CONED OCTAVO AÑO ANTOLOGÍA DE LECTURAS DTO. DE ...

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1 COLEGIO NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA COORDINACIÓN ACADÉMICA CONED OCTAVO AÑO ANTOLOGÍA DE LECTURAS DTO. DE ESPAÑOL

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COLEGIO NACIONAL DE EDUCACIÓN A

DISTANCIA

COORDINACIÓN ACADÉMICA

CONED

OCTAVO AÑO

ANTOLOGÍA DE LECTURAS

DTO. DE ESPAÑOL

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Antología de lecturas

Octavo año

página

Cuento:

1. Es que somos muy pobres (Juan Rulfo) 3

2. De barro estamos hechos (Isabel Allende) 7

3. La aventura de los jugadores de cera (Sir Arthur Conan Doyle) 18

4. La llave de plata (H.P Lovecraft) 46

Ensayo:

¿Qué hora es? (Yolanda Oreamuno) 60

Novela:

En una silla de ruedas (María Isabel Carbajal) 66

Teatro:

Pedido de mano (Anton Chejov) 202

Ni mi casa es ya mi casa 215

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ES QUE SOMOS MUY POBRES

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el

sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza,

comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la

cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de

repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder

aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue

estarnos arrimados debajo del tejaban, viendo cómo el agua fría que caía del cielo

quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años,

supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había

llevado el río.

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy

dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo

despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como

si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después

me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue

haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había

seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se

oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua

revuelta.

A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo

poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa

mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y

al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo

que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a

esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.

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Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado,

quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta,

porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y

por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la

más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.

Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de

agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima

de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos

viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos

oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo

se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir

algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también

hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde

supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi

hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que

tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.

No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este,

cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina

nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para

dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla

cuando le abría la puerta del corral, porque si no, de su cuenta, allí se hubiera es-

tado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye

suspirar a las vacas cuando duermen.

Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió

despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces

se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y aca-

lambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó

pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.

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Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había

visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si

lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de

donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni

las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles

con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía

fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.

Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su

madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.

La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de

mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con

muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla,

para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera

a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes.

Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres

en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y

tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les

enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los

chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de

día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba,

allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una

con un hombre trepado encima.

Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo;

pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se

fueron para Ayutla o no sé para donde; pero andan de pirujas.

Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere

vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre

viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse

mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda

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querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues

no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse

también aquella vaca tan bonita.

La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá

no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi

hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.

Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de

ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido

gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no

le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde

les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da

vuelta a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de

nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada

vez que piensa en ellas, llora y dice: «Que Dios las ampare a las dos.»

Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que

queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene

unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: pun-

tiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.

—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera donde quiera que la vean. Y

acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.

Ésa era la mortificación de mi papá.

Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río.

Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca

y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se

hubiera metido dentro de ella.

Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más

ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río,

que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El

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sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos

pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente

comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

DE BARRO ESTAMOS HECHOS

Descubrieron la cabeza de la niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos,

llamando sin voz. Tenía un nombre de Primera Comunión, Azucena. En aquel

interminable cementerio, donde el olor de los muertos atraía a los buitres más

remotos y donde los llantos de los huérfanos y los lamentos de los heridos

llenaban el aire, esa muchacha obstinada en vivir se convirtió en el símbolo de la

tragedia. Tanto transmitieron las cámaras la visión insoportable de su cabeza

brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie se quedó sin conocerla ni

nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla, atrás estaba Rolf

Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar que allí encontraría

un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.

Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón,

encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus

máquinas de medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña

había despertado otra vez. Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la

erupción podía desprender los hielos eternos de las laderas del volcán, pero nadie

hizo caso de esas advertencias, porque sonaban a cuento de viejas. Los pueblos

del valle continuaron su existencia sordos a los quejidos de la tierra, hasta la

noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando un largo rugido anunció el

fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron, rodando en un alud de

barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas bajo metros

insondables del vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis del primer

espanto, los sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las iglesias,

las blancas plantaciones de algodón, los sombríos bosques del café y los potreros

de los toros sementales habían desaparecido. Mucho después, cuando llegaron

los voluntarios y los soldados a rescatar a los vivos y sacar la cuenta de la

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magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había más de veinte mil seres

humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un caldo viscoso.

También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la vista

sino un inmenso desierto de barro.

Cuando llamaron del Canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos.

Salí de la cama aturdida de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía

deprisa. Colocó sus elementos de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre

llevaba, y nos despedimos como tantas otras veces. No tuve ningún

presentimiento. Me quedé en la cocina sorbiendo mi café y planeando las horas

sin él, segura de que al día siguiente estaría de regreso.

Fue de los primeros en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a

los bordes del pantano en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada uno

como mejor pudo, él contaba con el helicóptero de la televisión y pudo volar por

encima del alud. En las pantallas aparecieron las escenas captadas por la cámara

de su asistente, donde él se veía sumergido hasta las rodillas, con un micrófono

en la mano, en medio de un alboroto de niños perdidos, de mutilados, de

cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con su voz tranquila. Durante años lo

había visto en los noticiarios, escarbando en batallas y catástrofes, sin que nada le

detuviera, con una perseverancia temeraria, y siempre me asombró su actitud de

calma ante el peligro y el sufrimiento, como si nada lograra sacudir su fortaleza ni

desviar su curiosidad. El miedo parecía no rozarlo, pero él me había confesado

que no era hombre valiente, ni mucho menos. Creo que el lente de la máquina

tenía un efecto extraño en él, como si lo transportara a otro tiempo, desde el cual

podía ver los acontecimientos sin participar realmente en ellos. Al conocerlo más

comprendí que esa distancia ficticia lo mantenía a salvo de sus propias

emociones.

Rolf Carlé estuvo desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios que la

descubrieron y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su cámara

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enfocaba con insistencia a la niña, su cara morena, sus grandes ojos desolados, la

maraña compacta de su pelo. En ese lugar el fango era denso y había peligro de

hundirse al pisar. Le lanzaron una cuerda, que ella no hizo empeño en agarrar,

hasta que le gritaron que la cogiera, entonces sacó una mano y trató de moverse,

pero en seguida se sumergió más. Rolf soltó su bolsa y el resto de su equipo y

avanzó en el pantano, comentando para el micrófono de su ayudante que hacía

frío y que ya comenzaba la pestilencia de los cadáveres.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre

de flor- No te muevas, Azucena -le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin

pensar qué decía, sólo para distraerla, mientras se arrastraba lentamente con el

barro hasta la cintura. El aire a su alrededor parecía tan turbio como el lodo.

Por ese lado no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un rodeo

por donde el terreno parecía más firme. Cuando al fin estuvo cerca tomó la cuerda

y se la amarró bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con esa sonrisa

suya que le achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo que todo iba bien, ya

estaba con ella, en seguida la sacarían. Les hizo señas a los otros para que

halaran, pero apenas se tensó la cuerda la muchacha gritó. Lo intentaron de

nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos, pero no pudieron moverla más,

estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las piernas comprimidas entre

las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo escombros, también la sujetaban

los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.

-No te preocupes, vamos a sacarte de aquí -le prometió Rolf. A pesar de las fallas

de transmisión, noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más cerca de él

por eso. Ella lo miró sin responder.

En las primeras horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para

rescatarla. Luchó con palos y cuerdas, pero cada tirón era un suplicio intolerable

para la prisionera. Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos, pero eso no

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dio resultado y tuvo que abandonar también esa idea. Consiguió un par de

soldados que trabajaron con él durante un rato, pero después lo dejaron solo,

porque muchas otras víctimas reclamaban ayuda. La muchacha no podía moverse

y apenas lograba respirar, pero no parecía desesperada, como si una resignación

ancestral le permitiera leer su destino. El periodista, en cambio, estaba decidido a

arrebatársela a la muerte. Le llevaron un neumático, que colocó bajo los brazos de

ella como un salvavidas, y luego atravesó una tabla cerca del hoyo para apoyarse

y así alcanzarla mejor. Como era imposible remover los escombros a ciegas, se

sumergió un par de vece para explorar ese infierno, pero salió exasperado,

cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se necesitaba una bomba para

extraer el agua y envió a solicitarla por radio, pero volvieron con el mensaje de que

no había transporte y no podían enviarla hasta la mañana siguiente.

-¡No podemos esperar tanto! -reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho nadie

se detuvo a compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes de

que él aceptara que el tiempo se había estancado y que la realidad había sufrido

una distorsión irremediable.

Un médico militar se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón

funcionaba bien y que si no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.

-Ten paciencia, Azucena, mañana traerán la bomba -trató de consolarla Rolf

Carlé.

-No me dejes sola -le pidió ella.

-No, claro que no.

Les llevaron café y él se lo dio a la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la

animó y empezó a hablar de su pequeña vida, de su familia y de la escuela, de

cómo era ese pedazo de mundo antes de que reventara el volcán. Tenía trece

años y nunca había salido de los límites de su aldea. El periodista, sostenido por

un optimismo prematuro, se convenció de que todo terminaría bien, llegaría la

bomba, extraerían el agua, quitarían los escombros y Azucena sería trasladada en

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helicóptero a un hospital, donde se repondría con rapidez y donde él podría

visitarla llevándole regalos. Pensó que ya no tenía edad para muñecas y no supo

qué le gustaría, tal vez un vestido. No entiendo mucho de mujeres, concluyó

divertido, calculando que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le había

enseñado esos detalles. Para engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y

sus aventuras de cazador de noticias, y cuando se le agotaron los recuerdos echó

mano de la imaginación para inventar cualquier cosa que pudiera distraerla. En

algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole en la oscuridad, para

demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de la incertidumbre.

Ésa fue una larga noche.

A muchas millas de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la

muchacha. No resistí la espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional, donde

muchas veces pasé noches enteras con él editando programas. Así estuve cerca

suyo y pude asomarme a lo que vivió en esos tres días definitivos. Acudí a cuanta

gente importante existe en la ciudad, a los senadores de la República, a los

generales de las Fuerzas Armadas, al embajador norteamericano y al presidente

de la Compañía de Petróleos, rogándoles por una bomba para extraer el barro,

pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla con urgencia por radio y

televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas corría al centro de

recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban a cada rato con

nuevos detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas seleccionaban las

escenas de más impacto para el noticiario, yo buscaba aquellas donde aparecía el

pozo de Azucena. La pantalla reducía el desastre a un solo plano y acentuaba la

tremenda distancia que me separaba de Rolf Carlé, sin embargo yo estaba con él,

cada padecimiento de la niña me dolía como a él, sentía su misma frustración, su

misma impotencia. Ante la imposibilidad de comunicarme con él, se me ocurrió el

recurso fantástico de concentrarme para alcanzarlo con la fuerza del pensamiento

y así darle ánimo. Por momentos me aturdía en una frenética e inútil actividad, a

ratos me agobiaba la lástima y me echaba a llorar, y otras veces me vencía el

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cansancio y creía estar mirando por un telescopio la luz de una estrella muerta

hace un millón de años.

En el primer noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban cadáveres de

hombres y animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos, formados en una

sola noche por la nieve derretida. Del lodo sobresalían las copas de algunos

árboles y el campanario de una iglesia, donde varias personas habían encontrado

refugio y esperaban con paciencia a los equipos de rescate. Centenares de

soldados y de voluntarios de la Defensa Civil intentaban remover escombros en

busca de los sobrevivientes, mientras largas filas de espectros en harapos

esperaban su turno para un tazón de caldo. Las cadenas de radio informaron que

sus teléfonos estaban congestionados por las llamadas de familias que ofrecían

albergue a los niños huérfanos. Escaseaban el agua para beber, la gasolina y los

alimentos. Los médicos, resignados a amputar miembros sin anestesia,

reclamaban al menos sueros, analgésicos y antibióticos, pero la mayor parte de

los caminos estaban interrumpidos y además la burocracia retardaba todo.

Entretanto, el barro contaminado por los cadáveres en descomposición

amenazaba de peste a los vivos.

Azucena temblaba apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie.

La inmovilidad y la tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía

consciente y todavía hablaba con voz perceptible cuando le acercaban un

micrófono. Su tono era humilde, como si estuviera pidiendo perdón por causar

tantas molestias. Rolf Carlé tenía la barba crecida y sombras oscuras bajo los

ojos, se veía agotado. Aun a esa enorme distancia pude percibir la calidad de ese

cansancio, diferente a todas las fatigas anteriores de su vida. Había olvidado por

completo la cámara, ya no podía mirar a la niña a través de un lente. Las

imágenes que nos llegaban no eran de su asistente, sino de otros periodistas que

se habían adueñado de Azucena, atribuyéndole la patética responsabilidad de

encarnar el horror de lo ocurrido en ese lugar. Desde el amanecer Rolf se esforzó

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de nuevo por mover los obstáculos que retenían a la muchacha en esa tumba,

pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a utilizar una herramienta, porque

podía herirla. Le dio a Azucena la taza de papilla de maíz y plátano que distribuía

el Ejército, pero ella la vomitó de inmediato. Acudió un médico y comprobó que

estaba afiebrada, pero dijo que no se podía hacer mucho, los antibióticos estaban

reservados para los casos de gangrena. También se acercó un sacerdote a

bendecirla y colgarle al cuello una medalla de la Virgen. En la tarde empezó a caer

una llovizna suave, persistente.

-El cielo está llorando -murmuró Azucena y se puso a llorar también.

-No te asustes -le suplicó Rolf-. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte

tranquila, todo saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de alguna

manera.

Volvieron los periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que ella

ya no intentaba responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y cine,

rollos de cables, cintas, películas, vídeos, lentes de precisión, grabadoras,

consolas de sonido, luces, pantallas de reflejo, baterías y motores, cajas con

repuestos, electricistas, técnicos de sonido y camarógrafos, que enviaron el rostro

de Azucena a millones de pantallas de todo el mundo. Y Rolf Carlé continuaba

clamando por una bomba. El despliegue de recursos dio resultados y en la

Televisión Nacional empezamos a recibir imágenes más claras y sonidos más

nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito y tuve la sensación atroz de que

Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados de mí por un vidrio

irreductible. Pude seguir los acontecimientos hora a hora, supe cuánto hizo mi

amigo por arrancar a la niña de su prisión y para ayudarla a soportar su calvario,

escuché fragmentos de lo que hablaron y el resto pude adivinarlo, estuve presente

cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la distrajo con los cuentos que yo

le he contado en mil y una noches bajo el mosquitero blanco de nuestra cama.

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Al caer la oscuridad del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas

canciones de Austria aprendidas de su madre, pero ella estaba más allá del

sueño. Pasaron gran parte de la noche hablando, los dos extenuados,

hambrientos, sacudidos por el frío. Y entonces, poco a poco, se derribaron las

firmes compuertas que retuvieron el pasado de Rolf Carlé durante muchos años, y

el torrente de cuanto había ocultado en las capas más profundas y secretas de la

memoria salió por fin, arrastrando a su paso los obstáculos que por tanto tiempo

habían bloqueado su conciencia. No todo pudo decírselo a Azucena, ella tal vez

no sabía que había mundo más allá del mar ni tiempo anterior al suyo, era incapaz

de imaginar Europa en la época de la guerra, así es que no le contó de la derrota,

ni de la tarde en que los rusos lo llevaron al campo de concentración para enterrar

a los prisioneros muertos de hambre. ¿Para qué explicarle que los cuerpos

desnudos, apilados como una montaña de leños, parecían de loza quebradiza?

¿Cómo hablarle de los hornos y las horcas a esa niña moribunda? Tampoco

mencionó la noche en que vio a su madre desnuda, calzada con zapatos rojos de

tacones de estilete, llorando de humillación. Muchas cosas se calló, pero en esas

horas revivió por primera vez todo aquello que su mente había intentado borrar.

Azucena le hizo entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a

encontrarse con el suyo. Allí, junto a ese pozo maldito, a Rolf le fue imposible

seguir huyendo de sí mismo y el terror visceral que marcó su infancia lo asaltó por

sorpresa. Retrocedió a la edad de Azucena y más atrás, y se encontró como ella

atrapado en un pozo sin salida, enterrado en vida, la cabeza a ras de suelo, vio

juntos a su cara las botas y las piernas de su padre, quien se había quitado la

correa de la cintura y la agitaba en el aire con un silbido inolvidable de víbora

furiosa. El dolor lo invadió, intacto y preciso, como siempre estuvo agazapado en

su mente. Volvió al armario donde su padre lo ponía bajo llave para castigarlo por

faltas imaginarias y allí estuvo horas eternas con los ojos cerrados para no ver la

oscuridad, los oídos tapados con las manos para no oír los latidos de su propio

corazón, temblando, encogido como un animal. En la neblina de los recuerdos

encontró a su hermana Katharina, una dulce criatura retardada que pasó la

existencia escondida con la esperanza de que el padre olvidara la desgracia de su

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nacimiento. Se arrastró junto a ella bajo la mesa del comedor y allí ocultos tras un

largo mantel blanco, los dos niños permanecieron abrazados, atentos a los pasos

y a las voces. El olor de Katharina le llegó mezclado con el de su propio sudor, con

los aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién horneado y con un hedor extraño de

barro podrido. La mano de su hermana en la suya, su jadeo asustado, el roce de

su cabello salvaje en las mejillas, la expresión cándida de su mirada. Katharina,

Katharina… surgió ante él flotando como una bandera, envuelta en el mantel

blanco convertido en mortaja, y pudo por fin llorar su muerte y la culpa de haberla

abandonado. Comprendió entonces que sus hazañas de periodista, aquellas que

tantos reconocimientos y tanta fama le había dado, eran sólo un intento de

mantener bajo control su miedo más antiguo, mediante la treta de refugiarse

detrás de un lente a ver si así la realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba

riesgos desmesurados como ejercicio de coraje, entrenándose de día para vencer

los monstruos que lo’ atormentaban de noche. Pero había llegado el instante de la

verdad y ya no pudo seguir escapando de su pasado. Él era Azucena, estaba

enterrado en el barro, su terror no era la emoción remota de una infancia casi

olvidada, era una garra en la garganta. En el sofoco del llanto se le apareció su

madre, vestida de gris y con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el

regazo, tal como la viera por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al

barco en el cual él se embarcó para América. No venía a secarle las lágrimas, sino

a decirle que cogiera una pala, porque la guerra había terminado y ahora debían

enterrar a los muertos.

-No llores. Ya no me duele nada, estoy bien -le dijo Azucena al amanecer.

-No lloro por ti, lloro por mí, que me duele todo -sonrió Rolf Carlé.

En el valle del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre

nubarrones. El Presidente de la República se trasladó a la zona y apareció en traje

de campaña para confirmar que era la peor desgracia de este siglo, el país estaba

de duelo, las naciones hermanas habían ofrecido ayuda, se ordenaba estado de

sitio, las Fuerzas Armadas serían inclementes, fusilarían sin trámites a quien fuera

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sorprendido robando o cometiendo otras fechorías. Agregó que era imposible

sacar todos los cadáveres ni dar cuenta de los millares de desaparecidos, de

modo que el valle completo se declaraba camposanto y los obispos vendrían a

celebrar una misa solemne por las almas de las víctimas. Se dirigió a las carpas

del Ejército, donde se amontonaban los rescatados, para entregarles el alivio de

promesas inciertas, y al improvisado hospital, para dar una palabra de aliento a los

médicos y enfermeras, agotados por tantas horas de penurias. Enseguida se hizo

conducir al lugar donde estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre,

porque su imagen había dado la vuelta al planeta. La saludó con su lánguida

mano de estadista y los micrófonos registraron su voz conmovida y su acento

paternal, cuando le dijo que su valor era un ejemplo para la patria. Rolf Carlé lo

interrumpió para pedirle una bomba y él le aseguró que se ocuparía del asunto en

persona. Alcancé a ver a Rolf por unos instantes, en cuclillas junto al pozo. En el

noticiario de la tarde se encontraba en la misma postura: y yo, asomada a la

pantalla como una adivina ante su bola de cristal, percibí que algo fundamental

había cambiado en él, adiviné que durante la noche se habían desmoronado sus

defensas y se había entregado al dolor, por fin vulnerable. Esa niña tocó una parte

de su alma a la cual él mismo no había tenido acceso y que jamás compartió

conmigo. Rolf quiso consolarla y fue Azucena quien le dio consuelo a él.

Me di cuenta del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al

tormento de vigilar la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y dos

noches, espiándolos al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella le dijo

que en sus trece años nunca un muchacho la había querido y que era una lástima

irse de este mundo sin conocer el amor, y él le aseguró que la amaba más de lo

que jamás podría amar a nadie, más que a su madre y a su hermana, más que a

todas las mujeres que habían dormido en sus brazos, más que a mí, su

compañera, que daría cualquier cosa por estar atrapado en ese pozo en su lugar,

que cambiaría su vida por la de ella, y vi cuando se inclinó sobre su pobre cabeza

y la besó en la frente, agobiado por un sentimiento dulce y triste que no sabía

nombrar. Sentí cómo en ese instante se salvaron ambos de la desesperanza, se

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desprendieron del lodo, se elevaron por encima de los buitres y de los

helicópteros, volaron juntos sobre ese vasto pantano de podredumbre y lamentos.

Y finalmente pudieron aceptar la muerte. Rolf Carlé rezó en silencio para que ella

se muriera pronto, porque ya no era posible soportar tanto dolor.

Para entonces yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un

general dispuesto a enviarla en la madrugada del día siguiente en un avión militar.

Pero al anochecer de ese tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y

los lentes de cien máquinas, Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese

amigo que la había sostenido hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas, le

cerró los párpados, la retuvo apretada contra su pecho por unos minutos y

después la soltó. Ella se hundió lentamente, una flor en el barro.

Estás de vuelta conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te

acompaño al Canal y vemos de nuevo los videos de Azucena, los estudias con

atención, buscando algo que pudiste haber hecho para salvarla y no se te ocurrió

a tiempo.

O tal vez los examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras

están abandonadas en un armario, no escribes ni cantas, te queda durante horas

sentado ante la ventana mirando las montañas. A tu lado, yo espero que

completes el viaje hacia el interior de ti mismo y te cures de las viejas heridas. Sé

que cuando regreses de tus pesadillas caminaremos otra vez de la mano, como

antes.

La Aventura de los Jugadores de Cera

Cuando mi amigo Sherlock Holmes se torció el tobillo, la ironía se

sucedió a la ironía. En cuestión de horas fue obsequiado con un

problema cuya singular naturaleza parecía hacer imperativa una visita a

aquella siniestra sala subterránea tan conocida del público.

18

El accidente acaecido a mi amigo fue desafortunado. Sólo por

espíritu deportivo había aceptado cruzar guantes en un encuentro

amistoso con Bully Boy Racher, el famoso peso medio profesional,

en el viejo Sporting Club de Panton Street. Ante el asombro de los

espectadores, Holmes puso fuera de combate a Bully Boy mucho antes

de que éste pudiera darse cuenta.

Después de haber penetrado en la guardia de Racher y sobrevivir a

su puño derecho mi amigo abandonaba la sala de entrenamiento

cuando dio un traspiés en los peldaños mal iluminados de la

desvencijada escalera que confío en que el secretario del Club ya habrá

hecho arreglar.

Tuve noticias de este accidente cuando, en compañía de mi

esposa, terminaba de comer cierto día de una estación lluviosa y de

vientos huracanados. Aunque no tengo a mano mi libreta de notas creo

que fue la primera semana de marzo de 1890. Lanzando una

exclamación tras leer el telegrama de la señora Hudson, se lo tendí a mi

mujer.

-Debes ir a ver enseguida al señor Sherlock Holmes y hacerle compañía

durante un día o dos -opinó ella-. Anstruther puede encargarse de tu

trabajo.

Por aquel entonces, mi domicilio se hallaba en el distrito de

Paddington, debido a lo cual no me llevó mucho tiempo llegar a la calle

Baker. Holmes, como ya me suponía, se hallaba sentado en su sofá, de

espaldas a la pared, embutido en un batín color granate y con el pie

derecho vendado y extendido sobre un montón de cojines. En una mesita

a su mano izquierda había un microscopio de poca potencia y en un

sofá a su derecha se amontonaban un sin fin de periódicos atrasados.

A pesar de la expresión un tanto cansada y somnolienta que

velaba su naturaleza perspicaz y vehemente, pude percatarme de

19

que el accidente no había ablandado su carácter. Como el telegrama

que me había enviado la señora Hudson mencionaba sólo que había

sufrido una caída por unas escaleras, pedí a mi amigo que me

contara lo sucedido, y fue entonces cuando me dio la explicación con

la que he encabezado esta crónica.

-Por lo visto, estaba tan orgulloso de mí mismo -añadió cáusticamente-

que no veía dónde ponía el pie. ¡Estúpido de mí!

-La verdad es que era permisible sentir cierto grado de orgullo-respondí-.

Bully Boy no es un adversario despreciable.

-Por el contrario, le encontré en baja forma y medio bebido. Pero, según

veo, Watson, usted también está preocupado por su salud.

-¡Santo Dios, Holmes! Es verdad que sospecho la llegada de un

resfriado. Pero como aún no hay señales de ello en mi cara o en mi voz es

asombroso que lo haya advertido.

-¿Asombroso? Es elemental. Se ha estado usted tomando el pulso.

Y una huella de nitrato de plata que le había quedado en su pulgar

ha sido transferida a su muñeca izquierda. Pero, ¿qué diablos está

usted haciendo ahora?

Sin hacer caso de sus protestas, examiné y volví a vendar su tobillo.

-Y ahora, querido amigo -proseguí tratando de levantar su ánimo,

como haría con cualquier paciente-, en cierto sentido me causa gran

placer el verle así incapacitado.

Holmes me miró fijamente pero no dijo nada.

-Sí -proseguí animándole-, debemos frenar nuestra impaciencia

mientras nos hallamos confinados en nuestro sofá durante quince días o

quizá más. Pero no me entienda mal. Cuando el pasado verano tuve el

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honor de conocer a su hermano Mycroft usted afirmó que él era superior

en dotes deductivas y de observación.

-Dije la verdad. Si el arte de la deducción comenzara y terminara

razonando desde un sillón, mi hermano sería el agente criminalista más

grande que jamás haya existido.

-Una suposición que me tomo la libertad de poner en duda. ¡Y ahora,

mire! Usted se ve forzado a permanecer imposibilitado en este sillón.

Me causará gran placer que me demuestre usted su superioridad

cuando se enfrente con algún caso...

-¿Caso? No tengo ninguno en perspectiva.

-No se desanime. ¡Ya vendrá!

-La sección de contactos del Times -dijo señalando con un ademán

el batiburrillo de periódicos-, está por completo desdibujada. Incluso la

satisfacción de estudiar un nuevo gérmen de enfermedad no es

inagotable. Y entre el consuelo de usted y el de otro, Watson,

prefiero en realidad acogerme al ejemplo de Job.

La entrada de la señora Hudson, portadora de una carta

entregada a mano, le interrumpió momentáneamente. Aunque yo no

había esperado que mi profecía se viese cumplida con tanta prontitud

no pude por menos de observar que la carta llevaba un blasón por

membrete y que por la calidad de su papel debía haber costado, por lo

menos, media corona la caja. No obstante, estaba condenado al

desengaño. Tras haber desdoblado el pliego y leído ávidamente su

contenido, Holmes lanzó un resoplido de vejación.

-Le felicito por sus dotes de adivino -dijo. Luego, mientras garrapateaba

una respuesta para que nuestra patrona la enviase por recadero, me

explicó-: es simplemente una misiva mal escrita de Sir Gervase

Darlington, solicitando una entrevista para mañana a las once de la

21

mañana y pidiendo que se envíe confirmación inmediata al ―Hércules

Club‖.

-¡Darlington! ,-observé-. Creo haberle oído mencionar antes ese nombre.

-Así es. Pero en aquella ocasión me refería a Darlington, el marchante de

objetos de arte, cuya sustitución de una pintura falsa de Leonardo por una

auténtica causó tanto revuelo en las Galerías Grosvenor. Sir Gervase

es un Darlington diferente y más exaltado aunque no menos asociado

con el escándalo.

-¿De quién se trata?

-Sir Gervase Darlington, Watson, es el audaz y perverso baronet

de la ficción, apasionado por el pugilismo y las damas disolutas. Pero

no es bajo ningún concepto un gusto de la imaginación; muchos

hombres como él vivieron en los tiempos de nuestros abuelos. -Mi amigo

parecía pensativo-. Pero ahora, más le vale tener cuidado con lo que

hace.

-Me intriga usted. ¿Cómo es eso?

-Bien, yo no soy aficionado a las carreras de caballos pero recuerdo

que Sir Gervase ganó una fortuna en el Derby del año pasado.

Personas mal intencionadas murmuraron que lo consiguió mediante

sobornos e informaciones secretas. Hágame el favor, Watson, de quitar

de ahí este microscopio.

Lo hice así. Encima de la mesita quedaba ahora sólo el papel con

el anagrama nobiliario que Holmes había arrojado sobre ella. Sacó del

bolsillo de su batín un estuche de rapé, en oro, adornado con una gran

amatista en el centro, regalo del rey de Bohemia.

-Como quiera que sea -añadió-, todos los movimientos de Sir Gervase

Darlington están cuidadosamente vigilados. Si tratara tan sólo de

22

comunicarse con alguna persona sospechosa, sería amonestado

seriamente y se le prohibiría concurrir a las carreras de caballos,

aunque no fuese a parar con sus huesos a la cárcel. No recuerdo el

nombre del caballo por el que apostó...

-La dama de Bengala, de lord Hove -exclamé-. Quedó delante de Raja Indio y

Condesa; terminó con tres largos de ventaja. Aunque, claro está -añadí-, yo

sé poco más que usted de carreras.

-¿De veras, Watson?

-¡Holmes, las sospechas que parece usted abrigar son gratuitas

y carecen de fundamento! Soy un hombre casado, con una cuenta

corriente más bien pobre. Además, ¿qué carrera puede celebrarse con un

tiempo tan detestable?

-Pues el ―Grand National‖ no debe hallarse lejos.

-¡Por Júpiter, así es! Lord Hove tiene dos caballos inscritos en ese

premio. Muchos opinan que puede ganar ―El hijo del trueno‖, pues no se

espera mucho de ―Sbeerness‖. Pero, -añadí-, a mí me resulta increíble

que un deporte de reyes vaya unido al escándalo. Lord Hove es un

caballero honorable.

-Precisamente. Por ser un caballero honorable, no puede ser amigo de

Sir Gervase Darlington.

-Pero ¿por qué está usted seguro de que no puede ser interesante visitar a Sir

Gervase?

-Si conociera usted al caballero en cuestión, Watson, comprendería que

no se ocupara en nada de interés, en razón a que es un boxeador

verdaderamente formidable de peso pesado. -Holmes lanzó un silbido-.

¡Vaya! Sir Gervase se hallaba entre los espectadores de mi banal

encuentro con Bully Boy esta mañana.

23

-¿Qué puede desear de usted, entonces?

-Aunque la cuestión fuera apremiante, no poseo datos. ¿Un pellizco de

rapé, Watson? Bien, bien, a mí tampoco me convence demasiado

pero representa una variante ocasional al autoenvenenamiento por

nicotina.

No pude contener la risa.

-Querido Holmes, su caso es típico. Cualquier médico sabe que un

paciente con una lesión como la que usted sufre, aunque sea leve, y

aunque el paciente tenga un buen carácter, se vuelve tan irracional

como un chiquillo.

Holmes cerró su cajita de rapé y se la metió en el bolsillo.

-Watson -dijo-, le estoy muy agradecido por su presencia pero aún lo

estaría más si permaneciera callado por lo menos durante las próximas

seis horas a no ser que quiera que le diga algo que lamentaría después.

Así, silenciosos, incluso durante la cena, permanecimos sentados

hasta tarde en la bien caldeada sala. Holmes repasaba con aire

malhumorado sus registros criminalísticos y yo me sumí en la lectura del

British Medical Journal. Aparte del tic-tac del reloj y el crepitar de los leños

en el hogar, no se oía el menor ruido, salvo el ulular del ventarrón de

marzo que lanzaba la lluvia contra las ventanas, como puñados de

perdigones, y gruñía y aullaba en la chimenea.

-No, no -dijo por fin mi amigo, con acrimonia-. El optimismo es una

estupidez. Seguro que no se me presentará ningún caso. ¿Ha oído? ¿No

ha sido la campanilla?

-Sí. La he oído claramente a pesar del viento. Pero ¿quién puede ser?

24

-Si es un cliente -replicó Holmes estirando su largo cuello para lanzar

una mirada al reloj- debe de tratarse de un asunto sumamente serio el que

trae a alguien aquí a las dos de la mañana y con este temporal.

Tras el largo rato que tardó la señora Hudson en levantarse de la

cama e ir a abrir la puerta de la calle, no uno, sino dos clientes fueron

conducidos a nuestra estancia. Se oían sus voces por el pasillo y, a

medida que se acercaban, su conversación llegaba claramente hasta

nosotros.

-¡Abuelo, no debe usted hacerlo! -decía una voz femenina-. ¡Por última vez,

por favor!

¡No querrá que el señor Holmes piense que es usted un... -su voz

bajó hasta un murmullo- ...un simple.

-¡No soy ningún simple! -replicó el acompañante de la muchacha-. ¡No lo

dudes, Nellie, yo vi lo que vi! Habría venido a contárselo ayer mismo por la

mañana pero tú no querías ni oír hablar de ello.

-Pero, abuelo, esa Cámara de los Horrores es un lugar que pone los

pelos de punta. Usted se imaginó aquello, querido abuelo.

-A mis setenta y seis años, no tengo más imaginación -replicó

orgullosamente el anciano- que la que pueda tener una de las figuras de

cera. ¿Imaginármelo yo? ¿Yo que he sido vigilante nocturno mucho antes

de que el Museo fuera trasladado adonde está ahora, es decir, cuando

aún estaba emplazado precisamente aquí, en la calle Baker?

Los recién llegados hicieron una pausa. El anciano visitante,

rechoncho y de aspecto testarudo, con su capote impermeable y

polainas de pastor sobre sus pantalones, era un macizo hombre de

pueblo que lucía una hermosa cabellera blanca. La muchacha

presentaba un aspecto muy diferente. Agraciada y esbelta, de pelo

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rubio y ojos grises adornados con unas largas pestañas negras,

llevaba un sencillo vestido azul con estrechas chorreras blancas en

puños y cuello. Sus modales eran graciosos y tímidos.

Sin embargo, sus delicadas manos temblaban. Nos identificó a

Holmes y a mí, excusándose por la tardía hora de la visita.

-Mi... mi nombre es Eleanor Baxter -añadió-, y como han oído, mi

pobre abuelo es vigilante nocturno en la exposición de figuras de

cera de madame Taupín, en Marylebone Road. -Se detuvo

sorprendida-. ¡Oh! ¿Qué le ha pasado a su tobillo?

-Es una pequeña lesión sin importancia -dijo Holmes-. Sean

ustedes bienvenidos. Watson, haga el favor... los impermeables... el

paraguas... Así... Y ahora tengan la bondad de sentarse aquí,

enfrente de mí. Aunque dispongo de una especie de muleta, estoy

seguro de que me perdonarán el que permanezca donde estoy. ¿Decía

usted?

La señorita Baxter, que no había quitado los ojos de la mesita

y que parecía evidentemente apurada por las palabras de su abuelo

tuvo un sobresalto y cambió de color al hallar posados sobre ella los

penetrantes ojos de Holmes.

-Señor, ¿conoce usted las figuras de cera de madame Taupin?

-Tienen justa fama.

-¡Oh, perdóneme! -Eleanor Baxter enrojeció-. Quería decir si las ha visitado

alguna vez.

-¡Hum! Temo que me parezco demasiado a la mayoría de nuestros

compatriotas. El inglés perdería con gusto la vida por visitar algo que

se halle en un lugar remoto e inaccesible pero ni siquiera se dignará

26

echar un vistazo a lo que está a unos cientos de metros de su propia

puerta. ¿Ha visitado usted el Museo de madame Taupin, Watson?

-No. Me avergüenza confesarlo -repliqué-. Sin embargo, he oído

hablar mucho de la Cámara de los Horrores subterránea. Se dice que la

administración del museo ofrece una considerable suma de dinero a la

persona que se atreva a pasar sola la noche allí.

El hombre de aspecto tozudo, que para un ojo médico presentaba

síntomas de dolor físico, a pesar de ello, rió entre dientes.

-Dios le bendiga, señor; pero no crea usted una palabra de esa tontería.

-¿No es verdad?

-En absoluto, señor. Ni siquiera se lo permitirían, toda vez que a

cualquier caballero podría ocurrírsele encender un cigarro y provocar un

incendio por descuido.

-De lo cual deduzco -dijo Holmes- que no se halla usted desazonado en lo

más mínimo por la Cámara de los Horrores.

-No, señor; nunca, por lo general. Incluso han colocado allí a Charlie Peace

y parece que hace buenas migas con Marwood el verdugo que lo colgó

hace once años. -Elevó la voz-. Pero cada cosa en su sitio, señor; ¡lo que

no me gusta ni pizca es que a esas benditas figuras de cera les de por

jugar a las cartas!

Un ramalazo de lluvia se abatió contra los cristales. Holmes se inclinó hacia

delante.

-¿Dice usted que las figuras de cera han estado jugando a las cartas?

-Sí, señor. Palabra de Sam Baxter.

-¿Y estaban todas las figuras de cera empeñadas en esa partida, o solamente

algunas?

27

-Sólo dos, señor.

-¿Cómo lo sabe, señor Baxter? ¿Las vio usted?

-¡Santo Dios, señor; no me habría gustado verlo! Pero, ¿qué debo

pensar cuando una de esas figuras ha descartado los naipes de su

mano, o tomado uno, y todos los demás se hallan boca arriba sobre la

mesa? ¿Me permite que me explique de otra manera?

-Hágalo, por favor -le invitó Holmes con satisfacción.

-Vera, señor, en el transcurso de una noche hago solamente una o dos

rondas por la Cámara de los Horrores. Es una estancia amplia, muy poco

iluminada. La razón de que no haga más rondas es mi reumatismo. ¡La

gente no sabe lo cruelmente que se puede sufrir de este mal! Lo que hacen

es reírse.

-¡Válgame Dios! -murmuró Holmes con simpatía y empujando la lata de

picadura hacia el viejo.

-¡En fin, señor! Mi Nellie, aquí presente, es una buena muchacha a

pesar de su educación y el trabajo escogido que hace. Cuando mis

ataques reumáticos son fuertes, y lo han sido toda esta semana, cada

mañana se levanta a las siete para acompañarme al autobús. Pero esta

noche, sintiéndose preocupada por mí, cosa que no debía hacer, vino hace

sólo una hora con el joven Bob Parsnip, el cual se prestó a relevarme en mi

trabajo, de manera que me dije: ―He leído mucho sobre ese señor

Holmes, que vive a solo un paso de aquí; vamos, pues, a contárselo.‖ Y

así es como he venido a verle.

Holmes inclinó la cabeza.

-Ya veo, señor Baxter. Pero, ¿no hablaba usted de la noche pasada?

-¡Ah, sí! Sobre la Cámara de los Horrores. Pues verá usted. En un lado

de ésta hay una serie de cuadros plásticos, quiero decir, que hay

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compartimentos separados, cada uno de ellos tras una barandilla de

hierro, de forma que nadie pueda entrar; las figuras de cera están en

cada compartimiento. Los cuadros plásticos describen un suceso

titulado ―La historia de un crimen‖, la cual se refiere al asesinato

cometido por un joven caballero, agradable y correcto, pero cuyo débil

carácter le arrastra a las malas compañías. Juega y pierde su dinero, y

entonces mata a un viejo tramposo, siendo por fin colgado, igual que

Charlie Peace. Esta descripción pretende ser una... una...

-Una lección moral, eso es. Tome nota, Watson. ¿Y bien, señor Baxter?

-Pues, mire usted, es esa maldita escena de la partida. Sólo aparecen dos

figuras en ella: el joven caballero y el viejo tramposo; sobre la mesa hay un

montón de monedas de oro, de imitación, desde luego. El suceso no ha

acontecido en la actualidad, sino en tiempos antiguos, cuando los hombre

usaban medias y calzón corto.

-¿Indumentaria del siglo XVIII, tal vez?

-Así es, señor. El caballero joven se sienta al otro lado de la mesa, es

decir, se ve de frente; pero el viejo tramposo da la espalda al público,

con las cartas en la mano, las cuales pueden verse con facilidad.

¡Pero la pasada noche...! Cuando digo la pasada noche, señor, me

refiero a la antepasada, porque ya está amaneciendo. Pasé, pues, ante

ese maldito grupo sin darme cuenta, de momento, de nada anómalo.

Cuando, hete aquí, que al cabo de un cuarto de hora se me ocurre

pensar, sin saber por qué: ―¿Qué es lo que le pasaba a aquel cuadro?

¿Qué estaba equivocado?‖ No debía ser cosa de importancia, puesto

que no reparé en ello en seguida; pero también era raro que me hubiese

vuelto al pensamiento. Algo debía haber que no estaba en orden...

Para salir de dudas, bajé a echar otro vistazo.

―¡Dios me valga, señor! El viejo tramposo tenía en sus manos menos

cartas de las que acostumbraba. Se diría que había descartado, o hecho

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una baza tal vez. Y también pude observar que estaban cambiados los

naipes que había encima de la mesa.

―Le aseguro que no tengo imaginación, ni maldita la falta que me

hace. Pero cuando Nellie vino a buscarme a las siete de la

mañana, me sentía muy mal debido al reumatismo y a todo aquel

jaleo de las cartas. No quise contarle a ella lo que pasaba... por si había

sido una alucinación. Hoy pensé que acaso lo había soñado. ¡Pero no

había soñado, no, señor! ¡Lo mismo, exactamente lo mismo, ocurrió esta

noche!

―Le aseguro que no chocheo. ¡Veo lo que veo! Usted pensará tal vez que

alguien lo hizo para gastarme una broma pesada. Pero nadie es capaz

de hacerlo durante el día sin ser visto; en cambio, puede efectuarse

por la noche, pues hay una puerta lateral que no encaja bien. Pero

estoy seguro de que no es una de las acostumbradas bromas que suele

gastarme el público, las cuales, por regla general, consisten sólo en

pegarle una barba a la reina Ana, o poner una visera contra el sol en la

cabeza de Napoleón. Son pequeñeces en las que nadie se fija. Pero si

alguien ha estado jugando a las cartas en lugar de esos dos malditos

muñecos, ¿quién lo hizo y por qué?

Durante unos instantes, Holmes permaneció silencioso.

-Señor Baxter -dijo gravemente, lanzando una ojeada a su vendado tobillo-,

su paciencia es motivo de vergüenza para mi necia petulancia. Muy gustoso

me encargaré de indagar este asunto.

-¡Pero señor Holmes! -exclamó Eleanor Baxter dando muestras de gran

azoramiento-. Seguro que no lo toma usted en serio...

-Discúlpeme, señorita. Señor Baxter, ¿a qué clase de juego de cartas

estaban jugando esas figuras?

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-Ni idea, señor. Eso mismo me preguntaba yo hace tiempo, cuando

era nuevo en el empleo... Puede que al Nap, o al whist.. No, ni idea.

-Dijo usted que la figura que está de espaldas al público tenía en las manos

menos cartas que de costumbre. ¿Cuántos naipes había jugado?

-¿Cómo dice, señor?

-¿No lo observó, usted? ¡Vaya, esto sí que es una lástima! En ese caso,

le ruego con el mayor interés que considere cuidadosamente una

cuestión vital. ¿Habían estado apostando esas figuras?

-Mi querido Holmes... -comencé, pero una mirada de mi amigo me detuvo en

seco.

-Usted me dijo, señor Baxter, que las cartas que había sobre la mesa

también habían sido movidas o, cuando menos, cambiadas. ¿Ocurrió lo

mismo con las monedas?

-Espere que lo piense -contestó el señor Samuel Baxter-. ¡No, señor, no

lo fueron! Si que es extraño.

Los ojos de Holmes lanzaron chispas, mientras se frotaba las manos.

-Ya lo suponía-dijo-. Bien. Afortunadamente, puedo dedicar mis energías

a resolver este problema, ya que en estos momentos no tengo otro

quehacer, salvo una pequeñez que parece concernir a Sir Gervase

Darlington, así como, posiblemente, también a lord Hove. Lord Hove...

¡Santo Dios! ¿Qué le sucede, señorita Baxter?

Eleanor Baxter, que se había puesto súbitamente en pie, contemplaba

ahora a Holmes con ojos llenos de asombro.

-¿Dijo usted lord Hove? -preguntó.

-Sí. ¿Y puedo preguntarle cómo es que le resulta tan familiar el nombre?

31

-Pues, sencillamente, porque soy una empleada suya.

-Ah, ¿sí? -dijo Holmes, enarcando las cejas. Y luego, cambiando

la pregunta en afirmación, prosiguió-: Ah, sí. Usted, según veo, es

mecanógrafa. Lo delata la doble raya en las mangas de su vestido un

tanto más arriba de su puño, o sea en la muñeca que una mecanógrafa

apoya contra la mesa. ¿Conoce bien a lord Hove?

-No, ni siquiera lo he visto, aunque he trabajado durante mucho tiempo en

su casa de Park Lañe. Una persona tan humilde como yo...

-¡Vaya, esto es aún más de lamentar! Sin embargo, veremos lo que

podemos hacer. Watson, ¿tiene usted alguna objeción que formular

sobre salir fuera en una noche tan lluviosa?

-En lo más mínimo -respondí muy asombrado-. Pero, ¿por qué?

-¡Este maldito sofá, amigo mío! Puesto que estoy confinado a él, como

a un lecho de enfermo, usted debe ser mis ojos. Siento tener que

pasar por encima de sus dolores reumáticos, señor Baxter, pero

¿sería mucho pedir que acompañara usted al doctor Watson en una

breve visita que me gustaría que efectuara a la Cámara de los Horrores?

Gracias... excelente...

-Pero, ¿qué tengo que hacer? -pregunté.

-En el cajón superior de mi escritorio, Watson, encontrará usted algunos

sobres.

-¿Y...?

-Hágame el favor de contar el número de cartas que tiene en la mano

cada una de las dos figuras de cera. Luego, y tomándolas

cuidadosamente en el orden en que actualmente están, y de izquierda

a derecha, le agradeceré que las coloque en sobres separados que

marcará usted al efecto. Haga lo propio con las cartas que hay encima

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de la mesa, frente a cada uno de ambos jugadores y tráigamelas tan

pronto como haya ejecutado usted su tarea.

-Señor... -comenzó a decir el viejo guardián, dando muestras de agitación.

-No, no, señor Baxter... Preferiría no hablar ahora. Tengo sólo una

hipótesis de trabajo y parece haber una dificultad casi insuperable. -

Holmes frunció el entrecejo-. Pero es de primerísima importancia

descubrir, en el más amplio sentido de la palabra, qué clase de juego se

está jugando en ese museo de figuras de cera.

Acompañado por Samuel Baxter y por su nieta, me aventuré en la lluviosa

oscuridad y, a pesar de las protestas de la señorita Baxter, al cabo de unos

diez minutos nos hallábamos los tres ante el cuadro plástico de los

jugadores, en la Cámara de los Horrores.

Un joven, no mal parecido, llamado Roben Parsnip, y que se veía bien

a las claras que estaba prendado de los encantos de Eleanor Baxter,

encendió los mecheros de gas. Pero, aun así, la lúgubre estancia

permanecía en una semioscuridad, en la cual las hileras de malcaradas

figuras de cera parecían infundidas de una horrible inmovilidad de araña,

como esperando tan solo que un visitante se hallase desprevenido para

atraparlo en su red.

El museo de madame Taupin es tan conocido que no precisa de

una descripción general. Pero me sentí desagradablemente

impresionado por el cuadro denominado ―La historia de un crimen‖. Las

escenas resultaban vividas debido a su perfecta ejecución y colorido,

así como a su ambientación exacta del siglo XVIII. Si yo hubiese

sido de verdad culpable de aquellos míticos deslices de jugador que

me atribuía el inoportuno sentido del humor de mi amigo, la exhibición

que aparecía ante mi vista podría muy bien haber atormentado mi

conciencia. Sobre todo cuando nos agachamos bajo la barandilla de

hierro para acercarnos a los dos jugadores que ocupaban el escenario.

33

-¡Maldita sea, Nellie, no toques las cartas! -prorrumpió el señor

Baxter, mucho más dominante e irascible en sus propios dominios. Pero

su tono de voz cambió al dirigirse a mí-: ¡Fíjese en esto, señor! Aquí hay

-contó despacio- nueve cartas en la mano de este viejo tramposo, y

dieciséis en la del joven caballero.

-¡Escuchen! -murmuró la muchacha-. ¿No son los pasos de alguien

que sube por las escaleras?

-Maldita sea, Nellie, es Bob Parsnip. ¿Quién más podría ser?

-Como usted bien dijo, las cartas que se hallan sobre la mesa no están

muy revueltas - observé-. Realmente, el pequeño montón frente a

su ―joven caballero‖ no está desordenado en absoluto. Hay doce

cartas junto a su codo...

-¡Ah y diecinueve al lado del viejo! ¡Es un juego muy extraño, señor!

Convine en ello y sintiendo una curiosa repulsión al tacto de mis dedos

con los de las figuras de cera, metí las diversas series de naipes en sus

cuatro sobres correspondientes, y me apresuré a salir del mal ventilado

antro, acompañando a su domicilio a la señorita Baxter y a su abuelo -a

pesar de las vehementes protestas de éste- en un lando cuyo cochero

acababa de depositar ante la puerta de su casa a un caballero embriagado.

No me pesó en absoluto hallarme de vuelta en la cálida y

acogedora salita de mi amigo. Pero casi con espanto pude ver que

Holmes había abandonado su sillón de enfermo. Se hallaba en pie

ante su escritorio, apoyado en una muleta colocada bajo su brazo

derecho y examinando ávidamente a la luz verdosa de la lámpara un

atlas abierto.

-¡Basta ya, Watson! -dijo cortando por lo sano mis protestas-. ¿Tiene usted

los sobres?

34

¡Bien, bien! ¡Démelos! Gracias. ¿Eran nueve las cartas que tenía en la

mano el viejo jugador, el que daba la espalda al público?

-¡Holmes, eso es asombroso! ¿Cómo puede haberlo sabido?

-¡Lógica, querido amigo! ¡Vamos a verlas!

-Un momento -repliqué con firmeza-. Usted habló antes de una

muleta, pero ¿cómo pudo haberla obtenido tan pronto, y más

tratándose de una muleta especial? Parece construida de algún metal

ligero, y refleja la luz de la lámpara...

-Sí, sí -interrumpió-. Hace tiempo que la tenía.

-¿Hace tiempo?

-Es de aluminio, reliquia de un caso que tuvo lugar antes de que llegara

mi biógrafo para glorificarme. Puede que se la haya mencionado, pero

usted lo ha olvidado. Y ahora, hágame el favor de dejar de lado la

muleta mientras examina usted estas cartas. ¡Oh!

¡Magnífico! ¡Maravilloso!

No se habría hallado en un éxtasis igual de haberse exhibido ante él todas

las joyas de Golconda. Hasta se rió de buena gana cuando le relaté todo

cuanto había visto y oído.

-Cómo, ¿aún está usted a oscuras? Hágame el favor, pues, de tomar

esas nueve cartas. Bien, coloquelas ahora sobre el escritorio por orden, y

sírvase decirme cuál es cada una, a medida que las vaya colocando.

-Jota de diamantes -dije a la vez que comenzaba a hacer lo que me

decía-. Siete de corazones, as de tréboles. ¡Santo cielo, Holmes!

-¿Es que ve ya algo raro?

-¡Sí, hay dos ases de tréboles, uno a continuación de otro!

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-¿No le dije que era magnífico? Pero usted sólo ha contado cuatro cartas.

Continúe con las cinco restantes.

-Dos de picas -dije-. Diez de corazones... ¡Por todos los santos, aquí hay

un tercer as de tréboles y otras dos jotas de diamantes más!

-¿Y qué deduce usted de ello?

-Holmes, creo que ya empiezo a ver claro. El Museo de madame Taupin es

famoso por el efecto tan real y vivido de sus figuras. El jugador viejo es un

desvergonzado tahúr que hace trampas al joven. Y para dar mayor

realismo a la escena, han incluido el sutil detalle de las cartas falsas.

-Muy sutil, en efecto. ¡Hasta un desvergonzado jugador como usted,

Watson, hallaría cierta dificultad en poner boca arriba una mano

ganadora que no tiene menos de tres jotas de diamantes y tres ases de

tréboles!

-En efecto, es una situación algo comprometida.

-Y además, si usted cuenta todas las cartas, las que ambos jugadores

tienen en la mano y las que están encima de la mesa, observará que su

número total es de cincuenta y seis, el cual rebasa en cuatro al que, por

lo menos yo, acostumbro a usar en una baraja.

-Pero, ¿qué puede significar? ¿Cuál es la respuesta a nuestro problema?

El atlas seguía sobre el escritorio donde Holmes lo había dejado

cuando le entregué los sobres. Abrió de nuevo el libro con tal

precipitación que, olvidando su muleta, se apoyó sobre el tobillo

lesionado. No pudo contener un gemido, y se inclinó sobre el abierto

atlas.

-En la boca del Támesis -leyó- y en la isla de...

-¡Holmes, mi pregunta se refería a la respuesta a nuestro problema!

36

-Esta es la respuesta a nuestro problema.

Aunque soy el más sufrido de los hombres, protesté enérgicamente

cuando me mandó escaleras arriba a mi dormitorio. Pensaba que no

podría conciliar el sueño, desvelado como estaba por aquel misterio;

pero no tardé en dormirme profundamente, siendo casi las once de la

mañana cuando bajé a desayunar.

Sherlock Holmes, que lo había hecho ya, se hallaba sentado de nuevo

en el sofá. Me alegré de ir cuidadosamente afeitado, al encontrarle en

conversación con la señorita Eleanor Baxter, cuya timidez estaba

atenuada por sus desenvueltos modales; pero algo en la gravedad de su

rostro detuvo mi mano cuando me disponía a tirar de la campanilla para

que me trajeran las tostadas y los huevos.

-La señorita Baxter-decía Holmes-, aun cuando todavía se puede hacer

alguna objeción a mi hipótesis, ha llegado la hora de que le comunique

a usted algo de la mayor importancia. Pero ¡qué diablos...!

La puerta se había abierto súbitamente. Para ser más exactos,

fue abierta de un empellón. Pero se trataba sólo de una broma del

hombre cuya carcajada resonó como una trompeta; en el dintel aparecía

un caballero corpulento, de rubicundo rostro. Cubría su cabeza con un

sombrero de copa de ocho reflejos, y vestía una bien cortada levita

sobre un blanco chaleco de botonadura de diamantes; en la corbata lucía

un rubí.

Aunque de estatura no tan elevada como la de Holmes, era

mucho más recio y vigoroso; una constitución más semejante a la mía.

Su risa estentórea estalló de nuevo y sus ojos pequeños y perspicaces

relampagueaban mientras agitaba un maletín de cuero que llevaba en la

mano.

37

-¡Hola, amigo! -rugió-. Usted es el hombre de Scotland Yard, ¿no es así?

¡Mil soberanos de oro a su disposición por la respuesta!

Sherlock Holmes, aunque asombrado, le miraba con la mayor sangre fría.

-¿Sir Gervase Darlington, supongo?

Sin prestarnos la menor atención a la señorita Baxter o a mí, el recién

llegado pasó adelante y volvió a agitar el maletín con las monedas ante las

narices de Holmes.

-¡El mismo que viste y calza, señor detective! -dijo-. Le vi combatir ayer.

Podría hacerlo mejor pero todo llegará. Como llegará un día, buen

hombre, en que sean legales los combates por dinero. Hasta que así

suceda, un caballero debe concertar en secreto un combate limpio,

pasando por encima de las dificultades.

Súbitamente, y con los movimientos ágiles de un gato a pesar de

su corpulenta humanidad, se dirigió a la ventana y se asomó a la calle.

-¡Maldito Phileas Belch! Hace meses que paga a un hombre para que vaya

siguiéndome.

¡Ay y hasta sobornó a dos criados soplones para que metiesen la

nariz en mi correspondencia! Aunque a uno de ellos ya le medí las

costillas. -La estrepitosa risa de Sir Gervase estalló de nuevo-. ¡No importa!

El rostro de Holmes pareció cambiar de expresión pero en un instante

volvió a estar tan frío e imperturbable como de costumbre, mientras Sir

Gervase Darlington se volvía, arrojando el maletín sobre el sofá.

-¡Guarde estas canicas, polizonte! Yo no las necesito. Bueno, al grano.

Dentro de tres meses le enfrentaremos a usted a Jem Garlick, el

rompehuesos de Bristol. Si él le vence, le arranco a usted la piel pero si se

porta usted bien, puedo ser un buen patrón. Con un tipo desconocido

como usted, me será posible conseguir apuestas de ocho a uno.

38

-¿Debo comprender, Sir Gervase -dijo Holmes-, que desea

usted que pelee profesionalmente en el cuadrilátero?

-Usted es un polizonte, ¿no es cierto? Usted comprende inglés, ¿no es cierto?

-Cuando lo oigo, sí.

-Es una broma, ¿eh? ¡Pues esto también! -A manera de juego,

premeditadamente, su pesado puño izquierdo salió como disparado

hacia delante del extremo de su brazo extendido como un resorte, y

pasó -como pretendía- a tres centímetros de la nariz de Holmes; éste

no pestañeó siquiera. Sir Gervase estalló de nuevo en carcajadas.

-Cuide sus modales, señor detective, cuando hable con un caballero. ¡Le

podría partir a usted en dos aunque no tuviera el tobillo lesionado!

La señorita Eleanor Baxter, con la palidez cerúlea de un cadáver,

lanzó un grito ahogado, a la vez que trataba de pasar inadvertida

arrimándose contra la pared.

-Sir Gervase -dije yo-. Le ruego que controle sus expresiones en presencia

de una dama. Nuestro visitante giró en redondo y me miró de arriba abajo

de manera insolente.

-¿Quién es éste? ¿Watson, el matasanos? -De repente, acercó a

mí su rostro congestionado-. ¿Sabe usted algo de boxeo?

-No -dije-. Es decir... no mucho.

-En ese caso, cuídese de no recibir una buena lección -replicó Sir

Gervase con aire regocijado, para bromear de nuevo- ¿Dama? ¿Qué

dama? -Al ver a la señorita Baxter pareció algo desconcertado, pero

lanzó una mirada de soslayo-. No hay ninguna dama, matasanos. Pero,

¡por Dios, que es una bonita pieza!

-Sir Gervase -insistí-, le prevengo por última vez.

39

-¡Un momento, Watson! -intervino Holmes con voz tranquila-.

Tiene usted que disculpar a Sir Gervase Darlington, pues, parece no

haberse recobrado aún de la visita que hace tres días hizo al museo de

madame Taupin.

En la breve pausa silenciosa que siguió, pudimos oír el crepitar de

la leña en la chimenea y el incesante chasquido de la lluvia contra las

ventanas. Pero nuestro visitante no pareció inmutarse.

-El polizonte, ¿eh? -dijo con una risita despectiva-. ¿Quién le dijo a

usted que estuve hace tres días en el museo de madame Taupin?

-Nadie. Pero por ciertos detalles que obran en mi poder la conclusión era

evidente. Tal visita tenía un aspecto inocente, ¿no es así? No despertaría la

menor sospecha ni siquiera en alguien que estuviera siguiéndole... sí,

algún perseguidor, por ejemplo, pagado por ese eminente deportista que

es Phileas Belch, quien quería asegurarse de que usted no ganara otra

fortuna mediante información secreta, como hizo en el Derby del año

pasado.

-¡No me interesa lo que dice, amigo!

-¿De veras? Aunque, debido a sus inclinaciones deportivas, estoy seguro

de que debe usted interesarse más por las cartas.

-¿Cartas?

-¡Si, cartas o naipes, como quiera,..! -respondió Holmes suavemente,

sacando algunas del bolsillo de su batín y desplegándolas en forma

de abanico-. De hecho, por estas nueve cartas.

-¿Qué diablos es todo eso?

-Es más que probable, Sir Gervase, que un visitante casual de la Cámara

de los Horrores pueda, al pasar ante el cuadro plástico que representa

40

una escena de los jugadores, ver las cartas que tiene en la mano una

determinada figura de cera, sin lanzarle más que una inocente mirada de

soslayo.

―Ahora bien, cierta noche fue efectuada una extraña manipulación con

estas cartas. Las que tenía en su mano el otro jugador, el ―joven

caballero‖, no fueron siquiera tocadas, como lo demostraba el que

hubieran estado almacenando polvo. Pero alguna persona, una persona

determinada, tomó cierto número de cartas de las que tenía en la mano

el ―viejo tramposo‖, arrojándolas sobre la mesa, y, después, añadió

cuatro cartas de otras dos barajas.

―¿Por qué lo hizo? No era porque alguien deseara gastar la broma de

crear la ilusión de que los muñecos de cera estaban jugando a las

cartas. De haber sido éste el motivo, habría movido asimismo las

falsas monedas de oro. Pero éstas no fueron tocadas.

―La respuesta es tan sencilla como evidente. Hay veintiséis letras en

nuestro alfabeto, y veintiséis, multiplicado por dos, nos da cincuenta y

dos, o sea el número de cartas de que consta una baraja. Suponiendo

que quisiéramos aplicar arbitrariamente una carta a cada letra,

podríamos efectuar fácilmente un sistema de clave infantil y elemental...

La risa metálica de Sir Gervase Darlington sonó estridente.

-¡Clave! -dijo en tono de mofa, con su colorada mano puesta sobre el rubí

de su alfiler de corbata-. ¿Qué diablos es eso? ¿Qué significa esta

estúpida divagación?

-... el cual se descubriría, empero -prosiguió Holmes, sin prestar atención a

las palabras de Sir Gervase-, si un mensaje de sólo nueve letras

contuviera dos veces la e o la s. Imaginemos, por lo tanto, que la jota de

diamantes corresponde a la letra s y el as de tréboles a la letra e.

41

-Holmes -interrumpí yo-, ¡eso puede ser una inspiración, pero no es

lógica! ¿Cómo puede usted suponer que un mensaje debe contener tales

letras?

-Porque ya conocía el contenido del mensaje. Usted mismo me lo dijo.

-¿Qué yo se lo dije?

-¡Vamos, Watson! Si esas cartas representan las letras indicadas, tenemos

una e repetida o doble hacia el principio de la palabra, y una doble s al final de

ella. La primera letra de la palabra, según podemos apreciar, debe ser s y

luego hay una e antes de la doble s final. No se necesita una perspicacia

especial para formar la palabra Sheerness.

-¡Pero qué diablos tiene Sheerness que...! -comencé.

