CURSO DE FILOSOFIA DEL DERECHO Capitulo 2 El Universo Normativo

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CURSO DE FILOSOFIA DEL DERECHO CAPITULO II EL UNIVERSO NORMATIVO 1- Introducción. Vimos en el capítulo anterior que uno de los aspectos de la racionalidad versa sobre el deber ser . En efecto, al considerar la conducta humana la actitud racional inquiere no sólo sobre sus causas o motivos determinantes o por lo menos condicionantes, lo que podría denominarse su facticidad o lo concerniente al orden del ser , sino también acerca de su ajuste a esquemas ideales que plantean, por una parte, la posibilidad de que se la lleve a efecto de diferente manera a como de hecho se ha realizado y, por otra, la comparación con lo que se considera la conducta debida . El primer punto de vista se enlaza con el tema de la libertad . Si dado el caso A la respuesta humana puede ser B,C,D, etc. ello significa que no está inexorablemente determinada por las circunstancias y, por consiguiente, es menester que se considere como dato básico bien sea la indeterminación , la aleatoriedad o, simple y llanamente, la libertad. 1

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CURSO DE FILOSOFIA DEL DERECHO

CAPITULO II

EL UNIVERSO NORMATIVO

1- Introducción.

Vimos en el capítulo anterior que uno de los aspectos de la

racionalidad versa sobre el deber ser. En efecto, al

considerar la conducta humana la actitud racional inquiere no

sólo sobre sus causas o motivos determinantes o por lo menos

condicionantes, lo que podría denominarse su facticidad o lo

concerniente al orden del ser, sino también acerca de su

ajuste a esquemas ideales que plantean, por una parte, la

posibilidad de que se la lleve a efecto de diferente manera a

como de hecho se ha realizado y, por otra, la comparación con

lo que se considera la conducta debida.

El primer punto de vista se enlaza con el tema de la

libertad. Si dado el caso A la respuesta humana puede ser

B,C,D, etc. ello significa que no está inexorablemente

determinada por las circunstancias y, por consiguiente, es

menester que se considere como dato básico bien sea la

indeterminación, la aleatoriedad o, simple y llanamente, la

libertad.

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La segunda perspectiva apunta hacia el deber. Frente a cada

circunstancia de su vida, el ser humano se interroga acerca

de los diferentes cursos de acción posibles y, en particular,

sobre la conducta debida, lo que abre un vastísimo espacio de

reflexión.

Esta pregunta no sólo ocupa al agente, sino también a los

destinatarios y espectadores de la acción. Cuando nos

benefician o afectan los resultados de un comportamiento

ajeno, o cuando meramente lo observamos, surge diríase que de

modo espontáneo la cuestión de si el mismo pudo darse de

otra manera y la de si se lo ejecutó correctamente.

El testimonio de dos grandes pensadores, muy ligados entre

sí, ilustra acerca de la grave importancia del tema del deber

y el consiguiente de las normatividades.

Es célebre el texto de Kant que dice que dos cosas lo

impresionaban intensamente: el orden de la naturaleza,

sometida a la ley de causalidad universal, y la presencia de

la ley moral en el interior del hombre. Cada uno de

nosotros, en efecto, es portador de una conciencia moral que

nos exhorta, nos acusa y hasta nos atormenta. Esa conciencia

es un hecho, un dato del ser, que apunta hacia un ideal, un

dato del deber ser. Esta dicotomía entre lo que es y lo que

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debe ser genera graves discusiones que examinaremos más

adelante.

Por su parte, Rousseau, se pregunta al comienzo de su “Ensayo

sobre el origen de las desigualdades humanas”, cómo el

hombre, habiendo nacido libre según la naturaleza, está

cargado de cadenas que le impone la sociedad. Esas cadenas

son, en efecto, las normatividades sociales que ya desde la

cuna lo constriñen y sólo lo abandonan con la muerte. El

asunto es de tal alcance que a menudo los filósofos sociales

y los sociólogos llegan a la conclusión de que lo que en

últimas revela la identidad de lo social es precisamente el

universo de las normatividades que fluyen de la vida de

relación y la encauzan.

El contraste entre Kant y Rousseau es muy significativo, por

cuanto el primero acentúa el aspecto íntimo de la

normatividad, mientras que el segundo destaca su carácter

colectivo, Para Kant, la conciencia es dato en que se pone de

manifiesto la interioridad del ser humano, poniéndolo en

contacto con un mundo espiritual que se vela frente a su

razón. En Rousseau, el dato relevante es lo que después los

sociólogos denominarán la presión social.

Sea pues que se lo mire desde la interioridad individual o la

exterioridad de lo comunitario, el deber es un hecho diríase

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que constitutivo de la vida humana y peculiar a ella. En

efecto, sólo en términos figurados cabría aludir al imperio

del deber en el orden natural.

2- Aproximaciones a la fenomenología de la normatividad.

Observamos atrás que los deberes son hechos internos o

externos que se ponen de manifiesto ante la conciencia como

exigencias normativas.

Gran parte de las esfuerzos de la llamada filosofía analítica

y de los lógicos influenciados por ella se concentran en el

examen del significado de los enunciados normativos, los que

se formulan mediante la cópula debe, en lugar de es, así como

en la lógica deóntica. Pero a menudo estas investigaciones

pierden de vista el hecho mismo que se trata de inteligir.

Aunque la expresión no deja de ser pretenciosa y algo

adocenada, cabe señalar que el punto de partida del análisis

conviene fijarlo en una fenomenología del deber, a la luz de

la cual el mismo aparece, según hemos dicho, como un dato de

la conciencia.

Es interesante observar que ésta se considera bien sea como

la sede del conocimiento (para lo cual suele designársela

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como consciencia), ya como el escenario del deber, caso en el

cual se habla de lo que ordena o reprocha la conciencia.

Desde esta perspectiva, se la puede examinar como un

fenómeno psicológico. Los investigadores de la psique humana

se aplican a esclarecer cuáles son las características de la

conciencia normativa, cómo surge en el interior de la mente,

cómo evoluciona, cómo se manifiesta, cuáles son sus

variedades y sus patologías etc. Destacan cómo el sentido del

deber es un elemento constitutivo de la personalidad

individual, a punto tal que cada uno de nosotros bien puede

identificarse a partir de sus principios o conceptos

normativos y la práctica de los mismos. Desde este punto de

vista, el sentido de deber se mira como lo que le confiere

significado a la vida misma.

Este análisis conduce a descubrir en la interioridad la

presencia de arquetipos míticos o paradigmas con los que

cada persona tiende a identificarse, consciente o

inconscientemente.

Freud destaca como instancia constitutiva del psiquismo

humano el súper yo, que con su normatividad condicionada por

la cultura y, por ende, por la sociedad, se instala como

juez tanto de nuestra vida íntima como de nuestras acciones

externas.

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Los biólogos evolucionistas sostienen que la conciencia moral

es un dispositivo necesario para la adaptación y la

preservación de la especie. Sin ella, la humanidad no habría

podido sobrevivir.

La teología cristiana, por su parte, proclama que la

conciencia del deber, que permite discernir lo bueno de lo

malo, ha sido inculcada en cada uno por Dios, pues es

requisito sine qua non de la moralidad y de la salvación o la

condenación eternas. No podría responsabilizarse ni por

consiguiente premiarse o castigarse a quien careciera de

conciencia moral.

Se ha debatido hasta el cansancio en el ámbito de la

filosofía acerca del papel de la razón, de los sentimientos y

el de los apetitos en la conciencia moral. Es asunto que

dejaremos para más adelante, pero cuya importancia es crucial

para nuestra materia.

Mirada desde la perspectiva de la sociedad, los sociólogos

destacan, como hemos señalado, el fenómeno de la presión

social, que por distintos medios se propone obtener que los

individuos ajusten sus conductas a modelos aceptados por las

comunidades. Dichos modelos son, desde luego, culturales,

pero hay qué examinar si están enraizados en la naturaleza y

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en qué medida puede considerárselos racionales. Para los

sociólogos, la efectividad de la presión social se hace

patente cuando esos modelos se interiorizan (o como se dice

en el lenguaje técnico, se internalizan) por los individuos,

obteniéndose así la conformidad espontánea de la conducta

real con la ideal o debida según los paradigmas vigentes en

cada comunidad.

El estudio de los instrumentos de control social conduce a

la discusión acerca de cómo distinguir los respectivos

ámbitos de la moralidad, la urbanidad y la juridicidad, así

como las relaciones entre ellas, que son temas de los que

suelen ocuparse en primer lugar los cursos de Introducción al

Derecho.

Acá tendremos que examinarlos desde la perspectiva

filosófica.

Como punto final de estas consideraciones que con petulancia

llamamos fenomenológicas, observamos que, consideradas como

hechos, las normatividades son susceptibles de investigación

racional a través de los métodos de las ciencias,

principalmente de la cultura, e incluso de ciencias naturales

como la neurología y la biología. Pero hay otro nivel de

análisis propiamente filosófico, a partir del cual se las

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mira desde la óptica del deber ser, esto es, desde la

justificación.

Dicho de otro modo, una cosa es explicar o comprender los

motivos o las razones que median para que las sociedades y

los individuos adopten de hecho ciertos modelos normativos, y

otra muy distinta es la racionalidad de fondo de los mismos.

El positivismo en boga se cierra ante este última cuestión.

Pero ahí está el gran tema de la filosofía moral y la

filosofía del Derecho, por no hablar de la filosofía

política.

Se trata, en últimas, de averiguar el sustento racional de

las normatividades. Decir, por ejemplo que la racionalidad

del Derecho se predica por cuanto el mismo impone cierto

orden en la sociedad que es preferible a que no haya orden

alguno, escamotea la cuestión de fondo acerca de si ese orden

en sí mismo es racional o sería susceptible de modificarse e

incluso sustituirse por otro que verdaderamente lo fuese.

3- Ser y deber ser.

El deber, cualquiera sea su índole, se expresa en enunciados

normativos que formulan la orden de hacer o no hacer algo.

Evidentemente, no se pronuncian sobre realidades actuales,

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sino virtuales, que pueden no ser pero se espera que sean.

Pero hay algo más: la orden misma es un hecho susceptible de

investigarse.

Con base en algún comentario tangencial que hizo Hume, del

que se valió Kant para hacer una elaboración más profunda del

tema, suele afirmarse con la solemnidad que acompaña a los

dogmas que entre el deber ser que postula la norma y el ser

de los hechos media un abismo lógico insuperable, en cuya

virtud las normatividades no se sustentan racionalmente en lo

fáctico, sino en presupuestos deónticos. Todo deber se

explicará racionalmente en función de otro deber más general

y así sucesivamente, hasta llegar a un mandato supremo, un

presupuesto que vale por sí mismo y no por algún dato de la

realidad que lo sustente.

Este modo de pensar, que aparentemente salvaguarda la pureza

y la inmutabilidad del principio, impidiendo que se contamine

de motivaciones y propósitos oportunistas, surge de la

dicotomía luterana entre la santidad del Reino de Dios y la

perversidad congénita de la naturaleza caída del ser humano,

cuyas obras llevan la impronta del pecado original. Lo bueno

y lo justo, en suma, lo correcto, no pueden fundarse en la

consideración de la índole depravada de la humanidad.

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Su obligatoriedad hay qué sustentarla por fuera de los

hechos, mas no en la esfera metafísica, a que la remitía el

pensamiento tradicional, sino en un principio lógico a priori

que permita explicar el juego de las acciones humanas como

inspiradas en el deber, del mismo modo que las fuerzas de la

naturaleza se encuadran dentro de la racionalidad causal.

En lo que concierne al deber moral, el planteamiento kantiano

remite a los famosos imperativos categóricos, así denominados

porque la lógica impone que para que sean mandatorios no

pueden sujetarse a necesidades, apetitos ni fines

específicos, sino que deben obedecerse incondicionalmente.

Esos imperativos (actúa de tal modo que tu comportamiento

sirva de ejemplo de un modelo universal de obrar; compórtate

en tus relaciones con los demás seres humanos considerándolos

con fines en sí mismos y no como medios para otros fines)

son, además, formales, dado que no prescriben contenidos

concretos ni modelos abstractos de la acción, sino criterios

a priori para enjuiciar la conducta en cada circunstancia que

se presente.

Este planteamiento conduce a distinguir dos clases de

racionalidad: la formal y la material.

Esta dicotomía se explica en función de lo que Kant postula

como forma del conocimiento y materia o contenido del mismo,

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que de algún modo recuerda la famosa distinción ontológica

que Aristóteles formula como principio explicativo de la

constitución de los entes. Cada uno, según el punto de vista,

aristotélico llamado por eso hilemorfismo, obedece a la

conjugación indisoluble de una forma sustancial, que es su

idea, y una materia prima, estructurada por aquélla. La

primera configura la esencia; la segunda, la existencia. Pero

como Kant considera que esta explicación es metafísica y

carece de soporte en los datos sensibles, que sólo nos

ofrecen hechos brutos, la racionalidad no se aprehende a

través de la experiencia, sino que se aporta por el yo

trascendental. Se sigue de ahí que en la operación

cognoscitiva confluyen la materia de las sensaciones y la

forma racional, esto es, la idea a priori que la ordena.

El mundo de los deberes se estructuraría racionalmente a

partir de formas a priori que ordenan la conducta humana, no

apreciándola en sí misma en sus elementos y procesos

constitutivos, sino interpretándola como moral, jurídica,

política, económica, religiosa, lúdica, estética, etc., según

las categorías a priori con que se pretenda abordarla.

Se argumenta para ello afirmando que sólo podemos conocer

algo, v.gr. como jurídico, si previamente tenemos una idea

del derecho presente en nuestra conciencia.

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Este giro, que desafía al sentido común, es bastante

alambicado y artificioso. Como la forma del conocimiento la

aporta el sujeto, en éste reside la racionalidad y no en el

objeto, que sólo suministra apariencias o, como dice Merleau-

Ponty, un ser salvaje, no dominado por el orden racional.

Pero, ¿es posible comprender el mundo del deber si se lo

separa tajantemente del mundo de lo real?

La visión aristotélica permite una lectura más convincente

del tema. A partir de la famosa distinción entre ser en acto

y ser en potencia, cabe considerar que el deber que promueve

la práctica y la consolidación de la virtud entraña, no la

negación de la naturaleza, sino su perfeccionamiento, su

plenitud.

