Nueva ciudadanía y movilización social en Chile: Análisis del proceso sociopolítico a partir del...
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Nueva Ciudadanía y movilización en Chile:
Análisis del proceso sociopolítico a partir del año 20111
Rodrigo Gangas C.2
Resumen
El presente artículo busca comprender el desarrollo de una nueva
ciudadanía en Chile, que se expresa con fuerza desde el año 2011, y que
evidencia la irrupción de un profundo cuestionamiento con el orden
sociopolítico construido durante la dictadura militar de Augusto Pinochet,
heredado y administrado durante las décadas de 1990 y el 2000 como un pacto
consensuado entre las fuerzas político partidarias de la transición. En este
escenario se postula que el desarrollo de la ciudadanía –adormecida y
controlada bajo los gobiernos concertacionistas en el ejercicio liberal del voto-
irrumpe con fuerza, reclamando su lugar en el espacio público, y
constituyéndose como una nueva ciudadanía que busca por medio de la acción
colectiva y la movilización social ejercer incidencia dentro de las estructuras
políticas establecidas.
La investigación plantea la concepción de nueva ciudadanía, que se enmarca
en el quiebre del modelo liberal clásico de la democracia representativa, de
carácter individual y expresada por medio del sufragio o los partidos políticos.
Esta nueva ciudadanía se sustenta en cuatro aspectos que la diferencian del
modelo clásico: Autonomía frente a la institucionalidad representativa;
desarrollo fragmentado o disgregado colocando énfasis en la diferencia más
1 La presente investigación forma parte de los resultados del Núcleo Temático de Investigación:
“Sociedad civil en Chile y formación de nueva ciudadanía”, llevado a cabo durante los años 2013 – 2014, y Financiado por la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Esta fue presentada en el XI Congreso Nacional de ciencia Política 2014, y se agradece la colaboración de los ayudantes de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones Internacionales Gabriel Gutierrez Ampuero, Wladimir López y Valeska Moreno, no obstante el contenido final es de expresa responsabilidad del autor. 2 Académico e investigador de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, coordinador responsable del NTI “Sociedad civil en Chile y formación de nueva ciudadanía” [email protected]
que en la igualdad; mecanismos de acción colectiva y participación política no
tradicionales; y discursos transversales y críticos a la estructura misma del
sistema político.
Abstrac
This article seeks to understand the development of a new citizenship in Chile,
which is strongly expressed since 2011 , and which shows the emergence of a
profound questioning the socio-political order built during the military
dictatorship of Augusto Pinochet, inherited and managed during the decades of
1990 and 2000 as a consensual agreement between the political forces in favor
of the transition. This scenario postulates that the development of citizenship -
adormecida and controlled under the Concertación governments in liberal
exercise of vote- gained strength , reclaiming their place in the public space,
and establishing itself as a new citizenship that seeks through collective action
and social mobilization exercise incidence within the established political
structures.
The research raises new conception of citizenship, which is part of the
breakdown of the classical liberal model of representative democracy, and
individuality expressed through voting or political parties . This new citizenship
is based on four aspects that differentiate it from the classical model : Autonomy
to representative institutions ; fragmented or disrupted development
emphasizing on the difference rather than equality; mechanisms of collective
action and non-traditional political participation; and transverse critical discourse
and the structure of the political system.
Conceptos claves: Ciudadanía – sociedad civil – democracia – movimientos
sociales
Introducción
Los procesos de movilización social ocurridos en diferentes partes del
mundo en los últimos años, han traído como consecuencia no solo la
necesidad de revisar críticamente los regímenes democráticos que se han
asentado –en algunos casos luego de importantes procesos de regímenes
autocráticos- , sino que además la necesidad de revitalizar desde la Ciencia
Política la discusión en torno a los movimientos sociales y su importancia como
mecanismos de participación, incidencia y transformación del régimen. En el
caso de América Latina, los movimiento sociales han tenido un particular
desarrollo en las últimas dos décadas, siendo vehículos importantes de
transformación, luego de los procesos de dictaduras, y de consolidación de
nuevas estructuras políticas que tendieron a reflexionar sobre la democracia y
la participación de nuevos actores. No obstante en Chile, la movilización
social, específicamente durante la transición a la democracia, ha sido
esporádica y con resultados disímiles, siendo una fuerza más bien fragmentada
y representativa de intereses específicos de grupos, que por medio de la
presión buscaban reivindicar demandas sectoriales. El proceso democrático en
nuestro país ha estado caracterizado por la consolidación de una
institucionalidad democrática surgida de un pacto transicional o
“transaccional”3, entre las fuerzas políticas que encontraron una salida electoral
a los 17 años de la dictadura. La consolidación de una institucionalidad
democrática estuvo determinada por la institucionalización de la actividad
política entre la concertación4, los partidos de la alianza5 y los militares,
dejando de lado a los actores sociales que se expresaron con fuerza durante la
década de los 80 contra la dictadura militar.
En ese contexto, la transición se vio favorecida por la ausencia de los
movimientos sociales y el desarrollo de un modelo de ciudadanía neoliberal,
consumidora e individual, poco participativa y sustentada en la representación
indirecta. El poder popular que se había enfrentado a la dictadura había
retrocedido para, en algunos casos asentarse en un modelo de consumo
mientras copaba todas las esferas de la vida en salud, educación, vivienda, etc.
Y en otros, asumir nuevamente una conducta liberal, institucional e
instrumental de la ciudadanía que no permitiera colocar en duda o
cuestionamiento el orden que se iba instaurando poco a poco con cada
elección e institucionalización de la participación política.
Es efectivo el hecho que en el año 2006, se produce una gran
movilización estudiantil, y que puede ser considerado el punto de acción inicial
para el proceso que se reactiva con fuerza en el año 2011. El pinguinazo o
3 La concepción de la democracia transaccional tiene referencia en el pacto expresado hacia el fin de la
Dictadura Militar, y que tuvo como objetivo generar las condiciones institucionales necesarias para llevar a delante una transición a la democracia, basada en distintas transacciones hechas entre los grupos dominantes del periodo y que quedaron consolidadas en el plebiscito de las 54 reformas constitucionales de 1989, entre la naciente Concertación de Partidos por la Democracia, la derecha política y los militares. 4 La Concertación de Partidos por la Democracia es una alianza política que nace en la oposición a la Dictadura Militar de Augusto Pinochet. En su origen constaba de 14 agrupaciones –entre partidos y movimientos políticos-, pero que finalmente se consolido en un conglomerado de 4 partidos políticos: La Democracia Cristiana, el Partido Socialista, el Partido por la Democracia y el Partido Radical Social Demócrata 5 La derecha chilena la componían la UDI y RN
revolución pinguina, que significó la movilización de los estudiantes
secundarios durante el año 2066, apeló a la sensibilidad social (no solo por una
cuestión de afectados con el problema, sino también con la condición emotiva
de la movilización) y sentó importantes bases políticas en acción y actitud para
los posteriores procesos, no obstante fue rápidamente institucionalizado y el
sistema gozó de cuatro años más de buena salud, haciendo gala de un
gatopardismo aprendido en 20 años de administración del modelo.
Sin embargo, desde el año 2011 se observa el resurgimiento de una
nueva ciudadanía que por distintos medios tensiona fuertemente el régimen
político de la dictadura. La nueva ciudadanía se establece en un marco de
referencia asociada a lo menos a cuatro aspectos: En primer lugar, es una
ciudadanía desafectada del sistema de representación formal con la
consecuente crisis en el sistema de partidos; esta pierde el sentido clientelar
para reivindicar la autonomía frente a la institucionalidad; en segundo lugar, se
manifiesta de manera disgregada o fragmentada, ya sea en términos
espaciales o en cuanto al tipo de demandas, lo que dificulta aún más la relación
con la institucionalidad política, pero además se manifiesta una nueva
expresión de demandas asociada a derechos que el régimen político no tiene –
o tenía- capacidad de asumir y de responder, es el poder de la diferencia que
se superpone a la homogeneidad de la igualdad de derechos de la ciudadanía
liberal; En tercer lugar, utiliza mecanismos de participación política no
tradicionales o no institucionales, rescatando distintos medios de acción que en
algunos casos tienden a tensionar la estructura legal del sistema político. En
ese sentido, la incorporación de las marchas y la revalorización del espacio
público; la expresión de la toma como acto de protesta e incluso de presión; y
por último, el ejercicio de las asambleas como acto deliberativo constituyen los
medios más utilizados por esta nueva ciudadanía. Finalmente, establece una
crítica abierta y transversal a la estructura misma del sistema, la cual
trasciende a las autoridades de turno y apunta directamente al régimen político
y económico instaurado por la dictadura y mantenido durante los gobiernos de
la Concertación, este fenómeno se visualiza principalmente en el tipo de
demandas colectivas y transversales que trascienden a los intereses
particulares y que se presentan en los diferentes actores analizados, como lo
son una demanda por una nueva constitución, reforma tributaria o reforma
educacional. En ese sentido, plantea un discurso disruptivo con lo establecido
en términos institucionales, pero también con su historia clientelar del sistema
político, vuelve a un sentido originario y fundante que busca lo político en el
espacio público, exigiendo una vuelta a modelos centrados más en el Estado
que en el mercado.
La primera parte del trabajo, establece una revisión teórica del desarrollo
de la ciudadanía liberal y el paso hacia una concepción crítica de la misma, en
la cual se fundamentan las principales tensiones que presenta el modelo liberal
en el desarrollo de una nueva dinámica sociopolítica. A su vez, expone
algunas de las características que presenta la nueva ciudadanía en un contexto
de crisis y revisión de los patrones del régimen democrático representativo. La
segunda parte ha considerado una visión global del desarrollo de la nueva
ciudadanía en Chile, fundamentalmente en sus dimensiones diferenciadas y
participativas, a partir de los procesos de movilización social desarrollados
desde el año 2011 en adelante. Para tal efecto se han considerado
fundamentalmente como fuentes primarias de información un conjunto de
entrevistas a diferentes actores sociales y políticos que permiten describir en
conjunto las dimensiones antes descritas de esta nueva ciudadanía. En esta
segunda etapa se ha optado por la entrevista en profundidad de actores
provenientes de distintos ámbitos, los cuales han formado parte de
movimientos sociales con demandas específicas como regionalistas y
ambientalistas, así como también aquellos movimientos asociados a demandas
por transformaciones más estructurales del régimen como aquellos nacidos al
alero de la demanda por una asamblea constituyente y una nueva constitución.
En este caso se ha optado por excluir deliberadamente a los actores
provenientes del movimiento social por la educación, ya que por las
dimensiones y alcances de dicho movimiento, resulta imposible dar tratamiento
acabado en esta investigación, siendo este sujeto de análisis en una posterior
investigación.
