Nueva ciudadanía y movilización social en Chile: Análisis del proceso sociopolítico a partir del...

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Nueva Ciudadanía y movilización en Chile: Análisis del proceso sociopolítico a partir del año 2011 1 Rodrigo Gangas C. 2 Resumen El presente artículo busca comprender el desarrollo de una nueva ciudadanía en Chile, que se expresa con fuerza desde el año 2011, y que evidencia la irrupción de un profundo cuestionamiento con el orden sociopolítico construido durante la dictadura militar de Augusto Pinochet, heredado y administrado durante las décadas de 1990 y el 2000 como un pacto consensuado entre las fuerzas político partidarias de la transición. En este escenario se postula que el desarrollo de la ciudadanía adormecida y controlada bajo los gobiernos concertacionistas en el ejercicio liberal del voto- irrumpe con fuerza, reclamando su lugar en el espacio público, y constituyéndose como una nueva ciudadanía que busca por medio de la acción colectiva y la movilización social ejercer incidencia dentro de las estructuras políticas establecidas. La investigación plantea la concepción de nueva ciudadanía, que se enmarca en el quiebre del modelo liberal clásico de la democracia representativa, de carácter individual y expresada por medio del sufragio o los partidos políticos. Esta nueva ciudadanía se sustenta en cuatro aspectos que la diferencian del modelo clásico: Autonomía frente a la institucionalidad representativa; desarrollo fragmentado o disgregado colocando énfasis en la diferencia más 1 La presente investigación forma parte de los resultados del Núcleo Temático de Investigación: “Sociedad civil en Chile y formación de nueva ciudadanía”, llevado a cabo durante los años 2013 2014, y Financiado por la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Esta fue presentada en el XI Congreso Nacional de ciencia Política 2014, y se agradece la colaboración de los ayudantes de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones Internacionales Gabriel Gutierrez Ampuero, Wladimir López y Valeska Moreno, no obstante el contenido final es de expresa responsabilidad del autor. 2 Académico e investigador de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, coordinador responsable del NTI “Sociedad civil en Chile y formación de nueva ciudadanía” [email protected]

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Nueva Ciudadanía y movilización en Chile:

Análisis del proceso sociopolítico a partir del año 20111

Rodrigo Gangas C.2

Resumen

El presente artículo busca comprender el desarrollo de una nueva

ciudadanía en Chile, que se expresa con fuerza desde el año 2011, y que

evidencia la irrupción de un profundo cuestionamiento con el orden

sociopolítico construido durante la dictadura militar de Augusto Pinochet,

heredado y administrado durante las décadas de 1990 y el 2000 como un pacto

consensuado entre las fuerzas político partidarias de la transición. En este

escenario se postula que el desarrollo de la ciudadanía –adormecida y

controlada bajo los gobiernos concertacionistas en el ejercicio liberal del voto-

irrumpe con fuerza, reclamando su lugar en el espacio público, y

constituyéndose como una nueva ciudadanía que busca por medio de la acción

colectiva y la movilización social ejercer incidencia dentro de las estructuras

políticas establecidas.

La investigación plantea la concepción de nueva ciudadanía, que se enmarca

en el quiebre del modelo liberal clásico de la democracia representativa, de

carácter individual y expresada por medio del sufragio o los partidos políticos.

Esta nueva ciudadanía se sustenta en cuatro aspectos que la diferencian del

modelo clásico: Autonomía frente a la institucionalidad representativa;

desarrollo fragmentado o disgregado colocando énfasis en la diferencia más

1 La presente investigación forma parte de los resultados del Núcleo Temático de Investigación:

“Sociedad civil en Chile y formación de nueva ciudadanía”, llevado a cabo durante los años 2013 – 2014, y Financiado por la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Esta fue presentada en el XI Congreso Nacional de ciencia Política 2014, y se agradece la colaboración de los ayudantes de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones Internacionales Gabriel Gutierrez Ampuero, Wladimir López y Valeska Moreno, no obstante el contenido final es de expresa responsabilidad del autor. 2 Académico e investigador de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, coordinador responsable del NTI “Sociedad civil en Chile y formación de nueva ciudadanía” [email protected]

que en la igualdad; mecanismos de acción colectiva y participación política no

tradicionales; y discursos transversales y críticos a la estructura misma del

sistema político.

Abstrac

This article seeks to understand the development of a new citizenship in Chile,

which is strongly expressed since 2011 , and which shows the emergence of a

profound questioning the socio-political order built during the military

dictatorship of Augusto Pinochet, inherited and managed during the decades of

1990 and 2000 as a consensual agreement between the political forces in favor

of the transition. This scenario postulates that the development of citizenship -

adormecida and controlled under the Concertación governments in liberal

exercise of vote- gained strength , reclaiming their place in the public space,

and establishing itself as a new citizenship that seeks through collective action

and social mobilization exercise incidence within the established political

structures.

The research raises new conception of citizenship, which is part of the

breakdown of the classical liberal model of representative democracy, and

individuality expressed through voting or political parties . This new citizenship

is based on four aspects that differentiate it from the classical model : Autonomy

to representative institutions ; fragmented or disrupted development

emphasizing on the difference rather than equality; mechanisms of collective

action and non-traditional political participation; and transverse critical discourse

and the structure of the political system.

Conceptos claves: Ciudadanía – sociedad civil – democracia – movimientos

sociales

Introducción

Los procesos de movilización social ocurridos en diferentes partes del

mundo en los últimos años, han traído como consecuencia no solo la

necesidad de revisar críticamente los regímenes democráticos que se han

asentado –en algunos casos luego de importantes procesos de regímenes

autocráticos- , sino que además la necesidad de revitalizar desde la Ciencia

Política la discusión en torno a los movimientos sociales y su importancia como

mecanismos de participación, incidencia y transformación del régimen. En el

caso de América Latina, los movimiento sociales han tenido un particular

desarrollo en las últimas dos décadas, siendo vehículos importantes de

transformación, luego de los procesos de dictaduras, y de consolidación de

nuevas estructuras políticas que tendieron a reflexionar sobre la democracia y

la participación de nuevos actores. No obstante en Chile, la movilización

social, específicamente durante la transición a la democracia, ha sido

esporádica y con resultados disímiles, siendo una fuerza más bien fragmentada

y representativa de intereses específicos de grupos, que por medio de la

presión buscaban reivindicar demandas sectoriales. El proceso democrático en

nuestro país ha estado caracterizado por la consolidación de una

institucionalidad democrática surgida de un pacto transicional o

“transaccional”3, entre las fuerzas políticas que encontraron una salida electoral

a los 17 años de la dictadura. La consolidación de una institucionalidad

democrática estuvo determinada por la institucionalización de la actividad

política entre la concertación4, los partidos de la alianza5 y los militares,

dejando de lado a los actores sociales que se expresaron con fuerza durante la

década de los 80 contra la dictadura militar.

En ese contexto, la transición se vio favorecida por la ausencia de los

movimientos sociales y el desarrollo de un modelo de ciudadanía neoliberal,

consumidora e individual, poco participativa y sustentada en la representación

indirecta. El poder popular que se había enfrentado a la dictadura había

retrocedido para, en algunos casos asentarse en un modelo de consumo

mientras copaba todas las esferas de la vida en salud, educación, vivienda, etc.

Y en otros, asumir nuevamente una conducta liberal, institucional e

instrumental de la ciudadanía que no permitiera colocar en duda o

cuestionamiento el orden que se iba instaurando poco a poco con cada

elección e institucionalización de la participación política.

Es efectivo el hecho que en el año 2006, se produce una gran

movilización estudiantil, y que puede ser considerado el punto de acción inicial

para el proceso que se reactiva con fuerza en el año 2011. El pinguinazo o

3 La concepción de la democracia transaccional tiene referencia en el pacto expresado hacia el fin de la

Dictadura Militar, y que tuvo como objetivo generar las condiciones institucionales necesarias para llevar a delante una transición a la democracia, basada en distintas transacciones hechas entre los grupos dominantes del periodo y que quedaron consolidadas en el plebiscito de las 54 reformas constitucionales de 1989, entre la naciente Concertación de Partidos por la Democracia, la derecha política y los militares. 4 La Concertación de Partidos por la Democracia es una alianza política que nace en la oposición a la Dictadura Militar de Augusto Pinochet. En su origen constaba de 14 agrupaciones –entre partidos y movimientos políticos-, pero que finalmente se consolido en un conglomerado de 4 partidos políticos: La Democracia Cristiana, el Partido Socialista, el Partido por la Democracia y el Partido Radical Social Demócrata 5 La derecha chilena la componían la UDI y RN

revolución pinguina, que significó la movilización de los estudiantes

secundarios durante el año 2066, apeló a la sensibilidad social (no solo por una

cuestión de afectados con el problema, sino también con la condición emotiva

de la movilización) y sentó importantes bases políticas en acción y actitud para

los posteriores procesos, no obstante fue rápidamente institucionalizado y el

sistema gozó de cuatro años más de buena salud, haciendo gala de un

gatopardismo aprendido en 20 años de administración del modelo.

Sin embargo, desde el año 2011 se observa el resurgimiento de una

nueva ciudadanía que por distintos medios tensiona fuertemente el régimen

político de la dictadura. La nueva ciudadanía se establece en un marco de

referencia asociada a lo menos a cuatro aspectos: En primer lugar, es una

ciudadanía desafectada del sistema de representación formal con la

consecuente crisis en el sistema de partidos; esta pierde el sentido clientelar

para reivindicar la autonomía frente a la institucionalidad; en segundo lugar, se

manifiesta de manera disgregada o fragmentada, ya sea en términos

espaciales o en cuanto al tipo de demandas, lo que dificulta aún más la relación

con la institucionalidad política, pero además se manifiesta una nueva

expresión de demandas asociada a derechos que el régimen político no tiene –

o tenía- capacidad de asumir y de responder, es el poder de la diferencia que

se superpone a la homogeneidad de la igualdad de derechos de la ciudadanía

liberal; En tercer lugar, utiliza mecanismos de participación política no

tradicionales o no institucionales, rescatando distintos medios de acción que en

algunos casos tienden a tensionar la estructura legal del sistema político. En

ese sentido, la incorporación de las marchas y la revalorización del espacio

público; la expresión de la toma como acto de protesta e incluso de presión; y

por último, el ejercicio de las asambleas como acto deliberativo constituyen los

medios más utilizados por esta nueva ciudadanía. Finalmente, establece una

crítica abierta y transversal a la estructura misma del sistema, la cual

trasciende a las autoridades de turno y apunta directamente al régimen político

y económico instaurado por la dictadura y mantenido durante los gobiernos de

la Concertación, este fenómeno se visualiza principalmente en el tipo de

demandas colectivas y transversales que trascienden a los intereses

particulares y que se presentan en los diferentes actores analizados, como lo

son una demanda por una nueva constitución, reforma tributaria o reforma

educacional. En ese sentido, plantea un discurso disruptivo con lo establecido

en términos institucionales, pero también con su historia clientelar del sistema

político, vuelve a un sentido originario y fundante que busca lo político en el

espacio público, exigiendo una vuelta a modelos centrados más en el Estado

que en el mercado.