-Geográficamente, lo hallará usted hacia la boca del Támesis -

interrumpió Holmes-. Pero es también, según usted me informó, el

nombre de un caballo propiedad de lord Hove. Aunque este caballo ha

sido inscrito para el ―Grand National‖, me dijo usted que se esperaba

poco de él. Pero si el caballo ha sido entrenado en el mayor secreto

igual que otro contundente ganador como La dama de Bengala...

-¡Supondría un arma tremenda -dije- para cualquier jugador en

posesión de tan bien guardado secreto y que apostase por él!

Sherlock Holmes sostuvo el abanico de cartas en su mano izquierda.

-Mi estimada señorita -dijo con severidad pensativa y melancólica,

dirigiéndose a Eleanor Baxter-, ¿por qué se dejó convencer por Sir Gervase

Darlington? A su abuelo no le gustaría nada oír que utilizó usted la

exposición de figuras de cera para dejar el mensaje que ponía en

conocimiento de Sir Gervase lo que él estaba deseoso de saber, sin que

tuviera necesidad de hablarle, escribirle y ni siquiera aproximársele a un

kilómetro.

42

Si ya anteriormente la señorita Baxter se había puesto pálida y

exhalado un ahogado grito al ver a Sir Gervase nada más lastimoso que

la expresión que se pintó entonces en sus ojos grises. Tambaleándose

un tanto, intentó formular una negativa.

-¡No, no! -le detuvo amablemente Holmes-. No servirá de nada. A los

pocos instantes de entrar usted en esta habitación la pasada noche, ya

me había dado cuenta de que... de que conocía a Sir Gervase, aquí

presente.

-¡Señor Holmes, usted no puede haberlo ni sospechado!

-Me temo que sí. Haga el favor de fijarse en la mesita que hay a la

izquierda de mi sofá, mientras yo me siento en él. Cuando usted vino no

había nada encima de esta mesita, salvo un pliego de papel cuyo

blasón estaba rematado por un penacho un tanto llamativo. Era el

escudo de Sir Gervase Darlington.

-¡Cielos! -exclamó la atormentada joven.

-Usted -prosiguió Holmes-, se impresionó de extraña manera al verlo. Miró

fijamente a la mesita, como si reconociera algo. Y cuando vio que yo

tenía mi vista clavada en usted, se sobresaltó y cambió de color. Luego, y

mediante observaciones aparentemente casuales por mí parte, usted nos

confesó espontáneamente que su jefe era lord Hove, propietario de

Sheerness...

-¡No! ¡No! ¡No!

-Resultaba muy fácil para usted sustituir nueve cartas de las que tenían

en la mano las figuras de cera. Como dijo su abuelo, hay una puerta

lateral que no encaja bien. En consecuencia, pudo usted llevar a cabo

dicha sustitución a hurtadillas durante la noche, antes de recoger a su

abuelo a primera hora de la mañana para acompañarlo a su casa.

43

―Sin embargo, usted habría podido destruir las pruebas si su

abuelo le hubiese comunicado, la primera noche, que algo andaba mal

en el Museo. Pero como no se lo dijo hasta la noche siguiente, y como

entonces se hallaba con él Robert Parsnip, no tuvo usted la oportunidad

de quedarse a solas. No me extraña, por tanto, que protestara usted

cuando Baxter manifestó sus deseos de venir a verme a todo trance.

Después, y como inconscientemente me dijo el doctor Watson, trató

usted de desperdigar las cartas que tenían en la mano las figuras de

cera.

-¡Holmes! -exclamé-. ¡Basta ya de tal tortura! La verdadera culpable no es

la señorita Baxter sino ese rufián que aún se permite reírse en nuestras

narices.

-Créame, señorita Baxter, que no fue intención mía hacerle daño -dijo

Holmes-. No me cabe duda que fue por casualidad que supo usted de

las facultades de Sheerness. Los deportistas pertenecientes a la

nobleza acostumbran a hablar descuidadamente cuando sólo oyen el

tecleo de una máquina de escribir en la habitación de al lado. Pero claro

que Sir Gervase, antes de ser tan estrechamente vigilado, la

aleccionó a usted para que tuviese bien aguzados los oídos y se

comunicara con él por ese ingenioso medio, caso de que usted tuviera

alguna valiosa información que poner en su conocimiento.

―En principio, el método me parecía sumamente ingenioso. Lo que no

podía comprender era por qué no le escribía usted simplemente;

pero cuando él vino aquí supe que espiaban su correspondencia, y

hasta se la abrían. Y ahora que tenemos las pruebas...

-¡No, vive Dios! -prorrumpió Sir Gervase Darlington-. ¡No tiene usted

pruebas de ninguna clase! Y al mismo tiempo que decía estas

palabras, y con la rapidez de una serpiente presta al ataque,

arrebató las cartas que Holmes tenía en su mano.

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Instintivamente, mi amigo se incorporó pero el dolor que le produjo su

tobillo lesionado le hizo lanzar una exclamación, a la vez que la mano

derecha de Sir Gervase, de un empellón, le volvía a dejar sentado en el

sofá.

-¡Gervase! -suplicó la señorita Baxter, retorciéndose las manos-. ¡Por

favor! ¡No me mires así! ¡No fue culpa mía!

-¡Desde luego que no! -replicó él, con una expresión de mofa en su

rostro brutal-.

¡Nooo! ¡Claro que no! ¡Venir aquí a traicionarme! ¿Quieres apartarte de mi

vista? ¡No vales nada y se lo diré a cualquiera que me lo pregunte! ¡Vamos,

apártate, maldita!

-Sir Gervase -intervine yo-, ya se lo previne a usted por última vez.

-Ahora interviene el matasanos, ¿eh? Le voy a...

Soy el primero en admitir que fue más bien cuestión de suerte,

aunque quizá deba añadir que soy más ágil y rápido de lo que

suponen mis amigos. Baste decir que la señorita Baxter gritó. Holmes,

sobreponiéndose al dolor de su tobillo, se puso en pie de un salto.

-¡Por Júpiter, Watson! ¡Nunca he presenciado un directo igual a la

mandíbula! ¡Le ha dado tan de lleno que tiene por lo menos para diez

minutos de sueño!

-Espero, sin embargo -dije soplando en mis doloridos nudillos-, que la

señorita Baxter no se haya asustado demasiado por el golpe que se dio

contra el suelo. Sentiría también alarmar a la señora Hudson, a quien me

parece oír acercándose con el desayuno.

-¡El bueno de Watson!

-¿De qué se ríe, Holmes? ¿Es que acaso he dicho algo divertido?

45

-¡Oh, no, Dios me valga! Pero a veces pienso que quizá yo soy más

superficial y usted mucho más profundo de lo que habitualmente

acostumbro a creer.

-Su ironía se me escapa. Sin embargo, ahí está la prueba. Pero no

puede usted descubrir públicamente a Sir Gervase Darlington, a

menos que también quiera perjudicar a la señorita Baxter.

-¡Hum, Watson! Tengo una cuenta pendiente que liquidar con

ese caballero. Sinceramente, no puedo guardarle rencor por

ofrecerme una carrera como boxeador profesional. Pero...

¡confundirme con un detective de Scotland Yard! ¡Fue un insulto que

no podré olvidar jamás!

-Holmes, ¿cuántos favores le he pedido a usted, desde que nos conocemos?

-Bien, bien, sea como quiera. Conservaremos las cartas sólo como último

recurso por si vuelve a hacer tonterías este bello durmiente. En cuanto a la

señorita Baxter...

-¡Le amaba! -exclamó apasionadamente la infeliz muchacha-. O..., por lo

menos así lo creía...

-En cualquier caso, señorita Baxter, Watson callará por todo el tiempo que

usted quiera. No hablará hasta alguna fecha muy lejana, mucho, cuando ya

sea usted abuela; sonría y de su permiso... De aquí a medio siglo, usted

ya se habrá olvidado por completo de Sir Gervase Darlington...

-¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!

-¡Oh, creo que sí! -sonrió Sherlock Holmes-. On s'enlace; puis un jour, on

se lasse; c'est l'amour. Hay más sabiduría en este epigrama francés

que en todas las obras de Henry Ibsen.

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La Llave de Plata H.P. Lovecraft

Cuando Randolph Carter cumplió los treinta años, perdió la llave de la puerta de

los sueños.

Anteriormente había compaginado la insulsez de la vida cotidiana con excursiones

nocturnas a extrañas y antiguas ciudades situadas más allá del espacio, y a

hermosas e increíbles regiones de unas tierras a las que se llega cruzando mares

etéreos. Pero al alcanzar la edad madura sintió que iba perdiendo poco a poco

esta capacidad de evasión, hasta que finalmente le desapareció por completo.

Ya no pudieron hacerse a la mar sus galeras para remontar el río Oukranos, hasta

más allá de las doradas agujas de campanario de Thran, ni vagar sus caravanas

de elefantes a través de las fragantes selvas de Kled, donde duermen bajo la luna,

hermosos e inalterables, unos palacios de veteadas columnas de marfil. Había

leído mucho acerca de cosas reales, y había hablado con demasiada gente. Los

filósofos, con su mejor intención, le habían enseñado a mirar las cosas en sus

mutuas relaciones lógicas, y a analizar los procesos que originaban sus

pensamientos y sus desvaríos. Había desaparecido el encanto, y había olvidado

que toda la vida no es más que un conjunto de imágenes existentes en nuestro

cerebro, sin que se dé diferencia alguna entre las que nacen de las cosas reales y

las engendradas por sueños que sólo tienen lugar en la intimidad, ni ningún motivo

para considerar las unas por encima de las otras. La costumbre le había

atiborrado los oídos con un respeto supersticioso por todo lo que es tangible y

existe físicamente. Los sabios le habían dicho que sus ingenuas figuraciones eran

insulsas y pueriles, y más absurdas aún, puesto que los soñadores se empeñan

en considerarlas llenas de sentido e intención, mientras el ciego universo va dando

vueltas sin objeto, de la nada a las cosas, y de las cosas a la nada otra vez, sin

preocuparse ni interesarse por la existencia ni por las súplicas de unos espíritus

fugaces que brillan y se consumen como una chispa efímera en la oscuridad.

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Le habían encadenado a las cosas de la realidad, y luego le habían explicado el

funcionamiento de esas cosas, hasta que todo misterio hubo desaparecido del

mundo. Cuando se lamentó y sintió deseos imperiosos de huir a las regiones

crepusculares donde la magia moldeaba hasta los más pequeños detalles de la

vida, y convertía sus meras asociaciones mentales en paisaje de asombrosa e

inextinguible delicia, le encauzaron en cambio hacia los últimos prodigios de la

ciencia, invitándole a descubrir lo maravilloso en los vórtices del átomo y el

misterio en las dimensiones del cielo. Y cuando hubo fracasado, y no encontró lo

que buscaba en un terreno donde todo era conocido y susceptible de medida

según leyes concretas, le dijeron que le faltaba imaginación y que no estaba

maduro todavía, ya que prefería la ilusión de los sueños al mundo de nuestra

creación física.

De este modo, Carter había intentado hacer lo que los demás, esforzándose por

convencerse de que los sucesos y las emociones de la vida ordinaria eran más

importantes que las fantasías de los espíritus más exquisitos y delicados. Admitió,

cuando se lo dijeron, que el dolor animal de un cerdo apaleado, o de un labrador

dispéptico de la vida real, es más importante que la incomparable belleza de

Narath, la ciudad de las cien puertas labradas, con sus cúpulas de calcedonia, que

él recordaba confusamente de sus sueños; y bajo la dirección de tan sabios

caballeros fomentó laboriosamente su sentido de la compasión y de la tragedia.

De cuando en cuando, no obstante, le resultaba inevitable considerar cuán

triviales, veleidosas y carentes de sentido eran todas las aspiraciones humanas, y

cuán contradictoriamente contrastaban los impulsos de nuestra vida real con los

pomposos ideales que aquellos dignos señores proclamaban defender. Otras

veces miraba con ironía los principios con los cuales le habían enseñado a

combatir la extravagancia y artificiosidad de los sueños; porque él veía que la vida

diaria de nuestro mundo es en todo igual de extravagante y artificiosa, y

muchísimo menos valiosa a este respecto, debido a su escasa belleza y a su

estúpida obstinación en no querer admitir su propia falta de razones y propósitos.

De este modo, se fue convirtiendo en una especie de amargo humorista, sin darse

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cuenta de que incluso el humor carece de sentido en un universo estúpido y

privado de cualquier tipo de autenticidad. En los primeros días de esta

servidumbre, se refugió en la fe mansa y santurrona que sus padres le habían

inculcado con ingenua confianza, ya que le pareció que de ella nacían místicos

senderos que le ofrecían alguna posibilidad de evadirse de esta vida. Sólo una

observación más cuidadosa le hizo comprender la falta de fantasía y de belleza, la

rancia y prosaica vulgaridad, la gravedad de lechuza y las grotescas pretensiones

de inquebrantable fe que reinaban de manera aplastante y opresiva entre la mayor

parte de quienes la profesaban; o le hizo sentir plenamente la torpeza con que

trataban de mantenerla viva, como si aún fuera el intento de una raza primordial

por combatir los terrores de lo desconocido.

A Carter le aburría la solemnidad con que la gente trataba de interpretar la

realidad terrenal a partir de viejos mitos, que a cada paso eran refutados por su

propia ciencia jactanciosa. Y esta seriedad inoportuna y fuera de lugar mató el

interés que podía haber sentido por las antiguas creencias, de haberse limitado a

ofrecer ritos sonoros y expansiones emocionales con su auténtico significado de

pura fantasía. Pero cuando comenzó a estudiar a los filósofos que habían

derribado los viejos mitos, los encontró aún más detestables que quienes los

habían respetado. No sabían esos filósofos que la belleza estriba en la armonía, y

que el encanto de la vida no obedece a regla alguna en este cosmos sin objeto,

sino únicamente a su consonancia con los sueños y los sentimientos que han

modelado ciegamente nuestras pequeñas esferas a partir del caos. No veían que

el bien y el mal, y la felicidad y la belleza, son únicamente productos ornamentales

de nuestro punto de vista, que su único valor reside en su relación con lo que por

azar pensaron y sintieron nuestros padres; y que sus características, aun las más

sutiles, son diferentes en cada raza y en cada cultura. En cambio, negaban todas

estas cosas rotundamente, o las explicaban mediante los instintos vagos y

primitivos que todos compartimos con las bestias y los patanes; de este modo, sus

vidas se arrastraban penosamente por el dolor, la fealdad y el desequilibrio;

aunque, eso sí, henchidas del ridículo orgullo de haber escapado de un mundo

que en realidad no era menos sólido que el que ahora les sostenía. Lo único que

49

habían hecho era cambiar los falsos dioses del temor y de la fe ciega por los de la

licencia y de la anarquía. Carter apenas gozaba de estas modernas libertades,

porque resultaban mezquinas e inmundas a su espíritu amante de la belleza única;

por otra parte, su razón se rebelaba contra la lógica endeble mediante la cual sus

paladines pretendían adornar los brutales impulsos humanos con la santidad

arrebatada a los ídolos que acababan de deponer. Veía que la mayor parte de la

gente, como el mismo clero desacreditado, seguía sin poder sustraerse a la ilusión

de que la vida tiene un sentido distinto del que los hombres le atribuyen, ni

establecer una diferencia entre las nociones de ética y belleza, aun cuando, según

sus descubrimientos científicos, toda la naturaleza proclama a los cuatro vientos

su irracionalidad y su impersonal amoralidad. Predispuestos y fanáticos por las

ilusiones preconcebidas de justicia, libertad y conformismo, habían arrumbado el

antiguo saber, las antiguas vías y las antiguas creencias; y jamás se habían

parado a pensar que ese saber y esas vías seguían siendo la única base de los

pensamientos y de los criterios actuales, los únicos guías y las únicas normas de

un universo carente de sentido, de objetivos estables y de hitos fijos. Una vez

perdidos estos marcos artificiales de referencia, sus vidas quedaron privadas de

dirección y de interés, hasta que finalmente tuvieron que ahogar el tedio en el

bullicio y en la pretendida utilidad de las prisas, en el aturdimiento y en la

excitación, en bárbaras expansiones y en placeres bestiales. Y cuando se hallaron

hartos de todo esto, o decepcionados, o la náusea les hizo reaccionar, entonces

se entregaron a la ironía y a la mordacidad, y echaron la culpa de todo al orden

social. Jamás lograron darse cuenta de que sus principios eran tan inestables y

contradictorios como los dioses de sus mayores, ni de que la satisfacción de un

momento es la ruina del siguiente.

La belleza serena y duradera sólo se halla en los sueños; pero este consuelo ha

sido rechazado por el mundo cuando, en su adoración de lo real. arrojó de sí los

secretos de la infancia. En medio de este caos de falsedades e inquietudes, Carter

intentó vivir como correspondía a un hombre digno, de sentido común y buena

familia. Cuando sus sueños fueron palideciendo por la edad y su sentido del

ridículo, no los pudo sustituir por ninguna creencia; pero su amor por la armonía le

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impidió apartarse de los senderos propios de su raza y condición. Caminaba

impasible por las ciudades de los hombres, y suspiraba porque ningún escenario

le parecía enteramente real, porque cada vez que veía los rojos destellos del sol

reflejados en los altos tejados, o las primeras luces del anochecer en las

plazoletas solitarias, recordaba los sueños que había vivido de niño, y añoraba los

países etéreos que ya no podía encontrar. Viajar era sólo una burla; ni siquiera la

Guerra Mundial le conmovió gran cosa, aunque participó en ella desde el principio

en la Legión Extranjera de Francia. Durante cierto tiempo trató de buscar amigos,

pero no tardó en darse cuenta de que todos ellos eran groseros, banales y

monótonos, y demasiado apegados a las cosas terrenales. Se alegraba

vagamente de no tener trato con sus familiares, porque ninguno le habría sabido

comprender, excepto, quizá, su abuelo y su tío abuelo Christopher; pero hacía

tiempo que ambos habían muerto. Entonces comenzó a escribir libros de nuevo,

cosa que no hacía desde que los sueños le habían abandonado. Pero tampoco

encontró en ello ninguna satisfacción ni desahogo, porque aún sus pensamientos

eran demasiado mundanos, y no podía pensar en cosas hermosas, como antes.

Los destellos de humor irónico echaban abajo los alminares fantasmales que su

imaginación erigía, y su terrenal aversión por todo lo inverosímil marchitaba las

flores más delicadas y fascinantes de sus maravillosos jardines.

La religiosidad convencional que adjudicaba a sus personajes los impregnaba de

un sentimentalismo empalagoso, en tanto que el mito del realismo y de la

necesidad de pintar acontecimientos y emociones vulgarmente humanos,

degradaban toda su elevada fantasía, convirtiéndola en un fárrago de alegorías

mal disimuladas y superficiales sátiras de la sociedad. Así, sus nuevas novelas

alcanzaron un éxito que jamás habían conocido las de antes; pero al comprender

cuán insulsas debían ser para agradar a la vana muchedumbre, las quemó todas y

dejó de escribir. Eran unas novelas triviales y elegantes, en las que se sonreía

educadamente de los propios sueños que apenas si describía por encima; pero se

dio cuenta de que eran artificiosas y falsas, y carecían de vida. Después de estos

intentos se dedicó a cultivar el ensueño deliberado, y ahondó en el terreno de lo

grotesco y de lo excéntrico, como buscando un antídoto contra los anteriores

51

lugares comunes. Estos campos no tardaron, sin embargo, en poner de manifiesto

su pobreza y su esterilidad; y pronto se dio cuenta de que las habituales creencias

ocultistas son tan escasas e inflexibles como las científicas, aunque desprovistas

de toda verosimilitud. La estupidez grosera, la superchería y la incoherencia de las

ideas no son sueños, ni ofrecen a un espíritu superior ninguna posibilidad de

evadirse de la vida real. Así, pues, Carter compró libros aun más extraños, y

buscó escritores más profundos y terribles, de fantástica erudición; se sumergió en

los arcanos menos estudiados de la conciencia, ahondó en los profundos secretos

de la vida, de la leyenda y de la remota antigüedad, y aprendió cosas que le

dejaron marcado para siempre. Decidió vivir a su modo y amuebló su casa de

Boston de forma que pudiera armonizar con sus cambios de humor. Consagró una

habitación a cada uno de ellos, y las pintó con los colores adecuados, disponiendo

en ellas los libros convenientes y dotándolas de objetos y aparatos que le

proporcionasen las sensaciones requeridas en cuanto a luz, calor, sonidos,

sabores y aromas.

Una vez oyó hablar de un hombre al cual, allá en el Sur, le rehuían y le temían

todos por las cosas blasfemas que leía en arcaicos libros y en tabletas de arcilla

que había conseguido traer clandestinamente de la India y de Arabia. Y fue a

visitarlo, y vivió con él, y compartió sus estudios durante siete años, basta que una

noche les sorprendió el horror en un viejo cementerio desconocido, del que, de los

dos que habían entrado, sólo uno regresó. Entonces volvió a Arkham, la ciudad

terrible y embrujada de Nueva Inglaterra, donde habían vivido sus antepasados, y

allí hizo experiencias en la oscuridad, entre sauces venerables y ruinosos tejados,

que le hicieron sellar para siempre ciertas páginas del diario de uno de sus

predecesores, de una mentalidad excepcionalmente tenebrosa. Pero estos

horrores sólo le llevaron hasta los límites de la realidad; y no pudiendo

traspasarlos, no llegó a la auténtica región de los sueños por la que él había

vagado durante su juventud.

De este modo, cuando cumplió los cincuenta años, perdió toda esperanza de paz

o de felicidad, en un mundo demasiado atareado para percibir la belleza y

52

demasiado intelectual para tolerar los sueños. Habiendo comprendido al fin la

fatalidad de todas las cosas reales, Carter pasó sus días en soledad, recordando

con añoranza los sueños perdidos de su juventud. Consideró que era una

estupidez seguir viviendo de esa manera, y por mediación de un sudamericano,

conocido suyo, consiguió una poción muy singular, capaz de sumirle sin

sufrimiento en el olvido de la muerte. La desidia y la fuerza de la costumbre, no

obstante, le hicieron aplazar esta decisión, y siguió languideciendo sin resolverse

a poner fin a su vida, y vagando por el mundo de sus recuerdos. Quitó las

extrañas colgaduras de las paredes y volvió a arreglar la casa como en sus

primeros años de juventud: repuso las cortinas purpúreas, los muebles victorianos

y todo lo demás. Con el paso del tiempo, casi llegó a alegrarse de haber diferido

su determinación, ya que sus recuerdos de juventud y su ruptura con el mundo

hicieron que la vida y sus sofisterías le pareciesen muy distantes e irreales, tanto

más cuanto que a ello se añadió un toque de magia y esperanza que ahora

empezaba a deslizarse en sus descansos nocturnos. Durante años, en sus noches

de ensueño, sólo había visto los reflejos deformados de las cosas cotidianas, tal

como las veían los más vulgares soñadores; pero ahora comenzaba a vislumbrar

de nuevo el resplandor de un mundo extraño y fantástico, de una naturaleza

confusa aunque pavorosamente inminente, que adoptaba la forma de escenas

nítidas de sus tiempos de niñez y le hacía recordar hechos y cosas

intranscendentes, largo tiempo olvidados. A menudo se despertaba llamando a su

madre y a su abuelo, cuando hacía ya un cuarto de siglo que ambos descansaban

en sus tumbas. Luego, una noche, su abuelo le recordó la llave. Aquel sabio de

cabeza encanecida, con la misma apariencia de vida que en sus buenos tiempos,

le habló larga y seriamente de su rancia estirpe y de las extrañas visiones que

habían tenido aquellos hombres refinados y sensibles que eran sus antepasados.

Le habló del cruzado de ojos llameantes, y de los crueles secretos que éste

aprendió de los sarracenos durante el tiempo que lo tuvieron en cautiverio; del

primer sir Randolph Carter, que estudió artes mágicas en tiempos de la reina

Isabel. Asimismo, le habló de Edmund Carter, que estuvo a punto de ser ahorcado

con las brujas de la ciudad de Salem, y que había guardado en una caja una gran

53

llave de plata que había recibido de manos de sus mayores. Antes que Carter

despertara, su etéreo visitante le dijo dónde encontraría la caja y que se trataba de

un cofrecillo de prodigiosa antigüedad, cuya tosca tapa, tallada en madera de

roble, no había abierto mano alguna desde hacía doscientos años. Entre el polvo y

las sombras del desván lo encontró, remoto y olvidado en el último cajón de una

enorme cómoda. El cofrecillo era como de un pie cuadrado, y tenía unos

bajorrelieves góticos tan tenebrosos, que no se extrañó de que nadie se hubiera

atrevido a abrirlo desde los tiempos de Edmund Carter. No sonó nada dentro al

sacudirlo, pero despidió místicos perfumes de especias olvidadas. Lo de que

contenía una llave no era, sin duda alguna, más que una oscura leyenda. Ni

siquiera el padre de Randolph Carter había sabido nunca que existiese tal

cofrecillo. Estaba reforzado con tiras de hierro herrumbroso y no parecía haber

medio alguno de abrir su imponente cerradura. Carter tenía el vago presentimiento

de que dentro encontraría la llave de la perdida puerta de los sueños, pero su

abuelo no le había dicho una sola palabra de cómo y dónde usarla. Un viejo criado

suyo forzó la tapa esculpida; y al hacerlo, las horribles caras les miraron desde la

madera ennegrecida. En el interior, un pergamino descolorido envolvía una

enorme llave de plata deslustrada, labrada con misteriosos arabescos; pero no

había allí explicación legible de ninguna clase. El pergamino era voluminoso, y

estaba cubierto de extraños jeroglíficos pertenecientes a una lengua desconocida,

trazados con un antiguo junco. Carter reconoció en ellos los mismos caracteres

que había visto en cierto rollo de papiro que perteneciera al terrible sabio del Sur,

el que desapareció una noche en determinado cementerio de remota antigüedad.

Aquel hombre se estremecía siempre que consultaba el rollo, y Carter tembló

ahora también. Pero limpió la llave y la conservo esa noche a su lado, metida en

su aromático estuche de roble viejo. Entre tanto, sus sueños se fueron haciendo

más vívidos y, aunque en ellos no aparecía ninguna de aquellas extrañas

ciudades, ni los increíbles jardines de sus viejos tiempos, fueron adquiriendo un

significado definido cuya finalidad no dejaba lugar a dudas. Era llamado en sueños

desde un pasado remoto, y se sentía arrastrado por las voluntades unidas de

todos sus antepasados hacia alguna fuente oculta y ancestral. Entonces

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comprendió que debía penetrar en el pasado y confundirse con las viejas cosas; y

día tras día pensó en las colinas del norte, donde se hallan la encantada ciudad de

Arkham y el impetuoso Miskatonic, y la rústica y solitaria morada de su familia.

Bajo la lívida luz del otoño, Carter emprendió el viejo camino a través de un

mágico panorama de colinas onduladas y de prados cercados de piedra, y

atravesó el valle lejano de laderas cubiertas de bosque, recorrió la serpeante

carretera, pasó junto a las abrigadas granjas y bordeó los meandros cristalinos del

Miskatonic, cruzado aquí y allá por rústicos puentecillos de madera o de piedra. En

una de sus curvas vio el grupo de olmos gigantescos donde había desaparecido

misteriosamente uno de sus antepasados hacía ciento cincuenta años, y se

estremeció al sentir el viento que soplaba de modo significativo entre sus troncos.

Luego apareció la casa solitaria y ruinosa del viejo Goody Fowler, el brujo, con sus

ventanucos endemoniados y su gran tejado que descendía casi hasta el suelo por

la parte de atrás. Pisó el acelerador al pasar por delante, y no moderó la marcha

hasta haber coronado la colina donde había nacido su madre, y los padres de su

madre, en un blanco y viejo caserón que todavía conservaba su imponente

aspecto desde la carretera, colgado sobre un paisaje trágico y maravilloso de

rocosas pendientes y valles verdeantes, en cuyo horizonte se divisaban los lejanos

campanarios de Kingsport, y aún más allá se adivinaba la presencia de un mar

arcaico y henchido de sueños. Luego vino la ladera de monte bajo donde se

alzaba la mansión que Carter no había visitado desde hacía cuarenta años. Caía

ya la tarde cuando llegó al pie del lugar, y a mitad de camino se detuvo a

contemplar la extensa comarca dorada y celestial, inundada por la luz sesgada del

sol poniente. Toda la fantasía y el anhelo de sus sueños recientes parecían

encarnar en este paisaje apacible y extraño que le sugería la ignorada soledad de

otros planetas. Recorrió con la mirada el tapiz desierto de los prados que se

estremecía entre tapias derruidas y mágicos macizos de bosque que destacaban

por encima del ondulado perfil de las colinas, y el valle espectral, poblado de

árboles, que se precipitaba entre sombras hacia los húmedos bordes de los

riachuelos cuyas aguas sollozaban al discurrir gorgoteantes entre hinchadas y

retorcidas raíces. Algo le dijo que su automóvil no pertenecía a este universo, así

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que lo dejó junto al límite del bosque y, metiéndose la enorme llave en el bolsillo

de la chaqueta, siguió subiendo a pie por la cuesta. Se internó en lo profundo del

bosque, aun a sabiendas de que el edificio estaba en lo alto de una loma

totalmente despejada de árboles, excepto por el norte. Se preguntó qué aspecto

ofrecería la casa, puesto que estaba vacía y abandonada, en parte por culpa suya,

desde la muerte de su extraño tío abuelo Christopher, ocurrida hacía treinta años.

Durante su niñez había pasado largas temporadas allí, y había descubierto

extrañas maravillas en los bosques que se extendían al otro lado del huerto. Las

sombras se hicieron más densas a su alrededor, porque la noche estaba cerca. A

su derecha, se abrió entre los árboles un calvero, de suerte que, durante un

momento, pudo distinguir leguas y leguas de praderas bañadas de luz

crepuscular. y al fondo, el campanario de la Congregación, que se alzaba sobre la

Colina Central de Kingsport. Arrebolados con el último resplandor del día, los

cristales redondos de las lejanas ventanitas parecían despedir llamaradas del

fuego. Sin embargo, al sumergirse de nuevo en las sombras, recordó de pronto,

con un sobresalto, que esta visión fugaz no podía proceder sino de algún

trasfondo de su memoria infantil, ya que hacía mucho tiempo que la iglesia había

sido derruida para construir en su lugar el Hospital de la Congregación. Había

leído la noticia con interés, ya que el periódico hablaba además de las extrañas

galerías o pasadizos que se habían encontrado en la roca, bajo sus cimientos. A

través de su confusión, le pareció oír una voz aflautada, y al reconocer su acento

familiar después de tantos años, sintió un nuevo escalofrío. Benjiah Corey, el

antiguo criado de su tío Christopher, era ya un anciano en aquella época lejana de

su niñez en que venía a pasar temporadas enteras al viejo caserón. Ahora tendría

más de ciento cincuenta años; pero aquella voz cascada no podía ser de nadie

más. Carter no pudo distinguir lo que decía, pero el tono era inconfundible y

obsesionante. ¡Quién iba a decir que el «Viejo Benjy» aún estaba vivo! -¡Señorito

Randy! ¡Señorito Randy! ¿Dónde estás? ¿Quieres matar de un disgusto a tu tía

Martha? ¿No te dijo que no te alejaras de la casa cara a la noche, y que volvieras

antes de oscurecer? ¡Randy! ¡Ran...dyyy! En mi vida he visto un chiquillo que le

guste tanto corretear por el bosque; se pasa el día merodeando por esa maldita

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caverna de serpientes... ¡Eh, Ran...dyyy! Randolph Carter se paró en la densa

oscuridad y se restregó los ojos con la mano. Era muy extraño. Algo no andaba

bien. Se encontraba en un paraje donde no debía estar; se había extraviado en

unos lugares muy apartados, adonde no debía haber ido, y ahora era

imperdonablemente tarde. No había mirado la hora en el reloj del campanario de

Kingsport, aun cuando podía haberla visto fácilmente con su catalejo de bolsillo;

pero sabía que su retraso era algo muy extraño y sin precedentes. No estaba

seguro de haberse traído consigo el catalejo, y se metió la mano en el bolsillo de

la blusa para cerciorarse. No, no lo traía; pero en cambio llevaba una llave de plata

que había encontrado en alguna parte, dentro de una caja. Tío Chris le dijo una

vez algo muy raro acerca de una arqueta cerrada donde había una llave, pero tía

Martha le hizo callar bruscamente, diciendo que no debía contar historias de ese

género a un muchacho que ya tenía la cabeza demasiado llena de quimeras.

Entonces intentó recordar exactamente dónde había encontrado la llave, pero todo

era muy confuso. Se preguntó si no sería en el desván de su casa de Boston, y se

acordó vagamente de haber sobornado a Parks con el sueldo de media semana

para que le ayudara a abrir la caja, y guardara silencio después; pero al evocar la

escena, la cara de Parks le resultó muy extraña, como si las arrugas de

innumerables años hubieran hecho presa de pronto en el vivo y menudo cockney.

-¡Ran. . . dyyy ! ¡Ran... dyyy! ¡Eh! ¡Eh! ¡Randy! Una linterna oscilante apareció por

la curva oscura, y el viejo Benjiah se arrojó sobre la silueta silenciosa y perpleja de

Carter. -¡Maldito crío, ahí estabas tú! ¿No tienes lengua en la boca, que no

contestas? ¡Hace media hora que te estoy llamando, y me has tenido que oír hace

rato! ¿Es que no sabes que tu tía Martha está la mar de preocupada por tu culpa?

¡Espera y verás, cuando se lo diga a tu tío Chris! ¡Deberías saber que estos

bosques no son lugar a propósito para andar por ahí a estas horas! Te puedes

tropezar con cosas malas, de las que nada bueno puedes esperar, como mi

abuelo sabía muy bien antes que yo. ¡Vamos, señorito Randy, o Hanna no nos

guardará la cena! De este modo, Carter se vio arrastrado cuesta arriba, hacia

donde brillaban fascinantes las estrellas a través de los altos ramajes otoñales. Y

oyeron ladrar a los perros, y vieron la luz amarillenta de las ventanas tras la última

57

revuelta del camino, y contemplaron el parpadeo de las Pléyades por encima del

calvero donde se erguía un gran tejado negro contra el agonizante crepúsculo de

poniente. Tía Martha estaba en el umbral, y no regañó demasiado al pequeño

tunante cuando Benjiah lo hizo entrar. Demasiado bien sabía por tío Chris que

estas cosas eran propias de los Carter. Randolph no le enseñó la llave, sino que

cenó en silencio y sólo protestó cuando llegó la hora de acostarse. El solía soñar

mejor despierto, y por otra parte, quería utilizar la llave aquella. A la mañana

siguiente, Randolph se levantó temprano, y habría echado a correr hacia la

arboleda de arriba, si su tío Chris no le hubiera cogido, obligándole a sentarse a

desayunar. Impaciente, paseó la mirada a su alrededor, por aquella estancia de

suelo inclinado, por la alfombra andrajosa, por las descubiertas vigas del techo y

por los pilares angulares, y sólo sonrió cuando las ramas del huerto arañaron los

cristales de la ventana del fondo. Los árboles y las colinas estaban allí cerca, a su

lado, y constituían las puertas de aquel reino intemporal que era su verdadera

patria. Luego, cuando le dejaron libre, se tentó el bolsillo de la blusa para ver si

tenía la llave; y al ver que sí, cruzó el huerto y echó hacia arriba, por donde el

monte se elevaba hasta por encima del calvero. El suelo del bosque estaba

tapizado de musgo y de misterio. Los grandes peñascos cubiertos de líquenes se

erguían vagamente, bajo la luz difusa, como enormes monolitos druidas entre los

troncos inmensos y retorcidos de un bosque sagrado. A mitad de su ascenso,

Randolph cruzó un torrente cuyas cascadas, un poco más abajo, cantaban

misteriosos sortilegios a los faunos escondidos, a los egipanes y a las dríadas.

Luego llegó a la extraña cueva que se abría en la falda del monte, a la temible

Caverna de las Serpientes que la gente del campo solía rehuir, y de la que

pretendía mantenerle alejado Benjiah. La cueva era profunda, más profunda de lo

que cualquiera habría sospechado, porque Randolph había descubierta una

hendidura en el rincón más profundo y oscuro, que daba acceso a otra gruta más

grande aún: a un espacio secreto y sepulcral cuyas graníticas paredes daban la

impresión de haber sido trabajadas por un ser inteligente. Esta vez entró reptando,

como en las demás ocasiones, y alumbrándose con las cerillas que había cogido

del cuarto de estar, y se deslizó por la grieta del final con una ansiedad

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inexplicable para sí mismo. No sabía por qué razón se aproximó a la pared del

fondo con tanta resolución, ni por qué sacó instintivamente la gran llave de plata.

Pero siguió adelante; y cuando, aquella noche, regresó excitado a casa, no dio

ninguna explicación por su tardanza, ni prestó la más mínima atención a la

regañina que se ganó por haber ignorado totalmente la llamada de cuerno que

anunciaba la comida de mediodía. Hoy coinciden todos los parientes lejanos de

Randolph Carter en que, cuando éste tenía diez años, ocurrió algo que despertó

su imaginación. Su primo Ernest B. Aspinwall, de Chicago, es diez años mayor

que él, y recuerda muy bien el cambio operado en el muchacho después del otoño

de 1883. Randolph había contemplado paisajes fantásticos, como nadie los ha

contemplado en la vida; pero más extraños aún eran algunos de los poderes que

mostró en relación con cosas muy reales. Parecía, en suma haber adquirido el don

singular de la profecía, y a veces reaccionaba de un modo extraño ante cosas

que, pese a carecer totalmente de importancia en aquel momento, justificaban

más tarde sus singulares actitudes. En el curso de los decenios subsiguientes, a

medida que se inscribían nuevos inventos, nuevos nombres y nuevos

acontecimientos en el libro de la historia, la gente podía recordar sorprendida

cómo Carter se había referido años antes a cosas que de algún modo, pero

inequívocamente, se relacionaban con ellos. El mismo no comprendía sus propias

palabras, ni sabía por qué ciertas cosas le producían determinada emoción,

aunque suponía que ello era debido seguramente a algún sueño que a la sazón no

lograba recordar.

A principios de 1897, cuando cierto viajero mencionó el pueblo francés de Belloy-

en-Santerre, se puso pálido, y sus amigos lo recordaron después porque, en 1916,

durante la Guerra Mundial, recibió en ese pueblo una herida que estuvo a punto

de costarle la vida. Los parientes de Carter hablan a menuda de todo esto, porque

él ha desaparecido recientemente. Su viejo criado, el menudo Parks, que durante

muchos años había soportado con paciencia sus extravagancias, fue el último que

le vio aquella mañana en que cogió el coche y se fue con una llave que acababa

de encontrar. Parks le había ayudado a sacar la llave del antiguo cofrecillo que la

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contenía, y se sentía singularmente impresionado por los grotescos relieves que

adornaban dicha arqueta, y por alguna otra causa que no le era posible referir.

Cuando Carter se marchó, dejó dicho que iba a los alrededores de Arkham a

visitar la comarca de sus antepasados. A mitad de la cuesta del Monte del Olmo,

por la carretera que va hacia las ruinas de la morada solariega de los Carter,

encontraron el coche cuidadosamente aparcado en la cuneta. Dentro encontraron

un cofrecillo de aromática madera, adornado con unos relieves que llenaron de

pavor a los campesinos que dieron con el vehículo.

Este cofrecillo contenía tan sólo un pergamino, cuyos caracteres no pudieron

descifrar ni lingüistas ni paleógrafos. La lluvia había borrado las huellas de sus

pasos, pero parece que la policía de Boston podría haber dicho mucho sobre el

desorden que reinaba entre las vigas derrumbadas de la mansión de los Carter.

Era, según dijeron, como si alguien hubiera andado revolviendo entre las ruinas

recientemente. Encontraron, algo más allá, un pañuelo blanco de bolsillo entre las

rocas del bosque, pero no pudieron demostrar que pertenecía al desaparecido.

Entre los herederos de Randolph Carter se habla de repartir sus bienes, pero yo

pienso oponerme firmemente a ello porque no creo que haya muerto. Existen

repliegues en el tiempo y en el espacio, en la fantasía y en la realidad, que sólo un

soñador puede adivinar; y, por lo que sé de Carter, creo que lo que ha sucedido es

que ha descubierto un medio de atravesar estos nebulosos laberintos. Si volverá o

no alguna vez, es cosa que no puedo afirmar. El buscaba las perdidas regiones de

sus sueños y sentía nostalgia por los días de su niñez. Después encontró una

llave, y me inclino a creer que logró utilizarla para sus extraños fines. Se lo

preguntaré cuando le vea, porque espero encontrarlo en cierta ciudad soñada que

ambos solíamos frecuentar. Se dice en Ulthar, comarca que se extiende al otro

lado del río Skai, que un nuevo rey ocupa el trono de ópalo de Ilek-Vad; la ciudad

fabulosa de infinitos torreones que se asienta en lo alto de los acantilados de

cristal que dominan ese mar crepuscular donde los Gnorri, seres barbudos con

aletas natatorias, construyen sus singulares laberintos; y creo que sé cómo

interpretar este rumor.

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Ciertamente, espero con impaciencia el momento de contemplar esa gran llave de

plata, porque en sus misteriosos arabescos pueden estar simbolizados todos los

designios y secretos de un cosmos ciegamente impersonal.

"¿Qué hora es?"

Yolanda Oreamuno

Ensayo "¿Qué hora es?" (extracto)

Medios que usted sugiere al Colegio para librar

a la mujer costarricense de la frivolidad ambiente

Sé que el Colegio, al cual deseo rendir de este modo bien humilde por cierto-

homenaje de gratitud y de cariño, ha medido, desde luego que la fórmula, la

magnitud y trascendencia de esta encuesta pública. Dado que es difícil suponer

las infinitas ramificaciones y aspectos de este problema, y lo peligroso, para

cualquier mentalidad cobarde, de enfocar con recta y certera visión la raíz de un

mal que ya adquiere caracteres de epidemia, el Colegio da una muestra decisiva

de conciencia docente al abrir en esta forma la puerta a la voz pública, y

especialmente a la voz femenina, para que se sientan todos cada día más ligados

a la labor que ahí se realiza.

Lo que ahora hace el Colegio equivale a desvestirse de aquella significación

puramente educativa anquilosada, que pretendía ver la cuestión pedagógica como

una cosa desconectada de la vida que fuera de sus puertas se deslizaban, y que

no había asimilado del producto del ambiente y por lo tanto está indefectiblemente

ligado a él. De este modo se termina en forma brillante la vieja manía de tomar al

alumno como a un conejillo de Indias para realizar en él experimentos y así muere

el error de que dichos experimentos pedagógicos comienzan y terminan en el

61

laboratorio. Cuando el alumno ingresa a las aulas es ya un producto, una

resultante de impresiones, influencias y emociones fuertemente grabadas en su

subconsciente, con las cuales no se puede dejar de contar. Y cuando este alumno

sale, va directamente a moverse en un mundo extraño, que acabará de majar en

su personalidad hechos y casas que lo condicionarán decisivamente y para los

cuales no puede ignorar el Colegio que trabaja.

Creo haber entendido satisfactoriamente el alcance y significación de este gesto,

con lo cual me siento capaz de entrar en materia, no sin agradecer antes a "mi

Colegio" lo que hace ahora por la juventud de Costa Rica, como en otro tiempo lo

hizo por mi personalmente.

La situación social de la mujer en Costa Rica viene a ser la raíz madre de lo que el

Colegio llama con tanto acierto frivolidad ambiente. Si aquello es la causa, esto es

el efecto. Quiero dejar sentada esta premisa para deducciones finales. Urge por

tanto, para entender el problema, remontarse al ambiente infantil familiar y seguir

desde este punto de partida paso a paso el movimiento personal de la alumna,

con el objeto de que por una simple observación ordenada de los hechos

lleguemos a razonables conclusiones.

Desde que comienza la educación de nuestra mujer en el hogar se plantea ya su

contradictoria situación: ¿Se educa a nuestras muchachas para que sean buenas

señoras de casa, correctas esposas y fuertes madres, o se las educa para que

tomen una activa parte en el conjunto social, dentro y fuera del hogar? Si es

exclusivamente lo primero, entonces la labor del Colegio en sí está reñida

esencialmente con la educación familiar, desde donde se malea la personalidad

de la mujer haciéndola creer que su único destino está en el matrimonio. El

Colegio procura capacitar, que no otro propósito es el de los múltiples

conocimientos que ahí se imparten. Ahora bien toda capacitación, con ser

únicamente un medio, implica, por estricta lógica, un fin subsecuente, un objetivo

que dignifique el trabajo realizado, que haga pensar en ilación y continuidad, y que

no deje al cabo de cinco años de esfuerzos colectivos la obra trunca, porque la

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cultura conseguida en el Colegio no puede ser un fin en sí. Caso de que a nuestra

mujer se la eduque con el segundo objetivo planteado, entonces se hace

necesaria una pregunta orientadora, de ruta futura.

¿Qué va a hacer la alumna después de esos cinco años? ¿Tiene algún objetivo

definido? ¿Para qué fin estudia? ¿Entiende la muchacha que se pone blusa

rayada que la atención, el dinero gastado, el tiempo invertido y el esfuerzo

realizado son valores que necesariamente exigen una finalidad, que se les ponga

al servicio de una causa definida? ¿Comprende que la estudia lo hace por algo, y

sabe qué es ese algo? ¡No!

La generalidad de nuestras muchachas, la casi totalidad de los padres que las

colocan en el Colegio, no se han formulado esa pregunta. Y ellas van porque papá

quiere, porque es muy bonito o por necesidad de poder decirse bachiller a los 17 ó

18 años. El padre la matricula: porque a los hijos hay que educarlos (uno de los

nuevos deberes paternales que la civilización ha agregado a los tantos y tan

difíciles de criar hijos) y es urgente ocupar su imaginación y su tiempo durante los

cinco años que hay entre su desarrollo y la colocación definitiva en las manos de

un hombre que por A o por B motivos quiera hacerse cargo de ella: el marido. Eso

es todo. Pero, digo yo, ¿será justo conformarse con un "eso es todo"? ¿está eso o

no reñido con la labor que el Colegio pretende realizar?

La posición viene desde la casa, desde la calle, desde la más elemental

educación. Aún más. Este mismo problema tiene diferentes aspectos individuales,

ya afecte a cuál de los tipos de muchachas que ingresen al Colegio.

Hay la que va desde el más humilde de los hogares, haciendo inauditos equilibrios

económicos para sostener con decoro su posición de estudiante. La otra, que llega

de una casa más o menos acomodada, pero sin perspectivas alentadoras que le

permitan seguir siendo una carga para la familia.

Y la tercera, la de la casa rica.

63

La primera, que se supondría la más urgida para señalar su camino, no lo hace,

porque sabe que a la hora de dejar el Colegio, si es que llega al final, la palpitante

realidad la hará buscar una solución económica inmediata, y ahoga así en el taller

o en el mostrador la Aritmética, el Algebra y hasta la Geografía, conocimientos que

han resultado de este modo casi inútiles, sin vitalidad. Para esta el Colegio es solo

un transitorio puerto entre dos tempestades, la ocasión ilusoria de amistades que

muy difícilmente concretan, el contacto alegre con clases sociales vedadas. Esta

no desea tomar el estudio en serio: ¿para qué? En cambio, está demasiado

dispuesta a tomar en serio las primeras visiones de otra vida que nunca conocerá

bien y que durara escasamente cinco años ...Ahora, como esa vida es halagüeña

se convertirá en su realidad de Colegio. Nunca el estudio en sí. La segunda, la

que oscila entre un grupo y otro, tiene también una bivalente óptica del Colegio.

No sabe si las aulas se hicieron para el contacto con la gente alegre de uniforme,

solamente, o si va también a estudiar. Para esta el marido es ambiguo. Juega a

que "tal vez"...

La tercera, la rica, tiene tiempo hasta para pensar. A veces el dinero hasta tiempo

proporciona. Nada es urgente para ella. Si estudia y saca unos y el papá es liberal,

va a Estados Unidos, no sin estrenarse antes en el Nacional, pomposamente

vestida de blanco. Y de regreso, posiblemente escoja con quién casarse. No tiene

realmente importancia para ella si lo toma en serio o no.

Carente de orientación verdadera, la mujer sólo tiene un incentivo para el estudio:

la competencia por la buena nota a como haya lugar y la consecuente

memorización, el aprendizaje muerto en sí. Así es como la intrascendencia, la

frivolidad germinan en terreno abonado. Son cinco años decisivos perdidos por

falta de continuidad, por ver la vida como una ―cosa‖ en etapas: escuela, colegio,

marido, y no como una obra de construcción interna y externa, con movimiento y

finalidad. De ahí que para casi todas el Colegio sea: el recreo, los desfiles, la

salida a las once y la nota.

La misma situación pre-colegial a que antes aludí está preñada de contradicciones

que luego repercuten en la personalidad, en la orientación de la mujer. Una de las

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más serias que crea la intolerancia doméstica es el gravamen intelectual que

significa ser ―hija de familia‖. El origen de este término debe ser tan ambiguo como

su significado. Ser ―hija de familia‖ equivale a estar sujeta a la tutela intelectual y

moral de nuestros mayores, a perpetuidad; viene a ser como un descargo de

responsabilidades en un persona que se considera más capaz para asumirlas. La

―hija de familia‖ es el producto de un núcleo pequeño y cerrado, esto es lo grave-

al exterior y del que generalmente el padre es la puerta y la llave a la vez. Las

influencias exteriores son cotizadas, pesadas y medidas por dicho mentor, las

opiniones controladas directamente y, lo que ya es del todo malo, las actividades

volitivas borradas en su casi totalidad. Porque poco importa velar celosamente por

la hija, si luego discuten con ella las decisiones tomadas, tratando de educar su

personalidad, su capacidad para decidir por el buen camino con criterio propio. Lo

grave es lo otro, la obediencia irrestricta, sin discusión amigable ninguna y el

respeto también irrestricto a lo decretado con anterioridad. Esta clase de

dependencias es consecuencia inmediata, por la incomprensión de los deberes y

derechos paternales, de la dependencia económica forzosa de la mujer durante el

período que por desgracia muchas veces ocupa toda una vida. Ahora bien: quede

bien claro, que no voy contra el respeto y la obediencia bien entendidos, sino

contra las consecuencias de la interpretación ambiente sobre lo que es ―docilidad‖.

Y estos efectos de obediencia y respeto, según el significado corriente, de la hija

para el padre que como ya dije anteriormente, tienen un causa económica- no son

lo suficiente elásticos para adaptarse a las nuevas modalidades a que está sujeta

la familia media en Costa Rica, en la cual es más frecuente el caso. Esta familia,

de pocas posibilidades monetarias, tiene generalmente que lanzar sus hijos a la

vida, al trabajo y a un ambiente en contra del cual los ha acondicionado. Y al exigir

a los hijos tal actitud, se encuentran éstos cohibidos, sus responsabilidades

limitadas a cero, puesto que han de recaer lógicamente en el que planteó la

posición. La muchacha así, se ha acostumbrado a que dicha persona piense por

ella, a que la vida no sea más que una realidad para el padre, único quien tiene

que asumir actitudes agresivas y defensivas en la lucha de todos los días. Lógico

es esperar que la bruma de la frivolidad la enrede y le impida ostentar verdadera

65

dignidad. Porque no hay dignidad sin conciencia y la suprema conciencia está en

asumir con pleno conocimiento de causa las responsabilidades que da la vida al

enrolar a un ser en su corriente, sea hombre o sea mujer.

De este ambiente de Colegio lesionado, de esa tutela familiar negativa, sale la

muchacha a realizar el tercer lapso de su vida: la búsqueda, y ojalá consecución,

del marido.

Este tercer estado, que algún ironista llamó ―cinegético‖, es la desconexión

definitiva de toda inquietud intelectual y también es un tránsito delicado a gastarlo,

simplemente, en la forma más alegre y conveniente. Se me dirá: esa es la mujer

sin necesidad apremiante de trabajar, la que puede vivir sin pensar en la realidad

diaria. Argumento obtuso este. Porque, y esto es para mí básico en la constitución

mental de las mujeres, la muchacha de Costa Rica no tiene urgentes necesidades

económicas que la obliguen a tomar una consciente actitud de la vida y que

desarrollen, simultáneamente con el sentido de responsabilidad, la ambición y las

nobles inquietudes. Hay, claro, un sector de mujeres que se ganan la vida y sin

otra posibilidad de subsistir que su propio esfuerzo, pero no es, por cierto, entre

estas mujeres, la frivolidad frecuente; en ellas sólo abunda la tragedia. La

muchacha media la más numerosa en los lugares de más acentuada

intrascendencia entre el sexo femenino _como las ciudades-, que se ha asimilado

hasta el máximo la inconsciencia ambiente, es la que trabaja sin depender

exclusivamente de ella misma y así continúa siendo una sucursal bien escogida de

la casa, escogida para que no haya contactos peligrosos, donde no se mate y

hasta la cual llegue la benevolente protección familiar. La muchacha se sienta ante

otro pupitre, esta vez con sueldo, a esperar el fin de mes como antes esperaba la

nota. En tal condición económica, se amortiguan los golpes de la realidad, pues la

empleada resulta una simple ayuda en la casa, es decir, una ridícula suma que

abona a los anteriores desvelos familiares, si es que, por el contrario, no da un

cinco. Como resultante, la ambición se embota y se encausa hacia la vida de un

club como único objetivo, lo cual supone el lujo en el vestir como una sola

obsesión. Esta tercer a etapa se prolonga, como un juego también, hasta el

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recodo donde se plantea la bifurcación: o se camina hasta el matrimonio, sobre las

bases y con la herencia apuntada, o hasta la soltería infértil y negativa de nuestras

mujeres.

En Una silla de ruedas

Cuando llegó esta desgracia, Sergio aún no había cumplido sus dos anos.

Una mañana la madre abrió la ventana del dormitorio y el niño permaneció

quieto en su camita, como si el sol no hubiese entrado en la habitación

sorbiéndose la oscuridad que la llenaba. No hubo como todos los días, frotamiento

de ojos, risas torpes porque aún tenían las alas metidas en el sueño, ni brazos

impacientes agitándose en reclamo del cuello materno. Se le hubiera creído

muerto si su mirada no se hubiese tendido llena de angustias a la madre.

El pequeño se acostó alegre. Antes de dormirse jugó y retozó en el regazo de

la vieja Canducha y cuando ella acomodó la cabeza de Sergio en la almohada y

subió el embozo para que no pasase frío, aún no se le había cerrado en su boca la

risa.

Al abandonarse al sueño, parecía una vida que iba al encuentro del sol; al

despertar, era una vida que la suerte había dejado en el país brumoso de la

tristeza. Era como si un hada maléfica se hubiera deslizado entre el silencio de la

noche hasta la cama de Sergio y hubiera vaciado su rencor en esta existencia que

comenzaba a abrirse.

Se llamó al médico. Su diagnóstico fue que se trataba de un caso de la Parálisis

de la mañana de West. La familia no entendió lo que aquello quería decir.

Lograron salvarle la vida, pero la enfermedad no quiso abandonar las piernas.

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El anciano médico que lo vio nacer exclamó alegremente cuando Sergio llegó a

este mundo, al mirarlo tan bien conformado: -¡Bienvenido, muchacho! Se ve que

Nuestro Señor estaba de buen humor cuando te hizo. Aquí tenemos a uno a quien

nos mandan bien armado para ir por este valle de lágrimas.

Pero el tiempo vino a demostrarle que por más médico que fuera, no tenía nada

de profeta; El mismo fue quien dijo con voz apenada al colega que acudió a

ayudarle a estudiar aquel caso, mientras movía en todo sentido las piernecillas

marchitas:

-Miembros de Polichinela, amigo mío. Un culdejatte para mientras viva. Ojalá me

equivoque...

¡ Un cul-de-jatte! Y Sergio sonreía al médico que a la cabecera de su cama le

auguraba un destino muy diferente de aquel que entreviera para el niño el día de

su nacimiento.

Más tarde se pidió para él a los Estados Unidos, una silla de ruedas. Era una

silla que mediante cierto mecanismo podía ensanchar asiento y respaldo, un

aparato que crecería conforme Sergio lo necesitara. Estaba hecha de madera a

prueba de comején, y de acero labrado; tenía adornos dorados y los almohadones

forrados en terciopelo. Todo en ella era pulido y reluciente, sin embargo era un

mueble triste.

Jamás Cinta, la madre de Sergio, ni Canducha, olvidaron el primer día en que

el chiquillo fue colocado en la silla; entre almohadones suaves. El pobre reía y

palmoteaba como si se tratara de un juego.

La vieja criada se enjugó los ojos, a las escondidas, con la punta del delantal: -

¡Virgen de los Angeles! ! Que el niño Sergio no se quedara en aquella silla! ¡Qué

hiciera un milagro! Ella le ofrecía unas piernas de oro que iría a colgar en su altar

apenas viera que su cholito "se decida a andar como los cristianos".

68

Cinta empujaba la silla. La rodó hacia el jardín y el chirrido de las ruedas en la

arena, se le metió en el corazón como una espina.

Pasaron los años y el milagro que anhelaba Canducha no se realizaba. Muchas

veces los dorados de la silla perdieron su brillo y se hicieron relucir nuevamente, y

muchas veces también fueron renovados los almohadones de terciopelo. El niño

continuaba en ella. Sergio y el mueble iban creciendo a la par.

Era la figura de Sergio una de esas figuras que no se olvidan nunca: moreno y

pálido, con una frente amplia y una nariz recta que prometían un noble perfil de

varón. Sus ojos grandes de córnea muy blanca, miraban bajo las pestañas muy

largas y negras con una mirada que hacía pensar en las corrientes de agua que se

arremolinan bajo los bosques tupidos. El cabello abundante, negro y lacio, se lo

recortaba la madre en torno del cuello delicado y frágil. La inquietud y la alegría de

la infancia, prisioneras en este cuerpo condenado a vivir en una silla de ruedas

asomaba siempre por sus ojos y por sus labios, como esos traviesos rayos de sol

que en un día oscuro saben abrirse camino a través de la lluvia y de la niebla. Era

tranquilo con esa tranquilidad resignada de los árboles en los días apacibles,

cuando no hay viento.

Todas las energías que tenía su cuerpo para ser empleadas en los movimientos

incesantes de la niñez, habían venido a formar su cerebro y su corazón de donde

salían -con triste suavidad- a refrescar lo que constituía su mundo. Desde su silla

velaba por todos y por todo: por su madre, por sus hermanitas, por Canducha por

Miguel. Y como si su amor no se conformara con los seres humanos, iba hasta

sus palomas, sus conejitos, su gata Pascuala, sus plantas. Pasaba las mañanas

bajo un naranjo del jardín y en torno de su silla era que los comemaíces y los

yigüirros armaban sus algarabías. Los come-maíces venían a sus hombros y a sus

regazos a picotear las migas que él ponía allí para ellos, con la misma confianza

con que se posaban en el arbolito de murta.

69

En torno de la silla rondaban las ternuras de Cinta, de las dos hermanitas, de

mamá Canducha y de Miguel. Si alguien hubiese preguntado cuál de estas

ternuras era la más honda no se habría podido precisar, porque cada una, a su

modo, era la más honda. Sergio sentadito en su silla era allí el verdadero hogar.

Era como una pequeña hoguera alrededor de la cual había manos afanosas para

que no se extinguiera... Era tan grato al corazón el calor de su llama!

La madre de Sergio se llamaba Jacinta, pero en casa siempre le dijeron

Cinta. Para el niño no había en este mundo nada más bello ni mejor. Cuando

Cinta salía, se ponía triste y no sonreía sino cuando sus oídos percibían otra vez

su taconeo gracioso, sus risas y sus exclamaciones.

Cinta era una personita encantadora, con el cerebro de pájaro. La verdad es que

si Candelaria no hubiese estado siempre alerta, aquella casa no habría caminado

bien. Los treinta años no lograron llevar la gravedad a esta criatura que jamás

enterró la ligereza de su infancia. Era menuda y graciosa con la cabeza hecha un

nido de colochos oscuros, una de esas figuras pequeñitas de mujer que inspiran

deseos de cogerlas y ponerlas de adorno sobre una consola, como si fueran una

chuchería artística de gran valor.

Gracia y Merceditas eran menores que Sergio. A María de la Gracia la llamaban

también Tintín porque estaba siempre alegre. Por donde ella andaba había

repique de risas, cantos y bailoteo. No podía guardar una idea dos segundos entre

la cabeza; parecía que le picaba y enseguida la sacaba por la boca. Cinta decía

que su muchachita pensaba en música, porque todo lo que le pasaba por la

cabeza lo decía cantando. Candelario le dijo un día en que le estaba alborotando

la cocina: -Hijita, pareces una campanilla colgada en una boca-calle, que con sólo

que la vuelva a ver el viento ya está golpeando con su badajito... tin tin, tin tin..."

Desde entonces Sergio le llamó "Campanita" y de allí a darle el apodo de Tintín,

fue un paso. Era ella quien inventaba todos los juegos a que se entregaban, y se

70

ingeniaba de modo que Sergio siempre pudiera jugar como si tuviese buenas las

piernas.

Merceditas era la menor de los tres. Hacía el efecto de una briznita de hierba, y

Sergio recordó con emoción, más tarde, la pequeña y suave figura de su

hermanita menor, con el cabello peinado en dos trenzas que remataban en sendos

lazos. La recordaba sentada a sus pies, con su silencio colmado de abrirse camino

a través de la lluvia y de la niebla. Era tranquilo con esa tranquilidad resignada de

los árboles en los días apacibles, cuando no hay viento.

Todas las energías que tenía su cuerpo para ser empleadas en los movimientos

incesantes de la niñez, habían venido a formar su cerebro y su corazón de donde

salían -con triste suavidad- a refrescar lo que constituía su mundo. Desde su silla

velaba por todos y por todo: por su madre, por sus hermanitas, por Canducha por

Miguel. Y como si su amor no se conformara con los seres humanos, iba hasta

sus palomas, sus conejitos, su gata Pascuala, sus plantas. Pasaba las mañanas

bajo un naranjo del jardín y en torno de su silla era que los comemaíces y los

yigüirros armaban sus algarabías. Los come-maíces venían a sus hombros y a sus

regazos a picotear las migas que él ponía allí para ellos, con la misma confianza

con que se posaban en el arbolito de murta.

En torno de la silla rondaban las ternuras de Cinta, de las dos hermanitas, de

mamá Canducha y de Miguel. Si alguien hubiese preguntado cual de estas

ternuras era la más honda no se habría podido precisar, porque cada una, a su

modo, era la más honda. Sergio sentadito en su silla era allí el verdadero hogar.

Era como una pequeña hoguera alrededor de la cual había manos afanosas para

que no se extinguiera ... Era tan grato al corazón el calor de su llama!

