Del nombrar y renombrar en la reciente política venezolana

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Del nombrar y renombrar en la reciente política venezolana Todo poder se apoya en “hiladores de signos oficiales” J. Ramírez “Cuando Dios creó el mundo, debió de crear también las palabras. Un nombre para cada cosa, una cosa para cada nombre”. “Sin rincones del mundo innominados, sin ambigüedades, sin resquicios para la duda…” (Bueno, s.f.). Pero luego de la expulsión del paraíso todo cambió…vino el caos babélico y nada volvió a ser como antes. No obstante, la idea de que “la construcción del conocimiento y la comprensión del universo dependen de la palabra que nombra” no ha desaparecido del todo (Andrade, 2004). “Empalabramos el mundo y a partir de la palabra reconocemos la realidad que nos contiene” (p.28). Lejos del paraíso, en tiempos de rupturas, la palabra asume otros sentidos y puede llegar a tornarse lasciva, ininteligible, opaca, sesgada, larvada, incompleta, desordenadora. De allí surge la necesidad de conocer la carga semántica de historias y procesos que portan esas voces. Situar las palabras en un punto histórico las contextualiza y abre caminos para su interpretación. Es aquí donde –a nuestro juicio– cabe la 1

Transcript of Del nombrar y renombrar en la reciente política venezolana

Del nombrar y renombrar en la reciente política

venezolana

Todo poder se apoya en “hiladores de signos oficiales”

J. Ramírez

“Cuando Dios creó el mundo, debió de crear también

las palabras. Un nombre para cada cosa, una cosa para

cada nombre”. “Sin rincones del mundo innominados, sin

ambigüedades, sin resquicios para la duda…” (Bueno,

s.f.). Pero luego de la expulsión del paraíso todo

cambió…vino el caos babélico y nada volvió a ser como

antes. No obstante, la idea de que “la construcción del

conocimiento y la comprensión del universo dependen de

la palabra que nombra” no ha desaparecido del todo

(Andrade, 2004). “Empalabramos el mundo y a partir de

la palabra reconocemos la realidad que nos contiene”

(p.28).

Lejos del paraíso, en tiempos de rupturas, la

palabra asume otros sentidos y puede llegar a tornarse

lasciva, ininteligible, opaca, sesgada, larvada,

incompleta, desordenadora. De allí surge la necesidad de

conocer la carga semántica de historias y procesos que

portan esas voces. Situar las palabras en un punto

histórico las contextualiza y abre caminos para su

interpretación. Es aquí donde –a nuestro juicio– cabe la

1

aplicación práctica de los estudios críticos del

discurso, entendida como la comprensión profunda del

papel del discurso en la reproducción de la dominación y

de los modos en que el abuso de poder conduce al control

social (Van Dijk, 2009).

A los fines de estas líneas, el interés se centra

en el léxico, que –como señala Van Dijk (2009) –

influye en modelos y opiniones al tiempo que construye

detalles de los acontecimientos o personas y puede

ejercer control sobre las representaciones sociales y

sobre las acciones. La palabra en política nunca es

neutra, siempre supone un juicio de valor sobre lo

nombrado.

Existen múltiples maneras de controlar el léxico,

entre ellas, se tiene la forma en que se organizan los

mensajes y las voces o expresiones que estos contienen.

En este sentido, resulta válido hablar, como lo hace

Fair (2010), de la función política de las palabras y de

su función constitutiva en la conformación de la

realidad social, cada vez más versionada por quienes

detentan el poder. Aunque, como lo manifiesta Alberto

Barrera (2010), la realidad puede ser versionada pero no

borrada.

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Llegados a este punto, y para aproximarnos al tema

de las siguientes páginas, convendría formular algunas

preguntas: ¿qué procesos de ocultamiento se valen del

lenguaje y con qué fines?, ¿cuáles estrategias de

nominación son frecuentes en el discurso político?,

¿crear nuevos nombres significa crear cosas nuevas?,

¿cuál es el propósito del renombramiento,

resemantización o resignificación de las palabras?, ¿de

qué forma los estudios del discurso pueden contribuir a

educar críticamente para que este tipo de prácticas en

los discursos públicos no sean recibidas con pasividad,

y las ciudadanas y ciudadanos entiendan la relevancia

que tiene el discurso para transformar la realidad

existente? Intentemos aproximarnos a las respuestas.

