Memoria y representación del horror en los holocaustos de Maus de Art Spiegelman

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La representación del horror Semiótica, Estética y Estudios Culturales Universidad de Sevilla Sociedad de Estética y Teoría de las Artes (SEyTA) Asociación Española de Semiótica (AES) COORDINADORES: MANUEL BROULLÓN LOZANO PAULA VELASCO PADIAL Ápeiron. Estudios de filosofía www.apeironestudiosdefilosofia.com redaccion@apeironestudiosdefilosofia.com ISSN 2386 – 5326 Imagen de portada: El mejor doctor, Alfred Kubin Diseño de portada y maquetación: Ápeiron Ediciones C/ Esparteros, n.º 11, piso 2.º, puerta 32 28012 Madrid Tfno. 91 164 66 23 © Ápeiron. Estudios de filosofía. Todos los derechos reservados Ápeiron. Estudios de filosofía se edita bajo licencia Creative Commons Las opiniones vertidas en cada artículo de Ápeiron. Estudios de filosofía son responsabilidad exclusiva de su autor

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La representación del horror

Semiótica, Estética y Estudios Culturales

Universidad de SevillaSociedad de Estética y Teoría de las Artes (SEyTA)

Asociación Española de Semiótica (AES)

Coordinadores:

Manuel Broullón lozano

Paula VelasCo Padial

Ápeiron. Estudios de filosofía

www.apeironestudiosdefilosofia.comredaccion@apeironestudiosdefilosofia.com

ISSN 2386 – 5326

Imagen de portada: El mejor doctor, Alfred KubinDiseño de portada y maquetación: Ápeiron Ediciones

C/ Esparteros, n.º 11, piso 2.º, puerta 32 28012 MadridTfno. 91 164 66 23

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Expresiones artísticas del horror

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Índice

Prólogo

Manuel A. Broullón y Paula Velasco ..................................... 4

I. SemIótIca

1. Cuando el horror se convierte en rutina. The Walking Dead Rayco González .......................................................................... 8

2. El horror como textualidad en la ópera románticaManuel A. Broullón-Lozano ................................................. 50

II. eStétIca y teoría de laS arteS

3. Lo grotesto y lo siniestro en la representación del ciego y la cegueraArturo Ávila Cano .................................................................... 66

4. El homúnculo y la nueva imagen del cuerpo en la pintura de Manolo MillaresJosé García Perera .................................................................. 94

5. O macabro na obra de Francisco de HolandaTeresa Lousa ............................................................................ 113

6. Holocausto y representación. Del arte al horrorConcepción Pérez Rojas........................................................138

III. eStudIoS culturaleS

7. Apetito por lo horrible: lo bello y lo siniestro en HannibalRaquel Crisóstomo Gálvez ...................................................156

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Ápeiron. Estudios de filosofía

8. Memoria y representación del horror en los holocaustos de Maus de Art SpiegelmanRaquel Crisóstomo Gálvez .................................................. 168

9. Cuerpo, pedazos, mugre. El horror extravagante en dos artistas del funk art: Paul Thek y Bruce ConnerNoelia Domínguez Romero ..................................................191

10. El arte monumental como herramienta de concienciación: El caso de Sobibor y SachsenhausenAroa Casado Rodríguez, Aida Fajardo Pascual, JavierJiménez Flores, Tamar Zamora Hinojosa ...................... 212

11. La estética de la perversión. Un recorrido a través de los Hermanos ChapmanFernando Sáez Pradas .......................................................... 235

Expresiones artísticas del horror Ápeiron. Estudios de filosofía

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Prólogo

A Juan Bosco Díaz-Urmeneta

y Manuel Ángel Vázquez Medel

«¿Ves?», dice el Conde de Luna empujando a la gitana Azuce-na hacia la ventana de la torre. «¡Cielos!», exclama la cíngara ciega de ira ante la visión de Manrique decapitado, «¡era tu hermano!». El Conde retrocede: «¡Él! Qué horror… ¡y yo vivo para verlo!».

Telón.

El horror es un elemento sin igual en la cultura porque apa-rece como fenómeno sensible, perceptible ante una concien-cia. «Esse est percipi», reza el antiguo adagio latino a menudo atribuido al idealista Berkeley. El horror, entonces, supone para la experiencia humana un poderoso «imput» energético que afecta a los sentidos moviendo y promoviendo preceptos, conceptos y afectos; pero también destruyéndolos. El horror no deja indiferente a nadie. Destapa lo que estaba oculto, del mismo modo que Azucena revela el valioso secreto con el que ha movido hábilmente los hilos del destino para consumar sus planes de venganza. Por su parte, la tragedia ática nos ha ense-ñado que la verdadera visión no es solo la de los ojos, sino la de la videncia ante el destino. Es por ello por lo que Zeus otorga a Tiresias el don de la adivinación en compensación por el casti-go olímpico que lo deja ciego. También Edipo cumple con este destino funesto: se arranca los ojos cuando se desvela el inces-tuoso crimen que ha cometido y elige la palabra para sacar la verdad a la luz. El horror, entonces, se diferencia del miedo y del terror en que es una experiencia límite capaz de desestabi-

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lizar el universo entero desvelando, desplazando todo aquello que creíamos seguro, conquistado, eterno.

Pero hay algo más en el desenlace de El Trovador que in-augura este prólogo. El Conde de Luna, al igual que Edipo, debe soportar una pesada carga de resonancias prometeicas: la de estar condenado a vivir para contemplar aquella tremen-da manifestación en toda su plenitud. El horror, entonces, no constituye un objeto en sí, no hay cosas horribles. Por el con-trario, el horror habrá de ser definido como el efecto de una relación compleja entre un sujeto y algo que lo sobrepasa, y cuyos contornos este sólo logra entrever. «Mysterium tremen-dum et fascinans», según Rudolph Otto, «temor y temblor» en palabras de Søren Kierkegaard. Y es que ciertas experiencias místicas también se incluyen en esta categoría en tanto que suponen una transgresión de los límites, de tal modo que Moi-sés tiene que apartar la mirada deslumbrado por el fulgor de la zarza ardiente, espantado por el prodigio. En otras palabras: horrorizado ante una divinidad que, paradójicamente, no de-bería ser en los textos religiosos sino un elemento benéfico.

En nuestra cultura, que renunció al velo misterioso de la magia tras la Ilustración, bien es sabido que los sentidos y sus límites no lo son todo para la conciencia. Es por lo que un libro tan polémico como cuestionable pero siempre fundamental para los estudios de Comunicación como es Understanding Media de Marshall McLuhan define al medium como una pró-tesis del cuerpo humano para llegar a donde este no llegaba, como una prolongación de los sentidos en un tiempo y un es-pacio acelerados en la experiencia moderna y posmoderna del mundo y de las cosas. Así la imprenta revoluciona el arte de la memoria; cuánto más la red de redes, ensanchando los límites del mundo y de la conciencia. El horror, entonces, a través de los medios, se convierte en motivo de representación sirvién-dose de los distintos discursos artísticos que se ofrecen para hablar, precisamente, de lo que no se podía hablar y, hasta ahora, «mejor era callar».

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Hablemos de ello. Hablemos, como sucedió, de hecho, en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla los días 11, 12 y 13 de marzo de 2015 en el marco de las II Jornadas Internacionales Expresiones Artísticas del Horror, celebradas a instancias del Departamento de Estética e Historia de la Fi-losofía, la Sociedad de Estética y Teoría de las Artes (SEyTA) y la Asociación Española de Semiótica (AES) bajo la coordina-ción de dos becarios de investigación en formación que, osan-do enfrentarse a los límites, llevaron adelante esta iniciativa en un ambiente abierto, interdisciplinar, intergeneracional e internacional. Entre obras pictóricas y recientes publicaciones tanto académicas como de creación literaria, los debates se su-cedieron para hablar, hablar y representar aquella experiencia en distintos fenómenos de la cultura y de la comunicación. La generosidad de los ponentes y comunicantes, su impagable es-fuerzo y su dedicación minuciosa, han dado lugar a un díptico de publicaciones científicas que este monográfico completa, de modo que los autores pudieran formalizar lo aprendido y de-batido, pues bien sabemos que «verba volat, scripta manent». Mientras que el primero de ellos giraba en torno a los enfoques de la Filosofía, en esta ocasión, la afinidad de los trabajos aquí reunidos ha encontrado su punto común en el gran fenómeno de la representación a través de los distintos discursos artís-ticos, conjunto que planteamos de un modo abierto, inclusi-vo, y superando la brecha que la cultura de masas abrió entre «apocalípticos e integrados». Si hablamos de representación —«aliquid stat pro aliquo» en palabras de Agustín de Hipo-na y Charles Sanders Peirce— entonces hablamos de signo, de cultura y de experiencia que mueve y conmueve a quien acepta el reto (y el pacto) de acercarse a ella. Entonces, como no pue-de ser de otra manera, estos son los campos de la Semiótica, la Estética y los Estudios Culturales, los tres grandes bloques que, organizados de este modo, ofrecen distintos itinerarios a través de los cuales el lector podrá acercarse al fenómeno que aquí entra en liza: el horror como representación.

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Por último, no queremos olvidar el enriquecimiento que la dimensión intergeneracional ha proporcionado tanto a los de-bates como a las publicaciones. Porque debemos a nuestros maestros mucho más de lo que se podría manifestar con pala-bras, y cuyo conocimiento, a nuestros ojos, es infinito como la biblioteca de Borges pero celosamente ordenado y sistemático como la enciclopedia de Diderot. Porque ese conocimiento de raíz socrática ha suscitado más inquietudes que certezas para las que tratamos de plantear buenas preguntas más que dar respuestas últimas y seguras. No hay que olvidar que «enciclo-pedia» (ἐνκύκλιos παιδεία, enkyklios paideia) significa «ins-trucción en un círculo». Entonces el círculo se cierra, pues si fueron nuestros profesores Juan Bosco Díaz-Urmeneta y Ma-nuel Ángel Vázquez Medel quienes provocaron en nosotros la necesidad de pensar y cuestionar, es esto mismo lo único que podemos ofrecerles a los más de 80 alumnos de la Universidad de Sevilla que asistieron a aquellos debates celebrados en la Facultad de Filosofía. Y en un juanramoniano «sin fin», por medio de esta letra impresa, extensión y prótesis de la memo-ria, esperamos que esta experiencia sea difícil de borrar.

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Cuando el horror se Convierte en rutina

The Walking DeaD

Rayco González

Universidad de Burgos — Asociación Española de Semiótica (AES)

Resumen: Los zombis son seres a los que solo podemos acceder mediante el papel, la pantalla o el marco. Solo nos es posible una etnografía en papel, como ocurre con otros tantos seres mitológicos. El planteamiento de este trabajo es considerar las características y las rutinas de este ser monstruoso y comprender así las pasiones que despierta dentro de los relatos. El caso escogido para este objetivo es el cómic de Robert Kirkman, The Walking Dead.Palabras clave: Zombis, pasiones, horror, semiótica.

Abstract: Zombies are beings that can only be accessed via the paper, the screen or frame. It is only possible to study them by ethnography on paper, as many other mythological beings. The approach is to consider the characteristics and routines of this monstrous being and thus understand the passions aroused in the stories. The case chosen for this purpose is the comic by Robert Kirkman, The Walking Dead.Keywords: Zombies, passions, horror, semiotics.

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1. Premisa

Zombis: seres epidémicos de ultratumba que han infectado el imaginario de la cultura del siglo XX con un vigor inusitado. Monstruo cadavérico, en plena descomposición orgánica, ser de una inquebrantable pereza en cualquiera de sus movimien-tos, el zombi ha invadido un amplio terreno de la producción cultural de las últimas dos décadas: películas, cómics, video-juegos, series de televisión e incluso juegos de mesa…1 Su ge-nealogía ficticia es de sobra conocida: ondas cósmicas de un satélite (La noche de los muertos vivientes2), métodos pseu-do-científicos o nigrománticos (el primer número de Dylan Dog titulado «El alba de los muertos»3), pandemias (28 días después4, su secuela, 28 semanas después5, y The Walking Dead, el cómic6 y la series televisivas7), etc. Cualquier causa es válida, lo que importa es el resultado, siempre el mismo: los muertos caníbales y extrañamente cormifílicos8 en el mundo de los vivos.

TWD, literalmente Los muertos andantes y traducida al castellano, en su versión cómic, como Los muertos vivientes, son una serie de cómics de periodicidad mensual creada y es-crita por Robert Kirkman y dibujada por Tony Moore, quien fue posteriormente reemplazado por Charlie Adlard a partir del número 7. TWD cuenta las aventuras y desventuras de un grupo de personajes que tratan de sobrevivir a un apocalip-

1 Cf. un reciente texto de Paolo Fabbri (2013) publicado en la revista aut aut, en el que desde su inicio se recuerda el florecer pandémico del zombi no solo en los ámbitos que he citado, sino también su multiplicación en variantes narrativas (sequels, prequels) y en géneros distintos (parodias, thrillers).2 George A. Romero, 1968, La noche de los muertos vivientes. Serie de TV.3 Tiziano Sclavi, 1986, El alba de los muertos vivientes. Cómic.4 Danny Boyle, 2002, 28 días después. Película.5 Juan Carlos Fesnadillo, 2007, 28 semanas después. Película.6 Robert Kirkman y Tony Moore, 2007, The Walking Dead. Cómic.7 Frank Darabont, 2010, The Walking Dead. Serie de TV.8 Del griego «kormì», ‘cuerpo vivo’.

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sis zombi. En 2010 fue objeto de una adaptación como serie televisiva por parte de la cadena AMC y cuyos derechos fueron comprados por LaSexta, que comenzó a emitirla el 12 de enero de 2011.

Actualmente, la serie cómic va por el número 126 en Esta-dos Unidos, siendo agrupada más tarde en un total de 18 volú-menes para la edición española realizada por Planeta Agostini. Por su parte, la serie de televisión va ya por la cuarta tempo-rada, con un total de 43 episodios. A pesar de las diferencias, podemos hacer un resumen que sirva de plot para situarnos en la esfera del mundo narrativo creado por Kirkman.

TWD cuenta la historia de Rick Grimmes, un policía esta-dounidense originario de Kentucky que, al despertar de su es-tado de coma, inducido tras ser tiroteado estando de servicio, se encuentra con un mundo arrasado por cadáveres andantes deseosos de carne fresca y emprende la búsqueda de su fami-lia, a la que hallará en un pequeño campamento a las afueras de Atlanta, junto a un amplio grupo de supervivientes, entre los que está su mejor amigo y compañero Shane Walsh. Tras el reencuentro, los ataques perpetrados por zombis al campa-mento se vuelven cada vez más frecuentes y, para evitarlos, el grupo decide salir en la búsqueda de algún lugar más seguro en que asentarse.

En ese viaje, que les llevará a Alexandria, a las afueras de Washington D. C., los protagonistas pasan por diversos lu-gares: una granja —propiedad de la numerosa familia Green, cuyo padre Herschel ha encerrado a uno de sus hijos, converti-do ya en zombi, en el granero junto a otros zombis, a la espera de una posible cura—, una cárcel, un complejo de viviendas… Mientras tanto, muchos son los que han perecido, como la mujer de Rick, Lori, y la hija que tuvo mientras vivían en la cárcel, Judy. Las muertes de los componentes del grupo no se producen siempre por ataques de zombis, sino también por ataques de otros grupos humanos que se encuentran disper-sos por todo el territorio tras el apocalipsis. Algunos de ellos, como los llamados Cazadores, se han hecho caníbales; otros,

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como los Salvadores, se dedican a liquidar zombis alrededor de asentamientos de otras comunidades humanas a las que piden suministros como contrapartida; y otros, como los de Woodbury, un pueblo cerca de la cárcel, busca otro lugar de asentamiento mejor fortificado contra los constantes ataques de zombis.

Hasta aquí la descripción del mundo y de la trama de TWD, de la que hemos prescindido, ciertamente, de los detalles más complejos que en ella se desarrollan. Los personajes que ne-cesitemos nombrar a partir de ahora serán descritos más por-menorizadamente para que se pueda seguir el hilo del análisis.

Por cierto, lo olvidaba: solo hay una forma de aniquilar los zombis de TWD… destruir su cerebro… Por supuesto, esta ca-racterística es tan definitoria de los zombis como lo es la estaca en el corazón de los vampiros, sus primos hermanos no-muer-tos, undead. Pero no nos adelantemos…

2. El horror ante el zombi

La cultura construye una serie de rejillas a partir de las cuales podemos sentir, por lo que las pasiones, en consecuencia, no son más que efectos de sentido pasional.

Toda la dimensión tímica (eufórica/disfórica) que subyace a cada pasión es completamente amorfa9 hasta que el sujeto es modalizado de un modo particular, es decir, hasta que las modalidades le den forma: /euforia/ puede transformarse en una pasión teniendo en cuanto las sobre-modalizaciones y las articulaciones efectuadas por términos modales distintos (/querer/, /deber/, /poder/ y /saber/)10.

Recordemos brevemente que la modalización tiene por fun-ción regular, entre otros, la relación de los sujetos individuales

9 Cf. Algirdas Julien Greimas, Del sentido II, Gredos, Madrid, 1989, pp. 109-110.10 Ibid., p. 110.

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con la axiología colectiva11, es decir, con el conjunto de nor-mas de una cultura dada. Esta axiología tiene dos caras: es un sistema de valores objetuales, que proyectan deseos y deberes aplicados sobre los objetos; y, además, una red de códigos de buena conducta y de buen uso que permite saber bajo qué con-diciones la junción de un objeto con un sujeto no obstaculiza la circulación dentro de una comunidad dada.

Piénsese en la definición misma de catharsis, tal como la explica Paul Ricoeur. Si bien la catharsis debe ser entendida como la purificación o la purgación que tiene lugar en el espec-tador12, ella también implica nuevas valoraciones de la reali-dad, designa «más el efecto moral que el estético de la obra: la obra propone valoraciones nuevas, normas morales inéditas, que se enfrentan o rompen las costumbres corrientes»13. En este sentido, si la catharsis presenta un aspecto moral es solo porque antes «muestra la capacidad de clarificación, de exa-men, de instrucción que la obra ejerce en favor de la distancia-ción respecto de nuestros propios afectos»14. En la misma con-cepción aristotélica de catharsis aparece como un dispositivo que intrinca y vincula diversas categorías, teniendo por efecto la compasión y el temor.

Partiendo de la idea de que las pasiones se lexicalizan, el punto de partida de todo análisis de las pasiones es el diccio-nario. El horror es definido por el DRAE como sigue: «senti-miento intenso causado por algo terrible y espantoso»; «aver-sión profunda hacia alguien o algo»; y «atrocidad, monstruosi-dad, enormidad». El horror es, por tanto, una pasión intensa, es decir, su aspectualización es puntual, al menos dentro de la lexicalización de la lengua castellana. Ello no quiere decir que

11 Cf. Greimas, Algirdas Julien Greimas y Jacques Fontanille, Semiótica de las pasiones. De los estados de cosas a los estados de ánimo, Siglo XXI, México, 1994, p. 136.12 Paul Ricoeur, Tiempo y narración I, Siglo XXI, México, 1995, pp. 110-111.13 Ibid., p. 258.14 Ibid., p. 259.

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su aspecto deba siempre declinarse culturalmente de forma puntual, sino que la lengua, depósito de los usos que cada cul-tura da a las pasiones, nos informa de este particular detalle, sin que ello excluya otras declinaciones. Bastaría recordar que en el clásico estudio sobre la cólera, Greimas nos recuerda que dentro de una sintaxis, cada cultura impone una determinada codificación de pasiones puntuales, llegando al punto que en el caso del código caballeresco se imponía una contención y una hipercodificación de los pasos previos a la venganza por una ofensa, incluyendo así una cólera contenida. Ello nos lleva a pensar que en el caso del horror pueden darse casos de cultu-ras que exigen la contención ante el horror o ante aquel objeto que cause el horror.

El zombi es precisamente un objeto potencialmente cau-sante del horror, un monstruo, algo espantoso que causa ho-rror, ya que es un ser considerado anormal y, además, negati-vo. Debemos entender que la deformidad física del zombi15 es traducida en un juicio de exceso de valores espirituales nega-tivos. La teratología, la ciencia del estudio de los monstruos o de aquellos seres objeto de nuestro horror, es, en realidad, una disciplina moral: se construye a partir de los sistemas de valores de una cultura o sociedad16.

Calabrese17 propone cuatro categorías, polarizadas en valo-res positivos y negativos, a partir de las que se podrían anali-zar las representaciones del monstruo, según qué tipo de jui-cio cultural (articulación de modalidades distintas) conlleva y, por tanto, a qué sistema cultural de valores hace referencia. Estas categorías se pueden representar en el siguiente cuadro:

15 Su estado es de constante putrefacción o descomposición, o más bien una putrefacción de estado y no de proceso, es decir, el zombi no se transforma sino que es pura descomposición.16 Cf. Omar Calabrese, La era neobarroca, Cátedra, Madrid, 1989, pp. 107-108.17 Ibid., pp. 108-109.

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CATEGORÍA JUICIO SOBRE

VALOR POSITIVO

VALOR NEGATIVO

Morfológica Forma Conforme Deforme

Ética Moral Bueno Malo

Estética Gusto Bello Feo

Tímica Pasión Eufórico Disfórico

He aquí la posibilidad de analizar la estructura patémica de una determinada pasión. No necesariamente hay coinci-dencia en un mismo objeto o sujeto con respecto a los valores positivos y negativos con los que se pueden juzgar desde las distintas categorías propuestas. Por ejemplo, E.T., pese a su evidente deformidad morfológica y su negatividad estética, es un ser moralmente bueno y despierta, especialmente en Elliot, pasiones tímicamente eufóricas: el afecto, la simpatía, la soli-daridad. Incluso podemos decir que para Elliot E.T., por mu-cho que nos resistamos a admitirlo, se le presenta como un ser bello. Un ejemplo completamente distinto, donde se da una completa coincidencia entre valores, es el de Alien, el octavo pasajero: deforme, malo, feo y concitador de pasiones disfó-ricas como el horror o el espanto. Todo esto nos pone ante un detalle fundamental para el análisis semiótico: el horror, como cualquier otra pasión, no se engendra en un objeto, sino en la relación que este mantiene con un sujeto, que a su vez está modelizado por un destinador, la cultura, que le ha in-vestido de un conjunto de definiciones que le permiten ejercer un conjunto de juicios sobre el objeto, que es así modalizado. El valor tímico del objeto se ejerce mediante una sanción que se sustenta en la mediación del destinador, repito: la cultura. Cuando la mediación encuentra sus límites (lo innombrable),

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encontramos pasiones tales como «el miedo a lo innombrable o a lo desconocido», aunque también la «curiosidad», etc.18.

El zombi de TWD no produce horror, sino pena: de hecho, el hijo de Rick, Carl, confiesa sentir compasión por ellos en una ocasión, emitiendo de esta forma una sanción sobre el objeto —recuérdese el dispositivo de la catharsis que cité an-teriormente. Una explicación la hallamos, sin duda, en la de-finición de anagnórisis19, es decir, en el paso de la ignorancia al conocimiento de los personajes, tras una serie de acciones que Aristóteles llama peripecias. El conocimiento del zombi es mayor a medida que se desarrolla la trama, hasta el punto que reconocemos en él su incapacidad de trascendencia: el zombi es pura inmanencia, es decir, es un ser que se agota en sí mis-mo y en su acción devoradora.

El juicio del zombi en TWD se mantiene en casi todo mo-mento dentro de los planos de su morfología y de su estética: es deforme y feo. Es una representación invertida del cuerpo: lo externo se hace interno, las vísceras y la sangre putrefactas recubren la carne cadavérica de los zombis. Ello fundamenta su deformidad y su fealdad. De hecho la inversión de lo mor-fológicamente conforme es la isotopía fundamental del zombi: es amnésico, come comida sin cocer y sin cubiertos, es antro-pófago (es la única dieta que conoce y se lo representa en un goce furibundo mientras deglute su único objeto de deseo)… Pero sus actos no poseen sentido, no hay causas, es decir, sus acciones son moralmente inmotivadas: el zombi está más allá del bien y del mal. Su aparente maldad es solo percibida desde la óptica de los vivos. Y de esta inmotivación moral se deriva la pena, pasión disfórica, por supuesto, pero aspectualmen-te durativa. Además, la pena deriva de una relación empática con otro sujeto, un ponerse en su lugar: la pena es una pasión intersubjetiva.

18 Cf. Julia Kristeva, Poderes de la perversión, Siglo XXI, México, 1988, pp. 34-35.19 Aristóteles, Poética, Gredos, Madrid, 1974, 1452a.

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No obstante, debemos pasar de estas categorías al análisis de los dispositivos que se manifiestan en una sintaxis de inter-secciones y confrontaciones que nos permiten entender cómo cada pasión se articula con otras pasiones dentro de conste-laciones patémicas que determinan su tensividad y su aspec-tualización20. Es decir, los programas narrativos mantienen complejas relaciones con el plano tímico del sujeto: por un lado, la relación con el objeto establece el deseo y las formas de acción sucesivas desplegadas en el programa narrativo harán emerger determinadas modulaciones del sujeto, es decir, roles patémicos que pueden variar. En el caso del amor, Stendhal describe en sus Crónicas italianas que el amor extraconyugal se vive con mayor intensidad en Italia porque, a diferencia de Francia, la posibilidad de venganza del marido engañado en forma de homicidio es muy alta. Por tanto, amar a una mu-jer casada se convierte en una pasión eufórica, gracias al dis-positivo que lo une a la venganza, otra pasión analizada por Greimas. A esto se llama un dispositivo patémico. La intersec-ción de distintas estructuras patémicas engendra un disposi-tivo patémico. La percepción mediada por usos culturales del amor genera a su vez determinados programas narrativos que son objeto de descripción.

De la misma manera que la intersección de distintas estruc-turas modales engendra un dispositivo modal y de un rol paté-mico, caracterizado por ciertas competencias modales. El rol patémico es el recorrido sensibilizado de un determinado rol temático. Dentro de TWD debemos encontrar el rol del horro-rizado, es decir, del actor ya tematizado que sufre el horror ante un determinado objeto.

Pero mi intención es el de proceder a una descripción de los dispositivos tímicos y pasionales que podemos observar en los personajes de TWD, acudiendo al problema de las modali-dades en la medida en que me sea necesario. Pero la primera pregunta que surge es: ¿quién o qué provoca el horror? ¿Es

20 Cf. Algirdas Julien Greimas y Jacques Fontanille (1991), op. cit., pp. 221-223.

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el zombi? El marco de las acciones de TWD conjuga pasiones disfóricas como la frustración, el sufrimiento, el arrepenti-miento, la desesperación, pero también los de la esperanza. El horror aparece puntualmente.

3. Definición de zombi: cáscaras movidas por instinto

El Diccionario de la Real Academia presenta al zombi bajo la forma de dos segmentos definicionales: (1) persona que se su-pone muerta y que ha sido reanimada por arte de brujería, con el fin de dominar su voluntad, y (2) atontado, que se compor-ta como un autómata. En ambos segmentos, la importancia central es el problema de la voluntad: el zombi es un ser sin voluntad, o bien guiado por algún otro sujeto a cuya voluntad la voluntad del sujeto-zombi está sometida (existe un estado de delegación de la voluntad) o bien simplemente se trata de un ser cuyo comportamiento es el de un autómata. En esta oposición voluntad propia vs voluntad sometida (autómata) se esconde uno de los problemas fundamentales de la semiótica de la cultura.

Obsérvese que antes ya dejamos entrever que el zombi es incapaz de ser moralmente malo, por ello los personajes de TWD suspenden el juicio moral. Esta suspensión proviene efectivamente por el hecho de que los zombis carecen de vo-luntad, son meros autómatas.

Ambas definiciones de zombi suponen el conocimiento de la definición de «voluntad», que es dividida a su vez en di-ferentes segmentos, de los cuales destacaremos: «facultad de decidir y ordenar la propia conducta»; «acto con que la poten-cia volitiva admite o rehúye una cosa, queriéndola, o aborre-ciéndola y repugnándola«; «libre albedrío o libre determina-ción»; «elección de algo sin precepto o impulso externo que a ello obligue»; «intención, ánimo o resolución de hacer algo»; «amor, cariño, afición, benevolencia o afecto»; «gana o deseo de hacer algo»; «disposición, precepto o mandato de alguien».

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En todo caso, la voluntad individual se vincula directamen-te con la toma de decisiones. La voluntad está modelada por el conjunto de reglas de cada cultura, que son sus límites. Es la cultura, con sus reglas y jerarquías, la que determina el es-pacio en que la voluntad individual puede ejercerse. En los es-pacios menos normativizados de la cultura debemos suponer que las posibilidades de ejercicio de la propia voluntad indivi-dual será mucho mayor. La voluntad individual, en todo caso, entra dentro de las estructuras y dispositivos modales de la voluntad colectiva21.

La voluntad sugiere la problemática de las modalidades deónticas, es decir, tiene que ver con las reglas de toda cultu-ra, que se representan en el siguiente cuadrado semiótico —las relaciones horizontales (obligatorio/prohibido, permitido/fa-cultativo) son de contrariedad y sub-contrariedad; las vertica-les (obligatorio/permitido, prohibido/facultativo) son de im-plicación; y las diagonales (obligatorio/facultativo, prohibido/permitido) son de contradictoriedad:

obligatorio prohibido

permitido facultativo

En este sentido, sería oportuno recordar que «automatis-mo» se define como «ejecución mecánica de actos sin parti-cipación de la conciencia». Pero, ¿mecánica respecto a qué? En el caso de una conducta cultural mecánica, podemos citar aquellos comportamientos automatizados según la interio-rización de determinadas reglas y jerarquías culturales, que actúan como métodos coactivos. Dentro de la cultura pueden darse ejemplos de este tipo de automatismos. Un caso puede

21 Cf. Algirdas Julien Greimas (1989), op. cit., pp. 79-106.

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ser el del «perfecto burócrata»: «el mecanismo burocrático es a las demás organizaciones como la máquina es a los modos de producción no mecanizados»22. Precisamente, una de las características de la burocracia es el de la impersonalidad, que trataré más adelante cuando desarrolle la oposición automa-tismo/conciencia.

Sí quisiera dejar sentado desde ya, por el contrario, como uno de los primeros puntos de mi reflexión, que el zombi po-see una conducta automática. Su automatismo se refleja en una serie de características importantes.

Primeramente en el zombi se da una total ausencia de je-rarquía: la jerarquía es el principio de diferencia cultural y so-cial. El zombi no acepta diferencias. De hecho, aquí está una de las diferencias que podemos encontrar entre la estructura del zombi y la de la organización burocrática: la burocracia, al contrario de los zombis, debe reconocer jerarquías, es decir, diferencias de rango, aunque su funcionamiento sea imperso-nal. El zombi es la mejor representación de una totalidad inte-gral23, un actante colectivo perfecto, si se me permite.

El zombi es afásico: su afasia es fruto o causa de su imper-sonalidad. Para poder constituirse como sujeto, el individuo debe poder dominar los signos que emite. La propia imagen es una construcción semiótica de lo que se llama subjetividad. El zombi no posee subjetividad. No tiene afán alguno por distin-guirse: es la forma más restringida de ser, como la de cualquier organismo biológico que no conoce la vida en colectividad. Por ello, su automatismo es incluso inferior al de una manada24, aunque también pueden actuar en rebaños o manadas. Entre

22 Max Weber, Crítica a Stammler y otros textos, CIS, Madrid, 2009, p. 47.23 En la semiótica de Greimas (1976, p. 99), los actantes colectivos basan su creación en la conversión de las unidades integrales, definidas por su individuación, en unidades partitivas, miembros participantes de una to-talidad mayor, que llamaremos totalidad partitiva; la acción del actante colectivo se manifiesta, en un grado superior, en la totalidad integral, que actuará como unidad integra.24 Cf. Jurij Mijailovich Lotman, Cercare la strada. Modelli della cultura, Marsilio, Venecia, 1994, pp. 39-42.

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cada individuo-zombi existe un total isomorfismo. Por resu-mir: conocido un zombi, conocidos todos los zombis.

La afasia es la pérdida de capacidad de producir o compren-der el lenguaje, debido a lesiones en áreas cerebrales especia-lizadas en estas funciones. La afasia puede ser causada por un accidente cerebrovascular, un trauma, una infección cerebral o una neoplasia. En el caso de TWD la afasia del zombi es un problema de infección cerebral: un experimento biológico del gobierno estadounidense ha llevado a la ruina al mundo tal y como lo conocemos.

Esta afasia se representa en gruñidos: el zombi solo emite gruñidos, «fonemas estallados» (Deleuze), la inversión misma de la palabra articulada25. Si los griegos designaban al bárba-ro como «aquel que balbucea», el zombi se acerca a este tipo de alteridad: el zombi es aquel que solo gruñe. Pero el espanto de este ser afásico es que antes fue uno de nosotros. Es más, cualquiera de nosotros es potencialmente un zombi. El límite tan delgado entre el lenguaje y la afasia es una característica de TWD, como de la mayoría de los relatos de zombis. Lo que cambia de un relato a otro es la manera en que se produce la conversión en un ser-otro. La afasia del zombi, por tanto, re-presenta la pérdida y la irreversibilidad, es un dispositivo que pone en intersección para los vivos de TWD varias modalida-des: un no-poder-no-ser (lo inevitable), un no-querer-ser (lo no deseado) y un querer-no-ser (lo nocivo).

En el mundo de TWD estamos ante un apocalipsis zom-bi, que comparte numerosas características con otros relatos como los de asedios bélicos de ciudades o de epidemias, por ejemplo. TWD nos cuenta una pandemia, cuyo origen se ocul-tará en el cómic. En la serie televisiva, en cambio, en el episodio 6 que cierra la primera temporada, titulado TS-19, Rick y los

25 Resulta interesante a este respecto la propuesta de la película Pontypool (2008) de Bruce McDonald, donde se hace explícita esta relación entre el lenguaje y los zombis: todo transcurre en Ontario, donde el virus que in-fecta a los vivos convirtiéndolos en zombis se transmite por el lenguaje, es decir, si se habla, se corre el riesgo de infectarse.

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suyos abandonan el campamento para dirigirse al CDC (Con-trol Decease Center), en busca de una solución. Allí encontra-rán un único superviviente, Edwin Jenner, un investigador del CDC —en el cómic no aparecen ni el CDC ni, por supuesto, el investigador superviviente. Tras reiteradas preguntas sobre el origen de la pandemia, el doctor Jenner explicará qué ocurre durante el proceso en el que una persona se convierte en zom-bi, gracias a una grabación del funcionamiento neuronal de un paciente, que luego sabremos que era la directora del CDC y mujer de Jenner.

Según la explicación del doctor Jenner, el zombi es un hom-bre cuyas funciones neuronales han desaparecido. El virus u hongo corta el flujo de sinapsis en el cerebro, y solo en un segundo momento reactiva únicamente el cerebelo, que es lo que le permite moverse parcialmente y comer.

Unos cadáveres móviles o, si hacemos de un sustantivo in-contable más apropiado para la ocasión, carne en movimien-to, mutilados por la descomposición orgánica han destruido todo el poder político y social previamente establecido, han sembrado el terror por doquier, haciendo tambalearse las ba-ses mismas de lo que hasta entonces se conocía por cultura. Su reducción biológica, a un simple plano morfológico, es una amenaza para las convenciones culturales.

Precisamente, el zombi se nos presenta, como forma no-muerta, afásica y amnésica, características todas que permi-ten describir al zombi como otro absoluto, exactamente como Jean-Pierre Vernant26 describe a la muerte. En efecto, el no-muerto es la representación misma de la muerte, de una de las formas posibles de la alteridad:

Todo grupo humano, toda sociedad, toda cultura, por más que se conciba a sí misma como la civilización —cuya identidad se debe preservar y cuya permanencia es necesario asegurar contra las irrupciones de lo foráneo y las presiones internas—, se enfrentan al

26 Jean-Pierre Vernant, La muerte en los ojos, Gedisa, Barcelona, 2001, pp. 37-38.

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problema de la alteridad en gran variedad de formas: desde la muer-te, el Otro absoluto, hasta esas alteraciones continuas del cuerpo social provocadas por el paso de las generaciones así como por los contactos, las transacciones con el «extranjero», de los que ninguna ciudad puede prescindir (ivi).

4. The Walking Dead: a modo de introducción al objeto

Solo se puede realizar etnografía en papel del zombi, como ocurre con cualquier ser mitológico o fabulesco. El zombi es un ser textual: solo existe en los textos (narraciones, terato-logías, etc.). Al menos, de momento. Con ello pretendo decir que desgranando las actitudes y articulaciones del relato de TWD podré extraer una serie de conclusiones que den cuenta de cómo se construye textualmente el horror en el mundo de zombis, y, si como planteé al inicio, son los zombis los que provocan horror a otros actores del relato.

Las actitudes ante los zombis en TWD son propias de una experiencia dilatada en el tiempo. Algo imprevisto aparece ante los supervivientes de TWD, de manera constante e inin-terrumpida. En TWD nos hallamos ante un aspecto estudia-do por Philippe Ariès27, la coexistencia de los vivos y de los no-muertos. En los casos analizados por Ariès, la familiaridad de la muerte se relaciona con la coexistencia con los muertos imaginada por muchas culturas en forma de festividades28, lo que reforzaba a su vez la propia conciencia de la muerte. Por ejemplo, el hombre del final del medioevo tenía una con-ciencia muy fuerte de que él era un muerto «aplazado» (sic.), que el «aplazamiento» era corto, que la muerte, presente en él mismo, fragmentaba todas sus ambiciones y envenenaba sus

27 Philippe Ariès, Ensayos de la memoria, Norma, Barcelona, 1996.28 Cf. Claude Lévi-Strauss, El suplicio de Papá Noel, M. Muchnik, Madrid, 2001.

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placeres29. Las representaciones de la muerte en el tardo-me-dioevo tienen que ver con esta actitud ante la muerte.

En TWD, los supervivientes son conscientes de que se en-frentan a una amenaza que les subyuga y somete completa-mente: los vivos se consideran muertos «aplazados», pues saben que están infectados. En el cómic será Rick quien rea-liza el descubrimiento. Su mejor amigo, Shane Walsh, intentó asesinarle poco antes de partir del campamento a las afueras de Atlanta, en un ataque de desesperación, presa de los celos. El hecho ocurre en el primer volumen de la edición española, es decir, en el número 6 de la americana, cuando tras una dis-cusión a propósito de trasladar el campamento a otro lugar, Shane arrea un puñetazo a Rick y se marcha al bosque tras el reproche de Lori, la mujer de Rick, con quien ha mantenido una historia de amor durante la ausencia de este. En el mo-mento en que todo parece indicar que Shane matará a Rick, Carl, el hijo de este, que les había seguido, dispara a bocajarro a Shane: un tiro de muerte.

En el volumen 3 de la versión castellana, el número 15 de la versión estadounidense, la hija de Tyreese, Julie, muere por un disparo perpetrado por su amante, Chris, con quien había acordado pegarse un tiro mutuamente, en un acto de deses-peración. Sin embargo, Chris disparó antes que ella. Fue en-tonces cuando Rick comprende lo que está ocurriendo: pese a no ser mordida por ningún zombi, Julie resucita en forma de zombi e intenta comerse a su padre. Rick decide coger su moto y trasladarse hasta el lugar en que enterró a su amigo Shane, asesinado por su hijo. Lo desentierra y, tras comprobar que el cuerpo seguía en el mismo lugar, lo incita a levantarse: efecti-vamente, Shane puede moverse, es un zombi.

Los personajes de TWD están familiarizados con la muerte, se vuelven indiferentes ante los decesos que van aconteciendo durante el relato. Para poder superar el dolor de esta continua experiencia, los personajes practican una ars oblivionalis, un

29 Cf. Philippe Ariès (1996), op. cit., p. 45.

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intento por olvidar todo lo que ha ocurrido para mantener la esperanza de una vida en sociedad, fuera del alcance tanto de los zombis como de otras comunidades que podrían amena-zarles. Por ejemplo, en el volumen 17 de la edición castellana (página 62), Abraham, un antiguo militar que se convierte en una figura principal del grupo, es asesinado por Los Salvado-res, liderados por Negan. Andrea y Rick, que tienen ahora un romance, mantienen una conversación de tintes eróticos, ante lo cual Andrea dice: «mira qué clase de conversaciones tene-mos después de enterrar a un buen amigo». Ante lo cual Rick responde indiferentemente: «es lo que hay». Para terminar con la siguiente frase: «tengo la sensación de que ya he empe-zado a olvidarme de él… Abraham».

Esta indiferencia implica una actitud ante la muerte que subyace a todo el relato de TWD. La familiaridad de la muerte de las culturas implica también una necesidad de mantener a distancia a los muertos para evitar que vuelvan a molestar a los vivos. De hecho, el primer problema semiótico que se plan-tea en la iconografía de los muertos es la ubicación de sus en-terramientos30, puesto que estos debían mantenerse a distan-cia de los vivos. La cercanía entre zombis y vivos genera una terrible semejanza entre los comportamientos de unos y otros. También la violencia es epidémica.

Varios son los momentos tanto en el cómic como en la se-rie televisiva en los que se compara los comportamientos de los vivos con los de los zombis. Los vivos, en su descarnada lucha por la supervivencia, se matan entre ellos. Un ejemplo muy valioso lo vemos en el largo discurso de Rick que clausura el volumen 4 de la edición castellana. En él, tras una salvaje pelea con Tyresse —personaje que llegará a convertirse pa-radójicamente en el mejor amigo de Rick— y la consiguiente

30 El último número en castellano, el volumen 19, se abre con Maggie ante la tumba de Glenn, asesinado por Negan en el número anterior. Por pri-mera vez, en lugar de incinerar a los muertos se los entierra. Es tan notable que Maggie mantiene una larga conversación sobre este asunto con uno de los habitantes de la Cima.

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convalecencia y todavía malherido, Rick habla al grupo de las atrocidades que están cometiendo: «ya somos salvajes, Tyres-se. ¡Tú especialmente! En el momento en que metemos una bala en la cabeza de uno de esos monstruos no muertos, en el momento en que hundimos un martillo en su cara, o cortamos una cabeza… ¡nos convertimos en lo que somos! […] Estamos rodeados de muertos. Estamos entre ellos… ¡y cuando por fin nos rindamos, nos convertiremos en ellos! Vivimos un tiempo prestado. ¡Cada minuto de nuestra vida es un minuto que les robamos! Míralos ahí fuera. Sabes que cuando morimos, nos convertimos en ellos. ¡Crees que nos escondemos tras los mu-ros para protegernos de los muertos vivientes! ¿No lo entien-des? ¡Nosotros somos los muertos vivientes!».

Puede ser interesante, en este sentido, citar las páginas en que Ariès expone las diferentes actitudes ante los muertos que se han sucedido en Occidente:

A pesar de su familiaridad con la muerte, los Antiguos desconfiaban de la vecindad de los muertos y los mantenían a distancia. Honraban sus sepulturas: nuestros conocimientos de las antiguas civilizacio-nes precristianas provienen en gran parte de la arqueología funera-ria, de los objetos hallados en las tumbas. Pero uno de los objetivos de los cultos funerarios era impedir a los difuntos volver a trastor-nar a los vivos.El mundo de los vivos debía estar separado del de los muertos. Es por esto por lo que, en Roma, la ley de las Doce Tablas prohibía ente-rrar in urbe, en el interior de la ciudad. El Código Teodosiano repite la misma prohibición, con el fin de que se preserve la sanctitas de las casas de los habitantes. La palabra funus significa al mismo tiempo el cuerpo muerto, los funerales y el asesinato. Funestus significa la profanación provocada por un cadáver. En castellano, ha dado fu-nesto.Es por esto por lo que los cementerios estaban situados fuera de las ciudades, en el margen de las carreteras como la Via Appia en Roma, los Alyscamps en Arlès. […] Los muertos van a entrar en las ciudades de donde fueron alejados durante milenios.Ello comenzó, no tanto con el cristianismo, sino con el culto de los mártires, de origen africano. Los mártires eran enterrados en las necrópolis extra-urbanas, comunes a los cristianos y a los paganos.

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Los lugares venerados de los mártires atrajeron a su vez a las sepul-turas31.

Vemos bosquejarse aquí, en esta coexistencia entre vivos y muertos, el problema espacial. La separación de los lugares de enterramiento (cementerios) y el lugar de los vivos es la que permite hablar de «coexistencia» y de «invasión» de los muertos. Desde un punto de vista lexicográfico, como sostiene Charles de Fresne Du Cange, el cementerio, al que Fabbri32 también llama irónicamente Zombistán, mantiene relación con refugio o asilo, que fue objeto además de usos no funera-rios: azylus circum ecclesiam.

El cementerio designa por tanto, si no un barrio, al menos un islote de casas que disfrutaban de privilegios fiscales o de dominios. En fin, este asilo devino un lugar de encuentro como el Forum de los Romano, la Plaza Mayor o el Corso de las ciudades mediterráneas, para hacer comercio, para bailar y jugar, o por el mero placer de estar juntos. A lo largo de estos «charniers» se instalaban a veces comercios y marchantes33.

