Ventanas etnográficas al mundo económico de las infancias
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Ventanas etnográficas al mundo económico de las infancias: relaciones de
interdependencia de niños y adultos de clase media en Bogotá
Tesis de grado para optar por el título de Doctora en Antropología
Estudiante
Diana Marcela Aristizábal García
Dirigida por
Dra. Zandra Pedraza Gómez
Doctorado en Antropología
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad de los Andes
Bogotá, octubre de 2020
1
Contenido
***
-Agradecimientos · 3
- Introducción:
• Algunos puntos de partida · 5
• Estudios sobre prácticas económicas infantiles y planteamientos teóricos centrales ·9
• Investigar etnográficamente las prácticas económicas de los niños de clase media ·
18
• Estructura temática de la investigación · 27
-Capítulo 1: Luces, cámara y acción: la política del disimulo en el caso del modelaje infantil
· 30
• Abriendo el telón: algunas características de la industria del modelaje · 36
• La historia de Manuela:
- ¿El modelaje infantil es un trabajo? · 46
- ¿Cómo definir y valorar lo que hacen los niños modelo? · 52
• La historia de Santiago:
-Tensiones parentales y escolares por el modelaje · 61
-Talentos infantiles y aprendizajes extra - escolares · 67
• La historia de Felipe:
-Participación infantil en la economía doméstica y el consumo familiar · 73
-Trabajos de niños de clase media del Sur Global y la retórica del esfuerzo · 78
• En la tarima: un concurso de modelaje infantil · 85
-Capítulo 2: Los nuevos ‘clientes’ del mercado capitalista contemporáneo: educación de
los niños para el consumo · 101
• Una ciudad a escala de niños: consumo en un parque temático
-Niños: ¿ciudadanos consumidores? · 107
-Entre la simulación y las prácticas de consumo infantil · 116
2
• Los niños se van de shopping
-Niños consumidores y ¿clientes? · 128
- Relaciones entre niños y comerciantes: ¿el cliente siempre tiene la razón? · 139
• Comprando en la escuela
-El dinero de los niños es ‘sospechoso’ · 147
-Objetos en el espacio escolar: comer en platos de cerámica · 155
• Espacios de consumo para los niños y mercados des - infantilizados · 158
-Capítulo 3: La escuela como mundo económico: la formación de los niños para el
emprendimiento · 173
• Una escuela para emprendedores
-Política educativa y otras funciones para la escuela · 178
-Dinero didáctico y empresas de papel: emprender teóricamente · 184
-Emprendedores a escondidas: las compras y ventas escolares · 196
• Buscar dinero: estrategias de rebusque económico infantil
- ¿A qué institución le compete el aprendizaje económico de los niños? · 211
-Niños que les gusta ganar dinero: tensiones entre familia y escuela · 220
• ¿Cambiamos? Prácticas de intercambio infantil
- “Cosas de niños”: intercambios materiales y monetarios · 227
-Intercambios materiales entre niños y adultos · 238
-Capítulo 4: Invertir en los niños: la materialización del ideal de la buena crianza
contemporánea ·
• Ellos y nosotros: diferencias generacionales sobre el lugar del consumo en la crianza
· 254
• ¡Somos una nueva generación! Consumo en la experiencia de infancia y crianza · 268
• Vivir momentos inolvidables: consumo para la gestión del tiempo familiar · 283
• Premios y castigos: modelar el comportamiento infantil a través del consumo · 289
• ¿De quién es el dinero de los niños? · 298
• Disputas familiares sobre el bienestar económico infantil · 311
- Reflexiones finales y nuevas ventanas que se “abren” · 321
- Bibliografía · 327
3
Agradecimientos
***
Esta investigación es el resultado de los afectos, voluntades y encuentros de muchas
personas e instituciones. Los niños y las niñas protagonistas de esta investigación hicieron
posible cada una de las palabras y reflexiones que aquí se plasman. Su inagotable entusiasmo,
convencimiento y amor por “nuestros encuentros” y “nuestra investigación” fueron para mí
un impulso constante. Compartir y aprender de ellos fue el mejor de los regalos. Agradezco
a sus familias por la generosidad y la confianza durante todo el proceso. Al colegio, sus
directivos y maestros porque me abrieron de nuevo las puertas y me hicieron sentir como en
casa.
En este largo y satisfactorio proceso de formación doctoral ha sido fundamental el
acompañamiento de la profesora Zandra Pedraza. Su experiencia intelectual, compromiso,
rigurosidad y pasión por la enseñanza y la investigación son invaluables. Es una maestra en
todo el sentido de la palabra. No puedo estar más que agradecida por sus enseñanzas, sus
comentarios agudos y cariñosos, su apoyo incondicional y su confianza en mí y en este
proyecto. Para ella, toda mi admiración y cariño. También han sido esenciales las
orientaciones de los profesores Adriana María Álzate, Renán Silva y Alba Lucy Guerrero.
Sus preguntas, material de lectura y reflexiones enriquecieron la escritura de este trabajo. De
igual manera, expreso mi gratitud y aprecio hacia la profesora Susana Sosenski del Instituto
de Investigaciones Históricas de la UNAM en la ciudad de México, por recibirme como
estudiante huésped durante mi pasantía doctoral. Ella y varios investigadores del grupo
SEHIA me brindaron los más valiosos intercambios y diálogos para iniciar mi proceso de
escritura. Igualmente fueron muy valiosas todas las observaciones de mis compañeros del
Grupo de Investigación “Antropología Histórica”, liderado por la profesora Zandra Pedraza.
Estas afortunadas experiencias académicas y vitales no hubieran sido posibles sin el
financiamiento del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (antes Colciencias) y
posteriormente, el apoyo financiero de la Universidad de los Andes. Los recursos que recibí
como becaria de ambas instituciones me permitieron no solo disfrutar con tranquilidad la
experiencia de trabajo de campo, sino acceder a recursos bibliográficos, solventar la estancia
internacional y desarrollar mi proceso de escritura. También, debo mi reconocimiento al
4
Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes por permitirme encontrar un
espacio académico interdisciplinar, en el que me sentí cómoda, acogida y en el que mis
inquietudes tuvieron un lugar importante.
Finalmente, quiero agradecer de manera especial a mi familia y amigos. Ellos son y
serán siempre mi mejor motivación. Mi mamá - maestra no solo es la gran responsable de mi
amor por el aprendizaje y la enseñanza, ella es mi inspiración y mi guía en el camino de
investigación sobre las infancias. Esta tesis reúne muchos de sus esfuerzos y reflexiones
pedagógicas sobre la importancia de escuchar y dar valor a lo que los niños nos dicen. Ella,
mi papá y mis hermanos han sido un soporte emocional esencial en todos estos años. Su
amor, respaldo y palabras de aliento han sido esenciales. Agradezco también a mis abuelos
porque creyeron en el poder de la educación para transformar vidas. Gracias por las
decisiones que tomaron en el pasado. A Luis Alberto por el apoyo emocional e intelectual.
Desde que nos conocimos no ha dejado de creer en mí y en este trabajo que ha nutrido con
sus reflexiones y preguntas. A Gina Rivera porque creamos en México el mejor de los lugares
posibles para aprender y escribir. A mis queridas amigas de toda la vida y de todos los
lugares, por siempre estar y crecer conmigo: Luisa Fernanda Beltrán, María Cristina Pérez,
Paola Casasbuenas, Kimberly Bolaños, Gina Rivera y Claudia Patricia Rincón.
5
Introducción
***
• Algunos puntos de partida
Durante tres años y medio conocí las historias de varios niños y niñas bogotanos de
clase media, sus familias, maestros y amigos y estudié cómo se relacionaban entre sí a través
de diferentes prácticas económicas cotidianas1. Entre ellos estaba David2 (10 años) un
experimentado niño comerciante que incursionó en la venta de huevos de codorniz e invirtió
sus ahorros - cerca de tres millones de pesos- en un lote de condominio. Su madre se sentía
orgullosa de él y apoyaba todas sus iniciativas comerciales, incluyendo las que el niño llevaba
a cabo en su colegio. También conocí a Tomás (9 años), un excelente jugador de fútbol a
quien su padre pagaba por cada gol que hacía en el club de fútbol infantil al que pertenecía.
Este afirmaba que era una estrategia de aprendizaje para su hijo sobre la importancia de “ser
productivo”. Por su parte, Julia (11 años) me contó que su experiencia de consumo de
alimentos en el restaurante escolar cambió sustancialmente desde que ya no debía comer en
platos de plástico, sino de cerámica. Esto la hacía sentir diferente y ostentar una mejor
posición como niña - cliente en este comercio. También tuve una conversación con una
maestra de segundo grado quien me expresó las dificultades del proceso escolar de Santiago
(8 años), por cuenta de sus labores como modelo infantil.
1 Acudí a la noción de “prácticas económicas cotidianas”, a partir de la perspectiva presentada por el historiador
francés Michael De Certeau (1990) quien definió las prácticas cotidianas como las maneras de hacer que se
desarrollan en la vida social. En relación al interés concreto de esta investigación me interesó abordar tanto lo
que “producen” y “hacen” los niños y los adultos cuando se relacionaban con cualquier práctica económica
cotidiana y qué tipo de relaciones se producían/ concretaban/configuraban en este marco. Un asunto que cabe
destacar es que en este trabajo no me pregunté por un tipo particular de práctica económica, es decir, no indagué
específicamente por la producción, circulación, distribución o consumo de un solo producto, servicio, espacio
o experiencia concreta. Más bien exploré, de modo general, las prácticas económicas cotidianas y las
experiencias de los niños protagonistas y los adultos que los rodeaban (padres, maestros, vendedores) con el
mundo económico, cualquiera fuera su forma de expresarse: trabajo, deseo, compra, intercambio, venta, regalo,
préstamo, ahorro, gasto, inversión, entre muchas otras. 2 Todos los nombres de los protagonistas de la investigación fueron cambiados para proteger su identidad e
intimidad.
6
Estas ventanas3 etnográficas que se “abren” y permiten “ver” fragmentos de la vida
cotidiana de algunos niños y adultos protagonistas de esta investigación, en diferentes
contextos como el escolar, el familiar y el comercial no pueden considerarse como
excepcionales. Durante mi trabajo de campo (2015 - 2018) encontré una multiplicidad de
prácticas económicas de diferente índole y situadas en diferentes lugares que interconectaban
las vidas de las niñas y los niños4 que conocí con los adultos que los rodeaban y eran
fundamentales para comprender sus propias experiencias de infancia.
Este conjunto de actores, relaciones y prácticas económicas, que no hallé
circunscritos a un solo espacio social, ni tampoco estudié de modo continuo o extendido, sino
que se me presentaron como escenas cotidianas de las vidas de los niños y los adultos
protagonistas, me llevaron a proponer como marco analítico y metodológico la noción de
“ventana etnográfica”. Mis observaciones y registros de campo recogieron fragmentos de
realidad social, que estuvieron mediados por mi interpretación y, por tanto, no pretendo de
ningún modo generalizar, ni presentarlos como signos totalizantes o incuestionables de las
vidas de los niños, de su entorno familiar y escolar. Más bien, cada “ventana etnográfica” me
permitió analizar de manera diferente los modos en que los niños, sus familias, pares,
comerciantes y maestros comprendían y veían sus relaciones con el mundo económico y
comercial, veían a los demás en el marco de estas relaciones y también eran vistos por los
otros.
Este, sin embargo, fue el punto de llegada, no el de partida. Mi indagación etnográfica
comenzó de una manera mucho más centrada en el consumo infantil y orientada por
interrogantes de otros tiempos. Años antes, en el marco de mis estudios de maestría,
investigué desde una perspectiva histórico - cultural la configuración de una sensibilidad
moderna sobre los niños en Colombia (1840 - 1950) a través de la cultura material, en
específico, los juguetes. Así que deseaba continuar y profundizar sobre la relación entre
3 La noción de “ventana” la retomé del trabajo del historiador canadiense Timothy Brook, específicamente de
su obra “Vermeer’s Hat: The Seventeenth Century and the Dawn of the Global World” (2010). Allí Brook
mostró cómo resulta muy seductor pensar que las obras del pintor danés Johannes Vermeer son imágenes
tomadas directamente de la vida danesa en el siglo XVII y que estas reflejan directamente realidades históricas
del espacio y el tiempo del artista, sin pensar en que sus obras no presentan tanto una realidad objetiva y total,
sino escenas particulares que fueron afectadas tanto por la mirada del artista, como la del observador
contemporáneo (Brook 2010, 9). 4 En la investigación hice la distinción de género entre niños y niñas, pero también acudí al genérico “niños”
para nombrar a ambos grupos.
7
infancia y prácticas de consumo, pero con niños actuales y a través de un lente antropológico.
Por ello, recién inicié mi proceso de formación doctoral (2015 - II) comencé una exploración
etnográfica, aún sin mucha consciencia de lo que encontraría. Me interesaba estudiar de qué
manera los niños comprendían su experiencia de infancia con y a través del consumo. Con
el paso del tiempo, tras las primeras observaciones y registros de campo en espacios de
comercio de Bogotá y en las conversaciones con algunos de los niños protagonistas, comencé
a encontrarme con un mundo económico y relacional mucho más amplio, complejo, dinámico
y articulado que desbordó mis propósitos iniciales.
La búsqueda de prácticas de consumo infantiles me llevó a otros lugares y asuntos no
esperados: a un centro comercial que organizaba castings de selección de los modelos
infantiles para su catálogo de vestuario; a un parque de diversiones temático que enseñaba a
los niños a conseguir y gastar dinero; a una clase de emprendimiento escolar que instruía a
los estudiantes sobre la importancia de crear un negocio propio; a las casas de los niños
protagonistas donde algunos padres compartieron conmigo sus estrategias de crianza por vía
del consumo y del pago de dinero por cumplir tareas domésticas o escolares, entre muchos
otros. Estas ventanas etnográficas se me presentaron como expresiones de consumo, pero
también de otras prácticas económicas (producción, circulación, intercambio) que no estaban
artificialmente divididas por ámbitos y no ocurrían en esferas cerradas de la vida social.
Tampoco los protagonistas las diferenciaban de otros aspectos de sus vidas cotidianas y sus
formas de relación: las pautas de crianza, la educación moral de los niños, la expresión de la
autoridad, la manifestación de los afectos o la definición de roles familiares, escolares y
generacionales.
A la vez, los niños y las niñas5 que conocí me hablaban de ellos siempre en conexión
estrecha con sus padres, abuelos, hermanos, amigos, maestros y con los comerciantes. Esto
me indicaba que las múltiples experiencias de infancia de los niños protagonistas se
concretaban y eran significativas por su carácter relacional e interdependiente, por lo que no
podía hablar de sus vidas, sin incluir las perspectivas de los adultos y de su grupo de pares.
5 Por cuestiones de redacción en este trabajo hablaré en términos de “niños” y de “infancia” lo cual no ignora
que existen tantas infancias como niños y que la experiencia de infancia de los protagonistas de este estudio no
es igual a otra. Así, a pesar de algunas características compartidas de los niños de esta investigación con el resto
del país, es importante considerar que no existe como tal un rasgo totalmente común a todas las infancias de
Colombia, ni de Latinoamérica, pero tampoco estas son “inherentemente distintas a la de los niños en otras
partes del mundo” (Sosenski y Albarrán 2012, 8 - 9).
8
Así, la imperiosa necesidad académica de delimitar mi tema de investigación cada vez se
tornó más estrecha y poco realista con la riqueza de lo que a diario escuchaba y veía.
En el 2019, al comenzar el proceso de análisis de la información y en diálogos con
mi directora de tesis, el problema de investigación fue transformándose y las preguntas que
comenzaron a orientar las reflexiones teóricas del trabajo también. Comencé a pensar ¿de
qué manera se articulaban los mundos morales, normativos y afectivos de las familias y la
escuela con las prácticas económicas y comerciales capitalistas?, ¿qué podían decirme las
prácticas económicas cotidianas en las que participaban los niños protagonistas sobre los
modos en que ellos y los adultos (padres, maestros, comerciantes) comprendían la infancia
como etapa de la vida, los roles de los niños como sujetos sociales y las relaciones entre ellos
y los adultos?, ¿qué tipo de discursos sobre la infancia se producían y entraban en disputa
por cuenta de la participación de los niños en prácticas económicas en contextos urbanos
capitalistas y en espacios como el escolar, el doméstico y el comercial?
En el centro de todas estas indagaciones estaba la relación entre los niños y el mundo
económico, lo cual presentaba de entrada ambigüedades y valoraciones morales de diferente
naturaleza. Si bien la gran mayoría de sociedades occidentales han experimentado, en las
últimas décadas, un crecimiento en la estructuración de los espacios, los servicios y los bienes
destinados a la infancia para su cuidado, protección, educación y recreación, en muchos
escenarios académicos, políticos y mediáticos, así como en las discusiones cotidianas, se
continua insistiendo en que la infancia debe ser una esfera sustancialmente separada de las
relaciones económicas y que las infancias “correctas” se definen “por el supuesto dominio
exclusivo del juego y el aprendizaje por encima de las actividades del mercado” (Zelizer
2002, 269).
Esta constante ambivalencia moral se refleja en las controversias sobre los límites y
las posibilidades de las prácticas económicas para los niños: qué tipo de actividades
productivas son legítimas y aceptables (por su carácter educativo y socializador) y cuáles se
consideran trabajo infantil; cuándo es lícito y legítimo que las familias demuestren el afecto
y los sentimientos hacia sus niños con regalos y estímulos materiales y cuándo esto es
perpetuar los caprichos y el placer hedonista de los niños o de sus propios padres; en qué
escenarios es deseable que los niños se desenvuelvan como sujetos económicos y cuándo
esto puede representar un riesgo para la diferenciación de roles y responsabilidades entre
9
adultos y niños; cuáles son los modos aceptables en que los niños deben relacionarse con el
dinero y en qué otros se puede considerar un riesgo moral, entre muchas otras.
Fueron estas tensiones morales las que me llevaron a indagar antropológicamente por
las prácticas económicas de un grupo de niños y niñas de clase media bogotana en diferentes
contextos: el escolar, el comercial y el familiar. A partir del trabajo de campo etnográfico y
las perspectivas teóricas planteadas por la antropología de la infancia, la antropología
económica y la antropología del consumo en esta investigación analicé las relaciones de
interdependencia que se producen entre los niños y los adultos en diferentes prácticas
económicas, así como las tensiones que se presentan entre dos discursos occidentales sobre
la infancia: el moderno y el contemporáneo. En esta investigación argumenté que el discurso
contemporáneo incluye cuatro rasgos sobre los modos deseables de trazar las relaciones
adultos - niños y de experimentar la infancia como etapa de la vida en contextos capitalistas,
occidentales y urbanos, como el estudiado: la política del disimulo de las actividades
productivas de los niños de clase media; la educación de los niños para el consumo; la
formación de los niños para el emprendimiento y la materialización del ideal de la buena
crianza contemporánea. La experiencia etnográfica mostró cómo estos cuatro rasgos del
discurso contemporáneo constantemente se cruzan y se sobreponen con las ideas modernas
de la infancia, con las experiencias de los niños protagonistas y con las expectativas adultas
e institucionales sobre cuáles deben ser las formas de relación de los niños con el mundo
económico y comercial.
• Estudios sobre prácticas económicas infantiles y planteamientos teóricos centrales
Como esbocé en líneas anteriores, esta investigación se inscribe en dos campos de
estudio antropológico que, en apariencia, tienen pocos puntos de encuentro: la antropología
económica/ consumo y la antropología de la infancia. El histórico desencuentro académico
entre estos dos campos interdisciplinarios responde, en primer lugar, a las preguntas que cada
uno ha propuesto a la antropología y, segundo, a los sujetos sociales en los que han centrado
su atención. Por un lado, la antropología económica se ha interesado por comprender de
manera contextualizada las relaciones sociales y culturales que se configuran en el entramado
de las actividades económicas, es decir, en los procesos de producción, distribución,
circulación y consumo de bienes materiales e inmateriales, así como de servicios,
10
experiencias y espacios que tienen lugar en todo tipo de sociedades. En sus orígenes como
campo, se interesó por estudiar etnográficamente la vida económica de los “pueblos
primitivos” en contextos pre - industriales y no capitalistas, y a partir de varios trabajos
pioneros (Polanyi 1957; Firth, 1970; Scott 1976; Godelier 1977; Dumont 1982; Roseberry
1988) se generaron debates sobre la posibilidad de aplicar o no las categorías económicas
occidentales a otros contextos culturales; el significado de la noción de valor y las conexiones
económicas entre grupos culturales diversos (Narotzky 2003, 134). Sin embargo, la mayoría
de investigaciones se han orientado a entender los procesos económicos llevados a cabo por
los sujetos adultos. Variables como la edad, las diferencias generacionales y las relaciones
entre adultos y niños no han sido parte central del análisis económico.
Por su parte, la antropología de la infancia que se consolidó como campo de
investigación durante la década del ochenta del siglo XX ha centrado su interés en torno a la
pregunta sobre qué significa ser niño para cada grupo social o cada cultura (Lancy 2012) y
cómo los niños se constituyen en los principales informantes sobre sus propias vidas y
también, sobre las dinámicas de las sociedades en las que viven. Como lo demostró Margaret
Mead (1928, 1931, 1955) en sus investigaciones pioneras sobre el tema, las concepciones de
infancia varían de sociedad en sociedad de acuerdo con las condiciones sociohistóricas, por
lo que cada una determina qué es un niño (a), cuáles son los marcadores culturales para
definir la infancia como etapa de la vida y cuáles son los roles sociales que se le asignan a
este grupo poblacional. El segundo postulado central de este campo es pensar a los niños
como seres “abiertos”, “inacabados”, “perfectibles”, es decir, con capacidad de aprendizaje
desde su nacimiento. La condición de “educabilidad” de los niños, los convierte en el insumo
perfecto para la transformación y, por tanto, el “desarrollo y la maduración de todo ser
humano se considera un hecho de interés antropológico” (Scheuerl 1985,13). De ahí, que la
mayoría de investigaciones etnográficas de este campo se hayan centrado en sus inicios en
temas como la socialización, las pautas de crianza, la educación, el parentesco, el juego, los
rituales, la filiación y que solo recientemente se haya despertado el interés en examinar otros
asuntos como la migración, el trabajo infantil, la participación política, la violencia y el
consumo.
En este sentido, los espacios primarios de socialización como la familia y la escuela
han sido mayormente privilegiados por la antropología para comprender las nociones de
11
infancia y las diferentes relaciones que se construyen entre adultos y niños en cada sociedad.
En contraste, las prácticas económicas y el comercio han sido lugares menos comunes de
observación etnográfica para pensar estos dos asuntos. Hay, por supuesto, algunas
investigaciones en el contexto internacional que han indagado por alguno de los ámbitos
económicos en relación con la infancia: prácticas de consumo (Chin 2001; Katz 2004;
Mannion y L’anson 2004; Pugh 2004, 2009; Tyler 2009), trabajo (Leonard 2004; Stolp 2011;
Lancy 2018) y significados del dinero para los niños (Ruckeinstein 2010; Ridge 2017). En
América Latina, la exploración antropológica se ha centrado mayoritariamente en el
significado del trabajo para los niños, las familias y comunidades de la región (Liebel 2006;
Maureira 2007; Pedraza 2007; Glockner 2010; Ames 2013; Szulc 2015; Taft 2015, 2019).
También, hay algunas indagaciones por prácticas de consumo concretas como fiestas
infantiles (Duek 2006; Castro 2018), juegos, medios y tecnologías (Rabello de Castro 2002;
Carli 2006; Reyes y Vargas 2007; Duek 2013, 2014). Es posible pensar que las
particularidades económicas y sociales de la región han puesto un mayor acento en estudiar
antropológicamente las prácticas productivas y el trabajo infantil de niños y niñas en
condiciones económicas menos favorables y en contextos rurales, que en las prácticas de
consumo infantiles o en la comprensión de las vidas cotidianas de clases urbanas medias -
altas. Este vacío investigativo no solo puede seguir reproduciendo la división simplista y
homogeneizadora entre las economías y las formas de vida de las infancias del Sur y del
Norte Global, como si los niños de cada “lado” del mundo no tuvieran puntos de encuentro
y también diferencias, tanto con sus pares en otras regiones globales, como con sus
coterráneos. Precisamente, esta investigación se sitúa en esta trayectoria de trabajos y
pretende contribuir al debate a partir de unas apuestas teóricas y epistemológicas concretas:
-Prácticas económicas cotidianas articuladas: a diferencia de la mayoría de
investigaciones previas que se concentraron en el análisis de alguna de las actividades/ fases
del proceso económico, en este trabajo exploré las articulaciones de múltiples prácticas
económicas en las que están involucrados los niños protagonistas. No las ubiqué de manera
exclusiva, ni teórica, ni metodológicamente, en los espacios a los que generalmente se les
asocia, es decir, los comercios, el ámbito publicitario y el empresarial. También opté por
seguir el rastro de estas prácticas en otros escenarios como la familia y la escuela. Aunque
para el ejercicio analítico, cada capítulo se enmarcó en las prácticas económicas que se
12
despliegan en alguno de estos espacios, se mostró cómo las fronteras de cada uno de ellos
son fluidas, por lo que constantemente se interconectan las instituciones y protagonistas
involucrados. Esto responde a uno de los llamados de la antropología económica sobre la
necesidad de estudiar de manera integrada el proceso económico en su conjunto (Narotzky
1997, 104) y en conexión con diferentes actores sociales e institucionales, evidenciando que
las “actividades y transacciones económicas son a la vez interacciones sociales” (Zelizer
2012, 149). Las prácticas económicas en las que están involucrados los niños protagonistas
se expresaron de muchas formas y fue imposible abordarlas en su totalidad; por ello, decidí
elegir algunas de ellas a través de “ventanas etnográficas” específicas.
-Carácter relacional e interdependiente: generalmente, cuando se habla de prácticas
económicas se hace en términos de relaciones de “dependencia” de los niños con respecto a
los adultos. Se les deja a los niños en desventaja comparativa por su condición de niños y,
sobre todo, por considerar que deben estar por fuera de los marcos productivos. En oposición
a esta perspectiva, en esta investigación planteo que más que relaciones de “dependencia”
unidireccional de los niños con respecto a los adultos, la experiencia de los niños y niñas con
el mundo económico en diferentes escenarios como el mercado, la familia o la escuela, obliga
a pensar antropológicamente este problema como un asunto sobre todo relacional, es decir,
de redes de “interdependencia” de adultos y niños. Como lo planteó Norbert Elías en la
década del ochenta con su teoría figuracionista, hay que superar la imagen de los hombres
como aislados e independientes; todo lo contrario, la teoría sociológica de la
interdependencia “parte de la observación de que todo hombre desde su infancia pertenece a
una multiplicidad de hombres dependientes recíprocamente” (Elías 1969, 192 - 194). Las
vidas de los niños no transcurren al margen de las vidas de los adultos y viceversa.
Comprender el carácter relacional e interdependiente de las prácticas económicas cotidianas
en las que estaban involucrados los niños protagonistas me implicó entender que era dentro
(y solo dentro) del entramado de interdependencias en el cual estos vivían que se podían
analizar los grados de autonomía relativa, así como los equilibrios y desequilibrios de poder
que se producían entre ellos y los adultos con respecto al mundo económico.
También, esta investigación partió de la necesidad de “descentralizar los estudios
sobre infancia” (Spyrou 2017) y valorar “la relacionalidad como marco orientador para el
campo” (Spyrou 2011), sin que esto suponga descuidar sus principios orientadores: el interés
13
en estudiar la vida de los niños y sus perspectivas. Se plantea que la infancia como
construcción histórico - social, configurada a partir de la estructuración de procesos
materiales y simbólicos relativos a los niños y las niñas, no solo remite a estos sujetos
sociales, sino de manera fundamental a las relaciones con los adultos. Aunque en el trabajo
se privilegiaron las experiencias, las voces y las reflexiones infantiles, también se incluyeron
las perspectivas de adultos en diferentes roles: padres, maestros, comerciantes y especialistas
del mercado.
-El discurso contemporáneo sobre la infancia: una de las propuestas teóricas
fundamentales de la investigación se sustentó en la posibilidad de caracterizar algunos rasgos
del discurso que se produce sobre la infancia en el contexto del capitalismo contemporáneo.
Se parte de que la infancia como noción abstracta debe distinguirse de las vidas concretas e
históricas de los niños y las niñas que habitan en el espacio social y que tienen experiencias
de vida múltiples de acuerdo a su contexto sociocultural. Así, aunque la infancia como
experiencia preexiste a los discursos sociales que se producen sobre ella, es al mismo tiempo,
una consecuencia de ellos, que, en muchos sentidos, contribuyen a la reproducción de ciertos
ideales sobre cómo deben vivir los niños esta etapa de la vida.
Si bien en esta investigación se habla de niños/ niñas y de infancias en términos
plurales y amplios, esta pluralidad de formas de vida infantiles no escapa de cómo las
instituciones, la academia, las políticas públicas, el mercado y los adultos, en general,
pretenden - a partir de discursos - definir, clasificar, caracterizar y ordenar la vida de los niños
con fines de intervención, asistencia, educación, crianza, etc… De esta manera, aunque
muchos de los discursos hegemónicos que se producen sobre los niños(as) y sobre la infancia
no son compartidos por muchas sociedades y, en muchas ocasiones, tampoco corresponden
a las experiencias reales de muchos niños del mundo, estos siguen teniendo un peso
importante en la manera como los adultos y las instituciones toman decisiones con respecto
a las vidas de los niños y como estos mismos comprenden su lugar social en sus comunidades.
Para intentar identificar cuáles son algunos rasgos que constituyen este discurso
contemporáneo sobre la infancia se hizo necesario pensar las diferencias con respecto a uno
de los discursos más fuertes y predominantes hasta hoy en día: el discurso moderno. Casi
todo intento de definición y de clasificación, se esboza generalmente a partir y con respecto
a otra categoría, en este caso, el de la infancia moderna. Con este ejercicio, sin embargo, no
14
pretendo de ningún modo afirmar de manera teleológica y evolucionista que uno de estos
discursos sea en términos valorativos más positivo o negativo que el otro, o que el discurso
moderno haya culminado para dar paso al contemporáneo. Más bien, como mostraré a lo
largo de la investigación, estos discursos todo el tiempo se cruzan, confluyen, entran en
tensión y se incrustan paralelamente en las discusiones y las prácticas cotidianas de los niños,
sus familias, su escuela y el mercado. Tampoco pretendo a través de una racionalidad binaria
y monolítica sugerir que estos dos discursos condensen las únicas experiencias de infancia;
todo lo contrario, las vidas cotidianas de muchos niños del mundo con diferentes orígenes
geográficos, sociales, económicos, étnicos, religiosos y de género, han demostrado ser más
ricas, complejas y sobrepasar por mucho los discursos y los intentos de definición que se
plantean sobre ellos. Tanto el discurso moderno, como el contemporáneo intentan ser
hegemónicos y, sin embargo, no son compartidos por todas las sociedades.
El discurso moderno de la infancia fue una noción construida y teorizada por el
historiador francés Phillipe Ariès en la década del sesenta del siglo XX. Sin embargo, fue la
herencia acumulada de los ideales occidentales, humanistas e ilustrados europeos y de las
construcciones teóricas de varios filósofos como Thomas Hobbes (1651), John Locke (1690,
1693) y Jacques Rousseau (1762). Este discurso suele concebir a los niños como sujetos de
las acciones adultas: de su cuidado, protección, guía y educación, por lo que la escuela y la
familia se constituyen en las únicas instituciones privilegiadas y aceptables para estas tareas.
Esto significa la necesidad de alejar a los niños de cualquier actividad productiva y
económica que los pueda distanciar de su trayectoria escolar. A la vez, este discurso presenta
a los niños, sobre todo, como seres “inacabados e imperfectos” (Scheuerl 1985), es decir, con
capacidades de transformación y aprendizaje constante, y, con ello, la posibilidad de
intervenirlos no solo moral, sino cognitiva y corporalmente. Esto supone que los niños son
seres que construyen con respecto a los adultos unas relaciones de dependencia en términos
económicos, emocionales y sociales.
Bajo los presupuestos modernos, la crianza familiar y la educación escolar se trazan
bajo los parámetros de la autoridad y de una estricta diferenciación de roles, espacios y
responsabilidades entre niños y adultos. El discurso de los niños como separados de y en
contraste con los adultos no solo reproduce el pensamiento binario fundamental para la
modernidad, sino que sitúa en una posición privilegiada el conocimiento y las acciones
15
adultas como “superiores a las de los niños con el pretexto de protegerlos” (Cannella y Viruru
2004, 85 - 88). Tal como lo planteó Norbert Elías (1989) las relaciones entre niños y adultos
en el marco de la modernidad han sido pensadas en términos de autoridad y dominación, pues
los adultos disponen de oportunidades de poder mucho mayores que las de los niños y los
roles de los implicados son relativamente claros y simples: “a los padres en realidad, les
correspondían todas las decisiones sobre las acciones de los niños. Pero, además, se
estipulaba como norma social que esta distribución de los potenciales de poder - órdenes de
los padres, sumisión de los niños- fuera considerada buena, correcta y deseable” (Elías 1989,
412).
Precisamente, las disciplinas modernas interesadas en la infancia (pedagogía,
pediatría, psicología, puericultura) ayudaron en el proyecto moderno de diferenciación
corporal y mental de los niños con respecto a los adultos y con ello, a establecer los roles
sociales, espacios segregados, formas deseables de relación y también unos mercados
diferenciados con productos y servicios diseñados para cada grupo social. El discurso
moderno entonces propone una visión de los niños como radicalmente diferentes de los
adultos y los ubica en una posición menos activa y en desventaja comparativa: son receptores
culturales, seres potenciales, apéndices familiares, sujetos vulnerables e inocentes, siempre
necesitados de cuidado y protección y sin capacidad para reflexionar moral y razonablemente
acerca de sí mismos y de formarse opiniones sobre su entorno.
En contraste, el discurso contemporáneo sobre la infancia es difícil ubicarlo en un
punto temporal exacto, pero es posible que haga parte de varios procesos históricos y sociales
que confluyeron y que terminaron por consolidarse con la Convención de los Derechos del
Niño en 1989. El discurso contemporáneo comenzó a emerger, sin dejar de lado varias de las
características del discurso moderno, sobre todo, las que tienen que ver con pensar a los niños
como sujetos de cuidado y protección, tal como lo específica la Convención. Sin embargo,
los términos de referencia para los niños como sujetos sí cambiaron. Mientras antes de la
Convención, en el contexto del discurso moderno, los niños se consideraban “menores”, es
decir, se les comprendía esencialmente como destinatarios de las obligaciones de los
progenitores y como beneficiarios de las políticas asistencialistas privadas y de la caridad de
las instituciones, la Convención comenzó a hablar de niños y niñas como sujetos de derechos
públicos (González y Padrón 2016, 13). Esto representó un cambio cualitativo en el
16
paradigma: de pensar a los niños exclusivamente como sujetos “incapaces” y con necesidad
de protección, cuidado y salvaguardia, la Convención hizo un reconocimiento a todos los
niños como titulares de derechos públicos y estatales y, con ello, propuso una transformación
en su estatus jurídico, en las nociones de participación, voz y agencia infantil.
En esta investigación planteo que las transformaciones que supone el discurso
contemporáneo de la infancia tienen que ver fundamentalmente con tres asuntos: las formas
deseables de relación entre niños y adultos; los roles sociales de los niños y la reflexión sobre
los espacios y las actividades en las que deben o no estar involucrados. Más que en términos
de “dependencia” unidireccional y autoridad vertical, el discurso contemporáneo propende a
relaciones de tipo más horizontal entre adultos y niños, pues no se espera de los niños
sumisión y se van haciendo más deseables unas relaciones adultos - niños que pasen por “la
responsabilidad” (Segalen 1989), la negociación y el apoyo, más que por la autoridad, la
regulación o las expresiones de violencia. La Convención de los Derechos del Niño significó
un reconocimiento de similitudes entre adultos y niños, cuestionando el poder “natural” y la
superioridad racional y moral de los adultos sobre los niños (Leonard 2004, 51). Desde esta
perspectiva se espera que estos últimos tengan mayores espacios de participación, toma de
decisiones y ampliación de su propia perspectiva como sujetos de derecho. Así, están en una
doble circunstancia social: dependientes y protegidos en algunos contextos, pero autónomos
en otros.
A esto se suma que, además de la escuela y la familia que fueron consideradas, desde
la perspectiva moderna, los lugares por excelencia de la infancia, el discurso contemporáneo
promueve que debe articularse el mercado como otro espacio constitutivo fundamental de la
vida de los niños y sus familias, lo cual plantea desafíos y preguntas sobre las buenas crianzas,
la educación de los niños y las relaciones que deben construirse entre ellos y los adultos.
Desde el discurso contemporáneo es en el marco de las prácticas económicas y de consumo
capitalistas que, en parte, “se constituyen las relaciones entre padres e hijos” (Miller 1998).
En este registro, el discurso contemporáneo comienza a relativizar y a cuestionar cada vez
más qué tan separados deben estar los niños de las prácticas económicas y cuáles de estas
pueden considerarse legítimas y moralmente aceptables para los niños.
Así, los esfuerzos del discurso moderno por separar a los niños de cualquier
conocimiento y práctica económica se relativizan en este discurso. Muchas de las actividades
17
que desde la perspectiva moderna pueden pensarse como trabajo infantil, se convierten desde
la mirada del discurso contemporáneo en signos de emprendimiento, independencia,
posicionamiento y participación. Finalmente, en este discurso se disipa progresivamente el
criterio de la edad que sirve como el patrón cultural principal del discurso moderno para
enfatizar en las diferencias entre la infancia y la adultez y, por tanto, también comienza un
proceso progresivo de disolución de los targets generacionales del mercado. Mientras el
discurso moderno promovió la extrema diferenciación e infantilización de los mercados
dirigidos a los niños a través de diseños de productos y servicios con unas características
particulares, los mercados contemporáneos mezclan constantemente ambos targets,
aduciendo que los niños contemporáneos van “a otras velocidades” y “tienen otro chip” que
las generaciones anteriores.
Si se contrastan ambos discursos sobre la infancia y las ideas que se promueven,
aparentemente el segundo pareciera ser mucho más favorable a los niños y a su
reconocimiento social. También, sería muy tentativo afirmar que el discurso contemporáneo
expresa un avance sustancial con respecto a los equilibrios de poder en las relaciones entre
adultos y niños. Sin embargo, tal como argumentaré en la investigación, estos discursos no
se excluyen, ni tampoco hay un consenso de intereses sobre los mismos. Las vidas e historias
de los niños protagonistas y los adultos que los rodean (padres, maestros, comerciantes,
especialistas) muestran que estos dos discursos constantemente se encuentran, entran en
tensión o se sobreponen en las discusiones y prácticas cotidianas.
Al igual que ocurre con el discurso moderno, el contemporáneo está diseñado para
promover unas ideas universalistas sobre las vidas más deseables para los niños y niñas en
contextos contemporáneos, aunque en realidad, esté apelando a un modelo de infancia muy
concreta: niños y niñas de clases medias y altas, que viven en contextos occidentales y
urbanos, que están escolarizados, al cuidado de sus familias, tienen una consciencia sobre
sus derechos y se relacionan ampliamente con el mercado. A este discurso, al igual que al
moderno, se le escapan muchas otras experiencias de infancia de los niños con el mundo
económico en contextos como el latinoamericano, que se distancian de sus caracterizaciones
e idealizaciones.
Sin embargo, con la intención de analizar críticamente cómo los protagonistas de este
estudio experimentan su infancia en contextos capitalistas propuse cuatro rasgos generales
18
del discurso contemporáneo que no sugieren en ningún momento ser únicos, ni mucho menos
acabados, pero que ayudan en términos analíticos a comprender muchas de las expectativas
que se trazan sobre los niños que viven en estos contextos. Estos tienen efectos en sus vidas
cotidianas, crean unas formas particulares de pensar la infancia y las relaciones de
interdependencia de niños y adultos. Cada uno de estos los analizaré con mayor profundidad
en los capítulos del trabajo.
- Encuentro entre infancias y prácticas económicas como un asunto moral: los
constantes conflictos morales por el encuentro entre los niños y el mundo económico fueron
el punto de origen de esta investigación y también el de llegada. En cada capítulo mostraré
cómo la base de todas las tensiones entre los dos discursos sobre la infancia en relación a las
prácticas económicas en las que participan los niños y las relaciones de interdependencia que
se instauran a través de estas, se convierte de manera casi automática en un asunto de
naturaleza moral. Si de entrada cualquier tema, decisión, debate, propuesta o acción que se
refiere a la infancia no admite neutralidad, ni agnosticismo moral, cuando entran en escena
las dinámicas del mundo económico y comercial, se acentúan mucho más estas tensiones y
preocupaciones.
El problema es que cuando “la infancia surge como proyecto moral para todos” (Cook
2017, 3) y se convierte en el bastión retórico para todas las “partes”, muchas veces se pierden
de vista cuáles son efectivamente las instancias y argumentos particulares y diferenciales que
tanto niños, como adultos (padres, maestros, comerciantes, profesionales del mercado)
construyen y expresan para definir sus posiciones y juicios sobre lo correcto, lo adecuado y
lo deseable para la vida de los niños. Por ello, en esta investigación no partí de una
prescripción específica sobre las “infancias apropiadas” o los grados “adecuados” de
participación de los niños en el mundo económico, más bien me interesó mostrar
etnográficamente las constantes ambigüedades morales que se configuran en el entramado
de las vidas de los protagonistas cuando se relacionan entre sí a través de diferentes prácticas
económicas.
• Investigar etnográficamente las prácticas económicas de los niños de clase media
bogotana
En décadas recientes la pregunta sobre la identidad y el posicionamiento del
investigador ha cobrado mayor relevancia en los procesos de exploración y escritura
19
etnográfica. El ejercicio de reflexividad supone que cada investigación es el resultado de un
encuentro complejo y, muchas veces azaroso, entre una serie de circunstancias y
posibilidades históricas, institucionales y subjetivas que le permitieron al investigador
acercarse a determinado problema, pero también a las decisiones concretas y controladas
(actividades, procedimientos, técnicas) que se tomaron durante el trabajo de campo, el
proceso de análisis y el de escritura para comprender, comunicar y crear el contexto en que
la información obtenida puede cobrar sentido. En toda pesquisa etnográfica, “los sujetos
producen la racionalidad de sus acciones y transforman la vida social en una realidad
coherente y comprensible” (Guber, Milstein y Schiavoni 2014, 35). En mi caso, este trabajo
fue posible gracias al cruce de varias condiciones y decisiones personales y académicas, y se
nutrió de diferentes técnicas de recolección de información que fueron sumándose a medida
que fui avanzando en el proceso y advirtiendo la necesidad de incorporar nuevas rutas de
indagación.
Llevé a cabo parte del trabajo de campo en el mismo colegio donde estudié y pasé
gran parte de mi vida como estudiante. Esta es una institución de educación privada, mixta y
ubicada en un barrio de clase media, al suroccidente de la capital. La gran mayoría de los
niños y las niñas que allí estudian, viven cerca al colegio en barrios de estratos 2, 3 y 46.
6 Desde 1991 el Gobierno de Colombia y la administración distrital de Bogotá optaron por un modelo de
clasificación socioeconómica a través de lo que se ha denominado el “estrato” y que tiene como indicador el
lugar de residencia y el costo diferencial de los servicios públicos domiciliarios. Según este indicador, lo que
se configura como la llamada clase media urbana en Bogotá son las familias que tienen su lugar de residencia
en localidades definidas como pertenecientes a los estratos 3 y 4. Aunque hay que tener en cuenta que esta
forma de clasificación social puede tener muchos cuestionamientos, y que las fronteras entre clases sociales
pueden ser mucho más porosas, heterogéneas, flexibles y móviles que las consideradas por los instrumentos
político - administrativos, opté por trabajar con este indicador, sin dejar de tener una posición crítica al respecto.
Por ello, aparte de considerar este indicador administrativo, desde una perspectiva etnográfica vi la importancia
de tener en cuenta las prácticas y los relatos que participan de la constitución de la clase media, por ello, indagué
con los participantes (niños y adultos) en qué lugar socioeconómico se ubicaban a sí mismos, a sus familias y
a la institución educativa en la que estudiaban. Los participantes se auto- reconocieron “como clase media” y
me expresaron en sus relatos cuáles eran, a su criterio, las prácticas e inversiones que orientaban su
posicionamiento de clase: niveles de ingreso, posibilidades de consumos particulares, patrones residenciales
urbanos, nivel profesional y ocupacional de los padres y la posibilidad de los niños de acceder a una educación
privada. A pesar de que todos se denominaron como sujetos “pertenecientes a la clase media bogotana”, en las
mismas respuestas de los participantes encontré lo que otras investigaciones histórico - antropológicas
orientadas en el contexto de América Latina han identificado y es “el carácter multidimensional y dinámico de
la clase media”(Cosse 2014, 15), así como “la heterogeneidad social y cultural que usualmente es homogenizada
bajo el rótulo de clase media” (Visacovsky 2008, 10), pues los niños y los adultos me expresaron formas
diferentes de experimentar la clase en sus contextos familiares y escolares. Con este desafío en mente y
entendiendo que la clase media es una categoría modelada por ideas, conceptos y percepciones que pueden ser
muy diversas, vi como necesario analizar esta dimensión de clase a través de prácticas económicas concretas.
20
Pero, además, mi mamá era profesora de tercer grado de primaria de la misma institución.
Esta doble cercanía y familiaridad hizo viable que la administración escolar me permitiera
realizar durante un año (2018) el trabajo de campo con los niños y las niñas de primaria del
colegio y que, además, como exalumna reconociera varias de las dinámicas escolares de esta
institución. Sin embargo, todo el proceso de exploración etnográfica inició años antes, en
octubre de 2015, cuando apenas comenzaba el proceso de formación doctoral. Conversé con
la rectora del colegio sobre la posibilidad de realizar unos encuentros etnográficos mensuales
con un grupo base de niños y niñas. Después de la aprobación institucional, aproveché la
confianza y trayectoria docente de mi mamá y diseñé una propuesta para los padres de familia
de su salón (3B). En una reunión de padres expliqué algunas ideas generales sobre el proyecto
y en total doce familias aceptaron mi invitación.
En adelante y durante tres años y medio tuve un total de trece encuentros etnográficos
con los protagonistas del Grupo A de investigación (8 niñas/ 4 niños), desde que tenían 7
años, hasta que recién cumplieron los 11. El lugar de los “encuentros etnográficos” fue mi
casa y se desarrollaron algunos sábados de 2:00 p.m. a 7:00 p.m. Los padres de familia
llevaron y recogieron a los niños y mi mamá siempre nos acompañó en todas las actividades
que realizamos. Para las familias, mi mamá - maestra fue la principal garantía de que sus
hijos (as) estuvieran con todas las condiciones de seguridad. El hecho de que fuéramos dos
adultas - mujeres, que estuviéramos de algún modo conectadas con la institución escolar y
que los encuentros se realizaran en un espacio cerrado les brindó mayor tranquilidad. Yo
siempre fui vista, por los padres y por los niños, como “la hija de la maestra” y esto ayudó a
dar confianza, legitimidad y continuidad al proceso de investigación. Al tiempo, este rol hizo
que para los niños participantes yo no fuera pensada, vista y nombrada como profesora, sino
como Diana.
A finales del 2015, aún sin tener mucha claridad sobre mi problema de investigación,
empecé a llevar a cabo los dos primeros encuentros etnográficos con el Grupo A. Nunca antes
había realizado investigación con niños y niñas. Como historiadora indagué por la infancia y
su cultura material, pero a través de documentos y archivos, que de manera indirecta y, casi
siempre, a través de las voces adultas hablaban de los niños y en nombre de ellos. Es
relativamente poco lo que se puede conocer sobre los niños del pasado a partir de sus propias
voces, pues la mayoría de documentos - fuentes han sido escritos por sujetos adultos. Por
21
ello, la experiencia etnográfica se me presentaba como una oportunidad única y emocionante
para conocer a partir de los mismos niños y niñas protagonistas sus experiencias, opiniones
y reflexiones sobre sus infancias y sobre la sociedad en la que vivían. De cierta manera, podía
como historiadora - antropóloga y desde el presente “dar casa a las voces de los niños”
(Sosenski 2016), poderlas preservar y compartir en este trabajo.
Sin ninguna experiencia diseñé las propuestas de los talleres, que variaban de acuerdo
al tema a tratar, al ánimo del grupo, pero también a las ideas y discusiones que iban surgiendo
espontáneamente entre los niños. Algunas actividades que hicimos fueron: discusiones
grupales, entrevistas semiestructuradas, juegos de rol y dramatizados, análisis de fotografías
e imágenes y producción de materiales escritos: diarios de campo infantiles, cartas a papá
Noel, entrevistas a los padres realizadas por los niños, propuestas de publicidad y revistas.
La mayoría de encuentros etnográficos estuvieron divididos en dos partes: desarrollo de
actividades de investigación, refrigerio y tarde de juego. Desde que inicié con la
investigación, uno de mis propósitos fue que los niños disfrutaran la experiencia y que la
recordaran no como una obligación escolar o como un compromiso con la tesis de la hija de
la maestra, sino como una ocasión de diálogo y diversión.
Me propuse hacer que nuestros encuentros fueran entretenidos, que los niños pudieran
conversar, reírse, jugar y expresar lo que desearan sin ser cuestionados. Además de hablar
sobre los temas sugeridos, conversamos de muchos otros que los niños propusieron: sus
mascotas, sus viajes familiares, las tensiones con sus maestros, etc. Y en varias ocasiones,
también encontramos otros motivos: nos disfrazamos, realizamos novenas de aguinaldos,
celebramos dos cumpleaños, hicimos sesiones de cuentos de terror, escuchamos música,
vimos un par de películas y jugamos en el parque cercano a la casa. También hubo días de
aburrimiento, de tedio, en los que los niños simplemente no deseaban hablar, ni participar en
los talleres propuestos. Solo querían jugar. En esos momentos, opté por otras estrategias para
indagar por el tema de la investigación, sin obligarlos a realizar los talleres: hablar, en vez de
escribir; dramatizar en vez de conversar; alternar constantemente el tiempo de juego con el
de las actividades de investigación. Otros días la planeación de los talleres cambió
radicalmente, luego de que los niños propusieron conversar y realizar otras actividades que
obedecían a sus preocupaciones escolares y familiares.
22
Varios de los niños protagonistas, que ya tenían celular, crearon por iniciativa propia
un grupo en WhatsApp que nombraron como “Diana y sus mini genios” y a través de este
nos comunicamos constantemente para la programación de los encuentros. Curiosamente,
algunos participantes empezaron a hablar con sus amigos y familiares de “los encuentros en
la casa de la profe y Diana”. Por ello, durante los siguientes años varios padres de familia me
preguntaron si podían “inscribir” a sus sobrinos o los hijos de sus amigos a la investigación.
Me pareció interesante cómo para muchas familias el espacio empezó a considerarse parte
del repertorio de las “actividades extracurriculares” en las que sus hijos participaban, por lo
que la mayoría planearon sus sábados de acuerdo a la programación de los encuentros. Esto
me indicó que, en cierto sentido, logramos crear un espacio de investigación que los niños y
sus familias sintieron como propio, seguro y agradable. La gran mayoría de los niños
protagonistas del Grupo A se mantuvieron durante los tres años y medio, con excepción de
dos participantes que cambiaron de colegio durante el último año de la investigación.
A medida que fue pasando el tiempo, y con una mayor claridad sobre lo que deseaba
investigar, me encontré con tres desafíos metodológicos. En primer lugar, aunque los
encuentros con los niños del Grupo A eran muy enriquecedores, noté que cada vez que los
veía, los protagonistas crecían y con ellos se transformaban rápidamente sus opiniones, su
lenguaje y sus percepciones sobre el mundo social. Estudiar la experiencia de infancia me
implicó reconocer que los niños y las niñas no solo hablaban a partir de sus condiciones de
clase o de género, sino también de sus posiciones etarias y generacionales. En el 2017, luego
de dos años y medio de trabajo intenso con este grupo, comencé a notar que en mis primeros
encuentros varios asuntos quedaron inconclusos y las perspectivas de los niños, que en ese
entonces ya tenían 10 años, no eran iguales a cuando tenían 7 u 8 años. Por ello, decidí
realizar otros encuentros etnográficos con un segundo grupo de niños más pequeños. Seguí
el mismo proceso de convocatoria en el colegio y nueve familias aceptaron, por lo que, a los
primeros doce niños, se sumaron otros nueve (5 niñas/ 4 niños). De este modo, en el 2018
llevé a cabo de manera paralela los encuentros etnográficos con el Grupo A (11 años) y el
Grupo B (8 - 9 años). Con este último, tuve un total de seis encuentros etnográficos en los
que retomé varios de los temas trabajados con el primer grupo y abordé nuevos asuntos. De
los nueve participantes, una niña dejó de asistir después del segundo mes de trabajo por el
cruce con otras actividades.
23
Percibí que al igual que los niños, yo también fui cambiando con la experiencia de
trabajo etnográfico. A partir de los aprendizajes acumulados durante los dos primeros años
de investigación, pude llevar a cabo los talleres con más soltura con el segundo grupo. Los
niños del primero me enseñaron cómo orientarme en sus conversaciones y cómo preguntar
tratando de incluir sus propios términos (“guardar”, “buscar”, “intercambiar” dinero, ser
alguien cool, tener algo chivis, entre otras). También, sus charlas me obligaron a actualizarme
sobre las últimas novedades del mercado infantil (películas, música, juguetes, youtubers,
marcas de ropa y de tecnología) y así lograr participar en sus conversaciones.
Con cada encuentro fui identificando qué tipo de actividades y materiales les eran
más atractivos, qué asuntos y temas estaban más conectados con sus experiencias
contemporáneas de infancia y qué estrategias podía implementar para hacer que el proceso
de investigación fuera más colaborativo y co - productivo. Por ejemplo, entendí que los niños
disfrutaban mucho el rol de entrevistadores, lo cual implicaba formular en sus palabras las
preguntas a sus compañeros o padres, grabar y luego escuchar sus propias voces. Esto les
resultaba mucho más significativo y divertido que seguir una discusión estructurada basada
en mis propias inquietudes.
Igualmente, después de los primeros encuentros, advertí que los niños tendían a
responder de forma “escolar” buscando dar cuenta de una respuesta “correcta” y con ello,
lograr mi aprobación como adulta. Comprendí que era importante recordarles
constantemente que no había una sola respuesta, que no debíamos llegar a acuerdos, ni
tampoco yo tenía intención de “evaluar” sus intervenciones. Ayudó también para disolver la
imagen escolar de los talleres, reemplazar los ejercicios escritos que los niños asociaban a
sus tareas del colegio, por otros más prácticos, así como disponer el espacio físico de manera
diferente, menos formal y estructurado.
Un segundo desafío tuvo que ver con la delimitación de mi interés de investigación.
Antes de formular el proyecto, los encuentros etnográficos los centré fundamentalmente en
las experiencias de los niños y las niñas. Sin embargo, como mencioné previamente, los
protagonistas constantemente me hacían alusión a su mundo infantil en clave relacional. Sus
palabras no eran el resultado de reflexiones exclusivamente individuales, ni respondían a
experiencias en solitario, sino que adquirían sentido en relación con los adultos y las
instituciones que hacían parte de sus vidas. Por ello, durante los años 2017 y 2018 llevé a
24
cabo un conjunto de entrevistas semiestructuradas con diferentes actores a quienes los niños
mencionaban en sus conversaciones, para comprender las relaciones de interdependencia de
las prácticas económicas en las que ellos participaban: sus padres, maestros, funcionarios y
comerciantes escolares y otro grupo de expertos como publicistas, psicólogos, abogados,
investigadores de mercado y una periodista. Este conjunto de entrevistas me permitió no solo
poner en diálogo las opiniones y perspectivas de los protagonistas, sino observar cómo
adultos y niños construyen de manera compleja unas opiniones y posiciones con respecto al
lugar de las prácticas económicas en la vida de los niños y las relaciones que establecen.
Esta red diferencial de actores, a la vez, hizo posible visualizar algunas de las
tensiones que se producen entre los discursos moderno y contemporáneo sobre la infancia en
ámbitos como la escuela, la familia y el mercado. Para completar esta red también acudí a
algunos registros periodísticos y publicitarios que ayudaron a mostrar cómo se
materializaban y circulaban estos discursos en algunos medios locales. Sin embargo, en el
trabajo estos tuvieron una función exclusivamente ilustrativa y descriptiva, pues mi objetivo
no fue realizar una búsqueda sistemática y formal de fuentes impresas o publicitarias para el
análisis.
Por último, me encontré ante la necesidad de observar de qué manera se desplegaban
y concretaban materialmente las prácticas económicas en las que participaban los niños y las
niñas. Noté cómo los encuentros que diseñé como estrategia de investigación eran una
especie de “mundo etnográfico cerrado” y mayoritariamente discursivo que, si bien ofrecía
las condiciones de posibilidad para trabajar con un grupo amplio de niños y niñas, en un
mismo espacio y en condiciones de seguridad y tranquilidad para ellos y sus familias, al
tiempo, no me permitía comprender cómo se llevaban a cabo las prácticas económicas de las
que conversábamos. Por ello, aprovechando que los niños y niñas de ambos grupos eran del
mismo colegio, durante el 2018 realicé trabajo de campo en esta institución escolar. Una o
dos veces por semana, durante 10 meses, hice ejercicios de observación en diferentes
escenarios: aulas, patios de recreo y comercios escolares. Compartí y entablé conversaciones
informales específicamente con los niños de primaria del colegio (primer a quinto grado) y
también con los protagonistas de ambos grupos de investigación, quienes se convirtieron en
mis principales guías y acompañantes en la experiencia de trabajo de campo en el contexto
escolar. Ellos fueron fundamentales para mi “entrada” como investigadora adulta a un
25
espacio mayoritariamente infantil: me presentaron a sus amigos y a sus maestros y, en sus
propias palabras, les expusieron cuál era mi interés de investigación y los invitaron a
participar en los diálogos. Muchas veces ellos mismos me indicaron qué espacios, clases y
actividades escolares podían ser interesantes para mis indagaciones. Me hicieron parte de sus
recreos, me llevaron a sus salones de clase y, en muchas ocasiones, ellos mismos motivaron
conversaciones con otros compañeros del colegio sobre los temas que trabajábamos
paralelamente en los encuentros. También de manera activa los niños y las niñas de ambos
grupos intervinieron y dieron explicaciones a los permanentes cuestionamientos de los
maestros y el personal de seguridad por mi presencia en el colegio y la cercanía con los niños
de primaria. Al no ser ni maestra, ni madre de ningún estudiante, fueron frecuentes las
preguntas que se derivaron de mi lugar y mi posición como adulta en el escenario escolar,
donde cualquier relación adulto - niño que no pase por los roles escolares establecidos,
comienza a despertar interrogantes e inquietud.
Además del colegio, durante varios fines de semana (2017 - 2018) realicé trabajo de
observación en diferentes espacios comerciales en barrios de clase media bogotana: centros
comerciales, supermercados, tiendas de vestuario infantil, jugueterías, tiendas de tecnología,
parques infantiles, restaurantes y ferias. Indagar por las prácticas económicas de los niños
protagonistas me indicaba que era necesario ver de qué manera esto se ponía en escena en el
contexto del mercado. Inicialmente pensé en invitar a algunos de los niños que ya conocía a
hacer recorridos por algunos de estos espacios o acompañar a sus familias durante sus fines
de semana; sin embargo, resultó difícil llegar a acuerdos sobre horarios por compromisos
familiares o las múltiples actividades extracurriculares en las que estaban inscritos los niños.
Por ello, decidí comenzar a hacer recorridos y observaciones en solitario: registraba en mi
diario de campo lo que escuchaba y veía en estos espacios. Por momentos, entablé
conversaciones cortas con algunas familias que estuvieron dispuestas al diálogo.
Conforme avanzaba el proceso de observación, comencé a ser más consciente de mi
situación como adulta - investigadora en lugares que están dispuestos y diseñados para la
interacción familiar. Esto supuso que en varias ocasiones, vendedores, funcionarios y
operarios de seguridad me preguntaban sobre la razón de mi visita a estos establecimientos.
Incluso, en una ocasión fui obligada a salir de una feria comercial de productos y servicios
infantiles porque no llevaba niños que “respaldaran” mi derecho a estar en el lugar. También,
26
mi atención y mirada constante a las interacciones de los niños y las niñas en estos espacios
comerciales me merecieron diferentes reacciones de sospecha y distanciamiento de los
adultos a cargo de los niños. Los últimos meses de trabajo de campo opté por buscar el
acompañamiento de un par de niños de mi familia, lo cual cambió sustancialmente mi
experiencia de investigación en estos espacios de comercio. Los padres se acercaron a mí
para conversar sobre “nuestros niños”, pude interactuar con sus hijos sin ser mirada con
desconfianza y nunca más fui cuestionada por el personal de seguridad de estos
establecimientos.
De este modo, la experiencia de investigar etnográficamente las prácticas económicas
de los niños protagonistas ya me indicó, de entrada, varias cuestiones analíticas sobre las
expectativas e ideas de las infancias que viven en contextos capitalistas, urbanos y de clase
media como el estudiado. Aunque estos niños tenían en sí modos singulares de vida, al mismo
tiempo, como ya lo han reconocido ampliamente los estudios de la infancia desde los años
ochenta, tenían en común la experiencia de infancia (James 2003, 28). En este sentido, la
decisión de realizar la investigación en este contexto introdujo preguntas y variables
metodológicas diferentes, que contrastarían si hubiera realizado el mismo ejercicio
etnográfico con niños y familias que vivieran en contextos rurales o semiurbanos o que se
inscribieran en dinámicas propias de otras clases sociales. En primer lugar, en su totalidad,
las niñas y los niños protagonistas estaban escolarizados y sus familias tenían una amplia
confianza en la institución escolar como el espacio “correcto” y “deseable” para la
educación/cuidado de sus hijos. Todos los padres de estos niños eran profesionales, se
involucraban activamente en las tareas y actividades escolares y establecían diálogos directos
con el colegio. Adicionalmente, la mayoría de los niños participaban en un conjunto diverso
de actividades extraescolares organizadas (artísticas, deportivas y académicas) que
alternaban con sus responsabilidades escolares, familiares y con la participación en la
investigación. Generalmente, los niños de clases medias son vistos por sus padres como un
“proyecto” y en este sentido, estos invierten su tiempo y sus recursos económicos en
desarrollar talentos y habilidades en sus hijos, como forma de transmitir ciertas ventajas
académicas diferenciales y de asegurar “que sus niños no estarán excluidos de ninguna
oportunidad en la que ellos puedan eventualmente contribuir para su avance” (Lareau 2003,
5).
27
Precisamente, el compromiso que demostraban las familias de los niños protagonistas
en el proyecto escolar y en la importancia de movilizar recursos para integrar a sus niños con
actividades y experiencias que potencializaran sus posibilidades futuras, hizo que los
“encuentros etnográficos” fueran comprendidos como parte de este conjunto de experiencias
que los niños debían aprovechar. El hecho de que la invitación a participar en el proyecto de
investigación hubiera tenido origen en el colegio y que las familias de los niños protagonistas
estuvieran interesados en administrar el tiempo de ocio de los niños, también se convirtió en
una ventaja metodológica para lograr establecer y sostener esta forma de investigación con
los niños. Situación similar ocurrió con la posibilidad de acceder a un escenario como un
concurso de modelaje infantil, en el que los padres también justificaban la participación de
sus hijos porque se trataba de “una actividad curricular”. Comprendí que justamente las
características socioeconómicas de las familias protagonistas, sus ideas sobre la infancia de
sus hijos y los espacios/ actividades en los que debían estar involucrados, fueron aspectos del
contexto que favorecieron este tipo de exploración etnográfica.
Otra característica de los niños de clases medias urbanas, como los protagonistas, es
que generalmente están al cuidado de adultos y de instituciones, no suelen estar en las calles
o en espacios públicos sin vigilancia adulta familiar. Esta particularidad también dio unos
rasgos específicos al trabajo de campo: preferí compartir con los niños en espacios cerrados
y seguros como mi casa o el colegio; acudí a niños de la familia para realizar ejercicios de
observación en espacios comerciales; realicé trabajo de campo en escenarios del mercado en
el que suelen compartir y pasar el tiempo familias de clase media urbana bogotana y siempre
busqué la autorización y el consentimiento de los adultos (padres, maestros) para compartir,
hablar con los niños, hacerlos partícipes y construir esta investigación a partir de sus voces y
experiencias infantiles.
• Estructura temática del trabajo
La investigación está dividida en cuatro capítulos. Cada uno presenta y analiza uno
de los rasgos que propuse como constitutivos del discurso contemporáneo sobre la infancia
en contextos capitalistas, occidentales y urbanos. A la vez, estos estudian un conjunto de
prácticas económicas que desarrollan los niños en diferentes contextos. Si bien todos los
capítulos están pensados en clave relacional, por lo que involucran un conjunto de voces y
28
prácticas diversas (infantiles y adultas), los tres primeros tienen un ángulo analítico diferente
al último. Los tres rasgos propuestos en los capítulos iniciales tienen el énfasis puesto en los
niños, por ello, se plantearon como formas de comprensión y expectativas que se trazan sobre
la infancia en contextos capitalistas contemporáneos. Por su parte, el último capítulo
referente a la crianza infantil tiene un acento mayor en las relaciones de interdependencia y
pretende cerrar el trabajo retomando varias de las discusiones previas, pero a través de un
conjunto de ventanas etnográficas y conversaciones con un carácter más relacional e
intergeneracional.
De esta manera, el primer capítulo se dedica a entender cómo opera el primer rasgo
del discurso contemporáneo que denominé “la política del disimulo” de las actividades
productivas de los niños de clase media. Estudié el caso concreto de la industria del modelaje
infantil para comprender cómo tanto esta industria, como los niños y los adultos involucrados
en esta, apelan a este primer rasgo para justificar la presencia infantil en este tipo de actividad,
haciéndola pasar como una forma de juego, aprendizaje, inversión social y relacional,
descubrimiento de talentos y como oportunidad de compartir tiempo en familia. Todo este
conjunto de argumentos de corte emocional, moral y social es utilizado para encubrir el
carácter económico y de trabajo que tiene esta actividad y mostrar como deseable el retorno
de los niños al mercado tanto como productores, como consumidores. Argumento que en el
contexto del mercado capitalista y en actividades productivas como el modelaje infantil se
construyen unas formas concretas de comprender a los niños como sujetos sociales y las
relaciones de interdependencia de adultos y niños. Estos son asuntos que entran en tensión
con el discurso moderno y con las expectativas que se trazan sobre la infancia en instituciones
como la familia y la escuela.
En el segundo capítulo exploro un conjunto de prácticas de consumo de los niños
protagonistas en espacios comerciales bogotanos y en el contexto escolar. Pese a algunas
consideraciones teóricas o percepciones adultas, los niños son consumidores del presente que
interpretan y dan significado a los bienes, el dinero, los servicios, los espacios y las
experiencias de consumo. En esta sección analicé otro de los rasgos fundamentales del
discurso contemporáneo que denominé “la educación de los niños para el consumo”, el cual
propende porque los niños adquieran conocimientos y habilidades para actuar y
desempeñarse como consumidores y clientes “competentes” del mercado capitalista. Sin
29
embargo, las experiencias cotidianas de los niños de clase media protagonistas mostraron que
las intenciones de comportarse como tales muchas veces se ven limitadas, restringidas y
reguladas por los adultos (padres, maestros, comerciantes) cuando entran en tensión con las
ideas modernas de la infancia y las características que los adultos les desean asignar. Sin
embargo, y a pesar de las constantes restricciones, los niños protagonista crean y despliegan
sus propias tácticas para contrarrestar y sortear estas desigualdades en contextos comerciales.
En el tercer capítulo presento diferentes prácticas económicas que despliegan los
niños protagonistas en relación con sus pares y los adultos en el contexto escolar. Examiné
las diferentes tensiones que se producen entre la escuela, la familia, los comerciantes y los
niños cuando se trata de integrar al escenario escolar la política pública de “formación de los
niños para el emprendimiento”. Este se constituye en otro de los rasgos del discurso
contemporáneo, el cual produce desencuentros constantes entre estas instituciones sobre el
lugar que debe tener la escuela en la vida de los niños, el tipo de infancia que se quiere educar,
las mejores maneras de hacerlo y qué tipo de relaciones son las más deseables entre adultos
y niños. Mientras la escuela es una institución que parece estar más alineada con el discurso
moderno por lo que su objetivo está en educar a los niños en perspectiva de futuro, el rasgo
contemporáneo de la formación de los niños para el emprendimiento propende por una
comprensión de los niños como sujetos económicos del presente.
Por último, en el cuarto capítulo analizo el último rasgo que designé como “la
materialización del ideal de la buena crianza contemporánea” el cual esboza unas ideas
concretas sobre los roles de los padres e hijos en la familia, las relaciones de interdependencia
entre estos y el lugar que debe ocupar el consumo y ciertas prácticas económicas domésticas
e infantiles en la construcción de esta relación. Desde este ideal, el mercado se comprende
como un aliado fundamental para la expresión de los afectos, la educación moral de los niños,
la construcción de los tiempos familiares y la orientación de los comportamientos infantiles.
Sin embargo, se mostrará cómo este ideal no es fácil de lograr, ni de sostener para las familias
protagonistas de la investigación. Muchos de los padres y los niños evidenciaron las
constantes tensiones que se dan por cuenta de los cruces de sus prácticas económicas
cotidianas con las ideas más modernas sobre la infancia y la crianza.
30
Capítulo 1
Luces, cámara y acción: la política del disimulo en el caso del modelaje
infantil
***
En el 2018 conocí a tres modelos infantiles que trabajaban para la industria comercial
y del entretenimiento en la capital colombiana. En aquel momento, Manuela (11 años) ya
tenía una experiencia de cinco años como modelo de diferentes marcas de ropa, productos de
consumo masivo y en campañas publicitarias gubernamentales, como el video del último
himno nacional de Colombia. Por su parte, Santiago (8 años) le encantaba llevar a su colegio
los últimos catálogos de fotos en los que había participado. Los presumía con orgullo ante su
maestra y sus compañeros de clase. En tanto Felipe (10 años) utilizaba el dinero que ganaba
como modelo para ayudar con los gastos de su casa, la pensión de su colegio y para invitar a
su madre al cine y a comer helado.
Mi encuentro con ellos y con sus historias, fueron más la suma de varias
coincidencias, que el resultado de una búsqueda calculada. A finales del 2017, mi mamá -
maestra me contó que Felipe, un niño de su curso, le llevó un catálogo publicitario de un
almacén de cadena. Allí aparecía él, sonriente y posando con diferentes disfraces infantiles.
A inicios del siguiente año (2018), en el mismo colegio, escuché a otra maestra diciendo que
Santiago, de grado segundo, estaba teniendo dificultades académicas por su labor como
modelo infantil. Meses después llegó otra casualidad. Mi hermana, quien trabajaba para una
entidad pública, me relató sorprendida que su compañera de oficina tenía una hija, “muy
talentosa”. Era modelo y actriz. El broche final de estas múltiples e ineludibles casualidades,
fue un recorrido en transporte público. Mientras me dirigía a la universidad llamó mi atención
un enorme pendón que se proyectaba desde la fachada de un centro comercial. Se invitaba a
niños entre 5 y 14 años a participar en el proceso de casting para un concurso de modelaje.
Me fue imposible ser indiferente a más llamados. Decidí entonces indagar
antropológicamente cómo funcionaba el mundo económico del modelaje infantil y qué
sentidos adquiría este tipo de actividad productiva para los niños y sus familias. Sin embargo,
31
el carácter visible y seductor de esta industria, que se manifiesta en la producción de fotos,
publicidades y videos, al mismo tiempo, la hace una de las de más difícil acceso. Como lo ha
señalado la exmodelo y socióloga española Patricia Soley - Beltrán, esta “industria guarda
bien su silencio (…) La reserva y la opacidad son claves para sostener la ilusión” (Soley -
Beltrán 2015, 212 -213). En varias ocasiones, intenté asistir a otros castings, grabaciones y
sesiones de fotos, pero siempre se me pedía una razón comercial o publicitaria para estar allí.
No la tenía, y expresar abiertamente mi interés académico, no ayudaba mucho.
Esta dificultad de acceder al “tras bambalinas” del mundo del modelaje infantil, ya
era en sí mismo indicativo de la distancia entre lo que vemos como espectadores y
consumidores, de cómo, en efecto, son las dinámicas de producción y de trabajo de los
protagonistas de esta industria. También intuía que el hecho de que deseara indagar por las
experiencias de niños y no de adultos modelos, era un segundo revés. Esto porque desde una
perspectiva moderna y occidental, cualquier conexión entre infancia y prácticas económicas
suele despertar dudas, valoraciones y juicios morales de diferente índole. Todo esto, en
conjunto, hacía que fuera complejo intentar comprender desde adentro las dinámicas
económicas y relacionales del modelaje infantil.
Mi acercamiento entonces a este mundo lo construí a través de las historias de vida
de Manuela, Santiago y Felipe, de las opiniones de algunos profesionales de la industria
comercial y del entretenimiento nacional y de las expectativas que se trazaron un grupo de
niños y familias que apenas iniciaban su camino por el modelaje. Así, en este primer capítulo
abriré la primera ventana etnográfica que corresponde al encuentro entre los niños y el mundo
del mercado, el cual analizaré a través de esta expresión concreta: el modelaje infantil, una
labor que involucra a los niños desde tempranas edades, tanto en las prácticas de consumo,
como de producción. Esta se materializa en diferentes actividades, todas ellas relacionadas
con la creación de imágenes: sesiones de fotografía para catálogos, revistas y material
publicitario e institucional; sesiones de pasarela para exhibición de ropa, accesorios y
juguetes; grabación para videos, comerciales y campañas publicitarias, entre otros.
Manuela, Santiago y Felipe compartían con otros niños y niñas protagonistas de este
primer capítulo, la experiencia de estar activamente involucrados con la industria cultural y
del entretenimiento. Pero, también, se diferenciaban de muchos de sus pares en Bogotá, pues
tenían una mayor cercanía con las dinámicas de esta industria, con sus espacios, rutinas y
32
expertos. Para ellos, los castings y las extensas jornadas de fotografía, pasarela y grabación
eran un asunto cotidiano. Su tiempo, además de ir a la escuela, jugar y estar con sus familias,
también lo compartían con una serie de profesionales de la publicidad, el mercadeo, la
comunicación, la investigación de mercados y la industria del consumo infantil.
En el encuentro de estos niños con una actividad productiva como el modelaje se
cruzan una serie de discursos, discusiones y tensiones sobre las posibilidades, aprendizajes y
oportunidades, así como sobre los límites y riesgos que acarrean para su experiencia de
infancia. El mercado, como parte del mundo social y económico capitalista contemporáneo,
y las expresiones concretas de sus dinámicas comerciales como el modelaje infantil, a diario
construyen unas formas particulares de comprender las relaciones entre los niños y los
adultos, unos discursos de la infancia como etapa de la vida y de los niños como sujetos
sociales. Como mostraré a lo largo de este capítulo y de la investigación, estos tres asuntos
se convierten en un campo de disputa entre los niños, los adultos e instituciones como el
mercado, el Estado, la familia y la escuela. Los discursos y expectativas sociales que
producen estos ámbitos sobre la infancia dependen, en gran parte, de las prácticas económicas
cotidianas y principalmente de la capacidad de los adultos para materializar las relaciones
con los niños.
Si bien, desde finales del siglo XIX, comenzó un proceso de cambio de valoración
social de los niños, sobre todo en contextos occidentales urbanos, pues se les comenzó a
pensar menos como sujetos de utilidad económica y productiva y más como sujetos con valor
sentimental y como consumidores (Zelizer 2015, 42) el modelaje infantil, como otras
actividades que hacen parte de la industria comercial del capitalismo contemporáneo,
replantea actualmente los términos de esta valoración social y ubica a muchos niños,
generalmente de clases medias urbanas, en ambas esferas del circuito económico: la
producción y el consumo.
Como mostraré, esto no significa una total inversión de la ecuación, pues esta
industria muchas veces no hace explícita la ‘utilidad económica’ de estos niños, ni tampoco
el carácter productivo de sus actividades, sino que apela a la política del disimulo, una serie
de argumentos de corte emocional, moral e incluso reivindicativo de la infancia, que luego
son apropiados por padres e incluso por los propios niños, para justificar e incluso mostrar
como “deseable” el retorno de algunos niños al mercado como productores y consumidores.
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La política del disimulo justifica la presencia de los niños en este tipo de actividades
productivas, haciéndolas pasar como formas de aprendizaje, diversión, juego, participación,
inversión social y relacional, buena crianza y descubrimiento de talentos. Aunque estos
parecen ser argumentos de diferente índole - algunos de corte social, otros emocional,
formativos, de cuidado y algunos otros de entretenimiento - lo interesante es que son
utilizados por los protagonistas (niños, adultos) para quitarle la ambigüedad moral a la
participación de los niños en actividades productivas. El objetivo es encubrir la participación
económica de los niños en diversas actividades como el modelaje y con ello, desconocer que
los niños son “agentes económicos activos” (Levison 2000, 127). Con esto no solo se le resta
importancia a lo que hacen los niños en términos económicos y se devalúan los significados
que pueda puede tener esto para sus vidas, sino que además exonera a familias, instituciones
y empresas de cualquier juicio social y moral sobre la relación de los niños con el mundo
económico.
En este primer capítulo argumento que parte fundamental de la política del disimulo,
como uno de los rasgos del capitalismo contemporáneo, consiste en des - economizar y
encubrir que actividades como el modelaje utilizan la fuerza de trabajo infantil7 y que, por
tanto, muchos niños y niñas en su desempeño como modelos son sujetos económicos que
hacen parte fundamental de la cadena de valor productivo8 de diferentes industrias
comerciales, publicitarias y del entretenimiento en ciudades como Bogotá. El modelaje hace
parte de un conjunto amplio de lo que algunos investigadores europeos han denominado los
“nuevos trabajos infantiles de élite y del Norte Global” (Bieber - Delfosse 2002; Kirchhofer
2004; Liebel 2006) relacionados con sectores de la economía como las comunicaciones, la
7 Desde la definición marxista de “El Capital” (1867), propongo que el modelaje infantil, al igual que cualquier
actividad productiva, utiliza la “fuerza de trabajo”, es decir, el conjunto de capacidades tanto físicas, como
mentales de los niños modelos para producir valores de cualquier índole. Para el caso particular de la Industria
comercial y del entretenimiento estos valores se materializan en la producción de imágenes publicitarias,
comerciales, institucionales y mediáticas a través de sesiones de fotografía, pasarela y actuación. 8 Una cadena de valor productivo se define como “el sistema constituido por actores interrelacionados y por
una sucesión de operaciones de producción, distribución y comercialización de un producto o un servicio en un
entorno determinado (Vizcarra 2007). Cada eslabón y actor afecta la eficiencia del proceso en su conjunto y
garantiza o no el consumo final del producto o servicio (Heyden y Camacho 2006). En el contexto del mercado
y la industria comercial y del entretenimiento infantil, los niños modelo son parte fundamental de la cadena de
valor en el proceso de distribución, circulación y exhibición comercial de productos a través de la producción
de imágenes infantiles que se materializan en publicidad, fotografías, pasarela, vídeos, entre otros. Los niños
cumplen con la función de ostentar a través de su imagen infantil los productos para llevarlos al consumidor
final.
34
publicidad, el arte, el entretenimiento y los deportes. La emergencia de este tipo de industrias,
sobre todo, desde mediados del siglo XX9, ha hecho necesaria e imprescindible la presencia
de la imagen infantil y con ello, se han creado, según estos investigadores, nuevas formas de
trabajo para niños de sectores medios - altos.
Estas investigaciones han mostrado que el trabajo infantil no debe asociarse
exclusivamente a contextos de pobreza y de precariedad económica, pues hay muchos niños
de clases medias - altas europeas y norteamericanas que actualmente desempeñan este tipo
de actividades, respaldados por familias con capital social, económico y cultural suficiente
para intervenir activamente y establecer los contactos necesarios para insertar a sus hijos en
estos escenarios. Por tanto, es “elitista”, en tanto es accesible, más que todo, para hijos de
padres profesionales con buenas condiciones sociales y económicas y, además, es
interpretado por sus protagonistas como “una especie de golpe de suerte y de trampolín para
el futuro” que mejora la posición social tanto de los niños, como de sus padres (Bieber -
Delfosse 2002) y, por consiguiente, no son actividades que se valoren, en apariencia,
estrictamente por las ganancias económicas.
Sin embargo, cuando este tipo de actividades las llevan a cabo niños de clase media
que viven en contextos del Sur Global como el bogotano, habría que preguntarse si la
experiencia de modelaje debe pensarse también como un “trabajo infantil de élite” y cuáles
son las motivaciones y los argumentos que expresan los niños y sus familias para invertir
parte de su tiempo en esta actividad. Así, más allá de los prejuicios y la moralización que
pueda suscitar un tema como este y con ello, optar por compadecer y victimizar o por
engrandecer y aplaudir a los niños y las niñas que están involucrados en este tipo de industria,
me interesa analizar cuáles son los significados sociales y económicos que adquiere el
modelaje infantil para los propios niños y sus familias y entender cuáles son las tensiones
9La participación de niños en la industria comercial y del entretenimiento no es un fenómeno nuevo.
Aproximadamente desde la segunda década del siglo XX se comienzan a conocer los primeros casos en el
contexto norteamericano de niños y niñas que participaron como actores y modelos en publicidad, diversiones
circenses, y posteriormente, en producciones cinematográficas y televisivas. Uno de los casos más reconocidos
es el de Shirley Temple “la niña prodigio” quien a los cinco años se convirtió en actriz de Hollywood y a los
siete ganó su primer premio Oscar. La socióloga norteamericana Viviana Zelizer que ha estudiado el caso de
los seguros de vida de niños en Estados Unidos a mediados del siglo XX ha mostrado cómo para 1936, cuando
Shirley Temple tenía nueve años, llegó a estar asegurada por 600.000 dólares, pues se reconocía que en casos
como el de los actores infantiles “los padres perdían dinero cuando perdían un hijo” (Zelizer 1981, 1051).
35
que se producen en este contexto entre discursos como el moderno y el contemporáneo sobre
lo que es y debe ser la infancia.
Los niños protagonistas de este capítulo no solo tenían en común una experiencia
mucho más cercana con el mundo del mercado a través de sus trabajos como modelos;
también se podría decir que en sí mismos ellos podrían verse como el “modelo idealizado”
de lo que denominé como el discurso contemporáneo sobre la infancia, ya anteriormente
caracterizado en la introducción. Como cualquier otro sujeto social, estos niños, se inscriben
en el marco de cómo las sociedades van configurando y prescribiendo los modos de “ser en
el discurso” (Agamben 2007), es decir, cómo sus vidas concretas se experimentan “con”,
“en” y “a pesar” de los discursos que se producen sobre ellos. Aunque aparentemente, las
vidas de Manuela, Santiago y Felipe como niños modelos parecían estar alineadas con el
discurso contemporáneo, se verá cómo esto se cruzaba constantemente con las expectativas
que cada institución (mercado, escuela, familia) tenía con respecto a lo que era o debía ser su
infancia. A la vez, estos niños tenían sus propias opiniones y versiones sobre lo que
significaba para ellos estar inmersos en el mundo del modelaje y cómo su labor modificaba
en varios sentidos su propia experiencia de infancia10.
Este capítulo se dividirá en ocho apartados en el que presentaré las historias de vida
de estos tres niños modelos, pero también la experiencia de un grupo de participantes de un
concurso de modelaje infantil, así como las opiniones de algunos padres, maestros, y
profesionales de la esta industria. Estas darán cuenta de las diferentes dimensiones y
discusiones sobre el modelaje infantil: cuáles son las características que tiene este tipo de
actividad productiva y la industria en la que está inserta en un contexto como el colombiano;
10 El tema del modelaje infantil abre diferentes preguntas y podría ser analizado desde perspectivas teóricas
igualmente importantes y sugestivas como lo son las relacionadas con el género, la etnia, las nociones de belleza
y cuerpo infantil, la sexualización, los trastornos alimenticios, entre otros. Sin desconocer el valor de estas
aproximaciones, en esta investigación opté por concentrarme en la dimensión económica de esta actividad y los
significados sociales que tiene para las vidas de los niños que participan en esta. Sin embargo, me gustaría
destacar algunos trabajos que han explorado estas otras dimensiones que inevitablemente emergen cuando se
habla de la relación entre los niños y actividades de la industria comercial, publicitaria, los medios de
comunicación y el entretenimiento. Algunos de estos son el trabajo de Valerie Walkerdine “Daddy’s Girl:
Young girl and popular culture” (1997) que hace un análisis desde los Estudios Culturales y los estudios de
género sobre el lugar que tiene el consumo de productos culturales como el cine, la publicidad y las series de
televisión en la vida de niñas de clases trabajadoras norteamericana y sus concepciones sobre la feminidad, la
sexualidad, el erotismo y el género. También está el estudio de Susan Anderson “High Glitz: the Extravagant
World of Child Beauty Pageants” (2009) que analiza las dinámicas de los concursos de belleza infantiles
norteamericanos.
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cómo se expresa la política del disimulo, como rasgo del capitalismo contemporáneo, en las
definiciones y apreciaciones que niños, padres y profesionales de la industria hacen de una
actividad como el modelaje; qué tensiones surgen entre ámbitos como la escuela y la familia
por cuenta de los roles sociales de los niños modelo y, por último, qué lugar tiene el trabajo
de los niños modelos y sus ingresos en el consumo doméstico de sus hogares.
• Abriendo el telón: algunas características del mundo del modelaje infantil
En abril de 2020 me encontré con un especial periodístico que una revista colombiana
publicó para celebrar el mes de los niños. Este titulaba: “Adorables talentos colombianos.
Pequeñas promesas del entretenimiento”. Fueron entrevistados en total siete niños y niñas
que se desempeñaban en diferentes actividades de la denominada industria comercial y del
entretenimiento infantil: modelos, cantantes, actores, Influencers y Youtubers. En la primera
página del especial se invitó a los lectores a “conocer cómo llevaban su vida siendo niños y
famosos al mismo tiempo, eso sí, sin dejar de lado la inocencia innata que los caracteriza”.
Me resultó interesante el énfasis que la publicación le dio a la “inocencia infantil”, lo
cual se expresaba no solo en esta primera nota introductoria, sino en la estética y diseño
general del artículo, notoriamente colorido y acompañado de imágenes de juguetes y objetos
infantiles. A los niños y niñas se les vía sanos, sonrientes, posando frente a la cámara y
vistiendo ropas a la moda. A diferencia de otro tipo de actividades y trabajos que pueden ser
realizados tanto por adultos, como por niños, el modelaje infantil solo puede ser llevado a
cabo por los niños mismos. Ningún adulto, por mucho que se esfuerce, puede lograr una
imagen infantil, la cual siempre es producto de una condición temporal y singular, que solo
se tiene en la infancia. Por ello, esta revista representó aquello que denominó como
“inocencia infantil innata” a través de las fotos de los niños, más otros recursos estéticos
adicionales que se reconocen socialmente como parte del mundo infantil.
Cuando a estos niños se les preguntó qué era lo que más les gustaba de su quehacer
en esta industria, solo salieron a relucir en sus testimonios experiencias positivas y añoranzas
alegres y divertidas de sus días de grabación, sus viajes, los mensajes de sus fans o las
experiencias de compartir el set o la tarima con artistas de reconocimiento nacional.
Expresaron que lo que más disfrutaban era “transmitir emociones a la gente”, “sentir que el
trabajo es reconocido, sentirse admirado”, “conocer artistas y aprender de su experiencia”,
37
“los aplausos, que griten mi nombre y que les guste lo que hago”, “viajar y conocer muchos
amigos”. Ninguno de estos niños mencionó los ritmos y tiempos de sus jornadas de grabación
o fotografía, los esfuerzos físicos y mentales que realizaron en estas actividades, ni mucho
menos la racionalidad económica que conllevaba estar involucrados en esta industria.
Tampoco las fotografías en sí mismas revelaban cuántas horas y energías invirtieron
estos niños cambiándose de ropa, posando ante la cámara, probando diferentes poses
corporales para lograr una buena imagen o respondiendo a las preguntas formuladas por la
periodista. Las imágenes que se producen de estos niños y que circulan en diferentes medios
de comunicación son, tal como lo planteó Jean Baudrillard (1997), “una ilusión exacerbada”
sobre un tipo de industria y sobre una forma concreta de vida infantil, que generalmente causa
fascinación, admiración y seducción a un público, de grandes y chicos. Estas, sin embargo,
nunca son un reflejo mecánico de lo que viven y experimentan los niños tras la cámara.
Tampoco son imágenes que coincidan con el imaginario social sobre lo que es o cómo debe
verse el trabajo realizado por niños.
Imagen 1: “Especial Día del Niño - Adorables talentos colombianos”, Revista 15 Minutos, Bogotá,
30 de abril de 2020.
Pero ¿cómo funciona este ocultamiento o política del disimulo en una industria como
el modelaje infantil?, ¿por qué el modelaje y otras actividades de este tipo se presentan e
interpretan como radicalmente diferentes a otras formas de trabajo infantil? Para intentar
construir algunas respuestas a estos interrogantes entrevisté a algunos profesionales que, de
una u otra forma, han estado conectados con la industria comercial y de entretenimiento
infantil. En este primer apartado sostengo que una primera expresión de la política del
disimulo opera a partir de las características de esta industria y la manera en que funciona.
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Como mostraré, los profesionales de esta industria, al igual que otros actores involucrados
(niños, padres, comerciantes) - que se presentarán en los demás apartados - ayudan a
consolidar el encubrimiento o disimulo del carácter económico y de trabajo que tiene el
modelaje infantil. No es un asunto menor que este medio de comunicación nacional haya
decidido celebrar el mes de los niños con este especial periodístico, en el que celebró y
aplaudió la labor de niños y niñas colombianos en esta industria. Esta se presenta como un
escenario de ensueño infantil, posiblemente deseable para otros niños del país. El
reconocimiento mediático abierto, público y explícito a las actividades que desarrollan estos
niños se hace justamente por el tipo de ámbito productivo al que pertenecen.
El denominado modelo de la “Economía Naranja”11 que reúne a las actividades de las
industrias culturales, creativas, artísticas, publicitarias, medios y patrimonio es generalmente
presentada por los profesionales de esta industria y percibida por el público, como un sector
económico con calificativos positivos: glamurosidad, entretenimiento, alegría y ocio. Este
halo de seducción, de efecto hechizo, “no opera de un modo directo, ni obvio (…) es algo
etéreo, una idea de cuya construcción se encargan los que venden, las revistas y la televisión”
(Soley - Beltrán 2015, 47). Por ello, las actividades que realizan los niños y niñas en este
sector se muestran como diferentes y distantes de trabajos infantiles que no cuentan con tan
buena prensa. Sería difícil imaginar especiales periodísticos como este, que exaltaran con el
mismo tono celebratorio la labor de niños y niñas que se desempeñaran en el país como
agricultores, vendedores ambulantes, cuidadores, artesanos, pescadores, mineros, entre otros,
los cuales se identifican desde una visión moderna occidental como “una aberración, una
desviación desafortunada y deplorable de la infancia “normal” (Lancy 2018, 1).
De manera paradójica a diferencia de este tipo de trabajos infantiles, los niños del país
que están involucrados en las industrias comerciales y de entretenimiento resultan ser un
grupo muy visible mediáticamente, pero desapercibidos para los registros de estadística
11 Desde el inicio de la campaña del actual presidente Iván Duque (2018 - 2022) se planteó que desde el
Gobierno colombiano se impulsaría el modelo económico de “Economía Naranja o creativa”, que se sostiene
en la generación de riqueza fortaleciendo ciertos sectores productivos que basan sus bienes y servicios en la
propiedad intelectual. Dentro de los sectores se encuentran: editorial, productos audiovisuales y de televisión,
artes visuales y escénicas, turismo (cultural y ecológico), deportes, moda, diseño, artesanías, desarrollo de
software, arquitectura y publicidad. Para la gestión de esto, el gobierno creó el “Viceministerio de Creatividad
y Economía Naranja” como parte del Ministerio de Cultura.
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nacional y las decisiones de política pública12. Esto se debe, en gran parte, a las ideas que
subyacen en esta industria y a la política del disimulo que permea desde la definición y
comprensión de lo que es una actividad como el modelaje, hasta las dinámicas, rutinas y
particularidades económicas y relacionales que le atañen. Aún con lo mediáticamente visibles
que pueden ser los niños y niñas que aparecen a diario en las pantallas de la televisión, en
catálogos de ropa infantil, en los reality show musicales o en videos promocionales de
YouTube, la vida de estos niños suele ser idealizada y en muchos sentidos, disimulada.
Especiales periodísticos como el citado suelen no registrar o presentar al margen y de
manera secundaria, las vicisitudes sociales, económicas y escolares que tienen estos niños y
sus familias. Por ejemplo, en este reportaje, se plantearon algunas de las dificultades, pero se
expusieron como parte de lo esperado o de lo que debieron aprender a sortear estos niños
para lograr el éxito en esta industria. Uno de los niños entrevistados manifestaba con respecto
a sus rutinas escolares que “a veces no puedo ir, me envían trabajos para adelantar. Mis
amigos me prestan los cuadernos y tengo una profesora que me hace refuerzos cuando
grabo”. Otra de las niñas también expresaba que “al principio fue muy duro, me dejaban
muchas tareas y me tocaba hacer un resumen de todo lo que habían visto para desatrasarme”.
Y otro de los participantes planteaba con respecto a los viajes que debía realizar que “a veces
se cansaba un poco”.
Entrevisté a la periodista encargada de este especial, quien me contó algunas
impresiones personales sobre las entrevistas realizadas a estos niños y niñas. Expresó que
realizar este especial la contagió de “buena energía, al fin y al cabo, son niños, fue algo
lindo”, afirmaba. Sin embargo, cuando indagué por su experiencia con la realización,
12 El Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) publica desde el 2001, cada dos años, hasta
la fecha el “Boletín Técnico sobre Trabajo infantil en Colombia”. Estos datos son obtenidos en colaboración
con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), el Ministerio de Trabajo y el Programa de
Información estadística sobre Trabajo Infantil de la Oficina Internacional de Trabajo (OIT). Se hace una
caracterización de la población infantil (5 - 17 años) que trabaja según rangos de edad, género, ubicación
geográfica y ramas de actividad económica. Sobre esta última variable, se puede identificar que hay una
segregación de información de los siguientes sectores: 1) Agricultura, ganadería, caza, silvicultura y pesca 2)
Industria manufacturera 3) Comercio, hoteles y restaurantes 4) Transporte, almacenamiento y comunicaciones
5) Servicios comunales, sociales y personales y 6) Otras ramas que incluyen: explotación de minas y canteras,
suministros de electricidad, gas y agua, construcción, intermediación financiera y actividades inmobiliarias,
empresariales y de alquiler. Así, en estos registros de estadística nacional no hay una identificación,
segmentación y caracterización de los niños y niñas que trabajan actualmente en las industrias culturales,
comerciales y del entretenimiento. Esto podría también significar que tampoco hay seguimiento, ni mayor
regulación política sobre las condiciones laborales en las que trabajan estos niños. (DANE 2020).
40
reportería y logística del artículo, otro tipo de asuntos salieron a relucir. Mencionaba que la
madre de una de las niñas estaba muy molesta y desconfiada porque en otra revista habían
dicho que su hija “era famosa porque tenía una tía que estaba en el medio”, lo cual negaba el
talento individual de la niña. Otra de las madres se disculpó con el fotógrafo, pues su barrio
de residencia, ubicado al sur de la capital, no era, a su criterio, el más idóneo para sacar fotos
“bonitas” de su hijo. “Le decía al fotógrafo: qué pena contigo, pero tenemos problemas
cuando quieren tomar fotos porque el sector no se da”. También, la periodista mencionaba
que tuvo que insistirle mucho a uno de los niños, pues este se negaba a responderle el celular
para hacer la entrevista, aun cuando ya la habían acordado con su representante: “al llamar
al manager, este me dijo: qué pena contigo, siempre me pasa lo mismo con él cuando es un
tema de medios”. Al final, “su manager lo regañó” y el niño, pese a su inconformidad,
accedió a conceder la entrevista.
Así, tanto lo que se revela públicamente, como lo que se disimula hace parte de la
vida de estos niños y sus familias. No obstante, lo más visible en los medios de comunicación,
los catálogos o las pautas publicitarias suele ser lo que se representa en las imágenes como
“deseable”, “luminoso” y sin tensión. De esta manera, lo primero que habría que mencionar
es que los niños que trabajan en esta industria, cualquiera que sea el ámbito, son una
población relativamente invisible13 para la estadística nacional e internacional y para las
instituciones interesadas en la materia. Mientras que otras formas de trabajo realizados por
niños son activamente estudiadas, cuantificadas y reguladas por gobiernos e instituciones,
este tipo de actividades quedan generalmente al margen, a pesar de que gobiernos como el
colombiano tengan como bandera política y económica la ostentación de la denominada
“Economía Naranja” y que esto implique que cada vez más niños y niñas participen en esta
industria.
A finales del 2019 entrevisté a María Olave, Oficial de Políticas e Incidencia del
Programa Regional de Lucha contra el trabajo Infantil en América Latina y el Caribe (OIT),
quien sostenía que aún existen muchos vacíos de información en la materia, en parte porque:
13 Algunos esfuerzos singulares en América Latina por regular los trabajos de los niños en la industria cultural
y del entretenimiento los han presentado el Comité de los Derechos del Niño de la ONU que en 2016 entregó
al gobierno mexicano observaciones y recomendaciones para erradicar la tauromaquia con participación de
niños y las recomendaciones de MERCOSUR para homogenizar los estándares mínimos para el trabajo infantil
en el ámbito artístico en América Latina (Gorsky 2016).
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Es posible que exista una percepción social positiva sobre este tipo de trabajo infantil, a
diferencia de otras manifestaciones. Por ejemplo, se suele tolerar más situaciones en las que
niñas y niños estén en la televisión o en espectáculos artísticos (y eventualmente se relaciona
con la fama o el dinero), a diferencia de situaciones de trabajo infantil donde se ven a menores
de edad vendiendo caramelos en la calle (se relaciona con pobreza y vulnerabilidad).
Sin embargo, las Industrias Culturales, como todo tipo de trabajo infantil, no están libres de
riesgos para las niñas y niños. En el circo, el estilo de vida es viajar de un lugar a otro, exponerse
a caídas, quemaduras, presión, estrés, estereotipos sobre el cuerpo y el aspecto físico, etc.
Si bien es cierto que no toda actividad económica ejercida por niñas, niños y adolescentes se
considera trabajo infantil (es decir, vulneración de derechos), es muy importante analizar los
casos particulares y determinar cuántas horas se trabaja y a cuáles riesgos están expuestos.
Mientras los derechos de la infancia y adolescencia se cumplan (puedan estudiar, estar con sus
familias, jugar, desarrollarse, etc.) las actividades serán positivas para su desarrollo. De lo
contrario, nos encontramos frente a casos de trabajo infantil que pueden afectar su presente y
su futuro (Entrevista virtual, María Olave, septiembre de 2019).
En este sentido, tal como lo exponía Olave no solo se trata de un asunto de ausencia
de información, sino también de definición sobre lo debe o no considerarse “trabajo infantil”
y cómo entra el modelaje en esta categoría. La misma funcionaria hacía énfasis en que esta
ausencia y datos obedecía, en parte, a las ideas que prevalecen sobre las características de
esta industria y de los niños que están involucrados en esta. Esto termina por encubrir el
carácter de trabajo que tiene el modelaje infantil: sus horas de trabajo, el esfuerzo físico,
mental y emocional, el cumplimiento de horarios y obligaciones contractuales, la exposición
a estrés, entre otros asuntos.
Para categorizar alguna actividad como trabajo infantil se debe considerar el
concepto que se configura de acuerdo a la legislación internacional y nacional. Estos marcos
legislativos definen como “trabajo infantil” aquellos escenarios en los que hay vulneración
de los derechos humanos fundamentales de los niños, es decir, que pueden afectar y dañar a
los niños tanto física, social, moral y psicológicamente. Y, además, que interfieren con su
escolaridad y que obligan a los niños a realizar tareas pesadas o de larga duración. Las peores
formas de trabajo infantil, además, se caracterizan por “esclavizar a los niños, separarlos de
sus familias, exponerlos a peligros o enfermedades graves y abandonarlos a su propia suerte
en las calles de las grandes ciudades” (OIT 2020).
La dificultad de este tipo de definición es que se asocia socialmente el “trabajo
infantil”, sobre todo, con las “peores formas de explotación”, lo que hace difícil que algo
como el modelaje entre en esta categoría, a pesar de que este pueda también, en ocasiones,
presentar abusos y excesos contra los niños que están involucrados en la industria. Parece
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haber un mayor consenso social, estatal e institucional sobre los daños y riesgos físicos,
emocionales y psicológicos para los niños que se producen en trabajos como las ventas
callejeras, la minería, la construcción o la agricultura, pero son menos perceptibles los
posibles peligros asociados a un ámbito como el modelaje. Cargar bultos en una plaza de
mercado, vender caramelos en los semáforos o arar la tierra en el campo, se puede entender
como un esfuerzo físico infantil más fuerte y posiblemente más riesgoso, que caminar por
una pasarela, posar para la cámara o aprenderse un libreto. En el imaginario social pervive la
idea de que la tarea de los modelos, sean adultos o niños, consiste en “estar ahí”, “siendo
bellos”, “siendo ellos mismos”.
En todos estos casos, los niños están igualmente involucrados en unas actividades
productivas, pero hay una tajante diferenciación social y moral, pues los significados y
consecuencias que adquieren como trabajos infantiles dependen “del contexto en el que
ocurren” y “la red de relaciones sociales en que estos esfuerzos infantiles tienen lugar”
(Zelizer 2005, 185). Todo lo que “muestra” y “exhibe” esta industria (niños sonriendo,
cantando y modelando vestuario o juguetes de moda), al mismo tiempo, no deja ver el
carácter de trabajo que conlleva el modelaje, los esfuerzos de sus participantes y las menos
deslumbrantes realidades de lo que hacen: largas jornadas de grabación, constantes
desplazamientos y viajes, interrupción de sus actividades escolares, etc…
A la ilusión que producen la publicidad y los medios sobre este tipo de industria, la
falta de registros estatales e institucionales sobre los niños que están involucrados en ella y
la dificultad social de otorgar el carácter de trabajo al modelaje, se suma a la configuración
de la política del disimulo, el modo en que funciona el modelaje infantil en términos
operativos y contractuales. Entrevisté a Nayo Triana, Proyect Manager de una reconocida
plataforma colombiana de marketing digital, con una amplia experiencia en el área de casting
de modelos adultos y niños para campañas publicitarias y producciones televisivas
nacionales y de América Latina. A partir de su experiencia, Nayo planteó que el modelaje
infantil, como otro tipo de trabajos propios de la industria cultural y del entretenimiento, tiene
unas características particulares en el país.
