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Recorridos por una estética de la evasión: Yonqui y El almuerzo desnudo de William Burroughs
Giovanni Reina Gutiérrez
Tesis presentada para optar al título de Magíster en Estética
Directora Elissa Lister Brugal
Universidad Nacional de Colombia-Sede Medellín Facultad de Ciencias Humanas y Económicas
Departamento de Estudios Filosóficos y Culturales Medellín Julio de 2013
2
CONTENIDO
A MANERA DE PROLOGO: RECORRIDOS POR UNA ESTÉTICA DE LA
EVASIÓN…..………………………....................................................................................... 4
INTRODUCCIÓN……………………………………………………………………..………………………………….……… 2 6
1. HACIA UNA ESTÉTICA DE LA EVASIÓN……………………………………………………………………28
1.1 DE CÓMO SE INSTAURA LA EVASIÓN………………………………………………………………….28 1.2 LA ADICCIÓN O LA EXASPERACIÓN DEL DESEO…………………………………..……………… 38 1.3. ADICCIÓN Y EVASIÓN COMO RELACIÓN ALGEBRAICA……………………..………………. 47 2. CONTEXTOS Y FUNCIONES DEL CONSUMO DE DROGAS: DE LAS PRÁCTICAS ANCESTRALES A LA PSICODELIA………………..………………….………………….. 58 2.1 LA FARMACOTEOLOGÍA COMO COMUNICACIÓN ENTRE LOS MUNDOS………..… 58 2.2 EL SIGLO XIX Y SUS PARAÍSOS ARTIFICIALES………………………………………………………. 65 2.3 EL PASO HACIA LA PSICODELIA…………………………………………………………………………… 73 3. IMÁGENES Y RELATOS DE LA EVASIÓN EN LA LITERATURA Y EL CINE…..……………… 83 3.1 KAFKA Y MELVILLE: LA EVASIÓN COMO METÁFORA…………………………………………. 85 3.2 RÉQUIEM POR UN SUEÑO O LA PROLIFERACIÓN DE LAS ADICCIONES……………..102 3.3 TRAINSPOTTING O LAS DROGAS COMO ESTILO DE VIDA………………………………….107 3.3.1. Búsqueda de la autenticidad y la transgresión de los
modelos socioculturales ……….………………………………………………………….………………111 3.3.2 La búsqueda del placer ……………..…………………………………………………………….114 3.3.3 la búsqueda de la simplicidad…………..………………………………………………………118
4. FISIOLOGÍA DE LA ADICCIÓN EN YONQUI Y EL ALMUERZO DESNUDO…………..…..122 4.1 EL COMIENZO DE UNA HUIDA………………………………………………………………………….. 124 4.2 LA MANERA EN QUE SE DISUELVE UN CUERPO……………………………………………….. 128 4.3 EL FRÍO……………………………………………………………………………………………………………… 135 4.4 EL CUERPO SIN ÓRGANOS………………………………………………………………………………… 136 4.5 ANIMALIZAR AL ADICTO…………………………………………………………………………………… 147 5. CONSTRUCCIÓN DE UN LENGUAJE TOXICOMANIACO……………………..………………... 157
3
5.1 EL SILENCIO DE LA EBRIEDAD………….……………………………………………….………………. 162 5.2 EL LENGUAJE FRAGMENTADO DE LA ADICCIÓN……………..……………………………….. 162 5.3 DE RUPTURAS Y TRANSGRESIONES…………………………….….………………………………. 176 CONCLUSIONES……………………………………………………………………………………………………… 183 BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………………………………………………… 191
4
A MANERA DE PROLOGO
RECORRIDOS POR UNA ESTÉTICA DE LA EVASION: EN YONQU I Y EL
ALMUERZO DESNUDO DE WILLIAM BURROUGHS
William Burroughs nos presenta la cotidianidad adicta, el ir y venir de los
farmacodependientes en una ciudad hostil, moral y judicialmente, al consumo
de alcaloides. Y gracias al discurrir sobre esa cotidianidad del adicto en los
relatos, Yonqui y El almuerzo desnudo, es posible trazar una estética que dé
cuenta de esos ritmos, valores, y percepciones que se conjugan allí. En otras
palabras, es posible hablar de una estética de esa cotidianidad del adicto. Lo
que el autor norteamericano presenta en un relato como Yonqui no es más que
el trasegar de un ser humano, con sus días y sus noches, en la búsqueda y
consumo de heroína. Ir y venir, volver, drogarse, salir, robar, vender, empeñar,
huir, drogarse nuevamente, buscar al vendedor o “camello”, inyectarse,
escapar de la ley, buscar un médico que extienda un receta para comprar
heroína, suplicar por un poco más, dormir y volver nuevamente al asunto de
todos los días. Esas son las prácticas del adicto, su vida convertida en el sueño
de un pinchazo. “Necesito droga para levantarme de la cama por la mañana,
para afeitarme y para desayunar. La necesito para seguir vivo, es la respuesta”.
(Yonqui, p.51). Lo cotidiano de los adictos en Yonqui, en lo que su vida se ha
convertido, es una constante fuga: huir de la justicia que acorrala, huir de la
ciudad que no permite los consumos, huir de los médicos que te delatan, y de
5
los delatores que te venden; huir de los centros donde te curan del virus de la
droga, huir incluso de la droga, sólo para volver a ella con mayor ímpetu. Y si lo
cotidiano del adicto en Burroughs es huir, la huida se convierte en una estética
posible de ser perfilada. El día a día de cómo se evade un adicto, es decir, de
cómo transforma su existencia adicta en una forma de vida. O en otras
palabras, cómo su vida se centra en un solo y único objeto: la droga. “La droga
no proporciona alegría ni bienestar. Es una manera de vivir” (Y. p. 22). Se debe
asumir entonces que los hechos cotidianos, son susceptibles de convertirse en
estéticos. Y en este caso lo cotidiano está ligado a la heroína y a las formas de
huida que se conjugan con esa adicción. La estética va un paso más allá de lo
restringido. Ya lo decía Jan Mukarovsky, (2000) en Signo, Función y Valor.
Estética y semiótica del arte, “Además, la función estética abarca un campo de
acción mucho más amplio que sólo el arte” (p. 127). O para decirlo quizá de
manera más directa, en manos del mismo autor,
En suma, lo estético, es decir, la esfera de la función, la norma y el valor
estético, se halla ampliamente extendido por toda la esfera del comportamiento
humano, y representa un factor importante y multifacético de la praxis (p. 2039
Lo que intento sugerir entonces es que esa vida del adicto en Burroughs
constituye una posibilidad de estudio estético, pues lo cotidiano, que es la
evasión, hace parte de las preocupaciones estéticas. Lo estético se expande
hacia las acciones más comunes y triviales de los seres humanos, entra en su
mundo de todos los días. La razón del arte, o lo que guíe u oriente las
motivaciones artísticas, también se encuentra allí en el mundo ordinario. El
arte toma cosas, ya no grandilocuentes, sino pequeños objetos caseros de uso
6
diario. Tal como alguna vez lo hizo Marcel Duchamp y Andy Wharol. Katya
Mandoki (2006) es enfática al hacer alusión a esta relación de lo cotidiano con
lo estético
Sin Embargo, arte y realidad, como la estética y lo cotidiano, han estado y
están totalmente imbricados, y no por voluntad explícita o “compromiso social”
del artista políticamente correcto, ni por hacer patente una ideología, sino
porque no hay un más allá de la realidad ni una estética que no emerja en
primera instancia de lo cotidiano (p. 26)
Mandoki afirma la vida como un estar dentro de lo estético, como una condición
sine qua non: “No hay estesis sin vida, ni vida sin estesis. Se trata pues, de la
condición fundamental de todo ser viviente” (p. 67). Ante tales afirmaciones
resulta válido hablar de una estética en los relatos de Burroughs que dan
cuenta de la cotidianidad, de la vida de una serie de adictos convulsos que
permanecen en perpetua evasión.
A esa estética la he llamado “Estética de la evasión”, antes que nada,
entendiendo la evasión en este caso, más que como un escape, aun siéndolo,
como una forma de resistir frente a lo social, policial, médico, moral. De tal
forma hago una presentación de la evasión o huida desde las drogas.
Sin embargo entiendo que esta evasión desde los fármacos no siempre se
puede pensar como algo que atente o vaya en contravía de lo comúnmente
aceptado, sino como una evasión conciliada que hace parte de la dinámica
social. Como lo señala Rosa Aksenchuk “El consumidor de drogas ya no es
7
un constestario social, sino el símbolo de la hiperadaptación, casi de la
normalidad.” Entonces es preciso reconocer que hay condiciones de consumo
de drogas: hay quienes consumen para su divertimiento por un fin de semana,
y quienes las consumen por necesidad fisiológica diariamente, porque se han
convertido en algo sin lo cual no pueden vivir. No es algo de tome y deje, sino
una condición de su existencia. Así como los personajes adictos que presenta
William Burroughs, para quienes la ingesta de heroína es un trabajo de 24
horas. Y es desde aquí, desde esa evasión a la que conducen las drogas en
condiciones de adicción profunda, pues el individuo se aleja de toda forma
social de vida, y construye sus propias condiciones de existencia, es a lo que
considero se le puede llamar una estética de la evasión. La estética de la
evasión es aquella estética que se construye al volverse la evasión un hecho
cotidiano para el adicto. Una vez que sus rutinas giran en derredor del
consumo de la heroína, que todos sus actos están concentrados y dirigidos
hacia allí, que se pueden rastrar un recorridos predecibles, cartografiar unas
vías de escape, determinar cómo huye, cómo se fuga cada vez el adicto, se
puede pensar en una estética cotidiana del adicto, que no es más que una
estética de la evasión. Para Mandoki, una forma de vida, un estilo de vida,
constituye una forma estética. Los adictos de Burroughs (sin ser este un
trabajo sobre adicciones o adictos, sólo que la obra del autor conduce sobre
estas ficciones) pasan la vida de todos los días en busca de los narcóticos; su
existencia gira en torno a esta evento. Todos sus actos están relacionados con
la droga, la han constituido en un estilo de vida. Y cuando optas por las drogas
en un sentido duro del término, es decir, por una entrega incondicional a ellas,
optas por escapar de todo aquello enmarcado dentro de lo social. Huyes de la
8
vida, como en Trainspotting “Elegí la no vida, elegir no elegir. Quien necesita
elegir cuando tienes heroína”. Huyes de la familia, del trabajo, del estudio, de
lo legal, de lo medicamente recomendable, huyes de tus amigos que no fuman,
huyes de la ley, y te fabricas tus propias coordenadas de existencia, que están
dirigidas a permanecer dentro de esa huida.
Cabe señalar que no toda evasión supone una estética. Hay evasiones que
llamo conciliadas, es decir, aquellas que no irrumpen con el orden social de la
existencia, sino que, por el contrario, hacen parte de la adaptabilidad del ser
humano. O como lo dice Guattari (2006) En La ciudad Subjetiva y post-
mediática: la polis reinventada, haciendo referencia a las llamadas “adiciones
maquínicas” que están directamente relacionadas con lo que Guattari
considera adicción: “Las adicciones, para mí, son todos los mecanismos de
producción de subjetividad “maquínica”, todo lo que contribuye a proporcionar
el sentimiento de pertenecer a algo, de estar en alguna parte; y también al
sentimiento de olvidarse”. Los adictos maquinícos pertenecen al grupo de
seres humanos que suelen escapar sin ninguna consecuencia para él o la
sociedad. Dice Guattari entonces:
Entre nosotros, las adicciones maquínicas funcionan más bien en el sentido de
un retorno a lo Individual; pero parecen sin embargo indispensables para la
estabilización subjetiva de las sociedades industriales, sobre todo en los
momentos de mayor competitividad. ¡Si uno no tiene al menos esta
compensación, no tiene nada!
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Las evasiones también se concilian, así que no es necesario pensar en seres
humanos que están lejos del orden, o de lo políticamente correcto. “Aquí la
adicción corresponde al club más o menos privado, no es más que un
escampadero”, dice Guattari. Son seres que viven su vida al interior de lo
convencional.
Mandoki expresa en su libro Estética Cotidiana, Juegos de la Cultura, que, “[…]
la Prosaica1 no trata de la presencia del ser humano en la vida diaria sino de
los modos o estilos de la presentación retórica y dramatúrgica del sujeto en el
contexto social” (p. 152) No se trata por ende de estar ahí simplemente, de que
el sólo existir suponga una estética, no todo acto humano es estético, como no
toda evasión conforma una estética. Y por supuesto no todo acto humano es
evasivo, aún cuando todos intenten evadirse de algo en algún momento de su
vida. Cualquiera sea la forma de evasión, en tanto no sea conciliada, supone
cierta distancia temporal- corta o extensa- con lo oficialmente aceptable. De
allí que un matrimonio no constituya una evasión, ni el trabajo, por más que se
huya de casa a través de él, ni las creencias religiosas moderadas, pues todo
ello está dentro de lo real social. En términos generales es posible pensar que
el hombre y la vida de los mismos, apunta más en sus recorridos a una
reconciliación con las formas aceptadas socialmente, que a la evasión de
estas. El ser humano, cuando su evasión no es un juego de adaptación social,
1 Entiéndase por Prosaica, “La Prosaica equivale a una estesiología filosófica y antropológica (como estudio del funcionamiento de los sentidos en la cultura) o una sociestética (como el despliegue de la estesis en el seno de la vida social)” (Mandoki, 2006, p 148)
10
quiere evadirse de su condición de ser, del hecho de estar clavado en sí,
encerrado en un estrecho círculo que ahoga. Pero no el círculo familiar que se
cambia por otro circulo menos asfixiante por nuevo pero que de igual manera
conduce al cumplimiento de ser dentro de un núcleo social. Una huida profunda
a través de las drogas no conduce hacia ninguna forma de creación, a menos
que la autodestrucción se imponga como realización creativa. La droga no
conduce a ninguna parte más que asimisma. Dice Emmanuel Lévinas, en De
la evasión, “Pero la necesidad de evasión no podría confundirse con el impulso
vital o el devenir creador […]. Precisamente de aquello que hay de peso en el
ser es de lo que se aparta la evasión” (p. 81) Para que dicha evasión se
convirtiese en estética debería ser aceptada como forma de existencia. Podría
pensarse que eso impondría unos ritmos, unos modos, una dramaturgia, que
permite identificar una estética. Mandoki citando a Dewey, y haciendo alusión
al término de “prendamiento” como término o categoría estética que alude a
una experiencia corporal, dice: “El prendamiento implica un ritmo, ese que
Dewey enfatiza cuando afirma que: “sólo cuando estos ritmos, aun cuando
estos están encarnados en un objeto externo como la obra de arte, se
convierten en ritmo en la experiencia misma, son estéticos” (p. 92).
Leroi-Gourhan (1971) en El gesto y la palabra, hace también alusión a los
ritmos, como fundamento corporal de la estética: “La más importante
manifestación de la sensibilidad visceral está ligada a los ritmos. La alternancia
de los tiempos de sueño y de vigilia, de digestión y de apetito, todas estas
cadencias fisiológicas forman una trama sobre la cual se inscribe toda
actividad” (p. 277). Es válido pensar que un ritmo requiere una frecuencia, una
11
repetición, una regularidad que permita establecer un movimiento quizá
predecible. Así el adicto de Burroughs repite una y otra vez su ceremonia con
la droga.
Es importante considerar dentro del aspecto de lo corporal, los personajes de
William Burroughs, pues de una obra como El almuerzo desnudo, bien podría
decirse que es una sensación. A lo que apunto es a esa presencia vital del
cuerpo allí, del cuerpo adicto que se transforma, se diluye, corre en flujos,
deviene animal, quiebra el lenguaje. El cuerpo está presente con toda su fuerza
aun cuando se huya de él, de múltiples maneras. O lo corporal, todas esas
sensaciones viscerales que le atañen a lo fisiológico. Y tanto Katya Mandoki
como Leroi-Gourhan, reconocen en el cuerpo un elemento esencial de la
configuración de la estética. “La estética nace como un discurso del cuerpo”.
Dice Terry Eagleton citado por Mandoki (2006, p. 84). Los cuerpos en los
relatos de Burroughs (Yonqui y El almuerzo desnudo) generan formas,
despliegan sensaciones, imponen prácticas de vida. El adicto vive por
frecuencias: del frio y el calor, de lo lento y lo rápido. Mandoki señala más
adelante:
Efectivamente tendremos que asumir el hecho de que la diversidad de los
cuerpos y de sus prácticas condiciona una diversidad estética. Hay modos
distintos de percibir la realidad dependiendo de las diversas maneras del vivir el
cuerpo. Insisto: la realidad es corpo-realidad pues el cuerpo precede y
constituye todo sentido y todo estesis (p. 84)
12
Quizá la realidad en los relatos de William Burroughs sea más corporal que otra
cosa; dado que la adicción de los personajes es algo que toca directamente al
cuerpo, y que configura una forma de vida básica, elemental, cuasi animal, todo
se vincula con esa corpo-realidad de la que habla Mandoki. Leroi- Gourhan
puede incluso ser aun de una visión mucho más fisiológica que Mandoki, y
remitir la estética a las situaciones más básicas del cuerpo: “En el hombre, las
referencias de la sensibilidad estética toman su fuente en la sensibilidad
visceral y muscular profunda, en la sensibilidad dérmica, en los sentidos
olfativo-gustativo, auditivo y visual”. (p. 268). Pensada de esta manera la
estética, podemos afirmar que el cuerpo adicto de las historias de Burroughs,
propone una estética que se dirige a la transformación o desaparición corporal.
Fantasmas, fluidos, ojos inertes, piel muerta, devenires animales, perdidas del
lenguaje, todo esto concluye en un cuerpo que ya no es humano, que ha
escapado de las formas de control. Control que resulta ser una preocupación
para los personajes de Yonqui o El almuerzo desnudo. El cuerpo adicto de los
personajes se evade de su forma más común, como una manera de resistir
frente al control. Quizá en El almuerzo desnudo el relato no se centre en
mostrar lo cotidiano de los adictos, sus formas de fuga más comunes, pero
delata el cuerpo adicto, como un cuerpo susceptible de escapar de sus formas
más organizadas. Los cuerpos de los narcodependientes en Burroughs se
desorganizan, pierden sus funciones más determinadas, huyen hacia un
cuerpo que ya no es el cuerpo estratificado de lo social, sino una forma
descoyuntada del organismo. La evasión se genera inicialmente desde lo
fisiológico, pero logra trascender hacia formas más elaboradas como el
lenguaje. El almuerzo desnudo presenta unas formas de expresión que están
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por fuera de los medios lingüísticos convencionales. La sintaxis del relato
rompe con el lenguaje y su uso común, escapa de las maneras formuladas
como correctas, del eje sintagmático y paradigmático del lenguaje, se ubica
lejos, fuera de estos niveles. El adicto, como figura de la evasión, ya no
construye una palabra articulada desde los presupuestos de la gramática,
necesita balbucear sus propias sensaciones, y para ello el lenguaje ordinario le
resulta insuficiente y pesado. La palabra, el lenguaje es una hendidura más por
la cual logra escapar de ese control y perderse en una plena confusión.
Confusión que se traslada a las construcciones literarias. Burroughs no se
atiene a las maneras de la novela clásica, no hay nada allí que lo detenga. Por
eso su construcción literaria se reinventa, se reterritorializa, se aparta de lo que
se considera formas acabadas. Y esas estructuras siguen la dinámica del
cuerpo adicto, del lenguaje adicto, zona de caos y reformulaciones, zona de
evasión y pérdida.
Pero los personajes de El almuerzo desnudo, también huyen del cuerpo social.
Más allá del cuerpo físico. “Siento que la pasma se me echa encima, los siento
tomar sus posiciones ahí afuera, organizar a sus soplones del demonio […]” (p.
17). Así comienza este delirio persecutorio del que adicto debe huir a toda
costa. Huir del la pasma, de los soplones de la pasma, del doctor Benway que
representa el control, huir de la ciudad que agota y asfixia con su tedio. “Y el
tedio norteamericano nos va encerrando como ningún otro tedio del mundo,
peor que el de los Andes, pueblos de alta montaña […]” (p. 27) Y otra vez
nuevamente, “Pero no hay tedio como el tedio norteamericano” (p. 27) Y una
vez más “Y nuestras costumbres se reafirman en el tedio, como la cocaína te
reafirma y te mantiene ante la depresión de la bajada de la coca misma” (p.
14
28). La pregunta es ¿cómo huir del tedio? Y la respuesta la conoce todo adicto
del almuerzo: las drogas. Pues como dicen William Lee, “en las drogas no
existe el aburrimiento”. Ese tedio permite pensar un poco en ese prendimiento2
del que habla Mandoki, prendimiento que conduce a generar vías de escape
que insensibilicen el cuerpo frente a la angustia de estar atado allí:
Quienes, por el contrario, están continuamente expuestos a la violencia
estética de la sordidez, la miseria, la amenaza, la mezquindad humana
es decir, viven en situación de prendimiento continuo, se ven obligados
a bloquear su sensibilidad para no padecer. La mayoría silenciosa que
viaja horas todos los días al trabajo hacinada en los vagones del metro
o en las largas filas de auto vías, resignada a una soledad entre
multitudes hacia una jornada de trabajo monótona o agresiva, está
prendida estéticamente por un medio hostil que lo obliga a cerrarse
para sobrevivir (p. 93)
Frente a esta mezquindad, frente a esta angustia, y el tedio que abruma, lo que
sobreviene es la necesidad de huir de nosotros mismos, y de aquello que
rodea.
,
Podríamos decir que los personajes de Burroughs no se cierran, sino que por el
contrario se abren para sobrevivir. Lo interesante es que parecen caer en
2 El prendimiento es lo otro de la disposición a la estesis, su contrario en tanto susceptibilidad y
entumecimiento de los sentidos, igualmente pertinente a la teoría estética en su acepción privativa. (p. 92)
15
situación de prendimiento estético, dada su constante situación de hombres
controlados, perseguidos, marginados. De otra parte Mandoki habla de esa
necesidad del sujeto de “encerrase en sí”, como una manera de huir de esa
violencia estética producida por el medio. El prendimiento también se
manifiesta en esa actitudes extremas, limites, del ser humano, “Sobreviene
asimismo el prendimiento religioso en casos de fanatismo religioso cuando el
devoto deja de nutrirse de su fe para ser devorado por ella” (p. 94). Esto no
deja de recordarme la condición de virus de la adicción de Burroughs, donde el
adicto es invadido y saqueado por la droga, la cual se alimenta de su deseo de
ingesta. Cuando el cuerpo adicto es habitado por el virus, algo del ser humano
queda al margen de su fisiología y de su ser. Es necesario mantenerse fuera y
buscar nuevas formas de hacerse cuerpo. Una vez más Baudelaire: “soy
fumado por la pipa”.
Las drogas llevadas a su consumo realmente excesivo, ponen en el plano de
lo destructivo al individuo que las consume. No se trata de ya de
parroquialismos o de escándalos vecinales, sino de sujetos que están en los
puntos limites. Limites a los que William Burroughs conduce a sus personajes,
a la autodestrucción de sí y de sus formas, a la evasión que se configura como
una estética, como una estética de la evasión. Esto, entre otras cosas, es lo
que Burroughs recrea en sus relatos que atañen directamente al consumo de
drogas.
16
Para llegar hasta la obra de Burroughs y sus formas de consumo ha sido
necesario realizar una travesía por diferentes escenarios histórico-culturales,
donde el consumo de narcóticos o alucinógenos, hacen parte de un evento con
connotaciones estéticas. Considerar dichas situaciones de drogas como
eventos insólitos o extraordinarios, resulta superfluo, son situaciones o sucesos
registrados en la historia, y que me permiten establecer un parangón con las
formas de ingesta narcótica que presentan las obras de William Burroughs.
Siendo así el primer momento atañe a los cultos griegos, en especial los
rituales de Eleusis, acompañados estos por la toma del hongo cornezuelo. Una
ceremonia de orden religioso que comprende manifestaciones de carácter
estético. El recorrido continúa con el siglo XIX y el círculo de escritores que
piensa el láudano como medio para acceder al arte, y hacer el arte. Las drogas
se convierten en un instrumento que permite la sensibilización, la percepción
más fina y sutil del arte. Es decir, activa los sentidos, la capacidad de
percepción, el sentimiento de placer, de gusto, la emoción, el sentir, sentir que
hace parte de la configuración estética, siempre que esta está mediada por esa
cualidad de la sensación. Si consumo drogas y ese consumo me permite
percibir las formas artísticas con mayor intensidad y de manera más fina, y si
las consumo y eso me permite ser más creativo, mas intuitivo, más sensible,
necesariamente tengo que establecer que una relación estética se teje allí, es
posible que una estética alterada por la ingesta, pero una estética toda vez que
es mi cuerpo el que se conmueve, y es mi sensibilidad la afectada. Por último-
antes de abordar los relatos de Burroughs- me remito a la mitad del siglo XX
donde la droga y el deseo de alcanzar nuevas percepciones se mezclan.
17
Además de buscar a través de ellas la paz y la armonía del mundo, como quiso
sugerirlo un movimiento como el hipismo. Todo lo tratado en estos primeros
capítulos sirve para centrarme en el análisis de las obras de William Burroughs
y hacer un parangón que delate la distancia entre un consumo y los otros.
Además de que me permita demostrar las diferentes formas en que la estética
se presenta allí.
La toma de sustancias narcóticas no se limita a un intento por evadir una
realidad agotadora, los tres primeros momentos histórico-culturales de que
trato aquí, de hecho asumen un consumo que no busca evasión alguna, por el
contrario se intenta a través de él tener un mayor conocimiento del mundo y de
lo que sucede a su alrededor, de las cosmogonías y de los problemas de la
tribu. O de acercarse con mayor pulso y prontitud, con una sensibilidad más
despierta y dispuesta a las expresiones artísticas; y sino, tener un
entendimiento sobre el mundo y sus relaciones, y tener un sentimiento más
compasivo sobre este. Es preciso decir que el mismo William Burroughs no ve
en sus novelas la ingesta de drogas como recurso de evasión. Lo dice
claramente. Para el autor “La droga es un molde de monopolio y posesión” (p.
6), algo de lo que nadie escapa. Los relatos hablan de la heroína como el
modelo de control por excelencia. Pero es por intermedio de este mismo
modelo de control, las drogas, que los adictos se evaden, resisten a ese
control. Es decir, destruyen el cuerpo organizado, la vida organizada, se
convierten, se transforman, de tal manera que al final no existe ser humano al
que pueda aplicarse control alguno. El proceso de adicción contempla un
disfrute de las drogas, aunque finalmente puede terminar convertida en una
necesidad. Es a lo que Burroughs llama el “algebra de la necesidad”.
18
Es difícil determinar las razones por las que alguien quiera consumir o no
drogas, pueden ser múltiples: curiosidad, deseo de sentirse bien, experimentar,
por el sólo placer de consumirlas, por necesidad, etcétera. Como quiera que
sea, lo que muestro en mi rastreo sobre los consumos han sido simplemente
momentos y formas de consumo. Si alguien toma drogas para ver a Dios, y otro
para dormir o relajarse, o sentirse más inspirado, o más sabio, es un asunto
que nadie puede definir por él. Las obras analizadas de William Burroughs
tocan directamente este asunto y muestran tal situación en la voz de los
personajes que han caído en condición de adicción profunda. Es decir, los
personajes de Burroughs son “Yonquis”, seres humanos sumergidos en su
totalidad dentro del consumo.
Es necesario ahora abordar un tema que resulta problemático en el desarrollo
de esta investigación. Aunque considero que no es algo de lo que me sostengo
para argumentar en términos generales los puntos de análisis de esta tesis, es
claro que la impresión de que este resulta ser el piso teórico de la
interpretación, está allí palpitante. A lo que me refiero, dado que mi análisis
atañe directamente al estudio de unas obras literarias, es a la relación, siempre
tan discutida, de obra-autor. Voy a repetir nuevamente que no he intentado
explicar la obra literaria de William Burroughs, mediante argumentos que
toquen su vida o sus experiencias personales. No puedo desconocer que hago
uso de algunas citas que se relacionan con la vida y los acontecimientos del
autor, pero estoy consciente de que querer interpretar la obra ficcional con la
19
realidad del sujeto, es algo ya superado. Para justificar mi posición me veo
obligado a pensar aquí algunos asuntos de la relación obra-autor. Lo primero
que es debo señalar es que de un total de aproximadamente 350 citas
textuales, sólo 7 tienen relación inmediata con la vida del autor. Dos de ellas se
encuentran en la introducción de Yonqui, una en Queer, otra novela de
Burroughs, una en las Cartas del Yagé, cruce de cartas entre Burroughs y Allen
Ginsberg, y las últimas tres en Conversaciones privadas con un genio
moderno, de Victor Bockris. Aunque sé que esto por sí sólo no bastaría para
justificar mi negación de recurrir a la vida del autor para explicar su obra, pues
pudiese hacerlo sin esgrimir un número determinado de citas, quiero trazar un
perfil del manejo de cierta información que uso dentro del desarrollo del trabajo.
Queda claro que las citas acerca de la vida del autor, no son la constante. De
otro lado, y más aún cuando se trata de autores tan involucrados con su obra, a
nivel de similitud entre la una y la otra, resulta complicado establecer hasta
dónde llega su vida, y dónde comienza su obra. Son vidas-relatos que se
interrelacionan y parecen dejar al autor en evidencia. Así quizá ocurre con
William Burroughs en sus primeros libros, con Franz Kafka, con Henry Miller. Y
es que resulta claro que muchas de las obras que se han escrito sin ninguna
intención literaria, ahora se ofrecen al lector, y se clasifican dentro de los
estantes de las bibliotecas en las colecciones de literatura. Tal ocurre con
aquellos textos, márgenes de la literatura, como cartas, diarios, epístolas, que
terminan siendo leídos como obras de carácter literario. Quizá entonces habría
que preguntarse siguiendo a Foucault, ¿Qué es una obra?, y sobre todo, ¿Qué
es una obra literaria? Si las cartas de Kafka a Felice Bauer, y a Milena, y los
diarios del mismo autor, tanto como las cartas de Burroughs a Ginsberg, o las
20
de Miller a Anaïs Nain se leen como obras de literatura, dónde podemos sentar
la definición clara de obra literaria. El mismo Gilles Deleuze3, en el trabajo de
análisis que realiza en compañía de Félix Guattari sobre la obra de Franz
Kafka, incluye dentro de su análisis un texto del autor checo que inicialmente
parece no haber tenido ninguna pretensión literaria, pero que ha terminado
siendo leída bajo esos parámetros. Me refiero exactamente a Carta al padre,
epístola de Kafka a Herman Kafka, su padre. En cualquier caso Deleuze
incluye esta carta, al lado de obras netamente literarias como América, La
metamorfosis, El proceso, y otras, y procede al análisis de la misma. No sería
esto, me pregunto ahora, algo parecido a querer interpretar obra en relación a
vida del autor, o por lo menos a hacer uso de tales datos de orden biográfico
para dar cuenta de ciertos aspectos de la literatura?
No desconozco que para 1968 Roland Barthes proclama la “muerte del autor”,
muerte que quizá ya aparece preludiada en la Grecia de Platón cuando esté
pretende hacer de la filosofía un lenguaje universal que no se rige bajo los
principios de ningún autor. Pues la verdad es universal, y no se halla bajo la
egida de nombre alguno, no le pertenece a nadie más que asimisma, tal piensa
el filósofo griego. Hago la relación considerando el discurso objetivista de
ambas partes. El estructuralismo, con sus procesos de asepsia textual,
entrega el texto como una serie de fórmulas textuales que es posible leer sin
ayuda de las peripecias personales del autor. Rolan Barthes propone la muerte
del autor, y desde entonces este se convierte en una especie de tabú para los
estudios literarios. Su sola mención basta para alarmar a los partidarios de la
3 Hago referencia al estudio intitulado, Kafka por una literatura menor
21
inmanencia formal del texto. Así que lo que queda claro dentro de estas
consideraciones, es que muerto el autor, y por consiguiente roto el lazo entre
este y su obra, la pretensión de equiparar el sentido de la misma a lo que el
autor quiso decir o pudo querer decir, aparece no sólo como insensata, sino
imposible. No echo tal conocimiento en saco roto, y no me empecino entonces
en explicar a Burroughs por medio de su existencia ordinaria. Aunque siempre
parece quedar pendiente un ajuste de cuentas entre el autor y su producción
literaria. Es la misma Katya Mandoki la que dice en su libro referido a la
estética: “Pero la realidad artística despliega exactamente las mismas
tendencias: fetichismo de lo bello y del arte, enajenación generalizada de los
artistas respecto a conflictos en la realidad, reificación de la obra de arte como
si tuviese valor por sí misma y no fuese un vehículo de relación entre dos
sujetos (el autor y el receptor)” (p. 28). Aun me parece más interesante
considerar su apreciación sobre realidad y arte: “Afirmo que, si bien el arte no
es siempre icónico de la realidad por semejanza directa a esta, si es indicial
de ésta al ser parte de ella por contigüidad o relación sinecdóquica” (p. 28)
De las citas de William Burroughs que he mencionado al inicio de este ítem,
precisé que algunas de ellas son tomadas de los prólogos e introducciones de
sus obras literarias; así como algunas otras citas son extraídas del prefacio de
El almuerzo desnudo. Tales textos, que no constituyen el relato en sentido
pleno, son llamados por Gerard Genette como “Paratextos”4 y que Genette
define como un tipo de intertextualidad. Son prefacios, epílogos,
introducciones, epígrafes, […] señales accesorias, autógrafas o alógrafas, que
4 Hago alusión a la obra de Gerard Genette Palimpsestos.
22
procuran un entorno al texto […] (p. 11). Juan Manuel Zapata, (2011) en Muerte
y resurrección del autor. Nuevas aproximaciones al estudio, define así el
paratexto: “La función del paratexto es preparar al lector a la recepción del
texto en la medida que aquel establece las condiciones de legibilidad para este”
(p. 52). La relación del paratexto con el texto, aun cuando esta sea “menos
explícita y más distante” (Genette) cabe dentro de lo que se considera como
estructural dentro de la obra. Hace parte de la estructura de la obra, y
contribuye a dar sentido sobre la lectura de esta última. Si está dentro de la
obra, o aledaña a esta, ¿es viable hacer uso de estos Paratextos como lugares
de apoyo en la interpretación? Si “prepara al lector” y “establece condiciones de
legibilidad”, coma anota Zapata, no veo la dificultad en ser consideradas como
elementos de análisis. De igual manera en necesario precisar que la mayor
parte de las citas tomadas de estos paratextos, no aluden a la vida del autor,
sino que se constituyen en reflexiones del autor sobre el tema en particular. Es
como citar a alguien más, sólo que este primero no cumple con la función autor
que menciona Michel Foucault.
Si bien la propuesta estructuralista es acogida, en términos generales por los
analistas y autores de literatura, resulta curioso que al mirar algunos análisis de
obras literarias, muchos de esos análisis concedan un espacio a citas de orden
biográfico o anecdótico, que sirven de refuerzo a su propuesta interpretativa.
Vuelvo a trabajo de Deleuze, y allí encuentro textos que son extraídos de los
diarios, las cartas, y de otros trabajos donde Kafka menciona aspectos de sus
experiencias de vida. Lo primero con lo que abre el análisis de la obra de
William Burroughs, Philippe Mikriammnos (1980), es con el prefacio-paratexto-
23
de Yonqui, y después hace un recorrido biográfico de Burroughs. Para el
análisis de las obras, Yonqui, El almuerzo desnudo, Queer, Nova Express y
otros, hace también uso de textos más autobiográficos como Las cartas del
yagé, El trabajo, y los mismos prefacios de El almuerzo desnudo y Yonqui. No
pretendo revalidar al autor como dios explicativo de su obra, lo que intento es
entender que sin que se haga de la vida del autor un elemento de
interpretación para la obra, hay casos en los que algunos detalles favorecen la
comprensión del texto literario, sobre todo cuando el mismo escritor de la obra
lo indica y señala en los prólogos o prefacios de sus novelas y relatos. Es
posible que la pregunta que se hace Viviana Suarez en El autor: instrucciones
de uso (2010) pueda resulta relevante para los análisis literarios: “La obra
inmoviliza al sujeto autor que respira, palpita, transpira y siente con una fluidez
incesante de experiencias. Dada esta situación ¿cómo prescindir de una figura
congelada del autor sin prescindir del sujeto de la experiencia?”. El mismo Juan
Manuel Zapata afirma en su estudio sobre el autor que:
Hoy en día, una treintena de años después de la proclamación de Barthes, y
del apogeo de los estudios estructuralistas, la figura del autor parece
reconquistar un lugar privilegiado en los estudios literarios de diversos trabajos
de Alan Viala (1985), Jaques Dubois (1990), Pierre Bordieu (1992), Roger
Chartier (1992), Jean Goulemopt (1992), Maurice Corturier (1995), Antoine
Compagnon (1998, José Luis Díaz (2007), Jerome Meizos (2007) y Allain
Vaillant (2010), para nombrar únicamente los más importantes, parecen
confirmar esta tesis (p. 37)
24
Dejo entonces esta serie de situaciones, de autores y críticos, como una
muestra de que aún a pesar de los postulados estructuralistas sobre el autor y
las experiencias de este con relación a su obra, se siguen moviendo al interior
de los estudios literarios muchas acotaciones que de una u otra manera se
perfilan como situaciones vivenciales del creador literario. Esto sin llegar a
afirmar que tal relación de autor y obra se debe mantener o reconfigurar como
elemento justificable de interpretación, pero quizá abogando por una nueva
teoría que no deshaga del autor o lo reduzca a una mera instancia textual.
La investigación sobre algunas de las obras de William Burroughs deja
entreabierta una puerta por la cual se podría dar pie a posibles nuevos rastreos
de carácter estético o filosófico. De tal manera es viable considerar las
manifestaciones sexuales en este par de obras analizadas aquí, para
establecer la forma en que se configura la sexualidad adicta en Burroughs;
sobre todo si se ha de tener presente que, como sugiere William Lee, “las
drogas destruyen el sexo”, en el sentido en que lo anestesian, lo duermen. No
obstante tal manifestación resulta ser de una brutalidad y una fuerza extraña en
los relatos. De otra parte es evidente que las mujeres pierden relevancia dentro
de estas prácticas, y las relaciones homosexuales parecen convertirse en otra
forma de resistir frente al control.
De igual manera el uso del lenguaje, no ya desde su sintaxis, sino desde la
expresión misma, es decir, el uso de los términos violentos, y cargados de
obscenidades. Eso, como en Ferdinand Celine, parece generar una especie de
grito, sentarnos sobre una sensación de malestar y desagrado que recorre todo
25
lo largo y ancho de los relatos. Allí quizá se podría contemplar la obscenidad
como estética, o la fuerza expresiva como medio de transgresión social.
26
INTRODUCCIÓN
La obra literaria del escritor estadounidense William Burroughs (1914-1997) ha pasado
casi desapercibida para el público latinoamericano. La escasa bibliografía hallada en las
bibliotecas universitarias y públicas da cuenta de esto, además de los pocos estudios
que sobre él se han producido en lengua española. No obstante, es preciso señalar que
se trata de un autor que realizó múltiples rupturas de los cánones literarios, culturales
y sociales a partir del inicio de sus publicaciones en el periodo de la postguerra. Hizo
parte de la llamada Generación Beat junto con escritores como Jack Kerouac y Allen
Ginsberg, caracterizándose por la acérrima crítica a la sociedad norteamericana de la
segunda mitad del siglo XX.
El hecho de que Burroughs se ocupe de temas como el consumo de drogas y las
adicciones desde la perspectiva que él adopta hace que la significación de sus relatos
trascienda lo espacial, referido al contexto de Estados Unidos, y lo temporal, gozando
de plena vigencia hoy. En una ciudad como Medellín, asociada en su historia reciente
con el ámbito de las drogas, cobra especial importancia el análisis de la obra de este
escritor. Además, se trata de una problemática que mantiene su actualidad al ocupar
la atención de filósofos como Michel Serres o Félix Guattari, entre otros.
Las reflexiones que el escritor vierte en su creación literaria sobre un asunto que, hoy
por hoy, agobia a la humanidad, como es el universo de los estupefacientes, posibilita
indagar en las potencialidades que para el análisis estético brindan El almuerzo
desnudo (1959) y Yonqui (1953), dos de las primeras novelas de Burroughs. Es por esto
que se recurre a la escena estética-literaria para dar cuenta de una obra que ofrece
lucidez e imágenes menos gastadas de un asunto que resulta difícil soslayar.
Esta investigación tiene como propósito identificar las asociaciones, muchas veces
aleatorias, que vinculan la ingesta de drogas, las adicciones y los procesos de evasión
en pos de la construcción de una estética. La exploración conceptual que se realiza
apunta, en buena medida, al esbozo de la noción de una estética de la evasión como
27
propuesta para caracterizar las obras de William Burroughs que ocupan nuestra
atención.
De esta manera, se plantean varias interrogantes a las que se intenta dar respuesta en
el transcurso del trabajo. Una de ellas procura identificar las diversas formas que
puede tomar la adicción dentro de la Modernidad y si estas podrían adquirir el rango
que las constituye en una estética, en este caso, una estética de la evasión. Surgen
entonces preguntas explícitas a considerar: ¿qué observa la estética de la evasión?,
¿cómo debe definirse esta en el contexto de las obras de Burroughs?, ¿qué hace de la
adicción una evasión?, ¿toda evasión y adicción constituyen una estética?, ¿cómo
opera el tránsito de la acción a la estética?, ¿qué recursos se emplean en el texto
literario para adscribirse a una determinada estética?
En las novelas de Burroughs la evasión es constante, no opera como simple manera
de escapar de la realidad o de sí mismo, sino que se convierte en una forma de trazar
nuevas líneas de fuga que alberguen procesos de existencia menos convencionales y
formales. El régimen que impone el consumo de las drogas duras puede suponer que
se permanezca atrapado, por extensión, en instancias de poder del estado. A estos
últimos es necesario combatirlos o enfrentarlos desde la situación misma a la que se
ven abocados los personajes drogodependientes. En este contexto las relaciones de los
adictos se degradan de forma radical: su mirada se pierde en los ojos muertos e
inexpresivos, el cuerpo deja de lado su forma y se transforma en líquidos o extraños
seres, los órganos están más allá de su función y la palabra se reinventa en una
escritura que rompe con la forma tradicional del discurso. Constituye un interés
analizar el valor simbólico y metafórico del universo y los personajes que se recrean en
los textos literarios.
Las novelas Yonqui y El almuerzo desnudo hacen parte de una trilogía en la que
también se incluye Queer (1951-1953). Se eligen las dos primeras como objeto de
estudio debido a que en estas se ofrece una progresión temática en cuanto al consumo
de la droga y el drama del adicto. Estos dos aspectos representan el eje central de los
relatos. En Queer (Marica, 2002) y Expreso Nova (1963), en cambio, el tema de las
28
drogas es tangencial y representa, más bien, la excusa o el telón de fondo para abordar
asuntos relativos a la sexualidad, en la primera, o de lo político, en la segunda.
Sin embargo, a pesar de las diferencias entre las obras estas hacen parte del universo
ficcional que elabora el escritor y desarrollan múltiples relaciones de intratextualidad.
Esto se observa, por ejemplo, a través de Lee, quien es el protagonista de las novelas
de la trilogía antes referida. Será el mismo Burroughs, en la introducción de Queer
(Marica), quien exprese el devenir del personaje a través de los diferentes textos. Dice:
En mi primera novela, Yonqui, el protagonista Lee da la impresión de ser equilibrado e independiente, seguro de sí mismo y de lo que quiere hacer. En Marica es desequilibrado, urgentemente necesitado de contacto, totalmente inseguro de sí mismo y de sus objetivos (Burroughs, 2002; 14)
Lee es presa de múltiples ansiedades tras su decisión de dejar la droga. Estas se
proyectan, principalmente, hacia la urgencia de los contactos y el ámbito de la
sexualidad. El escritor indica que
Al principio de Marica, después de volver del aislamiento del caballo al país de los vivos, como un Lázaro frenético e inepto, Lee parece decidido a ligar. Hay algo curiosamente sistemático y asexual en su búsqueda de adecuado objeto sexual, tachando uno tras otro los posibles candidatos de una lista que parece compilada pensando en el fracaso último (2002; 16)
Si bien la novela Queer (Marica) incluye la referencia al intento de rehabilitación de un
adicto, no podría decirse que esto constituye el tema central del relato. En la novela
Expreso Nova se hace mención a drogas como la heroína, la dopamina y la morfina,
aunque el énfasis se hace en las descripciones de las relaciones de poder que establece
el Estado en contra de las acciones consumistas de droga. Dice la voz narrativa:
Ahora echemos una mirada a la policía parasitaria de morfina. Primero, crea el problema de la droga y después dice que es imprescindible una policía para combatir el uso de narcóticos. La intoxicación puede dominarse mediante la apomorfina y convertirse en un problema sanitario de escasa importancia. La policía de los narcóticos lo sabe y por eso procura que no se emplee la apomorfina en el tratamiento de los drogadictos (Burroughs, 1973; 28)
En el fragmento anterior se observa que la reflexión que plantea la obra se dirige más
hacia las formas de control y el combate de la adicción. Se ocupa de los factores de la
adicción y el consumo externos al individuo, representados en lo social y lo político. En
29
Yonqui y El almuerzo desnudo, en cambio, interesan más los aspectos de orden
interno, concernientes a la consciencia, la percepción y la psicología de los personajes.
Este trabajo de investigación, que se ha titulado Recorridos por una estética de la
evasión: Yonqui y El almuerzo desnudo de William Burroughs, se ha organizado en
cinco capítulos. En el primero se plantean las bases conceptuales en torno a las
nociones de evasión, adicción y estética de la evasión, que constituyen los ejes
articuladores del análisis que se realiza. También se abordan otros términos asociados
como evasión conciliada, adicciones difusas, adicciones menores o adicciones duras. El
segundo capítulo se dedica a la descripción de tres prácticas y momentos
emblemáticos en el discurrir de los hábitos de ingesta de sustancias. Estos son los usos
rituales y chamánicos de hojas y hierbas en las culturas antiguas y tradicionales, la
irrupción de la Modernidad en el siglo XIX con la desritualizacion de la ingesta por
parte de escritores y artistas, y la crisis y búsquedas espirituales a partir de la segunda
mitad del siglo XX. En el capítulo 3 se desarrolla el análisis de relatos literarios y
cinematográficos de diferentes épocas que establecen la evasión como estética. Se
parte de cuentos de Franz Kafka y Herman Melville, en los que la evasión nada tiene
que ver con drogas, y se continúa con películas como Trainspotting y Réquiem por un
sueño, en las que el consumo de fármacos se presenta como un estilo de vida de libre
elección. Los capítulos 4 y 5 se ocupan del análisis detallado de las novelas de William
Burroughs El almuerzo desnudo y Yonqui. El capítulo cuarto se centra en la reflexión en
torno al cuerpo y la evasión y las interacciones entre estos dos aspectos. Incluye el
trasegar narcodependiente, las transmutaciones del cuerpo, los mecanismos de huida
y disolución, así como los de resistencia. El capítulo 5 remite a los usos del lenguaje y a
las estrategias narrativas puestas al servicio del universo de ficción que se recrea. Se
indaga en aspectos lingüísticos y literarios para acceder al sentido profundo de los
relatos y también para valorar y mostrar los rasgos particulares que identifican a
William Burroughs como escritor. La aproximación hace hincapié en la innovación que
ofrecen los relatos, en las alternativas que se construyen para escapar de los usos
gastados de la palabra y tejer nuevas relaciones semánticas. La bibliografía incluida al
final da cuenta de la indagación efectuada para abordar los diferentes temas y
aspectos analizados.
30
1. HACIA UNA ESTÉTICA DE LA EVASIÓN
1.1. DE CÓMO SE INSTAURA LA EVASIÓN
El ser humano, en el ámbito de las urbes y el mundo contemporáneo, dirige gran parte
de su existencia hacia experiencias de vida que pueden interpretarse como formas de
evasión. Ahíto de problemas, realidades difíciles y singulares, acorralamiento moral y
económico, falto de triunfos y de dinero, atrapado en la existencia y condenado a la
constante elección, sojuzgado y examinado, y vuelto a la obligación del éxito, las
ciudades postmodernas pueden constituirse en lugares de acorralamiento de los que
se hace imperioso escapar. En este espacio urbano resulta perentorio buscar una
salida, cuando no decorosa, por lo menos que resulte asequible. Ocurre entonces la
evasión, un intento por huir de lo que se es, de cómo se vive o del canon impuesto de
cómo se debería vivir. Los seres humanos huyen de los afanes de la sociedad moderna,
de las exigencias del éxito y del dinero, de la necesidad del trabajo que los acorrala, del
control social, de la obligación de la perfección física, de las apatías que los envuelven,
de las soledades y de las penas que sobreviven a los días; se evaden cansados de ser
ellos mismos, o de “ser”, como propone Levinas. En la obra de Burroughs (Yonqui y El
almuerzo desnudo.) los personajes se evaden del tedio de la ciudad, de la ley que
persigue y acosa su adicción, del dolor de no tener droga, de la muerte, de la falta de
motivación, del poder de los sistemas que controlan. La obra narrativa de William
Burroughs presenta como uno de sus ejes centrales la ficcionalización del universo del
consumo de narcóticos y los múltiples fenómenos derivados de esto.
En este contexto sería erróneo pensar la evasión como un término simple o como una
metáfora que cubre la desidia moderna. Emmanuel Levinas, en De la evasión precisa
que “no es sólo una palabra de moda, es un mal de la época” (1999; 78) y amplía su
reflexión cuando sostiene: “La evasión, cuya extraña inquietud manifiesta la literatura
contemporánea, aparece a través de nuestra generación como una condena, la más
31
radical, de la filosofía del ser” (1999; 78). No se trata aquí de equilibrar posibles
necesidades económicas o morales, sino que éstas sean temporalmente olvidadas. A
lo que se llama evasión, en los términos más coloquiales, es al hecho de abandonar u
olvidar aquellas cosas que pueden resultar agotadoras, pero de las cuales no es posible
desprenderse de manera gratuita. No se evade nadie de aquello que no lo
compromete; siempre que se huye, se lo hace dejando entrever un peso que resulta
imposible cargar sin más. Detrás de la fuga permanece el compromiso que apremia
hacia la culpa, que devela las razones bajo las cuales la evasión casi siempre será un
hecho reprochable, pero también se delata en este proceso una situación resbaladiza,
una falta de referente de la cual se pueda sostener cierta condición humana. Cuando
se presenta la evasión, puede ocurrir que el contexto se vuelva insoportable para el
individuo y que este último tampoco sea tolerado por el contexto; puede resultar difícil
hallar el asidero que evite que el ser humano se escurra como por entre un doloroso
tobogán. Entonces, la cuestión fundamental de esta “dialéctica de la huida”, como la
denomina Sloterdijk (2001; 123), de este razonamiento o movimiento instintivo que
busca protegerse de aquello que abruma, incluye tanto el afán de abandonar una
situación, una realidad o una verdad que angustia, como de encontrar un nuevo
asidero, un lugar del cual adherirse y que se encuentre desprovisto de las tribulaciones
del anterior. En otras palabras, se añora un punto en el cual sea posible despojarse de
las más inmediatas vestiduras, pero también se pretende hallar el mástil al cual atarse
mientras la tormenta pasa. En mucho de los casos todo desligarse puede precisar de
una nueva atadura. O, como lo expresa Levinas, “la huida que imponen es una
búsqueda de refugio. No se trata solamente de salir, sino también de ir a alguna parte”
(1999; 80).
Para los personajes involucrados las drogas se constituyen en elementos sustitutorios
de lo que parece no se pude obtener o mantener. Si no se consigue el éxito, el dinero o
la fama, se recurre al consumo de la heroína o la morfina. Dichas drogas actúan
entonces como sustitutos o paliativos que ayudan a liberar del agobio de no poseer lo
que las sociedades establecen y demandan como supuestos pilares de la existencia.
Ahora bien, para el caso en que no se pueda mantener la postura social correcta,
32
trabajar, estudiar, ser legal, “casado y tributable”, los personajes acuden a la heroína,
la coca o cualquier otra sustancia para aferrarse a ella.
Sobre este aspecto Sloterdijk afirma en Extrañamiento del mundo: “Quien no puede
drogarse con éxito o dinero simplemente tiene que consolarse con los “sustitutos de
gracia química”- como llamó Aldous Huxley a las drogas “reales” (2001; 138). En los
relatos de Burroughs puede observarse en sus personajes que, cuando se separan del
mundo real, aparece el universo onírico de las drogas, u otros, que se convierten en
sustento y algo de lo cual sujetarse. De manera similar a como sucede con William
Lee en El almuerzo desnudo y en Yonqui. Puede observarse que en la realidad el ser
humano busca asideros, reales o ficticios, y la droga puede llegar a ser una atadura de
las más fuertes.
Diferentes escritores han comparado el amor con la droga por esto de la sujeción,
entre otros asuntos. Henry Miller, en su obra Sexus, expresa lo siguiente sobre este
sentimiento: “Amar absoluta e incondicionalmente a una mujer es romper con todas
las ataduras, salvo con el deseo de no perderla, que es la más terrible de todas” (1985;
45). En este caso, soltar las amarras del puerto no es liberarse sencillamente hacia la
mar, es quedar sujeto en lo inconmensurable del espacio líquido.