En TWD el problema espacial se resuelve expeditivamente: la única forma de deshacerse de los zombis es quemándolos. La incineración de cadáveres se repite durante todo el rela-to. La sepultura se reserva solo a aquellos que han formado parte del grupo y no siempre se cumple esta regla… Lo que sí tenemos claro es que el cementerio representa una macchina memorialis, es decir, es un espacio escrito que permite el re-cuerdo de los difuntos. Al cementerio es un texto destinado a provocar el recuerdo, como la crónica, los anales, etc.

En todo caso, el zombi no puede ser más que una represen-tación figurativa propia de culturas «sepultadoras». Lo que vuelve en el caso del zombi es la carne, es decir, la forma des-

31 Cf. Philippe Ariès (1996), op. cit., p. 32.32 Paolo Fabbri, «Yes, we (zombies) can. Attualità mordace del non-mor-to», en Aut aut, n.º 359, 2013, p. 164.33 Philippe Ariès (1996), op. cit., p. 34.

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coordinada y descoyuntada del cuerpo, y no el espíritu. Son solo carne: no poseen cognición. Por eso aparece representado como un autómata, bien dirigido por algún nigromante mal-vado (en el caso ya citado de Dylan Dog) o bien simplemente movido por un apetito insaciable de devorar la única diferen-cia que sus sentidos reconocen: carne viva.

El zombi parece oponerse a ese sentimiento «muy antiguo y muy durable […] de familiaridad con la muerte, sin miedo ni desesperación, a medio camino entre la resignación pasiva y la confianza mística»34. El zombi representa el miedo a la muer-te, y la desesperación de no poder contrarrestarlo. El miedo, esa pasión que surge ante la indeterminación de nuestro desti-no. Pero esta imposibilidad de prever una secuencia de los he-chos en el mundo de TWD va acompañada de la búsqueda de una respuesta sobre cuál fue la causa original de la epidemia que ha invadido por completo el mundo. Es interesante que el objeto de los personajes es conseguir recuperar el mundo que fue antes del apocalipsis zombi. El futuro se convierte en una vuelta al pasado. Pero no es mi intención ocuparme de este interesante aspecto, sino de los dispositivos pasionales que se articulan en la historia.

Los personajes sufren el horror de poder asemejarse a los zombis sin convertirse en ellos, viven el terror de percibir que sus propios comportamientos son, de manera inconsciente, los mismos que los de los zombis. La constante repetición de actos violentos («cada vez metemos una bala en la cabeza de uno de esos monstruos no muertos […] hundimos un martillo en su cara») les ha hecho semejantes. Los supervivientes han sobrepasado el fino límite que les separa de los zombis: la se-miosis, es decir, la cultura.

El zombi es un signo del fin. Pero un fin semánticamente paradójico: un fin que no es fin, un fin que parece no suceder nunca. El fin que se anuncia es el momento en que todos los hombres se han convertido en zombis. El zombi es el coágulo

34 Ibid., p. 79.

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del sentido, quizá incluso el fin mismo del sentido (función simbólica), pero no fin de la carne (función biológica), lo cual nos sitúa ante la problemática fundamental: la muerte es un problema sígnico. Se trata de las proyecciones que el individuo y la cultura realizan sobre su propio fin.

Los muertos corroen las estructuras de los vivos, no solo su carne. La ausencia de cognición de los zombis pone en peligro la semiosis, es decir, el sentido que los hombres custodian y protegen. Sin cognición no hay memoria. El olvido es repre-sentado por esos muertos en descomposición35.

Otro aspecto evidente del mundo apocalíptico de TWD es su relación con las primeras representaciones cristianas del apocalipsis. Estamos ante la resurrección del fin de los tiem-pos. La relación entre el retorno de los muertos cristianos con el fin parece tener su correlato en la iconografía del zombi. La vuelta de todos los muertos es signo del fin de los tiempos. Pero este fin cristiano de los tiempos se vincula a la llegada de una nueva semiosis, el reino de Dios. Por el contrario, en TWD el fin de los tiempos es el fin de la significación, el fin de la semiosis.

Precisamente es la pérdida de reglas lo que genera un acer-camiento de los comportamientos entre los vivos y los muer-tos. Ya he aludido al discurso de Rick al final del volumen 4. Otro ejemplo es el de una comunidad de Cazadores, que apa-rece en el volumen 11, titulado precisamente Teme a los ca-zadores. Esta comunidad de caníbales captura a Dale, un an-ciano que mantiene una relación con la joven Andrea, a quien van mutilando lentamente. Al despertar de su inconsciencia, Dale escucha las palabras del líder de los Cazadores: «Las co-sas funcionan según un orden, y eso es una desgracia para al-gunos… pero mis amigos y yo no creamos esta situación. Solo

35 Un hecho que ha llamado la atención a varios historiadores (Johan Hui-zinga, El otoño de la Edad Media, Revista de Occidente, Buenos Aires, 1947; Alberto Tenenti, El sentido de la muerte y del amor por la vida en el Renacimiento, Ollero, Madrid, 1992; Philippe Ariès (1996), op. cit.) es la aparición del cadáver, «la carroña», en el arte y en la literatura.

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vivimos en ella, como usted. Jugamos con las cartas que nos han tocado. No queremos hacerle daño. No queríamos apar-tarlo de su grupo […]. Estas no son cosas que queramos hacer, son cosas que debemos hacer. Así que le prometo que nada de esto es personal… pero al final del día, sin importar cuánto detestemos este feo asunto… tenemos que comer».

Esta transgresión de las reglas culturales que supone el ca-nibalismo supone, al mismo tiempo, otro acercamiento más de los vivos a la conducta de los zombis. Pero es más interesan-te aún comprobar que el combate contra esas transgresiones debe realizarse mediante la violencia. Por ello podré oponer, más adelante, una violencia atélica a una violencia organizada y utilitaria, siendo esta última la garante de la unión y el res-peto a las normas de los grupos de vivos.

5. La amenaza zombi: el conflicto entre amnesia y anamnesis

TWD es un continuo ejercicio de anamnesis, del grie-go ἀνάμνησις, ‘recuerdo’, pero también ‘recolección’, ‘remi-niscencia’, ‘rememoración’. La anamnesis en general apunta a traer al presente los recuerdos del pasado, recuperar la in-formación registrada en épocas pretéritas. Como mostraré a continuación, los supervivientes TWD se ven obligados a dos operaciones contradictorias, vórtice de todos sus sufrimien-tos: por una parte, están obligados al olvido (una amnesia voluntaria) de la muerte de sus seres más cercanos para po-der sobrevivir; por otra, al recuerdo o anamnesis para evitar convertirse en no-muertos. Debo sugerir, aunque es del todo innecesario entrar de lleno en este punto, que en la Odisea Uli-ses previene a sus marineros de someterse a la anamnesis para poder volver a casa. Sin embargo, como se sabe, los marineros caen en la amnesia, lo que les llevará a la perdición.

Regresemos al mundo de TWD. Aparte de estar más allá de la semiosis (no respetar ninguna regla social, ser caníbales),

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el zombi es el grado absoluto de amnesia: olvido de sí, olvido de la semiosis. En el zombi no hay el menor atisbo de una re-cuperación de la memoria. A diferencia de otros no-muertos (undead), el zombi se caracteriza por la ausencia de memoria. El caso de otros undead es muy distinto, en ocasiones diría opuesto: los vampiros, por ejemplo, poseen una memoria co-losal, legendaria. En Drácula36, el Conde es un vampiro que había sido Príncipe de Valaquia durante el siglo XV. Su memo-ria dura y se amplía desde entonces.

En Entrevista con el vampiro, de Anne Rice37, y en la pelí-cula homónima de Neil Jordan38, el vampiro Louis de Pointe du Lac decide contar a Daniel Molloy los doscientos años des-de que Lestat de Lioncourt le convirtiese en vampiro. No sola-mente el vampiro recuerda la lengua y la sabe utilizar, sino que sus sentidos se agudizan y vive en una sociedad-otra sumergi-da en la noche, en aquellos espacios en los que puede esquivar el efecto mortal de la luz solar.

Otro caso es el de Soy leyenda39. El protagonista de la his-toria de Robert Neville, quien cree ser el único superviviente humano de una pandemia que ha convertido a toda la huma-nidad en vampiros. Pertrechado en su casa, con un generador de luz que le permite mantener una nevera llena de suminis-tros, que a su vez va reponiendo buscando reservas de comida en una furgoneta, Neville recibe la visita diaria de los vampi-ros a partir del crepúsculo. Durante toda la novela se repite la escena en la que su vecino Ben Cortman, convertido también un vampiro, y con quien iba antes al trabajo, le invita ahora a salir con la sencilla frase: «Sal, Neville».

Además, los vampiros de Matheson tienen una memoria re-ligiosa interesante. Neville descubre que la creencia en que los vampiros son rechazados mostrándoles la cruz es una supers-tición. Todo dependerá de qué religión han profesado en vida.

36 Bram Stocker, 1897, Drácula.37 Anne Rice, 1976, Entrevista con el vampiro.38 Neil Jordan, 1994, Entrevista con el vampiro.39 Richard Matheson, 1954, Soy leyenda.

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Neville lo descubre con un experimento realizado a su vecino Cortman, a quien captura y, tras dejarlo inconsciente, amor-daza. Cortman es judío. Neville coge una Torah y la muestra a Cortman, quien se retuerce.

Por último, en este mundo imaginado por Matheson, existe una sociedad-otra de infectados, enfrentados a los vampiros, con otras reglas, lo que llevará a la perdición a Neville, único humano, finalmente capturado.

Todos volvieron hacia Neville sus rostros pálidos. Neville les obser-vó serenamente. Y de pronto comprendió. Yo soy el anormal ahora. La normalidad es un concepto mayoritario. Norma de muchos, no de un solo hombre.”Y comprendió, también, la expresión de aquellos rostros: angustia, miedo, horror. Tenían miedo, sí. Era para ellos un monstruo terrible y desconocido, una malignidad más espantosa aún que la plaga. Un espectro invisible que había dejado como prueba de su existencia los cadáveres desangrados de sus seres queridos. Y Neville los com-prendió, y dejó de odiarlos. La mano derecha apretó el paquetito de píldoras40.

En el mundo de TWD, los supervivientes entran en un con-flicto sumamente interesante: por un lado, necesitan olvidar (amnesia) para poder sobrevivir; por el otro, necesitan recor-dar para mantener el sentido, la semiosis, la cultura. Recor-dar cómo se hacían las cosas antes —las formas culturales— es recurrente por parte de los personajes. Intentan remembrar cómo eran antes los sistemas de reglas de su propia cultura, qué aspectos deben ser recuperados y en qué forma. Desde las cosas más accesorias como el modo correcto de pescar hasta el establecimiento de castigos al asesinato o la división de tareas una vez que llegan a Alexandria.

Pero también el zombi representa un memento mori, es de-cir, un ser carente de memoria es el fulcro de una anamnesis no deseada por parte de los personajes. Con su presencia ase-miósica, el zombi, como aparición material, se ha desligado de

40 Ibid., pp. 179-180.

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su significado representado: el individuo zombi ha destruido la relación con su propio self, en un sentido goffmaniano. Igual que el difunto en su ataúd no responde ante los ruegos durante el velatorio, el zombi ha perdido su propio self. El zombi no atisba tan siquiera la puesta en escena de sí mismo, ha olvida-do el juego de las apariencias, se ha autoexcluido del mercadeo de la moralidad41. Siendo el self el conjunto de datos sociales que todo individuo transmite a los demás42, el zombi no sería más que los restos mismos de ese self, restos icónicos, un aire de semejanza con aquel que fue, como el que existe entre la ser real y su imagen visual, entre una fotografía y la persona de carne y hueso. Recuérdese que a los difuntos se les llena de cosméticos y se les viste con las mejores prendas para el acto del velatorio, con el fin de servir de último recuerdo. El zombi no puede conocer los cosméticos, pero sigue siendo un último recuerdo que se resiste a desaparecer.

Tan radical y profundo es este ejercicio de anamnesis, que incluso cuando han logrado llevar una vida alejada de los zom-bis, dentro de los muros de Alexandria, los personajes sienten que todo es un engaño, que no se puede ignorar lo que hay más allá de los muros. Existe aquí una modalización elabo-rada sobre un no-poder-ser y un no-deber-ser. Por un lado, el no-poder-ser establece un estado de no-conjunción, que se puede observar en las expresiones de extrañeza y la sensación de falsedad o de simulación que expresan los personajes; y, por el otro, el no-deber-ser marca la imposibilidad de olvidar.

El ser amnésico implica la pérdida de la personalidad, de la identidad subjetiva: el zombi es la impersonalidad radical. Es ser en cuanto ser, nada más. En un instante fulgurante (ca-racterístico de la aspectualidad de la muerte), el individuo, unidad partitiva de lo social, olvida su propia identidad y, con ella, toda la semiosis que es el núcleo fundamental de lo social (desparecen las estructuras sociales, las estructuras de paren-

41 Erving Goffman, La presentación de la persona en la vida cotidiana, Amorrortu, Buenos Aires, 1993, p. 281.42 Cf. ibid., pp. 278-281.

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tesco, etc.). La representación de la muerte en forma de olvido se da también en otras culturas: recuérdese el Leteo en la mi-tología griega, por ejemplo.

Algunas escenas de TWD, tanto del cómic como de la se-rie televisiva, ponen de manifiesto este conflicto suscitado por aquellos que en un instante pasan a engrosar la masa de zombis. La comunidad, ya asentada en Alexandria, es atacada por un rebaño de zombis, que consiguen franquear el muro defensivo de la ciudad, construido con tablas de metal refor-zadas con cemento en su base. Sin embargo, algunos puntos del muro son débiles, pues al terminarse el cemento se deci-dió reforzar la base con tierra. Precisamente es en ese punto donde los zombis consiguieron entrar. A pesar de que logra-ron repeler el ataque, Jessie, una habitante de Alexandria que había comenzado un romance con Rick, es devorada por un grupo de zombis. Rick, hay que recordarlo, se ha quedado viu-do tras el ataque que sufrió la cárcel a manos de los hombres del Gobernador de Woodbury, donde además perdió a su hija recién nacida, Judy —nunca se sabrá si la hija era de Shane. Cuando todo termina, mientras apilan los cadáveres zombis, Glenn encuentra a Jessie, por lo que no es capaz de rematarla, disparando a su cerebro.

Recordar sirve para mantener el mundo antes del apoca-lipsis, recordar sus reglas, las formas de aquel mundo, lo cual sirve de proyecto para el objeto del sujeto colectivo, que es el grupo de supervivientes: recuperar el mundo. Pero la anam-nesis constante del relato lleva a crear un trasfondo o un mar-co de sufrimiento que articula el dispositivo donde aparece el horror. Lo deseado (querer-ser) es el mundo perdido, pero se enfrenta no a los zombis como oponentes, sino a otros super-vivientes de los cuales Rick y los suyos van teniendo noticias a la par que se desarrolla la historia. Pero este aspecto lo abor-daré cuando trate el problema de la violencia.

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6. Automatismo versus conciencia

Una estructura como la que conforman en su unidad los zom-bis supone un isomorfismo del todo y de sus partes y de las partes entre sí. Es decir, se trata de seres que, encontrándose en una cierta situación, se comportan todos del mismo modo, de forma automática, escogiendo la misma reacción entre las muchas posibles. Se organizan en manada, son una masa que es manada. Obviamente, organizarse como manada es una de las posibilidades de comportamiento humano, posibilidad espontánea, estimulado por el número de componentes del colectivo. Se trata, en el caso de los zombis, de una organiza-ción inercial que anula la capacidad de elección individual. El ideal de comportamiento «gregario», de manada, se represen-ta como unidad en el ámbito de los significantes: sus gestos, gemidos, poses, tácticas, etc., deben ser comunes a todos los componentes de la manada. Lo individual es admitido solo en la esfera de lo que no es significante. Y, al analizar este tipo de comportamiento, Lotman termina: «Encontrándose en un co-lectivo de este tipo el hombre es aún semejante a un animal»43.

Toda cultura se protege de los sujetos que dañan el sentido. En la exaltación del polo de lo individual, aparece el enfermo mental (en el caso extremo de algunas enfermedades menta-les, como la paranoia o la neurosis, la división del mundo se-gún el enfermo se representa en la oposición «yo» vs «ellos»). En cambio, el zombi hipostasia el otro polo, la de la colecti-vidad que devora el otro polo, el individual, y convirtiendo a cada individuo en un mero autómata amnésico.

El zombi razona a mordiscos. Construye un insólito siste-ma de provocación que es su unidimensionalidad: sólo muer-de (camina y muerde: de hecho, en el cómic los llaman «ca-minantes», «merodeadores», «mordedores»). Y al solo mor-der reduce toda la realidad al hecho mismo de alimentarse. El cuerpo se hace carne, carne indiferente, carne triturada,

43 Jurij Mijailovich Lotman (1994), op. cit., p 41.

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mezclada. La carne es su única diferencia indiferente: segura-mente no distinguiría entre lo crudo y lo cocido: sigue siendo carne. El zombi elimina todo atisbo de subjetividad memoran-te /parlante y en su fagocitosis él mismo se convierte en carne.

El zombi es como el fondo indiferenciado en The Walking Dead. Es «el Fondo sin rostro quien habla, gruñendo»: es el portador de «elementos fonéticos estallados», de «valores tó-nicos inarticulados»44.

El zombi es el grado cero de la semiosis y, por esto mismo, es el opuesto de la cultura. Su comportamiento se aproxima más al de una manada. En él desaparece el conflicto, propio de la cultura, entre el individuo y el colectivo45. Es un casi-sujeto, su actividad se realiza según la repetición, una rutina que lo asemeja a la actividad de la manada, incluso más autómata todavía que la de las manadas. El zombi no es capaz de lexi-calizar su pasión, por tanto está lejos de poder aplicársele un análisis semiótico pasional. No existe la posibilidad tan siquie-ra de aplicar al zombi el esquema actancial: un ser absoluta-mente incompetente no podría ser sujeto actancial, por ejem-plo. Como mucho, podríamos definirlo como objeto mágico si analizamos algunos de los episodios de TWD, como cuando en Woodsbury se los utiliza como arma.

Como las historias que narra Diógenes Laercio a propósi-to de Diógenes el Cínico y Crisipo el Estoico, que creaban in-sólitos sistemas de provocaciones a fuerza de atiborrarse con glotonería, masturbarse en plaza pública, no condenar el in-cesto con madre, hija o hermana, tolerar el canibalismo y la antropofagia, y, al mismo tiempo, es casto y sobrio en grado extremo46; también el zombi crea un sistema de provocaciones que corroe el sentido, la semiosis. Pero en realidad, el zombi no conoce finalidad en sus actos. Está más allá del utilitaris-mo: precisamente por ello se encuentra eximido de todo juicio moral.

44 Cf. Gilles Deleuze, Lógica del sentido, Paidós, Madrid, 1990, pp. 173-174.45 Cf. Jurij Mijailovich Lotman (1994), op. cit., pp. 39-42.46 Cf. Gilles Deleuze (1990), op. cit., p. 164.

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Fotograma del primer episodio de la segunda temporada en el que Shane

comienza a entender que los zombis actúan en manada.

Las manadas de zombis son una masa abierta perfecta, en los términos en que los define un Elias Canetti.

La masa natural es la masa abierta, cuyo crecimiento no tiene lími-tes prefijados. No reconoce casas, puertas ni cerraduras; quienes se convierten en sospechosos. “Abierta” debe entenderse aquí en sen-tido amplio; lo es por todas partes y en cualquier dirección. La masa abierta existe mientras crece. Su desintegración comienza apenas ha dejado de crecer47.

El zombi actúa en masa, como cuerpos móviles en sintonía, cuyo conjunto, tanto en el cómic como en la serie de TWD, se les conoce como «rebaño» o «manada».

El acontecimiento más importante que se desarrolla en el interior de la masa es la descarga. Antes de esto, a decir verdad, la masa no existe, hasta que la descarga la integra realmente. Se trata del ins-tante en el que todos los que pertenecen a ella quedan despojados de sus diferencias y se sienten como iguales. […] En la descarga, se

47 Elias Canetti, Masa y poder, Alianza, Madrid, 1977, pp. 9-10.

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desechan las separaciones[, las jerarquías] y todos se sienten igua-les. En esta densidad, donde apenas hay hueco, donde un cuerpo se oprime contra otro, uno se encuentra tan cercano al otro como a sí mismo. Así se consigue un enorme alivio. En busca de este instante feliz, en que ninguna es más, ninguno es mejor que otro, los hom-bres se convierten en masa48.

Los zombis en manada. Primer episodio de la segunda temporada.

48 Ibid., pp. 11-12.

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Los rebaños. Portadas de los cómics números 59 y 79 de la versión estadounidense de TWD.

La masa de los zombis es una masa de acoso49: tiene una víctima, su única meta es devorar a los vivos, carne fresca. «La meta lo es todo. La víctima es la meta, pero también el punto de la máxima densidad: reúne las acciones de todos en sí misma. Meta y densidad coinciden»50. De hecho, los zombis se agrupan en aquellos lugares en los que hay vivos: en el vo-lumen 13, Heath, un afroamericano superviviente de Alexan-dria, y Glenn exploran Washington D. C. para encontrar unos medicamentos que puedan salvar la vida de un compañero herido por un zombi. Durante su incursión, observan desde el techo de un edificio cómo unos zombis se agolpan en un callejón: dentro hay hombres vivos completamente rodeados (páginas 52-54).

49 Ibid., pp. 51-56.50 Ibid., p. 51.

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La meta, no obstante, es una meta siempre aplazada. El zombi parece vivir en un movimiento ininterrumpido hacia la carne, no se detiene ante la consecución de la meta. Precisa-mente porque la finalidad última no es la carne, es su propio y unidimensional deseo lo que le mueve, no un fin o una fina-lidad. El zombi es alético por principio. De él desconocemos incluso su modos de supervivencia, si podemos aplicarle el término.

Sabemos que la estructura humana no es igual a la suma de las partes. Se funda sobre dos principios. Uno se basa sobre la unidad y conserva una forma arcaica de colectivo, aunque combinándose con una organización radicalmente diferente: el isomorfismo del todo y de sus partes significa que cualquie-ra de estas partes tomada una a una y el conjunto de las partes son, en determinados niveles, semejantes51.

En su movimiento homogéneo e isomorfo, el zombi parece carecer de autoconciencia, rasgo fundamental de la conciencia de sí mismo como imagen de un colectivo (la humanidad) y una parte, es decir, la conciencia de sí mismo. El comporta-miento del zombi es propio de una «dinámica isóbara» —en términos de Prigogine— o movimiento simétrico, según Lot-man: siempre podemos volver a su punto de partida, de un estado (caminar) a otro (devorar), en un ciclo constante e ininterrumpido.

En este sentido, todas las teorías socio-filosóficas incluyen en alguna medida una reflexión sobre las relaciones entre el individuo y la masa, el colectivo. Uno y otro, como lo explica Lotman, son vistos como dos puntos de partida de cualquier sistema:

En el intervalo, se piensa, encuentran su lugar todas las variantes de estructura social humanamente posibles: desde la romántica (o decadente, o en todo caso individualista) con su culto de la persona-lidad, a las varias formas de colectivismo, que en la apoteosis de la personalidad contraponen el culto de la masa. Esta última es imagi-

51 Cf. Jurij Mijailovich Lotman (1994), op. cit., pp. 41-42.

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nada como un conjunto unitario de carne, compuesto de miembros homogéneos, “una mano de millones de dedos, estrechada en un puño mortal52.

Los zombis representan el ideal de la plena unificación: «la pérdida de cualquiera de [los polos “yo”/“ellos”] destruye [la colectividad], transformándola o bien en la unión casual de partículas desconectadas o inconectables, o bien en una masa que sofoca el “yo” de cada uno», en el modelo de automatismo que Lotman observa en el ejército53. A diferencia de los zombis, otros imaginarios, como el medieval, han elaborado relatos de apariciones de pelotones de caballeros malditos que eran la inversión de las huestes feudales. A estas apariciones se las conocía, no en vano, como «ejército de los muertos», exerci-tus mortuorum54. Los zombis, en cambio, aniquilan cualquier estructura, aparecen como la anulación de toda relación de oposición y de diferencia o de inversión, hasta el extremo que el zombi como individuo no es más que carne homogénea55, es decir, el aniquilamiento de toda estructura pensante. El zombi es un autómata.

52 Ibid., p. 39.53 Ibid., p. 40.54 Jean-Claude Schmitt, Historia de la superstición, Crítica, Barcelona, 1998, p. 124.55 Esta idea de carne homogénea puede tener un apoyo en un término que todavía se mantiene en francés, el «charnier» (cf. Ariès id.: 32), próximo al latín carnis, del que deriva, y que en el habla popular pasó con el signi-ficado de «carne vieja» y que servía, en el Bajo Medioevo, para nombrar al cementerio y, posteriormente, al final de la Edad Media, para designar solamente una parte del cementerio, es decir, las galerías que recorrían los basamentos de la iglesia y donde se acumulaban los osarios.

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7. The Walking Dead: dos tipos de la violencia en oposición

Al ser unidimensional en su proto-pasión o proto-deseo de fagocitarse, difícilmente podemos establecer una jerarquía de «pecados capitales». Al no ser más que un proto-sujeto sin competencias (sociales), el zombi excluye cualquier diferen-ciación entre prohibiciones: sin diferencia no hay sentido, no hay semiosis… El zombi no puede hacer el mal, porque desco-noce por tanto las prohibiciones. El zombi no funcionaliza su violencia: sus actos —de canibalismo— son juzgados violentos desde el punto de vista de los vivos. Su violencia es biológica, si se quiere, como la de cualquier animal carnívoro y depreda-dor. La única diferencia es su insistente y tozuda antropofagia.

Frente a este marco de violencia, los supervivientes se re-sisten a usar la violencia entre ellos. Desde el inicio, Rick y los suyos se declaran en contra de hacer uso de la violencia dentro del grupo. El deseo irrefrenable de los zombis se manifiesta violentamente. El querer engendra una modulación «abierta» del devenir, un «enloquecimiento» o «irrupción intempesti-va». El estilo semiótico elegido en TWD es el de una articu-lación compleja entre dos modalidades: el querer y el deber. Para evitar la irrupción intempestiva del querer, los supervi-vientes se dan un sistema de reglas y de valores firmes. En la serie de televisión se presenta con fórmulas consuetudinarias como «no se mata a los vivos» (cuarto episodio de la primera temporada, titulado Chicos); en el cómic, «quien mata, mue-re». Pero ellos mismos se dan cuenta, con el transcurrir de los hechos, que no pueden mantener esta norma. Necesitan fun-cionalizar la violencia, dirigirla a una finalidad, que es el man-tenimiento de la vida del grupo. En varias ocasiones el propio Rick incurre en un grave conflicto moral, pues se da cuenta de que la norma que se habían dado («quien mata, muere») representa no un deber, sino un querer. Es tal su aversión por el mundo en el que están viviendo, donde la muerte es una presencia constante, que Rick desearía que no se matase.

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El grupo de Rick no tarda en decidir hacer uso de violencia con la finalidad de mantenerse con vida, tanto dentro como fuera del grupo. Otros grupos, como Los Salvadores, se man-tienen bajo el yugo de su cruel líder, Negan, por el terror que infunden sus acciones violentas. No es nada nuevo. El terror ha sido colocado tradicionalmente como fundamento de los regímenes despóticos, desde el phobos atribuido por los grie-gos a los orientales hasta la crainte que Montesquieu quería ver en Persia56. Recuérdese igualmente el fear of agonizing death al que atribuía Hobbes una función civilizadora… En TWD los supervivientes terminan comprendiendo que nece-sitan la violencia, no solo para enfrentarse a los zombis, sino para imponer un orden interno al grupo, una jerarquía de va-lores y de hombres —¿acaso hay alguna diferencia?

Es curioso que la lucha entre una violencia atélica de los zombis y una violencia funcional de los supervivientes se con-vierte en un elemento casi sin importancia durante el desa-rrollo de la historia. De hecho, en Woodbury, por ejemplo, la violencia «ciega» de los zombis es utilizada por el Goberna-dor, líder del grupo, como castigo lúdico contra forasteros o condenados: en una arena, los zombis son colocados como en los antiguos ludi romanos las fieras salvajes, atados con cade-nas. Los vivos deben combatir como lo hacían los gladiadores.

También ocurre lo mismo cuando Rick y Glenn, en la se-rie de televisión, hacen uso de los restos de zombis liquidados para entrar en Atlanta sin que los zombis en activo puedan reconocer el olor de la carne viva. En estos casos se ve clara-mente que los zombis no desempeñan el papel del objeto terri-ble u horrendo, sino que se manifiesta así su función de objeto mágico o adyuvante.

En Orange Clockwork57, la violencia funcional y utilitaria de las instituciones se oponía a la de su protagonista, Alex, y su grupo de «drugos», que practicaban una violencia lúdico-

56 Cf. Remo Bodei, Geometría de las pasiones, Fondo de Cultura Económi-ca, México, 1993, p. 83.57 Anthony Burgess, 1962, La naranja mecánica.

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estética sin finalidad. En el contacto entre Alex y el asistente social, Deltoid, este llega a afirmar que los actos vandálicos son más terribles cuanto menos justificados estén por una fi-nalidad práctica58. En cambio, TWD propone una lucha entre violencias funcionales. Ante la crueldad de otros grupos, Rick y los suyos recrudecen sus actos violentos. Se establece un dis-positivo conflictual con otros grupos, donde cada acto sirve de amenaza hacia el otro grupo. De hecho, el último número pu-blicado en castellano, el 19, lleva por título Marchamos a la guerra, y supone el inicio de la guerra contra los Salvadores de Negan, tras una escalada de amenazas mutuas previa, o, si se prefiere, una guerra fría.

Mientras tanto, muchos personajes caen, en ocasiones presa directa de la violencia que ejercen los supervivientes —como es el caso de Glenn, cuyo cráneo es golpeado espanto-samente por Lucille, mote del bate de béisbol que pertenece a Negan—; en otras, las víctimas caen presa de la desespera-ción.

De esta forma, tenemos dos formas de desesperación: la desesperación optimista59 y la desesperación pesimista. Se tra-ta de una recategorización pasional. En el estupendo análisis de Greimas y Fontanille (ivi) de la obra La Semana Santa, de Louis Aragon, se opone la desesperación pesimista del prota-gonista, Bernard, a la optimista de los hijos de la familia del rey. En el primer caso, Bernard, poco antes de suicidarse, no cesa de repetirse que «todo es mentira» y se comporta efec-tivamente como si todas las cosas poseyesen el mismo valor: todo posee el valor de lo insignificante. En el segundo, los hijos de la familia real distinguen cuidadosamente entre la ruptura del contrato fiduciario provocado por el rey y los príncipes y el contrato fiduciario que les liga a los valores monárquicos: «no

58 Cf. Gianfranco Marrone, La Cura Ludovico. Sofferenze e beatitudini di un corpo sociale, Einaudi, Turín, 2005, p. 33.59 Algirdas Julien Greimas y Jacques Fontanille (1991), op. cit., pp. 100-101.

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creen ya en su Destinador, pero creen aún más si cabe en el sistema de valores que los vinculaba a este»60.

Además, dentro de toda la articulación del relato, se destaca la aparición de todo un socio-idiolecto patémico, el de la clase media americana: el horror y la desesperación (no-poder-ser) se combinan con el optimismo y el esfuerzo. La declinación parece asemejarse a algunos de los valores más destacados del sistema social americano: el esfuerzo y el valor de la comuni-dad. Pero aquí estaríamos entrando en el plano de las taxo-nomías connotativas, que sería interesante profundizar y que dejaremos de lado en el presente estudio.

Esta articulación, que puede ser más o menos compleja, nos permite describir los procesos inter-modales por los que pasa el relato de TWD. Por ejemplo, la desesperación optimista se ve declinada en el número 17 del cómic (Algo que temer) en resignación («Conformidad, tolerancia y paciencia en las ad-versidades»): Rick insta a su comunidad a someterse como la única vía de salvación. Se trata ahora de saber-no-ser y de un no-poder-no-ser. Mientras el desesperado es un sujeto moda-lizado por la modalidad regidora del querer-ser, además de un deber-ser, y, por otro lado, este no puede ser y sabe no ser, ahora la resignación lleva el querer «resistente» a un querer «suspendido». El resignado está dominado por un deber-ser.

Resignada se muestra Carol. Ha intentado suicidarse tras saber que Tyresse, su compañero sentimental, la ha engaña-do con una incógnita aún, y recién incorporada, Michonne. Su desesperación proviene de la sensación de que está siendo siempre juzgada por los demás. En el juicio está la encarna-ción de la norma. Su intento de suicidio es juzgado mal ética-mente. Ella decide dejarse devorar por un zombi sin oponer resistencia.

La desesperación optimista, la lucha contra la resignación, donde lo deseable (querer-ser) domina sobre lo inevitable (de-ber-ser) es Rick. Su vía crucis culmina con la herida de su hijo

60 Ibid., p. 101.

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Carl: al intentar huir de la invasión de zombis en Alexandria, una bala perdida se alojó en su ojo derecho. Tras ser operado, Carl entró en coma, y Rick, al borde de la cama donde se re-cupera el comatoso Carl, expresa sus intenciones en voz alta: «nos convertiremos en un ejército para protegernos».

Secuencia del cómic en la que Carol, después de haber sido traicionada por Tyresse, decide suicidarse.

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Secuencia en la que Rick habla a su hijo Carl, en coma, hablándole de una nueva «esperanza».

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8. Conclusiones sin conclusión

TWD no pretende asustar a nadie, o al menos eso mismo de-clara su creador, Robert Kirkman. El horror no proviene de la mostración de determinados objetos cuya deformidad o monstruosidad sabría despertar en los destinatarios el senti-miento intenso y ominoso de lo terrible. El zombi es defor-me, sí, es monstruoso, y, como he podido argumentar, es un signo de vaticinio sobre el futuro, como cualquier monstruo: el zombi anuncia el final definitivo de la cultura. Su inversión de la representación del cuerpo, donde lo interno se hace ex-terno y la piel acaba cubierta de vísceras y sangre, los dientes putrefactos asoman por entre sus labios corroídos, todos es-tos elementos, aunque terribles como podía ser la máscara de Gorgo, no es realmente el objeto del horror que nos transmite la semiosfera de TWD.

Es cierto que la figura del zombi que he explorado comparte con Gorgo el hecho de ser una Potencia de Terror, asociada a «Espanto, Derrota y Persecución, que hielan los corazones»61. A diferencia de Gorgo, el zombi es una figura que representa una cierta normalidad: la que viven los personajes de TWD. Las apariciones del zombi en el relato se vinculan a una con-ciencia de un peligro reinante. TWD es un mundo en estado de sitio. Gorgo, en cambio, aparece en el campo de batalla, como representación de prodigio, monstruo, en forma de cabeza te-rrible y horrenda. Gorgo es la furia bélica. El zombi está en el otro extremo: es la expresión de una normalidad, un estado de cosas.

El zombi de TWD es, en todo caso, un ser limítrofe: se en-cuentra más allá de muros, vallas, cercas, etc., y su forma revis-te las características de oposición a la cultura. Para empezar, pude describir su afasia como una consecuencia de su amnesia total. Y pude relacionar este hecho con su automatismo. Estas tres características hacen jugar al zombi el papel de una fuer-

61 Jean-Pierre Vernant (2001), op. cit., p. 55.

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za ciega que amenaza completamente a la cultura. Los zombis obstaculizan la circulación del sentido que representa la cultu-ra, aniquilan la norma, que representan los supervivientes de TWD. Su aniquilamiento máximo proviene de su convencido canibalismo, regla cultural inquebrantable.

Los dispositivos modales y patémicos del horror en TWD son complejos. El zombi no es más que una regla de un juego: los supervivientes deben contar con esta regla para seguir con vida. En ocasiones incluso los zombis son un objeto modal que sirve para una finalidad ulterior, como vimos en el caso de la comunidad de Woodsbury. Los vivos utilizan la proto-moda-lización unidimensional del zombi para sus propios objetivos. Pero ellos no son el objeto que genera el horror: los zombis de TWD dan pena, mientras que los supervivientes que usan una violencia no modalizada, cuanto menos aparentemente atéli-ca, son los que motivan el horror.

El horror entra dentro de una serie de intersecciones de este dispositivo, donde la desesperación pesimista engendra actores resignados que se dejan devorar, donde la lucha vio-lenta entre los supervivientes regida por un deber-ser lleva a un querer, como el personaje Negan, líder de los Salvadores, que hemos analizado, una violencia que, aunque obligada en un principio, se convierte finalmente en placentera. La deses-peración se engendra en la no-conjunción de los supervivien-tes con su objeto: ellos desean recuperar un mundo perdido, el anterior a la aparición de los zombis. Un mundo reglado que se sitúa en el pasado y que los personajes proyectan en el futuro.

El suicidio de personajes resignados, como Carol, genera en el resto de personajes y en el destinatario horror: un hecho es-pantoso es el caer resignado. El vía crucis de Rick y sus amigos es un canto a la esperanza, a un poder-ser, que articula toda la serie de modalizaciones de sus personajes.

El zombi puede ser una figura que represente un horror pri-mario, una consecuencia del peligro constante que reina en TWD, pero en realidad es una pieza fundamental dentro de un

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dispositivo textual más complejo. Es una figura mediadora de los conflictos de los supervivientes, representa el polo extremo de las acciones más violentas imaginables: una violencia sin justificación, sin finalidad, que se opone a la violencia justicie-ra cuyo sujeto son Rick y los suyos.

Un texto sin fin es imposible, aunque su propio creador ha afirmado: «The Walking Dead será la película de zombis que nunca acaba»… También de los zombis desconocemos su final como actante colectivo, como manada.

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el horror Como textualidad en la óPera romántiCa

Manuel A. Broullón-Lozano

Universidad de Sevilla — Asociación Española de Semiótica (AES)

Resumen: La experiencia del horror aparece como un signo habitual en la música romántica. Especialmente en las óperas de Giuseppe Verdi, el horror constituirá un ciclo iconográfico de singular relevancia. Además, tras la experiencia de Macbeth en 1848, las composiciones verdianas desvelan una cierta complejidad en lo que se refiere a la melodía y a la ejecución, lo cual es competencia exclusiva de cantantes y directores de escena. Este trabajo pretende analizar dos roles verdianos como son Lady Macbeth y la gitana Azucena de Il Trovatore con tal de indagar en torno a la expresión del horror en el interior de una textualidad no obstante abierta a diversas interpretaciones.Palabras clave: Ópera, música romántica, Giuseppe Verdi, Il Trovatore, Lady Macbeth.

Abstract: The experience of horror appears as an usual sign at the romantic music. Specially on Giuseppe Verdi’s operas, horror will be an important iconographic fact. In addition to this, after the experience of Macbeth on 1848, Verdi’s compositions reveal a complexity respect to melody and execution, which is an exclusive task of the singers and stage directors. This essay may analize two verdian roles such as Lady Macbeth and Il Trovatore’s gypsy Azucena to deal with the expression of horror inside a textuality opened to different

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interpretations.Keywords: Opera, romantic music, Giuseppe Verdi, Il Trovatore, Lady Macbeth.

1. Introducción

La ópera romántica está indeleblemente marcada por la expe-riencia del horror. Tal es el gusto de toda una época: el siglo XIX en su reacción irracionalista contra el Siglo de las Luces1. Así pues, en el panorama musical de 1800, todavía resonaba el eco tenebroso del Commendatore venido de los infiernos al final del acto segundo del Don Giovanni (1787), aun cuando el genio finisecular de Wolfgang Amadeus Mozart estaba prácti-camente olvidado en favor del deslumbrante Giacchino Rossini a partir de 1810. No es pues de extrañar que los compositores y libretistas posteriores eligieran argumentos repletos de ele-mentos que hacen emerger en la superficie del theatrum mentis las más oscuras profundidades de la psicología humana incluso décadas antes de las primeras investigaciones psicoanalíticas de Sigmund Freud sobre el subconsciente y la fragmentación del «yo». Dicho fenómeno no solo se observa en el plano del contenido, esto es, en la elección de los temas o en los ciclos iconográficos que estos evocan (imágenes infernales, delirios,

1 Partiendo de la hipótesis de que el romántico «no quiere concebir las antítesis como antítesis» de Nietzsche en su elogio a Wagner, en el volu-men II de la Historia Social de la Literatura y del Arte, Arnold Hauser (Guadarrama, Madrid, 1969, p. 349) define el Romanticismo como «ro-manticismo enfermizo» por oposición al racionalismo ordenador del Siglo de las Luces: «¿por qué se han de exagerar y deformar las cosas si uno no se siente inquieto y desazonado por ellas? […] Aquello a lo que el romántico se aferra es, bien considerado, insignificante; lo definitivo es su temor al presente y al fin del mundo». Se rasga así el velo de la transcendencia, lo oculto se hace presente y el sujeto queda suspendido entre el ilusionismo y el éxtasis ante algo que le supera y cuya experiencia sobrepasa los límites de lo sensible y de la inteligibilidad.

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apariciones fantasmagóricas, posesiones diabólicas, etcétera), sino que, desde el plano de la expresión, la experiencia estética que las composiciones operísticas decimonónicas promueven es siempre una experiencia musical patética en la complejidad tanto de la armonía como de la melodía y de la instrumenta-ción, en un declive progresivo del género cómico que práctica-mente cierra el Barbiere di Siviglia rossiniano (1816)2.

Dicha experiencia patética se despliega fundamentalmente a través del elemento permanente en la ópera, esto es, a través del medio musical, actualizado no obstante con un margen de novedad en cada ejecución. En este sentido, la ópera romántica italiana, en concreto, ha sido siempre partidaria del exceso. Y es que, tras la experiencia prerromántica belcantista presidida por la figura de Giacchino Rossini, los papeles protagonistas femeninos requieren de todo un virtuosismo vocal capaz de ex-presar los abismos humanos más tenebrosos. A saber: si Vin-cenzo Bellini despliega melódicamente todo el furor de Norma (1831) enfrentada a las visiones destructoras de los amantes ilegítimos Pollione y Adalgisa, en ese mismo año, Gaetano Do-nizetti conquistará las cumbres del subconsciente con La son-nambula. Allí, Amina (tesitura de soprano) es presa de una doble personalidad en una experiencia onírica prefreudiana durante las arias «Come per me sereno» o «Ah! non credea mirarti». Finalmente, y como punto de no retorno, en la lar-guísima aria «Il dolce suon» de Lucia di Lammermoor (1835), Donizetti desplegará por medio de la virtuosa melodía de una soprano ligera de coloratura un sinfín de imágenes alucinóge-nas al tiempo que la flauta travesera evoca la presencia fatua del fantasma de la antepasada que atormenta a Lucia Ashton.

2 La «ópera seria» parece imponerse sobre la cómica… si bien esta no des-apareció del todo a la vista de obras plenamente románticas como pueden ser La hija del regimiento de Gaetano Donizzetti (1840), la ironía del últi-mo Verdi (quien cierra su Falstaff con el coro «tutto nel mondo è burla» en 1893) o incluso Los maestros cantores de Nüremberg de Richard Wagner (1868), la única de este género en el repertorio del maestro alemán.

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2. Objeto y método

A la vista del vastísimo conjunto que supone la ópera del siglo XIX, se elegirá para este estudio la obra de Giuseppe Verdi (1813-1901). Y, en concreto, la voz femenina en rol co-prota-gonista o secundario como vehículo privilegiado de la expe-riencia del horror patético romántico a través de dos papeles capitales en la obra de dicho autor: Lady Macbeth (Macbeth, 1848) y la zíngara Azucena (Il Trovatore, 1853), ya en el perio-do verdiano de madurez en este segundo caso.

La primera de ellas, Lady Macbeth, en un aspecto general y abstracto, por ser el momento fundacional a propósito del cual Verdi manifestará su voluntad expresa de producir la ex-periencia límite del horror por medio del lenguaje musical y de la voz como sustancia expresiva. Funcionaría por lo tanto a modo de manifiesto o de regla metalingüística para la correcta lectura de los textos de esta clase. La segunda, Azucena, de un modo concreto y material, será abordada en la ejecución de Marie-Nicole Lemieux en su conjunto tanto musical como escénico a partir de la propuesta de Alvis Hermanis bajo la dirección musical de Daniele Gatti del 14 de agosto de 2014, por representar un pacto interesante entre todos los signos que conforman ese código semiótico integrado que es la ópera.

Para ello se empleará en este trabajo aquel enfoque que en-tiende la música como discurso, sea de la parte del análisis generativo según Kofi Agawu3 o del lado de la experiencia es-tética de acuerdo con la síntesis que realiza Stefano Jacoviello en su libro La rivincita di Orfeo: sperienza stetica e semiosi nel discorso musicale4. Para el estudio de la dimensión escé-

3 Kofi Agawu, La música como discurso. Aventuras semióticas en la músi-ca romántica, Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2012.4 Stefano Jacoviello, La rivincita di Orfeo. Esperienza estetica e semiotica del discorso musicale, Mimesis Edizione, Milán-Udine, 2012.

