Paisaje y literatura. La mirada de Altamira sobre El Campello (Alicante).

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PAISAJE Y LITERATURA. LA MIRADA DE ALTAMIRA SOBRE EL CAMPELLO Carlos SALINAS SALINAS IES Enric Valor.- El Campello Documentos / Recursos Educativos / E.S.O. / Ciencias Sociales DOCUMENTO: EL PAISAJE DEL CAMPELLO EN ALTAMIRA.zip TAMAÑO: 29 Kb http://www.lavirtu.com/noticia.asp?idnoticia=43777 Paisaje y literatura. La mirada de Altamira sobre el Campello (Alicante). Carlos Salinas Salinas 21 de enero de 2009 La propuesta didáctica entiende el paisaje como un producto social, geográfico e histórico. Adopta el punto de vista de las geografías humanista y de la percepción para interactuar las percepciones actuales de cada alumno, ante el paisaje actual de El Campello (Alicante), con las vivencias de Rafael Altamira ante el mismo volcadas en sus novelas ambientadas en este medio (1895, 1903). Las fuentes literarias aportan la visión sentimental del autor, condicionado por las circunstancias de su tiempo. Proporcionan un conocimiento cualitativo a la valoración y al comportamiento de otras generaciones en la construcción del paisaje. En última instancia, el uso de la literatura para entender nuestro paisaje local contribuye al

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PAISAJE Y LITERATURA. LA MIRADA DE ALTAMIRA SOBRE EL CAMPELLO

Carlos SALINAS SALINAS

IES Enric Valor.- El Campello

Documentos / Recursos Educativos / E.S.O. / Ciencias Sociales

 DOCUMENTO: EL PAISAJE DEL CAMPELLO EN ALTAMIRA.zip     TAMAÑO: 29 Kb

http://www.lavirtu.com/noticia.asp?idnoticia=43777

Paisaje y literatura. La mirada de Altamira sobre el Campello (Alicante).

Carlos Salinas Salinas21 de enero de 2009

La propuesta didáctica entiende el paisaje como unproducto social, geográfico e histórico. Adopta el punto devista de las geografías humanista y de la percepción parainteractuar las percepciones actuales de cada alumno, anteel paisaje actual de El Campello (Alicante), con lasvivencias de Rafael Altamira ante el mismo volcadas en susnovelas ambientadas en este medio (1895, 1903). Las fuentesliterarias aportan la visión sentimental del autor,condicionado por las circunstancias de su tiempo.Proporcionan un conocimiento cualitativo a la valoración yal comportamiento de otras generaciones en la construccióndel paisaje. En última instancia, el uso de la literaturapara entender nuestro paisaje local contribuye al

desarrollo en los alumnos y alumnas de la competenciasocial y ciudadana, en sus aspectos de comprensión, estimay defensa del paisaje y el uso responsable del medio. 

Las actividades son variadas y organizadas en lasecuencia antes-durante-después: lectura comprensiva, quecontribuye a una de las capacidades básicas clave en estaetapa, un lectura guiada de los rasgos físicos y humanosidentificados en el texto literario, verificación en elcampo de los rasgos detectados, experiencia sensorial yverbalización escrita, contraste de datos con otros textosexpositivos y con información cartográfica, realización defichas, croquis de escenarios y fotografía en las salidas,posibles itinerarios, informe final que incluya propuestade conservación. Consideramos que el uso de las fuentesliterarias para acercarse al medio geográfico complementaotras posibles fuentes, potencia la estima hacia elpatrimonio establece un eje transversal con las materiasCastellano y Plástica y las capacidades de usoslingüísticos y de expresión plástica.

1. INTRODUCCIÓN

Rafael Rafael Altamira Crevea (1866-1951) nació en

Alicante y murió exiliado en Méjico. Realizó sus estudios

primarios y el bachillerato en su ciudad natal. Se licenció

en derecho por la universidad de Valencia y obtuvo el

doctorado por la de Madrid. Catedrático de la universidad

de Oviedo (1897) y de la Universidad Central de Madrid

desde 1914. Fue juez del Tribunal de Justicia Internacional

de la Haya (1921-40). Propuesto en dos ocasiones para el

Premio Nobel de la Paz. En su infancia y juventud pasó

largas temporadas en El Campello, en la hacienda familiar

Ca Terol, derribada hace unos años. Nombrado hijo

predilecto de Alicante y del Campello, tiene aquí una calle

que conducía a la finca y un colegio público con su nombre;

en él se conservan unas cartas autógrafas y un retrato

fotográfico en edad madura (1).

Altamira escribió, además de estudios jurídicos e

históricos, crítica literaria, novelas y cuentos. Buena

parte de su narrativa está ambientada en Alicante y El

Campello. Poseía un excelente sentido del lugar que

transmitía en sensaciones y sentimientos sobre las tierras

y la sociedad que lo vieron nacer. Nos interesan pues, de

especial manera, las descripciones de los espacios por él

vividos. A través de Cuentos de Levante (1895) y Reposo (1903)

podemos contrastar sus imágenes literarias personales,

aquellos paisajes recreados por el autor, con nuestra

percepción actual sobre los mismos. Esta última obra supuso

su madurez creativa.

En Reposo (2) vuelca sus experiencias personales y

muestra un preciso conocimiento de la realidad a través de

una mentalidad analítica y evocadora. Buen observador, se

recrea en el paisaje y en las gentes, describe con

precisión y reconstruye imágenes desde Oviedo. Altamira se

recuperó en El Campello de problemas de salud en 1892 y

volvió de Madrid en 1894 a reponer fuerzas. Juan, el

protagonista de la novela, también se aleja de Madrid

buscando reparar su espíritu. Vivirá en comunión con la

naturaleza e intentará conocerla; irá poco a poco

descubriéndola.

La mirada de Altamira puede guiar nuestras miradas.

Mucho ha cambiado El Campello desde entonces (algún verano

entre 1899 y 1902) especialmente en las últimas décadas

(3), pero siempre queda algo, algunas permanencias

evidentes, otras ocultas, indicios someros y tradiciones.

En suma, fragmentos y pinceladas del pasado que puedes

intentar leer en el paisaje actual.

2. PLANTEAMIENTO DIDÁCTICO

Seguimos las recomendaciones de Boira y Requés, y

Licera (4), en la utilización de las fuentes literarias

para la comprensión del paisaje. En este empeño el texto

literario adquiere el valor de documento histórico que

registra la construcción del paisaje humanizado. Pero es un

documento personal con abundante carga subjetiva, por lo

que debemos identificar la actitud general del autor hacia

la materia tratada pues condiciona los juicios emitidos por

él o por los personajes. También es deseable comparar con

otras fuentes del momento, en nuestro caso podemos leer a

Figueras Pacheco (1913). Y siempre proceder a la

observación directa sobre el terreno de la realidad

material descrita, constatar los cambios y permanencias.