En términos generales podría concebirse la evasión como un lugar de permanencia
transitoria, una manera de salir temporalmente de la asfixiante realidad, pero siempre
volviendo a ella. Se trata de un lugar donde no se construye nada, dada su calidad de
transitoriedad, deviniendo así en un no-lugar5 o en un espacio que carece de
suficiencia de ligaduras sociales; parafraseando a Marc Augé (1995). La evasión, como
el no-lugar, es circunstancial, casi exclusivamente definida por el pasar de los
individuos. No personaliza ni aporta a la identidad, lo que la identifica es el boleto de
paso. El sujeto no precisa establecerse en ella pues eso le haría perder su relevancia
como estación que elude el desasosiego. Vivir permanentemente en la evasión
5 Véase, MARC, Augé (1995). Los No Lugares. Espacios del anonimato. Una antropología sobre la
modernidad. Barcelona, Gedisa,
33
conllevaría el riesgo de caer en el abismo de lo fantasmal, de lo irreal, de lo
autodestructivo.
Puede presentarse en la evasión algo que la configure como ilícito, una cualidad que
confronte lo concretamente establecido si el individuo se empecinase en permanecer
allí; es decir, no parece del todo recomendable hacer de la huida el rasgo distintivo. Lo
comúnmente aceptable sería contenerla como una posibilidad, como una opción de
dispersión frente al agotamiento de las formas. Sobre esta noción se expresa J. Pérez-
Vizcaíno (1991) un artículo intitulado Evasión (psicología): “Es en su acepción
prevalente, una liberación a ocultas o injustificada. En sentido psicológico expresa el
eximirse de sentimientos molestos no afrontando las debidas exigencias de la
realidad” . Sin embargo, pareciera estar permitido escurrirse de lo real toda vez que se
retorne al curso establecido del cual se partió. Cuando el sujeto carece de la capacidad
de hacer un manejo efectivo de la realidad, es decir, lidiar con la ansiedad y la angustia
que dicha realidad provoca, escapa de ella aunque sea momentáneamente. Esto
permite suponer que la categoría de evasión puede actuar también como elemento
terapéutico que conecta a los individuos con los motivos de sus patologías. Guattari
(2008) en La ciudad subjetiva y post-mediática, sostiene que las adicciones van mucho
más allá del consumo de drogas y que lo que se ha denominado una “adicción menor”6
(o una evasión, siempre que sea conciliada) permite mantener el equilibrio entre lo
social y el regreso a lo individual. Expresa que:
Entre nosotros, las adicciones maquìnicas funcionan más bien en el sentido de un retorno a lo individual, pero parecen sin embargo indispensables para la estabilización subjetiva de las sociedades industriales, sobre todo en los momentos de mayor
competitividad. ¡Si uno no tiene al menos esta compensación, no tiene nada! (2008; 192).
El mismo autor reitera esta idea al afirmar: “Una sociedad que no fuese capaz de
tolerar, de manejar sus adicciones perdería su vigor. Sería aplastada. Es preciso que
ella se articule, quiéralo o no, al aparente desorden de las adicciones […]” (p. 193).
Esta situación restaría cualquier cualidad subversora a la fuga y la pondría dentro de
la oficialidad, dentro de lo instituido. De ocurrir esto, se estaría frente a una evasión
6 Una adicción menor es aquella que no precisa del consumo de estupefacientes o narcóticos. Ver televisión, trabajar descomunalmente o conectarse por horas a los juegos de video son actividades consideradas adicciones menores o difusas.
34
conciliadora, frente a una especie de tratado de convivencia con el agobio. En relación
al consumo de drogas es posible identificar cuándo estas actúan como medios para la
integración social y cuándo como radical separación del entorno. Mauro Cervino
(1999), en De malestares en la cultura, adicciones y jóvenes, afirma: “Por otro lado
tenemos el consumo de drogas suaves7 con el cual probablemente se establece una
relación con el otro. Es posible observar ahí ciertos niveles de ritualidad que
apuntarían a crear espacios de socialización” (1999). Así, evadirse, cualquiera sea el
medio, resultaría tolerable como forma equilibrante de las fuerzas. De allí que se
admitan esas drogas sustitutorias de las que hace mención Sloterdijk. Michel Serres
(1995) en el artículo “Drogas”, reconoce en estas “sustitutorias”, la etiqueta de formas
no narcóticas que son toleradas desde su positividad. Dice al respecto:
Determinadas drogas son admitidas por la sociedad o por la cultura que la anima. Por ejemplo: entre la ambición y el trabajo; el dinero y el periódico; las noticias y los remedios; los resultados deportivos y las cotizaciones de la bolsa de valores, algunas
son consideradas como sinónimo de virtud. (1995; 69)
Sin embargo, no se puede adoptar radicalmente esta consideración pues se estaría
desconociendo el factor de posible ilegalidad y de disconformidad que conserva en su
interior la evasión. Por otro lado, se ha advertido sobre el riesgo de hacer de la huida
un estilo de vida, pues frente a ella se planta aquello de lo que el sujeto huye, para
confrontarle y exigirle unas condiciones de realidad que se enmarcan dentro de los
discursos de lo aceptado. Se puede ser un evasor de lo social, o un excluido por la
sociedad, como es el caso de Van Gogh, a quien Antonin Artaud considera un suicidado
por la sociedad (1975), o se puede hacer de la evasión un lugar de veraneo, un espacio
sin mayores implicaciones transgresoras, es decir, un punto de intersección entre lo
que atosiga y lo que momentáneamente libera. En términos de Guattari (2008) “Aquí
la adicción corresponde al club más o menos privado, no es más que un escampadero”
(p. 192).
7 Las drogas se suelen clasificar en duras y blandas. En el primer grupo se encuentran aquellas que generan una dependencia física o mental, tales como la heroína o la cocaína. Las drogas blandas o suaves son las que no generan adicción física, aunque sí mental, como la marihuana, el hachís, la cafeína y la nicotina.
35
Al parecer, a las culturas no le compete construir una forma de vida desde la evasión
que disocia, aísla, que margina al ser humano y que lo orilla hacia formas no
conciliadoras de retorno. Incluso, si se piensa en formas de adicción con niveles de
aceptación como el juego, el sexo, las cirugías estéticas o el internet, entre otros, se
seguirá estando dentro de los márgenes de lo oficial. La cirugía estética que se
practican hombres y mujeres, por sí misma, no los aparta de la relación formal con los
otros y, más bien, se sigue la corriente que el consumismo y los poderes mediáticos
han impuesto. Una reacción diferente se genera si las prácticas antes mencionadas
entran en el ámbito de lo considerado patológico o irracional, manifestándose como
enfermizo o monstruoso.
En esta dirección resulta pertinente considerar los aportes de Sigmund Freud (1988)
acerca del “principio de placer y el principio de realidad”. Ambos conceptos resultan
complementarios, pero, al mismo tiempo, pueden operar como contrapuestos. En el
caso del principio de placer éste puede actuar, en ocasiones, de forma similar al
fenómeno de la evasión, sobre todo cuando se asume como un mecanismo que
provee elementos para resolver a favor de quien lo precisa las cuestiones que agobian
y evitar así el displacer. En la evasión, por su lado, se recurre a herramientas físicas,
mentales o psíquicas que alivien situaciones o experiencias infortunadas.
El principio de placer, que actúa como alivio o desahogo, representa también una
búsqueda del goce por el goce mismo. No es necesaria una situación desagradable
para que éste opere. En el caso de la evasión se huye de aquello que aqueja, aunque
también se ha vislumbrado como un proceso que permite conservar un estado de
cosas, una actuación que corresponde a una liberación de tensiones.
Si bien la evasión no procura el placer en sí mismo, va tras la manera de olvidar los
desagravios. De otra parte, y a diferencia del principio de placer sustentado por Freud,
la evasión no es objeto de supervisión de lo real o verdadero, ella misma puede
constituirse como forma ontológica, como posibilidad de ser. De cualquier manera,
evadirse parte, en primera instancia, hacia la búsqueda de un alivio. Este pensador,
cuando habla del malestar que involucra la cultura, expresa:
36
Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarla sin lenitivos. Los hay quizás de tres especies: distracciones poderosas que nos hacen parecer pequeñas muestras miserias; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos hacen insensibles a ella. (1988; 18)
Dado que el principio de realidad es un regulador, la satisfacción que produce su
principio complementario, el de placer, se obtiene ejerciendo cierta racionalidad en los
procesos, cierta mesura, y no el desbocamiento propio de lo inmediato, por lo que se
dilatan los tiempos. Asimismo, este principio de placer está sujeto a las condiciones
impuestas por el mundo exterior. La evasión, por su lado, se conforma como medio o
paréntesis conciliador de lo que ya no es dado tolerar y produce un momento donde
el sujeto vuelve a reencontrarse, vuelve a ser humano y no máquina. José Luis Graña
(1994) en Conductas adictivas teoría, evolución y tratamiento encuentra ese punto por
el cual se fuga el individuo. Dice: “Entre el control y el sujeto controlado existe una
fisura, un impasse, donde el sujeto controlado vuelve a ser sujeto, y no máquina, es el
lugar de la oposición o aquiescencia” (p. 125). Habría que aclarar que tal impasse no ha
de prolongarse indefinidamente.
Si se trata del principio de placer, incluso los sueños configuran un elemento a través
de los cuales se manifiesta; si se trata de evasión, uno de los mecanismos por
excelencia han sido las drogas. Freud las llama “los quitapesares”, la forma narcótica
de evadir una realidad sofocante, el ir fugándose a toda velocidad de la asfixiante
cotidianidad de las imágenes usuales, léase de la vida cotidiana en su más absoluta
pesadez.
William Burroughs en su libro Yonqui (1997) hace una anotación de su infancia donde
relaciona la droga y el placer: “Recuerdo haberle oído comentar a una sirvienta que
fumar opio proporcionaba sueños agradables, y me dije: - Cuando sea mayor fumaré
opio” (pp. 15-16) El escritor empieza fugándose da la conciencia del terrible accidente
con su esposa Joan Volmer, para ello se droga y escribe. En Queer (2002), otra de sus
novelas, expresa esa desazón en la imagen de su personaje Lee:
El acontecimiento hacia el que Lee se siente inexorablemente empujado es la muerte
de su mujer por su propia mano, el conocimiento de la posesión, una mano muerta
que espera para deslizarse sobre la suya como un guante. De manera que de sus
páginas se levanta una niebla tóxica de amenaza y de maldad, una maldad de la que
37
Lee, sabiéndolo y sin saberlo, intenta escapar con un desesperado empleo de la
fantasía (p. 20)
Aunque en una nota posterior del mismo libro, es mucho más claro: “De manera que la
muerte de Joan me puso en contacto con el invasor, el Espíritu Feo8, y me embarco en
una lucha de toda la vida, en la que no he tenido más remedio que buscar la salida
escribiendo” (p. 23)
Las drogas pueden llevar a alucinar, a contemplar mundos oníricos, a fantasear, a
encontrar el placer en la exaltación o sedación de los sentidos. La toxicomanía, por su
parte, puede arrojar al individuo más allá del mismo placer y condenarlo a vivir al
margen de lo real. Sin embargo, no se puede desconocer que los grupos de
drogodependientes construyen sus propios espacios, espacios que son habitados para
el consumo de las drogas, pero que parecen dejar de lado cualquier manera de
establecer valores; es decir, se forman grupos, comunidades adheridas por su adicción,
pero sus creencias, formaciones o valores pueden ser totalmente dispares. Son
especies de no-lugares donde si bien se forman grupos y hay intereses comunes, el
objeto sobre el que se gira en torno es más fuerte que cualquier otra cosa o relación.
Un trabajo monografía presentado por La Universidad de Lanús y la Asociación
Argentina de Arquitectura e Ingeniería Hospitalaria e intitulado Adicciones (2009) hace
referencia al asunto tratado:
Los adictos buscan personas que compartan sus valores y rituales relativos a la
adicción que sufren. De esa manera se evita la incomodidad de la confrontación o
cuestionamiento y se refuerza la negación. El grupo de uso se convierte en un fuerte
componente de la vida social de la persona (p. 13)
Se abre una vida social allí, pero que contraviene la convencional actitud de reforzar la
existencia, de propender hacia la vida, pues sus acciones implican el deterioro no solo
social, sino físico. Una forma de autodestrucción logra imponerse. En la iglesia o en la
escuela se forman valores que buscan fortalecer las tradiciones sociales, mantener el
orden y la vida en su discurrir más formal; en los espacios de la droga se pretende
consumir por encima de cualquier cosa, el objeto se impone sobre el sujeto, y es allí
donde se pierde esa opción de construir sociedad de la forma más convencional.
8 En ambos casos, “invasor” y “Espíritu Feo”, Burroughs hace alusión a su adicción a la heroína.
38
Diversos autores consideran que el ser humano posee una inclinación a las adicciones,
cualquiera sea el tipo de estas. Algunas de dichas adicciones le permiten substraerse
del espacio real, mientras que otras lo mantienen allí y se convierten en maneras de
oxigenar las rutinas. Michel Serres aborda la supuesta naturaleza adictiva de los
humanos cuando sostiene: “Las drogas funcionan contra las angustias asociadas a la
muerte y al tiempo. Es decir, todos los hombres, en todos los momentos y bajo todas
las latitudes se entregan a la droga” (1995; 68). Así, la droga deviene en una de las
formas reiteradas de la evasión, quizás por su poderosa capacidad alucinatoria. Ocurre
con ellas que, por pertenecer al ámbito de lo ilegal, se hace extensivo el reproche a la
evasión que se concluye a través de ellas. Ahora, es necesario señalar que el mundo
actual ha generado formas menos adictivas de evasión como, por ejemplo, la televisión
y los juegos de video, que son también formas no penalizadas ni silenciadas, ni médica
ni legalmente.
1.2. LA ADICCIÓN O LA EXASPERACIÓN DEL DESEO
Los efectos que produce el consumo de drogas no son restrictivos de estas. Existen
múltiples mecanismos de evasión que no involucran los fármacos y, sin embargo,
generan sensaciones y experiencias similares, entre ellas las que posibilitan escapar
de la realidad. Filósofos, psicólogos y escritores9 coinciden en ver en estas maneras de
huida unas adicciones, bien sean “menores” o “difusas”, pero adicciones finalmente.
Pueden manifestarse como un consumo repetitivo de objetos, actitudes y
comportamientos, que van formando en torno al ser unos procederes cuasi
patológicos.
Dado que de la adicción puede ser una condición del ser para evadirse, resulta
necesario detenerse en su descripción y plantearse la pregunta de si evasión y adicción
representan un fenómeno dicotómico. Sobre este particular, tanto Jaques Derrida
9 Cfr. Serres, Michel (1995) Droga. Revista Colombiana de Psicología; Guattari, Félix (2008) La ciudad subjetiva y pos-mediática. La polis reinventada. Colombia: Fundación Comunidad; Sloterdijk, Peter (2001) Extrañamiento del mundo. Valencia: Pretextos.
39
(1995) como Sloterdijk (2001) son precisos al considerar la adicción como un problema
propio de la modernidad. El primer autor considera más pertinente el término
“toxicomanía” y ubica este fenómeno a partir del siglo XIX. Afirma: “En lo que
concierne a la literatura, puede fecharse la aparición del concepto de Toxicomanía, en
el sentido moderno del término, con las Memorias de un fumador de opio” de De
Quincey” (p. 37). Resulta necesario hacer mención de escritores como Charles
Baudelaire, Rimbaud, los artistas del Club del Hachís, Coleridge, y otros no menos
importantes, que hacen alusión en su obra a la fármacoadicción.
Sloterdijk manifiesta su punto de vista sobre el surgimiento de la adicción, reiterando
su vinculación con la modernidad. Sostiene que
La investigación histórica de las drogas proporciona la que para los hombres contemporáneos resulta asombrosa lección de que la asociación de droga y adicción representa esencialmente una vinculación moderna. Para comprender la antigua realidad del consumo de drogas, sería preciso romper la profana alianza predominante de droga y adicción. (2001; 131)
Al final de la cita anterior el autor se refiere a la existencia de formas no adictivas del
consumo de drogas. Esto supondría que, en algún momento de la historia antigua las
drogas no constituyen precisamente mecanismos de evasión y pueden servir para
otros usos o funciones.
Dada la naturaleza del problema de estudio de este trabajo, se privilegia una noción de
adicción que contemple su incidencia e implicaciones con el lenguaje.
Etimológicamente adicto viene de adictum, o sea, “lo no dicho, lo que está por decirse.
Una patología del diálogo”, así lo referencia Juan Prado Flores en un artículo hallado en
internet y titulado Mas allá del ciclo adictivo. “DOLOR/PLACER, PLACER/DOLOR. En
esta definición, la adicción no se restringe a la dependencia de algo. Adquiere otra
dimensión al concebirse como la negación o la ausencia del decir, del sujeto de la
enunciación, de su palabra. La dicción equivale a la palabra, mientras que la a-dicción
deviene en negación de la palabra.
Derrida (1995) entiende el término como “la repetición frecuente de una toma de
droga” (p. 35). Es importante resaltar el aspecto de la repetición incluido en la
definición anterior ya que este puede conllevar, en ciertos grados, a la anulación de
40
todo sentido. Una repetición puede convertir las acciones en gestos automáticos,
perdiéndose todo sentido de creatividad. En lo que relativo al lenguaje, la
reproducción incesante de un significante lo agota. Lo que se considera un cliché, por
ejemplo, no es más que una expresión desgastada semánticamente por el uso
reiterado del mismo. La repetición ahueca y abandona, deja el lenguaje vacío y
abandona al adicto al consumo sin pausa. Podría interpretarse como una repetición de
muerte, un gasto sin reservas que rompe con todo sentido de mesura.
Juan Prado amplía su conceptualización al indicar, en el artículo citado anteriormente,
que “Por adicción querremos referirnos al uso de algo o alguien, como sustituto de una
relación veraz consigo mismo, con otros y con el mundo a su alrededor”. La droga,
como objeto de consumo, sustituye en términos de relevancia cualquier otra relación
posterior o anterior. Incluso, puede aniquilar subjetivamente al narcodependiente; el
sujeto ha quedado así prisionero del objeto que lo satisface, al tiempo que bloquea
cualquier contacto con lo que siente y lo que piensa. El adicto vive un proceso de
evasión que le permite huir de los otros, de la verdad y de sí mismo. Cristina Meyrialle
en Las adicciones y la recuperación transpersonal precisa que “una adicción es una
conducta destructiva de carácter obsesivo y compulsivo, que busca cumplir en la
fantasía, un intento de control y negación del dolor emocional”. La persona, por lo
general, va tras la búsqueda del goce y el escape de cualquier dolor emocional.
Finalmente, deja de perseguir la satisfacción o lo grato y procura sólo la supresión del
dolor, que en sí mismo ya es todo un goce. Afirma Karla Parra Esquivel: “Las conductas
adictivas y las adicciones son un “anestésico” a la fatiga de vivir, un intento de huir de
la realidad” (p. 1) Los quitapesares, como las denominó Freud, actúan como el posible
estímulo que la vida misma, en sus dinámicas rutinarias, no proporciona. Representan
un mecanismo para hacerse inmune a las angustias y presiones y escapar de lo real.
En la novela del El almuerzo desnudo de William Burroughs (1980), los personajes
adictos se desactivan del mundo cuando hay droga entre sus venas; el reloj se detiene
y no hay nada que irrumpa en su letargo: “El orgasmo no cumple función alguna para
el adicto. El aburrimiento que indica siempre una tensión no descargada, jamás afecta
al adicto. Puede pasarse ocho horas mirándose los zapatos” (p. 50) Esa inmunidad de
la que habla Freud se evidencia en estos personajes que “Sólo pasan a la acción
41
cuando se vacía el reloj de arena de la droga” (p. 50). Y en el prefacio de Yonqui
(1997), Burroughs da cuenta de cómo la droga deja de ser una satisfacción para
convertirse en una necesidad: “He experimentado la angustiosa privación que provoca
el síndrome de abstinencia, y el placer del alivio cuando las células sedientas de drogan
beben de la aguja. Quizá todo placer sea alivio” (p. 22)
Estas definiciones consideran la adicción como una forma evasiva, como un
mecanismo de huida a través del consumo de psicoactivos u otro tipo de
estimulantes, práctica que se consolida en el denominado mundo moderno. Esta
acepción es la que se adoptará para los fines de este trabajo, aunque no ignoramos
que otras adicciones se desarrollan con la ingesta de sustancias no farmacológicas
(Miches Serres, 1995); Félix Guattari (2008).
En la siguiente cita se enfatiza el proceso que envuelve la repetición del consumo y la
preponderancia que esto adquiere en el vínculo de dependencia del sujeto con el
objeto al que se es adicto. Carmen Serrano N. explica en Historia de las adicciones:
Sin embargo el concepto de adicción requiere que el uso de la sustancia sea frecuente, que se observe el fenómeno denominado tolerancia (o sea que el consumidor requiera cada vez mayor cantidad de sustancia para obtener el mismo efecto) y que se genere dependencia física, o sea que al descontinuar el uso de la sustancia se observe el síndrome de abstinencia. (p. 1)
Vale destacar lo significativo de la frecuencia en los consumos puesto que la adicción
requiere un margen de tiempo para concretarse. A través de los personajes adictos
en las narraciones de William Burroughs, se recrea la relación y la necesidad imperiosa
que se desarrolla con los fármacos. El escritor considera que “la adicción es la
exasperación de la necesidad” (1980; 9). En El almuerzo desnudo construye imágenes
visuales y descripciones que aluden a la fuerza de la adicción. Relata que
La droga es el producto ideal…la mercancía definitiva. No hace falta literatura para vender. El cliente se arrastrara por una alcantarilla para suplicar que le vendan…el comerciante de droga no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto. (p. 22)
De la cita anterior se desprende que, para el consumidor, lo relevante es la necesidad
del producto, algo sin lo cual puede resultarle incomprensible el vivir. La existencia
tiene lugar en un mundo donde lo inmediato es lo que se precisa y la velocidad,
42
característica que define al mundo moderno y postmoderno, adquiere dimensión de
cualidad. Es así como la celeridad y la reiteración converge en la adicción. Burroughs
en la Introducción, Declaración: testimonio sobre una enfermedad, de El almuerzo
desnudo (1980) da cuenta de lo anterior cuando expresa que “cuanta más droga
consumas menos tienes y cuanta más tengas más usas” (p. 6)
De esta manera la satisfacción resulta ser una respuesta a un acto generalmente
esforzado. Cuando se logra el placer eliminando procesos intermedios entre la
gratificación y el yo, entonces nos encontramos frente a la adicción, es decir, el placer
inmediato que brinda la droga sin realizar esfuerzo alguno. Se cortocircuitan las rutas
lentas, que son las que tienen en cuenta la totalidad de lo real, y el momento del
consumo, con sus sensaciones de triunfo, excitación o poder, es lo que vale. En una
sociedad donde la inmediatez prima, donde la cultura del internet, de los auto-
servicios, de los cajeros automáticos, del control remoto, del rapi-ya, y el alka-seltzer
de rápido alivio se imponen, se facilitan las expresiones adictivas. Se pasan por alto
los esfuerzos y se confunde el adicto en las satisfacciones inmediatas. De allí proviene
el poder de la imagen. La velocidad de su consumo no da tiempo para pensar en
aquello que se digiere, de tal suerte que la indigestión no se perciba. Leer una página
es un ejercicio lento y angustioso, ver la tv por horas, es solo un aperitivo a nuestra
necesidad de consumo.
Félix Guattari (2008), al conceptualizar sobre la adicción, extiende el horizonte de los
fenómenos y procesos que esta puede abarcar. Explica que
Habría que partir de una definición amplia de droga; las adicciones para mí, son todos los mecanismos de producción de subjetividad “maquìnica”, todo lo que contribuye a proporcionar el sentimiento de pertenecer a algo, de estar en alguna parte, y también al sentimiento de olvidarse (p. 190).
Reaparece en la cita anterior la necesidad de apego, de aferrarse a, de adherirse a…,
sin importar el motivo o naturaleza del objeto. El mismo Guattari precisa:
Uno se “droga” con la estridencia del rock; con la fatiga, con la falta de sueño, como Kafka; o golpeándose la cabeza contra el suelo, como los niños autistas. Con la excitación, el frío, los movimientos repetitivos, el trabajo forzado, el esfuerzo deportivo, el miedo (p. 192).
43
El autor se refiere indirectamente a los efectos de los procesos químicos que generan
en el organismo humano las descargas de endorfina y otras substancias, aclarando que
estar drogado, además de un hecho químico, es un asunto social. En este último
ámbito es donde se generan lo que él denomina las subjetividades maquìnicas. Por su
lado, Michel Serres (1995) atribuye a las conductas humanas rasgos y formas adictivas
que son propiciadas por motivos diferentes de las drogas. Considera que Occidente,
en su ritmo de existir, impulsa al consumo repetitivo y urgente. Decreta que es
necesario consumir, que hay demasiado por consumir. Explica:
Cada vez más la cultura occidental reciente, nos impulsa a asumir conductas tóxicas: el empleo exageradamente opresivo de nuestro tiempo de trabajo, el trabajo mismo, la publicidad, la expropiación de los medios de comunicación, conducen a elevar de manera vertical el consumo cotidiano de una droga o de otra (p. 69).
Una consecuencia de lo anterior podría ser la proliferación de la anorexia y la bulimia,
el afán de ser cada vez más estéticamente aceptable. Como la mujer que huye de la
nevera, toma drogas para adelgazar y sólo vive para la televisión y el sempiterno
programa donde sueña con todo lo que no es o lo que desearía llegar a ser. Darren
Aronosfky recrea la problemática anterior en su película Réquiem para un sueño, que
trata de la adicción a la heroína de tres jóvenes y de la madre de uno de ellos, quien es
dependiente de la televisión y de las anfetaminas. La madre recurre al consumo
televisivo de manera enfermiza, una adicción considerada menor. Adicionalmente, ella
ingiere medicamentos para adelgazar, lo que amplía y diversifica su adicción. Este
personaje femenino constituye un ejemplo de aquellas dependencias por fuera de las
drogas ilegales o drogas duras.
Sloterdijk ha denominado drogas sustitutorias a las formas más abstractas de adicción,
como las producidas por el poder o el dinero.10 Explica que “la modernidad calvinista
sólo reconocerá los misterios de la droga sustitutoria: el culto al dinero y del éxito
intramundano. Quien no pueda acceder a esas drogas es arrojado, de hecho, a las
llamadas drogas duras” (2001; 138). Lo anterior sirve para enfatizar que las adicciones
son múltiples, no todas farmacodependientes, y que la postmodernidad es prolija en
estos otros tipos de adicciones, conjuntamente con las formas ya conocidas.
10
Félix Guattari (2008) las designa como drogas menores o adicciones menores.
44
Cuando se analiza el caso de un sujeto que se evade de su cotidianidad a través de la
televisión o el internet se evidencia algunas particularidades en torno a lo que se
reconoce como adicciones menores o drogas sustitutorias. En primer término hay que
señalar que ni la televisión ni la red son medios o formas ilegales de evasión. El acceso
a ellos es de uso común a cualquier ciudadano que tenga la facilidad de obtenerlos, no
existirá de forma obvia esa liberación a ocultas propia de quien escapa. En términos
sociales y legales se trata de una práctica aceptable, aún si se considerase
conscientemente como una evasión.
Sucede, como es habitual, que el individuo llega a casa agotado después de una
jornada de trabajo y lo primero que busca es desconectarse de la rutina de su labor.
Enciende el televisor o el computador; se conecta a los numerosos canales que supone
absorben su agotamiento y lo liberan de cualquier responsabilidad. Lo que
principalmente busca en ese momento es olvidar, evadirse por entre los tubos
catódicos o el plasma. ¿Quién en su juicio le detendrá de su merecido descanso, de su
inocua evasión? El sujeto hace lo que ya de por sí está permitido: huir por momentos
de lo real para más tarde retornar a las actividades que lo reconducen a su contexto.
Teniendo en cuenta lo anterior podría considerarse la evasión, entonces, como algo
que está contemplado dentro del plan oficial de la existencia, lo que mantiene al
sujeto dentro de sus ritmos acostumbrados y que, simultáneamente, alimenta la
ilusión de hacerle creer que se distancia o abstrae de los sistemas. Es decir, se
desvanece cualquier tipo de riesgo para el desarrollo social y para el sistema y sus
engranajes, siempre que el individuo actúa bajo las premisas de una evasión que es
posible tolerar.
Dado que aquí la huida hace parte de los procesos de la realidad misma, podría
afirmarse que se trata de una evasión menor o difusa, en la que, por lo general, no se
manifiesta una dependencia radical ni un síndrome de abstinencia. Ocurre que, al
abordar este tipo de evasión, se suele dejar del lado el asunto de lo adictivo. Este
concepto posee una carga semántica que parece exceder muchas de las situaciones de
la evasión moderna, en las que resulta difícil demarcar hasta qué punto se está en lo
real o en la evasión. Para el trabajador que observa la televisión al llegar a casa se
45
tendría que admitir la posibilidad de estar frente a una forma de evasión que no
involucra una situación de adicción fuerte, a menos que se interprete dicha adicción
como algo tan fácil de romper como apagar la televisión e irse a dormir.
De este modo el escape es asimilado por el sistema, no constituye una acción al
margen de este. Tampoco fabrica un estilo de vida puesto que ya está dentro de uno,
no impone unos ritmos o unos valores independientes pues, de igual modo, ya hace
parte de unos ritmos y unos valores preexistentes que los abarcan.
Erich Fromm analiza los mecanismos de evasión en El miedo a la libertad (2005). En
esta obra no utiliza la palabra adicción, aunque reflexiona sobre las formas en que los
seres humanos han huido de su incapacidad de ser libres o, por el contrario, de la
manera en que intentan serlo. Sobre este particular también se ha pronunciado Jean
Paul Sartre cuando precisa en Los intelectuales y la política (2011) que “El hombre es
el ser que manifiesta su libertad eligiendo sus esclavitudes” (p. 44). Elegir algo sobre lo
que no posees control, es permitir que otro o un algo tome las riendas de tu existencia.
Los mecanismos psicológicos de la evasión que establece Fromm apuntan a la sumisión
del sujeto, bien frente al poder divino, bien frente al poder económico. El primero de
o dichos mecanismos consiste en el abandono de la independencia del yo cuando este
se entrega a poderes superiores a él, eludiendo el ser responsable de sus actos y, por
ende, de su libertad. Nótese que los grados altos de adicción conllevan también a la
pérdida de la identidad o a la disolución del yo, pero esto a nombre del objeto de la
evasión misma y no del poder que está por encima. El adicto compulsivo se entrega al
objeto de su deseo, que es la droga, que es su evasión; a diferencia de lo que se
suscita en la adición menor, no hace de la evasión el medio, sino que vive en la evasión
continua, es su fin (propósito).
Quien se evade de las formas de libertad lo hace, en muchas ocasiones, pensando en la
manera de protegerse, de sobrevivir. Podría pensarse que se subyuga de acuerdo a su
impotencia o que se siente libre allí donde obedece, pero no suele concebir esto como
una pérdida. Sobre este proceso Fromm explica que, “El primer mecanismo de evasión
es abandonar la independencia del yo individual propio, para fundirse con algo, o
46
alguien, exterior a uno mismo, a fin de adquirir la fuerza de que el yo individual
carece” (2005; 68)
Esta forma de evadirse busca un vigor del que ella misma carece; trata de alejar la
debilidad y hacer una economía de sus fuerzas. Pretende invertir sus temores y
convertirlos en formas de fortalecimiento. En un sentido inverso sucedería en la obra
de Burroughs (1980), A.D., pues los personajes se agotan en el delirio de su evasión:
A partir de cierta frecuencia, la necesidad no conoce límite ni control alguno. Con
palabras de necesidad total: ¿Estás dispuesto? Sí, lo estás. Estas dispuesto a mentir.
Engañar, denunciar a tus amigos, robar, hacer lo que sea para satisfacer esa necesidad
total (p. 7)
Si la sociedad moderna es aquella que está urgida de producir, lo que sea que
produzca, la evasión, como un punto extremo, obedece al exceso, a una búsqueda sin
pretensiones de encontrar nada ni generar cosa alguna. Solo intenta salir. Emmanuel
Levinas, en una obra titulada precisamente De la evasión, afirma: “En la evasión el yo
se fuga no en cuanto opuesto a lo infinito de lo que no es y de lo que no llegará a ser,
sino en cuanto al hecho mismo de que es o de que llega a ser” (1999; 82). En este
sentido, la evasión no pretende llegar a nada, o precisamente a la nada, de tal forma
que ni sea ni llegue a ser; el ser es lo que se configura como el peso del cual
necesariamente se debe escapar. Para Levinas el ser humano huye del “ser”, de esa
ontología que lo constituye. Escapa de “ser”, pues ese es el peso que lo agobia. Es
como escapar de un simismo que está determinado.
La concepción anterior resulta divergente a la manifestada por Erich Fromm, que
representa al hombre volcado hacia un rincón en el cual protegerse. Como el
televidente que se escurre frente a la pantalla del televisor para olvidar su fatiga o su
hastío o el sujeto que se une a fuerzas militares oscuras, a grupos religiosos, a
movimientos fanáticos, a facciones ideológicas, o aquel que se sumerge en el afecto
hacia equipos de fútbol para que su temor a ser libre quede vencido. En los casos
anteriores se trata de un sutil alivio que busca mantener a flote las relaciones con el
otro. Si hay una huida, esta está motivada por la búsqueda de un refugio. Así, la
persona de fe escapa de su arrogancia hacia los caminos místicos, en la sumisión
encuentra reposo y construye el perfil de un nuevo ser. La evasión se detiene siempre
47
que existe la posibilidad de una satisfacción. Lo contrario ocurre con la búsqueda del
placer, que nunca termina por agotarse y siempre está hambrienta, bulímica por
continuar su eterno desplazamiento.
1.3. ADICCIÓN Y EVASIÓN COMO RELACIÓN ALGEBRAICA
La huida de problemas agobiantes, el bienestar del éxtasis, el placer de alcanzar
estados de conciencia alterados y superiores, la desinhibición, la liberación de
tensiones, el desahogo, la comunión espiritual y la catarsis colectiva, entre otros,
hacen parte de los más inmediatos deseos de huida. Todo esto refleja una continua
inconformidad, que se traduce en las diversas formas de intentos de evasión.
El discurso psiquiátrico y la psicología han visto la adicción como un mecanismo de
evasión. Juan B. Prado Flores, en Mas allá del ciclo adictivo DOLOR/PLACER,
PLACER/DOLOR, enuncia esta concepción: "La adicción incluye poner en marcha
mecanismos que mantienen a la persona fuera de contacto con lo que siente y con lo
que piensa. Estar fuera de contacto es el aspecto psicológico que yace bajo todas las
conductas adictivas”. En lo anterior se vislumbra el propósito de este fenómeno,
además de uno de sus efectos: El adicto se pierde a través del consumo o el consumo
irremediablemente lo pierde en lo remoto de sus narcóticas entrañas. Digámoslo de
esta manera, la evasión actúa por principio o por efecto.
Quizás sea complejo diferenciar un proceso del otro, o concebir el uno sin el otro,
(evasión – adicción). El punto de partida será la explicación que se dé a por qué se hace
un adicto, si es gracias a las angustias o complejos, a inquietantes dolores o, tal vez,
por una situación fortuita, por una exposición y una regularidad en el acto del
consumo, como señala William Burroughs (1997) en Yonqui:
Esta es la pregunta que se plantea con más frecuencia: ¿qué hace que alguien se
convierta en drogadicto? La respuesta es que normalmente, nadie se propone
convertirse en drogadicto. Nadie se despierta una mañana y decide serlo. Por lo menos
es necesario pincharse dos veces al día durante tres meses para adquirir el hábito (p.
20)
48
Cualquiera que sea la razón la adicción, hay una pérdida del ser humano en el objeto
de su deseo, un envolvimiento que lo cubre y se impone sobre él. Cuando se concibe la
relación entre la evasión y la adicción como algebraica, se asume que se ha traspasado
el plano del deseo de consumir drogas por una necesidad de estas que no admite
razones ni discusiones. El resultado es que la persona depende más y quiere cada vez
más droga. William Burroughs (1980) se refiere a este proceso como el álgebra de la
necesidad. Incorpora esta noción en “Declaración: testimonio sobre una enfermedad”,
aparte que hace las veces de introducción de la novela El almuerzo desnudo. El escritor
afirma: “La droga produce una fórmula básica de virus “maligno”: El álgebra de la
necesidad. El rostro del “mal” es siempre el rostro de la necesidad total. El drogadicto
es un hombre con una necesidad absoluta de droga” (1980; 7)
Giulia Sissa (2000) en El placer y el mal concibe la adicción así:
Como una práctica que acciona realmente la fuerza de un deseo insaciable y progresivamente devorador, hasta el punto de que la satisfacción siempre provisional- clave de un placer plural, cambiante y renovable- se convierte en este caso en tolerancia y dependencia, por la fijación de unos productos que resultan imprescindibles para no sufrir demasiado. (p. 87)
Dentro de este tipo de relación con los fármacos se mantiene un consumo repetitivo y
cada vez más expansivo de estos. Resulta una práctica diferente a la ingesta que
procura la comunión con un demiurgo, el alcance de estados de conciencia superiores,
o una sensibilidad alterada frente al arte o la alucinante fuga de fin de semana.
Se ingiere droga porque es necesario y sin otro propósito que la ingesta misma. Es el
deseo que pide ser saciado y calmado, una especie de apetito inagotable que no
descansa ni de día ni de noche. “Una ocupación a tiempo completa”, afirma el
personaje de Mark Renton en la película Trainspotting cuando se refiere a esta
práctica. William Burroughs coincide totalmente con esta idea cuando la denomina
"Una ocupación de 24 horas. Un trabajo infernal" (1980; 45)
El adicto, como figura que se cubre con harapos, escuálido y sudoroso, que vive y
respira droga las 24 horas del día, ha sido recreado en la literatura en novelas como
Yo, Christiane F (1978), escrita por dos periodistas alemanes, Kai Hermann y Horst
Hieck, y publicada por la revista alemana Stern; Menos que cero de Bret Easton Ellis,
49
publicada por Anagrama en el año de 1988; Una mirada en la oscuridad de Philip K.
Dick, publicada en 1977; Trainspotting de Irvine Welsh en su versión literaria del año
1993, y las referidas El almuerzo desnudo y Yonqui, entre otros. Los personajes de
estas narraciones se diferencian de los referidos en el siglo XIX en los relatos o
experiencias de Baudelaire o De Quincey en que están lejos de aparecer recreados en
una cómoda sala de estar disfrutando lánguidamente de una pipa de opio. Giulia Sissa
(2000) ilustra claramente este distanciamiento que se produce en la literatura entre la
representación de un consumidor y otro:
¿El festín al desnudo de William Burroughs y la degustación del láudano de un opiómano romántico son experiencias distintas del placer? A juzgar por la atmosfera apacible y reconfortable, en medio de una hermosa campiña nevada, creeríamos que sí. El lector de Kant, que pasa sus veladas sentado junto al fuego de un hogar, en su acogedor despacho repleto de libros, con su garrafa de cristal llena de licor rojo, no tiene nada que ver con los drogadictos que vagabundean por entre la roña y la miseria de una barriada. Indolentes y respetables, los morfinómanos, opiómanos y cocainómanos del siglo XIX- cuando son médicos, farmacéuticos, escritores o amas de casa- nos parecen menos vulnerables, menos marginales que los jóvenes de nuestras ciudades y de nuestras periferias, víctimas de los graves desórdenes de la toxicomanía. (p. 70)
Las diferencias se hacen más notorias a través de la marginalidad y la ilegalidad que
aqueja a los consumidores de drogas en el siglo XX. En la cita, el goce al que aspira “el
lector de Kant” -léase Thomas de Quincey- resulta un hecho algo tortuoso para el
drogodependiente de nuestros días. El ambiente que se recrea en las obras referidas
es convulsionado y marginal, los personajes son llevados a situaciones extremas por
una simple inyección de morfina o heroína. Por ejemplo, Darren Aronofsky, en
Réquiem por un sueño (2000), ubica sus personajes en un comercio de sexo a cambio
de heroína. Por su lado, William Burroughs recrea en las obras estudiadas a unos seres
envilecidos, oscuros, destrozados por el arduo galope del caballo (léase heroína). Se
trata de representaciones del adicto que entrega todo por nada.
Surge entonces la pregunta qué busca el adicto en la droga. Una respuesta sería que es
la necesidad de calmar sus ansias, además de suprimir cualquier atisbo de dolor físico
que lo embargue. Inicialmente pudo motivarse por huir de los problemas y realidades,
para hallar sustituto a las relaciones o por un asunto social, como departir con amigos
de habitual juerga una tarde cualquiera y simplemente querer probar. Giulia Sissa,
siguiendo a Burroughs, afirma: "El tiempo de la adicción empieza por un descuido: se
50
cae en la droga, se deja uno llevar, se tropieza en ella. Llega por un no-deseo" (2000;
16). Una vez que el consumo se convierta en adicción, una especie de fuerza superior
parece obligar a perseguir el fármaco como lo único que es capaz de evitar hundirse en
el sufrimiento. Suspender el consumo de la droga produce la etapa que se conoce
como “síndrome de abstinencia”11, en que el adicto experimenta dolores corporales.
Sin embargo, no todas las drogas y su abstinencia producen violentos malestares,
aunque sí ansiedades muy fuertes que expresan una evidente dependencia. Lo
fundamental aquí es la sujeción en la que se cae. Ya no se puede existir sin la droga.
Entonces el ser se entrega a la pérdida, al derroche de sus energías, la droga limita los
espacios a sus propios caminos. Una imagen similar se observa en la descripción del
ser “Soberano”12 de George Bataille (1996) en Qué entiendo yo por soberanía, que se
entrega a la pérdida, a la improductividad; un ser que no pretende obtener nada de las
experiencias, ningún saber, más que la gratuidad del acto mismo. Es un ser del exceso.
O como Bataille mismo lo dice:
La soberanía se sustrae para accionar fuera de las fronteras del mundo productivo y mostrar que la vida auténtica es un exceso y lo es porque está recubierta de algo que nos impele siempre a excederla, paradojalmente, hasta la angustia y el horror de la muerte que presentan al cuerpo como campo de experimentación. (1996; 87)
Quizás el adicto ejerza una especie de soberanía negativa, pues aun cuando
permanezca sometido a la droga, se ha liberado de cualquier otra atadura y ha
entregado su vida a un exceso o al derroche de sus fuerzas. Permanece atado de
manera irremediable a la pérdida y que vive una experiencia vital no envidiable, en la
cual se crea un axiología poco convencional. La adicción de la que damos cuenta es
una experiencia intransmisible, un intento radical de desembarazarse de toda
experiencia, una precipitación del sujeto del lado de la pura reacción. Lo que ocurre es
que el adicto se entrega a un despilfarro de sí mismo. A lo que conduce la adicción es a
una total evasión de todo aquello que no sea la droga misma; la persona está
atrapada en las redes narcóticas, pero al mismo tiempo permanece fuera de cualquier
11 El síndrome de abstinencias es el conjunto de manifestaciones que aparecen cuando una persona que tomó drogas por un periodo largo- y desarrolló una dependencia- suspende su consumo o hay una reducción de su dosis. Drogas como la heroína generan este síntoma. 12
Para una amplia aclaración sobre este concepto, véase George Bataille (1996) Que entiendo yo por soberanía. España, Paidós.
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otra realidad. En sí misma la droga no conlleva a ninguna liberación, aunque mantiene
al ser humano lejos de la realidad, sumido en el deseo de consumo. Es un deseo
destructivo, que arrincona al adicto hasta vencer la fuerza de la que antes disponía.
Como señala Rosa Aksenchuk (2006) en Toxicomanía y psicoanálisis: "El adicto ha
renunciado a preguntarse si existe otra voluntad que no sea la de obedecer el deber de
consumir".
La droga provoca una voluptuosidad que aísla del mundo. Es una evasión que resulta
paradójica puesto que el individuo está por fuera y no es responsable ni del goce ni
del deseo, aunque esté atado al objeto que persigue su deseo y produce su goce. Esto
quizás responda a esa condición dual que es propia de la evasión, la de querer escapar
de algo y, simultáneamente, considerar nuevos lugares de referencia; de cualquier
manera no se vive en el vacío. Aunque la droga es la gratuidad misma, no se obtiene
de ella más que la nada, pues su naturaleza insaciable convierte al ser en una especie
de profundo orificio que se hace más grande mientras más se le intenta llenar. No en
vano el adicto es un ser pinchado, perforado, agujereado, una fuga de fluidos donde el
relleno y el vaciado son sinónimos. Sobre este aspecto expresa Sissa: "Decir sí a la
heroína, a la cocaína, al crack es abandonarse a algo que estabiliza. Uno se cuelga, se
fija, se deja llevar. Eso llena la existencia, pero vacía el cuerpo. Le transforma a uno en
un agujero" (2000; 15).
En este caso, la huida, la deserción es hacia la droga. La evasión se conduce en
términos del consumo. La droga es, al mismo tiempo, la forma de la huida y el no-
lugar. Un espacio y un tiempo que conllevan sus propios ritmos, sus propias formas de
existir. La droga, la adicción, tal como la precisa Burroughs en el Prefacio de Yonqui:
“La droga no proporciona alegría ni bienestar. Es una manera de vivir” (p. 22) La droga
" Ya no es una causa de goce, ya no es un medio de disfrutar más de la vida: es
literalmente una forma de vida" (Sissa, 2000; 26)
Lo anterior permite la siguiente asociación: si la adicción es una manera de evasión,
entonces dicha evasión, a través de la adicción, se convierte en un estilo de vida y,
desde allí, en una estética. La adicción permite configurar la evasión como una
estética, como una estética de la evasión. La obra literaria de William Burroughs, tanto
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en su calidad de creación artística como por los temas que desarrolla permite formular
la posibilidad de una estética de la evasión en el sentido de que sus personajes se ven
enfrentados a generar formas de existir enmarcadas dentro de la evasión a través de
las droga; o teniendo en cuenta que su expresión, tanto física como del lenguaje,
denota maneras de establecer huidas de lo convencional, sea del lenguaje, sea de un
cuerpo que se reformula de acuerdo a su necesidad de huir. William Lee dice en El
almuerzo desnudo: “El almuerzo desnudo es una heliografía […]” (p. 247), o en otras
palabras, es un sistema de señales que es necesario percibir en el relato para dar
cuenta de cómo se develan las existencias que lo habitan. Es libro es una construcción
casi vivencial, como la adicta, que el lector puede organizar sin instrucciones u orden
previo; Lee vuelve a subrayar: El almuerzo desnudo […] es un Manual de Bricolaje” (p.
247), o un hágalo usted mismo, que le otorga una plasticidad muy viva a la novela. Lo
importante es considerar que todo en este relato parece latir o estar más cerca de lo
real cada vez, de tal manera que la generación de un estilo de vida como la del adicto
no resulte ser una fría metáfora o una construcción retórica. Es algo que debe estar al
descubierto, que debe mostrar el cómo se instituye un estilo de vida que habita la
evasión como estética, lo que constituye uno de los propósitos de indagación de este
trabajo.
El espacio del adicto es la permanente huida de lo real, tanto desde el deseo como por
el efecto de los alcaloides. Personajes de las novelas como William Lee, o el Paleto, o
el Somaten, o Pat o Dupré dan cuenta de cómo su objetivo es el consumo por sí
mismo:
Dupré era muy callado. Ahora hablaba por los codos. Me dijo que había llegado a meter mano en el cajón, que le echaron. Y ahora no tenía dinero para droga. No podía reunir siquiera lo suficiente para pagarse un poco de elixir paregórico o unas anfetas para ir tirando (Y., p. 154)
No quieren ser libres ni buenos ni bellos, tampoco sentirse atrapados dentro de ellos,
quieren habitar la droga, que es habitar la evasión. Se busca salir hacia la droga, que
puede considerarse una falsa salida, pero que al narcodependiente se le figura la única
vía posible. Burroughs (1980) en el la Introducción de El almuerzo desnudo, expresa:
“El adicto necesita droga para mantener su forma humana” (p. 6). Podría agregarse
que necesita la droga para poder existir.
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La droga ya no es un medio, es un fin en sí misma; tiene su propio tiempo, su propio
lenguaje- incluso códigos de comunicación-, sus propios valores, sus espacios
determinados, constituye una comunidad fijada por la dispersión. En otras palabras,
desde aquí se traza un estilo de vida: el estilo de la evasión. No sólo la evasión del
sujeto de la realidad, sino además unas formas que por efecto de la droga resultan ser
evasivas. Evasión de sí mismo (desintegración de la imagen de sí mismo), evasión del
yo (no es el yo quien se impone al adicto, se impone la adicción, el ello), evasión del
cuerpo (la disolución del mismo, el cuerpo sin órganos, el devenir animal), y evasión
del lenguaje (el adicto es el ser silenciado, obligado a construir una nueva forma de
enunciar). El adicto parece llegar a una desintegración del ser y del cuerpo, a un estado
fantasmal donde sólo se logra percibir la sombra de un antiguo hombre. Su tiempo
siempre es pasado o futuro, porque el presente logra escabullírsele cuando no se
consigue la completa satisfacción.
En el ámbito de la adicción la vida se vuelve elemental y básica, la ecuación
burroughsiana deseo-droga-deseo rige la existencia. El día de un adicto es repetitivo y
predecible; las rutas están claramente trazadas, la cartografía de su deseo siempre
conduce al mismo lugar. El consumidor de fármacos ha encontrado una fórmula
práctica al problema del bienestar; se le podría considerar un minimalista de la
existencia. La realidad es un excedente que apenas alcanza a gravitar alrededor de su
esfera de evasión. Su relación con el mundo (que ahora son las drogas) es de gran
coherencia, impera su necesidad, que es la que también estructura su vida diaria.
Burroughs (1997) en Yonqui el personaje Lee Narra esta dinámica: "A medida que uno
se intoxica, todo lo demás pierde importancia. La vida se reduce a poca cosa: el
pinchazo, la espera del siguiente, el escondrijo, la receta, la jeringuilla y el
cuentagotas" (p. 51)
La estética de la evasión en la que transita el narcodependiente constituye un sistema
de supresión y desaparición. Se minimiza el deseo a un sólo objeto, se pierde contacto
con todo aquello que no concluya en la obsesión del consumo y se hace una ruptura
con el "otro". El adicto suele buscar personas que compartan sus valores y rituales en
torno a la adicción para configurar la comunidad de los sin comunidad, es decir, de
aquellos que frecuentan un lugar para evitar señalamientos o persecuciones por su
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práctica sin pretender lazos entre ellos. Se trata de otra forma de existencia y de otra
interacción con el mundo, dentro de la lógica y coherencia que ofrece la misma
adicción.
La evasión debe generar una transformación en quien la ejerce. Si se piensa en la en la
figura del Quijote, se comprueba que es posible evadirse por intermedio de la lectura.
Pero si evadirse implica transformarse, se tendría que asumir que todo lector sufre un
proceso de transformación al leer. El ingenioso hidalgo lee y se transforma porque se
evade, deja el mundo que ha construido en la Mancha e irrumpe con su propio
universo. Lejos de lo real, sucumbe por altas dosis de letras y libros a una
resignificacion de la existencia. Quizás el adicto no sea quien construya, proponga o
genere nuevas epistemes, pero su transformación, aunque negativa, es absoluta.
Incluso es posible vislumbrar allí, en esta renuncia del mundo, el signo de una
resistencia. Resistencia autodestructiva, privada y “no-informativa”, como define
Sloterdijk (2001) los consumos de este tipo, en cuanto que no están ligados a la
ritualización que permite establecer lazos de comunicación con los dioses y con la
comunidad. Su prohibición (de las drogas) radica, como señala Derrida (1995) en
Retórica de las drogas, en que "Se prohíbe un goce que a la vez es solitario,
desocializante y, por tanto, contaminante para el socius" (p. 43). Lo que resulta ser
objeto de condena frente al consumo de los embriagantes es que el adicto " […] es un
desertor que se aleja sin permiso del ejército de la realidad" (Sloterdijk, 2001; 15).
Tanto Sloterdijk como Derrida insisten sobre este distanciamiento del sujeto-adicto del
mundo de los otros. La evasión convertida en su forma de vida, en una estética que
aísla, margina, oculta, contamina como el virus, destruye el lazo social, es una
perversión condenable y a todas vistas fallida. Fallida siempre que busque el placer o el
goce, pues el placer de las sustancias embriagantes, que se dirige literalmente al
cuerpo, es un placer insaciable, insatisfecho, que no culmina. Levinas (1999) en De la
evasión, dice: “El placer aparece desarrollándose. No está ahí por competo ni al
instante. Y por lo demás no estará nunca entero” (p. 94). Y tal insatisfacción crea un
ser intemperante, sin control de sí, fuera de los mecanismos de la razón. Dice Sissa: “La
anatomía de nuestro cuerpo traza un recorrido que va de una boca a un agujero”
(2000; 49). Describe así la forma inequívoca en que el deseo, una vez que entra,
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vuelve afuera. El cuerpo del adicto es un cuerpo perforado, roto, lleno de agujeros por
donde todo lo que entra escapa. Tal como el chorlito real, al decir de Sissa, “[…] Ese
pájaro con un cuerpo canal donde la comida transita sin parar” (p, 53). Come y evacua
al mismo tiempo, lo que representa una metáfora del incontrolable deseo. Aunque
quizás esa cualidad insaciable restituya la movilidad, también haga de la evasión un
hecho eterno, permanente, en medio de esa quietud que impone el extrañamiento de
las drogas.