Procesos de ocultamiento que se valen del

lenguaje

Son diversas las estrategias lingüísticas cuya

finalidad consiste en reemplazar un término por otro en

un determinado contexto para mitigar, causar ambigüedad

o imprecisión. Entre ellas destacaremos los llamados

eufemismos o sustitutos eufemísticos.

Según Gómez (2005, p.312), el uso de expresiones

eufemísticas en la política “desdibuja los compromisos

implicados en las proposiciones que se realizan”, lo que

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supone para el emisor eludir las responsabilidades que

adquiriría al concretar la propuesta. Aun cuando lo que

se evita nombrar está ahí porque el referente no se

modifica, la designación escogida puede atenuar las

connotaciones negativas. Los eufemismos, como

estrategias discursivas, representan armas de

manipulación manifiesta, utilizadas, en opinión de

González (2007), “para facilitar fines políticos o

económicos específicos”. Edulcoran la realidad

favoreciendo los más variados intereses sin comprometer

a quien los profiere, en virtud de que marcan distancia

con respecto a lo expresado, despersonalizándolo. Entre

quienes los consideran clases especiales de metáforas

porque le dan a una cosa el nombre perteneciente a otra

se encuentra Chamizo (2004) quien se ha dado a la tarea

de estudiarlos con exhaustividad. En este mismo orden de

ideas, Brodsky (s.f.) manifiesta que se crean eufemismos

para “metaforizar lo indecible” y volverlo

“discursivamente nominable”. El empleo de sustitutos

eufemísticos en el discurso político “busca imponer un

lenguaje metafórico para brindar una naturaleza ambigua

a las palabras con el fin de vaciarlas de un contenido

semántico que podría resultar negativo” (González,

2007). También existen eufemismos institucionalizados

que se muestran como una jerga técnica propia de

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comunicados e intervenciones oficiales, y que suelen

emparentarse con el lenguaje políticamente correcto.

Como ejemplos tienden a mencionarse los siguientes: daño

colateral, neutralizar, bajas, teatro de operaciones,

retenidos, privados de libertad, sala situacional…

vocablos que al posicionarse en el lenguaje común se

alejan de sus verdaderos sentidos (Gallud, 2005).

En la reciente política venezolana no escasea este

tipo de recursos de encriptación del mensaje, expresión

que Martos (2008) utiliza para referirse a los

eufemismos, a la creación de un vocabulario específico,

al cambio de interpretación del léxico existente y al

abuso de la superlativización. En otras palabras, para

denominar toda práctica discursiva llevada a cabo con el

propósito de mentir, manipular u ocultar. Desde su

perspectiva, tales estrategias se basan en la

transgresión de las máximas de Grice (1979),

específicamente las reglas de modalidad (evitar ser

oscuro o ambiguo) y las de cualidad (no afirmar lo que

se cree es falso). Como prometimos tratar el caso de la

política venezolana reciente, de seguidas pasamos a los

ejemplos.

Para justificar el golpe de estado contra Isaías

Medina Angarita, en 1945, Rómulo Betancourt manifestaba:

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“el procedimiento extremo a que se apelara fue provocado

por quienes se negaron obstinadamente a abrir los cauces

del sufragio libre…”, ese “hecho de fuerza generador de

esta etapa de la historia nacional”, “la peripecia de

octubre”, “la insurgencia”, “el vendaval de octubre”,

“la solución de fuerza”… Las fórmulas utilizadas para

aludir el evento demuestran el intento por atenuar la

valoración negativa de lo ocurrido. Se trata de

justificar la acción emprendida, desenfatizándola con

términos que en algunos casos son metafóricos y les

restan responsabilidad a los protagonistas de la acción.

Tildar de vendaval a un golpe de estado naturaliza el

hecho porque ese tipo de fenómenos como vientos,

borrascas, tifones, huracanes y afines, no son

controlables por la voluntad humana. Años más tarde, en

1968, Betancourt reconocería que lo de 1945 había sido

un golpe clásico (Betancourt, 1968).