Las Geografías Humanista y de la Percepción aportan la

concepción de la fuente escrita, personal, como medio para

explorar y reconstruir las experiencias y las percepciones

subjetivas del espacio. De esta forma, buscaremos las

relaciones existenciales entre el ser humano y su entorno,

la interiorización del espacio, la conciencia individual,

la narración de experiencias personales en el territorio,

el sentido de enraizamiento, la añoranza por el lugar, las

descripciones vividas por los personajes, el uso del tiempo

y del espacio como referentes de una época y de un ámbito

cultural.

Para alcanzar estos propósitos es muy importante el

desarrollo de la intuición y la empatía, pero debemos

seguir unas fases de trabajo que estructuren la actividad.

1º- Una lectura guiada, individual, del documento

literario.

2º- Debate y fijación en pequeño y gran grupo de los

conceptos geográficos, hechos y datos sociales

contendidos en el texto. Consulta de información

complementaria.

3º- Ejercicios prácticos para verificar y comprender el

documento. Recreación de itinerarios, lectura de

cartografía (Google Earth y mapas topográficos sobre El

Campello: hojas 872-I y 872-II, 1:25000, del Instituto

Geográfico Nacional, y hoja 872(2-2), 1:10000, del

Institut Cartogràfic Valencià).

4º- Anotar los sentimientos ligados al espacio que se

configuran como el significado del lugar; supone la

interiorización del territorio por el autor que la

contrastamos con nuestra visión actual.

La secuencia de actividades supone un ANTES en el

aula: lectura comprensiva delimitar el vocabulario

específico, extraer y clasificar datos y preparar un

itinerario. DURANTE la salida: observar con ayuda de fichas

previas, anotar datos, verificar y contrastar hechos,

realizar croquis y fotos. DESPUÉS en el aula: recapitular,

explicar, sintetizar, redactar un informe que contenga

alguna propuesta razonada de conservación del territorio.

Con las debidas adaptaciones estas actividades podemos

aplicarla a 1º ESO y a Geografía de 2º Bachillerato; pero

creemos que tiene mayor potencialidad formativa en 3º ESO,

bien en la optativa Taller del Geógrafo y del Historiador,

o como contenido procedimental en la geografía de este

curso. El marco curricular lo fija el Decreto del Consell

de la Generalitat Valenciana 112/2007, que para las

Ciencias Sociales, Geografía e Historia de 3º ESO establece

dos CONTENIDOS que incluimos en esta práctica:

Bloque 1- Obtención y procesamiento de información a partir

de la observación de la realidad geográfica y de

documentos visuales, cartográficos y estadísticos,

incluidos los proporcionados por las tecnologías de

la información y la comunicación. Comunicación oral

y escrita de la información obtenida.

Elaboración de trabajos de síntesis o de

indagación utilizando información de fuentes

variadas.

Bloque 2- El aprovechamiento económico del medio físico:

relaciones entre naturaleza, desarrollo y sociedad.

En cuanto a los criterios de EVALUACIÓN establece los

siguientes:

2- Conocer, identificar y valorar los aspectos geográficos

del entorno (..)

14- Obtener y utilizar informaciones relevantes sobre temas

geográficos de fuentes variadas (…)

15- Realizar, individualmente o en grupo, trabajos y

exposiciones orales sobre temas de la materia (…

16- Interpretar y elaborar distintos tipos de mapas,

croquis, gráficos y tablas estadísticas, y utilizarlos

como fuente de información y medios de análisis y

síntesis.

En última instancia, lo que deseamos es contribuir al

desarrollo en los alumnos y alumnas de la competencia

social y ciudadana, en sus aspectos de comprensión,

valoración y defensa del paisaje y el uso responsable del

medio.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

(1)- Cf. Moreno Sáez, Francisco (1997): Rafael Altamira Crevea.

València: Consell Valencià de Cultura. Su nieta Pilar

Altamira ha transmitido algunas noticias sobre su

personalidad: Notas al margen sobre Rafael Altamira (1º de Junio 2001),

en www.cervantesvirtual.com; [consulta 31.03.2008)]

(2)- Hemos utilizado la edición, con introducción y notas,

de Juan Antonio Ríos Carratalá publicada por el Instituto

de Cultura Juan Gil-Albert. Alicante, 1992. Y su artículo

El imposible reposo de Rafael Altamira, en www.cervantesvirtual.com;

[consulta 31.03.2008)]

(3)- Para el estudio del Campello de los primeros años del

XX sigue siendo imprescindible la consulta de su obra

Derecho consuetudinario y economía popular de la provincia de Alicante

(Madrid, 1905); edición facsímil por el Instituto de

Estudios Juan Gil-Albert. Alicante, 1985. Introducción de

A. Gil Olcina. También Figueras Pacheco, F (1913 ca.):

Geografía del Reino de Valencia. Tomo Provincia de Alicante. Una

interpretación actual en Sempere Gomis, A.F (2006): El

Campello: evolució i desenvolupament socioeconòmic (1900-1985). Alacant:

Publicacions de la Universitat d´Alacant.

(4)- Boira Maiques, J. y Reques Velasco, P. (1995): Las

fuentes literarias y documentales en Geografía, en Moreno

Jiménez, A. y Marrón Gaite, Mª.J. (eds.): Enseñar Geografía. De

la teoría a la práctica. Madrid: Síntesis. Y Liceras Ruiz, A.

(2003): Observar e interpretar el paisaje. Estrategias didácticas. Granada:

Grupo Editorial Universitario.

ACTIVIDADES

1. Siguiendo los documentos seleccionados clasifica las

descripciones de los paisajes, según sean

humanizados, rurales, o naturales, diferenciando los

elementos que los conforman: cultivos, poblamiento,

casas, caminos, ambiente social; el relieve, la

topografía, vegetación, la atmósfera, colores, las

formas, los sonidos y olores.

2. Identifica y explica las sensaciones y los

sentimientos que provoca los diferentes escenarios

paisajísticos en el protagonista.

3. Dibuja croquis de escenarios paisajísticos que

identifiques en los documentos.

Mediante croquis localizaremos los componentes

representativos del paisaje. La esquematización

gráfica nos ejercita en la síntesis del conjunto

visible de sus elementos. Un croquis es un dibujo

sencillo realizado del natural. Nos fijaremos en las

trazas generales para fijar las líneas maestras que

definen las principales formas del relieve y los

distintos planos que forman el paisaje, evitando el

exceso de detalles. A continuación se completa el

dibujo y se concretan los detalles de algún elemento

significativo.