Generalmente, los niños modelo son impulsados por sus padres y madres, quienes, a
la vez, se convierten en los managers de sus hijos. Los niños o jóvenes que tienen managers
oficiales y profesionales son usualmente los que han alcanzado un mayor reconocimiento o
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trayectoria mediática, pero los que recién empiezan a involucrarse en la industria son
representados por sus padres, quienes los deben acompañar a los castings y también se
encargan de cumplir los requisitos legales de contratación, de acuerdo a las actividades que
el niño o niña deba realizar. Por tanto, ellos son los representantes legales de los niños y
quienes deben revisar y firmar los contratos en nombre de sus hijos.
El Código Sustantivo de Trabajo y el Código de Infancia y Adolescencia en Colombia
estipulan que las empresas, agencias y productoras, a la vez, deben cumplir con una serie de
requerimientos ante el Ministerio del Trabajo de Colombia: exigir a los padres el permiso de
trabajo de los niños, lo cual se debe tramitar con anterioridad ante el Ministerio de Trabajo;
el niño(a) debe estar escolarizado o en algún proceso académico (homeshooling); el contrato
debe cumplir con un rango específico de horas14 y, por último, el niño debe aparecer como
“trabajador independiente” y pagar seguridad social sobre el salario mínimo anual vigente.
Además, durante el tiempo que dure la producción/ grabación se les debe garantizar
a los niños, alimentación, transporte y unas condiciones cómodas para realizar sus
actividades. Sin embargo, según Nayo, aunque estas son especificidades que todas las
empresas y productoras pertenecientes a la industria deben cumplir, sin excepción, so pena
de penalizaciones legales y económicas, muchas veces no se llevan a cabalidad. En la
entrevista comentaba que, en muchas ocasiones, fue testigo de abusos por parte de ciertas
empresas con los niños modelo y sus familias:
Hay un límite de horas de trabajo, que empiezan a correr desde el momento que recogen a los
niños, hasta que los devuelven a la casa. Desde ahí empieza a correr el tiempo reglamentario.
Si por alguna eventualidad, se les fue dos o tres horas de más, estas deben correr como extras
y ellos tienen que notificar. Este es el escenario ideal, así lo hacíamos nosotros, porque lo
hacíamos respetar a capa y espada, pero a veces muchas empresas se pasaban de las horas,
muchos se hacen los bobos y los chicos, sobre todo los adolescentes, nos reportaban a nosotros,
a veces me decían: mira nos tienen cuatro horas de más, no nos han dado comida, no nos han
llevado a la casa, entonces para que les avises porque eso ya entra como hora extra y eso lo
tienen que pagar. Cuando uno sabe cómo son los términos de la contratación, uno no se deja
meter los dedos en la boca con esto. Pero sí hay muchas productoras que son súper
explotadoras, o pagan mal o hacen firmar unas cláusulas absurdas que los papás no tienen ni
idea, que dicen, por ejemplo, que el niño estará disponible 24 horas para grabar y eso
legalmente no se puede. Y ellos se aprovechan de que los papás no tienen ni idea de que hay
una serie de regulaciones legales muy fuertes. A veces pasa que, si el papá no quiere firmar el
contrato, el niño dice: me van a quitar la oportunidad, yo quiero hacerlo. Esa misma
14 El Código Sustantivo de Trabajo y el Código de Infancia y Adolescencia en Colombia presenta unas
diferencias según las edades: de 5 a 14 años (14 horas semanales, máximo 6 horas diarias diurnas); 15 a 16 años
(30 horas semanales, máximo 6 horas diarias diurnas), 17 años (40 horas semanales, máximo 8 horas diarias,
hasta las 8:00 p.m.).
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romantización hace que la gente vea cosas que no son. Estando adentro uno se da cuenta de
muchas cosas que los niños no deberían estar viviendo. Si te soy sincero, entre más papás se
den cuenta a qué decirle sí o no, qué implicaciones legales tiene y qué implicaciones para la
socialización tiene que mi hijo se convierta en una luminaria, mejor. No todo es como se ve.
Hay muchos niños y adultos que por simple necesidad o por decir, soy famoso, aceptan
cualquier cosa. (Entrevista virtual Nayo Triana, Bogotá, julio de 2020).
En esta entrevista se muestra nuevamente cómo la industria del modelaje a los ojos
de muchos niños modelos, sus padres y para el público espectador se interpreta como un
escenario de “oportunidades”. Muchas veces, como afirma este profesional, la
“romantización” de esta industria vela los aspectos económicos, el carácter de trabajo que
contienen y los posibles abusos laborales. A esto se suma que los criterios de contratación y
de valuación económica de lo que hacen los niños también promueve la política del disimulo.
Sobre este aspecto, Nayo mencionó que el modelaje, como en general, todas aquellas
actividades pertenecientes a las Industrias creativas y de entretenimiento, se caracterizan por
la flexibilización y muchas veces, la arbitrariedad, de las condiciones laborales y los términos
contractuales.
La gran mayoría de personas que trabajan en esta industria, independientemente si
son adultos o niños, tienen contratos de prestación de servicios. Esto significa que las partes
involucradas acuerdan que se debe prestar un servicio, en el cual el contratista, en este caso
los niños y sus padres, tienen cierta libertad y autonomía para ejecutarlo. Esto supone que no
se exige una completa subordinación, ni cumplimiento de horarios, y que los padres y niños
asumen el pago de la seguridad social y solo pueden exigir los términos y derechos firmados
en el contrato. La justificación que las empresas y productoras generalmente presentan para
suscribir este tipo de contratos es que son proyectos temporales y de corta duración. Sin
embargo, la noción de tiempo es muy variable. Hay contratos que requieren la participación
de los niños por horas, otros por semanas, meses y algunos, incluso, por años, cuando se trata
de grabaciones para series o telenovelas.
Esta modalidad de contrato puede dar lugar a que las condiciones laborales para los
niños que trabajan en estas industrias fácilmente cambien, no se respeten o difieran
sustancialmente de un caso a otro. Tal como lo planteaba este profesional, los horarios de
trabajo y los honorarios por las actividades realizadas en este tipo de contratos “tiene unas
variables muy ambiguas porque no son presupuestos que se fijan por el conocimiento, sino
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por el reconocimiento. Muchas veces funciona porque yo tengo ángel, pero no porque sea
talentoso. Otras veces funciona por el presupuesto de la marca que está involucrada”.
Las características del contrato y el pago a los niños pueden variar de acuerdo a
criterios de diferente índole, algunos de corte subjetivo como el reconocimiento mediático
del niño (a) y el poder de negociación del manager/padre sobre el valor económico del
trabajo del niño(a). Otros, pueden ser más objetivos como el presupuesto económico de la
empresa o productora para el proyecto, el tiempo de duración del mismo, el número de
actividades a realizar o el pago por cesión de derechos de imagen que una marca está
dispuesta a pagar por un tiempo determinado. La combinación diversa de estas variables hace
que sea difícil determinar y hacer explícito si hay o no condiciones laborales favorables para
los niños, cuándo, por el contrario, se pueden presentar casos de explotación o si el contrato
hace un reconocimiento económico justo por los esfuerzos infantiles.
En todo caso, la valuación económica de las actividades de los niños en la industria
del modelaje es totalmente fluctuante y ambigua y esto se ve reflejado posteriormente en sus
contratos. En esto coincide también, Juan Carlos Salazar, abogado especialista en Derecho
del entretenimiento, quien asesora a padres de familias, managers y empresas del sector en
términos de contratación y propiedad sobre derechos de imagen. En la entrevista me
comentaba al respecto:
Esa es una evaluación intangible, que es muy difícil calcularla. Algunos colegas lo hemos
resuelto por horas de trabajo y se liquidan por categorías. Por ejemplo, está el artista top,
entonces tú puedes imaginarte que ya es una persona que tiene un reconocimiento. Se tomaría
la referencia del precio del mercado y qué tantas actividades van a hacer. Varía mucho si es
una sola presentación o si es una sola temporada o si las jornadas de grabación son veinte,
treinta y cuarenta, eso difiere mucho. Pero como esto es de libre comercio, no hay una tabla de
precios. Básicamente lo que se hace es regular por medio de los precios del mercado y ahí
empieza la famosa oferta y demanda, de quien tiene la posición de dominio. Para nadie es un
secreto que, si para una persona de clase media el hijo tiene buenas aptitudes actorales y lo
llama un canal de televisión, le puede pagar por ser una imagen de alguna novela, entonces le
da cien millones de pesos, entonces piensan “se me arregló la vida con este proyecto”, pero
también puede suceder que el canal le pueda decir son cinco millones vs. la explotación
económica. Por ejemplo, un capítulo de TV por semana de una producción puede producir
entre 2.000 y 4.000 millones de pesos semanales en publicidad, entonces uno se pregunta,
¿cómo se saca el cálculo para poder pagarles a los actores y cómo para pagarles a los niños? Y
yo pienso que también acá es de los papás empezar a decidir qué ofertas sí y qué ofertas no.
(Entrevista, Juan Carlos Salazar, Bogotá, septiembre 2019).
En este sentido, la política del disimulo que encubre el carácter productivo y
económico de actividades como el modelaje infantil se alimenta también de la
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indeterminación y la ambigüedad de los términos contractuales, la desregulación de los
precios del mercado en esta industria, pero también del desconocimiento de muchos padres
de familia y managers sobre cómo opera el negocio; cómo deben evaluar económicamente
lo que hacen los niños y los derechos de propiedad sobre su imagen; cuáles son las
implicaciones de los contratos que firman; qué tipo de ofertas deben aceptar o no y qué límites
deben exigir a las productoras y empresas que contratan a los niños.
Adicionalmente, para estos dos últimos especialistas, los términos de operación y
contratación laboral en el marco de la denominada “Economía Naranja” deben regularse y
especificarse mucho más. Aunque hay marcos legislativos vigentes en el país, falta mayor
claridad para la industria, sus profesionales, así como para padres y niños sobre qué tipo de
trabajo es, qué límites tiene y qué criterios deben establecerse para adjudicar un valor
económico a los tiempos y esfuerzos que invierten los niños que trabajan en este sector. Esta
falta de claridad hace que muchos niños, niñas y sus familias presenten argumentos y
caracterizaciones sobre el modelaje como una actividad “recreativa”, “formativa”, “que
promueve la participación de los niños” y el “tiempo familiar”, entre otros, lo cual sigue
encubriendo el carácter económico de esta industria y del modelaje como un trabajo. En los
siguientes apartados mostraré la experiencia de algunos niños y los significados que tiene
para su propia experiencia de infancia, ser modelos infantiles.
-La historia de Manuela:
• ¿El modelaje infantil es un trabajo?
Manuela (11 años) llegó al mundo del modelaje a los seis años cuando su madre
decidió inscribirla para el casting de un comercial del día de las madres para Coca Cola.
Cuando la entrevisté en el 2018, habían pasado cinco años en los que había participado en
comerciales, videos institucionales, catálogos de ropa infantil y como imagen de un centro
comercial al sur de la capital colombiana. Esta experiencia la ubicaba no solo en las
dinámicas del consumo infantil, sino también del lado de la producción, al ofrecer el servicio
de ostentar su imagen infantil como niña para la industria comercial y publicitaria de Bogotá,
pero también al permitirle a través de su labor ganar dinero para pagar algunos de sus gastos
escolares y personales.
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La niña me contaba que al principio estas actividades como modelo y actriz le
parecían algo extrañas: “yo sonreía para no quedar mal y me cambiaron la ropa. A mí me
parecía raro, pero mi mamá me dijo que era normal. Yo me puse un poco nerviosa y a la vez
feliz, porque yo nunca había participado en eso y no sabía cómo era el modelaje, la actuación,
entonces cuando ya hice mi primera propaganda y luego la siguiente, y la siguiente ya no me
dio pena”, afirmaba. Durante varios fines de semana estuvimos planeando nuestro encuentro,
sin embargo, su apretada agenda dificultó varios intentos. Entre el colegio y sus clases
intensivas de natación, gimnasia y porras, la semana se hacía corta para cualquier
compromiso adicional.
Como parece ser común en la vida de los niños de clase media urbana
contemporáneos (Lareau 2003; Chill y Phillips 2004; Vincent y Ball 2007; Levey 2009) los
tiempos de Manuela estaban milimétricamente organizados en varios tipos de actividades
artísticas, deportivas, académicas y también, el modelaje. Su madre, una mujer de 30 años,
estaba por finalizar la carrera de Derecho y se había encargado de la crianza de Manuela,
desde su nacimiento. Su padre trabajaba en un salón de belleza como barbero y ambas me
contaron que él no tenía mucho que ver con las decisiones de la crianza y la educación de la
niña. “Fui una sorpresa”, me decía Manuela, refiriéndose al embarazo adolescente de sus
padres.
Me encontré con la niña y su madre en un centro comercial cerca a su casa, ubicado
al sur de la capital. Acordamos vernos en el tercer piso, al lado de los juegos infantiles. Me
preocupaba no reconocerla por la afluencia de tantas niñas en el sitio. Pero la presencia de
Manuela era infalible. La noté de inmediato. Vestida a la moda, con porte erguido y mentón
alto. Mientras caminábamos me mostró sus locales favoritos de ropa, me llevó a conocer un
pequeño parque de diversiones y me indicó con orgullo que ella era la imagen infantil del
centro comercial que recorríamos. La niña se veía cómoda, pues era un lugar que frecuentaba
con su madre y sus amigas. Luego, la invité a comer un helado. “Pide el que quieras”, le dije,
imaginando que amaría tanto los helados como yo. Pero no, Manuela prefirió un jugo de fruta
“sin azúcar”, le aclaró a la vendedora. Comenzamos a hablar de su experiencia con el
modelaje y no titubeó ante ninguna de mis preguntas, al fin al cabo, era parte de sus rutinas,
desde hacía varios años.
Investigadora: ¿y tus rutinas? ¿cómo eran? Manuela: primero uno tiene que hacer el casting,
después si te llaman te dicen ven a las 5 o 6 de la mañana, te dicen si vas desayunada o no.
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Después te dicen que te cambies, que te tienes que poner mil veces ropa, horrible, o a veces es
chévere porque te preguntan cuál quieres, otras veces no, solo te dicen cuál. Después tienes
que hacer miles de tomas, depende de lo que estés haciendo. Luego de eso almuerzas, depende
si te dan almuerzo o si tienes que llevar coca (alimentos hechos en casa). Después de eso te
dicen si te vuelven a llamar, cuándo sale. Algunas veces me levanto a las 5 de la mañana y
salgo a las 9 de la noche. Investigadora: ¿o sea son jornadas muy extensas? Manuela: sí,
porque tienen que hacer una y otra toma. Investigadora: ¿y qué es lo más difícil? Manuela:
madrugar. Las rutinas son muy cansonas. Mi mamá me decía: “ya nos tenemos que levantar”
y yo decía… ayyy no mami. Y a veces también me tocaba caminar mucho cuando nos tocaba
irnos en bus. A veces de hacer la misma y la misma toma, entonces yo preguntaba ¿ya podemos
terminar? Y los productores decían: no, tenemos que seguir. Que, si uno no sonreía, no miraba
a la cámara, tenía que volver a repetir. Hubo un niño que recuerdo que decía que no quería
estar ahí, me decía: mi mamá me obliga y yo ashhhh. Y yo no le podía decir nada… Le decía
que se tratara de olvidar de eso y jugábamos para que se quedara ahí. Una vez para un
comercial, me dijeron que llevara un niño y entonces yo llevé a mi primita de 4 años y yo tenía
como 9. Y la niña chiquita entonces no se reía y a mí me tocaba hacerla reír. Investigadora:
¿para ti esto es un trabajo? Manuela: yo creo que no porque nos trataban muy bien.
Investigadora: ¿y qué decían tus amigos del colegio? Manuela: no, pues a veces me
molestaba porque mi mamá le contaba a todo el mundo y les decía… mira ella participó en tal
novela y yo noooo. ¡A mí me daba tanta pena! Porque dirían no pues esta niña… no, no sé.
Investigadora: ¿O sea que tú nunca decías nada? Manuela: no, yo no me quería sentir grande.
Me decían ayyy tu aparecías en tal novela… y yo noooo. A mi mamá sí le encanta hablar.
Investigadora: ¿te gustaría dedicarte al modelaje? Manuela: pues sí, chévere participar en
eso, ser famosa. Pero a la vez no, quiero más acompañar a mi mamá y estar en el estudio.
(Entrevista Manuela, Bogotá, marzo 2018).
Los cinco años de experiencia de Manuela en el mundo del modelaje le enseñaron a
reconocer sus dinámicas, rutinas y exigencias. Me llamaba la atención que la niña entendía
que el modelaje suponía todo un aprendizaje de auto - regulación corporal y emocional de
los niños con respecto a los horarios, los tiempos de descanso vs. los dedicados al modelaje,
el control de sus gestos y las exigencias de posponer sus deseos más inmediatos como jugar
o dormir hasta más tarde. Todas estas condiciones que pueden indicar que el modelaje es un
trabajo en el marco del capitalismo contemporáneo, es decir, definido en términos de que
“produce valor de uso transferible y/ o produce capital humano” (Tilly y Tilly 1998), lo que
implica inversión de tiempo y energía infantil en sesiones de fotos y actuación para producir
imágenes comerciales y publicitarias, a cambio de una retribución económica, no eran
entendidos por Manuela como estrictamente un trabajo.
Cuando le pregunté, la niña inmediatamente asoció la noción de “trabajo” con
“trabajo infantil”15, que, a la vez, conectó con condiciones de maltrato y abuso. En su criterio
15 Teniendo en cuenta que los protagonistas de la investigación mostraron diversas posiciones y significados
con respecto a lo que era el modelaje infantil, para fines de esta investigación se tomará como referencia una
perspectiva más amplia de la dimensión productiva de las vidas económicas de los niños y niñas y su entorno
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esto no correspondía con lo que ella hacía, ni con la imagen de cómo se veía y se
experimentaba el modelaje. Por ello, cuando indicaba que los productores “trataban muy bien
a los niños”, esto se traducía en algunas acciones concretas que mencionó posteriormente en
la entrevista: “les pasaban agua, les ofrecían refrigerios y les tenían paciencia para las
sesiones de fotos”.
Cuando indagué qué era lo que más disfrutaba de ser modelo, Manuela no hizo
alusión a las posibilidades de reconocimiento social o de ganar dinero. Resaltó, sobre todo,
la cuestión del “buen trato”: “realmente me gustaba todo, pero lo que más me gustaba era
cómo me trataban. Los productores eran muy lindos conmigo y también con mi mamá”,
afirmaba. El “buen trato” no era una cuestión menor, pues para niños como Manuela esto
podía resultar un signo visible de que el modelaje no podía considerarse un “trabajo”. Tal
como lo sostuve en el primer apartado, aunque no todos los trabajos realizados por niños sean
en términos legislativos y sociales considerados “trabajo infantil”, muchas veces se les
comprende como sinónimos. El problema de esto es que o bien se condena cualquier
actividad productiva y económica realizada por niños o, como en este caso, se termina por
negar o disimular el carácter de trabajo de actividades como el modelaje, para evitar juicios
morales.
Cuando se habla en términos de “trabajo infantil” inmediatamente se abren una serie
de imágenes: se asocia generalmente a niños pobres trabajando en condiciones abusivas, que
son obligados a trabajar y son maltratados físicamente en manos de empleadores ambiciosos
y padres perezosos que sacan provecho de ellos. Casi de manera automática esta noción tiene
una carga semántica, moral y política negativa y suele restarle visibilidad y posibilidad de
acción a los niños como sujetos. Por ello, al preguntársele a Manuela y a su madre si
consideraban al modelaje un trabajo, la respuesta fue un rotundo “no”.
Los niños que se desempeñan de manera “profesional” en actividades como el
modelaje, la actuación, los deportes, la música, las danzas, entre otras, y por las cuales reciben
retribución monetaria, no suelen pensarse como niños trabajadores. Paradójicamente, aunque
estas actividades productivas, al igual que otras consideradas “trabajo infantil”, que se
familiar y escolar y se hablará más en términos de “actividades productivas”. Para ello, se toma como referencia
la propuesta del sociólogo alemán Manfred Liebel (2016) quien hace alusión a las actividades “que contribuyen
a la producción y conservación de la vida, independientemente de la forma social en la que se realice” (Liebel
2016, 260).
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desarrollan en contextos rurales y urbanos, “producen valor de uso transferible y crean capital
que contribuye a la futura producción de bienes y servicios” (Levey 2009, 195), en el
imaginario social se perciben de manera diferente con respecto a la infancia y con respecto a
los niños.
Desde el sentido común, el modelaje infantil se asocia más con el consumo de
actividades infantiles que ofrece el mercado contemporáneo, que con actividades productivas
realizadas por niños. Por ello, no es difícil comprender por qué niños como Manuela y adultos
como su madre, no veían al modelaje como un trabajo. La antropología económica ha
analizado cómo el consumo de ciertas actividades oscurece su lado productivo. La
antropóloga Susana Narotzky (1997) afirmó que ciertas actividades suelen ser pensadas más
como prácticas de consumo, que, de producción, entre las que mencionó: el mercadeo en red
de productos de aseo y electrodomésticos, las ventas por catálogo de productos de hogar y
belleza o las ventas de muebles por pieza para que el consumidor finalice el trabajo de
construcción de los mismos.
Narotzky mostró que estos casos tienen en común llevarse a cabo en “ambientes
amigables”, lo que denominó en términos de “la ambivalencia del contexto”: suelen
realizarse en el hogar, los clientes son parientes, vecinos y amigos y el ambiente general es
fraternal, relajado y al parecer “no económico” (Narotzky 1997, 155). De forma similar, en
el modelaje infantil los niños y sus padres observan que este se lleva a cabo en locaciones
agradables: estudios iluminados de grabación, centros comerciales, eventos y fiestas
coloridas, en los que encuentran personas reconocidas de los medios de comunicación. En
ocasiones, los llevan a viajar a municipios cercanos y a otras ciudades del país, pagan sus
gastos de viaje y les regalan parte del vestuario, los accesorios o los juguetes con los que
hacen las fotografías o la pasarela. Manuela me contaba maravillada cómo muchas veces
visitó casas lujosas y bonitas “que no son de ellos (fotógrafos), sino de personas de verdad”,
Les ofrecían refrigerios cuando le daba hambre y los productores “eran amables y amistosos
con ella y su madre”, afirmaba.
La industria comercial y del entretenimiento, de la que hace parte el modelaje infantil,
tiende a percibirse más como un escenario de consumo, que, de producción, pues a diferencia
de otros sectores productivos de la economía que se llevan a cabo en espacios agrestes y
exigentes físicamente, a este se le valora como un escenario social de “diversión” y “placer”
51
para los niños y sus familias. Tampoco se piensa que los niños de clases medias como
Manuela, que están escolarizados, tienen cierto tipo de comodidades materiales y están al
cuidado de sus familias, sean “niños trabajadores”, descripción generalmente asociada a
circunstancias de pobreza y falta de cuidado parental. En esta “ambivalencia de contexto”
(Narotzky 1997) no es difícil entender las razones de Manuela y su madre para restarle el
calificativo de trabajo a las experiencias que habían tenido en los últimos cinco años.
Esto, sin embargo, no es lo mismo que perciben los profesionales de esta industria
que comprenden el modelaje infantil como un trabajo que hace parte de un negocio altamente
lucrativo. Muchas veces, esta percepción idealizada y disimulada sobre el modelaje, resulta
ser beneficiosa para las mismas empresas y productoras, en tanto hay menos preguntas
incómodas y regulaciones. El abogado Juan Carlos Salazar afirmaba que en el modelaje
infantil, como en cualquier trabajo, existe subordinación, una actividad o labor a realizar, una
remuneración y unos horarios que deben cumplirse. En la entrevista comentaba:
“Yo soy padre y yo creo que, si el hijo empieza a mostrar algunos talentos para la televisión,
la radio, las industrias creativas, cualquiera sea el género, debería mostrarlo y hacerlo como un
trabajo y no disfrazarlo como una actividad. Ahora bien, si aceptan que sea un contrato de
prestación de servicios y aceptan que es una actividad recreativa, de ocio, el más beneficiado
es la empresa”. (Entrevista virtual Juan Carlos Salazar, Bogotá, noviembre 2019).
Por su parte, Nayo Triana reconoció los múltiples registros de comprensión y
justificación sobre el tema. Uno producido por los niños modelos y sus padres, otro por las
empresas:
Mira, los niños viven en un mundo europeo. Para ellos trabajar es un juego, infortunadamente
vivimos en un mundo donde hay muchos niños explotados laboralmente, pero ellos no
entienden que están trabajando. Cuando uno es niño, uno juega a trabajar, uno juega a la tienda,
al conductor de camión. El tema del modelaje, de soy un actor, soy un cantante, yo no lo veo
de niño como un trabajo, no lo veo como una obligación, lo veo como algo que me gusta hacer,
porque yo soy feliz haciendo este tipo de cosas, y además me están pagando. Pero, a veces, a
los niños poco les importa que les paguen, sino más bien el reconocimiento, esa fama que estoy
logrando siendo niño, que me pidan autógrafos, etc. Es como un sueño. Es un sueño que la
mayoría de los niños quieren alcanzar. El papá lo ve como un negocio porque obviamente está
recibiendo billete de eso, pero además dice “es que el niño se divierte”. Muchos jóvenes de
hoy dicen quiero ser Youtuber, pero ellos no se dan cuenta que esto es un negocio, ellos dicen
“yo quiero ser como él porque habla de cosas que me gustan o de cosas que yo quiero tener”.
Ellos lo que ven es que se hizo famoso, pero no lo que hay detrás, todo el entramado de lo que
significa el negocio como tal. Esto sucede del lado de los niños y los papás, pero desde el lado
legal la cosa es muy diferente porque en los contratos se dice específicamente vas a hacer un
contrato de prestación de servicios, con tal empresa, por tales actividades. Independientemente
de que el niño piense que esto es la maravilla, que él no está trabajando, que está en el mundo
feliz, para las empresas es clarísimo que esto es un negocio, con un contrato de prestación de
52
servicios, sean menores de edad o personas adultas. Es un tema de prestación de servicios, él
está prestándome su imagen a mí, para desarrollar un rol, para modelar, para cantar, a cambio
de un pago. Desde acá es trabajo, que ellos piensen que no es trabajo, es otra cosa y tienen que
cumplir. (Entrevista virtual Nayo Triana, Bogotá, julio 2020).
Como lo he argumentado hasta ahora la política del disimulo de actividades
productivas como el modelaje infantil se nutre de las definiciones, justificaciones y modos
de comprensión que proceden de diferentes ámbitos y actores: la imagen idealizada
proyectada por los medios de comunicación y la publicidad; la falta de registros y datos sobre
los niños que trabajan en estas industrias; la flexibilidad laboral y de contratación, pero
también las justificaciones que ofrecen los padres y los mismos niños para disimular el
sentido económico de las actividades que realizan. Para las empresas, en cambio, tal como lo
plantearon estos dos profesionales de la industria, es claro que el modelaje infantil es un
trabajo con obligaciones contractuales y que hace parte de un negocio lucrativo. Sin embargo,
los términos que utiliza la legislación nacional16 para definir lo que hacen los niños que
participan en esta industria, también terminan por encubrir el carácter de trabajo del modelaje
infantil. En el siguiente apartado ampliaré esta discusión.
• ¿Cómo definir y valorar lo que hacen los niños modelo?
En el Código Sustantivo del Trabajo (CST) y el Código de Infancia y Adolescencia del país
se diferencia entre “actividades remuneradas” con carácter formativo, artístico, deportivo y
recreativo que contribuyen al desarrollo infantil, del “trabajo infantil” que puede atentar
contra la integridad moral, psicológica y física de los niños. Igualmente, se establece que
“excepcionalmente, los niños y niñas menores de 15 años podrán recibir autorización de la
inspección de Trabajo, o en su defecto del ente Territorial Local, para desempeñar actividades
16Esta falta de definición y regulación de las actividades infantiles en la industria cultural y del entretenimiento
no es exclusiva del caso colombiano. Una reciente investigación periodística publicada en The Guardian analizó
el caso de los niños norteamericanos que se desempeñan como influenciadores de productos y marcas infantiles
a través de plataformas como Instagram y Youtube. Se problematizó cómo estas dos plataformas y, en general,
las industrias del entretenimiento infantil están poniendo en jaque las leyes sobre trabajo infantil de este país,
pues sustentan que las actividades llevadas a cabo por estos niños son sobre todo “juego” y “diversión” y, por
tanto, “las leyes que están designadas para proteger a los niños estrella de la explotación laboral, tanto de sus
padres, como de sus empleadores no están siendo aplicadas actualmente” (Carrie 2019). El artículo propuso
que estas plataformas digitales, como estos nuevos trabajos realizados por niños de la industria del
entretenimiento, demandan cambios en la legislación y en la regulación.
53
remuneradas de tipo artístico, cultural, recreativo y deportivo” (“Artículo 35” Código de
Infancia y Adolescencia 2006, 9).
Cuando son los niños los que participan en esta industria, sus labores son
categorizadas como “actividades infantiles remuneradas” y no como “trabajo”, tal como se
define para los adultos que se desempeñan en la misma industria. Si, además, a esto se suman
condiciones contractuales flexibles y desregularizadas, es compresible por qué niños como
Manuela y sus padres tampoco conciban el modelaje como un trabajo. Tanto la madre de
Manuela, como las otras dos madres de los niños entrevistados, coincidieron en afirmar que
ellas “en nombre de sus hijos” firmaban las cuentas de cobro por prestación de servicios, lo
que implicaba que como familias debían asumir el pago de la seguridad social. Además,
mencionaban que no había mucha claridad sobre cómo las empresas y las productoras
atribuían un valor monetario a la simpatía, las sonrisas o el tiempo y la disposición que sus
hijos tenían ante las cámaras o la pasarela.
Las madres de los tres niños me comentaron que el pago por el modelaje infantil
dependía de muchos factores y variables no muy claros para ellas, ni para los niños. Entre
risas, la madre de Manuela me contó con orgullo cómo el primer pago de la niña para un
comercial de Coca Cola fue de dos millones de pesos y en otra ocasión le pagaron “200 mil
pesos por hacer una media luna para un comercial de Discovery Kids”, lo que solo les tomó
unos minutos de tiempo. En contraste, en un comercial para helados la niña duró toda una
jornada de grabación, desde la mañana hasta las 12 de la noche, y le pagaron una suma de
dinero muy similar a la de la actuación por la media luna, pese al agotamiento físico y las
muchas horas invertidas, incluso sobrepasando los límites legales.
Tal como lo han presentado recientes trabajos desde la sociología y la antropología
económica, el pago monetario lejos de ser “una forma de intercambio fungible y neutral”
(Zelizer 2011, 24) o un facilitador eminentemente racional de transacciones económicas,
comprende toda una serie de dilemas y tensiones para las personas al momento de dar un
valor monetario a un bien o un servicio. Evaluar monetariamente y atribuir un precio no solo
es un problema de coordinación económica entre las partes implicadas, sino una acción que
“produce órdenes sociales, estéticos y morales en las sociedades contemporáneas” (Wilkis
2018, 6). En este sentido, fijar un valor por lo que hacen las personas, por sus actividades,
por el tiempo, por el esfuerzo físico o mental que invierten en una actividad, se traduce en
54
una valoración tanto económica, como social, que indica también una evaluación de las
personas como sujetos económicos y el grado de estimación que tiene su labor para la
sociedad y para las instituciones.
Como lo mostré previamente, los encargados de definir y valorar económicamente lo
que hacen los niños modelos son las empresas, agencias y diferentes profesionales del
mercado. Estas valuaciones económicas son de libre mercado, la mayoría de veces ambiguas
y fluctuantes. De este mismo modo lo percibían las madres de los tres niños. Para ellas, estas
valoraciones, al parecer y más por intuición y experiencia, que por certeza, dependían de
muchas variables que describieron en las entrevistas: del tiempo que los niños y ellas
dedicaban; del tipo de actividad que se realizaba (si era fotos para catálogos, revistas, pauta
publicitaria, grabaciones o actuaciones para comerciales, entre otros); del tipo de empresa
que patrocinaba (si era nacional o extranjera) o de si el contrato se hacía por intermedio de
una agencia o eran ellas mismas quienes de manera independiente inscribían al niño(a) a un
casting.
Así, el pago monetario por las actividades de los niños modelos tiene un amplio rango
que puede ir desde los doscientos mil pesos hasta los tres millones de pesos17. A veces,
incluso, puede ser un pago en especie y no monetario. En un informe presentado en prensa
en el 2016 el ICBF, entidad estatal encargada de velar por la protección de los derechos de
los niños y jóvenes de Colombia, recomendaba que en este tipo de labores “es ideal que la
contraprestación para los menores no sea con dinero, sino con prebendas como bicicletas,
becas, capacitaciones y viajes” (Citado por Álzate 2016).
En el diálogo con las madres y niños, ellos manifestaron que el pago por las
presentaciones siempre había sido en dinero. Pero, no dejaba de ser revelador el hecho de
que el ICBF hiciera esta recomendación. Evidenciaba que aun cuando los niños hicieran las
mismas actividades e invirtieran el mismo tiempo y esfuerzo que los adultos, por su condición
de niños se sugería un pago diferente. Se estima que al ser niños es más aceptable que se les
pueda compensar de formas materiales diferentes por su trabajo y, por tanto, que los niños
tienen “menos derecho” al dinero que los adultos. Juan Carlos Salazar, el abogado
entrevistado, me confirmó esta tendencia a pagar a los niños de la industria del
17 El Salario Mínimo Legal Vigente (SMLV) para el 2020 en Colombia se fijó en $877. 803 COP, lo que
equivale a 240 USD. Así, el rango de pago a los niños varía generalmente desde una cuarta parte de un SMLV
hasta 3.4 veces el mismo.
55
entretenimiento y también deportiva en “especie”. Narró que cuando estuvo asesorando
legalmente a una niña tenista, la marca deportiva le decía: “saque tantos pares de tenis para
el año o le pagamos con bonos de la marca. Pero yo pienso que no, que es un trabajo y se le
tiene que pagar como normalmente es. ¿Por qué no pagarles a los menores de edad igual que
cualquier actor, como cualquier cantante, como cualquier futbolista?”
Desde el enfoque de la sociología económica se ha señalado cómo el dinero “pone a
prueba a las personas, sus vínculos sociales e institucionales” (Boltanski y Thevenot 1991) y
es un gran clasificador social, a través del cual se jerarquiza a las personas, se valoriza y
pondera sus actos y sus roles sociales (Wilkis 2015, 560 - 561). De ahí, que no es un asunto
menor que exista en esta industria la modalidad de pago “en especie”, pues se ubica en
diferentes escalas de valor económico y social, la labor que tienen los niños en el mundo del
modelaje. Con esto, además, se sugieren dos asuntos: primero, que el trabajo del modelaje
no es valorado de la misma forma cuando lo hacen los niños que cuando lo hacen los adultos
y dos, que el pago en dinero es considerado “opcional” cuando se trata de niños, incluso
cuando estos lo merecen y lo ganan por cuenta de sus trabajos.
La madre de Manuela me indicó que muchas veces los pagos se retrasaban e incluso,
ella misma había tenido que presionar por su incumplimiento: “una vez tuve una pelea porque
no le pagaban a la niña”. Con esta diferenciación de la legislación colombiana entre
“actividades infantiles remuneradas” y “trabajo” y con las condiciones laborales ambiguas y
fluctuantes en las que los niños ejercen las actividades como el modelaje, se comprende por
qué Manuela y, en general, los niños modelo, no se ven a sí mismos, ni son vistos por sus
familias, como niños “trabajadores”, sino que se comprenden desde el discurso
contemporáneo de la infancia como representantes de la imagen idealizada de la
independencia y el emprendimiento económico infantil.
Esta imagen también se refuerza porque a diferencia de otros sectores económicos en
los que trabajan niños y niñas, en este tipo de industrias, generalmente, sus participantes
pertenecen a clases medias. Por tanto, lo esperado es que, por sus condiciones económicas
relativamente estables, no estén fuera de los marcos de protección, cuidado escolar y familiar
establecidos por la Convención. Nayo Triana me comentaba que después de tantos años de
casting infantil para diferentes producciones nacionales y latinoamericanas, podía decir que
había un perfil definido de los niños que participan en la industria del modelaje:
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Los niños y niñas que conocí eran de clase media, muy poco conocí que sean de estrato
socioeconómico alto. Está la niña divina, que una vez la vieron y le dijeron ve y haces un
casting. Hacen mucho casting en agencias de modelaje y obviamente salen baratos, 100, 200,
300 o 500 mil pesos. Son niños con ese sueño. Mientras que un niño de clase alta está haciendo
otras cosas. A él no le interesa, o lo tienen en otras cosas, los papás tienen mucha desconfianza,
precisamente porque no lo van a meter a hacer cualquier cosa. Hay una cosa social y de clase
también en esto. (Entrevista virtual, Nayo Triana, Bogotá, julio 2020)
Desde el discurso contemporáneo, el modelaje sitúa a niños de clase media como
Manuela en un estado más amplio de participación en las relaciones económicas con el
mercado. Sin embargo, el hecho de que sean niños escolarizados y bajo el cuidado parental,
también ayuda a la consolidación de la política del disimulo, la cual presenta una distancia
moral de las actividades que sí son consideradas como “trabajo infantil” y que hacen explícita
la relación entre los niños y los marcos productivos capitalistas.
El hecho de que el modelaje no sea reconocido como “trabajo”, sino como una
“actividad remunerada” de corte formativo y recreativo, tal como lo presenta el Código de
Infancia del país y lo argumentaron algunos niños y padres protagonistas de esta
investigación, hace pensar que hay implícitamente una división entre actividades productivas
“aceptables” de las que son “cuestionables” en las que se pueden desempeñar o no, los niños
de clases medias. Aunque las jornadas de modelaje, actuación y fotografía pueden ser
agotadoras e incluso exceder las horas propuestas por la legislación, estas actividades
adquieren una mayor favorabilidad dentro del mundo del mercado por ampararse en la
política del disimulo.
Así como Manuela y su madre expresaron satisfacción, sentimientos de orgullo y, de
manera general, veían con buenos ojos el hecho de que la niña participara activamente en el
modelaje, también se verá, cómo los padres de familia de otros niños modelo justificaron que
sus hijos estuvieran vinculados a esta actividad más que por las ganancias económicas, por
los significados sociales y morales. Sus hijos hacían parte del grupo de los “privilegiados” o
los “elegidos” (Bieber - Delfosse 2002) y, por tanto, no era algo condenable moralmente,
sino deseable. Tal como lo planteó Nayo, son niños que “salen baratos” y muchos padres
están dispuestos a recibir pagos bajos y, a veces, injustos, a cambio del reconocimiento social
de sus hijos. Negociar o exigir mayores reconocimientos económicos implicaría poner en
evidencia el carácter de trabajo del modelaje infantil, lo cual los enfrentaría a ambigüedades
morales.
57
Sin embargo, a diferencia de los niños y las niñas del Norte Global que también
desarrollan este tipo de actividades productivas que funciona más como un “trampolín social
futuro”, que, como un trabajo para resolver problemas económicos presentes, para familias
de clase media del Sur Global como las de Manuela, Santiago y Felipe el dinero que ganan
los niños, sí ha sido necesario para el sostenimiento de los gastos domésticos y de los propios
niños. Por ejemplo, la madre de Manuela me expresaba que lo que ganaba la niña solía
ahorrarlo e invertirlo en “las vacaciones familiares, en ropa de la niña y también hay un
porcentaje de este dinero para su universidad”. Lo interesante es que, aunque los niños
modelo provengan del Sur o del Norte Global la percepción favorable sobre el modelaje es
un asunto compartido.
La política del disimulo como rasgo del discurso contemporáneo se puede expresar
de muchas maneras y tiene significados diferentes para los niños y sus familias. Por ejemplo,
a diferencia de su madre, Manuela intentaba camuflar o no darle importancia a su labor como
modelo ante sus compañeros de clase. Para ella, ser modelo era una forma de “creerse
grande”, lo cual le implicaba distanciarse de sus pares y alejarse de su estatus de “niña” al
estar realizando una actividad productiva. Como mencioné, el discurso contemporáneo se
aleja de la pretensión moderna de definir radicalmente las diferencias entre los roles y las
actividades entre niños y adultos y tampoco pretende excluir completamente a los niños de
la esfera productiva; por tanto, acude a la política del disimulo para encubrir el sentido
económico de estas actividades. El modelaje es presentado desde este discurso como una
oportunidad de participación activa de los niños en el mundo del mercado, de integrarlos y
hacerlos visibles.
El testimonio de Manuela se encontraba en medio de los dos discursos: desde la
perspectiva contemporánea, la niña expresaba su gusto de participar y compartir con los
especialistas y productores que le reconocían su labor y la “trataban bien” y por otro, desde
una visión más moderna encontraba que su lugar como niña, estaba más con su madre y en
la escuela, que en el mundo del mercado. Para ella, el modelaje la alejaba, por momentos, de
su estatus de niña, le quitaba su “inocencia infantil” y la obligaba a “crecer” a través de
dinámicas, conocimientos y responsabilidades que podían considerarse más ligados al mundo
adulto, lo que le implicaba tener una vida más “expuesta” y menos protegida; aparentar
58
sonrisas y comodidad aunque no fueran genuinas; someterse a jornadas extenuantes de
modelaje y tener que elegir entre los tiempos para la escuela, para el juego y para el modelaje.
También la madre de Manuela me expresó que ella misma se enfrentaba a esta
ambigüedad. En la entrevista se refirió al modelaje como una “profesión”, una actividad
formativa y no un trabajo. Tampoco hizo mayor énfasis en el dinero que Manuela ganaba en
sus presentaciones. Su justificación estaba puesta en que el modelaje era un espacio de
“participación”, “diversión”, “expresión de la niña” y un “tiempo para compartir en familia”.
Al tiempo que se apropiaba de estos argumentos propios del discurso contemporáneo, se
enfrentaba a ideas más modernas, sobre la erosión de la inocencia que podía producir el
medio.
Mientras dialogábamos me aclaró: “a mí me parece genial, desde que le guste. Si a
un niño no le gusta, no puede hacer las cosas como un adulto, que sí puede fingir y lo hace.
Si a ella le gusta, yo la apoyo. Creo que este espacio nos acercaba más, porque yo todo el
tiempo estaba pendiente. Me decían: oye mamita ve y le pones esta ropa, mira que está triste,
o está cansada. Yo era la manager de alguna manera”. Sin embargo, también mencionó todas
las paradojas y riesgos que, según ella, tenía el mundo del modelaje infantil, como las
jornadas extenuantes, tener que negociar los tiempos escolares y los estereotipos infantiles
del modelaje: “a veces hacen sentir mal a los niños. Si no eres rubio, de ojos azules y no eres
bonito entonces no pasas los castings. ¿Y eso ocurría?, le pregunté. “Sí, bastante. No les
decían, pero se notaba”.
Todos estos asuntos sobre las dinámicas del mundo del modelaje infantil,
mencionados por Manuela y su madre, parecen poner en el límite la “inocencia” que podría
considerarse el valor occidental más importante del discurso moderno, pues la naturaleza de
la inocencia se define en relación con lo que se busca proteger a los niños, en estos casos, de
los conocimientos adultos que se dan en el mundo del modelaje como el peso de la apariencia
física, las relaciones de poder y la discriminación, mencionados por esta madre. En
sociedades de tradición católica como la colombiana la inocencia infantil todavía es una
construcción particularmente fuerte para definir la infancia. Se trata de un “deseo de
prolongar el desconocimiento de las realidades sociales de los niños mediante la censura de
temas como la sexualidad, la muerte, la violencia y la pobreza que se constituyen en formas
de conocimiento difícil” (Britzman 1998). Esta censura de ciertos temas o prácticas, en este
59
caso de las económicas y comerciales, están vinculados al ideal occidental promovido por el
discurso moderno de la infancia que piensa a los niños como demasiado pequeños emocional
cognitiva y moralmente para comprender y tomar acciones sobre estos asuntos. Está tan
consolidada la imagen de los niños como inocentes en contextos occidentales como el
colombiano, que cuestionar la idea resulta “ser un casi un sacrilegio social” (Garlen 2019,
55) y por ello, la política del disimulo -con sus argumentos -funciona muy bien para matizar
y encubrir el sentido económico o los posibles riesgos morales de actividades como el
modelaje que pondrían en riesgo esta inocencia.
El mercado contemporáneo se presenta como un riesgo de esta inocencia, al hacer
más difusas las líneas que separan los estilos de vida de los niños y los adultos, colapsando
el binarismo moderno de niño - adulto (Garlen 2019, 57 - 59). Según la madre de Manuela
uno de los riesgos morales del modelaje es que supone una serie de conocimientos o actitudes
adultas como “tener que fingir” y “aparentar”. También Manuela confesaba que una situación
que la puso en alerta sobre el riesgo de “perder su propia inocencia” fue cuando vio uno de
los comentarios publicados en la página de su cuenta personal en YouTube: “hice un video
de gimnasia. Lo grabé y empecé a tener algunos suscriptores, pero un comentario me sacó
mucho de onda porque ese día estaba con uniforme de sudadera y en un comentario un señor
me puso ¿por qué no lo haces en falda? Y entonces no volví a subir videos. Uno debe saber
los canales, no grabar cosas que no debe”, afirmó.
Precisamente, no poner en vilo la “inocencia de la niña”, fue una de las razones por
las que Manuela y su madre decidieron hacer un receso. Cuando las entrevisté en el 2018 me
comentaron que habían decidido suspender los castings por un tiempo. Ella, y su madre
querían mejorar su desempeño académico, Manuela en la escuela y su madre en la
universidad. El tiempo que les tomaba la participación en cada casting, comercial y evento
hizo que su desempeño académico bajara, hasta el punto de perder el cuarto año escolar en
el 2017, cuando tenía 10 años de edad.
Su madre me confirmó esta decisión: “a veces tocaba escoger más el modelaje que el
estudio. La verdad sí, yo a veces escogía eso más. Yo le avisaba a la profesora y ella sabía
que ella era modelo. Ahora ha subido académicamente, pero cuando era pequeña sí perdió el
año. Es que se le dificultaba leer. Pues claro, era demasiado tiempo”. El hecho de que
Manuela perdiera el año escolar fue un síntoma de que el valor de la inocencia infantil propio
60
del discurso moderno estaba poniéndose en riesgo, pues parte de este consiste en sustraer a
los niños de las actividades productivas y llevarlos a la senda de la escolarización. En este
sentido, la escuela que es el lugar por excelencia de la educación de la infancia moderna
había perdido la partida ante las promesas de participación del discurso contemporáneo. Por
ello, madre e hija decidieron que era momento de retornar a la niña su estatus moderno,
posponiendo por un tiempo sus labores como modelo.
Como he señalado, mientras el valor fundamental del discurso moderno es la
inocencia, el del discurso contemporáneo es la participación infantil en el mercado que, a la
vez, funciona como uno de los argumentos de la política del disimulo. La participación que
a la luz de la Convención de los Derechos del Niño es un objetivo deseable en todo el mundo,
pues se “constituye en un indicador para determinar hasta qué punto se toma en cuenta a los
niños como sujetos de derecho y dignidad propios” (Liebel y Saadi 2012, 124), en el contexto
del mercado parece adquirir otros sentidos.
Tal como lo ha estudiado el sociólogo alemán Manfred Liebel (2007, 2012), hay
muchas variantes de la práctica participativa de y con los niños. Siempre hay que tomar en
cuenta el contexto (privado o público) y las condiciones bajo las cuales se establecen los
objetivos de la participación infantil, que pueden obedecer a intereses personales, privados,
sociales, económicos o políticos. Habría que analizar si se trata de una participación
instrumentalista para alcanzar ciertos objetivos institucionales preestablecidos o como vía
para promocionar una imagen democratizadora a partir de “incluir o involucrar” a los niños
en ciertos escenarios. La participación en un sentido político más amplio implica una
reflexión sobre la igualdad de los derechos de los niños y las funciones transformadoras de
su participación, en la que se busca que ellos tengan margen de acción y decisión sobre sus
propias vidas y las vidas de sus sociedades.
En el caso del modelaje infantil, la preguntas que habría que hacerse son: ¿para qué
se quiere esta participación y a quienes les interesa?, ¿cuáles son los sentidos de la
participación que tienen sus participantes? Para Manuela, participar en el modelaje
significaba sobre todo “estar involucrada” y “ser reconocida” en la industria. Por eso su
énfasis en el “buen trato” y no en el carácter de “trabajo” de su labor. Tal como ella lo
expresaba, su posibilidad para tomar decisiones u opinar eran limitadas, pues debía cumplir
las disposiciones, reglas y exigencias de los profesionales de la industria. Para la madre, la
61
participación de Manuela en el modelaje tenía otro sentido, pues más bien era una vía para
vincular a la niña a un campo “profesional” que pudiera abrir una puerta laboral futura, es
decir, tenía un carácter más formativo, que económico. Para ambas, en todo caso, Manuela
no trabajaba. Aunque el modelaje incluyera unas obligaciones contractuales, una retribución
monetaria, unos horarios extensos de preparación y ejecución de actividades, unas rutinas
específicas y seguir instrucciones por parte de profesionales de la industria, para madre e hija
el modelaje era un espacio de diversión, participación, aprendizaje y para compartir tiempo
en familia.
La política del disimulo niega que lo que hacen los niños modelo sea un trabajo y,
por tanto, encubre la importancia social y el carácter económico serio que tiene esto para
ellos y sus familias. Este rasgo se nutre no solo de varios argumentos (diversión, formación,
juego, buena crianza, socialización, entre otros), sino de algunas prácticas concretas que
expuse en estos primeros apartados: la falta de datos y registros institucionales sobre los niños
que trabajan en estas industrias; la ambigüedad de la legislación laboral del país con respecto
a las definiciones de estas actividades; las condiciones contractuales informales y poco claras
sobre lo que hacen los niños (valoración económica de sus actividades, pago en especie,
límite de horas de trabajo) y unas ideas arraigadas sobre este tipo de trabajo. En específico
señalé tres de estas: 1) que cualquier trabajo realizado por niños es sinónimo de “trabajo
infantil” 2) que el trabajo solo es expresión de la pobreza material 3) que los niños de clases
medias urbanas no trabajan y 4) que actividades como el modelaje están más relacionadas
con el consumo, que con la producción.
-La historia de Santiago:
• Tensiones parentales y escolares por el modelaje
Como Manuela, Santiago (8 años) ya tenía a su corta edad una experiencia de tres
años como modelo de una reconocida franquicia de ropa infantil francesa con sede en la
ciudad de Bogotá. Todo inició en el 2015 cuando Santiago y su madre fueron a uno de los
almacenes de ropa de esta franquicia y el vendedor le propuso que el niño concursara para
ser modelo de la marca. Desde entonces, ha hecho diferentes catálogos para ropa y juguetes
infantiles.
62
Visité el salón de clase de Santiago en mayo de 2018, un día en que uno de los
maestros explicaba a los niños de grado tercero B el manejo del dinero. El maestro preguntó
a los niños quiénes sabían manejar el dinero y Santiago alzó su mano de manera victoriosa.
Luego, dijo con orgullo: “yo soy modelo”. Todos los niños lo miraron sorprendidos. El
maestro lo invitó a pasar frente del salón para contar su experiencia. ¿Y qué haces con el
dinero?, le preguntó. “Lo tengo todo ahorrado en Caja Social (Banco)”, respondió con
seguridad. “¡Muy bien! Este es un muy buen ejemplo de ahorro”, celebró el maestro. A
diferencia de sus compañeros de tercer grado, era evidente que Santiago tenía unos
conocimientos económicos y comerciales adquiridos a través de su labor como modelo
infantil. Durante los recreos, observé cómo les explicaba con fluidez a sus amigos en qué
consistía “hacer fotos”, les contaba cuánto dinero tenía en una cuenta de ahorros abierta a su
nombre y en qué invertía su dinero.
Sus maestras también me contaron que era usual que Santiago llevara los catálogos
de fotos para mostrarlos a los niños del curso, que era uno de los pocos del salón que llevaban
dinero para comprar su lonchera en la cafetería escolar y que en el jean day18 demostraba sus
habilidades en reconocer cuáles niños llevaban ropa de marca y cuáles no. En los recreos
escolares, algunos de sus compañeros se le acercaban y mostraban interés en sus charlas
sobre el mundo del modelaje. Por ejemplo, su amigo Daniel (8 años) decía que “también
quería ser modelo para comprar cositas y compartirlas” y Andrés (8 años), otro de sus amigos,
le hacía sugerencias para invertir el dinero.
Sin embargo, el hecho de que Santiago se desempeñara como modelo y ganara dinero
también generaba tensiones en el contexto escolar. Al igual que en el caso de Manuela, su
rol como modelo también creaba cierta distancia con sus compañeros de clase. En una
ocasión, me encontré en un recreo escolar con Gabriela (8 años), una de las compañeras de
clase de Santiago. La niña se quejó de que, a él, a diferencia de los demás niños del salón, no
le gustaba “compartir e intercambiar papitas en las horas de recreo”. Para la niña esto era una
muestra de desprecio ante las posibilidades materiales de los demás niños y el modelaje, para
ella, era la principal causa de esta actitud. El hecho de que Santiago no aceptara intercambiar
papas, era para la niña, un signo de distanciamiento social, pero sobre todo una señal de que
el modelaje le daba a Santiago una perspectiva “no real” de las relaciones escolares y de las
18Es un tipo de “permiso” escolar para que los niños puedan asistir al colegio en ropa casual y no en uniforme.
63
prácticas cotidianas que construyen estas relaciones infantiles, como, por ejemplo, el
intercambio de alimentos de la lonchera:
Santiago no intercambia porque no le gusta nada de lo que uno tiene. Si uno viviera en las
revistas, qué mundo tan perfecto sería este. A él pareciera que no le gustara nada, pareciera que
todo lo que le gusta fuera refinado porque a él uno le dice que, si quiere papas y aunque le
gusta, le dice que no. Uno le dice: ¿oye quieres? Te cambio una papa por tal cosa y dice: no, a
mí no me gusta eso. Es por lo que es una papa normal. Y le dice a uno: yo quiero papas con
salsa o con tal cosa. Uno le dice: esto es una papa, una papa, estamos en el mundo real. El
mundo no es una vida de modelaje. (Diario de Campo 16, conversación con Gabriela (8
años), Bogotá, agosto 2018).
Este comentario de Gabriela me mostraba que la experiencia de Santiago en una
actividad productiva como el modelaje, que podría considerarse un asunto de orden privado
y familiar, también era una preocupación escolar, que involucraba a varios actores del
contexto escolar, incluyendo a sus compañeros de clase. A diferencia del discurso moderno
en el que la familia y la escuela son instituciones separadas, pero complementarias, en tanto
tienen diferentes funciones con respecto a los niños (crianza y educación, respectivamente)
y ven al niño (a) desde una óptica diferenciada (desde la familia como hijo y desde la escuela
como alumno) y, por tanto, hay un modo de relacionarse diferente con la infancia, el discurso
contemporáneo subraya cada vez más las interconexiones y préstamos entre ambos ámbitos
en relación a los niños. “La familia actual está escolarizada en un grado superior” (Dussel
2019, 3), y la escuela cada vez se preocupa más por los asuntos de la crianza de los niños.
A la escuela contemporánea se le exige una presencia más directa en las tramas
domésticas, esto es, conocer la situación familiar y económica de los niños, verificar la
responsabilidad parental en el bienestar material y emocional infantil, así como velar por la
defensa de los derechos de los niños, en caso de ser necesario. Escuela y familia están
mutuamente atravesadas por los aconteceres y decisiones que ocurren en cada una y
constantemente están redefiniendo sus roles y posibilidades de intervenir, cuando se
considera que una de ellas no está cumpliendo a cabalidad con sus funciones. En esos
momentos, la escuela y sus representantes (maestros, psicólogos y directivos) empiezan a
tomar acciones no solo con respecto a la educación, sino sobre la crianza de los niños. Este
fue el caso de Santiago. Su rol como modelo infantil se convirtió en un asunto tan doméstico,
como escolar, en el que entraron en disputa las nociones de infancia, los roles sociales que
64
debía tener Santiago como niño, los derechos que debían privilegiarse y el lugar que debía
ocupar una actividad productiva como el modelaje en su vida.
En uno de los recreos escolares hablé con Santiago sobre su experiencia como
modelo. Aunque le llamó la atención mi propuesta de entrevistarlo, el partido de fútbol
propuesto por sus amigos era por mucho más tentador, que mis preguntas. Le prometí que
sería breve. Mi entrevista debía tardar lo que él demorara en comer su paquete de galletas.
Mientras conversábamos, varios compañeros se acercaron. Expectantes, escuchaban lo que
el niño respondía:
Santiago: me han pagado mucho. La vez pasada tenía un millón y como ahora he trabajado
más entonces tengo tres millones y ya tengo como cuatro millones. Investigadora: ¿y qué vas
a hacer con todo ese dinero? Santiago: mi mamá lo tiene en la Caja Social (Banco).
Investigadora: ¿y qué haces con ese dinero? Santiago: no sé, pues para otras cosas. Cosas
importantes. Investigadora: ¿cómo qué? Santiago: por ejemplo, en el uniforme. Se me perdió
la corbata y ella me compró la corbata. Investigadora: ¿entonces ese dinero es para esas cosas?
Santiago: sí. Investigadora: y si tú tienes un antojo, ¿le dices a tu mamá que te compre algo
con ese dinero? Santiago: no. Mi papá me dijo que, si él se moría, entonces me daba el PS4 y
podía manejarlo cuando tuviera 10 años. Investigadora: ¿y te gusta ser modelo? Santiago:
siiii. Me gusta que me den dinero, me gusta estar con los señores porque son como divertidos.
Investigadora: ¿hay algo que no te guste? Santiago: que me molesten, que cuando cojo algo,
me dicen que no. Cojo una cosa y ellos me molestan mucho. A veces me aburro porque no hay
cosas de jugar. Investigadora: ¿si tu pudieras decidir entre salirte y continuar, ¿qué decidirías?
Santiago: Mmmm, pues continuar, porque si yo me saliera perdiera esos cuatro millones
(Entrevista Santiago, Bogotá, mayo 2018).
Santiago también reconoció que le gustaba el “trato” y lo “divertidos” que eran los
profesionales con los que compartía, pero a diferencia de Manuela subrayaba más la
importancia del dinero como la principal motivación para ser modelo infantil. También, a
diferencia de la primera protagonista, el niño no tenía problema en afirmar que lo que hacía
era un “trabajo”. Quizás por ser menor que Manuela y Felipe, Santiago no veía con suspicacia
cuando se le preguntaba por el modelaje como un trabajo. Al parecer, no había interiorizado
los juicios morales adultos e institucionales sobre el “trabajo infantil”, ni tampoco sobre el
dinero.
Por ello, no apelaba a la política del disimulo como los otros dos niños modelo para
explicar lo que hacía, o para encubrir el carácter económico de sus actividades. El niño me
expresaba con tranquilidad que él “trabajaba” y ganaba una retribución económica. Entendía
que esta labor le implicaba renunciar a placeres inmediatos como el juego, le exigía someterse
a ciertas reglas de comportamiento en las sesiones de fotos y le demandaba tener unas rutinas:
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“me tocaba modelar y me tomaban unas fotos y después comimos algo porque teníamos
hambre y después me tomaron fotos con unas niñas y después mi mamá y yo nos fuimos
porque el bus se demoró y llegamos a la casa tarde”, me contaba.
También era interesante el razonamiento económico que expresaba Santiago cuando
le pregunté sobre su decisión de continuar en el modelaje. El niño sabía que de no ser por su
labor como modelo no podría ganar dinero. Pensé que aunque niños como Manuela y
Santiago solo se constituyen en puntos de una amplia red de niños y niñas que históricamente
en todo el mundo han desempeñado actividades productivas de diferente índole (artesanales,
rurales, industriales, comerciales), lo interesante es notar cómo este hecho, que no es de
ningún modo una novedad en el mundo contemporáneo, sí tiene una valoración moral todavía
bastante ligada al discurso moderno que promovió abstraer a los niños de cualquier actividad
productiva. Cualquier relación directa con el dinero, de entrada, se comprende como un
elemento corruptor de la inocencia infantil. “La imagen amenazadora del trabajo infantil
como fuerza corruptora, ha inhibido el examen cuidadoso de las actividades económicas de
los niños” (Zelizer 2002, 269), así como el significado que estas actividades y el dinero tiene
para sus vidas.
Desde el discurso moderno, puede resultar muy incómoda la idea de pensar que, a
niños como Santiago, al igual que a los adultos, les gusta el dinero, disfrutan obtenerlo y
buscan modos de hacerlo posible. Se espera que los niños sean exclusivamente sujetos
benefactores de la producción económica de los adultos o que su producción tenga, sobre
todo, características de corte emocional, afectivo o lúdico, pues desde esta perspectiva “los
niños no tienen valor económico, pero sí emocional” (Zelizer 1985). De ahí que, sea difícil
considerar que los niños también “como los adultos valoran el trabajo que resulta en estatus,
habilidades y dinero. Generalmente, no se reconoce que a los niños les guste ganar dinero y
disfrutar de la independencia derivado del trabajo” (Stolp 2011, 263).
El dinero y el trabajo están pensados como asuntos adultos. Los niños que reciben
alguna remuneración económica por sus actividades productivas, se ven como sujetos que
están traspasando los límites que, desde la perspectiva moderna, se pretenden establecer entre
espacios y roles de ambos grupos sociales. Por ello, cuando niños como Santiago hablan
explícitamente del dinero y cuando su tiempo infantil debe estar distribuido no solo entre la
familia y la escuela, sino también en sus actividades productivas en el contexto del mercado
66
como el modelaje infantil, la pregunta sobre su estatus de niño comienza a ser motivo de
disputa entre estas instituciones y los adultos involucrados.
En el 2017, cuando Santiago estaba en segundo grado escolar, la maestra a cargo
conoció de su situación como niño modelo, porque los compromisos en sesiones de fotos lo
obligaron a ausentarse frecuentemente de sus clases. Todo se complicó cuando la maestra
citó a la madre y luego, expuso el caso ante la Coordinación de Infantiles del colegio. Un año
después de la situación, la maestra de segundo grado me relató cuál había sido para ella el
principal motivo del conflicto:
La mamá me dijo que efectivamente el niño trabajaba como modelo, que ahí se ganaba la plata
y que esa plata que el niño se ganaba se disponía para cosas del niño, que lo invertían en el
gasto de pensión, de ruta y algo se asumía aparte de lo que el papá le daba. Yo no estuve de
acuerdo con ello. Yo le dije: yo no estoy de acuerdo con lo que usted está haciendo. Sin
embargo, yo voy a hablar con la coordinación. Yo fui y expuse el caso a la coordinadora y ella
lo expuso ante el consejo académico porque tampoco estaba de acuerdo. Yo le decía: eso es un
trabajo, entonces ahí qué. Hay que poner al niño en una balanza. ¿Qué está primero? ¿El trabajo
o el estudio? Él falta mucho a clase y la excusa siempre se la dan. Yo no estoy de acuerdo con
eso porque lo que el niño está haciendo no tiene nada que ver con lo académico. La mamá lo
tiene trabajando y toca mediar ahí. Toca ponerle un alto. El rendimiento académico del niño
estaba muy bajo, él no sabía muchas cosas y la mamá no se las puede explicar. El niño llegaba
feliz mostrándole las fotos a todo el mundo, mostrando sus revistas. El niño ya está en función
de ser modelo, de ser un niño bonito, de tener la mejor ropa, algunas veces la ropa con la que
desfilaba se la dejaban, entonces ya tiene en su mente marcas. Un niño tan pequeñito ya sabía
cuál era un jean ‘chichi’ y cuál era de marca. A los niños no les interesa eso. Hablaba de las
marcas. Yo no tenía ni idea de qué personas eran las que trabajaba con él porque él llegaba con
unas groserías, y uno decía no, esas palabras no las dicen los niños de acá. ¿Dónde está
aprendiendo? En el medio en que está. Entonces no sé cómo irá a terminar esa criaturita, la
mamá no entiende que eso no es importante. A él toca explicarle todo por aparte, me tocaba
hacerlo. La mamá no quiere entender. (Entrevista, maestra segundo grado, Bogotá, octubre
2018).
Al final de este año, Santiago logró recuperarse académicamente, pero quedó con
observaciones especiales para entrar al tercer grado. La maestra de segundo habló con la de
tercero y le sugirió estar al pendiente del proceso del niño. Cuando entrevisté a la maestra de
tercer grado, manifestó que el proceso académico de Santiago había mejorado mucho, pues
“era un niño muy inteligente”, pero sí le causaba mucha curiosidad cómo se relacionaba con
sus compañeros, pues todo el tiempo en sus conversaciones con los niños estaba presente su
labor como modelo. Aunque para el 2018 Santiago siguió ausentándose algunos días de clase
por sus sesiones de fotos, la maestra de tercer grado afirmó que la madre del niño logró unirse
a una red de mamás del salón a través de redes sociales y así, ponerse al día con los contenidos
académicos. De esta manera, las tensiones que durante el 2017 se hicieron evidentes entre
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escuela - familia por cuenta de la labor de Santiago como modelo, disminuyeron al año
siguiente. Como expondré en el siguiente apartado, para muchos padres de los niños modelo
entrevistados, como la madre de Santiago, el modelaje era un “reconocimiento al talento” de
sus hijos y un escenario de diferentes tipos de aprendizajes, por ello, no necesariamente era
opuesto a su formación escolar.
• Talentos infantiles y aprendizajes extra - escolares
La madre de Santiago era una mujer joven, que se encargaba junto con la abuela de
la crianza del niño. El padre compartía con él algunos fines de semana. La conocí después de
una reunión de padres de familia del colegio. Notoriamente entusiasmada accedió a conversar
conmigo sobre la experiencia de Santiago en el mundo del modelaje. Para ella era un gran
“orgullo”. Este sentimiento también lo expresaba en sus redes sociales. Le encantaba tomar
fotos de su hijo sonriente, con anteojos negros y posando con atuendos a la última moda.
También, constantemente publicaba videos de los castings y sesiones fotográficas en las que
participaba el niño. Felices y complacidos. Así se mostraban ambos.
Me contó que en varias oportunidades quedó sin un empleo estable, por lo que en
varios momentos se concentró en ser la manager y principal acompañante del niño en sus
diferentes castings y sesiones de modelaje. Era también consciente de que cuando había
tenido problemas de trabajo, parte del dinero que ganaba el niño era invertido en el pago de
los gastos de su colegio. Sobre el manejo del dinero de Santiago sostuvo que el niño era
consciente de ello: “hay una parte del dinero que sí trato de que él lo gaste porque él piensa
si gano dinero, entonces como disfrutarlo de alguna manera. Se lo limito mucho en el sentido
de que no permito que se lo malgaste y lo gaste en algunas cosas, pero digamos si me dice:
estoy aburrido, quiero ir a tal lugar, si veo que tenemos el tiempo, entonces por qué no”,
afirmaba.
En cuanto a la situación que se presentó con el colegio, sostuvo que al principio quería
esconderles a las maestras la labor del niño, pues sabía que no sería tomado de manera
positiva y que sería juzgado como “trabajo infantil”, aunque ella no lo comprendía, ni lo
definía como tal. Afirmaba que Santiago “facturaba muy bien”, pero ella consideraba que el
modelaje era una “carrera en formación” y como tal, tenía otro significado, diferente al que
le dio el colegio donde estudiaba el niño. Para ella, era un “privilegio”, la materialización del
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“talento” individual del niño y una oportunidad única para relacionarse socialmente, que lo
ayudaría en su vida profesional futura. Para la madre de Santiago el modelaje tenía más un
carácter formativo y social, que económico y laboral:
Estamos muy orgullosos de esto. Nos gusta mucho y tratamos de explotarle esa parte, porque
esto no se le presenta a cualquier niño y pues él tiene esta facilidad, entonces es algo que nos
agrada y no hemos tenido ningún inconveniente. Igual la agencia ha respondido muy bien. Lo
tengo en varias, pero con la que más se mueve es con la que lo contrató desde el principio. Esto
le abre puertas que no es tan fácil de que se les abra a las otras personas, entonces con ellos
puedes viajar, conocer gente, conocer otro mundo. No más en una pasarela veíamos a gente
muy importante. Es impresionante, yo veía a diseñadores muy importantes como Carolina
Herrera o Mercedes Campuzano y él era el único niño hombre que estaba allá y todos estaban
encantados con él. Eso es otro mundo, puede relacionarse con gente en algún futuro. Yo decía
chévere que se relacione con gente así. Yo sí creo que es muy importante inculcarle un talento,
hay actores que no les funciona, entonces se quedan hasta la mitad del camino y hasta ahí
llegaron, y si no les funciona la cabeza y si no saben cómo rebuscarse la vida... Entonces toca
formarle otras cosas y talentos al niño que a él le gusten, como la música, otra cosa en el futuro
y canalizarle eso, porque si no le resulta necesita tener un plan B. (Entrevista madre Santiago,
Bogotá, octubre 2018).
En los testimonios anteriores, encontré nuevamente varias de las tensiones entre los
discursos moderno y contemporáneo con respecto a la relación de los niños con el mercado
y con el modelaje como actividad productiva. Mientras que la maestra pensaba la infancia de
Santiago desde un sentido moderno, pues argumentaba que el lugar del niño debía estar sobre
todo “educándose” y no “trabajando”, la madre desde una perspectiva más contemporánea,
resaltaba todos los aprendizajes y oportunidades sociales del modelaje para el niño. Para ella,
eran un privilegio a los que pocos tenían acceso.
En este sentido, esta madre presentaba al modelaje casi al mismo nivel que la escuela,
en tanto eran espacios para la formación y proyección del futuro de Santiago. El modelaje se
constituía en una vía complementaria para la exploración de talentos infantiles de diferente
índole. Si no funcionaba la inversión escolar, podría funcionar la inversión social. Al igual
que en el caso de Manuela y su madre, la política del disimulo, también operaba en este caso,
pero ahora a través de otros argumentos: “formación”, “proyección para el futuro”,
“inversión social y relacional” y “descubrimiento de talentos”. Para la madre de Santiago
estos eran suficientes para tomar distancia de cualquier conexión con la postura escolar, que
asociaba esta actividad con el trabajo infantil.
Tal como lo ha expresado el sociólogo norteamericano Richard Sennett (2000, 2006)
una de las características fundamentales del trabajo en el mundo capitalista contemporáneo
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es que se valoran más los talentos y las habilidades de corto plazo, que el compromiso propio
del trabajo artesanal, el aprendizaje orientado a una “sola cosa bien hecha”, el “dominio de
un campo particular de conocimiento” (Sennett 2006, 101) y la gratificación diferida a largo
plazo. El modelaje infantil, como parte de la industria comercial y del entretenimiento del
capitalismo contemporáneo, es una actividad que se basa en buscar y cazar talentos y
habilidades más temporales, que perdurables y a largo plazo.
La naturaleza misma de esta labor es cambiante, fluctuante, flexible y no requiere de
un aprendizaje lento, ni de mayor especialización, sino de una condición más o menos
abstracta que la industria denomina como “talento infantil” o “tener ángel”. Así, como no
parece ser muy claro para estas madres, los niños y ni siquiera para los profesionales de la
industria del modelaje cómo funciona y cuáles son los criterios de evaluación económica de
las actividades que realizan los niños, tampoco es evidente qué es lo que se paga: la belleza
individual, una imagen infantilizada y temporal de niño o niña, el carisma y simpatía para
desenvolverse ante las cámaras o la pasarela, el reconocimiento y la popularidad de los niños
en los medios, o una mezcla de todas estas, en diferentes grados.
Con esto no quiero insinuar que el modelaje sea una labor que no requiera
preparación, entrenamiento y adquisición de habilidades: aprender a posar, a caminar, a
controlar los gestos, capacidad de actuación, autocontrol físico y emocional, etc.., pero a
diferencia de otro tipo de trabajos que requieren más tiempo en la adquisición de un
conocimiento particular, el modelaje es un trabajo que valora un conjunto de cualidades no
específicas, ni determinadas, por lo que los niños y niñas pasan de “una tarea a otra, de un
lugar a otro” y “se reciclan en diferentes tipos de actividades” (Sennett 2006, 11).
Los niños modelo entrevistados me hablaron de los múltiples escenarios de su labor,
del desplazamiento continuo de una actividad a otra: a veces era fotografía, otras veces
pasarela y otras, actuación. También, los mismos padres plantearon que el modelaje infantil
era una oportunidad temporal y de corto plazo, que finalizaba en unos años cuando el niño
(a) creciera y ya no pudiera ostentar una apariencia infantilizada. Por ello, la madre de
Santiago hacía énfasis en que el modelaje era solo una de las alternativas, entre otras. Parte
de la ansiedad parental contemporánea de “descubrir los talentos de los niños” consiste en
explorar todas estas posibilidades. De ahí que esta madre ubicaba al modelaje al mismo nivel
que otras actividades escolares, artísticas, deportivas y académicas.
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Generalmente, el modelaje infantil se piensa como una actividad que se basa, sobre
todo, en el reconocimiento de la belleza del niño (a), es decir, en una característica física
innata y temporal. Muchas veces los concursos de belleza y de modelaje infantil tienen una
valoración social menor por juzgárselas de “superficiales” y “ligeras”, en comparación con
actividades escolares y extracurriculares (artísticas, académicas, deportivas) que suponen una
orientación hacia el desarrollo de las habilidades intelectuales o corporales infantiles. De esta
manera se dice que los padres “que valoran la belleza, son de algún modo diferentes a los
que valoran lo académico” (Levey 2009, 196), pero lo que me revelaba el caso de los niños
modelo es que los padres de estos niños muchas veces convergían en las motivaciones para
inscribir a sus niños en varios tipos de actividades a la vez.
Tal como lo indicaba la madre de Santiago, y como se verá en varios testimonios de
padres de familia en el último apartado, el modelaje infantil para muchos se inscribe como
parte del repertorio de actividades que los niños contemporáneos de clases medias deben
aprovechar. Mientras que, para la maestra, el modelaje no hacía “parte de lo académico” y,
por tanto, estaba más cercano al trabajo, para esta madre era una actividad en la que el niño
aprendía a socializar, a relacionarse y que complementaba lo académico. En estos términos,
no era estrictamente algo que lo distanciara de la escuela. Interpreté que la madre apelaba de
nuevo a la política del disimulo para matizar el carácter económico de lo que hacía Santiago
como modelo y lo posicionaba al mismo nivel de cualquier actividad extracurricular.
También me llamó la atención que la maestra llevó a instancias administrativas
mayores el caso de Santiago. La escuela como institución y ella como maestra se asumieron
como responsables morales de tomar decisiones sobre asuntos de la crianza de Santiago:
cómo debía invertir su tiempo infantil, los espacios en los que debía estar o no y los modos
en que su familia debía priorizar su educación, por encima de otras actividades. La escuela
moderna se comprende a sí misma como la institución que debe velar por el interés superior
de los niños. De ahí, que el caso de Santiago llegó también a la Coordinación de Infantiles
del colegio y allí la coordinadora tuvo que negociar con la madre los tiempos que el niño
debía invertir en cada espacio. Salió a relucir el “derecho a la educación” y cómo el modelaje
podía entrar en contravía con este derecho, que era una condición fundamental del ser niño,
según la institución escolar. En la entrevista, la coordinadora expresó:
Nosotros no prohibimos que lo haga porque la familia es la responsable, pero debemos
garantizar que el niño reciba educación que eso sí es un derecho fundamental. Entonces es
71
hacerle ser consciente, que su trabajo adicional, bueno, como ellos lo quieran llamar, no tiene
por qué afectar la parte de formación del niño y la parte educativa. El hecho de que deje de
traerlo al colegio por llevarlo a un casting o a una sesión de fotos está afectando al niño y está
violándole un derecho fundamental al niño, porque le está dando más prioridad a una cosa que
a la otra. Entonces fue llegar con la mamá a hablar en esos términos. Mientras eso no afecte su
proceso formativo, todo lo que se quiere como colegio con el niño, no hay problema.
(Entrevista coordinadora de infantiles, Bogotá, septiembre 2018).
El colegio y sus funcionarios escolares se presentaron con el deber moral y la
autoridad para controlar o, en palabras de la maestra de segundo grado, “ponerle un alto” a
la madre y a las decisiones familiares que no estuvieran acordes con el proyecto escolar de
Santiago. Fue interesante encontrar que el discurso de los “Derechos del Niño”, que puede
considerarse un punto de quiebre importante entre el discurso moderno y el discurso
contemporáneo, al tiempo, funciona como un estandarte argumentativo de ambos lados de la
discusión. Para la maestra, Santiago tenía derecho a la educación. Para la madre tenía derecho
a la participación y a tener posibilidades de formación e inversión social futura. Estar en la
escuela le confería a Santiago el estatus moral moderno de la “inocencia infantil”, pero el
mercado le otorgaba amplias posibilidades de “participación”, valor cultural del discurso
contemporáneo.
Como mencioné en líneas anteriores, el mercado en el contexto capitalista
contemporáneo apropió el discurso político de la “participación” que hace parte fundamental
de los “Derechos del Niño”, y que iba orientado originalmente en un sentido más político
que económico, para justificar la contribución de los niños en actividades tanto productivas,
como de consumo. La “participación” como argumento se integra a la política del disimulo
y es apropiado por padres y por los propios niños para otorgarle un significado más social y
de “descubrimiento de talentos” a una actividad productiva y económica como el modelaje.
Pero, ¿de dónde sacan estas ideas los padres de familia?, ¿cómo se construye desde
el mercado la política del disimulo basado en el discurso sobre la participación y el
descubrimiento de talentos? La madre de Santiago me decía que en una ocasión cuando
Santiago participó en una pasarela de marroquinería, los organizadores del evento decían que
era importante desarrollarles las capacidades a los niños, desarrollarles esas habilidades
artísticas a los niños. Nos decían a los papás que el modelaje no era para ser personas
superficiales, ni personas huecas, ni personas que solo se dejan llevar por la vanidad y el
narcisismo, sino que este medio les permite desarrollar habilidades, que sean más abiertos, que
tengan más seguridad en ellos. Nos decían que es un mundo distinto, pero es igual a ser médico,
ser profesor, como todas las profesiones del mundo. Obvio es un medio particular en el sentido
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que mucha gente lo estará viendo, que tendrán expectativas sobre él. Digamos que es un medio
para perder el miedo, nos decían. Y, es verdad, Santiago ha perdido el nerviosismo, ha ganado
experiencia, ha ganado gente que lo conoce y seguridad (Entrevista madre de Santiago,
Bogotá, octubre 2018).
Así, la tensión que se produce entre la familia y la escuela por la relación de los niños
con el mercado y el mundo económico, es sobre todo un asunto de tipo moral. Como
argumentaré a lo largo de la investigación, cualquier problema social relacionado con la
infancia se convierte en últimas en una discusión moral, casi de manera automática. Más si
a la ecuación se le suma el mundo económico, es decir, lo que tiene que ver con los ámbitos
de la producción, el consumo y el dinero, que en sí mismos ya se constituyen en temas que a
todas luces generan sospechas morales cuando se les relaciona con la infancia. Por ello, la
política del disimulo funciona como un conjunto de argumentos que son apropiados
indiferenciadamente por el mercado, pero también por las familias y los mismos niños para
encontrar formas de matizar y encubrir el carácter económico y de trabajo de una actividad
como el modelaje, que puede causar preguntas y sospechas de tipo moral. Los niños son
sujetos de valoración moral por excelencia: “la legitimación y la moralización son
dimensiones inextricablemente vinculadas a la infancia. Por lo tanto, la retórica infantil es
siempre retórica moral y cualquier cosa puede justificarse a través de los niños, ya que los
niños hacen que el caso sea necesariamente bueno y correcto” (Meyer 2007, 100).
Cualquiera que esté hablando en nombre de los niños puede representarse a sí mismo
como una persona moral y respetuoso de los derechos. La maestra de segundo grado y la
coordinadora lo eran, en tanto abogaban porque Santiago se le respetara sus espacios
escolares y reclamaban que el niño estuviera involucrado en un mundo que estaba
“erosionando su inocencia”. A su criterio, esto se evidenciaba en los comportamientos que
eran de “niño grande”: el uso grosero del lenguaje o el reconocimiento de marcas que eran
“cosas” adquiridas en el medio comercial. También lo era la madre, en tanto, según ella,
estaba permitiendo que su hijo tuviera mayores posibilidades laborales futuras y estaba
explorando sus talentos actuales. En este encuentro entre Santiago y el mundo del mercado
a través de una actividad productiva como el modelaje, la familia y la escuela entraban en
tensión sobre cuál debía ser la infancia “adecuada”, “correcta” e “ideal” para el niño, cuáles
eran los límites y posibilidades del mercado en su vida y cuál era el interés superior del niño.
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-La historia de Felipe:
• Participación infantil en la economía doméstica y el consumo familiar
Además de las tensiones sobre los procesos escolares de los niños modelos, otro de
los asuntos que más cuestiona el discurso moderno es la relación temprana de estos niños
con el dinero y su posibilidad de participar más activamente que sus pares en la economía y
el consumo doméstico. Al igual que Manuela y Santiago, Felipe (10 años) también sabía qué
significaba ganar dinero y gastarlo. A diferencia de muchos de sus pares de clase media,
quienes probablemente acceden al dinero por medio de sus padres o en ocasiones puntuales
como las celebraciones de cumpleaños o navidad, estos tres niños modelo comprendieron
desde hace varios años el significado de lo que era tener dinero, sin tener que depender
estrictamente de sus padres para obtenerlo.
Como lo mostró la socióloga argentina Viviana Zelizer (2011) generalmente desde la
moral de ciertos sectores de clases medias urbanos el dinero entregado a los niños es “dinero
doméstico” (monedas esporádicas, mesadas de ahorro, regalos). Este no tiene el mismo
significado social y económico que el “dinero serio”, es decir, aquel obtenido por medio del
trabajo. En una familia estructurada de manera jerárquica, los padres dan dinero a sus hijos
como un regalo, más que como un derecho legítimo. Los niños muchas veces “están
atrapados en la situación de tener que ser consumistas, pero sin tener ingresos propios”
(Zelizer 2011, 89). Desde la perspectiva moderna, el niño al ser un subsidiario del dinero
doméstico familiar, tiene una condición de dependencia económica plena de los adultos
(padres y familiares) que lo rodean. Este sería el modo deseable de relación económica de la
infancia moderna en el marco de la familia.
Sin embargo, cuando niños como Manuela, Santiago y Felipe parecen invertir esta
posición de dependencia económica, al tener la posibilidad de producir “dinero serio” y no
solo “dinero doméstico”, también parece que las dinámicas familiares, los roles y las formas
de relación familiares adquieren otros significados. Actividades productivas como el
modelaje infantil desafían los términos de la relación familiar en el sentido moderno y
conducen a lo que he denominado como el carácter interdependiente y relacional de las
prácticas económicas, en el cual ser niño o niña adquiere nuevos significados y con ello,
también se transforman las relaciones familiares.
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La relación económica entre niños y padres desde el discurso contemporáneo incluye
otro tipo de trazos y de negociaciones. Este era el caso de Felipe y de su madre quienes, al
igual que los dos casos anteriores, vivían como una familia conformada por madre e hijo(a).
Aunque es una particularidad y de ningún modo se debe considerar una generalidad aplicable
a todos los niños que se desempeñan en el modelaje, no resulta ser un dato menor el hecho
de que en estos tres casos de familias monoparentales de clase media, la labor de estos niños
modelos se haya convertido, en ocasiones, en un soporte económico importante para
financiar gastos domésticos, escolares o recreativos. A veces, incluso, el dinero que ganaban
como modelos se convirtió en el segundo ingreso de la familia. Como se verá más adelante
en el testimonio de la madre de Felipe, muchas veces el dinero que ganó el niño fue un aporte
fundamental para los gastos domésticos. Sin embargo, en el 2018, año en que realicé la
entrevista, al parecer, la situación económica familiar había mejorado y el dinero se utilizaba
para ahorros del niño.
Felipe tenía un desempeño académico bastante destacable en su colegio y, además,
participaba de manera activa en grupos extraescolares de fútbol y música. Cuando lo conocí
en marzo de 2018 ya llevaba cuatro años de labor como modelo. Todo inició cuando su madre
lo inscribió en una agencia de modelaje y desde ese momento había participado en varios
catálogos de ropa infantil y también como actor en producciones de televisión nacional. En
el colegio conocían su situación y cada vez que lo citaban para un casting o una sesión de
fotos, Felipe se adelantaba en sus tareas académicas con sus compañeros de clase. Según su
madre, quien era la principal impulsora de la carrera de modelaje de Felipe, el niño nunca
había tenido problemas académicos: “pienso que el colegio sería muy egoísta en no apoyar
esa parte de los niños, que ellos también tengan sus cosas aparte. Desde que uno los adelante
y se comprometa a que no dejen de lado el colegio, no pasa nada”, afirmaba.
Entrevisté a Felipe en su colegio, cuando cursaba su quinto grado escolar. Era un niño
serio y reflexivo. Días antes, me regaló un catálogo en el que había participado. En este se
observaba muy sonriente e histriónico. Me contó que, aunque no vivía con su padre, él estaba
de acuerdo con su “carrera de modelo”, pues “él dice que mejor porque con esa plata podemos
pagar el estudio y todo”. La mención de “podemos pagar” indicaba que Felipe era muy
consciente de que su actividad como modelo infantil ayudaba a solventar varios de los gastos
domésticos y propios. De hecho, en la entrevista lo escuché notoriamente complacido y
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orgulloso de poder involucrarse activamente en las decisiones económicas de su casa, desde
los gastos escolares, de ocio y recreación (viajes, salidas los fines de semana), hasta poder
complacer a su madre con regalos.
Como lo han observado varios antropólogos en el contexto europeo (Leonard 2004;
Gasson, Calder, Smith, Stigter 2014) y latinoamericano (Maureira 2007; Pedraza 2007; Szulc
2011; Begoña 2011; Ames 2013) en muchas sociedades el trabajo de los niños hace parte de
los procesos de socialización y crianza. Muchos de estos niños tienen valoraciones positivas
y expresan sentimientos de orgullo y de satisfacción sobre estas actividades y sobre el
protagonismo que adquieren en la economía familiar.
Reconocer que niños como Felipe puedan tener este tipo de valoraciones positivas
sobre las actividades productivas que desempeñan y el dinero que obtienen por ello, no
significa que se desconozcan los múltiples casos en los que el trabajo infantil se da en marcos
de explotación y vulneración de las condiciones de vida de los niños (Glockner 2010; Liebel
2016). Pero tampoco se puede desvalorar el significado que tiene para los propios niños el
hecho de participar activamente en la economía y en el consumo de sus propios hogares. Esto
sería reproducir la idea del discurso moderno de que los niños “son económicamente
inútiles”, cuando en la práctica, sus vidas muestran todo lo contrario. Para muchos de ellos
se constituye en una vía para ser miembros apreciados y reconocidos por sus padres, familias
y comunidades. Al escuchar a Felipe, notaba que el modelaje no solo tenía un valor
económico para su vida, sino también social. Este iba más allá del equivalente monetario que
recibía con cada presentación. Era una oportunidad de opinar y decidir.
Como lo ha señalado el sociólogo Manfred Liebel muchas veces “esta actitud positiva
y este orgullo son menospreciados como algo sin importancia, porque, supuestamente, los
niños no son capaces de ver las consecuencias negativas que el trabajo tiene para su vida”
(Liebel 2006, 186). Sin embargo, como lo señalaba Felipe en su testimonio hay matices
intermedios que se cruzan en las interpretaciones sobre las actividades productivas en las que
él como niño participaba:
Investigadora: ¿tú sabes cuánto dinero ganas? Felipe: no sé la verdad. En varias agencias me
llamaban para modelar y entonces si ganaba, me daban un millón. Entonces más o menos me
ganaba de 600 mil pesos en adelante. Investigadora: ¿y qué haces normalmente con el dinero
que ganas? Felipe: pues lo invertimos en el colegio, cuando nos sobra compramos cosas como
mi ropa. Con esa plata también compartimos momentos buenos, como por ejemplo ir al cine.
Investigadora: ¿y qué dice tu mamá? Felipe: que es algo productivo para la vida, porque
tenemos ganancias para mi colegio, eso me sirve a mí, que yo mismo lo haga. Mi mamá me
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dice al respecto que me siga esforzando en eso para poder digámoslo así pagar mi estudio y
también compartir más momentos juntos. Investigadora: ¿y tú qué piensas del mundo del
modelaje? Felipe: que es muy chévere, que todo en la vida se puede lograr. Investigadora:
¿lo que tú haces se puede considerar trabajo? ¿Tú, cómo lo consideras? Felipe: No, no es
trabajo infantil porque esto es más un desarrollo de la vida con cosas productivas para que a
uno le ayude. Investigadora: ¿y qué diferencia hay entre lo que tú haces y el trabajo infantil?
Felipe: cuando es trabajo infantil siempre tienen que esforzarse mucho, mucho, mucho. Incluso
a los niños que trabajan les pegan, si trabajan mal. En cambio, acá no porque si uno lo hacía
mal le decían corrige esto y lo otro y volvemos a tomar una foto. Investigadora: ¿alguna vez
tú has podido decidir sobre el dinero que ganas? Felipe: sí, a veces de eso vamos al cine. Yo
le digo mami hoy quiero ir a cine, ella me dice que sí. Y me dice… ¿y con la plata tuya? Y yo
le digo, sí mami, para que ella no gaste de su plata. Investigadora: ¿y alguna vez has utilizado
ese dinero para gastos de tu casa? Felipe: sí, la luz por ejemplo la pagamos los dos, entonces
con esa plata mi mamá saca un poco y ella saca otro y el agua. Ahí yo le doy detalles, como la
vez que fui a Cali y le compré un collarcito para ella y se lo di de cumpleaños. Investigadora:
¿y qué te gusta y que no del mundo del modelaje? Felipe: lo que no me gusta es que a veces
son muchos niños y entonces se pierde más el tiempo y las que me gustan es que puedo ganar
plata para cosas productivas como para mi mamá y mi papá, comprarles a ellos cosas que ellos
necesiten y me gusta que me tomen fotos. Investigadora: ¿y quisieras estar en esta labor?
Felipe: sí, porque me parece muy chévere esta labor. No tiene que hacer uno tanto esfuerzo,
pero sí tiene que esforzarse para las cosas, para que le salgan bien. (Entrevista Felipe, Bogotá,
marzo 2018).
En el testimonio se observa que Felipe se sentía parte fundamental de las decisiones
económicas de su hogar. Desde el discurso moderno la economía doméstica se trataría de un
“asunto adulto” del que hay que distanciar a los niños para proteger su estatus moral de sujeto
inocente, pues no debería ser una preocupación infantil. Esta mirada implica pensar a la
infancia como una esfera separada de lo social, de las preocupaciones familiares y ausente
de las conversaciones parentales sobre la economía del hogar. En contraste con esta mirada,
niños como Felipe, con sus dinámicas familiares particulares de clase media y su temprano
contacto con el mercado a través de su labor como modelo, se relacionaban desde pequeños
con las decisiones económicas del hogar.
La madre de Felipe tenía una influencia significativa en el modo en que el niño asumía
que la economía del hogar no era un asunto ajeno a él. Ella no solo determinaba, en parte, lo
que él podía consumir, sino también cómo manejaba su dinero, ahorraba, compraba y
seleccionaba bienes. En últimas, era un aprendizaje económico transferido: “los padres
representan claramente la influencia más significativa de un niño pequeño al adquirir tales
orientaciones” (Martens y Southerton 2004, 266). A sus diez años, Felipe podía tomar
decisiones sobre los lugares que él y su madre podían visitar, los regalos que podía dar a sus
padres, era capaz de hacer un balance sobre los gastos más o menos urgentes de su familia,
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conocía de responsabilidades domésticas como el pago de los servicios públicos y, en
general, podía disponer del dinero que ganaba. Además, tenía una relación más horizontal,
en términos económicos, con su madre, al tener la posibilidad de decidir cuándo ella podía
dejar de gastar su dinero porque él tenía la oportunidad de invertir el suyo.
Esto representa un cambio importante en las relaciones entre padres e hijos, pues
Felipe ya no es exclusivamente un subsidiario de los ingresos de sus padres, sino que invierte
la posición jerárquica de dependencia económica moderna infantil y su situación lo lleva más
al lugar propuesto por el discurso contemporáneo, en el cual las relaciones son más trazadas
por un carácter interdependiente y relacional con los adultos. Mientras que en el discurso
moderno los niños deben depender material y económicamente totalmente de los padres, pues
son ellos los que tienen las posibilidades de trabajar y producir dinero, en el discurso
contemporáneo esta relación de dependencia se relativiza, al permitir que niños como Felipe
entren a los circuitos de producción. Él también era capaz de proveerles materialmente a sus
padres y autofinanciar muchos de sus propios gastos como la ropa y la pensión escolar. Esto
le confería unos grados mayores de autonomía con respecto a otros niños de su misma edad.
Se puede decir que el mundo económico y del consumo reconfigura las relaciones
modernas tradicionales entre adultos y niños. La relación social moderna entre padres e hijos
“es la más asimétrica de todas las relaciones sociales con la distribución del poder. La
incapacidad de los niños para ganar ingresos independientemente aumenta su dependencia
de los adultos para satisfacer sus necesidades y deseos. Los niños no trabajadores dependen
económicamente de sus padres y su incapacidad de acceder al empleo remunerado mantiene
el límite entre la infancia y la edad adulta” (Leonard 2004, 50). Pero, cuando niños como
Felipe, Santiago y Manuela entran en los circuitos del mercado a través de una actividad
productiva como el modelaje se cambia esta relación y también los límites entre los roles,
antes tan claros de ambas partes. Para estos tres niños modelo los términos de la relación con
sus madres ha cambiado, pues ellos también han aportado económicamente a sus hogares y
las han apoyado en momentos de dificultad económica.
Al igual que Manuela, Felipe era claro en diferenciar su experiencia como modelo de
un “trabajo”. De nuevo, salió a relucir la idea del “buen trato” de los profesionales hacia los
niños, lo que hacía que estos no se sintieran trabajando, pese al tiempo infantil que invertían
a cambio de una retribución monetaria. Felipe aducía que, en el modelaje infantil, a diferencia
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de lo que sería un trabajo “no hay que hacer tanto esfuerzo”. Parecía que el niño hacía
referencia sobre todo a un esfuerzo de carácter físico, pues al mismo tiempo valoraba el hecho
de que se tratara de una “actividad productiva para la vida”, “que es importante esforzarse
para hacer las cosas bien” y “que es algo que le sirve a él y él mismo debe hacer”.
Tal como lo señalé, el modelaje infantil al igual que otras actividades productivas
como la actuación y la formación profesional en deportes, danzas o música están en un estado
bastante ambiguo en relación con la infancia. Parte de su ambigüedad consiste en que son
nichos productivos que más que prohibirse, se fomentan, estimulan y muchas familias los
ven como deseables. Lo segundo es que se trata de actividades productivas más asociadas a
los niños de clases medias, en comparación con otras como las industriales o las agrícolas,
relacionadas generalmente con niños en situaciones económicas menos favorables. Sin
embargo, no siempre las condiciones de los niños que trabajan esta industria son tan
prósperas como se imagina. En el siguiente apartado mostraré cómo para algunas familias de
clase media urbana del Sur - Global estos trabajos, más que representar ingresos para
consumos extras, se convierten en uno de los principales sustentos económicos.
• Trabajos de niños de clase media del Sur - Global y la retórica del esfuerzo
Al inicio de este capítulo, pregunté qué tan posible era pensar que en contextos como
el bogotano, el modelaje pudiera considerarse parte de los denominados “nuevos trabajos
infantiles de élite”, tal como lo han argumentado algunas investigaciones europeas. Las
historias particulares de Manuela, Santiago y Felipe y sus madres me mostraban que, en
familias de clases medias del Sur Global, las crecientes condiciones de precarización laboral
(desempleo, bajos salarios, informalidad) hacían que el modelaje infantil, lejos de ser una vía
para el consumo ostentoso de los niños y sus familias, se convertía en una solución para
solventar gastos económicos urgentes. La antropóloga colombiana Zandra Pedraza (2007) ha
señalado cómo muchas veces cuando desde una perspectiva moderna y occidental sobre la
infancia, se apoya la erradicación del trabajo infantil o se diseñan programas y políticas para
retirar a los niños del trabajo, se “ignoran las condiciones sociales en las que trabajan los
niños de países del Tercer Mundo”, y no se toman en cuenta “las características que deben
encontrarse en la vida de los padres y las familias para que la infancia moderna tome forma”
(Pedraza 2007, 89).
79
Justamente esto ocurría en el caso de estos niños y sus madres. Muchas veces cuando
estas quedaron sin empleo, los ingresos de los niños por cuenta de sus labores en el modelaje
se convirtieron en la única entrada económica del hogar. Al entrevistarlas, notaba los gestos
de orgullo mientras hablaban de sus hijos cuando aparecían en revistas, catálogos o videos
publicitarios. No sucedía lo mismo cuando les preguntaba sobre los asuntos económicos y
cómo con el dinero obtenido por los niños lograban balancear, de algún modo, las urgencias
económicas domésticas. En estos momentos, observaba cómo en sus testimonios aparecía la
ambigüedad moral, sobre su responsabilidad como madres y sobre el tipo de infancia que
experimentaban sus hijos. Para sortear estas disyuntivas morales, ellas acudían a la política
del disimulo y a sus argumentos de diferente índole que distanciaban el modelaje de otros
“trabajos” llevados a cabo por niños y niñas.
La madre de Felipe justificaba la temprana inmersión del niño en una industria como
el modelaje a partir de una de las narrativas más fuertes asociadas a la clase media
latinoamericana: la del esfuerzo y la ética del trabajo. Según el antropólogo argentino Sergio
Visacovsky (2017) la clase media en Latinoamérica es una categoría con un fuerte contenido
social porque “la movilidad social ascendente tiene la cualidad de darse a partir del esfuerzo
y el trabajo, de un camino decente y virtuoso (…) esta narrativa invoca algo deseable en
apariencia para todos: ascender socialmente a través del trabajo” (Visacovsky 2017).
De esta manera, tanto Felipe como su madre, aunque no consideraban que el modelaje
fuera un “trabajo”, exaltaban la participación en el mundo del modelaje como una forma de
aprender que todo se “gana con esfuerzo” y que es importante “el valor del trabajo duro”. Se
trataba de una ruta de formación moral, que justificaba que el niño invirtiera su tiempo
infantil en actividades como el modelaje. Este aprendizaje sobre el “esfuerzo”, al igual que
los argumentos de la diversión, la participación, el aprendizaje y la inversión social,
expresados en los casos de Manuela y Santiago, también hacía parte del repertorio de
argumentos de la política del disimulo que apropiaban los niños y sus familias para otorgarle
un sentido moral positivo al modelaje infantil.
En las últimas décadas, varios investigadores como Zygmunt Bauman (1999, 2000),
Richard Sennett (2000, 2006), Franco Berardi (2003), Maurizio Lazzarato (2011), Ana
Rameri (2018), entre otros, han estudiado cómo en el contexto del capitalismo
contemporáneo, las dinámicas laborales y los significados del trabajo se están transformando
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y con ello, las subjetividades y las relaciones entre las personas y las instituciones. Quizás,
una de las transformaciones más contundentes tenga que ver con el discurso del hombre
trabajador ideal.
Richard Sennett (2000) ha argumentado que mientras en el marco del “capitalismo
social” los sujetos creaban biografías personales, vitales y laborales lineales y de largo plazo
en empresas caracterizadas por su organización jerárquica, autoritaria, estructurada y
burocrática, y se esperaba de los trabajadores que aprendieran a hacer bien un tipo de trabajo
específico con gratificaciones a largo plazo, en el “capitalismo flexible” el trabajador ideal
debe ser un sujeto abierto al cambio, flexible, con pensamiento de corto plazo, con vínculos
débiles con las instituciones que, a la vez, promueven relaciones más horizontales, menos
autoritarias y más cambiantes en las que no se ve como deseable, ni posible para los
trabajadores construir una narrativa vital, ni laboral. En este sentido, los trabajadores deben
tener “un yo maleable, un collage de fragmentos que no cesa de devenir, siempre abierto a
nuevas experiencias. Estas son precisamente las condiciones psicológicas apropiadas para la
experiencia de trabajo a corto plazo, las instituciones flexibles y el riesgo constante (Sennet
2000, 140).
La nueva ética del trabajo del capitalismo contemporáneo está muy alineada con el
discurso contemporáneo de la infancia y dibuja a través de su “acción individualizadora”
(Bauman 2000, 36) un sujeto trabajador independiente, emprendedor, que se maneja y se
“hace a sí mismo”, responsable de sus triunfos y fracasos laborales, que tiene el control sobre
su destino, que espera gratificaciones inmediatas y cultiva habilidades blandas, que no
requieren de un esfuerzo de largo plazo. Es posible pensar que niños modelo como Felipe,
involucrados en actividades productivas de la industria del entretenimiento, no están
excluidos de la cultura y de las nuevas dinámicas del trabajo en el capitalismo
contemporáneo.
En su testimonio observaba cómo calaban algunas de estas ideas sobre la nueva ética
del trabajo contemporáneo en la justificación de su participación en el mundo del modelaje
infantil. Cuando Felipe me contaba que el modelaje era “algo que le servía a él y él mismo
debía hacer”, lo comprendía como una vía moral para la autorrealización y la independencia,
pero a la vez destacaba que no era una labor que le implicara “mayor esfuerzo” y esta era una
de las razones por la que le gustaba y no lo consideraba “trabajo” en un sentido estricto. El
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tipo de aprendizajes y valores que él y su madre asociaban al modelaje pasaban entonces por:
ser independiente, solidario con los gastos del hogar, esforzarse por lo que se quiere y no
rendirse ante las dificultades.
