Carbonell C. (2013), “La ficción como hipótesis dialéctica. El prisionero liberado regresa a la...
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La ficción como hipótesis dialéctica. El prisionero liberado retorna a la caverna.
CLAUDIA CARBONELL
“–¡Siempre diciendo lo mismo, Sócrates!
–No sólo lo mismo, Calicles, sino también sobre las mismas cosas”.
Gorgias, 490e
La escena inicial es aparentemente idéntica a la de cierre: unos hombres atados de
pies y manos mirando imágenes proyectadas en una pared que hace las veces de
pantalla. Un doble murmullo de fondo: un eco, que parece provenir de las figuras
representadas, y los comentarios de los prisioneros entre sí. La primera y la última toma
son exactamente iguales. Tantos esfuerzos y, podemos suponer, parejas ilusiones, para
terminar en las mismas. ¿Acaso no ha sucedido nada? ¿No ha sido liberado un
prisionero, tras un primer intento fallido, y se ha encumbrado a las más altas cotas del
saber? ¿No se ha percatado de los artefactos de los cuales las imágenes eran sólo
representaciones? ¿No ha examinado con fascinación las cosas reales, de las que los
artefactos no eran sino imitación? ¿No ha visto su propia imagen reflejada, como en un
espejo, en el agua? ¿No ha quedado deslumbrado por mirar de frente al sol? Sí. Pero, al
final del día, acaba de nuevo en la caverna. Como uno más. Sin embargo, aunque la
puesta en escena sea idéntica, el prisionero liberado y retornado tiene un secreto. Un
secreto que intenta, sin éxito, compartir con los demás. Un secreto que terminará
costándole la vida. De cualquier manera, un oficio peligroso, casi asimilable al juego del
doble espía. Nadie podrá negar que se trata de dos modos radicalmente distintos de
habitar la caverna.
La cuestión acerca de la cual se nos ha convocado a reflexionar, “La suplantación
del saber en la sociedad contemporánea”, admite diversas lecturas. Veo, por lo menos,
dos. Por una parte, podría hacer suponer que en épocas anteriores –¿la modernidad?–
había algo así como un saber, un cierto status de certeza o de acuerdo sobre qué era el
conocimiento, cuáles eran sus condiciones de posibilidad y cómo se accedía a él, y que
éste ha sido suplantado (por sucedáneos) en la sociedad contemporánea. Pero también
cabe, de entrada, otra lectura: que la suplantación sea de algún modo un factor
concomitante al mismo conocimiento, un invitado no deseado, pero que se hace siempre
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presente en el festín del saber. Esto es, que la posibilidad de suplantación del saber sea
tan originaria como, o incluso más originaria que, el saber mismo. Dicho en otros
términos, que el conocimiento no es naturaleza, sino más bien un rendimiento de la
libertad, que no se alcanza espontáneamente, sino tras un arduo esfuerzo por ver más
allá de lo que aparece, de la imagen que, sólo tras el conocimiento, se revela como
imagen, representación o suplantación.
En las líneas que siguen, me voy a decantar por una interpretación de esta segunda
postura, en cuanto aparece como una reedición de la perenne dualidad
realidad/apariencia o, mejor, con los términos invertidos: apariencia/realidad. Apelar a
la experiencia griega para entender la nuestra parece requerir hoy de justificación. Se
podría objetar, ya de entrada, que la coyuntura nuestra es completamente otra, marcada
por las revoluciones científicas y tecnológicas (¡alguien incluso podría añadir que
pedagógicas!) y que eso nos sitúa en un momento radicalmente distinto,
inconmensurable con la situación griega del siglo V. No puedo sino estar en desacuerdo.
“Los mismos griegos tenían una frase que resume perfectamente el sentido con el que
fueron más allá que sus predecesores y contemporáneos. Es la frase lógon didónai. El
impulso ‘a dar un lógos’ era típicamente griego” (Guthrie, 1984, 48). Esa es la
característica fundamental que Occidente heredó de los griegos, y que supuso para
nuestra cultura algo así como un sello sacramental. Lo que quisiera aquí defender es que
aquello que definió las entrañas de nuestro estilo de vida, ese deseo casi instintivo (pero
no por ello natural o espontáneo), ese impulso de comprender lo real como real, lleva
tiempo amenazado. O quizá, y es parte de lo que pretendo discutir en este espacio, nació
bajo la sombra de su amenaza, intentando conjurarla para obligar a comparecer a la
verdad. Para argumentar esto, me valdré de la figura de la caverna que, según mi
entender, constituye una especie de hipótesis (ficción) dialéctica, que permite
remontarse hacia los principios que posibilitan el mismo conocimiento.
Para abordar la metáfora desde esta perspectiva, examinaré dos factores que,
según algunos estudiosos, marcaron el desarrollo cultural del siglo V: la escritura y el
nuevo tipo de oralidad dialéctica instaurada por los socráticos. A mi juicio, esas
variables son las que han hecho posible otra manera de habitar la caverna, la del
prisionero liberado. En su respuesta al cambio cultural que sucedió en la Grecia de los
siglos IV y VI A.C. –no menos significativo que el que podemos estar atravesando–, los
socráticos estuvieron en la vanguardia de rescatar y de llevar a otro plano ese aspecto
que he indicado como marca heredada de la cultura griega: el intento de dotar a la
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totalidad de lo real de un lógos, de comprensión. Al hilo de la discusión, plantearé si se
trata de cuestiones irrenunciables para la filosofía y para el desarrollo del conocimiento.
1. Escritura, lectura y oralidad dialéctica. La forja del pensamiento
conceptual
1.1. De la oralidad mimético-poética a la escritura
A partir del trabajo conjunto desde diversas disciplinas –filología, teoría de la
comunicación, antropología, historia de los conceptos– varios autores (entre ellos,
Havelock, 1963, 1978; McLuhan, 1962, Finnegan, 1977, Ong, 1982) han llegado a la
conclusión, hoy ampliamente aceptada, de que oralidad y escritura son fenómenos
culturales que ejercen un papel omnicomprensivo en la configuración del pensamiento
humano. La oralidad y la escritura no describen principalmente formas de comunicación
sino, más propiamente, de pensamiento y de condicionamientos mentales. El paso de la
oralidad a la escritura supuso una auténtica revolución en la tecnología de la
comunicación, y, con ello, una revolución del pensamiento. Este cambio no afectaría
sólo a la estructura comunicativa, sino, fundamentalmente, al modo de pensar de los
hombres.