Podemos añadir comentarios que refuercen o

puntualicen los datos visuales.

4. Contrasta tu croquis con otros realizados por tus

compañeras y compañeros. Fijaros en los elementos

percibidos por la mayoría y en aquéllos poco

representados o en algún aspecto singular.

5. Realiza fotos que te ayuden dibujar croquis

posteriores y redactar explicaciones. Elige un punto

de observación que te permita captar perspectivas

globales de 800-5000 metros de profundidad de campo;

es decir, una visión oblicua semejante a la humana

de escalas paisajísticas del orden de 1:5000 y

1:25000. Para fijar detalles, pero sin perder mucha

referencia espacial, es útil recoger escenarios cuyo

centro focal esté situado a 300-800 metros.

6. Redacta un informe que sintetice tus observaciones,

interpretación y propuesta de uso del territorio.

GUÍA DE LOS DOCUMENTOSDoc.1.-

Tipo de paisaje agrario: riegos escasos, los cultivos y

sus usos; causas del cambio de uso del suelo.

Sentimientos: necesidad, preferencia, estado de ánimo.

Doc.2.-

Los cultivos, la propiedad.

Sentimientos: siempre me ha figurado.

Doc 3.-

Los efectos del sol; la acción de la mujer (economía

popular); la regulación del agua, sus usos; el camino

carretero.

Sensación: el frescor.

Doc. 4.-

Tipos de terrazgo (secano, huerta, marginal), tipos de

cultivo; efectos de la insolación. El paisaje de rambla

(formas, vegetación). La montaña: escena, vegetación.

Sonidos, colores, olor.

Sensaciones y sentimientos: desolación, sobrecogía el

ánimo, silencio abrumador, parecía tocarse con la mano, silencio.

Doc. 5.-

El aprovechamiento del medio; la topografía; la

vegetación. El escenario panorámico. La valoración de

la luz.

Sensaciones: modorra, calor, soñolencia; brisa-olores.

Sentimientos: bienestar, satisfacción, reposo, olvido de

afanes. Motivos de felicidad; la Naturaleza.

Doc. 6.-

Los cultivos; el tipo de casa; el ventorro. El río. La

perspectiva pasado el río. Los colores.

Sentimientos: triste, alegre.

Doc. 7.-

Cultivos y zonas, acequias; cambios de uso. Topografía,

playa; doblamiento. Trayecto barranquillo-cabo-cuevas.

Sentimientos: grandeza del paisaje. Gozo.

Sensaciones: sentido pictórico.

Doc. 8.-

Algas, playa, uso. Tipos de casas.

Doc. 9.-

Ambiente y meteorología. Descripción del núcleo del

pueblo.

Sensaciones: dulzura del tiempo; el ambiente festivo.

Doc. 10.-

Descripción de la quinta.

Doc. 11.-

El tiempo atmosférico. Cambios otoñales. Colores.

Sentimientos: tristeza amable.

Doc. 12.-

Panorámica desde lo alto; formas, vegetación, luz,

colores. Desierto. Tierra-Mar.

Sentimientos: diversos y admirativos ante la

contemplación.

Doc.13.-

Variedad de sitios secos y feraces. Colorido por el

sol. Visión del Puig Campana (Altona): formas y colores;

leyenda. El mar. Topografía. Posada; desierto.

Sentimientos: admirativos, entusiasmo; valoración de la

actitud de los del norte.

Doc. 14.-

Pueblo-cercanía al mar, oculta y muy próxima.

Las alturas del pueblo.

Descripción de los campos: cultivos.

Descripción del mar.

Localización de la playa.

Descripción del Racó de La Illeta y del Clot de l

´Illot.

La visión pictórica de la costa desde el camino.

Identificación de los accidentes costeros.

Visión pictórica del ambiente.

El puerto y la Torre.

Las cuevas.

Los Baños de la Reina.

El paisaje agrícola: árboles y huerta.

La actividad agrícola: sequía y aguaceros.

La pesca. La sociedad de Lamprea.

Los temporales y la calma.

Identifica el trayecto desde la parte alta del pueblo

hacia la playa: descripción de los elementos.

El escenario desde La Illeta al caer la tarde.

Sentimiento: la grandeza del paisaje litoral. El

atardecer, melancolía.

ITINERARIOS

Hay que tener presente que en la novela no se ofrece

siempre con exactitud una descripción o un trayecto por

el territorio. El objetivo es contrastar la subjetividad

del paisaje contemplado y recreado literariamente por

Altamira y nuestra propia visión. Deberemos comprobar

los cambios y permanencias tanto de elementos como de

paisajes considerados globalmente. Las transformaciones

e impactos serán más intensos donde se hayan concentrado

y superpuesto más usos; es decir, en la franja

comprendida entre la costa y la autopista A7.

Los itinerarios propuestos son indicativos; deberán

organizarse según las posibilidades en gran grupo o en

pequeños grupos. Siguen los contenidos de los fragmentos

seleccionados y deben realizarse andando o en bicicleta

(los protagonistas iban a pie o en tartana) para

participar del mismo sentido de la percepción espacial.

La altura, escala y ángulo del caminante se corresponde

con la visión oblicua y escalas aproximadas 1:5000 y

1:25000. Pueden ser utilizados con provecho las guías

elaboradas por el Grup Gaia Gestió Ambiental, editadas

por el Ajuntament del Campello (El Campello. Passeigs pel seu

entorn natural), y las ofrecidas en www.lacolla.org.

Para la observación de escenarios semejantes a los

contenidos en los documentos 1 a 5 buscaremos

adentrarnos por el camino de Cabrafic o hacia Aigües.

Doc. 6.- El Riu Sec lo atravesaremos en dirección hacia

Alacant siguiendo el Cami Reial de La Vila .

Doc. 7-8 y 14.- Desde el Pla de Sarrió bajaremos por el

Barranquet buscando el barranquillo que desemboca al

Clot de l´Illot; desde iremos hacia el Racó de la

Illeta.

Doc. 9.- En la Pl. de la Iglesia abarcaremos la escena

urbana compuesta por ella y el comienzo de las

calles Pal y Major.

Docs. 12-13.- Desde la Casa Nova hacia el Carritxal.

Doc.14.- Trayecto desde la desembocadura del Riu Sec

hacia la Penyeta; seguimos desde este

hito hacia el Racó de La Illeta, continuamos hacia la

Torre de La Illeta y Els Banyets.