Estos, que son aprendizajes que podrían considerarse del orden moral y que, por tanto,
se busca que los niños interioricen, paradójicamente se consiguen a partir de la lógica de la
gratificación inmediata de actividades productivas como el modelaje. Como indiqué en el
apartado anterior, los padres y los mismos niños sabían que el modelaje era una actividad
que por su misma flexibilidad, por sus dinámicas y sus ritmos se podía entender más como
una experiencia y una oportunidad temporal, una especie de “golpe de suerte” que había que
“aprovechar mientras se pudiera”, que como un trabajo de acumulación gradual de
conocimiento y demora de satisfacciones. “La oportunidad de vivir una experiencia (como
el modelaje) no necesita preparación, ni la justifica, llega sin anunciarse y se desvanece si no
se aprovecha a tiempo: se volatiliza, también, poco después de habérsela vivido” (Bauman
1999, 55 - 56). De hecho, la madre de Felipe me reafirmó esta percepción, además de mostrar
su opinión sobre el hecho de que el niño participara monetariamente en la economía
doméstica:
En este momento hay que aprovechar y se ha convertido en un apoyo. Inclusive en un momento
cuando teníamos disgustos con el papá por la parte económica, el hecho de que él haya ganado
dinero con sus presentaciones, el dinero de él nos sirvió para pagarle muchas veces la pensión
o comprarle su propia ropa. Yo le hice ver a él, que él había aportado en sus gastos y que era
importante que él nos colaborara. No significaba que fuera una pieza y ponerlo a trabajar, para
que fuera él, el que nos mantuviera y nos respondiera en las obligaciones como padres y nos
quitara las responsabilidades, no, pero en vista de que yo muchas veces me quedé alcanzada
por los compromisos, le hice ver que sí, que esa plata nos ayudó mucho para nosotros, nos
apoyó. Igualmente, en otro momento cuando se dieron las cosas, nos fuimos a pasear con esa
plata. Le hice ver que del trabajo y del esfuerzo que uno tiene por su trabajo, le sirve a uno para
también salir adelante, invertir en uno mismo y pagar sus cosas. Cuando yo ya tenía plata,
lógicamente le incentivaba, le devolvía la plata y le decía: papi, como tu prestaste para esto,
entonces vamos a ir a viajar o te compro esta ropa, o quería algo que a él le gustaba, yo se lo
compraba. Yo le digo, como tú has aportado, entonces yo te devuelvo porque era tu plata. Le
hice ver eso, que, así como él había dado, se le retribuía esa parte. Digamos que algo que he
visto es que muchos papás hacemos esto para incentivar a nuestros hijos en algo, pero
desafortunadamente otros papás viven de esto. Una vez una señora me dijo que ella le tenía
una cuenta a la niña y ella no hacía nada, es decir, que la señora vivía de la niña. Me he dado
cuenta que algunas mamás viven de esto, y eso me parece triste, que utilicen sus hijos para
evadir sus responsabilidades como papás (…)Entonces cuando empezamos a recibir plata, yo
consignaba la plata en mi cuenta, entonces yo le decía: con esta plata te voy a llevar a viajar,
vamos a comprarte ropa, o los tenis que necesitas o si le gustó un juguete, o un juego, digamos
que yo le decía que él mismo eligiera. Y cuando se requería la plata, cuando la requeríamos
para suplir otras necesidades que se nos presentaban en el hogar. Entonces digamos que le hice
entender a él que para uno ganarse las cosas, tiene que esforzarse. Desde pequeño eso es lo que
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le he incentivado, así como a mí también me lo incentivaron, que para uno salir adelante y ser
alguien en la vida, tiene que asumir roles, tanto en la casa, como en el colegio. Que no va a
ganársela fácil, que porque es un niño entonces no va a colaborar. Igual, yo le digo al niño:
todo es constancia, no nos desanimemos porque algún día no lo escojan, aunque se haya
aprendido el libreto, no importa, hay que ser constantes, hacer las cosas bien para que en un
momento le salgan las cosas. O sea, no hay que desanimarlos a ellos, cuando no les salgan las
cosas. Hay que saber que también se pierde, que son aprendizajes para la vida (Entrevista
mamá de Felipe, Bogotá, abril 2018).
El discurso moral del esfuerzo y la constancia se constituía para esta madre en un
“aprendizaje para la vida”. Se trataba de una cuestión generacional: primero se lo enseñaron
a ella, ahora era su turno de enseñárselo a Felipe. Y el modelaje era una de las vías para
hacerlo. Parte de la ética del trabajo contemporánea es la idea del “valor del trabajo por el
trabajo mismo” (Bauman 2000, 168). Esto, a la vez, está alineado con el discurso
contemporáneo sobre la importancia de la participación económica de los niños como signo
de emprendimiento infantil y auto - suficiencia.
También, me llamaba la atención cómo esta madre reconocía que el ingreso
económico de Felipe fue fundamental en varios momentos para la economía del hogar, pero
se distanciaba de aquellos “otros” padres, que, según ella, “dejaban sus responsabilidades
económicas” y “vivían del trabajo de los niños”. Su relato legitimaba el uso del dinero
obtenido por el niño no solo en gastos de él, sino del hogar, porque era una forma de
aprendizaje para Felipe sobre la colaboración y sobre el valor de las cosas. Hay que notar que
esta madre constantemente hablaba en términos plurales: “compramos”, “empezamos a
recibir plata” o “requeríamos la plata”. Esto también me indicaba que para ella la dependencia
económica no se invertía totalmente, sino que se trataba de una relación sobre todo de
interdependencia entre ella y su hijo. Si no fuera así, el límite moral se desvanecería y sí
podría considerarse una forma de trabajo infantil, como los casos que criticaba en su
testimonio. La madre exponía que podía ser muy delgada la línea entre “el apoyo” y el
“incentivar a los niños” en actividades como el modelaje y la utilización económica de los
mismos niños.
En este caso veía cómo la perspectiva sobre la buena crianza (asunto que exploré más
a fondo en el cuarto capítulo) dependía, en gran medida, de las posibilidades económicas
familiares y de los tipos de restricciones de consumo e inversión que había al interior de las
familias: los parámetros sobre la crianza “y las definiciones de la infancia se construyen en
cada contexto social y lo que hace que sea una infancia suficientemente buena depende de
83
las definiciones locales, así como de la disponibilidad de recursos” (Pugh 2004, 230). Para
la madre de Felipe la buena crianza del niño no pasaba porque él desconociera la situación
económica del hogar; todo lo contrario, era precisamente el contexto de restricción
económica y su participación infantil para resolver estos asuntos, lo que se traducía en una
estrategia de “aprendizaje para la vida”.
Como lo ha analizado críticamente el sociólogo alemán Manfred Liebel para el
contexto latinoamericano, cuando se habla de la relación entre niños y actividades
productivas, constantemente se mezclan los discursos sobre la participación y el
protagonismo infantil vs. el “paternalismo moderno” occidental que ubica a los niños en
“asuntos infantiles” (Liebel 2007, 115 - 142) y los quiere proteger, cuidar y abstraer de
cualquier forma económica, incluso dejando de lado “las realidades prácticas de vida y la
autoimagen de los niños” (Liebel 2016, 263). Esta línea difusa y delgada no solo se encuentra
en los casos de los niños trabajadores en contextos rurales e industriales, sino también en
niños de clase media que como Felipe desempeñan otro tipo de actividades más ambiguas en
la esfera productiva como es el modelaje.
Veía que también entraba en esta discusión otra consideración, que era el apoyo
“parental” en este tipo de escenarios, como una responsabilidad de los padres
contemporáneos. En otro apartado de la entrevista, la madre de Felipe me expresaba que ella
apoyaba a su hijo en cualquier actividad, fuera el fútbol, la música o el modelaje: “que haga
lo que él quiera, que no se frustre en algún momento, como uno de adulto que no tuvo ese
apoyo. Como yo que quería ser patinadora artística y nunca tuve apoyo por los medios
económicos, pero ahora sí pienso apoyar a mi hijo en lo que yo vea que es bueno para él”,
afirmaba. Al momento de la entrevista, afirmaba que como familia la experiencia del
modelaje les producía sentimientos de orgullo, pues como “mamá es bonito verlo así, que
esté actuando, que salga al público”; sin embargo, al igual que la madre de Manuela, expresó
temores por lo que significaba el mundo de modelaje para los niños: el desgaste físico, las
jornadas largas y las exigencias sobre la actitud de los propios niños: “todo un día les toca
cambiarse, es una rutina y es una responsabilidad desde pequeños para ellos, que me parece
que no es bueno que la asuman, porque es un trabajo bastante exigente para ellos. Todo un
día tienen que estarse cambiando, que se ría, que llore”, afirmaba.
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El modelaje también implica consumos no presupuestados en los gastos domésticos:
transporte, ropa nueva para las presentaciones de los niños y alimentación adicional por fuera
de los hogares. Las madres de los tres niños comentaban que debían pedir permisos en sus
trabajos para llevarlos a los castings y a las presentaciones. “A veces se retribuye, pero a
veces no, cuando no pasa y ahí sí que es un desgaste en tiempo y plata”, afirmaba la madre
de Felipe. Por todas estas razones, sostenía que estaba pensando en enfocar más a Felipe en
los deportes y en el estudio, que en el modelaje. Su situación económica como madre cabeza
de hogar en aquel momento era mucho más estable que antes y esto permitiría que el niño se
orientara en otro tipo de actividades.
Argumentos como el “aprendizaje sobre el esfuerzo y el trabajo duro” y el “apoyo
parental” expuestos por la madre de Felipe también nutrían la política del disimulo y eran
frecuentemente esgrimidos por otros padres de familia que apenas iniciaban el camino de
incluir a sus hijos en el modelaje infantil. Niños modelo como Manuela, Santiago y Felipe
y los que apenas comienzan en el modelaje, quienes serán los protagonistas del siguiente
apartado, se constituyen a sí mismos como “modelos” ideales del discurso contemporáneo:
niños de clase media, que viven en familias que pueden sustentar económicamente sus
necesidades materiales, y, por tanto, están inmersos desde tempranas edades en el mercado
tanto del lado de la producción, como del consumo. Además, su actividad como modelos y
su posibilidad de ganar dinero les plantea otras formas de pensar las relaciones con los
adultos, más desde la interdependencia que desde la dependencia.
Igualmente, argumenté que la participación, más que la inocencia se presenta como
un derecho fundamental de los niños contemporáneos. El mercado, además de la escuela y la
familia, se convierte en instancia clave de lo que significa ser un niño o una niña de hoy, por
lo que éste no es pensado como una fuerza que invade y erosiona a la infancia, como lo
plantearía el discurso moderno (Postman 1983; Klein 2001; Linn 2004; Schor 2004; Palmer
2006; entre otros); más bien desde la perspectiva contemporánea se piensa que la vida de los
niños “toman lugar en y a través de las relaciones con el mercado” (Buckingham 2011, 3).
No obstante, el discurso contemporáneo construye una imagen idealizada de la
infancia que no escapa, en primer lugar, de los cruces y tensiones morales con el discurso
moderno que se producen, por ejemplo, en el marco de la escuela o desde las mismas familias
y segundo, de las condiciones económicas y sociales familiares concretas y subjetivas de los
85
niños. Así, al tiempo que el mercado y la industria del modelaje exaltan la participación
infantil y proponen unas relaciones de interdependencia de niños y adultos más horizontales,
en la práctica, también se observan otras situaciones que llevan a estos niños de nuevo al
lugar del discurso moderno: las regulaciones de la madre de Santiago con el uso del dinero
que gana como modelo; las tensiones de Santiago, Manuela y sus madres con la institución
escolar; la reflexión de Manuela sobre el riesgo que tienen las redes sociales para su inocencia
infantil o las deliberaciones de la madre de Felipe sobre los riesgos que supone el modelaje
para su hijo vs. su decisión de enseñarle el valor de la responsabilidad, el esfuerzo y el trabajo
duro. En este sentido, los tres niños modelo, como sus madres, la institución escolar y los
profesionales de la industria tienen versiones a veces encontradas sobre el modelaje infantil,
sobre sus posibilidades y límites.
El encuentro tenso entre el discurso moderno y el contemporáneo es un asunto de
índole moral. Todas las posiciones (las de las maestras, las madres, los profesionales de la
industria del modelaje) se adjudican una postura moral a “favor de los niños” (Meyer 2007,
85). Esto sirve como el principal argumento que justifica y legitima cualquier práctica,
decisión y opinión con respecto a la vida de estos y de sus posibilidades o riesgos con el
modelaje. En el siguiente apartado se verá cómo la política del disimulo se alimenta también
de otros argumentos que igualmente sirven para legitimar el ingreso de los niños al mundo
del modelaje infantil.
• En la tarima: un concurso de modelaje infantil
En abril del 2017, con motivo de la celebración del mes de los niños, la gerencia de
un centro comercial ubicado en San Andresito, sector de comercio mayorista de la ciudad de
Bogotá, diseñó una estrategia de mercadeo para invitar a sus visitantes y compradores a
participar en un concurso para elegir a los modelos infantiles que se convertirían en su imagen
oficial. Por pagos mayores a $30.000 pesos, los visitantes tenían derecho a inscribir al
concurso de casting a un niño o niña entre los 5 y 14 años de edad, sin importar si tenía o no
alguna experiencia en el campo del modelaje. Cada sábado del mes de abril se llevaron a
cabo sesiones de casting para los niños.
La administración del centro comercial me dio el aval para observar el espectáculo,
pero también para hablar con los participantes. Un carné me acreditó como parte de las
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personas que estarían “detrás de bambalinas” y cerca a los niños. Esto a la vez supuso que
varios visitantes del centro comercial, que recién llegaban al evento, me identificaran como
“parte de los gestores” y me preguntaran qué debían hacer para inscribir a sus “talentosos
hijos”. Una madre se me acercó y me mostró a su niño: “Es muy lindo, ¿no?”, me preguntó.
Como ella, en este concurso de casting todos los padres querían demostrar que su hijo (a)
debía ser el elegido(a), el único, entre muchos. Allí era donde todo iniciaba. Si se contaba
con suerte, sus hijos podían ‘encajar’ en las características ideales del denominado “niño
exacto”, aquel que tanto buscaban y perseguían las agencias. En estos concursos se juntan
todo un mundo de deseos y expectativas de adultos y niños.
En el caso de este concurso patrocinado por un centro comercial, dos gestores de
agencias de modelaje infantil, contratados por la administración, prepararon a los niños y las
niñas sobre algunas pautas generales de modelaje: caminar, sonreír, enviar besos al público
y lucir el vestuario ante las cámaras. Se publicaron las fotos de los niños en su página oficial
de Facebook y se invitó a familiares y a amigos a votar por su candidato favorito. Por aquellos
días, las familias de los niños publicaron todo tipo de comentarios celebratorios y entusiastas
sobre la belleza, el talento y el carisma de su candidato(a). Al final, de cerca de cien niños,
se eligieron cuarenta finalistas para el gran desfile de premiación.
El 29 de abril asistí a la final del concurso. El pasillo central se convirtió en una tarima
de modelaje decorado con globos de colores, luces y provisto de sillas para el público
asistente y el jurado evaluador. En el centro del escenario se ubicó una gran pantalla en la
que se proyectó pauta publicitaria de las marcas patrocinadoras, en su gran mayoría de ropa,
calzado y juguetes infantiles. Niños y niñas de todas las edades y tonos de piel, acompañados
de sus padres o familiares se preparaban para el evento. Varias madres peinaban y
maquillaban a los niños y los entrenadores les recordaban a los participantes el “arte” de
caminar en la pasarela y de mostrar muy bien las prendas. Por su lado, el gerente del centro
comercial pronunciaba un discurso cargado de emotividad en el que agradecía a los padres y
a los niños por participar en la convocatoria y afirmaba que: “la idea de nuestro centro
comercial es seguir haciendo estos eventos y darles la prioridad a los niños como lo estamos
haciendo”.
Mientras escuchaba el discurso del gerente, pensaba en cómo este evento comercial
era solo una pequeña muestra de cómo el mercado se presenta cada vez más como un aliado
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moral de la infancia (Cook 2013b, 291) y de las familias. Lo que en la práctica funcionaba
como una estrategia para incentivar el consumo de productos infantiles y para posicionar a
las marcas, tal como lo reconocieron los comerciantes del centro comercial, así como varios
padres de familia entrevistados, las palabras enunciadas por el principal gestor del concurso,
parecían estar más alineadas con un proyecto democratizador para integrar a los niños en el
mercado. “Darles prioridad” era, según él, una forma de hacerlos visibles y darles
participación.
Como mencioné, la participación infantil como valor cultural del discurso
contemporáneo es apropiado constantemente por el mercado y por las empresas más como
una estrategia para cumplir ciertos objetivos comerciales, que como un elemento integral y
significativo para la vida de los propios niños. La participación infantil en un evento como
este se traducía sobre todo en reconocimiento social para el centro comercial y en una vía
para mejorar los rendimientos en ventas de los comercios de productos infantiles.
Tras bambalinas, en el salón de preparación, la participación infantil era mucho más
limitada y restringida. Me encontré a Nataly (9 años) sentada frente a una de las sillas donde
estaba dispuesta y seleccionada la ropa que usaría aquel día en la presentación. Los
organizadores seleccionaron la ropa de todos los participantes y las pusieron sobre diferentes
sillas marcadas con los nombres de cada niño y niña. A Nataly la noté molesta por la selección
de la ropa que los organizadores hicieron para ella. Le pregunté qué ocurría y me manifestó
que “por su color de piel morena” le eligieron colores fluorescentes que a ella no le gustaban.
Ella prefería el rosa claro y el negro, pero los organizadores decidieron que se vería mejor
con una camisa verde y un pantalón naranja. Aunque la niña les manifestó que quería cambiar
su ropa, ellos no se lo permitieron. Su participación se limitaba a presentarse en el concurso,
pero no a elegir y opinar sobre su vestuario.
Imágenes 2 y 3: “Inscripción y casting al concurso de modelaje infantil”. Bogotá, abril 2017.
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Después de un mes de casting y de preparación, el cierre final del concurso fue una
jornada demandante y extensa tanto para los niños, como para padres, familiares y
organizadores. Todo el proceso de preparación inició a las 10:00 a.m. con ensayos y pruebas
de maquillaje y vestuario y finalizó a las 7:30 p.m. con la premiación final y la selección de
tres niños como ganadores. Una jornada que resultaba evidentemente tan exigente, debía,
aparte de ser motivada por los premios del concurso, tener otros móviles.
En los tiempos previos a la presentación, conversé con los niños y varios padres de
familia sobre por qué habían decidido participar en este concurso de modelaje infantil.
Algunos niños señalaron que les gustaría convertirse en los modelos infantiles oficiales del
centro comercial. Por ejemplo, Valeria (10 años) afirmaba: “a mí me llamaron y entonces yo
dije, yo quiero ser modelo. Pues a mí lo que me gustaría es participar, ser parte de un desfile,
no por otras cosas como la plata y eso”. Algunos otros mencionaron que la principal
motivación eran los regalos que prometía el concurso (tablets, bicicletas, computadores y
ropa). Por ejemplo, Salomé (9 años), señaló que le interesaba por “los zapatos, porque me
estoy quedando sin zapatos. Es que me están quedando chiquitos, porque rápido me crecí de
talla” e Isabella (5 años) sostenía que este “había sido su sueño desde chiquitita” y que lo que
más le gustaba del concurso era “la ropa gratis. Porque me gustan los vestidos mucho, por
eso”.
Sin embargo, fue interesante observar también cómo la gran mayoría de niños y
padres de familia expresaron sus razones para inscribirse en el concurso de modelaje, basados
en cuatro argumentos que pueden resultar menos evidentes y que harían parte de lo que he
denominado como la política del disimulo: primero, el derecho a la participación infantil en
el mercado y en este tipo de eventos comerciales; segundo, la responsabilidad parental de
“descubrir” y “apoyar” los talentos de los niños; tercero como una ruta de obtener
aprendizajes morales y sociales que no se pueden adquirir en otros espacios como la familia
o la escuela y cuarto, como una oportunidad de pasar el tiempo en familia, recrearse y
divertirse, es decir, promover espacios para la buena crianza. Mientras observaba las
prácticas de pasarela de algunos concursantes, tuve una corta conversación con dos niñas que
expresaban su satisfacción en participar en este evento:
Carolina (10 años): yo creo que acá uno puede demostrar lo que puede hacer, así seas niño.
Investigadora: ¿por qué dices que así seas niño? Carolina: es que hay grandes que también
modelan, pero a veces a los niños no los dejan modelar. Laura (10 años): a mí me contaron
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que había un desfile, entonces yo dije que quería participar para seguir mis sueños. Y yo daría
un consejo a los niños y es que sigan sus sueños, que se hagan parte de la familia del centro
comercial porque es muy divertido y porque el centro comercial quiere apoyar a los niños.
Investigadora: ¿y cómo apoyar a los niños? Laura (10 años): dando buen ejemplo, no como
los niños que están en la calle, sino viendo sus talentos, ellos nos quieren ayudar a ser alguien
en el futuro. (Entrevista niñas participantes - Concurso modelaje infantil, Bogotá, abril
2017).
Hay que tener en cuenta que esta conversación con Laura y Carolina se dio minutos
después de que el gerente, así como los entrenadores, les presentaron a los niños el objetivo
del concurso, así como los animaron a ser “parte de la familia del centro comercial”. De ahí,
que los comentarios de las niñas posiblemente hayan estado permeados por el discurso
expresado por los organizadores, en el cual el centro comercial se mostraba como un aliado
de los niños, que les reconocía su derecho a participar al igual que los adultos en espacios
comerciales, es decir, les “daba su lugar como niños”, apoyando, además, sus talentos y
sueños.
A diferencia de otras instituciones como la escuela y la familia, que en los contextos
occidentales casi de manera ‘natural’ se consideran como los lugares sociales adecuados y
correctos para la crianza y la educación de los niños, sobre el mercado frecuentemente se
presentan dudas y fuertes cuestionamientos. Desde el discurso moderno, se continúa
insistiendo en que la infancia debe ser una esfera sustancialmente separada de las relaciones
económicas y de consumo y que las infancias “correctas” se definen por dominio exclusivo
del juego y el aprendizaje (Zelizer 2002, 269). Por ello, concursos de modelaje como este
acuden más al discurso contemporáneo y se presentan más que como una estrategia
comercial, como un escenario de “reivindicación” del derecho a la participación infantil y
como un aliado de la tarea familiar de apoyar los talentos de los niños.
Tal como ha sugerido el historiador norteamericano Daniel Thomas Cook, en todos
los contextos, incluido el mercado, la infancia surge como “un proyecto moral para todos,
independientemente del “lado” tomado en un debate o lema. Todo el mundo, al parecer, “está
del lado de los niños”. Comercializadores, ministros, pedagogos, los expertos, los padres, los
políticos y los académicos se agrupan bajo la idea de que sus esfuerzos están en línea con la
promoción de una infancia buena o correcta” (Cook 2017, 3). Desde esta perspectiva, este
concurso de modelaje no se presentó a sí mismo como un proceso común de selección de la
imagen infantil de un centro comercial, ni como una estrategia de mercadeo. La justificación
90
se dio ante todo como una cuestión de “responsabilidad” y de “inclusión” infantil”, así como
de necesidad de involucrar al mercado en el proyecto parental y familiar de “descubrir” a los
niños y de extender sus procesos de aprendizaje más allá del contexto escolar.
Muchos padres y familiares acompañantes de los niños expresaron que el concurso
de modelaje ofrecía un repertorio de aprendizajes sociales y morales para los niños, que no
siempre se adquirían en la escuela o en el hogar: se “modelaba el carácter”, “aumentaba la
autoestima”, “afianzaba la seguridad”, “ayudaba a perder la timidez”, “aprendían el
significado de la competencia”, “el valor de la disciplina”, “la importancia de la auto -
regulación”, entre otros. Varios hablaban de los talentos que se desarrollaban o se
potenciaban con el modelaje: aprender a desenvolverse oralmente en público; aprendizajes
de actuación y expresión corporal; adquirir buenas posturas corporales, como saber caminar
con elegancia; aprender a comportarse como “niño” o “niña”; saber vestirse adecuadamente,
saber relacionarse y entablar conversaciones con otras personas del gremio. Según las
familias, todos estos aprendizajes sociales, morales y talentos luego serían aprovechados
también en el desenvolvimiento escolar y social futuro de los niños.
Imagen 4: “Niños y padres participantes del concurso de modelaje infantil. Premiación final”,
Bogotá, abril 2017.
Por ejemplo, el padre de Jean Pierre (6 años), sostuvo que “él empezó con este tema,
sobre todo por el manejo de público, para el momento de pasar al frente y hacer una
exposición en el colegio. Empezó a los tres años con esto y ha hecho temas de presentación,
ha hecho videos y le gusta”. Por su parte, la madre de Juliana (6 años) me decía que el
concurso era importante porque la niña “aprendía muchas cosas y como yo le he dicho a ella
lo importante no es que gane, sino que adquiera más conocimiento, que tenga más seguridad
de sí misma y que lo disfrute”. También, la madre de Isabella, (8 años) expresaba que “lo
91
importante es que se sepa desenvolver en público, para que se le eleve más la autoestima y
aprenda a cómo vestirse, a ser niña”. Y también, la abuela de Salomé (10 años) indicó que
apoyaba a su nieta en este concurso porque “cogen más fuercita, para que no les dé pena, uno
fue muy tímido, ellos ya no, ellos ya vuelan. Son otra generación, son más abiertos”.
Los niños, al igual que sus padres, también expresaron otro tipo de aprendizajes
sociales y morales, sobre todo los relacionados con la posibilidad de hablar y socializar con
otros niños y aprender sobre la competencia. Por ejemplo, Tomás (7 años) sostuvo que “lo
importante es que los niños se diviertan, no que ganen, en el colegio también lo dicen” y
Salomé (9 años) afirmó que aprendió a que “debes tener bien la cabeza arriba y tener un buen
vestido, una buena actitud, una buena forma de caminar. Acá puedes divertirte y encontrar
más amigos”.
Noté que este conjunto de argumentos y justificaciones no es de ningún modo
exclusivo de un concurso de modelaje infantil local. La industria del modelaje infantil en
Bogotá y en otras ciudades del país, constantemente apela a los argumentos de la
“participación”, “el aprendizaje” y “la diversión” como una forma de encubrir el carácter
económico y de trabajo del modelaje o matizar los riesgos morales que circulan socialmente
sobre la industria. Por ejemplo, la madre de Salomé (9 años) decía que la niña ya había tenido
experiencia en varios reinados de belleza y fotografías para catálogos de productos infantiles,
y señalaba que el papá era muy celoso con el tema, “porque le da susto que reconozcan a la
niña, que le vayan a hacer algo. De pequeñita, tenía 5 o 6 meses, la eligieron para el calendario
Huggies y el papá decía que eso podía ser peligroso, porque la niña podía estar en muchas
páginas, que hicieran daño con eso, que uno lo veía con buena intención, pero otras personas
no”.
Como el comentario anterior, varios familiares que fueron a apoyar a los niños al
concurso manifestaron prevenciones y temores frente al mundo del modelaje infantil. Sin
embargo, estar allí los obligó a tomar una posición menos radical y por ello, algunos me
presentaron la experiencia del modelaje como parte de la oferta de cursos “extracurriculares”
para invertir de manera productiva el tiempo de los niños. Los padres no veían este concurso
o los programas de formación de modelaje como una preparación para un ejercicio laboral,
ni productivo, sino como parte del consumo de la oferta de servicios de formación de los
niños, al mismo nivel de otros cursos artísticos, deportivos o académicos. La inversión en el
92
modelaje, al igual que en espacios extracurriculares, llevaría a los niños a adquirir
aprendizajes sociales, morales y corporales.
Como mencioné, muchas veces el consumo encubre el lado productivo de actividades
como el modelaje. Esta se presenta más como una experiencia de aprendizaje “entretenida”
y “como un privilegio de unos pocos”, lo que ha denominado Bauman en términos de una
“experiencia estética” (Bauman 1999, 58), dejando de lado las relaciones económicas
productivas que están involucradas. Esta idea es replicada constantemente por el mercado y
por las empresas relacionadas con el tema. Por ejemplo, encontré que una academia de
modelaje infantil que opera en varias ciudades del país, incluyendo Bogotá, tiene como
eslóganes principales de su programa de modelaje infantil las siguientes frases: “Formamos
para la vida”, “Más que modelos, formamos para la vida” y “Una forma excelente de aprender
y divertirse”. En uno de los anuncios publicitarios de esta misma agencia, divulgado en las
redes sociales y dirigido a los padres de familia, se presentó el programa en los siguientes
términos:
Cuando un menor de edad dice que quiere estudiar modelaje, lo que realmente quiere es
explorar algo que le llama la atención. Al poco tiempo, algunos pueden decir que ya no quieren
modelaje, sino patinaje, ballet, fútbol etc… Apoye las inquietudes artísticas de sus hijos. Un
buen programa de modelaje fortalecerá su autoestima, un mejor desempeño social, la
creatividad, entre otras. Únete a nuestros programas especializados o a los eventos de nuestra
academia y quema de manera efectiva y productiva las etapas de tus hijos. Sabes que como
padres tenemos la obligación de ayudar a los hijos a descubrir los talentos. Somos una excelente
alternativa si tu hijo (a) muestra aptitudes para el modelaje (Anuncio publicitario. Agencia
modelaje infantil. Facebook, marzo de 2019).
Imagen 5: “Publicidad Facebook - Agencia de Modelaje Infantil”, 2019.
93
Este anuncio publicitario no promocionó simplemente un servicio de entrenamiento
de modelaje infantil, apeló a las ansiedades de los padres sobre su responsabilidad y
obligación de apoyar y descubrir los talentos infantiles a través de este tipo de programas. El
mismo anuncio afirmó que el modelaje “se estudia” y se presenta al mismo nivel que otras
profesiones artísticas y deportivas. También se refiere a los niños como “menores” a quienes
hay que “descubrir”. Sobre este tipo de ansiedades parentales, la socióloga Annette Lareau
(2003) estudió, para el caso norteamericano, cómo hay un esfuerzo de las familias de clases
medias por invertir en lo que denomina “concerted cultivation”. En su investigación
etnográfica registró cómo los padres de clases medias están muy determinados a que sus
“niños no queden excluidos de ninguna oportunidad que pueda eventualmente contribuir a
su desarrollo tanto social como cognitivo” (Lareau 2003, 5).
Otros investigadores como Vincent y Ball (2007) también investigaron el
denominado “síndrome de la agenda ocupada de los niños de clase media”. En su trabajo
argumentaron cómo el entusiasmo de las familias de clase media por inscribir a los niños en
actividades “enriquecedoras” no solo obedece a un interés por mejorar las posibilidades
académicas y laborales futuras, sino a sus ansiedades y al sentido de responsabilidad de
mejorar sus posibilidades de movilidad social y reproducción de clase. Al parecer, muchas
familias de clases medias urbanas bogotanas pueden ver este tipo de programas y concursos
como una oportunidad adicional y “extracurricular” para “descubrir al niño”, contribuir al
desarrollo de talentos y como ocasión de aprendizaje moral y social. Desde esta perspectiva,
los niños se comprenden como seres “abiertos y perfectibles” (Scheuerl 1985), que se pueden
moldear y mejorar constantemente a través de todo tipo de actividades y cursos, incluyendo
el modelaje.
La infancia de estos niños de clases medias contemporáneos vinculada con el
mercado se presenta como una etapa de la vida abierta a un sinfín de posibilidades y de
aprendizajes de diferentes tipos. Es un tiempo de vida en constante movimiento e ideal para
acumular aprendizajes, experiencias y habilidades, pues tal como lo plantearon varios de los
padres y acompañantes “son una generación que va a otro ritmo”. Cualquier oportunidad que
ofrece el mercado es una forma de seguir expandiendo los procesos de aprendizaje y
administrar óptimamente el tiempo infantil y, por tanto, sus oportunidades presentes y
futuras. Como lo sugirió el anuncio publicitario de la academia de modelaje, esta actividad
94
se promueve como una oportunidad “adicional” para “descubrir” el niño. Por ello, al tiempo
que subsisten los temores por los posibles riesgos morales, también es una apuesta “para el
futuro”, “es un Plan B” para la vida.
Sin embargo, este camino de “descubrir al niño” no es de ningún modo
unidireccional, ni es solo una decisión de los adultos. Mientras que el discurso moderno
propende porque “descubrir al niño” sea una tarea conjunta entre la familia y la escuela y,
por tanto, es fundamentalmente una responsabilidad de los adultos decidir hacia dónde llevar
a los niños, cómo educarlos y cuáles son las mejores estrategias para hacerlo, el discurso
contemporáneo incluye al mercado en este proyecto, pero además promueve que los adultos
no deben ser quienes exclusivamente tracen el destino escolar, moral y social de los niños,
sino que deben ocupar un rol menos vertical y más de acompañamiento, en el que los niños
puedan ser parte de este proceso. Muy alineado con este discurso, el abuelo de Jean Pierre (6
años), me explicó que su nieto había estado en diferentes actividades extracurriculares, había
explorado varias opciones, hasta el momento sin mucho éxito, pero buscando “qué era lo
quería el niño”. La academia de modelos hacía parte de este proyecto de formación
extracurricular y por ello, se constituía para este abuelo en una responsabilidad familiar:
Desde pequeños hay que enrutarlos para que vayan por un camino de bien. Hoy a muchos niños
que no les dan importancia. Hay que encontrar en ellos qué quieren hacer de grandes. Nosotros
debemos acompañarlos en lo que ellos quieran. Ellos van mirando qué es lo que quieren. En
esas estoy hace tres años que a él le dio por participar. Yo lo llevo a todas partes, a los cursos,
a las clases, a todo. Yo me sorprendí el primer día que él quiso cantar. Un día en un show de
pasarela, él decidió por sí mismo cantar y no se sabía muy bien la canción, pero arrancó a
cantar, sin pena al público, ni nada. ¡Nos sorprendió! Entonces lo hemos llevado a unas clases
y le ha gustado, luego se cansó porque no quería madrugar. Entonces lo inscribimos a natación
y últimamente lo hemos llevado a participar en concursos de pasarela. Entonces todo lo que él
quiera, yo lo acompaño. Siento que él va a ser un niño diferente a otros, porque tiene el apoyo,
porque le gusta hacer cosas diferentes, no es un niño del común. En el colegio cuando lo iba a
recoger para su clase de modelaje, ellos ya sabían que el niño hacía pasarela, porque es un niño
que hace otras cosas, que va más allá, que tiene la mente más allá. Él me dice: taita, ¿qué hago
ahora? Él me tiene andando al ritmo de él. (Entrevista abuelo de Jean Pierre, Bogotá, abril
2017).
El abuelo de Jean Pierre mencionó que el modelaje, como otras actividades
extracurriculares, lo hacía un niño “diferente a otros”. Era gracias al apoyo familiar y a la
inversión de tiempo, que el niño tendría mayores posibilidades en el futuro. Además, al
plantear que el modelaje era una “extensión” del aprendizaje y de las necesidades de
formación del niño, no resultaba tan problemático interrumpir sus horarios de clase, pues era
95
de cierto modo, una actividad complementaria. También, este testimonio planteaba los
modos en que las actividades que ofrecía el mercado, como este concurso de modelaje
infantil, se traducían para las familias en unas exigencias en términos de inversión de tiempo
y de organización de las rutinas de los adultos. Deben ser los tiempos de los niños como Jean
Pierre los que ajustan los tiempos de los adultos y no viceversa. Él como muchos otros niños
que estaban en el concurso eran vistos como seres ávidos por ser descubiertos, que
constantemente estaban en búsqueda de nuevas experiencias, por lo que la buena crianza y
el comportamiento esperado de los padres y familiares era ayudarles en esta tarea.
Existía en estos padres y familiares de clase media una expectativa social implícita
de que todos debían dedicar “plenamente su tiempo para cada aspecto del desarrollo de su
hijo, incluyendo el emocional, moral, social, intelectual y físico” (Beláňová et al. 2018, 532).
Por ello, seguir los ritmos del niño, entender sus necesidades de descubrimiento, su ansiedad
de probar la multiplicidad de actividades y oportunidades que ofrecía el mercado
contemporáneo se convertía en la manera de demostrar el compromiso familiar y parental
total. Como el abuelo de Jean Pierre, vi a muchos otros familiares, amigos y conocidos de
los niños que participaron en este concurso, apoyarlos con barras y carteles coloridos.
El mercado, desde el discurso contemporáneo, promueve relaciones más horizontales
entre niños y adultos de clases medias, en las que los niños pueden elegir entre un amplio
abanico de posibilidades y el rol de los adultos es, sobre todo, ayudarles en esta exploración
de talentos, pero sin más intervención que el acompañamiento y el apoyo económico. Se trata
de una responsabilidad parental y familiar medida, sin presión, autoridad, ni obligación, para
no perjudicar el proceso de descubrimiento. Aunque desde el discurso contemporáneo esta
sea la forma de relación más deseable entre niños y adultos, y muchos padres y familiares,
como el abuelo de Jean Pierre, se mostraron y hablaron de sí mismos como representantes de
esta forma de entablar relaciones más horizontales con los niños, en la práctica es más difícil
de llevar a cabo. La autoridad adulta y, muchas veces, la obligación de los niños de cumplir
las expectativas y los deseos de padres, comerciantes y organizadores, se dio incluso en
escenarios comerciales como este en los que se esperaba que los niños fueran los que
decidieran, por la celebración de su día.
Cuando comenzó el evento, la mayoría de niños con experiencia en este tipo de
concursos salieron al escenario sin mayor dificultad, sonriendo, enviando besos y mostrando
96
con gracia los atuendos que vestían. Otros se presentaron con timidez, mientras sus padres
les daban instrucciones y les indicaban a lo lejos cómo debían moverse y posar. Jean Pierre
salió al escenario obligado, molesto y llorando, pese al entrenamiento previo de la academia
en la que estaba inscrito y a las voces de aliento de su padre y su abuelo. Aunque no deseaba
salir a modelar, los organizadores lo obligaron. El animador lo invitó a sonreír y a saludar al
público. Él, en cambio, con un semblante serio, caminó rápido por la pasarela, no siguió las
instrucciones su padre y los entrenadores le habían dado y finalmente, se escondió detrás del
telón del escenario. Luego de la presentación, al padre y al abuelo de Jean Pierre se les vio
decepcionados, pues al final el niño no recibió ningún premio, pese a toda la inversión
económica y de tiempo que habían hecho en la academia de modelaje.
Como en este caso, las relaciones de horizontalidad que tanto promueve el discurso
contemporáneo son complejas de llevar a la práctica. El caso de la niña que no pudo elegir
su propia ropa para desfilar en el concurso, el de Jean Pierre que tuvo que modelar en contra
de su voluntad y el de Isabella (9 años), una de las niñas ganadoras del concurso quien, según
su madre, no podía decidir sobre el dinero que ganaba como producto de sus presentaciones,
pues todo “se lo estaba ahorrando para su propia universidad”, eran pequeñas muestras de las
limitaciones que tenían estos niños modelo frente a las decisiones de los adultos.
Además de los argumentos sobre “la participación infantil”, “el apoyo parental”, “el
aprendizaje” y “el descubrimiento del niño”, el “compartir tiempo en familia” fue otra de las
motivaciones que muchos padres y niños expresaron para participar en el concurso. Los
espacios de consumo, así como eventos de este tipo, eran para muchas familias una
oportunidad “para compartir con los niños”, “sacarlos de la rutina y el encierro”, “divertirlos”
y “hacer actividades diferentes”. La madre de Martín (5 años) me contaba que inscribió a su
hijo “porque es una forma de compartir con los niños, una forma de celebrar el día del niño,
no es algo muy usual” y la madre de Isabella (5 años) le repetía insistentemente a su hija
antes de salir del escenario que “lo importante no es ganar, sino participar. ¿Quiénes van a
estar contigo?, le preguntaba a la niña. “Toda la familia. Van a traer pitos y un cartel”, le
respondía Isabella. “Eso es lo importante”, decía su madre.
En el contexto de padres de clase media urbana que ocupan la mayoría de su tiempo
en sus trabajos, la buena gestión y administración de los tiempos familiares e infantiles
durante los fines de semana se convierte en una expresión de la buena crianza, que incluye
97
la cantidad y calidad de tiempo que se puede compartir con los niños. Barret y Edgerton
(2015) utilizan la noción de “parentocracia” para comprender las estrategias parentales de las
familias de clase media norteamericana para otorgar ventajas educativas y fomentar el
desarrollo infantil de sus hijos a través de actividades extracurriculares (Barret y Edgerton
2015, 189). Estas estrategias parentales exigen necesariamente aprender a gestionar el tiempo
familiar para acomodarse a las “agendas” de los niños durante los fines de semana.
De esta manera, si las academias y concursos de modelaje infantil, como el realizado
por este centro comercial, eran reconocidos por muchas de las familias asistentes como parte
de las oportunidades y actividades extracurriculares en las que debían involucrar a los niños,
desde tempranas edades, para crearles posibilidades futuras y extender su repertorio de
aprendizajes sociales y morales, entendí también por qué las familias describieron este tipo
de eventos como escenarios apropiados para “compartir tiempo en familia”. Por ejemplo,
Valeri (8 años), la hija menor de una pareja de padres maduros, desfiló frente al auditorio,
mientras era aplaudida por un grupo numeroso de familiares quienes, con pancartas y globos
la apoyaron. Su madre me expresó la importancia del evento en los siguientes términos: “lo
importante es que ella participe y le guste. Ella está feliz, todo el día pone el disco para bailar.
Vinieron a apoyarla sus dos hermanos mayores, su papá y yo”.
En general, las justificaciones de los organizadores del evento, las familias y los
mismos niños apenas pasaron por el objetivo inicial de la convocatoria: encontrar la imagen
infantil oficial del centro comercial. Era muy poco viable que un centro comercial que
celebraba el mes de los niños, una fecha que de entrada tiene unas connotaciones políticas y
reivindicativas en relación a los derechos del niño, promoviera explícitamente una actividad
que estaba estrechamente relacionada con el mundo económico como lo era el modelaje.
Aceptar este hecho implicaba necesariamente hablar de cuestiones menos cómodas y
aceptables socialmente cuando se piensa el modelaje en el contexto de la infancia como lo
son: que ésta es una actividad productiva que, como muchas otras, conlleva un contrato
económico y dos, que el concurso era un entrenamiento previo y un escenario de elección de
los mejores candidatos para ejecutar tales actividades productivas. En contraste, la mayoría
ofreció explicaciones y justificaciones de corte moral, emocional y social: participación,
diversión, aprendizaje, descubrimiento de talentos, buena crianza, apoyo familiar y compartir
tiempo en familia. En este sentido, desde la perspectiva del discurso contemporáneo el
98
mercado, además de la escuela y la familia, se presenta como un aliado de la infancia y de la
familia y además, resignifica una actividad como el modelaje infantil que puede considerarse
contrario a los valores del discurso moderno, pues relativiza la exclusión total de los niños
en actividades económicas productivas, pero además le otorga una serie de significados y
valoraciones morales y sociales positivas para el futuro de los niños, al mismo nivel que
cualquier otra actividad extracurricular y formativa.
• A modo de cierre
El modelaje infantil, como parte de las dinámicas económicas y comerciales del
mercado capitalista contemporáneo, es una actividad que sitúa a niños como Manuela,
Santiago, Felipe y los demás protagonistas de este capítulo, no solo del lado del consumo,
sino también desde la producción, hecho que hace visibles y explícitas tensiones entre dos
discursos: el moderno y el contemporáneo. Como argumenté, estos dos discursos, en
apariencia, diferentes e irreconciliables, constantemente se encuentran, se cruzan o se
sobreponen según las circunstancias y los intereses de los involucrados. Además, proponen
modos diferentes de pensar la infancia, los roles sociales de los niños, las relaciones con los
adultos y con instituciones como el mercado, la escuela y la familia.
El modelaje infantil, al igual que otras actividades productivas de la denominada
industria cultural y del entretenimiento, en las que muchos niños de clases medias participan,
tiene un estado ambiguo de interpretación. A diferencia de labores que pueden asociarse más
fácilmente a “trabajo”, como las llevadas a cabo por niños y niñas en contextos agrícolas o
industriales, el modelaje infantil no suele interpretarse, ni definirse por los niños, ni sus
familias como tal. El “trabajo infantil” suele imaginarse como una actividad de esfuerzo
físico, llevada a cabo en ambientes hostiles o en contextos de pobreza extrema, explotación,
maltrato y obligación. Por el contrario, el modelaje infantil se presenta en los medios
comunicación y en los anuncios publicitarios como un escenario de ensueño, luminoso,
alegre, seguro y amigable para los niños.
Se propuso que justamente esta imagen se construye y consolida gracias a uno de los
rasgos del discurso contemporáneo de la infancia que denominé la política del disimulo. Este
no solo relativiza que los niños y niñas contemporáneos deban estar al margen de escenarios
productivos, sino que también encubre el carácter económico y de trabajo del modelaje,
99
haciéndolo pasar por una actividad recreativa, formativa, de participación infantil, de
inversión social y relacional, apoyo parental y buena crianza. La política del disimulo se nutre
de todos estos argumentos y justificaciones provenientes de los actores involucrados (niños,
padres, comerciantes, profesionales de la industria), así como de las mismas formas de
operación en las que se desarrolla: producción de imágenes idealizadas en la publicidad y los
medios de comunicación; falta de registros y datos institucionales sobre los niños que
trabajan en la industria; ambigüedad legislativa sobre la definición económica de este ámbito;
formas contractuales informales y flexibles y poca claridad sobre los procesos de valuación
económica de las actividades realizadas por los niños.
Todo esto favorece, en muchos sentidos, las dinámicas capitalistas y comerciales
contemporáneas para invisibilizar y oscurecer que: 1) los niños de clase media urbanos
contemporáneos, como muchos de sus pares en situaciones económicas menos favorables,
también participan de manera directa en actividades productivas, como lo es el modelaje,
pero que no necesariamente se nombran y reconocen por sus participantes, ni familiares como
un “trabajo” 2) que en el contexto del Sur Global el modelaje no podría considerarse
necesariamente “un trabajo infantil de élite” que subsidia consumos infantiles ostentosos,
sino que se convierte para muchas familias de clase media en América Latina, con economías
debilitadas por la precarización laboral, en uno de los principales ingresos domésticos 3) que
igual que otras actividades a las que sí se les denomina “trabajo”, los niños de clase media
que participan en este tipo de industrias tienen rutinas y exigencias que, en ocasiones, se
subestiman por no considerárseles “forzadas” o de “mal trato” y que las relaciones de
consumo muchas veces oscurecen las relaciones económicas productivas que se dan en estos
escenarios 4) que cuando los niños hacen parte de prácticas comerciales y económicas como
participar en un concurso de modelaje, llevado a cabo en un centro comercial o en otras
actividades deportivas o artísticas que se desarrollan de manera profesional, se presentan
como escenarios de aprendizaje, alegría y juego, más que como espacios de relaciones
económicas serias y 5) que paradójicamente, las justificaciones que ofrecen las familias y los
niños involucrados en la industria del modelaje infantil no son muy diferentes a las que tienen
también las empresas, familias y niños que trabajan en contextos productivos agrícolas o
industriales.
100
Sobre este último asunto, fue interesante encontrar, por ejemplo, que los argumentos
sobre aprendizaje, apoyo parental, participación y buena crianza que se plantearon en el
marco del concurso de modelaje infantil, no distan mucho de los que se producen en
actividades que sí se consideran “trabajo”. La antropóloga mexicana Valeria Glockner (2010)
mostró que en el contexto del trabajo infantil jornalero llevado a cabo en campos agrícolas
de México, las empresas trasnacionales aprovechan que muchos niños indígenas y
campesinos participan en la economía doméstica familiar, para justificar el trabajo infantil
como una forma de aprendizaje, participación y socialización propio de las comunidades.
Con estos argumentos, en realidad, “están descalificando las labores de los niños al no
considerarlas parte de los procesos productivos, sino de “actividades paralelas” (Glockner
2010, 127). Así, aunque esta situación aparentemente sea diferente a la que se produce en
escenarios como la industria del modelaje, en realidad, las justificaciones que se dan en
ambos contextos por parte del mercado, las empresas, e incluso las familias y los mismos
niños, no son muy disímiles.
La política del disimulo no les da el lugar a los niños como agentes económicos en
sus sociedades, no reconoce que estos niños trabajan y hacen parte del engranaje comercial
y económico del capitalismo contemporáneo, normaliza sus contribuciones económicas
haciéndolas pasar como “diversión”, “juego” y “aprendizaje”, al tiempo, que el mercado
capitalista se beneficia de las labores infantiles y de la imagen idealizada del discurso
contemporáneo que exalta la participación de los niños como consumidores y relativiza su
lugar como productores. En el siguiente capítulo analizaré otra forma de comprender las
relaciones de los niños con el mundo económico, pero esta vez a través de prácticas de
consumo y de su rol como clientes.
101
Capítulo 2
Los nuevos ‘clientes’ del mercado capitalista contemporáneo: educación de
los niños para el consumo
***
Durante los años 2017 y 2018 visité diferentes espacios comerciales como
supermercados, centros comerciales, ferias de exposición, restaurantes, parques infantiles,
jugueterías, almacenes de ropa, dulcerías, entre otros. La función de estos lugares no se puede
reducir a los actos de compra de bienes o a la adquisición de servicios. Todo lo contrario,
como ya lo ha investigado ampliamente la antropología y la sociología del consumo,
cualquier práctica de consumo contemporánea debe comprenderse como un fenómeno
expresivo, comunicativo y con significados culturales y sociales complejos (Douglas e
Isherwood 1979; Bourdieu 1979; Appadurai 1986; De Certeau 1990; Miller 2005;
Buckingham, 2011).
En particular, los centros comerciales, que asocian diferentes tipos de comercios, se
han configurado como espacios de encuentro y de consumo importantes para las familias de
clase media bogotana (Dávila 2018). Durante los fines de semana, los niños y las niñas de
son algunos de sus visitantes más visibles. Mientras que, entre semana, la mayoría de ellos
suelen estar concentrados y resguardados en la escuela y en el interior de sus hogares, los
fines de semana tienen una mayor presencia en espacios públicos y comerciales. Muchas
tardes observé cómo interactuaban niños y adultos visitantes en estos espacios de consumo.
Varias escenas etnográficas eran frecuentes: hijos acompañando a sus padres a retirar dinero,
hacer compras, medirse ropa o hacer fila en los bancos; algunos otros se paseaban con globos
de helio con el eslogan de alguna marca o llevaban sus propios juguetes “de paseo” al centro
comercial. Escuché a un niño hacer sugerencias a su padre sobre los zapatos adecuados que
debía comprar y a un abuelo mantener una conversación con su nieto de cinco años sobre por
qué era demasiado pequeño en estatura para entrar a la piscina de pelotas del parque infantil.
Los centros comerciales, como cualquier espacio de consumo, exigen unas maneras
particulares de estar, de comportarse y de actuar. La mayoría de adultos que viven en
102
contextos urbanos ya han interiorizado e incorporado cómo es el comportamiento
socialmente deseable y aceptable en un centro comercial. Se espera que los visitantes de estos
lugares fundamentalmente caminen, observen, compren y socialicen. Pero, ¿qué ocurre con
los niños y las niñas visitantes de estos comercios y con los adultos que los acompañan? Noté
cómo la gran mayoría de los niños transgredían estas formas normalizadas de “estar” en estos
espacios comerciales: corrían, se deslizaban en el suelo como si fuera una pista de patinaje,
gritaban, tropezaban con la gente, se reían fuerte, jugaban en las escaleras eléctricas, se
colaban o sobrepasaban los lazos de seguridad de los establecimientos. En los parques
infantiles, algunos lloraban y se mostraban ansiosos frente a las largas filas de pago o
expresaban malestar por tener que esperar su turno en los juegos.
Al tiempo, los adultos acompañantes se veían obligados a exteriorizar
comportamientos que normalmente no tendrían si no estuvieran a cargo de niños: corrían
detrás de sus hijos, alzaban la voz para llamarles la atención o se sentaban en el suelo a
esperar y a descansar mientras los niños pasaban el tiempo en los juegos. Estas conductas no
generaban ningún signo de sorpresa, ni miradas de extrañeza para los demás visitantes, los
funcionarios de seguridad o los comerciantes. Eran aceptables por cuanto se asimilaba
socialmente que hay unas características “infantilizadas” asociadas a los niños: “los niños
actúan así” o “así deben comportarse, pues son niños” y, por tanto, no se espera algo diferente
de ellos.
Escuché a varios padres indicarles a sus hijos cuáles eran los modos de estar y actuar
en estos lugares, lo que debían o no hacer: aprender a esperar, hacer fila, esperar el cambio
del dinero, preguntar el valor de los productos antes de pedirlos, no tomarlos de las vitrinas
o estanterías sin autorización o sacarlos del empaque, no correr en los pasillos, no comer en
los almacenes, entre muchas otras instrucciones. Los niños también les indicaban a los
adultos ciertas acciones que esperaban de ellos: “tómame fotos”, “vamos a comer
hamburguesa”, “vamos primero a los juegos”, “llevemos esto para la lonchera”, “mírame
mientras juego”.
Pero, ¿qué tenían en común estos niños y adultos?, ¿qué aspectos eran reiterativos en
estas escenas tan cotidianas y posiblemente repetitivas en muchos espacios comerciales de
Bogotá? El primer aspecto que encontré era que los niños estaban generalmente
acompañados y vigilados por adultos (padres, familiares), lo segundo era que cada una de
103
estas escenas se me presentaba como una expresión de lo que denominaré en adelante la
educación de los niños para el consumo. En este capítulo planteo que, al igual que la política
del disimulo en relación a las actividades productivas de los niños de clase media, la
educación para el consumo se constituye en otro de los rasgos fundamentales promovidos
por el discurso contemporáneo de la infancia.
En el capítulo anterior mostré cómo en el contexto del capitalismo contemporáneo el
trabajo de los niños es un fenómeno cada vez más global, que no solo incluye a las infancias
económicamente más vulnerables, también involucra cada vez más a niños y niñas de clases
medias urbanas. Pero, el discurso contemporáneo no solo relativiza la exclusión de los niños
de la esfera productiva, sino que celebra la idea de ampliar su actuación como consumidores.
Se promueve una idea de infancia “autónoma” y “competente”, lo cual se convierte en un
discurso útil, que “sirve para que los niños sean previamente adaptados al mercado
flexibilizado del trabajo y del consumo” (Liebel 2006, 51). El consumo se presenta, entonces,
como una esfera social en la que los niños deben aprender constantemente a desenvolverse,
actuar y a tomar decisiones económicas en un mundo globalizado.
La educación para el consumo se comprende en esta investigación a partir de los
planteamientos teóricos de autores como Néstor García Canclini (1993), Lizabeth Cohen
(2004), Frank Trentmann (2007) y Natalia Milanesio (2014), quienes han explorado las
estrechas relaciones entre consumo y educación de la ciudadanía. Propongo entender que el
consumo es un fenómeno multifacético que incluye prácticas como comprar, usar, exhibir,
desear, apropiar y ostentar por parte de los consumidores, pero también unas formas de
educación, en las que intervienen diferentes actores: empresas, agentes publicitarios,
funcionarios estatales, medios de comunicación, comercios, escuela y familia. En estos
escenarios, se despliegan diferentes acciones para enseñar, tanto a adultos, como a niños, a
consumir y a comportarse como consumidores, es decir, aprender conocimientos económicos
y comerciales para desempeñarse en el mercado.
Los niños de América Latina no están por fuera de este tipo de procesos de educación
para el consumo. Como lo han señalado algunos investigadores como Eduardo Galeano
(1998), Tobias Hecht (2002), Maureen O’ Dougherty (2002) y Nara Milanich (2013), ciertos
grupos de niños de clases medias urbanas latinoamericanas comparten en términos de
experiencias, aspiraciones y patrones de consumo mucho más con sus homólogos de clase
104
en otras partes de occidente que con sus compatriotas más pobres. “En las ciudades más
diversas y las partes más remotas del mundo, los niños privilegiados se parecen en sus
costumbres y prácticas, al igual que los centros comerciales y aeropuertos separados por
tiempos y espacios” (Galeano 1998, 12 -13). Aunque no todos hablen el mismo idioma, los
niños “ahora habitan una sociedad global de una manera que ninguna generación anterior
tuvo” (Hecht 2002, 244).
En este capítulo argumento que la educación para el consumo se constituye en uno
de los rasgos del capitalismo contemporáneo, el cual promueve unas ideas concretas sobre
cómo instruir a los niños para convertirlos en “buenos consumidores” o “consumidores
competentes” para el mercado capitalista, esto es: sujetos actualizados, innovadores,
participativos, exigentes, activos, con capacidad de elección, decisión, con un amplio sentido
de derecho y con posibilidades de proponer formas de relación más horizontales con los
adultos en el ámbito del mercado.
La educación para el consumo, que sucede no solo en espacios como los centros
comerciales o los supermercados, sino también en otros menos asociados a esta tarea como
la escuela y la familia, se constituye en sí misma en una forma de comprender las formas de
interdependencia de adultos y niños en el ámbito del mercado, así como los discursos de la
infancia como etapa de la vida y de los niños como sujetos sociales. Los niños, al igual que
los adultos, están en un constante proceso de aprendizaje sobre lo que significa e implica ser
un “consumidor” y comportarse como un “cliente”, lo cual nunca es un proceso acabado,
pues el mercado contemporáneo permanentemente exige nuevas formas de ser, estar, actuar
y pensar a partir de la vertiginosa innovación y creación de productos, servicios, espacios y
experiencias de consumo.
Desde aproximaciones teóricas como la socialización del consumo y la psicología del
consumidor se ha sugerido que los consumidores ideales son los adultos y, por tanto, los
niños solo se valoran desde su potencialidad, es decir, cuando aprenden, desarrollen y
adquieren las destrezas, competencias y conocimientos para su “funcionamiento como
consumidores” (Ward y Davis 1974), hasta llegar a su último fin: ser adultos, es decir,
consumidores eficaces. Desde estas perspectivas, los niños a medida que crecen van
adquiriendo diferentes habilidades que los convertirán en consumidores ‘capacitados’ para
orientarse en el mundo del consumo.
105
Esto ya resulta ser indicativo de varios de los supuestos que rodean la relación entre
los niños y las prácticas de consumo y de los cruces entre los discursos moderno y
contemporáneo de la infancia. Desde estos marcos teóricos se habla de la educación para el
consumo desde una perspectiva moralista, evolucionista y prescriptiva, en la que los niños
tienen un rol exclusivamente de “aprendices” de las indicaciones de los adultos. Los
aprendizajes se orientan fundamentalmente a “contrarrestar los efectos del consumismo”,
“valorar mejor sus necesidades, frente a sus impulsos y deseos infantiles” y “consumir de
manera crítica y responsable” (Álvarez y Álvarez 1988; Pujol 1996). Se propone que la
educación para el consumo “logra una transformación del consumidor de un agente pasivo,
a una persona activa, crítica consigo misma” (Berríos y Buxarrais 2015, 8).
Estas aproximaciones no le han dado el mismo valor, ni reconocimiento teórico a las
prácticas y experiencias actuales de los niños y niñas contemporáneos con el mercado, los
significados que tienen ciertos aprendizajes económicos para sus vidas, lo que ellos mismos
enseñan a los adultos que les rodean y la manera cómo en este proceso se resignifican las
relaciones de interdependencia. Si bien no se puede pensar a los niños como sujetos
“estáticos” en el tiempo y, por tanto, es imposible negar la importancia de cuestiones como
la edad y las diversas influencias sociales y estructurales que inciden en el aprendizaje
progresivo de los niños, el problema de definir la educación para el consumo desde este tipo
de perspectivas es que asumen un desarrollo “universal” de todos los niños
independientemente de su contexto. Se hacen generalizaciones sobre las capacidades de los
niños y, sobre todo, se piensa que se trata de un proceso unidireccional y de carácter
dependiente, en el que los niños solo son “aprendices pasivos” en relación a los adultos, que
son quienes supuestamente saben desenvolverse “con” y “en” el mercado.
Tomando distancia de este tipo de ideas, en este segundo capítulo propongo abrir una
serie de ventanas etnográficas que corresponde al encuentro entre los niños y el mercado, a
partir del análisis de prácticas de consumo cotidianas, especialmente en el ámbito comercial
y escolar. Planteo que los niños, al igual que los adultos son consumidores del presente, que
interpretan, dan significado a los bienes, el dinero, los servicios, los espacios y las
experiencias de consumo. En este sentido, la educación para el consumo se comprende como
un “aprendizaje continuo e inacabado, que incluso se modifica en la madurez” (Cook 2010,
106
52) y, por tanto, se configura más que a partir de la dependencia, a través de la
interdependencia de niños y adultos.
Las prácticas de consumo de los niños se desarrollan en una compleja red de
relaciones sociales (familiares, entorno escolar, mercado, pares de amigos), por lo que no son
individuales, sino relacionales e interdependientes. Esto supone que la educación para el
consumo no es un proceso unidireccional, ni finaliza en la edad adulta; por el contrario, es
permanente, que se renueva constantemente. El consumo no solo se materializa y finaliza en
los actos de compra de bienes o la adquisición de servicios, sino en lo que hacen y son capaces
de hacer los niños y los adultos que les rodean con sus deseos, el dinero, los bienes, los
servicios, los espacios y los mensajes a los que tienen acceso o no, es decir, cómo usan,
intercambian y le dan significado a su mundo material y comercial.
Sin embargo, también hay que tener cuidado con esta idea contemporánea, pues
pensar a las niñas y los niños como consumidores competentes, creativos, autónomos,
soberanos, que participan activamente en el mundo comercial muchas veces desdibuja y
oscurece las tensiones y contradicciones no solo con el discurso moderno, sino con la
experiencia práctica de muchos de los protagonistas de este estudio. Tal como lo señalé en el
capítulo anterior, habría que preguntarse de una manera amplia por las posibilidades, pero
también por los límites de este rasgo del discurso contemporáneo en un contexto particular
de niños de clase media bogotana. En estos términos, los niños tienen, como cualquier otro
consumidor, limitaciones, controles y restricciones, pero a la vez espacios de elección,
creatividad y apropiación (Buckingham 2011, 44).
Así, mientras que uno de los rasgos que promueve el capitalismo desde el discurso
contemporáneo es el del niño como un “consumidor competente”, como si fuera una
característica individual, innata, y casi ‘natural’ de los niños de hoy, las prácticas cotidianas
de los protagonistas en escenarios de consumo específicos, como los que analizaré en este
capítulo, muestran que la idea de niño consumidor y cliente pasa por diferentes tensiones,
contradicciones y limitaciones cuando se cruzan con las ideas modernas sobre la infancia y
con los roles sociales y las características que los adultos les asignan a los niños.
En cada uno de los siguientes apartados me enfoco en comprender cómo ocurre y se
materializa el proceso de educación para el consumo en diferentes escenarios: un parque
temático infantil, las tiendas escolares y algunos lugares de comercio como supermercados y
107
centros comerciales. Las ventanas etnográficas y las discusiones de los niños y adultos
protagonistas mostrarán los diferentes aprendizajes y conocimientos que se adquieren en ese
proceso. Algunos son de índole comercial: aprender a esperar; a hacer fila; preguntar el valor
de los productos o servicios antes de pedirlos; no cruzar los límites establecidos de los
espacios (registradoras, módulos de atención); no sacar los productos de los empaques antes
de comprarlos y exigir un buen servicio como clientes. Otros son de naturaleza económica:
reconocer el valor de cambio del dinero; aprender a comparar los precios y la calidad de los
productos; seleccionar la mejor opción de compra entre varias; reflexionar sobre ganancias
y pérdidas; jerarquizar bienes, servicios, experiencias y personas; aprender a postergar
gratificaciones inmediatas a cambio una ganancia futura mayor, entre otras.
Como se verá, el proceso de educación de los niños para el consumo ocurre por
diferentes vías: por instrucción de los adultos - padres, por el intercambio de conocimientos
entre los mismos niños o por las experiencias con los vendedores. Algunos de estos
aprendizajes pueden ser explícitos cuando los adultos (maestros, padres, comerciantes) les
llaman la atención, verbalizan lo que deben o no hacer, cómo deben comportarse, actuar y
estar en un espacio de comercio. Otros, en cambio, son más tácitos y pasan por la omisión,
el trato diferencial o las preguntas incómodas cuando los niños desean desempeñarse como
clientes (administrando el dinero, eligiendo, opinando, etc.). En estos momentos, los niños
también aprenden a crear y a desplegar sus propias tácticas para contrarrestar y sortear las
restricciones, regulaciones y desigualdades en los contextos comerciales.
-Una ciudad a escala de niños: consumo en un parque temático
• Niños: ¿ciudadanos consumidores?
Los parques temáticos e interactivos que representan ciudades ‘reales’ a escala de
niños se han convertido en uno de los espacios de consumo y de entretenimiento infantil más
importantes en ciudades metropolitanas de diferentes países del mundo. Por ejemplo, la
franquicia Kidzania se encuentra en ciudades como Londres, Toyio y Ciudad de México y la
marca Divercity en países como Panamá, Guatemala, Perú y en ciudades colombianas como
Medellín, Barranquilla y Bogotá. A mediados del 2017, visité la versión bogotana de este
parque temático que está ubicado en el norte de la capital, punto que concentra barrios de
estratos socioeconómicos 3, 4 y 5. Este se encuentra en un centro comercial con circuitos de
108
seguridad privada y el costo de la entrada para los niños es de $47.50019 y para los adultos
de $20.00020. Todas estas características de acceso espacial y económico suponen de entrada
una segmentación económica del público infantil y familiar al que está dirigido, es decir, la
denominada clase media emergente.
La página web oficial de este parque afirma que Divercity es un espacio en el que
“niños y niñas entre los 3 y los 13 años pueden asumir varios roles entre oficios y profesiones
mientras aprenden cómo funciona el mundo real (…) Pueden tomar decisiones y asumir retos
mientras aprenden de forma divertida en una ciudad hecha a su medida”. No es extraña la
emergencia de este tipo de parques temáticos teniendo en cuenta que desde finales de los
años ochenta con la Convención de los Derechos de los Niños (1989), el consumo y el
entretenimiento se han alineado como parte de los derechos que idealmente deberían tener
todos los niños del mundo: “la noción de elección del consumidor y los derechos del
consumidor y su conexión con la ciudadanía hacen del acceso de los niños al consumo una
extensión “natural” de los derechos del niño” (Langer 2004, 270).
Divercity es un espacio de entretenimiento infantil particularmente interesante, pues
podría entenderse como una de las expresiones más claras de la materialización del proyecto
de educación para el consumo en el que participan conjuntamente las familias y el mercado
en un contexto como el bogotano. Al recorrerlo observé cómo el parque estableció alianzas
comerciales con varios patrocinadores de empresas colombianas. Marcas de servicios de
salud, construcción, financieros, comunicación, mensajería, comunicación y belleza, así
como productos de alimentación estaban constantemente expuestas a la mirada de los
visitantes. A los niños se les mostraban videos institucionales de las empresas y se les
enseñaba los procesos de producción industrial y comercial de cada una.
A pesar de que en el parque eran visibles un gran número de marcas de productos y
servicios colombianos de diferente índole y que el objetivo fundamental era que los niños
simularan trabajar en diferentes oficios, ganar ‘dinero’ y luego, aprendieran a comportarse e
interactuar con los comercios como clientes, este proyecto se presentaba más como un
espacio de entretenimiento familiar e infantil y, sobre todo, como una apuesta de formación
19 Esto equivale aproximadamente a USD 12.56, es decir, 1.62 veces un salario mínimo diario en Colombia
($29.260) para 2020. 20 Esto equivale aproximadamente a USD 5.29, es decir, el 68% de un salario mínimo diario en Colombia
($29.260) para 2020.
109
de los niños en ciudadanía. La página web exponía que los niños y niñas visitantes obtendrían
unos aprendizajes concretos: “respetar y seguir normas”, “participar en sociedad”, “trabajar
en equipo”, “aprender a ser autónomos y cooperativos”, “aprenderse a comportar bien”,
“reflexionar sobre el sentido de la vida” y “aprender a ser críticos y activos en las
transacciones”. Con excepción de este último ítem, era interesante observar que la educación
para el consumo no se mencionaba explícitamente como uno de los propósitos del parque
temático, aunque constantemente a los niños se les estuviera indicando por qué era
importante trabajar para ganar dinero y en qué podían gastarlo.
Como muchos otros espacios de entretenimiento y consumo dirigidos a un público
infantil, me pareció comprensible que este parque no se promoviera a sí mismo en sus
anuncios publicitarios como una forma de acercar a los niños al mundo económico. Hacerlo
sería arrojar un velo de sospecha y de señalamientos sobre los riesgos de introducir a los
niños en el mundo del consumo y de los cuales se desprenden ideas como la
“comercialización de la infancia” o el “consumismo infantil” (Postman 1983; Klein 2001;
Linn 2004; Schor 2004; Palmer 2006, entre otros). Por ello, resultaba más atractivo
comercialmente y menos cuestionable sustentar los propósitos de este espacio como una
apuesta de educación ciudadana.
Imagen 6: “¿Tienes alguna diverpregunta: principios/ cultura? Página web oficial Divercity”. Bogotá, julio
2017.
110
Esta justificación, sin embargo, también resultaba compleja en términos de la relación
que implícitamente se sugiere entre educación para el consumo y el proyecto de construcción
de ciudadanía. Desde una perspectiva liberal, varios teóricos como las historiadoras Lizabeth
Cohen (2003), Natalia Milaneso (2014) y el antropólogo Daniel Miller (2012) han mostrado
cómo la noción de consumo privado se entrelaza con la noción de ciudadanía pública, en
cuanto permite pensar en primer lugar, que la satisfacción personal a través del consumo
activa la economía de un país, segundo es vista como una estrategia de movilidad y
participación social de muchos otros ciudadanos (Cohen 2003) y además, induce a que
grupos sociales que “habían tenido una participación mínima o marginal en el mercado”
(Milanesio 2014, 53), puedan pensarse como ciudadanos - consumidores con poder de
transformación social (Miller 2012).
Percibí que la conexión que presentaba este parque temático entre ciudadanía y
consumo no estaba sustentada en la idea de pensar a los niños como consumidores del
presente y, por tanto, no estaban refiriéndose a la configuración de una ciudadanía infantil.
Tal como lo sugería la página web el propósito era que el niño jugara “a ser grande” y con
ello, “jugara a ser buen ciudadano”. En este sentido, había implícitas varias ideas que se
desligaban del discurso moderno y de la perspectiva desarrollista de la socialización del
consumo: primero, que los niños desde su presente y por derecho propio, no se comprenden
como consumidores y, por tanto, como ciudadanos. Segundo, que solo en la medida en que
los niños simularan ser “grandes” a partir de roles de adultos y jugaran a trabajar, consumir
y manejar dinero, podían pensárseles como ciudadanos. Y de esto último se derivaba que si
trabajar, consumir y ganar dinero eran los roles que debían ‘simular’ los niños a partir del
juego para “parecer” adultos - consumidores - ciudadanos, se estaba partiendo del discurso
moderno que supone, en contra de las experiencias y la evidencia empírica en muchos
contextos locales y mundiales, que los niños en sus vidas prácticas y cotidianas no trabajan,
no consumen, ni manejan dinero.
Fue la complejidad de este espacio de consumo diseñado para niños, pero en el que
se pretende que simulen roles adultos, lo que me llevó a pensarlo como un lugar etnográfico
particularmente interesante. Allí podía observar a niños y niñas “jugando” en dos escenarios
de los que normalmente se les quiere extraer: el trabajo y el consumo. Al tratarse de un juego
de simulación, ni los padres o maestros acompañantes, juzgaban como moralmente
111
incorrecto que se estuviera invitando a los niños a desempeñar trabajos como panaderos,
modelos, policías, médicos, periodistas o bomberos, ni tampoco se sospechaba de los niños
que realizaban compras con divis, la moneda oficial del parque. Todo lo contrario, los adultos
celebraban el trabajo y el consumo como juego infantil.
Imagen 7: “Paula modelando en casa de modas” y “Niña aprendiendo a hornear pan”. Divercity, Bogotá,
julio 2017.
Para los adultos la propuesta de simulación del parque era clara y por ello, podían
celebrarla y estimularla. En cambio, para los niños visitantes la interacción resultaba más
compleja. Mientras que, para algunos, sobre todo los más grandes, las actividades que se les
proponía en el parque se entendían como un juego y sabían muy bien cómo debían
comportarse frente a los adultos, qué se esperaba de ellos e, incluso, eran capaces de seguir
las instrucciones de simulación de los guías; para otros, generalmente los niños más
pequeños, la pretensión de simulación del parque resultaba bastante confusa.
Constantemente actuaban de una manera que podía estar más cercana a cómo se relacionaban
con el consumo en sus vidas cotidianas.
En este sentido, si los niños que visitaban este parque no eran pensados por derecho
propio como ciudadanos - consumidores y debían simular “ser grandes” para desempeñarse
como tales, me pregunté ¿cómo se produce entonces el proceso de educación para el
consumo en un escenario de simulación y juego como este?, ¿qué tipo de conocimientos y
aprendizajes económicos eran aceptables para los niños y cuáles no?, ¿qué prácticas y
discursos de la vida real sobre el consumo y el trabajo se entrecruzaban con la experiencia
112
de juego en este parque?, ¿qué elementos de los discursos moderno y contemporáneo sobre
la infancia entraban en tensión? y ¿qué suponía esta materialización de la educación para el
consumo sobre las relaciones entre niños y adultos?
Acceder a este parque temático solo es posible si se está acompañado de un niño o
niña. Como regla general, los adultos solo pueden entrar al parque en calidad de
acompañantes. Por ello, Paula (11 años), mi prima, se convirtió en mi guía. Ella ya había
visitado Divercity dos veces y esto la hacía tener una experiencia importante sobre la
dinámica del parque. Llegamos y lo primero que encontramos fue un complejo sistema de
seguridad con torniquetes a la entrada, cámaras de vigilancia, censores, alarmas y
funcionarios a la entrada y a la salida del parque. Adicionalmente, tanto a padres como a
niños se les asignaban unos brazaletes con chips para monitorear su ubicación.
Según la página web, la seguridad era uno de los factores fundamentales de Divercity,
pues “permite que los papás estén tranquilos, mientras los niños juegan de forma autónoma
y aprenden a ser independientes”. Cuando entré con Paula, una de las operarias hizo énfasis
en que “la niña no podrá salir del parque y podremos rastrearla”. Luego, la primera acción
de todos los niños al entrar al parque era dirigirse a la Registraduría para recibir su cédula de
“Diverciudadanos”.
Imagen 8: “Paula en la entrada del parque”. Divercity, Bogotá, julio 2017.
Lejos del proceso real para adquirir la cédula de ciudadanía que debemos hacer todos
los colombianos a partir de los 18 años, en Divercity los padres eran los que diligenciaban
los documentos y animaban a los niños a presentar su mejor perfil fotográfico. El niño recibía
su documento de identificación y desde ese momento todos los funcionarios del parque
estaban entrenados para dirigirse a ellos como “señor” y “señora”. Su condición de
ciudadanos solo era posible si en el juego se les nombraba como “adultos”, aunque
113
paradójicamente el espacio hipervigilado y controlado estuviera más asociado al discurso
moderno, que ubicaba a los niños visitantes como seres inocentes y vulnerables que
necesitaban protección.
Me llamó la atención cómo los aprendizajes de “participación”, “independencia”,
“agencia” y “autonomía” que proclamaba Divercity, como parte de los objetivos del proyecto
de formación en ciudadanía, se cruzaban constantemente con el diseño y la dinámica que se
desplegaba en este parque temático. La ilusión de autonomía de los “diverciudadanos”
contrastaba con un espacio que monitoreaba y vigilaba cualquier movimiento de los niños
visitantes. Esto se constituía en un primer indicio de cómo en un mismo espacio comercial
confluían tanto el discurso contemporáneo promovido por el mercado e inspirado en
paradigmas como la sociología de la infancia y la Convención de los Derechos del Niño,
como el paradigma de protección de los niños del discurso moderno (Bond 2014, 11).
En los avisos e instrucciones del parque se invitaba a que los niños actuaran y
aprendieran a desempeñarse como verdaderos ciudadanos - consumidores, es decir, que
caminaran y circularan solos por la ciudad miniatura, eligieran por sí mismos los lugares que
visitarían, compraran autónomamente con sus divis y eligieran el trabajo que más les gustara
para ganar dinero. En la práctica, aunque los niños tomaban algunas micro - decisiones, el
diseño del parque, el rol de los operarios, así como el mismo comportamiento de los padres
revelaba constantemente la reproducción de una imagen infantil vulnerable y potencialmente
en riesgo.
Los adultos (padres, maestros, instructores) constantemente privilegiaban la
vigilancia sobre la autonomía y la supervisión sobre la independencia. Los veía
constantemente observando a los niños a través de las vitrinas transparentes de cada
atracción. Supervisaban con cautela a los niños desde las pantallas de los televisores que
estaban dispuestas a la salida de cada juego, los cargaban, los sostenían de la mano, los
perseguían por el parque y los esperaban frente a cada atracción. A pesar de lo pequeño y lo
hipervigilado del parque, escuché a una madre reprendiendo a su hija “porque se le había
perdido” y a una niña que le decía a su padre que “se quedara cuidándola a ella porque era
más pequeña que su hermano”.
Resultaba paradójico que en un espacio de entretenimiento infantil que fue diseñado
en términos materiales para la diversión y el juego “independiente” y “autónomo”, fuera
114
evidente que los niños, tuvieran restricciones y límites de circulación y movimiento por el
parque. El discurso contemporáneo que promueve constantemente el mercado con ideas de
empoderamiento, agencia y participación habría que ponerlo entre comillas cuando se piensa
de manera ilimitada: “los niños no pueden considerarse agentes completamente libres,
ejerciendo el libre albedrío y la elección a cada paso” (Boden, Pole, Pilcher, Edwards 2004,
6).
Imagen 9: “Niños jugando a ser médicos cirujanos. Vitrina de acceso a padres de familia del “Hospital”,
Divercity. Bogotá, julio 2017.
Aunque la experiencia de los niños participantes se acercaba más a una simulación
de educación para la ciudadanía y para el consumo, no significaba que las promesas de
autonomía e independencia del parque no fueran constantemente mencionadas por los padres
como aprendizajes que, a su criterio, obtenían los niños visitantes. Sandra, la madre de
Luciana (4 años), aunque permanentemente estuvo sosteniendo a la niña de la mano, afirmaba
que su hija aprendía “independencia y algo de economía porque ellos ganan, pagan. De
autonomía porque ella decide a dónde va, qué quiere hacer”.
Por su parte, Karol, madre de Valeria (6 años), me decía que le gustaba porque “hace
que ellos sean como muy independientes, manejan plata, que quieren ir a un lado, que quieren
ir a otro. Es un mundo de niños”. Sin embargo, después de un tiempo de conversación sobre
las prácticas económicas de la niña, la madre afirmaba que Valeria se gastaba el dinero rápido
y no ahorraba. “Ella tiene una alcancía, pero la quiere destapar todo el tiempo, pero nosotros
no dejamos que ella la destape. Ella tiene límites, solo la puede destapar en ciertas fechas”.
En tanto Milton, el padre de Daniela (8 años) también sostenía que: “ellos pueden ser
independientes, es un mundo diferente de sacarlos a algún parque para que se diviertan, pero
no conocen del mundo de los grandes. Esto les enseña a divertirse y a aprender, pues ella no
115
sabe de dónde sale el dinero, entonces yo pienso que esto también les ayuda a saber eso. Ella
muchas veces piensa que solo es retirar la plata y que está siempre disponible”.
En los testimonios de estos padres salieron a relucir varias cuestiones importantes.
Primero, aunque el parque no hiciera explícito que hay un proyecto de educación para el
consumo, los padres sí lo reconocían así, incluso diferenciaban Divercity de otro tipo de
parques infantiles que solo tuvieran objetivos de entretenimiento. La gran mayoría
expresaron que los niños iban a divertirse, pero sobre todo a adquirir conocimientos
económicos. Sin embargo, esta doble función también les representaba ambigüedades. No
fue casual que una de las madres haya afirmado que Divercity era un “mundo de niños”.
Asociaba de manera directa la noción de parque como un espacio infantil, aunque fuera un
lugar que reproducía roles adultos y poco infantilizados. Como lo muestra Viviana Zelizer
(1985), aproximadamente desde la década de los treinta del siglo XX, los parques se
convirtieron en los lugares sagrados para la infancia, en los espacios públicos que separaban
los adultos de los niños (Zelizer 1985, 49 - 50).
También, varios padres que entrevisté reconocieron que el proceso de educación para
el consumo no ocurría exclusivamente en este parque, aunque lo consideraran uno de los
escenarios complementarios. Muchos hicieron explícitas las diferencias entre lo que los niños
podían hacer en el parque en términos de ‘juego’, (manejar dinero didáctico y simular
compras), versus las dinámicas económicas reales de la cotidianidad familiar: las acciones
concretas de esta educación económica y los límites que tenían los niños. Tal como me lo
expresó la madre de Valeria, una cosa era la independencia de la niña con el dinero didáctico
y otra muy diferente lo que ocurría en el hogar cuando se le restringía abrir la alcancía de sus
ahorros si no eran “fechas especiales”.
Como lo sugiere David Buckingham (2011), en general, los consumidores son
siempre activos, independientemente de si son adultos o niños, pero hay diferentes grados de
participación. La noción de consumidor siempre activo debe repensarse. Hay que preguntarse
por los límites y los significados de esta participación. En el contexto del consumo de los
niños “es especialmente importante enfatizar que actividad no es lo mismo que agencia o
poder” (Buckingham 2011, 35). Que los niños pudieran asistir a un parque temático que
promovía una idea contemporánea de infancia ciudadana - consumidora, autónoma e
independiente, no significaba que, en la práctica, en sus recorridos y circulación por el
116
parque, no se enfrentaran a regulaciones, límites y restricciones por parte de sus
acompañantes o de los instructores. En el próximo apartado mostraré algunas de las tensiones
que identifiqué por cuenta de cómo debía materializarse la educación para el consumo en
este parque temático: lo que este espacio pretendía enseñar a través de la simulación, lo que
los padres deseaban que los niños aprendieran y lo que, en efecto, los niños interpretaban que
debían hacer y aprender en este espacio.
• Entre la simulación y las prácticas de consumo infantil
Al recorrer el parque guiada por Paula, observé a algunos niños, generalmente los
más grandes, desenvolverse con soltura y comprender el objetivo de simulación. Reconocían
qué se esperaba de ellos y actuaban según la expectativa de los adultos. Otros, en cambio, no
parecían entender muy bien la intención de simulación, por lo que consultaban las decisiones
a sus padres: gastar o no el dinero didáctico; entrar o no a alguno de los juegos. Vi a varios
niños inseguros con la idea de manejar el dinero del parque, muchos prefirieron dárselos a
sus padres y otros tenían intenciones de “ahorrarlo”, aunque sus acompañantes insistieran en
que la idea era “gastarlo”.
En el primer grupo de niños estaba Paula (11 años), mi guía. Desde que llegó y gracias
a su experiencia previa en el parque conocía muy bien qué se esperaba de ella en este espacio
de consumo y de entretenimiento infantil. Me expresó que quería ir a la fábrica de pan de
“Comapán”, se quería pintar las uñas con “Masglo”, trabajar como voluntaria de bomberos
y ser médica de bebés. Me explicó que, al ‘trabajar’ los niños ganaban “divis”, el dinero del
parque con el que podían hacer transacciones de compra y venta. Se desenvolvía con facilidad
en el parque, esperaba paciente en las filas de cada atracción, pagaba con sus divis, esperaba
el cambio y también me daba instrucciones y opciones sobre lo que podía hacer como su
acompañante: visitar la guardería de papás o esperarla al salir de cada juego. A medida que
fuimos recorriendo las atracciones, Paula se alegraba cuando recibía divis producto de su
‘trabajo’ en los bomberos, la estación de radio y el hospital. Decidió que yo guardara sus
divis y cada tanto me preguntaba cuánto tenía acumulado.
Cuando llegamos a la “Pasarela de modas”, un lugar en el que los niños podían
probarse y modelar diferentes atuendos, Paula debió pagar 2.000 divis por vivir esta
experiencia. Mientras modelaba y posaba para las cámaras, llegaron varios niños
117
“cobradores” de Codensa, la empresa de energía de Bogotá, quienes obligaron a todos los
niños - clientes de la pasarela a pagar por la luz del establecimiento de moda. Al principio no
entendí por qué si Paula estaba simulando trabajar como modelo, tenía que pagar con sus
divis y tampoco, por qué los niños de Codensa estaban haciendo un cobro adicional a los
clientes. Luego, Paula me explicó que ciertas atracciones del parque eran más demandadas
por los niños, que otras. Por ejemplo, el hospital, la panificadora, la estación de bomberos y
el salón de modas tenían muchos más visitantes que otros como Codensa, que eran lugares
menos atractivos para el público infantil. Por ello, la administración del parque optó porque
los niños que desearan entrar a las atracciones más demandadas, como la pasarela, pagaran
su ingreso con los divis y si, en cambio, se decidían por otras menos entretenidas como
Condensa, ganaran divis. De esta manera, se pretendía regular la oferta y la demanda de
visitantes en cada atracción.
Por esta razón, Paula no solo pagó por modelar, sino que tuvo que dar 5.000 divis a
los niños cobradores de Codensa. Salió molesta, pues consideraba que era un “pago injusto”
que no le correspondía asumir. “Vamos a recuperar mi plata”, me dijo. Lo interesante de esta
situación fue la reflexión y posterior toma de decisiones que suscitó en la niña: “mientras que
en Comapán y en los bomberos solo pagan 2.000 divis, en Codensa pagan 5.000, aunque sea
menos divertido”, me explicó. Al hacer el contraste de ganancias vs. la diversión, Paula
decidió que prefería invertir su tiempo en una atracción menos divertida, pero que le
representaba más divis. Así, decidió enlistarse como voluntaria de la empresa de energía y al
final, salió triunfante con sus 5.000 divis.
Entendí que Paula sabía y era muy consciente de que los divis eran billetes didácticos.
Entonces, ¿por qué deseaba tanto volver a recuperarlos e invertir su tiempo de diversión en
una atracción que no le era entretenida?, ¿qué valoración le estaba otorgando al dinero
didáctico y qué sentido tenía para ella ahorrarlo? Al inicio, no era muy claro para mí cuáles
eran las razones de fondo que podían explicar este tipo de decisiones. Era evidente que Paula
sabía la intención de simulación del parque, también entendía perfectamente cómo debía
actuar y comportarse en cada atracción, pero observaba su afán por reunir divis y evitar en lo
posible gastarlos.
Muy próximas a finalizar la jornada y a que cerraran el parque Paula me llevó a la
“Tienda de redención de divis”. Estando allí me explicó que quería recuperar los divis para
118
invertirlos en el único establecimiento del parque en el que este dinero didáctico adquiría un
valor de compra real para adquirir juguetes. Paula deseaba comprar una muñeca, pero solo
contaba con 20.000 divis y todos los juguetes de la tienda estaban valorados de 90.000 divis,
en adelante. Por ello, Paula, más que estar interesada en reunir divis para gastarlos en las
atracciones del parque aquel día, prefería guardarlos, “ahorrarlos” y utilizarlos para la compra
de un juguete en una próxima visita, aunque no tuviera la certeza de cuándo sería, ni tampoco
estuviera en sus manos decidir cuándo regresar al parque. Me contó que ya tenía varios divis
en su casa y que con los 20.000 que había reunido aquel día podría comprar su muñeca.
“La tienda de redención de divis”, además de ser una estrategia de mercadeo del
parque para que los padres y niños deban hacer más de una visita para acumular divis, al
tiempo, era un escenario de toma de decisiones económicas para los niños. Entendí por qué
varios niños visitantes, incluyendo a Paula, preferían ahorrar los divis a gastarlos y por qué
prefirió invertir su tiempo en Codensa, aunque fuera la atracción menos divertida del parque,
a cambio de obtener más divis. La simulación de consumo que proponía el parque se cruzaba
constantemente con la invitación explícita a los niños visitantes de ‘trabajar’ en diferentes
oficios para obtener una mayor cantidad de divis y también, con prácticas de consumo reales
de productos como la juguetería.
Aunque el parque no lo reconocía de manera explícita, su propuesta era una
experiencia total de educación de los niños para el trabajo y para el consumo: como juego de
simulación y como espacio comercial. Al entrar al baño de mujeres nos encontramos con dos
niñas de aproximadamente 10 años que se reían mientras comentaban cómo con los divis no
podían pagar el servicio de dispensador de papel. De otro lado, una niña le sugería a su madre
pagar con sus divis el servicio de recuerdos fotográficos de la visita. Y un grupo de tres
primos reunían los divis de cada uno para comprar un juguete en la tienda de redención de
divis y así obviar las reglas y políticas de redención individual que proponía el parque
divulgados en varios anuncios: “los divis acumulados o ahorrados por cada diverciudadano
no pueden ser reunidos entre varias personas para redimir un premio”.
En Divercity todo el tiempo noté los entrecruzamientos de prácticas y decisiones
económicas reales con la propuesta de simulación y juego del parque. Aunque los divis no
fueran en sentido estricto “dinero real”, esto no implicaba que no tuvieran unos valores y
significados reales para los niños. El parque, además, les demandaba ciertos conocimientos
119
económicos y comerciales a sus visitantes como: comprender la ley de la oferta y la demanda
de las atracciones del parque; entender el valor de intercambio de los divis; valorar y
promediar la inversión de tiempo vs. las ganancias de divis; diferenciar entre los pagos
justificados por un servicio de los “injustos” como el de Codensa; jerarquizar y priorizar
ciertas experiencias de consumo, entre otros.
En muchos discursos y literatura sobre consumo, se suele presentar a los niños a
través del discurso moderno como consumidores “ingenuos”, “inmaduros”, “emocionales” e
“impulsivos” (Klein 2001; Quart 2003; Schor 2004; Linn 2004; Acuff y Reiher 2005; Mayo
y Nairn 2009). Se presume que todos se dejan llevar por los instintos y los deseos
cortoplacistas y, por tanto, necesitan de la orientación y vigilancia en sus decisiones de
consumo hasta llegar a la adultez. Las decisiones y acciones económicas de niños como Paula
contrastaban con estas apreciaciones. El consumo, tanto para los niños, como para los
adultos, es un proceso rico, complejo y de continuo aprendizaje, donde se ponen en juego
tanto decisiones racionales y cognitivas, como emocionales y subjetivas. Los niños
progresivamente están aprendiendo ciertos “dispositivos de juicio” (Karpik 2010) a través de
los cuales están ordenando el mundo económico y sus prácticas de consumo cotidianas a
través de sus valoraciones, cálculos, comparaciones, atribución de cualidades, reflexión sobre
ganancias y pérdidas, postergación de ganancias y jerarquización de bienes, servicios,
experiencias y personas.
En este escenario de simulación de consumo infantil, Paula, como muchos otros niños
visitantes del parque, estaban aprendiendo y poniendo en práctica tales “dispositivos de
juicio” económico y tomando decisiones de consumo reales. No solo ponderaban el tiempo
de diversión vs. las ganancias económicas que pudieran obtener por vía de su ‘trabajo’,
también cuestionaban las políticas administrativas del parque para el intercambio de divis;
resignificaban el valor del dinero didáctico, cuando lo ahorraban o proponían comprar
recuerdos fotográficos con este dinero, y aprendían a posponer la gratificación inmediata del
gasto de divis, por una recompensa material futura representada en la compra de juguetes.
Todo esto hacía parte de un proceso de racionalización y evaluación monetaria, en el
que los niños también, como los adultos, vinculaban clasificaciones, mediciones, juicios,
cálculos, categorías y números (Guyer 2004). Más allá de las transacciones básicas de
simulación de pago y compra que ideó el parque para que los niños se relacionaran con el
120
dinero a través de los divis, en realidad, se producían muchas otras prácticas y relaciones
económicas entre los visitantes (niños y adultos) y también rutas no esperadas y menos
explícitas de educación para el consumo. Por ejemplo, en el testimonio de Vanesa, la madre
de Sara (8 años) y Valentina (10 años), se evidenciaba el tipo de aprendizajes que, a su
criterio, obtenían las niñas al venir al parque:
En este lugar ellos aprenden prácticamente lo que los adultos hacemos, que es salir todos los
días, trabajar, ganar dinero y así mismo gastamos. En este momento ellas se encuentran en el
salón de belleza y están pagando por consumir. A ellas les gusta por el tema del ahorro, pueden
ir a cambiar por algún regalito. Lo bueno de este parque es que se desprenden de los aparatos
electrónicos y del internet. Ellas quieren estar pegados a sus juegos y a su música. Los
YouTubers influencian a los niños en muchas cosas negativas y ellos no quieren desprenderse
y acá realmente no queda tiempo para eso porque hay que hacer fila, hay que esperar el turno,
entonces me parece muy chévere por eso. Mis hijas no han pedido hoy el celular, porque
generalmente todo el tiempo es mami la tablet, mami el celular, que me aburrí.
Desafortunadamente el internet hace que tu todo lo tengas ya, y al tiempo. Acá tienen que
esperar, tienen que ser tolerantes, tienen que ver que hay niños más grandes que ellas, que
tienen más destrezas que ellas, que tienen que respetar, que tienen que atender las instrucciones
de los adultos y no pueden hacer lo que quieren (Entrevista Vanesa, Divercity, Bogotá, julio
2017).
Esta madre planteaba que sus hijas, además de saber cómo se obtiene el dinero,
aprendían a esperar, atender instrucciones, hacer fila, entre otros. Además, aunque el parque
en sí mismo era un escenario de consumo, para esta madre funcionaba como una excusa para
sustraer a sus hijas de otro tipo de consumos, en su caso, el de medios y tecnologías. Se
trataba de una estrategia de consumir, para no consumir. Una forma de diferenciar entre los
buenos y los malos consumos.
Pero, así como la experiencia de Paula y de algunos niños mencionados ofrece una
visión de prácticas de consumo relativamente autónomas y participativas, no hay que reducir
y simplificar el asunto a esta imagen unidimensional. Por ejemplo, Vanesa afirmaba que el
parque ayudaba también a que sus hijas aprendieran a que “tienen que respetar, que tienen
que atender las instrucciones de los adultos y no pueden hacer lo que quieren”. Esto indicaba
implícitamente que sus hijas no siempre se comportaban obedientemente, como ella lo
deseaba. Por ello, utilizaba esta experiencia como una forma de reafirmar un orden relacional
vertical, en el que las niñas debían aprender a obedecer a los adultos. De esta manera, en
Divercity estos padres y niños ponían en juego más que un momento banal de la vida
cotidiana. En este escenario de consumo se desplegaban formas de “administrar las relaciones
asimétricas de poder entre niños y adultos” (Peña, Chávez y Vergara del Solar 2014, 295).
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Como sostuve al inicio de este capítulo, el discurso contemporáneo de la infancia
promueve una idea universalista de los niños como consumidores autónomos, exigentes,
competentes y autodidactas, que no necesitan de la orientación adulta. Pero, así como el
discurso moderno muestra el consumo como una esfera que erosiona la infancia y a los niños
como seres incapaces de tomar decisiones económicas racionales por sí mismos, el discurso
contemporáneo también es susceptible de ser cuestionado. En la experiencia etnográfica
encontré que el consumo es una práctica cultural, social y relacional y, por ende, articulada
a las decisiones, jerarquías, desigualdades y desequilibrios de poder entre los adultos y los
niños.
Las ventanas etnográficas que presento en cada apartado, más que orientarse hacia un
lado de la discusión, me mostraron la heterogeneidad de acciones, significados y formas de
relación que se gestaban en el encuentro entre los niños y los adultos en escenarios de
consumo como Divercity. Desde la perspectiva configuracionista, las relaciones de
interdependencia social dependen de los “grados de participación” y los “grados de
autonomía” de los sujetos con el mundo social. Los niños, al igual que los adultos, “poseen
un grado superior o inferior de autonomía relativa, pero nunca tienen una autonomía total y
absoluta, y que, de hecho, desde el principio hasta el final de su vida, se remite y se orienta
a otros seres humanos y dependen de ellos” (Elías 1987, 44).
En Divercity, los niños visitantes eran consumidores con diferentes grados de
participación, pero estos grados dependían en gran medida de las prácticas económicas reales
que estos mismos tuvieran en sus hogares, escuelas o comercios. Cada niño y niña tenía unas
experiencias y conocimientos previos que eran el resultado de las estrategias de educación
para el consumo desplegadas por los adultos (padres, familiares, comerciantes), pero también
de su interacción con los pares y, en general, de la importancia que tenía esta dimensión en
sus vidas como niños.
Así como Paula hacía parte del grupo de visitantes que parecían reconocer muy bien
las normas, dinámicas y lo que se esperaba de ellos como “consumidores” en este espacio de
entretenimiento, otros niños encontraban más ambigua la diferenciación entre la propuesta
de simulación del parque y sus prácticas de consumo cotidianas. Para muchos de ellos, el
mismo parque se convertía en un entrenamiento, a veces difícil, de lo que significaba
comportarse y actuar como un consumidor.
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En todas las atracciones, los “diverciudadanos” debían hacer fila para el ingreso. A
la entrada de cada juego había un reloj indicando el tiempo de espera para el siguiente turno.
Allí, en la fila, los niños se separaban de sus padres y observaban a los demás niños. Todos
debían aprender y poner en práctica ciertos modos de comportarse como clientes -
consumidores: esperar, respetar el turno, pagar con sus divis y recibir el cambio. Muchas de
estas son instrucciones que se aprenden progresivamente en la vida cotidiana al enfrentarse
a escenarios de compra reales. Sin embargo, algunos niños que estaban allí no parecían estar
muy familiarizados con estos modos de ser y comportarse comercialmente, por lo que el
parque se les presentaba como todo un reto.
Una de las atracciones más visitadas por los niños era el supermercado. Se esperaba
que los visitantes hicieran la fila para entrar a la atracción y luego, simularan hacer compras,
elegir los productos por sí mismos y luego, pagaran con divis en la caja. Advertí que muchos
niños no reconocían las reglas que se establecían a la entrada de esta atracción: lloraban, se
sentaban en el suelo obstaculizando el paso de los demás niños, se colaban o querían pasar
antes de su turno. El supermercado quizás sea uno de los lugares más paradigmáticos en
términos de educación para el consumo. Como lo plantea la historiadora norteamericana
Victoria De Grazia, al analizar el caso de los supermercados en Italia, los supermercados
“implican cambios tumultuosos en los hábitos de compra de la vida cotidiana” (De Grazia
2005, 379). Este no solo hace que las ventas sean más eficientes, sino que al mostrar las
mercancías como “espectáculo”, debe inculcar ciertos conocimientos y habilidades entre los
consumidores (Glennie 2005, 182). Algunos de estos aprendizajes comerciales son:
reconocer los nuevos símbolos del espacio, ser capaces de seleccionar y comparar entre
diferentes tipos productos, hacer cálculos de gastos, saberse relacionar con el personal
(cajeros, vendedores) y utilizar ciertos artefactos como los carritos de compra.
Es muy común encontrar en supermercados bogotanos a niños y niñas acompañando
a sus familiares a realizar compras. Este se convierte en un entrenamiento de cómo actuar en
este espacio de consumo. Sin embargo, cuando se trata de un “supermercado simulado” como
el de Divercity las reglas cambian y, algunos niños no comprendían muy bien qué era lo que
se esperaba de ellos. Mientras Paula hacía la fila para entrar a la atracción, llegó una niña de
5 o 6 años aproximadamente. Entró al supermercado y tomó su carrito de compras para
comenzar a mercar. Ignoró completamente la fila en la que estaban los demás niños y
123
simplemente pasó al área de compras. Una instructora del parque le llamó la atención
inmediatamente y el padre de la niña, al percatarse de lo sucedido, le gritó a su hija: “salte de
allí. Si va a ser gamina, nos vamos”. La niña confundida no entendió qué hizo mal y el padre
la ubicó en la fila.
Imagen 10: “Niños en el supermercado”, Divercity. Bogotá, julio 2017.
Paradójicamente, en un supermercado real los consumidores se desenvolverían como
lo hizo la niña, es decir, entrarían directamente al área de compras. Pero en este contexto de
simulación de consumo, reconocido y naturalizado por los adultos acompañantes e
instructores, se esperaba que los niños solo actuaran y jugaran a ser clientes, pero que no se
desempeñaran como tales. Por ello, el comportamiento de la niña que, se acercaba más a lo
que ocurriría en un supermercado real, generó molestia a los adultos y produjo desconcierto
y confusión a la niña.
Esta escena etnográfica me permitió comprender la ambigüedad entre la simulación
del parque, las expectativas adultas sobre el juego y las prácticas de consumo que proponían
los mismos niños. El padre y la instructora no reconocían a la niña como una consumidora
del tiempo presente y por ello, no valoraron, ni aceptaron que ella hubiera actuado como tal.
Solo esperaban que la niña interpretara un rol de consumidora, estructurado por el juego de
simulación del parque y que distaba de una experiencia de compra real. Segundo, aunque
esta niña, como los demás visitantes, estuvieran en un escenario que promoviera una idea de
ciudadano - consumidor autónomo, al mismo tiempo, se esperaba que los niños actuaran en
124
términos de subordinación y obediencia frente a las expectativas y órdenes de los adultos,
más que como consumidores competentes.
Lo anterior revela cómo constantemente entran en tensión los discursos moderno y
contemporáneo sobre la infancia en relación con el mundo del mercado. La expectativa sobre
los roles de los niños en prácticas económicas particulares, como la mencionada, depende en
gran medida de cómo los adultos (padres y comerciantes) entienden a los niños mismos: lo
que pueden o no hacer (competencias, limitaciones), lo que son (a veces seres del presente,
a veces seres potenciales) y lo que significa el mercado para sus vidas (riesgos, aprendizajes,
oportunidades). También se entra a definir cómo el consumo transforma y desequilibra las
relaciones de poder entre adultos y niños, y qué tan dispuestos están los adultos a que esto
ocurra.
El sociólogo británico Nikolas Rose (1999) menciona que la economía y sus
procesos, entre ellos el consumo, han desempeñado un papel importante en la producción, la
gobernanza de los sujetos y es una característica central organizadora de la vida cotidiana de
modo que “todos los aspectos de la conducta social se reconocen en términos económicos”
(Rose 1999, 142). En este caso, fue claro que, ante el menor intento por parte de la niña de
comportarse como un sujeto económico, los adultos reaccionaron y la devolvieron al lugar
de la infancia moderna, es decir, al de sujeto dependiente de las decisiones y disposiciones
adultas. Esta acción contrastaba con un parque que desde el discurso celebraba y estimulaba
el aprendizaje y la autonomía en el ámbito del consumo.
Como el padre de esta niña, escuché otros comentarios de familiares sobre el
desempeño de hijos en el supermercado. La idea era que los niños se turnaran entre diferentes
juegos de rol: cajeros, empacadores y compradores. Este último era el que más inquietud y
comentarios generaba en los padres. Muchos estaban preocupados por la manera en que sus
hijos hacían las compras. Desde las vitrinas, la mayoría de adultos observaban con atención
el tipo de productos que empacaban los niños, cuáles eran similares o diferentes de los que
adquirían en casa. Escuché a los padres de una niña de 8 años comentar: “mira, la peladita
tiene actitud”. Se mostraban orgullosos ante la eficacia y credibilidad con la que su hija
llevaba sus compras en el carrito y luego las pasaba a la registradora. Una mamá le explicaba
a su hija que en ese supermercado “sí podía mercar lo que quisiera”, lo cual pretendía hacer
clara la distinción para la niña con la experiencia en supermercados reales. Otra madre
125
expresaba con preocupación que su hijo “solo llevaba una fruta”, pues el resto eran frascos
de helado. Entre tanto, un padre comentaba con respecto a las compras de su hija: “no creo
que así le vaya a durar mucho la plata”. Conversé con Ericka, la madre de Diego (8 años)
quien me contó entusiasmada que su hijo hizo un mercado similar al que ella hacía con su
esposo: “compró fruta, verdura, cereal y yogurt”. También, Felipe, padre de Sara (6 años)
afirmaba que la niña “compró varias cosas saludables”. ¿Y ella también decide igual cuando
van de compras al supermercado?, le pregunté. “No, en absoluto. Ella no toma decisiones
sobre eso”.