Hasta finales del siglo V A.C., la educación griega consistía, fundamentalmente,
en el conocimiento de los poemas homéricos. Como bien sintetizó Jenófanes, “desde el
principio, todos habían aprendido de Homero” (DK, Xenoph. B 10). Homero y Hesíodo
fueron los referentes ineludibles de la educación en la Grecia arcaica (Jaeger, 1967: 48-
83). No se trata sólo de que el poema y el mito sirvieran de instrumento o de canal de
trasmisión de conocimientos, sino que esa tradición oral había constituido por siglos el
eje de la cultura y de la formación de los griegos. Había dado forma, había moldeado, el
espíritu griego.
Para nosotros, habituados ya a otro modelo cultural, las historias, los mitos, los
cuentos, tienen un carácter superfluo, como algo contrapuesto a las necesidades
perentorias de la vida. Incluso la poesía y la literatura para muchos aparecen como un
adorno, no como una exigencia. Ahora bien, en las culturas orales, lo fundamental se
trasmite por ese medio, también él fundamental. La poesía, la poesía declamada, no es
un ribete, ni el canto del aedo o el juglar un espectáculo, sino la forma esencial de
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transmisión del conocimiento. Esto es, tiene carácter de necesidad para la permanencia
y continuidad de dicha cultura.
En los siglos V y IV asistimos a una sustitución paulatina del principal medio de
educación, desde la oralidad hasta la escritura. Los factores sociológicos, culturales y
políticos que inducen este cambio son extremadamente complejos y no es éste el lugar
para analizarlos. Sólo conviene anotar que uno de esos factores es la preeminencia que
adquiere la polis –con su correspondiente estilo de vida– sobre la mentalidad de la vida
rural, dominante en los siglos anteriores. Eso supone también un cambio en el modelo
humano, en el que el ideal heroico, del rey héroe, cede paso al ideal del ciudadano
plenamente incorporado a las vicisitudes de la polis. La revolución cultural que supuso
el advenimiento de la escritura es una revolución citadina. Incluso en las sociedades
actuales, la cultura rural mantiene predominantemente rasgos orales.
Entre los siglos V y IV se produce entonces una decantación sosegada y ya
irreversible hacia una cultura de la escritura. Hay testimonios de que a principios del s.
IV, los niños eran instruidos en las escuelas en la lectura y escritura (Platón, Protágoras
325e, Havelock, 1982: 39-40). De acuerdo con Kullmann, 1990: 319, la cultura escrita
estaba ya prácticamente establecida a finales del siglo V.
Puede aducirse, con razón, que el invento de la escritura data de siglos anteriores.
Sin embargo, su aprendizaje estaba reservado a unos pocos, su uso orientado a unos
oficios concretos y poco creativos, y dicha instrucción sucedía de ordinario en edades
maduras. Con la introducción del aprendizaje de la escritura en la escuela, se dio paso a
lo auténticamente revolucionario: leer. En efecto, una cosa es escribir para llevar un
registro y otra cosa muy distinta es que todos los instruidos (por lo visto, en el siglo IV
ya casi todos los ciudadanos) pudieran acceder a esos registros y a todo lo que a alguien
se le ocurriera escribir.
Por otro lado, no sobra hacer caer en la cuenta de que escribir no es solamente
transcribir lo oral, poner lo mismo que se dice en el papel. La cultura de la escritura
exige un ejercicio distinto del que supone la oralidad, el cual consiste principalmente en
contar historias según un antes y un después. Se trata de una técnica que se aprende a
dominar, y que estructura el mismo pensamiento. Esto es, la escritura forja un estilo de
pensamiento distinto al del modo oral. El estilo oral, que seguimos dominando en
nuestra cotidianidad, está teñido de la anécdota, del suceso, de la historia. Lo escrito
exige un mayor nivel de conceptualización: conlleva aprender a abstraer, a reducir todos
los casos particulares a un término general, a reducir la anécdota o la historia a una idea.
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Esto es, a elegir, dentro de la maraña de la historia, cuáles son los datos fundamentales y
sujetar la historia al mínimo conceptual: sustituir lo episódico y narrativo por lo
conceptual y argumentativo. Y, en no menor medida, dominar el “difícil arte de sujeto-
verbo-predicado”, como le gusta decir a Alejandro Llano. Aunque saque una sonrisa, no
es broma dominar esa técnica. Requiere de un aprendizaje. Y, culturalmente, también
hubo de suponer un aprendizaje colectivo. El entrenamiento en el proceso que supone el
conceptualizar se extiende con la escritura.
La sustitución del modelo poético-oral por la escritura hizo menguar el papel de la
oralidad en el proceso educativo, y acabó por convertir a la poesía en una cuestión
prácticamente marginal, casi perteneciente al ámbito de lo privado. A la escritura se le
entregó entonces esa tarea que antes detentaban los aedos: la de transmitir el
conocimiento. Como es de esperar, estos dos esquemas culturales han coexistido
durante siglos. Basta pensar en la cultura oral –ya no ligada a la épica, sino al cuento y a
la instrucción religiosa– que predominó en los pagos medievales y que, de alguna
forma, aún persiste en ambientes rurales de sociedades más o menos avanzadas. Puede
incluso decirse que hasta la modernidad, con la invención de la imprenta, el modelo de
pensamiento que se sigue de la escritura y la lectura no penetró todo el tejido social.
Ahora bien, la revolución que McLuhan cifrara en la invención de la imprenta había
comenzado para Occidente alrededor de dos milenios antes, entre los siglos V y IV
A.C., si bien sólo alcanzaría su cénit con la imprenta.
A pesar de ello, el cambio que se produjo durante los decenios que se conocen
como “la Ilustración griega”, produjo una transformación fundamental en el modo de
pensar. En esa ventana del tiempo se dio el cambio irreversible desde la tecnología de la
comunicación poético-mimética a la tecnología de la comunicación basada en la
escritura. No se trata, ni mucho menos, de una cuestión externa, de forma, de si el
conocimiento (neutro) se transmite a través de la escritura o de modo oral (o, si
queremos, a través de un podcast). En el ámbito de lo humano, la forma no es extrínseca
al pensamiento. En concreto, el estado de cosas que se siguió de la extensión de la
escritura a amplios sectores de la sociedad es otra manera de entender el paso del
mythos al lógos, más allá de una cuestión privativa de los ámbitos filosófico y
científico: constituyó en sentido estricto una revolución cultural. En efecto, mythos y
lógos son dos términos originalmente sinónimos, que significan “palabra”. Sin embargo,
¡cuánta distancia entre uno y otro!: la distancia que sólo pudo imponer la introducción
universal de la escritura. “Muchas de las características que hemos dado por sentadas en
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el pensamiento y la expresión dentro de la literatura, la filosofía y la ciencia, y aún en el
discurso oral entre personas que saben leer, no son estrictamente inherentes a la
existencia humana como tal, sino que se originaron debido a los recursos que la
tecnología de la escritura pone a disposición de la conciencia humana” (Ong, 1982: 11).
