CONED OCTAVO AÑO ANTOLOGÍA DE LECTURAS DTO. DE ...
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COLEGIO NACIONAL DE EDUCACIÓN A
DISTANCIA
COORDINACIÓN ACADÉMICA
CONED
OCTAVO AÑO
ANTOLOGÍA DE LECTURAS
DTO. DE ESPAÑOL
2
Antología de lecturas
Octavo año
página
Cuento:
1. Es que somos muy pobres (Juan Rulfo) 3
2. De barro estamos hechos (Isabel Allende) 7
3. La aventura de los jugadores de cera (Sir Arthur Conan Doyle) 18
4. La llave de plata (H.P Lovecraft) 46
Ensayo:
¿Qué hora es? (Yolanda Oreamuno) 60
Novela:
En una silla de ruedas (María Isabel Carbajal) 66
Teatro:
Pedido de mano (Anton Chejov) 202
Ni mi casa es ya mi casa 215
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ES QUE SOMOS MUY POBRES
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el
sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza,
comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la
cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de
repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder
aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue
estarnos arrimados debajo del tejaban, viendo cómo el agua fría que caía del cielo
quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años,
supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había
llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy
dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo
despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como
si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después
me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue
haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había
seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se
oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua
revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo
poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa
mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y
al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo
que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a
esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
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Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado,
quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta,
porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y
por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la
más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de
agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima
de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos
viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos
oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo
se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir
algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también
hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde
supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi
hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que
tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este,
cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina
nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para
dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla
cuando le abría la puerta del corral, porque si no, de su cuenta, allí se hubiera es-
tado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye
suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió
despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces
se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y aca-
lambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó
pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
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Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había
visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si
lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de
donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni
las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles
con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía
fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su
madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de
mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con
muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla,
para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera
a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres
en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y
tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les
enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los
chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de
día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba,
allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una
con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo;
pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se
fueron para Ayutla o no sé para donde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere
vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre
viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse
mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda
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querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues
no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse
también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá
no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi
hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de
ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido
gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no
le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde
les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da
vuelta a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de
nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada
vez que piensa en ellas, llora y dice: «Que Dios las ampare a las dos.»
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que
queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene
unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: pun-
tiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera donde quiera que la vean. Y
acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa era la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río.
Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca
y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se
hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más
ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río,
que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El
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sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos
pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente
comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
DE BARRO ESTAMOS HECHOS
Descubrieron la cabeza de la niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos,
llamando sin voz. Tenía un nombre de Primera Comunión, Azucena. En aquel
interminable cementerio, donde el olor de los muertos atraía a los buitres más
remotos y donde los llantos de los huérfanos y los lamentos de los heridos
llenaban el aire, esa muchacha obstinada en vivir se convirtió en el símbolo de la
tragedia. Tanto transmitieron las cámaras la visión insoportable de su cabeza
brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie se quedó sin conocerla ni
nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla, atrás estaba Rolf
Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar que allí encontraría
un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.
Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón,
encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus
máquinas de medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña
había despertado otra vez. Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la
erupción podía desprender los hielos eternos de las laderas del volcán, pero nadie
hizo caso de esas advertencias, porque sonaban a cuento de viejas. Los pueblos
del valle continuaron su existencia sordos a los quejidos de la tierra, hasta la
noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando un largo rugido anunció el
fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron, rodando en un alud de
barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas bajo metros
insondables del vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis del primer
espanto, los sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las iglesias,
las blancas plantaciones de algodón, los sombríos bosques del café y los potreros
de los toros sementales habían desaparecido. Mucho después, cuando llegaron
los voluntarios y los soldados a rescatar a los vivos y sacar la cuenta de la
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magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había más de veinte mil seres
humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un caldo viscoso.
También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la vista
sino un inmenso desierto de barro.
Cuando llamaron del Canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos.
Salí de la cama aturdida de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía
deprisa. Colocó sus elementos de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre
llevaba, y nos despedimos como tantas otras veces. No tuve ningún
presentimiento. Me quedé en la cocina sorbiendo mi café y planeando las horas
sin él, segura de que al día siguiente estaría de regreso.
Fue de los primeros en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a
los bordes del pantano en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada uno
como mejor pudo, él contaba con el helicóptero de la televisión y pudo volar por
encima del alud. En las pantallas aparecieron las escenas captadas por la cámara
de su asistente, donde él se veía sumergido hasta las rodillas, con un micrófono
en la mano, en medio de un alboroto de niños perdidos, de mutilados, de
cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con su voz tranquila. Durante años lo
había visto en los noticiarios, escarbando en batallas y catástrofes, sin que nada le
detuviera, con una perseverancia temeraria, y siempre me asombró su actitud de
calma ante el peligro y el sufrimiento, como si nada lograra sacudir su fortaleza ni
desviar su curiosidad. El miedo parecía no rozarlo, pero él me había confesado
que no era hombre valiente, ni mucho menos. Creo que el lente de la máquina
tenía un efecto extraño en él, como si lo transportara a otro tiempo, desde el cual
podía ver los acontecimientos sin participar realmente en ellos. Al conocerlo más
comprendí que esa distancia ficticia lo mantenía a salvo de sus propias
emociones.
Rolf Carlé estuvo desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios que la
descubrieron y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su cámara
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enfocaba con insistencia a la niña, su cara morena, sus grandes ojos desolados, la
maraña compacta de su pelo. En ese lugar el fango era denso y había peligro de
hundirse al pisar. Le lanzaron una cuerda, que ella no hizo empeño en agarrar,
hasta que le gritaron que la cogiera, entonces sacó una mano y trató de moverse,
pero en seguida se sumergió más. Rolf soltó su bolsa y el resto de su equipo y
avanzó en el pantano, comentando para el micrófono de su ayudante que hacía
frío y que ya comenzaba la pestilencia de los cadáveres.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre
de flor- No te muevas, Azucena -le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin
pensar qué decía, sólo para distraerla, mientras se arrastraba lentamente con el
barro hasta la cintura. El aire a su alrededor parecía tan turbio como el lodo.
Por ese lado no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un rodeo
por donde el terreno parecía más firme. Cuando al fin estuvo cerca tomó la cuerda
y se la amarró bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con esa sonrisa
suya que le achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo que todo iba bien, ya
estaba con ella, en seguida la sacarían. Les hizo señas a los otros para que
halaran, pero apenas se tensó la cuerda la muchacha gritó. Lo intentaron de
nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos, pero no pudieron moverla más,
estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las piernas comprimidas entre
las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo escombros, también la sujetaban
los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.
-No te preocupes, vamos a sacarte de aquí -le prometió Rolf. A pesar de las fallas
de transmisión, noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más cerca de él
por eso. Ella lo miró sin responder.
En las primeras horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para
rescatarla. Luchó con palos y cuerdas, pero cada tirón era un suplicio intolerable
para la prisionera. Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos, pero eso no
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dio resultado y tuvo que abandonar también esa idea. Consiguió un par de
soldados que trabajaron con él durante un rato, pero después lo dejaron solo,
porque muchas otras víctimas reclamaban ayuda. La muchacha no podía moverse
y apenas lograba respirar, pero no parecía desesperada, como si una resignación
ancestral le permitiera leer su destino. El periodista, en cambio, estaba decidido a
arrebatársela a la muerte. Le llevaron un neumático, que colocó bajo los brazos de
ella como un salvavidas, y luego atravesó una tabla cerca del hoyo para apoyarse
y así alcanzarla mejor. Como era imposible remover los escombros a ciegas, se
sumergió un par de vece para explorar ese infierno, pero salió exasperado,
cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se necesitaba una bomba para
extraer el agua y envió a solicitarla por radio, pero volvieron con el mensaje de que
no había transporte y no podían enviarla hasta la mañana siguiente.
-¡No podemos esperar tanto! -reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho nadie
se detuvo a compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes de
que él aceptara que el tiempo se había estancado y que la realidad había sufrido
una distorsión irremediable.
Un médico militar se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón
funcionaba bien y que si no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.
-Ten paciencia, Azucena, mañana traerán la bomba -trató de consolarla Rolf
Carlé.
-No me dejes sola -le pidió ella.
-No, claro que no.
Les llevaron café y él se lo dio a la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la
animó y empezó a hablar de su pequeña vida, de su familia y de la escuela, de
cómo era ese pedazo de mundo antes de que reventara el volcán. Tenía trece
años y nunca había salido de los límites de su aldea. El periodista, sostenido por
un optimismo prematuro, se convenció de que todo terminaría bien, llegaría la
bomba, extraerían el agua, quitarían los escombros y Azucena sería trasladada en
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helicóptero a un hospital, donde se repondría con rapidez y donde él podría
visitarla llevándole regalos. Pensó que ya no tenía edad para muñecas y no supo
qué le gustaría, tal vez un vestido. No entiendo mucho de mujeres, concluyó
divertido, calculando que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le había
enseñado esos detalles. Para engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y
sus aventuras de cazador de noticias, y cuando se le agotaron los recuerdos echó
mano de la imaginación para inventar cualquier cosa que pudiera distraerla. En
algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole en la oscuridad, para
demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de la incertidumbre.
Ésa fue una larga noche.
A muchas millas de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la
muchacha. No resistí la espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional, donde
muchas veces pasé noches enteras con él editando programas. Así estuve cerca
suyo y pude asomarme a lo que vivió en esos tres días definitivos. Acudí a cuanta
gente importante existe en la ciudad, a los senadores de la República, a los
generales de las Fuerzas Armadas, al embajador norteamericano y al presidente
de la Compañía de Petróleos, rogándoles por una bomba para extraer el barro,
pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla con urgencia por radio y
televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas corría al centro de
recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban a cada rato con
nuevos detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas seleccionaban las
escenas de más impacto para el noticiario, yo buscaba aquellas donde aparecía el
pozo de Azucena. La pantalla reducía el desastre a un solo plano y acentuaba la
tremenda distancia que me separaba de Rolf Carlé, sin embargo yo estaba con él,
cada padecimiento de la niña me dolía como a él, sentía su misma frustración, su
misma impotencia. Ante la imposibilidad de comunicarme con él, se me ocurrió el
recurso fantástico de concentrarme para alcanzarlo con la fuerza del pensamiento
y así darle ánimo. Por momentos me aturdía en una frenética e inútil actividad, a
ratos me agobiaba la lástima y me echaba a llorar, y otras veces me vencía el
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cansancio y creía estar mirando por un telescopio la luz de una estrella muerta
hace un millón de años.
En el primer noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban cadáveres de
hombres y animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos, formados en una
sola noche por la nieve derretida. Del lodo sobresalían las copas de algunos
árboles y el campanario de una iglesia, donde varias personas habían encontrado
refugio y esperaban con paciencia a los equipos de rescate. Centenares de
soldados y de voluntarios de la Defensa Civil intentaban remover escombros en
busca de los sobrevivientes, mientras largas filas de espectros en harapos
esperaban su turno para un tazón de caldo. Las cadenas de radio informaron que
sus teléfonos estaban congestionados por las llamadas de familias que ofrecían
albergue a los niños huérfanos. Escaseaban el agua para beber, la gasolina y los
alimentos. Los médicos, resignados a amputar miembros sin anestesia,
reclamaban al menos sueros, analgésicos y antibióticos, pero la mayor parte de
los caminos estaban interrumpidos y además la burocracia retardaba todo.
Entretanto, el barro contaminado por los cadáveres en descomposición
amenazaba de peste a los vivos.
Azucena temblaba apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie.
La inmovilidad y la tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía
consciente y todavía hablaba con voz perceptible cuando le acercaban un
micrófono. Su tono era humilde, como si estuviera pidiendo perdón por causar
tantas molestias. Rolf Carlé tenía la barba crecida y sombras oscuras bajo los
ojos, se veía agotado. Aun a esa enorme distancia pude percibir la calidad de ese
cansancio, diferente a todas las fatigas anteriores de su vida. Había olvidado por
completo la cámara, ya no podía mirar a la niña a través de un lente. Las
imágenes que nos llegaban no eran de su asistente, sino de otros periodistas que
se habían adueñado de Azucena, atribuyéndole la patética responsabilidad de
encarnar el horror de lo ocurrido en ese lugar. Desde el amanecer Rolf se esforzó
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de nuevo por mover los obstáculos que retenían a la muchacha en esa tumba,
pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a utilizar una herramienta, porque
podía herirla. Le dio a Azucena la taza de papilla de maíz y plátano que distribuía
el Ejército, pero ella la vomitó de inmediato. Acudió un médico y comprobó que
estaba afiebrada, pero dijo que no se podía hacer mucho, los antibióticos estaban
reservados para los casos de gangrena. También se acercó un sacerdote a
bendecirla y colgarle al cuello una medalla de la Virgen. En la tarde empezó a caer
una llovizna suave, persistente.
-El cielo está llorando -murmuró Azucena y se puso a llorar también.
-No te asustes -le suplicó Rolf-. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte
tranquila, todo saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de alguna
manera.
Volvieron los periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que ella
ya no intentaba responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y cine,
rollos de cables, cintas, películas, vídeos, lentes de precisión, grabadoras,
consolas de sonido, luces, pantallas de reflejo, baterías y motores, cajas con
repuestos, electricistas, técnicos de sonido y camarógrafos, que enviaron el rostro
de Azucena a millones de pantallas de todo el mundo. Y Rolf Carlé continuaba
clamando por una bomba. El despliegue de recursos dio resultados y en la
Televisión Nacional empezamos a recibir imágenes más claras y sonidos más
nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito y tuve la sensación atroz de que
Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados de mí por un vidrio
irreductible. Pude seguir los acontecimientos hora a hora, supe cuánto hizo mi
amigo por arrancar a la niña de su prisión y para ayudarla a soportar su calvario,
escuché fragmentos de lo que hablaron y el resto pude adivinarlo, estuve presente
cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la distrajo con los cuentos que yo
le he contado en mil y una noches bajo el mosquitero blanco de nuestra cama.
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Al caer la oscuridad del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas
canciones de Austria aprendidas de su madre, pero ella estaba más allá del
sueño. Pasaron gran parte de la noche hablando, los dos extenuados,
hambrientos, sacudidos por el frío. Y entonces, poco a poco, se derribaron las
firmes compuertas que retuvieron el pasado de Rolf Carlé durante muchos años, y
el torrente de cuanto había ocultado en las capas más profundas y secretas de la
memoria salió por fin, arrastrando a su paso los obstáculos que por tanto tiempo
habían bloqueado su conciencia. No todo pudo decírselo a Azucena, ella tal vez
no sabía que había mundo más allá del mar ni tiempo anterior al suyo, era incapaz
de imaginar Europa en la época de la guerra, así es que no le contó de la derrota,
ni de la tarde en que los rusos lo llevaron al campo de concentración para enterrar
a los prisioneros muertos de hambre. ¿Para qué explicarle que los cuerpos
desnudos, apilados como una montaña de leños, parecían de loza quebradiza?
¿Cómo hablarle de los hornos y las horcas a esa niña moribunda? Tampoco
mencionó la noche en que vio a su madre desnuda, calzada con zapatos rojos de
tacones de estilete, llorando de humillación. Muchas cosas se calló, pero en esas
horas revivió por primera vez todo aquello que su mente había intentado borrar.
Azucena le hizo entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a
encontrarse con el suyo. Allí, junto a ese pozo maldito, a Rolf le fue imposible
seguir huyendo de sí mismo y el terror visceral que marcó su infancia lo asaltó por
sorpresa. Retrocedió a la edad de Azucena y más atrás, y se encontró como ella
atrapado en un pozo sin salida, enterrado en vida, la cabeza a ras de suelo, vio
juntos a su cara las botas y las piernas de su padre, quien se había quitado la
correa de la cintura y la agitaba en el aire con un silbido inolvidable de víbora
furiosa. El dolor lo invadió, intacto y preciso, como siempre estuvo agazapado en
su mente. Volvió al armario donde su padre lo ponía bajo llave para castigarlo por
faltas imaginarias y allí estuvo horas eternas con los ojos cerrados para no ver la
oscuridad, los oídos tapados con las manos para no oír los latidos de su propio
corazón, temblando, encogido como un animal. En la neblina de los recuerdos
encontró a su hermana Katharina, una dulce criatura retardada que pasó la
existencia escondida con la esperanza de que el padre olvidara la desgracia de su
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nacimiento. Se arrastró junto a ella bajo la mesa del comedor y allí ocultos tras un
largo mantel blanco, los dos niños permanecieron abrazados, atentos a los pasos
y a las voces. El olor de Katharina le llegó mezclado con el de su propio sudor, con
los aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién horneado y con un hedor extraño de
barro podrido. La mano de su hermana en la suya, su jadeo asustado, el roce de
su cabello salvaje en las mejillas, la expresión cándida de su mirada. Katharina,
Katharina… surgió ante él flotando como una bandera, envuelta en el mantel
blanco convertido en mortaja, y pudo por fin llorar su muerte y la culpa de haberla
abandonado. Comprendió entonces que sus hazañas de periodista, aquellas que
tantos reconocimientos y tanta fama le había dado, eran sólo un intento de
mantener bajo control su miedo más antiguo, mediante la treta de refugiarse
detrás de un lente a ver si así la realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba
riesgos desmesurados como ejercicio de coraje, entrenándose de día para vencer
los monstruos que lo’ atormentaban de noche. Pero había llegado el instante de la
verdad y ya no pudo seguir escapando de su pasado. Él era Azucena, estaba
enterrado en el barro, su terror no era la emoción remota de una infancia casi
olvidada, era una garra en la garganta. En el sofoco del llanto se le apareció su
madre, vestida de gris y con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el
regazo, tal como la viera por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al
barco en el cual él se embarcó para América. No venía a secarle las lágrimas, sino
a decirle que cogiera una pala, porque la guerra había terminado y ahora debían
enterrar a los muertos.
-No llores. Ya no me duele nada, estoy bien -le dijo Azucena al amanecer.
-No lloro por ti, lloro por mí, que me duele todo -sonrió Rolf Carlé.
En el valle del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre
nubarrones. El Presidente de la República se trasladó a la zona y apareció en traje
de campaña para confirmar que era la peor desgracia de este siglo, el país estaba
de duelo, las naciones hermanas habían ofrecido ayuda, se ordenaba estado de
sitio, las Fuerzas Armadas serían inclementes, fusilarían sin trámites a quien fuera
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sorprendido robando o cometiendo otras fechorías. Agregó que era imposible
sacar todos los cadáveres ni dar cuenta de los millares de desaparecidos, de
modo que el valle completo se declaraba camposanto y los obispos vendrían a
celebrar una misa solemne por las almas de las víctimas. Se dirigió a las carpas
del Ejército, donde se amontonaban los rescatados, para entregarles el alivio de
promesas inciertas, y al improvisado hospital, para dar una palabra de aliento a los
médicos y enfermeras, agotados por tantas horas de penurias. Enseguida se hizo
conducir al lugar donde estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre,
porque su imagen había dado la vuelta al planeta. La saludó con su lánguida
mano de estadista y los micrófonos registraron su voz conmovida y su acento
paternal, cuando le dijo que su valor era un ejemplo para la patria. Rolf Carlé lo
interrumpió para pedirle una bomba y él le aseguró que se ocuparía del asunto en
persona. Alcancé a ver a Rolf por unos instantes, en cuclillas junto al pozo. En el
noticiario de la tarde se encontraba en la misma postura: y yo, asomada a la
pantalla como una adivina ante su bola de cristal, percibí que algo fundamental
había cambiado en él, adiviné que durante la noche se habían desmoronado sus
defensas y se había entregado al dolor, por fin vulnerable. Esa niña tocó una parte
de su alma a la cual él mismo no había tenido acceso y que jamás compartió
conmigo. Rolf quiso consolarla y fue Azucena quien le dio consuelo a él.
Me di cuenta del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al
tormento de vigilar la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y dos
noches, espiándolos al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella le dijo
que en sus trece años nunca un muchacho la había querido y que era una lástima
irse de este mundo sin conocer el amor, y él le aseguró que la amaba más de lo
que jamás podría amar a nadie, más que a su madre y a su hermana, más que a
todas las mujeres que habían dormido en sus brazos, más que a mí, su
compañera, que daría cualquier cosa por estar atrapado en ese pozo en su lugar,
que cambiaría su vida por la de ella, y vi cuando se inclinó sobre su pobre cabeza
y la besó en la frente, agobiado por un sentimiento dulce y triste que no sabía
nombrar. Sentí cómo en ese instante se salvaron ambos de la desesperanza, se
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desprendieron del lodo, se elevaron por encima de los buitres y de los
helicópteros, volaron juntos sobre ese vasto pantano de podredumbre y lamentos.
Y finalmente pudieron aceptar la muerte. Rolf Carlé rezó en silencio para que ella
se muriera pronto, porque ya no era posible soportar tanto dolor.
Para entonces yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un
general dispuesto a enviarla en la madrugada del día siguiente en un avión militar.
Pero al anochecer de ese tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y
los lentes de cien máquinas, Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese
amigo que la había sostenido hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas, le
cerró los párpados, la retuvo apretada contra su pecho por unos minutos y
después la soltó. Ella se hundió lentamente, una flor en el barro.
Estás de vuelta conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te
acompaño al Canal y vemos de nuevo los videos de Azucena, los estudias con
atención, buscando algo que pudiste haber hecho para salvarla y no se te ocurrió
a tiempo.
O tal vez los examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras
están abandonadas en un armario, no escribes ni cantas, te queda durante horas
sentado ante la ventana mirando las montañas. A tu lado, yo espero que
completes el viaje hacia el interior de ti mismo y te cures de las viejas heridas. Sé
que cuando regreses de tus pesadillas caminaremos otra vez de la mano, como
antes.
La Aventura de los Jugadores de Cera
Cuando mi amigo Sherlock Holmes se torció el tobillo, la ironía se
sucedió a la ironía. En cuestión de horas fue obsequiado con un
problema cuya singular naturaleza parecía hacer imperativa una visita a
aquella siniestra sala subterránea tan conocida del público.
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El accidente acaecido a mi amigo fue desafortunado. Sólo por
espíritu deportivo había aceptado cruzar guantes en un encuentro
amistoso con Bully Boy Racher, el famoso peso medio profesional,
en el viejo Sporting Club de Panton Street. Ante el asombro de los
espectadores, Holmes puso fuera de combate a Bully Boy mucho antes
de que éste pudiera darse cuenta.
Después de haber penetrado en la guardia de Racher y sobrevivir a
su puño derecho mi amigo abandonaba la sala de entrenamiento
cuando dio un traspiés en los peldaños mal iluminados de la
desvencijada escalera que confío en que el secretario del Club ya habrá
hecho arreglar.
Tuve noticias de este accidente cuando, en compañía de mi
esposa, terminaba de comer cierto día de una estación lluviosa y de
vientos huracanados. Aunque no tengo a mano mi libreta de notas creo
que fue la primera semana de marzo de 1890. Lanzando una
exclamación tras leer el telegrama de la señora Hudson, se lo tendí a mi
mujer.
-Debes ir a ver enseguida al señor Sherlock Holmes y hacerle compañía
durante un día o dos -opinó ella-. Anstruther puede encargarse de tu
trabajo.
Por aquel entonces, mi domicilio se hallaba en el distrito de
Paddington, debido a lo cual no me llevó mucho tiempo llegar a la calle
Baker. Holmes, como ya me suponía, se hallaba sentado en su sofá, de
espaldas a la pared, embutido en un batín color granate y con el pie
derecho vendado y extendido sobre un montón de cojines. En una mesita
a su mano izquierda había un microscopio de poca potencia y en un
sofá a su derecha se amontonaban un sin fin de periódicos atrasados.
A pesar de la expresión un tanto cansada y somnolienta que
velaba su naturaleza perspicaz y vehemente, pude percatarme de
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que el accidente no había ablandado su carácter. Como el telegrama
que me había enviado la señora Hudson mencionaba sólo que había
sufrido una caída por unas escaleras, pedí a mi amigo que me
contara lo sucedido, y fue entonces cuando me dio la explicación con
la que he encabezado esta crónica.
-Por lo visto, estaba tan orgulloso de mí mismo -añadió cáusticamente-
que no veía dónde ponía el pie. ¡Estúpido de mí!
-La verdad es que era permisible sentir cierto grado de orgullo-respondí-.
Bully Boy no es un adversario despreciable.
-Por el contrario, le encontré en baja forma y medio bebido. Pero, según
veo, Watson, usted también está preocupado por su salud.
-¡Santo Dios, Holmes! Es verdad que sospecho la llegada de un
resfriado. Pero como aún no hay señales de ello en mi cara o en mi voz es
asombroso que lo haya advertido.
-¿Asombroso? Es elemental. Se ha estado usted tomando el pulso.
Y una huella de nitrato de plata que le había quedado en su pulgar
ha sido transferida a su muñeca izquierda. Pero, ¿qué diablos está
usted haciendo ahora?
Sin hacer caso de sus protestas, examiné y volví a vendar su tobillo.
-Y ahora, querido amigo -proseguí tratando de levantar su ánimo,
como haría con cualquier paciente-, en cierto sentido me causa gran
placer el verle así incapacitado.
Holmes me miró fijamente pero no dijo nada.
-Sí -proseguí animándole-, debemos frenar nuestra impaciencia
mientras nos hallamos confinados en nuestro sofá durante quince días o
quizá más. Pero no me entienda mal. Cuando el pasado verano tuve el
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honor de conocer a su hermano Mycroft usted afirmó que él era superior
en dotes deductivas y de observación.
-Dije la verdad. Si el arte de la deducción comenzara y terminara
razonando desde un sillón, mi hermano sería el agente criminalista más
grande que jamás haya existido.
-Una suposición que me tomo la libertad de poner en duda. ¡Y ahora,
mire! Usted se ve forzado a permanecer imposibilitado en este sillón.
Me causará gran placer que me demuestre usted su superioridad
cuando se enfrente con algún caso...
-¿Caso? No tengo ninguno en perspectiva.
-No se desanime. ¡Ya vendrá!
-La sección de contactos del Times -dijo señalando con un ademán
el batiburrillo de periódicos-, está por completo desdibujada. Incluso la
satisfacción de estudiar un nuevo gérmen de enfermedad no es
inagotable. Y entre el consuelo de usted y el de otro, Watson,
prefiero en realidad acogerme al ejemplo de Job.
La entrada de la señora Hudson, portadora de una carta
entregada a mano, le interrumpió momentáneamente. Aunque yo no
había esperado que mi profecía se viese cumplida con tanta prontitud
no pude por menos de observar que la carta llevaba un blasón por
membrete y que por la calidad de su papel debía haber costado, por lo
menos, media corona la caja. No obstante, estaba condenado al
desengaño. Tras haber desdoblado el pliego y leído ávidamente su
contenido, Holmes lanzó un resoplido de vejación.
-Le felicito por sus dotes de adivino -dijo. Luego, mientras garrapateaba
una respuesta para que nuestra patrona la enviase por recadero, me
explicó-: es simplemente una misiva mal escrita de Sir Gervase
Darlington, solicitando una entrevista para mañana a las once de la
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mañana y pidiendo que se envíe confirmación inmediata al ―Hércules
Club‖.
-¡Darlington! ,-observé-. Creo haberle oído mencionar antes ese nombre.
-Así es. Pero en aquella ocasión me refería a Darlington, el marchante de
objetos de arte, cuya sustitución de una pintura falsa de Leonardo por una
auténtica causó tanto revuelo en las Galerías Grosvenor. Sir Gervase
es un Darlington diferente y más exaltado aunque no menos asociado
con el escándalo.
-¿De quién se trata?
-Sir Gervase Darlington, Watson, es el audaz y perverso baronet
de la ficción, apasionado por el pugilismo y las damas disolutas. Pero
no es bajo ningún concepto un gusto de la imaginación; muchos
hombres como él vivieron en los tiempos de nuestros abuelos. -Mi amigo
parecía pensativo-. Pero ahora, más le vale tener cuidado con lo que
hace.
-Me intriga usted. ¿Cómo es eso?
-Bien, yo no soy aficionado a las carreras de caballos pero recuerdo
que Sir Gervase ganó una fortuna en el Derby del año pasado.
Personas mal intencionadas murmuraron que lo consiguió mediante
sobornos e informaciones secretas. Hágame el favor, Watson, de quitar
de ahí este microscopio.
Lo hice así. Encima de la mesita quedaba ahora sólo el papel con
el anagrama nobiliario que Holmes había arrojado sobre ella. Sacó del
bolsillo de su batín un estuche de rapé, en oro, adornado con una gran
amatista en el centro, regalo del rey de Bohemia.
-Como quiera que sea -añadió-, todos los movimientos de Sir Gervase
Darlington están cuidadosamente vigilados. Si tratara tan sólo de
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comunicarse con alguna persona sospechosa, sería amonestado
seriamente y se le prohibiría concurrir a las carreras de caballos,
aunque no fuese a parar con sus huesos a la cárcel. No recuerdo el
nombre del caballo por el que apostó...
-La dama de Bengala, de lord Hove -exclamé-. Quedó delante de Raja Indio y
Condesa; terminó con tres largos de ventaja. Aunque, claro está -añadí-, yo
sé poco más que usted de carreras.
-¿De veras, Watson?
-¡Holmes, las sospechas que parece usted abrigar son gratuitas
y carecen de fundamento! Soy un hombre casado, con una cuenta
corriente más bien pobre. Además, ¿qué carrera puede celebrarse con un
tiempo tan detestable?
-Pues el ―Grand National‖ no debe hallarse lejos.
-¡Por Júpiter, así es! Lord Hove tiene dos caballos inscritos en ese
premio. Muchos opinan que puede ganar ―El hijo del trueno‖, pues no se
espera mucho de ―Sbeerness‖. Pero, -añadí-, a mí me resulta increíble
que un deporte de reyes vaya unido al escándalo. Lord Hove es un
caballero honorable.
-Precisamente. Por ser un caballero honorable, no puede ser amigo de
Sir Gervase Darlington.
-Pero ¿por qué está usted seguro de que no puede ser interesante visitar a Sir
Gervase?
-Si conociera usted al caballero en cuestión, Watson, comprendería que
no se ocupara en nada de interés, en razón a que es un boxeador
verdaderamente formidable de peso pesado. -Holmes lanzó un silbido-.
¡Vaya! Sir Gervase se hallaba entre los espectadores de mi banal
encuentro con Bully Boy esta mañana.
23
-¿Qué puede desear de usted, entonces?
-Aunque la cuestión fuera apremiante, no poseo datos. ¿Un pellizco de
rapé, Watson? Bien, bien, a mí tampoco me convence demasiado
pero representa una variante ocasional al autoenvenenamiento por
nicotina.
No pude contener la risa.
-Querido Holmes, su caso es típico. Cualquier médico sabe que un
paciente con una lesión como la que usted sufre, aunque sea leve, y
aunque el paciente tenga un buen carácter, se vuelve tan irracional
como un chiquillo.
Holmes cerró su cajita de rapé y se la metió en el bolsillo.
-Watson -dijo-, le estoy muy agradecido por su presencia pero aún lo
estaría más si permaneciera callado por lo menos durante las próximas
seis horas a no ser que quiera que le diga algo que lamentaría después.
Así, silenciosos, incluso durante la cena, permanecimos sentados
hasta tarde en la bien caldeada sala. Holmes repasaba con aire
malhumorado sus registros criminalísticos y yo me sumí en la lectura del
British Medical Journal. Aparte del tic-tac del reloj y el crepitar de los leños
en el hogar, no se oía el menor ruido, salvo el ulular del ventarrón de
marzo que lanzaba la lluvia contra las ventanas, como puñados de
perdigones, y gruñía y aullaba en la chimenea.
-No, no -dijo por fin mi amigo, con acrimonia-. El optimismo es una
estupidez. Seguro que no se me presentará ningún caso. ¿Ha oído? ¿No
ha sido la campanilla?
-Sí. La he oído claramente a pesar del viento. Pero ¿quién puede ser?
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-Si es un cliente -replicó Holmes estirando su largo cuello para lanzar
una mirada al reloj- debe de tratarse de un asunto sumamente serio el que
trae a alguien aquí a las dos de la mañana y con este temporal.
Tras el largo rato que tardó la señora Hudson en levantarse de la
cama e ir a abrir la puerta de la calle, no uno, sino dos clientes fueron
conducidos a nuestra estancia. Se oían sus voces por el pasillo y, a
medida que se acercaban, su conversación llegaba claramente hasta
nosotros.
-¡Abuelo, no debe usted hacerlo! -decía una voz femenina-. ¡Por última vez,
por favor!
¡No querrá que el señor Holmes piense que es usted un... -su voz
bajó hasta un murmullo- ...un simple.
-¡No soy ningún simple! -replicó el acompañante de la muchacha-. ¡No lo
dudes, Nellie, yo vi lo que vi! Habría venido a contárselo ayer mismo por la
mañana pero tú no querías ni oír hablar de ello.
-Pero, abuelo, esa Cámara de los Horrores es un lugar que pone los
pelos de punta. Usted se imaginó aquello, querido abuelo.
-A mis setenta y seis años, no tengo más imaginación -replicó
orgullosamente el anciano- que la que pueda tener una de las figuras de
cera. ¿Imaginármelo yo? ¿Yo que he sido vigilante nocturno mucho antes
de que el Museo fuera trasladado adonde está ahora, es decir, cuando
aún estaba emplazado precisamente aquí, en la calle Baker?
Los recién llegados hicieron una pausa. El anciano visitante,
rechoncho y de aspecto testarudo, con su capote impermeable y
polainas de pastor sobre sus pantalones, era un macizo hombre de
pueblo que lucía una hermosa cabellera blanca. La muchacha
presentaba un aspecto muy diferente. Agraciada y esbelta, de pelo
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rubio y ojos grises adornados con unas largas pestañas negras,
llevaba un sencillo vestido azul con estrechas chorreras blancas en
puños y cuello. Sus modales eran graciosos y tímidos.
Sin embargo, sus delicadas manos temblaban. Nos identificó a
Holmes y a mí, excusándose por la tardía hora de la visita.
-Mi... mi nombre es Eleanor Baxter -añadió-, y como han oído, mi
pobre abuelo es vigilante nocturno en la exposición de figuras de
cera de madame Taupín, en Marylebone Road. -Se detuvo
sorprendida-. ¡Oh! ¿Qué le ha pasado a su tobillo?
-Es una pequeña lesión sin importancia -dijo Holmes-. Sean
ustedes bienvenidos. Watson, haga el favor... los impermeables... el
paraguas... Así... Y ahora tengan la bondad de sentarse aquí,
enfrente de mí. Aunque dispongo de una especie de muleta, estoy
seguro de que me perdonarán el que permanezca donde estoy. ¿Decía
usted?
La señorita Baxter, que no había quitado los ojos de la mesita
y que parecía evidentemente apurada por las palabras de su abuelo
tuvo un sobresalto y cambió de color al hallar posados sobre ella los
penetrantes ojos de Holmes.
-Señor, ¿conoce usted las figuras de cera de madame Taupin?
-Tienen justa fama.
-¡Oh, perdóneme! -Eleanor Baxter enrojeció-. Quería decir si las ha visitado
alguna vez.
-¡Hum! Temo que me parezco demasiado a la mayoría de nuestros
compatriotas. El inglés perdería con gusto la vida por visitar algo que
se halle en un lugar remoto e inaccesible pero ni siquiera se dignará
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echar un vistazo a lo que está a unos cientos de metros de su propia
puerta. ¿Ha visitado usted el Museo de madame Taupin, Watson?
-No. Me avergüenza confesarlo -repliqué-. Sin embargo, he oído
hablar mucho de la Cámara de los Horrores subterránea. Se dice que la
administración del museo ofrece una considerable suma de dinero a la
persona que se atreva a pasar sola la noche allí.
El hombre de aspecto tozudo, que para un ojo médico presentaba
síntomas de dolor físico, a pesar de ello, rió entre dientes.
-Dios le bendiga, señor; pero no crea usted una palabra de esa tontería.
-¿No es verdad?
-En absoluto, señor. Ni siquiera se lo permitirían, toda vez que a
cualquier caballero podría ocurrírsele encender un cigarro y provocar un
incendio por descuido.
-De lo cual deduzco -dijo Holmes- que no se halla usted desazonado en lo
más mínimo por la Cámara de los Horrores.
-No, señor; nunca, por lo general. Incluso han colocado allí a Charlie Peace
y parece que hace buenas migas con Marwood el verdugo que lo colgó
hace once años. -Elevó la voz-. Pero cada cosa en su sitio, señor; ¡lo que
no me gusta ni pizca es que a esas benditas figuras de cera les de por
jugar a las cartas!
Un ramalazo de lluvia se abatió contra los cristales. Holmes se inclinó hacia
delante.
-¿Dice usted que las figuras de cera han estado jugando a las cartas?
-Sí, señor. Palabra de Sam Baxter.
-¿Y estaban todas las figuras de cera empeñadas en esa partida, o solamente
algunas?
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-Sólo dos, señor.
-¿Cómo lo sabe, señor Baxter? ¿Las vio usted?
-¡Santo Dios, señor; no me habría gustado verlo! Pero, ¿qué debo
pensar cuando una de esas figuras ha descartado los naipes de su
mano, o tomado uno, y todos los demás se hallan boca arriba sobre la
mesa? ¿Me permite que me explique de otra manera?
-Hágalo, por favor -le invitó Holmes con satisfacción.
-Vera, señor, en el transcurso de una noche hago solamente una o dos
rondas por la Cámara de los Horrores. Es una estancia amplia, muy poco
iluminada. La razón de que no haga más rondas es mi reumatismo. ¡La
gente no sabe lo cruelmente que se puede sufrir de este mal! Lo que hacen
es reírse.
-¡Válgame Dios! -murmuró Holmes con simpatía y empujando la lata de
picadura hacia el viejo.
-¡En fin, señor! Mi Nellie, aquí presente, es una buena muchacha a
pesar de su educación y el trabajo escogido que hace. Cuando mis
ataques reumáticos son fuertes, y lo han sido toda esta semana, cada
mañana se levanta a las siete para acompañarme al autobús. Pero esta
noche, sintiéndose preocupada por mí, cosa que no debía hacer, vino hace
sólo una hora con el joven Bob Parsnip, el cual se prestó a relevarme en mi
trabajo, de manera que me dije: ―He leído mucho sobre ese señor
Holmes, que vive a solo un paso de aquí; vamos, pues, a contárselo.‖ Y
así es como he venido a verle.
Holmes inclinó la cabeza.
-Ya veo, señor Baxter. Pero, ¿no hablaba usted de la noche pasada?
-¡Ah, sí! Sobre la Cámara de los Horrores. Pues verá usted. En un lado
de ésta hay una serie de cuadros plásticos, quiero decir, que hay
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compartimentos separados, cada uno de ellos tras una barandilla de
hierro, de forma que nadie pueda entrar; las figuras de cera están en
cada compartimiento. Los cuadros plásticos describen un suceso
titulado ―La historia de un crimen‖, la cual se refiere al asesinato
cometido por un joven caballero, agradable y correcto, pero cuyo débil
carácter le arrastra a las malas compañías. Juega y pierde su dinero, y
entonces mata a un viejo tramposo, siendo por fin colgado, igual que
Charlie Peace. Esta descripción pretende ser una... una...
-Una lección moral, eso es. Tome nota, Watson. ¿Y bien, señor Baxter?
-Pues, mire usted, es esa maldita escena de la partida. Sólo aparecen dos
figuras en ella: el joven caballero y el viejo tramposo; sobre la mesa hay un
montón de monedas de oro, de imitación, desde luego. El suceso no ha
acontecido en la actualidad, sino en tiempos antiguos, cuando los hombre
usaban medias y calzón corto.
-¿Indumentaria del siglo XVIII, tal vez?
-Así es, señor. El caballero joven se sienta al otro lado de la mesa, es
decir, se ve de frente; pero el viejo tramposo da la espalda al público,
con las cartas en la mano, las cuales pueden verse con facilidad.
¡Pero la pasada noche...! Cuando digo la pasada noche, señor, me
refiero a la antepasada, porque ya está amaneciendo. Pasé, pues, ante
ese maldito grupo sin darme cuenta, de momento, de nada anómalo.
Cuando, hete aquí, que al cabo de un cuarto de hora se me ocurre
pensar, sin saber por qué: ―¿Qué es lo que le pasaba a aquel cuadro?
¿Qué estaba equivocado?‖ No debía ser cosa de importancia, puesto
que no reparé en ello en seguida; pero también era raro que me hubiese
vuelto al pensamiento. Algo debía haber que no estaba en orden...
Para salir de dudas, bajé a echar otro vistazo.
―¡Dios me valga, señor! El viejo tramposo tenía en sus manos menos
cartas de las que acostumbraba. Se diría que había descartado, o hecho
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una baza tal vez. Y también pude observar que estaban cambiados los
naipes que había encima de la mesa.
―Le aseguro que no tengo imaginación, ni maldita la falta que me
hace. Pero cuando Nellie vino a buscarme a las siete de la
mañana, me sentía muy mal debido al reumatismo y a todo aquel
jaleo de las cartas. No quise contarle a ella lo que pasaba... por si había
sido una alucinación. Hoy pensé que acaso lo había soñado. ¡Pero no
había soñado, no, señor! ¡Lo mismo, exactamente lo mismo, ocurrió esta
noche!
―Le aseguro que no chocheo. ¡Veo lo que veo! Usted pensará tal vez que
alguien lo hizo para gastarme una broma pesada. Pero nadie es capaz
de hacerlo durante el día sin ser visto; en cambio, puede efectuarse
por la noche, pues hay una puerta lateral que no encaja bien. Pero
estoy seguro de que no es una de las acostumbradas bromas que suele
gastarme el público, las cuales, por regla general, consisten sólo en
pegarle una barba a la reina Ana, o poner una visera contra el sol en la
cabeza de Napoleón. Son pequeñeces en las que nadie se fija. Pero si
alguien ha estado jugando a las cartas en lugar de esos dos malditos
muñecos, ¿quién lo hizo y por qué?
Durante unos instantes, Holmes permaneció silencioso.
-Señor Baxter -dijo gravemente, lanzando una ojeada a su vendado tobillo-,
su paciencia es motivo de vergüenza para mi necia petulancia. Muy gustoso
me encargaré de indagar este asunto.
-¡Pero señor Holmes! -exclamó Eleanor Baxter dando muestras de gran
azoramiento-. Seguro que no lo toma usted en serio...
-Discúlpeme, señorita. Señor Baxter, ¿a qué clase de juego de cartas
estaban jugando esas figuras?
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-Ni idea, señor. Eso mismo me preguntaba yo hace tiempo, cuando
era nuevo en el empleo... Puede que al Nap, o al whist.. No, ni idea.
-Dijo usted que la figura que está de espaldas al público tenía en las manos
menos cartas que de costumbre. ¿Cuántos naipes había jugado?
-¿Cómo dice, señor?
-¿No lo observó, usted? ¡Vaya, esto sí que es una lástima! En ese caso,
le ruego con el mayor interés que considere cuidadosamente una
cuestión vital. ¿Habían estado apostando esas figuras?
-Mi querido Holmes... -comencé, pero una mirada de mi amigo me detuvo en
seco.
-Usted me dijo, señor Baxter, que las cartas que había sobre la mesa
también habían sido movidas o, cuando menos, cambiadas. ¿Ocurrió lo
mismo con las monedas?
-Espere que lo piense -contestó el señor Samuel Baxter-. ¡No, señor, no
lo fueron! Si que es extraño.
Los ojos de Holmes lanzaron chispas, mientras se frotaba las manos.
-Ya lo suponía-dijo-. Bien. Afortunadamente, puedo dedicar mis energías
a resolver este problema, ya que en estos momentos no tengo otro
quehacer, salvo una pequeñez que parece concernir a Sir Gervase
Darlington, así como, posiblemente, también a lord Hove. Lord Hove...
¡Santo Dios! ¿Qué le sucede, señorita Baxter?
Eleanor Baxter, que se había puesto súbitamente en pie, contemplaba
ahora a Holmes con ojos llenos de asombro.
-¿Dijo usted lord Hove? -preguntó.
-Sí. ¿Y puedo preguntarle cómo es que le resulta tan familiar el nombre?
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-Pues, sencillamente, porque soy una empleada suya.
-Ah, ¿sí? -dijo Holmes, enarcando las cejas. Y luego, cambiando
la pregunta en afirmación, prosiguió-: Ah, sí. Usted, según veo, es
mecanógrafa. Lo delata la doble raya en las mangas de su vestido un
tanto más arriba de su puño, o sea en la muñeca que una mecanógrafa
apoya contra la mesa. ¿Conoce bien a lord Hove?
-No, ni siquiera lo he visto, aunque he trabajado durante mucho tiempo en
su casa de Park Lañe. Una persona tan humilde como yo...
-¡Vaya, esto es aún más de lamentar! Sin embargo, veremos lo que
podemos hacer. Watson, ¿tiene usted alguna objeción que formular
sobre salir fuera en una noche tan lluviosa?
-En lo más mínimo -respondí muy asombrado-. Pero, ¿por qué?
-¡Este maldito sofá, amigo mío! Puesto que estoy confinado a él, como
a un lecho de enfermo, usted debe ser mis ojos. Siento tener que
pasar por encima de sus dolores reumáticos, señor Baxter, pero
¿sería mucho pedir que acompañara usted al doctor Watson en una
breve visita que me gustaría que efectuara a la Cámara de los Horrores?
Gracias... excelente...
-Pero, ¿qué tengo que hacer? -pregunté.
-En el cajón superior de mi escritorio, Watson, encontrará usted algunos
sobres.
-¿Y...?
-Hágame el favor de contar el número de cartas que tiene en la mano
cada una de las dos figuras de cera. Luego, y tomándolas
cuidadosamente en el orden en que actualmente están, y de izquierda
a derecha, le agradeceré que las coloque en sobres separados que
marcará usted al efecto. Haga lo propio con las cartas que hay encima
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de la mesa, frente a cada uno de ambos jugadores y tráigamelas tan
pronto como haya ejecutado usted su tarea.
-Señor... -comenzó a decir el viejo guardián, dando muestras de agitación.
-No, no, señor Baxter... Preferiría no hablar ahora. Tengo sólo una
hipótesis de trabajo y parece haber una dificultad casi insuperable. -
Holmes frunció el entrecejo-. Pero es de primerísima importancia
descubrir, en el más amplio sentido de la palabra, qué clase de juego se
está jugando en ese museo de figuras de cera.
Acompañado por Samuel Baxter y por su nieta, me aventuré en la lluviosa
oscuridad y, a pesar de las protestas de la señorita Baxter, al cabo de unos
diez minutos nos hallábamos los tres ante el cuadro plástico de los
jugadores, en la Cámara de los Horrores.
Un joven, no mal parecido, llamado Roben Parsnip, y que se veía bien
a las claras que estaba prendado de los encantos de Eleanor Baxter,
encendió los mecheros de gas. Pero, aun así, la lúgubre estancia
permanecía en una semioscuridad, en la cual las hileras de malcaradas
figuras de cera parecían infundidas de una horrible inmovilidad de araña,
como esperando tan solo que un visitante se hallase desprevenido para
atraparlo en su red.
El museo de madame Taupin es tan conocido que no precisa de
una descripción general. Pero me sentí desagradablemente
impresionado por el cuadro denominado ―La historia de un crimen‖. Las
escenas resultaban vividas debido a su perfecta ejecución y colorido,
así como a su ambientación exacta del siglo XVIII. Si yo hubiese
sido de verdad culpable de aquellos míticos deslices de jugador que
me atribuía el inoportuno sentido del humor de mi amigo, la exhibición
que aparecía ante mi vista podría muy bien haber atormentado mi
conciencia. Sobre todo cuando nos agachamos bajo la barandilla de
hierro para acercarnos a los dos jugadores que ocupaban el escenario.
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-¡Maldita sea, Nellie, no toques las cartas! -prorrumpió el señor
Baxter, mucho más dominante e irascible en sus propios dominios. Pero
su tono de voz cambió al dirigirse a mí-: ¡Fíjese en esto, señor! Aquí hay
-contó despacio- nueve cartas en la mano de este viejo tramposo, y
dieciséis en la del joven caballero.
-¡Escuchen! -murmuró la muchacha-. ¿No son los pasos de alguien
que sube por las escaleras?
-Maldita sea, Nellie, es Bob Parsnip. ¿Quién más podría ser?
-Como usted bien dijo, las cartas que se hallan sobre la mesa no están
muy revueltas - observé-. Realmente, el pequeño montón frente a
su ―joven caballero‖ no está desordenado en absoluto. Hay doce
cartas junto a su codo...
-¡Ah y diecinueve al lado del viejo! ¡Es un juego muy extraño, señor!
Convine en ello y sintiendo una curiosa repulsión al tacto de mis dedos
con los de las figuras de cera, metí las diversas series de naipes en sus
cuatro sobres correspondientes, y me apresuré a salir del mal ventilado
antro, acompañando a su domicilio a la señorita Baxter y a su abuelo -a
pesar de las vehementes protestas de éste- en un lando cuyo cochero
acababa de depositar ante la puerta de su casa a un caballero embriagado.
No me pesó en absoluto hallarme de vuelta en la cálida y
acogedora salita de mi amigo. Pero casi con espanto pude ver que
Holmes había abandonado su sillón de enfermo. Se hallaba en pie
ante su escritorio, apoyado en una muleta colocada bajo su brazo
derecho y examinando ávidamente a la luz verdosa de la lámpara un
atlas abierto.
-¡Basta ya, Watson! -dijo cortando por lo sano mis protestas-. ¿Tiene usted
los sobres?
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¡Bien, bien! ¡Démelos! Gracias. ¿Eran nueve las cartas que tenía en la
mano el viejo jugador, el que daba la espalda al público?
-¡Holmes, eso es asombroso! ¿Cómo puede haberlo sabido?
-¡Lógica, querido amigo! ¡Vamos a verlas!
-Un momento -repliqué con firmeza-. Usted habló antes de una
muleta, pero ¿cómo pudo haberla obtenido tan pronto, y más
tratándose de una muleta especial? Parece construida de algún metal
ligero, y refleja la luz de la lámpara...
-Sí, sí -interrumpió-. Hace tiempo que la tenía.
-¿Hace tiempo?
-Es de aluminio, reliquia de un caso que tuvo lugar antes de que llegara
mi biógrafo para glorificarme. Puede que se la haya mencionado, pero
usted lo ha olvidado. Y ahora, hágame el favor de dejar de lado la
muleta mientras examina usted estas cartas. ¡Oh!
¡Magnífico! ¡Maravilloso!
No se habría hallado en un éxtasis igual de haberse exhibido ante él todas
las joyas de Golconda. Hasta se rió de buena gana cuando le relaté todo
cuanto había visto y oído.
-Cómo, ¿aún está usted a oscuras? Hágame el favor, pues, de tomar
esas nueve cartas. Bien, coloquelas ahora sobre el escritorio por orden, y
sírvase decirme cuál es cada una, a medida que las vaya colocando.
-Jota de diamantes -dije a la vez que comenzaba a hacer lo que me
decía-. Siete de corazones, as de tréboles. ¡Santo cielo, Holmes!
-¿Es que ve ya algo raro?
-¡Sí, hay dos ases de tréboles, uno a continuación de otro!
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-¿No le dije que era magnífico? Pero usted sólo ha contado cuatro cartas.
Continúe con las cinco restantes.
-Dos de picas -dije-. Diez de corazones... ¡Por todos los santos, aquí hay
un tercer as de tréboles y otras dos jotas de diamantes más!
-¿Y qué deduce usted de ello?
-Holmes, creo que ya empiezo a ver claro. El Museo de madame Taupin es
famoso por el efecto tan real y vivido de sus figuras. El jugador viejo es un
desvergonzado tahúr que hace trampas al joven. Y para dar mayor
realismo a la escena, han incluido el sutil detalle de las cartas falsas.
-Muy sutil, en efecto. ¡Hasta un desvergonzado jugador como usted,
Watson, hallaría cierta dificultad en poner boca arriba una mano
ganadora que no tiene menos de tres jotas de diamantes y tres ases de
tréboles!
-En efecto, es una situación algo comprometida.
-Y además, si usted cuenta todas las cartas, las que ambos jugadores
tienen en la mano y las que están encima de la mesa, observará que su
número total es de cincuenta y seis, el cual rebasa en cuatro al que, por
lo menos yo, acostumbro a usar en una baraja.
-Pero, ¿qué puede significar? ¿Cuál es la respuesta a nuestro problema?
El atlas seguía sobre el escritorio donde Holmes lo había dejado
cuando le entregué los sobres. Abrió de nuevo el libro con tal
precipitación que, olvidando su muleta, se apoyó sobre el tobillo
lesionado. No pudo contener un gemido, y se inclinó sobre el abierto
atlas.
-En la boca del Támesis -leyó- y en la isla de...
-¡Holmes, mi pregunta se refería a la respuesta a nuestro problema!
36
-Esta es la respuesta a nuestro problema.
Aunque soy el más sufrido de los hombres, protesté enérgicamente
cuando me mandó escaleras arriba a mi dormitorio. Pensaba que no
podría conciliar el sueño, desvelado como estaba por aquel misterio;
pero no tardé en dormirme profundamente, siendo casi las once de la
mañana cuando bajé a desayunar.
Sherlock Holmes, que lo había hecho ya, se hallaba sentado de nuevo
en el sofá. Me alegré de ir cuidadosamente afeitado, al encontrarle en
conversación con la señorita Eleanor Baxter, cuya timidez estaba
atenuada por sus desenvueltos modales; pero algo en la gravedad de su
rostro detuvo mi mano cuando me disponía a tirar de la campanilla para
que me trajeran las tostadas y los huevos.
-La señorita Baxter-decía Holmes-, aun cuando todavía se puede hacer
alguna objeción a mi hipótesis, ha llegado la hora de que le comunique
a usted algo de la mayor importancia. Pero ¡qué diablos...!
La puerta se había abierto súbitamente. Para ser más exactos,
fue abierta de un empellón. Pero se trataba sólo de una broma del
hombre cuya carcajada resonó como una trompeta; en el dintel aparecía
un caballero corpulento, de rubicundo rostro. Cubría su cabeza con un
sombrero de copa de ocho reflejos, y vestía una bien cortada levita
sobre un blanco chaleco de botonadura de diamantes; en la corbata lucía
un rubí.
Aunque de estatura no tan elevada como la de Holmes, era
mucho más recio y vigoroso; una constitución más semejante a la mía.
Su risa estentórea estalló de nuevo y sus ojos pequeños y perspicaces
relampagueaban mientras agitaba un maletín de cuero que llevaba en la
mano.
37
-¡Hola, amigo! -rugió-. Usted es el hombre de Scotland Yard, ¿no es así?
¡Mil soberanos de oro a su disposición por la respuesta!
Sherlock Holmes, aunque asombrado, le miraba con la mayor sangre fría.
-¿Sir Gervase Darlington, supongo?
Sin prestarnos la menor atención a la señorita Baxter o a mí, el recién
llegado pasó adelante y volvió a agitar el maletín con las monedas ante las
narices de Holmes.
-¡El mismo que viste y calza, señor detective! -dijo-. Le vi combatir ayer.
Podría hacerlo mejor pero todo llegará. Como llegará un día, buen
hombre, en que sean legales los combates por dinero. Hasta que así
suceda, un caballero debe concertar en secreto un combate limpio,
pasando por encima de las dificultades.
Súbitamente, y con los movimientos ágiles de un gato a pesar de
su corpulenta humanidad, se dirigió a la ventana y se asomó a la calle.
-¡Maldito Phileas Belch! Hace meses que paga a un hombre para que vaya
siguiéndome.
¡Ay y hasta sobornó a dos criados soplones para que metiesen la
nariz en mi correspondencia! Aunque a uno de ellos ya le medí las
costillas. -La estrepitosa risa de Sir Gervase estalló de nuevo-. ¡No importa!
El rostro de Holmes pareció cambiar de expresión pero en un instante
volvió a estar tan frío e imperturbable como de costumbre, mientras Sir
Gervase Darlington se volvía, arrojando el maletín sobre el sofá.
-¡Guarde estas canicas, polizonte! Yo no las necesito. Bueno, al grano.
Dentro de tres meses le enfrentaremos a usted a Jem Garlick, el
rompehuesos de Bristol. Si él le vence, le arranco a usted la piel pero si se
porta usted bien, puedo ser un buen patrón. Con un tipo desconocido
como usted, me será posible conseguir apuestas de ocho a uno.
38
-¿Debo comprender, Sir Gervase -dijo Holmes-, que desea
usted que pelee profesionalmente en el cuadrilátero?
-Usted es un polizonte, ¿no es cierto? Usted comprende inglés, ¿no es cierto?
-Cuando lo oigo, sí.
-Es una broma, ¿eh? ¡Pues esto también! -A manera de juego,
premeditadamente, su pesado puño izquierdo salió como disparado
hacia delante del extremo de su brazo extendido como un resorte, y
pasó -como pretendía- a tres centímetros de la nariz de Holmes; éste
no pestañeó siquiera. Sir Gervase estalló de nuevo en carcajadas.
-Cuide sus modales, señor detective, cuando hable con un caballero. ¡Le
podría partir a usted en dos aunque no tuviera el tobillo lesionado!
La señorita Eleanor Baxter, con la palidez cerúlea de un cadáver,
lanzó un grito ahogado, a la vez que trataba de pasar inadvertida
arrimándose contra la pared.
-Sir Gervase -dije yo-. Le ruego que controle sus expresiones en presencia
de una dama. Nuestro visitante giró en redondo y me miró de arriba abajo
de manera insolente.
-¿Quién es éste? ¿Watson, el matasanos? -De repente, acercó a
mí su rostro congestionado-. ¿Sabe usted algo de boxeo?
-No -dije-. Es decir... no mucho.
-En ese caso, cuídese de no recibir una buena lección -replicó Sir
Gervase con aire regocijado, para bromear de nuevo- ¿Dama? ¿Qué
dama? -Al ver a la señorita Baxter pareció algo desconcertado, pero
lanzó una mirada de soslayo-. No hay ninguna dama, matasanos. Pero,
¡por Dios, que es una bonita pieza!
-Sir Gervase -insistí-, le prevengo por última vez.
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-¡Un momento, Watson! -intervino Holmes con voz tranquila-.
Tiene usted que disculpar a Sir Gervase Darlington, pues, parece no
haberse recobrado aún de la visita que hace tres días hizo al museo de
madame Taupin.
En la breve pausa silenciosa que siguió, pudimos oír el crepitar de
la leña en la chimenea y el incesante chasquido de la lluvia contra las
ventanas. Pero nuestro visitante no pareció inmutarse.
-El polizonte, ¿eh? -dijo con una risita despectiva-. ¿Quién le dijo a
usted que estuve hace tres días en el museo de madame Taupin?
-Nadie. Pero por ciertos detalles que obran en mi poder la conclusión era
evidente. Tal visita tenía un aspecto inocente, ¿no es así? No despertaría la
menor sospecha ni siquiera en alguien que estuviera siguiéndole... sí,
algún perseguidor, por ejemplo, pagado por ese eminente deportista que
es Phileas Belch, quien quería asegurarse de que usted no ganara otra
fortuna mediante información secreta, como hizo en el Derby del año
pasado.
-¡No me interesa lo que dice, amigo!
-¿De veras? Aunque, debido a sus inclinaciones deportivas, estoy seguro
de que debe usted interesarse más por las cartas.
-¿Cartas?
-¡Si, cartas o naipes, como quiera,..! -respondió Holmes suavemente,
sacando algunas del bolsillo de su batín y desplegándolas en forma
de abanico-. De hecho, por estas nueve cartas.
-¿Qué diablos es todo eso?
-Es más que probable, Sir Gervase, que un visitante casual de la Cámara
de los Horrores pueda, al pasar ante el cuadro plástico que representa
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una escena de los jugadores, ver las cartas que tiene en la mano una
determinada figura de cera, sin lanzarle más que una inocente mirada de
soslayo.
―Ahora bien, cierta noche fue efectuada una extraña manipulación con
estas cartas. Las que tenía en su mano el otro jugador, el ―joven
caballero‖, no fueron siquiera tocadas, como lo demostraba el que
hubieran estado almacenando polvo. Pero alguna persona, una persona
determinada, tomó cierto número de cartas de las que tenía en la mano
el ―viejo tramposo‖, arrojándolas sobre la mesa, y, después, añadió
cuatro cartas de otras dos barajas.
―¿Por qué lo hizo? No era porque alguien deseara gastar la broma de
crear la ilusión de que los muñecos de cera estaban jugando a las
cartas. De haber sido éste el motivo, habría movido asimismo las
falsas monedas de oro. Pero éstas no fueron tocadas.
―La respuesta es tan sencilla como evidente. Hay veintiséis letras en
nuestro alfabeto, y veintiséis, multiplicado por dos, nos da cincuenta y
dos, o sea el número de cartas de que consta una baraja. Suponiendo
que quisiéramos aplicar arbitrariamente una carta a cada letra,
podríamos efectuar fácilmente un sistema de clave infantil y elemental...
La risa metálica de Sir Gervase Darlington sonó estridente.
-¡Clave! -dijo en tono de mofa, con su colorada mano puesta sobre el rubí
de su alfiler de corbata-. ¿Qué diablos es eso? ¿Qué significa esta
estúpida divagación?
-... el cual se descubriría, empero -prosiguió Holmes, sin prestar atención a
las palabras de Sir Gervase-, si un mensaje de sólo nueve letras
contuviera dos veces la e o la s. Imaginemos, por lo tanto, que la jota de
diamantes corresponde a la letra s y el as de tréboles a la letra e.
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-Holmes -interrumpí yo-, ¡eso puede ser una inspiración, pero no es
lógica! ¿Cómo puede usted suponer que un mensaje debe contener tales
letras?
-Porque ya conocía el contenido del mensaje. Usted mismo me lo dijo.
-¿Qué yo se lo dije?
-¡Vamos, Watson! Si esas cartas representan las letras indicadas, tenemos
una e repetida o doble hacia el principio de la palabra, y una doble s al final de
ella. La primera letra de la palabra, según podemos apreciar, debe ser s y
luego hay una e antes de la doble s final. No se necesita una perspicacia
especial para formar la palabra Sheerness.
-¡Pero qué diablos tiene Sheerness que...! -comencé.
-Geográficamente, lo hallará usted hacia la boca del Támesis -
interrumpió Holmes-. Pero es también, según usted me informó, el
nombre de un caballo propiedad de lord Hove. Aunque este caballo ha
sido inscrito para el ―Grand National‖, me dijo usted que se esperaba
poco de él. Pero si el caballo ha sido entrenado en el mayor secreto
igual que otro contundente ganador como La dama de Bengala...