Todos estos padres se encontraban de una u otra manera “evaluando” cómo actuaban
sus hijos en términos de consumo y qué tanto habían aprendido en el hogar. Algunos estaban
más orgullosos que otros. Varios cuestionaban las decisiones de sus hijos y desde el vidrio
que los separaba del interior de la atracción, intentaban afanosamente indicarles lo que debían
comprar. Para otros, en cambio, era solo un juego, muy apartado de las posibilidades reales
de decisión en la vida doméstica. Y para otros, no era una evaluación solo para los niños,
sino para ellos mismos. Les indicaba, en parte, qué tan bien estaban haciendo la “tarea” de
educación para el consumo y qué tan buenos aprendices eran sus hijos.
En toda esta mezcla de respuestas y reacciones parentales noté, por un lado, a los
padres celebrar la experiencia de simulación de consumo, pero también esta servía para
establecer diferentes mensajes: en algunos casos, se ratificaban reglas, diferencias de poder
y de autoridad y en otros, se promovía una relación más horizontal, se aplaudían las
decisiones y acciones de los niños y se estimulaba su participación. De nuevo, los discursos
moderno y contemporáneo sobre la infancia se cruzaban y se superponían, dependiendo del
momento, del escenario comercial, de qué tipo de relación establecían los padres y de cómo
los niños negociaban, aprovechaban las oportunidades o entendían su lugar en estos espacios.
Se podría pensar que en el marco de un escenario de simulación de consumo como lo
era este parque y su supermercado, los participantes experimentaban prácticas de educación
para el consumo que daban algunas pistas de cómo estos niños y sus familias llevaban a cabo
este proceso de educación en su vida cotidiana. Era notorio que el aprendizaje de los niños
no solo pasaba por el hacer y la posibilidad, sino también por la restricción y el deseo, es
decir, lo que los niños querían hacer con los conocimientos económicos adquiridos y
aprendidos, pero que solo podían poner en la práctica en un escenario de simulación como
126
este. Cualquiera que fuera la situación, las relaciones que se trazan en el contexto de la
educación para el consumo entre adultos y niños “son más elásticas, variables y alterables,
pero no son menos reales, y con toda certeza, tampoco menos firmes” (Elías 1990, 31).
Independientemente de que estos niños visitantes del parque se enfrentaran
constantemente a ejercicios de desigualdad de poder en el ámbito de las prácticas económicas
y a pesar de los esfuerzos de los adultos por contener ciertas acciones y opiniones, esto no
significaba que los niños no establecieran sus propias “tácticas”(De Certau 1990), acciones
minúsculas y que aprovecharan cualquier oportunidad, por pequeña que esta fuera, para
“metaforizar el orden dominante, haciéndolo funcionar en otro registro” (De Certau 1990,
38). Aquel día encontré a muchos niños y niñas visitantes de Divercity desplegando una
serie de comportamientos, actitudes y acciones que lograban desajustar, sorprender y generar
preguntas a los adultos. Como lo mostré, las acciones de los niños no necesariamente
apuntaban a un rechazo o transformación explícita de los órdenes y jerarquías presentadas
por los adultos en este escenario de consumo; sin embargo, al apropiarse de ciertos
conocimientos económicos y comerciales, alteraban la “naturalidad” del juego y lograban
producir reacciones en los adultos.
Por ejemplo, Paula, mi eficiente guía y acompañante, me sorprendió con su destreza,
seguridad y desenvolvimiento en las atracciones del parque. El último lugar que visitamos
fue el salón de belleza, patrocinado por una reconocida marca de esmaltes en el que se ofrecía
servicios de manicure y pintucaritas. Paula, como varias niñas, entró al establecimiento y de
manera muy natural se sentó en la sala de espera. Tomó una revista y la comenzó a hojear.
Ella y otras niñas “clientes” hablaban y esperaban su turno para la manicure. Luego, mientras
les arreglaban las uñas, algunas de ellas propusieron charlas a sus manicuristas adultas. En
ocasiones, las mujeres contestaban y seguían la charla, otras veces no. Este registro de acción
podría ser considerado muy común en cualquier salón de belleza de Bogotá. Es el modo de
estar y comportarse de cualquier adulto que ingresa a solicitar este tipo de servicio. Así, pese
a los intentos de simulación de consumo del parque y a que muchos padres consideraban que
esto era solo un “juego”, las niñas que estaban en el salón se desenvolvían como clientes de
este servicio y demostraban a los adultos observadores que sabían lo que hacían.
Mientras esperaba a Paula, llegó una niña de 6 o 7 años. Tenía su cabello ensortijado
y recogido. Su madre le dio los 3.000 divis para entrar y ella, a la vez, se los dio a una de las
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instructoras del establecimiento, quien recibió el dinero y le dio el aval para pasar. La madre
le dijo a la niña: “a 3.000 sale barato, a nosotras nos toca más”, haciendo referencia a que
normalmente a ella como adulta este servicio podía resultarle más costoso. La niña la miró y
asintió con la cabeza. Después de entregar el dinero, la niña se dirigió a la mujer que estaba
en la entrada del salón de belleza y le dijo: “yo no quiero manicure, ni pintucaritas, yo quiero
que me cepilles el cabello”. La madre y la mujer quedaron perplejas con el pedido de la niña.
Ambas comenzaron a reírse, mientras la niña se mostraba confundida por la actitud de ambas.
La instructora intentó explicarle: “no nena, solo hacemos manicure y pintucaritas”. Al final
y sin más opciones, la niña aceptó maquillarse e irse con su cabello igual de ensortijado.
Imagen 11: “Niñas en el salón de belleza”. Divercity. Bogotá, Julio 2017.
Mientras la niña asumió su rol de clienta y se comportó como tal, pues pagó y luego
solicitó un servicio de cepillado en un establecimiento que, por lo general y en la vida
práctica, lo debe prestar, las dos mujeres quedaron desajustadas al ver cómo el escenario de
juego y simulación que, para ellas, podía ser tan claro, no lo era para la niña. ¿Cómo no
confundirse si la madre comparó precios y la niña ‘pagó’ a la entrada del salón de belleza?
Para la niña el escenario del juego resultó muy limitado para las prácticas de consumo que
realmente quería poner en práctica.
Esta escena es otra muestra de cómo ocurren los procesos de educación para el
consumo en un parque temático infantil. Se trata de un proceso complejo, a veces de
contradicciones, que les representa cuestionamientos constantes a los adultos sobre qué se
debe permitir o no a los niños, qué se supone deben aprender y cuáles son los límites de su
participación, opinión y acción. Por su parte, los niños constantemente imitan, interpretan y
128
reproducen los comportamientos de lo que implica ser, actuar y verse como un cliente y un
consumidor. A veces cuentan con suerte, si se les permite que se desempeñen como tales, así
fuera en escenarios de juego y de simulación como este. En estos casos, “juegan con los
acontecimientos para hacer de ellos ocasiones” (De Certau 1990, XLIX), así sea de manera
minúscula y lograban desajustar las expectativas de los adultos. Otras veces, en cambio, los
adultos acompañantes y operarios del parque los ubicaban en un lugar de “minoridad” y
constantemente ratificaban las jerarquías, la desigualdad y les recordaban que, a su criterio,
aún no tenían el conocimiento económico para comportarse como consumidores.
Pero, ¿qué dicen los niños sobre su lugar y rol como clientes en escenarios de
consumo cotidianos?, ¿qué expectativas tienen ellos y a qué se enfrentan cuando pretenden
poner en práctica los conocimientos adquiridos en los procesos de educación para el
consumo? En el siguiente apartado abriré una nueva ventana etnográfica, que corresponde a
experiencia de los niños protagonistas de la investigación como clientes - consumidores en
contextos comerciales y escolares.
-Los niños se van de shopping:
• Niños consumidores y ¿clientes?
Espacios de entretenimiento como Divercity están entre la simulación y las prácticas
de consumo infantil. La educación para el consumo que se presenta en este tipo de lugares
constantemente está mediado por la experiencia de juego y por unas reglas de simulación
diseñadas por el parque, lo que en ocasiones se distancia de las demandas, exigencias y
aprendizajes reales y necesarios a los que se enfrentaría cualquier tipo de consumidor. Sin
embargo, en otros espacios comerciales, en contextos como la escuela o el barrio, los niños
y las niñas constantemente experimentan lo que implica ser y comportarse como un
consumidor - cliente, es decir, los tipos de conocimiento económico y destrezas comerciales
que supone interpretar dicho rol. En sus intentos por desempeñarse como clientes, los niños
se encuentran con todo tipo de desafíos y retos. Aprenden a identificar cuándo su condición
de niños les supone un trato diferencial y, a veces desigual, en el ámbito comercial.
En lugares como el restaurante y la papelería escolar o en las tiendas de barrio la
educación para el consumo adquiere para los niños otros matices y ocurre de una manera
más vivencial, que en espacios de simulación como Divercity. Lejos de las miradas e
129
instrucciones de los padres y familiares, los niños deben aprender a interactuar con los
comercios reales y con sus actores (comerciantes y vendedores). Allí adquieren otro tipo de
aprendizajes: construir sus propias reglas y estrategias de consumo; compartir conocimientos
económicos con sus pares sobre tácticas de compra y manejo del dinero; revisar
constantemente su desempeño como clientes a partir de sus errores y logros; comparar los
precios, la calidad y la utilidad de determinados productos e interiorizar progresivamente
cuáles son los espacios comerciales en los que se les permite opinar como clientes y en cuáles
tienen restricciones, según los límites y el trato que les otorguen los adultos que les rodean.
En todo esto que se constituye como una puesta en escena de la educación de los
niños para el consumo se involucran otros actores aparte de los padres: vendedores,
comerciantes, maestros y grupo de pares. Las relaciones de interdependencia que se
configuran en estos escenarios de consumo infantil, cuando los niños aprenden y ponen en
práctica algunos conocimientos económicos y comerciales o cuando quieren desempeñarse
como clientes por derecho propio, muestran cuestiones dicientes sobre la comprensión de los
roles que, a criterio de los adultos, deben tener los niños en el ámbito del mercado.
En este apartado planteo que el modo en que los niños son comprendidos y tratados
como clientes y consumidores en el contexto del capitalismo contemporáneo está
directamente relacionado con la manera en que se entiende la infancia como etapa de la vida.
Los niños y las niñas protagonistas de esta investigación constantemente cuestionaron las
formas de trato, el lenguaje y el lugar que en notoria desventaja les otorgaban los adultos
cuando ellos se deseaban desempeñar como consumidores - clientes. La comprensión de los
niños como clientes no está desligada de las tensiones que se producen sobre el lugar social
de los niños que promueven los discursos moderno y contemporáneo de la infancia. Como
se verá más adelante, la imagen del niño como consumidor “participativo”, “autónomo”,
“competente” y “exigente”, propio del discurso contemporáneo, choca constantemente con
los modos en que son valorados y tratados los niños en diferentes escenarios de consumo
cotidianos.
Por lo general, cuando los niños pretenden actuar y comportarse como clientes
muchas veces se les ubica en el lugar de cuidado y subordinación propuesto por el discurso
moderno de la infancia. A pesar de ello, los niños revelan que más allá de lo que piensan y
hagan los adultos (padres, maestros, comerciantes) ellos actúan para revertir y hacer
130
contrapeso a las acciones que en el mundo del mercado y del comercio los ubican en situación
de minoridad, de subordinación y de incompetencia. Como en el caso de Divercity, parte del
proceso de educación para el consumo consiste en que los niños logran aprender, a pesar de
todos los límites y obstáculos que los adultos les plantean para llevar a cabo este aprendizaje.
De ahí que más que pensar el lugar de los niños en el ámbito del consumo en términos
generalizantes y absolutos, es clave preguntarse por cuáles son los grados de participación y
acción que logran tener en cada escenario, cuándo pueden o no demandar, opinar o exigir y
de qué modo utilizan sus propias desventajas a favor de sus intereses, sin implicar
necesariamente un conflicto estructural para las relaciones entre ellos y los adultos.
Imagen 12: “Niños clientes en espacios de comercio”. Bogotá, noviembre 2018.
Durante el año 2018 acompañé a varios niños y niñas de primaria del colegio privado
en el que realicé el trabajo de campo, en sus horas de recreo escolar, es decir, de 9:15 a.m. a
9:45 a.m. y de 11:15 a.m. a 12:00 m. Una o dos veces por semana, durante diez meses,
observé cómo eran las dinámicas de los recreos en los espacios más frecuentados por los
niños en estos horarios: el parque de infantiles, los corredores y los pasillos que conectaban
a los salones con el auditorio central, las canchas deportivas, la cafetería y la papelería
escolar. En particular, estos dos últimos espacios, presentaban unas dinámicas diferenciales
con respecto al resto de espacios escolares. Eran lugares de comercio en el que los niños -
estudiantes, eran a la vez clientes. El sociólogo británico David Buckingham afirma que “los
colegios son un área cada vez más importante para el encuentro de los niños con la cultura
131
de consumo” (Buckingham 2011, 204). Hay muchas manifestaciones de este fenómeno como
la presencia de logos, marcas y publicidad en espacios y eventos escolares; las alianzas de
editoriales y empresas de tecnologías con los colegios para proveer material pedagógico; el
uso de colegios para investigaciones de mercado, distribución de muestras y promoción de
productos y servicios infantiles y familiares, entre otros (Molnar 2005).
Pese al esfuerzo de las instituciones educativas por diferenciarse del mercado en
términos de sus funciones sociales con respecto a la infancia e incluso muchas veces
presentarse como radicalmente contrarias a los estilos de vida promovidos por éste, en la
práctica, los colegios urbanos de Bogotá, sean privados o públicos, cada vez están más
relacionados con el consumo. Esto se evidencia en las ferias escolares, las alianzas
comerciales, así como en los comercios tanto al interior, como al exterior de estas
instituciones. En estos escenarios también se educa para el consumo, pues muchos niños y
niñas comienzan a adquirir y a desplegar toda una serie de aprendizajes comerciales y
económicos, y a proponer sus propias prácticas.
En una de las jornadas de observación, segundos después de que el reloj marcó las
9:15 a.m. vi a los niños y niñas de primaria salir corriendo de sus salones y dirigirse con prisa
a la cafetería escolar. Al ser poco el tiempo del primer recreo, los niños intentaban llegar
rápido para lograr una buena posición en la fila y así, que los atendieran pronto para tener
más tiempo de juego. Aunque la gran mayoría de niños de primaria llevaban sus propias
loncheras, varios de ellos me explicaron que a veces sus padres llegaban demasiado tarde del
trabajo para comprar o prepararles las onces. Por ello, muchos llevaban dinero para comprar
en la cafetería escolar. También noté que un gran porcentaje solo iba en calidad de
acompañantes; por ello, frente a la entrada se exponía un letrero que advertía: “solo hace la
fila quien va a comprar”. Pero los niños ignoraban tal letrero, que por lo demás, era bastante
alto para la estatura de la mayoría de clientes. Al tener de frente una gran cantidad de niños,
las vendedoras, todas mujeres, eran insistentes en que los niños pasaran a “comprar rápido”.
Una de ellas trataba de organizar a todos los niños en una sola fila y les decía en voz alta:
“fila, fila. Si no, no se les atiende”. La otra vendedora, entre tanto, atendía a los niños de
manera acelerada y les decía “pasen, pasen rápido”.
Entre los niños que llegaron a la fila de la cafetería escolar estaba Matías (7 años).
Aquel día fue el primero en salir al recreo y llegar corriendo a la cafetería escolar. Me contó
132
que terminó antes la tarea, de ahí que fue el primero en salir de su salón. Tenía en su mano
un billete de dos mil pesos. ¿Qué vas a comprar?, le pregunté. “Unos masmelos”, me dijo.
¿Y cuánto te cuestan? “No me acuerdo. Ayer compré unos, pero no sé cuánto”. Con su
pequeña estatura, Matías no alcanzaba a ver de cerca a la vendedora, por lo que tomó
distancia del mostrador para poderlo hacer. Esperó pacientemente a que ella le diera algún
signo de disponibilidad, pero en ese momento llegó una maestra a quien la vendedora decidió
atender primero. Luego de esperar, Matías extendió el billete en el parador. No tenía mucha
seguridad de lo que compraría, pero señaló los masmelos que se encontraban en la vitrina.
La mujer, le dijo: “tantos dulces no te puedo vender. ¡Pilas con el dulce!” Pese a la
advertencia, al final le vendió una cajita de caramelos que costó $1.600 pesos y no los
masmelos que Matías deseaba comprar. El niño aceptó los dulces y salió a encontrarse con
sus amigos. Lo acompañé en el recorrido y conversamos sobre su experiencia de compra.
¿Todos los días te dan dinero?, indagué. “Solo algunos. $2.000 casi a diario, $1.000 casi no”.
¿Y qué haces con este dinero? “Algunas veces no me compro para guardar, porque algunas
veces mi abuela cuando me recoge no tiene plata y yo guardo”, me explicó el niño. También
me dijo que le gustaba gastarles a sus amigos y si le sobraba compraba gelatinas de limón y
naranja en una tienda cerca a su casa y para eso también “guardaba”.
Al finalizar la compra, llegó Samuel (7 años), uno de los amigos de Matías. El niño
observó la caja de dulces que acababa de comprar su amigo. Matías le enseñó su reciente
adquisición y buscó su aprobación. ¿Te gusta?, le preguntó Matías. “Sí, pero en los trululus
no tanto. En los trululus roban. Una vez pasé un billete de trululus y no me dieron las vueltas”,
le respondió Samuel. El niño me contó que esa vez esperó por “dos horas” y que luego de
esperar le preguntó a la señora: “¿Y mis vueltas? Y ella dijo: “es que no te sobra”. - ¿Y uno
como sabe que le sobra?, le pregunté. “Pues diciendo, ¿me sobra o no me sobra?, me explicó
Samuel, pero Matías le refutó e intentó explicarnos: “a veces a uno no le sobra. Si vas a
comprar algo de $2.000 y tienes más de $2.000, entonces te sobra, porque es más”. Samuel,
a diferencia de Matías, pensaba que el hecho de que no le hubieran dado vueltas se debía a
la compra de un producto específico, en este caso, unas gomas marca “trululus”, y no con la
acción de la vendedora. Por ello, le advertía a su amigo que comprara cualquier tipo de
dulces, menos trululus, porque “posiblemente lo robarían”. En ese momento, llegaron
Salomé e Isabella (7 años), dos amigas de los niños. Me contaron que, a ellas, a diferencia de
133
Matías, no las dejaban llevar dinero, “porque eran pequeñas”. A veces les daban algunas
monedas, pero no billetes. - ¿Y por qué será que los papás no las dejan traer dinero? - “Porque
somos pequeños”, respondieron las niñas. ¿Y los pequeños no saben manejar bien el dinero?,
le pregunté al grupo de niños. “Yo sí sé”, dijo Matías. En ese instante sacó varias monedas
de su bolsillo, las dejó sobre la palma de su mano y luego, comenzó a contarlas una a una.
Su acción buscaba probarles a sus compañeros y a mí, que sí sabía contar y diferenciar el
valor de las monedas, a pesar de ser un “niño pequeño”.
Esta escena etnográfica fue solo una de muchas otras que a diario me encontré durante
el 2018 cuando observaba lo que ocurría en el recreo escolar. En esta pequeña charla entendí
que varios elementos de lo que he denominado la educación para el consumo acontecían y
se manifestaban en un contexto como el escolar. Salieron a relucir diferentes tipos de
conocimientos económicos y comerciales que los niños adquirían, ponían en práctica o
compartían con sus pares, en sus primeros intentos por interpretar el rol de clientes -
consumidores.
Por ejemplo, Matías ya seguía los pasos necesarios para llevar a cabo una compra
escolar: hacer fila, esperar a ser atendido, elegir un producto, intercambiarlo por el dinero
que llevaba y reconocer su valor para saber si le sobraba o no. Además, lo administraba entre
diferentes tipos de gastos: sus dulces, gastarles a sus amigos, “guardar” para comprar
gelatinas en las tiendas de su barrio y para el transporte de regreso a casa con su abuela. A
pesar de que los cuatro niños tenían la misma edad, Matías demostró tener un conocimiento
mayor en el manejo del dinero, pues tenía una experiencia previa en su uso. Esto le permitía
explicarles a sus compañeros cuándo sobraba o no, podía demostrarles que sabía contarlo,
que podía distribuirlo entre varios objetivos económicos y, además, cuestionar la idea de que
por “ser pequeños” no sabían administrarlo. Todo lo contrario, con su desempeño demostró
que no era un asunto de edad, sino de práctica.
Como mencioné al inicio de este capítulo desde perspectivas teóricas como la
socialización del consumo y la psicología del consumidor se valora a los niños menos como
consumidores del presente y más como futuros consumidores adultos. “A los niños se les ve
típicamente como ausentes de conocimiento y racionalidad que los adultos asumen que
poseen y, por tanto, aparecen más vulnerables” (Buckingham 2011, 36). Matías, como
muchos de sus pares, ponían en cuestión estas ideas. Al ser un niño que a diario interactuaba
134
con el dinero y que debía asumir el rol como cliente en el comercio escolar, se había
entrenado y adquirido conocimientos económicos específicos, como la toma de decisiones
en su presente con respecto a su presupuesto, pero también la orientación hacia el futuro a
través de prácticas económicas como el ahorro, que, en palabras del niño, era “guardar
dinero”.
Imagen 13: “Niños clientes de la cafetería escolar”. Bogotá, agosto 2018.
Una de las críticas centrales de la antropología de la infancia se ha orientado a las
definiciones del discurso moderno sobre los niños como “devenires” lo que implica
asociarlos a la dependencia, la irresponsabilidad, el cuidado, la impotencia, el desarrollo y la
orientación hacia el futuro. Esta idea asume que, al crecer, los niños, ya convertidos en
adultos, se configuran como “seres”, una categoría que se asocia a la independencia, la
responsabilidad y la capacidad de acción en el aquí y en el ahora. El discurso contemporáneo
muy ligado a los ideales promovidos en la Convención de los Derechos del Niño, por el
contrario, revirtió los términos de esta jerarquía epistemológica y argumentó que los niños
son “seres” del presente. Sin embargo, como lo demuestra el caso de Matías y otros que
presentaré a lo largo de este apartado, es mucho más interesante plantear que los niños, al
igual que a los adultos, no actúan establemente bajo un solo estado subjetivo. Más bien, “los
niños como los adultos son tanto seres como devenires potenciales (…) El ser y el devenir
deben ser entendidos como constantes fluyendo, estando presentes o potencialmente
presentes en cada situación” (Johansson 2010, 82).
Las prácticas de consumo cotidianas en este comercio escolar pusieron en evidencia
las tensiones constantes entre estos dos discursos. Por ejemplo, los padres de Matías le dieron
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dinero pensándolo como un “ser” competente del presente para manejar su propio dinero.
También Samuel, su amigo, consideró que la decisión de compra había sido la adecuada e
incluso Matías reconoció su competencia como consumidor al demostrar el buen manejo del
dinero y argumentar que esta habilidad no era resultado de la edad, sino de la práctica
continua. En contraste, la vendedora lo trató más como un “devenir”: atendió a la maestra
primero, aunque él haya llegado antes, es decir, lo ubicó en un lugar de subordinación, un
consumidor de segundo orden de importancia; luego, cuestionó su decisión de compra y
finalmente, decidió por él y le vendió un producto que el niño no pidió.
Desde el discurso moderno cuando los niños son tratados como devenires, se espera
que no actúen en el mercado como clientes con decisiones propias, sino que lo hagan como
subsidiarios de las decisiones, la supervisión y la orientación de los adultos. Los gastos
económicos que tienen los niños y sus decisiones de compra, incluso más que las de los
adultos, tienen un peso inherentemente moral y los adultos están constantemente tentados a
tomar decisiones “en nombre de los niños” por considerarlas más convenientes o por creer
que lo que desean los niños es el resultado de impulsos emocionales, más que de decisiones
económicas racionales. Las transacciones en las que los niños involucran dinero son
interpretadas por muchos adultos como “impersonales y posiblemente perjudiciales”. Se
asume que “los niños pueden ser explotados o engañados en sus relaciones de intercambio”
(Pugh 2004, 244).
Como en este caso, varias escenas similares se repitieron durante el trabajo de campo.
En muchas ocasiones, era notoria la diferencia con la que se les atendía, trataba y hablaba a
los niños vs. a los adultos que compraban en los comercios escolares. En otro recreo, me
encontré con Sara, Daniel y Esteban (9 años) de cuarto grado escolar comprando en la
papelería del colegio. Llevaban unos pequeños animalitos de plástico que compraron para
jugar en el parque. Aunque expresaban satisfacción por sus nuevos juguetes, cuando les
pregunté si les gustaba comprar allá, se quejaron del servicio y de la atención del lugar: “no
me gusta comprar allí, porque primero es muy caro y segundo, porque la atención no es muy
buena, porque si decimos que tal cosa nos salió mala, ellos nos dicen que ya no se puede
hacer nada. Allá ahora que estábamos comprando, a Sara le decían rápido, rápido, escoja el
muñeco, aunque no había casi personas. No nos dejan mirar con detenimiento qué es lo que
vamos a comprar”, mencionó Daniel. ¿Y en la cafetería?, les pregunté. “En la cafetería
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sucede un poco mejor, pero también en la cafetería está un poco más llena, entonces allá pues
uno debe tener en mente qué es lo que va a comprar. Si no, le dicen que rápido y entonces
uno no puede elegir bien. Uno mira antes de hacer la fila y luego sí hace la fila”, dijo Esteban.
Durante varios meses hice seguimiento al comportamiento de los vendedores en estos
dos comercios escolares. Mi presencia como adulta en el lugar y como observadora era
percibida por los comerciantes, lo que regularmente les exigía mostrarse muy atentos y
dispuestos a atender a los niños. Estos momentos contrastaban con los comentarios y quejas
frecuentes de los niños quienes sostenían que: atendían primero a los adultos, los presionaban
para comprar rápido, no les permitían elegir bien, no les daban correctamente el cambio del
dinero, les cobraban de más por los productos o elegían por ellos lo que debían comprar.
Todas estas quejas se resumían en un hecho que era evidente para los niños: a los ojos de los
vendedores y comerciantes, ellos no tenían el mismo estatus de clientes que los adultos.
En el proceso de educación de los niños para el consumo los comerciantes y
vendedores, al igual que las familias, juegan un papel fundamental en el proceso de
adquisición de conocimientos y destrezas comerciales y económicas. Sin embargo, esto suele
representarle a este grupo de adultos desafíos y preguntas con respecto al tipo de relación y
de comportamiento que deben establecer con los niños. Según la investigadora Melissa Tyler
(2009) cuando los clientes son niños, los trabajadores de ventas, con quienes tuvo contacto,
expresaron que el trato debía ser diferente con respecto a los adultos y que los niños podían
ser “clientes difíciles”, con quienes “era difícil razonar”. El trato diferencial “que los
trabajadores adoptan cuando interactúan con los clientes que son niños, en parte es por su
condición de niños” (Tyler 2009, 65).
El hecho de que niños como Matías, Esteban, Sara y Daniel administraran dinero,
hacía que pudieran ostentar ciertas posibilidades de elección y decisión en términos de
compra. Esto supondría que, como cualquier cliente, pudieran ubicarse en una relación más
igualitaria con respecto a los adultos - vendedores. Pero dada su “condición de niños”, el
trato y la relación con estos solía estar en una situación ambigua. Se cruzaban constantemente
formas más igualitarias de relación, con otras más autoritarias, jerárquicas o de cuidado y
protección.
Los vendedores constantemente se ven a sí mismos en situaciones complejas al tener
que decidir cuál debe ser el tipo de trato que deben dar a los niños clientes y qué clase de
137
relación deben establecer con ellos: ¿cuidarlos y protegerlos de malas decisiones de compra?,
¿tener una actitud pedagógica y enseñarles a manejar el dinero y a elegir mejor?, ¿dejarlos
libremente elegir?, ¿corregirlos cuando no tienen un buen desempeño como clientes?,
¿tolerar comportamientos no adecuados porque “son niños” y “están aprendiendo”? Al final,
la pregunta que se desprendía de todas estas era ¿qué tan preparados están el mercado y sus
profesionales para comprender y tratar a los niños como clientes y no solo como
consumidores?
Si bien varios investigadores como Zelizer (1985), Cross (1997, 2002, 2004), Cook
(2000), Jacobson (2008a), Sosenski (2012b) y Bontempo (2012) han rastreado
históricamente cómo la figura comercial - conceptual del niño consumidor se fue
construyendo en contextos occidentales aproximadamente desde la segunda década del siglo
XX, la comprensión de los niños como clientes y compradores directos, activos y conscientes
es una construcción y una práctica mucho más reciente. En el marco del capitalismo
neoliberal y de los principios del libre mercado de finales del siglo XX se comenzó a
promover la idea de que los niños como sujetos económicos se asociaban menos a la idea de
un público especial, vulnerable y susceptible a la explotación y más a la de miembros del
grupo de clientes que elige y tiene derecho a hacerlo, al igual que cualquier adulto.
Aunque la figura de los niños como consumidores ya tenga una trayectoria de varias
décadas en los contextos occidentales y este sea cada vez más común en el marco de las
teorías promovidas por áreas como el mercadeo y la publicidad, en contraste, la figura del
niño - cliente es mucho más reciente21. Por lo mismo, la práctica de ventas de “servicio al
cliente” aún está muy pensada, orientada y dirigida hacia un público adulto. Por ello, no
siempre es claro para los comerciantes y vendedores cómo deben actuar frente a la presencia
cada vez más usual de niños - clientes en sus establecimientos.
21 Para conocer algunas ideas sobre la diferencia entre estas dos figuras comerciales, consulté un par de
definiciones. Por ejemplo, para The Chartered Institute of Marketing (CIM) de Reino Unido, “el cliente es una
persona o empresa que adquiere bienes o servicios (no necesariamente es el consumidor final)” (CIM 2009).
Por su parte, en el Diccionario de Marketing (Cultural S.A) de España se define al cliente como “la persona u
organización que realiza una compra. Puede estar comprando en su nombre y disfrutar personalmente del bien
adquirido, o comprar para otro, como el caso de los artículos infantiles” (Cultural 1999, 54). No es un dato
menor que, en estas definiciones, se haga una diferencia entre cliente y consumidor final. A veces, puede ser la
misma persona, pero en otras ocasiones pueden ser diferentes. Para hacer la distinción, la segunda fuente acudió
justamente al caso de los artículos infantiles, en el que los clientes pueden ser los padres, aunque el consumidor
final sean los niños.
138
Es posible plantear que aproximadamente desde la década de los noventa del siglo
XX, en el contexto de la Declaración de los Derechos del Niño y la emergencia de la
economía neoliberal, comienza una transformación progresiva de la mirada sobre la relación
de los niños con el mundo comercial. No es lo mismo decir que los niños se perciban y
nombren desde el mercado, la publicidad y los medios de comunicación como
“consumidores”, es decir, para quienes están diseñados una serie de productos y servicios en
el mercado, a decir que son “clientes”, lo que implica que los adultos vendedores,
comerciantes y profesionales del mercado les reconozcan unas determinadas prácticas y
conocimientos económicos con los que pueden desempeñarse, tomar decisiones y elegir por
sí mismos en cualquier espacio de comercio y que, además, les hablen, traten y atiendan
como tales.
El historiador Daniel Cook (2007) sostiene que desde los años noventa, los
comercializadores tienden a percibir que los niños contemporáneos en ciudades
metropolitanas están mejor equipados para el mundo del comercio que sus homólogos de
hace varias décadas atrás, debido a diferentes cambios en la estructura familiar (mayores
ingresos, madres trabajadoras, hijos únicos, padres divorciados, niños que se quedan solos
durante largos períodos de tiempo a diario) y a unas mayores opciones ofrecidas por el
mercado. Según Cook estas circunstancias han hecho que niños y niñas de clases medias
emergentes tengan mayor acceso al consumo en comparación a décadas atrás y que “hayan
ganado una voz en la determinación de las compras en la familia más allá de las mercancías
para su propio uso. En muchas familias, los vendedores han encontrado que se les consulta a
los niños sobre las compras familiares” (Cook 2007, 43) e incluso algunos deben comprar
sus propias cosas o a veces hacer las compras para toda la familia (Guber y Berry 1993).
A medida que más niños y niñas, como los protagonistas de esta investigación, no
solo figuran como consumidores potenciales del mercado, sino que interactúan en los
espacios de comercio y tienen directa relación con los vendedores y comerciantes, su estatus
como clientes se hace más evidente. Con esto, las formas de relación y de interdependencia
de adultos y niños promovidas tanto por el discurso moderno, como por el contemporáneo
constantemente se cruzan y chocan en el ámbito comercial, en el encuentro entre los niños
como clientes y los trabajadores de ventas. Pero, ¿qué consecuencias tiene para las relaciones
comerciales la entrada en escena de los niños - consumidores - clientes?, ¿qué dicen los niños
139
protagonistas de sus experiencias como clientes? y ¿cómo actúan los comerciantes ante su
presencia?
• Relaciones entre niños y comerciantes: ¿el cliente siempre tiene la razón?
Mientras los niños fueron comprendidos exclusivamente como consumidores finales
y, por tanto, no tuvieron mayor presencia en los espacios de comercio, asuntos como la
asimetría de las relaciones entre adultos - niños y la diferencia en el trato comercial no eran
asuntos que plantearan mayores reflexiones. Al fin y al cabo, eran los adultos padres y
comerciantes quienes pactaban la relación comercial, tomaban las decisiones y compraban
para los niños y en nombre de ellos. Sin embargo, con la presencia más frecuente de niños y
niñas contemporáneos en toda clase de comercios, administrando su propio dinero y
deseando tomar decisiones sobre sus propios consumos y el de sus familias, salen a relucir
todo tipo de interrogantes sobre la manera en que se llevan a cabo estas interacciones con los
comerciantes.
Parte del proceso de educación para el consumo consiste en que los niños reconocen
progresivamente qué tipo de relaciones, según sea el contexto, pueden establecer o no con
los adultos vendedores y qué situaciones deben aprender a contrarrestar si quieren
desempeñarse por derecho propio como clientes. A la vez, los comerciantes deben tomar
decisiones sobre cuál va a ser el lugar y trato que les otorgarán a los niños: una en la que ellos
estarán en una posición de subordinación y se hará evidente la superioridad adulta (sacar
provecho, desautorizar las peticiones comerciales de los niños), una postura más pedagógica
(explicarles y orientarlos en el mundo comercial) o una de mayor reconocimiento (darle
importancia a su opinión y sus demandas como clientes).
Para los niños protagonistas de los encuentros etnográficos, las relaciones que estaban
aprendiendo a construir con los comerciantes fue un tema recurrente en nuestras
conversaciones. En algunas ocasiones, estas se traducían en expresiones de queja, molestia e
inconformidad y otras veces contaban con orgullo el modo en que desafiaban situaciones de
desventaja comercial. En uno de los encuentros etnográficos llevado a cabo en el 2018 con
el Grupo B de niños y niñas, cuando tenían 9 años de edad, los participantes reflexionaron
sobre por qué su condición de niños muchas veces los ubicaba en un lugar diferente y, a
veces, subordinado como clientes. Narraron sus experiencias en los siguientes términos:
140
Matías: a mí me parece que hay comerciantes muy queridos, como hay otros comerciantes que
uno les dice buenos días y ellos son como si nada, entonces uno les tiene que decir duro para
que lo atiendan a uno. Manolo: a veces roban plata. Ayer a dos niñas en la papelería les
robaron. En la papelería no nos tratan como debe ser, no como nosotros nos los merecemos.
Algunas veces no nos ponen atención. A veces no dan las vueltas. Una vez me pasó que con
mi mamá fui a cortarme el pelo y dicen que siempre “el cliente tiene la razón”, pero esa vez no
me atendieron bien. Otras veces si uno muestra el billete no dan vueltas. Antes de preguntar no
puedes mostrar la plata, porque ahí sí empiezan a robarte. Daniela: yo compré algo y llevaba
$2.000 y la bebida valía $1.800 y entonces saqué el billete. Yo le pregunté cuánto vale y me
dijeron $1.800, entonces saqué el billete y me quedé esperando las vueltas y ahí la señora me
dijo aaa noo vale $2.000. ¡Le cambiaron el precio en cinco segundos! Sofía: otra cosa que pasa
es que porque somos niños nos cobran más. Manolo: porque creen que no sabemos sumar, ni
restar. Perdonen la palabra, pero nos creen tontos. Por ejemplo, como somos niños entonces
creen que no sabemos sumar, ni restar. Quiero hacer una recomendación súper importante: que
nunca vayan a entrar a un sitio de lo más lujoso, porque ahí venden desde mi perspectiva,
cobran mucho y venden las peores cosas. Y también es muy malo el servicio. Juan: a mí se
me hace que sí, porque si uno va a un restaurante o a un parque de diversiones, los padres pagan
menos por ellos que por los niños, porque los niños les antojan más las cosas de los parques de
diversiones y más que los padres no les va a antojar casi nada, entonces casi no les cobran.
Manolo: a los adultos los atienden mejor que a nosotros a veces. Tal vez es porque ellos pagan
y nosotros como pedimos más cosas, terminan atendiendo de primero a los adultos, como
nosotros pedimos tantas cosas, por ejemplo, los papás piden un arroz con pollo, y tienen dos
niños, uno pide unas costillas de cerdo y el otro una bandeja paisa, por eso nos atienden de
últimas. Sofía: que no nos hablen como bebés, porque nos hacen sentir a los niños inferiores.
Un día yo iba a comprar un dulce y empezaron a decirme: hola bebé…y no me gustó. Fabian:
yo como antes era crespo y cuando iba a algunas tiendas me trataban muy infantil, me sentía
como mal. Manolo: que nos traten bien, que no nos griten en los servicios. Nosotros los niños
no somos perfectos, que nos traten bien, que nos traten con respeto, no somos animales. Ana:
mi primera recomendación es que no griten, que atiendan bien al cliente, porque es el cliente.
A mí no me gusta porque una vez iba a comprar un algodón de azúcar, era chiquita, tenía 5
años, el señor me dijo que yo era muy pequeña para comer algodón de azúcar. (Encuentro
etnográfico Grupo B, Bogotá, septiembre 2018).
Este diálogo muestra que los participantes comprenden muy bien que su condición
de niños hace que se encuentren en una evidente desventaja comparativa con respecto a los
clientes adultos, lo que hace que no tengan el mismo lugar social y trato comercial. Lo
interesante es cómo en el proceso de educación para el consumo los niños aprenden a
identificar los signos y los rasgos de la buena atención comercial, lo que debe aceptarse o no
y, sobre todo, lo que “merece” y debe exigir un cliente. Estos aprendizajes los obtienen a
partir de la comparación y la observación de cómo son tratados y atendidos los adultos que
les rodean (padres, maestros), en contraste con sus propias experiencias.
Uno de los niños, trajo a la conversación la expresión “el cliente siempre tiene la
razón”, sin comprender por qué entonces a los niños no los trataban como “ellos lo merecían”
si también eran clientes. Para este niño y el resto de sus compañeros no había ninguna duda
141
de que ellos, al igual que los adultos eran clientes, por ello su crítica a la desigualdad en el
trato en escenarios comerciales y escolares. Las expresiones de queja y reclamo podrían
leerse como parte del proceso incómodo de entendimiento y aprendizaje infantil sobre su
condición de “iguales - diferentes” (Bjerke 2011) por su rol de niños. Como se puede
evidenciar en el diálogo, el proceso de educación para el consumo para estos niños parecía
darse menos a partir de experiencias exitosas como clientes y más desde la comprensión de
los signos de desigualdad en el trato: demora en la atención; no encontrar respuesta al saludo;
que les alzaran la voz; que les dijeran que eran muy “pequeños” para comprar o elegir algo
por sí mismos; que les hablaran y se dirigieran a ellos de manera “infantilizada”; que no
respetaran sus tiempos y ritmos de elección; que los subestimaran o trataran como “tontos”
o que no respetaran y valoraran su dinero.
Luego de escuchar las frecuentes quejas de los niños sobre el trato diferencial que
recibían como clientes, tanto en el contexto escolar, como en el comercial, decidí observar
directamente estas interacciones comerciales. Durante varios fines de semana del año 2018
visité varios centros comerciales y tiendas de productos infantiles. A veces me dediqué a ser
una observadora distante de las escenas y otras, dialogué con algunos comerciantes. A
medida que realicé los recorridos noté cómo a diferencia del trato comercial más uniforme a
los adultos, cuando los niños eran los clientes, las reacciones y comportamientos eran
bastante diversos. Fue común encontrar a vendedores que saludaban y se dirigían en primer
lugar a los adultos y en pocas ocasiones a los niños. En otros casos, los vendedores se
alineaban con el trato que los padres daban a sus hijos. Si los padres tomaban en cuenta a los
niños para las decisiones, los vendedores imitaban este comportamiento; si no, los niños solo
eran vistos como acompañantes. Otras veces, los comerciantes asumían roles más
pedagógicos, explicaban a los niños cómo usar el dinero, cómo saber si debían devolverles
o les sugerían comprar ciertos productos. Algunos adoptaban comportamientos más
paternales con los niños: les bajaban el costo monetario a algunos productos, les permitían
“deber”, pagar al “otro día” y les hablaban con ternura.
En otras ocasiones, aunque los niños llevaran el dinero o fueran persuadidos por sus
padres para elegir algún producto, los comerciantes hacían explícita las jerarquías: les
restringían tocar los productos, les llamaban la atención cuando interactuaban con las
mercancías y les daban órdenes. En uno de estos recorridos, realicé algunas entrevistas. La
142
propietaria y vendedora de un almacén de ropa infantil, afirmaba que ella siempre se dirigía
primero al papá, “porque es el potencial comprador, pero después al niño”. Además,
reconoció cambios importantes en la experiencia de venta:
Uno que ha vivido en las ventas toda la vida, llevo 40 años en venta de ropa infantil, y es así
como todo ha tenido un cambio muy drástico. Antes el papá venía y era lo que el vendedor le
ofreciera y uno lo asesoraba. Eso ha evolucionado muchísimo porque ahora el papá también es
más selectivo en sus cosas. También, antes los papás venían y compraban, ahora el niño viene
a comprar también. (Entrevista comerciante ropa infantil, Bogotá, septiembre 2018).
También, la vendedora de un comercio de zapatos y accesorios infantiles sostenía que
prefería atender primero a los adultos y lo argumentaba así:
El adulto es el que habla, es el que viene diciendo qué necesita, el niño viene prácticamente
jugando. Es muy raro el niño que viene diciendo qué quiere. A veces él dice qué quiere, pero
por lo general es el adulto. Si viene el papá con el niño, ellos le preguntan al niño. Más que
todo los niños de 7 años para arriba tienen la decisión de qué les gusta, entonces los papás le
preguntan quieres esto o lo otro, entonces nosotras ya le comenzamos a poner más atención al
niño, pero cuando es bebé no, porque los adultos son los que deciden por los niños. Yo me
acuerdo que antes los papás a uno le compraban y ya. Si a la mamá le gustaba ese vestido se lo
pone y ya. En cambio, hoy en día se le pide la opinión al niño, si al niño no le gusta, no lo
compran. Ahora los niños toman sus decisiones. (Entrevista comerciante calzado infantil,
Bogotá, septiembre 2018).
Lo planteado por estas dos vendedoras habla de un cambio con respecto a la presencia
de los niños en el comercio, no solo como potenciales consumidores, sino como clientes del
presente. Ambas compararon su experiencia comercial actual - con la de hace algunas
décadas atrás- y confirmaron que los niños contemporáneos tienen una presencia más clara
no solo como visitantes de sus comercios, sino en las decisiones de compra. No obstante,
esto no hacía que necesariamente ellas modificaran radicalmente sus prácticas de servicio al
cliente. Solo cuando los padres le otorgaban algún grado de opinión a sus hijos sobre el
producto, ellas decidían “ponerle más atención al niño”. De lo contrario, preferirían atender
y dirigirse de manera directa a los padres.
Como en esta ocasión, escuché a otros comerciantes mientras interactuaban y
hablaban con niños - clientes. Advertí cómo el trato, el lenguaje que utilizaban y la manera
como reaccionaban frente a la presencia y las demandas de los niños era bastaste heterogénea.
En una papelería cercana al colegio vi a una vendedora explicándole a una niña cómo debía
utilizar las tablas de multiplicar para saber la totalidad de su cuenta. Escuché a un vendedor
de una heladería explicándole a un niño por qué no podía venderle si no tenía dinero para
comprar. También, a la salida del colegio observé a un grupo de niños mientras negociaba
143
con un vendedor informal cuántos dulces podía “fiarles”. Y el administrador de la papelería
escolar evitaba el llanto de un estudiante, regalándole el lápiz y el borrador, pues el niño los
“había perdido”.
Conversé con varios vendedores sobre su experiencia comercial con los niños -
clientes y qué desafíos les suponía este tipo de relación. Una vendedora de una juguetería
afirmaba al respecto: “si uno tiene un negocio de niños hay que tratarlos con paciencia. Hay
que saber decirles las cosas. Son los mejores clientes del mundo, pero no es fácil. Ellos lo
cogen todo. Hay que saber decirles cómo coger las cosas”. Por su parte, el administrador de
la cafetería escolar afirmaba que al momento de elegir al personal para atender a los niños
optaban porque fueran mujeres y desde la inducción les advertía la importancia de ser
amables y pacientes. Sin embargo, reconocía que: “hay clientes que desesperan sí, pero yo
les digo que hay que respirar profundo y nada, decirles qué se les ofrece, qué le cambio. Los
niños pequeños son inmamables, pero qué hacemos, son nuestros clientes”. De otro lado, uno
de los vendedores de la papelería escolar veía como una ventaja comercial el hecho de que
los niños fueran los principales clientes de su negocio. A diferencia de los adultos que
llegaban a su papelería, a los niños podía persuadirlos más fácilmente para lograr mayores
ventas. Así lo planteaba:
Los niños son compradores compulsivos, es decir, ellos compran lo que les parece bonito. Son
muy visuales. Son influenciables. Entonces ellos llegan aquí por una hoja y les digo, mira
llegaron estos borradores verdes y les gusta. Otra cosa es que el dinero para ellos no es
problema, ellos traen la plata, se la dan a uno para contar y me preguntan para qué me alcanza.
El niño no tiene ese problema, el niño antes de comprar sus onces viene a ver para qué le
alcanza. A él le gusta satisfacer sus necesidades, olvidando a veces las necesidades básicas
como alimentarse o vestirse, de eso que se encargue “mi papá”. (Entrevista comerciante
papelería escolar, Bogotá, septiembre 2018).
Por su parte, la vendedora de una papelería externa al colegio sugería que los niños
debían tratarse con “mucho cariño”. Mientras la observaba atender a su público, la
comerciante les sonreía, les hacía bromas, les ayudaba a elegir y a veces, intentaba
persuadirlos para elegir en vez de juguetes, “algo de comer que era más provechoso”. Al
entrevistarla afirmaba que veía a los niños, “como si fueran sus hijos”. Por último, conversé
con una comerciante de una dulcería a la salida del colegio quien sostenía:
Ellos vienen, preguntan por las cosas. Les digo esto vale tanto y ya. Con los niños soy más
cariñosa. Yo digo que el comercio, en general, todo lo mueven los niños, ni siquiera son los
adultos. Todo gira alrededor de los niños, entonces uno debe ser más especial con los niños,
porque ellos son los que te traen la plata, te traen al papá, te traen todo. Entonces si tu atiendes
144
a un niño mal, va a decir ushhh esa señora tan amargada, no voy allá. Entonces yo creo que mi
gran clientela son ellos. (Entrevista comerciante informal, contexto escolar. Bogotá,
septiembre 2018).
Las percepciones que tenían estos vendedores sobre los niños como clientes
revelaban no solo diferentes ideas sobre la infancia, sino también sobre las relaciones que
debían establecerse con los niños en el ámbito del mercado. Algunas veces salieron a relucir
descripciones propias del discurso moderno de la infancia: los niños como sujetos que había
que cuidar, proteger y orientar y, por tanto, sus decisiones económicas y comerciales debían
estar supervisadas, reguladas e incluso desautorizarlas, si los adultos consideraban que no
eran las apropiadas para ellos. En otros casos, los comerciantes orientaban más sus opiniones
hacia el discurso contemporáneo de la infancia, pues consideraban que los niños eran clientes
competentes del presente, que podían decidir e incluso ellos, como comerciantes, podían
beneficiarse de estas decisiones autónomas. En ambos casos, era notorio cómo el rol de los
niños como clientes les generaba inquietudes a los comerciantes. No era ni clara, ni mucho
menos estable la posición que los comerciantes ostentaban con respecto a los niños.
Fácilmente se cruzaban y combinaban los rasgos de ambos discursos sobre la infancia, según
la situación y las expectativas de los comerciantes. A veces actuaban de una forma más
autoritaria, otras veces más igualitaria, y en otras ocasiones, más pedagógica o paternal.
Así, las relaciones con los niños - clientes les supone a estos comerciantes entender
la evidente diferencia y asimetría en términos de roles/ edad/ grados de madurez y, al tiempo,
reconocerles un lugar como clientes que, por definición teórica, deben opinar y elegir sobre
sus consumos por derecho propio. La figura del niño - cliente introduce la idea de que el niño
puede y debe disputar un lugar de igual en el contexto comercial con los adultos, aunque sea
diferente a ellos. En el ámbito comercial se aduce que las acciones y “gustos de los niños
cuentan tanto como los de los adultos. “Cuentan tanto como” aquí significa que no instituyen
diferencias, o bien que las diferencias instituidas - discernibles como variables de la
segmentación del mercado de consumidores - no requieren, ni reproducen la separación del
mundo adulto y del mundo infantil” (Corea y Lewkowicz 1999, 96). Esto se traduce en una
ambigüedad en la comprensión de esta relación comercial: ¿cómo asumir la diferencia, sin
sacar provecho de la misma? y ¿cómo tratar a los niños como clientes y poner entre paréntesis
otros roles más asociados a los niños como el de hijos o estudiantes?
145
Pero, así como los comportamientos y acciones de los comerciantes pueden ser
ambiguas, cambiantes y heterogéneas, también los niños constantemente están proponiendo
múltiples formas de relación con los adultos, aprendiendo tácticas para desafiar los órdenes
generacionales y las acciones que muchas veces los pretenden ubicar en un lugar de
“pasividad”, “minoridad” y “obediencia”. Ellos establecen sus propias prácticas económicas
para hacer contrapeso al trato y al lenguaje que les otorgan como clientes. Los niños
participantes en esta investigación mostraron que aun cuando en el contexto comercial
muchas veces los comerciantes y vendedores los ubicaran en situaciones de desventaja y
desigualdad, ellos se las arreglaban para expresar sus desacuerdos frente a circunstancias de
injusticia o decisiones económicas y comerciales que los afectaban. Gilberti (1997) habla de
las “legalidades transgresivas” (Gilberti 1997, 64), como aquellos actos particulares,
discretos, que despliegan y aprovechan, en este caso, los niños en situaciones concretas, para
producir desajustes y enfrentar la autoridad y los conflictos inherentes a las relaciones con
los adultos.
En octubre de 2018, los niños y niñas del Grupo B (9 años) compartieron con el resto
de sus compañeros algunas tácticas y conocimientos económicos que adquirieron cuando
eran protagonistas de cualquier práctica de consumo cotidiana, ya fuera en el contexto escolar
o comercial. Mientras conversábamos, me sorprendieron las risas de complicidad, picardía y
orgullo entre los niños cuando reconocían su habilidad para desafiar o cuestionar alguna
injusticia o cuando se compartían pequeñas formas, a veces fugaces y momentáneas, pero
valiosas para ellos, con las cuales lograban “desafiar la magnitud de las asimetrías” (Abal
2007, 2) de las relaciones adulto / niño, desvirtuar las suposiciones sobre el saber económico
adulto y el no saber infantil o contrarrestar los abusos e injusticias de muchos vendedores en
el contexto comercial. Como se verá en el siguiente diálogo, las acciones de estos niños y
niñas no necesariamente pretendían una confrontación directa y radical con la autoridad
adulta, lo que no significa que no fueran actos valiosos que les permitían por “momentos”
desajustar y modificar los desequilibrios de poder en las relaciones con los comerciantes:
Investigadora: y, ¿entonces qué hacen ustedes frente al trato de los comerciantes? Manolo:
no se deben llevar billetes de $10.000 o de $50.000 porque a uno de una vez les ponen más
precio a las cosas. Yo siento que no es justo que nos griten cuando no sabemos, porque somos
niños y nosotros nos equivocamos. También pasa que una vez me compré un mango y me
dijeron que valía a $2.000, al otro día fui a comprar y resultó que valía $1.000 y yo dije esto
está raro y pensé que claro como les había mostrado el billete, por eso me cobraron eso. Uno
nunca debe mostrar un billete en ninguna parte, mostrar monedas más no billetes. Daniela: sí,
146
monedas sí porque ellos no saben el valor, en cambio, billetes no. Uno tiene $5.000 en monedas
y le dicen vale $3.000, pues uno cuenta rápido y ya. Algo que me desespera es que cuando uno
lleva monedas y uno va a pagar en la cafetería es que uno no es flash como calculadora y uno
va contando y le dicen a uno: aaa no apúrese o atiendo a otro. Mientras uno cuenta empiezan a
decir… quién sigue. Matías: y uno está contando y le dicen siguiente y pierden al cliente.
Manolo: a veces uno ni ha probado el almuerzo, ellos le dicen usted lo mordió, sin ninguna
razón y no nos preguntan. Pero no todo el tiempo nos tratan mal, hay personas que dicen que
nos tratan mal todo el tiempo y no es cierto. Algunas veces son amables, otras veces no lo son.
María: a los grandes los tratan bien, no los gritan. Manolo: pues claro, porque nosotros somos
niños y nos creen de jardín. Matías: en cambio a los de séptimo y octavo los tratan mejor
porque ya han comprado más veces y a ellos no les pueden hacer eso. A nosotros nos hacen
eso porque piensan que nosotros no podemos ir a decirle a un profesor. A ellos los tratan bien
porque piensan que ellos son los únicos que pueden tener defensa. María: una vez contrataron
a una empresa para ver cómo nos atienden en la cafetería. Yo creo que les hicieron una prueba
a ver cómo nos tratan y se hacían los santos ahí con los directores, pero ahí sí con los niños ya
es otra cosa. Isabel: otra cosa es la igualdad con los profesores porque a los profesores les
dicen: “hola buenos días”, en cambio a nosotros de una vez. Lo que pasa es que los profesores
los tratan mejor y a nosotros de una nos dicen qué quiere y ya. Matías: yo tengo que decir que
su trato es demasiado mal, nos tratan mal, nos apresuran. Bueno, nos hacen un montón de cosas
porque creen que somos pequeños. Entonces no sabemos contar, no podemos hablar, no
sabemos nada. Entonces ellos piensan que nosotros no nos vamos a defender con un profesor
y ya ha pasado varias veces que mi hermana ha ido a comprar algo y le dicen que ese billete es
falso y ella va y le dice al profesor y el profesor no le cree por ser más pequeña. Juan: solo
estamos hablando del colegio, pero podríamos hablar de otras partes…Fabian: voy a dar un
ejemplo del colegio, en la cafetería y en otras tiendas que yo he visitado por ejemplo una
gaseosa dice: precio sugerido $1.500, pero la venden a $2.000. Manolo: yo creo que en todos
los negocios deberían siempre poner los precios porque a uno después lo roban y no me parece
que sea justo que a uno lo roben cuando ellos ya tienen el precio. ¡No es justo! Ana: yo fui a
imprimir un taller y quería imprimir a color que valía $600 y en la biblioteca vale $500,
entonces me parece muy caro. Un día fui a imprimir allá y le dije al señor que me ayudara y
me gritó y me dijo: sea independiente, hágalo usted sola. Entonces preferí ir a la papelería
porque me atendían mejor. Aunque era más caro prefería, pero que me trataran mejor.
(Encuentro etnográfico, Grupo B, octubre 2018).
En este diálogo, los participantes insistieron en que era por su condición de niños que
el trato que se les daba como clientes era diferente con respecto a los adultos (maestros,
directivos, padres). Al expresar que “los trataban como niños de jardín” y que a los de grados
superiores los “trataban mejor”, se indicaba que la variable de “edad” se constituía en una
desventaja comparativa en el ámbito comercial. Entre más pequeños, menos reconocimiento
como clientes. Sin embargo, como lo expusieron los participantes, esto no significa que ellos
no puedan actuar, hablar, quejarse y crear sus propias tácticas como: no mostrar el dinero
frente a los comerciantes; llevar monedas y no billetes; quejarse con los profesores; tener en
mente con anterioridad qué se va a comprar antes de hacer la fila; contar rápido el dinero o
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llevar calculadora; estar atentos a los precios “sugeridos” para que no les cobren de más;
elegir los lugares donde mejor los tratan y alzar la voz para que los atiendan.
Todas estas acciones revelan cómo los niños, a partir de las demandas del mundo
comercial, van adquiriendo progresivamente habilidades y conocimientos económicos para
desempeñarse como clientes, aun cuando muchos adultos no les reconozcan este rol. Este
proceso no es de ningún modo unidireccional. La educación para el consumo es un proceso
de doble vía, en el que constantemente se está definiendo el lugar de los niños en el mercado,
las prácticas de venta de los comerciantes cuando los clientes son niños y las relaciones de
interdependencia en escenarios comerciales. En este proceso relacional, los niños aprenden
de manera práctica cómo deben relacionarse con los comerciantes, qué significa la noción de
“buen servicio”, qué representa ser un cliente, qué pueden o no exigir en su condición como
niños y cómo contrastar las injusticias comerciales cuando no les dan el trato que, a su
criterio, “ellos merecen”. Pero, ¿qué ocurre cuando los niños quieren poner en práctica los
conocimientos adquiridos y comprar con dinero real?, ¿cómo reaccionan los adultos?, ¿qué
significados le otorgan los niños al dinero y a los bienes en un contexto como el escolar?
Comprando en la escuela
• El dinero de los niños es ‘sospechoso’
En todo este proceso de educación para el consumo los niños empiezan a comprender que
su relación con el mundo comercial y económico tiene unas particularidades y que muchas
veces su presencia produce reacciones y actitudes ambiguas por parte de los adultos
comerciantes: algunas paternales y pedagógicas, otras más autoritarias y ventajosas, otras de
indiferencia y subestimación. A la vez, los niños desarrollan comportamientos de suspicacia
y desconfianza frente al conjunto de acciones comerciales a veces desiguales y
desequilibradas a las que se ven confrontados.
En los espacios comerciales no solo se ponen en juego asuntos de carácter material,
también y de manera importante, adultos y niños reconocen y hacen inteligibles ciertos
significados culturales, roles sociales y formas de relación a través de las prácticas de
consumo, los objetos y el manejo del dinero. Como ampliamente lo ha sugerido la
antropología económica, el consumo como proceso cultural va más allá del carácter
materialista e instrumentalista que por mucho tiempo le otorgó la economía clásica. Es un
148
complejo sistema de comunicación y de control de información que tiene la “capacidad de
dar sentido” (Douglas e Isherwood 1979, 77) y poner de presente disputas culturales,
redefinición de significados, de jerarquías sociales e identidades (Douglas e Isherwood 1979,
72).
En los recorridos que realicé en los recreos escolares, así como en los diálogos con
los niños de los grupos A y B, encontré diferentes experiencias que evidenciaron cómo las
prácticas de consumo cotidianas son un escenario relacional en el que niños y adultos
constantemente negocian y resignifican categorías y roles sociales, clasifican el dinero, los
objetos, las mercancías y también hacen juicios sobre determinados tipos de comportamiento
y prácticas económicas.
Imagen 14: “Dinero didáctico hecho por niños del colegio”. Bogotá, agosto 2018.
Una mañana de colegio en el 2018 me encontré con Isabella (7 años). Se acercó y me
saludó por mi nombre. Ya nos habíamos visto y hablado en otras ocasiones. Le pregunté
hacia dónde se dirigía y me explicó se le quedaron sus onces, entonces iba a pedir “fiado” en
la cafetería escolar. Me sorprendí ante la seguridad de la niña y le pregunté cómo era pedir
“fiado”.
Isabella: yo le digo que le pago el miércoles. Entonces le llevo la plata el miércoles. Es como
si fuera un encargo. Investigadora: ¿y compras mucho allá? Isabella: casi no, voy más a la
papelería. Compro borradores porque son de muñequitos. Cuando no me alcanza voy a la
cafetería y me compro un dulce chiquito y ya. Investigadora: ¿y tus papás te dan dinero?
Isabella: no porque acá si uno trae mucho dinero lo regañan los profesores porque creen que
uno les roba a los papás. Investigadora: ¿y tú qué crees de lo que piensan los profes? Isabella:
pues yo no sé, una niña del año pasado llevó $800 pesos, creo o $8.000 pesos y eso era
149
muchisiiiima plata y la regañaron porque le cogió la plata del bolso de la mamá. (Conversación
con Isabella, Diario de campo No. 5/ Bogotá, 23 de abril de 2018).
Como Isabella, muchos niños del colegio me contaron las diferentes reacciones de
sospecha que recibían a diario por cuenta de tres asuntos: llevar dinero al colegio, comprar
por fuera de los tiempos de recreo y llevar billetes con valores superiores a los $5.000 o
$10.000. Según varios niños entrevistados, el dinero que podían llevar sin ser mal vistos eran
las monedas o los billetes de no más de $1.000 o $2.000. En este mismo sentido, Ana (8
años), de tercer grado, también señalaba que “en la papelería siempre piden autorización
cuando estamos en clase, entonces necesitan la autorización del profesor porque o si no dicen
que uno está capando clase”. Los niños comienzan a reconocer que su relación con el dinero
y la posibilidad de compra puede generar todo tipo preguntas en los adultos. Mientras que en
el espacio escolar nadie les pregunta a los maestros, administrativos o padres qué van a
comprar, cuánto dinero traen, por qué traen billetes o quién les dio el dinero, pues se asume
que es “normal” que los adultos tengan dinero y quieran usarlo, cuando se trata de los niños,
sobre todo, de los más pequeños, estos interrogatorios suelen ser muy comunes.
Los mismos niños reconocían que a medida que iban creciendo y avanzando en el
nivel de escolaridad (de séptimo grado en adelante), estas preguntas se hacían menos
recurrentes. Además, los comerciantes de la cafetería y la papelería escolar ya no les pedían
“autorizaciones” de los maestros para poderles vender por fuera de la clase, ni tampoco les
exigían que los padres enviaran notas justificando por qué les daban dinero a sus hijos. La
conexión era clara para los niños: a menos edad y menor grado escolar más preguntas y más
regulaciones se establecían para ellos. Los niños aprenden a reconocer esta lógica. Por ello,
Isabella y Ana lo pudieron expresar verbalmente y conectar fácilmente con el hecho de ser
niñas. Sabían que, llevar dinero al colegio les supondría miradas de sospecha, preguntas
recurrentes, y otras prácticas comunes como retenerles el dinero o llevarlas a dar
explicaciones ante su maestra o la coordinación de infantiles. Todo esto les indicaba que la
relación entre ellas y el dinero, no solo era incómoda a los ojos de los adultos, sino que era
constantemente supervisada, por considerarla sospechosa.
El dinero no tiene el mismo significado social si lo usan adultos o niños. A pesar de
que este se considera una herramienta del mercado económico moderno, con características
de intercambio y transferencia, “las personas hacen toda clase de esfuerzos para arraigarlo
150
en determinados tiempos, lugares, relaciones” (Zelizer 2011, 34) y asociarlo a sujetos
sociales determinados. Tal como lo sugirió el antropólogo Marcel Mauss (1924) “el dinero
es un hecho social” (Mauss 1914, 14 -19) y está más vinculado a relaciones sociales, que a
las azarosas preferencias individuales. Por ello, no está libre de limitaciones y valoraciones
sociales y morales. Las personas diferencian constantemente entre “los buenos” y “los malos
usos” del dinero, dependiendo si está circulando o no en el contexto de un espacio, tiempo o
relación social equivocada o si está en manos de un sujeto considerado no suficientemente
‘apto’, ‘responsable’, ‘moral’ o ‘racional’ para usarlo.
Los adultos (maestros, comerciantes, administrativos, directivos) constantemente
están haciendo valoraciones y tratando de controlar los usos y la circulación del dinero en el
colegio: evalúan los sujetos que pueden llevarlo y usarlo, los espacios en los que debe o no
circular, los tiempos en los que puede o no usarse, la cantidad admitida de acuerdo a la edad
o el grado escolar e incluso, muchas veces, se discute qué deben hacer los niños con este
dinero. Entrevisté a la Coordinadora de Infantiles del colegio, la encargada de recibir los
casos de los niños que son reportados por los maestros por “asuntos de dinero”. En la
conversación, la funcionaria sostenía que, generalmente, los niños más pequeños traían
lonchera, pero cada vez se incrementaba el número de niños que estaban llevando dinero,
porque algunos padres de familia llegaban muy tarde de sus trabajos o no tenían tiempo para
prepararles la lonchera en casa. Para ella, esto no era un problema en sí mismo pues “es
formarlos desde pequeñitos para que sean responsables también con su parte económica”,
afirmaba. El problema se daba, a criterio de la coordinadora, cuando los niños llevaban al
colegio montos muy altos de dinero. En la entrevista sostenía:
Especialmente se pregunta cuando los de preescolar y primaria traen billetes de $50.000 en la
cafetería y dicen: véndamelos en dulces. Entonces las señoras de la cafetería nos colaboran
muchísimo en ese sentido y les preguntan a los niños si traen onces, quién les dio ese billete.
Por lo general, cuando los niños traen dinero con valores muy altos, lo que hacemos es hablar
con las familias y verificar. Se les manda una nota diciéndoles que el niño trajo un billete de
$50.000 y se habla con el niño. A veces los niños dicen que les van a gastar a sus compañeros.
¿Ustedes papás sabían esto?, les preguntamos. Es verificar la información. Muchos dicen que
el niño tuvo su cumpleaños y los abuelos le regalaron dinero y quiso ir a gastarlo y se hace toda
la reflexión sobre eso, pero en otras ocasiones no. Efectivamente dicen que dejaron el dinero
para el recibo y ahora les falta la plata, entonces desde Bienestar Estudiantil se llama a los
papás, se les devuelve la plata, se habla con el niño. Se lleva al niño al psicólogo del colegio
para hablar de eso, sobre esos comportamientos de tener o de gastar o cuando solo quiere ganar
amigos a través de eso. Hay que mirar más allá de por qué un niño hace eso y quiere mostrarles
a los otros que tiene o cómo los otros niños también ven que es más importante el que tiene y
151
el que no tiene no es importante. (Entrevista Coordinadora de Infantiles, Bogotá, octubre
de 2018).
Como lo argumentaba esta funcionaria escolar cuando un niño llevaba dinero, sobre
todo grandes sumas, todos los adultos (maestros, empleados de la cafetería, psicóloga y
directivos) reaccionaban y estaban coordinados para actuar, verificar qué ocurría, se
comunicaban con los padres y comenzaban un proceso en el área de psicología. A todas luces
era una alerta, pues se constituía en una situación ‘riesgosa’ que, para este grupo de adultos,
se salía de lo “normal” y de lo “deseable”.
Cuando se presenta un caso así, lo que menos se preguntan los adultos a cargo es si
los niños saben o no reconocer el valor económico o instrumental del dinero, cómo lo usan o
qué compraron con este. Más que una discusión de corte económico, se convertía en una de
tipo moral. La Coordinadora hacía énfasis en dos aspectos: cuál era el origen del dinero y
qué quería demostrar el niño cuando lo llevaba al colegio. Sobre el primer punto se quería
identificar si el dinero era propio, si los padres se lo dieron o si el niño lo tomó sin permiso,
es decir, verificar la “buena procedencia”. De cierta manera, el hecho de llamar a los padres,
“hacer la reflexión”, como decía la Coordinadora, se constituía, por un lado, en una forma de
“verificar” lo que decían los niños, pues de entrada hay cierto manto de duda sobre lo que
estos explican y también, se convierte en un momento para acordar entre la escuela y la
familia ciertas prácticas de crianza con relación al dinero.
El segundo punto hacía referencia a los objetivos de compra del niño. La
coordinadora señalaba con preocupación el hecho de que los niños quisieran “ganar amigos
a través del dinero”. Esto es leído por los adultos no como un acto de generosidad o como
una forma de establecer vínculos sociales, sino que se juzga como un hecho pecuniario y de
emulación, es decir, se asocia a que el móvil de los niños para tener dinero en el colegio, es
sobre todo tener una “distinción valorativa” (Veblen 1899, 29), frente a sus pares. No se
piensa que el uso del dinero para los niños, igual que lo es para los adultos, funcione como
una forma de establecer, moldear y motivar la creación de redes y vínculos sociales. El hecho
de ser niños en un contexto escolar hacía que, a criterio de los adultos, debieran invertirlo
exclusivamente en gastos escolares individuales y su decisión de compartirlo o gastarlo en
otros niños era señalado como una forma no adecuada de “conseguir amigos”. En opinión de
la psicóloga de este colegio, a quien entrevisté en julio de 2018, “los niños siempre quieren
152
ser aceptados. Ellos fácilmente pueden traer un billete de $20.000 o $50.000, pero ellos no
saben el valor. Pero casi todos los casos que hemos tenido han sido por falta de aceptación
en el grupo, entonces ellos dicen: quiero ser amigo de ellos, entonces la única manera que
ven para hacerlo es comprarles a los amigos”.
La opinión de la psicóloga del colegio estaba claramente sustentada en el discurso
moderno de la infancia. Aducía que los niños no tenían “conocimiento del valor económico
del dinero” y por ello, justificaba la necesidad de vigilar y controlar su uso. Además, reducía
las prácticas de consumo de los niños y el uso del dinero a una “búsqueda de reconocimiento
social”. Sin embargo, para muchos niños de este colegio bogotano, el valor cuantificable del
dinero no era el punto central o el motivo por el cual lo llevaban al espacio escolar. Más bien,
lo hacían en tanto el dinero les permitía la negociación continua de las relaciones y la
consolidación de vínculos a través, por ejemplo, de proyectos de compra en conjunto.
Este era el caso de Danna y Sofia (10 años) de quinto grado escolar. En uno de los
recreos, las encontré jugando con unos stickers de muñecas, que compraron en la papelería
escolar. Jugaban a cambiarles la ropa, el peinado y el tono de cabello. Me contaron que “por
fin habían logrado comprarlas”. ¿Cómo es eso?, les pregunté. “Es que nosotras fuimos
ahorrando para poder comprarlas. Estuvimos como un mes ahorrando. ¡Para un adulto
$10.000 les parece poquito, para un niño eso es ser rico!”, afirmaba Danna. Para las niñas los
stickers se convirtieron en un proyecto de compra en conjunto. Ahorraron de las monedas
que de vez en cuando les dieron sus padres, de lo que les trajo el ratón Pérez por sus dientes
y también de la “plata que se encuentran en el suelo”. Al final, el dinero se convirtió en un
medio para lograr un objetivo de compra y poderlo compartir en el recreo escolar. Como lo
sugirió la antropóloga finlandesa Minna Ruckeintein (2010) “la comprensión del dinero que
tienen los niños es particular, pero su lógica de usar el dinero para fines sociales es similar a
la de los adultos. Los niños son igualmente capaces de utilizar dinero en sus esfuerzos a largo
plazo para reproducir sus relaciones sociales” (Ruckeinstein 2010, 393).
El dinero en el contexto escolar puede tener múltiples lecturas y significados para los
adultos y para los niños. Estos van mucho más allá de los intercambios comerciales y
materiales. La socióloga Viviana Zelizer (2011) muestra que el dinero es “marcado” por las
personas para construir determinados tipos de interacción y relación social, entre las que
nombra: “crear o disolver vínculos sociales, controlar a los otros, establecer o mantener la
153
desigualdad, mantener distinciones de estatus, administrar la intimidad, establecer o controlar
la identidad individual o grupal, marcar ritos de paso, establecer o conservar el honor, entre
muchos otros” (Zelizer 2011, 43).
En el caso concreto del dinero en el ámbito escolar, se podría agregar a este listado
otros como: expresar cierto tipo de relaciones sociales e institucionales, materializar los
vínculos de amistad entre niños, establecer o reforzar ciertas jerarquías generacionales,
diferenciar entre diferentes etapas de madurez de los niños, construir alianzas escuela -
familia sobre pautas de crianza, así como preservar o producir “categorías morales” (Lave
1988, 133 -141) en relación a los roles de los niños y la infancia como etapa de la vida.
Imagen 15: “Stickers: una compra en compañía” / “Dinero en el contexto escolar”. Bogotá, agosto
2018.
Sobre este último punto, en los testimonios de la coordinadora y la psicóloga del
colegio salieron a relucir diferentes valoraciones y categorías morales sobre los niños, la
infancia y las relaciones entre adultos y niños. Desde el discurso moderno de la infancia el
encuentro entre los niños y el dinero puede ser riesgoso. Se piensa a los niños como seres
universalmente vulnerables e inocentes ante los efectos erosionadores de dinero. Por ello, su
uso y manejo debe ser constantemente orientado y regulado por los adultos. Muy de la mano
con la perspectiva de la socialización y la psicología del consumo, se piensa que solo en la
medida en que los niños crecen y tienen más edad, pueden tener un mejor desempeño con el
dinero. Aunque niños como Matías, Daniel, Ana, Isabella, Danna, Sofia y muchos otros,
demuestren que tienen sus propias formas de dar significado, usar y administrar el dinero,
constantemente se enfrentan a la desconfianza y los límites de los adultos en el contexto
escolar.
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Lo que he denominado como el proceso de educación para el consumo con respecto
al dinero se da en diferentes niveles. En parte sucede cuando, a partir de sus criterios, los
adultos despliegan una serie de estrategias de regulación e instrucción para que los niños
aprendan a manejar y administrar el dinero. También ocurre cuando los niños empiezan a
entender cuáles son las valoraciones de los adultos sobre los usos del dinero y cómo sortear
algunas de las regulaciones, producto de tales apreciaciones. Pero, además, se da cuando
entre los niños se enseñan tácticas para obtener el dinero, manejarlo, diferenciarlo y gastarlo,
es decir, cuando estructuran sus propias formas de relacionarse con este. Todas estas
expresiones de educación para el consumo pueden suceder al tiempo y no son excluyentes
entre sí. Varios autores desde campos como la antropología y la sociología del consumo como
Douglas e Isherwood (1979), Bourdieu (1979), Appadurai (1986) y Miller (2005) han
coincidido en que el consumo, y todo lo que en este ámbito se incluye, es un asunto político.
Aunque entre estos autores lo “político del consumo” puede tener diferencias, en el proceso
de educación para el consumo, todos los sujetos involucrados (niños y adultos) están en una
constante lucha por la redefinición de roles y relaciones sociales.
Cuando el dinero se convierte en el centro de la discusión, los niños se enfrentan a las
ideas de los adultos sobre lo que es deseable hacer con el dinero, a quién le está permitido o
no llevarlo, usarlo y en qué circunstancias. Si bien las compras en la papelería y la cafetería
escolar puedan parecer intercambios rutinarios y convencionales, se convierten en un
escenario de tensión entre niños y adultos por cuenta de los significados que tiene el dinero
para ellos. Por ejemplo, durante el 2017, en uno de los encuentros etnográficos con el Grupo
A de niños, Karen (10 años), una de las participantes, expresaba a sus compañeros lo difícil
que era para ella llevar dinero al colegio y hacer compras en la cafetería escolar. La niña nos
contaba todos los retos a los que debía enfrentarse y las muestras de sospecha que recaían
sobre ella cuando se quería desempeñar como consumidora - cliente y usar su propio dinero:
Es la imagen de que los niños solamente compran dulces y no compran nada más. Entonces
como que a ellos les fastidia, entonces como que les interesa que vayan personas como más
grandes a comprar más cosas y les den más plata. Pero si un niño va a comprar más cosas como
un adulto también lo miran raro y dicen… ¿este niño qué piensa? Ellos piensan que uno solo
debería estar comprando dulces. Entonces si uno compra dulces también le ponen problema.
Por ejemplo, en la cafetería ellas miran y dicen uyyy todo eso es tuyo y empiezan a preguntarle
a uno cuándo te lo dieron y empiezan… qué te vas a comprar con eso y con ganas de que uno
le compre harto. Uno le dice: no, sólo un helado y uno con $50.000 y dice un helado y ellos le
hacen cara a uno de ¿en serio? ¿por qué no compras más? Un día saludable por la tarde siempre
tengo que ir a comer a la casa y ese día no me habían dejado nada, pero me habían dado harta
155
plata. Entonces yo compré unos esponjaditos y dos brazos de reina. La muchacha me dijo…
¿esos son para tus amigos? Y yo le dije no, es para mí y me miró con desagrado, como diciendo
usted dónde sacó esa plata. Una vez, también llevé un billete de $20.000 y ellos me lo revisaron
como unas 20 veces para ver si era de verdad. (Testimonio Karen (10 años). Encuentro
etnográfico Grupo A, Bogotá, agosto 2017).
En su relato, Karen mostraba cómo una actividad comercial aparentemente sencilla y
cotidiana se convertía en un momento de tensión con los adultos comerciantes. Ella aprendió
a identificar e interiorizar que las reacciones y preguntas que le hacían los adultos
comerciantes tenían en el fondo varias suposiciones implícitas sobre lo que “son los niños”,
“lo que compran los niños” y cuál es “el dinero de los niños vs. el dinero de los adultos”. La
niña era capaz de hacer explícitos estos supuestos adultos cuando mencionaba que los
comerciantes pensaban que “los niños solo compran dulces”, “si un niño compra más cosas
que dulces es una situación extraña”, “si el niño desea comprar dulces debe regularse porque
no es una compra adecuada” y “los niños tienen menos dinero que los adultos”. Parte de su
proceso de educación para el consumo ha consistido en identificar las ideas que tienen los
comerciantes de la cafetería sobre los niños como clientes y su relación con el dinero. Esto
le ayudaba también a entender la manera de sortear los comentarios y los intereses implícitos
de los comerciantes.
El caso de Karen, como los anteriores, plantea que la educación para el consumo es
un proceso relacional en la que los “sujetos dan sentido colectivamente a los
acontecimientos” (Douglas e Isherwood 1979, 92). Los niños ponen en práctica sus
aprendizajes económicos con el manejo del dinero, en tanto pueden estar en relación con sus
padres, comerciantes, maestros y grupo pares. Para Karen, los comerciantes de la cafetería
escolar constantemente le recordaban, a partir de sus comentarios y preguntas, su lugar social
como niña y, por tanto, de qué manera debía comportarse y actuar en un lugar de comercio.
Así, niños y adultos están redefiniendo, cuestionando o a veces ratificando los roles y lugares
sociales, de los otros y de sí mismos, a partir de elementos como el dinero y, en otras
ocasiones, también a través de los objetos y los bienes.
• Objetos en el espacio escolar: comer en platos de cerámica
Los objetos y mercancías, al igual que el dinero, adquieren unos significados
particulares en el contexto de las prácticas de consumo cotidianas de los niños. La
antropología económica ha mostrado que los bienes y objetos nunca son culturalmente
156
“neutros”, ni mucho menos son portadores de signos únicos y universales para todos los
sujetos sociales, sino que estos dependen de los intereses, los gustos y las particularidades
históricas y sociales de cada consumidor. El significado de los objetos cambia dependiendo
de la trayectoria total de vida material (producción, circulación y consumo), (Appadurai
1986), de los acuerdos culturales, los esquemas de valor y la clasificación que les otorguen
las sociedades (Douglas e Isherwood 1979), así como de los modos en que estos son
comprendidos y apropiados como estrategias de diferenciación social (Bourdieu 1979). En
el contexto escolar, los objetos y los bienes son centrales en los procesos de educación para
el consumo de los niños y expresan materialmente las ideas que circulan sobre los niños como
consumidores - clientes.
En marzo del 2018 durante mis recorridos por el patio escolar presencié varias
escenas interesantes en uno de los espacios de múltiples tipos de intercambios materiales, y
monetarios: el restaurante escolar. Este lugar estaba reservado para los niños que toman el
almuerzo en el colegio. Al ser una institución privada, los padres de familia que decidían
adquirir el servicio para sus hijos, debían pagar una mensualidad aproximada de $150.000
por niño. Antes de las 11: 15 a.m. las encargadas del restaurante tenían todo preparado para
la llegada de los niños de primaria (primer a quinto grado), quienes llegaban masivamente al
restaurante. Aquel día, las mesas estaban dispuestas en filas y en ellas estaban previamente
servidos los almuerzos de cada niño. Al llegar, los comensales solo debían sentarse y
comenzar a comer. Todos los cubiertos y los platos eran de plástico de colores y estaban
divididos en secciones para cada tipo de alimento. Desde la puerta del restaurante, observé a
varios niños comiendo, otros solo probaban la comida y jugaban alrededor de la mesa y
algunos otros intercambiaban trozos de alimentos con sus compañeros.
Justo cuando finalizó el recreo de primaria, empezaron a llegar los estudiantes de
bachillerato (sexto a once). En aquel momento me encontré a Julia (11 años) de sexto grado.
Ella hacía parte del Grupo A de niños con quienes estaba trabajando desde el 2015. Me saludó
y me invitó a acompañarla a almorzar. Observé cómo el escenario de almuerzo se transformó
completamente. En este caso todos los niños y jóvenes debían hacer la fila y luego, pasar con
platos de cerámica a recibir el almuerzo. A diferencia de los niños de primaria, los estudiantes
de bachillerato podían elegir lo que querían comer y las porciones de alimento para su plato.
Le pregunté a Julia por qué era diferente. Mientras hacíamos la fila, me contó que pasar a
157
sexto grado le significó un cambio cualitativo al momento de almorzar. “A los niños de
primaria les dan todo frío y los platos son de plástico para que no se rompan”, afirmó.
Para la niña poder elegir sus alimentos, comer en un plato de cerámica y con cubiertos
de metal no era un asunto menor. Como consumidora - cliente, sabía que el plato de cerámica,
aunque fuera más pesado y se pudiera romper, le otorgaba una percepción diferente como
cliente: le concedía más responsabilidad, le permitía elegir por sí misma y la ubicaba en el
mismo lugar que los adultos - clientes (maestros y administrativos), quienes también recibían
sus alimentos en platos de cerámica. Me sorprendí ante la sutileza de las observaciones de la
niña, de cómo un objeto de lo más cotidiano como un plato de cerámica adquiría toda una
serie de significados para ella. Comprendía que a los ojos de los comerciantes de la cafetería
escolar había diferencias entre los mismos clientes y, además del trato, los objetos
materializaban estas diferencias.
El antropólogo Arjun Appadurai (1986) planteó que el valor de los intercambios
materiales no solo reside en sus funciones económicas. Es el mismo intercambio de los
objetos el que crea valor (Appadurai 1986, 17). Los objetos están inscritos en sus formas,
usos y trayectorias. Lo que crea la conexión entre el intercambio y el valor es la política, “en
el sentido amplio, de las relaciones, presupuestos y luchas concernientes al poder”
(Appadurai 1986, 78). Lo interesante de la perspectiva teórica de este antropólogo es que
propone que muchas veces la “política del valor” de los objetos y mercancías no es tan visible
cuando se trata de intercambios mundanos, rutinarios y a pequeña escala, como puede ser el
uso de platos de plástico o cerámica en una cafetería escolar. Sin embargo, estos traen
implícitos un conjunto de ideas con respecto a la diferencia de privilegios, en términos de la
experiencia de consumo de alimentos, de acuerdo a criterios de edad y a grados de
escolaridad. Niños como Julia comienzan a comprender que su lugar como clientes -
consumidores se materializa en pequeñas sutilezas como en la posibilidad de uso de este tipo
de objetos o poder elegir sus propios alimentos.
Para Julia era claro que un plato de cerámica no era en sí mismo un bien de lujo. La
niña estaba constantemente relacionada con este tipo de objetos en su casa y en restaurantes.
Sin embargo, la “política del valor” que tenía la experiencia de consumo de alimentos en
platos de cerámica, se la habían otorgado los adultos - comerciantes de la cafetería quienes
se encargaron de expresar en estos, unos “atributos de valor” y de uso (Appadurai 1986, 57)
158
diferenciales, versus los platos de plástico. Esto, a la vez, creaba ciertas categorías sociales y
morales en relación a los niños - clientes que no podían utilizarlos: por su edad, por su grado
de escolaridad o por su supuesta falta de capacidad de uso “adecuado” y “responsable”. Por
ello, para Julia el hecho de pasar a sexto grado le supuso que en un espacio como el
restaurante escolar podía consumir sus alimentos calientes en platos de cerámica, lo cual
mejoró sustancialmente su experiencia a la hora del almuerzo, pero, sobre todo, le significó
revertir simbólicamente el lugar de subordinación y de desventaja que tenía como niña -
cliente, cuando estaba en primaria.
Como en el caso del dinero, el consumo de bienes y objetos requiere un trabajo de
apropiación por parte de los consumidores, lo que significa que los sujetos contribuyen a
“producir el producto que consumen, como trabajo de localización y desciframiento”
(Bourdieu 1979, 98). En este sentido, tanto niños, como adultos les otorgan a los bienes y
servicios diferentes significados, les dan un lugar en sus vidas, pero también estos sirven para
expresar categorías morales y definir roles sociales a partir de lo que pueden o no hacer, lo
que consiguen o no usar y también las restricciones materiales asignadas a los sujetos
sociales. La educación para el consumo también se expresa constantemente en la manera
como niños y adultos se relacionan, aprenden y redefinen su lugar social a partir de prácticas
de consumo con el dinero, los objetos y también los espacios. En el próximo apartado,
profundizaré en la relación de los niños con los espacios de consumo.
• Espacios de consumo para los niños y mercados des - infantilizados
Una de las obras pioneras en los estudios sociales sobre infancia es el libro del
historiador francés Philippe Ariès (1962) sobre el “descubrimiento de la infancia moderna”.
Allí, Ariès contó la manera en que en el contexto francés surgió la idea de la infancia, junto
con una nueva imagen de la intimidad de la familia y la necesidad de sistemas institucionales
de educación y cuidado. Este historiador confió en las obras de arte como fuentes para su
investigación y señaló que “hasta aproximadamente el siglo XVII, el arte medieval no
conocía la infancia o no trataba de representársela; nos cuesta creer que esa ausencia se
debiera a la torpeza o a la incapacidad. Cabe pensar más bien que en esa sociedad no había
espacio para la infancia” (Ariès 1962, 9). Ariès le apostó a analizar la cultura material que se
representaba en las obras de arte, sobre todo el vestuario, los juguetes y los objetos que
159
acompañaban a los niños retratados, para comprender la construcción histórica de la idea de
infancia moderna.
De esta manera, la infantilización de los objetos y la producción de una cultura
material destinada específicamente a los niños22, fue para este historiador, un indicio
histórico de cómo una sociedad comenzó a pensar en los niños como un grupo social
diferenciado de los adultos y con unas características particulares. En este sentido, la cultura
material ayudó a sustentar el discurso de la infancia moderna. ¡Cuál sería la sorpresa de
Phillipe Ariès si tuviera la oportunidad de transitar por los pasillos de varios centros
comerciales bogotanos y observar cómo en las vitrinas de almacenes de vestuario femenino
y masculino se encuentran expuestos maniquíes infantiles que lucen las mismas prendas de
vestir que tienen los maniquíes adultos! Durante los últimos años, varias marcas de ropa
femenina y masculina tanto nacionales, como internacionales, dirigidas a un público adulto
comenzaron a integrar secciones de ropa y accesorios “kids”.
Este apartado tiene por objeto comprender qué dicen los espacios comerciales sobre
los discursos sobre la infancia y qué tipo de supuestos subyacen en estos espacios sobre los
niños como consumidores, como clientes y como sujetos sociales. Planteo que el mercado es
una expresión material de los modos en que se yuxtaponen los discursos moderno y
contemporáneo de la infancia. Mientras en el marco del proceso de educación de los niños
para el consumo, el discurso moderno promueve una cultura material y unos espacios
diferenciados e infantilizados, el discurso contemporáneo plantea la necesaria des -
infantilización del mercado contemporáneo y la disolución de los targets generacionales.
Adultos y niños constantemente se debaten entre cuáles son las formas de relación y
educación para el consumo deseables a partir de lo que plantean ambos discursos.
Al ver estas vitrinas, pensé que el proceso de infantilización del vestuario y de otros
productos del mercado, cuestión que comenzó en varios contextos occidentales
22 En este contexto, se puede entender que el proceso de infantilización del mercado (productos, servicios,
experiencias, espacios) consiste en pensar el diseño y la producción de una cultura material específica para un
grupo social diferenciado de los adultos como son los niños. A la vez, esta infantilización, orientada por los
saberes y disciplinas interesadas en la infancia (pediatría, pedagogía, psicología), parte de que este segmento
particular de mercado o target, a la vez, tiene unas características y necesidades físicas, mentales y emocionales
propias que deben ser resueltas con ayuda del mercado. La infantilización del mercado, como parte del proceso
de consolidación del discurso moderno de la infancia, promovió la imagen del niño como un ser frágil,
vulnerable, necesitado de cuidado, protección, orientación, por lo que el mercado infantilizado debe contemplar
temas como la seguridad, las texturas, la higiene, el material, los colores, la orientación al aprendizaje, entre
otros atributos.
160
aproximadamente en la tercera década del siglo XX, con el fin de diferenciar al niño del
adulto como sujeto social y como una forma de expresar materialmente los sentimientos
modernos hacia la infancia, estaba sufriendo un proceso evidente de transformación. Esos
niños que Philippe Ariès describió en los cuadros como “adultos en miniatura”, vestidos a
semejanza de los adultos, no eran muy diferentes de los niños que aparecían en los catálogos
de las revistas contemporáneas. Me acerqué a uno de los almacenes femeninos que
promueven esta tendencia comercial y hablé con una de las vendedoras. Sostuvo que “ahora
las mamás quieren vestir a las niñas igual que ellas, entonces vienen a comprar lo mismo
para ellas y para sus hijas”. Me comentó que progresivamente al almacén estaban llegando
niñas, un público que antes estaba ausente en la tienda y esto, al tiempo, atraía a compradoras
madres.
Imagen 16: “Vitrina de centro comercial y fotos de catálogo ropa femenina e infantil Xuss”, Bogotá, 2018.
Entrevisté a varios especialistas en investigación de mercado infantil en Colombia y
varios de ellos se refirieron a los modos en que el mercado tanto local, como global está
fusionando ambos targets generacionales: el infantil y el adulto, así sea de manera indirecta.
Un antropólogo, especialista en estudios cualitativos para campañas publicitarias de
segmento infantil y juvenil de una reconocida agencia de mercadeo, explicó que,
recientemente en el ámbito publicitario se estaba comenzando a hablar de los padres
generación “Peter Pan”:
Esos cuarentones que crecieron con esas carencias, es que yo no tuve este juguete o como yo
no fui a Disney, mi deber es que mi hijo vaya. Entonces son papás aficionados a coleccionar
161
juguetes o que tienen muchos infantilismos, de hecho, en el mismo marketing le llaman a los
millenials, la generación Peter Pan porque se han quedado en una adultez infantilizada.
(Entrevista antropólogo - investigador de mercado, Bogotá, diciembre 2017).
Por su parte, un psicólogo, que ha asesorado diferentes estrategias de publicidad de
productos de alimentos para niños comentaba:
Si tu contabilizas hoy en día el número de mensajes publicitarios que utilizan al niño para
publicitar su mensaje, aun cuando el producto no es para niños, de verdad uno se sorprende. Si
el producto es, por ejemplo, de shampoo para la mamá, que en el comercial aparezca la mamá,
pero qué tiene que ver la niña allí. Estamos destruyendo la esencia de ese niño, su condición
de infante. Lo estamos llevando a asumir códigos que no son de él. (Entrevista psicólogo -
asesor publicitario, Bogotá, julio 2017).
No se puede afirmar que el fenómeno del que hablaban estos especialistas sea
reciente. De hecho, desde los inicios de la publicidad en Colombia, a mediados del siglo XX,
los niños han estado presentes como imagen de los anuncios de productos y servicios
dirigidos a un público adulto como cigarrillos, electrodomésticos, seguros de vida, bebidas
alcohólicas, entre otros (Aristizábal 2015, 61). La dupla comercial y publicitaria niños -
adultos clientes no es una novedad. Lo particular de los comentarios de estos profesionales
del mercado es la sensibilidad y el rechazo que mostraron frente al aparente proceso de lo
que se podría denominar la disolución de los targets generacionales y la des - infantilización
de muchas marcas y espacios infantiles. Para el último especialista, esto se consideraba una
manera directa de atentar contra la “condición infantil de los niños”, es decir, era una forma
de ir en contra de la inocencia como valor cultural del discurso moderno, esto es, prolongar
la infancia, que los niños se sientan y se vean como niños, expresado en la cultura material y
el mercado. A la vez, para el primero, el desvanecimiento de las fronteras generacionales del
mercado, también terminaba por infantilizar la vida adulta.
El proceso de creación de una “arquitectura del consumo para la infancia” (Sosenski
2012b, 212) inició en contextos occidentales aproximadamente durante la tercera década del
siglo XX. Esto significó un cambio de perspectiva sobre el consumidor infantil y, por tanto,
sobre la infancia misma. Así lo han documentado ampliamente para el contexto
norteamericano historiadores como Gary Cross (2002), Daniel Cook (2003), Lisa Jacobson
(2008a), para el mexicano Susana Sosenski (2006, 2012b) y para el argentino Ludmilla
Sckeinkman (2018). La creación de espacios comerciales y productos con un carácter
“infantil” fueron expresiones de los nuevos roles que se le adjudicaron a los niños, al dejar
de pensarlos como sujetos productivos y más bien, considerarlos sujetos singulares,
162
diferentes a los adultos y que por su condición de seres ‘frágiles’ debían protegerse, cuidarse
y orientarse.
Si el discurso moderno de la infancia pasa necesariamente por el reconocimiento
social e institucional de las particularidades y de los roles de los niños como sujetos sociales
y esto, por supuesto, incluye al mercado como parte del proyecto de diferenciación a través
de la figura del niño - consumidor, entonces ¿qué indica este proceso de des - infantilización
del mercado y disolución de los targets generacionales?, ¿qué dice sobre los modos de
comprender a la infancia? Como he argumentado anteriormente, pareciera que, con este
proceso, el mercado le apuesta a una versión más contemporánea de la infancia en
contraposición con la moderna que apelaría por la infantilización. Hay que recordar en el
capítulo uno, las críticas de las maestras de Santiago, uno de los niños modelo, porque el
mercado estaba “convirtiéndolo en un niño grande” con lenguaje, comportamientos y
conocimientos de adulto o la preocupación de Manuela de que sus compañeros de colegio se
enteraran de su labor como modelo, pues esto la hacía “sentir como grande”.
Mientras el discurso moderno procura un mercado en el que sea evidente la
diferenciación tajante de niño - adulto a través de la cultura material y de unos espacios
infantilizados, por lo que los adultos solo se relacionan con “cosas de niños” (juguetes,
literatura, vestimenta) para ayudar a los pequeños a formarse, el mercado pensado desde el
discurso contemporáneo es menos rígido en la diferenciación generacional. En este universo
comercial contemporáneo, no existe un segmento de consumo exclusivamente para adultos
y, por ende, tampoco para niños. Como afirmaba el antropólogo entrevistado, hijos y padres,
al tiempo, desean coleccionar juguetes e ir a Disney.
Desde finales del siglo pasado e inicios del nuevo milenio, varios teóricos (Postman
1982; Corea y Lewkowicz 1999; Narodowski 2016) comenzaron a documentar este
progresivo proceso de desvanecimiento de las fronteras generacionales, que se expresa de
manera especial, en el discurso mediático y publicitario. La responsabilidad histórica de
separar el mundo de los adultos y el de los niños que recayó en instituciones como la familia,
la escuela y las entidades de protección y asistencia infantil, y que se fortaleció con el
naciente mercado infantilizado; en las últimas décadas y de manera progresiva, comenzó un
proceso de “desacople entre las diferencias imaginarias instituidas históricamente” (Corea y
163
Lewkowicz 1999, 101). Al tiempo, el mercado presentó la juventud como el único ideal de
etapa de vida a la que todos (niños y adultos) deben parecerse (Moreno 2002).
Pero, ¿cómo experimentan en la práctica, niños y adultos, esta transformación en el
mercado y de los procesos de educación para el consumo? Durante varios fines de semana
visité diferentes espacios comerciales al occidente y noroccidente de la capital para ver los
modos en que los niños y sus familias se relacionaban “con” y “en” en estos lugares. Al inicio
del proceso de observación etnográfica, me dirigí de manera intuitiva a los comercios “de
niños”: jugueterías, dulcerías, tiendas de ropa y calzado infantil, parques de diversiones, entre
otros. Esta búsqueda inicial supuso, de entrada, una preconcepción como investigadora sobre
cuáles eran los “lugares/ espacios de la infancia” y lo que supuestamente hacían los niños en
el mercado, es decir, partía de que “esencialmente” los niños juegan y disfrutan de golosinas.
Imagen 17: “Niño leyendo en sección de caja de supermercado” / “Niños en salón de belleza”.
Bogotá, noviembre 2018.
Casi de manera automática realicé una separación artificial entre los espacios
comerciales de “niños” y de “adultos”. Busqué a los niños en los espacios “infantilizados”.
Sin embargo, mis recorridos etnográficos me llevaron a ver que los niños no solo “habitaban”
estos espacios. Estaban en muchos otros que, desde una visión moderna de la infancia, son
poco representativos del mundo comercial “infantil”. Circulaban en los supermercados;
hacían la fila “especial” en los Bancos para pagar las facturas de servicios, mientras los
adultos esperaban a la salida; frecuentaban los salones de belleza para recibir manicure y
164
eran asiduos visitantes de las tiendas de tecnología, a pesar de la insistencia de los empleados
de que “solo podían observar y no tocar”.
Allí estaban los niños, en los lugares comerciales más comunes y menos
infantilizados. El comercio, sus profesionales e instituciones como el Estado y la escuela se
esmeraron durante décadas en diseñar y planificar toda clase de espacios y productos para la
infancia moderna según parámetros como la edad, el género y las etapas de desarrollo mental
y físico. Este proceso ha sido orientado, en gran parte, por los denominados saberes expertos
en la infancia: la psicología, la pediatría y la pedagogía, y que aún hoy siguen estando
vigentes en los actuales métodos de diseño e investigación de mercados dirigido a público
infantil. Por ejemplo, una de las psicólogas entrevistadas, quien ha trabajado en investigación
y diseño de publicidad para niños, afirmaba que “en las agencias, los estrategas lo que
tratamos de entender es el momento del desarrollo en el que se encuentran los niños. Entonces
nos toca estudiar muchísimo a Piaget y diferentes cosas, para entender en la etapa de
razonamiento que está el niño y qué es lo atractivo”.
En contextos metropolitanos y urbanos como Bogotá hay una inmensa oferta de
productos, servicios, experiencias y espacios que se han convertido, desde mediados del siglo
XX, en parte del proyecto de educación, cuidado y recreación de la infancia en términos
modernos y, por supuesto, en una vía para sostener materialmente la separación espacial y
comercial de los niños con respecto a los roles, las actividades comerciales y productivas de
los adultos. Daniel Cook (2003) llama a este fenómeno “el emplazamiento del significado de
los espacios”, es decir, la forma en que los mercados y los consumidores sitúan significados
comerciales y sociales con respecto a lugares y espacios específicos (Cook 2003, 149).
La noción de Cook permite pensar la relación moderna de los niños con el mundo
del mercado como una “práctica de emplazamiento” en la que los adultos y profesionales del
mercado han querido situar el estatus de los niños como seres esencialmente inocentes,
vulnerables, frágiles, en riesgo constante y con necesidad de vigilancia por parte de los
adultos, a través del diseño y la estructuración de espacios seguros, educativos, cerrados y
vigilados. El discurso moderno le apostó a la infantilización de los niños y de su cultura
material, es decir a “un proceso en el que la infancia fue delimitada y categorizada”
(Alcubierre 2016, 329).
165
En los ejercicios de observación etnográfica eran evidentes varios espacios que
estaban construidos a partir del discurso moderno de la infancia, por ejemplo, restaurantes
con secciones especiales para los niños o parques infantiles divididos por edades y por
habilidades. Mientras en los parques destinados a bebés y niños más pequeños se les permitía
a los padres compartir al interior de la atracción y estaban decorados de colores pasteles, con
objetos suaves, redondeados y procurando el uso de juguetes pedagógicos, los parques de
niños más grandes estaban dispuestos con mobiliario de colores alegres y vistosos,
atracciones mucho más libres, de movimiento y sin acompañamiento de adultos en los juegos.
Este proceso moderno de emplazamiento de los espacios del mercado lo pude
observar también en la Primera Feria Comercial Infantil que se realizó en un centro comercial
ubicado al norte de la ciudad de Bogotá en octubre del 2018. El lugar tenía stands coloridos,
con motivos infantiles, ambientado con música infantil y en el pasillo central se encontraban
una gran variedad de juegos y espacios de entretenimiento. Adicionalmente, se observaba al
fondo un espacio para talleres y conferencias. En una inmensa pantalla se visualizaba una
completa programación de conferencias y talleres durante los tres días de la Feria. Cada dos
horas aproximadamente un grupo de especialistas, (psicólogos, pediatras y pedagogos) daban
charlas sobre educación, cuidado, juego y crianza. De este modo se creaba una atmósfera de
conocimiento experto sobre la infancia que daba legitimidad a un espacio comercial como
este.
Al escuchar a algunos de los expositores de la Feria noté cómo la mayoría presentaban
sus productos y servicios amparados en los argumentos de los profesionales y expertos en
infancia sobre el desarrollo emocional, físico y cognitivo de los niños: “cursos de refuerzo
de matemáticas para que los niños pudieran hacer grandes operaciones mentales sin más
ayuda que sus mentes y sus dedos”, “libros para colorear y despertar la creatividad”, “niñeras
que no solo cuidaban, sino que realizaban actividades lúdicas y de estimulación a los bebés”
e “mobiliario que resaltaba la identidad infantil”. Incluso, productos que aparentemente no
tenían mucha conexión con la estimulación infantil, también se amparaban en algún saber
especializado. Se publicitaban unas medias de lana diseñadas con suela de goma que según
su vendedora “ayudaba al desarrollo neuronal y cognitivo de los bebés, al permitir que los
niños sientan las texturas del suelo con sus pies” o unas manoplas que además de calentar las
manos servían, según el anuncio, para “ayudar a desarrollar destrezas motoras y promover la
166
integración sensorial”. Pensé que todos estos productos eran una muestra de la “obsesión”
por el desarrollo de los niños, sobre todo el cognitivo. No se presentaban como cualquier par
de medias, guantes, juguetes o cursos. Todos, en diferentes grados, estaban destinados a una
de las principales preocupaciones del mundo familiar contemporáneo: el aprendizaje infantil.