La primera parte del trabajo, establece una revisión teórica del desarrollo

de la ciudadanía liberal y el paso hacia una concepción crítica de la misma, en

la cual se fundamentan las principales tensiones que presenta el modelo liberal

en el desarrollo de una nueva dinámica sociopolítica. A su vez, expone

algunas de las características que presenta la nueva ciudadanía en un contexto

de crisis y revisión de los patrones del régimen democrático representativo. La

segunda parte ha considerado una visión global del desarrollo de la nueva

ciudadanía en Chile, fundamentalmente en sus dimensiones diferenciadas y

participativas, a partir de los procesos de movilización social desarrollados

desde el año 2011 en adelante. Para tal efecto se han considerado

fundamentalmente como fuentes primarias de información un conjunto de

entrevistas a diferentes actores sociales y políticos que permiten describir en

conjunto las dimensiones antes descritas de esta nueva ciudadanía. En esta

segunda etapa se ha optado por la entrevista en profundidad de actores

provenientes de distintos ámbitos, los cuales han formado parte de

movimientos sociales con demandas específicas como regionalistas y

ambientalistas, así como también aquellos movimientos asociados a demandas

por transformaciones más estructurales del régimen como aquellos nacidos al

alero de la demanda por una asamblea constituyente y una nueva constitución.

En este caso se ha optado por excluir deliberadamente a los actores

provenientes del movimiento social por la educación, ya que por las

dimensiones y alcances de dicho movimiento, resulta imposible dar tratamiento

acabado en esta investigación, siendo este sujeto de análisis en una posterior

investigación.

De la ciudadanía liberal a la nueva ciudadanía

El desarrollo de la concepción de ciudadanía, desde la perspectiva

liberal clásica ha estado determinada por la adquisición y ejercicio de derechos

de carácter individuales al interior de la organización política que denominamos

Estado. Desde el triunfo del liberalismo en el siglo XIX, y su posterior

desarrollo en el siglo XX, la ciudadanía ha estado adscrita a la relación que

establecen los individuos con la comunidad política. Según Heater, esta se

define como la condición sociopolítica producto de la relación de un individuo

con el Estado, y se consagra en los derechos otorgados por este a ciudadanos

individuales y en las obligaciones que estos, personas autónomas en condición

de igualdad, deben cumplir (Heater, 2007). Para el autor, es en la relación de

los individuos con el Estado la que define la condición de ciudadanía, y a su

vez como dicha relación queda legitimada con la consagración de derechos

individuales. La ciudadanía integrada propuesta por Marshall en la década de

1950, como una sucesión de derechos (civiles, políticos y sociales) que se

adquieren con el tiempo y son reconocidos por la estructura política dominante,

fue el parámetro que permitió determinar la ciudadanía dentro de la unidad

política, bajo las lógicas de inclusión/exclusión, se constituyeron individuos que

gozan en condiciones de igualdad de derechos ciudadanos. Tal como plantea

Rubio Carracedo (2007), “la ciudadanía liberal es intencionalmente igualitaria y

universalista (inclusiva), aunque en la práctica se traduce en numerosas

restricciones jurídicas e institucionales tanto en la igualdad como en la

universalidad (excluyente)” (Rubio, 2007:66).

Tanto en sus versiones negativas como afirmativas, el individualismo

adquiere una relevancia importante, desde una posición donde llega a una

“desestructuración de la sociedad” (Rubio, 2007:71), Rubio plantea que esta

“se convierte en simple agregado de individuos que colaboran

instrumentalmente entre sí mediante las leyes del mercado”(Rubio, 2007:71),

como versión negativa, hasta donde la autonomía individual no significa

necesariamente un obstáculo para la cooperación colectiva, y que según

Rawls, en su concepción afirmativa, se manifiesta en la dimensión razonable

que tienen los individuos al aceptar en forma autónoma reglas que permiten la

cooperación y el desarrollo colectivo entre iguales. Para Rawls (1993) “las

personas son razonables en un aspecto básico cuando, por ejemplo, entre

iguales, están dispuestas a proponer principios y normas como términos justos

de cooperación y cumplir con ellos de buen grado, si se les asegura que las

demás personas harán lo mismo”(1993:67), y para completar su argumento nos

indica que “lo razonable es un elemento propio de la idea de la sociedad como

un sistema justo de cooperación, y el que sus justos términos sean razonables

a fin de ser aceptados por todos forma parte de su idea de reciprocidad”(Rawls,

1993:68), con lo cual deja zanjada la cuestión fundamental del individuo al

interior de la comunidad en condición de igualdad.

La inclusión de los individuos en condiciones de igualdad dentro de una

misma unidad política, requiere estar en posesión de un conjunto de

condiciones que permita acceder a una relación contractual con el Estado. No

obstante ello, dicha inclusión depende de los mismos criterios que establezca

el estado nación para determinar o discriminar entre la inclusión y la exclusión.

Desde los derechos de sangre (ius sanguinis) y de tierra (ius soli), hasta la

triple generación de derechos establecidas por Marshall, en cualquiera de los

casos, la inclusión quedará determinada por el Estado, y será este quien

determinará los patrones que permitirán la integración de los individuos a la

colectividad política con derechos ciudadanos, quedando como pautas las

condiciones que el grupo hegemónico o dominante determine como asimilación

y homogeneización. En ese sentido, Rubio Carracedo plantea que “la relación

bilateral ciudadano – estado se enfoca siempre desde el segundo: es el estado

quien otorga el reconocimiento que capacita al individuo para participar en la

vida civil y política” (Rubio, 2007:66). Para tales efectos, el estado asumiría la

concepción de ciudadanía de vital importancia, y destinaría recursos

importantes en modelos de reproducción cultural que garantizarían, su

hegemonía cultural y política a través del concepto de ciudadanía moldeada a

su gusto y conveniencia. Durante décadas, distintos programas educacionales

estuvieron destinados a socializar conceptos y determinar conductas de los

individuos para qué actuaran conforme a los intereses del liberalismo, y la

ciudadanía se constituyó en el paradigma de acción a través del cual los

individuos establecían la relación con el Estado.

La ciudadanía, su identidad y pertenencia, así como también sus

mecanismos de acción y participación en los asuntos públicos quedarían

configuradas por el Estado, quien bajo su estructura jurídica garantizaría en

condiciones de igualdad los derechos ciudadanos. La condición de

sometimiento a las discriminaciones entre inclusión y exclusión se contrapone

con uno de los argumentos más importantes del liberalismo, y que es la libertad

y la autonomía de los individuos. Sin embargo, si bien se reconoce dicha

libertad y autonomía, esta se pierde o se desdibuja en la medida que debe

aceptar patrones impuestos por el grupo dominante, y con ello renunciar a la

garantía del reconocimiento de otras identidades o concepciones más

particularistas que pretenden versiones más pluralistas de la democracia, como

veremos más adelante.

Otro de los aspectos que adquiere relevancia en la ciudadanía liberal, se

refiere específicamente a los mecanismos de participación política. Si bien las

condiciones de desigualdad social y política buscan quedar superadas por

medio de la participación política, esta no logra superar “las desigualdades por

razón de etnia, nacionalidad, cultura e incluso de las minorías específicas

desfavorecidas” (Rubio, 2007:73), situación que será fuertemente cuestionada

más adelante. Pero también, la misma participación queda muy sujeta a los

mecanismos de la democracia liberal representativa. Como plantea Rubio

Carracedo (2007), el triunfo del modelo liberal representativo no solo trajo

consecuencias importantes para el desarrollo de las democracias modernas,

sino que también para el desarrollo de la ciudadanía y su ejercicio en los

sucesivos siglos XIX y XX, “la representación indirecta es un producto

típicamente ilustrado (todo por el pueblo, pero sin el pueblo), poco importaba

que la participación ciudadana en la política quedara reducida a la figura

clientelar del votante, que se ve obligado a optar entre unas pocas recetas,

frecuentemente siguiendo la lógica del mal menor y, en todo caso, la fórmula

de lo tomas o lo dejas” (Rubio, 2007: 58).

En ese sentido la ciudadanía se desempeñó siempre en la condición de

votante y como elector de representantes que supuestamente tomarían

decisiones asumiendo las voluntades de quienes los elegían. Gran error creer

que dicha situación no se transformaría con el tiempo en un modelo delegativo

en el cual las autoridades (representantes) dejarían de ser menos

representantes de los intereses ciudadanos para convertirse en guardianes de

sus propios intereses, dejando la acción y participación de la ciudadanía en un

acto mecánico que se repetiría cada cierto tiempo sin mayores discusiones ni

exigencias. Lo público, que por definición es el espacio donde se discuten los

asuntos de la polis, quedaría reducida a una mínima expresión cada vez más

pequeña y con poca capacidad de incluir, pero con gran capacidad de excluir, a

todos quienes quisieran de un momento a otro, o de un lugar a otro, ingresar y

formar parte de la toma de decisiones. Lo público se transformaría en el

espacio privado / sagrado de los representantes, y todos quienes quisieran de

vez en cuando arrebatar una mínima parte de dicho espacio ya no sería un

simple ciudadano sino que un enemigo interno al cual se debía eliminar.

El ciudadano liberal solo debía remitirse al ejercicio mecánico del voto, aquel

acto solemne en el cual las autoridades de siempre –los representantes- abrían

esa pequeña puerta para que quienes estando en posesión de los derechos de

inclusión pudieran revalidar aquellas reglas que ya habían sido establecidas y

sacralizadas por las mismas autoridades. La ciudadanía liberal, con su manto

de derechos civiles, políticos y sociales, era suficiente para que los individuos

se relacionaran de vez en cuando con las instituciones del Estado, para que

ingresaran a decidir en los asuntos de la polis, el resto del tiempo era

fundamental que volvieran al ejercicio privado de sus asuntos, a la familia, a los

negocios, al trabajo.

Hacia una nueva ciudadanía

No obstante la importancia del pensamiento liberal en el desarrollo de la

ciudadanía, las fuertes transformaciones a las que se han visto expuestas las

sociedades globalizadas y con ellos las relaciones sociopolíticas entre los

individuos y el Estado, no solo han puesto de relieve la necesidad de discutir

sobre el tipo de democracia que puede resistir dichas transformaciones, sino

que también la necesidad de considerar nuevas visiones respecto al ejercicio

de la ciudadanía. Según Lechner (1999), ya hacia fines de los noventa

planteaba que “las modificaciones en la política institucional obligan a las

personas concebir de manera nueva su rol de ciudadano” (1999: 10). Dichas

modificaciones también tienen que ver con los procesos de consolidación

institucional de la democracia, pero además con la exigencia de una

ciudadanía más activa, participativa y vigilante del proceso democrático

institucional. En ese sentido, una nueva concepción de la ciudadanía que

supere las categorías de la ciudadanía liberal y que según Rubio Carracedo

“proporciones cauces reales a la participación cívico-política, que busque

construir los principios mediante la deliberación pública, a partir del pluralismo

de comunidades” (2007:77), en un contexto de mayor realidad y complejidad,

se transforma en necesario para comprender los procesos de cambios y

transformaciones a que se han visto expuestas las democracias

contemporáneas.