De la ciudadanía liberal a la nueva ciudadanía
El desarrollo de la concepción de ciudadanía, desde la perspectiva
liberal clásica ha estado determinada por la adquisición y ejercicio de derechos
de carácter individuales al interior de la organización política que denominamos
Estado. Desde el triunfo del liberalismo en el siglo XIX, y su posterior
desarrollo en el siglo XX, la ciudadanía ha estado adscrita a la relación que
establecen los individuos con la comunidad política. Según Heater, esta se
define como la condición sociopolítica producto de la relación de un individuo
con el Estado, y se consagra en los derechos otorgados por este a ciudadanos
individuales y en las obligaciones que estos, personas autónomas en condición
de igualdad, deben cumplir (Heater, 2007). Para el autor, es en la relación de
los individuos con el Estado la que define la condición de ciudadanía, y a su
vez como dicha relación queda legitimada con la consagración de derechos
individuales. La ciudadanía integrada propuesta por Marshall en la década de
1950, como una sucesión de derechos (civiles, políticos y sociales) que se
adquieren con el tiempo y son reconocidos por la estructura política dominante,
fue el parámetro que permitió determinar la ciudadanía dentro de la unidad
política, bajo las lógicas de inclusión/exclusión, se constituyeron individuos que
gozan en condiciones de igualdad de derechos ciudadanos. Tal como plantea
Rubio Carracedo (2007), “la ciudadanía liberal es intencionalmente igualitaria y
universalista (inclusiva), aunque en la práctica se traduce en numerosas
restricciones jurídicas e institucionales tanto en la igualdad como en la
universalidad (excluyente)” (Rubio, 2007:66).
Tanto en sus versiones negativas como afirmativas, el individualismo
adquiere una relevancia importante, desde una posición donde llega a una
“desestructuración de la sociedad” (Rubio, 2007:71), Rubio plantea que esta
“se convierte en simple agregado de individuos que colaboran
instrumentalmente entre sí mediante las leyes del mercado”(Rubio, 2007:71),
como versión negativa, hasta donde la autonomía individual no significa
necesariamente un obstáculo para la cooperación colectiva, y que según
Rawls, en su concepción afirmativa, se manifiesta en la dimensión razonable
que tienen los individuos al aceptar en forma autónoma reglas que permiten la
cooperación y el desarrollo colectivo entre iguales. Para Rawls (1993) “las
personas son razonables en un aspecto básico cuando, por ejemplo, entre
iguales, están dispuestas a proponer principios y normas como términos justos
de cooperación y cumplir con ellos de buen grado, si se les asegura que las
demás personas harán lo mismo”(1993:67), y para completar su argumento nos
indica que “lo razonable es un elemento propio de la idea de la sociedad como
un sistema justo de cooperación, y el que sus justos términos sean razonables
a fin de ser aceptados por todos forma parte de su idea de reciprocidad”(Rawls,
1993:68), con lo cual deja zanjada la cuestión fundamental del individuo al
interior de la comunidad en condición de igualdad.
La inclusión de los individuos en condiciones de igualdad dentro de una
misma unidad política, requiere estar en posesión de un conjunto de
condiciones que permita acceder a una relación contractual con el Estado. No
obstante ello, dicha inclusión depende de los mismos criterios que establezca
el estado nación para determinar o discriminar entre la inclusión y la exclusión.
Desde los derechos de sangre (ius sanguinis) y de tierra (ius soli), hasta la
triple generación de derechos establecidas por Marshall, en cualquiera de los
casos, la inclusión quedará determinada por el Estado, y será este quien
determinará los patrones que permitirán la integración de los individuos a la
colectividad política con derechos ciudadanos, quedando como pautas las
condiciones que el grupo hegemónico o dominante determine como asimilación
y homogeneización. En ese sentido, Rubio Carracedo plantea que “la relación
bilateral ciudadano – estado se enfoca siempre desde el segundo: es el estado
quien otorga el reconocimiento que capacita al individuo para participar en la
vida civil y política” (Rubio, 2007:66). Para tales efectos, el estado asumiría la
concepción de ciudadanía de vital importancia, y destinaría recursos
importantes en modelos de reproducción cultural que garantizarían, su
hegemonía cultural y política a través del concepto de ciudadanía moldeada a
su gusto y conveniencia. Durante décadas, distintos programas educacionales
estuvieron destinados a socializar conceptos y determinar conductas de los
individuos para qué actuaran conforme a los intereses del liberalismo, y la
ciudadanía se constituyó en el paradigma de acción a través del cual los
individuos establecían la relación con el Estado.
La ciudadanía, su identidad y pertenencia, así como también sus
mecanismos de acción y participación en los asuntos públicos quedarían
configuradas por el Estado, quien bajo su estructura jurídica garantizaría en
condiciones de igualdad los derechos ciudadanos. La condición de
sometimiento a las discriminaciones entre inclusión y exclusión se contrapone
con uno de los argumentos más importantes del liberalismo, y que es la libertad
y la autonomía de los individuos. Sin embargo, si bien se reconoce dicha
libertad y autonomía, esta se pierde o se desdibuja en la medida que debe
aceptar patrones impuestos por el grupo dominante, y con ello renunciar a la
garantía del reconocimiento de otras identidades o concepciones más
particularistas que pretenden versiones más pluralistas de la democracia, como
veremos más adelante.
Otro de los aspectos que adquiere relevancia en la ciudadanía liberal, se
refiere específicamente a los mecanismos de participación política. Si bien las
condiciones de desigualdad social y política buscan quedar superadas por
medio de la participación política, esta no logra superar “las desigualdades por
razón de etnia, nacionalidad, cultura e incluso de las minorías específicas
desfavorecidas” (Rubio, 2007:73), situación que será fuertemente cuestionada
más adelante. Pero también, la misma participación queda muy sujeta a los
mecanismos de la democracia liberal representativa. Como plantea Rubio
Carracedo (2007), el triunfo del modelo liberal representativo no solo trajo
consecuencias importantes para el desarrollo de las democracias modernas,
sino que también para el desarrollo de la ciudadanía y su ejercicio en los
sucesivos siglos XIX y XX, “la representación indirecta es un producto
típicamente ilustrado (todo por el pueblo, pero sin el pueblo), poco importaba
que la participación ciudadana en la política quedara reducida a la figura
clientelar del votante, que se ve obligado a optar entre unas pocas recetas,
frecuentemente siguiendo la lógica del mal menor y, en todo caso, la fórmula
de lo tomas o lo dejas” (Rubio, 2007: 58).
En ese sentido la ciudadanía se desempeñó siempre en la condición de
votante y como elector de representantes que supuestamente tomarían
decisiones asumiendo las voluntades de quienes los elegían. Gran error creer
que dicha situación no se transformaría con el tiempo en un modelo delegativo
en el cual las autoridades (representantes) dejarían de ser menos
representantes de los intereses ciudadanos para convertirse en guardianes de
sus propios intereses, dejando la acción y participación de la ciudadanía en un
acto mecánico que se repetiría cada cierto tiempo sin mayores discusiones ni
exigencias. Lo público, que por definición es el espacio donde se discuten los
asuntos de la polis, quedaría reducida a una mínima expresión cada vez más
pequeña y con poca capacidad de incluir, pero con gran capacidad de excluir, a
todos quienes quisieran de un momento a otro, o de un lugar a otro, ingresar y
formar parte de la toma de decisiones. Lo público se transformaría en el
espacio privado / sagrado de los representantes, y todos quienes quisieran de
vez en cuando arrebatar una mínima parte de dicho espacio ya no sería un
simple ciudadano sino que un enemigo interno al cual se debía eliminar.
El ciudadano liberal solo debía remitirse al ejercicio mecánico del voto, aquel
acto solemne en el cual las autoridades de siempre –los representantes- abrían
esa pequeña puerta para que quienes estando en posesión de los derechos de
inclusión pudieran revalidar aquellas reglas que ya habían sido establecidas y
sacralizadas por las mismas autoridades. La ciudadanía liberal, con su manto
de derechos civiles, políticos y sociales, era suficiente para que los individuos
se relacionaran de vez en cuando con las instituciones del Estado, para que
ingresaran a decidir en los asuntos de la polis, el resto del tiempo era
fundamental que volvieran al ejercicio privado de sus asuntos, a la familia, a los
negocios, al trabajo.
Hacia una nueva ciudadanía
No obstante la importancia del pensamiento liberal en el desarrollo de la
ciudadanía, las fuertes transformaciones a las que se han visto expuestas las
sociedades globalizadas y con ellos las relaciones sociopolíticas entre los
individuos y el Estado, no solo han puesto de relieve la necesidad de discutir
sobre el tipo de democracia que puede resistir dichas transformaciones, sino
que también la necesidad de considerar nuevas visiones respecto al ejercicio
de la ciudadanía. Según Lechner (1999), ya hacia fines de los noventa
planteaba que “las modificaciones en la política institucional obligan a las
personas concebir de manera nueva su rol de ciudadano” (1999: 10). Dichas
modificaciones también tienen que ver con los procesos de consolidación
institucional de la democracia, pero además con la exigencia de una
ciudadanía más activa, participativa y vigilante del proceso democrático
institucional. En ese sentido, una nueva concepción de la ciudadanía que
supere las categorías de la ciudadanía liberal y que según Rubio Carracedo
“proporciones cauces reales a la participación cívico-política, que busque
construir los principios mediante la deliberación pública, a partir del pluralismo
de comunidades” (2007:77), en un contexto de mayor realidad y complejidad,
se transforma en necesario para comprender los procesos de cambios y
transformaciones a que se han visto expuestas las democracias
contemporáneas.
Las transformaciones a las que se han visto sometido las sociedades
contemporáneas, ya sea desde el punto de vista de las comunicaciones,
cambios en las relaciones de producción y consumo, en la economía, el papel
que ha tomado el Estado con el triunfo del neoliberalismo, así como también
los procesos de diferenciación social que han puesto en tela de juicio las
antiguas categorías sobre las cuales se definían las sociedades y sus
relaciones sociales, políticas y económicas, sumado a la crisis de los
paradigmas desde la década de los ochenta, indudablemente que han afectado
las mismas categorías políticas que si bien se mantienen en la forma, el fondo
queda totalmente desdibujado, sin contenido o soporte analítico, con una falta
de sustento teórico que hace imposible comprender el funcionamiento y
desarrollo de los sistemas políticos actuales, sus cambios y procesos, y como
se constituyen en nuevas realidades sociopolíticas en el siglo XXI.