-¡Supondría un arma tremenda -dije- para cualquier jugador en
posesión de tan bien guardado secreto y que apostase por él!
Sherlock Holmes sostuvo el abanico de cartas en su mano izquierda.
-Mi estimada señorita -dijo con severidad pensativa y melancólica,
dirigiéndose a Eleanor Baxter-, ¿por qué se dejó convencer por Sir Gervase
Darlington? A su abuelo no le gustaría nada oír que utilizó usted la
exposición de figuras de cera para dejar el mensaje que ponía en
conocimiento de Sir Gervase lo que él estaba deseoso de saber, sin que
tuviera necesidad de hablarle, escribirle y ni siquiera aproximársele a un
kilómetro.
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Si ya anteriormente la señorita Baxter se había puesto pálida y
exhalado un ahogado grito al ver a Sir Gervase nada más lastimoso que
la expresión que se pintó entonces en sus ojos grises. Tambaleándose
un tanto, intentó formular una negativa.
-¡No, no! -le detuvo amablemente Holmes-. No servirá de nada. A los
pocos instantes de entrar usted en esta habitación la pasada noche, ya
me había dado cuenta de que... de que conocía a Sir Gervase, aquí
presente.
-¡Señor Holmes, usted no puede haberlo ni sospechado!
-Me temo que sí. Haga el favor de fijarse en la mesita que hay a la
izquierda de mi sofá, mientras yo me siento en él. Cuando usted vino no
había nada encima de esta mesita, salvo un pliego de papel cuyo
blasón estaba rematado por un penacho un tanto llamativo. Era el
escudo de Sir Gervase Darlington.
-¡Cielos! -exclamó la atormentada joven.
-Usted -prosiguió Holmes-, se impresionó de extraña manera al verlo. Miró
fijamente a la mesita, como si reconociera algo. Y cuando vio que yo
tenía mi vista clavada en usted, se sobresaltó y cambió de color. Luego, y
mediante observaciones aparentemente casuales por mí parte, usted nos
confesó espontáneamente que su jefe era lord Hove, propietario de
Sheerness...
-¡No! ¡No! ¡No!
-Resultaba muy fácil para usted sustituir nueve cartas de las que tenían
en la mano las figuras de cera. Como dijo su abuelo, hay una puerta
lateral que no encaja bien. En consecuencia, pudo usted llevar a cabo
dicha sustitución a hurtadillas durante la noche, antes de recoger a su
abuelo a primera hora de la mañana para acompañarlo a su casa.
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―Sin embargo, usted habría podido destruir las pruebas si su
abuelo le hubiese comunicado, la primera noche, que algo andaba mal
en el Museo. Pero como no se lo dijo hasta la noche siguiente, y como
entonces se hallaba con él Robert Parsnip, no tuvo usted la oportunidad
de quedarse a solas. No me extraña, por tanto, que protestara usted
cuando Baxter manifestó sus deseos de venir a verme a todo trance.
Después, y como inconscientemente me dijo el doctor Watson, trató
usted de desperdigar las cartas que tenían en la mano las figuras de
cera.
-¡Holmes! -exclamé-. ¡Basta ya de tal tortura! La verdadera culpable no es
la señorita Baxter sino ese rufián que aún se permite reírse en nuestras
narices.
-Créame, señorita Baxter, que no fue intención mía hacerle daño -dijo
Holmes-. No me cabe duda que fue por casualidad que supo usted de
las facultades de Sheerness. Los deportistas pertenecientes a la
nobleza acostumbran a hablar descuidadamente cuando sólo oyen el
tecleo de una máquina de escribir en la habitación de al lado. Pero claro
que Sir Gervase, antes de ser tan estrechamente vigilado, la
aleccionó a usted para que tuviese bien aguzados los oídos y se
comunicara con él por ese ingenioso medio, caso de que usted tuviera
alguna valiosa información que poner en su conocimiento.
―En principio, el método me parecía sumamente ingenioso. Lo que no
podía comprender era por qué no le escribía usted simplemente;
pero cuando él vino aquí supe que espiaban su correspondencia, y
hasta se la abrían. Y ahora que tenemos las pruebas...
-¡No, vive Dios! -prorrumpió Sir Gervase Darlington-. ¡No tiene usted
pruebas de ninguna clase! Y al mismo tiempo que decía estas
palabras, y con la rapidez de una serpiente presta al ataque,
arrebató las cartas que Holmes tenía en su mano.
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Instintivamente, mi amigo se incorporó pero el dolor que le produjo su
tobillo lesionado le hizo lanzar una exclamación, a la vez que la mano
derecha de Sir Gervase, de un empellón, le volvía a dejar sentado en el
sofá.
-¡Gervase! -suplicó la señorita Baxter, retorciéndose las manos-. ¡Por
favor! ¡No me mires así! ¡No fue culpa mía!
-¡Desde luego que no! -replicó él, con una expresión de mofa en su
rostro brutal-.
¡Nooo! ¡Claro que no! ¡Venir aquí a traicionarme! ¿Quieres apartarte de mi
vista? ¡No vales nada y se lo diré a cualquiera que me lo pregunte! ¡Vamos,
apártate, maldita!
-Sir Gervase -intervine yo-, ya se lo previne a usted por última vez.
-Ahora interviene el matasanos, ¿eh? Le voy a...
Soy el primero en admitir que fue más bien cuestión de suerte,
aunque quizá deba añadir que soy más ágil y rápido de lo que
suponen mis amigos. Baste decir que la señorita Baxter gritó. Holmes,
sobreponiéndose al dolor de su tobillo, se puso en pie de un salto.
-¡Por Júpiter, Watson! ¡Nunca he presenciado un directo igual a la
mandíbula! ¡Le ha dado tan de lleno que tiene por lo menos para diez
minutos de sueño!
-Espero, sin embargo -dije soplando en mis doloridos nudillos-, que la
señorita Baxter no se haya asustado demasiado por el golpe que se dio
contra el suelo. Sentiría también alarmar a la señora Hudson, a quien me
parece oír acercándose con el desayuno.
-¡El bueno de Watson!
-¿De qué se ríe, Holmes? ¿Es que acaso he dicho algo divertido?
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-¡Oh, no, Dios me valga! Pero a veces pienso que quizá yo soy más
superficial y usted mucho más profundo de lo que habitualmente
acostumbro a creer.
-Su ironía se me escapa. Sin embargo, ahí está la prueba. Pero no
puede usted descubrir públicamente a Sir Gervase Darlington, a
menos que también quiera perjudicar a la señorita Baxter.
-¡Hum, Watson! Tengo una cuenta pendiente que liquidar con
ese caballero. Sinceramente, no puedo guardarle rencor por
ofrecerme una carrera como boxeador profesional. Pero...
¡confundirme con un detective de Scotland Yard! ¡Fue un insulto que
no podré olvidar jamás!
-Holmes, ¿cuántos favores le he pedido a usted, desde que nos conocemos?
-Bien, bien, sea como quiera. Conservaremos las cartas sólo como último
recurso por si vuelve a hacer tonterías este bello durmiente. En cuanto a la
señorita Baxter...
-¡Le amaba! -exclamó apasionadamente la infeliz muchacha-. O..., por lo
menos así lo creía...
-En cualquier caso, señorita Baxter, Watson callará por todo el tiempo que
usted quiera. No hablará hasta alguna fecha muy lejana, mucho, cuando ya
sea usted abuela; sonría y de su permiso... De aquí a medio siglo, usted
ya se habrá olvidado por completo de Sir Gervase Darlington...
-¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!
-¡Oh, creo que sí! -sonrió Sherlock Holmes-. On s'enlace; puis un jour, on
se lasse; c'est l'amour. Hay más sabiduría en este epigrama francés
que en todas las obras de Henry Ibsen.
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La Llave de Plata H.P. Lovecraft
Cuando Randolph Carter cumplió los treinta años, perdió la llave de la puerta de
los sueños.
Anteriormente había compaginado la insulsez de la vida cotidiana con excursiones
nocturnas a extrañas y antiguas ciudades situadas más allá del espacio, y a
hermosas e increíbles regiones de unas tierras a las que se llega cruzando mares
etéreos. Pero al alcanzar la edad madura sintió que iba perdiendo poco a poco
esta capacidad de evasión, hasta que finalmente le desapareció por completo.
Ya no pudieron hacerse a la mar sus galeras para remontar el río Oukranos, hasta
más allá de las doradas agujas de campanario de Thran, ni vagar sus caravanas
de elefantes a través de las fragantes selvas de Kled, donde duermen bajo la luna,
hermosos e inalterables, unos palacios de veteadas columnas de marfil. Había
leído mucho acerca de cosas reales, y había hablado con demasiada gente. Los
filósofos, con su mejor intención, le habían enseñado a mirar las cosas en sus
mutuas relaciones lógicas, y a analizar los procesos que originaban sus
pensamientos y sus desvaríos. Había desaparecido el encanto, y había olvidado
que toda la vida no es más que un conjunto de imágenes existentes en nuestro
cerebro, sin que se dé diferencia alguna entre las que nacen de las cosas reales y
las engendradas por sueños que sólo tienen lugar en la intimidad, ni ningún motivo
para considerar las unas por encima de las otras. La costumbre le había
atiborrado los oídos con un respeto supersticioso por todo lo que es tangible y
existe físicamente. Los sabios le habían dicho que sus ingenuas figuraciones eran
insulsas y pueriles, y más absurdas aún, puesto que los soñadores se empeñan
en considerarlas llenas de sentido e intención, mientras el ciego universo va dando
vueltas sin objeto, de la nada a las cosas, y de las cosas a la nada otra vez, sin
preocuparse ni interesarse por la existencia ni por las súplicas de unos espíritus
fugaces que brillan y se consumen como una chispa efímera en la oscuridad.
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Le habían encadenado a las cosas de la realidad, y luego le habían explicado el
funcionamiento de esas cosas, hasta que todo misterio hubo desaparecido del
mundo. Cuando se lamentó y sintió deseos imperiosos de huir a las regiones
crepusculares donde la magia moldeaba hasta los más pequeños detalles de la
vida, y convertía sus meras asociaciones mentales en paisaje de asombrosa e
inextinguible delicia, le encauzaron en cambio hacia los últimos prodigios de la
ciencia, invitándole a descubrir lo maravilloso en los vórtices del átomo y el
misterio en las dimensiones del cielo. Y cuando hubo fracasado, y no encontró lo
que buscaba en un terreno donde todo era conocido y susceptible de medida
según leyes concretas, le dijeron que le faltaba imaginación y que no estaba
maduro todavía, ya que prefería la ilusión de los sueños al mundo de nuestra
creación física.
De este modo, Carter había intentado hacer lo que los demás, esforzándose por
convencerse de que los sucesos y las emociones de la vida ordinaria eran más
importantes que las fantasías de los espíritus más exquisitos y delicados. Admitió,
cuando se lo dijeron, que el dolor animal de un cerdo apaleado, o de un labrador
dispéptico de la vida real, es más importante que la incomparable belleza de
Narath, la ciudad de las cien puertas labradas, con sus cúpulas de calcedonia, que
él recordaba confusamente de sus sueños; y bajo la dirección de tan sabios
caballeros fomentó laboriosamente su sentido de la compasión y de la tragedia.
De cuando en cuando, no obstante, le resultaba inevitable considerar cuán
triviales, veleidosas y carentes de sentido eran todas las aspiraciones humanas, y
cuán contradictoriamente contrastaban los impulsos de nuestra vida real con los
pomposos ideales que aquellos dignos señores proclamaban defender. Otras
veces miraba con ironía los principios con los cuales le habían enseñado a
combatir la extravagancia y artificiosidad de los sueños; porque él veía que la vida
diaria de nuestro mundo es en todo igual de extravagante y artificiosa, y
muchísimo menos valiosa a este respecto, debido a su escasa belleza y a su
estúpida obstinación en no querer admitir su propia falta de razones y propósitos.
De este modo, se fue convirtiendo en una especie de amargo humorista, sin darse
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cuenta de que incluso el humor carece de sentido en un universo estúpido y
privado de cualquier tipo de autenticidad. En los primeros días de esta
servidumbre, se refugió en la fe mansa y santurrona que sus padres le habían
inculcado con ingenua confianza, ya que le pareció que de ella nacían místicos
senderos que le ofrecían alguna posibilidad de evadirse de esta vida. Sólo una
observación más cuidadosa le hizo comprender la falta de fantasía y de belleza, la
rancia y prosaica vulgaridad, la gravedad de lechuza y las grotescas pretensiones
de inquebrantable fe que reinaban de manera aplastante y opresiva entre la mayor
parte de quienes la profesaban; o le hizo sentir plenamente la torpeza con que
trataban de mantenerla viva, como si aún fuera el intento de una raza primordial
por combatir los terrores de lo desconocido.
A Carter le aburría la solemnidad con que la gente trataba de interpretar la
realidad terrenal a partir de viejos mitos, que a cada paso eran refutados por su
propia ciencia jactanciosa. Y esta seriedad inoportuna y fuera de lugar mató el
interés que podía haber sentido por las antiguas creencias, de haberse limitado a
ofrecer ritos sonoros y expansiones emocionales con su auténtico significado de
pura fantasía. Pero cuando comenzó a estudiar a los filósofos que habían
derribado los viejos mitos, los encontró aún más detestables que quienes los
habían respetado. No sabían esos filósofos que la belleza estriba en la armonía, y
que el encanto de la vida no obedece a regla alguna en este cosmos sin objeto,
sino únicamente a su consonancia con los sueños y los sentimientos que han
modelado ciegamente nuestras pequeñas esferas a partir del caos. No veían que
el bien y el mal, y la felicidad y la belleza, son únicamente productos ornamentales
de nuestro punto de vista, que su único valor reside en su relación con lo que por
azar pensaron y sintieron nuestros padres; y que sus características, aun las más
sutiles, son diferentes en cada raza y en cada cultura. En cambio, negaban todas
estas cosas rotundamente, o las explicaban mediante los instintos vagos y
primitivos que todos compartimos con las bestias y los patanes; de este modo, sus
vidas se arrastraban penosamente por el dolor, la fealdad y el desequilibrio;
aunque, eso sí, henchidas del ridículo orgullo de haber escapado de un mundo
que en realidad no era menos sólido que el que ahora les sostenía. Lo único que
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habían hecho era cambiar los falsos dioses del temor y de la fe ciega por los de la
licencia y de la anarquía. Carter apenas gozaba de estas modernas libertades,
porque resultaban mezquinas e inmundas a su espíritu amante de la belleza única;
por otra parte, su razón se rebelaba contra la lógica endeble mediante la cual sus
paladines pretendían adornar los brutales impulsos humanos con la santidad
arrebatada a los ídolos que acababan de deponer. Veía que la mayor parte de la
gente, como el mismo clero desacreditado, seguía sin poder sustraerse a la ilusión
de que la vida tiene un sentido distinto del que los hombres le atribuyen, ni
establecer una diferencia entre las nociones de ética y belleza, aun cuando, según
sus descubrimientos científicos, toda la naturaleza proclama a los cuatro vientos
su irracionalidad y su impersonal amoralidad. Predispuestos y fanáticos por las
ilusiones preconcebidas de justicia, libertad y conformismo, habían arrumbado el
antiguo saber, las antiguas vías y las antiguas creencias; y jamás se habían
parado a pensar que ese saber y esas vías seguían siendo la única base de los
pensamientos y de los criterios actuales, los únicos guías y las únicas normas de
un universo carente de sentido, de objetivos estables y de hitos fijos. Una vez
perdidos estos marcos artificiales de referencia, sus vidas quedaron privadas de
dirección y de interés, hasta que finalmente tuvieron que ahogar el tedio en el
bullicio y en la pretendida utilidad de las prisas, en el aturdimiento y en la
excitación, en bárbaras expansiones y en placeres bestiales. Y cuando se hallaron
hartos de todo esto, o decepcionados, o la náusea les hizo reaccionar, entonces
se entregaron a la ironía y a la mordacidad, y echaron la culpa de todo al orden
social. Jamás lograron darse cuenta de que sus principios eran tan inestables y
contradictorios como los dioses de sus mayores, ni de que la satisfacción de un
momento es la ruina del siguiente.
La belleza serena y duradera sólo se halla en los sueños; pero este consuelo ha
sido rechazado por el mundo cuando, en su adoración de lo real. arrojó de sí los
secretos de la infancia. En medio de este caos de falsedades e inquietudes, Carter
intentó vivir como correspondía a un hombre digno, de sentido común y buena
familia. Cuando sus sueños fueron palideciendo por la edad y su sentido del
ridículo, no los pudo sustituir por ninguna creencia; pero su amor por la armonía le
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impidió apartarse de los senderos propios de su raza y condición. Caminaba
impasible por las ciudades de los hombres, y suspiraba porque ningún escenario
le parecía enteramente real, porque cada vez que veía los rojos destellos del sol
reflejados en los altos tejados, o las primeras luces del anochecer en las
plazoletas solitarias, recordaba los sueños que había vivido de niño, y añoraba los
países etéreos que ya no podía encontrar. Viajar era sólo una burla; ni siquiera la
Guerra Mundial le conmovió gran cosa, aunque participó en ella desde el principio
en la Legión Extranjera de Francia. Durante cierto tiempo trató de buscar amigos,
pero no tardó en darse cuenta de que todos ellos eran groseros, banales y
monótonos, y demasiado apegados a las cosas terrenales. Se alegraba
vagamente de no tener trato con sus familiares, porque ninguno le habría sabido
comprender, excepto, quizá, su abuelo y su tío abuelo Christopher; pero hacía
tiempo que ambos habían muerto. Entonces comenzó a escribir libros de nuevo,
cosa que no hacía desde que los sueños le habían abandonado. Pero tampoco
encontró en ello ninguna satisfacción ni desahogo, porque aún sus pensamientos
eran demasiado mundanos, y no podía pensar en cosas hermosas, como antes.
Los destellos de humor irónico echaban abajo los alminares fantasmales que su
imaginación erigía, y su terrenal aversión por todo lo inverosímil marchitaba las
flores más delicadas y fascinantes de sus maravillosos jardines.
La religiosidad convencional que adjudicaba a sus personajes los impregnaba de
un sentimentalismo empalagoso, en tanto que el mito del realismo y de la
necesidad de pintar acontecimientos y emociones vulgarmente humanos,
degradaban toda su elevada fantasía, convirtiéndola en un fárrago de alegorías
mal disimuladas y superficiales sátiras de la sociedad. Así, sus nuevas novelas
alcanzaron un éxito que jamás habían conocido las de antes; pero al comprender
cuán insulsas debían ser para agradar a la vana muchedumbre, las quemó todas y
dejó de escribir. Eran unas novelas triviales y elegantes, en las que se sonreía
educadamente de los propios sueños que apenas si describía por encima; pero se
dio cuenta de que eran artificiosas y falsas, y carecían de vida. Después de estos
intentos se dedicó a cultivar el ensueño deliberado, y ahondó en el terreno de lo
grotesco y de lo excéntrico, como buscando un antídoto contra los anteriores
51
lugares comunes. Estos campos no tardaron, sin embargo, en poner de manifiesto
su pobreza y su esterilidad; y pronto se dio cuenta de que las habituales creencias
ocultistas son tan escasas e inflexibles como las científicas, aunque desprovistas
de toda verosimilitud. La estupidez grosera, la superchería y la incoherencia de las
ideas no son sueños, ni ofrecen a un espíritu superior ninguna posibilidad de
evadirse de la vida real. Así, pues, Carter compró libros aun más extraños, y
buscó escritores más profundos y terribles, de fantástica erudición; se sumergió en
los arcanos menos estudiados de la conciencia, ahondó en los profundos secretos
de la vida, de la leyenda y de la remota antigüedad, y aprendió cosas que le
dejaron marcado para siempre. Decidió vivir a su modo y amuebló su casa de
Boston de forma que pudiera armonizar con sus cambios de humor. Consagró una
habitación a cada uno de ellos, y las pintó con los colores adecuados, disponiendo
en ellas los libros convenientes y dotándolas de objetos y aparatos que le
proporcionasen las sensaciones requeridas en cuanto a luz, calor, sonidos,
sabores y aromas.
Una vez oyó hablar de un hombre al cual, allá en el Sur, le rehuían y le temían
todos por las cosas blasfemas que leía en arcaicos libros y en tabletas de arcilla
que había conseguido traer clandestinamente de la India y de Arabia. Y fue a
visitarlo, y vivió con él, y compartió sus estudios durante siete años, basta que una
noche les sorprendió el horror en un viejo cementerio desconocido, del que, de los
dos que habían entrado, sólo uno regresó. Entonces volvió a Arkham, la ciudad
terrible y embrujada de Nueva Inglaterra, donde habían vivido sus antepasados, y
allí hizo experiencias en la oscuridad, entre sauces venerables y ruinosos tejados,
que le hicieron sellar para siempre ciertas páginas del diario de uno de sus
predecesores, de una mentalidad excepcionalmente tenebrosa. Pero estos
horrores sólo le llevaron hasta los límites de la realidad; y no pudiendo
traspasarlos, no llegó a la auténtica región de los sueños por la que él había
vagado durante su juventud.
De este modo, cuando cumplió los cincuenta años, perdió toda esperanza de paz
o de felicidad, en un mundo demasiado atareado para percibir la belleza y
52
demasiado intelectual para tolerar los sueños. Habiendo comprendido al fin la
fatalidad de todas las cosas reales, Carter pasó sus días en soledad, recordando
con añoranza los sueños perdidos de su juventud. Consideró que era una
estupidez seguir viviendo de esa manera, y por mediación de un sudamericano,
conocido suyo, consiguió una poción muy singular, capaz de sumirle sin
sufrimiento en el olvido de la muerte. La desidia y la fuerza de la costumbre, no
obstante, le hicieron aplazar esta decisión, y siguió languideciendo sin resolverse
a poner fin a su vida, y vagando por el mundo de sus recuerdos. Quitó las
extrañas colgaduras de las paredes y volvió a arreglar la casa como en sus
primeros años de juventud: repuso las cortinas purpúreas, los muebles victorianos
y todo lo demás. Con el paso del tiempo, casi llegó a alegrarse de haber diferido
su determinación, ya que sus recuerdos de juventud y su ruptura con el mundo
hicieron que la vida y sus sofisterías le pareciesen muy distantes e irreales, tanto
más cuanto que a ello se añadió un toque de magia y esperanza que ahora
empezaba a deslizarse en sus descansos nocturnos. Durante años, en sus noches
de ensueño, sólo había visto los reflejos deformados de las cosas cotidianas, tal
como las veían los más vulgares soñadores; pero ahora comenzaba a vislumbrar
de nuevo el resplandor de un mundo extraño y fantástico, de una naturaleza
confusa aunque pavorosamente inminente, que adoptaba la forma de escenas
nítidas de sus tiempos de niñez y le hacía recordar hechos y cosas
intranscendentes, largo tiempo olvidados. A menudo se despertaba llamando a su
madre y a su abuelo, cuando hacía ya un cuarto de siglo que ambos descansaban
en sus tumbas. Luego, una noche, su abuelo le recordó la llave. Aquel sabio de
cabeza encanecida, con la misma apariencia de vida que en sus buenos tiempos,
le habló larga y seriamente de su rancia estirpe y de las extrañas visiones que
habían tenido aquellos hombres refinados y sensibles que eran sus antepasados.
Le habló del cruzado de ojos llameantes, y de los crueles secretos que éste
aprendió de los sarracenos durante el tiempo que lo tuvieron en cautiverio; del
primer sir Randolph Carter, que estudió artes mágicas en tiempos de la reina
Isabel. Asimismo, le habló de Edmund Carter, que estuvo a punto de ser ahorcado
con las brujas de la ciudad de Salem, y que había guardado en una caja una gran
53
llave de plata que había recibido de manos de sus mayores. Antes que Carter
despertara, su etéreo visitante le dijo dónde encontraría la caja y que se trataba de
un cofrecillo de prodigiosa antigüedad, cuya tosca tapa, tallada en madera de
roble, no había abierto mano alguna desde hacía doscientos años. Entre el polvo y
las sombras del desván lo encontró, remoto y olvidado en el último cajón de una
enorme cómoda. El cofrecillo era como de un pie cuadrado, y tenía unos
bajorrelieves góticos tan tenebrosos, que no se extrañó de que nadie se hubiera
atrevido a abrirlo desde los tiempos de Edmund Carter. No sonó nada dentro al
sacudirlo, pero despidió místicos perfumes de especias olvidadas. Lo de que
contenía una llave no era, sin duda alguna, más que una oscura leyenda. Ni
siquiera el padre de Randolph Carter había sabido nunca que existiese tal
cofrecillo. Estaba reforzado con tiras de hierro herrumbroso y no parecía haber
medio alguno de abrir su imponente cerradura. Carter tenía el vago presentimiento
de que dentro encontraría la llave de la perdida puerta de los sueños, pero su
abuelo no le había dicho una sola palabra de cómo y dónde usarla. Un viejo criado
suyo forzó la tapa esculpida; y al hacerlo, las horribles caras les miraron desde la
madera ennegrecida. En el interior, un pergamino descolorido envolvía una
enorme llave de plata deslustrada, labrada con misteriosos arabescos; pero no
había allí explicación legible de ninguna clase. El pergamino era voluminoso, y
estaba cubierto de extraños jeroglíficos pertenecientes a una lengua desconocida,
trazados con un antiguo junco. Carter reconoció en ellos los mismos caracteres
que había visto en cierto rollo de papiro que perteneciera al terrible sabio del Sur,
el que desapareció una noche en determinado cementerio de remota antigüedad.
Aquel hombre se estremecía siempre que consultaba el rollo, y Carter tembló
ahora también. Pero limpió la llave y la conservo esa noche a su lado, metida en
su aromático estuche de roble viejo. Entre tanto, sus sueños se fueron haciendo
más vívidos y, aunque en ellos no aparecía ninguna de aquellas extrañas
ciudades, ni los increíbles jardines de sus viejos tiempos, fueron adquiriendo un
significado definido cuya finalidad no dejaba lugar a dudas. Era llamado en sueños
desde un pasado remoto, y se sentía arrastrado por las voluntades unidas de
todos sus antepasados hacia alguna fuente oculta y ancestral. Entonces
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comprendió que debía penetrar en el pasado y confundirse con las viejas cosas; y
día tras día pensó en las colinas del norte, donde se hallan la encantada ciudad de
Arkham y el impetuoso Miskatonic, y la rústica y solitaria morada de su familia.
Bajo la lívida luz del otoño, Carter emprendió el viejo camino a través de un
mágico panorama de colinas onduladas y de prados cercados de piedra, y
atravesó el valle lejano de laderas cubiertas de bosque, recorrió la serpeante
carretera, pasó junto a las abrigadas granjas y bordeó los meandros cristalinos del
Miskatonic, cruzado aquí y allá por rústicos puentecillos de madera o de piedra. En
una de sus curvas vio el grupo de olmos gigantescos donde había desaparecido
misteriosamente uno de sus antepasados hacía ciento cincuenta años, y se
estremeció al sentir el viento que soplaba de modo significativo entre sus troncos.
Luego apareció la casa solitaria y ruinosa del viejo Goody Fowler, el brujo, con sus
ventanucos endemoniados y su gran tejado que descendía casi hasta el suelo por
la parte de atrás. Pisó el acelerador al pasar por delante, y no moderó la marcha
hasta haber coronado la colina donde había nacido su madre, y los padres de su
madre, en un blanco y viejo caserón que todavía conservaba su imponente
aspecto desde la carretera, colgado sobre un paisaje trágico y maravilloso de
rocosas pendientes y valles verdeantes, en cuyo horizonte se divisaban los lejanos
campanarios de Kingsport, y aún más allá se adivinaba la presencia de un mar
arcaico y henchido de sueños. Luego vino la ladera de monte bajo donde se
alzaba la mansión que Carter no había visitado desde hacía cuarenta años. Caía
ya la tarde cuando llegó al pie del lugar, y a mitad de camino se detuvo a
contemplar la extensa comarca dorada y celestial, inundada por la luz sesgada del
sol poniente. Toda la fantasía y el anhelo de sus sueños recientes parecían
encarnar en este paisaje apacible y extraño que le sugería la ignorada soledad de
otros planetas. Recorrió con la mirada el tapiz desierto de los prados que se
estremecía entre tapias derruidas y mágicos macizos de bosque que destacaban
por encima del ondulado perfil de las colinas, y el valle espectral, poblado de
árboles, que se precipitaba entre sombras hacia los húmedos bordes de los
riachuelos cuyas aguas sollozaban al discurrir gorgoteantes entre hinchadas y
retorcidas raíces. Algo le dijo que su automóvil no pertenecía a este universo, así
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que lo dejó junto al límite del bosque y, metiéndose la enorme llave en el bolsillo
de la chaqueta, siguió subiendo a pie por la cuesta. Se internó en lo profundo del
bosque, aun a sabiendas de que el edificio estaba en lo alto de una loma
totalmente despejada de árboles, excepto por el norte. Se preguntó qué aspecto
ofrecería la casa, puesto que estaba vacía y abandonada, en parte por culpa suya,
desde la muerte de su extraño tío abuelo Christopher, ocurrida hacía treinta años.
Durante su niñez había pasado largas temporadas allí, y había descubierto
extrañas maravillas en los bosques que se extendían al otro lado del huerto. Las
sombras se hicieron más densas a su alrededor, porque la noche estaba cerca. A
su derecha, se abrió entre los árboles un calvero, de suerte que, durante un
momento, pudo distinguir leguas y leguas de praderas bañadas de luz
crepuscular. y al fondo, el campanario de la Congregación, que se alzaba sobre la
Colina Central de Kingsport. Arrebolados con el último resplandor del día, los
cristales redondos de las lejanas ventanitas parecían despedir llamaradas del
fuego. Sin embargo, al sumergirse de nuevo en las sombras, recordó de pronto,
con un sobresalto, que esta visión fugaz no podía proceder sino de algún
trasfondo de su memoria infantil, ya que hacía mucho tiempo que la iglesia había
sido derruida para construir en su lugar el Hospital de la Congregación. Había
leído la noticia con interés, ya que el periódico hablaba además de las extrañas
galerías o pasadizos que se habían encontrado en la roca, bajo sus cimientos. A
través de su confusión, le pareció oír una voz aflautada, y al reconocer su acento
familiar después de tantos años, sintió un nuevo escalofrío. Benjiah Corey, el
antiguo criado de su tío Christopher, era ya un anciano en aquella época lejana de
su niñez en que venía a pasar temporadas enteras al viejo caserón. Ahora tendría
más de ciento cincuenta años; pero aquella voz cascada no podía ser de nadie
más. Carter no pudo distinguir lo que decía, pero el tono era inconfundible y
obsesionante. ¡Quién iba a decir que el «Viejo Benjy» aún estaba vivo! -¡Señorito
Randy! ¡Señorito Randy! ¿Dónde estás? ¿Quieres matar de un disgusto a tu tía
Martha? ¿No te dijo que no te alejaras de la casa cara a la noche, y que volvieras
antes de oscurecer? ¡Randy! ¡Ran...dyyy! En mi vida he visto un chiquillo que le
guste tanto corretear por el bosque; se pasa el día merodeando por esa maldita
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caverna de serpientes... ¡Eh, Ran...dyyy! Randolph Carter se paró en la densa
oscuridad y se restregó los ojos con la mano. Era muy extraño. Algo no andaba
bien. Se encontraba en un paraje donde no debía estar; se había extraviado en
unos lugares muy apartados, adonde no debía haber ido, y ahora era
imperdonablemente tarde. No había mirado la hora en el reloj del campanario de
Kingsport, aun cuando podía haberla visto fácilmente con su catalejo de bolsillo;
pero sabía que su retraso era algo muy extraño y sin precedentes. No estaba
seguro de haberse traído consigo el catalejo, y se metió la mano en el bolsillo de
la blusa para cerciorarse. No, no lo traía; pero en cambio llevaba una llave de plata
que había encontrado en alguna parte, dentro de una caja. Tío Chris le dijo una
vez algo muy raro acerca de una arqueta cerrada donde había una llave, pero tía
Martha le hizo callar bruscamente, diciendo que no debía contar historias de ese
género a un muchacho que ya tenía la cabeza demasiado llena de quimeras.
Entonces intentó recordar exactamente dónde había encontrado la llave, pero todo
era muy confuso. Se preguntó si no sería en el desván de su casa de Boston, y se
acordó vagamente de haber sobornado a Parks con el sueldo de media semana
para que le ayudara a abrir la caja, y guardara silencio después; pero al evocar la
escena, la cara de Parks le resultó muy extraña, como si las arrugas de
innumerables años hubieran hecho presa de pronto en el vivo y menudo cockney.
-¡Ran. . . dyyy ! ¡Ran... dyyy! ¡Eh! ¡Eh! ¡Randy! Una linterna oscilante apareció por
la curva oscura, y el viejo Benjiah se arrojó sobre la silueta silenciosa y perpleja de
Carter. -¡Maldito crío, ahí estabas tú! ¿No tienes lengua en la boca, que no
contestas? ¡Hace media hora que te estoy llamando, y me has tenido que oír hace
rato! ¿Es que no sabes que tu tía Martha está la mar de preocupada por tu culpa?
¡Espera y verás, cuando se lo diga a tu tío Chris! ¡Deberías saber que estos
bosques no son lugar a propósito para andar por ahí a estas horas! Te puedes
tropezar con cosas malas, de las que nada bueno puedes esperar, como mi
abuelo sabía muy bien antes que yo. ¡Vamos, señorito Randy, o Hanna no nos
guardará la cena! De este modo, Carter se vio arrastrado cuesta arriba, hacia
donde brillaban fascinantes las estrellas a través de los altos ramajes otoñales. Y
oyeron ladrar a los perros, y vieron la luz amarillenta de las ventanas tras la última
57
revuelta del camino, y contemplaron el parpadeo de las Pléyades por encima del
calvero donde se erguía un gran tejado negro contra el agonizante crepúsculo de
poniente. Tía Martha estaba en el umbral, y no regañó demasiado al pequeño
tunante cuando Benjiah lo hizo entrar. Demasiado bien sabía por tío Chris que
estas cosas eran propias de los Carter. Randolph no le enseñó la llave, sino que
cenó en silencio y sólo protestó cuando llegó la hora de acostarse. El solía soñar
mejor despierto, y por otra parte, quería utilizar la llave aquella. A la mañana
siguiente, Randolph se levantó temprano, y habría echado a correr hacia la
arboleda de arriba, si su tío Chris no le hubiera cogido, obligándole a sentarse a
desayunar. Impaciente, paseó la mirada a su alrededor, por aquella estancia de
suelo inclinado, por la alfombra andrajosa, por las descubiertas vigas del techo y
por los pilares angulares, y sólo sonrió cuando las ramas del huerto arañaron los
cristales de la ventana del fondo. Los árboles y las colinas estaban allí cerca, a su
lado, y constituían las puertas de aquel reino intemporal que era su verdadera
patria. Luego, cuando le dejaron libre, se tentó el bolsillo de la blusa para ver si
tenía la llave; y al ver que sí, cruzó el huerto y echó hacia arriba, por donde el
monte se elevaba hasta por encima del calvero. El suelo del bosque estaba
tapizado de musgo y de misterio. Los grandes peñascos cubiertos de líquenes se
erguían vagamente, bajo la luz difusa, como enormes monolitos druidas entre los
troncos inmensos y retorcidos de un bosque sagrado. A mitad de su ascenso,
Randolph cruzó un torrente cuyas cascadas, un poco más abajo, cantaban
misteriosos sortilegios a los faunos escondidos, a los egipanes y a las dríadas.
Luego llegó a la extraña cueva que se abría en la falda del monte, a la temible
Caverna de las Serpientes que la gente del campo solía rehuir, y de la que
pretendía mantenerle alejado Benjiah. La cueva era profunda, más profunda de lo
que cualquiera habría sospechado, porque Randolph había descubierta una
hendidura en el rincón más profundo y oscuro, que daba acceso a otra gruta más
grande aún: a un espacio secreto y sepulcral cuyas graníticas paredes daban la
impresión de haber sido trabajadas por un ser inteligente. Esta vez entró reptando,
como en las demás ocasiones, y alumbrándose con las cerillas que había cogido
del cuarto de estar, y se deslizó por la grieta del final con una ansiedad
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inexplicable para sí mismo. No sabía por qué razón se aproximó a la pared del
fondo con tanta resolución, ni por qué sacó instintivamente la gran llave de plata.
Pero siguió adelante; y cuando, aquella noche, regresó excitado a casa, no dio
ninguna explicación por su tardanza, ni prestó la más mínima atención a la
regañina que se ganó por haber ignorado totalmente la llamada de cuerno que
anunciaba la comida de mediodía. Hoy coinciden todos los parientes lejanos de
Randolph Carter en que, cuando éste tenía diez años, ocurrió algo que despertó
su imaginación. Su primo Ernest B. Aspinwall, de Chicago, es diez años mayor
que él, y recuerda muy bien el cambio operado en el muchacho después del otoño
de 1883. Randolph había contemplado paisajes fantásticos, como nadie los ha
contemplado en la vida; pero más extraños aún eran algunos de los poderes que
mostró en relación con cosas muy reales. Parecía, en suma haber adquirido el don
singular de la profecía, y a veces reaccionaba de un modo extraño ante cosas
que, pese a carecer totalmente de importancia en aquel momento, justificaban
más tarde sus singulares actitudes. En el curso de los decenios subsiguientes, a
medida que se inscribían nuevos inventos, nuevos nombres y nuevos
acontecimientos en el libro de la historia, la gente podía recordar sorprendida
cómo Carter se había referido años antes a cosas que de algún modo, pero
inequívocamente, se relacionaban con ellos. El mismo no comprendía sus propias
palabras, ni sabía por qué ciertas cosas le producían determinada emoción,
aunque suponía que ello era debido seguramente a algún sueño que a la sazón no
lograba recordar.
A principios de 1897, cuando cierto viajero mencionó el pueblo francés de Belloy-
en-Santerre, se puso pálido, y sus amigos lo recordaron después porque, en 1916,
durante la Guerra Mundial, recibió en ese pueblo una herida que estuvo a punto
de costarle la vida. Los parientes de Carter hablan a menuda de todo esto, porque
él ha desaparecido recientemente. Su viejo criado, el menudo Parks, que durante
muchos años había soportado con paciencia sus extravagancias, fue el último que
le vio aquella mañana en que cogió el coche y se fue con una llave que acababa
de encontrar. Parks le había ayudado a sacar la llave del antiguo cofrecillo que la
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contenía, y se sentía singularmente impresionado por los grotescos relieves que
adornaban dicha arqueta, y por alguna otra causa que no le era posible referir.
Cuando Carter se marchó, dejó dicho que iba a los alrededores de Arkham a
visitar la comarca de sus antepasados. A mitad de la cuesta del Monte del Olmo,
por la carretera que va hacia las ruinas de la morada solariega de los Carter,
encontraron el coche cuidadosamente aparcado en la cuneta. Dentro encontraron
un cofrecillo de aromática madera, adornado con unos relieves que llenaron de
pavor a los campesinos que dieron con el vehículo.
Este cofrecillo contenía tan sólo un pergamino, cuyos caracteres no pudieron
descifrar ni lingüistas ni paleógrafos. La lluvia había borrado las huellas de sus
pasos, pero parece que la policía de Boston podría haber dicho mucho sobre el
desorden que reinaba entre las vigas derrumbadas de la mansión de los Carter.
Era, según dijeron, como si alguien hubiera andado revolviendo entre las ruinas
recientemente. Encontraron, algo más allá, un pañuelo blanco de bolsillo entre las
rocas del bosque, pero no pudieron demostrar que pertenecía al desaparecido.
Entre los herederos de Randolph Carter se habla de repartir sus bienes, pero yo
pienso oponerme firmemente a ello porque no creo que haya muerto. Existen
repliegues en el tiempo y en el espacio, en la fantasía y en la realidad, que sólo un
soñador puede adivinar; y, por lo que sé de Carter, creo que lo que ha sucedido es
que ha descubierto un medio de atravesar estos nebulosos laberintos. Si volverá o
no alguna vez, es cosa que no puedo afirmar. El buscaba las perdidas regiones de
sus sueños y sentía nostalgia por los días de su niñez. Después encontró una
llave, y me inclino a creer que logró utilizarla para sus extraños fines. Se lo
preguntaré cuando le vea, porque espero encontrarlo en cierta ciudad soñada que
ambos solíamos frecuentar. Se dice en Ulthar, comarca que se extiende al otro
lado del río Skai, que un nuevo rey ocupa el trono de ópalo de Ilek-Vad; la ciudad
fabulosa de infinitos torreones que se asienta en lo alto de los acantilados de
cristal que dominan ese mar crepuscular donde los Gnorri, seres barbudos con
aletas natatorias, construyen sus singulares laberintos; y creo que sé cómo
interpretar este rumor.
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Ciertamente, espero con impaciencia el momento de contemplar esa gran llave de
plata, porque en sus misteriosos arabescos pueden estar simbolizados todos los
designios y secretos de un cosmos ciegamente impersonal.
"¿Qué hora es?"
Yolanda Oreamuno
Ensayo "¿Qué hora es?" (extracto)
Medios que usted sugiere al Colegio para librar
a la mujer costarricense de la frivolidad ambiente
Sé que el Colegio, al cual deseo rendir de este modo bien humilde por cierto-
homenaje de gratitud y de cariño, ha medido, desde luego que la fórmula, la
magnitud y trascendencia de esta encuesta pública. Dado que es difícil suponer
las infinitas ramificaciones y aspectos de este problema, y lo peligroso, para
cualquier mentalidad cobarde, de enfocar con recta y certera visión la raíz de un
mal que ya adquiere caracteres de epidemia, el Colegio da una muestra decisiva
de conciencia docente al abrir en esta forma la puerta a la voz pública, y
especialmente a la voz femenina, para que se sientan todos cada día más ligados
a la labor que ahí se realiza.
Lo que ahora hace el Colegio equivale a desvestirse de aquella significación
puramente educativa anquilosada, que pretendía ver la cuestión pedagógica como
una cosa desconectada de la vida que fuera de sus puertas se deslizaban, y que
no había asimilado del producto del ambiente y por lo tanto está indefectiblemente
ligado a él. De este modo se termina en forma brillante la vieja manía de tomar al
alumno como a un conejillo de Indias para realizar en él experimentos y así muere
el error de que dichos experimentos pedagógicos comienzan y terminan en el
61
laboratorio. Cuando el alumno ingresa a las aulas es ya un producto, una
resultante de impresiones, influencias y emociones fuertemente grabadas en su
subconsciente, con las cuales no se puede dejar de contar. Y cuando este alumno
sale, va directamente a moverse en un mundo extraño, que acabará de majar en
su personalidad hechos y casas que lo condicionarán decisivamente y para los
cuales no puede ignorar el Colegio que trabaja.
Creo haber entendido satisfactoriamente el alcance y significación de este gesto,
con lo cual me siento capaz de entrar en materia, no sin agradecer antes a "mi
Colegio" lo que hace ahora por la juventud de Costa Rica, como en otro tiempo lo
hizo por mi personalmente.
La situación social de la mujer en Costa Rica viene a ser la raíz madre de lo que el
Colegio llama con tanto acierto frivolidad ambiente. Si aquello es la causa, esto es
el efecto. Quiero dejar sentada esta premisa para deducciones finales. Urge por
tanto, para entender el problema, remontarse al ambiente infantil familiar y seguir
desde este punto de partida paso a paso el movimiento personal de la alumna,
con el objeto de que por una simple observación ordenada de los hechos
lleguemos a razonables conclusiones.
Desde que comienza la educación de nuestra mujer en el hogar se plantea ya su
contradictoria situación: ¿Se educa a nuestras muchachas para que sean buenas
señoras de casa, correctas esposas y fuertes madres, o se las educa para que
tomen una activa parte en el conjunto social, dentro y fuera del hogar? Si es
exclusivamente lo primero, entonces la labor del Colegio en sí está reñida
esencialmente con la educación familiar, desde donde se malea la personalidad
de la mujer haciéndola creer que su único destino está en el matrimonio. El
Colegio procura capacitar, que no otro propósito es el de los múltiples
conocimientos que ahí se imparten. Ahora bien toda capacitación, con ser
únicamente un medio, implica, por estricta lógica, un fin subsecuente, un objetivo
que dignifique el trabajo realizado, que haga pensar en ilación y continuidad, y que
no deje al cabo de cinco años de esfuerzos colectivos la obra trunca, porque la
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cultura conseguida en el Colegio no puede ser un fin en sí. Caso de que a nuestra
mujer se la eduque con el segundo objetivo planteado, entonces se hace
necesaria una pregunta orientadora, de ruta futura.
¿Qué va a hacer la alumna después de esos cinco años? ¿Tiene algún objetivo
definido? ¿Para qué fin estudia? ¿Entiende la muchacha que se pone blusa
rayada que la atención, el dinero gastado, el tiempo invertido y el esfuerzo
realizado son valores que necesariamente exigen una finalidad, que se les ponga
al servicio de una causa definida? ¿Comprende que la estudia lo hace por algo, y
sabe qué es ese algo? ¡No!
La generalidad de nuestras muchachas, la casi totalidad de los padres que las
colocan en el Colegio, no se han formulado esa pregunta. Y ellas van porque papá
quiere, porque es muy bonito o por necesidad de poder decirse bachiller a los 17 ó
18 años. El padre la matricula: porque a los hijos hay que educarlos (uno de los
nuevos deberes paternales que la civilización ha agregado a los tantos y tan
difíciles de criar hijos) y es urgente ocupar su imaginación y su tiempo durante los
cinco años que hay entre su desarrollo y la colocación definitiva en las manos de
un hombre que por A o por B motivos quiera hacerse cargo de ella: el marido. Eso
es todo. Pero, digo yo, ¿será justo conformarse con un "eso es todo"? ¿está eso o
no reñido con la labor que el Colegio pretende realizar?
La posición viene desde la casa, desde la calle, desde la más elemental
educación. Aún más. Este mismo problema tiene diferentes aspectos individuales,
ya afecte a cuál de los tipos de muchachas que ingresen al Colegio.
Hay la que va desde el más humilde de los hogares, haciendo inauditos equilibrios
económicos para sostener con decoro su posición de estudiante. La otra, que llega
de una casa más o menos acomodada, pero sin perspectivas alentadoras que le
permitan seguir siendo una carga para la familia.
Y la tercera, la de la casa rica.
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La primera, que se supondría la más urgida para señalar su camino, no lo hace,
porque sabe que a la hora de dejar el Colegio, si es que llega al final, la palpitante
realidad la hará buscar una solución económica inmediata, y ahoga así en el taller
o en el mostrador la Aritmética, el Algebra y hasta la Geografía, conocimientos que
han resultado de este modo casi inútiles, sin vitalidad. Para esta el Colegio es solo
un transitorio puerto entre dos tempestades, la ocasión ilusoria de amistades que
muy difícilmente concretan, el contacto alegre con clases sociales vedadas. Esta
no desea tomar el estudio en serio: ¿para qué? En cambio, está demasiado
dispuesta a tomar en serio las primeras visiones de otra vida que nunca conocerá
bien y que durara escasamente cinco años ...Ahora, como esa vida es halagüeña
se convertirá en su realidad de Colegio. Nunca el estudio en sí. La segunda, la
que oscila entre un grupo y otro, tiene también una bivalente óptica del Colegio.
No sabe si las aulas se hicieron para el contacto con la gente alegre de uniforme,
solamente, o si va también a estudiar. Para esta el marido es ambiguo. Juega a
que "tal vez"...
La tercera, la rica, tiene tiempo hasta para pensar. A veces el dinero hasta tiempo
proporciona. Nada es urgente para ella. Si estudia y saca unos y el papá es liberal,
va a Estados Unidos, no sin estrenarse antes en el Nacional, pomposamente
vestida de blanco. Y de regreso, posiblemente escoja con quién casarse. No tiene
realmente importancia para ella si lo toma en serio o no.
Carente de orientación verdadera, la mujer sólo tiene un incentivo para el estudio:
la competencia por la buena nota a como haya lugar y la consecuente
memorización, el aprendizaje muerto en sí. Así es como la intrascendencia, la
frivolidad germinan en terreno abonado. Son cinco años decisivos perdidos por
falta de continuidad, por ver la vida como una ―cosa‖ en etapas: escuela, colegio,
marido, y no como una obra de construcción interna y externa, con movimiento y
finalidad. De ahí que para casi todas el Colegio sea: el recreo, los desfiles, la
salida a las once y la nota.
La misma situación pre-colegial a que antes aludí está preñada de contradicciones
que luego repercuten en la personalidad, en la orientación de la mujer. Una de las
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más serias que crea la intolerancia doméstica es el gravamen intelectual que
significa ser ―hija de familia‖. El origen de este término debe ser tan ambiguo como
su significado. Ser ―hija de familia‖ equivale a estar sujeta a la tutela intelectual y
moral de nuestros mayores, a perpetuidad; viene a ser como un descargo de
responsabilidades en un persona que se considera más capaz para asumirlas. La
―hija de familia‖ es el producto de un núcleo pequeño y cerrado, esto es lo grave-
al exterior y del que generalmente el padre es la puerta y la llave a la vez. Las
influencias exteriores son cotizadas, pesadas y medidas por dicho mentor, las
opiniones controladas directamente y, lo que ya es del todo malo, las actividades
volitivas borradas en su casi totalidad. Porque poco importa velar celosamente por
la hija, si luego discuten con ella las decisiones tomadas, tratando de educar su
personalidad, su capacidad para decidir por el buen camino con criterio propio. Lo
grave es lo otro, la obediencia irrestricta, sin discusión amigable ninguna y el
respeto también irrestricto a lo decretado con anterioridad. Esta clase de
dependencias es consecuencia inmediata, por la incomprensión de los deberes y
derechos paternales, de la dependencia económica forzosa de la mujer durante el
período que por desgracia muchas veces ocupa toda una vida. Ahora bien: quede
bien claro, que no voy contra el respeto y la obediencia bien entendidos, sino
contra las consecuencias de la interpretación ambiente sobre lo que es ―docilidad‖.
Y estos efectos de obediencia y respeto, según el significado corriente, de la hija
para el padre que como ya dije anteriormente, tienen un causa económica- no son
lo suficiente elásticos para adaptarse a las nuevas modalidades a que está sujeta
la familia media en Costa Rica, en la cual es más frecuente el caso. Esta familia,
de pocas posibilidades monetarias, tiene generalmente que lanzar sus hijos a la
vida, al trabajo y a un ambiente en contra del cual los ha acondicionado. Y al exigir
a los hijos tal actitud, se encuentran éstos cohibidos, sus responsabilidades
limitadas a cero, puesto que han de recaer lógicamente en el que planteó la
posición. La muchacha así, se ha acostumbrado a que dicha persona piense por
ella, a que la vida no sea más que una realidad para el padre, único quien tiene
que asumir actitudes agresivas y defensivas en la lucha de todos los días. Lógico
es esperar que la bruma de la frivolidad la enrede y le impida ostentar verdadera
65
dignidad. Porque no hay dignidad sin conciencia y la suprema conciencia está en
asumir con pleno conocimiento de causa las responsabilidades que da la vida al
enrolar a un ser en su corriente, sea hombre o sea mujer.
De este ambiente de Colegio lesionado, de esa tutela familiar negativa, sale la
muchacha a realizar el tercer lapso de su vida: la búsqueda, y ojalá consecución,
del marido.
Este tercer estado, que algún ironista llamó ―cinegético‖, es la desconexión
definitiva de toda inquietud intelectual y también es un tránsito delicado a gastarlo,
simplemente, en la forma más alegre y conveniente. Se me dirá: esa es la mujer
sin necesidad apremiante de trabajar, la que puede vivir sin pensar en la realidad
diaria. Argumento obtuso este. Porque, y esto es para mí básico en la constitución
mental de las mujeres, la muchacha de Costa Rica no tiene urgentes necesidades
económicas que la obliguen a tomar una consciente actitud de la vida y que
desarrollen, simultáneamente con el sentido de responsabilidad, la ambición y las
nobles inquietudes. Hay, claro, un sector de mujeres que se ganan la vida y sin
otra posibilidad de subsistir que su propio esfuerzo, pero no es, por cierto, entre
estas mujeres, la frivolidad frecuente; en ellas sólo abunda la tragedia. La
muchacha media la más numerosa en los lugares de más acentuada
intrascendencia entre el sexo femenino _como las ciudades-, que se ha asimilado
hasta el máximo la inconsciencia ambiente, es la que trabaja sin depender
exclusivamente de ella misma y así continúa siendo una sucursal bien escogida de
la casa, escogida para que no haya contactos peligrosos, donde no se mate y
hasta la cual llegue la benevolente protección familiar. La muchacha se sienta ante
otro pupitre, esta vez con sueldo, a esperar el fin de mes como antes esperaba la
nota. En tal condición económica, se amortiguan los golpes de la realidad, pues la
empleada resulta una simple ayuda en la casa, es decir, una ridícula suma que
abona a los anteriores desvelos familiares, si es que, por el contrario, no da un
cinco. Como resultante, la ambición se embota y se encausa hacia la vida de un
club como único objetivo, lo cual supone el lujo en el vestir como una sola
obsesión. Esta tercer a etapa se prolonga, como un juego también, hasta el
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recodo donde se plantea la bifurcación: o se camina hasta el matrimonio, sobre las
bases y con la herencia apuntada, o hasta la soltería infértil y negativa de nuestras
mujeres.
En Una silla de ruedas
Cuando llegó esta desgracia, Sergio aún no había cumplido sus dos anos.
Una mañana la madre abrió la ventana del dormitorio y el niño permaneció
quieto en su camita, como si el sol no hubiese entrado en la habitación
sorbiéndose la oscuridad que la llenaba. No hubo como todos los días, frotamiento
de ojos, risas torpes porque aún tenían las alas metidas en el sueño, ni brazos
impacientes agitándose en reclamo del cuello materno. Se le hubiera creído
muerto si su mirada no se hubiese tendido llena de angustias a la madre.
El pequeño se acostó alegre. Antes de dormirse jugó y retozó en el regazo de
la vieja Canducha y cuando ella acomodó la cabeza de Sergio en la almohada y
subió el embozo para que no pasase frío, aún no se le había cerrado en su boca la
risa.
Al abandonarse al sueño, parecía una vida que iba al encuentro del sol; al
despertar, era una vida que la suerte había dejado en el país brumoso de la
tristeza. Era como si un hada maléfica se hubiera deslizado entre el silencio de la
noche hasta la cama de Sergio y hubiera vaciado su rencor en esta existencia que
comenzaba a abrirse.
Se llamó al médico. Su diagnóstico fue que se trataba de un caso de la Parálisis
de la mañana de West. La familia no entendió lo que aquello quería decir.
Lograron salvarle la vida, pero la enfermedad no quiso abandonar las piernas.
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El anciano médico que lo vio nacer exclamó alegremente cuando Sergio llegó a
este mundo, al mirarlo tan bien conformado: -¡Bienvenido, muchacho! Se ve que
Nuestro Señor estaba de buen humor cuando te hizo. Aquí tenemos a uno a quien
nos mandan bien armado para ir por este valle de lágrimas.
Pero el tiempo vino a demostrarle que por más médico que fuera, no tenía nada
de profeta; El mismo fue quien dijo con voz apenada al colega que acudió a
ayudarle a estudiar aquel caso, mientras movía en todo sentido las piernecillas
marchitas:
-Miembros de Polichinela, amigo mío. Un culdejatte para mientras viva. Ojalá me
equivoque...
¡ Un cul-de-jatte! Y Sergio sonreía al médico que a la cabecera de su cama le
auguraba un destino muy diferente de aquel que entreviera para el niño el día de
su nacimiento.
Más tarde se pidió para él a los Estados Unidos, una silla de ruedas. Era una
silla que mediante cierto mecanismo podía ensanchar asiento y respaldo, un
aparato que crecería conforme Sergio lo necesitara. Estaba hecha de madera a
prueba de comején, y de acero labrado; tenía adornos dorados y los almohadones
forrados en terciopelo. Todo en ella era pulido y reluciente, sin embargo era un
mueble triste.
Jamás Cinta, la madre de Sergio, ni Canducha, olvidaron el primer día en que
el chiquillo fue colocado en la silla; entre almohadones suaves. El pobre reía y
palmoteaba como si se tratara de un juego.
La vieja criada se enjugó los ojos, a las escondidas, con la punta del delantal: -
¡Virgen de los Angeles! ! Que el niño Sergio no se quedara en aquella silla! ¡Qué
hiciera un milagro! Ella le ofrecía unas piernas de oro que iría a colgar en su altar
apenas viera que su cholito "se decida a andar como los cristianos".
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Cinta empujaba la silla. La rodó hacia el jardín y el chirrido de las ruedas en la
arena, se le metió en el corazón como una espina.
Pasaron los años y el milagro que anhelaba Canducha no se realizaba. Muchas
veces los dorados de la silla perdieron su brillo y se hicieron relucir nuevamente, y
muchas veces también fueron renovados los almohadones de terciopelo. El niño
continuaba en ella. Sergio y el mueble iban creciendo a la par.
Era la figura de Sergio una de esas figuras que no se olvidan nunca: moreno y
pálido, con una frente amplia y una nariz recta que prometían un noble perfil de
varón. Sus ojos grandes de córnea muy blanca, miraban bajo las pestañas muy
largas y negras con una mirada que hacía pensar en las corrientes de agua que se
arremolinan bajo los bosques tupidos. El cabello abundante, negro y lacio, se lo
recortaba la madre en torno del cuello delicado y frágil. La inquietud y la alegría de
la infancia, prisioneras en este cuerpo condenado a vivir en una silla de ruedas
asomaba siempre por sus ojos y por sus labios, como esos traviesos rayos de sol
que en un día oscuro saben abrirse camino a través de la lluvia y de la niebla. Era
tranquilo con esa tranquilidad resignada de los árboles en los días apacibles,
cuando no hay viento.
Todas las energías que tenía su cuerpo para ser empleadas en los movimientos
incesantes de la niñez, habían venido a formar su cerebro y su corazón de donde
salían -con triste suavidad- a refrescar lo que constituía su mundo. Desde su silla
velaba por todos y por todo: por su madre, por sus hermanitas, por Canducha por
Miguel. Y como si su amor no se conformara con los seres humanos, iba hasta
sus palomas, sus conejitos, su gata Pascuala, sus plantas. Pasaba las mañanas
bajo un naranjo del jardín y en torno de su silla era que los comemaíces y los
yigüirros armaban sus algarabías. Los come-maíces venían a sus hombros y a sus
regazos a picotear las migas que él ponía allí para ellos, con la misma confianza
con que se posaban en el arbolito de murta.
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En torno de la silla rondaban las ternuras de Cinta, de las dos hermanitas, de
mamá Canducha y de Miguel. Si alguien hubiese preguntado cuál de estas
ternuras era la más honda no se habría podido precisar, porque cada una, a su
modo, era la más honda. Sergio sentadito en su silla era allí el verdadero hogar.
Era como una pequeña hoguera alrededor de la cual había manos afanosas para
que no se extinguiera... Era tan grato al corazón el calor de su llama!
La madre de Sergio se llamaba Jacinta, pero en casa siempre le dijeron
Cinta. Para el niño no había en este mundo nada más bello ni mejor. Cuando
Cinta salía, se ponía triste y no sonreía sino cuando sus oídos percibían otra vez
su taconeo gracioso, sus risas y sus exclamaciones.
Cinta era una personita encantadora, con el cerebro de pájaro. La verdad es que
si Candelaria no hubiese estado siempre alerta, aquella casa no habría caminado
bien. Los treinta años no lograron llevar la gravedad a esta criatura que jamás
enterró la ligereza de su infancia. Era menuda y graciosa con la cabeza hecha un
nido de colochos oscuros, una de esas figuras pequeñitas de mujer que inspiran
deseos de cogerlas y ponerlas de adorno sobre una consola, como si fueran una
chuchería artística de gran valor.
Gracia y Merceditas eran menores que Sergio. A María de la Gracia la llamaban
también Tintín porque estaba siempre alegre. Por donde ella andaba había
repique de risas, cantos y bailoteo. No podía guardar una idea dos segundos entre
la cabeza; parecía que le picaba y enseguida la sacaba por la boca. Cinta decía
que su muchachita pensaba en música, porque todo lo que le pasaba por la
cabeza lo decía cantando. Candelario le dijo un día en que le estaba alborotando
la cocina: -Hijita, pareces una campanilla colgada en una boca-calle, que con sólo
que la vuelva a ver el viento ya está golpeando con su badajito... tin tin, tin tin..."
Desde entonces Sergio le llamó "Campanita" y de allí a darle el apodo de Tintín,
fue un paso. Era ella quien inventaba todos los juegos a que se entregaban, y se
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ingeniaba de modo que Sergio siempre pudiera jugar como si tuviese buenas las
piernas.
Merceditas era la menor de los tres. Hacía el efecto de una briznita de hierba, y
Sergio recordó con emoción, más tarde, la pequeña y suave figura de su
hermanita menor, con el cabello peinado en dos trenzas que remataban en sendos
lazos. La recordaba sentada a sus pies, con su silencio colmado de abrirse camino
a través de la lluvia y de la niebla. Era tranquilo con esa tranquilidad resignada de
los árboles en los días apacibles, cuando no hay viento.
Todas las energías que tenía su cuerpo para ser empleadas en los movimientos
incesantes de la niñez, habían venido a formar su cerebro y su corazón de donde
salían -con triste suavidad- a refrescar lo que constituía su mundo. Desde su silla
velaba por todos y por todo: por su madre, por sus hermanitas, por Canducha por
Miguel. Y como si su amor no se conformara con los seres humanos, iba hasta
sus palomas, sus conejitos, su gata Pascuala, sus plantas. Pasaba las mañanas
bajo un naranjo del jardín y en torno de su silla era que los comemaíces y los
yigüirros armaban sus algarabías. Los come-maíces venían a sus hombros y a sus
regazos a picotear las migas que él ponía allí para ellos, con la misma confianza
con que se posaban en el arbolito de murta.
En torno de la silla rondaban las ternuras de Cinta, de las dos hermanitas, de
mamá Canducha y de Miguel. Si alguien hubiese preguntado cual de estas
ternuras era la más honda no se habría podido precisar, porque cada una, a su
modo, era la más honda. Sergio sentadito en su silla era allí el verdadero hogar.
Era como una pequeña hoguera alrededor de la cual había manos afanosas para
que no se extinguiera ... Era tan grato al corazón el calor de su llama!
La madre de Sergio se llamaba Jacinta, pero en casa siempre le dijieron Cinta.
Para el niño no había en este mundo nada más bello ni mejor. Cuando Cinta salía,
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se ponía triste y no sonreía sino cuando sus oídos percibían otra vez su taconeo
gracioso, sus risas y sus exclamaciones.
