de todas las comunidades quevisitamos. Tiene, dice Martín, las dimensiones adecuadas para laselva. Nos acoge el padre de Reynel (muy anciano ya) en la maloca,y en otra casa la mujer de Reynel con sus hijas, que nos recibencon piñas, bananos, casabe y una sopa de pescado hervido, picante,deliciosa. Como bien por primera vez desde que estoy en la selva,y en un ambiente cordial, alegre. El sitio está muy bien escogidopara hacer el asentamiento: a la orilla del río hay una playa dearenas harinosas, blancas, y el agua fría y poco turbulenta es unadelicia.

Niños menores de diez años se lanzan en grupo a la corriente yatraviesan el río nadando con fuerza de un lado a otro; lacorriente se los lleva y llegan al otro lado mucho más abajo, perotodo lo tienen calculado. También lo cruzan remando, sin la menordificultad.

Yo, que supuestamente nado bien, no me atrevo a cruzarlo, pormiedo a que me arrastre hasta las cachiveras cercanas; los niños,en cambio, hacen el trayecto una y otra vez, alegres, de ida yvuelta. Veo que aquí también usan pala para ir al baño, enterrandolos excrementos al estilo del gato; con mi brújula observo que laspuertas de la maloca están perfectamente alineadas en direcciónNorte - Sur. Estos detalles elementales de orden mental y dehigiene, son sin duda pasos adelante en el camino de eso que odianlos antropólogos: la palabra progreso.

Los perros de Puerto Ortega, además, no están famélicos, como enSónaña (y en parte en San Miguel), sino sanos, y los cuidan concierta familiaridad, pues gracias a ellos la cacería es mejor: sonviejos aliados del hombre, que incluso ladran de vez en cuando,

cuando nos ven pasar. Los de Sónaña no tenían siquiera fuerzaspara ladrar.

Reynel tiene un hijo pequeño que se le pega a él como unagarrapata, con un afecto y un apego casi desesperados. El padre lotrata con ternura, lo abraza, lo acaricia, le quita parásitos dela cabeza y hace sonar las liendres entre las uñas, que mueren conun último y pequeño estallido. El niño se ve gordito, sano,despierto. También las mujeres lo tratan con afecto, y ademáscocinan el mejor casabe que he probado en todas las comunidadesdel río. Tiene los bordes tostados y el corazón tierno, con eseleve sabor avinagrado que tiene el pan de masa madre de losfranceses. La esposa de Reynel, de un manotazo, me salva de lapicadura de un tábano. De repente me siento que estoy a salvo, ybien, incluso protegido por los demás. Un sitio donde tratan a losniños con afecto, donde alimentan bien a los perros y donde secocina con cuidado, es para mí un sitio donde la civilización hadado pasos gigantescos. Sé que los antropólogos odian expresionescomo “más civilizado” o “menos civilizado”; para ellos todo sonexpresiones humanas igualmente válidas y ven en la pena capitalpor apaleamiento o en la ablación del clítoris variaciones delcomportamiento humano que no deben valorarse éticamente. Para míel problema es que si uno piensa así, tendría que ser también muyrespetuoso con la “cultura nazi”, y el genocidio judío podríaverse como una simple curiosidad y obsesión de una rama muydisciplinada del pueblo ario.

13. Cacería

Adán nos hace dos invitaciones: a cazar por la noche y a pescarpor la mañana. Como ya llega la noche, nos preparamos para lacacería.

Salimos tarde, después de las nueve, Adán, Edward, un remero y yo.

Habrá luna, y eso es malo para la caza, pero ésta no ha salidotodavía o está escondida detrás de nubarrones. Buscamos una canoaen el caño que da al río. Empujándola salimos a la corrienteprincipal, alumbrados por las linternas. Cuando las apagamos, nose ve absolutamente nada. Nos dejamos llevar por la corriente, ríoabajo; los remos sólo sirven para corregir el rumbo de la canoa.Adán nos pide silencio con un gesto y el haz de luz de su linternainspecciona las orillas. Busca los ojos de una lapa. En la nochecerrada sólo los ojos de los animales se iluminan, como dosdiamantes simétricos, fijos, como dos cocuyos inmóvilesperfectamente alineados. Adán, siempre curioso con nuestrosobjetos, me pide prestada mi linterna alemana, que tiene un chorrode luz más potente que la suya; evidentemente las categorías de“mejor” o “peor” también existen en su “mente primitiva”; la menteprimitiva no existe, en realidad, y la forma de razonar de todoslos humanos se parece mucho. El haz de mi linterna barre lasuperficie del agua, manejada con destreza por Adán.