La crisis de los paradigmas y junto a ello el derrumbe de las ideologías,
significó un importante abanico de interpretaciones sobre los cambios a que se
vieron expuestas las sociedades de fin de siglo. La liquidez del mundo
expresada por Bauman (2004, 2009, 2011) permite comprender la falta de
solidez en la cual nos movemos en las nuevas sociedades, y donde las
categorías impulsadas por la modernidad que definían la política hoy pierden
solidez frente a las nuevas realidades. La búsqueda de convergencia en lo
público, y por ende en la política, se hace cada vez más difícil en este nuevo
escenario,
“las penurias y los sufrimientos contemporáneos están fragmentados, dispersos
y esparcidos, y también lo está el disenso que ellos producen. La dispersión de ese
disenso, la dificultad de condensarlo y anclarlo en una causa común y de dirigirlo hacia
un culpable común, solo empeora el dolor. El mundo contemporáneo es un container
lleno hasta el borde del miedo y la desesperación flotantes, que buscan
desesperadamente una salida. La vida está sobresaturada de aprensiones oscuras y
premoniciones siniestras, aún más aterradoras por su inespecificidad, sus contornos
difusos y sus raíces ocultas” (Bauman, 2009:23).
La fragilidad de las certezas y la experiencia de un mundo lleno de
dudas, de difícil sedimento y lleno de inseguridades, es también reflejo de una
atomización identitaria que dificulta una condensación en la política y la
ciudadanía liberal.
Por otro lado, el individualismo liberal triunfante coincide con la
impotencia colectiva, y en ese sentido la posibilidad de construir un puente
desde lo político a la politica queda restringida solo en la mantención de la
democracia representativa, donde los individuos en condiciones de igualdad se
manifiestan según las reglas que se mantienen, sin necesariamente ser
tensionadas por los cambios antes descritos. La democracia representativa se
instala como realidad hegemónica, y junto a ella la participación política y la
ciudadanía juegan el papel claramente delineado pero carente de sentido
democrático. El planteamiento de Chantall Moufe en esto es claro:
“Tras haber creído en el triunfo definitivo del modelo liberal-democrático, encarnación del derecho y de la razón universal, los demócratas occidentales han quedado completamente desorientados ante la multiplicación de los conflictos étnicos, religiosos e identitarios que, de acuerdo con sus teorías, habrían debido quedar sepultados en un pasado ya superado. Hay quienes, ante el surgimiento de esos nuevos antagonismos, evocan los efectos perversos del totalitarismo, y quienes ven en cambio un supuesto retorno de lo arcaico. En realidad, muchos pensadores políticos habían creído que con la crisis del marxismo y el abandono del paradigma de la lucha de clases podrían prescindir del antagonismo. Por esta razón se imaginaban que el derecho y la moral vendrían a ocupar el lugar de la política y que el advenimiento de las identidades «posconvencionales» aseguraría el triunfo de la racionalidad sobre las pasiones. .La cuestión fundamental, a sus ojos, consistía en la elaboración de los procedimientos necesarios para la creación de un consenso supuestamente basado en un acuerdo racional y que, por tanto, no conociera la exclusión.” (Mouffe, 1999:11)
Mientras la democracia del consenso triunfa en la representación y la
ciudadanía liberal que se manifiesta en la política, el conflicto de lo político no
encuentra cabida y queda inmediatamente excluido. Asoma la imposibilidad de
entender el conflicto que emerge en lo político, en ese escenario transformado
y donde se entrecruzan nuevas realidades y nuevas perspectivas. En ese
escenario, ni la democracia liberal representativa ni el ejercicio ciudadano
individual permiten dar respuesta a dichos desafíos, generándose una tensión
importante entre lo político originario y fundante, con la política
institucionalizada en las antiguas recetas modernas, y se instala la necesidad
de reconfigurar nuevas relaciones, de construir nuevos pactos que permitan
tender los puentes donde una nueva ciudadanía sea capaz de reconfigurar el
espacio político democrático.
Este proceso de autoafirmación ciudadana emerge desde la acción y se
reafirma desde el rescate de la identidad originaria, a partir de la cual se
construyen nuevas demandas y por ende la exigencia de nuevos derechos.
Una nueva propuesta que busca desde la diferencia reconstruir el escenario de
la política, con nuevas reglas que permitan que esta nueva ciudadanía
sobrepase el mecanismo al cual el liberalismo lo ha sometido. En ese
escenario la democracia representativa y el voto como mecanismo -único y
último- de expresión pierde sentido.
Los partidos políticos, como antiguas estructuras que nacieron para representar
los intereses de distintos grupos dentro de las categorías del Estado y la
democracia liberal, quedan huérfanos de aquellas masas de antaño que
modelaban el accionar de los ciudadanos y los convertía solo en actores
secundarios, en el coro de la tragedia griega como lo planteó hace más de
veinte años José Nun (1989), al interior del ordenamiento político institucional.
Ya no basta con la elección de representantes, con la simple exigencia de la
inclusión al patrón ideológico dominante, con el sometimiento a reglas de un
juego político que quedan sacralizadas y “privatizadas” por parte de una elite
dominante y oligarquizada. Ahora es necesario reconstruir nuevas confianzas,
y a la vez nuevos mecanismos a partir de los cuales la nueva ciudadanía logre
instalarse como un actor transformador del orden. La identidad se refuerza en
su exclusión permanente para irrumpir con fuerza frente a la política
institucionalizada en procedimientos y normas que frente al conflicto carece de
sentido.
La ciudadanía que emerge frente al paradigma liberal no solo se
enfrenta a un modelo adverso de sometimiento, sino que también de
incertidumbre y fragmentación, y en ese momento la búsqueda del espacio
público como articulador de los conflictos es el escenario donde convergen los
actores políticos, con sus cargas diferenciadas, con identidades parciales que
son puestas al servicio del conflicto. Pero no solo es la nueva convergencia en
el espacio público, sino que además es un retorno a lo político, es la vuelta al
conflicto agonista que plantea Mouffe (1999), no aquel conflicto antagónico
donde la diferencia se transforma en enemigo (al estilo de Schmitt), y que si no
es asimilada es destruida o aniquilada por la fuerza. Es un conflicto donde la
diferencia adquiere sentido y valor, y que permite la concreción de una nueva
propuesta ciudadana activa y deliberativa, como plantea Calderón (2007):
“Esta visión supone que la sociedad y las personas que la conforman
constituyen el centro de toda reflexión sobre el desarrollo humano. Por encima de
cualquier factor, interesa el ser humano devenido en actor, es decir, el ser humano
abierto a la acción creativa y dotado de voluntad y capacidad para transformar su
relación con los otros, con su entorno y consigo mismo. En los regímenes
democráticos, esta comprensión del ser humano como actor se asocia estrechamente
a la noción de ciudadanía” (Calderón; 2007:32)
La nueva ciudadanía que emerge en este contexto se refuerza en la
diferencia, que indica que ya no basta con ser incluido a la asociación con
derechos de igualdad, sino que reafirmando la diferencia de aquellos grupos
que históricamente han sido excluidos por el liberalismo, pero que buscan
construir una comunidad asociada a ciertos vínculos, valores y sentidos que
determinan una nueva comunidad política. Por otro lado, la participación ya no
solo queda sometida al ejercicio mecánico de la elección de representantes
que se oligarquizan en las estructuras de poder y donde los partidos políticos
se convertían en principales vehículos de dichos representantes. La
participación se amplía y surgen nuevas formas de expresión y relación con el
Estado, desde la participación directa en las decisiones que toman las
autoridades, hasta mecanismos de participación social y política asociada a los
movimientos sociales, las acciones colectivas, los mecanismos de presión,
hasta la constitución de asambleas ciudadanas y ejercicios asambleístas en
distintas escalas espaciales, se constituyen con fuerza en los mecanismos más
utilizados por esta, siempre en desmedro de la participación electoral. Por
último, la convicción que el ejercicio ciudadano queda definido y legitimado por
un ejercicio de autoconstrucción cultural, una autonomía educativa que
adquieren los actores por medio de procesos de educación ciudadana que no
necesariamente está sometido a los planteamientos que hegemónicamente
establece el estado liberal.
Nueva ciudadanía y crisis en el sistema de representación
Desafección electoral y aumento del abstencionismo
Uno de los primero síntomas que se evidencian en la transformación de
la conducta ciudadana que imperó en Chile a lo largo del siglo XX, es un fuerte
deterioro en el sistema de representación. Si bien los movimientos sociales han
tenido un importante rol en las transformaciones estructurales del siglo,
siempre la ciudadanía política (referenciando a Marshall) se manifestó desde la
pasividad del voto, incluso cuando este fue inculcado, la exigencia de su
derecho era parte fundamental de las demandas de los actores. El plebiscito
de 1988, que fue promocionado como una gesta heroica por parte de elite
política y militar, también fue aceptada por un conjunto mayoritario de la
población en edad de votar, la ciudadanía legal sujeta al derecho de
participación electoral se manifestaba con mucho despliegue asistiendo al acto
solemne y sagrado del sufragio. Fue entonces cuando la sociedad civil,
devenida en actor social, en poder popular (Salazar, 2012), en movimiento
social enfrentado a la dictadura, realiza un doble esfuerzo, por un lado
ciudadanizarse y expresarse en el voto; y por otro, dejar de lado la acción
colectiva no institucional, para en algunos casos volver al mismo esquema
clientelar del siglo XX y en otros (los más) neoliberalizarse a tal grado de
asumir el consumo y la condición de cliente como un fenómeno natural de la
(pos) modernidad.
Desde el plebiscito de 1988 se desarrolló una conducta ciudadana
pasiva y asociada a los periodos electorales, y si bien existieron algunos brotes
de resistencia, estos fueron prontamente desmovilizados (incluso con la fuerza)
o institucionalizados. Así hasta 2010 se contabilizan en forma periódica y
frecuente 17 procesos electorales en los que se contabilizan presidenciales,
diputados y senadores, alcaldes y concejales. En cada uno de estos, las
autoridades plantearon la importancia de la regularidad institucional
democrática y la sacralidad de la democracia representativa. Los procesos
electorales que se desarrollaron en Chile a lo largo de las décadas de 1990 y
2000, siempre contaron con un grupo de votante que aunque obligadamente,
con fuertes incentivos negativos, asistían regularmente a las urnas. Por otro
lado, la movilización social que se enfrentó con fuerza durante la década de los
ochenta a la Dictadura, fue cada vez más disminuida, sectorializada a grupos y
demandas específicas (peticionismo), pero que no tuvieron la capacidad de
generar una articulación social que diera cuenta de una ciudadanía movilizada
y empoderada de sus derechos. Por el contrario, la ciudadanía actúo cada vez
más con la apatía del alejamiento de la política en todos los frentes, y si bien se
consolidó institucionalmente el sistema de representación democrático, este fue
perdiendo cada vez más la legitimidad necesaria de la participación electoral,
evidenciando primero un considerable y sostenido aumento de la abstención y
no inscripción en los padrones, y en segundo lugar, comenzando a aparecer la
primeras visiones críticas al sistema electoral binominal y al sistema de
partidos.