Las transformaciones a las que se han visto sometido las sociedades

contemporáneas, ya sea desde el punto de vista de las comunicaciones,

cambios en las relaciones de producción y consumo, en la economía, el papel

que ha tomado el Estado con el triunfo del neoliberalismo, así como también

los procesos de diferenciación social que han puesto en tela de juicio las

antiguas categorías sobre las cuales se definían las sociedades y sus

relaciones sociales, políticas y económicas, sumado a la crisis de los

paradigmas desde la década de los ochenta, indudablemente que han afectado

las mismas categorías políticas que si bien se mantienen en la forma, el fondo

queda totalmente desdibujado, sin contenido o soporte analítico, con una falta

de sustento teórico que hace imposible comprender el funcionamiento y

desarrollo de los sistemas políticos actuales, sus cambios y procesos, y como

se constituyen en nuevas realidades sociopolíticas en el siglo XXI.

La crisis de los paradigmas y junto a ello el derrumbe de las ideologías,

significó un importante abanico de interpretaciones sobre los cambios a que se

vieron expuestas las sociedades de fin de siglo. La liquidez del mundo

expresada por Bauman (2004, 2009, 2011) permite comprender la falta de

solidez en la cual nos movemos en las nuevas sociedades, y donde las

categorías impulsadas por la modernidad que definían la política hoy pierden

solidez frente a las nuevas realidades. La búsqueda de convergencia en lo

público, y por ende en la política, se hace cada vez más difícil en este nuevo

escenario,

“las penurias y los sufrimientos contemporáneos están fragmentados, dispersos

y esparcidos, y también lo está el disenso que ellos producen. La dispersión de ese

disenso, la dificultad de condensarlo y anclarlo en una causa común y de dirigirlo hacia

un culpable común, solo empeora el dolor. El mundo contemporáneo es un container

lleno hasta el borde del miedo y la desesperación flotantes, que buscan

desesperadamente una salida. La vida está sobresaturada de aprensiones oscuras y

premoniciones siniestras, aún más aterradoras por su inespecificidad, sus contornos

difusos y sus raíces ocultas” (Bauman, 2009:23).

La fragilidad de las certezas y la experiencia de un mundo lleno de

dudas, de difícil sedimento y lleno de inseguridades, es también reflejo de una

atomización identitaria que dificulta una condensación en la política y la

ciudadanía liberal.

Por otro lado, el individualismo liberal triunfante coincide con la

impotencia colectiva, y en ese sentido la posibilidad de construir un puente

desde lo político a la politica queda restringida solo en la mantención de la

democracia representativa, donde los individuos en condiciones de igualdad se

manifiestan según las reglas que se mantienen, sin necesariamente ser

tensionadas por los cambios antes descritos. La democracia representativa se

instala como realidad hegemónica, y junto a ella la participación política y la

ciudadanía juegan el papel claramente delineado pero carente de sentido

democrático. El planteamiento de Chantall Moufe en esto es claro:

“Tras haber creído en el triunfo definitivo del modelo liberal-democrático, encarnación del derecho y de la razón universal, los demócratas occidentales han quedado completamente desorientados ante la multiplicación de los conflictos étnicos, religiosos e identitarios que, de acuerdo con sus teorías, habrían debido quedar sepultados en un pasado ya superado. Hay quienes, ante el surgimiento de esos nuevos antagonismos, evocan los efectos perversos del totalitarismo, y quienes ven en cambio un supuesto retorno de lo arcaico. En realidad, muchos pensadores políticos habían creído que con la crisis del marxismo y el abandono del paradigma de la lucha de clases podrían prescindir del antagonismo. Por esta razón se imaginaban que el derecho y la moral vendrían a ocupar el lugar de la política y que el advenimiento de las identidades «posconvencionales» aseguraría el triunfo de la racionalidad sobre las pasiones. .La cuestión fundamental, a sus ojos, consistía en la elaboración de los procedimientos necesarios para la creación de un consenso supuestamente basado en un acuerdo racional y que, por tanto, no conociera la exclusión.” (Mouffe, 1999:11)

Mientras la democracia del consenso triunfa en la representación y la

ciudadanía liberal que se manifiesta en la política, el conflicto de lo político no

encuentra cabida y queda inmediatamente excluido. Asoma la imposibilidad de

entender el conflicto que emerge en lo político, en ese escenario transformado

y donde se entrecruzan nuevas realidades y nuevas perspectivas. En ese

escenario, ni la democracia liberal representativa ni el ejercicio ciudadano

individual permiten dar respuesta a dichos desafíos, generándose una tensión

importante entre lo político originario y fundante, con la política

institucionalizada en las antiguas recetas modernas, y se instala la necesidad

de reconfigurar nuevas relaciones, de construir nuevos pactos que permitan

tender los puentes donde una nueva ciudadanía sea capaz de reconfigurar el

espacio político democrático.

Este proceso de autoafirmación ciudadana emerge desde la acción y se

reafirma desde el rescate de la identidad originaria, a partir de la cual se

construyen nuevas demandas y por ende la exigencia de nuevos derechos.

Una nueva propuesta que busca desde la diferencia reconstruir el escenario de

la política, con nuevas reglas que permitan que esta nueva ciudadanía

sobrepase el mecanismo al cual el liberalismo lo ha sometido. En ese

escenario la democracia representativa y el voto como mecanismo -único y

último- de expresión pierde sentido.

Los partidos políticos, como antiguas estructuras que nacieron para representar

los intereses de distintos grupos dentro de las categorías del Estado y la

democracia liberal, quedan huérfanos de aquellas masas de antaño que

modelaban el accionar de los ciudadanos y los convertía solo en actores

secundarios, en el coro de la tragedia griega como lo planteó hace más de

veinte años José Nun (1989), al interior del ordenamiento político institucional.

Ya no basta con la elección de representantes, con la simple exigencia de la

inclusión al patrón ideológico dominante, con el sometimiento a reglas de un

juego político que quedan sacralizadas y “privatizadas” por parte de una elite

dominante y oligarquizada. Ahora es necesario reconstruir nuevas confianzas,

y a la vez nuevos mecanismos a partir de los cuales la nueva ciudadanía logre

instalarse como un actor transformador del orden. La identidad se refuerza en

su exclusión permanente para irrumpir con fuerza frente a la política

institucionalizada en procedimientos y normas que frente al conflicto carece de

sentido.

La ciudadanía que emerge frente al paradigma liberal no solo se

enfrenta a un modelo adverso de sometimiento, sino que también de

incertidumbre y fragmentación, y en ese momento la búsqueda del espacio

público como articulador de los conflictos es el escenario donde convergen los

actores políticos, con sus cargas diferenciadas, con identidades parciales que

son puestas al servicio del conflicto. Pero no solo es la nueva convergencia en

el espacio público, sino que además es un retorno a lo político, es la vuelta al

conflicto agonista que plantea Mouffe (1999), no aquel conflicto antagónico

donde la diferencia se transforma en enemigo (al estilo de Schmitt), y que si no

es asimilada es destruida o aniquilada por la fuerza. Es un conflicto donde la

diferencia adquiere sentido y valor, y que permite la concreción de una nueva

propuesta ciudadana activa y deliberativa, como plantea Calderón (2007):

“Esta visión supone que la sociedad y las personas que la conforman

constituyen el centro de toda reflexión sobre el desarrollo humano. Por encima de

cualquier factor, interesa el ser humano devenido en actor, es decir, el ser humano

abierto a la acción creativa y dotado de voluntad y capacidad para transformar su

relación con los otros, con su entorno y consigo mismo. En los regímenes

democráticos, esta comprensión del ser humano como actor se asocia estrechamente

a la noción de ciudadanía” (Calderón; 2007:32)

La nueva ciudadanía que emerge en este contexto se refuerza en la

diferencia, que indica que ya no basta con ser incluido a la asociación con

derechos de igualdad, sino que reafirmando la diferencia de aquellos grupos

que históricamente han sido excluidos por el liberalismo, pero que buscan

construir una comunidad asociada a ciertos vínculos, valores y sentidos que

determinan una nueva comunidad política. Por otro lado, la participación ya no

solo queda sometida al ejercicio mecánico de la elección de representantes

que se oligarquizan en las estructuras de poder y donde los partidos políticos

se convertían en principales vehículos de dichos representantes. La

participación se amplía y surgen nuevas formas de expresión y relación con el

Estado, desde la participación directa en las decisiones que toman las

autoridades, hasta mecanismos de participación social y política asociada a los

movimientos sociales, las acciones colectivas, los mecanismos de presión,

hasta la constitución de asambleas ciudadanas y ejercicios asambleístas en

distintas escalas espaciales, se constituyen con fuerza en los mecanismos más

utilizados por esta, siempre en desmedro de la participación electoral. Por

último, la convicción que el ejercicio ciudadano queda definido y legitimado por

un ejercicio de autoconstrucción cultural, una autonomía educativa que

adquieren los actores por medio de procesos de educación ciudadana que no

necesariamente está sometido a los planteamientos que hegemónicamente

establece el estado liberal.

Nueva ciudadanía y crisis en el sistema de representación

Desafección electoral y aumento del abstencionismo

Uno de los primero síntomas que se evidencian en la transformación de

la conducta ciudadana que imperó en Chile a lo largo del siglo XX, es un fuerte

deterioro en el sistema de representación. Si bien los movimientos sociales han

tenido un importante rol en las transformaciones estructurales del siglo,

siempre la ciudadanía política (referenciando a Marshall) se manifestó desde la

pasividad del voto, incluso cuando este fue inculcado, la exigencia de su

derecho era parte fundamental de las demandas de los actores. El plebiscito

de 1988, que fue promocionado como una gesta heroica por parte de elite

política y militar, también fue aceptada por un conjunto mayoritario de la

población en edad de votar, la ciudadanía legal sujeta al derecho de

participación electoral se manifestaba con mucho despliegue asistiendo al acto

solemne y sagrado del sufragio. Fue entonces cuando la sociedad civil,

devenida en actor social, en poder popular (Salazar, 2012), en movimiento

social enfrentado a la dictadura, realiza un doble esfuerzo, por un lado

ciudadanizarse y expresarse en el voto; y por otro, dejar de lado la acción

colectiva no institucional, para en algunos casos volver al mismo esquema

clientelar del siglo XX y en otros (los más) neoliberalizarse a tal grado de

asumir el consumo y la condición de cliente como un fenómeno natural de la

(pos) modernidad.