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nica se acudirá con frecuencia a la concepción topológica de la Semiótica de la Cultura5.

3. Una voz fea para Lady Macbeth

En 1848, con su ópera Macbeth ya estrenada, Giuseppe Ver-di escribe a su amigo Salvatore Cammarano a propósito de la virtuosa voz de la soprano Eugenia Tadolini que, en aquella ocasión, interpretó al ambicioso personaje de la noble esco-cesa: «Tadolini es una estupenda figura de mujer, y a mí me gustaría que Lady Macbeth fuera fea y maligna. Tadolini canta a la perfección; y preferiría que Lady no cantara en absoluto. Tadolini tiene una voz maravillosa, clara, límpida y fuerte; y me gustaría más que la voz de Lady fuera ronca, hueca, sofo-cada. La voz de Tadolini tiene algo de angelical. La de Lady debería tener algo de diabólico»6.

Sin embargo, ¿produce la presentación de este personaje en el aria del acto I «Oh tutti sorgete ministri infernali» una ex-periencia propiamente de horror? Si definimos el horror con el Diccionario de la Real Academia de la Lengua7, podría ar-gumentarse entonces que ni la estructura armónica ni el des-pliegue melódico pueden asociarse desde el punto de vista es-tructural con la deformidad, esto es, con la ausencia de forma musical, con la disonancia musical. Habrá que esperar a los cromatismos de Richard Wagner en el Tristán (1865), en pri-mera instancia, y aún hasta las experiencias vanguardistas del dodecafonismo de Arnold Schöemberg ya en el siglo XX, para

5 Jurij M. Lotman, Semiótica de la Cultura. Introducción, selección y no-tas de Jorge Lozano, Cátedra, Madrid, 1979.6 John Roselli, Vida de Verdi, Cambridge University Press, Madrid, 2001, p. 62.7 «Sentimiento intenso causado por una cosa terrible y espantosa, ordina-riamente acompañado de estremecimiento y horror, […] atrocidad, mons-truosidad, enormidad».

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asistir a tal deformidad armónica y melódica capaz de desvelar el más allá de los límites, lo incognoscible, la transcendencia.

En «Oh tutti sorgete» es la ejecución de esta aria lo que nos desvela la imponente y arrolladora personalidad de Lady Macbeth, ya prevista en el esquema de curva climática ascen-dente presente en toda la escena. Es por tanto un factor de la ejecución, de esa voz presuntamente fea que Verdi quiso, el que da materia y forma a una pasión desenfrenada: la vo-luntad de poder. Desde un punto de vista semiótico se defini-rá la «pasión» como «una organización sintagmática de los estados del alma que se opone a la acción, entendiendo por ello la vestidura discursiva del estar/ser modalizador de los sujetos narrativos»8. Y es que la ópera romántica es un tipo de discurso cuyo contenido habla fundamentalmente de gran-des pasiones, más que narrar sucesos del tipo que sean. Nor-malmente el suceso queda en segundo plano y hasta fuera de escena mientras que a lo que asistimos es al despliegue del sentimiento que este provoca. La narrativa da un paso atrás. Incluso se podrá argumentar a menudo la banalidad y hasta la incoherencia de una gran parte de los libretos de ópera. Es por el contrario en el conjunto musical y escénico (que modela al texto de base dando forma a aquellas pasiones) en donde emerge la experiencia estética para quien escucha y contem-pla.

Sí, las pasiones son realidades textuales que responden a unos códigos y a una historicidad9. También en el seno del discurso musical. En la ópera romántica italiana cabe pregun-tarse por esta prevalencia del /ser/ en el aria, una forma enun-ciativa que privilegia el monólogo interior, sobre el /hacer/ y la interacción propios del teatro: Lady Macbeth, que urde sus planes en secreto, durante los momentos previos a esta esce-na, acaba de recibir un mensaje: «Duncano sarà qui… qui? Qui

8 Algirdas Julien Greimas y Joseph Courtés, Semiótica. Diccionario razo-nado de la Teoría del Lenguaje, Gredos, Madrid, 1982, p. 187.9 Algirdas Julien Greimas y Jacques Fontanille, La semiótica de las pasio-nes, Siglo XXI, México, 2002.

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la notte?» (¿Duncan estará aquí… aquí esta noche?). La pre-sentación de Lady no consiste en la profanación y usurpación de la corona escocesa mediante el regicidio, sino en la proyec-ción de su desatada pasión por el /poder/, verbo fundamental de acuerdo con la semiótica generativa, que es capaz de moda-lizar todo programa narrativo y de configurar todo enunciado en torno a sí. Por ello, para Lady Macbeth, es el momento de invocar a los poderes oscuros e infernales con el fin de que acudan en ayuda de sus terribles planes antes de consumar la conquista del poder. Entonces, Lady enuncia y entona esta cabaletta que no es ya un conjuro, sino el desenredarse y mos-trarse en plenitud de su atroz ambición con toda la iconogra-fía pertinente: la noche, la posesión diabólica, la traición y, en último lugar, el puñal, la última palabra proferida según el libreto: «Or tutti sorgete, ministri infernali,/ che al sangue incorate/ spingete i mortali!/ Tu, notte, ne avvolgi di tenebre immota;/ qual petto percota non vegga il pugnal!»10.

Como Cervantes en el episodio del Vizcaíno de El Quijote11, Verdi nos deja en pausa, con la mano en alto blandiendo el acero antes de dar el golpe mortal. ¿Por qué? ¿Por qué Verdi detiene la acción? ¿Por qué la ópera parece despreciar el /ha-cer/? Pues bien: en la opinión del crítico y biógrafo de Verdi John Rosselli, la respuesta pasa por la entonación y por la sus-tancia musical misma, especificidad de la ópera. A propósito de una situación similar en la ópera Il Trovatore, dicho autor comenta a propósito de la cabaletta del final del Acto III: «A Manrico, el robusto tenor verdiano de esplendor meridional, se le encarga la caballetta “Di quella pira”, el equivalente vocal de una piedra lanzada con una honda. Verdi probablemente toleró los Do altos no escritos; cuando se representa como de-bería ser no permite que nadie se pregunte “¿por qué no sales

10 «¡Surgid, pues, ministros infernales,/ que animáis y excitáis a los mor-tales/ a cometer crímenes, a verter sangre!/ Y tú noche, envuélvenos en eternas tinieblas/ para que el cuchillo no vea el pecho al que hiere».11 Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Espasa, Madrid, 2011, p. 109.

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corriendo y rescatas a tu madre de la hoguera en vez de cantar sobre ello?”»12.

Efectivamente, la orientación climática de toda la escena en forma de «curva de intensidad»13 (prevista por la estructura verdiana propia de la etapa posterior a Macbeth de recitati-vo, aria, scena y caballeta) relanza las pasiones e incremen-ta la significación del signo ahora inserto en el texto musical, generando una impresión acústica capaz de expresar aquella oscuridad del atroz proyecto performativo de Lady. Siguiendo el modelo rossiniano, en esta sintaxis estructural, la última de las partes es la más brillante en términos de timbre y textu-ra (si sobreagudo en el caso de «Tutti sorgete» en Macbeth, resuelto por las cuerdas con una escala cromática descenden-te y cadencia auténtica perfecta apoyada por los metales), y también de dinámica en lo que se refiere al tempo. Se puede decir, entonces, que el personaje no aparece simplemente en escena, sino que irrumpe con una violencia capaz de suscitar una potente experiencia estética por medio del motivo musical expuesto y desarrollado en el tiempo en periodos musicales sucesivos.

12 John Roselli, op. cit., p. 114.13 Kofi Agawu, op, cit., p. 110.

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Figura 1. Partitura de «Oh tutti sorgete…».

Inserta en el conjunto de una textualidad cuyos códigos se activan, la música verdiana es, pues, una música que apuesta decididamente por la expresión de la experiencia al límite del horror, presente en los pasajes melódicos más complejos de personajes memorables como la Violetta de Traviata, la reina Elisabetta del Don Carlo o la bruja zíngara Azuzena en Il Tro-

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vatore, la cual se estudiará a lo largo de las páginas siguientes. Y no solo porque aparezca a menudo la palabra «horror» como contenido léxico explícito, sino que, por medio de la entona-ción14, de la puesta en discurso musical por medio del disposi-tivo de enunciación que le es propio, los personajes despliegan y proyectan sus pasiones eufóricas o disfóricas. En este em-peño, y ya que se habla de ejecución, habrá de atenderse a la dimensión escénica de la ópera, en tanto que esta constituye el otro elemento sustancial de dicha forma de expresión artísti-ca. Al ocuparse de la experiencia plástica, la puesta en escena tiene el cometido de presentar y representar el horror mate-rialmente. Si este ha sido definido como lo que está más allá de los límites sensoriales y experienciales, su manifestación solo podrá realizarse por medio de la traducción, esto es, de la incorporación a un código descifrable. Es por ello por lo que elegiremos una puesta en escena concreta que pueda arrojar luz al respecto, sin olor a naftalina ni decorados de cartón que, tradicionalmente, se achacan al espectáculo operístico como demasiado falsos y, francamente, insignificantes más allá de una mera ilustración teatral.

4. Azucena

Se analizará a continuación la puesta en escena de Il Trova-tore bajo la dirección musical de Daniele Gatti y escénica de Alvis Hermanis, estrenada en el Festival de Salzburgo el 15 de agosto de 2014, con Plácido Domingo como el Conde de Luna, Anna Netrebko como Leonora, Francesco Meli en el pa-pel de Manrico y la contralto francesa Marie-Nicole Lemieux encarnando a Azucena. Se ha elegido esta versión porque pa-rece proponer importantes cuestiones tanto musicales como escénicas. En especial, en lo que se refiere a la activación de

14 Boris Asafyev, «The Theory of Intonation», en Raymond Monelle, Lin-guistics in Music, Routledge, Nueva York, 1992, pp. 274-279.

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los códigos, los cuales se ponen de manifiesto en una cultura como la nuestra en la que los valores caballerescos de una obra como Il Trovatore no son precisamente de rabiosa actualidad.

Cuando se alzó el telón en Salzburgo el 15 de agosto de 2014, el espectador no se encontró con el universo plástico trovadoresco de la obra de teatro original firmada por García Gutiérrez, la cual sirvió a Salvatore Cammarano para elaborar el libreto de la ópera verdiana. Por el contrario, lo que surge en escena es un museo al estilo de las grandes pinacotecas euro-peas. A juzgar por el aspecto y la compostura, podría tratarse de la Galleria degli Uffizi de Florencia, del Prado en Madrid o de la National Gallery de Londres. Allí, naturalmente, hay turistas armados con cámaras de fotos, audioguías y abanicos. Ferrando, el soldado veterano al servicio del Conde de Luna que abre la ópera, no aparece por ninguna parte. O al menos en un principio. Pronto, y por sorpresa, este personaje se se-ñala a sí mismo en el guía de aquel grupo, que contará y can-tará la historia de la bruja zíngara a un grupo de visitantes que hace las veces de coro de soldados, mientras que señala con su puntero los distintos cuadros dispuestos en la gran sala. En seguida nos damos cuenta de que todos estos cuadros ejercen una suerte de narración paratextual (al modo de un retablo gótico o barroco que cuenta la historia sagrada a través de la yuxtaposición de cada uno de sus elementos) puesto que com-parten un mismo ciclo iconográfico: la maternidad.

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Figura 2. Escena I, Acto I de Il Trovatore de Salzburgo.

La articulación del horror desde un punto de vista espacial es fundamental en esta puesta en escena para la activación de los códigos («code swithching» en palabras de Erving Goff-man15). Pero el sortilegio por el que todo se traduce al universo pictórico no se produce sin más, puesto que la demarcación de una frontera espacial dentro/fuera y principio/fin (que pue-de asociarse al comienzo y al final de la estructura narrativa… pero también al marco de la obra pictórica), tal y como la es-tudia la semiótica de la cultura, se corresponde también con funciones expresivas del discurso musical.

En este contexto, la primera aparición de la zíngara Azuce-na (Marie-Nicole Lemieux) se plantea bajo la máscara de una simpática guía turística que muestra a un grupo de visitantes varios cuadros de gran formato con el mismo motivo pictóri-co común de la maternidad. Desde el momento en que, en un delirio durante sus nerviosas explicaciones, la guía se desma-ye y se convierta en la zíngara adoptando sus indumentarias,

15 Erving Goffman, «Footing», Semiotica 25, 1979, pp. 1-29.

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este será el ciclo iconográfico que la acompañe. Su comporta-miento en escena y su entonación entran en conversación con aquellas imágenes de sagrada maternidad, vínculo que la une al mismo tiempo a Manrico y a aquella oscura leyenda de la bruja que la atormenta en sus sueños.

Figura 3. Disposición escénica justo en el instante del desvanecimiento de Azucena.

Desde el punto de vista musical, venimos del luminoso coro del yunque con los alegres tintineos y siempre en modo mayor y tempo de binario de marcha. Pasamos entonces a una sub-división ternaria que complejiza el ritmo y en modo menor, en un fraseo controvertido que va desplegando cada uno de los periodos poco a poco mediante abundantes grupos de se-micorcheas con puntillo en cada parte débil del compás hasta llegar a la cadencia resolutiva absoluta en donde acontece el desmayo. Por otra parte, y desde ese momento, la experien-cia del horror de las visiones infernales aparecerá lexicalizada y musicalizada en una sola frase: «mi vendica! Mi vendica!», que evoca el grito de auxilio de la madre de Azucena ardien-do en la hoguera inquisitorial. Esta frase, que es persistente desde el punto de vista musical, al modo de un leitmotiv, se apodera de la identidad de la guía hasta transformarla a ella misma en el personaje de su relato una vez que se restablece del desmayo. Es la pasión de ese sentimiento materno-filial,

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una vez más, lo que relanza al personaje invistiendo su /ser/ y su performance posterior. Desde entonces todo cambia, y guías y visitantes de aquel museo se traducen al universo na-rrado por las pinturas, a la historia de la bruja zíngara hasta llegar al fatal desenlace, punto máximo de desvelamiento del horror padecido por alguien que observa, en este caso, el Con-de de Luna como superviviente del fratricidio: «era tu herma-no… ¡has sido vengada, oh, madre! […] ¡Qué horror, y yo vivo aun!».

Figura 4. Partitura del final de la Escena II del Acto II.

5. Discusión y conclusiones

La experiencia romántica del horror pasa, desde el punto de vista musical y escénico, por una serie de codificaciones pre-vistas en una textualidad coherente en sí misma. Sin embargo, para alcanzar la experiencia estética, no se trata de realizar una exégesis profunda que descubra los valores ocultos de un mensaje codificado en un lenguaje críptico y reservado para los iniciados en sus misterios, sino de entender el acto inter-

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pretativo como una forma de ejecución efectiva y real. De he-cho, en el lenguaje musical, «interpretación» y «ejecución» de una partitura son términos sinónimos. Es en realidad en la in-terpretación materializada de la obra en donde la sustancia de la ópera puede ser comunicada y comprendida. De este hecho se desprende la primera conclusión: la ópera como expresión artística es un arte efímero que sólo existe en tanto que es eje-cutada. O, al menos, solo alcanza la condición de discurso en la medida en que es enunciada en una doble dimensión o a través de dos dispositivos: el musical y el escénico. Si bien el aspecto musical presenta pocos problemas en lo que se refiere a la inmanencia de una escritura que le sirve de base, el aspec-to escénico, como se ha visto, ha de ser traducido según cada época para revivir los códigos que tal vez se han borrado en la memoria colectiva a causa de la usura, del uso y abuso de esas mismas formas, y perdido por consiguiente el valor informati-vo exigible a toda comunicación artística.

De otra parte, la experiencia estética suscitada por el dis-curso musical, en aquella exposición de las pasiones que pri-vilegia formalmente la modalidad del /ser-estar/ sobre el /ha-cer/ (la acción dramática o la performance), conduce a definir las Artes del Espectáculo Vivo como medios privilegiados de persuasión (/hacer creer/), o aun mejor dicho, de seducción, en el momento en que el telón se eleva y descubre el universo escénico, derribando a través de un cierto pacto comunicativo inmersivo la frontera entre el lado de allá y el lado de acá. En este contexto, el horror es una experiencia privilegiada para lograr dicha implicación sensorial y afectiva. Desde la Semió-tica de la Cultura, Jurij M. Lotman explica este fenómeno de co-implicación sensorial y emotiva a través de los mecanismos que le son propios al texto artístico: «el ejecutor para mí es él, pero yo fundo todos sus discursos y sentimientos en mi yo»16. La música de Giuseppe Verdi, cuando es ejecutada como debe,

16 Jurij M. Lotman, Cultura y explosión. Lo previsible y lo imprevisible en los procesos de cambio social, Gedisa, Barcelona, 1998, p. 59.

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con virtuosismo y fuerza pasional, aún hoy nos seduce y nos persuade para dirigirnos hacia la experiencia límite del horror.

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lo grotesto y lo siniestro en la rePresentaCión del Ciego y la Ceguera

Arturo Ávila Cano

Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

Resumen: El ciego y la ceguera forman parte esencial de nuestra memoria histórica. Sujeto y tema han sido ampliamente representados. Nuestra historia sobre los ciegos y la la ceguera es ancestral y está formada por «tiempos heterogéneos y memorias entrelazadas» en las que convergen ansiedades y antiguos temores que nos han llevado a crear estereotipos y prejuicios hacia ellos. En este texto me propongo estudiar algunas representaciones sobre los ciegos y la ceguera desde lo grotesco y lo siniestro; es decir, desde el horror.Palabras clave: Ciego, ceguera, teorías de la discapacidad, empatía, memoria, grotesco, horror, poéticas, representación, revelación, siniestro.

Abstract: The blind and the blindness are an essential part of our historical memory. This subject and this topic have been widely represented. Our history about the blind and the blindness is formed by «heterogeneous times and intertwined memories» where ancestral anxieties and fears converge and led us to build stereotypes and prejudices toward them. In this paper I will study some representations about the blind and the blindness where the grotesque and the sinister highlights; that is to say, the horror.Keywords: Blind, blindness, disability theories, empathy, memories, grotesque, horror, poetics, representations, revelation; sinister.

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El ciego y la ceguera forman parte fundamental de nuestra memoria histórica. Debido a la peculiar fascinación que este sujeto y este tema han ejercido entre «aquellos que podemos ver», el ciego y la ceguera han sido ampliamente exhibidos, expuestos y representados. Si entendemos la representación como una «presentación recalcada», como la reconfiguración de la ausencia de algo y no como la pura y simple presenta-ción, no como una «copia de la cosa»; es decir, que no repre-sentamos algo sin exponer su valor o su sentido...1, habría que reconocer entonces que la representación del ciego y la cegue-ra ha sido normada por diversas retóricas; dichas retóricas descansan en construcciones culturales que han dictaminado a la discapacidad visual como una fatalidad, como el resultado de un destino trágico, como el síntoma de una culpa, de un pe-cado o bien como la metáfora de la maldad, la ignorancia o la indolencia; además esas retóricas inciden decididamente en la fabricación de materiales sensibles sobre el ciego y la ceguera.

El ciego ha sido representado en alegorías, evangelios, re-latos seculares, estudios científicos, reflexiones filosóficas, ro-mances medievales, sátiras, tragedias, testimonios históricos; incluso su representación ha sido objeto de interés estético. Asimismo la ceguera ha sido utilizada como un recurso me-tafórico para representar el infortunio, la corrupción, la oscu-

1 Entiendo la representación como la presentación de un objeto o suceso destinada a una mirada determinada, «la palabra designa la puesta en es-cena de personas o cosas como si vivieran frente a nosotros… La represen-tación es una presencia presentada, expuesta o exhibida. No es entonces la pura y simple presencia: no es, justamente, la inmediatez del ser-puesto-ahí, sino que saca a la presencia de esa inmediatez, en cuanto la hace valer como tal o cual presencia». La representación se desarrolla bajo un estilo, y cuando la representación está ligada al quehacer de una institución, se legitimiza y se normaliza. Asimismo, comparto la idea de que toda repre-sentación es una reconfiguración, más que una simple reproducción de los hechos y que se desarrolla bajo ciertos códigos, textuales o pictóricos. Véase Jean-Luc Nancy, La representación prohibida, Amorrortu, Buenos Aires, 2007, pp. 36-38, y Elizabeth Chaplin, Sociology and Visual Repre-sentation, Taylor & Francis e-library, Londres, 2003 Kindle E-Book.

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ridad espiritual, la desgracia, o bien como una prueba que se imponía a un sujeto determinado para que lograse alcanzar el conocimiento y la luz espiritual. En ciertos periodos históricos la ceguera representó una forma de castración: el castigo más sádico que se podía infligir a un enemigo.

Tendríamos que reconocer que nuestra historia sobre el cie-go y la ceguera está formada por «tiempos heterogéneos y me-morias entrelazadas»2 en las que convergen angustias y mie-dos ancestrales que nos han llevado a construir estereotipos y prejuicios al respecto; entre esos temores e ideas preconce-bidas destacan algunas representaciones donde predominan lo grotesco y lo siniestro; es decir, el horror. Si el horror, de acuerdo con Noel Carroll, «es aquello que busca generar en el espectador un efecto emocional, una perturbación en el estado de ánimo»3, sin duda, habría que reconocer que en parte de la iconografía y la retórica sobre el ciego y la ceguera es posible apreciar una retórica y una poiesis que agita y provoca apren-sión, una especie de recelo para evitar ponerse en contacto con otra persona que creemos nos puede traer algo perjudicial.

Antes de proseguir con nuestro texto es preciso subrayar que entendemos por poiesis la facultad de producir, crear e inventar; dicha poiesis es el resultado de una fabricación sen-sible; es decir, de una estética. De tal modo, algunas de nues-tras representaciones visuales sobre el ciego y la ceguera com-prenden una poiesis que es producto de decisiones estéticas y retóricas.

Nuestro propósito fundamental en este escrito consiste en subrayar que en distintas épocas históricas el ciego y la ce-

2 Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronis-mo de las imágenes, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2011, p. 64.3 Parte de nuestros prejuicios e ideas preconcebidas sobre el ciego y la ce-guera han sido representados de manera gráfica, en algunas de esas repre-sentaciones ha predominado lo grotesco y lo siniestro; es decir, el horror. Para profundizar en el concepto del horror véase Noel Carroll, The Philo-sophy of Horror or the paradoxes of the Heart, Taylor & Francis e-library, Londres, 2004.

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guera han sido representados desde el horror, un horror que motiva a una reflexión moral4, para ello es preciso analizar la retórica presente en la narrativa de algunas tragedias griegas, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, así como la estética presente en algunas imágenes enmarcadas en la Edad Media; en ciertas fotografías elaboradas bajo el contexto histórico de las «Ugly Laws», y en parte de las imágenes creadas por Al-berto Breccia y Luis Scafati, inspiradas en el Informe sobre Ciegos, obra del escritor argentino Ernesto Sábato que forma parte de la novela Sobre Héroes y Tumbas, publicada en 1961. Esta retórica nos aproxima a la idea del ciego y la ceguera des-de lo grotesco y lo siniestro, donde lo familiar se torna ajeno y en consecuencia llega a producir angustia.

Quizá parezca extraño y un tanto fuera de lugar apreciar al ciego y a la ceguera desde el horror, sobre todo porque en nuestros días el ciego y la ceguera son estudiados bajo la ópti-ca de las disability theories, campos donde impera un punto de vista científico sobre aquellos sujetos que por causa de una discapacidad padecen o han padecido algún tipo de discrimi-nación. Asimismo debemos reconocer que desde hace algún tiempo la estética para representar al ciego y a la ceguera com-prende una retórica que involucra la empatía, la cual nos in-vita a comprender a un sujeto que no nos puede devolver la mirada, pero que es capaz de experimentar la belleza, de soñar y percibir cosas de manera distinta. Es decir, el «tradicional ocularcentrismo de la estética ha sido cuestionado por artistas que presentan alternativas a la belleza visual»5.

La estética contenida en obras como El sentido del tacto y The Blind Girl, de José de Ribera y de John Everet Millais, res-pectivamente; la de algunas fotografías enmarcadas en el pro-yecto Citizens of the twenty century, del alemán August San-der; la de las imágenes de la Petite Aveugle de Jean Mohr; la

4 Thomas Richard Fahy, The Philosophy of Horror, The University Press of Kentucky, Kentucky, 2010, p. 40.5 David Feeney, Toward an Aesthetics of Blindness. An Interdisciplinary Response to Synge, Yeats, and Friel, Peter Lang, Nueva York, 2007, p. 31.

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de ensayos fotográficos como Habitar la Oscuridad, de Marco Antonio Cruz; la interpretación de la Santa Lucía, de Manuel Álvarez Bravo; la de reportajes como Inner Light. The Blind of Sierra Leona, del fallecido Tim Hetherington, pero sobre todo la estética de algunos cortometrajes como Notes on Blindness (Peter Middelton, 1993), películas como El Color del Paraíso (Mayid Mayidí, 1999) y el trabajo Blind de la artista francesa Sophie Calle nos permiten adentrarnos superficialmente en el mundo de los ciegos desde una poética distinta, donde se destaca el carácter suprasensorial del invidente, poética que nos permite comprender su percepción de la belleza, poética cercana a una retórica de la empatía, poética ajena y distinta al horror; sin embargo es preciso reconocer que hace siglos el ciego fue visto y representado con desprecio y repulsión.

Habría que reconocer que nuestra memoria sobre el ciego y la ceguera es muy antigua, esta se remonta a las tragedias griegas y, sin embargo, el ciego es un sujeto que aún nos es desconocido, por ello nos genera suspicacias, temores y pre-juicios; la ceguera asimismo también nos es ajena y por ello es estimada como la peor de las desgracias, como un castigo incomprensible. En nuestras sociedades oculocéntricas, en nuestros regímenes escópicos no nos imaginamos sin el sen-tido de la vista; no nos imaginamos sin devolverle al otro la mirada; quedarse ciego es enfrentar la incertidumbre del ho-rror. Para comprender los mitos y prejuicios que hemos aso-ciado al ciego y a la ceguera, para comprender nuestra relación con este sujeto y este tema es indispensable recordar aquellas historias que forjaron nuestros miedos e incertidumbres, es preciso remontarse en nuestra memoria hasta Edipo, Jesús, Tiresias y Tobias. Esas historias nos permitirán comprender a la ceguera como parte de un castigo divino.

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1. Destinos trágicos, pecados y tabúes. Ceguera y horror en algunas tragedias griegas

Las tragedias Edipo Rey y Edipo en Colona son las primeras obras que nos aproximan al tema de la ceguera como el pro-ducto de una desgracia infligida. En el antiguo mundo grecola-tino se estimó al ciego como un personaje que había cometido una falta grave y su ceguera era producto de un castigo divino. Al respecto Henri-Jacques Stiker expone que Edipo pertene-cía a una clase de sujetos que habían nacido sin fortuna debido a una deformidad, producto de una ira divina. Debido a ello, ese infante debía ser sacrificado porque si llegaba a vivir sólo iba a acarrear desgracias a todos aquellos que le acompaña-ran. Stiker basa estas suposiciones en una hipótesis de Marie Delcourt, quien sostiene que esa deformidad de nacimiento puede atribuirse al pecado de un ancestro de Edipo, ya sea el padre o la madre6.

6 Henri Jacques Stiker, A History of Disability, University of Michigan, Michigan, 1999, p. 49.

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Fig. 1. Edipo y Antígona. Autor: Per Wickenberg. Técnica: Lienzo sobre tela. Año 1833.

En la mitografía sobre Edipo la ceguera fue representada alegóricamente como el resultado de un destino o una desgra-cia causada por dioses o demonios. En las tragedias escritas por Eurípides, Sófocles y Ovidio la ceguera está presente como el producto de un castigo a un transgresor o como la fatalidad del destino: Edipo se ciega a sí mismo ante el cadáver de su madre-esposa y se lamenta: «¡Ay, ay! Todo se cumple con cer-teza. ¡Oh luz del día, que te vea ahora por última vez! ¡Yo que

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he resultado nacido de los que no debía, teniendo relaciones con los que no podía y habiendo dado muerte a quienes no tenía que hacerlo!»7.

En la tragedia de Sófocles, y esto es lo que la diferencia de las na-rraciones sobre Edipo en Homero y Eurípides, Edipo lo hace todo: busca y adquiere conocimiento sobre sus acciones y con ello no sólo provoca que su destino pase de la felicidad del soberano a la terrible desgracia del desterrado, sino que él mismo ejecuta su propia sen-tencia cegándose y desterrándose de Tebas8.

Moshe Barasch nos advierte que no debemos vincular la ce-guera de Edipo con el carácter del personaje en cuestión, pues en muchos de los mitos antiguos el personaje no solo perdía la vista por mandato divino sino por su propia acción, reco-nociendo que había cometido un acto grave, lo que «quizás incluso recalca la intrínseca nobleza de su carácter como ser humano»9.

En otras tragedias se narran desgracias como las de Euri-manto, hijo de Apolo, cegado por ver desnuda a Afrodita; la de Polímestor, rey de Tracia, que fue cegado por infringir las leyes de la hospitalidad al asesinar al hijo de Hécuba, «quien se venga cegándolo. Incluso antes de llevar a cabo la acción imagina al rey invidente y entiende su ceguera como un casti-go por su crimen»10; y la de Tiresias, que fue cegado por haber visto desnuda a la diosa Atenea, pero a quien en compensa-ción le fue concedida una facultad extraordinaria: el don de la adivinación. Todas estas narraciones míticas nos remiten a un universo simbólico donde la ceguera era apreciada como un castigo, como el resultado de un ultraje cometido, y en ocasio-nes el principal ultraje consistía en ver desnuda a una diosa. A

7 Sófocles, Tragedias, Grupo Editorial Tomo, México, 2008, p. 169.8 Christoph Menke, La actualidad de la tragedia. Ensayo sobre juicio y representación, Antonio Machado libros, Madrid, 2008, pp, 27-28.9 Moshe Barash, La ceguera. Historia de una imagen mental, Ensayos Arte Cátedra, Madrid, 2003, p. 39.10 Ibid., p. 38.

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este ultraje Barash lo nombra como «pecado ocular», como la transgresión de un tabú11.

En la mitografía griega y romana podemos ver que hay dos clases principales de infracciones de leyes básicas que acarrean la ceguera como castigo. Una es la transgresión contra tabúes sexuales primor-diales, lo cual significa en lo esencial incesto y delitos relacionados con él, que tienen connotaciones sexuales. El otro es el sacrilegio, las ofensas contra los dioses, se comentan intencionalmente o no12.

Sobre el pecado ocular, Barash afirma que este consiste «principalmente en hombres que ven a una diosa en su des-nudez. En la Antigüedad se creía que a los hombres les está prohibido contemplar los rituales de las mujeres, incluso vis-lumbrarlos un momento, sobre todo si ejecutan estos rituales desnudas»13.

1.1. Ceguera y horror en los evangelios

Por otra parte, en los pasajes bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento abundan relatos donde se expone el tema de la ceguera de un modo simbólico. Esas imágenes y su represen-tación gráfica fueron utilizadas para «administrar contenidos de fe»14. En estas historias la ceguera es representada no solo como una metáfora de la corrupción o del pecado, sino como el resultado de una normativa; es decir, es impuesta como el peor de los castigos, como la «degradación más humillante y ofensiva que se puede infligir al hombre»; la ceguera también se representa como producto de la vejez y puede ser curada gracias una intervención divina15.

11 Ibid., p. 42.12 Ibid., p. 40.13 Ibid., p. 42.14 Hans Belting, Imagen y culto. Una historia de la imagen anterior a la era del arte, Akal, Madrid, 2009, p. 12.15 Moshe Barash, op. cit., p. 26.

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Fig. 2. Tobias curado por su hijo. Autor: Rembrandt. Técnica : Lienzo sobre tela. Año 1606.

Estimados además como seres imperfectos, los ciegos es-taban excluidos de los rituales religiosos, ya que al defecto físico se le asociaba un defecto moral, y por eso en algunas

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narraciones bíblicas, al ciego que estaba muy lejos de la gracia del señor, se le prohibía participar del ritual. Así, en ocasiones el ciego fue visto como un sujeto siniestro y su ceguera era el resultado no de un defecto físico, o de causas naturales, sino como causa de un castigo divino o terrenal, como producto de una falta; por lo tanto, el ciego carga con una culpa.

Sobre el particular habría que traer a nuestra memoria la famosa alegoría cristiana sobre la ceguera narrada en Mateo 15:14, donde los ciegos son guías de otros ciegos; como bien sabemos esta ha sido objeto de una celebrada representación gráfica: la parábola, pintada en 1568 por Pieter Brueghel el Vie-jo, consiste en una puesta en escena donde seis ciegos, estima-dos como seres imperfectos, fueron representados de manera grotesca. Esto se logra percibir no solo en las cuencas vacías sino en la torpeza de los personajes. Más allá de las palabras pronunciadas por el profeta, «Déjalos, son ciegos guías de cie-gos, y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo», Moshe Barach hace énfasis en las deformidades anatómicas de aquel grupo conformado por ciegos vagabundos, cuya de-formidad era causa del pecado. Ese tipo de representación so-bre los ciegos respondía a una política donde imperaban cier-tos prejuicios que se suscitaron en la Edad Media, contexto histórico en el que el ciego y el tuerto fueron asociados con la figura del Anticristo, debido a su deformidad física16.

16 Ibid., p. 98.

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Fig 3. Detalle de la Parábola de los ciegos. Autor: Pieter Brueghel el Viejo. Técnica: Óleo sobre tela. Año 1568.

Es decir, la retórica contenida en algunas alegorias del An-tiguo y el Nuevo Testamento asocia la ceguera con defectos físicos y, por lo tanto, defectos morales. En dicho contexto la representación de la ceguera descansó en teatralizaciones o puestas en escena donde el ciego, como el personaje central de la iconografía, fue representado como un sujeto deforme, feo. Esta retórica sobre la ceguera implicó una estética donde la ceguera fue representada a través de los ojos cerrados de un personaje o también por la postura de las manos del individuo que nos guían hacia esos ojos sin luz. En estas teatralizacio-nes figuran además otros personajes que cumplen la función de testigos de la intervención divina. En las alegorías donde Cristo cura al hombre ciego, consideradas por Moshe Barach como las pruebas que marcan el inicio de la era mesiánica, el invidente se lleva una mano a los ojos para indicarle al Mesías su mal con el fin de que este pueda curarle.

De tal modo en algunas alegorías cristianas había una «es-trecha relación entre los seres físicamente feos, deformes, por una parte, y los moralmente malos, por otra». En esta re-flexión de Barash se destaca el vínculo entre la fealdad y la

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falta de probidad, prejuicio que se prolongó con ciertos orde-namientos jurídicos del siglo XIX sobre los que hablaremos más adelante17.

Las referencias sobre los ciegos tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento son numerosas y en algunas la ce-guera es el síntoma que conduce al engaño o la revelación. En Memoirs of The Blind The Selfportrait and Other Ruins, Jacques Derrida destaca las siguientes: «Elías, Isaac y Tobías todos esos viejos hombres ciegos del Antiguo Testamento es-tán siempre a la búsqueda de hijos. Ellos sufren a través de sus hijos, siempre esperando por ellos; algunas veces son de-cepcionados o engañados de manera trágica, pero algunas ve-ces reciben también el signo de la salvación, de la curación o la premonición de la tragedia»18. En algunas imágenes que Derrida publicó en Memoirs of the Blind podemos ver imáge-nes en las que Isaac bendice a Jacob en lugar del primogénito Esaú, ello como resultado del engaño de su esposa Rebeca, y a Tobías, que apoyado por el Arcángel Rafael cura la ceguera de su padre. Para Moshe Barach lo anterior es un síntoma de la ceguera como una revelación.

Por otra parte habría que tener en cuenta que la imagen más importante de la iconografía sobre la ceguera es aquella donde Cristo cura a los ciegos, testimonio narrado en Marcos, 10, 46 ss., Mateo, 9, 27-30 y Juan, 9, 6-7. Este hecho es estima-do «como el milagro supremo», el inicio de la era mesiánica19. Derrida afirma que esas representaciones son una puesta en escena, memorias de eventos donde la fe en lo invisible, es de-cir, la fe ciega, debe ser inscrita con signos visibles, memorias donde el ciego es el personaje de un teatralización donde las manos y las manipulaciones a través del tacto nos obligarían a pensar en una «teoría de las manos»20.

17 Ibid., p. 111.18 Derrida, op. cit., p. 21.19 Barash, op. cit., p. 72.20 Derrida, op. cit., p. 26.

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Fig. 4. Cristo curando al hombre ciego. Autor: Eustache Le Sueur. Técnica: Óleo sobre tela. Año 1652.

En este contexto religioso la representación visual de la ce-guera se basó en la «tradicional dicotomía» entre la luz y la oscuridad, que refleja el «conflicto perenne entre la ilumina-ción divina y la oscuridad diabólica», entre el conocimiento y la ignorancia, entre la fe y la incredulidad. La creencia de que la ceguera era el resultado de un castigo divino, de un destino o una maldición propiciada por los dioses no disminuyó con el devenir del tiempo; sin embargo, la intervención de los dioses fue opacada como resultado de la voluntad humana; es decir, la ceguera ya no era provocada exclusivamente por los dioses, sino que ahora era causada por la mano del hombre, tal es el cauce que siguió la ceguera en parte de la Edad Media.

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1.2. Castigo y crueldad, retórica de la representación de la ceguera durante la Edad Media

En la Edad Media no solo surgieron muchos prejuicios sobre el ciego sino que además la ceguera fue utilizada como un cas-tigo cruel, inhumano y degradante que se le imponía a un su-jeto acusado de traición. Es decir, mediante estas imágenes ya no se administraban contenidos de fe, sino que estas eran una suerte de pedagogía del horror. En Stumbling Blocks be-fore the blind. Medieval constructions of a disability, Edward Wheatley rescata algunas imágenes donde podemos apreciar a la ceguera como producto de una tortura inclemente, de una violencia sádica.

Sobre el particular, en el texto Coutumes de Toulouse, fe-chado en 1296, atribuido al jurista Arnaud Arpadelle, y apro-bado por el Rey Philippe le Hardi, se encuentra una ilustración a color donde un prisionero es cegado como producto de un castigo. En dicha imagen fueron representados dos sujetos de escorzo, el de la izquierda viste un atuendo en rojo y azul y da la apariencia de pertenecer a la guardia del Rey, este sostie-ne en su mano derecha una especie de arma, con la cual «re-vienta» el ojo izquierdo de un prisionero que aparece del lado derecho de la imagen; el prisionero no puede evitar el ultraje porque sus manos están atadas.

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Fig. 5. Ilustración de Les Coutumes de Touluse. La ceguera como una forma de castigo. Imagen publicada en el libro Stumbling Blocks before the Blind, de Edward Wheatley, con el permiso de la Biblioteca Nacional

de París, con referencia MS lat 9187. Para este texto la imagen fue consultada en http://www.art.com/products/p14188876-sa-i2949825/

torture-scene-from-les-coutumes-de-toulouse.htm

En el mismo libro de Wheatley se narran diversas leyen-das donde la ceguera era causada por una tortura. Una de las más memorables es aquella que da cuenta de la fundación del hospicio Quinze-Vingts para invidentes, institución creada por el Rey Luis IX para albergar a un grupo de 300 caballeros que fueron cegados por el sultán Suleimán en el contexto de la sexta cruzada. Quizá este hospicio que actualmente funcio-na como el Hospital Nacional de Oftalmología en la ciudad de París sea la primera institución fundada para el cobijo de los ciegos (1256).

Sin embargo, hay que recordar que la ceguera como el re-sultado de un castigo severo impuesto por la voluntad del hombre no es un asunto exclusivo de la Edad Media sino que sus raíces se encuentran en algunos pasajes del texto bíblico

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en donde algunos personajes sufren esta tortura no a manos de Dios, sino de sus enemigos. «[...] Preso, pues el rey [Sede-quías], lo trajeron al rey de Babilona en Riblah, y pronuncia-ron setencia contra él. Degollaron a los hijos de Sedequías en presencia suya y a Sedequías le sacaron los ojos, y atado con cadenas lo llevaron a Babilonia»21.

A la par de la percepción de la ceguera como causa de un castigo humillante, durante la Edad Media el ciego fue a su vez representado como un sujeto grotesco. Dos ilustraciones contenidas en Stumbling Blocks Before The Blind, nos apro-ximan a la representación del ciego como un sujeto grotesco cuya «torpeza» era utilizada en espectáculos callejeros para el divertimento del público. En una de las imágenes intitula-das The Blind Beating the Blind observamos a un grupo de ciegos conducidos por un lazarillo, esa imagen nos remite a la parábola del ciego conducido por otro ciego, no solo por-que los ciegos van en grupo tocándose el hombro para guiarse por el camino, sino porque además llevan consigo una especie de bastón, que no es otra cosa que un garrote con el cual se golpeaban. La ilustración posterior nos permite completar la narrativa ya que en ella observamos al mismo grupo de ciegos, ya sin la compañía del lazarillo, pero acompañados ahora por un jabalí o un cerdo de tamaño considerable que logra derri-bar al primero de ellos, mientras que al mismo tiempo uno de sus compañeros le sacude la cabeza con un golpe de bastón. El animal parece dispuesto a derribar al segundo ciego, que se-guramente correrá la misma suerte del ciego anterior; es decir, será derribado y golpeado por sus compañeros.

Sobre este particular divertimento medieval, publicado en El Romance de Alexander ilustrado por Jehan de Grise en 1339, Wheatley expone que este formaba parte de una producción bien planeada que incluía una especie de procesión, de ritual donde los cuatro invidentes, conducidos por un joven lazarillo, recorrían las calles de París para promocionar su espectáculo.

21 Barash, op. cit., p. 26.

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Fig 6. «The blind beating the blind, a medieval entertainment». Imagen publicada en el libro Stumbling Blocks before the Blind, de Edward

Wheatley, con el permiso de la Librería Bodleian, de la Universidad de Oxford.

Asimismo, en otro espectáculo público que gozó de gran po-pularidad en el mismo periodo histórico, conocido como Le Garçon et L´Aveugle, el invidente era representado como un tipo borracho, cínico, depravado y glotón. Este tipo de retórica sobre la ceguera persistió durante mucho tiempo y es posible observarla en la obra anónima El Lazarillo de Tormes y en la película Los olvidados, de Luis Buñuel, obras donde los ciegos abusan de sus lazarillos y se muestran como seres pervertidos o tacaños.

Las narraciones y las imágenes medievales sobre la ceguera y el ciego estuvieron impregnadas de los prejuicios y los pa-sajes bíblicos y algunas anuncian la representación del ciego como un mendigo, como un sujeto desafortunado que deam-bula en busca de la caridad.

1.3. Mendicidad y discapacidad, retórica de la ceguera y el horror de lo marginal

En el siglo XIV, época de epidemias y alta criminalidad, las autoridades tomaron algunas medidas represivas en contra de aquellos sujetos que no encajaban en los estándares de la

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sociedad, como fue el caso de los mendigos ciegos. El temor hacia los otros se hizo presente; el mendigo se tornó peligro-so, las personas marginales se estimaron inútiles y sobre ellas pesó una severa legislación en la que se les llegó a estimar como criminales. Dicha legislación imperó durante los siglos XV y XVI22.

Más tarde, durante el siglo XVII, se pueden distinguir dos actitudes contrapuestas hacia el mendigo ciego. Una es la heredada disposición al recelo: los mendigos, en especial los ciegos, son impostores, figuras demoniacas y rebeldes. A tales actitudes les cuesta mucho desaparecer. Barasch cita que en 1659 un juez francés calificó a los ciegos como personas pere-zosas y ociosas, adictas a la bebida y al libertinaje, el juego, la blasfemia, las riñas y la rebeldía. Se consideraba que el pordio-sero ambulante causaba directamente la ceguera a los niños pequeños. La ceguera era vista como un castigo, y las personas se quedaban ciegas por los pecados que habían cometido. So-bre el mendigo ciego hubo una actitud de recelo, y este estaba aquejado por su discapacidad y por la culpa23.

La percepción del ciego como un sujeto cuya discapacidad era considerada como algo desagradable no concluyó con la Edad Media sino que prosiguió durante el siglo XIX y las pri-meras décadas del siglo XX. Esto se puede observar en cier-tas legislaciones implantadas en ciudades como San Francis-co (1867), Chicago (1881), Denver (1889), Columbus (1894) y Pensilvania (1895), donde se prohibía que aquellos sujetos con alguna enfermedad, deformación, discapacidad o mutila-ción desagradable se exhibieran en la vía pública con el fin de despertar la simpatía, el interés o la curiosidad de la gente. Al respecto en The Ugly Laws. Disability in Public, Susan M. Schweik afirma que estas normativas se enmarcan en un con-texto histórico donde se comenzó a prohibir la mendicidad ca-llejera; es decir, todos esos sujetos comenzaron a ser excluidos y se les describía como personas feas, desagradables.