Cinta era una personita encantadora, con el cerebro a pájaros. La verdad es que si
Candelaria no hubiese estado siempre alerta, aquella casa no habría caminado
bien. Los treinta años no lograron llevar la gravedad a esta criatura que jamás
enterró la ligereza de su infancia. Era menuda y graciosa con la cabeza hecha un
nido de colochos oscuros, una de esas figuras pequeñitas de mujer que inspiran
deseos de cogerlas y ponerlas de adorno sobre una consola, como si fueran una
chuchería artística de gran valor.
Gracia y Merceditas eran menores que Sergio. A María de la Gracia la llamaban
también Tintín porque estaba siempre alegre. Por donde ella andaba había
repique de risas, cantos y bailoteo. No podía guardar una idea dos segundos entre
la cabeza; parecía que le picaba y enseguida la sacaba por la boca. Cinta decía
que su muchachita pensaba en música, porque todo lo que le pasaba por la
cabeza lo decía cantando. Candelario le dijo un día en que le estaba alborotando
la cocina: -Hijita, pareces una campanilla colgada en una boca-calle, que con sólo
que la vuelva a ver el viento ya está golpeando con su badajito... tin tin, tin tin..."
Desde entonces Sergio le llamó "Campanita" y de allí a darle el apodo de Tintín,
fue un paso. Era ella quien inventaba todos los juegos a que se entregaban, y se
ingeniaba de modo que Sergio siempre pudiera jugar como si tuviese buenas las
piernas.
Merceditas era la menor de los tres. Hacía el efecto de una briznita de hierba, y
Sergio recordó con emoción, más tarde, la pequeña y suave figura de su
hermanita menor, con el cabello peinado en dos trenzas que remataban en sendos
lazos. La recordaba sentada a sus pies, con su silencio colmado de
Sus pasos hollaron la pradera y dejaron en pos de sí las rosadas margaritas
Tenn y sen
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Candelaria era una anciana india de origen guanacasteco, con la piel oscura, color
de teja; facciones rudas con unos pómulos salientes y entre el pecho un corazón
sin malicia, lleno de amor por su prójimo. Miguel decía que Candelaria era como
los cocos que tienen una pulpa blanca y sabrosa envuelta en una cascara dura de
color terroso.
Muy limpia con la limpieza sencilla de las hojas tiernas del plátano. Muy pulcra en
el vestir. Jacinta decía que Candelaria andaba siempre ''hecha un ajito"; camisa
zonta de lienzo blanco, inmaculado, reluciente por el almidón y la plancha, sin más
adorno que el caballito de hiladilla que corría alrededor del cuello muy escotado;
las mangas cortas dejaban al descubierto los brazos morenos, delgados y recios
de la mujer que trabajaba fuerte. La falda de zaraza plegada en la cintura, bien
almidonada también. Se cubría el escote y los hombros con un pañuelo de
algodón a cuadros negros y blancos. Los domingos cambiaba este pañuelo por
uno de seda de colorines, para ir a oír su misa. Iba descalza; nunca hubo manera
de que se pusiera zapatos. Candelaria decía que ella necesitaba sentir la tierra
bajo la planta de sus pies.
Era cristiana, pero con un cristianismo ingenuo y primitivo que se entretejía en su
imaginación con la fe pagana de sus antepasados indios. El viernes santo iba a
darle el pésame a la Virgen de los Dolores por la muerte de su Divino Hijo, y los
miércoles dejaba abierta -desde buena mañana- la puerta de la cocina para que
entrara San Cayetano. Limpiaba y frotaba el taburete de cuero y cuando su
fantasía calculaba que el Santo estaba allí, lo invitaba a sentarse y se ponía a
contarle con voz suave y fervorosa todas sus necesidades y congojas de la gente
conocida. Sobre todo le pedía, que le curara las piernas a su muchachito.
Sergio le preguntaba:
-¿Cómo es San Cayetano Mamita Canducha? Ella le respondía:
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- ¡Uh ...! muy galán. El era italiano con los ojos azulitos como los de Miguel, pero
más bonitos; el pelo rubio, alto, muy bien parecido; además era muy rico. Repartió
sus riquezas entre los necesitados. Todos los pobrecitos de por allá donde él era,
le iban a contar sus necesidades y San Cayetano los oía con una paciencia ...! Así
como me oye a mí. ¡Ah! para que todos los ricos fueran como San Cayetano ...!
Sergio seguía en sus preguntas: ¿Mamita Canducha, y usted lo ve cuando entra y
se sienta?
¿Lo ve como me ve a mí?
-Pues ve, exactamente como lo veo a usted, no, mi muchachito. Pa qué voy a
mentir. Es que él es un espíritu, no es de carne y hueso como nosotros. Pero lo
veo sentarse en mi taburete, con una humildad ...
-¿Y cómo anda vestido? ¿Usa pantalón y corbata?
- ¡Qué ocurrencia! Cómo va a andar San Cayetano con pantalones y corbata. ¿No
ve que él es un santo que viene del cielo? Lo que usa es una casulla dorada sobre
una alba blanquisca ... Tal vez lavada por las propias manos de la Santísima
Virgen María. El viene vestido como para decir misa.
Y así como les contaba de San Cayetano, les contaba del venado capasurí y del
poder enamorador de los cascabeles de la serpiente cascabel.
-¿Qué cómo es el venado capasurí? Pues es el venadito que tiene los cachos
envueltos en una piel como de seda o de terciopelo. Pero al animal no le gusta
tener los cachos así y va y se la frota en los troncos para quedar como los demás
venados. Es que él no sabe que es "capasurí", que es como decir mágico, pues
Nuestro Señor le puso en su corazón una piedrita de virtú. Los cazadores de mi
tierra le persiguen, porque el hombre que logra matar un venado capasurí y le
saca la piedra y anda con ella sobre el pecho, es muy suertero sobretodo en cosas
de amor, y la piedra lo protege contra las enfermedades y contra los enemigos por
la virtú que Dios le dio. Eso sí, hay que sacarle la piedra cuando todavía le late el
corazón al ani-malito de Dios. Mi marido andaba con una piedra de éstas sobre el
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pecho, metida sobre una bolsita, y contaba que se la había sacado del corazón a
un venadito capasurí. Yo le decía a Melchor que a mí no me gustaba que él
hubiera hecho eso.
Los niños pedían que les contara más cosas, y Canducha sin hacerse de rogar les
contaba de la Virgen de piedra negra que se le apareció a una indita o del poder
mágico de los cascabeles de la culebra cascabela. Subía su "chinguita" de cigarro
amarillo y decía:
-Pues allá en mi tierra de Guanacaste, uno de los medios más eficaces para
enamorar a una mujer es echarle serenatas con un guitarra dentro de la que
hayan puesto un cascabel cogido de la mismita cola de la cascabela. La cosa es
coger viva la anímala. El hombre se ayuda con una estaca que tenga una
horqueta en la punta y con la horqueta va y prensa la cabeza de la cascabela para
que no vaya a ser cosa que le meta los colmillos. Mientras la tiene asegurada le
arranca de la cola uno de los cascabeles, pero toda la diligencia tiene que hacerla
sólito, sin ayuda de nadie. Enseguida la deja irse. Va y mete el cascabel entre la
caja de la guitarra y ya está, el instrumento al momento cambia y se pone a sonar
que es como oír una orquesta bien tocada. Por la noche va el hombre a
serenatear a la mujer que quiere y suenan las cuerdas de la guitarra y suena la
canción de una manera que es como si a uno le estuvieran echando en los oídos
un maleficio o un licor encantado y toda la gente se va poniendo como borracha. Y
con la mujer serenateada no hay tu tía: se enamora del hombre y va con él hasta
el fin del mundo. Así es la cosa. Mi hermano Chico que en paz descanse; tenía un
cascabel en su guitarra, un cascabel que él mismo le había quitado de la cola a la
culebra, y había que oír esa guitarra echando serenatas en las noches de luna allá
en Nicoya. ¡Bendito sea Dios! Me parece ver a mi hermano Chico con la guitarra
entre los brazos embrocado como pegando el oído en la caja del instrumento
acompañando una canción que decía:
" ¡A y de mi palomita tan fina y tan leal! i A y grillos y cadenas para un
sentenciado! "
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La voz de la anciana se quebraba, se hacía fina ... no se sabía si iba a llorar o a
cantar.
Mama Canducha continuaba su relato con aquel su acento guanacasteco que
nunca perdió: se sorbía las eses y prolongaba las íes... puej; tranviya: -Deveras mi
hermano Chico fue muy suertero con las mujeres. Todas lo querían. Es que era
muy alegre y tenía mucha labia, y parrandero ...! Onde estaba Chico todo era risa,
bromas chanzas y cantos. El decía que el hombre, que anda con guitarra con
cascabela debe tener mucho cuidado y que mientras no pasaran siete años no
había que pasar por el lugar onde prensó la anímala. Si da el tuerce que el animal
anda por allí y ve al julano ... hasta allí se la prestó Dios. Sucede también que la
culebra se pone a buscar su cascabel por todo, y si llega a la casa onde está la
guitarra con el cascabel, va y se mete en la caja del instrumento y allí se arrodaja
y se está bien quietecita. Dicen que una vez un julano muy parrandero tenía un
cascabel de cascabela entre su guitarra y fue una noche a echarle una serenata a
una su novia, y cuando estaba en lo mejor dándole a las cuerdas, sintió de pronto
que una brasa le corría por todo el cuerpo y allí noma-sito cayó pa no levantarse
jamás. Fue que la serpiente le echó traca. Mi mama le decía a Chico que era cosa
del diablo encantar guitarras con cascabel.
Merceditas preguntaba. -¿Usted vio el cascabel en la guitarra de Chico?
Candelaria constestaba esquivando la mentira:
-Es que como ya de eso hace tantos años ... a uno se le olvidan las cosas.
El Domingo de Ramos iba mama Canducha a la Iglesia a recibir su palma bendita
que ella usaba en los días de tormenta para ahuyentar el rayo, haciendo cruces
con pedazos de la hoja que clavaba en la puerta de la cocina. Otra de sus
supersticiones que Sergio recordó siempre con ternura era ésta: Cuando en las
tardes claras, veía recortarse el cachito de la luna nueva sobre el cielo, la anciana
se sacaba del seno la pataquita en donde guardaba sus reales, cogía un cinco y
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con la pequeña moneda saludaba a la luna -"es pa que no nos falte platica"- expli-
caba a los niños.
De noche la oía Sergio rezar el Rosario con acento quedo, devoto y pedir por las
benditas ánimas del purgatorio -sobre todo por el ánima sola- pobrecita tan sola
que nadie se acuerda de ella, decía Candelaria. Pedía también por los cami-
nantes, por los navegantes, por los pescadores.
Candelaria fue quien enseñó a rezar a los niños y los inició en los misterios de la
Doctrina Cristiana, eso sí a su manera, en la que andaban mezcladas huellas de
las creencias de los indios con artículos de la fe católica. A ella no le pasaba por la
imaginación que alquien dijera que había más Dios que Nuestro Señor Jesucristo.
¡Y qué iba a saber Candelaria de Buda ni de Mahoma ni de Confucio, y menos
que la gente se odiara o se matara por cuestiones de religión. Había una cosa que
no podía soportar, y era que San Pedro hubiera negado a Nuestro Señor.
Francamente, ella no quería a San Pedro por aquella acción de abandonar a
Tatica Dios cuando éste más necesitaba de sus amigos. Si ella, una triste mujer,
hubiera estado en el Huerto de los Olivos habría hecho frente a los sayones que
llegaron a prender a Jesús. Los habría hecho huir con piedras, con palos, con lo
que le hubiera caído en las manos. Y San Pedro que era un Santo, ¡haber negado
que conocía a Cristo ...! Eso no podía comprenderlo Candelaria.
Era en las mañanas, mientras molía las tortillas que enseñaba a los chiquillos el
Todo Fiel. Desembrocaba la gran piedra de moler el maíz, con el mismo gesto con
que deben haber desembrocado la suya las indias chorotegas adoradoras del sol.
La lavaba bien y alistaba el maíz cocido en el lebrillo de arcilla. Llamaba a sus
discípulos que acudían y rodeaban el molendero.
-¡Persígnense! -ordenaba la maestra de teología. Y los niños hacían la señal de la
cruz y se santiguaban; cruzaban los brazos sobre el pecho con devoción y
comenzaban: "Todo fiel cristiano, que está muy obligado ...". Candelaria, inclinada
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sobre la piedra quebraba el maíz y el ruido acompasado y monótomo acompañaba
el sonsonete de los niños. Los granos se convertían en masa blanca; jadeaba la
anciana al llevar y traer la mano de piedra mientras pasaba y repasaba la masa.
Palmeaba las tortillas con gran habilidad entre sus manos oscuras y sus dedos se
pulían rítmicamente en los bordes del suave disco que luego ella iba a dejar sobre
el comal caliente. Los niños repetían los Mandamientos de la Ley de Dios o el
Credo, y cuando mama Canducha iba a volver la tortilla o a ponerla a asar en el
brasero, se hacían morisquetas y reían bajito. El ambiente de la cocina se llenaba
con el sabroso olor de la tortilla que se asaba en el rescoldo, y los niños olvidando
que tenían a Cristo padeciendo bajo el poder de Poncio Pilatos, gritaban: -"Mama
Canducha dénos tortilla caliente ...". Y Candelaria cogía del asadero una de sus
grandes tortillas con sal de cascara crujiente y dorada, la untaba con natas de
leche y la repartía entre sus discípulos, olvidado todo el mundo del gobernador
romano que condenó a Cristo a morir en una cruz.
De joven había servido Candelaria en casa de los padres de Jacinta. Después se
casó y tuvo hijos, pero éstos y el marido murieron. Cuando la niña Jacinta -a quien
ella viera nacer-casó a su vez, Candelaria se fue con ella y le ayudó a criar a las
dos muchachitas y a Sergio.
Candelaria servía con fidelidad y desinterés. Era de esas criaturas que sirven sin
rebajar su dignidad; su obediencia era inteligente, de la que ennoblece a quien la
practica. En donde ella estaba, se hacía luego indispensable; se imponía
enseguida, sin hacerse sentir, y muy pronto se convertía en el ama de la casa.
Casi siempre su corazón estuvo en un nivel superior al de sus patrones. Lo que
tocaban sus dedos oscuros y nudosos quedaban limpios y en orden. Su lengua
tosca tenía en todos los momentos la palabra que se necesita; en la alegría
echaba ramilletes de chispas inofensivas como las de la piedra de afilar cuando
trabaja; en la ira era como el agua que apaga las llamas; en el dolor la gota de
aceite que calma.
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Existencia humildosa y noble; evocaba el verso del poeta inglés: "Sus pasos
hollaron la pradera y dejaron en pos de sí las rosadas margaritas". Si a Candelaria
la hubieseis dicho esto, no os habría comprendido. Sus pies desnudos, morenos,
de planta endurecida, dejando huellas sobre las que nacían flores. ¡Vaya, vaya y
qué modos de hablar!
Para los niños era algo tan indispensable como su madre.
La llamaba mama Canducha. Ellas los quería a todos pero su cariño por Sergio
era casi un fanatismo. Cuando murieron sus hijos y su marido, su amor quedó
flotando como una hebra de miel en el espacio; un día se encontró con esta vida
triste y delicada y allí se prendió y tejió en torno suyo un capullo de ternura.
Era ella quien acostaba y levantaba al niño; le preparaba sus alimentos y le
arreglaba su ropa. Enternecía verla acomodar la gaveta de Sergio: doblaba con
primor las camisas, los pañuelos, y entre cada pieza metía hebras de raíz de
violeta para que oliesen bien.
Jamás se borró de la memoria de Sergio la sensación de bienestar y seguridad
que lo invadía cuando al anochecer lo cogía mama Canducha entre sus brazos y
lo llevaba a un rincón de la sala. Allí se sentaba en una poltrona, lo arrullaba y le
narraba cuentos. Y los regazos de la anciana le parecían más mullidos, más tibios
que los almohadones de su silla; tenían una suavidad animada y cariñosa de la
que carecía el terciopelo de aquellos.
Gracia y Merceditas se sentaban a los pies de ella en los pequeños taburetes
de asiento de cuero que les fabricara Miguel. Entonces les refería los cuentos de
"El tonto y el vivo" de "La Cucaracha Mandinga" y "Las Aventuras de Tío Conejo" o
bien los ponía a jugar la pisi pisi gaña y el pisóte. Y cuando la cabeza de Sergio se
abatía sobre su seno y la de las niñas sobre sus rodillas, entonaba canciones
ingenuas al son de las cuales dormitaban Is chiquillos:
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" ¡A y quién fuera perro negro negro como el zapoyol, pa meterme en tu
cocina y robarte el nistayol!
Les cantaba también villancicos:
"La Virgen lavaba, San José tendía, El niño lloraba Joaquín lo mecía".
Los niños tejían sueños que parecían estampas luminosas con estos versos,
mientras dormitaban. Seigio veía a la Virgen con túnica celeste protegida por un
delantal blanco, lavando en una quebrada. Se había puesto el sombrerón de paja
con que Canducha se cubría la cabeza para ir a tender la ropa al potrero. San
José le había dado su vara que se la tuviera mientras el santo colgaba las
camisitas blancas. El Niño dormía en la cuna improvisada con una sábana
suspendida a modo de hamaca en las ramas del aguacate, llegaba un perro
negro, negro como el zapoyol y ladraba; el Niño despertaba asustado, pero como
se veía entre los brazos de Canducha sonreía tranquilo.
¡Como me cautiva y conmueve esta escena con todos los de tai les que la
componen! El viejo afilador de faz triste y mentón anguloso, con su ropa usada y
su largo delantal de cuero!
Walt Whitman "Chismes emergidos de la rueda"
Entre la ronda de afectos que velaban en torno de la silla de ruedas de Sergio,
estaba el de Miguel, el viejo Miguel de apellido tan extraño que nunca lo pudieron
pronunciar correctamente estos amigos suyos para quienes tan querido fuera.
Fue en una mañana de temporal, de esos temporales tan frecuentes en nuestro
país a fines del mes de octubre, que Sergio conoció a Miguel. El niño miraba
interesado una cuadrilla de hombres que trabajaba en el arreglo de la calle; le
llamó la atención un hombre con la cabeza cubierta por un casco verde, desteñido
y sucio. Dejaba caer el mazo con desgano y de rato en rato se detenía como si le
faltaran las fuerzas.
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El cuadro de estos hombres cubiertos de barro, empapados y vistos a través
de la lluvia le entristeció.
Imaginó que el trabajador del casco estaba muy cansado. Si él, Sergio, se
atreviese, los llamaría a todos y pediría a mama Canducha que les ofreciera una
taza de café ... pero le diría al oído que al hombre del casco se lo sirviese en su
jarrito de porcelana con un ángel pintado. Lo llamaba con el corazón: -Venga
usted señor, venga acá. Yo sufro mucho al mirar sus zapatos enlodados y su
camisa hecha una sopa. –
El hombre del casco verde dejó su área. Miró arriba y abajo en la calle y al ver un
niño en el corredor de una casa rodeada de jardín entró y se acercó lentamente.
Bajo el casco había un rostro curtido, rodeado por una barba espesa y rubia entre
la cual la vejez sembraba ya su plata; los ojos eran azules, desalentados y de
mirada vaga.
El corredor estaba en alto rodeado de una baranda cubierta de enredaderas, y por
esto no podía ver sino la cabeza del muchacho. Quitóse el casco con humildad y
pidió con acento extranjero muy marcado, un vaso de agua.
Cuando Sergio lo vio acercarse se echó a temblar. ¿Acaso había oído la voz de su
corazón? ¿Un vaso de agua? ¿Cómo decirle que no podía ir a traerlo? Fue esta
una de las veces en su vida que sintió la necesidad de sus piernas, con ansiedad
dolorosa.
Quedóse contemplando al extranjero en silencio, con los ojos muy abiertos. El
hombre pensó que el chiquillo no le hacía caso, y se alejó.
Un rato después sus hermanitas lo encontraron sollozando. Acudieron la madre y
mama Canducha. Costó mucho consolarlo y que dijese la causa de su llanto.
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El hombre había vuelto a su trabajo. Candelaria fue en busca suya y le contó lo
ocurrido. Lo hicieron entrar y sentarse al lado de Sergio. El hombre tuvo que
convenir en tomar café caliente en el jarrito del niño. Al despedirse le acarició la
cabeza y se quedó mirándolo con sus ojos tan tristes, tan bondadosos, tan
lejanos. Sergio lo miró también. ¿Qué dijeron con su silencio el desconocido y el
niño? Por sus miradas, como por un puente maravilloso pasaron ambos, y
después de abrazarse en el encuentro se metió cada uno hasta el corazón del
otro.
Días después vino a traerle unos graciosos animalillos de madera, muy bien
labrados. Nunca juguete alguno le había dejado la alegría de aquéllos.
La cuadrilla se fue a trabajar a otra calle pero cada mañana, Miguel, el hombre del
casco verde, venía a visitar a Sergio. Los domingos llegaba temprano y esto era
una fiesta para los chiquillos. El desconocido se había granjeado el cariño de to-
dos. Con cosas humildes se construyó en aquella casa un nido de afecto: labrado
para los niños en pedacillos de madera recogidos en cualquier parte, juguetes
artísticos e ingeniosos; podaba las plantas del jardín e hizo unos injertos en unos
rosales, que traían intrigado a los muchachillos y a Candelaria. A ésta le llenó la
cocina de comodidades, abriéndole alacenas y colgándole estantes por donde
quiera lo cual traía encantada a la viejecita porque así tenía en dónde acomodar
cuanta lata de conserva y cuanta botella se le ponía al frente.
Los niños se entregaron a él con la confianza con que se da la infancia a lo que es
sencillo como ella.
Un día Miguel no llegó y transcurrió toda la semana sin dar señales de vida. La
lavandera fue quien trajo noticias suyas el domingo, cuando llegó con la ropa: -El
machito que ella había visto en la casa en otras ocasiones, había sido llevado al
Hospital ardiendo en calentura y malo del sentido.
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Vivía en su mismo patio, y ella había recogido en su casa sus haberes: un violín
entre su caja y un hatillo de ropa. El pobre ni cama tenía, que dormía sobre unas
tablas.
La pena de Sergio fue muy grande. Cinta se vio obligada a prometerle que lo
dejaría ir a ver a Miguel el día de entrada en el Hospital San Juan de Dios.
Candelaria lo llevó. Gracia y Merceditas le enviaron golosinas, y Cinta una botella
de vino.
Llegaron al Hospital. Aquel recinto de dolor fue una revelación para Sergio.
Ansioso buscaba entre los rostros marchitos por la enfermedad, el de su amigo.
Entraba y salía la gente, y de la boca de los enfermos visitados por el cariño,
brotaba una sonrisa tibia que hacía pensar en esas columnitas de humo que salen
de las chozas, señal de que en el pobre hogar hay fuego.
Miguel ocupaba una cama en el centro del salón. Cuando llegaron sus amigos,
tenía la cara vuelta hacia la pared. Tal vez lo había hecho en un minuto de
supremo desconsuelo, al ver pasar sobre él tantas miradas indiferentes que
resbalaban sobre su corazón como gotas de agua sobre una superficie engrasada.
De pronto sintió algo como un rayo de sol en su cuerpo y se volvió. Sus ojos se
encontraron con las miradas de Sergio y Candelaria que se adelantaban cual
mensajeros alados. Se abrazaron. Las lágrimas de Sergio mojaron la barba del
viejo. Miguel se puso a contemplarlo. Cinta le había puesto su traje negro con
cuello blanco, y bajo el sombrero de fieltro asomaba su rostro pálido, enmarcado
entre la espesa melena de su cabello lacio. Los ojos de los enfermos, seguían con
interés los movimientos de aquella figura infantil, bella y triste, hundida entre los
almohadones de una silla de ruedas, y con las piernas cubiertas por una valiosa
piel de alpaca.
Por la ventana abierta entraba el sol. Había en los jardines árboles de dama
florecidos, y el aire llegaba hasta ellos embalsamado con el perfume delicado de
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esta flor. Las campanas de La Merced repicaban alegres y cuando su algarabía
mística cesaba se oía el canto de los pájaros entre los árboles del Asilo Chapuí.
Después de la llegada de sus amigos, Miguel comenzó a sentir todo esto. Antes el
pobre viejo no había notado ni el sol, ni el perfume de las flores, ni la música de
las campanas y de los pájaros. Comió sonriendo las golosinas de las niñas y bebió
un trago a la salud de Cinta. Les enseñó un barquito que para Sergio labraba en
un pedazo de madera. Rieron y conversaron. Los otros enfermos se sorprendieron
al ver tan alegre al macho que hasta ese día permaneciera silencioso. Prometió
ponerse bueno pronto, y terminar el barco que Sergio no cesaba de admirar;
cuando saliera del Hospital se lo llevaría y lo pondría a navegar en la pila del
jardín. Sonó la campana de salida. Fue preciso partir. En los ojos de Miguel
temblaba una lágrima y en su boca una sonrisa cuando vio a Candelaria alejarse
empujando la silla, cuyas ruedas producían un sonido que lo conmovía
profundamente. De la puerta la anciana y el niño le dijeron adiós con la mano.
Sergio convenció a Cinta de que debían traerse a Miguel a vivir con ellos. Cómo
iba a ser posible que su amigo siguiera en aquel cuartucho húmedo en donde
unas tablas puestas en el suelo le servían de cama?
Y a todo esto, ¿qué diría Juan Pablo? Pues Gracia lo convencería. Entonces entre
las niñas y Candelaria arreglaron una habitación de madera construida en el
jardín, para tiempo de temblores. Las personas mayores de la casa llamaban a
esta habitación "el rancho" y los chiquillos; "el cuartito de las golondrinas" por estar
tapizado con un papel claro sobre el cual volaban bandadas de golondrinas
azules. Era una pieza alegre y limpia. Tenía una ventana encortinada con una
planta de bellísima que metía la alegría de sus ramilletes rosados hasta el lecho,
arreglado por la anciana con ropas limpias y olorosas a cedro. De un clavo
colgaron los haberes de Miguel: el violín y el hatillo de ropa.
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La cabeza infantil de Cinta había gozado preparando la escena de ofrecerle el
cuarto a Miguel. Los niños reían y pal-moteaban al imaginar lo que haría cuando
se encontrase allí con su ropa y su violín.
Po fin una mañana lo vieron entrar lentamente, apoyado en un bordón. La barba le
había crecido y parecía más canosa. Los niños estaban en el jardín y fueron a su
encuentro jubilosos. Sergio acudió también empujado por las manos de
Merceditas.
Mientras descansó y se reconfortó, los chiquillos cambiaban miradas maliciosas, y
de pronto estallaban en carcajadas que desconcertaban a Miguel. En vano
Candelaria los amenazaba con los ojos. Cuando habló de retirarse, nadie trató de
detenerlo y él sintió que más bien parecían desear su partida. Pero qué significaba
la procesión alborozada que salió tras él, y lo siguió por el jardín? Mama
Canducha iba a la retaguardia rodando la silla de Sergio y Gracia corría adelante
echando al aire sus risas alegres.
Sergio dijo: -Venga Miguel vamos al cuarto de las golondrinas.
Cuando entraron, se quedó intrigado al ver la caja de su violín colgada de la pared
al lado de su hatillo.
Sergio le tomó una mano y con voz temblorosa le dijo: -Este es su cuarto, Miguel.
Nosotros se lo arreglamos. Mamá hizo traer su violín y su ropa.
Miguel se sentó y todos vieron cómo le temblaban las manos apoyadas en el
bordón.
Sergio continuó: -¿Se queda, Miguel? Todos queremos que viva aquí con
nosotros. ¿Verdad, mamá?
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Y Canducha dijo: -Es triste, don Miguel, vivir así, como un grano de maíz perdido o
como los zopilotes que pasan la noche en el primer palo que encuentran. Ya ve,
yo era así como usté, un ser solo, pero un día entré en esta casa y si ahora me
sacaran me matarían, porque aquí sembré el corazón que ha echado raíces hasta
entre la tinaja de la cocina. Vea, don Miguel, yo me imagino que el alma tiene
como el cuerpo su sangre, que es el modo de sentir. Y pa que lo sepa, uno tiene
su familia no en los que cargan entre su cuerpo la misma sangre, sino en los que
cargan entre el alma los mismos sentimientos.
Miguel contestó sencillamente con voz emocionada: -Bueno, me quedo. Y que
Dios os lo pague.
La llegada de Miguel señaló una nueva era en aquella casa. Flotó en su interior
desde entonces un bienestar más pronunciado. Sus moradores sentían como si se
movieran en un ambiente más cómodo. Entre las manos de Miguel y las de
Candelaria, todo prosperaba y relumbraba de limpio. El jardín no volvió a tener
malas hierbas y los árboles frutales y las plantas de adorno producían
maravillosamente desde que Miguel pusiera en ellos sus dedos sabios. Los
conejos y las palomas tuvieron casa más cómodas e higiénicas. Durante la esta-
ción de las lluvias Canducha no tuvo la mortificación de ver caer una gotera. En
fin, Miguel ayudaba a todos, les prestaba mil pequeños servicios, insignificantes y
humildes cuyo afecto en los corazones que lo rodeaban era el mismo que
producen esas pequeñas gotas cuya caída constante en un lugar acaba por abrir
un hueco, aún cuando ese lugar sea una piedra. Candelaria decía que era su
mano derecha.
Para Sergio, Miguel era algo admirable: Todo lo sabía el viejo y para todo
encontraba un camino. Su boca era un tesoro de canciones y de cuentos. ¡Cuánto
soñaba el niño escuchando a Miguel cantar en su lengua extranjera! ¡Cuán
misterioso y admirable era Miguel ensartando aquellas palabras que sonaban tan
extrañas, en hilos de música de ritmo melancólico. Sus bolsillos eran arsenales de
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cosas que los demás despreciaban y tiraban por inútiles y que Miguel recogía:
pedazos de madera, de hierro, de alambre, retazos de cáñamo, cajas de fósforos,
vacías. Todo esto era transformado por sus manos, en cestitas, en carritos, en
maromeros y en otros juguetes que él salía a vender, colocados en una vara. Los
más bonitos eran para los niños de la casa. Logró ahorrar algún dinerillo con el
cual pudo construirse una máquina da afilar planeada por él mismo: la pintó de
colores alegres, con unos letreros en negro que decían, "se afilan tijeras, cuchillos
y serruchos". Las ruedas eran unas lindas ruedas de madera labradas
artísticamente, en cuyos aros había un perro que corría tras unos conejillos. Los
cacharritos para el agua y otros menesteres estaban bien bruñidos y relucían de
limpios. Con ella se iba muchos días desde buena mañana, acompañado por
Tiliche, el perrito de la casa que se había convertido en su amigo inseparable. Ya
en la puerta sacaba de su silbato aquella escala de sonidos que subía y bajaba y
que despertaba a Sergio. Migue! sabía que al niño le gustaba mucho oírla. A
menudo Sergio le pedía prestado el instrumento y se extasiaba largos ratos
pasando por los labios la boca de los tubos para que brotaran esas escalas que en
la imaginación del niño eran chispitas que subían y bajaban como si corrieran
persiguiendo algo misterioso e inefable.
Generalmente en las noches, sobre todo en las noches de lluvia, mientras
Cinta se entretenía acicalándose ante el espejo o leyendo sus novelas, se reunían
todos los demás en la gran cocina. Mamá Canducha amasaba o enrollaba
cigarrillos o bien confeccionaba para los chiquillos alguna golosina como maíz
reventado en miel. Los granos se esponjaban en el comal y al esponjarse parecían
azahares abiertos. Miguel les narraba cuentos o aventuras de su vida mientras
labraba algún juguete. Las llamas crepitaban en el hogar y fuera la lluvia y el
viento dejaban caer su inclemencia. Miguel les contaba, por ejemplo, que había
nacido en una tierra muy lejana, muy lejana llamada El Tirol, al otro lado del mar.
Su pueblo estaba a orillas de un río inmenso por donde se deslizaba gran número
de barcas. Las casas tenían muchas ventanas y como estaban pintadas de verde,
amarillo y azul, parecían muy alegres. Y las gentes del pueblo no se vestían como
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los campesinos de Costa Rica, pues allá usaban unos vestidos pintorescos y
alegres como las casas. En su pueblo los trajes de los hombres llevaban adornos
verdes, y en el sombrero una pluma de águila. El en su juventud fue muy alegre; la
gente de su tierra era bulliciosa y alegre. Le habría gustado que los niños
presenciaran las danzas de su país.
A veces se quedaba suspenso, silencioso y con los ojos puestos en los leños que
ardían. Cuando volvía de su ensimismamiento les decía que entre las llamas
había vuelto a ver escenas muy lejanas: él era un niño y en torno de la gran
chimenea de la cocina, allá en su casa paterna, estaban reunidas muchas gentes;
su madre y sus hermanas mayores, bordaban; él y su hermanita a la que llamaban
Sava, estaban sentados cerca de un pastor de su padre, un muchacho hermoso y
robusto que cantaba aires del Tirol, acompañándose con la cítara. Sus hermanos
labraban en madera de pino los célebres juguetes de su país. ¿Qué habría sido de
su hermanita Sava tan linda y tan alegre? Tenía una cara fresca y la risa estaba
siempre picoteando en su boca como un pajarillo en una cereza madura. Por eso
él gustaba oír reír a Gracia. Guardaba en su pensamiento la memoria de Sava tal
cual la viera la última vez, con su delantalito blanco y su sombrero oscuro
diciéndole adiós con su pañuelo. Le parecía oír su voz temblorosa gritarle desde
una colina: " ¡Qué Dios te guíe, hermano! ". Después fue estudiante, un mal
estudiante, porque casi todo su tiempo lo dedicaba al violín. Un maestro célebre
de su país le dio lecciones. Más adelante había una época de su vida que se
perdía en algo oscuro y confuso como una noche de muy larga duración.
Peregrinó mucho. Un día se encontró en Costa Rica y allí estaba todavía. ¿Qué
habría sido de los suyos? Si su hermana Sava no había muerto tenía que ser ya
una anciana como él. ¿Qué habría sido de la risa que anidaba en su boca?
Seguramente que había volado huyendo del frío de la vejez.
Sucedió que Miguel, en los primeros meses, estaba días sin llegar a la casa. Cinta
y Canducha averiguaron que se embriagaba. Como Cinta se mostrara recelosa y
hablara de despedirlo, la anciana le dijo: -Espere, hija, que todavía no tenemos
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queja de su conducta en casa. Y mire, pueda ser que en Miguel lo que haya, sea
deseo de emborrachar esa cabanga que a veces se le monta sobre el corazón.
Además, no creo que venga nunca a faltarnos pues quiere mucho a Sergio y sabe
que le daría un gran dolor si se dejara ver en ese estado.
En estas ausencias de Miguel, el niño se ponía triste. Le inquietaba la idea de que
a su amigo le pudiera ocurrir alguna desgracia. En una ocasión en que Miguel
estuvo una semana sin dejarse ver, Sergio se acongojó mucho y Candelaria, para
tranquilizarlo, cogió su rebozo y se fue a buscarlo por las pulperías. Por fin lo
encontró por el Mercado y cuando le pasó la borrachera ella lo sermoneó, le hizo
reflexiones sobre la salud del niño que podía enfermar del sufrimiento. Hace varias
noches -le dijo- que casi no duerme, pues lo atormenta la idea de que tal vez
usted esté enfermo en alguna parte.
Desde entonces Miguel no volvió a ausentarse.
Para el 7 de diciembre, Miguel se ganaba sus reales en la elaboración de juegos
pirotécnicos, en lo cual era muy hábil. Los niños salían gananciosos de aquella
actividad porque los mejores soles, volcanes, cohetes y cachiflines eran para ellos.
Desde semanas antes de esta fiesta tradicional dedicada a la Purísima
Concepción, comenzaba Miguel a llevar a la casa haces de caña brava y a
disponer sobre su gran mesa de trabajo rollos de mecate de cabuya, paquetes y
potes llenos de sustancias de nombres que sonaban extraños a los oídos de los
niños. Mientras Miguel manipulaba en todas aquellas cosas, Sergio y sus
hermanitas no se separaban de la mesa ni quitaban los ojos de los movimientos
del viejo; todo lo preguntaban y en todo metían la nariz. Mama Canducha se
asomaba a cada rato porque consideraba peligroso que estuvieran cerca de la pól-
vora. Miguel la tranquilizaba asegurándole que allí no había nada peligroso.
-A la mano de Dios -decía ella alejándose sin atreverse a insistir al ver a Sergio
muy entretenido.
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Miguel les explicaba con infinita paciencia que la mezcla de clorato de bario y de la
goma laca al encenderse daría una luz verde y plata y que otras mezclas darían el
color rojo o el azul o el violeta y el blanco; que el secreto para que los soles
giraran con soltura era tal y tal. "Mirad, voy a hacer unos cachiflines más traviesos
que Gracia y veréis, niños, cómo salen huyendo Canducha y doña Jacinta". Sus
manos hábiles, que todo lo sabían hacer, cogían un carrizo de caña hueca, le arro-
llaban mecate de cabuya, llenaban el agujero con una mezcla de tierra, salitre, flor
de azufre y carbón de cedro y con gran cuidado colocaban la aguja con su
redondelíto de cuero que era el alma del artefacto.
-¿Cuántos días faltan para el 7 de diciembre? -preguntaban impacientes los niños.
Por fin llegaba el 7 de diciembre y ese día los chiquillos no se separaban de las
armazones de caña brava en espera de la puesta del sol. Sergio sabía cuáles de
estos guardaban el polvo negro que estallaría en las maravillosas cabelleras de
oro que correrían desatadas a través de la oscuridad y cuáles las que contenían la
limadura que estallaría en lluvia de estrellitas locas. Con ojos inquietos seguía la
marcha del sol. ¡Qué sol más perezoso y cuan lento caminaba!
Apenas el sol se ocultaba, se iban al jardín con otros niños de la vecindad.
Comenzaban por los triquitraques cuyo estallido esperaban con la respiración en
suspenso; seguían los cachiflines que, en efecto, hacían huir a mama Canducha y
saltar aquellos piececillos. Y cuando la oscuridad envolvía el jardín, encendían los
soles que giraban vertiginosos en un poste y en cuyo fuego los niños metían la
mano sin quemarse. Sergio era el encargado de encender las candelitas que
daban la luz roja o verde o violeta o azul que transformaba el jardín en un sitio de
encantamiento. Miguel daba fuego a los cohetes que subían hacia las estrellas y
que estallaban cuando parecía que chocaban contra la bóveda negra del cielo
formando unos ramilletes de flores brillantes que se marchitaban en la altura. El
ambiente estaba lleno de estallidos de pólvora, de chispas, de gritos de gozo, de
risas de niños.
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En las tardes de verano, Miguel llevaba a Sergio a pasear por los alrededores de
la ciudad. Gustaba el viejo de buscar los sitios solitarios. Sentábanse a la vera de
los caminos y Miguel decía: -"Mira el camino, Sergio, pero míralo bien". Después
cruzaba las manos sobre las rodillas y se quedaba ensimismado, con los ojos
puestos en la faja polvorienta que iba a perderse en lo desconocido envuelta en la
melancolía del crepúsculo. Solían descansar en una eminencia, a ver irse la tarde.
Hasta ellos llegaba el rumor de la ciudad y el ruido cansado de las carretas que
volvían del trabajo. Los árboles ponían la fantasía de su follaje, sobre el fondo
luminoso del poniente y por el Este comenzaba a caer sobre el cielo el rocío de las
estrellas. De rato en rato el viejo suspiraba.
Otras veces se iban a la orilla de un antiguo estanque, un gran depósito de agua
que servía en los veranos para mover las máquinas del beneficio de café, al Norte
de la ciudad. Estaba rodeado de jaúles, cipreses y sauces. Era un sitio poco
frecuentado. Miguel envolvía a Sergio en sus pieles y lo acomodaba sobre el
zacate; luego se tumbaba a su lado.
Las golondrinas atravesaban el encanto de la tarde y volaban sobre el agua
dormida. Cuando el crepúsculo era dorado, se ponía el agua de color de miel, las
golondrinas mojaban la punta de sus alas y al remontarse dejaban caer gotas que
parecían abejas de oro. Las ramas de los sauces cosquilleaban el que se
estremecía. Los cipreses altos, oscuros y terminados en punta parecían husos de
donde salían los hilos que tejía el silencio maravilloso que envolvía este lugar.
Entre la hierba habían gusanillos de luz. Al cabo de un rato, comenzaban los oídos
a percibir la vocecita de un hilo de agua que se deslizaba por aquella quietud
como por sobre un lecho de terciopelo; los grillos abrían en la tranquilidad
agujeros diminutos con su estridular dulce y palpitante. Sergio pensaba al
escucharlos y al mirar titilar las estrellas por los vanos abiertos entre el ramaje de
unos árboles que era como si las estrellas lejanas, al moverse, produjeran esta
música. Se adormecía y las estrellas inquietas y la vibración de los grillos se
confundían en su imaginación. Luego, al avanzar las sombras, los sapos
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principiaban su serenata; el niño pensaba que el estanque era un tambor sobre el
cual los sapos redoblaban.
En una ocasión, al regresar de su paseo, el anciano tomó su violín.-Oye Sergio, mi
violín va a contarte lo que sentía en el estanque, cuando las golondrinas pasaban
sobre el agua y el canto de los grillos, de los sapos y de la acequia ponían un
ligero temblor en el silencio que nos envolvía. Luego te contaré del camino
perfumado por esa flor que llamáis tuete, por donde iba solamente el ruido de una
carreta y sobre el que brillaban las estrellas. –
Esto se lo dijo en el "cuarto de las golondrinas", en donde no había más luz que de
la luna que se filtraba por la ventana abierta encortinada de verde y rosa por los
ramos de la bellísima. El niño cerró los ojos y tuvo la ilusión de que la claridad
plateada del jardín salía de una fuentecilla que brotaba del violín de su amigo. Al
terminar, callaron, pero al dirigirse a la casa, el chiquillo habló con voz
emocionada:
-Miguel, ¿por qué no me enseña usted a tocar violín?
La silla se detuvo y con el corazón lleno de dulce contento hicieron los planes de
cómo y cuándo comenzarían las lecciones.
Una mañana Sergio vio entrar a su amigo con un rollo de papel. Se encerró en su
cuarto y hasta muy tarde de la noche lo oyeron tocar violín. Al día siguiente llevó al
niño unas páginas de música. El título decía: "La Silla de Ruedas de Mi Amigo", un
paciente y delicado trabajo hecho con tintas de colores. Miguel le dijo: -Aquí
cuento lo que mi corazón sintió allá en el Hospital cuando oí acercarse tu silla.
Desde entonces sus ruedas, al rodar, no producen en mi oído un ruido sino una
música de tristeza, de alegría ... en ella estás tú, Sergio; en ella está Canducha
con su corazón de oro; en ella está Merceditas con su ternura dulce; en ella está
Gracia, con sus alegres risas; allí está tu madre, tan linda y graciosa.
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¿Comprendes, Sergio? Tal vez no comprendas... No importa, más tarde compren-
derás lo que todos vosotros habéis sido para mí.
Las clases comenzaron. Miguel dio al niño su violín, un antiguo violín hecho con
maderas cortadas en los Alpes de su país. Entonces Sergio tenía siete años. Al
poco tiempo Miguel estaba orgulloso y admirado de su discípulo. Por sobre la
música el corazón de Sergio podía corretear con la alegría de un niño sano sobre
un campo en primavera. Y no solamente corretear, sino volar. Dentro de su
cuerpo, condenado al recogimiento, su corazón estuvo encerrado como entre un
capullo, hasta el día en que la armonía de los sonidos vino a ponerle alas. Las
notas negras sembradas en los pentagramas, fueron para su espíritu como unos
guijarros que indicaban la senda que conducía hacía un palacio encantado.
Si la silla de Sergio hubiese seguido por la vida empujada dulcemente por estos
cariños, su existencia habría sido una tristeza tranquila y su historia habría
terminado aquí. Pero las fuerzas que mueven a los hombres, pareciera que no
saben distinguir entre unas piernas y unas ruedas y trataron a Sergio con mucha
crueldad como si hubiese sido un ser fuerte. Y fueron sucesos adversos a su
tranquilidad, los que tiraron de su silla de ruedas y la llevaron por esos mundos de
Dios.
La familia y las amistades de-Cinta, se mostraron muy contentas cuando Juan
Pablo Esquivel pidió su mano, porque pensaban y decían que había hecho un
buen matrimonio. Sus amigas sentían, al considerar su suerte, un sí es no es de
envidia. El era un comerciante acomodado. Probablemente ella se casó sin
amarlo, por tratarse de un magnífico partido. La figura de Juan Pablo Esquivel era
vulgarota y poco agradable, pero iba bien vestido y esto y las comodidades que él
le ofrecía fueron suficientes para aquel cerebro de pajarillo que jamás se detenía
durante dos segundos en el mismo asunto.
El pensamiento de ese hombre siempre engolfado en números no se preocupaba
por la vida de los sentimientos de su mujer. Así pues, no era afectuoso y su amor
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a los suyos se manifestaba rodeándolos de comodidades materiales. Era de los
hombres convencidos de que a una mujer le basta para ser dichosa, con tener su
despensa bien surtida y sus armarios repletos de ropa.
Después que nació Merceditas, Juan Pablo compró una hacienda de bananos en
la Línea a donde no quiso llevarse a su familia pretextando la insalubridad del
clima. Venía de tarde en tarde a su hogar y cada semana escribía a Cinta una
tarjeta con frases de molde, sin una inflexión de ternura. Un día ella supo que su
marido vivía en la finca con una mujer con quien también tenía hijos. Al principio la
noticia la apenó. Después su juventud y su ligereza arrancaron sin trabajo de su
corazón esta espina. Cinta se dedicó a sus chiquillos, sobre todo a Sergio. Hacían
una vida tranquila, en una casita rodeada de jardín y árboles en las afueras de la
ciudad.
Los niños y Cinta acabaron por acostumbrarse a la indiferencia de Juan Pablo.
Gracia era la única que se le acercaba cuando venía. Las caricias que hacía a sus
hijos, no tenían nada de ternura; eran secas y no les pasaban de la piel.
En su presencia, el ánimo de Sergio se encogía como las hojas de la adormidera
al sentirse rozadas por algún objeto extraño. Siempre hablaba al chiquillo con una
protección llena de lástima maltratadora ... Algo así como esa sonrisa de con-
descendencia en los labios de un poderoso cuando mete la mano en su bolsillo en
busca de la moneda para un mendigo. Tenía un modo de darle golpecitos en la
cabeza acompañados de un " ¡pobre hijo mío! ". Y estas palabras caían en el cora-
zón del niño cual si fueran una limosna no implorada.
Sergio dijo un día a Candelaria, al ver a su padre salir de la casa de regreso a la
finca:
- ¡Qué dicha! ¡Ya se va, yo no lo quiero!
La anciana le respondió cariñosa:
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-Procure no sentir así, mi hijito, acuérdese que es su padre.
¿No habéis pensado alguna vez, si en ese mismo instante, de algún punto de la
tierra otro ser humano, desconocido, sale con rumbo hacia vosotros para traeros
felicidad o dolor?
Un día ... en el mismo momento en que el niño rodeaba con los brazos el cuello de
su madre, de un puerto de Chile zarpaba un vapor que venía para Costa Rica. En
él venía un ingeniero, llamado Rafael Valencia, simpático y joven. Algún tiempo
después de estar en el país, se fue a trabajar a la Línea del Atlántico, en la
construcción de unos puentes. Allí conoció a Juan Pablo Esquivel y se hizo muy
amigo suyo. El fue el padrino de Merceditas. Más tarde se estableció en la capital
y frecuentó la casa.
Rafael Valencia se enamoró de Cinta y la pobre mujer, joven y abandonada de su
marido, no tuvo un corazón fuerte para resistir la tentación. Su pensamiento ligero
como una pluma, no podía bajar al fondo de su conciencia a medir las
consecuencias de su acto. Se dio entera al sentimiento nuevo que la embriagaba y
la colmaba de dicha. Y las manecitas de sus hijos no la defendieron. Pero todo
cuanto se diga en torno de este hecho, no pasa de ser mera suposición; lo cierto
es que así ocurrió, sea por una causa o por otra.
Una noche se hallaba Sergio con Miguel en "el cuarto de las golondrinas". La
habitación estaba a oscuras. El viejo cansado de narrarle cuentos se había
dormido. El niño sentado cerca de la ventana se entretenía con el rumor de la
acequia que atravesaba el jardín: él imaginaba que la voz del agua iba
murmurando: "Adiós Sergio, Gracia y Merceditas...". Oyó pasos cerca y la voz de
su madre y la de un hombre. Ah, era la voz del padrino.
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Gracia y él llamaban a Rafael Valencia "padrino" por imitar a Merceditas. Tuvo
intenciones de gritar: -Mamá, aja, tanto que se ha estado en su paseo . . . Venga
lléveme ...
Pero luego pensó que se iba a quedar haciéndose el zorrito, para que ella lo
buscara. Si lo llamaba, no le contestaría ... El niño sonreía pensando en la broma
que iba a dar a su madre.
Los vio pasar. El padrino la llevaba abrazada. Se detuvieron y la besó. Ella dijo: -
No, no, déjame, que viene Canducha ...
En efecto, la anciana descendía las gradas del corredor. Venía en busca de
Sergio.
El niño vio a su madre y al padrino esconderse entre la glorieta de flor de verano.
Algo como una pena le apretó la garganta. Su pequeño corazón tuvo un
deslumbramiento doloroso.
¿Qué pasó entre esta cabeza? ¿Comprendió? El caso es que cuando su silla
empujada por Canducha pasó frente a la glorieta, no dijo nada ni después habló a
nadie de "aquéllo".
También desde esa noche se mostró esquivo con Rafael Valencia, no volvió a
llamarlo "padrino" y este nombre no fue sustituido por otro. En una ocasión en que
Rafael quiso acariciarlo, le dijo irritado: -No me gusta que usted me toque.
Cinta lo sorprendió muchas veces mirándola de un modo extraño ... No podía
precisar si era de dolor o de reproche.
Un día Cinta comprendió que iba a ser madre de un hijo de Rafael Valencia. Sabía
que no podía engañar a su marido. Pensó irse al campo a un lugar retirado. Allí
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nacería la criatura, la confiaría a una campesina amiga suya después de un
tiempo, ya en la ciudad, haría entrar a su hijo en casa como un recogido.
Escribió a su marido diciéndole que estaba enferma y que se iba al campo con los
niños. Desgraciadamente para éstos, a Juan Pablo se presentó en esos días un
comprador de su finca. La venta significaba un negocio espléndido. Así pues,
contestó a Cinta que dejara su viaje para más adelante porque pensaba regresar a
la capital en donde se establecería con un negocio.
Al mismo tiempo Rafael Valencia era llamado del Perú a trabajar en la dirección de
unas minas. Propuso a Cinta que se fuese con él y Cinta, encontrándose en un
callejón sin salida, saltó sobre el tierno vallado que en torno a su corazón forma-
ban Gracia, Sergio y Merceditas.
De muy lejos, de un punto hacia el meridión de la América del Sur salió un día y
en el mismo instante en que Sergio rodeaba con sus brazos, sonriente y cariñoso,
el cuello de su madre, la persona que impulsaría su silla de ruedas por otra senda
que no se parecía a aquélla por la cual hasta entonces lo habían llevado las
manos amorosas de Canducha, de Cinta, de sus hermanitas y de Miguel.
Ha pasado el tiempo ...
¡Cuántos años han transcurrido desde aquellos días! -Se dice Sergio a sí mismo-
abriendo su memoria frente a una ventana llena de luz o en la oscuridad de la
noche cuando está solo y todos duermen:
Nada de lo pasado se ha perdido. Recorro estos recuerdos, como si recorriera una
galería de cuadros pintados por sí mismo. Nada se ha borrado. Aquí están las
figuras moviéndose entre los claro-oscuros, las luces y las sombras que dejara en
el lienzo el pincel del pintor; detalles que pasaran desapercibidos para la
suspicacia infantil, resaltan ahora llenos de vigor. El tiempo al correr los ha tocado
con su pátina de melancolía y resignación.
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Me detengo como si yo no fuera Sergio, ante cada uno de los Sergios sentados en
su silla de ruedas. Es una larga fila. Comienza una mañana en que el techo que
cubría mi vida se derrumbó, y la fila se pierde en lo desconocido. Cada uno de
estos Sergios me parece una de las cuentecillas de vidrio de un collar, engarzadas
en un hilo de tristeza. A veces sobre alguna de ellas la luz de una ilusión se
quiebra y enciende sonrisas irisadas. ¿Cómo serán las que faltan por ensartar?
Sergio sigue recordando y meditando:
Es en la sala de mi casa, en el rincón favorito. Mamá cose a la luz de la lámpara.
Sobre la mesa hay un florero semejante a un tallo fino de cristal, en él hay una
rosa encarnada que corté en la mañana para mamá. He apoyado mi frente en su
hombro; a mis pies, Merceditas se entretiene en recortar los grabados de un
figurín. Mis manos acarician su cabecita. Gracia estudia su lección de piano. En el
gran espejo del fondo, se repite la escena. La luz se irisa en los biseles y la rodea
de un encanto inefable: Allí estoy sentado en mi silla: me sonrío a mí mismo ...
Siento simpatía y compasión por este muchacho pálido que no puede caminar. Le
hago una seña amistosa con la mano y él me contesta con otra. Me parece que
dentro del espejo hay otro mundo, en donde el ambiente es más luminoso. Aquélla
es mamá. Con el pensamiento repito esta palabra: -''mamá" y tengo la revelación
de todo cuanto ella significa en mi vida. Mi frente está apoyada en su hombro y su
respiración me mece ... Sigo repitiendo dentro de mí, 'Mamá, ma-ma ...
¿Y Merceditas? Veo su perfil gracioso, inclinado, atentos los ojos a un papel que
sus manos recortan con lastijerotas de mamá Canducha. El esfuerzo la ha hecho
sacar la puntita de su lengua. Sobre la espalda caen sus dos trenzas que dan a su
figura ese aire que mi hermanita tiene, lleno de sencillez y tranquilidad. Por la
mano que tengo apoyada en su cabeza sube una dulzura tibia que me calienta
como un rayo de sol. Merceditas siempre está a mi lado: calladita y servicial,
atenta a mis palabras y a mis miradas, poniendo cerca de mis piernas el calor de
su cuerpo.
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Quiero agacharme para besarla, pero me deja inmóvil el temor de que el encanto
que me invade mientras miro la escena en el espejo, se rompa.
Allí está también mi hermanita 'Tintín" estudiando su lección de piano. Sólo miro
su espalda cubierta con el hermoso manto de sus rizos oscuros. Qué alegre es mi
hermanita Gracia y qué bien el apodo que le hemos puesto: "Tintín,Tintín". Mama
Canducha dijo un día que Tatica Dios había sembrado en su corazón una mata de
alegría que echaba ramos de carcajadas por su boca. Cuánto la quiero. Si mis
piernas sirvieran me acercaría en puntillas y le metería una pajita dentro de una
oreja para oírla gritar y reírse. Creo ver el estremecimiento de sus colochos e
irrumpo en una carcajada. El encanto se ha roto, Merceditas levanta sus ojos y me
mira interrogadora. Al verme reír, ríe también. Mamá dice: -¿Estás loco Sergio?
El reloj de bronce de la consola da las ocho. Muchas veces en mi vida he
señalado que lo ogio dar las horas con su voz musical. Sobre él había un
peregrino de barba dorada, con su morral a la espalda y apoyado en un bordón.
Mamá se pone inquieta. A cada rato deja la costura y suspira. Mi cabeza ha vuelto
a descansar en su hombro y se resiente de esta inquietud. Oímos pasos en el
jardín y ella abandona bruscamente el asiento, sin cuidarse de mi frente que se
golpea en la madera del respaldo. Me quejo, pero ni el ruido seco del golpe, ni mi
lamento, la hacen detenerse. Yo comprendo, es que "aquel hombre", viene.
Merceditas deja su pasatiempo, se acerca y acaricia con su mano mi frente
dolorida.
Mamá entre con "aquel hombre", llama a Candelaria para que me lleve y manda a
las niñas a acostarse. Mama Canducha me lleva en sus brazos aun cuando ya soy
muy grande, ¡Qué bienestar he hallado entre ellos! : Como me siente temblar de
frío ha ido a calentar mi camisa de dormir. Al ponérmela me llega el perfume de la
chirraca. Es que las manos de mi viejita echaron entre las brasas que calentaron
mi ropa, astillitas de chirraca para que oliera bien. Me quedo contemplándola,
vuelve el encanto que me invadió ante el espejo. Mama Canducha está sentada al
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borde de mi cama y me pone a rezar "El Bendito". Yo repito maquinalmente la
oración, y la miro: su rostro moreno surcado de arrugas y rodeado por el pañuelo
de colores que le pasa por la nuca debajo de las trenzas y se anuda sobre la
frente, el cabello negro y lustroso, ¡es tan ... querido para mí...! No me puedo
contener, la abrazo y le doy muchos besos. Ella complacida me dice: -Tenga
fundamento mi muchachito. Me arropa bien y hace la señal de la cruz sobre mi
cabeza.
No puedo dormir. El viento del verano ha vuelto; pasa y agita con fuerza los
árboles del jardín y hace temblarías puertas y las ventanas. Mama Canducha
había dicho en la mañana al oír el viento: "Ya rompieron los Nortes". Los Nortes
son los vientos que comienzan a soplar con fuerza en noviembre. Me duele el
golpe que me di en la frente y pienso que mamá no me quiere. Ni siquiera me
volvió a ver cuando me golpeé ... Un nudo me aprieta la garganta. Por la puerta
abierta entra a hacerme compañía el murmullo de la respiración de mis hermanitas
que duermen en la pieza contigua.
Muy tarde de la noche entra mamá. Se acerca en puntillas, y creyéndome dormido
se inclina sobre mí y me besa. La oigo sollozar. Una lágrima me cae en la frente.
Rodeo su cabeza con mis brazos y la atraigo hacia mí... Todo el resentimiento se
ha desvanecido. Le pregunto ansioso: "¿Por qué llora mi mamita? " ¿Es que aquel
hombre le hizo algo? " Ante esta idea me invade una inmensa rabia. Ella niega con
la cabeza. Sigue sollozando y sus rizos negros tiemblan sobre mi cara. Me
pregunta al oído: "¿verdad Sergio que nunca me olvidarás? " Se arrodilla a mi lado
y apoya en la almohada su cabeza, junto a mi mejilla. Lleno de confianza,
sintiendo que mamá me quiere, me quedo dormido.
El ruido de la verja del jardín al abrirse y cerrarse me despierta. La luz del día
entra por la ventana y recuerdo que en ese momento pasó volando una bandada
de pericos que llenaba la mañana con sus gritos ásperos que siempre le han
sabido a mi oído como le saben los guisaros a mi paladar. Pasaron danzando en
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el aire luminoso como un remolino de hojas verdes que el viento hubiera
arrancado de las montañas frescas. Mama Canducha nos había dicho que cuando
comienzan a pasar los pericos es que ha llegado el verano. Vienen de la costa -
dice ella- en busca de frutitas para su alimentación. Cada vez que oigo pasar
bandadas de pericos, se me viene a la memoria aquella mañana triste.
Busco a mamá junto a mí. .. ¡Vaya! Qué tonto soy, si ya es de día y fue anoche
que mamá vino a hacerme cariño. En eso oigo partir un coche.
Gracia y Merceditas se levantan y preguntan por mamá. Pasa mucho rato y no
oigo la voz ni el andar menudo de mi mamita. ¿Adonde hahrá ido tan temprano?
Mama Canducha entra a vestirme. Le pregunto por mamá y me responde que ha
salido, tal vez ella misma no sabe con seguridad. Noto una inquietud en el
semblante de mi viejita. La mañana es muy fría y ella me deja en el corredor
inundado de sol. Mi gatita Pascuala viene a jugar conmigo pero yo no tengo ganas
de jugar. ¿Adonde habrá ido mamá? Ella nunca sale tan temprano. Miguel se
queda en la casa. ¿Por qué no sale con su máquina de afilar, como siempre?
Toda la mañana la pasa en conferencias en la cocina con Mama Canducha. En los
dos viejos hay un no sé qué de extraño, inquietante.
Muy lejos, en un cuartel, los clarines tocan las doce. El sonido de la sirena de un
taller hiende la deslumbrante claridad del medio día. ¿Por qué estos sonidos que
he oído indiferente tantas veces, me producen hoy congoja o tienen para mí un
sabor de helada zozobra? El día avanza y mamá no vuelve. A cada rato
interrogamos: "¿Adonde ha ido mamá? ¿Por qué no vuelve? ¿Le habrá pasado
algo? ". En vano Miguel y Candelaria tratan de calmarnos. Hay en su voz cierto
dejo que me hace mirarlos receloso. Los tres chiquillos no abandonamos la cocína
y acechamos las caras de Miguel y de Canducha. Sorprendo a la viejecita
enjugándose los ojos a la descuidada. "¿Por qué llora mama Canducha? "
Contesta: "Adió, si es el humo ..." Pero ella está lejos de la estufa y en la pieza no
se ve la menor nubécula de humo.
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Llega la noche y nos vamos a la sala. El sillón de mamá está vacío y sobre la
mesa veo abierta su cestita de labor. Dentro de ella quedó su pañuelo que tomo a
las escondidas, y lo beso. Siento el perfume del clavel que siempre hay en su
ropa. La rosa encarnada de su florero está marchita y su corola pende sin vida.
Algunos de sus pétalos han caído al pie del vaso. La luz de la lámpara parece más
oscura ... Es para mí como si algo bullicioso hubiera enmudecido de pronto. En el
espejo se refleja una escena triste: Gracia y Merceditas están a mi lado. Tienen la
cabeza inclinada como la rosa mustia del florero. Me sonrío a mí mismo lo mismo
que anoche pero el muchacho que me mira desde el fondo del espejo debe de
tener una pena muy honda. Las garúas del verano golpean los cristales de las
ventanas. El reloj de bronce de la consola deja caer su tictac en la acongojada
quietud de la habitación; sobre él se destaca la figurita cansada del peregrino en
su eterna actitud de marcha. Así hemos oído las ocho, las nueve, las diez ...
mamá no vuelve ... Cuando mama Canducha me toma en sus brazos para
llevarme a la cama, estalla en sollozos.
No puedo dormir y siento que la noche se hace cada vez más profunda y que yo
me voy hundiendo en ella con los ojos abiertos.