Hugo Chávez Frías, en su toma de posesión el 02 de

febrero de 1999, se vale del mismo procedimiento para

hablar sobre el fallido intento de golpe de estado

encabezado por él en fecha 04 de febrero de 1992 y

emplea las expresiones “rebelión militar venezolana”,

“rebelión armada”, “rebelión militar”, “lo que hicimos”,

“nuestra acción” y, más recientemente, “quijotada”.

(Chávez, H. 1999). En ningún momento aparece la lexía

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golpe de estado, antes bien, hay una clara intención de

omitirla por la connotación negativa que esta tiene.

Tanto Betancourt como Chávez intentan hacerse del

poder mediante una asonada golpista y la narrativa para

exculparse públicamente presenta afinidades que residen

en el empleo de sustitutos eufemísticos cuya función

consiste en metaforizar lo que no debe decirse y

volverlo discursivamente nominable. Alberto Barrera

Tyszka (2012), en una de sus crónicas, llama la atención

acerca de esta tendencia a renombrar los hechos, e

irónicamente refiere que de seguir así habría la

necesidad de subtitular los discursos para poder

entenderlos.

Autores como Rafael Cadenas (1985) le atribuyen a

los eufemismos, entre otras, la función de “escamotear

la realidad”. En su libro En torno al lenguaje, presenta

como evidencia la expresión soluciones habitacionales

empleada para designar “lo que siempre se ha llamado

casa o apartamento” (p. 31.). Y aporta el siguiente

juicio: “no sé quien podría vivir en una solución

habitacional” (Ibid). Retomando el ejemplo de Cadenas

podríamos añadir a su comentario que si bien en una

época las llamadas soluciones habitacionales eran

viviendas que el gobierno de turno entregaba en actos

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públicos, posteriormente el término pasó a ser sinónimo

de albergues, refugios, en fin, espacios donde se ubica

provisionalmente a quienes pierden sus hogares. Igual

función podría atribuírsele al sintagma pobladores de

la calle, con el que se identifica a los damnificados e

indigentes en la Ley de Vivienda y Hábitat del año 2000,

expresión a la que se suman al menos dos más entre 2010

y 2011: grupo organizado con necesidad de vivienda y

ocupante para la dignificación del pueblo. Estas

designaciones se originan luego de que, a causa de las

lluvias, numerosas personas tomaron por la fuerza

espacios que nos les pertenecían para habitarlos. Otro

eufemismo que comparte algunos semas con los

mencionados, individuos en situación de calle, nombra a

quienes hace algunos años se conocían como indigentes,

mendigos o vikingos. Si se trata de menores, se les

identifica como niñas o niños en situación de calle.

El tema económico también se presta al empleo de

eufemismos. Manuel Caballero, en 1989a, durante el

segundo mandato de Carlos Andrés Pérez, hace mención del

empleo de expresiones eufemísticas, a las que denomina

“el lenguaje de la democracia”, para encubrir la

situación reinante en el país. Al respecto escribe:

“resulta de mal gusto hablar de carestía, especulación,

precios por las nubes (…), lo correcto es hablar de

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‘liberación de precios’. ‘Desempleo’ es una palabrota

(…) propongo que se le sustituya por ‘tendencias

recesivas’”. En otro texto de igual tenor afirma: “nos

empeñamos en llamar de una manera lo que queremos llamar

de otra”. Alude, específicamente, al vocablo

“reducción”, referido a la deuda externa, y manifiesta:

“insistimos en hablar de reducir la deuda cuando lo que

queremos es dejar de pagarla” y finaliza con la

siguiente sentencia: “Mientras sigamos hablando nuestro

propio lenguaje ningún banquero nos entenderá”

(Caballero, 1989b). Un tercer trabajo del mismo autor

plantea: “Adoro el lenguaje de los economistas. Hasta

ahora, no he encontrado ninguno mejor para llamar las

cosas con el nombre diametralmente opuesto al que les

corresponde.” (1989c).