22 Stiker, op. cit., 1999, p. 84.23 Barash, op. cit., p. 197.

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Durante el siglo XIX el ciego fue representado desde una retórica donde se destacó su papel como mendigo, «oficio» que debía ejercer para subsistir. Robert Bogdan afirma que en la mente de muchas personas la discapacidad iba de la mano con la mendicidad24; sin embargo, en algunas representacio-nes sobre la ceguera lo grotesco desaparece para dar paso a una representación de índole humanista donde se expresa una preocupación por aquellas personas discapacitadas. Al respec-to, en The Blind Girl (1856) el pintor inglés John Everett Mi-llais nos ofrece una primera alegoría visual sobre la ceguera y la mendicidad bajo estos términos. En dicha imagen, una mendiga ciega acompañada por su pequeña hermana descan-sa a la vera de un camino rural. La niña ciega se vale de un ins-trumento musical para obtener dinero, de su cuello cuelga un letrero, una especie de licencia o permiso que da cuenta de que tiene derecho a ejercer el oficio de mendicante para subsistir. The Blind Girl, de John Everett Millais, es una teatralización, una puesta en escena donde la niña ciega está enmarcada en un bello paisaje que ella no puede ver pero sí puede percibir con sus otros sentidos. Millais no representó a la niña ciega con un rostro deformado o con una aparente torpeza; estos detalles representan un cambio trascendental en la represen-tación de la ceguera.

24 Robert Bogdan, Picturing Disability. Beggar, freak, citizen and other photographic rhetoric, Syracuse University Press, Nueva York, 2012, p. 22.

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Fig. 7. The Blind Girl. Autor: John Everett Millais. Técnica: Óleo sobre tela. Año: 1856.

En la segunda mitad del siglo XIX, marco histórico en el que irrumpe la imagen fotográfica, la representación del ciego como mendigo fue una constante, y ello se debió en gran parte a numerosos factores, como la escasa oportunidad para em-plearse en otras labores pero sobre todo por la discriminación que aún sufrían los sujetos que padecían algún tipo de disca-pacidad. Las primeras fotografías sobre ciegos se elaboraron bajo esa retórica, así podemos evaluar las imágenes de Jacob Riis The Bling Beggar (1898) y de Paul Strand Photograph-New York o The Blind (1916). La fotografía de Riis, que perte-

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nece al acervo del MOMA, fue elaborada con un encuadre ho-rizontal y una toma abierta; al igual que la pintura de Millais, esta imagen nos permite apreciar el contexto en el cual el ciego desarrollaba su oficio de mendicante; por su parte, la imagen de Strand fue elaborada con un encuadre vertical y una toma cerrada que nos obliga a concentrar nuestra mirada en el ros-tro de aquella ciega mendicante, de cuyo cuello colgaba una pequeña placa a manera de licencia otorgada por el gobierno de la ciudad de Nueva York y además un gran letrero para que los viandantes se percataran de su discapacidad.

Fig. 8. Blind beggar. Autor: Jacob August Riis. Técnica: Copia en plata sobre gelatina fechada en 1958, perteneciente al acervo del MOMA. Año

de toma: 1888.

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Fig. 9. Blind. Autor: Paul Strand. Técnica: Copia al platino que pertenece al acervo del Metropolitan Museum of Art. Año 1916.

Aunque ambas imágenes se inscriben en el periodo histó-rico de las «Ugly Laws», cada una tuvo un uso particular: la fotografía de Jacob Riis es considerada como un documento social, una imagen que fue captada para denunciar las injus-ticias y la vida precaria de ciertas personas, mientras que la fotografía de Strand es estimada como una imagen artística que forma parte del periodo de la Straight Photography. Para

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Bogdan, la imagen de Paul Strand confronta directamente al sujeto, pese a que sabemos que Strand utilizaba un truco en su cámara para impedir que el sujeto advirtiera que le estaban fotografiando, puesto que no hay un foco suave ni una mirada romántica. Es decir, la imagen no es sobre la ciega, sino sobre los elementos del arte fotográfico, es una fotografía seminal que marca el alejamiento del pictorialismo para inaugurar una nueva estética fotográfica, y esto impone una agenda para fu-turas fotografías sobre personas con discapacidad25.

Aunque la imagen elaborada por Paul Strand no es estima-da como un documento fotográfico de carácter social sino una fotografía que forma parte de una nueva discursividad, es in-dudable que la elaboración estética de la misma nos confronta directamente con el personaje; nuestra mirada se concentra en aquella mujer ciega a la que el gobierno de la ciudad de Nueva York le había concedido la licencia número 2622 para que pudiera mendigar sin ser arrestada por la policía. La re-presentación del ciego en la imagen fotográfica significó el cambio de una poética, en la que la fotografía de un sujeto con discapacidad funcionó como un recurso de agencia y un ins-trumento visual para documentar las injusticias derivadas de la naciente sociedad industrial.

Esta nueva discursividad visual sobre el ciego y la ceguera no implicó la desaparición de lo grotesco y lo siniestro en su representación; estos resurgieron en parte de la narrativa del siglo XX, marcando un legado en la literatura de ficción.

1.4. La ceguera y el horror en la narrativa de Ernesto Sábato y en las imágenes de Breccia y Scafati

Un vínculo entre la ceguera y lo siniestro puede encontrarse en un ejercicio de ficción intitulado Informe sobre ciegos, que forma parte de la obra Sobre héroes y tumbas (1961), segunda

25 Ibid., pp. 131-132.

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novela del escritor argentino Ernesto Sábato. En dicha narra-ción, Sábato recupera la idea del ciego como un sujeto asocia-do a la maldad, a la figura del anticristo. Fernado Vidal Olmos, el personaje central de esta novela, vigilaba y estudiaba a los ciegos... «Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría». Más adelante, Vidal Ol-mos aventura otra hipótesis: «Dios fue derrotado antes de la Historia por el Príncipe de las Tinieblas. Y derrotado... es do-blemente desprestigiado, puesto que se le atribuye este uni-verso calamitoso... que es gobernado por una secta: la Secta Sagrada de los Ciegos»26.

La Secta Sagrada de los Ciegos se convirtió en un delirio para Fernando Vilda Olmos, esa obsesión lo llevó a recorrer diversos vericuetos con el fin de penetrar los enigmas de esa sociedad secreta. Las pesadillas del personaje central de esta novela han sido ilustradas por dos grandes dibujantes argen-tinos: Alberto Breccia (1994) y Luis Scafati (2013). Con el per-miso expreso de Sábato, Breccia adaptó el Informe sobre cie-gos al formato del cómic. Para crear las atmósferas sórdidas de Buenos Aires y los ambientes donde reina la Secta Sagrada de los Ciegos, Breccia decidió utilizar la tinta y un estilo en blanco y negro. Los trazos firmes de Breccia nos permiten apreciar los rostros siniestros de los ciegos y los lugares cavernosos donde habitan esos personajes que se alimentan de la lástima y la piedad. El Informe de Breccia contiene apenas 60 páginas ya que este decidió prescindir de aquellas partes de la narrativa que no pudieran ser ilustradas; sin embargo, las imágenes de Breccia contienen tal fuerza que nos conducen con facilidad al horror.

26 Ernesto Sábato, Informe sobre ciegos, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1990, p. 30. Liminar inédito del autor. Edición de Marina Gálvez Acero.

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Fig. 10. Autor: Luis Scafati. Técnica: Carbón sobre papel.

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Fig. 11. Autor: Alberto Breccia. Técnica: Dibujo a tinta. Año: 1993.

Por su parte, Luis Scafati decidió ilustrar el Informe sobre ciegos con 31 dibujos al carbón. La edición del Zorro Rojo incluye la obra completa de Sábato y las láminas elaboradas por Scafati; es decir, es un trabajo completamente distinto al elaborado por Breccia, y, sin embargo, los dibujos de este li-bro comprenden también esa atmósfera donde los ciegos son vistos como personajes siniestros que dominan el mundo. Al contrario de Breccia, Scafati decide dibujar parte de la niñez de Fernando Vidal Olmos con el fin de que el lector aprecie el origen de los delirios y las pesadillas de este personaje.

En uno de sus delirios, Vidal Olmos entra en un pequeño departamento en cuyo sótano permanecía oculta una diminu-ta portezuela que daba acceso a la inmensa gruta del infra-mundo, al extraño y portentoso laberinto donde reinaban los ciegos. El atrevimiento de Vidal Olmos no pasó impune para la Secta y tuvo un alto costo para el personaje: dos enormes

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pájaros ciegos, con un pico afilado como un «estilete» descen-dieron sobre su cabeza para extraerle lentamente los ojos con una «penetración áspera y dolorosa». El dibujo elaborado por Scafati es muy expresivo al respecto.

Los dibujos de Breccia y Scafati contienen una poética don-de la ceguera es vista desde el horror, y ese horror nos remite a aquellos dibujos medievales donde la ceguera era inflingida como una forma de tortura, pero también a la idea del ciego como un personaje siniestro, oscuro, malvado.

2. Conclusión

El ciego nos es un sujeto desconocido y por lo tanto incom-prendido. Nuestros prejuicios sobre él persisten. A lo largo de estas líneas hemos podido apreciar que el ciego ha estado pre-sente en nuestra memoria histórica y que más allá de la dis-capacidad física que representa la ceguera hemos depositado en ella ciertas ideas preconcebidas, ciertos miedos y temores. Hemos vinculado a la ceguera con la fealdad, la ignorancia, la falta de virtud, el pecado y la torpeza, y gracias a algunas cons-trucciones culturales hemos percibido al ciego como un sujeto desagradable, grotesco y siniestro.

La inscripción del ciego y la ceguera en el ámbito del ho-rror no es sencilla y demanda un estudio complejo, multidis-ciplinario, que nos permita desarrollar no solo un análisis de la retórica y la estética presente en las representaciones que sobre este se han desarrollado a través de la historia, sino que implica también un estudio antropológico que dé cuenta del sustento de esas representaciones y que nos permita desarro-llar una cultura oftalmopatológica, como afirma Derrida.

Aparentemente ni el ciego ni la ceguera pertenece a los re-latos y los seres que pueblan el imaginario contemporáneo so-bre el horror, y, sin embargo, no debemos soslayar el poder de los prejuicios y los mitos, que aguardan a la idea de un «eterno retorno».

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el homúnCulo y la nueva imagen del CuerPo en la Pintura de manolo millares

José García Perera

Universidad de Sevilla

Resumen: Tras la Guerra Civil y en plena dictadura franquista, el pintor español Manolo Millares crea el homúnculo como símbolo del cuerpo humano degradado. Profundizar en su obra supone revisitar un período determinante para el desarrollo del arte español y una reflexión sobre el siempre discutido vínculo entre creación y vida. Este estudio documental analiza su pintura y sus escritos para indagar en el porqué de una obra desgarrada que antepone los valores morales a los formales, y que se configura como el sacrificio de un pintor atormentado que desea despertar la conciencia adormecida del ser humano del siglo XX.Palabras clave: Pintura, España, posguerra, violencia, cuerpo, Millares.

Abstract: Following the Civil War and during Franco’s dictatorship, the Spanish painter Manolo Millares creates the homunculus as a symbol of degraded human body. To delve into his work implies a revisiting of a decisive period for the development of Spanish art and a reflection on the controversial link between creation and life. This documentary study analyzes his painting and writings to investigate the reason for a dramatic work that gives preference to moral values, and that is configured as the sacrifice of a tormented painter who wishes to awaken the sleeping human consciousness of the twentieth century.Keywords: Painting, Spain, postwar, violence, body, Millares.

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1. Introducción

La Segunda Guerra Mundial marca un punto de inflexión en la conciencia del ser humano sobre su propia corporeidad: expe-riencias como la bomba atómica o los campos de concentración contribuyen al nacimiento de una nueva imagen del cuerpo1. El arte europeo del momento, con la tendencia informal como abanderada de una oleada de angustia e insatisfacción, con-vierte el cuerpo herido en icono del sufrimiento reinante. La exaltación de la materia pictórica expresa la terrible realidad de los cuerpos destruidos, estableciendo un paralelismo entre la masa rebosante de la pintura y la carne herida y violentada. Como explica acertadamente David Barro2, la pintura, que antes pintaba la piel, se ha desnudado, y hurga ahora bajo su superficie; esto conlleva una devaluación de las estructuras formales y la profanación definitiva de la figura humana, con-vertida en carne cruda-materia pictórica agredida sin piedad.

Fautrier, Dubuffet, Bacon… Los artistas del siglo XX, nos dice Pedro Azara, «se han dedicado a mutilar a los seres a la hora de representarlos2»3. En territorio español, en plena dictadura franquista, y con el recuerdo de la Guerra Civil toda-vía presente, el icono del cuerpo degradado alcanza altas cotas expresivas. Figuras clave como Tàpies, Saura y Millares en-gendran homúnculos —criaturas maltrechas que no alcanzan la categoría de ser humano—, pero es el pintor canario quien se entrega por entero a este ser por él así bautizado. Su ho-múnculo, cuerpo amorfo de tela de saco, ha sido entendido como un símbolo del dolor universal.

1 Francisco Calvo Serraller et al., Pintura al desnudo. Picasso, Dubuffet, de Kooning, Bacon, Saura, Fundación BBVA, Bilbao, 2001.2 David Barro, Alberto Ruíz de Samaniego y Sofía Santos, Muestra la he-rida. La enfermedad. Arte y medicina 1, Fundación Luis Seoane, La Co-ruña, 2010.3 Pedro Azara, De la fealdad del arte moderno, Anagrama, Barcelona, 1990.

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El presente trabajo plantea una reflexión crítica acerca del papel del horror en la formación del homúnculo millaresco. El arte español del momento ha sido entendido por gran parte de la crítica como producto de una realidad opresiva, pero su apego a la estética informal de moda ha puesto en duda su va-lidez testimonial. De ahí la necesidad de analizar la experien-cia vital de Millares, sus escritos y su obra pictórica, con la idea de facilitar el esclarecimiento de la verdadera motivación de la destrucción corporal en su pintura. La investigación reali-zada propone asimismo una nueva lectura —siempre desde la óptica de la creación plástica— de las consecuencias de la gue-rra civil española, acontecimiento al que se está volviendo hoy día con la nueva mirada que permite el paso del tiempo. Por otro lado, ante la evidente actualidad de una nueva estética del cuerpo que se acerca a su lado menos complaciente, el estudio de una figura como Millares posibilita una indagación en los primeros pasos de ese cuerpo-icono desposeído de su tradicio-nal belleza ideal, lo cual contribuye a no relegar el arte español de la posguerra a mero exponente de una realidad perdida.

Millares ha dejado numerosos testimonios que relacionan su labor plástica con el contexto determinante en el que sur-gió. La investigación realizada, de carácter documental, se sustenta básicamente en las publicaciones que abordan el es-tudio de esta figura fundamental de nuestro arte reciente. Se hará especial hincapié en los propios escritos del pintor para, confrontando unos y otros, elaborar un análisis cualitativo, descriptivo e interpretativo sobre el que se asentarán las prin-cipales conclusiones que nos ayuden a comprender el siempre discutido vínculo entre la creación artística y los múltiples as-pectos externos —biográficos, sociales, políticos, etc.— que la condicionan.

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2. El homúnculo. Entre el ser y el no ser

Desde la óptica del ocultismo, el homúnculo es un ser creado artificialmente por los alquimistas siguiendo una receta cu-yos ingredientes varían según la tradición: se habla de semen, fragmentos de piel, huesos y pelo de animal, mezcla esta que debía ser enterrada para que el pequeño individuo tomara for-ma de embrión y cobrara vida.

Figura 1. Nuevo homúnculo. 1970.

El homúnculo de Millares (Figura 1) no escapa por comple-to a esta visión. Hay algo en él de ser recién desenterrado, de ritual mágico en el que la tierra adquiere un valor simbólico de cobijo para la vida y la muerte, de materia que comunica pasado y presente. De ella salen la mandrágora que se inicia en la vida pero también los restos arqueológicos que fascinaban

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a Millares y que nos remiten a un pasado difunto. Las momias de los ancestros guanches que se conservan en el museo de su Gran Canaria natal, como tantas veces se ha comentado, im-pactaron profundamente al pintor en su niñez; ante ellas fue por primera vez consciente de la finitud del ser humano, y a ellas debe el homúnculo su aspecto esencial: amasijo informe con piel de arpillera ajada, resecado, endurecido, cuerpo que no es cuerpo, ser reducido a su mínima expresión.

La llegada al homúnculo puede entenderse como un paso más en la identificación de Millares con sus antepasados: si en un principio, con su serie Pictografías canarias, se apropiaba de los signos que los aborígenes dejaron sobre las rocas y la cerámica, con el homúnculo se apropia de sus cuerpos en sí mismos4.

Pero esta referencia no es la única. Como hemos mencio-nado, la tierra, y con ella la arqueología, une pasado y presen-te, y lo cierto es que la obra de Millares funciona de un modo similar. Las alusiones a la cultura guanche son la referencia al pasado, lo que está hundido, lo que hay que sacar; la refe-rencia al presente es aquello que no está oculto, la realidad miserable de una España de posguerra sumida en un régimen dictatorial. Millares utiliza el homúnculo como símbolo del ser universal y del dolor humano, como representación del hom-bre en su lucha contra el hombre. Conecta con sus pinturas la época de sus antepasados y la suya propia, y a la vez que habla de la barbarie de su momento lo hace de la cometida contra los aborígenes de las islas Canarias durante la conquista por parte de la Corona de Castilla en el siglo XV. Los patrones fueron los que se repetirían luego en América, a saber, aniquilación casi total de la cultura con la conversión al cristianismo y con el mestizaje entre colonos y aborígenes y diezmo de la población guanche por los numerosos muertos. El homúnculo encarna así, en el presente, un testimonio de la memoria que queda entrelazado en los pliegues de arpillera con la tragedia vivida

4 José-Augusto França, Millares, Polígrafa, Barcelona, 1977.

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de la Guerra Civil y los años que la siguieron. Este viaje de Millares hacia el pasado, su fervor arqueológico, no podemos entenderlo, por tanto, como un fin en sí mismo, sino como un medio para llegar hasta lo más hondo de unas preocupaciones tan de su tiempo como su propia vida.

El hogar del arte de Manolo Millares es la muerte; su dominio es una zona situada antes y después de la vida. El “homúnculo” es […] el estado que precede a la verdadera definición del hombre; o como el que resulta de su proceso de desintegración. Por un lado tenemos la magia, la alquimia; por otro, la historia misma5.

De esta forma define José-Augusto França el homúnculo millaresco en la monografía que dedica al pintor. El drama condena a este ser a una perpetua indefinición, a un patético estado de eterna incertidumbre: el homúnculo no está vivo, pero tampoco está muerto, no lo dejan crecer para desarro-llarse pero tampoco morir para dejar de existir. ¿Nos hallamos ante un embrión todavía informe o ante el despojo de lo que antes fue un ser pleno y que por alguna razón dejó de serlo? En ningún caso, ya sea un «antes del cuerpo» o un «después del cuerpo», puede hablarse de un ser formado e íntegro. Indi-viduo esperpéntico, a medio hacer o a medio deshacer, el ho-múnculo es incapaz de valerse por sí mismo, no tiene entidad ni voluntad.

El desarrollo que este infrahumano experimenta en los ca-torce años que transcurren desde su aparición en la pintura de Millares, en 1958, hasta la muerte del pintor, en 1972, es el relato de su destrucción. Cada nuevo cuadro, cada nuevo ho-múnculo, supone un informe del estado en el que se encuentra el cuerpo del hombre. La identificación es tan fuerte que el modo de decir se confunde con lo que se dice; el cuerpo heri-do y sangrante es tanto el tema de Millares como su lenguaje, significante y significado. En el homúnculo no hay otra cosa que tela de saco, pigmento —blanco, negro y rojo— y algún

5 Ibid., p. 105.

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que otro objeto incorporado —zapatos viejos, trapos, gorras y latas—, pero los nudos, los agujeros, las costuras y los cho-rreones acaban creando una ilusión que nos remite a la ima-gen de un cadáver descompuesto que la tierra ha empezado a tragarse para hacerlo formar parte de sí. Los borbotones y las hinchazones de la tela, repletos y tensos por el crecimiento de quién sabe qué excrecencias interiores, se rompen y permiten entonces el paso del líquido rojo o negro que se derrama sobre la superficie blanca. Las prendas reales —por si no bastaran las formas de arpillera— aseguran la relación con lo huma-no, nos hablan del resto después de la muerte, de la huella, esa que emocionaba al pintor cuando podía adivinarla en un objeto arqueológico, ya fuera una vasija de museo o el zapato abandonado en el vertedero.

El inventario de cuerpos que Millares saca a la luz es tan amplio que necesita una clasificación, una nueva teoría de la evolución del hombre que comienza con el Homúnculo, sigue con la Antropofauna y culmina con el Neanderthalio6. Son los nombres con los que el pintor denomina los diferentes esta-dios de la raza humana y de su propia pintura, que pasa por esas tres series fundamentales. Pero ¿las criaturas de Millares se encaminan hacia un estadio más próspero? Las formas se-mihumanas van emergiendo en los inicios poco a poco, dan-do falsas esperanzas de lo que podría ser un pleno desarrollo. Porque los cuadros pasan y no parece que ese ser vaya ganan-do terreno; se ha quedado estancado en una especie de rectán-gulo abultado levemente antropomórfico con dos filamentos de arpillera a modo de piernas. Incluso su posición erguida es una ilusión: cuando un charco de pintura y unas salpicadu-ras violentas permanecen como prueba de un choque, enten-demos que el guiñapo ha sido más bien aplastado contra un muro. No hay distancia entre figura y fondo; el homúnculo no

6 Fernando Betancor et al., El artista como arqueólogo. Millares y el Mu-seo Canario, Centro de iniciativas culturales de la Caja de Canarias, Las Palmas de Gran Canaria, 2007.

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se mantiene en pie, ha sido estampado contra un paredón de fusilamiento, su verticalidad es la de su superficie.

Figura 2. El muro/Personaje caído. 1969.

Avanzando en el catálogo de cuerpos vejados, títulos como Hombre deshecho, Personaje caído (Figura 2) o Fusilado y Guerrillero muerto nos remiten de forma más clara que nun-ca a la Guerra Civil, y aquí el personaje pasa de lo vertical a lo horizontal, ya definitivamente rendido en el suelo. Pero toda-vía habrá tiempo para pasos en falso en esta evolución que es más bien una involución: en ciertos momentos la morfología animal gana terreno a la humana, llegando a casos extremos en que la noción de cuerpo se pierde por completo. Se trata de

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composiciones que Millares realiza a partir de 1967 (Figuras 3 y 4) en las que la superficie de arpillera, a modo de crisálida que contiene vida latente, recibe empujes internos, haciéndola avanzar violentamente hacia el espectador. La incorporación de tubos de cartón refuerza la impresión de hallarnos ante un organismo vivo, que grita con múltiples bocas negras, que nos mira, o que muestra su vientre seccionado repleto de conduc-tos abiertos. Los rasgos antropomórficos han desaparecido, pero el drama persiste y resulta, si cabe, más sangrante. Se ha producido una regresión, el homúnculo se esfuerza ahora por eclosionar cuando ya hacía tiempo que luchaba para realizar-se.

Figuras 3 y 4. De este paraíso III. 1969 y Objeto Negro. 1968.

3. Millares humanista. El homúnculo como fenómeno social en la posguerra española

El continuo castigo al que Millares somete a sus criaturas tie-ne una poderosa razón de ser. El homúnculo incuba una pro-testa en su interior. En su escrito «El homúnculo en la pin-tura actual», Millares habla así: «El arte sigue muy de cerca

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a la desesperación de nuestro tiempo, lo vigila y le cose sus heridas»7. El pintor ha insistido a lo largo de su carrera en la idea de que el componente sociológico justifica la plástica, la cual, por sí misma, no tiene poder. «El arte —hoy— cumple función social, porque sabe señalar pústulas hasta ahora ocul-tas en hipocresías […]. El arte no debe serlo porque agrade […] sino más bien porque duela rabiosamente»8. Cuando se sitúa a la forma en el lugar del significado, nos dice el pintor, cuando la estética es la única justificación de la obra de arte, como si pudiera separarse de la realidad que la nutre y de la que es testimonio, aparece entonces un arte prefabricado que en nada se corresponde con el mundo real:

El fenómeno de la desintegración plástica deberá examinarse desde el hombre en-lo-que-era y en-lo-que-es, de las propias estructuras donde se desenvuelve, por muy feas que éstas sean o parezcan, y no partiendo de una base de simple consideración esteticista, lo que puede ser […] del agrado de los muchos que prefieren ignorar lo que pasa más allá de sus cómodas y almohadilladas torres de cartón pie-dra9.

En otras palabras, la razón del homúnculo hay que buscarla en la realidad española, y es en ella donde adquiere su pleno sentido. La situación en la que se encontraba el país en aque-llos momentos ha sido determinante para explicar la violencia con la que no solo Millares, sino también otras figuras funda-mentales como Saura y Tàpies, abordaron el proceso creati-vo. La etiqueta de pintura antifranquista ha pesado tanto que pronto han surgido voces contra ese pensamiento ciertamente extendido según el cual el arte español del período debe parte importante de su contundencia a la represión y a la miseria. Sin ir más lejos, el propio Saura rechaza insistentemente lo

7 Manolo Millares, «El homúnculo en la pintura actual», en Papeles de Son Armadans, n.º 37, 1959, p. 79.8 Ibid., p. 80.9 Manolo Millares, «Sin título I», en Millares, Cuadernos de arte del Ate-neo de Madrid. Sala Santa Catalina, Madrid, 1963, p. 6.

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que él considera un planteamiento casi masoquista. La idea, igualmente extendida, de que el informalismo cayó desde el desgarro hasta la filigrana y el amaneramiento dificulta su consideración como movimiento discordante y desestabili-zador dentro del régimen, más aún cuando, paradójicamen-te, acabó formando parte de su discurso oficial. Estas críticas han salpicado la obra de Millares y han dividido su recepción entre aquellos que destacan el compromiso y esos otros que encuentran en ella un endulzamiento estético que debilita su potencial crítico. Para estos últimos, el origen del homúnculo no será tanto un desgarro vital o social como un desgarro plás-tico que se corresponde con las ideas que entonces exploraba la pintura informal.

Si atendemos a las palabras de Millares, el componente mo-ral adquiere un peso incuestionable en la construcción de su credo estético. En una entrevista de 1963 afirmaba: «Cuando el rostro del hombre se pega a diario en el cuadro del que pin-ta, no existe esa posibilidad de evadirse con una exclusiva ver-dad formal sacada del bolsillo»10. La mirada furiosa que desfi-gura al homúnculo debemos entenderla, por tanto, «no nacida precisamente de la alquimia teórica e independiente del taller, sino de la misma realidad humana donde se halla inmersa»11. Años antes, en una carta de 1951, cuando el cuerpo todavía no había hecho acto de presencia en su pintura, Millares se mostraba verdaderamente elocuente: «no me pregunto cómo pinto, sino por qué»12.

Ciertamente, resulta tentador adornar con tremendismo la obra de Millares y la de sus mencionados contemporáneos. El contexto, la visible violencia del concepto pictórico y el rela-to de ciertos episodios vitales de miseria y enfermedad con-

10 Juan Manuel Bonet et al., Millares, Palau Solleric, Centro de exposicio-nes y documentación del Arte Contemporáneo, Palma de Mallorca, 1989, p. 14.11 Ibid.12 Rafael Alberti et al., Millares, Museo Nacional Centro de Arte Reina So-fía, Madrid, 1991, p. 43.

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dicionan sobremanera nuestra mirada hacia una interpreta-ción tremendista y traumática de esta generación de artistas. Ahondar en el problema supone descubrir a un Saura siempre dispuesto para lo humorístico e interesado casi exclusivamen-te en problemas plásticos; supone descubrir a un Tàpies que encuentra valores positivos en el dolor y la fragmentación del cuerpo; pero supone también descubrir que en el caso de Mi-llares todo tópico parece realmente cumplirse, y no solo en la construcción de identidad del propio pintor a través de sus re-latos biográficos, sino también en los de aquellos que mejor lo conocían. Sus Memorias de infancia y juventud nos presen-tan a un joven obsesionado con la enfermedad y la muerte, angustiado, inseguro, miedoso, y aún de adulto atormentado por los sucesos vividos durante la guerra, los cuales, según sus palabras, le impidieron desarrollarse como individuo libre e independiente. Cuando estalla la Guerra Civil Millares tenía diez años, y no por ello fue ajeno al ambiente de pesadilla: «Surge una sicosis de guerra, los ojos se me llenan de foto-grafías impresas en tinta marrón de revistas y semanarios con fantasmas oscuros cubiertos de sábanas y trapos, rostros sin facciones con viejos fusiles»13.

Individuo angustiado por el devenir de sus congéneres, con un unamuniano sentimiento trágico de la vida14, el discurso que finalmente ha prevalecido en la interpretación de la obra millaresca es ese que la une al compromiso y a una búsqueda de la verdad esencial del ser humano. Solo así se explican los calificativos —humanista, realista, justo, moralista, o incluso penitente por los pecados de la humanidad— que con frecuen-cia han acompañado a su nombre. Millares atenta contra la comodidad de la sociedad al colocar en el punto de mira los aspectos menos complacientes que esta pretende esconder, toma lo peor de su realidad para exorcizarlo. Su pintura obce-

13 Manolo Millares, Manolo Millares. Memorias de infancia y juventud, Generalitat Valenciana, Valencia, 1998, p. 34.14 José María Moreno Galván, Manolo Millares, Gustavo Gili, Barcelona, 1970.

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cada en el dolor es el «‘chivo expiatorio’ de la sociedad en que ha nacido»15, y Millares representa «el brazo más sanguino-lento e inhóspito de los ‘hijos del 36’»16.

Pero si es este realmente el talante de la pintura de Milla-res, si su homúnculo no es un mero capricho estético ¿cuál es su objetivo?, ¿qué función puede desempeñar esta criatura sin futuro? El homúnculo presenta un estado lamentable, el único posible en el tiempo que le ha tocado vivir, pero también el más útil a la hora de despertar la conciencia adormecida del ser humano. Ese es el fin último de Millares, porque si bien ante las momias guanches pudo sentir la fugacidad de la vida, también pudo en ese momento, nos advierte França17, des-cubrir la capacidad del hombre para seguir existiendo en la memoria más allá de la muerte, que es solo muerte física. «Mi-llares debe tener mucha fe en el hombre […] y ve y nos hace ver que el hombre ese es inmortal, que es asesinado en vano, que lo resiste todo, que hay que volverlo a asesinar de nuevo cada día»18. El homúnculo, en su infinito caminar cercano a la muerte o a la no vida, se convierte en testimonio revulsivo, en la ofrenda necesaria para que se produzca el cambio. De ahí la fe de Millares, de ahí el único reducto de esperanza cuyo síntoma claro es la insistencia. Cada homúnculo supone una nueva confirmación del estado patético del ser humano, pero a la vez constituye una nueva llamada de atención a la espera de que sea pronto oída y así pueda él abandonar por fin su tortuoso camino. El homúnculo es, finalmente, el sacrificio de un filántropo; a él dedica el poeta José Hierro unas hermosas palabras:

15 José-Augusto França, op. cit., p. 234.16 Vicente Aguilera Cerni, Panorama del nuevo arte español, Guadarrama, Madrid, 1966, p. 203.17 José-Augusto França, op. cit.18 José Corredor-Matheos (1970), «Millares», en Rafael Alberti et al., Mi-llares, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 1991, p. 61.

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Yo me lo imagino, ante el cuadro, no como un predicador tonante que nos hable de la muerte, sino como un niño que quiere decirnos cosas bellas, gratas, luminosas, y al que el demonio que lleva dentro no le permite más que escribir palabras espantosas (…). Son las su-yas obras que nacieron para ser bellas, y no han podido alcanzar su objetivo. Ahí reside su atractivo: en algo así como la conjunción de un espíritu dulce y equilibrado y un tiempo hosco que le impide dar su verdadero fruto. Millares es un niño que blasfema, y la ternura nace, en el espectador, cuando se da cuenta de cómo un ambiente histórico le ha empujado, le ha traicionado, le ha cambiado su ver-dadera naturaleza19.

4. Un homúnculo sin piel

Desviando la mirada de los testimonios escritos y pintados que Millares nos dejó como pruebas de la relación entre su la-bor creadora y la barbarie de su época, aparece un documento singular y verdaderamente elocuente a la hora de fijar las refe-rencias que condicionaron la aparición del homúnculo. Se tra-ta de la película Millares 1970, rodada por su mujer, Elvireta Escobio, en el invierno de ese año. El vídeo registra el proceso de creación del pintor, y supone dentro de su carrera un ejem-plo aislado en el que lo universal y atemporal —su homúncu-lo nace en un lugar y un tiempo determinados pero contiene el sufrimiento de la humanidad entera— se ve sustituido por una crítica directa con nombre, espacio y tiempo concreto. Al inicio de la grabación vemos a Millares en los campos del Ja-rama, deambulando entre pasadizos y blocaos de hormigón, testimonios ruinosos de la batalla que allí se libró. Pronto se insertan fotografías de soldados agazapados, explosiones, co-lumnas de humo… Y de nuevo Millares, tumbado en la hierba, y enseguida una nueva ráfaga de fugaces imágenes de guerra, y Millares, otra vez, en calma. Nuevas inserciones: cadáveres

19 José Hierro (1963), «Obras de Millares», en Carmen Bernárdez y María de Corral, Pintura española. Aspectos de una década. 1955-1965, Funda-ción Caja de pensiones, Madrid, 1988, p. 35.

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masacrados, una mano alzada en saludo fascista y unas botas altas y negras que se repiten una y otra vez, como haciendo cada vez más amenazante su presencia. La cámara se detie-ne en el suelo, campo de batalla en 1937, paraje silencioso en 1970.

De ahí seguimos a Millares hasta su estudio. Como si hu-biera necesitado la expedición como preámbulo, comienza un nuevo cuadro, y también aquí hay interferencias. Los pliegues de arpillera, las manchas de pintura y los huecos negros de los tubos que el pintor incorpora a sus cuadros se alternan, esta-bleciendo un claro paralelismo, con fotografías de cadáveres y de prisioneros de campos de concentración (Figura 5):

[…] esa abertura, como una boca; y la imagen del campo. ¡No hay que olvidar, no hay que olvidar! Un niño grita y su boca es la del tubo de cartón pintado de negro que Millares ha hundido en su compo-sición. Los cadáveres amontonados del campo, y la boca. Un niño muere de hambre: su ojo enorme en la carita descarnada y también el ojo de ese tubo negro. Ojo-boca.

Imagen de los campos. Boca-ojo20.

Figura 5. Fotogramas de la película Millares 1970.

La relevancia de esta grabación radica principalmente en su innegable vehemencia a la hora de demarcar los referen-tes de la pintura de Millares, expuestos aquí visualmente sin

20 José-Augusto França, op. cit., p. 246.

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la mediación de las palabras. La película, rodada, montada y sonorizada por el pintor y su mujer constituye, más que un documento sobre su pintura, una obra destacable dentro de su producción artística, y como tal proporciona una experiencia basada en el horror de las imágenes y en la inquietud que su música y su sonido —gritos y disparos— provocan en el espec-tador.

Fotografías como las que se insertan a modo de flashes en la película son también la base de otra práctica poco conoci-da de Millares: el pintor interviene sobre imágenes recortadas de prensa disponiendo sobre ellas una serie de planos negros semejantes a los que frecuentemente acompañan al homún-culo en sus composiciones. Muerte de un miliciano de Robert Capa, crucifixiones, cadáveres escuálidos de campos de con-centración o colgados y torturados constituyen el repertorio iconográfico con el que Millares viene a ampliar su inventa-rio de seres maltrechos. Teniendo en cuenta que la fotografía que actúa de soporte le proporciona ya al individuo, el pintor simplemente la mancha de negro como queriendo atraerla ha-cia su concepto plástico, como queriendo decirnos: «solo dos pinceladas más y ya tenemos otro homúnculo». Y lo cierto es que, a pesar de lo somero de su intervención, y a pesar de la ausencia de arpillera, la fotografía se transforma ante nuestros ojos en un verdadero homúnculo de Millares.

Nuevos mutilados sin piel de saco aparecen también en una serie de dibujos (Figura 6) inspirada en fotografías de los ca-dáveres de Bombacci, Gelormini, Mussolini, Petacci, Pavolini y Starace. Los cuerpos fueron expuestos a todo tipo de veja-ciones para luego ser colgados cabeza abajo y exhibidos públi-camente en la Plaza Loreto de Milán en 1945. Millares refleja este acontecimiento en varias composiciones realizadas con tinta china en las que puede apreciarse el paso de la arpillera al papel de su lenguaje característico. El resultado, como ocu-rre en general con sus pinturas y dibujos sobre papel o con su obra gráfica, es menos violento, en parte porque se respeta la integridad del soporte: no hay aquí formas avanzando hacia el

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espectador, ni cuchilladas, ni cosidos burdos, pero no por ello otorga el pintor mayor integridad a los cuerpos. Masas blancas y negras se entremezclan sin límite definido, grafismos ner-viosos rellenan extrañas protuberancias; todo queda abierto, todo el cuerpo está lleno de huecos por los que se escapa la vida.

Figura 6. Dibujo de la serie Mussolini. 1971.

Con esta estrategia, partiendo de la fotografía o usándola como base, el homúnculo manifiesta su origen de manera más

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clara que nunca. Si antes pudiera existir alguna duda, ahora es evidente «qué motor insufla odio a tanto saco desgarrado y a tanto recosido»21. Ese motor, la realidad española, hizo in-cansable a Manolo Millares, que se otorgó a sí mismo la labor vitalicia de señalar pústulas sociales cuando otros hubieran apartado la mirada. Fue ese gesto el que definió el tempera-mento vital y artístico de un individuo marcado a fuego por el dolor, que pudo, no obstante —es indispensable recordarlo—, resistir su corta vida sacando cadáveres del barro, con la pe-queña esperanza de encontrar algún día el germen enfangado de ese nuevo ser humano que nos devolvería la plenitud de la existencia.

El homúnculo es una consecuencia esperada de la grandísima be-lleza que puede traslucir el harapo así, puesto al desnudo, en su evi-dente porquería. La destrucción y el amor corren parejas por los es-pacios y parajes descoyuntados. No importa que el hombre se haya roto si de él emergen rosas de légamos y principios renovadores como puños22.

5. Conclusiones

Iniciábamos este trabajo preguntándonos acerca del porqué del homúnculo millaresco y albergando el convencimiento de que una indagación profunda en su obra, así como en sus es-critos, podría alejar las ideas preconcebidas en torno al arte de la posguerra española y su relación con tan determinante contexto. La imposibilidad de presenciar de manera directa los acontecimientos aquí recogidos otorga un papel especial-mente relevante no tanto a los hechos como a su recepción por parte del pintor, la cual viene a configurar el retrato visible de una identidad artística que Millares construye con sus mani-

21 Manolo Millares (1959), «El homúnculo en la pintura actual», op. cit., p. 83.22 Ibid., p. 81.

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festaciones públicas. Las conclusiones obtenidas deben enten-derse, por tanto, dentro de este ámbito, ahí donde son visibles las pasiones e inquietudes que intervienen en el acto creador.

La investigación llevada a cabo revela que el discurso de Millares apela más a un orden moral que artístico, como si el homúnculo naciera en respuesta a una demanda social y no plástica. Su vida durante la guerra y en la España de Franco perfila a un individuo angustiado, hipersensible y obsesionado con la muerte, y con este peso carga una pintura que no pue-de entenderse sino como un lamento por el devenir de la raza humana.

De este modo, ninguna entre las diversas acepciones del homúnculo otorga algo de paz a esta criatura: su dimensión esotérica nos coloca frente a un paso previo al ser humano que nunca prospera; su dimensión histórica se recrea en un pasado de momias y en un presente desolador en el que el hombre ha perdido el rumbo. El cuerpo se encuentra incapa-citado para mostrar un mejor semblante. La obra de Millares se presenta así como un sacrificio. Fabricando cuerpos de ar-pillera es como contribuye a la realidad española. A través de ellos salva el cuerpo del hombre, siente el suyo propio, pero no puede sino hacerlos aparecer en un estado lamentable, porque aunque conserva un asomo de esperanza, aunque confía en el cambio, su momento le conduce a una destrucción ineludible.

Es necesario insistir, no obstante, para terminar, en el ca-rácter positivo que atesora el homúnculo. El arte no puede ser negativo. Por más feo, sucio y amargo que sea, ahí está, existiendo, y el mero hecho de su presencia constituye, en mo-mentos que parecen poco propicios para la creación artística, un rasgo de superación del ser humano. Aun cuando a su alre-dedor todo se derrumba, gente como Millares hace su arte de los destrozos; un arte rabioso y convulso, pero libre, arriesga-do y personal, y necesario para sentar las bases del crecimien-to futuro.

Teresa Lousa

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o maCabro na obra de FranCisCo de holanda

Teresa Lousa

Universidade de Lisboa

Resumo: Neste artigo pretendemos destacar o Macabro como elemento unificador e caracterizador do próprio estilo artístico de Francisco de Holanda, lançando luz mais especificamente sobre alguns dos seus desenhos que, como metáforas, exprimem a força das suas ideias estéticas. Longe de ser uma tendência medievalizante, o Macabro é uma opção estilística que predomina de forma surpreendente e original. As suas abordagens seguem essencialmente duas vias: a apologia do tratamento anatómico e a representação da morte como Memento Mori. Os seus desenhos são narrativas visuais com uma mensagem moral eminente que induz à genuína reflexão acerca do sentido da vida.Palavras-chave: Macabro, pintura, Renascimento, anatomia, Vanitas, Memento Mori. Abstract: This paper aims to highlight the Macabre as a unifying element and as a feature of the Francisco de Holanda ‘s artistic style, shedding light, more specifically, on some of his drawings, that like metaphors express the strength of his aesthetic ideas. Far from being just a medieval trend, the Macabre is a stylistic choice that prevails in a surprising and original way. His approach follows essentially two ways: the apology of anatomic treatment and the representation of death as Memento Mori. His drawings are visual narratives with an eminent moral message that leads to a genuine reflection about the meaning of life.

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Keywords: Macabre, painting, Renaissance, anatomy, Vanitas, Memento Mori.

1. Introdução

Francisco de Holanda nasce em Lisboa em 1517. Foi pintor, arquitecto, cortesão, humanista e filósofo. É considerado no Portugal do seu tempo, o mais determinante e internacionali-zante vulto cultural do quinhentismo. Sendo mais conhecido pela sua obra teórica, da qual se destaca fundamentalmente o Da Pintura Antigua, obra de extraordinário e inovador con-teúdo estético, grande parte do seu reconhecimento interna-cional deve-se, na verdade, essencialmente ao facto de este constituir uma fonte fidedigna do pensamento estético do ar-tista Miguel Ângelo, com quem privou durante a sua viagem a Itália, viagem essa que marcará decisivamente o seu pensa-mento, o seu gosto artístico e ainda as suas opções estilísticas. É considerado uma fonte válida pela riqueza das afirmações de Miguel Ângelo, expostas com admirável clareza, expressando questões tipicamente renascentistas e também os pensamen-tos neoplatónicos, que lhe eram atribuídos e que surgem no texto de Holanda com grande coerência.

Uma das principais preocupações deste autor é a de contri-buir para o reconhecimento intelectual do pintor e o de dar a conhecer o que é a Pintura, uma vez que tem a amarga cons-ciência de que no seu país não existe uma real cultura artística e consequentemente não existe um reconhecimento da figura e do papel do artista na sociedade. O nosso autor transformou a Pintura na mais difícil e complexa de todas os saberes huma-nos, conferindo-lhe uma superioridade inultrapassável, assim reclamando em consequência, um ambiente de liberdade ar-tística, infelizmente incompatível com a organização corpora-tiva vigente na época na Península Ibérica.

Teresa Lousa

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As vicissitudes da sua época e da sua vida parecem acom-panhar a estrutura metafísica da obra teórica e artística, onde este, tendo vivido uma juventude auspiciosa, acaba com o pas-sar dos anos, por se ver esquecido e silenciado por força dos factos políticos que dominaram o seu tempo: o início da Inqui-sição, o reforço da ortodoxia católica pós-Concílio de Trento, a morte do seu protector Rei Dom João III e por fim a perda da independência portuguesa.

Neste artigo daremos especial ênfase a alguns dos seus des-enhos, cuja importância tem sido subestimada face à riqueza e ao carácter excepcional, por demais evidente, da sua obra teórica. Na realidade a qualidade dos seus desenhos é porta-dora de uma dimensão épica da arte, pois são eles que, como metáforas, exprimem a força das suas ideias e o poder criativo da sua invenção de cada vez original.