La madre de Sergio se llamaba Jacinta, pero en casa siempre le dijieron Cinta.

Para el niño no había en este mundo nada más bello ni mejor. Cuando Cinta salía,

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se ponía triste y no sonreía sino cuando sus oídos percibían otra vez su taconeo

gracioso, sus risas y sus exclamaciones.

Cinta era una personita encantadora, con el cerebro a pájaros. La verdad es que si

Candelaria no hubiese estado siempre alerta, aquella casa no habría caminado

bien. Los treinta años no lograron llevar la gravedad a esta criatura que jamás

enterró la ligereza de su infancia. Era menuda y graciosa con la cabeza hecha un

nido de colochos oscuros, una de esas figuras pequeñitas de mujer que inspiran

deseos de cogerlas y ponerlas de adorno sobre una consola, como si fueran una

chuchería artística de gran valor.

Gracia y Merceditas eran menores que Sergio. A María de la Gracia la llamaban

también Tintín porque estaba siempre alegre. Por donde ella andaba había

repique de risas, cantos y bailoteo. No podía guardar una idea dos segundos entre

la cabeza; parecía que le picaba y enseguida la sacaba por la boca. Cinta decía

que su muchachita pensaba en música, porque todo lo que le pasaba por la

cabeza lo decía cantando. Candelario le dijo un día en que le estaba alborotando

la cocina: -Hijita, pareces una campanilla colgada en una boca-calle, que con sólo

que la vuelva a ver el viento ya está golpeando con su badajito... tin tin, tin tin..."

Desde entonces Sergio le llamó "Campanita" y de allí a darle el apodo de Tintín,

fue un paso. Era ella quien inventaba todos los juegos a que se entregaban, y se

ingeniaba de modo que Sergio siempre pudiera jugar como si tuviese buenas las

piernas.

Merceditas era la menor de los tres. Hacía el efecto de una briznita de hierba, y

Sergio recordó con emoción, más tarde, la pequeña y suave figura de su

hermanita menor, con el cabello peinado en dos trenzas que remataban en sendos

lazos. La recordaba sentada a sus pies, con su silencio colmado de

Sus pasos hollaron la pradera y dejaron en pos de sí las rosadas margaritas

Tenn y sen

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Candelaria era una anciana india de origen guanacasteco, con la piel oscura, color

de teja; facciones rudas con unos pómulos salientes y entre el pecho un corazón

sin malicia, lleno de amor por su prójimo. Miguel decía que Candelaria era como

los cocos que tienen una pulpa blanca y sabrosa envuelta en una cascara dura de

color terroso.

Muy limpia con la limpieza sencilla de las hojas tiernas del plátano. Muy pulcra en

el vestir. Jacinta decía que Candelaria andaba siempre ''hecha un ajito"; camisa

zonta de lienzo blanco, inmaculado, reluciente por el almidón y la plancha, sin más

adorno que el caballito de hiladilla que corría alrededor del cuello muy escotado;

las mangas cortas dejaban al descubierto los brazos morenos, delgados y recios

de la mujer que trabajaba fuerte. La falda de zaraza plegada en la cintura, bien

almidonada también. Se cubría el escote y los hombros con un pañuelo de

algodón a cuadros negros y blancos. Los domingos cambiaba este pañuelo por

uno de seda de colorines, para ir a oír su misa. Iba descalza; nunca hubo manera

de que se pusiera zapatos. Candelaria decía que ella necesitaba sentir la tierra

bajo la planta de sus pies.

Era cristiana, pero con un cristianismo ingenuo y primitivo que se entretejía en su

imaginación con la fe pagana de sus antepasados indios. El viernes santo iba a

darle el pésame a la Virgen de los Dolores por la muerte de su Divino Hijo, y los

miércoles dejaba abierta -desde buena mañana- la puerta de la cocina para que

entrara San Cayetano. Limpiaba y frotaba el taburete de cuero y cuando su

fantasía calculaba que el Santo estaba allí, lo invitaba a sentarse y se ponía a

contarle con voz suave y fervorosa todas sus necesidades y congojas de la gente

conocida. Sobre todo le pedía, que le curara las piernas a su muchachito.

Sergio le preguntaba:

-¿Cómo es San Cayetano Mamita Canducha? Ella le respondía:

73

- ¡Uh ...! muy galán. El era italiano con los ojos azulitos como los de Miguel, pero

más bonitos; el pelo rubio, alto, muy bien parecido; además era muy rico. Repartió

sus riquezas entre los necesitados. Todos los pobrecitos de por allá donde él era,

le iban a contar sus necesidades y San Cayetano los oía con una paciencia ...! Así

como me oye a mí. ¡Ah! para que todos los ricos fueran como San Cayetano ...!

Sergio seguía en sus preguntas: ¿Mamita Canducha, y usted lo ve cuando entra y

se sienta?

¿Lo ve como me ve a mí?

-Pues ve, exactamente como lo veo a usted, no, mi muchachito. Pa qué voy a

mentir. Es que él es un espíritu, no es de carne y hueso como nosotros. Pero lo

veo sentarse en mi taburete, con una humildad ...

-¿Y cómo anda vestido? ¿Usa pantalón y corbata?

- ¡Qué ocurrencia! Cómo va a andar San Cayetano con pantalones y corbata. ¿No

ve que él es un santo que viene del cielo? Lo que usa es una casulla dorada sobre

una alba blanquisca ... Tal vez lavada por las propias manos de la Santísima

Virgen María. El viene vestido como para decir misa.

Y así como les contaba de San Cayetano, les contaba del venado capasurí y del

poder enamorador de los cascabeles de la serpiente cascabel.

-¿Qué cómo es el venado capasurí? Pues es el venadito que tiene los cachos

envueltos en una piel como de seda o de terciopelo. Pero al animal no le gusta

tener los cachos así y va y se la frota en los troncos para quedar como los demás

venados. Es que él no sabe que es "capasurí", que es como decir mágico, pues

Nuestro Señor le puso en su corazón una piedrita de virtú. Los cazadores de mi

tierra le persiguen, porque el hombre que logra matar un venado capasurí y le

saca la piedra y anda con ella sobre el pecho, es muy suertero sobretodo en cosas

de amor, y la piedra lo protege contra las enfermedades y contra los enemigos por

la virtú que Dios le dio. Eso sí, hay que sacarle la piedra cuando todavía le late el

corazón al ani-malito de Dios. Mi marido andaba con una piedra de éstas sobre el

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pecho, metida sobre una bolsita, y contaba que se la había sacado del corazón a

un venadito capasurí. Yo le decía a Melchor que a mí no me gustaba que él

hubiera hecho eso.

Los niños pedían que les contara más cosas, y Canducha sin hacerse de rogar les

contaba de la Virgen de piedra negra que se le apareció a una indita o del poder

mágico de los cascabeles de la culebra cascabela. Subía su "chinguita" de cigarro

amarillo y decía:

-Pues allá en mi tierra de Guanacaste, uno de los medios más eficaces para

enamorar a una mujer es echarle serenatas con un guitarra dentro de la que

hayan puesto un cascabel cogido de la mismita cola de la cascabela. La cosa es

coger viva la anímala. El hombre se ayuda con una estaca que tenga una

horqueta en la punta y con la horqueta va y prensa la cabeza de la cascabela para

que no vaya a ser cosa que le meta los colmillos. Mientras la tiene asegurada le

arranca de la cola uno de los cascabeles, pero toda la diligencia tiene que hacerla

sólito, sin ayuda de nadie. Enseguida la deja irse. Va y mete el cascabel entre la

caja de la guitarra y ya está, el instrumento al momento cambia y se pone a sonar

que es como oír una orquesta bien tocada. Por la noche va el hombre a

serenatear a la mujer que quiere y suenan las cuerdas de la guitarra y suena la

canción de una manera que es como si a uno le estuvieran echando en los oídos

un maleficio o un licor encantado y toda la gente se va poniendo como borracha. Y

con la mujer serenateada no hay tu tía: se enamora del hombre y va con él hasta

el fin del mundo. Así es la cosa. Mi hermano Chico que en paz descanse; tenía un

cascabel en su guitarra, un cascabel que él mismo le había quitado de la cola a la

culebra, y había que oír esa guitarra echando serenatas en las noches de luna allá

en Nicoya. ¡Bendito sea Dios! Me parece ver a mi hermano Chico con la guitarra

entre los brazos embrocado como pegando el oído en la caja del instrumento

acompañando una canción que decía:

" ¡A y de mi palomita tan fina y tan leal! i A y grillos y cadenas para un

sentenciado! "

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La voz de la anciana se quebraba, se hacía fina ... no se sabía si iba a llorar o a

cantar.

Mama Canducha continuaba su relato con aquel su acento guanacasteco que

nunca perdió: se sorbía las eses y prolongaba las íes... puej; tranviya: -Deveras mi

hermano Chico fue muy suertero con las mujeres. Todas lo querían. Es que era

muy alegre y tenía mucha labia, y parrandero ...! Onde estaba Chico todo era risa,

bromas chanzas y cantos. El decía que el hombre, que anda con guitarra con

cascabela debe tener mucho cuidado y que mientras no pasaran siete años no

había que pasar por el lugar onde prensó la anímala. Si da el tuerce que el animal

anda por allí y ve al julano ... hasta allí se la prestó Dios. Sucede también que la

culebra se pone a buscar su cascabel por todo, y si llega a la casa onde está la

guitarra con el cascabel, va y se mete en la caja del instrumento y allí se arrodaja

y se está bien quietecita. Dicen que una vez un julano muy parrandero tenía un

cascabel de cascabela entre su guitarra y fue una noche a echarle una serenata a

una su novia, y cuando estaba en lo mejor dándole a las cuerdas, sintió de pronto

que una brasa le corría por todo el cuerpo y allí noma-sito cayó pa no levantarse

jamás. Fue que la serpiente le echó traca. Mi mama le decía a Chico que era cosa

del diablo encantar guitarras con cascabel.

Merceditas preguntaba. -¿Usted vio el cascabel en la guitarra de Chico?

Candelaria constestaba esquivando la mentira:

-Es que como ya de eso hace tantos años ... a uno se le olvidan las cosas.

El Domingo de Ramos iba mama Canducha a la Iglesia a recibir su palma bendita

que ella usaba en los días de tormenta para ahuyentar el rayo, haciendo cruces

con pedazos de la hoja que clavaba en la puerta de la cocina. Otra de sus

supersticiones que Sergio recordó siempre con ternura era ésta: Cuando en las

tardes claras, veía recortarse el cachito de la luna nueva sobre el cielo, la anciana

se sacaba del seno la pataquita en donde guardaba sus reales, cogía un cinco y

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con la pequeña moneda saludaba a la luna -"es pa que no nos falte platica"- expli-

caba a los niños.

De noche la oía Sergio rezar el Rosario con acento quedo, devoto y pedir por las

benditas ánimas del purgatorio -sobre todo por el ánima sola- pobrecita tan sola

que nadie se acuerda de ella, decía Candelaria. Pedía también por los cami-

nantes, por los navegantes, por los pescadores.

Candelaria fue quien enseñó a rezar a los niños y los inició en los misterios de la

Doctrina Cristiana, eso sí a su manera, en la que andaban mezcladas huellas de

las creencias de los indios con artículos de la fe católica. A ella no le pasaba por la

imaginación que alquien dijera que había más Dios que Nuestro Señor Jesucristo.

¡Y qué iba a saber Candelaria de Buda ni de Mahoma ni de Confucio, y menos

que la gente se odiara o se matara por cuestiones de religión. Había una cosa que

no podía soportar, y era que San Pedro hubiera negado a Nuestro Señor.

Francamente, ella no quería a San Pedro por aquella acción de abandonar a

Tatica Dios cuando éste más necesitaba de sus amigos. Si ella, una triste mujer,

hubiera estado en el Huerto de los Olivos habría hecho frente a los sayones que

llegaron a prender a Jesús. Los habría hecho huir con piedras, con palos, con lo

que le hubiera caído en las manos. Y San Pedro que era un Santo, ¡haber negado

que conocía a Cristo ...! Eso no podía comprenderlo Candelaria.

Era en las mañanas, mientras molía las tortillas que enseñaba a los chiquillos el

Todo Fiel. Desembrocaba la gran piedra de moler el maíz, con el mismo gesto con

que deben haber desembrocado la suya las indias chorotegas adoradoras del sol.

La lavaba bien y alistaba el maíz cocido en el lebrillo de arcilla. Llamaba a sus

discípulos que acudían y rodeaban el molendero.

-¡Persígnense! -ordenaba la maestra de teología. Y los niños hacían la señal de la

cruz y se santiguaban; cruzaban los brazos sobre el pecho con devoción y

comenzaban: "Todo fiel cristiano, que está muy obligado ...". Candelaria, inclinada

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sobre la piedra quebraba el maíz y el ruido acompasado y monótomo acompañaba

el sonsonete de los niños. Los granos se convertían en masa blanca; jadeaba la

anciana al llevar y traer la mano de piedra mientras pasaba y repasaba la masa.

Palmeaba las tortillas con gran habilidad entre sus manos oscuras y sus dedos se

pulían rítmicamente en los bordes del suave disco que luego ella iba a dejar sobre

el comal caliente. Los niños repetían los Mandamientos de la Ley de Dios o el

Credo, y cuando mama Canducha iba a volver la tortilla o a ponerla a asar en el

brasero, se hacían morisquetas y reían bajito. El ambiente de la cocina se llenaba

con el sabroso olor de la tortilla que se asaba en el rescoldo, y los niños olvidando

que tenían a Cristo padeciendo bajo el poder de Poncio Pilatos, gritaban: -"Mama

Canducha dénos tortilla caliente ...". Y Candelaria cogía del asadero una de sus

grandes tortillas con sal de cascara crujiente y dorada, la untaba con natas de

leche y la repartía entre sus discípulos, olvidado todo el mundo del gobernador

romano que condenó a Cristo a morir en una cruz.

De joven había servido Candelaria en casa de los padres de Jacinta. Después se

casó y tuvo hijos, pero éstos y el marido murieron. Cuando la niña Jacinta -a quien

ella viera nacer-casó a su vez, Candelaria se fue con ella y le ayudó a criar a las

dos muchachitas y a Sergio.

Candelaria servía con fidelidad y desinterés. Era de esas criaturas que sirven sin

rebajar su dignidad; su obediencia era inteligente, de la que ennoblece a quien la

practica. En donde ella estaba, se hacía luego indispensable; se imponía

enseguida, sin hacerse sentir, y muy pronto se convertía en el ama de la casa.

Casi siempre su corazón estuvo en un nivel superior al de sus patrones. Lo que

tocaban sus dedos oscuros y nudosos quedaban limpios y en orden. Su lengua

tosca tenía en todos los momentos la palabra que se necesita; en la alegría

echaba ramilletes de chispas inofensivas como las de la piedra de afilar cuando

trabaja; en la ira era como el agua que apaga las llamas; en el dolor la gota de

aceite que calma.

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Existencia humildosa y noble; evocaba el verso del poeta inglés: "Sus pasos

hollaron la pradera y dejaron en pos de sí las rosadas margaritas". Si a Candelaria

la hubieseis dicho esto, no os habría comprendido. Sus pies desnudos, morenos,

de planta endurecida, dejando huellas sobre las que nacían flores. ¡Vaya, vaya y

qué modos de hablar!

Para los niños era algo tan indispensable como su madre.

La llamaba mama Canducha. Ellas los quería a todos pero su cariño por Sergio

era casi un fanatismo. Cuando murieron sus hijos y su marido, su amor quedó

flotando como una hebra de miel en el espacio; un día se encontró con esta vida

triste y delicada y allí se prendió y tejió en torno suyo un capullo de ternura.

Era ella quien acostaba y levantaba al niño; le preparaba sus alimentos y le

arreglaba su ropa. Enternecía verla acomodar la gaveta de Sergio: doblaba con

primor las camisas, los pañuelos, y entre cada pieza metía hebras de raíz de

violeta para que oliesen bien.

Jamás se borró de la memoria de Sergio la sensación de bienestar y seguridad

que lo invadía cuando al anochecer lo cogía mama Canducha entre sus brazos y

lo llevaba a un rincón de la sala. Allí se sentaba en una poltrona, lo arrullaba y le

narraba cuentos. Y los regazos de la anciana le parecían más mullidos, más tibios

que los almohadones de su silla; tenían una suavidad animada y cariñosa de la

que carecía el terciopelo de aquellos.

Gracia y Merceditas se sentaban a los pies de ella en los pequeños taburetes

de asiento de cuero que les fabricara Miguel. Entonces les refería los cuentos de

"El tonto y el vivo" de "La Cucaracha Mandinga" y "Las Aventuras de Tío Conejo" o

bien los ponía a jugar la pisi pisi gaña y el pisóte. Y cuando la cabeza de Sergio se

abatía sobre su seno y la de las niñas sobre sus rodillas, entonaba canciones

ingenuas al son de las cuales dormitaban Is chiquillos:

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" ¡A y quién fuera perro negro negro como el zapoyol, pa meterme en tu

cocina y robarte el nistayol!

Les cantaba también villancicos:

"La Virgen lavaba, San José tendía, El niño lloraba Joaquín lo mecía".

Los niños tejían sueños que parecían estampas luminosas con estos versos,

mientras dormitaban. Seigio veía a la Virgen con túnica celeste protegida por un

delantal blanco, lavando en una quebrada. Se había puesto el sombrerón de paja

con que Canducha se cubría la cabeza para ir a tender la ropa al potrero. San

José le había dado su vara que se la tuviera mientras el santo colgaba las

camisitas blancas. El Niño dormía en la cuna improvisada con una sábana

suspendida a modo de hamaca en las ramas del aguacate, llegaba un perro

negro, negro como el zapoyol y ladraba; el Niño despertaba asustado, pero como

se veía entre los brazos de Canducha sonreía tranquilo.

¡Como me cautiva y conmueve esta escena con todos los de tai les que la

componen! El viejo afilador de faz triste y mentón anguloso, con su ropa usada y

su largo delantal de cuero!

Walt Whitman "Chismes emergidos de la rueda"

Entre la ronda de afectos que velaban en torno de la silla de ruedas de Sergio,

estaba el de Miguel, el viejo Miguel de apellido tan extraño que nunca lo pudieron

pronunciar correctamente estos amigos suyos para quienes tan querido fuera.

Fue en una mañana de temporal, de esos temporales tan frecuentes en nuestro

país a fines del mes de octubre, que Sergio conoció a Miguel. El niño miraba

interesado una cuadrilla de hombres que trabajaba en el arreglo de la calle; le

llamó la atención un hombre con la cabeza cubierta por un casco verde, desteñido

y sucio. Dejaba caer el mazo con desgano y de rato en rato se detenía como si le

faltaran las fuerzas.

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El cuadro de estos hombres cubiertos de barro, empapados y vistos a través

de la lluvia le entristeció.

Imaginó que el trabajador del casco estaba muy cansado. Si él, Sergio, se

atreviese, los llamaría a todos y pediría a mama Canducha que les ofreciera una

taza de café ... pero le diría al oído que al hombre del casco se lo sirviese en su

jarrito de porcelana con un ángel pintado. Lo llamaba con el corazón: -Venga

usted señor, venga acá. Yo sufro mucho al mirar sus zapatos enlodados y su

camisa hecha una sopa. –

El hombre del casco verde dejó su área. Miró arriba y abajo en la calle y al ver un

niño en el corredor de una casa rodeada de jardín entró y se acercó lentamente.

Bajo el casco había un rostro curtido, rodeado por una barba espesa y rubia entre

la cual la vejez sembraba ya su plata; los ojos eran azules, desalentados y de

mirada vaga.

El corredor estaba en alto rodeado de una baranda cubierta de enredaderas, y por

esto no podía ver sino la cabeza del muchacho. Quitóse el casco con humildad y

pidió con acento extranjero muy marcado, un vaso de agua.

Cuando Sergio lo vio acercarse se echó a temblar. ¿Acaso había oído la voz de su

corazón? ¿Un vaso de agua? ¿Cómo decirle que no podía ir a traerlo? Fue esta

una de las veces en su vida que sintió la necesidad de sus piernas, con ansiedad

dolorosa.

Quedóse contemplando al extranjero en silencio, con los ojos muy abiertos. El

hombre pensó que el chiquillo no le hacía caso, y se alejó.

Un rato después sus hermanitas lo encontraron sollozando. Acudieron la madre y

mama Canducha. Costó mucho consolarlo y que dijese la causa de su llanto.

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El hombre había vuelto a su trabajo. Candelaria fue en busca suya y le contó lo

ocurrido. Lo hicieron entrar y sentarse al lado de Sergio. El hombre tuvo que

convenir en tomar café caliente en el jarrito del niño. Al despedirse le acarició la

cabeza y se quedó mirándolo con sus ojos tan tristes, tan bondadosos, tan

lejanos. Sergio lo miró también. ¿Qué dijeron con su silencio el desconocido y el

niño? Por sus miradas, como por un puente maravilloso pasaron ambos, y

después de abrazarse en el encuentro se metió cada uno hasta el corazón del

otro.

Días después vino a traerle unos graciosos animalillos de madera, muy bien

labrados. Nunca juguete alguno le había dejado la alegría de aquéllos.

La cuadrilla se fue a trabajar a otra calle pero cada mañana, Miguel, el hombre del

casco verde, venía a visitar a Sergio. Los domingos llegaba temprano y esto era

una fiesta para los chiquillos. El desconocido se había granjeado el cariño de to-

dos. Con cosas humildes se construyó en aquella casa un nido de afecto: labrado

para los niños en pedacillos de madera recogidos en cualquier parte, juguetes

artísticos e ingeniosos; podaba las plantas del jardín e hizo unos injertos en unos

rosales, que traían intrigado a los muchachillos y a Candelaria. A ésta le llenó la

cocina de comodidades, abriéndole alacenas y colgándole estantes por donde

quiera lo cual traía encantada a la viejecita porque así tenía en dónde acomodar

cuanta lata de conserva y cuanta botella se le ponía al frente.

Los niños se entregaron a él con la confianza con que se da la infancia a lo que es

sencillo como ella.

Un día Miguel no llegó y transcurrió toda la semana sin dar señales de vida. La

lavandera fue quien trajo noticias suyas el domingo, cuando llegó con la ropa: -El

machito que ella había visto en la casa en otras ocasiones, había sido llevado al

Hospital ardiendo en calentura y malo del sentido.

82

Vivía en su mismo patio, y ella había recogido en su casa sus haberes: un violín

entre su caja y un hatillo de ropa. El pobre ni cama tenía, que dormía sobre unas

tablas.

La pena de Sergio fue muy grande. Cinta se vio obligada a prometerle que lo

dejaría ir a ver a Miguel el día de entrada en el Hospital San Juan de Dios.

Candelaria lo llevó. Gracia y Merceditas le enviaron golosinas, y Cinta una botella

de vino.

Llegaron al Hospital. Aquel recinto de dolor fue una revelación para Sergio.

Ansioso buscaba entre los rostros marchitos por la enfermedad, el de su amigo.

Entraba y salía la gente, y de la boca de los enfermos visitados por el cariño,

brotaba una sonrisa tibia que hacía pensar en esas columnitas de humo que salen

de las chozas, señal de que en el pobre hogar hay fuego.

Miguel ocupaba una cama en el centro del salón. Cuando llegaron sus amigos,

tenía la cara vuelta hacia la pared. Tal vez lo había hecho en un minuto de

supremo desconsuelo, al ver pasar sobre él tantas miradas indiferentes que

resbalaban sobre su corazón como gotas de agua sobre una superficie engrasada.

De pronto sintió algo como un rayo de sol en su cuerpo y se volvió. Sus ojos se

encontraron con las miradas de Sergio y Candelaria que se adelantaban cual

mensajeros alados. Se abrazaron. Las lágrimas de Sergio mojaron la barba del

viejo. Miguel se puso a contemplarlo. Cinta le había puesto su traje negro con

cuello blanco, y bajo el sombrero de fieltro asomaba su rostro pálido, enmarcado

entre la espesa melena de su cabello lacio. Los ojos de los enfermos, seguían con

interés los movimientos de aquella figura infantil, bella y triste, hundida entre los

almohadones de una silla de ruedas, y con las piernas cubiertas por una valiosa

piel de alpaca.

Por la ventana abierta entraba el sol. Había en los jardines árboles de dama

florecidos, y el aire llegaba hasta ellos embalsamado con el perfume delicado de

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esta flor. Las campanas de La Merced repicaban alegres y cuando su algarabía

mística cesaba se oía el canto de los pájaros entre los árboles del Asilo Chapuí.

Después de la llegada de sus amigos, Miguel comenzó a sentir todo esto. Antes el

pobre viejo no había notado ni el sol, ni el perfume de las flores, ni la música de

las campanas y de los pájaros. Comió sonriendo las golosinas de las niñas y bebió

un trago a la salud de Cinta. Les enseñó un barquito que para Sergio labraba en

un pedazo de madera. Rieron y conversaron. Los otros enfermos se sorprendieron

al ver tan alegre al macho que hasta ese día permaneciera silencioso. Prometió

ponerse bueno pronto, y terminar el barco que Sergio no cesaba de admirar;

cuando saliera del Hospital se lo llevaría y lo pondría a navegar en la pila del

jardín. Sonó la campana de salida. Fue preciso partir. En los ojos de Miguel

temblaba una lágrima y en su boca una sonrisa cuando vio a Candelaria alejarse

empujando la silla, cuyas ruedas producían un sonido que lo conmovía

profundamente. De la puerta la anciana y el niño le dijeron adiós con la mano.

Sergio convenció a Cinta de que debían traerse a Miguel a vivir con ellos. Cómo

iba a ser posible que su amigo siguiera en aquel cuartucho húmedo en donde

unas tablas puestas en el suelo le servían de cama?

Y a todo esto, ¿qué diría Juan Pablo? Pues Gracia lo convencería. Entonces entre

las niñas y Candelaria arreglaron una habitación de madera construida en el

jardín, para tiempo de temblores. Las personas mayores de la casa llamaban a

esta habitación "el rancho" y los chiquillos; "el cuartito de las golondrinas" por estar

tapizado con un papel claro sobre el cual volaban bandadas de golondrinas

azules. Era una pieza alegre y limpia. Tenía una ventana encortinada con una

planta de bellísima que metía la alegría de sus ramilletes rosados hasta el lecho,

arreglado por la anciana con ropas limpias y olorosas a cedro. De un clavo

colgaron los haberes de Miguel: el violín y el hatillo de ropa.

84

La cabeza infantil de Cinta había gozado preparando la escena de ofrecerle el

cuarto a Miguel. Los niños reían y pal-moteaban al imaginar lo que haría cuando

se encontrase allí con su ropa y su violín.

Po fin una mañana lo vieron entrar lentamente, apoyado en un bordón. La barba le

había crecido y parecía más canosa. Los niños estaban en el jardín y fueron a su

encuentro jubilosos. Sergio acudió también empujado por las manos de

Merceditas.

Mientras descansó y se reconfortó, los chiquillos cambiaban miradas maliciosas, y

de pronto estallaban en carcajadas que desconcertaban a Miguel. En vano

Candelaria los amenazaba con los ojos. Cuando habló de retirarse, nadie trató de

detenerlo y él sintió que más bien parecían desear su partida. Pero qué significaba

la procesión alborozada que salió tras él, y lo siguió por el jardín? Mama

Canducha iba a la retaguardia rodando la silla de Sergio y Gracia corría adelante

echando al aire sus risas alegres.

Sergio dijo: -Venga Miguel vamos al cuarto de las golondrinas.

Cuando entraron, se quedó intrigado al ver la caja de su violín colgada de la pared

al lado de su hatillo.

Sergio le tomó una mano y con voz temblorosa le dijo: -Este es su cuarto, Miguel.

Nosotros se lo arreglamos. Mamá hizo traer su violín y su ropa.

Miguel se sentó y todos vieron cómo le temblaban las manos apoyadas en el

bordón.

Sergio continuó: -¿Se queda, Miguel? Todos queremos que viva aquí con

nosotros. ¿Verdad, mamá?

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Y Canducha dijo: -Es triste, don Miguel, vivir así, como un grano de maíz perdido o

como los zopilotes que pasan la noche en el primer palo que encuentran. Ya ve,

yo era así como usté, un ser solo, pero un día entré en esta casa y si ahora me

sacaran me matarían, porque aquí sembré el corazón que ha echado raíces hasta

entre la tinaja de la cocina. Vea, don Miguel, yo me imagino que el alma tiene

como el cuerpo su sangre, que es el modo de sentir. Y pa que lo sepa, uno tiene

su familia no en los que cargan entre su cuerpo la misma sangre, sino en los que

cargan entre el alma los mismos sentimientos.

Miguel contestó sencillamente con voz emocionada: -Bueno, me quedo. Y que

Dios os lo pague.

La llegada de Miguel señaló una nueva era en aquella casa. Flotó en su interior

desde entonces un bienestar más pronunciado. Sus moradores sentían como si se

movieran en un ambiente más cómodo. Entre las manos de Miguel y las de

Candelaria, todo prosperaba y relumbraba de limpio. El jardín no volvió a tener

malas hierbas y los árboles frutales y las plantas de adorno producían

maravillosamente desde que Miguel pusiera en ellos sus dedos sabios. Los

conejos y las palomas tuvieron casa más cómodas e higiénicas. Durante la esta-

ción de las lluvias Canducha no tuvo la mortificación de ver caer una gotera. En

fin, Miguel ayudaba a todos, les prestaba mil pequeños servicios, insignificantes y

humildes cuyo afecto en los corazones que lo rodeaban era el mismo que

producen esas pequeñas gotas cuya caída constante en un lugar acaba por abrir

un hueco, aún cuando ese lugar sea una piedra. Candelaria decía que era su

mano derecha.

Para Sergio, Miguel era algo admirable: Todo lo sabía el viejo y para todo

encontraba un camino. Su boca era un tesoro de canciones y de cuentos. ¡Cuánto

soñaba el niño escuchando a Miguel cantar en su lengua extranjera! ¡Cuán

misterioso y admirable era Miguel ensartando aquellas palabras que sonaban tan

extrañas, en hilos de música de ritmo melancólico. Sus bolsillos eran arsenales de

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cosas que los demás despreciaban y tiraban por inútiles y que Miguel recogía:

pedazos de madera, de hierro, de alambre, retazos de cáñamo, cajas de fósforos,

vacías. Todo esto era transformado por sus manos, en cestitas, en carritos, en

maromeros y en otros juguetes que él salía a vender, colocados en una vara. Los

más bonitos eran para los niños de la casa. Logró ahorrar algún dinerillo con el

cual pudo construirse una máquina da afilar planeada por él mismo: la pintó de

colores alegres, con unos letreros en negro que decían, "se afilan tijeras, cuchillos

y serruchos". Las ruedas eran unas lindas ruedas de madera labradas

artísticamente, en cuyos aros había un perro que corría tras unos conejillos. Los

cacharritos para el agua y otros menesteres estaban bien bruñidos y relucían de

limpios. Con ella se iba muchos días desde buena mañana, acompañado por

Tiliche, el perrito de la casa que se había convertido en su amigo inseparable. Ya

en la puerta sacaba de su silbato aquella escala de sonidos que subía y bajaba y

que despertaba a Sergio. Migue! sabía que al niño le gustaba mucho oírla. A

menudo Sergio le pedía prestado el instrumento y se extasiaba largos ratos

pasando por los labios la boca de los tubos para que brotaran esas escalas que en

la imaginación del niño eran chispitas que subían y bajaban como si corrieran

persiguiendo algo misterioso e inefable.

Generalmente en las noches, sobre todo en las noches de lluvia, mientras

Cinta se entretenía acicalándose ante el espejo o leyendo sus novelas, se reunían

todos los demás en la gran cocina. Mamá Canducha amasaba o enrollaba

cigarrillos o bien confeccionaba para los chiquillos alguna golosina como maíz

reventado en miel. Los granos se esponjaban en el comal y al esponjarse parecían

azahares abiertos. Miguel les narraba cuentos o aventuras de su vida mientras

labraba algún juguete. Las llamas crepitaban en el hogar y fuera la lluvia y el

viento dejaban caer su inclemencia. Miguel les contaba, por ejemplo, que había

nacido en una tierra muy lejana, muy lejana llamada El Tirol, al otro lado del mar.

Su pueblo estaba a orillas de un río inmenso por donde se deslizaba gran número

de barcas. Las casas tenían muchas ventanas y como estaban pintadas de verde,

amarillo y azul, parecían muy alegres. Y las gentes del pueblo no se vestían como

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los campesinos de Costa Rica, pues allá usaban unos vestidos pintorescos y

alegres como las casas. En su pueblo los trajes de los hombres llevaban adornos

verdes, y en el sombrero una pluma de águila. El en su juventud fue muy alegre; la

gente de su tierra era bulliciosa y alegre. Le habría gustado que los niños

presenciaran las danzas de su país.

A veces se quedaba suspenso, silencioso y con los ojos puestos en los leños que

ardían. Cuando volvía de su ensimismamiento les decía que entre las llamas

había vuelto a ver escenas muy lejanas: él era un niño y en torno de la gran

chimenea de la cocina, allá en su casa paterna, estaban reunidas muchas gentes;

su madre y sus hermanas mayores, bordaban; él y su hermanita a la que llamaban

Sava, estaban sentados cerca de un pastor de su padre, un muchacho hermoso y

robusto que cantaba aires del Tirol, acompañándose con la cítara. Sus hermanos

labraban en madera de pino los célebres juguetes de su país. ¿Qué habría sido de

su hermanita Sava tan linda y tan alegre? Tenía una cara fresca y la risa estaba

siempre picoteando en su boca como un pajarillo en una cereza madura. Por eso

él gustaba oír reír a Gracia. Guardaba en su pensamiento la memoria de Sava tal

cual la viera la última vez, con su delantalito blanco y su sombrero oscuro

diciéndole adiós con su pañuelo. Le parecía oír su voz temblorosa gritarle desde

una colina: " ¡Qué Dios te guíe, hermano! ". Después fue estudiante, un mal

estudiante, porque casi todo su tiempo lo dedicaba al violín. Un maestro célebre

de su país le dio lecciones. Más adelante había una época de su vida que se

perdía en algo oscuro y confuso como una noche de muy larga duración.

Peregrinó mucho. Un día se encontró en Costa Rica y allí estaba todavía. ¿Qué

habría sido de los suyos? Si su hermana Sava no había muerto tenía que ser ya

una anciana como él. ¿Qué habría sido de la risa que anidaba en su boca?

Seguramente que había volado huyendo del frío de la vejez.

Sucedió que Miguel, en los primeros meses, estaba días sin llegar a la casa. Cinta

y Canducha averiguaron que se embriagaba. Como Cinta se mostrara recelosa y

hablara de despedirlo, la anciana le dijo: -Espere, hija, que todavía no tenemos

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queja de su conducta en casa. Y mire, pueda ser que en Miguel lo que haya, sea

deseo de emborrachar esa cabanga que a veces se le monta sobre el corazón.

Además, no creo que venga nunca a faltarnos pues quiere mucho a Sergio y sabe

que le daría un gran dolor si se dejara ver en ese estado.

En estas ausencias de Miguel, el niño se ponía triste. Le inquietaba la idea de que

a su amigo le pudiera ocurrir alguna desgracia. En una ocasión en que Miguel

estuvo una semana sin dejarse ver, Sergio se acongojó mucho y Candelaria, para

tranquilizarlo, cogió su rebozo y se fue a buscarlo por las pulperías. Por fin lo

encontró por el Mercado y cuando le pasó la borrachera ella lo sermoneó, le hizo

reflexiones sobre la salud del niño que podía enfermar del sufrimiento. Hace varias

noches -le dijo- que casi no duerme, pues lo atormenta la idea de que tal vez

usted esté enfermo en alguna parte.

Desde entonces Miguel no volvió a ausentarse.

Para el 7 de diciembre, Miguel se ganaba sus reales en la elaboración de juegos

pirotécnicos, en lo cual era muy hábil. Los niños salían gananciosos de aquella

actividad porque los mejores soles, volcanes, cohetes y cachiflines eran para ellos.

Desde semanas antes de esta fiesta tradicional dedicada a la Purísima

Concepción, comenzaba Miguel a llevar a la casa haces de caña brava y a

disponer sobre su gran mesa de trabajo rollos de mecate de cabuya, paquetes y

potes llenos de sustancias de nombres que sonaban extraños a los oídos de los

niños. Mientras Miguel manipulaba en todas aquellas cosas, Sergio y sus

hermanitas no se separaban de la mesa ni quitaban los ojos de los movimientos

del viejo; todo lo preguntaban y en todo metían la nariz. Mama Canducha se

asomaba a cada rato porque consideraba peligroso que estuvieran cerca de la pól-

vora. Miguel la tranquilizaba asegurándole que allí no había nada peligroso.

-A la mano de Dios -decía ella alejándose sin atreverse a insistir al ver a Sergio

muy entretenido.

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Miguel les explicaba con infinita paciencia que la mezcla de clorato de bario y de la

goma laca al encenderse daría una luz verde y plata y que otras mezclas darían el

color rojo o el azul o el violeta y el blanco; que el secreto para que los soles

giraran con soltura era tal y tal. "Mirad, voy a hacer unos cachiflines más traviesos

que Gracia y veréis, niños, cómo salen huyendo Canducha y doña Jacinta". Sus

manos hábiles, que todo lo sabían hacer, cogían un carrizo de caña hueca, le arro-

llaban mecate de cabuya, llenaban el agujero con una mezcla de tierra, salitre, flor

de azufre y carbón de cedro y con gran cuidado colocaban la aguja con su

redondelíto de cuero que era el alma del artefacto.

-¿Cuántos días faltan para el 7 de diciembre? -preguntaban impacientes los niños.

Por fin llegaba el 7 de diciembre y ese día los chiquillos no se separaban de las

armazones de caña brava en espera de la puesta del sol. Sergio sabía cuáles de

estos guardaban el polvo negro que estallaría en las maravillosas cabelleras de

oro que correrían desatadas a través de la oscuridad y cuáles las que contenían la

limadura que estallaría en lluvia de estrellitas locas. Con ojos inquietos seguía la

marcha del sol. ¡Qué sol más perezoso y cuan lento caminaba!

Apenas el sol se ocultaba, se iban al jardín con otros niños de la vecindad.

Comenzaban por los triquitraques cuyo estallido esperaban con la respiración en

suspenso; seguían los cachiflines que, en efecto, hacían huir a mama Canducha y

saltar aquellos piececillos. Y cuando la oscuridad envolvía el jardín, encendían los

soles que giraban vertiginosos en un poste y en cuyo fuego los niños metían la

mano sin quemarse. Sergio era el encargado de encender las candelitas que

daban la luz roja o verde o violeta o azul que transformaba el jardín en un sitio de

encantamiento. Miguel daba fuego a los cohetes que subían hacia las estrellas y

que estallaban cuando parecía que chocaban contra la bóveda negra del cielo

formando unos ramilletes de flores brillantes que se marchitaban en la altura. El

ambiente estaba lleno de estallidos de pólvora, de chispas, de gritos de gozo, de

risas de niños.

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En las tardes de verano, Miguel llevaba a Sergio a pasear por los alrededores de

la ciudad. Gustaba el viejo de buscar los sitios solitarios. Sentábanse a la vera de

los caminos y Miguel decía: -"Mira el camino, Sergio, pero míralo bien". Después

cruzaba las manos sobre las rodillas y se quedaba ensimismado, con los ojos

puestos en la faja polvorienta que iba a perderse en lo desconocido envuelta en la

melancolía del crepúsculo. Solían descansar en una eminencia, a ver irse la tarde.

Hasta ellos llegaba el rumor de la ciudad y el ruido cansado de las carretas que

volvían del trabajo. Los árboles ponían la fantasía de su follaje, sobre el fondo

luminoso del poniente y por el Este comenzaba a caer sobre el cielo el rocío de las

estrellas. De rato en rato el viejo suspiraba.

Otras veces se iban a la orilla de un antiguo estanque, un gran depósito de agua

que servía en los veranos para mover las máquinas del beneficio de café, al Norte

de la ciudad. Estaba rodeado de jaúles, cipreses y sauces. Era un sitio poco

frecuentado. Miguel envolvía a Sergio en sus pieles y lo acomodaba sobre el

zacate; luego se tumbaba a su lado.

Las golondrinas atravesaban el encanto de la tarde y volaban sobre el agua

dormida. Cuando el crepúsculo era dorado, se ponía el agua de color de miel, las

golondrinas mojaban la punta de sus alas y al remontarse dejaban caer gotas que

parecían abejas de oro. Las ramas de los sauces cosquilleaban el que se

estremecía. Los cipreses altos, oscuros y terminados en punta parecían husos de

donde salían los hilos que tejía el silencio maravilloso que envolvía este lugar.

Entre la hierba habían gusanillos de luz. Al cabo de un rato, comenzaban los oídos

a percibir la vocecita de un hilo de agua que se deslizaba por aquella quietud

como por sobre un lecho de terciopelo; los grillos abrían en la tranquilidad

agujeros diminutos con su estridular dulce y palpitante. Sergio pensaba al

escucharlos y al mirar titilar las estrellas por los vanos abiertos entre el ramaje de

unos árboles que era como si las estrellas lejanas, al moverse, produjeran esta

música. Se adormecía y las estrellas inquietas y la vibración de los grillos se

confundían en su imaginación. Luego, al avanzar las sombras, los sapos

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principiaban su serenata; el niño pensaba que el estanque era un tambor sobre el

cual los sapos redoblaban.

En una ocasión, al regresar de su paseo, el anciano tomó su violín.-Oye Sergio, mi

violín va a contarte lo que sentía en el estanque, cuando las golondrinas pasaban

sobre el agua y el canto de los grillos, de los sapos y de la acequia ponían un

ligero temblor en el silencio que nos envolvía. Luego te contaré del camino

perfumado por esa flor que llamáis tuete, por donde iba solamente el ruido de una

carreta y sobre el que brillaban las estrellas. –

Esto se lo dijo en el "cuarto de las golondrinas", en donde no había más luz que de

la luna que se filtraba por la ventana abierta encortinada de verde y rosa por los

ramos de la bellísima. El niño cerró los ojos y tuvo la ilusión de que la claridad

plateada del jardín salía de una fuentecilla que brotaba del violín de su amigo. Al

terminar, callaron, pero al dirigirse a la casa, el chiquillo habló con voz

emocionada:

-Miguel, ¿por qué no me enseña usted a tocar violín?

La silla se detuvo y con el corazón lleno de dulce contento hicieron los planes de

cómo y cuándo comenzarían las lecciones.

Una mañana Sergio vio entrar a su amigo con un rollo de papel. Se encerró en su

cuarto y hasta muy tarde de la noche lo oyeron tocar violín. Al día siguiente llevó al

niño unas páginas de música. El título decía: "La Silla de Ruedas de Mi Amigo", un

paciente y delicado trabajo hecho con tintas de colores. Miguel le dijo: -Aquí

cuento lo que mi corazón sintió allá en el Hospital cuando oí acercarse tu silla.

Desde entonces sus ruedas, al rodar, no producen en mi oído un ruido sino una

música de tristeza, de alegría ... en ella estás tú, Sergio; en ella está Canducha

con su corazón de oro; en ella está Merceditas con su ternura dulce; en ella está

Gracia, con sus alegres risas; allí está tu madre, tan linda y graciosa.

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¿Comprendes, Sergio? Tal vez no comprendas... No importa, más tarde compren-

derás lo que todos vosotros habéis sido para mí.

Las clases comenzaron. Miguel dio al niño su violín, un antiguo violín hecho con

maderas cortadas en los Alpes de su país. Entonces Sergio tenía siete años. Al

poco tiempo Miguel estaba orgulloso y admirado de su discípulo. Por sobre la

música el corazón de Sergio podía corretear con la alegría de un niño sano sobre

un campo en primavera. Y no solamente corretear, sino volar. Dentro de su

cuerpo, condenado al recogimiento, su corazón estuvo encerrado como entre un

capullo, hasta el día en que la armonía de los sonidos vino a ponerle alas. Las

notas negras sembradas en los pentagramas, fueron para su espíritu como unos

guijarros que indicaban la senda que conducía hacía un palacio encantado.

Si la silla de Sergio hubiese seguido por la vida empujada dulcemente por estos

cariños, su existencia habría sido una tristeza tranquila y su historia habría

terminado aquí. Pero las fuerzas que mueven a los hombres, pareciera que no

saben distinguir entre unas piernas y unas ruedas y trataron a Sergio con mucha

crueldad como si hubiese sido un ser fuerte. Y fueron sucesos adversos a su

tranquilidad, los que tiraron de su silla de ruedas y la llevaron por esos mundos de

Dios.

La familia y las amistades de-Cinta, se mostraron muy contentas cuando Juan

Pablo Esquivel pidió su mano, porque pensaban y decían que había hecho un

buen matrimonio. Sus amigas sentían, al considerar su suerte, un sí es no es de

envidia. El era un comerciante acomodado. Probablemente ella se casó sin

amarlo, por tratarse de un magnífico partido. La figura de Juan Pablo Esquivel era

vulgarota y poco agradable, pero iba bien vestido y esto y las comodidades que él

le ofrecía fueron suficientes para aquel cerebro de pajarillo que jamás se detenía

durante dos segundos en el mismo asunto.

El pensamiento de ese hombre siempre engolfado en números no se preocupaba

por la vida de los sentimientos de su mujer. Así pues, no era afectuoso y su amor

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a los suyos se manifestaba rodeándolos de comodidades materiales. Era de los

hombres convencidos de que a una mujer le basta para ser dichosa, con tener su

despensa bien surtida y sus armarios repletos de ropa.

Después que nació Merceditas, Juan Pablo compró una hacienda de bananos en

la Línea a donde no quiso llevarse a su familia pretextando la insalubridad del

clima. Venía de tarde en tarde a su hogar y cada semana escribía a Cinta una

tarjeta con frases de molde, sin una inflexión de ternura. Un día ella supo que su

marido vivía en la finca con una mujer con quien también tenía hijos. Al principio la

noticia la apenó. Después su juventud y su ligereza arrancaron sin trabajo de su

corazón esta espina. Cinta se dedicó a sus chiquillos, sobre todo a Sergio. Hacían

una vida tranquila, en una casita rodeada de jardín y árboles en las afueras de la

ciudad.

Los niños y Cinta acabaron por acostumbrarse a la indiferencia de Juan Pablo.

Gracia era la única que se le acercaba cuando venía. Las caricias que hacía a sus

hijos, no tenían nada de ternura; eran secas y no les pasaban de la piel.

En su presencia, el ánimo de Sergio se encogía como las hojas de la adormidera

al sentirse rozadas por algún objeto extraño. Siempre hablaba al chiquillo con una

protección llena de lástima maltratadora ... Algo así como esa sonrisa de con-

descendencia en los labios de un poderoso cuando mete la mano en su bolsillo en

busca de la moneda para un mendigo. Tenía un modo de darle golpecitos en la

cabeza acompañados de un " ¡pobre hijo mío! ". Y estas palabras caían en el cora-

zón del niño cual si fueran una limosna no implorada.

Sergio dijo un día a Candelaria, al ver a su padre salir de la casa de regreso a la

finca:

- ¡Qué dicha! ¡Ya se va, yo no lo quiero!

La anciana le respondió cariñosa:

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-Procure no sentir así, mi hijito, acuérdese que es su padre.

¿No habéis pensado alguna vez, si en ese mismo instante, de algún punto de la

tierra otro ser humano, desconocido, sale con rumbo hacia vosotros para traeros

felicidad o dolor?

Un día ... en el mismo momento en que el niño rodeaba con los brazos el cuello de

su madre, de un puerto de Chile zarpaba un vapor que venía para Costa Rica. En

él venía un ingeniero, llamado Rafael Valencia, simpático y joven. Algún tiempo

después de estar en el país, se fue a trabajar a la Línea del Atlántico, en la

construcción de unos puentes. Allí conoció a Juan Pablo Esquivel y se hizo muy

amigo suyo. El fue el padrino de Merceditas. Más tarde se estableció en la capital

y frecuentó la casa.

Rafael Valencia se enamoró de Cinta y la pobre mujer, joven y abandonada de su

marido, no tuvo un corazón fuerte para resistir la tentación. Su pensamiento ligero

como una pluma, no podía bajar al fondo de su conciencia a medir las

consecuencias de su acto. Se dio entera al sentimiento nuevo que la embriagaba y

la colmaba de dicha. Y las manecitas de sus hijos no la defendieron. Pero todo

cuanto se diga en torno de este hecho, no pasa de ser mera suposición; lo cierto

es que así ocurrió, sea por una causa o por otra.

Una noche se hallaba Sergio con Miguel en "el cuarto de las golondrinas". La

habitación estaba a oscuras. El viejo cansado de narrarle cuentos se había

dormido. El niño sentado cerca de la ventana se entretenía con el rumor de la

acequia que atravesaba el jardín: él imaginaba que la voz del agua iba

murmurando: "Adiós Sergio, Gracia y Merceditas...". Oyó pasos cerca y la voz de

su madre y la de un hombre. Ah, era la voz del padrino.

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Gracia y él llamaban a Rafael Valencia "padrino" por imitar a Merceditas. Tuvo

intenciones de gritar: -Mamá, aja, tanto que se ha estado en su paseo . . . Venga

lléveme ...

Pero luego pensó que se iba a quedar haciéndose el zorrito, para que ella lo

buscara. Si lo llamaba, no le contestaría ... El niño sonreía pensando en la broma

que iba a dar a su madre.

Los vio pasar. El padrino la llevaba abrazada. Se detuvieron y la besó. Ella dijo: -

No, no, déjame, que viene Canducha ...

En efecto, la anciana descendía las gradas del corredor. Venía en busca de

Sergio.

El niño vio a su madre y al padrino esconderse entre la glorieta de flor de verano.

Algo como una pena le apretó la garganta. Su pequeño corazón tuvo un

deslumbramiento doloroso.

¿Qué pasó entre esta cabeza? ¿Comprendió? El caso es que cuando su silla

empujada por Canducha pasó frente a la glorieta, no dijo nada ni después habló a

nadie de "aquéllo".

También desde esa noche se mostró esquivo con Rafael Valencia, no volvió a

llamarlo "padrino" y este nombre no fue sustituido por otro. En una ocasión en que

Rafael quiso acariciarlo, le dijo irritado: -No me gusta que usted me toque.

Cinta lo sorprendió muchas veces mirándola de un modo extraño ... No podía

precisar si era de dolor o de reproche.

Un día Cinta comprendió que iba a ser madre de un hijo de Rafael Valencia. Sabía

que no podía engañar a su marido. Pensó irse al campo a un lugar retirado. Allí

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nacería la criatura, la confiaría a una campesina amiga suya después de un

tiempo, ya en la ciudad, haría entrar a su hijo en casa como un recogido.

Escribió a su marido diciéndole que estaba enferma y que se iba al campo con los

niños. Desgraciadamente para éstos, a Juan Pablo se presentó en esos días un

comprador de su finca. La venta significaba un negocio espléndido. Así pues,

contestó a Cinta que dejara su viaje para más adelante porque pensaba regresar a

la capital en donde se establecería con un negocio.

Al mismo tiempo Rafael Valencia era llamado del Perú a trabajar en la dirección de

unas minas. Propuso a Cinta que se fuese con él y Cinta, encontrándose en un

callejón sin salida, saltó sobre el tierno vallado que en torno a su corazón forma-

ban Gracia, Sergio y Merceditas.

De muy lejos, de un punto hacia el meridión de la América del Sur salió un día y

en el mismo instante en que Sergio rodeaba con sus brazos, sonriente y cariñoso,

el cuello de su madre, la persona que impulsaría su silla de ruedas por otra senda

que no se parecía a aquélla por la cual hasta entonces lo habían llevado las

manos amorosas de Canducha, de Cinta, de sus hermanitas y de Miguel.

Ha pasado el tiempo ...

¡Cuántos años han transcurrido desde aquellos días! -Se dice Sergio a sí mismo-

abriendo su memoria frente a una ventana llena de luz o en la oscuridad de la

noche cuando está solo y todos duermen:

Nada de lo pasado se ha perdido. Recorro estos recuerdos, como si recorriera una

galería de cuadros pintados por sí mismo. Nada se ha borrado. Aquí están las

figuras moviéndose entre los claro-oscuros, las luces y las sombras que dejara en

el lienzo el pincel del pintor; detalles que pasaran desapercibidos para la

suspicacia infantil, resaltan ahora llenos de vigor. El tiempo al correr los ha tocado

con su pátina de melancolía y resignación.

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Me detengo como si yo no fuera Sergio, ante cada uno de los Sergios sentados en

su silla de ruedas. Es una larga fila. Comienza una mañana en que el techo que

cubría mi vida se derrumbó, y la fila se pierde en lo desconocido. Cada uno de

estos Sergios me parece una de las cuentecillas de vidrio de un collar, engarzadas

en un hilo de tristeza. A veces sobre alguna de ellas la luz de una ilusión se

quiebra y enciende sonrisas irisadas. ¿Cómo serán las que faltan por ensartar?

Sergio sigue recordando y meditando:

Es en la sala de mi casa, en el rincón favorito. Mamá cose a la luz de la lámpara.

Sobre la mesa hay un florero semejante a un tallo fino de cristal, en él hay una

rosa encarnada que corté en la mañana para mamá. He apoyado mi frente en su

hombro; a mis pies, Merceditas se entretiene en recortar los grabados de un

figurín. Mis manos acarician su cabecita. Gracia estudia su lección de piano. En el

gran espejo del fondo, se repite la escena. La luz se irisa en los biseles y la rodea

de un encanto inefable: Allí estoy sentado en mi silla: me sonrío a mí mismo ...

Siento simpatía y compasión por este muchacho pálido que no puede caminar. Le

hago una seña amistosa con la mano y él me contesta con otra. Me parece que

dentro del espejo hay otro mundo, en donde el ambiente es más luminoso. Aquélla

es mamá. Con el pensamiento repito esta palabra: -''mamá" y tengo la revelación

de todo cuanto ella significa en mi vida. Mi frente está apoyada en su hombro y su

respiración me mece ... Sigo repitiendo dentro de mí, 'Mamá, ma-ma ...

¿Y Merceditas? Veo su perfil gracioso, inclinado, atentos los ojos a un papel que

sus manos recortan con lastijerotas de mamá Canducha. El esfuerzo la ha hecho

sacar la puntita de su lengua. Sobre la espalda caen sus dos trenzas que dan a su

figura ese aire que mi hermanita tiene, lleno de sencillez y tranquilidad. Por la

mano que tengo apoyada en su cabeza sube una dulzura tibia que me calienta

como un rayo de sol. Merceditas siempre está a mi lado: calladita y servicial,

atenta a mis palabras y a mis miradas, poniendo cerca de mis piernas el calor de

su cuerpo.

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Quiero agacharme para besarla, pero me deja inmóvil el temor de que el encanto

que me invade mientras miro la escena en el espejo, se rompa.

Allí está también mi hermanita 'Tintín" estudiando su lección de piano. Sólo miro

su espalda cubierta con el hermoso manto de sus rizos oscuros. Qué alegre es mi

hermanita Gracia y qué bien el apodo que le hemos puesto: "Tintín,Tintín". Mama

Canducha dijo un día que Tatica Dios había sembrado en su corazón una mata de

alegría que echaba ramos de carcajadas por su boca. Cuánto la quiero. Si mis

piernas sirvieran me acercaría en puntillas y le metería una pajita dentro de una

oreja para oírla gritar y reírse. Creo ver el estremecimiento de sus colochos e

irrumpo en una carcajada. El encanto se ha roto, Merceditas levanta sus ojos y me

mira interrogadora. Al verme reír, ríe también. Mamá dice: -¿Estás loco Sergio?

El reloj de bronce de la consola da las ocho. Muchas veces en mi vida he

señalado que lo ogio dar las horas con su voz musical. Sobre él había un

peregrino de barba dorada, con su morral a la espalda y apoyado en un bordón.

Mamá se pone inquieta. A cada rato deja la costura y suspira. Mi cabeza ha vuelto

a descansar en su hombro y se resiente de esta inquietud. Oímos pasos en el

jardín y ella abandona bruscamente el asiento, sin cuidarse de mi frente que se

golpea en la madera del respaldo. Me quejo, pero ni el ruido seco del golpe, ni mi

lamento, la hacen detenerse. Yo comprendo, es que "aquel hombre", viene.

Merceditas deja su pasatiempo, se acerca y acaricia con su mano mi frente

dolorida.

Mamá entre con "aquel hombre", llama a Candelaria para que me lleve y manda a

las niñas a acostarse. Mama Canducha me lleva en sus brazos aun cuando ya soy

muy grande, ¡Qué bienestar he hallado entre ellos! : Como me siente temblar de

frío ha ido a calentar mi camisa de dormir. Al ponérmela me llega el perfume de la

chirraca. Es que las manos de mi viejita echaron entre las brasas que calentaron

mi ropa, astillitas de chirraca para que oliera bien. Me quedo contemplándola,

vuelve el encanto que me invadió ante el espejo. Mama Canducha está sentada al

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borde de mi cama y me pone a rezar "El Bendito". Yo repito maquinalmente la

oración, y la miro: su rostro moreno surcado de arrugas y rodeado por el pañuelo

de colores que le pasa por la nuca debajo de las trenzas y se anuda sobre la

frente, el cabello negro y lustroso, ¡es tan ... querido para mí...! No me puedo

contener, la abrazo y le doy muchos besos. Ella complacida me dice: -Tenga

fundamento mi muchachito. Me arropa bien y hace la señal de la cruz sobre mi

cabeza.

No puedo dormir. El viento del verano ha vuelto; pasa y agita con fuerza los

árboles del jardín y hace temblarías puertas y las ventanas. Mama Canducha

había dicho en la mañana al oír el viento: "Ya rompieron los Nortes". Los Nortes

son los vientos que comienzan a soplar con fuerza en noviembre. Me duele el

golpe que me di en la frente y pienso que mamá no me quiere. Ni siquiera me

volvió a ver cuando me golpeé ... Un nudo me aprieta la garganta. Por la puerta

abierta entra a hacerme compañía el murmullo de la respiración de mis hermanitas

que duermen en la pieza contigua.

Muy tarde de la noche entra mamá. Se acerca en puntillas, y creyéndome dormido

se inclina sobre mí y me besa. La oigo sollozar. Una lágrima me cae en la frente.

Rodeo su cabeza con mis brazos y la atraigo hacia mí... Todo el resentimiento se

ha desvanecido. Le pregunto ansioso: "¿Por qué llora mi mamita? " ¿Es que aquel

hombre le hizo algo? " Ante esta idea me invade una inmensa rabia. Ella niega con

la cabeza. Sigue sollozando y sus rizos negros tiemblan sobre mi cara. Me

pregunta al oído: "¿verdad Sergio que nunca me olvidarás? " Se arrodilla a mi lado

y apoya en la almohada su cabeza, junto a mi mejilla. Lleno de confianza,

sintiendo que mamá me quiere, me quedo dormido.

El ruido de la verja del jardín al abrirse y cerrarse me despierta. La luz del día

entra por la ventana y recuerdo que en ese momento pasó volando una bandada

de pericos que llenaba la mañana con sus gritos ásperos que siempre le han

sabido a mi oído como le saben los guisaros a mi paladar. Pasaron danzando en

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el aire luminoso como un remolino de hojas verdes que el viento hubiera

arrancado de las montañas frescas. Mama Canducha nos había dicho que cuando

comienzan a pasar los pericos es que ha llegado el verano. Vienen de la costa -

dice ella- en busca de frutitas para su alimentación. Cada vez que oigo pasar

bandadas de pericos, se me viene a la memoria aquella mañana triste.

Busco a mamá junto a mí. .. ¡Vaya! Qué tonto soy, si ya es de día y fue anoche

que mamá vino a hacerme cariño. En eso oigo partir un coche.

Gracia y Merceditas se levantan y preguntan por mamá. Pasa mucho rato y no

oigo la voz ni el andar menudo de mi mamita. ¿Adonde hahrá ido tan temprano?

Mama Canducha entra a vestirme. Le pregunto por mamá y me responde que ha

salido, tal vez ella misma no sabe con seguridad. Noto una inquietud en el

semblante de mi viejita. La mañana es muy fría y ella me deja en el corredor

inundado de sol. Mi gatita Pascuala viene a jugar conmigo pero yo no tengo ganas

de jugar. ¿Adonde habrá ido mamá? Ella nunca sale tan temprano. Miguel se

queda en la casa. ¿Por qué no sale con su máquina de afilar, como siempre?

Toda la mañana la pasa en conferencias en la cocina con Mama Canducha. En los

dos viejos hay un no sé qué de extraño, inquietante.

Muy lejos, en un cuartel, los clarines tocan las doce. El sonido de la sirena de un

taller hiende la deslumbrante claridad del medio día. ¿Por qué estos sonidos que

he oído indiferente tantas veces, me producen hoy congoja o tienen para mí un

sabor de helada zozobra? El día avanza y mamá no vuelve. A cada rato

interrogamos: "¿Adonde ha ido mamá? ¿Por qué no vuelve? ¿Le habrá pasado

algo? ". En vano Miguel y Candelaria tratan de calmarnos. Hay en su voz cierto

dejo que me hace mirarlos receloso. Los tres chiquillos no abandonamos la cocína

y acechamos las caras de Miguel y de Canducha. Sorprendo a la viejecita

enjugándose los ojos a la descuidada. "¿Por qué llora mama Canducha? "

Contesta: "Adió, si es el humo ..." Pero ella está lejos de la estufa y en la pieza no

se ve la menor nubécula de humo.

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Llega la noche y nos vamos a la sala. El sillón de mamá está vacío y sobre la

mesa veo abierta su cestita de labor. Dentro de ella quedó su pañuelo que tomo a

las escondidas, y lo beso. Siento el perfume del clavel que siempre hay en su

ropa. La rosa encarnada de su florero está marchita y su corola pende sin vida.

Algunos de sus pétalos han caído al pie del vaso. La luz de la lámpara parece más

oscura ... Es para mí como si algo bullicioso hubiera enmudecido de pronto. En el

espejo se refleja una escena triste: Gracia y Merceditas están a mi lado. Tienen la

cabeza inclinada como la rosa mustia del florero. Me sonrío a mí mismo lo mismo

que anoche pero el muchacho que me mira desde el fondo del espejo debe de

tener una pena muy honda. Las garúas del verano golpean los cristales de las

ventanas. El reloj de bronce de la consola deja caer su tictac en la acongojada

quietud de la habitación; sobre él se destaca la figurita cansada del peregrino en

su eterna actitud de marcha. Así hemos oído las ocho, las nueve, las diez ...

mamá no vuelve ... Cuando mama Canducha me toma en sus brazos para

llevarme a la cama, estalla en sollozos.

No puedo dormir y siento que la noche se hace cada vez más profunda y que yo

me voy hundiendo en ella con los ojos abiertos.