Rafael Altamira: REPOSO (1903)

FRAGMENTOS(La numeración de las páginas se refiere a la edición de

Ríos Carratalá, 1992)

DOC. 1: pág. 67Deseo andar un poco por el campo. —Bajad al pueblo —

insinuó la tía.

—No, al pueblo no. Quédese para otra vez. Necesito

campo, campo. La humanidad vendrá más tarde. Y salió del

jardín, seguido por Cristóbal.

Tú guías —dijo Juan dándole una palmada en el hombro a

su primo.

—¿Qué prefieres, la montaña o el mar? -preguntó el

adolescente. Vaciló Juan un momento.—Vamos a la montaña.

Entraron en el cauce de una acequia, desprovista de

agua en aquel momento, y bordearon un plantío de seculares

olivos y algarrobos. Juan iba alegre, animoso, interesado

por la novedad del paisaje.

DOC. 2: pág. 68Su contento expresábase en charla continua,

atropellada, con que iba explicando a Juan todas las

particularidades de los campos por donde avanzaban.

—Ese olivar es nuestro... hasta aquella viña de allá

abajo, que es del alcalde... Fíjate en este algarrobo.

Tiene el tronco hueco. Siempre me he figurado que ha de

esconderse en él alguna serpiente... En esa casa de las

palmeras, por donde vamos a pasar, vive el tío Llanto, uno

de los labradores más viejos del pueblo. Todas estas

tierras las lleva él en arriendo y las cuida muy bien...

¿Sabes lo que son esas plantas?... Melones, hombre. Están

muy atrasados

DOC. 3: pág. 69Pasaron por delante de la casa de las palmeras. El sol

la inundaba, cubriendo con un tono rojizo brillante, el

revoque de los muros, agrisado por la acción del aire y las

lluvias. La puerta, abierta de par en par, dejaba ver un

trozo de la cocina, que por contraste con el exterior

parecía una mancha negra. Sentada en el suelo, con las

piernas recogidas a usanza árabe, una mujer, cuyos ojos

rasgados, llenos de luz, eran la única nota viva en la cara

demacrada e intensamente morena, retorcía fibras de esparto

entre las manos para fabricar cordelillo.

En el fondo, la nota blanca de unas cantarillas de

barro colocadas sobre un vasar de madera, alegraba la vista

y producía una sensación deliciosa de frescura. Juan y

Cristóbal dieron los buenos días. La mujer miró, deteniendo

su faena un instante; y luego, sin contestar, bajó la

cabeza y siguió trabajando. Poco después, salieron los dos

primos a un camino carretero, en uno de cuyos lados se

abría una acequia ancha y profunda, llena de agua.

-Es la dula- dijo Cristóbal.

-¿Y qué es la dula?— preguntó Juan, mirando el agua

terrosa que corría sin ruido, pero con gran velocidad.

—El riego —contestó el muchacho—. Con esto se riegan

las tierras. Mira los martaveros.

A unos cien metros, tres hombres, sentados sobre el

ribazo, a la sombra de un algarrobo, fumaban con aire

indiferente, sin hablar palabra. Iban los tres en mangas de

camisa, uno de ellos sin chaleco y otro en zaragüelles

blancos y descalzo.

DOC. 4: págs. 70-71Siguieron andando un trecho por el camino. A un lado y

otro continuaban los campos de arbolado, con raros trazos

de huerta, plantada de maíz, pimientos y melones.

El sol calentaba ya mucho y la vegetación toda tenía

un aire de sequedad, de agotamiento, que daba pena. A cada

paso levantaban ambos primos nubecillas de polvo calizo,

que una brisa ligera llevaba a los bancales cercanos.

Algunas casas, muy raras, construidas de espaldas al

camino, parecían desiertas.

De pronto, Cristóbal torció a la izquierda por una

senda llena de arena, como si el mar estuviese próximo. A

poca distancia atravesaron una rambla pedregosa, en cuyo

suelo crecían matojos enanos, de un verde gris que

contrastaba con la blancura deslumbradora de los cantos

rodados. En medio del cauce alzábase lozana una adelfa de

flores rojas, que parecían sangrar. El aspecto de

desolación de aquel terreno sobrecogía el ánimo. Es el

barranqujllo — dijo Cristóbal—. Cuando llueve fuerte en la

montaña. El silencio era entonces abrumador, pero sedante.

Ni voces de hombres, ni cantos de pájaros, ni rumor de

insectos. La montaña, que cerraba el horizonte por el

Norte, parecía tocarse con la mano y convidaba con sus

recodos de sombra violácea. Ganoso de prolongar aquella

sensación de reposo casi mortal, Juan, despreciando el sol

que caía a plomo, trepó por la colina más inmediata,

pisando las matas de tomillo que exhalaban fuerte perfume,

ensanchador de los pulmones.

DOC. 5: págs 72-73Traspuesta la colina, el terreno volvía a bajar,

formando una hondonada que repetía el constante plantío de

almendros y algarrobos, pero más espaciados que en la

llanura. Los bancales, en escalones protegidos por muretes

de piedra seca, aprovechaban todos los trozos posibles de

tierra vegetal. Más allá empezaba el monte, de laderas

ásperas y repliegues profundos, orientados todos del mismo

modo, marcando el camino secular de las aguas. Juan y

Cristóbal siguieran subiendo, encantados de la soledad del

paisaje, hasta llegar a una estrecha garganta donde crecían

algunos juncos alrededor de charcos verdosos, vivienda de

ranas y sapos.

—Por aquí debe haber una fuente. Será la que llaman de

los Pastores. Si nos sentamos un poco, oiremos las perdices

-—dijo Cristóbal.

En una de las laderas de la garganta, alfombrada de

tomillo y romero, elevábase un colosal algarrobo. Al amparo

de su sombra recostáronse ambos primos, el uno dominado por

la grandiosa tranquilidad de la Naturaleza, excitado el

otro por lo que era para él novedad tanto más gustosa,

cuanto más vedada.

