'El abrazo partido', de Daniel Burman: elusión y búsqueda de la identidad.

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EL ABRAZO PARTIDO, DE DANIEL BURMAN: ELUSIÓN Y BÚSQUEDA DE LA IDENTIDAD Concepción Pérez Rojas Cuando, a sus treinta años, Daniel Burman estrena el cuarto de sus largo- metrajes, El abrazo partido (2003), es ya considerado uno de los representantes de excepción del llamado “nuevo cine argentino”. La carrera meteórica iniciada con su primer documental, ¿En qué estación estamos? (1993), quedaría conso- lidada con largometrajes como Un crisantemo estalla en Cincoesquinas (1995), Esperando al Mesías (2000) o Todas las azafatas van al cielo (2002). El abrazo partido, un magistral ensayo sobre la familia, la confrontación generacional y una búsqueda (a menudo, no expresa) de la identidad, no tarda en obtener el reconocimiento del público y de la crítica: Gran Premio del Jurado y Oso de Plata en el Festival de Berlín (2004). El film terminará formando parte de una trilogía sobre las relaciones familiares, junto con Derecho de familia (2006) y El nido vacío (2008): Cóndor de Plata a Mejor Director de la Asociación de Cro- nistas Cinematográficos de la Argentina, y nominación a Concha de Oro en el festival de San Sebastián, respectivamente. La obra cinematográfica de Burman va más allá, sin embargo, de ese nuevo cine argentino, así como del cine independiente. El que no siempre se trate de filmes de elevado presupuesto permite que se privilegie la narración sobre la mostración, la diégesis sobre la mímesis: que se recupere el cine como aventura de contar. Ariel, el joven protagonista de El abrazo partido, camina, casi siem- pre al lado de la cámara, para contar, a la par que describe, su mundo y a los personajes de su entorno, con los que se relaciona o que lo acompañan. A ellos señala, desde una narración que no se agota: pensamientos, voz en off, diálogos que minimizan el riesgo del silencio. Entre el intimismo y el neorrealismo, las películas de Burman parecen estar construidas desde la vocación de narrar y la urgencia de buscar (búsqueda de sí,

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EL ABRAZO PARTIDO, DE DANIEL BURMAN: ELUSIÓN Y BÚSQUEDA DE LA IDENTIDAD

Concepción Pérez Rojas

Cuando, a sus treinta años, Daniel Burman estrena el cuarto de sus largo-metrajes, El abrazo partido (2003), es ya considerado uno de los representantes de excepción del llamado “nuevo cine argentino”. La carrera meteórica iniciada con su primer documental, ¿En qué estación estamos? (1993), quedaría conso-lidada con largometrajes como Un crisantemo estalla en Cincoesquinas (1995), Esperando al Mesías (2000) o Todas las azafatas van al cielo (2002). El abrazo partido, un magistral ensayo sobre la familia, la confrontación generacional y una búsqueda (a menudo, no expresa) de la identidad, no tarda en obtener el reconocimiento del público y de la crítica: Gran Premio del Jurado y Oso de Plata en el Festival de Berlín (2004). El film terminará formando parte de una trilogía sobre las relaciones familiares, junto con Derecho de familia (2006) y El nido vacío (2008): Cóndor de Plata a Mejor Director de la Asociación de Cro-nistas Cinematográficos de la Argentina, y nominación a Concha de Oro en el festival de San Sebastián, respectivamente.

La obra cinematográfica de Burman va más allá, sin embargo, de ese nuevo cine argentino, así como del cine independiente. El que no siempre se trate de filmes de elevado presupuesto permite que se privilegie la narración sobre la mostración, la diégesis sobre la mímesis: que se recupere el cine como aventura de contar. Ariel, el joven protagonista de El abrazo partido, camina, casi siem-pre al lado de la cámara, para contar, a la par que describe, su mundo y a los personajes de su entorno, con los que se relaciona o que lo acompañan. A ellos señala, desde una narración que no se agota: pensamientos, voz en off, diálogos que minimizan el riesgo del silencio.

Entre el intimismo y el neorrealismo, las películas de Burman parecen estar construidas desde la vocación de narrar y la urgencia de buscar (búsqueda de sí,

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búsqueda del otro) en lo narrado. El relato aparece como un modo de indaga-ción. Mientras que el conjunto de los pequeños dramas personales, individua-les, se convierten en trasunto de un drama global, un drama que afecta a todos y que en el film actúa, a modo de escenario: realidad que viene dada y ante la que solo cabe ejercitar la mirada, el escudriñamiento y, necesaria, imperiosa-mente, la negación.

En El abrazo partido, se dan cita algunos de los grandes temas de la posmo-dernidad: los movimientos de población (migraciones), la crisis de valores, el resquebrajamiento de las estructuras sociales y familiares, el heroísmo (trágico, las más de las veces), la búsqueda de la identidad. Temas, todos ellos, que que-dan planteados en las historias de vida de los personajes, y que permiten el diá-logo entre el microcosmos de la galería comercial (al que pertenece la mayoría de ellos) y el macrocosmos de un mundo globalizado: un mundo en el que cada aventura y cada tragedia humana tienen proyección y envergadura universal.

1. A modo de sinopsis

El abrazo partido, de Burman, resulta de la unión de trece eslabones que, a modo de episodios, hacen que el armazón de la película se vuelva sobre sí mismo: frente al avance temporal lineal (sin grandes anacronías), una estruc-tura circular que determina la división semántica del relato en dos mitades con un trasfondo de contenido casi simétrico, donde el penúltimo capítulo retoma el nudo planteado en el segundo, y el último cierra (reactualiza) las historias que fueron presentadas en el primero. Trece episodios que, a su vez, servirán para dar título a los epígrafes que dividen este estudio: La Galería, Ser Polaco, Miel en Canadá, Llueve sobre Bs. As., Fragmentos de Elías, El Acuerdo con Alfadi, Un Cuento de Shabatt, Los Girasoles de Rusia, Estela, Ramón vs. El Peruano (tucumán y uriburu domingo – 9am.), El Grito Ancestral, No Ser Polaco y La Babel.

En la película, Ariel Makaroff (Daniel Hendler) es un joven judío que vive junto a su madre, Sonia (Adriana Aizenberg), en un barrio de Buenos Aires. Junto con ella, se ocupa de atender Creaciones Elías, el negocio de lencería que mantienen en una galería comercial. Elías Makaroff (Jorge D’Elia) es el padre, que, según la historia oficial, dejó a su familia, años atrás, para marchar a Israel a luchar en la Guerra de Yom Kipur. En un país en crisis, y obsesionado por el recuerdo de un padre que le abandonó siendo niño para pelear por unos idea-les, Ariel planea dejar Argentina y comenzar una nueva vida en Polonia. Todo

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el film es la historia de una búsqueda que, contra pronóstico, queda resuelta cuando el protagonista, Ariel, descubre que la historia familiar no es la que le habían contado, y que no siempre es necesario el viaje físico, al afuera, para cul-minar la búsqueda interior.

Como queda dicho en otra película del mismo año, Un toque de canela (2003), de Tassos Boulmetis: “Hay dos tipos de viajeros en la vida: aquellos que parten y aquellos que retornan. Los primeros miran el mapa; los segundos miran al espejo”. Ariel pasa de querer ser viajero que parte a ser el viajero que se queda: que es, sin haber partido, un modo de retornar. En palabras de Luis Buñuel (1982: 112), a propósito de sueños y ensueños: “Uno vive dentro de sí mismo. Los viajes no existen”.

2. La Galería

En la producción de El abrazo partido, se dan cita tres jóvenes, judíos los tres: los argentinos Daniel Burman (director) y Marcelo Birmajer (guionista), y el uruguayo Daniel Hendler (actor protagonista). Daniel Burman ya había tra-bajado con Hendler en Esperando al Mesías (2000) y Todas las azafatas van al cielo (2002); al novelista Marcelo Birmajer, lo conocía desde niño, por ser éste compañero de colegio de su hermano. Aunque Burman aporta el esqueleto de la película (la historia de un padre que deja a su familia para marchar a la Gue-rra de Yom Kipur), Birmajer concreta la trama e idea el sorpresivo desenlace. Es la primera vez que Burman respeta el noventa por ciento de un guión (Sosa, 2004).

En este contexto, la acción no puede transcurrir en otro lugar que en el Once1, nombre con que se conoce a una zona del barrio bonaerense de Bal-vanera tradicionalmente habitada por la colectividad judía y a la que tan liga-das estarían las vidas de Burman y de Birmajer. El Once, donde habían abun-dado las sinagogas, colegios y negocios judíos, ya había comenzado a sufrir, sin embargo, una pérdida importante de su comunidad hacia el año 2000, cuando, a causa de la crisis argentina, muchos de sus habitantes deciden hacer aliá2, emi-

1 El nombre de “El Once” proviene de la terminal de ferrocarril Once de Septiembre, así lla-mada en recuerdo del 11 de septiembre de 1852, fecha en la que Buenos Aires se separó del resto de provincias de la Confederación Argentina.

2 Aliyá o aliá (en hebreo, “ascenso”) es el nombre que se da a la emigración de los judíos a la tierra de Israel. Así, en las fiestas de peregrinaje, los hebreos se dirigían al templo de Jerusalén; en todos los casos, se trataba de un ascenso, por cuanto la ciudad de Jerusalén se encuentra a mayor altura sobre el nivel del mar que otras ciudades de la región.

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grando a Israel. La galería comercial en la que transcurre la mayor parte de la acción de El abrazo partido era, en realidad, una galería abandonada situada en Lavalle, entre Azcuénaga y Larrea, frente al templo, y reconstruida para la oca-sión.

La película comienza con un plano de Ariel, de espaldas, caminando deprisa entre la gente en una calle de la ciudad. Lo mismo que los siguientes y muchos otros a lo largo del film, es éste un plano movido, que parece presen-tar a la cámara como a una suerte de interlocutor imaginario: una especie de cámara subjetiva que, asumiendo el punto de vista de un personaje descono-cido o inexistente, impone su mirada al espectador. Mientras Ariel camina, se escucha su voz en off, que explica: “La galería es un territorio de apariencias. Los que vienen a comprar pueden creer que somos solamente gente que vende cosas, que cuando cerramos el negocio, desaparecemos. [Interrumpe momen-táneamente la escena el primer rótulo, blanco sobre negro: “La Galería”. Mien-tras, Ariel continúa explicando.] Pero nosotros sabemos que somos mucho más que negocios; que, detrás de nuestros mostradores, tenemos alguna que otra historia que, bueno, aunque no sea gran cosa, vale la pena contar”.