Si bien los primero síntomas de una desafección al sistema de
representación se manifestaron con la elección parlamentaria de 1997, los
verdaderos síntomas de una crisis en el sistema se manifestaron con fuerza en
las elecciones de 2012 y 2013 en un panorama de inscripción automática y
voto voluntario y alcanzando solamente el 40% de participación electoral en las
elecciones municipales y presidenciales respectivamente; el caso más
llamativo en relación a la desafección electoral fue el llamado realizado por la
ACES, “yo no presto el voto”, en relación a abstenerse de votar en las
elecciones antes descritas. Según la dirigente Eloísa Gonzalez, ex vocera de la
ACES,
“la abstención es un fenómeno que refleja la situación en la que estamos
actualmente. No va a generar cambios, pero como acto político o como
fenómeno que expresa este malestar y esta realidad, también expresa desafíos
que tenemos que tomar en cuenta. El conjunto de la población no siente que
sus demandas y problemas vayan a ser resueltos por la vía institucional y, ante
eso, es necesario encontrar distintas alternativas y caminos que desemboquen
en la construcción de una solución más inmediata” (Radio Universidad de
Chile, 17 de noviembre. 2013)
La desafección del sistema de representación, es la primera característica que
debemos reconocer en el nuevo patrón de conducta de la nueva ciudadanía, y
específicamente el alejamiento del voto como expresión de la democracia.
Según consigna el estudio del PNUD, “Auditoría a la democracia” (2014), al
menos las seis primeras razones que los ciudadanos indican para no inscribirse
en los registros electorales son de carácter políticas, como el poco interés que
despierta la política, la desconfianza en los políticos, la obligatoriedad del voto,
la poca valoración al voto para cambiar las cosas, entre otras razones.
Autonomía del sistema de partidos
Enfrentados los partidos políticos a un cambio significativo de las reglas
del juego, que implicaba la inscripción automática y el voto voluntario, no solo
se hizo frente a una ampliación considerable del padrón electoral, sino que
además se debió lidiar con una ciudadanía más exigente con respecto a lo que
ofrecían los candidatos. En ese sentido, a los discursos de la política
tradicional ya nos les alcanzaba con la fórmula que venía experimentando
durante las dos últimas décadas, sino que debieron enfrentar exigencias de
nuevos derechos. La política tradicional y sus actores se mostraron muchas
veces impotentes frente a una ciudadanía más diversa, fragmentada y que ya
había probado desde hacía un año, con marchas multitudinarias, tomas y
movilizaciones, que el voto no era la máxima fórmula de la participación
política, sino que los mecanismos no tradicionales parecían más efectivas y
legítimas que el ejercicio republicano del sufragio. La consecuencia de ello fue
que por un lado los partidos -y por cierto que los candidatos- no fueron capaces
de mantener los niveles de adhesión electoral que se venían mostrando, lo que
si bien no colocaba en juego la legitimidad, sí dejaba muy en claro la distancia
que existía entre las prácticas tradicionales de la democracia representativa y
la nueva ciudadanía que se está consolidando. Y por otro lado, se acrecentó el
sentido de autonomía de la ciudadanía en relación a la institucionalidad
representativa, consolidando formas de acción y participación política más
directas y sin la necesidad de la representatividad de los partidos.
Si bien la movilización pinguina del año 2006 fue rápidamente cooptada
por el sistema de partido, y muchos de sus voceros y/o dirigentes prontamente
se convirtieron en dirigentes de las juventudes partidarias y pasaron a formar
parte del mismo sistema, la pesada estructura representativa no permitió ni dio
sentido a un cambio generacional en la política. No obstante la ciudadanía que
emerge desde el año 2011 se manifiesta contraria al sistema de representación
y aún cuando en algunos casos mantiene algunos vínculos con los partidos
políticos, no es este lo que los define sino que más bien su autonomía y
distancia del sistema partidario.
Aún cuando el sistema de partidos sigue manteniendo una importante
fuerza en la administración del sistema político, y si bien se reconoce la
importancia de la institucionalidad en el desarrollo de las demandas, lo que se
observa es que en el desarrollo de la nueva ciudadanía, los partidos políticos
no tienen la capacidad de ser conductores, ni promotores de su acción politica.
Según los datos entregados por el informe PNUD, auditoría a la democracia, si
bien existe un apoyo considerable a la democracia, de un 67%, para el año
2011, esta solo alcanzaba un 33% de satisfacción con el sistema institucional.
Y en términos de confianza institucional, las dos principales instituciones
representativas como el Congreso Nacional y los partidos políticos,
representaban los más bajos índices con un 15% y 9% respectivamente para el
año 2012, aún cuando un 89% de la ciudadanía esta de cuerdo en asumir un
rol más importante en la toma de decisiones políticas, para lo cual esta de
cuerdo en realizar reformas constitucionales.
La misma desafección del sistema de partidos, también se aprecia en un
importante nivel de autonomía de parte de las organizaciones y los actores que
conforman los movimientos sociales que se expresaron con fuerza a partir del
año 2011. Esta autonomía se aprecia tanto en la posibilidad de construir sus
propias redes como también de desarrollar un proceso de autoeducación y
socialización política. En ese sentido, Cristián Cuevas plantea de la siguiente
manera la situación actual: “yo entiendo que el movimiento social y político es
autónomo, y esa autonomía, yo lo entiendo a que no puede estar supeditado a
las decisiones del partido” (Entrevista 2013). Situación que también reconoce
Patricio Rodrigo, Director Ejecutivo de la Corporación Medio Ambiente: “Por
definición los movimientos deben ser autónomos. No pueden haber M.S.
dependientes de un gobierno, de un ministerio o de una empresa o de una
universidad, eso no. Los movimientos son dependientes de sus propias bases
que le dan vida al movimiento” (Entrevista 2013). Más bien, hoy día son los
partidos políticos, quienes han debido realizar un esfuerzo importante en
transformar sus discursos y prácticas para poder tener algún acercamiento al
conjunto social movilizado, y desde esa perspectiva llegar a establecer algunos
acuerdos que les permitan seguir subsistiendo en un panorama cada vez más
adverso para las estructuras partidarias.
Si bien es cierto, la autonomía en el desarrollo de los nuevos
movimientos sociales es un factor a considerar, algunos de los actores que
fueron entrevistados para efectos de esta investigación, igualmente plantean la
necesidad de establecer vínculos con las estructuras políticas partidarias. Si
bien Patricio Rodrigo recalca la importancia de la autonomía de los
movimientos sociales, también señala la importancia de establecer relaciones
con el mundo político institucionalizado, “establecemos vínculos con los
parlamentarios, con los partidos, con gente vinculada a los think thank del
mundo político para influir con nuestras ideas, que sean recogidas y también
tener un respaldo político de lo que nosotros estamos planteando…. Es
importante tener un vínculo, porque estas son decisiones políticas, si uno se
cierra al mundo político, nunca va a poder penetrar la toma de decisiones del
mundo real” (entrevista 2013). Así mismo, el dirigente del movimiento social
por Aysén, Iván Fuentes, recalca: “Nunca descartamos la relación con la
institucionalidad, y aunque reconozco que la política está enferma, hago la
salvedad de lo necesario que es para nuestra vidas. Es necesaria la existencia
de una estructura política donde se integren distintos pensamientos, por ende
no rompimos el lazo entero con la política, porque sabíamos que en el minuto
del acuerdo debíamos llegar al parlamento, porque todo lo que venía y lo que
proponíamos tenía que ver con proyectos de ley, con problemas estructurales,
es un daño estructural que provoca el Estado a sus ciudadanos” (entrevista
2013). Misma situación plantea Sara Larraín, Directora del programa Chile
Sustentable, “claramente nosotros trabajamos con todos los partidos políticos
… nosotros los que trabajamos en la agenda verde, en la política verde y todos
aquellos parlamentarios que quieran trabajar desde esa perspectiva nosotros
estamos ahí para asesorar, para hacer minutas, etc, porque la política nuestra
es la agenda verde ahí como este.” (Entrevista 2013)
Identidades fragmentadas
Una de las importantes transformaciones a las que se vieron sometidas
las sociedades en el marco de la globalización, fue a un fuerte proceso de
diferenciación social que generó el surgimiento de identidades fragmentadas
que comienzan a presionar por demandas sectoriales o específicas.
Evidentemente, esta situación trajo consecuencias en el ámbito de la política y
el desarrollo del régimen democrático, ya que mientras las instituciones
buscaban consolidarse bajo los principios o parámetros del liberalismo político,
el conjunto social fragmentado comenzó un alejamiento progresivo de las
instituciones representativas que finalmente consolidaron la idea de la crisis de
representación. “Hacer de la diversidad social un orden pluralista, exige un
trabajo cultural. Hay que abandonar la idea de unidad y trabajar sobre la
articulación de las diferencias” (Lechner, 1999). La idea expresada ya hacía
referencia a la constatación de una realidad que era imposible negar, la
existencia de una diversidad social y la necesidad de reconstruir un lenguaje
político que permitiera configurar un nuevo escenario democrático.
“La diversidad cultural suscita un comentario adicional. No existiendo una
instancia que englobe a la diversidad de "nosotros", resulta crucial la comunicación
entre las distintas identidades. ¿Cómo compatibilizar los diversos códigos -culturales y
funcionales- que circulan en nuestras sociedades? La pregunta podría estar
apuntando, a mi juicio, al nuevo papel de la política” (Lechner, 1999).
En esta nueva realidad, surgen los cuestionamientos a las instituciones
democráticas sobre la real capacidad de hacer frente a los nuevos desafíos.
Para Fernando Calderón,
“Los actores sociales y políticos clásicos han sido incapaces de dar respuesta a
la nueva situación: nuevos movimientos sociales, desde los años ochenta, han
planteado críticas puntuales al nuevo patrón económico y han demostrado la debilidad
de los clásicos movimientos sociales como los sindicatos que, en la reestructuración,
perdieron fuerza y poder. Estos movimientos se vinculan más a la vida cotidiana, a las
discriminaciones de género, al daño ecológico, al rescate de identidades comunitarias
que refuerzan el lazo social, que a la política. Sin embargo, tampoco han sido una
respuesta efectiva a su crisis, porque la falta de articulación entre ellos y la puntualidad
de sus demandas los debilita, e impide que tengan una visión más global y profunda
de los cambios”. (Calderón. 2007:37).