En los años 60, en su Prefacio a Platón, Havelock propuso la tesis de que Platón
no sólo había sido testigo privilegiado, sino hasta cierto punto protagonista, del
momento de desarrollo cultural excepcional que le había tocado en suerte vivir. El
filósofo ateniense, en clara sintonía con la tradición filosófica anterior, hizo una crítica
demoledora al esquema oral poético-mimético que, como hemos dicho, era algo más
que un simple envoltorio, porque animaba todo un modo de vivir y, sobre todo, de
pensar. En varios pasajes, Platón muestra una cierta reserva, o más bien, una crítica
clara, a la oralidad poética-mimética. Es un lugar común recordar la expulsión de los
poetas que sucede en República (394d, 398a-b, 595a). Efectivamente, las duras palabras
y la crítica sistemática de Platón a la poesía, exige pensar que el blanco de sus ataques
“no puede ser la poesía en el sentido nuestro, sino algo más fundamental en la
experiencia griega, y más poderoso” (Havelock, 1963:4).
Platón estaría en la línea avanzada de ese cambio cultural. De hecho, es el primer
filósofo en el que uno encuentra semejante profusión de escritura. Por ello puede
decirse que la filosofía comienza en firme con Platón. El papel de los presocráticos, si
bien no se debe menospreciar, es de preámbulo, como su misma denominación histórica
ya lo anuncia, al ubicarlos como antecedentes de la gran escuela socrática. De acuerdo
con Havelock y otros estudiosos, Platón es uno de los forjadores de esa nueva cultura de
la escritura. Los presocráticos, que viven todavía en una cultura oral, preanuncian este
cambio. Sin embargo, se mantienen dentro de los parámetros de la oralidad: Parménides
y Empédocles escriben siguiendo el hexámetro de la poesía tradicional y Heráclito
escribe aforismos fáciles de memorizar. Todo ello muy lejos de la prosa que luego
constituiría el estilo propiamente dialéctico de la filosofía. Los filósofos presocráticos
continúan la misma lógica de la oralidad mimética, la forma sigue siendo la misma, si
bien no el contenido. El carácter en cierta medida dogmático y poco argumentativo de
los fragmentos que conservamos no responde únicamente al hecho de que sean
fragmentos: los moldes de la oralidad imponen un estilo de pensamiento que, si bien
trata de generalizar y buscar un orden subyacente a los acontecimientos y buscar
explicaciones impersonales, sin embargo, sigue sujeto a la estructura mental que impone
la oralidad.
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Ahora bien, junto a ello, puede decirse que ya hay en los filósofos de la naturaleza
una crítica a la oralidad poético-mimética, de la mano de su invectiva contra la religión
tradicional. Vale la pena recordar que el instrumento esencial de dicha religiosidad era
la oralidad y su adalid, el aedo. Esto queda ejemplificado en la preeminencia del
poeta/profeta sobre el sacerdote, cuya función cultual no requiere de ningún tipo de
intervención divina, como sucede con el vidente y el poeta. “En Grecia los sacerdotes
eran funcionarios encargados de proporcionar el sacrificio y el culto que los dioses
esperaban… Los videntes se ocupaban de la interpretación de los presagios… Pero las
cuestiones relativas a la naturaleza de los dioses y al origen del mundo eran todavía
asunto de los poetas” (Cornford, 1987: 177). Los mitos que sustentaban la teología
homérica y hesiódica estaban en constante modificación y corrección, debido a la
función profética del poeta, cuyas fronteras no pertenecían a la clase sacerdotal.
Siguiendo aún a Havelock, fue el cambio en la tecnología de la comunicación,
desde la oralidad hacia la escritura, el que permitió el nacimiento en firme de la
filosofía, porque sin escritura no hay abstracción ni conceptualización continua. Por ello
Havelock llegó a afirmar que la intelección, así como la conciencia de ser un sujeto, es
la contraparte del rechazo de la cultura oral (Havelock, 1994: 200, 217-219 y ss.) y
comenzó con la escritura. Si bien podría hablarse de una experiencia de abstracción o de
inmediación pre-lingüística, en el ámbito ordinario de la comunicación y de la cultura –
en el mundo de la vida–, la capacidad de elevar las situaciones coyunturales a conceptos
abstractos está unida al dominio del lenguaje y, en concreto, de las formas escritas de
lenguaje. El pensamiento analítico (que supone la distinción entre diversos predicados y
entre sujeto y predicado) fue posible por los efectos que la escritura tuvo en los procesos
mentales. La escritura permite un discurso autónomo, desprendido del autor (Ong,
1982: 78). Como ya viera Hegel, el aprendizaje de escritura y lectura desplaza la
atención de lo sensible concreto hacia lo formal y es, por ello, un medio de formación
infinito (Hegel, 1987: §459, 339).
Y, no en menor medida, permite la idea de totalidad (el texto), en el que los
diversos elementos adquieren sentido. Sin esa ficción de la totalidad, no es posible la
definición en cuanto distinción de contenidos conceptuales que se diferencian unos de
otros y del conjunto. No cabe duda de que se trata de uno de los factores –junto con
otros– que contribuyó a hacer posible la filosofía, al permitir la abstracción, el
pensamiento analítico y la argumentación continua y según reglas, necesaria para el
avance del conocimiento filosófico y, con él, de la ciencia. La escritura
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(inseparablemente unida a la capacidad de leer), no es principalmente una ayuda a la
memoria, sino que ha dado forma a la capacidad intelectual del hombre moderno. La
escritura introduce una distancia respecto de lo conocido, que podemos llamar ya
objetivación. En la palabra oral, por el contrario, aún hay mucho de inmediatez y de
naturaleza, frente a la ficción, al artificio, que es la escritura.
Las líneas de fondo de esta revolución, que se han descrito más arriba, son
también valiosas como materia de reflexión para nosotros. Allí donde en nuestra época
la lectura y la escritura han cedido terreno a otros tipos de tecnología de la
comunicación, puede hablarse de una cierta involución en la capacidad
conceptualizadora y argumentativa. Si bien se trata de una afirmación que necesitaría
mayor apoyo para afirmarse de manera contundente, quienes nos dedicamos a la
enseñanza tenemos que habérnoslas con ese retroceso en la capacidad de elevar a
concepto las situaciones cotidianas que notamos en las nuevas generaciones, de cuyos
procesos de aprendizaje somos testigos también privilegiados. Si se completara de
manera significativa ese cambio en la tecnología de la comunicación, supondría también
a largo plazo un cambio en los modelos de pensamiento. Pero todo ello está por verse.