En la lejanía está ladrando un perro, y al oírlo me parece que la oscuridad, la
soledad y la distancia se intensifican, se hacen muy hondas y se vuelven
dolorosas como si formaran parte de mi propia carne. Me adormezco y entonces
ha sido la noche misma la que está ladrando en la lejanía. Del otro lado de los
ladridos veo a mi mamita que me tiende los brazos.
Mama Canducha procura envolvernos en su ternura y mi dolor se refugia en ella
como en un nido forrado de pelusa y algodón. Su rostro casi negro, su rostro que
para mí ha sido lo más blanco que he encontrado en mi vida, tiene una expresión
de angustia que su deseo de no vernos sufrir no logra ocultar. Miguel no ha vuelto
a salir con su máquina de afilar, no me abandona. En vano su cuchilla ha hecho
primores en madera y su boca, narrado maravillas... Ninguno de los tres lo
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atiende. El violín está callado como el buen amigo que pone su amor silencioso y
rebosante de emoción, a la vera de nuestra pena. Aquí está Merceditas, sentada
como siempre a mis pies, con la cabeza inclinada, apretando su cuerpo contra mis
piernas muertas. Sus dedos de ordinario tan diligentes, están ociosos.
¿Y Gracia? Aquí está también. Desde que mamá se fue, el peine no ha vuelto a
entrar en esa cabeza en la que se dijera que ha habido una lucha. Tiene así, con
el pelo alborotado, un aspecto salvaje. Casi no ha vuelto a hablar, ella que jamás
tenía el pico cerrado. Ha venido a tirarse en el suelo junto a mí y se ha puesto a
llorar. Al cabo de un rato, moja un dedo en los pocitos que han dejado sus
lágrimas y dibuja flores, perfiles humanos, animales; por último procura que las
gotas que siguen manando de sus ojos se pongan en fila y formen la palabra
"mamá".
iPobrecita mi hermana Campanita! ¡Pobre corazón alegre que encuentra medio de
jugar con su llanto!
Tres días después de la partida de mamá llega mi padre. Nos da un beso que nos
roza apenas. Al verlo, el frío que tengo desde que ella no está, se hace más
intenso. Vuelve a salir sin hablarnos y regresa en la noche; nos halla en la sala, en
el rincón en donde a menudo pasábamos con mamá la velada. Se sienta en un
sillón y comienza a fumar. Luego se levanta y se pasea con aire agitado ratos se
detiene. Entonces puedo oír el tic tac del reloj. Tengo la sensación de ir dentro del
tiempo como en el carro de un tren cuyas ruedas producen ese tictac. Ese tren me
va a dejar en una estación sumida en las tinieblas y en la soledad.
No me atrevo a mirar a papá frente a frente, pero lo hago por el espejo: tiene la
frente arrugaday ésto le da un aspecto hosco.
Gracia se atreve a preguntarle:
-¿Usted sabe dónde está mamá?
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Nos mira largo rato sin contestar. Ha dejado su paseo y vuelvo a sentir la
palpitación del reloj. ¡Dios mío! El tren se ha detenido ...
Por fin habla: - ¡Ustedes no tienen madre ...!
Yo grito: -¿Le ha pasado algo?
Y Gracia: -¿Ha muerto?
El responde: - ¡Ojalá hubiera muerto!
Mama Canducha entra y él dice: -Candelaria, alista todo lo de Sergio pues se irá a
vivir donde Concha.
Sobre todos cae un silencio que nos hace inclinar la cabeza.
Candelaria interroga tímida y temblorosa: -¿Y las niñas?
-Al colegio, internas. Otra vez el silencio.
La anciana da un paso y con acentro trémulo: -Don Juan. Pablo, ¿por qué no los
deja aquí? Usté sabe que los quiero como si fuesen míos. Yo se los cuidaré como
cosa propia ...
A esto se le responde brutalmente: -No hay que pensar en eso. Yo no puedo dejar
mi casa en poder de una sirvienta.
Todo se desvanece en torno mío ... Abro los ojos y estoy en mi camita, mama
Canducha me frota la nuca con hierbas aromáticas y mis hermanas me acarician
las manos y sollozan.
Es la mañana en que nos sacan de casa, a mí para llevarme donde la tía Concha,
una hermana de mi padre, a mis hermanas para conducirlas al colegio. Salen de
su cuarto vestidas con el uniforme del colegio y a mí me parecen otras con su
nuevo traje. Tienen los ojos hinchados de llorar. Yo procuro mostrarme tranquilo
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para darles valor. No vemos a mama Canducha porque anoche convinimos con
ella en no despedirnos.
Mi padre se ha encargado de las niñas y Miguel de mí. Salimos en silencio. Las
ruedas de mi silla chirrían en la arena del jardín. Pido a Miguel que me lleve por el
palomar y por la jaula de los conejos. Al pasar veo a los conejos asomar sus
hociquillos inquietos y engullir hojas tiernas de churristate. Entre el follaje de los
árboles de dama cantan multitud de pájaros que han venido a comer las frutitas
amarillas de este árbol. Ya no serán ellos los que me despierten con su algarabía.
Hace unos días comenzó a venir un nuevo comensal, un cacique veranero
escapado quizá de alguna jaula. Sus gorjeos suenan muy parecido a un cantarito
que se vacía. Como es menudito y de color anaranjado, parece una hoja iluminada
por el sol y movida por el viento. Las palomas arrullan entre sus nidos. Les digo
adiós y también a los comemaíces tan mansitos que venían a comer en mis
manos; a la bandada de viuditas de plumaje color gris-celeste que venían a armar
grandes bullas entre los limoneros; al naranjo bajo el cual he pasado tantas
mañanas; al mirto de mi edad; a los palitos de murta; a la glorieta de flor de
verano; al cuartito de las golondrinas y a la acequia que refresca el jardín y que
pasa murmurando: "adiós Sergio, Gracia y Merceditas". La verja produce un
lamento melodioso al abrirse y al cerrarse, con un sonido parecido al canto del
jilguero. Hace pocos días el quejido de estas bisagras herrumbradas me despertó
muy de mañana ... fue el día en que se marchó mamá. En lo alto de la verja el
viento mueve un cartel en el que se lee: "Se alquila con muebles. Entenderse con
etc.". Ya en la calle vuelvo los ojos para mirar mi casa. Allí queda con sus grandes
corredores, que las flores rojas, rosadas y blancas de los jardines ponen tan
alegre. Tiene las ventanas cerradas, como para no vernos salir, y sobre el tejado
las palomas alineadas esponjan al sol su plumaje. Mi silla comienza a rodar... y
tras ella siguen mi padre y mis hermanas. Al llegar a un recodo del camino vemos
el tejado que asoma entre los árboles de dama y el roble de montaña que está de
fiesta, todo cubierto de flores rosadas. De la chimenea sale un jironcillo de humo
que ondula bajo el azul del cielo; yo imagino que es el pañuelo con que mama
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Canducha nos dice adiós. Mi vieja debe haberse quedado en la cocina, sentada
en su taburete, llorando silenciosamente. En el cucurucho del tejado está mi gatita
"Pascuala" atisbando las palomas. Muy alto vuelan los zopilotes que pintan
garabatos negros sobre el cielo azul.
En una esquina nos separamos. Nada nos decimos. Mis hermanitas me besan.
Gracia se pone a sollozar y Merceditas se agarra de mi cuello: "¡Ay hermanito
Sergio! iAy hermanito Sergio! ", dice, y sigue su camino. A papá no lo vuelvo a ver.
Mi silla toma el rumbo que va a la casa de la tía Concha.
Encontramos niños que van a la escuela hablando en voz alta y riendo, con sus
libros bajo el brazo. En las puertas hay madres que se han asomado a ver partir a
sus hijos. Algunas dicen suspirando: -Hijo, que Dios te acompañe.
La casa de la tía Concha y del tío José era para mí la estación oscura y desierta
que imaginara la otra noche en la sala de mi casa. Ambos me han producido
siempre la misma indiferencia que producen los lugares en donde no hay nada.
Nunca nos habíamos tratado muy de cerca. ¿Por qué he tenido que venir a parar
a esta casa? ¡Cuánta desesperación hay dentro de mí! De pronto recordé a Ana
María y me sentí como si yo fuera un insecto cansado que hubiera encontrado en
un desierto una matita de hierba en donde descansar las alas.
La casa de mis tíos queda en el pequeño caserío de San Francisco de Guadalupe,
a un paso de la ciudad, del otro lado del río Torres. Está situada frente a una
plazoleta insignificante desprovista de árboles y rodeada de habitaciones sucias.
Es un lugar solitario, pero no tranquilo pues a cada rato lo inquietan los tranvías
que van a Guadalupe y vienen a la ciudad.
El caserón es antiguo, de gruesas paredes, con ventanas voladas y provistas de
rejas de hierro. A la entrada hay dos naranjos y sobre el tejado crecen hierbas.
Las habitaciones son vastas y frías, con el pavimento de ladrillos que mi tía hace
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encerar a menudo, y que a primera vista se creerían mojados. Los muebles son
pesados y grandotes. La sala tiene un aspecto lúgubre con sus sillones y sofá
forrados en la tela oscura, en las paredes retratos de abuelos de cara de pocos
amigos y dentro de un fanal una dolorosa enlutada y triste con el corazón
atravesado por puñales. Es una escultura de madera traída de Guatemala que mi
tía estima como a las niñas de sus ojos. Bajo la gran mesa redonda del centro mi
tía Concha casi siempre tiene cohombros, y al entrar se siente el perfume ácido y
fresco de esta fruta.
Mi cuarto es una pieza grande en la que resuenan los pasos; las ventanas dan a la
calle y por ellas se ve la pequeña iglesia de ladrillo, en construcción desde hace
muchos años. De noche me llena de terror oír las boronas que caen en las tablas
del cielo raso carcomidas por el comején. Mi cama está a la sombra de un enorme
armario, a la par de una cómoda rechoncha y gavetuda como la tía Concha. Me da
miedo despertar a media noche y encontrarme entre el silencio alumbrado por un
candilito de aceite que mi tía tiene la devoción de dejar encendido a las ánimas.
Las gigantescas sombras que proyectan los muebles se agitan al son de la llama
débil. Hay un reloj que constituye otro de mis terrores nocturnos. Está en el
comedor; es una caja de madera negra que parece un ataúd colocado
verticalmente. Por su puerta de cristal se ve el péndulo, grandote y dorado, y en la
quietud de la noche resuenan los golpes de ese péndulo que se me antoja la
respiración de las sombras pavorosas que me rodean. En mi casa yo tenía un
cuarto en el que nunca sentía miedo.
Ayer por la mañana fue que me trajo Miguel a esta casa, pero es para mí como si
hiciera años.
Es de noche. Me dejaron en mi nueva habitación, cerca de una ventana. Las
campanas han repicado llamando al rosario. Algunas mujerucas arrebujadas,
entre ellas mi tía, entran al templo. Una pálidad claridad sale por las ventanas de
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la Iglesia y hasta mí llega el rumor de los rezos. Sobre el fondo estrellado del cielo,
se destaca el gran perfil sombrío de la iglesia.
¿Qué habrá sido de mamá? ¿Para dónde tendrán que irse mama Canducha y
Miguel? ¿Y mis hermanitas? ¡Qué oscura estará la sala! Recuerdo la escena de la
otra noche en el espejo... ¡Ahora dentro de su luna sólo las sombras...! Quizá los
dos viejos se hayan reunido en la cocina y hablen de nosotros. Cierro los ojos y
veo el rostro oscuro de mama Canducha, inclinado, con la mirada dirigida
tristemente hacia las llamas. Frente a ella mi viejo amigo con su cara bondadosa
rodeada de barba plateada, las manos cruzadas sobre las rodillas.
Mi imaginación vuela hacia nuestra casa ... Oigo caer las gotas de la llave mal
cerrada, en la la pila llena de agua del lavadero y también los limones amarillos del
lindo limonero del jardín. El lavadero y el jardín están sumidos en la oscuridad. La
pila llena de agua es como una gran caja de resonancia. Caen las gotas y hacen
saltar una nota musical pequeñita, tan pequeñita que casi no la pueden distinguir
mis oídos... Tin, tin, tin, tin ... A la nota se le quedan flotando en la superficie de la
pila unas guedejas muy finas que son como los estambres de las pequeñas flores
del mirto. Los limones amarillos se des prenden de las ramas. Es que están ya tan
maduros que no pueden sostenerse más y van a través de la noche rodando
juguetones por el suelo o bien se quedan muy quietos entre una cama de hojas. El
agua de la acequia se aleja cantando su canción: "Adiós Sergio, Gracia y
Merceditas ..."
De pronto dos bracitos han rodeado mi cuello y una pequeña cabeza se acerca en
mis mejillas ... ¡Ah! , si es Ana María! No la sentí llegar porque está descalza.
Su voz suave y cariñosa pregunta: -¿Por qué lloras Sergio?
No respondo. La inflexión tierna de su tono, invita a mi pena a desbordarse y los
sollozos brotan de mi garganta. La presión de los brazos aumenta y unos labios
tibios comienzan a besarme ... Luego, unos sollozos tímidos acompañan los míos.
El dolor se va calmando e interrogo: -¿Por qué lloras Ana María?
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-Porque me dan ganas de llorar cuando te veo llorar.
-Yo lloro porque me han traído aquí... Ay Ana María, en casa cada uno ha cogido
por su lado.
-Anoche oí a la niña Concha decir que te ibas a venir con nosotros, Sergio, y me
puse más contenta ...!
-No debías haberte puesto contenta. Me vine porque soy como un preso en esta
silla ... Si tuviera piernas buenas habría huido no sé para dónde ... Yo no quiero ni
a la tía Concha ni al tío José. Tampoco quiero a papá.
-¿Y a mí?
-A vos sí...
-¿Por qué te has venido?
-¿Por qué? Porque no tengo mis piernas buenas. Ana María, ¿no has oído decir
en dónde está mamá? -¿La niña Cinta se ha perdido?
-Sí.
Lloramos de nuevo.
Entre sollozos interroga: -¿No la han buscado? -No sé.
-¡Qué extraño! Yo creía que la gente grande no se pierde ... ¿Y tus hermanitas?
-Las llevó papá al colegio, internas. Si estuviera aquí mama Canducha ...
La pena me estruja otra vez la garganta. Ana María sale corriendo; enseguida
vuelve y me pone entre las manos dos pequeños objetos. -Toma y no llores más,
Sergio -me dice.
La voz gruesa de mi tía, que ha regresado del Rosario, resuena enojada: -Ama
María, ¿y eso qué es? ¿Por qué no has encendido las lámparas? Cuando vas a
aprender a hacer las cosas sin que te lo manden?
La niña se escurre. Quisiera haber seguido llorando en la oscuridad, con los
bracitos de Ana María en torno de mi cuello.
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Ana María era entonces una peloncita de unos ochos años, si bien aparentaba
menos. Era como el duendecillo de aquel caserón, y parecía tener el don de la
ubicuidad: estaba en todas partes, lo que indignaba a mi tía Concha. Cuando
menos se esperaba, se veía surgir entre los grandes muebles, la figurita menuda
de graciosa cabeza, en cuyo rostro moreno se abrían unos ojos muy negros y
rasgados como los de las cabras: los párpados estaban adornados con un fleco
espeso de pestañas "chuzas", tupidas y cortas que le lucían mucho. La naricilla
ñata tenía el aire de ir husmeando travesuras y en las mejillas se abrían al menor
pretexto, unos camanances que eran en esta cara unas pilitas de encanto y
picardía. Mi tía no le había dejado crecer el cabello, seguramente para no tener el
trabajo de peinárselo.
Recuerdo haberla visto siempre con unos trajes azules de lunares o florecillas
blancas, de larga falda para que no anduviera enseñando las piernas, como decía
mi tía. Eran trajes sin gracia, sin adorno alguno. Años después me contó Ana
María que este recuerdo se debía a que la tía Concha le compraba al principiar el
año, tela azul para cuatro vestidos idénticos que tenían que servirle doce meses y
más si era posible. Además, por economía, el ama de la casa había condenado
los pies de la nina "recogida", a ir descalzos por esta pedregosa vida.
Ana María había sido sacada por la tía Concha, del Hospicio de Huérfanos, y en el
piadoso establecimiento ignoraban el nombre de los padres de la niña. La tía
Concha hablaba del acto de haber sacado a Ana María del Hospicio, llevado a
cabo por ella, como si la chiquilla hubiese tenido la suerte de subir del infierno al
cielo.
A la luz del día he examinado las cositas que me diera anoche Ana María, con el
fin de calmar mi llanto. Son, un prisma triangular de cristal de esos que adornan
las lámparas de las iglesias y una crucecita de hueso labrado, amarillenta, en cuyo
centro hay un agujero con una lente minúscula. Ella ha venido a explicarme su
valor y uso. Ambas cosas son para regalo de los ojos: por la lentecilla de la cruz
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se ve un Niño Dios dormido entre flores con la cabeza apoyada en un corderito.
Todo allí dentro resplandece y yo no quisiera quitarme de esta inocente visión,
Cuan admirable es para mi espíritu sencillo la pequeña cruz amarillenta y sucia,
que guarda en su interior el luminoso cuadro del pequeño Jesús dormido entre
azucenas con un blanco corderillo por almohada! Y mirando por el minúsculo
cristal habría pasado las horas, si Ana María no me lo quita para deslumbrarme
con su otra maravilla: el prisma de cristal. Cuando me he puesto a mirar a través
del prisma ha sido para mí lo mismo que si me hubiese internado en un arco iris;
cuanto me rodea, adquiere de pronto una belleza mágica .. .algo así como si una
de las hadas de los cuentos de Miguel lo hubiese tocado todo con su varita de
virtud. Las sucias casillas de torno de la plaza, el lodo de la calle, las nubes, la
hierba, el viejo caballo que pace, han sido bañados con una luz de la cual se han
diluido todas las piedras preciosas. Las paredes de la iglesia no muestran la
desnudez áspera de sus ladrillos, ni las torres a medio terminar tienen un aspecto
descarnado y feo. Todo ha sido cubierto con una capa de brillantes, esmeraldas,
rubíes; la luz hace en todos los ángulos encajes delicadísimos. Yo pienso en un
palacio encantado. ¿Y el jardín? Al verlo grito fuera de mí: -Ana María, es como
entrar al jardín de Aladino! Si pudiéramos meternos dentro de tu vidrio, Ana, y vivir
en él!
La tía Concha pasa por el corredor y la chiquilla dice ingenuamente: -Mira a la tía
Concha, Sergio, y verás que hasta ella es distinta". Obedezco y me convenzo de
que la antipática señora se ha irisado también.
¿De dónde cogió Ana María estos objetos? El prisma lo encontró en la Iglesia y la
cruz la tiene desde que estaba en el Hospicio. Me ha confesado que la escamoteó
a un vigilante. Un día en que fue castigada, para consolarla, la mujer desprendió la
cruz de su rosario y la hizo ver el misterio allí encerrado. Desde entonces, el
poseerla fue su único anhelo. El ser dueña de esta cruz, constituía para ella la
felicidad. Pon fin logró apoderarse del tesoro que escondió en el hueco de una
pared; cuando estaba sola iba a contemplarla emocionada.
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Ha sido preciso que hayan transcurrido tantos años para comprender el valor del
desprendimiento de la chiquilla, al darme estos objetos que encerraban para ella
toda la dicha y la belleza. En aquella época lo comprendí de una manera muy
vaga. Quise devolvérselos, pero me dijo heroicamente: -No, Sergio, cógetelos... si
yo tengo mucho que hacer y no me queda tiempo de mirar por ellos. Además, si la
niña Concha me los encuentra, me los tira al tejado. ¿Sabes dónde los guardo?
Pues entre una lata de salmón vacía que escondo en el palo de mango. Con vos
estarán más seguros y cuando yo tenga tiempo, vengo a que me los prestes.
¡Cuántas veces después, olvidé mi pena, como en esa mañana al contemplar la
vida a través del prisma de cristal de Ana María o mirando por el agujero de la
crucecilla de hueso, el minúsculo espectáculo que ponía alas a mi fantasía!
La tía Concha no se cansaba de sacar a relucir la caridad, a que diera prueba, al
sacar a Ana María del Hospicio de Huérfanos, para tratarla, decía ella, como a una
hija. Sin embargo, en esto había procedido lo mismo en su cultivo y desvelo por
los rosales, cuya belleza no le importaba tanto como las monedas que le
producían. Razón tenía Engracia la cocinera al decir que "la niña Concha no
arrancaba pelo sin sangre". Si ta chiquilla no andaba por los suelos bruñendo o
encerando los ladrillos, estaba limpiando vidrieras, barriendo patios y desagües,
desyerbando el jardín, llevando y trayendo las vacas, metiendo leña. El caso es
que la tía Concha, no dejaba a la pobre criatura tentar tierra. Dichosamente Ana
María tenía una imaginación viva y alegre, y todos sus trabajos los volvía juego: Si
limpiaba el pavimento de una habitación, dividía los ladrillos en dos bandos, el
suyo y el de la niña Concha. Los que pertenecían al primero, quedaban
convertidos en espejos, y a los otros les daba poco brillo, para que rabiaran. Si la
ponían a barrer el patio, hacía fogatas con las hojas secas que representaban in-
cendios terribles; a veces tenía compasión de una ramilla que se retorcía entre las
llamas y la salvaba. Las rosas Príncipe Negro eran sus predilectas, y al pie de
estos rosales no se encontraba jamás una mala hierba. Si había que meter
carretadas de leña, quien sabe cómo se las ingeniaba para que todos los
chiquillos de la vecindad la ayudasen; venían hasta los hijos de un gran
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diplomático que vivían en una hermosa casa de las inmediaciones, quienes
cargaban haces de leña sin cuidarse de sus magníficos trajes. En hacer
divagaciones curiosas, opuestas sobre cuál de todos cargaba más palos o llegaba
primero al galerón, en contar cuentos y reírse se les iba el tiempo. Dramatizaban
los cuentos que leían y Ana María era o bien María Cenicienta o bien Blanca
Nieves en espera de los enanos y a mí se me convertía en Robinson. En las
tardes de verano, mientras la tía Concha iba a rezar su Rosario a la Iglesia, Ana
sacaba a Sergio en su silla a la plaza; se les reunían otros niños y jugábamos de
modo que yo pudiese tomar parte. Y allí se estaban contando cuentos a la luz de
la luna.
En las noches de invierno se iban a la cocina a experimentar el terrible placer de
escuchar los cuentos de espantos, referidos por Engracia la cocinera: el de la
Segua, a quien el trasnochador perseguía tomándola por una linda muchacha la
cual al cabo de mucho caminar se volvía y dejaba tieso a su perseguidor,
mostrándole los enormes dientes de su hocico de yegua; el de la Llorona
lamentándose en las riberas de los ríos por el hijo que había arrojado en la
corriente; el del Cadejos, el de la Tulivieja, el del Padre sin Cabeza, el del Mico
Malo. Los niños nos íbamos a la cama con un escalofrío en la espalda. Las
sombras, en mi cuarto adquirían formas espantosas. Me dormía con la cabeza
envuelta en las sábanas y la frente sudorosa. Pero al día siguiente volvíamos a
pedir a Engracia más relatos espuluznantes.
Mi padre ha venido a despedirse porque se vuelve a la Línea a terminar de
arreglar sus asuntos. Ana y yo estamos en el corredor, tras un macizo de pacayas
y no somos vistos. Papá dice: -Tal vez sea mejor que Candelaria se venga a
cuidar a Sergio.
La tía Concha interroga: -¿Cuánto le vas a pagar?
-Pues tanto -contesta mi padre.
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—No es mucho, pero mejor no llames a Candelaria: yo misma cuidaré a Sergio ...
el tiempo no está para dejar ir un centavo. Entonces, ya sabes, nos pagarás una
pensión de tanto, y es barato. Juan Pablo, te lo aseguro, estando el tiempo como
está.
-Bueno, mujer -responde con disgusto mi padre.
¡Qué mujer más odiosa! Ella pregunta: -¿Al fin has sabido algo de Cinta?
-Sí. Se ha marchado al Perú.
-¿Qué iría a hacer allí tu compadre Rafael Valencia?
En su rostro hay una risilla repugnante de conejo. Se le contesta secamente: -No
sé ...
Hay una pausa y yo escucho el palpitar de mi corazón. Siento como si quisiera
salir huyendo de la desolación infinita que se me metió en el pecho desde que oí a
mi padre.
En la noche, cuando solamente se oyen los golpes del gran reloj, me pongo a
llorar. Mi tía ha dejado sobre la cómoda el candilito de aceite encendido en
descanso y alivio de las ánimas; estoy rodeado de pavorosas sombras que se
mueven según la oscilación de la llama. Lloro sin cubrirme la cara con las manos.
De pronto el duendecillo de la casa surge de un rincón. De un brinco está a mi
lado en la cama. Se pone a abrazarme y como la otra noche, llora conmigo. Este
acto tiene el poder de calmarme, como seguramente no lo habrían conseguido las
palabras más elocuentes.
-Ana María, ¿sabes dónde está el Perú?
—No. El Perú ... ¿Te acordás Sergio? , A-e-i-o-u, guaya-bita del Perú, ¿cuántos
años tienes tú? Mira lo que te he traído, -dice sacando una anona de entre los
pliegues de su vestido. -Está madurita: es de una guaca que tengo a la orilla del
río. Dios libre que la niña Concha lo sepa. ¿Querésque la comamos?
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La divide sin esperar mi constestación y me dice: "-Es como ponerse en la boca
unos terrones de azúcar, Sergio". Habla con la boca hecha agua y me contagia.
Sonrío bajo mi llanto y saboreo mi parte. Ana dice, señalando una lágrima
enredada entre mis pestañas: -Cuando te da la luz allí, se ve de colores como en
mi vidrito.
Una vez tranquilo, me hace acostarme y me arropa bien, con solicitud maternal. Le
cuento que lo mismo hacía mamá Canducha. Luego se va y desaparece detrás del
armario.
Me duermo y sueño que tengo las piernas buenas y que salgo huyendo de la casa
de mis tíos, hacia el Perú, que se ve a lo lejos: el Perú es una casa en cuyo tejdo
está mi gatita Pascuala. Allí vive mi mamita y el aire es irisado como en el prisma
de Ana María. Veo a Gracia que viene corriendo a mi encuentro, gritando
alegremente -"A, e,i,o,u, guayabita del Perú, ¿cuántos años tienes tú?
La tía Concha era una mujer bajita, rechoncha y ridicula, de voz hombruna. Su
cara, muy empolvada, lo dejaba a uno en la duda de si era joven o vieja. Cada
noche, antes de acostarse, Ana tenía que arreglarle el cabello en multitud de
trencitas y el que le rodeaba la frente había que retorcerlo en una serie de
piruchitos envueltos en tiras blancas y papeles. Toda esa fábrica era deshecha
otro día con gran complacencia, y ondas y rizos servían para confeccionar un
fantástico peinado. Padecía de jaquecas, y el día que amanecía con este mal, se
colocaba unas rodajas de papa cruda en la frente, las cuales se sostenían con un
gran pañuelo blanco. Sergio pensaba al vera la tía Concha con aquella venda en
un difunto que movía a risa. Ana y él se burlaban a las escondidas. En los días de
jaqueca todo el mundo tenía que andar en puntillas, bajar el diapasón de la voz y
la pobre chiquilla tenía que soportar mojicones y pellizcos que le propinaba la
enferma. Su vida estaba dedicada a los pisos y a las plantas, sobre todo a las
begonias. Siempre andaba a caza de "hijitos de rosa", de hojas sazonas de
begonia de recetas para abonar esta planta o la de más allá. No había lata de
conserva vacía, ni olla inservible en donde no retoñara la consabida hojita de
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begonia. Ella las bautizaba a su antojo, según el dibujo, color o parecido que
tuviera: "la naipe", "la bronce", "la lotería". En las mañanas yo tenía que quedarme
en la cama hasta la hora de almuerzo, porque la maniática señora -en vez de
cuidarme a mí- se ponía a moler cascaras de huevo, a desmenuzar estiércol y a
mezclar orines con agua para sus begonias. Desde entonces cobré a esas
preciosas plantas una profunda antipatía y jamás me han llamado la atención sus
complicados tornasoles ni sus manchitas caprichosas.
No se crea que cultivaba desinteresadamente las flores. Su buen sentido había
sabido convertir la poética afición en un pequeño negocio: la tía Concha traficaba
con begonias y rosas. Tenía una gran plantación de rosales; pero sus ojos avaros
no se complacían en la belleza de los colores de los pétalos... Ellos no veían sino
el brillo de la moneda que cada flor representaba. En las tardes contaba las
pesetas que amanecían abiertas en las American Beauty o en las Frau Cari Dusky
y en las monedas que se abrirían en las Príncipe Negro. Mi tía Concha sí podía
decir que tenía matas de dieces y pesetas.
Había que oírla hablar horas enteras con sus parroquianas, de la vida y milagros
de este o aquel ejemplar: que lo consiguió en tal parte, que lo sembró en tal otra y
que mucho tiempo lo dio por muerto, iAh! pero un día -por cierto iba ella muy
distraída a dejar a Engracia la cocinera el Royal para el pan, cuando le dieron
ganas de volver a ver... y se va encontrando con el retoñito. Después lo había
pastoreado como a una criatura: que ya en este rincón, que ya en la ventana, que
sus poquitos de agua con orines.
Su marido era un hombrón más joven que ella. La tía Concha lo manejaba como a
una de sus begonias menos estimadas. Nunca he visto nada más humilde que el
rostro del tío José, siempre inclinado levemente hacia la izquierda y no se me
borrará el aire de mansedumbre con que este hombre tan alto y robusto, echaba a
andar detrás de la pequeña y obesa figura de su esposa. Su voz no se oía en
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aquella casa y si ella se dignaba consultarle cualquier asunto murmuraba apenas:
"Como te parezca, Conchita".
Recuerdo también una monomanía de la tía Concha que sacaba de quicio a
mamita Jacinta: la de andar averiguando la edad de cada hijo de vecino sobre
todo la de las mujeres, y la de llevar en la punta de los dedos los años que
contaban sus amigas o las hijas de éstas. Tal monomanía constituía una
verdadera mortificación para sus amistades, a las que, en cuanto se hablaba de la
edad, les ponía frente a los ojos -con implacable gesto- el número de años, meses
y días que habían respirado el aire de este planeta y pobre de la muchacha mayor
de veinticinco años que en presencia de la tía Concha se atrevía a quitarse un
añito o dos, porque allí estaba ella con su memoria de inquisidor, recordando a la
olvidadiza la fecha de su nacimiento ocurrida para el terremoto tal o para tales
temblores o para éste o aquel acontecimiento extraordinario. Como podré olvidar
cómo se encendían de ira los bellos ojos de mi madre cuando la tía Concha le
recordaba que ya había pasado de los treinta.
¿Y lo de creer que Dios hacía a un lado sus divinas tareas para atender
expresamente los negocios de Concepción Esquível de Rojas e interponer su
celestial intervención a fin de que estos le salieran tal como a ella le convenía? A
menudo la oíamos exclamar: "Ah mi Dios tan bueno conmigo! ¡Miren allá como me
oyó que le pedía! Nunca le podré pagar la ayuda que me dio en este trato en el
que me gané cinco mil colones sin mayor costo. Si no hubiera sido por El, no
habría podido comprar o vender tal casa, o colocar con buena hipoteca ese dinero
o vender bien el terreno de San Isidro ..." Y la tía Concha levantaba los ojos al
cielo en acción de gracias, o dirigía una sonrisa de gratitud al Crucifijo que colgaba
a la cabecera de su cama. El domingo dejaba caer en el platillo de limosnas del
Templo unas moneditas de poco valor que al caer producían un ruido metálico que
la señora creía agradable a los oídos del Supremo Hacedor.
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¡Ah! esta tía Concha con su busto protuberante en el que se le hundía la papada;
¡Ah! sus gorduras y mondongos que le temblaban el andar! Sólo en el real
pensaba: hoy en ir a recoger el alquiler de las casas que poseía; mañana en ir a
cobrar el interés del dinero prestado; otro día en el baratillo abierto en las
inmediaciones del Mercado; o bien, en ir a los pueblos de los alrededores en
donde el maíz, los frijoles y la manteca se podían conseguir con un cinco menos.
Contaba Ana María, que cuando la niña Concha la mandaba a la cocina a ayudar
a Engracia a hacer empanaditas de queso o pastelitos de carne, al terminar su
tarea tenía que sufrir la inspección de la señora que le abría la boca de par en par
y le metía los ojos implacables hasta el galillo a ver si la chiquilla había robado
boronitas de queso o relleno de pastel.
En cuanto al tío José, tenía también sus monomanías, y la principal era su pasión
por los pájaros que la esposa le permitía en vista de que con ella podían realizar
buenas operaciones comerciales, por ejemplo la venta de una chorcha o de un
jilguero.
Los viernes y los sábados se iba desde temprano a la plaza de la Merced -en
donde por ese entonces se establecía el mercado de pájaros -a curiosear
simplemente o a comprar un buen ejemplar. Por las noches llevaba las jaulas a su
cuarto y las cubría con trapo para defender a los pájaros de las picadas de los
zancudos. Ana María me contó que el zenzotle de las melodías maravillosas que a
mí me extasiaban, estaba ciego ... y que quien apagó estos ojos fue este
hombrazo insignificante. Sus oídos golosos no vacilaron en sacrificarlos para su
placer. Este detalle me hacía ver al tío José con rencor y repugnancia.
Años más tarde recordaba yo al tío José sin la mala voluntad que le tuviera de
niño. Quizá la afición del viejo por los pájaros, era una manera de expresar su
sentimiento por lo bello, algo primitivo, parecido a lo que sienten los niños cuando
persiguen mariposas con su red o con su gorilla. Tal vez la rutina de su vida de
hombre rico que alquilaba casas y prestaba dinero a un alto interés, rutina llevada
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junto a una mujer redonda, lisa, como la tía Concha, le había aplastado la energía
indispensable para ir más allá y los trinos encerrados en una jaula. A menudo se
encuentran estos aficionados a los pájaros y a su música entre gentes metidas en
oficinas, en empleados de Juzgados y Alcaldías, en militares, en dependientes de
tiendas y pulperías, en barberos. Esas gentes se hacen un agujerito en la pared
de los prejuicios y costumbres formada en torno de su imaginación, y por ese
agujerito se ponen a atisbar la gracia de la vida que pasa fugaz y luminosa frente a
la monotonía cotidiana. Son como presos que gozan mirando a través de la reja
de su cárcel, la nube, el trozo del cielo azul, la rama del árbol.
¡Cuántas veces a lo largo de mi vida he vuelto a recordar el corredor amplio y
fresco, poblado de pájaros y heléchos, de la casona de San Francisco! Era un
corredor con techo de tejas de barro colocadas sobre un enrejado de vigas y
cañas delgadas, pavimentado con ladrillos rojos, relucientes de limpieza. En un
rincón el armatoste de madera destinado al gran filtro de piedra porosa de Pavas,
una gran bolsa negra y húmeda, y bajo el filtro, la panzuda tinaja nicoyana,
colorida y fría, dentro de la que iban cayendo las gotas de agua filtrada. Alrededor,
los heléchos -surtidores de verde frescura- y colgando de la solera y de las vigas,
las jaulas de alambre, de berolís, de tora, de caña brava, dentro de las cuales
saltaban y piaban los pájaros del tío José: Juanitas que eran como flores con su
plumaje de suaves matices, avivados por manchas negras: monjitos de collar
negro y turbante amarillo; gallitos cuyo canto llena de alegría a las faldas de las
montañas de Costa Rica. ¡Qué lindos son estos gallitos con sus plumas amarillas
dispuestas en forma de cresta y barba, lo que los hace parecerse al gallo
doméstico! Cuando recuerdo aquel corredor, en mi memoria reviven los pájaros
del tío José, como muchos años atrás los oyera despertar al amanecer: la
chorcha, con su vestido de un amarillo encendido con pinceladas negras, su
gorguerita roja y el ojo vivo de azabache. Cuando se aburría de estar en la jaula,
se salía y se iba a posar en el hombro de su dueño o a vagar por toda la casa. El
gato la respetaba. Imitaba el tintineo de las gotas del filtro, el chorro de la cañería,
el canto de sus compañeros, y remedaba con cierta insolencia las risas y las
canciones de la cocinera. Había allí también jilgueros de campanilla -el plumaje
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color de pizarra y el pico y las patitas amarillas -traídos de San Carlos o de la
Carpintera. En las mañanas tocaban su flauta de plata que ponía un encanto en el
ambiente. Había agüíos cogidos en Ujarraz; toledos de la zona del Pacífico tan
lindos con su plumaje azul turquesa, rojo, verde y amarillo; rualdos verdes como
tiernas hojas de árboles; una calandria de la Línea con el pecho blanco y las alas
manchadas color café; un yigüirro de montaña con su collar blanco y sus anteojos,
que le daban un aire doctoral. Misterioso y dulce era el canto de este pajarito, cuyo
canto debía ser algo maravilloso a media montaña. IMo faltaban los setilleros
flauta comprados por el tío José en Cartago, en el mes de mayo. Eran unos
pajaritos muy chucaros e inquietos, vestidos de color café, con un gorrito negro en
la cabeza. Contaba el tío José que se cogen con trampa o con varillas untadas de
leche de yos, que vuelan en manadas y que se dejan caer en los zorgales o en los
pantanos en donde crece el chile de perro. El tío José pasaba largos ratos
contándonos a los niños de sus correrías por diferentes lugares del país, en busca
de pájaros: en Taras se conseguían unos setilleros flauta que eran verdaderas
cajitas de música. Eso sí, había que subir una cuesta muy empinada y desde la
cima se tenía una hermosa vista de potreros verdes y de campos sembrados. Allí
no había más ruido que el del viento y el suave canto de los mozotillos que
saltaban entre los encinos. Era como si por el aire fueran hilitos de agua gorjeando
en todas direcciones, pipipí aquí más alto, pipipí, aquí bajito. Yo imaginaba que los
mozotillos de que hablaba el tío José, ensartaban sus notas diminutas, -redondas
como perlitas de cristal- en las hebras del viento y que los collares de trinos se
iban balanceando sobre los potreros salpicados de los soles amarillos del diente
de león. Me habría gustado tanto ir con el tío José a las colinas de Taras,
acostarme sobre la hierba bajo el encinar y oír el canto de los mozotillos enredado
entre la suave maraña del viento para diluirse por último en el silencio de los
campos dorados por el sol de la mañana. Eso sí, yo habría librado a los pajaritos
que se pegaban en las varillas untadas de leche de yos o que caían en las
trampas de cañas que los cazadores de mozotillos colocaban entre los árboles. En
una ocasión había regresado el tío José con diez setilleros sobre las trampas. De
los diez sólo uno "pegó", los otros murieron. Se pusieron. Se pusieron a revolotear
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salvajemente entre las jaulas; se golpeaban contra los barrotes en el afán de huir
de su cárcel y caían por fin anhelantes y extenuados con los ojitos negros brillando
como chispillas. ¿Y los mozotillos de charral? Allí están también dentro de mi
memoria, brincando como dentro de una jaula, con su plumaje amarillo y sus alas
oscuras. En cuanto llenaban el filtro, en la mañana, y comenzaban a caer las
gotas en la tinaja de Nicoya, comenzaban también los mozotillos a cantar, primero
tan queditico que era como la sombra de un trino, luego iban subiendo el tono y el
ambiente fresco del corredor se llenaba de música de pájaros y de la música de
las gotas de agua. Los comemaíces libres saltaban bajo las jaulas, como unos
pequeños mendigos graciosos que andaban en busca de las boronitas de comida
que los prisioneros dejaban caer. Del cafetal llegaba el reclamo quejumbroso de
los jigüirros y entre las chayoteras el comechayote no se cansaba de repetir su
estribillo:
"José, José qué s'hizo. José, José qué s'hizo".
El tío José, sentado en su poltrona -las manos cruzadas sobre el viente entreabría
un ojo malicioso que parecía relamerse de gusto, y se ponía a sonreír como un
bendito.
Mama Canducha se fue a servir por ahí. Los domingos pedía permiso a la patrona
para ir a ver a "su muchachito". Al llegar y al despedirse me apretaba largamente
contra su corazón, como si le costara desprenderse. Yo oía palpitar el corazón de
la anciana, aquel corazón tan noble que se lo desearan reyes. Se informaba de si
yo pasaba frío de noche, de si tomaba mi chocolate y se enojaba cuando advertía
que le faltaba un botón a mi camisa.
También Miguel venía a menudo a darme la lección de violín. Además, subía con
frecuencia a San Francisco con la máquina de afilar como si en esa vecindad
abundasen cuchillos y las tijeras sin filo. La más de las veces regresaba sin haber
dado ni una vuelta a la rueda.
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Generalmente estaba yo sentado cerca de la ventana de mi cuarto cuando oía la
música del afilador que se adelantaba a anunciar la visita de mi amigo. -Allá viene
Miguel- me decía. Viene por el puente ... Ahora va pasando frente a la casa de ña
Narcisa ... está subiendo la cuesta ... ya llegó al palito de jicara ...
Yo me ponía a tararear el estribillo de la flauta de Miguel: sol, fa, mi, re ... y sentía
como si un calorcito se me fuera metiendo dentro del cuerpo. Por fin, una voz
grave me decía del otro lado de la ventana: "-¿Cómo estás hijito? " Y una mano
grande, cubierta de vello rubio se metía por las rejas y me tendía un paquetito: -
Aquí te manda Candelaria este bizcocho para que lo comas cuando tomes tu
chocolate. Dice que le quedó muy bueno". 0 bien, me daba un pequeño envoltorio
en donde venía desde Santa Ana, una caña blanca y suave que se deshacía en la
boca como un terrón de dulce. 0 si no, era un pedazo de "Sobao" de Escazú
envuelto en hojas de caña.
En una ocasión me dijo: "Muchacho, voy a ir a Puntarenas, tengo ganas de ver el
mar". Y yo vi en los ojos del viejo una gran tristeza. Pensé que Miguel quería ver el
mar por donde vivía su hermanita Sava, la que cuando él partiera, se quedó
diciéndole adiós desde una colina, con un pañuelito blanco.
Cuando Miguel regresó del puerto trajo a los niños muchas cosas: pasados,
marañones, un guacal lleno de conchas y caracoles que él mismo había recogido
en la playa: una sortijita de carey para cada una de mis hermanitas y otra para
Ana María, con el respectivo nombre escrito en letras de oro; a mí me trajo un
periquito sapoyol con un copete amarillo. Venía el pajarito entre un juco y parecía
una matita de zacate en medio de la cual hubiera florecido una margarita. Sabía
decir: "hurria periquito ..." y también aquello de:
"Periquito real del Portugal, vestido de verde y sin medio real".
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Era el querer de nosotros los chiquillos, pero un día se lo comió el gato de la tía
Concha, un gatazo morisco y gordiflón, tan antipático como su dueña.
Durante mucho tiempo, los relatos del viaje de Miguel a Puntarenas llenaron
Jiuestra imaginación. Nos contaba que se había ido por la calle real con todo y
máquina de afilar; por ese camino iban y venían en el siglo pasado las carretas de
los exportadores de café. En la Garita de Atenas, en San Mateo, en Esparta,
Miguel afiló serruchos, tijeras y cuchillos. Tocaba el pito en media plaza o en la
calle principal y enseguida acudía la gente. Los campesinos estaban encantados
con aquella rueda en cuyo aro un perro perseguía a unos conejillos. Le daban
posada sin cobrarle un cinco y comía en las cocinas, en la punta del moledero.
¿Y el mar, Miguel, cómo es el mar? -le preguntaba yo. Miguel trataba de pintarnos
el mar con sus olas, con aquella ola capitana que venía delante de las otras como
el pastor que guía el rebaño. Hablaba de las playas blancas, llenas de conchas y
caracoles, de la fosforescencia que se encendía de noche entre el agua; de las
palmeras que se mecían con el viento; de los grandes barcos amarrados al muelle
como unos enormes elefantes, iAh, qué ganas sentíamos Ana María y yo de cono-
cer el mar! Decía Miguel que era tan grande como el cielo y que en él los barcos
se iban haciendo chiquititos... y se iban hundiendo ... Primero no se veía sino el
penacho de humo de la gran chimenea que se había hecho del tamaño de un
cigarro .. Luego nada ... ¿Queríamos saber cómo sonaba el mar? No teníamos
nada más que ponernos en la oreja el gran caracol de interior nacarado que nos
había traído ... -¿Oyes Sergio? -me decía. Y yo oía: iOooooh! ¡Aaaaah! ¿Cuándo
podríamos ir a conocer el mar? -Algún día te llevaré, hijo— me decía Miguel.
Siempre la música del afilador despertó en mí visiones que revoloteaban como
golondrinas sobre grandes olas que venían de muy lejos, pero de muy lejos...
Caracoles, conchas como rosas diminutas, periquitos verdes con su copete amari-
llo, pequeñas sortijas de carey y pequeños peces que venían brincando y riendo
sobre la espuma de la ola capitana.
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Entre los recuerdos de aquella época, guardo el de una anciana llamada Doña
Joaquina", recuerdo que se mueve en un marco de rezos, cantos y música.
Doña Joaquina era una mujer ya entrada en años, de esas que llaman "viejas
contentas", y cuando pienso en ella todo danza sobre un fondo de malicioso
misterio. La veo ir y venir chasqueando su falda de zaraza clara y sus fustanes
blancos adornados con bordados, falda y fustanes tan almidonados que se
paraban solos y parecían globos inflados. Ña Joaquina me sonríe al través del
tiempo, con su sonrisa que iluminaba su cara arrugada. Era una sonrisa que hacía
juego con las florecidas de vivos colores y con las peinetas de carey incrustadas
de oro con que adornaba su cabello canoso.
Habitaba la viejecita con su sexto o sétimo marido, en una casita vecina del
puente del río Torres, camino hacia San Francisco de Guadalupe. La casita estaba
encalada de blanco, adornada con listas color azul prusia. Frente a ella un jardinci-
llo florecido de chinas y miramelindos, oloroso a albahaca, romero y ruda. De la
calle que quedaba en alto, casi al nivel del techo- se veía el tejado de tejas de
barro cubiertas de musgos y liqúenes.
El santo de la devoción de ña Joaquina era San Rafael Arcángel y cada 24 de
Octubre lo celebraba con un rosario con música y repartición de mistela de leches,
rosquitos repotillos, etc. Esta fiesta iluminaba nuestra fantasía infantil como con
estrellitas de colores. Desde la víspera del día de San Rafael, no salíamos Ana y
yo de la casa de ña Joaquina y metíamos la nariz en cada uno de los preparativos.
Eramos los primeros en llegar el 24 de Octubre y nos situábamos frente al altar a
admirar la obra artística salida de las manos de ña Joaquina y de sus vecinas más
allegadas; blancas cortinas de encaje en la pared a la que adosaban una mesa
cubierta con una colcha de seda amarilla y el conjunto sembrado de ramos de
papel dorado; con grandes flores, varas de azucenas y rosas artificiales: en los
candeleros de cobre bien bruñido, largas candelas de cera con su Mamita de oro
en el extremo. Y en medio de tantas glorias, el Arcángel San Rafael con su capa
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de peregrino adornada con la consabida concha que servía a los viajeros para
beber agua. Llevaba de la mano al joven Tobías que traía un pez plateado bajo el
brazo. Era una tosca escultura de madera, obra de algún ingenuo imaginero
criollo. Las vestiduras de San Rafael y de Tobías estaban pintadas con esmaltes
de colores chillones.
¡Qué emociones más brillantes, más alegres, despertaba en nuestro ánimo esta
fiesta de San Rafael Arcángel. Era como si a nuestro alrededor tintinearan miles
de campanitas de plata al menor movimiento de nuestra fantasía. ¡Con cuanta
felicidad oíamos la orquesta compuesta por un violín, un acordeón, una guitarra y
la flauta de Chico Beltrán muchacho músico medio ciego que se complacía
pasando la boca por el instrumento como si estuviera comiendo frutas muy dulces
y perfumadas. Los instrumentos acompañaban las Avemarias y las letanías del
rosario que salían cantadas por la voz gangosa del rezador como monjas alegres
que se escaparan de un baile: Turris ebúmas"; Fidelis arca; Estela matutinae".
Todos respondíamos cantando también: "Ora pro nobis".
Pero nosotros teníamos nuestras dudas con respecto a ña Joaquina; habíamos
leído la Historia Sagrada que el joven Tobías, protegido del Arcángel San Rafael,
se había casado con una mujer llamada Sara y en la novela que rezaba ña
Joaquina habíamos leído el siguiente verso:
Siete maridos miró Sara con sus propios ojos, que fueron siete despojos del diablo
que los mató.
Ña Joaquina nos contaba que los maridos de Sara habían sido muertos por un
demonio llamado "el demonio Asmo deo". ¿Por qué los había matado este
demonio Asmodeo los maridos de ña Joaquina? ¡Qué embrollo se nos hacían
maridos de Sara y ña Joaquina. Tendrían algo que ver entre sí, Tobías el
mancebo del Evangelio Apócrifo y Goyo el sétimo marido de ña Joaquina? ¿De
dónde procedía la devoción de ña Joaquina por el Arcángel Rafael? Recuerdo que
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nos cogía "mal de risa" cuando imaginábamos a Goyo vestido con una túnica
corta, las piernas desnudas y un pez plateado bajo el brazo. 0 al mancebo Tobías,
con el sombrero de pita y los zapatones amarillos de Goyo, que chillaban al
caminar su dueño. Pero lo trágico para Ana María y'para mí, era cuando nos cogía
tarde en casa de ña Joaquina y creíamos ver asomar entre las sombras del
camino, los ojos de brasa y los cuernos y el rabo de fuego del demonio Asmodeo
que tal vez andaba rondando a Goyo y a ña Joaquina.
Cada mañana, al despertar, pienso que tengo mi violín, que vivo al lado de Ana
María y que Miguel vendrá a verme y a darme la lección. El dice que estoy muy
adelantado. Ya puedo interpretar composiciones de música célebre y debo de
hacerlo bien, porque cuando Miguel me escucha sonríe con una sonrisa que él
saca a relucir solamente cuando algo le agrada mucha Tiene una gran veneración
por un compositor llamado Haydn. Me cuenta Miguel que vivió en un país vecino al
suyo, donde la gente es apasionada por la música. Allí los labradores cantan al
guiar el arado y las niñas al llenar los cántaros en la fuente. Haydn era hijo de un
constructor de carros, tocador de arpa al oído y de una mujer que era una buena
cantora. Por la noche, formaban coros, rodeados de sus hijos. Sentado en un
banco, en un rincón de la humilde casa, el chiquillo escuchaba esta música y unía
ál coro su vocecita infantil. El violín del maestro de escuela, le sugirió la idea de
construirse uno, y con los desechos de las maderas de su padre se fabricó el
instrumento semejante, y en las veladas acompañó a sus padres imitando los
movimientos del maestro de escuela. Después pasó muchas dificultades, pero
cuenta Miguel que llegó un día en que los reyes lo llamaron a su lado. En esa
época era una gran cosa que los reyes lo llamaran a uno a distraer los ocios de los
señores de la Corte. Miguel pasa largos ratos tocando música de Haydn. En el
cuartito de las golondrinas, dentro de un marco primorosamente trabajado por su
cuchilla, tenía el retrato del músico croata.
Entre las corcheas, fusas y semifusas escritas en las páginas que estudio
diariamente olvido mi tristeza. Son para mí como la cruz de Ana María, pues nadie
diría al ver su apariencia insignificante que encierran una maravilla. El arco de mi
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violín las abre, aplico el oído y percibo el sonido allí encerrado. Son notas que me
deslumhran los oídos.. .Sé que son hermosas, pero no puedo precisar su forma.
No sé por qué éstas me son más queridas. Las hay que se unen en forma de un
camino que se pierde en el horizonte. ¿Adonde llevará? Encuentro trozos que me
ofrecen el mismo misterio encanto que había tras la tapia de una calle solitaria por
la cual solía llevarme Miguel en las tardes: era un muro elevado de piedra
cubierto de musgo, adornado en el interior por rosales trepadores. Sobre
asomaban su follaje armonioso unos pinos y macizos de caña de bambú. Al pasar,
llegaban aromas de rosas, de reinas de la noche y rumores que invitaban a soñar
y a desear lo nunca sentido. Jamás he podido dar forma a las fantasías que se me
ocurrían frente a esta tapia, tras la cual mi imaginación ponía lo misterioso, lo
desconocido, lo inefable.
Mis hermanitas vienen a verme dos veces al mes. Tintín cuenta ahora sus
pensamientos sin ponerles música: su risa tampoco suena lo mismo que antes. La
matica de alegría de que hablara mama Canducha, se ha marchitado y sus
racimos de carcajadas son menos granados y han perdido su encendido color.
Merceditas está muy enferma. Tiene el color pálido y al acariciar sus manos las
encuentro frías; no se entibian por más que yo las beso y las estrecho. Gracia dice
que se alimenta como un pájaro. Cuando viene, nadie la separa de mi lado. Apoya
su cabeza en mi hombro y así permanece hasta que Gracia da la señal de partida.
Les he contado de mi amistad con Ana María y que la quiero mucho. A la siguiente
visita, Merceditas le ha traído su muñeca Luna con su cama y su gran caja de
vestidos.
Ahora voy a la escuela. Antes no iba porque en casa mamá y Gracia me
enseñaban letras y números. Ana María es la que me lleva a la escuela que no
queda lejos de la casa, y estoy contento porque allí todos me tratan con cariño. Mi
maestra es joven, bajita y gorda y todos la queremos mucho. Al reír enseña unos
dientes muy blancos y sus manos están llenas de hoyuelos. El día en que
comenzaron las lecciones no había uno que no deseara irse con ella. Cuando se
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enoja, frunce el ceño y los labios, pero luego se pone a reír y todos armamos una
gran algazara. He visto a mis compañeros llevarle flores; ella se las coloca en el
pecho, en la cabeza y en el cinturón. Yo también quisiera llevarle flores y se lo
cuento a Ana María. Ya sabemos que en las magníficas rosas de la tía Concha no
hay que pensar.
Ana María se ha puesto a hacerme un ramillete con flores de santalucía, heléchos
y delicadas espigas de zacate cogidas de los paredones y de las orillas del
camino. Lo amarró con una cintita que cogió a las escondidas, del costurero de mi
tía.
Me lo entrega diciendo: -¿Verdá que no está feo? Es para tu maestra, Sergio.
¡Qué perfume tienen las flores de santalucía?
Encontré que era un lindo ramillete: las florecillas color violeta conservaban entre
los estambres gotitas de sereno y despedían una aroma delicado. Se lo di
emocionado a mi maestra quien lo tomó y lo colocó gentilmente en su pecho.
Luego me acarició la cabeza y me dijo: -Qué lindo su ramito, Sergio! Es el más
bonito de cuantos me han traído este año.
Ya sé donde queda el Perú. Lo pregunté a la maestra y ella trajo el globo terrestre
y me mostró la situación de Costa Rica y la del Perú. Me explicó que cada
milímetro en el globo representa en la realidad, cientos de kilómetros. Para llegar
allí hay que embarcarse y navegar unos cuantos días. Ah cuan lejos de mí está
entonces mamá ...
Como en el globo estuviera el Perú representado por un parchón rosado, durante
mucho tiempo, al pensar en mamá, la he imaginado paseándose por un campo
color rosa.
Hace diez meses que salimos de casa. Las vacaciones han llegado y he dicho
adiós a mi maestra y a mis compañeros. Al sacarme Ana María de la escuela, yo
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tenía un nudo en la garganta. En la ventana de mi sala de clases estaban la
maestra y mis amigos diciéndome adiós con la mano.
He aquí las cartas que me han escrito mis hermanitas:
"Sergio, hermanito querido, ya estamos en vacaciones y todas las compañeras se
han marchado, pero como nosotras no tenemos adonde ir, papá ha conseguido
que nos quedemos en el Colegio. Hace poco llegó una monja francesa, madre
Estefanía; es buena con nosotras y quiere mucho a Merceditas. ¡Vieras qué linda
y joven es! Yo le agradezco que sea cariñosa con Merceditas porque esto pone
contenta a nuestra hermana. Me da mucha pena Merceditas; siempre tan callada y
tan pálida; le gusta sentarse en el jardín, en los regueritos de sol y así se está
horas con la cabeza inclinada como un pajarillo enfermo. ¡Ay, Sergio! ¿Por qué se
fue mamá? Hay unas monjas que se quedan viéndonos, nos dan palmaditas y
dicen: " iPobrecitas ...! "A mí no me gusta.
Esta mañana nos estuvimos en la azotea, desde donde se divisa todo San José.
Pasaron volando unas palomas, tal vez eran las tuyas. Vimos también las torres
de la iglesia de San Francisco y pensamos que allí cerquita vivís. ¿Has de creer
que ya las queremos pues nos parece que tienen algo tuyo? Cada mañana vamos
a subir a la azotea a verlas: no lo olvides y vos también para que allí se junten
nuestras miradas. Y adivina lo que vimos. La palmera alta del jardín de nuesta
casa. La movía el viento e inclinaba hacia nosotros su cabeza como llamándonos.
¿Quién vivirá ahora allí ¿Quién será ahora el dueño de los conejitos y de las
palomas? ¿Qué rumbo habrá cogido tu gatita Pascuala? No le perdono a la tía
Concha que no te permitiera llevártela. Seguro lo hizo por temor de que se
comiera los pájaros del tío José ... Yo pienso que es mejor comerse los pájaros
que dejarlos ciegos.
Una de estas noches soñé que estábamos jugando de comidita en la glorieta de
flor de verano y que mamá estaba en el corredor. Ahora podremos ir a verte más a
menudo. Te mando muchos besos.
129
Tintín
"Hermanito de mi alma: Yo no te escribo tanto como Gracia, porque tengo mucho
frío. Vos sabes que no sé escribir lo que siento, pero también sabes que no hay un
minuto que no piense en vos. No te cuento lo de la madre Estefanía ni lo de la
azotea porque Gracia se me adelantó. Vieras qué silencio hay ahora en el colegio.
Es como después que llueve un gran aguacero y escampa, cuando todo se queda
callado. Me dio mucha tristeza ver irse a mis compañeras a vacaciones. ¡Qué
alegres iban! La calle estaba llena de sus risas. Pero como nosotras no tenemos
casa nos quedamos en el colegio. Si ves a mama Canducha le decís que le
mando muchos besos. También a Miguel.
Pronto iremos a estarnos un buen rato con vos y con Ana María. Yo siempre estoy
con vos, hermanito.
Merceditas.
Pero el domingo transcurrió y mis hermanitas no llegaron. El lunes supliqué a
Miguel que fuera a informarse de ellas al colegio y Miguel vino con la noticia de
que Merceditas estaba enferma con fiebre muy alta. Desde ese momento en el
interior de mi cabeza zumbó un pensamiento que sonaba como un abejorro negro
al revolotear dentro de una pieza.
Tres días después llaman a la puerta. Los toques son precipitados... Alguien sale y
una voz desconocida dice: -Avisan del colegio que la niñita Mercedes Esquivel,
acaba de morir.
Gracia y yo estamos abrazados en el rincón de una blanca capilla. A nuestro lado
están Miguel y mama Canducha; por allí anda también la tía Concha. Por las
grandes ventanas penetra una luz azulada. En el centro, entre muchas flores,
reposa Merceditas. Una voz femenina canta y el órgano la acompaña.
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Estoy otra vez en mi cuarto que encuentro más vasto y frío que antes. Sobre la
cómoda, la lamparilla de aceite con su luz mortecina e inquieta y en torno mío, las
sombras de los grandes muebles me acompañan con su pavoroso silencio.
El dolor ha escarbado en mi ser y ha llegado hasta la entraña de la amargura.
Ahora sí que ya nunca faltará una lágrima en mis ojos, porque la herida llegó
donde está la fuente inagotable del llanto.
Por primera vez la idea de la muerte penetró en mí, frente al cadáver de mi
hermanita. La tranquila indiferencia de su rostro, me colmó de desesperación. Mi
corazón, sediento de ternura vio perderse entre la tierra su voz cariñosa, sus
manos tibias. Me parece que voy a comprender de un momento a otro la
sensación producida por las notas del pentagrama cuyo misterio no puedo
sondear. Lo que esta nota que llaman muerte, encierra, anonada mi espíritu. En
mí lo desconocido; pero tras este muro no florecen rosas ni hay pinos melodiosos.
Del otro lado está Merceditas, no la Merceditas inmóvil de la capilla sino la
muchachita que se apoyaba en mi hombro y prestaba a mis piernas su dulce calor.
La llamo e imagino que sus manecitas se tienden hacia mí... Recuerdo cuando yo
le decía: -"Mamita, busca un cabito de caña para el carbunclo ..." Y Merceditas iba
y me traía el cabito de caña con sus pequeñas manos calurosas. Me pongo a
murmurar con ternura: "Mamita ... mamita".
Pero en esta noche de infinita desolación, a la hora en que el silencio se escucha
más, mi cuello siente el cariño de los bracitos de Ana y mis sollozos no han volado
solos por el helado ambiente de mi cuarto.
Lo que Sergio no supo nunca, fue que sus hermanas vivieron en quel recinto,
rodeadas de un piadoso frío. Tras ella llegó la murmuración y monjitas y
estudiantas andaban comentando que la madre de aquellas dos niñas había
abandonado esposo e hijos por irse con un hombre. Las inocentes colegialas
rumiaban con fruición en los rincones aquel acontecimiento, mientras
escudriñaban con mirada curiosa a Gracia ya Merceditas: algunas hasta les
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hicieron preguntas recargadas de malicia (los padres de estas muchachas de
hogares honorables, se habrían asustado de los acontecimientos de sus hijas
sobre el sexto mandamiento). Por su lado, las buenas religiosas, hacían la señal
de la cruz sobre la frente sin mácula, cada vez que el pensamiento de la madre de
las dos niñas, venía a sacudir sobre su cabeza sus alas pecadoras.
Las patitas descalzas de Ana María fueron las compañeras inseparables de las
ruedas de mi silla.
A pesar de haber vivido la niña sus primeros años en un hospicio de huérfanos en
donde generalmente la caridad más que una madre amorosa como la quería San
Vicente de Paul, era maestra que enseña a los niños el camino de la humillación,
Ana María era una criatura sin complejos de inferioridad, ¡quién sabe qué
prodigios realizó su voluntad para defenderse! Lo cierto es que ni la caridad del
hospicio ni los aires protectores de doña Concha lograron acabar con la fuerza in-
terna de la chiquilla. El caso es que Ana María se metía por todas partes como
Pedro por su casa y conseguía -sin proponérselo- que la tomaran en cuenta.