En la lejanía está ladrando un perro, y al oírlo me parece que la oscuridad, la

soledad y la distancia se intensifican, se hacen muy hondas y se vuelven

dolorosas como si formaran parte de mi propia carne. Me adormezco y entonces

ha sido la noche misma la que está ladrando en la lejanía. Del otro lado de los

ladridos veo a mi mamita que me tiende los brazos.

Mama Canducha procura envolvernos en su ternura y mi dolor se refugia en ella

como en un nido forrado de pelusa y algodón. Su rostro casi negro, su rostro que

para mí ha sido lo más blanco que he encontrado en mi vida, tiene una expresión

de angustia que su deseo de no vernos sufrir no logra ocultar. Miguel no ha vuelto

a salir con su máquina de afilar, no me abandona. En vano su cuchilla ha hecho

primores en madera y su boca, narrado maravillas... Ninguno de los tres lo

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atiende. El violín está callado como el buen amigo que pone su amor silencioso y

rebosante de emoción, a la vera de nuestra pena. Aquí está Merceditas, sentada

como siempre a mis pies, con la cabeza inclinada, apretando su cuerpo contra mis

piernas muertas. Sus dedos de ordinario tan diligentes, están ociosos.

¿Y Gracia? Aquí está también. Desde que mamá se fue, el peine no ha vuelto a

entrar en esa cabeza en la que se dijera que ha habido una lucha. Tiene así, con

el pelo alborotado, un aspecto salvaje. Casi no ha vuelto a hablar, ella que jamás

tenía el pico cerrado. Ha venido a tirarse en el suelo junto a mí y se ha puesto a

llorar. Al cabo de un rato, moja un dedo en los pocitos que han dejado sus

lágrimas y dibuja flores, perfiles humanos, animales; por último procura que las

gotas que siguen manando de sus ojos se pongan en fila y formen la palabra

"mamá".

iPobrecita mi hermana Campanita! ¡Pobre corazón alegre que encuentra medio de

jugar con su llanto!

Tres días después de la partida de mamá llega mi padre. Nos da un beso que nos

roza apenas. Al verlo, el frío que tengo desde que ella no está, se hace más

intenso. Vuelve a salir sin hablarnos y regresa en la noche; nos halla en la sala, en

el rincón en donde a menudo pasábamos con mamá la velada. Se sienta en un

sillón y comienza a fumar. Luego se levanta y se pasea con aire agitado ratos se

detiene. Entonces puedo oír el tic tac del reloj. Tengo la sensación de ir dentro del

tiempo como en el carro de un tren cuyas ruedas producen ese tictac. Ese tren me

va a dejar en una estación sumida en las tinieblas y en la soledad.

No me atrevo a mirar a papá frente a frente, pero lo hago por el espejo: tiene la

frente arrugaday ésto le da un aspecto hosco.

Gracia se atreve a preguntarle:

-¿Usted sabe dónde está mamá?

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Nos mira largo rato sin contestar. Ha dejado su paseo y vuelvo a sentir la

palpitación del reloj. ¡Dios mío! El tren se ha detenido ...

Por fin habla: - ¡Ustedes no tienen madre ...!

Yo grito: -¿Le ha pasado algo?

Y Gracia: -¿Ha muerto?

El responde: - ¡Ojalá hubiera muerto!

Mama Canducha entra y él dice: -Candelaria, alista todo lo de Sergio pues se irá a

vivir donde Concha.

Sobre todos cae un silencio que nos hace inclinar la cabeza.

Candelaria interroga tímida y temblorosa: -¿Y las niñas?

-Al colegio, internas. Otra vez el silencio.

La anciana da un paso y con acentro trémulo: -Don Juan. Pablo, ¿por qué no los

deja aquí? Usté sabe que los quiero como si fuesen míos. Yo se los cuidaré como

cosa propia ...

A esto se le responde brutalmente: -No hay que pensar en eso. Yo no puedo dejar

mi casa en poder de una sirvienta.

Todo se desvanece en torno mío ... Abro los ojos y estoy en mi camita, mama

Canducha me frota la nuca con hierbas aromáticas y mis hermanas me acarician

las manos y sollozan.

Es la mañana en que nos sacan de casa, a mí para llevarme donde la tía Concha,

una hermana de mi padre, a mis hermanas para conducirlas al colegio. Salen de

su cuarto vestidas con el uniforme del colegio y a mí me parecen otras con su

nuevo traje. Tienen los ojos hinchados de llorar. Yo procuro mostrarme tranquilo

104

para darles valor. No vemos a mama Canducha porque anoche convinimos con

ella en no despedirnos.

Mi padre se ha encargado de las niñas y Miguel de mí. Salimos en silencio. Las

ruedas de mi silla chirrían en la arena del jardín. Pido a Miguel que me lleve por el

palomar y por la jaula de los conejos. Al pasar veo a los conejos asomar sus

hociquillos inquietos y engullir hojas tiernas de churristate. Entre el follaje de los

árboles de dama cantan multitud de pájaros que han venido a comer las frutitas

amarillas de este árbol. Ya no serán ellos los que me despierten con su algarabía.

Hace unos días comenzó a venir un nuevo comensal, un cacique veranero

escapado quizá de alguna jaula. Sus gorjeos suenan muy parecido a un cantarito

que se vacía. Como es menudito y de color anaranjado, parece una hoja iluminada

por el sol y movida por el viento. Las palomas arrullan entre sus nidos. Les digo

adiós y también a los comemaíces tan mansitos que venían a comer en mis

manos; a la bandada de viuditas de plumaje color gris-celeste que venían a armar

grandes bullas entre los limoneros; al naranjo bajo el cual he pasado tantas

mañanas; al mirto de mi edad; a los palitos de murta; a la glorieta de flor de

verano; al cuartito de las golondrinas y a la acequia que refresca el jardín y que

pasa murmurando: "adiós Sergio, Gracia y Merceditas". La verja produce un

lamento melodioso al abrirse y al cerrarse, con un sonido parecido al canto del

jilguero. Hace pocos días el quejido de estas bisagras herrumbradas me despertó

muy de mañana ... fue el día en que se marchó mamá. En lo alto de la verja el

viento mueve un cartel en el que se lee: "Se alquila con muebles. Entenderse con

etc.". Ya en la calle vuelvo los ojos para mirar mi casa. Allí queda con sus grandes

corredores, que las flores rojas, rosadas y blancas de los jardines ponen tan

alegre. Tiene las ventanas cerradas, como para no vernos salir, y sobre el tejado

las palomas alineadas esponjan al sol su plumaje. Mi silla comienza a rodar... y

tras ella siguen mi padre y mis hermanas. Al llegar a un recodo del camino vemos

el tejado que asoma entre los árboles de dama y el roble de montaña que está de

fiesta, todo cubierto de flores rosadas. De la chimenea sale un jironcillo de humo

que ondula bajo el azul del cielo; yo imagino que es el pañuelo con que mama

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Canducha nos dice adiós. Mi vieja debe haberse quedado en la cocina, sentada

en su taburete, llorando silenciosamente. En el cucurucho del tejado está mi gatita

"Pascuala" atisbando las palomas. Muy alto vuelan los zopilotes que pintan

garabatos negros sobre el cielo azul.

En una esquina nos separamos. Nada nos decimos. Mis hermanitas me besan.

Gracia se pone a sollozar y Merceditas se agarra de mi cuello: "¡Ay hermanito

Sergio! iAy hermanito Sergio! ", dice, y sigue su camino. A papá no lo vuelvo a ver.

Mi silla toma el rumbo que va a la casa de la tía Concha.

Encontramos niños que van a la escuela hablando en voz alta y riendo, con sus

libros bajo el brazo. En las puertas hay madres que se han asomado a ver partir a

sus hijos. Algunas dicen suspirando: -Hijo, que Dios te acompañe.

La casa de la tía Concha y del tío José era para mí la estación oscura y desierta

que imaginara la otra noche en la sala de mi casa. Ambos me han producido

siempre la misma indiferencia que producen los lugares en donde no hay nada.

Nunca nos habíamos tratado muy de cerca. ¿Por qué he tenido que venir a parar

a esta casa? ¡Cuánta desesperación hay dentro de mí! De pronto recordé a Ana

María y me sentí como si yo fuera un insecto cansado que hubiera encontrado en

un desierto una matita de hierba en donde descansar las alas.

La casa de mis tíos queda en el pequeño caserío de San Francisco de Guadalupe,

a un paso de la ciudad, del otro lado del río Torres. Está situada frente a una

plazoleta insignificante desprovista de árboles y rodeada de habitaciones sucias.

Es un lugar solitario, pero no tranquilo pues a cada rato lo inquietan los tranvías

que van a Guadalupe y vienen a la ciudad.

El caserón es antiguo, de gruesas paredes, con ventanas voladas y provistas de

rejas de hierro. A la entrada hay dos naranjos y sobre el tejado crecen hierbas.

Las habitaciones son vastas y frías, con el pavimento de ladrillos que mi tía hace

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encerar a menudo, y que a primera vista se creerían mojados. Los muebles son

pesados y grandotes. La sala tiene un aspecto lúgubre con sus sillones y sofá

forrados en la tela oscura, en las paredes retratos de abuelos de cara de pocos

amigos y dentro de un fanal una dolorosa enlutada y triste con el corazón

atravesado por puñales. Es una escultura de madera traída de Guatemala que mi

tía estima como a las niñas de sus ojos. Bajo la gran mesa redonda del centro mi

tía Concha casi siempre tiene cohombros, y al entrar se siente el perfume ácido y

fresco de esta fruta.

Mi cuarto es una pieza grande en la que resuenan los pasos; las ventanas dan a la

calle y por ellas se ve la pequeña iglesia de ladrillo, en construcción desde hace

muchos años. De noche me llena de terror oír las boronas que caen en las tablas

del cielo raso carcomidas por el comején. Mi cama está a la sombra de un enorme

armario, a la par de una cómoda rechoncha y gavetuda como la tía Concha. Me da

miedo despertar a media noche y encontrarme entre el silencio alumbrado por un

candilito de aceite que mi tía tiene la devoción de dejar encendido a las ánimas.

Las gigantescas sombras que proyectan los muebles se agitan al son de la llama

débil. Hay un reloj que constituye otro de mis terrores nocturnos. Está en el

comedor; es una caja de madera negra que parece un ataúd colocado

verticalmente. Por su puerta de cristal se ve el péndulo, grandote y dorado, y en la

quietud de la noche resuenan los golpes de ese péndulo que se me antoja la

respiración de las sombras pavorosas que me rodean. En mi casa yo tenía un

cuarto en el que nunca sentía miedo.

Ayer por la mañana fue que me trajo Miguel a esta casa, pero es para mí como si

hiciera años.

Es de noche. Me dejaron en mi nueva habitación, cerca de una ventana. Las

campanas han repicado llamando al rosario. Algunas mujerucas arrebujadas,

entre ellas mi tía, entran al templo. Una pálidad claridad sale por las ventanas de

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la Iglesia y hasta mí llega el rumor de los rezos. Sobre el fondo estrellado del cielo,

se destaca el gran perfil sombrío de la iglesia.

¿Qué habrá sido de mamá? ¿Para dónde tendrán que irse mama Canducha y

Miguel? ¿Y mis hermanitas? ¡Qué oscura estará la sala! Recuerdo la escena de la

otra noche en el espejo... ¡Ahora dentro de su luna sólo las sombras...! Quizá los

dos viejos se hayan reunido en la cocina y hablen de nosotros. Cierro los ojos y

veo el rostro oscuro de mama Canducha, inclinado, con la mirada dirigida

tristemente hacia las llamas. Frente a ella mi viejo amigo con su cara bondadosa

rodeada de barba plateada, las manos cruzadas sobre las rodillas.

Mi imaginación vuela hacia nuestra casa ... Oigo caer las gotas de la llave mal

cerrada, en la la pila llena de agua del lavadero y también los limones amarillos del

lindo limonero del jardín. El lavadero y el jardín están sumidos en la oscuridad. La

pila llena de agua es como una gran caja de resonancia. Caen las gotas y hacen

saltar una nota musical pequeñita, tan pequeñita que casi no la pueden distinguir

mis oídos... Tin, tin, tin, tin ... A la nota se le quedan flotando en la superficie de la

pila unas guedejas muy finas que son como los estambres de las pequeñas flores

del mirto. Los limones amarillos se des prenden de las ramas. Es que están ya tan

maduros que no pueden sostenerse más y van a través de la noche rodando

juguetones por el suelo o bien se quedan muy quietos entre una cama de hojas. El

agua de la acequia se aleja cantando su canción: "Adiós Sergio, Gracia y

Merceditas ..."

De pronto dos bracitos han rodeado mi cuello y una pequeña cabeza se acerca en

mis mejillas ... ¡Ah! , si es Ana María! No la sentí llegar porque está descalza.

Su voz suave y cariñosa pregunta: -¿Por qué lloras Sergio?

No respondo. La inflexión tierna de su tono, invita a mi pena a desbordarse y los

sollozos brotan de mi garganta. La presión de los brazos aumenta y unos labios

tibios comienzan a besarme ... Luego, unos sollozos tímidos acompañan los míos.

El dolor se va calmando e interrogo: -¿Por qué lloras Ana María?

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-Porque me dan ganas de llorar cuando te veo llorar.

-Yo lloro porque me han traído aquí... Ay Ana María, en casa cada uno ha cogido

por su lado.

-Anoche oí a la niña Concha decir que te ibas a venir con nosotros, Sergio, y me

puse más contenta ...!

-No debías haberte puesto contenta. Me vine porque soy como un preso en esta

silla ... Si tuviera piernas buenas habría huido no sé para dónde ... Yo no quiero ni

a la tía Concha ni al tío José. Tampoco quiero a papá.

-¿Y a mí?

-A vos sí...

-¿Por qué te has venido?

-¿Por qué? Porque no tengo mis piernas buenas. Ana María, ¿no has oído decir

en dónde está mamá? -¿La niña Cinta se ha perdido?

-Sí.

Lloramos de nuevo.

Entre sollozos interroga: -¿No la han buscado? -No sé.

-¡Qué extraño! Yo creía que la gente grande no se pierde ... ¿Y tus hermanitas?

-Las llevó papá al colegio, internas. Si estuviera aquí mama Canducha ...

La pena me estruja otra vez la garganta. Ana María sale corriendo; enseguida

vuelve y me pone entre las manos dos pequeños objetos. -Toma y no llores más,

Sergio -me dice.

La voz gruesa de mi tía, que ha regresado del Rosario, resuena enojada: -Ama

María, ¿y eso qué es? ¿Por qué no has encendido las lámparas? Cuando vas a

aprender a hacer las cosas sin que te lo manden?

La niña se escurre. Quisiera haber seguido llorando en la oscuridad, con los

bracitos de Ana María en torno de mi cuello.

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Ana María era entonces una peloncita de unos ochos años, si bien aparentaba

menos. Era como el duendecillo de aquel caserón, y parecía tener el don de la

ubicuidad: estaba en todas partes, lo que indignaba a mi tía Concha. Cuando

menos se esperaba, se veía surgir entre los grandes muebles, la figurita menuda

de graciosa cabeza, en cuyo rostro moreno se abrían unos ojos muy negros y

rasgados como los de las cabras: los párpados estaban adornados con un fleco

espeso de pestañas "chuzas", tupidas y cortas que le lucían mucho. La naricilla

ñata tenía el aire de ir husmeando travesuras y en las mejillas se abrían al menor

pretexto, unos camanances que eran en esta cara unas pilitas de encanto y

picardía. Mi tía no le había dejado crecer el cabello, seguramente para no tener el

trabajo de peinárselo.

Recuerdo haberla visto siempre con unos trajes azules de lunares o florecillas

blancas, de larga falda para que no anduviera enseñando las piernas, como decía

mi tía. Eran trajes sin gracia, sin adorno alguno. Años después me contó Ana

María que este recuerdo se debía a que la tía Concha le compraba al principiar el

año, tela azul para cuatro vestidos idénticos que tenían que servirle doce meses y

más si era posible. Además, por economía, el ama de la casa había condenado

los pies de la nina "recogida", a ir descalzos por esta pedregosa vida.

Ana María había sido sacada por la tía Concha, del Hospicio de Huérfanos, y en el

piadoso establecimiento ignoraban el nombre de los padres de la niña. La tía

Concha hablaba del acto de haber sacado a Ana María del Hospicio, llevado a

cabo por ella, como si la chiquilla hubiese tenido la suerte de subir del infierno al

cielo.

A la luz del día he examinado las cositas que me diera anoche Ana María, con el

fin de calmar mi llanto. Son, un prisma triangular de cristal de esos que adornan

las lámparas de las iglesias y una crucecita de hueso labrado, amarillenta, en cuyo

centro hay un agujero con una lente minúscula. Ella ha venido a explicarme su

valor y uso. Ambas cosas son para regalo de los ojos: por la lentecilla de la cruz

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se ve un Niño Dios dormido entre flores con la cabeza apoyada en un corderito.

Todo allí dentro resplandece y yo no quisiera quitarme de esta inocente visión,

Cuan admirable es para mi espíritu sencillo la pequeña cruz amarillenta y sucia,

que guarda en su interior el luminoso cuadro del pequeño Jesús dormido entre

azucenas con un blanco corderillo por almohada! Y mirando por el minúsculo

cristal habría pasado las horas, si Ana María no me lo quita para deslumbrarme

con su otra maravilla: el prisma de cristal. Cuando me he puesto a mirar a través

del prisma ha sido para mí lo mismo que si me hubiese internado en un arco iris;

cuanto me rodea, adquiere de pronto una belleza mágica .. .algo así como si una

de las hadas de los cuentos de Miguel lo hubiese tocado todo con su varita de

virtud. Las sucias casillas de torno de la plaza, el lodo de la calle, las nubes, la

hierba, el viejo caballo que pace, han sido bañados con una luz de la cual se han

diluido todas las piedras preciosas. Las paredes de la iglesia no muestran la

desnudez áspera de sus ladrillos, ni las torres a medio terminar tienen un aspecto

descarnado y feo. Todo ha sido cubierto con una capa de brillantes, esmeraldas,

rubíes; la luz hace en todos los ángulos encajes delicadísimos. Yo pienso en un

palacio encantado. ¿Y el jardín? Al verlo grito fuera de mí: -Ana María, es como

entrar al jardín de Aladino! Si pudiéramos meternos dentro de tu vidrio, Ana, y vivir

en él!

La tía Concha pasa por el corredor y la chiquilla dice ingenuamente: -Mira a la tía

Concha, Sergio, y verás que hasta ella es distinta". Obedezco y me convenzo de

que la antipática señora se ha irisado también.

¿De dónde cogió Ana María estos objetos? El prisma lo encontró en la Iglesia y la

cruz la tiene desde que estaba en el Hospicio. Me ha confesado que la escamoteó

a un vigilante. Un día en que fue castigada, para consolarla, la mujer desprendió la

cruz de su rosario y la hizo ver el misterio allí encerrado. Desde entonces, el

poseerla fue su único anhelo. El ser dueña de esta cruz, constituía para ella la

felicidad. Pon fin logró apoderarse del tesoro que escondió en el hueco de una

pared; cuando estaba sola iba a contemplarla emocionada.

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Ha sido preciso que hayan transcurrido tantos años para comprender el valor del

desprendimiento de la chiquilla, al darme estos objetos que encerraban para ella

toda la dicha y la belleza. En aquella época lo comprendí de una manera muy

vaga. Quise devolvérselos, pero me dijo heroicamente: -No, Sergio, cógetelos... si

yo tengo mucho que hacer y no me queda tiempo de mirar por ellos. Además, si la

niña Concha me los encuentra, me los tira al tejado. ¿Sabes dónde los guardo?

Pues entre una lata de salmón vacía que escondo en el palo de mango. Con vos

estarán más seguros y cuando yo tenga tiempo, vengo a que me los prestes.

¡Cuántas veces después, olvidé mi pena, como en esa mañana al contemplar la

vida a través del prisma de cristal de Ana María o mirando por el agujero de la

crucecilla de hueso, el minúsculo espectáculo que ponía alas a mi fantasía!

La tía Concha no se cansaba de sacar a relucir la caridad, a que diera prueba, al

sacar a Ana María del Hospicio de Huérfanos, para tratarla, decía ella, como a una

hija. Sin embargo, en esto había procedido lo mismo en su cultivo y desvelo por

los rosales, cuya belleza no le importaba tanto como las monedas que le

producían. Razón tenía Engracia la cocinera al decir que "la niña Concha no

arrancaba pelo sin sangre". Si ta chiquilla no andaba por los suelos bruñendo o

encerando los ladrillos, estaba limpiando vidrieras, barriendo patios y desagües,

desyerbando el jardín, llevando y trayendo las vacas, metiendo leña. El caso es

que la tía Concha, no dejaba a la pobre criatura tentar tierra. Dichosamente Ana

María tenía una imaginación viva y alegre, y todos sus trabajos los volvía juego: Si

limpiaba el pavimento de una habitación, dividía los ladrillos en dos bandos, el

suyo y el de la niña Concha. Los que pertenecían al primero, quedaban

convertidos en espejos, y a los otros les daba poco brillo, para que rabiaran. Si la

ponían a barrer el patio, hacía fogatas con las hojas secas que representaban in-

cendios terribles; a veces tenía compasión de una ramilla que se retorcía entre las

llamas y la salvaba. Las rosas Príncipe Negro eran sus predilectas, y al pie de

estos rosales no se encontraba jamás una mala hierba. Si había que meter

carretadas de leña, quien sabe cómo se las ingeniaba para que todos los

chiquillos de la vecindad la ayudasen; venían hasta los hijos de un gran

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diplomático que vivían en una hermosa casa de las inmediaciones, quienes

cargaban haces de leña sin cuidarse de sus magníficos trajes. En hacer

divagaciones curiosas, opuestas sobre cuál de todos cargaba más palos o llegaba

primero al galerón, en contar cuentos y reírse se les iba el tiempo. Dramatizaban

los cuentos que leían y Ana María era o bien María Cenicienta o bien Blanca

Nieves en espera de los enanos y a mí se me convertía en Robinson. En las

tardes de verano, mientras la tía Concha iba a rezar su Rosario a la Iglesia, Ana

sacaba a Sergio en su silla a la plaza; se les reunían otros niños y jugábamos de

modo que yo pudiese tomar parte. Y allí se estaban contando cuentos a la luz de

la luna.

En las noches de invierno se iban a la cocina a experimentar el terrible placer de

escuchar los cuentos de espantos, referidos por Engracia la cocinera: el de la

Segua, a quien el trasnochador perseguía tomándola por una linda muchacha la

cual al cabo de mucho caminar se volvía y dejaba tieso a su perseguidor,

mostrándole los enormes dientes de su hocico de yegua; el de la Llorona

lamentándose en las riberas de los ríos por el hijo que había arrojado en la

corriente; el del Cadejos, el de la Tulivieja, el del Padre sin Cabeza, el del Mico

Malo. Los niños nos íbamos a la cama con un escalofrío en la espalda. Las

sombras, en mi cuarto adquirían formas espantosas. Me dormía con la cabeza

envuelta en las sábanas y la frente sudorosa. Pero al día siguiente volvíamos a

pedir a Engracia más relatos espuluznantes.

Mi padre ha venido a despedirse porque se vuelve a la Línea a terminar de

arreglar sus asuntos. Ana y yo estamos en el corredor, tras un macizo de pacayas

y no somos vistos. Papá dice: -Tal vez sea mejor que Candelaria se venga a

cuidar a Sergio.

La tía Concha interroga: -¿Cuánto le vas a pagar?

-Pues tanto -contesta mi padre.

113

—No es mucho, pero mejor no llames a Candelaria: yo misma cuidaré a Sergio ...

el tiempo no está para dejar ir un centavo. Entonces, ya sabes, nos pagarás una

pensión de tanto, y es barato. Juan Pablo, te lo aseguro, estando el tiempo como

está.

-Bueno, mujer -responde con disgusto mi padre.

¡Qué mujer más odiosa! Ella pregunta: -¿Al fin has sabido algo de Cinta?

-Sí. Se ha marchado al Perú.

-¿Qué iría a hacer allí tu compadre Rafael Valencia?

En su rostro hay una risilla repugnante de conejo. Se le contesta secamente: -No

sé ...

Hay una pausa y yo escucho el palpitar de mi corazón. Siento como si quisiera

salir huyendo de la desolación infinita que se me metió en el pecho desde que oí a

mi padre.

En la noche, cuando solamente se oyen los golpes del gran reloj, me pongo a

llorar. Mi tía ha dejado sobre la cómoda el candilito de aceite encendido en

descanso y alivio de las ánimas; estoy rodeado de pavorosas sombras que se

mueven según la oscilación de la llama. Lloro sin cubrirme la cara con las manos.

De pronto el duendecillo de la casa surge de un rincón. De un brinco está a mi

lado en la cama. Se pone a abrazarme y como la otra noche, llora conmigo. Este

acto tiene el poder de calmarme, como seguramente no lo habrían conseguido las

palabras más elocuentes.

-Ana María, ¿sabes dónde está el Perú?

—No. El Perú ... ¿Te acordás Sergio? , A-e-i-o-u, guaya-bita del Perú, ¿cuántos

años tienes tú? Mira lo que te he traído, -dice sacando una anona de entre los

pliegues de su vestido. -Está madurita: es de una guaca que tengo a la orilla del

río. Dios libre que la niña Concha lo sepa. ¿Querésque la comamos?

114

La divide sin esperar mi constestación y me dice: "-Es como ponerse en la boca

unos terrones de azúcar, Sergio". Habla con la boca hecha agua y me contagia.

Sonrío bajo mi llanto y saboreo mi parte. Ana dice, señalando una lágrima

enredada entre mis pestañas: -Cuando te da la luz allí, se ve de colores como en

mi vidrito.

Una vez tranquilo, me hace acostarme y me arropa bien, con solicitud maternal. Le

cuento que lo mismo hacía mamá Canducha. Luego se va y desaparece detrás del

armario.

Me duermo y sueño que tengo las piernas buenas y que salgo huyendo de la casa

de mis tíos, hacia el Perú, que se ve a lo lejos: el Perú es una casa en cuyo tejdo

está mi gatita Pascuala. Allí vive mi mamita y el aire es irisado como en el prisma

de Ana María. Veo a Gracia que viene corriendo a mi encuentro, gritando

alegremente -"A, e,i,o,u, guayabita del Perú, ¿cuántos años tienes tú?

La tía Concha era una mujer bajita, rechoncha y ridicula, de voz hombruna. Su

cara, muy empolvada, lo dejaba a uno en la duda de si era joven o vieja. Cada

noche, antes de acostarse, Ana tenía que arreglarle el cabello en multitud de

trencitas y el que le rodeaba la frente había que retorcerlo en una serie de

piruchitos envueltos en tiras blancas y papeles. Toda esa fábrica era deshecha

otro día con gran complacencia, y ondas y rizos servían para confeccionar un

fantástico peinado. Padecía de jaquecas, y el día que amanecía con este mal, se

colocaba unas rodajas de papa cruda en la frente, las cuales se sostenían con un

gran pañuelo blanco. Sergio pensaba al vera la tía Concha con aquella venda en

un difunto que movía a risa. Ana y él se burlaban a las escondidas. En los días de

jaqueca todo el mundo tenía que andar en puntillas, bajar el diapasón de la voz y

la pobre chiquilla tenía que soportar mojicones y pellizcos que le propinaba la

enferma. Su vida estaba dedicada a los pisos y a las plantas, sobre todo a las

begonias. Siempre andaba a caza de "hijitos de rosa", de hojas sazonas de

begonia de recetas para abonar esta planta o la de más allá. No había lata de

conserva vacía, ni olla inservible en donde no retoñara la consabida hojita de

115

begonia. Ella las bautizaba a su antojo, según el dibujo, color o parecido que

tuviera: "la naipe", "la bronce", "la lotería". En las mañanas yo tenía que quedarme

en la cama hasta la hora de almuerzo, porque la maniática señora -en vez de

cuidarme a mí- se ponía a moler cascaras de huevo, a desmenuzar estiércol y a

mezclar orines con agua para sus begonias. Desde entonces cobré a esas

preciosas plantas una profunda antipatía y jamás me han llamado la atención sus

complicados tornasoles ni sus manchitas caprichosas.

No se crea que cultivaba desinteresadamente las flores. Su buen sentido había

sabido convertir la poética afición en un pequeño negocio: la tía Concha traficaba

con begonias y rosas. Tenía una gran plantación de rosales; pero sus ojos avaros

no se complacían en la belleza de los colores de los pétalos... Ellos no veían sino

el brillo de la moneda que cada flor representaba. En las tardes contaba las

pesetas que amanecían abiertas en las American Beauty o en las Frau Cari Dusky

y en las monedas que se abrirían en las Príncipe Negro. Mi tía Concha sí podía

decir que tenía matas de dieces y pesetas.

Había que oírla hablar horas enteras con sus parroquianas, de la vida y milagros

de este o aquel ejemplar: que lo consiguió en tal parte, que lo sembró en tal otra y

que mucho tiempo lo dio por muerto, iAh! pero un día -por cierto iba ella muy

distraída a dejar a Engracia la cocinera el Royal para el pan, cuando le dieron

ganas de volver a ver... y se va encontrando con el retoñito. Después lo había

pastoreado como a una criatura: que ya en este rincón, que ya en la ventana, que

sus poquitos de agua con orines.

Su marido era un hombrón más joven que ella. La tía Concha lo manejaba como a

una de sus begonias menos estimadas. Nunca he visto nada más humilde que el

rostro del tío José, siempre inclinado levemente hacia la izquierda y no se me

borrará el aire de mansedumbre con que este hombre tan alto y robusto, echaba a

andar detrás de la pequeña y obesa figura de su esposa. Su voz no se oía en

116

aquella casa y si ella se dignaba consultarle cualquier asunto murmuraba apenas:

"Como te parezca, Conchita".

Recuerdo también una monomanía de la tía Concha que sacaba de quicio a

mamita Jacinta: la de andar averiguando la edad de cada hijo de vecino sobre

todo la de las mujeres, y la de llevar en la punta de los dedos los años que

contaban sus amigas o las hijas de éstas. Tal monomanía constituía una

verdadera mortificación para sus amistades, a las que, en cuanto se hablaba de la

edad, les ponía frente a los ojos -con implacable gesto- el número de años, meses

y días que habían respirado el aire de este planeta y pobre de la muchacha mayor

de veinticinco años que en presencia de la tía Concha se atrevía a quitarse un

añito o dos, porque allí estaba ella con su memoria de inquisidor, recordando a la

olvidadiza la fecha de su nacimiento ocurrida para el terremoto tal o para tales

temblores o para éste o aquel acontecimiento extraordinario. Como podré olvidar

cómo se encendían de ira los bellos ojos de mi madre cuando la tía Concha le

recordaba que ya había pasado de los treinta.

¿Y lo de creer que Dios hacía a un lado sus divinas tareas para atender

expresamente los negocios de Concepción Esquível de Rojas e interponer su

celestial intervención a fin de que estos le salieran tal como a ella le convenía? A

menudo la oíamos exclamar: "Ah mi Dios tan bueno conmigo! ¡Miren allá como me

oyó que le pedía! Nunca le podré pagar la ayuda que me dio en este trato en el

que me gané cinco mil colones sin mayor costo. Si no hubiera sido por El, no

habría podido comprar o vender tal casa, o colocar con buena hipoteca ese dinero

o vender bien el terreno de San Isidro ..." Y la tía Concha levantaba los ojos al

cielo en acción de gracias, o dirigía una sonrisa de gratitud al Crucifijo que colgaba

a la cabecera de su cama. El domingo dejaba caer en el platillo de limosnas del

Templo unas moneditas de poco valor que al caer producían un ruido metálico que

la señora creía agradable a los oídos del Supremo Hacedor.

117

¡Ah! esta tía Concha con su busto protuberante en el que se le hundía la papada;

¡Ah! sus gorduras y mondongos que le temblaban el andar! Sólo en el real

pensaba: hoy en ir a recoger el alquiler de las casas que poseía; mañana en ir a

cobrar el interés del dinero prestado; otro día en el baratillo abierto en las

inmediaciones del Mercado; o bien, en ir a los pueblos de los alrededores en

donde el maíz, los frijoles y la manteca se podían conseguir con un cinco menos.

Contaba Ana María, que cuando la niña Concha la mandaba a la cocina a ayudar

a Engracia a hacer empanaditas de queso o pastelitos de carne, al terminar su

tarea tenía que sufrir la inspección de la señora que le abría la boca de par en par

y le metía los ojos implacables hasta el galillo a ver si la chiquilla había robado

boronitas de queso o relleno de pastel.

En cuanto al tío José, tenía también sus monomanías, y la principal era su pasión

por los pájaros que la esposa le permitía en vista de que con ella podían realizar

buenas operaciones comerciales, por ejemplo la venta de una chorcha o de un

jilguero.

Los viernes y los sábados se iba desde temprano a la plaza de la Merced -en

donde por ese entonces se establecía el mercado de pájaros -a curiosear

simplemente o a comprar un buen ejemplar. Por las noches llevaba las jaulas a su

cuarto y las cubría con trapo para defender a los pájaros de las picadas de los

zancudos. Ana María me contó que el zenzotle de las melodías maravillosas que a

mí me extasiaban, estaba ciego ... y que quien apagó estos ojos fue este

hombrazo insignificante. Sus oídos golosos no vacilaron en sacrificarlos para su

placer. Este detalle me hacía ver al tío José con rencor y repugnancia.

Años más tarde recordaba yo al tío José sin la mala voluntad que le tuviera de

niño. Quizá la afición del viejo por los pájaros, era una manera de expresar su

sentimiento por lo bello, algo primitivo, parecido a lo que sienten los niños cuando

persiguen mariposas con su red o con su gorilla. Tal vez la rutina de su vida de

hombre rico que alquilaba casas y prestaba dinero a un alto interés, rutina llevada

118

junto a una mujer redonda, lisa, como la tía Concha, le había aplastado la energía

indispensable para ir más allá y los trinos encerrados en una jaula. A menudo se

encuentran estos aficionados a los pájaros y a su música entre gentes metidas en

oficinas, en empleados de Juzgados y Alcaldías, en militares, en dependientes de

tiendas y pulperías, en barberos. Esas gentes se hacen un agujerito en la pared

de los prejuicios y costumbres formada en torno de su imaginación, y por ese

agujerito se ponen a atisbar la gracia de la vida que pasa fugaz y luminosa frente a

la monotonía cotidiana. Son como presos que gozan mirando a través de la reja

de su cárcel, la nube, el trozo del cielo azul, la rama del árbol.

¡Cuántas veces a lo largo de mi vida he vuelto a recordar el corredor amplio y

fresco, poblado de pájaros y heléchos, de la casona de San Francisco! Era un

corredor con techo de tejas de barro colocadas sobre un enrejado de vigas y

cañas delgadas, pavimentado con ladrillos rojos, relucientes de limpieza. En un

rincón el armatoste de madera destinado al gran filtro de piedra porosa de Pavas,

una gran bolsa negra y húmeda, y bajo el filtro, la panzuda tinaja nicoyana,

colorida y fría, dentro de la que iban cayendo las gotas de agua filtrada. Alrededor,

los heléchos -surtidores de verde frescura- y colgando de la solera y de las vigas,

las jaulas de alambre, de berolís, de tora, de caña brava, dentro de las cuales

saltaban y piaban los pájaros del tío José: Juanitas que eran como flores con su

plumaje de suaves matices, avivados por manchas negras: monjitos de collar

negro y turbante amarillo; gallitos cuyo canto llena de alegría a las faldas de las

montañas de Costa Rica. ¡Qué lindos son estos gallitos con sus plumas amarillas

dispuestas en forma de cresta y barba, lo que los hace parecerse al gallo

doméstico! Cuando recuerdo aquel corredor, en mi memoria reviven los pájaros

del tío José, como muchos años atrás los oyera despertar al amanecer: la

chorcha, con su vestido de un amarillo encendido con pinceladas negras, su

gorguerita roja y el ojo vivo de azabache. Cuando se aburría de estar en la jaula,

se salía y se iba a posar en el hombro de su dueño o a vagar por toda la casa. El

gato la respetaba. Imitaba el tintineo de las gotas del filtro, el chorro de la cañería,

el canto de sus compañeros, y remedaba con cierta insolencia las risas y las

canciones de la cocinera. Había allí también jilgueros de campanilla -el plumaje

119

color de pizarra y el pico y las patitas amarillas -traídos de San Carlos o de la

Carpintera. En las mañanas tocaban su flauta de plata que ponía un encanto en el

ambiente. Había agüíos cogidos en Ujarraz; toledos de la zona del Pacífico tan

lindos con su plumaje azul turquesa, rojo, verde y amarillo; rualdos verdes como

tiernas hojas de árboles; una calandria de la Línea con el pecho blanco y las alas

manchadas color café; un yigüirro de montaña con su collar blanco y sus anteojos,

que le daban un aire doctoral. Misterioso y dulce era el canto de este pajarito, cuyo

canto debía ser algo maravilloso a media montaña. IMo faltaban los setilleros

flauta comprados por el tío José en Cartago, en el mes de mayo. Eran unos

pajaritos muy chucaros e inquietos, vestidos de color café, con un gorrito negro en

la cabeza. Contaba el tío José que se cogen con trampa o con varillas untadas de

leche de yos, que vuelan en manadas y que se dejan caer en los zorgales o en los

pantanos en donde crece el chile de perro. El tío José pasaba largos ratos

contándonos a los niños de sus correrías por diferentes lugares del país, en busca

de pájaros: en Taras se conseguían unos setilleros flauta que eran verdaderas

cajitas de música. Eso sí, había que subir una cuesta muy empinada y desde la

cima se tenía una hermosa vista de potreros verdes y de campos sembrados. Allí

no había más ruido que el del viento y el suave canto de los mozotillos que

saltaban entre los encinos. Era como si por el aire fueran hilitos de agua gorjeando

en todas direcciones, pipipí aquí más alto, pipipí, aquí bajito. Yo imaginaba que los

mozotillos de que hablaba el tío José, ensartaban sus notas diminutas, -redondas

como perlitas de cristal- en las hebras del viento y que los collares de trinos se

iban balanceando sobre los potreros salpicados de los soles amarillos del diente

de león. Me habría gustado tanto ir con el tío José a las colinas de Taras,

acostarme sobre la hierba bajo el encinar y oír el canto de los mozotillos enredado

entre la suave maraña del viento para diluirse por último en el silencio de los

campos dorados por el sol de la mañana. Eso sí, yo habría librado a los pajaritos

que se pegaban en las varillas untadas de leche de yos o que caían en las

trampas de cañas que los cazadores de mozotillos colocaban entre los árboles. En

una ocasión había regresado el tío José con diez setilleros sobre las trampas. De

los diez sólo uno "pegó", los otros murieron. Se pusieron. Se pusieron a revolotear

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salvajemente entre las jaulas; se golpeaban contra los barrotes en el afán de huir

de su cárcel y caían por fin anhelantes y extenuados con los ojitos negros brillando

como chispillas. ¿Y los mozotillos de charral? Allí están también dentro de mi

memoria, brincando como dentro de una jaula, con su plumaje amarillo y sus alas

oscuras. En cuanto llenaban el filtro, en la mañana, y comenzaban a caer las

gotas en la tinaja de Nicoya, comenzaban también los mozotillos a cantar, primero

tan queditico que era como la sombra de un trino, luego iban subiendo el tono y el

ambiente fresco del corredor se llenaba de música de pájaros y de la música de

las gotas de agua. Los comemaíces libres saltaban bajo las jaulas, como unos

pequeños mendigos graciosos que andaban en busca de las boronitas de comida

que los prisioneros dejaban caer. Del cafetal llegaba el reclamo quejumbroso de

los jigüirros y entre las chayoteras el comechayote no se cansaba de repetir su

estribillo:

"José, José qué s'hizo. José, José qué s'hizo".

El tío José, sentado en su poltrona -las manos cruzadas sobre el viente entreabría

un ojo malicioso que parecía relamerse de gusto, y se ponía a sonreír como un

bendito.

Mama Canducha se fue a servir por ahí. Los domingos pedía permiso a la patrona

para ir a ver a "su muchachito". Al llegar y al despedirse me apretaba largamente

contra su corazón, como si le costara desprenderse. Yo oía palpitar el corazón de

la anciana, aquel corazón tan noble que se lo desearan reyes. Se informaba de si

yo pasaba frío de noche, de si tomaba mi chocolate y se enojaba cuando advertía

que le faltaba un botón a mi camisa.

También Miguel venía a menudo a darme la lección de violín. Además, subía con

frecuencia a San Francisco con la máquina de afilar como si en esa vecindad

abundasen cuchillos y las tijeras sin filo. La más de las veces regresaba sin haber

dado ni una vuelta a la rueda.

121

Generalmente estaba yo sentado cerca de la ventana de mi cuarto cuando oía la

música del afilador que se adelantaba a anunciar la visita de mi amigo. -Allá viene

Miguel- me decía. Viene por el puente ... Ahora va pasando frente a la casa de ña

Narcisa ... está subiendo la cuesta ... ya llegó al palito de jicara ...

Yo me ponía a tararear el estribillo de la flauta de Miguel: sol, fa, mi, re ... y sentía

como si un calorcito se me fuera metiendo dentro del cuerpo. Por fin, una voz

grave me decía del otro lado de la ventana: "-¿Cómo estás hijito? " Y una mano

grande, cubierta de vello rubio se metía por las rejas y me tendía un paquetito: -

Aquí te manda Candelaria este bizcocho para que lo comas cuando tomes tu

chocolate. Dice que le quedó muy bueno". 0 bien, me daba un pequeño envoltorio

en donde venía desde Santa Ana, una caña blanca y suave que se deshacía en la

boca como un terrón de dulce. 0 si no, era un pedazo de "Sobao" de Escazú

envuelto en hojas de caña.

En una ocasión me dijo: "Muchacho, voy a ir a Puntarenas, tengo ganas de ver el

mar". Y yo vi en los ojos del viejo una gran tristeza. Pensé que Miguel quería ver el

mar por donde vivía su hermanita Sava, la que cuando él partiera, se quedó

diciéndole adiós desde una colina, con un pañuelito blanco.

Cuando Miguel regresó del puerto trajo a los niños muchas cosas: pasados,

marañones, un guacal lleno de conchas y caracoles que él mismo había recogido

en la playa: una sortijita de carey para cada una de mis hermanitas y otra para

Ana María, con el respectivo nombre escrito en letras de oro; a mí me trajo un

periquito sapoyol con un copete amarillo. Venía el pajarito entre un juco y parecía

una matita de zacate en medio de la cual hubiera florecido una margarita. Sabía

decir: "hurria periquito ..." y también aquello de:

"Periquito real del Portugal, vestido de verde y sin medio real".

122

Era el querer de nosotros los chiquillos, pero un día se lo comió el gato de la tía

Concha, un gatazo morisco y gordiflón, tan antipático como su dueña.

Durante mucho tiempo, los relatos del viaje de Miguel a Puntarenas llenaron

Jiuestra imaginación. Nos contaba que se había ido por la calle real con todo y

máquina de afilar; por ese camino iban y venían en el siglo pasado las carretas de

los exportadores de café. En la Garita de Atenas, en San Mateo, en Esparta,

Miguel afiló serruchos, tijeras y cuchillos. Tocaba el pito en media plaza o en la

calle principal y enseguida acudía la gente. Los campesinos estaban encantados

con aquella rueda en cuyo aro un perro perseguía a unos conejillos. Le daban

posada sin cobrarle un cinco y comía en las cocinas, en la punta del moledero.

¿Y el mar, Miguel, cómo es el mar? -le preguntaba yo. Miguel trataba de pintarnos

el mar con sus olas, con aquella ola capitana que venía delante de las otras como

el pastor que guía el rebaño. Hablaba de las playas blancas, llenas de conchas y

caracoles, de la fosforescencia que se encendía de noche entre el agua; de las

palmeras que se mecían con el viento; de los grandes barcos amarrados al muelle

como unos enormes elefantes, iAh, qué ganas sentíamos Ana María y yo de cono-

cer el mar! Decía Miguel que era tan grande como el cielo y que en él los barcos

se iban haciendo chiquititos... y se iban hundiendo ... Primero no se veía sino el

penacho de humo de la gran chimenea que se había hecho del tamaño de un

cigarro .. Luego nada ... ¿Queríamos saber cómo sonaba el mar? No teníamos

nada más que ponernos en la oreja el gran caracol de interior nacarado que nos

había traído ... -¿Oyes Sergio? -me decía. Y yo oía: iOooooh! ¡Aaaaah! ¿Cuándo

podríamos ir a conocer el mar? -Algún día te llevaré, hijo— me decía Miguel.

Siempre la música del afilador despertó en mí visiones que revoloteaban como

golondrinas sobre grandes olas que venían de muy lejos, pero de muy lejos...

Caracoles, conchas como rosas diminutas, periquitos verdes con su copete amari-

llo, pequeñas sortijas de carey y pequeños peces que venían brincando y riendo

sobre la espuma de la ola capitana.

123

Entre los recuerdos de aquella época, guardo el de una anciana llamada Doña

Joaquina", recuerdo que se mueve en un marco de rezos, cantos y música.

Doña Joaquina era una mujer ya entrada en años, de esas que llaman "viejas

contentas", y cuando pienso en ella todo danza sobre un fondo de malicioso

misterio. La veo ir y venir chasqueando su falda de zaraza clara y sus fustanes

blancos adornados con bordados, falda y fustanes tan almidonados que se

paraban solos y parecían globos inflados. Ña Joaquina me sonríe al través del

tiempo, con su sonrisa que iluminaba su cara arrugada. Era una sonrisa que hacía

juego con las florecidas de vivos colores y con las peinetas de carey incrustadas

de oro con que adornaba su cabello canoso.

Habitaba la viejecita con su sexto o sétimo marido, en una casita vecina del

puente del río Torres, camino hacia San Francisco de Guadalupe. La casita estaba

encalada de blanco, adornada con listas color azul prusia. Frente a ella un jardinci-

llo florecido de chinas y miramelindos, oloroso a albahaca, romero y ruda. De la

calle que quedaba en alto, casi al nivel del techo- se veía el tejado de tejas de

barro cubiertas de musgos y liqúenes.

El santo de la devoción de ña Joaquina era San Rafael Arcángel y cada 24 de

Octubre lo celebraba con un rosario con música y repartición de mistela de leches,

rosquitos repotillos, etc. Esta fiesta iluminaba nuestra fantasía infantil como con

estrellitas de colores. Desde la víspera del día de San Rafael, no salíamos Ana y

yo de la casa de ña Joaquina y metíamos la nariz en cada uno de los preparativos.

Eramos los primeros en llegar el 24 de Octubre y nos situábamos frente al altar a

admirar la obra artística salida de las manos de ña Joaquina y de sus vecinas más

allegadas; blancas cortinas de encaje en la pared a la que adosaban una mesa

cubierta con una colcha de seda amarilla y el conjunto sembrado de ramos de

papel dorado; con grandes flores, varas de azucenas y rosas artificiales: en los

candeleros de cobre bien bruñido, largas candelas de cera con su Mamita de oro

en el extremo. Y en medio de tantas glorias, el Arcángel San Rafael con su capa

124

de peregrino adornada con la consabida concha que servía a los viajeros para

beber agua. Llevaba de la mano al joven Tobías que traía un pez plateado bajo el

brazo. Era una tosca escultura de madera, obra de algún ingenuo imaginero

criollo. Las vestiduras de San Rafael y de Tobías estaban pintadas con esmaltes

de colores chillones.

¡Qué emociones más brillantes, más alegres, despertaba en nuestro ánimo esta

fiesta de San Rafael Arcángel. Era como si a nuestro alrededor tintinearan miles

de campanitas de plata al menor movimiento de nuestra fantasía. ¡Con cuanta

felicidad oíamos la orquesta compuesta por un violín, un acordeón, una guitarra y

la flauta de Chico Beltrán muchacho músico medio ciego que se complacía

pasando la boca por el instrumento como si estuviera comiendo frutas muy dulces

y perfumadas. Los instrumentos acompañaban las Avemarias y las letanías del

rosario que salían cantadas por la voz gangosa del rezador como monjas alegres

que se escaparan de un baile: Turris ebúmas"; Fidelis arca; Estela matutinae".

Todos respondíamos cantando también: "Ora pro nobis".

Pero nosotros teníamos nuestras dudas con respecto a ña Joaquina; habíamos

leído la Historia Sagrada que el joven Tobías, protegido del Arcángel San Rafael,

se había casado con una mujer llamada Sara y en la novela que rezaba ña

Joaquina habíamos leído el siguiente verso:

Siete maridos miró Sara con sus propios ojos, que fueron siete despojos del diablo

que los mató.

Ña Joaquina nos contaba que los maridos de Sara habían sido muertos por un

demonio llamado "el demonio Asmo deo". ¿Por qué los había matado este

demonio Asmodeo los maridos de ña Joaquina? ¡Qué embrollo se nos hacían

maridos de Sara y ña Joaquina. Tendrían algo que ver entre sí, Tobías el

mancebo del Evangelio Apócrifo y Goyo el sétimo marido de ña Joaquina? ¿De

dónde procedía la devoción de ña Joaquina por el Arcángel Rafael? Recuerdo que

125

nos cogía "mal de risa" cuando imaginábamos a Goyo vestido con una túnica

corta, las piernas desnudas y un pez plateado bajo el brazo. 0 al mancebo Tobías,

con el sombrero de pita y los zapatones amarillos de Goyo, que chillaban al

caminar su dueño. Pero lo trágico para Ana María y'para mí, era cuando nos cogía

tarde en casa de ña Joaquina y creíamos ver asomar entre las sombras del

camino, los ojos de brasa y los cuernos y el rabo de fuego del demonio Asmodeo

que tal vez andaba rondando a Goyo y a ña Joaquina.

Cada mañana, al despertar, pienso que tengo mi violín, que vivo al lado de Ana

María y que Miguel vendrá a verme y a darme la lección. El dice que estoy muy

adelantado. Ya puedo interpretar composiciones de música célebre y debo de

hacerlo bien, porque cuando Miguel me escucha sonríe con una sonrisa que él

saca a relucir solamente cuando algo le agrada mucha Tiene una gran veneración

por un compositor llamado Haydn. Me cuenta Miguel que vivió en un país vecino al

suyo, donde la gente es apasionada por la música. Allí los labradores cantan al

guiar el arado y las niñas al llenar los cántaros en la fuente. Haydn era hijo de un

constructor de carros, tocador de arpa al oído y de una mujer que era una buena

cantora. Por la noche, formaban coros, rodeados de sus hijos. Sentado en un

banco, en un rincón de la humilde casa, el chiquillo escuchaba esta música y unía

ál coro su vocecita infantil. El violín del maestro de escuela, le sugirió la idea de

construirse uno, y con los desechos de las maderas de su padre se fabricó el

instrumento semejante, y en las veladas acompañó a sus padres imitando los

movimientos del maestro de escuela. Después pasó muchas dificultades, pero

cuenta Miguel que llegó un día en que los reyes lo llamaron a su lado. En esa

época era una gran cosa que los reyes lo llamaran a uno a distraer los ocios de los

señores de la Corte. Miguel pasa largos ratos tocando música de Haydn. En el

cuartito de las golondrinas, dentro de un marco primorosamente trabajado por su

cuchilla, tenía el retrato del músico croata.

Entre las corcheas, fusas y semifusas escritas en las páginas que estudio

diariamente olvido mi tristeza. Son para mí como la cruz de Ana María, pues nadie

diría al ver su apariencia insignificante que encierran una maravilla. El arco de mi

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violín las abre, aplico el oído y percibo el sonido allí encerrado. Son notas que me

deslumhran los oídos.. .Sé que son hermosas, pero no puedo precisar su forma.

No sé por qué éstas me son más queridas. Las hay que se unen en forma de un

camino que se pierde en el horizonte. ¿Adonde llevará? Encuentro trozos que me

ofrecen el mismo misterio encanto que había tras la tapia de una calle solitaria por

la cual solía llevarme Miguel en las tardes: era un muro elevado de piedra

cubierto de musgo, adornado en el interior por rosales trepadores. Sobre

asomaban su follaje armonioso unos pinos y macizos de caña de bambú. Al pasar,

llegaban aromas de rosas, de reinas de la noche y rumores que invitaban a soñar

y a desear lo nunca sentido. Jamás he podido dar forma a las fantasías que se me

ocurrían frente a esta tapia, tras la cual mi imaginación ponía lo misterioso, lo

desconocido, lo inefable.

Mis hermanitas vienen a verme dos veces al mes. Tintín cuenta ahora sus

pensamientos sin ponerles música: su risa tampoco suena lo mismo que antes. La

matica de alegría de que hablara mama Canducha, se ha marchitado y sus

racimos de carcajadas son menos granados y han perdido su encendido color.

Merceditas está muy enferma. Tiene el color pálido y al acariciar sus manos las

encuentro frías; no se entibian por más que yo las beso y las estrecho. Gracia dice

que se alimenta como un pájaro. Cuando viene, nadie la separa de mi lado. Apoya

su cabeza en mi hombro y así permanece hasta que Gracia da la señal de partida.

Les he contado de mi amistad con Ana María y que la quiero mucho. A la siguiente

visita, Merceditas le ha traído su muñeca Luna con su cama y su gran caja de

vestidos.

Ahora voy a la escuela. Antes no iba porque en casa mamá y Gracia me

enseñaban letras y números. Ana María es la que me lleva a la escuela que no

queda lejos de la casa, y estoy contento porque allí todos me tratan con cariño. Mi

maestra es joven, bajita y gorda y todos la queremos mucho. Al reír enseña unos

dientes muy blancos y sus manos están llenas de hoyuelos. El día en que

comenzaron las lecciones no había uno que no deseara irse con ella. Cuando se

127

enoja, frunce el ceño y los labios, pero luego se pone a reír y todos armamos una

gran algazara. He visto a mis compañeros llevarle flores; ella se las coloca en el

pecho, en la cabeza y en el cinturón. Yo también quisiera llevarle flores y se lo

cuento a Ana María. Ya sabemos que en las magníficas rosas de la tía Concha no

hay que pensar.

Ana María se ha puesto a hacerme un ramillete con flores de santalucía, heléchos

y delicadas espigas de zacate cogidas de los paredones y de las orillas del

camino. Lo amarró con una cintita que cogió a las escondidas, del costurero de mi

tía.

Me lo entrega diciendo: -¿Verdá que no está feo? Es para tu maestra, Sergio.

¡Qué perfume tienen las flores de santalucía?

Encontré que era un lindo ramillete: las florecillas color violeta conservaban entre

los estambres gotitas de sereno y despedían una aroma delicado. Se lo di

emocionado a mi maestra quien lo tomó y lo colocó gentilmente en su pecho.

Luego me acarició la cabeza y me dijo: -Qué lindo su ramito, Sergio! Es el más

bonito de cuantos me han traído este año.

Ya sé donde queda el Perú. Lo pregunté a la maestra y ella trajo el globo terrestre

y me mostró la situación de Costa Rica y la del Perú. Me explicó que cada

milímetro en el globo representa en la realidad, cientos de kilómetros. Para llegar

allí hay que embarcarse y navegar unos cuantos días. Ah cuan lejos de mí está

entonces mamá ...

Como en el globo estuviera el Perú representado por un parchón rosado, durante

mucho tiempo, al pensar en mamá, la he imaginado paseándose por un campo

color rosa.

Hace diez meses que salimos de casa. Las vacaciones han llegado y he dicho

adiós a mi maestra y a mis compañeros. Al sacarme Ana María de la escuela, yo

128

tenía un nudo en la garganta. En la ventana de mi sala de clases estaban la

maestra y mis amigos diciéndome adiós con la mano.

He aquí las cartas que me han escrito mis hermanitas:

"Sergio, hermanito querido, ya estamos en vacaciones y todas las compañeras se

han marchado, pero como nosotras no tenemos adonde ir, papá ha conseguido

que nos quedemos en el Colegio. Hace poco llegó una monja francesa, madre

Estefanía; es buena con nosotras y quiere mucho a Merceditas. ¡Vieras qué linda

y joven es! Yo le agradezco que sea cariñosa con Merceditas porque esto pone

contenta a nuestra hermana. Me da mucha pena Merceditas; siempre tan callada y

tan pálida; le gusta sentarse en el jardín, en los regueritos de sol y así se está

horas con la cabeza inclinada como un pajarillo enfermo. ¡Ay, Sergio! ¿Por qué se

fue mamá? Hay unas monjas que se quedan viéndonos, nos dan palmaditas y

dicen: " iPobrecitas ...! "A mí no me gusta.

Esta mañana nos estuvimos en la azotea, desde donde se divisa todo San José.

Pasaron volando unas palomas, tal vez eran las tuyas. Vimos también las torres

de la iglesia de San Francisco y pensamos que allí cerquita vivís. ¿Has de creer

que ya las queremos pues nos parece que tienen algo tuyo? Cada mañana vamos

a subir a la azotea a verlas: no lo olvides y vos también para que allí se junten

nuestras miradas. Y adivina lo que vimos. La palmera alta del jardín de nuesta

casa. La movía el viento e inclinaba hacia nosotros su cabeza como llamándonos.

¿Quién vivirá ahora allí ¿Quién será ahora el dueño de los conejitos y de las

palomas? ¿Qué rumbo habrá cogido tu gatita Pascuala? No le perdono a la tía

Concha que no te permitiera llevártela. Seguro lo hizo por temor de que se

comiera los pájaros del tío José ... Yo pienso que es mejor comerse los pájaros

que dejarlos ciegos.

Una de estas noches soñé que estábamos jugando de comidita en la glorieta de

flor de verano y que mamá estaba en el corredor. Ahora podremos ir a verte más a

menudo. Te mando muchos besos.

129

Tintín

"Hermanito de mi alma: Yo no te escribo tanto como Gracia, porque tengo mucho

frío. Vos sabes que no sé escribir lo que siento, pero también sabes que no hay un

minuto que no piense en vos. No te cuento lo de la madre Estefanía ni lo de la

azotea porque Gracia se me adelantó. Vieras qué silencio hay ahora en el colegio.

Es como después que llueve un gran aguacero y escampa, cuando todo se queda

callado. Me dio mucha tristeza ver irse a mis compañeras a vacaciones. ¡Qué

alegres iban! La calle estaba llena de sus risas. Pero como nosotras no tenemos

casa nos quedamos en el colegio. Si ves a mama Canducha le decís que le

mando muchos besos. También a Miguel.

Pronto iremos a estarnos un buen rato con vos y con Ana María. Yo siempre estoy

con vos, hermanito.

Merceditas.

Pero el domingo transcurrió y mis hermanitas no llegaron. El lunes supliqué a

Miguel que fuera a informarse de ellas al colegio y Miguel vino con la noticia de

que Merceditas estaba enferma con fiebre muy alta. Desde ese momento en el

interior de mi cabeza zumbó un pensamiento que sonaba como un abejorro negro

al revolotear dentro de una pieza.

Tres días después llaman a la puerta. Los toques son precipitados... Alguien sale y

una voz desconocida dice: -Avisan del colegio que la niñita Mercedes Esquivel,

acaba de morir.

Gracia y yo estamos abrazados en el rincón de una blanca capilla. A nuestro lado

están Miguel y mama Canducha; por allí anda también la tía Concha. Por las

grandes ventanas penetra una luz azulada. En el centro, entre muchas flores,

reposa Merceditas. Una voz femenina canta y el órgano la acompaña.

130

Estoy otra vez en mi cuarto que encuentro más vasto y frío que antes. Sobre la

cómoda, la lamparilla de aceite con su luz mortecina e inquieta y en torno mío, las

sombras de los grandes muebles me acompañan con su pavoroso silencio.

El dolor ha escarbado en mi ser y ha llegado hasta la entraña de la amargura.

Ahora sí que ya nunca faltará una lágrima en mis ojos, porque la herida llegó

donde está la fuente inagotable del llanto.

Por primera vez la idea de la muerte penetró en mí, frente al cadáver de mi

hermanita. La tranquila indiferencia de su rostro, me colmó de desesperación. Mi

corazón, sediento de ternura vio perderse entre la tierra su voz cariñosa, sus

manos tibias. Me parece que voy a comprender de un momento a otro la

sensación producida por las notas del pentagrama cuyo misterio no puedo

sondear. Lo que esta nota que llaman muerte, encierra, anonada mi espíritu. En

mí lo desconocido; pero tras este muro no florecen rosas ni hay pinos melodiosos.

Del otro lado está Merceditas, no la Merceditas inmóvil de la capilla sino la

muchachita que se apoyaba en mi hombro y prestaba a mis piernas su dulce calor.

La llamo e imagino que sus manecitas se tienden hacia mí... Recuerdo cuando yo

le decía: -"Mamita, busca un cabito de caña para el carbunclo ..." Y Merceditas iba

y me traía el cabito de caña con sus pequeñas manos calurosas. Me pongo a

murmurar con ternura: "Mamita ... mamita".

Pero en esta noche de infinita desolación, a la hora en que el silencio se escucha

más, mi cuello siente el cariño de los bracitos de Ana y mis sollozos no han volado

solos por el helado ambiente de mi cuarto.

Lo que Sergio no supo nunca, fue que sus hermanas vivieron en quel recinto,

rodeadas de un piadoso frío. Tras ella llegó la murmuración y monjitas y

estudiantas andaban comentando que la madre de aquellas dos niñas había

abandonado esposo e hijos por irse con un hombre. Las inocentes colegialas

rumiaban con fruición en los rincones aquel acontecimiento, mientras

escudriñaban con mirada curiosa a Gracia ya Merceditas: algunas hasta les

131

hicieron preguntas recargadas de malicia (los padres de estas muchachas de

hogares honorables, se habrían asustado de los acontecimientos de sus hijas

sobre el sexto mandamiento). Por su lado, las buenas religiosas, hacían la señal

de la cruz sobre la frente sin mácula, cada vez que el pensamiento de la madre de

las dos niñas, venía a sacudir sobre su cabeza sus alas pecadoras.

Las patitas descalzas de Ana María fueron las compañeras inseparables de las

ruedas de mi silla.

A pesar de haber vivido la niña sus primeros años en un hospicio de huérfanos en

donde generalmente la caridad más que una madre amorosa como la quería San

Vicente de Paul, era maestra que enseña a los niños el camino de la humillación,

Ana María era una criatura sin complejos de inferioridad, ¡quién sabe qué

prodigios realizó su voluntad para defenderse! Lo cierto es que ni la caridad del

hospicio ni los aires protectores de doña Concha lograron acabar con la fuerza in-

terna de la chiquilla. El caso es que Ana María se metía por todas partes como

Pedro por su casa y conseguía -sin proponérselo- que la tomaran en cuenta.