1.2. De la escritura a la oralidad dialéctica
Si, como hemos dicho antes, Platón fue un personaje fundamental en la
instauración de la nueva tecnología de la comunicación basada en los procesos de
lectura y escritura, no por ello fue su defensor acrítico. Platón no cuestiona la oralidad
poético-mimética para lanzarse sin más, de manera irreflexiva, en brazos de la escritura,
como si de una nueva amante se tratara. El caso de Platón, y con él, del inicio de la
escritura filosófica, tiene más matices. No puede resumirse en subir al barco de la
novedad en un alarde de oportunismo.
En efecto, la postura de Platón respecto de la escritura es ambigua. Si bien fue un
escritor prolífico, en algunos lugares bastante conocidos de sus textos (en especial la
Carta VII y Fedro), Platón manifiesta sus prevenciones respecto de la escritura. Son
precisamente ésos los textos que Havelock no tiene en cuenta a la hora de avanzar su
tesis, como se ha mostrado recientemente (Reale, 2001). Havelock parece desconocer la
valoración negativa de la escritura que aparece en algunos lugares centrales de la obra
platónica, por lo que no se le puede presentar sin más como el adalid del nuevo modelo.
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El fundador de la Academia acepta la escritura, pero reinventa también la oralidad.
Ahora bien, se trata ya de una oralidad pasada por el tamiz del pensamiento que ha
aprendido a leer y a escribir. La crítica de Platón a la escritura, así como la exaltación de
otro tipo de oralidad, se hace escribiendo, y con las herramientas que le ha dado la
escritura.
Vale la pena preguntarse qué es aquello que tanto preocupa a Platón de la
escritura. Al final del Fedro, Sócrates relata una historia de todos conocida: el dios
Theuth se aproximó a Thamus, rey de Egipto, con el ánimo de mostrarle todas sus artes.
Cuando le llegó el turno a la escritura, Theuth habló de sus excelencias, argumentando
cómo volvería más sabios a los egipcios. A esto Thamus respondió:
es olvido lo que producirán (las letras) en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la
memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, no desde dentro, desde
ellos mismos y por sí mismos (...) Apariencia de sabiduría es lo que proporcionarás a tus alumnos,
que no verdad. (Fedro, 257a)
La escritura no proporciona la auténtica sabiduría, sino una apariencia de ella.
¿Qué es una apariencia de conocimiento? ¿Es acaso posible aparentar que se sabe? De
eso acusaba, en la Carta VII, Platón a Dionisio, el tirano de Siracusa, que había
decidido escribir tratados de filosofía, con la superficialidad de quien reúne retazos de lo
que había escuchado aquí y allí (especialmente del mismo Platón) y los repite como
cosa propia. La crítica mordaz que hace el filósofo ateniense podría con razón
esgrimirse contra todos los que, obligados por las circunstancias actuales de la
burocratización del saber, escribimos y publicamos papers aparentemente eruditos, en
los que, en la mayoría de los casos, es prácticamente imposible encontrar una idea
original. Por lo demás, tal cosa resultaría política o, mejor, editorialmente incorrecta,
porque lo que cuenta a la hora de su evaluación es la corrección formal y la
estructuración adecuada del manuscrito, convirtiendo lo secundario en lo fundamental.
Se trata, en todo caso, de una sustitución del saber por una apariencia suya.
El peligro que encuentra Platón tiene además otro componente: y es que el que
tiene algo por escrito pueda pensar que posee el conocimiento porque lo puede repetir.
Y en realidad, lo que tiene no es sino un sucedáneo: un cuerpo sin alma, un cadáver.
Según la historia narrada por Platón, tal estado de cosas induce al olvido. ¿Al olvido de
qué?, podemos preguntar. Al olvido de que el texto escrito era principalmente un
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sustituto del conocimiento, no el conocimiento mismo. Si bien el papel conserva el
conocimiento, sólo en el alma es posible que se conserve como vida.
El segundo punto de la crítica platónica apunta a la ilusión falaz que se sigue de la
inalterabilidad de los caracteres escritos. Esta misma invectiva aparece en la Carta VII,
donde señala que “nadie con inteligencia se atreverá nunca a confiar sus reflexiones a
un medio de expresión que fuera inalterable, que es lo que ocurre con los caracteres
escritos” (343a). Las palabras y las definiciones no son realidades fijas: no tienen
consistencia ni firmeza suficiente (343b). Tanto la naturaleza como el conocimiento son
para Platón deficientes (343d), inestables, con lo que su exposición, para ser veraz,
tendría que dar cuenta de las dificultades, que llenan a cualquier hombre de oscuridad e
inseguridad (343c).
La escritura resulta un arma de doble filo, porque, al fijar los conceptos, fija lo
que no es fijo: el proceso dialéctico que puede dar cuenta de una realidad que tampoco
es fija. En el caso de los caracteres escritos, piensa Platón, los argumentos quedan
desatendidos, como un cuerpo sin alma. Se le exige al texto que se sostenga solo, pero
el único modo como podría sostenerse por su cuenta es con la estabilidad y la
inalterabilidad de lo inanimado, de lo muerto. El texto no se sostiene solo: los vástagos
de la escritura están ante nosotros como si tuvieran vida, pero, desasistidas de su
creador, las palabras están perdidas pues no pueden dar razón de sí (Fedro 275e). Las
palabras escritas quedan separadas del alma que les dio vida.
Para cobrar vida, el texto requiere siempre de algún principio externo, esto es, de
una explicación o de una interpretación. Platón ya adivinaba el futuro que le esperaba al
conocimiento si se confiaba del todo al texto, a la escritura: el conocimiento deviene
entonces hermenéutica y sólo hermenéutica. Porque el texto llama a ser interpretado. No
deja de resultar paradójico que precisamente los diálogos platónicos se convirtieran en
los textos canónicos por excelencia de la filosofía: de tal manera que toda ella pudiera
casi ser comprendida, parafraseando a Whitehead, como un comentario a pie de página
de Platón, esto es, como hermenéutica platónica. Sin embargo, se trata de un escándalo
farisaico: ya sucedía eso mismo en la Academia en tiempos de Platón. Sus diálogos se
estudiaban y se discutían oralmente y por escrito, también en su ausencia, como se
trasluce de los datos que tenemos. La ilusión de un contacto directo de los primeros
filósofos griegos con la realidad, con el pensamiento, es sólo eso, una ilusión. La
filosofía fue, desde el principio, dialéctica y hermenéutica en un sentido amplio.