Durante los años que de niño pasara yo en la casona de San Francisco, en los
primeros días de cada verano. Ana María no dejaba quieta mi silla de ruedas, a
pesar de los sermones y castigos de la tía. Cuando comenzaban a pasar las
carretas llenas de café maduro, rumbo al beneficio de Tournon -casa francesa
establecida desde hacía mucho tiempo en Costa Rica- Ana María se ponía en
funcia: llevaba a su amigo a los cafetales de los alrededores a ver cómo las
cogedoras iban llegando con sus canastos llenos de fruta a vaciarlos en las carre-
tas; o bien se dirigían a los patios del beneficio que se extendía al norte de la
ciudad, del otro lado del Río Torres. La niña era amiga de los peones, de Tomás
Quesada y hasta de musiu Amon, un francés de cara adusta y grandes bigotes,
ante cuya presencia todo el mundo temblaba.
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La esposa de Misiu Amon era una dama muy linda, costarricense, que habitaba en
la casa grande de la eminencia, la cual dominaba los patios del beneficio, una
casa muy hermosa rodeada de jardines, con unos muebles severos, grandes corti-
najes y espesas alfombras. Ana María me llevó a curiosear y a meter la nariz en
salones y cocina. Creíamos que así eran los castillos de los reyes de mis libros de
cuentos. Tratábamos siempre de encontrarnos con la linda dama en el camino que
bordea los patios en donde se secaba el café. Vestía ella unos trajes de seda y
encaje de colores claros, cuya larga falda levantaba con coquetería con su mano
enguantada. Se protegía del sol con una sombrilla adornada con vuelos de tul, y
usaba unos sombreros con plumas que agitaba el viento. Se cubría el rostro con
un fino velo, a través del cual veíamos brillar sus ojos y sus labios. Solía
acompañarla un niño muy guapo con traje de marinero y rizos rubios que le caían
sobre los hombros. Era su hijo y se llamaba Eloy. Ana María decía que tal vez era
un príncipe.
A veces Ana María jugaba de que ella era la linda dama, esposa de musiu Amon y
de que Sergio era musiu Amon. Con pelo de maíz armaba los bigotazos. La
chiquilla se ponía una falda de Chepa la lavandera o de Engracia la cocinera, unos
botines viejos de la tía Concha; con un pedazo viejo de tela brillante se hacía un
sombrero que adornaba con flor de caña para imitar las plumas de avestruz: se
cubría la cara con un pedazo de cortina de encaje que era el velillo del sombrero;
unos calcetines inservibles del tío José eran los guantes y una gran hoja de
higuerilla, el parasol. Al caminar se arremangaba la falda con gesto melindroso,
movía la cabeza de adelante para atrás con el fin de que se le agitaran las plumas
del sombrero, como se le agitaban a la linda dama, y dando saltitos como un
pájaro se acercaba a mí, que en ese instante dejaba de ser musiu Amon, me
acariciaba la mejilla con su mano enguantada y con aire protector me decía:
"¿Cómo está mi hijito? "
Pero la persona que más admiraban los niños era a Rafael Vargas, un hermoso
campesino que hacía pensar en un gran caballero, no obstante que iba descalzo y
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en camisa. Nosotros imaginábamos que era un rey que andaba disfrazado y que
había venido a pasarse por los dominios de la casa Tournon. Usaba Rafael
Vargas un sombrero de pita muy fino, camisa de suave franela, pañuelo de seda al
cuello y una banda roja en la cintura, de hilos de seda trenzados. Era un hombrazo
de unos dos metros de altura, amplio pecho y espaldas poderosas: cabello rubio,
ojos azules de mirada dulce y unos grandes bigotes rubios. ¿Por qué iba
descalzo? Tal vez para sentir mejor la tierra de donde había salido y a la que
tendría que volver. Cuando Ana y yo lo mirábamos caminar con aquellos sus gran-
des pies descalzos limpios y fuertes, pensábamos que no había otro hombre como
Rafael Vargas que pisara el suelo con tanta seguridad. Parecía que iba
adueñándose de la tierra con sus plantas recias. Cuando pasaba a nuestro lado
nos hacía cariños con sus manazas y sentíamos que sus dedos se le volvían de
seda para tocarnos la cabeza. Nos esponjábamos de gusto y era como si nos
cobijara la sombra grata y amplia del gran mango del potrero.
Recorríamos los patios del beneficio sin que nadie nos molestara. Peones y
patrones nos contemplaban con ternura y simpatía, a mí quizás por verme en una
silla de ruedas y a Ana María por su cara maliciosa, su naricilla respingada y su
graciosos camanances. Ibamos a ver lavar el café en los grandes chancadores y
comentábamos el hecho de que fuera el café de la roja baya lo que ponía tan
hedionda el agua del fío. Veíamos cómo se iban poniendo negras las rojas frutas
maduras y al grano despojarse de la cascara para quedar envueltos en la
membrana tostada que reverberaba en los patios como si fuera de oro. Veíamos el
ir y venir atareado de los peones que parecían hormigas afanadas, revolcaban los
montones de café con sus palas y luego los cobijaban con los enormes
manteados; más tarde llevaban el grano a las máquinas a que le quitaran la última
envoltura y lo clasificaran. ¡Nosotros sí que conocíamos bien el beneficio del café!
Siempre estuvo presente en el mundo de sonidos que poblaban mi imaginación, el
canto de la gran rueda que en los veranos se echaba a dar vueltas del otro lado
del Torres y sonaba como si miles de personas hablaran, charlaran, rieran y
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cantaran. Yo sabía que la canción monótona de la rueda del beneficio era familiar
a los oídos de todos los vecinos.
En la ribera izquierda del Torres se levantaba el edificio de madera en donde se
escogía el café y se alistaba para la exportación. Las escogedoras, casi todas
campesinas de Tibás, eran muy amables con nosotros. Los peones subían mi silla
al segundo piso y Ana María paseaba a su amigo por los grandes salones con sus
hileras de bancas y mesas. Nunca he olvidado los murmullos y sonidos que
producía todo aquel trajín: los golpecitos de las manos de las trabajadoras en las
mesas, al escoger el café; el del chorro del grano escogido que se escurría hasta
los cajones que eran la medida que debía llenar; el de los cajones al ser vaciados
en la gran tolva; el de las correas, poleas y ruedas de las máquinas; el de la charla
y risas de las mujeres y entre todo aquel ruido, la canción que entonaba la voz
fresca de alguna muchacha; así debía sonar el canto de un pájaro entre el tupido
follaje de un bosque cuando cae un aguacero y hace sol.
A veces Ana María se escurría conmigo hasta el pequeño parque que quedaba
detrás de la "Escogida" como llamaban el edificio en donde se limpiaba el café de
los granos negros. Por el parque se paseaba el pavoreal, aquel pavoreal que
durante muchos años lanzó su graznido en el ambiente pacífico del barrio Amón.
Nos encantaba verlo desplegar su cola que nos recordaba las irisaciones que
florecían dentro del prisma de cristal de Ana María. Pero el objeto principal de
Ana, era ir a robar de los pesebres de la caballeriza, cabitos de caña de los que
habían sido cortados en la máquina de picar pasto. Se llenaba el delantal y salía
triunfante con su pequeño hurto, a convidarme. En más de una ocasión fuimos
soprendidos por el encargado de la caballeriza, un viejecillo renco de mirada bon-
dadosa. Se hacía el tonto o nos amenazaba con un dedo inofensivo: -Aja, aja,
¿robándose la caña de los caballos? Si los ve musiú Amón les da con la faja.
En las tardes me llevaba a Ana María al gran montón de cascaras secas que
habían sido quitadas de los granos de café. El montón quedaba en un bajo, y los
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chiquillos que allí acudían a jugar se arrojaban desde un alto paredón. Se dejaban
ir como se dejan ir revoloteando los comemaíces desde el tejado a la calle. Abrían
los brazos como alas y entre gritos y carcajadas caían en el montón de broza
negra y amarilla. Ana María se olvidaba de mí, se embriagaba con aquellos saltos
y carreras que yo contemplaba desde la inmovilidad de mi silla.
En la escogida teníamos una amiga, una muchacha que se llamaba Pastora. Ella
era la que con otra compañera cerraba con una costura la boca de los sacos de
gangoche llenos de café ya limpio y los dejaban listos para ser enviados al
extranjero. A nosotros nos parecía que Pastora era muy linda: delgada, fina con
una cabeza pequeña muy bien formada. Tenía el cabello rizado, de color castaño
con reflejos dorados y se lo peinaba en dos trenzas que arreglaba ya como una
corona, ya como un atado sobre la nuca. Entre las trenzas se ponía un lacito de
cinta azul o una flor roja y estos adornos le lucían mucho. Era de camisa, y
Pastora decía que nunca se metería a pañolón. El pueblo consideraba en ese
entonces que ponerse blusa y pañolón era como ascender un peldaño en la
escala zoológica. Las camisas de Pastora eran de blanco cambray; las usaba muy
engomadas y bien aplanchadas, con unas mangas cortas y bombachas y unas
golas erizadas de vuelitos. El escote se lo cubría con pañuelos de seda auténtica,
hilada por los gusanitos de la China o de la Provenza, unos pañuelos muy bonitos
y muy alegres que hacían tornasoles como la cola del pavo real. En el cuello
usaba un cintillo negro con un pequeño relicario de oro cuya tapa abría Ana María
para ver detrás del vidrio un ricito rubio. Pastora nos contó que era de un
muchachito que se le había muerto. Era bella Pastora cuando pasaba
contoneándose, arrastrando su larga falda de merino color café maduro con su
camisa llena de vuelitos y su rebozo de seda amarillo paja con bordados blancos.
Ana decía que le daba la impresión de una mariposa.
Pastora vivía sola en una casita en San Francisco. Era una casita encalada de
rosado con una ventana; detrás de la vidriera venía una cortina de gasa blanca,
inmaculada, recogida con lazos de cintra rosada. Un día me llevó Ana María a que
curioseáramos al través de los vidrios, y vimos una cama cubierta por una colcha
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azul y sobre el tablero de una mesa redonda, un florero lleno de guarías, todo muy
limpio.
En una ocasión oímos decir en la pulpería, que Pastora era "la querida" de fulano.
Lo dijieron en tono vulgar que percibió nuestra sensibilidad de niños.
-¿Qué es eso, Sergio? ¿Por qué dicen que Pastora es la querida de ...? -me
preguntó Ana.
-IMo sé -me apresuré a contestar. Yo había oído a la tía Concha con el cuento de
que "Cinta era la querida de Rafael Valencia ..."
Al correr de los años, cuando yo me he hecho grande, me ha gustado rumiar el
recuerdo de los tiempos en que veía a Pastora y a su compañera cerrando con
una costura los sacos de yute, que un peón llenaba de grano limpio en la boca de
la gran tolva. Volví a sentir el olor peculiar de los sacos de yute y el del café
pergamino. Allí cerca, un peón marcaba los sacos vacíos, con unas letras negras:
"H. TOURIMOIM Y CIA. BURDEOS". Cosían afanosas las mujeres, sentadas en
los sacos repletos de grano tibio, con un gran agujón enhebrado de cáñamo; en la
mano llevaban un cuero que se ajustaban con una faja, el cual tenía un redondel
de metal con el que empujaban la aguja. Levantaban muy alto el brazo, y al verlas
de lejos parecía que estaban diciendo adiós. Cargaban luego los peones los sacos
en las carretas pintadas de colores vivos, tiradas por yuntas de bueyes gordos y
bien cuidados. Las largas filas de carretas iban con su carga de café, dando
trancos, camino a la estación del Atlántico. -Ese café va para Francia, mi Patria, -
nos había explicado don Pablo, un francés muy bondadoso que a veces nos daba
"cincos".
En mi fantasía, el canto de la rueda del beneficio y el ruido de las carretas se
confundían con la luz y los vientos del verano, con la imagen de Pastora con su
cabeza fina y su blanca camisa de gola, con la de Tomás Quesada de pie sobre
un gran montón de café de primera.
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Pastora nos quería mucho y cada vez que llegábamos a la Escogida, nos regalaba
con cajetas de coco o melocotones. Nos hacía cariño con ojos llenos de ternura y
decía a Ana: "Si mi muchachito viviera tendría tu misma edad". Una vez fuimos a
casa de Pastora y vimos en la pared, sobre la cabecera de la cama, una lámina a
colores de un marco dorado: representaba a la Virgen jovencita, vestida de
pastora, con un pequeño sombrero muy mono, adornado con una guirnalda de
flores, el cayado en la mano y rodeada por un rebaño de blancas ovejas. Les
explicó que era la Divina Pastora, su patrona;que las ovejas eran los pecadores y
que la oveja que apoyaba su cabeza en el regazo de la virgen era su alma, el alma
de Pastora. Les contó también que había quedado huérfana desde muy chiquita y
que era sola en el mundo. Al oír esto, Ana se le abrazó a las rodillas y se puso a
besarla con besos ruidosos que estallaban como petardos.
Lo que nosotros no sabíamos era que Pastora estaba muy enferma. Un día no se
levantó de la cama y cuando fuimos a verla, la mujer que la cuidaba, nos contó en
voz baja que el doctor opinaba que estaba muy mal y que no duraría mucho. Yo le
llevé una cajita primorosa que me había dado Miguel y Ana María, una gallinita
que se sacara en un turno. Pastora nos sonrió cariñosamente nos acarició las
mejillas con una mano flaca que a mí me produjo una dolorosa impresión y luego
nos dio las gracias por los presentes con una voz muy débil que nos pareció
emitida por otra persona. Lo que Pastora ignoró, fue que alguien corrió con el
cuento adonde la tía Concha de la visita que habíamos hecho. La señora se enojó
mucho, castigó a Ana María con el odioso chilillo y a mí me sermoneó. Nos
prohibió terminantemente volver, y Ana María la oyó decir con tono airado al tío
José, que los chiquillos nos habíamos ido a meter a donde aquella "mujercilla de la
calle" y que la que tenía la culpa era Ana María. "Dios las crea y el diablo las junta"
-había añadido a modo de moraleja.
Ana María aprovechó una ausencia de la tía Concha para sacar el chilillo que la
señora guardaba en un rincón de su aposento y que estaba destinado a
atormentar a la chiquilla y al perro guardián de la casa. La niña cogió el látigo y lo
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arrojó con saña en el excusado de hueco. En ese tiempo los inodoros eran
escasos en Costa Rica. Tapándonos la nariz con los dedos para defendernos del
mal olor que salía del hediondo y negro agujero -la venganza brillando en los ojos
de mi amiga- presenciamos el sacrificio del látigo de la tía Concha, un cuero duro
y retorcido que parecía una víbora lista a saltar sobre la víctima. ¡Cuántas veces
había mordido las carnes de la niña, azuzado por la implacable mano de la vieja.
Cuánto aborrecíamos Ana María y yo el chilillo de la tía Concha: Ana levantó la
tapa del excusado y dejó caer por la siniestra y pestilenta boca -con un suspiro de
satisfacción- el instrumento de suplicio. Luego me sacó de allí con aire triunfante.
Un día supimos que Pastora había muerto. Los nifloi oímos decir a una vecina,
que no la podían enterrar en ataúd blanco porque no era "niña". Comentaron la
dicha deque no hubiera muerto en pecado mortal, pues a última hora había
confesado, comulgado y recibido los Santos Oleos. El cadáver fue llevado a la
iglesia de San Francisco y vimos pasar el ataúd negro en hombros de unos
peones del Beneficio. Doblaron las campanas, y el cortejo fúnebre se alejó por la
calle polvorienta. Ana María y yo nos echamos a llorar. Sabíamos que no volve-
ríamos a ver nunca a Pastora.
Hicieron los Nueve Días en casa de unos vecinos y la tía Concha, como se trataba
de "rezos", nos permitió ir. En una gran sala sombría, de piso de tierra, de paredes
ahumadas, habían levantado el altar; una mesa cubierta con un trapo negro, unas
cortinas blancas, unas ramas de ciprés, un crucifijo, y una imagen de la Virgen del
Carmen en el momento de sacar ánimas del Purgatorio. No faltamos ni una noche
a rezar el Rosario. Después de los rezos, comadreaban las mujeres y hablaban de
que dichosamente Pastora se había salvado y estaba muy gloriosa en el Cielo.
Ana la imaginaba como una ovejita blanca apoyada en el regazo de la Divina
Pastora. El día de los Nueve Días adornaron el altar con ramas frescas de ciprés y
flores. Encendieron unas grandes candelas de cera que tenían una llama triste
que hacía pensar en las Animas del Purgatorio. Rezaron desde la mañana,
interminables rosarios. Se dio de almorzar y de comer a los asistentes y éstos
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fueron obsequiados repetidas veces con copas de guaro mistado con sirope
acompañadas de golosinas. La rezadora entonaba sus preces con voz gangosa y
pedía insistentemente a Nuestro Señor, por las Animas, en especial por el alma de
Pastora----
"Por las Animas benditas te suplicamos Señor" -canturreaba la rezadora y los
presentes le contestaban: "Que les deis el descanso eterno por tu bendita pasión".
Yo me adormecía con el recuerdo de la cabeza fina de Pastora, adornadas las
trenzas con un lacito azul. La veía levantando el brazo desnudo, cosiendo sacos
llenos de café, con un agujón enhebrado con un hilo de fuego.
"Por el alivio y descanso del alma de Pastora ..." -musitaba la rezadora.
Yo me despabilé cuando repartieron tazas de chocolate acompañadas de pan
dulce, bizcocho y tamal asado.
Así terminaron los Nueve Días de Pastora.
¡Cuántas cosas dolorosas de la vida aprendimos Ana María y yo a propósito de
Pastora. La memoria de esta mujer joven y sencilla se nos hundió limpia y grata
hasta el fondo de la conciencia, perseguida por guiños y por palabras maliciosas
llenas de repliegues oscuros y húmedos que se pudrieron dentro de las tinieblas
de nuestra ignorancia y rodearon su memoria de una bruma al través de la cual
asomaba como la luna al través de espesa neblina.
Pasan los meses, pasan los años.
Los viejos tíos tienen que hacer un viaje a Europa con el fin de que la tía Concha
se cure ciertos males que la aquejan. Los médicos han dicho que es indispensable
este viaje. Lo que ha costado que se decidan a gastar sus reales, es indescriptible.
Sólo la amenaza de un cáncer ha podido obrar el milagro.
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Sin darse cuenta, la vida afectiva de Sergio se ha arraiga do en esa pequeña
existencia, delicada y fuerte al mismo tiempo que se llama Ana María. Esta
peloncilla descalza y festiv.i, que ha crecido abandonada, ha sabido dar a Sergio
lo qui nadie le diera a ella: cariño. Supo entrar en el reino de los sentimientos del
muchacho por senderillos que tenían la magna insignificancia de aquellos trazados
por las hormigas; con cuentos que dejaban maravillas en la imaginación; con
objetos sin ningún valor material y preciosos para su fantasía como la crucecilla y
el prisma de cristal; con ternura ingenuas; con lágrimas derramadas en compañía
y con ramilletes de flores silvestres.
Ana María acompañará a los tíos a Europa, porque su presencia es indispensable
para su ama. Tres días antes de partir, entre la chiquilla al cuarto de Sergio y
danza en la punta de las botitas que le fueron compradas para emprender su viaje,
mientras el picaro rostro tiene un gesto de cómico sufrimiento. Y al cerciorarse de
que la tía Concha no la ve, saca los piececi-llos de la negra presión y los pone a
corretear libres por los encerados pisos. Arroja lejos los relumbrantes zapatos y
con desprecio exclama: "-Ay, Sergio! ¡Ponerme zapatos a mí es como ponerle
zapatos al viento! ¡Pobres patitas mías! -añade acariciándolos- que tendrán que ir
a Europa entre estos calabazos negros! ". Y los pequeños dedos que han estado
estrujados parecen una fila de pichoncitos desentumeciéndose sobre el alero.
Ana María ha sido vestida para el viaje, con un ridículo traje de austero color de
tabaco, falda larga que le llega casi hasta los pies, confeccionado bajo el pésimo
gusto de la tía Concha. El día de la partida, lleva un sombrero de paja de moda
antigua, adornado por las mismas manos que forjaron el vestido, con un lazo
rígido a cuyo lado se levanta una elevada pluma de ganso teñida de rojo. En otra
ocasión el muchacho habría prorrumpido en una carcajada al ver a su amiga
perjeñada de aquella guisa, y, seguramente ella le habría hecho coro, pero
entonces lo que hacen es abrazarse, y Sergio se echó a llorar, al ver sobre los
rosales alejarse -agitándose al impulso de los sollozos que desgarran el pecho de
su dueña- la elevada pluma de ganso.
141
En la noche, ya solo, con la cabeza en la almohada, piensa en Ana María, no
como la viera al partir, sino en la peloncilla descalza, con su sempiterno traje azul,
que iba a hacerle compañía en el vasto aposento enladrillado, poblado por
sombras enormes. Entre tanta frialdad palpitaba el cariño de esta chiquilla, como
una Mamita a cuyo calor se acogiera tantas veces su espíritu aterido.
Juan Pablo se había divorciado de Cinta y se casó con su otra mujer con la que
había vivido en la finca. Gracia se vio obligada a habitar en este nuevo hogar -"iy
supiera Judas! -como decía mama Canducha-las crujidas que pasaría la pobre,
pues a sus oídos llegó el cuento de que la segunda esposa no tenía muy buen
genio. Juan Pablo propuso a Sergio que se viniera con ellos, a lo que el muchacho
contestó muy resuelto, que si se le llevaba allí, encontraría el medio de matarse.
Prefería quedarse en la calle pidiendo limosna. La hermana Concha no daba
señales de regresar. Su peregrinación por Europa en busca de salud quién sabe
cuándo terminaría.
Juan Pablo encontró en la respuesta de su hijo un tono de doliente energía, que
impresionó su alma de comerciante. Entonces resolvió llevarlo a Cartago, al
colegio de los Salesianos.
CARTA DE ANA MARIA A SERGIO
"Al regresar de Londres, he encontrado tu carta. Al abrirla, y ver que era tuya, me
temblaban las manos de contento. A mí solo vos me has escrito en la vida.
Hemos estado dos meses en Londres porque a la niña Concha le recomendaron
un especialista inglés, pero ella, que quiere verse curada de la noche a la mañana,
no ha tenido paciencia de esperar y hemos regresado a París en donde dice que
le var mejor. Además, quiere ir a cumplirle una promesa a la Virgen de Lourdes.
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Vieras qué feo es Londres. Yo no lo cambio por San José aún cuando allá no hay
casas tan altas ni tan bonitas ni tanto ruido de trenes y de carros. Es como estar
en la cocina humienta de Panchita, aquella viejita que vivía en el bajo de la cuesta
de San Francisco. Vieras cómo he echado de menos nuestro cielo que parece que
diario lo está azuleando Tatica Dios. Y allá en Costa Rica no tiene uno más que
asomarse a la puerta para ver en el fondo de la calle las montañas, tan verdes y
tan risueñas. Y aquí no se pone el sol como allá, con aquel lujo de celajes. ¡Ni de
noche hay tantas estrellas ni tan lindas! Con dificultad se ve de cuando en cuando
el cielo entre tanto humarasco. Eso sí, hay unos jardines muy lindos. El otro día
fue a pasear por los jardines de Kensington. Allí la estatua de Peter Pan -el niño
que no quiso crecer ni hacerse hombre-¿te acordás de ese cuento? Es un chiquillo
casi desnudo, la cosa más linda, paradito en un tronco de árbol pero de mentiras
porque es de metal. El tronco está lleno de ratones y conejos y ramas.
¡Vieras cómo me ha mortificado lo que me contás de los trabajos que has pasado!
¡De veras que la vida hace unos disparates, Sergio! No sería más al derecho que
mama Canducha o yo estuviéramos con vos, cuidándote, que fuera yo quien
llevara tu silla con tanto cariño que no echarías de ver que en los caminos hay
muchas piedras.
De mi vida te contaré lo siguiente: Ya hace tres años que ando de Cesa en Meca
por esta Europa, pero se puede decir que apenas he visto la punta de la nariz de
los países por donde he pasado. La niña Concha con su enfermedad no tiene
gusto para nada ni lo deja tener a los demás, y mi obligación es no separarme de
su lado. Hace tres años que no pruebo el aire libre: Diariamente me paso
encerrada en barcos, trenes, coches, consultorios de médicos y hospitales. Los
ojos se me van tras las maravillas que percibo, pero los pobres tienen que
quedarse con su dueña. ¿Pero no te parece mal hecho que me queje? Pobrecita
la niña Concha, que no tiene sino a mí que la pastoree. Ya sabes que el pasmado
del tío José tiene gracia para cuidar yigüiros.
143
Y ahora te voy a confesar una mentira: la enfermera que me ayuda a velar por tu
tía se ha hecho mi amiga y siempre me está hablando de sus dos hermanos que
son marinos, y siempre los está poniendo por las nubes. Apenas le escriben corre
a enseñarme las cartas, que son muy cariñosas. ¡Y a mí me ha dado una envidia!
No he querido quedarme atrás y le he contado que tengo un hermano que se
llama Sergio, que me quiere mucho. ¿Verdad que nada tiene esta mentirilla? Vos
sos el único cariño que siento junto a mí y mi pensamiento se apoya en este
recuerdo como en el de un hermano. Vieras cómo le hablo de mi hermano Sergio
a Madamoiselle Ternisien. Afortunadamente, la tía Concha no entiende ni jota,
porque has de saber, hermano mío, que ya puedo chapucear el francés. Como
hace más de dos años que estamos en Francia, correteo sobre el francés que es
un gusto y lo pongo hecho un iay! de mí. Por dicha a tus tíos no les entra.
De noche, así que estoy acostada y la niña Concha duerme, cierro los ojos y me
voy para la casa de San Francisco. Te veo tras la ventana enrejada, la calle con
su palo de jicara en lo alto de la cuesta, la ladrillera, la iglesita, los naranjos en la
entrada de la casa; paseo por los pisos lustrosos que tanto me han hecho sudar,
oigo los pájaros de tío José ...
Anoche recordaba riendo y con ganillas de llorar, cuando jugábamos de que el
rancho de Panchita era la "casita de las torrejas". Te acordás de lo asustada que
nos miraba la viejecita cuando me veía salir del cafetal, coriendo con tu silla.
¡Pobre Panchita! Lo menos que suponía era que para nosotros era la bruja que
comía chiquitos.
Tengo muchas ganas de verte, mi querido hermano. Pienso en todo el mar y en
toda la tierra que hay entre los dos. Te abraza tu hermana.
Ana María Esquive!.
Mi querido hermano:
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La niña Concha dice que yo no tengo apellido, que no se sabe quiénes fueron mis
padres, pero como soy hermana tuya, entonces soy Ana María Esquivel.
DEL DIARIO DE SERGIO
29 de marzo de 19 ...
Hoy cumplo años. Antes, el día de mi cumpleaños -pero esto, cuan lejos está ya-
mamá lo celebraba con una fiesta en la que se repartían unas melcochas de
azúcar que parecían de plata. Eran primores que hacían mamita y Candelaria en
forma de flores, de cestitos, y que servían a los convidados en hojas de limón o de
naranjo.
Hoy la fiesta ha sido algo muy diferente: esta mañana me llevó Miguel a la
estación del Atlántico en donde me aguardaba mi padre para trasladarme a
Cartago, al colegio de los Salesianos.
¡Cuánto me ha conmovido al ver a este viejo, empujando mi silla, calle de la
estación arriba, para coger el tren! Marchaba sin hablar, pero yo lo sabía
emocionado. Mientras oía el ruido de sus zapatones claveteados y el que
producían las ruedas de mi silla, he meditado en lo que habría sido de mi vida sin
este hombre que vino de un país desconocido, del otro lado del mar, a mostrarme
a mí, que tengo los pies muertos, el camino que lleva al mundo maravilloso de los
sonidos. Mi existencia no es un desierto, porque él me enseñó a escuchar Su
presencia la pobló de ríos, de bosques, de ciudades.
¿Cuál de los transeúntes que hemos encontrado, pueden imaginar que en este
viejo mal vestido, hay encinado un gran músico? El hombre afilador de cuchillos, el
fabricante de juguetes que hacen las delicias de los niños, no es un virtuoso, pero
quizá su imperfección valga más: ama a la música sencillamente, sin pedanterías,
sin hacer de ella un medio de alcanzar gloria y dinero. Al escuchar sus
pensamientos y sentimientos, expresados con sonidos, me digo que tal vez sea
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uno de aquellos misteriosos y divinos de las leyendas, que bajaban a la tierra
disfrazados de mendigos.
He vuelto la cabeza hacia él y le hablo con palabra temblorosa: " ¡Miguel…! ".
Se detiene y me mira con sus ojos azules, infantiles: -¿Qué quieres? -me
responde.
Sin poder contenerme, sin fijarme en que estoy en la calle ni en los ojos curiosos
que nos contemplan, lo he abrazado.
El me dice: "-Muchacho, muchacho! " Pero se ve que está emocionado.
Luego hemos continuado nuestro camino.
Mientras el tren rodaba a través de potreros secos y cafetales empolvados, yo
pensaba que dentro de mi baúl venía mi violín, y al pensar en él mi espíritu se
reconfortaba. Sabía que no podría dedicarle todos los instantes de mi vida, porque
sería preciso estudiar las curiosidades y exactitud de los números, las aventuras
guerreras de Césares y Napoleones. ¿Qué me importaba a mí todo esto? ¿Qué
iban a imaginar mis maestros que mientras llenaban el pizarrón de números o
daban listas de batallas y de fechas, yo exploraba el país de los sonidos? ¡Cuan
maravilloso era todo en él! Mis ojos, mi sensibilidad, mi paladar, mi olfato, se iban
a los oídos; percibía la forma de estos sonidos, su color; tenían sabor y olor: eran
frescos como el agua, ásperos, sedosos y tibios. Allí están los sonidos de la
tormenta, de la luz, del martillo sobre el yunque, del viento suave, de la risa. Se
unían y me daban diferentes sensaciones: la de un amanecer, la de la tempestad,
un crepúsculo, la soledad, el silencio, un tumulto.
Mi silla ha rodado por las calles de Cartago y el chirrido de sus ruedas se me ha
antojado tímido y desconfiado. Salió a recibirnos un vientecillo helado que levantó
nubes de polvo en torno nuestro. Me ha gustado el aspecto de esta ciudad que se
reconstruye después del terremoto de 1910, con sus calles amplias, sus casas con
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jardinillos y en el interior de las cuales, -hasta de las más pobres- se ve ondular el
verde de los heléchos. En el fondo se levantaba, limpio de brumas, el Irazú, con
sus faldas cultivadas, sembradas de caseríos.
El Colegio es un edificio que todavía no está terminado. Salió a recibirnos el
Director, un viejo alto, cenceño, de rostro curtido y palabra bondadosa. Mi padre
se despidió de mí con sus acostumbradas palmaditas en el hombro, y al verlo
atravesar la sala para irse, me parecía tan extraño que este hombre fuera mi
padre. Hasta entonces nunca me había fijado bien en su figura baja, rechoncha ...
Tenía un gran aire de semejanza con su hermana Concha. Al caminar le temblaba
la carne. Me dio tristeza comprender que no lo quiero.
El Director empujó la silla y me llevó al interior del edificio. Los muchachos
estaban en recreo, en un patio que tenía un palomar en el centro.
El dormitorio es un salón grande, feo, con las paredes sin encalar, que enseña las
vigas del techo. A los lados, las hileras de lechos pobres e idénticos: al pie de
cada uno hay una palanga na de latón y una toalla. Por las ventanas el cielo azul,
por el cual se desliza el vuelo de los zopilotes. Yo suspiro y el Director me mira
sonriendo con dulzura.
-¿Está usted triste? -me pregunta.
En la noche, así que todos duermen, me he incorporado en mi nuevo lecho, tan
frío! y escucho la respiración de mis compañeros que duermen a mi lado! ¿Qué
significo yo entre esos bultos que reposan allí cerca? En el fondo vela, ante la
escultura de un santo, una luz mortecina que apenas si logra espantar la
oscuridad del aposento. ¿Qué harán los que yo amo? ¿En qué punto de la tierra
dormirá mi mamá? ¿Aún estará en el Perú, aquel país concebido por mi
imaginación infantil como un manchón color de rosa?
Por algún agujero entra un rayo de luna que viene a tenderse en mi almohada.
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Miguel no viene a ver a Sergio desde hace dos meses. El muchacho ignora que su
amigo ha vuelto a embriagarse a menudo y que últimamente el pobre afilador ha
sido conducido al Asilo de Locos. Si logra salir de allí, quizá cuente, que otra vez,
su vida entró en "algo oscuro y confuso como una noche de muy larga duración".
En el "diario de Sergio" hay una página que relata una visita de Candelaria:
Domingo 10 de julio: "Hoy domingo, después de la misa han venido a anunciarme
una visita. Creí que se trataría de Miguel y me llevaron al salón de recibo. No era
Miguel, era mama Canducha; mi viejita querida. Nadie en el mundo me ha querido
como ella. Me lo han dicho, el abrazo que me dio y las lágrimas de sus ojos al caer
en mis manos. Se había puesto su rebozo de seda a listas de vivos colores,
oloroso a raíz de violeta, y su falda de merino verde, amplia y muy plegada. Estas
prendas las conozco desde niño y creo que son mayores que yo. Las guarda en el
fondo de su cofre, para las grandes ocasiones. El rebozo era de aquellos que.en el
siglo pasado importaban de El Salvador, de crugiente seda y alegres colores. No
se hartaba de mirarme y sonreía mientras por sus mejillas, oscuras y arrugadas,
corría el llanto, que para mí era una rica veta de diamantes en un terreno inculto y
escabroso. Las horas se nos fueron sin percatarnos. Reíamos, hablábamos, suspi-
rábamos haciendo recuerdos, sin fijarnos en los grupos de visitantes en torno
nuestro. Las otras visitas partieron y ella no quería irse. Cuando sóno el pito del
tren, salió muy sofocada. No acabábamos de despedirnos. Después, toda la tarde
ha estado muy alegre. Me parecía que en los salones había más luz, que mis
compañeros eran más amables y he tocado música de Mendelsson".
Lo que Sergio ignoró siempre fue que por ir a ver a su muchacho, Candelaria
perdió su empleo por cuanto el ama de la casa no quiso darle permiso de salir ese
domingo. Pero como ella no aguantaba ya la ausencia, le dejó la cocina sola y
gastó la mayor parte de los ahorros que había hecho, en golosinas y chismes para
Sergio. Este ignoró también, que cuando la viejecita llegó a la estación, ya el tren
había partido, y como entonces no había servicio de automóviles, tuvo que
quedarse por ahí, vegando acongojada y sin rumbo por las calles de Cartago, que
148
muy tarde se guareció en una puerta temblando de frío y de miedo bajo su rebozo
a listas alegres. Una persona compasiva al encontrarla allí como a las once de la
noche, tuvo piedad y la acogió en su casa. Tampoco supo Sergio de las
dificultades de la anciana para conseguir otra colocación, ni de que entre tanto
tuvo casi que andar mendingando hospitalidad.
En víspera de navidad - Sacerdotes y muchachos están atareados con el portal.
En el ambiente hay olor de uruca, musgo fresco y palpitar de alegría. Me dejan
tranquilo en un rincón; busco entre la música que me dejó Miguel, y escojo una
sonata para violín, de Bach. Me pongo a tocar y olvido que soy Sergio; nada de
cuanto se mueve en torno mío me toca. Vienen a interrumpirme porque hay visitas
para mí. Quizá Miguel o mama Canducha. ¡Este Miguel que me tiene olvidado
desde hace tanto tiempo!
Entro al salón de visitas y veo a mi padre adelantarse con tres niños morenuchos y
esmirriados, bien vestidos. Papá me abraza con un abrazo que no pasa de los
hombros y señalando a los chiquillos: -'Tus hermanos, Sergio; éste es Juan Pablo,
el mayor; José Joaquín o Quincho como le decimos allá y Francisco. En casa
quedan cuatro. Ya los conocerás a todos". Los empuja hacia mí y habla riendo con
risilla forzada.
No me nace simpatía hacia ellos que me contemplan con recelo y curiosidad.
Atraigo al menor porque sus ojos me recuerdan los de Gracia.
-Vamos, ¿no piensan decir nada a su hermano? -le pregunta papá. -Te traen un
regalo, Sergio. Dáselo, Juan Pablo.
El muchacho me entrega sin hablar, un envoltorio, y papá me dice que son
corbatas y camisas. Les doy las gracias sin entusiasmo. Se nota en mi padre el
deseo de establecer relaciones entre sus hijos, y está locuaz como nunca lo viera
hasta entonces. Me cuenta que vienen de San José a donde ha ido a comprar
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muchas cosas para celebrar la Navidad; las ha enviado en carreta a Paraíso, a la
finca en donde viven ahora Lo más delicado, los regalos para la mamá, Gracia y
los niños, ha preferido traerlos en persona, y son todos esos paquetes que los
rodean. En la noche tendrán una cena ... Y sonríe mirando alternativamente su
prole.
Uno de sus hijos se le ha sentado en el regazo y el le acaricia la mejilla; los otros
se apoyan contra él. Yo recuerdo que nosotros nunca osábamos acercárnosle.
Pido al menor que dé a Gracia un beso en mi nombre. Se despiden y yo no he
podido oír la voz de mis hermanos. Los miro partir, sin pena, vuelvo a mi violín y
mi padre y ellos quedan olvidados entre la música de Bach.
Días de año nuevo. - Mis compañeros juegan en el patio y sus gritos se confunden
con el murmullo del viento. Cae una garúa finísima irisada por los rayos del sol.
Estoy alegre sin saber por qué.
Vienen a decirme que una señora desea verme y me llevan a la sala de visitas.
La luz del exterior me ha deslumhrado y entro en la pieza sin distinguir bien en
torno mío. Antes de darme cuenta de ello, una nube de tules y de perfume me
envuelve; hay besos apasionados en mi rostro y una voz sollozante, una voz
amada que yo conozco, exclama: "¡Sergio, mi hijito! ". Por un momento pierdo la
noción de las cosas... Se borra la luz en la ventana ... Al volver en mí tengo
apoyada la cabeza en el pecho de mamá. Cojo sus manos y las beso con el
corazón puesto en los labios que tropiezan con la cabritilla de los guantes. La
traigo hacia mí y cubro de besos su cara. No puedo hablar, es como si fuera a
morir...
Sí, no es ilusión, es mamá, siempre tan linda con su cara de chiquilla morena y
sonrosada. Bajo su sombrero asoman los rizos negros, inquietos y brillantes. Hace
muchos años que esa cabeza infantil estuvo acostada en mi almohada, al lado de
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la mía. Viste un lindo traje de seda gris y un gracioso sombrero de paja adornado
con una gran rosa encarnada.
Detrás de mí suena un gorjeo. Mamá se aparta y la veo, acercarse luego con dos
niños de la mano de los cuales no me había dado cuenta en el primer momento:
una niña vestida de blanco, con un dulce rostro pálido, de grandes ojos claros, y
un chacalincillo cuya carita blanca y sonrosada asomaba como una flor entre los
encajes de su vestido.
-''Son tus hermanos, Sergio: ésta es María Navidad y éste es Rafaelito. Hay otro,
Rodrigo, que dejé en casa porque está acatarrado. Recordé la escena de papá
presentándome también a sus hijos como a un extraño ... Juan Pablo, Quincho y
Francisco ... No sé por qué estos otros hermanos me han atraído más. Tal vez
porque son hijos de mamá.
Sonreí al bebé que con pasos menudos se acercaba a mí, con la boca hecha una
fiesta, tendiéndome confiado sus braci-tos. En Navidad, vi resucitar de pronto la
sonrisa de Mercedi-tas. Los besé con infinita ternura. En mis labios estaba todavía
mi corazón que subió a ellos al sentir a mamá cerca. La niña me miró sorprendida
cuando mis lágrimas mojaron sus mejillas.
El pequeño rió y retozó en mis regazos y me llamó papá. Mamá rodó la silla por el
salón y al verse correr en ella, el niño gritó encantado. Los retratos de los grandes
sacerdotes, que ornaban las paredes, parecían sonreír benignamente al escuchar
aquella charla de pajarito.
María Navidad no habló: se limitó a contemplarme con sus grandes ojos claros y
cuando mis miradas se encontraron con las suyas, me parecía que la sonrisa de
Merceditas resucitaba en sus labios.
Se lo hice notar a mamá, que me contestó: -"Y es silenciosa y buena como
Merceditas". Se enjugó los ojos y se quedó grave. Luego me dijo, "He vuelto a
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Costa Rica porque no podía más! Ay Sergio, vivo con el pensamiento partido en
dos, una mitad con ustedes, la otra con ellos". Y con el gesto señalaba a sus otros
hijos.
Hacía quince días que llegara no había hecho más que buscarnos. Logró dar con
Candelaria que la puso al corriente de nuestra suerte... ¡La muerte de Merceditas!
¡De esa muerte ella tenía la culpa! Que Dios la perdonara. A la pobre Gracia no la
podría ver. Le dejaba muchos besos conmigo. Ya no vivía en el Perú sino en
Colombia y me dejó una tarjeta con sus señas para que le escribiese. Solamente
quince días más estaría en Cartago, pues tenía que regresar a donde estaba su
marido.
¡Ay! , ¡otros hijos y otros intereses! A ratos hablaba con seriedad y tristeza; por sus
ojos y su boca pasaba un soplo, y yo creía que la pena iba apagarlos, pero
enseguida la llama se reanimaba; entonces me parecía ver su alma, una alma en
la cual no había el recuerdo de su hijita muerta, ni el de Gracia, ni el de Sergio que
iba por la vida en una silla de ruedas. Con los ojos hubiera querido meterla dentro
de mi pecho para que nada ni nadie pudiera sacármela de allí.
Mamá se levanta. Me promete volver todos los días mientras estén aquí. Siento
una pena muy grande cuando me dicen adiós. Rodeo con mis brazos el cuello de
mamá. Ella abre su portamonedas y quiere dejarme monedas y quiere darme
dinero, pero se lo impido con vehemencia; -"no, no, no me des dinero, mamá" -le
suplico. Le pido su retrato y el de los niños y me ofrece traerlo cuando vuelva.
Se baja el velo del sombrero y se aleja, con su taconeo gracioso que no oigo hace
tantos años; tras sí deja el susurro de su traje de seda y su perfume. Ya en la
puerta, invita a los niños a que me tiren besos con la punta de los dedos. María
Navidad me sonríe y mamá agita su mano enguantada en señal de despedida.
Un nudo me aprieta la garganta y siento que va a estallar mi llanto.
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-Mamá, levanta el velo para verte -le pido.
Lo hace, y qué tonto soy, me maltrata mirar su rostro iluminado como siempre y no
ensombrecido por la pena. ¿No habrá en su interior un dolor parecido al mío?
Mis oídos se quedan atentos a los pasos y a las voces que se alejan.
Pero Sergio no volvió a ver a Cinta, porque Juan Pablo Esquivel, al saber que ella
estaba en Cartago, comprendió que había venido para ver a Sergio y dio orden en
el Colegio de que cuando "esa señora" llegara a preguntar por su hijo, le contes-
taran que no lo podía ver.
La visita de su madre hizo a Sergio sentir intensamente su abandono. Se refugió
entonces en el recuerdo de los tiempos idos, y lo más grato para su corazón fue
evocar todo lo relacionado con mama Canducha. ¡Estaba rodeado de una soledad
tan fría! Lo más tibio, lo más suave en su vida había sido esta viejecita
guanacasteca. Hacia ella tendía él su espíritu para calentarse, y entre los pliegues
de la ternura que había en la sonrisa y en los gestos de la anciana, metía él su
frente y sus manos ateridas. Todas eran memorias humildes y sencillas, y esto era
lo que más conmovía a Sergio: Allí estaba mama Canducha, sentada en un rincón
de la cocina, en el taburete de cuero, arrollando cigarrillos con el guacalito del
tabaco picado, en el regazo; o bien preparando en el frasco de cristal, en los
tiempos de cuaresma o de Semana Santa, aquel encurtido que olía a gloria; o,
toda confusa, después de haber asegurado a los niños que la persona que se
bañaba en Viernes Santo se convertía en sirena, veía entrar a Gracia con la
cabeza mojada diciéndole implacable: -Idiay mamita Canducha, me bañe hoy
Viernes Santo y mire, no me hice sirena.
i Con cuánta destreza arrollaba en la boleta de papel amarillo de fumar, el tabaco
picado, revuelto con una punta de hoja de higo tostada y desmenuzada. Flotaba
en el ambiente el olor a tabaco curado con aguardiente, miel, clavos de olor y
cascaras de lima. En una alacena guardaba los utensilios de que se servía para
dar gusto a su inocente vicio de "humar", como ella decía; el cuchillo en forma de
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media luna con que picaba el tabaco; el pascón para colar el tabaco picado, que
consistía en una palanganita de hojalata agujereada con un clavo; la botellita de la
cura y el guacalito con boletas amarillas. Sergio y Merceditas le ayudaban a
desvenar las hojas de tabaco iztepe-que que mama Canducha en persona
compraba en la tercera de las niñas Acosta, frente al cuartel de Policía o en casa
de doña Fermina Morales.
De noche, cuando Miguel narraba sus historias, mama Canducha hacía cigarros; a
veces se levantaba y encendía uno, en las brasas del hogar y se ponía a fumar
tan quietecita que acababa por confundirse con las sombras. De rato en rato se
abría entre la oscuridad una como florecita roja; era la brasa del cigarro de mama
Canducha. Cuando salía en las tardes a rezar el Rosario en la iglesia vecina, los
niños la veían sacarse de detrás de la oreja "la chinguita" que siempre tenía lista, y
darle unas cuantas chupadas.
¿Y el bocal de vidrio tan limpio que se confundía con el aire que lo circundaba?
Para los Días Santos, Candelaria lo llenaba con el vinagre de guineo, transparente
y perfumado, que ella misma preparaba con los guineos remaduros de las cepas
sembradas por sus propias manos en el solar de la casa. Dentro de él ponía
vainicas tiernas, tajadas de pepino, ramitos de coliflor, pedacitos de zanahoria, de
chayóte, ¡ocotitos celes en los cuales no se había cuajado la semilla, tajaditas de
cebolla; y para dar más gusto al encurtido, clavos de olor, y hojas de laurel. Entre
tanta mansedumbre y tierna inocencia escurría uno que otro rojo chile picante, de
los "bravos", que parecían diablillos asustando doncellas campesinas.
Ana María ha regresado y Sergio ha podido volver al caserón de San Francisco,
gracias a su amiga.
En vísperas de la última operación practicada a la tía Concha, Ana María supo
explotar la sensibilidad excitada de su ama, quien no hallaba qué promesa hacer
ni qué santo bajar del cielo para salir bien del apurado trance. La muchacha in-
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ventó una inocente mentira que podía redundar en provecho de Sergio: había
recibido en esos días una carta muy triste de éste. Entonces contó a la tía Concha,
de un sueño que tuviera en el cual oyó una voz que le aconsejaba hacer la
promesa a la Negrita de los Angeles de recoger en su casa a Sergio, que era un
ser abandonado; en cambio la Virgen le ofrecía que la operación tendría buen
éxito.
La acongojada señora convino enternecida. La operación estuvo feliz y se
emprendió el regreso a la Patria después de varios años de ausencia. Ya
establecidos de nuevo en San Francisco, Ana María recordó lo prometido y Sergio
pudo volver a su lado.
Pero la Ana María que regresó era bien diferente a la que Sergio había visto partir.
La transformación tenía algo de hechicería. Era como si una varita mágica la
hubiese tocado para embellecerla. Ya no era la peloncilla de cabello lacio; ahora
era una linda muchacha con una corona magnífica de trenzas negras sobre la
cabeza; los ojos de cabra, pero con una luz nueva que le iluminaba la cara; la
naricilla ñata, pero con unas como líneas nuevas que ponían una gracia infinita en
el rostro. Allí estaban los camanances, pero ya no eran los pocitos de picardía de
antaño sino que daban a su sonrisa un encanto inefable. Sus movimientos habían
dejado entre la niñez que se fue, la torpeza y la brusquedad, y se habían
convertido en silenciosas y suaves líneas curvas. En lugar de las batas largas,
oscuras y desmañadas que le ponía la tía Concha, graciosos vestidos de tela
barata que ella misma confeccionaba, -guiada por su buen gusto y por lo que viera
en su viaje.
Sobre la Ana María nueva que Sergio tenía ante sus ojos, la juventud había
puesto su gracia luminosa. Era casi linda, pero Sergio echaba de menos a la
chiquilla descalza, revejida, trajeada de azul, que surgía de los rincones como un
duende amigo, que le ceñía el cuello con sus brazos cariñosos cuando él más
necesitaba sentir cerca a alguien que lo quisiera.
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Otra vez la tía Concha y el tío José, con otras monomanías parecidas a las de las
begonias y los pájaros. Otra vez los pisos encerados y el cuarto habitado durante
la noche por grandes sombras que ya no daban miedo al muchacho. Allí estaba
siempre el gran reloj con el tictac del enorme péndulo que no se cansaba de echar
en la eternidad las gotas del tiempo que parecían volverse pesadas como de
plomo dentro de la negra caja.
Ana María trataba a Sergio con la cariñosa devoción de antes. Allí estaban
siempre sus manos listas a servirlo con tierna solicitud, pero el caso es que Sergio
las sentía distantes.
Es que Ana María andaba enamorada. Lo conoció a bordo: era un costarricense
que también regresaba a su país, después de haber estudiado en Europa. Se
gustaron y se buscaron y ahora él venía todas las noches a hablar con ella a
escondidas de los viejos, por las rejas de la ventana. Y la dicha de su amiga
maltrató a Sergio. ¡Qué tonto era! Como no podía confiar a nadie este sentimiento
extraño e inefable, lo confió a su violín y fue entonces cuando escribiera por
primera vez las armonías escuchadas en su interior, su primera "romanza sin
palabras"; un trozo de música de esos que sólo conmueven a la gente joven y
romántica y que hacen estirar los labios despectivamente a los músicos viejos de
gusto depurado.
Sergio atisbaba a la enamorada muchacha y observaba que se había hecho muy
silenciosa. A veces la veía mirar y sonreír fijamente a la escoba con que barría o al
ladrillo que bruñía, o quedar en éxtasis ante una pared.
-¿Qué hay Ana María, qué estás viendo?-le preguntaba.
Y ella sacudía la cabeza, parpadeaba como si despertara de un sueño y respondía
con las mejillas encendidas: -Nada, criatura, ¿qué quieres que vea?
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En otras ocasiones observaba cómo el rostro de la muchacha andaba apagado y
sin la menor señal de camanances. La llamaba, la sentaba a sus pies y le
acariciaba la cabeza. Y como si esto fuera una señal, comenzaba a asomar
lágrimas, temblaban un instante en las pestañas y luego se echaban a rodar
mejillas abajo.
A fuerza de mimos lograba arrancarle el secreto de su pena.
-Ay Sergio, es que anoche no vino.
Cuando la pena la invadía, Sergio la sentía muy cerca de sí; lo buscaba y le
relataba sus congojas; la dicha la alejaba de él e iba a saborearse en los rincones
en donde se refugiaba con telas, aguja, dedal e hilo ... Pero Sergio la sorprendía
con la aguja en alto, la tela abandonada en el regazo, los ojos fijos en el espacio y
sonrisas y camanances ...
Sergio, que se volvió filósofo, sacaba conclusiones: en el ser humano hay una
marcada tendencia a disfrutar solo del placer y a compartir con los demás el dolor.
De noche, desde su lecho oía el murmullo de la conversación de los enamorados,
sus risas, sus besos, sus silencios. Y la visión del Amor apareció en su vida como
una visión bella y luminosa cual una estrella lejana prendida del fondo de la noche.
A sus ojos subieron las lágrimas más ardientes y en su corazón, la pena más
embriagadora. Dentro de su ser vibraron melodías hasta entonces para él
desconocidas.
Un día regresó Miguel. Hacía tiempos que Sergio no tenía noticias suyas. Ana
María hizo investigaciones sobre el paradero del viejo, pero nadie daba razón del
afilador.
Para la gente todos los afiladores son uno solo: "el afilador" "allí va el afilador".
157
¿Quién iba a echar de menos a un viejecillo de traje de panilla color castaño,
poblado de remiendos, cubierta la cabeza con un casco, de barba rubia con
reflejos plateados, entre la que asomaban sus ojos zarcos como florecitas azules
entre el musgo seco? ¿Qué obligación tienen las personas ocupadas en enterarse
de la vida de quien vuelve servibles sus intrumentos inutilizados por el uso? Por un
momento saben que a la puerta de su casa un afilador saca filo a sus tijeras y
cuchillos; quizá vean espigas de chispas detrás de la piedra de afilar. Sin pensar
pagan monedas insignificantes por el trabajo realizado y el afilador queda echado
en olvido.
Algunos niños fueron los que notaron la ausencia del viejito afilador cuya máquina
tenía muchas cosas que les interesaba. Habían observado que la armazón de ésta
era de madera con adornos labrados y siempre muy limpia; llevaba una multitud
de cajitas de esas en que vienen conservas, encontradas seguramente en la calle
a las que él puso tapas bruñidas y adornadas con sus manos y dentro de las que
se hallaban, ordenados y relucientes gran cantidad de instrumentitos. El silbato
estaba guardado en un estuche en el cual la cuchilla dejó en relieve un gato que
se afilaba las uñas en una rueda. Todas estas cosas insignificantes para la gente,
hacían la dicha de los chiquillos y de los campesinos sencillos que gustaban
acercarse a la máquina y fisgonear por todo. El los dejaba hacer, les explicaba el
servicio de cada cosa y a veces les regalaba juguetes hechos por sus manos.
Ahora Miguel volvía más viejo, con el cuerpo muy inclinado y entre la barba
apenas si quedaba una que otra hebra rubia, pues casi todas se habían puesto
blancas. A las preguntas de Sergio sobre su ausencia respondió, que había salido
el día anterior del Asilo Chapuí; que enseguida había marchado a pie a Cartago a
buscarlo; el señor Director le había dado hospitalidad en el Colegio y dinero para
que regresara. Antes ... él no sabía ...
Sergio encontró en los ojos de Miguel, algo desconcertante. Era como si en su
mirada hubiese polvo de aquel país misterioso de donde regresaba.
158
Ana María se había convertido en una criatura taciturna. No había vuelto a reír con
la escoba, ni a quedarse en éxtasis ante las paredes. Hacía tiempos que Sergio no
escuchaba rumor de risas y besos, porque en la ventana no había citas. La
muchacha había enflaquecido; de sus mejillas voló el polvillo rosado que esparce
la juventud dichosa. Descuidó sus trajes, y su peinado no se levantaba triunfante
sobre su cabeza sino que caía lánguido por el cuello curvado. Tampoco lloraba, y
a menudo Sergio la sorprendía sentada, con las manos cruzadas sobre las
rodillas, los ojos sombríos fijos en los ladrillos en otros días contemplados con
sonrisas, Sergio ha adivinado la causa: es la ausencia del hombre a quien esta
criatura primitiva, que había vivido casi aislada, amaba con todas las fuerzas de su
cuerpo y de su espíritu.
Pobre Ana María que un día le dijera: -¿Sabes cómo es para mí querer a.Diego,
Sergio? ¿Récordes aquel prisma que te di cuando era chiquilla? Pues es como si
de pronto sintieras que te pusieran un prisma ante los ojos, pero no en los de la
cara, sino en unos que se deben tener en el corazón ... y todo se pone a brillar
más, y uno quisiera reír hasta con las piedlas. Parece como si alguien hubiera
bañado la vida en ese color que tienen los campos cuando el sol está saliendo.
Un día se atrevió a preguntarle:
-Ana, ¿es que Diego está enfermo?
-l\lo, -le contestó con voz sombría.
Los meses transcurrieron en esa situación. Una noche, a altas horas, Sergio
despierta sobresaltado. En la casa pasa algo insólito: se oyen carreras de la tía
Concha y de las dos sirvientas y las toses fingidas del tío José cuando está
preocupado. Llama y nadie acude a sus voces.
De pronto la señora entra, se deja caer en una silla y prorrumpe en sollozos. La
zozobra de Sergio llega al colmo.
159
-Por Dios, tía Concha, ¿qué pasa?
Entre convulsiones ella contesta: - iAy Sergio! He albergado en mi pecho una
víbora!
-Tía Concha ¡Una víbora! ¿La ha mordido?
Sergio es ingenuo y ha tomado el decir de su tía al pie de la letra. Quisiera
arrojarse del lecho e ir en auxilio de ella.
El llanto de un niño recién nacido llega a sus oídos... El ama de la casa solloza
con más fuerza.
- ¡Dios mío! iY lo que debo oír en mi propia casa! Que Dios le dé a una paciencia.
¿Hasta visto como nos paga Ana María? ¿No ves que acaba de tener un hijo?
Los gritos del recién nacido pueblan la oscuridad de la noche. Son desaforados y
nada los calma: dijérase que ponen a prueba la paciencia de la tía Concha, quien
al oírlos se yergue en actitud trágica: - iY decir que la he paseado por Europa!
¡Has criado un cuervo Concepción que te saca ahora los ojos!
Ya más tranquilo, Sergio se burla: El cacareado paso por Europa de Ana María,
eternamente prendida de las faldas de aquella vieja enferma e impertinente!
Al día siguiente, la niña Concha, envía recado muy temprano a su íntima amiga la
niña Queta Alvarado, vieja doncella altamente estimada por ella, porque pertenece
a una de las familias de más campanillas en el país. Quiere pedirle un consejo
luminoso en el oscuro camino en que la ha metido la conducta de Ana María. Así
lo ha dicho al ver entrar a su mentor con faldas.
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Toda la mañana la han pasado las dos señoras en conferencia en la sala de
fúnebres muebles, y Sergio desde el corredor ha oído varias veces a su tía hablar
del Hospicio de Huérfa nos "de donde sacara a esta ingrata criatura para tratarla
como a una hija" y "del viaje por Europa". Por fin la niña Queta Alvarado se levanta
y con dignidad episcopal se dirige al cuarto de la pecadora.
Llega Miguel y aun cuando la tía Concha lo ha mirado siempre despectiva, lo
acoge para narrar nuevamente la tremenda desventura. El viejo escucha en
silencio; al cabo de una hora cuando ella termina el relato con los episodios del
Hospcio de Huérfanos y del viaje por Europa, replica con tranquilidad: -no hay que
asustarse, señora, esos arranques son muy naturales en la gente joven. Lo que
hay que hacer es no despreciar a esta muchacha, ni abrumarla, sino ayudarle para
que no coja un mal camino. ¿A usted no le parece muy natural que sus rosales
den rosas y su vaca alazana crios? Y a ellos los bendici nada más que Dios.
La niña Concha levanta el grito al cielo: - ¡Qué ocurrencia! ¿Cómo va a ser lo
mismo una mata o un animal que un cristiano con uso de razón? ¡Cómo se ve que
de veras a Mujeres le faltan todos los tornillos!
Miguel va a buscar a Sergio y le dice: - ¡Has de creer que las mujeres jóvenes y
sanas como Ana María, son lo mismo que flores para mí! En cada flor que
encuentro, veo la promesa de un fruto y en cada mujer fresca y sana, la promesa
de un hijo.
Sergio ha esperado todo el día que Ana María lo llame, pero esto no sucede. Ya
en la tarde, cansado de aguardar, suplica a una de las sirvientas que le pregunte
si puede ir a verla. Ella consiente y Engracia lo lleva. Está muy pálida. A su lado,
con los puños apretados bajo la cara, duerme su hijito tan enrollado en los pañales
que parece un puro.
161
Al ver a Sergio, Ana María llora. El pide que le coloquen al niño en los brazos y se
pone a mecerlo con torpe ternura.
-¿Por qué llora, Ana María?
-Tardabas tanto en venir Sergio ... creí que tú también estarías enojado ... como
ya no tengo honra! ...
-Esperaba que me llamaras. ¡Vieras cuánto deseaba conocer a tu hijito! ¡Qué
bonito es, Ana María! ¡Mira cómo aprieta los puños!
La voz de Sergio resume honda ternura. La llama Anita, busca las palabras más
cariñosas para hablarle. Ana María siente que puede acurrucarse dentro de este
acento cálido y de la mano que le acaricia la cabeza, como un pájaro adherido
dentro del calor de un nido.
Ella deja de llorar y se incorpora a medias para contemplar a su hijo. Sergio pasa
su mano por la cabeza de Ana María.
-¿Verdad que nunca lo abandonarás, Ana María?
-¡Abandonarlo! ¡Ah! ¡eso sí que no! -y aprieta al niño como para librarlo de un
peligro.
Ana María hace confidencias a Sergio, en voz muy baja: Diego no volvió desde
que supo que iba a ser madre. Le dolía mucho pensar que Diego fuera un hombre
que le tenía miedo a la responsabilidad de sus actos. Ella no !o quiso llamar
nunca. Hacía poco que él le había escrito diciéndole que no podía casarse con
ella, porque sus padres eran muy orgullosos y su madre se moriría al pensar que
su hijo se casara con una mujer de humilde condición. Además, estaba tan joven,
que el matrimonio podía entorpecerle su carrera. Entre la carta venían unos
cientos de colones que ella le devolvió sin decirle nada. Ya no quería a Diego. Era
como si una mano brutal le hubiera arrancado de cuajo este cariño tan hondo que
al salir de su ser le dejaba un vacío muy grande.
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La niña Concha hablaba de obligar al que había deshonrado a Ana María a
casarse con ella. Pero Ana María prefería que la mataran. Luego, cuando la tía
Concha y la niña Queta Alvarado supieron de quién se trataba, no insistieron,
porque comprendían "perfectamente" que el hijo de una familia distinguida no
podía casarse con una muchacha sacada del Hospicio de Huérfanos, que no se
sabía ni de quién era hija. La moral del matrimonio para estas buenas señoras, era
muy clara: los ricos con los ricos y los pobres con los pobres. ¡Qué era eso de que
un caballero se rebajara a casarse con una mujer de humilde condición!
Eso sí, la niña Concha y la niña Queta hablaban de "regalar" al niño a una señora
casada que no tenía hijos y que deseaba recoger una criatura. Pero ni Ana María
ni Sergio hicieron caso de las disparatadas y prudentes ideas de las respetables
damas, que gustaban de repetir con énfasis las frases de los novelones que leían
o las del último sermón que habían oído en la iglesia. Además, Sergio había
observado que sus tíos no veían un milímetro bajo la piel... ellos sabían de
begonias, de rosas que se venden a peseta cada una y de yigüiros y chorchas,
pero de sentimientos! ... si acaso habrán oído la palabra.
Para él, Ana María era la misma, o mejor dicho no, porque ahora tendría que
hacer un lugar más grande entre el corazón para acomodar junto a ella a su
chiquillo. ¿Por qué la niña Queta Alvarado le aconsejaba darlo? Esto sí sería para
su razón quedar sin honra. Y en adelante no pensaría en Ana María, sin
imaginarla con su hijo en el regazo. Ya que lo había llamado a la vida, debía ser
su guía y su protección. Haría las veces del padre que se excusaba de cumplir con
su obligación.