Durante los años que de niño pasara yo en la casona de San Francisco, en los

primeros días de cada verano. Ana María no dejaba quieta mi silla de ruedas, a

pesar de los sermones y castigos de la tía. Cuando comenzaban a pasar las

carretas llenas de café maduro, rumbo al beneficio de Tournon -casa francesa

establecida desde hacía mucho tiempo en Costa Rica- Ana María se ponía en

funcia: llevaba a su amigo a los cafetales de los alrededores a ver cómo las

cogedoras iban llegando con sus canastos llenos de fruta a vaciarlos en las carre-

tas; o bien se dirigían a los patios del beneficio que se extendía al norte de la

ciudad, del otro lado del Río Torres. La niña era amiga de los peones, de Tomás

Quesada y hasta de musiu Amon, un francés de cara adusta y grandes bigotes,

ante cuya presencia todo el mundo temblaba.

132

La esposa de Misiu Amon era una dama muy linda, costarricense, que habitaba en

la casa grande de la eminencia, la cual dominaba los patios del beneficio, una

casa muy hermosa rodeada de jardines, con unos muebles severos, grandes corti-

najes y espesas alfombras. Ana María me llevó a curiosear y a meter la nariz en

salones y cocina. Creíamos que así eran los castillos de los reyes de mis libros de

cuentos. Tratábamos siempre de encontrarnos con la linda dama en el camino que

bordea los patios en donde se secaba el café. Vestía ella unos trajes de seda y

encaje de colores claros, cuya larga falda levantaba con coquetería con su mano

enguantada. Se protegía del sol con una sombrilla adornada con vuelos de tul, y

usaba unos sombreros con plumas que agitaba el viento. Se cubría el rostro con

un fino velo, a través del cual veíamos brillar sus ojos y sus labios. Solía

acompañarla un niño muy guapo con traje de marinero y rizos rubios que le caían

sobre los hombros. Era su hijo y se llamaba Eloy. Ana María decía que tal vez era

un príncipe.

A veces Ana María jugaba de que ella era la linda dama, esposa de musiu Amon y

de que Sergio era musiu Amon. Con pelo de maíz armaba los bigotazos. La

chiquilla se ponía una falda de Chepa la lavandera o de Engracia la cocinera, unos

botines viejos de la tía Concha; con un pedazo viejo de tela brillante se hacía un

sombrero que adornaba con flor de caña para imitar las plumas de avestruz: se

cubría la cara con un pedazo de cortina de encaje que era el velillo del sombrero;

unos calcetines inservibles del tío José eran los guantes y una gran hoja de

higuerilla, el parasol. Al caminar se arremangaba la falda con gesto melindroso,

movía la cabeza de adelante para atrás con el fin de que se le agitaran las plumas

del sombrero, como se le agitaban a la linda dama, y dando saltitos como un

pájaro se acercaba a mí, que en ese instante dejaba de ser musiu Amon, me

acariciaba la mejilla con su mano enguantada y con aire protector me decía:

"¿Cómo está mi hijito? "

Pero la persona que más admiraban los niños era a Rafael Vargas, un hermoso

campesino que hacía pensar en un gran caballero, no obstante que iba descalzo y

133

en camisa. Nosotros imaginábamos que era un rey que andaba disfrazado y que

había venido a pasarse por los dominios de la casa Tournon. Usaba Rafael

Vargas un sombrero de pita muy fino, camisa de suave franela, pañuelo de seda al

cuello y una banda roja en la cintura, de hilos de seda trenzados. Era un hombrazo

de unos dos metros de altura, amplio pecho y espaldas poderosas: cabello rubio,

ojos azules de mirada dulce y unos grandes bigotes rubios. ¿Por qué iba

descalzo? Tal vez para sentir mejor la tierra de donde había salido y a la que

tendría que volver. Cuando Ana y yo lo mirábamos caminar con aquellos sus gran-

des pies descalzos limpios y fuertes, pensábamos que no había otro hombre como

Rafael Vargas que pisara el suelo con tanta seguridad. Parecía que iba

adueñándose de la tierra con sus plantas recias. Cuando pasaba a nuestro lado

nos hacía cariños con sus manazas y sentíamos que sus dedos se le volvían de

seda para tocarnos la cabeza. Nos esponjábamos de gusto y era como si nos

cobijara la sombra grata y amplia del gran mango del potrero.

Recorríamos los patios del beneficio sin que nadie nos molestara. Peones y

patrones nos contemplaban con ternura y simpatía, a mí quizás por verme en una

silla de ruedas y a Ana María por su cara maliciosa, su naricilla respingada y su

graciosos camanances. Ibamos a ver lavar el café en los grandes chancadores y

comentábamos el hecho de que fuera el café de la roja baya lo que ponía tan

hedionda el agua del fío. Veíamos cómo se iban poniendo negras las rojas frutas

maduras y al grano despojarse de la cascara para quedar envueltos en la

membrana tostada que reverberaba en los patios como si fuera de oro. Veíamos el

ir y venir atareado de los peones que parecían hormigas afanadas, revolcaban los

montones de café con sus palas y luego los cobijaban con los enormes

manteados; más tarde llevaban el grano a las máquinas a que le quitaran la última

envoltura y lo clasificaran. ¡Nosotros sí que conocíamos bien el beneficio del café!

Siempre estuvo presente en el mundo de sonidos que poblaban mi imaginación, el

canto de la gran rueda que en los veranos se echaba a dar vueltas del otro lado

del Torres y sonaba como si miles de personas hablaran, charlaran, rieran y

134

cantaran. Yo sabía que la canción monótona de la rueda del beneficio era familiar

a los oídos de todos los vecinos.

En la ribera izquierda del Torres se levantaba el edificio de madera en donde se

escogía el café y se alistaba para la exportación. Las escogedoras, casi todas

campesinas de Tibás, eran muy amables con nosotros. Los peones subían mi silla

al segundo piso y Ana María paseaba a su amigo por los grandes salones con sus

hileras de bancas y mesas. Nunca he olvidado los murmullos y sonidos que

producía todo aquel trajín: los golpecitos de las manos de las trabajadoras en las

mesas, al escoger el café; el del chorro del grano escogido que se escurría hasta

los cajones que eran la medida que debía llenar; el de los cajones al ser vaciados

en la gran tolva; el de las correas, poleas y ruedas de las máquinas; el de la charla

y risas de las mujeres y entre todo aquel ruido, la canción que entonaba la voz

fresca de alguna muchacha; así debía sonar el canto de un pájaro entre el tupido

follaje de un bosque cuando cae un aguacero y hace sol.

A veces Ana María se escurría conmigo hasta el pequeño parque que quedaba

detrás de la "Escogida" como llamaban el edificio en donde se limpiaba el café de

los granos negros. Por el parque se paseaba el pavoreal, aquel pavoreal que

durante muchos años lanzó su graznido en el ambiente pacífico del barrio Amón.

Nos encantaba verlo desplegar su cola que nos recordaba las irisaciones que

florecían dentro del prisma de cristal de Ana María. Pero el objeto principal de

Ana, era ir a robar de los pesebres de la caballeriza, cabitos de caña de los que

habían sido cortados en la máquina de picar pasto. Se llenaba el delantal y salía

triunfante con su pequeño hurto, a convidarme. En más de una ocasión fuimos

soprendidos por el encargado de la caballeriza, un viejecillo renco de mirada bon-

dadosa. Se hacía el tonto o nos amenazaba con un dedo inofensivo: -Aja, aja,

¿robándose la caña de los caballos? Si los ve musiú Amón les da con la faja.

En las tardes me llevaba a Ana María al gran montón de cascaras secas que

habían sido quitadas de los granos de café. El montón quedaba en un bajo, y los

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chiquillos que allí acudían a jugar se arrojaban desde un alto paredón. Se dejaban

ir como se dejan ir revoloteando los comemaíces desde el tejado a la calle. Abrían

los brazos como alas y entre gritos y carcajadas caían en el montón de broza

negra y amarilla. Ana María se olvidaba de mí, se embriagaba con aquellos saltos

y carreras que yo contemplaba desde la inmovilidad de mi silla.

En la escogida teníamos una amiga, una muchacha que se llamaba Pastora. Ella

era la que con otra compañera cerraba con una costura la boca de los sacos de

gangoche llenos de café ya limpio y los dejaban listos para ser enviados al

extranjero. A nosotros nos parecía que Pastora era muy linda: delgada, fina con

una cabeza pequeña muy bien formada. Tenía el cabello rizado, de color castaño

con reflejos dorados y se lo peinaba en dos trenzas que arreglaba ya como una

corona, ya como un atado sobre la nuca. Entre las trenzas se ponía un lacito de

cinta azul o una flor roja y estos adornos le lucían mucho. Era de camisa, y

Pastora decía que nunca se metería a pañolón. El pueblo consideraba en ese

entonces que ponerse blusa y pañolón era como ascender un peldaño en la

escala zoológica. Las camisas de Pastora eran de blanco cambray; las usaba muy

engomadas y bien aplanchadas, con unas mangas cortas y bombachas y unas

golas erizadas de vuelitos. El escote se lo cubría con pañuelos de seda auténtica,

hilada por los gusanitos de la China o de la Provenza, unos pañuelos muy bonitos

y muy alegres que hacían tornasoles como la cola del pavo real. En el cuello

usaba un cintillo negro con un pequeño relicario de oro cuya tapa abría Ana María

para ver detrás del vidrio un ricito rubio. Pastora nos contó que era de un

muchachito que se le había muerto. Era bella Pastora cuando pasaba

contoneándose, arrastrando su larga falda de merino color café maduro con su

camisa llena de vuelitos y su rebozo de seda amarillo paja con bordados blancos.

Ana decía que le daba la impresión de una mariposa.

Pastora vivía sola en una casita en San Francisco. Era una casita encalada de

rosado con una ventana; detrás de la vidriera venía una cortina de gasa blanca,

inmaculada, recogida con lazos de cintra rosada. Un día me llevó Ana María a que

curioseáramos al través de los vidrios, y vimos una cama cubierta por una colcha

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azul y sobre el tablero de una mesa redonda, un florero lleno de guarías, todo muy

limpio.

En una ocasión oímos decir en la pulpería, que Pastora era "la querida" de fulano.

Lo dijieron en tono vulgar que percibió nuestra sensibilidad de niños.

-¿Qué es eso, Sergio? ¿Por qué dicen que Pastora es la querida de ...? -me

preguntó Ana.

-IMo sé -me apresuré a contestar. Yo había oído a la tía Concha con el cuento de

que "Cinta era la querida de Rafael Valencia ..."

Al correr de los años, cuando yo me he hecho grande, me ha gustado rumiar el

recuerdo de los tiempos en que veía a Pastora y a su compañera cerrando con

una costura los sacos de yute, que un peón llenaba de grano limpio en la boca de

la gran tolva. Volví a sentir el olor peculiar de los sacos de yute y el del café

pergamino. Allí cerca, un peón marcaba los sacos vacíos, con unas letras negras:

"H. TOURIMOIM Y CIA. BURDEOS". Cosían afanosas las mujeres, sentadas en

los sacos repletos de grano tibio, con un gran agujón enhebrado de cáñamo; en la

mano llevaban un cuero que se ajustaban con una faja, el cual tenía un redondel

de metal con el que empujaban la aguja. Levantaban muy alto el brazo, y al verlas

de lejos parecía que estaban diciendo adiós. Cargaban luego los peones los sacos

en las carretas pintadas de colores vivos, tiradas por yuntas de bueyes gordos y

bien cuidados. Las largas filas de carretas iban con su carga de café, dando

trancos, camino a la estación del Atlántico. -Ese café va para Francia, mi Patria, -

nos había explicado don Pablo, un francés muy bondadoso que a veces nos daba

"cincos".

En mi fantasía, el canto de la rueda del beneficio y el ruido de las carretas se

confundían con la luz y los vientos del verano, con la imagen de Pastora con su

cabeza fina y su blanca camisa de gola, con la de Tomás Quesada de pie sobre

un gran montón de café de primera.

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Pastora nos quería mucho y cada vez que llegábamos a la Escogida, nos regalaba

con cajetas de coco o melocotones. Nos hacía cariño con ojos llenos de ternura y

decía a Ana: "Si mi muchachito viviera tendría tu misma edad". Una vez fuimos a

casa de Pastora y vimos en la pared, sobre la cabecera de la cama, una lámina a

colores de un marco dorado: representaba a la Virgen jovencita, vestida de

pastora, con un pequeño sombrero muy mono, adornado con una guirnalda de

flores, el cayado en la mano y rodeada por un rebaño de blancas ovejas. Les

explicó que era la Divina Pastora, su patrona;que las ovejas eran los pecadores y

que la oveja que apoyaba su cabeza en el regazo de la virgen era su alma, el alma

de Pastora. Les contó también que había quedado huérfana desde muy chiquita y

que era sola en el mundo. Al oír esto, Ana se le abrazó a las rodillas y se puso a

besarla con besos ruidosos que estallaban como petardos.

Lo que nosotros no sabíamos era que Pastora estaba muy enferma. Un día no se

levantó de la cama y cuando fuimos a verla, la mujer que la cuidaba, nos contó en

voz baja que el doctor opinaba que estaba muy mal y que no duraría mucho. Yo le

llevé una cajita primorosa que me había dado Miguel y Ana María, una gallinita

que se sacara en un turno. Pastora nos sonrió cariñosamente nos acarició las

mejillas con una mano flaca que a mí me produjo una dolorosa impresión y luego

nos dio las gracias por los presentes con una voz muy débil que nos pareció

emitida por otra persona. Lo que Pastora ignoró, fue que alguien corrió con el

cuento adonde la tía Concha de la visita que habíamos hecho. La señora se enojó

mucho, castigó a Ana María con el odioso chilillo y a mí me sermoneó. Nos

prohibió terminantemente volver, y Ana María la oyó decir con tono airado al tío

José, que los chiquillos nos habíamos ido a meter a donde aquella "mujercilla de la

calle" y que la que tenía la culpa era Ana María. "Dios las crea y el diablo las junta"

-había añadido a modo de moraleja.

Ana María aprovechó una ausencia de la tía Concha para sacar el chilillo que la

señora guardaba en un rincón de su aposento y que estaba destinado a

atormentar a la chiquilla y al perro guardián de la casa. La niña cogió el látigo y lo

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arrojó con saña en el excusado de hueco. En ese tiempo los inodoros eran

escasos en Costa Rica. Tapándonos la nariz con los dedos para defendernos del

mal olor que salía del hediondo y negro agujero -la venganza brillando en los ojos

de mi amiga- presenciamos el sacrificio del látigo de la tía Concha, un cuero duro

y retorcido que parecía una víbora lista a saltar sobre la víctima. ¡Cuántas veces

había mordido las carnes de la niña, azuzado por la implacable mano de la vieja.

Cuánto aborrecíamos Ana María y yo el chilillo de la tía Concha: Ana levantó la

tapa del excusado y dejó caer por la siniestra y pestilenta boca -con un suspiro de

satisfacción- el instrumento de suplicio. Luego me sacó de allí con aire triunfante.

Un día supimos que Pastora había muerto. Los nifloi oímos decir a una vecina,

que no la podían enterrar en ataúd blanco porque no era "niña". Comentaron la

dicha deque no hubiera muerto en pecado mortal, pues a última hora había

confesado, comulgado y recibido los Santos Oleos. El cadáver fue llevado a la

iglesia de San Francisco y vimos pasar el ataúd negro en hombros de unos

peones del Beneficio. Doblaron las campanas, y el cortejo fúnebre se alejó por la

calle polvorienta. Ana María y yo nos echamos a llorar. Sabíamos que no volve-

ríamos a ver nunca a Pastora.

Hicieron los Nueve Días en casa de unos vecinos y la tía Concha, como se trataba

de "rezos", nos permitió ir. En una gran sala sombría, de piso de tierra, de paredes

ahumadas, habían levantado el altar; una mesa cubierta con un trapo negro, unas

cortinas blancas, unas ramas de ciprés, un crucifijo, y una imagen de la Virgen del

Carmen en el momento de sacar ánimas del Purgatorio. No faltamos ni una noche

a rezar el Rosario. Después de los rezos, comadreaban las mujeres y hablaban de

que dichosamente Pastora se había salvado y estaba muy gloriosa en el Cielo.

Ana la imaginaba como una ovejita blanca apoyada en el regazo de la Divina

Pastora. El día de los Nueve Días adornaron el altar con ramas frescas de ciprés y

flores. Encendieron unas grandes candelas de cera que tenían una llama triste

que hacía pensar en las Animas del Purgatorio. Rezaron desde la mañana,

interminables rosarios. Se dio de almorzar y de comer a los asistentes y éstos

139

fueron obsequiados repetidas veces con copas de guaro mistado con sirope

acompañadas de golosinas. La rezadora entonaba sus preces con voz gangosa y

pedía insistentemente a Nuestro Señor, por las Animas, en especial por el alma de

Pastora----

"Por las Animas benditas te suplicamos Señor" -canturreaba la rezadora y los

presentes le contestaban: "Que les deis el descanso eterno por tu bendita pasión".

Yo me adormecía con el recuerdo de la cabeza fina de Pastora, adornadas las

trenzas con un lacito azul. La veía levantando el brazo desnudo, cosiendo sacos

llenos de café, con un agujón enhebrado con un hilo de fuego.

"Por el alivio y descanso del alma de Pastora ..." -musitaba la rezadora.

Yo me despabilé cuando repartieron tazas de chocolate acompañadas de pan

dulce, bizcocho y tamal asado.

Así terminaron los Nueve Días de Pastora.

¡Cuántas cosas dolorosas de la vida aprendimos Ana María y yo a propósito de

Pastora. La memoria de esta mujer joven y sencilla se nos hundió limpia y grata

hasta el fondo de la conciencia, perseguida por guiños y por palabras maliciosas

llenas de repliegues oscuros y húmedos que se pudrieron dentro de las tinieblas

de nuestra ignorancia y rodearon su memoria de una bruma al través de la cual

asomaba como la luna al través de espesa neblina.

Pasan los meses, pasan los años.

Los viejos tíos tienen que hacer un viaje a Europa con el fin de que la tía Concha

se cure ciertos males que la aquejan. Los médicos han dicho que es indispensable

este viaje. Lo que ha costado que se decidan a gastar sus reales, es indescriptible.

Sólo la amenaza de un cáncer ha podido obrar el milagro.

140

Sin darse cuenta, la vida afectiva de Sergio se ha arraiga do en esa pequeña

existencia, delicada y fuerte al mismo tiempo que se llama Ana María. Esta

peloncilla descalza y festiv.i, que ha crecido abandonada, ha sabido dar a Sergio

lo qui nadie le diera a ella: cariño. Supo entrar en el reino de los sentimientos del

muchacho por senderillos que tenían la magna insignificancia de aquellos trazados

por las hormigas; con cuentos que dejaban maravillas en la imaginación; con

objetos sin ningún valor material y preciosos para su fantasía como la crucecilla y

el prisma de cristal; con ternura ingenuas; con lágrimas derramadas en compañía

y con ramilletes de flores silvestres.

Ana María acompañará a los tíos a Europa, porque su presencia es indispensable

para su ama. Tres días antes de partir, entre la chiquilla al cuarto de Sergio y

danza en la punta de las botitas que le fueron compradas para emprender su viaje,

mientras el picaro rostro tiene un gesto de cómico sufrimiento. Y al cerciorarse de

que la tía Concha no la ve, saca los piececi-llos de la negra presión y los pone a

corretear libres por los encerados pisos. Arroja lejos los relumbrantes zapatos y

con desprecio exclama: "-Ay, Sergio! ¡Ponerme zapatos a mí es como ponerle

zapatos al viento! ¡Pobres patitas mías! -añade acariciándolos- que tendrán que ir

a Europa entre estos calabazos negros! ". Y los pequeños dedos que han estado

estrujados parecen una fila de pichoncitos desentumeciéndose sobre el alero.

Ana María ha sido vestida para el viaje, con un ridículo traje de austero color de

tabaco, falda larga que le llega casi hasta los pies, confeccionado bajo el pésimo

gusto de la tía Concha. El día de la partida, lleva un sombrero de paja de moda

antigua, adornado por las mismas manos que forjaron el vestido, con un lazo

rígido a cuyo lado se levanta una elevada pluma de ganso teñida de rojo. En otra

ocasión el muchacho habría prorrumpido en una carcajada al ver a su amiga

perjeñada de aquella guisa, y, seguramente ella le habría hecho coro, pero

entonces lo que hacen es abrazarse, y Sergio se echó a llorar, al ver sobre los

rosales alejarse -agitándose al impulso de los sollozos que desgarran el pecho de

su dueña- la elevada pluma de ganso.

141

En la noche, ya solo, con la cabeza en la almohada, piensa en Ana María, no

como la viera al partir, sino en la peloncilla descalza, con su sempiterno traje azul,

que iba a hacerle compañía en el vasto aposento enladrillado, poblado por

sombras enormes. Entre tanta frialdad palpitaba el cariño de esta chiquilla, como

una Mamita a cuyo calor se acogiera tantas veces su espíritu aterido.

Juan Pablo se había divorciado de Cinta y se casó con su otra mujer con la que

había vivido en la finca. Gracia se vio obligada a habitar en este nuevo hogar -"iy

supiera Judas! -como decía mama Canducha-las crujidas que pasaría la pobre,

pues a sus oídos llegó el cuento de que la segunda esposa no tenía muy buen

genio. Juan Pablo propuso a Sergio que se viniera con ellos, a lo que el muchacho

contestó muy resuelto, que si se le llevaba allí, encontraría el medio de matarse.

Prefería quedarse en la calle pidiendo limosna. La hermana Concha no daba

señales de regresar. Su peregrinación por Europa en busca de salud quién sabe

cuándo terminaría.

Juan Pablo encontró en la respuesta de su hijo un tono de doliente energía, que

impresionó su alma de comerciante. Entonces resolvió llevarlo a Cartago, al

colegio de los Salesianos.

CARTA DE ANA MARIA A SERGIO

"Al regresar de Londres, he encontrado tu carta. Al abrirla, y ver que era tuya, me

temblaban las manos de contento. A mí solo vos me has escrito en la vida.

Hemos estado dos meses en Londres porque a la niña Concha le recomendaron

un especialista inglés, pero ella, que quiere verse curada de la noche a la mañana,

no ha tenido paciencia de esperar y hemos regresado a París en donde dice que

le var mejor. Además, quiere ir a cumplirle una promesa a la Virgen de Lourdes.

142

Vieras qué feo es Londres. Yo no lo cambio por San José aún cuando allá no hay

casas tan altas ni tan bonitas ni tanto ruido de trenes y de carros. Es como estar

en la cocina humienta de Panchita, aquella viejita que vivía en el bajo de la cuesta

de San Francisco. Vieras cómo he echado de menos nuestro cielo que parece que

diario lo está azuleando Tatica Dios. Y allá en Costa Rica no tiene uno más que

asomarse a la puerta para ver en el fondo de la calle las montañas, tan verdes y

tan risueñas. Y aquí no se pone el sol como allá, con aquel lujo de celajes. ¡Ni de

noche hay tantas estrellas ni tan lindas! Con dificultad se ve de cuando en cuando

el cielo entre tanto humarasco. Eso sí, hay unos jardines muy lindos. El otro día

fue a pasear por los jardines de Kensington. Allí la estatua de Peter Pan -el niño

que no quiso crecer ni hacerse hombre-¿te acordás de ese cuento? Es un chiquillo

casi desnudo, la cosa más linda, paradito en un tronco de árbol pero de mentiras

porque es de metal. El tronco está lleno de ratones y conejos y ramas.

¡Vieras cómo me ha mortificado lo que me contás de los trabajos que has pasado!

¡De veras que la vida hace unos disparates, Sergio! No sería más al derecho que

mama Canducha o yo estuviéramos con vos, cuidándote, que fuera yo quien

llevara tu silla con tanto cariño que no echarías de ver que en los caminos hay

muchas piedras.

De mi vida te contaré lo siguiente: Ya hace tres años que ando de Cesa en Meca

por esta Europa, pero se puede decir que apenas he visto la punta de la nariz de

los países por donde he pasado. La niña Concha con su enfermedad no tiene

gusto para nada ni lo deja tener a los demás, y mi obligación es no separarme de

su lado. Hace tres años que no pruebo el aire libre: Diariamente me paso

encerrada en barcos, trenes, coches, consultorios de médicos y hospitales. Los

ojos se me van tras las maravillas que percibo, pero los pobres tienen que

quedarse con su dueña. ¿Pero no te parece mal hecho que me queje? Pobrecita

la niña Concha, que no tiene sino a mí que la pastoree. Ya sabes que el pasmado

del tío José tiene gracia para cuidar yigüiros.

143

Y ahora te voy a confesar una mentira: la enfermera que me ayuda a velar por tu

tía se ha hecho mi amiga y siempre me está hablando de sus dos hermanos que

son marinos, y siempre los está poniendo por las nubes. Apenas le escriben corre

a enseñarme las cartas, que son muy cariñosas. ¡Y a mí me ha dado una envidia!

No he querido quedarme atrás y le he contado que tengo un hermano que se

llama Sergio, que me quiere mucho. ¿Verdad que nada tiene esta mentirilla? Vos

sos el único cariño que siento junto a mí y mi pensamiento se apoya en este

recuerdo como en el de un hermano. Vieras cómo le hablo de mi hermano Sergio

a Madamoiselle Ternisien. Afortunadamente, la tía Concha no entiende ni jota,

porque has de saber, hermano mío, que ya puedo chapucear el francés. Como

hace más de dos años que estamos en Francia, correteo sobre el francés que es

un gusto y lo pongo hecho un iay! de mí. Por dicha a tus tíos no les entra.

De noche, así que estoy acostada y la niña Concha duerme, cierro los ojos y me

voy para la casa de San Francisco. Te veo tras la ventana enrejada, la calle con

su palo de jicara en lo alto de la cuesta, la ladrillera, la iglesita, los naranjos en la

entrada de la casa; paseo por los pisos lustrosos que tanto me han hecho sudar,

oigo los pájaros de tío José ...

Anoche recordaba riendo y con ganillas de llorar, cuando jugábamos de que el

rancho de Panchita era la "casita de las torrejas". Te acordás de lo asustada que

nos miraba la viejecita cuando me veía salir del cafetal, coriendo con tu silla.

¡Pobre Panchita! Lo menos que suponía era que para nosotros era la bruja que

comía chiquitos.

Tengo muchas ganas de verte, mi querido hermano. Pienso en todo el mar y en

toda la tierra que hay entre los dos. Te abraza tu hermana.

Ana María Esquive!.

Mi querido hermano:

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La niña Concha dice que yo no tengo apellido, que no se sabe quiénes fueron mis

padres, pero como soy hermana tuya, entonces soy Ana María Esquivel.

DEL DIARIO DE SERGIO

29 de marzo de 19 ...

Hoy cumplo años. Antes, el día de mi cumpleaños -pero esto, cuan lejos está ya-

mamá lo celebraba con una fiesta en la que se repartían unas melcochas de

azúcar que parecían de plata. Eran primores que hacían mamita y Candelaria en

forma de flores, de cestitos, y que servían a los convidados en hojas de limón o de

naranjo.

Hoy la fiesta ha sido algo muy diferente: esta mañana me llevó Miguel a la

estación del Atlántico en donde me aguardaba mi padre para trasladarme a

Cartago, al colegio de los Salesianos.

¡Cuánto me ha conmovido al ver a este viejo, empujando mi silla, calle de la

estación arriba, para coger el tren! Marchaba sin hablar, pero yo lo sabía

emocionado. Mientras oía el ruido de sus zapatones claveteados y el que

producían las ruedas de mi silla, he meditado en lo que habría sido de mi vida sin

este hombre que vino de un país desconocido, del otro lado del mar, a mostrarme

a mí, que tengo los pies muertos, el camino que lleva al mundo maravilloso de los

sonidos. Mi existencia no es un desierto, porque él me enseñó a escuchar Su

presencia la pobló de ríos, de bosques, de ciudades.

¿Cuál de los transeúntes que hemos encontrado, pueden imaginar que en este

viejo mal vestido, hay encinado un gran músico? El hombre afilador de cuchillos, el

fabricante de juguetes que hacen las delicias de los niños, no es un virtuoso, pero

quizá su imperfección valga más: ama a la música sencillamente, sin pedanterías,

sin hacer de ella un medio de alcanzar gloria y dinero. Al escuchar sus

pensamientos y sentimientos, expresados con sonidos, me digo que tal vez sea

145

uno de aquellos misteriosos y divinos de las leyendas, que bajaban a la tierra

disfrazados de mendigos.

He vuelto la cabeza hacia él y le hablo con palabra temblorosa: " ¡Miguel…! ".

Se detiene y me mira con sus ojos azules, infantiles: -¿Qué quieres? -me

responde.

Sin poder contenerme, sin fijarme en que estoy en la calle ni en los ojos curiosos

que nos contemplan, lo he abrazado.

El me dice: "-Muchacho, muchacho! " Pero se ve que está emocionado.

Luego hemos continuado nuestro camino.

Mientras el tren rodaba a través de potreros secos y cafetales empolvados, yo

pensaba que dentro de mi baúl venía mi violín, y al pensar en él mi espíritu se

reconfortaba. Sabía que no podría dedicarle todos los instantes de mi vida, porque

sería preciso estudiar las curiosidades y exactitud de los números, las aventuras

guerreras de Césares y Napoleones. ¿Qué me importaba a mí todo esto? ¿Qué

iban a imaginar mis maestros que mientras llenaban el pizarrón de números o

daban listas de batallas y de fechas, yo exploraba el país de los sonidos? ¡Cuan

maravilloso era todo en él! Mis ojos, mi sensibilidad, mi paladar, mi olfato, se iban

a los oídos; percibía la forma de estos sonidos, su color; tenían sabor y olor: eran

frescos como el agua, ásperos, sedosos y tibios. Allí están los sonidos de la

tormenta, de la luz, del martillo sobre el yunque, del viento suave, de la risa. Se

unían y me daban diferentes sensaciones: la de un amanecer, la de la tempestad,

un crepúsculo, la soledad, el silencio, un tumulto.

Mi silla ha rodado por las calles de Cartago y el chirrido de sus ruedas se me ha

antojado tímido y desconfiado. Salió a recibirnos un vientecillo helado que levantó

nubes de polvo en torno nuestro. Me ha gustado el aspecto de esta ciudad que se

reconstruye después del terremoto de 1910, con sus calles amplias, sus casas con

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jardinillos y en el interior de las cuales, -hasta de las más pobres- se ve ondular el

verde de los heléchos. En el fondo se levantaba, limpio de brumas, el Irazú, con

sus faldas cultivadas, sembradas de caseríos.

El Colegio es un edificio que todavía no está terminado. Salió a recibirnos el

Director, un viejo alto, cenceño, de rostro curtido y palabra bondadosa. Mi padre

se despidió de mí con sus acostumbradas palmaditas en el hombro, y al verlo

atravesar la sala para irse, me parecía tan extraño que este hombre fuera mi

padre. Hasta entonces nunca me había fijado bien en su figura baja, rechoncha ...

Tenía un gran aire de semejanza con su hermana Concha. Al caminar le temblaba

la carne. Me dio tristeza comprender que no lo quiero.

El Director empujó la silla y me llevó al interior del edificio. Los muchachos

estaban en recreo, en un patio que tenía un palomar en el centro.

El dormitorio es un salón grande, feo, con las paredes sin encalar, que enseña las

vigas del techo. A los lados, las hileras de lechos pobres e idénticos: al pie de

cada uno hay una palanga na de latón y una toalla. Por las ventanas el cielo azul,

por el cual se desliza el vuelo de los zopilotes. Yo suspiro y el Director me mira

sonriendo con dulzura.

-¿Está usted triste? -me pregunta.

En la noche, así que todos duermen, me he incorporado en mi nuevo lecho, tan

frío! y escucho la respiración de mis compañeros que duermen a mi lado! ¿Qué

significo yo entre esos bultos que reposan allí cerca? En el fondo vela, ante la

escultura de un santo, una luz mortecina que apenas si logra espantar la

oscuridad del aposento. ¿Qué harán los que yo amo? ¿En qué punto de la tierra

dormirá mi mamá? ¿Aún estará en el Perú, aquel país concebido por mi

imaginación infantil como un manchón color de rosa?

Por algún agujero entra un rayo de luna que viene a tenderse en mi almohada.

147

Miguel no viene a ver a Sergio desde hace dos meses. El muchacho ignora que su

amigo ha vuelto a embriagarse a menudo y que últimamente el pobre afilador ha

sido conducido al Asilo de Locos. Si logra salir de allí, quizá cuente, que otra vez,

su vida entró en "algo oscuro y confuso como una noche de muy larga duración".

En el "diario de Sergio" hay una página que relata una visita de Candelaria:

Domingo 10 de julio: "Hoy domingo, después de la misa han venido a anunciarme

una visita. Creí que se trataría de Miguel y me llevaron al salón de recibo. No era

Miguel, era mama Canducha; mi viejita querida. Nadie en el mundo me ha querido

como ella. Me lo han dicho, el abrazo que me dio y las lágrimas de sus ojos al caer

en mis manos. Se había puesto su rebozo de seda a listas de vivos colores,

oloroso a raíz de violeta, y su falda de merino verde, amplia y muy plegada. Estas

prendas las conozco desde niño y creo que son mayores que yo. Las guarda en el

fondo de su cofre, para las grandes ocasiones. El rebozo era de aquellos que.en el

siglo pasado importaban de El Salvador, de crugiente seda y alegres colores. No

se hartaba de mirarme y sonreía mientras por sus mejillas, oscuras y arrugadas,

corría el llanto, que para mí era una rica veta de diamantes en un terreno inculto y

escabroso. Las horas se nos fueron sin percatarnos. Reíamos, hablábamos, suspi-

rábamos haciendo recuerdos, sin fijarnos en los grupos de visitantes en torno

nuestro. Las otras visitas partieron y ella no quería irse. Cuando sóno el pito del

tren, salió muy sofocada. No acabábamos de despedirnos. Después, toda la tarde

ha estado muy alegre. Me parecía que en los salones había más luz, que mis

compañeros eran más amables y he tocado música de Mendelsson".

Lo que Sergio ignoró siempre fue que por ir a ver a su muchacho, Candelaria

perdió su empleo por cuanto el ama de la casa no quiso darle permiso de salir ese

domingo. Pero como ella no aguantaba ya la ausencia, le dejó la cocina sola y

gastó la mayor parte de los ahorros que había hecho, en golosinas y chismes para

Sergio. Este ignoró también, que cuando la viejecita llegó a la estación, ya el tren

había partido, y como entonces no había servicio de automóviles, tuvo que

quedarse por ahí, vegando acongojada y sin rumbo por las calles de Cartago, que

148

muy tarde se guareció en una puerta temblando de frío y de miedo bajo su rebozo

a listas alegres. Una persona compasiva al encontrarla allí como a las once de la

noche, tuvo piedad y la acogió en su casa. Tampoco supo Sergio de las

dificultades de la anciana para conseguir otra colocación, ni de que entre tanto

tuvo casi que andar mendingando hospitalidad.

En víspera de navidad - Sacerdotes y muchachos están atareados con el portal.

En el ambiente hay olor de uruca, musgo fresco y palpitar de alegría. Me dejan

tranquilo en un rincón; busco entre la música que me dejó Miguel, y escojo una

sonata para violín, de Bach. Me pongo a tocar y olvido que soy Sergio; nada de

cuanto se mueve en torno mío me toca. Vienen a interrumpirme porque hay visitas

para mí. Quizá Miguel o mama Canducha. ¡Este Miguel que me tiene olvidado

desde hace tanto tiempo!

Entro al salón de visitas y veo a mi padre adelantarse con tres niños morenuchos y

esmirriados, bien vestidos. Papá me abraza con un abrazo que no pasa de los

hombros y señalando a los chiquillos: -'Tus hermanos, Sergio; éste es Juan Pablo,

el mayor; José Joaquín o Quincho como le decimos allá y Francisco. En casa

quedan cuatro. Ya los conocerás a todos". Los empuja hacia mí y habla riendo con

risilla forzada.

No me nace simpatía hacia ellos que me contemplan con recelo y curiosidad.

Atraigo al menor porque sus ojos me recuerdan los de Gracia.

-Vamos, ¿no piensan decir nada a su hermano? -le pregunta papá. -Te traen un

regalo, Sergio. Dáselo, Juan Pablo.

El muchacho me entrega sin hablar, un envoltorio, y papá me dice que son

corbatas y camisas. Les doy las gracias sin entusiasmo. Se nota en mi padre el

deseo de establecer relaciones entre sus hijos, y está locuaz como nunca lo viera

hasta entonces. Me cuenta que vienen de San José a donde ha ido a comprar

149

muchas cosas para celebrar la Navidad; las ha enviado en carreta a Paraíso, a la

finca en donde viven ahora Lo más delicado, los regalos para la mamá, Gracia y

los niños, ha preferido traerlos en persona, y son todos esos paquetes que los

rodean. En la noche tendrán una cena ... Y sonríe mirando alternativamente su

prole.

Uno de sus hijos se le ha sentado en el regazo y el le acaricia la mejilla; los otros

se apoyan contra él. Yo recuerdo que nosotros nunca osábamos acercárnosle.

Pido al menor que dé a Gracia un beso en mi nombre. Se despiden y yo no he

podido oír la voz de mis hermanos. Los miro partir, sin pena, vuelvo a mi violín y

mi padre y ellos quedan olvidados entre la música de Bach.

Días de año nuevo. - Mis compañeros juegan en el patio y sus gritos se confunden

con el murmullo del viento. Cae una garúa finísima irisada por los rayos del sol.

Estoy alegre sin saber por qué.

Vienen a decirme que una señora desea verme y me llevan a la sala de visitas.

La luz del exterior me ha deslumhrado y entro en la pieza sin distinguir bien en

torno mío. Antes de darme cuenta de ello, una nube de tules y de perfume me

envuelve; hay besos apasionados en mi rostro y una voz sollozante, una voz

amada que yo conozco, exclama: "¡Sergio, mi hijito! ". Por un momento pierdo la

noción de las cosas... Se borra la luz en la ventana ... Al volver en mí tengo

apoyada la cabeza en el pecho de mamá. Cojo sus manos y las beso con el

corazón puesto en los labios que tropiezan con la cabritilla de los guantes. La

traigo hacia mí y cubro de besos su cara. No puedo hablar, es como si fuera a

morir...

Sí, no es ilusión, es mamá, siempre tan linda con su cara de chiquilla morena y

sonrosada. Bajo su sombrero asoman los rizos negros, inquietos y brillantes. Hace

muchos años que esa cabeza infantil estuvo acostada en mi almohada, al lado de

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la mía. Viste un lindo traje de seda gris y un gracioso sombrero de paja adornado

con una gran rosa encarnada.

Detrás de mí suena un gorjeo. Mamá se aparta y la veo, acercarse luego con dos

niños de la mano de los cuales no me había dado cuenta en el primer momento:

una niña vestida de blanco, con un dulce rostro pálido, de grandes ojos claros, y

un chacalincillo cuya carita blanca y sonrosada asomaba como una flor entre los

encajes de su vestido.

-''Son tus hermanos, Sergio: ésta es María Navidad y éste es Rafaelito. Hay otro,

Rodrigo, que dejé en casa porque está acatarrado. Recordé la escena de papá

presentándome también a sus hijos como a un extraño ... Juan Pablo, Quincho y

Francisco ... No sé por qué estos otros hermanos me han atraído más. Tal vez

porque son hijos de mamá.

Sonreí al bebé que con pasos menudos se acercaba a mí, con la boca hecha una

fiesta, tendiéndome confiado sus braci-tos. En Navidad, vi resucitar de pronto la

sonrisa de Mercedi-tas. Los besé con infinita ternura. En mis labios estaba todavía

mi corazón que subió a ellos al sentir a mamá cerca. La niña me miró sorprendida

cuando mis lágrimas mojaron sus mejillas.

El pequeño rió y retozó en mis regazos y me llamó papá. Mamá rodó la silla por el

salón y al verse correr en ella, el niño gritó encantado. Los retratos de los grandes

sacerdotes, que ornaban las paredes, parecían sonreír benignamente al escuchar

aquella charla de pajarito.

María Navidad no habló: se limitó a contemplarme con sus grandes ojos claros y

cuando mis miradas se encontraron con las suyas, me parecía que la sonrisa de

Merceditas resucitaba en sus labios.

Se lo hice notar a mamá, que me contestó: -"Y es silenciosa y buena como

Merceditas". Se enjugó los ojos y se quedó grave. Luego me dijo, "He vuelto a

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Costa Rica porque no podía más! Ay Sergio, vivo con el pensamiento partido en

dos, una mitad con ustedes, la otra con ellos". Y con el gesto señalaba a sus otros

hijos.

Hacía quince días que llegara no había hecho más que buscarnos. Logró dar con

Candelaria que la puso al corriente de nuestra suerte... ¡La muerte de Merceditas!

¡De esa muerte ella tenía la culpa! Que Dios la perdonara. A la pobre Gracia no la

podría ver. Le dejaba muchos besos conmigo. Ya no vivía en el Perú sino en

Colombia y me dejó una tarjeta con sus señas para que le escribiese. Solamente

quince días más estaría en Cartago, pues tenía que regresar a donde estaba su

marido.

¡Ay! , ¡otros hijos y otros intereses! A ratos hablaba con seriedad y tristeza; por sus

ojos y su boca pasaba un soplo, y yo creía que la pena iba apagarlos, pero

enseguida la llama se reanimaba; entonces me parecía ver su alma, una alma en

la cual no había el recuerdo de su hijita muerta, ni el de Gracia, ni el de Sergio que

iba por la vida en una silla de ruedas. Con los ojos hubiera querido meterla dentro

de mi pecho para que nada ni nadie pudiera sacármela de allí.

Mamá se levanta. Me promete volver todos los días mientras estén aquí. Siento

una pena muy grande cuando me dicen adiós. Rodeo con mis brazos el cuello de

mamá. Ella abre su portamonedas y quiere dejarme monedas y quiere darme

dinero, pero se lo impido con vehemencia; -"no, no, no me des dinero, mamá" -le

suplico. Le pido su retrato y el de los niños y me ofrece traerlo cuando vuelva.

Se baja el velo del sombrero y se aleja, con su taconeo gracioso que no oigo hace

tantos años; tras sí deja el susurro de su traje de seda y su perfume. Ya en la

puerta, invita a los niños a que me tiren besos con la punta de los dedos. María

Navidad me sonríe y mamá agita su mano enguantada en señal de despedida.

Un nudo me aprieta la garganta y siento que va a estallar mi llanto.

152

-Mamá, levanta el velo para verte -le pido.

Lo hace, y qué tonto soy, me maltrata mirar su rostro iluminado como siempre y no

ensombrecido por la pena. ¿No habrá en su interior un dolor parecido al mío?

Mis oídos se quedan atentos a los pasos y a las voces que se alejan.

Pero Sergio no volvió a ver a Cinta, porque Juan Pablo Esquivel, al saber que ella

estaba en Cartago, comprendió que había venido para ver a Sergio y dio orden en

el Colegio de que cuando "esa señora" llegara a preguntar por su hijo, le contes-

taran que no lo podía ver.

La visita de su madre hizo a Sergio sentir intensamente su abandono. Se refugió

entonces en el recuerdo de los tiempos idos, y lo más grato para su corazón fue

evocar todo lo relacionado con mama Canducha. ¡Estaba rodeado de una soledad

tan fría! Lo más tibio, lo más suave en su vida había sido esta viejecita

guanacasteca. Hacia ella tendía él su espíritu para calentarse, y entre los pliegues

de la ternura que había en la sonrisa y en los gestos de la anciana, metía él su

frente y sus manos ateridas. Todas eran memorias humildes y sencillas, y esto era

lo que más conmovía a Sergio: Allí estaba mama Canducha, sentada en un rincón

de la cocina, en el taburete de cuero, arrollando cigarrillos con el guacalito del

tabaco picado, en el regazo; o bien preparando en el frasco de cristal, en los

tiempos de cuaresma o de Semana Santa, aquel encurtido que olía a gloria; o,

toda confusa, después de haber asegurado a los niños que la persona que se

bañaba en Viernes Santo se convertía en sirena, veía entrar a Gracia con la

cabeza mojada diciéndole implacable: -Idiay mamita Canducha, me bañe hoy

Viernes Santo y mire, no me hice sirena.

i Con cuánta destreza arrollaba en la boleta de papel amarillo de fumar, el tabaco

picado, revuelto con una punta de hoja de higo tostada y desmenuzada. Flotaba

en el ambiente el olor a tabaco curado con aguardiente, miel, clavos de olor y

cascaras de lima. En una alacena guardaba los utensilios de que se servía para

dar gusto a su inocente vicio de "humar", como ella decía; el cuchillo en forma de

153

media luna con que picaba el tabaco; el pascón para colar el tabaco picado, que

consistía en una palanganita de hojalata agujereada con un clavo; la botellita de la

cura y el guacalito con boletas amarillas. Sergio y Merceditas le ayudaban a

desvenar las hojas de tabaco iztepe-que que mama Canducha en persona

compraba en la tercera de las niñas Acosta, frente al cuartel de Policía o en casa

de doña Fermina Morales.

De noche, cuando Miguel narraba sus historias, mama Canducha hacía cigarros; a

veces se levantaba y encendía uno, en las brasas del hogar y se ponía a fumar

tan quietecita que acababa por confundirse con las sombras. De rato en rato se

abría entre la oscuridad una como florecita roja; era la brasa del cigarro de mama

Canducha. Cuando salía en las tardes a rezar el Rosario en la iglesia vecina, los

niños la veían sacarse de detrás de la oreja "la chinguita" que siempre tenía lista, y

darle unas cuantas chupadas.

¿Y el bocal de vidrio tan limpio que se confundía con el aire que lo circundaba?

Para los Días Santos, Candelaria lo llenaba con el vinagre de guineo, transparente

y perfumado, que ella misma preparaba con los guineos remaduros de las cepas

sembradas por sus propias manos en el solar de la casa. Dentro de él ponía

vainicas tiernas, tajadas de pepino, ramitos de coliflor, pedacitos de zanahoria, de

chayóte, ¡ocotitos celes en los cuales no se había cuajado la semilla, tajaditas de

cebolla; y para dar más gusto al encurtido, clavos de olor, y hojas de laurel. Entre

tanta mansedumbre y tierna inocencia escurría uno que otro rojo chile picante, de

los "bravos", que parecían diablillos asustando doncellas campesinas.

Ana María ha regresado y Sergio ha podido volver al caserón de San Francisco,

gracias a su amiga.

En vísperas de la última operación practicada a la tía Concha, Ana María supo

explotar la sensibilidad excitada de su ama, quien no hallaba qué promesa hacer

ni qué santo bajar del cielo para salir bien del apurado trance. La muchacha in-

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ventó una inocente mentira que podía redundar en provecho de Sergio: había

recibido en esos días una carta muy triste de éste. Entonces contó a la tía Concha,

de un sueño que tuviera en el cual oyó una voz que le aconsejaba hacer la

promesa a la Negrita de los Angeles de recoger en su casa a Sergio, que era un

ser abandonado; en cambio la Virgen le ofrecía que la operación tendría buen

éxito.

La acongojada señora convino enternecida. La operación estuvo feliz y se

emprendió el regreso a la Patria después de varios años de ausencia. Ya

establecidos de nuevo en San Francisco, Ana María recordó lo prometido y Sergio

pudo volver a su lado.

Pero la Ana María que regresó era bien diferente a la que Sergio había visto partir.

La transformación tenía algo de hechicería. Era como si una varita mágica la

hubiese tocado para embellecerla. Ya no era la peloncilla de cabello lacio; ahora

era una linda muchacha con una corona magnífica de trenzas negras sobre la

cabeza; los ojos de cabra, pero con una luz nueva que le iluminaba la cara; la

naricilla ñata, pero con unas como líneas nuevas que ponían una gracia infinita en

el rostro. Allí estaban los camanances, pero ya no eran los pocitos de picardía de

antaño sino que daban a su sonrisa un encanto inefable. Sus movimientos habían

dejado entre la niñez que se fue, la torpeza y la brusquedad, y se habían

convertido en silenciosas y suaves líneas curvas. En lugar de las batas largas,

oscuras y desmañadas que le ponía la tía Concha, graciosos vestidos de tela

barata que ella misma confeccionaba, -guiada por su buen gusto y por lo que viera

en su viaje.

Sobre la Ana María nueva que Sergio tenía ante sus ojos, la juventud había

puesto su gracia luminosa. Era casi linda, pero Sergio echaba de menos a la

chiquilla descalza, revejida, trajeada de azul, que surgía de los rincones como un

duende amigo, que le ceñía el cuello con sus brazos cariñosos cuando él más

necesitaba sentir cerca a alguien que lo quisiera.

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Otra vez la tía Concha y el tío José, con otras monomanías parecidas a las de las

begonias y los pájaros. Otra vez los pisos encerados y el cuarto habitado durante

la noche por grandes sombras que ya no daban miedo al muchacho. Allí estaba

siempre el gran reloj con el tictac del enorme péndulo que no se cansaba de echar

en la eternidad las gotas del tiempo que parecían volverse pesadas como de

plomo dentro de la negra caja.

Ana María trataba a Sergio con la cariñosa devoción de antes. Allí estaban

siempre sus manos listas a servirlo con tierna solicitud, pero el caso es que Sergio

las sentía distantes.

Es que Ana María andaba enamorada. Lo conoció a bordo: era un costarricense

que también regresaba a su país, después de haber estudiado en Europa. Se

gustaron y se buscaron y ahora él venía todas las noches a hablar con ella a

escondidas de los viejos, por las rejas de la ventana. Y la dicha de su amiga

maltrató a Sergio. ¡Qué tonto era! Como no podía confiar a nadie este sentimiento

extraño e inefable, lo confió a su violín y fue entonces cuando escribiera por

primera vez las armonías escuchadas en su interior, su primera "romanza sin

palabras"; un trozo de música de esos que sólo conmueven a la gente joven y

romántica y que hacen estirar los labios despectivamente a los músicos viejos de

gusto depurado.

Sergio atisbaba a la enamorada muchacha y observaba que se había hecho muy

silenciosa. A veces la veía mirar y sonreír fijamente a la escoba con que barría o al

ladrillo que bruñía, o quedar en éxtasis ante una pared.

-¿Qué hay Ana María, qué estás viendo?-le preguntaba.

Y ella sacudía la cabeza, parpadeaba como si despertara de un sueño y respondía

con las mejillas encendidas: -Nada, criatura, ¿qué quieres que vea?

156

En otras ocasiones observaba cómo el rostro de la muchacha andaba apagado y

sin la menor señal de camanances. La llamaba, la sentaba a sus pies y le

acariciaba la cabeza. Y como si esto fuera una señal, comenzaba a asomar

lágrimas, temblaban un instante en las pestañas y luego se echaban a rodar

mejillas abajo.

A fuerza de mimos lograba arrancarle el secreto de su pena.

-Ay Sergio, es que anoche no vino.

Cuando la pena la invadía, Sergio la sentía muy cerca de sí; lo buscaba y le

relataba sus congojas; la dicha la alejaba de él e iba a saborearse en los rincones

en donde se refugiaba con telas, aguja, dedal e hilo ... Pero Sergio la sorprendía

con la aguja en alto, la tela abandonada en el regazo, los ojos fijos en el espacio y

sonrisas y camanances ...

Sergio, que se volvió filósofo, sacaba conclusiones: en el ser humano hay una

marcada tendencia a disfrutar solo del placer y a compartir con los demás el dolor.

De noche, desde su lecho oía el murmullo de la conversación de los enamorados,

sus risas, sus besos, sus silencios. Y la visión del Amor apareció en su vida como

una visión bella y luminosa cual una estrella lejana prendida del fondo de la noche.

A sus ojos subieron las lágrimas más ardientes y en su corazón, la pena más

embriagadora. Dentro de su ser vibraron melodías hasta entonces para él

desconocidas.

Un día regresó Miguel. Hacía tiempos que Sergio no tenía noticias suyas. Ana

María hizo investigaciones sobre el paradero del viejo, pero nadie daba razón del

afilador.

Para la gente todos los afiladores son uno solo: "el afilador" "allí va el afilador".

157

¿Quién iba a echar de menos a un viejecillo de traje de panilla color castaño,

poblado de remiendos, cubierta la cabeza con un casco, de barba rubia con

reflejos plateados, entre la que asomaban sus ojos zarcos como florecitas azules

entre el musgo seco? ¿Qué obligación tienen las personas ocupadas en enterarse

de la vida de quien vuelve servibles sus intrumentos inutilizados por el uso? Por un

momento saben que a la puerta de su casa un afilador saca filo a sus tijeras y

cuchillos; quizá vean espigas de chispas detrás de la piedra de afilar. Sin pensar

pagan monedas insignificantes por el trabajo realizado y el afilador queda echado

en olvido.

Algunos niños fueron los que notaron la ausencia del viejito afilador cuya máquina

tenía muchas cosas que les interesaba. Habían observado que la armazón de ésta

era de madera con adornos labrados y siempre muy limpia; llevaba una multitud

de cajitas de esas en que vienen conservas, encontradas seguramente en la calle

a las que él puso tapas bruñidas y adornadas con sus manos y dentro de las que

se hallaban, ordenados y relucientes gran cantidad de instrumentitos. El silbato

estaba guardado en un estuche en el cual la cuchilla dejó en relieve un gato que

se afilaba las uñas en una rueda. Todas estas cosas insignificantes para la gente,

hacían la dicha de los chiquillos y de los campesinos sencillos que gustaban

acercarse a la máquina y fisgonear por todo. El los dejaba hacer, les explicaba el

servicio de cada cosa y a veces les regalaba juguetes hechos por sus manos.

Ahora Miguel volvía más viejo, con el cuerpo muy inclinado y entre la barba

apenas si quedaba una que otra hebra rubia, pues casi todas se habían puesto

blancas. A las preguntas de Sergio sobre su ausencia respondió, que había salido

el día anterior del Asilo Chapuí; que enseguida había marchado a pie a Cartago a

buscarlo; el señor Director le había dado hospitalidad en el Colegio y dinero para

que regresara. Antes ... él no sabía ...

Sergio encontró en los ojos de Miguel, algo desconcertante. Era como si en su

mirada hubiese polvo de aquel país misterioso de donde regresaba.

158

Ana María se había convertido en una criatura taciturna. No había vuelto a reír con

la escoba, ni a quedarse en éxtasis ante las paredes. Hacía tiempos que Sergio no

escuchaba rumor de risas y besos, porque en la ventana no había citas. La

muchacha había enflaquecido; de sus mejillas voló el polvillo rosado que esparce

la juventud dichosa. Descuidó sus trajes, y su peinado no se levantaba triunfante

sobre su cabeza sino que caía lánguido por el cuello curvado. Tampoco lloraba, y

a menudo Sergio la sorprendía sentada, con las manos cruzadas sobre las

rodillas, los ojos sombríos fijos en los ladrillos en otros días contemplados con

sonrisas, Sergio ha adivinado la causa: es la ausencia del hombre a quien esta

criatura primitiva, que había vivido casi aislada, amaba con todas las fuerzas de su

cuerpo y de su espíritu.

Pobre Ana María que un día le dijera: -¿Sabes cómo es para mí querer a.Diego,

Sergio? ¿Récordes aquel prisma que te di cuando era chiquilla? Pues es como si

de pronto sintieras que te pusieran un prisma ante los ojos, pero no en los de la

cara, sino en unos que se deben tener en el corazón ... y todo se pone a brillar

más, y uno quisiera reír hasta con las piedlas. Parece como si alguien hubiera

bañado la vida en ese color que tienen los campos cuando el sol está saliendo.

Un día se atrevió a preguntarle:

-Ana, ¿es que Diego está enfermo?

-l\lo, -le contestó con voz sombría.

Los meses transcurrieron en esa situación. Una noche, a altas horas, Sergio

despierta sobresaltado. En la casa pasa algo insólito: se oyen carreras de la tía

Concha y de las dos sirvientas y las toses fingidas del tío José cuando está

preocupado. Llama y nadie acude a sus voces.

De pronto la señora entra, se deja caer en una silla y prorrumpe en sollozos. La

zozobra de Sergio llega al colmo.

159

-Por Dios, tía Concha, ¿qué pasa?

Entre convulsiones ella contesta: - iAy Sergio! He albergado en mi pecho una

víbora!

-Tía Concha ¡Una víbora! ¿La ha mordido?

Sergio es ingenuo y ha tomado el decir de su tía al pie de la letra. Quisiera

arrojarse del lecho e ir en auxilio de ella.

El llanto de un niño recién nacido llega a sus oídos... El ama de la casa solloza

con más fuerza.

- ¡Dios mío! iY lo que debo oír en mi propia casa! Que Dios le dé a una paciencia.

¿Hasta visto como nos paga Ana María? ¿No ves que acaba de tener un hijo?

Los gritos del recién nacido pueblan la oscuridad de la noche. Son desaforados y

nada los calma: dijérase que ponen a prueba la paciencia de la tía Concha, quien

al oírlos se yergue en actitud trágica: - iY decir que la he paseado por Europa!

¡Has criado un cuervo Concepción que te saca ahora los ojos!

Ya más tranquilo, Sergio se burla: El cacareado paso por Europa de Ana María,

eternamente prendida de las faldas de aquella vieja enferma e impertinente!

Al día siguiente, la niña Concha, envía recado muy temprano a su íntima amiga la

niña Queta Alvarado, vieja doncella altamente estimada por ella, porque pertenece

a una de las familias de más campanillas en el país. Quiere pedirle un consejo

luminoso en el oscuro camino en que la ha metido la conducta de Ana María. Así

lo ha dicho al ver entrar a su mentor con faldas.

160

Toda la mañana la han pasado las dos señoras en conferencia en la sala de

fúnebres muebles, y Sergio desde el corredor ha oído varias veces a su tía hablar

del Hospicio de Huérfa nos "de donde sacara a esta ingrata criatura para tratarla

como a una hija" y "del viaje por Europa". Por fin la niña Queta Alvarado se levanta

y con dignidad episcopal se dirige al cuarto de la pecadora.

Llega Miguel y aun cuando la tía Concha lo ha mirado siempre despectiva, lo

acoge para narrar nuevamente la tremenda desventura. El viejo escucha en

silencio; al cabo de una hora cuando ella termina el relato con los episodios del

Hospcio de Huérfanos y del viaje por Europa, replica con tranquilidad: -no hay que

asustarse, señora, esos arranques son muy naturales en la gente joven. Lo que

hay que hacer es no despreciar a esta muchacha, ni abrumarla, sino ayudarle para

que no coja un mal camino. ¿A usted no le parece muy natural que sus rosales

den rosas y su vaca alazana crios? Y a ellos los bendici nada más que Dios.

La niña Concha levanta el grito al cielo: - ¡Qué ocurrencia! ¿Cómo va a ser lo

mismo una mata o un animal que un cristiano con uso de razón? ¡Cómo se ve que

de veras a Mujeres le faltan todos los tornillos!

Miguel va a buscar a Sergio y le dice: - ¡Has de creer que las mujeres jóvenes y

sanas como Ana María, son lo mismo que flores para mí! En cada flor que

encuentro, veo la promesa de un fruto y en cada mujer fresca y sana, la promesa

de un hijo.

Sergio ha esperado todo el día que Ana María lo llame, pero esto no sucede. Ya

en la tarde, cansado de aguardar, suplica a una de las sirvientas que le pregunte

si puede ir a verla. Ella consiente y Engracia lo lleva. Está muy pálida. A su lado,

con los puños apretados bajo la cara, duerme su hijito tan enrollado en los pañales

que parece un puro.

161

Al ver a Sergio, Ana María llora. El pide que le coloquen al niño en los brazos y se

pone a mecerlo con torpe ternura.

-¿Por qué llora, Ana María?

-Tardabas tanto en venir Sergio ... creí que tú también estarías enojado ... como

ya no tengo honra! ...

-Esperaba que me llamaras. ¡Vieras cuánto deseaba conocer a tu hijito! ¡Qué

bonito es, Ana María! ¡Mira cómo aprieta los puños!

La voz de Sergio resume honda ternura. La llama Anita, busca las palabras más

cariñosas para hablarle. Ana María siente que puede acurrucarse dentro de este

acento cálido y de la mano que le acaricia la cabeza, como un pájaro adherido

dentro del calor de un nido.

Ella deja de llorar y se incorpora a medias para contemplar a su hijo. Sergio pasa

su mano por la cabeza de Ana María.

-¿Verdad que nunca lo abandonarás, Ana María?

-¡Abandonarlo! ¡Ah! ¡eso sí que no! -y aprieta al niño como para librarlo de un

peligro.

Ana María hace confidencias a Sergio, en voz muy baja: Diego no volvió desde

que supo que iba a ser madre. Le dolía mucho pensar que Diego fuera un hombre

que le tenía miedo a la responsabilidad de sus actos. Ella no !o quiso llamar

nunca. Hacía poco que él le había escrito diciéndole que no podía casarse con

ella, porque sus padres eran muy orgullosos y su madre se moriría al pensar que

su hijo se casara con una mujer de humilde condición. Además, estaba tan joven,

que el matrimonio podía entorpecerle su carrera. Entre la carta venían unos

cientos de colones que ella le devolvió sin decirle nada. Ya no quería a Diego. Era

como si una mano brutal le hubiera arrancado de cuajo este cariño tan hondo que

al salir de su ser le dejaba un vacío muy grande.

162

La niña Concha hablaba de obligar al que había deshonrado a Ana María a

casarse con ella. Pero Ana María prefería que la mataran. Luego, cuando la tía

Concha y la niña Queta Alvarado supieron de quién se trataba, no insistieron,

porque comprendían "perfectamente" que el hijo de una familia distinguida no

podía casarse con una muchacha sacada del Hospicio de Huérfanos, que no se

sabía ni de quién era hija. La moral del matrimonio para estas buenas señoras, era

muy clara: los ricos con los ricos y los pobres con los pobres. ¡Qué era eso de que

un caballero se rebajara a casarse con una mujer de humilde condición!

Eso sí, la niña Concha y la niña Queta hablaban de "regalar" al niño a una señora

casada que no tenía hijos y que deseaba recoger una criatura. Pero ni Ana María

ni Sergio hicieron caso de las disparatadas y prudentes ideas de las respetables

damas, que gustaban de repetir con énfasis las frases de los novelones que leían

o las del último sermón que habían oído en la iglesia. Además, Sergio había

observado que sus tíos no veían un milímetro bajo la piel... ellos sabían de

begonias, de rosas que se venden a peseta cada una y de yigüiros y chorchas,

pero de sentimientos! ... si acaso habrán oído la palabra.

Para él, Ana María era la misma, o mejor dicho no, porque ahora tendría que

hacer un lugar más grande entre el corazón para acomodar junto a ella a su

chiquillo. ¿Por qué la niña Queta Alvarado le aconsejaba darlo? Esto sí sería para

su razón quedar sin honra. Y en adelante no pensaría en Ana María, sin

imaginarla con su hijo en el regazo. Ya que lo había llamado a la vida, debía ser

su guía y su protección. Haría las veces del padre que se excusaba de cumplir con

su obligación.