Os principais registos artísticos de Francisco de Holanda, encontram-se no Album das Antigualhas e no De Aetatibus Mundi Imagines. O conteúdo semântico destas obras é mui-tíssimo divergente (uma dedicada ao registo das ruínas da Antiguidade e obras renascentistas, e a outra dedicada à re-presentação das Idades do Mundo segundo as Sagradas Es-crituras, em estilo de Bíblia ilustrada), mas alguns traços co-muns permanecem, naquilo que é a sua autografia: a presença dominante de espaços vazios, a tendência para a miniatura, o recurso a figuras geométricas de forte influência platónica, o uso contido e selectivo da cor que remete para a dicotomia entre a Ideia e a Mimesis, mas sobretudo um aspecto que nos interesse particularmente: a presença transversal do macabro.

Os seus desenhos revelam a maturidade de um artista-pen-sador que em cada desenho coloca um pouco do enigma da fi-guração: a inspiração, o furor divino, o conhecimento técnico, a habilidade artística e simultaneamente a reflexão filosófica acerca do destino da humanidade.

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2. O Macabro e o Renascimento

Podemos posicionar Francisco de Holanda entre o Renasci-mento e o Maneirismo: Se por um lado ideologicamente os seus referenciais são classicistas, já no que respeita aos seus desenhos e pintura, bem como alguma da sua teoria artística é o Maneirismo (e o seu elogio da Maniera e do lado espiritual em detrimento da pura mimesis do mundo natural) que tende a seguir. As particularidades do seu pensamento e obra acon-tecem num contexto, histórico e social, ao qual Francisco de Holanda é especialmente sensível. O seu tempo está repleto de paradoxos, como por exemplo: depois das conquistas do humanismo renascentista dá-se o reforço da iconografia cristã e o regresso a alguns temas medievais, como é o caso do Ma-cabro, e sobretudo uma maior carga simbólica dominante, aos quais o nosso autor não ficará imune.

Não podemos caracterizar o Renascimento apenas numa escala de oposição às «trevas» medievais. Este período está pejado de imagens tristes, macabras e melancólicas, nas quais a morte e a velhice obscurecem a alegria de uma juventude vã e passageira. Representações de Danças Macabras, do Apo-calipse e de Juízos Finais constituirão alguns dos principais temas iconográficos do próprio Renascimento. Como se vê, o desejo de representar a morte através de imagens macabras não é, como se poderia imaginar, medieval. Esse tipo de ima-gem surge no século XIV e torna-se frequente nas primeiras décadas do século XVI – na mesma época, em que, por exem-plo, Miguel Ângelo produz algumas das obras de arte mais em-blemáticas do Renascimento.

Um dos episódios mais sangrentos da história deu-se em plena Renascença: o Saque de Roma (1527). Este aconteci-mento bárbaro contribuirá decisivamente para uma vivência melancólica da época e para uma constante reflexão acerca da morte, do devir e da passagem do tempo, bem como para um questionamento relativo aos limites do humanismo. Durante três dias Roma foi barbaramente destruída por membros das

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legiões luteranas do exército imperial de Carlos V: todo o tipo de património, de edifícios e de obras de arte é pilhada ou des-truída. O banho de sangue que se viveu (em que milhares de civis foram mortos, aspecto que contribuiu para o acumular de corpos por sepultar, favorecendo não só epidemias de peste, mas também o renovar de imaginários macabros que muito lembravam os medievais), foi um dos mais singulares e bárba-ros episódios da Renascença. O Saque de Roma veio derrubar o sonho humanista que esta grande cidade imperial personi-ficava e colocou à prova esse espírito iluminado e unificador, acentuando o sentimento de melancolia e de consciência da transitoriedade. Assim, depois de 1527, a representação das ruínas antigas já não evoca apenas o passado clássico, mas dá voz a um sentimento de «memento mori» perante a certeza da fragilidade dos impérios humanos.

Este episódio e esta atmosfera foram vividos com particu-lar intensidade por Francisco de Holanda, que tendo estado em Itália nove anos depois, representa no Álbum dos Desen-hos das Antigualhas uma alegoria a Roma Desfeita: «Roma Caída»1, trata-se de uma imagem melancólica, eclodindo como oração fúnebre da antiga Roma desaparecida, lem-brando as suas maravilhas de que são testemunho as ruínas do tempo presente. A sua expressão é profundamente nostál-gica e exclama de forma trágica: «já não me pareço comigo mesma». Em pano de fundo surgem os seus mais célebres mo-numentos: o Coliseu, o Panteão, a Coluna de Trajano, a Pirâ-mide de Céstio, aquedutos e ruínas. Este desenho está repleto de alusões à filosofia neoplatónica: No céu voam dois génios que seguram a inscrição: «Conhece-te a ti mesmo», alusão ao célebre preceito socrático.

1 Ver Fig. 1.

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Fig. 1- Francisco de Holanda, Roma Caída,Álbum de Desenhos das Antigualhas, f. 4r

3. O Macabro como Estudo Anatómico na Obra de Holanda

Mesmo antes do Saque de Roma, já uma dominante tendên-cia de arte macabra percorre diversas regiões europeias até cerca de 1550, vinculada à difusão de estampas anatômicas, nas quais a beleza plástica do cânone antigo está associada à evidência moral da morte. Um dos livro anatómicos mais

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influentes do século XVI foi o De humani corporis fabrica2, publicado pela primeira vez em 1543. Obra do médico belga Andrea Vesalius, autor contemporâneo de Francisco de Ho-landa e uma das suas fontes visuais. Esta obra, considerada uma obra de génio da Renascença, exemplarmente ilustrada e e luxuosamente impressa, foi amplamente difundida por toda a Europa e era bem conhecida pelos artistas.

Holanda dedica um capítulo do Da Pintura Antigua à Ana-tomia. Aqui afirma a importância do domínio desta ciência na formação do pintor, lembrando que: «[…] a santa imagem da morte, e os mortos, que muito vale a pintura e mui pouco fora d’ella. Nem que prova mais suave pode fazer de si a pintura, que mostrar-nos aquelas cousas muito limpamente com chei-rosas colores pintadas, que não podimos ver (comprindo-nos n’esta vida) senão n’um adro, ou cemitério entre o abominavel cheiro dos finados, e entre os vermes e ossos de corrução»3.

Esta passagem para além de confirmar a importância e a grande vantagem do domínio da Anatomia na Pintura, lem-bra também uma célebre passagem da Poética de Aristóteles (1449a)4, uma das principais fontes de Holanda, onde se afir-ma que vemos com prazer imagens (representações) de coisas que na realidade contemplaríamos com repugnância e medo, como por exemplo os Cadáveres, justificando assim que a uti-lidade da arte, como forma de aprendizagem e de conheci-mento.

Um bom exemplo do gosto pelo macabro, bem como do ri-gor anatómico de Francisco de Holanda é a imagem desconcer-tante que surge no final do Códice De Aetatibus Mundi Ima-gines, uma obra composta por imagens que pretendem repre-sentar as seis idades do mundo, uma espécie de Crónica das Idades segundo as Sagradas Escrituras, seguindo a tendência da época em estilo de Bíblia ilustrada, um tipo de catecismo em imagens que predispõe o «leitor» à oração, ao recolhimen-

2 Cf.- http://vesalius.northwestern.edu/ 3 Francisco de Holanda, Da Pintura Antiga, INCM, Lisboa, 1984, p. 108.4 Aristóteles, Poética, INCM, Lisboa, 1996, p. 46.

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to e à meditação. O desenho «Afrodite e Eros»5 de Francisco de Holanda pode até constituir uma possível ilustração para o seu capítulo acerca da Anatomia mas é, antes de mais, a versão mais macabra deste par mitológico que se conhece em toda a História da arte. Representados como dois esqueletos frá-geis e estéreis, num cenário sepulcral e nocturno, rodeados de inscrições que citam textos da Antiguidade, com uma única função, parodiar estes deuses que simbolizam o amor profano.

Fig. 2 Francisco de Holanda, Afrodite e ErosDe Aetatibus Mundi Imagines, f. 88r

Francisco Cordeiro Branco, na obra, Identificación de una Obra Desconocida de Francisco de Holanda, encontra uma

5 Ver Fig. 2.

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relação entre este desenho do De Aetatibus Mundi Imagines e certas passagens da obra teórica central Da Pintura Antigua: «Afrodita y Eros, o Venus y Amor, caídos sin vida del cielo mitológico, servían, en macabra figuración, para elustrar un tema de intención teológica…»6.

Será Afrodite e Eros, um mero pretexto para a represen-tação anatómica, ou uma crítica moralizante à mitologia clás-sica por oposição aos valores imortais do cristianismo? A ori-ginalidade do desenho coloca várias interrogações, uma delas é: quais teriam sido as suas fontes visuais? Uma hipotese que se pode colocar é a de Miguel Ângelo constituir a sua principal influência. Também na sua obra se verifica a tendência para a ironia e a predilecção por ilustrações anatómicas7. Podemos ainda supôr que o Juízo Final, onde estão representados al-guns esqueletos e esfolados, que Holanda terá visto em plena execução na Capela Sistina, possa constituir uma importante fonte.

É da maior relevância referir que o desenho pode ser enten-dido como parte de um díptico: O Anjo do Senhor8 e Afrodite e Eros, duas imagens que se opõem absolutamente tal como se opõem o amor divino e o amor profano, a luz e a sombra, o dia e a noite. É possível ver neste díptico, uma espécie de ilustração temática dos capítulos XXVIII e XVIII do Da Pintu-ra Antigua, a saber: Da Pintura das Imagens Invesiveis e Da Natumia. No caso da representação das Imagens Invisíveis, Holanda refere-se especificamente à representação de anjos, aspecto que coincide decisivamente com o Anjo do Senhor. Neste caso, baseando-se exclusivamente nas sugestões de Dio-nísio Areopagita, prevê uma série de pormenores iconográfi-cos que permitiriam aos pintores representar essas imagens

6 Francisco Cordeiro Blanco, Identificación de una obra desconocida de Francisco de Holanda, Archivo Español de Arte, tomo XXVIII, Madrid, 1955, p. 15.7 David Summers, Michelangelo and the language of Art, Princeton Uni-versity Press, New Jersey, 1981, p. 40.8 Ver Fig. 3.

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invisíveis dentro das regras da Conveniência e do Decoro. Já Afrodite e Eros, como foi dito, poderia corresponder a uma ilustração da temática anatómica, à qual dá especial ênfase.

Fig. 3- Francisco de Holanda, O Anjo do Senhor

De Aetatibus Mundi Imagines, f. 87v

O tema de Afrodite, na representação artística com preo-cupações anatómicas, nomeadamente associada à anatomia feminina, era segundo Deanna Petherbridge, uma tendência, ou uma moda do século XVI, à qual podemos supor que Ho-landa não terá ficado indiferente: «As mulheres são frequente-mente representadas na posição pudica, posição de modéstia

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(que em latim significa ‘vergonha’) que trazem emprestada da estatuária clássica dedicada a Venus, com uma mão cobrindo o peito, e com a outra escondendo as pudendae ou os orgãos genitais»9. Mesmo que Holanda tenha seguido uma tendên-cia da época, a verdade é que a sua representação de Vénus em nada se assemelha a esse tipo de representações púdicas.

André Chastel defende que no século XVI, as imagens anatómicas de esqueletos apresentam uma novidade: os es-queletos ou esfolados apresentam poses artísticas como que emprestadas dos corpos vivos10. Mais facilmente podemos in-cluir a Imagem de Afrodite e Eros de Holanda nesta fase, tanto pela época em que foi feita, como pela postura dos corpos, es-queletos em pose viva. Afrodite pousa suavemente a sua mão esquerda sobre o ombro direito do pequeno Eros, num gesto de protecção maternal perante a frágil figura do pequeno cu-pido. No De Aetatibus Mundi Imagines, surgem ainda outras imagens com esqueletos, como por exemplo, a dos Quatro Ca-valeiros do Apocalipse11, onde segue a tendência descrita, ou seja, a pose viva. Os esqueletos de Holanda têm poses enérgi-cas, neste caso montado a cavalo e segurando uma foice em amplo movimento, numa clara alusão e homenagem à gravura de Dürer com o mesmo título12. O velho decrépito e esquelé-tico que simboliza a morte na gravura de Dürer, é substituído no desenho de Holanda pela representação do esqueleto em si, Outro caso evidente é o de A Morte das Idades13, também segurando a foice com vitalidade e com uma postura física de movimento.

9 Deanna Petherbridge e Ludmilla Jordanova, The Quick and the Dead – Artists and Anatomy, Exhibition Tour, Catalogue, Printed by P. J. Repro-ductions Limited, Londres, 1998, p. 5.10 André Chastel, «L’Anatomie Artistique et le sentiment de la Mort», in Medicine de France, número 175, Olivier Perrin Éditeur, Paris, 1966, p. 23.11 Ver Fig. 4.12 Ver Fig. 5.13 Ver Fig. 6.

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Fig. 4- Os Quatro Cavaleiros do ApocalipseDe Aetatibus Mundi Imagines, f. 73r

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Fig. 5 – Durer- Os Quatro cavaleiros doApocalipse (498)

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Fig. 6 - Francisco de Holanda A Morte das IdadesDe Aetatibus Mundi Imagines, f. 68r.

4. Memento Mori e Vanitas: O Macabro como Factor Moralizante

O efeito moralizante do contacto com a morte tem sido um tema recorrente na Pintura, assim como na reflexão filosófi-ca. Um bom exemplo disso é execício levado a cabo por Pa-nofsky, no seu ensaio «Et in Arcadia ego: Poussin e a tradição elegíaca»14. Aí este autor esclarece e evidencia a verdadeira origem da epígrefe que trazemos à colacção: Et in Arcadia

14 Erwin Panofsky, O significado das Artes Visuais, Editorial Presença, Lisboa, 1989.

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Ego, preceito esse que, na verdade, não é clássico e parece não ocorrer antes do quadro de Guercino, justamente intitulado «Et in Arcadia ego», de 162215. Nesse contexto, tal signifi-ca «Até na Arcádia eu estou», e a frase seria proferida pela própria alegoria da morte, constituindo assim, um clássico Memento Mori. Este tema, assim como a Vanitas, com icono-grafias emblemáticas e recorrentes, abordam o Macabro com uma função moralizante, onde podemos claramente posicio-nar Francisco de Holanda.

Fig. 7- Guercino, Et in Arcadia Ego, 1622

As mais remotas Vanitas e Memento Mori, a representação solitária da caveira, ou a mesma em cenários tipo Natureza-Morta, remontam ainda ao século XV. Foram difundidas es-sencialmente através da pintura flamenga. Será depois do Concílio de Trento que esse tido de imagens encontrará forte proliferação, a meio do século XVI, o período da maturidade de Francisco de Holanda. Aqui ainda podemos, de certa ma-neia, incluir a terribilitá do emblemático Juízo Final de Miguel

15 Ver Fig. 7.

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Ângelo, a qual, pela amizade entre o célebre artista e Francisco de Holanda, terá valido ao nosso autor a oportunidade de a ver em plena execução na Capela Sistina.

Esta forte tendência moralista associada ao gosto pelo ma-cabro caracteriza em parte o espírito religioso do século XVI e é exactamente aqui que entra na opção estilística de Francisco de Holanda, em grande medida marcada pela intensa religio-sidade interior, pela prática da oração, pela assídua leitura da Bíblia e pela predilecção por temas como o do Apocalipse.

O gosto pelo macabro foi-se desenvolvendo sem excepção, por toda a Europa, varrendo os vários estilos artísticos: o tene-brismo, o maneirismo e finalmente os primórdios do barroco. Imagens que fazem o contraponto entre a Vaidade e a Mor-te, entre a transitoriedade da beleza e a certeza da morte, são mais do que imagens, são reflexões corporizadas que osten-tam a ilusão da juventude, o devir incessante e a evidência da morte certa que a todos espera. Este tipo de imagens remetem para uma reflexão moralizante e filosófica acerca da finitude ou da transitoriedade da vida. Produzindo um «choque esté-tico» estas imagens artísticas podem predispor a um ponto de vista filosófico, a um questionamento radical acerca do valor da vida que rompe com o do senso comum (que pretende afas-tar o mais possível de si a ideia de morte através de um enten-dimento pouco genuíno do conceito, produzindo a ilusão de que é uma espécie de mal que só acontece aos outros, ou en-tão projecta-la para um momento seguro e confortável situado num futuro longínquo...).

O versículo emblemático e inquisidor do Eclesiastes do Rei Salomão: «Vanitas, vanitatum, et omnia vanitas» é a expres-são que está na origem do género iconográfico Vanitas, recon-hecido por contrapor a vida e a morte de modo a evidenciar a transitoriedade e a fragilidade da primeira e o carácter cer-to e inevitável da segunda. Também através da obra artística de Francisco de Holanda a presença do Macabro se dá como via para a representação e reflexão acerca da finitude e tran-sitoriedade da vida. Podemos ver nestas opões temáticas um

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certo fascínio pela representação da morte e do macabro, mas também a evidência do seu próprio carácter melancólico, en-quanto artista, tanto presente na importância que dedica à Anatomia na formação do Pintor, como também presente no gosto por temas mórbidos e depressivos, o que é manifesto em duas curiosas e persistentes alusões que faz, à representação de uma ‘mulher morta pintada’, que terá visto aquando da sua passagem por Avinhão, a caminho de Itália (cerca de 1538).

Na Livro Segundo do Da Pintura Antiga, após uma opor-tuna observação acerca da neoplatónica sepultura dos Médi-cis em Florença, em que é realçado o seu carácter nocturno e melancólico, Holanda refere-se a uma obra de pintura que viu em Avinhão: «Mas não é de callar uma obra que vi da pintura […], que é uma mulher morta pintada, que já fôra mui fremo-sa, e chamada de bella Anna; e um Rei de França que gostava de pintar e pintava, chamado Reynel, vindo a Avinhão, e pre-guntando se estava ali a bella Anna, porque desejava muito de a vêr para a tirar polo natural, e dizendo-lhe que não muito havia que era morta, fê-la el-rei desenterrar da cova, para vêr se inda nos ossos achava algum indicio de fremesura. […] e todavia assi o julgou o pintor rei por tão fremosa, que a tirou polo natural, com muitos versos ao redor, que a choravam e inda estão chorando»16.

O fascínio pelo mórbido está bem presente no tom entusias-ta com que Holanda descreve esta obra. Forte impressão terá causado esta pintura ao nosso autor, para que mais de trinta anos depois, quando redige o Da Ciencia do Desenho, volte a mencionar o tal retrato de mulher morta. No contexto desta obra, o enquadramento desta referência surge como uma ten-tativa de motivar o Rei Dom Sebastião para a prática do Des-enho, como estratégia para o cativar para uma valorização das artes, dando-lhe exemplos de outros reis que se exercitaram na prática do Desenho, justificando assim a nobreza e impor-tância da Pintura, tão esquecida e desprezada durante o curto

16 Francisco de Holanda, Da Pintura Antiga, INCM, Lisboa, 1984, p. 249.

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reinado do Rei Dom Sebastião, mas é reveladora também de como a imagem permaneceu viva na sua memória: «De que eu dou testemunho que vi em reino de França na cidade de Avin-hão, em um mosteiro uma pintura de cores muito bem feita, a qual pintou El-Rei Reinero de França: e era um Retrato de Bela Ana, que ele fez desenterrar da sepultura somente para a pintar, e assim a pintou morta como eu a vi»17.

Em parte, a mensagem desta história que Holanda relata, lembra o tema do díptico Anjo do Senhor e Afodite e Eros, isto é, neste mundo todos morremos e mesmo a maior Beleza, a fonte e o objecto por excelência da Arte da Pintura, de pouco vale quando exposta ao devir do tempo.

Ainda no seu Álbum dos Desenhos das Antigualhas18, en-contramos um desenho em estilo Memento Mori: No regresso de Itália, ao passar na zona da Provença, Saint Maximin, Ho-landa não resiste a desenhar o Relicário da cabeça de Santa Maria Madalena19, imagem essa, que nos remete para a te-mática dominante: a ausência de rosto e a aparição de uma caveira onde outrora existiu beleza e sensualidade. Podemos estabelecer mais uma ligação por via do tema Vanitas. Tam-bém Maria Madalena é o símbolo do amor profano e da bele-za efémera nas Sagradas Escrituras, e nesta obra, surge mais uma vez no fim, como última advertência e fugindo à temática dominante, a saber, as Antiguidades Romanas e as obras do Renascimento.

17 Francisco de Holanda, Da Ciência do Desenho, Livros Horizonte, Lis-boa, 1985, p. 37.18 Francisco de Holanda, Álbum das Antigualhas, Livros Horizonte, Lis-boa, 1989.19 Ver Fig. 8.

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Fig.8- Francisco de Holanda- Relicário de St. Maria MadalenaAlbúm das Antigualhas, f. 48v

Não podemos deixar de lembrar Dürer, artista tão admira-do por Holanda e também ele próprio fascinado pelos desíg-nios da Melancolia, que na sua obra-prima de pintura São Je-rónimo (1521)20 nos remete para uma reflexão tão semelhante à de Holanda. «São Jerónimo, também outrora fascinado pe-los clássicos, interpela-nos melancolicamente, com o olhar de um velho sábio que, tal como a imagem de Afrodite e Eros, parece sussurrar: lembremo-nos que todos vamos morrer»21. Em São Jerónimo a oposição dá-se entre a imagem de Cristo cruxificado em segundo plano e a imagem da Caveira para a qual aponta. Ilustra, de certo modo, a mesma reflexão filosó-fica acerca da Vaidade dos humanos, da futilidade dos seus impérios, do devir das idades do mundo por oposição ao amor

20 Ver Fig. 9.21 Teresa Lousa, Do Pintor como Génio na obra de Francisco de Holanda, Edições ExLibris- Sítio do Livro, Lisboa, 2014, p. 227.

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divino, puro e imutável, em tudo semelhante às Ideias Plató-nicas, nomeadamente ao Belo em si. É a revelação da relativi-dade da vida e do poder da morte, que tudo destrói: a beleza do amor, os orgulhos e as vaidades.

Fig. 9- Dürer- São Jerónimo, 1521, MNAA, Lisboa

O gosto de Holanda pela representação do mórbido e de iconografias depressivas como via para uma reflexão acerca da vida revela, antes de mais, os sintomas de um carácter ten-dencialmente melancólico, evidenciado quer pela escolha dos temas, quer pela abordagem original e intelectual que impri-me à cena. A melancolia é uma condição intrínseca à pintura, que se manifesta, por exemplo, numa certa tendência para a representação de iconografias depressivas.

Podemos ver ainda de um modo mais lato, o Macabro como representação da história redentora do Mundo, onde a relação

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entre temporalidade e salvação, ou os temas escatológicos da imortalidade da alma e do juízo final, como consequência últi-ma da liberdade humana ganham corpo nos seus mórbidos e intrigantes desenhos, dos quais podemos destacar para além do díptico Anjo do Senhor / Afrodite e Eros, A Morte das Ida-des e Os Quatro Cavaleiros do Apocalipse. Estes enigmáti-cos desenhos, sem legendas nem nenhum tipo de coloração, feitos à pena com o recurso à aguada, parecem não integrar a estrutura interna do Álbum22 e remetem para uma mesma inspiração redentora que o preside. Estes temas apocalípticos, dramaticamente ameaçadores, mais escatológicos (focados no fim) que teleológicos (a eventual redenção), são composições alegóricas muito elaboradas, com uma tónica explicitamente retórico-moralista, que consegue uma invulgar eloquência ao expressar, de modo artístico e simbólico, pela pintura, a men-sagem da morte, podo fim às doces, mas vãs ilusões e vaida-des terrenas. Na presença forte destes temas em Francisco de Holanda podemos ver também as citações visuais dos artis-tas que mais admirava, como Jean Duvet (1485- 1562), que tal como o nosso autor se dedica, na fase final da sua vida, à representação do Apocalipse, e definitivamente a presença de Dürer, tanto dos seus livros de xilogravuras, onde poderá ter ido buscar a inspiração para a sua história das idades, como da homenagem que lhe presta ao representar o tema homónimo: Os Quatro Cavaleiros do Apocalipse.

O Macabro constitui o elemento filosófico e unificador da sua obra artística, presente com maior ênfase no Códice De Aetatibus Mundi Imagines. A imagem da morte insinua-se ao longo de toda a obra. Esta representada quase sempre com a fi-gura de um esqueleto, remete, nesta obra, para a passagem do tempo, como dá testemunho no intrigante desenho: O Triunfo do Tempo23, aqui é o reino da Eternidade que emerge triun-fantemente sobre a morte que jaz deitada a seus pés. Podemos

22 Francisco de Holanda, De Aetatibus Mundi Imagines, INCM, Lisboa, 1983.23 Ver Fig. 10.

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ver a mesma inspiração que preside a este desenho, em outros como: A Morte das Idades, ou Ressureição dos Mortos. Pode-mos dizer que a morte percorre toda a História das Idades do Mundo, segundo Francisco de Holanda. O esqueleto, aparece logo no incío do seu códice, no paraíso, associado ao pecado original simbolizando a mortalidade de Adão e a definitiva e esmagadora entrada da morte no mundo24.

Fig. 10- Francisco de Holanda, Triunfo do Tempo,De Aetatibus Mundi Imagines, f. 69r

24 Ver Fig. 11.

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Fig. 11- Francisco de Holanda, A Queda,De Aetatibus Mundi Imagines, f. 9v.

O significado último das vanitas é sobretudo o de uma ad-vertência séria e prudente, uma repreensão lapidar sobre a va-nidade mundana, sobre o prazer imediato, os seus excessos, vícios e paixões, os seus apetites insaciáveis, as suas pulsões concupiscentes, o seu hedonismo, materialismo e consumis-mo: Tudo tem o mesmo fim.

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A mensagem funciona como uma advertência moralizante: enquanto nos deleitamos com os prazeres mundanos, a morte aproxima-se e haveremos de ser julgados pelo que fizemos ou deixamos de fazer, enquanto tivemos a oportunidade de nos dedicarmos à vida espiritual e à reflexão sobre a morte, em vez de às delícias dos sentidos. São narrativas visuais, com uma mensagem moral eminente, de recriminação ética, com um vislumbre filosófico que induz à genuína reflexão acerca do sentido da vida.

Por fim lembramos o emblemático autorretrato de Francis-co de Holanda25, cuja mensagem é precisamente essa: tudo desaparece, como estas palavras, como estas imagens, das quais a malícia do tempo, simbolizada pelo feroz cão, já se apoderou. Esta imagem, como uma epígrafe, constitui o fechar do ciclo de todo o Códice e representa uma espécie de autopu-nição em jeito de Vanitas: «Holanda, aquele “velho pecador que vem tão tarde à vinha do senhor”, tenta redimir e fazer que esqueçam os pecados da sua mocidade. E assim procura encontrar na Apologia da Igreja o antidoto para as suas pri-meiras imagens, as suas obras primas às quais nada o faria renunciar. Tendo fé na Esperança e na Caridade, entrega as suas imagens à malícia do tempo»26.

25 Ver Fig. 12.26 Sylvie Deswarte Rosa, As Imagens das Idades do Mundo de Francisco de Holanda, INCM, Lisboa, 1987, p. 62.

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Fig. 12- Francisco de Holanda, Auto-Retrato,De Aetatibus Mundi Imagines, f. 89r.

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holoCausto y rePresentaCión. del arte al horror

Concepción Pérez Rojas

Universidad de Sevilla

Resumen: Partiendo de la creación artística como acto ineludible, y del Holocausto como realidad más allá de lo representable, su trasunto discursivo (filosofía, literatura, arte, cine) solo puede configurar una estética del imposible. El horror que, eludiendo los artificios del lenguaje y del discurso (de cualquier discurso), se torna irrepresentable. Una afirmación que, más allá del acto creativo, emerge como un cuestionamiento de lo volitivo frente a lo urgente, de lo estético frente a lo ético, del discurso frente a la realidad. El arte de la Shoá se convierte, en este sentido, en el máximo exponente de una estética de lo inenarrable, de lo intransferible: una estética del límite. De la imposibilidad y la necesidad de exponerlo que sobrecoge al sobreviviente, frente a la obscenidad de esa estética del horror que se ejerce como un acto de la voluntad.Palabras clave: Holocausto, representación, creación, arte, horror.

Abstract: If the Art of a creation is a human necessary action and Holocaust is a fact beyond the expressible, the speeches which deal about it (Philosophy, Literature, Art or Movies) can only configure an impossible aesthetics. Horror becomes an undepictable issue, even avoiding the languages and speeches artifices. Beyond the act of creation, that assertion emerges as a dispute between volition and immediacy, aesthetics and ethics, speeches against reality. So, the art of Holocaust becomes the

Concepción Pérez Rojas

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biggest illustration of an aesthetic of the unspeakable, the untransferable: a limit aesthetics. The impossibility and the requirement to expose what startled the survivors, against the obscenity of the aesthetics of horror as an act of will.Key words: Holocaust, representation, creation, art, horror.

«Yo también soy un gran violinista… / Y he tocado en el in-fierno muchas veces… / Pero ahora aquí… / Rompo mi vio-lín… y me callo»1. Eran palabras de León Felipe, en su cono-cido poema «Auschwitz». Para él, como para muchos otros, en Auschwitz había muerto el arte. Como para Adorno, había muerto la poesía. El exterminio de millones de personas ino-centes e indefensas había sido algo más que un asesinato. Una destrucción y una deshumanización sin precedente, incompa-tibles con la esencia de lo humano, con el instinto creador.

En un texto tan impecable como desolado sobre Literatura y Holocausto, Angelina Muñiz-Huberman advierte cómo «el vacío y el horror de los campos de concentración han marcado en forma indeleble toda producción de la mente, de la sensi-bilidad, de la imaginación»2. La realidad no podría ser ya la misma ni lo podría ser el arte, la representación que hundía sus raíces en la mímesis griega. En el lager, el mundo occiden-tal había perdido la ética y había perdido sus referentes.

Ha sido una idea común entre los estudiosos del arte tras la Shoá. Y, sin embargo, parece que afirmaciones como las de León Felipe, Adorno o Angelina Múñiz-Huberman son válidas en la reflexión sobre el Holocausto pero no son exactas en lo que se refiere al arte. No murió el arte en la Shoá ni murió la poesía. Tampoco murieron los valores. Si acaso, guardaron si-lencio, se mostraron inválidos ante una realidad sin parangón

1 León Felipe, Oh, este roto y viejo violín, Visor, Madrid, 1981.2 Angelina Múñiz-Huberman, El siglo del desencanto, FCE, México D. F., 2002, p. 203.

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en la historia del arte y de lo humano. Pero hubo arte después de Auschwitz, hubo creación, hubo poesía y hubo vida.

Hay arte después de Auschwitz. Lo que no hay es un arte de o sobre Auschwitz. No es posible una estética del horror, un arte del horror sobre la Shoá. Porque, parafraseando a Elie Wiesel, «o no sería arte o no sería sobre la Shoá»3. Y en fin, no es posible abordar la creación artística en relación con el Holocausto, sin antes atender al hecho artístico en sí: observar cómo se gestan y se desarrollan los procesos de creación.

1. Acerca de la creación

Ante todo, hay que preguntarse qué es el arte y cuál es su fi-nalidad, si es que la tiene: para qué se construye, para qué se crea. Existe una amplia literatura sobre el tema, de modo que no haré un análisis exhaustivo aquí. Pero haré algunas anota-ciones que me parecen fundamentales a la hora de hablar de la creación artística.

En primer lugar, quiero diferenciar esa creación que se eli-ge (que el artista decide) de aquella otra que, en cambio, elige al sujeto (le sobreviene) y contra la que nada se puede. De un lado, está la creación como acto volitivo (acto lúdico, oficio, compromiso, incluso), cuando el autor decide la obra; del otro lado, está la creación ineludible, esa a la que el creador, le-jos de elegir, se somete, se rinde, se entrega. En ambos ca-sos, existe un proceso creador y, como resultado, una obra; de ambos resulta una manifestación artística. Pero su naturaleza es radicalmente diferente. En el primer caso, es posible que exista una finalidad de la obra (un para qué); en el segundo, no hay finalidad, sino causa (un por qué). En una situación anómala (biográfica o social, en un contexto de enfermedad, de opresión o de violencia), crear es lo único que el individuo

3 «Una novela sobre Auschwitz, o no es una novela, o no es sobre Aus-chwitz». Elie Wiesel, 1986, Un judío, hoy, Seminario Rabínico Latinoame-ricano, Buenos Aires, p. 200.

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puede. Y no se trata ya de terapia o de desahogo: va mucho más allá. La creación se convierte en una necesidad casi fisio-lógica. Porque, si no crea, el sujeto se rompe. Si no simboliza, se desintegra. Si no expresa, se pierde.

Es bien conocido el caso de los artistas malditos, de los crea-dores psicóticos, así como la tan trillada relación entre crea-ción y psicosis, entre locura y genio. Seguramente, no es difícil adivinar que las razones que impulsan a crear a un enfermo son radicalmente diferentes de aquellas que llevan a crear a una persona sana. De hecho, es habitual que en el enfermo no haya una finalidad de manera consciente ni una voluntad.

En esta idea de la creación ineludible insiste Nietzsche en algunas de sus obras. Es el «tengo que hacerlo» que expresaba en La gaya ciencia4, el bochorno de la escritura, y el camino del creador expuesto en su Zaratustra. «Yo amo a quien quie-re crear por encima de sí mismo y por ello perece»5. Crear a pesar de sí y contra sí.

El sujeto es impelido a la obra, sin embargo, no solamente en la enfermedad o a causa de traumas individuales, sino en situaciones colectivas de excepción. Mucho más allá del arte de compromiso (voluntarista, premeditado, consciente), exis-te el compromiso del arte, y ni siquiera del arte: de la obra. El arte se desentiende del esteticismo. La creación es relevante y urgente en sí misma, como proceso, más allá del resultado. Es arte porque, a posteriori, no sabemos llamarlo de otro modo. Pero, al mismo tiempo, elude el arte y lo rebasa. Forma parte de la realidad, en su dimensión más humana, más trágica y más terrible.

Por eso, sostengo que no hay un arte de la Shoá. Las nove-las, las películas de ficción que recurren al Holocausto como trasfondo (porque da magnitud a obras mediocres, porque magnetiza, porque vende) son ajenas a esta forma de arte. Son producciones, bienes de consumo, como lo es cualquier objeto:

4 Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, Akal, Madrid, 1988, p. 131.5 Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, trad. de Andrés Sánchez Pas-cual, Alianza, Madrid, 2000, p. 108.

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rebosan utilitarismo, combinado a veces con buena intención. Pero no dejan de ser productos efímeros, pasajeros, de pro-yección limitada y, muchas veces, de resultados vergonzantes, casi obscenos. Novelas y películas donde la ficción no solo em-papa la trama sino que, inevitablemente, también contagia el contexto, el referente. Presentan el Holocausto como algo que en modo alguno fue. Lo suavizan, lo embellecen, poetizan. Y no es legítimo. No es legítimo, cuando ya los relatos factua-les (de víctimas, de sobrevivientes) han hablado por sí solos y, aun así, nunca tuvieron las herramientas ni el atrevimien-to necesarios para narrar lo que fue. Ese horror inexpresable que, como decía, como se verá, se desentiende del arte y de —pese a todo— su banalidad.

En este sentido, Elie Wiesel llega a añorar los días en que solo unos pocos se atrevían a hablar del Holocausto. Hoy, todo el mundo habla. «Y demasiado. Y con demasiado ligereza. Sin reticencia». Se prefiere la imitación, el embellecimiento. El Holocausto se ha convertido en un drama más. Como otro cualquiera. En el que se entra y se sale. «Se creían capaces de imaginar lo inimaginable; pero no han visto nada. Se creían capaces de discutir lo inexpresable; pero no han comprendido nada, ni han aprendido nada». Eli Wiesel sabe, en fin, que, despojado de su carácter sagrado, el Holocausto termina sien-do tan solo un tema de moda: útil para impresionar y sorpren-der, recomendado a todo aquel «que busque un medio para ascender, tener éxito, crear sensación»6.

De este modo, partiendo de la creación artística como un acto ineludible (urgente, necesario), y del Holocausto como realidad (más allá de lo representable), el discurso de/sobre la Shoá solo puede configurarse como una estética del imposible. En la medida en que el horror elude los artificios del lenguaje y del discurso (de cualquier discurso), se torna irrepresentable. Filosofía, literatura, arte, cine se convierten, entonces, en tes-tigos vergonzantes de un espectáculo macabro. Proporcionan

6 Elie Wiesel, op. cit., pp. 188-189.

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una visión que, en sí misma, es incómoda porque delata, por-que acusa. Un espectáculo que sobrepasa el circuito del arte, de la producción y la recepción de la obra. Que es impúdico y es obsceno.

Como se dijo en otro lugar, se produce el cuestionamiento de lo volitivo frente a lo urgente, de lo estético frente a lo ético, del discurso frente a la realidad. «El arte de la Shoá se convier-te, en este sentido, en el máximo exponente de una estética de lo inenarrable, de lo intransferible: una estética del límite. De la imposibilidad y la necesidad de exponerlo que sobrecoge al sobreviviente, frente a la obscenidad de esa estética del horror que se ejerce como un acto de la voluntad»7.

La experiencia de los campos elude el arte y se aferra, halla en él hostilidad y refugio, desolación y aliento. Pone en evi-dencia la banalidad del arte y, al mismo tiempo, requiere ser expresada. Quizás no sea apropiado hablar de un arte del ho-rror. Pero no cabe duda de que los campos (y sus innúmeros correlatos discursivos) son, en sí mismos, la expresión por an-tonomasia y el paradigma del horror.

2. Shoá: el horror

Ahora bien, debemos preguntarnos por qué la Shoá es un epi-sodio de excepción y qué es lo que lo hace diferente de cual-quier otro momento histórico, de otras historias de persecu-ciones y de otros genocidios, incluso.

En primer lugar, la Shoá tiene lugar en el contexto de la Se-gunda Guerra Mundial, pero es un episodio ajeno a la guerra en sí. No hay una confrontación entre judíos y alemanes (los judíos también eran alemanes), sino una persecución (unila-teral, como lo son todas las persecuciones). Y no se trata solo

7 Concepción Pérez Rojas, 2015, «Creación artística y Shoá: estética del imposible», en Raíces. Revista judía de cultura, año XXIX, n.º 102, Ma-drid, Sefarad Editores, Madrid, 2015.

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de perseguir, acosar o privar de derechos, sino de exterminar. Para los nazis, hay que acabar con todo rastro de la herencia judía en Europa, y eso incluye a todos: hombres y mujeres, ancianos y niños, judíos que practican el judaísmo y conver-sos. La razón no es religiosa (uno puede mudar de religión) ni política (se puede cambiar de opción política), sino biológica. Se puede ser judío laico o religioso, de izquierdas o de dere-chas: lo que no se puede es dejar de ser judío. Como alguien dijo, en una guerra hay una confrontación de bandos, pero siempre queda una opción: te puedes rendir. El judío no se podía rendir. Porque no podía dejar de serlo. Incluso quienes no sabían que eran judíos (porque sus padres ya practicaban el cristianismo o nunca les habían hablado de su origen) fueron perseguidos por igual. Es bien conocida la frase: no todas las víctimas fueron judías, pero todos los judíos fueron víctimas.

Por otra parte, es la primera vez en la historia que se plantea el exterminio de un pueblo, de manera premeditada y organi-zada: con un meticuloso sistema de transporte, de aislamiento y confinamiento, de trabajo esclavo y, al fin, de exterminio. Un plan perverso y sin precedentes que solo se podía llevar a cabo con la colaboración de todas las esferas sociales: per-petradores y testigos, asesinos y delatores, observadores que sacaban tajada de la expropiación y la deportación de los ju-díos. La primera y única vez en la historia que se diseña un plan para terminar con seres humanos en masa: las industrias de la muerte. Cámaras de gas, fosas, exhumaciones, quema de los cadáveres y trituración de los restos, con el fin de no dejar rastro de los crímenes. La arbitrariedad en decidir la vida o la muerte de seres humanos. La tortura y la humillación sin límites. En la Europa civilizada. En uno de los países más cul-tos y desarrollados. En pleno siglo XX. En palabras de Yehuda Bauer:

En el Holocausto del pueblo judío ocurrió algo sin precedentes, ate-rrador. Por primera vez en la sangrienta Historia de la Humanidad, en un estado moderno, en el centro de un continente civilizado, se puso en marcha una decisión cuyo objetivo era localizar, registrar,

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marcar, aislar de su entorno, desposeer, humillar, concentrar, trans-portar y asesinar a cada uno de los miembros de un grupo étnico aunque la pertenencia al grupo no siempre la definieron ellos mis-mos sino el asesino (por ejemplo, los conversos). Estos no sólo se llevaron a cabo en el país en el que se originó el impulso genocida. No sólo se produjeron en el continente que deseaban controlar en primer lugar aquellos que los planearon. Con el transcurso del tiem-po, se llevaron a cabo en cualquier parte del mundo, debido simple-mente a motivos ideológicos8.

Con el Holocausto, la capacidad de infligir y de recibir daño, el horror, alcanza cotas desconocidas hasta entonces. Tal como vislumbrara León Felipe, no era horror lo que durante milenios había fabulado en sus creaciones el hombre, sino lo que estaba ahí, a su lado, en la realidad. No había nada que inventar. La expresión del horror, en la Shoá, sobrepasó con creces cualquier creación humana, cualquier intento de re-presentación de realidades o fantasías monstruosas. El horror inimaginable que, por primera vez, ya no se quería pero urgía expresar (representar).

Sería imposible profundizar aquí en las razones por las que la Shoá es un episodio de excepción en la Historia. No hubo nada similar antes, ni lo habría ni lo habrá seguramente des-pués. Se dan condiciones que convierten el Holocausto en un acontecimiento sin precedentes. Y hay una amplia bibliografía y material documental que permite ahondar en lo que sucedió. Curiosamente, siendo un episodio reciente de nuestra histo-ria, cercano en el tiempo como en el espacio, y siendo proba-blemente el más documentado, es, al mismo tiempo, de los más desconocidos: son muchos más quienes creen saber que quienes realmente saben.

Pero teniendo en cuenta cuáles son los mecanismos que generalmente rigen los procesos de creación, y teniendo en cuenta el carácter de excepcionalidad del Holocausto, es posi-

8 Avraham Milgram y Robert Rozett, El Holocausto. Las preguntas más frecuentes, Yad Vashem / Metáfora Ediciones, Jerusalén / Madrid, 2009, p. 18.

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ble hacer una lectura renovada de las creaciones que resultan a partir de la Shoá. Creaciones que abarcan tanto las memo-rias como los testimonios, de sobrevivientes tanto como de asesinados, literatura y pintura, músicas e himnos, películas y documentales. Y acaso el terreno más resbaladizo: relatos factuales frente a ficción.

3. El fin de la representación

Ahora bien, si la Shoá es la máxima expresión del horror y, pese a todo, existe una creación a partir de la Shoá (en y sobre la Shoá), debemos entonces hacer un ejercicio de análisis, para determinar la naturaleza de esas creaciones y qué es lo que las distingue, según propongo, del arte común (del arte, sin más).

Desde Aristóteles9, el concepto de mímesis ha permeado la mayor parte de la producción artística de Occidente. Una mímesis a la que Aristóteles atribuyó no solo una finalidad estética, sino emocional: la imitación es una fuente de goce. El ser humano disfruta la contemplación. Incluso la tragedia, donde el efecto emocional viene dado por la identificación con los personajes y el reconocimiento. Algo que solo puede lo-grarse por medio del temor y la compasión.

Mímesis (en sentido aristotélico), simulacro (siguiendo a los epicúreos) o representación (con Schopenhauer): la ima-gen (el arte) acata la realidad y se desentiende de ella, toma y suma. Es el espejo deformado de la realidad, en el que el observador se reconoce, se sabe a un tiempo dentro y fuera. Permite la incursión en el espacio de lo trágico, sabiéndose a salvo; la entrada en el horror, desde el artificio (la mentira) del discurso.

Aquí es donde los textos construidos a partir de la Shoá rompen con el arte (por horribles que sean sus referentes). Y la ruptura es radical y es definitiva. Tiene lugar el tránsito del

9 Aristóteles, Poética, Icaria, Barcelona, 1997.

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arte al horror. Nadie puede asomarse a la Shoá y salir ileso. Nadie puede siquiera aproximarse sin ser personal y efecti-vamente herido. La representación se muestra imposible, in-viable, y no hay mímesis que valga, no hay el simulacro. Es la visión más descarnada de lo real, que elude el arte. Es lo real, que se sonroja y se avergüenza de sus relatos malogrados, de sus imágenes torpes, del acto mismo de la enunciación.