¡Cuánto hizo pensar a Sergio eso de que el nacimiento del chacalincillo de Ana
María hubiese sido la causa de lloros e imprecaciones de la tía Concha, del ceño
adusto en el pasmado tío José, de los cuchicheos y malicias de las criadas y del
escándalo que se pintó en la boca bigotuda de la niña Queta Alvarado, quien
empleaba sus ternuras en vestir el Dulce Nombre de la Iglesia del Carmen y en
163
consentir a un perro castrado que ella con su propia mano alimentaba con sopitas
y que dormía en un almohadón de raso que ella misma le bordara con gran primor.
Es alta noche. Sergio no puede dormir porque el pensamiento de Ana María, que
ha sido despedida de la casa, lo intranquiliza. Ha intercedido por ella con la tía
Concha, pero en vano: si se deshiciera del niño, tal vez podría quedarse, pero con
él, no. Sería una incomodidad y además la cara se le asaría de vergüenza. ¡Qué
dirían! Que era una consentidora; y no, ella quería levantar siempre su frente alta
en todas partes. Que nadie tuviese que tachar nada de Concepción de Rodríguez.
Sergio ha logrado que le den hospitalidad una semana más, mientras consigue en
donde refugiarse con el niño. Además, ha enviado a Miguel a empeñarle un
vestido en el monte de piedad, para poder ayudar a su amiga con algún dinero.
Miguel también desea servirla, pero no tiene nada que vender ni empeñar: ignora
el paradero de su máquina de afilar, todo su haber. Piensa en el violín ... mas, eso
será lo último de que se desharán. Es verano, la época de los grandes vientos, y
una hoja que mira girar Miguel en su rama, le sugiere una idea: con poco dinero
compra cartón y papeles de colores y hace juguetes propios para el tiempo:
molinos de viento, veletas, hélices, papalotes, barquitos y carros con velas y sale a
venderlos prendidos en el extremo de una vara. Al poco rato los chiquillos corren
tras él y a la hora, todos los ha vendido. Con la ganancia emprende el negocio
más en grande; no ha vuelto a dormir de noche, elaborando los juguetes y en esa
mañana ha llegado con 25 colones que ha entregado a Sergio para Ana María. El
violín se ha salvado.
La única persona en quien ella puede volver los ojos es a una mujer sirvienta en
otro tiempo de la casa, buena como un pedazo de pan blanco, quien siempre le
demostrara gran afecto. Es una pobre viuda con 4 hijos, que vive sabe Dios cómo
en un pequeño caserío en las faldas del Barba. Ana María le ha escrito pidiéndole
hospitalidad: le promete no ser una carga sino una ayuda. La contestación ha
venido y nadie ha reparado en los borrones, en las letras del tamaño de una
bellota, ni en la sintaxis irreverente, sino en el generoso pensamiento que brilla
164
entre todo eso como una perla entre una hojarasca: "Que se venga Ana María. La
casa es un huevito, mas para ellos será un placer encogerse y dejarle un campo, y
donde come uno, comen dos: frijoles, plátano y bebida, Dios primero no le faltará".
Y la pobre carta escrita fuera del reino de la Gramática, agujereó, como una
estrella, la oscuridad de estas almas ansiosas y fue más preciosa para ellas que si
les hubieran ofrecido todas las grandes obras clásicas de la tierra.
El reloj ha dado la una. Se oye un ruido, y la figura de Ana María surge de un
rincón, como hace muchos años, pero ahora ella no es el duendecillo, que este
viene en sus brazos.
-¿Estás loca Ana María? ¿Qué venís a hacer con tu hijo? ¿No ves que se puede
resfriar? -exclama Sergio al verla.
-Venimos a decirte adiós, Sergio. No se resfriará, viene bien envuelto. Nos iremos
temprano para tener tiempo de tomar el tren de ocho. Y como no me animaré a
entrar delante de tus tíos, he venido ahora. Quiero salir mañana sin que me vean.
Sergio toma al niño en sus brazos y lo estrecha emocionado contra su pecho.
-Querría Sergio ser su padrino? Me gustaría que se llamara i Sergio como vos.
-Sí, seré su padrino porque nadie en el mundo lo querrá como yo. Temo traerle
mala suerte. Ojalá sea un Sergio dichoso. Y sobre la cabecita -capullo de
esperanza- se abrazan y lloran.
-¿Te acordás Ana María cuando recién llegado yo a esta casa, venías a media
noche a consolarme? Has sido muy buena conmigo Ana ...
-Cuida mucho a mi ahijadito que también es mi sobrino. Recordé que somos
hermanos. ¿Verdad que nunca lo abandonarás? Júrame que jamás por nada ni
nadie en el mundo lo abandonarás.
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- ¡No seas tonto Sergio! Y coge a su hijo de los brazos de él y lo estrecha
anhelante contra su seno -de solo oír decir eso, me estremezco. No volvás a
repetirlo, Sergio, Adiós.
-Adiós Ana María, no dejes de escribirme.
El escalofrío que produce el abandono recorre su cuerpo. Se deja caer y llora
como lloran los que no esperan consuelo. Muy lejos en el tiempo, quedó la
chiquilla encantadora e inocente que venía a rodearle el cuello con sus brazos y a
llorar con él. Solo le escucha el péndulo que no se cansa de arrojar segundos en
la boca de la eternidad.
Miguel ha venido al día siguiente muy temprano, ha acomodado a Sergio en su
silla y lo ha acomodado cerca de la ventana; luego se ha ido a ayudar a Ana
María. Por fin salen: Ana María arrebujada en un manto negro bajo el cual abriga a
su hijo y tras ella, Miguel encorvado, con la maleta de los viajeros a la espalda.
Ella se acerca a la reja, descubre al niño y le habla como si fuera comprendida: -
dígale adiós a su padrino y dígale también que su madre lo enseñará a quererlo
sobre todas las cosas. Al decir esto, sonríe y llora. Introduce la mano por los
barrotes y Sergio la estrecha.
Cuando a las ocho oye el pito del tren que parte, tiende las manos en aquella
dirección y murmura: ¡Adiós!
La vida en esta casa después de la partida de Ana María, se le hacía insoportable
a Sergio. Escribió a su padre suplicándole que lo mandara al Hospicio de
Incurables. Alegaba que sin Ana María, que era quien cuidaba de él, su presencia
más bien constituía una verdadera carga para la tía Concha. Esta tente de sobra
con sus propias enfermedades y con el reumatismo del tío Nacho.
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La tía Concha no se hizo de rogar y ella misma puso en juego la influencia de sus
relaciones con damas católicas metidas en ajetreos de beneficencia, para que su
sobrino fuese admitido en el Hospicio de Incurables, mediante una pensión.
También consiguió que mama Canducha pudiese vivir con Sergio.
Era Domingo de Resurrección. La luz de un sol de abril caldeaba el polvo de los
caminos y cabrillaba entre la yerba seca de los potreros. Por sobre los picos
azules de las montañas asomaban las nubes oscuras precursoras de la estación
lluviosa. Las campanas de los templos que habían muerto con Nuestro Señor el
Viernes Santo, habían resucitado con El esa mañana de Pascua Florida y su
música volaba sobre los campos con místico regocijo mezclada con el aroma de
los tuetes en flor. Las filas de casas de los lados del camino tenían un aspecto de
ingenua alegría con sus paredes encaladas de blanco, azul o rosado y con sus
jardincillos en donde no faltaba la alegría de las hojas rojas de las pastoras ni el
morado de los últimos ramilletes de guarías del verano. Pasaban grupos de
campesinos que iban a la ciudad dejando tras sí el rumor de sus ropas
engomadas y de sus pies descalzos.
En este domingo se celebraba un turno de los que acostumbran hacer los vecinos
para recolectar fondos con qué terminar el templo. Habían levantado en la
pequeña plaza, chinamos dentro de los que se movía una turba de mujeres cuya
charla hacía pensar en un gallinero. Se las veía trajinar con canastas llenas de
tamales, plátanos con gallinas compuestas, y el aire brillante de la mañana estaba
poblado por el humo de las fogatas, olor de guisos, voces de mujeres y gritos de
chiquillos. De rato en rato la música metálica y parrandera de la filarmonía de
Guadalupe, contratada para la fiesta, dominaba con su barullo los demás ruidos.
Como en anteriores ocasiones. Miguel conducía la silla a su nuevo destino. La silla
emprendió el camino del Hospicio de Incurables y dejó atrás el bullicio del turno.
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Sergio hacía de sus ojos y de sus oídos, una esponja que absorbía todo cuanto
miraba y oía, para guardarlo dentro de sí. Nada era indiferente a ese espíritu
tendido como una red fija, atento a lo que la corriente de la vida dejara entre sus
mallas.
No marchaba desolado a su destino, como en aquellas otras veces en que la silla
arrumbara hacia una nueva habitación. No esperaba placeres; pero al recordar
que con él vivirían su violín y mama Canducha, experimentaba una sensación de
bienestar. Iba preparado a habitar al lado de muchas miserias. Cuando pensaba
en esto, se decía que aliviaría todas aquellas que pudiera.
El edificio de los incurables está situado en un lugar elevado y pintoresco, rodeado
de jardines y cafetales: en torno de sus dependencias, potreros y campos
cultivados, y a lo lejos, la ciudad, cuyos tejados brillaban en aquel momento bajo
un sol rojo por el humo de las quemas.
Encontró muy agradable su cuartito por el cual anduvieran ya las amantes manos
de mama Canducha. Era una pieza de madera adosada a una de las alas del
edificio, habitada en otro tiempo por el jardinero y cuyas paredes y techos desapa-
recían bajo el dosel formado por un jazmín trepador, que ponía por todas partes
sus estrellitas blancas y perfumadas. Por la ventana se divisaban los prados, la
hondonada por donde corre el Torres y muy distante la ciudad. Por entre un grupo
de cipreses asomaban las torres de la iglesia de San Francisco y Sergio las saludó
con la mano. ¡Ah! ¡No lo abandonaban! Y se prometió que cada día sus ojos les
harían una visita. De un clavo pendía el violín dentro de su caja negra y de otro su
estuche del atril. Allí estaba su cofre y su estante lleno de papeles de música y con
unos cuantos libros. La pared estaba adornada con fotografías de su madre, de
sus hermanos, de luces estás tú, Sergio y está Miguel, y me consuelo. Me da
tristeza pensar que en el invierno no podré verlas. Dice Rosa que entonces casi
simpre el valle está cubierto de nubes.
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Escríbeme, cuidado me olvidas. Tus cartas y mi hijito serán mi única distracción.
Dame bastantes consejos mi querido hermano.
Abraza a Miguel en mi nombre. Mi hijito les manda muchos besos, yo te abrazo mi
querido hermano,
Ana María
Si yo espero, el sepulcro es mi casa: En las tinieblas hice mi cama. A la huesa
dije: mi padre eres tú: a los gusanos: mi madre y mi hermano. ¿Dónde pues estará
ahora mi esperanza? Y mi esperanza, ¿quién la verá?
Libro de Job. Cap. XVII - 13 - 14 – 15
¡Cuántas miserias en torno suyo! ¡Cuánta carne mártir y resignada!
A Sergio le hacía el efecto esta mansión, de un panal en donde se escuchaba el
incesante zumbido de las abejas que fabricaban el dolor y no la miel. Aquella
parecía la morada de Job, el gran rebelde paciente de la Biblia, ya increpando a
Dios y "maldiciendo su día" ya rascándose sus llagas con una teja, sin quejarse.
Allí la risa era algo que solo servía para hacer resaltar las muecas impresas por la
deformidad o la pena.
A ratos se imaginaba en el planeta de los estropeados: ciegos, mancos, hombres
sin nariz, sin piernas, que se arrastraban con los muñones de los muslos
protegidos por un cuero grueso, o que caminaban golpeando el suelo con una
pierna deAna María y las reproducciones de los retratos de Beethoven, de Haydn
el predilecto de Miguel y de otros músicos famosos. Y en un rincón, su cama bien
arreglada. Mama Canducha andaba todavía dando el último toque a cada objeto.
Sergio miró en torno suyo y casi se sintió alegre.
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Un día recibió esta carta de Ana María:
"Mi querido hermano Sergio: No te escribí apenas llegué porque he tenido a mi
muchachito muy enfermo más de ocho días. A Dios gracias, ya está bueno.
¡Estuve más afligida! Creí que se me iba a morir.
La pobre Rosa y sus hijos nos han recibido como no habrían recibido al
presidente. Es una gente muy buena y su pobreza que tiene tantas ternuras para
mi hijo y para mí, se parece a la choza en donde me han recibido: la niña Concha
diría que es miserable, pero yo sé que es limpia y está llena de hendijas por donde
el sol i sabe meter sus dedos tibios y dorados, y que escapan, quien sabe por qué
milagro a los de la lluvia, tan fríos y desconsoladores.
Vieras cómo me pastorean todos a Sergio. Apenas llora lo cogen y no saben qué
hacer con él. Tal vez eso es educarlo mal. Pero es que da lástima dejarlo llorar,
cuando uno sabe que poniéndolo en los brazos se queda tranquilo. ¡Verdad que
es mejor no dejarlo llorar!
Yo procuro ayudar a Rosa en todo cuando puedo. Ahora aprendo a tejer canastos.
El hijo mayor de Rosa sube a la montaña y nos trae el bejuco. Es muy duro y a mí
me sangran las manos, pero ya me acostumbraré.
El sábado irá Jesús a vender lo que hemos hecho al mercado de Heredia y como
ya van a comenzar las cogidas de café, esperamos que se venderán bien.
He aconsejado a los hijos de Rosa que rieguen por el pueblo la nueva de que yo
sé coser. Recuerdo que a ti te gustaban los vestidos que hice para mí y para la
niña Concha. El año que vivimos en París, aprendí a coser y a hacer sombreros
con una francesita hija de la dueña del hotel donde habitábamos.
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A ratos me desconsuelo, pero me pongo a ver a mi hijo y el valor me vuelve.
Siempre tengo en la memoria tus palabras, de que ya que lo llamé a este mundo,
debo ser su guía y su protección.
La casita de Rosa queda en una altura. Al frente tiene un jardín que es un juguete,
lleno de chinas de colores, de miramelindos y con dos palitos de uruca que tiene
siempre todo oloroso a fiesta. De noche, así que se duerme Sergio, me voy a
sentar al corredor, desde donde se ven las luces de San José. ¿Sabes que parece
la ciudad de noche? Un gusano de fuego. Y pienso que entre esas palo o con las
muletas. Había un mozo alto, fornido que de repente caía con un ataque y se
ponía a rebotar como una pelota de hule, con la boca contraída por una mueca
diabólica y cubierta de espumarajos. Un hombre ya canoso, chiquito, de ojos
saltones, con el busto desarrollado y con las piernas apenas de media vara,
sentado en un carro de juguetes fabricado por él mismo y que él mismo podía
manejar. Era inteligente y risueño y gustaba burlarse de sí.
-"Campo al automóvil de Marín" -gritaba a los grupos de compañeros que
encontraba en los corredores. - "¿Vamos a pasear del brazo, esta noche a la
retreta? -decía al mocetón de los ataques. Sin embargo, Sergio lo sorprendió un
día escondido llorando entre un zacatal. Un muchacho sin nariz, con las manos y
los pies muy hinchados, que nunca dejaba de comprar lotería, con la esperanza
de tener dinero, con qué comprarse una nueva nariz. Había un mozo de treinta
años con el aspecto de una pelota de manteca vestido con una bata de mujer. Un
adolescente ciego de nacimiento, acostado en una carretilla, tan descarnado, que
se le veía la calavera; las piernas eran delgadas como un dedo y al mirar por sus
ojos abiertos, se creía asomarse a una casa deshabitada por la noche.
En el ala derecha del edificio, se movía una tropa femenina compuesta de
viejecillas locas, paralíticas, mudas, ciegas, y de muchachas deformes, cuya
juventud no hacía sino poner de manifiesto su repulsiva fealdad. Había una, cara
de ardilla, el pelo cortado al rape y su rostro lo dejaba a uno en la duda del sexo a
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que pertenecía. Caminaba de un modo fantástico, culebreando las piernas y
aleteando los brazos. Una güechita con la cabeza llena de cintajos de colores y de
peinetas; en el corpiño de su vestido traía prendido cientos de alfileres, medallas
de latón, imperdibles; tenía un cerebro de urraca y apenas llegaba una visita,
acudía a pedirle con su vocecilla atiplada cualquier cosa brillante que trajera
encima. Había otra, muy joven y robusta, morena de carne fresca, con las mejillas
en flor y los ojos negros franjeados de pestañas largas y rizadas; tenía las piernas
tan endebles, que a lo mejor caía y era preciso ayudarla a levantarse. Siempre
estaba viéndose los dedos y riendo con una risa estúpida, llena de saliva que
salpicaba cuanto tenía cerca de sí. La que más impresionaba a Sergio, era una
muchacha muy gorda, con una desmesurada cabeza que balanceaba sin cesar
con el ritmo de un péndulo. Cada mañana, al sacarlo mama Canducha de su
cuarto, la veía sentada en una banca, moviendo su gran cabeza, y él imaginaba
oír el tac, tac, producido por ese péndulo humano.
Un día Sergio se sorprendió comparando su miseria con las que lo rodeaban, y
consolándose al hallar la suya muy por encima de éstas. Se sabía joven, bien
formado y fuerte hasta las rodillas. Y lo desconcertó esta idea de encontrar alivio
en la miseria ajena.
Los días de Sergio estaban consagrados al violín. Para descansar rogaba a mama
Canducha que lo llevara por los corredores; entonces conversaba con todos,
escuchaba sus miserias y les daba palabras de consuelo. Sin esfuerzo alguno se
granjeó el cariño de hombres y mujeres.
Un domingo, recién llegado, le llamó la atención el espectáculo que se
desarrollaba del lado de allá del jardín. Había un viejecillo apodado "Lorita",
pipiriciego y candido quien hacía carretitas de madera para los niños, que iba a
vender los sábados al mercado. Con las ganancias traía cigarros y golnsi ñas a los
compañeros.
172
Sergio vio al viejecillo tocar dulzaina y al son de su música bailaban mujeres: entre
ellas la güechita y una anciana muda, de rostro infantil y cabello plateado, que
inspiraba simpatía. Las bailarinas y la ronda formada en torno de ellas, parecían
contentas. Sergio hizo traer su violín. Su arco que tanto amaba Beethoven, y que
interpretaba sus obras con maestría, se puso a acompañar los compases de
"Lorita" sacaba de la dulzaina: 'Xa Paloma" "EL Torito". Los rostros de aquellas
gentes se volvieron radiantes. La anciana muda brincaba como una chicuela y
nuevas bailarinas vinieron a aumentar la ronda. Acudieron todos cuantos estaban
levantados. Sergio, que creía ver sus almas, las imaginaba como palomas
hambrientas que acudían a comerse unos granillos de ilusión.
Desde entonces, cada domingo por la tarde, se repetía la diversión; por la
mañana, mientras se celebraba la misa, el violín de Sergio sabía derramar sobre
todas las dolientes cabezas que poblaban la capilla, armonías infinitamente
suaves que las acariciaban con dulzura maternal y las hacían pensar en un cielo
lleno de ángeles y de vírgenes que cantaban ante el trono del Señor, junto al cual
todos los desgraciados tenían su campi-to.
Al poco tiempo de haber llegado Sergio al hospicio, todos lo querían y respetaban.
Lo llamaban entre ellos, "el violinista", pero cuando se dirigían a él personalmente
le decían: "Don Sergio".
Ahora Sergio contaba 24 años. A todos cuantos lo veían les impresionaba su
figura de actutud serena, su rostro moreno y pálido enmarcado por la espesa
cabellera lacia y negra.
El perfil noble que prometiera su infancia, estaba allí y en su mirada de color de
agua profunda se abría la flor de la tristeza cuyas raíces se hundían en las
profundidades de su ser adolorido.
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Mama Canducha ha dejado la silla de Sergio junto a la ventana del cuarto que
ocupan en el hospicio. Acaba de salir el sol y él ha abierto sus sentidos de par en
par y se ha puesto a disfrutar con todo su ser, de esta mañana límpida y fresca.
Ayer cayó el primer aguacero del año: el cielo y las montañas han amanecido
lavadas y los cafetales florecidos. Ayer ellos lucían solamente el verde esmeralda
de sus hojas, pero manos invisibles tejieron durante la noche, maravillosos
encajes blancos y perfumados a lo largo de las ramas de los arbustos. ¿Por
ventura las gotas del aguacero, se cuajaron en la aromosa escarcha que hoy los
cubre? ¿Qué misteriosa voz pasó llamando entre la oscuridad y a su conjuro
asomaron las flores y se esponjaron en las ramas de cafetos? En el seno de cada
una, palpita la esperanza.
Los yigüirros cantan a las lluvias que tornan. El bramido lejano y tibio de una vaca
agita el ambiente de la mañana. En el potrero al otro lado del río, hay un niño que
grita. ¿Por qué? Quizá siente el deseo de meter entre sus pulmones este aire
luminoso y cargado de aromas. Entre el follaje y la hierba hay rumor de alas y
chirrido de insectos y el murmullo fresco del río Torres sube de la hondonada. Hay
en todo un olor a tierra mojada, que embriaga a Sergio. El cree oír dentro del suelo
hervir las existencias que pronto asomaran a la superficie, la agitación de las
simientes que van a dar a luz, y que se lamentan con pequeños gritos jubilosos. A
lo lejos, la ciudad despierta: los techos de zinc brillan deslumbradores cuando la
luz los hiere y las chimeneas comienzan a echar sobre el azul del cielo sus jirones
de humo, y a Sergio le es esto desagradable, porque le parece que una mano
torpe, arroja harapos negruzcos sobre un campo inmaculado. La vida entona en
torno suyo el himno vigoroso de lo eterno, y aun dentro de él, hay alguien que
canta con un acento en donde hay la trágica dulzura que había en el canto del
zenzontle ciego del tío José. El es como una nota encadenada, pero qué importa
si es músico. ¿Qué importa el haber venido condenado a pasar sus días en esta
silla de ruedas? En esta mañana no maldice su destino, ni la vida le parece, como
a los filósofos pesimistas, que no vale la pena de ser vivida. -¡Vivir! ¡Vivir! -dice
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maravillado. ¡Formar parte del gran concierto que se levante de la Tierra, aun
cuando mi voz sea de las que echan al viento la nota quejumbrosa ...!
Sergio sentía que su ser entero se diluía entre la mañana espléndida como un
grano de sal en una corriente de agua cristalina; que formaba parte del viento que
mecía las hojas de los árboles y de los terroncillos de humos del suelo.
Las campanas de una iglesia de la ciudad se ponen a doblar, y sus repiques
fúnebres parecen condensarse en los jirones de humo que flotan sobre el caserío.
¡La muerte! Pero cierto no la concibe horrible y lúgubre en esta radiante mañana
de abril. No piensa con repulsión en la carne que se deshace entre el polvo y entre
la cual surge la vida, sino que piensa en ella como en una inmensa flor purpurina
que despliega bajo el sol su belleza y vuelca en el aire su corola de perfumes
fuertes.
¡Morir! ¡Vivir! Cuan infinitamente admirable es la do-lorosa vida, con sus
grandezas y sus mezquindades, con sus pájaros y sus gusanos, sus estrellas y
sus microbios!
Sergio está inmóvil: escucha la música que hay dentro de él y en torno suyo, que
forma melodías dulcísimas y armonías que se llevan su alma entre sus redes a
regiones en las que se pierde la noción del cuerpo que sufre.
¡La Muerte! Cuando él no sea ya Sergio, la criatura que pasó ante los hombres en
una silla de ruedas... ¿Porque llegará un día en que desaparecerá? ¿Cómo será
no estar ya consigo mismo? Y experimenta la tristeza que despierta la separación
de un amigo que conoce todos los rincones de nuestro interior. Un día, el se
borrará también de la superficie del planeta, se hundirá en lo desconocido y
posiblemente tal cual él ha sido, no se repetirá en lo infinito del tiempo ... Otros
seres humanos aparecerán con las piernas muertas, rodarán en otras sillas de
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ruedas, pero ninguno será él. Nunca más los hilos de la vida se tejerán para
formar una figura igual a la suya.
La naturaleza aparenta monotonía, pero si se escudriña se encuentra que jamás
se repite: el agua que hoy pasa ante nuestros ojos, no será la misma que ha de
correr mañana en el mismo lugar: ¡cuántas materias nuevas llevará su corriente
que no llevaba la de antes o viceversa! ¡Cuántas combinaciones insignificantes
tendrán lugar en la esencia de los seres humanos, que los hace tan diferentes aun
cuando están modelados con la misma arcilla! Llegará el instante en que esta nota
que es él, vaciará su sonido en el espacio... Y el sonido no se perderá, no, pero se
dividirá en gotas que se unirán a otras, las cuales llenaron cuerpos que se
movieron en un medio diferente a éste en donde se moviera el suyo, y que por lo
tanto pensaron y obraron en otra forma.
Recordó cuantas veces intentara acabar con su existencia mutilada y cómo
una intensa y divina curiosidad de saborear lo que aún el dolor y quizá la dicha
descansarían en su ánimo, lo sostuvo.
¡Y nunca fue más honda e intensa esa misma curiosidad que en esta mañana
primaveral!
SERGIO ESCRIBE A ANA MARIA
Ana María, hermana muy querida: Estoy imaginando que llego a la casita de Rosa
y que te encuentro sentada en el corredor oloroso a uruca, con tu hijito en el
regazo. ¡Qué grande estará ya Sergio, mi ahijadito y sobrino! Hoy cumple ocho
meses. Cuéntame bastantes cosas suyas y dale muchos besos que le mando,
junto con este pequeño recuerdo; la cadena con la medallita colgada de ella, me la
puso mi mamá cuando cumplí un año. Hace mucho tiempo, me la quité y la guardó
mama Canducha, porque el cuello se hizo más grande que la cadena. Lo querida
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que es para mí esa joya lo debes comprender, y porque es un objeto muy amado
para mí, lo envío a tu hijito.
Ayer tarde te recordé mucho. Desde mi ventana podía ver las torres de San
Francisco que fueron tan amigas nuestras. Frente a mí, tenía la ciudad! ¡Qué
tranquilas parecen las casas así vistas de lejos! Lo mismo debes pensar tú cuando
las miras de allá. El humo de las chimeneas domésticas hace imaginar escenas de
familias sentadas en torno de la mesa cubierta por un mantel inmaculado, con
platos de los que se escapan nubes de vapor. Hay un pan muy blanco; el padre
habla, la madre y los niños sonríen ...
Le he dicho todo esto a mama Canducha que ha movido la cabeza con aire de
duda y me ha costestado que no es bueno fiarse de ese aspecto de mansedumbre
que presentan las casas vistas de lejos; que si no fuéramos a asomar por el techo
de cada una, encontraríamos escenas muy diferentes a las que yo he imaginado.
¿Y sabes Ana María, lo que ha encontrado mi vieji-ta en el fondo de mi baúl? Pues
la pequeña cruz de hueso que me diste hace años, para que no llorara. La lente
con el Niño Jesús dormido entre azucenas, se ha perdido. No me ha gustado
encontrarme con el agujero vacío. Y yo me he vuelto algo filósofo, me digo que
algo parecido me ha ocurrido con otras cosas que antes encerraban un gran
encanto para mí y que al encontrarlas más tarde solo conservaban el agujero en
donde había estado ese encanto.
¿Qué rumbo tomaría el prisma de cristal que me diste con la crucecita, aquel
prisma que todo lo irisaba, hasta la tía Concha y al tío Nacho? Ese pedazo de
vidrio ha sido el más lindo cuento de hadas que me han contado en mi vida. A
través de él vi brillar más lágrimas como si fueran flores. ¿En dónde estará? Quizá
en el polvo de algún camino. Quisiera que todos los niños tristes encontraran un
prisma como ese, para que los pusiera a soñar en cosas bellas.
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Esas cosas eran tus únicos tesoros cuando eras chiquilla, y sin embargo me los
diste, Ana María, para hacerme olvidar la pena tan grande que yo tenía.
Adiós Ana María, hermana muy querida
Sergio
Sergio sentía una piedad infinita por todos aquellos viejos enfermos asilados en el
hospicio de incurables, la mayor parte de los cuales no encontraban un refugio ni
dentro de ellos mismos. Todo les molestaba y refunfuñaban hasta de la luz del sol.
Estos viejos eran tan desvalidos como niños de pecho, pero lo que en un niño era
sonrisa en ellos no era sino una mueca desdentada. Como no los aseaban bien,
olían mal y alejaban a los que trataban de acercárseles movidos por la piedad.
Entre ellos mismos no existía armonía y disputaban entre sí por cualquier cosa. La
vida había perdido para estos seres, todo atractivo y se inclinaban temblorosos
hacia la tierra como respondiendo a un llamado.
Los encargados de cuidarlos, eran, en ese entonces, con una que otra excepción,
personas malhumoradas, a quienes la necesidad de ganarse la vida en alguna
forma, había llevado allí, y así trataban a los aislados, con gran dureza. Sobre
estas cabezas desvalidas caía la caridad como piedras.
Por ese tiempo, la directora del establecimiento era la viuda de un magistrado,
caballero que por cierto había impartido durante su vida de juez, más injusticia que
justicia. Los hijos eran unos picaros que habían dejado en la pobreza absoluta a
su madre, la cual gracias a sus buenas relaciones, había logrado que la
beneficiencia la protegiera sin confundirse con los infelices, nombrándola en la
dirección del hospicio. Era una dama que sentía un profundo desprecio por los
pobres. Se pasaba la vida ya rezando en la capilla, ya en su habitación tejiendo
encajes y abrigos de lana que vendía bien. La suerte de los desdichados
recogidos en el establecimiento que dirigía, no le importaba un comino, y cuando
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se dignaba entrar en alguno de los salones, parecía que se iba recogiendo las
faldas espirituales para no contaminarse en aquel ambiente de desgracia.
En una ocasión vio Sergio acercarse a un anciano a la cocina a pedir que le
permitieran encender un cigarrillo en las brasas, pero la encargada de esa
dependencia lo echó de allí como quien echa una gallina.
La directiva o patronato encargado de velar por la marcha del asilo, estaba
compuesta, por señoras y caballeros católicos que se habían metido en la
filantrópica obra como quien entra a un club de deporte idealista, y porque esa
actividad los haría aparecer ante sus propios ojos y ante los de sus amigos, como
personas caritativas. Además creían que así comprarían la buena voluntad de
Nuestro Señor y la protección de los santos. Cuando se reunían a deliberar sobre
la marcha del hospicio, bostezaban de fastidio y se ponían a pensar en su place-
res, negocios y picardías. El presidente del patrontato de la institución, hacía que
en cada sesión sirvieran té con golosinas, y el gasto corría de cuenta de los
fondos del hospicio. El presidente era un señor muy rico dueño de unos diez
millones de dólares, amontonados a fuerza de negocios oscuros y de explotar a
sus peones. Pero él decía que su capitalito lo había amasado con el sudor de su
frente y siempre contaba que había comenzado con un tramo en el mercado.
Entre los ancianos aislados, estaba un peón que sirvió muchos años como
mandador en fincas del presidnete del patronato del hospicio de incurables. En
una ocasión, al desramar un árbol en un cafetal del patrón, cayó y casi se mata. El
accidente lo dejó inutilizado para el resto de su vida. El filantrópico señor se quitó
de encima las obligaciones que tenía con su viejo mandador, mandándolo al asilo,
sin tener que hacer ningún desembolso. También la esposa del presidente aprove-
chó la posición de su marido, para deshacerse de una vieja criada que les sirvió
por espacio de veinte años, lavando y aplanchando la ropa de la casa. Cada
día,durante esos veinte años, tuvo que estar de pie lo menos diez horas. Al cabo
del tiempo sus fuerzas se terminaron y las piernas se le llenaron de úlceras. Toda
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su vida de trabajo, no le había servido de nada. Ahora estaba enferma, vieja y
pobre y su señora la mandó al establecimiento de beneficiencia que mangoneaba
su marido, como quien tira un desecho al basurero. De cuando en cuando la
distinguida dama enviaba a su antigua criada un bollo de pan duro y unos
panecillos de cacao.
Como el señor presidente de la directiva del hospicio de incurables deseaba que
su imagen y su nombre pasaran a la posteridad rodeados de una aureola de
gloria, trató de destacarse a fin de que los otros miembros del patronato creyeran
que era un deber de justicia colocar el busto del señor presidente a la entrada del
edificio y que su retrato se colgara en una de las principales paredes del asilo.
Para ello inventó que el legado de una beata rica fuese destinado a levantar un
pabellón de grandes proporciones y que otras entradas se dedicaran a jardines,
pavimentos de helado mosaico y a unos ventanales para la capilla. Había que
recortar en los alimentos, y los viejos durante mucho tiempo, con una agua chacha
en lugar de café y con arroz y frijoles de mala calidad y sin manteca,
acompañados de bananos sancochados. Los nuevos salones eran helados como
una nevera, debido a los muros de cemento y a los pisos de mosaico, y dentro de
ellos temblaban de frío los ancianos en los días de lluvia y en las heladas noches
de diciembre. Pero el señor presidente del patronato hizo muy buen negocio con el
pedido de cemento, por el cual no tuvo que pagar derechos por ser cemento
destinado a una obra de beneficiencia y el cual él vendió ganándose un gordo
porcentaje. El señor presidente del asilo se deleitaba viendo sobre la blancura
inmaculada de las paredes del nuevo pabellón y sobre el brillo del pavimento del
mosaico, destacarse en toda su desnudez, la desolada miseria de aquellos
desvalidos.
Cuando inauguraron los fríos salones, el presidente compró una página entera en
cada uno de los diarios de la localidad e hizo que tomaran fotografías suyas,
rodeado de los viejecillos asilados. Dichas fotografías aparecieron en las páginas
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compradas, en todas se veía la rechoncha figura del señor presidente en
diferentes poses, sonriendo siempre, con una sonrisa que él creía parecida a la de
San Vicente de Paul: en esta se le veía con Marín a sus pies; en la de más allá
con la mano colocada con amor sobre la cabeza de un paralítico.
En cuanto estuvo el terreno preparado, se procedió a colocar el busto y el retrato,
uno y otro obra concienzuda de artistas nacionales. IMo hay que decir que fueron
pagados con fondos del hospicio. Y los periodistas dijeron en sus crónicas sobre la
ceremonia del homenaje al señor presidente del hospicio de incurables, que
nuestro filántropo era como el fuego que calentaba aquellas míseras existencias.
Siempre fue de países distantes que vinieron quienes más influyeron en la vida de
Sergio: del Tirol, Miguel; de Chile Rafael Valencia.
Era un domingo por la mañana. Se celebraba la misa acostumbrada en la capilla
del hospicio de incurables, y Sergio tocó un arreglo que él y Miguel habían hecho
de algunos pasajes de la pasión de San Mateo de Bach y luego comenzó a soñar
con su violín, tocando una danza popular, una danza de duendes muy conocida,
en la que el autor había puesto de relieve el encanto inefable que hay en los
movimientos de las cosas pequeñas y humildes que nadie se detiene a mirar. La
música de las danzas era interpretada siempre por Sergio en una forma que
conmovía profundamente a quien la escuchaba. Era como si a través de ella,
Sergio comunicara las sensaciones más íntimas y fervorosas de su alma. Era
como si se pusiera a decir que volar no era su mayor ahelo, que no eran las alas
lo que él pedía y menos las alas de los ángeles. No decía la música de su violín,
no son alas lo que yo quiero ... lo que yo quiero son mis pies, mis pies, mis pies.
Lo que su arco sacaba de las cuerdas graves y agudas de su violín en aquellos
acordes, en aquellos pizzicatos en aquellos arpegios rápidos, en las notas que
tocaba con los dedos un zapateado de Zarazate, en una danza popular eslava o
mejicana, en una danza noruega de Grieg, era su humilde y poderoso deseo de
poner sus pies sobre la tierra, de sentir bajo sus plantas lo deleznable del polvo
del camino, la blandura sucia del barro, la dureza de las piedras, la suavidad de la
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yerba. Caminar despacio por las veredas, subir y bajar por las pendientes, correr
por los potreros y luego girar y saltar cogidos de las manos de los muchachos y de
las muchachas al son de la música. Por último tocó aquella fantasía para violín,
compuesta por Miguel hacía muchos años al escuchar en el hospital las ruedas de
la silla de Sergio.
¡Cuan lejos de la idea de que del otro lado de la pared, unos oídos conocían y
comprendían la música, lo estaban escuchando con admirable emoción!
Pasó que después de comenzada la misa, se detuvo un coche a la entrada del
hospicio, y de él descendieron tres personas: una de ellas era un extranjero,
Clovis Shirley, célebre compositor inglés que también era un organista de
renombre. El músico inglés viajaba por América. Sin procurarlo él, se supo
enseguida en los altos círculos sociales del paso por Costa Rica del famoso
personaje inglés y enseguida nuestro pequeño mundo artístico y hasta el
gobierno, se dedicaron a festejarlo.
En la mañana de ese domingo lo paseaban por los alrededores de la ciudad. Al
pasar por el hospicio de incurables, mostró deseo de visitarlo. Bajaron, y al llegar a
la capilla, oyó el violín de Sergio. Inmediatamente el músico se sintió atraído por
aquel modo de interpretar a Bach y luego se quedó confuso al oír la danza de los
duendes. No quiso entrar en la capilla para no llamar la atención. La música
compuesta por Miguel le pareció conmovedora y él que había viajado por toda
Europa, se dijo que nunca había escuchado un violín que lo emocionara como
éste. La ejecución de los otros valía más, indudablemente, pero el violín que tenía
ante los oídos lo conmovía de una manera nueva. Esperó hasta el final del Oficio,
y entonces se situó a la entrada a ver desfilar el tropel de criaturas estropeadas
por la Vida. Miraba ansioso a los que salían. Sergio apareció en su silla empujada
por Mama Canducha; tras él venía su nuevo amigo "Lorita" trayendo el violín con
gran veneración. Con el sombrero en la mano se acercó el extranjero al viejecillo y
le preguntó:
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-¿Dónde está el vionilista?
Alguien le indicó a Sergio quien ya le llamara la atención y tendiéndole la mano: -
Clovis Shirley, señor. Jamás he escuchado un violín que me haya hecho sentir lo
que el suyo.
Así comenzó esta amistad: Ascendió en minutos a una altura que las gentes
tranquilas logran alcanzar en años, y dejó profundas huellas en la vida de nuestro
amigo.
Desde este día, el organista frecuentó Los Incurables, y al poco tiempo Sergio
sintió que un noble corazón había abierto sus puertas al suyo.
Clovis Shirley era un hombre de unos treinta y cinco años, cuyo carácter jovial y
vivo estaba muy lejos de la proverbial flema inglesa. Sus amigos decían que a su
nacimiento, las hadas de los dones amables, se reunieron en torno de su cuna:
artista coronado de renombre a los veinticinco años, generoso, muy rico, apuesto,
gentil y simpático, adorado por las mujeres y querido por cuantos lo trataban. Tal
era el nuevo amigo que salía al encuentro de Sergio.
La gloria que lo rodeaba, no había inflado su pensamiento. Le agradecía
profundamente a la naturaleza el haberle puesto entre la carne la pasión por la
música, pero no se envanecía por ello, como no le envanecía su nariz apolínea ni
su cabellera. Su inteligencia comprendió desde muy temprano que todo esto se
hizo sin la intervención de su voluntad.
El contacto con esta alma poco egoísta, que amaba la vida y podía comprender su
apasionamiento por el arte de los sonidos, fue para la de Sergio un gran bien. Con
su ingenuidad de niño, le relató su vida de músico solitario, como la de esos grillos
ermitaños que pasan los días a la entrada de su celdita, cantándole al sol, a la
noche oscura, a la estrella lejana y a la nube que la oculta, a la flor que amanece
abierta a la vera de su morada y al gusano que pasa arrastrándose. En él todo se
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convertía en armonías y su violín se encargaba de echarlas al viento en forma de
canciones humildes. Lo presentó a su maestro, y el organista habituado a ver
encumbradas e hinchadas tantas medianías, se maravilló al encontrar escondido
en un humilde afilador, a un artista, estudiante del conservatorio de Praga, que
sabía enseñar armonía y contrapunto. Sergio le hizo conocer sus composiciones y
su nuevo amigo encontró notables su ''Marcha de Job", inspirada por el montón de
carne atormentada que se movía en su derredor, y su "Canción del Grillo" cuya
grandiosa humildad enternecía.
Un día Clovis Shirley halló en el camino, al venir al hospicio, a Mama Canducha y
le hizo compañía. Le impresionaba la devoción que la vieja india tenía a Sergio.
Hizo caer la conversación sobre él; con delicadeza trató de informarse de su vida,
y la anciana al palpar con las finas antenas de sus sentimientos que en "el
machito", como ella llamaba a Clovis Shirley, había un verdadero amigo de "Su
muchacho", le relató las intimidades de esta alma atormentada. Al escucharla los
ojos del organista se nublaron. El afecto y la simpatía que ya profesaba a Sergio,
se hicieron grandes y fuertes. Su espíritu apasionado quiso hacer volar el
pensamiento de Sergio por regiones desconocidas en las cuales se olvidara de sí
mismo, y lo invitó a ello con ideas embriagadoras.
El organista propuso a Miguel y a Sergio, dar unas audiciones en el Teatro
Nacional. Este se negó al principio, pero hablaba el organista con tanto
entusiasmo y además se ofrecía acompañarlo al piano, que acabó por ceder.
Miguel no dijo nada, pero no volvió a asomarse por el hospicio. Enseguida Clovis
Shirley hizo traer un piano y desde que llegó el instrumento, casi no volvió a salir
de allí. Las horas se le iban en un soplo.
¡Cuan feliz fue Sergio al escuchar por primera vez las voces de su violín
entrelazándose con los compases del piano!
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Por fin el solitario había encontrado un compañero. Sin saber por qué, el recuerdo
de Ana María pasó a través del minuto encantado como el pájaro azul de la
leyenda. Al tocar una fantasía de Schumann, tuvo la ilusión de que el acom-
pañamiento era un cielo crepuscular de verano y sobre este fondo el canto de su
violín encendía la estrella de la tarde.
Creaciones de Beethoven de Haydn, de Haendel, de Mo-zart, de Chopin, se
esparcieron por el ambiente desolado del hospicio, como el perfume guardado en
un vaso que se abriera, perfume extraído hacía muchos años de flores cuyos
pétalos se deshicieron, y cuyos átomos andaban ahora quién sabe en qué
cuerpos.
La aureola que rodeaba a Clovis Shirley, le abrió todas las puertas; sin ninguna
dificultad anunció las audiciones que darían en el Teatro Nacional. La novedad de
aquel artista costarricense desconocido, elogiado por el gran músico extranjero
hizo bulla en nuestra sociedad. Desde una semana antes de llevarse a cabo la
primera audición, los diarios movieron en sus columnas los incensarios, ante el
célebre organista inglés y el violinista nacional. Todo lo que se contaba de éste,
rodeaba su nombre de leyenda. Y quizá fue más la curiosidad de ver en el
escenario a un violinista paralítico, y no el deseo de oír buena música, a la que
nuestro público no es aficionado, lo que llenó el Teatro.
Llegó el día de la primera audición. En el hospicio había un movimiento inusitado.
Los ciegos seguían con los oídos y los demás con orejas y ojos, las visistas que
entraban y salían: músicos, periodistas, curiosos. Había un continuo placentero en
todas aquellas bocas que siempre eran nidos de lamentos; en este día hubo
menos quejidos porque el afán de fisgonear hacía olvidar las enfermedades. ¡Y las
cosas maravillosas que sobre "El Violinista" contaron esas lenguas candidas!
Mamá Canducha estaba en trabajos con la silla. Hizo ponerle flamantes
almohadones nuevos; barnizó las maderas y dio brillo a los dorados. En ella
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aparecería "su muchacho" ante cientos de personas. Cuando lo vio partir puso una
candela a la Virgen y se arrodilló ante su imagen para que ella se lo sacara con
bien.
El éxito fue notable: los conocedores, comprendieron que se hallaban frente a dos
grandes músicos; a los aficionados no les dolió el dinero pagado y los curiosos
salieron satisfechos. ¡En verdad que la figura del violinista no se podía mirar con
indiferencia! Su vestido negro hacía resaltar la delicada palidez de su rostro. Las
mujeres se sentían atraídas hacían comentarios sobre sus ojos, su perfil, sus
manos: el gesto arrogante y descuidado con que echaba hacia atrás su cabellera
lacia; hablaban de su sonrisa melancólica y la distinción y naturalidad de sus
movimientos. Los periódicos lo pusieron en las estrellas y uno dijo que al
comtemplar a Sergio sentado en su silla, con las piernas cubiertas por una costosa
piel oscura, se pensaba en el hermoso e infortunado príncipe de aquel cuento
oriental, con su tronco y sus miembros inferiores convertidos por malas artes en
un bloque de mármol negro.
Han transcurrido tres semanas después de la última audición en el Nacional. Hace
unos días de la partida del organista en vía de paseo al Guanacaste. Prometió a
su amigo que a su regreso permanecería con él una semana, antes de continuar
su viaje hacia la América del Sur. La novelería ha dejado por fin tranquilo a Sergio:
se encontraba incómodo entre tantas gentes que no hablaban nada de su
corazón, y a quienes veía acudir a contemplario como a un fenómeno raro. La paja
ha sido aventada y Sergio ha descubierto que bajo tanta balumba solo había uno
que otro grano bueno.
Es una tarde de octubre. Ha cesado el aguacero que cayera tenaz durante dos
horas. Sergio está ante su ventana y mira con desaliento la ciudad que parece
abrumada bajo un firmamento de plomo. Algunas chimeneas de fábricas y talleres,
arrojan columnas de humo, rectas, del mismo color de la bóveda del cielo, la cual
dijérase sostenida por ellas. Los árboles gotean y las torres de San Francisco no
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se ven porque están cubiertas por la neblina y en todo hay una calma pesada que
doblega el espíritu.
La idea de que Clovis Shirley partirá para no volver nunca, acaba de desolarlo.
Por un caminillo transversal que conduce a su cuarto, se acerca Miguel con un
niño en los brazos, seguido por una mujer enlutada, con la cabeza baja y cubierta
por el llanto.
Al verlo en la ventana, Miguel lo señala, la enlutada levanta la cabeza y Sergio
reconoce un rostro muy querido: -¿Ana María?
Hace más de un año de su separación. Ella entra con timidez, no se atreve a
acercarse, pero Sergio la atrae y la abraza con ternura.
Luego cuenta por qué está allí: ayer tarde uno de los chiquillos de Rosa, le llevó
de Heredia unas compras envueltas en un periódico. Al desenvolverlas, sus ojos
tuvieron una sorpresa alegre: allí estaba la fotografía de Sergio y después tres
columnas que hablaban de él y de su violín. Bien decía ella: al violín de Sergio
solo hablar le faltaba. Desde ese momento se le entraron unos deseos inmensos
de abrazarlo. No tenía sino un colón y entonces madrugó y se vino a pie hasta
Heredia. Desgraciadamente llovió desde temprano y tuvo que escampar varias
veces. Eso sí, el último aguacero le había cogido en despoblado, y estaban
hechos una sopa. Tuvo un gran susto porque no querían dejarla entrar; por dicha
en ese momento llegaba Miguel, él habló con la directora, y allí estaba.
Al escuchar su relación y al contemplar su figura flaca y abatida, con sus pobres
ropas empapadas, los zapatos enlodados y con su hijo en los brazos, pálida y con
cara de enferma, Sergio tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar.
Mama Canducha llena de solicitud los había hecho quitarse los vestidos mojados.
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Al niño lo cubrió con ropas secas y a ella la vistió con un traje suyo y la envolvió en
el sobretodo de Sergio.
Han comido juntos y Sergio ha conseguido con la directora que albergue en el
hospicio a Ana María y a su hijo por una noche.
Después de comida se han reunido en la pequeña habitación de Sergio. Miguel no
haya cómo marcharse. Allí se ha quedado con su silencio elocuente, dispuesto a
hacer por la madre y el hijo cuanto le pidan. Fuera zumban el huracán y la lluvia.
Ana María se ha sentado a los pies de su amigo. Sergio mira con interés ta
encorvada figura, en la cual la cabeza es una flor marchita. La mirada soñadora
que anidó en sus ojos en le época de sus amores, huyó y dejó la del desencanto.
¿Y sus camanances? La pena pasó por ellos su arado y en su lugar dejó un surco
de tristeza.
Luego Sergio se dedica a observar el niño adormido en su regazo iqué bonito es y
qué gracioso el hoyuelo de la barba! La cabecita es un nido de rizos negros y por
los labios entreabiertos asoman los menudos dientes como tiernos granillos de
elote. Pero él, como su madre, está muy pálido y flaco. Ana María ha dicho que se
pasa enferma. No es huraño y cuando Sergio lo ha cogido en su brazos, el ha
rodeado con los suyos el cuello de su padrino y ha recostado en su hombro la
cabecita, confiado y mimoso.
Al interrogar a Ana María sobre su vida, contesta sonriendo, con voz que se
esfuerza por ser alegre. Sergio adivina que trata de aparecer valiente y de ocultar
sus miserias. Mama Canducha le pregunta: -¿Cuántos días vas a estar en San
José, Ana María? Ella responde -mañana me vuelvo. En la semana que viene
principian las cogidas. Pienso ir a coger café y tengo que terminar unas costuras, y
ya hoy es miércoles.
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Hay un largo silencio que Sergio interrumpe: -Ana María, ¿querés quedarte con
nosotros? ¿No sabes que ya soy rico? Lastres audiciones me dejaron más de tres
mil colones... mi amigo Mr. Shirley no quiso coger ni un cinco, todo me lo dejó a
mí, y aún temo que haya agregado algo. ¿Qué querés que haga yo con este
dinero? ¿Por qué no alquilamos una casita barata donde podamos acomodarnos
los cinco? Mira, Ana María: con dos mil colones nos instalamos pobremente. Yo
daré clases; con lo restante del dinero, pondrás una tiendita de ropa. Y cuando
estemos acomodados llamaremos a Gracia a nuestro lado. ¿Qué les parece?
En los ojos de Ana María ha caído una gota de luz. Levanta la cabeza y mira a
Sergio emocionada.
En la boca de Candelaria hay una sonrisa de bienaventuranza: -iAh! ¡Mi hijo! -
murmura- me parece que me estoy soñando.
Miguel dice: -yo también trabajaré.
Sergio vuelve a hablar: - ¡Qué decís Ana María! Tu hijo está muy enfermo. Si te
vas a coger café, el niño quedará en poder de los chiquillos de Rosa que por más
que lo quieran no sabrán tratarlo.
Ana María se arrodilla ante Sergio, le cubre las manos de besos y contesta: -Dios
te lo pague Sergio. ¡A mí también me parece estar soñando!
Luego estos cuatro seres abatidos por la suerte, olvidan sus penas y sobre ellas
se ponen a tejer planes risueños para su existencia futura.
Ana María ha encontrado una casa barata en buena situación para las clases de
Sergio. No es de mucho valor y queda en una calle tranquila y solitaria. Al frente
tiene la tapia que flanquea el lado izquierdo de la Fábrica Nacional de Licores,
adornada en un extremo por una añosa mosqueta, que precipita hacia el interior la
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perfumada catarata de su follaje sembrado de racimos de flores color marfil. A los
lados no hay vecinos. A los pocos pasos se levanta un viejo edificio abandonado
que llamaban "El Molino", porque allí se hizo harina en otro tiempo. Las ventanas
no tienen cristales, están provistas de rejas de hierro y la fantasía de Ana María, le
ha hallado un aspecto misterioso.
La casita está rodeada por un jardín abandonado. De noche suenan grillos como
en el campo.
Clovis Shirley ha vuelto, y al saber los planes de su amigo o secunda con su
entusiasmo de costumbre. Se siente feliz al ver que dejará a Sergio en una casa
donde habrá cariño para él, lejos de aquel Asilo de aflicción en que lo conociera.
Sin atender a las protestas de Ana María y Candelaria que se rebelan ante su
munificencia, amuebla la casa a su gusto, y la deja arrendada por tres años; pide a
Ana María que Sergio le'diera para los gastos y los guarda en la gaveta del escri-
torio que ha comprado para su amigo.
El en persona, con la satisfacción instalada en su fisonomía, va a sacar a Sergio
del Hospicio.
Pero éste no abandona contento el Asilo en donde han sido tan buenos para él.
Siente que ha echado raíces en cada uno de sus habitantes y al arrancarse de allí,
deja mucho de sí mismo.
Es el día de la partida. Los que pueden, se han venido al corredor para verlo
marcharse y todos los ojos están humedecidos. Desde temprano "Lorita" sigue la
silla de Sergio, deseoso de serle útil. El pequeño Marín se ha empinado en su
carrito para estrecharle la mano y habla tratando de sonreír con su voz de hombre:
-No nos olvide don Sergio -Sergio recuerda cuando lo sorprendió llorando entre un
zacatal.
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Les ha prometido venir los domingos a tocar con "Lorita" para que bailen.
Al partir el coche que se lo lleva, se levanta un clamor como un lamento: - ¡Adiós
don Sergio ...! Ya en la puerta se asoma por la ventanilla. Le parece que ha
logrado salir de un barco tripulado por todos los dolores, perdido en el tiempo.
Pero sus compañeros quedan en él... Allí están diciéndole adiós con sus manos
mustias, algunos quizá con su granillo de envidia en le pensamiento: en la banca
de siempre, aquella muchacha mueve su cabeza como un péndulo: tac, tac, tac ...
No puede contenerse y con la cara escondida en sus manos, llora como un
chiquillo. Su compañero se enjuga los ojos con disimulo.
El espectáculo de sus amigos que lo reciben con el rostro iluminado, en el hogar
lleno de comodidades por la generosidad de Mr. Shirley, distrae la idea penosa
que surgiera en su cabeza al abandonar el Hospicio.
Jamás Clovis Shirley ha tenido un minuto más emocionante.
Una semana después el organista partió. Durante dos años Sergio recibió cartas
suyas. Luego estalló la güera de 1914 y Sergio supo un día que su amigo Clovis
Shirley, que vino de Inglaterra a dejar su silla en una celda apacible, había hallado
la muerte en los campos de Flandes.
ALGUNAS PAGINAS DEL DIARIO DE SERGIO
Diciembre, 9-191-----Hoy ha venido Gracia. Dice que ha tiempos rogaba a papá
que la trajera cuando venía a San José porque anhelaba verme, pero él se hacía
el sordo. Por fin hoy cedió, ante una carta mía. Parece que está orgulloso con mis
triunfos en los que él nunca había pensado.
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Hace más de seis años que Gracia y yo no nos veíamos, i Es encantadora y
parecida a mamá! Se ha desatado, para peinarla, su magnífica cabellera oscura
que cae ondulando en torno de sus hombros.
Eso sí, noto que mi hermana "Tintín' ha perdido su viveza. Se ha sentado
silenciosa a mi lado. Mientras pasaba mi mano por su cabeza reclinada en mi
regazo he pensado en las espinas en que la pobre ha ido dejando girones de su
alegría.
Me ha referido su existencia penosa al lado de su madrastra, mujer vulgar, quien
al igual de las madrastras de los cuentos, ha gozado humillándola.
Sus hermanos tampoco han sido buenos. El único que la ha tratado mejor ha sido
su papá, pero el pobre está dominado por su esposa. He convencido a Gracia de
que debe quedarse con nosotros y cuando papá vino a buscarla, le dije tranqui-
lamente pero con energía, que mi hermana se quedaría a mi lado. Quizá porque
sabe que su esposa le dará por esto un gran disgusto, ha querido obligarla a irse,
pero ella se ha negado rotundamente. Papá se marchó muy disgustado, pero esto
ni a ella ni a mí nos importa gran cosa.
Al oír alejarse el coche en que partía papá, me ha echado los brazos al cuello y
luego ha cogido al pequeño Sergio y se ha puesto a bailar, armando tal alboroto
que Mama Canducha ha venido a informarse: -hija, me quedé en el otro mundo.
Esperaba en la cocina en qué terminará el asunto con don Juan Pablo, y al oír
esta gran parranda creí que te llevaba del pelo. Luego Gracia ha dejado en el
suelo al niño, que nos mira con ojos muy abiertos y ha levantado entre sus brazos
a nuestra viejita y se la ha comido a besos.
Confío en que pronto la matita de alegría que decía Mama Canducha, la cual
mustiaron los pesares retoñará y nos dará racimos de risas frescas.
192
DICIEMBRE, 24 -19 ... -Hace más de un mes que estamos instalados en nuestra
nueva casita. Yo he conseguido ocho lecciones que me producen algo a la
semana. Ana María y Gracia han abierto una pequeña tienda de ropa para niños y
ambas se muestras satisfechas. Además como han demostrado mucho gusto en
la confección de trajes y sombreros para señoras, tienen una clientela que no les
deja un minuto libre. Miguel quería comprar lo necesario para comprar otra
máquina de afilar, pero yo no se lo he perimitido. Ya está muy viejo y yo deseo
que descanse. Entonces se ha puesto a fabricar juguetes que vende en cuanto los
saca a la calle. Ahora es el pequeño Sergio quien no se desprende de su lado.
¡Quién sabe que tiene Miguel, que los niños lo buscan y lo quieren!
Todas las ganancias las dejamos en manos de Mama Canducha, nuestra ama de
llaves.
Las noches las dedico a mi violín. Ha comenzado a frecuentar nuestra casa un
buen pianista costarricense que conocí por Clovis Shirley. Se llama Daniel López y
yo adivino en él un corazón leal. Es una dicha para mí, cuando viene y nos pone-
mos a tocar.
Hemos alquilado un piano para que Gracia siga estudiando.
Ahora mientras los demás duermen, yo pongo en mi diario las impresiones que me
dejara nuestra velada de Noche Buena.
¡Qué contentos la hemos pasado!
Mi amigo Daniel nos ha hecho compañía. Candelaria preparó una cena muy
sabrosa en la que no faltaron sus célebres tamales. Cuando nos reunimos en el
pequeño comedor, me pareció estar entre un nido hecho con briznas de calor y de
193
paz. La mesa estaba cubierta con un mantel muy blanco. Ana María y Gracia la
adornaron con vasos llenos de rosas y la sembraron de hojas de malva de olor.
Los platos confeccionados por manos cariñosas, me sabía a gloria; en las copas
llenas de vino chispeaba la luz. Por la vidriera mirábamos el jardín plateado por la
luna, y la estrella del Niño, que se ponía, nos enviaba a través del ramaje de un
eucalipto, su luz apacible.
¡Cómo se ha transformado en pocos días el rostro de Ana María! La tranquilidad
ha regado su frescura sobre esta cabeza abatida por la miseria, que se ha
enderezado como una flor a punto de morir, al sentirse bañada por una garúa. Ha
vuelto a peinar su cabello con coquetería y esta noche llevaba una blusa de seda
clara, y en el cinturón una rosa roja entre sus hojas verdes.
Hemos obligado a Mama Canducha y a Miguel a ocupar los extremos de la mesa
y hemos declarado que ambos ocupan los lugares de honor. Bajo la faz morena y
rugosa de mi viejita, dijérase se había encendido una luminaria; entre la barba
canosa de Miguel se veía sonreír su boca, y en su rostro bondadoso había una
serenidad infinita. Gracia estaba radiante, y la alegría desbordaba por sus ojos y
por sus labios. He observado que mi amigo Daniel no le quitaba los ojos y al
dirigirse a ella su voz tomaba inflexiones tiernas. Me gustaría que mi hermana
fuese amada por ese muchacho leal, de alma de artista.
Al levantar mi copa yo he dicho:
Que a Clovis Shirley le vaya bien en donde quiera que esté.
Los demás han respondido conmovidos. - ¡Así sea!
Al terminar nuestra cena hemos ido a la camita de mi ahijado a ponerle los
juguetes que le compráramos. Mañana él dirá en su lenguaje infantil que se 'los
trajo el Niño". Cada uno se ha inclinado sobre su cabecita para besarlo. El también
ha cambiado y las rosas de la salud comienzan a abrirse en sus mejillas.
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JULIO, 16 - 191 ... -Hemos recibido una carta muy tierna de mamá. Nos ha
enviado una fotografía en la que están ella y sus hijos, y otra de la casa que habita
en Argentina, un hermoso edificio. Este y los trajes que ellos visten nos dicen que
están en la prosperidad.
Los años no pasan por mamá: es siempre la linda mujer-cita de cara infantil. El
bebé que conocí en el Colegio de los Salesianos, es ya un chiquillo de unos seis
años, i Cuan cariñosa y confiada es la actitud con que se reclina en el regazo
materno! A su derecha e izquierda, la cabeza de Noemi y de Rodrigo acarician la
de mamá. Son casi de la misma edad. Noemi sonríe con su sonrisa en la que
resucitó la de Merceditas.
Yo hablo con un tono que revela satisfacción y pena: -¡Verdad Gracia que mamá
parece feliz! Esto debe ser un consuelo para nosotros.
No me responde. La miro y veo que sus lágrimas caen sobre el cuadro. Besa el
rostro de mamá y dice: -Sí, los cuatro parecen felices... ¿No crees que a ellos los
ama más que a nosotros?
NOVIEMBRE, 5 - 191 ... -Ha muerto la tía Concha Su marido murió un año antes.
Ana María fue llamada por ella y le pidió volviera a su lado y la asistiera. Al verla
en manos di criadas, se instaló a su cabecera y la cuidó con tierna solicitud. A
gracia y a mí nos legó parte de sus bienes; lo demás lo repartió entre la iglesia y
Ana María. A última hora fue que la pobre perdió su afán por el dinero. Su muerte
no me ha causado ninguna pena, ni su legado satisfacción alguna. A mi padre
nada le dejó. Decía que no quería que su segunda mujer a quien tía Concha
llamada despectivamente, "aquella", ni los hijos que ella denominaba "bastardos",
lograran nada.
ENERO, 191 ...-Hace días notaba miradas y cuchicheos entre mi hermana y mis
amigos. Antier me dijo Gracia sin más explicaciones, que nos mudábamos de
195
casa, y sin poner atención a mis preguntas, comenzaron a cargar los muebles en
carros. Acabé por molestarme, pero nadie parecía atender mi disgusto. Miguel
procuraba no ponerse a mi alcance, Mama Canducha andaba indiferente en su
cocina y Gracia y Ana María que regresaban tarde de su tienda, se iban derecho a
la cama. Mi único compañero ha sido mi ahijado cuyas travesuras me hacían
olvidar el cuidado en que me ponía la actitud de los que me rodeaban.