Veíase desde allí toda la llanura, que la perspectiva

hacía aparecer como un bosque ininterrumpido, de cuya

superficie verdosa emergían remates de casas blancas,

tejados rojos y la espadaña de la iglesia, con sus dos

arcos. La limpidez del ambiente y la fuerza del sol,

permitían apreciar menudos detalles a gran distancia. El

mar, de un azul intenso, tendía al Sur su ancha faja, en

que no se advertía movimiento alguno. Un vapor de cabotaje

dibujábase en el horizonte como una miniatura, coronado de

humo negro; y era preciso referirlo a un punto fijo de la

llanura para notar que andaba muy de prisa, proa al

Nordeste. El conjunto, inundado por el torrente de luz de

aquella mañana estival, de cielo limpio y profundo, parecía

sumido en una modorra pesada, como si durmiera sofocado por

el calor cada vez más intenso; y esta impresión de

soñolencia era todavía más fuerte en la fresca sombra del

algarrobo, que una brisa suave, henchida de los olores del

monte, oreaba de continuo,

—¡Qué bien se está aquí! —dijo Juan, lanzando un

suspiro de satisfacción—. Nada nos turba, nada nos apremia,

todo convida al reposo y al olvido de los afanes de la

vida. ¿Cómo habrá quien desdeñe el campo? Una casita en

estas alturas, lejos de los hombres, rodeada de silencio, y

el gran libro de la montaña, del mar, de la Naturaleza

toda, abierto ante nosotros, para que lo hojeemos sin

fatiga, siempre nuevo. ¿Para qué felicidad mayor?... ¿No te

parece, Cristóbal?.

DOC. 6: págs 105-106

La carretera caminaba al principio por entre viñedos,

bordeados de almendros y algarrobos, cuyas sombras

alargadas cortaban, con manchas de un negro azulado, el

blanco deslumbrador del polvo calizo. Durante medio

kilómetro, las casas eran frecuentes al linde mismo de la

cuneta, y de ellas salía constantemente un saludo afectuoso

para los viajeros. Las puertas, abiertas de par en par,

dejaban ver la primera pieza de la casa, formada

generalmente por una especie de zaguán más o menos ancho,

en cuyo fondo vislumbrábase la entrada al corralón o a la

cuadra, y en cuyo primer término no faltaba nunca el

cantarero, de piedra o de madera, sobre el cual erguíanse

los cántaros amarillos. rezumantes, cerrados por

cantarillas de ancha boca y entreverados, a veces, con

tiestos de albahaca. Las mujeres, sentadas en el suelo o en

sillas de poca altura, cosían, trenzaban esparto o se

peinaban unas a otras. Los chicos revolcábanse en los

bancales o corrían por la carretera. A la puerta de un

ventorro estacionaban dos carros del país, con largas filas

de mulos que movían continuamente la cabeza y las patas,

ahuyentando las moscas; y al lado, bajo el copudo ramaje de

una higuera, cuatro hombres en mangas de camisa jugaban a

los naipes, sobre una mesa enana.

Pasado el ventorro, la carretera comenzaba a bajar en

cuesta rápida hacia el río, franqueado por un puente de

piedra; río seco, de ancho cauce pedregoso, lleno de

enormes cantos rodados que acusaban la violencia de las

avenidas, en días de temporal. Más allá del puente, el

terreno volvía a subir en bancales pobres, mezcla de arenas

y piedras que arraigaban algunos árboles miserables,

contrastando con el migajón enorme de tierra labrantía que

formaba la pared derecha del río. Aquella hondonada,

sequerona y triste, parecía otro mundo. La perspectiva de

la frondosa llanura perdíase por completo, y la barrera de

montañas peladas que por el Norte y Oeste cerraba el

horizonte, creeríase que iba a tocarse con la mano.

Vencida la cuesta, volvió el panorama alegre de la

arboleda, tras cuya masa empezaban a verse las quintas de

recreo de fachadas enlucidas con yeso de color. Por encima

de los muros de cerramiento, o al través de las cercas de

caña, asomaban los botones dorados de los aromas, las

campanillas blancas o azules de las enredaderas y los

pámpanos verdes y rojos de las vides, todo ello velado por

el polvillo calizo del camino.

DOC. 7: págs 125-127

El sol todavía muy alto, cuando Juan y su tío

emprendieron el camino de la playa. […] se metieron por

entre los campos, sembrados unos de maíz, plantados otros

de hortaliza o viña, en rastrojo algunos, utilizando esas

mil sendas con que el labrador, no obstante su codicia del

suelo, divide y cruza las tierras profusamente, buscando el

atajo. Don Vicente guiaba, con paso ligero, saltando

fácilmente las acequias sin más apoyo que un bastoncillo de

roble, que llevaba por costumbre, hacía ya treinta años.

De pronto, al salir de un viñedo que cruzaron

oblicuamente, encontráronse frente al mar. Faltaba todavía

un buen trecho para llegar a él. El terreno seguía llano

por un centenar de metros; luego descendía bruscamente,

formando una faja pedregosa, de bastante anchura, hasta el

límite mismo de la playa propiamente dicha, que era de

cantos rodados en unos sitios, de arena en otros. En

aquella faja levantábase un numeroso grupo de habitaciones,

todo un barrio, el barrio de los marineros, con sus

corralones por cuyas bardas asomaban palos de barcos,

trozos de red y remos viejos, y sus puertas azules, verdes

o rojas. La playa corría casi en línea recta, perdiéndose a

lo lejos por el Sudoeste: mientras que por el otro lado, a

poca distancia del caserío, formaba un seno cerrado por un

promontorio que, sin prolongarse mucho mar adentro, cortaba

el horizonte por el Nordeste. En lo alto, y sobre la

ensenada, nuevas casas perfilaban sus contornos sobre el

cielo azul, de una limpidez admirable, que se reflejaba en

el agua, de un tono más intenso.

Juan se detuvo antes de bajar, subyugado por la

grandeza de aquel paisaje sencillo, de líneas prolongadas,

cuyos dos factores, el mar y la tierra, no obstante la

oposición de sus colores y sus masas, fundíanse en un

conjunto armónico bajo la luz enérgica que los inundaba por

igual.

Por su gusto, Juan se hubiera quedado allí un largo

rato, para gozar, lejos de la presencia humana, de la calma

que emanaba del mar, desierto aquel instante, y de las

casas silenciosas, que parecían inhabitadas. Pero don

Vicente tenía prisa.

—Vamos, vamos. Luego lo verás mejor.

En vez de bajar directamente, costearon la altura en

dirección al cabo y fueron descendiendo por la depresión

que formaba la desembocadura de un barranquillo estéril,

poco profundo, cuyas dos laderas estaban sembradas de

diminutos caracoles marinos, blanqueados por el sol.

Siguiéndolo, desembocaron a los pocos segundos en la playa,

que por allí se prolongaba mucho, tierra adentro. La

cortadura era más alta a medida que avanzaban hacia el

cabo, pero se dividía en escalones; y Juan observó que en

ellos se abrían, de vez en cuando, cuevas provistas de

cierres de tablas y a las cuales se subía por senderos en

zig-zag.

—¿Vive ahí gente? —y preguntó el joven.

—En unas sí, en las menos —contestó don Vicente—.