Ariel entra en la galería y, mientras camina, va presentando cada uno de los negocios y a sus personajes:

- Los Saligani, una familia de italianos que arreglan radios y que, por ser muchos, tienen el local más grande. “Puede parecer que son violentos por-que siempre gritan; pero es una forma de relacionarse”. Ariel explica que ampliaron la empresa recientemente y alquilaron otro local, donde la mujer Saligani puso una peluquería.- Los Kim, que no entraron en la galería de los coreanos y terminaron en ésta. “No se sabe bien el parentesco que los une pero, en todo caso, es un misterio sin importancia”. Él habla solamente coreano, y ella le hace de tra-ductora; venden feng-shui.- Los hermanos Levin, que venden telas. En realidad, son primos, pero dicen ser hermanos por una cuestión comercial. Son Levin Hermanos.- Rita, que atiende un negocio de Internet, a cero noventa la hora. “Cuando me siento solo y mamá se va, ella entra a mi negocio y se prueba diferen-tes cosas. El señor es Gerardo, que le puso el negocio… En fin, desconozco qué tipo de relación los une. Siempre estoy a punto de preguntarle, pero… no sé, por ahora, así estamos bien”.- Joseph, su hermano, que no tiene local, pero al que se considera parte de la galería. Tiene oficina en el primer piso, con vista a templo. Desde hace diez años, se dedica a la importación de productos insólitos. Ahora, con

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la crisis, el negocio se le está acabando y busca convertirse en otra cosa. “Dice que hay que volver a la naturaleza pero no sé exactamente qué está tramando”. A Iosef le habría gustado ser rabino, pero solo llegó a comer-ciante. “Iosef es un buen hermano”.- Ramón, que podría parecer simplemente un hombre que carga cosas, pero que en realidad es el asesor de Joseph en los negocios y su hombre de confianza. Ramón es “casi como de la familia”.- Mitelman, su amigo de la galería. Con él, Fanny, la vieja y gorda secre-taria rubia, que Mitelman querría cambiar por una más joven, “pero le da culpa”. Mitelman quiere parecer una agencia de viajes, cuando todos saben que tiene una financiera y sus clientes son gente de las galerías vecinas: alguien que necesita mandar plata fuera, alguien que quiere traerla, inver-tirla. Mitelman vendría a ser como “una celestina del dinero”.- Osvaldo, que es “lo que parece, o sea, nada”. Osvaldo es “como un hom-bre transparente”. Se ve a Osvaldo, jugando solo al ajedrez. “Hace más de veinte años que lo tenemos enfrente del negocio, y apenas si nos damos cuenta”.- El bar. “Este bar parece un bar, pero para mí es una historia”. Ariel cuenta cómo, una vez, Elías, su padre, pidió un sándwich de queso y mayonesa, y la mayonesa estaba en mal estado; Elías discutió con el dueño y estrelló el frasco de mayonesa contra la barra. “No es una gran historia; apenas es un recuerdo. Pero, como no tengo tantos de mi padre, lo menciono”.- La lencería de los Makaroff, a la que Ariel desea prestar especial aten-ción. “Como hay un cartel que dice Creaciones Elías, uno podría pensar que hay un tal Elías que, bueno, que no está porque salió a pagar algo al banco, o que está en el depósito buscando un talle. Pero no. Parece, nomás. Elías dejó solamente su nombre en el cartel. Se fue, y Sonia quedó sola, comiendo leikaj. También podría parecer que tiene un empleado; pero ese joven que le ayuda es su hijo, que no es lo mismo, y que en realidad tam-poco le ayuda tanto, y que soy yo, Ariel Makaroff”. Por primera vez, se ve la cara de Ariel, a quien hasta este momento sólo se había visto de espal-das, mientras caminaba por la calle o presentaba a los personajes de la gale-ría. La madre habla por teléfono, y Ariel dibuja con bolígrafo en un papel. Nuevo rótulo en blanco sobre fondo negro: “Ser Polaco”.El aparente simplismo de la presentación (un recorrido del protagonista

junto a los comercios de la galería, en la que va introduciendo al espectador) choca con la contundencia de dos elementos que serán de importancia funda-mental en el relato: el humorismo y la búsqueda del padre. Un humorismo que

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no puede ser sino trágico cuando, heredando la tradición literaria del Lazarillo, pasando por Cervantes, al modo de Joyce, Pizarnik o Panero, o desde Charles Chaplin y hasta Woody Allen en el cine, se emplea como recurso para tornar comunicable una experiencia dolorosa: se resta afectación, para acabar refor-zando el dramatismo. La presentación de Ariel no desdeña cierta acidez, al refe-rirse a la violencia (de los italianos) como modo de relacionarse; al hermano, que habría querido ser rabino pero sólo llegó a comerciante, y ahora, cuando el negocio le empieza a ir mal, tiene que reinventarse; a Osvaldo, un tipo pre-visible que parece significar tan poco como las fichas de ajedrez que mueve en solitario; y, en fin, cuando cuenta su propia historia de hijo abandonado por un padre que solo dejó su nombre estampado en la puerta del negocio, y a su madre, comiendo leikaj (una especie de bizcocho o torta con miel). No hay compunción, no hay aspavientos: hay una realidad cruenta por la que ni siquiera cabe lamentarse y que, en esta primera mirada (en la presentación a un espectador que todavía es extraño), ni siquiera es preciso cuestionar.

Queda, asimismo, apuntado el que será el leit-motiv de la película: la ausen-cia del padre. Más que búsqueda expresa, hay el señalamiento constante de la ausencia: el reproche, la pregunta, la indagación, otra vez el reproche. Una necesidad de saber y el resentimiento que no se agota. Elías es el gran ausente y, sin embargo, su sombra lo impregna todo. Desde la descripción del cartel que lleva su nombre hasta el rastreo de recuerdos, lo que se consuma en El abrazo partido no es tanto la búsqueda como la espera del padre. La búsqueda, en fin, de la identidad, (in)edificada sobre una ausencia.

En la galería, quedan subsumidos todos los tipos, los personajes que, a lo largo del film, se desenvolverán, para evolucionar o involucionar, para registrar un cambio o quedarse como estaban. La galería es el microcosmos en que se desarrolla la película, pero es más que eso: homenaje a las galerías que un Bur-man niño atravesaba en el Once cuando iba al colegio, y referente de toda una colectividad. Judíos, casi todos, en la galería se produce el encuentro con el otro: con el vecino, con el amigo, con aquellos de los que acaso no se sabe todo pero con quienes todo está dicho, a quienes se conoce desde siempre.

Lejos de esos “espacios del anonimato” a los que señalara Augé (1992) y que sobrevendrían en la postmodernidad, la galería del Once es un espacio casi íntimo: en ella, los mismos vecinos, los mismos negocios, rostros que se repi-ten. En la galería, no sólo parece haberse detenido el tiempo: los mismos perso-najes parecen haber sido contagiados de ese inmovilismo, y haberse entregado a la previsibilidad. Comen leikaj, desde siempre; Osvaldo es vecino (como apun-tará la madre, más adelante), desde siempre; Ariel no ha entrado al bar (por

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culpa de un bote de mayonesa en mal estado, tantos años atrás), nunca. Frente al afuera cambiante, imprevisible (representado en la calle, en el proyecto de dejar Argentina o el abandono de la relación de Ariel con Estela), en la galería impera la fuerza de la costumbre. Una fuerza que no tarda en entrar en colisión con las historias de vida de los personajes, cuando se comprueba que nada es como parece, y que, en realidad, sí había algo que contar.

3. Ser Polaco

Si cierto es que, como apuntara César Vidal (1995: 13), las manifestacio-nes iniciales del antisemitismo “se pierden en la noche de los tiempos”, la inmi-gración judía en Argentina venía siendo una realidad desde las últimas décadas del siglo XIX. Desde los países del Este (Rusia, Polonia, Rumanía, Ucrania), habían llegado miles de judíos huyendo de los pogromos, y se habían estable-cido en el medio rural, para dedicarse mayoritariamente a la agricultura. Son los “gauchos judíos” de los que, en su libro homónimo, hablara Alberto Gerchu-noff, protagonistas de la colonización agrícola judía auspiciada, desde la Jewish Colonization Association, por el banquero judío Moritz von Hirsch. Al igual que ocurre en otros países, la colonización cesa en las primeras décadas del siglo XX; los descendientes de los inmigrantes marchan a la ciudad, estudian y se abren camino como profesionales liberales.

El protagonista de El abrazo partido, Ariel, es uno de esos descendientes de inmigrantes judíos procedentes de Polonia. En una Argentina acuciada por la crisis y todavía asfixiada por el corralito, Ariel decide rastrear sus orígenes pola-cos, con el fin de obtener nacionalidad polaca y poder entrar en el viejo con-tinente como europeo. Teniendo en cuenta que la película se filma en el año 2003, cuando Argentina aún se encuentra sumergida en plena crisis económica, no es arriesgado afirmar que el tiempo diegético y el tiempo histórico coinci-den: no será un dato de importancia menor.

El comienzo del segundo episodio de la película, “Ser Polaco”, no puede ser más expresivo. Se ve la mano de Ariel, dibujando con rotulador negro una boca abierta, como congelada en un grito de horror, y la tradicional estrella judía de seis puntas, la magen David. Se encuentra en la galería, en la lencería de la madre, a quien pregunta si habló del tema a la abuela. La madre trata de explicarle que es una persona mayor, que no se le puede hablar de Polonia por-que le hace daño. Ariel insiste en que necesita los papeles, y la madre le sugiere

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que vaya él mismo a pedírselos. “¿Sabés qué pasa, mamá?, que no tengo pacien-cia. Toda la paciencia que tengo me la reservo para vos, la uso con vos”.

Todo el dramatismo de la escena se desvanece cuando pasa Rita, la exu-berante rubia del cíber de la galería, y Ariel va tras ella. Entretanto, éste se encuentra con Mitelman y le pide que lo espere. Mitelman se dirige a la tienda de Sonia, la madre de Ariel, y allí se suma a la ceremonia del leikaj; toma un pedazo, conversan. Sonia confiesa a Mitelman su desagrado por el hecho de que Ariel hable tanto con Rita, Mitelman le dice que Internet es el negocio del futuro, y Sonia responde que Rita, en cambio, es “una mujer del pasado”, una mujer de cuarenta con un pibe de veinte. Sonia está convencida de que la gale-ría sale adelante gracias a la lencería, la papelería y otros negocios que son ren-tables; Mitelman, en cambio, opina que, si alguien está por cerrar, es Osvaldo, y Sonia niega con énfasis que Osvaldo vaya a cerrar o vender la tienda. Llega Ariel: “Vamos, Mitelman, que Polonia nos cierra”. La madre le da un pedazo de leikaj, y sugiere a Mitelman que se sirva otro pedazo, que por la noche está más rico. Los chicos se van.

Quedan apuntados en esta escena algunos de los rasgos de la idishe mame o típica madre judía: sobreprotectora, sufridora, alimentadora en exceso, melo-dramática. Rasgos que, de nuevo, en una escena llena de comicidad, se repi-ten en la abuela. Los chicos llegan a la casa de ella y llaman desde el portal. La abuela pregunta quién es hasta tres veces y, cuando por fin comprende que se trata de Ariel, su nieto, alarmada, quiere saber si ocurrió algo; él la tranquiliza pero ella insiste. Todo esto, sin aún haber abierto la puerta, para desesperación de Ariel. Cuando por fin entra en la casa, la abuela le ofrece un vaso de té, él prefiere algo frío, y ella le trae una tónica tibia, explicando que no está fría para que la garganta no duela.