Desde el plebiscito de 1988 se desarrolló una conducta ciudadana

pasiva y asociada a los periodos electorales, y si bien existieron algunos brotes

de resistencia, estos fueron prontamente desmovilizados (incluso con la fuerza)

o institucionalizados. Así hasta 2010 se contabilizan en forma periódica y

frecuente 17 procesos electorales en los que se contabilizan presidenciales,

diputados y senadores, alcaldes y concejales. En cada uno de estos, las

autoridades plantearon la importancia de la regularidad institucional

democrática y la sacralidad de la democracia representativa. Los procesos

electorales que se desarrollaron en Chile a lo largo de las décadas de 1990 y

2000, siempre contaron con un grupo de votante que aunque obligadamente,

con fuertes incentivos negativos, asistían regularmente a las urnas. Por otro

lado, la movilización social que se enfrentó con fuerza durante la década de los

ochenta a la Dictadura, fue cada vez más disminuida, sectorializada a grupos y

demandas específicas (peticionismo), pero que no tuvieron la capacidad de

generar una articulación social que diera cuenta de una ciudadanía movilizada

y empoderada de sus derechos. Por el contrario, la ciudadanía actúo cada vez

más con la apatía del alejamiento de la política en todos los frentes, y si bien se

consolidó institucionalmente el sistema de representación democrático, este fue

perdiendo cada vez más la legitimidad necesaria de la participación electoral,

evidenciando primero un considerable y sostenido aumento de la abstención y

no inscripción en los padrones, y en segundo lugar, comenzando a aparecer la

primeras visiones críticas al sistema electoral binominal y al sistema de

partidos.

Si bien los primero síntomas de una desafección al sistema de

representación se manifestaron con la elección parlamentaria de 1997, los

verdaderos síntomas de una crisis en el sistema se manifestaron con fuerza en

las elecciones de 2012 y 2013 en un panorama de inscripción automática y

voto voluntario y alcanzando solamente el 40% de participación electoral en las

elecciones municipales y presidenciales respectivamente; el caso más

llamativo en relación a la desafección electoral fue el llamado realizado por la

ACES, “yo no presto el voto”, en relación a abstenerse de votar en las

elecciones antes descritas. Según la dirigente Eloísa Gonzalez, ex vocera de la

ACES,

“la abstención es un fenómeno que refleja la situación en la que estamos

actualmente. No va a generar cambios, pero como acto político o como

fenómeno que expresa este malestar y esta realidad, también expresa desafíos

que tenemos que tomar en cuenta. El conjunto de la población no siente que

sus demandas y problemas vayan a ser resueltos por la vía institucional y, ante

eso, es necesario encontrar distintas alternativas y caminos que desemboquen

en la construcción de una solución más inmediata” (Radio Universidad de

Chile, 17 de noviembre. 2013)

La desafección del sistema de representación, es la primera característica que

debemos reconocer en el nuevo patrón de conducta de la nueva ciudadanía, y

específicamente el alejamiento del voto como expresión de la democracia.

Según consigna el estudio del PNUD, “Auditoría a la democracia” (2014), al

menos las seis primeras razones que los ciudadanos indican para no inscribirse

en los registros electorales son de carácter políticas, como el poco interés que

despierta la política, la desconfianza en los políticos, la obligatoriedad del voto,

la poca valoración al voto para cambiar las cosas, entre otras razones.

Autonomía del sistema de partidos

Enfrentados los partidos políticos a un cambio significativo de las reglas

del juego, que implicaba la inscripción automática y el voto voluntario, no solo

se hizo frente a una ampliación considerable del padrón electoral, sino que

además se debió lidiar con una ciudadanía más exigente con respecto a lo que

ofrecían los candidatos. En ese sentido, a los discursos de la política

tradicional ya nos les alcanzaba con la fórmula que venía experimentando

durante las dos últimas décadas, sino que debieron enfrentar exigencias de

nuevos derechos. La política tradicional y sus actores se mostraron muchas

veces impotentes frente a una ciudadanía más diversa, fragmentada y que ya

había probado desde hacía un año, con marchas multitudinarias, tomas y

movilizaciones, que el voto no era la máxima fórmula de la participación

política, sino que los mecanismos no tradicionales parecían más efectivas y

legítimas que el ejercicio republicano del sufragio. La consecuencia de ello fue

que por un lado los partidos -y por cierto que los candidatos- no fueron capaces

de mantener los niveles de adhesión electoral que se venían mostrando, lo que

si bien no colocaba en juego la legitimidad, sí dejaba muy en claro la distancia

que existía entre las prácticas tradicionales de la democracia representativa y

la nueva ciudadanía que se está consolidando. Y por otro lado, se acrecentó el

sentido de autonomía de la ciudadanía en relación a la institucionalidad

representativa, consolidando formas de acción y participación política más

directas y sin la necesidad de la representatividad de los partidos.

Si bien la movilización pinguina del año 2006 fue rápidamente cooptada

por el sistema de partido, y muchos de sus voceros y/o dirigentes prontamente

se convirtieron en dirigentes de las juventudes partidarias y pasaron a formar

parte del mismo sistema, la pesada estructura representativa no permitió ni dio

sentido a un cambio generacional en la política. No obstante la ciudadanía que

emerge desde el año 2011 se manifiesta contraria al sistema de representación

y aún cuando en algunos casos mantiene algunos vínculos con los partidos

políticos, no es este lo que los define sino que más bien su autonomía y

distancia del sistema partidario.

Aún cuando el sistema de partidos sigue manteniendo una importante

fuerza en la administración del sistema político, y si bien se reconoce la

importancia de la institucionalidad en el desarrollo de las demandas, lo que se

observa es que en el desarrollo de la nueva ciudadanía, los partidos políticos

no tienen la capacidad de ser conductores, ni promotores de su acción politica.

Según los datos entregados por el informe PNUD, auditoría a la democracia, si

bien existe un apoyo considerable a la democracia, de un 67%, para el año

2011, esta solo alcanzaba un 33% de satisfacción con el sistema institucional.

Y en términos de confianza institucional, las dos principales instituciones

representativas como el Congreso Nacional y los partidos políticos,

representaban los más bajos índices con un 15% y 9% respectivamente para el

año 2012, aún cuando un 89% de la ciudadanía esta de cuerdo en asumir un

rol más importante en la toma de decisiones políticas, para lo cual esta de

cuerdo en realizar reformas constitucionales.

La misma desafección del sistema de partidos, también se aprecia en un

importante nivel de autonomía de parte de las organizaciones y los actores que

conforman los movimientos sociales que se expresaron con fuerza a partir del

año 2011. Esta autonomía se aprecia tanto en la posibilidad de construir sus

propias redes como también de desarrollar un proceso de autoeducación y

socialización política. En ese sentido, Cristián Cuevas plantea de la siguiente

manera la situación actual: “yo entiendo que el movimiento social y político es

autónomo, y esa autonomía, yo lo entiendo a que no puede estar supeditado a

las decisiones del partido” (Entrevista 2013). Situación que también reconoce

Patricio Rodrigo, Director Ejecutivo de la Corporación Medio Ambiente: “Por

definición los movimientos deben ser autónomos. No pueden haber M.S.

dependientes de un gobierno, de un ministerio o de una empresa o de una

universidad, eso no. Los movimientos son dependientes de sus propias bases

que le dan vida al movimiento” (Entrevista 2013). Más bien, hoy día son los

partidos políticos, quienes han debido realizar un esfuerzo importante en

transformar sus discursos y prácticas para poder tener algún acercamiento al

conjunto social movilizado, y desde esa perspectiva llegar a establecer algunos

acuerdos que les permitan seguir subsistiendo en un panorama cada vez más

adverso para las estructuras partidarias.

Si bien es cierto, la autonomía en el desarrollo de los nuevos

movimientos sociales es un factor a considerar, algunos de los actores que

fueron entrevistados para efectos de esta investigación, igualmente plantean la

necesidad de establecer vínculos con las estructuras políticas partidarias. Si

bien Patricio Rodrigo recalca la importancia de la autonomía de los

movimientos sociales, también señala la importancia de establecer relaciones

con el mundo político institucionalizado, “establecemos vínculos con los

parlamentarios, con los partidos, con gente vinculada a los think thank del

mundo político para influir con nuestras ideas, que sean recogidas y también

tener un respaldo político de lo que nosotros estamos planteando…. Es

importante tener un vínculo, porque estas son decisiones políticas, si uno se

cierra al mundo político, nunca va a poder penetrar la toma de decisiones del

mundo real” (entrevista 2013). Así mismo, el dirigente del movimiento social

por Aysén, Iván Fuentes, recalca: “Nunca descartamos la relación con la

institucionalidad, y aunque reconozco que la política está enferma, hago la

salvedad de lo necesario que es para nuestra vidas. Es necesaria la existencia

de una estructura política donde se integren distintos pensamientos, por ende

no rompimos el lazo entero con la política, porque sabíamos que en el minuto

del acuerdo debíamos llegar al parlamento, porque todo lo que venía y lo que

proponíamos tenía que ver con proyectos de ley, con problemas estructurales,

es un daño estructural que provoca el Estado a sus ciudadanos” (entrevista

2013). Misma situación plantea Sara Larraín, Directora del programa Chile

Sustentable, “claramente nosotros trabajamos con todos los partidos políticos

… nosotros los que trabajamos en la agenda verde, en la política verde y todos

aquellos parlamentarios que quieran trabajar desde esa perspectiva nosotros

estamos ahí para asesorar, para hacer minutas, etc, porque la política nuestra

es la agenda verde ahí como este.” (Entrevista 2013)

Identidades fragmentadas

Una de las importantes transformaciones a las que se vieron sometidas

las sociedades en el marco de la globalización, fue a un fuerte proceso de

diferenciación social que generó el surgimiento de identidades fragmentadas

que comienzan a presionar por demandas sectoriales o específicas.

Evidentemente, esta situación trajo consecuencias en el ámbito de la política y

el desarrollo del régimen democrático, ya que mientras las instituciones

buscaban consolidarse bajo los principios o parámetros del liberalismo político,

el conjunto social fragmentado comenzó un alejamiento progresivo de las

instituciones representativas que finalmente consolidaron la idea de la crisis de

representación. “Hacer de la diversidad social un orden pluralista, exige un

trabajo cultural. Hay que abandonar la idea de unidad y trabajar sobre la

articulación de las diferencias” (Lechner, 1999). La idea expresada ya hacía

referencia a la constatación de una realidad que era imposible negar, la

existencia de una diversidad social y la necesidad de reconstruir un lenguaje

político que permitiera configurar un nuevo escenario democrático.

“La diversidad cultural suscita un comentario adicional. No existiendo una

instancia que englobe a la diversidad de "nosotros", resulta crucial la comunicación

entre las distintas identidades. ¿Cómo compatibilizar los diversos códigos -culturales y

funcionales- que circulan en nuestras sociedades? La pregunta podría estar

apuntando, a mi juicio, al nuevo papel de la política” (Lechner, 1999).

En esta nueva realidad, surgen los cuestionamientos a las instituciones

democráticas sobre la real capacidad de hacer frente a los nuevos desafíos.

