Carbonell C. (2013), “La ficción como hipótesis dialéctica. El prisionero liberado regresa a la...

22
1 La ficción como hipótesis dialéctica. El prisionero liberado retorna a la caverna. CLAUDIA CARBONELL “–¡Siempre diciendo lo mismo, Sócrates! –No sólo lo mismo, Calicles, sino también sobre las mismas cosas”. Gorgias, 490e La escena inicial es aparentemente idéntica a la de cierre: unos hombres atados de pies y manos mirando imágenes proyectadas en una pared que hace las veces de pantalla. Un doble murmullo de fondo: un eco, que parece provenir de las figuras representadas, y los comentarios de los prisioneros entre sí. La primera y la última toma son exactamente iguales. Tantos esfuerzos y, podemos suponer, parejas ilusiones, para terminar en las mismas. ¿Acaso no ha sucedido nada? ¿No ha sido liberado un prisionero, tras un primer intento fallido, y se ha encumbrado a las más altas cotas del saber? ¿No se ha percatado de los artefactos de los cuales las imágenes eran sólo representaciones? ¿No ha examinado con fascinación las cosas reales, de las que los artefactos no eran sino imitación? ¿No ha visto su propia imagen reflejada, como en un espejo, en el agua? ¿No ha quedado deslumbrado por mirar de frente al sol? Sí. Pero, al final del día, acaba de nuevo en la caverna. Como uno más. Sin embargo, aunque la puesta en escena sea idéntica, el prisionero liberado y retornado tiene un secreto. Un secreto que intenta, sin éxito, compartir con los demás. Un secreto que terminará costándole la vida. De cualquier manera, un oficio peligroso, casi asimilable al juego del doble espía. Nadie podrá negar que se trata de dos modos radicalmente distintos de habitar la caverna. La cuestión acerca de la cual se nos ha convocado a reflexionar, “La suplantación del saber en la sociedad contemporánea”, admite diversas lecturas. Veo, por lo menos, dos. Por una parte, podría hacer suponer que en épocas anteriores –¿la modernidad?– había algo así como un saber, un cierto status de certeza o de acuerdo sobre qué era el conocimiento, cuáles eran sus condiciones de posibilidad y cómo se accedía a él, y que éste ha sido suplantado (por sucedáneos) en la sociedad contemporánea. Pero también cabe, de entrada, otra lectura: que la suplantación sea de algún modo un factor concomitante al mismo conocimiento, un invitado no deseado, pero que se hace siempre

Transcript of Carbonell C. (2013), “La ficción como hipótesis dialéctica. El prisionero liberado regresa a la...

    1  

La ficción como hipótesis dialéctica. El prisionero liberado retorna a la caverna.

CLAUDIA CARBONELL

“–¡Siempre diciendo lo mismo, Sócrates!

–No sólo lo mismo, Calicles, sino también sobre las mismas cosas”.

Gorgias, 490e

La escena inicial es aparentemente idéntica a la de cierre: unos hombres atados de

pies y manos mirando imágenes proyectadas en una pared que hace las veces de

pantalla. Un doble murmullo de fondo: un eco, que parece provenir de las figuras

representadas, y los comentarios de los prisioneros entre sí. La primera y la última toma

son exactamente iguales. Tantos esfuerzos y, podemos suponer, parejas ilusiones, para

terminar en las mismas. ¿Acaso no ha sucedido nada? ¿No ha sido liberado un

prisionero, tras un primer intento fallido, y se ha encumbrado a las más altas cotas del

saber? ¿No se ha percatado de los artefactos de los cuales las imágenes eran sólo

representaciones? ¿No ha examinado con fascinación las cosas reales, de las que los

artefactos no eran sino imitación? ¿No ha visto su propia imagen reflejada, como en un

espejo, en el agua? ¿No ha quedado deslumbrado por mirar de frente al sol? Sí. Pero, al

final del día, acaba de nuevo en la caverna. Como uno más. Sin embargo, aunque la

puesta en escena sea idéntica, el prisionero liberado y retornado tiene un secreto. Un

secreto que intenta, sin éxito, compartir con los demás. Un secreto que terminará

costándole la vida. De cualquier manera, un oficio peligroso, casi asimilable al juego del

doble espía. Nadie podrá negar que se trata de dos modos radicalmente distintos de

habitar la caverna.

La cuestión acerca de la cual se nos ha convocado a reflexionar, “La suplantación

del saber en la sociedad contemporánea”, admite diversas lecturas. Veo, por lo menos,

dos. Por una parte, podría hacer suponer que en épocas anteriores –¿la modernidad?–

había algo así como un saber, un cierto status de certeza o de acuerdo sobre qué era el

conocimiento, cuáles eran sus condiciones de posibilidad y cómo se accedía a él, y que

éste ha sido suplantado (por sucedáneos) en la sociedad contemporánea. Pero también

cabe, de entrada, otra lectura: que la suplantación sea de algún modo un factor

concomitante al mismo conocimiento, un invitado no deseado, pero que se hace siempre

    2  

presente en el festín del saber. Esto es, que la posibilidad de suplantación del saber sea

tan originaria como, o incluso más originaria que, el saber mismo. Dicho en otros

términos, que el conocimiento no es naturaleza, sino más bien un rendimiento de la

libertad, que no se alcanza espontáneamente, sino tras un arduo esfuerzo por ver más

allá de lo que aparece, de la imagen que, sólo tras el conocimiento, se revela como

imagen, representación o suplantación.

En las líneas que siguen, me voy a decantar por una interpretación de esta segunda

postura, en cuanto aparece como una reedición de la perenne dualidad

realidad/apariencia o, mejor, con los términos invertidos: apariencia/realidad. Apelar a

la experiencia griega para entender la nuestra parece requerir hoy de justificación. Se

podría objetar, ya de entrada, que la coyuntura nuestra es completamente otra, marcada

por las revoluciones científicas y tecnológicas (¡alguien incluso podría añadir que

pedagógicas!) y que eso nos sitúa en un momento radicalmente distinto,

inconmensurable con la situación griega del siglo V. No puedo sino estar en desacuerdo.

“Los mismos griegos tenían una frase que resume perfectamente el sentido con el que

fueron más allá que sus predecesores y contemporáneos. Es la frase lógon didónai. El

impulso ‘a dar un lógos’ era típicamente griego” (Guthrie, 1984, 48). Esa es la

característica fundamental que Occidente heredó de los griegos, y que supuso para

nuestra cultura algo así como un sello sacramental. Lo que quisiera aquí defender es que

aquello que definió las entrañas de nuestro estilo de vida, ese deseo casi instintivo (pero

no por ello natural o espontáneo), ese impulso de comprender lo real como real, lleva

tiempo amenazado. O quizá, y es parte de lo que pretendo discutir en este espacio, nació

bajo la sombra de su amenaza, intentando conjurarla para obligar a comparecer a la

verdad. Para argumentar esto, me valdré de la figura de la caverna que, según mi

entender, constituye una especie de hipótesis (ficción) dialéctica, que permite

remontarse hacia los principios que posibilitan el mismo conocimiento.