Así las cosas, el deber ser apunta hacia el ser como la

potencia al acto. O. dicho de otro modo, está enraizado en el

ser mismo.

No es impertinente, pues, examinar la racionalidad del deber

en función de la realidad y no de principios formales que se

considera como autoevidentes. Pero el gran debate versa sobre

cuál es la realidad que hemos de considerar para predicar el

sustento racional de los deberes.

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En lo que a lo jurídico concierne, tal será el cometido de

sendos capítulos sobre el fundamento de validez del Derecho

y los fines del mismo.

Para tal efecto, será menester que señalemos que el hombre es

naturaleza inacabada, de suerte que, si bien el mundo natural

aparentemente ha culminado su evolución y es posible

conocerlo tal como es por medio del método científico, el ser

humano está abierto a múltiples posibilidades que surgen de

su imaginación, su sensibilidad, su inteligencia y su

voluntad libre, vale decir, de su dimensión espiritual. En

cierto sentido, se crea a sí mismo y crea su propio mundo.

Pero de ahí no se sigue que sea pura forma vacía susceptible

de llenarse de cualquier modo. No es la nada carente de

esencia, que primero existe y luego es a través de su acción,

como lo proclama Sartre, dado que el cuerpo lo ata a la

naturaleza y le fija límites, fuera de que su espíritu está

sometido a cierta legalidad.

Tampoco el hombre es dueño absoluto de sus fines, como lo

creen en ciertos seguidores de Kant. Es verdad que puede

elegirlos libremente, pero unos son susceptibles de

transformarlo en un San Francisco de Asís o la Beata Teresa

de Calcuta, mientras otros lo llevan a ser un Tirofijo o la

atroz Rosario Tijeras.

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En el reino de los fines obra, pues, como lo señaló Scheler,

una legalidad espiritual por la que dado A se llega a B.

Hay, por así decirlo, una ciencia de la trascendencia, que es

tema de brillantes consideraciones que nos ha legado Claude

Tresmontant.

Estos debates se vinculan con la cuestión que Verdross sitúa

en el origen de la filosofía del Derecho del mundo

occidental, en la antigua Grecia, relativa a las diferencias

entre el orden de la naturaleza (physis) y el orden humano

(nomos). La historia del pensamiento exhibe numerosas

variantes acerca del tema, que van desde la vinculación

íntima de dichos órdenes hasta la separación extrema, pasando

por la interacción de los mismos.

Hay una idea básica que es indispensable retener. A todas

luces, a partir de Hesíodo, hay que observar que el orden de

Physis, que es el de la fuerza, difiere del de Nomos, que es

el de la justicia. Pero no puede ignorarse que ésta, de

cierto modo, remite a la naturaleza, pues de distintas

maneras es hombre está inscrito en ella.

4- Imperativos categóricos e hipotéticos

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Volviendo a lo expuesto atrás, tanto Rousseau como Kant

destacan el hecho del deber. El primero lo hace en la vida de

relación, cuando se duele de las cadenas que la sociedad

carga sobre los individuos. El segundo piensa sobre todo en

el constreñimiento interior, el peso de la ley moral sobre la

conciencia individual.

Se debe a Kant la distinción entre los imperativos

categóricos y los hipotéticos.

Aquéllos corresponden a los que él considera mandatos éticos.

Son incondicionados e inexorables, porque si estuviesen

subordinados a consideraciones de oportunidad o necesidad

empírica, ya no serían verdaderos deberes. Para Kant, la

ética utilitaria de Hume e incluso la eudemonista de

Aristóteles, no reflejan la índole misma de la eticidad, que

consiste según él en cumplir el deber por el deber mismo, por

lo que de suyo significa, y no por los resultados que se

esperen de la acción, que ya estarían teñidos de interés

individual.

Kant piensa que ahí reside el origen del mal. Se ve a las

claras que de ese modo procura poner a salvo la santidad de

la moral, No en vano Nietszche lo consideraba un cristiano

alevoso, por cuanto, so capa de la racionalidad, introducía

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como válidas sus creencias religiosas, haciéndolas

equivalentes a aquélla.

Los imperativos hipóteticos son utilitarios. Obedecen a la

fórmula “si quieres obtener A debes hacer B”. Ahí ubican las

reglas del arte, las técnicas y, según Kelsen, las jurídicas.

Por extensión, la normatividad social, vale decir, las

cadenas rousseaunianas; caben dentro de esta categaría.

Los devotos del kantismo celebran esta distinción, porque

según ellos exalta a la más elevada jerarquía el deber moral.

No recaban en que lo hace sacrificando su contenido,

formalizándolo y privándolo no sólo de sustancia, sino de

contacto con la realidad humana. Es por ello que Maritain ha

hablado de la dictadura del deber moral en Kant, lo que

coincide con el aserto de Hegel acerca de que Robespierre era

Kant en acción.

Parece preferible reexaminar el asunto a la luz de otras

consideraciones más centradas en la realidad. No hay que

olvidar que la filosofía aspira a hacer inteligible lo real.

De ahí la consigna husserliana de volver a las cosas mismas,

procurando desentrañar su constitución íntima por medio de

las operaciones del entendimiento.

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5- Moralidad, urbanidad y juridicidad.

Thomasius planteó una distinción radical entre los aspectos

internos y externos del deber, a partir de la que se ha

desarrollado una tendencia hoy en boga que los considera como

compartimientos estancos, independientes cada uno del otro y

aislados entre sí.

Según este punto de vista, la moralidad toca con los deberes

de conciencia, que vinculan al sujeto en su esfera íntima. En

cambio, los deberes que imponen el decoro y el orden social,

vale decir, la urbanidad y la juridicidad, proceden de

instancias externas a él y afectan sólo el comportamiento

social.

De ahí viene el conocido criterio de distinción que destaca

la interioridad de la regla moral y la exterioridad de las

jurídicas y las de trato social, así como la autonomía de la

primera y la heteronomía de las segundas.

Hay qué preguntarse si los hechos avalan esta formulación o

si a la misma se ha llegado a partir de la creencia

religiosa.

Si se examinan los datos que ofrece la historia, fácilmente

se concluye que a lo largo de siglos en todas las latitudes

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se ha considerado que los deberes no sólo se sustentan en la

religión, sino que ellos mismos son de índole religiosa.

Aunque siempre será posible establecer distinciones

analíticas entre las diferentes clases de normatividades, las

empíricas son menos claras, por cuanto los ordenamientos

tradicionales suelen ofrecer una visión unitaria de ellas.

Sólo con la evolución de las ideas cristianas que distinguen

el Reino de Dios y el del César, la relación del alma

individual con el Creador, las esferas de la intimidad y la

exterioridad, lo que es del espíritu y lo del mundo, se va

discerniendo en la normatividad lo que toca con los deberes

de conciencia y lo que atañe a deberes para con los demás en

la conducta externa.

Si se examina, por ejemplo, la profusa normatividad que

contempla el Antiguo Testamento, en ella podrá verse cómo se

consideran deberes para con Dios y ordenados por él una

variada gama que comprende prescripciones rituales o

litúrgicas, reglas sobre las buenas costumbres, normas que

hoy consideraríamos de Derecho público o de Derecho social,

disposiciones higiénicas, etc. De ahí que Claude Tresmontant

enseñe que el concepto moral de pecado se origina en el de

crimen.

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Este ejercicio ofrecería resultados similares si se lo

realizara respecto de cualquier sociedad tradicional. Por

ejemplo, aún hoy, en el mundo islámico, la religión permea

todas las normatividades.

Ello no es de extrañar, si se considera que, salvo en las

sociedades altamente secularizadas de Occidente hoy en día,

la religión ha sido el factor cohesionante por excelencia en

las sociedades primitivas, en las tradicionales e incluso en

las civilizadas.

Significa lo que precede que, en principio, las distinciones

entre los órdenes de la moralidad, la urbanidad y la

juridicidad no son lo nítidas que suele creerse hogaño, y

obedecen en muy buena medida a factores culturales.

Ahora bien, si nos detenemos a considerar las realidades

culturales del mundo de hoy, a partir del individualismo

dominante y la preocupación por limitar el poder estatal, la

distinción propuesta por Thomasius entre los deberes

interiores y los exteriores parece encontrar buena

justificación.

No faltan los historiadores que señalan que en las sociedades

primitivas, las tradicionales y no pocas civilizadas,

prevalece el nosotros, vale decir, el espíritu comunitario,

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sobre el yo, o sea, la individualidad. Pero, según lo anotado

atrás, la Cristiandad occidental evolucionó hacia una

exaltación del individuo que se hace patente en el

protestantismo, el liberalismo y el libertarismo. Este último

constituye hoy la ideología dominante en los círculos

ilustrados de Occidente.

No cabe duda de que los deberes que imponen las normas de

trato social y las jurídicas se refieren sobre todo a los

aspectos externos del comportamiento humano. La buena

educación es de suyo formalista, ritual, lo que no excluye,

sin embargo, la buena disposición interior que la estimula y

dulcifica. Por su parte, a la juridicidad le interesa

principalmente el orden social, el ajuste externo de las

conductas a los modelos prescritos por ella,

independientemente de lo que suceda en la intimidad de sus

destinatarios. Pero esta última no deja de jugar un papel muy

significativo en pro de su eficacia, motivo por el cual todo

ordenamiento jurídico promueve, como dicen los sociólogos, la

internalización de sus reglas, a través de la educación, el

estímulo e incluso la amenaza. De otra parte, por distintas

consideraciones, los aspectos íntimos de la conducta suelen

contemplarse con miras a su regulación justa.

Como el liberalismo ha triunfado en muchos países en su

empeño, bien laudable por cierto, de poner coto al poder

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estatal y la normatividad que de él emana, suele considerarse

que el ámbito de lo obligatorio ante el poder coactivo del

Estado que deben garantizar los jueces, las autoridades

ejecutivas y la fuerza pública, debe constar con toda

claridad y ser conocido por todos, de suerte que cada uno

sepa a qué atenerse en cuanto a los límites de su obrar y

goce entonces de seguridad jurídica.

De ahí se sigue el énfasis que se pone en que el deber

jurídico se restrinja sólo al que puedan declarar los jueces

y llevarse a efecto mediante el poder coercitivo del Estado,

con la condición de que aquéllos tomen en cuenta únicamente

la normatividad positiva, es decir, la que emana formal y

válidamente de la autoridad legítima.

Así las cosas, el Derecho y la Urbanidad se diferenciarán

por el origen, la eficacia y la exigibilidad de sus reglas,

todas ellas en principio tocantes tan sólo con el orden

externo de la conducta.

Mientras los procesos de racionalización del poder público

que instaura la Modernidad conllevan la regulación de las

fuentes del Derecho y el control de su aplicación, las reglas

de trato social siguen teniendo origen casi siempre anónimo o

difuso, fuera de que su eficacia se respalda por reacciones

colectivas más o menos informales, inorgánicas e

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incontroladas. Si en algún momento un deber de protocolo o de

etiqueta da lugar a actuaciones de operadores jurídicos, por

cuanto se lo considera exigible y, por consiguiente,

constitutivo de un nexo bilateral, entonces habrá que

considerarlo dentro del orden de la juridicidad, como cuando

las faltas de respeto condicionan sanciones disciplinarias.

Según ello, lo que aparentemente hace que una normatividad

tenga carácter jurídico es la posibilidad de su aplicación

coactiva por el poder público, lo que en la Teoría del

Derecho se denomina su coercibilidad. Pero ésta es tan sólo

una nota superficial que sirve de punto de partida para

penetrar una realidad bastante más compleja que comprende

además no sólo normas heterónomas, exteriores y bilaterales,

sino también conceptos y principios que apuntan a valores.

Lo cuestionable en el planteamiento de Thomasius tiene que

ver con su tesis acerca de la naturaleza de la moral y la de

la separación radical entre las esferas interior y exterior

de la normatividad.

La idea de que el deber moral pesa exclusivamente sobre la

conciencia procede, por una parte, de dos nociones judeo-

cristianas, la de alma y la de pecado. Esta tradición

religiosa enseña que Dios ha insuflado en cada ser humano un

alma individual e inmortal dotada tanto de conciencia moral

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que intuye lo bueno y lo malo, como de libertad para elegir

entre ambos extremos. El que elige el bien alcanza la vida

eterna, que es la contemplación del Creador. El que opta por

el mal se encamina hacia la condenación, que en últimas es la

privación de la presencia de Dios. La trasgresión del deber

impuesto por Dios que obliga a hacer el bien y evitar el mal,

es el pecado, crimen que ocasiona la muerte del alma.

De ese modo, la conciencia individual se enfrenta

directamente a Dios. El deber de la ley divina, su

trasgresión y sus efectos son cosa que suceden entre Dios y

la conciencia de cada uno.

Por otra parte, según lo destaca Maritain, el tema de la

conciencia moral que se proyecta como instrumento, por así

decirlo, del orden racional en el interior del hombre, está

en el centro del pensamiento ético de Sócrates, Platón y

Aristóteles, así como, después, en los estoicos,. A la luz de

estas tendencias filosóficas, el hombre ha de consultar a la

razón antes de obrar. Esa razón, en los estoicos, se vincula

a la lex naturalis, concepto que influye notablemente en la

filosofía cristiana.

A partir de estas consideraciones, es comprensible que se

piense en deberes morales que afectan exclusivamente la

esfera íntima de las personas, sin consideración a los demás

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y, en especial, a la comunidad y al Estado, y dependen en

buena medida de su aceptación voluntaria.

Las ideas cristianas han sido, además, objeto de

racionalización, que pasa por la idea de respeto por la

conciencia individual que proclaman San Agustín y Santo Tomás

de Aquino, la del valor supremo de la individualidad como

creación amorosa de Dios que formularon los nominalistas

medievales, la del primado de la revelación individual que

está en el trasfondo del Protestantismo, y la del sujeto

moral autónomo que libremente acepta regirse con buena

voluntad por imperativos categóricos impuestos por la razón

y sólo en consideración al deber que los mismos ordenan, tal

como lo enseña Kant.

Independientemente de los aspectos religiosos de la cuestión,

es un hecho que muchos individuos experimentan en su interior

el llamado interno y apremiante del deber, y se someten al

mismo no necesariamente por consideraciones utilitarias u

oportunistas, sino por creerlo vinculante y aceptar su

imperatividad.