Por lo regular, sirven de almacén para los pescadores,

que, guardan ahí los útiles de su oficio. Nosotros vamos a

una que está habitada. Ven por aquí.

Comenzó la ascensión, muy trabajosa porque la

pendiente era rápida. En el polvillo amarillento en que se

deshacía la arenisca, resbalaba la suela de las botas de

campo.

- Aquí hay que venir de alpargatas —dijo don Vicente—.

Nuestros calzados no sirven.

Pero él seguía, afianzando el bastón de vez en cuando

y sin mirar atrás, con el ímpetu de un muchacho que

emprende una excursión apetecida. Llegaron a una de las

cuevas y, sin detenerse a llamar, don Vicente abrió el

cierre de labias entró. Una sola pieza tenía la cavidad. A

la derecha, en primer término, un resalto de la misma roca

servía de banco de cocina.

DOC. 8: pág 131

Habían llegado a la playa y caminaban sobre un lecho

de algas ennegrecidas por el sol, en que el pie se hundía

muellemente. Luego seguía la arena, mezclada con cantos

rodados y adornada con matojos de barrilla, de un verde

oscuro. Delante del caserío, que no distaba ya más de cien

metros, algunos faluchos varados se tostaban al sol, mal

defendidos por esteras y por la pintura de los cascos.

Sobre uno de ellos, dos chiquillos, medio desnudos, corrían

con gran algazara, y otro hacía esfuerzos por encaramarse

colgado de la borda y apalancando los pies en las cuadernas

lisas, manchadas de alquitrán.

Todas las puertas de las casas estaban abiertas y, en

algunas, la gente había salido a la calle y tomaba el

fresco, charlando o trabajando en faenas marinas. Casi

todos eran hombres. A las mujeres se las veía, de vez en

cuando, aparecer en el umbral o traginar en las

habitaciones enfiladas, sin puertas, que conducían, de

adelante atrás, hasta el corralón o el huerto. Todas las

casas eran en esto iguales, reservando para los lados de

aquella especie de pasillo de dos o tres tramos donde

suelen estar el comedor y la cocina, las habitaciones de

dormir y la sala que los más acomodados suelen tener de

respeto, para las visitas de campanillas.

DOC. 9: págs 181-182

El día de la Virgen amaneció espléndido. Aunque mediaba

septiembre y las vides amarilleaban, próximas a la

vendimia, la temperatura era veraniega. El buen tiempo se

prolonga ordinariamente, en la costa de Levante, casi hasta

Navidad, en un declinar suave del otoño que parece nueva

primavera, cortada por chubascos tormentosos pero de escasa

duración. La melancolía de los meses otoñales no se conoce

allí sino excepcionalmente, y cuando se presenta, llevada

por las brumas que desde la serranía bajan al valle y lo

cubren al atardecer, protestan los indígenas, asombrados de

aquel rigor, no obstante la dulzura del ambiente, que

maravillaría a un castellano.

Por sistema, Juan evitaba bajar al pueblo, es decir, al

grupo principal del caserío donde se apiñaban la iglesia,

la escuela, los más de los comercios y las viviendas de

algunos vecinos ricos. Pero aquel día se sintió arrastrado

por la animación general, por el aire de fiesta que

expresaban las caras de las gentes y que parecía irradiar

al campo y al cielo, y por la excitación que suele producir

el ruido y el olor de la pólvora. Bajó a la hora en que

debía terminar la misa con sermón, que doña Micaela y

Eugenia no perdonaban nunca a pesar del calor sofocante que

se desarrollaba dentro de la iglesia, sobrado reducida para

el gran número de concurrentes; por lo cual, la mayoría de

los hombres se quedaba fuera, con la turbamulta de

chiquillos escoliadores del cohetero.

La plaza, inundada de sol, salvo en trozos reducidos,

apenas bastaba para que se moviesen con cierta libertad los

grupos de paseantes y compradores. Delante de las casas,

obstruyendo casi las puertas, los tenduchos de juguetes, de

dulces, de avellanas, garbanzos tostados y chufas, de telas

y de zapatos, amenazaban venirse al suelo con los empujones

de la gente

DOC. 10: pág. 227

Sin decir nada a nadie, apenas almorzó encaminóse Juan

hacia la quinta de Amparo, lindante con la de Isolina.

Según el tipo común de las haciendas de Levante, la de la

viuda consistía en una casa habitación para el dueño; otra

pequeña, para los caseros; un jardincito cerrado por muros

y cañizo, y tierras de labor no muy numerosas […] y sin más

separación con las vecinas que las acequias de riego o los

márgenes de tierra apisionada con el azadón. Por uno de

sus lados, esta parte de la hacienda venía a lindar con el

bosque de pinos pertenecientes a Isolina.

DOC. 11: pág 228

Recostose en el tronco de un árbol, que le ocultaba en

gran parte, y esperó. La mañana era fresca, algo nubosa,

con rápidos contrastes de sombra y de luz, de tonos grises

y desgarraduras azules en el cielo. El campo amarilleaba,

en unos sitios por bajo de los árboles que iban perdiendo

la hoja, dibujando en negro hasta los perfiles más finos

del ramaje; en otros, los terrones removidos y las

superficies resquebrajadas del barbecho y las rastrojeras

tomaban un tono oscuro, que contribuía a producir esa

sensación de tristeza amable, característica del otoño y

propicia a la meditación. En medio de la nota gris

dominante, el verde blancuzco de los olivos parecía haber

ganado en intensidad, y el grupo de los pinos adquiría un

relieve enorme en su verdor aterciopelado.

DOC. 12: págs 272-274

A la mañana siguiente, muy temprano, llamaron a la

puerta de la alcoba de Juan, quien no dormía en aquel

momento; y sin esperara que contestase, entró don Vicente

en traje de camino.