La evasión, en los tiempos modernos, podría considerarse como una licencia de las
culturas por medio de la cual se absorben algunas situaciones que resultan enojosas o
dolorosas para el ser humano. Quien se evade ya no es un contestatario social, sino el
símbolo mismo de la hiperadaptación, de la normalidad. Aunque, a estas alturas, los
toxicómanos se dirigen también hacia ese mismo rumbo de acomodamiento. Rosa
Aksenchuk (2006) aborda esta problemática en los siguientes términos:
En este sentido, el toxicómano está a la vanguardia de la sociedad idealmente concebida para satisfacer el principio de placer con la evitación de lo real. Creencia en una realidad ideal sin afecto, sin frustración, sin rechazo, sin diferencias, y en el cual los desórdenes de este mundo sólo son imputables a negligencias o malevolencias (2006)
La evasión resulta ser una forma de regular los deseos de irrumpir dentro de las
dinámicas sociales, pero ella misma, al estar manipulada por estas primeras formas
conciliadoras, no se encamina con dirección propia; no hay iniciativa estética allí, no se
formulan modelos o estilos propios que sean conducidos por el deseo primario de la
evasión. La huida no es un hecho externo a lo real, está contemplada dentro de esta.
Dentro de este contexto, de lo real, no es posible hablar de una estética de la evasión;
hay una evasión sí, pero no como estética. Lo que se pretende sentar como
precedente es que no se puede hablar en este sentido de una estética de la evasión. Si
la huida, la fuga fuese en este caso la prioridad, o aquello que primase sobre la
totalidad de los hechos, entonces quizá fuese posible hablar del fenómeno estético de
la evasión. La forma de que esto pueda ocurrir exige hacer de la evasión el fin mismo
de las adicciones; es decir, mantenerse en estado evasivo, fuga constante y crónica de
la realidad. Lo que implicaría correr el riesgo que supone todo exceso, toda economía
del derroche.
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Mientras el acto de evasión corresponda a las formas mediadas de lo real, mientras
permanezca conectada como proceso a la estabilización subjetiva de las sociedades,
deja de ser un lugar desde el cual se escapa, para convertirse en un punto desde el
cual se vuelve o desde el cual se permanece atado a las formas sociales
convencionales.
Considero necesario sostener tentativamente que, para que se pueda esbozar una
estética de la evasión, lo cual es un propósito de esta indagación, resulta necesario
que la evasión sea el fin a mantener, no el medio por el cual superar nuestra misma
insatisfacción.
La discusión se centraría entonces en el hecho de que, a partir de estas actitudes o
comportamientos acerca de la ingesta de los fármacos, resulta difícil pensar la evasión
como un hecho estético, pues a pesar de que siempre persiste el deseo de encontrar
nuevos lugares, nuevos puntos de encuentro, el fin de tal insistencia concluye en
formular lazos y nudos sociales que ajusten al ser y a sus relaciones. Lo que se deja de
lado es la evasión de la gratuidad, la evasión que sólo se dirige hacia sí misma, que no
busca un refugio para el reposo, la evasión que se configura como estilo de vida. Esa
evasión está fuera de estos márgenes. La Evasión del ser de la que habla Levinas
(1999) que se dirige hacia ninguna parte o lugar, y de la que Jacques Rolland en su
introducción a De la Evasión, del mismo Levinas, dice:
Por otra parte, pensamos que está bastante oscura metáfora de la evasión, que nunca además se verá elevada al nivel de un concepto operativo y que aquí no está definida ni en su exacta significación (lo que sin duda era imposible si su “fenomenología” la muestra precisamente como pura necesidad de salida que no quiere ir a ninguna parte) ni en sus modalidades propias,(recordemos que la última frase del ensayo - en términos que han sido elegidos para darle su título a nuestra introducción precisamente para eso, para subrayar el carácter preliminar, abierto, pero también indeterminado De la Evasión - habla solamente de “salir del ser por una nueva vía” sin precisar de ningún modo lo que aquello podría ser), abre sin embargo, el camino de un pensamiento uno, a pesar de las “contradicciones” que “el carácter inevitablemente sucesivo de toda búsqueda” explica ampliamente (p. 66).
Hay dos elementos sustanciales que se desprenden de la cita anterior: la evasión como
salida hacia ninguna dirección y la evasión como algo indeterminado, toda vez que
pretende una salida, pero donde resulta imposible determinar un para qué o un hacia
dónde. Levinas asocia el escape con la evasión del ser, con el peso que constituye ser.
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La condición indeterminada de la evasión pone a esta sobre un constante
desplazamiento, una desterritorializacion de sí, un asunto sin lugares fijos. Sería
entonces posible considerar la evasión como una perpetua movilidad o, en palabras de
Jaques Rolland13 (1999), como un “movimiento que no tiende a una meta porque no
tiene un término” (p. 57), una movilidad que no concluye en ningún punto más que en
sí misma.
13
Jaques Rolland, Prólogo De la Evasión, de Emmanuel Levinas (1999), Madrid, Arena Libros.
58
2. CONTEXTOS Y FUNCIONES DEL CONSUMO DE DROGAS: DE LAS PRÁCTICAS ANCESTRALES A LA PSICODELIA
Es posible proponer tres formas de la ingesta de drogas teniendo como criterios de
esta caracterización el momento histórico del devenir humano en el que surge este
consumo, asociado a la función y significación que cumple, es decir, el porqué de esta
práctica y a la percepción social, cómo la sociedad lo interpreta y reacciona ante ella.
Interesa también analizar si dicho consumo opera allí como evasión y si esto conduce o
no a una estética.
La primera de esta clasificación remite a las prácticas ritualizadas, tanto en sus
manifestaciones antiguas como contemporáneas. El segundo momento ubica el uso de
drogas en el siglo XIX, en plena Modernidad, mientras que la tercera caracterización se
ocupa de lo acontecido a partir de la tercera década del siglo XX y posteriores.
2.1. LA FARMACOTEOLOGIA COMO LUGAR DE COMUNICACIÓN ENTRE LOS MUNDOS
En este apartado se abordan las formas rituales de consumo de sustancias psicoactivas
o alucinógenas, la toma por razones místicas y religiosas que se realiza en muchas
culturas con la mediación de chamanes, sacerdotes u otros guías y mediadores.
Asimismo, se establecen algunas de las diferencias de esta práctica con el consumo
contemporáneo de drogas. El término farmacoteologia se entiende como aquella
ingesta de sustancias alucinógenas (hongo cornezuelo, yagé, peyote,) que está
relacionada con los ritos de orden religioso. Se consume la sustancia para tener un
contacto con las divinidades, o para tener experiencias extrasensoriales. (Peter
Sloterdijk (2001) Extrañamiento del mundo. ¿Para qué drogas? Valencia, Pre-textos;
Antonio Escohotado (1996). Historia elemental de las drogas. Barcelona, Anagrama.)
Se emplea para mostrar la relación entre el consumo de drogas y los rituales religiosos,
que mantienen dicho consumo lejos de la caracterización de adicción. Desde tiempos
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inmemoriales está testimoniada la práctica o, más bien, la creencia que a través de la
toma de alucinógenos, como el peyote o el yagé, los seres humanos adquieren la
capacidad de encontrar el camino de unión con los dioses. Quizás una de las
ceremonias más conocidas son los misterios eleusinos celebrados en la Antigua Grecia.
En estos ritos de iniciación, que se celebraban anualmente y que rendían culto a las
diosas agrícolas Perséfone y Deméter, se ingería un agente sicodélico que contenía
amida del ácido de lisérgico (LSA), un precursor de la dietilamida de ácido lisérgico
(LSD). Dicho agente fue identificado con el llamado hongo cornezuelo. R. Gordon
Wasson, Albert Hofmann y Carl A. P. Ruck (1980) en El camino a Eleusis. Una solución
al enigma de los misterios, describe el estado de quienes participaban en dichas
ceremonias así: “Los iniciantes permanecían elevados por los efectos de una potente
poción psicoactiva a estados mentales revelatorios con profundas ramificaciones
espirituales e intelectuales. Era la forma de entrar en comunión con los dioses o con
las fuerzas superiores” (1980; 95).
La ingesta de estas sustancias14 permitía a los iniciados descubrir cuáles eran los
misterios que en Eleusis eran sagrados. De esta manera se genera una sacralización de
la ingesta, un gesto de comunión con las fuerzas rectoras del universo.
En la América Precolombina, así como en los pueblos indígenas que perviven hoy en el
continente, el uso de drogas posee también un sentido religioso. En estas culturas la
figura del chamán, que opera como sacerdote y líder religioso, es quien está
autorizado para la toma de drogas. Hace uso de estas cuando, por ejemplo, debe dar
solución a un asunto que afecta a la tribu y necesita acceder a cierto estado en el que
alcance la comprensión amplia del problema tratado. Fernando García Díaz (2002), en
su ensayo Consumo de drogas en pueblos precolombinos amplía los motivos por los
que se realiza esta práctica. Dice:
Más aun, en los pueblos habitantes de nuestra América precolombina el consumo de drogas constituiría un elemento central al momento de comprender los métodos de subsistencia, las relaciones ayuda y curación, la memoria colectiva, y los sistemas de toma de decisiones (2002; 11).
14 En algunas referencias de este apartado se empleará el término droga, haciendo la salvedad de que para este caso sería, más bien, un genérico. Es preciso considerar que los antiguos conciben estos consumos de manera ceremonial, lejos de la idea moderna de toma de psicoactivos, a los que de manera más específica se podrían denominar drogas que conducen a una condición de adicción.
60
El autor hace un contraste entre el universo simbólico indígena y la idea occidental del
consumo de drogas. Subraya la distancia entre la ingesta sacramental y el consumismo
narcótico de los tiempos modernos cuando afirma:
Aquí es necesario destacar que la visión occidental que tenemos del consumo de productos alucinógenos poco o nada expresa acerca de lo que los aborígenes veían en esta actividad. Para ellos, su consumo proporcionaba sentido a los sentidos, fuerza a los sentimientos, y sabiduría al intelecto (2002; 11).
Por su lado, Antonio Escohotado (1996), en Historia elemental de las drogas, describe
algunas prácticas religiosas antiguas de la Roma de los césares, donde el ayuno y el
licor hacían parte de la ceremonia mística. Afirma: “En sus formas más antiguas, el rito
eucarístico exigía duros ayunos previos -como otros misterios paganos- y tras varios
días a pan y agua un vaso de vino posee la eficacia de varios” (1996; 37). Se podía
producir una intoxicación o estado de embriaguez por efecto de la debilidad y sin
necesidad del consumo excesivo. Añade el autor que “muchas copas halladas en
catacumbas de Roma- algunas con la inscripción “bebe en paz”-sugieren también que
el rito original pudo suscitar las borracheras y fiestas estrepitosas condenadas por San
Pablo” (p. 38).
Una manifestación moderna de la unión entre drogas y ritual religioso se halla en
Jamaica, en el denominado “Rastafarismo”. Se trata de un movimiento en el que
integrantes y seguidores se autodenominan rastas. En sus rituales estos fuman
marihuana para establecer una conexión con la divinidad.
Dentro de las culturas prehispánicas y del chamanismo se usaron las prácticas
alucinatorias para otorgar validez a las tradiciones, ratificar la cultura y vigorizar las
creencias; a través de ellas el mundo de los dioses se convierte en una realidad
tangible. El consumo de alucinógenos, además de estar presente en el contexto
teológico, se expande a las prácticas rutinarias para hallar soluciones a los problemas
de la cotidianidad de la comunidad. García Díaz aborda el contraste que se genera
entre el consumo moderno de las drogas y la farmacoteologia que practicaban las
culturas aborígenes antiguas. Explica al respecto: “Los cronistas hablan de “Yerba
Cuanabetao” y que sirve para adivinar el porvenir o cosas ocultas. Mediante su
consumo los practicantes de la religión y/o magia se ponían en comunicación con las
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divinidades.” (2002; 12) Como se puede notar, el mundo de la magia y de lo
sobrenatural deja de ser una forma abstracta y lejana, y por esta vía se convierte en
un ámbito accesible a los humanos, que les posibilita afrontar la vida cotidiana. Resulta
evidente en estos casos que el consumo de las sustancias psicoactivas no persigue la
búsqueda del bienestar individual o la momentánea pérdida de la conciencia para huir
de las realidades inmediatas. Aquí no hay adictos ni evasiones a través de las drogas.
Los conceptos de droga y de adicción no operan dentro de las dinámicas del consumo
ritualizado puesto que son ajenos a este. Cuando Sloterdijk (2001) analiza estos
procesos, explica que
Podían presentarse las más extremas formas de embriaguez; sin embargo, por lo que sabemos, en aquellos tiempos, no se habla de adicción. Para esos mundos, casi se podría proclamar la regla empírica: cuanto más profunda la experiencia de la droga, más imposible la adicción. Lo que la tendencia a la adicción excluye, ya de entrada, es la forma ritual del éxtasis y la definición sacramental de las realidades manifestadas mediante la sustancia embriagadora (p. 137).
En las culturas ancestrales la relación con la droga constituye la posibilidad de, en un
primer término, unirse a los dioses, y, en un segundo, vincularse a la comunidad y
generar una mayor cohesión grupal. Se produce una integración tanto con las fuerzas
divinas como con la cultura y las creencias de ese pueblo. La droga aquí no representa
un mecanismo de huida y, por lo tanto, no podría hablarse de una estética de la
evasión. Sin embargo, la estética, en su sentido amplio, hace parte de las celebraciones
rituales asociadas a lo religioso. En esta dirección, es posible afirmar que el rito en sí ,
hace parte de formas expandidas de la estética. Retomando los aportes de Leroi
Gourhan (1971) en El gesto y la palabra se entiende que la estética, además del objeto
artístico, abarca el análisis de lo técnico y lo simbólico, entro otros. Señala Gourhan:
La función particularizarte de la estética se inserta en una bases prácticas maquinales, ligadas en su profundidad a la vez con el aparato fisiológico y con el aparato social. Un aparte importante de la estética se relaciona con la humanización de comportamientos comunes al hombre y los animales, tales como el sentido de la comodidad, el condicionamiento visual, auditivo, olfativo, y a la intelectualización, a través de los símbolos y de los hechos bilógicos de cohesión con el medio natural y social. (p. 156)
Al abordar la ingesta de ciertas sustancias como vehículo para acceder a los
supramundos, se evidencia que esta no posee un carácter adictivo y se reitera su
dimensión ritual, incluyendo la repetición que el mismo ritual implica. Dentro de las
62
culturas chamánicas el interés por la droga es de carácter ceremonial y religioso,
careciendo de sentido y valor por fuera de estos ámbitos. En el caso del chamán,
realizar ciertas prácticas por fuera del entorno cultural y simbólico le transforma en
especie de caricatura, pues pierde su entorno mágico-religioso y se implica en un
consumo turístico-productivo; es decir, deja de ser sacerdote para actuar como
vendedor de ilusiones.
Desafortunadamente, un amplio mercado se ha ido erigiendo alrededor de estas
prácticas ancestrales, promovidas, por un lado, desde el New Age y el boom de la
espiritualidad y, por el otro, desde el consumo cultural y étnico derivado de la
globalización. Cada vez son más frecuentes la presencia y participación de supuestos
gurúes y chamanes en este nuevo negocio. Para turistas y curiosos una toma del
popular yagé puede costar entre $70. 000 y 80.000 pesos, y esto con el riesgo de que
se desconozca qué realmente se está ingiriendo y se pueda ser víctima de
manipulaciones. William Burroughs, en Cartas del Yagé (1971), da cuenta de sus
búsquedas y también de las artimañas de que es objeto cuando se traslada a
Suramérica tras la planta de la ayawasca. El escritor norteamericano viaja a hasta
Puerto Leguízamo, en la región del Putumayo, en Colombia, y también a Lima, Perú,
en el interés de acceder a la mencionada planta y vivir experiencias que, en sus
términos, le permitieran abrir las percepciones y trascender la horizontalidad del
mundo. La queja que expresa el siguiente fragmento deja entrever el fraude que opera
en torno al consumo de drogas sacramentales cuando esta sale de su ámbito cultural y
simbólico. Relata Burroughs: “Querido Allen: Estoy en camino de regreso a Bogotá sin
haber logrado nada. He sido estafado por brujos (el más incurable, haragán y
mentiroso de la aldea es invariablemente el “médico”), encarcelado, embromado por
el vivillo local” (p. 26).
Hay que señalar que otra diferencia presente en el uso de alucinógenos estriba en que
la embriaguez y el éxtasis farmacoteologico propio del ritual ancestral no incluyen la
dependencia, la necesidad algebraica de la droga, como la denominó Burroughs. Sin
embargo, el consumo de hierbas y sustancias al margen de los ritos pierde su fuerza y
su función dentro de estas comunidades; pudiéndose convertir en fuente de adicción
de manera similar a como sucede en las ciudades postmodernas.
63
De lo anterior se desprende la significación del ritual para establecer caracterizaciones
de los diferentes tipos de consumo de drogas que se verifican y distinguir uno de otro.
En el recorrido entre la práctica ritual ancestral y el uso postmoderno, se observa que
el creyente actual perdió la unión o comunión con los dioses que propiciaba la
farmacopea. La interacción con lo sagrado que se observa en los centros urbanos
contemporáneos parece más una especie de mecanización que una comprometida
liturgia.
Fue durante la Modernidad que empezaron a operarse muchos de estos cambios. Las
personas des-ritualizaron el consumo y separaron la ingesta de drogas y su relación
con los dioses y con el universo, el consumo se tornó individual y desinformativo y se
perdió el sentimiento de inmersión en la naturaleza y en el cosmos a través de su uso.
No obstante, es posible pensar en ciertos gestos que se vuelven repetitivos en el
consumo moderno de drogas, sin que esto signifique que dicho consumo se ritualize.
En otras palabras, la ingesta de la droga no implica un rito preestablecido de orden
religioso, sino que, a fuerza de repetir las acciones que requiere el consumo, algunas
de estas se convierten en un acto cuasi ceremonioso, un paso-a-paso del acto, un
orden a seguir. Dicho accionar carece de connotaciones espirituales, religiosas o
místicas. Opera en el exclusivo ámbito de la ingesta, quizás como una forma de
prolongar o extender el disfrute de la drogas. Richard Davenport-Hines (2003), en La
búsqueda del olvido. Historia global de las drogas, 1550-200, da cuenta de cómo un
adicto goza de estos actos que anteceden a la toma de la droga:
George, un paciente de Max Glatt, que se volvió adicto a mediados de la década de los 50, descubrió que los rituales del consumo de heroína le sentaban mejor que la droga: “Cuando un adicto ha estado consumiendo durante bastante tiempo ya no recibe ese llamado fogonazo de la droga en sí. La principal excitación está en la preparación misma de la droga, el golpeteo de la vena, y ver esa especie de flor cuando la sangre toca el agua” (p. 368).
Los ritos contemporáneos del consumo ponen énfasis en la adquisición de las drogas,
la preparación de las mismas y la mezcla de sangre y heroína que forma una extraña
figura floral en la jeringuilla, como lo indica la cita anterior, y que para algunos
64
directores de cine se constituye en una escena obligada por su estética y sus
connotaciones simbólicas.15
Además de la adicción y la pérdida del carácter ritual, otro elemento que se suma a la
distinción clara entre el empleo de las drogas en las culturas tradicionales y lo que
acontece durante el siglo XX, es la represión y la sanción que empieza a aplicarse a
quienes hacen uso de estas sustancias, sea para su provecho económico o para a
través del comercio, o sea para el consumo personal.
La adicción, como concepto moderno del siglo XX, se emplea para el control policíaco-
cultural. Diversas leyes prohibicionistas en Europa y Estados Unidos soportan este
cambio, situando la problemática en el mundo del mercado y del consumismo, y
sacándolo del lugar que ocupan la religión o el arte En 1912 se firma el Convenio
Internacional de La Haya, en Holanda, sobre restricciones y regulación del empleo y
venta de opio, morfina, cocaína y sus derivados. En 1914 se instaura en Estados Unidos
la Ley Harrison, que prohibía el consumo sin fórmula médica de las mismas sustancias
que la ley anterior, incorporando también el hachís dentro de la regulación.16 Los
análisis posteriores a la entrada en vigencia de esta norma mostraron cómo esta fue
responsable directa de la proliferación de adictos y comerciantes. Mediante el
Marihuana Tax Act, de 1937, se pretendió controlar el empleo de la planta que le da el
nombre al acto, señalando que existía un uso extendido de la misma tanto en las
prácticas culturales de comunidades indígenas como en la terapéutica de la medicina
occidental.
En este contexto, el fumador de opio, así como aquel que se inyectaba o fumaba
heroína, ya no fueron ciudadanos con un gusto particular por los narcóticos. A partir
de este momento se consideraron infractores de la ley, transgresores de lo que se
declaraba como válido y socialmente aceptado. Después de la promulgación de la Ley
15
En las películas Trainspotting (1996) y Réquiem Por un sueño (2000) la imagen de la sangre unida a la heroína que se inyecta es algo reiterado. 16 La Ley Harrison resultó contraproducente para controlar la proliferación de adictos y vendedores de drogas. Más bien provocó un incremento de las ventas de narcóticos en los llamados mercados negros y un mayor auge del consumo. Surgió así la figura del traficante y, con él, la del adicto. “A las personas con alguna drogadicción se les retiró todo apoyo médico, obligándolas a abastecerse de fuentes ilícitas”, señala Davenport, (2003; 248). El carácter policial de la ley provocó que, apenas durante los primeros cuatro meses de su vigencia, fuesen sometidos y procesados 257 médicos y 40 dentistas.
65
Harrison, fue la policía la que determinaba qué podía considerarse un remedio y qué
un narcótico. Las prohibiciones las aplicaban las fuerzas del orden y no los médicos.
Como consecuencia, las adicciones se atendieron como un asunto de la justicia y, en
segundo término, como moralmente destructivas para el grupo social. El consumidor
de drogas fue marginado y declarado adicto, sin más. Derrida (1995) analiza este
aspecto de lo moral y lo policiaco en relación a las drogas. Afirma: “De aquí ya hay que
concluir que el concepto de droga es un concepto no científico, instituido a partir de
evaluaciones morales o políticas; lleva en sí mismo la norma o la prohibición” (pp. 33-
34). Ya no hay una cultura religiosa del consumo, existe ahora una cultura consumista
que, paradójicamente, condena esa ebriedad narcótica y, además, la persigue y la
judicializa. En este sentido es posible que la frecuencia del consumo deje de ser lo
más relevante y que lo fundamental se traslade a de qué manera se percibe la ingesta
de los alucinógenos con relación a la vida diaria.
2.2. EL SIGLO XIX Y SUS PARAÍSOS ARTIFICIALES
Al iniciarse el siglo XIX el consumo de drogas adquiere connotaciones diferentes a las
que se le confieren dentro de las prácticas rituales. En los centros urbanos, en pleno
auge de la modernidad, el consumo se ha desligado de lo místico y lo sacramental.
Empieza a darse una separación y se toman dos vías completamente diferentes en lo
que al uso de las drogas se refiere.
Por otro lado, este consumo de sustancias empieza a generar en este periodo lo que
podría denominarse como una forma de estética alterada17 ligada a las artes. En este
caso se estaría ante una estética restringida puesto que se ceñía casi exclusivamente al
objeto-arte, es decir, la pintura, la escultura y, quizás, la música clásica, y no se
contemplaban fenómenos estéticos que estuviesen fuera de los museos o los teatros
reconocidos. Ni el espacio urbano ni la vida rutinaria eran objetos de interés para esta
estética.
17
La referencia al concepto de estética alterada tiene que ver con la necesidad de consumir sustancias narcóticas para aumentar la capacidad de la creación y la apreciación artística.
66
Otro factor a considerar es que durante el periodo decimonónico el consumo de
drogas era totalmente lícito. Generalmente las drogas se obtenían en consultorios
médicos o en boticas autorizadas. El opio constituía la panacea de la medicina, como
luego lo fue la cocaína entre 1850 y 1890 y, más tarde, en las postrimerías del siglo, la
morfina y la heroína. Incluso, esta última fue distribuida en su momento por el
laboratorio Bayer. Habría que esperar hasta las primeras décadas del siglo XX para que
surgiera la comercialización de la droga y, como consecuencia, la represión en torno a
ella.
Es un hecho que la legalidad de la que gozaba el consumo de drogas durante el siglo
XIX permitió otros tipos de relaciones y de miradas sobre los adictos y la droga misma.
Si bien Derrida (1995) sostiene que es a partir de este momento cuando se consolida
la toxicomanía, habría que aclarar que, desde la perspectiva médico-legal, las
adicciones aún no eran estigmatizadas y que, desde lo social, no se marginaba al
consumidor. Se trataba de prácticas comunes y rutinarias observables en clases
sociales privilegiadas. Richard Davenport (2003) en La búsqueda del olvido. Historia
global de las drogas. 1500-2000, ofrece múltiples ejemplos de lo anterior. Señala que
los camafeos dieciochescos podían ser utilizados por las damas francesas de las clases
altas para llevar su propia dosis de opio, mientras que en Inglaterra las mujeres tenían
la costumbre de introducir granos de morfina en los pañuelos y en los libros que
enviaban a los soldados en el frente de batalla.
En general, eran consumos con alguna prescripción médica y, cuando no, hacían parte
de los deleites y las voluptuosidades del cuerpo que aún no habían sido sindicadas
como patológicas. Asimismo, esta ingesta se constituyó en un estímulo para producir
el arte y disfrutar del mismo, como la hipersensibilidad que se genera mediante el
consumo del opio. De este modo, las ensoñaciones, las percepciones y la imaginación
parecían expandirse y permitir a quien buscaba en el arte su expresión, hallar en la
ingesta del opio a su más perfecto aliado. La creación artística, según la idea que se
tenía en la época, era posible y más rica con un dispositivo farmacológico de por
medio.
67
Importantes escritores de la época abordaron el tema de las drogas en sus obras.
Thomas de Quincey lo hace en Confesiones de un comedor de opio, texto
autobiográfico escrito en 1821, mientras que Charles Baudelaire lo efectúa en Los
Paraísos Artificiales, escrito en 1860 y donde narra sus experiencias con el hachís y el
opio. Unos años antes de iniciarse el siglo el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge, al
igual que De Quincey, comenzó tomando opio para sus enfermedades reumáticas y
terminó usándolo para sus exploraciones literarias, como es el poema “Kubla Khan o
visión en medio de un sueño” (1797). Algunos autores consignaron en sus páginas la
toma del láudano, al que se le atribuye la capacidad de aligerar el poder de los
sentidos y la percepción. En España, por ejemplo, Ramón del Valle-Inclán se inició
tempranamente en el uso del hachís por recomendación de su médico para tratar
ciertas dolencias, Pedro Barrantes y Ricardo Gil también escribieron poemas dedicados
a la morfina y el hachís. Lo cierto es que las drogas fueron un tema recurrente en
mucha de la literatura que se escribió en ese entonces.
Otros escritores mostraron también su perfil más intoxicado. Alejandro Dumas, en El
Conde de Montecristo (1844)18 incluyó en el capítulo “Italia- Simbad el marino”
descripciones lujuriantes del personaje de Aladino aspirando el hachís que le
suministró Simbad; Arthur Rimbaud (1863-1869) escribió su poema Mañana de
embriaguez; Oscar Wilde publicó la novela El Retrato de Dorian Gray (1891), y, ese
mismo año, Arthur Conan Doyle escribió el cuento El hombre del labio torcido (1891).
En este último relato el personaje de Watson, quien sobresale por sus conocimientos
médicos y por ser el compañero de Sherlock Holmes, narra una escena que delata el
consumo de opio y de cocaína:
Me bastaron unos minutos para escribir la nota, pagar la cuenta de Whitney, llevarle hasta el coche y verle partir a través de la noche. Muy poco después una decrépita figura salía del fumadero de opio y yo caminaba calle abajo en compañía de Sherlock Holmes. Avanzó por un par de calles arrastrando los pies, con la espalda encorvada y el paso inseguro; y de pronto, tras echar una rápida mirada a su alrededor, enderezó el cuerpo y estalló en una alegre carcajada
18
La fecha que aparece junto a esta obra, así como en las tres siguientes, corresponde al año de la publicación de los libros.
68
-supongo, Watson-dijo-, que está usted pensando que he añadido el fumar opio a las inyecciones de cocaína y demás pequeñas debilidades sobre las que usted ha tenido la bondad de emitir su opinión facultativa (Doyle, 1964; 4)
En El Retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde (2002), la voz narrativa incluye una
descripción del personaje central vinculada al empleo del opio. Relata que
Recostado en el cabriolé y con el sombrero hasta las cejas, Dorian Grey contemplaba con ojos indiferentes la sórdida vergüenza de la gran ciudad, repitiéndose de vez en cuando a si mismo las palabras que Lord Henry le dijera el día que lo conoció: Curar el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del alma. Si, ese era el secreto, con frecuencia lo había intentado y ahora lo intentaría de nuevo. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el olvido; antros de horror donde podía destruirse la memoria de los viejos pecados con la locura de los pecados presentes (p. 156)
El poema de Arthur Rimbaud Mañana de embriaguez, ilustra cómo las drogas
estuvieron presentes en la literatura decimonónica, tanto en el consumo que de esta
hacían los escritores como en su incorporación como tema literario. Expresa el poeta:
¡Oh mi Bien! ¡Oh mi Beldad! ¡Atroz charanga en la que nunca doy un tropiezo! ¡Feérico atril! ¡Hurra por la obra inaudita y por el cuerpo maravilloso, por la primera vez! Comenzó bajo las risas de los niños y concluirá con ellas. Este veneno19 permanecerá en todas nuestras venas, aun cuando, al cambiar la charanga, hayamos vuelto a la antigua armonía. ¡Oh, ahora, tan digno de estas torturas!, recojamos fervientemente esta sobrehumana promesa hecha a nuestro cuerpo y a nuestra alma creada: ¡esta promesa, esta demencialidad! ¡La elegancia, la ciencia y la violencia! (1999; 216)
Más adelante, en el mismo poema se expresa:
Pequeña velada de embriaguez ¡santa! Aun cuando sólo fuera por la máscara con la que nos ha gratificado. ¡Te afirmamos, método! No olvidamos que ayer glorificaste cada una de nuestras edades. Confiamos en el veneno. Sabemos dar nuestra vida cada día.
He aquí el tiempo de los asesinos20 (1997; 217)
Resulta significativo que Rimbaud haga alusión a la “máscara”, pues esta representa
una forma de ocultarse, de evadirse sin ser identificado, aunque también constituye
una imagen de algo que se intenta parecer.
19 Entre 1871 y 1872, Rimbaud comienza a fumar hachís en París, experiencia que conmemora en este poema. 20 Esto constituye una referencia a Los paraísos artificiales, donde Baudelaire explica la etimología del término haschisch.
69
Otro elemento a destacar fue la conformación del Club del Hachís en París, en 1844.
Un grupo de escritores franceses entre los que se incluían Charles Baudelaire,
Alejandro Dumas y Théophile Gautier fundaron una sociedad a la que denominaron Le
Club de Hashishins (El Club de los Hachichins). Este nombre estaba inspirado en la
leyenda de Hassan, líder religioso musulmán al que se le atribuía el empleo del hachís
en la guerra. Otros integrantes de la sociedad fueron Gérard de Nerval, Honoré
Daumier y Alphonse Daudet, quienes gustaban de las sensaciones hiperbolizadas que
se lograban con el hachís. El club estaba dedicado a compartir las experiencias con el
uso y abuso de la resina del cannabis y la chara indio, o sea, el hachís, y su incidencia
en la creación literaria. La existencia de este club resulta significativa en el contexto
decimonónico pues representa otra manifestación intelectual que intentó poner la
droga al servicio del arte, tratando de liberar a este de las formas racionales del
pensamiento. Se podría considerar esta propuesta como una estética alterada, en este
caso por el consumo de drogas alucinógenas.
Quizás lo relevante aquí, más que el consumo mismo, sea lo que se pretende adquirir
toda vez que se ingiere. La gran revelación para estos escritores y artistas
probablemente sea la posibilidad de potenciar el placer estético, de encontrar una
voluptuosidad en las drogas que se pudiera plasma en el arte. El goce estético, desde
esta perspectiva, resultaba un potenciador para nuevas formulaciones en torno a la
creación. Bajo los efectos del láudano o del hachís los horizontes del arte se expandían
y se participaba de una “estética del deleite artístico”, naturalmente que dicho deleite
y estética se debían a experiencias alteradas por el consumo de los opiáceos.
Dentro de la concepción imperante en el siglo XIX era clara la posición cimera del arte
como creación. La novedad que se introduce en el tema que nos ocupa es la relación
entre drogas y arte, asumiéndola como una búsqueda para aumentar y sublimar la
experiencia estética bajo los efectos de ciertas sustancias. Se gozaba de las
expresiones artísticas si el espíritu estaba atravesado por el mágico efecto del opio. Se
podría considerar este momento como el punto de partida en la búsqueda de
estéticas que trascendieran el principio de realismo que se suponía daba sentido y
valor a la creación artística.
70
Pero los beneficios que se atribuían a la conexión drogas-arte no estaban a disposición
de todos. Era preciso que el artista tuviese un espíritu propicio para alcanzar los
niveles estéticos que se pretendían, estos últimos, por lo general, esquivos a los seres
ordinarios y a las cosas ordinarias. Tal elevación era posible si había propensión a ello,
no bastaban las drogas por sí mismas, pues la proyección a la que conducen estas es
proporcional al espíritu de quienes las consumen. Esto suponía que, por ejemplo, una
persona letrada alcanzaría experiencias intelectuales superiores a través del opio, a
diferencia de una persona iletrada, que estaría prácticamente imposibilitada para la
elevación artística, o estética, entendiendo esta última en una relación directa con el
arte. Baudelaire discrimina entre un espíritu y el otro cuando afirma: "Pero hay
temperamentos en los que esta droga no origina sino locura bulliciosa, una alegría
violenta que se parece al vértigo, a las danzas, los pataleos y las carcajadas" (2005;
38).
La ingesta de opiáceos por parte de los escritores se erigió como una nueva propuesta
y forma de hacer arte, de ir a su encuentro, de gozarlo. El estado de ebriedad que
generaban no buscaba huir del mundo, sino reconciliarse con formas no
convencionales de ver y concebir el arte. Su fin consistía en propiciar la
hipersensibilidad y acceder a otras dimensiones del goce estético.
En estas prácticas había también una especie de ritual, similar a los que permitían a los
seres humanos convocar la presencia de los dioses, pero con la diferencia que, en este
caso, su objetivo era acceder al arte en sus múltiples dimensiones. Los consumos
narcóticos que efectuaban los escritores del siglo XIX propiciaban el disfrute de veladas
artísticas o momentos de ocio creativo. No se trataba simplemente de ingerir opio bajo
el deseo consumista de hacerlo, sino que mediante esos consumos se accediera a
percepciones y goces diferentes. Charles Baudelaire, en Los Paraísos Artificiales (2005),
da consejos puntuales a la hora de efectuar una toma de un poco de hachís:
Presumo que habéis tenido la precaución de elegir bien el momento para esa expedición aventurera. Todo libertinaje perfecto requiere un ocio perfecto. Por lo demás sabéis que el hachís crea, no sólo la exageración del individuo, sino también la circunstancia y el ambiente; no tenéis que cumplir deberes que exigen puntualidad y exactitud; nada de disgustos familiares ni de penas de amor. Hay que tener cuidado: ese disgusto, esa inquietud, ese recuerdo que reclama vuestra atención vuestra voluntad en un momento determinado, resonarían como un campaneo fúnebre a
71
través de vuestra embriaguez y envenenaría vuestro goce. La inquietud se convertiría en angustia y el disgusto en tortura. Si todas esas condiciones preliminares han sido observadas, el tiempo es bueno y estáis situados en un medio ambiente favorable, como un paisaje pintoresco o una habitación poéticamente decorada, si además
podéis escuchar un poco de música, todo saldrá muy bien (2005; 58).
Es claro que el texto de Baudelaire no alude a un adicto ansioso que corre tras la
inyección o la esnifada; lo que se cuece es un refinamiento de la ingesta del hachís, la
preparación de un deleite que está directamente conectado con el intento de obtener
niveles más profundos de espiritualización. El escritor deja de lado las ansias o el deseo
desbocado por la droga y se concentra en una especie de misticismo temporal. Como
su objetivo va más allá de la toma -de la droga- única y desligada de cualquier
inquietud filosófica o artística, sus preocupaciones se dirigen hacia intereses que
escapan a la actitud consumista de narcóticos. Dice el poeta francés:
La música penetraba en sus oídos, no como una sucesión sencilla y lógica de agradables sonidos, sino como una memoranda, como las voces de una brujería que evocaba ante los ojos de su espíritu toda su existencia hasta entonces. La música interpretada e iluminada por el opio era el libertinaje intelectual (2005; 138)
Por otro lado, Hispanoamericana no fue la excepción en la asociación literatura y
drogas durante el siglo XIX. En las creaciones y experiencias de escritores
latinoamericanos también hicieron presencia el opio y el hachís, probablemente por el
influjo de lo que acontecía en Europa y los viajes y estadías de muchos de estos
autores a ese continente. Entre los que consignaron el empleo de las drogas en sus
obras literarias figuran José Martí con su poema Haschisch, escrito en 1875; Julián del
Casal, en La canción de la morfina de 1890; José Asunción Silva, en su novela De
sobremesa, escrita en la década de 1890; Rubén Darío en el cuento El humo de la pipa
del año de 1888), y, ya en los comienzos del siglo XX, Horacio Quiroga, en los cuentos
El haschisch, 1904 y El infierno artificial 1917, este último sobre la cocaína.
Marta Herrero Gil (2007) ubica como antecedente inmediato de lo que acontecía en
América Latina, los sucesos en Francia durante la primera mitad del siglo XIX. En El
paraíso de los escritores ebrios explica:
Pronto el consumo de drogas empezó a hacerse habitual entre los literatos franceses. Moreau de Tours viajó a oriente en 1837 y quedó fascinado por el hachís. A su regreso empezó a organizar reuniones entre sus amigos intelectuales para darles la oportunidad de probarlo. En la década de 1840 los grandes autores (Balzac,
72
Baudelaire, Gautier, Moreau) crearon en París, en el hotel Lauzum de la isla de Saint-Louis, el célebre “Club de los Haschischins” (p. 20)
Continuando con su análisis, Herrero Gil indica más adelante las conexiones entre los
escritores de Hispanoamérica y de Europa:
Los escritores hispanoamericanos empezaron a hablar de drogas unos años después. Algunos como Julián del Casal o José Asunción Silva, habían traducido a los poetas franceses. Casi todos admiraban el parnasianismo y el simbolismo francés, y en sus sueños no estaba el Oriente tanto como París (p. 20).
Resulta pertinente incluir aquí un fragmento del poema de José Martí (1992) intitulado
Haschisch, en el que la voz lírica se refiere directamente a la sustancia:
El árabe, si llora, al fantástico haschisch consuelo implora. El haschisch es la planta misteriosa, fantástica poetisa de la tierra sabe las sombras de una noche hermosa y canta y pinta cuanto en ella encierra (p. 264)
Por su lado, Horacio Quiroga (2013) en el cuento El infierno artificial (nótese la
contraposición a los Paraísos Artificiales de Baudelaire) relata el encuentro entre un
sepulturero adicto al cloroformo y el espíritu de un alma en pena que pereció por su
adicción a la cocaína. Contrario al tono poético de Casal o de Martí cuando abordan el
tema de las drogas, para Quiroga esta deja de ser una quimera, un lugar de reposo, y
se torna en el infierno mismo. En el relato, el espíritu atormentado implora “¡cocaína
por favor, un poco de cocaína¡” (p. 2) El consumo lo ha llevado a la muerte y, desde
este estado, recuerda su declive y final, incluso para los deseos carnales. Exclama el
personaje con voz lastimera: "¡Ah! para que haber resucitado un instante, si mi
potencia viril, si mi orgullo de varón no revivía más! Estaba muerto para siempre,
ahogado, disuelto en el mar de cocaína"(p. 7). Este cuento rompe con las nociones
que los artistas del siglo XIX tejieron en torno al consumo de las drogas como un
elemento propio de las prácticas artísticas y placenteras. Se ubica, más bien, dentro de
un tratamiento más actual del tema, en el que la adicción adquiere una valoración
negativa, donde lo agradable ha dejado de ser la preocupación y la ansiedad y lo
irrefrenable del deseo ocupan este lugar.
73
Al comparar el uso moderno y posmoderno de las drogas, Giulia Sissa (2000) reconoce
la distancia que existe entre estos dos momentos, es decir, el representado por el
consumidor de láudano del siglo XIX, que se mueve entre la placidez y el arte, y el
adicto de la segunda mitad del siglo XX, que transita entre la angustia y el dolor.
Afirma:
El deleite21 no varía, su placer es estable, sin menoscabo por la inquietud de la carencia. […] Tiempo cíclico. No hay pérdida, ni afanamiento en torno a un cuerpo-reloj de arena, sino una alimentación satisfactoria de una batería galvánica que produce una corriente constante (p. 79).
2.3. EL PASO HACIA LA PSICODELIA
De la misma forma en que los escritores del siglo XIX dieron un fin y una utilidad al
consumo de alcaloides, así la época de mediados del siglo veinte pensó que era posible
generar estilos de vida y una expansión de la conciencia con el múltiple abanico de las
drogas. Así, la droga cumple la función de mecanismo de evasión; más no se formula
como una estética de la evasión, es un medio con un fin, una manera de encontrar, de
reintegrarse a la vida, no de escaparse de ella. O de escaparse sólo temporalmente, de
acceder a una evasión conciliada que permite al ser humano salir de su cotidianidad
por un momento, pero sólo para retornar fortalecido.
La estética de la evasión se presenta cuando no hay opción de retorno a lo
convencional, cuando el propósito del consumo es el consumo mismo. Este principio
de evasión fue enunciado por Baudelaire cuando sostiene: “Hay que estar siempre
ebrio. Esto es lo único. Para no sentir el horrible fardo del tiempo que rompe vuestros
hombros y os inclina hacia la tierra, hay que emborracharse sin tregua. ¿De qué? De
vino, de poesía o de virtud, como gustéis. Pero embriagaos” (2005; 419).
La ingesta de narcóticos que se practicaba en el siglo XIX y la búsqueda estética
asociada se dirige a maneras de apreciar y construir el arte, de provocar el goce, el
21 Sissa alude en la cita al bienestar que, empleado como medicamento, le produjo el opio a Thomas de Quincey cuando lo bebió a diario durante un año.
74
deleite estético, el encuentro con lo bello. Esta situación, de una u otra forma, se
repetirá durante las décadas de 1910 a 1930, a través del grupo de artistas y escritores
surrealistas que retoman el poder del inconsciente como fuente suprema de la
creación. Ellos recurren a la alteración de los sentidos como estrategia no racional de
la invención intelectual. El surrealismo huyó del racionalismo que limitaba las obras del
arte; se sacudió del viejo polvo cartesiano y convocó nuevamente a las fuerzas
lisérgicas para dar luz y colorido a la escritura y a la pintura. Lo que finalmente ocurre
es que las intenciones de abrir la conciencia terminan confundiéndose con las rutas de
la adicción. Henri Michaux (1969) dice al respecto en Miserable Milagro (la mescalina)
que "la embriaguez mezcalinica es brutal: viola el cerebro” (p. 108) y se queja de que
"Las drogas nos fastidian con su paraíso. Mejor fuera que nos diesen un poco de saber.
No somos un siglo de paraíso” (1969; 137).
El autor, que integró el grupo de intelectuales surrealistas, viajó a la India y a América
Latina en la pretendida búsqueda de mundos interiores. Sus postulados sobre el
consumo de sustancias resultan ilustrativos de cómo se valoró esto en el periodo de
las vanguardias artísticas durante las primeras décadas del siglo XX. Podría decirse que
para los surrealistas la embriaguez tóxica representa un método de investigación, casi
un documento científico propio para resolver problemas, La técnica de la escritura
automática podía aplicarse bajo el efecto de la mescalina o el ácido lisérgico. Michaux
también ofrece una explicación sobre sobre estas sustancias, sus efectos y función: “La
mezcalina, más espectacular que las [otras] drogas, predestinada a desenmascarar lo
que, en las otras permanece envuelto, hecha para violar el cerebro, para entregar sus
secretos y el secreto de los estados raros”. Sin embargo, no se observa en él un ánimo
o adicción por las drogas. El autor mismo se encarga de despejar toda sospecha
cuando explica que “A los amantes de una única perspectiva podría llegarles la
tentación de juzgar, de ahora en adelante, el conjunto de mis escritos como la obra de
un drogado. Lo lamento. Yo soy más bien del tipo bebedor de agua” (1969; 12) Puede
deducirse de las citas anteriores que no aplica para este escritor el calificativo de
adicto a sustancias psicotrópicas.
El uso que hacen de las drogas los surrealistas del siglo XX es, principalmente, de
carácter experimental y con el propósito de intensificar las percepciones. El tiempo del
75
movimiento surrealista se constituye, en relación al consumo de drogas, como un paso
intermedio entre el siglo XIX y la postmodernidad de la segunda mitad del siglo XX.
Podría considerarse, quizás, como una de las últimas manifestaciones intelectuales que
pretende dar una función a la toma de psicoactivos. En este contexto, se les incluye en
su rol de puente y enlace entre las prácticas del consumo de drogas decimonónico y las
de la segunda mitad del siglo pasado.
La búsqueda experimental que mueve a pintores y artistas de las vanguardias acerca
de la ingesta de drogas se prolongará hasta la década de 1960, periodo en el que los
norteamericanos tuvieron como bandera las experiencias psicodélicas del LSD
(dietilamida de ácido lisérgico). Los cuestionamientos y crisis del momento ponen en
entredicho los discursos sobre la razón, la familia burguesa, los valores, el patriotismo
y la guerra, entre otros. La música y las drogas fueron mecanismos para intentar
desmentir la idea de un mundo armónico y propugnar un universo libre y abierto a
otras formas de conocimiento, así fuera recurriendo a estados alterados de la
conciencia. El modelo de la razón moderna demostró sus limitaciones e ineficiencia y
el consumo de los ácidos se definió como una de las alternativas de las personas para
intentar conciliarse con su entorno.
Ciertamente se presentan formas de la evasión, pero no es la intención permanecer
allí, fuera del mundo real. Más bien se trata de propiciar situaciones que reintegren a
los seres humanos a su universo, sin importar si lo que determinó inicialmente la huida
fue el interés de incrementar la consciencia de la existencia y la realidad o, por el
contrario, perderla por completo. En términos generales, el fin que perseguía el
consumo de drogas entre los jóvenes urbanos modernos de la década de 1960,
consistía en elevar la conciencia a realidades en que el ser humano lograra una unidad
más armónica consigo mismo y a la búsqueda de una especie de paraíso en la tierra.
Dicho paraíso serviría para restaurar la idea de comunidad edénica, perfecta y natural
que movimientos como el hippismo intentaron traer a la Norteamérica del siglo XX.
Durante este periodo se incrementaron considerablemente los problemas de adicción.
La heroína, el LSD, la morfina, la cocaína, las drogas sintéticas, causaron revuelo y
ocuparon el interés de una parte de la juventud. Esto generó que, en casos como el de
76
Estados Unidos, proliferaran leyes contra el consumo y la venta de las drogas,
haciendo que las sanciones para quienes las infringían fuesen más drásticas.22
No obstante las prohibiciones, se imponía la ilusión de una comunión social y el poder
habitar un mundo paradisíaco. La ideología y la literatura de la época abogaban por la
ingesta de las drogas como una vía para abrir la conciencia, abstraerse de la sociedad
capitalista, eliminar las barreras del individualismo, construir comunidad y
reconectarse con los asuntos del espíritu. Asimismo, propagaba la comunión con el
universo y nuevas búsquedas de experiencias místicas.
Movimientos como el hippismo propendieron por el uso ritual de las drogas, ligado a
creencias religiosas de dioses y energías metafísicas. El mundo moderno, plagado de
crisis económicas, guerras y hambrunas, ofrecía poca credibilidad. Era preciso recurrir
a fuerzas superiores a las humanas para construir el futuro y enfrentar el presente,
quizás de forma similar a como lo hacían las sociedades antiguas con su toma de
hongo cornezuelo cuando querían obtener una comunicación más certera con los
ámbitos de lo sagrado y lo espiritual. Es así como los jóvenes de mitad del siglo pasado
recurrieron a rituales y experiencias chamánicas en las cuales pretendían viajes
interiores que posibilitaran el acceso a la comprensión de dimensiones más amplias y
complejas del universo y donde se produjera una especie de revelación absoluta del
ser.
Un ejemplo de lo anterior podría observarse en las búsquedas que emprende el
antropólogo Carlos Castaneda desde los postulados de las ciencias sociales y los giros
que toma su trabajo. Esto último le valió el calificativo de “aprendiz de brujo”. En su
ensayo Las enseñanzas de don Juan: una forma yaqui de conocimiento, publicada por
primera vez en el emblemático año de 1968, narra las experiencias surgidas a partir de
su encuentro con el chamán mexicano Juan Matus. La obra resultó polémica debido a
que, en lugar de desarrollar un estudio antropológico en su sentido convencional,
describe el proceso de conversión de Castaneda de antropólogo a brujo y registra otro
conocimiento, diferente al que se esperaría en un ejercicio científico. De esto da
22
Se reproduce en este momento algo similar a lo ocurrido en Estados Unidos a comienzos del siglo XX, cuando se promulgó la Ley Harrison en 1914 para prohibir la venta y el consumo del alcohol y las drogas.
77
cuenta Octavio Paz en su ensayo La mirada anterior, que sirve de prólogo a la edición
de 1973 de Las enseñanzas de don Juan.
El universo que recrea Castaneda en esta obra, como suele suceder en una buena
parte de las prácticas chamánicas, está mediado por el uso de alucinógenos como el
peyote, los hongos y la datura. Se pretende con esto acceder a una conciencia que
incremente la precepción del mundo desde otras apreciaciones, incluyendo las
mágicas. En En una de las pocas entrevistas concedidas por Carlos Castaneda, texto
de Alejandro de Pourtales (2010), el antropólogo dice:
Al mundo de don Juan no se puede entrar intelectualmente como un diletante en pos de un conocimiento rápido y pasajero, ni tampoco se puede comprobar nada. Lo único que se puede hacer es llegar a un estado de conciencia acrecentado que nos permita percibir el mundo que nos rodea de una manera más amplia. En otras palabras, la meta del chamanismo de don Juan es romper los parámetros de la percepción histórica y cotidiana, y entrar a percibir lo desconocido. (2010)
Resulta motivo de reflexión el interés del antropólogo de desligarse del racionalismo
científico propio del mundo moderno, para incursionar en otras lógicas y en otras
dimensiones que responden a órdenes y valores diferentes al modelo cartesiano de la
realidad y de la razón. En sus obras este autor asume las drogas como herramientas de
acceso a las habilidades superiores de los seres humanos.
La evasión hacia un mundo perfecto sólo es posible en un sueño de ácido lisérgico.
Las formas de evasión que se perfilan pretenden dar fin a la extranjería, al desarraigo,
a la percepción de no pertenecer al lugar en el que se está circunscrito debido a las
condiciones sociales que marginan, desconocen e invisibilizan a las personas. La
búsqueda es la de un mundo sin estratificaciones, sin dinero que divida las sociedades,
sin represiones militares o del poder. El escape se constituirá en una respuesta al afán
de ser parte de algo, de construir un mundo diferente. No se manifiesta aquí la evasión
como un hecho estético. Es una evasión con la intención de recuperar una especie de
paraíso perdido. Entiéndase que los personajes adictos de las obras de William
Burroughs, se evaden sólo por la droga, sin otra intención que obtener la droga misma;
lo que los ubica por fuera de la coordenada de construcción de algún propósito
extranarcótico.
78
La juventud de los años sesenta manifestó el descontento y el rechazo a los cánones
de la época. La música, las creencias políticas y la ingesta de drogas apuntaban a crear
nuevos estilos de vida, más cercanos al ideal. Esta concepción fue robustecida por una
literatura que concibió la experimentación con las drogas como una posibilidad de
acercamiento a realidades supraconcientes y a conocimientos producidos por fuera de
la lógica del discurso del Racionalismo. Es preciso hablar entonces de los postulados de
autores como Aldous Huxley en sus obras Las puertas de la percepción. Cielo e infierno
(1984) y Moksha. Escritos sobre psicodelia y experiencias visionarias (2007), o de
Carlos Castaneda en Las enseñanzas de Don Juan: una forma yaqui de conocimiento
1968 y El conocimiento silencioso de 1987. Estos textos dejan entrever el deseo y la
creencia de que a través de la ingesta de alucinógenos se encuentra una realidad social
diferente a la occidental.