La respuesta la dan las mismas víctimas y sobrevivientes. Casi todos coinciden en no ser capaces de expresar lo que ha-bían vivido en los campos. A menudo, pasan años antes de que puedan decidirse a relatarlo. Y ni siquiera en esos casos existe una finalidad artística. No han superado la vergüenza (aunque parezca increíble, la vergüenza) de haber sobrevivido, cuando tantos otros no lo lograron. Pero al mismo tiempo, saben que tienen un deber, que es una deuda que, de algún modo, han contraído con los muertos. Precisamente a cambio de esa su-pervivencia. Una deuda que tienen con los muertos y también con los vivos. Con lo que se ha hecho del mundo después del Holocausto. Con las generaciones futuras. Con la humanidad. Una deuda, porque el silencio es cómplice y, de algún modo, un nuevo asesino. Una deuda que reactivan los negacionis-mos, el resurgimiento del antisemitismo, una y otra vez, con distintos argumentos y distinto discurso.

No es que los sobrevivientes hablen porque han sobrevivido: sienten que han sobrevivido para hablar. Y adquirir concien-cia de esa responsabilidad no es fácil ni es siempre inmediato. A veces, pasan años. A veces, ni siquiera nace de la reflexión o la voluntad. Sucede, en ocasiones, que alguien empuja al so-breviviente a narrar su historia, como es el caso de Elie Wie-sel10; o son las circunstancias (el antisemitismo) los que hacen el resto, como sucede a Violeta Friedman11. El sobreviviente, entonces, adquiere el papel de testigo y de narrador. Testigo y narrador de una historia que ningún ser humano está pre-

10 Elie Wiesel, La noche, Aleph, Madrid, 2002.11 Violeta Friedman, Mis memorias, Hebraica Ediciones, Madrid, 2011.

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parado para vivir, ni tan siquiera para observar, para repetir, relatar o escuchar. Testigos y narradores imposibles.

Muchos, después de haber sobrevivido, solo pueden res-ponder (de algún modo, testificar) con el suicidio. Incluso, como Primo Levi, después de haber hablado. Algunos otros sienten esa necesidad e incluso esa responsabilidad ya duran-te el Holocausto. Durante las persecuciones y las redadas. Du-rante las deportaciones. En los guetos, en los campos. Diarios, anotaciones, dibujos. Cualquier objeto podía servir de lápiz y cualquier superficie podía sustituir al papel. Pero había que dejar constancia. La necesidad de contarlo superaba el instin-to mismo de supervivencia. El valor de la propia vida no era comparable con el valor del relato, del testimonio, que debía ser prueba y denuncia para el mundo.

En su libro de memorias, Yaacov Handeli, judío de Salóni-ca sobreviviente de Auschwitz, había escrito: «No he relatado todo lo que me sucedió en esos terribles años, ni he revelado todo aquello que presencié en los campos de la muerte. Su-cedieron cosas que ni el papel podría soportar. No deseo que mis lectores pierdan la fe en Dios y en el Hombre»12. En su Introducción a la obra de Handeli, Elie Wiesel había afirma-do: «Uno no escribe con palabras, si no [sic. trad.] más bien, contra ellas»13. De algún modo, lo escrito por ambos sintetiza la dificultad que entraña cualquier pretendida representación sobre el Holocausto: la imposibilidad y, pese a todo, el deber.

Con la Shoá, hemos asistido al agotamiento y el fin de las representaciones. Como receptores de la obra artística y como seres humanos, hemos sido expuestos a la contemplación de un espectáculo sin precedente. Hemos sido arrancados de la puesta en escena (mise en scène), y hemos pasado a ser los sujetos y objetos asombrados de una insólita puesta en abismo (mise en abîme). Observadores, cómplices y víctimas, hemos asistido a la extinción de los vínculos conocidos: entre la rea-

12 Yaacov (Jack) Handeli, De Salónica a Auschwitz. Recuerdos de un judío griego, Luna Nissán Harari, Ciudad de México, 2005, p. 151.13 Elie Wiesel, en Handeli, Yaacok (Jack), op. cit., p. 10.

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lidad y el arte, entre el original y la copia. Hemos sido obliga-dos a una relectura de nuestra historia (con minúsculas y con mayúsculas, la personal y la de todos). Y hemos asistido al fin de esa estética del horror que, desde Aristóteles, sedujo a la intelectualidad y aún podía tener un lugar en el arte. Hemos visto y ocupado el espacio en que la representación se torna imposible, donde el horror no puede ser en modo alguno re-latado. Donde los discursos se agotan y el arte adquiere una dimensión desconocida y fatal. Donde el arte es necesario y urgente como nunca antes. Tan necesario y tan urgente, tan real que apenas puede seguir siendo considerado arte.

No significa que ha cambiado sustancialmente nada en la expresión artística. Pero sí en el arte que se pretende cons-truir a partir de la Shoá, tomando como referencia la Shoá. Este es el punto en que no coincido con León Felipe o Ador-no. Se puede seguir haciendo el arte que siempre se hizo, y se pueden seguir representando las realidades que antaño fueron representadas. Lo que en modo alguno es posible es la repre-sentación de la Shoá, por cuanto es una realidad que excede cualquier intento y cualquier capacidad de comprensión, de enunciación y, por lo tanto, de transmisión.

De nuevo, quizá sea Elie Wiesel el que mejor ha descrito mi propia idea de lo que significa crear a partir del Holocausto.

Sabía que el deber del sobreviviente era dar testimonio. Pero no sabía cómo hacerlo. Me faltaba experiencia, me faltaba una forma adecuada. Desconfiaba de las herramientas, de los procedimientos. ¿Debía uno decirlo todo o guardarlo todo? ¿Debía uno gritar o su-surrar? ¿Había que poner énfasis en los que se habían ido o en sus herederos? ¿Cómo se describe lo indescriptible? ¿Cómo puede uno restringirse cuando se trata de recrear la caída de la humanidad y el eclipse de los dioses? Más aún, ¿cómo se puede estar seguro que las palabras, una vez pronunciadas, no irán a traicionar, tergiversar el mensaje que las anima?14.

14 Ibid., pp. 26 ss.

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Tanto es así, tales son sus reparos, que Wiesel se hace la promesa de esperar al menos diez años para hablar. «Tiempo suficiente para ver con claridad. Tiempo suficiente para apren-der a escuchar las voces que lloraban dentro de la mía. Tiempo suficiente para volver a adueñarme de mi memoria. Tiempo suficiente para unir el lenguaje del hombre con el silencio de los muertos». Sería tras una tensa entrevista con el que des-pués sería su amigo, el escritor François Mauriac, cuando Elie Wiesel termina confesando que él vivió el Holocausto, y Mau-riac le anima, casi le obliga a escribirlo: «Creo que usted se equivoca. Se equivoca al no hablar… Preste atención a este vie-jo: uno debe hablar, uno también debe hablar». Un año más tarde, Elie Wiesel enviaba a Mauriac el manuscrito de su libro La Noche, un clásico hoy de la literatura testimonial sobre el Holocausto y que formaría parte luego de una trilogía, junto con otros dos volúmenes, El alba y El día.

Años más tarde, aún escribiría: «¿Pero cómo puede uno contar, cómo es posible comunicar aquello que por su propia naturaleza representa un desafío al lenguaje? ¿Cómo era po-sible narrar sin traicionar a los muertos, sin traicionarse a sí mismo? Era una trampa dialéctica que no ofrecía ninguna sa-lida. Incluso si lograra expresar lo inexpresable, su verdad no sería completa»15.

Es imposible transmitir lo que el ser humano sufrió, pre-senció y perpetró durante la Shoá. En palabras de Angelina Muñiz-Huberman: «La vasta literatura del Holocausto no ha podido llegar ni a la mínima raíz del hecho abominable. Tal pa-reciera que hubiera una abismal falta de imaginación humana para reconstruir la naturaleza del mal»16. Y con Elie Wiesel, intuye que ya solo será posible la literatura de testimonio, una literatura (si aún podemos llamarla así) que trasciende la in-dividualidad del autor para convertirse en la voz de todo un pueblo17.

15 Ibid., p. 200.16 Angelina Múñiz-Huberman, op. cit., p. 217.17 Ibid., pp. 205-206.

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Para Elie Wiesel, no solo no existe una literatura del Holo-causto: el término mismo solo puede expresar una contradic-ción. «Pregúntenle a cualquier sobreviviente. Le confirmará que era más fácil para él imaginarse libre en Auschwitz que para ustedes imaginarse prisioneros allí. Quien no haya vivido el acontecimiento, nunca podrá saberlo. Y quien lo haya so-brevivido, nunca podrá revelarlo en su plenitud»18.

En el mismo sentido, Primo Levi sabe que no hay palabras para describir el horror: «Entonces por primera vez nos da-mos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para ex-presar esta ofensa, la destrucción de un hombre»19. Y como a muchos otros, lo atenaza la pesadilla recurrente de verse un día contando lo que está viviendo en Auschwitz y que nadie pueda siquiera creerle.

Algo parecido sucedería a Chil Rajchman, quien sentía que no tenía derecho a seguir viviendo, después de lo que había presenciado. Finalmente, un amigo logra convencerle, hacién-dole ver que quedan pocos testigos y que tiene que vivir siquie-ra para contarlo. «Sí, sobreviví y me encuentro entre hombres libres. Pero a menudo me pregunto a mí mismo ¿para qué? Para contar al mundo qué fue de las millones de víctimas ase-sinadas, para ser un testigo de la sangre inocente que derra-maron las manos de los asesinos»20.

Como decía, son creaciones que abarcan desde la literatura hasta la pintura, la música o el cine. Creaciones de víctimas, de testigos, de sobrevivientes, de las generaciones subsiguientes, y a veces, incluso, de los mismos nazis. Los asesinos, a pesar de los negacionistas, también dejaron sus testimonios del Ho-locausto. Y quizás sean, por su frialdad y su crudeza, los más terribles.

En este sentido, llama la atención el documental Guetto. A film unfinished, enhebrado por Yael Hersonski, a partir de los rollos de película que se habían encontrado de lo que pre-

18 Elie Wiesel, op. cit., p. 199.19 Primo Levi, Si esto es un hombre, El Aleph, Barcelona, 2010, p. 26.20 Chil Rajchman, Treblinka, Seix Barral, Barcelona, 2014, pp. 156-157.

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tendía ser un falso documental filmado por los alemanes. Una película de propaganda nazi que nunca se terminó. En ella, se utilizaba a los mismos judíos como actores y se les hacía re-petir una y otra vez las tomas, hasta que lograban el resultado que buscaban. Una ficción sobre el gueto de Varsovia que los nazis pretendían hacer pasar por documental. No deja de ser curioso que, en algún caso, aparecen los cámaras y personal del equipo en las filmaciones. Algo que recuerda, en parte, las grabaciones de Hitler por Eva Braun, en lo que parecía ser un deseo de dejar testimonio de sus hazañas, convencidos como estaban de que ganarían la guerra y de que entonces serían documentos de vital importancia. Del mismo modo que, más tarde, cuando vieron que la guerra estaba perdida, se apresu-raron a borrar las huellas de los crímenes, y todas las imáge-nes, los testimonios y las pruebas que podían inculparles.

Cuando la guerra acabó y comenzaron a destaparse los horrores del Holocausto, hubo reacciones encontradas y opi-niones muy diversas en cuanto al modo de enfrentarse a los hechos y narrar lo sucedido. Incluso desde el formato docu-mental, más aséptico que otros. Es bien conocido el caso de Claude Lanzmann, quien en Shoah reúne, a lo largo de unas diez horas, los testimonios de víctimas, testigos y asesinos. Sin embargo, renunció expresamente a introducir imágenes de archivo. Al extremo opuesto, un documental de Alfred Hitch-cock que sería difundido a partir de 1985 con el título Me-mory of the Camps, que muestra escenas de la liberación de los campos nazis, en 1945. Imágenes escalofriantes que, con toda seguridad, no pasaron ningún género de censura ni de autocensura: así se encontraron los campos, así se encontró a las víctimas, y así se filmó y se mostró. Tal parece que, ante la visión descarnada de una realidad sin precedente, solo cabían dos posibilidades: renunciar abiertamente a mostrarla; o bien mostrarla tal cual, sin intermediarios, sin interpretaciones, sin paliativos.

Como sea, es claro que los discursos sobre la Shoá solo se sustentan en la primera persona. Cuando habla el sobrevivien-

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te o cuando se le deja hablar; cuando se llevan a la pantalla me-morias y testimonios. O cuando, por la razón que fuere, existe una implicación que transforma al autor en parte involucrada, aun si no lo fue directamente en los hechos. Vale decir: cuando la creación, como se decía, no nace de la voluntad sino de la necesidad, de la urgencia.

En este sentido, existen creaciones que trascienden incluso la literatura testimonial y el material meramente documental. Es el caso de las cartas, de las que da cuenta el volumen edita-do por Zwi Bacharach (2005), bajo el título «Estas son mis úl-timas palabras…». Cartas póstumas del Holocausto. En él se recogen las últimas letras de muchas de las víctimas, escritas en los guetos, momentos antes de la deportación, en los trenes e incluso en los campos. A veces, son apenas breves despedi-das. Otras veces, son peticiones desesperadas de ayuda o de justicia. Llamadas al futuro, sabiendo que ellos ya no estarán pero con la esperanza de que sus mensajes llegarán a alguien. En una de ellas, una tal Mushiya escribía, en abril de 1943: «La pluma no podría relatar la tragedia de nuestro pueblo en esta tierra ensangrentada»21. En otra, una joven de 23 años, llama-da Julda, iniciaba su misiva explicando: «Estamos sumidos en un frenesí de escritura de cartas antes de nuestra muerte. Esta carta, estas palabras y las imágenes que ellas describen, se-rán indescifrables para ustedes; no entrarán en sus mentes. Y ello no me sorprende en absoluto porque incluso yo, que tengo plena conciencia de las cosas, soy incapaz de aprehender tanta crueldad»22. Líneas más adelante, la misma Julda confesaba: «Escribo y escribo, y aún no he podido transmitirles ni una pe-queña parte de lo que nos ha ocurrido durante este tiempo»23. De nuevo, la imposibilidad de expresar, de transmitir: de re-presentar una realidad que escapaba, en mucho, a la capaci-dad de simbolizar, de entregar a un lenguaje.

21 Zwi Bacharach (ed.), «Estas son mis últimas palabras…». Cartas póstu-mas del Holocausto, Yad Vashem, Jerusalén, 2006, p. 107.22 Ibid., p. 291.23 Ibid., p. 293.

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También llama la atención la ingente cantidad de obras rea-lizadas por niños. Ellos, protagonistas y testigos, necesitaron expresar, experimentaron la urgencia de decir, de mostrar lo que, para muchos adultos, no podía ser dicho, mostrado ni es-crito. En el volumen A través de nuestros ojos, editado por Yad Vashem, se hace un recorrido por los testimonios y los dibujos e ilustraciones de niños y adolescentes, desde los años inmediatamente anteriores a la guerra hasta los años posterio-res, en que muchos de ellos, la mayoría sin familia alguna ya, deciden marchar a Israel24.

Una modalidad atípica de creación, dado el carácter excep-cional y las condiciones terribles de vida en los campos, fue-ron los libros de rezos y de oraciones, normalmente escritos para ayudar a seguir el servicio religioso en días solemnes o en fiestas. Es el caso de la Hagadá de Pésaj del Campo de Gurs (escrita en 1941 en Gurs, un campo de detención en Francia)25 o las Plegarias de Rosh Hashaná 5705 (recopiladas en el cam-po de trabajo forzado de Wolfsberg, Alemania, en 1944)26. Li-bros de plegarias, escritos de memoria, en los que no faltan, a menudo, omisiones y errores. Un intento desesperado por mantener la identidad, la conciencia de quien uno era: la hu-manidad.

Mucho se ha escrito sobre los límites de la representación y, específicamente, sobre las representaciones de la Shoá. Ador-no lo expresaba con rotundidad en su conocida frase: «Escri-bir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie»27. Yo no sé si es un acto de barbarie, pero sí estoy segura de que, como nunca antes, es un acto de necesidad.

24 Itzhak B. Tatelbaum, A través de nuestros ojos. Los niños testimonian el Holocausto, Yad Vashem, Jerusalén, 2008.25 Bella Gutterman y Naomí Morgenstern (eds.), Hagadá de Pésaj del Campo de Gurs. Pésaj 5701/1941. La historia de un campo de detención en Francia, Yad Vashem, Jerusalén, 2004.26 Bella Gutterman y Naomí Morgenstern (eds.), Plegarias de Rosh Has-haná, Wolfsberg, 5705. Campo de trabajo, Alemania, 1944, Yad Vashem, Jerusalén, 2001.27 Theodor Adorno, Crítica, cultura y sociedad, Ariel, Barcelona, 1969.

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Cuando el horror trasciende cualquier intento de expresión artística y excede los atrevimientos de la imaginación, enton-ces, expresar el horror deja de ser una cuestión estética para convertirse en una cuestión ética: en un dilema ético. Porque el horror resiste la poetización y rebasa los límites del arte: porque pisa una realidad imposible. Que es terreno de lo sa-grado. De lo que la mirada humana no puede enfrentar sin sucumbir. Sin ser mortalmente herida. Cuando se agotan los lenguajes y queda bloqueado el tránsito de la realidad al arte, del horror al arte. Y solo puede transitarse el camino inverso y sin retorno: del arte al horror.

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aPetito Por lo horrible: lo bello y lo siniestro en hannibal

Raquel Crisóstomo Gálvez

Universitat Internacional de Catalunya

Resumen: En la serie Hannibal palpita una horrible voluntad estética, un lirismo casi poético que busca la belleza que habita en el horror, a través de ese trenebrismo caravaggiesco que vemos en su fotografía. Se trata de una belleza ponzoñosa, macabra, con una tétrica teatralidad concretada en encuadres, colores y atmósferas. Hannibal plantea una obra de arte total, una Gesamtkunstwerk donde destacan inevitablemente las categorías de lo bello y lo siniestro, en las que la narración se apoya para hacer aceptable la visión del horror, así como en otros elementos que convierten al personaje en una oscura versión del artista romántico.Palabras clave: Hannibal, horror, belleza, artista romántico, eros y tanatos, siniestro.

Abstract: In Hannibal beats a horrible aesthetics will, an almost poetic lyricism that seeks beauty that lives in the horror, through that Caravaggio’s trenebrism we can see in its photograph. It is a macabre, poisonous beauty with a gloomy theatricality concrete in frames, colours and atmospheres. Hannibal is seeking a total work of art, a Gesamtkunstwerk which inevitably include the categories of the beautiful and sinister, in which the narrative is supported for acceptable vision of horror, as well as other elements that make the character into a dark version the romantic artist.Keywords: Hannibal, horror, beauty, romantic artist, eros and thanatos, sinister.

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1. Introducción: del horror y lo siniestro

¿Qué es lo siniestro? En alemán, este término se traduce por unheimlich (lo que está oculto). El psiquiatra Ernst Jentsch en On the Psychology of the Uncanny (1906) reflexionó sobre el concepto, inspirando el artículo de Freud «Das Unheimliche» (1919), donde el padre del psicoanálisis aclara que el concepto pertenece al área de la estética. Jentsch se refería a lo siniestro en relación con las manifestaciones de la demencia y, según Freud, la actividad psíquica inconsciente está dominada por un automatismo que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica un carácter demoníaco. Por lo tanto, en defini-tiva lo siniestro no sería nada nuevo, sino más bien algo que siempre estuvo en la vida psíquica y que solo se torna extraño mediante un proceso de represión: «lo siniestro se empieza a dar en el momento en que los límites de la realidad se confun-den con la fantasía y que lo que habíamos tenido como fan-tástico atraviesa el portal de lo real»1. Partiendo del texto de Freud, el filósofo Eugenio Trías se planteaba en Lo bello y lo siniestro (1992) hasta qué punto lo bello vela el caos de lo si-niestro: “dado que lo siniestro está relacionado con lo familiar y la represión de lo prohibido, este se muestra en la ficción bajo la máscara de lo sublime”1. Por su parte, Kant introdu-cía otra variable en la ecuación y diferenciaba lo sublime de lo bello, ya que ambos pertenecen a la reflexión estética, aunque con importantes variaciones. Lyotard advierte, por su parte, que la analítica de lo sublime es fundamentalmente negativa, pues ella no apela ni a las formas ni a la imaginación. De he-cho, ubica lo sublime en las vecindades de la demencia2.

1 Claudio Cid (2009), «La estética de lo siniestro. Un recorrido por la obra de Guillermo Martínez», Actas del VI Encuentro Interdisciplinario de Ciencias Sociales y Humanas, [http://publicaciones.ffyh.unc.edu.ar/in-dex.php/6encuentro/article/view/146], 28 de agosto de 2014, p. 2.2 Jean François Lyotard, Leçons sur l’analytique du sublime, Éditions Galilée, París, 1991, p. 75.

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¿Entonces que es el horror? El término queda muy cerca del concepto de lo siniestro. Si bien hay matices diferentes, los dos se encuentran dentro del mismo campo semántico. El horror es la contemplación directa de aquello horrible, sin su-gerencias, ni medias tintas ni filtros. Si lo siniestro navegaba en el ámbito de la ensoñación, de lo ilusorio, del horror no separa nada y esa crudeza forma parte inherente de él. El ho-rror es la emoción mediante la que un orden social señala sus límites más extremos; de hecho, las emociones colectivas del horror están jugando en la actualidad televisiva un papel clave en la constitución y el mantenimiento del orden social carac-terístico de las sociedades posmodernas3. Según el pensador Rafael Argullol, nunca «lo otro, ese monstruo, había sido tan gigantesco como en nuestro presente porque nunca antes ha-bía sido tan fríamente indiferente a nuestras desamparadas jaulas domesticadoras»4. Y como bien señala Víctor Bravo «el terror del hombre de final del segundo milenio, es un te-rror inaudible, nacido desde el vacío»5. El caos impera y el hombre se pierde en sus laberintos. Cada persona busca llenar ese vacío de la existencia; sus miedos hacen de él un ser ha-cia la nada, «el hombre postmoderno, en el borde del vértigo del final de milenio, pronuncia sus innumerables preguntas, no como un Job que recibe respuestas de dios, sino como un personaje de kafkiana pesadilla que pregunta al vacío, al lugar del dios ausente»6. Un temor omnipresente a lo desconocido, que Lovecraft nos recuerda que «es tan viejo como el pensa-miento y el lenguaje humano»7.

3 Eduardo Bericat, «La cultura del horror en las sociedades avanzadas. De la sociedad centrípeta a la sociedad centrífuga», Reis: Revista española de investigaciones sociológicas, n.º 110, 2005, p. 53.4 Rafael Argullol, El fin del mundo como obra de arte, Destino, Barcelona, 1990, p. 150.5 Víctor Bravo, Terrores de fin de Milenio, Ediciones El libro de Arena, Mérida, 1999, p. 23.6 Ibid.7 Howard Phillips Lovecraft, El horror en la literatura, Alianza, Madrid, 1992, p. 10.

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Tradicionalmente existen dos posturas clásicas ante su con-templación y narración: el horresco referens (o la incapacidad de narrarlo) o la delectatio morbosa8, que como su nombre indica, aporta un placer estético al observador de lo horrible. Las ficciones seriales recientes, los grandes relatos de nuestro tiempo, recuperan sobre todo la segunda tendencia —tal como vemos en la creciente oferta de horror series como American Horror Story (FX, 2011-), Penny Dreadful (Showtime, 2014-), The strain (FX, 2014-) o Scream Queens (FOX, 2015). Ello se debe a que la seducción del monstruo no desaparece, por-que una vez domesticado surge «la presencia anonadante de lo otro y con ella su influencia magnética, el deseo irrefrena-ble de socavar aquellos diques y de traspasar aquellas fron-teras» de lo desconocido, y de lo horrible9. Hannibal (NBC, 2013) creada por Bryan Fuller a partir de los libros de Thomas Harris, juega con una exploración de la psicología del horror, encarnada en el Dr. Hannibal Lecter (Mads Mikkelsen) y en Will Graham (Hugh Dancy); con el canibalismo como tema de fondo, uno de los temas que Lovecraft define como germen de los relatos preternaturales, horrores en un principio descono-cidos e insólitos.

2. Hannibal: Cronos, el dandy, devora a sus hijos.

El personaje protagonista de las novelas de Thomas Harris se consolida en el imaginario popular con The Silence of the Lambs (Jonathan Demme, 1988), pero en 2013 la serie resu-cita a un Hannibal Lecter mejorado que se corresponde con la nueva sensibilidad del espectador: un elegante caníbal atilda-do, y un cultísimo gourmet. Esta solo es una de las prediccio-nes truncadas por esta serie, un producto que habitualmente

8 Anahí Lawrynowic, «Sade y la falsa demencia. La filosofía del goce y el entrecruzamiento de Utopía y distopía», Agora Philosophica. Revista Marplatense de Filosofía, n.º 12, 2005, p. 37.9 Rafael Argullol (1990), p. 150.

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debería pertenecer a una cadena de cable, y sin embargo se ubica en NBC; al igual que su curioso éxito entre el público femenino, ya que el target al que se orientó el proyecto inicial-mente es el de un varón entre 18 y 35 años; por no hablar de la gran aceptación y profusión de imágenes pertenecientes a los llamados fannibals en plataformas eminentemente visua-les como Tumblr, a pesar de la crudeza que puede caracterizar a varias de sus escenas. Incluso la expectativa del espectador conocedor de los particulares gustos del doctor se ve trunca-da: en repetidas ocasiones se presenta la desaparición de un personaje y, poco tiempo después, puede verse a Lecter prepa-rándose la cena. El espectador no está seguro de si lo servido es el ser ausente, y eso causa aún más inquietud. Fuller cuenta con la mirada del espectador narrativa y visualmente y le saca partido. Una vez más, el héroe de esta ficción debería ser el detective Will Graham, un experto en análisis de escenas del crimen y perfiles psicológicos con un particular don de una capacidad imaginativa desbordante y una inestable empatía exacerbada tal como cuenta el mismo en el episodio piloto. En cambio, la primera aparición de Hannibal Lecter es a través de aquello que más le identifica: se le presenta comiendo tranqui-lamente mientras suenan de fondo las Variaciones Goldberg de Bach. El actor Mads Mikkelsen encarna a un hombre caris-mático que seduce tanto a los personajes que le rodean como al espectador, hasta el punto de situar a este de su lado y eri-girse en verdadero protagonista de la ficción, desplazando por completo el recuerdo popular de Sir Anthony Hopkins.

En el entorno visual también hay una ruptura de lo esperado y los exteriores acaban por ser claustrofóbicos y pesadillescos: los escenarios hablan de lo que los personajes esconden, como ocurre con el despacho de Lecter: una habitación cercada por columnas de libros perfectamente alineados que dan la impre-sión de barrotes, unido a un trabajo de cámara constantemen-te circular, que cercan a los interlocutores de Lecter, que los rodean hasta someterlos en los circunloquios de su psique. Sin embargo, gran parte de los momentos más brutales, ya sean

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las escenas de crímenes o los espacios que ocupan los sueños sombríos de Will, tienen lugar en espacios naturales. Estos es-pacios contrastan también por su iluminación clara y vibrante, como los que circundan la casa del detective, que se despega de la paleta opaca y saturada de la mayor parte de las esce-nas. Siguiendo la línea de pensamiento de Wolfgang Kayser, Hannibal emplea el concepto de lo grotesco continuamente, ya desde la confección estética como de personalidad en Lec-ter, quien es un ser humano que se presenta bello y elegante físicamente, pero que a su vez es alguien con una compulsión no solo a distorsionar psicológicamente a sus allegados, sino también a realizar un acto tan animalesco como matar y de-vorar a otros seres humanos. La seducción y la aprobación del mecanismo de lo grotesco solo se hace posible porque no se ve a Hannibal comerse a nadie en ningún momento, sino que solo se le ve inmerso en la preparación de ágapes exquisitos. La parte monstruosa es ocultada y lo que permite no solo la empatía, sino la seducción, la malsana rendición subyugada del espectador, es lo cercano que se le sitúa al abismo, pero sin mostrárselo abiertamente, tan solo a través de la sugerencia, de la intuición que yace en la imagen, en la expectativa. Se activa así el mecanismo de lo sublime, que tapado por un velo impide la visión total del horror. Este velo es el de māyā, una imagen ilusoria que según el hinduismo recubre la verdad y, como recoge Schopenhauer, evita la mirada de la Gorgona, que según los budistas equivale a la duplicidad, como la que en-carna Hannibal. La imagen directa del horror se reserva para otros criminales, para el Destripador de Chesapeake de turno, a través de torres de cadáveres que casi conforman tótems tri-bales o cuerpos dispuestos en forma de un ojo que mira hacia un oculus abierto en lo alto de un silo, como si de una cons-trucción bizantina se tratara. El elemento estético alcanza en Hannibal su máxima expresión: desde la disposición de los alimentos en la mesa y su emplatado, hasta la presentación de los asesinatos de los otros serial killers: en Hannibal palpita una voluntad estética. Existe una iluminación y composición

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de colores preciosista, una cuidada escenografía de los asesi-natos sangrientos con una plasticidad y un lirismo casi poético que busca la belleza que habita en el horror. Las imágenes son hipnóticas, la fotografía es elegantísima; el mundo del caní-bal es un lugar exquisito, mientras que el angustiado detective Will Graham vive en una realidad distorsionada, infernal y si-niestra, sumergida en el blanco de la nieve que rodea su casa o ahogada en el río en el que pesca. Mientras tanto, Hannibal se desenvuelve con pericia en la cocina; con soltura, gusto y talento. Todo discurre con contención, lentitud y momentos de contemplación, incluso parsimoniosos. De hecho, la acción no resulta en ningún momento trepidante, posiblemente a ex-cepción de los minutos finales de la segunda temporada. Y el diseño musical cuenta con composiciones inquietantes y es-tridentes que acentúan la violencia de los crímenes, y crea la atmósfera de espera y cuenta atrás como el tictac que acompa-ña la primera parte del episodio final de la segunda tempora-da, anunciando el desenlace fatídico de los acontecimientos, como si de una bomba de relojería se tratara.

3. La importancia de la ritualización

¿Cómo logra el Dr. Lecter la seducción del espectador? Pues de la misma forma que logra la de los personajes que le ro-dean: a través de lo estético, a través del Eros. El carisma de Lecter/Mikkelsen, unido a la cultura del personaje y el mimo por las artes, logra un personaje terriblemente atractivo: Eros y Tánatos, Eros vs Tánatos, ying y yang. Hannibal es el rostro del Tánatos desatado, del mal en toda su vastedad y lujuria, lo que el psicoanalista Edoardo Weiss llamó el destrudo, en referencia al impulso destructivo. Por eso, el horror de todas estas ficciones va acompañado por el placer, de cualquier tipo, tal y como demuestra el deleite gastronómico sin el que Han-nibal sería incomprensible. Sin la ordenación que le confiere la haute cuisine a sus curiosos gustos, la aceptación del Dr.

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Lecter como personaje no sería tolerable: una mala digestión para el espectador. Eros, el placer, esconde el horror que ha-bita en cada plato. Su composición no es dejada al albur, sino que los manjares son diseñados cuidadosamente para aportar placer estético y convertirlos en irresistibles para los invitados y los espectadores sentados a la mesa de Hannibal. Creacio-nes que además el Dr. Lecter no entiende como algo de con-sumo privado, sino que es un placer horrible a compartir, ya sea (habitualmente) con Jack Crawford, con Will Graham o en una fiesta digna de la mejor société. Eso sí, el placer (gas-tronómico) no puede ser desvelado porque entonces se activa-ría el reconocimiento del horror, la visión total, una suerte de anagnórisis semejante a la que ocurre en Tito Andrónico. El horror, pues, queda cubierto por un velo de sofisticación que no puede ser retirado: por eso nunca se ve a Hannibal comer-se a ningún ser humano. Solo vemos rituales exquisitos de un cocinero gourmet.

La ritualización (en la cocina), por lo tanto, tiene aquí un papel clave: «el ritual sirve para controlar lo aleatorio, lo epi-sódico y para apaciguar la angustia que nos produce el cadá-ver y la idea de la muerte»10. Junto con la estetización que remite al imaginario artístico colectivo en el caso de Hanni-bal, la ritualización es un engranaje común que ayuda a que el espectador no perciba ambas ficciones como splatter o in-cluso torture porn. El televidente se convierte en partícipe del rito. Según la Real Academia Española, el rito, en su primera acepción, es una «costumbre o ceremonia» y un «conjunto de reglas establecidas para el culto y las ceremonias religiosas». La ritualización llega en la cocina: es entre esos fogones co-nocidos que el espectador encuentra cierto solaz, por ser un espacio parentético entre la violencia, un lugar de creación y destrucción, un espacio de recreación de la vida. Por eso ese es el espacio donde caen las máscaras y queda al descubierto el verdadero ser del Dr. Lecter al finalizar la segunda temporada.

10 Marta Allué, «La ritualización de la pérdida», Anuario de psicología, n.º4, 1998, p. 69.

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Si la ficción de Bryan Fuller se puede permitir imágenes des-carnadas (literalmente en el caso de Mason Verger cortándose la cara para dársela de comer a los perros) es también porque esas imágenes parten de la inacción. Es decir: en la mayoría de los casos —quizá a excepción del momento de la detención de Garrett Jacob Hobbs o del enfrentamiento en Mizumono (2x13)— el espectador no ve cómo se han producido los ho-rrendos crímenes, solo ve el resultado de los mismos. Escenas horribles, sí, pero sin la tensión añadida de asistir a la agresión de la víctima. Por lo tanto, son escenas contemplativas en el sentido más literal de la cuestión, de ahí su disposición como siniestros objetos de arte planteados por terribles artistas de lo macabro. Además, estas representaciones (todas ellas do-tadas de una gran teatralidad) aportan sentido al proceso, en muchas ocasiones duelo psicológico argumentativo entre los protagonistas que intentan entrar en la mente del asesino. Así, como afirma Román Gubern en Patologías de la imagen:

toda imagen constituye un comentario (a veces implícito, a veces muy explícito) sobre lo representado en ella. Comentario significa aquí también, literalmente, punto de vista, por el emplazamiento óptico de quien lo ha creado, pero también como punto de vista psi-cológico o moral de lo que se muestre en ella11.

Porque estas imágenes pausadas del horror le hablan al espectador de cómo es Hannibal, le explican su Weltans-chauung, su cosmovisión. Por eso, cuando en contadas oca-siones se muestra una imagen horrible, en movimiento, es cuando entonces sí, el espectador activa su rechazo por com-pleto, tal como ocurre al inicio de Sakizuke (2x02), donde un joven consigue escapar del collage de cuerpos humanos inter-conectados, descosiendo su piel de la de los cuerpos colindan-tes. Todo ello acompañado por la inquietud de saber de dón-

11 Román Gubern, Patologías de la imagen, Anagrama, Barcelona, 2004, p. 36.

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de procede lo que suele cocinar Hannibal, aunque en muchas ocasiones ni tan siquiera se trate de carne.

4. De la mímesis y lo onírico

El peligro de la seducción se muestra a través de la figura de Will Graham, cuyo extraordinario don lo hace particularmen-te sensible a la sugestión que ejerce Hannibal sobre los que le rodean. Cuando Will proclama casi con solemnidad «este es mi diseño», se erige en parte en constructor, en arquitecto del horror que otros han dejado tras de sí, y que es más terrible si cabe por la voluntad artística que late en cada una de las creaciones. A esto ayuda sin duda el tono pictórico de la pro-ducción, ese trenebrismo caravaggiesco que se observa en la mesa rica y vanidosa de Hannibal, dispuesta como la mejor de las naturalezas muertas. Se trata de un bodegón de belleza ponzoñosa, macabramente bella, con una tétrica teatralidad concretada en encuadres, colores, atmósferas.

Hannibal es un constructo en gran parte romántico, porque pone en contacto no solo a sus personajes, sino también al es-pectador con lo más profundo de sus pesadillas, aunque nunca teniendo que confeccionar un espacio más allá de lo familiar y natural. Como Will con la criatura astada de sus sueños, el es-pectador crea una figura interna de caos y deseos animalescos que nacen de la impotencia de no poder detener a este asesino que puede esconder sus emociones horrendas en un exterior de paz y perfección.

Hannibal es un artista de la gastronomía, y él se considera un artista del asesinato. Por terrible que pueda parecer esta afirmación para el espectador, muchos de los planteamientos estéticos de los crímenes no están lejos en absoluto de El deso-llamiento de Marsias de Tiziano (1575-1576) o del Marsyas de Anish Kapoor (2003). De hecho, los asesinatos del Destripador de Chesapeake son fácilmente asimilables a las representacio-nes de San Sebastián atravesado por flechas, quizá en especial

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a las del renacentista Andrea Mantegna, y el asesinato de Be-verly Katz, seccionada verticalmente y dispuesta en gigantes placas de Petri sería propio de la exhibición Body Worlds; y la oreja vomitada por Will en Savoreux (1x13) recuerda a Ear on arm (2007) del artista Sterlac, así como los ángeles de Co-quilles (1x05) hacen pensar en las suspensiones corporales del creador-anatomista chipriota. La mímesis es uno de los prin-cipales recursos estéticos que activa la seducción en Hannibal, y que ayudan a hacer más aceptable el horror, dado que son imágenes que ya habitan de una manera artística en el incons-ciente colectivo. Hannibal es una suerte de Richard Wagner, lleno de una sensual osadía, que plantea una obra de arte total, una Gesamtkunstwerk.

Pero la verdadera aproximación al horror en abstracto, es mostrada a medias, para propiciar la aceptación del especta-dor: «la experiencia del terror provoca también la dislocación del tiempo, el hogar más abstracto del ser humano»12. Si la teoría psicoanalítica afirma que todo impulso emocional es convertido por la represión en angustia, entonces lo angustio-so es algo reprimido que retorna. Y se hace a través de los esta-dios de ensoñación. Son varias las ficciones seriales que usan lo onírico o estados semiletárgicos producidos por estupefa-cientes o por manipulación mental con este propósito. Como afirma Goethe, «el hombre no puede permanecer largo tiempo en estado consciente y debe replegarse hacia el Inconsciente, ya que aquí habita la raíz de su ser»13. De hecho:

el artista romántico apela al mundo rico e informe de los sueños, a la fértil turbulencia que, todavía no cercenada por la capacidad analí-tica del hombre, aloja los flujos más verdaderos y espontáneos de la subjetividad. Y esta turbulencia todavía no domada, dolorosa pero fecunda, es el inconsciente14.

12 Winfried Georg Sebald, Sobre la historia natural de la destrucción, trad. de Miguel Sáenz, Anagrama, Barcelona, 2005, p. 1.13 Albert Beguin, Création et Destinée, Seuil, París, 1973, p. 55.14 Rafael Argullol, La atracción del abismo, Destino, Barcelona, 1983, p. 64.

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Esos momentos fronterizos del yo15 también se encuen-tran en el demimonde al que se refiere Miss Ives en Penny Dreadful; en el espacio entre la vida y la muerte que es la man-sión de American Horror Story. Asimismo, las intuiciones de Will Graham se muestran en esos estados de duermeve-la macabra, donde la amenaza del hombre astado o la pesa-da presencia del alce aparecen como si se tratara del ídolo de La pesadilla de Fuseli. Will desciende a los círculos infernales trazados por cada uno de los casos a los que se enfrenta, a ries-go de ser imbuido por el infierno. A medida que transcurre la serie se sabe que en gran parte su Virgilio, su trastorno, se debe a la sugestión de Hannibal y su creciente encefalitis. Aun así, en los estados de ensoñación en los que Will reconstruye el crimen ocurrido también hay un claro ejercicio de mímesis. Al fin y al cabo, la empatía que le caracteriza implica el movi-miento hacia la identidad del otro, hacia la obra del otro, ha-cia ese otro seductor que es el asesino en serie. Will comienza como un ser frágil más o menos estructurado que encontraba un diseño y un orden en todo pero que, tras la acción (defen-siva) de asesinar al asesino Garrett Jacob Hobbs, empieza a tener pesadillas y sueños cada vez más extraños, muchas veces relacionados con un alce que puede representarlo tanto a él como a Hannibal, que emerge en muchos casos del agua. El río es a su vez una manifestación del antiguo Will que se relajaba pescando, por el contrario al cazador que representa Garrett Jacob Hobbs y por supuesto Hannibal Lecter; a lo que se le suma que el agua acostumbra a ser símbolo de renacimiento, de cambio, de muerte. El animal dentro de Will quiere salir, el horror que Lecter hace aflorar le distorsiona cada vez más con su influencia perversa. La lucha interna de este frágil persona-je tendrá que apoyarse justamente en el horror que encuentre en sí mismo para detener a la máxima expresión del horror, que encarna el doctor Hannibal Lecter, y poderlo vencer según las reglas de su maléfico juego.

15 Raquel Crisóstomo, «Dr. Lecter y Mr. Dexter Morgan: mutaciones del héroe postclásico en la ficción televisiva», Área abierta, n.º 2, 2014, p. 43.

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memoria y rePresentaCión del horror en los holoCaustos de Maus de art

sPiegelman

Raquel Crisóstomo Gálvez

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Resumen: Maus de Art Spiegelman supone el triunfo de la historieta como un medio que no pide prestada su legitimidad de las otras artes y que construye una de las más terribles y maravillosas representaciones del horror del Holocausto con recursos que son propios del cómic. Spiegelman, autor de este premio Pulitzer de 1992, activa distintos resortes y estrategias para enfrentarse a la representación de lo inenarrable y a la amenaza necesaria del olvido de los supervivientes.Palabras clave: Maus, horror, Holocausto, Shoah, representación, memoria.

Abstract: Maus by Art Spiegelman represents the triumph of comics as a medium that not borrows anymore its legitimacy from the other arts, and builds one of the most terrible and wonderful representations of the horror of the Holocaust with resources that are specific to the comic. Spiegelman, author of the Pulitzer Prize 1992 uses different strategies for dealing with the representation of the unspeakable and the necessary threat of oblivion of the survivors.Keywords: Maus, horror, Holocaust, Shoah, representation, memory.

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1. Introducción

Maus cuenta tres historias reales. La primera y más terrible es la del superviviente del Holocausto Vladek Spiegelman, el padre de Art, que narra desde su juventud en Polonia duran-te los años treinta, hasta su paso por Auschwitz. La segunda es la compleja y dolorosa relación de Artie (la representación autobiográfica de Spiegelman) con su padre. Y la tercera his-toria, el nexo de las dos anteriores, cuenta el propio proceso de creación de Maus, basado en las entrevistas de Art con su padre. Conviene recordar que existe una distinción entre la representación gráfica, el personaje de Art narrador, por un lado, y el autor Art Spiegelman, por otro. Esta diferenciación resulta necesaria por cuanto se pretende clarificar el modo en que Spiegelman se refleja en su propia obra, mirándose en el espejo del personaje llamado Artie (el diminutivo familiar), el hijo cartoonist de Vladek, al que vemos de pequeño en la pri-mera página de la obra. Por lo tanto nos encontramos ante un total de tres voces narrativas: Artie narrador dibujado, Spie-gelman autor de Maus y Vladek narrador de sus experiencias. Esta multiplicidad de puntos de vista por parte de Spiegelman (cuyo apellido significa además en alemán, ‘el hombre del es-pejo’), es uno de los principales atractivos de la novela. Para aquellos que todavía no la hayan leído, la acción se alterna en-tre el período de los años de Polonia (de 1933 a 1944) y las vi-sitas de Art a Vladek a finales de la década de 1970. La primera parte de la obra, Maus, A Survivor’s Tale: My Father Bleeds History, sitúa la narración en un espacio temporal desde me-diados de los años treinta y el invierno de 1944, y está dedicada sobre todo a la red de relaciones interpersonales y familiares que rodean el matrimonio Spiegelman, Vladek y Anja, a su ex-periencia en los guetos, al período de Vladek como prisionero de guerra y a la toma de poder de los nazis hasta el momen-to de la Solución Final. El cuarto capítulo se titula «El nudo se estrecha» y existe una progresión hasta el episodio sexto, «Agujeros de ratón y ratoneras», títulos con los que queda cla-

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ro el fuerte simbolismo de la figura del ratón en la narración. El núcleo de la narración se centra fundamentalmente en los peores momentos vividos durante la ocupación nazi: horror que supuestamente debería finalizar con la llegada de Vladek y Anja a los Estados Unidos a comienzos de la década de 1950.

El segundo volumen, Maus, A Survivor’s Tale II: And My Troubles Began, cuenta el período de los Spiegelman en los campos de concentración y exterminio de Auschwitz-Birken-au. La dureza de la narración anterior se ve superada por el re-lato de la vida en los campos, donde se utilizan todos los trucos posibles para sobrevivir y evitar acabar en las cámaras de gas. Cuando los alemanes pierden la guerra, finalmente el matri-monio Spiegelman se reencuentra, pero la experiencia vivida marcará a Anja para siempre, que acabará por suicidarse en 1968. En esta segunda parte, la línea temporal del presente gana protagonismo: las difíciles relaciones entre Art y Vla-dek, la inseguridad del primero sobre el componente ético de obtener la fama mediante el uso de las desgracias familiares, o las reflexiones y conversaciones entre el autor y su esposa François (Mouly) son parte importante de la narración. Hay que decir que Maus es sobre todo una obra sobre el genocidio judío, pero también la historia de un conflicto entre padre e hijo, y una narración del amor entre Vladek y Anja, que deben enfrentarse al infierno de su alrededor, dándose apoyo mu-tuamente y siendo este su leitmotiv para sobrevivir. Padre e hijo, en algún momento de la narración se muestran comple-tamente superados por los hechos que pretenden transmitir. En el caso de Artie, el laberinto infrahumano de Auschwitz es tan horrible que tratar de verbalizar lo que su padre vivió le parece un propósito inaccesible. Por ello trata de afrontar esta cuestión alejándose de cualquier tipo de truculencia y prefi-riendo centrarse en el relato del superviviente que lucha para preservar su humanidad y juicio en la antesala del infierno.