Se debate en la ciencia positiva acerca de la génesis y la

evolución de estas ideas morales. No faltan quienes, como

Hume, las explican en función de sentimientos morales de

benevolencia con que nos ha dotado la naturaleza. Pero otros,

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como Freud, ven ahí la obra de la cultura, que por ese medio

intenta refrenar nuestras inclinaciones egoístas y ciertos

instintos antisociales, como el de muerte.

Sea de ello lo que fuere, un gran tema de la filosofía moral

es, según lo propuso Kant, el de cómo debemos obrar, vale

decir, en qué condiciones nuestro comportamiento puede

considerarse racional. La preocupación es legítima, pero es

dudoso que Kant la haya resuelto satisfactoriamente.

La misma conlleva la pregunta que en cada circunstancia

debemos formularnos acerca de la corrección de nuestras

acciones, no en función de nuestros intereses o apetititos,

ni de modelos impuestos desde fuera por la sociedad, sino de

la racionalidad misma, que apunta hacia esferas más elevadas,

las del valor, que se ponen de manifiesto en la consideración

de la excelencia como destino humano.

En lo que atañe el ordenamiento que viene de fuera, esto es,

el que impone la vida de relación, no sólo hay que considerar

los deberes de urbanidad y los de juridicidad.

Los primeros afectan, por así decirlo, el aspecto más

superficial de la conducta, con miras, en últimas, a limar

asperezas en las relaciones de los individuos, así como a

trazar canales de aproximación y fronteras entre ellos.

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Los segundos van en cambio, más al fondo del orden social y

es por ello que las comunidades consagran como deber jurídico

aquello que consideran que es de vital importancia para la

garantía de la convivencia armónica de los seres humanos.

Pero hay una tercera normatividad social que está por fuera

tanto de la que aplican las autoridades estatales, aunque la

inspira y orienta, como de la que se considera de buen tono

o correcta educación, a la que en rigor cabe reconocerle

precisamente el calificativo de moral o ética.

Al contrario de lo que sostienen Thomasius, Kant y sus

múltiples seguidores, las palabras moral y ética tienen que

ver en su origen con fenómenos colectivos y no con la

intimidad de la conciencia individual. Tanto ethos como mores

aluden a las costumbres, de donde se sigue que la eticidad y

la moralidad, palabras sinónimas, se refieren a las normas

que regulan las costumbres. De ahí la idea positivista de que

la moral teórica es una ciencia de las costumbres, tal como

lo expone un texto ya bastante olvidado de Gurvitch.

En un valiosísimo ensayo sobre la historia de la moral

occidental, Crane Brinton enseña que el mundo moral se

configura por la articulación de reglas fundadas en creencias

sobre lo correcto y lo incorrecto, con comportamientos en que

26

las mismas se ponen de manifiesto aunque no sin distorsiones

y tergiversaciones.

La vivencia de esas reglas suscita el fenómeno de la

indignación moral, que corre parejas con el del aplauso

moral. Se trata de una normatividad cuya transgresión provoca

reacciones más fuertes que las que surgen de las faltas

contra la buena educación, pero carece del respaldo de la

autoridad estatal y no cuenta con un sistema organizado de

sanciones ni de premios. No por ello ha de menospreciársela,

pues las creencias morales en el seno de las sociedades

constituyen una de las fuerzas creadoras del Derecho. Ademas,

son más eficaces que el mismo. Las reacciones que suscita la

indignación moral obran con mayor rapidez que las respuestas

estatales a las trasgresiones jurídicas, y pueden llegar a

ser más violentas y temibles.

La genealogía de las creencias morales y el estudio de sus

transformaciones son asuntos complejos de que se ocupan

principalmente las ciencias históricas. Su racionalidad

práctica, es decir, las leyes fácticas que condicionan su

origen, su evolución y sus modos de inserción en la vida

comunitaria, se liga ante todo con las necesidades sociales y

las experiencias de cada colectividad. Aunque exhiben mucha

variedad, que lleva frecuentemente a pensar que su rasgo

distintivo es la relatividad, un examen más cuidadoso del

27

mundo social muestra que los temas morales suelen ser

básicamente los mismos en todas las agrupaciones humanas y

sus funciones son siempre de control social, a través de la

difusión de modelos de interacción que se consideran

deseables.

En el aplauso o la censura morales se proyectan los ideales y

los temores de las sociedades. El primero premia lo que se

considera que debe exaltarse o fomentarse. La segunda va en

contra de lo que se cree perjudicial para la vida

comunitaria. En un caso se dan procesos de sacralización,

como sucede con el culto a los héroes; en el otro, de

satanización.

Lo que se sacraliza o sataniza varía de sociedad en sociedad,

de lugar en lugar y de época en época, Las respuestas morales

son muy versátiles, pero no deja de haber ciertas constantes,

como las que Freud observa en las muy difundidas

prohibiciones de la antropofagia y el incesto en las

sociedades civilizadas.

No es exagerado afirmar que toda sociedad se integra en torno

de ciertas consideraciones morales que dan lugar a lo que los

antropólogos llaman grandes prohibiciones, cuya trasgresión

parece poner en grave peligro el tejido social.

28

Un asunto casi imposible de dilucidar por la vía empírica es

el del nivel moral que se precisa para que la sociedad no se

disuelva. Pero es lo cierto que, como lo señalaba Kant, hasta

en un pueblo de demonios se impone alguna normatividad, según

lo muestran las leyes no escritas, pero no por ello menos

eficaces, que rigen en las bandas criminales.

Tal como lo proclama un texto de Horacio en el que el excelso

poeta se pregunta de qué sirven las vanas leyes si las

costumbres fallan, la normatividad jurídica reposa sobre un

trasfondo moral. No es cierto entonces que lo jurídico y lo

moral configuren compartamientos estancos, como lo pretende

la corriente inspirada por Kant, muy fuerte en verdad en los

medios académicos contemporáneos.

Dejaremos para más adelante el examen de este importantísimo

asunto. Quede, por ahora, definido que entre Moral social y

Derecho median, a pesar de sus ostensibles diferencias,

nexos de varia índole y muy significativas influencias

recíprocas.

Conviene precisar, además, que la constatación del

relativismo moral toca sólo con la moral social, vale decir,

con lo que es exigible a ese título en las distintas

comunidades, pero no puede extenderse a la moral racional, la

que impera sobre la conciencia individual.

29

Acerca de ésta, la discusión es otra, a saber: en qué medida

puede fundarse racionalmente una moral universal. Ya sabemos

que la respuesta de Kant es equívoca y a todas luces

insuficiente, pues remite a imperativos formales que no

dilucidan asuntos de fondo y podrían dar lugar a aplicaciones

contradictorias. Así se ve, por ejemplo, en el caso del

aborto, que para muchos es censurable porque va contra la

dignidad de madre que reviste la mujer, mientras que para

otros su prohibición lesiona precisamente la dignidad de la

mujer como tal.

El problema de la racionalidad de la norma moral dirigida a

la conciencia tiene que abordarse entonces de otra manera que

permita superar las perplejidades que el asunto ofrece y,

sobre todo, el riesgo del escepticismo moral y su

consecuencia ineludible, el nihilismo.

Es importante señalar, por último, que la idea de una moral

racional, suministra criterios para la evaluación de las

normatividades sociales. De hecho, el progreso moral es

posible gracias a la crítica que con base en aquélla se

endereza en contra de las condenas con que las últimas a

menudo opinan a los seres humanos.

6- La índole de los deberes

30

Las normatividades internas y externas que hemos mencionado

se traducen en la imposición de deberes, es decir, en

mandatos. Pero hay qué preguntarse acerca de la consistencia

de los mismos, vale decir, los tipos de vinculación que

establecen sobre sus destinatarios.

En general, las creencias religiosas parten del carácter

sobrenatural de las normas inspiradas en ella y de los

efectos de las mismas. En cambio, la normatividad interna

parece tener un carácter psicológico: Los mandatos de la

moral social y la urbanidad se reflejan, según lo expuesto,

en la presión social, cuyo desafío genera reacciones

colectivas de tipo psicológico.

Respecto de los deberes jurídicos, la tesis dominante postula

que provienen de mandatos desicologizados, o sea, ideales o

formales. La vinculación que se desprende de ellos es

entonces hipotética.

7. Normas y libertad

La idea de deber conlleva, desde luego, la de libertad. Si el

hombre no fuese libre, carecerían de sentido las exigencias

normativas. La conducta tendría que explicarse entonces en

31

función de agentes causales y no de consideraciones

normativas que serían del todo irrelevantes.

La libertad es, por consiguiente, un presupuesto de la razón

práctica y así lo ha señalado la ortodoxia cristiana, al

señalar que ella condiciona la salvación o la condenación

ultraterrenas. Dios dejaría de ser infinitamente justo si

condenara a alguien que no pudiese conocer ni poner en

práctica el deber moral prescrito por la ley eterna.

Pero hay algo más. Bergson, con muy buen criterio, ha

observado que la libertad es un dato inmediato de la

conciencia. Por más que se hable acerca de los distintos

factores que condicionan nuestra acción y parecen

constreñirla, cada uno de nosotros sabe por intuición directa

que es él quien decide, salvo cuando experimenta la coacción

exterior o la compulsión interior, o se halla en estado de

enajenación mental.

Pero esta vivencia de la libertad no nos informa acerca de en

qué consiste propiamente hablando el fenómeno, ni cuáles son

las condiciones individuales y sociales que lo favorecen, ni

sobre su valor.

Estos tres temas suscitan discusiones de muchas clases.

32

Si la libertad consiste en indeterminación, autodeterminación

o libre albedrío, es asunto que todavía desafía a los

pensadores.

La indeterminación se predica desde el exterior de la

conducta, a partir de su aleatoriedad. Como los seres humanos

reaccionamos de distintas maneras frente a los mismos

estímulos, el comportamiento de cada uno es relativamente

impredecible, así suela obrar dentro de ciertas

regularidades. No sobra observar que esta indeterminación se

advierte también en el nivel subatómico y en las mutaciones

genéticas.

Bergson se inclina por la segunda alternativa, la de la

autodeterminación, en virtud de la cual el acto libre es

producto del yo profundo, en el que se involucran razones,

sentimientos, pulsiones y, en suma, la personalidad del

agente.

La tradición escolástica pone el acento en el libre albedrío,

es decir, la capacidad de decidir racionalmente entre varias

alternativas. Fuera de lo que toca con el sentido común y las

consideraciones de razón práctica, media el argumento según

el cual, aunque la voluntad se inclina por bienes, lo que en

el lenguaje actual llamamos valores, sólo la contemplación de

un bien absoluto, que se identifica con Dios, podría atraerla

33

absolutamente; pero como todos los bienes que se ofrecen a

sus inclinaciones son relativos, ella puede decidirse

indistintamente por unos u otros conforme lo delibere el

entendimiento. Acá el papel de la razón se torna decisivo.

Sea de ello lo que fuere, como el ser humano coexiste con sus

semejantes, su vida de relación conlleva lo que con cierta

prosopopeya se denomina la interferencia intersubjetiva.

El trato con el prójimo abre escenarios de libertad, pero

también los limita y hasta los cierra. De ahí la necesidad de

reglas de juego que señalen las respectivas esferas de acción

de cada uno. Tal es el propósito que Kant le asigna al

Derecho, a saber: logar la convivencia armónica de los

individuos dentro del marco de un principio general de

libertad.

Las discusiones ideológicas de los dos últimos siglos han

mostrado aquí también las insuficiencias de la fórmula

kantiana, pues más que la libertad formal que la misma

pretende asegurar, se requiere promover la libertad real.

Para ello se considera que es necesario establecer

condiciones sociales que propicien la emancipación humana,

vale decir, lo que Marx llamaba el tránsito del Reino de la

necesidad al Reino de la libertad.

34

La identificación de este último es tema de las utopías

políticas de nuestro tiempo. Los modos de este tránsito son

igualmente objeto de discusión en el escenario del

pensamiento político. Así, por ejemplo, una de las grandes

diferencias entre socialistas y comunistas reside en que

aquéllos son partidarios de la evolución social, en tanto

que los segundos lo son de la revolución.

Desde el punto de vista individual hay que afirmar que, en

todo caso, la libertad supone auto afirmación, pero también

disciplina y educación de la personalidad. El hombre libre es

el que aprende a dominarse a sí mismo. Fuera de ello, la

libertad se amplía con la información, que permite deliberar

con mejores bases sobre mayor número de alternativas. De ahí

el dictum evangélico según el cual “Sólo la verdad os hará

libres”. En fin, la libertad se torna eficaz en cuanto el

agente disponga de instrumentos adecuados para dirigir sus

acciones, uno de los cuáles es el Derecho. Otros se

encuentran en la esfera de la técnica.

Al contrario, pues, de lo que con no poca ingenuidad

difundieron Hobbes, Locke y Rousseau acerca de la libertad

natural del hombre y un estado de naturaleza en que la misma

campeaba, hay que afirmar, no que el hombre nace libre, sino

que se hace tal por obra de la civilización.

35

La libertad no es, pues, un punto de partida, sino de

llegada. Pero, ¿cuál es su valor?.

Al respecto caben tres alternativas, a saber: a) la libertad

entraña un valor absoluto, b) la libertad es un valor

relativo, c) la libertad no es valiosa, sino un disvalor.

Los seguidores de Kant lo exaltan diciendo que es por

antonomasia el gran filósofo de la libertad, el que le

confiere a ésta el máximo valor. Poco reparan en que no la

reconoce en el mundo real, regido según su opinión por el

determinismo causal, sino como presupuesto de la razón

práctica, ni en que acto seguido la somete a una dictadura

moral. Si bien reconoce que el hombre difiere de los entes

naturales en que éstos se hallan sometidos a fines que les

impone la naturaleza, mientras que aquél es libre de

elegirlos, proclama que esa libertad debe ejercerse conforme

a una normatividad moral universal emanada de los célebres

imperativos categóricos. Le concede, eso sí, la posibilidad

de hacer, suya esa normatividad a través de la autonomía

moral. Sólo dentro de ésta la libertad podrá entonces

considerarse valiosa.