En los textos precitados, Caballero, con marcada

ironía, critica frases emitidas por personeros del

gobierno y del empresariado en los años 80,

contextualizándolas. Trasciende y supera los límites de

la noticia que originó sus artículos al interpretar los

hechos apoyándose en el análisis de las palabras para

deconstruir el sentido del mundo que gobierno y

empresarios intentan imponer (Adrián, 2002). Una

propiedad de la ironía, aprovechada al máximo por el

historiador, reside en restituir “el sentido político

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que subyace en todo acto de nominación” (Martínez, 2005.

p.33). Otra, no menos importante, se asocia al juego

reconstructivo en el que esta figura retórica hace uso

del vocabulario adelgazándolo “hasta el punto de

convertirlo en significante puro” (Martínez, loc.cit.).

Como conclusión, Manuel Caballero asevera que

pareciera querérsele atribuir al lenguaje la

responsabilidad de la crisis y que el uso de eufemismos

resulta una vía para tranquilizar conciencias por la

propiedad que tienen para afirmar algo “sin decirlo y al

mismo tiempo diciéndolo” (Ducrot, 1986).

Años después, el presidente Rafael Caldera (1994),

en su segundo gobierno, se dirige a potenciales

inversionistas describiendo la situación financiera del

país de la siguiente manera: “el sistema financiero

estaba afectado de grave enfermedad”, “circunstancias

adversas que atravesamos”, “situación difícil”,

“desajuste en la situación económica y fiscal difícil de

enfrentar”. En primer lugar se observa una metáfora

médica, recurso de uso frecuente cuando se quiere

acelerar las acciones o medidas a tomar. Los restantes

ejemplos evidencian que pese a lo inestable de la

economía venezolana (bancos intervenidos, bajos precios

del petróleo, alta inflación), el mandatario atenúa la

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descripción recurriendo a términos difusos, esquivos. Un

lenguaje más directo no resultaba adecuado si la idea

era promover la inversión en el país.

Sin salirnos del área económica, en enero del año

2010, el gobierno decidió que el precio del dólar

variaría de 2.15 a 4.30 bolívares fuertes. La prensa

reseñó lo ocurrido como una devaluación del bolívar. Las

voces oficiales, ministros del gabinete económico y

otros funcionarios, así como la red de medios públicos,

optaron por el término “ajuste”, que encubre el hecho

cierto de la depreciación del signo monetario venezolano

así como las consecuencias derivadas de esta decisión.

La muestra aludida representa un pequeño repertorio

para ilustrar el carácter eufemístico del discurso

político, una demostración de que en este ámbito los

eufemismos sustituyen el significado real por una cadena

retórica que tiende a conservar “algunas señas

identificatorias” que lo rememoran (Ramoneda, 1999). En

virtud de ello, el lenguaje se torna vago e

indeterminado, pleno de palabras “multiacentuales,

imprecisas y engañosas que, dada su falta de concreción,

sirven para todo tipo de propósitos” (Martínez, 2005).

La manía nominalista explicada por Rigoberto Lanz (2011)

como el ejercicio de “maromas lingüísticas” que intentan

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reemplazar los contenidos sustantivos porque “a falta de

sustancia, buenos son nombres”.

Además de los eufemismos, otra estrategia de

nominación, la resemantización, consiste en cambiar la

acepción de vocablos conocidos. Se le asignan

significados nuevos a términos ya existentes. Los mismos

nombres asociados a otros referentes, o, en palabras de

Martínez (2005), “una serie de significantes

‘ordinarios’ que pugnan por llenarse de otros

contenidos” (p.26). Con estos juegos de lenguaje que

intentan alejarse, bien de los usos normativos bien de

los más frecuentes o familiares, se dispone de los

significantes para resignificar lo político. Un buen

ejemplo de ello, a partir de 1999, se tiene en la jerga

militar, en la que algunos vocablos se han ido alejando

del referente real. Para ratificarlo enumeremos sólo

algunos: desde 1998, las campañas electorales se conocen

como plan de ataque y las elecciones como batallas,

guerras, luchas y combates; soldado, además del

presidente, se ha vuelto una designación válida para

cualquier ciudadano militante del PSUV. Asimismo ocurre

con los términos escuadra, batallón, pelotón, patrulla,

empleados para dar nombre a los distintos grupos que se

encargan de organizar “a la tropa buena, que es el

pueblo” (Chávez, 2006). En la nación venezolana,

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palabras como enemigo, no pertenecen al ámbito de la

guerra: con este sustantivo se identifica a quienes se

oponen al proyecto del actual presidente. En ocasiones,

sucede que se desplaza una voz por otra como ocurrió con

oligarca, cuyo lugar lo ocupa ahora el término burgués.