Para abordar la metáfora desde esta perspectiva, examinaré dos factores que,

según algunos estudiosos, marcaron el desarrollo cultural del siglo V: la escritura y el

nuevo tipo de oralidad dialéctica instaurada por los socráticos. A mi juicio, esas

variables son las que han hecho posible otra manera de habitar la caverna, la del

prisionero liberado. En su respuesta al cambio cultural que sucedió en la Grecia de los

siglos IV y VI A.C. –no menos significativo que el que podemos estar atravesando–, los

socráticos estuvieron en la vanguardia de rescatar y de llevar a otro plano ese aspecto

que he indicado como marca heredada de la cultura griega: el intento de dotar a la

    3  

totalidad de lo real de un lógos, de comprensión. Al hilo de la discusión, plantearé si se

trata de cuestiones irrenunciables para la filosofía y para el desarrollo del conocimiento.

1. Escritura, lectura y oralidad dialéctica. La forja del pensamiento

conceptual

1.1. De la oralidad mimético-poética a la escritura

A partir del trabajo conjunto desde diversas disciplinas –filología, teoría de la

comunicación, antropología, historia de los conceptos– varios autores (entre ellos,

Havelock, 1963, 1978; McLuhan, 1962, Finnegan, 1977, Ong, 1982) han llegado a la

conclusión, hoy ampliamente aceptada, de que oralidad y escritura son fenómenos

culturales que ejercen un papel omnicomprensivo en la configuración del pensamiento

humano. La oralidad y la escritura no describen principalmente formas de comunicación

sino, más propiamente, de pensamiento y de condicionamientos mentales. El paso de la

oralidad a la escritura supuso una auténtica revolución en la tecnología de la

comunicación, y, con ello, una revolución del pensamiento. Este cambio no afectaría

sólo a la estructura comunicativa, sino, fundamentalmente, al modo de pensar de los

hombres.

Hasta finales del siglo V A.C., la educación griega consistía, fundamentalmente,

en el conocimiento de los poemas homéricos. Como bien sintetizó Jenófanes, “desde el

principio, todos habían aprendido de Homero” (DK, Xenoph. B 10). Homero y Hesíodo

fueron los referentes ineludibles de la educación en la Grecia arcaica (Jaeger, 1967: 48-

83). No se trata sólo de que el poema y el mito sirvieran de instrumento o de canal de

trasmisión de conocimientos, sino que esa tradición oral había constituido por siglos el

eje de la cultura y de la formación de los griegos. Había dado forma, había moldeado, el

espíritu griego.

Para nosotros, habituados ya a otro modelo cultural, las historias, los mitos, los

cuentos, tienen un carácter superfluo, como algo contrapuesto a las necesidades

perentorias de la vida. Incluso la poesía y la literatura para muchos aparecen como un

adorno, no como una exigencia. Ahora bien, en las culturas orales, lo fundamental se

trasmite por ese medio, también él fundamental. La poesía, la poesía declamada, no es

un ribete, ni el canto del aedo o el juglar un espectáculo, sino la forma esencial de

    4  

transmisión del conocimiento. Esto es, tiene carácter de necesidad para la permanencia

y continuidad de dicha cultura.

En los siglos V y IV asistimos a una sustitución paulatina del principal medio de

educación, desde la oralidad hasta la escritura. Los factores sociológicos, culturales y

políticos que inducen este cambio son extremadamente complejos y no es éste el lugar

para analizarlos. Sólo conviene anotar que uno de esos factores es la preeminencia que

adquiere la polis –con su correspondiente estilo de vida– sobre la mentalidad de la vida

rural, dominante en los siglos anteriores. Eso supone también un cambio en el modelo

humano, en el que el ideal heroico, del rey héroe, cede paso al ideal del ciudadano

plenamente incorporado a las vicisitudes de la polis. La revolución cultural que supuso

el advenimiento de la escritura es una revolución citadina. Incluso en las sociedades

actuales, la cultura rural mantiene predominantemente rasgos orales.

Entre los siglos V y IV se produce entonces una decantación sosegada y ya

irreversible hacia una cultura de la escritura. Hay testimonios de que a principios del s.

IV, los niños eran instruidos en las escuelas en la lectura y escritura (Platón, Protágoras

325e, Havelock, 1982: 39-40). De acuerdo con Kullmann, 1990: 319, la cultura escrita

estaba ya prácticamente establecida a finales del siglo V.

Puede aducirse, con razón, que el invento de la escritura data de siglos anteriores.

Sin embargo, su aprendizaje estaba reservado a unos pocos, su uso orientado a unos

oficios concretos y poco creativos, y dicha instrucción sucedía de ordinario en edades

maduras. Con la introducción del aprendizaje de la escritura en la escuela, se dio paso a

lo auténticamente revolucionario: leer. En efecto, una cosa es escribir para llevar un

registro y otra cosa muy distinta es que todos los instruidos (por lo visto, en el siglo IV

ya casi todos los ciudadanos) pudieran acceder a esos registros y a todo lo que a alguien

se le ocurriera escribir.

Por otro lado, no sobra hacer caer en la cuenta de que escribir no es solamente

transcribir lo oral, poner lo mismo que se dice en el papel. La cultura de la escritura

exige un ejercicio distinto del que supone la oralidad, el cual consiste principalmente en

contar historias según un antes y un después. Se trata de una técnica que se aprende a

dominar, y que estructura el mismo pensamiento. Esto es, la escritura forja un estilo de

pensamiento distinto al del modo oral. El estilo oral, que seguimos dominando en

nuestra cotidianidad, está teñido de la anécdota, del suceso, de la historia. Lo escrito

exige un mayor nivel de conceptualización: conlleva aprender a abstraer, a reducir todos

los casos particulares a un término general, a reducir la anécdota o la historia a una idea.

    5  

Esto es, a elegir, dentro de la maraña de la historia, cuáles son los datos fundamentales y

sujetar la historia al mínimo conceptual: sustituir lo episódico y narrativo por lo

conceptual y argumentativo. Y, en no menor medida, dominar el “difícil arte de sujeto-

verbo-predicado”, como le gusta decir a Alejandro Llano. Aunque saque una sonrisa, no

es broma dominar esa técnica. Requiere de un aprendizaje. Y, culturalmente, también

hubo de suponer un aprendizaje colectivo. El entrenamiento en el proceso que supone el

conceptualizar se extiende con la escritura.

La sustitución del modelo poético-oral por la escritura hizo menguar el papel de la

oralidad en el proceso educativo, y acabó por convertir a la poesía en una cuestión

prácticamente marginal, casi perteneciente al ámbito de lo privado. A la escritura se le

entregó entonces esa tarea que antes detentaban los aedos: la de transmitir el

conocimiento. Como es de esperar, estos dos esquemas culturales han coexistido

durante siglos. Basta pensar en la cultura oral –ya no ligada a la épica, sino al cuento y a

la instrucción religiosa– que predominó en los pagos medievales y que, de alguna

forma, aún persiste en ambientes rurales de sociedades más o menos avanzadas. Puede

incluso decirse que hasta la modernidad, con la invención de la imprenta, el modelo de

pensamiento que se sigue de la escritura y la lectura no penetró todo el tejido social.

Ahora bien, la revolución que McLuhan cifrara en la invención de la imprenta había

comenzado para Occidente alrededor de dos milenios antes, entre los siglos V y IV

A.C., si bien sólo alcanzaría su cénit con la imprenta.