La debilidad de las instituciones democráticas para representar los
intereses de una base social, económica y cultural distinta a la del siglo XX,
trajo consigo consecuencias en distintos ámbitos: Por una parte, siendo el
Estado incapaz de asumir esta nueva realidad y enfrentado a un aumento
superior del mercado, los ciudadanos liberales dejaron de comprometerse en el
escenario de lo público y se privatizaron. Para ser más exactos se
mercantilizaron, haciendo del mercado el mejor escenario en el cual las
personas solucionarían sus demandas, pasando de ser ciudadanos a
consumidores (Canclini, 1995). En segundo lugar, el surgimiento de nuevas
identidades también genero nuevas exclusiones, lo que se tradujo en que el
ejercicio de la ciudadanía en términos de inclusión/exclusión, como se había
desarrollado a lo largo del siglo XX, no lograba responder a los nuevos
parámetros presentados, por ende se comienza a desarrollar una importante
lucha por el reconocimiento de las diferencias culturales, sociales, étnicas, de
género, u otras que buscan satisfacer sus demandas. En tercer lugar, los
mecanismos de participación política y representación tradicionales no logran
incorporar en sus proyectos estas nuevas dinámicas lo que los vuelven
completamente ineficientes a la hora de tratar de representarlos, por cuanto
comienzan a buscar distintos mecanismos de expresión y participación por
medio del surgimiento de movimientos sociales o acciones colectivas que
ejercen presión por fuera de la institucionalidad y la gobernabilidad institucional
democrática.
En el informe PNUD sobre ciudadanía y desarrollo humano (2007), se
constata que América Latina es la región donde mayor brecha existe entre la
inclusión simbólica y la inclusión material, ya que mientras las personas
refuerzan su identidad con acceso a los medios de información y educación,
esta no se correlaciona en el acceso a un mayor bienestar, lo que genera
nuevas brechas de exclusión social. En ese mismo sentido, las demandas “se
diseminan en una pluralidad de campos de acción, de espacios de negociación
de conflictos, de territorios e interlocutores” (Calderón, 2007:45). Por lo tanto
surge consigo una nueva realidad diseminada y fragmentada, muchas veces
imposibilitada de construir discursos globales o ser determinadas por grandes
categorías o estructuras.
“La creciente diferenciación de los sujetos por su inserción en los nuevos
procesos productivos o comunicativos y la mayor visibilidad de la cuestión de las
identidades, hace que los distintos grupos sociales y las demandas de inclusión se
crucen cada vez más con el tema de la afirmación de la diferencia, las políticas de
reconocimiento y la promoción de la identidad” (Calderón, 2007:45).
Este fenómeno, según Calderón, pone de manifiesto la necesidad de
considerar nuevos elementos a la hora de redefinir la ciudadanía para este
nuevo contexto y que en nuestro caso en particular recobra mucha fuerza,
estos son: Redefinición escalar de las identidades; reconocimiento de las
diferencias y reconocimiento de derechos de participación. Estos tres
fenómenos se cruzan en la reconfiguración de una nueva ciudadanía.
La concepción diferenciada de la ciudadanía “trata, pues, de aplicar de
forma diametralmente opuesta los criterios liberales de libertad, igualdad y
justicia por medio de la aplicación de políticas diferenciales específicas que
permitan a las minorías salir de su posición sociocultural y económica de
marginación, cuando no ya de franca explotación u opresión, mediante la
atribución por el estado de un estatuto de derechos diferenciales. Tendríamos
así un concepto de ciudadanía no integrada, sino diferenciada, sobre la base
del reconocimiento también jurídico de los rasgos personales diferenciales de
la ciudadanía” (Rubio; 2007: 92).
Y si bien esta concepción ha sido criticada y debatida por generar
mecanismos de discriminación positiva o políticas permanentes de
discriminación inversa, o incluso nuevas injusticias y situaciones de
dependencia (Rubio, 2007), la necesaria incorporación de la noción de
diferencia en la expresión de una nueva ciudadanía, no solo garantizaría la
posibilidad de reconstruir una comunidad política que permita incluir
identidades parciales o fragmentadas capaces de convivir conjuntamente en un
marco de pluralismo y democracia, otorgando la posibilidad reconfigurar el
espacio público como una convergencia de intereses que logren compartir
reglas en común, organizando la relación entre instituciones políticas y
ciudadanos, ya no solo como iguales en cuanto a derechos políticos, sino que
también como diferentes en cuanto a intereses e identidades.
Desde el punto de vista anterior, la ciudadanía que explota en Chile, a
partir del año 2011 en distintos ámbitos, presenta características distintas a las
que había presentado a lo largo del siglo XX. Es una ciudadanía muy
heterogénea en cuanto a las identidades que se expresan por medio de
movimientos sociales, con identidades diferenciadas y específicas, así como
también espaciales o territoriales; pero también al interior de los movimientos
se observa una fuerte transversalidad con respecto a quienes forman parte
activa de los mismos. Si bien en cada uno de los movimientos se reconocen
objetivos específicos que permiten la confluencia de distintos actores, estos no
responden necesariamente a una estructura u objetivo en común como lo que
se observaba en los movimientos sociales a lo largo del siglo XX,
fundamentalmente la vinculación con los sistemas de representación tradicional
u otra organización específica. Según Ivan Fuentes, existían objetivos claros
en cuanto a las demandas que beneficiarían a la zona,
“el discurso era muy amplio y engancho a mucha gente. A diferentes
personas, incluso empresarios, que si bien algunos se enojaron con nosotros,
sus hijos estaban con nosotros en la calle, porque además había una
generación con un pensamiento diferente, que se involucraron con la
comunidad, situación que está pasando también en Chile”. (Entrevista 2013)
Similar situación se observa en el movimiento social por Calama, donde
uno de los principales voceros de la Asamblea ciudadana, el dirigente social
Luis Rozas, plantea: “Nosotros hemos pasado distintos gobiernos y nunca
hemos perdido la identidad en el movimiento, es una identidad totalmente
transversal, aquí quienes manden en la asamblea ciudadana no son ni de
ultraderecha, ni de ultraizquierda ni de centro” (entrevista, 2013). La
convergencia de distintos actores, provenientes de distintas esferas sociales,
económicas, culturales o política es lo que define el patrón de acción y
movilización de una nueva ciudadanía que se expresa por demandas
sectoriales y específicas.
En el caso de las organizaciones que componen el movimiento
ambientalista, tanto desde Chile sustentable como de Patagonia Sin represas,
lo que se observa es la necesidad de incluir un transversal espectro
sociopolítico que se identifique con las demandas específicas del movimiento.
Según Sara Larraín, “cualquier agenda de desarrollo de país tiene que basarse
en tres principios: el primero tiene que ver con la equidad social, el segundo la
sustentabilidad ambiental y la tercera la profundización de la democracia”
(Entrevista 2013). Lo que refleja que si bien existe una identidad asociada a
demandas de carácter ambiental, también estas trascienden hacia una
convergencia que apunta a un proceso de cambio más amplio y que incluye
más actores. Lo mismo plantea Patricio Rodrigo, “las instituciones que están
detrás que hoy día son 70, instituciones chilenas y también algunas
internacionales, también hay iglesias, hay algunas empresas también”
(Entrevista 2013).
Aún cuando se entienden que los partidos políticos aún son importantes
para la democracia no son estos los que determinan la composición del
movimiento social, por ende los movimientos sociales transitan en una
concepción amplia en cuanto a la incorporación de los distintos actores que
forman parte. En ese sentido la construcción de la identidad de los
movimientos ha sido forjada por años traspasando distintos gobiernos y que ve
en la acción un elemento importante de construcción identitaria. Para Cristián
Cuevas,
“Lo que generan estos movimientos en sí, es una síntesis de generar una
relación de las necesidades que por años, o demandas que por años han estado
encapsuladas en los territorios, en las comunas y las regiones. Y que tiene que ver
con este Estado centralista, el Estado nuestro, el Estado de Chile, cierto, y con
políticas que finalmente no han generado bienestar en estas regiones”. (Entrevista
2013).
Situación que confluye en una experiencia que se acumula en el tiempo,
y que va recomponiendo rasgos identitarios que permiten sostener las
demandas en el tiempo, como lo plantea Ivan Fuentes en relación al
movimiento social por Aysén:
“Teníamos además una experiencia desde el año 1998, cuando quemamos el
bote y nos sacaron la mugre, porque teníamos poca experiencia, luego el 2000 lo
hicimos mejor, y una vez nos tomamos la calle, y esa vez teníamos a lo menos tres
celulares, por primera vez, y desde ese momento comenzamos a tener mayor
organización, incluso desde ahí que quedan algunos dichos de movilización y de cómo
nos identificamos, y de cómo organizamos los sectores”. (Entrevista 2013).
Acción colectiva directa, movilización social e institucionalidad política
El proceso desarrollado en Chile desde el año 2011 marca un punto de
inflexión importante en la necesaria reconfiguración del régimen democrático y
el resurgimiento de una nueva ciudadanía. Si bien es cierto, el fenómeno de la
movilización social en Chile tiene una larga trayectoria e importante influencia
en las principales transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales
a lo largo del siglo XX, que ha sido ampliamente estudiado por una parte de la
historiografía política (Salazar, 2012; Garcés 2012), el desarrollo sociopolítico
del modelo instalado por la dictadura y mantenido en los 20 años de los
gobiernos de la concertación, se caracterizó por el desarrollo de una
ciudadanía liberal, asociada al esporádico ejercicio electoral, y a bajos niveles
de movilización social.
Desde el golpe de Estado militar el 11 de septiembre de 1973, no solo
hubo un quiebre en el régimen político democrático, sino que además la
interrupción del ejercicio ciudadano que se venía desarrollando con mucha
fuerza a lo largo de todo el siglo XX. Dicho ejercicio no solo estaba refrendado
en la participación electoral, que aún con importantes niveles de exclusión,
permitían legitimar el proceso político democrático y generar una importante
red de inclusión de distintos sectores al aparato del estado, sino que además
existía una importante movilización social de distintos grupos que junto a los
partidos políticos se colocaban a la vanguardia de las transformaciones
sociales, políticas, económicas y culturales. Según Mario Garcés,
“hasta bien entrado los años setenta, el movimiento obrero era considerado el
principal movimiento social chileno –los “trabajadores de mi patria” como los nombraba
el presidente Allende- y se les atribuía a ellos, al menos desde la izquierda, el principal
papel en los procesos de cambio que se estaban produciendo en Chile en los años
sesenta y setenta” (Garcés, 2012:28).
Toda esa vorágine participativa, esa ciudadanía en movimiento, fue
fuertemente aplastada con el golpe de estado y la posterior dictadura. Los
mecanismos de desintegración social y políticas que utilizó la dictadura durante
los 17 años de ejercicio, buscaron no solo terminar con el ejercicio ciudadano,
sino que además con el gran impulso movilizador proveniente de aquellos
grupos. Según Garcés,
“la dictadura destruyó la democracia alcanzada hasta esos años, en todas sus
formas, cancelando las libertades y derechos ciudadanos, cerrando el parlamento,
declarando en receso a los partidos políticos, suspendiendo el Código del Trabajo,
estableciendo control sobre los pocos medios de comunicación permitidos, pero sobre
todo, reprimiendo y anulando toda acción posible de los partidos de izquierda y los
movimientos sociales populares” (Garcés, 2012:122).