Por ejemplo, los viajes fenomenológicos de Castaneda muestran el mundo como una
criatura del consenso social en el cual es posible que los mosquitos gigantes y las
mariposas del tamaño de un hombre dejaran de ser sólo ilusiones. En El conocimiento
silencioso expresa: “A los brujos, los seres humanos se les aparecían como unos
gigantescos huevos luminosos, que son recipientes a través de los cuales pasan esos
filamentos luminosos de infinita extensión”. (p. 5). El aprendiz de chamán viajaba a
través del peyote como ejercicio espiritual para experimentar percepciones más
intensas. En las Enseñanzas de don Juan (2007) hace alusión a la forma de abrir la
percepción mediante el uso de las plantas:
La importancia de las plantas23 consistía, para don Juan, en su capacidad de producir etapas de percepción peculiar en un ser humano. Así, me guió al experimentar una serie de tales etapas con el propósito de exponer y validar su conocimiento. Las he llamado “Estados de realidad no ordinaria”, en el sentido de la realidad inusitada contrapuesta a la realidad ordinaria de la vida cotidiana (p. 5).
La experiencia que se deriva de esta práctica se ubica dentro de la lógica de la
psicodelia, contrapuesto al mundo agotado de la razón. Son conocidas las experiencias
de Huxley con el LSD, la mescalina y otros alucinógenos (Huxley 1957, 1977 y 1984). En
Las puertas de la percepción. Cielo e infierno (1984) narra dichas experiencias:
23 Castaneda hace referencia a plantas como el peyote (lophophora williamsii), el toloache (datura inoxia syn D. meteloicles) y a un hongo (Psilocybe mexicana).
79
Por lo que había leído sobre las experiencias con la mezcalina, estaba convencido por adelantado de que la droga me haría entrar, al menos por unas cuantas horas, en la clase de mundo interior escrito por Blake y A. E. Pero no sucedió lo que yo había esperado. Yo había esperado quedar tendido con los ojos cerrados, en contemplación de visiones de geometrías multicolores, de animadas arquitecturas, llenas de gemas y fabulosamente bellas […] Pero no había tenido en cuenta, era manifiesto, las idiosincrasias de mi formación mental, los hechos de mi temperamento, mi preparación y mis hábitos (p. 2)
Sus experiencias en torno al consumo de mescalina son descritos también en Moksha.
Escritos sobre psicodelia y experiencias visionarias (1977). El término que da nombre al
libro procede del hinduismo y significa liberación del espíritu. Tanto en esta obra como
en Las puertas de la percepción, Huxley se esforzó por demostrar cómo se podía
emplear el poder intrínseco de las drogas en beneficio de quienes vivían en una
sociedad tecnológica hostil a las revelaciones místicas. Procura ofrecer una
aproximación más científica al incluir consideraciones neurológicas y fisiológicas,
diferenciándose así de Castaneda.
Para la fecha en la que escribe Huxley miles de personas tomaban LSD como forma de
autoexploración terapéutica. El escritor propone una campaña masiva a favor del uso
de las drogas psicodélicas en el interés de encontrar en ellas un mundo feliz. Explica:
El LSD y los hongos alucinógenos han de ser usados , me parece, en el contexto de una total lucidez, de modo que conduzcan a un esclarecimiento del mundo cotidiano, el cual se convierte en un mundo de maravilla y belleza y de divino misterio, cuando la experiencia es lo que siempre debiera ser 24
Si la historia moderna de las drogas comienza con el año de 1820, como precisa David
Davenport (2003) en La búsqueda del olvido, el siglo XX será el momento en que los
consumos se conjuguen y se mezclen, el tiempo donde se hallen marginados,
proscritos y delincuentes. Los adictos serán rechazados y se les considerará como
criminales y peligrosos enemigos de la sociedad. Ya no se trata del pequeño burgués
del siglo XIX en medio de su voluptuosidad, sino de seres perseguidos por la ley y las
costumbres morales. Dentro de este contexto, ni lo relatado por Huxley o por
Castaneda ostentan el carácter de marginalidad al que se hace referencia. En el
artículo Huxley y los utopiáceos: soma, mescalina, LSD (2007), se describe la ubicación
24
Como se cita en: Huxley y los utopiáceos: soma, mescalina, LSD. El Dominical, No 236, suplemento de El Nacional. [En línea] Consultado el 10 de Mayo de 2013, en: mural.uv.es/lozano/soma2.htm
80
del escritor norteamericano dentro de la tradición literaria sobre el consumo de las
drogas. Explica que:
En Las puertas de la percepción (1954) está narrado el periplo de Huxley. Nada del otro mundo, si se quiere encontrar en él, por ejemplo, el arrebato alucinante de un William Burroughs. No se le puede pedir un “desorden de los sentidos” rimbaudinao.
Posteriormente señala lo siguiente:
La tradición de la literatura inspirada en la droga que comenzó a principios del siglo pasado, con Coleridge, De Quincey y Wilkie Collins en Inglaterra y Poe en Norteamérica y que alrededor de 1840 se mudó a Francia con los Haschischins- Gautier, Nerval, Baudelaire- sufrió un importante cambio con la generación Beat de Neal Cassady, Kerouac, William Burroughs y Allen Ginsberg.
De tal describe cómo para la época de estos escritores se alternaban dos tipos de
consumo: uno estaba dirigido a la experimentación cuasi científica y religiosa mientras
que el otro apuntaba al ámbito de lo ilegal y lo marginal. Dice al respecto:
La novedad de los años cincuenta y sesenta consistió en que la invitación al se hacía manifiesta. Eso se hacía de dos maneras. Una fue la de Ginsberg y Burroughs. Fue primordialmente acto de protesta, un acto político que invitaba a rechazar los horrores y defectos de nuestra civilización. La otra fue la de Huxley, Leary y Alan Watts, una experiencia en que la mística y la ciencia se combinan.
Externo a la experiencia literaria se presenta, además, el tipo de consumo al que, por
lo general, recurren los más jóvenes cuando solo buscan un divertimiento de fin de
semana o pasar un momento de buena fiesta. La sicología y los terapeutas los llaman
“consumidores sociales”. La intención no radica en violentar las normas o transgredir
las leyes, ni siquiera se consideran adictos en el amplio sentido de la palabra; sólo
tienen su pirueta farmacológica cada tanto, y es todo para ellos. Esta manera de
ingerir, de acceder al escapismo farmacéutico, se considera un ejercicio de distracción,
un agregado químico que ayuda a disolver el Yo apenas por unas horas. Puede que la
práctica produzca alguna alteración en la moral y en las dinámicas de los núcleos
familiares, alertados por el comportamiento de sus hijos, pero esto no conduce a
mayores contravenciones a nivel social.
Como generalidad, podría afirmarse se trata de consumos recreativos en los que no
figura una conciencia de generar estéticas o evadirse de la realidad. Es claro que las
drogas pueden llevar más allá de lo objetivamente consciente, que en su consumo se
produce un mínimo escape, quiérase o no, pero todo a causa del efecto narcótico, no
81
como principio de resistencia. Richard Davenport-Hines (2003) ofrece la siguiente
explicación al fenómeno: “Los jóvenes que consumían éxtasis no se consideraban a sí
mismos proscritos, y les interesaba más pasar una buena noche que desafiar a la
política, rebelarse contra la sociedad o practicar la desobediencia adolescente” (p. 458)
. El autor sitúa este tipo de ingestas en un contexto festivo donde la droga no es más
que un elemento de la juerga de fin de semana y sin mayores consecuencias
existenciales. Introduce, además un nuevo elemento, el generacional, cuando señala
que los de menor edad, en muchas ocasiones, la asumen como vivencia
“experimental y transitoria, mientras que el ama de casa estimulada por las
anfetaminas, y el hombre de negocios sedado con Miltown, consumidores habituales,
rechazan toda noción de ser drogadictos” (Davenport-Hines 2003; 282)
De ahí que haya que precisar que los consumidores y las consumidoras de
anfetaminas, que procuran por medio de estas mantenerse delgados, despiertos,
inteligentes y funcionales, les agobia el deseo de ser aceptados y responder a los
cánones y estándares. Por esta vía, aceptada y aparentemente inocua, se parte en
muchos casos hacia las adicciones fuertes. En todo caso, el asunto primario y último
de esta toma regulada de fármacos es quizá antes que nada, la pretensión de escapar
por momentos de las regulaciones sociales, pero incluso permaneciendo sujeto a las
estéticas que los medios y la publicidad promueven en relación al cuerpo. Su deseo de
fármacos casi que tiene un fin mediático, en tanto que busca obtener una imagen
estético corporal recurriendo a las anfetas. Su deseo no es transgresor ni de
permanencia en los consumos adictivos, su estética no es la de la evasión, sino por el
contrario la necesidad de permanecer en el mercado de la imagen perfecta.
En los puntos anteriores, en que se ha indagado en el consumo de drogas y su
significado en las prácticas ancestrales, en la creación artística decimonónica y en el
periodo de rebeldía a partir de 1960, se ha analizado si se manifiesta a través de estas
prácticas una cierta estética y cuál sería esta. Para el caso de lo que ocurre en el siglo
XIX y mediados del XX podría decirse que se trata de lo que he llamado una evasión
conciliadora, es decir, una fuga que obedece, principalmente, a formulaciones que lo
convencional ha propuesto. En este sentido, el ser humano no se evade para desertar
por completo de lo estatuido, sino, por el contrario, como una forma de permanecer
82
allí mediante un breve momento de reposo de la realidad. Por tal razón no es posible
considerar que se genere en estos una estética de la evasión.
83
3. IMÁGENES Y RELATOS DE LA EVASIÓN EN LA LITERATURA Y EL CINE
Lo que representa la evasión frente al mundo ha sido expresado desde diversas
manifestaciones artísticas, entre ellas el cine y la literatura. El escape de la realidad se
integra en la ficción de manera diversa y puede estar asociado o no con el consumo de
estupefacientes y la adicción. Novelas como El Quijote de la Mancha, de Miguel de
Cervantes, y El Extranjero, de Albert Camus, dan cuenta de este fenómeno de la
modernidad que es la evasión. En el cine, películas ya clásicas como El gabinete del
doctor Caligari estrenada en 1920, el hombre del brazo de oro, película americana
protagonizada por Frank Sinatra en el año de 1955; y Acid House, con relatos del autor
de Trainspotting, Irvine Weslh, del año 1988.
Interesa aquí analizar el fenómeno de la evasión como estética en ciertas producciones
literarias y cinematográficas, profundizando en los aspectos que, desde dentro del
proceso mismo de la evasión, contribuyen a delinear dicha estética. Esta aproximación
se ocupa de ese “extrañamiento del mundo” que puede darse tanto desde las
adicciones difusas o menores o desde la adicción a las llamadas drogas duras.
La economía capitalista, el ritmo desenfrenado de las urbes, la necesidad de ser
reconocido, las presiones políticas y sociales, el derrumbe de los valores tras la puesta
en duda de toda quimera y/o utopía, han constituido el ambiente y las condiciones
para la búsqueda de una evasión del mundo real y sus tribulaciones por parte de los
personajes de las obras estudiadas. El mundo moderno y postmoderno parece
haberlos empujado a la necesidad de encontrar otras formas de existir Qué rompen
con los cánones y se desarrollan al margen por fuera de lo establecido.
Podría decirse que estos personajes han optado por la evasión, desertando de esas
“sociabilidades mortíferas” (Pelbart, 2009; 47) que confinan la existencia a la
reproducción de los nuevos mercados. Desde este lugar de la evasión se declaran
imposibilitados para vivir de otra manera, emplean sus fuerzas para replegarse, para
mantenerse lejos de esa sociabilidad que ahora les resulta más envenenada que su
84
propia condición. Lo particular en los relatos es que, al parecer, no depende del
personaje cambiar las condiciones de su repliegue, sino que está sujeto a fuerzas que
se muestran como superiores a él. Es lo que ocurre con el adicto, que permanece
atrapado en el yugo de la sustancia y su voluntad no es más que la voluntad de la
droga. Baudelaire (1973) es muy gráfico al referirse a esta condición de dependencia
cuando afirma que no es el adicto quien fuma la pipa, sino quien es “fumado por la
pipa” (p. 329).
Las circunstancias desbordan a los protagonistas de los relatos. Estos son recreados
como seres atrapados en un lugar ajeno a la realidad, y con una imposibilidad de
retorno. Su existencia está condicionada por formas de desterritorializarse, es decir,
de perder sus antiguas formas de relacionarse, y de representar e interactuar ahora
con el mundo de maneras disímil; de componer nuevos espacios con los cuales
adquirir cierta identificación; en otras palabras, hallar un nuevo territorio.25
Puede entenderse, entonces, que dicho territorio significa algo más que un lugar físico
o un punto geográfico. Se trata, más bien, de ciertas condiciones culturales,
ideológicas o cognitivas que se abandonan por otras. María Teresa Herner (2009) en
dice: “La desterritorializacion puede ser considerada un movimiento por el cual se
abandona el territorio, una operación de líneas de fuga, y por ello en una
reterritorialización y un movimiento de construcción del territorio” (p.168). A lo que se
alude por reterritorialización trasciende su sentido literal asociado al desplazamiento
físico. En este sentido deleuziano, sirve para nombrar procesos de construcción de
significados en torno a las maneras de habitar y las elaboraciones simbólicas que le
otorgan valor al espacio. Guattari-Rolnik (2006), expresa que: “La especie humana
está sumergida en un inmenso movimiento de desterritorializacion, en el sentido de
que sus territorios se “rompen” ininterrumpidamente […]
25 La noción de desterritorializacion está ligada necesariamente a la de territorio. Cada vez que un ser humano se
desterritorializa, se mueve bien sea en el espacio físico o en sus forma de representación. La noción de territorio la definen Guattari-Rolnik (2006) como: La noción de territorio aquí es entendida en un sentido muy amplio, que traspasa el uso que hace de él la etología y la etnología. Los seres existentes se organizan según territorios que ellos delimitan y articulan con otros existentes y con flujos cósmicos. El territorio puede ser relativo tanto aun espacio vivido como a un sistema percibido dentro del cual un sujeto se siente “una cosa”. Es el conjunto de representaciones, las cuales van a desembocar, pragmáticamente, en una serie de comportamientos, inversiones, en tiempos y espacios sociales, culturales, estéticos, cognitivos. ( p. 99)
85
3.1. KAFKA Y MELVILLE: LA EVASIÓN COMO METÁFORA La literatura de Europa, de Estados Unidos y de América Latina cuenta con diversos
escritores y obras que podrían servir para ilustrar las diferentes formas que adopta la
evasión cuando no se emplean drogas para esto, y los recursos del lenguaje a los que
se recurre para metaforizar el escape o huida de las realidades circundantes. Así, estos
textos se constituyen en una ventana abierta a prácticas estéticas desde lo literario.
Algunas de ellas se pueden aplicar a lo que se ha denominado en este trabajo como
una estética de la evasión, estética que conduce a experimentar la existencia como
una perpetua y constante fuga. Esto es lo que ocurre con algunos de los relatos de
Franz Kafka y Herman Melville que se analizan aquí.
Personajes en situación de fuga, así como escenarios y sucesos donde la fuga tiene
lugar, sirven de alegoría o metáfora para expresar un cuestionamiento, rechazo o
resistencia ante lo que acontece, y frente a lo que se prefiere tomar un
distanciamiento.
Especial atención merecen los dos cuentos breves del escritor checo Franz Kafka
titulados Un artista del hambre (1922) y Un artista del trapecio (póstumo), siempre
que proponen o perfilan una evasión sin recurrir a aditamentos químicos. El primer
relato narra la historia de un artista de circo a quien le resulta imposible dejar de
ayunar. El público quiere reconocer en sus acciones un verdadero arte, pero él
confiesa que ningún alimento le resulta agradable y que no puede hacer otra cosa que
abstenerse de ingerir alimentos. Su acto deja de causar interés en los espectadores y
es olvidado, finalmente, sucumbe al ayuno. Sus despojos son retirados de la jaula en la
que él se exhibía y, en su lugar, se introduce una pantera.
El personaje de El artista del hambre, al no poder evitar el ayuno, está sujeto a su
falta de deseo por el alimento, de manera similar a como sucede al adicto. Es como si
debiese acatar una fuerza mayor, que lo trasciende, y cumplir con un destino
preestablecido sin mayor alteración, aparentemente. El personaje central del relato p
encarna una existencia que parece le precede, aun cuando no se percate de esto o no
quiera aceptar las fuerzas que lo someten. Podría interpretarse esto como un interés
86
de Kafka en cuestionar una concepción del mundo que exige hablar del yo como
propietario de los actos y de aquello que los impulsa. Algo menos rígido que el Yo,
parece mover la conducta del artista del hambre.
El personaje del artista, se abandona a la circunstancia de no poder o querer comer.
Ayunar se constituye en la razón de su ser, de su arte y de su estética. Se trata de un
ser que se evade del mundo, y la privación de alimentos constituye el mecanismo para
hacer efectiva esa evasión. El personaje se enflaquece y se debilita hasta que pierde la
condición humana, la carnalidad, y perece. Cuenta el narrador:
Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador (Kafka, 1997; 135)
Su figura parece haber devenido imperceptible, difícil de enfocar. En contraste viene la
imagen del felino:
¡Limpien aquí!- ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Más en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de los sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. (Kafka, 1997; 136)
El personaje kafkiano lleva su estado hasta la muerte, resultando este abandono o
resistencia al alimento incomprensible para los demás. La jaula y el ayuno se convierte
aquí en metáforas de la evasión: la jaula es el lugar desde el cual se aparta de los
hombres; el ayuno se constituye en el retiro de lo más humano: el alimento. Gilles
Deleuze-Guattari en Capitalismo y Esquizofrenia (2008) proponen el concepto de “línea
de fuga” como una forma de salir del territorio, de establecer nuevas formas de
existencia que se distancian de las significaciones comunes. Precisa que
Trazar la línea de fuga en toda su positividad, traspasar un umbral, alcanzar un continuo de intensidades que no valen ya por sí misma, encontrar un mundo de intensidades puras en donde se deshacen todas las formas, y todas las significaciones, significantes y significados, para que pueda aparecer una materia no formada, flujos desterritorializados, signos significantes (p. 24)
Se asume que una línea de fuga es movimiento que desterritorializa pues pretende
hallar salidas donde aún no se ha contemplado una posibilidad de movimiento.
87
Deleuze-Guattari (2008) analizan cómo surge y cómo opera cuando explica: “La línea
de fuga forma parte de la máquina. El problema: de ninguna manera ser libre, sino
encontrar una salida, o bien una entrada o bien un lado, un corredor, una adyacencia,
etcétera” (2008; 17).
En el cuento Un artista del hambre la línea de fuga es trazada por el ayuno y la jaula.
Estos dos elementos son el recurso del escritor para disociar al personaje de su
condición humana y del resto de la sociedad. La jaula, además de barrera, le coloca en
la misma condición del felino como objeto de exhibición. Por otro lado, la inanición le
sirve para despojarse poco a poco de su corporalidad, de las prácticas que le vinculan
con los demás humanos y con lo terrenal. Logra huir de la multitud, lentamente se
desvanece su figura y su importancia. La siguiente descripción del personaje da cuenta
de esto:
Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle ¿y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender (Kafka, 1997; 135)
La repetición del acto disminuye su significación. El ayuno, por lo tanto, pierde
atractivo y vitalidad como espectáculo. Incluso, pasados cuarenta días, tiempo
considerado oficialmente como el límite para mantener el interés del público en el
acto, el ayuno cae en la sospecha del fraude, de lo que es humanamente imposible:
El empresario había fijado cuarenta días26 como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizás aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito del gozaba el artista del hambre (Kafka, 1997; 130)
El personaje, al llevar a los límites de lo humano sus acciones, ha traspasado la forma
aceptable del ayuno. Si la comida, como analizan Deleuze-Guattari (1978) en Kafka por
una literatura menor, es un asunto relacionado directamente con la tierra, el ayuno,
26
Esta referencia remite al ayuno de Jesús en el desierto durante cuarenta días. Se podría interpretar como una crítica a la figura cristiana a través del personaje del artista del relato de Kafka.
88
entonces, rebasa la esfera humana y se pierde en otros niveles de existencia que
pretenden un acercamiento con lo espiritual, lejos de las exigencias del cuerpo y de la
materia. Jean Pierre Vernant (1991), en Mito y religión en la Grecia antigua, recrea el
mito de Prometeo y la significación de la carne. Cuenta que este Dios, durante un
banquete en el Olimpo, engañó a los dioses haciéndoles creer que tenía reservado
para ellos lo mejor de un buey sacrificado. Prometeo había repartido la carne entre los
humanos y había dejado los huesos para las deidades. Zeus se enfureció y castigó al
titán: en lo adelante su alimento serían las esencias. Dice Vernant:
Esta es la razón por la cual sobre los perfumados altares del sacrificio, los hombres queman para los dioses los huesos blancos de la víctima cuyas carnes van a repartirse. Guardan para ellos la porción que Zeus no retuvo: la de la carne. Prometeo se figuraba que, destinándola a los humanos, les reservaba la mejor parte. Pero pese a su astucia, no sospechó que les hacía un regalo envenenado. Al comer la carne, los humanos firmaran su sentencia de muerte. Dominados por la ley del vientre, se comportarán en adelante como todos los animales que pueblan la tierra, las olas y el aire. (pp. 56-57)
La carne se traduce en representación de lo material, en detrimento de lo espiritual.
En el caso del personaje kafkiano se trata de un ser que carece de las intenciones
espirituales del ayuno, aunque tampoco come la carne o el alimento que ponen frente
a sus ojos. De esta manera, la carne de la que no se alimenta, se convierte en símbolo
de algo más allá de lo humano, pone al artista fuera del orden en el que se mueven los
hombres; el ayuno libera al personaje de la condena a la “ley del vientre”, de la
necesidad de alimentarse que imponen los dioses griegos a los hombres después de
descubrir a Prometeo en su engañifa. El artista del relato deviene en una especie de
ser fronterizo que ha cruzado las líneas de actuación reconocidas.
La vida del protagonista del cuento de Kafka se va diluyendo por falta de alimento. Su
desgaste lento denuncia una condición e implica, de cierta manera, una resistencia que
no es simulación ni pose. Las fuerzas que ostenta no son las del cuerpo, agotado y
doliente, sino las de la sensación y la intensidad. Su estética es la de la evasión pues el
ayuno deja de ser un acto, es permanente y una condición de la cual le resulta
imposible apartarse. La existencia espectral del ayunador confronta a la vida que
robusta palpita en la piel de la pantera que ocupará su puesto. Esta, hambrienta y vital,
pondrá en evidencia el distanciamiento entre una y otra condición. Si el personaje no
se opone al hambre que representa las condiciones enfermizas y endebles,
89
necesariamente deja de lado la vida con sus dinámicas del bienestar, de salud, de
fortaleza. De una u otra forma pone en jaque los modos de existencia que se han
configurado como los del bienestar. Algo muere con el hombre que se niega a comer
y, aunque se ignore su existencia, algo de su ser deja saber que ha vivido con
insistencia, que sus fuerzas eran del desborde, del exceso, de quien se abandona para
encontrar dentro de una experiencia límite esa conjunción entre la vida y la muerte.
Un vigor inesperado crece en la escuálida figura del artista del hambre, incluso en su
momento final. “Una extraña vitalidad no orgánica, inhumana”, diría Pelbart (2009;
80). El narrador del cuento dice al final: “Estas fueron sus últimas palabras, pero
todavía, en sus ojos quebrados, mostrabase la firme convicción, aunque ya no
orgullosa, de que seguiría ayunando” (Kafka, 1997; 70)
Es importante analizar el uso del lenguaje que Kafka efectúa en Un artista del hambre,
relato de escasas tres páginas. La conjunción adversativa pero es el conector que hace
las veces de voz que se opone, que presenta resistencia, que deja una duda o una
fisura en el lenguaje que despliega el narrador. Por lo menos 18 veces se repite esta
conjunción, como si todo aquello que se afirmara al mismo tiempo se negara,
generando así un rompimiento en la sintaxis, una evasión en el discurso. En Kafka para
una literatura menor, Deleuze y Guattari (1978) caracterizan lo que ellos denominan
literatura menor, que entienden como escritura de la resistencia, y a la que atribuyen
tres rasgos básicos: la desterritorializacion de la lengua, la articulación de lo individual
en lo inmediato-político y el dispositivo colectivo de enunciación. Explican estos
teóricos: “[…] Lo que equivale a decir que “menor” no califica ya a ciertas literaturas,
sino las condiciones revolucionarias de cualquier literatura” (1978; 31).
El lenguaje que emplea el personaje del relato implica rupturas, discontinuidades y
oposiciones que desarticulan el sentido. La estructura del discurso se genera desde lo
adversativo, es decir, desde aquello que denota oposición o diferencia entre la frase
que precede y la que sigue. Lo que se tiene es una afirmación ligada a una negación. La
voz narrativa del relato expresa tal ambigüedad: “Antes era un buen negocio organizar
grandes exhibiciones de este género como espectáculo, hoy en cambio, es imposible
del todo” (Kafka, 1997; 128). En otro aparte ocurre que la duda antecede o precede a
la certidumbre: “Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que
90
tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de la mano por prudencia
miraban asombrados y boquiabiertos” (p. 133). Así, el enunciado que continúa ligado
por la conjunción adversativa pero se transforma en una forma que confronta al
enunciado que le antecede, pues la imagen de la primera se enfrenta a la segunda: los
adultos ríen, los niños se asombran. Se relata que, “Aparte de los espectadores que
sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes […] Siempre debían estar allí
tres al mismo tiempo […] Pero esto era sólo una formalidad introducida para la
tranquilidad de las masas” (p. 129). La conjunción adversativa parece impedir que se
concluya algo, que se concrete, como si se estuviese presentando una imposibilidad de
ser del todo, lo que implica una especie de suspenso o detenimiento de la acción, una
no concreción de la acción por oposición. En Máquina Kafka (Massuh, 2004) se hace
referencia a estas conjunciones, diciendo de ellas que: “Es una abstracción para
representar el vacío, para anular la escena donde tiene lugar, para aniquilar la
representación”. Con relación a la profusión de esta conjunción en el texto del escritor
checo, dicen Deleuze-Guattari (1978)
Kafka cuenta como de niño, él se repetía una expresión del padre para hacerla fluir por una línea de sinsentido: “fin de mes, fin de mes”. De tal manera ocurre un poco con el artista del hambre, al repetir una y otra vez aquello que opone resistencia y que abre un vacío, que logra hendir la palabra: pero, pero… “Servirse de la sintaxis para gritar, darle al grito una sintaxis (1978; 43)
Podría decirse que el lenguaje se emplea como forma de resistir y evadirse de los
lugares comunes, de manera similar a como ocurre con la metáfora del ayuno. Estos
dos elementos –lenguaje y ayuno- resultan sinónimos de carencia, de cierta ausencia,
de fragmentación y cambios de sentido. Por ejemplo, en la página dos del relato se
identifican por lo menos cuatro conexiones de carácter adversativas. Se relata: “A
veces sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba
aquella guardia, mientras le quedaba aliento, para mostrar a aquellas gentes la
injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía” (p. 129). Esos peros sirven como
especie de fisura durante todo el relato, aportando a la polisemia de este. En otro
momento la voz narrativa cuenta que “La luz cruda no lo molestaba; en general no
llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz”
(p.129)
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La oración adversativa se emplea también para introducir elementos de subversión o
ironía,27 sobre todo cuando la segunda oración sirve como negación de la primera. El
personaje central relata que “Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela
con los vigilantes […] Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por
su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno” (pp. 129-130). Y
luego dice: “Cierto que no faltaban gentes que veían en este desayuno un grosero
soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose” (p. 130). Mediante el uso de
esta estructura sintáctica se construye la ambigüedad del relato y se descarta la
linealidad del sentido: “Y si les preguntaban si querían tomar a su cargo, sin desayuno,
la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas” (p.
130).
Algunos estudios dan cuenta del empleo reiterado de las conjunciones adversativas
por parte de Kafka. En La judeidad de Kafka (2003), Gustavo Perednik afirma:
Herman Uttersport muestra que estadísticamente, de los autores alemanes, Kafka usa más que ninguno la conjunción adversativa pero. La usa de dos a tres veces más que el resto de los autores. Hartl Stermetz señala que hay en Kafka una alta frecuencia de conjunciones, adverbios, y proposiciones. Los textos están nutridos por pero, por supuesto, a pesar, además, quizá. (p. 5)
La función que cumple en el relato de ficción este recurso gramatical es que busca
recrear:
La notable complejidad de un alma que no puede simplemente ver y sentir en línea recta, sino que duda y vacila, pero no por cobardía, sino por la claridad de su visión. Cada pensamiento, cada aserción, viene acompañada de un desafío que le murmura: pero… (2003)
Las rupturas y evasiones de personajes como el de Kafka se recrean en obras de la
literatura moderna y postmoderna, como ocurre con los personajes adictos de los
relatos de William Burroughs, siempre diluyéndose, evaporándose, enfermos y
quebradizos, en perpetua agonía del escape. Pelbart (2009) precisa lo que concierne al
aspecto de la salud como síntoma de lo que permanece y no cambia, en tanto la
debilidad o el quebrantamiento son permeables a las diversas coyunturas. Explica:
27 En las descripciones de Robert Musil (1973) en El hombre sin atributos se acude a este mismo recurso con fines irónicos. Dice: “La constitución era liberal, pero el régimen era clerical. El régimen era clerical, pero los habitantes era librepensadores. Todos los burgueses eran iguales ante la ley, pero, justamente, no todos eran burgueses” (p, 168).
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La gorda salud dominante, que devora y expele todo y preserva la propia forma a lo largo de toda su operación omnívora, en un majestuoso paseo por el mundo, y la frágil salud irresistible, que por no engullir cualquier cosa y no empacharse puede permanecer más abierta y permeable a muchas cosas con las cuales entre en extrañas relaciones de choque y metamorfosis (p. 114)
El protagonista del cuento pierde la salud y se deteriora, sin embargo, es firme en su
decisión de permanecer al margen y rechazar o aislarse de lo que se evidencia como
positivo. Se relata que “[…] Los niños, cogidos de la mano por prudencia, miraban
asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas
salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el
suelo” (Kafka, 1997; 129). Puede interpretarse su rechazo como un permanecer al
margen de la existencia común. Se cuenta que “Tal vez su esquelética delgadez
procedía de su descontento consigo mismo” (p. 65). La falta de consumo de alimento
representa el principio sobre el que gira su forma de resistir a la vida convertida en
espectáculo. Dice la voz narrativa:
Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba en la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesita en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía (p. 130)
Peter Pelbart (2009) reconoce esa resistencia, tanto en el personaje del cuento,
como en el autor del mismo. Explica: “Lo que el escritor rechaza, igual que el ayunador
o el escribidor, es la gorda salud dominante, la infatuación, la total obturación, la
pregnancia plena de un mundo excesivamente categórico” (p. 64)28. Los cuerpos
configuran los espacios para ejecutar ese rechazo que define a los personajes en
cuestión; hombres extraviados, cuerpos inmóviles, inertes, vaciados, escuálidos,
alejados de lo humano o próximos a la inhumanidad. Pelbart se hace una pregunta de
perfil spinoziano: “¿Qué es lo que no aguanta un cuerpo?”, y su respuesta deja claro
que: “No aguanta todo aquello que lo coacciona, por fuera y por dentro” (p. 56)
28
Pelbart hace referencia al personaje de Franz Kafka y al personaje de Bartleby el escribiente, creación del escritor Herman Melville.
93
El segundo cuento de Franz Kafka al que se hizo alusión es Un artista del trapecio. El
personaje central se describe así: “[…] había organizado su vida de tal manera- primero
por afán profesional de superación, luego por una costumbre que se volvió tiránica-
que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio”
(Kafka, 1999; 56). Nuevamente el escritor ocupa su atención en seres que han optado
por la irregularidad, que obedecen a fuerzas que parecen excederlos, o que, cuando
menos, resultan incomprensibles para los modos convencionales de la existencia. Al
igual que el personaje del primer cuento, el protagonista de este segundo relato habita
un lugar al margen, distante, que dificulta las conexiones comunes con el otro. La vía
que elige también es excesiva y evasiva. Ha hecho del trapecio su vida, su manera de
existir. Su lamento no es motivado por la ausencia de los otros en su mundo, sino por
la falta de otra barra para su trapecio. Las relaciones que plantea escapan a lo humano
y ponen en evidencia la crisis del sentido común. Todo esto ofrece elementos para
determinar en el cuento una estética evasiva que lo atraviesa.
El personaje de Un artista del trapecio es frágil, sensible, un niño atormentado, presto
a sucumbir a las emociones. Su afán no radica en hacer de su acto lo mejor, como
piensa equivocadamente el empresario, lo primordial es construir una existencia
nueva o darle nuevos elementos al existir. Se pregunta el personaje: “¿Cómo se puede
vivir con sólo una barra en las manos?” (Kafka, 1999; 57) La queja resulta ser un
síntoma de resistencias menos visibles y profundas, la propuesta de otras formas de
relacionarse y coexistir. Si su existencia está orillada al trapecio, sus resistencias no son
las más comunes o convencionales. A veces resultan ser un tanto absurdas, por
inverosímiles. Este artista, que permanece solo en su trapecio, ausente para el mundo
y sus hábitos, plegado en su labor, ha trazado su huida desde las alturas a las que no
acceden los demás seres humanos.
En el interés de abordar las distintas formas de cómo la evasión hace presencia en la
literatura, sobre todo cuando dicha evasión se logra por medios diferentes al uso de
estupefacientes, se analiza el relato Bartleby el escribiente, del escritor
norteamericano Herman Melville. Este cuento fue publicado en 1853 y narra la historia
de Bartleby, un hombre, que consigue un empleo de escribiente en una oficina.
Después de determinado tiempo laborando allí empieza a rechazar cualquier trabajo
94
que salga de lo estrictamente rutinario. Ante las diversas peticiones de su jefe
responde: “Preferiría no hacerlo”. Esta incomprensible actitud empieza a generar
alteración. Se observa también que el escribiente no habla con nadie, no come, se
apega a su rutina y, sin que se supiera, vive en la oficina. Su jefe intenta persuadirlo de
que deje el empleo y el local, Bartleby se niega y permanece allí. El jefe y el personal
desalojan el sitio como forma de librarse de tan singular personaje y un nuevo
inquilino, un abogado, toma la oficina. El escribiente se niega a dejar las instalaciones,
respondiendo continuamente “preferiría no hacerlo”, el abogado recurre a la fuerza
policiaca, que lo encarcela. Finalmente, Bartleby muere en un calabozo resistiéndose a
comer y a establecer cualquier lazo comunicativo con quienes pretenden asistirlo.
Es necesario resaltar que la frase “preferiría no hacerlo”, a la que se reduce el lenguaje
del personaje, no niega ni afirma, condicionando el diálogo. Se rebasa la dicotomía del
sí o el no gracias a esa manera de dejar en suspenso la posibilidad de una acción.
Bartleby es un hombre pálido, flaco, una especie de alma en pena que no vive con
nadie ni para nadie y que ha roto toda relación humana. Desde allí establece las
condiciones para una afirmación vital caracterizada por la fragilidad, el dolor y cierta
pasividad. Su “formula”, como llama Deleuze (2000) a la frase que le sirve de lenguaje
al personaje, pone en crisis a todo el lugar donde trabaja y le vuelve inaccesible. Ha
logrado desmontar, a través de la expresión reiterada, los resortes del sentido. La voz
narrativa relata:
Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la injustificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replico:
- Preferiría no hacerlo
Me quedé un rato en un silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
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-Preferiría no hacerlo (Melville, p. 6)
El personaje-narrador muestra su desconcierto frente a una respuesta que, en el
contexto, le resulta inadmisible y genera una situación difícil de comprender para él.
La fórmula descompone los principios de la razón. El siguiente diálogo ejemplifica la
perplejidad que genera Bartleby:
Preferiría no hacerlo- repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos- ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela- y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo- dijo. (p. 6)
La reiterada proposición y lo inusual de su comportamiento anula cualquier
argumentación lógica. El personaje del jefe narra: “Me quedé mirándolo un rato
mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé.
¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes” (p. 7).
Esto evidencia que Bartleby no funciona a partir de las dinámicas de lo social; está por
fuera de ellas y eso conlleva una incomprensibilidad de parte de los otros. Aislado en
un rincón de la oficina no es más que una sombra silenciosa imposible de abordar.
Mediante la fórmula lingüística que repite se genera la fisura por la él resiste y huye
de la luz y de la buena salud. El personaje vive dentro de la oficina en la que trabaja,
aislado por un biombo. Frente a su ventana sólo ve ladrillos. Solo come pequeños
bizcochos de jengibre y, finalmente, nada. Describe el jefe: “Su conducta
extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a almorzar en
realidad, que jamás iba ninguna parte.”(Melville, p. 9) En la prisión, lugar donde
finalizan sus días, le espeta uno de los funcionarios: “¿Quiere morirse de hambre? En
tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con gusto” (p. 24)
El personaje del relato de Melville se constituye en metáfora de lo indefinible, tanto a
través del lenguaje como de su existencia misma. No es posible aprehender el sentido
de sus frases, de sus conductas ni de su existencia. Poco se sabe de él y resulta difícil
precisar quién es. El narrador del relato deja entrever su indefinición con respecto al
empleado: “De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante
puede hacerse con Bartleby” (p. 1). Luego, para reafirmar el rasgo escurridizo relata:
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“Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable” (p. 1). O el dialogo
entre el jefe de Bartleby y el abogado:
-Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor
interior-, pero el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un
meritorio, para que usted quiera hacerme responsable
- En nombre de Dios, ¿quién es? (p. 21)
Su imagen y su ser caen en una inhumanidad que dificulta identificarlo, aparece
completamente evadido e irreconocible: “En nombre de Dios ¿quién es? – Con toda
sinceridad no puedo informarlo. Yo no sé nada de él” (p. 10). El personaje deriva en
una figura opaca, casi invisible, no menos enfermiza que la de “Un artista del hambre”.
No teje relaciones, quizás sólo contigüidades. Vive para mantenerse al margen, fugado,
todos sus actos se construyen a partir del pensamiento evasivo. La huida ha sido su
elección. La palabra que se repite como un eco se vuelve su arma para enfrentar las
confrontaciones que se suscitan. Bartleby permanece por fuera de la convivencia
humana, aunque habite sus espacios y su habla resulta incomprensible para los demás
que trabajan o permanecen cerca de él. En constante fuga de lo humano, su existencia
no es más que la síntesis de esa huida y la resistencia a las fuerzas que quieren
mantener su vida del lado de lo razonable. Bartleby ha hecho de la evasión una
estética al asumirla como forma de vida. Su corto lenguaje cierra cualquier forma de
comunicarse con el otro, lo pone por fuera del lenguaje común. Y se evade a través de
la quietud: “En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi
oficina” (p. 1). También se expresa dicha quietud en la inmovilidad del lenguaje con la
fórmula repetida “preferiría no hacerlo”, que no deja muchas opciones a su jefe y a los
otros que lo tratan:
Entonces, señor- dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es responsable por el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega hacer de todo; dice que prefiere no hacerlo; y se niega abandonar el establecimiento (p. 21)
El lenguaje conforma su manera de resguardarse y de huir. No se llega al sentido de
sus enunciados, impera la confusión y la necesidad de generar estrategias nuevas para
los vínculos. Un lenguaje del afuera, uno donde las comunidades están obligadas a
reconformarse, a reformular su manera de existir. No es extraño que los personajes de
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la historia, terminen hablando el lenguaje de Bartleby, suceso que raya con lo absurdo
y lo burlesco:
¿Prefiere no ser razonable?- grito Nippers- Yo le daría preferencias, si fuera usted, señor. ¿Qué es señor, lo que ahora prefiere no hacer?- Bartleby no movió ni un dedo. – Señor Nippers – le dije- , prefiero que, por el momento, usted se retire
No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir (p. 23)
La fórmula de Bartleby se va filtrando en la voz de los demás:
Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente.
-Con todo respeto, señor- dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si el prefiriera tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien.
-Parece que usted también ha adoptado la palabra- dije, ligeramente excitado (p. 24).
En la voz de Bartleby “se produce el rechazo a hacer obra” (Pelbart, 2009; 23), a
construir algo sólido y estable que lo ate, que restablezca su adhesión al mundo. Se
convierte en un ser de la soberanía, aquel que lo entrega todo por nada, que no aspira
a la productividad capitalista, que redefine la inutilidad como una forma de liberación.
Si el lenguaje es la expresión por excelencia para consolidar las formas tiránicas de
control, es preciso irrumpir en el corazón de este de tal forma que se quiebren las
antiguas comodidades. Bartleby-personaje ha elegido no copiar más. Como siempre,
su respuesta a la interrogación de por qué, es “preferiría no hacerlo”. Su jefe carece de
un mecanismo apropiado mediante el cual hacerle entrar en razón:
Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía haberme dejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido como de llamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde dentro:
-Todavía no, estoy ocupado.
Era Bartleby.
Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca, fue muerto por un rayo, ya hace tiempo, en una tarde serena de Virginia (p. 20)
La impotencia se apodera de quien es el jefe de Bartleby. Los métodos usados para
disuadir al personaje de la historia son totalmente inoperantes:
-¡No se ha ido!- murmuré por fin. […] Imposible expulsarlo a empujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos; llamar a la policía era una idea desagradable; y sin embargo,
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permitirle gozar de su cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer? O, si no había nada que hacer, ¿Qué dar por sentado? (p. 20)
Lo que queda en evidencia es la completa incomunicación entre Bartleby y sus
compañeros de trabajo. No tiene nada por decir, y a lo que le dicen responde con el
mismo enunciado. Hay algo incomprensible en las palabras de Bartleby, que no se
sujeta a las formas de la gramática convencional. El “preferiría no hacerlo”, deja en la
ambigüedad, en la zozobra de lo que potencialmente podría suceder. Si no se afirma
pero tampoco se niega, se estalla esa dicotomía de la lógica aristotélica que señala que
una cosa no puede ser y ser al mismo tiempo. Es como una lengua cortada, un
“balbuceo”, un “gagueo”, un “tartamudeo (para usar expresiones deleuzianas) una
lengua sin referentes y libre de los sistemas que agotan la significación. Bartleby
quebranta su salud y su palabra. Pierde la voz, como el demente pierde el derecho a la
expresión y su sensibilidad quizás se hiperboliza. De allí la fragilidad, el temor a dejar
que la figura se desmorone si se levanta mucho la voz, a que Bartleby se desvanezca si
se proyecta demasiado la luz sobre él. Finalmente un fantasma se disuelve con tanta
facilidad, basta sacudir las manos para que la sombra se pierda en el aire. Pero su
fragilidad impone su fuerza, toda vez que se resiste a ser atrapado. Bartleby convierte
su existencia en una existencia espectral, en una “[…] estrategia de resistencia, de
deseo de ser nada, que así desmonta la pretensión del biopoder de hacerlo
vivir”,(Pelbart, 2009; 38) o de asumir una vida determinada en sus formas por los
sistemas de control.
Los personajes quebradizos y fantasmales, opacos y huidizos, se asemejan a los
pacientes de sanatorio, siempre tan sensibles, tan esquivos, al borde de la
desconfiguración o del derrumbe. Bien lo señala Pelbart (2009) al referirse a estos:
“Estos sujetos necesitan hasta del polvillo para protegerse de la violencia del día. Por
eso, cuando se barre, es preciso hacerlo despacio” (p. 45). Esta imagen muestra cómo
el aislamiento del mundo resulta difícil concebirlo desde cierto racionalismo. La
imagen está propensa al desvanecimiento, como el polvillo con el cual logran
protegerse los pacientes que presenta Peter Pelbart. La imagen es evasiva, inasible,
más del lado de la fuga. Por supuesto, es necesario llegar hasta el extremo de las
fuerzas, “erosionar el pensamiento” como pretendía Artaud (1972; 124). Las
experiencias tienen que llegar hasta el hundimiento, sumergirse en lo más profundo, ir
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más allá de los límites. Lo que hace de la experiencia un acto del lado de lo sacro es
precisamente su capacidad de ser excesiva y no de permanecer en la moderación
burguesa, de otra manera no dejará de ser una experiencia dentro de lo común y lo
convencional. Deleuze (1970) se interroga sobre cómo debe ser el pensar; ¿acaso sólo
un proceder lingüístico, un menester que medie entre la palabra y la acción, una
conciliación de la locura y la razón, pero siempre salvaguardando la cordura? Del lado
de la experiencia límite se instala el ser que hace de ella una estética; hacer de la
evasión una estética es exceder cualquier conciliación en estos términos.
¿Qué le queda al pensador abstracto cuando da consejos de prudencia y distinción? Pues hablar, hablar de la herida de Bousquet, del alcoholismo de Fitzgerald y de Lowry, de la locura de Nietzsche y de Artaud, pero desde la barrera. ¿Convertirse, pues en un profesional de tales habladurías? ¿Desear que los que sufrieron esos golpes no se hundan excesivamente? ¿Hacer encuestas y números espaciales? ¿O bien ir uno mismo al infierno, un poquito nada más, para pasar la experiencia, alcoholizarse un poco, volverse un poco loco, lo justo para alargar la fisura, pero no lo suficiente para no hacerla irremediable? (Deleuze, 1970; pp. 200-201).
El pensador francés está consciente que son vitales las experiencias límites entre estos
seres, que su desborde concluye trágicamente y que resulta aventurado intentar nada
más bordear un poco el abismo, lo suficiente para temer a la caída y retornar al centro
donde habita la seguridad. Conciliar así las evasiones, y conciliarlas de tal forma que no
se sobrepase el consumo, que se sea siempre consumidor y no consumido; una
manera estratégica de conservar la libertad aparente.
En los relatos Un artista del hambre y Un artista del trapecio, de Kafka, y Bartleby el
escribiente, de Melville, se encuentran personajes ficticios que construyen su evasión
entre las líneas del trabajo literario. Aunque dicha evasión no es la de las drogas, de
igual manera logra convertirse en una estética de la evasión gracias a esas condiciones
extremas que trazan estos seres en su existencia ficcional. Evadirse es su constante
hacer, tratan de mantenerse por fuera de la continuidad del tiempo, de la salud
vigorosa que quiere hacer vivir, del lenguaje que no desconfigura los sintagmas y
mantiene el paradigma lingüístico en orden, de la comunidad que busca la estabilidad
y no la dispersión y el “no-lugar”29 (Augé, 1995), del intento de deserción de lo
29 El concepto del No-lugar de Marc Augé alude al espacio postmoderno desde el cual ya no se forjan tradiciones ni valores ni asociaciones perdurables en el tiempo. Se trata de lugares de tránsito de la comunidad dispersa.
100
orgánico y de los clichés y sus imágenes acabadas. La estética de la evasión mantiene
a los seres humanos en los márgenes, en los bordes de la existencia donde la
comunidad configurada como un espacio productivo se pierde para ceder su lugar a
individualidades que se concertan.
No se trata de hacer obra, sino de habitar el espacio a contramano del sueño de
fusión. Los encuentros no son instituidos desde la permanencia, se logran para la
interrupción, la fragmentación, para una especie de solidaridad silenciosa no de lo que
se es, sino de lo que se debe rechazar. Aquí, como señala Paul Virilio, “no se habita un
lugar, sino la propia velocidad” (2003; 89), se trata de un continuo desplazamiento
que no quiere ocupar un espacio sino una intensidad; la velocidad debe ser el tiempo
de quien se evade, pues sólo gracias a su perpetuo flujo permanece en fuga. Pero la
quietud resulta ser, -como la quietud de Bartleby-, no una figura de la lentitud sino de
la concentración y la intensidad. Esto recuerda la figura del nómada, de aquel que, al
decir de Alexander Toynbee (1975), se niega a desplazarse y permanece quieto,
indicando otro tipo de movimiento:
Pero, por otra parte, el nómada no es necesariamente alguien que se mueve; hay viajes inmóviles, viajes en intensidad, y hasta históricamente los nómadas no se mueven como emigrantes, sino que son al revés, los que no se mueven, los que se nomadizan para quedarse en el mismo sitio y escapar a los códigos (Toynbee, 1975).
Aunque las adicciones siempre se persigan, siempre se vaya tras de ellas, pues su
consumo está cada vez un paso adelante del adicto, y es condición del adicto querer
cantidades cada vez mayores que sacien su ansiedad, la figura del adicto sucumbe por
igual a los momentos de quietud; por efecto de la droga el cuerpo entra en un estado
de relajamiento que no desea movimiento alguno. Y, aunque algunos alcaloides como
la cocaína estimulan el sistema nervioso, el cuerpo se comprime y, en muchas
ocasiones, hay dificultad o apatía para moverse de un sitio determinado. Pero la
ansiedad permanece, se hace aún más grande y el deseo vuela con mayor velocidad
hacia el vacío que es su necesaria condición. Se está frente a un gasto sin reserva,
frente a una sociedad dadivosa pero totalmente inoperante. La condición de gasto es
la pérdida, el exceso, que conlleva el enfrentamiento con la muerte y un paso aún más
allá que subvalora su fuerza. Georges Bataille (2005) supo descubrir en el sistema del
101
Potlach30 esa condición de intercambio de fuerzas, de intensidades que permite la
soberanía. En esta institución la sorpresa e interés se encuentran en el aparentemente
infundado derroche de bienes necesarios, tales como esclavos, casas o muebles. En el
Potlatch la suntuosidad del objeto regalado no adquiere una importancia relevante. No
se trata aquí de gastar para acumular o recapturar capitales, se entregan las riquezas al
derroche, a la no producción, lo importante es colocarse por encima de los mismos
bienes para desatar al ser soberano, aquel que está por encima de la producción o la
ganancia, y su determinación está inclinada hacia el gasto suntuoso.
Hacer de la evasión una estética, por lo menos desde la adicción, es entregar las
fuerzas todas -no para recuperar la fortaleza más tarde-, hundirlas en el vacío que no
devuelve nada, a no ser el mismo vacío multiplicado. Cierta soberanía vive quien se
evade, pues está lejos de conservar la salud o el aliento, de entrar en la mecánica de la
producción. Por el contrario, disminuye su vigor porque tiene la necesidad de agotar
sus fuerzas a razón de una nada, de un fantasmal goce.
Es posible la evasión como estética sin referencia al consumo de drogas. Mantener la
evasión desde Kafka o Herman Melville, siguiendo relatos como Un artista del hambre,
Un artista del trapecio o Bartleby el escribiente, conlleva pensar en aspectos como el
lenguaje que se construye al margen de las gramáticas estructuradas y la resistencia a
entrar en las dinámicas de la biopolitica al proteger la vida y hacer vivir a toda costa. La
no-salud se convierte en una metáfora de la resistencia al sistema productivo, al
capitalismo maquínico que pervierte el sentido de la buena salud para convertirla en
una forma que esclaviza, toda vez que se entrega el sujeto a las líneas de producción.
De otra parte, la evasión se establece desde esos movimientos estáticos de la quietud
que logran romper con las experiencias del desplazamiento como condición del saber.
Es importante tener presente la repetición de las formas que se da en los relatos de
Kafka con el uso de la conjunción adversativa y en el cuento de Melville con la fórmula
de Bartleby “preferiría no hacerlo”. Esto permite observar que, si bien la repetición
30 Enciclopedia británica: “el Potlatch es una distribución ceremonial de propiedad y presentes o regalos para afirmar o reafirmar un estatus social, arquetípicamente en la forma institucionalizada en que se hace entre los amerindios de la costa de Norteamérica y en la provincia de la Columbia británica de Canadá. Marcel Mauss (1925) quien fue quizá el primero el hablar sobre este tipo de economía, en su Ensayo sobre el don, estudió también la población de la Polinesia.
102
puede anular el sentido dado el desgaste semántico, también profundiza en él siempre
que se proyecta sobre una misma forma y se le otorguen valores simbólicos y
metafóricos.
3.2. RÉQUIEM POR UN SUEÑO O LA PROLIFERACIÓN DE LAS ADICCIONES
El mundo postmoderno ha multiplicado las adicciones. En un lugar donde la velocidad
es lo que impera, ser adicto es estar en el rango de las maquinaciones comunes. Todo
se produce y se adquiere con la mayor premura; no hay tiempo para detenerse y
esperar la lentitud de los procesos, el displacer que genera el esfuerzo. Canales de
televisión a control remoto, información de la red circulando en el menor tiempo
posible, alivios instantáneos, placer en la brevedad del tiempo, todo ello contribuye a
crear una época de adicciones. De otro lado, la tendencia obliga a gastar en cosas
innecesarias y repetidas, obliga al consumo sin más razón que el consumo mismo. Jean
Baudrillard (2009) en La sociedad de consumo precisa que: “El consumo dispendioso se
ha convertido en una obligación cotidiana, una institución forzada y a menudo
inconsciente como el impuesto indirecto, una participación involuntaria en las
coacciones del orden económico” (p. 6). Se podría pensar que el consumismo genera
situaciones similares a las que experimenta un adicto a las drogas duras en cuanto a
inconsciencia, pérdida de la voluntad y actos repetitivos. Si bien en ambas puede
gestarse una adicción, es probable que en el consumo no se genere una evasión
propiamente dicha.