De repente hoy a medio día desaparecieron también Mama Canducha y el niño.
Miguel vino a la tarde por mí, pero yo no quería irme. ¡Qué malhumorado estaba!
Miguel me ha dicho: - ¡Sergio, por qué piensas mal de los que te queremos!
Por fin me decidí a salir.
Con cuánto pesar abandoné esta casita en donde la tranquilidad comenzó a ser mi
amiga y en donde hemos vivido dos años. Sobre todo el jardín con sus eucaliptos
y el macizo de caña de bambú en forma de bóveda, mi retiro favorito: allí leía y
jugaba con el pequeño Sergio. Y la calle tranquila con su aire antiguo y romántico,
transitada en las noches de luna por parejas de enamorados! ¡La tapia de la
Fábrica de Licores adornada con la mosqueta que perfumaba el ambiente y el
viejo caserón de "El Molino" con sus grandes ventanas sin cristales! ...
La silla comenzó a rodar por vericuetos y calles excusadas. Por fin ha
desembocado en una carretera que conozco muy bien. La silla se ha detenido
ante una verja ... que muy a menudo he visto en mis sueños. Por la calle central
del jardín en que tan feliz fui de niño, corren a mi encuentro Gracia, Ana María y
mi ahijado. Las ruedas de mi silla chirrían en la arena ... En el fondo, mi casa, en
donde viví con mi madre y Merceditas! Mama Canducha está en el corredor y no
se sabe si su cara oscura zureada de arrugas, sonríe o llora.
196
¡A qué tratar de traducir en palabras mi emoción ...! Lo recorro todo. La casa
acaba de ser retocada: pintura y cal frescas, cielos nuevos, tapices renovados.
Han arreglado mi dormitorio en la misma pieza en donde lo tuve de niño. El mirto
de mi edad, asoma su follaje oscuro por la ventana, con afectuosa curiosidad. Sus
hojas menudas me despertarán como antaño, tocando en los cristales. En el jardín
no queda más que la glorieta de flor de verano y la palmera. Los sauces, las
damas y los naranjos, los plantíos de rosales y de geranio, no existen. Oigo
murmurar el agua de la acequia y mi fantasía la pone a repetir la canción aquella:
"Adiós Sergio, Gracia y Merceditas .. ."
Me cuentan que Ana María y Gracia han comprado esta casa en donde nací, con
la herencia que les dejara la tía Concha; Miguel pasó hace un mes y vio el anuncio
de que se vendía. Entre los tres combinaron el plan que Candelaria supo a última
hora, de adquirir la propiedad y venirnos a habitarla. Ana María explica
sencillamente:
-Siempre te he oído recordar tu antigua casa, Sergio. Al saber que estaba en
venta imaginé la dicha que te daría haciéndote volver a ella.
He besado a su hijito y le dije al oído: -Ve chiquillo y pon este beso en el corazón
de tu madre!
Ahora cierro los ojos para ver mejor en mi memoria, la mañana en que mi silla
salió rodando por la misma calle del jardín que hoy recorriera, hacia un
desconocido frío y oscuro. En la verja había un letrero que decía: "Se alquila con
muebles", en el alero se arrullaban mis palomas y mi gatita Pascuala estaba sobre
el tejado. Muchos muchos años han transcurrido desde entonces y aquel niño que
se fue muy triste, torna hecho un hombre ya con barba, y canas en la cabeza.
Pero la negra tristeza de antaño ha florecido en melancolía.
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Ante mis ojos hay una hilera de sillas con un Sergio sentado en cada una: sale de
esta casa, y cuántas curvas ha descrito para volver a ella!
i Cuan inefables sensaciones ha puesto en mi alma esta primera velada, en
nuestro antiguo hogar, en la misma sala en donde nos reuníamos con mamá!
Faltan ella y Merceditas. ¿En qué punto de la tierra se encontrará mamá en este
momento? ¿Pensará en sus hijos ausentes, rodeada de los otros? ¿Y Merceditas?
Su recuerdo suave como un rayo de luna está sentada a mis pies ...
¿A dónde habrían ido a parar la consola con el gran espejo, el reloj del caminante,
el sillón de mamá y el florero como un fino tallo de cristal, en el cual ella ponía
rosas de mis rosales?
Nuestro amigo Daniel ha venido. Primero hemos hecho música y luego lo he
dejado libre para que se reúna con Gracia que lo espera en un rincón de la sala.
Daniel y Gracia se aman y su amor me hace dichoso.
Ana María cose junto a la lámpara. ¡Qué bonita se ha vuelto a poner Ana María!
Su tez morena ha adquirido de nuevo la frescura de otra época. Al oír a su hijo
escondido bajo un mueble que me llama con su palabra infantil, levanta la cabeza,
me mira con sus negros ojos rasgados y me sonríe, y su risa tiene otra vez
camanances en dónde anidar. Viste un traje azul y pienso en la peloncilla de la
casona de San Francisco. Sé que allá dentro en sus cuartos, duermen los dos
viejos. Y mi ternura va a Miguel y a Candelaria.
A Miguel se le construyó una pieza allí donde estuvo "el cuartito de las
golondrinas" y a Candelaria se le dio la misma que ocupaba en tiempo de mamá.
¿Por qué será que Miguel no ha querido volver a coger el violín? Ahora se limita a
escucharme con recogimiento cuando toco. Es extraña la expresión de sus ojos!
Dijérase que mira muy lejos o que acaba de llegar de distantes regiones.
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El pequeño Sergio, cansado de jugar, ha venido a refugiarse en el regazo
materno.
Desde el otro extremo de la sala, mi hermana da bromas a Ana María, Gracia
me dice: -¿Sabes, Sergio, que ahora sí es verdad que se nos casa? -Con el gesto
señala a Ana María-ayer tarde me le hablaron de matrimonio -agrega.
Y Daniel: -no olvide Ana María que me prometió nombrarme padrino de bodas.
Por las ventanas se ve el jardín adormecido por la luna. Los enamorados se van al
corredor. Mi espíritu estaba hace algunos instantes lo mismo que el agua cristalina
de un remanso, cuyas impurezas, en la tranquilidad, se fueran al fondo. Las
palabras de Gracia han sido como la vara con que un niño hubiera llegado a
remover el sedimento y a oscurecer la linfa transparente. Todas las tristezas que
dormían en mí se agitan otra vez y enturbian el pensamiento.
Ya tenía noticias de ese enamorado de Ana María, tenedor de libros de un
almacén contiguo a la tienda que abrieran ellas. En otras ocasiones oí a Gracia
dándole bromas con él, también lo vi rondar nuestra casa. Es un hombre joven y lo
encontré serio y de aspecto simpático.
¿Qué será de mí cuando esta criatura abnegada no esté a mi lado?
Yo pido a Ana María que se siente cerca de mí, y ella se acomoda a mis pies en
una silla baja. Con aparente indiferencia le digo: -¿Es cierto que ese hombre te ha
hablado, Ana María? -Sí.
-¿Querés contarme, Ana María?
-Sí: ya sabes Sergio que en otras ocasiones me ha dicho que me quiere. Ayer me
acompañó a la salida de la tienda y me propuso matrimonio. Yo le dije que tengo
199
un hijo y que no soy casada; me contestó que lo sabía, pero que esto no le
importa, que será su padre ...
El vértigo me invade. Siento la soledad que dejará enderredor la ausencia de Ana
María. Me repongo y heroicamente replico: -hay que tomar informes, y si resulta
digno de vos ... Este hombre puede hacerte dichosa.
-¿Te gustaría, Sergio, que yo me casara?
- ¡La falta que me harías, Ana María! Pero si te viera contenta, olvidaría mi pesar.
-Pues no, Sergio, no me casaré. Así le he contestado a mi pretendiente.
-¿Ya no querés a Diego?
-Lo quería mucho ... ¿Recuerdas cómo Sergio? Pero no era tanto como los
cariños que vinieron después, que lo llenaron y formaron una montaña sobre él. Al
mirar a mi chiquillo, me parece increíble que sea hijo de Diego quien ha llegado a
serme indiferente. Cuando comprendí cómo era, lo juzgué un pobre hombre, y
cuando una mujer piensa eso de un hombre, yo creo que no puede quererlo ni
aborrecerlo.
Hubo una pausa.
Ella continúa: -Nunca te abandonaré, Sergio, nunca. Con tu cariño y el de mi hijo
se llena mi corazón. Y ya ves, todavía me quedan los de Miguel y Candelaria. Si
Dios nos deja, llegaremos a viejos, yo pastoreándote y vos dejándote pastorear.
¿No te parece un porvenir agradable. Después mi hijo se casará y nos dará
nietos... ¿Qué viejillos más buenos seremos?
200
Yo replico: -no, Ana María, sos muy joven y el amor puede volver a buscarte y ...
Me mira intensamente y veo en sus ojos una revelación que me deslumhra. No me
deja terminar.
-Sí, el amor ha vuelto, Sergio ... me parece el primero ... pero no hablemos de
eso ...
Ana María sale apresuradamente del cuarto con el niño.
Un sentimiento de inefable bienestar ha descendido sobre Sergio. Parece que no
piensa ... solo se siente envuelto por esa sensación de felicidad. Hace unos
momentos estaba intranquilo; había un dolor que le punzaba el pensamiento con
tal intensidad, que toda la vida se le volvía una pena infinita. Ahora es algo así
como aquel día en que siendo muy niño, Miguel descubría ante su espíritu el
mundo de la música y él daba en sus dominios los primeros pasos.
En el corredor conversan Gracia y Daniel.
El agua de la acequia pasa su murmullo a través del blanco silencio del jardín, y
como antaño, Sergio cree que se aleja diciendo: "Adiós Sergio, Gracia y
Merceditas..."
Sergio se adormece ...
El y Ana María van por un camino, de la mano de un mozo alto y fornido. Se oye el
ruido de sus pasos fuertes, tas, tas. ¡Cuan potentes son las piernas del muchacho!
¡Y las suyas qué débiles! Se doblegan, y va a caer... Pero entre Ana María y
Sergio, lo levantan dulcemente y lo llevan, lo llevan ... ¡Ah! sí, el mozo es Sergio,
el hijo de Ana María. ¡Qué pronto se hizo un hombre! Hace un momento Ana
María lo llevaba dormido entre sus brazos. No puede ver el rostro del mancebo,
solamente la cabeza hermosa con los cabellos alborotados en torno de ella,
201
formando un nimbo juguetón. Al contemplar aquellas espaldas vigorosas y
jóvenes, siente una alegría que llena toda la tierra. Y Ana María es esta viejeci-ta
que le coge una mano mientras su hijo lo lleva de brazos.EI también es un
viejecito con la piel arrugada. Eso no le da tristeza porque está con Ana María y
con el otro Sergio ...
Ahora a la vera del camino hay un árbol lleno de flore-citas color de oro, y él
es este árbol. Sus piernas se han hundido en el suelo; son unas raíces
negruscasque serpentean entre la sombra húmeda y apretada de la tierra, pero
siente la copa bañada por la luz del sol matinal. Merceditas y Sergio el chiquillo de
Ana María, juegan a su sombra. Como tiene deseos de acariciar a Sergio y a
Merceditas, alarga las ramas floridas y comienza a pasar la extremidad sobre los
rizos de los niños. ¡Con cuánta suavidad lo hace! Siente que la ternura es la savia
que corre por el tronco y las ramas. Pasa el viento y él cubre de pétalos a las
criaturas. La risa de Merceditas atraviesa lósanos como un rayo de sol. Y ríen ...
Entonces un pajarillo que estaba entre el follaje, se echa a cantar y a brincar...
este pajarillo es el corazón del árbol, y el árbol es él, Sergio ... ¡Cómo palpita y
canta su corazón!
PEDIDO DE MANO
Antón Chejov
Personajes
Stepan Stepanovich Chubukov (terrateniente)
Natalia Stepanovna su hija. Veinticinco años
Ivan Vasilievich Lomov terrateniente hombre sano y robusto pero sumamente
aprensivo. Vecino de Chubukov.
La acción tiene lugar en la hacienda de Chubukov.
202
ACTO ÚNICO
Sala en casa de los Chubukov.
Escena Primera
Chubukov y Lomov
Este último entra de frac y guantes blancos.
CHUBUKOV.- (Saliéndole al encuentro) ¡Iván Vasilievich! ¡A quién veo! ¡Qué
alegría tan grande! (Se estrechan la mano) ¡Precisamente!... ¡Qué sorpresa!
¿Cómo está?..., dígame.
LOMOV.- ¡Muy bien, muchas gracias! ¿Y usted, como se encuentra?
CHUBUKOV.- ¡Gracias a sus oraciones, ángel mío, vamos tirando! Pero; siéntese,
se lo ruego. ¡No está bien eso de olvidarse así de sus vecinos!... ¡Querido!...
¿Cómo viene tan de etiqueta? ¿Va usted a alguna parte?
LOMOV.- No. Vengo solamente a verle, estimado Stepan Stepanovich.
CHUBUKOV.- ¡Y por qué entonces, vestido de frac. Parece que estamos en
Navidad y que va usted de visitas!...
LOMOV.- Verá... El asunto que me trae... (Tomándole de un brazo) He venido a
verle, estimado Stepan Stepanovich, para importunarle con un ruego... Varias
veces tuve el honor de dirigirme a usted y solicitar su ayuda, y siempre..., en fin...
¡Perdone!... ¡Estoy muy nervioso!... ¿Me permite que beba un poco de agua,
estimado Stepan Stepanovich? (Bebe)
CHUBUKOV.- (Aparte) Este viene a pedirme dinero, pero no se lo daré. (A Lomov)
¿De que se trata, guapo mozo?
LOMOV.- Verá usted, estimado Stepanovich... ¡Perdone!... Quiero decir... Stepan
Estimadich... ¡quiero decir!... ¡Estoy terriblemente nervioso! ¡En una palabra, que
solo usted puede ayudarme, aunque yo no merezca tal honra ni tenga, derecho a
su ayuda!
CHUBUKOV.- Al grano, querido. ¡Diga lo que sea de una vez! ... Se trata de...
LOMOV.- Ahora mismo... Al instante. El asunto que me trae... es solicitar la mano
de su hija Natalia Stepanovna.
CHUBUKOV.- (Con alegría) ¡Iván Vasilieivich! ¡Querido! ¡Repita eso otra vez! ¡No
sé si lo he oído bien!
LOMOV.- Digo que tengo el honor de solicitar…
CHUBUKOV.- (Interrumpiéndole) ¡Entrañable amigo! ¡Me siento tan contento?...
¡Precisamente! (Lo abraza y lo besa) Hace tanto tiempo que lo deseaba! ¡Fue mi
203
sueño siempre!... (Vierte una lágrima) ¡Siempre le quise, ángel mío, como a un
verdadero hijo! ¡Que Dios les conceda el amor y la concordia! ¡Siempre lo
desee!... ¡Bueno!... ¿Y por que sigo aquí como un tonto? ¡La alegría me ha dejado
aturdido! ¡Completamente aturdido!... ¡Voy a llamar a Natascha!
LOMOV.- (Emocionado) ¡Estimado Stepan Stepanich! ¿Cree que puedo contar
con su asentimiento?
CHUBUKOV.- ¿A un guapo mozo como usted... no va a dar ella su asentimiento?
¡Estará enamorada como un gato! ¡Ahora vuelvo! (Sale)
ESCENA II
Lomov solo.
LOMOV.- Tengo frío, estoy temblando como si fuera a examinarme… Lo principal
era decidirse... ¡Si uno está tiempo y tiempo pensando empieza a vacilar, y si
espera encontrar el ideal, el amor verdadero, no se casa uno nunca! Brrrr… ¡Que
frío! Natalia Stepanovna es una perfecta ama de casa no está mal de exterior y es
instruida. ¿Qué más puedo desear?... Con todo esto, y con tanta excitación, ya
empiezo a sentir el ruido de oídos. (Bebe agua) ¡Ya es hora de que me case! En
primer lugar he cumplido los treinta y cinco. ¡Edad, digamos, critica!... ¡En
segundo, necesito hacer una vida ordenada y bien organizada ¡Tengo una lesión
de corazón, me dan constantes palpitaciones y me excito y agito terriblemente!...
¡Ahora mismo, estoy sintiendo un temblor en los labios y un tic nervioso en el
párpado derecho! Sin embargo, para mi, lo más penoso es la falta de sueño... No
hago más que echarme en la cama y empezar a quedarme dormido, cuando de
pronto, en el costado izquierdo siento una punzada. Esta luego me sube al hombro
y a la cabeza. Me levanto de un salto como un loco, doy unas vueltas y me
acuesto otra vez; pero apenas he empezado a adormecerme, cuando de nuevo
siento la punzada en el costado... ¡Y así lo menos veinte veces!... (Entra Natalia)
ESCENA III
NATALIA.- ¡Vaya!... ¡Pero si es usted!... ¡Y papá diciéndome que era un
comerciante que venía por mercancía!...¡Buenos días, Iván Vasilievich!
LOMOV.- ¡Buenos días, estimada Natalia Stepanovna!
NATALIA.- Perdone que venga con el delantal puesto y sin arreglar. Estábamos
pelando guisantes para secarlos. ¿Por qué ha tardado usted tanto en venir a
vernos? ¡Siéntese! (Se sientan) ¿Quiere almorzar?
LOMOV.- No, muchas gracias. He comido ya.
204
NATALIA.- Fume si quiere. Ahí tiene usted las cerillas. Hace hoy un tiempo
maravilloso... Ayer, en cambio, llovía de tal modo que los mozos se pasaron el día
entero de brazos cruzados... ¿Cuántas gavillas ha recogido usted?... ¡Yo, por
haberme sentido avariciosa y haber cortado la hierba de todo el prado, temo ahora
que el heno se me vaya a podrir! ¡Hubiera sido mejor esperar!... Pero, ¿qué
veo?... ¿Viene usted de frac?... ¡Vaya, vaya! Va usted a algún baile?... ¡Dicho sea
de paso, le encuentro embellecido!... Pero, bueno..., dígame, en serio..., ¿por qué
viene hecho todo un figurín?
LOMOV.- (Agitado) ¡Verá usted.... estimada Natalia Stepanovna!... ¡El caso es que
he decidido rogarle que me escuche!... ¡Claro que usted se extrañará, y hasta
puede que se enoje..., pero lo cierto es que yo... (Aparte) Tengo un frío terrible.
NATALIA.- Que es eso, vamos a ver... (Pausa) Dígame...
LOMOV.- Procuraré ser breve. Usted sabe, estimada Natalia!... que, desde hace
mucho tiempo, desde la misma infancia, tengo el honor conocer a su familia... Mi
difunta tía y su esposo, de quienes, como usted se sabe, heredé las tierras...,
siempre tuvieron en la más profunda estima a su padre y a su difunta madre... las
familias Lomov y Chubukov mantuvieron siempre un trato tan amistoso, que bien
pudiera llamarse… de parientes. Además..., como usted tiene el honor de saber...,
mis tierras lindan estrechamente con las suyas... Si usted recuerda mi pastizal de
los bueyes limita con su bosquecillo.
NATALIA.- Perdone que le interrumpa. Ha dicho usted ―mi‖ Pastizal de los
Bueyes... Pero, ¿acaso el pastizal de los bueyes es suyo?
LOMOV.- Es mío, sí.
NATALIA.- ¡Esto si que es bueno! El pastizal de los bueyes no es suyo, sino
nuestro!
LOMOV.- No, estimada Natalia. Es mío.
NATALIA.- ¡Que novedad para mí. ¿Y de donde saca usted que es suyo?
LOMOV.- ¿Cómo que de donde?... Me refería a ese pastizal que forma un cuchillo
entre su pequeño bosque de álamos y el pantano de Goreloe.
NATALIA.- Justo..., sí. Pues es nuestro
LOMOV.- ¡No!... Se equivoca usted. Es mío.
NATALIA.- ¡Entre en razón, Iván Vasilievich... ¿Desde cuando es suyo?
LOMOV.- ¿Como que desde cuando?... Desde que alcanzo recordar, fue siempre
nuestro.
NATALIA.- ¡Eso..., perdone!
205
LOMOV.- ¡En las escrituras se ve, estimada Natalia!... ¡La propiedad del pastizal
fue discutida en un tiempo, eso es cierto: pero ahora todo el mundo sabe que es
mío! ¡Esto no admite discusión!... Verá usted. La abuela de mi tía había dejado
libre de cargas y sin límite de tiempo, el pastizal a los campesinos del abuelo de
su padre de usted para beneficio de estos y en pago a un cocimiento de ladrillos
que se le hacía... Los campesinos del abuelo de su padre, habiendo disfrutado,
completamente gratis y durante cuarenta años del pastizal, se acostumbraron a
considerar las tierras como suyas. Sin embargo cuando salió la nueva orden…
NATALIA.- ¿No es nada de eso que usted cuenta! ¡Mi abuelo, lo mismo que mi
tatarabuelo, siempre consideraron sus tierras como llegando al pantano de
Goreloe…, lo cual quiere decir que ―el pastizal de los bueyes‖ era nuestro! ¡Aquí
no hay nada que discutir! ¡Resulta hasta enojoso!
LOMOV.- ¡Yo le mostraré el documento, Natalia!
NATALIA.- ¡No!... ¡Sencillamente está usted bromeando o me quiere hacer
rabiar!... ¡Vaya sorpresa!... ¡Conque tenemos unas tierras desde hace casi
trescientos años y, de repente, vienen a declararnos que no son nuestras!...
¡Perdone usted, Iván Vasielivich, pero no puedo creer lo que oyen mis oídos!....
¡No es que me sea preciso ese pastizal de los bueyes! ¡su extensión no es mayor
a cinco hectáreas y no vale arriba de trescientos rublos…, pero me indigna la
injusticia!... ¡Dígame lo que quiera, pero por la injusticia no paso!
LOMOV.- ¡Le suplico que me escuche!.... Los campesinos del abuelo de su padre,
como ya tuve el honor de decirle, cocían ladrillos para la abuela de mi tía… La
abuela de mi tía, deseando complacerles…
NATALIA.- ¡El abuelo…, la abuela…, la tía!... ¡No comprendo absolutamente nada!
¡El pastizal de los bueyes es nuestro y punto concluido!
LOMOV.- ¡Es mío!
NATALIA.- ¡Es nuestro!... ¡Aunque se pasara usted dos días intentando
demostrarlo, y aunque se vistiera usted con quince fracs, le digo que es nuestro,
nuestro y nuestro! ¡No quiero nada suyo, pero no quiero tampoco perder lo que es
mío! ¡Ya lo sabe usted!
LOMOV.- ¡El pastizal de los bueyes no me importa en absoluto! ¡Lo que quiero es
mantener el principio!... ¡Si lo desea, se lo regalo!
NATALIA.- ¡Yo soy la que podría regalárselo a usted! ¡Todo esto es muy extraño,
Iván Vasilievich…! ¡Siempre le hemos considerado como un buen vecino…, como
a un amigo!... ¡El año pasado le prestamos nuestra trilladora, quedándonos
nosotros sin terminar de trillar nuestro grano hasta noviembre, y usted se porta
con nosotros como si fuéramos gitanos!... ¡Me regala usted mi propia tierra!
206
¡Perdone…, pero así no procede un buen vecino! ¡A mis ojos esto podría resultar,
hasta…., si quieres…, insultante!
LOMOV.- ¡Entonces…, según usted…, yo soy un usurpador!... ¡Señora!... ¡Jamás
me he adueñado de tierras que no me pertenecen, y no tolero a nadie que me
culpe de ello! (Dirigiéndose rápidamente a la jarra de agua, bebe) ¡El pastizal de
los bueyes es mío!
NATALIA.- ¡No es verdad! ¡Es nuestro!
LOMOV.- ¡Es mío!
NATALIA.- ¡No es verdad!... ¡Y yo voy a demostrárselo! ¡Hoy mismo enviaré allá a
nuestros segadores!
LOMOV.- ¡Cómo! ¿Qué dice usted?
NATALIA.- ¡Que hoy mismo irán allá mis segadores!
LOMOV.- ¡Pues sepa que yo les echaré!
NATALIA.- ¡No se atreverá usted!
LOMOV.- (Llevándose una mano al corazón) ¡El Pastizal de los bueyes es mío!...
¿Lo entiende usted?... ¡Mío!
NATALIA.- ¡Tenga la bondad de no gritar! ¡Chille, si quiere, en su casa, pero aquí
le ruego no rebase los debidos límites!
LOMOV.- ¡Si no fuera, señora, por las terribles palpitaciones
que me acometen, y por lo que me tiemblan las venas de las sienes..., me oiría
usted!... (Gritando) ¡El pastizal de los bueyes, es mío! ...
NATALIA.- ¡Es mío!
LOMOV.- ¡Nuestro!
NATALIA.- ¡Mío!
LOMOV.- ¡Nuestro!
ESCENA IV
Dichos y Chubukov
CHUBUKOV.- (Entrando) Pero ¿qué pasa? ¿Por qué gritan así?
NATALIA.- ¡Papá! ¡Di, por favor, a este caballero a quién pertenece El Pastizal de
los Bueyes! ¡Si a él o si a nosotros!
CHUBUKOV.- ¡El Pastizal de los Bueyes es nuestro... pituso!
207
LOMOV.- ¡Pero, por Dios..., Stepan Stepanich! ¿Cómo va a ser suyo?... ¡Póngase,
al menos, en razón!... Verá... La abuela de mi tía había dejado, libre de cargas y
sin limitación de tiempo, el Pastizal a los campesinos de su abuelo de usted, para
provecho temporal de estos... Los campesinos, habiéndose beneficiado de la tierra
durante cuarenta años, se habían acostumbrado a ella, y la tenían por suya...,
pero cuando salió la nueva orden…
CHUBUKOV.- ¡Permítame, querido!... ¡Olvida usted que los campesinos no
pagaban a su abuela... era, precisamente..., porque se trataba de tierras litigio!...
¡Ahora, en cambio, no hay perro que no sepa, precisamente..., que son
nuestras!... ¿Seguramente no ha visto usted el plano?
LOMOV.- ¡Puedo demostrarle que son mías!
CHUBUKOV.- ¡Demostrarlo..., guapo mozo…, no podrá usted!
LOMOV.- ¡Pues sí lo demostraré!
CHUBUKOV.- ¡Querido mío!... ¿Por qué gritar?... ¡A gritos es imposible demostrar
nada!... ¡Yo no quiero lo que sea suyo, pero tampoco tengo la intención de perder
nada que sea mío!... ¿Por qué iba a perderlo? ¡Si la cosa hubiera llegado al punto
de que se pretenda discutirme la propiedad del Pastizal de los Bueyes..., antes
preferiría regalárselo a los «mujiks» que a usted!
LOMOV.- ¡No entiendo! ¿Con qué derecho va usted a regalarme una propiedad
que no es suya?
CHUBUKOV.- ¡Permítame!... ¡Eso del derecho ya es cuenta mía!... ¡Además,
joven, no estoy acostumbrado a que me hablen en ese tono! ... ¡Le doblo la
edad, joven, y le ruego que se dirija a mí sin excitaciones, etcétera!...
LOMOV.- ¡No! ¡Sencillamente me toma usted por tonto, y se ríe de mí! ¡No solo
dice que mis tierras son suyas, sino que, encima, pretende que conserve la sangre
fría y le hable comedidamente! ¡Ese no es el proceder de un buen vecino, Stepan
Stepanovich!... ¡Más tiene usted de usurpador que de vecino!
CHUBUKOV.- ¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted?
NATALIA.- ¡Papá! ¡Manda inmediatamente los segadores al Pastizal!
CHUBUKOV.- (A LOMOV) ¿Qué dijo usted, señor mío?
NATALIA.- ¡el «pastizal de los bueyes» es nuestro y no lo cederé! ¡No lo cederé!
LOMOV.- ¡Eso ya lo veremos! ¡Con mediación de la justicia, les demostraré que
es mío!
CHUBUKOV.- ¡De la justicia!... ¡Puede usted denunciarnos, señor mío!
¡Denúncienos cuando quiera! ¡Ya le voy conociendo bien! ¡Lo que buscaba usted
208
era una ocasión para llevarnos a los tribunales! ¡Usted es un delator! ¡Toda su
familia fue siempre amiga de pleitos! ¡Toda!
LOMOV.- ¡Le ruego no ofenda a mi familia! ¡En la familia Lomov, todos fueron
honrados! ¡Ninguno de sus miembros fue jamás sometido a juicio por malversador
de fondos como su tío!
CHUBUKOV.- ¡En la familia Lomov eran todos unos locos ¡Todos!
NATALIA.- ¡Sí! ¡Todos! ¡Todos!
CHUBUKOV.- ¡Su abuelo fue un borracho; y su tía, la menor. Natalia Mijailovna,
se fugó con un arquitecto!
LOMOV.- ¡Y su madre era torcida de espalda! (Llevándose la mano al corazón)
¡Ay! ¡La punzada en el costado! ... ¡Ahora en la cabeza!... ¡Dios mío!... ¡Agua!
CHUBUKOV.- ¡Su padre fue un jugador empedernido y un glotón!
NATALIA.- ¡Y su tía una chismosa como no ha habido otra igual!
LOMOV.- ¡Siento paralizárseme la pierna izquierda!... ¡Es usted un intrigante! ¡Ay!
¡El corazón!... ¡Y para nadie es un misterio que antes de las elecciones!... ¡Los
ojos me echan chispas! ¿Dónde está mi sombrero?
NATALIA.- ¡Es una ruindad! ¡Es deshonesto y es feo! ...
CHUBUKOV.- ¡Y usted mismo es un ser pérfido y un delator! ¡Eso es!
LOMOV.- ¡Aquí está mi sombrero!... ¡Ay! ¡El corazón!... ¿Por dónde salgo?
¿Dónde está la puerta?... ¡Ay! ¡Me siento morir! ¡Llevo a rastras la pierna! (Se
dirige a la puerta)
CHUBUKOV.- (Gritándole a la espalda) ¡No se le ocurra volver a poner los pies en
mi casa!
NATALIA.- ¡Presente, si quiere, la denuncia! ¡Ya veremos lo que pasa! (Lomov
sale, tambaleándose)
ESCENA V
Chubukov y Natalia Stepanovna
CHUBUKOV.- ¡Que se vaya al diablo! (Pasea, preso de fuerte excitación)
NATALIA.- ¡Se ha visto canalla semejante! Después de todo, ¿qué fe va uno a
tener en los buenos vecinos?
CHUBUKOV.- ¡Es un granuja! ¡Un espantapájaros!...
209
NATALIA.- ¡Vaya con el adefesio! ¡Se apropia las tierras ajenas, y encima se
permite insultar!
CHUBUKOV.- ¡Y que ese mico se atreva a pedir manos! ¿Eh?...
NATALIA.- ¿A pedir manos?...
CHUBUKOV.- ¡Claro! ¡Venía a pedir la tuya!
NATALIA.- ¿Cómo?... ¿A pedir mi mano?... ¿Por qué no me lo dijiste antes?
CHUBVKOV.- ¡Por eso esa seta..., esa salchicha..., se ha vestido de frac!
NATALIA.- ¿A pedir mi mano?... ¡Ay!... (Cae, gimiendo en una butaca) ¡Que
vuelva! ¡Que vuelva! ...
CHUBUKOV.- ¿Para qué va a volver?
NATALIA.- ¡Pronto!... ¡Pronto!... ¡Me desmayo!... ¡Que vuelva! (Le da un ataque de
nervios)
CHUBUKOV.- Pero ¿qué te pasa? ¿Qué quieres?... (Se toma la cabeza entre las
manos) ¡Qué desgraciado soy! ¡Me pegaré un tiro! ¡Me ahorcaré!
NATALIA.- ¡Me muero! ¡Que vuelva!...
CHUBUKOV.- ¡Ah!... ¡Ya voy! ¡Déjate de llantos! (Sale escapado)
NATALIA.- (Sola y entre gemidos) ¡Qué hemos hecho! ¡Que vuelva!...
CHUBUKOV.- (Entrando rápidamente) ¡En seguida viene! ¡Uf! ¡Háblale tú...; yo no
tengo ganas!
NATALIA.- (Gimiendo) ¡Que vuelva!
CHUBUKOV.- (Irritado) ¡Ya te he dicho que ahora viene!... (Recitando) «¡Oh, qué
castigo, Señor, ser padre de una hija mayor!... ¡Me cortaré el pescuezo! ¡Me lo
cortaré..., desde luego! ¡Si hemos insultado a un hombre, si le arrojamos de casa,
ha sido por tu culpa! ...
NATALIA.- ¡No! ¡Por la tuya!
CHUBUKOV.- ¿De manera que ahora voy a resultar culpable?... (Por la puerta
aparece Lomov) Entiéndete tú con él! (Sale)
ESCENA VI
NATALIA STEPANOVNA y LOMOV
LOMOV.- (Entra, dando señales de abatimiento) ¡Qué terribles palpitaciones!
¡Tengo paralizada la pierna izquierda, y me dan punzadas en costado!
210
NATALIA.- ¡Le ruego me perdone, Iván Vasilievich!... ¡Nos hemos acalorado, pero
ahora recuerdo perfectamente que el Pastizal de los Bueyes, es en efecto, suyo.
LOMOV.- ¡Qué terribles palpitaciones!... ¡El Pastizal de los bueyes es mío!...
¡Ahora tengo el «tic» en los dos ojos!
NATALIA.- Conque ya sabe... El Pastizal de los bueyes es suyo. Siéntese. - No
teníamos razón.
LOMOV.- Yo..., era solo por cuestión de principios. La tierra, en sí, me es
indiferente. Lo precioso para mí es mantener el principio...
NATALIA.- Justamente: el principio. Pero vamos a cambiar de conversación...
LOMOV.- Tanto más cuanto que tengo las pruebas... La abuela de mi tía.., dejó a
los campesinos del abuelo de su padre...
NATALIA.- Bueno, bueno... ¡Dejémoslo ya!... (Aparte) No sé cómo empezar. (A él)
¿Piensa empezar a cazar pronto?
LOMOV.- La caza de la codorniz, estimada Natalia, pienso empezarla después de
la siega... ¡Ah!... No sé si lo sabe usted; pero figúrese la desgracia que me
ocurre... Mi perro «Ugadai», al que se sirve usted conocer, cojea.
NATALIA.- ¡Qué lástima! ¿Y por qué?
LOMOV.- No lo sé. Quizá se ha torcido una pata, o le ha mordido algún otro
perro... (Suspirando) ¡Era el mejor que tenía..., y eso, sin contar el dinero que
vale!... ¡Pagué por él a
Mirnov ciento veinticinco rublos!
NATALIA.- ¡Pues lo pagó usted demasiado caro, Iván Vasilievich!
LOMOV.- A mí, en cambio, me parece muy barato. ¡Es un perro magnifico:!
NATALIA.- Papá pagó ochenta y cinco rublos por su «Otkatai! , y... «Otkatai» es
mucho mejor que «Ugadai».
LOMOV.- ¿Que «Otkatai» es mejor que Ugádai» (Ríe) ¡Qué disparate!...
¡«Otkatai» mejor que «Ugadai»!
NATALIA.- ¡Claro que mejor!... ¡«Otkatai» es todavía joven..., esa es la verdad...,
aún no es un verdadero perro..., pero ni Volchanetzkii le tiene mejor!
LOMOV.- Perdone, Natalia Stepanovna, pero olvida usted que es hundido de
hocico, y el perro hundido de hocico es siempre peor.
NATALIA.- ¿Hundido de hocico?... ¡Esta es la primera vez que oigo semejante
cosa!
LOMOV.- Le afirmo que tiene la mandíbula inferior más corta que la superior.
211
NATALIA.- ¿Se la ha medido usted?
LOMOV.- Se la he medido, sí... Para aventar la caza es bueno, pero para otra
cosa dudo que pueda servir.
NATALIA.- En primer lugar, nuestro «Otkatai» es de buena casta... Es hijo de
«Sapriagai» y de «Stameska»..., mientras que el de usted, ¡vaya usted a averiguar
qué casta es la suya!... Además, es más viejo y más feo que un percherón.
LOMOV.- ¿Que es viejo?... Podrá serlo, en efecto; pero yo no cambiaría cinco
«Otkatai» de los suyos por uno solo como él... ¡Qué ocurrencias!... ¡«Ugadai» es
un perro, y « Otkatai » ! .. . ¡ Solo discutirlo da risa!... ¡Iguales a su «Otkatai»
podría uno encontrarlos a montones!... ¡Veinticinco rublos resultaría un precio
altísimo para él!
NATALIA.- ¡Parece enteramente que lleva usted hoy dentro el demonio de la
contradicción, Iván Vasilievich!... ¡Tan pronto se le ocurre inventar que las «Lujki»
son suyas, como que «Ugadai» es mejor que «Otkatai» ! ... ¡Me disgusta que una
persona diga lo contrario de lo que piensa, y usted sabe perfectamente que
«Otkatai» es cien veces mejor que el tonto de su «Ugadai» ! ... ¿Por qué,
entonces, decir otra cosa?
LOMOV.- Veo, Natalia Stepanovna, que me tiene usted por ciego o por necio... Su
«Otkatai» es hundido de hocico.
NATALIA.- ¡No es verdad!
LOMOV.- ¡Es hundido de hocico!
NATALIA STEPANOVNA.- (Con un chillido) ¡Mentira!
LOMOV.- ¿Por qué grita usted, señora?
NATALIA.- Y usted ¿por qué dice esas tonterías?... ¡Es indignante! ¡Justo cuando
le ha llegado el momento de tener que pegar un tiro a su «Ugadai», se pone usted
a compararlo con mi «Otkatai»!
LOMOV.- Perdone... No puedo proseguir esta discusión... Me dan palpitaciones.
NATALIA.- ¡Ya había reparado antes en que los cazadores que más discuten son
los que menos entienden!
LOMOV.- ¡Señora! ¡Le ruego que se calle!... ¡Mi corazón está a punto de
estallar!... (Con un grito) ¡Cállese!
NATALIA.- ¡No me callaré hasta que reconozca que «Otkatai» es cien mil veces
mejor que «Ugadai»!
LOMOV.- ¡Cien mil veces peor! ¡Muera «Otkatai»! ¡Oh!... ¡Mis sienes, mi ojo, mi
hombro!...
212
NATALIA.- ¡El tonto de su «Ugadai», en cambio, no necesita morirse, porque ya
está medio muerto!
LOMOV.- (Llorando) ¡Calle! ¡Mi corazón está a punto de estallar!
NATALIA.- ¡No callaré!
ESCENA VII
DICHOS y CHUBUKOV
CHUVUKOV.- (Entrando) ¿Qué pasa?
NATALIA.- ¡Papá!... ¡Dilo sinceramente! ... ¿Qué perro es mejor: nuestro «Otkatai»
o su «Ugadai»?
LOMOV.- ¡Se lo suplico, Stepan Stepanovich!... ¡Diga solamente esto!... ¿Es su
«Otkatai» hundido de hocico o no?... ¿Lo es, sí o no?
CHUBUKOV.- Y si lo fuera..., ¿qué importancia tendría?... A pesar de eso, no hay
en toda la región un perro mejor que él.
LOMOV.- ¡Conteste, sin embargo, con franqueza!... ¿A que es mejor mi
«Ugadai»?
CHUBUKOV.- No se altere, querido. Veamos... El «Ugadai» de usted tiene
excelentes condiciones... Es de buena raza, con patas sólidas y fuerte de lomo,
etcétera..., pero si quiere usted saberlo, guapo mozo..., el perro tiene un defecto
fundamental: es viejo.
LOMOV.- Perdone... Me dan palpitaciones... ¡Atengámonos a los hechos!...
¿Recuerda usted en la Umbría Maruskino a mi «Ugadai», oreja con oreja con el
«Rasmajai» del conde, mientras su «Otkatai» se quedaba atrás..., a toda una
legua de distancia?
CHUBUKOV.- ¡Se quedó atrás porque uno de los ojeadores le había dado un
fustazo!
LOMOV.- ¡Y con razón!... ¡Cuando todos los perros perseguían al zorro, su
«Otkatai» a quien se tiraba era al carnero!
CHUBUKOV.- ¡Eso no es cierto, querido!... ¡Soy vivo de genio, por lo que le ruego
dejemos esta discusión!... ¡Si recibió un fustazo fue porque todo el mundo sentía
envidia de que otro perro fuera mejor que el propio! ¡Así es! ¡La gente es siempre
igual! ¡Y usted, señor, peca de lo mismo! ¡Tan pronto como se da cuenta de que
hay un perro mejor que su «Ugadai»..., la toma conque si esto y conque si lo
otro!... ¡Tenga presente que yo lo recuerdo todo!
LOMOV.- ¡Y yo también lo recuerdo todo!
213
CHUBUKOV.- (Remedándole) «¡Y yo también lo recuerdo todo!»... ¿Qué recuerda
usted, vamos a ver?
LOMOV.- ¡Oh, qué palpitaciones!... ¡La pierna se me paraliza!... ¡No puedo más!
NATALIA.- (Haciéndole burla) «¡Oh, qué palpitaciones!»,.. ¡Vaya cazador que está
usted hecho! ¡Lo que tendría usted que hacer es quedarse tumbado o aplastar
cucarachas, y no meterse a cazar zorros!... «¡Qué palpitaciones!»
CHUBUKOV.- ¡A decir verdad, no sé por qué es usted cazador! ¡Precisamente por
sus palpitaciones, debería estarse sentadito en casa y no subirse a una silla de
montar!... ¡Y todavía, si cazara usted..., pero lo único que hace es discutir y
entorpecer a los perros ajenos!... ¡Soy vivo de genio..., así que dejemos esta
conversación; pero conste que de buen cazador no tiene usted nada!
LOMOV.- ¿Y usted? ... ¿Acaso es cazador? ¡No lleva otro objeto, cuando va de
caza, que adular al conde e intrigar!... iOh, mi corazón!... i Intrigante!
CHUBUKOV.- ¿Cómo dice? ¿Intrigante yo? (Gritando) ¡A callar!
LOMOV.- ¡Intrigante!
CHUBUKOV.- ¡Jovenzuelo! ¡Cachorro!
LOMOV.- ¡Vieja rata! ¡Hipócrita!
CHUBUKOV.- ¡Calla, si no quieres que te pegue un tiro como a una codorniz!
LOMOV.- ¡Todo el mundo sabe que!..., ¡ay mi corazón!..., ¡su difunta esposa le
pegaba!... ¡Mi pierna! ¡Mis sienes! ¡Las chispas!... ¡Me caigo, me caigo!...
CHUBUKOV.- ¡Y tú estás debajo de la suela del zapato de tu ama de llaves!
LOMOV.- ¡Ya!... ¡Ya!... ¡Ya me ha estallado el corazón! ¡Ya se me ha desencajado
el hombro! ¿Dónde está mi hombro? (Cae desplomado en una butaca) ¡Un
médico! (Pierde el conocimiento)
CHUBUKOV.- ¡Mozalbete! ¡Mocoso!... ¡Ay, me siento mal! (Bebe agua) ¡Me
encuentro mal!
NATALIA STEPANOVNA.- ¡Vaya cazador que está usted hecho!... ¡Un hombre
que ni siquiera sabe montar a caballo! (A su padre) ¡Papá!... ¿Qué le pasa? ¡Papá!
... ¡Mírale, papá!... (Con un chillido) ¡Iván Vas¡lich ! ... ¡ Se ha muerto!
CHUBUKOV.- ¡Me encuentro mal! ¡La respiración me falta! ¡Aire! ...
NATALIA.- ¿Se habrá muerto? (Sacudiéndole por el brazo) ¡Iván Vasilich!...¡¡Iván
Vasilich!... iQué es lo que hemos hecho! ¡Se ha muerto! (Cayendo en una butaca)
¡Llamen al médico! (Le da un ataque de nervios)
CHUBUKOV.- ¡Ah! Pero ¿qué te pasa? ¿Qué quieres?
214
NATALIA.- (Entre gemidos) ¡Se ha muerto! ¡Se ha muerto!
CHUBUKOV.- ¿Quién se ha muerto? (Fijando los ojos en Lomov) ¡Se ha muerto,
en efecto!... ¡Dios mío!... ¡Agua! ¡Llamen al doctor!... (Acercando un vaso a los
labios de Lomov) ¡No! ¡No lo bebe!... ¡Eso significa que está muerto!... ¡Soy un
desgraciado!... ¿Por qué no me habré pegado un tiro? ¿Por qué no me habré
cortado el cuello?... ¿Qué espero? ¡Denme un cuchillo! ¡Denme una pistola!
(Lomov empieza a moverse) ¡Parece que revive! ¡Beba un poco de agua! Así...
LOMOV.- ¡Las chispas!... ¡La niebla!... ¿Dónde estoy?
CHUBUKOV.- ¡Cásense de prisa y váyanse al diablo! ¡Ella da su consentimiento!
(Uniendo las manos de Lomov a las de su hija) ¡Da su consentimiento, yo les
bendigo, y solo quiero que me dejen en paz!
LOMOV.- ¿Cómo?... ¿Qué? (Levantándose) ¿A quién?
CHUBUKOV.- ¡Que ella está conforme! ¡Así que bésense y váyanse al diablo!
NATALIA.- ¡Vive!... ¡Consiento, sí! ¡Consiento!
CHUBUKOV.- ¡Bésense!
LOMOV.- ¿Cómo? ¿A quién? (Cambia un beso con Natalia) ¡Encantado!...
Perdone, pero..., ¿de qué se trata?... ¡Ah, sí!... ¡Ahora recuerdo!... ¡El corazón!...
¡Las chispas!... ¡Qué feliz soy, Natalia Stepanovna! (La besa en la mano) ¡Tengo
paralizada la pierna!
NATALIA.- ¡Yo!... ¡Yo también me siento muy feliz!
CHUBUKOV.- ¡Parece que me han quitado una montaña de los hombros! ¡Uf!...
NATALIA.- ¡Sin embargo..., tendrá usted que reconocer que «Ugadai» es peor que
«Otkatai»! ...
LOMOV.- ¡Es mejor!
NATALIA.- ¡Es peor!
CHUBUKOV.- ¡Ya ha dado comienzo la armonía conyugal! ¡Que traigan
champaña!
LOMOV.- ¡Es mejor!
NATALIA.- ¡Es peor! ¡Es peor! ¡Es peor!
CHUBUKOV.- (Esforzándose en dominar las voces) ¡Venga la champaña!...
¡Champaña!...
TELÓN
215
Ni mi casa es ya mi casa
(Alberto Cañas: Costarricense)
Transcrita por Licda. Milena Ramírez de la I edición, para lectura exclusiva del Coned; con
fines didácticos, no para reproducción.
ACTO PRIMERO
Oscuro. Ruidos de una calle céntrica, transitada, multitudinaria. El escenario se va
iluminando lentamente mientras entra Arturo: es un hombre de edad madura, ligeramente
canoso y con los primeros síntomas de la calvicie; viste correctamente pero no como
excesivo esmero. Los ruidos aumentan de volumen. Arturo se tapa los oídos en un gesto
que no se sabe si va en serio o es una broma que nos da pero que tiene la virtud de hacer
que los ruidos disminuyan sensiblemente, aunque sin desaparecer del todo.
Arturo ___ (Está en mitad del proscenio, con la mirada fija en el fondo de la sala. Al
público) En esta calle viví yo una vez. En esa casa. (Señala un punto indeterminado
del fondo de escena, sin volverse hacia él) Precisamente en esa casa. (Pausa) Hoy
van a demolerla, y me tocó a mí firmar la orden. ¡Cosas que tiene la vida!
Un obrero joven ___ (Entrando) Buenos días.
Arturo ___ (Desentendiéndose de los espectadores) Buenos días.
El obrero joven ____ ¿Vino a inspeccionar la demolición?
Arturo ___ No. (Duda) Bueno sí.
El obrero joven ____ Todavía es muy temprano. No han llegado las máquinas.
Arturo ___ Está bien (Al público otra vez) Hacía tiempo que no venía por aquí.
Esta no es calle por la que uno transite a pie. (pausa) Y se me ocurrió ___
sentimental, nostálgico que se pone uno ___ acercarme hoy, precisamente hoy,
recorrerla… Por supuesto, cuando nosotros vivíamos aquí no había tanto ruido.
Era una calle tranquila. Aquí vivían viejas familias conocidas y otras no tan
conocidas. Había en esta cuadra gente rica y gente pobre. Para los pobres,
nosotros éramos una familia rica. Para los ricos, éramos una familia, ¿cómo
decirlo?, digna de consideraciones, de protección, y también de amistad.
216
El obrero joven ___ Dígame una cosa, don Arturo ¿para estudiar en eso que van
a construir aquí hay que tener bachillerato o algo?
Arturo ____ No. Esto será libre: bachilleres, universitarios, trabajadores,
profesionales… Va a ser para todos. Tenemos que entender lo que somos.
El obrero joven ___ Me interesa don Arturo. ¿Y cuáles son los lotes que va a
ocupar el edificio?
Arturo ___ Esa casa y el parqueo de enseguida (señala. El obrero joven sale
lentamente) Donde está el parqueo vivían los Blanco; mi madre les enviaba mis
camisas viejas para sus niños; el viejo era sastre y se estaba quedando ciego.
(comienza a señalar distintos puntos) Ahí vivían los Ramírez, que tenían enormes
fincas de café, ya no las tienen, y nos convidaban a los matrimonios de sus hijas.
Allí estaban las dos viejitas Díaz, maestras pensionadas. En aquella esquina, la
pulpería del gallego Baltazar, que vivía en la casa contigua (pausa. Como
respondiendo a una pregunta) No, ninguna de esas casas existe ya; la mía es la
última. La pulpería del gallego es ahora una zapatería; la casona de los Ramírez
un hotelucho de mala muerte con pulgas y alepates; la de las viejitas Díaz una
bodega, y la de os Blanco… bueno, ese parqueo. Pero antes, en todas esas
casas había muchachos de mi edad, y todos salíamos a jugar en media calle.
(Poco a poco ha surgido un nuevo juego de ruidos: los de la calle de antaño. Voces
humanas discernibles, madres que llaman a sus hijos, la bocina de un antiguo automóvil,
el radio de la pulpería, del que emana la voz de Gardel: Tomo y obligo. Ahora se ha
instalado un juego de fútbol. Arturo corre pateando bola. Unas niñas cambian cromos
sentadas en el caño)
Voz de niño ___ ¡Pásala, pásala! (Voces de niños ad libitum; puede oírse a Chale y a
Beto Blanco, al hijo menor de los Ramírez. Se escuchan vocablos anticuados como cona,
jafcentro y chutar)
Otra voz ___ ¡Cuidado, que viene un auto!
Arturo ___ Me da tiempo… (Avanza con la bola de tenis imaginaria y capea el
automóvil, que oímos pasar)
Voz del chofer ___ ¡Chiquillo idiota! (Arturo le suelta un chiflido al automóvil. El
juego sigue hasta que alguno grita ¡Gol!)
Voz de Cristina ___ ¡Arturoooo…!
Arturo ___ ¡Ya voy (A sus compañeros). Ya vuelvo, ahorita vuelvo, no se me
vayan. (sale corriendo y entra a su casa)
217
(Luz total en el escenario. Una sala de estar casi desmantelada. Cajas de cartón. Mesas
sin adornos. Las paredes sin cuadros. Solo unos pocos muebles de mimbre)
Arturo ___ Así estaba, como ustedes lo ven, el hall de mi casa, la mañana del
sábado de abril que nos fuimos de aquí en 1932
Cristina ___ (Entrando. Es una mujer cercana a los 40 años, con traje corriente de
entre casa, de percal colorido. En su pelo se notan ya algunas canas. Fue o es bella.)
¡Chiquillo de todos los diablos!, ¿qué estás haciendo ahí afuera cuando hay tanto
que hacer?
Arturo ___ Yo no tengo nada qué hacer, Mamá.
Cristina ___ ¿Cómo que no?
Arturo ___ Ya terminé de empacar lo que me dijo
Cristina ___ Pues vaya y le ayuda a su hermanita con los juguetes.
Arturo ___ Es que con esa chiquita no se puede, Mamá. No hace más que
molestar y molestar, y después da gritos.
Cristina ___ Usted como hermano mayor está obligado a cuidarla y consentirla.
Arturo ___ Muy bonito: consentirla, consentirla, como si nadie la consintiera. De
puro consentirla es que está así, que de todo llora.
Cristina ____ ¿Cómo que de todo llora?
Arturo ___ Sí, ahí estaba llore que llore hasta que me aburrí y me fui a la calle.
¡Ni ella sabe por qué llora…!
Cristina ____ Tal vez la chiquita no lo sepa, porque está muy pequeña, pero
usted sí lo sabe muy bien.
Arturo ___ (probando terreno) No quiere irse…
Cristina ____ (Rápida) Vos tampoco
Arturo ___ ¿Yo? La que no quiere irse es usted.
Cristina ____ ¿Y quién quiere irse?
Arturo ____ Yo no sé…
Cristina ____ No te hagás el muy hombre. La verdad es que si pudieras llorar
estarías llorando, pero no te da la gana. (se le acerca y lo acaricia, pero tratando de no
violar la virilidad implícita que hay en la ausencia del llanto) ¿Verdad que ya sos un
218
hombre? (parece dominarse) Ya no sos un chiquito (se pone seria). A los 14 años
hay que comenzar a comprender las cosas (Le aprieta la cabeza contra su pecho: ella
lo necesita más que él)
Arturo ___ (Por decir algo o porque es lo único que puede decir) Sí, Mamá.
Cristina ____ Esto será por pocos meses
Arturo ____ Sí, Mamá. Yo lo sé.
Cristina ____ Y su abuelo es muy bueno con ustedes, y la tía Hortensia también,
de llevárselos. Porque las cosas son así y tenemos que separarnos.
Arturo ___ Sí, Mamá.
Cristina ____ Quédese tranquilo. Yo voy a ver si toda su ropa está de veras
empacada. (Sale con mucha rapidez)
Arturo ____ (Se adelanta otra vez hasta el proscenio) Sí, mi abuelo materno, don
Cristian, era un gran viejo. Empleado bancario. Y Hortensia, la tía soltera. [Era
cierto: ni mi hermana Cecilia ni yo podíamos pedir más. Dentro de las
circunstancias, naturalmente. Sobre todo, que en realidad lo que me afectaba
más era dejar el barrio. Lo demás me conmueve cuando lo recuerdo, hoy. Pero
en aquel momento era como una aventura, como probar una manera diferente de
vivir. Diferente a la de mis compañeros de esquina y de Liceo]. Cuando se
supiera que yo vivía, o me había tenido que ir a vivir con mi abuelo y mi tía, eso
me haría más interesante, puede que más exótico. De veras, lo confieso. Dejar
esto no me conmovió, al vivirlo, tanto como me conmueve hoy, al recordarlo. (Hace
una pausa) Yo no vine hoy a este sitio con la intención de recuperar aquellos
momentos. Lo que sucede es que, al regresar, es aquel último día el que ha
comenzado a habitar dentro de mí.
(Se retira discretamente cuando se ve llegar a Ángela: es una mujer de aspecto vulgar y
triste, vestida con el hábito de la Virgen del Carmen. Tiene la misma edad que Cristina.
Entra en silencio y pasea su mirada en torno suyo. Observa la ausencia de adornos, la
sala desmantelada. Pasa la mano por la superficie de un mueble, por las paredes
desnudas. Decide luego dar a conocer su presencia)
Ángela ___ ¡Cristi! (Arturo ha desaparecido en la oscuridad)
Cristina ____ (Adentro) ¿Sos vos, Ángela? (sin dar tiempo a la respuesta, aparece)
¿Pero qué te habías hecho? No se volvió a saber de vos (Se besan. Luego se
sientan)
219
Ángela ____ Vos sabés lo que cuesta venir a San José. Ahora vine porque, como
cambia el gobierno, preferí darme una vuelta por el ministerio… Vos sabés… de
pronto vienen cambios… Y como mis hermanos eran del otro partido y Federico
anduvo en el Bellavistazo, mejor arreglar.
Cristina ___ ¿Pero vos estás contenta de maestra en Guanacaste?
Ángela ____ No sé qué decirte. El clima no es bueno, pero la escuela tiene una
directora que es comprensiva y me trata bien. Los muchachos están bien en
Santa Cruz y los puedo controlar… como no quieren estudiar, están ya trabajando
y me ayudan…
Cristina ____ ¿Cuánto tienen ya, Ángela? (Habla precipitadamente. No quiere que el
tema de conversación pase a ser ella misma)
Ángela ____Pues ya Enrique tiene 17 años, y Rodolfito 16… son mayores que los
tuyos…
Cristina ___ Claro, cuando nacieron yo no me había casado…
Ángela ___ Yo tampoco
Cristina ___ ¡Oh Ángela y sus cosas! (Se le acerca) ¿Pero a quién le importa eso?
Ángela ___ A mí, ahora, no. Pero en aquel entonces… Ustedes fueron las
únicas… Fueron muy buenas… (hace una pausa)
A veces pienso que me perdonaron porque yo era la muchacha pobre y
provinciana que se enredó con el Inspector de Escuelas, apenas se graduó de
maestra, pero que si hubiera sido una de la sociedad…(espera una respuesta. tras
una pausa, Cristina se da a toda velocidad)
Cristina ___ ¿Por qué? Si todo es igual…
Ángela ___ No. No todo es igual. De lo que yo hice no se enteró nadie a quien le
importara. (Se enjuga una lágrima ridícula)
Cristina ___ ¿Y por qué llorás después de tantos años? Bendito sea Dios…
Ángela ___ …¿qué de un frijol hizo dos? (Ríen ambas de la vieja broma colegial)
Cristina ___ Así me gusta. Pero contame más: ¿en qué trabajan los muchachos
Ángela ___ Uno ayuda en la administración de una finca. El otro está de
dependiente en una tienda., pero les va bien a los dos.
220
Cristina ___ ¿Tu palabra?
Ángela ____ Mi palabra. No me quejo. Ya voy saliendo de la tarea. Pero eso sí:
si ahora deciden trasladarme, sería una tragedia…
Cristina ___ (Como rectificándola) Un problema.
Ángela ____ Está bien, un problema. Claro, que no debe de haber muchas
maestras aspirando a que las manden a Santa Cruz de Guanacaste, con cinco
horas de tren, una noche de lancha y caballo por entre el barro desde Bebedero.
Cristina ____ Nunca he estado en Guanacaste…
Ángela ___ A mí me gusta, pero yo no sé si a vos… Cartaga pura y josefina pura,
amiga de comodidades…
Cristina ___ ¿Comodidades? ¡Ay, Ángela, si vos supieras! Siempre has tenido
una idea equivocada de mi vida. Y de la vida de todas. ¿No te acordás cuando
nos decías "ustedes las ricas‖ y señalabas a María Rosa que no tenía segunda
enagua que ponerse?
Ángela ___ ¿Idiay? Era una Sandoval…
Cristina ___ Y el abuelo estaba en La Cartilla Histórica. Según eso, para vos era
rica.
Ángela ___ Era orgullosa, eso es lo que era.
Cristina ___ Eso sí. Y ahora con marido rico, ni se diga.
Ángela ___ ¿La ves?
Cristina ___ Jamás. Ya casi ni saluda
Ángela ___ ¿Se le subió La Catilla Histórica?
Cristina ___ No. Se le subió el marido. (Se quedan mirando y se ríen. Luego hay un
silencio y cristina busca un tema de conversación) ¿Y de…
Ángela ___ (Ha hablado una fracción de segundo antes) ¿Y de tu vida, qué? ¿Te
estás pasando de casa?
221
Cristina ___ Sí, precisamente hoy. Ya se nota.
Ángela ___ Bueno, ya no están los cuadros.
Cristina ___ Los vendimos, Ángela
Ángela ___ ¿Tus cuadros?
Cristina ___ No valían mucho. Eran reproducciones más o menos finas que me
regalaron cuando me casé. También tuvimos que vender la vitrola.
Ángela ___¿Tus discos? ¿Tus zarzuelas?
Cristina (Lentamente) Todos. (Hay un silencio profundo y expresivo)
Ángela ___ (Titubea. No sabe cómo preguntar. Le pavoriza la posibilidad de ser
indiscreta) ¿Qué… qué sucedió?
(En algún lugar de la escena conversan Mariano y Jorge. Mariano es hombre que
aparenta más de 50 años. No es viejo, pero su cabellera está enteramente blanca. Es
elegante, ágil, bien parecido, casi hechizante. Jorge, unos años más joven, es el típico
dandy de la época, pretendido, engominado, con un vistoso pañuelo de seda
emergiéndole del bolsillo del pecho. El diálogo de los dos hombres y la conversación de
las dos mujeres sugieren un extraño contrapunto)
Cristina ___ (Lentamente, como con desgano, sin querer pronunciar la palabra) La
crisis.
Mariano ___ La crisis ha afectado a todo el mundo.
Ángela ____ Claro, ha afectado a todo el mundo.
Cristina ____ A todo el mundo.
Mariano ____ Hemos luchado juntos por hacer este almacén.
Ángela ____ Pero yo creía que el almacén de tu marido…
Cristina ____ No es solo de él. Es de los tres hermanos.
Jorge ____ Que es de los tres…
222
Cristina ____ Abel solo tiene una tercera parte.
Mariano ____ Se han venido abajo los negocios.
Jorge ____ Esto no da ya para sostener tres familias.
Mariano ____ Además, tenemos que hacernos cargo de Papá…
(Desaparecen Mariano y Jorge en la oscuridad)
Cristina ____ Además, ahora tienen que hacerse cargo de mi suegro, que antes
les ayudaba y ahora lo ha perdido todo. No te imaginás lo que he pasado… varias
veces pensé escribirte pero no me atreví…
Ángela ____ Yo hubiera venido antes. ¡Qué falta de confianza!
Cristina ___ Me dio pena. Que vinieras sólo a oírme contar tristezas…
Ángela ___ Para eso somos las amigas.
Cristina ____ Bastante me han tenido que oírlas que están en San José.
Ángela ___ ¿Luisa y Graciela?
Cristina ____ Sí, Luisa y Graciela. Las de siempre.
Ángela ____ Cuando no estoy yo.
Cristina ____ Nunca estás. Pero vos sabés que yo siempre digo Luisa, Graciela y
Ángela. (Hace una pausa) No sé por dónde empezar. No quisiera hacerte un
cuento muy largo. Ya las cosas comenzaban a aflojarse, a no andar muy bien,
cuando se me enfermó Cecilia…. (Otra pausa, espera de Ángela una pregunta que no
se produce) Bueno siempre ha sido enfermiza. Pero esta vez (hace un gesto de
dureza con los labios), esta vez era un comienzo de tuberculosis. (Ángela trata de
decir algo, pero no encuentra qué) Había que llevársela de aquí, a un clima frío,
sacarla de la escuela. El suegro de mi cuñado Jorge, vos lo conocés…
Ángela ___ Sí, Jorge… sí.