¡Cuánto hizo pensar a Sergio eso de que el nacimiento del chacalincillo de Ana

María hubiese sido la causa de lloros e imprecaciones de la tía Concha, del ceño

adusto en el pasmado tío José, de los cuchicheos y malicias de las criadas y del

escándalo que se pintó en la boca bigotuda de la niña Queta Alvarado, quien

empleaba sus ternuras en vestir el Dulce Nombre de la Iglesia del Carmen y en

163

consentir a un perro castrado que ella con su propia mano alimentaba con sopitas

y que dormía en un almohadón de raso que ella misma le bordara con gran primor.

Es alta noche. Sergio no puede dormir porque el pensamiento de Ana María, que

ha sido despedida de la casa, lo intranquiliza. Ha intercedido por ella con la tía

Concha, pero en vano: si se deshiciera del niño, tal vez podría quedarse, pero con

él, no. Sería una incomodidad y además la cara se le asaría de vergüenza. ¡Qué

dirían! Que era una consentidora; y no, ella quería levantar siempre su frente alta

en todas partes. Que nadie tuviese que tachar nada de Concepción de Rodríguez.

Sergio ha logrado que le den hospitalidad una semana más, mientras consigue en

donde refugiarse con el niño. Además, ha enviado a Miguel a empeñarle un

vestido en el monte de piedad, para poder ayudar a su amiga con algún dinero.

Miguel también desea servirla, pero no tiene nada que vender ni empeñar: ignora

el paradero de su máquina de afilar, todo su haber. Piensa en el violín ... mas, eso

será lo último de que se desharán. Es verano, la época de los grandes vientos, y

una hoja que mira girar Miguel en su rama, le sugiere una idea: con poco dinero

compra cartón y papeles de colores y hace juguetes propios para el tiempo:

molinos de viento, veletas, hélices, papalotes, barquitos y carros con velas y sale a

venderlos prendidos en el extremo de una vara. Al poco rato los chiquillos corren

tras él y a la hora, todos los ha vendido. Con la ganancia emprende el negocio

más en grande; no ha vuelto a dormir de noche, elaborando los juguetes y en esa

mañana ha llegado con 25 colones que ha entregado a Sergio para Ana María. El

violín se ha salvado.

La única persona en quien ella puede volver los ojos es a una mujer sirvienta en

otro tiempo de la casa, buena como un pedazo de pan blanco, quien siempre le

demostrara gran afecto. Es una pobre viuda con 4 hijos, que vive sabe Dios cómo

en un pequeño caserío en las faldas del Barba. Ana María le ha escrito pidiéndole

hospitalidad: le promete no ser una carga sino una ayuda. La contestación ha

venido y nadie ha reparado en los borrones, en las letras del tamaño de una

bellota, ni en la sintaxis irreverente, sino en el generoso pensamiento que brilla

164

entre todo eso como una perla entre una hojarasca: "Que se venga Ana María. La

casa es un huevito, mas para ellos será un placer encogerse y dejarle un campo, y

donde come uno, comen dos: frijoles, plátano y bebida, Dios primero no le faltará".

Y la pobre carta escrita fuera del reino de la Gramática, agujereó, como una

estrella, la oscuridad de estas almas ansiosas y fue más preciosa para ellas que si

les hubieran ofrecido todas las grandes obras clásicas de la tierra.

El reloj ha dado la una. Se oye un ruido, y la figura de Ana María surge de un

rincón, como hace muchos años, pero ahora ella no es el duendecillo, que este

viene en sus brazos.

-¿Estás loca Ana María? ¿Qué venís a hacer con tu hijo? ¿No ves que se puede

resfriar? -exclama Sergio al verla.

-Venimos a decirte adiós, Sergio. No se resfriará, viene bien envuelto. Nos iremos

temprano para tener tiempo de tomar el tren de ocho. Y como no me animaré a

entrar delante de tus tíos, he venido ahora. Quiero salir mañana sin que me vean.

Sergio toma al niño en sus brazos y lo estrecha emocionado contra su pecho.

-Querría Sergio ser su padrino? Me gustaría que se llamara i Sergio como vos.

-Sí, seré su padrino porque nadie en el mundo lo querrá como yo. Temo traerle

mala suerte. Ojalá sea un Sergio dichoso. Y sobre la cabecita -capullo de

esperanza- se abrazan y lloran.

-¿Te acordás Ana María cuando recién llegado yo a esta casa, venías a media

noche a consolarme? Has sido muy buena conmigo Ana ...

-Cuida mucho a mi ahijadito que también es mi sobrino. Recordé que somos

hermanos. ¿Verdad que nunca lo abandonarás? Júrame que jamás por nada ni

nadie en el mundo lo abandonarás.

165

- ¡No seas tonto Sergio! Y coge a su hijo de los brazos de él y lo estrecha

anhelante contra su seno -de solo oír decir eso, me estremezco. No volvás a

repetirlo, Sergio, Adiós.

-Adiós Ana María, no dejes de escribirme.

El escalofrío que produce el abandono recorre su cuerpo. Se deja caer y llora

como lloran los que no esperan consuelo. Muy lejos en el tiempo, quedó la

chiquilla encantadora e inocente que venía a rodearle el cuello con sus brazos y a

llorar con él. Solo le escucha el péndulo que no se cansa de arrojar segundos en

la boca de la eternidad.

Miguel ha venido al día siguiente muy temprano, ha acomodado a Sergio en su

silla y lo ha acomodado cerca de la ventana; luego se ha ido a ayudar a Ana

María. Por fin salen: Ana María arrebujada en un manto negro bajo el cual abriga a

su hijo y tras ella, Miguel encorvado, con la maleta de los viajeros a la espalda.

Ella se acerca a la reja, descubre al niño y le habla como si fuera comprendida: -

dígale adiós a su padrino y dígale también que su madre lo enseñará a quererlo

sobre todas las cosas. Al decir esto, sonríe y llora. Introduce la mano por los

barrotes y Sergio la estrecha.

Cuando a las ocho oye el pito del tren que parte, tiende las manos en aquella

dirección y murmura: ¡Adiós!

La vida en esta casa después de la partida de Ana María, se le hacía insoportable

a Sergio. Escribió a su padre suplicándole que lo mandara al Hospicio de

Incurables. Alegaba que sin Ana María, que era quien cuidaba de él, su presencia

más bien constituía una verdadera carga para la tía Concha. Esta tente de sobra

con sus propias enfermedades y con el reumatismo del tío Nacho.

166

La tía Concha no se hizo de rogar y ella misma puso en juego la influencia de sus

relaciones con damas católicas metidas en ajetreos de beneficencia, para que su

sobrino fuese admitido en el Hospicio de Incurables, mediante una pensión.

También consiguió que mama Canducha pudiese vivir con Sergio.

Era Domingo de Resurrección. La luz de un sol de abril caldeaba el polvo de los

caminos y cabrillaba entre la yerba seca de los potreros. Por sobre los picos

azules de las montañas asomaban las nubes oscuras precursoras de la estación

lluviosa. Las campanas de los templos que habían muerto con Nuestro Señor el

Viernes Santo, habían resucitado con El esa mañana de Pascua Florida y su

música volaba sobre los campos con místico regocijo mezclada con el aroma de

los tuetes en flor. Las filas de casas de los lados del camino tenían un aspecto de

ingenua alegría con sus paredes encaladas de blanco, azul o rosado y con sus

jardincillos en donde no faltaba la alegría de las hojas rojas de las pastoras ni el

morado de los últimos ramilletes de guarías del verano. Pasaban grupos de

campesinos que iban a la ciudad dejando tras sí el rumor de sus ropas

engomadas y de sus pies descalzos.

En este domingo se celebraba un turno de los que acostumbran hacer los vecinos

para recolectar fondos con qué terminar el templo. Habían levantado en la

pequeña plaza, chinamos dentro de los que se movía una turba de mujeres cuya

charla hacía pensar en un gallinero. Se las veía trajinar con canastas llenas de

tamales, plátanos con gallinas compuestas, y el aire brillante de la mañana estaba

poblado por el humo de las fogatas, olor de guisos, voces de mujeres y gritos de

chiquillos. De rato en rato la música metálica y parrandera de la filarmonía de

Guadalupe, contratada para la fiesta, dominaba con su barullo los demás ruidos.

Como en anteriores ocasiones. Miguel conducía la silla a su nuevo destino. La silla

emprendió el camino del Hospicio de Incurables y dejó atrás el bullicio del turno.

167

Sergio hacía de sus ojos y de sus oídos, una esponja que absorbía todo cuanto

miraba y oía, para guardarlo dentro de sí. Nada era indiferente a ese espíritu

tendido como una red fija, atento a lo que la corriente de la vida dejara entre sus

mallas.

No marchaba desolado a su destino, como en aquellas otras veces en que la silla

arrumbara hacia una nueva habitación. No esperaba placeres; pero al recordar

que con él vivirían su violín y mama Canducha, experimentaba una sensación de

bienestar. Iba preparado a habitar al lado de muchas miserias. Cuando pensaba

en esto, se decía que aliviaría todas aquellas que pudiera.

El edificio de los incurables está situado en un lugar elevado y pintoresco, rodeado

de jardines y cafetales: en torno de sus dependencias, potreros y campos

cultivados, y a lo lejos, la ciudad, cuyos tejados brillaban en aquel momento bajo

un sol rojo por el humo de las quemas.

Encontró muy agradable su cuartito por el cual anduvieran ya las amantes manos

de mama Canducha. Era una pieza de madera adosada a una de las alas del

edificio, habitada en otro tiempo por el jardinero y cuyas paredes y techos desapa-

recían bajo el dosel formado por un jazmín trepador, que ponía por todas partes

sus estrellitas blancas y perfumadas. Por la ventana se divisaban los prados, la

hondonada por donde corre el Torres y muy distante la ciudad. Por entre un grupo

de cipreses asomaban las torres de la iglesia de San Francisco y Sergio las saludó

con la mano. ¡Ah! ¡No lo abandonaban! Y se prometió que cada día sus ojos les

harían una visita. De un clavo pendía el violín dentro de su caja negra y de otro su

estuche del atril. Allí estaba su cofre y su estante lleno de papeles de música y con

unos cuantos libros. La pared estaba adornada con fotografías de su madre, de

sus hermanos, de luces estás tú, Sergio y está Miguel, y me consuelo. Me da

tristeza pensar que en el invierno no podré verlas. Dice Rosa que entonces casi

simpre el valle está cubierto de nubes.

168

Escríbeme, cuidado me olvidas. Tus cartas y mi hijito serán mi única distracción.

Dame bastantes consejos mi querido hermano.

Abraza a Miguel en mi nombre. Mi hijito les manda muchos besos, yo te abrazo mi

querido hermano,

Ana María

Si yo espero, el sepulcro es mi casa: En las tinieblas hice mi cama. A la huesa

dije: mi padre eres tú: a los gusanos: mi madre y mi hermano. ¿Dónde pues estará

ahora mi esperanza? Y mi esperanza, ¿quién la verá?

Libro de Job. Cap. XVII - 13 - 14 – 15

¡Cuántas miserias en torno suyo! ¡Cuánta carne mártir y resignada!

A Sergio le hacía el efecto esta mansión, de un panal en donde se escuchaba el

incesante zumbido de las abejas que fabricaban el dolor y no la miel. Aquella

parecía la morada de Job, el gran rebelde paciente de la Biblia, ya increpando a

Dios y "maldiciendo su día" ya rascándose sus llagas con una teja, sin quejarse.

Allí la risa era algo que solo servía para hacer resaltar las muecas impresas por la

deformidad o la pena.

A ratos se imaginaba en el planeta de los estropeados: ciegos, mancos, hombres

sin nariz, sin piernas, que se arrastraban con los muñones de los muslos

protegidos por un cuero grueso, o que caminaban golpeando el suelo con una

pierna deAna María y las reproducciones de los retratos de Beethoven, de Haydn

el predilecto de Miguel y de otros músicos famosos. Y en un rincón, su cama bien

arreglada. Mama Canducha andaba todavía dando el último toque a cada objeto.

Sergio miró en torno suyo y casi se sintió alegre.

169

Un día recibió esta carta de Ana María:

"Mi querido hermano Sergio: No te escribí apenas llegué porque he tenido a mi

muchachito muy enfermo más de ocho días. A Dios gracias, ya está bueno.

¡Estuve más afligida! Creí que se me iba a morir.

La pobre Rosa y sus hijos nos han recibido como no habrían recibido al

presidente. Es una gente muy buena y su pobreza que tiene tantas ternuras para

mi hijo y para mí, se parece a la choza en donde me han recibido: la niña Concha

diría que es miserable, pero yo sé que es limpia y está llena de hendijas por donde

el sol i sabe meter sus dedos tibios y dorados, y que escapan, quien sabe por qué

milagro a los de la lluvia, tan fríos y desconsoladores.

Vieras cómo me pastorean todos a Sergio. Apenas llora lo cogen y no saben qué

hacer con él. Tal vez eso es educarlo mal. Pero es que da lástima dejarlo llorar,

cuando uno sabe que poniéndolo en los brazos se queda tranquilo. ¡Verdad que

es mejor no dejarlo llorar!

Yo procuro ayudar a Rosa en todo cuando puedo. Ahora aprendo a tejer canastos.

El hijo mayor de Rosa sube a la montaña y nos trae el bejuco. Es muy duro y a mí

me sangran las manos, pero ya me acostumbraré.

El sábado irá Jesús a vender lo que hemos hecho al mercado de Heredia y como

ya van a comenzar las cogidas de café, esperamos que se venderán bien.

He aconsejado a los hijos de Rosa que rieguen por el pueblo la nueva de que yo

sé coser. Recuerdo que a ti te gustaban los vestidos que hice para mí y para la

niña Concha. El año que vivimos en París, aprendí a coser y a hacer sombreros

con una francesita hija de la dueña del hotel donde habitábamos.

170

A ratos me desconsuelo, pero me pongo a ver a mi hijo y el valor me vuelve.

Siempre tengo en la memoria tus palabras, de que ya que lo llamé a este mundo,

debo ser su guía y su protección.

La casita de Rosa queda en una altura. Al frente tiene un jardín que es un juguete,

lleno de chinas de colores, de miramelindos y con dos palitos de uruca que tiene

siempre todo oloroso a fiesta. De noche, así que se duerme Sergio, me voy a

sentar al corredor, desde donde se ven las luces de San José. ¿Sabes que parece

la ciudad de noche? Un gusano de fuego. Y pienso que entre esas palo o con las

muletas. Había un mozo alto, fornido que de repente caía con un ataque y se

ponía a rebotar como una pelota de hule, con la boca contraída por una mueca

diabólica y cubierta de espumarajos. Un hombre ya canoso, chiquito, de ojos

saltones, con el busto desarrollado y con las piernas apenas de media vara,

sentado en un carro de juguetes fabricado por él mismo y que él mismo podía

manejar. Era inteligente y risueño y gustaba burlarse de sí.

-"Campo al automóvil de Marín" -gritaba a los grupos de compañeros que

encontraba en los corredores. - "¿Vamos a pasear del brazo, esta noche a la

retreta? -decía al mocetón de los ataques. Sin embargo, Sergio lo sorprendió un

día escondido llorando entre un zacatal. Un muchacho sin nariz, con las manos y

los pies muy hinchados, que nunca dejaba de comprar lotería, con la esperanza

de tener dinero, con qué comprarse una nueva nariz. Había un mozo de treinta

años con el aspecto de una pelota de manteca vestido con una bata de mujer. Un

adolescente ciego de nacimiento, acostado en una carretilla, tan descarnado, que

se le veía la calavera; las piernas eran delgadas como un dedo y al mirar por sus

ojos abiertos, se creía asomarse a una casa deshabitada por la noche.

En el ala derecha del edificio, se movía una tropa femenina compuesta de

viejecillas locas, paralíticas, mudas, ciegas, y de muchachas deformes, cuya

juventud no hacía sino poner de manifiesto su repulsiva fealdad. Había una, cara

de ardilla, el pelo cortado al rape y su rostro lo dejaba a uno en la duda del sexo a

171

que pertenecía. Caminaba de un modo fantástico, culebreando las piernas y

aleteando los brazos. Una güechita con la cabeza llena de cintajos de colores y de

peinetas; en el corpiño de su vestido traía prendido cientos de alfileres, medallas

de latón, imperdibles; tenía un cerebro de urraca y apenas llegaba una visita,

acudía a pedirle con su vocecilla atiplada cualquier cosa brillante que trajera

encima. Había otra, muy joven y robusta, morena de carne fresca, con las mejillas

en flor y los ojos negros franjeados de pestañas largas y rizadas; tenía las piernas

tan endebles, que a lo mejor caía y era preciso ayudarla a levantarse. Siempre

estaba viéndose los dedos y riendo con una risa estúpida, llena de saliva que

salpicaba cuanto tenía cerca de sí. La que más impresionaba a Sergio, era una

muchacha muy gorda, con una desmesurada cabeza que balanceaba sin cesar

con el ritmo de un péndulo. Cada mañana, al sacarlo mama Canducha de su

cuarto, la veía sentada en una banca, moviendo su gran cabeza, y él imaginaba

oír el tac, tac, producido por ese péndulo humano.

Un día Sergio se sorprendió comparando su miseria con las que lo rodeaban, y

consolándose al hallar la suya muy por encima de éstas. Se sabía joven, bien

formado y fuerte hasta las rodillas. Y lo desconcertó esta idea de encontrar alivio

en la miseria ajena.

Los días de Sergio estaban consagrados al violín. Para descansar rogaba a mama

Canducha que lo llevara por los corredores; entonces conversaba con todos,

escuchaba sus miserias y les daba palabras de consuelo. Sin esfuerzo alguno se

granjeó el cariño de hombres y mujeres.

Un domingo, recién llegado, le llamó la atención el espectáculo que se

desarrollaba del lado de allá del jardín. Había un viejecillo apodado "Lorita",

pipiriciego y candido quien hacía carretitas de madera para los niños, que iba a

vender los sábados al mercado. Con las ganancias traía cigarros y golnsi ñas a los

compañeros.

172

Sergio vio al viejecillo tocar dulzaina y al son de su música bailaban mujeres: entre

ellas la güechita y una anciana muda, de rostro infantil y cabello plateado, que

inspiraba simpatía. Las bailarinas y la ronda formada en torno de ellas, parecían

contentas. Sergio hizo traer su violín. Su arco que tanto amaba Beethoven, y que

interpretaba sus obras con maestría, se puso a acompañar los compases de

"Lorita" sacaba de la dulzaina: 'Xa Paloma" "EL Torito". Los rostros de aquellas

gentes se volvieron radiantes. La anciana muda brincaba como una chicuela y

nuevas bailarinas vinieron a aumentar la ronda. Acudieron todos cuantos estaban

levantados. Sergio, que creía ver sus almas, las imaginaba como palomas

hambrientas que acudían a comerse unos granillos de ilusión.

Desde entonces, cada domingo por la tarde, se repetía la diversión; por la

mañana, mientras se celebraba la misa, el violín de Sergio sabía derramar sobre

todas las dolientes cabezas que poblaban la capilla, armonías infinitamente

suaves que las acariciaban con dulzura maternal y las hacían pensar en un cielo

lleno de ángeles y de vírgenes que cantaban ante el trono del Señor, junto al cual

todos los desgraciados tenían su campi-to.

Al poco tiempo de haber llegado Sergio al hospicio, todos lo querían y respetaban.

Lo llamaban entre ellos, "el violinista", pero cuando se dirigían a él personalmente

le decían: "Don Sergio".

Ahora Sergio contaba 24 años. A todos cuantos lo veían les impresionaba su

figura de actutud serena, su rostro moreno y pálido enmarcado por la espesa

cabellera lacia y negra.

El perfil noble que prometiera su infancia, estaba allí y en su mirada de color de

agua profunda se abría la flor de la tristeza cuyas raíces se hundían en las

profundidades de su ser adolorido.

173

Mama Canducha ha dejado la silla de Sergio junto a la ventana del cuarto que

ocupan en el hospicio. Acaba de salir el sol y él ha abierto sus sentidos de par en

par y se ha puesto a disfrutar con todo su ser, de esta mañana límpida y fresca.

Ayer cayó el primer aguacero del año: el cielo y las montañas han amanecido

lavadas y los cafetales florecidos. Ayer ellos lucían solamente el verde esmeralda

de sus hojas, pero manos invisibles tejieron durante la noche, maravillosos

encajes blancos y perfumados a lo largo de las ramas de los arbustos. ¿Por

ventura las gotas del aguacero, se cuajaron en la aromosa escarcha que hoy los

cubre? ¿Qué misteriosa voz pasó llamando entre la oscuridad y a su conjuro

asomaron las flores y se esponjaron en las ramas de cafetos? En el seno de cada

una, palpita la esperanza.

Los yigüirros cantan a las lluvias que tornan. El bramido lejano y tibio de una vaca

agita el ambiente de la mañana. En el potrero al otro lado del río, hay un niño que

grita. ¿Por qué? Quizá siente el deseo de meter entre sus pulmones este aire

luminoso y cargado de aromas. Entre el follaje y la hierba hay rumor de alas y

chirrido de insectos y el murmullo fresco del río Torres sube de la hondonada. Hay

en todo un olor a tierra mojada, que embriaga a Sergio. El cree oír dentro del suelo

hervir las existencias que pronto asomaran a la superficie, la agitación de las

simientes que van a dar a luz, y que se lamentan con pequeños gritos jubilosos. A

lo lejos, la ciudad despierta: los techos de zinc brillan deslumbradores cuando la

luz los hiere y las chimeneas comienzan a echar sobre el azul del cielo sus jirones

de humo, y a Sergio le es esto desagradable, porque le parece que una mano

torpe, arroja harapos negruzcos sobre un campo inmaculado. La vida entona en

torno suyo el himno vigoroso de lo eterno, y aun dentro de él, hay alguien que

canta con un acento en donde hay la trágica dulzura que había en el canto del

zenzontle ciego del tío José. El es como una nota encadenada, pero qué importa

si es músico. ¿Qué importa el haber venido condenado a pasar sus días en esta

silla de ruedas? En esta mañana no maldice su destino, ni la vida le parece, como

a los filósofos pesimistas, que no vale la pena de ser vivida. -¡Vivir! ¡Vivir! -dice

174

maravillado. ¡Formar parte del gran concierto que se levante de la Tierra, aun

cuando mi voz sea de las que echan al viento la nota quejumbrosa ...!

Sergio sentía que su ser entero se diluía entre la mañana espléndida como un

grano de sal en una corriente de agua cristalina; que formaba parte del viento que

mecía las hojas de los árboles y de los terroncillos de humos del suelo.

Las campanas de una iglesia de la ciudad se ponen a doblar, y sus repiques

fúnebres parecen condensarse en los jirones de humo que flotan sobre el caserío.

¡La muerte! Pero cierto no la concibe horrible y lúgubre en esta radiante mañana

de abril. No piensa con repulsión en la carne que se deshace entre el polvo y entre

la cual surge la vida, sino que piensa en ella como en una inmensa flor purpurina

que despliega bajo el sol su belleza y vuelca en el aire su corola de perfumes

fuertes.

¡Morir! ¡Vivir! Cuan infinitamente admirable es la do-lorosa vida, con sus

grandezas y sus mezquindades, con sus pájaros y sus gusanos, sus estrellas y

sus microbios!

Sergio está inmóvil: escucha la música que hay dentro de él y en torno suyo, que

forma melodías dulcísimas y armonías que se llevan su alma entre sus redes a

regiones en las que se pierde la noción del cuerpo que sufre.

¡La Muerte! Cuando él no sea ya Sergio, la criatura que pasó ante los hombres en

una silla de ruedas... ¿Porque llegará un día en que desaparecerá? ¿Cómo será

no estar ya consigo mismo? Y experimenta la tristeza que despierta la separación

de un amigo que conoce todos los rincones de nuestro interior. Un día, el se

borrará también de la superficie del planeta, se hundirá en lo desconocido y

posiblemente tal cual él ha sido, no se repetirá en lo infinito del tiempo ... Otros

seres humanos aparecerán con las piernas muertas, rodarán en otras sillas de

175

ruedas, pero ninguno será él. Nunca más los hilos de la vida se tejerán para

formar una figura igual a la suya.

La naturaleza aparenta monotonía, pero si se escudriña se encuentra que jamás

se repite: el agua que hoy pasa ante nuestros ojos, no será la misma que ha de

correr mañana en el mismo lugar: ¡cuántas materias nuevas llevará su corriente

que no llevaba la de antes o viceversa! ¡Cuántas combinaciones insignificantes

tendrán lugar en la esencia de los seres humanos, que los hace tan diferentes aun

cuando están modelados con la misma arcilla! Llegará el instante en que esta nota

que es él, vaciará su sonido en el espacio... Y el sonido no se perderá, no, pero se

dividirá en gotas que se unirán a otras, las cuales llenaron cuerpos que se

movieron en un medio diferente a éste en donde se moviera el suyo, y que por lo

tanto pensaron y obraron en otra forma.

Recordó cuantas veces intentara acabar con su existencia mutilada y cómo

una intensa y divina curiosidad de saborear lo que aún el dolor y quizá la dicha

descansarían en su ánimo, lo sostuvo.

¡Y nunca fue más honda e intensa esa misma curiosidad que en esta mañana

primaveral!

SERGIO ESCRIBE A ANA MARIA

Ana María, hermana muy querida: Estoy imaginando que llego a la casita de Rosa

y que te encuentro sentada en el corredor oloroso a uruca, con tu hijito en el

regazo. ¡Qué grande estará ya Sergio, mi ahijadito y sobrino! Hoy cumple ocho

meses. Cuéntame bastantes cosas suyas y dale muchos besos que le mando,

junto con este pequeño recuerdo; la cadena con la medallita colgada de ella, me la

puso mi mamá cuando cumplí un año. Hace mucho tiempo, me la quité y la guardó

mama Canducha, porque el cuello se hizo más grande que la cadena. Lo querida

176

que es para mí esa joya lo debes comprender, y porque es un objeto muy amado

para mí, lo envío a tu hijito.

Ayer tarde te recordé mucho. Desde mi ventana podía ver las torres de San

Francisco que fueron tan amigas nuestras. Frente a mí, tenía la ciudad! ¡Qué

tranquilas parecen las casas así vistas de lejos! Lo mismo debes pensar tú cuando

las miras de allá. El humo de las chimeneas domésticas hace imaginar escenas de

familias sentadas en torno de la mesa cubierta por un mantel inmaculado, con

platos de los que se escapan nubes de vapor. Hay un pan muy blanco; el padre

habla, la madre y los niños sonríen ...

Le he dicho todo esto a mama Canducha que ha movido la cabeza con aire de

duda y me ha costestado que no es bueno fiarse de ese aspecto de mansedumbre

que presentan las casas vistas de lejos; que si no fuéramos a asomar por el techo

de cada una, encontraríamos escenas muy diferentes a las que yo he imaginado.

¿Y sabes Ana María, lo que ha encontrado mi vieji-ta en el fondo de mi baúl? Pues

la pequeña cruz de hueso que me diste hace años, para que no llorara. La lente

con el Niño Jesús dormido entre azucenas, se ha perdido. No me ha gustado

encontrarme con el agujero vacío. Y yo me he vuelto algo filósofo, me digo que

algo parecido me ha ocurrido con otras cosas que antes encerraban un gran

encanto para mí y que al encontrarlas más tarde solo conservaban el agujero en

donde había estado ese encanto.

¿Qué rumbo tomaría el prisma de cristal que me diste con la crucecita, aquel

prisma que todo lo irisaba, hasta la tía Concha y al tío Nacho? Ese pedazo de

vidrio ha sido el más lindo cuento de hadas que me han contado en mi vida. A

través de él vi brillar más lágrimas como si fueran flores. ¿En dónde estará? Quizá

en el polvo de algún camino. Quisiera que todos los niños tristes encontraran un

prisma como ese, para que los pusiera a soñar en cosas bellas.

177

Esas cosas eran tus únicos tesoros cuando eras chiquilla, y sin embargo me los

diste, Ana María, para hacerme olvidar la pena tan grande que yo tenía.

Adiós Ana María, hermana muy querida

Sergio

Sergio sentía una piedad infinita por todos aquellos viejos enfermos asilados en el

hospicio de incurables, la mayor parte de los cuales no encontraban un refugio ni

dentro de ellos mismos. Todo les molestaba y refunfuñaban hasta de la luz del sol.

Estos viejos eran tan desvalidos como niños de pecho, pero lo que en un niño era

sonrisa en ellos no era sino una mueca desdentada. Como no los aseaban bien,

olían mal y alejaban a los que trataban de acercárseles movidos por la piedad.

Entre ellos mismos no existía armonía y disputaban entre sí por cualquier cosa. La

vida había perdido para estos seres, todo atractivo y se inclinaban temblorosos

hacia la tierra como respondiendo a un llamado.

Los encargados de cuidarlos, eran, en ese entonces, con una que otra excepción,

personas malhumoradas, a quienes la necesidad de ganarse la vida en alguna

forma, había llevado allí, y así trataban a los aislados, con gran dureza. Sobre

estas cabezas desvalidas caía la caridad como piedras.

Por ese tiempo, la directora del establecimiento era la viuda de un magistrado,

caballero que por cierto había impartido durante su vida de juez, más injusticia que

justicia. Los hijos eran unos picaros que habían dejado en la pobreza absoluta a

su madre, la cual gracias a sus buenas relaciones, había logrado que la

beneficiencia la protegiera sin confundirse con los infelices, nombrándola en la

dirección del hospicio. Era una dama que sentía un profundo desprecio por los

pobres. Se pasaba la vida ya rezando en la capilla, ya en su habitación tejiendo

encajes y abrigos de lana que vendía bien. La suerte de los desdichados

recogidos en el establecimiento que dirigía, no le importaba un comino, y cuando

178

se dignaba entrar en alguno de los salones, parecía que se iba recogiendo las

faldas espirituales para no contaminarse en aquel ambiente de desgracia.

En una ocasión vio Sergio acercarse a un anciano a la cocina a pedir que le

permitieran encender un cigarrillo en las brasas, pero la encargada de esa

dependencia lo echó de allí como quien echa una gallina.

La directiva o patronato encargado de velar por la marcha del asilo, estaba

compuesta, por señoras y caballeros católicos que se habían metido en la

filantrópica obra como quien entra a un club de deporte idealista, y porque esa

actividad los haría aparecer ante sus propios ojos y ante los de sus amigos, como

personas caritativas. Además creían que así comprarían la buena voluntad de

Nuestro Señor y la protección de los santos. Cuando se reunían a deliberar sobre

la marcha del hospicio, bostezaban de fastidio y se ponían a pensar en su place-

res, negocios y picardías. El presidente del patrontato de la institución, hacía que

en cada sesión sirvieran té con golosinas, y el gasto corría de cuenta de los

fondos del hospicio. El presidente era un señor muy rico dueño de unos diez

millones de dólares, amontonados a fuerza de negocios oscuros y de explotar a

sus peones. Pero él decía que su capitalito lo había amasado con el sudor de su

frente y siempre contaba que había comenzado con un tramo en el mercado.

Entre los ancianos aislados, estaba un peón que sirvió muchos años como

mandador en fincas del presidnete del patronato del hospicio de incurables. En

una ocasión, al desramar un árbol en un cafetal del patrón, cayó y casi se mata. El

accidente lo dejó inutilizado para el resto de su vida. El filantrópico señor se quitó

de encima las obligaciones que tenía con su viejo mandador, mandándolo al asilo,

sin tener que hacer ningún desembolso. También la esposa del presidente aprove-

chó la posición de su marido, para deshacerse de una vieja criada que les sirvió

por espacio de veinte años, lavando y aplanchando la ropa de la casa. Cada

día,durante esos veinte años, tuvo que estar de pie lo menos diez horas. Al cabo

del tiempo sus fuerzas se terminaron y las piernas se le llenaron de úlceras. Toda

179

su vida de trabajo, no le había servido de nada. Ahora estaba enferma, vieja y

pobre y su señora la mandó al establecimiento de beneficiencia que mangoneaba

su marido, como quien tira un desecho al basurero. De cuando en cuando la

distinguida dama enviaba a su antigua criada un bollo de pan duro y unos

panecillos de cacao.

Como el señor presidente de la directiva del hospicio de incurables deseaba que

su imagen y su nombre pasaran a la posteridad rodeados de una aureola de

gloria, trató de destacarse a fin de que los otros miembros del patronato creyeran

que era un deber de justicia colocar el busto del señor presidente a la entrada del

edificio y que su retrato se colgara en una de las principales paredes del asilo.

Para ello inventó que el legado de una beata rica fuese destinado a levantar un

pabellón de grandes proporciones y que otras entradas se dedicaran a jardines,

pavimentos de helado mosaico y a unos ventanales para la capilla. Había que

recortar en los alimentos, y los viejos durante mucho tiempo, con una agua chacha

en lugar de café y con arroz y frijoles de mala calidad y sin manteca,

acompañados de bananos sancochados. Los nuevos salones eran helados como

una nevera, debido a los muros de cemento y a los pisos de mosaico, y dentro de

ellos temblaban de frío los ancianos en los días de lluvia y en las heladas noches

de diciembre. Pero el señor presidente del patronato hizo muy buen negocio con el

pedido de cemento, por el cual no tuvo que pagar derechos por ser cemento

destinado a una obra de beneficiencia y el cual él vendió ganándose un gordo

porcentaje. El señor presidente del asilo se deleitaba viendo sobre la blancura

inmaculada de las paredes del nuevo pabellón y sobre el brillo del pavimento del

mosaico, destacarse en toda su desnudez, la desolada miseria de aquellos

desvalidos.

Cuando inauguraron los fríos salones, el presidente compró una página entera en

cada uno de los diarios de la localidad e hizo que tomaran fotografías suyas,

rodeado de los viejecillos asilados. Dichas fotografías aparecieron en las páginas

180

compradas, en todas se veía la rechoncha figura del señor presidente en

diferentes poses, sonriendo siempre, con una sonrisa que él creía parecida a la de

San Vicente de Paul: en esta se le veía con Marín a sus pies; en la de más allá

con la mano colocada con amor sobre la cabeza de un paralítico.

En cuanto estuvo el terreno preparado, se procedió a colocar el busto y el retrato,

uno y otro obra concienzuda de artistas nacionales. IMo hay que decir que fueron

pagados con fondos del hospicio. Y los periodistas dijeron en sus crónicas sobre la

ceremonia del homenaje al señor presidente del hospicio de incurables, que

nuestro filántropo era como el fuego que calentaba aquellas míseras existencias.

Siempre fue de países distantes que vinieron quienes más influyeron en la vida de

Sergio: del Tirol, Miguel; de Chile Rafael Valencia.

Era un domingo por la mañana. Se celebraba la misa acostumbrada en la capilla

del hospicio de incurables, y Sergio tocó un arreglo que él y Miguel habían hecho

de algunos pasajes de la pasión de San Mateo de Bach y luego comenzó a soñar

con su violín, tocando una danza popular, una danza de duendes muy conocida,

en la que el autor había puesto de relieve el encanto inefable que hay en los

movimientos de las cosas pequeñas y humildes que nadie se detiene a mirar. La

música de las danzas era interpretada siempre por Sergio en una forma que

conmovía profundamente a quien la escuchaba. Era como si a través de ella,

Sergio comunicara las sensaciones más íntimas y fervorosas de su alma. Era

como si se pusiera a decir que volar no era su mayor ahelo, que no eran las alas

lo que él pedía y menos las alas de los ángeles. No decía la música de su violín,

no son alas lo que yo quiero ... lo que yo quiero son mis pies, mis pies, mis pies.

Lo que su arco sacaba de las cuerdas graves y agudas de su violín en aquellos

acordes, en aquellos pizzicatos en aquellos arpegios rápidos, en las notas que

tocaba con los dedos un zapateado de Zarazate, en una danza popular eslava o

mejicana, en una danza noruega de Grieg, era su humilde y poderoso deseo de

poner sus pies sobre la tierra, de sentir bajo sus plantas lo deleznable del polvo

del camino, la blandura sucia del barro, la dureza de las piedras, la suavidad de la

181

yerba. Caminar despacio por las veredas, subir y bajar por las pendientes, correr

por los potreros y luego girar y saltar cogidos de las manos de los muchachos y de

las muchachas al son de la música. Por último tocó aquella fantasía para violín,

compuesta por Miguel hacía muchos años al escuchar en el hospital las ruedas de

la silla de Sergio.

¡Cuan lejos de la idea de que del otro lado de la pared, unos oídos conocían y

comprendían la música, lo estaban escuchando con admirable emoción!

Pasó que después de comenzada la misa, se detuvo un coche a la entrada del

hospicio, y de él descendieron tres personas: una de ellas era un extranjero,

Clovis Shirley, célebre compositor inglés que también era un organista de

renombre. El músico inglés viajaba por América. Sin procurarlo él, se supo

enseguida en los altos círculos sociales del paso por Costa Rica del famoso

personaje inglés y enseguida nuestro pequeño mundo artístico y hasta el

gobierno, se dedicaron a festejarlo.

En la mañana de ese domingo lo paseaban por los alrededores de la ciudad. Al

pasar por el hospicio de incurables, mostró deseo de visitarlo. Bajaron, y al llegar a

la capilla, oyó el violín de Sergio. Inmediatamente el músico se sintió atraído por

aquel modo de interpretar a Bach y luego se quedó confuso al oír la danza de los

duendes. No quiso entrar en la capilla para no llamar la atención. La música

compuesta por Miguel le pareció conmovedora y él que había viajado por toda

Europa, se dijo que nunca había escuchado un violín que lo emocionara como

éste. La ejecución de los otros valía más, indudablemente, pero el violín que tenía

ante los oídos lo conmovía de una manera nueva. Esperó hasta el final del Oficio,

y entonces se situó a la entrada a ver desfilar el tropel de criaturas estropeadas

por la Vida. Miraba ansioso a los que salían. Sergio apareció en su silla empujada

por Mama Canducha; tras él venía su nuevo amigo "Lorita" trayendo el violín con

gran veneración. Con el sombrero en la mano se acercó el extranjero al viejecillo y

le preguntó:

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-¿Dónde está el vionilista?

Alguien le indicó a Sergio quien ya le llamara la atención y tendiéndole la mano: -

Clovis Shirley, señor. Jamás he escuchado un violín que me haya hecho sentir lo

que el suyo.

Así comenzó esta amistad: Ascendió en minutos a una altura que las gentes

tranquilas logran alcanzar en años, y dejó profundas huellas en la vida de nuestro

amigo.

Desde este día, el organista frecuentó Los Incurables, y al poco tiempo Sergio

sintió que un noble corazón había abierto sus puertas al suyo.

Clovis Shirley era un hombre de unos treinta y cinco años, cuyo carácter jovial y

vivo estaba muy lejos de la proverbial flema inglesa. Sus amigos decían que a su

nacimiento, las hadas de los dones amables, se reunieron en torno de su cuna:

artista coronado de renombre a los veinticinco años, generoso, muy rico, apuesto,

gentil y simpático, adorado por las mujeres y querido por cuantos lo trataban. Tal

era el nuevo amigo que salía al encuentro de Sergio.

La gloria que lo rodeaba, no había inflado su pensamiento. Le agradecía

profundamente a la naturaleza el haberle puesto entre la carne la pasión por la

música, pero no se envanecía por ello, como no le envanecía su nariz apolínea ni

su cabellera. Su inteligencia comprendió desde muy temprano que todo esto se

hizo sin la intervención de su voluntad.

El contacto con esta alma poco egoísta, que amaba la vida y podía comprender su

apasionamiento por el arte de los sonidos, fue para la de Sergio un gran bien. Con

su ingenuidad de niño, le relató su vida de músico solitario, como la de esos grillos

ermitaños que pasan los días a la entrada de su celdita, cantándole al sol, a la

noche oscura, a la estrella lejana y a la nube que la oculta, a la flor que amanece

abierta a la vera de su morada y al gusano que pasa arrastrándose. En él todo se

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convertía en armonías y su violín se encargaba de echarlas al viento en forma de

canciones humildes. Lo presentó a su maestro, y el organista habituado a ver

encumbradas e hinchadas tantas medianías, se maravilló al encontrar escondido

en un humilde afilador, a un artista, estudiante del conservatorio de Praga, que

sabía enseñar armonía y contrapunto. Sergio le hizo conocer sus composiciones y

su nuevo amigo encontró notables su ''Marcha de Job", inspirada por el montón de

carne atormentada que se movía en su derredor, y su "Canción del Grillo" cuya

grandiosa humildad enternecía.

Un día Clovis Shirley halló en el camino, al venir al hospicio, a Mama Canducha y

le hizo compañía. Le impresionaba la devoción que la vieja india tenía a Sergio.

Hizo caer la conversación sobre él; con delicadeza trató de informarse de su vida,

y la anciana al palpar con las finas antenas de sus sentimientos que en "el

machito", como ella llamaba a Clovis Shirley, había un verdadero amigo de "Su

muchacho", le relató las intimidades de esta alma atormentada. Al escucharla los

ojos del organista se nublaron. El afecto y la simpatía que ya profesaba a Sergio,

se hicieron grandes y fuertes. Su espíritu apasionado quiso hacer volar el

pensamiento de Sergio por regiones desconocidas en las cuales se olvidara de sí

mismo, y lo invitó a ello con ideas embriagadoras.

El organista propuso a Miguel y a Sergio, dar unas audiciones en el Teatro

Nacional. Este se negó al principio, pero hablaba el organista con tanto

entusiasmo y además se ofrecía acompañarlo al piano, que acabó por ceder.

Miguel no dijo nada, pero no volvió a asomarse por el hospicio. Enseguida Clovis

Shirley hizo traer un piano y desde que llegó el instrumento, casi no volvió a salir

de allí. Las horas se le iban en un soplo.

¡Cuan feliz fue Sergio al escuchar por primera vez las voces de su violín

entrelazándose con los compases del piano!

184

Por fin el solitario había encontrado un compañero. Sin saber por qué, el recuerdo

de Ana María pasó a través del minuto encantado como el pájaro azul de la

leyenda. Al tocar una fantasía de Schumann, tuvo la ilusión de que el acom-

pañamiento era un cielo crepuscular de verano y sobre este fondo el canto de su

violín encendía la estrella de la tarde.

Creaciones de Beethoven de Haydn, de Haendel, de Mo-zart, de Chopin, se

esparcieron por el ambiente desolado del hospicio, como el perfume guardado en

un vaso que se abriera, perfume extraído hacía muchos años de flores cuyos

pétalos se deshicieron, y cuyos átomos andaban ahora quién sabe en qué

cuerpos.

La aureola que rodeaba a Clovis Shirley, le abrió todas las puertas; sin ninguna

dificultad anunció las audiciones que darían en el Teatro Nacional. La novedad de

aquel artista costarricense desconocido, elogiado por el gran músico extranjero

hizo bulla en nuestra sociedad. Desde una semana antes de llevarse a cabo la

primera audición, los diarios movieron en sus columnas los incensarios, ante el

célebre organista inglés y el violinista nacional. Todo lo que se contaba de éste,

rodeaba su nombre de leyenda. Y quizá fue más la curiosidad de ver en el

escenario a un violinista paralítico, y no el deseo de oír buena música, a la que

nuestro público no es aficionado, lo que llenó el Teatro.

Llegó el día de la primera audición. En el hospicio había un movimiento inusitado.

Los ciegos seguían con los oídos y los demás con orejas y ojos, las visistas que

entraban y salían: músicos, periodistas, curiosos. Había un continuo placentero en

todas aquellas bocas que siempre eran nidos de lamentos; en este día hubo

menos quejidos porque el afán de fisgonear hacía olvidar las enfermedades. ¡Y las

cosas maravillosas que sobre "El Violinista" contaron esas lenguas candidas!

Mamá Canducha estaba en trabajos con la silla. Hizo ponerle flamantes

almohadones nuevos; barnizó las maderas y dio brillo a los dorados. En ella

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aparecería "su muchacho" ante cientos de personas. Cuando lo vio partir puso una

candela a la Virgen y se arrodilló ante su imagen para que ella se lo sacara con

bien.

El éxito fue notable: los conocedores, comprendieron que se hallaban frente a dos

grandes músicos; a los aficionados no les dolió el dinero pagado y los curiosos

salieron satisfechos. ¡En verdad que la figura del violinista no se podía mirar con

indiferencia! Su vestido negro hacía resaltar la delicada palidez de su rostro. Las

mujeres se sentían atraídas hacían comentarios sobre sus ojos, su perfil, sus

manos: el gesto arrogante y descuidado con que echaba hacia atrás su cabellera

lacia; hablaban de su sonrisa melancólica y la distinción y naturalidad de sus

movimientos. Los periódicos lo pusieron en las estrellas y uno dijo que al

comtemplar a Sergio sentado en su silla, con las piernas cubiertas por una costosa

piel oscura, se pensaba en el hermoso e infortunado príncipe de aquel cuento

oriental, con su tronco y sus miembros inferiores convertidos por malas artes en

un bloque de mármol negro.

Han transcurrido tres semanas después de la última audición en el Nacional. Hace

unos días de la partida del organista en vía de paseo al Guanacaste. Prometió a

su amigo que a su regreso permanecería con él una semana, antes de continuar

su viaje hacia la América del Sur. La novelería ha dejado por fin tranquilo a Sergio:

se encontraba incómodo entre tantas gentes que no hablaban nada de su

corazón, y a quienes veía acudir a contemplario como a un fenómeno raro. La paja

ha sido aventada y Sergio ha descubierto que bajo tanta balumba solo había uno

que otro grano bueno.

Es una tarde de octubre. Ha cesado el aguacero que cayera tenaz durante dos

horas. Sergio está ante su ventana y mira con desaliento la ciudad que parece

abrumada bajo un firmamento de plomo. Algunas chimeneas de fábricas y talleres,

arrojan columnas de humo, rectas, del mismo color de la bóveda del cielo, la cual

dijérase sostenida por ellas. Los árboles gotean y las torres de San Francisco no

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se ven porque están cubiertas por la neblina y en todo hay una calma pesada que

doblega el espíritu.

La idea de que Clovis Shirley partirá para no volver nunca, acaba de desolarlo.

Por un caminillo transversal que conduce a su cuarto, se acerca Miguel con un

niño en los brazos, seguido por una mujer enlutada, con la cabeza baja y cubierta

por el llanto.

Al verlo en la ventana, Miguel lo señala, la enlutada levanta la cabeza y Sergio

reconoce un rostro muy querido: -¿Ana María?

Hace más de un año de su separación. Ella entra con timidez, no se atreve a

acercarse, pero Sergio la atrae y la abraza con ternura.

Luego cuenta por qué está allí: ayer tarde uno de los chiquillos de Rosa, le llevó

de Heredia unas compras envueltas en un periódico. Al desenvolverlas, sus ojos

tuvieron una sorpresa alegre: allí estaba la fotografía de Sergio y después tres

columnas que hablaban de él y de su violín. Bien decía ella: al violín de Sergio

solo hablar le faltaba. Desde ese momento se le entraron unos deseos inmensos

de abrazarlo. No tenía sino un colón y entonces madrugó y se vino a pie hasta

Heredia. Desgraciadamente llovió desde temprano y tuvo que escampar varias

veces. Eso sí, el último aguacero le había cogido en despoblado, y estaban

hechos una sopa. Tuvo un gran susto porque no querían dejarla entrar; por dicha

en ese momento llegaba Miguel, él habló con la directora, y allí estaba.

Al escuchar su relación y al contemplar su figura flaca y abatida, con sus pobres

ropas empapadas, los zapatos enlodados y con su hijo en los brazos, pálida y con

cara de enferma, Sergio tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar.

Mama Canducha llena de solicitud los había hecho quitarse los vestidos mojados.

187

Al niño lo cubrió con ropas secas y a ella la vistió con un traje suyo y la envolvió en

el sobretodo de Sergio.

Han comido juntos y Sergio ha conseguido con la directora que albergue en el

hospicio a Ana María y a su hijo por una noche.

Después de comida se han reunido en la pequeña habitación de Sergio. Miguel no

haya cómo marcharse. Allí se ha quedado con su silencio elocuente, dispuesto a

hacer por la madre y el hijo cuanto le pidan. Fuera zumban el huracán y la lluvia.

Ana María se ha sentado a los pies de su amigo. Sergio mira con interés ta

encorvada figura, en la cual la cabeza es una flor marchita. La mirada soñadora

que anidó en sus ojos en le época de sus amores, huyó y dejó la del desencanto.

¿Y sus camanances? La pena pasó por ellos su arado y en su lugar dejó un surco

de tristeza.

Luego Sergio se dedica a observar el niño adormido en su regazo iqué bonito es y

qué gracioso el hoyuelo de la barba! La cabecita es un nido de rizos negros y por

los labios entreabiertos asoman los menudos dientes como tiernos granillos de

elote. Pero él, como su madre, está muy pálido y flaco. Ana María ha dicho que se

pasa enferma. No es huraño y cuando Sergio lo ha cogido en su brazos, el ha

rodeado con los suyos el cuello de su padrino y ha recostado en su hombro la

cabecita, confiado y mimoso.

Al interrogar a Ana María sobre su vida, contesta sonriendo, con voz que se

esfuerza por ser alegre. Sergio adivina que trata de aparecer valiente y de ocultar

sus miserias. Mama Canducha le pregunta: -¿Cuántos días vas a estar en San

José, Ana María? Ella responde -mañana me vuelvo. En la semana que viene

principian las cogidas. Pienso ir a coger café y tengo que terminar unas costuras, y

ya hoy es miércoles.

188

Hay un largo silencio que Sergio interrumpe: -Ana María, ¿querés quedarte con

nosotros? ¿No sabes que ya soy rico? Lastres audiciones me dejaron más de tres

mil colones... mi amigo Mr. Shirley no quiso coger ni un cinco, todo me lo dejó a

mí, y aún temo que haya agregado algo. ¿Qué querés que haga yo con este

dinero? ¿Por qué no alquilamos una casita barata donde podamos acomodarnos

los cinco? Mira, Ana María: con dos mil colones nos instalamos pobremente. Yo

daré clases; con lo restante del dinero, pondrás una tiendita de ropa. Y cuando

estemos acomodados llamaremos a Gracia a nuestro lado. ¿Qué les parece?

En los ojos de Ana María ha caído una gota de luz. Levanta la cabeza y mira a

Sergio emocionada.

En la boca de Candelaria hay una sonrisa de bienaventuranza: -iAh! ¡Mi hijo! -

murmura- me parece que me estoy soñando.

Miguel dice: -yo también trabajaré.

Sergio vuelve a hablar: - ¡Qué decís Ana María! Tu hijo está muy enfermo. Si te

vas a coger café, el niño quedará en poder de los chiquillos de Rosa que por más

que lo quieran no sabrán tratarlo.

Ana María se arrodilla ante Sergio, le cubre las manos de besos y contesta: -Dios

te lo pague Sergio. ¡A mí también me parece estar soñando!

Luego estos cuatro seres abatidos por la suerte, olvidan sus penas y sobre ellas

se ponen a tejer planes risueños para su existencia futura.

Ana María ha encontrado una casa barata en buena situación para las clases de

Sergio. No es de mucho valor y queda en una calle tranquila y solitaria. Al frente

tiene la tapia que flanquea el lado izquierdo de la Fábrica Nacional de Licores,

adornada en un extremo por una añosa mosqueta, que precipita hacia el interior la

189

perfumada catarata de su follaje sembrado de racimos de flores color marfil. A los

lados no hay vecinos. A los pocos pasos se levanta un viejo edificio abandonado

que llamaban "El Molino", porque allí se hizo harina en otro tiempo. Las ventanas

no tienen cristales, están provistas de rejas de hierro y la fantasía de Ana María, le

ha hallado un aspecto misterioso.

La casita está rodeada por un jardín abandonado. De noche suenan grillos como

en el campo.

Clovis Shirley ha vuelto, y al saber los planes de su amigo o secunda con su

entusiasmo de costumbre. Se siente feliz al ver que dejará a Sergio en una casa

donde habrá cariño para él, lejos de aquel Asilo de aflicción en que lo conociera.

Sin atender a las protestas de Ana María y Candelaria que se rebelan ante su

munificencia, amuebla la casa a su gusto, y la deja arrendada por tres años; pide a

Ana María que Sergio le'diera para los gastos y los guarda en la gaveta del escri-

torio que ha comprado para su amigo.

El en persona, con la satisfacción instalada en su fisonomía, va a sacar a Sergio

del Hospicio.

Pero éste no abandona contento el Asilo en donde han sido tan buenos para él.

Siente que ha echado raíces en cada uno de sus habitantes y al arrancarse de allí,

deja mucho de sí mismo.

Es el día de la partida. Los que pueden, se han venido al corredor para verlo

marcharse y todos los ojos están humedecidos. Desde temprano "Lorita" sigue la

silla de Sergio, deseoso de serle útil. El pequeño Marín se ha empinado en su

carrito para estrecharle la mano y habla tratando de sonreír con su voz de hombre:

-No nos olvide don Sergio -Sergio recuerda cuando lo sorprendió llorando entre un

zacatal.

190

Les ha prometido venir los domingos a tocar con "Lorita" para que bailen.

Al partir el coche que se lo lleva, se levanta un clamor como un lamento: - ¡Adiós

don Sergio ...! Ya en la puerta se asoma por la ventanilla. Le parece que ha

logrado salir de un barco tripulado por todos los dolores, perdido en el tiempo.

Pero sus compañeros quedan en él... Allí están diciéndole adiós con sus manos

mustias, algunos quizá con su granillo de envidia en le pensamiento: en la banca

de siempre, aquella muchacha mueve su cabeza como un péndulo: tac, tac, tac ...

No puede contenerse y con la cara escondida en sus manos, llora como un

chiquillo. Su compañero se enjuga los ojos con disimulo.

El espectáculo de sus amigos que lo reciben con el rostro iluminado, en el hogar

lleno de comodidades por la generosidad de Mr. Shirley, distrae la idea penosa

que surgiera en su cabeza al abandonar el Hospicio.

Jamás Clovis Shirley ha tenido un minuto más emocionante.

Una semana después el organista partió. Durante dos años Sergio recibió cartas

suyas. Luego estalló la güera de 1914 y Sergio supo un día que su amigo Clovis

Shirley, que vino de Inglaterra a dejar su silla en una celda apacible, había hallado

la muerte en los campos de Flandes.

ALGUNAS PAGINAS DEL DIARIO DE SERGIO

Diciembre, 9-191-----Hoy ha venido Gracia. Dice que ha tiempos rogaba a papá

que la trajera cuando venía a San José porque anhelaba verme, pero él se hacía

el sordo. Por fin hoy cedió, ante una carta mía. Parece que está orgulloso con mis

triunfos en los que él nunca había pensado.

191

Hace más de seis años que Gracia y yo no nos veíamos, i Es encantadora y

parecida a mamá! Se ha desatado, para peinarla, su magnífica cabellera oscura

que cae ondulando en torno de sus hombros.

Eso sí, noto que mi hermana "Tintín' ha perdido su viveza. Se ha sentado

silenciosa a mi lado. Mientras pasaba mi mano por su cabeza reclinada en mi

regazo he pensado en las espinas en que la pobre ha ido dejando girones de su

alegría.

Me ha referido su existencia penosa al lado de su madrastra, mujer vulgar, quien

al igual de las madrastras de los cuentos, ha gozado humillándola.

Sus hermanos tampoco han sido buenos. El único que la ha tratado mejor ha sido

su papá, pero el pobre está dominado por su esposa. He convencido a Gracia de

que debe quedarse con nosotros y cuando papá vino a buscarla, le dije tranqui-

lamente pero con energía, que mi hermana se quedaría a mi lado. Quizá porque

sabe que su esposa le dará por esto un gran disgusto, ha querido obligarla a irse,

pero ella se ha negado rotundamente. Papá se marchó muy disgustado, pero esto

ni a ella ni a mí nos importa gran cosa.

Al oír alejarse el coche en que partía papá, me ha echado los brazos al cuello y

luego ha cogido al pequeño Sergio y se ha puesto a bailar, armando tal alboroto

que Mama Canducha ha venido a informarse: -hija, me quedé en el otro mundo.

Esperaba en la cocina en qué terminará el asunto con don Juan Pablo, y al oír

esta gran parranda creí que te llevaba del pelo. Luego Gracia ha dejado en el

suelo al niño, que nos mira con ojos muy abiertos y ha levantado entre sus brazos

a nuestra viejita y se la ha comido a besos.

Confío en que pronto la matita de alegría que decía Mama Canducha, la cual

mustiaron los pesares retoñará y nos dará racimos de risas frescas.

192

DICIEMBRE, 24 -19 ... -Hace más de un mes que estamos instalados en nuestra

nueva casita. Yo he conseguido ocho lecciones que me producen algo a la

semana. Ana María y Gracia han abierto una pequeña tienda de ropa para niños y

ambas se muestras satisfechas. Además como han demostrado mucho gusto en

la confección de trajes y sombreros para señoras, tienen una clientela que no les

deja un minuto libre. Miguel quería comprar lo necesario para comprar otra

máquina de afilar, pero yo no se lo he perimitido. Ya está muy viejo y yo deseo

que descanse. Entonces se ha puesto a fabricar juguetes que vende en cuanto los

saca a la calle. Ahora es el pequeño Sergio quien no se desprende de su lado.

¡Quién sabe que tiene Miguel, que los niños lo buscan y lo quieren!

Todas las ganancias las dejamos en manos de Mama Canducha, nuestra ama de

llaves.

Las noches las dedico a mi violín. Ha comenzado a frecuentar nuestra casa un

buen pianista costarricense que conocí por Clovis Shirley. Se llama Daniel López y

yo adivino en él un corazón leal. Es una dicha para mí, cuando viene y nos pone-

mos a tocar.

Hemos alquilado un piano para que Gracia siga estudiando.

Ahora mientras los demás duermen, yo pongo en mi diario las impresiones que me

dejara nuestra velada de Noche Buena.

¡Qué contentos la hemos pasado!

Mi amigo Daniel nos ha hecho compañía. Candelaria preparó una cena muy

sabrosa en la que no faltaron sus célebres tamales. Cuando nos reunimos en el

pequeño comedor, me pareció estar entre un nido hecho con briznas de calor y de

193

paz. La mesa estaba cubierta con un mantel muy blanco. Ana María y Gracia la

adornaron con vasos llenos de rosas y la sembraron de hojas de malva de olor.

Los platos confeccionados por manos cariñosas, me sabía a gloria; en las copas

llenas de vino chispeaba la luz. Por la vidriera mirábamos el jardín plateado por la

luna, y la estrella del Niño, que se ponía, nos enviaba a través del ramaje de un

eucalipto, su luz apacible.

¡Cómo se ha transformado en pocos días el rostro de Ana María! La tranquilidad

ha regado su frescura sobre esta cabeza abatida por la miseria, que se ha

enderezado como una flor a punto de morir, al sentirse bañada por una garúa. Ha

vuelto a peinar su cabello con coquetería y esta noche llevaba una blusa de seda

clara, y en el cinturón una rosa roja entre sus hojas verdes.

Hemos obligado a Mama Canducha y a Miguel a ocupar los extremos de la mesa

y hemos declarado que ambos ocupan los lugares de honor. Bajo la faz morena y

rugosa de mi viejita, dijérase se había encendido una luminaria; entre la barba

canosa de Miguel se veía sonreír su boca, y en su rostro bondadoso había una

serenidad infinita. Gracia estaba radiante, y la alegría desbordaba por sus ojos y

por sus labios. He observado que mi amigo Daniel no le quitaba los ojos y al

dirigirse a ella su voz tomaba inflexiones tiernas. Me gustaría que mi hermana

fuese amada por ese muchacho leal, de alma de artista.

Al levantar mi copa yo he dicho:

Que a Clovis Shirley le vaya bien en donde quiera que esté.

Los demás han respondido conmovidos. - ¡Así sea!

Al terminar nuestra cena hemos ido a la camita de mi ahijado a ponerle los

juguetes que le compráramos. Mañana él dirá en su lenguaje infantil que se 'los

trajo el Niño". Cada uno se ha inclinado sobre su cabecita para besarlo. El también

ha cambiado y las rosas de la salud comienzan a abrirse en sus mejillas.

194

JULIO, 16 - 191 ... -Hemos recibido una carta muy tierna de mamá. Nos ha

enviado una fotografía en la que están ella y sus hijos, y otra de la casa que habita

en Argentina, un hermoso edificio. Este y los trajes que ellos visten nos dicen que

están en la prosperidad.

Los años no pasan por mamá: es siempre la linda mujer-cita de cara infantil. El

bebé que conocí en el Colegio de los Salesianos, es ya un chiquillo de unos seis

años, i Cuan cariñosa y confiada es la actitud con que se reclina en el regazo

materno! A su derecha e izquierda, la cabeza de Noemi y de Rodrigo acarician la

de mamá. Son casi de la misma edad. Noemi sonríe con su sonrisa en la que

resucitó la de Merceditas.

Yo hablo con un tono que revela satisfacción y pena: -¡Verdad Gracia que mamá

parece feliz! Esto debe ser un consuelo para nosotros.

No me responde. La miro y veo que sus lágrimas caen sobre el cuadro. Besa el

rostro de mamá y dice: -Sí, los cuatro parecen felices... ¿No crees que a ellos los

ama más que a nosotros?

NOVIEMBRE, 5 - 191 ... -Ha muerto la tía Concha Su marido murió un año antes.

Ana María fue llamada por ella y le pidió volviera a su lado y la asistiera. Al verla

en manos di criadas, se instaló a su cabecera y la cuidó con tierna solicitud. A

gracia y a mí nos legó parte de sus bienes; lo demás lo repartió entre la iglesia y

Ana María. A última hora fue que la pobre perdió su afán por el dinero. Su muerte

no me ha causado ninguna pena, ni su legado satisfacción alguna. A mi padre

nada le dejó. Decía que no quería que su segunda mujer a quien tía Concha

llamada despectivamente, "aquella", ni los hijos que ella denominaba "bastardos",

lograran nada.

ENERO, 191 ...-Hace días notaba miradas y cuchicheos entre mi hermana y mis

amigos. Antier me dijo Gracia sin más explicaciones, que nos mudábamos de

195

casa, y sin poner atención a mis preguntas, comenzaron a cargar los muebles en

carros. Acabé por molestarme, pero nadie parecía atender mi disgusto. Miguel

procuraba no ponerse a mi alcance, Mama Canducha andaba indiferente en su

cocina y Gracia y Ana María que regresaban tarde de su tienda, se iban derecho a

la cama. Mi único compañero ha sido mi ahijado cuyas travesuras me hacían

olvidar el cuidado en que me ponía la actitud de los que me rodeaban.