La abuela entrega a Ariel sus documentos, menos el pasaporte polaco, que prefiere destruir si no es imprescindible. Ariel encuentra, entre los papeles, una foto de la abuela con sus amigas, cuando eran jóvenes; desde la cocina, la abuela habla de ellas con nostalgia. Mientras tanto, Ariel dibuja: esta vez, un rostro de mujer y, de nuevo, una estrella de David. Cuando advierte que la abuela se dis-pone a quemar el pasaporte, lo impide y la abraza.

En la siguiente escena, Ariel se encuentra en la galería, presumiblemente de noche, cuando todos los negocios están cerrados, haciendo el amor con Rita, mientras se excita buscando fotografías eróticas en Internet.

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4. Miel en Canadá

Tal como quedó escrito más arriba, la ausencia del padre se convierte en leit-motiv de la película. Sonia comenta que ha llamado Elías, y Ariel observa el patetismo de la madre, que parece seguir añorándole, acaso imaginando cómo habrían sido todos esos años con Elías “de este lado del mostrador”. La madre sugiere que, si va a Europa, quizás podría visitar a su padre, ya que Israel está más cerca, y pasar con él al menos un mes en un kibutz. Ariel se enfurece, no entiende que un tipo se vaya, deje a su mujer con dos niños, pasen los años, pre-tenda que sea el hijo quien lo visite, y ella haga como si no hubiera pasado nada, como si todo fuera tan normal.

A continuación, en la oficina de Joseph: un pez cantante en la pared, con la leyenda “singing fish”, junto a una estrella dorada de David con una menorá (candelabro ritual judío de siete brazos) en el centro, a modo de adornos. De nuevo, el contraste: dos elementos (estrella y pez cantante) que, juntos, sugie-ren una digresión: lo trágico y lo cómico, la gravedad y el juego. Joseph habla de la crisis. Ariel le sugiere que consulte con el rabino, pues acaso en el Talmud se diga algo de la devaluación en Argentina. Llega Ramón, que trae una abeja reina. Joseph sigue hablando de la crisis y confiesa que necesita un cambio. Ariel no comprende qué tiene que ver la abeja, y Joseph le cuenta que el primo Dani, que vive en Toronto, le mandó un email con el dato: “Miel en Canadá”.

Quedan configuradas, aquí, dos opciones de búsqueda ante la crisis: la del hermano que necesita reconvertir su negocio (incluso, sin moverse del lugar en que se encuentra), y la del que precisa un cambio radical (que incluye mudar de escenario y que es, más que búsqueda, una huida). Ariel no emprende una bús-queda expresa (activa) de trabajo, ni tampoco del padre; no sabe muy bien qué hará en Europa. Sólo lo guía la urgencia por alejarse, por escapar del país, de las preguntas y de su pasado (de sí mismo, vale decir). Mientras que para Joseph hay un objeto de búsqueda (rentabilidad, negocio), y lo religioso (representado en la magen David que cuelga de la pared) aparece como referente desvaído e incuestionable, la huida de Ariel es expresión de la imposibilidad radical de asu-mirse y la necesidad de la negación. La magen David, siempre dibujándose, es una estrella improvisada sobre papel, lo mismo que su judaísmo es algo que va construyendo, que desdeña mas no puede dejar de tener presente. Sus comen-tarios mordaces, ácidos hacia lo religioso traslucen una preocupación, una pre-gunta abierta y una búsqueda activa. Como para tantos descendientes de inmi-grantes, hay una identidad en permanente construcción, medianera entre los valores y las costumbres del lugar del que se viene y aquéllos del lugar al que se

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llega. Por añadidura, hay una confrontación manifiesta entre familia y pares: entre quienes constituyen el núcleo conservador, respetuoso de la tradición y las pautas morales heredadas (abuela, madre, rabino, judío religioso) y aque-llos con quienes diariamente se interactúa y que, judíos o no, representan una nueva generación (Mitelman y su novia lituana; en mayor medida, Rita).

Tras su entrevista con Joseph, Ariel aparece buscando nombres de polacos ilustres en Internet.

5. Llueve sobre Bs. As

A lo largo de la película, como se ha dicho, hay un proceso de narración que es el que va desvelando y haciendo avanzar la trama. No pasan demasiadas cosas, no hay un exceso de acción: antes bien, son las reflexiones de los perso-najes (Ariel) y sus diálogos los que van determinando los puntos de inflexión y quiebre, puntos de giro, avance y resolución del conflicto. Ariel, presente en prácticamente todas las situaciones, es el que va observando y registrando lo que a su alrededor ocurre, quien da bandazos y, por fin, evoluciona, en función de lo que va descubriendo, de lo que el afuera le va develando. Casi podría decirse que es la película de Ariel. Importa dónde está parado, y hasta dónde llega. En él recae todo el peso específico de la historia, al extremo de que lo demás, todo lo demás, parece quedar reducido a acompañamiento, a anécdota.

En este cuarto episodio, “Llueve sobre Bs. As.”, Ariel y Mitelman caminan por la calle, bajo un paraguas, mientras conversan. Hablan de las chicas que van a comprar bombachas (bragas) a la tienda de la madre de Ariel; de Lucho, el primo de Mitelman que es jugador de ajedrez en Marsella, y al que pagan por mover un alfil; del frío de Europa, que Ariel lamenta y Mitelman desmiente; de la carrera inacabada de Ariel, quien asegura que, si no se diplomó en Arquitec-tura, fue por un problema de escalas, porque no se puede estudiar cómo hacer edificios y ciudades para luego llegar a la galería y pensar en cómo decorar una vidriera o resolver espacios en un probador. Ariel piensa que debería terminar la carrera para llevarse el título a Europa, mientras que Mitelman sugiere que, para alguien como su amigo, incapaz de acabar una carrera, lo mejor es dedi-carse al arte, a dibujar. Hablan de Estela, a quien Ariel asegura que no dejó, sino que perdió, porque habría que ser “muy pelotudo” para dejar a una mina (una chica) como Estela; porque “una carrera, hoy en día, no te asegura nada, pero una mina como Estela te asegura todo”.

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Ariel va a hacerse las fotos para los trámites en el consulado polaco, y el fotógrafo le pide que sonría: son cuatro fotos y, aunque Ariel asegura que solo necesita tres, el fotógrafo insiste y le pide que sonría para la cuarta. “Me encan-taría, me encantaría”, responde Ariel, mientras en la instantánea queda impresa una expresión de nada, ni seria ni risueña, casi giocondiana que, sin embargo, el cónsul polaco no tarda en reprobar, preguntándole si acaso le causa gracia ser polaco. En una escena, de nuevo, entre cómica y dramática, Ariel trata de convencer al cónsul de su interés por Polonia, sin vacilar en consultar el papel donde tiene anotados los nombres de polacos ilustres que hallara en Internet. El cónsul quiere saber si el apellido Makaroff es israelita, pero Ariel lo niega: no todos los judíos son israelitas; israelitas son quienes tienen una relación directa con Israel. El cónsul le dice que, técnicamente, él ya es polaco. Ariel parece más interesado en conocer los tiempos y el clima de allá. “Tiempo polaco”, se limita a responder el cónsul, dando por zanjado un diálogo que ha resultado, a partes iguales, hilarante, desconcertante, cómico y revelador.

Mientras Ariel protagoniza esa acción mínima y necesaria, completando por inercia los trámites para obtener la nacionalidad polaca, su viaje real y defi-nitivo es el viaje interior que le va llevando de la negación a las preguntas y, de éstas, a las respuestas: un viaje que se acabará mostrando incompatible con el viaje ilusionado, físico y exterior. Ariel empuña una llave y abre la portezuela de un mueble de su casa, de donde toma una cinta de vídeo. Inicia, así, un viaje que le importa no menos que le aterra: el conocimiento de su padre, Elías.

6. Fragmentos de Elías

Mientras mira el vídeo, Ariel va explicando lo que se ve. Se trata del momento de su circuncisión, el único donde está con su padre. Le ponen spray para el dolor y parece que se ríe, “pero no, lloro”. La madre bebe de la copa que le ofrece el rabino: es la ceremonia del kidush, en que se consagra el vino, según manda el ritual. Se ve al abuelo, a Joseph y al padre, que pasa rápidamente: “Supongo que estaba apurado por irse”.

Irrumpe en este momento la madre, sorprendida de que Ariel esté en la casa, y presenta a su acompañante, Marcos. Tras unos instantes de forzada con-versación con Marcos, Ariel sale. En la puerta, se queda parado y mira su ima-gen, reflejada en un espejo: “Me tengo que hacer polaco. Urgentemente”. Es la confesión de que su planeado viaje a Polonia no es tanto una opción de bús-queda como una huida. En la puerta, cuelga como adorno un letrero con la

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palabra shalom (saludo hebreo, que significa “paz”) sobre una menorá. Y se ve a Ariel corriendo por la calle, saltando bolsas de basura, como si se tratara de una carrera de obstáculos. Es la primera vez que Ariel aparece corriendo; motivo que se repetirá a lo largo de la película, en momentos de máxima tensión. Siempre que Ariel quiere huir de algo, corre. Es su modo de negarse, de evadir el con-flicto. Correr equivale (tal como queda representado en las bolsas de basura, ali-neadas en la vía pública) a salvar simbólicamente los obstáculos; trasunto de un viaje, la carrera le pone en otro lugar.

De pronto, corte de la carrera de Ariel y transición a la secuencia siguiente: primer plano del rabino Benderson, mientras una voz en off dice que “el acuerdo con Alfadi es el siguiente”.

7. El Acuerdo con Alfadi

Los miembros de la galería se encuentran reunidos, discutiendo los tér-minos en que se realizará el acuerdo con Alfadi, judío religioso de otra gale-ría con quien Joseph había tenido negocios en común y ahora debía liquidar, bien en dólares (como pretende Alfadi) o en pesos (como defiende Joseph). Éste explica que realizarán una competición, una carrera de cien metros llanos (lisos), entre un corredor de Alfadi (el Peruano) y Ramón (que los representará a ellos). El ganador decidirá cómo se va a resolver la liquidación. El acuerdo con Alfadi aparece como una subtrama que, de alguna manera, involucra a todos los miembros de la galería.

Joseph explica que el rabino va a oficiar la carrera el domingo, y Ariel apro-vecha para hacer otro de sus comentarios sarcásticos: “Qué problema va a haber, si hasta suena –discúlpeme, rabino, que me entrometa–, suena bíblico: Ramón contra el Peruano”. Empiezan a discutir los detalles de la competición, y todos hablan a la vez, todos se pisan. Es uno más de los rasgos típicamente judíos que afloran en el film: la variedad de opiniones, el atropellamiento en las interven-ciones, la confusión. Es harto conocido que, al contrario que en las iglesias, donde impera el silencio y que son lugares de reflexión y de recogimiento, las sinagogas son centros de estudio compartido, de debate, de discusión y de dis-crepancia. En el judaísmo, no hay tanto la respuesta como la pregunta; no hay tanto el dogma como la duda sistemática, el cuestionamiento. Al extremo de que ya en las Escrituras se habla de la obstinación del pueblo judío: recrimina-ción que recurrentemente dirige a los antiguos hebreos su Dios. Los persona-jes de la galería, judíos casi todos, son representantes singulares de esa actitud,

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mezcla de ingenuidad, humor, pregunta y sarcasmo. La permeabilidad cultural inevitable hace que, en gran medida, sea también característica del humor y el carácter argentinos.