Cristina ____ Bueno, pues el suegro de Jorge tiene una finca por el lado de los
Cartagos, arriba de Barva, y Abel quería pedírsela prestada, pero Jorge le salió
223
con que no lo hiciera, y no sé qué cosas… de que la iban a ocupar… Por dicha
apareció Graciela y nos prestó su finca de San Isidro. A mí me daba pena,
porque yo sé que esa gente se ha visto afectada por la crisis.
Ángela ___ Pero todavía tienen…
Cristina ____ Claro que sí. Siguen siendo bastante ricos (Leve pausa) De esto
hace seis meses. Lo de Cecilia no fue muy grave a Dios gracias, pero los
contratiempos, vos sabés. (Pausa) Me pasé cinco meses en aquella remotidad,
Abel viajando todos los días con Arturo que nopodía perder escuela. Sobre todo
las primeras semanas se me metió que la chiquita sse me moría…
Ángela ___ ¿Pero cómo yo no me enteré de nada? Luisa o Graciela pudieron
avisarme, haberme escrito…
Cristina ___ Es que la alarma pasó pronto. La temporada fue más bien de
convalescencia. Ya está bien y el doctor le dio de alta… Pero mientras estábamos
en ese apuro fue que se vino lo del almacén. La quiebra.
(Otra vez conversan Mariano y Jorge en contrapunto con las mujeres)
Ángela ____ ¿La quiebra?
Mariano ___ ¿Cómo quiebra?
Cristina ___ No fue quiebra. Yo la llamo así. Estuvieron a punto de cerrar.
Mariano ___ No vamos a declararnos en quiebra, ni vamos a cerrar el almacén.
Vamos a llamar acreedores y a proponer un arreglo…
Jorge ____ Este negocio no da ya para tres familias
(Desaparecen Mariano yJorge)
Ángela ___… Y Abel se sacó la rifa…
Cristina ____ Es que yo no estaba aquí, te lo juro porque me habría oído… Y el
suave de Abel que siempre se deja… (Angela se sumerge en la sombra. De pie,
frente a Cristina está don Bernardo, su suegro. Es un caballerro de alta estatura, cabellos
blancos, piel morena.)
224
Don Bernardo ____ Usted tiene que comprender la situación, hija. Cada uno de
mis tres hijos ha cumplido una función dentro del almacén: Mariano ha atendido la
contabilidad y la administración; Jorge ha sido el encargado del despacho, y Abel
el agente viajero. Ese departamento fue el que se vino al suelo (hay un silencio,
durante el cual es como si Cristina argullera algo que no oímos) Comprenda que
Mariano como hermano mayor y cerebro de la familia, tiene que seguir al frente
de los negocios hasta salvarlos. Jorge está obligado a mantener su posición como
vocal de la Cámara de Comercio… le toca, pues, a Abel…
(Desaparece la figura de don Bernardo. Todo vuelve a estar como estaba)
Cristina ___ Total, que el marido de Luisa le ha conseguido a Abel un puesto
público. Hay que esperar el nuevo gobierno, claro, pero…
Ángela ___ ¿Y el almacén?
(Frente a Cristina ha apareccido Abel, hombre cercano a los cuarenta años de aspecto
fino y meditabundo. Viste con cierta estudiada corrección, pero su atavío es casi
modesto. Las puntas blancas de un pañielo sobresalen el bolsillo de su saco)
Abel ___ (A Cristina) Quedará en manos de Mariano y Jorge.
Ángela ___ (A Cristina) ¿Y ustedes?
Abel ___ (A Cristina) Vamos a desocupar las viejas bodegas del segundo piso del
almacén, que ahora se usan poco y tienen entrada independiente, y allí vamos a
vivir.
Ángela ____ (A Cristina) ¿Ustedes?
Abel ___ (A Cristina) El sueldo que voy a ganar no va a alcanzar para pagar esta
casa.
Cristina (yendo hacia Abel) ¡Pero en esa bodega no hay campo! (Abel la abraza.
Permanecen así unos segundos. Luego Abel desaparece y Crisitna vuelve a sentarse
frente a Ángela, como estaban, y reanuda la conversación con ella) Y como en esa
bodega no hay campo, entonces Arturo y Cecilia se van a vivir con Papá y mi
hermana Hortensia.
Ángela ___ ¡Bendito sea Dios!
Cristina ___ ¿Qué de un frijol hizo dos? (La escena se desvanece. Y tenemos frente
a nosotros nuevamente a Arturo)
225
Arturo ___ Sí. Teníamos que irnos del barrio. Esa era la única realidad aquel
día y aquella hora. Me fui a hacerle la última visita a la vieja Blanco, a doña
Avelina… Ya los Blanco no usarían mis camissas viejas… Yo tendría que
averiguar, en lo sucesivo, de quien habían sido las camisas viejas que alguien me
enviaría…
(Doña Avelina Blanco está remendando. No se vería tan pobre si no se complaciera en
andar levemente desgreñada)
Doña Avelina ___ Muchacho, ¿qué andás haciendo a estas horas que debías
estar en la escuela?
Arturo ___ Hoy no voy al liceo, doña Avelina. Nos pasamos de casa.
Doña Avelina ___ ¿Entonces es cierto que se van?
Arturo ___ ¡Qué le parece!
Doña Avelina ___ Tu mama va a hacer falta en el vencindario. Vos no, gran
demonio.
Arturo ___ ¿A que a Beto y a Chale sí les voy a hacer falta?
Doña Avelina ___ A mí también, condenado… ¿pero por qué es que se van?
Arturo ___ Usted sabe, doña Avelina. La crisis…
Doña Avelina ___ La crisis, la crisis… la crisis es cosa de los ricos. Nosotros
seguimos igual como estábamos. Cierran tiendas, quiebran bancos, Yo no sé de
eso. Yo sigo igual jodiéndome la vida como antes. Cuesta un poquillo más ahora
porque hay menos plata. Pero ya uno se está acostumbrado (como para sí mismo)
Uno se acostumbra a todo, hasta a ser pobre.
Arturo ___ (reflexivo) Yo no sé mucho de eso tampoco, pero algo oigo. Y algo
aprende uno también, pensando, viendo…
Doña Avelina ___ ¡Qué sabés vos! Eso es cosa de ricos. Y la que se jode es
uno. Pero antes de que se vaya, me le va a decir a Cristina que otra vez muchas
gracias por las camisas… la verdad es que mejor voy a decírselo en persona… (se
levanta como para ir en busca de Cristina. Ella y Arturo están en el centro de la escena)
Ustedes son de los ricos buenos…
226
Arturo ___ Nosotros no somos ricos, doña Avelina. Ni esta situación que
pasamos es cosa de ricos… (Hace una larga pausa. De repente la toma por los
brazos) Doña Avelina, usted no entiende… usted nunca entendió ni yo pude
explicárselo entonces, aunque ahora sí podría… Han pasado muchísimos años,
doña Avelina. Ya yo soy casi un viejo, y usted se murió, no recuerdo cuándo, pero
se murió. ¿Y todavía cree, sigue creyendo que nosotros éramos ricos? (Se aparta,
la contempla) Éramos pobres, pobres, pobres, con pretensiones de abuelos y
antepasados y próceres, pero pobres. Y nos fuimos del barrio precisamente
porque éramos pobres... Algo estaba rompiéndose, algo se venía abajo; no era
cosa de que quebrara un banco o una gran casa comercial, o que se arruinara un
cafetalero… A mí que me importaba, a Mamá qué le importaba… Pero estábamos,
estaba Papá, estaba Mamá tratando de salvar algo… ¿Una manera de vivir tal
vez, una manera de convivir? En esta cuadra vivíamos ustedes y nosotros, y
también don Jeremía Ramírez, que tenía millones…
(Aparte un caballero entrado en años)
Don Jeremías ___ Idiay, Arturillo, ¿siempre se van hoy?
Arturo ___ Sí, don Jeremías
Don Jeremías ___ Pues no te perdás (Sigue su camino, pero rectifica; se devuelve y
saca un billete del bolsillo) Tomá. Es una propina (Le entrega Arturo el billete) Tomá.
Es una propina.
Arturo ___ ¿Una propina?
Don Jeremías ___ Sí, por ser un carajillo simpático… y malcriado (y se va muy
solemne)
Arturo ___ (A los espectadores) Por dicha me dijo lo de la propina. Porque si no yo
lo habría tomado a limosna y… (medita) bueno, de todos modos me lo habría
dejado. Era un billete de cinco pesos; pasarían años antes de que yo viera otro.
(regresa al lado de doña Avelina)
Doña Avelina ___ Ustedes eran buenos…
Arturo ___ No era eso, doña Avelina… es que éramos iguales. Y los chiquillos
suyos, y yo, y los Ramírez, íbamos a la misma escuela y jugábamos juntos en la
esquina. Esa era una de las cosas que se estaban derrumbando y no lo
sabíamos. ¿Sabe por qué? Porque de pronto algunos comprendieron ___ mi tata
no, por dicha para mí___ que la única defensa que les quedaba era hacerse de
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mucha plata, ser muy poderosos, y no mezclarse con nadie. Usted cree que
éramos ricos… Y vivíamos casi felices, de una manera estrecha que nadie
aceptaría, ni yo mismo… Nos íbamos del barrio: mi hermanita y yo a vivir con el
abuelo; los viejos __ ahora los llamo así___ a reducirse en dos cuartos… Pero
nunca más, doña Avelina, nunca más pudimos volver a vivir en una calle donde
hubiera un millonario como don Jeremías Ramírez, y la familia de un sastre medio
ciego, y que ninguno humillara al otro, y todos fuéramos simplemente vecinos. A
los descendientes de don Jeremías, ahora, les daría pena que los vieran con
chiquillos como eran Beto y Chale… ¡Y pensar que usted, doña Avelina, cuando
quería entrar en la casa de los Ramírez, nada más entreabría la puerta, gritaba
―¡Compermiso María!‖, y se iba zaguán adentro. (Reflexiona). Compermiso María…
Se necesitó que pasaran muchos años para entenderlo, pero yo ahora lo entiendo,
y no es que nadie me lo dijera (pausa) Nos habíamos quedado sin defensas, sin
esas defensas que nos servían a todos… Yo sé que Papá lo pensaba en
silencio… ¿Sabe usted, doña Avelina? (Al público) ¿Saben ustedes lo que dijo
esa noche, cuando salimos de aquí? Dijo esto: ―Ojalá que mi hermano Mariano
pueda dormir tranquilamente esta noche como voy a dormir yo‖. Y se fue
sonriendo y medio tarareando un bolero que le gustaba. (Se escuchan muy
suavemente algunos compases del bolero “Tus pupilas” de Agustín Lara).
Doña Avelina ____ Ustedes eran ricos buenos… quiero decir, eran buenos.
Arturo ___ Lo peor es que usted tal vez nos odiaba como se odia a los ricos… Y
nosotros, por ustedes, ¿qué sentíamos? Eso que se sentía por los pobres
cercanos, y que decían que era amor y no era amor, mentira, y era solo látima y
un poquillo de orgullo porque éramos ligeramente menos pobres que ustedes…
Pero eso sí, que nadie me negara el derecho de considerar a Beto el suyo como
un hermano y hasta la fecha (Está llorando enbrazos de una Avelina inmóvil)
(Vuelven a escucharse los ruidos de la vieja calle. Arturo se desprende de doña Avelina,
que se pierde en la oscuridad)
Arturo ___ Se acercaba la hora de nuestro último almuerzo. Era como decir el
momento de los pregoneros.
(Se escuchaban los viejos pregones: “Dulces helados/ están premiados”; “tiene
botellas/papel periódico”; el pito del afilador. Y el melcochero: “Mel-coo-chas, mel-coo-
chas”)
Arturo ___ (Imitando el canto) Mel-coo-chas, mel-coo-chas. Me acuerdo del
melcochero. Al principio eran dos hermanos, muy parecidos, bizcos los dos, que
228
usaban anteojos con aro de metal. Un poco mayores que yo. La hermanita
desapareció muy pronto. El hermano siguió por muchos años. (Se oye el pregón:
Mel-coo-chas.) Le llamábamos Cochas. Ustedes mismos, tal vez, si tienen edad
suficiente, le compraron sus melcochas colocadas en hojas de naranja, y se le
pusieron detrás llamándolo: ―Cochas, cochas‖.
(Abel. Cristina y Cecilia se han sentado a almorzar. Cecilia esuna niña de diezaños.
Desde su asiento, Abel increpa a Arturo.)
Abel ___ Arturo, nunca hay que burlarse del que hace algo ridículo, o algo que
nosotros no haríamos, si no lo hace por gusto; si lo hace por obligación o por
necesidad… (Arturo corre a ocupar su asiento en el almuerzo, que ya termina.)
Cecilia ___ ¿Ya te despediste de Lilia?
Arturo ___ ¡Qué chiquita más necia! (La pellizca. Cecilia grita)
Cristina ___ (A Arturo) Eh, qué es eso.
Abel ___ (A Arturo) Está bien, hijo, está bien, hay que enamorarse varias veces.
Cristina ___ ¿Cómo que varias veces? (Risas generales. A Cecilia) Usted, llévese
los platos, que yo iré después a lavarlos (Cecilia se levanta lentamente, recoge los
platos y se va, todo en medio de un silencio)
Abel ___ (Una vez que Cecilia sea retirado. A Arturo) Andá a la esquina donde
Baltasar y me traes un paquete de cigarros (le da una moneda, Arturo avanza hacia
el proscenio con deliberada lentitud, a cumplir el encargo, mientras la casa se oscurece)
Arturo ___ (Al público) Yo sabía muy bien que lo que querían era quedarse solos
y conversar. Por eso hice el mandado lo más despacio que pude.
(Se dirige a la pulpería y cantina de don Baltazar, jugando con las piedras, inclinándose a
recoger alguna chuchería. En la pulpería está don Rafael, un sesentón bastante
maltrecho que saborea su copita __ o la quinta de sus copitas___ de mediodía, leyendo
un diario junto al mostrador. Gardel canta “Tomo y obligo” en la radio.)
Don Rafael ___ (Su tono es leve pero inconfundiblemente alcohólico) Mirá Baltasar si
no da ya pena vivir en este país… (Lee) ―Desfile de obreros sin trabajo se
prepara‖… Claro, hay hambre… Y oí lo que declara con Mauricio Bonilla, que es
hombre de pro y fureza viva: (lee con voz tonante) ―Los desflies que se anuncian
van en contra de nuestra tradición democrática; constituyen una amenaza para la
229
paz y tranquilidad de nuestra patria, y son producto de las mentes extraviadas de
jóvenes de ideas exóticas que los organizan con la intención de dar al traste con
nuestras sacrosantas libertades‖. ¡Viejo hijuep!... Yo lo conozco bien, fui su
abogado y sé como hizo la plata que tiene… porque es de los pocos que quedan
con plata.
Baltasar ___ (Con fuerte acento español) Mire usted, don Rafael, que yo aquí ni me
entero, detrás del mostrador y atendiendo el negocio. ¿Por qué no me expica lo
que sucede? No hay plata, nada se mueve, todo el mundo está arruinado…
Don Rafael ___ Ya lo dijiste gallego, todo el mundo está arruinado. El mundo
entero. La crisis es mundial. Los millonarios están en otros países pidiendo
limosna y vendiendo lápices y manzanas en las esquinas. Y claro, el coletazo nos
afecta a todos. El precio del café se fue al suelo. Y aquí no somos lo
suficientemente fuertes. Se han salvado los más grandes. Pero los negocios
pequeños, las pequeñas fincas están quebrando. Y hay mucha gente sin trabajo.
Todo el mundo sospechaba que eso iba a pasar, pero nadie hizo nada para
evitarlo. Y como se viene una manifestación de obreros sin trabajo, don Mauricio
dice que va contra nuestras libertades tradicionales… (Pausa) Y poné atención.
Hace apenas dos meses pasó la vaina esa del Bellavista: un grupo, amigos míos
algunos, que con la mayor tranquilidad tomó un cuartel para desoconocer las
elecciones y tumbar al pobre don Cleto que es un viejo santo… Ve lo que dice el
periódico a la par de lo de don Mauricio: (Lee) ―Amnistía piden para los del
Bellavista‖. ¿Te fijás? Esos no iban contra la tradición democrática, ni
amenazaron la paz y la tranquilidad. No, gallego, éste es un país de hipócritas. Y
sin embargo, tiene cosas que se deberían salvar, y son las que no van a
salvarse…
Arturo ___ (Llegando a la pulpería. A Baltazar) Un paquete de Camel. (Baltasar se lo
trae en silencio. Arturo le paga)
Baltasar ____ (Mientras va a la caja registradora) Oye Arturito, ¿es cierto que os vais
del barrio?
Arturo ____ Hoy
Baltasar ____ Malo, malo. Don Rafael, ¿usted conoce a este muchacho? Es hijo
de…
Don Rafael ___ (Interrumpiéndole) Ni sigás, de mi primo Abel… Primo lejano,
muchacho, pero primo bueno. Le vas a decir que el primo Rafa le mandó saludes.
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(Medita) ¿Con que hijo de Abelillo? El mejor de la familia, no se te olvide nunca.
El mejor de todos mis primos. Yo sé por qué te lo digo, y soy mucho más viejo
que él. Ahí donde lo ves, el más inteligente de los tres hermanos… y ¿sabés una
cosa, muchacho? (Expresivo) El de más corazón. El que más vale. Que no se te
olvide nunca. ¿Ya estás en el liceo?
Arturo ___ En primer año.
Don Rafael ___ Y después… ¿pensás estudiar?
Arturo ____ Tal vez Derecho.
Don Rafael ____ Buena profesión. Yo soy abogado y te lo digo. Soy… fui… no
deja uno nunca de serlo. Lo que pasa es que ya no ejerzo, no tengo oficina. La
situación se puso fututa, muy jodida, pero no importa, estudiá Derecho, que
siempre sirve de algo. Yo siempre le dije a tu tata que estudiara derecho, pero no
quiso… Condenado, no quiso estudiar… Ninguno de los hermanos… Se
dedicaron al comercio y no les ha ido mal… Pero espérate, como que sí les ha ido
mal, ¿no? Hasta mi tío Bernardo se lo llevó la trampa… ¿Vos lo conocés, gallego,
caro que sí? (A Arturo) ¿Vos sabías quié soy?
Arturo ____ Claro que sí. ¿A usted quién no lo conoce?
Don Rafael ____ ¿Me conocés por los de tu casa, o por esta cantina?
Arturo ___ (Titubea, para satisfacción de don Rafael) Bueno…. Yo sabía que usted
es primo de mi tata… Pero fue que yo pregunté una vez quiém era ese señor que
viene todos los días donde Baltasar…
Don Rafael ____ (Dirigiéndose inicialmente a Arturo, pero desentendiéndose
paulatinamente de él) Mala época te ha tocado… y te va a tocar. Yo no sé como
diablos vamos a salir de este hueco. (Se ensimisma) Será con brujerías… Hay
quienes creen que con solo que suba don Ricardo, que es brujo, esto se va a
arreglar… ¿Sabés una cosa, gallego? Aquí ya no hay nada seguro. Antes, con
un apellido al hombro la gente creía que estaba protegida. ¡Hmmmmmm! Para
nada sirve esa vaina si no hay plata detrás… o un pariente que la tenga… Y eso
de la plata detrás es lo que están empezando a entender algunos… Ya verás el
carrerón que van a pegar en cuanto esto se aclare un poquito…. ¡A hacer plata
como sea! (Lentamente) Eso es lo que llaman la-ma-yo-rí-a de- e-dad-de-los-pa-í-
ses. (Con Arturo otra vez) A ustedes van a terminar por tocarles una época bonita…
más bien interesante; si no es que este país termina en un baño de sangre… Esto
231
está hecho pedazos… A ustedes les van a dar tiempo de que crezcan, y cuando
les caiga en las manos, acordate de que yo te lo dije… Todavía hay algunos que
creen que esto es una familia… Costa Rica no ha sido otra cosa que un gran
incesto, que es diferente… Pero de esto va a a salir cambiada… Ahora están
felices porque don Ricarddo… Muy bien, don Ricardo… Y están felices porque se
acabó don Cleto… Y dentro de cuatro años se les habrá acabado don Ricardo y
van a estar felices también… Y después ¿qué? Nos tocaría a los de sesenta
años. Mírense en este espejo. Arruinados y con el caos a la vista… Tráeme otro
trago, gallego… Hay mucha gente que toma, ¿sabés muchacho? Para olvidarse
de las cosas que le han pasado… Lo mejor ___ y yo lo pracico para gloria y
prestigio de mi hidalga persona__ es beber para olvidarse más bien de lo que va
a pasar. (Hace una pausa más o menos larga, para escudriñar el efecto que sus frases
han producido en Arturo) Vivíamos en unparaíso idiota, y de pronto todo traqueó,
desde afuera, y ahora no solo no saben dónde meterse, sino que no saben donde
meternos…
Arturo ___ (Con el público) Yo me quedé escuchando a don Rafael hasta que me
aburrí. No tenía ninguna precisa de llegar a casa. Era mejor que los viejos
tuveran la oportunidad e decirse lo que tenían que decirse. ( poco a poco ha
desaparecido la pupería) Yo no sé lo que hablaron. Pero hoy, tantos años después,
tal vez puedo imaginarme, acaso inventar, lo que pudo haber sido una
converación entre mis padres aquel día.
(Cristina se ha ausentdo, está con Cecilia en la cocina. Abel se ha quedado solo en el
comedor. Enciende descuidadamente el radio, y se escucha el bolero “Tus pupilas”, que
Abel oye con mirada ligermente soñadora, y moviendo un poco su cuerpo al compás de la
música.)
Abel ___ No se preocupe, hija, no se preocupe. Dios proveerá.
Cristina ___ (Desde la cocina) Muy bonito, como si con eso se pagaran las
cuentas (Regresa)
Abel ___ Dios no se olvida de sus animalitos.
Cristina ___ Por favor, no hagás frases ni chistes
Abel___ Yo no hago chistes, Cristina. Simplemente trato de sacar el mejor partido
posible de las cosas
Cristina ___ ¿Cómo Mariano? Ese sí le saca partido a las cosas. Vos no. Vos
sos un suave. Con vos hacen lo que les da la gana…
232
Abel ___ (Apaga la radio como si esto fuera indispensable para seguir con la
conversación) ¿Y para qué iba a pelear si la partida estaba perdida? ¿Para darle
gusto a la lengua?
Cristina ___ (Habla suavemente. No hay recriminaciones en ella) Tal ve para darles
gusto a tus hermanos…
Abel ___ Allá ellos. Yo sé que se nos ha venido encima una época muy difícil.
Pero no le tengo miedo, eso es todo. Es cuestión de no aflojar. ¿Irnos de esta
casa? Bueno, me duele, yo estaba muy contento aquí. Todos, creo. Es la mejor
casa en que hemos vivido. Voy a recordarla siempre… Hemos sido bastante
felices aquí, ¿verdad?
Cristina ___ Mucho
Abel ___ Fíjate en una cosa. Hoy mismo, estamos felices aquí. Podemos ser
felices. Puede que por ser la última vez que almorzamos en esta casa, lo
hayamos disfrutado. En medio de todo ha sido un almuerzo tranquilo, en paz…
Cristina ___ Te entiendo: triste pero feliz. ¿No es eso?
Abel ____ Exactamente. La tristeza no excluye la felicidad.
Cristina ____ (Tras una pausa) ¿Habaste con Mariano de…?
Abel ____ ¿De mi seguro de vida? Sí: ellos lo seguirán pagando… Mientras
puedan…
Cristina ____ Mientras puedan…. Ya veo que dentro de tres meses no podrán…
Como si no conociera yo a mi gente…
Abel ____ Ellos sabrán… Y yo también sabré lo que tengo que hacer. La verdad
es que ahora, que he estado liquidando y poniendo al día, me he dado cuenta de
que aunque el negocio anda mal, tiene perspectiva para más adelante… Por algo
no he querido aflojar mis acciones. Vas a ver que algún día nos servirán…
Cristina ___ Pero ¿cuándo?
Abel ___ Algún día. Yono sé. Esta crisis no va a durar toda la vida.
233
Cristina ___ Pero nadie sabe cuánto va a durar. Y tenemos que pensar en que
Arturo saque una profesión, yo no sé, Ya ni penar en que estudie afuera…
Abel ___ Ya lo sé, no tengás miedo, que todo se arreglará de algún modo. Por
eso te digo lo de las acciones. Además, ahí está e seguro de vida…
Cristina ___ (sin ninguna entonación irónica) Te lo dje y te lo repito: hasta que un
día tus hermanos decidan que no les alcanza, y dejen de pagarlo…
Abel ___ Mientras puedan lo pagarán. De eso sí estoy seguro. No hablemos más
de eso. (Dice esto último en forma menos suave y más terminante, que provoca un
silencio largo en Cristina)
Cristina ___ (súbitamente y a gran velocidad) De veras, Abel, por más esfuerzos
que hago no te entiendo.
Abel ___ Sí me entendés. Es que estás haciéndote la que…
Cristina ____ Es que a veces me parece que no piensas en tus hijos…
Abel ___ Es en lo que más pienso. Créemelo sin resentirte.
Cristina ____ Entonces tengo que insistir: ¿por qué te dejaste?
Abel ____ (lento, titubeando, como si no quisiera decir lo que está diciendo) Porque en
esta vida, siempre, alguien tiene que ceder.
Cristina ___ Ceden los tontos, Abel.
Abel ___ Eso es lo que nos hacen creer. Y yo no querría vivir como viven los que
no hacen creer esas cosas
Cristina ____ ¿No te da miedo pensar que algún día tus hijos te lo cobren?
Abel ___ ¿Cobrarme qué: el haber aceptado que vivamos estrechamente? No sé,
tal vez en algún momento, cuando comprendan, se indignen… Luego, se me
ocurre, me perdonarán lo perdonable… (Pausa) No creás: pasar un poco de
necesidades fortalece a la gente. Por eso hay que desconfiar mucho de los hijos
de los ricos. Tal vez sean como son porque algún poder invisible lo decreta así
para que la riqueza no sea eternamente hereditaria como las dinastías.
234
Cristina ___ Según esa teoría tuya, habría que ser deliberadamente pobres…
Abel ___ No. Es que no hay que ser deliberadamente ricos, que es otra cosa. De
veras, Cristina, yo no les tengo miedo a mis hijos. Te repito, puede que
inicialmente se alcen contra mí, yo no sé, a lo mejor. Pero después no. Y cuando
yo me haya muerto, menos… lo importante no es el régimen de vida que lleven de
hoy en adelante, sino lo que les enseñe… Estoy seguro: algún día entenderán que
la vida no es un sálvese quien pueda; que aunque a la fuerza, es un acto de
solidaridad…a la fuerza o a disgusto…
Cristina___ tal vez de todo esto salga Arturo convertido en un hombre
completamente distinto a…
Abel ___ (Interumpiéndola para que no pronucie el nombre. Sonriendo). Tal vez… Y
vos con toda seguridad te darás cuenta de que es una gran ventaja y dejarás de
estar enojada conmigo… Los muchachos entinden muchas cosas que nosotros
no… ¿Te acordás la última nochebuena lo entusiasmado que estaba Arturo con el
juego de ajedrés que tenía el hijo de Marino? Ya los dos saben que esos juegos
los estaba regalando una casa comercial a sus clientes. Y ahora que lo saben,
estoy seguro de que Arturo apreciará, como no apreció en diciembre, que su
regalo fuese mi viejo reloj de pulsera.
Arturo ___ (Se ha acercado a la silla de su padre) Es cierto: Lo comprendí a tiempo.
Y yo espero que me hayas perdonado la cara que hice aquella navidad cuando
reconocí tu reloj (le acaricia la cabeza) Yo creo, espero, quisiera que te hubieses
dado cuenta de que conforme avanzó el tiempo y me hice hombre, fui
comprendiendo mejor tu conducta. Es muy posible, creo recordarlo, que a los
diecisiete o dieciocho años, viendo al tío Mariano que estrenaba automóvil, me
hubiesen dado ganas de patearte, viejo… Pero después no, nunca más. Decime:
¿no tuviste una vejez tranquila junto a Cecilia y conmigo? ¿No te diste cuenta
acaso de que aunque no te lo dijéramos, habíamos compendido que tenías razón?
Mira viejo, la vida más de una vez me ha obligado a ser como el tío Mariano, y una
vez, antes de irte, te diste cuenta y no me lo mencionaste. Pero siempre en esos
caos,dormi mal. Y vos decías que lo más importante del mundo es dormir bien.
( Pausa) Todos aflojamos alguna vez. (Se mueve ahora para colocarse detrás de la
silla de Cristina) Y vos, vieja linda. Te fuiste demasiado joven, no alcanzaste a ver
lo importante, que fue la recuperación del viejo, sin amargura, los años junto a mí,
lo que trabajamos juntos, el hecho de que yo efectivamente terminé dándole la
razón, y Cecilia también. Porque vos sabías todo el tiempo, ¿verdad que sí?, que
el viejo tenía razón, aunque te pusieras de abogado del diablo a chucearlo, a
235
punzarlo… (Le acaricia la cabeza como a su padre. De pronto se pone tierno) ¡Mi
pareja de fantasmas!
TELÓN
ACTO SEGUNDO
El escenario está en penumbra, una penumbra que comienza a poblarse de sombras:
gentes que circulan apresuradas, voces que anuncian con claridad: “Lotería, chances”,
“Sabana- Cementerio”,”Guadalupe- Moravia”, “San pedro, entra en la U”. Se escucha un
motor de autobús. Un radio se desgañita con un programa deportivo. De entre esas
sombras y ruidos, cuando cesan, emerge Arturo.
Arturo ___ Yo no sé si mis padres hablaron ese día como los escuchamos antes
del intermedio. Acaso, pienso ahora, tantos años después, debieron de hablar así.
Es difícil, con el tiempo, reconstruir, imaginar, puede que hasta inventar. (Pausa)
Lo que ahora sí sé, de lo que sí estoy seguro, es de aquel día no teníamos
conciencia de que aquello fuese un derrumbamiento. Tenerla habría sido como
hacer literatura. (Pausa) Era, simplemente, un episodio más, una vicisitud más de
la vida cotdiana. Hoy en este preciso día de hoy, para mis entrañables amigos
Beto y Chale Blanco, los hijos de doña Avelina, un hecho así constituiría casi una
degradación. Pero en aquel momento, para nosotros, no; y creo que para nadie.
Nunca, en los años que pasaron, oí en mi casa decir nada semejante.
(Se va. La escena se ilumina y Cristina conversa con su hermana Hortensia, más joven
que ella, pero con alguna leve actitud de solterona. Durante esta escena, y la que sigue,
entran hombres que cargan en silencio los muebles y se los llevan)
Cristina ___ A veces pienso de veras Hortensia, que a la larga esto no es más
que… ¿cómo te lo dijera?, reducirnos un poco. La verdad es que fíjate: nada de lo
que de verdad constituye nuestra vida va a perderse. Ni yo dejaré de ser Cristina,
ni Abel dejará de ser Abel. Separarnos un poco de los hijos… no es perderlos.
Estarán cerca, con ustedes…
Hortensia ___ Conmigo será como si estuvieran con vos.
Cristina___ Será por novelería, pero en el fondo están hasta felices de ire con
ustedes.
Hortensia ___ ¡Si es que pueden estar felices…! Y perdoná que insista.
236
Cristina ___ ¿Y por qué no van a estarlo? Abel me prohibió poner cara triste.
¡Como si tuviera que prohibírmelo! ¿Te acordás de lo que nos decía Brenes
Mesén en el colegio? Estar triste es malsano.
Hortensia ___ Por lo menos demostrarlo
Cristina ___ ¿Y por qué voy a estar triste? Ya te lo dije: ¿He perdido algo que de
verdad sea esencial? ¿Estoy perdiendo a un ser querido? Más bien estoy
sintiendo que me quieren más. No solo vos: también los demás hermanos y
hermanas. Fueron peores días de la enfermedad de Cecilia…
Hortensia ___ Ahorita comenzás como tu marido a hacer la lista de la gente a la
que le ha ido peor… Así se consuela.
Cristina ___ ¿No crees que es una buena manera de consolarse?
Hortensia ___ A mí hasta que me da risa oírlo
Cristina ___ ¿Y reírse no es también una buena manera de consolarse?
Hortensia ___ (Súbita casi violenta) Bueno, ahí afuera tengo un carro de alquiler
para llevarme las valijas con la ropa de los chiquillos. ¿Ya las tenés listas?
Cristina ___ Desde esta mañana.
Hortensia ___ Y otra cosa: Papá quería que fuera una sorpresa, pero esta noche
vamos a comer todos los hermanos juntos.
Cristina ___ ¿En honor a nosotros?
Hortensia ___ Bueno, eso de honor te lo quedo debiendo…
Cristina ___ No entiendo. ¿Entonces… desagravio?
Hortensia ___ ¿Quién te ha… quién los ha agraviado?
Cristina ___ Ustedes no… Yo diría que nadie. Que, tal vez, la cisis.
Hortensia ___ La crisis, la crisis, la crisis, esa nos ha llevado de encuentro a
todos… (Antes de que Cristina diga algo) Sí, ya sé que a vos más, que a vos peor…
Es como si te hubiere caído la casa encima…
237
Cristina ___ (Más filosófica que melancólica) ¿Cuál casa? (Rápida) En todo caso, si
alguna casa se está cayendo, se cae alrededor, no encima de mí.
Hortensia ___ ¡Ah, qué mujer ésta…!
Cristina ___ Es que ya estás vos peor que Abel, hablando de que la crisis nos
afecta a todos.
Hortensia ___ Peor que Abel eso sí que no. Yo, y sería mejor que te lo diga si no
querés que me intoxique, no sé cómo soportás a ese hombre tan abúlico, tan
pasivo, que no se defiende…
Cristina ___ A veces creo que no lo soporto, de veras… pero otras veces
entiendo lo que me dice. Por ejemplo, eso de que no se defiende, lo convierte él
en otra cosa: en que está defendiendo cosas más importantes.
Hortensia ___ ¿Pero es que hay algo más importante que su familia?
Cristina ___ Sí, su familia, dice él. Y afirma que la defiende porque le está
defendiendo… ¿cómo es que dice?... su integridad moral.
Hortensia ___ ¿de dónde sacará esas cosas? ¡De su propia incapacidad para
actuar?
Cristina____ ¡Yo que sé! Debe ser de lo que medita… o de lo que lee. ¿Sabés
una cosa? Yo creo que Abel es el único hombre que ha tomado en serio a las
maestras y al catecismo.
Hortensia ___ ¿Cómo es eso?
Cristina ____Es un hombre que quisiera podértelo explicar mejor: que a la edad
que tiene, ahí donde lo ves, sigue creyendo en las cosas que le inculcaron cuando
niño.
Hortensia ___ ¡Eso sí que está bonito! Ahora va a resultar que es un verdadero
católico, un verdadero cristiano…
Cristina ___ ¿Católico? Pero Hortensia, es el hombre más decreído que hay
238
Hortensia ____ Eso es lo que él supone… pero no se puede ser tan descreído y
tan come cura, y al mismo tiempo andar por la calle ofrecieno la otra mejilla para
que le den.
Cristina ____ ¿Sabés lo que más le preocupa? (Pausa. Silencio de Hortensia) que
los chiquillos, cuando crezcan, lleguen a aborrecer a sus tíos…
Hortensia ____ Si de verdad fuera todo lo cristino que yo digo, más debería
meterles en la cabeza que sean distintos.
(Han cerrado las maletas que contienen la ropa de los muchachos, Hortensia las carga y
la escena se resuelve en una despedida. Cristina se queda sola. Parece meditar. Tal
vez evoca. Su expresión, de labios apretados, es firme. Lentamente entra Mariano.
Cristina parece adivinar su presencia, y se velve súbitamente hacia él)
Cristina ___ Mariano, ¿vos aquí?
Mariano ___ (Suavemente, como trasluciendo sinceridad) Vine a ver si algo se te
ofrecía, si en algo puedo ayudarte…
Cristina ___ (Exageradamente irónica) ¿Cómo hiciste para dejar el almacén aunque
fuera por pocos segundos para venir aquí?
Mariano ___ Creí mi deber venir. Hace tiempo que no conversamos, y yo sé, te
conozco bien, Cristina, que a tu ojos yo soy el único culpable de la situación
Cristina ___ ¿Y cómo lo sabés? ¿Acaso me has oído decirlo? Porque decirlo, sí
lo he dicho… ¿No será que tenés un cargo de conciencia… que sos vos el que
cree que la culpa es tuya?
Mariano ___ (Inalterable) Es posible, en parte. Pero no fui yo quien tomó la
decisión final. Fue, auque sé que nunca me lo vas a creer, el propio Abel.
Cristina ___ No me extrañaría. Cuando vos te proponés algo, Abel termina
pensano lo que a vos se te ocurre, aunque sea lo más contrario a sus propios
sentimientos… Siempre lo has dominado.
Mariano ___ Pero nunca en contra tuya. A todo el que me ha querido oír le he
expresado siempre el alto concepto que te tengo…
Cristina ___ (Agresiva) ¿Y a mí de que me ha servido? ¿Puede saberse?
239
Mariano ___ (Casi burlón, pero sin atreverse a serlo del todo) De satisfacción diría
yo, si te has enterado… Ya has visto los años que llevo viudo… Si hubiese
encontrado una mujer con tu carácter, puede que hubiera pensado… Por lo menos
en alguna que me ayudara a educar a Roberto…
Cristina ___Carantoñas no. Hoy no. A mí me basta con que seas el hermano
mayor de Abel y con que él te quiera, porque te quiere y te respeta. Demos eso
por aceptado. Pero tendrás que imaginarte, porque de tonto no tenés un pelo, que
yo no estoy precisamente agradecida con ustedes… Decime una cosa: ¿les pasó
siquiera por la mente la posibiliad de que la víctima, perdón, el favorecido, fueras
vos o Jorge y no Abel? (Mariano intenta responder ; Cristina le hace un gesto de que no
la interrumpa) ¿Verdad que no? Eso lo decidieron ustedes dos con don Bernardo, y
después se lo avisaron…
Mariano ___ No Cristina, no fue así. Abel estuvo de acuerdo todo el tiempo.
Cristina ___ De acuerdo en lo que ustedes decidieron. En cualquier cosa que
ustede hubieran decidido.
Mariano ___ ¿Y cómo estás tan segura de que no dudamos?
Cristina ___ ¿Dudar? ¿Por qué iban a dudar?
Mariano ___ Si tenés la paciencia de oírme, tal vez yo pueda contarte algo que
estoy perfectamente seguro de que Abel no te ha dicho.
Cristina ___ ¿Me puede interesar?
Mariano ___ (Prepotente por primera vez) Aunque no te intrese, porque la verdad es
que si he venido hoy es precisamente para que lo sepás.
Cristina ___ Muy grave debe ser…
Mariano ___ Como vos querás. Pero es neceario que estés enterada de que la
decisión la tomó el propio Abel
(Entran silenciosmente Abel, Jorge y Don Bernardo y se instalan en sesión, junto
Mariano, frente a Cristina)
Mariano ___ Supongo que no vamos a discutir que los negocios andan muy mal.
Eso todos lo sabemos (hace una pausa) Tenemos que hacer algo. La situación es
240
cada día peor, y en cualquier momento podríamos enfretarnos a una quiebra, con
todas las consecuencias desagradables que eso tiene.
Jorge ___ ¿Se podría llamar a una reunión de acreedores?
Mariano ___ No son las deudas lo que nos tiene tambaleando; es la disminución
de las ventas…más bien la perpectiva de que se nos vayan al suelo. He pensado
en llamar acreedores, pero es como poner un anuncio en el periódico avisando
que andamos mal.
Abel ___ Yo he estudiado a fondo los libros, y vos tenés razón: lo más grave no
es la situación actual sino lo que se viene.
Jorge ___ ¿Y por qué no liquidamos el almacén? No llevaría mucho tiempo, y
algo podríamos sacar.
Mariano ___ No. Tengo fe en que si logramos capear estos meses, cuando la
crisis pase saldremos adelante. Liquidar sería rendirse, y yo no me rindo.
Jorge ___ ¿Entonces?
Mariano ___ Lo que a mí se me ocurre por ahora es reducir gastos
Jorge ___ Parece lógico
Abel ___ Pero ¿por dónde empezamos? ¿Por buscar un local más pequeño y
pagar meno alquiler?
Mariano ___ Podría ser, pero no creo qu logremos economizar mucho así. Lo
que yo he pensado es que podrímos recortar la planilla.
Jorge ___ ¿Despedir personal?
Abel ___ (Irónico) Es lo más fácil… Pero otra vez, ¿por dónde empezamos? ¿Por
arriba o por abajo?
Mariano ____ Es cuestión de estudiar el punto. Si los tres estamos de acuerdo,
podemos revisar el caso…
241
Abel ___ Yo me los conozco de memoria… ¿A quién vamos a despedir primero?
¿A Quincho, que se conoce hasta el último chunche y rincón de la bodega, y que
además tiene cuatro hijos?
Mariano (Filosófico) La necesidad tiene cara de caballo.
Abel ___ Pero no vamos a echar a la calle a un hombre que nos ha servido
fielmente durante seis años… Busquen… buquuemos en otra parte.
Jorge ____ (Vagamente, como para sí mismo) Tal vez al nica Gilberto…
Abel ___ ¿Estás loco? Es el mejor vendedor que tenemos… Además, está medio
enfermo y no va a encontrar trabajo fácilmente. Estaba enfermo cuando llegó
aquí… Hombre, si hasta exilado político es. Aquí no tiene quien le ayude.
Mariano ___ Pero no tiene mayores obligaciones…
Abel ____ Y lo que gana se le va en cuentas de botica. Además, acuérdense de
lo competente que es. Nadie conoce la zona de Limón como él… No, olvídense,
de ninguna manera. Sería inhumano.
Mariano ___ Mientras ha trabajado aquí, le hemos pagado puntualmente. No
puede quejarse. Y algo debía haber ahorrado, digo yo.
Abel ___ ¿Ahorrado? Mira, Mariano, si me das permio me río…
Mariano ____ Todo el mundo debería ahorrar.
Abel ____ Sí, claro, pero el que no ahorra porque no puede, porque no le alcanza,
se convierte para vos ven un pródigo irresponasble. Total, me digo yo, ahorran y
después alguno quierbra y se los lleva entre las patas.
Jorge ___ (Otra vez vagamente, como para sí mismo). ¿Y las dos dependientas?
¿María del Rosario y Margarita?
Abel ___Vos las querés despedir porque son feas. ¡Como si no te conociera! Son
un par de huérfanas, una con una madre que no sirve para nada, y la otra vive
arrimada con unas primas que la tratan mal…
Mariano ___ Como que les conocés muy bien la vida y milagros de todos
242
Abel ___ Es donde mí que acuden con sus problemas.
Mariano ____ Y los convertís en problemass tuyos inmediatamente.
Abel ___ No, no es eso. Lo que pasa es que entonces me siento capacitado para
estimarlos más, y para plantear ante ustedeslas consecuencias que podría tener
un depido repentino… impremeditado. No son nombres en una planilla, son seres
humanos.
Jorge ____ ¿Cómo que impremeditado? Lo estamos meditando aquí.
Abel ___ Lo estoy meditando yo. Y ojalá lo empiecen a meditar ustedes.
Mariano ____Además, no olvidemos que tenemos derecho a despedirlo. El
almacén es nuestro, no de ellos. Ninguna ley puede decirnos lo que debemos
hacer.
Abel ___ Tal vez debería haberla. Por lo menos una ley que nos impida ___ y yo
me incluyo ___ despedir porque sí… (mirando fijamente a Mariano) y pagar los
sueldos qe se nos antoje.
Jorge ____ Ah, no vas a salir con que aumentemos lo sueldos….
Abel ___ No me vengás con esas cosas. Lo que estoy procurando es que no
tiremos al hambre a gente que ha trabajado con nosotros…. ( deja la frase
inconlusa) En fin, creo que soy un voto contra dos… (A don Bernardo) ¿Usted qué
piensa, Papá?
Don Bernardo ___ Yo no me meto. El almacén es de ustedes. Lo que ustedes
digan. Yo no sirvo ya ni para aconsejar.
Abel ____ Dos contra uno. Yo me opongo a que se despida a nadie, y que conste.
Mariano ____ ¿Entonces qué? Ni quebrar, ni llamar acreedores, ni cerrar, ni
disminuir gastos…
Abel ____ Podríamos rebajarnos nuestros sueldos….
Mariano____ (Sin ponerle atención)… ni cambiar el local, ni reducir el personal…
243
Abel ____ Si pudiéramos darles una ayuda al despedirlos… yo no sé… asumir
alguna responsabilidad ante ellos…. Alguien debería tener una respuesta para
eso…Yo no, yo sé que yo no…
Mariano ____ Pues mientras vos la buscás, Jorge yo nos hacemos cargo de
decidir a quién se despide
Jorge ____ Porque es un hecho: este almacén no da ya para…
Abel ____ (Interrumpiéndolo) No sigás, yo lo sé. No da para tres familias. No da
para nosotros tres. Pues lo más sencillo es que uno de los tres se vaya, y me voy
yo. Para dos familias sí da.
Jorge ____ ¿Cómo se te ocurre?
Abel ____ ¡Qué diablos! Yo soy el más joven, y el último que se incorporó a la
firma. Estoy seguro de que a mí no me van a faltar oportunidades. Además, no
se ofendan, soy el más preparado; por lo menos soy bachiller y estudié Derecho
dos años, que de algo sirven…porque yo me amoldo muy bien a cualquier
situación y soy el menos rutinario de la familia… De cualquier manera, fíjense, con
el cambio de gobierno no me será difícil, en el peor de los casos, conseguir un
puesto… Conexiones y paancas no le faltan a nadie.
Mariano ____ Dicen que el marido de una de las amigas de Cristina puede
resultar ministro…
Abel ____ Aunque no resulte. Nosotros somos gente conocida y tenemos buena
reputación, ¿no es así? ¿Quién le va a negar un puesto público a Abel, el chiquito
menor de don Bernardo Cordero? A ustedes tal vez, pero a mí no… Además,
hace años tengo la comezón de probar fortuna en otra cosa.
Mariano ___ Te estás exaltando demasiado.
Abel ___ Claro, porque cada vez me convenzo más de que esa es la solución…
para los tres.
Mariano ____ Pero eso no quiere decir que vas a perder tus acciones.
Abel ____ Calro que no. Bastante me he matado trabajando aquí. De todos
modos, en mucho tiempo no habrá dividendos. Pero cuando la crisis termine, y
los haya…
244
Mariano ____ De acuerdo.
Abel ___ Otra cosa: hace un tiempo compré un seguro de vida bastante alto, que
me puede servir para la educación de Arturo. Sólo eso les pido: que siga el
almacén pagando las primas.
Jorge ___ Por supuesto.
Abel ____ (Como para sí mismo) Tendré yo también que reducir gastos… buscar
una casa más barata.
Don Bernardo ___ Se me ocurre, en eso de la casa una idea…
(Desaparece la reunión. Están otra vez Cristina y Mariano frente a frente)
Cristina ___ Todo eso es falso, es falso…
Mariano ___ Yo podré ser todo lo que vos pensás, Cristina, pero yo no miento.
Cristina ____ El que mintió fue Abel. ¿Sabés lo que de veras pasó? No se
necesitan ni dos dedos de frente para adivinarlo. De alguna manera, Abel se
orgullo o por evitarles una mala concencia, que de todo es capaz…
Mariano ____ ¿No crees entonces que pensó seriamente en los empleados?
Cristina ____ ¡Claro que pensó! Pero tal vez lo hizo, esperando… no, seguro no
lo eseró pero yo sí lo hubiera esperado, que ustedes dos le disputaran,en nombre
de los empleados, el privilegio de ir a buscar fortuna a otro lado… ¡Fortuna de
empleado público!
Mariano ____ La decisión la tomó él. Nosotros la respetamos.
Cristina ____ Hay decisiones que nunca se sabe quien las toma… Don Berardo,
en todo caso, vino a explicarme que el departamento que Abel dirige es el que
menos importancia tiene en estos días.
Mariano ___ Eso también nos lo dijo Abel.
Cristina ____ Sí, pero después de que don Bernardo lo había pensado…y de que
ustedes le ayudaron a pensarlo.
245
Mariano ___ Estás empeñada en vernos a Jorge y a mí como unos delincuentes.
Cristina ____ Ya no. Ahora pienso que se aprovecharon de la debilidad de Abel.
Mariano ____ ¿Debilidad? ¿Así lo calificás?
Cristina ___ Claro que no. Nunca. Pero ustedes sí… Para ustedes, todo eso de
los empleados es pura debilidad. Y una de dos: o se sorprendieron de que alguien
fuera capaz de ofrecerse como voluntario para el matadero, o se rieron de él.
Preferiría pensar lo primero.
Mariano ___ No te puedo quitar ninguna idea de la cabeza. Pero querría que
comprendieras bien la situación. Estamos pasando días terribles y probablemente
los veremos peores. Ya la vida no es como antes. Ahora nos respetarán por lo
que tengamos, no porque nuestro abuelo ―hizo patria‖ y cuando murió dejó a sus
hijos buscando empleo. El que quiera sobrevivir ahora, tendrá que ser agresivo,
implacable, casi que sin escrúpulos.
Cristina ___ (Reflexiona) Y eso… ¿no es una quiebra?
Mariano ___ ¡Qué va a ser una quiebra! Al contrario, cuando salgamos de esto
vendrá una época mejor, de prosperidad, de riqueza abundante, de grandes
negocios… Pero solo disfrutarán de ella los que hayan demostrado aptitudes para
sobrevivir, habilidades para sostenerse…
Cristina ____ Y Abel no es de esos. Comprendo. El almacén como vos lo
vislumbrás ahora, no necesita de hombres como Abel, sino…
Mariano ____ Decilo de la manera que se te ocurra… Abel no tiene vocación para
hacer dinero; esa es la verdad y él la comprende.
Cristina ___ Por eso, tus implacables leyes económicas y de selección natural
indican que no podrá, que no debe sobrevivir, que sería un náufrago, y que para él
no habría un sitio importante. (Pausa) Vos en cambio, Mariano, naciste para hacer
dinero.
Mariano ___ (Casi modesto) A veces pienso que sí.
Cristina___ Nunca te he conocido otra vocación, otra afición.
246
Mariano____ Estoy formando otras disciplinas. Y soy ambicioso. Profundamente
ambicioso.
Cristina ____ Siempre lo he sabido. Una vez escuché a don Bernardo decir que
de sus tres hijos, Mariano es el que debió nacer en un ambiente grande… Sólo
que entonces, en vez de tener un problema pequeño con un hermanito buenzazo,
te habrías tirado desde un noveno piso a Wall Street.
Mariano ____ No soy hombre que se suicide, Cristina
Cristina ___ (Sin concederle importancia a lo que dice) Abel tampoco.
Mariano ___ Abel tampoco. Hace cincuenta años, o cien, habría sido el más
importante de los tres hermanos. En lo que yo preveo para el futuro, no hay
campo para él.
Cristina ___ Ya confesaste…
Mariano ____ Pero hay cosas que, como hermano, te prometo y juro. Primera,
que ayudaremos en todo lo que se pueda, pagando por ahora el seguro de vida de
Abel puntualmente, porque es el ahorro de su vida; y tal vez más tarde, si nuestra
situación mejora, en otras formas. Y también, que sus acciones del almacén no se
tocarán jamás, y que cuando logremos que produzca dividendos, los recibirá.
Cristina ___ Ojalá sea así, porque yo no creo ya en nada.
Mariano ____ No puedo evitarlo (Baja la cabeza) No quisiera que los lazos de
familia se rompieran.
Cristina ___ Me temo que estén rotos… Y en todo caso, vas a acordarte de mí,
los que no estén destruidos se aflojarán. Y ustedes no volverán a ser una familia.
Nunca. Claro, que a vos hay cosas que te interesan más que un disparate como
la familia…
(La escena se oscurece, pero queda la figura de Cristina ilumninada. Arturo regresa)
Arturo ___ Vamos vieja, lo que le pasó al tío Mariano es que se adelantó a su
época.
Cristina ___ (Saliendo violentamente) No hagás chistes
247
Arturo ____ (Al público). Sí, fue un pionero de la sociedad que hoy vivimos, de la
que yo formo parte, de la que forman parte ustedes… ¡Esa carrera de ratas!
(Pausa) Nunca regresó mi padre al almacén, por una sencilla razón: lo vendieron
años después. Ya para entonces mi padre se había recuperado parcialmentre. Mi
madre había muerto y mi tío Jorge había liquidado todo para irse a vivir a Nueva
York. Yo era un hombre y mi tío Mariano estaba millonario. ¡Vueltas que da el
mundo! Conforme más rico se hacía, se ponía más viejo y se quedaba más solo.
Y llegó a ser dueño de muchas empresas nuevas y de muchas sociedades, con su
hijo Roberto, que salió genial para los negocios… Problemas de diversificación y
de Tributación, y cada negocio nuevo que emprendía lo colocaba a nombre de una
compañía distinta. Hasta que un día cometió un error (la escena se ha iluminado…
Mariano está sentado en un sillón) ¡Tío Mariano!
Mariano ___ Hola, hijo, cuánto tiempo sin verte.
Arturo ____ Usted sabe, tío, el trabajo, las obligaciones, la familia…
Mariano ___ Todos pasamos por eso. ¿Y en tu casa?
Arturo ____ Todos bien y creciendo. (Hay cierta cordialidad en su tono) Ya tengo
hijas en el colegio
Mariano ___ La vida se va volando… Ya yo me estoy acercando a los ochenta.
Arturo ___ (Ahora sí con cierta sorna) Pero siempre activo, siempre en la pelea…
Mariano ____ Es mi vida… trabajar…
Arturo ___ Así me gusta… (Pausa. Transición) Una cosa, tío, y para eso lo vine a
ver. Tengo interés en obtener datos sobre ese empréstito que consiguió usted con
un banco suizo para hacer inversiones de desarrollo…
Mariano ___ ¿Tenés algún negocio en mente para proponernos?
Arturo ___ Sí, hay uno bastante grande. Espero que los intereses que ustedes
paguen sean lo suficientemnte bajos como para que puedan prestar en
condiciones favorables.
Mariano ___ No te preocupés, que podemos prestar barato y obtener un buen
margen. Además de que la suma con que contamos es fuerte…
248
Arturo ___ ¿Habría que entenderse con Roberto, o directamente con usted?
Mariano ___ Conmigo
Arturo ___ Otra cosa… Como usted controla tantas sociedades y compañías…
¿a quién hay que dirigirle la solicitud de crédicto?
Mariano ___ A ―El progreo, Sociedad Anónima!; esa es la compañía que recibió
los fondos y que figura como acredora en las operaciones…
Arturo ____ (Casi poético) ―El Progreso, Sociedad Anónima‖… El nombre me
suena familiar… Almacén El Progreso. ¿No es esa la sociedad que fue dueña del
almacén?
Mariano ____ Sí, por supuesto…
Arturo ___ Tío, tal vez a usted se le ha olvdado, o tal vez es que no lo sabía, pero
mi hermana y yo somos dueños de la tercera parte de las acciones en esa
sociedad…
Mariano ___ No, hijo, no es cierto. Tu padre, antes de morir, me traspasó sus
acciones como pago de la póliza de seguro que yo le atendí…
Arturo ___ No, tío. Papá no firmó ese traspaso. El abogado suyo le llevó los
papeles para que los firmara… pero no tuvo tiempo de firmarlo…
Mariano ___ No me lo explico… Yo tendría que saberlo…
Arturo___ Mire, tío, una de las ventajas que tiene la época que vivimos, es que no
sólo los hijos de las viejas familias triunfan… Su abogado, por ejemplo…
Mariano ___ Sí, claro, mi abogado, el Licenciado Blanco, es un ejemplo. Un
muchacho de familia humilde…
Arturo ___ Tan humilde, que usted mismo no sabe de dónde salió. Hijo de un
sastre medio ciego que vivía por casa. Beto Blanco y yo somos íntimos amigos
desde la infancia, y él se enteró de todas las que nosotros pasamos en mis días
de liceísta, cuando Papá era empleado público… A pesar de todo, Papá, yo no sé
cómo, le ayudó a estudiar… Beto Blanco me hizo hace tres meses, un pequeño
favor: no avisarle a usted que Papá había muerto sin firmar… Somos socios otra
vez, tío… con banco suizo y todo.
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(La escena se oscurece. Arturo avanza el proscenio y se pasea pensativo, antes de
reanudar su conversación con nosotros)
Arturo ___ Ustedes saben que la vida me ha obligado a veces a ser como mi tata
no quería. Es culpa de mi generación. Y sin embargo… (Reflexiona) ¿Seremos
distintos? Algunos se salvan y otros no… Queríamos ser distintos y yo no sé si lo
somos… Todo lo que nos rodea, todo lo que me rodea a mí y los rodea a ustedes
es un impulso, un acicate que nos obliga a vivir como unos locos… (Pausa) Los
años que viví con mi abuelo y mi tía, ustedes no van a creerlo fueron, en alguna
forma, felices… Estábamos los pobres que ustedes pueden suponer. Pero la
gente tiene capacidad para ser feliz… Una felicidad intangible, no pregonable,
revestida de cierta tristeza. Es como si las cosas se hubiesen hecho para que mi
hermana y yo pudiéramos entederlas ahora… (Pausa) En fin, yo no recuerdo con
amargura aquellos años, y mucho menos a mi tía soltera y a mi abuelo don
Cristian que tenía unas maneras extrañas de manifestarle a uno su cariño sin
decírselo.
(Junto Arturo está don Cristian, que le pone una mano en el hombro. Es el mismo actor
que hizo de don Bernardo, pero con otro atuendo)
Don Cristian ____ No deja de ser una ventaja para mí tenerte aquí conmigo.
Ahora voy a tener quien me acompañe al cine, como tu tía Hortensia es medio
maniática, no le gusta, y a mí tampoco me gusta ir solo. Ojalá te gusten las
mismas películas que a mí… de aventuras y de miedo. Mañana estrenan una que
quiero ver. Ojalá te interese: se llama ―Frankenstein‖.
Arturo ___ (Mientras don Cristian desaparece) ¡Qué le iba a importar ―Frankenstein‖
a mi abuelo! El que estaba como loco por verla era yo.
(Aparece Cecilia)
Cecilia ___ (Cantando) Ambo, ambo, ambo, matarilerilerón… (Ve a Arturo) Arturo,
¿no has visto a Celia y a Lilia?
Arturo ___ Por ahí andan, jugando en la esquina de abajo… (Cecilia corre a
unírseles. Luego oímos a las niñas que juegan. Al público) Yo a veces me pregunto,
cuando recuerdo aquel abril de 1932, qué fue lo que realmente desalojamos…
¿esta casa?, ¿esta calle?, ¿sólo eso? Salimos casi tristes de una casita modesta
y a la que hoy, palabra de honor, ustedes y yo nos sentiríamos enteramente tristes
de entrar… Así somos… ¿Qué fue lo perdimos de camino? (El ruido de la calle de
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hoy vuelve a aparecer y es estruendoso) ¿Sería solamente el silencio lo que
perdimos?
(Anochece. Abel regresa a su casa. Cristina se ha vestido para salir, con un abrigo y
sombrero. Luego aparece Cecilia, y Cristina le pone un abriguillo ligero)
Abel ___ Creo que ya es hora de irnos… y nada de hacer escenas despidiéndose
de la casa…
Cristina ___ Nadie las va a hacer.
Abel ___ Y ese muchacho, ¿dónde anda?
Cecilia ___ Seguro jugando en la esquina
Cristina ___ (Parece asomarse a la puerta para llamarlo, como en la mañana) ¡Arturo!
Arturo ___ (Sin oírla) Una de las cosas que me duelen en mi vida, es no haber
tenido nunca una converación a fondo con mi padre. Lo adiviné apenas. Ahora sí
lo conozco. Era muy simpático y sabía muchas cosas… Claro, que muchas veces
hablamos, de temas corrientes… Pero esa coonveración profunda, dramática, tal
vez emocionante que ustedes pueden haber estado esperando, no… (La familia
comienza a salir de la casa)
Cristina ___ ¡Arturo…!
Arturo ___ Voooy… (Al público) Me llaman; ¡qué gente más impaciente! Bien, les
contaba que a mi padre le dieron un puesto en el correo, eso le obligaba a viajar
mucho, por todo el país..
Cristina y Cecilia ___ (A dúo) ¡ Arturo.!
Arturo ___ (Impaciente) Ya voy, ya voy… (Al público) En vacaciones y algunas
veces lo acompañaba… En un verano me llevó a Puntarenas… Allí conocí a un
muchacho de mi misma edad, e hicimos una amistad que duró toda la vida.
Cecilia ___ ¡Arturo, lo llaman!
Arturo ___ Se llama Rodrigo Facio (Hace una larga pausa) Durante años,
hablamos, discutimos, hicimos planes… Una vez le cité una frase de mi padre:
―La vida es un acto de solidaridad‖, y se entusiasmó. Tenía que haber una
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manera de ponerla en práctica, no de predicarla sino de que la gente, tal vez sin
estar consciente de ella, la viviera… (Pausa) La podríamos poner en bronce aquí,
en este edificio… iba a decir en este Centro de Estudios… que se va a construir
aquí. Me tocaría a mí inaugurarla, porque no sé si les dije que soy el…
El obrero joven __ (Entra, lo interrumpe) Señor, parece que ya podemos comenzar
la demolición. (Mira su reloj) Ya son las ocho de la mañana.
Cristina ___ ¡Arturo, que ya son las seis de la tarde!
Arturo ___ (Al obrero) Por lo que veo, me toca a mí la ceremonia de quitar la
primera piedra.
Abel ___ (con voz suave) Arturo…
Arturo ___ (Al obrero) Esperate un momento que ya llego.
Abel ___ Poné en bronce lo que te dé la gana pero anónimo.
Arturo ___ (Haciéndole un gesto alegre) Ya lo estaba pensando, viejo.
Cristina ___ Arturo, ¿ya te despediste de Beto y de Chale? (Levanta una mano en
dirección de la casa) Bendice, Señor, esta casa donde fuimos felices (Queda con el
brazo en alto)
El obrero joven ____ Don Arturo, yo no sabía que usted había vivido en esta
casa. ¿No le duele botarla?
Arturo ___ (Titubea) Pues viera que no…
El obrero joven ___ Ah, claro, lo importanre no es lo que se derriba sino lo que se
construye.
Abel ___ (A Arturo) Apuntá esa otra y grabala en bronce también.
El obrero joven ___ ¿Vamos, don Arturo?
Cristina ___ ¿Vamos, Arturo?