Cambio que al decir de algunos fue sugerido a Hugo

Chávez luego de hacerle ver que muy lejos estaban de la

condición de oligarcas los estudiantes y otros grupos

sociales a quienes él calificaba de ese modo.

La efectividad de estrategias como esta se

evidencia cuando ese discurso se impone y modifica los

imaginarios sociales. Se trata, como señala Fair (2010),

de “la lucha por y para el discurso” que persigue

transformar la realidad existente, de la función

constitutiva de las palabras en la conformación de lo

que se ha dado en llamar realidad social. Desde la

perspectiva del proyecto del presidente Chávez, este

discurso forma parte de la construcción de una hegemonía

emancipadora. Quienes se ubican en la acera del frente,

parafraseando a Laclau (1996), conciben estos procesos

políticos de nominación como el resultado de la lógica

del significante vacío.

El renombrar constituye otro proceso de

ocultamiento propio de las prácticas discursivas de la

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política. Consiste, según lo indica Forster (2009), en

redefinir y reinterpretar los lenguajes y conceptos

políticos. Explica este autor que algunas veces

renombrar implica sólo un cambio de matices,

modificaciones imperceptibles, mínimas, que parecen no

dejar marcas, mientras que en otras ocasiones hay

cambios dramáticos, tanto en el sentido como en el

contenido de lo nombrado. Si se asume que las palabras

carecen de significados inherentes, el análisis del

renombrar exige contextualizarlas.

En 1951, Mario Briceño Iragorry criticaba “la

anarquía y desagregación mental” así como la

superficialidad con que se discutía sobre el llamado

bachillerato o nuevo liceo, y sentenciaba: “desde el

código de Soublette donde adquirieron cuerpo las ideas

de Vargas, hasta los últimos estatutos han jugado un

papel primordial las simples palabras”. Se han

“inventado y suprimido estudios y nombres creyendo cada

quien en su terreno ser el creador de la cultura. En

Caracas, la vieja y prestigiosa escuela politécnica se

desarticuló, para ser en parte absorbida por el Colegio

Federal de Varones que luego se llamó Liceo de Caracas,

hasta recibir por último el egregio nombre de Liceo

Andrés Bello, no sin haber corrido riesgo de llamarse

Liceo Descartes” (p.64). Y continúa: “cada ministro ha

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arremetido contra los signos anteriores. (…). Nuestra

Universidad, en la rama de las matemáticas, otorgó

sucesivamente títulos de doctor en Filosofía, doctor en

Ciencias exactas, ingeniero, doctor en Ciencias Físicas

y Matemáticas, a los graduandos en Ingeniería. Todo se

intenta mudar. En la Escuela de Derecho se quiso llamar

Memoria de Graduación a la clásica tesis de grado. Lejos

de modificarse la técnica y hacer de ella una verdadera

expresión universitaria, se buscó darle otro nombre. Y

eso es progresar.”

Hemos querido traer las palabras de Briceño

Iragorry, porque nos parece que ilustran parte de lo que

se ha venido planteando acerca del nombrar y renombrar.

Adicionalmente, el hecho de estar referidas a hechos

ocurridos a mediados del siglo XX demuestra que la

citada práctica tiene antecedentes en nuestra historia y

en nuestras costumbres. Se suceden unos nombres tras

otros sin aparente justificación, sólo por decisiones

individuales de los funcionarios de turno. Transcurrido

más de medio siglo, la crítica del trujillano tiene

vigencia.

Desde 1998, Hugo Chávez, primero en su condición de

candidato, luego de presidente, se ha dedicado a

rebautizar casi todo. La reseña siguiente recoge una

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parte significativa de dicho proceso que comenzó con el

cambio de nombre del país, que pasó de ser Venezuela a

llamarse República Bolivariana de Venezuela.

Adicionalmente, se reconoce como bolivarianos a quienes

están con la revolución y como antibolivarianos a los

que no. A decir de Germán Flores (2009), bolivariano

dejó de ser un adjetivo relativo a Bolívar, “ahora es de

Chávez. Una escuela bolivariana no es del estado Bolívar

ni donde enseñan mejor la doctrina de Bolívar, no. Es

una escuela donde se imparte la ideología de Chávez”.