Los productos y servicios debían tener ese plus adicional y legitimarse sobre alguno de los
conocimientos especializados en la infancia.
Imagen 18: “Imágenes publicitarias. Feria ExpoPlay Kids”. Bogotá, octubre 2018.
El discurso moderno se sostiene precisamente en la separación de espacios y
productos infantiles vs. espacios adultos, pero además supone que en los espacios infantiles
los niños deben estar constantemente dirigidos, guiados y orientados. Se trata, en últimas, de
una educación para el consumo que se basa en unas jerarquías verticales de los adultos
(especialistas, expertos, padres, maestros) sobre los niños. Esta feria comercial hacía parte
del proceso de consolidación de la industria y el comercio infantil que tenía en mente este
discurso. Todas las propuestas comerciales de la feria hacían una codificación de lo que es o
debe ser un niño en un sentido moderno, de cómo debe cuidársele, entendérsele, educarse y
entretenerse.
Paradójicamente, en la práctica y muy a pesar de estos esfuerzos académicos,
comerciales e institucionales, los niños circulan y se relacionan con todos los lugares del
comercio, demostrando, que la vida social y económica es mucho más relacional y fluida de
lo que quiere presentar en la teoría la planeación del mercado, las instituciones y los
especialistas. Los espacios de los niños son los que ellos “encuentran y habitan como los
suyos, independientemente de la adjudicación adulta” (Cook 2003, 161). Esto no significa
167
que los espacios comerciales y los productos “infantilizados” pensados desde el discurso
moderno no estén cada vez más presentes en el mercado actual o que los niños
contemporáneos dejen de percibirlos como lugares para ellos. Sin embargo, el registro
etnográfico me mostraba que más allá de estos espacios diseñados desde la perspectiva
moderna, los niños se relacionan de maneras múltiples con el mercado, “en lugares
informales, a menudo desapercibidos por los adultos” (Rasmussen 2004, 155).
Me pregunté entonces cuáles eran los espacios comerciales más significativos para
los niños protagonistas de esta investigación, en dónde se materializaba lo que he
denominado la educación para el consumo y de qué formas estos espacios les permitían poner
en práctica los conocimientos adquiridos en este proceso. En octubre de 2016 realicé uno de
los encuentros etnográficos con el Grupo A de niños y niñas. Hablamos de los parques
infantiles y de las jugueterías como lugares que sin dificultad los niños identificaron como
“hechos para ellos”; sin embargo, salieron a relucir otros espacios comerciales, que no
estaban pensados estrictamente “como infantilizados”, pero que adquirían unos significados
especiales para su propia infancia y para la puesta en práctica de los conocimientos y
habilidades adquiridas como consumidores - clientes:
Lina: a mí me gusta ir al supermercado porque me gusta escoger lo que yo quiero comer,
porque a veces mi mamá escoge cosas muy horribles cuando yo no voy, entonces yo también
tengo que ir a ayudar a mi hermano a escoger lo que le guste a él, yo voy con mi mamá y a
veces con mi hermana. Yo también llevó el carro. María: yo casi siempre nunca voy porque
mi abuelita nos hace el almuerzo y la comida y también el desayuno, pero a veces yo voy
cuando necesitamos cosas del hogar y a mí me gusta ir porque me divierto y puedo escoger lo
que yo quiera. Sofía: a mí papá no le gusta, pero a mí sí. A mí me encanta escoger porque, por
ejemplo, me pregunta qué yogurts escogemos para la semana y yo digo este. Andrés: yo voy
al supermercado con mi papá y mi mamá y muy poquitas veces con mi hermana y me gusta ir
por el carro, porque me gusta manejar el carro y sentirme como un conductor de verdad, siendo
el jefe en el centro, yo me siento como el jefe en el centro y a mí también me gusta ir para
llevar la nutella a la casa porque si no estoy, mi papá no la compra. Nataly: a mí me gusta el
centro comercial porque es un lugar donde comprar ropa, helados y estamos en familia y al
supermercado porque cojo el carrito y me enloquezco, además me pongo a jugar con el carrito
y mi papá. Lina: en los centros comerciales es un lugar donde podemos ir en familia, es donde
podemos comprar ropa, podemos almorzar con nuestra familia, conversar, comer helado, subir
y bajar escaleras y también hay parques de diversiones para disfrutar. Karen: yo le digo a mi
papá si puedo ir con mi hermano a ver tecnología y nos dejaban probar los computadores y los
celulares y éramos muy felices y uno se siente todo chévere y a veces llegan esos señores todos
fastidiosos y nos decían no toques porque los dañas y entonces mi hermano se pone a hacer
pataleta. (Encuentro etnográfico, Grupo A, Bogotá, octubre 2016).
Las opiniones de los niños muestran que espacios comerciales como supermercados,
tiendas de tecnología o centros comerciales que no son considerados estrictamente como
168
“diseñados para la infancia” y no están estructurados bajo los presupuestos del discurso
moderno, esto es, para su cuidado, educación y protección, son constantemente apropiados
por los niños y adquieren significados importantes para sus vidas. Se convierten en espacios
para el juego, como una excusa para compartir en familia, son escenarios que les permiten
tomar decisiones frente al consumo doméstico o desafiar la autoridad de los vendedores.
En estos espacios, más que en los infantilizados, los niños pueden desplegar los
conocimientos económicos y las habilidades comerciales adquiridas en sus procesos de
educación para el consumo. Como lo mencionaban varios participantes, en estos lugares
ellos podían elegir los productos de la canasta familiar, interactuar con artefactos como los
carritos de los supermercados y probar las diferentes mercancías. En últimas, eran espacios
des - infantilizados, pero que estos niños de clase media urbana no sentían como ajenos. Todo
lo contrario, estos eran vistos como oportunidades de real interacción comercial, que les
permitían pensar su infancia en relación con el mercado de una manera menos estructurada
por las directrices y orientaciones de los especialistas, expertos y cuidadores.
Estas divisiones tan tajantes entre espacios, productos y servicios diseñados para cada
grupo social, resultado del discurso moderno, parecen no ser tan fijas y claras para los niños.
Sus testimonios permiten comprender que su lugar como clientes y consumidores no
necesariamente está en los lugares inicialmente diseñados para ellos, es decir los
“infantilizados”, sino que también pueden adquirir y desplegar sus habilidades como
consumidores en otros espacios. La idea de que el consumo infantil es necesariamente una
experiencia “mediada” por los adultos, pues se alude a la dependencia de los recursos
financieros de los adultos (Cook 2013a, 283) o se habla de una “cultura material infantil”
paradójicamente realizada/ diseñada por los adultos (Stolp 2011, 252), podría interrogarse al
considerar que no se trata de una mediación solo de los adultos “sobre” los niños, sino que
es una experiencia relacional, que los niños también configuran constantemente.
Daniel Cook (2003) ha denominado los centros comerciales y los supermercados
como “espacios híbridos” (Cook 2003, 164) que permiten, incluso, más que los “diseñados
para la infancia”, poner en evidencia las primeras elecciones de los niños como consumidores
y, además, observar las relaciones de negociación y mediación mutua que se producen en las
familias en el contexto de las prácticas de consumo cotidianas. Mientras los espacios
diseñados para la infancia están bajo la perspectiva moderna del niño como un consumidor -
169
guiado y orientado por el adulto o los profesionales, en supermercados o centros comerciales,
pareciera que se desplegara otro tipo de relaciones menos verticales (ya sea de negociación,
discordia, tensión) entre los adultos y niños.
Imagen 19: “Niños en el supermercado”. Bogotá, octubre 2018.
Desde el discurso moderno los espacios y la cultura material para los niños están
construidos bajo parámetros de infantilización y diferenciación del mercado adulto y, por
tanto, de cuidado, protección, vigilancia, regulación, educación, orientación y mediación de
los adultos sobre los niños. En contraste, el discurso contemporáneo promueve un proceso
de des - infantilización del mercado contemporáneo, expresado en sus productos y espacios
y con ello, de disolución de los targets generacionales, en los cuales niños y adultos
estructuran sus relaciones a partir de otras formas de comprenderse con y en el mercado.
Estas relaciones pasan tanto por la negociación, como por el establecimiento de reglas y
exposición de conflictos entre ambas partes.
Este doble registro de interpretación en el que se mueve el mercado plantea formas
de relación y procesos de educación para el consumo diferentes. Algunos prefieren las
formas más infantilizadas que ofrece el mercado, otros optan por mercados que diluyan estas
barreras y diferenciaciones. En cualquier caso, el proceso de educación se materializará y
tomará forma de acuerdo a la valoración que los adultos y los niños hagan sobre el mercado
(sus características y objetivos), los aprendizajes y conocimientos que los niños deben
adquirir y luego poner en práctica.
170
• A modo de cierre
Este segundo capítulo dio cuenta de lo que denominé como el proceso de educación
de los niños para el consumo a partir de diferentes ventanas etnográficas que localicé en
diferentes escenarios de Bogotá: un parque temático infantil, las tiendas escolares y otros
espacios comerciales como supermercados, ferias y centros comerciales. Propuse que la
educación para el consumo, como parte de los rasgos fundamentales del discurso
contemporáneo, promueve una idea de los niños como consumidores plenamente
“competentes” y “autónomos”, lo que oscurece en gran medida, los límites y las restricciones
que estos experimentan en sus prácticas de consumo cotidianas cuando se quieren
desempeñar como clientes - consumidores.
Tomé distancia de perspectivas más ancladas en el discurso moderno como las
promovidas por la socialización del consumo y la psicología del consumidor que no
reconocen a los niños como consumidores - clientes del presente y por tanto, no valoran sus
procesos de aprendizaje económico y comercial; las maneras de dar significado a los objetos,
el dinero, los espacios; lo que ellos mismos enseñan a sus pares y a los adultos sobre el
consumo, así como las tácticas que despliegan para subvertir y redefinir las relaciones
asimétricas y desbalanceadas con los adultos en el contexto comercial. Sobre esto último,
argumenté que a pesar de los muchos límites, obstáculos y restricciones que comerciantes,
vendedores, padres y maestros les trazan a los niños para desempeñarse como consumidores
- clientes, a quienes les imponen unas formas concretas, delimitadas e incluso ‘simuladas’ de
conocimiento, los niños se las ingenian para aprender, poner en práctica tales conocimientos
y proponer sus maneras de relacionarse con el mundo económico y comercial.
La propuesta que tracé en este capítulo fue comprender el proceso de educación para
el consumo desde una perspectiva relacional e interdependiente, en el que participan niños y
adultos, en diferentes grados, y en el cual constantemente se definen y entran en tensión ideas
sobre: la infancia como etapa de la vida; los roles generacionales; las posibilidades o riesgos
del consumo para los niños y las maneras más deseables de relación en el contexto del
mercado. Señalé unas consecuencias particulares en la configuración de estas relaciones: 1)
la presencia cada vez más clara de los niños - clientes les implica a los trabajadores de ventas
redefinir qué posición adoptar y cómo entender la diferencia evidente de roles/ edades/
posiciones generacionales con sus clientes. Las actitudes, reacciones y acciones adoptadas
171
por los comerciantes muchas veces son ambiguas y diversas (pedagógica, paternalista,
autoritaria o aventajada). Los niños, por su parte, aprenden de la experiencia directa, la
diferencia en el trato comercial con respecto a los clientes - adultos y construyen sus propias
tácticas para hacer contrapeso a las muestras de abuso, desconfianza, subestimación e
intolerancia cuando desean desempeñarse como clientes; 2) los padres y maestros también
denotan una posición ambigua con respecto a los niños - clientes, a veces pensándolos como
seres del presente (competentes, hábiles, racionales), otras como devenires (impulsivos,
ingenuos, cortoplacistas). De acuerdo a estas ideas, o el cruce de ellas, toman decisiones
sobre el dinero que pueden o no administrar, la cultura material a la que pueden o no tener
acceso, los espacios comerciales en los que deben estar o no; 3) los niños y niñas de la
investigación, por su parte, demostraron que su relación con el mundo del consumo (el
dinero, los objetos, los espacios) y sus conocimientos económicos/ comerciales difieren de
un caso a otro, tienen grados diferenciales, pues dependen de las posibilidades de aprendizaje
y práctica relacional que tengan en su contexto familiar, escolar y comercial. Esto pone en
cuestión aquellas presunciones que ubican a los niños en una socialización económica
generalizada, gradual, escalada y que mejorará conforme a la edad o el grado escolar.
La educación para el consumo incluye un conjunto de prácticas muy variadas y de
diferente índole, que los niños van aprendiendo y, luego, poniendo en práctica en su
cotidianidad, en lugares infantilizados como parques temáticos o en otros espacios
comerciales des - infantilizados. Algunas de estas prácticas surgen en su interacción con los
comerciantes y vendedores, otras son aprendidas a partir del intercambio de experiencias con
su grupo de pares o en la continua experimentación de lo que significa ser y comportarse
como un consumidor. En este capítulo identifiqué ciertas prácticas como: la elección
autónoma de productos y servicios; el manejo y la administración del dinero; la
jerarquización y significación de objetos y bienes; la valoración de tiempos, espacios y
personas; la reflexión sobre las ganancias vs. las pérdidas; las características de un “buen
servicio”; las maneras de ser, estar y actuar en un espacio comercial, entre otras.
Las prácticas de consumo cotidianas que analicé en este capítulo no son las únicas,
pues están situadas en un contexto muy particular de niños y niñas de clase media urbana
bogotana y en escenarios etnográficos concretos. Sin embargo, permiten comprender que la
educación para el consumo no es un proceso unidireccional en el que los niños actúan como
172
meros aprendices del conocimiento adulto. Las ventanas etnográficas que presenté permiten
ver que este proceso hace parte de una compleja red de relaciones sociales, en las que
constantemente se ponen en juego tanto posibilidades, negociaciones, tácticas, como
restricciones, límites y jerarquías generacionales. En el próximo capítulo abriré una nueva
ventana etnográfica en la que analizaré otro de los rasgos fundamentales del discurso
contemporáneo: “la formación de los niños para el emprendimiento”.
173
Capítulo 3
La escuela como mundo económico: la formación de los niños para el
emprendimiento
***
Después de quince años regresé al colegio donde pasé gran parte de mis años de
infancia. Era septiembre de 2017 y comenzaba los primeros acercamientos con la
administración escolar para realizar mi trabajo de campo. Varias cosas habían cambiado
desde que fui estudiante. Ya no quedaba rastro de las pequeñas y viejas casitas de cal y adobe
que servían como salones de clase y, en su lugar, estaban varios edificios coloridos y
modernos. Una cafetería y una papelería escolar reemplazaron los dos espacios improvisados
de venta de alimentos y útiles escolares que recordaba. De la mayoría de árboles de eucalipto
que se alzaban gigantes mirando al cielo, solo quedaban unos pocos. También se redujeron
las zonas verdes. Los salones de clase tuvieron un evidente proceso de renovación mobiliaria:
televisores de pantalla plana para proyectar videos; computadores para los maestros con
conexión wifi y algunos salones de primer grado ya habían reemplazado las rígidas sillas y
mesas escolares por puffs de colores en los que los niños podían libremente sentarse e
interactuar con tabletas.
Otros aspectos, en cambio, eran bastantes similares a mi época de estudiante: el
uniforme, los horarios de clase y recreo; el ruidoso ambiente escolar y las constantes
instrucciones de los maestros para que los niños no se cayeran, no tropezaran o no
descuidaran sus objetos personales. Aquel primer día de regreso, además de hablar con la
rectora de la institución, fui invitada por una de las maestras de tercer grado a una actividad
escolar llamada “Mi Pueblito: un lugar para aprender y soñar”. Como parte de la propuesta
pedagógica, las maestras del nivel crearon una estrategia para integrar los temas de varias
asignaturas en un solo proyecto. Se propuso que los niños de tercer grado podían conocer las
ramas del poder público, los órganos de control y vigilancia, así como hacer operaciones
matemáticas básicas, a partir de la simulación del funcionamiento de un pueblo en miniatura,
al mejor estilo de Divercity. Los niños debían representar los roles y las profesiones de los
habitantes de este pueblo. Cada uno eligió un rol. Encontré médicos, veterinarios, policías,
174
bibliotecarios, bomberos, maestros, modistas, chefs, notarios, empresarios, banqueros,
abogados, periodistas, estilistas, pasteleros, un sacerdote y un sepulturero. Todos los niños
llevaron sus atuendos y materiales para interpretar su papel.
Después de las palabras de apertura, las maestras dieron instrucciones a los
estudiantes para comenzar el juego de simulación. Más de cien niños entraron en acción.
Durante la jornada observé cómo recrearon estéticamente sus propios espacios comerciales,
institucionales y laborales y circularon por el auditorio como si fueran las calles del pueblo.
Vi a dos pasteleros explicando sus recetas, a una veterinaria dando instrucciones para el
cuidado de las mascotas, a un ingeniero automotor exponiendo las partes de su carro de
juguete y a una oficial de tránsito poniendo multas a quienes incumplieran las reglas de
ciudadanía. Con ayuda de billetes didácticos los niños simularon transacciones de compra -
venta de servicios y productos, y las maestras evaluaron cómo utilizaban el dinero y hacían
las operaciones matemáticas. Sin embargo, después de una hora de simulación, la aparente
normalidad de la actividad escolar, empezó a tener dificultades. Dos fueron los principales
problemas. Varios niños empezaron a tener disgustos con el banquero porque no les dio
suficiente dinero didáctico para hacer compras. Se quejaban con una de las maestras de que
este “llegaba tarde a trabajar” y “que no quería darles dinero”. La maestra le llamó la atención
a Gabriel, el niño banquero, quien a regañadientes tuvo que abrir el banco y darles dinero a
los clientes. Al instante, fue detrás de ellos para recuperar sus billetes. Al ver la actitud de
Gabriel, la maestra se rio y me comentó: “es como la vida real, nadie quiere soltar su dinero”.
El segundo problema tuvo origen en una discusión entre algunos niños del grado 3B
por la alcaldesa que fue elegida para representar al pueblo. Los niños le expresaron a la
maestra que ya no estaban de acuerdo con su elección porque no la consideraban idónea para
el cargo. Al hablar con la maestra del curso, me explicó que todo se debía al caso de Ana (8
años), quien días antes de esta actividad escolar, fue descubierta vendiendo slime en el
colegio y la niña alcaldesa era una de las implicadas en este caso de venta escolar. Por ello,
los niños se preguntaban si debían revocar la elección, pues consideraban que la alcaldesa
había hecho algo “ilegal”, en contra del Manual de Convivencia del colegio y no merecía el
cargo político más importante de la actividad escolar. La maestra intentó calmar los ánimos
del grupo y les dijo que la actividad de “Mi Pueblito” no tenía nada que ver con el caso de
venta de Ana, el cual ya estaba en proceso disciplinario en la coordinación de infantiles. Los
175
niños no quedaron satisfechos con esta respuesta. Al no poder hacer mucho más, buscaron el
momento oportuno para hacerlo explícito a la niña alcaldesa. Esta no tuvo más remedio que
escuchar las quejas de los niños del pueblo.
Esta, que podría considerarse una ventana etnográfica propia de la cotidianidad
escolar, pone en evidencia la compleja trama de relaciones entre niños y adultos cuando se
cruzan las expectativas pedagógicas de actividades como esta, con las prácticas concretas y
los sentidos que le dan los sujetos a lo que allí ocurre. Al igual que en el caso de Divercity,
que exploré en el capítulo anterior, una actividad como “Mi Pueblito”, diseñada para
“aprender jugando”, como me lo dijeron las maestras, tomó para sus protagonistas muchos
otros sentidos, aprendizajes y significados que desbordaron el objetivo pedagógico inicial.
La actitud de Gabriel de querer recuperar sus billetes didácticos o el juicio político - escolar
a la niña alcaldesa, eran pequeños sucesos que, aunque aparentemente al margen, inconexos
y prescindibles, en realidad, evidenciaban la riqueza de prácticas que suceden en los
intersticios que se encuentran en el quehacer cotidiano de las aulas, donde los adultos
(maestros, coordinadores) creen tener el control y en el que los niños despliegan diferentes
tipos de relaciones, conocimientos y formas de hacer.
Como lo ha planteado la antropóloga mexicana Elsie Rockwell (2018), todavía
conocemos muy poco de lo que ocurre en el espacio escolar, de “su vida cotidiana”, aquellas
“rendijas, grietas, junturas y hasta fallas profundas” (Rockwell 2018, 239) que suceden
adentro, pero también afuera del aula de clase: en los patios, en los parques de juegos, en los
pasillos, en los restaurantes escolares o en actividades como “Mi Pueblito”. Aunque a veces
se hable de la escuela como un concreto real/ total, en realidad, cada institución escolar tiene
una historia particular, unas normativas, unas formas de hacer pedagógico, unas prácticas
institucionales, unas características físicas, una ubicación geográfica, etc. que producen
determinada vida escolar. No hay una institución escolar igual que otra. Esta investigación
etnográfica se ubicó en la experiencia puntual de un colegio privado, ubicado en un barrio de
clase media de la capital, con cerca de 2.000 estudiantes (entre primaria y secundaria).
Sin embargo, estas particularidades constitutivas no pueden negar otras dinámicas
escolares compartidas con otros casos. Una de estas son las “prácticas económicas escolares”
que son un común denominador de muchas instituciones educativas del Bogotá, del país e
incluso del mundo. Estas no podrían considerarse como singulares de los niños y niñas
176
contemporáneos. Muchas generaciones de estudiantes han sido testigos de que la escuela, en
el sentido amplio y concreto es un universo económico, un espacio social de múltiples
prácticas y relaciones económicas, algunas de ellas estimuladas y formalizadas por las
mismas escuelas con propósitos pedagógicos como la actividad de “Mi Pueblito”, pero otras
que los niños producen por sí mismos: los intercambios materiales y monetarios, la
circulación de objetos, dinero y bienes y las prácticas de compra - venta escolar. Es
relativamente poco lo que se conoce etnográficamente sobre estas prácticas económicas
escolares, con algunas excepciones (Nieuwenhuys 2006; Reyes y Vargas 2007; Mizen y
Ofuso - Kusi 2010; Ruckenstein 2010) y el significado que tienen estas para los niños en el
establecimiento de relaciones de interdependencia con sus pares y los adultos en el contexto
escolar, así como en la definición de sus propias experiencias de infancia.
En este capítulo analizo a través de diferentes ventanas etnográficas algunas prácticas
económicas que se despliegan en el contexto particular de este colegio bogotano. Como
señalé, estas no pueden considerarse de ninguna manera nuevas de la vida escolar, aunque
sean poco conocidas teóricamente. En parte esto sucede por la comprensión de las funciones
esenciales asociadas a la escuela como institución moderna: la del aprendizaje y la
socialización de los niños - estudiantes. Este último ha sido el rol que la escuela ha sostenido
históricamente como el legítimo y deseable para los niños y no la de “sujetos económicos”
(Levison 2000). La escuela desde el discurso moderno se propone como el espacio social que
distancia a los niños de los marcos productivos, proponiéndoles que sus acciones deben estar
encaminadas fundamentalmente hacia el aprendizaje y el juego. Por ello, las prácticas
económicas de los niños adentro o afuera de las aulas no han sido una preocupación mayor
para la escuela, a no ser que representen un riesgo para sus objetivos pedagógicos, para el
orden y la normalidad escolar o pongan en entredicho los roles y las relaciones deseables
entre niños - adultos. En estos momentos, se sanciona, se controla y, en muchos casos, se
elimina cualquier ejercicio económico infantil. Esto, a la vez, hace que la mayoría de las
prácticas económicas sean llevadas a cabo por los niños de manera disimulada, oculta, al
margen del conocimiento adulto e institucional.
Pero, ¿qué ocurre cuando se pretende introducir al contexto escolar una política
pública que fomenta la formación de los niños para emprendimiento? ¿qué tan compatibles
son las ideas de la escuela sobre la infancia y la educación de los niños con las ideas
177
subyacentes de una política de esta naturaleza? Los próximos apartados mostrarán cómo la
introducción de la cátedra de emprendimiento a este colegio bogotano reforzó las tensiones
ya existentes entre la escuela y las prácticas económicas infantiles y entre dos discursos sobre
la infancia: el moderno y el contemporáneo. En este capítulo planteo que al igual que la
política del disimulo en relación con las actividades productivas de los niños de clase media
urbana y el proceso de educación de los niños para el consumo, la formación de los niños
para el emprendimiento es otro de los rasgos fundamentales promovidos por el discurso
contemporáneo de la infancia en el contexto del mercado capitalista. Este rasgo no solo
relativiza la exclusión de los niños de la esfera productiva, sino que celebra la formación de
sujetos económicos que se adapten al mercado laboral flexibilizado e informal y, además, se
espera que sus destinatarios (niños - jóvenes), así como sus familias y maestros lo asuman
con sentido de logro. Es decir, que se interprete como parte de una forma de vida deseable
que propende por valores contemporáneos como: la valoración del riesgo ante las
transformaciones del mercado laboral, la responsabilidad individual frente al destino
económico y el esfuerzo empresarial de cara a las posibles debilidades de seguridad social
que tiene el actual orden económico capitalista.
En este capítulo argumento que las pretensiones de incluir a la escuela en el proyecto
político de formación para el emprendimiento, en el que se busca educar a los niños como
sujetos económicos del presente, va en contravía con las ideas modernas sobre la infancia
que se producen en el contexto escolar. Para la escuela como institución moderna, los niños
son fundamentalmente “la proyección de una futura generación adulta” (Carli 2003, 16), por
lo que los aprendizajes que los adultos establecen para su presente infantil, a la vez, buscan
delimitarlos para su futuro. De esta manera, los niños se inscriben desde cada discurso en un
horizonte temporal diferente y con unas expectativas sobre su educación igualmente
disímiles. Esta ambigüedad se hará mucho más evidente para niños y adultos cuando entra
en el escenario escolar una cátedra de emprendimiento institucional que estimula la acción y
la materialización de las prácticas económicas de los niños.
En cada uno de los siguientes apartados presentaré algunas de estas tensiones, pero
también analizaré las particularidades de estas prácticas económicas escolares (compras,
ventas, intercambios, circulación de dinero, bienes y objetos), las razones y motivaciones que
expresaron sus protagonistas para llevarlas a cabo, los aprendizajes económicos que se
178
derivaron de estas y la manera en que estas iniciativas resignifican la experiencia de infancia
de estos niños y las relaciones con sus pares y con los adultos que los rodean.
-Una escuela para emprendedores
• Política educativa y otras funciones para la escuela
Desde finales del siglo XX Colombia comenzó a incursionar y a incluir en su
ordenamiento jurídico una serie de leyes y decretos para promover el emprendimiento23, lo
cual se traduce en acciones concretas como: impulsar la creación de empresas, crear fondos
e incubadoras para financiar proyectos y facilitar créditos a pequeños empresarios (Ley 344
de 1996/ Ley 550 de 1999/ Ley 789 de 2002/ Decreto 934 de 2003/ Ley 905 de 2004). Pero
fue con la Ley 1014 de 2006 que la legislación dejó de poner exclusivamente el foco en la
inversión estatal de recursos para la empresa privada, así como de orientar sus esfuerzos
únicamente en los adultos empresarios (consumados o potenciales) para crear la política
pública de formación de niños y jóvenes en la “cultura del emprendimiento”. De ahí, que, a
los bancos, los fondos e incubadoras de proyectos, se sumó la escuela, en todos sus niveles,
como otra de las instituciones aliadas de esta política.
Con esta ley, por primera vez el gobierno nacional estableció una política pública con
el fin de fomentar la cultura del emprendimiento, la cual dicta que: “en todos los
establecimientos oficiales o privados que ofrezcan educación formal es obligatorio en los
niveles de educación preescolar, educación básica, educación primaria, educación básica
secundaria y educación media cumplir con la formación para el emprendimiento y la
generación de empresas, lo cual debe incorporarse al currículo y desarrollarse a través de
todo el plan de estudio” (Capítulo III, Artículo 12, Ley 1014 de 2006). De acuerdo con esta
ley, todos los niños y jóvenes colombianos, sin excepción, deben adquirir una serie de
competencias (ciudadanas, laborales y empresariales) propias de la “cultura del
emprendimiento”, que se define en términos de “la capacidad para innovar, generar bienes y
23 El emprendimiento no es un asunto nuevo. Ya desde finales del siglo XIX, el economista Alfred Marshall
(1880) habló de que el liderazgo emprendedor para organizar una empresa debía considerarse el cuarto factor
de producción, además de la tierra, el trabajo y el capital. Luego, Schumpeter (1934) definió a los
emprendedores como “personas dinámicas, fuera de lo común, que promueven nuevas combinaciones o
innovaciones” (Citado por Paternina de la Ossa 2018, 2) y que están dispuestas a actuar en condiciones de
incertidumbre y riesgo. Sin embargo, ha sido en décadas recientes que el emprendimiento se ha popularizado y
ha trascendido la frontera de lo empresarial, para ingresar al currículo de las universidades, de las escuelas y
convertirse en parte de las políticas públicas económicas de muchos países.
179
servicios de una forma creativa, metódica y ética, saber relacionarse con el entorno, adaptarse
a las nuevas tecnologías, fomentar la cooperación, el ahorro y la asociatividad, tener
pensamiento flexible, apertura al cambio, identificación de oportunidades y capacidad para
asumir riesgos” (Ministerio de Educación Nacional - Guía 39 2011, 12). Así, este tipo de
política plantea que el emprendimiento es una forma de vida y de trabajo deseable, que puede
elegirse, aprenderse, adquirirse y desarrollarse con las herramientas y el entrenamiento
adecuado.
Aunque dentro de los lineamientos de la política se espera que a futuro los niños y
jóvenes puedan crear su propia empresa y que la escuela se articule de manera activa con el
sector productivo, lo que resulta más interesante es que esta ley va más allá de la creación y
apoyo a las iniciativas empresariales. Esta plantea que la “cultura del emprendimiento” debe
ser comprendida fundamentalmente como una vía de formación para los niños y jóvenes:
“una manera de pensar y actuar orientada hacia la creación de riqueza. Es una forma de
pensar, razonar y actuar centrada en las oportunidades, planteada con visión global y llevada
a cabo mediante el liderazgo equilibrado y la gestión de riesgo calculado” (Capítulo I,
Artículo I, Ley 1014 de 2006).
Por supuesto, Colombia no es un caso excepcional en esta política, aunque sí fue uno
de los primeros países de América Latina en incluirla por ley al currículo escolar24. Este tipo
de estrategias gubernamentales responde a unas preocupaciones de corte global25 que se
24 Las políticas de emprendimiento escolar no se registran solamente en Colombia y en contextos
Latinoamericanos como México, Chile (Aitken 2017) y Perú (Morrow 2017). En las últimas décadas se han
producido investigaciones sobre el impacto de estas políticas en contextos como el africano (Mbebeb 2009;
Vaidya 2014), en Europa (Pantea 2017), Estados Unidos (Liebel 2006) y Vietnam (Morrow 2017). Tal como
lo plantea la antropóloga brasilera Lucía Rabello De Castro (2020), cualquier tipo de política, en este caso la de
formación para la cultura del emprendimiento, “puede ser de corte global, pero tiene impactos diferentes en las
vidas de los niños y apropiaciones locales diferenciales en cada contexto” (Rabello De Castro 2020, 52). Más
que pensar que las infancias de América Latina son exclusivamente receptoras de los impactos globales de este
tipo de políticas, más bien este caso plantea la necesidad de reflexionar sobre qué tan diferentes o cercanas son
las experiencias de infancia en estos contextos, qué asuntos comparten y en cuáles son divergentes. Valdría la
pena preguntarse, en futuras investigaciones, por las “interconexiones” (Rabello De Castro 2020, 57) de este
tipo de políticas de emprendimiento escolar y qué tipos de discursos sobre la infancia se producen en el marco
de estas políticas de impacto tanto global, como local. 25 Mientras para muchas instituciones, gobiernos y corporaciones el discurso del emprendimiento se plantea
como una alternativa para la prosperidad, el desarrollo económico (Hindle y Rushworth 2000), como una
solución a los problemas de empoderamiento de ciertos grupos sociales minoritarios y étnicos (Logan, Alba y
Stulus 2003) y como una salida para sobrellevar la desigualdad de riqueza y resolver problemas de
empleabilidad local de muchos países (Nolan 2003), también hay visiones menos optimistas sobre el tema.
Desde finales del siglo pasado, varios investigadores del mundo (Bauman 1999; Berardi 2003; Harvey 2005;
Sennet 2006; Rameri 2018) y de América Latina (De Sousa Santos 2019; Antunes 2019) han advertido sobre
las consecuencias sociales que tiene para las sociedades contemporáneas la expansión de las ideas y de las
180
expresan en la producción de literatura, realización de eventos académicos y de congresos
políticos internacionales, en los cuales se instala en el ambiente la pregunta por las funciones
sociales de la escuela en el contexto capitalista contemporáneo. Por ello, no es coincidencia
que, entre los libros más vendidos y consultados en diferentes países del mundo, incluida
Colombia, esté “Despierta el genio financiero de tus hijos” (2013), en el que su autor se
pregunta por qué la escuela “no imparte ninguna materia sobre el dinero”, “por qué no prepara
a los niños y jóvenes para el mundo real” y “por qué la escuela sigue promoviendo la noción
de un empleo seguro, en lugar de la libertad financiera” (Kiyosaki 2013, 23). Este tipo de
ideas también circulan en el escenario de la política internacional, por ejemplo, cuando se
realizó en el año 2010 el “Congreso Iberoamericano de Educación Metas 2021”, en el que
se propuso que era hora de que los niños y jóvenes de Iberoamérica “aprendieran a
emprender” (OEI - CEPAL 2010, 113).
Desde la formulación de la Ley 1010 de 2006, varias instituciones educativas, tanto
públicas como privadas, de Bogotá y otras ciudades y municipios del país, comenzaron a
incorporar progresivamente el emprendimiento dentro de sus planes de estudio y actividades
escolares. Se han producido experiencias emprendedoras de todo tipo, que pasan por la
creación de proyectos productivos con los estudiantes (elaboración de galletas, alimentos
orgánicos, pan, cosméticos); talleres de planeación de proyectos de vida; realización de ferias
empresariales; capacitación a maestros y estudiantes a través de alianzas con el SENA y la
Cámara de Comercio; hasta la creación de materiales pedagógicos y módulos para cada nivel
de formación (Aula Urbana 2011; García 2013; Guarnizo y Velázquez 2015; Gómez, Llanos,
Hernández y Mejía 2017 y otros; Paternina De la Osa 2018).
Llegué a la indagación por la formación de la denominada “cultura del
emprendimiento” por casualidad, mientras realizaba ejercicios de observación de las
prácticas de consumo de los niños y niñas clientes del colegio. Mi primera intuición
etnográfica fue dirigirme a los comercios escolares: la cafetería y la papelería. Entre las
conversaciones con los comerciantes de ambos establecimientos me encontré con las quejas
sobre la competencia que les representaban para sus negocios los niños y niñas que vendían
dulces, alimentos y material escolar. Incluso el administrador de la cafetería me confesó que
prácticas que promueve el emprendimiento en diferentes ámbitos de la vida. Muchos de estos autores coinciden
en que el mayor riesgo está en normalizar los problemas sociales y convertirlos en un asunto de “manejo
empresarial”.
181
“tenía como aliados a varios niñas y niñas que le pasaban información sobre los estudiantes
que vendían en el colegio” y así, ellos podían pedir a la dirección escolar tomar las medidas
disciplinarias correspondientes. También, al hablar con uno de los vendedores de la papelería
me contó cómo la cátedra de emprendimiento escolar estaba empezando a generar
inquietudes comerciales en los niños y jóvenes de la institución educativa, por lo que ellos
estaban no solo enfrentando la competencia de los vendedores externos al colegio, sino la de
los propios niños.
Imagen 20: “Actividad escolar Mi Pueblito/ Los comerciantes”. Bogotá, septiembre 2017.
Cada colegio de Colombia, incluyendo la institución en la que realicé el trabajo de
campo, decide autónomamente cómo llevar a cabo lo que la ley denominó la “formación de
la cultura del emprendimiento”, esto es “cómo adoptarla al proyecto educativo institucional
(PEI)” (Rico y Santamaría 2018, 95). En el caso concreto de este colegio, sus directivas
optaron por desarrollar su propio programa de emprendimiento institucional. Todos los
grados desde preescolar hasta once tenían semestralmente dos jornadas de emprendimiento
de cuatro horas en las que abordaban temas introductorios como los valores y las
características del emprendedor (riesgo, autodominio, autocontrol, liderazgo, administración
del tiempo), el ahorro, el dinero, las relaciones de compra y venta, la noción de marca, los
requisitos para crear un producto y servicio novedoso, hasta culminar en grado once con la
creación de un plan de negocio empresarial.
Según el programa de emprendimiento institucional de este colegio, el interés era
inculcar la cultura emprendedora desde los primeros años de vida y en todo el ciclo de
formación. En la justificación del programa, compartido a inicios de cada año a los padres de
182
familia y a los niños del colegio, se planteaba que el emprendimiento era un tema recurrente
para gobiernos, empresas e instituciones educativas debido a la necesidad de
que las personas logren independencia y estabilidad económica. Los altos niveles de desempleo
y la baja calidad de los existentes, han creado en las personas, la necesidad de generar sus
propios recursos e iniciar sus propios negocios y pasar de ser empleados a ser empleadores, y,
aunque asumiendo los riesgos inherentes que se derivan al iniciar un reto empresarial, el
espíritu de aventura unido a la necesidad del individuo permite propiciar el ambiente adecuado
para aceptar este tipo de retos. Para lograrlo es necesario fortalecer el espíritu emprendedor ya
que se requiere de una gran determinación para renunciar a la estabilidad económica, laboral o
social y aventurarse en el mundo empresarial el cual es en buena forma impredecible
(Programa de Emprendimiento Institucional - Infantiles y Bachillerato 2017, 1).
La justificación de este programa revelaba no solo la preocupación por las
circunstancias laborales del país, sino también por cuál era el lugar que debía tener la escuela
como institución en un contexto de cambio económico y tecnológico. Se precisa que la
formación del “espíritu emprendedor” consiste en renunciar a la estabilidad económica,
laboral y social y preparar a los niños y jóvenes para un futuro impredecible e incierto. De
alguna manera, muchos de los valores que encarnaba la escuela como institución moderna
era justamente, verse como el camino ideal y seguro para un futuro laboral y económico
estable y predecible. La misma estructura escolar diseñada desde finales del siglo XVIII, en
pleno capitalismo industrial, a partir del control del tiempo, los ritmos, los espacios y las
rutinas escolares (Milstein y Mendes 1999), así como diseñada a partir de grados
secuenciales, prometía un camino de movilidad social y éxito laboral.
La escuela desde el discurso moderno, “organizó las actividades siguiendo un
esquema de series múltiples, progresivas y de complejidad creciente. Organiza distintos
niveles separados por pruebas graduales, que corresponden a etapas de aprendizaje” (Varela
1995, 166). La educación, como el trabajo visto desde las estructuras institucionales
modernas y el capitalismo industrial planteaba a los sujetos la posibilidad de construir una
“narrativa de vida lineal, consistente, segura y evolutiva” (Sennett 2000). En contraste, el
nuevo capitalismo contemporáneo ha bloqueado el camino recto de la carrera y ubica a los
adultos y ahora también a los niños, “a la deriva” (Sennett 2000, 13).
Si hacía unos años en esta misma institución educativa26 se preparaba a los niños y
jóvenes a partir de cátedras de orientación vocacional para elegir una carrera universitaria o
26 Antes de que se institucionalizara el programa de emprendimiento institucional, este colegio de Bogotá
ofrecía a sus estudiantes de últimos grados de secundaria un programa de orientación vocacional. Este tenía
183
laboral y se hacía énfasis en la importancia de educarse con disciplina para obtener un buen
trabajo, que sería la recompensa al esfuerzo de los años invertidos en la escolarización, desde
la cátedra del emprendimiento se proponía prepararlos para un futuro laboral incierto.
Adultos y, ahora también niños y jóvenes, deben asumir la responsabilidad individual de
encontrar soluciones a la inseguridad laboral estructural y a la incertidumbre económica del
país.
Imagen 21: “Niñas jugando en el recreo escolar”. Bogotá, agosto 2018.
En Colombia, como en muchos países de Latinoamérica, las altas tasas de desempleo
e informalidad laboral de la población más joven se ha convertido en “un rasgo estructural
de las economías de la región” (OIT 2019). Según el último informe publicado por la OIT
“Panorama laboral de América Latina y el Caribe - 2019”, uno de cada cinco menores de
24 años que busca trabajo no lo encuentra y la mayoría de los que lo consiguen tienen
condiciones laborales precarias: informalidad, salarios bajos en relación al costo de vida y
contratos sin seguridad social. El conjunto de este panorama hace que el lugar de la escuela
en países como Colombia sea todo un reto, pues las promesas modernas de movilidad social,
laboral y un buen futuro económico a partir de la educación escolar de los niños y jóvenes,
contrasta, en muchas ocasiones, con un mercado laboral globalizado, cada vez más inestable
y menos favorecedor para economías en crecimiento como las latinoamericanas.
como objetivo ayudar a los jóvenes a elegir una carrera profesional y académica acorde con sus competencias
y capacidades escolares. Los estudiantes contestaban una serie de “pruebas” y “encuestas” para identificar el
perfil profesional y a partir de estos datos, los maestros ofrecían talleres de profundización disciplinar en ciertas
áreas de conocimiento. La idea era que los estudiantes continuaran con el proceso de formación educativa
universitaria. En este programa de orientación vocacional, no se planteaba como posibilidad el emprendimiento
y desarrollo de negocios independientes, pues se confiaba en las promesas de la educación como un camino
seguro para el desarrollo profesional y laboral de los estudiantes.
184
La escuela muchas veces está lejos de garantizar un empleo estable y remunerado
para sus estudiantes, lo cual ha obligado a que muchas instituciones, como esta, empiecen
progresivamente a adaptar sus horarios, currículos y espacios a la enseñanza de otras
actividades productivas paralelas o dar la posibilidad a sus estudiantes de alternar los tiempos
escolares, con laborales (Bourdillon 2017, 12 - 14). En un contexto económico de estas
características, gobiernos como el colombiano proponen políticas públicas que intentan
ofrecer posibles salidas a la incertidumbre por los rumbos y la valoración social de la escuela
como institución. En este marco aparece como una posible salida tratar a la escuela (en todos
sus niveles de formación) como un espacio de formación de niños y jóvenes para la “cultura
del emprendimiento”.
En los siguientes apartados, se mostrará cómo paradójicamente los propósitos de esta
política y los valores que pretende inculcar en los niños, van en contravía con la estructura
escolar moderna. El caso de este colegio evidenció cómo las instituciones escolares pueden
encontrarse ante dificultades para poner a dialogar los requisitos y expectativas de esta
política pública, más trazados desde el discurso contemporáneo, con sus formas
acostumbradas de educar a los niños y jóvenes y también con sus ideas sobre qué es la
infancia y cuáles son los roles de los niños - estudiantes.
• Dinero didáctico y empresas de papel: emprender teóricamente
Este colegio proponía materializar lo que en su currículo escolar denominó como “la
vivencia de la cultura emprendedora” a partir de dos jornadas semestrales de emprendimiento
con una duración de cuatro horas para cada grado escolar. Asistí a cuatro jornadas que se
realizaron en el mes de agosto de 2018 con los grados tercero y cuarto de primaria. Los temas
abordados en estas sesiones fueron el dinero - el ahorro (grado tercero) y los tipos de empresa
(grado cuarto). La dinámica de las sesiones fue la siguiente: el profesor proporcionó a los
niños una guía escrita sobre los temas que estudiarían, luego proyectó una serie de videos
animados y evaluó los contenidos a través de concursos de preguntas o talleres de
manualidades.
Una primera ventana etnográfica interesante fue la siguiente. A los niños del grado
tercero el profesor de emprendimiento les pidió realizar manualmente sus propios billetes y
monedas, crear una institución bancaria con nombre propio y jugar al intercambio de billetes
185
de papel con sus compañeros. Durante la jornada, los niños atendieron al pie de la letra las
instrucciones del profesor y elaboraron propuestas creativas de instituciones bancarias como
“El Banco de los Niños”, “Banco Aventura” y “El Banco de los cuatro increíbles”. También
hicieron ingeniosos billetes de papel de colores, con logos, marcas de agua para evitar la
falsificación y asignaron sus propios valores monetarios. Mientras se realizaba el taller de
creación del dinero didáctico, escuché a los niños comentar con sus compañeros las increíbles
posibilidades de que existieran “bancos para los niños donde no pudieran entrar los papás”,
que pudieran “pagar todos los dulces de la cafetería escolar con los billetes que estaban
dibujando” o “ir a centros comerciales, comprar todo y vaciar las estanterías”.
Luego de crear los billetes, el profesor proyectó un video con dibujos animados, que
explicaba qué era el dinero, su historia, las formas tradicionales de intercambio económico y
la función de los bancos. Al finalizar, preguntó a los niños: “entonces, ¿qué es el dinero?” El
profesor esperaba que los niños repitieran, de algún modo, los contenidos recién explicados
en el video. Sin embargo, estos comenzaron a dar respuestas que sugirieron una comprensión
más compleja del dinero y que superaron por mucho la función de intercambio económico
propuesta por el documental animado. Los niños y niñas hablaron de que el dinero “da valor
a las cosas”, “es un papel raro que tiene precio para comprar cosas”, “lo conseguimos con
esfuerzo, aunque otros lo hagan robando”, “el dinero es poder, hace ganar el mundo porque
sin el dinero técnicamente se acabaría el mundo”, “es un vicio porque hay gente que no le
importa nada, solo el dinero”, “es una cadena porque pasa de persona a persona”, “es algo
muy difícil de conseguir porque a uno le toca trabajar mucho”, “si no existiera el dinero
nosotros nos inventaríamos otras cosas para intercambiar”, entre otras definiciones. El
profesor sonrió, escribió en el tablero y escuchó sorprendido las múltiples asociaciones que
los niños hicieron sobre el dinero. Era evidente que no esperaba que estas definiciones
tuvieran tantos componentes: morales, relacionales, económicos y sociales. Mientras que él
y el video se limitaron a hablar del dinero en su sentido económico, los niños pudieron
presentar muchos otros componentes que sorprendieron a su instructor.
Al final de la sesión con este grupo, observé cómo los niños guardaron
cuidadosamente los billetes manuales en sus billeteras, loncheras y maletas, excepto un
grupo. Una niña y un niño comenzaron a discutir, pues no había suficientes billetes para todos
los integrantes y debían decidir quiénes “merecían” llevarse los billetes a la casa. “¿Quién se
186
queda con los billetes?”, le preguntó el niño al profesor. “Cada uno debe tener un billetico”,
éste le respondió. “¡Ella se quedó con más dinero!”, reclamó el niño, mientras señaló a una
de las participantes del grupo, pero el profesor solo se rio, me hizo un guiño con orgullo y
me dijo: “¿si ves? Se lo toman muy en serio”. Este guiño puso en evidencia la confianza
pedagógica en su clase y en el taller implementado. Al no encontrar apoyo en el profesor, el
niño hizo un segundo intento de pedirle un billete a su compañera. Entonces ella le preguntó:
¿tú hiciste billetes?”. “No, porque estaba coloreando el banco”, le respondió el niño. “Pero
si yo hice mi propio dinero, lo dibujé”, le argumentó la niña. Al final, el niño se rindió y no
insistió más.
Imagen 22: “Niños grado tercero en cátedra de emprendimiento escolar”. Bogotá, agosto 2018.
Pero, ¿cuál era el sentido de esta discusión?, pensé. Al preguntarles a los niños,
comencé a comprender que para ellos era claro que este era dinero de papel, que no tenía un
valor comercial y sabían diferenciarlo de los billetes ‘reales’. Esto no significaba que sus
billetes didácticos carecieran de valor. Eran, al final de cuentas, producto de su trabajo
manual durante dos horas escolares, de discusiones y acuerdos con sus compañeros de grupo
sobre los colores, el diseño, el nombre, el logo, así como de múltiples intentos y esfuerzos
estéticos de imitar billetes reales.
Desde una perspectiva marxista, lo que se estaba poniendo en juego no era “el valor
de cambio” del dinero didáctico, sino “el valor de uso”, esto es, la valoración que estaban
haciendo los niños de las cualidades concretas y particulares que representaba el dinero
didáctico en sí mismo. Para los niños este dinero tenía un valor de uso, pues como cualquier
187
otra mercancía revelaba “el carácter social de los trabajos privados y, por tanto, de las
relaciones sociales” (Marx 1867, 50). El conflicto entre los dos niños por decidir quién
“merecía” llevar el dinero a casa, me mostró que para ellos el valor de este dinero didáctico
se definía en términos del trabajo colaborativo invertido en la elaboración de este: tiempo,
creatividad, trabajo manual en grupo. Mientras que para el profesor probablemente el hacer
billetes solo se constituyó en una actividad manual y lúdica de la clase de emprendimiento,
los niños le otorgaron al dinero didáctico un conjunto complejo de significados sociales. Sus
billetes de papel eran significativos “en el contexto de los objetivos sociales y las
orientaciones que tenían” (Ruckeintein 2010, 384), en este caso, por lo que representaba su
tarea de hacerlos con su grupo de compañeros y luego, poderlos llevar a casa como muestra
de su trabajo escolar.
Al igual que lo hicieron con sus respuestas sobre lo que era el dinero, con esta
discusión los niños demostraron que el dinero, incluyendo el que ellos mismos producían,
estaba lejos de ser un objeto impersonal, abstracto e instrumental de intercambio económico
o medio de pago, sino que para ellos sus billetes tenían un sentido “experiencial y sensible a
sus usos y circulaciones” (Wilkis 2015, 558), en este caso, en el aula de clase y luego, en el
hogar. Varios me expresaron que deseaban seguir jugando en casa con ellos, compartirlos
con sus hermanos y mostrarlos a sus padres como muestra de su ingenio. En el contexto del
aula de clase, el dinero didáctico estaba “poniendo a prueba” (Boltanski y Thevenot 1991)
las relaciones entre los niños, las posibilidades de negociación con sus pares, su capacidad
para argumentar sobre las razones de ser merecedores de este dinero y de distribuir los
reconocimientos sobre el trabajo que cada uno llevó a cabo en el taller.
Una segunda ventana etnográfica interesante ocurrió en la clase de emprendimiento
de uno de los grados cuarto. Esta vez el tema fue los tipos de empresas y su importancia
social. El profesor explicó en el tablero y les propuso a los niños realizar un cartel con
imágenes que representaran los tipos de empresa (grandes, medianas, pequeñas, de servicio,
de producto) y luego debían exponerlas ante sus compañeros de clase. Los niños y niñas se
dispusieron a cortar, pegar y colorear. Mientras ellos realizaban sus carteles, me acerqué a
escuchar las conversaciones que se desprendieron de la realización del taller. Algunos niños
comenzaron a hablar sobre los negocios de sus familias, sobre los retos que esto les
implicaba, algunos en cambio sostuvieron que sus padres y familiares eran empleados y que
188
ellos también querían serlo, otros imaginaban la posibilidad de tener negocios en el futuro y
algunos mencionaron cuáles eran sus contribuciones a los negocios familiares.
Un grupo de tres niñas comenzó a tener una conversación sobre este último aspecto.
Una de ellas mencionó que “vendía manillas” en el almacén de su tía, otra contó que su madre
le compraba también para vender en el colegio y otra me narró su experiencia estampando
camisetas y gorras en el almacén con sus tíos: “me dan $10.000 al día. Yo también hago
afiches haciendo promoción. Yo les he conseguido clientes vecinos. Mis papás me dicen que
está muy bien porque cuando sea grande no me dará duro el trabajo de vender o de atender
clientes. Yo pienso que está bien porque si ellos me apoyan, yo voy a tener más entusiasmo
y voy a poder hacerlo mejor”. Me emocioné mucho con la conversación y les pregunté si,
como ellas, había otros niños que en el colegio tuvieran ese tipo de iniciativas productivas.
En ese momento las niñas cambiaron de postura, me miraron con desconfianza y se mostraron
amenazadas con mi pregunta. Luego, se miraron entre ellas y se quedaron calladas. Noté la
reacción de las niñas y decidí aclararles que no era maestra y no las juzgaría por lo que hacían.
Al principio, me miraron con sospecha, pero luego una de ellas decidió responder: “no, es
prohibido en el colegio”. ¿Y ustedes qué piensan de esto?, les pregunté. “Sí, es justo porque
los niños vienen acá es a estudiar y a aprender y no ponerse a vender porque a nosotros nos
están pagando un estudio. Podríamos necesitar la plata sí, para ayudar a nuestros papás, pero
de todas maneras hay otras formas de conseguir el dinero”, sugirió una de ellas. Otra de las
niñas respondió: “yo no pienso que sea justo porque los niños que necesitan el dinero y que
los papás no les dan, ellos buscan su manera. ¿Y si no tienen permiso para vender, entonces?”.
La reacción de las niñas ante mi pregunta y la posterior discusión sobre si era o no “justo”
que el colegio prohibiera que los niños vendieran y pudieran obtener dinero en el contexto
escolar contrastaba con las intenciones pedagógicas y didácticas de la cátedra de
emprendimiento institucional.
Estas dos ventanas etnográficas, como muchas otras que se abrirán en los siguientes
apartados, pusieron de manifiesto las paradojas en las que se encontraban este colegio
bogotano, sus maestros y sus directivos por tratar de implementar la política pública de
formación para el emprendimiento, a la vez, que se deseaba mantener en el plano de la teoría
los conocimientos económicos que los niños aprendían. En el fondo, se evidenció el
encuentro tenso de un conjunto de ideas sobre la infancia, el papel de la escuela, los
189
conocimientos que debían llevar o no a la práctica los niños en el contexto escolar y de qué
cuestiones se les debía proteger y distanciar. Resultaba paradójico que estos niños estuvieran
aprendiendo los significados del dinero, la importancia de las empresas y del
emprendimiento, y que al tiempo ellos, al igual que sus pares de los demás grados escolares,
tuvieran que optar por el disimulo, los susurros y el hablar en voz baja cuando quisieran dar
cuenta de sus experiencias comerciales, el manejo que hacían del dinero, sus estrategias de
rebusque económico infantil o las tácticas de intercambio material y monetario que tenían a
diario en el escenario escolar.
Imagen 23: “Niñas grado cuarto en cátedra de emprendimiento escolar”, Bogotá, agosto 2018.
La política pública de formación para el emprendimiento se sustenta en la idea de que
las habilidades y valores emprendedores pueden ser aprendidos por todos los niños y niñas
y, por tanto, no deben comprenderse como el resultado del talento y la genialidad individual
o de la suerte de ciertos sujetos al coincidir con las circunstancias históricas adecuadas. Esto
se evidencia, por ejemplo, en la Guía 39 creada por el Ministerio de Educación Nacional de
Colombia en la que se señalaba que el emprendimiento se debe reconocer “no como un
proceso personal e individual, sino como un espacio dinámico y social donde la interacción
con el entorno, con las personas y con las situaciones favorecen, ejemplifican y potencian las
actitudes emprendedoras” (MEN Guía 39 2011, 11). Al llevar la “cultura del
emprendimiento” a las instituciones educativas y a las aulas de clase, se pretende hacer de
este un objeto de conocimiento aprendible, que se puede adquirir desde la infancia de manera
190
gradual, a partir del entrenamiento escolar y del desarrollo de instrumentos y didácticas
pedagógicas.
Al convertir el emprendimiento en parte del proyecto educativo del país se le otorga
un carácter democrático e igualitario. Esto significa que se ostenta como parte de la fórmula
de las sociedades contemporáneas, liberales y democráticas para “fundar los cimientos de la
igualdad de oportunidades (Saraví 2015, 57). Por tanto, se considera que todos los niños,
niñas y jóvenes, sin excepción, recibirán los mismos conocimientos y competencias
emprendedoras y se espera que todos tengan el mismo interés en visualizarse a futuro como
sujetos emprendedores. Sin embargo, la experiencia etnográfica en este colegio de Bogotá
mostró que el esfuerzo “democratizador” de la formación de los niños para el
emprendimiento en una institución educativa como esta, tenía dos reveses fundamentales:
primero, que como en cualquier proyecto educativo y pedagógico solo algunos niños y niñas,
y no todos, como lo concebía la política pública, tenían alguna afinidad con el proyecto
emprendedor y dos, que cuando estos niños deseaban llevar sus iniciativas emprendedoras a
la práctica en el contexto escolar o querían desempeñarse como sujetos económicos en su
tiempo presente, la institución y sus funcionarios escolares de inmediato reaccionaban y
prendían las alarmas, pues encontraban dificultades para adaptar las dinámicas modernas de
la institución escolar, con unas ideas más contemporáneas sobre la infancia promovidas por
la formación para el emprendimiento.
Mientras el emprendimiento se concretaba en trabajos escolares, de formato
académico, como los antes descritos: carteles, billetes didácticos, presentaciones, el colegio
no tuvo mayores inconvenientes. No ocurría lo mismo cuando los niños y niñas decidían
actuar como sujetos económicos reales y no solo por simulación escolar. En estos momentos
los adultos (maestros, directivos, comerciantes) se preguntaban si la escuela era el lugar
idóneo para materializar el emprendimiento. Es difícil para las instituciones escolares
sostener un doble registro discursivo sobre el lugar de la escuela en la vida de los niños: uno
anclado en el discurso moderno que insta a centralizar el tiempo de los niños en la educación
escolar y rechaza cualquier expresión de trabajo o actividad productiva infantil y otra en el
discurso contemporáneo que promueve el emprendimiento y con ello, inevitablemente que
los niños se relacionen con prácticas económicas: manejo de dinero, intercambio material y
compra - ventas escolares.
191
En el caso de este colegio, el emprendimiento se quedaba en un primer nivel, es decir,
en el teórico. Se enseñaba a los niños y niñas “acerca del emprendimiento y no para el
emprendimiento” (Osorio y Pereira 2011, 15), por lo menos no para el presente de los niños.
Era fundamentalmente una formación para el emprendimiento en perspectiva futura. Los
videos, las explicaciones del maestro y los talleres estaban más interesados en la adquisición
de conocimientos teóricos y conceptuales, que en que los niños realmente se relacionaran
con el dinero o que desplegaran sus propias iniciativas productivas y comerciales. Para esta
institución las prácticas económicas en el contexto escolar eran categorizadas como
“prohibidas” y presentadas en el Manual de Convivencia escolar como “faltas graves”. Las
directivas y maestros me manifestaron constantemente sus preocupaciones y sospechas
cuando los niños estaban relacionados con cualquier práctica económica, por fuera de las
aceptadas en lugares como la cafetería y la papelería escolar. En agosto de 2018, entrevisté a
la Coordinadora de Infantiles sobre el tema, quien manifestó lo siguiente:
Lo que pasa es que para los niños eso es como un juego, es un negocio, pero es algo muy
ingenuo. A partir del trabajo que les hacen en emprendimiento donde les enseñan cuáles son
los pasos, por ejemplo, para hacer un slime, entonces los niños ven la oportunidad de negocio
para poder recibir de su trabajo y lo ofrecen. Ellos no lo ven mal, pero es como entrar a hacerles
la reflexión de que no es permitido. Anteriormente, cuando se tenían las clases de
emprendimiento, al finalizar los niños tenían que mostrar un producto y ofrecerlo y había una
venta, pero también se nos empezaron a presentar dificultades porque los papás enviaban
dinero para que los niños compraran las onces y ellos dejaban de hacerlo por comprar lo que
los compañeros ofrecían. Ese fue uno de los motivos. Claro, los papás también lo dicen, ustedes
les han enseñado a los niños que tienen que ser emprendedores y los niños traen dulces y saben
que tienen una ganancia y uno dice… pues fabuloso, pero es que no es el espacio. Entonces les
decimos sí queremos eso, pero no es el espacio (Entrevista Coordinadora de Infantiles,
Bogotá, agosto 2018).
En el testimonio de la Coordinadora se revela nuevamente el lugar ambiguo que tiene
la política de formación para el emprendimiento cuando se introduce al contexto escolar. Tal
como lo afirmaba, “es fabuloso, pero no es el espacio”, “sí quieren eso, pero no es el espacio”.
Pero, ¿qué es lo que se les presenta como desafiante a las instituciones escolares cuando los
niños desean trascender los meros marcos teóricos de la cátedra de emprendimiento y
materializar sus ideas comerciales? La política de emprendimiento refuerza las tensiones
entre una visión más moderna y una más contemporánea sobre la infancia y sobre las
funciones de la escuela. Desde esta institución se pretende que los conocimientos que se
enseñan sobre emprendimiento solo sean puestos en práctica cuando el niño - estudiante deje
192
de ser niño y estudiante, es decir, cuando salga de la institución escolar. Son conocimientos
válidos para la escuela solo y exclusivamente para “el futuro”, no para el presente inmediato
de los niños. A ellos se les enseña en los talleres lo que es el dinero, pero no se desea que lo
usen, lo intercambien o lo circulen en el colegio; se les enseña qué es una empresa, pero no
buscan que los niños tengan iniciativas de negocio propios; se les pide aprender a hacer
“cosas”, como decía la Coordinadora, pero no se busca que las comercialicen. Lo interesante
es que a criterio de esta funcionaria escolar para los “niños esto es un juego”, cuando en
realidad, es justamente lo contrario, es un conocimiento tan real, que los niños buscan
materializarlo, aunque la institución escolar, de otro lado, quiera que solo sea una experiencia
teórica y simulada.
Esta era una de las principales ambigüedades a las que se enfrentaba a diario el
profesor que lideraba las jornadas de emprendimiento de este colegio. José era un hombre
joven, sonriente y entusiasta. Me contó que nunca pensó en la docencia como su proyecto
profesional de vida, pero las circunstancias lo llevaron por este camino. Era ingeniero
industrial y tenía dos postgrados: en finanzas y en administración. Antes de dedicarse a la
docencia, era el propietario de una fábrica de camisas masculinas que entró en quiebra hacía
unos años. La “casualidad” y el “fracaso económico de su negocio”, decía él, lo llevaron
paradójicamente a proponer un programa de emprendimiento escolar, a través de su propia
experiencia como emprendedor. “Es absurdo que emprendimiento lo dé una persona que haya
sido siempre un empleado dependiente de una empresa”, afirmaba. Ahora él lo era, pero tenía
la experiencia y el “callo” para saber hablar sobre cómo hacer empresa y, sobre todo, cómo
enfrentar los retos y exigencias del emprendimiento. En una conversación que tuvimos
sostenía:
Con emprendimiento se busca que el muchacho vea más allá, que no salga solamente pensando
en que sale del colegio o la universidad y debe buscar trabajo para hacer parte de la fuerza
laboral. No, que el muchacho tenga una pequeña idea de qué es un negocio, cómo se hace,
porque el día de mañana por x o y circunstancia pues tenga liderazgo e idea emprendimiento y
que no le pase lo que me pasó a mí. Que pueda montar su propio negocio en algo que le guste.
Yo les decía que la idea es hacer algo que les guste, pero si puede montar su propio negocio,
mucho mejor. Yo les decía es como ser profesor, que es por vocación, que es porque les gusta,
porque les nace. Es tener una opción, es decir yo sé de esto y aprendí algo en esta clase,
entonces veamos qué se puede hacer. (Entrevista profesor emprendimiento institucional,
agosto de 2018, Bogotá).
193
Hay que notar que el profesor se refiere a los estudiantes como “muchachos”, aunque
en ese momento los talleres se estuvieran realizando con niños de 9 y 10 años. De nuevo,
esto podría indicar la perspectiva futura del programa institucional. De otro lado, su propia
vida y experiencia como docente y empresario era una muestra de las distancias que había
entre la teoría del emprendimiento y la práctica emprendedora, cuestión a la que también se
vía enfrentado a diario con sus estudiantes, sus colegas y las directivas de la institución.
Cuando conversamos sobre las prohibiciones que se trazaban en el Manual de Convivencia
sobre las ventas y compras en el colegio, me explicó que para él mismo como profesor esto
resultaba ser contradictorio, más cuando sus estudiantes le preguntaban constantemente qué
tenía de malo que pudieran ser emprendedores escolares de verdad y él no sabía, muchas
veces, qué decirles. Aun cuando José reconocía que esto resultaba contradictorio, también
admitía que adaptar la política pública de formación para el emprendimiento en un colegio,
podía resultar todo un desafío, cuando había que lidiar con diferentes asuntos propios de la
dinámica escolar y las posibles consecuencias o riesgos asociados a cualquier práctica
económica y comercial en una institución educativa.
Me contó que cuando se había discutido el tema con los directivos y maestros siempre
salían a relucir cinco preocupaciones por las que no era deseable que los niños hicieran
práctico los conocimientos adquiridos en los talleres de emprendimiento: 1) que los
estudiantes al comercializar productos se distrajeran en clase e interrumpieran a sus maestros
y compañeros. Se presumía que el “orden escolar” se podría alterar por las acciones propias
del ejercicio de compra y venta (intercambiar productos, dinero; preguntar por las
características de las mercancías; moverse dentro del salón de clase para ofrecer o comprar
productos; no prestar atención a las instrucciones del maestro por estar más interesados en la
actividad comercial); 2) que se desencadenaran inconvenientes con los padres de familia por
cuenta del dinero que sus hijos decidían invertir en estos negocios o que se gastaran el dinero
de sus loncheras y útiles escolares en la compra de objetos/ productos, que a su criterio, eran
‘innecesarios’; 3) que el colegio se convirtiera en una “feria”. Había una preocupación por
las funciones de la escuela y lo que los niños iban a privilegiar en este espacio, si el
aprendizaje o llevar a cabo una actividad comercial; 4) que los niños se intoxicaran o
enfermaran con alimentos u objetos que no tenían control y regulación comercial/ escolar.
Había inquietud por el tipo de productos que circulaban en el espacio escolar y las posibles
194
consecuencias para la seguridad de los niños. En específico, había alarma de la institución
por la posibilidad de circulación y consumo de dulces, juguetes ‘inútiles’ y drogas; 5) por
último, pero no menos importante, también se encontraban las exigencias de exclusividad
comercial de la cafetería y la papelería escolar y sus reclamos sobre los niños como
competencia comercial.
En toda esta serie de preocupaciones subyacen unas tensiones entre los discursos
moderno y contemporáneo de la infancia. Como lo he mencionado, estos discursos no son
necesariamente excluyentes. Pueden convivir e incluso hacer parte de los mismos registros
etnográficos. El problema con la política de formación para el emprendimiento no radicaba
solamente en las decisiones de tipo práctico sobre si debía o no permitirse a los niños
materializar ciertas prácticas económicas como vender, comprar, intercambiar y manejar
dinero o cuáles debían ser entonces los contenidos de la cátedra para que no se diera lugar a
este tipo de contradicciones. En los temores, preguntas y malestares institucionales de los
miembros de la comunidad educativa (maestros, directivos, padres y niños) había, sobre todo,
una pugna por definir cómo definir la infancia, cuáles era la mejor forma de educar a los
niños, qué lugar ocupaba la escuela en esta educación y cuáles eran las relaciones que se
configuraban entre adultos y niños al comprender a estos últimos como sujetos económicos.
Las justificaciones presentadas por esta institución educativa eran fundamentalmente
del orden moral y relacional. En el primer grupo, se desprendían unas consideraciones
morales sobre los riesgos asociados al encuentro entre los niños y las prácticas económicas:
que los niños decidieran por sí mismos en qué invertir su dinero e ignoraran las disposiciones
adultas sobre el gasto ‘adecuado’ de este dinero en onces/ material escolar; que los niños
privilegiaran las actividades comerciales por encima del aprendizaje, lo cual terminara por
entorpecer su trayectoria escolar y lanzarlos anticipadamente al mundo productivo; y por
último, que los niños fueran víctimas vulnerables del consumo de productos considerados
peligrosos para ellos (dulces, drogas, juguetes/objetos ‘inútiles’). Del lado relacional,
también había unas preocupaciones concretas: que los niños en sus prácticas económicas
pusieran en vilo el orden escolar, la figura de autoridad y el dominio de los adultos - maestros
en el aula de clase; que se incitara a los demás compañeros a subvertir este orden y que los
niños se convirtieran en competencia directa de los comerciantes escolares, en detrimento de
195
las relaciones y consensos adquiridos entre el colegio y los comercios por los derechos de
exclusividad comercial.
Como lo argumenté en líneas anteriores, la formación de los niños para el
emprendimiento, al igual que la política del disimulo y la educación para el consumo, se
puede considerar otro de los rasgos del discurso contemporáneo de la infancia en el contexto
actual del capitalismo, en tanto promueve una idea sobre la infancia, sobre los roles que deben
tener los niños y las relaciones de estos con los adultos en su entorno escolar y familiar. Este
rasgo refuerza y privilegia la idea de formar a los niños y niñas con ciertas competencias que
están acordes con el modelo económico capitalista contemporáneo y con las circunstancias
laborales inestables de países como Colombia, esto es: capacidad de asumir riesgos, de
innovar, buscar por sí mismos alternativas laborales y capacidad de adaptación y flexibilidad
a los cambios económicos estructurales.
En este registro, el discurso contemporáneo vuelve a relativizar y a cuestionar qué
tan separados deben estar los niños de las actividades económicas y productivas. Se incentiva
que estos participen de manera activa en actividades que se consideran “aceptables” y
“legítimas” para la infancia, como forma de aprendizaje social y preparación para el presente
y el futuro. Este rasgo también se esfuerza por mostrar que los niños deben dejar de ocupar
un lugar de dependencia económica y más bien, ejercer un protagonismo generacional y
familiar a través de sus contribuciones monetarias o materiales, resultado de pequeños
trabajos domésticos, emprendimientos escolares o, incluso, actividades productivas como el
modelaje, caso estudiado en el primer capítulo. En este sentido, el discurso contemporáneo
de la infancia integra a la escuela al proyecto de formación de los niños como sujetos
económicos y demanda de esta institución unas nuevas funciones curriculares.
Sin embargo, los múltiples debates y temores que se evidenciaron en los testimonios
de los funcionarios escolares sugieren que para este colegio no era fácil juntar en el mismo
espacio las expectativas modernas y contemporáneas sobre la escuela como institución y
sobre los niños como sujetos sociales. Al tiempo, que, desde la política pública se pedía
formar a los niños del colegio como emprendedores, es decir, como sujetos económicos del
presente, que no estaban al margen del mundo productivo y comercial, la institución
educativa veía a los niños como seres en proceso de formación, educables, no acabados, es
decir, seres potenciales, no preparados aún para el mundo económico. Debían, además,
196
sortear las expectativas e intereses de los adultos (padres y comerciantes) sobre lo que debían
o no hacer los estudiantes en el contexto escolar o lo contraproducente (para sus intereses)
que era tener a niños con un doble rol: estudiantes y comerciantes, disipando y produciendo
grietas en las relaciones modernas entre adultos - niños. En medio de un panorama complejo
y ambivalente, este colegio optó por acatar la política pública promovida por el gobierno,
pero decidió poner límites a las prácticas económicas de los niños y jóvenes. El programa de
emprendimiento que proponía solo tenía alcances teóricos y pedían a los estudiantes
materializar sus ideas en “el futuro”.
Muy a pesar de estas expectativas institucionales y adultas, los niños no se encuentran
en el “futuro”, ni tampoco se limitan a los esquemas teóricos y curriculares de sus clases. En
los recreos, los cambios de clase y en sus rutas escolares, vi a los niños y las niñas de este
colegio involucrados de diferentes formas con prácticas y conocimientos económicos. Como
lo mostré en el capítulo anterior, ellos se las arreglan para desempeñarse como clientes, pero
también como productores y distribuidores de diferentes bienes y objetos escolares. A
escondidas, sin ruido y escabulléndose de la mirada adulta los niños actúan y se relacionan
entre ellos como sujetos económicos. En los próximos apartados se conocerán las historias
de varios niños y niñas con iniciativas comerciales.
• Emprendedores a escondidas: las ventas y compras escolares
Percatarse de las interacciones y prácticas económicas de los niños y niñas en este
colegio no fue una tarea sencilla. Muy pronto entendí que los niños de primaria, sobre todo,
los de grados superiores (tercero, cuarto, quinto) ya conocían las reglamentaciones del
Manual de Convivencia, habían sido testigos de los llamados de atención pública que los
maestros y directivos les hacían a aquellos que se arriesgaban a vender cualquier tipo de
mercancía, o habían escuchado en repetidas ocasiones las amenazas de sanción pedagógica,
suspensión escolar o citación a padres de familia, cuando había algún sospechoso de venta o
intercambio monetario.
Por ello, las prácticas económicas de los niños de este colegio se daban la mayoría de
ocasiones, a escondidas. Los protagonistas de estas acciones no podrían considerarse en sí
sujetos desestabilizadores radicales del sistema y de las disposiciones/ normativas escolares.
No escuché a ninguno de ellos rebelarse contra la institución, el Manual de Convivencia o
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presentar acciones directas contra los funcionarios escolares. Actuaban de manera discreta,
haciendo propias las oportunidades de desajustar, así fuera de manera minúscula, las
directrices institucionales. Tal como lo expresó el antropólogo James Scott (1990), parte del
“arte de la resistencia” (Scott 1990) consiste en no hacer explícitas las conductas, prácticas y
los “discursos ocultos” que atenten contra las versiones oficiales, así como hacer posibles
espacios sociales que estén por fuera de la vigilancia y la regulación, donde haya relativa
libertad para hablar, discutir, planear, organizarse y actuar. Así lo hacían los niños y las niñas
que conocí. De manera silenciosa, evitando cualquier intromisión adulta, ocultando las
mercancías en las loncheras y maletas, haciendo con reserva y disimulo los pagos monetarios,
creando aliados infantiles para la distribución en otros salones de clase y buscando los
espacios de menor presencia adulta para ofrecerlas y hacerlas circular. Ninguna táctica era
menor, cuando se trataba de evitar las sanciones escolares por cuenta de las iniciativas
comerciales y de rebusque económico infantil.
En ocasiones, los niños que vendían lograban armar su red de aliados (estudiantes o
maestros) y así conseguían que sus pequeños negocios sobrevivieran algunas semanas o
meses. En otros casos, algún estudiante cometía una imprudencia o denunciaba a propósito
al niño o niña comerciante y con ello, el negocio llegaba a su fin. Pero, como cualquier
mercado, la demanda de algunos productos en el contexto escolar, más un grupo nada
despreciable de potenciales niños - clientes, incentivaba la aparición de nuevos oferentes de
dulces, juguetes, stickers, manillas, dibujos, útiles y tareas escolares. Por muchas que fueran
las reglamentaciones del Manual de Convivencia, las amenazas constantes de los adultos o
las dificultades para disimular los intercambios económicos, allí estaban los niños y niñas
dispuestos a emprender a escondidas.
Durante el 2018 encontré varios casos de niños, niñas y jóvenes que tenían diferentes
tipos de ventas en el colegio. Llegué a ellos no porque fueran fáciles de identificar, sino por
rumores y comentarios de sus compañeros de clase, que unas veces me contaron con
admiración las hazañas comerciales de sus amigos, y otras, los referenciaron a manera de
denuncia y buscaban que como adulta desaprobara tales acciones y tomara medidas
correctivas. De este modo, llegué a conocer a Nataly (11 años) que vendía gomas ácidas a
los niños de quinto grado para ayudar en los gastos de su hogar y especialmente a su madre
que había quedado desempleada recientemente. Ella le compraba cada fin de semana una
198
nueva caja de gomas para que vendiera en el colegio. Con este dinero, Nataly ayudaba a
pagar los servicios públicos y solventaba algunos gastos escolares. También, conocí a Samara
(9 años) que aprendió con su abuela materna a hacer manillas, compró sus propios materiales
y comenzó a diseñarlas para vendérselas a las amigas de su madre y a las niñas del colegio.
Sus ganancias las ahorraba para un próximo viaje a Estados Unidos con su familia. Otro de
los niños vendedores era Tomás (9 años) quien apoyado por su padre compró la caja de
láminas coleccionables del Mundial Rusia 2018 para venderlas a sus compañeros de clase y
a algunos maestros. El resultado de las ventas fue invertido en la compra de un videojuego.
Las motivaciones que me expresaron varios de los niños comerciantes que conocí
para “buscar dinero”, expresión que usualmente utilizaban para referirse a lo que hacían, eran
de diferente índole: proyectos personales de consumo de corto o largo plazo; apoyo
económico a sus familias cuando tenían dificultades por cuenta del desempleo parental o
necesidades de gasto urgente; pero también había otros que sencillamente me manifestaron
que disfrutaban de la actividad comercial, les gustaba ganar dinero, administrarlo, ahorrarlo,
gastarlo y pensar en proyectos comerciales futuros. Como se verá en los siguientes casos,
algunas familias estaban alineadas con las iniciativas emprendedoras y de rebusque
económico de sus hijos, otras no. Por su parte, la administración del colegio no aceptaba
ninguna de estas justificaciones. Para la mayoría de maestros y directivos los niños y niñas
sencillamente estaban incumpliendo con la normativa escolar y sobrepasaban los límites de
lo permitido.
La mayoría de niños comerciantes eran conocidos por un grupo pequeño de
estudiantes de un curso y maestros titulares. Generalmente, sus ventas duraban poco tiempo:
semanas o días. Perduraban hasta que los niños fueran sorprendidos y sancionados o muchos
se aburrían de invertir parte de su tiempo del recreo o de las horas de clase y decidían dejar
el negocio por voluntad propia. Sin embargo, la historia de Ana (8 años), que se dio en el año
2017, logró trascender el escenario de su salón de clase. Su fábrica de slime27 tuvo una
duración aproximada de dos meses, según lo contó posteriormente la niña, y todavía para el
2018 - año en el que realicé mi trabajo de campo - los niños y maestros hablaban de lo
27 Se trata de una goma de colores que se utiliza para jugar. Desde 1976 fue fabricado por la empresa Mattel,
pero en los últimos años se ha convertido en un juguete popular, que puede ser fabricado de manera artesanal.
Sus principales componentes con harina de maíz, bicarbonato, agua, pegamento, detergente líquido y colorante
artificial.
199
sucedido. Su producto, el slime, y la historia de su negocio llegó a conocerse no solo en otros
grados de primaria y preescolar, sino que logró tener clientes niños y adultos de otros
escenarios: la cafetería y las rutas de transporte. Además, su caso fue objeto de discusión y
reflexión por parte de maestros, directivos, su madre y también los compañeros de clase. Esto
último se evidenció, por ejemplo, con la actividad escolar “Mi Pueblito”, con la que inicié
este capítulo, en el que fui testigo de un juicio político - escolar a la niña alcaldesa, por haber
participado de la iniciativa comercial de Ana. La fábrica de slime de esta niña irrumpió la
cotidianidad escolar, puso a discutir a adultos y niños sobre los alcances de la formación para
el emprendimiento, los obligó a tomar posiciones morales frente a lo sucedido y puso en
evidencia las contradicciones de este programa.
Todo comenzó a mediados del 2017 cuando Ana estaba en tercer grado escolar. Un
día llegó a las manos de su maestra titular, una agenda que contenía una serie de anotaciones
y listados sobre pagos y deudas. Con trazos infantiles, la agenda listaba a los niños y las niñas
del salón 3B que debían dinero. La maestra averiguó con la clase y con su colega de inglés,
quien estaba a cargo del grupo ese día. Esta última le contó que la agenda era de Ana, quien
estaba vendiendo slime a los niños de la clase. Según los compañeros, la niña vendía cada
unidad a $1.000 pesos. La maestra de inglés actuó inmediatamente y envió una citación a los
padres de familia de la niña porque estaba incumpliendo con el Manual de Convivencia.
Aquel día, me contó la maestra titular, “los niños estaban revolucionados y todos hablaban
del tema”; entre tanto Ana se encontraba muy triste, con los ojos llorosos y angustiada por la
citación que la maestra de inglés envió a su mamá.
Cuando conversé con la maestra titular, me expresó que ella consideraba que no era
un asunto “tan grave” como para haber llamado a la madre de la niña. Incluso, pensaba que
Ana era una “emprendedora”, con ingenio e inteligencia para llevar el inventario de sus
mercancías y el listado de sus clientes. Sin embargo, no le quedaba bien contradecir a su
colega, ni ir en contravía del Manual de Convivencia del colegio. Por ello, al siguiente día
no tuvo más remedio que reunirse con Ana y su madre. “La mamá llegó llorando, pensando
que le iban a sacar a la niña del colegio. Me dijo: profesora, dígame con anterioridad para ver
a qué colegio la voy a meter. Y yo le decía: no, para mí no es así. Yo tengo una visión
diferente. Quizás para otro maestro la niña está faltando a un montón de cosas, pero para mí
es una niña emprendedora”, afirmaba. Aunque ella deseara darle otro sentido a la iniciativa
200
de Ana, no podía ir en contra de las reglas del colegio. Tuvo que hablar con la niña para que
devolviera el dinero a todos los clientes que había anotado en su agenda. Me contó que
“sorpresivamente la agenda desapareció” y con ella todo el registro de la fábrica de Ana.
Ana, entre tanto, devolvió el dinero a los niños y prometió no volverlo a hacer. Un año
después de lo sucedido entrevisté a la mamá de Ana sobre este caso y las razones que llevaron
a su hija a iniciar su negocio:
La profesora fue la única que se dio a la tarea de mirar por qué la niña es así y qué hay detrás
de esas cosas. Y es duro, si uno mira por qué fue lo de los slimes. Yo salí peor de llorona de lo
que llegué, porque yo tenía mucho miedo de que me la fueran a echar. Lo que pasa es que la
niña dijo: juemadre, si se va el que nos da plata, entonces qué vamos a hacer y lo que gana mi
mamá no alcanza. El papá se fue de la casa, entonces yo les dije a las niñas: bueno, nos va a
tocar empezarnos a apretar en algunas cosas, porque mamá es la que va a empezar a responder
por todo y ellas saben cuánto yo gano, porque para ellas es muy claro en qué es lo que gasto la
plata. No porque las tenga mal acostumbradas, sino que a mí me parece que ellos tienen el
derecho de saber qué es lo que tiene la mamá y qué lo que no tiene y qué se hizo con la plata,
entonces cuando yo les dije, ellas me respondieron: bueno, va tocar mirar qué hacemos.
Entonces yo les dije: no, lo que vamos a hacer es que no vamos a poder ir a almorzar cada ocho
días, sino va a tocar una vez al mes, va a tocar empezar a llevar onces porque no se va a poder
llevar plata y ese tipo de cosas. Entonces como ellas se adaptan también a todo, no le pusieron
problema, pero quizás la niña quedó con la duda de qué vamos a hacer y después fue cuando
explotó el problema. A mí me dieron muchas ganas de llorar porque uno no se imagina que un
niño en su cabeza a esa edad procese tantas cosas. Entonces yo me sentía muy orgullosa porque
yo decía: “esta china de hambre cuando sea grande no se va dejar morir”. Entonces yo, en
medio de todo pensaba, ella cómo había afrontado ese problema. Yo me sentía medianamente
culpable, pero yo sabía que para ella era un logro muy grande. Yo no sabía si llorar o felicitarla
porque yo sabía que no era la mejor opción, pero un niño de esa edad no se le ocurre eso porque
a esas edades están pendientes de otra cosa y menos si la mamá tiene plata para pagar la luz o
no. Entonces ella soltó la risa cuando yo la llamé a cuentas y yo le pregunté: ¿qué fuiste a hacer
al colegio?, ¿se me volvió turca?, le dije. Ella era muerta de la risa y ella me decía: mami, pero
eso no es tan grave. Es algo que está de moda y nadie lo sabe hacer y para mí sí es muy fácil
hacerlo. Me dijo: mami, pero es que yo quería ayudar a algo en la casa y yo le decía: “mi amor,
eso no es tu obligación”. Gracias a Dios con la profesora coincidimos en lo mismo: no sabíamos
si reírnos o sentarnos a llorar, pero el colegio no. Ellos se encaminaron más a ver la falta y lo
malo, y no lo que hay detrás. No le preguntaron a “Ana” por qué lo estaba haciendo, en cambio
la profesora sí. “Ana” todo el tiempo está pensando en cómo generar plata. A mí me parece
muy chévere, pero no todo el mundo lo comprende porque no está permitido en el colegio y el
espacio de los niños todo el tiempo está en el colegio (Entrevista mamá de Ana, Bogotá,
diciembre 2018).
Reconstruí el caso de Ana a partir de los relatos de su madre, la profesora titular, el
profesor de emprendimiento, varios compañeros de clase y la misma niña. Cada uno tenía
una parte importante de la historia y una visión particular sobre lo ocurrido. La madre me
contó que no era la primera vez que Ana incursionaba en ventas. Era la navidad de diciembre
201
de 2018 cuando la entrevisté y me compartió las nuevas ideas de negocio de la niña: estaba
elaborando artesanías navideñas para venderlas a sus familiares y también planeaba preparar
sándwiches y venderlos en su ruta escolar. Aunque la fábrica de slime tuvo que culminar,
Ana seguía insistiendo en otras formas de obtener dinero, pues como indicaba su mamá, ella
todo “el tiempo estaba pensando en cómo generar plata”.
En este testimonio, la madre reconocía las valoraciones morales que suscita
socialmente la relación entre infancia y mundo económico. Para ella, quien era comerciante
y conocía de cerca el contexto de Ana, la iniciativa de su hija era un signo de que, a su corta
edad, sabía sortear y afrontar situaciones económicas difíciles, podía adaptarse a las nuevas
circunstancias familiares, y eran una muestra de solidaridad y de “empatía económica”
(Estrada 2016, 1658). Todo esto lo resumía como “un gran logro”. Paradójicamente, la
evidencia de que Ana había comenzado a comprender el significado de “la adaptación”, “la
flexibilidad” y “la búsqueda de alternativas económicas innovadoras y creativas”, que son
parte de las denominadas competencias que se quieren promover desde la política pública de
formación para el emprendimiento, entraban en tensión con el discurso moderno de la
infancia y con las formas de relación entre niños y adultos que este propone.
La posición de la maestra de inglés justamente estaba dirigida a pensar a Ana desde
este discurso, por lo que se cuestionaba que la niña estuviera relacionada, de algún modo,
con el mundo comercial, que deseara actuar como un sujeto económico (produciendo slime,
vendiendo, realizando intercambios monetarios) y que dejara de ocupar su rol social de niña
- estudiante. Pero, además, con la citación, el colegio no solo hizo un llamado de atención
sobre los roles sociales que debía tener Ana como niña, sino también sobre cuál era la relación
con su familia y, en concreto, con su madre. En el testimonio, esta me expresaba que tal
situación le planteó disyuntivas emocionales y morales, en tanto no sabía si sentirse orgullosa
o culpable, si reír o llorar.
Desde el discurso moderno, cualquier forma de actividad productiva y trabajo que
desarrollen los niños se considera “incompatible con el amor parental. Un niño que es útil
económicamente y produce dinero no es apropiadamente amado” (Zelizer 1985, 72). Desde
que el discurso moderno promovió abstraer a los niños del ámbito productivo, recayó toda la
responsabilidad económica en los padres, lo cual se comprendió también como una expresión
de compromiso con la crianza material y emocional de los hijos. Amar apropiadamente a los
202
niños en parte consiste en garantizar una infancia por fuera de todo asunto y responsabilidad
adulta. Desde esta perspectiva, la iniciativa de Ana no fue leída por el colegio como un
esfuerzo activo por adaptarse a la realidad económica de su hogar, sino que planteaba, sobre
todo, preguntas a la madre sobre posibles fallas en las formas de crianza y en la
responsabilidad parental de distanciar a su hija de los asuntos económicos familiares. Por la
línea de este discurso, el sociólogo Neil Postman (1983) sugirió en la década de los ochenta,
que la “desaparición de la infancia” sucede en gran parte, cuando los niños comienzan a
hablar de los temas de los adultos: sexualidad, violencia y dinero. “Sin secretos no hay
infancia” (Postman 1983, 120 -142), afirmaba, pues los niños deben comprenderse ante todo
como seres inocentes e ignorantes de la vida adulta para reafirmar su lugar de niños.
Tal como lo mostré en el primer capítulo con las historias de los niños modelos, la
madre de Ana, igual que las de Santiago, Felipe y Manuela, decidieron que sus hijos debían
conocer de cerca la situación económica de sus hogares. Esta disposición implica que para
ellas la infancia de sus hijos no debe estar completamente separada/ ignorante de las
preocupaciones familiares. Su condición de madres cabeza de hogar hizo que sus hijos
tuvieran unos roles más activos en las prácticas económicas domésticas. Para ellas, sus hijos
no dejaban de ser niños por involucrarse en este tipo de decisiones, pero sí les representaba
unas formas diferentes de relación con ellos. La madre de Ana consideraba que sus hijas
tenían “derecho a saber qué es lo que tiene la mamá y en qué se lo gasta”. Esto no era algo
que, a su criterio, debía mantenerse en secreto. Tampoco pensaba que la inocencia de su hija
estuviera en juego, pero sí le implicaba unas formas de relación más abiertas y horizontales,
que se expresaba, por ejemplo, en el diálogo que tuvo con la niña sobre los cambios que, en
adelante, se tendrían en el consumo familiar y escolar, luego de que el padre se fuera de la
casa. Pero, además de ello, el hecho de permitir a los niños conocer las preocupaciones
económicas familiares, también puede ayudar a disuadir todo deseo de consumo que los
adultos no puedan satisfacer. Se busca que los hijos tengan empatía económica con la
situación y no se excedan en sus requerimientos de consumo.
Lo que no esperaba la madre de Ana era que, en vez de tomar una actitud pasiva,
obediente y exclusivamente receptiva de las decisiones parentales de reducir ciertos
consumos, la niña buscara sus propias alternativas productivas para tratar de sortear la nueva
situación económica. Hasta hace muy poco la investigación social se ha interesado por
203
conocer la perspectiva de los niños cuando sus familias enfrentan adversidades económicas.
La mayoría de estas pesquisas se han centrado en comprender el punto de vista de niños
pertenecientes a familias socio económicamente menos favorecidas o en condiciones de
pobreza (Redmond 2008; Ridge y Millar 2011; Ridge 2017), pero es poco lo que se conoce
sobre cómo afrontan los niños de clase media las dificultades económicas de sus hogares.
Igual que en el caso de los niños modelo protagonistas del primer capítulo, Ana gozaba de
unas condiciones económicas relativamente estables: un colegio privado, casa propia y sus
padres estaban empleados. Para la niña, el principal estímulo para concretar su idea de
negocio, no fue la cátedra de emprendimiento escolar, sino el divorcio de sus padres.
Desde la política pública, el emprendimiento se entiende como una serie de
competencias que todos los niños y niñas del país, sin distinción alguna, pueden adquirir y
aprender de manera escolarizada para el futuro adulto. Sin embargo, habría que preguntarse
qué circunstancias familiares y sociales hacen que niños y niñas como Ana decidan ir más
allá de los conocimientos teóricos impartidos en el aula de clase y materialicen sus ideas.
Aunque no se puede generalizar, algunos estudios (Drennan, Kennedy y Renfrow 2005;
Bolin 2016) han señalado que muchos niños y jóvenes con intenciones emprendedoras
provienen especialmente de familias de comerciantes, tienen negocios independientes o
enfrentan situaciones familiares difíciles como divorcios, fallecimiento de alguno de los
padres, desempleo, enfermedades, quiebras de negocios familiares, entre otros.
Si bien la política pública busca promover el emprendimiento como un asunto que
puede cultivarse formalmente en la infancia desde la época escolar, casos como el de Ana,
indicaría que hay ciertas variables sociales, familiares y económicas que hacen que algunos
niños deban vivir infancias más retadoras y que se vean atraídos a desarrollar tempranamente
nociones de autosufiencia y riesgo. Esto no significa que sea una regla invariable y que no
haya casos de niños comerciantes que simplemente disfruten la experiencia del comercio por
sí misma o estén impulsados por el deseo de obtener dinero para consumos particulares. En
este segundo grupo encontré a Samara con su propósito de ahorrar para su viaje a Estados
Unidos y Tomás con su objetivo de comprar un videojuego.
El caso de Ana era diferente. La niña tenía comodidades y consumos que vio en
riesgo, luego de la separación de sus padres. Su reacción fue buscar por sí misma dinero extra
para su casa. La socióloga suiza Anette Bolin (2016) analizó cómo varios niños y niñas de
204
clase media de su país afrontaron la adversidad económica de sus hogares. En su
investigación encontró diferentes estrategias, desde acciones indirectas como evitar hablar
de asuntos económicos con sus pares de amigos y familiares; dejar de hacer demandas
económicas; evitar participar en actividades extracurriculares, hasta acciones más activas
como ahorrar, vender objetos personales (juguetes, ropa, libros), conseguir trabajos de medio
tiempo o crear sus propios negocios de ventas. Como estos niños, Ana no solo conocía más
de cerca las preocupaciones económicas de su familia, sino que tomó la decisión de “hacer
parte del esfuerzo colectivo para adaptarse a la nueva realidad económica” (Bolin 2016, 317).
Mientras esta posición es celebrada por el discurso contemporáneo, el discurso
moderno la cuestiona. Esta tensión se hace más que evidente en el contexto escolar que, por
un lado, debe integrar a sus currículos el emprendimiento, con todos los desafíos y preguntas
que esto supone y, por otro, sostiene sus prácticas pedagógicas en unas ideas más modernas
sobre la infancia. Conversé con el profesor de emprendimiento del colegio sobre el caso de
Ana y describió la discusión institucional que se produjo al respecto:
Lo que pasa es que eso es de contravía. Dentro del Manual de Convivencia se dice que no se
pueden hacer ventas, que no se puede comercializar ningún tipo de producto. Yo creo que les
cortan las alas. Debería estudiarse por qué lo hizo, analizarse el caso y además eso indica que
lo que se le está enseñando a la niña sí se le está quedando y lo está apropiando de la manera
adecuada, pero al tiempo le están diciendo “no, tú no lo puedes hacer”. Sí debería haber esa
revisión del caso y decirle, mira puedes hacerlo, pero hasta determinado punto, que no se
convierta en algo comercial dentro de la institución porque va en contravía de las políticas,
pero sí es gratificante que alguien por lo menos escuchó y arrancó (Entrevista profesor de
emprendimiento institucional, agosto de 2018).
Como el profesor de emprendimiento, los adultos que hicieron parte de este caso
tenían sus propias reflexiones sobre las consecuencias de dar vía libre a las iniciativas
comerciales de los niños en el espacio escolar. Sin embargo, Ana como la principal
protagonista de esta historia, tenía su propia interpretación sobre lo ocurrido. La niña me
compartió su experiencia, sus aprendizajes y retos con su fábrica de slime. En las
conversaciones informales que tuvimos, me contó que aprendió a hacer el slime por YouTube.
Decía que el slime era un producto muy popular entre los niños del colegio. Todos querían
jugar con aquellas masas gelatinosas de colores. Sin embargo, en la papelería escolar, así
como en otros comercios exteriores, el producto podía llegar a costar hasta $3.000 pesos. Así
que vio en este juguete una oportunidad para ganar dinero y contribuir a su casa. Para que su
madre no se enterara de sus intenciones, decidió pedirle a su papá los materiales necesarios.
205
Le dijo que era una “tarea escolar”. Todas las tardes, después del colegio, se encerraba en su
cuarto, al que convirtió en su laboratorio para experimentar y probar la fórmula adecuada de
la masa gelatinosa. Su madre le preguntaba constantemente por qué había tanto “reguero” en
su cuarto y ella respondía que se trataba de un “experimento escolar”. Antes de que su mamá
llegara del trabajo, escondía en su maleta todos los materiales para la fábrica. En la entrevista
que tuvimos a mediados del 2018, un año después de lo sucedido, la niña contaba:
Ana: lo que pasó es que yo quería ayudarle a mi mamá a pagar lo de la pensión porque en ese
tiempo mi papá se había separado de mi mamá. Yo llevaba los elementos en la lonchera y lo
de la lonchera lo echaba en la maleta. Como la lonchera era grande entonces sí cabía. Un día
en que la profe de inglés lo descubrió, porque Kevin Ortiz le dijo: mire profe que Ana está
vendiendo smile. Y yo le dije Kevin… cállese que yo también le vendí. Investigadora: ¿y
cómo lo hacías? Ana: yo lo hacía en el colegio. Tenía hasta las niñas que me lo hacían: mis
amigas. Investigadora: ¿tú tenías un grupo de amigas y ellas te ayudaban? Ana: sí, y yo les
pagaba, $1.000 por el día Investigadora: ¿tú las ‘contratabas’ a ellas? Ana: sí, cada una tenía
un paso para hacer. Digamos una echaba el pegamento, otra la crema para afeitar y la otra
brillantina. Investigadora: ¿era como una fábrica? Ana: sí, todos hacían fila, era rápido porque
las niñas iban, me daban el dinero y se iban rápido. Investigadora: ¿tenías muchos clientes?
Ana: siiii. Investigadora: ¿cuánto tiempo duró tu negocio? Ana: dos meses. Investigadora:
¿y cómo lo vendías? Ana: yo iba a la cafetería. Allí había unas mesas. Investigadora: ¿y las
señoras de la cafetería no se daban cuenta? Ana: sí, incluso llegué a venderles a unas señoras
de la cafetería para sus hijos. Investigadora: ¿o sea que también te hiciste clientes adultos?
Ana: sí. Investigadora: ¿te fue bien en el negocio? Ana: sí, en dos meses conseguí como
$40.000. Todo esto me tocó devolverlo a los niños porque Kevin me sapeó. Investigadora:
¿por qué te sapeó? Ana: lo que pasa es que las niñas que yo había contratado, le echaban la
mitad del bicarbonato y las manos se volvían (pegajosas) con bicarbonato. Por eso Kevin me
sapeó porque todo el salón, literal todo el salón, estaba lleno…Todos tenían las manos llenas
de bicarbonato y la profe sospechó. Entonces Kevin le dijo. Ella me preguntó… ¿eso es verdad?
Y yo le dije… no, profe no. Investigadora: ¿cómo vendías el slime y cómo lo repartías? Ana:
bueno, lo vendía en la cafetería. Me hacía en una mesita, casi todo mundo llegaba ahí. Cuando
llegaban los profesores… les decía echen para las sillas, echen para las sillas, y los que me
ayudaban me ayudaban a ocultarlo. Investigadora: ¿cuántas amigas te ayudaban? Ana:
pegamento, brillantina, bicarbonato, crema de afeitar…. Eran cuatro niñas. María ella trabajaba
conmigo. María fue una copietas. Investigadora: ¿se copió de tu negocio? Ana: es que ella
trabajaba conmigo para sacar información (Entrevista Ana, septiembre 2018, Bogotá).
Ana, su grupo de ayudantes y clientes supieron materializar el sistema de relaciones
de producción, distribución y consumo de un producto concreto como el slime en el contexto
escolar. Mientras el colegio con su cátedra de emprendimiento esperaba que los niños y
jóvenes concretaran sus ideas de negocio en el “futuro”, cuando se graduaran del colegio,
Ana demostró que a sus ocho años podía convertir a la cafetería escolar en un espacio de
transacciones y relaciones económicas. Su fábrica de slime es un ejemplo interesante de cómo
fue apropiada la “lógica capitalista en una formación social concreta” (Narotzky 2004, 20)
206
como lo es la escuela. Pese a los esfuerzos institucionales por mantener a los niños apartados
de las prácticas económicas y solo brindarles conocimientos teóricos sobre emprendimiento,
ellos se las ingeniaron para actuar como sujetos económicos en su presente.
Ana identificó una necesidad del mercado escolar e infantil como el slime, aprendió
lo necesario para elaborarlo y consiguió la materia prima. Al principio, la niña comenzó la
producción de manera solitaria durante los recreos escolares, pero a medida que fueron
aumentando los niños clientes, aprendió que sería más fácil que el trabajo de producción se
hiciera en serie. Al mejor estilo del fordismo, distribuyó el trabajo entre cuatro de sus amigas,
a quienes dio una función concreta y especializada dentro del proceso de producción
(Durkheim 1893(2014)). Así creó unas relaciones de conocimiento - trabajo con las cuatro
niñas, compartió las instrucciones adquiridas a partir de YouTube y les explicó las cantidades
de material que debían agregar para elaborar el slime. Pero, además, a las niñas se les pagó
$1.000 diarios por su trabajo, para lo cual Ana tuvo que hacer un cálculo de las ganancias de
las ventas, los materiales invertidos y el pago de sus ayudantes. A medida que aumentaron
sus clientes, entendió la importancia de llevar un registro escrito de ganancias y deudas en su
agenda. Esta fue luego la prueba que llegó a manos de la maestra. Ana no solo diseñó el
proceso de transmisión del conocimiento y las habilidades necesarias para producir el slime,
también coordinó “el trabajo colaborativo en su totalidad” (Narotzky 2003, 137) e hizo
posible que surgieran todo un conjunto de relaciones sociales y económicas entre los niños y
adultos involucrados.
La cafetería escolar se convirtió en el punto de producción, distribución y venta de
slime. Allí llegaron niños clientes no solo tercer grado, también de otros niveles escolares y
adultos trabajadores de la cafetería escolar. De manera alterna, Ana distribuyó y comercializó
el producto en su ruta escolar. Como lo sugirió en su testimonio, entre niños productores y
clientes adultos/ niños, la fábrica de slime pudo sobrevivir durante dos meses, al margen de
lo aceptado y lo permitido por este colegio. Pero, ¿qué fue lo que rompió los acuerdos tácitos
entre Ana y los niños clientes para mantener en secreto la fábrica de slime?, ¿qué hizo que
esta especie de ‘economía subterránea28’ de slimes llegara a su fin?
28 Se comprende como la venta clandestina de bienes, productos o servicios que pueden ser legales o ilegales y
que están al margen de lo permitido en el marco de una economía formal, por lo que no suelen informarse o
registrarse. “Es un orden social paralelo al del mundo visible de las relaciones formales, articulado a él y aún
más, como su propio sustento. No solo incluye a las actividades marginales, informales o de carácter ilegal,
207
Tal como lo narró la niña, para ella fue claro que Kevin y sus otros compañeros no la
acusaron porque estuviera incumpliendo el Manual de Convivencia, aunque, al final, este fue
el argumento expuesto por la maestra de inglés para llamar a su madre. Tampoco era
reducible a un efecto de enemistad infantil, pues Kevin y la mayoría de su curso estaban
involucrados y eran clientes de su slime. Mientras que el negocio estuvo funcionando acorde
con las expectativas económicas de los clientes, ni los niños, ni Ana le dieron mayor
importancia a la normativa del colegio sobre las ventas. Todo lo contrario, se las arreglaron
para pasar inadvertidos ante los adultos. En realidad, el fin de la fábrica de slimes, según lo
contó Ana y también algunos de los niños clientes, obedeció a dos causas puntuales: la
competencia de María y los reclamos de los clientes por la calidad del slime y el aumento en
el valor monetario del producto.