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Con su crítica a la escritura, Platón no adopta una posición nostálgica respecto del
pasado. El antiguo estado de cosas, caracterizado por la oralidad del mythos, no es
deseable. De hecho, él mismo se había encargado, junto con la tradición filosófica a la
que pertenecía, de desechar, por lo menos para la filosofía, esa tradición poético-
mimética que había forjado la cultura helénica. Platón critica tanto la oralidad poético-
mimética como la escritura, si bien se sirve de ambas. Entonces, ¿qué pretende?, ¿con
qué se queda? Como bien mostraron en el siglo pasado las escuelas de Tubinga y de
Milán, Platón lleva a plenitud otro tipo de oralidad que ya había asomado con los
presocráticos y con Sócrates. Reale afirma que, si bien Platón había adoptado la
escritura, sin embargo no renunció completamente a la oralidad, sino que buscó
suplantar esa oralidad poético-mimética por una oralidad dialéctica (Reale, 2001: 75-
78). Ahora bien, y sin renunciar a Havelock, esa nueva oralidad nació en el humus del
cambio de mentalidad que había propiciado el fenómeno extendido de la lectura y la
escritura.
Esa oralidad dialéctica está en el corazón de la filosofía platónica. Y, me atrevería
a decir, en el corazón de toda la filosofía. Es una conquista de los socráticos para el
pensamiento occidental a la que no deberíamos renunciar a la ligera. ¿En qué consiste
entonces este nuevo tipo de oralidad? No se trata ya de una oralidad basada en la
palabra entendida como mythos, en las imágenes, las historias, el suceso ejemplar. Los
elementos que comparecen ahora son conceptos, argumentos y contra-argumentos. La
palabra como mythos da paso a la palabra como lógos. Platón no renuncia sin más a la
palabra, al lógos enunciado (oralidad), sino que le da otra dimensión: el ejercicio de
pensar, de pensar con conceptos y argumentos, es un ejercicio que se da en el diálogo,
en el contraste vivo de las ideas.
Como dice Platón de la filosofía: en modo alguno es algo de lo que se pueda hablar como de otras disciplinas, sino que es gracias a
un frecuente contacto con el problema mismo y gracias a la convivencia con él, que de repente
surge este saber en el alma, igual que la luz que se desprende de un fuego que brota, alimentándose
a partir de entonces a sí mismo. (Carta VII, 341c-d)
Es a través del contraste de ideas, a través del adiestramiento del diálogo, como se
“enciende” el conocimiento. El ejercicio del pensamiento, el contacto continuo con lo
estudiado y el sometimiento de lo pensado a crítica, es lo que permite que acontezca un
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conocimiento nuevo. Es nuevo para el que en ese momento piensa, pero en realidad, ése
es el único tipo de novedad posible: la del pensamiento de cada cual.
Tal conocimiento no sucede en solitario. Platón considera que es preciso un
intercambio constante de ideas con otros que andan el mismo camino, y también con
aquellos que sirven de maestros.
es preciso aprender la mentira y la verdad de las cosas en su conjunto; y esto sucede con un
esfuerzo constante y mucho tiempo. Con grandes penurias, por medio del mutuo contacto de unos
y otros elementos (nombres y definiciones, visiones y percepciones), sometiéndolos a examen con
críticas benévolas y carentes de envidia, a fuerza de preguntas y respuestas, se encienden, respecto
a cada particular, la razón y la inteligencia, poniéndose en la mayor tensión posible según la
capacidad humana. (344b)
El ejercicio dialéctico permite partir el raciocinio desde los opuestos, desde las
posturas contrarias, y enseña a andar todos los caminos posibles de la argumentación.
Como bien le dice Zenón a Sócrates: “sin recorrer y explorar todos los caminos es
imposible dar con la verdad” (Parménides 136e). Sin embargo, el ejercicio dialéctico
puede ser fallido. No dice el texto que recorrer todos los caminos asegure la verdad. La
verdad nunca está garantizada. Pero lo que es claro es que, sin recorrerlos, no es posible
acertar. Nadie acierta en el planteamiento o la solución de una cuestión por suerte o
azar. No porque no pueda encontrarse en el camino correcto por casualidad, sino porque
incluso entonces no sabría que está en el camino adecuado, con lo que el conocimiento
sería fatuo. Ahora bien, la posibilidad de no acertar, de errar el camino o de no
reconocer que se está en el camino adecuado, no desecha lo valioso del ejercicio
dialéctico. Porque algo ha cambiado en uno aunque uno no haya terminado de hacerse
cargo de la realidad, y porque el rendimiento abstractivo que ha resultado de ello abre el
horizonte de nuevas posibilidades de conocimiento.
No se trata solamente de que sea parte de la condición humana el preguntar. Ni
que este rasgo se haga casi patológico en el caso del filósofo. En el ejercicio filosófico,
no es cosa solamente de encontrar respuestas, sino de aprender a preguntar: de volver y
abrir nuevos caminos, nuevos modos de acceso a las cuestiones de siempre. “Porque, aunque todo conocimiento recibe un impulso decisivo de las preguntas que se hace
quien investiga (de la adecuada formulación del problema y de la investigación subsiguiente,
dirían probablemente los científicos), la filosofía ha visto en el preguntar un camino seguro, que
eso es lo que precisamente designa la palabra de origen griego método” (Flamarique, 2008: 101).
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Por ello una de las formas literarias más bellas que ha adoptado la filosofía en su
historia es la del diálogo, que Platón supo aprovechar al máximo. Pero no se trata
solamente de una forma literaria: el diálogo responde a la misma estructura del
conocimiento humano, que se mueve entre la luz y la oscuridad, que camina a tientas:
sabemos y no sabemos. Y por eso hay que preguntar. Ese carácter dialógico y dialéctico
de la filosofía tiene que ver con la finitud humana. Como dice Llano parafraseando a
Tomás de Aquino, “la condición humana es la propia de una naturaleza intelectual ensombrecida, y que, por tanto,
conoce preguntando y de manera sucesiva, a lo largo del tiempo. Lo cual no es muestra de
insuficiencia, porque Tomás de Aquino entiende que la inteligencia humana es finita desde el
punto de vista ontológico o constitutivo, pero es infinita desde el punto de vista operativo. Por
eso esta manera de pensar no es una filosofía de la finitud, sino una filosofía desde la finitud”
(Llano, 2011: 111).
A partir de todo esto, cabe preguntarse si el conocimiento filosófico puede
adaptarse a cualquier esquema de presentación, es decir, si acaso hay medios de
comunicación irrenunciables para la filosofía. Platón pensaba que sí: que la dialéctica
era irrenunciable. Dialéctica y escritura no son principalmente modos de exposición de
un pensamiento ya acabado, sino ejercicio mismo de pensamiento. Y este doblete, por
llamarlo de alguna manera, de oralidad dialéctica y escritura, sigue siendo el corazón de
nuestra enseñanza y aprendizaje de la filosofía. Por lo menos hasta ahora, la formación
filosófica ha estado atada a esas dos cosas: texto (lectura y escritura), sí, pero también
oralidad dialéctica. La invención de la imprenta no supuso la desaparición de la
comunidad de profesores y alumnos que son las universidades. Ni tampoco internet
supondrá su desaparición, si no queremos que con ello se vayan también los pilares de
nuestra cultura y la misma comprensión de nuestra identidad.