Asimismo, se ha modificado el nombre de plazas, parques

y efemérides: el Parque del Este Rómulo Betancourt pasó

a conocerse como Francisco de Miranda y el del Oeste

dejó de ser Jóvito Villalba y recibió el nombre de Alí

Primera. Más allá de Caracas, en el estado Carabobo, el

parque Fernando Peñalver se denominó Negra Hipólita, en

homenaje a una de las nodrizas de El Libertador. El

cerro El Ávila, ícono de la ciudad capital, es el

Guaraira Repano, nombre con que lo conocieron nuestros

indígenas precolombinos. A la urbanización Menca de

Leoni, bautizada de ese modo en homenaje a la esposa del

presidente Raúl Leoni, se le denominó 27 de Febrero, en

alusión a las protestas que un día como ese se llevaron

a cabo para reclamar por el incremento de los pasajes

desde Guarenas hasta Caracas, hecho que Chávez ha

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reivindicado como el germen de su proceso político.

También han sido renombradas efemérides como el 12 de

octubre, antiguo Día de la Raza, que se conoce ahora

como Día de la Resistencia Indígena, en reconocimiento a

la actitud de defensa de su territorio que se le

atribuye a las etnias que poblaban la región antes de la

llegada de los conquistadores y colonizadores (Tabuas,

2009). También en materia de organismos públicos abundan

los casos: los Ministerios de Educación, Sanidad,

Justicia se transformaron en Ministerios del Poder

Popular para… y se han decretado cargos tan sonoros como

el de Ministro de Estado para la transformación

revolucionaria de la Gran Caracas, término que bien

puede erigirse en ejemplo de lo que Peri Rossi (1978)

define como “retórica vacua u ornamental”.

En párrafos precedentes se ha mencionado la

necesidad de contextualizar los nombres para entender el

propósito de esta estrategia léxica, lo que haremos a

continuación.

Desde que el presidente Hugo Chávez ganó las

elecciones de 1998, propuso llevar a cabo una Asamblea

Constituyente con el propósito de redactar una nueva

Carta Magna. Esa idea cristalizó en 1999 y para el mes

de diciembre de ese año la Constitución se sometió a

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referéndum y se aprobó. Una consecuencia de ese hecho

fue el inicio de una periodización de la historia de

Venezuela cuyo rasgo más relevante consistió en separar

lo que el discurso oficial llama la cuarta república de

la quinta república, entendiendo que la primera abarca

el lapso comprendido entre 1961, fecha de la anterior

Constitución, y 1999, año en el que se aprobó la que

está vigente. De allí en adelante, como se ha expresado,

el nombre del país, de los entes públicos, escuelas,

regiones geográficas e incluso grupos políticos y

gremios profesionales asumió el adjetivo bolivariano. Y

la sociedad venezolana entera se dicotomizó: se es o no

bolivariano.

Pero, ¿realmente los nuevos nombres se corresponden

con otras realidades?, ¿cuál es el propósito del

renombramiento? ¿y el silencio o “no nombrar”?

Laureano Márquez, politólogo, en entrevista

publicada en el diario El Nacional, analiza este asunto

desde dos perspectivas: la del oficialismo y la de los

disidentes. “Chávez renombra las cosas porque quiere

demostrar que es un segundo momento de Independencia; o

sea, que ha habido dos grandes momentos en la historia

venezolana: Bolívar y él” (2010, p.4). Y continúa,

“Chávez pone nombres a una Venezuela que es distinta a

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la anterior, esa es la imagen que nos quiere vender”

(Ibid). El cambio de nombres tendría como objetivo

modelar una realidad diferente a la que existía. Pasamos

de una democracia representativa a una democracia

participativa y protagónica, del capitalismo del siglo

XX al socialismo del XXI. Lo que no exhibe el adjetivo

bolivariano ostenta el de socialista. Alcaldías,

preescolares, escuelas, liceos y universidades asumieron

la condición de bolivarianas; el INCE (INCES), los

hipermercados Éxito (COMERSO) y PDVSA (PDVSO), deben

incorporar en sus siglas la identificación de

socialistas. Se trata de lo que Umberto Eco (2008)

denomina expresiones lingüísticas con equivalencias

connotativas sustentadas en palabras que estimulan

asociaciones y reacciones emotivas. Sólo eso.