A pesar de ello, el cambio que se produjo durante los decenios que se conocen

como “la Ilustración griega”, produjo una transformación fundamental en el modo de

pensar. En esa ventana del tiempo se dio el cambio irreversible desde la tecnología de la

comunicación poético-mimética a la tecnología de la comunicación basada en la

escritura. No se trata, ni mucho menos, de una cuestión externa, de forma, de si el

conocimiento (neutro) se transmite a través de la escritura o de modo oral (o, si

queremos, a través de un podcast). En el ámbito de lo humano, la forma no es extrínseca

al pensamiento. En concreto, el estado de cosas que se siguió de la extensión de la

escritura a amplios sectores de la sociedad es otra manera de entender el paso del

mythos al lógos, más allá de una cuestión privativa de los ámbitos filosófico y

científico: constituyó en sentido estricto una revolución cultural. En efecto, mythos y

lógos son dos términos originalmente sinónimos, que significan “palabra”. Sin embargo,

¡cuánta distancia entre uno y otro!: la distancia que sólo pudo imponer la introducción

universal de la escritura. “Muchas de las características que hemos dado por sentadas en

    6  

el pensamiento y la expresión dentro de la literatura, la filosofía y la ciencia, y aún en el

discurso oral entre personas que saben leer, no son estrictamente inherentes a la

existencia humana como tal, sino que se originaron debido a los recursos que la

tecnología de la escritura pone a disposición de la conciencia humana” (Ong, 1982: 11).

En los años 60, en su Prefacio a Platón, Havelock propuso la tesis de que Platón

no sólo había sido testigo privilegiado, sino hasta cierto punto protagonista, del

momento de desarrollo cultural excepcional que le había tocado en suerte vivir. El

filósofo ateniense, en clara sintonía con la tradición filosófica anterior, hizo una crítica

demoledora al esquema oral poético-mimético que, como hemos dicho, era algo más

que un simple envoltorio, porque animaba todo un modo de vivir y, sobre todo, de

pensar. En varios pasajes, Platón muestra una cierta reserva, o más bien, una crítica

clara, a la oralidad poética-mimética. Es un lugar común recordar la expulsión de los

poetas que sucede en República (394d, 398a-b, 595a). Efectivamente, las duras palabras

y la crítica sistemática de Platón a la poesía, exige pensar que el blanco de sus ataques

“no puede ser la poesía en el sentido nuestro, sino algo más fundamental en la

experiencia griega, y más poderoso” (Havelock, 1963:4).

Platón estaría en la línea avanzada de ese cambio cultural. De hecho, es el primer

filósofo en el que uno encuentra semejante profusión de escritura. Por ello puede

decirse que la filosofía comienza en firme con Platón. El papel de los presocráticos, si

bien no se debe menospreciar, es de preámbulo, como su misma denominación histórica

ya lo anuncia, al ubicarlos como antecedentes de la gran escuela socrática. De acuerdo

con Havelock y otros estudiosos, Platón es uno de los forjadores de esa nueva cultura de

la escritura. Los presocráticos, que viven todavía en una cultura oral, preanuncian este

cambio. Sin embargo, se mantienen dentro de los parámetros de la oralidad: Parménides

y Empédocles escriben siguiendo el hexámetro de la poesía tradicional y Heráclito

escribe aforismos fáciles de memorizar. Todo ello muy lejos de la prosa que luego

constituiría el estilo propiamente dialéctico de la filosofía. Los filósofos presocráticos

continúan la misma lógica de la oralidad mimética, la forma sigue siendo la misma, si

bien no el contenido. El carácter en cierta medida dogmático y poco argumentativo de

los fragmentos que conservamos no responde únicamente al hecho de que sean

fragmentos: los moldes de la oralidad imponen un estilo de pensamiento que, si bien

trata de generalizar y buscar un orden subyacente a los acontecimientos y buscar

explicaciones impersonales, sin embargo, sigue sujeto a la estructura mental que impone

la oralidad.

    7  

Ahora bien, junto a ello, puede decirse que ya hay en los filósofos de la naturaleza

una crítica a la oralidad poético-mimética, de la mano de su invectiva contra la religión

tradicional. Vale la pena recordar que el instrumento esencial de dicha religiosidad era

la oralidad y su adalid, el aedo. Esto queda ejemplificado en la preeminencia del

poeta/profeta sobre el sacerdote, cuya función cultual no requiere de ningún tipo de

intervención divina, como sucede con el vidente y el poeta. “En Grecia los sacerdotes

eran funcionarios encargados de proporcionar el sacrificio y el culto que los dioses

esperaban… Los videntes se ocupaban de la interpretación de los presagios… Pero las

cuestiones relativas a la naturaleza de los dioses y al origen del mundo eran todavía

asunto de los poetas” (Cornford, 1987: 177). Los mitos que sustentaban la teología

homérica y hesiódica estaban en constante modificación y corrección, debido a la

función profética del poeta, cuyas fronteras no pertenecían a la clase sacerdotal.

Siguiendo aún a Havelock, fue el cambio en la tecnología de la comunicación,

desde la oralidad hacia la escritura, el que permitió el nacimiento en firme de la

filosofía, porque sin escritura no hay abstracción ni conceptualización continua. Por ello

Havelock llegó a afirmar que la intelección, así como la conciencia de ser un sujeto, es

la contraparte del rechazo de la cultura oral (Havelock, 1994: 200, 217-219 y ss.) y

comenzó con la escritura. Si bien podría hablarse de una experiencia de abstracción o de

inmediación pre-lingüística, en el ámbito ordinario de la comunicación y de la cultura –

en el mundo de la vida–, la capacidad de elevar las situaciones coyunturales a conceptos

abstractos está unida al dominio del lenguaje y, en concreto, de las formas escritas de

lenguaje. El pensamiento analítico (que supone la distinción entre diversos predicados y

entre sujeto y predicado) fue posible por los efectos que la escritura tuvo en los procesos

mentales. La escritura permite un discurso autónomo, desprendido del autor (Ong,

1982: 78). Como ya viera Hegel, el aprendizaje de escritura y lectura desplaza la

atención de lo sensible concreto hacia lo formal y es, por ello, un medio de formación

infinito (Hegel, 1987: §459, 339).

Y, no en menor medida, permite la idea de totalidad (el texto), en el que los

diversos elementos adquieren sentido. Sin esa ficción de la totalidad, no es posible la

definición en cuanto distinción de contenidos conceptuales que se diferencian unos de

otros y del conjunto. No cabe duda de que se trata de uno de los factores –junto con

otros– que contribuyó a hacer posible la filosofía, al permitir la abstracción, el

pensamiento analítico y la argumentación continua y según reglas, necesaria para el

avance del conocimiento filosófico y, con él, de la ciencia. La escritura

    8  

(inseparablemente unida a la capacidad de leer), no es principalmente una ayuda a la

memoria, sino que ha dado forma a la capacidad intelectual del hombre moderno. La

escritura introduce una distancia respecto de lo conocido, que podemos llamar ya

objetivación. En la palabra oral, por el contrario, aún hay mucho de inmediatez y de

naturaleza, frente a la ficción, al artificio, que es la escritura.

Las líneas de fondo de esta revolución, que se han descrito más arriba, son

también valiosas como materia de reflexión para nosotros. Allí donde en nuestra época

la lectura y la escritura han cedido terreno a otros tipos de tecnología de la

comunicación, puede hablarse de una cierta involución en la capacidad

conceptualizadora y argumentativa. Si bien se trata de una afirmación que necesitaría

mayor apoyo para afirmarse de manera contundente, quienes nos dedicamos a la

enseñanza tenemos que habérnoslas con ese retroceso en la capacidad de elevar a

concepto las situaciones cotidianas que notamos en las nuevas generaciones, de cuyos

procesos de aprendizaje somos testigos también privilegiados. Si se completara de

manera significativa ese cambio en la tecnología de la comunicación, supondría también

a largo plazo un cambio en los modelos de pensamiento. Pero todo ello está por verse.