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2. Memoria y olvido

A los ojos de Artie «Vladek ha ayudado a las fuerzas del ‘olvido’ en la lucha contra las fuerzas de la memoria. La esperanza de Artie de un pasado coherente recordado, desde el cual cons-truir su propia identidad, ha sido negada por la destrucción paterna del diario»1. Es precisamente esta centralidad de la memoria la que llevó al historiador Pierre Vidal-Naquet a titu-lar su libro Assassins of Memory, denunciando la primera ne-gación del Holocausto (Vidal-Naquet: 1994). Esta destrucción de la memoria es uno de los puntos centrales y recurrentes de toda la bibliografía del Holocausto. El clímax trágico de My Father Bleeds History, presidido por esta acusación de ase-sinato, está dirigido a la destrucción de la memoria histórica que no sobrevive porque el propio superviviente se encarga de eliminarla y al dilema que representa el hecho de recuperar la historia y de cómo hablar sobre ella.

Por un lado está presente el intercambio que se produce en la memoria oral, un proceso central para la cicatrización de las heridas del alma; pero, por otro lado, siempre está presente el miedo de los propios supervivientes a que lo escrito o grabado sea siempre vulnerable a la distorsión y a una mala interpre-tación. Al fin y al cabo, Maus es sobre todo el retrato de Vla-dek Spiegelman, a través de una serie de entrevistas grabadas sobre sus experiencias durante la Segunda Guerra Mundial. Pero el autor va más allá de la experiencia del Holocausto para instalarse en la psicología del superviviente de guerra, del su-perviviente del horror, en un intento de deshacer el embrollo de su relación paterno-filial, la sombra de una madre suicida y el fantasma de su santificado hermano Richieu. Spiegelman ilustra (literalmente) el problema del relato del horror en pri-mera persona, con el añadido de hacerlo desde dos primeras personas narrativas: la del padre que cuenta a su hijo (y de

1 Eric Berlatsky, «Memory as forgetting, The problem of the postmod-ern in Kundera’s The Book of Laughter and Forgetting and Spiegelman’s Maus», Cultural Critique, n.º 55, 2003, p. 103.

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paso al lector) su relato de superviviente, y la del hijo que na-rra al lector sus reflexiones y sobre todo sus emociones ante lo que su padre ha vivido, además de la inquietud que sufre por el éxito inesperado de su obra y la culpa por el aparente uso comercial que está realizando de la memoria paterna y del horror vivido por millones de personas.

Maus no fue ni mucho menos la primera expresión del trauma para Spiegelman: Prisoners on the Hell Planet. A Case Story fue escrita poco después del suicidio de su madre Anja, y en ella cuenta con un notable tono expresionista como vivió estas circunstancias personales:

Los personajes de Prisoner on the Hell Planet son personas. La cul-pa, la pérdida, la paranoia y el dolor causados por el suicidio de una madre están expresados a través de caricaturas humanas en den-sas imágenes negras. La técnica y la ejecución de Art Spiegelman recuerdan aquí las calaveras de Posada, El grito de Munich y los fabulosos cómics de terror de E.C. Tales of the Crypt y The Vault of Horror2.

Esta pequeña obra se convirtió en uno de los mayores ex-ponentes del cómic alternativo, neologismo con la que se de-signa a la historieta norteamericana que desde los años ochen-ta se aleja de sus estilos y géneros dominantes, es decir, de los estilos gráficos más realistas y del cómic de superhéroes y la fantasía heroica a la que mayoritariamente se dedicaban grandes editoriales estadounidenses como DC o Marvel Co-mics. Posteriormente, en una entrevista en 1995, Spiegelman respondió sobre el estilo utilizado en esta intrahistoria, más trabajado y amanerado, en comparación con el trazo más bien simple de Maus:

Dibujé la tira sobre el suicidio de mi madre en 1972 y comencé a trabajar en Maus en 1978. Se trataba de necesidades diferentes. El primer trabajo, Prisoners on the Hell Planet, utilizaba las conven-

2 William Hamilton, «Revelation Rays and Pain Stars», The New York Times, 7 de diciembre de 1986, p. 33.

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ciones visuales del expresionismo alemán por el tipo de alta emo-cionalidad que parecía conectar orgánicamente con mi respuesta ante el suicidio de mi madre, una experiencia que estaba asimilando conforme la contaba. Maus requería otros planteamientos. Estaba haciendo una transmisión y eso requería dejar cosas a un lado, un mayor grado de neutralidad en la superficie visual que Prisoners on the Hell Planet3.

El trauma, el horror es la musa de Spiegelman: Prisoner of the Hell Planet, es un cómic expresionista que remite al suicidio materno; Maus evoca su relación conflictiva con un padre superviviente; e In The Shadow of No Towers (2004) trata sobre el impacto que, como testigo directo, tuvieron en él los hechos del 11-S. Resulta sintomático que hasta el Me-tamaus (2012), después de In The Shadow of No Towers, su única gran publicación en formato libro haya sido Be a Nose! (2009), una recopilación de esbozos de Maus. Como si de al-guna manera Spiegelman no pudiera escapar de la alargada sombra de su obra magna, pues la crítica siempre espera otro gran libro cada vez que publica algo, quedando decepcionada porque no es Maus; una sensación que siempre le acompaña:

[…] como si tuviera pequeños ojos en mi espalda, con brazos y pier-nas, diciendo «¡oh, mira, ha hecho una línea!». «Esta no es la me-jor manera de hacer líneas». […] «Es incluso peor que eso», dice, encendiendo un cigarrillo. «Muchos otros cartoonists tienen miedo de lo mismo». Es decir, cada imagen es comparada con Maus. «El resultado es una especie de maldición sobre mí y sobre todos los cartoonists que conozco»4.

Parece como si Spiegelman estuviera harto de su obra y del hecho de ser un hito en el mundo del cómic. El peculiar nombre de Be a Nose! Proviene de una película de terror de serie B de Roger Corman, Un club de sangre (1959), en la que

3 Harvey Blume, «Art Spiegelman: Lips», The Boston Book Review, 15 de febrero de 1995, p. 11. 4 Angelique Chrisaphis, «The curse of the 5,000lb mouse», The Guard-ian, 11 de junio del 2009, p. 34.

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un asesino prueba suerte con la escultura y bastonea una pila de arcilla mientras grita «¡Sé una nariz! ¡¡¡Sé una nariz!!!». El propio Spiegelman considera que esta es, precisamente, la evocación más fiel que ha visto de su manera de trabajar; de este modo, cada cuaderno lleva una palabra de esta frase, es decir, ‘Be’, ‘A’ y ‘Nose’. En Autophobia, sobre todo, hay mucha terapia y reflexión sobre el proceso creativo y sobre las propias limitaciones y fobias. Nose es el último cuaderno de la serie y permite echar un vistazo a la parte más pictórica de Spiegel-man. La mayor parte de los borradores pertenecen a la época en que trabajaba como director de RAW y en ellos destaca la gran influencia de la estética del bad painting, una tendencia dentro del neoexpresionismo impulsada en la década de 1980 por artistas como Keith Harina (1968-1990) y Jean-Michel Basquiat (1960-1988).

Escribir Maus le ayuda a ser consciente del horror vivido por su padre, aunque ajeno para él, y se convierte en una ex-periencia propia por el hecho de formar parte de la siguiente generación de supervivientes directos y por todas las reper-cusiones que ello ha comportado en cada pequeño avatar de su vida. La historia que nos ocupa ilustra la problemática de la autobiografía, un género con un papel clave en el manteni-miento de la memoria. El historiador alemán Wilhelm Dilthey (1822-1911) remarcaba la importancia del género autobiográ-fico para entender la historia; y el filósofo Georges Gusdorf (1912-2000) defendía que el proceso de escritura era esencial: la autobiografía reúne pasado y presente, y comporta sobre todo el esfuerzo de asumir el pasado para contar el presente. Tanto el teórico búlgaro de nacionalidad francesa Tzvetan To-dorov (1939-) como el intelectual francés (hijo de un polaco deportado a Auschwitz) Alain Finkelkraut (1949-) coinciden en que toda sociedad tiene un deber hacia su pasado: el de-ber de conservar la memoria de las generaciones precedentes. El principal problema que presenta la autobiografía es la va-guedad de las fronteras que la conforman: auto (sujeto) / bio (mundo) /grafía (texto). En el caso de la narración del trauma

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de la supervivencia, el esfuerzo es aún mayor. Pero, ¿qué su-cede cuando se trata de quien no ha sufrido ese dolor direc-tamente pero padece sus consecuencias? Como afirma Finke-lkraut, corre el riesgo de caer en «las evidencias del instinto»:

No olvidaba el genocidio: al contrario, no quería dejar de pensar en él. Pero esta obsesión iba acompañada curiosamente de una gran ignorancia. ¿Acaso necesitaba conocer en sus detalles prácticos la historia del exterminio? Me bastaban algunos relatos familiares, las imágenes imborrables [...] y una cifra, repetida interminablemen-te: seis millones de judíos exterminados [...] El resto me importaba poco […] lo mío eran las evidencias del instinto [....] Lo que yo no veía entonces es que, al asumir el genocidio, lo ocultaba, suavizaba su horror. [...]; Había domesticado Auschwitz, lo había convertido en una matanza meramente cuantitativa, y por ello, reparable [...] Por mi apresuramiento en cargar sobre mis espaldas el destino judío [...] olvidaba que ya no quedaba pueblo. [...] Lo que había convertido de repente mi vida judía en folklore, es un acontecimiento preciso, puntual, y muy reciente: el genocidio5.

Pero el recuerdo genera dos problemas: el primero perma-nece en la falta de testimonios; al problema de la memoria transgeneracional, que necesita de supervivientes que testifi-quen para poder sobrevivir.

Cuando no queden supervivientes para testificar, cuando las me-morias ya no estén garantizadas y ancladas a un cuerpo que vive a través de ellas, la transmisión responsable de la memoria será pro-blemática. El problema de la memoria transgeneracional es tan viejo como el propio concepto de memoria y en el caso del Holocausto se diferencia en algún punto. Nos enfrentamos no sólo a la ausencia de los supervivientes, sino también a la desaparición de la tradición y el ritual —o prácticas de memoria— que acompañan al event06.

5 Alain Finkielkraut, El judío imaginario, trad. de Joaquím Jordá, Ana-grama, Barcelona, 1982, p. 70.6 Alison Landsberg, «America, the Holocaust, and the Mass Culture of Memory: Toward a Radical Politics of Empathy», New German Critique, n.º 71, 1997, p. 63.

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El segundo problema que deriva del recuerdo es el riesgo de la mitificación. En la actualidad los recuerdos han pasado a ser imágenes7. Peor aún, son imágenes reiterativas que quedan en la retina después del bombardeo diario que padecemos y de las que tenemos constancia en fotografía, y que muchas ve-ces acaban expuestas en una galería de arte, quizá un lugar no demasiado propicio para el recuerdo, sino para el arte; y otras son convertidas prácticamente en imágenes de reverencia casi religiosa, tal y como expresa la crítica neoyorquina y judía Susan Sontag (1933-2004). Esta artistificación es peligrosa porque en muchas ocasiones desposee a la fotografía de la su cualidad de recuerdo, sin permitir el aprendizaje que aporta la reflexión sobre el objeto: «Quizá se le atribuye demasiado valor a la memoria y no el suficiente a la reflexión. Recordar es una acción ética, tiene un valor ético en y por sí mismo. La memoria es, dolorosamente, la única relación que podemos sostener con los muertos. Así, la creencia de que la memoria es una acción ética yace en lo más profundo de nuestra natu-raleza humana»8. Este peligro de enardecimiento de la obra de arte es parte del remordimiento y la carga emocional que arrastra Art Spiegelman después de la publicación de su obra. El proceso de distanciamiento de la obra es más difícil cuan-do se trata de la propia vida y a ello hay que añadir que no se trata únicamente de los traumas del autor los que se exponen públicamente, sino también de su padre, y al fin y al cabo de todos los supervivientes y víctimas de la Shoah en general. Por tanto, para Art Spiegelman representa un riesgo muy alto el éxito de esta obra de arte, como explicita mediante un ejemplo Deborah R. Geis:

Inevitablemente, el extraordinario éxito de Maus le hace pagar un peaje a Spiegelman; e incluso el autor satiriza el frenesí resultante en Maus II, cuando muestra a Artie rodeado de vendedores, agentes

7 Susan Sontag, «Fascinating Fascism», New York Review of Books, 6 de febrero de 1975, p. 20.8 Ibid.

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y periodistas, reducido a un niño lloroso asediado por las ofertas. […] En una caricatura de 1996, titulada ‘Mein Kampf’, publicada en The New York Times Magazine, se dibujaba a sí mismo persegui-do por un ratón gigante, diciéndole: «Aún doy vueltas por las oscu-ras cavernas de mi memoria, ¡pero además ahora me siento como si hubiera un ratón de cinco mil libras de peso respirando a mis espaldas!»9.

Spiegelman siente la culpa que caracteriza a la genera-ción siguiente a los supervivientes, inevitablemente ligada a la memoria, y la verbaliza cuando le confiesa a su esposa, François Mouly, que «de algún modo deseaba haber estado en Auschwitz con mis padres, para saber lo que habían vivido [...] sentía culpa por haber tenido una vida más fácil que la de ellos». Ellen S. Fine, especialista en la recepción que han he-cho del Holocausto los escritores judíos hijos de supervivien-tes, escribe sobre Spiegelman:

Aquellos que intentan reconstruir los recuerdos de su familia, como Spiegelman trata de hacer en su narrativa, a menudo están afligidos por la culpa y preocupados por el derecho a utilizar el Holocausto como tema. Están obsesionados por el mundo que ha desaparecido, existe una gran brecha en su historia y desean construir un puente para atravesar este vacío. No obstante, se sienten frustrados por la impotencia de la incomprensión; el pasado les elude y también les excluye10.

Por tanto, esta segunda generación crea un deber de mili-tancia de la memoria de los que sufrieron en los campos, sien-ten que tienen una responsabilidad hacia ellos:

Como vemos en Maus, cuando estas narrativas son contadas de nuevo y mediatizadas por una segunda generación, el testimonio de

9 Deborah R. Geis, Considering Maus, University of Alabama Press, Ala-bama, 2003, p. 6.10 Ellen S.Fine, «The Absent Memory: the act of writing in Post-Holocaust French Literature», Berel Lang (ed.), Writing and the Holocaust, Holmes & Meier, Nueva York, 1988, p. 43.

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estos emisores está atrapado por la responsabilidad que sienten al contar estas historias y su falta de autoridad para hacerlo. Los escri-tores de segunda generación de literatura del Holocausto frecuente-mente tienen problemas de representación, como una parte de res-ponsabilidad ética hacia el pasado. […] De hecho, una característica habitual es que este tipo de literatura es resistente a la catarsis. La teoría política posterior a Brecht nos ha mostrado como la noción aristotélica de catarsis debilita la capacidad del público para actuar en respuesta al sentido de que los protagonistas han cumplido sus «destinos» como sustitutos de los espectadores. Por ello el modo tradicional de tragedia se adapta a la enfermedad del Holocausto: las víctimas (como podemos ver claramente en el caso de Vladek) no escogen su sufrimiento, ni son ennoblecidas por ello)11.

Esta generación de posguerra, después de todo, no puede físicamente rememorar el Holocausto como realmente tuvo lugar, porque no lo vivió. Todo lo que recuerdan, todo lo que saben, es aquello que las víctimas escribieron en sus diarios, aquello que los supervivientes recordaban en sus memorias. No retenían sucesos actuales, sino las incompletas novelas, historias y poemas sobre el Holocausto que habían leído o los testimonios en vídeo o en grabaciones que habían escuchado durante años. Nacidos después del Holocausto, en la época de su memoria, esta generación raramente había intentado re-presentar los hechos más allá de las formas a través de las cua-les ellos habían recibido la experiencia. En lugar de retratar el Holocausto, escriben, dibujan y hablan sobre su transmisión en libros, películas, fotografías e historias de sus padres. En lugar de intentar recordar los hechos, sobre todo reclaman su relación con la memoria de los hechos. «¿Qué sucede con la historia cuando esta deja de ser un testimonio», se pregunta Alice Kaplan. Pues que:

Se convierte en la memoria del testimonio, un pasado indirecto. Lo que distingue a muchos de estos artistas de sus padres supervivien-tes es su habilidad para representar precisamente esta cualidad in-

11 Deborah R. Geis (2003), p. 6.

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directa, para medir la distancia entre la historia tal y como sucedió y sus propios recuerdos12.

La importancia de este recuerdo indirecto, en definitiva del nazismo hoy día, nos sugiere la crisis profetizada parcialmente por Susan Sontag en su ensayo Fascinanting Fascism (1975). De hecho, ya se ha apuntado anteriormente la presencia de la crítica en Maus sobre la comercialización de las memorias del Holocausto en el mundo moderno y posmoderno. Maus nos muestra el marketing asociado a la memoria del Holocausto, como se puede comprobar en las páginas finales del segundo volumen. Al lado de una fotografía real de Vladek, tomada en 1945, el ratón padre le explica a su hijo en su precario inglés: «I passed once a photo place what had a camp uniform –a new and clean one– to make souvenir potos»13. Existe la percep-ción popular de que no existe ningún problema moral, que el Holocausto es un tema lícito, un objeto de discusión que satu-ra el cine, la televisión y la ficción en general, dando lugar a la yuxtaposición de los conceptos kitsch y muerte que el histo-riador judío Saul Friedländer ha identificado14. Spiegelman lo llama el Holokitsch15.

El interés por los testimonios ha crecido exponencialmente en el transcurso de los últimos veinte años, aproximadamente. La inmensa película de Claude Lanzmann Shoah (1985) fue importante no solo desde el punto de vista cinematográfico, sino también el anuncio de un nuevo interés por los vídeos de declaraciones de los supervivientes y de los observadores; in-terés que permite ubicar la película en un contexto adecuado y da pie a una respuesta crítica más informada sobre el tema, es-

12 James E. Young, «The Holocaust as Vicarious Past: Art Spiegelman’s “Maus” and the Afterimages of History», Critical Inquiry, n.º 24, 1998, p. 666.13 Art Spiegelman, Breakdowns, Mondadori, Barcelona, 2008, p. 22.14 Saul Friedländer, Reflections of Nazism: An Essay of Kitsch and Death, Harper & Row, Nueva York, 2010, p. 23.15 Claudia Dreifus, «Art Spiegelman: The Progressive Interview», Pro-gressive, 1989, p. 35.

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pecialmente respecto a los problemas que plantean las entre-vistas y la representación. No es casualidad la coincidencia de las fechas de esta película y la publicación del primer volumen de Maus (1986); de hecho, son numerosas las producciones culturales que tratan el tema del Holocausto desde diferentes perspectivas sobre todo alrededor de los años ochenta y prin-cipios de la década de los noventa, entre las que se encuentra La lista de Schindler de Steven Spielberg (1993):

La película me pareció un fracaso, aunque fuera un éxito de taquilla. Probablemente ello tenía que ver con el hecho de no hacer frente a los problemas de la representación que aparecen en el contexto. No creo que el modo de narración cinematográfica tradicional se preste a esta cuestión. Ver las cosas a través de los ojos del protagonista, de un héroe, ya no es viable. Y después están los problemas de ver des-de el punto de vista de un gentil justo [,] mientras se trata de mante-ner que esto no es más que una historia de tributo al genocidio, que no se ha de confundir con el drama central. Y eso es habitual en las películas sobre el sadismo y el masoquismo en Hollywood: cada mo-mento sexual de la película es seguido por un momento de violencia relacionado con la muerte en masa. Y hay una especie de sucedáneo, un intento de crear verosimilitud que era inevitable que fallase. Es una tontería criticar únicamente que los actores estaban demasiado bien alimentados, pero es algo contra lo que se debe luchar. Un ac-tor no suele parecer esquelético. No puedes hacer que los actores se mueran de hambre durante dos años antes de que les dejes aparecer en pantalla, y sin embargo eso causa problemas. El momento más efectivo para mí fue uno de los fragmentos más débiles de la pelícu-la, justo hacia el final [,] cuando los supervivientes reales caminan al lado de los actores16.

El propio Spiegelman plantea de forma abierta el problema de la representación animalizada en diversas ocasiones en su obra. En una de las viñetas, por ejemplo, un Art rodeado por un círculo que cada vez se hace más pequeño en su silla es pre-guntado por un periodista con máscara de ratón judío sobre qué animal utilizaría para representar a los judíos israelitas.

16 Harvey Blume (1995), p. 11.

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Por el modo en que se formula la pregunta, de entrada se en-tiende que se descarta la misma representación que se utiliza para los judíos retratados en el cómic, cuestión que también se intuye por el hecho de que utilice una máscara de ratón, como si este personaje se hiciera pasar por judío. En esta escena, cla-ramente asistimos a la representación de la presión que ejerce el lobby judío en Estados Unidos, que no se puede criticar sin ser tachado de antisemita.

Pero el riesgo del uso de la metáfora del ratón es elevado, teniendo en cuenta cómo han evolucionado los acontecimien-tos históricos relacionados con el contexto histórico desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El uso de animales huma-nizados remite a un problema estético y moral que ronda a los artistas que se han enfrentado al Holocausto y plantea pregun-tas que se han formulado desde entonces: ¿Cómo representar un horror que supera las definiciones propias de lo humano? ¿Tiene al artista derecho a crear una ficción o a estilizar este horror? ¿No sería mejor dejar que hablen los documentos y los testimonios de los supervivientes, sin las frivolidades del arte? Y, más grave todavía, ¿tiene un artista derecho a obtener un beneficio económico de este horror? Spiegelman es extrema-damente consciente de estos y otros problemas que derivan de la representación artística. El genocidio lleva a enfrentarse con la imposibilidad de una «narración neutra», un modo trans-parente de representación: la decisión de utilizar animales y el registro gráfico elegido funcionan a partir de esta compro-bación. El dibujo extremadamente sencillo, a veces bruto, de Maus se halla lejos de la expresividad de los Funny Animals de 1972, así como del expresionismo de Prisoner in Hell Pla-net. Al mismo tiempo, la relación del libro con lo real es muy compleja: el relato se ofrece como un testimonio o una auto-biografía a dos voces (ofreciendo al lector un pacto de verdad), incluye fotografías (de Vladek, de Richieu) y el personaje de Art aparece en ocasiones dibujado como un humano con más-cara de ratón. Es una tensión con la que Spiegelman trabaja: dibuja una historieta con ratones, pero como hemos visto, a

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la vez pide a The New York Times que Maus II aparezca en la columna «no-ficción» en su lista de libros más vendidos. Por la misma razón, por la renuncia a toda inocencia narrativa, el libro no puede presentar una historia lineal, ya que se multi-plican los tiempos, los niveles de ficción: Vladek habla de su experiencia en Auschwitz; Art habla de lo que Vladek le contó; y Art humano/autor habla de lo significó el libro que hemos visto crear a Art ratón/personaje.

3. Narrando el horror

Los mecanismos de superación del horror suelen ser similares en todos los casos. Como explica el escritor Jorge Semprún (1923-2011), que fue un joven exiliado republicano español superviviente del campo de Buchenwald, en una de sus obras más representativas y conocidas, La escritura o la vida (1994), primeramente son necesarios unos años de olvido para extraer un recuerdo asumible de la experiencia horrible: «La estra-tegia de la amnesia voluntaria [...] he vivido más de quince años, [...] en la beatitud obnubilada del olvido»17. Se impone una clara necesidad de olvido sin la cual el intento de narra-ción habría acabado con los supervivientes del horror, del mal con mayúsculas: no hay palabras, se antojan absurdas, sin sig-nificado, solo apariencia sin trascendencia. Primo Levi, super-viviente de Auschwitz (y que también acabaría suicidándose en 1987), escribió sobre la pérdida de efectividad el lenguaje en Los hundidos y los salvados (1986): «La lengua se te seca en pocos días y con la lengua el pensamiento»18. Esta incapa-cidad de narración aumentó desde la Primera Guerra Mun-dial. Walter Benjamin reflexionaba en 1937 que «con la guerra mundial comenzó a hacerse patente un proceso que no se ha

17 Jorge Semprún, La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona, 1997, p. 244.18 Primo Levi, Los hundidos y los salvados, Muchnick Editores, Barcelona, 1986, p. 81.

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detenido desde entonces. ¿No se advirtió al final de la contien-da que las gentes volvían mudas del campo de batalla?»19. El teórico y crítico de la literatura George Steiner postulaba en Lenguaje y silencio (1976) que era tan brutal «lo que el hom-bre ha hecho al hombre, en una época muy reciente que ha afectado a la materia prima del escritor. […] La imaginación ha consumido ya su ración de horrores y de esas trivialidades sin rodeos que suele expresarse el horror moderno. Con raros precedentes, el poeta siente la tentación del silencio»20. Por su parte, Primo Levi contaba en 1986 que «entonces por primera vez nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre»21. Y no solo esta incapacidad se producía a nivel individual, sino que también podía suceder colectivamente. Así, Steiner tra-taba la muerte (parcial) del alemán en «Milagro hueco», un polémico artículo publicado en 1959:

[El alemán] Ya no es el idioma de Goethe [...] Algo inmensamente destructivo ha tenido lugar en su seno [...] Aunque comunica, no crea la menor sensación de comunión [...] Así, la universidad, la burocracia, el ejército y la corte se combinaron e hicieron practicar al idioma alemán una instrucción [...] que introduciría en él [...] la terrible debilidad por las fórmulas y los clichés pomposos [...] bajo el que se escondía cualquier cúmulo de crudezas y frustraciones22.

Esta afirmación era válida en 1959, en tiempos en los que el Holocausto aún estaba reciente, pero ya con la suficiente dis-tancia temporal para poder apreciar los efectos secundarios. Afortunadamente, como el propio Steiner añade en la edición posterior de 1976 de Lenguaje y silencio, «precisamente por

19 Walter Benjamin, «El Narrador», Revista de Occidente, n.º 129, 1937, p. 302.20 George Steiner, Lenguaje y silencio: ensayos sobre la literatura, el len-guaje y lo inhumano, trad. de Miguel Ultorio, Gedisa, Barcelona, 1994, p. 22.21 Primo Levi (1986), p. 81.22 George Steiner (1994), p. 22.

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encarar el pasado, la dramaturgia y la ficción alemanas han reanudado una fuerza vital violenta [...] del todo innegable»23. Aun así, las palabras de Steiner nos parecen útiles para obser-var esta «primera baja de guerra» que es la lengua, no solo a nivel personal sino también colectivo. Muchos teóricos hicie-ron la misma reflexión que Steiner sobre la lengua alemana, sobre el uso que se hizo desde el nazismo, período en el que las palabras adquirían una carga semántica diferente, como el so-ciólogo superviviente de Buchenwald, Eugene Kogom (1903-1987) escribió: «el nacionalsocialismo no solo ha violentado a los hombres, sino también el idioma. La mala costumbre de escalpar las palabras y unir los retazos que han quedado en expresiones artificiales [...] pero los nacionalsocialistas han creado, además de esto, un verdadero galimatías con agudo sonido militar»24. Algo similar sucedió en el entorno soviéti-co. Igualmente, «en lo que se refiere a la burocratización del lenguaje, el significado y uso del lenguaje fue muy importante para el decir y la constitución de la forma de la experiencia expropiatoria. Se echó mano de la distorsión de la fraseología. Un ejemplo lo tenemos en Eichmann, quien demostró en el Juicio de Jerusalén tener verdadera dificultad para expresar-se correctamente en su propio idioma, el alemán. Utilizaba a menudo [...] frases célebres [...] “Mi único lenguaje (aclaró él) es el burocrático (Amtssprache)”»25. Ya en un segundo esta-dio, con el paso de los años, el olvido voluntario se difumina y se convierte en una voluntad comunicativa que, en muchas ocasiones, se vehicula a través del arte. Durante una entrevista realizada en 2004, el escritor Boris Pahor, superviviente del campo de los Vosgos y de Dachau, ante la pregunta de si escri-bir sobre el sufrimiento es doloroso o una terapia respondía:

23 Ibid.24 Eugene Kogon, Sociología de los campos de concentración, Taurus, Ma-drid, 1965, p. 15.25 Anna Rubio, Los nazis y el mal, Niberta, Barcelona, 2009, p. 30.

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Es una terapia. Esto, sin embargo, lo he comprendido más tarde. No comencé a escribir como un acto de terapia. […] Compañeros míos de los campos ya nunca consiguieron dormir bien, porque todavía tenían el terror metido en el cerebro, y algunos incluso se suicida-ron. Fue entonces cuando comprendí que la escritura me había des-cargado del peso agobiante de lo que había sufrido y había visto26.

También Jorge Semprún, en el proceso que realiza en La escritura o la vida, termina por darse cuenta de que aunque existieran las palabras para formular el trauma, el peso de és-tas no era el suficiente para expresar el mal vivido y necesitaba el cedazo de la ficción para encontrar una verosimilitud a la narración del horror:

La realidad está ahí, disponible. La palabra también. No obstante, una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. [...] Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio14.

Semprún ejemplifica muy bien esta verosimilitud que la ficción da a la representación del horror: «Estábamos pre-guntándonos cómo habrá que contarlo, para que se nos com-prenda. [...] La verdad que tenemos que decir [...] Resulta in-cluso inimaginable [...] Tan poco creíble que yo mismo voy a dejar de creerlo ¡tan pronto como pueda! [...] ¿Cómo contar una historia poco creíble, cómo suscitar la imaginación de lo inimaginable si no es elaborando, trabajando la realidad, po-niéndola en perspectiva? ¡Pues con un poco de artificio!»27. Observamos como en su caso, Vladek Spiegelman da testimo-nio a través de la obra de su hijo, que le ayuda a cerrar viejas heridas y a hablar, a expresar la angustia de la supervivencia,

26 Lluís Bonada, «Recordar els camps nazis és terapèutic», El Temps, n.º 1031, 2004, p. 89.27 Jorge Semprún (1997), p. 244.

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ya que hasta entonces había estado inmerso en un proceso de negación, bien ilustrado por la quema de los diarios de Anja. Vladek pasa por el mismo proceso catártico que comentaba Semprún: primero la incapacidad para hablar, después unos años de olvido y, finalmente, una verbalización a través del arte (en este caso, escribiendo/dibujando a través de la mano de su hijo). De hecho, «Maus trata más sobre la incapacidad del arte [art] (o de Art) para enfrentarse completamente a re-presentar metafóricamente un pasado monstruoso»28. No es solo Vladek quien elimina sus demonios a través del arte; el propio Art Spiegelman, refiriéndose a sí mismo, explica en el prólogo de la edición española de Breakdowns:

Aunque las páginas creadas a duras penas que ese engreído reunió en Breakdowns —se refiere a sí mismo — se contaban entre los pri-meros mapas que llevaron a los cómics a ser aceptados en las libre-rías, bibliotecas, museos y universidades de la actualidad, él no esta-ba realizando un intento consciente por lograr la respetabilidad cul-tural. Una vez que los dibujantes underground dieron rienda suelta a sus demonios en el medio alegremente vernáculo de los cómics, pudo fijarse en la gramática de esa lengua vernácula y centrarse en sus propios demonios personales. Arte culto y popular. Palabras y dibujos. Forma y contenido. Puede que parezca árido y académico, pero —¡caray!— para mí entonces era cuestión de vida o muerte29.

El autor declara que, aun teniendo la pretensión de legiti-mar el arte en el que se mueve, su obra resulta pionera y un precedente para el mundo del cómic moderno. En cualquier caso, lo que nos interesa son las palabras que utiliza en rela-ción al lenguaje y al propósito de Maus: la necesidad de co-municación de su trama («de vida o muerte») y de cómo en-contrar en el cómic una «gramática de esa lengua vernácula», para vehicular sus propios demonios. Ante el horror entonces se intuye un camino, el arte, que se erige en algo mágico, un

28 Michael E. Staub, «The Shoah Goes on and on: Remembrance and Rep-resentation in Art Spiegelman’s Maus», MELUS, n.º 20, 1995, p. 33.29 Art Spiegelman (2008), p. 22.

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espejo transfigurador que salva, y cuyo resultado es sublime. De hecho, para el historiador de las religiones Joseph Camp-bell «los artistas creativos [...] despiertan a la humanidad al recuerdo: convocan a nuestra mente exterior al contacto cons-ciente con nosotros mismos [...] como espíritu, en la concien-cia del ser»30. Es por ello que la escritura y el arte en gene-ral representan un proceso catártico. Un buen ejemplo puede hallarse en las palabras del escritor Arturo Pérez-Reverte, en relación con sus experiencias como corresponsal durante las guerras yugoslavas:

La literatura me permite tener fantasmas en lugar de pesadillas. La diferencia está en que las pesadillas te atormentan y los fantasmas son algo triste, pero asumido, que te acompaña […] toda novela es higiénica para quien la escribe. […] Vivimos en un mundo que bus-ca anestésicos que le hagan olvidar el dolor y no analgésicos que le ayuden a soportarlo31.

La magnitud del proceso comunicativo, sin embargo, es tal que todos estos autores coinciden en calificarla de ardua e infinita: «Necesitaría varias vidas para poder contar toda esa muerte. Contar esa muerte hasta el final, tarea infinita»32. Fi-nalmente la escritura se transforma en catarsis: «decidí que mis cómics eran la mejor terapia posible: el bote de tinta antes que el de pastillas o la visita al psicoterapeuta»33. Semprún también es muy gráfico en su explicación: «tengo que fabricar vida con tanta muerte. Y la mejor forma de conseguirlo es la escritura [...] sólo puedo vivir asumiendo esta muerte median-te la escritura»34. Aunque ello no significa que se trate de una

30 Joseph Campbell, Las máscaras de Dios. Obra completa, Alianza, Ma-drid, 1991.31 Arturo Pérez-Reverte, «Suelta sus fantasmas para seguir vivo», ADN, 9 de marzo del 2006, p. 17.32 Jorge Semprún (1997), p. 244.33 Emilio Manzano, «El éxito de Maus me supuso una depresión», La Vanguardia, 9 de mayo de 1991, p. 12.34 Jorge Semprún (1997), p. 244.

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tarea fácil, como explica Paul Steinberg, superviviente de Aus-chwitz y Buchenwald en Crónica del mundo oscuro (1999):

Ya han pasado dos meses desde que en la primera hoja en blanco escribí estas primeras palabras: crónicas de otro mundo. A medi-da que ha pasado el tiempo, las cosas se han estropeado. Ya estaba previsto. He perdido el sueño. El mal humor me hace insoportable para quienes me rodean. […] Incluso he llegado a preguntarme si, de tanto escarbar, no estoy falseando el juego y dando vida a unos fantasmas vacíos, a unas imágenes virtuales35.

4. A modo de conclusión: la narración de los holocaustos tácitos

Uno de los leitmotivs del libro es la tensa relación entre pa-dre e hijo. A ello hay que añadirle la demanda del hijo hacia el padre para que le cuente su experiencia en los campos y el suicidio de Anja, aún presente en la mente de los personajes. La relación de Art con su progenitor es tortuosa, un tormento continuo y un purgatorio mutuo de culpa, recriminaciones y decepciones. Todo ello queda reflejado en la propia portada del libro, que de entrada muestra conjuntamente un mapa de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial y un mapa de la ubicación de Rego Park, en Queens, en una clara significación de que el conflicto todavía continúa en Nueva York.

Para aclarar mejor esta situación remitimos a la idea de los binomios no excluyentes del antropólogo francés Claude Lévi-Strauss (1908-2009), mencionada por Catherine Orens-tein. Esta idea subyace en el texto desde el principio, incluso antes de abrir el libro, como se puede notar en el subtítulo: A Survivor’s Tale. No es «el cuento de Vladek», ni «la historia de mi padre», sino «el cuento de un superviviente», dejando claro que la palabra survivor no hace una única referencia a Vladek

35 Paul Steinberg, Crónicas del mundo oscuro, trad. de Silvia Gallart, Mon-tesinos, Barcelona, 1999.

Raquel Crisóstomo Gálvez

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como superviviente, sino que encontramos más supervivien-tes en este título: todos los supervivientes de los campos que Vladek simboliza, el propio Art Spiegelman como supervivien-te de la tragedia heredada de su padre y del esfuerzo narrativo, y el autor como hijo superviviente del conflicto paterno-filial y del suicidio materno. Queda claro, incluso para el autor, que Maus no trata tanto del Holocausto sino más bien del cuento del superviviente en sí mismo y de su recuperación por parte del hijo artista. En palabras de Spiegelman:

Maus no es lo que sucedió en el pasado, sino más bien lo que el hijo entiende de la historia de su padre… [Es] una historia autobiográ-fica de la relación con mi padre, un superviviente de los campos de exterminio nazis, interpretada por animales de dibujos animados36.

La historia de Maus, por tanto, es la narración personal de un trauma familiar. En realidad, no se puede afirmar que toda la obra de Spiegelman lo sea, pero sí que sus dos obras prin-cipales son historias de familia, de traumas personales. Maus es la experiencia de los campos, del padre y de la madre, la herencia que Spiegelman recibe como segunda generación y la narración de que hace de la misma. Pasaron veinte años entre los primeros esbozos de Maus, cuando Art era ya un dibujante underground, y la edición del segundo volumen. Spiegelman realiza en su libro una catarsis de la relación con su padre, muerto antes de terminar el cómic. Por ello vemos cómo el autor intenta mostrarnos un Vladek con toda su humanidad, con lo bueno y con lo malo, sin eludir, sin embargo, momen-tos en los que el comportamiento del padre le provoca crisis emotivas.

Lo que singulariza la obra de Spiegelman no es únicamente el tema tratado y el soporte utilizado, sino la habilidad con que crea un trabajo artístico en una sucesión de escenas vivas, que trascienden la condición de memorias autobiográficas o de documentos históricos. Independientemente de la volun-

36 Art Spiegelman (2008), p. 22.

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tad inicial del creador, su relato va más allá de la plasmación y denuncia del genocidio, ya que como lectores establecemos con ello un proceso comunicativo de intercambio de experien-cias personales, como el hecho de crecer bajo la sombra de un padre superviviente, el proceso de tomar grandes decisio-nes o la aceptación de la parte negativa de las personas que amamos. Desde el primer momento, Spiegelman entabla un diálogo con sus lectores, intercalando saltos narrativos, silen-cios y digresiones que contribuyen a presentar una disección de la relación entre padre e hijo. La dificultad de crecer con alguien que le corrige constantemente, buscando que las cosas solamente se hagan a su manera; la contrariedad de convivir con quien cree que las muestras de afecto son un síntoma de debilidad; la imposibilidad de compartir espacio durante mu-cho tiempo con alguien que tiene una forma de amar que logra que se le rechace, etc. Estas y otras experiencias se comparten con el lector y convergen en la lectura de Maus, a lo largo de un agridulce paseo por los caminos afectivos de la memoria.

El binomio no excluyente de Lévi-Strauss queda patente y no son tantos los aspectos que separan Art de su padre: am-bos son supervivientes y los dos se sienten culpables. Vladek sobrevivió al Holocausto, al trauma, al suicidio de su esposa y a la muerte de un hijo; Art, por su parte, ha sobrevivido a un padre superviviente, a su imposible carácter, al suicidio de su madre, a la sombra del hermano desaparecido y al peso de un Holocausto no vivido en primera persona pero que, como co-mentan otros hijos de supervivientes, le acompañará durante toda su vida.

Noelia Domínguez Romero

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CuerPo, Pedazos, mugre. el horror extravagante en dos artistas del funk arT:

Paul thek y bruCe Conner

Noelia Domínguez Romero

Universidad de Sevilla

Resumen: Este trabajo se acerca a dos figuras emblemáticas del arte americano de los años sesenta, apenas conocidas y estudiadas en lengua española: Paul Thek y Bruce Conner. Tanto uno como otro cambiaron las consideraciones en torno a la manera de pensar y sentir el arte, pues no solo rompieron con tendencias tan renovadoras como el expresionismo abstracto, el minimalismo y el pop art, sino que, además, fueron críticos con la frialdad de las imágenes de la publicidad propias de la sociedad del consumo. Frente a ello, mostraron, sin máscaras, la repugnancia y la decadencia causadas por parte de la humanidad. Palabras clave: América, ensamblaje, cuerpo, muerte, Thek, Conner.

Abstract: This work is about two emblematic figures of American art of the sixties, hardly known and studied in Spanish: Paul Thek and Bruce Conner. Both of them changed the considerations about how to think and feel the art, since they not only broke so refreshing trends such as abstract expressionism, minimalism and pop art, but also were critical of coldness of the mass media images of the consumer society. Opposite that, they showed, without masks, repugnance and decay caused by part of mankind.Keywords: America, assemblage, body, death, Thek, Conner.

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1. Introducción

Después de 1945 la historia de Occidente cambió radicalmente de rumbo. La Segunda Guerra Mundial tiñó de negras som-bras todas las esferas de la vida humana, incluida la del arte, que no fue ajena a los turbulentos avatares que se dieron lugar en el ámbito socio-político. Especialmente, durante ese pe-riodo de deshumanización, Estados Unidos fue refugio para muchos artistas europeos que huían de ese panorama yermo, desolador, sin grandes esperanzas de futuro. Tierra fértil; fue en ese ambiente de hermanamiento, libertad y creación donde nacieron los movimientos artísticos más importantes e influ-yentes del siglo XX: el expresionismo abstracto y el pop art. Del mismo modo, en 1960, fue muy sonada la aparición del neodadaísmo y el funk art.

Ahora bien, en los efectos de esas nuevas transformaciones y esos nuevos aires no todo fue original. Esas corrientes artís-ticas acaecidas más allá del Atlántico no surgieron de la nada, sino que a través de ellas hicieron renacer las vanguardias, re-formularon sus teorías aunque construyendo nuevas formas estéticas. Así, por ejemplo, el revisionismo norteamericano, que vino de la mano del primer movimiento de posguerra, el expresionismo abstracto, con Gorki y Pollock a la cabeza, so-bresalió por sus claras connotaciones surrealistas. Además, hay que añadir que lo que pronto se manifestó como revolu-ción plástica pasó rápidamente a volverse estéril, cayendo, en consecuencia, en un mero academicismo.

Concretamente, la tendencia denominada funk o funk art, surgida en el norte de California, si bien a veces cercana al dadá, intentó ser una reacción contra la falta de objetividad vi-gente en el arte expresionista abstracto. O, incluso yendo más allá, cabe decir que resultó ser una oposición, como afirma el teórico Edward Lucie-Smith, «a la pureza impersonal de gran parte del arte contemporáneo»1, precisamente por la natura-

1 Edward Lucie-Smith, Movimientos artísticos desde 1945, trad. de Jesús Pardo, Ediciones Destino, Barcelona, 1995, p. 120.

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leza de sus obras, por los materiales utilizados, en definitiva, por el contenido humano en ellas latente. En particular, Paul Thek y Bruce Conner confluyeron en esa travesía, pero, poco a poco, como veremos a continuación, estos artistas fueron des-haciendo el vínculo que les unía al grupo, y, en su lugar, apos-taron por caminos más virulentos, difíciles de transitar, como reflejan muchas de sus piezas. La búsqueda de lo enfermo, lo mórbido, lo grotesco, e igualmente lo irrisorio, les caracterizó sobremanera.

Este trabajo pretende dar un paso en la comprensión de es-tas figuras emblemáticas del arte americano de los años sesen-ta, apenas conocidas y estudiadas en lengua española. Tanto Thek como Conner cambiaron las consideraciones en torno a la manera de pensar y sentir el arte. No solo rompieron con tendencias tan renovadoras como el expresionismo abstracto, el minimalismo y el pop art, sino que, además, se impusieron ante la falta de decoro de las imágenes del poder político y económico, es decir, las de la publicidad y la mercadotecnia. A través de la visión repugnante de sus obras mostraron al mun-do lo que nadie quería ver: lo atroz, lo abyecto, lo decadente; trozos de carne, cuerpos putrefactos; el sujeto herido por sus semejantes.