De ahí la concepción, algo paradójica, según la cual la

libertad consiste en ajustarse voluntariamente al deber.

36

El pensamiento libertario de hoy invoca la idea de Kant

acerca de la libertad del hombre de elegir sus propios fines

sin sujeción a la naturaleza, los dictados de la sociedad o

la ley de Dios, pero prescindiendo de los imperativos lógico-

morales a que él la somete. El único límite que se reconoce a

la libre elección estriba en la libertad ajena. Desde que no

se la afecte, la libre elección (Free choice) es la regla. Y

para armonizar las distintas esferas de libertad, sólo se

admite el diálogo entre iguales de sujetos racionales

suficientemente informados, conforme a reglas que garanticen

precisamente la libertad y la igualdad de cada uno.

El existencialismo podría parangonarse con esta actitud

libertaria, dado que postula la autorrealización del hombre a

partir de su nada existencial, es decir, de la falta de

esencia propia, la cual va construyendo a medida que deviene,

según la fórmula sartreana que afirma que en el hombre la

existencia precede a la esencia. No obstante ello, Sartre

insiste en la responsabilidad del individuo humano, de

suerte que su proyecto existencial no es autista, como el de

los libertarios, sino solidario, cercano a la visión del

marxismo.

A partir de un fino análisis, Eugenio Trías vincula las ideas

de libertad y responsabilidad, diciendo que el hombre es

libre en la medida que puede responder de distintas maneras a

37

las circunstancias que se le presentan en la vida. Al tenor

del dicho orteguiano, según el cual vivir es decidir en torno

de diversos proyectos, queda claro que cada decisión que se

tome constituye una respuesta frente a sí mismo, frente a

alguien y frente a algo.

De ese modo, la ética se articula con la libertad, pues

siempre habrá mejores alternativas de acción que contemplen

las consecuencias posibles para el propio agente, para sus

relaciones con los demás y para el entorno en que se vive.

Una vieja noción de la ética la entiende precisamente en

clave de armonía interior, con el prójimo y con la

naturaleza, de dónde los místicos sugieren que todo ello

influye en la armonía suprema con la Divinidad

“Ame, ame profundamente, ame hasta lo infinito; no le quedará

entonces duda de la existencia de Dios”, es una tajante

afirmación que Dostoiewsky pone en boca del monje Zósima, la

cual reproduce el famoso dicho de San Agustín: “Ama y has lo

que quieras”

Así las cosas, la libertad se concibe como un medio,

ciertamente excelso, no sólo para el desarrollo de la

personalidad humana, sino para su plenitud, que es la

trascendencia hacia niveles superiores de espiritualidad.

38

Así la concebían Platón y Aristóteles. Este, sobre todo,

considera que la virtud, que es un perfeccionamiento de la

naturaleza, es hija de la libertad y conduce a la beatitud.

La eudemonia aristotélica no equivale al placer, así sea

sublimado, de los epicúreos, y muchísimo menos a la utilidad

de los empiristas modernos. Es un estado de elevación

espiritual que no niega la naturaleza, sino la lleva a la

plenitud de sus potencialidades.

El pensamiento cristiano acogió tanto la perspectiva

platónica como la aristotélica, por considerarlas acordes con

su concepción de la vida humana y su destino final. Pero no

hay que ignorar la influencia decisiva que recibió del

estoicismo, con su idea de la lex naturalis, que todo lo rige

y a la que, para no errar el camino ni perder la paz

interior, es menester que el hombre se acoja con serenidad.

Esta idea estoica se renueva, por lo demás, en el pensamiento

de Kant, con la diferencia de que en el estoicismo la

ataraxia sosiega el ánimo, mientras que Kant subestima la

consideración de las consecuencias de las acciones humanas

en el valor ético de las mismas. Ese valor sólo se destaca en

el acto de buena voluntad de someterse libremente al deber

por el deber mismo.

39

Una tercera alternativa acerca del valor de la libertad

consiste en negarlo, afirmando en consecuencia su carácter

negativo o perjudicial.

Por supuesto que, como no es posible desconocer del todo el

fenómeno de la libertad, por este camino se llega más bien a

negarla para las mayorías y afirmarla para unos pocos e

incluso para uno sólo.

Tal es en efecto el punto de vista de los totalitarismos, los

autoritarismos, los paternalismos, los elitismos y, en

general, las dictaduras.

Hay civilizaciones enteras refractarias a la libertad. Como

lo pone de manifiesto el profesor Patterson, el idioma chino

carece de una palabra específica para designarla y todas las

que hacen referencia a ella tienen un sentido peyorativo que

la asocia con el libertinaje o el desenfreno.

De hecho, el valor de la libertad es algo más bien propio de

la civilización occidental y la clásica greco-latina que la

precedió, lo que el autor citado explica en razón de la

amplia difusión que tuvo la esclavitud en el mundo antiguo.

Según su punto de vista, nuestra civilización es hechura de

40

libertos y nadie aprecia más la libertad que el esclavo que

lucha por la suya y la obtiene.

Aunque suele afirmarse que nuestras ideas modernas de

libertad son tributarias de la Reforma protestante, ello debe

recibirse con reservas, pues el énfasis luterano en la

perversidad congénita del ser humano por obra del pecado

original más bien conspira en contra de ella.

Erich Fromm, frente al auge de los totalitarismos en el siglo

XX, postuló una tesis digna de retenerse acerca de cómo las

sociedades, en ciertas circunstancias, prefieren sacrificar

la libertad en aras de la seguridad que ofrece la figura

paternal de un dictador.

Volviendo al tema de la valoración absoluta y la relativa de

la libertad, la misma da pie para distinguir, como lo hace

Isaiah Berlin, entre la libertad negativa o libertad de, y

la positiva o libertad para.

Berlin señala que la primera parte de la base del concepto de

libertad como ausencia de coacción e impedimentos externos. A

su juicio, tal es el concepto de libertad natural que ofrece

Hobbes y se ha proyectado en el liberalismo moderno hasta su

variante libertaria.

41

La libertad positiva o libertad para parte, en cambio, de la

relativización de su valor, o sea, su instrumentalización en

torno de fines superiores cuya consecución se le asigna. Es

la libertad de los moralistas clásicos, así como la del

pensamiento cristiano. Pero Berlin considera que en ella

anida un germen totalitario, pues implica que a los sujetos

libres se les impongan fines por parte de otros, lo que iría

en detrimento de su autonomía moral.

El argumento exhibe cierta debilidad, pues al tenor del mismo

toda limitación o carga, no consentida por el sujeto, que

grave su libertad, tendría carácter totalitario, lo cual es

apenas un extremo posible pero no inexorable.

Hay, pues, cierto tremendismo maximalista en esta posición.

Del mismo modo podría argumentarse que esta afirmación de

libertad que formula Berlin deriva necesariamente en el

libertinaje y la anarquía, que son extremos también del todo

indeseables.

Pero la cuestión de fondo es si la idea de autonomía moral,

del modo como la formulan Kant y sus seguidores, cuenta con

buenos argumentos en su favor.

Recordemos que el concepto involucra tres temas a saber: a)

la buena voluntad del sujeto; b) los imperativos categóricos

42

a priori; c) el valor que se reconoce al hecho de obrar

exclusivamente en función del deber y no de las motivaciones

o los propósitos empíricos que rodeen el agente.

Respecto de lo primero hay que anotar que la buena voluntad

es un hecho que desde luego se da efectivamente.

Aunque no es dable formular generalizaciones empíricas

absolutas sobre el comportamiento humano, sí lo es enunciar

ciertas tendencias que resultan de la observación del mismo.

A partir de ahí, puede afirmarse que los hombres suelen obrar

para dar respuesta a circunstancias concretas, que configuran

los motivos de sus actos, y con miras a obtener resultados

que satisfagan necesidades o deseos y se consideran por ello

valiosos.

En ciertas circunstancias es posible, pero no frecuente, que

los seres humanos se desentiendan de sus necesidades y sus

propósitos, para sacrificarse en aras de lo que consideran

simple y llanamente su deber. Pero es difícil separar esta

estimación de la idea de la satisfacción del deber cumplido,

la honra que se sigue del acto heroico y otras semejantes.

Este punto de partida de la autonomía moral es entonces

prácticamente irreal. Como es un presupuesto de la acción

moral- racional, ésta sería de hecho ilusoria. Casi nadie

43

podría invocar ese estado de buena voluntad, lo cual ha dado

pie para que los filósofos existencialistas denuncien como

falsa la buena conciencia que suele estar en la raíz de los

pronunciamientos morales.

Más irreal todavía es la fórmula de los imperativos

categóricos a priori, tan abstractos que resulta

prácticamente imposible fijar sus contenidos en los casos

concretos.

Por ejemplo, el que ordena, para que la acción sea ético-

racional, que se obre de tal modo que ello se erija en modelo

universal del obrar, conduce, ni más ni menos, a la parálisis

de aquélla, pues habría que hacer un escrutinio previo de

todas las posibilidades para verificar que el modo propuesto

fuera siempre el mejor.

Iguales consideraciones caben acerca del trajinado imperativo

que ordena comportarse con los demás considerándolos como

fines en sí mismos y no como medios para los fines propios o

que todas maneras las sean extraños.

Por supuesto que en la conducta cotidiana suelen mediar

consideraciones de respeto para con el otro, sin las cuáles

la vida de relación sería insoportable, pero, exceptuando los

casos de absoluto desprendimiento propios de la santidad, en

44

toda relación intersubjetiva median ingredientes más o menos

utilitarios, cuando no de poder o influencia de unos sobre

otros. El mundo de los intercambios en que se mueve la

economía y en general la cooperación social estaría entonces

condenado al reproche de inmoralidad y el consiguiente de

irracionalidad.

El error de fondo de esta concepción estriba en situar el

deber en una esfera lógico-trascendental que carece de

contacto con la realidad, aunque aspira a modelarla.

Frente a ello, hay que afirmar que los deberes surgen de la

experiencia humana. Tanto los individuos como las

colectividades elevan a la categoría de deberes, modelos de

comportamiento que consideran beneficiosos por distintas

razones, y tienden a prohibir los que los hechos indican que

es negativo o dañino.

Según lo expuesto atrás, lo benéfico tiende a sacralizarse,

mientras que lo maléfico se demoniza o sataniza.

La discusión moral versa entonces sobre las circunstancias

condicionantes del comportamiento, el contenido de éste, los

medios que se consideran adecuados los propósitos que se

busca obtener, y los que de hecho se producen. Estos

ingredientes empíricos están presentes en toda acción humana,

45

aún la más desinteresada, heroica y abnegada. Como lo

advertimos en el Capítulo I, su racionalidad se aprecia en

dos niveles, el empírico y el ideal, que versa sobre la

acción deseable y posible.

En el primer plano suelen entrar en juego reglas prácticas,

más o menos utilitarias, que permiten apreciar desde este

punto de vista la racionalidad de la acción. Por ejemplo, si

quiero eludir un enemigo, ganar una elección u obtener un

jugoso rendimiento, debo obrar de acuerdo con las reglas de

la guerra, la política, la economía, la administración, etc.

Ignorarlas puede acarrear el fracaso y condenar la acción a

la inutilidad, que es un modo de irracionalidad.

Pero del hecho de que la acción sea exitosa y, desde ese

punto de vista, racional, no se sigue que sea ética, decente

o jurídica, que son calificaciones que se formulan en planos

más elevados que trascienden el de la mera utilidad. Las dos

últimas dependen de normatividades más o menos identificables

en los medios sociales. La primera, en cambio, se presta a

discusión debido, por una parte, a la dicotomía entre

moralidad social y ética racional, y por la otra, a las

dificultades que ésta última padece para identificar

universalmente lo bueno y lo malo.

46

Esas dificultades, en términos generales, no son

insalvables, si bien hay numerosos casos difíciles que

suscitan perplejidades, en las que se apoya el relativismo

moral para sostener que es imposible formular criterios

racionales de definición del bien y el mal.

Podríamos citar muchos ejemplos de situaciones en que estas

categorías se ponen claramente de manifiesto: el buen padre

o la buena madre, el buen hijo, el buen estudiante, el buen

trabajador, el buen profesor, el buen ciudadano, etc., que

contrastan con quienes lo son de modo deficiente.

El pensamiento clásico destaca que el término de la acción se

proyecta como un bien para el agente, bien que desde luego

suele ser incompleto o sobre el que puede mediar una

percepción equivocada.

Puede darse de hecho, y es lo frecuente, que haya varios

bienes en juego o diversas constelaciones de bienes y de

males que obliguen a ponderar juiciosamente los resultados.

Estos son decisivos para el juicio sobre la acción. También

lo es la intención, no sólo por los efectos que la misma

genera sobre los demás, sino también por los que acarrea

sobre el propio agente. Las reglas lo que hacen es

generalizar criterios sobre acciones que normalmente son

47

benéficas o malignas, para recomendar las primeras o

prescribir las segundas.

Un aspecto discutible es la peligrosidad de ciertas acciones,

de las que directamente no se desprenden efectos negativos,

pero son susceptibles de producirlos de modo mediato o en

asocio de otras situaciones.

Así entra en juego el tema de la prudencia, que recomienda

que se preste atención a los efectos negativos para ver si

se los puede evitar o al menos paliar.

Aristóteles observa que los bienes que se persiguen con las

acciones humanas suelen ser a la vez medios para la búsqueda

de otros, lo que da lugar al tema de la jerarquización de los

mismos y, sobre todo, al del bien supremo, en cuya concepción

exhibe no pocas analogías con el pensamiento de Platón.

Pero en la vida cotidiana lo que se pone en juego

directamente no suele ser ese bien supremo, sino los

complejos de bienes y de males respecto de los cuales se hace

menester que se elija lo mejor dentro de las circunstancias,

en función de lo que Max Weber llama la ética de la

responsabilidad.

48

Volviendo a Kant, éste propone una ética deóntica, basada

exclusivamente en el deber abstracto, es decir, en supuestos

principios autoevidentes que no guardan correspondencia con

la realidad. Aplicando una reductio ad absurdum, esta ética

remata en la proclama que ordena que perezca el mundo a fin

de que se salve el principio.