—Vengo a proponerte una excursión —dijo—. Tengo que ir

a un pueblo cercano, y si te decides, verás paisajes de

primer orden.[…]

Cuando Juan salió; toda la casa estaba ya en

movimiento. El sol acababa de salir e iluminaba las

ventanas del piso alto, reflejando luces doradas sobre los

primeros árboles del jardín, medio desnudos de hoja. La

tartana esperaba frente a la puerta. Cristóbal corría de un

lado a otro, como siempre, entusiasmado ante la idea de

hacer un viaje, por corto que fuera. […]

Cuando se vio metido en la tartana, camino de la

sierra, le pareció aquello un sueño y miró con cierto

asombró el paisaje de la llanura, que se alejaba cada vez

más, velado por las nubes de polvo y por la niebla luminosa

del sol. […]

Esta idea no le dejaba gozar del espectáculo,

verdaderamente soberbio, que empezó a descubrirse a los

pocos kilómetros de Villamar. Habían subido, por una cuesta

agria que culebreaba en la ladera, a una de las primeras

estribaciones de la serranía, cuya altura dominaba, a un

lado, inmensa extensión de mar, y a otro, una serie de

barrancos y de cerros pequeños, que daban al lugar el

aspecto de una masa ondulada. Mar y tierra veíanse a una

profundidad grande, mayor sin duda que la verdadera por el

desnivel brusco que existía desde el sitio por donde

caminaba la tartana. Aquel abismo parecía desierto. Ni una

casa, ni una choza lo animaban con el signo, siempre

alegre, de la presencia del hombre. Los cerros, apenas

vestidos por matojos de romero y otras plantas aromáticas

de muy escaso desarrollo, mostraban por cien partes la

blancura estéril de las rocas calcáreas; y los barrancos y

vallecitos que entre ellos se abrían tenían un aspecto

lúgubre, con sus plantaciones de almendros cuyas ramas

negras, desnudas, evocaban la idea de un incendio que

hubiese devastado el país, carbonizando los árboles. Sólo

el mar azul, chispeante bajo los rayos del sol, cuya

elevación rápida sobre el horizonte podía apreciarse a

simple vista en aquellas horas iniciales de la mañana,

parecía reír, en su eterna juventud que el invierno no

marchita.

DOC. 13: págs 274-276

Don Vicente hizo parar el carruaje y bajaron, siguiendo

a pie algún tiempo para contemplar aquel panorama de una

hermosura extraña y turbadora. […] Ahora tenemos un buen

trecho de carretera tristón —dijo don Vicente—. Vamos

metidos entre montes, faldeando un barranco en que no hay

más señal de vida que una posada en la cual pararemos para

tomar algo y para que el caballo descanse; pero luego,

entraremos en una campiña admirable, llena de casas de

recreo.

Y siguió dando pormenores acerca del país, que conocía

palmo a palmo, y respecto del cual sentía un entusiasmo

sincero. Para él, no había en España, quizá en el mundo,

nada tan hermoso como aquellas costas levantinas.

—La gente del Norte —decía— acostumbrada al verdor de

los prados, a la humedad constante, suele despreciarlas por

sequeronas y polvorientas. Pero eso mismo les da una gran

variedad, según los sitios y las estaciones. Nuestras

sierras están desnudas y calvas; pero nuestras hoyas,

nuestros valles amplísimos, crían las mejores frutas,

azucaradas como confites, y se visten al cabo del año con

los trajes multiformes de dos o tres cosechas diferentes.

¡Y luego, el mar, ese mar que trae el recuerdo de cien

siglos de historia llenos de poesía! […]

Cuando entraron de nuevo en la campiña, Cristóbal

llamó la atención hacia una montaña, al parecer muy alta,

que frente a ellos, muy próxíma al mar, alzaba su cono

finísimo, cortado en la cumbre como por una dentellada

profunda, de una regularídad geométrica pasmosa, vista

desde allí.

—Mira Altona. Esa brecha la hizo la espada de Roldan,

según dice la leyenda.

Los flancos del cono, cubiertos en algunas partes de

bosque, que se distinguía perfectamente, parecían

sonrosados bajo la luz del sol; y las sombras de los

recodos y honduras, en vez de ser violáceas, como al caer

de la tarde, dibujábanse en negro, acusando el relieve,

mucho más complicado de lo que a primera vista parecía.

—Pues ahí vamos — dijo don Vicente — Al pie de la

mismísima cortadura.

La tartana corría ahora velozmente por un llano

cubierto de plantaciones, algunas de las cuales conservaban

su verdor. El mar veíase de nuevo a la derecha, formando un

seno profundo.

Atravesaron un pueblecito sin detenerse.- Es Villarica

– apuntó don Cristóbal.

[Incluimos los siguientes fragmentos para completar las

descripciones contenidas en Reposo.]

Doc. 14: Cuentos de Levante. (1895); edición de ThuleEdiciones, 2003.

Págs. 7-9, 117-118.

Desde la carretera que pasa a la izquierda del pueblo,

nadie sospecharía que el mar está allí mismo, tocando con

la mano. Limitan el horizonte por aquella parte las casas,

de un solo piso, blancas y grises, sobre cuyos tejados se

levanta el mezquinocampanario de la iglesia, que destaca

bajo sus tres arcos la negra mancha de tres miserables

esquilas. Algunas palmeras ostentan, aquí y allá, su copo

de verdes ramas y los mazos anaranjados que sostienen el

fruto; a veces, entre casa y casa, se descubren los campos

dorados o verdes, según la estación, y sobre la mies el

ramaje de olivos, de algarrobos y almendros. Pero nada más.

El mar, aquel mar azul que parece un lago visto desde lo

alto de la cercana cuesta, según el camino va ascendiendo a

la montaña, ha desaparecido; y como el día esté en calma,

lo cual es muy frecuente, ni el más leve ruido denuncia al

Mediterráneo, que baña en ondas suaves la arena y las

piedrecillas de colores de la playa, a cosa de un kilómetro

del caserío.

Pero cuando la diligencia sube al trote rápido de sus

seis mulas, mojadas en sudor, la pendiente abierta sobre

las primeras colinas de la serranía, levantando una

polvareda asfixiante de aquella caliza que se desmenuza al

menor choque y cuyo tacto abrasador hace pensar en las

tierras africanas, entonces descórrese de pronto el

horizonte de la derecha, y allá bajo chispea a los rayos

del sol la superficie curva del mar, casi siempre sereno,

como una aguada de azul y blanco. La línea de la costa

tiene una regularidad que le comunica, en medio de su

sencillez, cierta grandeza. Extiéndese en curva, apenas

rota por tal o cual seno poco profundo, desde la lengua de

tierra que al Occidente señala la desembocadura del río,

hasta el cabo que a la otra parte echa la sierra en el

agua. La serenidad de la atmósfera permite que se dibujen

con pureza pasmosa —la pureza casi del cielo alabadísimo de

Madrid— todas las líneas; y hasta la del horizonte rara vez

es brumosa, sino clara, perfecta, como alumbrada por una

luz más viva que destiñe el añil del cielo hasta darle el

tono de los azules desmayados, y proyecta una faja

brillante sobre el lomo del mar.

Casi en el centro de la bahía que la playa forma, se

abre un recodo más profundo, del cual, desde lo alto, se ve

tan sólo un brazo coronado por una torrecilla, ya en

ruinas, de las que sirvieron para los vigías costeros en

otras épocas. Aquel recodo es el puerto de Lamprea, y en su

seno se refugia toda una escuadra de barcos de pescadores.