1.2. De la escritura a la oralidad dialéctica

Si, como hemos dicho antes, Platón fue un personaje fundamental en la

instauración de la nueva tecnología de la comunicación basada en los procesos de

lectura y escritura, no por ello fue su defensor acrítico. Platón no cuestiona la oralidad

poético-mimética para lanzarse sin más, de manera irreflexiva, en brazos de la escritura,

como si de una nueva amante se tratara. El caso de Platón, y con él, del inicio de la

escritura filosófica, tiene más matices. No puede resumirse en subir al barco de la

novedad en un alarde de oportunismo.

En efecto, la postura de Platón respecto de la escritura es ambigua. Si bien fue un

escritor prolífico, en algunos lugares bastante conocidos de sus textos (en especial la

Carta VII y Fedro), Platón manifiesta sus prevenciones respecto de la escritura. Son

precisamente ésos los textos que Havelock no tiene en cuenta a la hora de avanzar su

tesis, como se ha mostrado recientemente (Reale, 2001). Havelock parece desconocer la

valoración negativa de la escritura que aparece en algunos lugares centrales de la obra

platónica, por lo que no se le puede presentar sin más como el adalid del nuevo modelo.

    9  

El fundador de la Academia acepta la escritura, pero reinventa también la oralidad.

Ahora bien, se trata ya de una oralidad pasada por el tamiz del pensamiento que ha

aprendido a leer y a escribir. La crítica de Platón a la escritura, así como la exaltación de

otro tipo de oralidad, se hace escribiendo, y con las herramientas que le ha dado la

escritura.

Vale la pena preguntarse qué es aquello que tanto preocupa a Platón de la

escritura. Al final del Fedro, Sócrates relata una historia de todos conocida: el dios

Theuth se aproximó a Thamus, rey de Egipto, con el ánimo de mostrarle todas sus artes.

Cuando le llegó el turno a la escritura, Theuth habló de sus excelencias, argumentando

cómo volvería más sabios a los egipcios. A esto Thamus respondió:

es olvido lo que producirán (las letras) en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la

memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, no desde dentro, desde

ellos mismos y por sí mismos (...) Apariencia de sabiduría es lo que proporcionarás a tus alumnos,

que no verdad. (Fedro, 257a)

La escritura no proporciona la auténtica sabiduría, sino una apariencia de ella.

¿Qué es una apariencia de conocimiento? ¿Es acaso posible aparentar que se sabe? De

eso acusaba, en la Carta VII, Platón a Dionisio, el tirano de Siracusa, que había

decidido escribir tratados de filosofía, con la superficialidad de quien reúne retazos de lo

que había escuchado aquí y allí (especialmente del mismo Platón) y los repite como

cosa propia. La crítica mordaz que hace el filósofo ateniense podría con razón

esgrimirse contra todos los que, obligados por las circunstancias actuales de la

burocratización del saber, escribimos y publicamos papers aparentemente eruditos, en

los que, en la mayoría de los casos, es prácticamente imposible encontrar una idea

original. Por lo demás, tal cosa resultaría política o, mejor, editorialmente incorrecta,

porque lo que cuenta a la hora de su evaluación es la corrección formal y la

estructuración adecuada del manuscrito, convirtiendo lo secundario en lo fundamental.

Se trata, en todo caso, de una sustitución del saber por una apariencia suya.

El peligro que encuentra Platón tiene además otro componente: y es que el que

tiene algo por escrito pueda pensar que posee el conocimiento porque lo puede repetir.

Y en realidad, lo que tiene no es sino un sucedáneo: un cuerpo sin alma, un cadáver.

Según la historia narrada por Platón, tal estado de cosas induce al olvido. ¿Al olvido de

qué?, podemos preguntar. Al olvido de que el texto escrito era principalmente un

    10  

sustituto del conocimiento, no el conocimiento mismo. Si bien el papel conserva el

conocimiento, sólo en el alma es posible que se conserve como vida.

El segundo punto de la crítica platónica apunta a la ilusión falaz que se sigue de la

inalterabilidad de los caracteres escritos. Esta misma invectiva aparece en la Carta VII,

donde señala que “nadie con inteligencia se atreverá nunca a confiar sus reflexiones a

un medio de expresión que fuera inalterable, que es lo que ocurre con los caracteres

escritos” (343a). Las palabras y las definiciones no son realidades fijas: no tienen

consistencia ni firmeza suficiente (343b). Tanto la naturaleza como el conocimiento son

para Platón deficientes (343d), inestables, con lo que su exposición, para ser veraz,

tendría que dar cuenta de las dificultades, que llenan a cualquier hombre de oscuridad e

inseguridad (343c).

La escritura resulta un arma de doble filo, porque, al fijar los conceptos, fija lo

que no es fijo: el proceso dialéctico que puede dar cuenta de una realidad que tampoco

es fija. En el caso de los caracteres escritos, piensa Platón, los argumentos quedan

desatendidos, como un cuerpo sin alma. Se le exige al texto que se sostenga solo, pero

el único modo como podría sostenerse por su cuenta es con la estabilidad y la

inalterabilidad de lo inanimado, de lo muerto. El texto no se sostiene solo: los vástagos

de la escritura están ante nosotros como si tuvieran vida, pero, desasistidas de su

creador, las palabras están perdidas pues no pueden dar razón de sí (Fedro 275e). Las

palabras escritas quedan separadas del alma que les dio vida.

Para cobrar vida, el texto requiere siempre de algún principio externo, esto es, de

una explicación o de una interpretación. Platón ya adivinaba el futuro que le esperaba al

conocimiento si se confiaba del todo al texto, a la escritura: el conocimiento deviene

entonces hermenéutica y sólo hermenéutica. Porque el texto llama a ser interpretado. No

deja de resultar paradójico que precisamente los diálogos platónicos se convirtieran en

los textos canónicos por excelencia de la filosofía: de tal manera que toda ella pudiera

casi ser comprendida, parafraseando a Whitehead, como un comentario a pie de página

de Platón, esto es, como hermenéutica platónica. Sin embargo, se trata de un escándalo

farisaico: ya sucedía eso mismo en la Academia en tiempos de Platón. Sus diálogos se

estudiaban y se discutían oralmente y por escrito, también en su ausencia, como se

trasluce de los datos que tenemos. La ilusión de un contacto directo de los primeros

filósofos griegos con la realidad, con el pensamiento, es sólo eso, una ilusión. La

filosofía fue, desde el principio, dialéctica y hermenéutica en un sentido amplio.