De pronto, el rabino hace un gesto con la mano, y Joseph les hace callar: “El rabino quiere hablar”. Éste explica que, lamentablemente, no va a poder estar para el auspicio de la carrera, ya que, sorpresiva y milagrosamente, han requerido sus servicios en un importante templo de Estados Unidos, con el fin de atraer al público latino en Miami. Joseph lo lamenta y dice que hay que bus-car a otra persona.

En la siguiente escena, Ariel y Joseph entran en la lencería, donde se encuentran Osvaldo y la madre, que les cuenta que éste tuvo que vender el negocio. Osvaldo confiesa que las cosas andaban mal y que vender es un alivio; sería mucho peor no poder vender. Sonia, muy afectada, no puede creer lo que está ocurriendo: un vecino de toda la vida, acostumbrados a verse y, de repente, todo se derrumba, todo se cae. Marcha llorando, y Ariel no termina de enten-der por qué su madre está tan alterada. Joseph comenta que es difícil ver caerse todo a tu alrededor, y Osvaldo corrobora: “Muy difícil”.

Ariel queda solo en la tienda, y, desde ella, hace señas a Rita. Ésta entra, simulando que va a comprarse ropa, y mantienen una breve encuentro en el probador. Ariel le dice que va a marcharse a Europa y que, antes de irse, quiere saber quién es Gerardo. Rita contesta con evasivas, y Ariel le explica que él es un moralista, un tipo convencional (no deja de ser reveladora esta definición de sí mismo), y que le gusta que las parejas se mantengan juntas. Rita mantiene la ambigüedad y, finalmente, le dice que, si quiere que sea su padre, es su padre. Ariel insiste en que las relaciones son absolutas: si es su padre, va a seguir siendo su padre; si es su marido, va a seguir siendo su marido. Rita le pregunta cuál es la medida de tiempo que más le gusta (años, meses, minutos, segundos). Él dice que los lustros: cinco años. Pregunta cuál le gusta a ella, y la mujer contesta: “A veces”. Ariel no entiende: “¿Los lustros también?”. "No. A veces es la medida de tiempo que más me gusta”.

Llega Marcos a la tienda, y deja un regalo para Sonia. Insiste en que el joven se lo entregue en mano pero, apenas sale, Ariel lo abre: es una especie de tanga. Enfurece: “Colorado, la concha de tu madre, hijo de puta”.

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8. Un Cuento de Shabatt

Joseph y Ariel se encuentran en la tienda de juguetes de Alfadi, quien apa-rece ataviado con kipá (bonete típico que portan los judíos religiosos, en señal de reconocimiento y respeto, para no olvidar que Dios está por encima del hombre y de todo cuanto existe). En el tono jocoso y mordaz de la conversa-ción entre Joseph y Alfadi, se delata una hostilidad no exenta de solidaridad. Tal como sucede, en general, entre judíos seguidores de distintas corrientes o tradi-ciones: a las divergencias y puntos de vista inconciliables, se impone un respeto unánime al pueblo judío y a la herencia común.

Alfadi se queja de que Joseph le envíe mails en mayúsculas, que considera agresivo; y hace ver a éste lo bien preparado que está el Peruano para competir con Ramón en la carrera. Joseph le pregunta si tiene un portarretrato que no esté rayado y sugiere pasar al día siguiente a buscarlo. Pero el día siguiente es sábado (sabbat3 judío, jornada de descanso), lo que hace escandalizarse a Alfadi: “Ustedes, los paganos, me hacen reír; se piensan que todos nos convertimos. Yo sigo siendo judío, ¿sabés? Llevate el portarretratos, te lo regalo. Y festejá sabbat, que para eso se hizo, ¿sabés?”.

Joseph pregunta si saben el cuento del rabino que se olvidó de sabbat, y cuenta. Están en un pueblito polaco, y el rabino se despierta un día y descubre que los demonios se robaron todos los almanaques del pueblo, así que nadie sabe qué día es sabbat, todos los días se han mezclado. Hacen reunión de sabios. Un primer sabio propone votar para decidir cuándo es sabbat; otro dice que es mejor echarlo a suertes; y un tercero propone que en cada semana sabbat sea un día distinto, y así, por lo menos, algún día lo estarán acertando. El rabino dice que hay que esperar a que Dios dé una señal, y el pueblo pregunta qué hacer: si se tienen que comportar todos los días como si fuera sabbat, o todos los días como si no fuera sabbat. Se arma entonces un lío tremendo entre los que quie-ren trabajar todos los días y los que no quieren trabajar ni un solo día. En medio del caos, aparece un niñito, muy pequeño, que avanza entre la gente y dice: “Yo sé cuándo es sabbat: cuando el aire huele a dulce”. Y, efectivamente, dos días después, el aire olió a dulce, y ese día regresó el sabbat.

“¿Viste que el sabbat vuelve?”, balbucea, emocionado, Alfadi. Joseph res-ponde: “Bueno, después vinieron los nazis y lo mataron todo”. Alfadi insiste:

3 Aunque es habitual la transliteración del término como shabat, shabatt, shabbat, shabbatt o, incluso, sabbath, se preferirá aquí la grafía sabbat, admitida por la Real Academia Española. Serán salvedad las referencias al episodio “Un Cuento de Shabatt”, en cuyo caso se respetará la escritura Shabatt, por la que Burman opta en el film.

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“Sí, el final yo lo conocía. Pero el cuentito es muy bueno, ¿eh?”. Quedan en verse el domingo a las nueve de la mañana en Tucumán, para la carrera. Joseph y Ariel salen de la tienda, y Joseph se queja de que Alfadi lo caga siempre.

La tradición talmúdica, tan presente en la literatura judía, se asoma tam-bién a las escenas de vida reproducidas por Burman. Edmond Jabès lo lograría, con resultados excepcionales, en obras como Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato o El libro de las preguntas (un palimpsesto, casi un collage de citas de rabinos imaginarios). Las obras de Jabès, así como buena parte de las de Alejandra Pizarnik, Isaac Bashevis Singer y tantos otros, vuel-ven con frecuencia obsesiva al tema de la judeidad: religiosidad y paganismo, extranjeridad, exilio. Al igual que en la película de Burman, el alarde creador parece convertirse en un pretexto para reflexionar acerca de la condición judía, sin desdeñar el estilo –de raigambre tan hebrea– parabólico, proverbial.

Después de la entrevista con Alfadi, se encuentran en un bar, sentados, los hermanos. Joseph comenta que, aunque no es la verdad, se puede decir que fue por la guerra. Ariel pregunta cuál es la verdad, y Joseph sentencia que no la hay: “Cuando un misterio no tiene solución, es mejor aceptar la falta de res-puestas antes que inventar respuestas falsas”. Frase que recuerda a Jabès (1963-1973: 190), para quien la verdad es “incesante invención”. Joseph anima a Ariel a que vaya a visitar al padre, y se justifica diciendo que él no es tan fuerte como para soportar esa humillación; además, él puso toda su fuerza en su trabajo, se resignó, mientras que Ariel aún no sabe qué quiere hacer y es el único que tiene fuerza todavía. Ariel objeta que Joseph es el único normal en la familia, a lo que Joseph responde que sí, pero que por eso él, Ariel, es el que busca la verdad.

Es ésta, sin duda, una de las escenas más reveladoras de la película. De un lado, quedan la normalidad, la resignación, la capacidad de negociar con la vida; de otro lado, la incertidumbre, la indecisión, la fuerza, que permiten al individuo emprender una búsqueda. Ariel no quiere buscar, no quiere admi-tir que busca; hasta el momento, toda su peripecia se ha limitado a la huida. Es ahora cuando queda expresada la dicotomía y se torna urgente la necesidad de decidir: marchar o quedarse, buscar o simplemente huir. Él mismo extranjero, a Ariel se le plantea la posibilidad, ya no de retornar a un país propio (inexis-tente), sino de ahondar en la experiencia desgarradora de la extranjía. No es su patria Argentina, como tampoco lo son Israel o Polonia. Es judío, arrastra el pasado de un pueblo errante, y eso le vale la privación de un lugar. No hay un pasado, sino futuro una y otra vez proyectado. En palabras de Jabès (1989: 22): “Al extranjero no le preguntes su lugar de nacimiento, sino su lugar de porvenir”.

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Llega el rabino, que está comprando cosas para el viaje, y les pregunta por qué mató Caín a Abel. Joseph contesta que porque la ofrenda de humo de Abel llegó más rápido al cielo. El rabino pregunta: “¿Porque llegó más rápido o porque llegó más alto?”. Joseph responde: “¿Y qué diferencia hay?”. El rabino observa que Joseph habría podido ser un muy buen estudioso de la Torá, y advierte que todavía está a tiempo. Ariel pregunta al rabino si conoció él a Elías, su padre. El rabino responde que no solo lo conoció, sino que le dio la ketuvá (el contrato de matrimonio) y el guet (documento de divorcio). Ariel pide ver ambos documentos para conocer la historia, para armarse un poco la película. El rabino evoca Los girasoles de Rusia, tan recordada por la madre.

9. Los Girasoles de Rusia

En la lencería, Sonia y su hijo, cada uno a un lado del mostrador, aparecen comiendo leikaj y, de nuevo, hablando de la marcha del padre. Ariel opina que la guerra sólo fue una excusa noble para abandonar a su familia, y Sonia insiste en que la guerra cambia a la gente. Menciona Los girasoles de Rusia, la película dirigida en 1970 por Vittorio de Sica y protagonizada por Sophia Loren y Mar-cello Mastroianni. En ella, el joven matrimonio formado por Giovanna (Sophia Loren) y Antonio (Marcello Mastroianni) debe separarse al estallar la Segunda Guerra Mundial, cuando Antonio marcha a luchar en el frente ruso; al termi-nar la guerra, Antonio no vuelve y Giovanna decide viajar hasta Rusia para bus-carlo.

De nuevo, se ve en el bar a los dos hermanos charlando con el rabino (la escena anterior parece ser el flash-back de un recuerdo de Ariel, cuando aquél menciona la película), y el rabino observa que esa chica, la Loren, hizo un tra-bajo muy bueno.