De repente hoy a medio día desaparecieron también Mama Canducha y el niño.

Miguel vino a la tarde por mí, pero yo no quería irme. ¡Qué malhumorado estaba!

Miguel me ha dicho: - ¡Sergio, por qué piensas mal de los que te queremos!

Por fin me decidí a salir.

Con cuánto pesar abandoné esta casita en donde la tranquilidad comenzó a ser mi

amiga y en donde hemos vivido dos años. Sobre todo el jardín con sus eucaliptos

y el macizo de caña de bambú en forma de bóveda, mi retiro favorito: allí leía y

jugaba con el pequeño Sergio. Y la calle tranquila con su aire antiguo y romántico,

transitada en las noches de luna por parejas de enamorados! ¡La tapia de la

Fábrica de Licores adornada con la mosqueta que perfumaba el ambiente y el

viejo caserón de "El Molino" con sus grandes ventanas sin cristales! ...

La silla comenzó a rodar por vericuetos y calles excusadas. Por fin ha

desembocado en una carretera que conozco muy bien. La silla se ha detenido

ante una verja ... que muy a menudo he visto en mis sueños. Por la calle central

del jardín en que tan feliz fui de niño, corren a mi encuentro Gracia, Ana María y

mi ahijado. Las ruedas de mi silla chirrían en la arena ... En el fondo, mi casa, en

donde viví con mi madre y Merceditas! Mama Canducha está en el corredor y no

se sabe si su cara oscura zureada de arrugas, sonríe o llora.

196

¡A qué tratar de traducir en palabras mi emoción ...! Lo recorro todo. La casa

acaba de ser retocada: pintura y cal frescas, cielos nuevos, tapices renovados.

Han arreglado mi dormitorio en la misma pieza en donde lo tuve de niño. El mirto

de mi edad, asoma su follaje oscuro por la ventana, con afectuosa curiosidad. Sus

hojas menudas me despertarán como antaño, tocando en los cristales. En el jardín

no queda más que la glorieta de flor de verano y la palmera. Los sauces, las

damas y los naranjos, los plantíos de rosales y de geranio, no existen. Oigo

murmurar el agua de la acequia y mi fantasía la pone a repetir la canción aquella:

"Adiós Sergio, Gracia y Merceditas .. ."

Me cuentan que Ana María y Gracia han comprado esta casa en donde nací, con

la herencia que les dejara la tía Concha; Miguel pasó hace un mes y vio el anuncio

de que se vendía. Entre los tres combinaron el plan que Candelaria supo a última

hora, de adquirir la propiedad y venirnos a habitarla. Ana María explica

sencillamente:

-Siempre te he oído recordar tu antigua casa, Sergio. Al saber que estaba en

venta imaginé la dicha que te daría haciéndote volver a ella.

He besado a su hijito y le dije al oído: -Ve chiquillo y pon este beso en el corazón

de tu madre!

Ahora cierro los ojos para ver mejor en mi memoria, la mañana en que mi silla

salió rodando por la misma calle del jardín que hoy recorriera, hacia un

desconocido frío y oscuro. En la verja había un letrero que decía: "Se alquila con

muebles", en el alero se arrullaban mis palomas y mi gatita Pascuala estaba sobre

el tejado. Muchos muchos años han transcurrido desde entonces y aquel niño que

se fue muy triste, torna hecho un hombre ya con barba, y canas en la cabeza.

Pero la negra tristeza de antaño ha florecido en melancolía.

197

Ante mis ojos hay una hilera de sillas con un Sergio sentado en cada una: sale de

esta casa, y cuántas curvas ha descrito para volver a ella!

i Cuan inefables sensaciones ha puesto en mi alma esta primera velada, en

nuestro antiguo hogar, en la misma sala en donde nos reuníamos con mamá!

Faltan ella y Merceditas. ¿En qué punto de la tierra se encontrará mamá en este

momento? ¿Pensará en sus hijos ausentes, rodeada de los otros? ¿Y Merceditas?

Su recuerdo suave como un rayo de luna está sentada a mis pies ...

¿A dónde habrían ido a parar la consola con el gran espejo, el reloj del caminante,

el sillón de mamá y el florero como un fino tallo de cristal, en el cual ella ponía

rosas de mis rosales?

Nuestro amigo Daniel ha venido. Primero hemos hecho música y luego lo he

dejado libre para que se reúna con Gracia que lo espera en un rincón de la sala.

Daniel y Gracia se aman y su amor me hace dichoso.

Ana María cose junto a la lámpara. ¡Qué bonita se ha vuelto a poner Ana María!

Su tez morena ha adquirido de nuevo la frescura de otra época. Al oír a su hijo

escondido bajo un mueble que me llama con su palabra infantil, levanta la cabeza,

me mira con sus negros ojos rasgados y me sonríe, y su risa tiene otra vez

camanances en dónde anidar. Viste un traje azul y pienso en la peloncilla de la

casona de San Francisco. Sé que allá dentro en sus cuartos, duermen los dos

viejos. Y mi ternura va a Miguel y a Candelaria.

A Miguel se le construyó una pieza allí donde estuvo "el cuartito de las

golondrinas" y a Candelaria se le dio la misma que ocupaba en tiempo de mamá.

¿Por qué será que Miguel no ha querido volver a coger el violín? Ahora se limita a

escucharme con recogimiento cuando toco. Es extraña la expresión de sus ojos!

Dijérase que mira muy lejos o que acaba de llegar de distantes regiones.

198

El pequeño Sergio, cansado de jugar, ha venido a refugiarse en el regazo

materno.

Desde el otro extremo de la sala, mi hermana da bromas a Ana María, Gracia

me dice: -¿Sabes, Sergio, que ahora sí es verdad que se nos casa? -Con el gesto

señala a Ana María-ayer tarde me le hablaron de matrimonio -agrega.

Y Daniel: -no olvide Ana María que me prometió nombrarme padrino de bodas.

Por las ventanas se ve el jardín adormecido por la luna. Los enamorados se van al

corredor. Mi espíritu estaba hace algunos instantes lo mismo que el agua cristalina

de un remanso, cuyas impurezas, en la tranquilidad, se fueran al fondo. Las

palabras de Gracia han sido como la vara con que un niño hubiera llegado a

remover el sedimento y a oscurecer la linfa transparente. Todas las tristezas que

dormían en mí se agitan otra vez y enturbian el pensamiento.

Ya tenía noticias de ese enamorado de Ana María, tenedor de libros de un

almacén contiguo a la tienda que abrieran ellas. En otras ocasiones oí a Gracia

dándole bromas con él, también lo vi rondar nuestra casa. Es un hombre joven y lo

encontré serio y de aspecto simpático.

¿Qué será de mí cuando esta criatura abnegada no esté a mi lado?

Yo pido a Ana María que se siente cerca de mí, y ella se acomoda a mis pies en

una silla baja. Con aparente indiferencia le digo: -¿Es cierto que ese hombre te ha

hablado, Ana María? -Sí.

-¿Querés contarme, Ana María?

-Sí: ya sabes Sergio que en otras ocasiones me ha dicho que me quiere. Ayer me

acompañó a la salida de la tienda y me propuso matrimonio. Yo le dije que tengo

199

un hijo y que no soy casada; me contestó que lo sabía, pero que esto no le

importa, que será su padre ...

El vértigo me invade. Siento la soledad que dejará enderredor la ausencia de Ana

María. Me repongo y heroicamente replico: -hay que tomar informes, y si resulta

digno de vos ... Este hombre puede hacerte dichosa.

-¿Te gustaría, Sergio, que yo me casara?

- ¡La falta que me harías, Ana María! Pero si te viera contenta, olvidaría mi pesar.

-Pues no, Sergio, no me casaré. Así le he contestado a mi pretendiente.

-¿Ya no querés a Diego?

-Lo quería mucho ... ¿Recuerdas cómo Sergio? Pero no era tanto como los

cariños que vinieron después, que lo llenaron y formaron una montaña sobre él. Al

mirar a mi chiquillo, me parece increíble que sea hijo de Diego quien ha llegado a

serme indiferente. Cuando comprendí cómo era, lo juzgué un pobre hombre, y

cuando una mujer piensa eso de un hombre, yo creo que no puede quererlo ni

aborrecerlo.

Hubo una pausa.

Ella continúa: -Nunca te abandonaré, Sergio, nunca. Con tu cariño y el de mi hijo

se llena mi corazón. Y ya ves, todavía me quedan los de Miguel y Candelaria. Si

Dios nos deja, llegaremos a viejos, yo pastoreándote y vos dejándote pastorear.

¿No te parece un porvenir agradable. Después mi hijo se casará y nos dará

nietos... ¿Qué viejillos más buenos seremos?

200

Yo replico: -no, Ana María, sos muy joven y el amor puede volver a buscarte y ...

Me mira intensamente y veo en sus ojos una revelación que me deslumhra. No me

deja terminar.

-Sí, el amor ha vuelto, Sergio ... me parece el primero ... pero no hablemos de

eso ...

Ana María sale apresuradamente del cuarto con el niño.

Un sentimiento de inefable bienestar ha descendido sobre Sergio. Parece que no

piensa ... solo se siente envuelto por esa sensación de felicidad. Hace unos

momentos estaba intranquilo; había un dolor que le punzaba el pensamiento con

tal intensidad, que toda la vida se le volvía una pena infinita. Ahora es algo así

como aquel día en que siendo muy niño, Miguel descubría ante su espíritu el

mundo de la música y él daba en sus dominios los primeros pasos.

En el corredor conversan Gracia y Daniel.

El agua de la acequia pasa su murmullo a través del blanco silencio del jardín, y

como antaño, Sergio cree que se aleja diciendo: "Adiós Sergio, Gracia y

Merceditas..."

Sergio se adormece ...

El y Ana María van por un camino, de la mano de un mozo alto y fornido. Se oye el

ruido de sus pasos fuertes, tas, tas. ¡Cuan potentes son las piernas del muchacho!

¡Y las suyas qué débiles! Se doblegan, y va a caer... Pero entre Ana María y

Sergio, lo levantan dulcemente y lo llevan, lo llevan ... ¡Ah! sí, el mozo es Sergio,

el hijo de Ana María. ¡Qué pronto se hizo un hombre! Hace un momento Ana

María lo llevaba dormido entre sus brazos. No puede ver el rostro del mancebo,

solamente la cabeza hermosa con los cabellos alborotados en torno de ella,

201

formando un nimbo juguetón. Al contemplar aquellas espaldas vigorosas y

jóvenes, siente una alegría que llena toda la tierra. Y Ana María es esta viejeci-ta

que le coge una mano mientras su hijo lo lleva de brazos.EI también es un

viejecito con la piel arrugada. Eso no le da tristeza porque está con Ana María y

con el otro Sergio ...

Ahora a la vera del camino hay un árbol lleno de flore-citas color de oro, y él

es este árbol. Sus piernas se han hundido en el suelo; son unas raíces

negruscasque serpentean entre la sombra húmeda y apretada de la tierra, pero

siente la copa bañada por la luz del sol matinal. Merceditas y Sergio el chiquillo de

Ana María, juegan a su sombra. Como tiene deseos de acariciar a Sergio y a

Merceditas, alarga las ramas floridas y comienza a pasar la extremidad sobre los

rizos de los niños. ¡Con cuánta suavidad lo hace! Siente que la ternura es la savia

que corre por el tronco y las ramas. Pasa el viento y él cubre de pétalos a las

criaturas. La risa de Merceditas atraviesa lósanos como un rayo de sol. Y ríen ...

Entonces un pajarillo que estaba entre el follaje, se echa a cantar y a brincar...

este pajarillo es el corazón del árbol, y el árbol es él, Sergio ... ¡Cómo palpita y

canta su corazón!

PEDIDO DE MANO

Antón Chejov

Personajes

Stepan Stepanovich Chubukov (terrateniente)

Natalia Stepanovna su hija. Veinticinco años

Ivan Vasilievich Lomov terrateniente hombre sano y robusto pero sumamente

aprensivo. Vecino de Chubukov.

La acción tiene lugar en la hacienda de Chubukov.

202

ACTO ÚNICO

Sala en casa de los Chubukov.

Escena Primera

Chubukov y Lomov

Este último entra de frac y guantes blancos.

CHUBUKOV.- (Saliéndole al encuentro) ¡Iván Vasilievich! ¡A quién veo! ¡Qué

alegría tan grande! (Se estrechan la mano) ¡Precisamente!... ¡Qué sorpresa!

¿Cómo está?..., dígame.

LOMOV.- ¡Muy bien, muchas gracias! ¿Y usted, como se encuentra?

CHUBUKOV.- ¡Gracias a sus oraciones, ángel mío, vamos tirando! Pero; siéntese,

se lo ruego. ¡No está bien eso de olvidarse así de sus vecinos!... ¡Querido!...

¿Cómo viene tan de etiqueta? ¿Va usted a alguna parte?

LOMOV.- No. Vengo solamente a verle, estimado Stepan Stepanovich.

CHUBUKOV.- ¡Y por qué entonces, vestido de frac. Parece que estamos en

Navidad y que va usted de visitas!...

LOMOV.- Verá... El asunto que me trae... (Tomándole de un brazo) He venido a

verle, estimado Stepan Stepanovich, para importunarle con un ruego... Varias

veces tuve el honor de dirigirme a usted y solicitar su ayuda, y siempre..., en fin...

¡Perdone!... ¡Estoy muy nervioso!... ¿Me permite que beba un poco de agua,

estimado Stepan Stepanovich? (Bebe)

CHUBUKOV.- (Aparte) Este viene a pedirme dinero, pero no se lo daré. (A Lomov)

¿De que se trata, guapo mozo?

LOMOV.- Verá usted, estimado Stepanovich... ¡Perdone!... Quiero decir... Stepan

Estimadich... ¡quiero decir!... ¡Estoy terriblemente nervioso! ¡En una palabra, que

solo usted puede ayudarme, aunque yo no merezca tal honra ni tenga, derecho a

su ayuda!

CHUBUKOV.- Al grano, querido. ¡Diga lo que sea de una vez! ... Se trata de...

LOMOV.- Ahora mismo... Al instante. El asunto que me trae... es solicitar la mano

de su hija Natalia Stepanovna.

CHUBUKOV.- (Con alegría) ¡Iván Vasilieivich! ¡Querido! ¡Repita eso otra vez! ¡No

sé si lo he oído bien!

LOMOV.- Digo que tengo el honor de solicitar…

CHUBUKOV.- (Interrumpiéndole) ¡Entrañable amigo! ¡Me siento tan contento?...

¡Precisamente! (Lo abraza y lo besa) Hace tanto tiempo que lo deseaba! ¡Fue mi

203

sueño siempre!... (Vierte una lágrima) ¡Siempre le quise, ángel mío, como a un

verdadero hijo! ¡Que Dios les conceda el amor y la concordia! ¡Siempre lo

desee!... ¡Bueno!... ¿Y por que sigo aquí como un tonto? ¡La alegría me ha dejado

aturdido! ¡Completamente aturdido!... ¡Voy a llamar a Natascha!

LOMOV.- (Emocionado) ¡Estimado Stepan Stepanich! ¿Cree que puedo contar

con su asentimiento?

CHUBUKOV.- ¿A un guapo mozo como usted... no va a dar ella su asentimiento?

¡Estará enamorada como un gato! ¡Ahora vuelvo! (Sale)

ESCENA II

Lomov solo.

LOMOV.- Tengo frío, estoy temblando como si fuera a examinarme… Lo principal

era decidirse... ¡Si uno está tiempo y tiempo pensando empieza a vacilar, y si

espera encontrar el ideal, el amor verdadero, no se casa uno nunca! Brrrr… ¡Que

frío! Natalia Stepanovna es una perfecta ama de casa no está mal de exterior y es

instruida. ¿Qué más puedo desear?... Con todo esto, y con tanta excitación, ya

empiezo a sentir el ruido de oídos. (Bebe agua) ¡Ya es hora de que me case! En

primer lugar he cumplido los treinta y cinco. ¡Edad, digamos, critica!... ¡En

segundo, necesito hacer una vida ordenada y bien organizada ¡Tengo una lesión

de corazón, me dan constantes palpitaciones y me excito y agito terriblemente!...

¡Ahora mismo, estoy sintiendo un temblor en los labios y un tic nervioso en el

párpado derecho! Sin embargo, para mi, lo más penoso es la falta de sueño... No

hago más que echarme en la cama y empezar a quedarme dormido, cuando de

pronto, en el costado izquierdo siento una punzada. Esta luego me sube al hombro

y a la cabeza. Me levanto de un salto como un loco, doy unas vueltas y me

acuesto otra vez; pero apenas he empezado a adormecerme, cuando de nuevo

siento la punzada en el costado... ¡Y así lo menos veinte veces!... (Entra Natalia)

ESCENA III

NATALIA.- ¡Vaya!... ¡Pero si es usted!... ¡Y papá diciéndome que era un

comerciante que venía por mercancía!...¡Buenos días, Iván Vasilievich!

LOMOV.- ¡Buenos días, estimada Natalia Stepanovna!

NATALIA.- Perdone que venga con el delantal puesto y sin arreglar. Estábamos

pelando guisantes para secarlos. ¿Por qué ha tardado usted tanto en venir a

vernos? ¡Siéntese! (Se sientan) ¿Quiere almorzar?

LOMOV.- No, muchas gracias. He comido ya.

204

NATALIA.- Fume si quiere. Ahí tiene usted las cerillas. Hace hoy un tiempo

maravilloso... Ayer, en cambio, llovía de tal modo que los mozos se pasaron el día

entero de brazos cruzados... ¿Cuántas gavillas ha recogido usted?... ¡Yo, por

haberme sentido avariciosa y haber cortado la hierba de todo el prado, temo ahora

que el heno se me vaya a podrir! ¡Hubiera sido mejor esperar!... Pero, ¿qué

veo?... ¿Viene usted de frac?... ¡Vaya, vaya! Va usted a algún baile?... ¡Dicho sea

de paso, le encuentro embellecido!... Pero, bueno..., dígame, en serio..., ¿por qué

viene hecho todo un figurín?

LOMOV.- (Agitado) ¡Verá usted.... estimada Natalia Stepanovna!... ¡El caso es que

he decidido rogarle que me escuche!... ¡Claro que usted se extrañará, y hasta

puede que se enoje..., pero lo cierto es que yo... (Aparte) Tengo un frío terrible.

NATALIA.- Que es eso, vamos a ver... (Pausa) Dígame...

LOMOV.- Procuraré ser breve. Usted sabe, estimada Natalia!... que, desde hace

mucho tiempo, desde la misma infancia, tengo el honor conocer a su familia... Mi

difunta tía y su esposo, de quienes, como usted se sabe, heredé las tierras...,

siempre tuvieron en la más profunda estima a su padre y a su difunta madre... las

familias Lomov y Chubukov mantuvieron siempre un trato tan amistoso, que bien

pudiera llamarse… de parientes. Además..., como usted tiene el honor de saber...,

mis tierras lindan estrechamente con las suyas... Si usted recuerda mi pastizal de

los bueyes limita con su bosquecillo.

NATALIA.- Perdone que le interrumpa. Ha dicho usted ―mi‖ Pastizal de los

Bueyes... Pero, ¿acaso el pastizal de los bueyes es suyo?

LOMOV.- Es mío, sí.

NATALIA.- ¡Esto si que es bueno! El pastizal de los bueyes no es suyo, sino

nuestro!

LOMOV.- No, estimada Natalia. Es mío.

NATALIA.- ¡Que novedad para mí. ¿Y de donde saca usted que es suyo?

LOMOV.- ¿Cómo que de donde?... Me refería a ese pastizal que forma un cuchillo

entre su pequeño bosque de álamos y el pantano de Goreloe.

NATALIA.- Justo..., sí. Pues es nuestro

LOMOV.- ¡No!... Se equivoca usted. Es mío.

NATALIA.- ¡Entre en razón, Iván Vasilievich... ¿Desde cuando es suyo?

LOMOV.- ¿Como que desde cuando?... Desde que alcanzo recordar, fue siempre

nuestro.

NATALIA.- ¡Eso..., perdone!

205

LOMOV.- ¡En las escrituras se ve, estimada Natalia!... ¡La propiedad del pastizal

fue discutida en un tiempo, eso es cierto: pero ahora todo el mundo sabe que es

mío! ¡Esto no admite discusión!... Verá usted. La abuela de mi tía había dejado

libre de cargas y sin límite de tiempo, el pastizal a los campesinos del abuelo de

su padre de usted para beneficio de estos y en pago a un cocimiento de ladrillos

que se le hacía... Los campesinos del abuelo de su padre, habiendo disfrutado,

completamente gratis y durante cuarenta años del pastizal, se acostumbraron a

considerar las tierras como suyas. Sin embargo cuando salió la nueva orden…

NATALIA.- ¿No es nada de eso que usted cuenta! ¡Mi abuelo, lo mismo que mi

tatarabuelo, siempre consideraron sus tierras como llegando al pantano de

Goreloe…, lo cual quiere decir que ―el pastizal de los bueyes‖ era nuestro! ¡Aquí

no hay nada que discutir! ¡Resulta hasta enojoso!

LOMOV.- ¡Yo le mostraré el documento, Natalia!

NATALIA.- ¡No!... ¡Sencillamente está usted bromeando o me quiere hacer

rabiar!... ¡Vaya sorpresa!... ¡Conque tenemos unas tierras desde hace casi

trescientos años y, de repente, vienen a declararnos que no son nuestras!...

¡Perdone usted, Iván Vasielivich, pero no puedo creer lo que oyen mis oídos!....

¡No es que me sea preciso ese pastizal de los bueyes! ¡su extensión no es mayor

a cinco hectáreas y no vale arriba de trescientos rublos…, pero me indigna la

injusticia!... ¡Dígame lo que quiera, pero por la injusticia no paso!

LOMOV.- ¡Le suplico que me escuche!.... Los campesinos del abuelo de su padre,

como ya tuve el honor de decirle, cocían ladrillos para la abuela de mi tía… La

abuela de mi tía, deseando complacerles…

NATALIA.- ¡El abuelo…, la abuela…, la tía!... ¡No comprendo absolutamente nada!

¡El pastizal de los bueyes es nuestro y punto concluido!

LOMOV.- ¡Es mío!

NATALIA.- ¡Es nuestro!... ¡Aunque se pasara usted dos días intentando

demostrarlo, y aunque se vistiera usted con quince fracs, le digo que es nuestro,

nuestro y nuestro! ¡No quiero nada suyo, pero no quiero tampoco perder lo que es

mío! ¡Ya lo sabe usted!

LOMOV.- ¡El pastizal de los bueyes no me importa en absoluto! ¡Lo que quiero es

mantener el principio!... ¡Si lo desea, se lo regalo!

NATALIA.- ¡Yo soy la que podría regalárselo a usted! ¡Todo esto es muy extraño,

Iván Vasilievich…! ¡Siempre le hemos considerado como un buen vecino…, como

a un amigo!... ¡El año pasado le prestamos nuestra trilladora, quedándonos

nosotros sin terminar de trillar nuestro grano hasta noviembre, y usted se porta

con nosotros como si fuéramos gitanos!... ¡Me regala usted mi propia tierra!

206

¡Perdone…, pero así no procede un buen vecino! ¡A mis ojos esto podría resultar,

hasta…., si quieres…, insultante!

LOMOV.- ¡Entonces…, según usted…, yo soy un usurpador!... ¡Señora!... ¡Jamás

me he adueñado de tierras que no me pertenecen, y no tolero a nadie que me

culpe de ello! (Dirigiéndose rápidamente a la jarra de agua, bebe) ¡El pastizal de

los bueyes es mío!

NATALIA.- ¡No es verdad! ¡Es nuestro!

LOMOV.- ¡Es mío!

NATALIA.- ¡No es verdad!... ¡Y yo voy a demostrárselo! ¡Hoy mismo enviaré allá a

nuestros segadores!

LOMOV.- ¡Cómo! ¿Qué dice usted?

NATALIA.- ¡Que hoy mismo irán allá mis segadores!

LOMOV.- ¡Pues sepa que yo les echaré!

NATALIA.- ¡No se atreverá usted!

LOMOV.- (Llevándose una mano al corazón) ¡El Pastizal de los bueyes es mío!...

¿Lo entiende usted?... ¡Mío!

NATALIA.- ¡Tenga la bondad de no gritar! ¡Chille, si quiere, en su casa, pero aquí

le ruego no rebase los debidos límites!

LOMOV.- ¡Si no fuera, señora, por las terribles palpitaciones

que me acometen, y por lo que me tiemblan las venas de las sienes..., me oiría

usted!... (Gritando) ¡El pastizal de los bueyes, es mío! ...

NATALIA.- ¡Es mío!

LOMOV.- ¡Nuestro!

NATALIA.- ¡Mío!

LOMOV.- ¡Nuestro!

ESCENA IV

Dichos y Chubukov

CHUBUKOV.- (Entrando) Pero ¿qué pasa? ¿Por qué gritan así?

NATALIA.- ¡Papá! ¡Di, por favor, a este caballero a quién pertenece El Pastizal de

los Bueyes! ¡Si a él o si a nosotros!

CHUBUKOV.- ¡El Pastizal de los Bueyes es nuestro... pituso!

207

LOMOV.- ¡Pero, por Dios..., Stepan Stepanich! ¿Cómo va a ser suyo?... ¡Póngase,

al menos, en razón!... Verá... La abuela de mi tía había dejado, libre de cargas y

sin limitación de tiempo, el Pastizal a los campesinos de su abuelo de usted, para

provecho temporal de estos... Los campesinos, habiéndose beneficiado de la tierra

durante cuarenta años, se habían acostumbrado a ella, y la tenían por suya...,

pero cuando salió la nueva orden…

CHUBUKOV.- ¡Permítame, querido!... ¡Olvida usted que los campesinos no

pagaban a su abuela... era, precisamente..., porque se trataba de tierras litigio!...

¡Ahora, en cambio, no hay perro que no sepa, precisamente..., que son

nuestras!... ¿Seguramente no ha visto usted el plano?

LOMOV.- ¡Puedo demostrarle que son mías!

CHUBUKOV.- ¡Demostrarlo..., guapo mozo…, no podrá usted!

LOMOV.- ¡Pues sí lo demostraré!

CHUBUKOV.- ¡Querido mío!... ¿Por qué gritar?... ¡A gritos es imposible demostrar

nada!... ¡Yo no quiero lo que sea suyo, pero tampoco tengo la intención de perder

nada que sea mío!... ¿Por qué iba a perderlo? ¡Si la cosa hubiera llegado al punto

de que se pretenda discutirme la propiedad del Pastizal de los Bueyes..., antes

preferiría regalárselo a los «mujiks» que a usted!

LOMOV.- ¡No entiendo! ¿Con qué derecho va usted a regalarme una propiedad

que no es suya?

CHUBUKOV.- ¡Permítame!... ¡Eso del derecho ya es cuenta mía!... ¡Además,

joven, no estoy acostumbrado a que me hablen en ese tono! ... ¡Le doblo la

edad, joven, y le ruego que se dirija a mí sin excitaciones, etcétera!...

LOMOV.- ¡No! ¡Sencillamente me toma usted por tonto, y se ríe de mí! ¡No solo

dice que mis tierras son suyas, sino que, encima, pretende que conserve la sangre

fría y le hable comedidamente! ¡Ese no es el proceder de un buen vecino, Stepan

Stepanovich!... ¡Más tiene usted de usurpador que de vecino!

CHUBUKOV.- ¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted?

NATALIA.- ¡Papá! ¡Manda inmediatamente los segadores al Pastizal!

CHUBUKOV.- (A LOMOV) ¿Qué dijo usted, señor mío?

NATALIA.- ¡el «pastizal de los bueyes» es nuestro y no lo cederé! ¡No lo cederé!

LOMOV.- ¡Eso ya lo veremos! ¡Con mediación de la justicia, les demostraré que

es mío!

CHUBUKOV.- ¡De la justicia!... ¡Puede usted denunciarnos, señor mío!

¡Denúncienos cuando quiera! ¡Ya le voy conociendo bien! ¡Lo que buscaba usted

208

era una ocasión para llevarnos a los tribunales! ¡Usted es un delator! ¡Toda su

familia fue siempre amiga de pleitos! ¡Toda!

LOMOV.- ¡Le ruego no ofenda a mi familia! ¡En la familia Lomov, todos fueron

honrados! ¡Ninguno de sus miembros fue jamás sometido a juicio por malversador

de fondos como su tío!

CHUBUKOV.- ¡En la familia Lomov eran todos unos locos ¡Todos!

NATALIA.- ¡Sí! ¡Todos! ¡Todos!

CHUBUKOV.- ¡Su abuelo fue un borracho; y su tía, la menor. Natalia Mijailovna,

se fugó con un arquitecto!

LOMOV.- ¡Y su madre era torcida de espalda! (Llevándose la mano al corazón)

¡Ay! ¡La punzada en el costado! ... ¡Ahora en la cabeza!... ¡Dios mío!... ¡Agua!

CHUBUKOV.- ¡Su padre fue un jugador empedernido y un glotón!

NATALIA.- ¡Y su tía una chismosa como no ha habido otra igual!

LOMOV.- ¡Siento paralizárseme la pierna izquierda!... ¡Es usted un intrigante! ¡Ay!

¡El corazón!... ¡Y para nadie es un misterio que antes de las elecciones!... ¡Los

ojos me echan chispas! ¿Dónde está mi sombrero?

NATALIA.- ¡Es una ruindad! ¡Es deshonesto y es feo! ...

CHUBUKOV.- ¡Y usted mismo es un ser pérfido y un delator! ¡Eso es!

LOMOV.- ¡Aquí está mi sombrero!... ¡Ay! ¡El corazón!... ¿Por dónde salgo?

¿Dónde está la puerta?... ¡Ay! ¡Me siento morir! ¡Llevo a rastras la pierna! (Se

dirige a la puerta)

CHUBUKOV.- (Gritándole a la espalda) ¡No se le ocurra volver a poner los pies en

mi casa!

NATALIA.- ¡Presente, si quiere, la denuncia! ¡Ya veremos lo que pasa! (Lomov

sale, tambaleándose)

ESCENA V

Chubukov y Natalia Stepanovna

CHUBUKOV.- ¡Que se vaya al diablo! (Pasea, preso de fuerte excitación)

NATALIA.- ¡Se ha visto canalla semejante! Después de todo, ¿qué fe va uno a

tener en los buenos vecinos?

CHUBUKOV.- ¡Es un granuja! ¡Un espantapájaros!...

209

NATALIA.- ¡Vaya con el adefesio! ¡Se apropia las tierras ajenas, y encima se

permite insultar!

CHUBUKOV.- ¡Y que ese mico se atreva a pedir manos! ¿Eh?...

NATALIA.- ¿A pedir manos?...

CHUBUKOV.- ¡Claro! ¡Venía a pedir la tuya!

NATALIA.- ¿Cómo?... ¿A pedir mi mano?... ¿Por qué no me lo dijiste antes?

CHUBVKOV.- ¡Por eso esa seta..., esa salchicha..., se ha vestido de frac!

NATALIA.- ¿A pedir mi mano?... ¡Ay!... (Cae, gimiendo en una butaca) ¡Que

vuelva! ¡Que vuelva! ...

CHUBUKOV.- ¿Para qué va a volver?

NATALIA.- ¡Pronto!... ¡Pronto!... ¡Me desmayo!... ¡Que vuelva! (Le da un ataque de

nervios)

CHUBUKOV.- Pero ¿qué te pasa? ¿Qué quieres?... (Se toma la cabeza entre las

manos) ¡Qué desgraciado soy! ¡Me pegaré un tiro! ¡Me ahorcaré!

NATALIA.- ¡Me muero! ¡Que vuelva!...

CHUBUKOV.- ¡Ah!... ¡Ya voy! ¡Déjate de llantos! (Sale escapado)

NATALIA.- (Sola y entre gemidos) ¡Qué hemos hecho! ¡Que vuelva!...

CHUBUKOV.- (Entrando rápidamente) ¡En seguida viene! ¡Uf! ¡Háblale tú...; yo no

tengo ganas!

NATALIA.- (Gimiendo) ¡Que vuelva!

CHUBUKOV.- (Irritado) ¡Ya te he dicho que ahora viene!... (Recitando) «¡Oh, qué

castigo, Señor, ser padre de una hija mayor!... ¡Me cortaré el pescuezo! ¡Me lo

cortaré..., desde luego! ¡Si hemos insultado a un hombre, si le arrojamos de casa,

ha sido por tu culpa! ...

NATALIA.- ¡No! ¡Por la tuya!

CHUBUKOV.- ¿De manera que ahora voy a resultar culpable?... (Por la puerta

aparece Lomov) Entiéndete tú con él! (Sale)

ESCENA VI

NATALIA STEPANOVNA y LOMOV

LOMOV.- (Entra, dando señales de abatimiento) ¡Qué terribles palpitaciones!

¡Tengo paralizada la pierna izquierda, y me dan punzadas en costado!

210

NATALIA.- ¡Le ruego me perdone, Iván Vasilievich!... ¡Nos hemos acalorado, pero

ahora recuerdo perfectamente que el Pastizal de los Bueyes, es en efecto, suyo.

LOMOV.- ¡Qué terribles palpitaciones!... ¡El Pastizal de los bueyes es mío!...

¡Ahora tengo el «tic» en los dos ojos!

NATALIA.- Conque ya sabe... El Pastizal de los bueyes es suyo. Siéntese. - No

teníamos razón.

LOMOV.- Yo..., era solo por cuestión de principios. La tierra, en sí, me es

indiferente. Lo precioso para mí es mantener el principio...

NATALIA.- Justamente: el principio. Pero vamos a cambiar de conversación...

LOMOV.- Tanto más cuanto que tengo las pruebas... La abuela de mi tía.., dejó a

los campesinos del abuelo de su padre...

NATALIA.- Bueno, bueno... ¡Dejémoslo ya!... (Aparte) No sé cómo empezar. (A él)

¿Piensa empezar a cazar pronto?

LOMOV.- La caza de la codorniz, estimada Natalia, pienso empezarla después de

la siega... ¡Ah!... No sé si lo sabe usted; pero figúrese la desgracia que me

ocurre... Mi perro «Ugadai», al que se sirve usted conocer, cojea.

NATALIA.- ¡Qué lástima! ¿Y por qué?

LOMOV.- No lo sé. Quizá se ha torcido una pata, o le ha mordido algún otro

perro... (Suspirando) ¡Era el mejor que tenía..., y eso, sin contar el dinero que

vale!... ¡Pagué por él a

Mirnov ciento veinticinco rublos!

NATALIA.- ¡Pues lo pagó usted demasiado caro, Iván Vasilievich!

LOMOV.- A mí, en cambio, me parece muy barato. ¡Es un perro magnifico:!

NATALIA.- Papá pagó ochenta y cinco rublos por su «Otkatai! , y... «Otkatai» es

mucho mejor que «Ugadai».

LOMOV.- ¿Que «Otkatai» es mejor que Ugádai» (Ríe) ¡Qué disparate!...

¡«Otkatai» mejor que «Ugadai»!

NATALIA.- ¡Claro que mejor!... ¡«Otkatai» es todavía joven..., esa es la verdad...,

aún no es un verdadero perro..., pero ni Volchanetzkii le tiene mejor!

LOMOV.- Perdone, Natalia Stepanovna, pero olvida usted que es hundido de

hocico, y el perro hundido de hocico es siempre peor.

NATALIA.- ¿Hundido de hocico?... ¡Esta es la primera vez que oigo semejante

cosa!

LOMOV.- Le afirmo que tiene la mandíbula inferior más corta que la superior.

211

NATALIA.- ¿Se la ha medido usted?

LOMOV.- Se la he medido, sí... Para aventar la caza es bueno, pero para otra

cosa dudo que pueda servir.

NATALIA.- En primer lugar, nuestro «Otkatai» es de buena casta... Es hijo de

«Sapriagai» y de «Stameska»..., mientras que el de usted, ¡vaya usted a averiguar

qué casta es la suya!... Además, es más viejo y más feo que un percherón.

LOMOV.- ¿Que es viejo?... Podrá serlo, en efecto; pero yo no cambiaría cinco

«Otkatai» de los suyos por uno solo como él... ¡Qué ocurrencias!... ¡«Ugadai» es

un perro, y « Otkatai » ! .. . ¡ Solo discutirlo da risa!... ¡Iguales a su «Otkatai»

podría uno encontrarlos a montones!... ¡Veinticinco rublos resultaría un precio

altísimo para él!

NATALIA.- ¡Parece enteramente que lleva usted hoy dentro el demonio de la

contradicción, Iván Vasilievich!... ¡Tan pronto se le ocurre inventar que las «Lujki»

son suyas, como que «Ugadai» es mejor que «Otkatai» ! ... ¡Me disgusta que una

persona diga lo contrario de lo que piensa, y usted sabe perfectamente que

«Otkatai» es cien veces mejor que el tonto de su «Ugadai» ! ... ¿Por qué,

entonces, decir otra cosa?

LOMOV.- Veo, Natalia Stepanovna, que me tiene usted por ciego o por necio... Su

«Otkatai» es hundido de hocico.

NATALIA.- ¡No es verdad!

LOMOV.- ¡Es hundido de hocico!

NATALIA STEPANOVNA.- (Con un chillido) ¡Mentira!

LOMOV.- ¿Por qué grita usted, señora?

NATALIA.- Y usted ¿por qué dice esas tonterías?... ¡Es indignante! ¡Justo cuando

le ha llegado el momento de tener que pegar un tiro a su «Ugadai», se pone usted

a compararlo con mi «Otkatai»!

LOMOV.- Perdone... No puedo proseguir esta discusión... Me dan palpitaciones.

NATALIA.- ¡Ya había reparado antes en que los cazadores que más discuten son

los que menos entienden!

LOMOV.- ¡Señora! ¡Le ruego que se calle!... ¡Mi corazón está a punto de

estallar!... (Con un grito) ¡Cállese!

NATALIA.- ¡No me callaré hasta que reconozca que «Otkatai» es cien mil veces

mejor que «Ugadai»!

LOMOV.- ¡Cien mil veces peor! ¡Muera «Otkatai»! ¡Oh!... ¡Mis sienes, mi ojo, mi

hombro!...

212

NATALIA.- ¡El tonto de su «Ugadai», en cambio, no necesita morirse, porque ya

está medio muerto!

LOMOV.- (Llorando) ¡Calle! ¡Mi corazón está a punto de estallar!

NATALIA.- ¡No callaré!

ESCENA VII

DICHOS y CHUBUKOV

CHUVUKOV.- (Entrando) ¿Qué pasa?

NATALIA.- ¡Papá!... ¡Dilo sinceramente! ... ¿Qué perro es mejor: nuestro «Otkatai»

o su «Ugadai»?

LOMOV.- ¡Se lo suplico, Stepan Stepanovich!... ¡Diga solamente esto!... ¿Es su

«Otkatai» hundido de hocico o no?... ¿Lo es, sí o no?

CHUBUKOV.- Y si lo fuera..., ¿qué importancia tendría?... A pesar de eso, no hay

en toda la región un perro mejor que él.

LOMOV.- ¡Conteste, sin embargo, con franqueza!... ¿A que es mejor mi

«Ugadai»?

CHUBUKOV.- No se altere, querido. Veamos... El «Ugadai» de usted tiene

excelentes condiciones... Es de buena raza, con patas sólidas y fuerte de lomo,

etcétera..., pero si quiere usted saberlo, guapo mozo..., el perro tiene un defecto

fundamental: es viejo.

LOMOV.- Perdone... Me dan palpitaciones... ¡Atengámonos a los hechos!...

¿Recuerda usted en la Umbría Maruskino a mi «Ugadai», oreja con oreja con el

«Rasmajai» del conde, mientras su «Otkatai» se quedaba atrás..., a toda una

legua de distancia?

CHUBUKOV.- ¡Se quedó atrás porque uno de los ojeadores le había dado un

fustazo!

LOMOV.- ¡Y con razón!... ¡Cuando todos los perros perseguían al zorro, su

«Otkatai» a quien se tiraba era al carnero!

CHUBUKOV.- ¡Eso no es cierto, querido!... ¡Soy vivo de genio, por lo que le ruego

dejemos esta discusión!... ¡Si recibió un fustazo fue porque todo el mundo sentía

envidia de que otro perro fuera mejor que el propio! ¡Así es! ¡La gente es siempre

igual! ¡Y usted, señor, peca de lo mismo! ¡Tan pronto como se da cuenta de que

hay un perro mejor que su «Ugadai»..., la toma conque si esto y conque si lo

otro!... ¡Tenga presente que yo lo recuerdo todo!

LOMOV.- ¡Y yo también lo recuerdo todo!

213

CHUBUKOV.- (Remedándole) «¡Y yo también lo recuerdo todo!»... ¿Qué recuerda

usted, vamos a ver?

LOMOV.- ¡Oh, qué palpitaciones!... ¡La pierna se me paraliza!... ¡No puedo más!

NATALIA.- (Haciéndole burla) «¡Oh, qué palpitaciones!»,.. ¡Vaya cazador que está

usted hecho! ¡Lo que tendría usted que hacer es quedarse tumbado o aplastar

cucarachas, y no meterse a cazar zorros!... «¡Qué palpitaciones!»

CHUBUKOV.- ¡A decir verdad, no sé por qué es usted cazador! ¡Precisamente por

sus palpitaciones, debería estarse sentadito en casa y no subirse a una silla de

montar!... ¡Y todavía, si cazara usted..., pero lo único que hace es discutir y

entorpecer a los perros ajenos!... ¡Soy vivo de genio..., así que dejemos esta

conversación; pero conste que de buen cazador no tiene usted nada!

LOMOV.- ¿Y usted? ... ¿Acaso es cazador? ¡No lleva otro objeto, cuando va de

caza, que adular al conde e intrigar!... iOh, mi corazón!... i Intrigante!

CHUBUKOV.- ¿Cómo dice? ¿Intrigante yo? (Gritando) ¡A callar!

LOMOV.- ¡Intrigante!

CHUBUKOV.- ¡Jovenzuelo! ¡Cachorro!

LOMOV.- ¡Vieja rata! ¡Hipócrita!

CHUBUKOV.- ¡Calla, si no quieres que te pegue un tiro como a una codorniz!

LOMOV.- ¡Todo el mundo sabe que!..., ¡ay mi corazón!..., ¡su difunta esposa le

pegaba!... ¡Mi pierna! ¡Mis sienes! ¡Las chispas!... ¡Me caigo, me caigo!...

CHUBUKOV.- ¡Y tú estás debajo de la suela del zapato de tu ama de llaves!

LOMOV.- ¡Ya!... ¡Ya!... ¡Ya me ha estallado el corazón! ¡Ya se me ha desencajado

el hombro! ¿Dónde está mi hombro? (Cae desplomado en una butaca) ¡Un

médico! (Pierde el conocimiento)

CHUBUKOV.- ¡Mozalbete! ¡Mocoso!... ¡Ay, me siento mal! (Bebe agua) ¡Me

encuentro mal!

NATALIA STEPANOVNA.- ¡Vaya cazador que está usted hecho!... ¡Un hombre

que ni siquiera sabe montar a caballo! (A su padre) ¡Papá!... ¿Qué le pasa? ¡Papá!

... ¡Mírale, papá!... (Con un chillido) ¡Iván Vas¡lich ! ... ¡ Se ha muerto!

CHUBUKOV.- ¡Me encuentro mal! ¡La respiración me falta! ¡Aire! ...

NATALIA.- ¿Se habrá muerto? (Sacudiéndole por el brazo) ¡Iván Vasilich!...¡¡Iván

Vasilich!... iQué es lo que hemos hecho! ¡Se ha muerto! (Cayendo en una butaca)

¡Llamen al médico! (Le da un ataque de nervios)

CHUBUKOV.- ¡Ah! Pero ¿qué te pasa? ¿Qué quieres?

214

NATALIA.- (Entre gemidos) ¡Se ha muerto! ¡Se ha muerto!

CHUBUKOV.- ¿Quién se ha muerto? (Fijando los ojos en Lomov) ¡Se ha muerto,

en efecto!... ¡Dios mío!... ¡Agua! ¡Llamen al doctor!... (Acercando un vaso a los

labios de Lomov) ¡No! ¡No lo bebe!... ¡Eso significa que está muerto!... ¡Soy un

desgraciado!... ¿Por qué no me habré pegado un tiro? ¿Por qué no me habré

cortado el cuello?... ¿Qué espero? ¡Denme un cuchillo! ¡Denme una pistola!

(Lomov empieza a moverse) ¡Parece que revive! ¡Beba un poco de agua! Así...

LOMOV.- ¡Las chispas!... ¡La niebla!... ¿Dónde estoy?

CHUBUKOV.- ¡Cásense de prisa y váyanse al diablo! ¡Ella da su consentimiento!

(Uniendo las manos de Lomov a las de su hija) ¡Da su consentimiento, yo les

bendigo, y solo quiero que me dejen en paz!

LOMOV.- ¿Cómo?... ¿Qué? (Levantándose) ¿A quién?

CHUBUKOV.- ¡Que ella está conforme! ¡Así que bésense y váyanse al diablo!

NATALIA.- ¡Vive!... ¡Consiento, sí! ¡Consiento!

CHUBUKOV.- ¡Bésense!

LOMOV.- ¿Cómo? ¿A quién? (Cambia un beso con Natalia) ¡Encantado!...

Perdone, pero..., ¿de qué se trata?... ¡Ah, sí!... ¡Ahora recuerdo!... ¡El corazón!...

¡Las chispas!... ¡Qué feliz soy, Natalia Stepanovna! (La besa en la mano) ¡Tengo

paralizada la pierna!

NATALIA.- ¡Yo!... ¡Yo también me siento muy feliz!

CHUBUKOV.- ¡Parece que me han quitado una montaña de los hombros! ¡Uf!...

NATALIA.- ¡Sin embargo..., tendrá usted que reconocer que «Ugadai» es peor que

«Otkatai»! ...

LOMOV.- ¡Es mejor!

NATALIA.- ¡Es peor!

CHUBUKOV.- ¡Ya ha dado comienzo la armonía conyugal! ¡Que traigan

champaña!

LOMOV.- ¡Es mejor!

NATALIA.- ¡Es peor! ¡Es peor! ¡Es peor!

CHUBUKOV.- (Esforzándose en dominar las voces) ¡Venga la champaña!...

¡Champaña!...

TELÓN

215

Ni mi casa es ya mi casa

(Alberto Cañas: Costarricense)

Transcrita por Licda. Milena Ramírez de la I edición, para lectura exclusiva del Coned; con

fines didácticos, no para reproducción.

ACTO PRIMERO

Oscuro. Ruidos de una calle céntrica, transitada, multitudinaria. El escenario se va

iluminando lentamente mientras entra Arturo: es un hombre de edad madura, ligeramente

canoso y con los primeros síntomas de la calvicie; viste correctamente pero no como

excesivo esmero. Los ruidos aumentan de volumen. Arturo se tapa los oídos en un gesto

que no se sabe si va en serio o es una broma que nos da pero que tiene la virtud de hacer

que los ruidos disminuyan sensiblemente, aunque sin desaparecer del todo.

Arturo ___ (Está en mitad del proscenio, con la mirada fija en el fondo de la sala. Al

público) En esta calle viví yo una vez. En esa casa. (Señala un punto indeterminado

del fondo de escena, sin volverse hacia él) Precisamente en esa casa. (Pausa) Hoy

van a demolerla, y me tocó a mí firmar la orden. ¡Cosas que tiene la vida!

Un obrero joven ___ (Entrando) Buenos días.

Arturo ___ (Desentendiéndose de los espectadores) Buenos días.

El obrero joven ____ ¿Vino a inspeccionar la demolición?

Arturo ___ No. (Duda) Bueno sí.

El obrero joven ____ Todavía es muy temprano. No han llegado las máquinas.

Arturo ___ Está bien (Al público otra vez) Hacía tiempo que no venía por aquí.

Esta no es calle por la que uno transite a pie. (pausa) Y se me ocurrió ___

sentimental, nostálgico que se pone uno ___ acercarme hoy, precisamente hoy,

recorrerla… Por supuesto, cuando nosotros vivíamos aquí no había tanto ruido.

Era una calle tranquila. Aquí vivían viejas familias conocidas y otras no tan

conocidas. Había en esta cuadra gente rica y gente pobre. Para los pobres,

nosotros éramos una familia rica. Para los ricos, éramos una familia, ¿cómo

decirlo?, digna de consideraciones, de protección, y también de amistad.

216

El obrero joven ___ Dígame una cosa, don Arturo ¿para estudiar en eso que van

a construir aquí hay que tener bachillerato o algo?

Arturo ____ No. Esto será libre: bachilleres, universitarios, trabajadores,

profesionales… Va a ser para todos. Tenemos que entender lo que somos.

El obrero joven ___ Me interesa don Arturo. ¿Y cuáles son los lotes que va a

ocupar el edificio?

Arturo ___ Esa casa y el parqueo de enseguida (señala. El obrero joven sale

lentamente) Donde está el parqueo vivían los Blanco; mi madre les enviaba mis

camisas viejas para sus niños; el viejo era sastre y se estaba quedando ciego.

(comienza a señalar distintos puntos) Ahí vivían los Ramírez, que tenían enormes

fincas de café, ya no las tienen, y nos convidaban a los matrimonios de sus hijas.

Allí estaban las dos viejitas Díaz, maestras pensionadas. En aquella esquina, la

pulpería del gallego Baltazar, que vivía en la casa contigua (pausa. Como

respondiendo a una pregunta) No, ninguna de esas casas existe ya; la mía es la

última. La pulpería del gallego es ahora una zapatería; la casona de los Ramírez

un hotelucho de mala muerte con pulgas y alepates; la de las viejitas Díaz una

bodega, y la de os Blanco… bueno, ese parqueo. Pero antes, en todas esas

casas había muchachos de mi edad, y todos salíamos a jugar en media calle.

(Poco a poco ha surgido un nuevo juego de ruidos: los de la calle de antaño. Voces

humanas discernibles, madres que llaman a sus hijos, la bocina de un antiguo automóvil,

el radio de la pulpería, del que emana la voz de Gardel: Tomo y obligo. Ahora se ha

instalado un juego de fútbol. Arturo corre pateando bola. Unas niñas cambian cromos

sentadas en el caño)

Voz de niño ___ ¡Pásala, pásala! (Voces de niños ad libitum; puede oírse a Chale y a

Beto Blanco, al hijo menor de los Ramírez. Se escuchan vocablos anticuados como cona,

jafcentro y chutar)

Otra voz ___ ¡Cuidado, que viene un auto!

Arturo ___ Me da tiempo… (Avanza con la bola de tenis imaginaria y capea el

automóvil, que oímos pasar)

Voz del chofer ___ ¡Chiquillo idiota! (Arturo le suelta un chiflido al automóvil. El

juego sigue hasta que alguno grita ¡Gol!)

Voz de Cristina ___ ¡Arturoooo…!

Arturo ___ ¡Ya voy (A sus compañeros). Ya vuelvo, ahorita vuelvo, no se me

vayan. (sale corriendo y entra a su casa)

217

(Luz total en el escenario. Una sala de estar casi desmantelada. Cajas de cartón. Mesas

sin adornos. Las paredes sin cuadros. Solo unos pocos muebles de mimbre)

Arturo ___ Así estaba, como ustedes lo ven, el hall de mi casa, la mañana del

sábado de abril que nos fuimos de aquí en 1932

Cristina ___ (Entrando. Es una mujer cercana a los 40 años, con traje corriente de

entre casa, de percal colorido. En su pelo se notan ya algunas canas. Fue o es bella.)

¡Chiquillo de todos los diablos!, ¿qué estás haciendo ahí afuera cuando hay tanto

que hacer?

Arturo ___ Yo no tengo nada qué hacer, Mamá.

Cristina ___ ¿Cómo que no?

Arturo ___ Ya terminé de empacar lo que me dijo

Cristina ___ Pues vaya y le ayuda a su hermanita con los juguetes.

Arturo ___ Es que con esa chiquita no se puede, Mamá. No hace más que

molestar y molestar, y después da gritos.

Cristina ___ Usted como hermano mayor está obligado a cuidarla y consentirla.

Arturo ___ Muy bonito: consentirla, consentirla, como si nadie la consintiera. De

puro consentirla es que está así, que de todo llora.

Cristina ____ ¿Cómo que de todo llora?

Arturo ___ Sí, ahí estaba llore que llore hasta que me aburrí y me fui a la calle.

¡Ni ella sabe por qué llora…!

Cristina ____ Tal vez la chiquita no lo sepa, porque está muy pequeña, pero

usted sí lo sabe muy bien.

Arturo ___ (probando terreno) No quiere irse…

Cristina ____ (Rápida) Vos tampoco

Arturo ___ ¿Yo? La que no quiere irse es usted.

Cristina ____ ¿Y quién quiere irse?

Arturo ____ Yo no sé…

Cristina ____ No te hagás el muy hombre. La verdad es que si pudieras llorar

estarías llorando, pero no te da la gana. (se le acerca y lo acaricia, pero tratando de no

violar la virilidad implícita que hay en la ausencia del llanto) ¿Verdad que ya sos un

218

hombre? (parece dominarse) Ya no sos un chiquito (se pone seria). A los 14 años

hay que comenzar a comprender las cosas (Le aprieta la cabeza contra su pecho: ella

lo necesita más que él)

Arturo ___ (Por decir algo o porque es lo único que puede decir) Sí, Mamá.

Cristina ____ Esto será por pocos meses

Arturo ____ Sí, Mamá. Yo lo sé.

Cristina ____ Y su abuelo es muy bueno con ustedes, y la tía Hortensia también,

de llevárselos. Porque las cosas son así y tenemos que separarnos.

Arturo ___ Sí, Mamá.

Cristina ____ Quédese tranquilo. Yo voy a ver si toda su ropa está de veras

empacada. (Sale con mucha rapidez)

Arturo ____ (Se adelanta otra vez hasta el proscenio) Sí, mi abuelo materno, don

Cristian, era un gran viejo. Empleado bancario. Y Hortensia, la tía soltera. [Era

cierto: ni mi hermana Cecilia ni yo podíamos pedir más. Dentro de las

circunstancias, naturalmente. Sobre todo, que en realidad lo que me afectaba

más era dejar el barrio. Lo demás me conmueve cuando lo recuerdo, hoy. Pero

en aquel momento era como una aventura, como probar una manera diferente de

vivir. Diferente a la de mis compañeros de esquina y de Liceo]. Cuando se

supiera que yo vivía, o me había tenido que ir a vivir con mi abuelo y mi tía, eso

me haría más interesante, puede que más exótico. De veras, lo confieso. Dejar

esto no me conmovió, al vivirlo, tanto como me conmueve hoy, al recordarlo. (Hace

una pausa) Yo no vine hoy a este sitio con la intención de recuperar aquellos

momentos. Lo que sucede es que, al regresar, es aquel último día el que ha

comenzado a habitar dentro de mí.

(Se retira discretamente cuando se ve llegar a Ángela: es una mujer de aspecto vulgar y

triste, vestida con el hábito de la Virgen del Carmen. Tiene la misma edad que Cristina.

Entra en silencio y pasea su mirada en torno suyo. Observa la ausencia de adornos, la

sala desmantelada. Pasa la mano por la superficie de un mueble, por las paredes

desnudas. Decide luego dar a conocer su presencia)

Ángela ___ ¡Cristi! (Arturo ha desaparecido en la oscuridad)

Cristina ____ (Adentro) ¿Sos vos, Ángela? (sin dar tiempo a la respuesta, aparece)

¿Pero qué te habías hecho? No se volvió a saber de vos (Se besan. Luego se

sientan)

219

Ángela ____ Vos sabés lo que cuesta venir a San José. Ahora vine porque, como

cambia el gobierno, preferí darme una vuelta por el ministerio… Vos sabés… de

pronto vienen cambios… Y como mis hermanos eran del otro partido y Federico

anduvo en el Bellavistazo, mejor arreglar.

Cristina ___ ¿Pero vos estás contenta de maestra en Guanacaste?

Ángela ____ No sé qué decirte. El clima no es bueno, pero la escuela tiene una

directora que es comprensiva y me trata bien. Los muchachos están bien en

Santa Cruz y los puedo controlar… como no quieren estudiar, están ya trabajando

y me ayudan…

Cristina ____ ¿Cuánto tienen ya, Ángela? (Habla precipitadamente. No quiere que el

tema de conversación pase a ser ella misma)

Ángela ____Pues ya Enrique tiene 17 años, y Rodolfito 16… son mayores que los

tuyos…

Cristina ___ Claro, cuando nacieron yo no me había casado…

Ángela ___ Yo tampoco

Cristina ___ ¡Oh Ángela y sus cosas! (Se le acerca) ¿Pero a quién le importa eso?

Ángela ___ A mí, ahora, no. Pero en aquel entonces… Ustedes fueron las

únicas… Fueron muy buenas… (hace una pausa)

A veces pienso que me perdonaron porque yo era la muchacha pobre y

provinciana que se enredó con el Inspector de Escuelas, apenas se graduó de

maestra, pero que si hubiera sido una de la sociedad…(espera una respuesta. tras

una pausa, Cristina se da a toda velocidad)

Cristina ___ ¿Por qué? Si todo es igual…

Ángela ___ No. No todo es igual. De lo que yo hice no se enteró nadie a quien le

importara. (Se enjuga una lágrima ridícula)

Cristina ___ ¿Y por qué llorás después de tantos años? Bendito sea Dios…

Ángela ___ …¿qué de un frijol hizo dos? (Ríen ambas de la vieja broma colegial)

Cristina ___ Así me gusta. Pero contame más: ¿en qué trabajan los muchachos

Ángela ___ Uno ayuda en la administración de una finca. El otro está de

dependiente en una tienda., pero les va bien a los dos.

220

Cristina ___ ¿Tu palabra?

Ángela ____ Mi palabra. No me quejo. Ya voy saliendo de la tarea. Pero eso sí:

si ahora deciden trasladarme, sería una tragedia…

Cristina ___ (Como rectificándola) Un problema.

Ángela ____ Está bien, un problema. Claro, que no debe de haber muchas

maestras aspirando a que las manden a Santa Cruz de Guanacaste, con cinco

horas de tren, una noche de lancha y caballo por entre el barro desde Bebedero.

Cristina ____ Nunca he estado en Guanacaste…

Ángela ___ A mí me gusta, pero yo no sé si a vos… Cartaga pura y josefina pura,

amiga de comodidades…

Cristina ___ ¿Comodidades? ¡Ay, Ángela, si vos supieras! Siempre has tenido

una idea equivocada de mi vida. Y de la vida de todas. ¿No te acordás cuando

nos decías "ustedes las ricas‖ y señalabas a María Rosa que no tenía segunda

enagua que ponerse?

Ángela ___ ¿Idiay? Era una Sandoval…

Cristina ___ Y el abuelo estaba en La Cartilla Histórica. Según eso, para vos era

rica.

Ángela ___ Era orgullosa, eso es lo que era.

Cristina ___ Eso sí. Y ahora con marido rico, ni se diga.

Ángela ___ ¿La ves?

Cristina ___ Jamás. Ya casi ni saluda

Ángela ___ ¿Se le subió La Catilla Histórica?

Cristina ___ No. Se le subió el marido. (Se quedan mirando y se ríen. Luego hay un

silencio y cristina busca un tema de conversación) ¿Y de…

Ángela ___ (Ha hablado una fracción de segundo antes) ¿Y de tu vida, qué? ¿Te

estás pasando de casa?

221

Cristina ___ Sí, precisamente hoy. Ya se nota.

Ángela ___ Bueno, ya no están los cuadros.

Cristina ___ Los vendimos, Ángela

Ángela ___ ¿Tus cuadros?

Cristina ___ No valían mucho. Eran reproducciones más o menos finas que me

regalaron cuando me casé. También tuvimos que vender la vitrola.

Ángela ___¿Tus discos? ¿Tus zarzuelas?

Cristina (Lentamente) Todos. (Hay un silencio profundo y expresivo)

Ángela ___ (Titubea. No sabe cómo preguntar. Le pavoriza la posibilidad de ser

indiscreta) ¿Qué… qué sucedió?

(En algún lugar de la escena conversan Mariano y Jorge. Mariano es hombre que

aparenta más de 50 años. No es viejo, pero su cabellera está enteramente blanca. Es

elegante, ágil, bien parecido, casi hechizante. Jorge, unos años más joven, es el típico

dandy de la época, pretendido, engominado, con un vistoso pañuelo de seda

emergiéndole del bolsillo del pecho. El diálogo de los dos hombres y la conversación de

las dos mujeres sugieren un extraño contrapunto)

Cristina ___ (Lentamente, como con desgano, sin querer pronunciar la palabra) La

crisis.

Mariano ___ La crisis ha afectado a todo el mundo.

Ángela ____ Claro, ha afectado a todo el mundo.

Cristina ____ A todo el mundo.

Mariano ____ Hemos luchado juntos por hacer este almacén.

Ángela ____ Pero yo creía que el almacén de tu marido…

Cristina ____ No es solo de él. Es de los tres hermanos.

Jorge ____ Que es de los tres…

222

Cristina ____ Abel solo tiene una tercera parte.

Mariano ____ Se han venido abajo los negocios.

Jorge ____ Esto no da ya para sostener tres familias.

Mariano ____ Además, tenemos que hacernos cargo de Papá…

(Desaparecen Mariano y Jorge en la oscuridad)

Cristina ____ Además, ahora tienen que hacerse cargo de mi suegro, que antes

les ayudaba y ahora lo ha perdido todo. No te imaginás lo que he pasado… varias

veces pensé escribirte pero no me atreví…

Ángela ____ Yo hubiera venido antes. ¡Qué falta de confianza!

Cristina ___ Me dio pena. Que vinieras sólo a oírme contar tristezas…

Ángela ___ Para eso somos las amigas.

Cristina ____ Bastante me han tenido que oírlas que están en San José.

Ángela ___ ¿Luisa y Graciela?

Cristina ____ Sí, Luisa y Graciela. Las de siempre.

Ángela ____ Cuando no estoy yo.

Cristina ____ Nunca estás. Pero vos sabés que yo siempre digo Luisa, Graciela y

Ángela. (Hace una pausa) No sé por dónde empezar. No quisiera hacerte un

cuento muy largo. Ya las cosas comenzaban a aflojarse, a no andar muy bien,

cuando se me enfermó Cecilia…. (Otra pausa, espera de Ángela una pregunta que no

se produce) Bueno siempre ha sido enfermiza. Pero esta vez (hace un gesto de

dureza con los labios), esta vez era un comienzo de tuberculosis. (Ángela trata de

decir algo, pero no encuentra qué) Había que llevársela de aquí, a un clima frío,

sacarla de la escuela. El suegro de mi cuñado Jorge, vos lo conocés…

Ángela ___ Sí, Jorge… sí.