El deber moral corresponde, pues, a realidades ciertamente

complejas con las que tiene que habérselas el ser humano en

el transcurso de su vida. Cumple distintas funciones

precisamente en beneficio de ésta. No es arbitrario ni

convencional o artificial, como lo pensaban los sofistas,

sino que se funda en lo que el hombre es y aspira a llegar a

ser, algo que es dado en las estructuras de lo real.

De lo dicho se desprende que, si bien hay ciertamente un

valor moral en la actitud de aceptación libre del deber por

parte del ser humano, la normatividad que lo ordena no surge

de su propia iniciativa, sino que se elabora sobre la base de

condicionamientos que impone la realidad misma.

Ahora bien, la moralidad más elevada, que desborda el nivel

biológico, se funda en otro plano de realidad, el espiritual,

que tiene sus propios condicionamientos, uno de los cuáles

consiste en que no se la puede forzar, pues a ese nivel de

trascendencia sólo se llega a través de la libertad.

49

Lo que precede indica que la distinción que plantea Berlín no

es lo tajante que él piensa. Desde luego que no se puede

ignorar la importancia de la libertad negativa para la vida

individual e, incluso, la libertad misma; pero tampoco se

puede perder de vista que la libertad no exhibe un valor

absoluto, pues para los individuos y las colectividades es

importante que se la ejerza con arreglo a criterios morales,

así como con miras al perfeccionamiento de la humanidad.

La tesis de Berlín conduce, de hecho a que la educación para

la libertad prescinda de todo contenido moral, salvo lo

concerniente al respeto por la libertad ajena.

8- Normatividad, libertad y valores.

Las normas de comportamiento presuponen, según lo expuesto,

la libertad. Se dirigen a ella, aspiran a que la conducta

humana se ajuste a sus modelos por cuanto se los considera

valiosos. El valor es, pues, ingrediente sine qua non de la

normatividad.

La libertad también está referida al valor. El acto libre, en

efecto, implica la preferencia por unos resultados que se

consideran más valiosos que otros.

50

El valor es un dato antropológico fundamental. La vida humana

se orienta por valores, que son los que le confieren sentido.

No ha faltado quien sostenga que la identidad de las personas

y las colectividades debe definirse precisamente a partir de

los valores que se profesan. Cada uno se estructura, en

últimas, en torno de aquello en que cree.

El valor es una cualidad que se reconoce en las personas, en

la acción humana, en sus creaciones y en las cosas del mundo.

Su contraparte es el disvalor, que es una cualidad negativa.

El mundo de los valores es específicamente humano. Ello

quiere decir, por una parte, que sólo para los hombre hay

valores; por otra, que toda consideración de valor se

relaciona con vivencias humanas, sea que recaiga sobre

objetos sensibles, suprasensibles o ideales. Dicho de otro

modo, la valoración pone en contacto al individuo humano con

objetos de diversa índole e incluso consigo mismo.

Todo aquello a lo que se reconocen cualidades positivas se

estima como un bien. De ahí la idea clásica según la cual la

voluntad se orienta por bienes. El término de la acción, su

propósito, su resultado, se mira entonces como un bien.

En la representación que el hombre se hace de sí mismo y de

su circunstancia, así como en su interacción con sus

51

semejantes y su acción sobre las cosas del mundo, se aprecian

valores como lo sagrado, lo noble, lo bello, lo puro, lo

digno, etc., así como sus correspondientes disvalores.

Se sigue de ahí que nuestra concepción del mundo adolece

inevitablemente de carga axiológica. El valor colorea

nuestras representaciones mentales.

9- La índole del valor.

Pero, ¿en qué consisten las cualidades valiosas?

No son, desde luego elementos constitutivos de los objetos.

No se las descubre por medio de la experimentación con los

mismos. No son, propiamente hablando, hechos ni ingredientes

de los mismos.

Lo que sí es un hecho es la valoración, el acto mental de

reconocer valores o disvalores en los objetos que aparecen

ante la conciencia. Y desde este punto de vista, el tema

puede ser abordado por la psicología e incluso por las

ciencias sociales.

La economía, por ejemplo, parte del hecho de que los seres

humanos les asignan valor a distintos objetos: Igualmente, la

comprensión, de la política exige que se consideren las

52

valoraciones que se dan el seno de las colectividades acerca

de lo que se considera que afecta el bien común. Y todo

ordenamiento jurídico se inspira en ciertas ideas de justicia

que suministran la clave para entender por qué se regulan

sus distintas materias de un modo y no de otro.

Las soluciones el problema de la índole del valor se mueven

en distintos planos que, en síntesis, son los de la

objetividad y la subjetividad, así como los de la

racionalidad y la irracionalidad.

Las cualidades, ¿son mentales o extramentales?

En el primer caso, serán creaciones de la mente humana, o

quizás elementos estructurales suyos. En el segundo, serían

objetos de cierta categoría ontológica.

A favor de la primera hipótesis militan algunas

consideraciones fundadas en nuestra experiencia íntima.

Nuestra psique parece valorar en función de pulsiones

subyacentes. Lo apetecible resultará entonces del deseo, que

posee su propia dinámica. Cabe que el objeto exterior lo

suscite, como también que la atracción que ejerce sobre

nosotros resulte de nuestras propias inclinaciones. En todo

caso, lo determinante sería el deseo, el apetito. Así las

53

cosas, parece que buscamos en el exterior lo que ya está

virtualmente en nosotros mismos.

No obstante ello, lo apetecible está por fuera de nosotros y

lo es porque sus cualidades nos atraen. Por lo tanto, no se

les puede negar a ellas cierta objetividad.

Ahora bien, se da por descontado que tal objetividad no es la

propia de los entes corpóreos. Entonces, cabe pensar que son

entes ideales o de otra índole peculiar.

El platonismo se inclina por la primera solución. Las

cualidades son ideas. Hay, entonces, una idea de lo puro, lo

noble, de lo bello, de lo justo, etc.

Pero, fuera de las dificultades inherentes a esta versión del

idealismo, se objeta la enorme dificultad que hay para

aprisionar en alguna fórmula lingüística la esencia de

cualquier cualidad.

De ahí surge la tesis de Lotze, según la cual los valores

configuran una categoría ontológica peculiar. “Las valores no

son, sino valen”, afirma. No pertenecen, entonces, al mundo

del ser, sino específicamente al del valor.

54

De este modo, la tesis se inscribe dentro de la dicotomía

kantiana que opone el reino del ser al del deber ser. El

valor hará parte de este último y los enunciados sobre el

mismo, por consiguiente, no podrán fundarse en la realidad.

El mundo de los valores es autosuficiente y se ordena según

su propia lógica.

Conviene observar que estas discusiones surgen en la medida

que se pierde de vista que el valor aparece en la relación

del hombre consigo mismo y con su entorno. No parece haber

valor en sí, sino para el ser humano. Sin éste, el mundo

simplemente existiría como es en sí, sujeto a sus

regularidades y sus aleatoriedades, la necesidad y el azar.

Hay, pues, algo en las cosas que las hace apreciables, y algo

en nosotros que nos las hace apreciables. Quizás sea

entonces el caso de afirmar que el valor es una categoría

existencial, algo que no sólo se da en la vida humana, sino

que es inherente a la misma. Dicho de otro modo, es un dato

antropológico fundamental y es a través de la respuesta a la

cuarta pregunta kantiana, ¿qué es el hombre?, como podemos

abordar su modo de ser. Es en el escenario orteguiano del yo

y su circunstancia dónde hay qué considerarlo.

El valor pertenece, entonces, al orden de la existencia

humana.

55

Conviene mencionar, a propósito de ello, que la noción de

existencia en la filosofía contemporánea no tiene que ver con

la realidad individual considerada en sí misma e

independientemente de lo demás, sino con una estructura, la

del Dasein, vale decir, el ser en el mundo, el yo en su

circunstancia, que son previos a toda construcción

conceptual.

El valor es, pues, subjetivo-objetivo. Pero queda por definir

el tema de su racionalidad, asunto que está en la raíz de

interminables controversias filosóficas.

Digamos que hay al respecto básicamente tres posiciones, a

saber: a) los valores son racionales y pueden ser entonces

objeto de conocimiento racional; b) los valores son

racionales sólo en su forma, pero irracionales en su

contenido; c) los valores son emocionales, no son

susceptibles de conocimiento racional, pero, según algunos,

sí lo son por medio de la intuición emocional.

Para la filosofía clásica y en especial para el platonismo,

el valor está inscrito en el orden del ser y no de cualquier

manera, sino en sus tres dimensiones básicas, las de lo

bueno, lo bello y lo verdadero. La perfección del ser se

manifiesta en el bien, la belleza y la verdad. En la medida

56

que nuestra alma racional pueda elevarse hasta los más altos

grados en la jerarquía del ser, contemplará entonces su

perfección. Pero ello supone no sólo un adiestramiento, sino

muchísimo más, la trascendencia.

La mentalidad decididamente antimetafísica que impera en los

tiempos que corren niega no sólo que podamos tener acceso

racional a esas altas regiones del espíritu, sino la realidad

misma de éste último. Nada hay entonces que sea bueno, bello

ni verdadero en sí.

El kantismo niega la realidad del valor, pero, ante el hecho

de la valoración, lo reconoce como una forma lógica. Los

juicios sobre los contenidos axiológicos versan sobre algo

que es del todo refractario a la razón, pero reflejan modos

de ordenar la realidad desde la perspectiva de aquélla. Esa

perspectiva es meramente formal. Abordamos los objetos desde

la perspectiva de lo bueno, lo bello y lo verdadero, pero

tomados como meras formas de la comprensión.

Este punto de vista ha ejercido gran influencia en la

filosofía tanto moral como jurídica, sobre todo la de fines

del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Pero adolece

de las dificultades propias de la teoría del conocimiento de

Kant y deja abierta la cuestión de los contenidos

axiológicos.

57

La Teoría Pura del Derecho de Kelsen es tributaria de esta

concepción. Lo justo se establece a partir de la forma de lo

jurídico, vale decir, de los enunciados cuya cópula se

formula como debe ser, se los prescribe según se deduce de

una norma fundamental hipotética y se los hace efectivos

mediante la coacción organizada, sin importar qué es lo que

se ordena, permite o prohíbe.

Pero resulta que lo interesante desde el punto de vista

axiológico es ese contenido mismo, no el modo como se lo

ordena, a menos que a la mera forma ya se le reconozca de

suyo un valor incontrastable.

Esta tesis equilibrista es insostenible. Inexorablemente

conduce a la tesis extrema que afirma la irracionalidad del

mundo del valor y, por consiguiente, la imposibilidad lógica

de pronunciarnos con sentido acerca del mismo.

De ahí se sigue la tesis según la cual el valor es asunto de

sentimiento, emoción y pasión, pero no de razón.

Se afirma que ésta solo puede aplicarse a la intelección de

los datos que ofrece la sensibilidad, vale decir, la

descripción de lo que se siente, pero sin pronunciarse acerca

de si el hecho mismo de sentir entraña alguna racionalidad.

58

El reino de la afectividad se considera subjetivo y

caprichoso. Cada uno lo vive a su manera y no hay mejores

razones para sentir las cosas de un modo o de otros. Bueno,

bello y verdadero es lo que a mí me parece porque sí. El

deseo es soberano: deslumbra a la razón y anima la voluntad.

Hay algunas posiciones más moderadas, como las de los

epicúreos y, siglos después, las de Hume y Schopenhauer, que

no obstante negar la idea de la objetividad del bien,

jerarquizan los bienes de acuerdo con las consecuencias que

se siguen de su búsqueda y su logro, y ponen énfasis en la

educación de los sentimientos morales, los que nos mueven a

la piedad y la simpatía respecto de nuestros semejantes.

Max Scheler, consciente de las dificultades que median para

admitir la racionalidad de los valores, pero también de las

consecuencias nihilistas y del todo indeseables, tanto para

la vida individual como para la comunitaria, que de ahí se

desprenden, propone una solución digna de considerarse, en

cuya virtud los valores son objetivos, pero no los captamos

por medio de la intuición racional, sino la emocional.

Es la misma tesis de Pascal acerca de las razones del corazón

que la razón no comprende. Según lo menciona John Tavener, es

un pensamiento que proviene de San Agustín, quien habla de lo

59

que se conoce a través del órgano intelectivo del corazón,

reservado sin embargo tan sólo a los que tienen fe.

Por este camino se vuelve entonces al platonismo. El valor se

manifiesta ante el alma purificada, la que ha trascendido y

habita en medio de las formas eternas, o por lo menos se

halla en el umbral desde dónde puede gozar así sea de una

pálida visión de ellas.

Según lo dicho atrás, Scheler observa que los valores

constituyen la legalidad específica del espíritu. Así como la

naturaleza está sometida a sus propias leyes causales,

también lo está el espíritu, pero la suya es una ley de valor

y de libertad. Aquél convoca a ésta y sólo se realiza a

través suyo.

10. Contexto antropológico de los valores.

Los valores son, pues, cualidades que los seres humanos

consideran estimables y suscitan en ellos acciones, sea para

incorporarlas en su personalidad, en su conducta o en sus

obras, ya para protegerlas. Esas cualidades tienden a verse

representadas en sustratos corporales o ideales, que por lo

mismo revisten desde el punto de vista ontológico la

categoría de entes culturales.

60

Todos los valores, cualquiera sea la representación mental en

que se concreten, atraen la voluntad. Son, según lo dicho

atrás, bienes hacia los cuales ella tiende por cuanto generan

satisfacciones para los individuos

Miradas las cosas desde otra perspectiva, la del apetito, se

ve claro que los valores están referidos a necesidades que

experimentamos los seres humanos. Ahí reside su entronque

antropológico, su dimensión existencial.

Por consiguiente, para entender el tema de los valores es

preciso partir de una antropología filosófica, que se ocupe,

como hemos dicho atrás, de la cuarta pregunta kantiana, la de

investigar qué es el hombre.

Las direcciones en que se mueve esta investigación son tan

variadas como antagónicas.

Una tendencia que hoy cuenta con no pocos seguidores, fundada

en la teoría darwinista de la evolución y los avances de la

neurociencia, postula que somos meras “bestias biológicas”

(Searle), surgidas de una evolución ciega que obedece a la

acción combinada del azar y la necesidad (Monod). Dentro de

este contexto, la cuestión de los valores se explica en

función de la biología. Las pulsiones naturales le hacen ver

al ser humano lo que debe buscar y lo que debe evitar. Todas

61

sus apetitos tendrán alguna base genética, lo mismo que sus

ideas, sus sentimientos, sus emociones, sus pasiones y, en

general los ingredientes de su psique.