    11  

Con su crítica a la escritura, Platón no adopta una posición nostálgica respecto del

pasado. El antiguo estado de cosas, caracterizado por la oralidad del mythos, no es

deseable. De hecho, él mismo se había encargado, junto con la tradición filosófica a la

que pertenecía, de desechar, por lo menos para la filosofía, esa tradición poético-

mimética que había forjado la cultura helénica. Platón critica tanto la oralidad poético-

mimética como la escritura, si bien se sirve de ambas. Entonces, ¿qué pretende?, ¿con

qué se queda? Como bien mostraron en el siglo pasado las escuelas de Tubinga y de

Milán, Platón lleva a plenitud otro tipo de oralidad que ya había asomado con los

presocráticos y con Sócrates. Reale afirma que, si bien Platón había adoptado la

escritura, sin embargo no renunció completamente a la oralidad, sino que buscó

suplantar esa oralidad poético-mimética por una oralidad dialéctica (Reale, 2001: 75-

78). Ahora bien, y sin renunciar a Havelock, esa nueva oralidad nació en el humus del

cambio de mentalidad que había propiciado el fenómeno extendido de la lectura y la

escritura.

Esa oralidad dialéctica está en el corazón de la filosofía platónica. Y, me atrevería

a decir, en el corazón de toda la filosofía. Es una conquista de los socráticos para el

pensamiento occidental a la que no deberíamos renunciar a la ligera. ¿En qué consiste

entonces este nuevo tipo de oralidad? No se trata ya de una oralidad basada en la

palabra entendida como mythos, en las imágenes, las historias, el suceso ejemplar. Los

elementos que comparecen ahora son conceptos, argumentos y contra-argumentos. La

palabra como mythos da paso a la palabra como lógos. Platón no renuncia sin más a la

palabra, al lógos enunciado (oralidad), sino que le da otra dimensión: el ejercicio de

pensar, de pensar con conceptos y argumentos, es un ejercicio que se da en el diálogo,

en el contraste vivo de las ideas.

Como dice Platón de la filosofía: en modo alguno es algo de lo que se pueda hablar como de otras disciplinas, sino que es gracias a

un frecuente contacto con el problema mismo y gracias a la convivencia con él, que de repente

surge este saber en el alma, igual que la luz que se desprende de un fuego que brota, alimentándose

a partir de entonces a sí mismo. (Carta VII, 341c-d)

Es a través del contraste de ideas, a través del adiestramiento del diálogo, como se

“enciende” el conocimiento. El ejercicio del pensamiento, el contacto continuo con lo

estudiado y el sometimiento de lo pensado a crítica, es lo que permite que acontezca un

    12  

conocimiento nuevo. Es nuevo para el que en ese momento piensa, pero en realidad, ése

es el único tipo de novedad posible: la del pensamiento de cada cual.

Tal conocimiento no sucede en solitario. Platón considera que es preciso un

intercambio constante de ideas con otros que andan el mismo camino, y también con

aquellos que sirven de maestros.

es preciso aprender la mentira y la verdad de las cosas en su conjunto; y esto sucede con un

esfuerzo constante y mucho tiempo. Con grandes penurias, por medio del mutuo contacto de unos

y otros elementos (nombres y definiciones, visiones y percepciones), sometiéndolos a examen con

críticas benévolas y carentes de envidia, a fuerza de preguntas y respuestas, se encienden, respecto

a cada particular, la razón y la inteligencia, poniéndose en la mayor tensión posible según la

capacidad humana. (344b)

El ejercicio dialéctico permite partir el raciocinio desde los opuestos, desde las

posturas contrarias, y enseña a andar todos los caminos posibles de la argumentación.

Como bien le dice Zenón a Sócrates: “sin recorrer y explorar todos los caminos es

imposible dar con la verdad” (Parménides 136e). Sin embargo, el ejercicio dialéctico

puede ser fallido. No dice el texto que recorrer todos los caminos asegure la verdad. La

verdad nunca está garantizada. Pero lo que es claro es que, sin recorrerlos, no es posible

acertar. Nadie acierta en el planteamiento o la solución de una cuestión por suerte o

azar. No porque no pueda encontrarse en el camino correcto por casualidad, sino porque

incluso entonces no sabría que está en el camino adecuado, con lo que el conocimiento

sería fatuo. Ahora bien, la posibilidad de no acertar, de errar el camino o de no

reconocer que se está en el camino adecuado, no desecha lo valioso del ejercicio

dialéctico. Porque algo ha cambiado en uno aunque uno no haya terminado de hacerse

cargo de la realidad, y porque el rendimiento abstractivo que ha resultado de ello abre el

horizonte de nuevas posibilidades de conocimiento.

No se trata solamente de que sea parte de la condición humana el preguntar. Ni

que este rasgo se haga casi patológico en el caso del filósofo. En el ejercicio filosófico,

no es cosa solamente de encontrar respuestas, sino de aprender a preguntar: de volver y

abrir nuevos caminos, nuevos modos de acceso a las cuestiones de siempre. “Porque, aunque todo conocimiento recibe un impulso decisivo de las preguntas que se hace

quien investiga (de la adecuada formulación del problema y de la investigación subsiguiente,

dirían probablemente los científicos), la filosofía ha visto en el preguntar un camino seguro, que

eso es lo que precisamente designa la palabra de origen griego método” (Flamarique, 2008: 101).

    13  

Por ello una de las formas literarias más bellas que ha adoptado la filosofía en su

historia es la del diálogo, que Platón supo aprovechar al máximo. Pero no se trata

solamente de una forma literaria: el diálogo responde a la misma estructura del

conocimiento humano, que se mueve entre la luz y la oscuridad, que camina a tientas:

sabemos y no sabemos. Y por eso hay que preguntar. Ese carácter dialógico y dialéctico

de la filosofía tiene que ver con la finitud humana. Como dice Llano parafraseando a

Tomás de Aquino, “la condición humana es la propia de una naturaleza intelectual ensombrecida, y que, por tanto,

conoce preguntando y de manera sucesiva, a lo largo del tiempo. Lo cual no es muestra de

insuficiencia, porque Tomás de Aquino entiende que la inteligencia humana es finita desde el

punto de vista ontológico o constitutivo, pero es infinita desde el punto de vista operativo. Por

eso esta manera de pensar no es una filosofía de la finitud, sino una filosofía desde la finitud”

(Llano, 2011: 111).

A partir de todo esto, cabe preguntarse si el conocimiento filosófico puede

adaptarse a cualquier esquema de presentación, es decir, si acaso hay medios de

comunicación irrenunciables para la filosofía. Platón pensaba que sí: que la dialéctica

era irrenunciable. Dialéctica y escritura no son principalmente modos de exposición de

un pensamiento ya acabado, sino ejercicio mismo de pensamiento. Y este doblete, por

llamarlo de alguna manera, de oralidad dialéctica y escritura, sigue siendo el corazón de

nuestra enseñanza y aprendizaje de la filosofía. Por lo menos hasta ahora, la formación

filosófica ha estado atada a esas dos cosas: texto (lectura y escritura), sí, pero también

oralidad dialéctica. La invención de la imprenta no supuso la desaparición de la

comunidad de profesores y alumnos que son las universidades. Ni tampoco internet

supondrá su desaparición, si no queremos que con ello se vayan también los pilares de

nuestra cultura y la misma comprensión de nuestra identidad.

La ganancia de la argumentación dialéctica como instrumento esencial a la

filosofía, la necesidad de la discusión como intercambio (convivencia) de ideas, pero

también como crítica (¡benévola y carente de envidia!), fue un logro platónico que no

deberíamos ponernos en situación de perder, porque detrás de ella alienta ese instinto de

verdad, de dotar a todo de un lógos al que me refería al principio. He querido mostrar

cómo escritura y oralidad dialéctica son partes insustituibles de nuestro modo de

entender la razón. Imponen condicionamientos mentales sobre nuestro modo de acceder

a la realidad. Y el mayor condicionamiento que impone –que en realidad no condiciona

    14  

como lo que restringe, sino como lo que potencia–, es la posibilidad misma de la

sustitución como sustitución. De sustituir palabras, imágenes, sentimientos, etc., por

conceptos, sustituidos a la vez por textos.