Porque el pueblo aquel, desparramado como las chozas de la

vecina tierra valenciana, y escondido tras de los ramos

retorcidos de las higueras y el follaje espeso y duro de

los algarrobos; que en primavera parece nevado con la suave

flor del almendro, y que echa sus huertas casi hasta el

linde de las olas, no es un pueblo agrícola. La tierra,

enérgica y briosa como las tropicales, necesita también,

como ellas, de la fecundación robusta y plena de los

aguaceros: el beso del sol la agosta y quiebra en desmayos

de sed, y cuando el agua no llega, que es lo más cierto en

casi todos los días del año, el verdor de las primaveras

felices truécase en colores de sequedad y agotamiento.

Entonces la huerta es un plano de caliza, cuya blancura se

destaca por bajo del humus vegetal y quema los ojos,

exhalando un polvillo seco y acre como el polen de las

palmeras.

La gente, arrojada de la tierra y atraída por el

aliciente siempre vivo y misterioso del mar, se ha hecho

marinera; y puesto un pie en la cubierta de los faluchos y

otro en los surcos de los sembrados, atiende justamente a

las dos grandes actividades que la naturaleza puso en

contacto, sin que basten las dos juntas para sacar de

miserias a los costeros. En esta mezcla de profesiones, los

de Lamprea tienden más al mar que al campo, y apenas si hay

casa que no aporte su contingente de tripulantes a las

«barcas».

A la orilla del agua, bordeando aquel recodo que forma

un puerto natural, se alzan las casas en que vive, en época

de pesca, lo más lucido de los marineros; haciendo de las

redes de reserva, de los artefactos inútiles, de los

barriles de cebo para el pescado, lecho y mesa temporales.

La playa toda es de arena, cubierta a trechos de cantos

rodados de infinitos colores, sobre los cuales tiende el

mar, a veces, gruesa capa de algas negras y lustrosas. En

los grandes temporales de invierno, cuando al señor

Mediterráneo se le hinchan las narices, suele enviar olas

hasta la misma puerta de las viviendas, armando un

horrísono estruendo con la resaca sobre el pedregoso fondo;

pero lo más del año, aquel golfo es una bendición de Dios.

Más suave y humilde no lo conocieron humanos; viene en

anchos pliegues, apenas salientes, que mueve el levante, y

al llegar a la arena encresta una ola, que espumea

levemente. Las barcas, ancladas a 1a sombra del promontorio

que ostenta en lo alto la torre costera, apenas si se

mueven ni crujen con esos lamentos característicos de los

puertos del mar. El horizonte es una línea recta, cortada a

veces por la negra masa de los vapores, que dejan tras sí

un penacho de humo, o por la vela latina, blanca y dorada,

que parece inmóvil sobre el plano del mar.

A la parte de tierra, inmediatamente detrás de las

casas, sube el terreno como un murallón, que corta la

vista.

Desde la orilla sólo se ven algunas otras casas en lo

alto, la masa verde de las mieses, las crestas de algunas

palmeras y el sombreado vigoroso de la serranía lejana. Así

pueden considerarse los marineros como solos ante la

grandeza del mar.

Pues en aquel murallón costero, blando y pedregoso,

han abierto juntamente el agua y la mano del hombre

estrechas cuevas, que sirven por lo común de almacenes; y

en una de ellas —no la más capaz, sin duda— vivía la

heroína de mi historia.

[…] Por sendas que a veces se confunden con las acequias de

riego y obligan a saltar márgenes, caminamos hacia la

orilla del mar. Apenas dejamos el caserío agrupado que

forman la iglesia, la escuela, las tiendas y las

construcciones principales, nos azotó la cara el levante

fresco y húmedo, que agitaba el ramaje de la arboleda con

manso ruido. Admiramos de paso tal cual algarrobo vejancón,

adornado de verde fruta; los olivos cenicientos que ya

mostraban la jugosa cosecha, y los maizales de altura

desigual, apenas nacidos unos, con dorado penacho y largas

mazorcas otros, ora gozando de amplios bancales, ora

rodeando a manera de empalizada las plantaciones de

melones, calabazas y cohombros. Antes de llegar a la playa,

el terreno sufre un desnivel considerable. La parte alta —

llamada por antonomasia «El llano»—está casi toda en

rastrojo o sin cultivo, llena de matas varias, entre las

cuales se denuncia, de vez en cuando, por su aroma, el

tomillo. Domínase desde allí toda la ribera, y pudimos ya

notar la animación con que los bañistas celebraban el día.

Casi todos eran mujeres. Chocóme la

circunstancia y la hice observar al doctor. —¿Pues no sabe

usted—me contestó—que, aparte de ser las mujeres materia

siempre dispuesta para divertirse, lo cual les da mayoría

en todas las fiestas, los más de los hombres del pueblo

están aún en la pesca de África?

Recordé entonces que nuestros pescadores no habían

efectivamente vuelto de la expedición anual que emprenden a

las costas del noroeste de Marruecos, a Larache y a Tánger.

Por lo común, sale la escuadrilla de parejas en la primera

quincena de mayo y en fin de junio están de vuelta, con

gran cargamento de atún, bonito y otros peces salados y

secos; pero algunos años la pesca, muy abundante,

engolosina a los patrones y tardan más en volver.

[…] En la ensenadita de la Torre—llamada así por un

torreón antiguo que desde lo alto de la costa la domina—

veíase no más que una lancha pequeña, tripulada por un viejo

y dos niños, y ocupada en tirar el copo para divertir a una

familia forastera que merendaba en la misma linde de las

olas, entre la arena y los cantos rodados. Muy cerca de la

orilla nadaban o saltaban en corro, con grandes gritos,

hasta una docena de chicos y mujeres. —Al otro lado de la

torre hay más gente –dijo el doctor allí nos esperan.

Seguimos por lo alto del llano, y por detrás del

torreón (a cuyo pie hay ahora un cuartelillo de

carabineros) nos dirigimos hacia la playa opuesta, a

trechos rocosa, a trechos llena de alga, cerrada a poniente

por un islote que llaman «Los baños de la Reina mora», y

abierta por levante al panorama esplendido de la sinuosa

costa de la Marina, que en el extremo horizonte avanza en

dilatado cabo hasta muy adentro del mar. En aquel sitio la

animación era grandísima.

La tarde iba cayendo poco a poco, y con ella caía

también el viento. El oleaje se amansaba más y más, sonando

apenas sobre la playa, y los montes vecinos, de un violeta

oscuro, se perfilaban bruscamente sobre el fondo pálido del

cielo.