Este naturalismo tropieza con la observación que hace

Nietszche acerca de que el hombre es un animal no fijado o

incompleto. Ese déficit lo llena la cultura. Por

consiguiente, en las valoraciones obra la naturaleza, pero

también la cultura.

Popper considera que ésta forma un mundo aparte, el Mundo

III, que retroactúa sobre la mente y viene a ser algo así

como un gran órgano biológico, similar al súper yo freudiano.

Esto plantea el problema de dilucidar qué es lo de la

naturaleza y qué lo de la cultura en el obrar humano, y a

qué debemos reconocerle supremacía.

Kant separa al hombre del mundo de la naturaleza, afirmando

que ésta les fija finalidades inexorables a los seres que lo

integran, mientras que aquél es libre para identificar y

promover sus propios fines. Esa libertad no significa

anarquía, pues está sometida a la ley de la razón que se pone

de manifiesto a través de la conciencia del deber. Éste se

traduce, según lo expuesto en otro lugar, en los famosos

imperativos categóricos.

62

Este planteamiento se ha prestado a múltiples

interpretaciones y es la base de algunas corrientes que gozan

de fuerte influencia en los tiempos actuales.

Algunos consideran que Kant ubica al hombre entre dos mundos,

el del fenómeno y el del noúmeno. El primero es accesible a

sus sentidos; el segundo, refractario a su razón teórica.

Pero por la vía de la razón práctica puede vislumbrarlo. La

forma de los imperativos categóricos apunta hacia un

contenido, la trascendencia que conduce al espíritu al mundo

del ser en sí. Ésta es, pues, una interpretación mística del

proyecto kantiano, a partir de la cual se proclama que la ley

del valor es de carácter espiritual. Según esto, Kant abrió

nuevas perspectivas metafísicas.

Pero la interpretación dominante del pensamiento kantiano

resalta su crítica radical a la metafísica y el formalismo de

su concepción de la racionalidad.

El yo trascendental, que es el último reducto del alma

platónica, es mera forma y la libertad de que el hombre

dispone constitutivamente da lugar a que dicha forma se

llene cómo él quiera. Él crea sus propios valores, dotándolos

a su arbitrio de contenido.

63

Estas ideas están en la raíz de los ya mencionados

planteamientos de Sartre, que postulan que el hombre es una

nada carente de esencia, por lo que ésta es posterior a su

existencia y él mismo la crea por medio de su libertad, a la

que ontológicamente está condenado. Así las cosas, no hay

valoraciones explicables en función de la naturaleza ni del

espíritu. El propio ser humano asume sus propios valores y

éstos condicionan la realización de su proyecto existencial.

A partir de ahí se entiende la tesis hoy muy frecuente acerca

de la autonomía de la cultura, que es el reino del valor,

frente a la naturaleza. La cultura es lo que el hombre crea y

no está determinada ni condicionada por aquélla. Como reza un

dogma de la filosofía alemana de la cultura, “El hombre no es

naturaleza, sino historia”.

Pero, ¿quién es el sujeto de ésta?.

Aquí aparece la controversia entre humanistas y

estructuralistas.

Para los primeros, el ser humano individual es el creador de

la cultura, cuyo mundo de valores se articula en función de

la libertad de aquél, Es la tesis que se expresa en “El

existencialismo es un humanismo”.

64

Los segundos consideran que el hombre está inevitablemente

inserto en ese mundo, que es creación suya, pero tiene su

propia consistencia y obedece a su propia dinámica.

Así las cosas, pensamos, sentimos, deseamos, valoramos,

actuamos y creamos dentro de los marcos inexorables de la

cultura a que pertenecemos. Ella establece los contenidos y

la jerarquía de nuestros valores. El modo de acceso a ese

mundo es el lenguaje, sobretodo el corriente, el que

configura los famosos círculos lingüísticos de Wittgenstein.

No sobra añadir que ese mundo de la cultura, fuera de ser

autónomo, es arbitrario. Surge, evoluciona, se transforma y

se extingue de modo aleatorio.

El culturalismo que está de moda es tributario de esta

concepción. En tal virtud, se considera, por ejemplo, que la

familia no obedece a modelo natural alguno ni está orientada

hacia fines prefijados de antemano, sino que es pura creación

cultural y se la puede modelar de cualquier manera. Se afirma

también que la sexualidad no es natural, sino cultural, por

lo que los roles sexuales no obedecen a asignaciones de la

naturaleza, sino a la imposición arbitraria de la cultura, la

cual puede modificarse e imponerse ad libitum.

65

La discusión acerca de si las valoraciones surgen en función

de necesidades individuales o resultan de la imposición de la

cultura, que destaca unas necesidades sobre otras e incluso

las crea, se proyecta con distintos matices en el pensamiento

contemporáneo.

Los libertarios, fieles a cierta visión del kantismo,

proclaman que cada individuo dotado de uso de razón elige

soberanamente sus propios valores, es dueño de su realización

y su felicidad. Nadie, ni siquiera la autoridad legítima, ni

muchísimo menos el entorno social, puede someterlo a la

realización de valores con los que voluntariamente no

comulgue. Por consiguiente, para la adopción de valores

sociales debe ser oído a través de procedimientos que

garanticen que lo será en igualdad de condiciones que los

demás y que lo que se decida no afectará el núcleo de sus

libertades e intereses fundamentales. El cometido del poder

público no es imponerles a los individuos unos valores

comunitarios, sino garantizar la coexistencia de las

libertades de todos, lo que incluye la de distintas

concepciones religiosas y morales.

Pero hay otra versión autoritaria, cuando no totalitaria, de

esta tendencia. Según ella, la diversidad de valoraciones

individuales sólo puede garantizarse si se erige como valor

supremo la tolerancia, y ésta excluye toda manifestación,

66

incluso a través de símbolos culturales, que pueda

considerarse ofensiva contra el derecho de otros a su

diferencia. Hay una nueva versión del jacobinismo que esta

vez no obliga a los hombres a ser virtuosos, sino tolerantes.

En síntesis, el pensamiento moderno no ofrece puntos de

vista nítidos acerca de qué es el hombre, ni cuáles son las

necesidades fundadas en su modo de ser, ni los valores que

las expresan.

10- Persona y valor.

Lo que precede indica que el tema de los valores y sus

conexiones con las necesidades humanas exhibe varias aristas,

la de lo natural y lo cultural, por una parte, y la de lo

individual y lo colectivo, por la otra, amén de la

trascendencia, el paso a un estado espiritual que supera

estas dicotomías.

Hemos dejado ex profeso para lo que sigue el examen de una

larga tradición que, sin ignorar los aspectos en mención,

pone énfasis en el valor como guía o medio para la

realización espiritual del hombre.

Recordemos que Aristóteles observa que los bienes que atraen

a la voluntad, lo que en el lenguaje actual denominamos

67

valores, se articulan de modo que unos se buscan en función

de otros y así sucesivamente hasta llegar al bien supremo,

que es apetecible de suyo y colma todos los anhelos humanos.

Para la filosofía cristiana, se trata de Dios, que en

palabras de San Agustín, brinda el goce supremo: “Esa es la

vida bienaventurada, una alegría ordenada a Vos, dimanada de

Vos, esa misma es y no hay otra verdadera” (Confesiones

Capítulo XXII).

Ya Anáxagoras había señalado que la ventaja de haber nacido

sobre el no llegar a la vida, estriba en que por ésta se

logra la contemplación de las cosas eternas, que ofrece, por

consiguiente, la suprema bienaventuranza.

Muchos y variados bienes se apetecen en aras de preservar la

vida, hacerla llevadera, rodearla de condiciones que le

otorguen calidad, asegurarle continuidad, gozar de ella.

Unos de esos bienes requieren soporte material. Otros son,

por así decirlo, anímicos y hasta ideales.

A menudo su disponibilidad es escasa, por lo que deben ser

objeto de distribución o adjudicación. Y muchas veces, sólo

es posible lograrlos por medio de la cooperación social.

68

Las ideologías en boga suelen fundar esos valores en un

concepto difuso y susceptible de las más variadas

concreciones, el de dignidad humana, que resume la máxima

consideración de valor hoy por hoy.

Uno de sus temas de discusión toca con los bienes básicos que

la comunidad organizada debe garantizarle a cada individuo.

Pero en vista de su distribución igualitaria y de la

cooperación social que se requiere para producirlos y

adjudicarlos, se piensa que los individuos deben soportar

limitaciones de vario orden en materia de restricción de

libertades y disfrute de beneficios. El modus operandi de

esta negociación es tema de diversas especulaciones.

Interesa observar que los comunes denominadores de estas

consideraciones axiológicas son, por una parte, el

individualismo, en la medida que se plantea que el último

referente de las valoraciones es el individuo humano, y el

utilitarismo, por cuanto la idea que se tiene sobre los

bienes que es necesario garantizar, incluso a través de la

autoridad, son los que revisten utilidad para la vida

corriente.

La mentalidad positivista parte de la base de que muchos de

los valores que se proclaman son etéreos y, en último

término, todos terminan identificándose con lo útil, esto es,

69

lo que hace que la vida se torne placentera. Acá se

encontraría un dato irreductible y fácilmente identificable,

acorde con el materialismo biologista que domina en los

círculos académicos.

Pero es también un hecho que amerita explicación, que en la

vida humana se vislumbran otras esferas de valor que se

consideran de mayor jerarquía que las atinentes a lo útil y

placentero.

Salvo en sociedades en extremo secularizadas, como la

europea de hogaño, y en individuos demasiado sumidos en el

hedonismo, tanto en la vida colectiva como en la personal de

cada uno se considera que hay valores no sólo difíciles de

definir sino de realizar, que, sin embargo, ameritan que se

los respete de tal modo que se llega incluso al extremo de la

veneración.

Es así cómo en la vida humana se dan conceptos y, sobre todo,

vivencias, acerca de lo sagrado, lo puro, lo sublime, lo

noble, lo excelente, lo admirable, etc., que por más que

tratemos son irreductibles a lo ya mencionado útil y

placentero,

Los antropólogos materialistas se ven en calzas prietas para

explicar a partir del concepto de funciones biológicas o del

70

más estrecho de programación genética, estas peculiaridades

del ser humano que evidencian en él un principio espiritual.

El idealismo, no como postura filosófica que ve en la idea

el núcleo de la realidad, sino como actitud ante la vida que

lleva a vivirla en niveles que trascienden los datos y los

afanes de la cotidianeidad, implica a no dudarlo una ruptura

radical con el ordenamiento biológico.

Alasdayr Mcyntire, en su Historia de la Ética, observa que

la reflexión sobre el bien y lo bueno en Grecia, se inició a

partir de la consideración de la excelencia como virtud de

las personas y sus acciones. El pensamiento griego se ocupa

de identificar lo que puede catalogarse como buen guerrero,

buen marino, buen estratega, buen padre, buen ciudadano,

etc., lo que implica definir un tipo ideal para cada caso que

sirva de modelo para quienes aspiran a la excelencia,

Pero este modo de ver las cosas no es exclusivo de la Grecia

clásica. Aún en las sociedades primitivas el sentido de

trascendencia sobre la vida corriente o vulgar obra

suscitando admiración hacia quienes siguen los modelos más

elevados.

Con su habitual agudeza, anota Borges que la primera forma

literaria en todos los pueblos es la épica, que loa las

71

hazañas heroicas. Y según juicio de André Malraux,

precisamente la función principal de la literatura es

despertar el sentido de la grandeza en el hombre.

Los antiguos griegos identificaban ese principio espiritual

con una “chispa divina” que anida en cada uno de nosotros

haciéndonos partícipes de una realidad allende los estrechos

límites de nuestra envoltura carnal.

Es interesante examinar cómo se fue formando la idea del alma

a partir de concepciones primitivas y, luego de la

exploración de la vida interior, de la que son modelo las

Confesiones de San Agustín, pero también los grandes textos

hindúes, egipcios, chinos y, sobre todo, los hebreos.

Para Sócrates, Platón y Aristóteles el alma es una realidad

indubitable, dado que tenemos experiencia directa de ella y

de sus diferencias con el cuerpo. Se discute acerca de la

concepción que se tenía de ese dualismo, que en el caso de

Platón era bastante radical y sirvió de punto de partida de

su filosofía, en tanto que Aristóteles adoptaba una postura

que algunos no han vacilado en considerar positivista, cuando

no materialista, al asignarle a aquélla la categoría de forma

del cuerpo.

72

No es el caso de entrar acá en ese debate, como tampoco el

que versa sobre la estrecha unidad de alma y cuerpo que

Tresmontant destaca en la metafísica bíblica, y Crossan

encuentra reflejada en los Evangelios.

Lo interesente es que a lo largo de siglos la filosofía

partió del supuesto, a veces discutido por escuelas

minoritarias, del alma espiritual e incluso inmortal,

ciertamente estratificada y hasta dividida, como lo sugiere

Platón, pero coronada por una facultad capaz de conocer y

valorar las cosas eternas de que hablaba Anaxágoras.

Esta idea del alma todavía está presente en la res cogitans

que plantea Descartes, pero centrada precisamente en su

aspecto racional, en el yo que conoce y razona.

Hume, heredero de una tradición diríase que clandestina o

subterránea e iniciador de otra que se proyecta vigorosamente

hacia los tiempos que corren, niega tajantemente la realidad

del yo y, por supuesto, la del alma.

Afirma que es resultado de una mera asociación de

sensaciones, algo así como un reflejo ilusorio. A esta idea

ha pretendido darle sustento científico Llinás en su libro

“El mito del yo”.

73

Pero estas tesis empiristas se hunden en el fangal del

psicologismo, que es incapaz de sustentar cualquier

edificación conceptual, aún la más ligera de todas.

Contra ello reacciona Kant, pero como éste considera que la

del alma es una idea metafísica no garantizada por la

experiencia sensible, se le ocurre dar cuenta del

psicologismo con la tesis de un yo trascendental previo al yo

empírico, en donde residen las altas facultades del alma que

contemplaba la filosofía tradicional. Ese yo trascendental,

irreal o, mejor, prerreal, es la sede de la consciencia

cognoscente y de la conciencia moral. No es el alma, a cuya

inmortalidad accede Kant por obra de la razón práctica, a fin

de que los malvados no queden impunes. Es una figura

meramente lógica que sirve de presupuesto para fundar la

racionalidad del conocimiento y de la conducta.