Las denominadas “drogas sustitutorias”, que Sloterdijk (2001) llama “adicciones
difusas”, son aquellos consumos no narcóticos con los que el individuo pretende
liberar las tensiones que se derivan de su cotidianeidad, en otras palabras, se trata de
“Adicciones no narcóticas en las que las actividades mundanas y realistas toman la
función de quebrantadoras de la existencia y disolventes del yo” (Sloterdijk, p. 156).
Las drogas sustitutorias (el trabajo, el dinero, el éxito, la televisión, los juegos de video)
son legales y hacen parte del mercado autorizado, a diferencia de las drogas
nominadas como duras (heroína, cocaína, pasta de coca y otras). Esto hace que el
103
adicto difuso no tenga que enfrentar ciertos contratiempos y que el ritmo del consumo
sea otro. El adicto a la heroína vive situaciones al margen de la legalidad, experimenta
una constante carrera por evadir desde la policía hasta su propia realidad. Por el
contrario, embriagarse con juegos de video puede ser alarmante para las corrientes
pedagógicas, pero para el mundo en su diario devenir representa una práctica que, por
lo general, se atribuye a niños y a adolescentes. Sobre estas últimas adicciones no cae
la condena médica o policiaca. Como consecuencia, se puede ser adicto y no estar
evadido del mundo y sus relaciones. Se afirma que “El sujeto sobrecargado con sus
propia existencialidad es, hoy más que nunca, menos fugitivo del mundo que adicto
del mismo” (Sloterdijk, 2001; 156).
En la película Réquiem para un Sueño (2000), del director Darren Aronofsky, se recrean
simultáneamente las adicciones duras y las adicciones difusas. Este film, que es una
adaptación de la novela homónima escrita por Hubert Selby en 1978, relata la historia
de cuatro personajes - Sara, Harry, Marion y Tyrone- adictos a diferentes sustancias o
actividades. Sara es dependiente de la televisión y esta la llevará, luego, al consumo de
anfetaminas. Ocurre que es invitada a participar en un programa de concursos
relacionado con la obesidad y la buena alimentación. Se obsesiona con el concurso y
comienza una dieta que le permita volver a usar un vestido rojo, que simboliza la
juventud y belleza de otros tiempos. Acude a un médico de pocos escrúpulos que le
receta anfetaminas para ayudarla a bajar de peso. A partir de ahí, Sara comienza a
desligarse del mundo y el extrañamiento de la realidad, hasta que pierde la razón. Por
su parte, Harry y Marion, quienes son hijos de Sara, y Tyrone son adictos a la heroína,
su vida, como la de Sara, es un sueño que se agota en reiteradas secuencias de
consumo de drogas, presentadas a gran velocidad.
En esta producción, al igual que en la novela, la droga no constituye un concepto
restringido. La noción de droga y de adicción van más allá del uso de fármacos,
engloba también a la televisión, las ofertas fantásticas, todo aquello que se vende con
la promesa de la felicidad cumplida y contribuye a que se evada el presente. La
existencia resulta abrumadora para los personajes por el peso de lo real, estos se
repliegan sobre sus adicciones sin darse cuenta que el tiempo se sucede en picada: de
104
la primavera al otoño, del otoño al invierno, en una secuencia clásica de degradación.
Antonio Jesús Serrano, al reseñar la película, sostiene que
El vacío existencial y la recurrente necesidad de darle solución, con consciencia o sin ella, tiene su cobijo en esta película. Hasta el extremo de poner al mismo nivel que cualquier otra adicción a la esperanza, a la búsqueda de sueños, a la pérdida de la realidad como elemento evasor en pos de lograr romper el desconcertante presente (2005, p. 69).
Sara pasa los días pegada a la pantalla de tubos catódicos y su adicción le hace
implorar “No vuelvas a llevarte la tele, por favor” (Aronosfky, 2000: m 1:45). Su
dependencia de este medio queda reiterado en el siguiente diálogo entre los hijos de
la protagonista: “-¿Qué la vuelve loca?, ¿qué? (pregunta Marion), -La televisión, no. Si
hay alguien enganchado a la tele, esa es mi madre”, dirá Harry (m 33:58). La
protagonista vive sola y su realidad más inmediata es la televisión. Esto cobra mayor
relevancia cuando se enfrenta a la posibilidad de aparecer en la T.V, pues la fantasía
adquiere un principio de realidad. Para Sara, estar en la pantalla se ha convertido en
una necesidad que ha de reafirmar su existencia. Esto se desarrolla en el diálogo
madre-hijo:
-¿Tan especial es salir por la tele? (pregunta Harry) -Si es especial, tú has venido aquí en un taxi ¿quién tiene el mejor asiento? Ahora vuelvo a ser alguien, ahora todo el mundo me quiere, y pronto millones de espectadores me verán y también me querrán. (m 42:00)
Aparecer en el medio le otorga sentido a su existencia. Dice: “Es un motivo para
levantarme por la mañana, un motivo para perder peso, para ponerme el vestido rojo,
y es un motivo para sonreír” (m 42:36). La ansiedad que manifiesta Sara es resultado
del afán de realización individual, tras haber ignorado su realidad y no haber satisfecho
sus expectativas. Su primera adicción, la televisión, la conduce al camino de las
anfetaminas, dando por resultado un furor demencial. Paradójicamente, las vías que
adopta para acceder a su sueño, hacen que este comience a desvanecer a medida que
ella se hunde cada vez más. Ya no será el sueño el que rija la consciencia, sino la
adicción que termina por apoderarse de ella. Será necesario que el personaje llegue a
la locura para trazar la ruta de su evasión.
En un primer momento, la vida del personaje del film se desarrolla dentro de las
disposiciones legales, de lo socialmente convencional. Sumergida en su pequeño
mundo nadie condena su forma de evadirse, de hecho no se ve allí un intento inmoral
105
o penalizado de evasión. Todo mantiene su forma, la condición ordinaria de escapar un
poco de lo real. La ilusión mediática vende estereotipos del bien vivir. La delgadez, en
el caso de Sara, es el formato que el programa obliga para la felicidad. La mujer que
delira viéndose frente a millones de telespectadores no duda en marcar su propio
cuerpo con las huellas de una anfetamínica dieta:
-Mamá,¿ tomas anfetas? - ¿qué? -pastillas para adelgazar. – Ya te dije que voy a un especialista -lo imaginaba, vas a un matasanos para que te llene de mierda -¡Pero qué dices, Harry!, estoy en manos de un especialista -¿Qué te da mamá?, ¿te da pastillas? -Claro que me las da, es un médico -¿Qué clase de pastillas? -Una púrpura, una azul, otra naranja (Aronosfky, 2000: m 40:00)
Las dietas y las drogas para el adelgazamiento son causa de alucinaciones y de una
extrema delgadez. Consume anfetaminas y la sobreestimulacion que estas generan le
lleva a rechazar la ingesta de alimentos y le producen desgaste energético. El
personaje aspira a conseguir la figura con la cual protagonizará en la televisión una
vida que quiso vivir, sin embargo, la adicción se fortalece y su evasión de lo real es
cada vez más fuerte, a pesar de que los medios que utiliza siguen siendo de orden
legal. Harry, su hijo, intenta hacerla entrar en razón:
-¡Mamá, mamá, tienes que dejar de tomarlas, no son buenas! -¡Cómo que no son buenas, he perdido doce kilos! -¡Y eso qué tiene que ver! ¿Quieres engancharte a las drogas? -Es que no estoy enganchada a las drogas, ¿me sale espuma por la boca? Es un buen médico - Te digo que ese matasanos no es bueno (m 40:50)
La agudización de la crisis de Sara es descrita así: “Es una mujer a la que le supera la
propia existencia y se evade mirando la televisión, y de allí a hacer una dieta para
acudir al programa de sus sueños” (Serrano, 2005; 70)
A diferencia de Trainspotting, donde la droga es una elección de vida y la evasión una
mecánica de resistencia, en Réquiem para un sueño no hay una elección muy
consciente sobre las vías que toma Sara, en la medida en que desconoce los efectos
de las anfetas. Ella no conoce el medicamento que toma, a pesar de que su hijo le
advierte sobre las consecuencias adictivas; no reconoce en la dieta el germen de una
106
obsesión que la conduce a aumentar su vacío, mientras intenta huir del mismo; no
distingue en el fantasma del éxito y la popularidad la marca de su fracaso. El afán de
gozar del reconocimiento de los otros es proporcional a la velocidad con que va
tomando distancia de esa realidad, distancia que se dilata en el trance de su locura. La
evasión del mundo resulta ser total puesto que se le dificulta diferenciar lo fantástico
de lo verídico. Sara ha llevado hasta el límite su adicción, toda su rutina ha girado
vertiginosamente y la vida que tenía ha terminado por desaparecer. Nuevos ritmos,
veloces, agresivos, ahora rigen su existir. La película se estructura como una secuencia
de chutes31, imponiéndose así un vertiginoso desarrollo que simula la situación
adictiva: Corre, se inyecta, corta; y nuevamente, corre, se inyecta, corta. Sin las
anfetaminas, Sara vuelve a la realidad que le ha imprimido a su cuerpo la falta de
alimento y la estimulación narcótica. Débil, sola, casi anoréxica, no le queda más que
regresar nuevamente a la ilusión catódica donde todo parece brillar y estar en su
punto. Recobra las energías y se sumerge en la vida que siempre ha soñado; se hunde
de pleno en la evasión.
Ricardo Cuberos (2005) en Réquiem para una realidad tangible hace una apreciación
sobre los medios, que es apropiada para el personaje de Sara:
Nuestra realidad individual depende cada vez más de los mensajes que movilizamos desde y a través de los medios de comunicación, reduciendo nuestra psique a un modelo personalizado de reacciones dentro de una metacognición de la realidad devenida a través de la telecomunicación, los medios audiovisuales, y recientemente, la internet (p. 1).
El análisis del problema se dirige a los estereotipos que propagan los medios y a la
realidad que se fabrica a partir de la aglomeración de imágenes que se suelen
transmitir. Como muestra Réquiem para un sueño, resulta importante reconocer en los
medios audiovisuales el factor de la velocidad. El ritmo de las imágenes no permite con
facilidad que se discrimine lo fantasioso de lo que no lo es, lo que puede conllevar a
cierta narcotización por una falta de discriminación de lo real y lo fantástico. El medio
no posibilita el tiempo para la reflexión y la diferenciación entre las dimensiones. Por
el contrario, se consumen durante horas realidades que más tarde, y quizás de manera
inconsciente, se intentan adoptar o reproducir. En el personaje de Sara la televisión
cumple el papel de ese impulso que la conduce a autofabricar su propio mundo.
31
El término hace referencia a la inyección de heroína que se aplican los adictos.
107
Sumergida en la pantalla que ilumina su rostro y su vestido, el personaje ya no es
capaz de habilitar nuevamente los mecanismos que pueden sujetarla en el círculo de lo
real. “Una delirante adicción a los programas de reafirmación personal, aderezada por
una enloquecida intoxicación por anfetaminas, rompe la barrera que resguarda
debidamente la realidad tangible de la virtualidad, causándole las consecuencias
reflejadas en la película” (Cuberos, 2005; 3), Sara diluye su consciencia en una crónica
evasión.
En Réquiem por un Sueño también se presenta la adicción a las drogas duras, sin
embargo, se dejó de lado el análisis de los personajes inscritos en este tipo de adicción
por haber sido ya considerados en el estudio del film Trainspotting. En Réquiem el
interés se centró más en las adicciones difusas, como la televisión, aunque estas
terminasen conjugándose con consumos narcóticos.
3.3. TRAINSPOTTING O LAS DROGAS COMO ESTILO DE VIDA
En el año de 1993 el escritor escocés Irvine Welsh publicó la novela Trainspotting, que
relata los sucesos en torno a cuatro jóvenes adictos a la heroína y un alcohólico
violento e intolerante. La obra emplea un lenguaje que recrea la oralidad de los
yonkis32. Los personajes habitan en el universo de las drogas asumiéndolo como una
elección y un estilo de vida. Tres años más tarde, en 1996, el director Danny Boyle
realizó la versión cinematográfica de la novela con el mismo título. En ambos relatos se
representa al adicto como un individuo que ha tomado una decisión consciente y clara,
en lugar de verle como un ser humano que ha caído en las garras de los
estupefacientes. Las drogas, parecen decir, no siempre son un accidente.
El término trainspotting hace alusión a cierta “afición que tienen los jóvenes británicos
consistente en ver pasar los trenes (train-spotting). Se quedan mirando, anotando
cosas inservibles como los números de los trenes que pasan, y de este modo
simplemente “pasan el rato” (Vila Lorente, p 2). En el inglés coloquial define una
32 Un yonqui es un adicto a las drogas duras, en especial a la heroína. Estas personas manejan un lenguaje particular que les permite comunicarse sin delatarse frente a las instituciones de seguridad.
108
manera de inyectarse heroína. Lo que hacen tanto el escritor como el director es jugar
con las palabras de acuerdo a los dos sentidos de la misma. ¿Qué hace un adicto en su
vida de adicción?, acomete acciones que no llevan hacia ningún lado, ve pasar trenes
mientras la heroína surte efecto en el cuerpo. El adicto es aquel que se desperdicia,
que sólo quiere pasar un buen rato. De acuerdo con María José Montes y Jacinto
Choza (2001) en Disolución y recuperación de lo humano en la autenticidad, el titulo se
asume como:
Como una muestra simbólica de lo que representa el mundo de las drogas. La drogadicción puede ser entendida como el peor de los hobbies. Los drogadictos, y en especial los heroinómanos, utilizan la droga para pasar el tiempo, el de la propia existencia con la que no se sabe que hacer (p. 76).
Este relato, en su versión literaria y fílmica, recrea la cotidianidad de los yonkis. Para
los personajes la droga representa una elección, lo que implica que han definido sus
intereses y han trazado un perfil de vida. Podría decirse que, de cierta manera,
proponen una forma de existir. La película de Boyle se inicia con la manifestación de
Renton33, personaje de la novela que asume la voz principal en el filme, para poner en
claro su elección con respecto a las drogas.
Para él la vida comúnmente aceptada implica el abandono de la autenticidad y
sumergirse en fórmulas vacías de la existencia. En lugar de optar por la vida, elige la
no- vida, es decir, lo que podría entenderse como una forma enferma y distorsionada
de habitar por medio de las drogas. Si Bartleby elige la no-salud, Renton escoge la no-
vida, toma partido por la fuga, por una existencia que se resuelve sobre la estética de
la evasión. La huida de los convencionalismos la manifiesta así:
Elige una vida, un empleo, una carrera, una familia, una televisión grande, lavadores, compact disk, coches, abrelatas eléctricos. Elige la salud, colesterol bajo, seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo, un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos un traje de marca en una amplia gama de almacenes. Elige bricolaje y pregúntate el domingo por la mañana quién coño eres. Elige sentarte en el sofá o mirar programas estúpidos mientras comes comida chatarra. Elige pudrirte en un hogar miserable, siendo una vergüenza para los malcriados que has creado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida. Yo elegí no elegir la vida. ¿La razón?, no hay razones, quién necesita razones cuando tienes heroína (Boyle, 1996; m 5: 24).
33
La casi totalidad de las citas de la película corresponden a las intervenciones del personaje de Renton por ser él quien conduce la narración.
109
Es necesario enfatizar el acto consciente del personaje, lo que hace que la estética se
manifieste desde el comienzo de su elección y no como resultado de esta. Implica,
además, que hace de las drogas un estilo de vida por decisión propia y que no
convierte su existencia en una perpetua evasión por algo sobreimpuesto. En la
concepción del personaje de Renton elegir una vida, una carrera, una familia
significaría asumir el modelo de sistema que anula al individuo y lo absorbe dentro de
la estructura capitalista. No preocupa cómo hacerse incluir dentro de la cultura formal,
por el contrario, lo que se evidencia es la necesidad de un accionar diferente y de
trazar la huida. Como resultado se tendrá la exclusión y la marginalidad que caracteriza
a estos personajes. Ellos se dedican a robar y a delinquir, automarginándose y
aislándose cada vez más en sí mismos. La elección de aquello que se considera lo
establecido se constituye para algunos personajes del filme (Renton, Sick Boy, Spud,
Begbie) como una pérdida de la autenticidad, un ceder la autonomía a fuerzas menos
reales y más confusas. Dicen en el film:
Una vez que aceptas que tienen ese derecho, te unirás a ellos en la búsqueda de ese santo grial, esa cosa que te hace funcionar. Entonces los escucharás, y te dejarás embaucar hasta creerte cualquier teoría sacada del culo que escojan atribuirte sobre tu conducta. Entonces eres suyo, no tuyo; la dependencia se desplaza de la droga a ellos. (Boyle, 1996, m 45: 24)
En este filme son reiterados los cuestionamientos a la sociedad y sus manifestaciones,
así como el carácter marginal de los protagonistas. Renton manifiesta: “No existía
entidad alguna llamada sociedad. Y aunque existiera yo no tenía nada que ver con ella”
(m 64: 47) También se revela la objeción a las formas culturales vigentes por parte de
Renton y sus amigos. Se rechaza el trabajo, la educación y la televisión, entre otros. La
televisión se denuncia como una forma alienante de diversión, “[…] que embota la
mente y aplasta el espíritu” (m 3: 27), que genera sujetos pasivos e indolentes que
agotan su vida frente a una pantalla, obedeciendo a los hábitos de consumo. Los
personajes se enfrentan a una cultura que ha sido impuesta, que no brinda felicidad,
sino desasosiego. Las representaciones culturales quedan también en entredicho:
-- ¿Es que no te sientes orgulloso de ser escocés?
-Es una mierda ser escocés, somos lo más bajo de entre lo bajo, la escoria de la puta tierra, la basura más servil, más miserable, salida del culo de la civilización (m 33:48)
110
El orgullo nacionalista de Tomy es una farsa para Renton. Este último denuncia que
“La sociedad inventa una lógica falsa y retorcida para absorber y canalizar el
comportamiento de la gente, cuyo comportamiento está por fuera de los cánones
mayoritarios” (Boyle, 1996, m 76: 21). Dentro de este contexto, el personaje opta por
la dependencia de las drogas, se pregunta para qué entregar las propias razones a
otras conciencias que no son las del sujeto. En esta última actitud se podría encontrar
una manifestación de lo que Erich Fromm (2005) consideró como evasión, dado que
se desplaza la responsabilidad de las libertades a otras formas de sujeción.
En el caso de los personajes de Trainspotting, las drogas son la verdadera huida, la
auténtica evasión, la manera de salir de las artimañas y confusiones del ser social y de
las obligaciones que se le exigen. La droga deviene en un oficio a cumplir las 24 horas
y no hay espacio ni tiempo para nada más en la vida del adicto. Se afirma en la película
que “Vivir así exige una dedicación exclusiva. Muchos creen que esto es fácil, que es
una opción blanda, pero no lo es” (Boyle, 1996, m 34:44). Para el adicto la realidad se
desvanece, deja de existir cuando se cumple el rito del consumo. Está tan ausente de
la vida que lo único que pareciera sorprenderlo es la muerte, y aun el dolor de la
muerte lo intenta superar con droga. Es lo que ocurre en el filme cuando los
personajes se drogan durante tres días sin reparar en el bebé que dejaron a su
cuidado. Al despertar al mundo real, el infante ha muerto por inanición. La forma que
encuentran ellos para apaciguar el dolor y evadirse del escabroso momento es una
jeringa con heroína. Han elegido vivir la no vida. Consideran que “Es mejor
abandonarse y alejarse, poco a poco de la vida, que luchar incesante y duramente para
no ser otra cosa que un sujeto anónimo y despersonalizado” (Montes; Choza, p. 84).
En el desarrollo de la película se identifican tres motivos o razones que conducen a los
personajes a dedicar su vida al consumo de drogas, generando un estilo de vida y
erigiendo la evasión en una estética. Estos son: la búsqueda de la autenticidad como
forma de rechazo a las dinámicas socioculturales, la búsqueda del placer y la búsqueda
de la simpleza. En Trainspotting son estos los argumentos principales para elegir la
heroína como principio de vida.
111
3.3.1 La búsqueda de la autenticidad y la transgresión de modelos socioculturales
Los jóvenes adictos protagonistas de la película Trainspotting no se identifican con los
valores sociales y culturales del entorno británico ni se consideran parte integrante del
núcleo social inglés. Son jóvenes escoceses cuyas opciones de vida distan de ser
aceptadas dentro de las dinámicas convencionales. Adicionalmente habría que
considerar el apartamiento social que implica el ser adicto como forma de evasión y
manifestación de huida.
Los personajes se enfrentan continuamente al juzgamiento que establece la sociedad
alrededor de estos consumos. Renton expresa la molestia de tener que soportar
comentarios del tipo “Yo jamás envenenaría mi organismo con esa mierda” (Boyle, m
5:22), opinión de Begbie, quien es un bebedor constante de alcohol. O el pensar de
sus padres cuando sentencian: “Estas desperdiciando tu vida” (Boyle, m 5: 24). Para
los personajes adictos, cuya voz resuena por la de Renton, las elecciones de vida
convencionales han sido determinadas por los diversos grupos sociales, por lo que
para los personajes no se produce realmente una libre decisión allí. Es por esto que la
noción de autenticidad implica el rechazo de aquello que se considera falso, sin
sentido, manipulador o tramposo. El protagonista elige la heroína, la no-vida, pues su
opuesto, la vida, sería optar por las formas hipócritas de los sistemas. Lo único
auténtico dentro de su mundo es la heroína.
Es preciso reconocer que existe una identidad social, cultural y material establecida,
pero Renton y su grupo de amigos, al estar sumergidos dentro de las drogas, han
perdido el referente con el cual lograr una identificación. No hay unidad entre ellos y el
cuerpo social. Estos personajes se resisten a modelar su identidad a través de las
construcciones identitarias colectivas que se asumen como válidas. Y hacen su propia
construcción identitaria desde el mundo de las drogas. Renton y sus amigos yonkis
buscan alejarse de esa falsa unidad social que los excluye de su contexto: “Convertirse
en un ciudadano de bien, era convertirse en el gilipollas de 9 a 5” (Boyle, 15: 22). La
identidad que constituye a Renton y a sus amigos, se da por oposición al otro y por
fuera de lo aceptado socialmente. Esto los coloca en una posición de exclusión en la
112
que afirman una autenticidad al margen de los otros. Aceptar los consejos o
preceptos de los otros implica dependencia o sumisión a ellos: “Entonces eres suyo, no
tuyo” (Boyle, m 87: 02), dice Renton, quien se resiste a ser asimilado al grupo social
oficializado.
El grupo de adictos de Trainspotting ha tomado la opción de la droga como la elección
auténtica frente a la hipocresía de los modos de vida. Sus experiencias con el mundo y
los seres humanos los ha llevado a la creencia que sólo se aprende a través del fracaso
y que la única honestidad es la que encuentran en la droga. En la película expresa el
personaje: “Llenamos nuestra vida de mierda, de cosas como carreras y relaciones
para convencernos a nosotros mismos de que no carece todo de sentido. El caballo es
una droga honesta porque te arranca esas ilusiones” (Boyle, m 37:35). La evasión anula
el impulso de querer ser alguien, su estética está fundamentada sobre la decisión de
arrancarse de lo profundo los intereses que acosan a los seres humanos en su
cotidiano trasegar. Renton quiere ser un hombre auténtico y de allí su negación a
aceptar la falsedad social y moral de todo lo establecido, lo que lo lleva
necesariamente a combatir aquello que no entra dentro del rango de lo auténtico. La
falta de sentido que ellos observan en su realidad conduce a los jóvenes yonkis de
Trainspotting al consumo de heroína como una expresión de honestidad y de
resistencia.
Se configura entonces una estética de la evasión, que va de la mano del consumo
reiterado de psicoactivos, en vías de una vida más independiente, más simple y más
placentera. Renton vive fuera de sí en la incesante búsqueda de la droga, cuando su
conciencia desea aflorar los únicos sonidos articulados son “preparo unos chutes”. A
través de estas imágenes se trata de despersonalizar los actos, vaciarlos del yoismo del
que están saturados puesto que la droga quita el deseo de participar en el sistema. El
adicto se separa del “otro”, hace una experiencia profundamente solitaria.
Su rechazo por las engañifas sociales actúa como huida, sirve de motivo para
desligarse del resto de los seres humanos, para tomar distancia y establecer sus
propias jerarquías. En esa medida hay una construcción individual de su ser para
mantenerse alejado de lo hegemónico. La evasión se convierte en una forma de vida,
en una rutina. Lo que identifica al adicto o a quien formula la evasión como estética
113
son la actitud inaprensible, los acercamientos discontinuos, la comunidad dispersa, la
no identificación para evitar el atrapamiento en los sistemas, el evaporamiento y la
fragilidad donde se diluye la sana conciencia. La búsqueda en Trainspotting no
concierne a la idea de hacerse o construirse una identidad que le permita al grupo de
yonkis mantenerse dentro de los parámetros y las coordenadas sociales registradas
oficialmente, por el contrario, dicha búsqueda se propone desvanecer toda relación
sana y aceptada, construir formas de convivencia desde el apartamiento de los modos
convencionales y trazar rutas de acercamiento desde la evasión.
La diversidad de caracteres del grupo de adictos de la película da cuenta de este
pensamiento de orden político. Los cinco personajes principales se representan sin
diálogo continuo, sujetos a una palabra que se rompe en el rito de la droga y que da
visos de no poder mantener la coherencia que necesariamente se le pide. Expresa el
personaje: “Lo malo de desengancharme del caballo es que sabía que tendría que
reencontrarme con mis amigos en un estado de conciencia plena. Me recordaban
tanto a mí mismo que casi no podía soportarlos” (Boyle, m 12:20). Estos cinco hombres
aparecen unidos a una soledad que persiste en aislarlos más: “Ahí estaba rodeado de
mi familia, mis supuestos colegas, y jamás me había sentido tan solo, nunca en toda mi
vida” (Boyle, m 59:30). Los cinco personajes viven en el repliegue de sí mismos y en la
ley de una amistad de endebles lazos:
Tenía que librarme de ellos. Sick Boy no llevó a cabo su negocio de trapicheo que lo haría rico; en vez de esto él y Begbie se quedaron en mi estudio buscando cosas que robar. Decidí meterlos en el peor sitio del mundo (Boyle, m 76:25).
La escena en que Renton, Sick Boy, Begbie y Spud están bebiendo una cerveza
mientras celebran el negocio de venta de heroína, deja entrever la poca sujeción de
esta comunidad: el dinero de la venta está sobre la mesa, Sick Boy debe ir al baño, va y
una vez que vuelve le dice entonces a Renton: - “Seguís aquí”, -Renton responde: -“No
íbamos a dejar tirado a un amiguete”, a lo que Sick Boy replica: “- Yo lo haría” (m 85:
07).
114
3.3.2 La búsqueda del placer
El placer es una de las razones que esgrimen los jóvenes adictos de Trainspotting para
mantener su consumo adictivo de drogas. Expresa uno de ellos en el filme:
La gente cree que esto no es más que miseria, desesperación, muerte, y toda esa mierda que no hay que olvidar. Pero lo que olvidan es el placer que supone, de lo contrario no lo haríamos, después de todo no somos gilipollas (Boyle, m 3:20).
Parte de la estética de la evasión que se construye a través de este filme va
relacionada con la obtención del placer; argumento que se aúna a los efectos de la
cámara (como la velocidad que imprime un sello de agitación) a los escenarios o
escenografías para generar ambientes propicios para el consumo, a los vestuarios, y
actitudes de los personajes para complementar dicha estética. Los personajes emiten
expresiones explícitas sobre la gratificación y satisfacciones que experimentan en
diversos momentos. Uno de los personajes femeninos del filme exclama cuando se
inyecta heroína: “Esto es mejor que la mejor puta polla del mundo” (Boyle, m 3:37), o
también “Es mejor que cualquier orgasmo” (Boyle, m 3:40). El consumo se perfila
sobre la línea del placer, del deleite, de lo apetitivo. Dicho placer tiene como
consecuencia el hundimiento de la consciencia, la pérdida del control sobre lo que se
hace, de tal manera que no hay confrontación con lo real ni surge el dilema del placer
y la realidad. En este sentido, el toxicómano está a la vanguardia de una sociedad que
ha dado primacía a la búsqueda de satisfacciones, no importa si maquìnicas o
artificiales. Se trata de hallar el placer sin importar el costo. Los personajes adictos
creen en una realidad ideal, sin afecto, sin frustraciones, sin rechazo, sin diferencias, y
en la cual los desórdenes del mundo son imputables a negligencias o a malevolencias.
Se configura un universo extraño, maravilloso y oscuro en el cual Renton y sus amigos
se sumergen hasta desviar su ser de la infelicidad que puede producir la existencia:
“Las calles rebosaban de drogas que puedes usar para combatir la infelicidad. Y
nosotros las usábamos todas” (Boyle, m 10:25). El objetivo es evadir los momentos de
angustia, psíquica y física, para abrir un espacio imaginario de posibilidades. Cuando
un adicto consume drogas le atribuye en su imaginario una potencia que le hace
considerar que es posible lograr aquello que imagina: alcanzar el máximo placer, la
115
mayor potencia sexual, el mejor rendimiento deportivo. Las drogas, sin importar cuál
sea, aparecen cubriendo todo lo que entra en el imaginario del que consume. Así que
en los primeros momentos de la ingesta el placer es intenso y menos
contraproducente. El goce que se obtiene está más allá de quien consume; se trata de
vivir y gozar del instante donde la conciencia se disuelve y se desbordan sus límites.
Tanto Giulia Sissa (2000) como Emmanuel Levinas (1999) coinciden en que refugiarse
en el placer como lugar de la evasión resulta una falacia. Para Levinas el placer es algo
que no concluye, un fondo cada vez más hondo en el que se lanza precipitadamente
quien intenta mantenerse a distancia de lo real desde el deleite. Tal forma de evasión
debe profundizarse hasta trascender el mero disfrute y convertirse en una necesidad,
en una forma de vida. Una conversión que deja entrever ese lado negativo del placer,
el lado que tiraniza, ya que el individuo termina sujeto a la necesidad de obtener
aquello que le supone una satisfacción. Si la adicción constituye una forma de vida, las
drogas se convierten en el pilar por el cual el ser humano respira; no es nada que te
colme, por el contrario, la carencia aumenta cada vez más. El dolor de obtener aquello
que se requiere como motivo de la existencia, se ensancha cada vez más, pues la
adicción crece desmesuradamente. Pero aunque la evasión que allí se gesta resulta
engañosa o negativa, siempre que el individuo permanece atrapado en el objeto de su
deseo, no se puede desconocer que finalmente es una evasión constante, permanente,
y que gracias a ello constituye una estética. El sujeto se evade en el placer sólo para
darse cuenta de que nunca es suficiente el placer para mantenerse en una huida
consciente. Más aun, cuando se ha alcanzado el máximo de placer, y se piensa que se
ha logrado lo pleno, el placer “se quiebra” (Levinas, 1999; 58), se vuelve a presentar
como algo que es necesario volver a recomenzar. Levinas dice al respecto:
Hay algo vertiginoso en el devenir del placer. Facilidad o cobardía. El ser se siente vaciarse en cierto modo de sustancia, aligerarse como en una borrachera y dispersarse. Así pues, comprobamos en el placer un abandono, una pérdida de uno mismo, una salida fuera de sí, un éxtasis, otros tantos rasgos que describen la promesa de evasión que su esencia contiene. Y, sin embargo, la promesa contenida en el placer es falaz, la evasión que deja entrever es una evasión engañosa. (1999, pp. 94-95)
Es una evasión engañosa porque es una evasión que fracasa, dado que el placer es algo
que siempre se supera a sí mismo, y en esa medida la promesa nunca se mantiene. Lo
que hace que un adicto, como Renton y los demás yonkis, vayan siempre tras el
116
producto que consolida por un instante su necesidad de placer, aunque ese instante
siempre se fraccione o pierda su solidez pues el placer se proyecta como un devenir.
Señala Levinas al respecto: “El placer aparece desarrollándose. Nunca está ahí por
completo, ni al instante” (p. 94).
Giulia Sissa (2000) habla del “placer negativo” o el “apetito negativo” (el cual es
producido, entre otros, por las drogas) como aquel placer o deseo que resulta
insaciable. Afirma:
Nunca estamos contentos, debido a nuestra incapacidad para contener. No estamos satisfechos porque, por mucho que incorporemos nunca es suficiente. El vacío no es un estado estable, contrario a lo lleno, que la plenitud curaría; hay vacío a medida que se llena. (Sissa, 2000; 10)34
Cada vez parece que se está más lejos de la plenitud a medida que aumenta la
necesidad de placer. Y es precisamente el aumento de esa necesidad lo que convierte
a los drogodependientes de Trainspotting- similar a como ocurre con cualquier otro
adicto- en sujetos expuestos a la rutina que exige el consumo de las drogas:
Acumular miseria tras miseria; apilarla sobre una cucharilla y disolverla con una gota de bilis, después chutarla por una vena apestosa y purulenta, después vuelta a empezar. Seguir igual, levantarse, salir, atracar, putear a la gente, lanzados con anhelos en pos hasta el día que todo salga mal; porque ya no importa cuánto guardes para mañana o cuánto robes, nunca tienes suficiente, no importa la frecuencia con que salgas a atracar y a joder a la gente, siempre tienes que levantarte y hacerlo todo otra vez (Boyle, m 41:48)
Esta rutina se transforma en una especie de ritual, además que contribuye a que la
vida del adicto deje de ser un hecho sumido en el aburrimiento. Un testimonio
recogido por Giulia Sissa (2000) en su libro El Placer y el mal, da cuenta de esta
formulación rutinaria que enmarca al dependiente de los fármacos. Un joven inglés
(yonqui en rehabilitación con metadona) relata por qué su tiempo se ha hecho un lío:
Antes, dice, cuando era yonqui, estaba ocupado todo el día: comprar la droga, pincharme, esquivar la policía…No tenía tiempo de andar vagando por ahí. Estar con metadona es parecido a estar en paro. Y aun a veces, sólo para no quedarme en casa, voy a comprar un gramo de heroína a los camellos. (1990, pp. 70-71)
La vida agitada y en constante movimiento se convierte para el adicto en motivo de
placer, quizás como resultado de la producción de adrenalina que es consecuencia de
34
Burroughs tiene una opinión común al respecto: “La droga es cuantitativa y mensurable con gran precisión. Cuanta más droga consumas menos tienes y cuanta más tengas más usas” (1980, p. 6)
117
las situaciones de riesgo. Esto hace parte de su vida, de su cotidianidad, suprimirlo deja
al sujeto en la necesidad de volver a encontrar una nueva dinámica para su existencia.
Renton pasa sus días dirimiendo la forma de cómo encontrar o hacerse con la droga.
Esto le posibilita mantenerse alejado de otra realidad que no sea la de las drogas. Vive
fuera de sí en la incesante búsqueda de esta. Se repliega en un deseo que no admite
otro objeto que no sea él, pero el placer de la droga comienza a ser diferente cuando
pasa a ser una necesidad. Muta en objeto que produce alivio más que satisfacción. Ya
no hay deseo, ese lujo de poder pasarse sin lo que no se tiene y de anhelarlo
alegremente; ahora es pura necesidad, intratable, intransigente. Renton lo descubre
una vez que es acorralado por la abstinencia. Ahora va en procura de la droga no ya
como una diversión, sino con fuerza que impone la necesidad. Sin embargo, es
pertinente preguntar si el poder cubrir una necesidad no es motivo de placer. A mayor
necesidad mayor placer en obtenerlo. Cuanto más fuerte se presente el dolor, más
enfático será el alivio. Para Burroughs (1997) la necesidad es la verdad del placer; si
requieres droga te agitas hacia ella, hallas un motivo para continuar vivo, sigues la ley
que la droga impone, la regla que este escritor ha llamado algebraica. Ley que Sissa
explica así: “Ni se puede escapar al placer negativo, ni al deseo de tener más, ni a los
dolores de la privación. Así pues, todo queda en orden, no hay más que obedecer”
(2000, p. 28). La ley es clara y concisa, la ecuación deseo-droga-deseo es demasiado
clara para rebatirla, pero también simple de tal manera que se pueda cumplir. Esa
apariencia caótica que es propia del mundo de las drogas, no es más que la
manifestación del cumplimiento de su ley.
El placer continúa de una forma u otra, ya sea que se mantenga como una expresión
positiva que permite hallar el disfrute sin caer en la dependencia, ya sea que se
constituya en una necesidad que revierte un placer llevado hasta los puntos extremos.
Circunscrito al dolor o al deseo que produce positivamente. Renton justifica su deseo
de droga gracias al placer que encuentra en consumirla; en esa evasión que le produce
cada inyección de heroína que traspasa sus venas y dilata sus pupilas. Las sensaciones
que se alcanzan con la droga, en el filme se manifiestan a través de imágenes oníricas y
de evidente placidez: camas que se hunden al contacto con el cuerpo,
desvanecimiento de la consciencia, alejamiento del ser a dimensiones extrasensoriales.
118
Solo son dos momentos de tiempo que se encuentra el adicto como Renton en la
droga: el momento de salir y buscarla en las calles, y preparar la aguja y la vena para el
pinchazo, y el momento de hundirse una vez que entra la droga en la sangre. No
parece existir nada por fuera de esta temporalidad: “Todas las putas cosas en realidad
no importan, cuando estás auténtica sinceramente enganchado al caballo” (Boyle, m 3:
59). En los dos tiempos se vive bajo el régimen de la adicción, es decir, en un escape
continuo y agitado. Incluso, un tiempo como es del dolor y el de la rehabilitación,
siguen haciendo parte del ciclo del adicto. Así Renton mantiene sus intentos de
abandonar la droga: “De vez en cuando yo he pronunciado las palabras mágicas: me
quito de este rollo, nunca más Jani, se acabó, he terminado con esta mierda” (Boyle, m
5:47). Al finalizar el filme retoma: “Este tenía que ser mi chute final, pero seamos
claros, hay chutes finales y chutes finales ¿de qué clase sería este?” (Boyle, m 76:25)
Para Deleuze (2007; 147) alejarse de las drogas sólo es un intervalo para la
recuperación de fuerzas del consumidor de drogas. Esta entra dentro de esa dinámica
que mantiene al adicto en el ciclo de su adicción
No hay más que una única línea, ritmada por los segmentos “dejo de beber- vuelvo a beber, “ya no soy drogadicto- puedo volver a serlo”. Bateson ha mostrado que el “ya no bebo” forma parte del alcoholismo en sentido estricto, pues es la prueba efectiva de que puede volver a beber. Pasa igual con el drogadicto, que no cesa de dejarlo, puesto que es la prueba de que puede volver a empezar. (p.147)
En Trainspotting se impone la obtención del placer. Es una estética de la evasión que
fija dentro de sus rutas el principio del deleite, deleite que como en la filosofía de
Epicuro35 (pero sin la mesura de este) quiere mantenerse lejos de las tribulaciones
humanas, de las realidades del mundo; placer que no deja de serlo, incluso si se
entiende como cesación del sufrimiento.
3.3.3. La búsqueda de la simplicidad
La vida de adicto suele resumirse en buscar droga, consumirla, volver a buscarla, y
volver a consumirla. Las drogas son su razón de vida, ocupan todo su tiempo y sólo
tiene relevancia aquello que esté relacionado con el consumo. Sumido en un destino
35
Para Epicuro en fin de la vida humana es procurar el placer y evitar el dolor, pero siempre de una manera racional.
119
circular, la existencia arriba a formas elementales de existir. Dejan de importar el
amor, el sexo, el alimento, el trabajo, la familia, el estudio o el dinero. El adicto
disminuye sus preocupaciones a la mínima expresión y las rutas son las mismas día tras
día. En la película Trainspotting las preocupaciones sociales no hacen parte de la vida
de Renton. Expresa: “Aquel día algo se perdió en Sick Boy y nunca más volvió. Al
parecer no tenía ninguna teoría para explicar esto, ni yo tampoco. Nuestra única
respuesta era seguir igual y a la mierda con todo” (Boyle, m 41:30).
Su elección ha dejado de lado lo que institucional y culturalmente constituye una vida
ordinaria. Considera la familia como un proveedor que ayuda a la subsistencia; el
trabajo, como una actividad que absorbe al individuo en los engranajes de un sistema
superior a él, y el amor es apenas una fantasía, un cuento desgastado y de poca
practicidad. Se indica en el filme que “A Renton la heroína le ha robado su apetito
sexual” (Boyle, m 22:16), además de su capacidad para socializar con las mujeres. Para
este personaje el dinero se convierte en un medio para conseguir la droga, no es un
recurso para garantizar el futuro o generar inversiones a largo plazo. El ser adicto
reduce las expectativas. La imagen del despojamiento de los intereses humanos es el
mismo trainspotting, el inglés que se sienta sin motivo alguno a ver cruzar una fila de
trenes mientras el día pasa y se va sin mayores alteraciones. Los adictos resultan
enemigos de la actividad. El personaje de Spud, por ejemplo, se presenta a entrevistas
de trabajo y hace lo posible para no ser vinculado. Su preocupación consiste en cómo
mantener el subsidio:
-Buena suerte Spud. Ahora recuerda, si creen que no te estás esforzando tendrás problemas. Además se irán de cabeza los del paro, y este tío no se está esforzando, ¡y adiós al puto subsidio! Por otra parte, si te esfuerzas…
-¡podrían darme el puto gurro! (Boyle, m 14:30)
La quietud del adicto es el momento de reposo que otorga nuevas fuerzas para
comenzar otro día de ritual farmacológico. Renton debe mantenerse fuera de las
propuestas sociales, marginarse de cosas como el éxito o el futuro, justificar su
decadencia. Expresa un completo desapego y desarraigo, su vida obedece a una
motivación que lo destruye. El personaje de Tommy, por el contrario, practica
deportes, trabaja, tiene una vida sentimental, goza del paisaje. Para Renton la droga es
120
la inmediatez, entendida como una presente cada vez más veloz, sin pasado ni futuro.
Dicha inmediatez carece de raíces, no produce continuidades, se quiebra cada vez que
termina el goce. La sostiene la angustia de un próximo pinchazo y no desea nada más
que esto. De allí que Renton se defina como “un muerto viviente”, una quietud que se
desplaza empujada por el goce de la inmediatez. En un contexto diferente, Kierkegaard
recreó la percepción del protagonista del filme. Afirma: “Pones las manos en los
bolsillos y miras la vida. Entonces descansas en la desesperación. No te ocupas de
nada, no te defiendes de nada […] Eres como un moribundo, mueres cada día”
(Kierkegaard, 1955; 57).
Aparentemente esto constituye un punto de felicidad, o por lo menos contribuye a
disminuir los afanes de los seres humanos, orillando su existencia hasta condiciones
que son totalmente instintivas, animalescas podría llegar a decirse porque el cuerpo
sólo busca llenar una apetencia, saciar un deseo que no se ajusta a lo racional o a
principios de orden espiritual. En un adicto como Renton habita la no-voluntad, la
ausencia de las necesidades determinadas por el entorno cultural. El drogadicto se
vincula al mundo instintivo pues, si dentro de este último la preocupación mayor es la
búsqueda del alimento, para el adicto será la heroína que sacia la sed de su cuerpo.
Esta sed resulta inagotable y las células del yonki están siempre sedientas.36
Para Renton y sus amigos la vida resulta básica a nivel físico y psíquico, individual y
social. Ellos habitan espacios marginales, lugares sucios y desprovistos de ornamentos
que distraigan la consciencia, no hay alimentos, no hay afectos cruzándose, no hay
lujos, no hay más que ampolletas y venas azuladas por la droga. Renton declara las
ventajas y desventajas de permanecer o de dejar la droga; si estas en ella: “Sólo tienes
una preocupación: pillar” (Boyle, m, 3:57). Si la dejas:
Cuando te desenganchas tienes que preocuparte de un montón de cosas: no tengo dinero, no puedo cortarme el pelo. Tengo dinero, bebo demasiado. No consigo una piba, no echo un polvo. Tengo una piba, demasiado agobio. Tienes que preocuparte de las facturas, de la comida, de un puto equipo de futbol que nunca gana, de las relaciones personales y de todas las cosas que, en realidad no importan cuando estas enganchado (Boyle, m 3:58).
36 William Burroughs, en Yonqui, recrea esta misma situación: “He experimentado la angustiosa privación que provoca el síndrome de abstinencia, y el placer del alivio cuando las células sedientas de la droga beben de la aguja” (p. 22). El motivo de las células alimentándose de la intoxicación es recurrente en el libro.
121
Renton expresa claridad sobre una serie de asuntos de los que se libra y se mantiene
ajeno. Así, no es de extrañar que el adicto perpetúe su estado de evasión y que haga
de esta una estética que sobrevive en lo inmediato, en el devenir. El personaje, al
elegir la adicción y desechar lo establecido, se libera también de aquello que en su
afán de construirse una identidad ha descubierto como falso e hipócrita. Eso hace que
considere su existencia ligera de cargas al no tener como preocupación ni el ideal del
ser. Mantenerse fuera, plácidamente inconsciente de los sucesos, desarraigado del
pasado y del futuro, atento solamente a la fuerza escurridiza del presente, es la
condición que impone la evasión que es producto del consumo de las drogas.
122
4. FISIOLOGÍA DE LA ADICCIÓN EN YONQUI Y EL ALMUERZO DESNUDO
Entre 1953 y 1959 William Burroughs publicó sus dos primeras obras: Yonqui y El
almuerzo desnudo37. La primera presenta un matiz más autobiográfico que la segunda,
aunque ambas se centran en la misma temática: el consumo de drogas duras,
principalmente la heroína, en el mundo moderno. En Yonqui (1997) se narra la
cotidianidad de un adicto, su búsqueda rutinaria de estimulantes, las acciones que
acomete con el fin de obtener la sustancia de su adicción. El personaje emite
conceptos contemporáneos sobre la droga que revelan al adicto: “He aprendido la
ecuación de la droga. La droga no es, como el alcohol o la hierba, un medio para
incrementar el disfrute de la vida. La droga no proporciona alegría ni bienestar. Es una
manera de vivir” (p. 22). La otra obra objeto de estudio, El almuerzo desnudo, se
caracteriza por romper con los esquemas convencionales del género novelístico. El
relato carece de un hilo argumentativo que guíe al lector del principio al fin de la obra,
se trata, más bien, de cuerpos de textos conectados sin un eje primario de
organización, sin un inicio ni un desenlace, que relatan casos y cosas en torno al
universo del consumo de las drogas. Estos cuadros integran personajes diversos que se
transmutan a través de la ingesta de sustancias, zonas de caos y formas de consumo
terminal, entre otros. Esta obra trata la enfermedad de la droga y el submundo de la
adicción. En la introducción de El almuerzo desnudo, titulada “Declaración: testimonio
sobre una enfermedad”, William Burroughs explica:
El virus de la droga es el principal problema de salud pública en el mundo de hoy.
Puesto que El almuerzo desnudo trata de este problema, es brutal, obsceno y repugnante por necesidad. La Enfermedad suele tener detalles repulsivos no aptos para estómagos sensibles (1980; 11)
37
A partir de este capítulo se usarán iniciales para identificar las citas procedentes de estas dos novelas: El almuerzo desnudo (AD) y Yonqui (Y)
123
El autor asume la droga como una enfermedad que se transmite de forma vírica, por lo
tanto es una manera invasiva que afecta al adicto, una especie de ente patógeno que
reside en el exterior y desde allí se introduce en el cuerpo adicto.
La línea temática de El almuerzo desnudo parece estar configurada ya en Yonqui. La
diferencia estriba, entre otras, en que en El almuerzo desnudo Burroughs introduce
nuevos recursos narrativos que no aparecen en Yonqui. Una sintaxis menos sujeta a
las convenciones lingüísticas, un lenguaje más abierto a expresiones de otro orden,
una estructura literaria más versátil y flexible. Mientras Yonqui conserva la linealidad
de los argumentos, El almuerzo desnudo destruye la forma convencional de la novela.
A William Burroughs debemos el que haya sido uno de los primeros escritores en
recrear en la literatura de mitad del siglo XX una imagen de los adictos que mantiene
vigencia y actualidad hasta nuestros días. El adicto de las obras del novelista
norteamericano aparece como marginal, deformado, sucio, en ocasiones del lado del
crimen, puede delinquir, intercambia sexo por drogas, es perseguido por agentes de la
ley y ocupa su día en conseguir o vender drogas. Burroughs narra la adición y, muchas
veces, desde la adicción. Confiesa que “Yo escribí todo El almuerzo desnudo con
majoun38 y tuve algunas grandes experiencias” (Bockris, 1998; 170).
A partir de Yonqui y El almuerzo desnudo, se abrirá un abanico de literatura para dar
cuenta del fenómeno de las drogas. Por ejemplo, Cristiane Vera Felscherinau escribe
un libro autobiográfico que será muy popular durante la década de 1980 titulado
Cristina F 1978; Philip K. Dick, autor de obras de ciencia ficción, publica Una mirada a
la oscuridad 1977; Bret Easton Ellis, quien hace parte de la llamada Generación X,
también conocida por el Realismo sucio, escribe su obra sobre las drogas Menos que
cero 1985, e Irvine Welsh deja testimonio sobre las adicciones en la novela
Trainspotting 1993.
Desde Yonqui se puede prefigurar una respuesta a la pregunta que Jeff Goldberg
hiciera a William Burroughs: “¿Por qué hubo ese cambio de imagen del habitué
tomando sorbos de láudano al yonqui de la aguja sucia?” (Bockris, 1998;167).
Burroughs atribuye la causa del cambio a la persecución legal y la prohibición del
38
El majoun es una droga usada en Turquía con características similares al hachís.
124
consumo de drogas, lo cual incrementó las ventas, la curiosidad y el deseo. En lo
literario se observan también transformaciones en el tratamiento del tema. Las obras
del escritor norteamericano no se ocupan del consumidor de opio relajado y burgués
del siglo XIX, sino del adicto perseguido y enfermo por el virus de la droga
característico del siglo XX. Lee, personaje de El almuerzo desnudo, dice:
Se cree que el virus es una degeneración de una forma de vida más completa. Es posible que en otros tiempos tuviese incluso vida independiente. Ahora ha descendido a la línea divisoria entre materia viva y muerta. Sólo presenta cualidades de ser vivo si tiene un huésped, si usa la vida de otro: es la renuncia a la vida misma, una caída hacia el mecanismo inorgánico, inflexible, hacia la materia sin vida (1980; 155)
Si se asume el virus como huida de la vida, quien posee el virus, entonces,
necesariamente huye de la existencia real, renuncia a su derecho o deber de estar allí.
Esta es una de las problemáticas de las que da cuenta William Burroughs en las obras
estudiadas.
4.1. EL COMIENZO DE UNA HUIDA
En las novelas Yonqui y El almuerzo desnudo los personajes huyen de la persecución de
los estamentos legales. La policía siempre está detrás de los consumidores y
comerciantes de la droga. Se presenta al adicto desasosegado, en permanente fuga.
Esta situación tiene su correlato en el contexto histórico que vivió el escritor, sobre
todo a partir de la implantación de la Ley Harrison en Estados Unidos, que favoreció el
hostigamiento hacia el consumo y expendio de drogas y los penaliza con fuertes
sanciones. William Lee, personaje central de ambas historias que hace la vez de voz
narrativa, cuenta en Yonqui que “En 1937 la hierba fue prohibida, junto con otros
narcóticos, por la Ley Harrison” (1997; 45).
Esta novela se torna, por momentos, en una especie de crónica de los continuos
escapes del personaje adicto, las vicisitudes para conseguir drogas y las
contradicciones del momento. Esto último queda reflejado cuando se cuenta que los
médicos se resistían a correr riegos con la expedición de ciertas recetas, pues la policía
125
examinaba constantemente sus despachos. Aun así se mantiene la tentación de
obtener beneficios económicos con esto. Nuevamente cuenta Lee:
Roy había encontrado un médico en Brooklyn que era lo bastante atrevido para extenderle recetas. Había días que le extendía tres, y con prescripciones de treinta tabletas. A veces decía que tenía miedo, pero con una buena propina siempre lo disipaba (1997; 47)
Las condiciones imponen unas relaciones azarosas entre el médico y el enfermo
(adicto). Para los personajes se hace necesario cambiar constantemente de surtidor de
recetas para no levantar las sospechas o generar conflictos entre los boticarios.
Reciben advertencias de los expendedores: “-Esta es la última que le doy, y lo mejor
que pueden hacer usted y sus amigos es esfumarse. El inspector vino a visitarme ayer”
(Y., p. 53). La imperiosa necesidad de abastecerse del fármaco que satisfaga su deseo
lleva al adicto a desafiar continuamente a la policía y a ser objeto de la persecución de
esta. Cuando es atrapado puede resultar encarcelado, maltratado, sometido, exiliado u
obligado a la desintoxicación. En Yonqui se reitera la persecución. Se relata que
“Herman fue detenido en el Bronx mientras buscaba un médico que le extendiese una
receta” (p. 54). Más adelante, Lee manifiesta su temor de ser aprehendido: “El día que
me enteré de que Herman había sido detenido, imaginé que yo sería el siguiente […]
Fui detenido en mi apartamento por dos policías de paisano y un agente federal” (p.