Continuando con las afirmaciones de Márquez, quien

explica los hechos en términos binarios, el renombrar de

la oposición atiende a la necesidad de evitar problemas.

Consiste en una forma de autocensura que se expresa en

un cambio simbólico de palabras para poder expresarse.

Una muestra representativa se halla en los nombres que

se le han asignado al presidente Hugo Chávez, muchos de

cuales enmascaran la realidad reveladoramente: Esteban

de Jesús, Chacumbele, Agapito, héroe del museo militar,

primer locutor de la república, presimiente, el de los

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pies ligeros, Esteban Dido Zeabarón, el innombrable…

Desconocer sus referentes y el contexto en que han sido

proferidos dificultaría su comprensión e impediría

aprehender el tono irónico que subyace tras ellos. Lo

mismo ocurre con otro espacio en el que abundan los

nuevos nombres, el de la prensa y sus titulares, muchos

de los cuales exigen la activa participación del

receptor. Vaya una muestra tomada del periódico TalCual:

Demasiada Burrocracia, Recadivi (Recadi más Cadivi), La

Remienda (Reforma con Enmienda), Globobsesión,

Sociabismo (socialismo más abismo)…

Lejos de la apreciación dicotómica de Márquez

figura la omisión, en el entendido de que “basta con no

nombrar las cosas para que estas desaparezcan” (Peri

Rossi, 1978). Ejemplo emblemático, el de la inseguridad,

que al no ser aludida por funcionario alguno durante los

últimos diez años deja de tener presencia pública y se

invisibiliza. Esto es, ante la abundancia de eufemismos

y los nuevos significados de viejas voces, hállase el

silencio.

Vemos, pues, que los modos de nombrar, renombrar y

omitir la realidad apuntan directamente a la transmisión

e imposición de imaginarios, representaciones y modelos

mentales de las élites discursivas; van dirigidos,

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intencionalmente, a la cognición de los ciudadanos para

imponerles su ideología. Parafraseando a Van Dijk

(2004), el poder moderno es discursivo. Por tal motivo,

se requiere educar discursivamente a la población para

que no esté a expensas de los contenidos que portan los

mensajes de quienes controlan el discurso público, sean

de uno u otro lado. Promover el desarrollo de

estrategias de disenso discursivo y de resistencia

contra la dominación discursiva, constituye un reto de

los docentes. Propiciar la deconstrucción del discurso

ilegítimo, que es todo aquel que encubre formas de

desigualdad social y favorece los intereses de grupos

dominantes en detrimento de quienes no tienen el mismo

acceso al discurso público. Tener consciencia de que

quienes hegemonizan el discurso público pretenden

controlar la mente y las acciones de la gente.

Por ello, deseamos reiterar la intención de estas

páginas: en vista de que el discurso político es el

espacio donde se lleva a cabo la lucha por el poder, en

vista de que tiene entre sus propósitos modificar las

posturas e intenciones de sus receptores para que asuman

las de quienes detentan el poder, y en vista de que el

lenguaje porta ideologías cuya finalidad consiste en

transmitir modelos mentales que contribuyen a la

dominación o que favorecen la liberación, insistimos en

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la necesidad de desarrollar la conciencia discursiva en

el entorno académico y más allá de él, en aras de

alcanzar la tolerancia, la integración social y el

enriquecimiento del debate público, y de no aceptar

acríticamente los modelos mentales que se pretenden

imponer sólo con el cambio de un puñado de voces.

La academia no es únicamente investigación, también

cubre las áreas de docencia y extensión. Estas últimas,

apoyadas en la primera, podrían facilitar la tarea de

llevar los estudios del discurso fuera de las aulas para

contribuir con la formación de una ciudadanía crítica,

imprescindible en estos tiempos. Y que sean las

palabras, esas que “describen, conjeturan, inventan,

ordenan, saludan, mienten, reniegan, rezan, preguntan…”

(Bueno, s.f.), la ruta a seguir para acometer, junto con

nuestros alumnos, pero extramuros, la tarea aquí

propuesta.

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