A este sujeto moral, carente de sustancia y, parafraseando a

Kelsen, supuesto mas no puesto, lo han convertido en objeto

de veneración los muchos fieles del kantismo que no se han

tomado el trabajo de escudriñar el verdadero pensamiento de

su maestro.

El sujeto moral o persona susceptible de captar valores no

llega al fondo de éstos, a su contenido o materia, sino tan

sólo a su forma lógica. Se lo considera superior al alma de

74

los clásicos porque no ordena el obrar con miras al logro de

fines que nunca dejan de ser egoístas, sino en función del

puro deber. Pero éste, como lo hemos señalado atrás, es

vacío. Se traduce apenas en una forma.

De ahí viene, como también lo hemos observado, el formalismo

ético de los neokantianos, para quienes el valor es apenas

una categoría lógica que permite encasillar ciertos

enunciados como propios de la moral.

Una derivación de este logicismo se proyecta en el idealismo

hegeliano. En efecto, para Hegel el espíritu, que se

desenvuelve en los tres célebres momentos de lo subjetivo, lo

objetivo y lo absoluto, también es una forma lógica, pura

idea insustancial.

Esa desustancialización del yo, su reducción a un puro

presupuesto lógico, abre el camino de la negación del alma,

que es un lugar común del cientificismo contemporáneo, y

hasta la del propio sujeto, sea el cognoscente o el moral, al

que el post-modernismo en boga pretende cercenar aplicándole

la famosa navaja de Ockham, por considerarlo una hipótesis

innecesaria para la gramática, la lógica y la ciencia misma.

Esta crisis de la noción de sujeto ha llevado a Eugenio Trías

a reclamar un retorno a la noción de persona, no al modo

75

kantiano, sino tal cual la acuñaron los estoicos, vale decir,

como una dimensión espiritual que se imposta, por así

decirlo, sobre el individuo natural, lo mejora y le abre

horizontes de trascendencia.

Ya Aristóteles había observado que la función de la virtud es

el perfeccionamiento de la naturaleza, haciendo posible la

plenitud de su potencia.

La persona o sujeto moral que se abre al mundo de los

valores y se aplica a realizarlos está más cerca entonces del

alma sustancial aristotélico- tomista, que del ilusorio y

artificioso yo trascendental kantiano.

Dentro de este contexto, cobra sentido la idea hoy tan

trajinada del libre desarrollo de la personalidad o la

autorrealización plena del ser humano. Los altos valores del

espíritu son guías que ofrecen modelos para ello. De ahí la

tesis de Max Scheler, citada en otro lugar, según lo cual los

valores constituyen la legalidad específica del espíritu.

Este se despliega a partir de ciertas reglas descubiertas por

quienes se han aplicado metódicamente a la investigación de

nuestro mundo interior, al que no llegamos por la disección

del cerebro, sino por la vía de la introspección, de la que

siguen siendo un egregio modelo las Confesiones de San

Agustín.

76

Ahora bien, la ideología dominante hoy sostiene que estos

valores de espiritualidad corresponden al fuero íntimo de los

individuos, son tema de disímiles concepciones religiosas

sin fundamento racional y, frente a ellos, tanto la ética

social como el Derecho deben mantenerse neutrales, en guarda

no sólo de los valores de tolerancia que postula el

pluralismo político- constitucional que inspira al Estado

contemporáneo, sino del laicismo que lo caracteriza.

Según este punto de vista, ni a la comunidad ni al Estado le

interesan las creencias religiosas y morales de sus

integrantes, o la falta de las mismas. Por el contrario,

poner énfasis en una formación moral que se proyecte más allá

de lo indispensable para la convivencia y la participación en

la cosa pública, es decir, que supere los linderos de una

educación cívica, estaría fuera de lugar.

Dejaremos para más adelante la discusión sobre este tópico,

no sin observar, por lo pronto, que llevada al extremo esta

argumentación, habría qué proscribir también las influencias

ideológicas, tan subjetivas, irracionales y disímiles como

las religiosas y morales, en la configuración de la moralidad

colectiva y la vida del Derecho,

11- Racionalidad y normas

77

Hemos partido de la base de que la filosofía es un ejercicio

racional que se practica sobre nuestras ideas y nuestras

acciones.

En la medida que las normas que ordenan deberes se fundan en

ideas, éstas pueden y deben ser tema de crítica racional con

miras a explorar su fundamento y sus consecuencias.

La tesis dominante en no pocos círculos académicos postula

que dicho fundamento sólo puede ser normativo, por cuanto

toda norma invoca su validez con base en otras que se

consideran superiores, hasta encontrar en la cúspide o el

principio alguna que, en lo moral, formule un imperativo

categórico (Kant) y, en lo jurídico, uno hipotético (Kelsen).

Pero, como hemos visto, la normatividad es un hecho, se apoya

en hechos y se proyecta en hechos. Su racionalidad no es

entonces puramente deóntica,

En rigor, la normatividad es un instrumento para la promoción

de fines valiosos. Por consiguiente, su examen racional

comporta un aspecto instrumental que inquiere por su eficacia

y su eficiencia en procura de lo que se persigue. Implica,

además, el escrutinio de la racionalidad axiológica, que es

78

bastante más complicada, por cuanto, como hemos visto, no es

tema pacífico.

Desde el punto de vista de la racionalidad de la acción, el

examen de la normatividad llamada a regirla ofrece aristas

similares a las que acabamos de considerar, con la diferencia

de que acá media una dificultad adicional, la de la previsión

del futuro.

Así, como lo examinaremos después, la adopción de cualquier

normatividad en el ámbito jurídico entraña en rigor una

apuesta sobre algo aleatorio. Por más que la norma se inspire

en presupuestos deónticos depurados por el análisis de la

racionalidad abstracta, ella tendrá que ponerse a prueba en

su contacto con la realidad social que aspira a regular.

Según lo expuesto en otro lugar, la comprensión se propone

inteligir los aspectos fácticos de los fenómenos normativos,

encuadrándolos dentro de marcos de racionalidad vinculados a

la noción de cultura. Dicho de otro modo, cada normatividad

podrá entenderse dentro del contexto de la cultura que la

origine y en cuyo medio se la pretende aplicar.

Pero el tema filosófico es la justificación, que inquiere por

la racionalidad intrínseca de las normas, trátese de las de

urbanidad, de juridicidad o de moralidad social.

79

Acá se pone de manifiesto el debate medieval entre

intelectualistas y voluntaristas, que influye notoriamente en

el ideario moderno.

Para el pensamiento medieval toda la normatividad se apoya en

último término en Dios. Pero se discute si procede del

intelecto divino o de su voluntad manifestada en la

Revelación. Este debate enfrenta a dominicos, cuyo exponente

máximo es Santo Tomás de Aquino, y franciscanos,

representados por Duns Scotto y Gullermo de Ockham.

El asunto tiene que ver con si la creación del mundo y por,

consiguiente, del hombre, es obra de la razón divina y se

sigue lógicamente de ella, o procede de su voluntad amorosa.

Pero se proyecta en otros planos. Por ejemplo, se pregunta

si las leyes de la razón constriñen al mismo Dios o si es él

quien las dicta según su talante. Y de ahí se pasa a examinar

si el orden creado por Él es bueno en sí, porque emana de su

racionalidad, o es bueno porque él lo ha determinado al tenor

de su supremo arbitrio.

Para los intelectualistas, el orden que se realiza a través

de las normatividades procede de mandatos racionales de Dios,

quien no habría podido disponer cosa distinta porque ello

equivaldría a entrar en contradicción consigo mismo. En

80

cambio, para los voluntaristas, lo bueno y lo malo, lo

debido y lo indebido, lo correcto y lo incorrecto, lo son

porque Dios así lo ha dispuesto. De ese modo, para los

primeros, el presupuesto de las normatividades es la razón;

para los segundos, la voluntad. El asunto se resume en el

famoso dicho según el cual no hay mala in se, sino mala

prohibita.

Este debate teológico ha repercutido profundamente en el

pensamiento moderno, tal como lo señala Villey.

La idea de que las normatividades tienen su base en la razón

y a ésta deben ajustarse, permanece aun cuando se les niegue

origen divino, tal como sucede con Grocio y luego con Kant.

Aquél afirma que, del mismo modo que la geometría puede

fundarse en axiomas racionales evidentes de suyo, que no

implican necesariamente una intervención divina, también la

juridicidad es susceptible de sustentarse en principio

irrecusables, como los que postulan que los pactos deben

cumplirse, que los derechos ajenos deben respetarse o que

quien haga daño a otro debe repararlo, A partir de ahí, el

racionalismo jurídico se ha esmerado en buscar enunciados

evidentes de los que pueda desprenderse por vía deductiva el

contenido de los derechos, tal como se aprecia en la

Declaración de Independencia norteamericana: “Tenemos como

evidentes estas verdades…”

81

De igual manera, el racionalismo moral ha aspirado a fundar

sistemas que identifican la práctica del bien con la acción

racional y censuran el mal por su irracionalidad. Un modelo

de esta tendencia se encuentra en “La ética demostrada según

el orden geométrico”, de Spinoza.

Para los voluntaristas, las normatividades proceden ante todo

de actos de voluntad. El imperativo es un mandato que no

supone exigibilidad implícita. Debe observarse porque así lo

establece quien tenga la autoridad y, en últimas, el poder,

para imponerlo. Su contenido es indiferente. Dios, como

soberano de la creación, es libre de disponer qué sea lo

debido y lo indebido, sin que interese su racionalidad

intrínseca.

Estas ideas han tenido amplio desarrollo en la teología

protestante, que pone énfasis en la intangibilidad de la

Palabra de Dios y, sobre todo, en su suprema libertad para

dispensar su Gracia. En la teología católica, en cambio ha

prevalecido la tesis de la racionalidad implícita del orden

de la creación y en especial la del ordenamiento moral,

según puede apreciarse en reiterados planteamientos de S.S.

Benedicto XVI.

82

Pero, una vez que se prescinde de Dios como supremo referente

de la realidad y se aborda ésta como si fuese subsistente por

sí misma, quedan dos opciones.

La primera, a la que hicimos referencia en el primer capítulo

de este curso, sustituye a Dios por la Razón, de modo que

esta hereda los atributos que antaño se adjudicaban a Aquél.

El culto a Dios se sustituye por el culto a la Razón. Y del

mismo modo que hay beatería religiosa, también se presenta la

beatería racionalista, de la que hay no pocas muestras en los

tiempos que corren.

La segunda alternativa consiste en centrar la mirada en la

Naturaleza, que es como es porque sí y obedece a legalidades

de las que es ocioso preguntarse si podrían darse de otras

maneras. Esas legalidades traducen relaciones de fuerza que

se manifiestan de distintos modos en el mundo físico, en el

biológico y en el específicamente humano.

Como llegarían a afirmarlo Schopenhauer y Nietszche en el

siglo XIX, en esas diferentes relaciones de fuerza obra una

voluntad ciega, carente de fines, que se afirma a si misma y

se despliega en creaciones que no obedecen a designio alguno.

En el mundo social, esa voluntad encarna en los detentadores

del poder, que es la fuerza que anima los movimientos y los

83

productos colectivos. Al poder no hay que pedirle otra

racionalidad que la inherente a su autoconstitución, su

autoafirmación, su supervivencia, su expansión y su

imposición sobre otros poderes.

La moralidad, la juridicidad e incluso la urbanidad serán

meros instrumentos de la dinámica del poder. Nietszche resume

todo esto en la Voluntad de Poder. Pero ya Maquiavelo y

Hobbes habían observado que la racionalidad de las normas

sociales sólo se entiende a partir del hecho del poder y las

necesidades de éste. Es una postura que presidió, por otra

parte, las reflexiones más extremas de la sofística griega.

Esta primacía de la voluntad está en la raíz de muchas ideas

contemporáneas, como las que afirman que los razonamientos se

apoyan en últimas no tanto en la voluntad de conocer, cuanto

en la de creer, o las de Foucault, quien afirma que toda

teoría es un acto de dominación.

El voluntarismo es la matriz del pensamiento de Rousseau,

para quien el individuo soberano es ante todo un actor que

pone en juego su voluntad, conjugándola con la de los demás

para constituir la Voluntad General que es la fuente de toda

normatividad.

84

Cierto es que tanto para Rosseau como para Kant , que se

inspiró en aquél, la voluntad ha de ser virtuosa, no en el

sentido aristotélico de un perfeccionamiento de la naturaleza

por la fuerza del hábito, sino por la negación del interés

propio en aras del comunitario. Pero el pensamiento

contemporáneo quiere prescindir de estas cortapisas,

erigiendo el deseo como árbitro supremo de la normatividad,

En otros términos, se pretende seguir a Rousseau y a Kant en

cuanto a sus afirmaciones acerca de la libertad, pero

prescindiendo de las que hicieron sobre la virtud.

Pero el deseo, como bien lo ha señalado el psicoanálisis, es

producto de la pulsión, no de la razón. Aquélla proviene de

corrientes ocultas del psiquismo, las partes bajas del alma

de que hablaba Platón.

Nuevamente se hace necesaria hoy la tarea que emprendieron

Sócrates, Platón y Aristóteles, de restaurar el imperio de la

razón, de modo que la fuerza, así sea la del instinto y el

inconsciente, se someta a sus dictados.

Ahora bien, volviendo a lo expuesto atrás, lo concerniente a

la racionalidad de las normatividades no puede quedarse en el

plano de la mera comprensión, sino que es necesario avanzar

hacia el de la justificación. Y ésta conlleva, como también

queda dicho, el examen de la racionalidad de los fines, que

85

no se satisface solamente con la constatación de que hay

propósitos que corrientemente atraen la voluntad , ni la de

los motivos que también corrientemente la impulsan, sino si

los apetitos que se sacian con la acción son ellos mismos

racionales.

12- La racionalidad axiológica

Es célebre el dicho de Protágoras que afirma que “El hombre

es la medida de todas las cosas”. Verdross señala que sería

preferible enunciarlo así: “El hombre es la medida de todo

valor”.