56).
Una alternativa para escapar de la droga y todo lo que ella suponía consistía en
someterse a un tratamiento de desintoxicación. De acuerdo con la ley norteamericana,
quien hacía esto quedaba exento de la cárcel. Burroughs se hace eco de la dinámica
anterior y lo integra a la ficción en Yonqui. Así puede observarse al personaje de Lee
viajando hasta Lexington para recibir un tratamiento y limpiarse de drogas. Como
parte del ingreso al centro, el médico encargado efectúa esta aclaración:
-Como supongo que ya sabe, puede abandonar este lugar con sólo avisar con veinticuatro horas de antelación. Hay personas que nos dejan a los diez días y quedan curadas para siempre. Otras están seis meses con nosotros y vuelven a los dos días de salir. Pero, estadísticamente hablando, cuanto más tiempo permanezca aquí, mayores probabilidades tiene de no volver nunca aquí. (Y., p. 100)
Para Lee se trata de un intento por abandonar la heroína. Esta búsqueda, a través de
relaciones de intertextualidad, tendrá su continuidad en El almuerzo desnudo, cuando
126
vuelva a aparecer el mismo personaje en acciones similares. El adicto oscila, como en
un péndulo, entre el mundo del consumo y el empeño por salir de la adicción. Para
Deleuze (2007) se trata de dos momentos del mismo ciclo de la adicción (abstinencia-
consumo) que no conducen a la ruptura definitiva. En Dos regímenes de locos explica:
Bateson ha mostrado que el “ya no bebo” forma parte del alcoholismo en sentido estricto, puesto que es la prueba efectiva de que puede volver a beber. Pasa igual con el drogadicto, que no cesa de dejarlo, puesto que es la prueba de que puede volver a empezar. En este sentido, el drogadicto es el desintoxicado perpetuo. (2007; 47)
Lee, en Yonqui, reconoce la dificultad del abandono de las adicciones y la apuesta por
la permanencia en el hábito del consumo. Narra: “Nunca he conocido a nadie a quien
le haya funcionado una de esas curas de desintoxicación. Siempre se encuentran
razones para un pinchazo excepcional que disminuye la provisión de droga. Finalmente
se termina y uno sigue tan enganchado como antes” (p. 98). A través de este personaje
se recrea la dinámica señalada por Deleuze (2007) puesto que se debate entre el
deseo de fármacos y el impulso de abandonarlos. Mantiene entonces el ritmo de
cualquier adicto: “Al final llegué a Texas y estuve unos cuatro meses sin tocar la droga”
(109). Esto cambia unas escenas después cuando cuenta: “Le pedí que viniera a mi
apartamento para darnos un toque. Cuando llegamos a mi casa saqué el instrumental,
que no había usado desde hacía cinco meses” (p. 117). En El almuerzo desnudo, la
apreciación que hace William Burroughs acerca de sus huidas y sus vueltas a la
toxicomanía es mucho más gráfica: “Aquí estoy, después de quince años metido en esa
tienda. Dentro y fuera dentro y fuera dentro y FUERA. CAMBIO Y CORTO” (1980; 14).
En esta última novela se revelan ciertas consideraciones críticas en torno a la sociedad
norteamericana de las décadas de 1920 a 1950. El narrador expresa su mirada de
descontento:
Chicago: jerarquía invisible de italianinis descerebrados, olor a gánsteres atrofiados, un fantasma familiar se te aparece en la esquina de las calles Norte y Halstead, en Cícero, en el parque Lincoln, mendigando sueños, el pasado invade el presente, magia rancia de tragaperras y fondas de carretera (p. 26).
Para el personaje William Lee, que protagoniza ambas novelas, Estados Unidos
representa una especie de pesadilla, donde habita el mal. En El almuerzo desnudo
considera que lo extendido por Norteamérica son “el tedio” y los policías, una extraña
combinación que logra sembrar el “horror sin esperanza” en esa tierra “perversa”.
127
Dice: “América no es una tierra joven: ya era vieja y sucia y perversa antes de los
indios. El mal está en ella esperando” (p. 27). A continuación su crítica recae sobre el
estado policivo y la permanente vigilancia que envuelve al país:
Y policías, siempre: policías del Estado bien entrenados en la universidad, experimentados, corteses, ojos electrónicos que sopesan tu coche, tu equipaje, tu ropa, tu cara, detectives gruñones de las grandes ciudades, sheriffs rurales de voz pausada con algo negro y amenazador en sus ojos viejos del color de una camisa gastada de franela gris (p. 27)
Se deja entrever esa preocupación de William Lee por el control, ese fenómeno de
observación sobre los actos de los otros, el gran ojo que permanece abierto sobre la
cabeza del ciudadano común. Por supuesto, son cosas de las que el adicto debe huir,
así como del tedio que cae sobre el suelo americano. La voz narrativa insiste en ello y
muestra una sociedad afectada por el hastío: “Y el tedio norteamericano nos va
encerrando como ningún otro tedio en el mundo, peor que el de los Andes, pueblos de
alta montaña, viento frío que baja de los montes de tarjeta postal […]” (p. 27). El texto
literario sirve para una autocrítica y cuestionamiento a la monotonía imperante, que
resulta inexplicable:
Pero no hay tedio como el tedio norteamericano. No lo ves ni sabes de dónde sale. Coge uno de esos bares elegantes, al final de una calle de un barrio nuevo (cada manzana tiene su bar y una botica y un supermercado y una tienda de bebidas). Entras y te topas con él. Pero ¿de dónde sale? (p. 28)
Estados Unidos rezuma el aburrimiento del que los yonquis siempre huyen o del que
resultan inmunes. En El almuerzo desnudo el doctor Benway afirma: “El aburrimiento,
que indica siempre una tensión no descargada, jamás afecta al adicto” (p. 50). Aunque
la imagen de la persona dependiente parece reflejar ese mismo tedio que inunda a la
sociedad norteamericana, está tan quieta y desinteresada que lo que ocurra a su
alrededor no logra perturbarla. La voz protagónica dice: “No hacía absolutamente
nada. Podía pasarme ocho horas mirándome la punta del zapato. Sólo me ponía en
movimiento cuando se vaciaba el reloj de arena corporal de la droga” (A.D., p. 8). En
la imagen anterior del adicto podría hallarse la metáfora de un tedio mayor, extensivo
a la cultura del país, consistente en una búsqueda de inmovilidad, que todo
permanezca sin la menor alteración. Retornando al escenario de la adicción, el escritor
plantea en la introducción de esta novela que “[…] no vale la pena decir nada porque
128
nunca pasa NADA en el mundo de la droga” (AD., p. 12). Burroughs asume la droga
como un mecanismo de control por excelencia y expresa: “Como ven, el control no
puede ser nunca un medio ni llegar a un fin práctico…No puede ser nunca sino un
medio de llegar a un control superior como la droga” (AD., p. 183). De lo anterior se
desprende que, para el adicto, la droga cuenta como una existencia válida por sí
misma y él se somete a esta. La entrega es total y, en esa medida, opera una evasión.
4.2 LA MANERA EN QUE SE DISUELVE UN CUERPO
En las novelas El almuerzo desnudo y Yonqui el cuerpo de los personajes es el lugar de
recepción del virus de la droga. El deseo se instala allí y hace que este busque e ingiera
dosis cada vez más altas de sustancia adictiva. Se trata de una avidez orgánica y
totalmente visceral. El adicto ya no obedece a sus propios impulsos, sino a los impulsos
de la droga, al tiempo de la droga. El cuerpo está atrapado en la dispersión de la
conciencia y se empieza a disolverse, a evaporarse, en el camino de las adicciones.
William Burroughs representa el cuerpo adicto como una forma en constante
descomposición en sus relatos. Los personajes viven una especie de disolución
orgánica, sea por sustancias ectoplasmaticas39, fugas evasivas frente a la ley o la
necesidad de pasar desapercibidos frente al mundo. En las obras pululan diferentes
entidades de control que justifican ese afán de pasar desapercibido. Se hace mención
de la “pasma” (o policía); del doctor Benway, quien se describe como “manipulador y
coordinador de sistemas simbólicos, un experto en todos los grados de interrogatorios,
lavados de cerebro y control” (A.D., p. 37); los Licuefaccionistas, que eran dados al
control por liquidación, o Willy El Disco, un soplón que adquiere la heroína gracias a los
beneficios que recibe de los policías al proveerlos de datos sobre los traficantes.
39 Se concibe el ectoplasma como una sustancia que durante el siglo XIX se pensó podría cobrar vida propia y materializarse, o permanecer en forma líquida. Los médiums decimonónicos creían que durante su conexión con las fuerzas sobrenaturales o seres difuntos el ectoplasma brotaba del cuerpo a través de los orificios nasales o la boca. De allí se convertía en un ente con energía vital.
129
El mismo Burroughs tenía un aspecto que pretendía la invisibilidad. Podía entenderse
esta como un mecanismo de defensa, un modo de no ser visto en la incesante
persecución de que era objeto por parte de policías durante su vida de adicto. De
hecho, su figura le valió el apodo de hombre Invisible. Vásquez Rocca (2010) en
Literatura ectoplasmoide y mutaciones antropológicas. Del virus del lenguaje a la
psicotopografía del texto, habla de “La espectralidad de la heroína”, ese fantasma que
empieza a manifestarse a cada toque de la droga. (Barry Miles recurre a este
calificativo “hombre invisible” para intitular su libro sobre el escritor
norteamericano.40) En el texto de Víctor Bockris (1998), Con William Burroughs.
Conversaciones privadas con un genio, Maurice Girodias ratifica la descripción que le
valió el apodo al escritor. Dice:
Allen volvió a ver a Bill, que estaba llevando una vida muy secreta en Paris, un fantasma gris de hombre metido en su gabardina fantasma y su viejo sombrero descolorido fantasma, y que se parecía extraordinariamente a su propio manuscrito mohoso (1998; 63)
En El Almuerzo desnudo, el personaje de Lee, que representa el alter ego de
Burroughs, narra su proceso de invisibilidad:
Los días se deslizan, amarrados a una jeringuilla con un largo hilo de sangre….Estoy olvidando el sexo y todos los placeres corporales precisos, soy un fantasma drogado, gris. Los chicos hispanos me llaman El Hombre Invisible…el hombre invisible. (1980; 82)
Lo anterior es también la imagen de la degradación a niveles enfermizos que genera el
consumo. En escenas posteriores se profundiza la interacción del adicto con los demás
en su afán de no ser visto. La voz narrativa describe así al personaje:
Lee vivía ahora en grados de trasparencia variables…No era exactamente invisible, sino más bien, difícil de ver. Su presencia apenas atraía la atención…La gente lo ocultaba como un proyecto o lo desechaba como un reflejo, una sombra: “Algún juego de luces o anuncio de neón” (p. 87).
Las figuras fantasmales y grises son una constante en los dos textos analizados. Los
adictos son figuras escurridizas que se desplazan con lentitud o, por el contrario, a un
ritmo acelerado. Parte de su necesidad evasiva está configurada en esa imagen difusa
y lenta, en la inexpresividad de sus ojos que semejan la quietud ocular de los reptiles o
40
Hago referencia al libro de Barry Miles El hombre invisible, el cual hace alusión al tiempo en el cual Burroughs residió en Tánger. El deterioro físico que ostentaba el escritor le hizo ganarse este mote.
130
de los peces y en su forma silenciosa de moverse. Los cuerpos de los personajes están
marcados por la desaparición de sus contornos en formas que se deslizan de manera
más fugaz, y capaz de ocultarse en medio de la multitud. El fantasma es la imagen del
adicto que ha ido perdiendo parte de su masa corporal y que ha dejado de lado su
fuerza de voluntad. Una especie de cascarón que yace vacío porque ha eliminado toda
interioridad en él. La droga es el afuera, esa sustancia que pervierte la intimidad del
adicto y se posesiona de las fuerzas de su cuerpo. El heroinómano de los relatos de
Burroughs se transforma en la sombra de un antiguo cuerpo que ha sido tomado. Por
un lado es un fantasma a fuerza de haber sido exiliado de su espacio orgánico, por el
otro, una sombra que busca ocultarse de quienes pretenden identificar su forma. Los
cuerpos blandos que parecen prescindir de su estructura ósea son la metáfora del viaje
narcótico de la heroína o la morfina. En Yonqui el narrador relata que:
La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después notas una gran oleada de relajación que te despega los músculos de los huesos y parece que flotas sin sentir el contorno de tu cuerpo… (1997; 30)
La sensación que se experimenta mediante el consumo del fármaco se proyecta en la
realidad de los personajes; su cuerpo se convierte en una masa reblandecida, sus ojos
inexpresivos proyectan la ausencia del ser, la evasión de la que es sujeto el adicto. La
voz narrativa de Yonqui da cuenta de lo anterior cuando identifica al personaje de
Mary:
En realidad, parecía que no tuviese huesos, que fuese una criatura de las profundidades marinas. Sus ojos tenían la frialdad de un pez y parecían mirar a través de un medio viscoso que la envolviera y la acompañara de modo permanente. Podía imaginarme a aquellos ojos formando parte de una forma protoplasmática que se moviera sinuosamente en la oscuridad (p. 39).
A veces los mismos personajes resultan irreconocibles o físicamente imposibles de
percibir. Son especies de envolturas, emanaciones que dejan tras de sí un rastro que
los otros detectan sin tener mucha conciencia de ello. El espectro, el fantasma, ocupa
un espacio, sólo que está por fuera del plano sobre el que se encuentra codificado. Es
decir, quienes lo perciben lo hacen de manera inconsciente, sin tener claridad sobre su
presencia. Es una figura totalmente inasible, va y viene de un tiempo al otro, está por
fuera de las coordenadas temporales reconocidas. En las novelas esos personajes-
fantasma son, simultáneamente, seres que permanecen confinados al ámbito de la
131
espectralidad y estrategias para huir hacia el anonimato. En El almuerzo desnudo el
protagonista cuenta:
Conozco un trafiqueta que se pasea tarareando una canción y todo el que pasa por su lado se queda con ella. Es tan gris y espectral y anónimo que no le ven y creen que son ellos mismos los que tararean (p. 21)
Subyace en el ambiente la huella acústica, la estela a la que no se le encuentra origen.
El adicto se evade en su juego de sombras, pierde el cuerpo a fuerza de castigarlo,
enferma y ya no se reconoce en sí mismo. En las novelas de Burroughs se asume la
adicción como una enfermedad y, como tal, es otra forma de disolución de los
cuerpos. La afección fuerza la conciencia sobre la vida, pero instala al enfermo fuera de
la misma. Los cuerpos adictos se convierten en espectros humanos que sólo logran
recobrar su figura humana a través de la ingesta de la droga, que es un viaje fuera de
lo real. El enfermo convencional que está aquejado por disturbios de la salud,
diferente al adicto, representa también la figura del que se va difuminando, del que
carece de bienestar, pero que tampoco ha concluido en la muerte. Se encuentra en un
punto de suspenso en que el sujeto no se identifica a sí mismo. Así lo sugiere Adolfo
Vásquez Rocca al comprender las transformaciones de las que es objeto el ser
enfermo:
Uno ya no se reconoce; pero “reconocer” no tiene ahora sentido. Uno no tarda en ser una mera fluctuación, una suspensión de ajenidad entre estados mal identificados, dolores impotencias, desfallecimientos. La relación consigo mismo se convierte en un problema, una dificultad o una opacidad. (2010; 13)
Asimismo, el dependiente se haya en un cuerpo que resulta invadido por un virus que
ha logrado apoderarse de su voluntad y de su fuerza, convirtiéndolo en un espectro.
De una u otra manera el comercio de los fármacos requiere de ese anonimato y esa
invisibilidad. En los relatos, los personajes de adictos se diluyen en sustancias
pegajosas, ectoplasmaticas, abandonan el cuerpo mediante la emanación de los
fluidos. No en vano es un organismo roto, perforado, un corredor para un líquido en
movimiento. Se trata de hacer uso de los orificios corporales y producir unos nuevos
para derramar sobre ellos la sustancia que produce bienestar. Los adictos mantienen
sus heridas abiertas, su cuerpo está lacerado y expuesto. Algunas escenas en El
almuerzo desnudo descubren este fenómeno:
132
Jóvenes catatónicos vestidos de mujer con trajes de arpillera y andrajos podridos, caras intensas y groseramente pintadas de colores chillones sobre estratos de cardenales, arabescos de cicatrices supuradas abiertas hasta el hueso nacarado y se aprietan contra los transeúntes con silenciosa y tenaz insistencia (1980; 69)
Posteriormente se refieren a un personaje como “Una carne blanda, titubeante, en la
cual las heridas no cicatrizaban” (A.D., p. 87). En otro momento la conjunción de sexo
y drogas es explícita por medio de la multiplicación de los orificios. El personaje de
Hassan grita a viva voz: “-¡Adelante! ¡¡¡No hay agujeros prohibidos!!!” (A.D., p. 95).
En Yonqui y EL almuerzo desnudo la imagen ectoplasmática del adicto refleja el virus
de la droga que ha tomado el cuerpo. De allí que todo en él sean fluidos que viajan por
el interior de sus venas; materia fluida que ocasiona goce. El individuo pierde el control
de su cuerpo, la carne se corrompe y se desparrama en líquidos y sustancias abyectas,
aproximándolos a la muerte o degradándolos en transformaciones morfológicas: “El
hombre se retuerce […]. Su carne se convierte en una jalea viscosa, transparente, que
se va evaporando en una bruma verde, dejando al descubierto un monstruoso
ciempiés negro”. (Burroughs, 1980; 45) El adicto se transforma en una especie de
animal invertebrado, en una viscosidad comprimida en un cascarón frío. El cuerpo se
desmaterializa y se transforma al huir del mundo real, llega hasta lo más abyecto y su
evasión no es más que su ruina.
El ectoplasma simula la fisonomía de los yonquis: blanda, gelatinosa, acuosa,
inexpresiva, fría. En El almuerzo desnudo se ofrece la siguiente imagen: “Luego,
despacio, despacio, llega hasta el primo palpándolo con dedos de ectoplasma podrido”
(p. 19). Se dice, en el mismo libro, que otras drogas, habitan cerebralmente al
consumidor: “La coca es un deseo puramente cerebral, una necesidad sin sensación,
sin cuerpo, una necesidad de fantasma terrenal, ectoplasma rancio barrido por un
viejo yonqui que tose y escupe en las mañanas enfermas” (p. 33). El ectoplasma y el
fantasma están unidos por una antigua creencia decimonónica, son uno solo.
Burroughs los conjuga en el mundo de los adictos -quizás más en El almuerzo desnudo
que en Yonqui- para hacer más espectral la vida drogada. Los yonkis de los relatos se
convierten en fantasmas que se diluyen en materia protoplasmática. Esto hace que la
figura del adicto aparezca como por fuera de este mundo, alguien que emprende la
huida de la realidad. La voz narrativa de A.D. describe esta transformación:
133
Permanecía allí de pie en la sombra alargada de la sala del juicio, la cara como una película rota, retorcida por los deseos y el hambre de los órganos larvales que se agitan en la carne indecisa, […] carne que se desvanece el primer toque silencioso de la droga (p. 23).
El yonqui pronto estará sumido en el protoplasma:
Los yonquis viejos son iguales con la droga. Se babean y chillan al verla. Mientras la cuecen les cuelga la saliva por el mentón, les gruñe el estómago y se les retuercen todas las tripas en movimientos peristálticos y se les disuelve la poca piel decente que les queda, esperas que en cualquier momento se les salga una gran burbuja de protoplasma que rodee la droga (p. 21)
En las descripciones de los personajes adictos estos pierden su forma humana; se
transforman en materias viscosas como el ectoplasma, se difuminan en el ambiente y
simulan formas fantasmales. Sus ojos pierden la expresividad y la fuerza, el rostro se
desdibuja en esa ausencia visual. Sin embargo, no sólo los adictos tienen los ojos de
pez o de insecto, todos los personajes, sean consumidores o no, evocan en su mirada
esa imagen quieta, fría, casi muerta propia de los crustáceos o de la vida invertebrada.
Es como si los personajes estuviesen atados a alguna especie de virus que les resta
animosidad y vida propia. En las novelas es constante en esa visión del adicto con ojos
muertos, lo que genera una apariencia casi monstruosa y fantasmal. Se describe que
El pequeño limpiabotas puso su sonrisa de ligar y miró al Marinero a los ojos; ojos muertos, fríos, submarinos, ojos sin huella alguna de calor de lascivia, de odio, de cualquier sentimiento que el chico hubiera experimentado alguna vez en sí mismo, o visto en otro, fríos e intensos a la vez, impersonales y rapaces (A.D., p. 67)
En Yonqui la imagen de los ojos está unida a la sustancia del protoplasma:
Sus ojos tenían la frialdad de los de un pez y parecían mirar a través de un medio viscoso que la envolviera y la acompañara de modo permanente. Podía imaginarme aquellos ojos formando parte de una forma protoplasmática que se moviera sinuosamente en las oscuras profundidades (p. 39)
Los fantasmas son figuras de ojos vacíos pues han perdido el aliento vital que se
expresa a través de la mirada. En Occidente la vista es el sentido privilegiado desde
Aristóteles y se asocia al conocimiento. Decía el filósofo griego en su libro Metafísica:
“Al margen de su utilidad [los sentidos] son amados a causa de sí mismos, y el que más
de todos, el de la vista” (2007; 15). Expresiones de uso común han otorgado a los ojos
la propiedad de establecer una conexión directa con el espíritu o el alma. Se supone
que a través de estos se refleja la condición moral de una persona, su vida interior. Si
134
los ojos no reflejan esta luz, son ojos ciegos o muertos. Los ojos adictos son ojos de
reptil o de pez, los cuales no suelen manifestar ese fuego interno. Platón, en el diálogo
Timeo (2001), se ocupa también del fenómeno asociado a este sentido. Sostiene que
“A este efecto hicieron de modo que el fuego que reside en nuestro interior y que es
hermano del fuego exterior fluyera a través de los ojos de forma sutil y continua” (p.
123) Si la expresividad de la mirada no existe en los ojos del adicto es porque,
siguiendo a Platón, este carece de fuego interior, de alma. Aparentemente no hay
espíritu que se manifieste y cuanto acontece es exterior. Podría considerarse esto
como un recurso para mantener en los relato lo espectral, la figura fantasmagórica
desprovista de cuerpo.
Burroughs reitera la imagen de la inexpresividad de la mirada como recurso que
posibilita ir recreando el proceso de deshumanización que vive el sujeto a través de la
adicción. El escritor configura un universo en el que algunos personajes han traspasado
el plano de lo humano y se ubican en las esferas de lo sobrenatural. Las fronteras entre
estos dos mundos parecen diluirse y el adicto se fantasmaliza, añorando el cuerpo
perdido en el proceso de degradación. Surge el cuestionamiento que ocupa a estos
pensadores franceses: “¿Todos los toxicómanos- pregunta Autrement a Jacques
Derrida, en Retóricas de la Droga- hablan de un cuerpo perdido o de un cuerpo que
tiene que ser reencontrado, un cuerpo ideal, un cuerpo perfecto?” (Derrida, 1995; 40).
Para Derrida las drogas son aquello que ocupa el lugar vacío dejado por la huida de
los dioses41. Los adictos buscan un cuerpo de manera similar al fantasma que quiere
apropiarse de una materialidad que lo retorne a la existencia. Esa búsqueda se
entiende de una manera más amplia en el caso del adicto puesto que puede aludir a la
reintegración al cuerpo social del que en su momento tomó distancia y que ahora
añora, o tratarse de un organismo jerarquizado y organizado capaz de devolverle la
humanidad perdida. En los relatos literarios Burroughs responde tentativamente la
pregunta de Autrement a través del personaje El Somaten. Dice este: “Soy un
fantasma que desea lo que todos los fantasmas- un cuerpo- después del Largo Tiempo
41Derrida, al referirse a ciertas formas de alienación, se pregunta: “¿acaso no son arrastradas en una historia en que un día la droga, ante la “huida de los dioses” viniera a ocupar un sitio vacante o a jugar el papel de un fantasma extenuado?” (1995; 37).
135
que estuve cruzando avenidas inodoras del espacio sin vida al no olor incoloro de la
muerte” (A.D.,p. 23).
4.3. EL FRÍO
Los yonquis experimentan el frío que genera la ausencia de la droga. Esta sensación
les obliga a la quietud, a la inmovilidad, pues el cuerpo se comprime y precisa de un
nuevo golpe de fármacos. Representa también la intensidad del deseo. De allí que sea
un frío interior y no sentido en el afuera. El Gran Frío del que hablara Burroughs en sus
novelas, es el momento helado de la inexistencia, del abandonarse totalmente, del
entregarse a la pura sensación de la droga. En la Introducción del A. D. Burroughs42
dice:
Los yonquis siempre se quejan de frío, como ellos lo llaman; se levantan el cuello de
sus chaquetas negras y se abrigan el flaco pescuezo…pura trampa de drogado. Un
yonqui no quiere sentir calor, quiere estar fresco, más fresco, FRÍO43. Pero quiere el
FRÍO como quiere su droga, no FUERA, donde no le sirve de nada, sino DENTRO, para
poder estar sentado por ahí con una columna vertebral como un gato hidráulico…y su
metabolismo acercándose al CERO absoluto. […] Así es la vida en la Vieja Casa de Hielo
¿Para qué moverse y perder el TIEMPO? (pp. 12-13)
Es como encontrar otra manera de drogarse, de viajar con la sensación, con aquello
que es capaz de producir el cuerpo drogado. Así como Deleuze-Guattari (2008)
describen la manera en que Henry Miller se embriagaba con un vaso de agua, así los
yonquis recobran su viaje adicto mediante el “atributo del cuerpo drogado”: el frío
(Deleuze-Guattari, 2008, p. 159). Los filósofos franceses, en el capítulo “¿Cómo hacerse
un cuerpo sin órganos?”, de Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia (2008) definen lo
que ellos entienden por Cuerpos sin Órganos (CsO). Explican que estos, “difieren con
tipos, géneros, atributos sustanciales, por ejemplo el Frío del CsO drogado […]” (p. 163)
Ese cuerpo sin órganos debe producir una serie de intensidades (frio, calor, dolor) para
42 La Introducción es firmada por William Burroughs, por lo tanto no es propio hablar aquí de voz narrativa o personaje alguno. 43
La transcripción de la cita es literal. Las cursivas y mayúsculas son usadas por el autor en el texto original
136
no caer en el vacío, o en la necesidad de repetir una y otra vez el consumo con el fin de
obtener una condición, un estado. Es decir, para no terminar en un cuerpo incapaz de
producir un algo. El frio en Y., en A.D, se trata del frío que delata la ausencia de la
droga pero que a su vez la pone frente a ti; una abstinencia que produce un vértigo tan
profundo como la droga misma. Si no está la droga, está el frío: “Ese frío que siempre
se te mete dentro cuando se va la droga” (Burroughs, p. 28) Así lo dice la voz narrativa
del A.D. Quizás sea un momento en que el toxicómano añore con más fuerza la
sustancia, de tal forma que la intensidad de la misma se genere en su organismo. De
cualquier manera el Frio es una especie de frecuencia en la que se conecta el adicto,
un lugar desde el cual capta los recorridos corporales de del fármaco que le obliga a
permanecer en esa quietud del pinchazo. En Yonqui dice la voz que narra:
Los yonquis viven en un tiempo y con un metabolismo marcado por la droga. Están sujetos al clima que establece la droga. Es ella la que le hace sentir frío o calor. El bienestar que da la droga es vivir según las condiciones que fija la droga. (p. 146)
¿Pero cómo lograr obtener ese frio o ese calor, esa oleada de intensidades gradientes,
sin recurrir o sin dejar que la adicción sea la que comande nuestro cuerpo? De tal
manera el frío vuelve a hacer parte de esa condición adicta, vuelve a dar cuenta del
consumidor y su necesidad de droga. Los yonquis permanecen quietos en medio de un
estoicismo celular, su organismo está atemperado a las condiciones climáticas de la
droga, que diferencia con prontitud los recorridos intensivos de la sustancia adictiva.
El frío supone la quietud y la intensidad. Es decir, una supresión de movimientos que
encierra al yonqui en sí mismo, y lo aísla del calor del grupo. Su apartamiento
constituye una forma más de mantener su evasión, de lograr generar una estética a
través de las dinámicas existenciales que construye.
4.4. EL CUERPO SIN ÓRGANOS
El cuerpo de los adictos, y hablo de las obras de Burroughs citadas en cuestión, es un
cuerpo desorganizado: un cuerpo que convulsiona, se transforma súbitamente, que
137
cambia o desplaza los órganos o las funciones de los mismos. El narrador de A.D.
afirma que:
Al principio los cambios físicos fueron lentos, pero luego se precipitaron en golpes negros, cayendo a través de sus tejidos flojos, borrando toda la forma humana… En su mundo de oscuridad total los ojos y la boca son un órgano que salta hacia adelante par morder con dientes transparentes…pero los órganos no mantienen posiciones ni funciones constantes…brotan órganos sexuales por todas pates… se abren rectos, defecan y se cierran…el organismo entero cambia de color y consistencia en ajustes de una fracción de segundo… (p. 24)
En el A.D., los contornos de los cuerpos se hacen más difíciles de delimitar; el cuerpo
se confunde en otros cuerpos o en especies animales, “Estaba jodiéndome aquel
individuo y pienso: “Por fin un cabrito normal”, pero empieza a correrse y se convierte
en una especie de cangrejo espantoso…” (p. 147), como si el sistema cerrado que
fuese el viejo cuerpo, ya no fuese considerado de tal manera. Hay un
desmembramiento, un fraccionamiento, una especie de esquizofrenia fisiológica en la
cual el cuerpo pierde su unidad; cuando no se deshace en líquidos o sustancias
acuosas, en ectoplasma supurado por los órganos sexuales. Un personaje durante una
relación sexual con otro hombre describe:
-La cosa más desagradable que me ha pasado en la vida. No sé cómo se volvió totalmente blando, y me envolvió como en una burbuja de gelatina, horrible. Luego se fue mojando de arriba abajo con una especie de baba verde. Supongo que es alguna forma asquerosa de correrse (p. 31)
Un orden totalmente atípico, una práctica transgresiva. Las características que definen
los cuerpos de Yonqui o A.D. podrían catalogarse como: invisibilidad, fantasmalidad,
viscosidad, transformación animal, desplazamiento de los órganos, frio e
inexpresividad. Si se le piensa un poco, hay cualquier cosa aquí, menos un cuerpo
parecido al que suele acompañarnos. En palabras de Julia Kristeva (1989) que se leen
en su obra Poderes de la Perversión, se podría considerar que se puede perfilar en este
contexto una figura de lo abyecto. Y entiéndase lo abyecto desde Kristeva como:
No es pues la ausencia de limpieza o de salud lo que atrae lo abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Eso que no respeta los limites, los lugares, las reglas. Ni lo uno ni lo otro, lo ambiguo, lo mixto. (p. 23)
La abyección entonces recoge un carácter ambiguo, es decir, cierta dificulta en trazar
los limites. O como la misma Kristeva refiere: “[…] los bordes entre el objeto y el sujeto
138
no pueden ser mantenidos” (p. 22) Sobre lo que se ha insistido, en lo que concierne al
consumo adictivo de las drogas en las novelas, es sobre esa difuminación del objeto, a
esa manera de conjugarse el sujeto adicto y la sustancia adictiva, o de reemplazarse el
uno al otro: el objeto de consumo termina siendo sujeto que consume, y el adicto,
objeto consumido. De allí que Burroughs llegara a afirmar que: “El comerciante de
droga no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto”
(A.D.,p. 7) Además no se puede dejar de lado la metáfora de la droga como virus que
invade el cuerpo adicto. Esa sería una suplantación de la voluntad, del cuerpo, del
sujeto; una aniquilación subjetiva, donde el sujeto ha quedado atrapado en el objeto
que lo satisface, estableciendo así una relación tal que se pierde la promesa (de goce o
placer) y se cristaliza el encuentro. La droga acaba por deformar el cuerpo del
toxicómano. La metamorfosis del organismo logra situaciones extremas. En la obra
fílmica de David Cronenberg almuerzo desnudo (obra homónima y basada en la de
William Burroughs) ocurren trasformaciones tales como máquinas de escribir
convertidas en insectos que hablan, sujetos transformados en máquinas, personajes
adictos a sustancias segregadas por especies diferentes a la humana, y en fin, una serie
de sucesos que logran caotizar la historia. José Miguel Cortes (1997) explica en Orden
y Caos. Un estudio cultural sobre lo monstruoso en el “Arte”, que:
En su película almuerzo desnudo, 1991, (donde se fusiona el universo de Cronenberg con los escritos de Burroughs) la metamorfosis llega a un universo paranoico y alucinatorio donde encontramos, en un proceso de inversión total, máquinas de escribir antropomorfas parlantes, y personajes infectados por un virus que convierte sus cuerpos en máquinas, al tiempo que disocia sus órganos, hinchando y deshinchando sus miembros. (p. 190)
Hay entonces una abyección en la misma perdida de las formas, en la confusión de
los fluidos, en la desestructuración del organismo. El modo en que está escrito o
estructurado El almuerzo desnudo de Burroughs- conjunción de fragmentos sin una
unidad de centro- implica un cuerpo textual con una inusual organización. Desde
cierto punto de vista es una abyección. El mismo narrador en el A.D., en el
PREFRACIO ATROFIADO ¿Y TU NO?, afirma del libro: “Puedes meterte en El almuerzo
desnudo en cualquier punto de intersección” (p. 247) lo que queda en evidencia es
que no es necesario seguir el orden convencional de lectura porque el libro está
139
hecho u organizado de otra manera. Violenta las formas comunes de la novela, no
sigue el sistema ni el orden de un principio un fin, y un desenlace.
Resulta relevante la condición de lo abyecto desde la definición de ambiguo y como
proceso a través del cual los bordes se dilatan. Rescatar la confusión o la dislocación
de las estructuras es pertinente para ver la generación de nuevos cuerpos o la
desaparición de los contornos. Sin embargo resulta más apropiado el concepto
deleuziano de Cuerpo sin Órganos (CsO) para el caso de las dos obras de Burroughs.
Para Deleuze-Guattari (2008) lo ambiguo no es lo único, sino que logrando el cuerpo
esa desestructuración logra un nuevo orden ya no jerarquizado. Deleuze-Guattari
define el Cuerpo sin Órganos44 desde la desestructuración o decodificación de un
organismo estructurado cualquiera. Sobre todo, dice Deleuze-Guattari que “Se
trataría de una forma práctica y experimental de desarreglar”. El Cuerpo sin Órganos
del lenguaje supone la creación de un nuevo sistema de la lengua lejos de los
dispositivos lingüísticos determinantes. En otras palabras lo que se pretende es
romper la organización de los organismos, proponer nuevas formulaciones. Las
novelas de Burroughs presentan un sistema de escritura que desarregla el lenguaje,
lo pervierte, propone nuevas asociaciones ya no desde lo sintagmático o lo
paradigmático, el significado y el significante, sino desde lo sensorial, desde los
afectos. “Esnifamos durante toda la noche y follamos cuatro veces…dedos sobre la
tabla negra…raspan el hueso blanco. Mi casa es la casa de la heroína del mar y la casa
del chulo del hombre” (A.D., p. 251) No es fácil establecer quizás aquí un sentido
literal del asunto. Son fragmentos de enunciados, cortes que se unen no tanto por las
conjunciones lingüísticas como por los silencios entre uno y otro, y la yuxtaposición
de las oraciones. Como si fuesen impresiones o pequeños cuadros que impactan por
su voz fuerte y sus duras imágenes. El párrafo que sigue a este resulta peculiar, pues
en él no se habla del mismo tema que se aborda en estas líneas. Lo primero es que
no hay una aparente conexión semántica o temática. Un párrafo discurre sobre una
situación de consumo y sexo y el otro es una reflexión sobre la palabra. Lo segundo
es que el narrador de este párrafo ultimo válida las múltiples formas de unir la
palabra sin mantener el orden paradigmático del lenguaje; es decir, no se vaya en un 44
El concepto de Cuerpo sin Órganos es tomado originalmente del poema radiofónico de Antonin Artaud, escrito como guion para el programa Para acabar de una vez con el juicio de Dios
140
sentido horizontal hacia la lectura, puede ir de arriba abajo, de derecha a izquierda,
construyendo combinaciones que potencialmente están dentro del lenguaje. El
almuerzo desnudo es rico en estas maneras discursivas:
La palabra está dividida en unidades que juntas formarán una pieza, y así deben de ser tomadas, pero las piezas pueden ser consideradas en cualquier orden ya que están unidas en sentidos contrarios, dentro y fuera, arriba y abajo, como en una combinación amorosa interesante. Este libro expulsa las páginas en todas direcciones, caleidoscopio de panoramas, popurrí de melodías y ruidos callejeros, pedos, protestas y las cortinas metálicas del comercio que se bajan, aullidos de dolor y de angustia y aullidos de simple lamentación, gatos copulando y rechinantes berridos de la cabeza de toro cortada, murmullos de brujo en trance de nuez moscada, cuellos rotos y mandrágoras que aúllan, sollozos del orgasmo, heroína silenciosa como el amanecer en células sedientas. (p. 252)
En un sentido estricto no hay una unión lingüística-gramatical clara. Pero no
sorprende ni se percibe fuera de contexto ninguno de los dos párrafos, pues las
imágenes y la fuerza que de ellas emana mantienen la coherencia. Se mantiene la
sensación caótica, brutal, de episodios cargados de expresiones que se salen de lo
convencional.
Finalmente como el mismo Burroughs lo señala, lo que pretende es retornar al
silencio. El CsO intenta romper con las determinaciones, abrir una posibilidad de
evolución. Si hablamos de un cuerpo que desplaza sus funciones, que se
reestructura o se reterritorializa es válido entonces tomar los relatos Burroughs
para darnos cuenta de cómo el cuerpo allí, los órganos, se desvinculan de sus
habituales funciones, “franquean su umbral” (Deleuze-Guattari, 2008; 164) y quieren
o pretenden perder sus órganos. Léase el cuerpo drogado en El almuerzo desnudo,
esa práctica esquizo-experimental que señala Deleuze:
El cuerpo humano es de una ineficiencia escandalosa. En vez de tener una boca y un ano que se estropean, ¿por qué no tenemos un solo agujero para todo, para comer y para eliminar? Podríamos ocluir boca y nariz, rellenar el estómago y hacer un agujero para el aire directamente en los pulmones, que es donde debía de haber estado al principio (p. 153)
Es una manera de pervertir el cuerpo, de experimentar con sus desarreglos. Por
supuesto, el drogadicto deshace el cuerpo de manera imprudente, a violentos
martillazos, quedan en la clausura y en el vaciamiento de sus propios órganos, cosidos,
obturados, cerrados en sí, nada se conecta o se conjuga con ellos. Más adelante en el
141
mismo Almuerzo, el doctor Benway, personaje del relato, entre la sátira y la crítica,
dice:
¿Le conté alguna vez de lo del hombre que enseño a hablar a su culo? Movía el abdomen entero arriba y abajo ¿entiende?, pedorreaba las palabras. […] Al cabo de un tiempo, el culo empezó a hablar por sí solo. (p. 153)
Lo claro es que el ano cumple aquí una función totalmente disímil según el orden de
los cuerpos. Se ha reterritorializado con una nueva función, se ha producido una fluida
y natural asociación entre el lenguaje y los productos excrementicios. La equivalencia
entre boca y ano logra desjerarquizar el organismo, los flujos circulan de un extremo al
otro. En este sentido se puede enunciar que relleno y vacío están en una misma
coordenada en el cuerpo del drogadicto. Como una especie de pájaro chorlito que al
tiempo que come, defeca. Una circulación de flujos que imprime imprudencia y
convierte al Cuerpo sin Órganos en un cuerpo vacío.
Deleuze-Guattari (2008) encuentran en el cuerpo drogado un Cuerpo sin Órganos. Pero
los CsO están postulados por lo menos en tres tipos: canceroso, lleno y vacío o
catatónico. Incluyendo al adicto y al masoquista en el CsO vacío. ¿Y de qué otra forma
podría estar el cuerpo adicto sino vacío, reconociendo en él el movimiento anárquicos
de los flujos, de las intensidades incontroladas y nunca reguladas? Dice Deleuze-
Guattari (2008): “El masoquista busca un CsO, pero de tal tipo que sólo podrá ser
llenado, recorrido por el dolor” (158); para el cuerpo adicto señala que: “[…] el
drogadicto roza constantemente esos peligros que vacían su CsO en lugar de llenarlo”
(158). Es claro que Deleuze-Guattari no encuentran un elemento positivo en estos
cuerpos, a pesar de ser reconocidos en su condición de CsO que podría dar paso al
deseo como producción, abrir el cuerpo a nuevas conexiones y no mantener un
obstáculo o una estratificación de los órganos. De allí la queja del filósofo francés:
“¿Por qué esta cohorte lúgubre de cuerpos cosidos, vidriosos catonizados, aspirados,
cuando el CsO también está lleno de alegría, de éxtasis, de danza?”(p. 156).
Burroughs reflexiona en el A.D. sobre la inutilidad de la droga, su no producir nada, y el
no llegar a través de ella a ningún lado. Se llega a la droga, y todo desaparece en ella.
“No quiero oír más historias sabidas ni más mentiras sobre drogas…Las mismas cosas
repetidas un millón de veces y más cuando no vale la pena decir nada porque nunca
pasa nada en el mundo de la droga” (p. 12)
142
Eduardo Andión Gamboa presenta una definición de los tres tipos de Cuerpos sin
Órganos que Deleuze-Guattari (2008) consideran. El CsO vacío o catatónico: “Esta
completamente desorganizado, todos los flujos pasan libremente, sin ningún
obstáculo, en movimientos caóticos y a velocidad infinita. Aun cuando cualquier forma
de deseo puede producirse en él, el CsO vacío es estéril” (2007; 140-141). Aquí se
halla el cuerpo drogado, un cuerpo que ha rebasado y destruido todos sus órganos, sin
dejar un solo trozo que pueda mantener la lucha contra lo instituido, que le permita el
regreso desde el abismo de lo informe hacia las acciones combativas frente a lo más
cuerdo o razonable. Un ejemplo de los relatos burrougsianos delata las pérdidas de la
droga; Lee- personaje de las dos novelas Y. y A.D., dice en las líneas de esta última:
La morfina ha deprimido mi hipotálamo, sede de la libido y la emoción, y como el cerebro anterior sólo opera de segunda mano en función de las titilaciones del cerebro posterior, pues al ser un tipo sustitutivo de ciudadano solo puede emocionarse por detrás, debo informar de la virtual ausencia de hechos cerebrales. Soy consciente de su presencia, pero como para mi carece de connotaciones afectivas, dado que mis afectos los ha desconectado el que me vende la droga debido a falta de pago, no me interesa lo que usted hace. Venga o vaya, cague o métase por el culo una lima o una serpiente (lo que sería muy adecuado para un marica), al Muerto y al Yonqui se la suda…son Inescrutables (p. 253)
Lo que desea un CsO es vivir una experiencia, una intensidad, un CsO, “es una práctica”
(Deleuze-Guattari, 2008). Pero la droga se instala de manera permanente y crónica; el
exceso es su cotidiano quehacer, va más allá de una experiencia y se convierte en un
estilo de vida. Lo que busca el CsO es la sensación, habitar esas intensidades desde
otras conexiones novedosas; por eso Deleuze-Guattari (2008) hacen alusión al Gran
Frio de Burroughs, porque es una intensidad allí lo que permite encontrar esa
coordenada de la droga, sin droga. Para no caer en CsO vacíos, como el drogado, es
preciso hallar el placer de la sustancia, sin la sustancia misma. Muchos adictos logran
disfrutar entonces de la ritualidad del consumo, más que del consumo mismo. La
espera, la búsqueda, la preparación, pueden ser tan intensos como la inyección u otras
formas de ingerir la droga. Como ocurre en Yonqui, es la búsqueda, las reglas del
adicto, su vida, lo que constituye el verdadero viaje. Philippe Mikriammos (1981)
quien hace un estudio sobre William Burroughs dice con respecto a Yonqui y al
ejercicio de drogarse: “[…] el hecho de sentir la necesidad es el placer en sí” (p. 36) Esa
necesidad que convierte al adicto y a la adicción en un trabajo continuo donde el tedio
143
queda suprimido y el adicto envuelto en una ocupación crónica. El adicto en la novela
A.D. es inmune al aburrimiento (A.D., p. 272) Ese goce proporcionado por el mundo de
la droga, que no por la droga en sí, constituye un elemento relevante para la
construcción de un CsO. Giulia Sisa habla de Burroughs para dar una consideración
harto similar: “Pero William Burroughs nos ha dicho que el movimiento ininterrumpido
de la búsqueda, es decir, el deseo impaciente, no es un contratiempo sino por el
contrario la finalidad misma de la existencia” (2000, 70). El adicto posee un CsO pero
vacío, no productivo, totalmente agujereado que no logra conservar ningún estrato del
organismo. Los yonquis de Burroughs viven el tiempo de la droga, han aprendido a
habitar ese espacio silencioso y frio de la no droga; el estoicismo mineral- ese estado
catatónico del CsO- les sirve de cobijo para lograr la situación térmica ideal. En Y. la
voz de la narración cuenta: “He visto una celda llena de yonquis enfermos, silenciosos
e inmóviles, en aislada miseria. Sabían que era inútil quejarse o moverse” (Y., p. 22) la
misma idea se encuentra en A.D.: “Os aseguro que he oído bastantes conversaciones
lentas, pero ningún otro GRUPO SOCIAL, puede compararse a la LENTITUD
termodinámica DE LA DROGA” (pp. 12-13) Los yonquis siempre funcionan en grados,
fríos o calientes, lentos o rápidos. Aunque quizás da lo mismo, pues todos obedecen al
ritmo de la droga. La abstinencia en el toxicómano le provoca sensaciones que se
confunden con las alteraciones provocadas por la droga. El cuerpo sufre el asalto de
sensaciones de gran intensidad, que pueden producir trastrocamientos según la
gradación a la que obedecen. Un cuadro de El almuerzo desnudo, nos ofrece una idea
de esta condición de carencia transformada en movimiento tóxico:
Durante el periodo de carencia, el adicto es extremadamente consciente de su entorno. Las impresiones sensitivas se intensifican hasta llegar a convertirse en alucinaciones. Los objetos familiares parecen agitarse con una vida furtiva y temblorosa. El adicto sufre el asalto de una oleada de sensaciones externas y viscerales. Puede experimentar fulgurantes momentos de belleza y de nostalgia, pero la impresión general es extremadamente dolorosa. (Es posible que sus sensaciones sean dolorosas debido a su intensidad. Una sensación agradable puede volverse intolerable una vez que ha alcanzado una determinada intensidad. (A. D., p. 265)
El CsO de Deleuze-Guattari (2008) quiere apropiarse de esas intensidades, de esas
sensaciones que no son perturbadas o destruidas por la repetición negativa del adicto.
Si el toxicómano es un flujo constante e indetenible, no hay reposo para producir
formas diferentes de asociación. Algo así como no poder hallar, ni darse tiempo para
144
ello, otras posibilidades de obtener la sensación mediante mecanismos diferentes. El
adicto está fuera de todo. O encerrado en su propio vacío. En algunos momentos de
su vida William Burroughs llego a experimentar con drogas la posibilidad de abrir
campos de percepción; tener experiencias casi extrasensoriales. Además de conocer
tales experimentaciones, pretendía por igual obtener esas mismas sensaciones que
brindaban las drogas, o esas mismas experiencias, gracias a la utilización de medios
disimiles como la música. En El Trabajo Burroughs considera que:
El consumo de drogas creadoras de conciencia puede enseñarnos a conseguir los aspectos benéficos de la experiencia alucinógena sin ningún agente químico. Cualquier cosa que pueda hacerse químicamente, con conocimientos apropiados del mecanismo que interviene, puede lograrse también por otros medios. (1971; 137)
El panorama fisiológico de El almuerzo desnudo es totalmente caótico. El caos como
una forma de protegerse contra el dominio del sistema. Desde el lenguaje a la
complejización física de los personajes, el mundo- inicialmente de Yonqui- “donde se
descubre una propensión a deslizarse hacia lo sobrenatural” (Mikriammnos, 1980;
40)- y luego de El almuerzo desnudo, es un atiborrado lugar con su particular bestiario,
y su geografía desfronterizada, igual se está en Nueva York que en un pocilga en
Tánger, o en un mercado suramericano. Los seres de la narración se disuelven en
fluidos, “La cara del marinero se disolvió, su boca onduló hacia adelante como una
larga manguera y sorbió la pelusa negra vibrando con peristaltismos supersónicos,
desapareció en una explosión muda, rosácea” (A.D., p. 68) se transforman en insectos,
grandes ciempiés que se hacen dioses, “Traficantes de la carne negra, carne del
gigantesco ciempiés acuático negro- que llega a alcanzar hasta dos metros de longitud
[…]” (p. 68), hombres que se vuelven fantasmas y buscan un cuerpo, “Estoy olvidando
el sexo y todos los placeres corporales precisos, soy un fantasma drogado y gris”
(A.D.,p. 80) o en Yonqui, “Era decididamente invisible: una vaga presencia respetable.
Hay cierta clase de fantasmas que sólo pueden materializarse con la ayuda de una
sábana o de cualquier otra ropa que les proporciones unos contornos definidos. Gains
era de esa clase” (p. 75); cuerpos abandonados, carnes que se convierten en “jalea
viscosa”, sexo polimorfo y órganos que se transmutan: “…pero los órganos no
mantienen posiciones ni funciones constantes…brotan órganos sexuales por todas
partes…se abren rectos, defecan y se cierran…el organismo entero cambia de color y
145
consistencia en ajustes de una fracción de segundo” (A.D., p. 24). Los órganos no se
mantienen en el lugar dispuesto por la estructura del organismo; el CsO lucha en
contra del organismo- dice Deleuze-Guattari 2008)- y no de los órganos. Son formas de
fugarse, de resistirse, de buscar un cuerpo puramente orgánico, que salga de las
manos de cualquier dispositivo de dominio, de programación o de control. Pero el CsO
vacío parece no poder lograr su cometido de, por el contrario queda atrapado al
destruir toda organización en él. El adicto rompe todo lazo, y permanece enquistado
en el nudo de la droga. No es extraño que el cuerpo humano aparezca sometido en las
obras de Burroughs a degradaciones biológicas y de forma. Es particular que sean los
insectos los que aparecen siempre como imagen del adicto. Seres invertebrados y
repugnantes, compuestos de líquidos espesos y ojos oscuros y ciegos. La droga es el
Gran Ciempiés habitando los cuerpos humanos. Es coherente que bajo esta
composición molecular de insecto, los humanos se desparramen o supuren su
existencia. Así como lo muestra este ejemplo de A.D. :
Las manos y los pies perdieron contorno- Hubo un súbito y violento espasmo en la garganta y un gusto a sangre- Las palabras se disolvieron- El cuerpo se le retorció en líquidos espasmos de pez y se le vació a través del pene eyaculante (p. 159)
En lo que se refiere al CsO canceroso y lleno, Eduardo Andión los define de la siguiente
manera, empezando por el CsO canceroso: “Este va a encontrarse entrampado en una
reproducción ilimitada, con un patrón de autosimilaridad. Pulula hasta la muerte.” (p.
19). En lo que respecta al CsO, Andión precisa que: “el deseo es saludable, es
productivo, puesto que no está petrificado en su organización, es dúctil e intensivo”.
(p. 19). La mención a la petrificación del deseo en relación a los adictos toca de manera
directa su condición de constante y regular consumo. Su deseo sólo viaja en una
misma dirección, repetitiva y atrapada en su insaciabilidad. Un deseo negativo del que
nos habla Giulia Sissa (2000) en el cual es la intemperancia la que fuerza las
condiciones. En otras palabras un deseo desbocado, incontrolado, termina por
imponer su fuerza. Platón lo relaciona así en la Republica: “El estilo de vida consistente
en secundar las pasiones, sus inclinaciones, en buscar el placer transforma a los
hedonistas en seres bestiales” (2008; 346) El deseante vive Un apetito negativo en
función del cual se organiza el estilo de vida de un yonqui. La anatomía del cuerpo
traza un recorrido que va de una boca a un agujero, pero en el adicto los conductos
146
parecen reducirse, y el trayecto se logra reducir a un atajo directo a la sensación de
vacío que deja la droga. La consecuencia es la necesidad de rellanar continuamente el
deseo de droga. Lo que por supuesto implica una dedicación total al mismo deseo. Es
esa, entonces, la petrificación que sufre el adicto, su CsO, su deseo se consume en un
mismo y único objeto. Como dice Giulia Sissa (2000): “el alma deseadora es un animal”
(p. 51) sin embargo, “el alma apetitiva es de una animalidad absoluta” (p. 51) Y
continua diciendo: “…imposible de humanizarse mediante comunicación lingüística”
(p. 51) lo que termina conjugándose con las palabras de Platón en el Fedro en relación
a lo apetitivo: “Todo apetito45 es reacio a la domesticación. Sólo se le puede refrenar y
someter puntualmente, sabiendo que a la menor ocasión se levantará y partirá de
nuevo al galope46” (pp. 253-254) Y es reacio siempre que no obedece a la mesura o a
la simple necesidad; vive el goce desmesurado y que nunca se sacia. No se detiene en
procesos organizativos que permitan diversificar por momentos el deseo. El yonqui es
un deseador monotemático, su apetito de droga suele ir acompañado de una pérdida
del antropomorfismo físico. Su imagen de ser humano se va desconfigurando a medida
que el consumo de droga aumenta. Como ocurre en los relatos de Burroughs, donde
los adictos sólo recobran su figura humana con la droga: “El adicto necesita más y más
droga para conservar la forma humana” (A.D., p. 6) Necesita la droga para volver a la
forma humana, para sentirse vivo, pero es la misma droga la que lo obliga a romper su
relación con el mundo y con su misma condición de ser humano. Un animal lo habita,
siempre que el deseo se impone; el deseo se vuelve carencia, y no productividad.