Para Fernando Calderón,

“Los actores sociales y políticos clásicos han sido incapaces de dar respuesta a

la nueva situación: nuevos movimientos sociales, desde los años ochenta, han

planteado críticas puntuales al nuevo patrón económico y han demostrado la debilidad

de los clásicos movimientos sociales como los sindicatos que, en la reestructuración,

perdieron fuerza y poder. Estos movimientos se vinculan más a la vida cotidiana, a las

discriminaciones de género, al daño ecológico, al rescate de identidades comunitarias

que refuerzan el lazo social, que a la política. Sin embargo, tampoco han sido una

respuesta efectiva a su crisis, porque la falta de articulación entre ellos y la puntualidad

de sus demandas los debilita, e impide que tengan una visión más global y profunda

de los cambios”. (Calderón. 2007:37).

La debilidad de las instituciones democráticas para representar los

intereses de una base social, económica y cultural distinta a la del siglo XX,

trajo consigo consecuencias en distintos ámbitos: Por una parte, siendo el

Estado incapaz de asumir esta nueva realidad y enfrentado a un aumento

superior del mercado, los ciudadanos liberales dejaron de comprometerse en el

escenario de lo público y se privatizaron. Para ser más exactos se

mercantilizaron, haciendo del mercado el mejor escenario en el cual las

personas solucionarían sus demandas, pasando de ser ciudadanos a

consumidores (Canclini, 1995). En segundo lugar, el surgimiento de nuevas

identidades también genero nuevas exclusiones, lo que se tradujo en que el

ejercicio de la ciudadanía en términos de inclusión/exclusión, como se había

desarrollado a lo largo del siglo XX, no lograba responder a los nuevos

parámetros presentados, por ende se comienza a desarrollar una importante

lucha por el reconocimiento de las diferencias culturales, sociales, étnicas, de

género, u otras que buscan satisfacer sus demandas. En tercer lugar, los

mecanismos de participación política y representación tradicionales no logran

incorporar en sus proyectos estas nuevas dinámicas lo que los vuelven

completamente ineficientes a la hora de tratar de representarlos, por cuanto

comienzan a buscar distintos mecanismos de expresión y participación por

medio del surgimiento de movimientos sociales o acciones colectivas que

ejercen presión por fuera de la institucionalidad y la gobernabilidad institucional

democrática.

En el informe PNUD sobre ciudadanía y desarrollo humano (2007), se

constata que América Latina es la región donde mayor brecha existe entre la

inclusión simbólica y la inclusión material, ya que mientras las personas

refuerzan su identidad con acceso a los medios de información y educación,

esta no se correlaciona en el acceso a un mayor bienestar, lo que genera

nuevas brechas de exclusión social. En ese mismo sentido, las demandas “se

diseminan en una pluralidad de campos de acción, de espacios de negociación

de conflictos, de territorios e interlocutores” (Calderón, 2007:45). Por lo tanto

surge consigo una nueva realidad diseminada y fragmentada, muchas veces

imposibilitada de construir discursos globales o ser determinadas por grandes

categorías o estructuras.

“La creciente diferenciación de los sujetos por su inserción en los nuevos

procesos productivos o comunicativos y la mayor visibilidad de la cuestión de las

identidades, hace que los distintos grupos sociales y las demandas de inclusión se

crucen cada vez más con el tema de la afirmación de la diferencia, las políticas de

reconocimiento y la promoción de la identidad” (Calderón, 2007:45).

Este fenómeno, según Calderón, pone de manifiesto la necesidad de

considerar nuevos elementos a la hora de redefinir la ciudadanía para este

nuevo contexto y que en nuestro caso en particular recobra mucha fuerza,

estos son: Redefinición escalar de las identidades; reconocimiento de las

diferencias y reconocimiento de derechos de participación. Estos tres

fenómenos se cruzan en la reconfiguración de una nueva ciudadanía.

La concepción diferenciada de la ciudadanía “trata, pues, de aplicar de

forma diametralmente opuesta los criterios liberales de libertad, igualdad y

justicia por medio de la aplicación de políticas diferenciales específicas que

permitan a las minorías salir de su posición sociocultural y económica de

marginación, cuando no ya de franca explotación u opresión, mediante la

atribución por el estado de un estatuto de derechos diferenciales. Tendríamos

así un concepto de ciudadanía no integrada, sino diferenciada, sobre la base

del reconocimiento también jurídico de los rasgos personales diferenciales de

la ciudadanía” (Rubio; 2007: 92).

Y si bien esta concepción ha sido criticada y debatida por generar

mecanismos de discriminación positiva o políticas permanentes de

discriminación inversa, o incluso nuevas injusticias y situaciones de

dependencia (Rubio, 2007), la necesaria incorporación de la noción de

diferencia en la expresión de una nueva ciudadanía, no solo garantizaría la

posibilidad de reconstruir una comunidad política que permita incluir

identidades parciales o fragmentadas capaces de convivir conjuntamente en un

marco de pluralismo y democracia, otorgando la posibilidad reconfigurar el

espacio público como una convergencia de intereses que logren compartir

reglas en común, organizando la relación entre instituciones políticas y

ciudadanos, ya no solo como iguales en cuanto a derechos políticos, sino que

también como diferentes en cuanto a intereses e identidades.

Desde el punto de vista anterior, la ciudadanía que explota en Chile, a

partir del año 2011 en distintos ámbitos, presenta características distintas a las

que había presentado a lo largo del siglo XX. Es una ciudadanía muy

heterogénea en cuanto a las identidades que se expresan por medio de

movimientos sociales, con identidades diferenciadas y específicas, así como

también espaciales o territoriales; pero también al interior de los movimientos

se observa una fuerte transversalidad con respecto a quienes forman parte

activa de los mismos. Si bien en cada uno de los movimientos se reconocen

objetivos específicos que permiten la confluencia de distintos actores, estos no

responden necesariamente a una estructura u objetivo en común como lo que

se observaba en los movimientos sociales a lo largo del siglo XX,

fundamentalmente la vinculación con los sistemas de representación tradicional

u otra organización específica. Según Ivan Fuentes, existían objetivos claros

en cuanto a las demandas que beneficiarían a la zona,

“el discurso era muy amplio y engancho a mucha gente. A diferentes

personas, incluso empresarios, que si bien algunos se enojaron con nosotros,

sus hijos estaban con nosotros en la calle, porque además había una

generación con un pensamiento diferente, que se involucraron con la

comunidad, situación que está pasando también en Chile”. (Entrevista 2013)

Similar situación se observa en el movimiento social por Calama, donde

uno de los principales voceros de la Asamblea ciudadana, el dirigente social

Luis Rozas, plantea: “Nosotros hemos pasado distintos gobiernos y nunca

hemos perdido la identidad en el movimiento, es una identidad totalmente

transversal, aquí quienes manden en la asamblea ciudadana no son ni de

ultraderecha, ni de ultraizquierda ni de centro” (entrevista, 2013). La

convergencia de distintos actores, provenientes de distintas esferas sociales,

económicas, culturales o política es lo que define el patrón de acción y

movilización de una nueva ciudadanía que se expresa por demandas

sectoriales y específicas.

En el caso de las organizaciones que componen el movimiento

ambientalista, tanto desde Chile sustentable como de Patagonia Sin represas,

lo que se observa es la necesidad de incluir un transversal espectro

sociopolítico que se identifique con las demandas específicas del movimiento.

Según Sara Larraín, “cualquier agenda de desarrollo de país tiene que basarse

en tres principios: el primero tiene que ver con la equidad social, el segundo la

sustentabilidad ambiental y la tercera la profundización de la democracia”

(Entrevista 2013). Lo que refleja que si bien existe una identidad asociada a

demandas de carácter ambiental, también estas trascienden hacia una

convergencia que apunta a un proceso de cambio más amplio y que incluye

más actores. Lo mismo plantea Patricio Rodrigo, “las instituciones que están

detrás que hoy día son 70, instituciones chilenas y también algunas

internacionales, también hay iglesias, hay algunas empresas también”

(Entrevista 2013).

Aún cuando se entienden que los partidos políticos aún son importantes

para la democracia no son estos los que determinan la composición del

movimiento social, por ende los movimientos sociales transitan en una

concepción amplia en cuanto a la incorporación de los distintos actores que

forman parte. En ese sentido la construcción de la identidad de los

movimientos ha sido forjada por años traspasando distintos gobiernos y que ve

en la acción un elemento importante de construcción identitaria. Para Cristián

Cuevas,

“Lo que generan estos movimientos en sí, es una síntesis de generar una

relación de las necesidades que por años, o demandas que por años han estado

encapsuladas en los territorios, en las comunas y las regiones. Y que tiene que ver

con este Estado centralista, el Estado nuestro, el Estado de Chile, cierto, y con

políticas que finalmente no han generado bienestar en estas regiones”. (Entrevista

2013).

Situación que confluye en una experiencia que se acumula en el tiempo,

y que va recomponiendo rasgos identitarios que permiten sostener las

demandas en el tiempo, como lo plantea Ivan Fuentes en relación al

movimiento social por Aysén:

“Teníamos además una experiencia desde el año 1998, cuando quemamos el

bote y nos sacaron la mugre, porque teníamos poca experiencia, luego el 2000 lo

hicimos mejor, y una vez nos tomamos la calle, y esa vez teníamos a lo menos tres

celulares, por primera vez, y desde ese momento comenzamos a tener mayor

organización, incluso desde ahí que quedan algunos dichos de movilización y de cómo

nos identificamos, y de cómo organizamos los sectores”. (Entrevista 2013).

Acción colectiva directa, movilización social e institucionalidad política

El proceso desarrollado en Chile desde el año 2011 marca un punto de

inflexión importante en la necesaria reconfiguración del régimen democrático y

el resurgimiento de una nueva ciudadanía. Si bien es cierto, el fenómeno de la

movilización social en Chile tiene una larga trayectoria e importante influencia

en las principales transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales

a lo largo del siglo XX, que ha sido ampliamente estudiado por una parte de la

historiografía política (Salazar, 2012; Garcés 2012), el desarrollo sociopolítico

del modelo instalado por la dictadura y mantenido en los 20 años de los

gobiernos de la concertación, se caracterizó por el desarrollo de una

ciudadanía liberal, asociada al esporádico ejercicio electoral, y a bajos niveles

de movilización social.

Desde el golpe de Estado militar el 11 de septiembre de 1973, no solo

hubo un quiebre en el régimen político democrático, sino que además la

interrupción del ejercicio ciudadano que se venía desarrollando con mucha

fuerza a lo largo de todo el siglo XX. Dicho ejercicio no solo estaba refrendado

en la participación electoral, que aún con importantes niveles de exclusión,

permitían legitimar el proceso político democrático y generar una importante

red de inclusión de distintos sectores al aparato del estado, sino que además

existía una importante movilización social de distintos grupos que junto a los

partidos políticos se colocaban a la vanguardia de las transformaciones

sociales, políticas, económicas y culturales. Según Mario Garcés,

“hasta bien entrado los años setenta, el movimiento obrero era considerado el

principal movimiento social chileno –los “trabajadores de mi patria” como los nombraba

el presidente Allende- y se les atribuía a ellos, al menos desde la izquierda, el principal

papel en los procesos de cambio que se estaban produciendo en Chile en los años

sesenta y setenta” (Garcés, 2012:28).