A continuación, en la sinagoga, la mano del rabino desplegando un papel. Empieza a leer en hebreo, y Ariel le pide que lo haga en castellano. “El segundo día de la semana, a los seis días del mes de Elul, en el año 5733 de la creación del universo…”. Ariel quiere saber qué año sería ése, en los calendarios de la galería, y el rabino aclara que agosto de 1973. El joven advierte un corte en el papel; el rabino explica que es símbolo de la disolución del matrimonio y que se le hace un corte para que nadie lo vuelva a usar. “¿Como la circuncisión?”, pregunta Ariel, con su proverbial ironía. El rabino comienza una prolija expli-cación sobre los conflictos que siempre hubo entre padres e hijos, cómo hay incluso un mandamiento dedicado especialmente a eso (“Honrarás a tu padre

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y a tu madre”), mientras que los nietos son un regalo que Dios nos hace por no haber matado a nuestros hijos. Ariel vuelve a preguntar la fecha del divorcio de sus padres: agosto de 1973. Y la fecha de la Guerra de Yom Kipur: octubre de ese año. Es uno de los momentos de mayor tensión dramática de la película: Ariel comprende que la separación de sus padres fue antes de la Guerra, y antes de que él naciera. Han caído los velos, y tiene lugar la anagnórisis: el conoci-miento que exigirá una nueva lectura de la historia; la respuesta que planteará las preguntas definitivas.

Se ve, a modo de golpes secos, en una sucesión de planos, cada vez más lejos de la cámara, a Ariel frente al rabino Benderson. A continuación, a Ariel saliendo de la sinagoga, mientras todavía se escucha al rabino leyendo el acta de divorcio por la que Elías libera a Sonia y la considera permitida para otro hom-bre. “Y nadie impedirá tu voluntad desde esta fecha en adelante. Para eso, ten-drás en cuenta este escrito y acta de divorcio, tal como lo estipula y señala la Ley de Moisés e Israel”. Ariel, que se ha quitado la kipá al salir de la sinagoga (así lo hacen los judíos no religiosos, ya que sólo dentro del templo es de uso obliga-torio para el varón), camina ahora por la calle, cabizbajo.

Ariel llega a la galería, pasa junto a la tienda de su madre y junto al local de Rita; sube las escaleras, entra en la oficina de Joseph pero sólo encuentra a Ramón entrenándose para la competición; baja, se encuentra con Mitelman –que le presenta a una chica a la conoció en el consulado lituano– y quedan en hablar en otro momento. Ariel se dirige al Teatro Hebraica y entra. Está vacío. Se da la vuelta para marchar, cuando suena una música y se vuelve. Comienza un baile de rikudim (baile tradicional judío) en el escenario. Se sienta. Entre los que bailan, se encuentran la madre y Marcos. Para cuando ha terminado el baile, Ariel ha abandonado el teatro; se vuelven a ver las butacas vacías, y, a con-tinuación, a Ariel en la calle. De espaldas entre la gente, éste descubre a su anti-gua novia, Estela, y la sigue. La joven entra en un comercio de telas.

10. Estela

Ariel sigue a Estela, ocultándose entre las telas, hasta que se encuentran de frente. Se saludan con un beso en la mejilla. Estela está embarazada. Mien-tras toman un café, se ponen brevemente al día. A Ariel le sorprende que Estela tenga nuevo novio, que esté viviendo con él y esté esperando un bebé. Ella le recuerda que le dejó miles de mensajes, que él nunca contestó, y que no se sepa-raron sino que se fue él.

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En la lencería, se ve a la madre ordenando cosas, y a Ariel, que la observa. Llega Osvaldo y les cuenta que mañana le dan la plata por la venta del negocio. No sabe quién es el comprador. Osvaldo quiere invitarlos a comer, pero ambos se niegan; propone a Ariel que lo acompañe al bar a tomar algo, y Ariel dice que ahí no come, que tienen la mayonesa en mal estado. Sorprendido, Osvaldo recuerda que eso sucedió hace como mil años, y de nuevo rememora cómo Elías estrelló el frasco de mayonesa caducada contra la mesa. Ariel le pregunta de qué más se acuerda, pero Osvaldo asegura no recordar más nada. Una aseveración, tan aparentemente ingenua, que cobrará sentido más adelante, cuando Ariel descubra el verdadero pasado de su familia.

En la galería, todos parecen alterados ante la proximidad de la compe-tición. Ramón ensaya la carrera. El italiano lo manda a cortarse el pelo (para aumentar su velocidad) y habla de integrar a los coreanos; pregunta a Ariel si nunca ha entrado en el local de ellos, y lo anima. Ariel entra a visitar a los corea-nos, pero la conversación resulta casi imposible. El chico no habla nada de espa-ñol, y la chica, escueta, responde prácticamente con monosílabos. Le explica que vinieron a Argentina porque en su país no podían casarse. Cuando Ariel se da por vencido y está a punto de marcharse, el chico inicia en su idioma un relato que en la película aparece subtitulado: “El rey Kim Su Ro, creador de la dinastía Gaya, bajó del cielo en un huevo de oro, y tomó como esposa a la prin-cesa Huh de la India. Y como yo soy Kim y mi esposa Huh, no podíamos casar-nos en Corea, por eso vinimos a la Argentina. Ahora cambió la ley… pero ya estábamos acá”. Sale Ariel y entra Mitelman, interesado, al parecer, en las lám-paras de papel que hay en la tienda.

Ariel camina por la galería, mientras se escucha su voz en off. Reflexiona: “Ahora que sé que me voy, todo se ve de otra manera. Es como si ya no pertene-ciera a esta galería, como si todo ya fuera un recuerdo. No sé, me siento como un turista de esos que caminan por las ciudades y miran vidrieras, sabiendo que no se van a comprar nada”. Pasa junto a los comercios de la galería, y entra, por fin, en la tienda de su madre. Hay un grupo de colegialas y Ariel se acerca a ellas para atenderlas; les enseña braguitas.

En la calle, las palomas vuelan.

11. Ramón vs. El Peruano (tucumán y uriburu domingo –9am.)

Poco a poco, todos van llegando al lugar de la competición: los italianos, con un transistor y una sombrilla; la chica coreana, acompañada de un anciano;

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Marcos y Sonia, con la bandeja del leikaj; los Levin, que empujan una báscula; Osvaldo, provisto de vasos de plástico; Mitelman, con su novia; Rita, acompa-ñada de Gerardo y retocándose los labios; la vieja y gorda secretaria de Mitel-man, arrastrando una silla. Alguna gente humilde se asoma a los balcones. A la cabeza de la multitud, Joseph y Alfadi. Van instalando todo, y llegan los corre-dores: Joseph abraza a Ramón; Alfadi, al Peruano. Se hacen las presentaciones de rigor (Joseph presenta a su novia Adelaida y su madre; la madre presenta a Marcos). Mientras todos siguen hablando y continúan con las presentaciones, Sonia comienza a alejarse de la multitud, sola, caminando por en medio de la calle. Se marcha, anticipándose al gesto de su hijo, minutos después.

Ariel llega en un taxi, acompañado de su abuela. Será él quien dé el toque de salida con un golpe de gong, mientras que la anciana deja caer un pañuelo rojo como señal de que la carrera ha comenzado. Empieza, pues, la carrera, al mismo tiempo que empieza el momento de mayor tensión dramática de la pelí-cula; en pocos segundos, los acontecimientos conducirán la historia hasta el clí-max. La multitud anima a los corredores. Ariel come leikaj. Se ve de espaldas a un hombre que llega. Ariel lo descubre entre la multitud y se queda mirándolo. El hombre lo mira. Ariel interroga con un gesto a Joseph, y Joseph asiente. Ariel observa que el hombre está manco. La tensión llega a su punto álgido. Ariel se echa a correr, y corre, adelantando a los corredores (tanto Ramón como el Peruano compiten empujando sendos carros cargados con cajas) y rompiendo antes que ellos la cinta de la línea de meta.

Ariel continúa corriendo, hasta llegar a su casa. Toca el timbre, pero la madre se encuentra absorta ante una caja de la zapatería La Babel con los zapa-tos de Elías, mientras se lía una cinta azul en los dedos, como enajenada, y no le abre. De nuevo, Ariel se echa a correr y llega a la galería, donde encuentra a Mitelman bailando y tomando una copa con su novia; Mitelman no le ve, y Ariel se marcha. Sube, golpea a la puerta quizá de Joseph pero nadie abre. Se asoma a la terraza. De nuevo abajo, se encuentra con Mitelman, que le pregunta cómo va todo y se queda charlando con él cuando la chica se va.

Mitelman y Ariel están jugando al tejo, y este último, enfurecido, se lamenta: “Porque yo no me la creo que un tipo se va a una guerra por sus idea-les. Por más que te digan que si peleas vas a cambiar el mundo. Pasar ham-bre, arrastrarte por el piso, tomar agua de una cantimplora con el máximo pla-cer, no dormir de noche porque te pueden matar. ¿Quién se va a una guerra por ideales?”. Para Ariel, tienen que ser muy grandes los ideales o hay que estar muy loco o ser muy hijo de puta. Mitelman cuenta que una vez encontró a su padre con una amante; luego, se acostumbró a verlo con mujeres siempre dis-

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tintas. Ariel reflexiona: “Yo a veces pienso: vos conseguís trabajo estable, tenés pareja estable, hijos estables, en un momento se te ordena todo y, ¿qué es lo único que te queda por vivir?, la muerte. La única sorpresa que te queda es la muerte”. Él conocía a Estela desde niño, lo pasaron bárbaro, eran “uno solo”, pero para él Estela era un tubo que terminaba inevitablemente en la muerte: “Así como habían sido esos diez años iban a ser los próximos cincuenta años de nuestra vida”. Sin embargo, se confiesa un pelotudo, porque “ahora sé que voy a morirme igual, pero sin Estela rascándome la cabeza”. Sin saberlo, Ariel está dando una respuesta anticipada al conflicto que se le planteará más tarde, cuando conozca la verdad.

Ariel se queja de que el héroe haya llegado manco y de que ni siquiera haya avisado; si hubiera llegado con los dos brazos, al menos podría haber ayudado a levantar en andas al ganador. “¿Quién ganó?”. Mitelman dice que el Peruano. Bromea diciendo que, así como llegó, manco y todo, sirve para jugar al tejo; con una sola mano, gana a Ariel. Mitelman se marcha, y Ariel se queda viendo Los girasoles de Rusia, la escena en la que los protagonistas se encuentran en la vía del tren, y ella corre y sube, pidiendo que no la dejen allí.