2. Sobre los dos modos de habitar la caverna

El rendimiento cognoscitivo que supone la filosofía, permite incluso la

recuperación del mythos y de la imagen, propios de la oralidad poético-mimética, dentro

del nuevo esquema, como ha mostrado con su ejemplo el mismo Platón. Siempre que

Platón quiere decir algo especialmente difícil, acude a un mito o a una imagen. El mito

apunta a, muestra aquello que, aparentemente, no puede decirse. Veo al menos dos

motivos que justifican el uso del mito en el filósofo ateniense. Uno, más citado y

conocido, es que el mito llega donde la argumentación dialéctica no alcanza a llegar:

por ejemplo, juega un papel cuando se trata de abordar cuestiones escatológicas

relativas al destino de las almas. Aparece allí el mito como una especie de deus ex

machina, que salva la posición de Sócrates cuando la dialéctica se rinde. Pero hay, a mi

juicio, una cuestión de fondo más importante y que da al uso del mito un valor

intrínseco a la misma argumentación filosófica. El mito permite la ficción de totalidad

necesaria para la filosofía allí donde ella no es posible, esto es, en la realidad misma, de

tal manera que puede entonces darse la comprensión de sentido, que las palabras y las

cosas se entienden “en el sentido de”. Este rol únicamente puede jugarlo el mito (o la

imagen) cuando él mismo se reconoce como ficción, lo cual sucede sólo a través del

artificio introducido por la escritura (y su hija, la dialéctica oral), nunca en el estado

previo de oralidad poético-mimética, donde lo narrado en los mitos se confunde con la

experiencia de los mismos sujetos. Esa ficción autorizada –esto es, reconocida como

tal– permite a la razón alcanzar nuevas cotas de pensamiento. El mito entonces deviene

ficción, fábula, como tradujeron ya los latinos, pero no por ello se convierte en falso,

sino en posibilidad de sentido para la realidad misma. Si, para Platón, el movimiento

dialéctico comienza con una hipótesis que se toma literalmente como hipótesis (cfr.

República 511b), entonces puede decirse que el mito tiene en el esquema dialéctico ese

uso: un punto de partida hipotético que permite elevarse a los principios, para ser luego

recuperado de un modo nuevo.

    15  

Para apuntalar esto, acudiré a la alegoría –o figura, imagen o mito, sírvase cada

cual– de la caverna, cuyo lugar en la historia de la filosofía es incuestionable, porque

trata precisamente de nuestra condición humana en el sentido más radical: en palabras

de Platón, trata sobre el estado de nuestra naturaleza (414a). Como ha visto Heidegger,

el símil de la caverna atiende a la comprensión de la esencia de la historia de la

humanidad, y la de la historia más íntima de cada cual (Heidegger 1988: 77). La trama

de esa tragedia universal que es la alegoría de la caverna platónica es una metáfora de

nuestra condición humana. Se trata, probablemente, del texto filosófico más conocido

por cualquiera que haya pisado una escuela. Literatos, artistas y filósofos, todos, han

meditado sobre ella. Porque Platón, por boca de Sócrates, el más sabio de los sabios, ha

dicho que esos prisioneros somos nosotros.

La alegoría de la caverna, además, es ella misma un reconocimiento del carácter

mítico –en este sentido aludido de ficción de totalidad– al que no puede renunciar la

filosofía. En ella queda claro cómo no es posible abandonar la caverna definitivamente,

pero también cómo se trastoca el modo de habitarla después de la excursión (obligada)

al exterior de la cueva de uno de sus prisioneros.

Permítanme recrear una vez más la historia, que Platón narra en República 514a-

519b.

Sócrates nos invita a imaginar una cueva larga e inclinada. En el fondo de ella

habitan unos hombres que han estado, desde la infancia, amarrados por los pies y el

cuello y obligados a mirar solamente hacia la pared de la cueva. Detrás y algo elevado

respecto de ellos, arde un fuego. Y, entre ellos y el fuego, atraviesa un camino

transversal, a lo largo del cual se ha construido un muro. Detrás del muro, unos hombres

caminan llevando todo tipo de artefactos sobre sus cabezas: figuras de hombres y

animales en diversos materiales. Estos objetos se proyectan sobre el muro, pero sin que

se permita ver a sus portadores. Los prisioneros no tienen por verdad otra cosa que las

sombras de los objetos en movimiento que se van formando en el muro de la caverna.

Por ello suponen que esas sombras son las cosas reales y que las voces de los que las

llevan, por el eco, provienen de las sombras.

Supongamos, continúa la narración, que uno de ellos logra desatarse de sus

cadenas, ponerse de pie, y darse la vuelta. Aquello constituirá una experiencia dolorosa,

porque, deslumbrado por la luz, le parecerán mucho más reales las sombras a las que

estaba acostumbrado, y volverá con agradecimiento sus ojos hacia lo que puede ver con

mayor claridad. Si se le arrastrara fuera a la fuerza por el áspero y empinado sendero

    16  

que lleva a la luz, se lamentaría amargamente y sería incapaz, al principio, de ver lo que

sea que ahora se le diga que es real. La cura es gradual: primero verá las sombras y

luego los reflejos en el agua, antes de dirigir sus ojos a los hombres y a las cosas reales.

Antes de mirar directamente al sol y concluir que él es el responsable de todo lo que

hay, echará un vistazo a la luz de la luna y de las estrellas, para no hacerse daño a los

ojos.

Cuando se acuerde de su estado anterior, y de lo que en él se consideraba valioso,

sentirá piedad por sus compañeros y desprecio por el estilo de vida que llevan, con sus

recompensas y premios. Si regresara a su antiguo lugar en la caverna, sus ojos tardarían

en acostumbrarse a la oscuridad, así que no le iría bien en las competencias que tienen

entre sí los prisioneros. Sus compañeros se reirían de él y, si intentara liberarlos, lo

querrían matar.

Hasta ahí, la narración de Sócrates.

Para intentar una adecuada interpretación, no debe olvidarse que se trata de la

tercera de las figuras propuestas por Sócrates para aproximarse a la idea de Bien

(República 506 y ss.). Sobre la idea de Bien no se puede hablar directamente, no puede

ser tematizada, porque ella es precisamente la posibilidad misma de todo conocimiento.

Por ello Platón acude a estas figuras, que permiten una ficción a partir de la cual se

puede, por analogía, entrever el carácter trascendental de la idea de Bien.

En lo que atañe a la alegoría de la caverna, ésta admite diversos planos de lectura.