Toda esa vorágine participativa, esa ciudadanía en movimiento, fue

fuertemente aplastada con el golpe de estado y la posterior dictadura. Los

mecanismos de desintegración social y políticas que utilizó la dictadura durante

los 17 años de ejercicio, buscaron no solo terminar con el ejercicio ciudadano,

sino que además con el gran impulso movilizador proveniente de aquellos

grupos. Según Garcés,

“la dictadura destruyó la democracia alcanzada hasta esos años, en todas sus

formas, cancelando las libertades y derechos ciudadanos, cerrando el parlamento,

declarando en receso a los partidos políticos, suspendiendo el Código del Trabajo,

estableciendo control sobre los pocos medios de comunicación permitidos, pero sobre

todo, reprimiendo y anulando toda acción posible de los partidos de izquierda y los

movimientos sociales populares” (Garcés, 2012:122).

No obstante el panorama incierto, durante la década de los ochenta

comienzan a abrirse paso nuevas movilizaciones que desde la protesta, y en

algunos casos el enfrentamiento directo, se re-articula la tradición movilizada

de la sociedad chilena. De esa manera, importante fueron los movimientos

asociados a los derechos humanos, los pobladores y juveniles, quienes desde

la periferia fueron reconstituyendo “el tejido social” destruido por la dictadura.

Todo ese tejido social, esa sociedad civil organizada y movilizada fue el

sustento electoral para el proceso de transición a la democracia. El plebiscito

de 1988, y su promesa de la “pronta alegría”, fueron el incentivo necesario para

reinstalar las mismas prácticas liberales en torno al desarrollo de la ciudadanía,

la cual se sustentó en una fuerte institucionalización del ejercicio ciudadano en

el voto y la participación política6. Desde ese momento, la movilización social

que se enfrentó fuertemente a la dictadura pasó a un largo periodo de

repliegue.

La ciudadanía liberal, referenciada nuevamente en una dimensión

individual y el ejercicio del sufragio, esperaba pacientemente –pero cada vez

con mayor reticencia-7 el momento para revalidar a las autoridades

consagradas y por ende legitimar la nueva democracia surgida del pacto

transicional. No obstante a lo largo de las décadas, la democracia pactada no

fue capaz de sostener los cambios que se fueron produciendo al interior de la

sociedad chilena, con lo cual el sistema político se hizo cada vez menos eficaz

en reconocer que la ciudadanía había cambiado a la luz de las 6 Según los datos del Servel e INE, para el plebiscito de 1988 la población en edad de votar (PEV)era de 8.062.384, siendo inscritos 7.435.913, lo que representaba un 92,2% sobre la PEV, con un nivel de participación de un 89,9% 7 Según el informe PNUD, “Auditoría a la democracia. Más y mejor democracia para un Chile inclusivo” (2014) el nivel de participación electoral desde el año 1988 a la primera vuelta presidencial del 2013, decayó a un 51,7%.

transformaciones globales. Nuevas identidades comenzaron a resurgir con

fuerza, identidades asociadas a las minorías, de género y étnicas, aquellas

asociadas a espacios locales y regionales, a problemáticas específicas como el

medio ambiente, pero también a nuevas exclusiones basadas en derechos

sociales, como la educación, la salud y la vivienda, fueron la expresión más

notoria del cambio. La democracia transicional se vio enfrentada a una nueva

ciudadanía que encontró en la movilización social –apelando a un sentido

histórico de aprendizaje- el mecanismo para revalidar las demandas, y a través

de dicha movilización volver al espacio público que le había sido arrebatado

durante la dictadura y la transición política.

Nueva ciudadanía, nueva participación

Desde el punto de vista de la participación política, es decir, de la

capacidad de incidir en los procesos de toma de decisiones, el desarrollo de la

nueva ciudadanía en Chile muestra a lo menos dos tendencias significativas.

En primer lugar, y como ya hemos dicho, los procesos electorales han

evidenciado una considerable baja en el patrón de participación a lo largo de

las últimas dos décadas, y en segundo lugar, se ha manifestado una

reemergencia de mecanismo de acción colectiva y movilización social que si

bien no son nuevos en la historia política nacional, habían sido fuertemente

controlados durante los gobiernos post-dictadura, y que son complementarios a

la fuerte institucionalidad política electoral, estos mecanismos se evidencian al

menos en tres formas de acción colectiva directa: La marcha como apropiación

del espacio público, la toma como fenómeno reivindicativo y la asamblea como

mecanismo deliberativo.

La acción colectiva directa complementaria de la Institucionalidad política

Si bien la transición política hacia la democracia se consolidó en una

importante lógica de regularidad electoral, que entregó un fuerte soporte

legitimador al sistema, al cabo de dos décadas esta regularidad se vio

sometida a un importante proceso de desafección y abstención electoral.

Dichos índices, que incluso llegaron a un 60% para la segunda vuelta

presidencial del 2013, permitieron que los discursos políticos tradicionales

debieran incluir las nuevas demandas de la nueva ciudadanía y que los

movimientos sociales se transformaran en ejes transversales de sus proyectos

políticos8, lo cual demostró la importancia de la movilización social como

8 Es importante destacar que para las elecciones presidenciales del año 2013, ocho de los nueve candidatos hacían referencias explícitas, tanto en sus proyectos como en distintas manifestaciones públicas, a las demandas que surgieron de parte de los movimientos sociales.

mecanismo de participación política. Según Patricio Rodrigo, de Patagonia sin

Represas,

“el mundo político está fuertemente cooptado y coludido con el mundo

económico para no dejar entrar estas nuevas demandas, y si algo han entrado en la

agenda eléctrica y si los temas han entrado es porque los movimientos sociales los

han puesto en agenda, los han reivindicado, han salido a la luz pública y ha sido

imposible acallarlos”, (entrevista, 2013).

Misma situación que observa Cristián Cuevas, para quien la movilización

social es sustancial para mantener las demandas y transformar el sistema

político: “lo que no puede ocurrir aquí es la desmovilización, la desarticulación

de ese tejido, de ese movimiento social en pos de un gobierno que

eventualmente pueda generar esos cambios, pero desde mi punto de vista,

esos cambios no van a cursar si no hay un pueblo movilizado”. (Cristian

entrevista, 2013). Sara Larraín, nos da cuenta de esta confrontación entre lo

institucional y no institucional para definir el tema de la participación de la

movilización social: “lo que tienes es que la comunidad al principio hace el

procedimiento y después cuando ya lleva dos años en la misma situación se

toma la carretera o incendia la cuestión o va a la marcha” (entrevista, 2013).

Según el informe del PNUD, “Ciudadanía política. Voz y participación

ciudadana en América Latina” (2014), la existencia de mecanismos de

participación política directa –que aquí también las hemos clasificado como

“participación no tradicional” o “no institucional”- en conjunto a la

institucionalidad política poseen a lo menos dos miradas. En primer lugar,

aquella que plantea que dicha participación es fruto de una falta de legitimidad

de la institucionalidad política existente, por lo cual a menor legitimidad, mayor

participación política directa; y en segundo lugar, aquellos que plantean que la

acción colectiva directa complementa las formas de participación política a la

hora de incidir en la toma de decisiones, y por ende no existe contradicción con

el voto o la participación en partidos políticos. Para el caso de Chile, por cierto

que los diferentes actores entrevistados identifican un importante problema de

legitimidad en el entramado institucional del país, fundamentalmente apuntando

a las deficiencias estructurales que presenta la Constitución Política, e incluso

ya hemos visto un fuerte descenso en los mecanismos institucionales de

participación, lo que podría apuntar a una correlación entre mayor movilización

y mayor cuestionamiento del régimen político. No obstante, más allá de las

declaraciones de algunos sectores y actores que llaman a deslegitimar los

procesos electorales, en general todos los entrevistados manifiestan la

importancia de la movilización como un fenómeno complementario a la

ocupación de los espacios políticos tradicionales y/o institucionales, y no

necesariamente como una realidad anti-sistémica. Si bien existen importantes

grados de convergencia en discursos transformadores, que apuntan

directamente a la legitimidad del sistema político, el nivel de institucionalización

de los procesos hace pensar que la movilización social actual y los

mecanismos de participación política directa más bien funcionan como un

complemento en la presión que se puede ejercer desde una acción no

institucional o no tradicional.

A partir de esta última idea, se considera fundamental establecer el

vínculo con la institucionalidad misma del sistema político, ya sea como se ha

dicho en apartados anteriores por medio de la relación directa con la propia

institucionalidad, o bien en la búsqueda de ocupar espacios institucionales de

decisión política, en ese sentido la participación de la movilización social en el

escenario electoral, es asumida como fundamental para algunos actores de los

movimientos entrevistados. Para Luis Rozas, dirigente en la asamblea

ciudadana de Calama, existe

“la convicción de tener un diputado donde corresponde, y no solamente al

alcalde, hay que avanzar en todos los frentes, no solo en lo social, sino que también

en lo político”(Luis Rozas), y prosigue: “si no hacemos los cambios en la política, no

llegamos a ninguna parte, vamos a seguir gritando y nadie nos va a escuchar, hay que

avanzar en todos los puntos.” (Entrevista, 2103).

El mismo análisis realiza Cristian Cuevas,

“se pueden hacer una marcha de 20 mil personas acá, 30 mil personas,

puedes estar una semana bloqueando los caminos, pero no basta con eso. Y ahí

necesitas construir el poder político y ahí necesitas estas alianzas, estas alianzas que

son transversales “que yo te doy, tú me das” pero en el fondo la idea es que valla

hacia el camino que uno cree finalmente va generando esos cambios.” (Entrevista,

2013)

Lo cual indica que si bien existe una fuerte demanda por mantener los

procesos de movilización, y que estos han sido sustanciales para instalar las

demandas, también existe la convicción de que la movilización social y la

acción colectiva directa se complementa con la institucionalidad política

vigente, en la necesidad de buscar los espacios políticos institucionales que

permita generar mayor incidencia en la toma de decisiones.

Acción colectiva directa. Asambleas, tomas y marchas.

Un punto de importancia en las formas de participación que han

desarrollo los nuevos movimientos sociales, se encuentran especialmente tres

acciones políticas directas como el desarrollo de las asambleas como espacios

deliberativos, la toma de espacios públicos y privados como fenómenos

disruptivos y las marchas como fenómenos reivindicativos de apropiación del

espacio público.