La ganancia de la argumentación dialéctica como instrumento esencial a la
filosofía, la necesidad de la discusión como intercambio (convivencia) de ideas, pero
también como crítica (¡benévola y carente de envidia!), fue un logro platónico que no
deberíamos ponernos en situación de perder, porque detrás de ella alienta ese instinto de
verdad, de dotar a todo de un lógos al que me refería al principio. He querido mostrar
cómo escritura y oralidad dialéctica son partes insustituibles de nuestro modo de
entender la razón. Imponen condicionamientos mentales sobre nuestro modo de acceder
a la realidad. Y el mayor condicionamiento que impone –que en realidad no condiciona
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como lo que restringe, sino como lo que potencia–, es la posibilidad misma de la
sustitución como sustitución. De sustituir palabras, imágenes, sentimientos, etc., por
conceptos, sustituidos a la vez por textos.
2. Sobre los dos modos de habitar la caverna
El rendimiento cognoscitivo que supone la filosofía, permite incluso la
recuperación del mythos y de la imagen, propios de la oralidad poético-mimética, dentro
del nuevo esquema, como ha mostrado con su ejemplo el mismo Platón. Siempre que
Platón quiere decir algo especialmente difícil, acude a un mito o a una imagen. El mito
apunta a, muestra aquello que, aparentemente, no puede decirse. Veo al menos dos
motivos que justifican el uso del mito en el filósofo ateniense. Uno, más citado y
conocido, es que el mito llega donde la argumentación dialéctica no alcanza a llegar:
por ejemplo, juega un papel cuando se trata de abordar cuestiones escatológicas
relativas al destino de las almas. Aparece allí el mito como una especie de deus ex
machina, que salva la posición de Sócrates cuando la dialéctica se rinde. Pero hay, a mi
juicio, una cuestión de fondo más importante y que da al uso del mito un valor
intrínseco a la misma argumentación filosófica. El mito permite la ficción de totalidad
necesaria para la filosofía allí donde ella no es posible, esto es, en la realidad misma, de
tal manera que puede entonces darse la comprensión de sentido, que las palabras y las
cosas se entienden “en el sentido de”. Este rol únicamente puede jugarlo el mito (o la
imagen) cuando él mismo se reconoce como ficción, lo cual sucede sólo a través del
artificio introducido por la escritura (y su hija, la dialéctica oral), nunca en el estado
previo de oralidad poético-mimética, donde lo narrado en los mitos se confunde con la
experiencia de los mismos sujetos. Esa ficción autorizada –esto es, reconocida como
tal– permite a la razón alcanzar nuevas cotas de pensamiento. El mito entonces deviene
ficción, fábula, como tradujeron ya los latinos, pero no por ello se convierte en falso,
sino en posibilidad de sentido para la realidad misma. Si, para Platón, el movimiento
dialéctico comienza con una hipótesis que se toma literalmente como hipótesis (cfr.
República 511b), entonces puede decirse que el mito tiene en el esquema dialéctico ese
uso: un punto de partida hipotético que permite elevarse a los principios, para ser luego
recuperado de un modo nuevo.
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Para apuntalar esto, acudiré a la alegoría –o figura, imagen o mito, sírvase cada
cual– de la caverna, cuyo lugar en la historia de la filosofía es incuestionable, porque
trata precisamente de nuestra condición humana en el sentido más radical: en palabras
de Platón, trata sobre el estado de nuestra naturaleza (414a). Como ha visto Heidegger,
el símil de la caverna atiende a la comprensión de la esencia de la historia de la
humanidad, y la de la historia más íntima de cada cual (Heidegger 1988: 77). La trama
de esa tragedia universal que es la alegoría de la caverna platónica es una metáfora de
nuestra condición humana. Se trata, probablemente, del texto filosófico más conocido
por cualquiera que haya pisado una escuela. Literatos, artistas y filósofos, todos, han
meditado sobre ella. Porque Platón, por boca de Sócrates, el más sabio de los sabios, ha
dicho que esos prisioneros somos nosotros.
La alegoría de la caverna, además, es ella misma un reconocimiento del carácter
mítico –en este sentido aludido de ficción de totalidad– al que no puede renunciar la
filosofía. En ella queda claro cómo no es posible abandonar la caverna definitivamente,
pero también cómo se trastoca el modo de habitarla después de la excursión (obligada)
al exterior de la cueva de uno de sus prisioneros.
Permítanme recrear una vez más la historia, que Platón narra en República 514a-
519b.
Sócrates nos invita a imaginar una cueva larga e inclinada. En el fondo de ella
habitan unos hombres que han estado, desde la infancia, amarrados por los pies y el
cuello y obligados a mirar solamente hacia la pared de la cueva. Detrás y algo elevado
respecto de ellos, arde un fuego. Y, entre ellos y el fuego, atraviesa un camino
transversal, a lo largo del cual se ha construido un muro. Detrás del muro, unos hombres
caminan llevando todo tipo de artefactos sobre sus cabezas: figuras de hombres y
animales en diversos materiales. Estos objetos se proyectan sobre el muro, pero sin que
se permita ver a sus portadores. Los prisioneros no tienen por verdad otra cosa que las
sombras de los objetos en movimiento que se van formando en el muro de la caverna.
Por ello suponen que esas sombras son las cosas reales y que las voces de los que las
llevan, por el eco, provienen de las sombras.
Supongamos, continúa la narración, que uno de ellos logra desatarse de sus
cadenas, ponerse de pie, y darse la vuelta. Aquello constituirá una experiencia dolorosa,
porque, deslumbrado por la luz, le parecerán mucho más reales las sombras a las que
estaba acostumbrado, y volverá con agradecimiento sus ojos hacia lo que puede ver con
mayor claridad. Si se le arrastrara fuera a la fuerza por el áspero y empinado sendero
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que lleva a la luz, se lamentaría amargamente y sería incapaz, al principio, de ver lo que
sea que ahora se le diga que es real. La cura es gradual: primero verá las sombras y
luego los reflejos en el agua, antes de dirigir sus ojos a los hombres y a las cosas reales.
Antes de mirar directamente al sol y concluir que él es el responsable de todo lo que
hay, echará un vistazo a la luz de la luna y de las estrellas, para no hacerse daño a los
ojos.