Sobre el primer punto, varios niños contaron que María era parte del grupo de
ayudantes de Ana. Ella aprendió a hacer el slime, llevó sus propios materiales y comenzó a
regalarles a sus mejores amigas. De ahí que Ana haya sentido como una actitud desleal que
María, primero haya aprendido cómo hacer slimes y luego, se haya convertido en su
competencia directa. A criterio de Ana, María trabajó con ella “para sacar información”. Esta
acción fue valorada por Ana como competencia desleal, como una expresión de “reciprocidad
negativa” (Sahlins 1965). Su molestia radicaba en que María utilizó a su favor la
“información” y luego, privilegió los intereses materiales, sobre los lazos sociales y de
amistad que se habían establecido en el grupo.
Al regalar el slime, María cambió las dinámicas de oferta y demanda del mercado de
slime del colegio. Samantha (9 años), una de las niñas clientes entrevistadas, contaba que, a
diferencia de Ana, María “no cobraba dinero. Yo le dije… ¿María me hace uno a mí? Y ella
me hizo uno amarillo, todo pegajoso”. Como Samantha, otros niños del grupo comenzaron a
comparar y a juzgar de manera diferente el hecho de que Ana cobrara dinero por el slime a
diferencia de María que los regalaba. ¿Cómo era posible que el mismo producto fuera objeto
de venta y a la vez, de regalo? Esto generó disgusto entre los niños clientes, quienes
también da cuenta de un subsistema económico global integrado al sistema capitalista” (Lezama 1990). En este
caso, se podría decir que el colegio en sí mismo y sus comercios (papelería y cafetería escolar) proponen un
mercado escolar formal y que Ana, como otros niños vendedores, les representaron un desafío no porque
productos como el slime en sí mismos pudieran considerarse peligrosos, riesgosos o ilegales, sino porque su
producción, circulación y consumo “no cumplían con el marco institucional dentro del que se efectuaban las
actividades económicas” (Carson 1984) del colegio.
208
empezaron a calificar como “injusto” el hecho de que en el mercado de slimes hubiera
confusión y diferencias sobre el valor de este producto, así como por el tipo de relación que
este implicaba.
Mientras Ana fue la única en vender el slime, los clientes no tuvieron inconveniente
en comprarlo y ajustarse al valor monetario sugerido por la niña. Para este momento, había
un consenso claro entre los niños sobre la equivalencia monetaria a cambio del slime. El
problema surgió cuando María le otorgó un significado social diferente al slime y propuso
otra forma de relación a través de este producto, que ya no pasaba por la de vendedor -
comprador, sino lo reconocía como un regalo y una expresión material de la amistad. “La
comparación es la cuestión central del valor (…) Para que una transacción se realice debe
existir alguna medida de valor que permita a los agentes alcanzar una medida aceptable para
todas las partes involucradas” (Narotzky 2003, 139). Así, María irrumpió con la lógica de
valor económico del slime pactado entre Ana y los niños clientes, creando confusión y
molestia para los consumidores, que ya no estaban dispuestos a comprar un producto, que de
otro lado se estaba regalando.
El segundo factor determinante para el fin de la fábrica de slime de Ana fue la
disminución de la calidad del producto y el aumento de los precios. La niña enseñó a sus
cuatro ayudantes la cantidad de ingredientes que debía agregársele a cada unidad. Por un
tiempo, mientras los pedidos fueron pocos, Ana tuvo el control sobre la calidad del producto.
Los niños clientes, por su lado, comenzaron a comprar el slime de Ana porque, no solo era
más económico que en la papelería escolar, o en comercios externos, sino que era un producto
similar al del mercado. Sin embargo, a medida que aumentó la producción, resultó cada vez
más difícil para Ana controlar que sus amigas estuvieran realizando bien su tarea en la cadena
productiva. Varios slime comenzaron a presentar fallas en la calidad. Según varios niños
clientes que entrevisté, el slime de Ana se secaba rápidamente porque tenía más bicarbonato
de lo necesario y encontraban residuos de palitos, que les cortaban las manos. En una de las
conversaciones con Linda (9 años), una de las niñas ayudantes de Ana y con Samantha (9
años), una de sus clientes, las niñas afirmaban al respecto:
Investigadora: ¿cómo era el proceso de producción? Linda: una ayudaba a echar los
ingredientes, otra ayudaba a batir. Investigadora: ¿tú, en qué le ayudabas a Ana? Linda: yo
le ayudaba a batir el slime. Investigadora: ¿y tú querías seguir trabajando con ella? Linda:
pues yo ya quería dejar a Ana porque me parecía que empezó a subir un poquito los precios.
209
Investigadora: ¿con cuanto empezó y luego, a cuánto estaba el slime? Linda: comenzó a
$1.000 luego a $1.500 y luego a $2.000. Samantha: además, ella tenía una lista. La profe le
dijo muéstreme la lista, muéstreme la lista… Ahí estaban todos los compradores. A veces Ana
les debía a las personas. Linda: es que la mayoría hizo que Ana les devolviera el dinero porque
el slime se les secaba ese mismo día. Samantha: es que no me parecía bien que ella le subiera
de precio, cuando esos slime eran más los que se secaban. Le reclamaron por el dinero y le
reclamaron por la calidad. Ayyy eso se seca, eso corta…Investigadora: ¿cuándo empezó a
fracasar el negocio, cuando supo la profesora? Linda: no, cuando la mayoría del slime ya se le
había secado a todo el mundo. Todos lo que le habían comprado, ya le estaban pidiendo la plata
a Ana. (Conversación con Linda y Samantha, septiembre de 2018, Bogotá).
A criterio de estas niñas, el declive de la fábrica de slime se debió, sobre todo, a la
erosión de las relaciones de confianza entre Ana y los niños clientes por la calidad y el precio
del slime. Su reflexión estuvo orientada a mostrar las múltiples reacciones que tuvieron los
niños cuando el slime dejó de cumplir sus expectativas en términos de precio - beneficio -
calidad. Ana tuvo que enfrentar situaciones de molestia, reclamo, insatisfacción y solicitud
de devolución del dinero. Esto sugiere que los niños clientes tomaron una posición crítica y
exigente como consumidores, pues sabían qué características debían exigir de un producto
como el slime, cuánto era el valor monetario que este tenía en otros mercados (papelería
escolar, establecimientos comerciales exteriores) vs. el que proponía Ana, y además buscaron
la manera de que el dinero les fuera retornado cuando el slime no cumplió con sus
expectativas como producto. Como tal, antes de que la maestra de inglés se percatara de la
situación y pusiera fin a la fábrica slime, ya las relaciones entre Ana y sus clientes estaban
tensas. Los niños, por sus propios medios, entraron a regular, exigir y poner límites a este
negocio.
Cuando la maestra de inglés se dio cuenta de la fábrica de slime, hizo pública la
situación ante todo el salón de clase. Luego, les explicó por qué vender estaba prohibido. A
partir de ese momento, muchos compañeros de Ana adoptaron el discurso institucional y
evaluaron moralmente su iniciativa como una transgresión a la normatividad escolar y un
desafío a la autoridad de los adultos. Me encontré con diferentes posiciones al respecto.
Fabián (9 años) reconocía que en el colegio muchos estudiantes vendían, sobre todo los de
bachillerato, pero que Ana estaba en tercero, entonces era demasiado “pequeña” para vender:
“en primaria uno se está desarrollando para bachillerato, y lo que pasa es que ese negocio se
vuelve como la droga, o sea se esconde de los profesores”. Samantha (9 años), por su parte,
sostenía que “los profesores no tienen tanto derecho en meterse. Cada uno tiene su vida, ellos
llegan como si fueran policías y a veces lo hacen excesivo. A uno lo dejan callado, lo dejan
210
llorando”. En cambio, Manolo (9 años) planteaba que “cobrar dinero no es bueno, pero Ana
pudo decir que le estaba ayudando a la mamá y así no la hubieran regañado”. Finalmente,
Emmanuel (9 años) contaba que una vez se encontró al profesor de emprendimiento, con
quien se puso a hablar sobre el caso de Ana “y el profesor me dijo: ¿para qué enseñamos
emprendimiento si no dejamos que ellos lo lleven a otro nivel? Yo me quedé reflexionando,
pero yo dije: es que es algo malo, porque yo no estoy de acuerdo con lo que hizo Ana. El
profesor me hizo esa reflexión y yo no pude entender. No sé cómo reaccionar, porque claro,
a ti te enseñan emprendimiento, pero las reglas dicen que tú no lo puedes hacer”.
No solo estos cuatro niños se formaron diferentes apreciaciones morales sobre la
iniciativa comercial de Ana, sino que cuestionaron las contradicciones del programa de
emprendimiento institucional. La situación los confrontó con los dos discursos sobre la
infancia. Mientras Fabian y Emanuel parecían estar más alienados con el discurso moderno,
Samantha y Manolo consideraban desde una perspectiva más contemporánea que el colegio
no debió juzgar tan duramente a su compañera.
Tal como lo ha propuesto la antropología, cualquier práctica económica es una
expresión de las relaciones sociales. Lo económico es social y viceversa. La fábrica de slime
de Ana desencadenó preguntas sobre las relaciones de interdependencia de todos los
implicados: Ana, los niños (clientes, ayudantes) y los adultos (maestros, padres, clientes de
la ruta y la cafetería escolar). Especialmente para los niños fue un escenario en el que su rol
de estudiantes quedaba, al menos, por algunos instantes entre paréntesis. En el recreo escolar
o en la ruta, de regreso a casa, podían actuar como productores, distribuidores y clientes.
Pusieron en práctica sus conocimientos económicos: vendieron, compraron, aprendieron a
producir en serie un producto, llevaron el registro de ventas y deudas, manipularon dinero,
contrastaron los precios y la calidad del mismo.
Estas prácticas económicas, a la vez, obligaron a los protagonistas a formarse una
posición moral sobre el tema: Ana juzgó como desleal la acción de María; los niños clientes
valoraron como “injusto” el hecho de que Ana vendiera slime, mientras María lo regalaba;
Kevin acusó a Ana frente a la maestra, aun cuando él mismo resultaba perjudicado por ser
cliente del negocio; Samantha expresó empatía frente a la situación económica de Ana; entre
otras. En cada una de estas acciones los niños y las niñas involucrados pusieron a prueba sus
relaciones de interdependencia en asuntos como la amistad, la solidaridad, la empatía, la
211
competencia justa, la honestidad, el sentido del deber etc. También esta situación les suscitó
dudas sobre los límites de la autoridad adulta, la empatía de los maestros frente a las
preocupaciones económicas de los niños y las contradicciones del programa de
emprendimiento escolar.
La fábrica de slime de Ana suscitó un complejo contrapunteo de emociones,
evaluaciones morales e ideas entre adultos y niños sobre la infancia y las funciones de la
escuela. También fue la ocasión para preguntarse qué tan apartados deben estar los niños de
las decisiones económicas familiares y qué lecturas se suscitan desde ámbitos como la
escuela sobre las buenas crianzas, cuando los niños deciden por cuenta propia convertirse en
emprendedores. Justamente, en el siguiente apartado retomaré este debate y mostraré otras
prácticas económicas en las que estaban activamente involucrados los niños de este colegio
y sus familias.
-Buscar dinero: estrategias de rebusque económico infantil
• ¿A qué institución le compete el aprendizaje económico de los niños?
La fábrica de slime de Ana tomó por sorpresa a los adultos que la rodeaban. Tal como
lo expresó su madre, ella no imaginaba que a “un niño de esa edad se le ocurriera eso”. En
este testimonio se ponía de presente una de las ideas que más fuerza tienen en el discurso
moderno y es que las vidas de los niños deben estar al margen de los asuntos y problemas de
los adultos. Para que los niños se vean y se comporten como niños, es decir, que encarnen el
valor moderno de la inocencia, deben estar separados de todo aquello considerado como
erosionador en el mundo exterior: la sexualidad, la violencia y las prácticas económicas. Para
ello, se requiere que los adultos reafirmen su competencia para llevar a cabo una buena
crianza desde la perspectiva moderna, lo que en parte se consigue manteniendo con claridad
la asimetría y la diferenciación de los roles y las responsabilidades infantiles y adultas.
Pero, ¿qué ocurre cuando las iniciativas económicas infantiles son conocidas,
apoyadas e impulsadas por las mismas familias?, ¿qué tipo de relaciones de interdependencia
e ideas sobre la infancia se proponen cuando padres, familiares y niños establecen pactos
comerciales, préstamos monetarios o cuando los niños comienzan a contribuir
económicamente en sus hogares? Durante el trabajo de campo me encontré inmersa en una
gran cantidad de conversaciones en las que los niños abordaban un conjunto diverso de
212
asuntos que desbordaban por mucho lo que usualmente se puede asociar a los “temas
infantiles”. Solemos pensar desde una mirada adulta que los niños tienen una especie de
repertorio conversacional diferenciado e infantilizado: juegos, juguetes, historias fantasiosas,
la amistad, el recreo, las tareas escolares, etc…
Sin embargo, durante los recreos, cuando podía conversar de una manera más
informal con los niños de primaria, comencé a notar que emergieron muchas otras reflexiones
que respondían a las preocupaciones de los niños como miembros de la familia. Por ejemplo,
Mariana (8 años) me contó en una ocasión sobre el nuevo novio de su madre y sus
expectativas con respecto a él, pues los otros novios “no le gustaban”. Matilde (9 años) me
expresó su preocupación por cómo “se estaban rotando a su prima” mientras un juez decidía
cuál de los dos padres “se quedaba con ella”. Entre todas nuestras conversaciones cotidianas
surgieron de manera recurrente las de índole económica. Lejos de estar al margen, los niños
me demostraron tener un conocimiento amplio al respecto: gastos, dinero, trabajo, deudas o
metas económicas. Muchos de ellos no solo me relataron con naturalidad estas situaciones,
sino que además se comprendían a sí mismos como miembros activos de su familia y, por
tanto, de la búsqueda de soluciones a las dificultades económicas de sus hogares.
Una tarde, almorcé con tres amigas: Melanie, (8 años), Valentina (8 años) y Hanna (8
años), de tercer grado escolar. Mientras intercambiábamos alimentos de nuestras respectivas
loncheras, Melanie nos compartió emocionada que en los últimos meses pudo ahorrar
bastante dinero, por cuenta del préstamo que le había hecho a su tío. Señaló que su padre le
dio la idea. “Me dijo que ahorrara para la Universidad. Me dijo que prestara plata para ganar
más plata”. La niña afirmaba que tenía prestados dos millones de pesos y que su tío le pagaba
“cuarenta mil pesos de interés”.
Las otras dos niñas se sorprendieron ante el evidente logro económico de su amiga y
se animaron a compartir también sus experiencias. Hanna nos contó que ella también estaba
reuniendo dinero y ahorrando en su alcancía. “Yo lo que estoy haciendo con lo que me dan,
es que yo meto en una alcancía las monedas de $1.000 y de $500, en otra las de $100 y $200”.
¿Por qué las divides así?, le pregunté a Valentina. “Porque las monedas de $100 y $200 que
tienen un valor más pequeño, entonces son para cuando las necesitemos si nos toca ir en taxi
a algún lado, y las de $1.000 y $500 porque están construyendo unos apartamentos, entonces
tenemos pensado mudarnos allí”, respondió la niña. Al principio, no me quedaron muy claras
213
las intenciones de Hanna con las monedas de mayor valor, pero luego nos explicó. Vivía con
su mamá en la casa de la abuela, pero allí no la dejaban cantar, ni hacer ruido. Su abuela era
muy exigente y eso le daba “estrés”. Ahorraba porque quería ayudar a su madre para “la
cuota inicial del apartamento. Es mucha plata”, nos decía.
Valentina, por su lado, me explicaba que ella también tenía su proyecto. Sus padres
estaban pagando la cuota del carro, pero tenían tantos gastos, que decidieron venderlo. La
niña contaba con nostalgia que ya se había acostumbrado a “su carrito”, pero tuvo que
empezar a transportarse otra vez en bus. Esta inconformidad la llevó a tomar acciones al
respecto: “ese día decidí vender helados. Como yo vivo en un conjunto, entonces hay niños
que me compran helados a $500. Ayer una señora me compró un helado, me dio un billete
de $1.000 y yo le di las vueltas. Entonces yo decidí vender helados, comprar todos los
ingredientes y con esa plata ahorrar para el carro porque yo lo quiero mucho”. ¿Y qué te
dicen tus papás?, le pregunté. “No, nada. Me dicen: mi heladera. No me quiero gastar la plata
en dulces, ni nada de eso. Quiero para conseguir el carro”.
Las historias de niñas como Hanna, Valentina y Melanie muestran lo que denominaré
en adelante las estrategias de rebusque económico infantil, esto es el conjunto de acciones
que los niños planean y ejecutan consciente y racionalmente para alcanzar objetivos
económicos, ya sea personales, o familiares. Como es evidente, las niñas se comprenden a sí
mismas como sujetos económicos activos en sus contextos familiares. En ningún caso, ni
ellas, ni sus familias las piensan como ajenas a las situaciones económicas domésticas, como
lo propondría el discurso moderno. Todo lo contrario, ellas buscan la manera y los espacios
para emprender acciones directas, que puedan dirigir y controlar por sí mismas para lograr
sus objetivos.
Las reflexiones de las niñas cuestionan la idea moderna de que los niños son solo y
exclusivamente consumidores impulsivos que están buscando satisfacer sus deseos
inmediatos y a quienes hay que vigilar y controlar constantemente. La misma Valentina
señalaba y hacía énfasis en que ella no gastaría el dinero de la venta de sus helados en dulces,
sino en ayudar a recuperar el carro familiar. Este objetivo, al igual que la universidad de
Melanie o la cuota del apartamento de Hanna, podrían ser apreciados como objetivos
económicos a largo plazo. Sus propias circunstancias económicas y familiares hacían que
214
ellas aprendieran a sortear los desafíos y a crear sus propias estrategias de apoyo a sus
familias.
Aunque en términos generales podría considerarse que ellas, al igual que los niños
que estudiaban en este colegio, tenían unas condiciones económicas estables, esto no
significaba que, en algunas ocasiones, no sintieran y se vieran afectadas “por los efectos de
la adversidad económica familiar” (Chuta 2014, 2). Ahora bien, esto no implica que el
rebusque económico sea una acción particular de los niños que tengan dificultades
económicas familiares; también encontré otros niños que se las ingeniaban para “buscar
dinero” con propósitos de consumo personal, ahorro para futuros proyectos o por el gusto de
tener y administrar dinero.
Contrariamente a las ideas modernas que plantean que los niños deben ser
exclusivamente beneficiarios del dinero y del trabajo de sus padres, muchos niños como Ana,
Hanna, Melanie y Valentina valoraban y hablaban con orgullo de sus acciones y estrategias,
por pequeñas que estas fueran para ayudar y contribuir en sus hogares. Esto, a la vez, propone
unas relaciones de interdependencia más estrechas con sus familias, en las que se comprende
“la adversidad como una responsabilidad colectiva, más que individual que involucra y
reconoce las obligaciones entre generaciones” (Boyden 2009, 127).
Entre los niños de este colegio encontré un amplio espectro de estrategias de rebusque
económico infantil. Estas deben diferenciarse de otras formas en que los niños obtenían
dinero, como resultado de los regalos familiares, los premios por el buen desempeño escolar,
las mesadas de sostenimiento o el reconocimiento económico de tradiciones como el ratón
Pérez o el hada de los dientes. Más bien, al hablar de estrategias de rebusque económico la
pregunta es por los modos en que los niños y las niñas buscan y logran obtener el dinero por
sí mismos a partir de ciertas acciones planeadas y ejecutadas de manera racional y consciente.
Algunas de estas acciones son iniciativas individuales, al margen del conocimiento adulto
como la de Ana y su fábrica de slime, pero otras se desarrollan con el impulso, el aval y el
apoyo de las familias de los niños.
Por ejemplo, varios niños del colegio me hablaron de “buscar dinero”, no solo para
hacer referencia a sus proyectos comerciales, también como una estrategia de apropiarse del
dinero doméstico o escolar que no tuviera un dueño visible. Identificaron ciertos espacios,
tanto en el contexto escolar, como en el hogar, en los que era posible “buscar dinero”,
215
generalmente monedas, que alguien hubiera extraviado u olvidado. Algunos de los espacios
nombrados por los niños eran el parque de juegos infantiles, el patio de espera de las rutas
escolares y, en la casa, la mesa del comedor, la parte superior del refrigerador y las mesas de
noche de los padres. Allí regularmente encontraban pequeñas cantidades de monedas, que
ellos iban reuniendo, ahorrando y nadie reclamaba.
Dentro de este conjunto de estrategias algunas involucraban de una manera mucho
más directa a las familias de los niños. Por ejemplo, Tomás (9 años) de cuarto grado me contó
sobre el negocio que tenía en conjunto con su padre para vender gomitas a los vecinos y
Karen (9 años) describió el acuerdo que tenía con su madre para quedarse con el dinero que
sobrara de los “mandados”. Encontré así múltiples formas en que los niños se las arreglaban
para obtener dinero y en las que sus familias participaban activamente, ya fuera dándoles
ideas, apoyándolos con dinero para sus negocios o asignándoles pequeños trabajos en casa o
en los comercios familiares. Algunos también me expresaron que podían obtener dinero
cuando realizaban tareas domésticas como bañar las mascotas, lavar los platos, vigilar el
carro, cuidar de los abuelos o de los hermanos menores. Otros manifestaron que eran
recomendados monetariamente cuando ayudaban en los comercios de la familia con labores
como contar y hacer inventarios, ordenar las mercancías, repartir publicidad o incluso atender
a los clientes.
En muchas sociedades, este tipo de estrategias de rebusque económico infantil se
comprenden como “un componente importante de la crianza, que trae beneficios para su
bienestar inmediato, como para sus perspectivas de futuro” (Bourdillon 2017, 91). Sin
embargo, desde el discurso moderno cualquier tipo de actividad productiva realizada por los
niños es vista sospecha. A esto se le suman otros dos presupuestos modernos que subyacen
en este discurso: que la responsabilidad del sostenimiento económico familiar debe ser de los
adultos y nunca de los niños y que el lugar de estos últimos debe ser la escuela.
Ha sido tan poderoso y hegemónico este discurso, sobre todo en contextos
occidentales y urbanos, que niños, padres y maestros constantemente apelan a él para
reafirmar sus roles sociales en espacios como la escuela y el hogar. Sin embargo, he mostrado
en este capítulo que estos presupuestos comienzan a desajustarse cuando se encuentran casos
como el de Ana quien materializó sus ideas de negocio en el contexto escolar y fue más allá
del programa de emprendimiento institucional o historias como las de Valentina y Hanna,
216
niñas preocupadas por apoyar económicamente a sus familias. Muchas de las estrategias de
rebusque también son movilizadas por los mismos padres y madres, quienes a través de estas
les proponen a sus hijos otras formas de interdependencia, diferentes a las formuladas por el
discurso moderno.
Este era caso de Jan y Liliana, padres de Tomás (10 años), a quienes entrevisté en
diciembre del 2018. Decidí conversar con ellos porque Tomás, quien hacía parte del Grupo
A de niños y niñas de los encuentros etnográficos, constantemente nos compartió a todos
cómo su padre lo incentivaba monetariamente de diferentes formas: le pagaba por cada gol
que hacía en el club de fútbol infantil al que pertenecía, le compraba dulces e incentivaba
que los vendiera en el colegio o le reconocía monetariamente algunos trabajos que realizaba
en el hogar como cuidar de su hermano menor o limpiar los zapatos de toda la familia. En
nuestra conversación, estos dos padres reflexionaron sobre la forma en que se estimulaba
económicamente al niño y sobre los límites y los aprendizajes, que, en su criterio, su hijo
obtenía de esto:
Padre: les decimos vamos a hacer esto, a hacer lo otro y uno les da opciones. Pero sí, realmente
lo que ellos quieran, que uno vea que es provechoso. De hecho, en un momento en que ‘Tomás’
vendía dulces en el colegio, entonces estaba haciendo más ganancias. Pero después los vendió
también en la ruta de fútbol, en el barrio, a los tíos, a los primos. Eso le vendió a todo el mundo.
Él es muy habilidoso para eso. Pero sí le damos la libertad, desde que le vaya bien y que lo
pueda aprovechar. Yo le pago a él cada vez que hace un gol, es que eso de ir a verlo jugar, eso
es maravilloso. Es que yo tengo ese chip de ser productivo y toda la vida he sido así y mi
abuelita me enseñó que el que trabaja gana y el que no, no. Yo no sé hasta qué punto sea tan
bueno, pero yo la verdad lo comparto. Entonces cada vez que hay partido, entonces yo le coloco
una cifra al gol y yo le pago y le doy su plata y cuando no hace gol pues le digo que no. No le
gusta, pero qué hacemos si no fue productivo, no hay pago. Pero igual, ese dinero normalmente
lo invierte muy bien, se compra cosas para él. A veces cuando hemos pintado la casa, yo le
digo que me ayude y yo le pago, es para que sea productivo. Hay gente que va en contra de
eso, de pagarle a los hijos por hacer cosas, a mí no me parece el todo tan mal y los papás creen
que los niños deben hacer muchas cosas, sin ninguna compensación y yo pienso que no y no
necesariamente debe ser pagarle, pero uno les puede decir haga tal cosa y le gasto una
hamburguesa rica. A mí me parece que es bueno. Madre: sí, sería diferente si uno les dijera
lave la loza que le voy a pagar, no. Además, él sabe que debe tender su cama porque son cosas
que él ya sabe, que son obligación o llevar la ropa o las cosas de la casa porque es deber ayudar.
No es que yo lo ponga hacer oficio y trato de no hacerlo, pero a veces sí de vez en cuando que
lave la loza al desayuno, que son cosas que él puede aportar en la casa directamente. Pero a
veces sí, por ejemplo, si pinta el apartamento o cosas así uno lo toma como otra cosa.
(Entrevista papás de Tomás, diciembre 2018, Bogotá).
A partir de esta conversación se podría plantear cómo estos padres parecen
comprender el lugar social de su hijo más desde el discurso contemporáneo, que desde el
217
moderno. No solo consideran valioso que su hijo aprenda a “ser productivo”, sino que se
esfuerzan por incentivar y apoyar sus estrategias de rebusque económico tanto en el contexto
escolar, como en el doméstico. El padre decide que hacer un gol tiene un precio, es decir, que
el fútbol más que un juego infantil, es una forma de ser productivo y hacer goles es su
propósito. En cambio, la madre considera que acciones como lavar loza o tender la cama no
son ejemplos de ser productivo -que es como generalmente se entiende el trabajo doméstico,-
sino que hace parte de las responsabilidades de Tomás como miembro de la familia. En este
sentido, los padres producen unas ideas concretas sobre lo que es ser o no productivo, el valor
del trabajo, del esfuerzo y la directa relación entre trabajo y dinero. Estas ideas son
transmitidas a Tomás en el proceso de crianza.
El padre entiende que esta manera de criar, en parte, se debe a un aprendizaje
heredado. Así se lo enseñaron a él y ahora él quiere enseñárselo a Tomás. No obstante,
también son reflexivos en torno a los límites. Saben que su modelo de crianza que relativiza
que Tomás esté al margen de las prácticas económicas y que se relacione de manera temprana
con el dinero, podría ser socialmente cuestionado. Por ello, la madre también se apresura en
aclarar los límites de estos incentivos económicos y hacer una diferenciación entre “lo que
puede monetizarse y lo que no”.
Parte del ejercicio de la crianza de estos padres consiste en enseñarle a su hijo unas
ideas sobre lo que debería considerarse responsabilidad como miembro de la familia y que,
por tanto, no debe tener ninguna compensación monetaria o material, de lo que podría ser un
aprendizaje significativo para el niño en términos de “el que trabaja gana y el que no, no”.
Ambos padres se debaten entre los roles económicos que proponen ambos discursos de la
infancia: el moderno y el contemporáneo. Al mismo tiempo, han establecido que Tomás
aprenda a desenvolverse como un sujeto económico en el hogar, pero también en la escuela,
la ruta escolar o el club de fútbol. Se preguntan cuáles deben ser o no las responsabilidades
del niño, qué asuntos no deben ser monetizados y cuáles son, en su criterio, los aprendizajes
que obtiene su hijo con esta forma de crianza: aprender las relaciones entre dinero - valor -
productividad o que tendrá que hacer actividades que no le gusten a cambio de un pago.
No eran muy diferentes las discusiones que tenían los mismos niños protagonistas de
la investigación sobre este asunto. Justamente, en el 2017, en uno de los encuentros
etnográficos con el grupo A de niños cuando tenían 10 años, Tomás y los demás participantes
218
debatieron qué tan aceptables eran los pagos por ciertas labores domésticas o por las
iniciativas de emprendimiento de los niños. En uno de los apartados de la conversación
señalaban:
Tomás: lo otro es que, pero solo fue un día, me dejó (la madre) solo con mi hermano (tiene 4
años) y me dijo que lo cuidara y que lavara la ropa. Otra manera es que a veces mi papá me
compra unas cajas de dulces grandes y yo le vendo a toda mi familia y yo las vendo a $200 y
mi papá me dice: deme lo que valió y usted se queda con el resto. Entonces es como darle la
mitad y la mitad para mí. Investigadora: ¿es como tu socio? Tomás: sí, porque él es el que
me lo compra. También yo me gano la plata, betunando los zapatos: los de mi hermano, los de
mi papá y los míos. Una betunada por todos vale $1.000. Natalia (interrumpe): a mí no me
ponen a hacer eso porque soy una menor. Sergio: yo tengo un amigo que no le gusta hacer
nada y me paga $2.000 por hacerle las cosas y yo decía que yo hacía todo por la plata y una
señora toda chismosa, que es amiga de mi mamá, yo no la soporto porque una vez me contó
que a una niña de séptimo que hacía trabajos la llamaron a la rectoría y llamaron a la mamá y
le dijeron que la niña estaba trabajando. Tomás: la verdad mi papá no le ve problema a eso.
Por ejemplo, él siempre me compró una caja de gomitas. Dice que para que las venda. Eso vale
$8.000 y la cobro a $200, entonces voy a ganar $16.000. Yo creo que ellos nunca han leído el
Manual de Convivencia Karen: a mí me parece que está bien que lo prohíban y no es por
quedar mal con nosotros, pero si uno empieza a tomar eso como un trabajo más, después el
colegio si hay algún tipo de problema con esa venta y el colegio lo permite, entonces el colegio
se tiene que hacer responsable y eso es un problema que se pueden ganar ellos. Tomás: es
cierto lo que dice Karen, pero qué tal uno en una situación muy difícil que los papás los echen
del trabajo y uno donde más vende es en el colegio o cómo hacer para ganar plata porque en el
conjunto o en el barrio quién los va a comprar. Es en el colegio donde los niños les gustan los
dulces, pues ahí sí le van a comprar. (Encuentro etnográfico, Grupo A, Bogotá, abril 2017).
En esta discusión pude notar que los niños tenían dificultades para llegar a un
consenso. Cada uno, a partir de sus propias experiencias en el hogar, de lo que probablemente
escuchaban de sus padres o de la cercanía que tenían con decisiones y prácticas económicas
en su vida cotidiana, construyeron una postura sobre el tema. Mientras Tomás y Sergio veían
con mayor tranquilidad estrategias de rebusque como vender dulces en el colegio o cobrar
por trabajos domésticos, Natalia argumentaba que este tipo de acciones no se le permitían a
ella por ser una “menor de edad”, mientras que Karen intentaba explicar por qué las ventas
escolares podían ser difíciles de controlar.
Tomás defendía su postura aduciendo que los niños no pueden ser ajenos a la
dificultad económica de sus hogares. Aunque este no era su caso, el niño preguntó qué
ocurriría si los padres se quedaban sin trabajo y cómo colaborar económicamente, si la
escuela era el lugar donde pasaban la mayor parte de su tiempo. De ahí que este fuera el
espacio donde podrían desplegar sus estrategias de rebusque económico. En su caso, el dinero
obtenido estaba orientado fundamentalmente a los consumos personales del niño y a
219
enseñarle la conexión directa entre trabajo - dinero. En otras conversaciones el niño me contó
que invertía sus ganancias en la escuela de fútbol, el casco para su bicicleta o en videojuegos.
Ni sus padres, ni él usaban este dinero para gastos familiares.
A diferencia de Ana que desarrolló su fábrica de slime para ayudar a su madre con
los gastos de la pensión escolar, Tomás lo hacía para solventar de manera autónoma sus
gustos y consumos personales. Ambos casos suponen unas consideraciones particulares
sobre los grados de participación diferencial que tienen los niños en las prácticas económicas
domésticas y escolares, así como la interpretación que esto tiene para ellos y los adultos que
los rodean. Tomás se refería a su padre como su “socio económico” e incluso, sugería en
tono irónico que sus padres “no se habían leído el Manual de Convivencia del colegio”,
reafirmando el aval familiar que tenía para desempeñarse como sujeto económico.
La familia de Tomás aprobaba, reforzaba e impulsaba las iniciativas de rebusque
económico de su hijo tanto en el hogar, como en la escuela, porque las comprendían como
una vía para desarrollar habilidades productivas a partir de la crianza. También era una ruta
para orientar las proyecciones laborales y profesionales de su hijo. Niños como Ana y Tomás
tienen en común a padres vinculados al sector comercial. Familiarizados con las
conversaciones parentales sobre la independencia económica y la necesidad de buscar
oportunidades de negocio, no les era extraño pensarse a sí mismos de esta manera.
Una consecuencia del discurso moderno fue cuestionar las bondades de la
socialización económica en el marco de los hogares o las comunidades de los niños. Muchas
investigaciones desde América Latina (Taft 2015; Estrada 2016; Jijon 2020, entre otras) han
mostrado que históricamente era en el contexto familiar y comunitario que los niños
exploraban por primera vez sus habilidades y destrezas para ciertos oficios y trabajos.
Fundamentalmente era en la intimidad de los hogares que los niños comenzaban a
relacionarse con las actividades productivas y, por tanto, era responsabilidad familiar y
parental proporcionar el entrenamiento para llevarlas a cabo.
Sin embargo, desde el advenimiento y la circulación de las ideas promovidas por el
discurso moderno, cada vez más sociedades comenzaron a desplazar esta función a la
escuela. Primero, como una exploración vocacional y profesional futura y desde hace algunos
años, en el contexto del capitalismo contemporáneo y la inestabilidad laboral estructural,
como una estrategia de formación para el emprendimiento. Progresivamente, los
220
aprendizajes económicos que eran considerados parte de las funciones de la crianza familiar,
se fueron trasladando a los currículos como un conocimiento que se podía aprender de
manera escolarizada y generalizada.
Tal como he señalado, muchas veces la formación para el emprendimiento queda en
el nivel teórico. Instituciones educativas como el colegio de los niños protagonistas de esta
investigación, no están dispuestas a lidiar con las implicaciones de convertirse de manera
formal en un espacio de prácticas económicas y comerciales. De ahí, que la adopción de la
política pública se quede en el nivel de preparación, es decir, ofrecer conocimientos que los
niños pueden materializar solo en el “futuro”, cuando ya no estén en el espacio escolar. Lo
interesante del asunto es que el aprendizaje económico de los niños parece ocurrir en mayor
medida en el marco de la observación, la imitación y la experimentación, por fuera de las
directrices curriculares. Muchas de las competencias emprendedoras que se quieren enseñar
teóricamente en la escuela, pueden estar estimulándose de una manera más directa y vivencial
en el hogar o por fuera del aula de clase.
Esta es justamente una de las paradojas de la formación de los niños para el
emprendimiento, como rasgo del discurso contemporáneo. Los conocimientos económicos
que se imparten teóricamente en la escuela, parecen revestir una mayor aceptación moral y
una valoración social más positiva, que aquellos aprendizajes estimulados e impulsados por
las familias. En estos casos, dejan de observarse como signos de ingenio infantil o apoyo
parental y pasan a juzgarse, en muchas ocasiones, como una señal de crianza dudosa, pues
las familias no son capaces de distanciar a sus hijos de las conversaciones de los adultos o no
saben definir adecuadamente los roles y responsabilidades económicas de cada parte. En el
siguiente apartado profundizaré en algunas de las tensiones entre estas dos instituciones, por
cuenta de las iniciativas de rebusque económico infantil de los niños.
• Niños que les gusta ganar dinero: tensiones entre familia y escuela
La historia de Ana y los otros niños protagonistas no se puede entender como
excepcionales y difíciles de encontrar. Durante un año de trabajo de campo en este colegio
fui testigo de múltiples y diferentes estrategias de rebusque económico infantil que, unas
veces, los niños y niñas hacían en solitario y otras, apoyados por sus padres y familiares. Una
rica multiplicidad de mercancías y objetos circulaban por el espacio escolar, escapando en su
221
mayoría, a los controles y regulaciones del personal docente y administrativo de este colegio.
Dulces, gomas, tareas escolares, hojas de papel, caramelos, pompones de colores, borradores
de animalitos, stickers, sándwiches, cintas de colores, entre otros, hacían parte del comercio
subterráneo de esta institución educativa.
A este listado también se le sumó la venta de pistolas de agua de David (10 años) en
el grado quinto. A diferencia del caso de Ana y el desconcierto de su madre al enterarse de
la fábrica de slime, Ximena, la madre de David (10 años) acompañó de cerca las iniciativas
comerciales y económicas de su hijo desde muy pequeño. Ella, comerciante y vendedora
independiente, reconocía y celebraba abiertamente sus ideas. Incluso, cuando la conocí, hizo
explícitas las preguntas a esta institución educativa por cuenta de lo que, a su criterio, eran
contradicciones en el programa de emprendimiento institucional.
Llegué a ella y a David porque su caso, al igual que el de Ana, lo escuché
reiterativamente en las conversaciones de las maestras de primaria y de los niños de quinto
grado. El rumor que inicialmente me llegó por cuenta de Laura (10 años), compañera de
David, era que un niño había vendido pistolitas de agua a todo 5A, primero a $1.000 y luego,
le subió a $1.200. La niña me contó que fue tal el caos en su curso, que todo el piso se volvió
un “barrial” y todos los “niños estaban como locos” jugando y mojándose. Pero lo más grave
fue cuando la maestra encontró que el cuaderno de una niña del curso estaba dañado por el
agua. Entre regaños, indagó por el culpable. David reconoció su responsabilidad. Como en
el caso de Ana, la maestra encargada apeló al Manual de Convivencia y llamó a la madre. Lo
que ella no esperaba era que Ximena asumiera la responsabilidad por lo que hizo su hijo y le
expresara que tenía pleno conocimiento de lo que este hacía y le reiteraba todo su apoyo.
Entrevisté a finales de noviembre del 2018 a David y a su madre. La primera vez que
hablé con el niño y le pregunté por su venta de pistolas, se mostró asustado y desconfiado.
La experiencia que tuvo el año anterior (2017) no había sido la mejor. Los adultos del colegio
(maestra, coordinadora de infantiles) e incluso los mismos niños de su salón juzgaron de
manera negativa su iniciativa comercial. Cuando le expresé que me parecía muy interesante
lo que había pasado y que no tenía intenciones de cuestionar lo que había hecho, el niño se
entusiasmó y durante varios recreos me compartió generosamente su experiencia. En una de
las primeras charlas me contó cómo fue el proceso de consolidación de su idea:
222
David: yo comencé comprando para mí, entonces traje una para mostrárselas a mis amigos.
Entonces en el salón yo las metía a la parrilla y mis compañeros me dijeron que yo qué hacía
con eso y me decían que si tenía más para que se las diera a ellos. Investigadora: ¿o sea que
ellos fueron los que te dijeron que trajeras más? David: exacto. Yo pensé en eso también para
poderle dar un regalo del día de la madre a mi mamá, porque le quería dar un detalle.
Investigadora: ¿cómo obtuviste el dinero para comprarlas? David: esas pistolitas valen
$1.000, yo las compré en una tienda en el centro comercial. Yo tenía como $5.000, pero eso
no me alcanzaba para nada. Yo compré como cinco paquetes y entonces yo los traía y se los
mostraba. Investigadora: ¿y a cuánto las vendías? David: primero a $1.000 y luego a $1.500.
Investigadora: ¿y a cuántos les vendiste? David: a varios del salón. Investigadora: ¿por qué
aumentaste el precio? David: porque me di cuenta que si la vendía al mismo precio no iba a
hacer nada. Investigadora: ¿alcanzaste a vender las cinco bolsas? David: no, porque me las
decomisaron, y en la entrega de boletines de padres me las devolvieron. Me las decomisó la
profe. Investigadora: ¿y tú, ¿qué piensas de que la profe te haya decomisado tus pistolas?
¿cuál es el problema de vender? David: no me parece con sentido que, por ejemplo, acá en la
papelería quién sabe lo que uno puede comprar, quien sabe qué puede tener adentro, y todo
mundo es comprando y no entiendo por qué un niño que, no creo que sea capaz de echarle
droga o algo, ahí se le ponen problema. Investigadora: ¿qué dijo tu mamá? David: no, ella ya
se había enterado porque ella vio las pistolas en la maleta. Sí, ella me preguntó para qué era y
yo le dije que era para venderlas. Ella me dijo que era una iniciativa para prepararse para el
futuro, que podíamos vender. Ella lo vio como una iniciativa positiva. Investigadora: y al
final, ¿qué pasó con el regalo de tú mamá? David: yo le conté a mi papá que no tenía dinero
para comprarle nada y entonces él me dio dinero y le pude comprar unos zapatos. (Entrevista
David, Bogotá, octubre 2018).
En este relato hay varias coincidencias con el de Ana, pero también tiene sus
particularidades. El móvil de todo el esfuerzo que realizó el niño fue comprar un regalo para
su madre. En otras conversaciones, pude establecer que los padres de David estaban
divorciados y el niño no tenía mayor contacto con su padre. Por ello, su decisión de buscar
por él mismo los recursos monetarios para el regalo. No quería recurrir a su padre para
obtenerlo, mucho menos a su madre, pues el regalo ya no tendría el mismo significado.
Generalmente, cuando se habla teóricamente del consumo infantil se ha planteado
como una experiencia mediada por los adultos o que depende directamente de los recursos
de los padres. No es fácil identificar en qué situaciones se está hablando de prácticas de
consumo de los niños, “es decir, qué bienes y actores sociales deben estar incluidos en esta
categoría” (Cook 2013a, 283). El consumo infantil se presenta casi siempre como el resultado
de la dependencia económica de los niños con respecto a los adultos. Se deja a los niños en
desventaja comparativa, por su condición de infantes, y, sobre todo, por considerárseles
ajenos a los marcos productivos. Pero, cuando niños como Ana, Tomás o David comienzan
a materializar sus iniciativas productivas, los mismos niños alteran esta idea de dependencia
223
económica y proponen una forma diferente de establecer relaciones con los adultos y de
comprenderse a sí mismos como sujetos económicos por derecho propio.
David ideó su propia estrategia de rebusque económico para no depender del dinero
de su padre. Aunque al final, tuvo que devolver a los niños clientes todo el dinero que recibió
por la venta de las pistolas de agua e irremediablemente acudió a su papá para comprar el
regalo, lo valioso fue cómo, por lo menos desde sus expectativas, buscó resignificar las
relaciones y los roles de él con respecto a sus padres. En otra conversación, hablamos sobre
cuál fue la motivación principal para llevar a cabo esta iniciativa comercial: “yo solo quería
darle gusto a mi mamá”, me dijo. A diferencia de su madre que comprendía esta experiencia
como “algo formativo”, el niño parecía entenderlo más como una forma de solventar un
consumo particular. Muy similar a varias de las historias de los niños y las niñas protagonistas
de esta investigación, las actividades productivas y estrategias de rebusque infantil contienen
unas “lógicas relacionales y morales que muchas veces se desconocen” (Jijon 2020). Con sus
trabajos e iniciativas de negocio muchos de estos niños buscan crear, establecer, mantener o
reparar ciertos vínculos sociales o familiares (Zelizer 2002; Lanuza y Bandelj 2018).
Las familias de los niños protagonistas de esta investigación que se autodefinieron
como pertenecientes a la denominada clase media bogotana, tenían diferentes formas de
experimentar la economía doméstica. Por esto mismo, las razones que los niños expresaban
para justificar su participación en actividades productivas, eran igual de diversas. Mientras
que, para algunos niños como Ana su estrategia de rebusque respondió a su deseo de
contribuir con gastos escolares y domésticos, otros como Tomás querían solventar consumos
personales y en el caso de David, comprar un regalo como expresión de amor y cuidado hacia
su madre. En este sentido, las actividades productivas en las que participaban los niños no
solo debían ser entendidas como formas de obtener ingresos monetarios, sino también de
otorgar valor a las relaciones que construían (Jijon 2020, 71).
Contra las ideas del discurso moderno de que las actividades productivas infantiles
son incompatibles con el amor parental o que las iniciativas de emprendimiento y de rebusque
infantil son signos de crianza dudosa, estos casos proponen otras formas de comprensión de
las relaciones entre adultos y niños. Si para el colegio, estos niños debían esencialmente
dedicarse a jugar y aprender y por ello, sus ideas productivas fueron inmediatamente
censuradas, en sus contextos familiares se tenía otra interpretación de las mismas. Para las
224
madres de los niños, estas acciones eran una muestra de solidaridad, empatía económica y de
ingenio individual de sus hijos.
La reacción de la madre de David fue lo que más desconcertó a la maestra del niño.
Al citarla, como lo estipulaba el reglamento del colegio, la maestra se sorprendió cuando esta
expresó “que ella era la culpable de promoverle eso al niño”. Según me contó esta maestra,
la madre se disculpó por lo ocurrido, pero dijo que ella lo impulsó y le ayudó con la compra
de las pistolitas de agua. “En mi caso me tocó tomar cartas sobre el asunto, yo no puedo dejar
que vendan, porque después yo los dejo y entonces van a decir que por qué unos venden y
otros no. Sin embargo, el gesto del niño fue bonito. Me dijo que quería comprarle algo a la
mamá, un regalo”. Como mencioné anteriormente, este tipo de situaciones pueden confrontar
a los mismos maestros, sobre los límites y alcances del proyecto de emprendimiento
institucional, pero también sobre la valoración de las intenciones de los niños. En este caso,
la maestra tenía empatía con las razones que expresó David, pero al mismo tiempo, buscó la
manera de reafirmar su posición y autoridad como representante del colegio y distanciarse
de la defensa que había hecho la madre.
De otro lado, la relación de David con su madre se ha construido de una manera
diferente. Al hablar con ella, noté que se reconocía como parte activa de los proyectos
comerciales y económicos de su hijo: era su socia y principal mentora comercial. Me comentó
que al ser madre cabeza de hogar y tener una familia de dos, esto ha transformado los roles
que tiene el niño en el hogar. Desde el divorcio del padre, David tomó un rol más activo en
las decisiones económicas familiares y aprendió a manejar los posibles “desajustes
económicos que se derivan de los procesos de separación” (Ridge 2017, 91). En la entrevista
realizada a finales del 2018, Ximena me contó que en muchos casos cuando se vieron cortos
de dinero, David tomó sus ahorros y la ayudó a cubrir ciertos gastos urgentes. Este tipo de
posicionamiento en la economía del hogar lo ubicaba en un lugar de mayor interdependencia
con su madre. En el siguiente apartado de la entrevista, Ximena contaba por qué era
importante para ella apoyar a su hijo en sus estrategias de rebusque económico y también
cuestionaba la ambivalencia del programa de emprendimiento institucional:
Todo ha sido por iniciativa de él, le gusta. Cuando inició con el tema de las pistolas, le dije: te
apoyo, pero pilas. Cuando llegó a la casa me dijo: mamá, necesito hablar contigo, me pillaron.
Obviamente, tenía todo mi apoyo. ‘David’ tiene esa ventaja y es que hoy en día los colegios,
las universidades y todo mundo te dice que tienes que emprender, no seas empleado, busca tu
unidad de negocio, crece, entonces dije ¿por qué no lo voy a seguir apoyando? En el colegio
225
obviamente yo dije que era yo, que yo asumía la responsabilidad porque los recursos salían de
mi parte, obviamente nos citaron, tuve que hablar con la profesora, dijo que estaba mal,
obviamente yo no podía ir en contra de las conductas y de los principios que tiene el colegio,
entonces aceptamos, asumimos, nos devolvieron las pistolas y las pistolas están guardadas en
la casa. No pudimos hacer nada más. Entonces, era lo que le decía a la profesora, que creo que
es bueno y que cualquier persona en su infancia o en la universidad ha llegado a vender algo,
un chicle o cualquier cosa, es algo bueno porque David y yo estamos solos, entonces si yo llego
a faltar eso me muestra que mi hijo no se va a dejar morir. Entonces no lo limito, cuenta con
mi apoyo, siempre en muchas cosas lo he apoyado, en aras de eso, que crezca. He visto eso
como una oportunidad, porque yo no era así, y lo veo en él y digo chévere que él tenga esa
chispa. Cuántas mamás van a regañar, o pueden irse en contra o pueden llegar a decir y hacerse
los locos y decir que no sabían o usar una doble moral. Yo le dije: no, que se den cuenta que
cuentas conmigo. A mí me parece contradictorio. Llegas a la universidad y te dicen que tienes
que emprender, te dicen que es independencia económica. Tanto así que el sistema educativo
lo está tratando de implementar y estando tan pequeñitos les están metiendo todo esto para que
más adelante sean más competentes. Y uno llega acá al colegio y te dicen: sí, estamos
ofreciendo emprendimiento, trae tu cuaderno de emprendimiento, pero cuando vas a emprender
entonces te coartan. No tiene ningún sentido, es doble moral, porque piensan que no saben
manejar el dinero, pero pienso que lo pueden invertir mejor que un adulto. Obviamente nuestras
prioridades son unas, por el tema de endeudamiento que tenemos, pero los niños también tienen
prioridades y ahí es cuando nosotros tenemos que apoyarlos y darles esa libertad y educarlos…
Yo digo que este niño cuando grande, creo que va a tener muchísimo dinero. (Entrevista
madre de David, noviembre 2018, Bogotá).
En su testimonio, esta madre no solo ratificaba su posición de apoyo a su hijo, sino
que manifestaba su desconcierto por las acciones del colegio que, a su criterio, eran una
muestra de “doble moral”. No comprendía muy bien cuáles eran los criterios de la institución
para hacer una selección de lo que era adecuado y apto en términos de conocimiento
económico para los niños y por qué el emprendimiento solo llegaba hasta “llevar el
cuaderno”.
Después de lo sucedido, Ximena le hizo prometer a su hijo que no volvería a vender
en el colegio. Sin embargo, esta pequeña derrota comercial, no significó el fin del apoyo a
sus iniciativas. Todo lo contrario, esta madre estaba convencida de que el gusto por los
negocios y por ganar dinero no terminaría allí. “A mí me parece muy bueno, porque él ha
sido muy emprendedor, ha tenido varias ideas de negocio, no es la primera vez”, afirmaba.
Con orgullo me contó cómo David a sus 10 años ya había incursionado en varios negocios.
Empezó con la crianza de codornices para comercializar sus huevos. En YouTube investigó
cómo era y llegó a tener 24 codornices que le daban alrededor de 100 huevos. Los vendió a
un comerciante de una distribuidora, pero con esta experiencia, aprendió que podría ser más
rentable el huevo de gallina, porque la crianza de codornices era más costosa, demorada y
obtenía menos ganancias. A finales del 2018, David mantenía firme su negocio de huevos de
226
gallinas, que estaba a cargo de sus abuelos, pero, además invirtió todos sus ahorros, unos tres
millones de pesos aproximadamente, en un lote:
El comenzó con la idea de que él quería una finca, porque le gusta mucho el tema
agrario. Entonces en una navidad, nos fuimos para Cali y vio unos avisos de unos condominios
y me dijo: mamá yo quiero invertir. Entonces comenzamos a buscar lotes, hablamos con el
dueño del condominio e invertimos. Y ahí ya tiene su capital. Yo se lo cuento a todo el mundo,
y todo mundo se aterra. ¡Qué tan pequeño! Y cuando firmamos las escrituras en el condominio,
el señor es un economista y le decía que estaba aterrado. Lo felicito, le decía. (Entrevista
madre de David, noviembre 2018, Bogotá).
Así, la venta de pistolas de agua en el colegio, solo se sumó a la lista de formas de
rebusque económico en las que David ya había incursionado a su corta edad. Este niño
bogotano ya tenía un acumulado de conocimiento comercial y económico, adquirido a partir
de la experimentación y los aprendizajes prácticos logrados en otros negocios previos. Su
intuición económica se reforzaba con el apoyo de su madre, quien como mujer cabeza de
hogar y trabajadora en el sector comercial, valoraba y aplaudía las iniciativas de
emprendimiento de su hijo. De manera paradójica, todas aquellas competencias que se
pretendían inculcar a partir de la política pública de formación para el emprendimiento,
comenzaron a realizarse en el caso de David, fuera de las aulas de clase. Como Ana, también
tuvo que actuar como “un emprendedor a escondidas” y optar por el secreto, el sigilo y los
caminos no oficiales para hacer sus ventas en el colegio.
El niño aprendió a reconocer que mientras su madre, sus abuelos y muchos de sus
conocidos elogiaban sus iniciativas, en el contexto escolar no era igual. Allí eran censuradas
y prohibidas. El mismo niño cuestionaba la desconfianza que tenía el colegio por las ventas
escolares y por la manera selectiva de aprobar las que realizaban los adultos comerciantes en
la papelería escolar. ¿Qué hacía que estas acciones fueran valoradas de manera diferente?, se
preguntaba David. Y la respuesta que proponía justamente pasaba por su condición de niño.
Era claro que el dinero que niños como David pudieran obtener por vía del rebusque
económico o las ventas escolares no era imprescindible, ni para ellos, ni para sus familias.
Tampoco había un propósito de sostener este tipo de prácticas económicas indefinidamente
en el contexto escolar, como sí sucedería si se tratara de un trabajo. Esto no significa que el
colegio lo admitiera de este modo, por más intermitentes y temporales que estas prácticas
fueran.
227
Como lo he propuesto, en el fondo se libran varias tensiones entre los discursos
moderno y contemporáneo sobre la infancia. Por ello, estos niños se debatían constantemente
entre “el elogio y la condena” (Liebel 2006, 157) por sus estrategias de rebusque económico.
No solo recaían sobre ellos unas expectativas diferentes por parte de los adultos con respecto
a las características de la infancia que debían vivir, cómo debían comportarse en su rol de
niños, sino también sobre el tipo de actividades que podían o no realizar. Mientras que el
discurso moderno en el que se situaba la maestra de David como representante del colegio
hacía una tajante división entre actividades y roles de niños y adultos y estigmatizaba
cualquier producto del trabajo infantil (Bourdillon 2017, 106) su madre, desde el discurso
contemporáneo, propendía a reconocer a David como un sujeto económico del tiempo
presente, pero también comprendía sus iniciativas como formativas para su futuro.
En los últimos dos apartados de este capítulo abriré una ventana etnográfica que
mostrará una de las prácticas económicas más comunes en el contexto escolar: los
intercambios materiales. Los niños y niñas de este colegio se las ingeniaban para intercambiar
diferentes tipos de mercancías y objetos y con ello, establecer formas de relación con sus
pares y con los adultos que les rodeaban.
- ¿Cambiamos? Prácticas de intercambio infantil
• “Cosas de niños”: intercambios materiales y monetarios
Fabián (9 años) fue uno de los niños más críticos con Ana y su fábrica de slime. En
su testimonio, presentado en el tercer apartado, el niño hizo alusión al carácter “ilegal” de la
iniciativa emprendedora de Ana e incluso lo comparó con el mercado de drogas. Sin
embargo, la misma Ana y varios de sus compañeros del grado tercero no tomaron como
legítimas las críticas de Fabián, pues no tardaron en cuestionar su activa participación en el
mercado de intercambio de láminas del álbum panini del Mundial de Fútbol - Rusia 2018. A
finales de este año (2018), en uno de los encuentros etnográficos con el Grupo B de niños,
en el que participaban tanto Ana, como Fabián, varios se preguntaron ¿cuál era la diferencia
entre lo que él y Ana hacían? y ¿por qué Fabián juzgaba tan duramente a Ana si él también
pasaba el tiempo de recreo negociando las láminas de panini con varios niños e incluso con
el maestro de ciencias sociales? Fabián se defendió aduciendo, por un lado, que el profesor
“los dejaba” lo cual le otorgaba legitimidad, y segundo, que él hacía “intercambio, pero es
228
intercambiar y eso no está contra las leyes. Todos en el colegio saben que los niños están
intercambiando fichas de panini”, afirmaba.
En el contexto del Mundial de Rusia 2018, muchos niñas y niños del colegio como
Fabián intercambiaron láminas en los cambios de clase, los recreos y la salida del colegio.
Compartí varios de estos espacios con diferentes grupos y aprendí de ellos las múltiples
valoraciones que adquirían las láminas en la práctica del intercambio. En mi completa
ignorancia sobre el tema, llegué a pensar que el intercambio consistía sencillamente en
cambiar las láminas repetidas por las que faltaban. Sin embargo, los niños me mostraron un
conjunto complejo de razones que se ponían en juego al momento de decidir la viabilidad o
no de cambiar una lámina por otra. Unas eran de carácter material (qué tan limpia, nueva o
bien conservada estaba la lámina), otras de contenido (el reconocimiento y categoría
futbolística de los jugadores y de los equipos) y otras de carácter emocional (los jugadores
colombianos tenían una mayor valoración entre los niños).
Al inicio de mi búsqueda por comprender cómo se realizaban estos intercambios, la
gran mayoría se alejaron de mí, escondieron los sobres de láminas y rápidamente se
escabulleron entre los demás niños. ¿Por qué si solo había un ejercicio de intercambio
material, abiertamente aceptado por la institución, se producían tantos gestos de
desconfianza? Pronto me di cuenta de que, aunque niños como Fabián aseguraban que se
trataba de solo “intercambios materiales”, en la práctica, estos constantemente se mezclaban
con transacciones monetarias. Cuando los niños interesados tenían láminas equivalentes en
términos de valoración material, se producía el intercambio sin acudir al dinero, pero cuando
una de las partes no tenía una lámina que fuera de interés para la contraparte o tenía una de
menor categoría, entonces el dinero se convertía en una forma de respaldar o completar el
intercambio.
Luego de mostrarles mi curiosidad en el tema y de aclararles que mi rol no era el de
maestra, los niños y niñas se sintieron más cómodos con mi presencia y me explicaron con
más detalle las dinámicas de sus intercambios. Noté que cada vez que aparecía un adulto
(docente o coordinador) automáticamente los niños escondían las láminas, el dinero, los
cuadernos de registro de las transacciones y comenzaban a improvisar diálogos de otros
temas. En una ocasión, un grupo de niños no tuvo tiempo para reaccionar y un profesor les
llamó la atención sobre lo que hacían, ante lo cual los niños le respondieron afanosamente:
229
“profe, solo intercambiamos”. El profesor no indagó mucho más y los niños respiraron por
no ser descubiertos.
Tal como lo muestra esta ventana etnográfica, como Fabián, los niños y niñas de este
colegio comenzaban prontamente a diferenciar entre las prácticas económicas permitidas, de
las prohibidas por la institución. Por ello, el niño hacía énfasis en que “intercambiar era muy
diferente a vender”. Era claro para los niños que a los ojos de los adultos del colegio era
mucho más aceptable y admisible que ellos intercambiaran materialmente, a que realizaran
otro tipo de transacción que involucrara dinero como comprar, vender o producir mercancías
para la venta. Mientras no hubiera circulación de dinero, los niños podían intercambiar y
hacer circular varios tipos de objetos y mercancías, pasar inadvertidos y no temer por las
represalias de los maestros o entrar en los procesos disciplinarios sugeridos por el Manual de
Convivencia.
Cuando Fabián les aclaró a los demás niños que “él solo intercambiaba y no vendía”
y cuando la coordinadora de infantiles señalaba que, en realidad, las ideas de negocio de los
niños eran “como un juego, algo ingenuo”, se podría entender que en el contexto escolar
tanto niños, como adultos comienzan a definir y a establecer diferencias valorativas entre las
prácticas económicas. A diferencia de todas las prevenciones, preguntas y señalamientos que
se suscitaban cuando los niños interactuaban con dinero, los intercambios materiales tenían
otras lecturas. Estos eran interpretados por los adultos como un “juego infantil” o “cosas de
niños” y, por tanto, no generaban mayores inquietudes, porque se asumía que no tendrían
ningún efecto en el mundo social y económico ‘real’, ni en las relaciones entre la escuela con
los comercios o las familias de los niños. También los intercambios entre los niños se
consideran prácticas temporales o de transición que están circunscritas a la vida escolar y que
irán desapareciendo a medida que los niños crezcan y vayan adquiriendo mayores y ‘mejores’
conocimientos y habilidades del mundo económico adulto.
Cuando entrevisté a la Coordinadora de Infantiles sobre el tema, señalaba que, incluso
las ideas de negocio de los niños también podían tener este carácter “infantilizado” e
“ingenuo”, hasta que los niños las llegaban a materializar. Como lo indiqué en el segundo
capítulo, cuando los niños interactuaban con dinero en el contexto escolar y se querían
desempeñar como consumidores - clientes por derecho propio, se prendían las alarmas por
los riesgos de desvanecimiento de las fronteras modernas entre los roles y las
230
responsabilidades de niños y adultos. Mientras los intercambios se sustrajeran del mundo
monetario y los niños los concretaran a través de objetos y bienes que, a juicio de los adultos,
también entraran en la categoría de “infantiles” (pequeños juguetes, dulces, manualidades,
piedras de colores) estos no generaban mayores inconvenientes a los niños. Los adultos
partían de que los circuitos de intercambio de los niños solo les competían a ellos y, por tanto,
tendría consecuencias en sus relaciones con los pares, pero no con los adultos.
Esta constante infantilización y minimización del intercambio material infantil ha
implicado varios asuntos: primero, conocemos poco sobre las reglas que ordenan este tipo de
prácticas económicas y cómo han cambiado entre generaciones. Tampoco se sabe muy bien
qué asuntos en las relaciones entre los niños se están jugando en estos intercambios, ni qué
significados les otorgan o qué ocurre cuando en estos intercambios, supuestamente
reservados para los niños, comienzan a interactuar adultos.
Imagen 24: “Objetos que circulan y se intercambian en el contexto escolar”, Bogotá, septiembre 2018.
El intercambio ha sido uno de los temas que más atención ha recibido de la
antropología económica (Malinowski 1922; Mauss 1923; Polanyi 1957; Sahlins 1965;
Weiner 1992; Strathern 1992, entre otros), sobre todo, en sociedades campesinas y pre -
industriales. Junto con la reciprocidad y la redistribución, el intercambio se comprende como
parte de las formas de distribución en las que los bienes circulan y se distribuyen entre los
sujetos sociales (Polanyi 1957). Cada vez más antropólogos han llamado la atención sobre
cómo en muchas sociedades pueden confluir diferentes formas de distribución, lo que se ha
denominado en términos de “economías multicéntricas” (Bohannan 1959). Esto significa que
los mismos bienes pueden circular como formas de intercambio, de reciprocidad o de
redistribución, pero las medidas de valor y los significados sociales y morales que le otorgan
los sujetos a estos pueden cambiar de una esfera de circulación a otra (Mintz 1985) o pueden
231
variar a lo largo de su trayectoria y de los diferentes momentos de la “biografía” de los
mismos (Appadurai 1986).
La mayoría de estas reflexiones teóricas se han producido desde el análisis
etnográfico de la experiencia de los adultos con las prácticas de circulación y distribución de
bienes en diferentes contextos: sistemas tributarios, obligaciones de parentesco, fiestas,
guerras, ceremonias religiosas y matrimoniales (Molina 2004, 139). Estos pueden adquirir
diferentes significados de acuerdo a la esfera de circulación: como dones y contra dones
(Mauss 1923), como ofrendas y muestras de reciprocidad o sacrificio (Sahlins 1972), como
símbolos de vínculos sociales, alianza, solidaridad, sociabilidad (Godelier 1996), como
objetos de prestigio social o como forma para evitar o disuadir la guerra (Levi - Strauss 1943),
entre muchos otros. Sin embargo, en escenarios como el escolar, en los que la gran mayoría
de sujetos sociales son niños y niñas, la antropología económica no ha prestado mayor
atención al tipo de objetos que circulan y se intercambian, ni cuáles son los significados que
le otorgan los niños a estas prácticas de intercambio.
Tal como he mostrado a lo largo de este capítulo, la escuela como espacio social,
también se constituye en un lugar de múltiples prácticas económicas cotidianas.
Precisamente, una de las estrategias de rebusque económico que tenían los niños en este
colegio consistía en acudir al intercambio material. El hecho de que los funcionarios
escolares constantemente pretendieran regular, controlar, disuadir, evitar y eliminar las
prácticas económicas en las que se involucraba el dinero y que se castigara de forma directa
cualquier iniciativa productiva que se materializara y excediera los marcos teóricos
propuestos por la cátedra de emprendimiento escolar, no implicaba que los niños de este
colegio renunciaran a crear sus propios comercios subterráneos de circulación y compra -
venta de mercancías. Como se verá en estos dos últimos apartados, estas prácticas de
intercambio material pusieron en evidencia las disputas por las medidas de valor de los
objetos y también, indicaron cuestiones sobre los tipos de vínculos y relaciones sociales que
entre niños y adultos en el contexto escolar.
Entendí que las prácticas económicas de producción, circulación, distribución y
consumo que desplegaban a diario los niños y niñas de este colegio no podían equipararse al
funcionamiento formal y regular de una economía de mercado. Muchas de las prácticas
económicas que observé en el trabajo de campo eran irregulares, fluctuantes, coyunturales,
232
es decir, aparecían y desaparecían con facilidad, pues todas dependían de los ritmos
escolares, de las constantes presiones por parte de los adultos (maestros, directivos) para
evitarlas, desestimularlas y prohibirlas, así como de las posibilidades de los niños para
materializarlas o hacer que estas sobrevivieran. Por ello, en esta investigación me distancio
de la noción clásica del intercambio planteada por Polanyi (1957) quien lo definió como el
proceso de distribución que “remite a sociedades en que la economía está plenamente
integrada mediante el sistema de mercado” occidental y capitalista (Polanyi 1957).
Muchas de las prácticas de intercambio material que llevaban a cabo los niños no
correspondían propiamente a esta definición. Esto no significa que se puedan juzgar como
formas de intercambio “primitivas”, “no maduras” o que se considere a los niños como seres
que no han sido lo suficientemente “socializados” en los conocimientos económicos adultos.
Tal como lo argumenté en el segundo capítulo, en el contexto de la educación para el
consumo, los niños también proponen activamente sus formas de conocer e interpretar el
mundo económico. No son receptores pasivos del conocimiento de los adultos. Así como
aprenden a desempeñarse como consumidores - clientes, del mismo modo aprenden los
significados del intercambio material en el espacio relacional cuando se enfrentan a
escenarios de intercambio reales tanto con sus pares, como con adultos en diferentes
contextos.
Por ello, no se deben reducir los procesos de intercambio de los niños a las lógicas
del mercado capitalista, en los que el principal mediador es el dinero. Si bien, tal como mostré
con el caso de las láminas de panini, los intercambios muchas veces también están
monetizados y se convierten en transacciones de compra - venta, hay otros escenarios de
intercambio material menos conocidos y visibles para los adultos, en los que los niños crean
y establecen sus propias reglas. Comienzan a definir por sí mismos y en relación con los
demás una de las funciones fundamentales del intercambio como práctica económica, esto
es, la construcción de las nociones de “valor para llegar a acuerdos sobre los tipos de
equivalencia mediante la comparación” (Narotzky 2004, 135). En el proceso de comparación
de los objetos intercambiados se desprenden unas consideraciones sobre lo que cada niño o
niña busca con el intercambio y las reglas que conjuntamente construyen para evaluar los
objetos y alcanzar equivalencias aceptables para todos los implicados. En este proceso se
empiezan a definir varios asuntos: los significados de los objetos o servicios; la valoración
233
de las personas con las que se realiza el intercambio y las características de las relaciones o
los vínculos sociales que se están estableciendo con este tipo de práctica económica.
En el colegio presencié diferentes escenas de intercambio material de servicios,
bienes y regalos. Por ejemplo, a mediados de abril de 2018, en una conversación con la
maestra titular de 3B supe de dos niños de su curso que habían creado su propia empresa de
cómics. Entusiasmados por los libros de cómics que leyeron para la asignatura de castellano,
los niños decidieron crear su propia versión. Martín (9 años) y Sergio (9 años) comenzaron
a diseñar fascículos de cómics con hojas de cuaderno. Crearon sus personajes, inventaron sus
propios diálogos e ilustraron a lápiz todo el contenido de los pequeños libritos. Cuando los
conocí y les pregunté por sus cómics sacaron con orgullo de una carpeta las tres primeras
ediciones. Estas mantenían un mismo estilo, narraban situaciones relacionadas con las clases
y tenían en una esquina el logo de la empresa con su marca propia: Comics Production.
Inmediatamente pensé que se trataba de otra iniciativa de emprendimiento como las
que ya había conocido en este colegio. Entonces, no dudé en preguntarles cuánto costaba
cada uno de los libritos. Los niños me miraron con extrañeza. Luego, Martín me aclaró: “no
los vendemos, solo los intercambiamos”. Los niños no estaban interesados en vender sus
cómics, sino en hacer que los libritos circularan entre sus compañeros y así, proporcionar un
servicio de lectura para los otros niños del salón. Anclada en las lógicas de ganancia de dinero
propias del mercado capitalista, no comprendía inicialmente por qué estos dos niños
dedicaban tanto tiempo y trabajo a la creación de estos cómics solo para intercambiarlos.
¿Qué obtendrían de esto si no era un servicio pago? La investigación etnográfica ha puesto
de relieve la importancia del intercambio en la infancia (Corsaro y Eder 1990; Chin 2001).
Sin embargo, las relaciones de intercambio de los niños generalmente son poco comprendidas
por los adultos que tenemos en mente valores como la ganancia individual, la estabilidad
económica y la autosuficiencia, mientras los niños pueden estar privilegiando, en muchas
ocasiones, la posibilidad de “asegurar y fortalecer sus lazos con el intercambio elaborado”
(Ruckeintein 2010, 399).
Durante la clase, empecé a observar cómo circulaban estos comics por el salón. Varios
niños y niñas comenzaron a acercarse a Martín y a Sergio, inquietos por saber qué contenían
aquellos libritos. En plena clase y de manera ágil, los niños del salón se rotaban e
intercambiaban las tres ediciones hasta completar su lectura. Luego, al final de la clase,
234
escuché cómo los niños reconocían el trabajo de Sergio y Martín y les preguntaban cuándo
podrían leer la próxima edición. El valor asociado al servicio de intercambio de libros no era
monetario, sino social, pues estaban siendo reconocidos no solo por sus compañeros, sino
por su maestra. Intercambios materiales como este desempeñan un papel importante en “la
economía de la dignidad” (Pugh 2011), es decir, en las formas cómo los niños crean y
fortalecen los vínculos sociales y buscan integrarse o determinar la pertenencia a su grupo de
pares (Pugh 2011, 7) o, en ocasiones, “distinguirse de otros niños” (Kalliala 1999, 58). Los
libros de cómics en este caso eran tratados como facilitadores sociales, pues les permitían a
Sergio y a Martín entablar diálogos con otros niños del salón con quienes normalmente no
tenían mucho contacto y también les confirió un mayor acercamiento con la maestra titular,
quien constantemente exaltó su ingenio delante de los demás niños.
En este caso, los niños productores de los cómics intercambiaron un servicio, pero no
esperaban que hubiera una retribución material o monetaria. Sin embargo, otros tipos de
intercambios materiales que observé sí establecían entre las partes unas obligaciones de
intercambio particular, así como unas reglas concretas. Así fue como en las horas de recreo
encontré diferentes intercambios de objetos entre los niños: stickers, piedras de colores,
pequeños juguetes, dibujos, cartas y productos de la lonchera. Durante el trabajo de campo
aprendí que una de las formas de compartir y conocer los niños del colegio era llevando mi
propia lonchera escolar. Desde el principio, los niños y niñas con quienes pasaba el tiempo
de recreo comenzaron a compartir conmigo sus alimentos: papitas, galletas, uvas, gomas,
chocolatinas e incluso algunos querían ofrecerme de sus propios envases de jugo y
refractarias de comida. Decidí entonces llevar mi lonchera para compartir e intercambiar con
los niños.
En una ocasión, mientras comía un paquete de galletas, Sofía (9 años) de tercer grado
me preguntó: “¿cambiamos?” Mis galletas de chocolate se le antojaban más que sus galletas
de granola light. “Ya me comí una galleta”, le dije. “No te preocupes”, me respondió. De
repente, abrió su paquete de galletas, sacó una, se la comió y me dio el resto. “Ahora sí es un
cambio justo”, me dijo. La acción de la niña me tomó por sorpresa. Entendí que para Sofía
el intercambio se volvía significativo en la medida en que este era “equilibrado”. Como adulta
lo percibí como un acto demasiado explícito, calculado, difícil de entender e incluso lo
consideré como “de mal gusto” o “no muy amable”, pero para la niña era un acto de justicia.
235
Su valoración y posterior decisión de tomar una galleta del paquete, se convirtió en una
expresión crucial “para la determinación de las relaciones de poder y criterios de justicia”
(Wilkis 2018, ix) entre ambas. Pensé en las ideas recurrentes que tenemos los adultos sobre
la posibilidad de engaño a los niños cuando participan en prácticas económicas. Sofía
demostró todo lo contrario. Su concepción de intercambio pasaba necesariamente por el
“equilibrio”, sin importar si era llevado a cabo con sus pares o con adultos (Ruckenstein
2010, 384). Con su acción me demostró que quería reestablecer el equilibrio del intercambio
material y, con ello, plantear una posición de igualdad en esta relación económica.
Imagen 25: “Objetos que circulan en el espacio escolar/ Dibujos y cartas”. Bogotá, septiembre 2018.
Acto seguido, observé cómo Gabriela (9 años) y Paula (9 años), las otras dos niñas
del grupo, intercambiaron medio barquillo de chocolate por cinco palomitas de maíz y una
salchicha. Ni una más, ni una menos. Me llamó la atención la exactitud de lo que
intercambiaban y les pregunté por qué el medio barquillo era equivalente a esas cinco
palomitas de maíz con una salchicha. Comenzaron a explicarme que el “valor” de los
productos de la lonchera se determinaba según su origen, es decir, si eran industriales o
hechos en casa. ¿Me pueden explicar esto?, les pregunté:
Gabriela: cuando está hecho (industrial) vale más y si es de microondas vale menos porque
tiene una radiación que las hace quemarse. Si no es de microondas valen mucho más.
Investigadora: ¿o sea que las cosas que vienen en paquete valen más que las que no?
Gabriela: sí, porque las que vienen de la casa no las cobran, las mamás no te las cobran, uno
no podría darle $1.000 pesos a la mamá, eso no se hace. Lo que pasa es que las cosas de paquete
tienen más cosas, pero nadie sabe qué tienen. Primero les ponen más precio, porque a las
personas les gusta más, le suben y le suben el precio. Investigadora: ¿y qué más intercambian?
Gabriela: papitas. Por ejemplo, yo le digo oye yo no quiero sándwich y le digo ¿tienes algo
para intercambiarme? Yo le pregunto qué tienes tú, entonces yo le intercambio lo que me guste
236
a mí por lo que le gusta a ella. Sofía: a veces cuando uno intercambia, el que intercambia se
queda con las dos cosas, a veces Gabriela hace eso. Paula: sí, ella siempre hace eso. Yo la
conozco muy bien. Dice: me lo debes intercambiar por otra cosa. Gabriela (se ríe): sí, es que
a veces no tengo nada para intercambiar. ¡Porque si uno da algo, uno también quiere ganar
algo! Investigadora: ¿o sea que uno nunca intercambia sin ganar? Gabriela: a veces sí. Uno
dice: ¿oye me intercambias algo? Ellos no van a decir bueno, sino que se lo devuelven a uno
todo manoseado y todo, uno lo que hace es que espera a que se lo coman y luego sí les dices…
me lo tienes que intercambiar por algo. Investigadora: ¿y para ustedes qué es lo que más valor
tiene de intercambio entre los niños? Gabriela: las papas, las galletas, material de trabajos. Si
se nos olvida, intercambiamos. Paula: maíz pira, comida, dulces, juguetes. Intercambiamos
juguetes para jugar, pero después se devuelven. Investigadora: ¿qué es lo más valioso para
intercambiar entre ustedes? Las tres niñas: ¡papas! Gabriela: porque son muy ricas. De
pequeños nos gustan mucho las papas. ¡Lo que sea por papas! Investigadora: ¿hasta dinero?
Gabriela: sí claro. Investigadora: ¿qué cosas no se intercambian tanto? Sofía: las frutas, no
nos gustan tanto, el dinero. Gabriela: nooooo el dinero sí. Investigadora: ¿cómo intercambian
el dinero? Gabriela: nosotros lo que hacemos es intercambiar el dinero por papas, de todidos,
dulces. Investigadora: ¿pero eso es intercambio o compra? Paula: compra. Porque estamos
en la cafetería y compramos las papas. Investigadora: ¿uno intercambia con todos los niños?
Gabriela: noooo, solo a los que te caigan muy bien. Si a uno le cae mal no. Yo no regalo de
mis onces a un niño que se come los mocos porque me da asco. Paula: también depende de la
confianza que le tengas a la otra persona. Como por ejemplo uno tiene monedas y uno quiere
billetes. Uno quiere siempre más billetes que monedas. Porque las monedas no se ven tan… a
uno le gustan más los billetes. Investigadora: ¿por el valor? Paula: no, las monedas también
tienen valor. Gabriela: se siente que uno tiene más dinero, uno se siente más poderoso. Es
mejor billetes con monedas, esa es una combinación muy linda. (Conversación con niñas
grado tercero, agosto 2018, Bogotá).
La conversación de este grupo de niñas puso en evidencia cómo en el contexto de la
práctica de intercambio material los niños comienzan a establecer colectivamente cierto tipo
de reglas y parámetros. En el caso de las protagonistas de esta charla, se hicieron explícitos
algunos “dispositivos de juicio” (Karpik 2010) para razonar, calcular, comparar y cuantificar
los objetos de intercambio. Las niñas hablaron, por ejemplo, de la diferencia entre la
valoración de alimentos comprados, los que traen de sus casas, los que pasan por el
microondas y los más ‘naturales’. También, establecieron que había ciertos bienes más
preciados en el mercado escolar como las papas, las galletas y los útiles escolares. Estos
dispositivos les ayudaban como sujetos económicos a comprender y establecer acuerdos
sociales sobre las equivalencias de valor de sus objetos. Por ello, no era de extrañar la
decisión de intercambio de Gabriela y Paula al llegar a un acuerdo de equivalencia de medio
barquillo de galleta por cinco palomitas de maíz y una salchicha. Las niñas me explicaron su
decisión económica: aunque solo fuera media unidad de barquillo, este, al ser un alimento
industrializado y entrar en la categoría de galletas - uno de los alimentos más apetecidos por
237
los niños- tenía una mayor valoración que las palomitas de maíz y la salchicha que eran
alimentos traídos de casa.
Pero también las niñas revelaron en su charla que el intercambio es un proceso que
constantemente involucra dilemas y tensiones en las relaciones entre los niños. Las niñas
reconocían que los procesos de intercambio material estaban lejos de ser neutros en términos
sociales. La misma Gabriela afirmaba de manera categórica que solo se intercambiaba con
aquellos niños “que les caían bien” y Paula agregaba que se trataba de un asunto de
“confianza”. Esto significa que los niños comienzan a reconocer, diferenciar y producir
categorías morales y sociales sobre los demás niños a través del proceso de intercambio. No
con cualquier niño (a) se intercambia; tampoco a todos se les confía el intercambio, pues se
corre el riesgo de no lograr intercambios justos y equilibrados. Incluso, un intercambio no
exitoso puede ocurrir entre los mismos amigos, tal como se lo reclamaron Sofía y Paula a
Gabriela, quien solía, según ambas niñas, “quedarse con las dos cosas”. Las tensiones por
cuenta del intercambio no solo ayudan a los niños a “obtener una mejor comprensión de lo
que pueden esperar de los otros como amigos, sino de sus propias acciones en su rol como
amigos” (Rizzo 1989, 105).
En el proceso de intercambio se pueden poner en juego la amistad, la confianza y el
sentido de justicia entre ambas partes. Por ello, la legitimidad de los intercambios infantiles
puede ser frágil si no se tienen claras las reglas del intercambio o si una de las partes no las
respeta. Al estar en constante proceso de definición y transformación, las reglas de
intercambio material entre los niños son siempre susceptibles de ser cuestionadas y
controvertidas por ellos mismos, de ahí la importancia de elegir con quién intercambiar, pues
se logrará tener mejores acuerdos de evaluación material y así disminuir el riesgo de perder
en el proceso. Por ello, también ocurren momentos de no intercambio. Vi a varios niños
rechazando la posibilidad de cambiar algo y de una manera explícita decían: “no tengo”, “no
me gusta eso” o “no quiero de eso”, lo cual de manera tajante evitaba cualquier posibilidad
de relación.
Pero en el diálogo con las niñas también se puso en evidencia que muchas veces para
los niños no es tan clara la división, a veces artificial, que realizamos los adultos entre
intercambio monetario y material. Mientras que este colegio, muy de la mano con el discurso
moderno, hacía diferentes esfuerzos por evitar que los niños tuvieran cualquier tipo de
238
relación con el dinero, por considerarlo sospechoso y riesgoso, parecía no tener las mismas
prevenciones para el intercambio material. A los adultos del colegio, el intercambio material
no les traía mayores preocupaciones. Sin embargo, en la conversación, las niñas expresaban
que el dinero en su forma material también se podía intercambiar y adquiría otros significados
para los niños. En sus palabras, el intercambio de dinero no solo era para adquirir bienes. El
dinero en sí mismo podía ser objeto de intercambio material, pues no solo estaba en juego su
“valor monetario”, sino los códigos implícitos de quien lo devenga. Gabriela y Paula, y
muchos otros niños del colegio, me expresaron que no era lo mismo tener monedas a billetes.
Gabriela afirmaba de manera entusiasta que “se sentía más poderosa” cuando tenía billetes.
Aun cuando los niños protagonistas reconocieran el valor monetario, los billetes
tenían una especial “preferencia subjetiva” (Wilkis 2018, xiv). Esto en parte ocurre porque
el dinero socialmente aceptado para los niños son las monedas domésticas, sobre todo, las de
menor valor monetario (Zelizer 2011, 59). Los niños lo saben y por ello, su desconcierto
cuando sus pares llevaban al colegio billetes o sus muestras de orgullo cuando sus familiares
y padres les regalaban “sobres de billetes”, pues sabían que esto solo sucedía en fechas
especiales: primeras comuniones, cumpleaños o navidad. En tiempos ordinarios, para los
niños es mucho más fácil acceder a monedas y, por ello, el intercambio material de estas por
billetes se les convertía en una forma de reevaluar y darle un nuevo nivel material y simbólico
a su dinero, aunque tuviera las mismas equivalencias monetarias. Como lo expresaron las
niñas, las monedas también tenían valor, pero los billetes las hacían “sentir con más dinero”.
Por ello, hacían una diferenciación activa, compleja y significativa del intercambio del dinero
también en términos materiales. Las lógicas de intercambio entre los niños fluyen y se
transforman constantemente y los funcionarios escolares no están muy interesados en
conocerlas, vigilarlas y regularlas, al fin y al cabo, se piensa que son “cosas de niños”. No
sucede lo mismo cuando los intercambios ya no competen exclusivamente a los niños. Esta
será la indagación del último apartado.
• Intercambios materiales entre niños y adultos
Después de varios encuentros de intercambio de loncheras con niños y niñas de
primaria, una maestra me sugirió que no era bien visto que recibiera, ni ofreciera alimentos
a los niños y las niñas del colegio. Me dijo que esto podría representarme dificultades con la
239
administración escolar. Lo que para mí era una forma de acercamiento y conocimiento
etnográfico más horizontal con los niños, para esta maestra representó una alerta. En mi rol
como investigadora pretendía hacer menos visibles para los niños las evidentes diferencias
de edad y de roles sociales. Sin embargo, investigar con niños y niñas supone de entrada una
marcada desconfianza hacia cualquier adulto que pretenda establecer vínculos sociales, más
allá de los permitidos y aceptados institucionalmente. La recomendación de la maestra era
una muestra de ello.
Esto no solo me alertó, sino que evitó que en adelante llevara mis propios alimentos
de intercambio. Con ello también opté por dejar de recibir las muestras materiales de los
niños a los que luego conocí. Con esta experiencia, fue inevitable preguntarme por la reacción
de esta maestra, ¿qué ocurre cuando los intercambios materiales dejan de involucrar
exclusivamente a los niños?, ¿qué tipo de reflexiones emergen cuando aparecen en los
escenarios de intercambio sujetos adultos? Hay diferentes interpretaciones y temores cuando
esto ocurre: que los adultos saquen provecho de la inocencia de los niños y ganen fácilmente
su confianza; que el objeto del intercambio pueda ser riesgoso para los propios niños; que los
intercambios no sean equivalentes monetariamente y que los niños no estén en capacidad
para responder y racionalizar las intenciones que hay detrás de los intercambios con los
adultos, etc… Muchos de estos temores yacen en el discurso moderno de la infancia que
plantea la necesidad de diferenciar claramente los espacios y los roles de los niños y los
adultos. Mientras las prácticas de intercambio material se desplieguen entre niños, estos no
generan mayores cuestionamientos y suspicacias, pues se comprenden como parte del
“mundo infantil”: separado, reservado e infantilizado. Pero, cuando este tipo de prácticas
económicas se comienzan a dar entre adultos y niños se plantean otras formas de relación
que, generalmente, no son bien vistas y valoradas en contextos como el escolar.
Esto fue precisamente lo que ocurrió en uno de los recreos escolares a mediados de
marzo de 2018. Mientras paseaba y conversaba con Julia (11 años), Natalia (11 años) y
Andrés (11 años), tres de los niños del Grupo A de investigación, noté cómo de un momento
a otro Andrés salió corriendo y fue a saludar al nuevo integrante del equipo de seguridad y
vigilancia del colegio. Era un hombre joven, que repartía pequeños dulces a los niños que lo
saludaban. Observé con curiosidad cómo niños de diferentes grados de primaria se acercaban
a él, le daban la mano y este les repartía dulces. “¿Siempre les da dulces?”, les pregunté a los
240
tres niños. “No siempre. Él es nuestro amigo”, me dijo Andrés. Natalia y Julia me contaron
que este guardia de seguridad era “amistoso con los niños, a diferencia de los otros dos, que
nunca sonríen, ni saludan a los niños”. Dijeron que él les compartía sus onces y ellos también
solían ofrecerle de lo que traían en sus loncheras. “Un día me empacaron un bombón naranja
que no me gustaba y se lo di a Feber”, dijo Julia.
Cuando los niños notaron que yo les preguntaba insistentemente en la relación que
tenían con el hombre de seguridad, Julia reaccionó y me dijo: “pero no digas nada”.
Comprendí que la niña sabía muy bien que las prácticas de intercambio material entre ellos
y Feber no serían bien vistas por los adultos del colegio y que era difícil para los niños
reconocer que podían establecer y hacer explícita una relación de amistad con un adulto en
el contexto escolar, sin crear suspicacia. Cualquier otra forma de relación escolar que no
fuera la de estudiante - maestro producía cuestionamientos a adultos como Feber y como yo.
Tiempo después de lo ocurrido supe que Feber ya no estaba en el colegio. Fue trasladado.
Los otros dos miembros del equipo de seguridad, hombres mayores, serios, de pocas palabras
y que no se esforzaban por establecer mayor cercanía con los niños se mantuvieron en su
cargo.
Aunque generalmente los intercambios materiales infantiles en el contexto escolar se
comprenden como asuntos que les competen concretamente a los niños y que no afectan sus
relaciones con los adultos, esto cada vez es más relativo en la medida en que los niños
comienzan a llevar objetos más sofisticados y costosos al colegio como celulares y tabletas,
y cuando es menos clara la diferenciación entre las decisiones que se toman en la escuela y
en la familia. Una de las quejas recurrentes de la coordinadora de infantiles de este colegio
eran los desencuentros entre los padres de familia, los niños y los maestros por cuenta de la
pérdida de los objetos en el espacio escolar y los intercambios materiales infantiles.
En agosto de 2018, la coordinadora de infantiles me contaba que cada vez era más
difícil evitar que los niños llevaran todo tipo de objetos al espacio escolar. A pesar de las
constantes reflexiones con padres y niños, todo tipo de objetos circulaban en los salones de
clase y en los espacios exteriores. Muchos de estos se perdían y otros eran intercambiados
entre los niños, sin conocimiento de los padres, lo cual generaba malestar entre las familias.
En la entrevista que tuve con ella, afirmaba:
241
Los papás ya saben, manejan el concepto que la institución no se hace responsable y que acá
no está permitido traer elementos que sean distintos a los que vamos a necesitar para el
aprendizaje. Les decimos que cuiden los elementos personales de su hijo y que no permitan
que su hijo llegue con objetos que no les corresponde y que lo devuelvan. No permitan que su
hijo tenga un elemento que no es de ellos, porque hoy puede ser un lápiz, pero después será
otra cosa. Y en eso tenemos familias que son muy correctas y ellas mismas anotan en la agenda
“mi hijo llegó con este elemento que no le corresponde y me dice que se lo regaló Fulano o
Fulana y yo quiero verificar” y se hace todo el análisis. Unas veces sí es verdad que se lo
regalaron y otras veces no, entonces es hacer la reflexión con la familia y con el niño y el
colegio es apoyar en esa formación. Pero son muy pocas las familias que hacen eso, la mayoría
guardan silencio. Si esas cosas mínimas que es norma y las familias no lo hacen, menos van a
buscar qué otras cosas tiene mi hijo en la maleta (Entrevista coordinadora de infantiles,
Bogotá, agosto 2018).
Una de estas situaciones se presentó con el grupo de 3D. Un día de mayo del 2018
llegué al salón antes de salir al recreo escolar. Todos los niños se adelantaron a salir, con
excepción de dos niños y su maestra. Con voz gruesa se dirigió a ellos: “esto no puede volver
a ocurrir. Entre nosotros hay que tratarnos bien. No hay que escondernos las cosas. No hay
que hacer bromas pesadas”. Los niños asintieron, rumoraron y tomaron sus loncheras para
salir al recreo. ¿Qué pasó?, les pregunté a los niños. Me hablaron sobre una gorra roja, una
chaqueta, un reloj y un paquete de masmelos. Entendí que el momento que presencié era una
situación de “descargos escolares”. La maestra estaba intentando desenredar una larga
madeja de molestias y quejas de niños y de madres enfadadas sobre un caso puntual: la
pérdida de un reloj y de una bolsa de masmelos.
Todo ocurrió en la clase de artes, cuando Juan (9 años) tomó el reloj de Camilo (9
años) y lo escondió en su maleta. Luego, en el recreo Juan le dijo a Camilo que tenía “algo
de él que iniciaba con la letra r”. Camilo entendió que era su reloj perdido y le propuso un
intercambio, pues acababa de comprar una bolsa de masmelos en la cafetería escolar. El niño
le propuso a su compañero que intercambiaran el reloj por la bolsa de masmelos. El
intercambio se llevó a cabo y ambos niños salieron a jugar, como de costumbre. Sin embargo,
las madres de estos dos niños tenían otra opinión sobre la situación de intercambio material
que habían tenido. La madre de Camilo escribió un correo a la maestra expresándole su
molestia por lo sucedido:
La verdad en el día de hoy me siento muy disgustada por algo que sucedió con mi hijo, el cual
en el día de hoy Juan le quitó el reloj en clase de arte sacándoselo de la maleta. Luego mi hijo
fue a la tienda y compró una bolsa de masmelos y Juan le dice que si no le gasta no se lo
entrego. Mi hijo insistió en que le devolviera el reloj y le devolvió el reloj. Exijo al colegio me
comente qué va a pasar, pues esto no se debe quedar así. Mi hijo llegó aburrido a su casa a
242
contarme. Quedo pendiente del proceso disciplinario y reflexivo, junto con el acto de
reparación (Correo electrónico, madre de Camilo, Bogotá mayo 2018).
La maestra, a su vez, le escribió a la madre de Juan comentándole la situación. La
respuesta de esta madre fue que a su hijo “también le escondían las cosas, le quitaban sus
útiles y por ello, el niño actuó de esta manera”. Además, le pidió a la maestra evaluar por qué
Camilo “ofreció dádivas para que le devolvieran su objeto y ustedes como maestros
entenderán que son actos propios de la niñez, que se dejen tentar por los dulces. Este debe
ser objeto de correctivos por parte del colegio”. Mientras las madres de los dos niños estaban
presionando al colegio y a la maestra encargada para tomar medidas disciplinarias contra los
niños, estos le argumentaban a la maestra que no fue un “intercambio obligado, ni forzado”,
que no hubo “malas palabras”, que estaban intercambiando porque era usual hacerlo entre
ellos y que “eran amigos”. Después del ir y venir de correos electrónicos, la maestra decidió
cerrar el caso. Les pidió a Juan y Camilo evitar llevar a cabo ese tipo de intercambios con sus
objetos personales y así evitar conflictos con sus respectivas familias.
Esta escena etnográfica de nuevo demuestra la poca comprensión de los adultos sobre
las prácticas de intercambio material de los niños. Para las madres lo ocurrido era una muestra
de que los intercambios materiales podían salirse de control. “Hay un supuesto y es que los
niños pueden ser explotados y engañados en sus relaciones de intercambio” (Pugh 2004,
244). De ahí, que los adultos se involucraran en una práctica que, tal como los dos niños
sostuvieron, había sido consentida entre ambas partes. Lo que para las madres era una acción
desequilibrada, incluso ‘extorsiva’, para los niños fue un intercambio temporal. Camilo sabía
que en su casa no aceptarían la situación. No sabemos si el reloj era costoso, pero el niño
contó a sus padres lo sucedido. Sin embargo, al día siguiente ambos niños salieron a jugar
como solían hacerlo.
Muchos de estos intercambios “se transforman gradualmente en conocimientos y
habilidades para participar en el mundo adulto” (Corsaro y Eder 1990, 200). Pero esto no
necesariamente lo comprenden así los adultos que rodean los niños. De hecho, una queja
constante de los funcionarios escolares era la cada vez más evidente intromisión parental en
la cotidianidad escolar. Una situación como esta que, en otro momento, hubiera sido
considerada parte de las formas de relación y de los conflictos habituales que pueden surgir
entre los niños, escaló hasta convertirse en un asunto de orden familiar y escolar.
243
Los intercambios materiales infantiles suelen despertar menos valoraciones negativas
entre los adultos, a diferencia de otro tipo de prácticas económicas que involucran dinero.
Los problemas surgen cuando en estos intercambios empiezan a involucrarse bienes que, a
criterio de los adultos, se salen del marco de los objetos infantiles cangeables o cuando los
niños involucran a sujetos adultos, haciendo que las distinciones radicales que hace el
discurso moderno entre los espacios, las actividades y los roles generacionales se desdibujen
y con ello, se pongan en riesgo las relaciones deseables entre adultos y niños.
• A modo de cierre
En este capítulo analicé diferentes tipos de prácticas económicas en el contexto
escolar. Argumenté que uno de los rasgos que se promueven desde el discurso
contemporáneo es la formación de los niños para el emprendimiento. Se busca cultivar a los
niños como sujetos económicos que se adapten a las condiciones del mercado laboral
flexibilizado e informal y aprendan a asumir desde pequeños la responsabilidad individual
frente a las debilidades estructurales de seguridad social. En Colombia, como en otros países
del mundo, desde la política pública se le ha asignado a la escuela (en todos sus niveles) la
función de formar niños y jóvenes emprendedores, lo cual ha sido adaptado y apropiado de
manera diferencial tanto por instituciones privadas, como públicas.
Sin embargo, varias ventanas etnográficas que abrí en este capítulo dieron cuenta de
las constantes tensiones que se producen entre la escuela, las familias, los comerciantes y los
niños cuando se trata de integrar este tipo de política al contexto escolar. Resultan toda una
serie de discusiones sobre el lugar que debe tener la escuela en la vida de los niños, el tipo
de infancia que se quiere formar y cuáles son las formas de relación más deseables entre
adultos y niños. Para las instituciones educativas no resulta fácil integrar esta política a la
dinámica escolar, ni sortear las consecuencias asociadas de convertir a la escuela de manera
formal en un escenario para las prácticas y las relaciones económicas de los niños. Señalé
que la escuela es una institución con unas formas de comprender la educación, la infancia y
las relaciones adultos - niños mucho más orientadas por el discurso moderno, por lo que su
objetivo está trazado en educar a los niños en perspectiva de futuro. El juego y el aprendizaje
escolar se convierten así en la morada de transición para los niños, lo cual pretende
244
diferenciarlos y protegerlos de las actividades y responsabilidades consideradas del mundo
adulto, entre ellas, las prácticas económicas.
El problema surge cuando una política pública como esta, mayormente sustentada en
unas ideas contemporáneas sobre los niños como sujetos económicos, entra al espacio escolar
proponiéndoles a los niños pensarse como emprendedores y comerciantes, no para el futuro,
sino en su presente infantil. Aunque prácticas económicas escolares de diferente índole han
antecedido la cotidianidad escolar de muchas generaciones, la política de formación para el
emprendimiento exacerbó las tensiones ya presentes. Enfrentó dos formas de comprender la
infancia y puso en evidencia las contradicciones de introducir al currículo escolar una cátedra
que solo tiene objetivos teóricos e invita a los niños a concretarlos en “el futuro”.
De otro lado, las prácticas económicas de los niños protagonistas superan por mucho
las expectativas y los límites curriculares. Ellos se desempeñan como sujetos económicos
muy a pesar de las regulaciones y prohibiciones presentadas por la institución y los adultos.
Intercambian material y monetariamente; “buscan dinero” a través de diferentes estrategias
de rebusque económico; proponen y materializan ideas comerciales de compra y venta de
productos; producen y dan significado al dinero didáctico, entre otros. Estas prácticas les
permiten comprenderse y actuar como sujetos económicos, pero además resignificar las
relaciones de interdependencia con los adultos y su grupo de pares.
En ocasiones, producto de las mismas, surgen desencuentros entre la escuela y la
familia. En el fondo de las discusiones hay una disputa entre los discursos moderno y
contemporáneo y los rasgos que cada uno está proponiendo en relación a la infancia que se
pretende formar, así como la naturaleza de las relaciones entre niños y adultos. La formación
para el emprendimiento incentiva que los niños participen en actividades económicas que se
consideran aceptables y legítimas, en tanto se comprenden como formas de aprendizaje social
y preparación para su presente y futuro. Los niños deben dejar de ocupar un lugar de
dependencia económica y ejercer un protagonismo generacional y familiar a través de sus
contribuciones monetarias y materiales.
Aunque la política de formación para el emprendimiento se presenta como un
proyecto educativo generalizable para el país, no todos los protagonistas de esta investigación
se mostraron interesados en esta forma de vida. Quienes lo hicieron, expresaron motivaciones
diferentes: apoyo económico familiar, consumos propios o el gusto de obtener dinero. Para
245
la administración escolar, ninguna de estas era una justificación válida. Por su parte, se
encontró a familias más alineadas con estos proyectos, que otras. Varios padres manifestaron
que consideraban que las buenas crianzas no contravenían la participación de sus hijos en
las decisiones económicas. Justamente, en el próximo capítulo me centraré en analizar cómo
en el ámbito familiar también se definen constantemente el lugar que deben tener las prácticas
económicas y de consumo en las formas de crianza de los niños.
246
Capítulo 4
Invertir en los niños: la materialización del ideal de la buena crianza
contemporánea
👪 ***
Dar la bienvenida a un bebé es un acontecimiento social y familiar que varía
culturalmente. Cada sociedad propone sus formas rituales y festivas para otorgar significados
al antes, durante y después del nacimiento, y posteriormente, a todo el proceso de crianza del
recién nacido. Así, por ejemplo, los hindúes afeitan la cabeza de los bebés para eliminar la
mala suerte de las vidas previas, en Yemen se bendicen con incienso para purificarlos y aislar
a los malos espíritus y en Turquía se entierra el cordón umbilical cerca a lugares específicos
como escuelas, mezquitas o establos, pues según la tradición esto influirá en las perspectivas
de empleo futuro de los niños. Por su parte, en contextos occidentales y urbanos cada vez es
más común la celebración de los denominados “baby shower”, una fiesta que reúne a
familiares y amigos de los futuros padres, quienes reciben regalos materializados en ropa,
juguetes, productos de higiene o dinero para el cuidado y la crianza del nuevo integrante de
la familia.
En octubre de 2018 asistí al quinto baby shower de Tomás, cuando faltaba solo un
mes para su nacimiento. “Nos han ayudado mucho los cuatro baby shower. Hemos calculado
que nos han ahorrado cerca de dos millones de pesos”, me contó Manuel cuando le pregunté
cuántas de estas celebraciones habían tenido desde que él y su esposa Angélica se enteraron
de la llegada de Tomás. Manuel y Angélica eran dos padres primerizos de clase media
bogotana, profesionales, que anhelaban convertirse en padres después de dos años de
matrimonio. La preparación de Angélica para convertirse en madre también requirió de una
inversión económica en diferentes productos de nutrición y cremas anti estrías que, según me
comentaron, se convirtieron en una renta quincenal de $50.000: “se deben tomar muchas
vitaminas y ácido fólico para que cuando se quede embarazada el bebé no te desgaste las
reservas”.
247
Parte de la celebración del baby shower consistió en mostrarnos a los invitados el
nuevo espacio doméstico que ocuparía Tomás, así como todos aquellos objetos que rodearían
su vida infantil. Una habitación propia para el bebé es, en últimas, la expresión del triunfo
del discurso moderno occidental y burgués sobre la importancia de la intimidad y la
privacidad de los padres, así como de la individualización y la protección del niño (Perrot
2018, 101). No siempre existió un lugar del niño y para el niño29, por ello, esta visita por la
futura habitación de Tomás también era una muestra de la valoración social del nuevo
miembro de la familia y del compromiso parental en su crianza. Todo esto se materializaba
en una serie de productos y objetos distribuidos y dispuestos en la habitación infantil.
Al entrar, la habitación estaba perfectamente decorada con motivos infantiles y
ocupada por varios productos que el mercado y sus especialistas les habían recomendado a
los padres para la llegada del bebé: un coche para transportarlo, una silla para el automóvil,
una cunita pequeña y una más grande, una mesa para cambiar los pañales, una tina para su
baño y varios juguetes pedagógicos. En una esquina, se exponía, imponente, una torre de
pañales infantiles de todas las etapas. En ese momento comprendí por qué en la invitación se
hizo explícita la sugerencia de comprar “pañales etapa dos”. Manuel me explicó con gran
satisfacción que “para ayudarnos en los baby shower y pedir lo que se necesita”, había hecho
el cálculo de manera sistemática en un cuadro de excel, multiplicando el número de pañales
de cada etapa, por las tres veces de cambio sugeridos por los pediatras. Así, ya tenían para
solventar los primeros siete meses de pañales de Tomás.