Según Sidney Tarrow, un movimiento social, se presenta cuando se

producen “secuencias de acción política basadas en redes sociales internas y

marcos de acción colectiva, que desarrollan la capacidad para mantener

desafíos frente a oponentes poderosos” (Tarrow, 1998:23), lo cual indica la

presencia de “ciclos de acción colectiva” que se manifiestan en torno a un

“repertorio de acción” que incluye distintas formas a lo largo del tiempo. En el

caso de Chile, se pueden observar a lo menos esos tres elementos que

identifica Tarrow en torno a la acción colectiva para definir un movimiento

social. En primer lugar, se observa la presencia de acciones colectivas que

tienen la capacidad de enfrentarse a oponentes poderosos (el Estado) y que

generalmente están fuera de los marcos institucionales de participación, a su

vez dicha acciones constituyen redes sociales internas construyendo marcos o

estructuras de acción y organización; en segundo lugar, y si bien el momento

de mayor visibilización de la acción colectiva se produce durante el año 2011,

en la mayoría de los casos, son procesos que se vienen desarrollando desde

hace ya varios años e incluso desde las décadas de los noventa. Y por último,

también se puede considerar la existencia de un repertorio de acción colectiva

directa basado en distintas formas de expresión y participación, que con mayor

o menor fuerza constituyen un eje central del proceso de movilización en Chile

desde el año 2011, como lo son el surgimiento de las asambleas, las tomas y

las marchas callejeras, generando la necesidad de repensar la acción política

ciudadana más allá de las fronteras del liberalismo clásico y la participación

electoral representativa.

Tanto el asambleísmo como la asamblea son ejercicios que resurgen

constantemente en sus prácticas, no obstante existen distinciones importantes

a la hora de reconocer su importancia al interior de los movimientos sociales.

Para Ivan Fuentes, la asamblea representa un mecanismo de suma

importancia en la medida de la capacidad que tiene para instalar las demandas

del movimiento,

“la asamblea ha marcado toda la pauta política que tenemos hoy día, no fue el

espectro político el que marcó las pautas, hoy en los debates que tu puedes ver se

habla de la constitución, del impuesto específico, de las AFP, de las mejores laborales,

educación, Royalty, nacionalización de los recursos naturales, todo esto nació desde

la asamblea.” (Entrevista, 2013).

Situación que también se refuerza en la opinión e Luis Rozas,

“la Asamblea es la que convoca a todas las movilizaciones, ella es la que

llama, la que debate. En la asamblea ciudadana somos al menos unas 80 personas,

que de alguna manera vamos rotando, a veces desaparecen unos pocos y luego

vuelven a aparecer, pero en ese espacio no bajamos de treinta los que siempre

estamos debatiendo, en general somos unos 80 dirigentes de distintas organizaciones.

En la asamblea nos juntamos todos los días martes los dirigentes, y ahí tomamos

decisiones, asumimos propuestas, ahí se debate y se toman decisiones en forma

democrática y colegiada” (Entrevista, 2013).

La misma importancia le otorga Sara Larraín cuando plantea:

“la asamblea es la forma de cómo la gente de una u otra forma valida la toma

de decisiones”, e incluso la asume como un importante mecanismo de socialización y

educación política, “es una nueva forma de ponerse de acuerdo para tener una

relación con el Estado que es fundamental, pero por otro lado un espacio de

aprendizaje de gente que está afectada y que no tienen el conocimiento de cómo

moverse en la incidencia política y por lo tanto la asamblea es un lugar donde ocurren

muchas cosas no solamente una toma de decisiones sino que hay gente que va a oír y

ve como está funcionando el Estado sabe los pasos que hay que hacer y por lo tanto

también es un espacio de educación cívica.” (Entrevista, 2013)

La visión con respecto a la importancia de las asambleas no deja de lado

la necesidad de mejorar y perfeccionar un mecanismo que forma parte

sustancial de las características de la nueva ciudadanía y sus formas de

participación. Para Patricio Rodrigo,

“las asambleas son necesarias y buenas, pero falta madurez y educación

cívica, de cómo hacer esos procesos de participación. Falta mucho para tener un

buen sistema de funcionamiento de asamblea ciudadana. (Patricio Rodrigo), lo cual

demuestra la necesidad de un proceso de autoafirmación y educación ciudadana,

situación que permitiría sobrepasar los conflictos y aspectos negativos que puede

generar para la consolidación del proceso. “Las asambleas son necesarias porque es

una manera de validar lo que se está haciendo, pero muchas veces terminan

neutralizando y fagocitando, canibalismo de sus propios liderazgo, lo que implica un

costo importante para el avance de los movimientos.” (Entrevista, 2013)

Es importante destacar que si bien existe concordancia en cuanto a

reconocer la asamblea como un mecanismo de expresión y participación

característico de la nueva ciudadanía, también existe la distinción respecto al

asambleísmo como práctica. El mismo Patricio Rodrigo ratifica la idea por

cuanto para él, “el asambleísmo se caracteriza por que no tienen líderes, a lo

más voceros, lo que a veces implica una fuerte neutralización de lo que se

quiere hacer, porque ahí cualquiera veta a cualquiera, en algunas

organizaciones pasa un poco de eso, se vetan mutuamente y al final es bien

poco el espacio de maniobra para poder actuar”. (Patricio Rodrigo). Situación

que finalmente se traduce en un obstáculo para poder avanzar en los cambios

y la solución de demandas, fundamentalmente porque “en el caso del

asambleísmo solo falta que uno o dos se opongan y no se pueda tomar

decisiones, entonces cualquier grupo puede asumir vetos y así el tema no

avanza.” (Patricio Rodrigo)

Desde el año 2006, fecha en la cual explota el conflicto estudiantil desde

los “actores secundarios”9, se comienza a generar un repertorio de acción

colectiva basado fundamentalmente en el desarrollo de tomas de colegios y

liceos, y el ejercicio de la asamblea como un acto deliberativo. Ya para el año

2011 la tomas de colegios, liceos, universidades, calles y cualquier espacio que

permita otorgar visibilización de las demandas se comienza a considerar como

una acción colectiva directa que forma parte del repertorio de los movimientos

sociales. La “toma”, que adquiere significancia durante la primera mitad del

siglo XX, en torno al desarrollo del movimiento de los pobladores, y que según

Gabriel Salazar “reaparecía en gloría y majestad” (Salazar, 2012:175) para

consolidarse como un acto de reivindicación física y ocupación del territorio o

espacio (sitio) para aquel que no poseía vivienda, pero también como una

acción política, que se legitimaba y legalizaba después, vuelve a adquirir

sentido en la expresión de demandas que desarrollan los movimientos sociales

durante el año 2011. Desde este momento, las “tomas” de distintos espacios

públicos y privados, son un mecanismo recurrente de los movimientos sociales,

siendo las más visibles las de colegios, liceos, universidades, calles y puentes,

como una especie de reivindicación del espacio expropiado, pero también

como un medio de presión recurrente para la presentación de las demandas,

que finalmente busca consolidar una expresión política participativa. Según

Cristián Cuevas, “Cuando nosotros hemos tomado la decisión de tomar de

bloquear… De tomar los caminos, las empresas, cualquier cosa. Nosotros

siempre lo hacemos desde una lógica política”. En ese sentido, la “toma”, se

adopta “como una forma legítima de hacer política desde las bases” (Salazar,

2012:39), y se consolida como parte del repertorio de acción colectiva de los

movimientos sociales que se desarrollan en Chile desde el año 2011.

Otra forma de acción colectiva directa, que forma parte del repertorio de

movilización, es el desarrollo de las “marchas”. Desde su construcción más

épica, revalorizando la célebre frase del presidente Allende sobre la apertura

de las “Grandes Alamedas”, hasta el hecho mismo como una acción legítima y

de ocupación del espacio público, las marchas por las principales capitales del

país fueron el hecho simbólico de mayor repercusión en el desarrollo de los

distintos movimientos sociales. Sin lugar a dudas, que las marchas

estudiantiles fueron las que marcaron las pautas durante el periodo, no

obstante también fueron recurrentes en las exigencias de distintos tipos de

demandas. Según el texto del PNUD (2014) “Ciudadanía Política…”, solo para

el caso del movimiento estudiantil, entre el 12 de mayo del 2011 y el 11 de

agosto del 2012, se realizaron 20 marchas en distintas partes del país, con un

9 Se les reconoce como actores secundarios a aquellos actores dentro del movimiento estudiantil provenientes desde el mundo de la educación secundaria o enseñanza media y que fueron ampliamente reconocidos durante el proceso de la llamada “revolución pingüina”

promedio de 70.000 asistentes en general10. En ese sentido, la necesidad de

expresión vía mecanismos no institucionales ha sido una constante en el

repertorio de acción colectiva utilizada por los movimientos sociales en Chile, y

sobre todo a partir del año 2011 estas se han incrementado colocando un

punto de inflexión en el proceso participativo del sistema político chileno.

Cabe destacar que muchas de estas formas de participación no

institucional son reconocidas por las autoridades y el sistema mismo como

formas de acción contestataria o de protesta, las cuales son cuantificadas a

partir de los datos recogidos por instituciones del Estado, fundamentalmente

las policías, para poder levantar un registro de dicha participación. Según los

datos arrojados por el informe del PNUD, “Auditoría a la democracia. Más y

mejor democracia para un Chile inclusivo” (2014), es evidente el aumento

tantos en las manifestaciones como en los participantes, en acciones colectivas

directas, ya sean marchas, huelgas, tomas, barricadas, o bien todas aquellas

que se vinculan a conflictos entre la sociedad y el Estado (PNUD, 2014:254),

destacando fundamentalmente el año 2011 cuando se produce el punto más

álgido de las distintas movilizaciones que se desarrollaron en el país11.

Discurso transformador y transversal

Una de las características que hemos definido para entender el

desarrollo de la nueva ciudadanía, es la capacidad de construir discursos

tranversales y transformadores. Un elemento de la ciudadanía liberal

desarrollada en Chile bajo la democracia transicional, fue su

instrumentalización por parte de los actores que formaron parte del pacto y que

requería de niveles muy acotados de participación y discusión. La necesidad

de contar con una ciudadanía que legitimara en forma regular el

funcionamiento del sistema político, requería de una masa instrumental que

fuese fácilmente manejable y manipulable con un discurso poco claro y que no

pusiera en duda la relevancia del modelo. En ese sentido, la participación

ciudadana se tradujo en un acto mecánico y a veces falto de contenido que se

repetía cada vez que el régimen político requería legitimar los siguientes

procesos. Durante los últimos 20 años, aún cuando se demostraron

importantes índices de participación electoral, siempre fue el mercado la

10

Cabe destacar que en general no existe una coincidencia en torno a la cantidad de asistentes a cada una de las manifestaciones, ya que siempre los datos oficiales se encontraban muy por debajo de las cifras entregadas por los propios organizadores de las movilizaciones. El promedio general entregado en este informe es en base a la información entregada en el texto “ciudadanía política. Voz y participación ciudadana en América Latina” PNUD 2014. Páginas 134-135-136. 11 Según los datos del informe, carabineros de Chile reportaba para el año 2009 237.572 participantes en alteraciones del orden público, mientras que para el año 2010 esta cifra aumentaba a 537.486, y para el año 2011 esta cifra se disparaba a los 2.194.973 participantes. PNUD. “Auditoría a la democracia. Más y mejor democracia para un Chile inclusivo” 2014. p 254.

dimensión objetiva que guiaba el comportamiento de los individuos, y el

ejercicio ciudadano se trivializa y naturaliza en el voto y la delegación. Esa falta

de sentido y orientación, tiene su origen en dos aspectos: el pacto transicional,

en las condiciones dadas y necesarias surgidas de dicho pacto –con el marco

de la Constitución del 80-, y que borra o instrumentaliza los realizado por la

sociedad civil que se enfrenta al Estado autoritario en la década de los ‘80; así

como también en la confusión y pérdida de orientación y sentido en la que cae

la “clase política”, con la derecha aún confundida por la derrota electoral y el

legado de Pinochet y la Concertación acomodada rápidamente a las bondades

del sistema. Los objetivos a largo plazo ceden frente a las presiones

inmediatas; la política pierde referencia, una brújula que le permita mirar planes

a futuros. El ideal utópico de un mañana mejor se desdibuja frente a la

inmediatez de los resultados. La racionalidad del costo/beneficio se impone a la

subjetividad, y lo simbólico pierde sentido dejando un espacio abierto a la

racionalidad absoluta. Las sociedades quedan huérfanas de sentido y la

política y la ciudadanía reducidas al pragmatismo instrumental de la

democracia representativa pierde toda conexión entre la base y la

institucionalidad, eliminando la cohesión social y el sentido de identidad y

pertenencia con el sistema político.