45
El término “apetito” no debe tomarse aquí como el simple deseo natural del alimento; antes que nada se debe relacionar con el “alma apetitiva” de la que habla Giulia Sissa, retomando a Platón- y con la intemperancia, o el deseo desenfrenado por algo. Dice Sissa (2000) de estos, “los intemperantes abusan de los deseos-empezando por los apetitos limitados de forma natural- debido al exceso, a la mala elección y a la multiplicación de los objetos. Y cualquiera que sea la gama de las fantasías, el núcleo invariable sigue siendo la comida, la bebida, el sexo y el dinero” (p. 38) 46 Platón traza una zoología psíquica que divide en dos: un caballo blanco que representa la docilidad y la inteligencia, y un caballo negro que salta sobre las ordenes de la inteligencia y quiere poseer todo aquello que le resulta bello. El primero es el alma irascible, el segundo el alma apetitiva. Véase Platón. Diálogos Socráticos. Fedro. Argentina, Altamira Press, 2003.
147
4.5 ANIMALIZAR AL ADICTO
William Burroughs confesaba en las entrevistas que recopiló Víctor Bockris en 1997,
confesaba su gran temor a los insectos. Entre ellos estaban el ciempiés y los
escorpiones, animales que no casualmente hacen parte de lo que podríamos
denominar el bestiario de Yonqui y El almuerzo desnudo. Dice Burroughs en una de las
entrevistas:
Los ciempiés me dan muchísimo, aunque no se trata de una fobia autentica en que la gente queda incapacitada sólo con la visión de un ciempiés. Yo simplemente busco algo con lo que combatir esa criatura. Tengo una pesadilla recurrente en la que un ciempiés venenoso muy grande, o un escorpión, así de largo, se lanza sobre mí mientras yo estoy buscando algo para matarlo. Entonces despierto chillando y quitándome las sábanas de encima a patadas (p. 76)
Tal aversión incluye una versión ficcionalizada, para mostrar el grado de repulsión o la
imagen viscosa y escurridiza del adicto. Los artrópodos47 son de ojos fríos, cuerpo
invertebrado, sin sangre, con antenas receptoras (de droga para los adictos), y con
presencia masiva en la tierra. Esa imagen, de decadencia en este caso, pero también
de dominio- ya que a la droga Burroughs la llama en ocasiones El Gran Ciempiés o el
Dios Ciempiés; el dominio de una especie que se arrastra, que es revulsiva repugnante,
pero también silenciosa, rápida y de gran adaptación. Además también pueden ser
venenosos y letales. Toda desventaja Burroughs la convierte en un arma: la
invisibilidad del adicto, el Gran Frio de la droga, sus ojos inexpresivos, siempre
ausentes, su vida de ciempiés que se oculta rápida y silenciosamente. Los animales
(exceptuando los peces, de quienes homologa a los yonquis sus ojos vacíos y fríos)
hacen parte de una descomposición social, de un mundo que se devela en ruinas y sólo
permanecen las especies menos tomadas por el afecto humano. El sueño de la droga
es un sueño terrorífico. En Y. el personaje William Lee precisa que: “Una tarde cerré los
ojos y vi a Nueva York en ruinas. Ciempiés y escorpiones enormes se deslizaban por los
vacíos bares, cafeterías y farmacias de la calle 42”. (Y., p. 58). La droga se convierte en
sinónimo de decadencia, en ella confluyen los más bajos aspectos de lo humano. El
47 Los artrópodos son frecuentemente confundidos con los insectos por su morfología; sin embargo su diferencia radica en el número de patas que cada especie posee: mientras los escorpiones o arañas poseen dos pares, los insectos están provistos de un juego de seis.
148
Gran Ciempiés, metáfora del gran vendedor de drogas, se alimenta del consumo de
los tóxicos, crece a medida que el adicto toma su dosis rutinaria, ha hecho su propio
habitáculo en el cuerpo drogado del yonqui; es un invasor que ha desplazado lo
humano en el adicto. Por eso su figura resulta confusa y difuminada, sus contornos se
han perdido en una imagen grisácea y difusa:
Ver a Doolie con el síndrome de abstinencia era terrible. La envoltura de su personalidad había desaparecido, disuelta por sus células hambrientas de droga. Vísceras y células, galvanizadas por una repugnante actividad, como la de una larva de insecto tratando de romper su capullo, parecían a punto de salir a la superficie. Su cara estaba borrosa. Era realmente irreconocible al mismo tiempo hundida y tumefacta. (Y., p. 56)
En las novelas los adictos sufren, un proceso de transformación fomentado por el
sistema-droga, que los lleva desde un estado subhumano a un estado animal, quizá
incluso más pesado dada la lentitud de los drogodependientes. En William Burroughs.
La vida y obra, Philippe Mikriammos (1981) cita al mismo Burroughs para referirse a
esta transformación: “Comprendí que el metal pesado era, por así decir, la expresión
extrema de la adicción, hay algo metálico en la adicción, el estado terminal al que se
llega tiene más de mineral que de vegetal” (p. 58)48 Es una escala donde el caos parece
ser el punto final donde se puede llegar. El estado mineral lleva a pensar en esa
quietud catatónica del Cuerpo sin Órganos del que habla Deleuze-Guattari (2008). Un
estado en el que la materia se convierte en materia muerta. Los personajes se dirigen
entonces hacia lo subhumano, lo abyecto, lo animal, lo vegetal, hacia una condición
final de no retorno. La evasión termina por concluir de una manera absoluta, el
retorno suele ser una idea imposible de concebir, o por lo menos de darle
cumplimiento.
Los yonquis en las novelas, además lograr una semejanza con lo animalesco, alcanzan
un poco ese devenir animal, que Deleuze considera importante dentro de la literatura.
Es una manera sutil de transformación, o quizás, de adaptación, de complementarse
una especie con la otra. El yonqui rompe la lengua humana, la perfora para poder
pronunciar su deseo de droga, una vez en el estado animal la palabra no tiene ningún
sentido y debe transmutarse en algo más contundente quizás. En Y. comienza a
48
Paris Review. Entrevista a William Burroughs. Vol., IX, No 31, otoño de 1965. Como se cita en Mikriammos, P. (1981) Madrid, Ediciones Júcar, p. 58.
149
escucharse un chillido que articulan los personajes adictos “-Soy Gene Doolie- dijo la
voz- tengo que ver a Nick, y llevo esperando mucho tiempo. Su voz alcanzo el nivel del
chillido, casi del aullido, cuando llego a “mucho tiempo” (Y., p. 83) Chillido que se
extiende al A.D. y a sus personajes: “Hay veces que se ven hasta cincuenta yonquis
desastrados que sueltan chillidos enfermos, trotando detrás de un chico que toca la
armónica […]” (p. 20). La alusión al flautista de Hamelin es bastante clara, mientras el
vendedor de droga hace las veces del flautista, los yonquis asumen la condición de
roedores que chillan por la droga. De allí que no articulen, han devenido animal.
Incluso los otros personajes no yonquis, al dirigirse a estos, lo hacen con un lenguaje
animal: “Al fondo de la sala, un enfermero levanta un cierre metálico y lanza un
reclamo para cerdos. Los yonquis se precipitan gruñendo y chillando” (p. 50) Y unas
páginas más adelante: “Rotas alas de Ícaro, aullidos de un muchacho que se quema
inhalado por el viejo yonqui” (p. 250) Los personajes de los relatos de Burroughs que
chillan o aúllan, que llevan su voz hasta un registro animal, recuerdan a Kafka y a su
cuento Josefina la cantora o el pueblo de los ratones (2000) en el cual Josefina por
canto produce un chillido, o un silbido en lugar de un canto, y no es propiamente el
mejor de todos, por el contrario, uno de los peores, sin embargo su arte es totalmente
considerado. Es importante lo que señala Deleuze:
El arte de josefina, por el contrario, consiste en que, al no saber cantar mejor que los otros ratones, y al silbar incluso peor que los otros, realiza quizás una desterritorializacion del “silbido tradicional” y lo libera “de las cadenas de la existencia cotidiana” (1978; 15)
El chillido que produce el yonqui en las novelas de Burroughs, lo saca del registro
normal del lenguaje, llevándolo hasta un estado animal donde se pierde como ser
humano. Cuando Michel Tournier (1992) en su novela Viernes. Los limbos del pacifico,
presenta la escena de Robinson teniendo sexo con un árbol que posee una figura
similar a la femenina, incrusta allí un devenir de Robinson con la planta arbórea. Lo
importante son las relaciones extraordinarias que allí ocurren. Una forma de creación y
de liberación de las conexiones más convencionales.
Lo fundamental en el sonido, en estos, no es una articulación clara y definida, sino la
intensidad del sonido mismo. Ante una inarticulacion como le es propia a la adicción,
un chillido refleja mejor que nada la relación de dependencia del yonqui con la droga;
150
ya no la pide, la aúlla. Se pone en evidencia esa feroz apetencia, ese animal salvaje del
deseo que resulta insensible a la persuasión. De allí la cita de Giulia Sissa que
retomamos para enlazar esta idea: “[…] el alma apetitiva es de una animalidad
absoluta, imposible de humanizarse mediante comunicación lingüística alguna” (p. 51).
(Entiéndase que el alma apetitiva aquí es asimilada a la conducta del adicto.) Por eso
el personaje de Yonqui transforma su voz en un chillido que penetra más hondo que
cualquier palabra, y libera al aullido de las simples coordenadas animales para
reubicarlo en una intensidad que denota el hambre de sus células adictas. Es necesario
repetir que Burroughs convierte el ejercicio del control, en un elemento capaz de
liberar. En el caso específico del lenguaje, que para Burroughs no es más que un virus
o un medio de control, y así lo describe en El Trabajo, en las entrevistas que sostiene
con Daniel Odier: “Las palabras y las imágenes son los instrumentos de control que
utiliza la prensa” (p. 62) Y en el mismo libro refiere: “Un rasgo de la máquina de control
occidental es la de haber convertido el lenguaje en tan poco grafico como ha suido
posible, distanciando todo lo posible las palabras de los sujetos y procesos
observables” (p. 110) En un libro como El almuerzo desnudo, la primera narración
donde William Burroughs violenta las formas de la novela, usa, además de un lenguaje
y una estructura nada convencional, esas manifestaciones animales del lenguaje en los
personajes del relato. Un chillido, un gruñido están por fuera de la palabra articulada,
toman distancia de ella. Pareciese que fuese maneras no lingüísticas de escapar a esas
fórmulas vacías del lenguaje que ya no sirven a la expresión del yonqui. En el A.D,
Burroughs cita a Ludwig Wittgenstein, en el Tratactus Logicus-Philosophicus: “si una
proposición NO ES NECESARIA, NO TIENE SENTIDO y se aproxima al SIGNIFICADO
CERO” (p. 13) Si los personajes adictos no usan un lenguaje, es decir, si no les resulta
necesario ahora, pues han perdido su voz, no significa esto que ese lenguaje no usado
por el yonqui pierde su sentido, pasa a una condición cero (¿?) más adelante vuelve
Burroughs a afirmar: “El adicto a la heroína no dice apenas nada, y esto puedo
aguantarlo” (p. 15) en total es el silencio o el chillido.
Evadirse, ponerse en huida también implica determinar unas rutas poco o nada
transitadas. La animalización del adicto se puede considerar bajo dos perspectivas: la
primera conduce a pensar el adicto bajo el velo de una horrible degradación, una
151
condición subhumana ubicada en el fondo de su estratificación: “Los drogadictos son
enfermos que no pueden actuar más que como actúan. Un perro rabioso no puede
sino morder” (p. 7) La otra, pensar el devenir animal como esa posible forma o línea de
fuga,(Deleuze-Guattari, 2008) que permite al yonqui, al cuerpo drogado luchar en
contra de los controles, delatar la ineficacia de la palabra en una condición donde el
lenguaje mismo es restringido y manipulado : “Un contingente de simiopatas dan
aullidos colgados de farolas, balcones y árboles, cagando y meando encima de los
transeúntes (un simiopatas- no recuerdo el nombre científico de esta anomalía- es un
ciudadano convencido de ser un mono, u otro simio […])” (p. 52) De otra parte el
adicto-animal, caotiza las relaciones, las pone en el borde de la socialización humana,
establece nuevas conexiones configuradas no desde lo familiar o reproductivo, sino tal
vez desde la estrategias.
El devenir animal procede por contagio. Tal como la adicción a las drogas, un problema
de exposición al virus, así lo refiere Burroughs en una entrevista con Tenesse Williams,
presentada en el texto de Víctor Bockris Con William Burroughs “la adicción es una
enfermedad de exposición. La gente se hace adicta primordialmente porque está
expuesta a la sustancia” (1998; 163). En Y. afirma que: “La respuesta es que,
normalmente, nadie se propone convertirse en drogadicto. Nadie se despierta una
mañana y decide serlo. Por lo menos es necesario pincharse dos veces al día, durante
tres meses para adquirir el hábito” (p. 20) El adicto no se encuentra, sólo halla su
reflejo al contacto con la sustancia de su adicción, así sucede en A.D., “El adicto
aguanta mientras sus piernas drogadas le lleven directo a recaer sobre el rayo de la
droga (p. 6) Y su reflejo es la imagen del invasor que ocupa el caparazón vacío de su
humanidad. El narrador dice en Y.: “De pronto, el adicto se mira en el espejo y no se
reconoce” (p. 50). La adicción se contagia, y al ser contagiado el adicto, expone a los
otros al contagio. No existe ninguna filiación en ello, el virus y el yonqui están unidos
en una especie de encuentro accidental y su desarrollo procede gracias al proceso de
contagio. Estamos ante formas diferentes, quizás anómalas, de funcionamiento del
universo. No la reproducción dicotómica de la sexualidad: “El Chaquetero vuelve
metérsela en el culo. El chico se retuerce empalado como un pez en el arpón. El
Chaquetero se balancea sobre la espalda del chico contrayendo el cuerpo en un
152
movimiento ondulante” (pp. 94-95), como ocurren en estas escenas del A.D., novela
en la que escasamente se encuentra una relación sexual hetero, pues la gran mayoría
son de carácter homosexual. Y cuando hay una de orden heterosexual, esta está
mediada por la violencia o formas masoquistas: “-¡Corta la cuerda, Mark!- grita. Mark
se acerca con una navaja automática y corta la soga, sujetando a Johnny cuando cae y
depositándolo de espaldas con Mary todavía empalada y frotándose sin parar” (pp.
115-116). El devenir propende hacia lo múltiple y lo heterogéneo. Deleuze-Guattari
(2008) señala al respecto:
La propagación por epidemia, por contagio, no tiene nada que ver con la filiación por herencia, incluso si los dos temas se mezclan y tienen necesidad el uno del otro. El vampiro no filia, contagia. La diferencia es que el contagio, la epidemia, pone en juego términos completamente heterogéneos: por ejemplo, un hombre, un animal y una bacteria, un virus, una molécula, un microorganismo. (p. 248)
Aunque el devenir del adicto no actúa a su favor, lo coloca fuera de las coordenadas de
la actuación humana. Una vez el virus se ha apoderado del yonqui, sucede una pronta
transformación. El yonqui logra convertirse en un ser indefinido, una monstruosidad
amorfa, tentacular, que parece limitarse a palpar la frecuencia de la droga. Carne
reblandecida desprovista de esa objetividad que proporciona el hueso. 49 Pura
sensación, puro sentir el trazado hacia la droga. Igual que unas antenas que detectan
el objeto por su movimiento o su calor. Todo el ser del adicto ahora se define, incluso
fisiológicamente, por el deseo y la necesidad de encontrar la droga. De allí que sus
transformaciones favorezcan la supervivencia del virus que lo habita. El almuerzo
desnudo es rico en estas imágenes. Lee, el personaje adicto que comanda esta
narración, denota su grado de adicción que es proporcional a la blandura de su carne:
“Al principio su carne era simplemente blanda […] Largos tentáculos blandos,
fungosos, se enroscaban en torno a los huesos desnudos. Un olor mohoso a testículos
atrofiados envolvía su cuerpo en un velo de pelusa gris” (pp. 86-87). Pero no solo los
yonquis alcanzan tales devenires, es una cualidad que se comparte con quienes
imponen la ley y van tras los adictos. Así lo menciona la voz narrativa de A.D.
49 Los surrealistas como Salvador Dalí hablan de la objetividad del hueso, en contraposición a lo blando de la carne y a su proceso de descomposición. Los críticos señalan que de allí la recurrencia de las moscas en su obra, dado que hay niveles de descomposición en ella. Iglesias, C. La cocina y la pintura de Dalí. Consultado el día 05 de Enero de 2013, en: tubal.mforos.com/1141750/5280703-la-cocina-de-dalí
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-Vender es un vicio más fuerte que picarse-dice Lupita. Los vendedores no adictos están colgados del contacto, un hábito del que no te puedes descolgar. Y lo mismo les pasa a los policías. Ahí está Bradley el Comprador. El mejor sabueso de la brigadilla. Cualquiera que le vea lo tomaría por un pasado. O sea, que puede ir a ver a un traficante y comprarle directamente (p. 30)
Quien persigue al yonqui se hace adicto a esta persecución. Desarrolla habilidades que
le confieren la capacidad de detectar la sustancia, de palpar su punto de ubicación. Son
figuras por igual blandas y gelatinosas, producto del acercamiento con la droga. Todo
lo que de una u otra forma se relaciona con el virus de la droga, se mueve lenta,
silenciosa y subrepticiamente. Puede ser una cualidad defensiva o de ataque. En la
novela El almuerzo desnudo, se relata:
Un viernes “El Gordo” se dejó caer por la Plaza, un feto simiesco, gris translúcido, con ventosas en las pequeñas manos blandas de un púrpura grisáceo y una boca redonda de lamprea, de cartílago frío y gris, forrada de negros dientes eréctiles en busca de las marcas dejadas por los pinchazos de la droga. (A.D., p. 226)
Burroughs llega al punto de dar una personificación a la droga, le otorga vida propia,
le permite salir por ahí y aventurarse con cualidades humanas. Una figura
prosopopeyica pero que trasciende el plano de la retórica. La droga no es una
abstracción, no es una figura ficticia que se detiene bajo la voluntad del adicto. Está
dentro del cuerpo del adicto, pero también está afuera esperando un receptáculo
donde instalarse. Al acecho, como animal que paciente aguarda la presa. Tiene una
vida más real que la del yonqui, quien se ha convertido en un fantasma
ectoplasmático, en una criatura sin especie. Se le nombra de diversas maneras, Gran
Ciempiés, Chaquetero, Carne negra, Miguel, nominaciones que personalizan y llevan el
fármaco más allá de considerarla una simple sustancia que está en el ambiente. Posee
una voluntad y acomete acciones, la droga es un ser que vive y respira en Yonqui: “La
droga acecha en la cafetería, da una vuelta a la manzana y a veces cruza hasta el
centro de Broadway, para descansar en uno de los bancos del jardincillo” (Y., p. 59). A
partir de tal encuadre es posible pensar el poder de la droga, su capacidad de
mantenerse en las calles, aquello que se personifica es el habitar de la adicción en el
mundo. El adicto deviene droga, animal que es imagen o transformación adictiva,
dentro de la piel más profunda lo que subyace es el: “[…] una jalea viscosa,
transparente, que se va evaporando en una bruma verde, dejando al descubierto un
monstruoso ciempiés negro.”(A.D., p. 123) Asimismo, el virus de la droga deviene
154
sujeto, acaso como si suplantara la presencia del yonqui; pero el toxicómano sólo es
absorbido y desvanecido en su adicción. La adicción es cada vez más presencia,
mientras el adicto es cada vez más ausencia. Se le llama Reptiles, seres que se
arrastran en una condición totalmente desventajosa para ellos. La lucha entre el
Chaquetero y los Reptiles, entre los adictos y todo el poder de la droga.
La forma animal que alcanza el yonqui en ambas obras literaria está relacionada, en
general, con insectos, reptiles, lagartos, simios, y a veces es realmente difícil de
definirse dada la irreconocible forma que toman. A pesar de que Burroughs siempre
habla de ojos de insecto, de pez, murciélago, crustáceo o ciempiés, lo hace sólo para
referirse a esa conexión de vida, a ese aliento vital que se experimenta al observar los
ojos de alguien. La primera manifestación de muerte ocurre en los ojos. Un yonqui es
alguien que abandona la vida precipitadamente, su lugar ha sido ocupado por fuerzas
superiores a él. Pero en lo que concierne a una transformación precisa del cuerpo en
un animal concreto, no es posible precisarlo. En el film de Cronenberg (1991), El
almuerzo desnudo, lo que se muestran son seres extraños, monstruos que no entran
dentro del catálogo de la vida zoológica. Imposible identificar estas especies, el adicto
se convierte en esa cosa de la que no se puede hablar, que no se puede precisar con
certeza en qué estado se encuentra; es un monstruo, y todo monstruo es una creación
moral y legal.50 Si la figura del yonqui se difumina, si queda suspendida entre una
sensación o entre la intensidad de la droga, es porque el sujeto pierde su voluntad
para cederla a su invasor. Su imagen indefinible, aunque lo hace escurridizo e inasible,
también lo pone sobre el plano de lo que es marginado y reprimido. La novela El
almuerzo desnudo muestra esa confrontación entre el yonqui, figura sociológica del
siglo XX, y el poder controlador del sistema. Esa batalla entre el poder y los
marginados, los desarraigados de toda clase, se expresa de manera visceral por medio
de las sensaciones persecutorias de los yonquis. Esta paranoia se extiende de principio
a fin de la narración. Ante tal acorralamiento es necesario perpetrar una huida, una
fuga que tiene como principio el cuerpo. Y el cuerpo comienza a evadirse con la
primera fuerza intensiva del fármaco. Todo este viaje no es más que una huida, asi en
la novela del A.D., 50
Véase a Michel Foucault en Los Anormales, el capítulo que habla sobre el monstruo. El comienzo de este breve capitulo donde se empieza a utilizar la noción de monstruo.
155
Vivo con una constante sensación de estar poseído, y con la necesidad de escapar de ello, del control. La muerte de Joan51 me puso en contacto con ese invasor, el horrible espíritu, y me condeno a una lucha perpetua en la que no tengo ninguna oportunidad excepto escribir sobre mi huida. (2011)
La sensación persecutoria constituye una pura intensidad en El almuerzo desnudo, el
yonqui vive en constante estado de zozobra que permite justificar la huida que inicia
para no detenerse: “Siento que la pasma se me echa encima, los siento tomar sus
posiciones ahí afuera, organizar a sus soplones del demonio, canturreando en torno a
la cuchara y el cuentagotas que tiré en la estación de Washington Square [...]” (A.D.,
17) Algunas sentencias aún más radicales denuncian esa política represora y fascista de
la que necesariamente debe huir el adicto:
Los senadores se ponen de pie de un salto y braman pidiendo la Pena de Muerte con inflexible autoridad de virus yen…Muerte a los drogadictos, muerte a los invertidos sexuales, muerte al psicópata que ofende la carne acobardada y sin gracia con la rota inocencia animal de elástico movimiento. (p. 246)
Burroughs siempre habla del problema del control y de la posesión. La droga es
auspiciada por los sistemas y al mismo tiempo le permite generar a estos, acciones
represoras sobre los consumidores. Se establece así un estado en perpetua crisis,
como lo señala el escritor norteamericano. Situaciones de marginalidad y persecución,
el fármaco se convierte para el escritor en el mecanismo de control por excelencia. La
epidemia se ha instalado allí en el medio social para mantener la carne atada a la
sustancia, para ejecutar el comercio con absoluta precisión. El adicto, entonces, es
manipulado desde su deseo de droga. Lo único que le queda al yonqui dentro de su
adicción, en la obra de Burroughs (Yonqui- El almuerzo desnudo) es hacer de la
sujeción una forma de defensa; pervertir el lenguaje, destruir la sintaxis con la que es
perseguido y señalado; volverse invisible a la mirada policiaca, atacar desde ángulos
que no pueden ser vistos; devenir animal para construir nuevas conexiones, nuevas
alianzas que no corresponden a lo familiar o a lo genético; hacerse a aun Cuerpo sin
Órganos (CsO) desde el cual vivir las intensidades o sensaciones impulsadas por las
acciones, pero no las acciones que enferman y destruyen toda relación orgánica. Vivir
la ebriedad, pero no embriagarse, vivir la intensidad de la droga sin tomar la droga
51 Joan Vollmer fue esposa de Burroughs, asesinada por este de manera accidental, en México en 1951. Después de esto William Burroughs viaja a Tánger donde escribe la mayor parte de El almuerzo desnudo
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misma. Aunque todo adicto se hace a un CsO, es un cuerpo, como precisa Deleuze-
Guattari (2008), vacío. En otras palabras, el CsO del adicto no produce nada, sólo
destruye por completo la organización sin mantener ni una sola relación hacia lo que lo
hace totalmente destructivo, aunque sea ahora un Cuerpo sin Órganos. Pero ese vacío
del cuerpo del adicto, es la manifestación más radical de la evasión; perderse de
manera total para cualquier sistema social, cultural o político, desaparecer como
individuo, mantenerse en una manada, desarraigarse de lo informativo, de lo
comunicativo. El adicto sólo habita la frecuencia de la droga.
El cuerpo adicto se disuelve en el fantasma, difumina su existencia entre las sombras.
Se hace invisible, quieto y silencioso. Ha sido animalizado para reflejar la caótica
existencia, la marginación de su condición, y, simultáneamente, se desliga de las
maneras más filiales de la convivencia. La velocidad es el ritmo a través del cual
establece sus relaciones, el frio el cobijo con él se cubre de la ansiedad. El adicto ya no
necesita un cuerpo, es una máquina de sentir, un puro deseo, una intensidad marcada
por los ritmos de la droga: frio- caliente, lento- rápido. El enigma de su incorporeidad
la traza la voz narrativa de Lee- personaje del A.D.,- en una pregunta: “¿A dónde van
cuándo se marchan dejando el cuerpo atrás?” (A.D., p. 26)
157
5. CONSTRUCCIÓN DE UN LENGUAJE TOXICOMANIACO
5.1. EL SILENCIO DE LA EBRIEDAD
Desde la antigüedad griega filósofos, escritores y pensadores han ocupado su interés
en establecer demarcaciones entre el lenguaje poético, el lenguaje del conocimiento y
el habla común. Dentro de algunas perspectivas se asumen estos tres ámbitos como
formas narrativas disimiles, y que obedecen a propósitos distintos como
construcciones discursivas. Otros elementos se añaden a la reflexión cuando se incluye
en la discusión los relatos que están mediados por la ingesta de sustancias o la
provocación de cierto “estado de gracia” en los escritores para propiciar la creación.
Dentro de estos últimos es necesario señalar el rol que se le atribuye a la ebriedad, en
un sentido amplio, en la configuración de este universo y, simultáneamente, la
reprobación que esta ha recibido como mecanismo para generar nuevas imágenes y
usos del lenguaje.
Peter Sloterdijk, en Extrañamiento del mundo, presenta la historia de la cultura de
occidente desde el transcurrir de la abstinencia (2001; 123) y el tránsito entre dos
posiciones: la ebriedad y la contención. En la filosofía griega clásica, Platón rechaza la
ebriedad como medio de conocimiento. En sus diálogos establece que toda sabiduría
queda separada de las perturbaciones narcóticas. Dentro de esta concepción la
palabra del poeta es un ejemplo del saber que no se atiene a las fuerzas de la razón y
que puede motivarse por un impulso superior a la conciencia del aedo, como puede
ser el arrobamiento divino o la posesión daimonica. La palabra poética queda así
sumergida en la ebriedad de la inspiración. En el diálogo platónico Ion o De la poesía,
(texto que hace parte de los Diálogos) la voz de Platón expresa:
No es mediante el arte, sino por el entusiasmo y la inspiración, que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas. Lo mismo sucede con los poetas líricos. Semejantes a los coribantes, que no danzan sino cuando están fuera de sí mismos, los
158
poetas no están con la sangre fría cuando componen sus preciosas odas, sino que desde el momento en que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor, y se ven arrastrados por un entusiasmo igual al de las bacantes, que en sus movimientos y embriaguez sacan de los ríos leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento que cesa su delirio (2009; 128)
Se concibe al poeta como un ser enajenado en el momento de la creación. Se asume
que son las musas las que cantan a través de él y que ellas traen a la memoria el
mundo del ser o de las esencias. Hesíodo, en su Teogonía, (1990) reitera esta función
de las musas: “[…] y la voz me inspiro divina para que celebrara futuro y pasado y me
mandaran honrar a los beatos siempre existentes, la estirpe y a ellas, cantarlas siempre
primero y al final” (p. 16). El discurso extasiado pierde credibilidad frente a la razón,
que lo considera engañoso y carente de verdad. En La República de Platón se afirma
que:
-Juzgaremos- dije yo- las pequeñas por las grandes; porque tanto las pequeñas como las grandes deben ser de un mismo tipo y producir un mismo efecto. ¿No lo piensas así? –Si dijo-; pero no veo tampoco a qué fábulas grandes te refieres. –A las de Hesíodo- dije- y de Homero y de otros poetas que para nosotros fueron compuestas. Porque ésos son los que compusieron esas fábulas embusteras que se contaban y se cuentan a los hombres (p. 43)
Se critica el que en estos relatos se emplee un lenguaje que reproduce aspectos no
modélicos o que escapa a lo convencional. Se aboga por la lógica y la razón imperantes
y por la exaltación de los valores positivos para el Estado:
[…] y pienso que no se les debe acostumbrar a imitar ni el lenguaje ni la conducta de los locos; porque ha de conocerse a los locos y a los pervertido, hombres y mujeres, pero ni debe hacerse ni imitarse nada de ellos (p. 57).
Este pensamiento de Platón excluye el acceso al conocimiento a través de la ebriedad
y precisa de la sobriedad para hilvanar un discurso que se aproxime a la verdad. La
droga representa un puente falso, inseguro, poco confiable para dar cuenta de lo real.
Se hace necesario, entonces, intentar confinar esta palabra al silencio, despojarla de su
fuerza divina. Una posible consecuencia de lo anterior pudo ser el declive de los
misterios eleusinos, que comienzan a perder su cualidad como estados elevados de
contemplación. Sloterdijk refiere las implicaciones que el pensamiento del filósofo
griego pudo tener:
Hace dos mil años, el Sócrates platónico introdujo una admonición previa contra el entusiasmo, en términos filosóficos, cuyas consecuencias, incluso hoy en día, siguen
159
siendo difíciles de aquilatar. No todo dominio por medio de las denominadas fuerzas divinas puede figurar en el futuro como comprensión adecuada. (2001; 123)
A partir de la cita anterior es necesario retomar las consideraciones en torno a las
drogas y su función ritual. Sloterdijk, haciendo alusión a los textos de Platón, refiere
unas “fuerzas divinas” y un posible “dominio”. Esto deja entrever los aspectos
relacionados con el conocimiento adquirido mediante los procesos rituales, los cuales,
en muchas ocasiones, van ligados al consumo de sustancias alucinógenas. Los
sacerdotes y chamanes promueven el acceso a un conocimiento mayor del mundo de
los dioses gracias a las bebidas embriagantes que ingieren en sus rituales. La filosofía
de Platón, desde su noción de razón, objeta este conocimiento como tal. De acuerdo
con estos postulados, el pensamiento precisa de la argumentación y los argumentos
son un resultado de la pura razón y no de los arrobamientos de la embriaguez. Los
estados de éxtasis son vistos como posesiones, como fuerzas superiores que se
apoderan del poeta, daimon que habla con la voz del aedo y que roba su conciencia y
su razón. El Sócrates de los diálogos precisa de la completa lucidez del poeta, del
filósofo, de que su entendimiento no proceda de ninguna sujeción exterior. Cuando
esto no es así, los poetas son expulsados de la polis por motivo de su palabra
embriagada. Sloterdijk (2001) lo referencia en Extrañamiento del mundo:
Desde que Sócrates en el banquete ominoso, desestimó los argumentos del poético predecesor en la palabra como meros argumentos entusiastas, el discurso extasiado tiene muy escaso crédito entre filósofos- porque filosofar, aunque se hable de los más alados temas, debe significar, sin excepción, argumentar, y argumentar quiere decir hablar en estado de sobriedad. (p. 124)
Las figuras sacerdotales y los sabios extasiados en contactos divinos fueron excluidos
del saber filosófico pues se consideró que los guiaban impulsos irracionales. Algo
similar ocurrió con los autores de la tragedia griega. Bajo la lupa de la razón platónica
se consideraba que estos no cumplían la exigencia de ofrecer la verdad y que,
finalmente, se trataba de poetas que fabulaban en contra del estado correcto. En La
República de Platón (1997) el personaje de Sócrates le advierte a Adimanto que “[…]
Siempre debe representarse a Dios tal y como es, ya lo haga en poesía épica, lírica, ya
en tragedia” (p, 44). La reprobación a la tragedia, y por extensión a otros géneros
literarios, se reitera unos párrafos luego: “rechazaremos también que se deba dejar
160
escuchar a los jovencitos lo que Esquilo dice: Dios hace surgir el crimen entre los
humanos, cuando quiere arruinar por completo sus casas” (p. 45).
Nietzsche (2006), en El origen de la tragedia describe a un Eurípides socrático que
exige, ante todo, una estética racionalista en la que todo resulte comprensible
intencionalmente. En opinión del filósofo alemán este autor de tragedias efectuaba en
la escritura un ejercicio consciente, que se comportaba de un modo crítico y disuasivo,
pero que en ocasiones sacrifica el arte y la creación en pos de un razonamiento más
sistemático. (p. 104). Opera aquí un cambio significativo pues el arte dionisiaco, en el
que se incluía el teatro y que descansaba en el juego, la embriaguez y el éxtasis,
logrando elevar a los individuos mediante la fiesta primaveral y la bebida hasta el
olvido de sí, será paulatinamente relegado. Este arte dionisíaco, del que Nietzsche
expresó: “Y aquí está la cima del drama, que consiste en que el hombre esté fuera de sí
y se crea a sí mismo transformado y hechizado” (1987; 78), será suplantado por un
arte de la mesura, de la veracidad, de la justicia, de la armonía: el arte apolíneo.
El mundo de los bebedizos, alucinógenos, fármacos, tóxicos o cualquier otro
componente que se juzgue como droga, el fharmacon platónico, entra a hacer parte
de lo que discursivamente queda silenciado, sobre todo si estos usos van unidos a
formas de creación artística o de conocimiento.
La historia de las brujas que desarrolla Michelet (2009) da cuenta también de estos
procesos de silenciamiento. A las denominadas brujas y yerbateras que habitaban en
los bosques se les atribuyó un saber médico naturalista. Dicho saber no se inscribía
dentro de la tradición occidental de la medicina alopática, sino que hacía parte de
prácticas antiguas que estuvieron, muchas veces, acompañadas de festejos. Varias de
sus manifestaciones rituales obedecían a un orden no tan convencional. En primer
lugar se trataba de mujeres que, por lo general, vivían fuera de las urbes, lo que
implicaba que rompían con el asunto del género y lo territorial. En un segundo término
estaba la adquisición y trasmisión de conocimiento al margen de la institución. Un
tercer elemento era el paganismo de las fiestas que representaba su estado extasiado.
Todo esto contribuyó para que, con el correr del tiempo, estas mujeres fueran objeto
de sospecha y persecución por parte de la Iglesia y la sociedad, hasta ser condenadas a
161
la hoguera. Los festejos y celebraciones en que participaban las llamadas brujas, así
como su hábitat, fueron declarados escenarios y obras del demonio o de sus huestes.
Estas mujeres son silenciadas debido al deseo de poder absoluto de la iglesia y bajo la
excusa de un entendimiento que se circunscribe a prácticas no científicas y ligadas a
rituales profanos. Michelet eleva su queja:
¿Qué ha sido de vosotras? Y ¡qué bárbara transformación!...Aquella que, en el trono de oriente, enseñó las virtudes de las plantas y el viaje de las estrellas, aquella que, junto al trípode de Delfos brillaba con el dios de la luz y los oráculos a un mundo de rodillas…es la misma que, mil años después, es cazada como un animal salvaje, perseguida en las encrucijadas, execrada, despedazada, lapidada, sentada sobre carbones ardientes (2009; 4)
En torno a las brujas se impone el acallamiento de formas de saber que habían estado
ligadas al uso y el consumo de bebidas que extasiaban el espíritu.
Por otro lado, el afán socrático de la verdad que domina en Occidente se impone
sobre otras formas de entendimiento. La instauración del racionalismo cartesiano
contribuyó a reforzar la preeminencia de la razón por sobre otras formas de
conocimiento. Incluso, cuando ya se ha señalado el agotamiento de este modelo de
pensamiento y lo insuficiente que resulta, continúa la búsqueda afanosa de la verdad
como una lucha constante hacia la cúspide de los poderes.
La sobriedad es el eje rector sobre el que giran los discursos entendidos como
racionales y verdaderos. Por el contrario, la adicción rompe la palabra, detiene las
asociaciones verbales, delata una patología del diálogo en la que el sujeto es presa de
la ausencia de los predicados. Derrida (1975) reconoce este mutismo cuando afirma:
“Sin voz, está alejado de la verdad, dado su estado alucinatorio, de posesión” (p. 211).
La palabra se fragmenta, permanece vacía dentro del acto repetitivo de la droga, del
significante hueco. En La Farmacia de Platón explica el autor francés:
Ese significante de poco, ese discurso sin gran fiador, es como todos los fantasmas: errante. Rueda aquí y allá como alguien que no sabe a dónde va, habiendo perdido el camino correcto, la buena dirección, la regla de rectitud, la norma, pero también como alguien que ha perdido sus derechos, como un fuera-de-la-ley, un desviado, un mal muchacho, un granuja o un aventurero. (p. 220)
La palabra alucinada no sólo es silenciada por el saber filosófico racionalista, sino que
la modernidad traerá consigo su persecución y acallamiento médico –policiaco. “Los
162
éxtasis privados y no-informativos” (Sloterdijk, 2001; 149) son separados del saber que
la cultura ha determinado como verdadero. La medicina instituye en su discurso la
anulación de la palabra adicta como una expresión sin forma y sin contenido, la ley no
le reconoce validez alguna en sus manifestaciones y prohíbe su permanencia como
violación a la norma. En ambos casos el resultado es el mismo: el lenguaje del adicto
en medio del éxtasis se asume como manifestación no consciente y sin coherencia
sintáctica o semántica. Se le descarta como estado sin razón y sin verdad.52
El consumo de las drogas parece eliminar así toda posibilidad de acercamiento a lo que
se tiene como verdad. La alucinación o el espíritu en éxtasis serían ajenos, entonces, a
experiencias reales que determinen un saber. Derrida, en su artículo “Retórica de las
drogas” expresa que “Al toxicómano no se le reprocha el goce mismo, sino un placer
inherente a experiencias carentes de verdad” (1995; 36). Y añade: “Es en nombre de
esta autenticidad que la toxicomanía es condenada o deplorada” (p. 39). Como
resultado todo conocimiento que se precie de tal ha sido desligado de la ebriedad,
toda ebriedad ha perdido su palabra mágica, mística, sabia, y se hunde presurosa en
un silencio sin espesor.
5.2 EL LENGUAJE FRAGMENTADO DE LA ADICCIÓN
Para William Burroughs resulta claro que el lenguaje constituye un medio de control. El
escritor norteamericano lo describe como un virus que, al igual que la droga, se
reproduce con rapidez y facilidad, se expande con cada palabra, invade las mentes de
las personas y termina por alienar a quien lo habla. Los sistemas lingüísticos imponen
su propio universo construido con palabras, otorgan sentidos a la realidad y
construyen conceptos que sirven de reguladores o represores para los individuos,
demarcando los juegos de poder y las interrelaciones. En El Trabajo (Conversaciones
52 Ocurre algo similar con el discurso del loco. Michel Foucault (2002), Historia clásica de la locura, hace referencia a cómo la psiquiatría y la moral antigua terminaron por silenciar a este sujeto de la sinrazón. El loco manifiesta un lenguaje diferente, aunque en cualquier caso su mensaje no atañe al mundo normal porque es un decir fuera del mundo de la razón, según los planteamientos del filósofo francés.
163
con Daniel Odier), Burroughs afirma: “[…] la palabra es por supuesto, uno de los más
fuertes instrumentos de control.” (1971, p. 32), adicionalmente habría que señalar su
función en la transmisión y configuración de las ideologías.
El concepto de droga se erige como ejemplo de los fenómenos referidos sobre poder y
control a través del lenguaje. Se trata de una noción definida desde intereses
policíacos, políticos y morales en los que interesa que las personas la piensen desde
esa misma consciencia que la nominó. Derrida señala al respecto: “De aquí que hay
que concluir que el concepto de droga es un concepto no científico, instituido a partir
de evaluaciones morales o políticas: lleva en sí mismo la norma o la prohibición” (1995;
34).
Dentro de este contexto la voz del adicto se constituye en una voz rota que expresa su
propia realidad. El toxicómano no habla. Él habita un estado de silencio en el que la
evasión lo aleja de las realidades que no quiere enunciar, desecha el contacto con el
otro y la palabra deja de ser informativa. Si el lenguaje es control, será preciso escapar
de esas formas de sujeción que dominan la existencia. El silencio, de esta forma, se
convertirá en una manera de huir y de resistir. Una imagen de esas criaturas
silenciosas en que devienen los adictos se ofrece en Yonqui cuando el personaje
relata: “He visto una celda llena de yonquis enfermos, silenciosos e inmóviles, en
aislada miseria. Sabían que era inútil quejarse o moverse” (1997; 22). La droga no
precisa de lenguaje alguno una vez que se ha instalado. En almuerzo desnudo el
protagonista narra que
Estaba viviendo en una habitación del barrio moro de Tánger. Hacia un año que no me bañaba ni me cambiaba de ropa, ni me la quitaba más que para meterme una aguja cada hora en aquella carne fibrosa, como madera gris, de la adicción terminal. Nunca limpié ni quité el polvo de la habitación. Las cajas de ampollas vacías y la basura llegaban hasta el techo. Luz y agua cortadas mucho tiempo por falta de pago. No hacía absolutamente nada. (Burroughs, 1980; 9)
En esta atmósfera no ocurre nada y tal pareciera que expresarse resulta un agregado
innecesario. El silencio del adicto se convierte, entonces, en estrategia de evasión, en
un mecanismo de resistencia frente al lenguaje parasitario. Burroughs pretende volver
al estado original del lenguaje, es decir, al silencio, como lugar donde se olvida y se
desmonta todo acto lingüístico que pervierta la conducta humana. Pero es un silencio
164
que no calla la palabra, sino que la habita y se cuela allí donde el lenguaje se
desestructura, se descoyunta, pierde la hilación convencional, su linealidad.
La expresión en El almuerzo desnudo parece ser agrietada, es decir, llena de espacios
donde se rompe el eje sintagmático que ordena una palabra tras otra hasta lograr
obtener un sentido totalmente coherente. Esto podría entenderse como una forma de
oxigenar el lenguaje, siempre tan construido, tan reglamentado, finalmente, tan
político. En esta novela no hay ese recorrido, ese orden semántico de los paradigmas,
sino que se presentan irrupciones, encadenamientos verbales aparentemente
inconexos, palabras que remiten más a una sensación, a una intensidad, que a producir
una idea. Esto se puede percibir cuando Lee expresa en el relato:
Traficantes de abortones persiguen a una vaca preñada hasta que alumbra. El campesino inicia la covada, se revuelca en la mierda dando gritos. El veterinario pelea con un esqueleto de vaca. Los traficantes se ametrallan entre sí, regatean silos y tractores, artesas de grano, pacas de heno, pesebres, por el enorme establo rojo. Ha nacido el tercero. (A.D., p. 11)
De esta manera se construye una imagen del fluir de la consciencia, de asociaciones
arbitrarias, de caos. Se percibe en Burroughs una búsqueda y experimentación
narrativa que pueda dar cuenta de su propuesta formal y argumental. Es así como se
iniciará en el empleo de la técnica del cut-up53, que si bien no es desplegada en pleno
en A.D., se realizarán en esta narración los primeros esbozos de lo que será tal
estrategia discursiva en obras posteriores. En el artículo “David Lynch, William
Burroughs y el lado oscuro del espectáculo” se incluye este testimonio de Burroughs:
Yo traté de introducir a través del cut-up el montaje en literatura. Creo que está mucha más cerca de reflejar los hechos concretos de la percepción humana que la mera linealidad. Por ejemplo, si usted sale a la calle ¿qué ve? Ve autos, trozos de gente, ve sus propios pensamientos, todo mezclado y sin linealidad alguna.
53
El cut-up es una técnica de collage empleada en la pintura y que William Burroughs incorporó a la literatura a partir de 1959, luego de que el pintor y escritor Brion Gysin se lo sugiriera y le enseñara los aspectos básicos. Los fragmentos de textos reorganizados se le muestran al lector como carentes de lógica y este se ve en la necesidad, inconsciente, de reconstruir las oraciones acercándolas a un nivel de lo racional. Lo que pretende Burroughs es que el lector haga su selección de material lingüístico y que lo cree acercándose cada vez más a lo real. Se rompe con esto la linealidad del lenguaje verbal convencional, sus formas agotadas, y se busca liberar la palabra y generar otras voces. (Mikriammos, 1981, p. 69). Producto de la utilización del cut-up por parte del escritor norteamericano surge su llamada Trilogía Nova o Trilogía del cut-up, compuesta por las novelas La máquina blanda (1961), El ticket que explotó (1962) y Nova Express (1964).
165
Otro de los propósitos del escritor al incorporar el cut-up fue romper con las reglas y la
lógica interna de los textos literarios en su forma organizativa convencional. Al
desfragmentarlos y recomponerlos conseguía, rompía con las formas más familiares de
la estructura novelesca.
El mundo del toxicómano gira alrededor de un objetivo elemental que es la obtención
de la droga; no obstante, constituye un verdadero caos dado que su discurrir va
continuamente a contracorriente de lo social. Escapar, esconderse, obtener dinero,
buscar droga, son actos marcados por el aceleramiento que caracteriza la ilegalidad.
A esto hay que añadir la necesidad orgánica o mental de la droga que debe satisfacer
el individuo que consume rutinariamente. Después de la repetición del consumo, del
acto en espiral de tomar droga, sólo queda el silencio que nace de esa consciencia
agotada. La repetición anula el significado, agota el sentido y, finalmente, arriba al
silencio al que Burroughs pretende volver la palabra. La reiteración sirve como imagen
de la rutina del adicto, quien entra en acciones idénticas día tras día, para minar el
significado de las palabras y proporcionarles un campo de acción más cercano a la
emoción. Pero la repetición es también una forma de representar la estaticidad puesto
que parece no generar progresión y enmarca las acciones en un punto de
atemporalidad y aespacialidad.
Es así como los enunciados se repiten por medio de la voz narrativa o de los
personajes y las ideas se mantienen aunque puedan expresarse de forma diferente.
Diversos fragmentos de El almuerzo desnudo dan cuenta de esto. Por ejemplo, el
personaje indica: “- Me vendió el muy…-dije ásperamente. Me acerque más a él y puse
mis dedos sucios de drogado sobre la manga de alpaca” (p. 18). Más adelante aparece
una imagen similar: “Luego, despacio, despacio, llega hasta el primo, sintiéndolo,
palpándolo con dedos de ectoplasma podrido” (p. 19). Posteriormente se relata: “[…] y
el viejo Bart, raído y gris, mojando bizcochos con los dedos sucios, que brillan por
encima de la suciedad” (p. 20). Los dedos son una imagen reiterativa. Avanzada la
novela se relata que “Un yonqui está sentado con la aguja en espera del mensaje de la
sangre, y el timador palpa al primo con dedos de ectoplasma podrido” (A.D; 157).
Tales repeticiones o recurrencias, como las llama Philippe Mikriammos (1981), develan
que “todos sus personajes [de Burroughs] tienden a decir lo mismo con las mismas
166
palabras, para ocupar en ese punto de intersección, idéntica posición en el espacio
tiempo” (p. 46).
La repetición mantiene esa quietud adicta del yonqui. Es como si la movilidad se
detuviera y la historia se hundiera siempre sobre sí misma, hurgando sobre el mismo
punto. Así es en el A.D.: “Carne que se desvanece al primer toque silencioso de la
droga” (p. 23). O dicho de manera análoga: “Paró de reír y siguió allí inmóvil
escuchándose por dentro. Había cogido la frecuencia silenciosa de la droga” (p. 67). Sin
embargo, la repetición se niega al olvido y “[…] se convierte a su vez en un
procedimiento eufórico, casi triunfal de ejercitar la memoria” (Mikriammos, 1981; 55).
Esta activación de lo que se ha experimentado previamente, según Mikriammos,
significa que “recordar, y recordar con nostalgia, es demostrar que la droga se ha
acabado y celebrarlo” (p. 55). La droga y sus reacciones son descritas por la voz
narrativa en A.D.: “La coca es un deseo puramente cerebral, una necesidad sin
sensación, sin cuerpo, una necesidad de fantasma terrenal” (p. 33). La idea se reitera
en otro momento de esta misma novela: “Pero la blanca es electricidad en el cerebro,
una necesidad sin cuerpo ni sensaciones” (p. 40).
Los latidos de la adicción están presentes en el lenguaje entrecortado y fragmentado
de los relatos de Burroughs. Aunque se asuma el lenguaje como una cárcel, este se
convierte dentro del texto del escritor norteamericano en la manera de liberarse del
virus, de atacar las formas de control. De allí que sus obras pretendan recrear el ritmo
de vida de las drogas. En El almuerzo Desnudo el delirio del drogado coincide con el
delirio del texto. Se observan pasajes inconexos, como el capítulo titulado “Hospital”,
en el que se detallan asuntos acerca de la desintoxicación y después se narran hechos
de carácter alucinatorio u onírico. De forma similar ocurre en el capítulo “Gente
normal y corriente”, que abre con el diálogo de dos personajes -el lugarteniente y el
líder- acerca del odio a los franceses; luego le suceden otros dos personajes -el
vendedor y el chapero- que discurren sobre electrodomésticos; continúa con una nota
sobre el cáncer, y finaliza con el regreso de los dos personajes iniciales. Se trata de una
especie de ir y venir sin un punto claro de referencia.
167
En el estilo narrativo de William Burroughs confluyen ejercicios de búsquedas
estéticas, transgresiones a lo establecido y elementos de lo autobiográfico que
incluyen la adicción y el consumo de drogas. Todo esto actúa simultáneamente en la
configuración de los universos y el lenguaje de las novelas. El mismo escritor declara la
recurrencia a estados drogados mientras desarrollaba A.D. Mikriammos (1981) señala
este asunto para justificar la intemporalidad que se percibe en el A.D.: “¿Qué podría,
pues, quedar del tiempo habitual en un libro basado en la toxicomanía, experiencia de
intemporalidad señalada en Yonqui ya, y redactado en gran parte con kif y mayún, que
también desfiguran el tiempo normal?” (p. 47). Eduardo Chinasky (2010) afirma que
“la obra obedece a una estructura psicológica similar al pensamiento del adicto”.
Ciertamente El almuerzo desnudo recrea una jerga marginal, diferente al código
lingüístico estándar, y compuesta por expresiones que giran alrededor del universo de
la droga y del drogadicto. Se produce un flujo verbal que pervierte al lenguaje y
desborda el sentido, se obtiene con esto un caos de la expresión que permitirá
retornar hacia el silencio. Cortes M (1997) analiza el propósito de Burroughs de
convertir el lenguaje en algo más que profano, subversor y escatológico:
Sus textos están- refiriéndose a Burroughs- hechos con residuos de otros, son obras realizadas de desperdicios que se refieren a la violencia y a la agresividad de la sociedad sobre el cuerpo. Su discurso adquiere-así- un claro carácter de detritus, produciéndose una fluida y natural asociación entre el lenguaje, el acto de escribir y los productos excrementicios (p. 193)
El capítulo “Gente normal y corriente” (A.D., pp. 143-164), narra la historia de un
personaje que enseñó a hablar a su ano y de cómo las palabras que de allí salen
terminan convirtiéndose en algo similar al excremento humano. El hecho de defecar la
expresión y de ensuciarla sirve de confrontación a los cánones literarios y sociales
predominantes pues adquiere otro sentido y valor. En “David Lynch, William
Burroughs, y el lado oscuro del espectáculo” se precisa: “El libro está cargado de un
lenguaje soez y expone situaciones escatológicas que golpean con fuerza al lector de la
moral conservadora”. Esto se convierte también en un gesto para enfrentar el poderío
del lenguaje. Una necesidad de pervertir la palabra-virus que contamina y controla.