Cuando apunta a los copos de los árboles, éstos parecen moverse,azarosos. Bajamos mucho rato por el río, sin ver animales; cuandosale la luna todo adquiere un tono plateado extraordinario, malopara la caza pero fantástico para el paseo nocturno por el río. Depronto, a lo lejos, se empiezan a oír las cachiveras; el corazónse me acelera; si nos arrastrara la corriente, la canoa sedespedazaría entre las piedras, y nosotros con ella. Es el momentode volver río arriba, dice Adán. Resuelven prender el motor. Nohemos visto ni un par de ojos de animal en la orilla; a vecessalen de la selva en la noche, en busca de agua. Adán sigueindagando las orillas con el haz de luz de la linterna. De repentehace un gesto muy lento con la mano y pide que nos acerquemos a laorilla. El haz de la linterna va derecho a un par de pepasbrillantes; los ojos del animal no parpadean, paralizados.

Adán duda un momento; toma la escopeta y en seguida vuelve aponerla en la proa de la barca. Los tiros, en la Amazonia, soncarísimos (el Ejército pone muchas restricciones para vender balas

y cartuchos, por miedo a que vayan a caer en manos de laguerrilla) y se los ahorra.

Adán agarra uno de los remos; salta como un tigre a tierra yempieza a darle garrotazos a un animal que no alcanzamos a ver. Loataca con furia; sin pronunciar palabra, sin lanzar un gemido. Alpoco rato vuelve con un caimán al hombro; de la pequeña cabezacaen al agua gotas de sangre. Lo tira con displicencia en el fondodel bote.

Seguimos río arriba, remando ahora, con el motor apagado. Depronto el caimán resucita y empieza a moverse desesperado por lacanoa, arriba y abajo. Edward y yo damos el torpe grito histéricode los civilizados y levantamos los pies descalzos con miedo a unmordisco. Adán se ríe, coge el remo por un extremo y le da alpobre caimán el garrotazo definitivo.

Es toda nuestra caza de la noche y será nuestro desayuno al díasiguiente. La carne de caimán es muy blanca, sabrosa, pero yoapenas la pruebo, con ciertos lejanos y absurdos resquemores deconciencia.

Si viviera en la selva con estos repentinos remilgos devegetariano, me moriría de hambre. Después del desayuno Edward yyo nos vamos con Adán a nadar en el río, y a pescar. Fuera delagua hacen 30 grados centígrados a la sombra; el agua, en cambio,está a 25 grados y es una delicia nadar contra la corriente.Cuando nos cansamos de remar río arriba, soltamos el bote a que selo lleve la corriente y Adán empieza a lanzar con gran precisiónel anzuelo, hacia las orillas. Los peces no pican. Pasa otra canoallena de vainas de guama. Nos regalan montones de guamas, dulces yrefrescantes, deliciosas. Al ver que no hemos pescado nada, nosregalan también un pequeño barbudo “para que no lleguen a la casacon las manos vacías”, dicen, riéndose. Al fin un pequeño pezblanco se pega del anzuelo de Adán. Ese fue el resultado de unanoche de cacería y una mañana de pesca: un caimán y un pescado

pequeño; algo que no alcanzaría para alimentar a toda la familia.Las proteínas en el Pirá Paraná son escasas y difíciles deobtener. Por la tarde salimos con Adán a cazar con cerbatana; otravez sin éxito.

Andando por la selva, Adán ilumina una hilera de hormigas. Seacuclilla, las descabeza, y empieza a comer hormigas una trasotra, sonriendo contento, animadamente. Yo recibo una sola, y mela trago entera, sin probarla. Sé por alguna vieja lectura que loshumanos fuimos todos insectívoros, en el pasado de nuestraespecie, pues tenemos enzimas para digerir la caparazón de losinsectos.