No obstante el panorama incierto, durante la década de los ochenta
comienzan a abrirse paso nuevas movilizaciones que desde la protesta, y en
algunos casos el enfrentamiento directo, se re-articula la tradición movilizada
de la sociedad chilena. De esa manera, importante fueron los movimientos
asociados a los derechos humanos, los pobladores y juveniles, quienes desde
la periferia fueron reconstituyendo “el tejido social” destruido por la dictadura.
Todo ese tejido social, esa sociedad civil organizada y movilizada fue el
sustento electoral para el proceso de transición a la democracia. El plebiscito
de 1988, y su promesa de la “pronta alegría”, fueron el incentivo necesario para
reinstalar las mismas prácticas liberales en torno al desarrollo de la ciudadanía,
la cual se sustentó en una fuerte institucionalización del ejercicio ciudadano en
el voto y la participación política6. Desde ese momento, la movilización social
que se enfrentó fuertemente a la dictadura pasó a un largo periodo de
repliegue.
La ciudadanía liberal, referenciada nuevamente en una dimensión
individual y el ejercicio del sufragio, esperaba pacientemente –pero cada vez
con mayor reticencia-7 el momento para revalidar a las autoridades
consagradas y por ende legitimar la nueva democracia surgida del pacto
transicional. No obstante a lo largo de las décadas, la democracia pactada no
fue capaz de sostener los cambios que se fueron produciendo al interior de la
sociedad chilena, con lo cual el sistema político se hizo cada vez menos eficaz
en reconocer que la ciudadanía había cambiado a la luz de las 6 Según los datos del Servel e INE, para el plebiscito de 1988 la población en edad de votar (PEV)era de 8.062.384, siendo inscritos 7.435.913, lo que representaba un 92,2% sobre la PEV, con un nivel de participación de un 89,9% 7 Según el informe PNUD, “Auditoría a la democracia. Más y mejor democracia para un Chile inclusivo” (2014) el nivel de participación electoral desde el año 1988 a la primera vuelta presidencial del 2013, decayó a un 51,7%.
transformaciones globales. Nuevas identidades comenzaron a resurgir con
fuerza, identidades asociadas a las minorías, de género y étnicas, aquellas
asociadas a espacios locales y regionales, a problemáticas específicas como el
medio ambiente, pero también a nuevas exclusiones basadas en derechos
sociales, como la educación, la salud y la vivienda, fueron la expresión más
notoria del cambio. La democracia transicional se vio enfrentada a una nueva
ciudadanía que encontró en la movilización social –apelando a un sentido
histórico de aprendizaje- el mecanismo para revalidar las demandas, y a través
de dicha movilización volver al espacio público que le había sido arrebatado
durante la dictadura y la transición política.
Nueva ciudadanía, nueva participación
Desde el punto de vista de la participación política, es decir, de la
capacidad de incidir en los procesos de toma de decisiones, el desarrollo de la
nueva ciudadanía en Chile muestra a lo menos dos tendencias significativas.
En primer lugar, y como ya hemos dicho, los procesos electorales han
evidenciado una considerable baja en el patrón de participación a lo largo de
las últimas dos décadas, y en segundo lugar, se ha manifestado una
reemergencia de mecanismo de acción colectiva y movilización social que si
bien no son nuevos en la historia política nacional, habían sido fuertemente
controlados durante los gobiernos post-dictadura, y que son complementarios a
la fuerte institucionalidad política electoral, estos mecanismos se evidencian al
menos en tres formas de acción colectiva directa: La marcha como apropiación
del espacio público, la toma como fenómeno reivindicativo y la asamblea como
mecanismo deliberativo.
La acción colectiva directa complementaria de la Institucionalidad política
Si bien la transición política hacia la democracia se consolidó en una
importante lógica de regularidad electoral, que entregó un fuerte soporte
legitimador al sistema, al cabo de dos décadas esta regularidad se vio
sometida a un importante proceso de desafección y abstención electoral.
Dichos índices, que incluso llegaron a un 60% para la segunda vuelta
presidencial del 2013, permitieron que los discursos políticos tradicionales
debieran incluir las nuevas demandas de la nueva ciudadanía y que los
movimientos sociales se transformaran en ejes transversales de sus proyectos
políticos8, lo cual demostró la importancia de la movilización social como
8 Es importante destacar que para las elecciones presidenciales del año 2013, ocho de los nueve candidatos hacían referencias explícitas, tanto en sus proyectos como en distintas manifestaciones públicas, a las demandas que surgieron de parte de los movimientos sociales.
mecanismo de participación política. Según Patricio Rodrigo, de Patagonia sin
Represas,
“el mundo político está fuertemente cooptado y coludido con el mundo
económico para no dejar entrar estas nuevas demandas, y si algo han entrado en la
agenda eléctrica y si los temas han entrado es porque los movimientos sociales los
han puesto en agenda, los han reivindicado, han salido a la luz pública y ha sido
imposible acallarlos”, (entrevista, 2013).
Misma situación que observa Cristián Cuevas, para quien la movilización
social es sustancial para mantener las demandas y transformar el sistema
político: “lo que no puede ocurrir aquí es la desmovilización, la desarticulación
de ese tejido, de ese movimiento social en pos de un gobierno que
eventualmente pueda generar esos cambios, pero desde mi punto de vista,
esos cambios no van a cursar si no hay un pueblo movilizado”. (Cristian
entrevista, 2013). Sara Larraín, nos da cuenta de esta confrontación entre lo
institucional y no institucional para definir el tema de la participación de la
movilización social: “lo que tienes es que la comunidad al principio hace el
procedimiento y después cuando ya lleva dos años en la misma situación se
toma la carretera o incendia la cuestión o va a la marcha” (entrevista, 2013).
Según el informe del PNUD, “Ciudadanía política. Voz y participación
ciudadana en América Latina” (2014), la existencia de mecanismos de
participación política directa –que aquí también las hemos clasificado como
“participación no tradicional” o “no institucional”- en conjunto a la
institucionalidad política poseen a lo menos dos miradas. En primer lugar,
aquella que plantea que dicha participación es fruto de una falta de legitimidad
de la institucionalidad política existente, por lo cual a menor legitimidad, mayor
participación política directa; y en segundo lugar, aquellos que plantean que la
acción colectiva directa complementa las formas de participación política a la
hora de incidir en la toma de decisiones, y por ende no existe contradicción con
el voto o la participación en partidos políticos. Para el caso de Chile, por cierto
que los diferentes actores entrevistados identifican un importante problema de
legitimidad en el entramado institucional del país, fundamentalmente apuntando
a las deficiencias estructurales que presenta la Constitución Política, e incluso
ya hemos visto un fuerte descenso en los mecanismos institucionales de
participación, lo que podría apuntar a una correlación entre mayor movilización
y mayor cuestionamiento del régimen político. No obstante, más allá de las
declaraciones de algunos sectores y actores que llaman a deslegitimar los
procesos electorales, en general todos los entrevistados manifiestan la
importancia de la movilización como un fenómeno complementario a la
ocupación de los espacios políticos tradicionales y/o institucionales, y no
necesariamente como una realidad anti-sistémica. Si bien existen importantes
grados de convergencia en discursos transformadores, que apuntan
directamente a la legitimidad del sistema político, el nivel de institucionalización
de los procesos hace pensar que la movilización social actual y los
mecanismos de participación política directa más bien funcionan como un
complemento en la presión que se puede ejercer desde una acción no
institucional o no tradicional.
A partir de esta última idea, se considera fundamental establecer el
vínculo con la institucionalidad misma del sistema político, ya sea como se ha
dicho en apartados anteriores por medio de la relación directa con la propia
institucionalidad, o bien en la búsqueda de ocupar espacios institucionales de
decisión política, en ese sentido la participación de la movilización social en el
escenario electoral, es asumida como fundamental para algunos actores de los
movimientos entrevistados. Para Luis Rozas, dirigente en la asamblea
ciudadana de Calama, existe
“la convicción de tener un diputado donde corresponde, y no solamente al
alcalde, hay que avanzar en todos los frentes, no solo en lo social, sino que también
en lo político”(Luis Rozas), y prosigue: “si no hacemos los cambios en la política, no
llegamos a ninguna parte, vamos a seguir gritando y nadie nos va a escuchar, hay que
avanzar en todos los puntos.” (Entrevista, 2103).
El mismo análisis realiza Cristian Cuevas,
“se pueden hacer una marcha de 20 mil personas acá, 30 mil personas,
puedes estar una semana bloqueando los caminos, pero no basta con eso. Y ahí
necesitas construir el poder político y ahí necesitas estas alianzas, estas alianzas que
son transversales “que yo te doy, tú me das” pero en el fondo la idea es que valla
hacia el camino que uno cree finalmente va generando esos cambios.” (Entrevista,
2013)
Lo cual indica que si bien existe una fuerte demanda por mantener los
procesos de movilización, y que estos han sido sustanciales para instalar las
demandas, también existe la convicción de que la movilización social y la
acción colectiva directa se complementa con la institucionalidad política
vigente, en la necesidad de buscar los espacios políticos institucionales que
permita generar mayor incidencia en la toma de decisiones.
Acción colectiva directa. Asambleas, tomas y marchas.
Un punto de importancia en las formas de participación que han
desarrollo los nuevos movimientos sociales, se encuentran especialmente tres
acciones políticas directas como el desarrollo de las asambleas como espacios
deliberativos, la toma de espacios públicos y privados como fenómenos
disruptivos y las marchas como fenómenos reivindicativos de apropiación del
espacio público.
Según Sidney Tarrow, un movimiento social, se presenta cuando se
producen “secuencias de acción política basadas en redes sociales internas y
marcos de acción colectiva, que desarrollan la capacidad para mantener
desafíos frente a oponentes poderosos” (Tarrow, 1998:23), lo cual indica la
presencia de “ciclos de acción colectiva” que se manifiestan en torno a un
“repertorio de acción” que incluye distintas formas a lo largo del tiempo. En el
caso de Chile, se pueden observar a lo menos esos tres elementos que
identifica Tarrow en torno a la acción colectiva para definir un movimiento
social. En primer lugar, se observa la presencia de acciones colectivas que
tienen la capacidad de enfrentarse a oponentes poderosos (el Estado) y que
generalmente están fuera de los marcos institucionales de participación, a su
vez dicha acciones constituyen redes sociales internas construyendo marcos o
estructuras de acción y organización; en segundo lugar, y si bien el momento
de mayor visibilización de la acción colectiva se produce durante el año 2011,
en la mayoría de los casos, son procesos que se vienen desarrollando desde
hace ya varios años e incluso desde las décadas de los noventa. Y por último,
también se puede considerar la existencia de un repertorio de acción colectiva
directa basado en distintas formas de expresión y participación, que con mayor
o menor fuerza constituyen un eje central del proceso de movilización en Chile
desde el año 2011, como lo son el surgimiento de las asambleas, las tomas y
las marchas callejeras, generando la necesidad de repensar la acción política
ciudadana más allá de las fronteras del liberalismo clásico y la participación
electoral representativa.