La reconstrucción de esos mapas simbólicos, de una identidad que

cohesione, es el desafío que se plantea en un nuevo escenario. La necesidad

de recomponer las relaciones que conducen nuevamente hacia lo social y lo

político, aquello que se presenta como ciudadanía pero ya no

instrumentalizada, sino que constructiva, crítica y transformadora. Una

ciudadanía que busca la construcción de sus objetivos y que desafía a la

naturalización de lo heredado, de lo institucionalizado y de lo establemente

consensuado en el pacto.

El proceso movilizador del año 2011 trajo consigo esa reconstrucción

simbólica, por medio de demandas –y también discursos- que apuntaban

directamente hacia una reconfiguración de las reglas del juego. La experiencia

heredada de la movilización de los estudiantes secundarios del año 2006, se

tradujo en un aliciente para buscar no solo demandas en el corto plazo, sino

que articular un mensaje transformador y que en muchos aspectos apuntaba

directamente a las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales

sobre las que se asentaba el modelo chileno. Es por ello que las distintas

demandas de los actores movilizados, aún cuando buscaban beneficios

específicos sobre los cuales se movilizaban, también confluían en discursos

más o menos articulados de reformas en distintos ámbitos: Ya sea en la

exigencia de gratuidad en la educación, nuevo pacto socio-ambiental,

descentralización regional, o cambios en el sistema político, todos los actores

finalmente apuntaban a una transformación del modelo económico –reforma

tributaria- y fundamentalmente del modelo político, nueva constitución.

En ese escenario, los distintos actores encontraron una oportunidad para

expresar con fuerza la necesidad de la convergencia, incluso desde la

fragmentación identitaria. Una convergencia que se traducía en nuevas reglas

del juego y que se consolidaba simbólicamente con mayor fuerza en la

exigencia de una nueva constitución política que deje atrás el legado autoritario

de la dictadura. Para Patricio Rodrigo, vocero de Patagonia Sin Represas,

“…lo que estamos pidiendo es una profundización de la democracia en Chile….

y si eso requiere de nuevas instituciones, habrá que crearla…” (entrevista,

2013). Situación que también profundiza Cristian Cuevas, “al movimiento

social le falta hacer el camino de constituirse en un proyecto político

transformador. Porque si no lo que hacemos es la demanda inmediata,

reivindicativa que en el fondo no es el cambio de la estructural”

(Entrevista,2013).

La lógica de constituir un discurso más amplio, más allá de las fronteras

de la demanda sectorial, y que apunte hacia una transformación estructural del

sistema, es un aspecto novedoso dentro de la acción política de la nueva

ciudadanía, fundamentalmente si se compara con su accionar a lo largo de los

últimos 20 años. Si bien durante la dictadura, existió un fuerte impulso

movilizador en busca de terminar con la dictadura, este se frenó con la llegada

de los gobiernos democráticos, replegando a la ciudadanía al acto mecánico

del voto y a la exigencia de demandas sectoriales y específicas, sin necesidad

de cuestionar “el modelo chileno” heredado de la dictadura. Si bien la

publicación del libro “Chile Actual: Anatomía de un Mito”, del sociólogo Tomás

Moulián (1997), ya abordaba los desafíos de una sociedad individualista y

volcada hacia el consumo, pero que además mostraba insatisfacciones con el

modelo, no es sino hasta el año 2006, con la movilización de los estudiantes

secundarios cuando se manifiestan las primeras expresiones de insatisfacción

con aspectos estructurales del sistema, como lo era el sistema educativo y la

Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) construida bajo la

dictadura. Sin embargo, no es sino hasta el año 2011 cuando los desafíos de

las movilizaciones se comienzan a expresar en demandas a la estructura del

sistema, como lo indica el dirigente social de la asamblea ciudadana de

Calama, Luis Rozas, para quién

“las demandas son estructurales, cambiar la forma y estructura del país. Es

necesario que las transformaciones se hagan con la mayor cantidad de actores

posibles, con la clase baja, con los dirigentes, con las personas a quienes los temas

les afectan” (Entrevista, 2013).

Situación que también expresa otro dirigente del movimiento social,José

Mardones,

“claramente lo que nosotros buscamos, lógicamente tiene que ver con un

tema de una nueva constitución, de generar cambios reales no solo para Calama sino

para el ciudadano en general. La renacionalización del cobre, que son parte también

de la demanda”. (Entrevista, 2013).

En términos generales, plantear un desafío transformador de las

estructuras es lo que constituyó la base de la movilización social del año 2011,

y desde allí tratar de consolidar un proyecto político con capacidad de impulsar

las reformas necesarias para abarcar dichos desafíos, según Cristián cuevas,

“yo soy de la idea de que el movimiento social debe tener una mirada y una

puesta política transformadora, de cambio del modelo y obviamente apostar

hacia nosotros tomarnos el poder. Ósea, hacia la recuperación del poder”

(Cristian Cuevas). Finalmente, existe la convicción que se asiste a una

oportunidad en la cual es fundamental lograr importantes cambios a nivel

estructural, tal como lo plantea el dirigente social de Aysén, Iván Fuentes: “Si

no existe la capacidad de cambiar cosas importantes durante estos próximos

cuatro años, yo creo que va a existir un gran movimiento social, coordinado, ya

que esa sintonía está latente en Chile” (Iván Fuentes)

Conclusiones

El desarrollo de la movilización social desde el año 2011, trajo como

consecuencia un profundo cuestionamiento al orden sociopolítico que se había

asentado en Chile desde la dictadura y consolidado durante las décadas de

1990 y 2000. Este cuestionamiento se basó fundamentalmente en las

características del régimen político democrático y la institucionalidad vigente

que sustenta la constitución de 1980, pero además la estructura social y

económica basada en un modelo económico excluyente que deja en evidencias

las contradicciones de un país que crece económicamente pero que no avanza

en el desarrollo de derechos sociales.

Ya sea desde lo político o lo económico, parte del fenómeno movilizador

que explota con fuerza en Chile a partir del año 2011, converge en un

cuestionamiento profundo a las estructuras del régimen, como antes no se

había dado, y en ese sentido la principal transformación que se observa, es el

surgimiento de una nueva concepción de ciudadanía que no encuentra relación

con las estructuras definidas hace ya más de treinta años.

Esta nueva dimensión de la ciudadanía, que choca con la

institucionalidad democrática liberal, se consolida al menos en tres principios

orientadores que definen su acción. En primer lugar es una ciudadanía que se

refuerza en la diferencia, con demandas específicas y diferenciadas, que si

bien convergen transversalmente en discursos de cambios estructurales, lo que

implica que quienes forman parte del movimiento provienen de distintas

sensibilidades del espectro político, la identidad de las demandas son

específicas y apuntan a una exigencia por ampliar la concepción de derechos,

los cuales no necesariamente están referenciados en la concepción tradicional

y liberal de la ciudadanía. En segundo lugar, la ciudadanía que se moviliza no

lo hace bajo las estructuras tradicionales de participación política que define el

régimen, esta situación se manifiesta por un lado en un alza de la abstención

electoral, y por otro lado es una ciudadanía más autónoma de la influencia que

pudieran ejercer los partidos político. En ese sentido, las antiguas estructuras

partidarias no tienen capacidad para sostener la movilización social y las

demandas de estas, y en algunos casos han debido modificar sus discursos

que les permitan sobrevivir en un escenario de cambios y mayor complejidad,

lo que permite a los movimientos sociales participar con mayores niveles de

autonomía. No obstante lo anterior, la existencia de mayor autonomía no se

traduce finalmente en el quiebre completo con la institucionalidad, ya que

también existe el convencimiento de la necesidad de generar lazos que

permitan a esta nueva ciudadanía acceder a las instancias de participación e

incidencia en la toma de decisiones. En tercer lugar, la existencia de

mecanismos más horizontales de participación y acción, como la asamblea, se

constituye en el sistema de preferencia para la generación y manifestación de

las demandas. En estas se observa que no solo la horizontalidad en cuanto a

la participación es el elemento de mayor significancia, lo cual se opone a las

estructuras jerárquicas de los partidos políticos, sino que además se incluye

una transversalidad de actores que permiten otorgar una mayor identidad a la

movilización en torno a la demanda y la exigencia de nuevos derechos.

Cabe destacar que el discurso de transformación estructural, es un elemento

que durante los veinte años de la transición política no se había observado, al

menos no con la fuerza que se desarrolla a partir del año 2011. Temas como

el impacto en el medio ambiente, la descentralización regional, la reforma

educacional, la reforma tributaria y la nueva constitución, incluyendo la imagen

de la Asamblea Constituyente, son parte de la construcción discursiva de una

nueva ciudadanía que se enfrenta por diferentes medios a lo consagrado por la

dictadura y el pacto transicional, lo que además le otorga una fuerza nueva

basada en discurso crítico hacia la política y sus actores tradicionales,

permitiendo la entrada de una ciudadanía que se asume como un actor

principal dentro de la configuración del sistema político.

Finalmente, las formas de expresión y participación política de la nueva

ciudadanía, permiten configurar una nueva lógica de acción basada en la

acción colectiva, de intereses comunes, con identidades definidas y

expresadas en ciclos de protesta y con repertorios que hacen configurar la

emergencia de nuevos movimientos sociales, que si bien luego de su explosión

en el año 2011, no han logrado mantener la acción en el tiempo, siguen siendo

un referente a la hora de considerar el funcionamiento de la política tradicional.

Es cierto que la movilización social de Chile en el siglo XXI no alcanza –aún- la

fuerza para generar los cambios necesarios como sí se expreso desde fines del

siglo XIX y principalmente en el siglo XX, pero también es cierto que luego de

un largo periodo de repliegue y triunfo de la democracia representativa y la

ciudadanía liberal, hoy nos encontramos con la emergencia de una nueva

ciudadanía que ve en la movilización social y la acción colectiva el instrumento

necesario y fundamental para el desarrollo de la democracia en el siglo XXI.

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