El mismo Platón nos da pistas sobre ella: aparece, por una parte, la cuestión de los

grados de realidad, el mundo sensible y el mundo suprasensible. A esto se añade la

gradación asímismo del conocimiento (mayor o menor luz) y los distintos estados del

hombre ante la verdad. Pero hay un tercer aspecto que es el que resulta especialmente

novedoso en esta alegoría respecto de los otros dos símiles que, junto con ella,

componen la tríada de las figuras sobre el Bien. Se trata del aspecto vivencial, más

antropológico si se quiere, de la alegoría, que tiene un carácter doble. Por una parte,

puede hacerse una lectura política que nace de la exigencia ética, que aparece en el

mismo texto, sugerida por el término compasión y por la obligación impuesta al

prisionero liberado de regresar a la caverna, en el contexto de servicio a la comunidad

en el que se narra el mito. Pero además, toda la historia está planteada como una

metáfora de la auténtica educación, porque no debemos olvidar que la discusión acerca

del Bien, que da pie a estas figuras, ha surgido en la reflexión en torno a la formación

que deben recibir los guardianes de la polis. En esta línea, considero que la alegoría de

    17  

la caverna habría que inscribirla en la larga tradición de los mitos sobre el estado natural

del hombre y su paso a la civilización o la cultura. No podemos olvidar que una de las

cuestiones intelectuales más importantes y debatidas del siglo V A.C., en cuyo seno

vive Platón, era precisamente la polémica entre physis y nómos, entre aquello que nos

viene dado por la naturaleza y aquello que hemos inventado los hombres (Guthrie,

1988b: 64-138). En esta disputa, Platón parece apostar por el nómos, por la paideia de

un modo decidido (cfr. por ejemplo Leyes, 890a), si bien el mismo texto de la República

que estamos analizando considera la educación (el camino arduo y difícil para salir de la

caverna) como algo “de acuerdo a la naturaleza”.

Aún siendo fascinantes todas estas cuestiones, mi lectura quiere ser más modesta

y fijarse principalmente en dos momentos, el inicial y el último, como si de dos

instantáneas se tratara.

En la primera escena, aparecen los prisioneros en su hábitat natural. Allí han

nacido y allí morirá la mayoría. Se trata, según se nos dice, de la humanidad que no ha

recibido una educación. No podemos olvidar que Sócrates afirma que esos prisioneros

somos nosotros. Los prisioneros no han acabado allí por haber cometido algún delito.

Tal situación no es concebida como un castigo, algo a lo que se han visto abocados, sino

como el estado natural del hombre. Si bien se nos dice que son prisioneros, ellos no

saben que lo son. También se nos cuenta que ven sólo sombras: sombras de unos

artefactos llevados por unos hombres y sombras de sí mismos y de los otros prisioneros.

Como las sombras están en movimiento, parecen vivas. Sin embargo, para ellos, las

imágenes no son imágenes, porque es todo lo que hay: tienen por verdad las sombras de

los objetos en el muro de la caverna (515c). Ahora bien, no los conocen como sombras,

sino como cosas reales; no las consideran como imágenes que remitan a algo distinto de

sí, sino que asumen que se trata de la realidad misma. Reconocer una sombra o una

imagen como sombra requiere saber de qué objeto aquello es imagen. Sólo para el

prisionero que ha sido liberado, se revela que, efectivamente, se trata de sombras, de

imágenes de cosas que, a su vez, son imágenes.

Los prisioneros parecen saber algo, hablan de las sombras (su única realidad) con

la certeza del conocimiento. En efecto, la ocupación de los prisioneros consiste en

intentar ver claramente las sombras que pasan y recordar el orden en que se suceden,

para poder adivinar cuál vendrá a continuación. A los más aventajados en estas lides, a

los más “sabios”, se les conceden honores y premios. Pero Platón describe este estado

como uno de aphrosyne, de ilusión. No es, sin más, una situación de ignorancia, de

    18  

desconocimiento. Propiamente, ese estado podría caracterizarse como uno de

desorientación, de ensoñación. Alejandro Llano ha hecho una lectura iluminadora de

este texto al profundizar en la relación del sueño con el carácter representacionista que

tiene tanto el estado de los prisioneros, como la situación del prisionero liberado en la

primera etapa fuera de la caverna, porque en ambos casos se toman precisamente las

representaciones por realidades (Llano, 1999: 39-47).

Al no tener conocimiento alguno siquiera de la existencia de principios, los

prisioneros toman las sombras como cosas reales. En la caverna hay apariencia de saber,

propiamente lo que Aristóteles llama erística, porque se habla de lo que no se sabe, pero

que se cree verdad (Refutaciones Sofísticas, 3, 165b 15). Ya en un contexto más

disciplinar, Aristóteles opondrá al método dialéctico, el razonamiento erístico. Ése no

cuenta con la crítica benevolente, sino que busca de cualquier manera ganar. Se trata de

una competición: como la competición de los que habitan la caverna.

El estado de los prisioneros es análogo al del pensamiento poético-mimético. No

hay distinción entre la imagen y lo imaginado, ni entre el sujeto que conoce y lo

conocido. Dicho en el lenguaje de la caverna, para cada prisionero, la sombra de sí

mismo que se proyecta en la pared no es discernible de las sombras de los otros

encarcelados, ni tampoco de las sombras de los artefactos que pasan por allí. Lo más

que pueden distinguir los prisioneros es que hay sombras inmóviles (ellos mismos, pero

¿cómo podrían saber que lo que ven y no se mueve son sus propios reflejos?) y sombras

móviles, las de los objetos que son llevados de acá para allá por encima del muro que

los separa de la entrada de la caverna. Se trata de una visión chata del estado de cosas:

todo está igualado, falta el plano de profundidad que introduce el conocimiento, y que

permite distinguir no ya una sombra de otra (eso ya lo hacen los prisioneros), sino la

realidad de sombra que tienen las mismas sombras.

Vamos ahora a la escena final. Es verdad que lo más interesante es lo que ocurre

en las etapas intermedias: el despertar inicial (forzoso) de la primera ensoñación, la

salida de la caverna, el conocimiento a partir de imágenes ya fuera de la caverna, mirar

las cosas reales y el sol… Pero se suele pasar por alto el regreso a la caverna, así como,

en la figura de la línea (la segunda de las figuras sobre la idea de Bien), se olvida que

hay que recorrer también el camino inverso. Si bien considero que se trata de la primera

aparición de la idea de la conversio ad phantasma, no puedo entrar en ello ahora.

    19  

Miremos cómo acaba la historia. Volvemos a encontrar a los mismos personajes,

en la misma posición y haciendo las mismas cosas. Pero bajo la aparente calma de lo ya

conocido, se está jugando el drama del filósofo y de la filosofía.

El prisionero liberado, que no es otro que el filósofo, ha sido obligado a regresar:

debe atender las cosas de este mundo, porque él también es un habitante de la caverna.

Una vez que se acostumbre, verá mejor que los demás las imágenes que se proyectan en

la pared de la caverna, porque sabrá que son imágenes. En el caso de los prisioneros que

nunca han salido de la caverna (o incluso en el hipotético caso de un prisionero liberado

que a la vuelta quisiera congraciarse con sus compañeros y tomar por un sueño su

liberación), la imagen tiene un carácter pernicioso, porque al no poder admitir su

carácter referencial, se convierte en obstáculo y no en medio de conocimiento. Pero

como el prisionero liberado ha regresado a la cueva, debe jugar de nuevo el juego de los

prisioneros. Desde los cánones de los encadenados, está en una clara desventaja para las

competiciones que se desarrollan en la caverna, porque su vista ya no está habituada a

las sombras, y será tomado por loco y expuesto al ridículo cuando afirme que las

sombras no son la verdadera realidad. Y si insistiera en ello, lo matarían si pudieran

(516e-517a).