Tanto el asambleísmo como la asamblea son ejercicios que resurgen
constantemente en sus prácticas, no obstante existen distinciones importantes
a la hora de reconocer su importancia al interior de los movimientos sociales.
Para Ivan Fuentes, la asamblea representa un mecanismo de suma
importancia en la medida de la capacidad que tiene para instalar las demandas
del movimiento,
“la asamblea ha marcado toda la pauta política que tenemos hoy día, no fue el
espectro político el que marcó las pautas, hoy en los debates que tu puedes ver se
habla de la constitución, del impuesto específico, de las AFP, de las mejores laborales,
educación, Royalty, nacionalización de los recursos naturales, todo esto nació desde
la asamblea.” (Entrevista, 2013).
Situación que también se refuerza en la opinión e Luis Rozas,
“la Asamblea es la que convoca a todas las movilizaciones, ella es la que
llama, la que debate. En la asamblea ciudadana somos al menos unas 80 personas,
que de alguna manera vamos rotando, a veces desaparecen unos pocos y luego
vuelven a aparecer, pero en ese espacio no bajamos de treinta los que siempre
estamos debatiendo, en general somos unos 80 dirigentes de distintas organizaciones.
En la asamblea nos juntamos todos los días martes los dirigentes, y ahí tomamos
decisiones, asumimos propuestas, ahí se debate y se toman decisiones en forma
democrática y colegiada” (Entrevista, 2013).
La misma importancia le otorga Sara Larraín cuando plantea:
“la asamblea es la forma de cómo la gente de una u otra forma valida la toma
de decisiones”, e incluso la asume como un importante mecanismo de socialización y
educación política, “es una nueva forma de ponerse de acuerdo para tener una
relación con el Estado que es fundamental, pero por otro lado un espacio de
aprendizaje de gente que está afectada y que no tienen el conocimiento de cómo
moverse en la incidencia política y por lo tanto la asamblea es un lugar donde ocurren
muchas cosas no solamente una toma de decisiones sino que hay gente que va a oír y
ve como está funcionando el Estado sabe los pasos que hay que hacer y por lo tanto
también es un espacio de educación cívica.” (Entrevista, 2013)
La visión con respecto a la importancia de las asambleas no deja de lado
la necesidad de mejorar y perfeccionar un mecanismo que forma parte
sustancial de las características de la nueva ciudadanía y sus formas de
participación. Para Patricio Rodrigo,
“las asambleas son necesarias y buenas, pero falta madurez y educación
cívica, de cómo hacer esos procesos de participación. Falta mucho para tener un
buen sistema de funcionamiento de asamblea ciudadana. (Patricio Rodrigo), lo cual
demuestra la necesidad de un proceso de autoafirmación y educación ciudadana,
situación que permitiría sobrepasar los conflictos y aspectos negativos que puede
generar para la consolidación del proceso. “Las asambleas son necesarias porque es
una manera de validar lo que se está haciendo, pero muchas veces terminan
neutralizando y fagocitando, canibalismo de sus propios liderazgo, lo que implica un
costo importante para el avance de los movimientos.” (Entrevista, 2013)
Es importante destacar que si bien existe concordancia en cuanto a
reconocer la asamblea como un mecanismo de expresión y participación
característico de la nueva ciudadanía, también existe la distinción respecto al
asambleísmo como práctica. El mismo Patricio Rodrigo ratifica la idea por
cuanto para él, “el asambleísmo se caracteriza por que no tienen líderes, a lo
más voceros, lo que a veces implica una fuerte neutralización de lo que se
quiere hacer, porque ahí cualquiera veta a cualquiera, en algunas
organizaciones pasa un poco de eso, se vetan mutuamente y al final es bien
poco el espacio de maniobra para poder actuar”. (Patricio Rodrigo). Situación
que finalmente se traduce en un obstáculo para poder avanzar en los cambios
y la solución de demandas, fundamentalmente porque “en el caso del
asambleísmo solo falta que uno o dos se opongan y no se pueda tomar
decisiones, entonces cualquier grupo puede asumir vetos y así el tema no
avanza.” (Patricio Rodrigo)
Desde el año 2006, fecha en la cual explota el conflicto estudiantil desde
los “actores secundarios”9, se comienza a generar un repertorio de acción
colectiva basado fundamentalmente en el desarrollo de tomas de colegios y
liceos, y el ejercicio de la asamblea como un acto deliberativo. Ya para el año
2011 la tomas de colegios, liceos, universidades, calles y cualquier espacio que
permita otorgar visibilización de las demandas se comienza a considerar como
una acción colectiva directa que forma parte del repertorio de los movimientos
sociales. La “toma”, que adquiere significancia durante la primera mitad del
siglo XX, en torno al desarrollo del movimiento de los pobladores, y que según
Gabriel Salazar “reaparecía en gloría y majestad” (Salazar, 2012:175) para
consolidarse como un acto de reivindicación física y ocupación del territorio o
espacio (sitio) para aquel que no poseía vivienda, pero también como una
acción política, que se legitimaba y legalizaba después, vuelve a adquirir
sentido en la expresión de demandas que desarrollan los movimientos sociales
durante el año 2011. Desde este momento, las “tomas” de distintos espacios
públicos y privados, son un mecanismo recurrente de los movimientos sociales,
siendo las más visibles las de colegios, liceos, universidades, calles y puentes,
como una especie de reivindicación del espacio expropiado, pero también
como un medio de presión recurrente para la presentación de las demandas,
que finalmente busca consolidar una expresión política participativa. Según
Cristián Cuevas, “Cuando nosotros hemos tomado la decisión de tomar de
bloquear… De tomar los caminos, las empresas, cualquier cosa. Nosotros
siempre lo hacemos desde una lógica política”. En ese sentido, la “toma”, se
adopta “como una forma legítima de hacer política desde las bases” (Salazar,
2012:39), y se consolida como parte del repertorio de acción colectiva de los
movimientos sociales que se desarrollan en Chile desde el año 2011.
Otra forma de acción colectiva directa, que forma parte del repertorio de
movilización, es el desarrollo de las “marchas”. Desde su construcción más
épica, revalorizando la célebre frase del presidente Allende sobre la apertura
de las “Grandes Alamedas”, hasta el hecho mismo como una acción legítima y
de ocupación del espacio público, las marchas por las principales capitales del
país fueron el hecho simbólico de mayor repercusión en el desarrollo de los
distintos movimientos sociales. Sin lugar a dudas, que las marchas
estudiantiles fueron las que marcaron las pautas durante el periodo, no
obstante también fueron recurrentes en las exigencias de distintos tipos de
demandas. Según el texto del PNUD (2014) “Ciudadanía Política…”, solo para
el caso del movimiento estudiantil, entre el 12 de mayo del 2011 y el 11 de
agosto del 2012, se realizaron 20 marchas en distintas partes del país, con un
9 Se les reconoce como actores secundarios a aquellos actores dentro del movimiento estudiantil provenientes desde el mundo de la educación secundaria o enseñanza media y que fueron ampliamente reconocidos durante el proceso de la llamada “revolución pingüina”
promedio de 70.000 asistentes en general10. En ese sentido, la necesidad de
expresión vía mecanismos no institucionales ha sido una constante en el
repertorio de acción colectiva utilizada por los movimientos sociales en Chile, y
sobre todo a partir del año 2011 estas se han incrementado colocando un
punto de inflexión en el proceso participativo del sistema político chileno.
Cabe destacar que muchas de estas formas de participación no
institucional son reconocidas por las autoridades y el sistema mismo como
formas de acción contestataria o de protesta, las cuales son cuantificadas a
partir de los datos recogidos por instituciones del Estado, fundamentalmente
las policías, para poder levantar un registro de dicha participación. Según los
datos arrojados por el informe del PNUD, “Auditoría a la democracia. Más y
mejor democracia para un Chile inclusivo” (2014), es evidente el aumento
tantos en las manifestaciones como en los participantes, en acciones colectivas
directas, ya sean marchas, huelgas, tomas, barricadas, o bien todas aquellas
que se vinculan a conflictos entre la sociedad y el Estado (PNUD, 2014:254),
destacando fundamentalmente el año 2011 cuando se produce el punto más
álgido de las distintas movilizaciones que se desarrollaron en el país11.
Discurso transformador y transversal
Una de las características que hemos definido para entender el
desarrollo de la nueva ciudadanía, es la capacidad de construir discursos
tranversales y transformadores. Un elemento de la ciudadanía liberal
desarrollada en Chile bajo la democracia transicional, fue su
instrumentalización por parte de los actores que formaron parte del pacto y que
requería de niveles muy acotados de participación y discusión. La necesidad
de contar con una ciudadanía que legitimara en forma regular el
funcionamiento del sistema político, requería de una masa instrumental que
fuese fácilmente manejable y manipulable con un discurso poco claro y que no
pusiera en duda la relevancia del modelo. En ese sentido, la participación
ciudadana se tradujo en un acto mecánico y a veces falto de contenido que se
repetía cada vez que el régimen político requería legitimar los siguientes
procesos. Durante los últimos 20 años, aún cuando se demostraron
importantes índices de participación electoral, siempre fue el mercado la
10
Cabe destacar que en general no existe una coincidencia en torno a la cantidad de asistentes a cada una de las manifestaciones, ya que siempre los datos oficiales se encontraban muy por debajo de las cifras entregadas por los propios organizadores de las movilizaciones. El promedio general entregado en este informe es en base a la información entregada en el texto “ciudadanía política. Voz y participación ciudadana en América Latina” PNUD 2014. Páginas 134-135-136. 11 Según los datos del informe, carabineros de Chile reportaba para el año 2009 237.572 participantes en alteraciones del orden público, mientras que para el año 2010 esta cifra aumentaba a 537.486, y para el año 2011 esta cifra se disparaba a los 2.194.973 participantes. PNUD. “Auditoría a la democracia. Más y mejor democracia para un Chile inclusivo” 2014. p 254.
dimensión objetiva que guiaba el comportamiento de los individuos, y el
ejercicio ciudadano se trivializa y naturaliza en el voto y la delegación. Esa falta
de sentido y orientación, tiene su origen en dos aspectos: el pacto transicional,
en las condiciones dadas y necesarias surgidas de dicho pacto –con el marco
de la Constitución del 80-, y que borra o instrumentaliza los realizado por la
sociedad civil que se enfrenta al Estado autoritario en la década de los ‘80; así
como también en la confusión y pérdida de orientación y sentido en la que cae
la “clase política”, con la derecha aún confundida por la derrota electoral y el
legado de Pinochet y la Concertación acomodada rápidamente a las bondades
del sistema. Los objetivos a largo plazo ceden frente a las presiones
inmediatas; la política pierde referencia, una brújula que le permita mirar planes
a futuros. El ideal utópico de un mañana mejor se desdibuja frente a la
inmediatez de los resultados. La racionalidad del costo/beneficio se impone a la
subjetividad, y lo simbólico pierde sentido dejando un espacio abierto a la
racionalidad absoluta. Las sociedades quedan huérfanas de sentido y la
política y la ciudadanía reducidas al pragmatismo instrumental de la
democracia representativa pierde toda conexión entre la base y la
institucionalidad, eliminando la cohesión social y el sentido de identidad y
pertenencia con el sistema político.