Ya por la mañana, Sonia prepara leikaj en la cocina, cuando llega Ariel. “¡Hijo, hijo, pero vos me querés matar, hijo, me querés matar! ¿Por qué no me avisaste que no venías? ¿Por qué no me dijiste? [Coge el cuchillo.] Toma, mátame. [Mientras habla, se va chupando los dedos con restos de comida.] Te pido por favor que me mates, no me hagas sufrir más. Matame”.4 Típica escena de idishe mame. Ariel le dice que deje el cuchillito del leikaj, que no la va a matar con ese cuchillito. La madre se queja de que no la llamara por telé-fono, de que no la haya avisado de que no venía; pasó toda la noche sin pegar un ojo. Ariel dice que se olvidó, que puso Los girasoles de Rusia y se quedó dor-mido. Además, no es la primera vez que no avisa, pero esta vez se puso como loca; le pregunta si ocurre algo. Ella le dice que no pasa nada, pero que él va a ver cuando tenga hijos. Ariel pregunta quién dijo que él vaya a tener hijos. De nuevo, escena melodramática de la madre, que vuelve a agarrar el cuchillo: “Ahora sí, ¿eh? Matame, pero matame de verdad. Matame de verdad”. Ariel le reprocha: “Mamá, ustedes ¿no aprenden nunca? Ustedes se casan, tienen hijos, se divorcian, hacen lo que quieren, y ¿después pretenden que sus hijos tengan hijos?”. La madre, muy seria, responde: “Amamos la vida”. Ariel pregunta por qué no le avisó de que venía Elías, y la madre explica que temía desilusionarlo.

4 En mi transcripción de las voces de los personajes, he respetado la oralidad y, en su caso, la acentuación por la que ellos mismos optan: así, en la intervención de Sonia, “mátame” (según la forma castellano), “matame” (habitual en Argentina), que indistintamente se usa.

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Elías se encuentra en casa del tío Eduardo, y mañana van a ir al cementerio de La Tablada, a visitar las tumbas de los abuelos.

Sentados a la mesa, desayunando, comen leikaj, y la madre recuerda cómo al abuelo le encantaba ir con ellos a Mar del Plata. Un día, a Ariel se le había ocurrido juntar vasitos de Coca-Cola a orillas del mar.

12. El Grito Ancestral

Sonia continúa con la historia que había empezado a contar al final del episodio anterior: cómo Joseph vino llorando, diciendo que Arielito se había perdido, y lo buscaron durante horas y no aparecía, pero resultó que el niño se acordaba del nombre del hotel. Ariel dice que no se acordaba del nombre, sino de que el mar estaba pintado en el frente y había unos árboles. La madre insiste en que se acordaba del nombre, y Ariel en que no. Sonia cuenta cómo, cuando lo vio sentado, tomando su leche con pan y manteca, como a él le gustaba, ella dio “un grito bíblico, ancestral”, lo abrazó, lo besó. Ariel, con su habitual sar-casmo, asegura que del grito es de lo que más se acuerda.

Sonia imaginó que el niño había comenzado a caminar por la arena cre-yendo que era el desierto donde estaba su padre. Ariel lo niega: tenía cua-tro años y sabía que aquello era una playa; en cambio, ignoraba que en Israel hubiera desiertos. La madre insiste en que a lo mejor buscaba a su padre, y él insiste en que fue a buscar vasitos. Pregunta cómo se llevaba él con su abuelo. Sonia le cuenta que su abuelo lo adoraba, y que él al abuelo lo odiaba “cordial-mente”. Ariel pregunta por qué el abuelo no le hablaba de Elías, y la madre ase-gura que el abuelo le contaba pero era él quien desviaba la conversación. Ariel dice que no, que él preguntaba pero el abuelo no le quería contar. De nuevo, la madre insiste en que sí, y Ariel insiste en que no. Él quería saber sobre Elías. “Entonces tenés que conocer a tu padre. ¿Vos querías saber sobre Elías? Tenés que conocerlo”.

En la calle, Ariel está parado delante de la galería. Por fin, se decide a entrar. Ve a la madre en la tienda, hablando con Elías, así que él decide ir al bar, donde se niega a que le sirvan nada. Llega la madre, buscando a Ariel, y dice que Saligani quiere verle. Ariel ve que, en el bar, Rita se despide de Gerardo con un beso en la boca. Al pasar junto a él, Ariel le pregunta si no era su padre. Rita res-ponde: “Sí, a veces”. Como se recordará, la medida de tiempo que más gustaba a Rita, según confesara a Ariel en la conversación del probador. Se puede consi-derar que aquí cierra la historia de Rita, esa subtrama sobre la relación incierta

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que la mujer mantiene con Gerardo y su aventura con Ariel. Después de esta brevísima y ocasional explicación, no vuelve a suceder nada significativo entre ellos. Ahí se acaba.

En la tienda de Saligani, éste explica a Ariel que lleva dos horas con un apa-rato y no lo puede arreglar, a pesar de que hace más de veinte años que arregla este tipo de cosas. Ariel pregunta quién le trajo esa mierda, y Saligani le dice que es una reliquia, que si él tuviera uno como ése también lo llevaría a arreglar; la culpa no es del aparato, sino suya. Y que eso le hace recordar algo que ocurrió hace veinticinco, veintiséis años, cuando, un día, aparece un tipo raro y le lleva para arreglar treinta radios chiquitas, todas iguales pero con un problema dis-tinto cada una. Y así, cada semana, treinta radios por semana. Saligani arreglaba cada aparato en dos minutos. Pero un día, la radio número treinta no la podía arreglar. Un día entero tratando de arreglarla, y era imposible. Sale al baño y, cuando vuelve, se encuentra con su viejo, el padre de Ariel, escuchando la radio. Así fue como Elías la había arreglado , y Saligani pudo entregar las treinta radios al día siguiente.

Saligani pide a Ariel un favor: él se va a marchar pero, cuando se haya ido, Ariel deberá presionar la tecla Play del aparato que le está mostrando. Ariel hace como le dice. “Si estás escuchando estas palabras, quiere decir que se ha repe-tido el milagro de los Makaroff. Seguro que apretaste el Play con la mano dere-cha, que es la mano que ya no tengo; ahora la tenés vos. Ariel, yo hice varias cosas importantes con esa mano: reventé un frasco de mayonesa contra la mesa del bar de la galería, arreglé la radio número treinta, y otras cosas que no puedo contar, en la Guerra. Pero lo más importante que quise hacer con esa mano no supe hacerlo: dártela a vos. Te estoy esperando, hijo. Sos lo único que me importa. [Ariel ya se ha ido.] Si este casete está andando…”.

Ariel sube los escalones, va a salir de la galería, se vuelve, de nuevo mira al frente. Se ve a Elías, parado en la puerta de la galería, encendiendo un cigarri-llo. Ariel parece indeciso; no sabe si volverse o continuar. Finalmente, decide seguir caminando. Pasa junto a Elías, éste lo llama, pero Ariel no se detiene. Elías comienza a caminar a su lado. En la calle, entre la gente, caminan los dos, y Ariel acelera, cada vez camina más rápido, empieza a correr. Es la tercera vez en la película que Ariel corre: la primera fue cuando huyó de la casa, al llegar su madre acompañada de Marcos; la segunda, cuando descubrió a su padre en la carrera de Ramón contra el Peruano, entre la multitud. Pero ésta es la pri-mera vez que Ariel no corre solo. Elías lo sigue. Corren y corren, al ritmo de la música que habitualmente acompaña las carreras de Ariel. De pronto, corte brusco, que da paso a un nuevo episodio: “No Ser Polaco”.

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13. No Ser Polaco

Ariel devuelve la documentación a su abuela; pasará nuevamente a buscar los papeles cuando tenga que ir a retirar el pasaporte. Pregunta si él se parece a Elías, y la abuela responde que tiene un gesto, un aire. Pero él no habla de aire: quiere saber si es un cobarde por irse. “Todavía no te fuiste”, le da, por única respuesta, la abuela. Y no es una respuesta menor. No se trata de que Ariel no sea cobarde aunque se vaya: no lo es, únicamente, porque aún no se ha ido. Marchar equivale a huir. Y se huye por cobardía. El joven confiesa que siente curiosidad, que quiere preguntar cosas a su padre pero no tiene ganas de verlo. De nuevo, la respuesta de la abuela es contundente: “Dejá que él te vea a vos”.

A continuación, mientras hacen la cama, la abuela cuenta a Ariel cómo escaparon del gueto, ella y el abuelo, y vinieron a la Argentina con lo puesto. En Varsovia, ella cantaba en un club con las chicas. Pero cuando se instalaron en Argentina, el abuelo no quiso que cantara más; le recordaba el horror, a su fami-lia, a los amigos que ya no estaban. Así que ella, para no hacerle sufrir, cantaba para adentro. Cuando el abuelo murió, ella compró un pianito de juguete, con el que se acompañaba para cantar. Pregunta a Ariel si quiere escuchar, y Ariel, sin entusiasmo, responde: “Me encantaría”. Desganado, lo mismo que respon-diera al fotógrafo que le pedía que sonriera, secuencias atrás.

El tema del sufrimiento judío está presente en la película de Burman, al igual que lo está en buena parte de la literatura y la cinematografía judías. Si, en su autobiográfica Amor y exilio, Isaac Bashevis Singer (1984: 381) intuyera en sí mismo “un gran talento para el sufrimiento”, más lejos va Edmond Jabès (1963-1973: 247), al asegurar que “el judío no escapa jamás de la patria en la que ha sido perseguido con la certeza de no sufrir dejadas atrás sus fronteras, sino únicamente con la esperanza de soportar un sufrimiento menor”. En Las genealogías, obra donde la mexicana Margo Glantz elabora una memoria de la historia familiar, desde que sus padres, judíos, abandonaran Rusia, hasta que arribaran a México en el año 1925, se explica cómo el padre, a pesar de haber sido feliz, se sigue quejando: “me imagino que es una costumbre ya vieja, de cerca de cinco mil setecientos y pico de años” (Glantz, 2006: 74). Cinco mil setecientos y pico de años: los años transcurridos, según la cuenta del hebreo, desde el momento de la creación. Tres mil setecientos sesenta años más que los del calendario gregoriano, que cuenta a partir del nacimiento de Jesucristo.

Después de su confesión, la abuela canta. Y continúa la canción de la abuela, mientras Ariel camina por la calle y llega a la galería. Se alternan pla-nos de la abuela, que canta, y de Ariel: plano contrapicado, casi cenital, de Ariel

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bajando las escaleras de la galería; primer plano de la abuela cantando; primer plano de Ariel, de espaldas, que se dirige a la tienda de la madre; primer plano de la abuela; primer plano de Ariel, de espaldas, llegando a la tienda, que pasa a primer plano de Elías; primer plano de la abuela; primer plano de Sonia; pri-mer plano de la abuela; primer plano de Ariel; primer plano de la abuela, que acaba la canción. Al fin, plano conjunto de los tres, en la tienda: el padre, la madre y Ariel.

Elías dice que ya se va, pero que se va al local de enfrente. Explica que se lo compró a Osvaldo y que se queda en la Argentina. Ariel monta en cólera: “Ah, ¿sí?, mirá vos, qué bárbaro, che, ¿no? Pero vos sos un hijo de puta, ¿no? Vos te vas, volvés, cagás a todo el mundo, ¿cómo es la cosa?”. “Me tenía que ir, Ariel. Y no podía volver”. Continúa el joven, furioso: “Ah, no podías volver, claro. O sea, te vas a salvar a todos los judíos del mundo, pero no te puedes quedar para salvar a uno. ¿Cómo es la cosa? Vos le cortás el ganso a un pibe recién nacido, sabiendo que no te vas a poder quedar”. Elías se va.