La historia acaba mal. Puede pensarse que se trata, una vez más, del recuento

platónico del episodio que marcó su vida y cuyo recuerdo nunca lo abandonó: el destino

de Sócrates. No puede olvidarse, de cualquier manera, que Platón consideraba que le

debía su vocación filosófica, con la correspondiente desilusión por la política, a ese

episodio. Pero no se trata sin más de un recuerdo del destino de su maestro. La amenaza

de muerte que acecha al prisionero liberado es real. Estar expuesto a la muerte es

condición de todo filósofo, más aún, de la filosofía misma. Los prisioneros no quieren

ser liberados, no quieren acabar con sus ilusiones: desilusión, de hecho, no tiene en

castellano nunca un sentido positivo, si bien etimológicamente podría significar

abandonar las ilusiones, las apariencias. Pero la ilusión conlleva también comodidad.

Heidegger comenta qué pueda significar que el filósofo esté expuesto a la muerte

dentro de la caverna, porque el auténtico filosofar es impotente dentro del ámbito de la

obviedad dominante. Se trataría de un envenenamiento oculto y lento, que conlleva la

banalidad e impotencia de la propia existencia, vendida al público. En efecto, el

envenenamiento consistiría en atraer al filósofo al modus operandi de la caverna. Sus

habitantes se interesan por lo que dice, se comenta sobre los best sellers, se le conceden

premios y distinciones. El filósofo es empujado entonces al círculo de la opinión

    20  

dominante, a los intereses de la gente, de las novedades. Así se haría al filósofo

inofensivo. Es verdad que, dentro de la caverna, con las capacidades que ha

desarrollado, podría jugar mejor que nadie al juego de las apariencias (Heidegger, 1988:

84-85).

Pero con ello habrá malogrado su propia vocación. Platón conoce otra forma de

paideia que la propuesta por los poetas. El prisionero liberado, el filósofo, debe intentar

liberar a los prisioneros. No será una tarea fácil, no puede hacerse persuadiéndoles, ni

dándoles los argumentos erísticos que piden. Intentar persuadir lo llevaría únicamente a

la burla y al descrédito. Lo único que puede hacer es procurar salvar a uno de los

prisioneros, sacarlo de la caverna y llevarlo por esa ascensión larga y laboriosa desde las

profundidades hasta la luz del sol que lo domina todo.

Lo más importante, es que el estado de la caverna sólo se reconoce al final. Las

exploraciones del prisionero liberado no han sido en vano. Sólo el prisionero retornado

conoce propiamente la caverna, la conoce por primera vez, como en el poema de Eliot:

We shall not cease from exploration

And the end of all our exploring

Will be to arrive where we started

And know the place for the first time. (Eliot, 1987: 158)

A modo de conclusión

He querido mostrar cómo en Platón, que lleva a su más alta cumbre los

rendimientos cognoscitivos del nuevo modelo educativo centrado en la escritura y la

dialéctica, el mito tiene un lugar insustituible. Éste funciona, permítanme la expresión,

como una hipótesis dialéctica. Vale recordar cómo Platón expone la dialéctica como

aquel ejercicio intelectual en el que se avanza desde las hipótesis hacia los principios.

Esto es explicado en contraposición con el conocimiento científico, en el que las

hipótesis funcionan como supuestos desde los cuales se desciende hacia conclusiones.

En el caso del científico, las hipótesis aparecen como inamovibles, como principios. En

la dialéctica, por el contrario, se avanza cancelando sucesivamente las hipótesis hacia

los principios (cfr. República 533c-d). La dialéctica examina las hipótesis y las va

anulando, una tras otra. Lo importante es que en ella las hipótesis se reconocen como

hipótesis. Los contenidos se van abandonando hasta elevarse a la idea. Esa idea es,

obviamente, un ideal.

    21  

La alegoría de la caverna sirve a este propósito de manera doble. Por una parte,

queda claro cómo sólo una educación exigente, rigurosa y ardua permite un nuevo modo

de habitar la caverna: conocer las imágenes como imágenes y, por tanto, estar en

disposición de utilizarlas como elementos de hipótesis que avanzan hacia principios, no

hacia conclusiones (qué sombra ha pasado antes o después, por ejemplo). En segundo

lugar, ella misma es una imagen (la alegoría de la caverna). Como imagen de la

educación, funciona como hipótesis, que permite la ficción (que no es falsedad) de lo

real como totalidad, y de la experiencia del individuo, del prisionero liberado, como

sujeto. Sin una educación personalmente experimentada como un despertar de la

ilusión, se vive la experiencia de un modo confuso e inserto en la misma imagen, al

modo de lo que acontecía en el modelo poético-mimético.

BIBLIOGRAFÍA

ARISTÓTELES, Tratados de lógica I., introd. Trad. y notas por Miguel Candel,

Madrid, Gredos, 1982.

CORNFORD, F. M., Principium Sapientiae. Los orígenes del pensamiento filosófico

griego, Madrid, Visor, 1987.

ELIOT, T. S., Cuatro cuartetos, trad. de Esteban Pujals Gesalí, Madrid, Cátedra,

1987.

FLAMARIQUE, L., “Enseñanza de la filosofía. Apuntes para la universidad del siglo

XXI”, en Pensamiento y Cultura, vol. 11-1, 2008, pp. 95-112.

GUTHRIE, W. K. C., Historia de la Filosofía griega, tomos 1, 3 y 4, Madrid,

Gredos, 1984.

HAVELOCK, E., Preface to Plato, Basil Blackwell, Oxford, 1963 (Ed. española en

Prefacio a Platón, Madrid, Visor, 1994).

HEGEL, G.W.F., Enzyclopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse

(1987), GW, Band 19, Feliz Meiner Verlag Hamburg, 1989.

HEIDEGGER, M. Von Wesen der Wahrheit. Zu Platons Höhlengleichnis und

Theätet, GA, Band 34, 1988.

JAEGER, W., Paideia: los ideales de la cultura griega, México, FCE, 1967.

    22  

KULLMANN, W., “Hintergründe und Motive der platonischen Schriftkritik“,

Kullmann, W. Und Reichel, M. (hgs.) Der Übergang von der Mündlichkeit zur

Literatur bei den Griechen, Tübingen, Narr, 1990, pp.. 317-334.

LLANO, A., El enigma de la representación, Madrid, Síntesis, 1999.

LLANO, A., Caminos de la filosofía: conversaciones con Lourdes Flamarique,

Marcela García y José María Torralba, Pamplona, Eunsa, 2011.

ONG, W. J., Orality and Literacy. The Technologizing of the Word, London-New

York, 1982. (Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. México, FCE, 1987).

PLATÓN, Diálogos I (Apología, Criton, Eutifrón, Ión, Lisis, Cármides, Hipias

Menor, Hipias Mayor, Laques, Protágoras), trad. y notas por J. Calonge Ruiz, E. Lledó

Íñigo, C. García Gual, Madrid, Gredos 1981.

PLATÓN, Diálógos IV, República, introd., trad. y notas al Gorgias por Conrado

Eggers Lan, Madrid, Gredos, 1986.

PLATÓN, La República, ed. bilingüe, introd., trad., notas y estudio preliminar por

José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiano, Madrid, Centro de Estudios

Constitucionales, 1981.

PLATÓN, Cartas, (José Torres Guerra, ed.), Madrid, Akal, 1993.

REALE, G., Platón: en búsqueda de la sabiduría secreta, Barcelona, Herder, 2001.