Esta proposición puede interpretarse de varias maneras. El

modo como suele entendérsela remite a la subjetividad extrema

y, por ende, la arbitrariedad, del valor. Se sigue de ahí que

cada ser humano identifica sus propios valores, les asigna

contenido, los jeraquiza a su manera y decide libremente

cuáles se aplica a realizar y cómo. Pero hay otra

interpretación que alude a algo más objetivo, que se concibe

como naturaleza, esencia o simplemente, condición humana.

Al tenor de esto último, la racionalidad del valor se

establece en función de algo que se considera que es común a

todos los seres humanos y constitutivo de los mismos. En

consecuencia, se piensa, por una parte, que todo valor cobra

86

sentido respecto de lo que es en definitiva el hombre y, por

otra, que en éste radica el valor supremo.

En efecto, si todos los bienes lo son para el ser humano, en

éste radica el bien máximo o, por lo menos, éste no puede

concebirse sin considerar el bien del hombre.

Un lugar común en la historia del pensamiento proclama que lo

distintivo del hombre es la racionalidad, y ésta es, por

ende, lo que le confiere valor. El hombre vale entonces

porque es racional y sobre esta nota reposa su dignidad.

Somos dignos porque somos racionales.

Observamos que el valor de la dignidad se afirma sobre la

base del hecho de la racionalidad. De ese modo se desconoce

el dogma según el cuál los hechos no permiten sustentar

valores.

Ahora bien, como la racionalidad se asocia a la libertad y

ésta, a su vez, a la facultad de elegir los propios fines, lo

que en últimas parece fundar la dignidad es el hecho de la

libertad. Pero ésta, según lo observado atrás, es susceptible

de valorarse de distintas maneras y, en el fondo, su valor

remite al que pueda reconocerse a la existencia humana y, más

específicamente, a la plenitud de su desarrollo o

realización.

87

Dicho de otro modo, el valor de dignidad sólo puede

predicarse respecto del hombre acabado. El que esté en agraz

o en proceso de desarrollo vale por las expectativas de

realización que ofrece, pero éstas más bien podrían ser

deplorables.

Lo anterior pone de manifiesto que la idea corriente de

dignidad de la persona humana carece de consistencia. Es una

mera convención, un dogma compartido que dispensa de entrar

en terrenos bastante movedizos. Pero si se quiere pisar suelo

firme, no hay otro remedio que trasegar por esos andurriales.

Como sucede con otros temas de su pensamiento moral, Kant se

aplica en el que aquí examinamos a racionalizar el dogma

cristiano que afirma con base en el libro del Génesis y la

idea de la Redención, que el valor supremo del hombre en el

conjunto de lo creado proviene del designio providencial del

Dios, que lo hizo a su imagen y semejanza para destinarlo a

la beatitud eterna.

Pero si removemos este dato de la fe judeo-cristiana y su

consiguiente racionalización, ¿qué vale el hombre?. En otros

términos, ¿cómo podemos fundar racionalmente su dignidad? ¿en

qué consiste, en definitiva, esta última? ¿cómo se la hace

efectiva?

88

La opinión corriente considera que el valor que por su

dignidad de ser racional y libre exhibe el hombre es

evidente y no requiere otro escrutinio. Recordemos el ya

citado texto de la Declaración de Independencia de los

Estados Unidos. Dentro de esta tónica, Kant señala que

mientras las cosas tienen precio, el hombre es una dignidad.

Pero la evidencia histórica enseña otra cosa. La célebre

frase de Lucrecio que sirvió de leitmotiv para el Leviatán

de Hobbes, “El hombre es un lobo para el hombre”, muestra que

en buena medida nuestra especie no actúa con base en dicha

evidencia. Y si bien se observa que, al lado del aspecto

dominante, explotador y conflictivo de nuestras actitudes,

hay qué considerar también los sentimientos de simpatía y

benevolencia, no podemos ignorar que éstas se ponen de

manifiesto ante todo respecto de quienes pertenecen a

nuestras propias familias, comunidades cercanas, naciones,

culturas o clases sociales. El prójimo suele ser el próximo,

no el extraño ni el lejano.

La historia de las sociedades y, por ende, la del

pensamiento, está signada por la dialéctica de los propios y

los extraños, los iguales y los desiguales, los superiores y

los inferiores.

89

Tales son los hechos que, desde el punto de vista de la

comprensión, se ve claro que pueden considerarse como

fenómenos biológicos, en virtud de los cuáles nuestras

actitudes y comportamientos para con nuestra especie no

difieren mucho del modo como actúan las demás especies

animales.

En la práctica, lo que apreciamos como valioso muy a menudo

satisface nuestros apetitos biológicos. Es por ello que el

utilitarismo considera que sólo sus puntos de vista consultan

la realidad humana, que no es otra, como ya mencionamos que

dice Searle, que la de unas bestias biológicas dotadas de un

aparato neurológico más evolucionado que el del resto de los

animales.

Si el asunto se considerase exclusivamente a partir de sus

aspectos prácticos, quizás sería más adecuado partir del

dictum hobbesiano que de la máxima kantiana, tratando

entonces a los demás hombres como lobos en potencia, más bien

que como fines en sí mismos dotados de dignidad suma.

Los seguidores de Kant se fincan en que lo suyo no tiene que

ver con lo empírico, sino con un principio de ordenamiento

racional de las interacciones humanas. Pero acá volvemos al

mismo escenario que hemos señalado en otras ocasiones, a

saber: ¿qué sentido tiene adoptar como principio práctico un

90

enunciado que carece de respaldo en la realidad? ¿no debe la

racionalidad acompasarse con aquélla?

Se ve a las claras que el dictamen kantiano sólo cobra

sentido frente al hobbesiano si se parte de otra realidad, la

del espíritu, considerado no como mera forma lógica, sino

como una instancia dinámica del ser.

Dicho de otro modo, el valor de dignidad del ser humano sólo

es inteligible a partir de su realidad espiritual, que

trasciende lo fáctico, no desde el punto de vista lógico,

sino el ontológico.

Según lo expuesto en otro lugar, porque en el hombre actúa un

principio espiritual logra superar el estado de naturaleza y

ascender a otro plano en el que cobran sentido los valores

más elevados, que serían inexplicables y hasta absurdos desde

la perspectiva de la biología.

La dignidad del hombre es, pues, una noción que presupone su

espiritualidad. Pero la gran paradoja de la civilización

occidental contemporánea consiste en que, a partir de dicho

principio, pretende destruir la espiritualidad, no sólo

relegándola al ámbito privado, sino contrarrestándola con el

estímulo de su animalidad. De ese modo, las formas más

groseras de ejercicio de la sexualidad se exaltan como

91

manifestaciones de dignidad. Y la dignidad de madre que

asegura la continuidad y la expansión de la vida, cede ante

la supuesta y atroz dignidad de mujer, que se arroga a título

de derecho fundamental el poder de destruir el fruto de sus

entrañas.

Al tenor de lo que precede, la racionalidad axiológica sólo

puede establecerse en función de la espiritualidad del

hombre, concebida no como un mero presupuesto lógico, sino

como un dato ontológico. Pero, ¿en que consiste dicho dato?

13- Naturaleza y espíritu

Suele afirmarse que el hombre vive en medio de dos mundos, el

de la naturaleza y el del espíritu. Así, Aristóteles señalaba

su distinción tanto respecto del orden divino como del de las

bestias. Y Pascal sentenciaba. “El hombre no es ángel ni

bestia”. Quería decir con ello que se mueve en una dimensión

no sólo intermedia, sino inestable, desde la que puede

elevarse hacia al nivel del primero, pero también descender

al de la segunda.

La opinión corriente identifica lo natural con lo material, y

lo espiritual con lo inmaterial.

92

Dicho de otro modo, se contrapone lo sensible a lo

suprasensible. De lo primero tenemos, como suele decirse en

los medios ilustrados, evidencia empírica. A lo segundo se

cree que llegamos tan sólo por vía indiciaria, olvidando que

la experiencia íntima ya nos hace indubitable esa realidad.

Expresado el asunto en términos cartesianos, la res cogitans

nos ofrece una evidencia más rotunda que la res extensa.

Sabemos de nuestra realidad anímica por un sentido interior.

La res extensa llega, en cambio, a nuestra conciencia por

obra de sentidos que captan señales del exterior. Nuestro

propio cuerpo, que recibe y procesa esas señales, se pone de

presente ante nuestra conciencia como una realidad

indubitable. Así, del mismo modo que el hecho del pensamiento

es evidente, también lo es el de nuestra corporeidad.

Estas observaciones invitan a examinar la res cogitans y la

res extensa como dos términos de una misma realidad. Pero sus

diferencias son tan ostensibles que, para afirmar su

identidad, se cree necesario darle primacía bien a lo

espiritual, ya a lo natural, asimilando lo uno a lo otro y

negando entonces sus especificidades. De ese modo, se llega a

pensar que lo material es aparente, apenas un reflejo de lo

espiritual, como lo sostienen antiguas concepciones hindúes.

Pero también puede darse la tesis contraria, según la cual

93

lo espiritual es ilusorio, un epifenómeno de la naturaleza

material, que es la opinión dominante hoy en día es los

círculos académicos del mundo occidental.

Por su parte, el dualismo, que cuenta con una fuerte

tradición favorable, afirma la separación entre esos dos

ámbitos e incluso su incomunicabilidad. A lo más, según creía

Descartes, habrá entre ellos un paralelismo psicofísico, una

armonía preestablecida o al menos espontánea, en cuya virtud

los procesos anímicos son correlativos a los procesos

naturales.

La integración de estos dos mundos es tema central de la

metafísica de Aristóteles, para quien los entes obedecen a la

coadyuvancia de un principio formal, la idea, y un principio

material, la materia prima, pero dentro de un orden

jerárquico que va desde los entes con menos información y

más materia hasta los que se configuran con mayor información

y menos materia, llegando al Ser Supremo que es pura forma.

Con distintas modalidades, el aristotelismo ha llegado hasta

nosotros manteniendo su pervivencia bien en la fenomenología

husserliana, que oscila entre el idealismo y el realismo, ya

en la concepción zubiriana de la inteligencia sentiente, ora

en las corrientes que ven el mundo como una serie de sistemas

que autoordenan en su interior elementos heterogéneos.

94

El hegelianismo, por su parte, ha dado lugar a una escuela de

pensamiento en virtud de la cual se considera que de lo

simple va surgiendo lo complejo. Por consiguiente, lo

espiritual se halla como germen en lo material y se va

desarrollando dialécticamente hasta alcanzar el estado del

espíritu absoluto.

Estas ideas han ejercido notable influjo en pensamientos como

el de Nietszche, para quien el espíritu surge de la

naturaleza y se eleva soberanamente por encima de ella con la

figura del súper hombre, o el de Bergson, para quien la

evolución creadora suscita una realidad espiritual y en

último término divina. La frase con que cierra “Las Dos

Fuentes de la Moral y la Religión” es bien significativa. “El

universo es una máquina de hacer dioses”.

Así las cosas, el principio espiritual, o sea Dios, no

estaría en el origen de la realidad, sino al término de su

evolución, lo que contradice la idea judeo-cristiana de la

creación.

Esta se ve favorecida por la distinción ineludible que hay

que hacer entre el ser necesario y el contingente.

95

Si la materia tuvo principio en el big bang y tendrá fin en

el estado de contracción última o el de máxima difusión de la

energía, ella no es el ser necesario, el que no puede no ser,

el que carece de principio y de fin, el radicalmente otro de

la metafísica bíblica, tal como lo ha señalado Claude

Tresmontant.

La racionalidad axiológica tiene entonces qué ver con la

trascendencia del psiquismo humano hacia esferas espirituales

que lo ponen en contacto con las realidades eternas.

Expresado con otros términos y haciendo uso de los de

Scheler, ahí se da la presencia de lo eterno en el hombre.

Observemos, en fin, que la grosera rudimentariedad del

utilitarismo sólo puede superarse mediante una ética que dé

cuenta cabal de la espiritualidad humana y no a través de

procedimientos formalistas y artificiosos al estilo de lo que

proponen pensadores como Rawls.

Si la normatividad no apunta hacia la consolidación y la

plenitud de la dimensión espiritual del hombre, su sentido

será el de una mera técnica de control social, con miras a la

coordinación de las actividades humanas y la solución de los

conflictos dimanados de la interferencia intersubjetiva,

mediante el ejercicio del poder y con base en la facticidad

96

del mismo. Su racionalidad será la de la fuerza que la

sustente.

14- Escalas de valores

Recordemos el planteamiento aristotélico según el cual hay un

ordenamiento de los bienes apetecibles, de modo que unos se

buscan en función de otros y así sucesivamente hasta llegar

al bien supremo.

La filosofía alemana de los valores en las primeras décadas

del siglo pasado hizo suya esta idea, afirmando que la

jerarquía es una característica propia del mundo del valor, y

que es posible identificar grados objetivos en la misma, que

van desde los que se vinculan a la noción de utilidad hasta

los que atañen a la santidad.

Max Weber considera que este punto de vista refleja un

monoteísmo del valor, al que opone un politeísmo axiológico.

Según esto, los valores no están ordenados jerárquicamente,

sino en constelaciones cambiantes al tenor de las

preferencias colectivas y las individuales.

Se afirma, entonces, que cada colectividad se integra en

torno de valores que se van decantando históricamente y están

sometidos a la ley universal del cambio.

97

Esos valores no guardan necesariamente coherencia entre sí,

por lo que puede dar lugar a estructuras muy variadas. Lo que

se dice de las sociedades se extiende a los individuos para

sostener que cada cual adopta sus propias escalas de valor y

las articula como a bien tenga.

Sobra estas bases, se considera que la idea de jerarquía

objetiva de valor, es no sólo autoritaria y conservadora,

sino totalitaria, en tanto que el politeísmo axiológico se

ajusta más a la concepción liberal.

Pero este relativismo se autodestruye conceptualmente, pues

si todo vale igual, a la postre nada vale.

O, vistas las cosas desde otra perspectiva, el peso de cada

valor dependerá de la fuerza con que se lo respalde. De ese

modo, la jerarquía axiológica en la sociedad no reflejará una

concepción racional del hombre que ponga sus apetitos en el

debido lugar, sino las fuerzas con que obran sus pulsiones.

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