Cuando se acuerde de su estado anterior, y de lo que en él se consideraba valioso,
sentirá piedad por sus compañeros y desprecio por el estilo de vida que llevan, con sus
recompensas y premios. Si regresara a su antiguo lugar en la caverna, sus ojos tardarían
en acostumbrarse a la oscuridad, así que no le iría bien en las competencias que tienen
entre sí los prisioneros. Sus compañeros se reirían de él y, si intentara liberarlos, lo
querrían matar.
Hasta ahí, la narración de Sócrates.
Para intentar una adecuada interpretación, no debe olvidarse que se trata de la
tercera de las figuras propuestas por Sócrates para aproximarse a la idea de Bien
(República 506 y ss.). Sobre la idea de Bien no se puede hablar directamente, no puede
ser tematizada, porque ella es precisamente la posibilidad misma de todo conocimiento.
Por ello Platón acude a estas figuras, que permiten una ficción a partir de la cual se
puede, por analogía, entrever el carácter trascendental de la idea de Bien.
En lo que atañe a la alegoría de la caverna, ésta admite diversos planos de lectura.
El mismo Platón nos da pistas sobre ella: aparece, por una parte, la cuestión de los
grados de realidad, el mundo sensible y el mundo suprasensible. A esto se añade la
gradación asímismo del conocimiento (mayor o menor luz) y los distintos estados del
hombre ante la verdad. Pero hay un tercer aspecto que es el que resulta especialmente
novedoso en esta alegoría respecto de los otros dos símiles que, junto con ella,
componen la tríada de las figuras sobre el Bien. Se trata del aspecto vivencial, más
antropológico si se quiere, de la alegoría, que tiene un carácter doble. Por una parte,
puede hacerse una lectura política que nace de la exigencia ética, que aparece en el
mismo texto, sugerida por el término compasión y por la obligación impuesta al
prisionero liberado de regresar a la caverna, en el contexto de servicio a la comunidad
en el que se narra el mito. Pero además, toda la historia está planteada como una
metáfora de la auténtica educación, porque no debemos olvidar que la discusión acerca
del Bien, que da pie a estas figuras, ha surgido en la reflexión en torno a la formación
que deben recibir los guardianes de la polis. En esta línea, considero que la alegoría de
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la caverna habría que inscribirla en la larga tradición de los mitos sobre el estado natural
del hombre y su paso a la civilización o la cultura. No podemos olvidar que una de las
cuestiones intelectuales más importantes y debatidas del siglo V A.C., en cuyo seno
vive Platón, era precisamente la polémica entre physis y nómos, entre aquello que nos
viene dado por la naturaleza y aquello que hemos inventado los hombres (Guthrie,
1988b: 64-138). En esta disputa, Platón parece apostar por el nómos, por la paideia de
un modo decidido (cfr. por ejemplo Leyes, 890a), si bien el mismo texto de la República
que estamos analizando considera la educación (el camino arduo y difícil para salir de la
caverna) como algo “de acuerdo a la naturaleza”.
Aún siendo fascinantes todas estas cuestiones, mi lectura quiere ser más modesta
y fijarse principalmente en dos momentos, el inicial y el último, como si de dos
instantáneas se tratara.
En la primera escena, aparecen los prisioneros en su hábitat natural. Allí han
nacido y allí morirá la mayoría. Se trata, según se nos dice, de la humanidad que no ha
recibido una educación. No podemos olvidar que Sócrates afirma que esos prisioneros
somos nosotros. Los prisioneros no han acabado allí por haber cometido algún delito.
Tal situación no es concebida como un castigo, algo a lo que se han visto abocados, sino
como el estado natural del hombre. Si bien se nos dice que son prisioneros, ellos no
saben que lo son. También se nos cuenta que ven sólo sombras: sombras de unos
artefactos llevados por unos hombres y sombras de sí mismos y de los otros prisioneros.
Como las sombras están en movimiento, parecen vivas. Sin embargo, para ellos, las
imágenes no son imágenes, porque es todo lo que hay: tienen por verdad las sombras de
los objetos en el muro de la caverna (515c). Ahora bien, no los conocen como sombras,
sino como cosas reales; no las consideran como imágenes que remitan a algo distinto de
sí, sino que asumen que se trata de la realidad misma. Reconocer una sombra o una
imagen como sombra requiere saber de qué objeto aquello es imagen. Sólo para el
prisionero que ha sido liberado, se revela que, efectivamente, se trata de sombras, de
imágenes de cosas que, a su vez, son imágenes.
Los prisioneros parecen saber algo, hablan de las sombras (su única realidad) con
la certeza del conocimiento. En efecto, la ocupación de los prisioneros consiste en
intentar ver claramente las sombras que pasan y recordar el orden en que se suceden,
para poder adivinar cuál vendrá a continuación. A los más aventajados en estas lides, a
los más “sabios”, se les conceden honores y premios. Pero Platón describe este estado
como uno de aphrosyne, de ilusión. No es, sin más, una situación de ignorancia, de
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desconocimiento. Propiamente, ese estado podría caracterizarse como uno de
desorientación, de ensoñación. Alejandro Llano ha hecho una lectura iluminadora de
este texto al profundizar en la relación del sueño con el carácter representacionista que
tiene tanto el estado de los prisioneros, como la situación del prisionero liberado en la
primera etapa fuera de la caverna, porque en ambos casos se toman precisamente las
representaciones por realidades (Llano, 1999: 39-47).
Al no tener conocimiento alguno siquiera de la existencia de principios, los
prisioneros toman las sombras como cosas reales. En la caverna hay apariencia de saber,
propiamente lo que Aristóteles llama erística, porque se habla de lo que no se sabe, pero
que se cree verdad (Refutaciones Sofísticas, 3, 165b 15). Ya en un contexto más
disciplinar, Aristóteles opondrá al método dialéctico, el razonamiento erístico. Ése no
cuenta con la crítica benevolente, sino que busca de cualquier manera ganar. Se trata de
una competición: como la competición de los que habitan la caverna.
El estado de los prisioneros es análogo al del pensamiento poético-mimético. No
hay distinción entre la imagen y lo imaginado, ni entre el sujeto que conoce y lo
conocido. Dicho en el lenguaje de la caverna, para cada prisionero, la sombra de sí
mismo que se proyecta en la pared no es discernible de las sombras de los otros
encarcelados, ni tampoco de las sombras de los artefactos que pasan por allí. Lo más
que pueden distinguir los prisioneros es que hay sombras inmóviles (ellos mismos, pero
¿cómo podrían saber que lo que ven y no se mueve son sus propios reflejos?) y sombras
móviles, las de los objetos que son llevados de acá para allá por encima del muro que
los separa de la entrada de la caverna. Se trata de una visión chata del estado de cosas:
todo está igualado, falta el plano de profundidad que introduce el conocimiento, y que
permite distinguir no ya una sombra de otra (eso ya lo hacen los prisioneros), sino la
realidad de sombra que tienen las mismas sombras.