Ariel pregunta a la madre si dijo algo muy fuerte, si se excedió. Sonia se sienta sobre el mostrador, mientras se ve a Elías con Osvaldo en la papelería. Sonia habla de la situación que vivieron. Ariel quiere saber a qué situación se refiere. La madre balbucea. Ella era muy joven, y fue una situación que le hizo sentir bien, halagada, requerida; pasó una sola vez, y ella se lo contó a Elías al cabo de un año, él le pidió el divorcio y ella se lo dio. Ariel no puede dar crédito; menos, a que aquello hubiera ocurrido con Osvaldo, el papelero. “Ustedes están todos locos”. Consternación que recuerda la de Singer, quien dejara escrito que “el hombre está loco, y de diez medidas de locura que Dios envió a la tierra, nueve le han sido asignadas al judío moderno” (op. cit., p. 359). Sonia insiste en que aquello murió ni bien hubo sucedido. Ariel quiere saber de quién es hijo él, y Sonia le asegura que él es hijo de Elías. Ariel se marcha y Sonia queda llo-rando, sentada sobre el mostrador.

Por fin, han caído los velos. El viaje de Ariel se ha terminado. Sin moverse de la galería, ha descubierto que nada es lo que parecía; que, tal como anun-ciaba al principio de la película, la galería es “un territorio de apariencias”. Ni la madre era la pobre mujer abandonada que añoraba a su marido, ni el padre era el hombre idealista que había marchado a pelear en una guerra, ni Osvaldo era el tipo transparente y anodino que se había presentado al inicio, ni él mismo, en fin, era el hijo inexplicablemente abandonado por un padre que prefería salvar a todos los judíos del mundo antes que salvarlo a él. El viaje era un espejismo, tal como advirtiera Angelina Múñiz-Huberman, en tanto el hombre es “su propio porvenir” (Múñiz-Huberman, 2002: 99). Ariel, que siempre ha manifestado

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una mezcla de atracción y escepticismo hacia lo religioso, que no busca explica-ciones metafísicas, ve cancelado el único viaje al que íntimamente se había atre-vido: el de la búsqueda personal, interior. A propósito de identidad, sentido y alteridad en Nietzsche, lo dejaría escrito Remedios Ávila (1999: 282): “La pér-dida y la imposibilidad del sentido último (universal) no excusa de la búsqueda y de la necesidad de un sentido personal y propio (individual)”. Para Ariel, ambos se han perdido.

La “sombra de Ulises” (tomando prestada la expresión de Piero Boitani, 1992) planea sobre la trama de El abrazo partido y su desenlace. Si el Ulises homérico partía para volver a su Ítaca originaria –donde una amantísima Pené-lope lo esperaba, en tanto Telémaco, ya hombre, había osado salir en su bús-queda–, Ariel, al modo de un Odiseo moderno, planea un viaje que nunca emprenderá (la huida a Europa). Su peripecia (intrapersonal, psíquica) toca a su fin cuando es el padre quien regresa y le proporciona las respuestas.

Por primera vez, queda rota la inercia de los acontecimientos: hasta ahora, Ariel había salido al encuentro de la madre (en la tienda; en la casa, incluso) y había evitado al padre. Tras la confesión de Sonia, Ariel sale de la lencería, donde ésta queda llorando; se aleja de la madre, y se acerca al padre, por pri-mera vez. A través de los cristales de la peluquería, observa a Elías, a quien están haciendo la manicura y cortando el pelo, mientras charla con Saligani. Elías ve a Ariel y una media sonrisa queda congelada en su rostro. Se alternan planos de Elías y Ariel, cada uno a un lado del cristal, y se escucha la voz en off de Ariel, en el tránsito al nuevo y último episodio de la película: “La llegada de Elías diría que no produjo grandes cambios en la galería”.

14. La Babel

Retomando las historias planteadas al comienzo, Ariel pasa por cada una de ellas y las va cerrando: Saligani no ha parado de gritar; su esposa sique cor-tando el pelo; a los Kim les ofrecieron un local en la galería de al lado, la de los coreanos, pero prefirieron quedarse con ellos; con los Levin hubo un cambio, ya que uno de ellos falleció y el otro decidió cerrar el negocio (Ariel aclara que este cambio no fue culpa de Elías); Rita sigue con el viejo; Mitelman no pudo pro-bar que tenía abuelos lituanos, así que lo único que le queda para obtener pasa-porte europeo es casarse; la chica lituana, novia de Mitelman, es ahora la secre-taria de su agencia de viajes (se ve a la chica comiendo, sentada donde antes se sentaba y comía la vieja y gorda secretaria), y a Mitelman le preocupa que pueda

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llegar a parecerse a Fanny, aunque Ariel cree que no; a Osvaldo, lo del nego-cio pareció haberle afectado y anda con problemas de personalidad, va al bar y cuenta su historia una y otra vez (Ariel reconoce que “al final, Osvaldo también tenía una historia”); su madre sigue bailando (se la ve en el teatro, con Marcos); Joseph no tuvo éxito con las abejas (Elías le trajo una reina de Europa, pero no prendió, y Joseph opina que es una abeja antisemita); Ramón sigue entrenando, esperando otra oportunidad; y la abuela canta, no ha dejado de hacerlo desde que le contó la historia, y ahora dice que quiere cantar profesionalmente. Se ve a Ariel sentado en el bar, mientras le sirven. “Mi vida sí, cambió. Hoy, por ejem-plo, me comí un sándwich en el bar”.

Ariel está sentado en una mesa del bar con Elías, y ambos reflexionan sobre los motivos que pudieron llevar a la madre a cometer una infidelidad. Elías opina que quizás fue por miedo; la idea de estar con el mismo hombre toda la vida debió de hacerle creer que se estaba perdiendo algo. Ariel sigue sin entender cómo pudo engañarle con Osvaldo, pero Elías sabe que ése no es el problema: “El problema es cómo seguís viviendo. Y eso es lo que yo no supe hacer”. Ariel acepta el pedazo de sándwich que su padre le ofrece, y Elías acepta la ayuda de su hijo para encender el cigarrillo. Ariel explica que van a cambiar el cartel de Creaciones Elías, pero que todavía no se les ocurrió nada.

Elías se quita un zapato y se lo muestra a Ariel: “Zapatos de la mejor zapa-tería del barrio del Once, la Babel. Me los manda tu tío Eduardo a Israel. Diez años me duran. Estos, no. Precisamente estos, mira cómo están. Se me hicieron pelota mucho antes. Mira cómo están”. Se vuelve a poner el zapato. Elías pre-gunta si aún está abierta la Babel, y propone a su hijo que lo acompañe. Quiere comprarse otro par de zapatos.

Los zapatos de Elías (idénticos a los que Sonia conservaba en una caja, según se pudo ver secuencias atrás) parecen simbolizar las etapas de vida del personaje. Diez años le duran, aunque los últimos se le estropearon mucho antes, coincidiendo (seguramente, no por casualidad) con el giro que Elías da a su vida, al decidir regresar a Buenos Aires. De alguna manera, tanto Sonia como Elías permanecen apegados al pasado, a pesar de haber tomado caminos distin-tos, ambos. Sin embargo, mientras que Sonia se limita a añorarlo en secreto, absorta ante la caja con los zapatos de Elías, éste muestra al hijo los zapatos vie-jos, que ya no sirven, y manifiesta su deseo de comprarse otros. Es una suerte de cancelación del pasado que, si al huir había continuado arrastrando, ahora, al volver, puede definitivamente sellar.

En la última escena de la película, se ve al padre y al hijo, caminando por la calle, de espaldas, el uno junto al otro. Elías se cambia de lado para poder

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abrazar a Ariel con su brazo izquierdo. Ariel también lo abraza, y luego retira el brazo del hombro de su padre. Mientras tanto, se oye su voz en off: “Ayer tuve un sueño. Soñé que era padre. Pero no que tenía hijos desperdigados por ahí. Era más bien como una sensación, no sé si se entiende…, como cuando uno sueña que se cae o que vuela, no sé, como una sensación de querer abra-zar a alguien pero sin saber bien por qué”. Continúan caminando, el padre con su brazo izquierdo sobre los hombros de Ariel, mientras de nuevo se escucha la canción de la abuela.

Nuevo y último rótulo, blanco sobre fondo negro: “El Abrazo Partido”. Bajo él, la palabra “FIN”. Y, no obstante, tal como Burman mismo advirtiera, conviene quedarse en los créditos, hasta el final. Se intercalan, con éstos, planos de la abuela, que canta en un estudio de radio, junto con un violonchelista y un pianista. Por fin, ha conseguido cantar profesionalmente. Al final de los crédi-tos, la abuela mira a cámara y pregunta: “¿Te gustó?”.

15. El abrazo partido: la búsqueda (o no) de la identidad

Comenzando por el final y por la apelación de la abuela a cámara, es impo-sible obviar el diálogo que, en general, el texto mantiene con el fuera de texto; el diálogo entre los personajes y los espectadores del film. No es casual que Daniel Burman haya optado por una narración rebosante de oralidad, que más parece un texto escrito (o leído) que una película, tantas veces. La imagen, de impor-tancia fundamental, aporta datos significativos, mas no definitivos: refuerza el valor expresivo y el dramatismo de una escena; pero, en no pocas ocasiones, parece convertirse en una (de)mostración, una señal que confirma lo narrado. Ariel habla, cuenta a cámara; y la cámara, por su parte, va registrando junto a él, tomando nota. La imagen, en su sentido más elemental, da fe.

La película es, en sentido amplio, un ensayo sobre el miedo y la temeridad, el arrojo y la cobardía. La búsqueda a que un hijo se ve abocado (ni siquiera se puede decir que sea una búsqueda que emprende), no tanto del padre, sino de las explicaciones, de las respuestas. Para construir la idea (la imagen) de sí mismo, Ariel necesita conocer y entender su propia historia. Como dejara escrito Milan Kundera: “Recordar el propio pasado, llevarlo siempre consigo, es tal vez la condición necesaria para conservar, como suele decirse, la integridad del propio yo” (1997: 55). Ariel debe conocer su pasado, debe asumirlo, para seguir adelante. La versión de un padre que marcha a una guerra para luchar por sus ideales, aun a costa de abandonar a su familia, le plantea demasiados

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interrogantes y entraña una gran dificultad; pues a un padre así, si se ha de creer la historia oficial, sólo se le puede odiar.