La adicción es convulsa y hace del habla del adicto un hecho primario. La persona
limita sus acciones a lo más básico y su lenguaje termina convirtiéndose en algo menos
168
elaborado y más rico en sensaciones que expresan su deseo de droga. En las novelas
de Burroughs se integran expresiones de la jerga de la drogadicción así como de la
oralidad de estos sectores que dejan traslucir su fuerza mediante expresiones como el
insulto, o términos poco refinados. Así ocurre en el A.D.: “¿-Dónde están mis nubios,
maldita sea? –brama. -Entrompándose… De putas. -¡Mamones! ¡Estafadores!
¡Soplapollas! ¿Qué vale un hombre sin sus nubios?” (p. 171). En ocasiones las voces
son enigmáticas, como en clave: “-Tengo una cosa buena, Gordo. Puedo darte veinte. -
¿En especie? –Bueno, no llevo los veinte encima. Pero te digo que es cosa fina. Coser y
cantar” (p. 68).
Es difícil hallar en Yonqui o en El almuerzo desnudo personajes que entablen un
diálogo, que sostengan una conversación en la que se perfile una socialización de los
individuos. Los adictos de los relatos de Burroughs son voces que hablan para sí
mismas, que confirman su radical individualismo a través de su reiterado monólogo.
Están tan solos que no contemplan un posible diálogo que los devuelva al círculo de lo
social. Una posible conversación sería el puente para la transmisión del virus del
lenguaje, dando pie a que dicho virus se propagara, a que el sujeto parlante se
enfrentase al control mental de la palabra. Para evitar esto se vuelve al silencio
rompiendo todo diálogo en la obra, dejando que el lenguaje se reduzca a voces
agresivas, insultantes, que no establecen una plática convencional, pero que son
capaces de manifestar emoción y sensaciones. En A.D. se emplea un lenguaje cargado
de términos obscenos cuando los personajes están sumergidos en la adicción. Podría
decirse que se incorpora otro “sistema lingüístico”. Se describe: “Puta que se tambalea
entre polvo y mierda y cagadas de gatitos muertos. Levando fardos de fetos abortados,
condones rotos paños higiénicos ensangrentados, mierda envuelta en tebeos de
distintos colores” (Burroughs, p. 92). Philippe Mikriammos da cuenta de este
fenómeno en el que se ausentan los diálogos:
De ahí que todo diálogo entre seres que no viven ya para la existencia misma sino para satisfacer su necesidad individual particular, sea imposible. No existe comunicación; tu necesidad encuentra con palabras mi necesidad. En El Almuerzo desnudo no hay diálogo, casi únicamente un ametrallamiento de frases de origen dudoso y destino desconocido. Así, Burroughs confiesa: “Muchos de mis personajes se me presentan primero, y con fuerza, como voces”. El Almuerzo desnudo es un teatro de voces, y un teatro de sombras (1981; 57)
169
Mikriammos (1981) considera que el adicto se transforma en una materia casi inerte,
sellada para el resto de los actos humanos, en un ser animalizado que suele
desaparecer en sus coordenadas fantasmales. Se trata de seres silenciados por el peso
de la adicción aunque no se puede desconocer que esas voces de El almuerzo desnudo
están reforzadas o activas gracias a la fuerza expresiva que poseen.
El insulto, según infiere Judith Butler, deja al sujeto por fuera del lugar, lo desubica de
su contexto original y lo deja expuesto a lugares que no reconoce. Afirma la autora que
“Ser herido por el lenguaje es sufrir una pérdida de contexto, es decir, no saber dónde
se está” (Butler, 1997; 27) Siguiendo esta línea de pensamiento es posible concebir la
voces de las novelas de Burroughs como entes ocupados en descontextualizar tanto al
adicto como al lector. Quien habla en las páginas de los relatos ha dejado de lado el
referente común de los diálogos, pero además hiere con su palabra a quien lee, o
cuando menos lo conduce fuera del habitáculo lingüístico. Hay que adaptarse a las
voces de los personajes, descubrir los círculos en donde transitan para lograr entender
algo de lo que dicen. Si el adicto está silenciado por la esfera médico-legal del lenguaje,
le queda la necesidad de pervertir ese lenguaje y escapar a esa prohibición. Pero
también se esconde en la voz entrecortada, se pierde y no puede ser reconocido por el
otro que es ajeno a los espacios de la adicción. El autor, a través del lenguaje, busca
afectar los estados sensoriales del lector, crear una sensación de vértigo y de
convulsión que asemeje la rutina del personaje adicto. En El almuerzo desnudo se
encuentran párrafos en los que se expresa cierta desconexión por las temáticas
disímiles y sin continuidad:
Así pues chicos, cuando esas lenguas de fuego jugueteen con vuestras pelotas y vuestras pijas y se os trepen por el culo como un soplete azul invisible de orgones, en palabras de I.B. Watson, Pensad. Dejaos de jadeos y empezad a palpar (p. 58)
Lo primero que se observa en la cita anterior es la alusión a un destinatario: chicos.
Una mención directa a un narratario que escucha la voz narrativa. Es una escena de
orden sexual que invita a una reflexión: pensad. Por lo demás existe una referencia a
un personaje que permite establecer cierto vínculo con lo real (I.B.Watson), además
que el texto no aparece de manera tan despersonalizada o neutra puesto que
establece una conexión entre narrador y narratario. En el párrafo que le sucede se
relata:
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Gamberros, rockeros adolescentes toman por asalto las calles de todas las naciones. Irrumpen en el Louvre y arrojan ácido al rostro de la Gioconda. Abren puertas de zoos, manicomios, cárceles, revientan las conducciones de agua con martillos neumáticos, rompen a hachazos el suelo en los lavabos de los aviones comerciales, apagan faros a tiros, liman los cables de ascensor hasta dejar un sólo hilo […] (p. 58).
A diferencia del primer párrafo, en este último no hay un destinatario del mensaje, por
lo menos no explícito. De igual manera no establece una continuidad temática con el
anterior. Constituye una narración más impersonal, con un ritmo más acelerado, que
expresa una lista de cosas o hechos asociados a lo destructivo. El hilo de sentido entre
los dos párrafos se mantiene por su tono soez, violento, por algo que busca suscitar
una reacción en el lector. Los dos textos carecen de un signo claro que los una, pero
logran ejercer sobre quien los lee una sensación de algo inestable, sin continuidad, sin
hilación, una imagen que se hace presente y en la cual las acciones parecen palpitar.
Burroughs- citado por Mikriammos- afirma: “Me ocupo de la manipulación precisa de
la palabra y la imagen para crear una acción, no para salir a comprar una Coca-Cola
sino para crear una modificación de la conciencia del lector” (1981; 73). Muy similares
son las palabras del narrador en el “Prefacio atrofiado” de A.D. Dice: “No pretendo
imponer “relato”, “argumento”, “continuidad”…En la medida que consigo un registro
directo de ciertas áreas del proceso psíquico, quizá desempeñe una función
concreta…No pretendo entretener” (pp. 243-244). Las novelas buscan entonces
generar una acción en el lector.
Esos juegos de velocidad que las cámaras del cine le han imprimido a los film sobre las
drogas54, esas pantallas divididas que muestran varias imágenes al mismo tiempo, son
llevadas a la literatura por Burroughs. Se encuentra en el lenguaje que se fragmenta y
permite visualizar o narrar paralelamente diferentes acciones como un ser que se
convierte en ciempiés negro, un jurado fascista que acusa a todos, un juez que sufre
un paro cardiaco, congresistas que gritan y arañan. Otro recurso lo representa el ritmo
54
Véase Trainspotting o Réquiem por un sueño: las primeras escenas de Trainspotting suceden a gran velocidad, los personajes centrales del film aparecen en fuga, lo que imprime o justifica los movimientos rápidos. Pero también a cada inyección de heroína el ritmo se acelera o se detiene. La película se mueve acorde con los consumos: rápido si se busca droga, lento una vez se aplica. De igual manera sucede con Réquiem por un sueño, el ritmo de la droga se sujeta a los efectos de esta. Así ocurre cuando el personaje de Sara Goldarf consume las anfetaminas, todo se vuelve un poco más caótico, todo pasa a un nivel de mayor aceleración. La inyección de heroína vienen acompañadas de cierta sonoridad que parece indicar un nuevo impulso en los personajes.
171
acelerado que parece no detenerse en ningún punto en la medida en que la historia no
lleva una linealidad discursiva que permita señalar un principio y un fin. Lo que queda
es saltar de una acción a la siguiente, o de una “rutina”55 a la otra.
La imagen es una preocupación de Burroughs, quien también ve en ella una figura
reproductora del virus. Podría decirse que El almuerzo desnudo se convierte en una
sucesión de imágenes que mantienen al lector atrapado en ese mundo marginal y
desquiciado que el autor logra configurar. Se busca a través de dichas imágenes una
visión para ser observada y sentida, más que para ser pensada. El ejemplo siguiente
da cuenta de esto:
Cambia de envoltura en cueva de ladrones donde los golfantes te meten siempre un clavo que gane la casa 666 y menudas guarras las tías todas enfermas purgaciones podridas hasta el corazón de mi pija por consumar. ¿Quién mató a la primavera…? El gorrión cae bajo mi fiel Webley, y de su pico brota una gota de sangre (1980; 160)
Hay por lo menos tres expresiones que se constituyen en formas visuales. La primera
de ellas es “cueva de ladrones”56, imagen que tiene su referente en la literatura
antigua. Va seguida de la frase “…te meten un clavo...”, generando una idea de
evidente violencia que se complementa con la de los ladrones y su cueva (más bien
oscuridad); una cueva de ladrones no es precisamente una idea, sino la imagen de algo
al margen de lo legal, un espacio ilícito. La segunda imagen es la de “666”, número
que en los relatos bíblicos se ha asignado para marcar al demonio. Este símbolo
mantiene el hilo de sentido o la isotopía de lo oscuro que se manifiesta en el texto. Va
seguido de la referencia a “…tías todas enfermas…”, expresión que remite a cierta
decadencia física, que es consecuente con las proposiciones anteriores. La tercera
imagen corresponde a “El gorrión cae bajo mi fiel Webley, y de su pico brota una gota
de sangre”. Más que la acción de caer, es la sangre la que denota una visualidad en el
párrafo. Dado su color llamativo y su reflejo de accidente, la sangre nos ofrece un
cuadro de un sentido de catástrofe. Lo que logra contrastar con la fidelidad de
55
Lo que los críticos del autor, como Mikriammos, llaman “rutinas”, son cada uno de pequeños relatos que forman la estructura inconexa de El almuerzo desnudo. Mikriammos las define: “las rutinas de Burroughs forman un pequeño relato en sí, y se sitúan indeterminadamente entre una historia breve y el capítulo clásico. Constituyen una forma práctica y maleable que suele tener unas pocas páginas y con un hábil trabajo de imbricación van permitiendo crear un capítulo entero a partir de ellas” (1981, p. 42). 56
La alusión relaciona las historias narradas en el libro de Las mil y una noches, donde se encuentra el relato de Alí baba y los cuarenta ladrones en torno a la mítica cueva.
172
“Webley”, que impone cierta quietud, cierta permanencia o duración. La trama se
propone desde otras lógicas o valoraciones, siendo escaso lo convencional, y las
imágenes dibujadas poseen mayor expresividad y ostentan un nivel alto de libre
asociación.
El párrafo analizado puede pensarse desde cierta secuencialidad: un acto de ladrones
que se enredan en una acción violenta y que, finalmente, concluye en un asesinato, o
en algo que muere. Quizás las metáforas a las que recurre Burroughs son más
visuales que otra cosa, pues sus novelas parecen remitirse a generar más imágenes
que ideas o conceptos, o reflexiones. En el caso de la metaforización, sería necesario
considerar entonces una categoría de metáforas visuales. Una serie de construcciones
verbales que impacten más por su iconicidad que por su sentido conceptual.
Entiéndase por metáfora como figura retórica, esa “redescripcion de la realidad, esa
innovación del sentido”, (Tomas Morattalla, 2003) en otras palabras la posibilidad de
generar nuevos sentidos que multiplican la semántica de la frase. A diferencia de la
imagen que es una representación visual, el tropo de la metáfora se enraíza sobre el
nivel lingüístico, más para significar que para mostrar. Sin embargo el concepto de
metáfora visual amplia esta perspectiva y se ubica más del lado de la imagen o la
representación visual. Así se expresa rebeca Duche Navarro y Hernán Lozano (1999) al
respecto: “Esta cuestión se encuentra como es fácil de entender en la orilla contraria
respecto a la relación de la metáfora y el lenguaje. Se trata de otra alternativa un poco
olvidada pero no por ello menos interesante”, y más adelante afirman: “Las metáforas
visuales no siempre, ni necesariamente, deben corresponder ni basarse en metáforas
lingüísticas, pues lo más probable es que por esa vía simplemente se parasiten ideas y
se profanen las imágenes”. Lo importante es que las metáforas visuales de Burroughs
permiten entonces conjugar la imagen que tanto preocupa al autor, y el lenguaje que
siempre ha sido su elemento de sospecha. Se convierte en un lenguaje que
mostrando imágenes, rompe las palabras cada vez que las saca de su relación
lingüística común. Que les suprime, entre otras cosas, las formas conjuntivas, por
ejemplo.
Es claro que no es posible desligar la imagen del concepto, que ciertas metáforas
suponen también conceptos, como ocurre en el caso de las metáforas usadas en los
173
discursos filosóficos: la caverna de Platón, el río de Heráclito, el puercoespín de
Schopenhauer.
En el caso de los relatos literarios de Burroughs y el lenguaje empleado en ellos habría
que señalar que unas palabras tienen un poder de evocación icónica mayor que otras.
Dado que en las asociaciones del lenguaje intervienen factores culturales, ocurre lo
que Stuart Hall ha denominado “[…] un constante desplazamiento del sentido”. De
este modo se observa que algunas palabras generan un mayor número de imágenes
que otras y que se potencia su polisemia si existen referentes culturales, literarios o
artísticos previos. Un ejemplo de lo anterior es el episodio de A.D. donde se menciona
la “cueva de ladrones”, esta tiene un referente literario que permite poner la
expresión dentro de ciertas coordenadas de visualidad pues ya se posee una
representación mental y cultural de ella. Stuart Hall (1997), en El trabajo de la
representación, analiza el sentido construccionista del lenguaje57 y la interpretación
necesaria para aprehender las connotaciones que adquiere la palabra en los contextos
en las que se debate:
Por ejemplo, no podemos evitar algunas de las connotaciones negativas de la palabra NEGRO que vienen a la mente cuando leemos un titular como ‘MIERCOLES –UN DIA NEGRO EN LA BOLSA’, aun si este sentido no fue pretendido. Hay un constante deslizamiento de sentido en toda interpretación, un margen–algo en exceso de lo que queremos decir—mediante el cual otros sentidos hacen sombra a la afirmación o el texto, y otras asociaciones son despertadas, dando giros inesperados a lo que queríamos decir (p. 17)
La expresión se convierte así en una especie de pensamiento visual. El escritor
norteamericano mezcla imágenes disímiles y crea el caos dentro de la visualidad
pensada como un orden de sucesos. Las imágenes se constituyen en representación
de la palabra y del virus que esta transporta y multiplica. En esta dirección la imagen
es también virus. Mikriammos explica esto cuando afirma que “Ser imagen es no ser
más que el reflejo de una palabra impuesta, dejar de ser una unidad independiente de
toda injerencia alienante” (1981; 82).
57 Stuart Hall define este de la siguiente manera: “Las cosas no significan: nosotros construimos el sentido, usando
sistemas representacionales –conceptos y signos. Por tanto éste es llamado el enfoque constructivista del sentido dentro de la lengua. De acuerdo con este enfoque, debemos no confundir el mundo material, donde las cosas y la gente existen, y las prácticas simbólicas y los procesos mediante los cuales la representación, el sentido y el lenguaje actúan” (p. 17). Véase Stuart Hall Representation: Cultural Representations and Sinifying Practices. London, Sages Publications, 1997, pp. 13-74.
174
La imagen que Burroughs combate es la misma que ha servido para crear un rostro o
un cuerpo que tenga funcionalidad en el grupo social. El autor denuncia esta imagen
del cuerpo cuando lo define como “[…] una imagen parlante sobre pantalla” (1989, p.
31). Se trata de una figura que balbucea en un escenario previamente configurado. El
cuerpo es una imagen, el receptor de un virus que lo habita en toda su dimensión y le
confiere una manera clásica de hablar, un parloteo exhibido.
Frente a las posibilidades de contagio resulta necesario reaccionar, escapar a las
fuerzas de control. La resistencia se asume desde el desmantelamiento del lenguaje y
la evasión continua. Esto último es lo que provee de cierto movimiento a lo que ha
permanecido y pretende continuar de forma estática. La escritura de Burroughs es
una imagen de la lucha sobre el control: desmantelar, desmontar, doblar, mezclar,
cortar. Sus métodos de escritura tienen la propiedad de quebrar los vínculos y las
asociaciones. Las imágenes que desarrolla se inscriben dentro de este proceder y se las
desestabiliza poniéndola en situación de caos. La asociación y unión de imágenes
discordantes da a entender que estas tuvieran vida propia y que están allí por un
extraño azar. Cortes (1997) en Orden y caos sugiere al respecto:
Ante esta situación vírica que Burroughs considera que impregna la existencia, el escritor entiende que nuestro fin es el caos como un estado donde el lenguaje no puede ejercer su poder de control ni uniformización. El caos como un espacio mítico donde reina lo híbrido, la fusión de lo contradictorio, el doble monstruoso, el lugar donde no se impone ningún orden, ni temporal ni simbólico (p. 190).
Uno de estos espacios caóticos lo constituye el mundo de las drogas, donde todo
pierde su fuerza y su sentido, menos los fármacos. El lenguaje resulta innecesario, la
palabra enmudece y permanece olvidada por el poder de las sustancias psicoactivas.
En una permanente evasión, el adicto ha renunciado a todo aquello que antes ha sido
aceptado por lo social. El adicto vive el caos como lugar posible de escapatoria o
resistencia. Cortes afirma:
La función del caos será doble: en la escritura, significará una fascinación por la mescolanza y los residuos, por el flujo verbal que nos lleva al hundimiento y a la pérdida, por el retorno al silencio; en el cuerpo, pasará por lograr un cuerpo puramente orgánico, sin control ni programación, sin culpabilidad, sin lenguaje (1997; 190).
175
Por otro lado la imagen hace parte del collage que Burroughs crea en su obra. Un
grupo de cosas reunidas y sin aparente relación; agrupadas allí como seres que
cohabitan en sus diferencias, en sus alteridades, aceptando el necesario
despojamiento de la uniformización. Por los usos que hace del lenguaje y de la imagen,
El Almuerzo desnudo se torna en una convocatoria al caos, en un sitio estratégico para
contrarrestar los ataques del sistema vírico: “Bebes paregóricos del mundo, uníos. No
tenemos nada que perder, sólo nuestros traficantes. Y NO SON NECESARIOS” (p. 15). Si
la adicción es imagen del control, entonces dicha adicción se convierte en ese espacio
desde el cual se pervierten las formas del lenguaje, del cuerpo, se vuelve al silencio y a
la invisibilidad que se precisa para escapar al sistema. No es una ovación al mundo de
las drogas a lo que invita William Burroughs, es a trazar un escape, a perpetuar una
evasión hasta hacerla estética, y para ello recurre a la metáfora de las drogas desde
donde se vive a partir de la completa anulación.
Por otro lado se señala la búsqueda de un “cuerpo orgánico”, un cuerpo básico,
animalizado, destinado a vivir a partir de las puras sensaciones y no de las
organizaciones ni instintos programados. Este se observa en el mundo de las drogas,
donde todo ha sido limitado a la pura sensación del narcótico, y se vive bajo el
“álgebra de la necesidad”, en la que el lenguaje expresa, básicamente, el deseo
continuo de la droga. Lo orgánico y elemental del mundo del adicto lo integra
Burroughs en El Almuerzo desnudo. Afirma en la introducción:
Porque hay muchas formas de adicción, creo que todas ellas obedecen a ciertas leyes elementales. Con palabras de Heiderberg: Quizá este no sea el mejor de los universos posibles pero es muy probable que sea uno de los más simples (p. 12)
Es su cuerpo el que clama droga, sus células envenenadas las que convulsionan ante la
carencia del fármaco. Algo así como definir la adicción igual que “…el intento de
desembarazarse de toda experiencia, precipitando al sujeto del lado de la pura
reacción” (Fleischer) Adolfo Vásquez Rocca también señala esta elemental forma de
existir:
Los actos de un toxicómano cualquiera, como los personajes que pululan en el alucinado universo de Burroughs, se estructuran como un lenguaje altamente inestable. La droga produce esa mirada extraña, ese estado alucinatorio a partir del cual se establecen paranoicas e instrumentales relaciones. Todos los valores sociales,
176
culturales y morales del hombre parecen condensarse en una ecuación única que Burroughs llama el álgebra de la necesidad. (2006)
No es gratuito que Vásquez Rocca compare los actos del adicto con el lenguaje. La
fórmula matemática simplifica los procesos y clarifica lo preciso de cada acción.
El “algebra de la necesidad” es el deseo que ha dejado de ser consumo placentero y se
ha convertido en necesidad irrefutable: “Un fumador no quiere saber nada, sólo
fumar…Y un yonqui lo mismo…Estrictamente la aguja y a llamarse Andana…”
(Burroughs, A.D., 1980; 243) El virus ha terminado apoderándose del adicto y ha
impuesto las condiciones bajo las que vive ahora el narcodependiente. La adicción se
resuelve bajo la premisa imperante del siempre volver a consumir más y más.
5.3. DE RUPTURAS Y TRANSGRESIONES
William Burroughs emplea en novelas como El almuerzo desnudo una técnica similar al
esquema de los rompecabezas, lo que algunos han denominado “algo así como un
“hágalo usted mismo” (Gil, 2002; 76). Dicho esquema permite al lector transitar
libremente por el texto, pudiendo iniciar su lectura en cualquier punto sin tener que
someterse a la rígida paginación y decidiendo a dónde dirige su atención. La novela se
asemejaría a un laberinto con diversas puertas para adentrarse en él.58 En “Prefacio
atrofiado”, al inicio de A.D., el autor advierte sobre la estructura de la obra. Afirma:
“Puedes meterte en El almuerzo desnudo en cualquier punto de intersección”59 (1980;
247).
Se pretende con este recurso romper con la estructura tradicional narrativa de inicio,
nudo y desenlace. La propuesta literaria de Burroughs, a través de sus personajes y
58
Mikriammos (1981), en William Burroughs. Vida y obra, precisa que la estructura de El Almuerzo desnudo es algo que está allí y es preciso buscar: “Entonces ¿El almuerzo desnudo no será pues sino la yuxtaposición desordenada de 22 secciones heterogéneas? En absoluto, hay una estructura suficiente, que basta buscar” (p. 48). 59
Esta estructura narrativa será adoptada años más tarde por escritores latinoamericanos como Julio Cortázar en su obra Rayuela.
177
relatos, así como su propia vida, parecen organizarse de una forma diferente ya que
no se trata de un hilo que se prolonga sin interrupciones, paso a paso. Esta
producción literaria se propone recrear una visión de la vida más cercana a la realidad.
El escritor no persigue ser ameno ni trazar un argumento que se sostenga a partir de
la linealidad argumental. Expresa en el A.D.: “No pretendo imponer “relato”,
“argumento”, “continuidad” (p. 243). El autor trasgrede los cánones literarios
relacionados con la estructura narrativa y crea una forma que se distancia de la lógica
y la razón imperantes, como puede ser el lenguaje y el imaginario del adicto.
La narración integra un universo onírico y obsesivo donde la alucinación se cruza
constantemente con la realidad y el tiempo y el espacio, al igual que en los sueños, se
ven constantemente alterados al quebrantarse su linealidad y regularidad. La
agramaticalidad de esta estructura no lineal prefiere la discontinuidad y la reiteración,
lo abyecto y los residuos, cualquier manifestación que sirva como reflejo de un mundo
caótico. El lenguaje se desgaja para huir del virus que contiene este. En este contexto,
las imágenes se amontonan amorfamente en una especie de bricolaje. La voz narrativa
de A.D. explica: “El almuerzo desnudo es una heliografía, un Manual de
Bricolaje…Lascivias de negros insectos se abren en vastos paisajes de otros planetas”
(p. 247). Una palabra de sintaxis irregular, una sucesión de imágenes sin orden, un
espacio no determinado por geografías fijas, denotan una historia que permanece
suelta de los puntos estratégicamente definidos por los esquemas literarios. Pareciera
que nada queda sujeto a aquello que anteriormente lo sostenía. Burroughs explora la
construcción de un lenguaje particular, que resulta roto o amorfo, asintáctico y
silencioso, que busca aislarse del poder que él supone. Dice el narrador: “Puertas que
sólo se abren en Silencio… El almuerzo desnudo exige Silencio al Lector” (p. 247).
Este escritor pretende librar a la palabra del formalismo que le resta fuerza vital al
enunciado, escribe para dejar por sentado aquello que está más cerca de su sentir.
Dice: “Sólo hay una cosa de la que puede escribir un escritor: lo que está ante sus
sentidos en el momento de escribir” (Burroughs, 1980; 243). De allí la insistencia en su
tono provocador, en usar palabras cargadas de emotividad. Al decir de Juan Diego
Incardona (2003) dichas palabras son como piedras lanzadas al estado, piedras que
apedrean los modelos humanistas donde “…el lenguaje está sacralizado y es vía para la
178
enseñanza del canon estético, moral, cultural e ideológico que apunta a mantener una
unidad casi robótica de las conciencias” (p. 23).
Para Burroughs resulta relevante huir del lenguaje, de allí que Gamerro se pregunte
pensando en el virus que Burroughs devela en el lenguaje: “¿Se puede combatir la
palabra con la palabra?”, casi como un dilema platónico de la escritura que se condena
y se escribe. Llega a la conclusión que: “No hay otra manera: la tarea del escritor es
trabajar el lenguaje como inoculación, como vacuna” (Gamerro, 2009) La herramienta
que sirve de control es la misma que empleará el adicto para contrarrestar su poder.
La palabra se fragmenta en trozos y se les conjuga para construir una voz acelerada
que intenta recrear la sensación que deja la droga en la piel. Se emplean diversas
imágenes para reproducir esas sensaciones, se recurre al lenguaje soez y se incorpora
el tartamudeo del adicto. Se describe en A.D.: “hedor a semen y coño y sudor y el olor
rancio de los rectos penetrados” (Burroughs, 1980; 168). Burroughs pretende “hacer
cosas con palabras”, quiere un lenguaje palpitante, que hiera, fuera de la gramática, y
que pueda insertarlo en lo real. “Algo que conecta al lector de manera más dramática
con las cosas tal y como suceden” (Bockris, 1998; 124) La agramaticalidad que se
propone en El almuerzo desnudo, además de mantener distancia del poder, intenta
semejar la vida con sus contingencias y contigüidades y no simular un positivismo
rancio. Aunque hay que aclarar que la existencia de un sujeto “común y corriente”
probablemente funcione a velocidades e intensidades diferentes a las del adicto.
Puede que lo que se asume por “normalidad” presente menos desbordamientos,
menos riesgos, y esté sujeto a mayor control y vigilancia.
La voz narrativa de A.D. afirma: “Como ven, el control no puede nunca un medio ni
llegar a un fin práctico…No puede ser nunca sino un medio de llegar a un control
superior como la droga” (p. 183) Así como el lenguaje resulta una forma vírica de
dominio que se combate a partir de sí mismo, la adicción, como sistema de control, se
enfrenta desde las formas mismas de la adicción. Es el adicto quien se niega a articular
el lenguaje del dominio, quien se evapora para huir de las figuras de la ley y la
vergüenza social, el que habita el puro caos que se precisa para reformular la
existencia. Este sujeto deconstruye el cuerpo y lo despoja de las fuerzas que lo
179
oprimen desde la droga. Dicho cuerpo, roto y fragmentado, pierde la unidad que lo
ratifica en el espacio social que ocupa.
Burroughs denuncia el papel de la adicción y de las drogas como ejemplos de opresión
y de control, además de que conduce a la interrogante de cómo combatirlas y, a su
vez, cómo luchar contra el control. La metáfora del adicto se constituye en ejercicio
de crítica en tanto representa a la persona desnuda, evadida tanto del mundo
convencional como de sí misma. En los relatos analizados estos personajes adquieren
una apariencia de monstruos, de figuras resbaladizas que están lejos de lo que es
considerado como normal y que rayan en lo patológico. William Lee, protagonista de
A.D. relata: “[…] el comprador había perdido su ciudadanía humana y,
consiguientemente, era una criatura sin especie y una amenaza para el negocio de los
estupefacientes a todos los niveles” (p. 32). Poseen la propiedad de transformarse en
seres irreconocibles o en animales que inspiran repulsión: insectos, alacranes, ciempiés
negro. El yonqui representa lo que los humanos han hecho de este mundo, pero que
quieren o pretenden mantener oculto, es decir, el control, la locura, la suciedad, el
caos, la marginación, el miedo. Por medio de sus narraciones Burroughs nos lo
descubre, lo pone al desnudo, a la vista de cualquiera que esté dispuesto a ver. El
adicto se instaura como una imagen de la denuncia, de la resistencia y de la huida de
los parámetros que controlan y dominan.
El adicto construye su personalidad “junk”60 (Burroughs, 1971; 190), que es abierta y
despojada de secretos. En El almuerzo desnudo y en Yonqui, se devela la personalidad
adicta, de ahí la necesidad de descubrir su animalidad, su asexualidad, su ser que se
difumina en el silencio de los otros y en el propio. Son estas dimensiones las que
hacen del adicto de los relatos de Burroughs un personaje que fluye hacia las periferias
de la existencia “común”, que se ve abocado a orillarse en condiciones de marginación
y ocultamiento. Estos adictos del universo de ficción permanezcan en una constante
huida como imagen que refleja el caos, que ofrece resistencia a ser definido.
El universo de El almuerzo desnudo se presenta a punto de colapsar, en constante
crisis. Todo, incluido el lenguaje, aparenta estar desarraigado, las cosas y los seres
60
“Junk” es el término genérico de todos los preparados y derivados del opio que crean hábito, incluyendo los sintéticos” William Burroughs (1971), El Trabajo. Conversaciones con Daniel Odier, p. 149
180
parecen desmembrarse de lo que antiguamente los sujetaba. El cuerpo también
padece este deliquio. Se expresa en el relato: “El cuerpo humano está lleno de parrtes
innecesarias. Se puede vivirr con un riñon. ¿Porr que tener dos? Si, esto es un
rriñon…Las partes interiorres no deben estarr tan cerca unas de otras” (1980; 200). En
el mundo del junky las cosas se desarticulan o se deterioran para dar paso a imágenes
intranquilizadoras. Mikriammos analiza el menoscabo de los personajes y su carácter
inasible:
Al mismo tiempo, la noción de personajes comienza a deteriorarse. En efecto, ¿qué caracteriza a unos individuos reducidos en su totalidad a un funcionamiento idéntico? (habla de los adictos). Al cerrar el libro, ¿de cuántas figuras con cierta especificidad se acuerda uno entre los más de setenta personajes que lo pueblan? De muy pocos, y no sólo porque la mayoría de esas siluetas se limitan a pasar, sino porque, niveladas por la droga, todas ellas se mueven poco a poco hacia lo subhumano, lo abyecto, lo hormiguesco. Incluso, y muy particularmente, sus mismos apodos- Mike el Metros, Louie el Botones, George el Griego- les sumergen en la indiferenciación en vez de distinguirlos (1981; 40).
Los drogodependientes se van despojando de su humanidad cuando los invade el
virus de la droga. La disolución se da en múltiples niveles: la voz, el cuerpo, el sexo, la
existencia. Rolnik y Guattari (2006) describen la idea de disgregación del ser adicto
cuando señalan:
Los drogadictos exploran ciertas “matrices” de la subjetividad ordinaria, ciertas maneras de construir territorios yoicos donde ya no existe territorio vivencial, donde “todo está desagregándose” (ya no hay familia, ya no hay patria, ya no hay corporaciones profesionales, ya no hay obreros especializados)” (2006; 296).
Si bien hay una construcción tentativa de subjetividad, es necesario que se dé el
rompimiento o disgregamiento con una subjetividad anterior, de allí esa idea de huida,
de abandono o alejamiento.
En las novelas Yonqui y El almuerzo desnudo se relatan historias de adictos y de drogas
de forma dramática y vivencial. Se recrea un mundo convulso y agitado, sujeto al
consumismo y a las rígidas leyes en contra del uso de fármacos. Los personajes son
seres marginales y perseguidos, sumergidos en la oscuridad y el caos, a quienes le
resulta casi imposible el retorno a las condiciones de vida de lo socialmente aceptado.
El adicto termina siendo un exiliado que vive la evasión de manera permanente, que
181
hace de su adicción un modo de vida, una estética de la evasión. Es a ellos a los que
Burroughs ha dado voz y presencia en sus relatos.
Alexander Trocchi, citado por Mikriammos, expresa desde la experiencia la condición
de marginalidad del adicto que el escritor plasma en sus obras. Afirma Trocchi:
Probablemente somos la minoría más débil que haya existido nunca; obligados a vivir en la indigencia, entre la suciedad, la miseria, sin la protección de un ghetto auténtico siquiera. Nunca ha habido un judío errante que vagara más allá que un drogado, sin esperanza, siempre en movimiento (1981; 36).
Otro de los recursos que emplea Burroughs como transgresión es el humor. A través
de este se desarticulan figuras que parecen estables y se muestra así su carácter
transgresor.61 El grado de humor que se observa en las obras estudiadas apunta hacia
saberes como la psiquiatría o el psicoanálisis, e instituciones como la iglesia o la
justicia. El personaje del doctor Benway representa en A.D., el saber psiquiátrico. Se
le muestra como un médico perverso que lleva hasta casi el absurdo a los sistemas de
control que él mismo dirige. Benway, dice Lee, “[…] ha sido llamado como consejero de
la Republica de Libertonia” (A.D., p. 37) es quien dirige la república y la seguridad de la
misma:
Los ciudadanos podían ser interpelados por la calle en cualquier momento; y el examinador que podía ir vestido de calle o con diversos uniformes, con frecuencia en traje de baño o en pijama, otras veces desnudo completamente a no ser una insignia colgada del pezón izquierdo, después de comprobar todos los papeles, los sellaba. (p. 38)
La vigilancia se convierte así en una especie de hecho cómico que pervierte el trabajo
de los sistemas. Se describe en A.D.: “Nadie estaba autorizado a cerrar la puerta con
cerrojo, y la policía tenía llaves maestras de todas las habitaciones de la ciudad.
Acompañados por un mentalista, irrumpían en las casas y se ponían “a buscarlo” (p.
39)
De igual manera la iglesia es puesta dentro del ámbito de lo absurdo y lo controversial
en la novela. Esta se asocia con actos obscenos y los sacerdotes, que se supone son sus
representantes, se les desprovee de respetabilidad. En A.D. se narra: “Trucos para
hipnotizar a un sacerdote, explicarle que está a punto de consumar una unión
61
Para una ampliación de esta idea se puede recurrir al texto de Mijaíl Bajtín (2003). La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Madrid, Alianza.
182
hipostásica con el Cordero, y luego poner un carnero verriondo a darle por el culo” (p.
43).
Burroughs también arremete contra la psiquiatría como un saber que favorece los
mecanismos que manipulan al ser humano en su condición de sujeto. El personaje del
doctor Benway se burla del hecho anterior cuando imagina cualidades humanas en
ciertos animales. En este caso se alude a uno de los más despreciados, las ratas, lo
que convierte al ejercicio del saber psiquiátrico en algo posiblemente abyecto. Cuenta
la voz narrativa:
Conocerá usted el experimento que consiste en someter unas ratas a electroshock e inmersión en agua fría apenas se acerca a una hembra. Pronto se vuelven todas ratas maricas, y si una de esas ratas chillase “soy una loca y me encanta serlo” o “¿Quién te corto, monstruo de dos agujeros?” sería una rata normal (p. 51).
El humor penetra las páginas de los relatos de William Burroughs para subvertir el
orden de ciertos elementos que el autor considera lesivos para la libertad del ser
humano. Su humor es uno de los componentes que se aviene contra la sociedad, en
general, y contra la realidad estadounidense, en lo específico. Esto es algo que está a lo
largo de sus relatos y que, como dijera Mikriammos, es “¡Una auténtica revista teatral,
desde luego!” (1981; 51).
183
CONCLUSIONES
El presente trabajo inicia con un recorrido por los diferentes mundos o
manifestaciones relacionadas con los consumos de fármacos. Desde la antigua Grecia
hasta arribar a la convulsa imagen de la posmodernidad, y dando algunos apuntes
sobre el siglo XIX y su filosofía que tiene como principio el deleite. En otras palabras,
son las diversas concepciones que se manejan al interior de los consumos lo que se
pondrá sobre la mesa de la investigación. Drogas para enriquecer y conectar el mundo
espiritual, drogas para elevar los grados de la conciencia, drogas para huir de manera
permanente y constante del mundo y sus realidades.
Las drogas han servido como paliativos a los seres humanos. Elementos capaces de
otorgarle la posibilidad de huir o liberarse de grupos o condiciones sociales que
culturalmente le exigen al individuo una serie de acciones o cosas que se estiman
como requerimientos para el éxito o la perfecta adaptación social. Los fármacos
actúan como vías de escape hacia universos menos hostiles y más ficcionales o
fantásticos. Sin embargo, una condición de adicción lleva al individuo más allá del
primario placer que le pudo otorgar la sustancia, y hundirlo en situaciones que se
resuelven bajo la necesidad del consumo, y por ende, de la huida de lo que ha sido
establecido como real. El adicto teje entonces una especie de universo paralelo que se
rige bajo un tiempo propio y un deseo en permanente insatisfacción; se crea un
espacio que es el de la evasión, donde sólo se precisa mantener las condiciones
necesarias del consumo para dejar de lado cualquier otra realidad. No importa
entonces la figura del otro, de la verdad, o de sí mismo, dado que son imágenes que se
destruyen en ese universo que no admite más razones que la droga.
Históricamente los consumos o ingestas de drogas se han visto marcados por las
diferentes actitudes de sus actores frente al uso de los fármacos. Las diferentes
manifestaciones que han acompañado a estas prácticas están determinadas por la
184
visión de los personajes frente al mundo y al universo que los rodea. De tal manera los
consumos rituales se diferencian de los consumos modernos por la marcada
desritualizacion de orden religioso que estos últimos muestran, frente a las formas
antiguas involucradas directamente con las divinidades.
Por lo demás existe una forma consumista dentro de los grupos sociales que
prefiguran maneras de adicción. El consumismo genera situaciones similares a las que
experimenta un adicto a las drogas duras en cuanto a la inconsciencia, la pérdida de la
voluntad y actos repetitivos. Las adicciones se han multiplicado más allá de la ingesta
de narcóticos, parece haberse convertido en la constante del mundo postmoderno que
gira a velocidades que no dejan lugar a la reflexión o la meditación, pero que inscriben
al ser humano en vías que actúan con excesiva rapidez para la obtención del placer.
De tal manera se comienzan a trazar los perfiles adictos. Las fuerzas mediáticas de
igual manera propagan estereotipos y realidades como modelos de vida donde el éxito
y el triunfo están asegurados. Tales imposiciones culturales y mediáticas acorralan al
individuo hasta el punto de que este no encuentro más asidero en su existencia, que la
necesidad de evadirse de aquello que le resulta imposible obtener.
Durante el siglo XIX las relaciones con los consumos de drogas fueron asimiladas desde
otras perspectivas que ponían en conjunción los fármacos, su ingesta, y las
manifestaciones artísticas. Ejemplo de ello lo constituye el conocido Club del Hachís en
París, durante el año de 1844. Los escritores franceses, ligados a una especie de
“estética del deleite”, vieron en los opiáceos medios para acceder a sensaciones más
sutiles y profundas que sirvieran de alimento a su arte.
Los consumos del siglo XIX son actos más de un orden incluso burgués, que la
actuación reprochable de un grupo de seres marginados y sucios. No existe una actitud
consumista de la droga, sino una ingesta que pretende liberar fuerzas interiores del
arte. Aun no es posible encontrar a un William Lee en las páginas de Thomas de
Quincey, pues la adicción y las drogas aún no se han relacionado de manera tan
fuerte.
El siglo XX traen una visión similar a la de los antiguos consumos de orden chamánico.
En una lucha por enfrentar los principios de la razón, algunos intelectuales, entre ellos
185
artistas y antropólogos y algunos escritores, proponen la posibilidad de un
acercamiento o una apertura a nuevas percepciones del universo. Todo ello a través de
la apertura de la conciencia, mediante el uso de drogas como el peyote, la mescalina o
el LSD. Aunque ya países como Norteamérica presentan problemas graves de adictos,
la duda sobre la vieja razón empuja a buscar acercamientos más sutiles con el mundo y
consigo mismo, gracias al recurso de los opiáceos. Durante el siglo XIX las relaciones
con los consumos de drogas fueron asimiladas desde otras perspectivas que ponían en
conjunción los fármacos, su ingesta, y las manifestaciones artísticas. Ejemplo de ello lo
constituye el conocido Club del Hachís en París, durante el año de 1844. Los escritores
franceses, ligados a una especie de “estética del deleite”, vieron en los opiáceos
medios para acceder a sensaciones más sutiles y profundas que sirvieran de alimento a
su arte.
El siglo XX traen una visión similar a la de los antiguos consumos de orden chamánico.
En una lucha por enfrentar los principios de la razón, algunos intelectuales, entre ellos
artistas y antropólogos y algunos escritores, proponen la posibilidad de un
acercamiento o una apertura a nuevas percepciones del universo. Todo ello a través de
la apertura de la conciencia, mediante el uso de drogas como el peyote, la mescalina o
el LSD. Aunque ya países como Norteamérica presentan problemas graves de adictos,
la duda sobre la vieja razón empuja a buscar acercamientos más sutiles con el mundo y
consigo mismo, gracias al recurso de los opiáceos.
El mundo moderno, a diferencia de los consumos rituales en las sociedades
tradicionales, ejerce una presión y represión sobre consumidores y expendedores. Tal
rigor persecutivo logra imponer ritmos de consumo que terminan anclados en
fenómenos de adicción. Se pierde esa visión mística de las ingestas alucinógenas, y
comienzan a aplicarse sanciones y controles policiacos y culturales, que sitúan el
problema del consumo fuera de las esferas del arte, o de la religión, en que tiempo
antiguo había habitado. Países como Norteamérica convierte la droga en una
problemática de mercado y consumismo.
La vida moderna trae consigo crisis donde la razón y el orden burgués son puestos en
entredicho. Los valores sociales como el patriotismo, o el reconocimiento de la
186
democracia, son utopías que se derrumban al paso de fuerzas oscuras y beligerantes.
Se instaura la droga y la música como mecanismo de evasión, y como ruta hacia la
convivencia dentro de un universo libre y mucho más abierto a condiciones de
existencia ligadas al onirismo, la alteración de la conciencia, y el conocimiento a través
de estados alterados.
En el marco de la literatura se ha manifestado de manera disímil la consideración
sobre el uso y la toma de fármacos. Durante el siglo XIX el fenómeno en cuestión
estaba ligado directamente a las formulaciones estéticas nacidas del arte y de la
música, pero además ligadas a un espíritu sensualista que propende hacia estados
anímicos que revitalicen su alma y su capacidad artística. El principio del goce y del no
sufrimiento se imponen de tal manera que dan licencia a las tomas de láudano y
morfina. La droga es el escape pero también el encuentro con un espíritu más
profundo.
La investigación presenta algunos ejemplos de la literatura que sirven para identificar
figuras de la (evasión que no es conducida por las drogas) en otros relatos. Para ello se
ha recurrido al cuento de Frank Kafka Un artista del hambre, relato en el cual el
personaje deviene en una especie de ser fronterizo que ha cruzado las líneas de
actuación reconocidas. El lenguaje que emplea el personaje del relato implica rupturas,
discontinuidades y oposiciones que desarticulan el sentido. Usando un lenguaje
entrecortado el personaje pierde la comunicación con los otros siempre que queda un
vacío en el lenguaje que no es posible cubrirlo con ninguna formulación lingüística.
Pero y peros dentro del relato que actúan como adversidad que devela un lenguaje
desanudado por el cual el artista se fuga al trazar una zona de indeterminación.
El Artista de hambre es esa figura humana que se resiste a mantener un sistema de
salud apropiado, se convierte en la imagen de la oposición al sistema productivo, a ese
capitalismo que maquiniza las relaciones y pervierte la idea de buena salud y la
transforma en lugar de vigilancia de las opiniones e ideas establecidas. Una metáfora
que devela la enfermedad como el sitio desde el cual logra evadirse el ser humano
hacia situaciones de vida menos tiranizadas. De igual forma se genera un estatismo,
una quietud de cualquier desplazamiento como condición necesaria del saber. Las
187
experiencias se viven desde el interior, y los desplazamientos sólo ocurren en medio
de aquella quietud. Tal ocurre de la misma manera en el relato de Herman Melville
Bartleby el escribiente, y que igual ha servido de imagen ejemplar en los procesos de
evasión que contempla este trabajo.
En la novela de Yonqui William Burroughs revelan ciertas consideraciones críticas en
torno a la sociedad norteamericana de las décadas de 1920 a 1950. El narrador
expresa su mirada de descontento frente al momento de persecución y represión que
viven el adicto por las fuerzas policiales y la marginación social. En este relato
Burroughs inicia su recorrido por el mundo de las adicciones mostrando las dinámicas
que mueven a estos personajes sumidos en el consumo de las drogas. Temática que se
hará extensiva a El almuerzo desnudo, aun siendo esta última novela un ejemplo de
invenciones o técnicas narrativas que le imprimen una fuerza argumentativa al relato y
su temática. El uso del lenguaje, la no linealidad discursiva, la imagen de relato como
bricolaje que exime al lector de un orden a seguir, ponen un paso más allá de Yonqui,
este relato que en toda su magnitud resulta ser una experiencia drogada.
William Burroughs muestra en sus páginas la imagen del adicto tal y como lo
conocemos en nuestros espacios sociales. Un ser arruinado por el consumo, entregado
en vida y obra a la adicción, y haciendo de esta su forma de vivir, su trazo estético. Sus
novelas muestran el ejercicio de una huida que se perfila desde su vida como individuo
particular.
El lenguaje de El almuerzo desnudo es una voz adicta que irrumpe con su balbuceo en
las esferas del habla normal. La palabra del relato refleja ese frentico viaje impulsado
por el consumo de sustancias adictivas. Viaje de altas velocidades y de expresiones
entrecortadas que no logran articular con precisión los enunciados. Algo queda en
suspenso al no saber pronunciarse sobre ello, o al no permitírsele. La sintaxis
perforada por su manera discontinua en los relatos huye de los controles de la
gramática y por ende de las formas de poder. El adicto de los relatos de Burroughs es
un hombre que ya no articula un lenguaje, sino que propone chillidos o gruñidos que
lo dejan por fuera del espectro humano. Su devenir animal se constituye a partir de
esa pérdida del lenguaje, pues lo que se expresa ahora en él no es el lenguaje-virus de
188
los hombres, sino el grito o el chillido de los animales. Una manera de liberarse del
duro fardo del sistema que intenta manipular las prácticas discursivas.
La que ocurre entonces es la pretensión de construir un lenguaje: establecer el
silencio, fundar un rechazo del contacto con el otro, procurar el aislamiento. La lucha
se determina porque la palabra es silenciada por la droga. La sobriedad es el eje
rector sobre el que giran los discursos entendidos como racionales y verdaderos. La
adicción rompe la palabra, delata una patología del diálogo. Un estado de éxtasis es
un estado que no coordina palabras de coherencia sintáctica o semántica. Un estado
sin razón y sin verdad.
William Burroughs logra “desterritorializar” al adicto de los lugares que están
condicionados por las conductas sociales convencionales. Lo deja por fuera de las
realidades más inmediatamente aceptadas. El lugar del adicto no es un punto
geográfico o un espacio físico determinado (que sin embargo habita lugares de
consumo), se ha desterritorializado al abandonar ciertas condiciones de la cultura,
ideologías que resultan insuficientes y que no le permiten distanciarse de las
significaciones comunes. William Burroughs logra “desterritorializar” al adicto de los
lugares que están condicionados por las conductas sociales convencionales. Lo deja
por fuera de las realidades más inmediatamente aceptadas. El lugar del adicto no es
un punto geográfico o un espacio físico determinado (que sin embargo habita lugares
de consumo), se ha desterritorializado al abandonar ciertas condiciones de la cultura,
ideologías que resultan insuficientes y que no le permiten distanciarse de las
significaciones comunes.
La evasión se convierte en estética en las novelas de William Burroughs bajo la
consideración del autor norteamericano de hacer del consumo de psicoactivos un
estilo de vida. Una existencia ligada irremediablemente al uso de drogas narcóticas. Tal
forma de vida orilla al adicto a tomar formas que se salen de lo humano y devienen en
maneras de ser mucho más huidizas y menos convencionales. Las relacione sociales del
adicto se configuran desde su relación con el consumo. Las novelas muestran
personajes que viven en constante evasión siempre que se alejan de las múltiples
formas del mundo y sus manifestaciones más formales. Los adictos de los relatos
189
desconfiguran su humanidad, pierden su condición de ser, se desvanecen en
sustancias ectoplasmáticas o animalizan su condición en una rutinaria existencia de
adicción. Bien se convierten en fantasmas, bien en especímenes de insectos o en
especies amorfas imposibles de definir. El adicto de Burroughs escapa bajo el amparo
de estas imágenes que el autor inserta en sus relatos.
Las formas de la estética de la evasión en las obras de Burroughs incluyen la
desaparición del cuerpo: disolución en materias viscosas, transformación de los ojos en
cosas muertas, similitud con entes paranormales como los fantasmas, animalización de
lo humano, perdida del habla convencional.
Burroughs (1980) en A.D., ha precisado la imposibilidad de escapar de la droga. El
adicto es sólo una especie de autómata en busca de aquello que lo ata a la existencia:
“Está claro que la droga es una ruta-alrededor-del-mundo-empujando-una-bolita-de-
opio-con-la-nariz. Estrictamente para escarabajos-vagabundo montón de basura-
droga” (p. 12) Aunque la droga conlleva en sí misma un escape de la realidad, lo que
ocurre es la sumisión del adicto a su deseo de consumo. La adicción es una forma de
evasión; adicción que se constituye en estilo de vida, y desde allí en una estética. La
adicción permite configurar la evasión como un hecho estético, como una estética que
permanece en el movimiento de la huida.
El narcodependiente se haya en un cuerpo que resulta invadido por un virus que ha
logrado apoderarse de su voluntad y de su fuerza, convirtiéndolo así en un espectro;
fantasma que William Burroughs (1980) delata en sus relatos, como en El almuerzo
desnudo, donde Lee evoca como un alma que vagase sin cuerpo humano posible, una
corporalidad que lo reinstale dentro de un mundo menos muerto: “Soy un fantasma
que busca lo que todos los fantasmas- un cuerpo- […]” (p. 23) La corporalidad se
convierte en un punto de fuga para la evasión; se pierde, se diluye, se lleva a extremos
donde no es posible mantener una vitalidad humana. Así ocurre en los relatos de Kafka
(un artista del hambre) y de Herman Melville (Bartleby el escribiente) en los cuales el
cuerpo se expone a condiciones de desaparición como forma de resistencia o de fuga,
de un mundo que no admite las diferencias. Enflaquecimiento, ayunos, maneras de
190
mantenerse por fuera de la salud que domina las condiciones ideológicas de la
existencia.
La estética de la evasión mantiene a los seres humanos en los márgenes, en los bordes
de la existencia, lejos de los espacios donde la comunidad aparece constituida a partir
de un referente de producción social y económico. Dentro de la evasión ese espacio
productivo se pierde para ceder su lugar a individualidades que se concertan a razón
del necesario desligamiento del orden que pretende conservar las fuerzas del individuo
para beneficio del sistema organizado. El ser evadido entrega sus fuerzas a la perdida
que supone su excesivo consumo, de tal manera construye una metáfora de la
resistencia al sistema productivo, al capitalismo maquínico.
“No es posible escapar de la droga”, lo señala el viejo Burroughs, pues la droga es el
perpetuo viaje en el que se permanece. La droga es una huida de la que no se sale
frecuentemente. La evasión aquí es constante aunque siempre termine atrapada en el
objeto del deseo; en este caso la droga.
191
BIBLOGRAFÍA
BIBLIOGRAFÍA ESPECÍFICA
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