Vamos ahora a la escena final. Es verdad que lo más interesante es lo que ocurre
en las etapas intermedias: el despertar inicial (forzoso) de la primera ensoñación, la
salida de la caverna, el conocimiento a partir de imágenes ya fuera de la caverna, mirar
las cosas reales y el sol… Pero se suele pasar por alto el regreso a la caverna, así como,
en la figura de la línea (la segunda de las figuras sobre la idea de Bien), se olvida que
hay que recorrer también el camino inverso. Si bien considero que se trata de la primera
aparición de la idea de la conversio ad phantasma, no puedo entrar en ello ahora.
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Miremos cómo acaba la historia. Volvemos a encontrar a los mismos personajes,
en la misma posición y haciendo las mismas cosas. Pero bajo la aparente calma de lo ya
conocido, se está jugando el drama del filósofo y de la filosofía.
El prisionero liberado, que no es otro que el filósofo, ha sido obligado a regresar:
debe atender las cosas de este mundo, porque él también es un habitante de la caverna.
Una vez que se acostumbre, verá mejor que los demás las imágenes que se proyectan en
la pared de la caverna, porque sabrá que son imágenes. En el caso de los prisioneros que
nunca han salido de la caverna (o incluso en el hipotético caso de un prisionero liberado
que a la vuelta quisiera congraciarse con sus compañeros y tomar por un sueño su
liberación), la imagen tiene un carácter pernicioso, porque al no poder admitir su
carácter referencial, se convierte en obstáculo y no en medio de conocimiento. Pero
como el prisionero liberado ha regresado a la cueva, debe jugar de nuevo el juego de los
prisioneros. Desde los cánones de los encadenados, está en una clara desventaja para las
competiciones que se desarrollan en la caverna, porque su vista ya no está habituada a
las sombras, y será tomado por loco y expuesto al ridículo cuando afirme que las
sombras no son la verdadera realidad. Y si insistiera en ello, lo matarían si pudieran
(516e-517a).
La historia acaba mal. Puede pensarse que se trata, una vez más, del recuento
platónico del episodio que marcó su vida y cuyo recuerdo nunca lo abandonó: el destino
de Sócrates. No puede olvidarse, de cualquier manera, que Platón consideraba que le
debía su vocación filosófica, con la correspondiente desilusión por la política, a ese
episodio. Pero no se trata sin más de un recuerdo del destino de su maestro. La amenaza
de muerte que acecha al prisionero liberado es real. Estar expuesto a la muerte es
condición de todo filósofo, más aún, de la filosofía misma. Los prisioneros no quieren
ser liberados, no quieren acabar con sus ilusiones: desilusión, de hecho, no tiene en
castellano nunca un sentido positivo, si bien etimológicamente podría significar
abandonar las ilusiones, las apariencias. Pero la ilusión conlleva también comodidad.
Heidegger comenta qué pueda significar que el filósofo esté expuesto a la muerte
dentro de la caverna, porque el auténtico filosofar es impotente dentro del ámbito de la
obviedad dominante. Se trataría de un envenenamiento oculto y lento, que conlleva la
banalidad e impotencia de la propia existencia, vendida al público. En efecto, el
envenenamiento consistiría en atraer al filósofo al modus operandi de la caverna. Sus
habitantes se interesan por lo que dice, se comenta sobre los best sellers, se le conceden
premios y distinciones. El filósofo es empujado entonces al círculo de la opinión
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dominante, a los intereses de la gente, de las novedades. Así se haría al filósofo
inofensivo. Es verdad que, dentro de la caverna, con las capacidades que ha
desarrollado, podría jugar mejor que nadie al juego de las apariencias (Heidegger, 1988:
84-85).
Pero con ello habrá malogrado su propia vocación. Platón conoce otra forma de
paideia que la propuesta por los poetas. El prisionero liberado, el filósofo, debe intentar
liberar a los prisioneros. No será una tarea fácil, no puede hacerse persuadiéndoles, ni
dándoles los argumentos erísticos que piden. Intentar persuadir lo llevaría únicamente a
la burla y al descrédito. Lo único que puede hacer es procurar salvar a uno de los
prisioneros, sacarlo de la caverna y llevarlo por esa ascensión larga y laboriosa desde las
profundidades hasta la luz del sol que lo domina todo.
Lo más importante, es que el estado de la caverna sólo se reconoce al final. Las
exploraciones del prisionero liberado no han sido en vano. Sólo el prisionero retornado
conoce propiamente la caverna, la conoce por primera vez, como en el poema de Eliot:
We shall not cease from exploration
And the end of all our exploring
Will be to arrive where we started
And know the place for the first time. (Eliot, 1987: 158)
A modo de conclusión
He querido mostrar cómo en Platón, que lleva a su más alta cumbre los
rendimientos cognoscitivos del nuevo modelo educativo centrado en la escritura y la
dialéctica, el mito tiene un lugar insustituible. Éste funciona, permítanme la expresión,
como una hipótesis dialéctica. Vale recordar cómo Platón expone la dialéctica como
aquel ejercicio intelectual en el que se avanza desde las hipótesis hacia los principios.
Esto es explicado en contraposición con el conocimiento científico, en el que las
hipótesis funcionan como supuestos desde los cuales se desciende hacia conclusiones.
En el caso del científico, las hipótesis aparecen como inamovibles, como principios. En
la dialéctica, por el contrario, se avanza cancelando sucesivamente las hipótesis hacia
los principios (cfr. República 533c-d). La dialéctica examina las hipótesis y las va
anulando, una tras otra. Lo importante es que en ella las hipótesis se reconocen como
hipótesis. Los contenidos se van abandonando hasta elevarse a la idea. Esa idea es,
obviamente, un ideal.
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La alegoría de la caverna sirve a este propósito de manera doble. Por una parte,
queda claro cómo sólo una educación exigente, rigurosa y ardua permite un nuevo modo
de habitar la caverna: conocer las imágenes como imágenes y, por tanto, estar en
disposición de utilizarlas como elementos de hipótesis que avanzan hacia principios, no
hacia conclusiones (qué sombra ha pasado antes o después, por ejemplo). En segundo
lugar, ella misma es una imagen (la alegoría de la caverna). Como imagen de la
educación, funciona como hipótesis, que permite la ficción (que no es falsedad) de lo
real como totalidad, y de la experiencia del individuo, del prisionero liberado, como
sujeto. Sin una educación personalmente experimentada como un despertar de la
ilusión, se vive la experiencia de un modo confuso e inserto en la misma imagen, al
modo de lo que acontecía en el modelo poético-mimético.
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