El film se convierte en una especie de pelota gigante que gira sobre sí misma, hasta llegar al punto inicial; pero, para entonces, han pasado tantas cosas que ya se está en otro lugar. Queda extraordinariamente resumido en el último de los episodios, “La Babel”. Hay personajes para los que nada cambia (Rita, Gerardo, los Saligani); otros, que rechazan el cambio (los Kim, cuando les ofrecen trasladarse a la galería vecina, pero prefieren quedarse donde están), o para quienes los cambios son necesarios o inevitables (los Levin, por la muerte de uno de ellos, que, tal como se apresura a añadir Ariel, “no fue culpa de Elías”; Mitelman y Joseph, que pasan de no tener a tener novia, si bien no se mate-rializan los proyectos de ninguno de ellos, pues ni Mitelman consigue viajar a Europa ni a Joseph se le da el negocio de las abejas; Fanny, la vieja secretaria de Mitelman, que termina siendo sustituida por la joven lituana). Y hay persona-jes, en fin, para quienes el cambio es cualitativo y, además, es culpa de Elías: Ariel, que consigue enhebrar la historia de su vida, y que pasa de no tener un padre a tenerlo, de querer ser polaco a no querer serlo; la madre, para quien el cambio no es material ni cuantitativo, mas sí cualitativo, en tanto su historia ha quedado al descubierto y su imagen ha mudado, se ha roto; Osvaldo, que pasa de ser un hombre transparente a revelarse como quien guardaba la llave de la historia de Ariel y la suya propia; la abuela, que no será más la mujer encerrada en casa que pide al nieto que alguna vez la invite a pasear, porque se convertirá en una profesional de la canción en la radio; y el propio Elías, que pasa de ser el padre ausente a ser padre presente, de ser el hombre idealista y valiente que marcha a una guerra a ser un marido que huye por cobardía porque, tras la infi-delidad de su esposa, no aprende a seguir viviendo.

En realidad, los cambios no son mayores ni más sustanciales para Ariel que para el resto; sólo sucede que de Ariel es de quien más sabemos. Conocemos la trascendencia, para él, de cada milímetro de acción, la proyección de cada mínima hazaña, de cada gesto. Ariel lo resume en una frase de una sencillez y una significación contundentes (como todos los guiños aparentemente senci-llos, casi ingenuos, del film): “Mi vida sí, cambió. Hoy, por ejemplo, me comí un sándwich en el bar”. Todos los cambios, a pesar de su magnitud, se resumen en ése: de no entrar siquiera al bar donde su padre estrelló un bote de mayonesa caducada, pasa a comer un sándwich en el bar. Pareciera un detalle menor. Mas, como síntesis de todo un viaje iniciático, de su evolución, no lo es.

Vale la pena detenerse en la metamorfosis que sufren, en el relato, los per-sonajes de Sonia, Osvaldo y Elías. Realmente, ellos no han cambiado; pero

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cambia, definitivamente cambia la visión que Ariel (por extensión, el especta-dor) tiene de ellos. Ésa es la verdadera ruptura de la identidad. Ariel se está bus-cando, se está construyendo, pero no queda más roto después de conocer los acontecimientos que antes; por el contrario, ha hecho encajar las piezas de su puzzle personal. En cambio, los referentes que tiene (el padre ausente, la madre abandonada y, en segundo término, a modo de espectador silente, Osvaldo) mudan su naturaleza cuando la verdad queda al descubierto; se convierten, entonces, en el padre traicionado, la madre infiel y, en primera plana por única vez, el hombre que parecía no tener siquiera una historia y resultó ser el amante de la madre y desencadenante de todo lo ocurrido. Siguiendo a Clément Rosset (1999: 18), en toda crisis de identidad, es la identidad social la primera que se resquebraja y la que viene a perturbar y mudar la identidad personal. Extremo que queda singularmente ilustrado en la película de Burman, cuando Osvaldo, después de que Ariel ha conocido la historia (aunque no parezca haber una rela-ción directa con este hecho, y el joven lo atribuya, más bien, a la venta de la papelería), llega a perder la razón. El personaje de Osvaldo no logra sobrepo-nerse a la cancelación de su imagen (de su identidad social) en el film. Como una especie de demiurgo loco, es quien provoca la historia y quien se desen-tiende de ella en el final.

Si por culpa de la aventura de Sonia con Osvaldo, Elías había perdido todo (su hogar, su familia, su país), es al término de la película cuando, en una suerte de revancha benévola, Elías regresa para cobrarse lo que es suyo, para recuperar a sus hijos (ya que no a Sonia), y quedarse, esta vez él, con lo que es de Osvaldo: su papelería. Enfrente, el negocio que lleva su nombre, Creaciones Elías: el rótulo fantasma que señala a un pasado que los personajes se resisten a dar por cancelado. En el negocio de Osvaldo, instalado en el presente, regre-sado, él, Elías.

Ariel, extraño en el espacio y el tiempo que le toca va desgranando la his-toria de los demás y, sin saberlo, la suya propia: su historia, que resulta ser una consecuencia de las de los otros. Al cabo, es como si el protagonista, Ariel, care-ciera de historia. Su punto de vista construye la narración y, sin embargo, es a los demás a quienes ocurren cosas, quienes hacen y viven cuanto él, como espectador mudo, sólo logra señalar, describir, anotar.

Más allá de lo personal, la construcción de la identidad es un asunto esté-tico (narrativo) y colectivo (social). En el primer caso, se impone la necesidad de narrar, de contar, no sin cierta reminiscencia psicoanalítica, para tomar dis-tancia, para objetivar, para procesar las experiencias de vida que los propios personajes apenas pueden en sí mismos contener. Tal como advirtiera Vázquez

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Medel (1988: 13) a propósito de Pessoa, es la palabra el mecanismo unificador del todo desde la conciencia fragmentaria, la fuerza conciliadora de la prover-bial tensión dialéctica entre el todo y las partes. Es mediante la palabra como Ariel va enhebrando su historia, sus verdades y sus sospechas: contando, comu-nicando, poniendo en común.

En lo colectivo, la construcción de la identidad se remonta al pasado, mira impúdicamente al origen y no puede no rastrear en lo velado, en el dolor. A él apuntan las escenas en las que aparece la abuela, recordando el horror de Polo-nia, que para Ariel queda subsumido en la mueca congelada de un dibujo a rotulador. La pertenencia judía está presente, y es el muro contra el que cons-tantemente se choca el joven cuando, de un lado, registra toda una herencia plena de valores, de convencionalismos (él mismo se define como un tipo tra-dicional), y, de otro, frente a las preocupaciones de la madre o la injerencia de lo religioso, desdeña, se burla.

Escribía Margo Glantz: “Quizá lo que más me atraiga de mi pasado y de mi presente judío sea la conciencia de los colorines, de lo abigarrado, de lo gro-tesco, esa conciencia que hace de los judíos verdaderos gente menor con un sen-tido del humor mayor, por su crueldad simple, su desventurada ternura y hasta por su ocasional sinvergonzonería” (16). Es el humor que hilvana El abrazo par-tido, y es también el diálogo a muchas voces, excepcionalmente descrito en la pluma de Margo Glantz; la discusión y el humor, asociados (op. cit., p. 57). Y un maniqueísmo atávico, causa, en lo personal, de la huida del judío. Más allá de su huida como grupo, como pueblo, más allá de las persecuciones de las que, como colectividad, ha sido víctima desde siempre, el judío, individualmente, internamente, emprende un viaje hacia lo sagrado: hacia lo separado, lo eterna-mente otro, un viaje en el que han de quedar con indudable precisión discerni-dos el bien y el mal, lo bueno y lo malo, belleza y fealdad. “Ese maniqueísmo espantado fue la causa de mi nacionalidad” (81).

A mitad de camino siempre entre lo sagrado y lo profano, entre tradición y rebeldía, al igual que Joyce con su Ulises (1922), Burman plantea una odisea cotidiana, descarada, en clave de humor. Tal como advirtiera Rafael Argullol (1982: 261), en el mundo moderno, lo trágico-heroico ha ido dejando paso a lo trágico-absurdo: “Un mundo, en suma, en el que el relativismo de los valo-res, no solamente posterga al héroe a una soledad sin rumbo, sino que lo aleja de toda posibilidad de conciliación trágica”. Es la queja honda de Ariel, que se trasluce en un humorismo siempre trágico, descarnado: la falta de valores, la pérdida de referentes. Cuando toda posibilidad de heroísmo ha sido impedida por el absurdo.

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Asociado al del viaje, no puede ser obviada la nueva realidad que nace en la diáspora. Hay un legado poético de incalculable valor, en relación con la temática del exilio y de la errabundez del judío. Ese drama, que aflora en expe-riencias poéticas o noveladas como las de Edmond Jabès o Isaac Bashevis Sin-ger, y en tantos y tantos otros, procede de un desgarro real, colectivo, ineludi-ble: la vivencia de un pueblo perseguido, sin tierra y sin reposo, sin esperanza. Y que, sin embargo, ha construido una promesa que justifica y alienta al viaje, que excita la movilidad.

Es la movilidad que, por acción o por omisión, está presente en El abrazo partido: una película sobre exiliados que, como colectivo, han logrado en el lugar de arribo mantener su identidad a salvo. Y que, al mismo tiempo, se saben otros. La abuela, que no olvida; el padre, que marcha a Israel cuando la estruc-tura familiar se desmorona; Joseph, que mantiene el contacto con los primos de Canadá (que forman parte de la diáspora, lo mismo que ellos); Mitelman y Ariel, que planean marchar a Europa. Ariel, que aparece ajeno al microcos-mos judío, y que necesita marchar para alejarse de una realidad que lo asfixia; incluso, llega a considerar la marcha del padre (cuando cree que éste fue a luchar en la Guerra) un acto de profunda cobardía.

A propósito de la emigración de los judíos rusos a América, escribía Margo Glantz (224):

La emigración a América exige otro esfuerzo de integración mental, estar al otro lado del océano revoluciona el signo. En el nuevo territorio, el del exilio, se reacomodan las cosas, el judaísmo se reintegra a su raíz, se habla el yidish, los enemigos son amigos y el ruso sigue siendo un idioma de unión, el idioma secreto del amor y el de la convivencia con otros exiliados del antiguo y propio territorio. Los hijos nacen en otra tierra y en otro idioma, las costumbres se yux-taponen, los antagonismos inmediatos o seculares desaparecen y se antoja posi-ble una integración. Los antiguos enemigos: los judíos –nosotros– y los rusos antisemitas –ellos– constituyen un todo, un nuevo nosotros, el de los emigrantes, los otros ya no son un bloque formado por los antagonistas tradicionales sino los habitantes naturales del territorio de elección.

Esa realidad es la que vive Ariel, al igual que el resto de hijos y nietos de inmigrantes. Él, que ha nacido “en otra tierra y en otro idioma”, debe buscarse entre los suyos, en una filiación que rechaza y a la que no puede menos que increpar. Filiación que queda restaurada con el regreso del padre. Con el abrazo que quedó trunco muchos años atrás y que ya no puede ser un abrazo completo porque Elías ha perdido un brazo y, más allá de ello, no se puede borrar la his-

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toria, no se puede cancelar la ausencia con una presencia tardía. El padre es otro y todos son otros: su abrazo, un abrazo partido.

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AGRADECIMIENTOS

A Isidoro Niborski, Claudio Ernesto Gershanik, David Alberto Fuks, Sofía Leikin, Leonardo Guiskin y Rolando Yankelevich, por el aporte de datos y las recomendaciones bibliográficas, así como por sus aclaraciones sobre idioma hebreo, tan útiles en la elaboración de este trabajo.