En la última noche en Puerto Ortega estamos todos conversando encorro, alrededor del fuego, alrededor de lo que siempre se llamóel hogar. Mis instintos de civilizado, o supuesto tal, no mepermiten ver con buenos ojos que no haya chimenea, ni cocinaaparte, sino que se cocine dentro de las casas, incluso en elmismo espacio donde se duerme, y también en la mitad de la maloca.Tengo recuerdos de algún viejo artículo leído en una revistamédica sobre la alta frecuencia de los casos de EPOC entre lasmujeres que cocinaban con leña dentro de sus casas; e incluso detodos los demás familiares. Según el artículo, el humo de la leñapara cocinar era peor para los pulmones que el mismo tabacoaspirado. Sin embargo, ese grupo de hombres sentados en corroalrededor del fuego, en la mitad de la noche, charlando de esto ylo otro, ofendiéndose, lanzando maldiciones, riéndose de una viejaanécdota, algunos de ellos desnudos y muy flacos, el humoelevándose hacia el techo de paja, las brasas iluminando lasparedes de fibras tejidas y adornadas con unas pocas pinturasrudimentarias; ese corro alrededor del fuego era como un recuerdoremoto de las primeras veladas de nuestra especie, probablementeen las sabanas africanas, hace cientos de miles de años. Lasmujeres, en otra parte, segregadas, se acostaban temprano; laconversación junto al fuego, una vez terminada la comida, que sehacía temprano, era un asunto de machos.

Para no coger mucho sueño, mambeaban sin cesar, y de vez en cuandoaspiraban tabaco soplado directamente por otro en la nariz. Yo erauno de los primeros en retirarme del círculo de conversaciónmasculino, cada noche, y también esa última noche en PuertoOrtega. Sin embargo, seguía oyendo esa conversación casi ritualdurante un rato, hasta que las mismas sílabas me ibanadormeciendo. Acostado en mi hamaca, desde la penumbra espesa dela maloca, con la vista borrosa del miope sin anteojos, al mismotiempo que me hundía en el sueño, agradecía haber podidopresenciar el espectáculo fascinante y simple del pasado de miespecie, cuando toda la literatura y el conocimiento del mundoeran todavía apenas conversación y muy pocos instrumentos: fuego,ollas de barro, lanzas, piedras, flechas, veneno, anzuelos.

14. Reflexiones al final del viaje

Despojado ya de toda pretensión de imponer mi visión del mundo, medigo que si yo tuviera plenos poderes para actuar en eseterritorio debería confesar que, francamente, no sabría qué hacer.Y cuando uno no sabe qué hacer, lo mejor que puede hacer, es nohacer nada. Eso, en últimas, es lo que creo que hay que hacer conla Amazonia colombiana.

Dejarla intacta; no tocarla; no hacer nada, nada, nada. Y a suspobladores, fuera de algunos servicios básicos en medicina y eneducación, dejarlos también solos, para que ellos decidan cómo sequieren mover hacia adelante, después de estudiar y enterarse.Ellos son tan inteligentes como cualquiera, y sabrán definir sudestino como más les convenga. Esta “mezcla de pesadilla yencantamiento”, que decía Rivera de la selva, seguramente sabráencontrar la ruta para ser menos pesadilla y más encantamiento.

Llegué de la selva, como dije, muy enfermo y con una raraparálisis de la voluntad. Escribir estos recuerdos me ha costadosemanas de introspección y muchas dudas. Todavía no estoy deacuerdo ni siquiera conmigo mismo. En la selva muchas cosas nos

despistan. Mi misma enfermedad despistó completamente a losmédicos occidentales que me atendieron en Medellín. Por llegar deallá consulté expertos en medicina tropical; descartaronpaludismo, dengue, otros parásitos.

Como siempre que no saben qué es, concluyeron que era un virus muyagresivo y me recomendaron líquidos y reposo. La fiebre y elmalestar siguieron. Al fin mi internista encontró el mal,apoyándose en nuevos exámenes y radiografías: una neumonía meestaba atacando peligrosamente. No me sometí a rezos ni a dietas,sino a una temporada de antibióticos, y me fui mejorando poco apoco. Creo que mi suerte habría sido más dura, y con peoresresultados, en la selva.

Creo también, supersticiosamente, que el maleficio sí vino de laboca y el aliento de Yebá-Boso, aunque no creo que él quisieratransmitirme con el aire de sus pulmones una bacteria en los míos.Simplemente pasó. Pasó y se me pasó y ambos sobrevivimos; él consus ritos y yo con mi medicina occidental. En este magnífico paísque se llama Colombia, convivimos al mismo tiempo los indiosmilenarios y los aculturados descendientes de ellos, de africanosy de europeos, que somos los que vivimos en las ciudades de losAndes. Tenemos siglos por delante, y nuestros descendientes podránvivirlos juntos, a lado y lado, si convivimos respetando ymezclando la cultura de ellos con la cultura nuestra. Más queaislándonos, intercambiando ideas y escogiendo lo bueno que hayadentro y fuera de la selva.