Él y su esposa me contaron cómo ese año sus gastos se incrementaron notoriamente.
“Van cerca de un millón de pesos en los gastos del coche, la cunita y algunos juguetes, sin
contar las dos vacunas que nos hemos aplicado para evitar cualquier virus después del
nacimiento del bebé, más las seis ecografías que hemos tenido que costear de manera
29 La historiadora francesa Michelle Perrot (2018) quien ha estudiado el significado sociocultural de las
habitaciones y alcobas, entre ellas las infantiles, señala que las alcobas pueden considerarse un microcosmos
que protege, defiende, acoge y acumula. Fue durante la segunda mitad del siglo XIX, en el marco de las
discusiones urbanistas sobre la higiene y la privacidad de las habitaciones, que comenzaron a proponerse en
contextos como el europeo, la importancia de diferenciar los espacios infantiles de los conyugales. Fue bastante
común que muchos bebés murieran asfixiados en la cama de sus padres o enfermaran por el contacto cercano
con estos. Progresivamente, en contextos occidentales y urbanos las habitaciones de los niños comenzaron a ser
más comunes. “Los niños se apropiaron del espacio de sus habitaciones, el cual comenzó a ser de su dominio y
el sitio de todos sus secretos” (Perrot 2018, 120).
248
particular y que no las cubre el seguro médico, más la afiliación de Angélica y el bebé, por
separado, a medicina prepagada”, señaló el padre.
Después de que la empresa de medicina prepagada tomó sus datos como “futuros
padres”, en adelante, toda una serie de vendedores y comercios los llamaron a sus celulares
personales para ofrecerles una serie de productos para el bebé y la madre. “Lo que más nos
ha impresionado es que nos llamaron de un Banco de Células Madre para ofrecernos el
servicio de congelar el cordón umbilical de Tomás y así, poder guardar las células en caso de
que el bebé a futuro tenga alguna enfermedad autoinmune. Nos preguntaron qué
enfermedades tenían nuestros padres y yo respondí que mi madre tenía artritis y mi padre
había fallecido de cáncer. Entonces nos convertimos en candidatos fuertes. Es un seguro para
el bebé y para nosotros”, afirmó Angélica. Esta opción les garantizaba que la vida de este
bebé se llevara a buen término, por lo menos durante los primeros 25 años de vida,
asegurándole bienestar a través de la genética.
Otro de los gastos que los preocupaba notoriamente, tenía que ver con la educación
universitaria de Tomás. Varias compañías de seguros y cooperativas de ahorro se acercaron
a ellos para ofrecerles planes de ahorro programados para la educación superior de su bebé,
aún no nacido. “Son 40 millones que debemos reunir para que nos garanticen los primeros
ocho semestres de universidad del niño en el futuro”, me dijo el padre. Igual que lo hizo con
los pañales, Manuel calculó los años de sueldo que ambos debían ahorrar para que su bebé
tuviera todas las garantías de salud y educación antes de su primer respiro en este mundo.
Durante los primeros ocho meses de gestación toda clase de empresas se acercaron a
estos padres primerizos para persuadirlos de las bondades de pensar anticipadamente en la
inversión a corto, mediano y largo plazo de Tomás. A estos padres, el mercado
contemporáneo y sus especialistas les señalaban constantemente que era su responsabilidad
garantizar el bienestar físico, mental y emocional de su futuro hijo. La materialización del
ideal de la buena crianza contemporánea, que en adelante nombraré abreviadamente como
el ideal de la buena crianza, está estrechamente conectada con las posibilidades de proveer
y garantizar a niños como Tomás el perfecto equilibrio entre la crianza emocional y la
crianza material. Sin embargo, este equilibrio no es fácil de conseguir, de aprender y de
sostener para los padres, mucho menos para quienes apenas comienzan con esta tarea. Me
confesaron que a veces, la ansiedad se había apoderado de ellos, cuando se vieron en medio
249
de un mercado infantil cada vez más especializado, sofisticado y diverso y, además, cuando
recibieron instrucciones y consejos provenientes de diferentes registros de experiencia en la
crianza infantil30: los familiares, las amistades, los medios de comunicación y los
especialistas (pediatras, psicólogos). Todos tenían sus propias versiones sobre cómo se debía
materializar la buena crianza y en qué tipo de padres debían convertirse para lograrlo.
“Es un proceso confuso, por la cantidad de productos que jamás antes imaginamos
que existían: sillas del carro que tienen vibración para que los bebés sientan como si
estuvieran aún en la barriga de las mamás y sillas portables y un montón de otras cosas”,
comentó Angélica”. ¿Y sus madres?, ¿no los orientan?, les pregunté. “No, ellas no saben
tanto de estas cosas porque nos criaron sin tanta cosa”, respondió la futura madre. Hasta el
ginecólogo les dio recomendaciones sobre lo que necesitaba Tomás. Manuel me relató que
en una oportunidad este les preguntó cuándo irían a Estados Unidos a comprar la ropa del
bebé. “Nosotros nos miramos y nos quedamos callados y no entendimos la sugerencia”. Para
el ginecólogo resultaba casi una “obviedad” que estos padres tuvieran que hacer un viaje de
compras al extranjero; sin embargo, ellos prefirieron seguir las estrategias de ahorro que les
dieron sus redes de papás amigos: “nos han enseñado que, en los primeros meses, los bebés
no salen de casa, entonces para qué invertir en ropa pequeña si se la pasan en pijama. Cuando
esté más grande sí invertiremos en otra ropa de marca”, explicó Angélica.
Los bebés fuertemente deseados y planeados por sus padres, como Tomás, son
además de una gran “inversión emocional” (Zelizer 1985), una importante inversión
económica. El mercado ha aprovechado esta idealización emocional de la infancia en
contextos occidentales para ofrecer también toda una serie de productos y servicios dirigidos
al niño - proyecto de estas familias. Esto se refuerza más cuando parejas como Angélica y
30 En este contexto propongo comprender la crianza como un proceso sociocultural, históricamente situado.
Cada una de las acciones propuestas para criar a un niño(a) lleva implícitas una serie de ideas, representaciones
y clasificaciones sobre la infancia, las etapas de la vida y los vínculos sociales/ filiales. En este sentido, lejos de
ser universales e invariables, las prácticas de crianza y las ideas sobre las mejores formas de llevarla a cabo
varían en cada tipo de sociedad. Los adultos “generan mecanismos convencionales que les permiten introducir
a sus nuevos miembros en el mundo de las relaciones sociales y de los significados culturales (…) En este
proceso, sin embargo, los propios niños están lejos de ser inactivos, en tanto interpelan las definiciones
construidas por los adultos, obligándolos a explicitarlas y reformularlas constantemente” (Colangelo 2014, 3).
Por tanto, los procesos de crianza más que orientarse exclusivamente a la atención y cuidado de un niño, tienen
un papel fundamental en la configuración del sujeto social - persona tal como lo define cada sociedad. En este
caso concreto, reflexiono sobre unas formas de crianza particulares con unas características occidentales,
urbanas y de clase media en el que la crianza debe ser idealmente realizada en el ámbito privado/ familiar y por
la pareja parental en quienes recae la principal responsabilidad de llevarla a buen término.
250
Manuel, ya entrados en sus treinta y cuarenta años, respectivamente, y con una vida
profesional en crecimiento, consideran que Tomás puede convertirse en la única oportunidad
de desempeñarse como padres. A medida que las familias son menos numerosas en cantidad
de niños, también hay una mayor presión a los padres de hacer una buena labor con el que
puede ser su único hijo, “porque hay menos margen de error” (Elkind 1987, 45)
Esta ventana etnográfica, como otras que presentaré a lo largo de este capítulo,
muestra varias de las discusiones que tuve en el marco de las familias protagonistas de esta
investigación sobre la buena crianza. La experiencia de Angélica y Manuel, como la de
muchas otras familias bogotanas de clase media, plantea cómo este ideal se configura y está
estrechamente articulado con las prácticas económicas y de consumo familiares e infantiles.
Esto se expresa, por ejemplo, en escenas como esta en la que se evidencia la correspondencia
entre la inversión económica familiar - incluso antes del nacimiento - y las valoraciones
emocionales y proyecciones familiares que se tienen sobre los niños, o las decisiones sobre
cuáles son los gastos o inversiones necesarios, adecuados y deseables para criar y educar a
los niños y cuáles pueden considerarse de segundo orden de importancia.
En este capítulo planteo que la materialización del ideal de la buena crianza
contemporánea también se constituye en otro de los rasgos fundamentales promovidos por
el discurso contemporáneo de la infancia en el contexto del mercado capitalista. Al igual que
la política del disimulo en relación a las actividades productivas de los niños, la educación
para el consumo y la formación para el emprendimiento, la buena crianza promovida por el
discurso contemporáneo esboza unas ideas concretas sobre los roles de los padres y los niños
en la familia, cómo deben ser las relaciones de interdependencia entre estos, así como qué
lugar debe tener el consumo y ciertas prácticas económicas en la construcción de esta
relación. Si bien todos los capítulos han sido analizados en clave relacional, este último
capítulo tiene un acento mayor en las relaciones de interdependencia y pretende cerrar el
trabajo retomando varias de las discusiones previas, pero a través de un conjunto de ventanas
etnográficas y conversaciones con un carácter más intergeneracional.
La reflexión social sobre la crianza31 de los niños en los contextos occidentales
comenzó a consolidarse a finales del siglo XIX. A medida que los saberes interesados en la
31 El interés de las ciencias sociales y la antropología en relación a la crianza de los niños ha estado muy
conectado con temas como la socialización, los tipos familiares, el parentesco, los cambios generacionales, la
filiación y más recientemente, con reflexiones sobre las competencias parentales y las nuevas parentalidades.
251
infancia (pediatría, pedagogía, puericultura, psicología) comenzaron a reconocerla como una
etapa de la vida diferencial de desarrollo y a los niños como sujetos que tenían unas
características físicas, mentales y emocionales diferentes a los adultos, también las tareas de
cuidado y crianza familiar fueron cobrando mayor relevancia antropológica. El discurso
moderno de la infancia promovió la idea de una crianza fundamentada en la diferenciación
de roles y espacios generacionales, así como en unas relaciones que se trazaban sobre todo
bajo los ideales de la dependencia infantil y la autoridad adulta. Tal como lo plantea el
pedagogo argentino Mariano Narodowski, “nuestra modernidad occidental habría de confiar
la determinación de la conducta de la parte infantilizada de la sociedad, no en la propia
infancia, sino en aquellos mayores de edad que tienen la capacidad, pero también el deber de
decidir por sobre la decisión de los niños” (Narodowski 2016, 29).
Sumándose a esto, el mismo discurso moderno planteó que la valoración social de los
niños debía estar asentada, no en su capacidad de contribuir económicamente a sus familias,
sino en la de ser capaces de proveer satisfacción emocional a sus padres. En este sentido, la
crianza moderna volcó completamente la responsabilidad del bienestar económico y material
infantil sobre los adultos. Ser buen padre o madre, en parte, significaba ser garante de lo que
podría denominarse la “crianza material” de los niños. Se convirtió en deber de los padres
garantizar el sustento material básico a los niños para su desarrollo físico, educación
intelectual y formación moral como futuros adultos, al tiempo, que se “protegía su inocencia
infantil” (Hays 1996, 22).
Al tiempo, el discurso moderno dio un relativo espacio al sentimentalismo en las
relaciones entre padres e hijos, sobre todo, del lado de los niños quienes, al no ser proveedores
económicos, sí debían serlo emocionalmente. No ocurría lo mismo del lado adulto, pues este
discurso contantemente reafirmaba las formas de relación sustentadas mayormente en la
autoridad adulta y la obediencia y dependencia infantil, así como alertaba sobre los peligros
En Colombia, el trabajo de la antropóloga Virginia Gutiérrez de Pineda sobre la familia (1962) se constituyó en
un punto de partida importante sobre este tema. Algunos trabajos nacionales más contemporáneos han
explorado los cambios históricos de las prácticas de crianza (Arranz 2004; Bocanegra 2007), los estilos de
crianza en comunidades rurales y minorías étnicas (Álvarez, Pemberty, Blandón y Grajales 2012; Arango 2014;
Buitrago 2014), crianza, autoridad parental y formas de castigo (González, Trujillo, Pereda 2014), creencias y
patrones socioculturales sobre estilos de crianza (Izzedin y Pachajoa 2009; Triana, Ávila y Malagón 2010) y
las alianzas escuela - familia sobre las decisiones de crianza de los niños (Vélez 2009). En el caso concreto de
este capítulo indagué por las relaciones de la crianza con las prácticas económicas y de consumo familiares e
infantiles.
252
del exceso de sentimentalismo y de sobre indulgencia familiar para el desarrollo moral de los
niños. De ahí que, en el marco del discurso moderno, la crianza emocional podía considerarse
importante, pero no estrictamente necesaria.
Sin embargo, en el contexto del mercado capitalista contemporáneo y globalizado,
padres que viven en contextos urbanos y de clase media como Angélica y Manuel son testigos
del crecimiento acelerado de una industria cada vez más especializada y diversa de productos
y servicios destinados a la educación, el entretenimiento y la crianza infantil. Ellos mismos
me expresaron sentimientos de confusión y ansiedad, ante los constantes estímulos del
mercado sobre lo que se esperaba de ellos como padres en términos de inversión económica
y consumo para Tomás. Resulta mucho más difícil para las familias determinar qué puede
considerarse básico, importante y necesario para la crianza infantil. A diferencia de la crianza
propuesta desde el discurso moderno de la infancia, el discurso contemporáneo concibe que
para una buena crianza no basta con que los padres garanticen el sustento material básico de
los niños, sino que, además, es deseable que las relaciones padres e hijos se tracen
fundamentalmente desde el componente emocional, la horizontalidad de las relaciones, el
diálogo y la expresión afectiva.
El mercado contemporáneo sustentado fuertemente en los saberes psi32, en la pediatría
y la pedagogía, se ha encargado de hacer mucho más difícil esta determinación para los
padres, por cuanto este comenzó a sostenerse fundamentalmente en la variable de la crianza
emocional. En ese sentido, cualquier producto y servicio se convierte en “necesario” y
“básico” en tanto puede garantizar no solo el bienestar económico, sino emocional de los
niños. Se presenta que los padres no solo están comprando objetos o adquiriendo servicios
para los niños, sino que estos son una expresión emocional de su compromiso parental, de la
valoración social de la infancia de sus hijos, así como su deseo de llevar a cabo una buena
crianza. Así, la crianza emocional entra a tener una valoración igual de importante que la
crianza material. Ser buen padre y buena madre no solo se logra garantizando la
sobrevivencia material de los niños, sino también su buen estado emocional.
De este ideal se desprenden, a la vez, unas ideas concretas sobre la infancia y sobre
las relaciones de interdependencia de adultos y niños. Una vez se les garantiza a los niños la
seguridad material, este rasgo propende a una crianza que potencialice una idea de infancia
32 Hace referencia concretamente a la psiquiatría, el psicoanálisis y la psicología.
253
“autónoma”, “competente”, “participativa”, “crítica”, con amplio sentido del derecho y de
unos niños que no solo son capaces de proveer emocionalmente a sus padres, sino de tomar
decisiones sobre su propia crianza. El ideal de la buena crianza también propende a un
escenario de relaciones menos jerárquicas y autoritarias entre adultos y niños e invita a tener
mayores espacios para la expresión de los afectos, la negociación y el diálogo. Por su parte,
el mercado se incluye como un aliado fundamental en la expresión afectiva, la seguridad
emocional de los niños, la construcción de las relaciones y tiempos familiares, así como la
forma de materializar el apoyo incondicional de los padres a los intereses del niño. “Parte de
este rol de apoyo incluye desarrollar una comprensión profunda de los intereses del niño (…)
Se trata de poner énfasis en las curiosidades de los niños, respetar la autonomía de sus hijos
y facilitar, más que direccionar los intereses de sus hijos” (Aurin 2011, 31- 35).
Sin embargo, el ideal de la buena crianza propio del discurso contemporáneo no es
fácil de lograr, ni de sostener. Mientras que para las generaciones de padres que estuvieron
bajo la perspectiva de la crianza moderna su tarea se concretaba mayormente con la garantía
de la crianza material de los niños, sin que esto les implicara mayores críticas o
cuestionamientos sociales, los padres contemporáneos, muchos educados en el modelo
moderno, se enfrentan constantemente con la sobre exigencia de este ideal y, por tanto, con
la dificultad de saber cómo buscar el equilibrio entre la crianza material y la emocional.
Tal como se verá en las ventanas etnográficas que presentaré a continuación, en la
vida cotidiana familiar contantemente entran en tensión no solo estos dos discursos sobre la
crianza, sino también sobre las ideas de infancia implícitas en cada uno. Como he
argumentado en los capítulos anteriores, en la práctica, los adultos y niños protagonistas de
esta investigación no estaban del lado exclusivo de una de estas formas de crianza, como
tampoco lo estaban de un solo discurso sobre la infancia. Por el contrario, a diario y en
diferentes escenarios, según fueran sus intereses y roles, se encontraban definiendo de
manera compleja las formas de relación y su lugar como padres e hijos a partir de las
valoraciones sobre el peso o el énfasis que debían tener lo emocional y lo material en la
crianza de los niños, cuáles eran los límites y las posibilidades de decisión y participación de
ellos en estas discusiones familiares, así como qué lugar debían ocupar las prácticas
económicas y de consumo en los procesos de crianza infantil y el desempeño de los adultos
como padres.
254
Cada uno de los siguientes seis apartados se enfocará en comprender cómo se libran
estas discusiones y se toman decisiones familiares sobre los mejores modos de educar y criar
a los niños en relación con diferentes prácticas económicas: la importancia del consumo en
la crianza infantil; los usos del dinero de los niños en el contexto doméstico; el consumo
como vía para la gestión del tiempo familiar y la orientación de pautas de comportamientos
infantiles y, por último, los conflictos y tensiones familiares sobre el consumo infantil, que
desbordan el ámbito doméstico y buscan respuesta en una entidad estatal. Presentaré un
conjunto de ventanas etnográficas y de conversaciones de niños y padres que mostrarán cómo
constantemente se cruzan las prácticas económicas y de consumo con las decisiones sobre la
crianza infantil, los discursos sobre la infancia y qué implica ser buen padre, madre e hijo en
el contexto del mercado capitalista contemporáneo.
• Ellos y nosotros: diferencias generacionales sobre el lugar del consumo en la
crianza
A finales del 2018, luego de casi tres años y medio de trabajar con el Grupo A de
niños y niñas y de un año de encuentros con el Grupo B, les propuse a las familias de los
veintiún niños protagonistas de la investigación realizar una entrevista para conversar sobre
el proceso, así como para conocer la opinión familiar sobre diferentes asuntos que trabajé
con los niños durante los encuentros etnográficos. Durante varios fines de semana tuve la
oportunidad de visitar las casas de los niños y las niñas y, en otras ocasiones, las entrevistas
se llevaron a cabo en cafés de algunos centros comerciales. En la mayoría de ocasiones hablé
con los padres, pero también algunas veces se sumaron los hermanos de los niños. En el
marco de estas conversaciones un asunto reiterado fue la reflexión de los padres sobre las
diferencias generacionales sobre la crianza, en específico, sobre el lugar que se le concedía
al consumo y a las prácticas económicas en las relaciones actuales de padres e hijos, con
respecto a sus propias infancias y los procesos de crianza de sus familias.
La reflexión sobre las rupturas y diferencias generacionales ha sido fundamental para
la antropología y la sociología de la infancia. En la década de los setenta, la antropóloga
norteamericana Margaret Mead publicó su estudio “Cultura y compromiso: el mensaje de la
nueva generación” (1970). Esta investigación abrió las puertas para comprender cómo se
construyen las nociones de adultez e infancia en la modernidad, así como las diferencias entre
255
las formas de crianza y aprendizaje de las diferentes generaciones. Mead hizo la distinción
entre tres clases de cultura: “la pos - figurativa en la que los niños aprenden principalmente
de sus antepasados, la cofigurativa en la que tanto niños como adultos aprenden de sus pares
y la pre- figurativa en la que los adultos aprenden de sus hijos” (Mead 1970, 1).
Por su parte, desde la década de los noventa autores de la denominada “nueva
sociología de la infancia”, como Alan Proust, Leena Alaen, Berry Mayall y Alisson James
llamaron la atención sobre la importancia de comprender la infancia como una categoría
relacional e intergeneracional. Estos autores propusieron explorar la noción de “agencia
infantil”, tan importante para este campo, no solo desde la experiencia infantil, sino a partir
de las relaciones entre adultos y niños. En uno de los textos fundamentales sobre este tema,
“Conceptualizing child - adult relations” (2001), señalaron: “los adultos vienen de
generaciones diferentes de los niños. Los adultos nacieron veinte o, a veces, cuarenta años
antes que sus niños, trayendo con ellos conocimientos, concepciones y experiencias
adquiridas, durante la trayectoria de sus vidas” (Mayall 2001, 2). Desde este campo se planteó
que nuestras formas de comprender la infancia y la adultez pasan por entender cómo
históricamente se han trazado las diferencias entre estos dos grupos etarios.
En adelante, varios autores en América Latina interesados en los estudios sociales
sobre la infancia (Narodowski 2011, 2016; Quecha 2016; Vergara del Solar y Chávez 2017,
entre otros) han retomado la premisa del “giro relacional” (Mannion y L’Anson 2004) para
cuestionar la visión de la agencia infantil, individualista y autónoma, que fue tan
predominante en los primeros estudios sociológicos de infancia. Así, varios de estos estudios
han planteado otras formas de comprender las diferencias generacionales y han señalado que
la “relación entre padres e hijos es uno de los espacios privilegiados en que se han
desplegado, en las sociedades occidentales, la construcción de la infancia” (Vergara del
Solar, Sepúlveda y Chávez 2018, 3).
Justamente, en las conversaciones que tuve con los padres salieron a la luz
expresiones que daban cuenta de las diferencias generacionales y con ellas, de los cambios
de percepción sobre las nociones de crianza e infancia. Específicamente, por el interés de
esta investigación, indagué por el lugar que ocupaban las prácticas económicas y de consumo
en la crianza de los niños y las niñas. Por ello, cuando les propuse hablar sobre las
posibilidades de participación de sus hijos en las decisiones de consumo doméstico, noté
256
como para la mayoría de los padres y madres fue inevitable regresar a su pasado infantil. El
ejercicio de memoria y de contraste con sus propias infancias y con las formas de crianza de
sus familias, los ayudó a pensar su posición como padres en el presente. Surgieron
expresiones como “lo que yo no tuve, ahora quiero dárselo”, “lo que yo no pude ser, ahora
quiero apoyarlo para que él/ ella lo sea”, “antes yo no podía elegir y opinar, ahora ellos sí”,
“antes el mercado era más reducido, ahora hay mucho por escoger”, entre otras que se
mencionarán.
Pero, ¿qué me revelaban estas constantes comparaciones entre las formas de crianza
de las infancias del pasado y las de hoy? La insistencia de los padres en el contraste
generacional me indicaba, por un lado, que algunos de estos padres reconocían el valor de
sus recuerdos sobre la crianza familiar como recursos que podían utilizar en el presente para
su propio desempeño como padres; otros, en cambio, evocaban estos recuerdos para
comprender por qué habían decidido distanciarse y diferenciarse radicalmente de cómo sus
padres los educaron y criaron a ellos. Algunos experimentaban una especie de “añoranza”
por algunas de las prácticas de crianza, pero eran críticos con otras e intentaban evaluar cuáles
de estas podían adoptar y cuáles no. En general, las entrevistas revelaron que los padres de
los veintiún niños y niñas protagonistas tuvieron experiencias diferentes de crianza durante
su infancia y a partir de ellas, construyeron unos principios sobre el deber ser de la crianza
en su presente como padres. Algunos recordaron estos tiempos de infancia con alegría y
nostalgia, otros con tristeza y enfado.
El trabajar etnográficamente con memorias de infancia supone que sus protagonistas
ya han hecho un trabajo de reelaboración de sus recuerdos. Es posible pensar que muchas de
sus reflexiones actuales como adultos - padres sobre sus experiencias infantiles y familiares,
ya estén atravesadas por un conjunto de valoraciones construidas a lo largo de toda su vida,
que les permiten en su presente hacer nuevas interpretaciones de su pasado infantil. Las
historias que ellos me contaron eran la síntesis de experiencias, representaciones,
conocimientos y emociones, tanto pasadas como presentes. Pretender que fueran relatos
‘transparentes’ de sus infancias, resultaría problemático, lo que no significaba que no fueran
en sí mismos valiosos para conocer cómo ellos construyeron unos principios sobre la crianza
de sus hijos, a partir de las interpretaciones que hicieron de su pasado familiar. En este
sentido, más que unas preocupaciones concretas por la objetividad de estos recuerdos de
257
infancia, me interesó comprender de qué manera los padres los hicieron propios, como una
forma de dar legitimidad, autoridad y sostener sus decisiones con respecto a la crianza de sus
hijos o convertirlos en modelos ejemplarizantes para el comportamiento de los niños con
respecto al ámbito del consumo.
Así, muy a pesar de lo hegemónicos que puedan ser algunos regímenes discursivos
occidentales sobre los ideales de la buena infancia y la buena crianza, en la vida práctica,
existen múltiples formas y decisiones sobre la crianza de los niños que se cruzan y son
producto no solo de las particularidades económicas, sociales y culturales actuales de cada
familia (Geyger, Vandenbroeck, Roets 2014, 489), sino también de las experiencias
subjetivas de cada padre/ madre y su pasado infantil/ familiar. En este caso, a pesar de que
los padres tenían unas características demográficas que coincidían, pues la mayoría estaba
entre los 35 - 45 años, es decir, fueron niños y niñas a finales de la década de los setenta y
algunos otros, durante la década de los ochenta, cuando ya existía en el país un mercado
amplio e infantilizado dirigido a los niños; todos se narraron como pertenecientes a la
denominada clase media bogotana; la gran mayoría eran profesionales que se desempeñaban
en labores comerciales, docentes, empresariales o como funcionarios públicos y, además,
tenían a sus hijos matriculados en el mismo colegio privado de Bogotá, los registros de las
entrevistas evidenciaron que las experiencias de infancia y crianza del pasado de estos padres,
así como su interpretación o valoración de estas en el presente, eran un factor diferencial e
importante al momento de tomar decisiones sobre la crianza actual de sus hijos.
En el marco de estas entrevistas percibí cómo la reflexión de los padres sobre las
diferencias generacionales en sus propias crianzas se constituyó en uno de los elementos
importantes para analizar cómo las familias de los niños les otorgaban un peso diferencial a
las prácticas económicas y de consumo en la construcción de las relaciones de
interdependencia y a sus roles en la familia. Aunque no se pueda de ningún modo generalizar
para el conjunto de todas las familias, identifiqué tres aspectos comunes en varias entrevistas,
en las que el contraste generacional fue fundamental para comprender las conexiones entre
prácticas económicas y formas de crianza: las diferencias generacionales entre la crianza
material y la crianza emocional; las prácticas de consumo familiares como expresiones de
ascenso económico familiar y generacional y la redefinición del estatus del niño en la familia
como partícipe en las decisiones de consumo domésticas y propias.
258
Sobre el primer asunto, varios padres hicieron constantes diferenciaciones de su
propia infancia con respecto a la de sus hijos y al peso que tenía en cada caso lo que he
denominado crianza material y crianza emocional. Sus recuerdos mostraban el peso que
tenían sus experiencias de infancia en las decisiones actuales sobre la crianza de sus hijos.
Estas entrevistas dieron cuenta de cómo “las infancias del pasado se activan en el presente,
y los valores de la infancia en los adultos dan forma a las prácticas parentales” (Martens,
Southerton y Sott 2004, 155 - 182). Por ejemplo, la madre de Natalia (11 años) señalaba en
la entrevista:
De pronto, mi mamá la forma de expresar era comprando algo, o normalmente siempre íbamos
a pasear, digamos que era la forma, ellos llenaban más la parte material, pero de pronto decir
que ya nos abrazaba y que ella era cariñosa, no, realmente no. Ahora sí, uno con los niños,
ahora puede llegar a acuerdos. Digamos que en mi época de pequeñita era o era, o sea yo no
podía negociar nada con mi mamá. Nosotros no podíamos decir nada, tomar decisiones,
realmente lo mismo que cortarnos el cabello que yo recuerde nunca, de pintarme las uñas
nunca, nada de maquillaje. Mi hermana y yo fuimos criadas muy como era en la época. Nos
vestían igual, a pesar de que no somos gemelas. En esa época, por ejemplo, en Halloween mi
mamá siempre nos disfrazada de campesina o gitana porque no había más, eran las dos
opciones. Mi mamita siempre nos compraba lo necesario, tampoco mucho, ni muy poquito.
Para Navidad siempre era el juguete y la ropa, siempre fue así y nos acostumbraron así, el
juguete y la ropa, pero la ropa era en Navidad y cumpleaños y pare de contar. Ahora ya piden
cada ocho días algo y uno les compra mucho más seguido. Se puede comprar. (Entrevista
mamá de Natalia, docente de preescolar, Bogotá, noviembre de 2018).
Un comentario que fue constante en la mayoría de los padres y madres que entrevisté,
como en este caso, fue la impresión de que, a diferencia de su pasado infantil, el mercado
contemporáneo ofrece actualmente mucha más variedad en términos de productos y servicios
para los niños. Aunque para las décadas de los setenta y ochenta, época en que estos padres
fueron niños, ya había registro en el país de un mercado de productos y servicios infantiles
en expansión, fue interesante encontrar que, a criterio de muchos padres, esto resultaba ser
apenas un horizonte de deseo. Si bien ninguno de ellos expresó que hubieran tenido
situaciones de pobreza o necesidad extrema, sí argumentaron que los consumos infantiles
fueron limitados y menos frecuentes. Esto marcaba una diferencia generacional en términos
de las prácticas de crianza y de la importancia que tenía el consumo en sus vidas como niños,
a diferencia de sus hijos. Como lo planteaba la madre de Natalia “ahora ya piden cada ocho
días algo”, una expresión que esboza la percepción de intensificación de las demandas y
expectativas de consumo de sus hijos.
259
Prácticamente todos los padres entrevistados argumentaron haber experimentado
infancias económicamente mucho más retadoras que las de sus hijos. La gran mayoría
crecieron en el campo, en municipios cercanos a Bogotá y, algunos otros, en barrios
populares de estratos socioeconómicos medios - bajos. También se señaló que el sustento
económico del hogar generalmente era competencia de uno de los padres, por lo que el
consumo doméstico era mucho más limitado, a lo que se sumaba un número mayor de niños
por familia, entonces cualquier inversión debía distribuirse entre varios hermanos.
Estos padres reconocieron que, de una generación a otra, se podía percibir un cambio
rápido en los ritmos de los consumos domésticos e infantiles (Evans y Chandler 2006, 1), así
como en las posibilidades de acceso a los mismos. Dar mayor importancia a los consumos
infantiles, y no solo a los domésticos, era interpretado por estas familias como una muestra
de sensibilidad generacional diferente hacia los niños, así como una expresión de ascenso
económico familiar, pues a diferencia de sus padres, ellos ya no solo invertían en los gastos
familiares urgentes, sino que podían permitirse materializar los deseos infantiles, aunque no
fueran tan urgentes o necesarios. Por ello, cuando la madre de Natalia, mencionó que de niña
solo le compraban lo “necesario, ni mucho, ni muy poco” y era capaz de recordar la diferencia
de los consumos, de acuerdo a cada fecha especial (ropa en cumpleaños y juguetes en
navidad), estaba realizando un ejercicio de contraste con las prácticas de consumo de sus
hijos que, desde su percepción, eran más frecuentes. Esta comparación se constituía en un
ejercicio de reelaboración actual de sus recuerdos que también le admitía construir una
narrativa sobre el consumo de “antes” vs. el de “ahora” e invocar autoridad moral como
madre. No solo se reconocía a ella misma como alguien que experimentó una infancia más
modesta que la de sus hijos, sino que también se presentaba como una madre contemporánea
distinta a sus padres que, al otorgarle un mayor valor al consumo en la vida de sus hijos, era
capaz de darles un estatus diferente como miembros de la familia y proponerles otro tipo de
relación.
Fue reiterativa al mencionar que, a diferencia de sus propios hijos, ella nunca pudo
opinar, decidir y elegir sobre el consumo doméstico, ni siquiera sobre lo que estimaba eran
asuntos de carácter privado como hacerse un corte de cabello. Aunque esto podía estar más
relacionado con las formas de autoridad de sus padres y menos con las posibilidades de
consumo familiar, su conexión entre consumo - autoridad resulta interesante, pues se
260
desprende una reflexión sobre el lugar que ocupaba de niña en su familia, más trazado desde
el discurso moderno, pues se esperaba de ella, sobre todo, obediencia infantil frente a las
decisiones adultas. Cercano a esta última reflexión, se encontraba el testimonio del padre de
Manolo (9 años), quien señalaba:
Nosotros no podíamos opinar qué queríamos, ni siquiera para vestirnos. Eso fue ya cuando
nosotros nos graduamos que uno empezó a decir yo quiero esta ropa, como en décimo y once.
Antes uno ni siquiera podía exigir un corte de cabello. Mi papá era tan estricto que la primera
vez que yo decidí cortarme el cabello sin la supervisión de él, me mandó a cortar el cabello a
su forma. Entonces era todo muy limitado con respecto a los gustos de uno, ellos lo formaban
de acuerdo a lo que ellos pensaban que debía ser. Mi papá es una persona muy seca, él tenía
sus formas de expresar su cariño, por ejemplo, para él que nosotros estudiáramos siempre fue
lo más importante, entonces él invertía en eso. Entonces si en esa época se pedían libros,
entonces él nos daba los mejores libros, entonces éramos de los pocos compañeros que
teníamos los libros del colegio, entonces era la forma de expresar eso y en la comida. Entonces
él nos compraba de lo que tuviera con su dinero y nos compraba lo mejor de cada comida. Mi
mamá era más cariñosa, siempre fue más afectuosa, pero, sin embargo, ambos eran muy
estrictos, ambos eran profesores. Entonces digamos que hay cosas que siempre conservo de la
casa, lo que trato de evitar es, por ejemplo, el autoritarismo que tenía mi papá, que lo que yo
diga y punto. A mí me ofendía mucho cuando mi papá decía así porque igual era el que
aportaba, entonces yo siempre hago esta reflexión y les doy con el ejemplo muchas cosas de
las que nosotros vivíamos porque las condiciones no eran tan buenas como las que tenemos
ahora. (Entrevista papá de Manolo, profesor colegio público, Bogotá, noviembre 2018).
El papá de Manolo (9 años), igual que la madre de Natalia (11 años) reflexionó sobre
cómo la forma en que sus padres “expresaban el cariño” estaba más trazado por el discurso
de la crianza moderna, en el que el peso estaba más del lado de la crianza material, que de
la emocional. Invertir en comida, viajes familiares o en libros escolares, como lo presentaban
en sus testimonios, fue leído por ambos padres como la forma en que sus familias
demostraron el compromiso parental con la crianza de ellos y de sus hermanos. En un
segundo nivel, quedaron otro tipo de expresiones más de carácter emocional, como los
abrazos, besos o las manifestaciones verbales de afecto y reconocimiento. En el caso del
padre de Manolo, el hecho de que en su pasado familiar hubo unas condiciones económicas
menos estables y había una estructura más patriarcal, pues su padre era el principal proveedor
de la familia, le otorgaba a este una mayor autoridad en la toma de decisiones sobre los
consumos de sus hijos.
Varios padres entrevistados coincidieron en afirmar que las posibilidades económicas
y de consumo de su época estaban, de alguna manera, conectadas con el hecho de no haber
podido ni opinar, ni decidir cuando eran niños. El padre de Manolo lo relacionaba con una
forma concreta de comprender las relaciones con sus propios padres, caracterizadas
261
mayormente por la dependencia económica infantil, una autoridad paterna que se expresaba
en cualquier ámbito de la vida doméstica y una subsecuente, obediencia infantil. Parte de sus
decisiones actuales como padre sobre la crianza de Manolo estaban atravesadas por mediar
entre lo que “podía conservar de su casa”, es decir, de su pasado como niño - hijo, pero tratar
de “evitar el autoritarismo”, en su actual rol como padre.
De este modo, ambos reflexionaron cómo parte del ejercicio de ser padre/ madre en
el presente consistía en comenzar a “tomar distancia de otras generaciones de padres”
(Vergara del Solar, Sepúlveda y Chávez 2018, 7) y de unas formas de crianza más
conservadoras pensadas desde el discurso moderno, en las que sus familias otorgaron mayor
peso a la crianza material y menos a la emocional. Esto se expresó en unas relaciones más
verticales, en las que se esperaba de los niños, sobre todo actitudes de obediencia, sumisión
y pasividad.
Tal como lo planteé al inicio del capítulo, la crianza vista tanto desde el discurso
moderno como del contemporáneo propende a la seguridad material de los niños para
garantizar su subsistencia, desarrollo y crecimiento, pues se reconoce que “el futuro infantil
depende de las acciones que sus padres tengan en el presente” (Kremer y Fatigante 2015, 67).
La diferencia radica más en cuál es el sentido que las familias le otorgan al hecho de invertir
económicamente en los niños y cuál es el papel que estos últimos tienen en este proyecto de
inversión familiar. Desde el discurso moderno los niños son comprendidos como seres
“futuros” y “potenciales”, y por ello, en las prácticas de crianza la consideración es responder
fundamentalmente por la crianza material. En los padres recae toda la responsabilidad y son
ellos los que “saben” y “conocen” los mejores caminos para educar y criar a sus hijos.
El ideal de la buena crianza contemporánea se diferencia de esta postura en tanto,
plantea que los niños son “seres del presente” por lo que el sentido de invertir
económicamente en ellos no radica exclusivamente en su potencialidad, sino en su
reconocimiento como sujetos de hoy. El peso que adquiere la crianza emocional en el
discurso contemporáneo les reconoce su lugar como miembros actuales de la familia y la
necesidad de opinar, decidir y elegir sobre el proyecto familiar de inversión en sus propias
vidas. Los testimonios de estos dos padres entrevistados revelaron justamente un cambio de
sensibilidad generacional sobre la posibilidad de que sus hijos, a diferencia de ellos, pudieran
participar en las decisiones sobre los consumos domésticos y en el proceso de inversión de
262
sus propias crianzas. Sin embargo, como se verá esto también les representaba a las familias
retos sobre los límites y las posibilidades de participación de los niños en estas decisiones.
Los padres entrevistados constantemente se encontraban en un proceso de aprendizaje
sobre este ideal y sobre la reformulación de las pautas de relación con sus hijos: cómo
hablarles, cómo tratarlos, qué permitirles y qué no, sobre qué asuntos podían opinar o cuáles
eran de competencia adulta. En estos casos, las preguntas que comenzaban a surgir eran:
cómo mantener la autoridad parental, al tiempo, que se les reconociera a sus hijos un lugar
activo en la familia; cómo lograr mediar entre los valores propuestos por las formas de
crianza del pasado, en la que la mayoría de ellos crecieron, con las ideas propuestas por el
ideal de la buena crianza contemporánea. Una cuestión recurrente en las entrevistas con los
padres era la sensación de que los niños no reconocían muchas veces el valor de las cosas
que se les compraban, no eran conscientes de los esfuerzos económicos de sus familias o no
aprovechaban, a criterio de sus padres, suficientemente las oportunidades de acceso
económico o de consumo que se les brindaban.
Varios padres y madres me comentaron que utilizaban sus propias experiencias y
recuerdos de infancia como recursos retóricos morales para enseñarles en el presente a sus
hijos a “agradecer”, a “ser conscientes” de lo que tenían y a comprender el esfuerzo que
hacían como padres para otorgarles bienestar material y económico. Por ejemplo, el padre de
María (9 años) expresó que la niña constantemente le reclamaba porque siempre le daba jugo
de naranja o colada de Maizena al desayuno, ante lo cual él acudía a sus recuerdos de infancia
para argumentarle por qué debía ser agradecida con las posibilidades de consumo actuales.
Al momento de la entrevista, me confesó que no era fácil convencer a María por vía del
diálogo y de la argumentación como lo propone el ideal de la buena crianza contemporánea.
Muchas veces estaba tentado a retomar algunas de las prácticas propias de la crianza
moderna como, por ejemplo, no darle a María la oportunidad de opinar o sencillamente no
darle explicación sobre sus decisiones como padre. “Cuando me pregunta algo y yo le
respondo: “porque sí”, ella me dice: “porque sí no es una respuesta” y me dice: “no, me tienes
que decir por qué”. Entonces le toca a uno tener el argumento para poderle soportar eso”,
contó. María también ha comprendido durante sus nueve años de crianza que puede esperar
de sus padres otro tipo de relación y por ello, exigía argumentos sobre las decisiones
familiares en relación a sus consumos como niña. De ahí, que sus padres tuvieran que acudir
263
a todo tipo de argumentos, entre ellos, los que involucraban sus propios recuerdos de infancia
y las diferencias generaciones sobre el consumo:
Yo le decía: María cuando yo era niño solamente era chocolate con pan o chocolate con pan,
no había más. No nos daban opciones de que si queríamos milo o café. A mí solamente me
daban huevo cuando cumplía años. Y me pregunta: ¿cómo así es que no existían los huevos?
Entonces yo le respondo: sí existían, pero eran muy caros, entonces no se podía consumir huevo
todos los días como ahora. Hoy, cualquiera puede consumir huevo. A través de eso es que le
hemos dado el ejemplo de lo que ahora ella puede disfrutar y el antes de uno. Entonces, se le
enseña a valorar lo que ella puede consumir no solamente en el desayuno. Entonces, así como
que uno la va educando con estos ejemplos de cuando uno era niño. (Entrevista padre de
María (9 años), comerciante independiente, Bogotá, noviembre de 2018).
También los padres de Isabel (9 años) plantearon que constantemente tenían tensiones
con la niña cuando se iba a comprar ropa. Cuando esto ocurría, inmediatamente acudían a su
“propio testimonio” de infancia para educarla. Fue interesante encontrar en la entrevista la
reflexión en torno de las ansiedades parentales contemporáneas sobre qué tanta autonomía o
no darles a sus hijos sobre sus propias crianzas; cómo no ‘caer’ en la sobre indulgencia o el
exceso de consentimiento a través del consumo y qué tanto debían dejarse llevar por el
argumento del “lo que yo no tuve, ahora quiero dárselo”.
Como lo señalé inicialmente, el ideal de la buena crianza contemporánea al poner
mucho más peso en la crianza emocional y su estrecha relación con el mercado, hace que
cualquier producto o “actividad en la que los niños participen se definan como relevantes
para su educación y desarrollo” (Zeiher 2001, 51). Esto dificulta que los padres puedan
decidir cuáles son los consumos necesarios, de los innecesarios, qué es fundamental para la
crianza y qué no. En la siguiente entrevista se presentan algunas de estas disyuntivas para los
padres de Isabel, así como su estrategia de usar los recuerdos de infancia como un recurso de
educación moral para la niña:
Papá: la diferencia es abismal, porque nosotros era lo que los papás decían, lo que ellos
compraran y lo que se podía. En esa época era para todos, entonces uno no podía decir “es que
yo no quiero este jean o quiero una camiseta de esta manera”. Entonces mi papá era el que
llegaba con las cosas y eso era lo que uno se ponía y ya, en cambio, con Isa no es así, más bien
hace unos añitos peleamos con ella cuando teníamos que ir a comprar ropa y yo le decía: oye,
tienes que ser agradecida, en nuestra época era lo que nos traían y ya, que era una vez en el año
y ya, en cambio, mira ahora te estamos comprando ropa y la mami está que pelea contigo
porque tú no te quieres medir las cosas o no te quieres poner esto. Yo le decía, en mi época,
uno no podía ir en un jean day porque no tenía ropa, entonces uno mejor se quedaba en la casa
haciendo otras cosas. Mamá: yo soy una hija única que no es parecido a los otros hijos únicos
que tienen todo, porque yo era una hija única que tenía necesidades, porque mis papás tenían
muchas necesidades. Entonces mis papás, por ejemplo, no me compraban juguetes. Los regalos
264
de Navidad eran ropa. Ellos se esforzaban muchísimo para comprarme abrigos, unos buenos
zapatos y uno valoraba eso impresionantemente y de vez en cuando algún tío me regalaba algún
muñeco y eso era la gran felicidad. Entonces yo aprendí a vivir con muy poquitas cosas y no
con mucho consumismo. Eso ha ayudado a que nosotros nos complementemos y que le demos
un testimonio de vida a Isabel. Siempre le inculcamos a que valore lo que tiene. Entonces ese
es el contraste, un poco por las necesidades que nosotros tuvimos, creo que a veces vivimos en
la época en la que los papás dicen: “yo le quiero dar lo que yo nunca tuve”. En algunos
momentos decimos sí, por ejemplo, con el hecho de salir a un buen restaurante y decimos,
bueno, rico que ella viva eso porque nuestra infancia no se pudo, pero en cuestiones de compras
no, porque no queremos. (Entrevistas papás Isabel (9 años). Madre psicóloga y padre
docente de bachillerato colegio público, Bogotá, noviembre 2018).
Hasta el momento he mencionado cómo los padres protagonistas traen al presente los
recuerdos de sus propias infancias y las maneras en que las generaciones de sus padres o
abuelos los criaron para reflexionar y tomar decisiones sobre sus roles y desempeños como
padres contemporáneos. Sin embargo, tal como lo afirmó en su momento la antropóloga
norteamericana Margaret Mead (1970) las diferencias generacionales no solo se hacen
evidentes cuando surge un distanciamiento con las formas de crianza o los modelos de
comportamiento de las generaciones pasadas. La “cultura cofigurativa” también se presenta
como un modelo en el que los compañeros o pares “reemplazan más que nunca a los padres
como los modelos significativos de comportamiento” (Mead 1970, 51).
En las entrevistas se hizo también evidente que muchos padres y madres utilizaban el
recurso de la comparación con sus propios amigos o familiares cercanos, como estrategia
para evaluar sus propios desempeños parentales, contrastar pautas de crianza con otros padres
de la misma generación y, también valorar estas actuaciones. Cada familia “tiene unas
prioridades que se derivan, en parte, de los entendimientos locales sobre lo que es normal y
lo que es bueno (…) Ciertamente, apenas hay una empresa que pueda ser juzgada por otros
como lo es la crianza de los hijos” (Pugh 2004, 236). Así, las familias de los niños
protagonistas contantemente hicieron contrastes entre el peso que ellos, a diferencia de otros
padres, le daban a la crianza material, la importancia que se le concedía al consumo en la
vida de los hijos de sus pares, así como los límites que otras familias les planteaban o no a
los niños sobre las decisiones de consumo domésticas e infantiles.
Por ejemplo, la madre de Julia (11 años) me contó cómo, cuando llevaban a la niña a
fiestas infantiles, diferenciaba entre cómo ella vestía a su hija y cómo lo hacían las demás
mamás: “las visten como grandes. Con blusas cortas y esas cosas que a nosotros no… Ellas
(Julia y su hermana) escogen su ropa, pero de niñas todavía. Digamos que uno sí ve que ellas
265
son el reflejo de lo que uno les haya inculcado. Qué día estuvimos con unos amigos y sus
hijos y sí se nota cómo cada quien los viste”. En el caso de esta madre había de fondo una
valoración moral sobre el modo en que otros padres vestían a sus hijas que, a su criterio, no
correspondía con la forma ‘adecuada’ de vestirlas como niñas. Había también unos supuestos
sobre cómo debía “verse” una niña y cómo la elección incorrecta de la ropa por parte de sus
padres podía arriesgar esta apariencia moderna infantil. Su reflexión era que los hijos
aprenden y, en sus propios términos, “son el reflejo” de las decisiones de consumo de sus
padres y de los límites que estos le den.
Por su parte, el padre de Andrés (11 años) señalaba que en Navidad se reunía con sus
hermanos y familiares más cercanos para la entrega de los regalos a todos los niños de la
familia. En muchas ocasiones, esta celebración se convirtió en una oportunidad para
enseñarles a sus hijos a valorar y a tener límites sobre sus posibilidades de consumo:
Obviamente los regalos que los papás les dan a sus hijos no son iguales y a veces hay
situaciones cuando se abren los regalos y es importante que mis hijos vean las diferencias
porque ellos no son los que tienen los mejores regalos, no porque no podamos, sino porque
creemos que también hay otras cosas importantes. No creas, eso también genera cierta
competencia y ellos aprenden que no siempre pueden tener lo que ellos quieren. (Entrevista
padre de Andrés, docente universitario, Bogotá, diciembre de 2018).
Para otros padres, el ejercicio de comparación con su grupo de pares también era la
forma de “autorregularse”, ponerse límites al momento de desear satisfacer todas las
solicitudes de consumo de sus hijos y aprender a ponderar qué inversiones económicas eran
más importantes en el proceso de la crianza. En la entrevista con el padre de Tomás (11 años),
este afirmó que aprender a “autorregularse” no era tarea fácil, más cuando todo el tiempo
estaban presentes sus memorias de infancia y con ellas, llegaban a la mente las limitaciones
materiales que tuvo como niño. Por ello, muchas veces quería darles todo a sus hijos, pero
también ponerles límites y fijar su autoridad como padre. Reconocía que “Tomás y su
hermano le daban tres vueltas” y era su esposa quien le recordaba constantemente ser más
moderado como padre en términos de consumo. Además, agregaba:
El consumo es un tema delicado porque uno se puede reventar financieramente para poder
complacer a sus hijos y nosotros hemos procurado darle buenas cosas, pero no hacemos cosas
exageradas, así lo podamos hacer. En determinado momento, para dar un ejemplo sencillo, por
ejemplo, un juguete de $100.000 para nosotros es normal, pero un juguete de un $1.000.000
no tanto, o de ahí para arriba. Conocemos personas que tienen menores condiciones que
nosotros y les dan a sus hijos ese tipo de regalos, que nosotros decimos no, porque hay
266
prioridades en la vida y uno no debe caer en ese error. (Entrevista padre de Tomás (11 años),
empleado de empresa logística, Bogotá, noviembre de 2018).
De estos dos últimos testimonios se desprende una idea muy interesante y es que
también los padres deben aprender la tarea de la “autorregulación”. No basta con enseñarles
a los niños a controlar sus impulsos y sus deseos, si los padres no saben hacerlo con ellos
mismos. Tal como me lo expresó el padre de Tomás, sus dos hijos lo ponían en situaciones
difíciles, en los que él deseaba complacerlos con todas sus solicitudes de consumo, pero temía
que esto terminara por provocar un daño moral en el proceso de crianza. Al parecer, la tarea
de autorregulación parental con el consumo de los hijos nunca está finalizada, es constante.
Los padres pueden encontrarse en situaciones que los ubican, una y otra vez, con la tentación
de conceder a sus hijos todo lo que desean. Cualquier descuido, puede ser motivo de
corrosión moral. Por ejemplo, decidir no comprar los juguetes más caros, aunque “pudieran
hacerlo” en términos económicos, como afirmaron ambos padres, era una decisión, sobre
todo, de índole moral. No es claro en ninguno de los dos casos, cuáles son los límites o la
escala de valor monetario que estos tienen en mente para saber qué tipo de juguetes pueden
permitirse comprar a sus hijos, ni tampoco cuáles son aquellas “otras cosas más importantes”
o “prioridades en la vida” con las que comparan los juguetes y que deben aprender sus niños
y ellos como padres.
En realidad, son decisiones que tienen como propósito ponerse límites subjetivos a sí
mismos para no caer en “errores”, pero que, en conjunto, son el resultado de una moralidad
confusa que es construida por los padres a diario y con cada situación a la que se enfrentan.
Esta moralidad confusa, a la vez, es transmitida a los niños y las niñas, para quienes, como
argumentaré en el siguiente apartado, tampoco son claros cuáles son los principios que guían
las decisiones y acciones de sus padres sobre el consumo en su proceso de crianza. Esto no
significa, que los padres no se esmeren en intentar estructurar, delimitar y trazar para sí
mismos estos principios, con los cuales pretenden dar legitimidad, justificar y autorizar sus
decisiones frente a sus hijos.
Como los casos hasta ahora mencionados, las otras familias de los niños protagonistas
constantemente me expresaron en las conversaciones una serie de principios morales para
“autorregularse” y evaluar sus desempeños como padres en función del consumo. Estos no
se pueden generalizar al conjunto de las familias, ni tampoco son utilizados en su totalidad
267
en cada caso, pero resultan interesantes para comprender cuáles son los “errores” que, a
criterio de los padres, se deben evitar en el proceso de crianza. Algunos que se pudieron
identificar son: 1) no dejarse llevar por todas las solicitudes de consumo de los hijos.
Entender como padres que hay límites económicos/ morales sobre ciertos tipos de consumo;
2) enseñarles por vía del ejemplo a los niños el valor e importancia de sus consumos infantiles
en términos de esfuerzo/ trabajo/ tiempo/ dinero invertido por los padres 3) permitir que los
niños opinen sobre ciertos consumos (propios y domésticos), pero que sus opiniones no
pongan en riesgo la autoridad, ni las decisiones familiares. Es decir, diferenciar muy bien
cuándo los niños solo pueden opinar vs. las decisiones exclusivamente de los adultos; 4)
aprender a regular horarios/ rutinas/ espacios de las prácticas de consumo infantiles 5) llegar
a acuerdos parentales y familiares sobre lo que los niños “necesitan” vs. lo “opcional” 6)
tener unos mínimos consensos entre padres/ familiares sobre los tiempos/ edades/ momentos
de la vida infantil en que los niños pueden llevar a cabo ciertas prácticas de consumo
específicas, por ejemplo, edades para manejar tecnología, salir a comprar solos, elegir su
propia ropa o manejar dinero; 7) no exceder las posibilidades económicas familiares para
complacer consumos infantiles, en detrimento de otros gastos más urgentes y 8) tratar de
equilibrar entre las manifestaciones de afecto por vía de lo material vs. las afectivas (verbales/
corporales). Estos se presentan como pautas para orientar y evaluar el desempeño como
padres en función del consumo; sin embargo, las escalas de ponderación de su cumplimiento
no son tan claras, probablemente porque su valoración es subjetiva y flexible, según sea la
situación concreta y el contexto de cada familia.
Los casos y reflexiones presentados en este primer apartado dieron cuenta de cómo
los padres de los niños protagonistas de esta investigación apelaron a sus propios recuerdos
de infancia, así como a la comparación con las prácticas económicas y de consumo de otros
padres contemporáneos como recursos para: dar cuenta del avance económico familiar;
mostrar un cambio de sensibilidad generacional sobre la infancia como etapa de la vida;
educar moralmente a los niños en el ámbito del consumo a través de su propia experiencia;
evaluar sus desempeños actuales como padres y para orientarse en el mundo de la crianza.
Se observó cómo a pesar de ser familias con ciertas similitudes demográficas, el pasado
infantil y familiar de cada uno de los padres se constituía en una variable fundamental para
comprender las diferencias generacionales en relación al peso que las familias, tanto del
268
pasado, como del presente, le otorgan a lo que he denominado como las formas de crianza
material y emocional.
También señalé que el ideal de la buena crianza no es un objetivo fácil de alcanzar,
ni de sostener para las familias protagonistas. Este ideal constantemente se cruza y entra en
tensión con las prácticas de crianza y con las ideas de infancia que están más ancladas desde
el discurso moderno. Las familias se encuentran en un trabajo permanente de redefinición de
su propia experiencia de crianza infantil, en términos de cuál es el peso que le otorgarán a las
prácticas de consumo en la vida de sus hijos; qué lugar les darán a los niños en este ámbito;
cuál es el valor que darán a la crianza material y la emocional en sus propias prácticas y de
qué asuntos se diferenciarán y distanciarán de las generaciones anteriores o de otros padres
contemporáneos. Pero, ¿qué opinan los niños y niñas de estas familias sobre estas diferencias
generacionales y sobre las disposiciones de sus padres sobre las prácticas de consumo
domésticas e infantiles? En el siguiente apartado presentaré algunas reflexiones de los niños
protagonistas.
• ¡Somos una nueva generación! Consumo en la experiencia de infancia y crianza
Durante mi trabajo de campo en el colegio (2018), Mariana (8 años) de tercer grado
se convirtió en una de mis compañeras más constantes en los recreos escolares. Cada vez que
nos encontramos, conversamos sobre nuestras vidas. En una ocasión, me presentó a sus
mejores amigas y me mostró las manillas que intercambiaron como símbolos de amistad.
Mariana me hablaba de muchos temas: de que era una niña pequeñita en estatura porque fue
prematura, de sus clases de ballet, de su programa de TV favorito “La ratoncita bailarina”,
de sus vacaciones en la finca de sus abuelos, de su fascinación por las empanadas que vendían
en la cafetería escolar y por unas muñequitas que “escupen, lloran, hacen chichi y traen
teteritos”. Pero también a Mariana le gustaba hablarme de sus papás, sobre todo de su madre,
pues con ella compartía a diario. Su papá se casó de nuevo y vivía en otra ciudad. Lo veía
poco.
Una tarde, mientras me encontraba en el auditorio del colegio observando a los niños
de tercer grado, preparando sus bailes y presentaciones para “El día de la Familia”, Mariana
se acercó. Esta vez, estaba seria y algo preocupada. Su madre tenía dificultades en el trabajo
y ella estaba inquieta por su estado de ánimo. Me contó que “no le estaban pagando bien”,
269
que “ya sacaron como a 15” y “que no tenía buenos amigos en el trabajo”. Aunque me
comentó que sus abuelos y tíos le ayudaban a su madre con los gastos de su pensión escolar
y de la academia de ballet, en la que estaba inscrita, manifestaba que su mamá constantemente
se enojaba porque su papá no contribuía con los gastos. “Mi papá no le ayuda con los gastos
y mi mamá lo demandó”. Y tú, ¿qué opinas de eso?, le pregunté. “Yo le digo: mamá para qué
lo vas a demandar, si yo tengo dinero en la alcancía”. Me contó, además, que sus ahorros los
quería distribuir, la mitad para comprarse una muñeca de aquellas que tanto le gustaban y la
otra para su mamá: “porque ella necesitaba más cosas”, “quiero darle la mitad para que se
compre ropa. Ella solo tiene ropa de trabajo y cosas negras”, me decía la niña.
Tal como lo mostré en los capítulos anteriores, niños y niñas como Mariana
demuestran conocer de cerca las situaciones económicas de sus hogares y buscar la manera
de ayudar con los gastos, ya sea con sus ahorros o con el dinero obtenido por vía de trabajos,
emprendimientos escolares o estrategias de rebusque económico propios. La idea del
discurso moderno sobre la necesidad de proteger la “inocencia” infantil, procurando
mantener alejados a los niños de los “asuntos adultos” contrasta con historias como la de
Mariana y la de otros niños de esta investigación, que me demostraron ser participantes
activos y, en diferentes grados, de las decisiones económicas de sus familias. Pero, además,
casos como el Mariana también plantean una cuestión interesante al momento de analizar las
relaciones de interdependencia de adultos y niños y el lugar que ocupan las prácticas
económicas en los procesos de crianza infantil: las opiniones de los niños con respecto a los
consumos domésticos, parentales y sus propios consumos.
Cuando Mariana expresó la posibilidad de decidir el destino de gasto de sus propios
ahorros, entre una muñeca y nueva ropa para su madre se comprendió a sí misma como un
sujeto con posibilidad de opinión y participación en sus propios consumos y los de su familia.
Mientras en el apartado anterior, los padres entrevistados coincidieron en recordar unas
formas de crianza más pensadas desde el discurso moderno en las que ellos como niños
tuvieron poca participación y posibilidades de elegir, decidir y opinar sobre las prácticas
económicas familiares, testimonios de niños y niñas contemporáneos como Mariana dan
cuenta cómo muchas de las familias protagonistas de esta investigación han decidido
otorgarles a estos niños un lugar diferente en sus hogares y hacerlos más partícipes de sus
270
propios procesos de crianza. Esto se expresa, en parte, en su posibilidad de tomar algunas
decisiones sobre el consumo propio y el de sus padres.
Imagen 26: “Niños y niñas durante el trabajo de campo”. Bogotá, 2018.
Esto no significa, como también lo he planteado previamente, que los niños como
cualquier otro sujeto social no deban enfrentarse a las limitaciones, controles y regulaciones
definidas por los adultos. Es importante seguir reevaluando aquellas ideas generalizantes
sobre los niños contemporáneos como “consumidores liberados” y con ello, unas relaciones
de interdependencia de padres e hijos que están trazadas desde la completa horizontalización,
complicidad y consentimiento parental. El historiador Peter Stearns (2003) ha sugerido que
las prácticas de consumo muchas veces, más que representar una expansión de las libertades
infantiles, pueden significar una tendencia opuesta, dirigida hacia un mayor control y
supervisión de los niños con asignaciones de tareas y responsabilidades extraescolares o
juegos, juguetes y placeres que ordenan y estructuran el tiempo libre de los niños (Stearns
2003).
Incluso, muchas veces la reflexividad de los padres sobre sus propias crianzas e
infancias, más que jugar a favor de los niños, se pueden convertir en otra forma de limitación.
Como lo sugirieron los sociólogos Martens, Scott y Southerton (2004) “además de las
normativas a las que se enfrentan los niños, deben negociar con las ansiedades de infancia de
sus padres, lo cual a veces mitiga su grado de autonomía” (Martens, Scott y Southerton 2004,
270). Por ello, habría más bien que preguntarse por ambos lados del problema, es decir,
271
cuáles son los escenarios de crianza y las decisiones de consumo doméstico en las que los
niños y niñas pueden lograr de algún modo influenciar, actuar, negociar u opinar y en cuáles
se los devuelve al lugar propuesto por el discurso moderno de la infancia. Este apartado se
concentrará en tres de estos asuntos: las reflexiones de los niños sobre la importancia que
tienen las prácticas de consumo en sus propias crianzas y en su experiencia de infancia; cómo
ellos interpretan las diferencias generacionales en términos de las decisiones y las enseñanzas
de sus padres sobre sus consumos infantiles y, por último, cómo evalúan las prácticas de
consumo de sus familias.
Con respecto al primer asunto, en los encuentros etnográficos con los Grupos A y B
de niños, los participantes reflexionaron contantemente sobre el lugar que ocupaban las
prácticas de consumo en su experiencia de infancia y en su crianza como niños. Plantearon
desde una mirada crítica por qué ser niño o niña en contextos occidentales y urbanos
contemporáneos como los que ellos habitaban pasaba por una relación estrecha con el ámbito
del consumo. También señalaron que muchas veces en su vida cotidiana se cruzaban sus
propias expectativas con el consumo con las que tenían los adultos que les rodeaban.
Un asunto interesante que resultó de varias conversaciones con los niños de ambos
grupos fue su interpretación sobre las “herencias materiales familiares”. Varios manifestaron
que al ser “los niños de la familia” generalmente eran los destinatarios de varios objetos, que
padres, tíos o hermanos mayores les heredaban. Cuestionaban que por su condición de niños
muchas veces tuvieran que heredar, más que tener derecho a adquirir productos nuevos. Esto,
sobre todo, ocurría con ciertos bienes específicos como celulares o tablets que, a criterio de
los adultos, eran “demasiado costosos” para regalárselos o comprárselos, o porque
consideraban que no “tenían la suficiente edad o madurez” y no confiaban en el buen uso o
cuidado que estos les pudieran dar. Otras herencias comunes eran los disfraces que procedían
de hermanos mayores y primos, y que algunos padres no estaban dispuestos a comprar, por
creer que eran gastos “innecesarios”, “poco útiles” y “temporales”. En una de las
conversaciones con el Grupo A, cuando tenían diez años, tres niñas se refirieron a esta
situación:
Catalina: a mí me heredan mi mamá y mi papá y mis hermanos el celular. Todos los celulares
son heredados. Sofía: yo solamente he tenido un celular, un celular que es uno que tiene teclado
y ahorita tengo uno que me dio mi tía y mi mamá me dice que me va a comprar celular hasta
que tenga 15 años. Natalia: yo solamente tuve una vez un celular heredado que era de mi
hermano Nero Samsung Topic y una vez se me perdió en el colegio, y pasó como un mes y no
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lo encontraba y una vez lo encontramos y no tenía batería. Catalina: justamente hoy estábamos
hablando de eso. Mi hermana va a cambiar de celular y le va a dar el celular que ella tenía a mi
mamá y mi mamá se lo va a dar a mi papá porque ya está muy dañadito. Entonces yo le pregunté
a mi mamá que cuándo me iba a dar mi propio celular y ella me dijo: cuando tú misma te lo
puedas comprar. Ella tiene razón porque si yo quiero algo, lo tengo que hacer por mi propia
cuenta (Encuentro etnográfico, Grupo A, Bogotá, julio 2017).
Las participantes comprendían que en su posición de “niñas de la familia” tenían
menores posibilidades de ser propietarias de ciertos bienes cuando estaban nuevos. Mientras
que productos como juguetes y ropa no tienen esta misma particularidad, pues las familias
de clases medias, no se desgastan mucho en reflexionar sobre qué edad o grado de madurez
deben tener los niños para adquirirlos y usarlos, una situación diferente ocurre con objetos
como los celulares. Estos al no tener una percepción genérica como objetos infantilizados
portan, tanto para los adultos, como para los niños, unos significados diferentes sobre quiénes
merecen o no tenerlos. La demanda de objetos nuevos vs. usados tiene implícitas unas
categorías y mensajes sociales no solo para quienes los envían, sino también para quienes los
reciben (Appadurai 1986, 49); además, sirven para clasificar según roles y también portan
ideas de “inclusión o exclusión” (Douglas e Isherwood 1989, 87) en cierto tipo de decisiones
y prácticas económicas familiares.
En el contexto de la crianza familiar, los niños comienzan a reconocer y a comprender
estos mensajes sobre el lugar social que les otorgan sus padres y familiares en el ámbito del
consumo doméstico y, por tanto, como miembros de la familia. Por ello, dos de las niñas
hicieron explícitos los argumentos que les daban sus padres sobre por qué su edad y el hecho
de no trabajar y producir dinero, eran las razones que justificaban su desventaja comparativa
con los adultos, al momento de reclamar por ser los últimos eslabones de la herencia material
de la familia. Por ejemplo, Karen (10 años) me expresó que cuando se presentaban este tipo
situaciones, “se encargan de hacerme sentir chiquita, que yo sea inferior”. En estas ocasiones,
su lugar como niños y su proceso de crianza estaba más construido desde el discurso moderno
de la infancia, que desde el contemporáneo.
Lo interesante es que aun cuando los niños tenían una posición crítica sobre la práctica
familiar de heredarles objetos usados, también en otras ocasiones expresaron cómo ellos
aprendían y reproducían esta misma forma de actuar con otros niños de menor edad:
hermanos, primos y amigos. Más que una “enseñanza explícita” por parte de los padres sobre
los significados intrínsecos sobre este tipo de herencia material familiar, este puede
273
considerarse un proceso “imperceptible de aprendizaje” (Bourdieu 1973). Tomás (10 años)
afirmó que cuando entró al colegio, nació su hermano y él decidió heredarle todos sus
juguetes: “yo le dije: mami voy a dejar mis juguetes. Se los voy a dar mi hermano. Entonces,
mi hermano tiene todos mis juguetes y yo a veces juego con ellos de vez en cuando”. Por su
parte, Karen (10 años) planteó que a ella le gustaba comprar un disfraz nuevo cada
Halloween, “además a mí me gusta dárselos a mis primas pequeñas porque ellas no tienen la
capacidad económica. Entonces yo prefiero tener el beneficio que, así como yo voy a tener
la capacidad de tener y usar un disfraz también lo van a tener mis primas”. Estos dos casos
muestran cómo, acorde con lo aprendido por sus familias, los niños empiezan a diferenciarse
de otros niños “más pequeños” y, por tanto, se asignan a sí mismos otro lugar en la cadena
de la herencia y una autoridad diferencial en las relaciones intergeneracionales con los niños
más pequeños. En esos momentos ellos ya no son los destinatarios, sino los que deciden
heredar a otros.
Otro asunto interesante que resultó de las reflexiones de los niños protagonistas, fue
la conexión que hicieron entre el consumo como una condición para “vivir una verdadera
infancia”. Frente a las disposiciones de los adultos sobre el lugar del consumo en sus procesos
de crianza, los niños expresaron que muchas veces sus familias no comprendían que ciertas
prácticas de consumo eran importantes para ellos en términos de sus vivencias como niños y
niñas de una generación. Mencionaron que constantemente se encuentran con preguntas y
cuestionamientos de sus familias sobre sus gustos personales, sus deseos de compra o el uso
que quieren hacer del dinero. Muchas veces sus padres los hacían sentir como consumidores
“poco hábiles”, “ingenuos”, “inmaduros”, “no racionales” e “incapaces de decidir bien”.
Frente a estas percepciones adultas, los niños optaban o bien por demostrar que
estaban aprendiendo de las pautas de educación para el consumo planteadas por sus padres
o, en otras ocasiones, preferían hacer propias las apreciaciones que sus padres tenían sobre
ellos y usarlas a su favor. En este sentido, varios sostuvieron que parte de ser niño o niña
contemporáneo pasaba por la posibilidad de “no pensar mucho en los gastos”, “gastarse el
dinero en cosas ‘inútiles’”, “comprar y luego no usar”, “acumular cosas bonitas, aunque no
se necesiten”. Su condición de niños les permitía darse estas libertades y experimentar las
prácticas de consumo de una manera menos restringida y responsable. Parte del disfrute de
la infancia como etapa de la vida consistía para los niños en dejarse llevar por sus impulsos
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y gustos. Al fin y al cabo, era una etapa transitoria y temporal, “un recurso que se va agotando
en la medida en que se avanza y que las responsabilidades se vuelven más pesadas” (Vergara
y Chávez 2017, 116).
En varias conversaciones que tuve con los niños (Grupo A y B), durante los años
2017 y 2018, sus protagonistas hicieron reflexiones al respecto. Por ejemplo, Karen (10 años)
me decía con relación a los disfraces nuevos que tanto le gustaba tener cada Halloween, que
su papá no le prestaba “atención a esas cosas que uno tiene como niño, sino en las cosas que
son necesarias, más no en las costumbres que uno tiene como niño como el disfraz con brillos,
porque mi papá es una persona que no sale de lo que necesita. Él muy pocas cosas que me
compra no es porque uno quiere, sino que las compra porque uno las necesita”. También José
(9 años) afirmó que los adultos no deberían juzgarlos por gastar mal el dinero “porque somos
niños y tenemos derecho en hacerlo divertido”. Por su parte, Matías (9 años) sostuvo: “yo
digo que uno sí tiene derecho a gastarse (el dinero) en cosas inútiles, que uno las compra
porque son lo más uay y a los dos minutos las sale perdiendo, dañando o cualquier cosa. Y
digo que sí porque somos niños y somos chiquitos”.
En estos testimonios los niños apropiaban a su favor el discurso moderno de la
infancia y las ideas de sus padres sobre su desempeño en el ámbito de consumo. En su estatus
de “no adultos” los niños se presentaban, al menos transitoriamente, como libres de tomar
decisiones ‘responsables’ sobre las compras o el uso del dinero. Parte del discurso moderno
sobre la crianza y la infancia se sostiene en la producción de diferencias entre adultos y niños
y, por tanto, en la distribución de competencias y responsabilidades para cada grupo social.
“La noción de responsabilidad emerge como una variable clave en la definición de la infancia
moderna y la diferencia generacional” (Such y Walker 2004, 231).
Imagen 27: “Niños y niñas Grupos A y B de investigación” / Bogotá, 2016 y 2018.
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Los niños empiezan a identificar y a comprender esta lógica y aprovechan la
desigualdad de expectativas generacionales que recaen sobre adultos y niños. Saben que es
deber de los padres tener un comportamiento ‘responsable’ en relación al consumo, y parte
de su compromiso con el proceso de crianza es orientar las decisiones de sus hijos. De ellos,
en cambio, no se tienen las mismas expectativas y pueden ponerlas a su favor, incluso para
otorgarse ellos mismos un lugar mucho más activo en la decisión sobre sus propios
consumos. En este proceso de comprensión sobre las diferencias en las expectativas
generacionales y en la exposición de argumentos sobre su “derecho a ser niños” y
comportarse como tal, se pone en evidencia cómo los protagonistas se desenvuelven en el
modelo contemporáneo de infancia, donde actúan como seres conscientes.
Los protagonistas también reconocieron que parte de las apreciaciones de sus padres
sobre sus consumos infantiles eran producto de unas claras diferencias generacionales en
términos de crianza. Aquellos aprendizajes que sus padres y madres tanto insistían en
transmitirles en el proceso de educación para el consumo en términos de diferenciar los
“buenos, de los malos gastos”, “los consumos útiles y necesarios de los que no” o “a
diferenciar entre desear y necesitar” estaban fuertemente determinados por sus propias
experiencias infantiles en el pasado y lo que ellos consideraban que debían hacer en el
presente como padres. En febrero de 2018 tres niñas del Grupo A (11 años) expresaron
diversas opiniones sobre estas diferencias generacionales, no solo con sus padres, sino
también con sus abuelos:
Sofía: pues ellos me dicen sobre todo que ahorre, que no gaste en cosas que no voy a necesitar.
Julia: yo creo que nosotros somos nuevas generaciones, entonces los papás, los abuelitos y los
papás de nuestros abuelitos los criaron diciendo que no había que gastarse la plata, que los
cuadernos no se podían votar, que si quedaban hojas en el cuaderno las usáramos, que no
compráramos cuadernos tan caros, que compremos cuadernos de $2.000 pesos en tiendas todas
chivis. Investigadora: ¿y tú, ¿qué crees de esto? Julia: pues que es injusto porque ellos se
quedaron allá atrás en su generación y ya estamos acá adelante. Sofía: pues yo creo que no es
tan injusto que digamos porque ellos nos quieren enseñar a ahorrar. Yo creería que es mejor,
porque uno maneja mejor el dinero. Natalia: pues el año pasado yo repetí dos cuadernos porque
mis papás no me querían comprar más, y decían lo mismo que porque gastábamos más, que
los árboles se están acabando por eso… Investigadora: y, ¿tú qué piensas? Natalia: por parte
de sí y no. Porque tienen razón, porque es verdad que se está acabando el medio ambiente, pero
por parte no porque uno se puede confundir. Julia: pues mis papás tienen mayor autoridad
sobre mí. Mi abuela le dice a mi mamá que toca comprar tal cosa y mi mamá accede a eso
porque sigue siendo su mamá. Entonces mi abuela a veces la regaña y le dice que tiene que
corregir las cosas y que me regañe. Mi abuela le dice y ahí mi mamá cae consciente que sí me
tiene que regañar. Mi mamá no es alcahueta, ella dice que solo cuando tenga plata me lo
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compra. Mi papá sí es alcahueta y me lo compra. El siempre carga su tarjeta azul con dinero
infinito y entonces en esa tarjeta siempre guarda todo su dinero. Y entonces yo quiero algo y
él me lo compra. Mi abuela le dice a mi papá que sí, que me compre cosas, pero que mire las
cosas que yo de pronto tenga muy parecidas o que yo pueda comprar con menos dinero. Sofía:
Es diferente la autoridad. Los papás son los que nos criaron. Los abuelitos pues pueden
corregir, no como en la manera que lo hacen los papás porque ellos ya criaron a sus hijos.
Ahora los papás tienen que criar a sus hijos, es su responsabilidad. Las decisiones que ellos
toman son para que los niños tengan más infancia, para que su infancia sea mejor que la de
ellos. (Encuentro etnográfico Grupo A, Bogotá, febrero 2018).
En este diálogo se observa que las niñas eran conscientes de que había unas claras
diferencias generacionales entre ellas, sus padres y abuelos en términos del lugar que debía
tener el consumo en su crianza. Mientras que, para dos de ellas, las posiciones de los adultos
ya no eran tan “actualizadas” y “vigentes” y, por tanto, no estaban alineadas con sus
expectativas como representantes de una “nueva generación”, otra de las niñas valoraba
positivamente aquellas experiencias del pasado y las entendía como un conocimiento válido
para aprender a desempeñarse como una buena consumidora. Acá también estaban implícitas
unas ideas sobre su lugar como niñas en sus familias, pues mientras Julia y Natalia desde el
discurso contemporáneo reclamaban un escenario de mayor libertad y autonomía para
decidir qué comprar, cómo manejar el dinero, si gastarlo o no, Sofía planteaba, desde una
perspectiva más moderna, que las decisiones de los adultos estaban sustentadas en la
necesidad de orientación y guía a los niños, pues, en sus propios términos, “quieren que su
infancia sea mejor que la de ellos”.
Pero, además, este diálogo muestra que las diferencias generacionales también se
expresan en las consideraciones que niños y adultos tienen en relación a su desempeño como
consumidores y el peso que deben o no tener las prácticas de consumo en el proceso de
crianza. Julia mostraba que había tensión entre su abuela materna y sus padres respecto a lo
que ella como niña e hija, debía o no tener, qué podía ser excesivo y qué debían entrar a
regular. La niña sabía identificar muy bien el rol que cada adulto tenía en este tipo de
decisiones: su padre era el “alcahueta” y quien le compraba cada que ella pedía con su “tarjeta
azul de dinero infinito”, su madre se autorregulaba y era más difícil de convencerla, mientras
su abuela les trazaba límites a sus padres y les indicaba de qué abstenerse de comprarle.
Como señalé al inicio del capítulo, los padres contemporáneos constantemente tienen
que entrar a revisar y evaluar su propio desempeño en las decisiones sobre el consumo
doméstico y el peso que le van a otorgar tanto a la crianza material, como a la crianza
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emocional. De ahí, que parte del ideal de la buena crianza esté muy alineado con el proceso
de educación para el consumo, argumento presentado en el capítulo dos. “Gestionar la
cultura del consumidor es un aspecto clave de la crianza contemporánea” y “puede ser un
asunto de constante tensión familiar” (Evans y Chandler 2006, 8). Niñas como las
protagonistas del diálogo anterior, lo sabían y también reconocían los encuentros y
desencuentros familiares en el proceso de educación para el consumo.
En uno de los encuentros con el Grupo A de niños en octubre de 2016, cuando tenían
8 años, los participantes expresaron las dificultades familiares para definir entre los miembros
de la familia qué consumos eran necesarios o no en el proceso de crianza y si los niños podían
opinar sobre sus propios consumos. Estas decisiones no estaban desprovistas de tensiones
entre todos los miembros de la familia, tal como lo evidenciaron en la siguiente conversación:
Sofía: yo hago pataletas, pero muy pocas veces, porque me dicen: vea si sigue así no le compró
nada. Esteban: a mí me funciona con mi papá, mi primo y mi madrina, no funciona con mi
mamá y me dice lo mismo. Martina: a mí me ha funcionado solo con mi abuelo, pero yo no le
lloro, solamente le digo ayyy abuelito porfa. Andrés: los abuelitos son unos alcahuetes. Julia:
no, mi abuelita no. Luisa: pero sólo en mi caso la abuelita por parte de mi mamá y yo le digo
abuelita yo quiero helado o si le digo abuelita yo quiero galletas, ella me las compra. Natalia:
digamos estamos en el centro comercial y yo le digo (a la abuela) que quiero un helado y
después me lo compra y mi mamá la regaña porque dice que me mal acostumbra. Yo pienso
que no. Luisa: mi mamá también regaña a mi abuelita porque me compra helado por la noche,
entonces mi mamá le dice que por qué a esas horas me compra helado y que eso está mal, igual
ella lo sigue haciendo. Martina: mi papá regaña a mi abuelito. Una vez me compró un liberal,
lo compró antes de almorzar y mi papá le dijo por qué le compra si la va a malcriar. Julia:
cuando yo llevo las galletas que están cubiertas de chocolate, entonces mi mamá si no voy, no
las lleva porque me dice que tengo que comer sano, entonces yo le digo a mi papá, papi
cómprame esas galletas y mi mamá dice que no, entonces él me dice: tu mamá dice que no y
mi papi bueno, y me las compra. Martina: una vez yo le pedí a mi papá un libro de princesas
en el supermercado y lo metí en el carrito, después mi papá lo sacó del carrito y le dijo a la
señora que lo sacara y le devolvió la plata del libro de princesa. Mi papá dijo: porque los papás
siempre tienen la última palabra. Mi mamá dijo que no, obviamente que porque yo me portaba
muy mal y que había hecho mucha pataleta el día anterior y no me lo compraron. Karen: en
mi caso me consiente más mi papá en las cosas materiales, porque como mi mamá utiliza más
la plata y la minimiza, en cambio con mi papá sólo con hablarle tierno o algo así ahí mismo
me compra. Entonces como yo hablo muy tierno y como jamás pido cosas tan grandes, entonces
mi papá cada vez que voy con él me compra lo que sea. (Encuentro etnográfico Grupo A,
Bogotá, octubre de 2016).
Esta discusión que se dio en el contexto de una charla más amplia sobre la experiencia
de compra en los supermercados, evidenció que los niños comprendían que sus propios
consumos se convierten, en ocasiones, en un “asunto familiar”. Aunque puedan considerarse
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consumos “comunes” y poco sofisticados, la compra de galletas, helado o paquetes de papas
adquiere un grado de importancia mayor porque materializa los deseos y las solicitudes de
los niños. Si fueran los adultos (padres o abuelos) quienes tomaran este tipo de decisiones,
muy probablemente no habría mayores cuestionamientos. Pero, al ser “los niños de la
familia”, cualquier tipo de consumo, por sencillo que este sea, se convierte en una
oportunidad familiar de definición de límites, establecimiento de roles y jerarquías
generacionales, reafirmación de la autoridad adulta o de educación para el consumo.
Las actitudes de los padres y abuelos interpretadas por los niños dan cuenta de los
esfuerzos familiares para graduar las “válvulas de deseos infantiles” (Cross 2002). Aunque
aparentemente puedan ser decisiones de consumo menores, en el fondo, se encuentran las
ansiedades adultas sobre cómo autorregularse y reafirmar la autoridad frente a las solicitudes
o las decisiones de los niños. Por ejemplo, María (8 años) comentó que, ante su intento de
incluir una revista de princesas en el carrito de compras, inmediatamente su padre le recordó
que eran “los papás los que tenían la última palabra”. Tal como lo señaló la historiadora Lisa
Jacobson (2008b) desde mediados del siglo XX, en contextos occidentales y a medida que
las familias de clase media se hicieron más pequeñas y más centradas en los niños, “padres
y expertos de la familia expresaron su preocupación de que los niños privilegiados con
cuidados y cariño se convirtieran en niños tiránicos, exigentes e inmanejables. Se les pidió
estar atentos a la crianza de los hijos para no producir una generación de adultos egoístas,
inmaduros, carentes de autodirección y fuerza interior” (Jacobson 2008b, 64).
En prácticas de consumo cotidianas como ir a un supermercado, los niños
protagonistas identificaban muy bien cómo se juegan estas disputas, cuáles podían ser sus
oportunidades para decidir, opinar o persuadir, con cuál de los padres o familiares podían
negociar y buscar una respuesta a su favor y qué gestos y pequeñas “tácticas” (De Certau
1990) podían utilizar para lograrlo: “llorar”, “hacer berrinche”, “hablar tierno” o “no pedir
cosas muy costosas”. En el marco de esta conversación, me sorprendí al observar cómo los
niños y niñas se reían y estaban muy emocionados de confesarse los unos a los otros este
conjunto de tácticas. En ningún momento manifestaron alguna expresión de vergüenza o pena
por lo que hacían. Todo lo contrario, disfrutaban enormemente al hablar cómo estos gestos
de cierta manera “ponían en jaque” a sus familias o les presentaban escenarios de
desconcierto e incluso de incomodidad, más cuando se presentaban en espacios públicos.
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Apelar al sentimentalismo parental a través de sollozos, pataletas o palabras tiernas
era justificable en su rol como “niños de la familia”. El discurso moderno de la infancia que
tiene implícitas unas ideas sobre los niños como consumidores frágiles e inmaduros, era
activamente aprovechado por los niños protagonistas, quienes le daban una connotación
diferente. A veces estás tácticas funcionaban, otras veces no. Lo importante, al fin y al cabo,
para los niños era no dejar pasar la oportunidad. Reconocían estas tácticas como importantes
dentro de sus posibilidades de tener algún tipo de injerencia en las prácticas y decisiones de
consumo domésticas. Podían actuar así porque “eran niños” y a esto le podían sacar
provecho.
Así como los adultos se esforzaban por hacer valer estas oportunidades para
establecer límites, también los niños presentaron reflexiones interesantes sobre cuáles eran
“los límites de estos límites”, es decir, en qué asuntos consideraban que los padres podían
interferir y en cuáles no. A criterio de varios niños protagonistas que se pensaban a sí mismos
más en términos del discurso contemporáneo, en el proceso de su propia crianza había
momentos en que los padres se excedían en sus regulaciones y controles, impidiendo que se
desempeñaran o aprendieran por sí mismos las dinámicas del consumo. La “sobreprotección”
o “sobreestimación”, a veces, les resultaban excesivas. Otros, en cambio, más desde una
postura moderna sentían que sus padres tomaban estas decisiones “para su mayor bien”. En
octubre de 2018, tres niños y una de las niñas del Grupo B, cuando tenían 9 años, planteaban
esta discusión en los siguientes términos:
Emanuel: sí, es que depende de lo que nosotros vayamos a comprar. Por ejemplo, si yo voy a
comprar algo y a mis papás y a mi hermano no les gusta, entonces, la ropa que yo compro no
les convence tanto, entonces porque yo soy más de sudaderas y más de deportes, entonces las
peleas que yo tengo ahí son con ellos. Matías: sí, cuando dicen vamos a comprar ropa para ti
y uno quiere comprar esto, pero al final lo terminan comprando y eligiendo son los papás.
Manolo: sí, es que ellos a veces por los gustos que uno tiene, los papás no los aceptan. Por eso
es que yo digo que ellos a veces interfieren en lo que no deben interferir. Cada uno tiene
derecho a tener los gustos que uno tiene. Emanuel: aunque suene raro y va a contradecir mis
palabras, ellos interfieren también porque nos quieren proteger y, además, porque ellos quieren
que aprovechemos el tiempo, porque también es bueno que vayamos a salir a jugar, entonces
hay personas que se la pasan con el uso del celular, entonces eso sí es malo. Entonces sí es
necesario que ellos interfieran. Matías: pero yo sí pienso que es porque somos niños. Somos
niños, entonces yo creo que los adultos piensan que nosotros no podemos tomar decisiones,
que todavía somos muy pequeños para tomar nuestras propias decisiones. Entonces nos
protegen demasiado. A mí no me gusta porque a uno le quitan la libertad. Emmanuel: pero es
que la libertad es imposible de lograr, siempre va a haber algo que se entrometa. Yo no entiendo
por qué decimos que Bolívar murió por la libertad, sabiendo que íbamos a llegar al mismo
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punto que estábamos antes. Ana: mi papá es el que más me consiente porque mi mamá de vez
en cuando. Lo que pasa es que ella trata de hacer lo mejor para mí y no me consiente para que
yo no me vuelva caprichosa cuanto sea grande. Yo admiro eso de mi mamá porque ella me
hace bien y yo la entiendo. En cambio, mi papá como sabe que yo amo todas las cosas que se
ven en las tiendas, él me consiente con eso. (Encuentro etnográfico, Grupo B, Bogotá,
octubre 2018).
En este diálogo se observan las diferentes posiciones de los participantes sobre los
límites y grados de “interferencia” que deben tener los padres en los consumos de los niños.
Al igual que los adultos, los niños también pueden cambiar o matizar sus opiniones, de
acuerdo al contexto y a sus propias experiencias de crianza. En esta conversación pude
apreciar la capacidad de reflexividad de los niños sobre las tensiones que se libran en estos
escenarios con los adultos. Algunos como Ana y Emmanuel se mostraron más comprensivos
con estos límites y parecían entenderlos como parte de los comportamientos parentales
esperados y, a veces, necesarios para evitar comportamientos no deseables en los niños como
“el capricho”. Incluso, Ana expresó “admiración” por su madre y la contrastó con su padre a
quien se le dificultaba ponerle límites. Por su parte, Matías y Manolo mostraron su
desacuerdo frente a los controles que sus padres les presentaban en asuntos que, a criterio de
los niños, debía ser respetado como la elección de la ropa.
Pero, quizás, uno de los argumentos más interesantes fue la discusión sobre los grados
de libertad que tienen como niños en el ámbito de consumo. Cuando Matías hizo la reflexión
sobre cómo “ser niños” los ubicaba en una posición de desventaja comparativa con respecto
a los adultos, Emmanuel relativizó el asunto, sugiriendo que, independientemente de su
condición, la libertad absoluta “era imposible de lograr”. Esto indicaría que este par de niños
no solo entendían que al ubicarse en el rol “de los niños de la familia” tenían que enfrentarse
contantemente a las regulaciones y cuestionamientos de sus padres sobre sus gustos, o
decisiones de compra, sino que reconocían que aun cuando transitaran a la adultez también
tendrían otro tipo de condicionamientos y restricciones, pero de diferente orden.
El historiador Gary Cross (2002) sostuvo que si los niños son “válvulas de deseo
infantiles” a quienes constantemente se quiere regular, también en los procesos de crianza de
los hijos se expresan los anhelos materiales de los padres. Muchas veces, los adultos usan el
consumo de los niños ya sea para restringir o, por el contrario, para justificar el gasto (el
propio, el de los demás, así como el de los niños) (Cross 2002, 442) evocando ya sea “el
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amor” por los niños o el “yo no lo tuve en mi infancia”, tal como se presentó en el apartado
anterior.
Hasta ahora he presentado algunas reflexiones de padres e hijos sobre las diferencias
generacionales en relación al lugar y al peso que le otorgan a las prácticas de consumo en el
proceso de crianza. Normalmente, cuando se habla de consumo en el contexto de la crianza
suelen hacerse más explícitas las regulaciones y controles provenientes de los adultos sobre
los niños; sin embargo, tal como lo planteaba Emmanuel (9 años), ser adulto no significa
estar exento de limitaciones, críticas y cuestionamientos sobre las decisiones de consumo.
Esto conduce al último argumento de este apartado sobre cómo en el proceso de la crianza
infantil, los niños y niñas también aprenden a cuestionar y a regular el consumo de sus padres
y familias. Fue interesante encontrar algunos ejemplos en los que los niños tomaron el rol de
“evaluadores” de las prácticas de consumo familiares. Incluso, en sus comentarios observé
cómo habían adoptado los mismos calificativos que usaban sus padres para referirse a ellos.
Los comentarios sobre “lo útil vs. lo inútil” “lo necesario vs. lo innecesario”, “el buen
gusto vs. el mal gusto”, “la diferencia entre el querer, el desear y el necesitar”, “los buenos
gastos vs. los gastos irrelevantes”, entre muchos otros, que habían escuchado de sus padres
y familias eran apropiados por los niños como parte del repertorio para evaluar el
comportamiento y las decisiones de consumo de sus padres. En junio de 2017, varios niños
del Grupo A hicieron diferentes comentarios al respecto. Julia (10 años) se quejó de toda la
ropa que su madre compraba: “mi mamá es compulsiva con las botas. Las mamás son
caprichosas con el tema de las botas y compran unas nuevas igualitas a las que ya tienen
entonces, nosotros podemos también ser un poquito caprichosos. A ella le gusta comprar más
ropa de la que tiene.” Por su parte, Karen (10 años) sostuvo que ella y su madre tenían
diferencias de valoración sobre el objetivo de las compras que realizaban. A criterio de la
niña su madre estaba más preocupada por lo necesario, que por lo que deseaban: “ella prioriza
las cosas que cree que son importantes, como, por ejemplo, la salud, las gafas, las plantillas
de los zapatos y lo del colegio. A mí lo que me interesa es poder tener lo que necesito, pero
también lo que quiero. Si yo necesito un esfero, pues yo me lo compro bonito, en cambio ella
compra para mí lo que necesito, no importa si me gusta o no”.
También, Zara (10 años) contó que sus papás no le criticaban mucho lo que ella quería
comprar, pero que ella sí lo hacía, sobre todo, con su papá: “él parece el señor de los juegos,
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compra muchos cubos de esos tres por tres, los que son de colores. Ayer se compró uno y no
es que valga tanto, pero sí se malgasta la plata y ya tiene como tres. Yo le digo: padre, por
qué te compras cosas que tú ya tienes”. Por su parte, Natalia, Catalina y Tomás (10 años)
coincidan en que sus padres y madres no invertían suficiente dinero en ellos mismos, sobre
todo, en ropa de moda, por invertir el dinero en lo de “siempre”: la casa, los servicios, la
comida. Sugerían que debían darse “más gusto” y “comprarse ropa más bonita”.
Como argumenté en el segundo capítulo, el proceso de educación para el consumo
no finaliza con la adultez, ni tampoco es un proceso unidireccional que está dirigido solo y
exclusivamente a los niños y niñas. Todo lo contrario, en el contexto familiar también se
presentan escenarios, en los que los niños se encargan de educar a sus padres, darles
recomendaciones, e, incluso, poner límites a los impulsos de consumo parentales. En este
sentido, se trata de un proceso generacional e interdependiente. Como se observa en estos
testimonios, los niños no solo son capaces de tener posicionamientos críticos sobre los
consumos de sus padres, contrastarlos con los propios, sino evaluar con los criterios que han
aprendido de los mismos adultos cuándo algo es necesario, útil o solo un ‘capricho’.
A lo largo de este apartado, expuse que los niños y niñas protagonistas podían o bien
comprenderse a sí mismos desde el discurso moderno o desde el contemporáneo. Al igual
que los adultos que los rodeaban, ellos también apelaron a cualquiera de los dos discursos
cuando intentaban comprender las diferencias generacionales sobre el lugar del consumo en
el proceso de la crianza y el rol que tenían como ‘niños de la familia’ en los consumos
domésticos. Argumenté que el ideal de la buena crianza contemporánea promueve la idea
de un niño activo, crítico y partícipe de las decisiones familiares, en el que el peso de la
crianza emocional es mayor y, por tanto, es deseable que haya unas relaciones más
horizontales, afectivas y dialógicas entre padres e hijos. Pero, tal como se mostró
etnográficamente en estos dos primeros apartados este ideal no es siempre fácil de llevar a la
práctica para las familias de los niños protagonistas. Ser padre o madre contemporáneo
parece ser más que un estado acabado, un proceso en constante definición, en el que entran
a jugar no solo las experiencias de crianza y de infancia del pasado, sino también las
ansiedades sobre el desempeño presente y las proyecciones sobre el futuro de los niños. En
el próximo apartado continuaré con esta discusión, pero enfocada específicamente al uso del
consumo en la definición y gestión del “tiempo familiar”.
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• Vivir momentos inolvidables: consumo para la gestión del tiempo familiar
Como propuse en líneas anteriores, parte del discurso contemporáneo es que el
consumo se convierta en un aliado fundamental para la buena crianza infantil. El mercado
es visto desde el discurso contemporáneo de la infancia y la crianza como otra de las
instituciones fundamentales, que, en conjunto con la escuela y la familia, ayudan a consolidar
el proyecto - niño. Por ello, una de las expectativas que recaen sobre los padres
contemporáneos es que se conviertan en “expertos” del mercado infantil, sean capaces de
reconocer todo aquello que sus hijos necesitan para crecer, desarrollarse física e
intelectualmente y gozar de bienestar emocional. La socióloga inglesa Juliet Schor ha
denominado “parentalidad corporativa” (Schor 2011) el peso que tienen el mercado y sus
expertos para estructurar las vidas infantiles y sus formas crianzas. Afirmó que el consumo
infantil es también una forma “de colonización de la vida familiar, en particular, de la
parentalidad por las fuerzas del mercado” (Schor 2011, 207).
El proceso de crianza incluye también unas exigencias a los padres contemporáneos
de entrenarse, formarse y convertirse en padres “expertos” no solo en los saberes
especializados en la infancia, sino en todos los productos, servicios y experiencias que desde
el ideal de la buena crianza contemporánea se hacen necesarios para desempeñarse como
buenos padres y lograr el equilibrio deseable entre la crianza emocional y material. El
mercado “ha replanteado las expectativas sobre lo que los padres deben proporcionar y lo
que los niños deben tener” (Pugh 2011, 218). Como en el caso de Angélica y Manuel, los
padres de Tomás, durante el trabajo de campo encontré a varios que me manifestaron sus
constantes ansiedades sobre las expectativas que recaían sobre ellos en relación con la forma
como iban a utilizar o no el mercado como aliado para la crianza de sus hijos, qué cuestiones
eran aceptables y cuáles podrían verse como excesivas en sus decisiones sobre la crianza.
Pero, ¿cómo opera en la vida cotidiana de las familias esta alianza con el mercado?,
¿qué usos le otorgan en el proceso de la crianza? Los dos próximos apartados se ocuparán de
analizar dos de los usos que salieron a relucir durante las observaciones etnográficas y las
entrevistas a las familias y a los niños protagonistas de la investigación: primero, el mercado
como facilitador para gestionar el tiempo familiar y dos, como recurso para premiar o castigar
los comportamientos infantiles.
284
En las entrevistas con los padres de los niños y niñas protagonistas, muchos de ellos
aludieron al consumo como un recurso importante en el proceso de crianza de sus hijos.
Reconocieron que, en sus propias infancias, por las singularidades económicas de sus
familias, o por cuenta de un mercado infantil con una oferta de productos y servicios más
modesta, el consumo no jugó un papel tan determinante para configurar sus tiempos
familiares, ni tampoco para orientar sus comportamientos como niños o niñas. Además,
muchos de ellos, criados bajo la perspectiva moderna, expresaron que las relaciones de
interdependencia con sus padres se dieron más desde la autoridad parental y la dependencia
y obediencia infantil, por lo que los recursos utilizados para desaprobar un comportamiento
no deseable, muchas veces pasaron por los regaños o incluso, por el castigo físico. Para
muchos, la crianza emocional en el sentido positivo - afectivo tuvo un peso secundario y, en
algunos casos, inexistente. Más bien, muchas veces estuvo orientada al uso de aspectos
emocionales, pero de corte negativo: el temor, el miedo o la humillación.
Sobre el primer elemento, muchas familias protagonistas manifestaron que el
mercado y las experiencias de consumo eran facilitadores para gestionar el tiempo familiar,
vivir momentos “inolvidables”, propiciar tiempo de “calidad” e invertir el tiempo con los
niños en actividades que disfrutaran y los alejaran de las rutinas escolares, el encierro u otras
formas de consumo menos deseables como la interacción con las pantallas. Como mostré en
el segundo capítulo, muchas veces el propósito de gestionar este tiempo es evitar o minimizar
otros tipos de consumos. Se utiliza el consumo para evitar otros. También, en el primer
capítulo se observó cómo dentro del conjunto de argumentos expuestos por los padres de los
niños participantes de un concurso de modelaje infantil estaba justamente el “compartir
tiempo en familia”. Incluso, este concurso que podría considerarse un escenario para la
formación y selección de un futuro trabajo como modelo infantil, era interpretado por los
adultos y los mismos niños como una actividad que les permitía compartir y pasar tiempo
juntos.
El significado del “tiempo familiar” para los padres protagonistas de esta
investigación era el que pasaba por calificativos concretos: “calidad”, “especial” y “para
recordar”, materializado en lugares agradables y en actividades que tanto los niños, como
ellos pudieran conservar en sus memorias como familia. Por eso, el peso del consumo para
hacerlo posible. A diferencia del tiempo ordinario, el que compartían padres y niños en sus
285
casas, con prisa y sin mayor consciencia de su valor, el “tiempo familiar” gestionado y
administrado a través del consumo, adquiere el calificativo de “calidad”, porque es vivido en
lugares ‘especiales’ o con actividades ‘diferentes’.
La inversión económica que hacen las familias en actividades, productos o servicios
para “compartir en familia” no solo son mayores en términos cuantitativos, a diferencia de
generaciones pasadas, sino también en términos de cómo estas familias comprenden la
calidad del tiempo de crianza, mucho más organizado, ritualizado y que debe ser diferente al
tiempo común y ordinario que experimentan los niños. Así, la noción de “tiempo familiar”
que promueve el ideal de la buena crianza contemporánea es, sobre todo, un tiempo
“conmemorativo” (Gillis 2003, 115). No es solo el tiempo que los adultos pasan con los niños
físicamente, sino un tiempo que representará a futuro la infancia que vivieron y la crianza
que experimentaron.
Esta posibilidad, a la vez, se convierte en parte sustancial de la experiencia de crianza
contemporánea, pues muchas familias interpretan que es “con” o a “partir” del mercado que
se experimentan conexiones y encuentros emocionales con los niños y se crean recuerdos
familiares. En términos del antropólogo Daniel Miller (1998) se trata de una “materialización
de la cultura del amor” (Miller 1998) por los niños y de una forma cristalizada de cuidado o
atención en la que se compran objetos o se organizan actividades en familia no solo para
suplir necesidades de la crianza material, sino también de la emocional. Así, el mercado
desde el ideal contemporáneo se presenta como investido y “enmarcado por el amor a los
seres queridos” (Zukin 2004, 30).
Durante el trabajo de campo llevado a cabo durante el 2018 pude abrir varias ventanas
etnográficas y registros de entrevistas en las que las familias justificaron la alianza con el
mercado en sus procesos de crianza para conseguir un “tiempo familiar de calidad”. Por
ejemplo, en abril del 2018, en el marco de la celebración del Día del Niño, visité un
reconocido restaurante bogotano en el que se celebraba esta fecha “en familia”. La agenda
de actividades que propuso el restaurante era diversa, desde teatro, títeres, juegos con
burbujas de jabón, hasta pintar figuras de madera con los niños. En esta última actividad
encontré a Mauricio, padre de Sofía de aproximadamente seis meses. Estaba muy
concentrado pintando la flor de madera que los recreacionistas le entregaron para su bebé.
Ella solo alcanzó a pintarse un poco las manos y al instante, la madre la limpió, le retiró las
286
témperas y la llevó a entretenerse con otros niños. Entre tanto, Mauricio se divertía y
disfrutaba de pintar la flor. Se veía complacido con su obra de arte. No pasó mucho tiempo
para que Sofía se quedara dormida en los brazos de la madre. A su corta edad no pudo realizar
ninguna de las actividades: ni pintar, ni hacer burbujas, mucho menos jugar al teatro con los
actores, pero su padre sí. Él parecía disfrutar enormemente de estar allí, rodeado de colores,
niños y actividades lúdicas.