La reconstrucción de esos mapas simbólicos, de una identidad que
cohesione, es el desafío que se plantea en un nuevo escenario. La necesidad
de recomponer las relaciones que conducen nuevamente hacia lo social y lo
político, aquello que se presenta como ciudadanía pero ya no
instrumentalizada, sino que constructiva, crítica y transformadora. Una
ciudadanía que busca la construcción de sus objetivos y que desafía a la
naturalización de lo heredado, de lo institucionalizado y de lo establemente
consensuado en el pacto.
El proceso movilizador del año 2011 trajo consigo esa reconstrucción
simbólica, por medio de demandas –y también discursos- que apuntaban
directamente hacia una reconfiguración de las reglas del juego. La experiencia
heredada de la movilización de los estudiantes secundarios del año 2006, se
tradujo en un aliciente para buscar no solo demandas en el corto plazo, sino
que articular un mensaje transformador y que en muchos aspectos apuntaba
directamente a las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales
sobre las que se asentaba el modelo chileno. Es por ello que las distintas
demandas de los actores movilizados, aún cuando buscaban beneficios
específicos sobre los cuales se movilizaban, también confluían en discursos
más o menos articulados de reformas en distintos ámbitos: Ya sea en la
exigencia de gratuidad en la educación, nuevo pacto socio-ambiental,
descentralización regional, o cambios en el sistema político, todos los actores
finalmente apuntaban a una transformación del modelo económico –reforma
tributaria- y fundamentalmente del modelo político, nueva constitución.
En ese escenario, los distintos actores encontraron una oportunidad para
expresar con fuerza la necesidad de la convergencia, incluso desde la
fragmentación identitaria. Una convergencia que se traducía en nuevas reglas
del juego y que se consolidaba simbólicamente con mayor fuerza en la
exigencia de una nueva constitución política que deje atrás el legado autoritario
de la dictadura. Para Patricio Rodrigo, vocero de Patagonia Sin Represas,
“…lo que estamos pidiendo es una profundización de la democracia en Chile….
y si eso requiere de nuevas instituciones, habrá que crearla…” (entrevista,
2013). Situación que también profundiza Cristian Cuevas, “al movimiento
social le falta hacer el camino de constituirse en un proyecto político
transformador. Porque si no lo que hacemos es la demanda inmediata,
reivindicativa que en el fondo no es el cambio de la estructural”
(Entrevista,2013).
La lógica de constituir un discurso más amplio, más allá de las fronteras
de la demanda sectorial, y que apunte hacia una transformación estructural del
sistema, es un aspecto novedoso dentro de la acción política de la nueva
ciudadanía, fundamentalmente si se compara con su accionar a lo largo de los
últimos 20 años. Si bien durante la dictadura, existió un fuerte impulso
movilizador en busca de terminar con la dictadura, este se frenó con la llegada
de los gobiernos democráticos, replegando a la ciudadanía al acto mecánico
del voto y a la exigencia de demandas sectoriales y específicas, sin necesidad
de cuestionar “el modelo chileno” heredado de la dictadura. Si bien la
publicación del libro “Chile Actual: Anatomía de un Mito”, del sociólogo Tomás
Moulián (1997), ya abordaba los desafíos de una sociedad individualista y
volcada hacia el consumo, pero que además mostraba insatisfacciones con el
modelo, no es sino hasta el año 2006, con la movilización de los estudiantes
secundarios cuando se manifiestan las primeras expresiones de insatisfacción
con aspectos estructurales del sistema, como lo era el sistema educativo y la
Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) construida bajo la
dictadura. Sin embargo, no es sino hasta el año 2011 cuando los desafíos de
las movilizaciones se comienzan a expresar en demandas a la estructura del
sistema, como lo indica el dirigente social de la asamblea ciudadana de
Calama, Luis Rozas, para quién
“las demandas son estructurales, cambiar la forma y estructura del país. Es
necesario que las transformaciones se hagan con la mayor cantidad de actores
posibles, con la clase baja, con los dirigentes, con las personas a quienes los temas
les afectan” (Entrevista, 2013).
Situación que también expresa otro dirigente del movimiento social,José
Mardones,
“claramente lo que nosotros buscamos, lógicamente tiene que ver con un
tema de una nueva constitución, de generar cambios reales no solo para Calama sino
para el ciudadano en general. La renacionalización del cobre, que son parte también
de la demanda”. (Entrevista, 2013).
En términos generales, plantear un desafío transformador de las
estructuras es lo que constituyó la base de la movilización social del año 2011,
y desde allí tratar de consolidar un proyecto político con capacidad de impulsar
las reformas necesarias para abarcar dichos desafíos, según Cristián cuevas,
“yo soy de la idea de que el movimiento social debe tener una mirada y una
puesta política transformadora, de cambio del modelo y obviamente apostar
hacia nosotros tomarnos el poder. Ósea, hacia la recuperación del poder”
(Cristian Cuevas). Finalmente, existe la convicción que se asiste a una
oportunidad en la cual es fundamental lograr importantes cambios a nivel
estructural, tal como lo plantea el dirigente social de Aysén, Iván Fuentes: “Si
no existe la capacidad de cambiar cosas importantes durante estos próximos
cuatro años, yo creo que va a existir un gran movimiento social, coordinado, ya
que esa sintonía está latente en Chile” (Iván Fuentes)
Conclusiones
El desarrollo de la movilización social desde el año 2011, trajo como
consecuencia un profundo cuestionamiento al orden sociopolítico que se había
asentado en Chile desde la dictadura y consolidado durante las décadas de
1990 y 2000. Este cuestionamiento se basó fundamentalmente en las
características del régimen político democrático y la institucionalidad vigente
que sustenta la constitución de 1980, pero además la estructura social y
económica basada en un modelo económico excluyente que deja en evidencias
las contradicciones de un país que crece económicamente pero que no avanza
en el desarrollo de derechos sociales.
Ya sea desde lo político o lo económico, parte del fenómeno movilizador
que explota con fuerza en Chile a partir del año 2011, converge en un
cuestionamiento profundo a las estructuras del régimen, como antes no se
había dado, y en ese sentido la principal transformación que se observa, es el
surgimiento de una nueva concepción de ciudadanía que no encuentra relación
con las estructuras definidas hace ya más de treinta años.
Esta nueva dimensión de la ciudadanía, que choca con la
institucionalidad democrática liberal, se consolida al menos en tres principios
orientadores que definen su acción. En primer lugar es una ciudadanía que se
refuerza en la diferencia, con demandas específicas y diferenciadas, que si
bien convergen transversalmente en discursos de cambios estructurales, lo que
implica que quienes forman parte del movimiento provienen de distintas
sensibilidades del espectro político, la identidad de las demandas son
específicas y apuntan a una exigencia por ampliar la concepción de derechos,
los cuales no necesariamente están referenciados en la concepción tradicional
y liberal de la ciudadanía. En segundo lugar, la ciudadanía que se moviliza no
lo hace bajo las estructuras tradicionales de participación política que define el
régimen, esta situación se manifiesta por un lado en un alza de la abstención
electoral, y por otro lado es una ciudadanía más autónoma de la influencia que
pudieran ejercer los partidos político. En ese sentido, las antiguas estructuras
partidarias no tienen capacidad para sostener la movilización social y las
demandas de estas, y en algunos casos han debido modificar sus discursos
que les permitan sobrevivir en un escenario de cambios y mayor complejidad,
lo que permite a los movimientos sociales participar con mayores niveles de
autonomía. No obstante lo anterior, la existencia de mayor autonomía no se
traduce finalmente en el quiebre completo con la institucionalidad, ya que
también existe el convencimiento de la necesidad de generar lazos que
permitan a esta nueva ciudadanía acceder a las instancias de participación e
incidencia en la toma de decisiones. En tercer lugar, la existencia de
mecanismos más horizontales de participación y acción, como la asamblea, se
constituye en el sistema de preferencia para la generación y manifestación de
las demandas. En estas se observa que no solo la horizontalidad en cuanto a
la participación es el elemento de mayor significancia, lo cual se opone a las
estructuras jerárquicas de los partidos políticos, sino que además se incluye
una transversalidad de actores que permiten otorgar una mayor identidad a la
movilización en torno a la demanda y la exigencia de nuevos derechos.
Cabe destacar que el discurso de transformación estructural, es un elemento
que durante los veinte años de la transición política no se había observado, al
menos no con la fuerza que se desarrolla a partir del año 2011. Temas como
el impacto en el medio ambiente, la descentralización regional, la reforma
educacional, la reforma tributaria y la nueva constitución, incluyendo la imagen
de la Asamblea Constituyente, son parte de la construcción discursiva de una
nueva ciudadanía que se enfrenta por diferentes medios a lo consagrado por la
dictadura y el pacto transicional, lo que además le otorga una fuerza nueva
basada en discurso crítico hacia la política y sus actores tradicionales,
permitiendo la entrada de una ciudadanía que se asume como un actor
principal dentro de la configuración del sistema político.
Finalmente, las formas de expresión y participación política de la nueva
ciudadanía, permiten configurar una nueva lógica de acción basada en la
acción colectiva, de intereses comunes, con identidades definidas y
expresadas en ciclos de protesta y con repertorios que hacen configurar la
emergencia de nuevos movimientos sociales, que si bien luego de su explosión
en el año 2011, no han logrado mantener la acción en el tiempo, siguen siendo
un referente a la hora de considerar el funcionamiento de la política tradicional.
Es cierto que la movilización social de Chile en el siglo XXI no alcanza –aún- la
fuerza para generar los cambios necesarios como sí se expreso desde fines del
siglo XIX y principalmente en el siglo XX, pero también es cierto que luego de
un largo periodo de repliegue y triunfo de la democracia representativa y la
ciudadanía liberal, hoy nos encontramos con la emergencia de una nueva
ciudadanía que ve en la movilización social y la acción colectiva el instrumento
necesario y fundamental para el desarrollo de la democracia en el siglo XXI.
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