Cristina ____ Bueno, pues el suegro de Jorge tiene una finca por el lado de los

Cartagos, arriba de Barva, y Abel quería pedírsela prestada, pero Jorge le salió

223

con que no lo hiciera, y no sé qué cosas… de que la iban a ocupar… Por dicha

apareció Graciela y nos prestó su finca de San Isidro. A mí me daba pena,

porque yo sé que esa gente se ha visto afectada por la crisis.

Ángela ___ Pero todavía tienen…

Cristina ____ Claro que sí. Siguen siendo bastante ricos (Leve pausa) De esto

hace seis meses. Lo de Cecilia no fue muy grave a Dios gracias, pero los

contratiempos, vos sabés. (Pausa) Me pasé cinco meses en aquella remotidad,

Abel viajando todos los días con Arturo que nopodía perder escuela. Sobre todo

las primeras semanas se me metió que la chiquita sse me moría…

Ángela ___ ¿Pero cómo yo no me enteré de nada? Luisa o Graciela pudieron

avisarme, haberme escrito…

Cristina ___ Es que la alarma pasó pronto. La temporada fue más bien de

convalescencia. Ya está bien y el doctor le dio de alta… Pero mientras estábamos

en ese apuro fue que se vino lo del almacén. La quiebra.

(Otra vez conversan Mariano y Jorge en contrapunto con las mujeres)

Ángela ____ ¿La quiebra?

Mariano ___ ¿Cómo quiebra?

Cristina ___ No fue quiebra. Yo la llamo así. Estuvieron a punto de cerrar.

Mariano ___ No vamos a declararnos en quiebra, ni vamos a cerrar el almacén.

Vamos a llamar acreedores y a proponer un arreglo…

Jorge ____ Este negocio no da ya para tres familias

(Desaparecen Mariano yJorge)

Ángela ___… Y Abel se sacó la rifa…

Cristina ____ Es que yo no estaba aquí, te lo juro porque me habría oído… Y el

suave de Abel que siempre se deja… (Angela se sumerge en la sombra. De pie,

frente a Cristina está don Bernardo, su suegro. Es un caballerro de alta estatura, cabellos

blancos, piel morena.)

224

Don Bernardo ____ Usted tiene que comprender la situación, hija. Cada uno de

mis tres hijos ha cumplido una función dentro del almacén: Mariano ha atendido la

contabilidad y la administración; Jorge ha sido el encargado del despacho, y Abel

el agente viajero. Ese departamento fue el que se vino al suelo (hay un silencio,

durante el cual es como si Cristina argullera algo que no oímos) Comprenda que

Mariano como hermano mayor y cerebro de la familia, tiene que seguir al frente

de los negocios hasta salvarlos. Jorge está obligado a mantener su posición como

vocal de la Cámara de Comercio… le toca, pues, a Abel…

(Desaparece la figura de don Bernardo. Todo vuelve a estar como estaba)

Cristina ___ Total, que el marido de Luisa le ha conseguido a Abel un puesto

público. Hay que esperar el nuevo gobierno, claro, pero…

Ángela ___ ¿Y el almacén?

(Frente a Cristina ha apareccido Abel, hombre cercano a los cuarenta años de aspecto

fino y meditabundo. Viste con cierta estudiada corrección, pero su atavío es casi

modesto. Las puntas blancas de un pañielo sobresalen el bolsillo de su saco)

Abel ___ (A Cristina) Quedará en manos de Mariano y Jorge.

Ángela ___ (A Cristina) ¿Y ustedes?

Abel ___ (A Cristina) Vamos a desocupar las viejas bodegas del segundo piso del

almacén, que ahora se usan poco y tienen entrada independiente, y allí vamos a

vivir.

Ángela ____ (A Cristina) ¿Ustedes?

Abel ___ (A Cristina) El sueldo que voy a ganar no va a alcanzar para pagar esta

casa.

Cristina (yendo hacia Abel) ¡Pero en esa bodega no hay campo! (Abel la abraza.

Permanecen así unos segundos. Luego Abel desaparece y Crisitna vuelve a sentarse

frente a Ángela, como estaban, y reanuda la conversación con ella) Y como en esa

bodega no hay campo, entonces Arturo y Cecilia se van a vivir con Papá y mi

hermana Hortensia.

Ángela ___ ¡Bendito sea Dios!

Cristina ___ ¿Qué de un frijol hizo dos? (La escena se desvanece. Y tenemos frente

a nosotros nuevamente a Arturo)

225

Arturo ___ Sí. Teníamos que irnos del barrio. Esa era la única realidad aquel

día y aquella hora. Me fui a hacerle la última visita a la vieja Blanco, a doña

Avelina… Ya los Blanco no usarían mis camissas viejas… Yo tendría que

averiguar, en lo sucesivo, de quien habían sido las camisas viejas que alguien me

enviaría…

(Doña Avelina Blanco está remendando. No se vería tan pobre si no se complaciera en

andar levemente desgreñada)

Doña Avelina ___ Muchacho, ¿qué andás haciendo a estas horas que debías

estar en la escuela?

Arturo ___ Hoy no voy al liceo, doña Avelina. Nos pasamos de casa.

Doña Avelina ___ ¿Entonces es cierto que se van?

Arturo ___ ¡Qué le parece!

Doña Avelina ___ Tu mama va a hacer falta en el vencindario. Vos no, gran

demonio.

Arturo ___ ¿A que a Beto y a Chale sí les voy a hacer falta?

Doña Avelina ___ A mí también, condenado… ¿pero por qué es que se van?

Arturo ___ Usted sabe, doña Avelina. La crisis…

Doña Avelina ___ La crisis, la crisis… la crisis es cosa de los ricos. Nosotros

seguimos igual como estábamos. Cierran tiendas, quiebran bancos, Yo no sé de

eso. Yo sigo igual jodiéndome la vida como antes. Cuesta un poquillo más ahora

porque hay menos plata. Pero ya uno se está acostumbrado (como para sí mismo)

Uno se acostumbra a todo, hasta a ser pobre.

Arturo ___ (reflexivo) Yo no sé mucho de eso tampoco, pero algo oigo. Y algo

aprende uno también, pensando, viendo…

Doña Avelina ___ ¡Qué sabés vos! Eso es cosa de ricos. Y la que se jode es

uno. Pero antes de que se vaya, me le va a decir a Cristina que otra vez muchas

gracias por las camisas… la verdad es que mejor voy a decírselo en persona… (se

levanta como para ir en busca de Cristina. Ella y Arturo están en el centro de la escena)

Ustedes son de los ricos buenos…

226

Arturo ___ Nosotros no somos ricos, doña Avelina. Ni esta situación que

pasamos es cosa de ricos… (Hace una larga pausa. De repente la toma por los

brazos) Doña Avelina, usted no entiende… usted nunca entendió ni yo pude

explicárselo entonces, aunque ahora sí podría… Han pasado muchísimos años,

doña Avelina. Ya yo soy casi un viejo, y usted se murió, no recuerdo cuándo, pero

se murió. ¿Y todavía cree, sigue creyendo que nosotros éramos ricos? (Se aparta,

la contempla) Éramos pobres, pobres, pobres, con pretensiones de abuelos y

antepasados y próceres, pero pobres. Y nos fuimos del barrio precisamente

porque éramos pobres... Algo estaba rompiéndose, algo se venía abajo; no era

cosa de que quebrara un banco o una gran casa comercial, o que se arruinara un

cafetalero… A mí que me importaba, a Mamá qué le importaba… Pero estábamos,

estaba Papá, estaba Mamá tratando de salvar algo… ¿Una manera de vivir tal

vez, una manera de convivir? En esta cuadra vivíamos ustedes y nosotros, y

también don Jeremía Ramírez, que tenía millones…

(Aparte un caballero entrado en años)

Don Jeremías ___ Idiay, Arturillo, ¿siempre se van hoy?

Arturo ___ Sí, don Jeremías

Don Jeremías ___ Pues no te perdás (Sigue su camino, pero rectifica; se devuelve y

saca un billete del bolsillo) Tomá. Es una propina (Le entrega Arturo el billete) Tomá.

Es una propina.

Arturo ___ ¿Una propina?

Don Jeremías ___ Sí, por ser un carajillo simpático… y malcriado (y se va muy

solemne)

Arturo ___ (A los espectadores) Por dicha me dijo lo de la propina. Porque si no yo

lo habría tomado a limosna y… (medita) bueno, de todos modos me lo habría

dejado. Era un billete de cinco pesos; pasarían años antes de que yo viera otro.

(regresa al lado de doña Avelina)

Doña Avelina ___ Ustedes eran buenos…

Arturo ___ No era eso, doña Avelina… es que éramos iguales. Y los chiquillos

suyos, y yo, y los Ramírez, íbamos a la misma escuela y jugábamos juntos en la

esquina. Esa era una de las cosas que se estaban derrumbando y no lo

sabíamos. ¿Sabe por qué? Porque de pronto algunos comprendieron ___ mi tata

no, por dicha para mí___ que la única defensa que les quedaba era hacerse de

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mucha plata, ser muy poderosos, y no mezclarse con nadie. Usted cree que

éramos ricos… Y vivíamos casi felices, de una manera estrecha que nadie

aceptaría, ni yo mismo… Nos íbamos del barrio: mi hermanita y yo a vivir con el

abuelo; los viejos __ ahora los llamo así___ a reducirse en dos cuartos… Pero

nunca más, doña Avelina, nunca más pudimos volver a vivir en una calle donde

hubiera un millonario como don Jeremías Ramírez, y la familia de un sastre medio

ciego, y que ninguno humillara al otro, y todos fuéramos simplemente vecinos. A

los descendientes de don Jeremías, ahora, les daría pena que los vieran con

chiquillos como eran Beto y Chale… ¡Y pensar que usted, doña Avelina, cuando

quería entrar en la casa de los Ramírez, nada más entreabría la puerta, gritaba

―¡Compermiso María!‖, y se iba zaguán adentro. (Reflexiona). Compermiso María…

Se necesitó que pasaran muchos años para entenderlo, pero yo ahora lo entiendo,

y no es que nadie me lo dijera (pausa) Nos habíamos quedado sin defensas, sin

esas defensas que nos servían a todos… Yo sé que Papá lo pensaba en

silencio… ¿Sabe usted, doña Avelina? (Al público) ¿Saben ustedes lo que dijo

esa noche, cuando salimos de aquí? Dijo esto: ―Ojalá que mi hermano Mariano

pueda dormir tranquilamente esta noche como voy a dormir yo‖. Y se fue

sonriendo y medio tarareando un bolero que le gustaba. (Se escuchan muy

suavemente algunos compases del bolero “Tus pupilas” de Agustín Lara).

Doña Avelina ____ Ustedes eran ricos buenos… quiero decir, eran buenos.

Arturo ___ Lo peor es que usted tal vez nos odiaba como se odia a los ricos… Y

nosotros, por ustedes, ¿qué sentíamos? Eso que se sentía por los pobres

cercanos, y que decían que era amor y no era amor, mentira, y era solo látima y

un poquillo de orgullo porque éramos ligeramente menos pobres que ustedes…

Pero eso sí, que nadie me negara el derecho de considerar a Beto el suyo como

un hermano y hasta la fecha (Está llorando enbrazos de una Avelina inmóvil)

(Vuelven a escucharse los ruidos de la vieja calle. Arturo se desprende de doña Avelina,

que se pierde en la oscuridad)

Arturo ___ Se acercaba la hora de nuestro último almuerzo. Era como decir el

momento de los pregoneros.

(Se escuchaban los viejos pregones: “Dulces helados/ están premiados”; “tiene

botellas/papel periódico”; el pito del afilador. Y el melcochero: “Mel-coo-chas, mel-coo-

chas”)

Arturo ___ (Imitando el canto) Mel-coo-chas, mel-coo-chas. Me acuerdo del

melcochero. Al principio eran dos hermanos, muy parecidos, bizcos los dos, que

228

usaban anteojos con aro de metal. Un poco mayores que yo. La hermanita

desapareció muy pronto. El hermano siguió por muchos años. (Se oye el pregón:

Mel-coo-chas.) Le llamábamos Cochas. Ustedes mismos, tal vez, si tienen edad

suficiente, le compraron sus melcochas colocadas en hojas de naranja, y se le

pusieron detrás llamándolo: ―Cochas, cochas‖.

(Abel. Cristina y Cecilia se han sentado a almorzar. Cecilia esuna niña de diezaños.

Desde su asiento, Abel increpa a Arturo.)

Abel ___ Arturo, nunca hay que burlarse del que hace algo ridículo, o algo que

nosotros no haríamos, si no lo hace por gusto; si lo hace por obligación o por

necesidad… (Arturo corre a ocupar su asiento en el almuerzo, que ya termina.)

Cecilia ___ ¿Ya te despediste de Lilia?

Arturo ___ ¡Qué chiquita más necia! (La pellizca. Cecilia grita)

Cristina ___ (A Arturo) Eh, qué es eso.

Abel ___ (A Arturo) Está bien, hijo, está bien, hay que enamorarse varias veces.

Cristina ___ ¿Cómo que varias veces? (Risas generales. A Cecilia) Usted, llévese

los platos, que yo iré después a lavarlos (Cecilia se levanta lentamente, recoge los

platos y se va, todo en medio de un silencio)

Abel ___ (Una vez que Cecilia sea retirado. A Arturo) Andá a la esquina donde

Baltasar y me traes un paquete de cigarros (le da una moneda, Arturo avanza hacia

el proscenio con deliberada lentitud, a cumplir el encargo, mientras la casa se oscurece)

Arturo ___ (Al público) Yo sabía muy bien que lo que querían era quedarse solos

y conversar. Por eso hice el mandado lo más despacio que pude.

(Se dirige a la pulpería y cantina de don Baltazar, jugando con las piedras, inclinándose a

recoger alguna chuchería. En la pulpería está don Rafael, un sesentón bastante

maltrecho que saborea su copita __ o la quinta de sus copitas___ de mediodía, leyendo

un diario junto al mostrador. Gardel canta “Tomo y obligo” en la radio.)

Don Rafael ___ (Su tono es leve pero inconfundiblemente alcohólico) Mirá Baltasar si

no da ya pena vivir en este país… (Lee) ―Desfile de obreros sin trabajo se

prepara‖… Claro, hay hambre… Y oí lo que declara con Mauricio Bonilla, que es

hombre de pro y fureza viva: (lee con voz tonante) ―Los desflies que se anuncian

van en contra de nuestra tradición democrática; constituyen una amenaza para la

229

paz y tranquilidad de nuestra patria, y son producto de las mentes extraviadas de

jóvenes de ideas exóticas que los organizan con la intención de dar al traste con

nuestras sacrosantas libertades‖. ¡Viejo hijuep!... Yo lo conozco bien, fui su

abogado y sé como hizo la plata que tiene… porque es de los pocos que quedan

con plata.

Baltasar ___ (Con fuerte acento español) Mire usted, don Rafael, que yo aquí ni me

entero, detrás del mostrador y atendiendo el negocio. ¿Por qué no me expica lo

que sucede? No hay plata, nada se mueve, todo el mundo está arruinado…

Don Rafael ___ Ya lo dijiste gallego, todo el mundo está arruinado. El mundo

entero. La crisis es mundial. Los millonarios están en otros países pidiendo

limosna y vendiendo lápices y manzanas en las esquinas. Y claro, el coletazo nos

afecta a todos. El precio del café se fue al suelo. Y aquí no somos lo

suficientemente fuertes. Se han salvado los más grandes. Pero los negocios

pequeños, las pequeñas fincas están quebrando. Y hay mucha gente sin trabajo.

Todo el mundo sospechaba que eso iba a pasar, pero nadie hizo nada para

evitarlo. Y como se viene una manifestación de obreros sin trabajo, don Mauricio

dice que va contra nuestras libertades tradicionales… (Pausa) Y poné atención.

Hace apenas dos meses pasó la vaina esa del Bellavista: un grupo, amigos míos

algunos, que con la mayor tranquilidad tomó un cuartel para desoconocer las

elecciones y tumbar al pobre don Cleto que es un viejo santo… Ve lo que dice el

periódico a la par de lo de don Mauricio: (Lee) ―Amnistía piden para los del

Bellavista‖. ¿Te fijás? Esos no iban contra la tradición democrática, ni

amenazaron la paz y la tranquilidad. No, gallego, éste es un país de hipócritas. Y

sin embargo, tiene cosas que se deberían salvar, y son las que no van a

salvarse…

Arturo ___ (Llegando a la pulpería. A Baltazar) Un paquete de Camel. (Baltasar se lo

trae en silencio. Arturo le paga)

Baltasar ____ (Mientras va a la caja registradora) Oye Arturito, ¿es cierto que os vais

del barrio?

Arturo ____ Hoy

Baltasar ____ Malo, malo. Don Rafael, ¿usted conoce a este muchacho? Es hijo

de…

Don Rafael ___ (Interrumpiéndole) Ni sigás, de mi primo Abel… Primo lejano,

muchacho, pero primo bueno. Le vas a decir que el primo Rafa le mandó saludes.

230

(Medita) ¿Con que hijo de Abelillo? El mejor de la familia, no se te olvide nunca.

El mejor de todos mis primos. Yo sé por qué te lo digo, y soy mucho más viejo

que él. Ahí donde lo ves, el más inteligente de los tres hermanos… y ¿sabés una

cosa, muchacho? (Expresivo) El de más corazón. El que más vale. Que no se te

olvide nunca. ¿Ya estás en el liceo?

Arturo ___ En primer año.

Don Rafael ___ Y después… ¿pensás estudiar?

Arturo ____ Tal vez Derecho.

Don Rafael ____ Buena profesión. Yo soy abogado y te lo digo. Soy… fui… no

deja uno nunca de serlo. Lo que pasa es que ya no ejerzo, no tengo oficina. La

situación se puso fututa, muy jodida, pero no importa, estudiá Derecho, que

siempre sirve de algo. Yo siempre le dije a tu tata que estudiara derecho, pero no

quiso… Condenado, no quiso estudiar… Ninguno de los hermanos… Se

dedicaron al comercio y no les ha ido mal… Pero espérate, como que sí les ha ido

mal, ¿no? Hasta mi tío Bernardo se lo llevó la trampa… ¿Vos lo conocés, gallego,

caro que sí? (A Arturo) ¿Vos sabías quié soy?

Arturo ____ Claro que sí. ¿A usted quién no lo conoce?

Don Rafael ____ ¿Me conocés por los de tu casa, o por esta cantina?

Arturo ___ (Titubea, para satisfacción de don Rafael) Bueno…. Yo sabía que usted

es primo de mi tata… Pero fue que yo pregunté una vez quiém era ese señor que

viene todos los días donde Baltasar…

Don Rafael ____ (Dirigiéndose inicialmente a Arturo, pero desentendiéndose

paulatinamente de él) Mala época te ha tocado… y te va a tocar. Yo no sé como

diablos vamos a salir de este hueco. (Se ensimisma) Será con brujerías… Hay

quienes creen que con solo que suba don Ricardo, que es brujo, esto se va a

arreglar… ¿Sabés una cosa, gallego? Aquí ya no hay nada seguro. Antes, con

un apellido al hombro la gente creía que estaba protegida. ¡Hmmmmmm! Para

nada sirve esa vaina si no hay plata detrás… o un pariente que la tenga… Y eso

de la plata detrás es lo que están empezando a entender algunos… Ya verás el

carrerón que van a pegar en cuanto esto se aclare un poquito…. ¡A hacer plata

como sea! (Lentamente) Eso es lo que llaman la-ma-yo-rí-a de- e-dad-de-los-pa-í-

ses. (Con Arturo otra vez) A ustedes van a terminar por tocarles una época bonita…

más bien interesante; si no es que este país termina en un baño de sangre… Esto

231

está hecho pedazos… A ustedes les van a dar tiempo de que crezcan, y cuando

les caiga en las manos, acordate de que yo te lo dije… Todavía hay algunos que

creen que esto es una familia… Costa Rica no ha sido otra cosa que un gran

incesto, que es diferente… Pero de esto va a a salir cambiada… Ahora están

felices porque don Ricarddo… Muy bien, don Ricardo… Y están felices porque se

acabó don Cleto… Y dentro de cuatro años se les habrá acabado don Ricardo y

van a estar felices también… Y después ¿qué? Nos tocaría a los de sesenta

años. Mírense en este espejo. Arruinados y con el caos a la vista… Tráeme otro

trago, gallego… Hay mucha gente que toma, ¿sabés muchacho? Para olvidarse

de las cosas que le han pasado… Lo mejor ___ y yo lo pracico para gloria y

prestigio de mi hidalga persona__ es beber para olvidarse más bien de lo que va

a pasar. (Hace una pausa más o menos larga, para escudriñar el efecto que sus frases

han producido en Arturo) Vivíamos en unparaíso idiota, y de pronto todo traqueó,

desde afuera, y ahora no solo no saben dónde meterse, sino que no saben donde

meternos…

Arturo ___ (Con el público) Yo me quedé escuchando a don Rafael hasta que me

aburrí. No tenía ninguna precisa de llegar a casa. Era mejor que los viejos

tuveran la oportunidad e decirse lo que tenían que decirse. ( poco a poco ha

desaparecido la pupería) Yo no sé lo que hablaron. Pero hoy, tantos años después,

tal vez puedo imaginarme, acaso inventar, lo que pudo haber sido una

converación entre mis padres aquel día.

(Cristina se ha ausentdo, está con Cecilia en la cocina. Abel se ha quedado solo en el

comedor. Enciende descuidadamente el radio, y se escucha el bolero “Tus pupilas”, que

Abel oye con mirada ligermente soñadora, y moviendo un poco su cuerpo al compás de la

música.)

Abel ___ No se preocupe, hija, no se preocupe. Dios proveerá.

Cristina ___ (Desde la cocina) Muy bonito, como si con eso se pagaran las

cuentas (Regresa)

Abel ___ Dios no se olvida de sus animalitos.

Cristina ___ Por favor, no hagás frases ni chistes

Abel___ Yo no hago chistes, Cristina. Simplemente trato de sacar el mejor partido

posible de las cosas

Cristina ___ ¿Cómo Mariano? Ese sí le saca partido a las cosas. Vos no. Vos

sos un suave. Con vos hacen lo que les da la gana…

232

Abel ___ (Apaga la radio como si esto fuera indispensable para seguir con la

conversación) ¿Y para qué iba a pelear si la partida estaba perdida? ¿Para darle

gusto a la lengua?

Cristina ___ (Habla suavemente. No hay recriminaciones en ella) Tal ve para darles

gusto a tus hermanos…

Abel ___ Allá ellos. Yo sé que se nos ha venido encima una época muy difícil.

Pero no le tengo miedo, eso es todo. Es cuestión de no aflojar. ¿Irnos de esta

casa? Bueno, me duele, yo estaba muy contento aquí. Todos, creo. Es la mejor

casa en que hemos vivido. Voy a recordarla siempre… Hemos sido bastante

felices aquí, ¿verdad?

Cristina ___ Mucho

Abel ___ Fíjate en una cosa. Hoy mismo, estamos felices aquí. Podemos ser

felices. Puede que por ser la última vez que almorzamos en esta casa, lo

hayamos disfrutado. En medio de todo ha sido un almuerzo tranquilo, en paz…

Cristina ___ Te entiendo: triste pero feliz. ¿No es eso?

Abel ____ Exactamente. La tristeza no excluye la felicidad.

Cristina ____ (Tras una pausa) ¿Habaste con Mariano de…?

Abel ____ ¿De mi seguro de vida? Sí: ellos lo seguirán pagando… Mientras

puedan…

Cristina ____ Mientras puedan…. Ya veo que dentro de tres meses no podrán…

Como si no conociera yo a mi gente…

Abel ____ Ellos sabrán… Y yo también sabré lo que tengo que hacer. La verdad

es que ahora, que he estado liquidando y poniendo al día, me he dado cuenta de

que aunque el negocio anda mal, tiene perspectiva para más adelante… Por algo

no he querido aflojar mis acciones. Vas a ver que algún día nos servirán…

Cristina ___ Pero ¿cuándo?

Abel ___ Algún día. Yono sé. Esta crisis no va a durar toda la vida.

233

Cristina ___ Pero nadie sabe cuánto va a durar. Y tenemos que pensar en que

Arturo saque una profesión, yo no sé, Ya ni penar en que estudie afuera…

Abel ___ Ya lo sé, no tengás miedo, que todo se arreglará de algún modo. Por

eso te digo lo de las acciones. Además, ahí está e seguro de vida…

Cristina ___ (sin ninguna entonación irónica) Te lo dje y te lo repito: hasta que un

día tus hermanos decidan que no les alcanza, y dejen de pagarlo…

Abel ___ Mientras puedan lo pagarán. De eso sí estoy seguro. No hablemos más

de eso. (Dice esto último en forma menos suave y más terminante, que provoca un

silencio largo en Cristina)

Cristina ___ (súbitamente y a gran velocidad) De veras, Abel, por más esfuerzos

que hago no te entiendo.

Abel ___ Sí me entendés. Es que estás haciéndote la que…

Cristina ____ Es que a veces me parece que no piensas en tus hijos…

Abel ___ Es en lo que más pienso. Créemelo sin resentirte.

Cristina ____ Entonces tengo que insistir: ¿por qué te dejaste?

Abel ____ (lento, titubeando, como si no quisiera decir lo que está diciendo) Porque en

esta vida, siempre, alguien tiene que ceder.

Cristina ___ Ceden los tontos, Abel.

Abel ___ Eso es lo que nos hacen creer. Y yo no querría vivir como viven los que

no hacen creer esas cosas

Cristina ____ ¿No te da miedo pensar que algún día tus hijos te lo cobren?

Abel ___ ¿Cobrarme qué: el haber aceptado que vivamos estrechamente? No sé,

tal vez en algún momento, cuando comprendan, se indignen… Luego, se me

ocurre, me perdonarán lo perdonable… (Pausa) No creás: pasar un poco de

necesidades fortalece a la gente. Por eso hay que desconfiar mucho de los hijos

de los ricos. Tal vez sean como son porque algún poder invisible lo decreta así

para que la riqueza no sea eternamente hereditaria como las dinastías.

234

Cristina ___ Según esa teoría tuya, habría que ser deliberadamente pobres…

Abel ___ No. Es que no hay que ser deliberadamente ricos, que es otra cosa. De

veras, Cristina, yo no les tengo miedo a mis hijos. Te repito, puede que

inicialmente se alcen contra mí, yo no sé, a lo mejor. Pero después no. Y cuando

yo me haya muerto, menos… lo importante no es el régimen de vida que lleven de

hoy en adelante, sino lo que les enseñe… Estoy seguro: algún día entenderán que

la vida no es un sálvese quien pueda; que aunque a la fuerza, es un acto de

solidaridad…a la fuerza o a disgusto…

Cristina___ tal vez de todo esto salga Arturo convertido en un hombre

completamente distinto a…

Abel ___ (Interumpiéndola para que no pronucie el nombre. Sonriendo). Tal vez… Y

vos con toda seguridad te darás cuenta de que es una gran ventaja y dejarás de

estar enojada conmigo… Los muchachos entinden muchas cosas que nosotros

no… ¿Te acordás la última nochebuena lo entusiasmado que estaba Arturo con el

juego de ajedrés que tenía el hijo de Marino? Ya los dos saben que esos juegos

los estaba regalando una casa comercial a sus clientes. Y ahora que lo saben,

estoy seguro de que Arturo apreciará, como no apreció en diciembre, que su

regalo fuese mi viejo reloj de pulsera.

Arturo ___ (Se ha acercado a la silla de su padre) Es cierto: Lo comprendí a tiempo.

Y yo espero que me hayas perdonado la cara que hice aquella navidad cuando

reconocí tu reloj (le acaricia la cabeza) Yo creo, espero, quisiera que te hubieses

dado cuenta de que conforme avanzó el tiempo y me hice hombre, fui

comprendiendo mejor tu conducta. Es muy posible, creo recordarlo, que a los

diecisiete o dieciocho años, viendo al tío Mariano que estrenaba automóvil, me

hubiesen dado ganas de patearte, viejo… Pero después no, nunca más. Decime:

¿no tuviste una vejez tranquila junto a Cecilia y conmigo? ¿No te diste cuenta

acaso de que aunque no te lo dijéramos, habíamos compendido que tenías razón?

Mira viejo, la vida más de una vez me ha obligado a ser como el tío Mariano, y una

vez, antes de irte, te diste cuenta y no me lo mencionaste. Pero siempre en esos

caos,dormi mal. Y vos decías que lo más importante del mundo es dormir bien.

( Pausa) Todos aflojamos alguna vez. (Se mueve ahora para colocarse detrás de la

silla de Cristina) Y vos, vieja linda. Te fuiste demasiado joven, no alcanzaste a ver

lo importante, que fue la recuperación del viejo, sin amargura, los años junto a mí,

lo que trabajamos juntos, el hecho de que yo efectivamente terminé dándole la

razón, y Cecilia también. Porque vos sabías todo el tiempo, ¿verdad que sí?, que

el viejo tenía razón, aunque te pusieras de abogado del diablo a chucearlo, a

235

punzarlo… (Le acaricia la cabeza como a su padre. De pronto se pone tierno) ¡Mi

pareja de fantasmas!

TELÓN

ACTO SEGUNDO

El escenario está en penumbra, una penumbra que comienza a poblarse de sombras:

gentes que circulan apresuradas, voces que anuncian con claridad: “Lotería, chances”,

“Sabana- Cementerio”,”Guadalupe- Moravia”, “San pedro, entra en la U”. Se escucha un

motor de autobús. Un radio se desgañita con un programa deportivo. De entre esas

sombras y ruidos, cuando cesan, emerge Arturo.

Arturo ___ Yo no sé si mis padres hablaron ese día como los escuchamos antes

del intermedio. Acaso, pienso ahora, tantos años después, debieron de hablar así.

Es difícil, con el tiempo, reconstruir, imaginar, puede que hasta inventar. (Pausa)

Lo que ahora sí sé, de lo que sí estoy seguro, es de aquel día no teníamos

conciencia de que aquello fuese un derrumbamiento. Tenerla habría sido como

hacer literatura. (Pausa) Era, simplemente, un episodio más, una vicisitud más de

la vida cotdiana. Hoy en este preciso día de hoy, para mis entrañables amigos

Beto y Chale Blanco, los hijos de doña Avelina, un hecho así constituiría casi una

degradación. Pero en aquel momento, para nosotros, no; y creo que para nadie.

Nunca, en los años que pasaron, oí en mi casa decir nada semejante.

(Se va. La escena se ilumina y Cristina conversa con su hermana Hortensia, más joven

que ella, pero con alguna leve actitud de solterona. Durante esta escena, y la que sigue,

entran hombres que cargan en silencio los muebles y se los llevan)

Cristina ___ A veces pienso de veras Hortensia, que a la larga esto no es más

que… ¿cómo te lo dijera?, reducirnos un poco. La verdad es que fíjate: nada de lo

que de verdad constituye nuestra vida va a perderse. Ni yo dejaré de ser Cristina,

ni Abel dejará de ser Abel. Separarnos un poco de los hijos… no es perderlos.

Estarán cerca, con ustedes…

Hortensia ___ Conmigo será como si estuvieran con vos.

Cristina___ Será por novelería, pero en el fondo están hasta felices de ire con

ustedes.

Hortensia ___ ¡Si es que pueden estar felices…! Y perdoná que insista.

236

Cristina ___ ¿Y por qué no van a estarlo? Abel me prohibió poner cara triste.

¡Como si tuviera que prohibírmelo! ¿Te acordás de lo que nos decía Brenes

Mesén en el colegio? Estar triste es malsano.

Hortensia ___ Por lo menos demostrarlo

Cristina ___ ¿Y por qué voy a estar triste? Ya te lo dije: ¿He perdido algo que de

verdad sea esencial? ¿Estoy perdiendo a un ser querido? Más bien estoy

sintiendo que me quieren más. No solo vos: también los demás hermanos y

hermanas. Fueron peores días de la enfermedad de Cecilia…

Hortensia ___ Ahorita comenzás como tu marido a hacer la lista de la gente a la

que le ha ido peor… Así se consuela.

Cristina ___ ¿No crees que es una buena manera de consolarse?

Hortensia ___ A mí hasta que me da risa oírlo

Cristina ___ ¿Y reírse no es también una buena manera de consolarse?

Hortensia ___ (Súbita casi violenta) Bueno, ahí afuera tengo un carro de alquiler

para llevarme las valijas con la ropa de los chiquillos. ¿Ya las tenés listas?

Cristina ___ Desde esta mañana.

Hortensia ___ Y otra cosa: Papá quería que fuera una sorpresa, pero esta noche

vamos a comer todos los hermanos juntos.

Cristina ___ ¿En honor a nosotros?

Hortensia ___ Bueno, eso de honor te lo quedo debiendo…

Cristina ___ No entiendo. ¿Entonces… desagravio?

Hortensia ___ ¿Quién te ha… quién los ha agraviado?

Cristina ___ Ustedes no… Yo diría que nadie. Que, tal vez, la cisis.

Hortensia ___ La crisis, la crisis, la crisis, esa nos ha llevado de encuentro a

todos… (Antes de que Cristina diga algo) Sí, ya sé que a vos más, que a vos peor…

Es como si te hubiere caído la casa encima…

237

Cristina ___ (Más filosófica que melancólica) ¿Cuál casa? (Rápida) En todo caso, si

alguna casa se está cayendo, se cae alrededor, no encima de mí.

Hortensia ___ ¡Ah, qué mujer ésta…!

Cristina ___ Es que ya estás vos peor que Abel, hablando de que la crisis nos

afecta a todos.

Hortensia ___ Peor que Abel eso sí que no. Yo, y sería mejor que te lo diga si no

querés que me intoxique, no sé cómo soportás a ese hombre tan abúlico, tan

pasivo, que no se defiende…

Cristina ___ A veces creo que no lo soporto, de veras… pero otras veces

entiendo lo que me dice. Por ejemplo, eso de que no se defiende, lo convierte él

en otra cosa: en que está defendiendo cosas más importantes.

Hortensia ___ ¿Pero es que hay algo más importante que su familia?

Cristina ___ Sí, su familia, dice él. Y afirma que la defiende porque le está

defendiendo… ¿cómo es que dice?... su integridad moral.

Hortensia ___ ¿de dónde sacará esas cosas? ¡De su propia incapacidad para

actuar?

Cristina____ ¡Yo que sé! Debe ser de lo que medita… o de lo que lee. ¿Sabés

una cosa? Yo creo que Abel es el único hombre que ha tomado en serio a las

maestras y al catecismo.

Hortensia ___ ¿Cómo es eso?

Cristina ____Es un hombre que quisiera podértelo explicar mejor: que a la edad

que tiene, ahí donde lo ves, sigue creyendo en las cosas que le inculcaron cuando

niño.

Hortensia ___ ¡Eso sí que está bonito! Ahora va a resultar que es un verdadero

católico, un verdadero cristiano…

Cristina ___ ¿Católico? Pero Hortensia, es el hombre más decreído que hay

238

Hortensia ____ Eso es lo que él supone… pero no se puede ser tan descreído y

tan come cura, y al mismo tiempo andar por la calle ofrecieno la otra mejilla para

que le den.

Cristina ____ ¿Sabés lo que más le preocupa? (Pausa. Silencio de Hortensia) que

los chiquillos, cuando crezcan, lleguen a aborrecer a sus tíos…

Hortensia ____ Si de verdad fuera todo lo cristino que yo digo, más debería

meterles en la cabeza que sean distintos.

(Han cerrado las maletas que contienen la ropa de los muchachos, Hortensia las carga y

la escena se resuelve en una despedida. Cristina se queda sola. Parece meditar. Tal

vez evoca. Su expresión, de labios apretados, es firme. Lentamente entra Mariano.

Cristina parece adivinar su presencia, y se velve súbitamente hacia él)

Cristina ___ Mariano, ¿vos aquí?

Mariano ___ (Suavemente, como trasluciendo sinceridad) Vine a ver si algo se te

ofrecía, si en algo puedo ayudarte…

Cristina ___ (Exageradamente irónica) ¿Cómo hiciste para dejar el almacén aunque

fuera por pocos segundos para venir aquí?

Mariano ___ Creí mi deber venir. Hace tiempo que no conversamos, y yo sé, te

conozco bien, Cristina, que a tu ojos yo soy el único culpable de la situación

Cristina ___ ¿Y cómo lo sabés? ¿Acaso me has oído decirlo? Porque decirlo, sí

lo he dicho… ¿No será que tenés un cargo de conciencia… que sos vos el que

cree que la culpa es tuya?

Mariano ___ (Inalterable) Es posible, en parte. Pero no fui yo quien tomó la

decisión final. Fue, auque sé que nunca me lo vas a creer, el propio Abel.

Cristina ___ No me extrañaría. Cuando vos te proponés algo, Abel termina

pensano lo que a vos se te ocurre, aunque sea lo más contrario a sus propios

sentimientos… Siempre lo has dominado.

Mariano ___ Pero nunca en contra tuya. A todo el que me ha querido oír le he

expresado siempre el alto concepto que te tengo…

Cristina ___ (Agresiva) ¿Y a mí de que me ha servido? ¿Puede saberse?

239

Mariano ___ (Casi burlón, pero sin atreverse a serlo del todo) De satisfacción diría

yo, si te has enterado… Ya has visto los años que llevo viudo… Si hubiese

encontrado una mujer con tu carácter, puede que hubiera pensado… Por lo menos

en alguna que me ayudara a educar a Roberto…

Cristina ___Carantoñas no. Hoy no. A mí me basta con que seas el hermano

mayor de Abel y con que él te quiera, porque te quiere y te respeta. Demos eso

por aceptado. Pero tendrás que imaginarte, porque de tonto no tenés un pelo, que

yo no estoy precisamente agradecida con ustedes… Decime una cosa: ¿les pasó

siquiera por la mente la posibiliad de que la víctima, perdón, el favorecido, fueras

vos o Jorge y no Abel? (Mariano intenta responder ; Cristina le hace un gesto de que no

la interrumpa) ¿Verdad que no? Eso lo decidieron ustedes dos con don Bernardo, y

después se lo avisaron…

Mariano ___ No Cristina, no fue así. Abel estuvo de acuerdo todo el tiempo.

Cristina ___ De acuerdo en lo que ustedes decidieron. En cualquier cosa que

ustede hubieran decidido.

Mariano ___ ¿Y cómo estás tan segura de que no dudamos?

Cristina ___ ¿Dudar? ¿Por qué iban a dudar?

Mariano ___ Si tenés la paciencia de oírme, tal vez yo pueda contarte algo que

estoy perfectamente seguro de que Abel no te ha dicho.

Cristina ___ ¿Me puede interesar?

Mariano ___ (Prepotente por primera vez) Aunque no te intrese, porque la verdad es

que si he venido hoy es precisamente para que lo sepás.

Cristina ___ Muy grave debe ser…

Mariano ___ Como vos querás. Pero es neceario que estés enterada de que la

decisión la tomó el propio Abel

(Entran silenciosmente Abel, Jorge y Don Bernardo y se instalan en sesión, junto

Mariano, frente a Cristina)

Mariano ___ Supongo que no vamos a discutir que los negocios andan muy mal.

Eso todos lo sabemos (hace una pausa) Tenemos que hacer algo. La situación es

240

cada día peor, y en cualquier momento podríamos enfretarnos a una quiebra, con

todas las consecuencias desagradables que eso tiene.

Jorge ___ ¿Se podría llamar a una reunión de acreedores?

Mariano ___ No son las deudas lo que nos tiene tambaleando; es la disminución

de las ventas…más bien la perpectiva de que se nos vayan al suelo. He pensado

en llamar acreedores, pero es como poner un anuncio en el periódico avisando

que andamos mal.

Abel ___ Yo he estudiado a fondo los libros, y vos tenés razón: lo más grave no

es la situación actual sino lo que se viene.

Jorge ___ ¿Y por qué no liquidamos el almacén? No llevaría mucho tiempo, y

algo podríamos sacar.

Mariano ___ No. Tengo fe en que si logramos capear estos meses, cuando la

crisis pase saldremos adelante. Liquidar sería rendirse, y yo no me rindo.

Jorge ___ ¿Entonces?

Mariano ___ Lo que a mí se me ocurre por ahora es reducir gastos

Jorge ___ Parece lógico

Abel ___ Pero ¿por dónde empezamos? ¿Por buscar un local más pequeño y

pagar meno alquiler?

Mariano ___ Podría ser, pero no creo qu logremos economizar mucho así. Lo

que yo he pensado es que podrímos recortar la planilla.

Jorge ___ ¿Despedir personal?

Abel ___ (Irónico) Es lo más fácil… Pero otra vez, ¿por dónde empezamos? ¿Por

arriba o por abajo?

Mariano ____ Es cuestión de estudiar el punto. Si los tres estamos de acuerdo,

podemos revisar el caso…

241

Abel ___ Yo me los conozco de memoria… ¿A quién vamos a despedir primero?

¿A Quincho, que se conoce hasta el último chunche y rincón de la bodega, y que

además tiene cuatro hijos?

Mariano (Filosófico) La necesidad tiene cara de caballo.

Abel ___ Pero no vamos a echar a la calle a un hombre que nos ha servido

fielmente durante seis años… Busquen… buquuemos en otra parte.

Jorge ____ (Vagamente, como para sí mismo) Tal vez al nica Gilberto…

Abel ___ ¿Estás loco? Es el mejor vendedor que tenemos… Además, está medio

enfermo y no va a encontrar trabajo fácilmente. Estaba enfermo cuando llegó

aquí… Hombre, si hasta exilado político es. Aquí no tiene quien le ayude.

Mariano ___ Pero no tiene mayores obligaciones…

Abel ____ Y lo que gana se le va en cuentas de botica. Además, acuérdense de

lo competente que es. Nadie conoce la zona de Limón como él… No, olvídense,

de ninguna manera. Sería inhumano.

Mariano ___ Mientras ha trabajado aquí, le hemos pagado puntualmente. No

puede quejarse. Y algo debía haber ahorrado, digo yo.

Abel ___ ¿Ahorrado? Mira, Mariano, si me das permio me río…

Mariano ____ Todo el mundo debería ahorrar.

Abel ____ Sí, claro, pero el que no ahorra porque no puede, porque no le alcanza,

se convierte para vos ven un pródigo irresponasble. Total, me digo yo, ahorran y

después alguno quierbra y se los lleva entre las patas.

Jorge ___ (Otra vez vagamente, como para sí mismo). ¿Y las dos dependientas?

¿María del Rosario y Margarita?

Abel ___Vos las querés despedir porque son feas. ¡Como si no te conociera! Son

un par de huérfanas, una con una madre que no sirve para nada, y la otra vive

arrimada con unas primas que la tratan mal…

Mariano ___ Como que les conocés muy bien la vida y milagros de todos

242

Abel ___ Es donde mí que acuden con sus problemas.

Mariano ____ Y los convertís en problemass tuyos inmediatamente.

Abel ___ No, no es eso. Lo que pasa es que entonces me siento capacitado para

estimarlos más, y para plantear ante ustedeslas consecuencias que podría tener

un depido repentino… impremeditado. No son nombres en una planilla, son seres

humanos.

Jorge ____ ¿Cómo que impremeditado? Lo estamos meditando aquí.

Abel ___ Lo estoy meditando yo. Y ojalá lo empiecen a meditar ustedes.

Mariano ____Además, no olvidemos que tenemos derecho a despedirlo. El

almacén es nuestro, no de ellos. Ninguna ley puede decirnos lo que debemos

hacer.

Abel ___ Tal vez debería haberla. Por lo menos una ley que nos impida ___ y yo

me incluyo ___ despedir porque sí… (mirando fijamente a Mariano) y pagar los

sueldos qe se nos antoje.

Jorge ____ Ah, no vas a salir con que aumentemos lo sueldos….

Abel ___ No me vengás con esas cosas. Lo que estoy procurando es que no

tiremos al hambre a gente que ha trabajado con nosotros…. ( deja la frase

inconlusa) En fin, creo que soy un voto contra dos… (A don Bernardo) ¿Usted qué

piensa, Papá?

Don Bernardo ___ Yo no me meto. El almacén es de ustedes. Lo que ustedes

digan. Yo no sirvo ya ni para aconsejar.

Abel ____ Dos contra uno. Yo me opongo a que se despida a nadie, y que conste.

Mariano ____ ¿Entonces qué? Ni quebrar, ni llamar acreedores, ni cerrar, ni

disminuir gastos…

Abel ____ Podríamos rebajarnos nuestros sueldos….

Mariano____ (Sin ponerle atención)… ni cambiar el local, ni reducir el personal…

243

Abel ____ Si pudiéramos darles una ayuda al despedirlos… yo no sé… asumir

alguna responsabilidad ante ellos…. Alguien debería tener una respuesta para

eso…Yo no, yo sé que yo no…

Mariano ____ Pues mientras vos la buscás, Jorge yo nos hacemos cargo de

decidir a quién se despide

Jorge ____ Porque es un hecho: este almacén no da ya para…

Abel ____ (Interrumpiéndolo) No sigás, yo lo sé. No da para tres familias. No da

para nosotros tres. Pues lo más sencillo es que uno de los tres se vaya, y me voy

yo. Para dos familias sí da.

Jorge ____ ¿Cómo se te ocurre?

Abel ____ ¡Qué diablos! Yo soy el más joven, y el último que se incorporó a la

firma. Estoy seguro de que a mí no me van a faltar oportunidades. Además, no

se ofendan, soy el más preparado; por lo menos soy bachiller y estudié Derecho

dos años, que de algo sirven…porque yo me amoldo muy bien a cualquier

situación y soy el menos rutinario de la familia… De cualquier manera, fíjense, con

el cambio de gobierno no me será difícil, en el peor de los casos, conseguir un

puesto… Conexiones y paancas no le faltan a nadie.

Mariano ____ Dicen que el marido de una de las amigas de Cristina puede

resultar ministro…

Abel ____ Aunque no resulte. Nosotros somos gente conocida y tenemos buena

reputación, ¿no es así? ¿Quién le va a negar un puesto público a Abel, el chiquito

menor de don Bernardo Cordero? A ustedes tal vez, pero a mí no… Además,

hace años tengo la comezón de probar fortuna en otra cosa.

Mariano ___ Te estás exaltando demasiado.

Abel ___ Claro, porque cada vez me convenzo más de que esa es la solución…

para los tres.

Mariano ____ Pero eso no quiere decir que vas a perder tus acciones.

Abel ____ Calro que no. Bastante me he matado trabajando aquí. De todos

modos, en mucho tiempo no habrá dividendos. Pero cuando la crisis termine, y

los haya…

244

Mariano ____ De acuerdo.

Abel ___ Otra cosa: hace un tiempo compré un seguro de vida bastante alto, que

me puede servir para la educación de Arturo. Sólo eso les pido: que siga el

almacén pagando las primas.

Jorge ___ Por supuesto.

Abel ____ (Como para sí mismo) Tendré yo también que reducir gastos… buscar

una casa más barata.

Don Bernardo ___ Se me ocurre, en eso de la casa una idea…

(Desaparece la reunión. Están otra vez Cristina y Mariano frente a frente)

Cristina ___ Todo eso es falso, es falso…

Mariano ___ Yo podré ser todo lo que vos pensás, Cristina, pero yo no miento.

Cristina ____ El que mintió fue Abel. ¿Sabés lo que de veras pasó? No se

necesitan ni dos dedos de frente para adivinarlo. De alguna manera, Abel se

orgullo o por evitarles una mala concencia, que de todo es capaz…

Mariano ____ ¿No crees entonces que pensó seriamente en los empleados?

Cristina ____ ¡Claro que pensó! Pero tal vez lo hizo, esperando… no, seguro no

lo eseró pero yo sí lo hubiera esperado, que ustedes dos le disputaran,en nombre

de los empleados, el privilegio de ir a buscar fortuna a otro lado… ¡Fortuna de

empleado público!

Mariano ____ La decisión la tomó él. Nosotros la respetamos.

Cristina ____ Hay decisiones que nunca se sabe quien las toma… Don Berardo,

en todo caso, vino a explicarme que el departamento que Abel dirige es el que

menos importancia tiene en estos días.

Mariano ___ Eso también nos lo dijo Abel.

Cristina ____ Sí, pero después de que don Bernardo lo había pensado…y de que

ustedes le ayudaron a pensarlo.

245

Mariano ___ Estás empeñada en vernos a Jorge y a mí como unos delincuentes.

Cristina ____ Ya no. Ahora pienso que se aprovecharon de la debilidad de Abel.

Mariano ____ ¿Debilidad? ¿Así lo calificás?

Cristina ___ Claro que no. Nunca. Pero ustedes sí… Para ustedes, todo eso de

los empleados es pura debilidad. Y una de dos: o se sorprendieron de que alguien

fuera capaz de ofrecerse como voluntario para el matadero, o se rieron de él.

Preferiría pensar lo primero.

Mariano ___ No te puedo quitar ninguna idea de la cabeza. Pero querría que

comprendieras bien la situación. Estamos pasando días terribles y probablemente

los veremos peores. Ya la vida no es como antes. Ahora nos respetarán por lo

que tengamos, no porque nuestro abuelo ―hizo patria‖ y cuando murió dejó a sus

hijos buscando empleo. El que quiera sobrevivir ahora, tendrá que ser agresivo,

implacable, casi que sin escrúpulos.

Cristina ___ (Reflexiona) Y eso… ¿no es una quiebra?

Mariano ___ ¡Qué va a ser una quiebra! Al contrario, cuando salgamos de esto

vendrá una época mejor, de prosperidad, de riqueza abundante, de grandes

negocios… Pero solo disfrutarán de ella los que hayan demostrado aptitudes para

sobrevivir, habilidades para sostenerse…

Cristina ____ Y Abel no es de esos. Comprendo. El almacén como vos lo

vislumbrás ahora, no necesita de hombres como Abel, sino…

Mariano ____ Decilo de la manera que se te ocurra… Abel no tiene vocación para

hacer dinero; esa es la verdad y él la comprende.

Cristina ___ Por eso, tus implacables leyes económicas y de selección natural

indican que no podrá, que no debe sobrevivir, que sería un náufrago, y que para él

no habría un sitio importante. (Pausa) Vos en cambio, Mariano, naciste para hacer

dinero.

Mariano ___ (Casi modesto) A veces pienso que sí.

Cristina___ Nunca te he conocido otra vocación, otra afición.

246

Mariano____ Estoy formando otras disciplinas. Y soy ambicioso. Profundamente

ambicioso.

Cristina ____ Siempre lo he sabido. Una vez escuché a don Bernardo decir que

de sus tres hijos, Mariano es el que debió nacer en un ambiente grande… Sólo

que entonces, en vez de tener un problema pequeño con un hermanito buenzazo,

te habrías tirado desde un noveno piso a Wall Street.

Mariano ____ No soy hombre que se suicide, Cristina

Cristina ___ (Sin concederle importancia a lo que dice) Abel tampoco.

Mariano ___ Abel tampoco. Hace cincuenta años, o cien, habría sido el más

importante de los tres hermanos. En lo que yo preveo para el futuro, no hay

campo para él.

Cristina ___ Ya confesaste…

Mariano ____ Pero hay cosas que, como hermano, te prometo y juro. Primera,

que ayudaremos en todo lo que se pueda, pagando por ahora el seguro de vida de

Abel puntualmente, porque es el ahorro de su vida; y tal vez más tarde, si nuestra

situación mejora, en otras formas. Y también, que sus acciones del almacén no se

tocarán jamás, y que cuando logremos que produzca dividendos, los recibirá.

Cristina ___ Ojalá sea así, porque yo no creo ya en nada.

Mariano ____ No puedo evitarlo (Baja la cabeza) No quisiera que los lazos de

familia se rompieran.

Cristina ___ Me temo que estén rotos… Y en todo caso, vas a acordarte de mí,

los que no estén destruidos se aflojarán. Y ustedes no volverán a ser una familia.

Nunca. Claro, que a vos hay cosas que te interesan más que un disparate como

la familia…

(La escena se oscurece, pero queda la figura de Cristina ilumninada. Arturo regresa)

Arturo ___ Vamos vieja, lo que le pasó al tío Mariano es que se adelantó a su

época.

Cristina ___ (Saliendo violentamente) No hagás chistes

247

Arturo ____ (Al público). Sí, fue un pionero de la sociedad que hoy vivimos, de la

que yo formo parte, de la que forman parte ustedes… ¡Esa carrera de ratas!

(Pausa) Nunca regresó mi padre al almacén, por una sencilla razón: lo vendieron

años después. Ya para entonces mi padre se había recuperado parcialmentre. Mi

madre había muerto y mi tío Jorge había liquidado todo para irse a vivir a Nueva

York. Yo era un hombre y mi tío Mariano estaba millonario. ¡Vueltas que da el

mundo! Conforme más rico se hacía, se ponía más viejo y se quedaba más solo.

Y llegó a ser dueño de muchas empresas nuevas y de muchas sociedades, con su

hijo Roberto, que salió genial para los negocios… Problemas de diversificación y

de Tributación, y cada negocio nuevo que emprendía lo colocaba a nombre de una

compañía distinta. Hasta que un día cometió un error (la escena se ha iluminado…

Mariano está sentado en un sillón) ¡Tío Mariano!

Mariano ___ Hola, hijo, cuánto tiempo sin verte.

Arturo ____ Usted sabe, tío, el trabajo, las obligaciones, la familia…

Mariano ___ Todos pasamos por eso. ¿Y en tu casa?

Arturo ____ Todos bien y creciendo. (Hay cierta cordialidad en su tono) Ya tengo

hijas en el colegio

Mariano ___ La vida se va volando… Ya yo me estoy acercando a los ochenta.

Arturo ___ (Ahora sí con cierta sorna) Pero siempre activo, siempre en la pelea…

Mariano ____ Es mi vida… trabajar…

Arturo ___ Así me gusta… (Pausa. Transición) Una cosa, tío, y para eso lo vine a

ver. Tengo interés en obtener datos sobre ese empréstito que consiguió usted con

un banco suizo para hacer inversiones de desarrollo…

Mariano ___ ¿Tenés algún negocio en mente para proponernos?

Arturo ___ Sí, hay uno bastante grande. Espero que los intereses que ustedes

paguen sean lo suficientemnte bajos como para que puedan prestar en

condiciones favorables.

Mariano ___ No te preocupés, que podemos prestar barato y obtener un buen

margen. Además de que la suma con que contamos es fuerte…

248

Arturo ___ ¿Habría que entenderse con Roberto, o directamente con usted?

Mariano ___ Conmigo

Arturo ___ Otra cosa… Como usted controla tantas sociedades y compañías…

¿a quién hay que dirigirle la solicitud de crédicto?

Mariano ___ A ―El progreo, Sociedad Anónima!; esa es la compañía que recibió

los fondos y que figura como acredora en las operaciones…

Arturo ____ (Casi poético) ―El Progreso, Sociedad Anónima‖… El nombre me

suena familiar… Almacén El Progreso. ¿No es esa la sociedad que fue dueña del

almacén?

Mariano ____ Sí, por supuesto…

Arturo ___ Tío, tal vez a usted se le ha olvdado, o tal vez es que no lo sabía, pero

mi hermana y yo somos dueños de la tercera parte de las acciones en esa

sociedad…

Mariano ___ No, hijo, no es cierto. Tu padre, antes de morir, me traspasó sus

acciones como pago de la póliza de seguro que yo le atendí…

Arturo ___ No, tío. Papá no firmó ese traspaso. El abogado suyo le llevó los

papeles para que los firmara… pero no tuvo tiempo de firmarlo…

Mariano ___ No me lo explico… Yo tendría que saberlo…

Arturo___ Mire, tío, una de las ventajas que tiene la época que vivimos, es que no

sólo los hijos de las viejas familias triunfan… Su abogado, por ejemplo…

Mariano ___ Sí, claro, mi abogado, el Licenciado Blanco, es un ejemplo. Un

muchacho de familia humilde…

Arturo ___ Tan humilde, que usted mismo no sabe de dónde salió. Hijo de un

sastre medio ciego que vivía por casa. Beto Blanco y yo somos íntimos amigos

desde la infancia, y él se enteró de todas las que nosotros pasamos en mis días

de liceísta, cuando Papá era empleado público… A pesar de todo, Papá, yo no sé

cómo, le ayudó a estudiar… Beto Blanco me hizo hace tres meses, un pequeño

favor: no avisarle a usted que Papá había muerto sin firmar… Somos socios otra

vez, tío… con banco suizo y todo.

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(La escena se oscurece. Arturo avanza el proscenio y se pasea pensativo, antes de

reanudar su conversación con nosotros)

Arturo ___ Ustedes saben que la vida me ha obligado a veces a ser como mi tata

no quería. Es culpa de mi generación. Y sin embargo… (Reflexiona) ¿Seremos

distintos? Algunos se salvan y otros no… Queríamos ser distintos y yo no sé si lo

somos… Todo lo que nos rodea, todo lo que me rodea a mí y los rodea a ustedes

es un impulso, un acicate que nos obliga a vivir como unos locos… (Pausa) Los

años que viví con mi abuelo y mi tía, ustedes no van a creerlo fueron, en alguna

forma, felices… Estábamos los pobres que ustedes pueden suponer. Pero la

gente tiene capacidad para ser feliz… Una felicidad intangible, no pregonable,

revestida de cierta tristeza. Es como si las cosas se hubiesen hecho para que mi

hermana y yo pudiéramos entederlas ahora… (Pausa) En fin, yo no recuerdo con

amargura aquellos años, y mucho menos a mi tía soltera y a mi abuelo don

Cristian que tenía unas maneras extrañas de manifestarle a uno su cariño sin

decírselo.

(Junto Arturo está don Cristian, que le pone una mano en el hombro. Es el mismo actor

que hizo de don Bernardo, pero con otro atuendo)

Don Cristian ____ No deja de ser una ventaja para mí tenerte aquí conmigo.

Ahora voy a tener quien me acompañe al cine, como tu tía Hortensia es medio

maniática, no le gusta, y a mí tampoco me gusta ir solo. Ojalá te gusten las

mismas películas que a mí… de aventuras y de miedo. Mañana estrenan una que

quiero ver. Ojalá te interese: se llama ―Frankenstein‖.

Arturo ___ (Mientras don Cristian desaparece) ¡Qué le iba a importar ―Frankenstein‖

a mi abuelo! El que estaba como loco por verla era yo.

(Aparece Cecilia)

Cecilia ___ (Cantando) Ambo, ambo, ambo, matarilerilerón… (Ve a Arturo) Arturo,

¿no has visto a Celia y a Lilia?

Arturo ___ Por ahí andan, jugando en la esquina de abajo… (Cecilia corre a

unírseles. Luego oímos a las niñas que juegan. Al público) Yo a veces me pregunto,

cuando recuerdo aquel abril de 1932, qué fue lo que realmente desalojamos…

¿esta casa?, ¿esta calle?, ¿sólo eso? Salimos casi tristes de una casita modesta

y a la que hoy, palabra de honor, ustedes y yo nos sentiríamos enteramente tristes

de entrar… Así somos… ¿Qué fue lo perdimos de camino? (El ruido de la calle de

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hoy vuelve a aparecer y es estruendoso) ¿Sería solamente el silencio lo que

perdimos?

(Anochece. Abel regresa a su casa. Cristina se ha vestido para salir, con un abrigo y

sombrero. Luego aparece Cecilia, y Cristina le pone un abriguillo ligero)

Abel ___ Creo que ya es hora de irnos… y nada de hacer escenas despidiéndose

de la casa…

Cristina ___ Nadie las va a hacer.

Abel ___ Y ese muchacho, ¿dónde anda?

Cecilia ___ Seguro jugando en la esquina

Cristina ___ (Parece asomarse a la puerta para llamarlo, como en la mañana) ¡Arturo!

Arturo ___ (Sin oírla) Una de las cosas que me duelen en mi vida, es no haber

tenido nunca una converación a fondo con mi padre. Lo adiviné apenas. Ahora sí

lo conozco. Era muy simpático y sabía muchas cosas… Claro, que muchas veces

hablamos, de temas corrientes… Pero esa coonveración profunda, dramática, tal

vez emocionante que ustedes pueden haber estado esperando, no… (La familia

comienza a salir de la casa)

Cristina ___ ¡Arturo…!

Arturo ___ Voooy… (Al público) Me llaman; ¡qué gente más impaciente! Bien, les

contaba que a mi padre le dieron un puesto en el correo, eso le obligaba a viajar

mucho, por todo el país..

Cristina y Cecilia ___ (A dúo) ¡ Arturo.!

Arturo ___ (Impaciente) Ya voy, ya voy… (Al público) En vacaciones y algunas

veces lo acompañaba… En un verano me llevó a Puntarenas… Allí conocí a un

muchacho de mi misma edad, e hicimos una amistad que duró toda la vida.

Cecilia ___ ¡Arturo, lo llaman!

Arturo ___ Se llama Rodrigo Facio (Hace una larga pausa) Durante años,

hablamos, discutimos, hicimos planes… Una vez le cité una frase de mi padre:

―La vida es un acto de solidaridad‖, y se entusiasmó. Tenía que haber una

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manera de ponerla en práctica, no de predicarla sino de que la gente, tal vez sin

estar consciente de ella, la viviera… (Pausa) La podríamos poner en bronce aquí,

en este edificio… iba a decir en este Centro de Estudios… que se va a construir

aquí. Me tocaría a mí inaugurarla, porque no sé si les dije que soy el…

El obrero joven __ (Entra, lo interrumpe) Señor, parece que ya podemos comenzar

la demolición. (Mira su reloj) Ya son las ocho de la mañana.

Cristina ___ ¡Arturo, que ya son las seis de la tarde!

Arturo ___ (Al obrero) Por lo que veo, me toca a mí la ceremonia de quitar la

primera piedra.

Abel ___ (con voz suave) Arturo…

Arturo ___ (Al obrero) Esperate un momento que ya llego.

Abel ___ Poné en bronce lo que te dé la gana pero anónimo.

Arturo ___ (Haciéndole un gesto alegre) Ya lo estaba pensando, viejo.

Cristina ___ Arturo, ¿ya te despediste de Beto y de Chale? (Levanta una mano en

dirección de la casa) Bendice, Señor, esta casa donde fuimos felices (Queda con el

brazo en alto)

El obrero joven ____ Don Arturo, yo no sabía que usted había vivido en esta

casa. ¿No le duele botarla?

Arturo ___ (Titubea) Pues viera que no…

El obrero joven ___ Ah, claro, lo importanre no es lo que se derriba sino lo que se

construye.

Abel ___ (A Arturo) Apuntá esa otra y grabala en bronce también.

El obrero joven ___ ¿Vamos, don Arturo?

Cristina ___ ¿Vamos, Arturo?

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(Arturo, tras un leve titubeo, atraviesa el escenario corriendo y se une al obrero. El grupo

familiar se inmoviliza, y un haz de luz se proyecta sobre él. El ruido de la calle de hoy se

hace definitivamente insoportable, mientras cae lentamente el telón).

FIN

Octubre 1974