Como Mauricio, vi a varios padres, madres y abuelos entusiasmados con estas
actividades, con todo lo que representaba este escenario de consumo infantil. Se tomaron
fotos con sus niños, jugaron y de manera activa interactuaron con los actores. Algunos otros
esperaban a la salida del salón y miraban desde afuera para verificar que se estuviera
cumpliendo el objetivo: sus hijos estaban seguros y divirtiéndose. Desde los discursos
contemporáneo sobre la crianza y la infancia se plantea que ser padre y madre debe pasar
por entender las dinámicas de consumo y entretenimiento infantil. No es solo saber cómo y
dónde deben recrearse y aprender los niños, sino evidenciar y probar que se sabe ser padre o
madre, que se está realmente involucrado, que pueden infantilizarse un poco y luego, retomar
el rol adulto, cuando se trata de poner límites y restricciones: “no te arrastres, cuidado con
golpearte, no puedes pintarte la cara porque te da alergia”, eran algunas de las indicaciones
que escuché.
Me acerqué a Mauricio y tuve una conversación con él y su nueva experiencia de
paternidad. Él y su esposa eran padres primerizos. Ambos profesionales de clase media. La
llegada de Sofía a sus vidas les implicó reajustar sus tiempos, rutinas y espacios como pareja.
“Estuvimos ocho años de novios, nos casamos y no pensé que llegara Sofía tan rápido, quería
viajar más, pero bueno, ahora todo es con ella”, me contó. Narraba que su fin de semana
estaba dividido de una manera esquemática y predecible: los sábados llevaban a su hija a
gimnasia para bebés y a macro natación, los domingos por la mañana iban de nuevo a macro
natación y luego, a almorzar con sus familias. Sin embargo, como aquel fin de semana estaba
abierta la Feria del Libro, era posible que el domingo le compraran algunos cuentos a Sofía.
Le pregunté a Mauricio por qué decidieron inscribir a su hija en todas estas actividades: “nos
lo recomendó la pediatra, para que gateara y caminara más rápido, aunque no queremos
obligarla porque sabemos que cada niño lo hace diferente. También hemos leído por internet
287
que la etapa de gateo es más importante que la de caminar. Leímos que podía aprender a
nadar más rápido, que podía descubrir otras habilidades”.
El ideal de la buena crianza contemporánea precisa de la alianza entre mercado y
saberes expertos. Como mencioné anteriormente, padres como Mauricio, Angélica o Manuel
se educan, acuden a los especialistas y confían en sus recomendaciones. Comprenden que su
desempeño como padres también depende de qué tanto conozcan y aprendan del mercado.
El psicólogo norteamericano David Elkind (1987) denominó este fenómeno como los
“padres gourmet” aquellos que “adoptan en la crianza de sus hijos los mismos métodos que
aplicaron en sus carreras: así como se cuidaron para tener una buena carrera, también se
cuidan para ser buenos padres. Leen los últimos libros sobre la crianza de los niños y asisten
a conferencias y cursos sobre desarrollo infantil” (Elkind 1987, 47).
Todo el registro de experiencia de la crianza familiar (abuelas, madres, tías,
hermanas) es complementado o, a veces, reemplazado, por todo el repertorio de
recomendaciones del mercado que le indican a estos padres y madres a qué deben acceder
para llevar a cabo un buen proceso de crianza infantil. Este era el caso de Angélica, que
prefería acudir a la experiencia de los expertos, porque a su criterio, su madre ya no la podía
orientar en este nuevo universo del consumo infantil. Los “expertos en natalidad y crianza
están disponibles para reemplazar los roles convencionales de las abuelas (…) Tener un bebé
de ‘calidad’ depende del conocimiento científico y experto” (Zhu 2010, 406).
Además, el mercado se convierte en un aliado y en una respuesta frente al fenómeno
cada vez más creciente en familias de clases medias trabajadoras de “falta de tiempo” para
la crianza de sus hijos. Por ejemplo, Mauricio me comentó que, durante la semana, el cuidado
de la niña estaba a cargo de la abuela materna. Él y su esposa llegaban muy tarde del trabajo
o de sus universidades, pues ambos cursaban maestrías. Por ello, declaraba que “el fin de
semana es todo para Sofía”. La querían rodear de todo lo que se supone debe tener y
experimentar un niño(a) contemporáneo y, además, aprovechar todas las oportunidades que
les ofrecía el mercado para compartir tiempo con su hija. Pero no se trata de un tiempo
rutinario y común, sino de un tiempo “memorable”, que pueda quedar registrado en
fotografías y videos.
“Las maneras de pasar tiempo con los niños está regulada por los adultos” (Jensen y
McKee 2003, 9), pero centrada en los niños. El mercado les ayuda a estandarizar y gestionar
288
los tiempos, espacios y recursos de la crianza infantil, así como a ir definiendo el tipo de
relación de interdependencia que desean establecer con sus hijos y el tipo de infancia que
desean que ellos experimenten. Aunque Sofía estaba demasiado pequeña para recordar todo
lo que aquel día ocurrió, quedaron los registros fotográficos de un tiempo familiar, de la
materialización de la crianza emocional y de una infancia con amplias posibilidades
presentes y futuras. Desde el discurso contemporáneo sus padres la reconocían, ya a su corta
edad, como una niña activa y partícipe de las experiencias, rutinas y tiempos familiares. Sofía
tenía una influencia indirecta en la estructuración de la vida de sus padres y en sus decisiones
de consumo. Tal como lo planteó su padre, “ahora todo es con ella”.
Este modo de utilizar el consumo como un facilitador para gestionar el tiempo
familiar también fue expuesto por la abuela de Isabella (6 años) y el padre de Tomás (10
años). Al igual que en el caso anterior, esta abuela aprovechaba todos los fines de semana
con su nieta porque sus arduas rutinas laborales no le permitían hacerlo entre semana. Me
contó que sus padres también debían trabajar hasta tarde, por lo que la niña, luego de llegar
del colegio, se “cambiaba el uniforme, preparaba sus propias onces y hacía autónomamente
sus tareas escolares”. Por ello, esta abuela aprovechaba todos los fines de semana para estar
con su nieta y el consumo se le convirtió en un gran facilitador. “Me gusta que hagamos cosas
diferentes, en un espacio diferente. Lo importante es estar con ella”, me explicaba. Cada fin
de semana se esmeraba por buscar en redes sociales cuáles eran los posibles espacios y
actividades de entretenimiento infantil. La llevaba a teatro, parques, conciertos y a comer. Se
trataba de unos espacios y tiempos planificados, administrados y pensados con anterioridad
por su abuela.
Por su parte, el padre de Tomás (11 años), afirmaba tener disyuntivas al momento de
incluir al consumo en sus decisiones de crianza. Me manifestó que para él no era fácil
conciliar los modos en que lo criaron a él, más orientados desde el discurso moderno, con las
expectativas contemporáneas de la crianza. En la entrevista afirmó que: “en mi casa cuando
éramos pequeños había mucha autoridad y eran más bien rígidos y si uno la embarraba le
daban duro, entonces trato de luchar con eso porque uno ya viene con ese ADN y sí lo hago,
no voy a negarlo, pero procuro a veces calmarme y en estos últimos años he madurado un
poco y he tratado de darle mucho más manejo”. Este padre constantemente devenía y se
confrontaba con ambos modelos de crianza, el moderno y el contemporáneo. En algunos
289
escenarios como la orientación del comportamiento de sus hijos, reconocía que podía actuar
más desde el modelo moderno, mientras que cuando se trataba de gestionar el “tiempo en
familia” parecía optar más por las ideas contemporáneas. En su testimonio explicaba:
En mi época, cuando yo era niño no estaban muy pendientes de mí, entonces yo sí procuro con
mis espacios libres acompañar siempre a mis hijos, porque finalmente el ritmo de vida que uno
lleva es complejo en términos laborales, porque las jornadas son muy extensas y cuando uno
llega a las 8:00 p.m. o 8:30 de la noche, uno está reventado y uno no quiere saber nada de la
vida. Entonces, entre semana es un espacio muy cortico. Entonces yo sí digo que los fines de
semana son para mi familia. Entonces, yo en esa parte sí le meto mucho la ficha para compartir
con mi familia y me cohíbo de otras cosas, precisamente para protegerlos y compartir con ellos.
Al margen que uno les dé o no, el tema de compartir es lo que uno valora más a futuro. Uno se
acuerda del helado, del parque, uno realmente no se acuerda de los tenis que le compraron y
esas cosas, en últimas, pasan a un segundo plano, pero sí el espacio que uno pueda compartir.
(Entrevista padre de Tomás (11 años), empleado empresa logística, Bogotá, diciembre de
2018).
En este testimonio este padre argumentaba, de nuevo, a partir de la reelaboración de
sus recuerdos infantiles y argumentaba cómo gestionar el tiempo familiar era fundamental
para su función como padre contemporáneo. Mientras que en su infancia no “estaban muy
pendientes de él”, lo cual interpretaba como un descuido familiar, en su rol de padre
procuraba dedicarles mayor tiempo a sus hijos y hacer posibles escenarios para compartir,
como ir al parque o salir a comer helado. Para varios de los padres entrevistados, como este,
el mercado no solo facilitaba el “tiempo familiar” con los niños, sino que permitía establecer
límites, estimular acciones, modelar comportamientos o fijar reglas y rutinas domésticas o
escolares. Este fue otro de los usos del mercado más mencionados por las familias
protagonistas de la investigación y lo analizaré en el siguiente apartado.
• Premios y castigos: modelar el comportamiento infantil a través del consumo
Las prácticas de consumo entran en el escenario de la crianza como una ruta alterna
para premiar o castigar. El peso que cada familia le otorga al consumo en el ámbito de la
crianza varía y depende de cómo este recurso es interpretado, asumido y apropiado por los
niños y niñas y qué tan efectivo resulta. Es decir, si se logran o no los objetivos trazados en
las familias o si, por el contrario, se deben acudir a otras formas de estímulo o sanción. Por
ejemplo, el padre de Paola (10 años) sostenía que él y su esposa utilizaban el consumo tanto
para premiar, como para llamarle la atención a la niña. La premiaban con salidas a comer
290
crepes y helados o con la compra de juguetes por sus logros académicos, pero también por
tener un buen desempeño en las tareas domésticas y asumir sus responsabilidades, como
preparar la lonchera o hacer de manera autónoma sus tareas escolares. En caso contrario,
optaron por restringir el uso del celular: “con el celular tenemos un compromiso, de que ella
debe tender su cama, tiene que recoger sus cosas, tiene que ayudar a lavar la loza y cosas así,
entonces si se desatiende eso, de sus responsabilidades como miembro de la familia, entonces
tendríamos que actuar a veces con esa parte coercitiva”.
En cambio, para la madre de Ana (9 años) esta estrategia solo daba resultado cuando
se deseaba premiar, pero no castigar. Me contaba frustrada que todos sus esfuerzos por
restringir o sancionar por vía de prácticas de consumo resultaban bastante inútiles, pues Ana
no le daba mucha importancia a esta forma de castigo y se las ingeniaba para encontrar otras
formas de entretenerse: “por lo menos Ana se le castiga y se le dice bueno, un mes sin celular,
entonces ella va y busca otra cosa y queda uno aburrido y si uno le dice bueno, Ana un mes
sin internet, entonces le da por leer y si uno le dice bueno, no hay helados, echa jugo a
congelar en la nevera. Ella se adapta. A ella cualquier cosa le gusta, entonces es un poco
complicado quererlos castigar con esas cosas y para mí no funciona”.
En el caso de la familia de José (9 años) el consumo les funcionaba bastante bien
como estrategia de crianza, tanto así que el niño comprendió esta lógica familiar y la puso a
su favor. Así como sus padres tenían expectativas sobre su comportamiento como niño, él
también las erigió sobre sus padres y por ello, era capaz de exigirles verbalmente una
compensación material, a cambio de tener un buen desempeño escolar y doméstico. Así, lo
reconocía e incluso lo celebraba su padre, quien entendía que el consumo era parte de los
compromisos del proceso de la crianza parental y el niño aprendió muy bien esto. Así lo
presentaba en su entrevista:
Lo único que nosotros le demandamos es que rinda en el estudio y que sea respetuoso con sus
compañeros, profesor y en la casa. Así, tanto el estudio, como la forma de comportarse tiene
unos estímulos y obviamente él decide. Por ejemplo, a José le gusta comer muy bien, también
le gusta vestir bien y algunos juguetes en especial. Son algunos parámetros que uno le pone
para que él los alcance y él lo sabe y lo tiene muy claro. Si gana su año y me dice, bueno, papi
qué me vas a dar y se le otorga lo que él pida, en la medida de lo posible. Entendió, por ejemplo,
que se puede ganar una semana de vacaciones si él cumple, por ejemplo, con todos los logros.
Entonces llega con buenas notas y me dice: bueno, hoy quiero comer tal cosa o quiero salir,
quiero ir al cine y son cosas que no se le niegan. (Entrevista padre de José (9 años), rector
colegio público, Bogotá, diciembre 2018).
291
Estos tres casos presentan formas diferentes de otorgar un lugar al consumo dentro
de las prácticas de crianza. Como lo he señalado, las familias constantemente tienen que
definir el peso que le asignan tanto a la crianza emocional, como a la material, qué tipo de
relaciones de interdependencia supondrá esta decisión y qué tipo de infancia están
promoviendo para sus hijos. Mientras que los padres de José (9 años) y de Paola (10 años) le
conferían un mayor peso al consumo como aliado para orientar el comportamiento de sus
hijos y en esa medida, les brindaban a los niños mayores oportunidades de participación,
valoración y opinión sobre sus propios consumos, para la madre de Ana (9 años) este
resultaba ser un camino bastante insuficiente. La misma niña lograba desajustar estos
métodos y se posicionaba a sí misma, ante su madre, desde el discurso contemporáneo de la
infancia, pues le demostraba no verse afectada por estas sanciones y, por tanto, lograba
ubicarse en un lugar diferente al de la obediencia.
Por otro lado, también encontré a padres que manifestaron de manera tajante que en
su proceso de crianza no deseaban involucrar el consumo como forma de sanción o estímulo,
pues lo consideraban una opción contraproducente a largo plazo. Argumentaron que los niños
no se podían acostumbrar a compensaciones materiales por todas sus buenas acciones, sino
que debía ser un aprendizaje que se concretara a través de otro tipo de reconocimientos o
sanciones de carácter emocional. En este grupo estaban los padres de Andrés (10 años)
quienes afirmaban:
Papá: No, yo no creo. Realmente que nosotros utilicemos el consumo como premio o como
castigo de quitarle o darle, no lo siento. Más bien, nosotros hablamos con él y le decimos que
es importante tener responsabilidades, pero más de tipo ético, de formar el carácter, pero
mediado por objetos o por juguetes o recursos materiales no, no lo siento. Mamá: para nosotros
es más importante sentarnos a dialogar con él y saber realmente qué fue lo que pasó o en dado
caso felicitarlo y nuestros premios son más de tipo personal y emocionales. Entonces es un
abrazo muy fuerte, besos o mañana vamos a salir al parque y vamos a jugar y en el caso de los
castigos es más dejar, por ejemplo, de hablarle porque le duele. (Entrevista padres de Andrés
(10 años), docente universitario y ama de casa, Bogotá, diciembre de 2018).
De esta manera, entendí que no hay una forma homogénea y única de comprender, ni
de llevar a cabo la crianza para los padres protagonistas de esta investigación. Aunque en
muchos escenarios actuales (publicitarios, medios de comunicación, política pública,
educativos) tienda a promoverse el ideal contemporáneo que celebra unos estilos más
democráticos y horizontales de relación y de crianza, una idea de infancia competente,
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autónoma y participativa y unas estrechas alianzas entre familia - mercado, en la práctica esto
no puede de ningún modo generalizarse para el conjunto de padres y niños contemporáneos.
Lo que se evidencia en estos testimonios es cómo surgen tensiones entre los discursos sobre
los roles de los niños, los padres, el consumo y cómo cambian las direcciones sobre la crianza,
que se trazan con las experiencias vitales de las familias, las diferencias generacionales, las
posibilidades económicas presentes, entre muchas otras variables.
A estas también se suman las expectativas que recaen sobre la crianza de las familias
provenientes de instituciones como la escuela. Tal como se he mostrado a lo largo de esta
investigación, la crianza de los niños no es un asunto que compete exclusivamente al ámbito
familiar. Escuela y mercado cada vez tienen un papel más visible en los procesos, decisiones
y valoraciones sobre la crianza infantil. Esto se pudo observar, por ejemplo, en el caso de los
modelos infantiles y los niños emprendedores escolares, en los que padres, maestros y
comerciantes daban sus versiones diferenciadas y, a veces, contrapuestas, sobre los grados
de acción de los niños y sobre las responsabilidades que cada ámbito debía asumir en la
estructuración de sus vidas. En relación al consumo como recurso para orientar y formar el
comportamiento infantil, las escuelas cada vez están haciendo parte más activa de esta
discusión. Ya no solo se adjudican la responsabilidad de la educación intelectual y moral de
los niños, sino también se presentan como autoridades activas en términos de vigilar y evaluar
los modos en que las familias están llevando a cabo las tareas de la crianza.
Sobre esto, una situación particular se presentó en abril de 2018 en el colegio en el
que llevé a cabo el trabajo de campo. Esta institución educativa privada creó una serie de
programas institucionales dirigido a los estudiantes y a sus familias, entre las que estaban
“Escuela de Padres”, “Encuentro de Padres e Hijos”, “Día de la Familia” y “Día de
Afectividad”. En todas estas, el objetivo era afianzar las relaciones padres e hijos, a partir de
una serie de talleres, meditaciones, conferencias y encuentros, en los que se reflexionaba
sobre diversos temas: emociones, sexualidad, el cuidado y el reconocimiento del cuerpo, la
autonomía, la importancia del diálogo, entre muchos otros. A diferencia de los tres primeros
programas, el “Día de Afectividad” se realizaba solo con los niños y niñas, sin presencia de
los padres de familia. Se destinaba la mitad de una jornada escolar a reflexionar con los
estudiantes sobre un tema propuesto. Los psicólogos institucionales se encargaban de dirigir
y orientar esta jornada, en la que realizaban actividades tanto académicas, como lúdicas, les
293
presentaban películas a los niños, se escribían diarios personales y les permitían a los
estudiantes llevar sus juguetes favoritos para compartir con sus compañeros.
Asistí a la jornada de Afectividad programada para el grupo de 6E, conformado por
niños y niñas entre los 11 y 12 años. Me invitaron algunos niños conocidos del Grupo A de
investigación etnográfica: Julia, Andrés, Natalia y Martina. El tema a trabajar propuesto por
el psicólogo encargado era “Tipos de familia y formas de crianza”. En la circular informativa
que se les envió a las familias se les pidió a los padres que respondieran tres preguntas en el
cuaderno de sus hijos: “cuando su hijo va en contra de la norma, ¿cuál es la forma de
corregirlo?, cuando su hijo acata o sigue las instrucciones en casa, ¿ustedes cómo actúan? y
describan cómo al interior de la familia manejan el tiempo libre”.
El psicólogo pasó por los escritorios de cada estudiante, verificando que los padres
hubieran realizado la tarea. A quienes llevaban el ejercicio, el psicólogo los premió con un
“sello” de aprobación y a los pocos niños que no lo llevaron les envió una nota en la agenda
para llamar la atención de las familias. Este “sello” ya era en sí mismo una forma de
retribución o castigo en el contexto escolar. Luego de la verificación, el psicólogo pasó a
presentar unos videos animados en los que se explicaba a los niños la diferencia entre las
pautas de crianza y los estilos de comunicación familiar: “las permisivas (no poner límites
claros), las autoritarias (crianza agresiva y estricta) y las democráticas o cooperativas (se
respectan los límites con afecto)”, explicaba el video. Los niños copiaban atentos en su
cuaderno las características propuestas por este material audiovisual.
Al finalizar, el psicólogo preguntó a los niños, ¿qué tipo de crianza tenían ellos en sus
hogares?, ¿cómo sus padres los castigaban cuando iban en contra de la norma o los premiaban
cuando alcanzaban logros? La mayoría de los niños respondió que sus familias hacían parte
de la tercera categoría, es decir, “las democráticas”, aquellas que priorizaban el diálogo y el
apoyo. Silvia (11 años) levantó la mano y afirmó: “mi familia es un equilibrio entre permisivo
y autoritario. Se trata al niño de una manera amorosa, pero también se le prohíbe”. El
psicólogo corrigió a la niña: “no, o se es permisivo o se es autoritario. Lo que tú me dices es
que, en una familia en determinado momento, a partir de cualquier acción, se puede ser
permisivo o autoritario, pero no. Se maneja uno de los dos”.
Paradójicamente, después de desautorizar la respuesta de la niña ante los compañeros
de clase y evidenciar su autoridad como orientador - adulto, les propuso a los niños un
294
momento de complicidad: “anteriormente, los padres reprendían y no pasaba nada. Lo que
pasa es que ahora eso está escondido. Pero vamos a hacer un trato: ustedes me cuentan y yo
no les cuento a sus papás. Levante la mano a quién le han dado castigo físico”. En ese
momento, los niños se rieron y se miraron entre ellos. De los 32 estudiantes, más de veinte
alzaron la mano. Martina (11 años) que estaba a mi lado al lado, me dijo: “obvio que los
papás no van a escribir eso en el cuaderno”. El maestro luego hizo la siguiente reflexión: “era
más que lógico que los papitos no iban a escribir eso. Eso se ha ido perdiendo y se debe
perder y por ningún motivo se debe entrar a golpear a otro. El ideal es acompañar y orientar
a la otra persona”. Acto seguido, les preguntó a los niños cómo sus padres los castigaban o
premiaban. Los niños comenzaron a leer algunas de las respuestas que sus padres registraron
en sus respectivos cuadernos. A continuación, algunas de estas:
Cuaderno 1: mediante el diálogo. Lo hacemos caer en cuenta de la importancia que tiene la
norma. Además, le permitimos expresar su opinión. Salimos a compartir así sea un helado en
familia, vemos una película, asistimos a la eucaristía y hablamos de nuestro diario quehacer.
Cuaderno 2: dialogando primero sobre lo sucedido y de acuerdo al error y por qué fue
cometido, tomamos las medidas necesarias como, por ejemplo, restricción del uso de aparatos
electrónicos, no salir a algún evento, no ver la tv. O se le hace caer en cuenta lo bien que lo
está haciendo. Cuaderno 3: tratamos de que cumpla sus deberes, pero si no es así la corregimos
quitándole lo que más le guste (celular, computador). Siempre le decimos felicitaciones, le
agradecemos con palabras y cuando podemos vamos a comer donde a ella más le guste, e
incluso tiene sus retribuciones, esto para que sienta que está haciendo las cosas bien. Todos
estamos felices. Cuaderno 4: se le hace un llamado de atención haciéndole caer en cuenta su
error y orientándolo para que no vuelva a incurrir en lo mismo. Lo estimulamos de diferentes
maneras, puede ser afectiva o material. Cuaderno 5: la forma de corregirla cuando no obedece
una norma es mostrándole cuál es la consecuencia que obtiene cuando no hace caso. Cuando
ha cometido alguna falta se le limita algo que se sabe que le gusta como el celular. Se le felicita
porque se evidencia que ha tomado el camino indicado. En algunas ocasiones, se le premia, o
cuando dice la verdad habiendo tenido la opción de mentir, se le valora la honestidad y el valor
que tuvo por decir la verdad. Cuaderno 6: primero, preguntamos qué está pasando y buscamos
que se corrijan las fallas. Si la situación es reiterada se imponen castigos como lo puede ser la
restricción en el uso de aparatos electrónicos, y si la situación lo amerita puede llegar al castigo
físico. Se le felicita y se le exhorta de una forma. Se le pueden dar premios como una salida o
se busca darle premios. (Registros de respuestas padres de familia “Día Afectividad - 6E”,
Bogotá, 3 de abril de 2018).
Entrevisté posteriormente al psicólogo encargado, quien me expresó que lo que se
buscaba con este tipo de actividades era fortalecer el vínculo entre los padres e hijos. Según
su testimonio, el colegio promovía estos escenarios para la reflexión “en familia”. Frente a
las respuestas que registraron los padres de los niños, indicó que muchos habían planteado
que premiaban o castigaban por medio de experiencias y prácticas de consumo particulares
295
o la prohibición de ciertos objetos. Al respecto, me explicaba que se trata de una forma en
que los padres contemporáneos se han ido adaptando para evitar el castigo físico o realizar
el reconocimiento. “Ese no es el ideal. El ideal es que el reconocimiento sea más por medio
del afecto y de los vínculos afectivos. Lastimosamente, la situación de hoy de los padres lleva
a que el tiempo sea mínimo, que el tiempo no sea significativo con ellos, entonces entran a
suplir el reconocimiento con la parte material”. Su comentario revelaba no solo una
valoración moral sobre cómo la falta de calidad de tiempo parental se traducía en
compensación o castigo por vía del consumo, sino con esta actividad y su evaluación en el
cuaderno escolar, también les mostraba a los niños que esta actitud familiar merecía una
sanción.
Imagen 28: “Registros de respuestas padres de familia - Día de Afectividad”. Bogotá, abril de 2018.
Esta ventana etnográfica me permitió ver de manera privilegiada uno de aquellos
encuentros entre la cotidianidad escolar y la crianza familiar. A través de este tipo de
actividades, este colegio bogotano quería extender sus posibilidades de acción a la intimidad
de las familias de sus estudiantes. Su tarea pedagógica y moral no solo se concentraba en los
niños y jóvenes, también la quería ampliar con sus padres. No resultaba un asunto menor, ni
casual la elección del tema propuesto, ni tampoco la solicitud explícita a los padres de familia
de registrar por escrito sus formas de compartir el tiempo con los niños o de tomar decisiones
relacionados con la crianza. El registro parental en el cuaderno infantil se convirtió de cierto
modo, en “una tecnología de gobierno” (Foucault 1991), un instrumento escolar
aparentemente cotidiano y ‘naturalizado’ para evaluar, vigilar y guiar las formas de crianza
parentales.
296
Con este ejercicio y el despliegue general del taller, el psicólogo, como representante
de la institución, buscó también “reforzar unas expectativas sobre cómo debería vivirse
normalmente la infancia y la vida familiar” (Haldar y Engebretsen 2014, 475). Por ello, tuvo
la ocasión de revisar los cuadernos de los niños, leer lo que decían los padres y luego, hacer
una evaluación sobre estas respuestas. Aunque el psicólogo parecía apoyar su
fundamentación mayormente en el ideal de la buena crianza contemporánea, en lo
correspondiente a un tipo de relaciones de interdependencia más horizontales entre padres e
hijos, no sucedía lo mismo con la idea de usar el consumo como vía para gestionar el “tiempo
familiar” o como recurso de formación de comportamientos infantiles. En su testimonio,
salieron a relucir ideas modernas sobre el poder erosionador del consumo para la formación
de la infancia, sustentadas en una ecuación moral común y generalizada: “a menor tiempo
familiar, más consumo infantil” (Schor 2011, 210).
Sin embargo, como lo evidenciaron las entrevistas de los padres y sus registros
escritos, esta ecuación puede resultar en exceso simplista para comprender las dinámicas
familiares y su relación con el consumo. Las familias presentaron diferentes versiones sobre
los dos aspectos analizados en los dos últimos apartados: el consumo como facilitador del
tiempo familiar y como recurso para orientar el comportamiento infantil. Los usos que las
familias hacen del consumo (en forma de bienes, espacios, servicios), en ambos aspectos son
diferenciales, así como el peso que le conceden a la crianza emocional y la crianza material.
Pude observar en los registros escritos que los padres acudían a estrategias de diferente
índole, que probablemente variaban de acuerdo al contexto y también a la efectividad que
tuviera con sus hijos. En sus respuestas se hizo referencia a expresiones verbales de
reconocimiento, afecto y desaprobación, premios o restricciones materiales, pero también a
regaños y castigo físico.
Como lo planteó una de las niñas participantes en el taller, el proceso de crianza puede
resultar de una compleja mezcla de formas de relación a veces más “permisivas” y otras más
“autoritarias”. Pese a la “corrección” que hizo el orientador, Silvia (11 años) pudo expresar
algo de esta complejidad de las relaciones de interdependencia de adultos y niños en el
contexto familiar. Tal como lo presentaron los padres protagonistas de este apartado, las
prácticas de crianza se nutren de diferentes registros de discurso y de experiencia familiar,
que pueden resultar incluso opuestos. Los padres se mueven constantemente de un registro
297
de experiencia a otro, o pueden probar la efectividad de uno de estos recursos y luego, decidir
intentar con algún otro. En el cuaderno No. 6, por ejemplo, se observó cómo el padre/ madre
afirmó que iban escalando con los recursos cuando se trataba de sancionar: primero se
orientaba por vía del diálogo, luego la restricción material y como último medio, el castigo
físico.
No es muy diferente lo que ocurre con la escuela, donde se promueven a veces unas
relaciones de interdependencia desde el discurso moderno y otras, desde el contemporáneo.
Por ejemplo, el psicólogo hablaba en el taller de la importancia del diálogo, las relaciones
democráticas entre niños - adultos y la orientación del comportamiento más por vía de los
“vínculos afectivos”, que por el castigo físico. Sin embargo, en la práctica de este ejercicio
escolar el orientador constantemente les recordó a los niños su lugar de autoridad de adulto
en el aula de clase: los silenció, los amenazó con restarles tiempo de recreo si no prestaban
atención, les decomisó sus objetos escolares, les alzó la voz y les llamó la atención a aquellos
que habían olvidado la tarea. Mientras los niños aprendían, en la teoría, la importancia de la
opinión, la igualdad y las relaciones equilibradas entre adultos y niños, al tiempo, el psicólogo
envió otro tipo de mensaje en su rol como orientador. Y, entre tanto, los niños solo lograron
entusiasmarse por poco tiempo con estas ideas. Tal como lo evidenció esta ventana
etnográfica, las ideas propias del discurso contemporáneo en este tipo de prácticas escolares
solamente serán admitidas “en los niños en dosis ‘adecuadas’, al momento de su desarrollo,
como una estrategia adulta más que contribuya a su formación, pero apenas se lo puede tomar
en serio” (Narodowski 2011, 106).
Los niños y niñas protagonistas, por su lado, también demostraron ir formando sus
opiniones sobre los usos del consumo en el contexto familiar para su formación. Algunos de
ellos manifestaron que este tipo de estrategias resultaban efectivas; para otros, en cambio, no
era un buen modo de ejercer autoridad o reconocer logros infantiles. También, algunos
expresaron que tenían sus propias tácticas para restarle fuerza a estos modos de sanción. En
el 2018, cuando los niños y niñas del Grupo A de investigación tenían 11 años, me
compartieron sus opiniones al respecto. Karen (11 años) sostuvo que los premios y castigos
han variado conforme ha ido creciendo. Antes la premiaban con salidas a McDonalds, pero
en su presente era con tecnología o salidas. Lo paradójico, afirmó la niña, era que el premio
se podía convertir en castigo. Me contó que su padre optaba por prohibirle el uso de su ipad,
298
que había sido un regalo por su buen desempeño académico. “Me parece muy absurdo que
quiera demostrar su autoridad de esa forma. Él es autoritario mientras tenga el ipad y si no
lo tengo, ya no. Entonces no me parece lógico, si él quiere demostrar que tiene autoridad,
simplemente me podría decir y me castiga sin eso”. Me confesó que había optado en varias
ocasiones por adelantarse al castigo y esconder el ipad de su padre para que no lo encontrara.
Catalina (11 años), por su parte, sostuvo que sus castigos y premios eran más de orden
emocional. Su madre optaba por dejarle de hablar o felicitarla y abrazarla cuando deseaba
reconocerla. Opinaba que “a medida que vamos creciendo tenemos que aprender a ser más
responsables y no siempre cuando uno hace algo bien, le deben dar un premio. Cuando
estemos más grandes nadie nos va a premiar”. Andrés (11 años), en cambio, indicó que lo
que más le dolía era la prohibición de la tecnología y sus padres lo sabían muy bien. Entonces
esta forma de castigo sí funcionaba muy bien para él: “no me dejan ver televisor, tampoco
me dejan usar el computador. Prácticamente me dejan en la edad de piedra”.
De esta manera, los niños también aprenden que sus padres tienen sus propias formas
de usar el consumo en sus prácticas de crianza. A veces estas resultan ser exitosas y otras no.
Esto depende, en parte, del peso que cada familia le otorga a la crianza emocional y material,
al significado que les dan a las prácticas de consumo en las vidas de los niños y cómo luego,
los niños aprenden e interpretan estos significados y les otorgan sus propios sentidos, grados
de importancia o no. En el próximo apartado exploraré otro de los modos en que el consumo
entra en las prácticas de crianza infantil, esta vez, a partir de los significados que niños y
padres le conceden al dinero en el contexto doméstico.
• ¿De quién es el dinero de los niños?
A finales del 2018 culminé el trabajo de campo visitando algunas de las casas de los
niños y niñas protagonistas de la investigación. Algunos padres de familia prefirieron que
nos reuniéramos en otros lugares: cafés, restaurantes o centros comerciales. Al visitar las
casas de algunos niños, varios me hicieron recorridos, me mostraron sus fotos familiares, sus
habitaciones, sus juguetes y sus roperos. Por ejemplo, Julia (11 años) me mostró con orgullo
su alcancía de ahorros y toda su colección de barbies (32 en total); Matías (9 años) me
presentó su piano, recién comprado con sus ahorros; Fabián (9 años) compartió las
fotografías del último Halloween familiar y Natalia (11 años) me abrió las puertas de su
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ropero personal, con las últimas adquisiciones de su marca de ropa favorita: Nauty Blue. El
padre de Matías exhibió un tablero acrílico dispuesto en la mitad de la sala del apartamento,
en la que él y su esposa evaluaban con puntos el comportamiento del niño y su hermana. Me
contaron que, al final de la semana, el hijo que tuviera más puntos, era premiado con algún
dinero para sus ahorros.
Varios padres de familia me contaron algunas de sus estrategias para enseñarles a sus
hijos a conocer y a administrar el dinero, conocimientos que, a su criterio, los niños debían
aprender en el hogar. Así, “manejar mejor el dinero”, fue una expresión bastante común en
las entrevistas con los padres, lo cual reunía una serie de aprendizajes de diferente índole.
Unos hacían referencia a operaciones técnicas (aprender a contar, sumar y restar, diferenciar
valores de cambio del dinero y saber cuándo debían devolverles dinero al hacer compras), y
otros a formas de relación social y moral más complejas con este: no perderlo, no
despilfarrarlo, no recibir dinero de extraños, no hacer uso del dinero de los padres sin
autorización, sacar el mejor provecho de este, comprender la importancia del ahorro,
posponer deseos inmediatos de gasto por un propósito futuro mayor y reconocer que el dinero
se obtiene a partir del trabajo y del esfuerzo de los padres, es decir, que hay una relación
“directa” entre trabajo y dinero, lo cual niega toda arbitrariedad e injusticia del mercado. Las
estrategias parentales eran múltiples. Los padres de Julia le daban dinero para comprar sus
onces en la cafetería y una mesada de $50.000 pesos. Esperaban que, de este dinero, la niña
ahorrara en su alcancía para alguna compra al final del año. Su madre indicaba que Julia
planeaba comprar con ese dinero un celular para navidad. Ella, sin embargo, no estaba de
acuerdo: “puede comprar otra cosa, pero celulares no”.
Por su lado, los padres de Matías, además del sistema de puntos de pago, lo enviaban
a hacer algunas compras domésticas en la tienda del barrio y, adicionalmente, lo autorizaban
a “quedarse con el dinero de cambio”. Este dinero era luego ahorrado en una billetera que la
madre administraba: “la plata de la billetera la manejo yo. Aunque esté al alcance de ellos
(Mateo y su hermana). Cuentan y quieren saber cuánto tienen, pero no se la gastan”. Otra de
las estrategias mencionadas por los padres era la enseñanza sobre los préstamos monetarios
y los intereses económicos. Por ejemplo, el padre de Fabián afirmaba que su hijo
constantemente le hacía préstamos: “nos presta a nosotros, pero los intereses son muy caros.
¡A veces son de $10.000 o $20.000 y más! Entonces él sí maneja dinero”. También, la madre
300
de Natalia me decía que la niña con sus ahorros “la saca de apuros porque a veces no tengo
suelto, entonces ella me lo presta y termino pagándole el doble de lo que le debía, porque son
intereses sobre intereses”. También, se quejaba de que la niña solo utilizara este dinero en
sus gustos, y “nunca les gastara nada a sus padres”. En estos dos últimos casos, los padres
sonreían e, incluso, les parecía curioso y digno de anécdota el hecho de tener que pagar
intereses a sus propios hijos. Al fin y al cabo, se espera desde el discurso moderno que los
hijos sean sobre todo proveedores emocionales, pero no económicos. No es usual que sirvan
de prestamistas y mucho menos, que cobren intereses.
Imagen 29: “Niños protagonistas y sus juguetes”, Bogotá 2016 - 2018.
Pero, ¿qué asuntos comunes se pueden desprender en estos comentarios? Era
interesante notar cómo estos padres estaban, por un lado, creando estrategias de diferente
índole para introducir económicamente a sus hijos con el manejo del dinero, al tiempo, que
hacían explícitos ciertos desacuerdos o les presentaban restricciones y regulaciones cuando
los niños querían hacer uso de este, es decir, también les enseñaban de manera indirecta
criterios morales, sociales y relacionales del uso del dinero. Como muchas otras prácticas
económicas cotidianas hasta ahora estudiadas, “las preguntas sobre el dinero también pueden
tender un puente sobre los mundos de los adultos y los niños” (D. Haugen 2005, 521). En
particular, en el contexto doméstico de las familias protagonistas, el dinero resultó ser un
301
tema bastante presente en la definición de los roles de niño/ adulto, las relaciones de padres
e hijos y las decisiones sobre la crianza infantil.
En los capítulos anteriores, analicé la importancia que tiene el dinero en la vida de los
niños en contextos como el escolar y el comercial. Presenté algunas de sus valoraciones e
interpretaciones sobre qué significaba para ellos obtenerlo, administrarlo y gastarlo. Se
observó cómo el dinero, lejos de ser un instrumento único, homogéneo e impersonal de
intercambio, adquiere unos significados sociales que varían de acuerdo a los lugares, tiempos
y personas que lo produce, usa, diseña, guarda, presta, invierte, regala, intercambia, circula,
entre muchas otras acciones. Los niños y niñas protagonistas de la investigación y los adultos
que los rodean evidenciaron unas formas ricas de relacionarse y comprender el dinero en
diferentes escenarios etnográficos explorados: cuando pueden obtenerlo por cuenta de sus
trabajos en la industria del modelaje, cuando se quieren desempeñar como clientes -
consumidores en el contexto comercial o cuando este circula en el contexto escolar.
En este apartado estudiaré cómo padres e hijos ponen en el centro de algunas
discusiones al dinero como un objeto de definición de las relaciones de interdependencia en
el contexto doméstico, en relación con la crianza de los niños y su lugar en la familia. Aunque
hay múltiples vías para abordar este tema, analizaré específicamente tres formas de relación
de las familias con el dinero que salieron a relucir en las conversaciones con los niños: cómo
debe comprenderse “el dinero de/para los niños”; los préstamos de los hijos a los padres y,
por último, el dinero como signo de confianza parental y responsabilidad infantil.
Una mezcla de varios de estos argumentos se hizo evidente en una conversación que
tuve en el colegio con un grupo de niñas de tercer grado. Mientras compartíamos el recreo,
les pregunté a las cuatro niñas (8 años) qué les decían sus padres y familiares sobre el dinero
que ellas obtenían por vía de regalos o ahorros. A continuación, un fragmento de este diálogo:
Sofía: a mí me pasa que yo tengo plata y la mamá raramente cuando se da cuenta que tengo
plata, olvida su cartera. Entonces no tiene plata y me dice: ¿me prestas? Y uno le dice: no, no
tengo. Yo tenía 50 mil pesos y yo quería ir a comer a Mcdonalds y le pregunté cuánto vale para
las dos y me dice: por ahí 50 mil pesos. Le dije: ya no quiero ir a comer a Mcdonalds. En mi
cumpleaños pasa algo horrible. Me dieron como $800.000 mil pesos, que me gané en sobres y
lo que pasó es que mi mamá me guardó los sobres. Mariana: sí, mi mamá hace lo mismo, me
quita todos los sobres. Sofía: la mamá de uno abre todos los regalos, y parece un robot porque
mira los sobres desde cualquier lejanía, cualquiera. Ahí mismo sabe. Te dice: ¿te ganaste
$800.000? ¿Te los guardo? Uno de chiquito confía en la mamá y uno dice: sí, mami guárdalos
porque los pierdo. Laura: a mí me pasó algo y es que iba a ir a San Andrés y mi abuelito me
dio plata, entonces la ahorré y un día mi mamá allá dijo vamos a hacer mercado y llegamos y
302
vi un maquillaje y dije: uhmmm quiero maquillaje y entonces le dije a mi papá que quería eso
y le pregunté si había traído mi plata y me dijo no. Me di cuenta que ya se había gastado mi
plata. Mariana: una vez el año pasado, y todavía no me la ha devuelto, en mi cumpleaños me
gané $200.000 y mi mamá me dijo: ¿te los guardo? Y yo dije sí y cuando voy y se los pido me
dice mañana te los doy y así vamos a llegar hasta que tenga 10 años. Paula: mi papá entre
comillas me guarda la plata. El año pasado me dieron dinero. Mi papá me dio de eso $5.000 y
él se quedó con el resto. (Todas las niñas se rieron). Mariana: ¡al menos te dejó algo! Sofía:
lo que pasó es que mi mamá entonces entre comillas me guardó la plata y yo quería gastármela
en dulces o hacer algo con esa plata y yo quería un juguete que valía $21.000 y yo tenía
$800.0000 entonces me sobraba. Yo dije: yo quiero gastar de ahí. Le dije: mami dónde está la
plata y me dijo: tu papá la cogió y yo ayyy por Dios y me dijo: con eso vamos a pagar el
colegio. Yo le dije: no, yo quiero mi plata. Y hasta hoy no me la ha devuelto. ¡Yo quiero mis
$800.000! (Diario de Campo, 16 de agosto de 2018, Bogotá).
Este diálogo puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿de quién es el dinero de los
niños? Aunque pueda parecer retórica, en realidad, reúne una paradoja que es expuesta en la
conversación de las niñas. Ellas se reconocían a sí mismas como dueñas de un dinero que
ganaron por cuenta de regalos y mesadas familiares. Por tanto, entendían que esto les debería
otorgar el derecho legítimo sobre su posesión y gasto. Sin embargo, el tono de reclamo y
confusión de las niñas justamente era porque sus experiencias compartidas denotaban que,
en todos los casos, “su dinero” pasó rápidamente a ser “dinero de los padres”, quienes, según
señalaban, tomaban decisiones sobre este, sin consultarlas, ni tomarlas en cuenta. Aunque
ellas se percibían a sí mismas como las dueñas de este dinero, esto no les resultaba muy útil,
si sus padres no les otorgaban este mismo reconocimiento. Se reducían prácticamente al
mínimo sus posibilidades de opinión y decisión sobre los usos que querían darle a este.
En este contexto “el dinero de los niños” pareciera estar en una especie de estado de
indefinición sobre su propiedad y uso. Este puede fácilmente ser comprendido por los adultos
como dinero que puede servir para los gastos domésticos o parentales. Detrás de esto, como
lo he planteado, se encuentran unas ideas concretas sobre la infancia y los roles de los niños
en la familia. Desde el discurso moderno los niños deben ser esencialmente sujetos que
dependen económicamente de sus familias, por lo que en sentido estricto “no necesitarían
dinero”, pues sus padres se encargarían de proveerles todo lo necesario materialmente.
Además, el dinero se asocia, desde este discurso, como uno de los elementos erosionadores
del valor moderno de la inocencia infantil, pues introduce a los niños en asuntos económicos
considerados como propios del mundo adulto y, por tanto, que termina por desvanecer las
fronteras entre ambos grupos sociales.
303
En este marco moderno de comprensión, parte de la crianza infantil consiste en que
las familias y padres se encarguen de orientar cualquier tipo de decisión que deban tomar los
niños, incluyendo lo relativo a su dinero. Puede considerarse que las familias de estas cuatro
niñas no solo piensen que sus acciones son legítimas y propias de sus responsabilidades en
el marco de la crianza, sino que no duden en ubicar a sus hijas en el lugar propuesto por el
discurso moderno, es decir, como niñas que deben obedecer y respetar las instrucciones y
decisiones de sus padres sobre los usos y destinos de este dinero. Por ejemplo, Sofía y Laura
expresaban que sus padres planearon usar su dinero en gastos familiares como el mercado o
el pago de la pensión escolar y desestimaron expresamente su solitud de invertirlo en la
compra de juguetes. También Paula mostraba cómo su padre le dio solo una parte mínima
del dinero y el resto decidió guardarlo para él. En este caso, no había un gasto justificado,
sino que simplemente optó por quedarse con el dinero de su hija, sin explicación alguna. Con
esta acción, no solo hizo explícita su “autoridad”, sino que introdujo una paradoja ética que
la niña fue capaz de reconocer cuando indicaba que su padre “entre comillas le guardaba la
plata”.
Para historiadores como John Modell (1978) y Joan Jensen (1980) que estudiaron el
uso del dinero doméstico para el caso norteamericano (finales del siglo XIX e inicios del
XX), este resulta indicativo de las desigualdades y las jerarquías de los miembros de la
familia. En sus estudios mostraron que el dinero de las mujeres y de los hijos se gastaba de
manera diferente y con menos libertad que el de los hombres. Este dinero se reconocía como
“dinero secundario”, “suplementario” y para diversiones o consumos optativos, a diferencia
del dinero masculino considerado como el ingreso “serio” de la familia. Por ello, este dinero,
en muchas ocasiones, podía ser administrado y gastado por los hombres, sin mayores
cuestionamientos. Aunque se podría afirmar que en la actualidad para muchas mujeres esta
situación se ha venido transformado y han logrado mayores espacios de independencia
económica con el manejo de su propio dinero, para el caso de los niños y niñas parece ser
todavía una continuidad histórica, aún bastante sostenida por el discurso moderno de la
infancia y la crianza.
Este tipo de prácticas familiares con el dinero de los niños se convierte en una suerte
de recordatorio social y familiar sobre el lugar dependiente y subordinado que muchas
familias le dan y/o esperan de los niños. De ahí que acciones aparentemente comunes que
304
utilizan los adultos como ‘guardar’ o ‘administrar’ el dinero de los niños, ‘olvidar’ los
préstamos monetarios que estos le hacen o sencillamente ignorar sus preguntas y
requerimientos de devolución, tal como lo narraban las niñas, no deben considerarse asuntos
menores, pues ponen de presente y reafirman unas jerarquías familiares, unas
interpretaciones complejas y sutiles de las relaciones de interdependencia de niños y adultos,
así como unas diferencias construidas sobre la relación entre dinero y edad.
Como indiqué en el segundo y tercer capítulo de esta investigación, desde el discurso
moderno deseablemente los niños no deberían relacionarse con el dinero, ni con ninguna
práctica económica. Hablar del dinero familiar no solo desafía nuestras opiniones románticas
sobre la infancia, sino también sobre la familia (Millman 1991, 14). Sin embargo, desde este
discurso el dinero que podría considerarse moralmente aceptable y no peligroso para los
niños y para las relaciones de interdependencia entre padres e hijos, debe contemplar unas
características particulares: 1) debe ser producto de los regalos o asignaciones autorizadas
por los adultos, conocidos por los niños (familiares, padres). Esto significa que se asocia más
a la ‘generosidad adulta’, que a un derecho legítimo infantil; 2) el dinero debe proceder del
ingreso familiar y no como pago de alguna práctica productiva, lo cual le restaría toda
connotación de aceptabilidad; 3) no hay una regularidad preestablecida en la asignación. Los
padres pueden decidir o no darles directamente dinero a los niños. A diferencia de otras
responsabilidades materiales en relación a la crianza de los hijos, dar dinero no constituye en
sí mismo una de las obligaciones parentales, a no ser que sea comprendido exclusivamente
como medio para suplir otros gastos o como estrategia pedagógica de educación económica
y ahorro; 4) es un dinero considerado “no serio” en términos cuantitativos. Es decir, el dinero
de/ para los niños suelen ser monedas o billetes de poco valor y económicamente poco
representativos. La cantidad debe ser lo suficientemente limitada para que el niño interactúe
con este, lo reconozca, lo ahorre, pero no en exceso para que pueda ser riesgoso; 5) los usos
del dinero por parte de los niños deben ser constantemente vigilados, regulados y
administrados por los adultos.
En el contexto doméstico, los niños y niñas de la investigación contantemente se
encontraban en medio de las tensiones entre unas consideraciones más contemporáneas sobre
su rol como sujetos económicos competentes y activos, con posibilidades de opinión y
decisión sobre su propio dinero y estas presuposiciones modernas que les planteaban
305
ambigüedades sobre sus posibilidades de tomar decisiones económicas. La socióloga Viviana
Zelizer (2011) distingue tres formas posibles de comprender el dinero doméstico: “como un
pago (intercambio directo), como un legítimo derecho (derecho a participación) o como un
regalo (concesión voluntaria de una persona a otra)” (Zelizer 2011, 62). Aunque desde el
discurso moderno, el ideal de relación de los niños con el dinero en el ámbito doméstico es
cuando este es producto de un regalo, lo cual implica una posición del niño como receptor de
la voluntad monetaria de los padres o familiares, tal como he mostrado, los niños
constantemente asumen otro tipo de relaciones con el dinero doméstico: a veces puede ser
producto del pago por trabajos en casa o de cuidado, lo cual supone ciertas negociaciones y
responsabilidades entre los niños y sus familias, pero también hay algunos casos particulares
como el de los niños modelos y comerciantes escolares que activamente son generadores de
dinero doméstico y, por tanto, pueden exigir una participación en la toma de decisiones de
gasto en sus hogares.
Un segundo señalamiento que fue reiteradamente presentado por los niños y niñas del
Grupo A, cuando tenían 10 años, estuvo relacionado con una práctica económica concreta
como el préstamo de dinero a los padres. En uno de los encuentros etnográficos llevado a
cabo en octubre de 2017, los niños expresaron sus opiniones sobre lo que suponía este tipo
de práctica económica.
Julia: sí, mi papá me debe como $74.000. Andrés: mi mamá me debe $100.000, pero yo se
los regalo y no me preocupo por eso. Julia: es que yo le digo, papi, yo te presto esta plata, con
tal de que tú me la devuelvas, pero mi papá es muy… no tacaño, pero lo devuelve muy suelto.
Es de a $2.000 hasta que llega a $70.000. Andrés (ríe): con monedas de $50. Julia: la vez
pasada me devolvió con monedas, como para yo llegarle a la señora de la cafetería con eso.
Martina: es que a veces mi mamá ha necesitado dinero y yo le he dado, y cuando, por ejemplo,
fue el día de la madre, entonces yo le dije mami cómprate esto y lo descuentas de lo que me
debes. Paola: a mis papás yo les presto y a mí no se me olvida que yo les preste y a ellos sí se
les olvida. Yo se los recuerdo, pero después se les olvida. Investigadora: ¿pero sí te devuelven
el dinero? Paola: no. Investigadora: ¿entonces se pierde? Paola: sí. Karen: mi mamá me dice
“yo le di la vida, no me cobre”. Julia: mi mamá me dice “no tengo plata”. Y yo veo plata en
la billetera y me da mucha rabia. Karen: ella también me dice “el mayor pago es todo el amor
que te estoy dando”. Sergio: mis papás siempre me dicen “ahorita le pago” y nunca me pagan.
Tomás: mis papás me dicen vamos hijo, te compro esto, pero me dicen que no tienen plata
para pagarme. Julia: mi papá me cree boba. El a veces me soborna y me dice, “mira yo no te
voy a pagar”, pero me dice luego, “en el próximo sueldo te compro una blusa”. Y yo le digo:
papi pues ya no me compres la blusa y me pagas ya. Karen: mi mamá me dice “tú no necesitas
la plata”. Tomás: mi papá me dice por qué pide tanto. Karen: mi mamá me dice “si yo le di
la vida por qué me está cobrando”. Uno les dice mami me debes $5.000 y ella me dice, “pero
tú me debes $5.000 de las planchadas” y uno dice, no, pero eso no vale. Tomás: una vez mi
papá estaba sin plata y yo le dije papi yo tengo plata y él me dijo “¿me la prestas?” y yo insistía,
306
insistía y yo le decía papi la plata y todavía me está debiendo como $3.000 o $4.000. Sergio:
mi papá trabaja en un banco y dice que me va a llevar a cobrar ahí porque soy buen cobrador.
(Encuentro etnográfico Grupo A, Bogotá, octubre de 2017).
Imagen 30: “Niños y niñas Grupos A y B de investigación”. Bogotá, 2018.
Este diálogo, igual que el anterior, también resulta muy indicativo sobre el lugar que
ocupa el dinero en la definición de las relaciones de interdependencia entre padres e hijos y
las decisiones sobre la crianza infantil. Desde el ideal de la buena crianza contemporánea se
espera que padres e hijos construyan unas relaciones que pasen principalmente por la
negociación, el diálogo y la expresión de los afectos. Desde esta perspectiva, se insiste
igualmente en una idea de infancia más autónoma, participativa y activa de las decisiones
familiares y de sus propias crianzas. Este ideal, sin embargo, se ve constantemente trastocado
cuando entran en la escena doméstica prácticas económicas como el manejo del dinero, que
se convierte en una variable abierta, que toma diferentes significados para los niños y sus
padres, según sea el contexto. Puede ser interpretado como un soborno, una promesa, el
cumplimiento de un objetivo, la expresión de solidaridad, el recordatorio de una obligación
o, como en este caso, la materialización de un contrato entre dos partes.
Los niños y las niñas de la investigación demostraron comprender muy bien el tipo
de relación y responsabilidad moral que se contrae en un préstamo monetario. Hay un
acuerdo tácito entre las partes de devolver el dinero prestado en un plazo de tiempo
establecido. Pero, ¿qué hace que un préstamo de hijos a padres sea diferente?, ¿por qué los
niños se quejaban constantemente del incumplimiento de este contrato por parte de sus
padres? Según los protagonistas de la conversación, las respuestas parentales cuando ellos
les recordaban o reclamaban explícitamente su compromiso de devolución del dinero, se
resumían en las siguientes: “los niños no necesitan dinero”; es un acuerdo que fácilmente se
307
puede olvidar, retribuir o reemplazar con otro tipo de productos u obligaciones domésticas;
no debe cobrarse porque “los padres les dan amor y les dieron la vida”.
Se tiene entonces un conjunto de argumentos que tienden a fundamentarse en dos
cuestiones: unos ponen en duda la legitimidad y el derecho de los niños, por ser niños, al
dinero y, por tanto, los padres tienen la potestad de ignorar, olvidar los préstamos o
reemplazar este dinero por cualquier otro bien material y el segundo, es de índole emocional
que se sustenta en la idea de que los niños deben “todo a sus padres”. Desde su nacimiento,
adquirieron una deuda impagable materialmente: el amor y la vida misma. Por ello, a criterio
de estos padres una deuda monetaria con sus hijos resultaba ser algo menor, insuficiente e
incomparable con todo lo que ellos emocionalmente les han brindado. Aunque los padres den
un valor irrelevante al dinero de sus hijos y le resten importancia a los contratos monetarios
que adquieren con ellos, ubicándolos en una posición de desventaja y dependencia, con sus
argumentos y acciones terminan por constatar que el dinero termina por influir desde los
asuntos domésticos aparentemente más triviales, hasta las discusiones emocionales más
profundas. Tal como lo ha argumentado la socióloga Marcia Millman (1991), “es una tontería
fingir que el dinero es irrelevante para el amor (…) El dinero no es solo poder, sino una
medida de valor. Por ello, se insinúa incluso en las configuraciones más íntimas” (Millman
1991, 4).
El préstamo se constituye en una operación económica que supone igualdad de poder
entre las partes: la que presta y la que paga (con o sin intereses). Es diferente a otras formas
de dinero como lo puede ser el regalo o la donación que implica una relación menos simétrica.
Sin embargo, muchas veces cuando el dinero que se presta es el de los niños, puede ser
interpretado por los adultos - padres de manera desigual. Tal como se ha visto en los
testimonios anteriores, este dinero pasa fácilmente a ser considerado dinero para gastos de
los padres o de la casa. En las entrevistas con los niños protagonistas no salieron a relucir
experiencias de préstamo a otro tipo de adultos. Un préstamo monetario supone una forma
de relación directa y estrecha entre las partes, por lo que es presumible que las primeras
experiencias de préstamo de los niños se den con los padres o familiares más cercanos, de no
ser así, podría producir reacciones de suspicacia, sospecha o sencillamente se convertiría en
otro tipo de relación económica y se cuestionaría su carácter de “préstamo”.
308
La decisión que tomaban los padres de no retornar el dinero, la disculpaban algunos
de los niños protagonistas porque se trataba de “sus padres”. Probablemente, si fueran otro
tipo de adultos los que actuaran así con su dinero, pasaría a ser leído (por niños y adultos) de
manera inmediata como una muestra de “abuso” o de “robo”. Esto se evidenció, por ejemplo,
en el segundo capítulo con los reclamos de los niños - clientes cuando vendedores y
comerciantes les daban erróneamente el cambio del dinero o les cobraban de más por sus
compras. No obstante, cuando se trata de una transacción económica entre padres e hijos,
esta parece revestir una especie de aura afectiva, la cual hace que para algunos niños sea
difícil devolverle su carácter de obligación económica. La ambigüedad que se produce en
este contexto, a la vez, les representa una posición ventajosa a algunos padres, que la pueden
utilizar a su favor, según sean los intereses. Por ello, niños como Andrés y Martina
expresaban que tenían dificultad en solicitar a sus madres el retorno de su dinero y preferían
“regalárselo” o decirles que compraran algo para ellas.
Así, aunque los niños de la conversación se pensaban como prestamistas y dueños de
este dinero, no era este el lugar que le otorgaban sus padres. Al incumplir el acuerdo del
préstamo monetario, los niños y niñas no solo estaban siendo tratados por sus padres como
una parte “no igual” en el contrato, sino que con esto también le concedían un valor diferente
a su dinero. Se trata de un dinero que no tiene la misma connotación que el dinero de los
adultos: es un dinero sobre el que recaen constantemente preguntas acerca de su propiedad y
uso; es fácilmente reemplazable por cualquier otro bien o que puede, tal como lo planteaba
Julia, ser cambiado por monedas de menor valor o como lo decía Paula, pagarse de manera
parcial.
Una tercera consideración que salió a relucir en las conversaciones con los niños del
Grupo A, cuando estos tenían 10 años de edad, estuvo relacionada con el dinero como signo
de confianza parental y responsabilidad infantil. Como se verá a continuación, esta discusión
estuvo, a la vez, muy conectada con las interpretaciones que tenían los protagonistas sobre la
edad como criterio para la definición de la competencia infantil con el manejo del dinero.
Para este grupo de niños que han pasado gran parte de su vida infantil rodeados de toda clase
de recordatorios culturales y sociales sobre la importancia de la edad como un patrón de
desarrollo, que no solo entra a definir lo que debe ser su progreso/ crecimiento físico, mental
y emocional, sino sus posibilidades de opinar o actuar o no en sus mundos sociales, era claro
309
que los asuntos sobre el dinero en el contexto de la crianza no eran una excepción. A
continuación, un fragmento de la conversación sobre el tema:
Investigadora: ¿en qué circunstancias los niños pueden tener y manejar su dinero? Martina:
depende del niño, porque si hay un niño responsable, puede ahorrar y comprarse lo que
necesita, pero hay algunos niños mal educados que se compran de todo y van derrochando la
plata. Catalina: pues como decía Martina, según el niño, porque un niño responsable, vaya y
venga que le den plata, porque ya es grande y puede asumir las consecuencias, puede hacer lo
que quiera con su plata, porque es su plata. Investigadora: ¿y entonces desde cuando un niño
ya es grande? Catalina: eso también depende de los padres, porque tienes que educar a los
hijos para ser responsables para poder manejar mejor el dinero. Andrés: la edad para mí para
tener dinero son los ocho años, pues ya tiene mayor responsabilidad para manejar el dinero.
Tomás: no, porque digamos, a mí mis papás no me daban plata, porque me decían que yo era
muy irresponsable, porque es que yo cuando estaba en tercero, voté dos chaquetas del uniforme
del colegio, porque yo las ponía para hacer canchas de fútbol. Entonces, mi papá me decía que
no me daba plata, por descuidado. Ahora sí me da plata, porque soy más responsable. Natalia:
yo creo que la edad es los ocho, porque ahí empieza una etapa diferente, uno se siente más
grande. Investigadora: ¿por qué? Julia: porque, por ejemplo, mi hermana que tiene 6 años, a
veces ve cuando mi papá me está entregando la plata a mí y dice: ¡yo también quiero plata! Y
mi papá le dijo: no, hasta que tengas los ocho. Y ella dijo: ¿y por qué? Y yo le dije: porque esa
edad es muy demandante. Sí, entonces cada cosa tiene su edad ¿sí? Tomás: sí, yo me acuerdo
que un día estaba con Julia, la hermana y su papá. Y el papá le dio a Isabella (la hermana de
Julia) $10.000 y yo me sorprendí porque una niña tan pequeña… Julia: no, pero ella es muy
responsable. Digamos a Isabella se le pueden dar $20.000 y a ella le pueden durar dos meses.
Y tú le preguntas por la plata y te da cuenta de lo que se ha gastado y en qué. Pero mi papá no
sabe eso todavía y yo soy la que lo sé. Andrés: pues yo creo que no todos los niños chiquitos
son iguales con el manejo del dinero, porque puede haber niños de 4 años que ya pueden tener
mucha responsabilidad con el dinero. Martina: sí, por eso te decía que la edad no es tan
importante, obviamente a un niño de dos años no le puedes dar plata. Tomás: sí, lo importante
es que tenga memoria. Catalina: eso depende de la responsabilidad del niño. Andrés: sí, eso
depende más de los padres, cómo lo eduquen. Julia: sí, una vez mi papá, me dio a mí $20.000
y dijo que lo distribuyera por mitad con mi hermana, o sea $10.000 y $10.000 ¿Y adivina a
quién se le perdieron los 10 mil pesos? A mí. Y mi papá me dijo: ya sé quién es la más
responsable. Karen: pues a mí me pasa que mi papá todavía me ve muy chiquita y me dice
todos los años “ayyy yo este año sí te voy a dar plata” y jamás me da. En cambio, mi mamá sí
me da plata. A mi mamá no le parece malo que yo tenga plata, pero lo que le parece malo es
que no la use en lo que sí necesite. (Encuentro etnográfico, Grupo A de investigación,
Bogotá, junio de 2017).
En este diálogo se observa cómo los niños protagonistas reconocían que, en el
contexto de sus propias crianzas, la edad se ha convertido en un criterio importante, que sus
familias les han presentado, al momento de decidir si pueden o no manejar su propio dinero.
De hecho, algunos de ellos reproducían lo que habían escuchado de sus padres y planteaban
que los ocho años podría considerarse una edad idónea para iniciar este aprendizaje. Sin
embargo, también, había otros niños que relativizaban este argumento y planteaban que la
310
edad no era el único factor que incidía en este proceso, al que le sumaban otros como: la
crianza de los padres, la confianza que les brindaran a sus hijos y en respuesta, el modo en
que los hijos demostraran ser responsables y competentes con el manejo del dinero.
Los niños participantes eran capaces de cuestionar aquellas ideas generalizantes que
hay detrás de la ecuación “a mayor edad, mejor manejo del dinero”. Julia, por ejemplo,
aunque afirmaba que cada “cosa tiene su edad”, al mismo tiempo, señalaba que su hermana
menor era mucho más responsable y organizada que ella con el dinero. Por su parte, Karen
decía que su relación con el dinero variaba de acuerdo con la visión que tenían sus padres de
ella y los grados de confianza que cada uno le expresaba: mientras que para su padre ella a
sus diez años seguía siendo demasiado “pequeña” para manejar dinero, su madre demostraba
tener más confianza en ella.
Para los participantes era claro que no todos los niños podían tener dinero, todo
dependía del grado de confianza que le confirieran los padres y la responsabilidad que
lograran demostrar los hijos. Se convierte así en una especie de desafío infantil, que no es
impuesto y construido solo por los adultos, sino también por los mismos niños. Tomás
expresaba que le sorprendió cuando el padre de Julia, le dio a su hija menor un billete de
$10.000 cuando, a su criterio, “era una niña muy pequeña”. Lo interesante de esta discusión
también es que los niños y niñas ven la posibilidad de acceder al dinero doméstico como un
signo de responsabilidad y madurez infantil. “Ser un niño grande”, en términos
contemporáneos, en parte, pasa por el aprendizaje sobre el valor del dinero y su buen manejo
y uso.
La historiadora mexicana Susana Sosenski sostiene que “enseñar el valor del dinero
a los niños se convierte también en una forma de construir infancias” (Sosenski 2014, 650).
Con el dinero, su acceso y posibilidad de uso, los padres constantemente les envían mensajes
a sus hijos sobre el tipo de infancia y de crianza que desean promover. Las decisiones de los
padres con respecto al dinero de los niños pueden ser de diferente índole y responder a
diferentes discursos. A veces posicionan a sus hijos más desde el discurso moderno cuando
deciden ‘administrar’ el dinero de sus hijos por considerar que por cuenta propia los niños
no pueden hacerlo o cuando desconocen sus obligaciones de pago de los préstamos,
argumentando que los “niños no necesitan dinero”. En otros casos, promueven el discurso
contemporáneo cuando invitan a sus hijos a manejar de manera autónoma su dinero,
311
incentivan las prácticas de ahorro o les pagan intereses sobre sus préstamos, reconociéndolos
como sujetos económicos por derecho propio.
Hasta ahora he presentado varias discusiones domésticas entre padres e hijos por
cuenta del lugar que deben tener diferentes prácticas económicas y de consumo en la crianza
de los niños. Pero, ¿qué ocurre cuando algunas familias no logran llegar a acuerdos sobre
estas discusiones?, ¿de qué manera los niños se involucran y toman posición en los conflictos
familiares que surgen por cuenta de su propio bienestar económico? En el último apartado
de este capítulo exploraré cómo este tipo de asuntos muchas veces desbordan el ámbito
doméstico para buscar solución a través de una de las entidades del Estado.
• Disputas familiares sobre el bienestar económico infantil
Un viernes en la tarde del mes de octubre de 2018, llegué a una de las oficinas del
Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF)33 de la ciudad de Bogotá. Pedí un turno
y me senté en la sala de espera. Allí se encontraban varias mujeres, hombres, niños y jóvenes
esperando a que algún funcionario de la entidad estatal atendiera su solicitud. Como es usual
que se presente en cualquier oficina gubernamental, los visitantes suelen entablar charlas
informales con sus compañeros de espera, sobre las razones que los llevaron a estar allí.
Escuché desde conversaciones sobre demandas por inasistencia alimentaria de los niños,
hasta procesos por patria potestad y derecho a visitas parentales los fines de semana.
Mi hermana, quien trabajaba como abogada de la entidad, me comentó previamente
algunas de las solicitudes que a diario les llegaban a los funcionarios que estaban en la
primera línea de atención a las familias. Aquel día, me presentó a las otras dos funcionarias
encargadas de recibir y atender directamente las inquietudes de los ciudadanos, así como de
darles trámite o direccionarlas a las entidades competentes. De manera privada, entrevisté a
las tres funcionarias, en un café cercano a su oficina. Sus testimonios presentan una versión
particular sobre su experiencia profesional en el ICBF. De ningún modo, se plantean como
33 El ICBF se define a sí misma en su página web como “la entidad del Estado colombiano que trabaja por la
prevención y protección integral de la primera infancia, la niñez, la adolescencia y el bienestar de las familias
en Colombia, brindando atención especialmente a aquellos en condiciones de amenaza, inobservancia o
vulneración de sus derechos” (Página web Oficial ICBF 2019). La creación de esta institución en 1968 fue, en
gran parte, el resultado del acumulado de políticas públicas sobre infancia y familia, tanto nacionales, como
internacionales, a las que se adhirió Colombia, principalmente desde las últimas décadas del siglo XX. Así, esta
institución es la cara más visible del Estado colombiano para garantizar la protección, el cuidado y la promoción
de los derechos fundamentales de los niños del país.
312
representativos de la institución estatal a la que pertenecen. Sin embargo, sí resultan
interesantes en tanto ponen en evidencia cómo otro grupo de actores y profesionales, en este
caso, funcionarios estatales, construyen, plantean y ponen en tensión algunas ideas sobre la
infancia y la crianza cuando se vinculan los niños con discusiones económicas familiares y
jurídicas.
Preguntarse, desde una perspectiva antropológica, por qué algunas familias bogotanas
deciden llevar sus conflictos económicos a esta entidad y cómo los funcionarios leen estas
solicitudes como un asunto público o no, implica comprender que el Estado y sus entidades
antes que un todo homogéneo o un agente intencional abstracto, consisten en “un conjunto
de grupos, de organizaciones y de individuos, así como de otros actores sociales que tienen
razones y fundamentos para sus propias acciones”(Melossi 1992, 19). Al igual que en
capítulos pasados, otros actores sociales (niños, padres, maestros, comerciantes, publicistas,
psicólogos, abogados) han presentado sus propias versiones sobre el lugar que tienen o deben
tener las prácticas económicas en las vidas de los niños y en sus relaciones de
interdependencia, el Estado y sus diferentes funcionarios también tienen un lugar en estas
discusiones y “disputan sus saberes legítimos sobre los niños”(Carli 2003, 28) y la
competencia de sus atribuciones para decidir cuáles son las características de la buena
crianza y qué debe definirse como “bienestar económico infantil”.
El Centro Zonal en el que trabajaban estas tres funcionarias estaba ubicado en
Kennedy, una de las localidades más grandes y pobladas de la capital. Esta agrupa, en su gran
mayoría, a barrios de estratos 2, 3 y 4, es decir, lo que en términos de este instrumento
administrativo abarca a un porcentaje de la población de clase media bogotana. Me
comentaron que, a diario, recibían en promedio de 70 a 80 ciudadanos con diferentes
preguntas y peticiones. Les pregunté si dentro del conjunto de reclamos, quejas y solicitudes
que recibían, el asunto de las prácticas económicas y de consumo de los niños tenían algún
lugar o, por el contrario, eran temas reservados para la intimidad de los hogares. Las tres
coincidieron en afirmar que los asuntos económicos en los que estaban involucrados los niños
eran una de las principales causales de visitas a este centro zonal. En palabras de una de ellas,
“lo económico desbordaba todas las situaciones familiares”.
Durante una hora y media de conversación narraron una enorme cantidad de historias
y casos que les llegaban de padres, madres, abuelos y de los mismos niños exponiendo sus
313
inconformidades relacionadas con el ámbito de consumo familiar e infantil. La abogada
comentaba que, en una ocasión, llegó a su oficina un caso de disputa entre un padre y una
madre por la compra del disfraz de su hija: “un papá molesto porque habían disfrazado a su
niña de chuqui y él quería que la disfrazaran de princesita. Entonces, decía que era maltrato
infantil. ¡Y eso no era maltrato! Es como exponer todo el tiempo la vida familiar para que el
Estado les solucione”, afirmaba.
Según las funcionarias, como este había muchos otros escenarios, donde los
“derechos de los niños” se convertían en el argumento jurídico y moral presentado por las
familias para exponer ante esta oficina del Estado todo un grueso de tensiones domésticas:
reclamos de mamás y de los niños porque el padre se estaba quedando con el subsidio de la
Caja de Compensación Familiar; discusiones entre los padres divorciados sobre cuál debía
ser la cuota monetaria “adecuada” para garantizar el bienestar económico de los hijos; pleitos
por la custodia en los que se debatía cuál de los dos padres podía darle mayores “beneficios
económicos” a los niños; desacuerdos sobre el tipo de educación escolar de los hijos (privada
o pública); discusiones sobré cómo debía administrarse la cuota monetaria y cuáles eran los
consumos necesarios e innecesarios para los niños; conflictos por los gastos excesivos en
recreación, vacaciones o juguetes que uno de los padres podía brindar y que, a criterio del
otro, podía perjudicar la educación moral de los niños o la autoridad parental, entre muchos
otros.
Mientras las escuchaba pensaba que, tal como lo ha estudiado, para el caso
norteamericano, la socióloga argentina Viviana Zelizer (2009) en los tribunales judiciales,
así como en instituciones estatales como en las oficinas del ICBF, se despliegan a diario toda
una cantidad de conexiones entre mundos aparentemente “hostiles o separados” como lo son
“el derecho”, la “economía” y “la intimidad de los hogares”. En estos espacios, “la mezcla
de transacciones económicas y de relaciones íntimas suele dejar perplejos tanto a sus
participantes, como a los expertos, y no los deja perplejos porque suceda en raras ocasiones”
(Zelizer 2009, 35).
Aunque no sean de ningún modo situaciones inusuales, lo interesante era notar cómo
las funcionarias insistían en separar lo que, a su criterio, eran los asuntos del orden de la
crianza emocional, de los de la crianza material. Desde su posición como madres, pero
también en su rol como funcionarias, me expresaron no entender cómo las relaciones
314
familiares y los problemas de la crianza infantil, que a su juicio debían tener un carácter sobre
todo emocional y afectivo, llegaban al ICBF convertidos en “simples problemas
económicos”. Afirmaban que muchas familias condicionaban las relaciones afectivas o el
uso del tiempo para compartir en familia, de acuerdo al pago de las cuotas monetarias. Una
de las psicólogas planteaba al respecto:
Condicionan a los niños a que el tema principal sea la parte económica y no, realmente, bueno
yo lo hablo desde el punto de vista como mamá, y es cuáles son los gastos fundamentales del
niño. Es lograr que la mamá entienda que primero debe ser la parte emocional, sabemos que la
responsabilidad económica es de papá y mamá, pero les decimos que se enfoquen para que el
niño no tenga tantos problemas en la pre adolescencia y la adolescencia. Enfóquese en que lo
primero que va a construir es la parte emocional de su hijo, no todo es la parte económica.
(Entrevista funcionaria 1, ICBF, Bogotá, octubre de 2018).
Pero, ¿por qué las familias decidían llevar los problemas económicos relacionados
con la crianza de sus hijos y convertirlos en un asunto público? Las funcionarias indicaban
que la mayoría de familias usuarias, buscaban la intermediación del ICBF como forma de
legitimación institucional sobre sus demandas privadas. No importaba si se trataba de una
discusión aparentemente ‘trivial’ como la elección del disfraz de los niños, o una con mayor
peso como la definición del valor de la cuota alimentaria, para las familias todos estos asuntos
eran legítimos e importantes al momento de hablar de la crianza y el “bienestar de los niños”
y por ello, a través de estas funcionarias, buscaban el respaldo del Estado para su
justificación.
Como se ha visto a lo largo de este capítulo, el énfasis o peso que cada familia le
confiere, ya sea a la crianza emocional o material, es diferencial. El problema surge cuando
no hay acuerdos entre las mismas familias sobre cómo comprender y llevar a cabo este
proceso de crianza y qué lugar ocupa lo económico en la vida de los niños. En muchos de
estos casos, deciden exponer estas diferencias ante funcionarios públicos para lograr algún
tipo de conciliación o solución. Sin embargo, estas tres funcionarias coincidían en que
muchas de estas situaciones eran “asuntos privados” en los que el Estado no podía, ni debía
interferir. Muchas de las quejas que recibían a diario les competían, según ellas, a los padres
y a los familiares de los niños, no al Estado. Cuando ocurre esto, “simplemente se les aconseja
abrir espacios de diálogo familiares, pero la asesoría que se les brinda no corresponde a un
concepto institucional de la entidad, ni mucho menos a funciones o acciones que se puedan
materializar”, aclaraba la abogada.
315
Otro de los asuntos interesantes que se desplegaron de la conversación, fue la
perspectiva que las tres funcionarias presentaban sobre el papel político y social de los niños
en este tipo de solicitudes. Explicaban que era recurrente que niños, niñas y jóvenes visitaran
las oficinas de la entidad y fueran ellos mismos quienes expusieran sus reclamos. Una de las
psicólogas explicaba que los niños no solo llamaban a la línea de atención, sino que iban en
compañía de sus padres o familiares para hacer solicitudes jurídicas. “A veces cuando los
papás vienen con los niños, los niños sin uno preguntarles, por sí mismos, empiezan a decir:
no, es que mi papá no me está dando la plata de la ropa o no me está dando la plata del
subsidio. Estos son temas que básicamente no les competen a los niños, sino a los adultos.
Se ven niños desde muy pequeños, desde los 4 o 5 años hablando de la parte económica”,
afirmaba una de las psicólogas.
Si bien a diario se divulga a través de los medios de comunicación nacionales,
publicidad institucional del ICBF en el que se invita directamente a los niños y niñas del país
a llamar a la línea de atención y actuar como sujetos de derecho, por el comentario de esta
funcionaria parece que persisten aún muchas ambivalencias sobre el papel político de los
niños. Cuando ellos deciden presentarse a las oficinas de esta institución en condición de
reclamantes (hablar, expresar su opinión y exigir sus derechos), el efecto que produce en
algunos funcionarios pasa por la sorpresa, la inquietud e incluso la sospecha. Este efecto
radica en que generalmente son los adultos los que “hablan en nombre” de los niños y los
encargados de validar y dar legitimidad a los reclamos de ellos, ante estas instituciones. A
más de tres décadas de firmada la Convención de los Derechos del Niño (1989), las preguntas
que surgen entonces son: ¿qué tan preparadas y dispuestas están las instituciones y las
familias de otorgar un lugar político real y no solo simbólico a los niños? y ¿qué cuestiones
sobre la infancia indican este tipo de reacciones?
Aunque esta institución estatal reconozca en sus políticas, que los niños son “sujetos
de derecho” y como tales, tienen voz y participación, en la práctica esto se ve con suspicacia
cuando aparecen ante la institución niños demandantes - reclamantes que, como lo expresaba
la funcionaria, “hablan de la parte económica”, ámbito que se asocia generalmente a la vida
de los adultos. Así, empiezan a cruzarse y a entrar en tensión diferentes registros de discurso
sobre el lugar social de los niños, sobre sus características y sobre los modos más o menos
316
adecuados para criarlos y educarlos. Las tensiones se dan por cuenta no solo de la definición
del lugar político de los niños, sino también por cuál debe ser la crianza ideal para ellos.
Se sospecha que detrás de las demandas económicas expresadas por los niños, están
sobre todo los intereses de los padres y no de los mismos niños, pues la naturaleza “infantil”,
propia del discurso moderno, de entrada, se asume como ajena a los “asuntos que les
competen a los adultos”. También, se presume que los intereses de los niños son sobre todo
de carácter “emocional y afectivo”, mientras que los de los adultos son “racionales y
calculados”. Como profesionales encargadas de asegurar que se respeten los derechos de los
niños, era interesante ver cómo ellas presentaban una especie de escala de valor sobre la
crianza infantil. Para las funcionarias eran más importantes las crianzas emocionales que las
crianzas materiales o exclusivamente basadas en el componente económico, división que
reafirmaba la tensión sobre lo que ocurre cuando las familias y los niños hacían solicitudes
económicas. En estos casos, las funcionarias también expresaban que cuando llegaban este
tipo de solicitudes, debían entrar a definir y decidir cuáles de estas sí respondían a la
vulneración de los derechos y las necesidades fundamentales de los niños en el marco de una
buena crianza y cuándo se trataba de “derechos subjetivos extensivos que pueden generar
confusión o conflictos de derechos” (Gómez Mendoza y Álzate Piedrahita 2014, 85).
Este tipo de discusiones se observa, por ejemplo, cuando les han llegado familias que
tienen problemas para tomar decisiones sobre los consumos necesarios y deseables para los
niños. Me comentaban que estas decisiones que, pueden parecer del orden de la crianza
privada, llegaban de manera reiterativa a sus oficinas en forma de reclamo como vulneración
a los “derechos fundamentales de los niños”. “Ellos pretenden que se interceda en una
situación absolutamente personal, en vez de resolverlo entre ellos”, reclamaba una de ellas.
Afirmaban que, al tratarse de un centro zonal ubicado en una localidad con variedad de
poblaciones de la denominada clase media bogotana, los reclamos económicos y de consumo
de las familias variaban de acuerdo al estrato socioeconómico. Mientras que en estratos
medios - bajos las discusiones económicas pasaban por el reclamo de las necesidades
materiales primarias del niño (alimentación, salud, vestido, educación), las poblaciones de
estratos medios - altos tenían más discusiones por consumos específicos sobre todo
relacionados con viajes, recreación y marcas de ropa o juguetes:
Me acuerdo de un niño que tenía una cuota de $600.000 pesos y estaba peleando porque el
papá no le pagaba una escuela de fútbol. El mismo niño peleaba y decía: es que yo tengo
317
derecho, yo tengo derecho y venía empoderado con la mamá. También decía que su papá no le
quería dar la salida del país a Italia y que la defensoría tenía que darle el permiso. Pero nosotros
no podemos darle ese permiso, porque era menor de edad, aunque el niño tenga la posibilidad
de viajar. Entonces, en estratos más altos las peleas de consumo están relacionadas con
cuestiones de viaje, qué le dio el padre en concreto, por ejemplo, cómo fue la muda de ropa
(Entrevista funcionaria 3, ICBF, octubre 2018).
La socióloga norteamericana Annette Lareau (2003), quien analizó las prácticas de
crianza de familias de clase media norteamericana, observó cómo los niños de estas familias
empiezan a adquirir un “robusto sentido del derecho y por ello, aprenden a cuestionar a los
adultos y a dirigirse a ellos relativamente como iguales” (Lareau 2003, 2). El niño del que
hablaba la funcionaria podría encarnar este “robusto sentido del derecho” propio del discurso
contemporáneo, pero además en calidad de reclamante posicionó al consumo como parte de
los derechos fundamentales que debía tener.
Si bien, en el Código de Infancia y Adolescencia de Colombia del 2006, se expresa
que todos los niños tienen “derecho a la recreación, participación en la vida cultural y en las
artes (…) además tienen derecho al descanso, esparcimiento, al juego y a las demás
actividades recreativas propias de su ciclo vital” (Ley 1098 de 2006, artículo 30), cuando
solicitudes de este tipo llegan, las funcionarias tienen dificultades para argumentarles a las
familias y a los mismos niños, que como institución solo pueden entrar a intervenir en lo que
desde el ICBF se clasifica como “vulneración de derechos fundamentales”. El problema
radica en la escala de valor de lo que es o no un derecho fundamental para los niños y quién
tiene la potestad de definirlo. Lo que para algunos niños y sus familias puede considerarse
un derecho fundamental en términos del bienestar económico infantil o una instancia
importante para llevar a cabo una buena crianza, para otros, como las funcionarias
entrevistadas, ciertos consumos infantiles desbordaban el carácter de lo “necesario” y, por
tanto, no tenían la obligación de intervenir.
Estas situaciones se presentan con todo tipo de consumos infantiles. Así, por ejemplo,
la abogada sostenía: “con los colegios también pasa. Empiezan a decir, es que el papá no
cumple el derecho a la educación del niño, porque él quiere que lo pase a un colegio distrital
y yo lo tengo en un colegio privado y el papá viene y dice: yo no le tengo que pagar colegio
privado. Obviamente que, si está en distrital, pues ya tiene educación, pero si tienen los
medios por qué no lo hacen”. También ocurre cuando las familias tratan de decidir por los
318
tiempos de ocio de los niños y cuáles son los mejores modos de recrearlos. Al respecto, una
de las psicólogas señalaba que
Cuando uno de los dos padres tiene la custodia, a veces van con los niños a restaurantes, a
parques de diversiones o les compran cosas. Y eso es bueno, porque si se trata de compartir, es
algo muy agradable para los niños, pero entonces vienen los papás o mamás y empiezan a
quejarse y me dicen: “es que mire que lo está malcriando, cómo va a acostumbrar al niño a
esos gastos. El niño se está quedando con una forma de ser que me exige y no entiende que yo
no puedo”. Entonces dicen: “yo no quiero que vuelva a compartir y quiero que el ICBF haga
un proceso para que no vuelva a compartir”. Uno le explica: papá o mamá no es lo que usted
quiera que el niño comparta, ni cómo, ni dónde. (Entrevista funcionaria 2 ICBF, Bogotá,
octubre de 2018).
Estos dos casos de nuevo plantean cómo las familias a veces tienen dificultades para
definir y conciliar entre sus miembros qué lugar tendrá el consumo en la vida de niños, pero,
además, qué tipo de consumos son los necesarios e importantes en el marco de la crianza
infantil. Cuando deciden buscar la mediación de esta institución estatal, se encuentran de
nuevo con la misma dificultad, pues entran en escena unas nuevas consideraciones
personales, profesionales e institucionales sobre qué significa el bienestar económico infantil,
cuáles son los derechos de los niños que deben privilegiarse y cuáles son los alcances y
límites de los reclamos jurídicos de los niños.
De este modo, niños, padres y funcionarios, como las entrevistadas, se encuentran en
“una arena de disputa, movidos por diferentes ideas y representaciones sobre la autoridad y
las responsabilidades del Estado” (Villalta 2020, 21) con la infancia. Cada uno de ellos puede
tener en mente ideas diferentes sobre lo que significa “el bienestar económico infantil” en el
contexto de la crianza y, por tanto, así como es difícil para las familias llegar a acuerdos
domésticos sobre la importancia del consumo en la vida de sus propios hijos, para
funcionarios del Estado también resulta un desafío entrar a determinar cuáles de estos asuntos
son de competencia pública o no y qué tan preparados están realmente para recibir en sus
oficinas a niños y niñas, que se comprenden a sí mismos como sujetos de derecho y buscan
reclamar derechos, que consideran fundamentales para sus propias crianzas e infancias.
Para sorpresa de estas funcionarias, estos casos eran cada vez más frecuentes, lo que
indica, por un lado, que las decisiones sobre el consumo infantil se están convirtiendo en un
asunto que les preocupa a muchas familias y niños de clases medias bogotana y que desborda,
a veces, su capacidad de administración doméstica. Segundo, es una muestra de las muchas
tensiones y desencuentros entre los diferentes registros de discurso sobre los niños, la
319
infancia, la crianza y el bienestar económico infantil, provenientes de diferentes actores
sociales e instituciones, y que llegan materializados a las oficinas del ICBF como
requerimientos institucionales.
• A modo de cierre
En este capítulo analicé cómo las ideas sobre la crianza de los niños están
ampliamente relacionadas con las prácticas económicas y de consumo domésticas e
infantiles. Así como la familia es una unidad económica, la inversión en y para los niños
comprende recursos familiares de diferente índole: dinero, tiempo, energía, emociones,
espacios, trabajos de cuidado, etc... “Invertir en los niños” supone múltiples relaciones y
decisiones económicas sobre cuáles son los gastos obligatorios, opcionales, necesarios o
excesivos para llevar a buen término el proyecto - niño. Por ello, la crianza infantil reviste
para las familias contemporáneas toda una serie de preguntas sobre el lugar de lo económico
y del consumo en: las experiencias de infancia de sus hijos, su desempeño como padres, el
rol que ocupan los niños en las familias, el tipo de relaciones deseables entre padres e hijos,
la educación moral de los niños, así como la configuración del tipo de compromiso parental
y de valoración generacional sobre la infancia como etapa de la vida y de los niños como
miembros de la familia.
A través de diferentes ventanas etnográficas y de diálogos con padres, niños,
funcionarios escolares y estatales se encontraron diferentes registros de discurso sobre las
conexiones entre el mundo económico con la crianza, la infancia y las relaciones de
interdependencia de adultos y niños. Igual que en los anteriores capítulos, argumenté que en
el contexto doméstico y familiar estos discursos también constantemente se encuentran,
superponen o entran en tensión según sea el contexto, los intereses de los sujetos y las ideas
que cada uno presenta y defienda sobre los mejores modos de criar a los niños, cómo debe
vivirse la infancia y qué se necesita materialmente para hacerlo.
El ideal de la buena crianza contemporánea se presentó como otro de los rasgos
propios del discurso contemporáneo de la infancia en el contexto del mercado capitalista.
Argumenté que este ideal promueve que el mercado se constituya como un aliado
fundamental para la crianza de los niños, de ahí, que se sostenga en la importancia de que las
familias no solo se esfuercen por lograr un adecuado equilibrio entre la crianza emocional y
320
la material, sino que tomen distancia de prácticas de crianza de otras generaciones de padres
más ancladas desde el discurso moderno. El mercado se postula como un recurso clave para
diversas acciones de la crianza como: orientar los comportamientos infantiles, gestionar el
tiempo familiar, enseñar a los niños que el consumo es una expresión de movilidad familiar
y generacional, educar hábitos y rutinas, reconocerles a los niños un lugar activo y partícipe
en las decisiones familiares y construir relaciones de interdependencia menos jerárquicas
entre padres e hijos.
Sin embargo, a través de los registros etnográficos y las conversaciones con las
familias y los niños protagonistas encontré que este ideal no es fácil de llevar a la práctica,
pues constantemente se enfrenta con las diferencias generacionales sobre lo que es y cómo
debería experimentarse la infancia, cuál debería ser el peso de las prácticas económicas y de
consumo en la vida y crianza de los niños y cómo sortear las diferentes expectativas que
construyen el mercado, los especialistas, la escuela y los familiares sobre los desempeños
que se tiene tanto en el rol de padres, como de hijos.
Los niños y niñas protagonistas también expusieron lo que implica para sus propias
vidas, encontrarse en medio de diferentes registros de discurso sobre la infancia. A veces,
son pensados por sus familias desde la visión moderna y en otras, desde la contemporánea.
Asuntos como la propiedad y uso del dinero doméstico, las posibilidades de tomar decisiones
u opinar sobre sus propios consumos, el derecho a adquirir objetos nuevos y no heredados o
la posibilidad de comprenderse a sí mismos como sujetos de derechos que pueden ser
reclamantes directos ante instituciones del Estado, entre otros temas abordados, les plantea
tanto a niños, como a adultos la necesidad de orientarse por alguno de estos discursos.
Muchos niños también expresaron cómo utilizan a su favor estos discursos y las
apreciaciones que los adultos tienen sobre su desempeño como consumidores y sujetos
económicos, ya sea para contrarrestarlos con sus propias actuaciones, o para justificar las
decisiones y opiniones de sus padres sobre los mejores modos de llevar a cabo su crianza.
Los protagonistas comprenden que ellos también pueden apropiar los aprendizajes, retóricas
y lenguajes de valoración que han aprendido en sus contextos domésticos para asumir otros
roles: como evaluadores críticos de los consumos de sus padres, prestamistas de dinero a sus
familias o titulares de herencia material a otros niños de la familia.
321
Reflexiones finales y nuevas ventanas que se “abren”
***
Finalicé la escritura de esta investigación en un momento muy particular de la historia
para las actuales generaciones de niños y adultos en cualquier parte del mundo. Con la
pandemia (2020) muchos aspectos de la cotidianidad de los protagonistas de este trabajo se
transformaron y, con ellas, sus prácticas económicas. Su colegio fue cerrado prácticamente
por un año y, en adelante, las clases se impartieron a través de múltiples pantallas. Hasta hace
pocos meses padres e hijos habían discutido sobre la conveniencia de comprar, usar e invertir
tiempo en dispositivos electrónicos (celulares, tablets, computadoras), pero de un momento
a otro, estos se convirtieron en la principal e inexorable vía para permanecer escolarizados y
conectados.
La industria comercial y del entretenimiento fue una de las más afectadas por la crisis
sanitaria. Muchos de los que trabajaban en esta (adultos y niños) no pudieron continuar con
sus rutinas de grabación, casting y sesiones de fotos. Ante este panorama, Manuela, la niña
modelo, que es ya una adolescente, se las ingenió para utilizar sus redes sociales y ofrecer su
propia marca de gel antibacterial y así, ayudar con los gastos de su casa. Por su parte, Tomás,
el bebé protagonista del baby shower celebró sus primeros dos años de vida con una fiesta
de cumpleaños virtual. Y mi mamá - maestra vio con el pasar de los meses, que varios niños
de su salón y de otros cursos dejaron de asistir a las clases virtuales. Muchos padres de familia
quedaron sin empleo y sin posibilidades de pagar un colegio privado para sus hijos.
En este contexto, las prácticas económicas en las que están involucrados muchos de
los niños y adultos protagonistas de esta investigación adquirieron en los últimos meses
nuevas formas, se expresaron por vía de otros espacios, de otra materialidad y propusieron
distintas maneras de relación. La pandemia mundial introdujo también cambios en el modo
de comprender el mercado, la vida escolar y de experimentar los ritmos, los espacios y los
tiempos laborales. Se profundizaron con ella las desigualdades económicas, la pauperización
del empleo y el retroceso en la calidad de vida y las posibilidades de consumo de muchas
familias de clases medias y bajas.
322
La etnografía como enfoque metodológico y texto siempre está viva y se renueva
conforme van pasando los acontecimientos históricos y se gestan los cambios en las
sociedades. Las reflexiones esbozadas a lo largo de estas páginas seguirán adquiriendo
nuevos matices y por ello, más que ofrecer conclusiones definitivas y cerradas, esta
investigación plantea la necesidad de continuar pensando cómo se modifican las experiencias
de infancia y las relaciones entre niños y adultos con las particularidades que irán adquiriendo
las prácticas económicas del capitalismo en los próximos años. Me permitiré retomar
brevemente algunas consideraciones para el cierre de este trabajo y proyectarlas para futuras
indagaciones antropológicas.
En primer lugar, uno de los elementos que tracé como propuesta analítica fue
caracterizar algunos rasgos de lo que denominé el discurso contemporáneo de la infancia en
contextos capitalistas. A través de los registros etnográficos y las conversaciones con los
niños y adultos se identificaron cuatro rasgos: “la política del disimulo”, “la educación para
el consumo”, “la formación para el emprendimiento” y “la materialización del ideal de la
buena crianza contemporánea”. Cada uno captó unos sentidos particulares en la vida de niñas
y niños pertenecientes a familias de clases medias urbanas y de una institución educativa
privada de la capital colombiana. Argumenté que estos cuatro rasgos del discurso tienen
implicaciones y efectos prácticos en las relaciones de interdependencia de niños y adultos y
en las formas de comprender la infancia y las funciones de instituciones como el mercado, la
escuela y la familia en la vida de los niños.
Las expectativas que refuerzan estos rasgos desafían muchas de las ideas del discurso
moderno sobre la infancia con respecto a los roles sociales de los niños, su educación y
crianza. Las tensiones y ambigüedades morales que supone el encuentro de ambos discursos
se hicieron evidentes en las conversaciones con los protagonistas, quienes muchas veces de
manera indiferenciada apelaban a ellos para justificar y diferenciar sus intereses y posiciones
referente a las prácticas económicas en las que estaban involucrados. Con base en lo anterior,
habría que preguntarse en futuras investigaciones qué otros rasgos podrían emerger en la
trama de vida de otras infancias, otras familias y otros escenarios educativos, en diferentes
lugares del país y del mundo, en el marco del capitalismo contemporáneo.
Desde finales de la década del setenta, este modelo transformó radicalmente “las
prácticas y el pensamiento político - económico” (Harvey 2005, 6), lo cual ha devenido en
323
cambios directos en varias instancias: ha reconfigurado los poderes institucionales, desafiado
las formas tradicionales de soberanía estatal, cambiado las dinámicas de la división del
trabajo, la circulación de capital financiero, las formas de protección social, las actividades
de reproducción, la relación con la tierra, las transacciones comerciales, las nociones de
espacio - tiempo y también, ha modificado las relaciones sociales y culturales, los vínculos
humanos y las formas de vida. Este modelo “posee penetrantes efectos en los modos de
pensamiento, hasta el punto que ha llegado a incorporarse a la forma natural en que muchos
de nosotros interpretamos, vivimos y entendemos el mundo” (Harvey 2005, 7).
Como expuse a lo largo de toda la investigación, los niños, lejos de ser espectadores
pasivos de estas transformaciones, experimentan a diario las exigencias y efectos - tanto
positivos, como negativos - en sus familias, escuelas y barrios, como en sus propias vidas.
Aunque las circunstancias y los significados pueden ser diferentes para ellos, es posible
afirmar que ninguno está completamente al margen de las condiciones socioeconómicas que
supone este modelo y las expectativas que éste delinea en las nuevas generaciones.
Comprender este problema solo en términos de un “destino fatal” que amenaza la vida de los
niños, limita enormemente las posibilidades de discusión crítica y desconoce el lado
productivo y creativo del encuentro entre los niños y el mundo económico.
Lo anterior da paso a un segundo elemento conclusivo de esta investigación y que, a
la vez, puede ser leído como una posibilidad emergente de indagación. Las ventanas
etnográficas que mostré en este trabajo son solo una selección de las tantas prácticas
económicas en las que participaban los niños protagonistas en un contexto sociocultural muy
específico. Habría que insistir en que resulta fundamental para la antropología seguir
estudiando etnográficamente las diferentes y extraordinariamente ricas formas de relación de
los niños con la economía, cualquiera sea su expresión práctica. Desde luego, los grados de
participación con los que cada niña y niño se involucra con y en el mundo económico, varían
significativamente en cada caso. Por ello, es primordial seguir interrogando aquellos
discursos que los ubican exclusivamente como sujetos dependientes de las decisiones
económicas adultas, así como aquellas aproximaciones teóricas que solo los valoran en tanto
seres potenciales.
Uno de los elementos del análisis que resultaron más significativos es que a pesar de
las prohibiciones, restricciones y regulaciones que los adultos (padres, maestros,
324
comerciantes) e instituciones les presentan a los niños para su desempeño y actuación como
sujetos económicos, estos se las ingenian para comportarse en su tiempo presente como
clientes, productores y distribuidores de mercancías. Intercambian material y
monetariamente, otorgan significados a los espacios, los objetos, el dinero; crean sus propias
estrategias de rebusque económico infantil; aprenden a evaluar los consumos propios, los de
sus familias y grupos pares y a diferenciar entre acciones como comprar, vender,
intercambiar, ahorrar, hacer préstamos e invertir.
Como estas, muchas otras prácticas siguen siendo inexploradas, poco valoradas o
disimuladas desde la perspectiva adulta e institucional. En parte, la poca atención brindada a
las relaciones de las infancias con el mundo económico se debe no solo a las suposiciones
persistentes de que los niños están o deberían estar alejados de los procesos de producción,
distribución, circulación y que su papel se reduce exclusivamente a ser sujetos dependientes
del consumo familiar, sino a que cualquier otra conexión con la economía (trabajo,
circulación de dinero, distribución de bienes) se convierte inmediatamente en una acción
amenazadora, una fuerza corruptora y erosionadora de la moral y la inocencia infantil. Estas
creencias dominantes han inhibido un examen empírico mucho más crítico de las actividades
económicas de los niños y, sobre todo, han dejado de lado sus perspectivas como sujetos
económicos. Falta mucho entendimiento sobre qué significados tienen estas prácticas para
sus experiencias de infancia como miembros de sus familias, escuelas y comunidades.
De lo anterior se deriva una tercera consideración importante relacionada con la
dimensión moral de toda esta discusión. Prácticamente todas las conversaciones de los
protagonistas de esta investigación se concretaron en reflexiones sobre lo bueno, lo deseable,
lo apropiado, lo correcto, lo adecuado y lo oportuno de que los niños participaran o no, en
diferentes prácticas económicas o que se relacionaran a través de ellas. Los argumentos, más
que estar fundamentados en las habilidades comerciales y conocimientos económicos que
deberían adquirir los niños para desenvolverse, estaban sustentados especialmente en la
‘inmadurez moral’ de los niños o en la conveniencia de involucrar el mercado en sus procesos
de educación y crianza. Cada decisión que se toma en “nombre” de ellos, sea del lado del
mercado, la escuela, la familia, los medios, la academia o las entidades gubernamentales,
parece plantearse desde una óptica moral.
325
Es posible pensar que con la Convención de los Derechos del Niño (1989) esta
cuestión se reforzó. Al otorgarle a estos un estatus político - moral como sujetos con voz,
agencia y posibilidad de participación, se buscó que las decisiones sobre sus vidas ya no
fueran de dominio exclusivo de los adultos, sino también de ellos. Con más de treinta años
de vigencia, este tratado sigue formulando interrogantes para los adultos y las instituciones
sobre el peso, la valoración y el lugar que deben tener las opiniones infantiles cuando, de otro
lado, se consideran sujetos en proceso de maduración moral.
También, tal como se observó a lo largo de la investigación, muchas veces los adultos
en “nombre” de los niños apelan a una moralidad conveniente, disimulada e interesada para
sostener que toman sus decisiones en favor de la infancia. Esto se hace mucho más evidente
cuando se introduce la variable de las prácticas económicas. Así, en nombre de la moral se
disimula el carácter de trabajo de las actividades productivas como el modelaje infantil
haciéndolas pasar por escenarios de juego y aprendizaje; se ‘administra’ el dinero de los niños
para garantizar un buen uso o inversión, o los padres hacen unos esfuerzos considerables para
definir unos principios morales que delimiten y orienten el lugar del consumo en sus procesos
de crianza, sin que estos sean siempre claros, ni convincentes para ellos; mucho menos para
sus hijos. Como estas, muchas otras ambigüedades morales salieron a relucir en esta
investigación por cuenta de cuál debe ser la “naturaleza” o el estatus moral de los niños
cuando se relacionan con el mundo económico y cuáles son las relaciones de
interdependencia deseables y correctas con los adultos. En este trabajo apenas señalé algunas
de las posibles preguntas y ventanas que se pueden “abrir” para continuar con estos debates
en contextos como el trabajo infantil, las pautas de crianza y la inclusión de contenidos
económicos en el currículo escolar.
Por último, esta investigación trató de resaltar de manera continua el carácter
interdependiente y relacional del problema de investigación propuesto. De manera
transversal se derivaron de este postulado algunos asuntos que podrían seguir explorándose
con mayor profundidad y a partir de otras experiencias de infancia y en otros contextos
socioeconómicos: las estrategias de reproducción social de las familias para dar ventajas
académicas y sociales a sus hijos por vía de oportunidades con el mercado; las diferencias
generacionales sobre el lugar de las prácticas de consumo en la definición de roles; el uso de
los recuerdos de infancia como recursos orientadores en los procesos de crianza; las tensiones
326
entre familias e instituciones estatales para definir lo que se puede denominar “el bienestar
económico/ emocional de los niños”; la configuración de las relaciones de amistad infantil a
través de prácticas como el intercambio material y los aprendizajes de los niños sobre la
distinción y la diferenciación social.
Asimismo, convendría seguir estudiando etnográficamente las experiencias de
infancia a través del lente etnográfico, pues este ofrece, sin lugar a dudas, amplias
posibilidades para comprender - de una manera más compleja y a partir de los mismos niños
- el significado de sus mundos sociales, prácticas y formas de sentir. En América Latina y en
Colombia cada vez hay más investigadores, sobre todo, en el campo de la educación, que se
han preocupado por hacer investigación sobre los niños, pero también con los niños. Aunque
muchas de las ventanas etnográficas que se abrieron en este estudio fueron el resultado de las
preguntas, observaciones y reflexiones de los niños y las niñas protagonistas, una deuda con
ellos fue hacer de este trabajo una oportunidad más directa de co - investigación. Mi
aprendizaje por esta ruta aún continúa.
327
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