2. «La crudeza de la carne». Paul Thek y el sujeto hecho trozos

Los años sesenta son una fecha clave para situar el fin del su-jeto humanista; ya Michel Foucault, en esa misma década, va-ticinó algo en este sentido. Se entró otra vez en el nihilismo, a la manera nietzscheana; se anunció a todas luces la muerte del yo, gran paradigma del periodo moderno; se rompió con el orden social, moral y cultural establecido. Apareció, por tanto, el ocaso de un mundo, pero también, afortunadamen-te, el amanecer de otro distinto. El arte no vio su cese, sino su conversión, esto es, mutó su función vitalicia, la creadora.

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Siguiendo con este argumento, Susan Sontag en Contra la in-terpretación, obra escrita a partir de 1961 y publicada en 1966, explica lo siguiente:

El arte, que surgió en la sociedad humana como una operación má-gico-religiosa y pasó a ser una técnica para describir y comentar la realidad secular, se ha arrogado en nuestra época una nueva fun-ción, que no es religiosa, ni sirve a una función religiosa seculariza-da, ni es meramente secular o profana […]. Hoy, el arte es un nuevo tipo de instrumento, un instrumento para modificar la conciencia y organizar nuevos modos de sensibilidad2.

La transformación se llevó a cabo en ciertas miradas y prácticas artísticas, las cuales, muchas de ellas, se volvieron más desafiantes, sobre todo en lo concerniente a los métodos de trabajo empleados y a la elección de los temas, y aquí, sin duda, hay que mencionar a Paul Thek.

Entrando en materia, la fijación por el cuerpo destruido es el eje sobre el que gira su producción. Aunque neoyorquino de nacimiento, hombre de alma inquieta, pasó gran parte de su vida en un periplo voluntario entre Europa y Estados Unidos. De 1962 a 1964 recorrió Francia, Holanda, Inglaterra, Norue-ga, pero fue en Italia donde su arte —y su persona— alcanzó su mejor vuelo. En el «viejo continente» se enriqueció de una nueva mitología, se nutrió de imágenes desconocidas que an-claban directamente en su corazón y su imaginario interior. De esas experiencias esenciales, el encuentro con las catacum-bas capuchinas (Figura 1), próximas a la ciudad de Palermo, le marcó en demasía, le dejó una huella tan profunda que guio el destino de sus posteriores pinturas, esculturas e instalaciones. Su íntima amiga, también artista, Ann Wilson lo relata de este modo:

A visit to the Capuchin catacombs near Palermo in the early sixties left an indelible range of impressions on Paul […]. In La Corazza di

2 Susan Sontag, Contra la interpretación, Alfaguara, Madrid, 1996, p. 380.

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Michelangelo (ca. 1963), Thek evoked a work by Michelangelo by covering a tourist plaster-cast of warrior’s armor with painted wax. Giorgi Vasari wrote of Michelangelo that ‘he did not have a thought that was not touched by the idea of death’. The same could be said of Paul’s own work3.

Figura 1. Paul Thek en las catacumbas capuchinas. Palermo. 1963.

3 Holland Cotter et al., Paul Thek. El món meravellós que no va arribar a ser, Fundació Antoni Tàpies, Barcelona, 1996, p. 205. «Una visita a las catacumbas capuchinas cerca de Palermo a comienzos de los sesenta dejó una señal indeleble en Paul […]. En La Coraza de Miguel Ángel, Thek evoca una obra de Miguel Ángel a base de recubrir con cera pintada una armadura de guerrero de las que se venden a los turistas hecha con un molde de yeso. Giorgio Vasari escribió de Miguel Ángel que “no te-nía ni un solo pensamiento que no estuviera tocado por la idea de la muer-te”. Lo mismo se podría decir de la obra de Paul». Traducción de la autora.

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La idea de la muerte se le reveló como certeza, hundió sus raíces muy adentro, en las postrimerías de su alma, y ahí que-dó para siempre, sin salida. Paul Thek descubrió, ante todo, la finitud humana, marca suprema esta de ser «un ser rela-tivamente a la muerte», como indicaría Heidegger en Ser y tiempo. De esta honda visión germinó La Coraza de Miguel Ángel (Figura 2), un busto petrificado, fosilizado, de un anti-guo luchador romano, una vestidura carcomida por el tiempo.

Figura 2. La Coraza de Miguel Ángel. 1963.

Como si no hubiese sido invento de su escultor, sino un ob-jeto encontrado en una excavación tras siglos y siglos de se-pultura, la coraza aparece sucia, envuelta en tierra, y vacía, sin cuerpo que pueda ya habitarla. No es más que lo que queda de una vida, un exoesqueleto. Lo interesante es ver cómo Thek se apropió de una imagen, el peto de una armadura, y de un

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nombre, Miguel Ángel, de un esplendor pasado, para colocar-los en un nuevo espacio de percepción, su propio discurso. Obra y experiencia existencial del autor se amalgamaron en una sola criatura.

El arte se tornó para él en liturgia, en ceremonia, en culto. Frente a la pasividad y ociosidad fundadas por la cultura del consumo y la tecnología, la creación supuso un puente hacia su verdadera búsqueda personal. En esa indagación, tras re-gresar a Nueva York en 1964, la representación del cuerpo se hizo cada vez más patente en su obra. Con sus Relicarios Tec-nológicos, realizados a lo largo de cuatro años, el artista desa-fió al arte que entonces era dulcemente alabado por la crítica de su país, el minimalismo. A fuerza de humanizarlo, con sus Piezas de carne, como también los llamó, Thek no dejó indife-rente al espectador; más bien, le hirió intensamente. Escribía así después de ver el impacto ocasionado:

En aquella época, en Nueva York había una tendencia tan genera-lizada hacia el minimalismo, lo no emocional, incluso hacia lo an-tiemocional, que yo quería volver a decir algo con emoción sobre el lado feo de las cosas. Yo quería restituirle al arte la crudeza de la carne4.

Y no solamente se impuso ante la frialdad de esta corriente, sino, igualmente, ante la mirada tecnificada y comercializada del pop art. Con Pieza de Carne con Caja Brillo de Warhol (Figura 3), de 1965, provocó una fuerte reacción. Puso del re-vés la ‘Caja Brillo’ y dejó al descubierto el interior, pero, para sorpresa, no era detergente o jabón lo que allí se exhibía, como se podría esperar al leer la etiqueta del producto, sino un trozo de carne cruda. Como contrapunto a la pulcritud, a la asepsia, a la estilización del diseño de las imágenes publicitarias, tan idolatradas por Warhol, la apropiación de Thek resulta espe-cialmente significativa e irónica. Su caja contiene algo que el lenguaje de la publicidad repudia, que jamás manifestaría: un

4 Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2009, p. 16.

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pedazo de carne ensangrentada, con restos de piel y vello. Re-presenta la interioridad del cuerpo, lo que no se ve a simple vista, lo blando, lo visceral, y no su exterioridad idealizada, su belleza aparencial.

Figura 3. Pieza de Carne con Caja Brillo de Warhol. 1965. De la serie Relicarios Tecnológicos.

Esta unión discordante entre dos opuestos, por un lado, la pureza del lenguaje minimalista y el vocabulario satinado del pop, y por otro, la estética feísta de hurgar en la piel para sa-car lo que hay dentro, es el aspecto principal de la mayoría de las obras de este conjunto. Véanse estos otros casos, también del 65: algunos aparecen sin título (Figura 4), con lo cual se oculta información sobre el origen de lo expuesto, mientras que otros sí lo señalan en el rótulo, por ejemplo la pieza deno-minada Hippopotamus (Figura 5). Hay una constante en estos

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Relicarios basada en la yuxtaposición entre dos elementos: la porción de carne, hecha de cera, y la urna de plexiglás que la aísla y la separa del espectador. Esto evoca desde la protección de una muestra orgánica para su no contaminación hasta la musealización de aquello que no es académicamente musea-lizable. Acerca de esta conjunción, Thek en una entrevista en Artnews, en abril de 1966, exponía:

The dissonance of the two surfaces, glass and was, pleases me: one is clear and shiny and hard, the other is soft and slimy. I try to har-monize them without relating them, or the other way around. At first the physical vulnerability of the wax necessitated the cases; now the cases have grown to need the wax. The cases are calm; their preci-sion is like numbers, reasonable5.

Figura 4. Sin título. 1965. Figura 5. Hipopótamo. 1965.

5 Holland Cotter et al, 1996, op. cit., p. 227.«Me gusta la disonancia entre las dos superficies, cristal y cera. Una es transparente, brillante y dura, mientras que la otra es blanda y viscosa. Intento armonizarlas sin ponerlas en relación, o a la inversa. Al principio, la vulnerabilidad física de la cera exigía las cajas; ahora las cajas exigen la cera. Las cajas representan la calma; tienen una precisión racional, como los números». Traducción de la autora.

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Asimismo, hay que indicar que estos objetos de la serie Reli-carios Tecnológicos progresaron vehementemente hacia unas entidades más sofisticadas y retorcidas. Los pedazos de car-ne parecían pasar ahora por un proceso de manufacturación, como si se encontraran en una fábrica, o convertirse en mode-los de estudio, como si se hallaran en un laboratorio científico. Columna en forma de L así lo expresa (Figura 6).

Figura 6. Columna en forma de L. 1966.

A diferencia de las primeras creaciones, el envase se tiñe de un amarillo estridente, chillón, y el metal empieza a ocu-par el interior, haciendo de conducto por donde la masa cir-cula. Con esta característica la obra rompe con el estatismo anterior y adquiere cierto movimiento. Y de estas realidades

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marcha Thek a otras igual de insólitas, pero esta vez se detie-ne en recrear fragmentos de cuerpo humano. Hay, pues, un reconocimiento, una identificación más clara, lo que es aún más horripilante. Si bien estas imágenes nos vuelven a remitir a la Antigüedad clásica, una pierna o un brazo de gladiador romano —Pierna de guerrero y Brazo (Figuras 7 y 8)—, no diríamos que son vestigios de esa otra época, como sí ocurre con La Coraza de Miguel Ángel. Aquí se enseñan, con un gran realismo, extremidades arrancadas, donde todavía la sangre gotea y la piel continúa inmaculada, como si el tiempo no hu-biese pasado por ellas y las hubiese consumido o solidificado.

Figura 7. Pierna de guerrero. 1966-1967. Figura 8. Brazo. 1967.

Paul Thek sacralizó el cuerpo, lo sacó de lo mundano, lo sus-trajo del mundo despersonalizado y aparente del consumismo, lo transfiguró para elevarlo a otra escala. Análogamente a las reliquias cristianas, podríamos pensar que estas partes corpó-reas se guardan con un mismo fin: su conservación. Algunos de estos artefactos son rastros del pasado y otros, paradójica-mente, hallazgos de una era futura, tecnificada. El espectador asiste a la obra de Thek como quien recibe un augurio de lo

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que podría pasarle al cuerpo de vivir en un entorno cada vez más artificial. El artista, como un visionario, advierte de los efectos que un desarrollo tecnológico imparable puede causar a nuestra vida, del autoengaño que supone la creencia de que podamos perpetuarnos como especie mediante el avance de la técnica. El autor nos enfrenta, así, a una hipotética ruina futurista, pero no para empujarnos al desánimo, sino para ha-cernos, sencillamente, más conscientes de nosotros mismos.

A buen seguro, estas novedosas naturalezas muertas escan-dalizaron al público. Paul Thek propició el desarrollo de una estética inconformista, puesto que sus creaciones «no eran representaciones bellas de cosas feas, eran representaciones feas de la realidad»6. Esto lo explica Umberto Eco haciendo alusión al tema de la fealdad en el arte vanguardista, pero lo mismo se podría afirmar tras contemplar estos sobrecogedo-res receptáculos de metacrilato. En particular, en relación con la primera aparición de estas «piezas de carne» en la Stable Gallery, de Eleanor Ward, en el año 64, el crítico Lil Picard comentaba:

It was Reality plus. Perfectly done, insanely perverted and contrived. One wonders why this very young and able craftsman and graphic artist is obsessed with a scientific hell of reality. As so many today he believes in such a commentary on our time. And at this point it is an excellent statement7.

6 Umberto Eco, La historia de la fealdad, trad. de de María Pons Irazazá-bal, Lumen, Barcelona, 2007, p. 365.7 Ibid., p. 225.«Era más que Realidad. Perfectamente hecha, morbosamente pervertida y artificial. Nos preguntamos por qué este joven artista con talento gráfico y dominio técnico está obsesionado con una realidad de infierno científico. Como muchos otros en la actualidad, él cree en esa clase de comentario so-bre nuestra época. Y la verdad es que en este momento es una observación excelente». Traducción de la autora.

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3. «Decadencia post-mortem». Los ensamblajes de Bruce Conner

El arte estadounidense de la década del flower power también se vio fortalecido por la contracultura que se empezó a gestar en la orilla oeste, en San Francisco. De entre sus nombres más influyentes resplandeció el de Bruce Conner, artista polifacé-tico, multidisciplinar, que supo aunar en sus diferentes oficios técnica y pasión con brillantez. Aunque su obra es extensa y abarca un abanico amplio de lenguajes, a saber, escultura, fo-tografía, cine, nos vamos a detener únicamente en su vertiente plástica, en especial, en aquellos ensamblajes, la mayoría for-malizados alrededor de 1958 y 1963, que tanta conmoción y tanto horror causaron en el público de la época. Primeramen-te, porque el uso de esta destreza suponía una mirada nueva hacia lo que se estaba haciendo en el arte de ese momento, y, en segundo lugar, porque impresionaban al espectador de una manera escalofriante con la puesta en escena de un realismo decadente. Matizando, y de acuerdo con la investigadora Bar-bara Rose:

La oleada actual de assemblage […] señala un cambio desde el arte fluidamente abstracto y subjetivo hacia una relación diferente con el entorno. El método de yuxtaposición es un vehículo apropiado para los sentimientos de desencanto con el superficial lenguaje interna-cional en el que tiende a convertirse la abstracción imprecisamente articulada, y para sus valores sociales8.

De modo similar a Paul Thek, Conner se aleja del arte ex-presionista abstracto norteamericano y emprende una crítica hacia la belleza tan realzada, y a la vez tan simplificada, de las imágenes propagandísticas, publicitarias, de acostumbra-da difusión en los medios de comunicación. Las toma como arranque de creación para luego reutilizarlas, o, lo que es lo

8 Edward Lucie-Smith, Artes visuales en el siglo XX, Könemann, Colonia, 2000, p. 274.

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mismo, se apropia de ellas para añadirles un nuevo valor signi-ficativo. Convierte el efecto anestésico producido por estas re-presentaciones visuales en un verdadero ciclón de emociones, donde no se evita, de ningún modo, el dolor. Tomando como soporte objetos encontrados por las calles que transitaba y las casas derruidas que veía a su paso, su arte del ensamblaje se vuelve orgánico, viviente, y acaba reciclando lo que la sociedad desecha y margina. El uso de materiales frágiles, caducos, y su violenta disposición dan a las piezas un aire pobre y vulnera-ble, y, como consecuencia de ello, destaca el estremecimiento que estas engendran en el observador. Y no solo el ensambla-je, también el collage, le ayudó a crear unas atmósferas des-concertantes y espasmódicas que dejaban al desnudo salvajes actos humanos acontecidos dentro del «ilustrado progreso» civilizatorio. Su acción era un acto de rebeldía. En este senti-do, como mantiene el historiador Thomas Crow:

A los artistas de California, que llevaban mucho tiempo excluidos de la participación en cualquier tipo de economía artística real, les atraía la barata disponibilidad del collage y del ensamblaje (hubo muchas obras de la época que nunca se pensaron para ser perma-nentes). A nivel cognitivo, explotaron esas técnicas con el fin de do-tar de sentido a su propia marginalidad, reciclando los desperdicios de la opulencia de la posguerra en nuevos dispositivos provocativos y desviados de la norma9.

Bruce Conner habla de la degradación del hombre en su paso por la historia. El horror y el desastre, esencialmente, de la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría resucitan en es-tas creaciones para recordarnos el atroz resultado del poder y el odio entre los seres humanos. Sus ensamblajes y sus colla-ges son las sobras de la guerra, así como la viva expresión de célebres crímenes, asesinatos, que tuvieron lugar en la socie-dad americana durante los años cincuenta; son cadáveres que

9 Thomas Crow, El esplendor de los sesenta. Arte americano y europeo en la era de la rebeldía 1955-1969, trad. de María Selina Blasco Castiñeyra, Akal, Madrid, 2001, p. 28.

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permanecen intactos a pesar del tiempo. Como contrapartida, estas obras se vuelven pesadillescas, sobre todo, decíamos, frente al fulgor y el destello que desprenden las imágenes do-minantes en la sociedad capitalista, en la cultura del gasto y el derroche. La serie titulada ratbastards, en su totalidad, plas-ma sin demora estos fatídicos episodios nombrados.

Conner se vale del espacio; cada escultura suya se convier-te en un escenario teatral donde relata un suceso. Mitad real, mitad ficcional, lo cierto es que todo se convierte en un mon-tón de basura, en un estercolero putrefacto, en un detritus ho-rrible. Dalia Negra (Figura 9), de 1960, rememora el brutal homicidio no resuelto, en 1947, de una actriz, Elisabeth Short.

Figura 9. Dalia Negra. 1960.

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El artista reúne en la pieza elementos muy heterogéneos entre sí:

La parafernalia de seducción —plumas de pavo real, trozos de en-caje, lentejuelas, el dibujo de un tatuaje con una calavera, junto a distintos residuos de una escena del crimen— parecía desplomarse desde el cautivo torso desnudo como instrumentos de su degrada-ción en vida y, simultáneamente, productos horripilantes de la de-cadencia post-mortem10.

Debido a estas morbosas asociaciones la pieza seduce y re-pele a la vez; es erótica y patética al mismo tiempo. Esa enor-me media de nailon, que hace de bolsa, al contener retazos de tela, hojas de periódico, cuerdas, plumas, junto con una foto-grafía en blanco y negro de la mujer, desnuda y bella, todavía viva, crea emociones muy dispares y contradictorias en el es-pectador.

Las medias son muy habituales en Conner, y, además, se usan de manera muy distinta. A veces como contenedor, como hemos podido apreciar en Dalia Negra, otras simulando una especie de telaraña que actúa como cinturón o camisa de fuer-za, como se contempla en El Niño (Figura 10), de 1959-1960.

10 Ibid., pp. 31-32.

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Figura 10. El Niño. 1959-1960.

Nuevamente, el autor evoca con esta escultura un hecho te-rrible: el trágico fin de un preso, llamado Caryls Chessman, condenado a pena de muerte. La notica provocó un gran re-vuelo en la sociedad norteamericana de los años cincuenta, originando un largo y pormenorizado debate sobre la cuestión. En un principio, Bruce Conner recreó a Chesmann con cera oscura, ennegrecida, pero conforme el proceso se iba desarro-llando, el doble de esta persona se fue transformando en un

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niño mutilado, sin una pierna, sin pies ni manos, sentado en una silla alta de madera, quemado y pútrido. Él mismo cuenta cómo se dio ese cambio en una entrevista realizada por Paul Karlstrom a mediados de los años setenta:

It started out that way because I saw him as a child strapped into a high chair, and he was going to be strapped into that chair in the gas chamber. I was going to put it inside a green box. But the more I got involved in working on it the more I felt I didn’t want to put it into the box. It became this high chair, this sculpture, and it became The Child. The child formed and constrained by the social forces that were going to kill him out of their own guilt11.

El grito de desesperación del niño sobrecoge intensamente. Más que una voz, lo que de él sale es un quejido venido de muy adentro, un lamento sincero, hosco, más cerca a lo animal que a lo humano. Pero este alarido no puede salvarle, su instinto de preservación no puede hacer nada ante las garras del po-der, puesto que, finalmente, acaba siendo víctima del dominio del sistema político, asesinado despiadadamente por él. La obra, así como la historia real en que está basada, impactó a la ciudadanía. Tampoco dejó impasible Canapé (Figura 11), de 1963, donde un asiento victoriano se vuelve el aposento de un cadáver en descomposición.

11 Bruce Conner, 1974, Entrevista en Archives of American Art History Program [en línea], San Francisco. Disponible en: http://www.aaa.si.edu/collections/interviews/oral-history-interview-bruce-conner-12989 [con-sultado el día 20 de noviembre de 2014].«Comenzó de esta forma porque lo vi como un niño atado a una silla alta, y él iba a ser atado a esta silla en la cámara de gas. Yo iba a ponerlo dentro de una caja verde. Pero cuanto más me involucré trabajando más sentía que no quería ponerlo en la caja. Se convirtió en esta silla alta, esta escultura, y se convirtió en El Niño. El niño formado y limitado por las fuerzas sociales que iban a matarlo a causa de la propia culpabilidad de éstas». Traducción de la autora.

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Figura 11. Canapé. 1963.

Estas piezas tan realistas retienen el lado oscuro de la vida americana, exorcizan los actos más crueles cometidos por el hombre civilizado. Con ellas, el arte se vuelve expresión de la realidad más inmediata, aunque esta sea tremendamente mi-serable, y es por este motivo que se convierte, para Conner, en instrumento de concienciación crítica. El artista no huye, pues, de la visión nauseabunda de la vida, muy al contrario, se esfuerza en retratar las circunstancias que envuelven su épo-ca; no cierra los ojos ante la inminencia de la muerte, muerte que no siempre es causada de forma natural o accidental, sino por las decisiones de los hombres, esto es, «por la locura hu-mana o la política», como bien se alega en este fragmento:

For the first time in American art, moreover, death is treated for-thrightly as a fearful, alienating counterpoint to idealistic concep-tions of the American dream. In marked contrast to the abiding ro-mantic view, stemming from transcendentalism through Abstract Expressionism, in postwar art death is not related to either spiritual or heroic themes nor to future beginnings or godly forces beyond

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Expresiones artísticas del horror Ápeiron. Estudios de filosofía

the realm of experience. Rather, death is shown to be a brutal end, a purposeless finality, a haphazard disaster caused not by divine or natural means but by human madness or political strife12.

Bruce Conner desentierra restos arqueológicos, cuerpos momificados, de una era pasada y exclama: ¡Miren lo que hi-cieron! ¡Ni siquiera el tiempo, que todo lo engulle, ha sido ca-paz de borrar tanta barbarie!

4. A modo de conclusión

Los pensadores existencialistas, entre ellos Jean Paul Sartre, se encontraban entre los principales referentes teóricos de es-tos artistas norteamericanos de los años sesenta. La libertad del individuo era el lema de la época; el hombre era capaz de poseer su propia vida subjetiva, era entendido como un pro-yecto de sí mismo. Bruce Conner y Paul Thek, por medio de la creatividad, buscaron una vida vivida y creada a golpe de arrojo, de voluntad y constancia, una vida pensada y sentida, simplemente, en términos de humanidad.

Pero, pese a ese optimismo vital que la creación les brin-daba, esta no podía huir de las terribles circunstancias de la realidad. A la sociedad contemporánea le asalta lo abyecto, le invaden el dolor y la desesperación, le estremecen el recuerdo y la vivencia presente de las guerras, la enfermedad —sin olvi-dar, por supuesto, el sida—, la vacuidad y la asfixia que genera el consumismo capitalista imperante, más otras pavorosas vi-

12 Sidra Stich, MADE in USA: an AMERICANITATION in MODERN ART, the ’50 & ‘60s, University of California Press, California, 1987, p. 163.«Por primera vez en el arte americano la muerte es tratada como contra-punto alienante y temible al sueño americano. Contra la espiritualidad del expresionismo abstracto, su visión romántica, su trascendentalismo, donde la muerte es heroica, comienzo, futuro y mundo divino, para este otro arte la muerte es un final brutal, un fin sin propósito, un desastre no natural sino causado por la locura humana o por la política». Traducción de la autora.

Noelia Domínguez Romero

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siones. Por eso, el sendero transitado por ese nuevo sujeto que empezaba a desplegar sus jóvenes, y acaso ya cenicientas, alas debió ser necesariamente otro. En nuestra cultura, tal como sugiere Hal Foster, «la verdad reside en el sujeto traumático o abyecto, en el cuerpo enfermo o dañado. Este cuerpo cons-tituye la base de prueba de importantes atestiguaciones de la verdad, de necesarios testimonios contra el poder»13. O, en otras palabras, el cuerpo roto o herido se vuelve testimonio directo de la barbarie humana; es el reducto de la civilización, su verdad hecha despojo.

13 Hal Foster, El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo, trad. de Alfredo Brotons Muñoz, Akal, Madrid, 2001, p. 170.

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Expresiones artísticas del horror Ápeiron. Estudios de filosofía

el arte monumental Como herramienta de ConCienCiaCión: el Caso de sobibor y

saChsenhausen

Aroa Casado Rodríguez, Aida Fajardo Pascual, Javier Jiménez Flores, Tamar Zamora Hinojosa

Universidad de BarcelonaUniversidad Autónoma de Barcelona

Universidad Rovira i Virgili

Resumen: La memoria, la historia y el olvido participan de un horizonte común: aquél en el que se inscribe la pregunta por la representación del pasado, o bien, la representación presente de una cosa ausente. La armonía entre la memoria y el olvido permite vitalizar el recuerdo pasado, hacerlo propio y convertirlo en fermento para el desarrollo de la nueva vida. Por ello, nuestra comunicación gira en torno a la reflexión sobre el horror que supone el olvido y la necesidad de la conservación y difusión de los campos de concentración como una forma de arte monumental que representa de una realidad doliente. Palabras clave: Memoria histórica, arte monumental, olvido, reflexión.

Abstract: Memory, history, and the forgotten take part of a common horizon: that in which it is found the question of the representation of the past, or better yet, present representation of something missing. The harmony between the memory and the forgotten allows revitalize the memory of the past, make it your own, and make it ferment to the development of a new life. Because of that, our communication revolves around the reflection about the horror that suppose the oblivion and the

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necessity of the conservation and diffusion of the concentration camps as a form of monumental art that represents painful reality.Keywords: Historical memory, monumental art, forgetfulness, reflection.

1. Introducción

¿Qué papel juega la presencia de los campos de concentración y exterminio en la actualidad?, ¿tiene sentido recuperar y con-servar la presencia de estos campos?, ¿cuál es actualmente su función social?, estas son algunas de las preguntas que dan lugar a la reflexión que aparece a continuación.

Este escrito parte de la necesidad de realizar una revaloriza-ción de aquellos lugares tan directamente relacionados con el horror de la Segunda Guerra Mundial como lo son los campos de concentración. Estos están sujetos constantemente al olvi-do del horror vivido, a la ausencia de memoria histórica, por ello en este escrito se mostrará un nuevo punto de vista, donde los campos de concentración son entendidos como una forma de arte monumental, mostrándonos un discurso del dolor y de la guerra poco tradicional.

Para la mejor comprensión de este proyecto se realizará un primer apunte metodológico, en el que se explicará qué fuentes bibliográficas y qué vestigios materiales se han utili-zado para su realización, a continuación se llevará a cabo una descripción del marco cronológico en el que se sitúa nuestro escrito y posteriormente se realizará un pequeño apartado acerca del objeto de estudio, los resultados y las conclusiones pertinentes.

Este estudio ha sido realizado partiendo de diferentes mo-tivaciones interdisciplinares, aunando aquellas disciplinas en las que los miembros de este grupo trabajan, Arqueología, Historia, Enfermería y Filosofía. Creemos que esta riqueza in-

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Expresiones artísticas del horror Ápeiron. Estudios de filosofía

terdisciplinar nos ayuda a elaborar un discurso rico y variado ayudando a dar respuesta a nuestros objetivos. Por ello, a lo largo de este escrito destacaremos la importancia de dos cam-pos, Sobibor y Sachsenhausen, que nos resultan de especial interés para ejemplificar la problemática que se desarrolla en dicho estudio.

2. Objetivos

El siguiente artículo tiene como objetivos generales la revalo-rización de un entorno olvidado, en el que el horror está pre-sente en su totalidad. Además de realizar un pequeño estado de la cuestión que nos pueda representar de una manera orde-nada y metódica de qué manera se encuentran los elementos estudiados en cuanto a conservación y utilización se refiere.

Como objetivos específicos tendríamos, por un lado, evi-denciar a través de obras pictóricas la realidad de los campos de concentración, mediante una representación gráfica del ho-rror que se desprende. Además, estas ayudan a elaborar un discurso, que si no fuera por estos autores, sería más difícil de seguir, ya que nos muestra desde dentro el horror y el sufri-miento que mediante palabras es tan difícil de describir.

Ayudándonos de las herramientas arqueológicas, realiza-remos, como siguiente objetivo, un recorrido por distintas excavaciones, que se llevan a cabo desde hace pocos años, de algunos campos de concentración, como es el caso de Sobibor. Pudiendo observar la interesante labor de un equipo de inves-tigación que no solo se centrará en la delimitación geográfica y monumental del entorno, si no que a través de los objetos materiales de las comunidades que vivieron la realidad de So-bibor, realizan un discurso personal y enriquecedor.

Por todo ello, por todas las historias que los campo de con-centración o las obras pictóricas de estos nos pueden mostrar sobre su realidad, se le debe otorgar un reconocimiento. Por tanto, el último objetivo de nuestro proyecto quiere responder

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al hecho de abrir una reflexión sobre la necesidad de enten-der los campos de concentración como una forma de arte mo-numental, siendo de igual modo reconocidos por la UNESCO como patrimonio que debe ser valorado y protegido como un elemento identificador de una época, de unos hechos, de una cultura, de un pensamiento, de un momento y un lugar con-creto.

3. Metodología

La metodología utilizada en este escrito consiste en una re-visión bibliográfica, a través de la cual se ha llevado a cabo la realización de un marco cronológico amplio que abre el dis-curso, mostrando el momento histórico en el que se desarro-lla nuestro objeto de estudio, los campos de concentración. Este punto, el más extenso del trabajo, muestra un seguido de imágenes de diferentes autores, que evidencian desgarra-doramente las escenas de una guerra que acabó con la vida de millones de personas. Se ha considerado importante que este sea uno de los puntos más extensos ya que la historia y la visualización que de ella extraemos gracias a sus principales afectados puede ayudarnos a concluir, mediante diversos pun-tos, formas diversas de entender una misma realidad.

Posteriormente, a través del estudio arqueológico se mues-tra de un modo más detallado al objeto de estudio: el uso de los campos de concentración, su asociación y aquellas investi-gaciones que se han o se están realizando sobre ellos.

A continuación, la disciplina filosófica nos muestra, me-diante autores como Mora, la nueva conceptualización de la ciudad y de la sociedad, realizando una nueva revalorización del entorno de los campos de concentración otorgándoles un significado vacío de institucionalidad y política, donde se nos muestre una nueva concepción histórica, artística y cultural.

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4. Marco cronológico

El día 1 de septiembre de 1939 se producía la invasión de Po-lonia por parte de las tropas alemanas comandadas por Adolf Hitler, presidente de Alemania. Este movimiento militar pro-vocó el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y la formación de dos bloques enfrentados, de políticas distintas. Los bloques eran, por un lado, el denominado «Eje», formado por Alemania, el Reino de Italia y el Imperio de Japón, y, por otro lado, estaba el bloque formado por los países de Francia, Gran Bretaña, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y los Estados Unidos de América como potencias prin-cipales1. Tras el fracaso de la Primera Guerra Mundial, Ale-mania fue, desde su perspectiva, castigada muy duramente. La situación política se encontraba afectada y en remodelación, hallándose ahogada económicamente a causa de los pagos exi-gidos por las potencias europeas ganadoras (como Francia y Gran Bretaña) y a consecuencia de la invalidación de sus re-cursos mineros, lo que llevó a la desarticulación de gran parte de su cuerpo militar y al surgimiento de nuevas fuerzas políti-cas como el partido socialdemócrata encabezado por Hitler2.

Con el surgimiento del nacionalsocialismo, sustentado en la obra Mein Kampf, que el propio Adolf Hitler escribió en la cárcel en el año 1924 —tras fracasar en el golpe militar de Mú-nich— comenzó la implantación del horror3. El programa po-lítico de Hitler se caracterizaba por la pretensión de anexionar el máximo territorio europeo posible a Alemania para llevar a cabo una expansión de su ideología basada en la recupera-ción de la pureza de la raza aria a costa de la eliminación de

1 Richard Rashke, Escapar de Sobibor, Planeta, Barcelona, 2004.2 Jesús Hernández, Breve historia de la Segunda Guerra Mundial, Nowtilus, Madrid, 2007.3 George Tabori, Mein Kampf, Tres i Quatre, Barcelona, 1992.

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los individuos que no eran considerados adecuados para esta finalidad (Fig. 1)4.

Figura 1

A consecuencia de esto, se implantó la «solución final de la cuestión judía» (Endlösung der Judenfrage) que generó la construcción de los campos de concentración y de exterminio (Fig. 2)5.

4 Figura 1, Felix Nussbaum (1940-1944), En el campo, disponible en: http://www.english.illinois.edu/maps/holocaust/art.htm [Acceso el 2 de febrero de 2015].5 Figura 2, Josef Nassy (1942-1945), In the Shadow of the Tower: The Mood in the Courtyard, disponible en: http://cdm.reed.edu/cdm4/item_viewer.php?CISOROOT=/cooley&CISOPTR=1301&CISOBOX=1&REC=2 [Acceso el 2 de febrero de 2015].

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Figura 2

La diferencia entre estos dos tipos de campos se debe a su funcionalidad. Los campos de concentración se crean como lugares en los que se realizaban trabajos físicos forzados con la intención de aprovechar la fuerza de trabajo de los recluidos a favor de la expansión territorial y urbanística del régimen nazi. Sin embargo, los campos de exterminio se crean con el único objetivo de acabar con la vida de las personas opuestas a la ideología del régimen (Fig. 3)6. Uno de los países clave para la expansión del régimen nazi y la consolidación de los campos de concentración fue Polonia, gracias a la proximidad geográfica al país alemán. En cuestión de pocos años se cons-

6 Figura 3, Josef Nassy (1942-1945), Der Empfang, disponible en http://cdm.reed.edu/cdm4/item_viewer.php?CISOROOT=/cooley&CISOPTR=1301&CISOBOX=1&REC=2 [Acceso el 10 de febrero de 2015].

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truyeron los campos de exterminio de Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Majdanek, Chelmno o Bélzec, entre otros7.

Figura 3

4.1. Objeto de estudio. Los campos de concentración

Sobibor fue el campo de exterminio más pequeño construido por los nazis del III Reich, y fue escenario el 14 de Octubre de 1943 de la mayor fuga de prisioneros sucedida durante la Se-gunda Guerra Mundial. Este campo fue construido dentro de la Operación Reinhard; esta se diseñó con la finalidad de llevar a cabo asesinatos en masa de un modo más humano, dejando

7 Richard Rashke, op. cit.

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de lado las ejecuciones mediante rifles o ametralladoras, y es el inicio, por tanto, del uso de las cámaras de gas con Zyklon B.

El objetivo de la construcción del campo de Sobibor era la posterior puesta en marcha de tres campos de exterminio se-cretos ubicados en la zona este de Polonia. Todos los judíos concentrados en alguno de estos tres campos eran llevados a las cámaras de gas en el plazo de veinticuatro horas, siendo posible el exterminio de por lo menos 1.650.000 judíos en estos tres campos8. El campo de Sobibor estaba ubicado a 67 kilómetros al sureste de la ciudad de Varsovia. Empezó a uti-lizarse en abril de 1942 y entró en desuso en octubre de 1943, estimándose que murieron en sus instalaciones entre 225.000 y 250.000 personas (Fig. 4)9.

Figura 4

8 Ibid.9 Figura 4, David Olère (1946), Après le gazage, disponible en:http://www.infocenters.co.il/gfh/notebook_ext.asp?book=8515&lang=eng&site=gfh [Acceso el 10 de febrero de 2015].

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El campo estaba dividido en tres zonas, y fue rodeado por alambre de espinos y camuflado, integrando entre este alam-bre ramas de árboles (Fig. 5)10.

Figura 5

La primera área, de uso administrativo, era la parte más cercana a la estación de tren, allí se hallaban las viviendas del personal alemán y el soviético, formado por antiguos presos de guerra. Además, esta zona también contenía algunas vi-viendas de prisioneros judíos y sus talleres11. La segunda área era el lugar donde se llevaban a los judíos al llegar al campo, aquí pasaban por diversas fases antes de ser asesinados —se

10 Figura 5, Brent Blackwell, (2002-2008), Alambre de espinos encontra-do en las prospecciones realizadas en el entorno de Sobibor el año 2001. Imagen extraída de la página de Brent Blackwell (2002-2008). [Acceso el 11 de febrero de 2015]. Photos from Sobibor.URL: [http://www.brentm-blackwell.com/poland/Sobibor.html] Consultada el 21 de Enero de 2015.11 Richard Rashke, op. cit.

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les quita la ropa, se les corta el pelo y se les extraían los objetos de valor (Fig. 6)12.

Figura 6

La tercera y última área estaba situada en la zona nordeste, siendo esta la parte más aislada. En esta zona se encontraban las cámaras de gas, las fosas y las viviendas de prisioneros ju-díos que allí trabajaban. Había un camino de 150 metros que separaba la segunda área de esta y las víctimas iban desnudas desde una a otra área (Fig. 7)13.

12 Figura 6, David Olère (n. d.), The food of the death for the living, dispo-nible en: http://fcit.coedu.usf.edu/Holocaust/resource/gallery/olere.htm [Acceso el 11 de febrero de 2015].13 Figura 7, David Olère (n. d.), Gassing, disponible en: http://fcit.coedu.usf.edu/Holocaust/resource/gallery/olere.htm [Acceso el 12 de febrero de 2015].

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Figura 7

Las cámaras de gas, situadas al final de este camino, se en-contraban en el interior de un edificio de ladrillo. En las fases iniciales del campo había tres cámaras con una capacidad de entre 160-180 personas cada una. Las fosas comunes estaban cerca, siendo cada una de ellas de 50 a 60 metros de largo por 10-15 de ancho y 5-7 de profundidad (Fig. 8)14.

14 Figura 8, Rafal Ratajczak (2013), Fotografía aérea del yacimiento y planimetría, Imágenes y plano extraídos de la memoria de intervención del año 2013, disponible en: http://sobibor.info.pl/?page_id=1248 [Acce-so el 12 de febrero de 2015].

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Figura 8

El 14 de octubre de 1943, los prisioneros de Sobibor huyeron del campo de concentración liderados por el capitán Alexan-der Pechersky, se infiltraron en la armería del campo, roban-do un pequeño número de rifles y cizallas que con posteriori-dad usarían al formar filas al mediodía. El capitán anunció la rebelión y los prisioneros fueron en masa hacia las puertas y consiguieron derribarlas mientras un general de las SS trataba de eliminar —con una ametralladora fija— al mayor número de prisioneros, de los cuales unos 400 consiguieron escapar

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y unos 100-200 lograron sobrevivir15. Como consecuencia de esta fuga, Himmler mandó cerrar el campo destruyendo cual-quier vestigio que quedase en pie y construyendo encima una carretera de asfalto, haciendo que a finales de 1943 no quedase ningún vestigio visible16.

Sachsenhausen, en cambio, tiene un desarrollo diferente al de Sobibor. Si veíamos que el primero era construido en las últimas fases de la Segunda Guerra Mundial como consecuen-cia de la «solución final de la cuestión judía», Sachsenhausen empieza a construirse en el verano de 1936 por prisioneros de otro campo de concentración. Fue el primer campo de con-centración que se construyó después de que Himmler fuera nombrado jefe de la policía alemana en julio de 1936. Fue construido en las proximidades de la ciudad de Berlín, siendo el mayor campo de la Alemania del Este17. Entre 1936 y 1945, más de 200.000 personas fueron encarceladas en Sachsen-hausen, siendo considerado el periodo entre 1940 y 1945 el de máximo esplendor del campo en el que los prisioneros reali-zaban trabajos forzados de forma continua a modo de mano de obra (Fig. 9)18. Por tanto, se observa que su uso a máximo rendimiento coincide con el abandono y el desuso del resto de campos de concentración europeos en las últimas etapas del gobierno de Hitler.

15 Andreas Nachama, Topography of Terror, Stiftung Topographie des Terrors, Berlín, 2008.16 Xavier Roca (2010), «Comparative Efficacy of the Extermination Methods in Haimi Yoram, 2013», Sobibór Excavations Preliminary Re-port, Winter 2013 Sesion, pp. 2-3.17 Andreas Nachama, op. cit.18 Figura 9, Wladislaw Siwek (1948), Trabajos de excavación de los ci-mientos de un nuevo bloque, disponible en, http://auschwitz.org/en/ga-llery/art-of-camp-and-postcamp-period/ [Acceso el 13 de febrero de 2015].

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Expresiones artísticas del horror Ápeiron. Estudios de filosofía

Figura 9

El campo de Sachsenhausen fue construido en forma de triángulo equilátero con sus edificios agrupados simétrica-mente alrededor de un eje (Fig. 10)19.

19 Figura 10, Günter Morsch (n. d), Fotografía aérea del campo de con-centración de Sachsenhausen realizada el 22 de marzo de 1945, donde se puede observar su forma de triángulo y el eje que forman la organización del espacio interno, Brandenburg Memorials Foundation, Memorial and Museum Sachsenhausen, URL: [www.stiftung-bg.de/gums/en/]. [Acceso el 13 de febrero de 2015].

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Figura 10

La torre A, utilizada para la administración del campo, fue ubicada en el centro de este triángulo. A partir de entonces el campo adquirió una gran importancia siendo utilizado tam-bién para entrenar y preparar a las SS, pasando a ser el centro administrativo de todo el sistema de campos de concentra-ción. Al principio de su uso los presos eran pocos, unos 1.800 judíos entraron a formar parte de él después de la noche de los cristales rotos en 1938, siendo asesinados en las semanas que siguieron. En noviembre de 1939 el número se incrementó, siendo ahora 11.311 presos, aumento que llevaría a la construc-ción del primer crematorio del campo en abril de 1940 (Fig. 11)20.

20 Figura 11, Jam Komski (n. d.), Crematorio I, disponible en: http://chgs.umn.edu/museum/responses/komski/komski-drawings1-007.html [Ac-ceso el 14 de febrero de 2015].

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Figura 11

El 31 de enero de 1942, las SS forzaron a un equipo de inter-nos para que construyesen una estación llamada Z construida para el exterminio de los prisioneros (asesinados a disparos) (Fig. 12)21. En marzo de 1943, se añadió una cámara de gas a esta estación, utilizada hasta el final de la guerra. En 1944-1945, frente al avance soviético 33.000 prisioneros fueron obligados a abandonar el campo en las conocidas marchas de la muerte y el 22 de abril de 1945, 3.000 supervivientes del campo fueron liberados por los soviéticos22.

21 Figura 12, Jam Komski (n. d.), A photo for the album, disponi-ble en: http://chgs.umn.edu/museum/responses/komski/komski-drawings1-001.html [Acceso el 14 de febrero de 2015].22 Andreas Nachama, op. cit.

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Figura 12

Hemos podido ver, por tanto, el papel histórico que juegan dos campos de concentración y exterminio totalmente distin-tos entre sí. Donde se puede apreciar que mientras Sobibor era un campo pequeño exclusivamente de exterminio, escondido y eliminado tras el fin del régimen nazi, Sachsenhausen era un campo de grandes dimensiones, actualmente conservado, integrado dentro del núcleo poblacional de Oranienburg (Ber-lín) (Fig. 13)23.

23 Figura 13, Esther Lurier (1941-1956), Evening descendson Viljampole, Kovno Ghetto, disponible en: http://art.holocaust-education.net/explore.asp?langid=1&submenu=104&id=27&referer= [Acceso el 20 de febrero de 2015].

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Figura 13

Considerado por los habitantes del lugar, en aquel momen-to, un campo de trabajo dedicado a la expansión de la ciudad de Berlín.

Nos hemos centrado en estos dos campos ya que podemos definir dos paradigmas totalmente diferentes, por un lado te-nemos Sobibor que lleva desde el año 2011 siendo escenarios de prospecciones y excavaciones sistemáticas, en las que des-enterrar el pasado con la finalidad de recuperar el entorno. Por otro lado, tenemos el campo de Schasenhausen escenario museístico desde 1993, donde se realiza un discurso correcto de sus instalaciones con visitas guiadas, aunque como vere-mos posteriormente, no por ello suficientes.

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5. Resultados

Actualmente el estatuto que se le puede y se le debe otorgar a los campos de concentración y de exterminio es un deba-te conflictivo, ya que su presencia se halla impregnada de un conjunto de emocionalidades diversas, contradictorias y no siempre agradables, indesligablemente relacionas con la rea-lidad histórica en la que se produjo la creación de los campos, por lo que se sigue considerando un tema tabú. Por ello, no es banal el discurso sobre la reconfiguración de su función artís-tica, social y cultural en la actualidad. A lo largo de los siglos XX y XXI el debate sobre la evolución y la consideración cultu-ral del arte público y monumental ha variado de forma categó-rica, dando lugar a la trasformación de la creencia instaurada hasta los años setenta, de que tan solo debía ser considerado como arte un tipo determinado de construcciones arquitectó-nicas creadas con unos fines determinados. La transformación de la ciudad moderna aparta al arte del espacio urbano, so-metiéndolo a una mirada interna en la que los estilos actúan dialécticamente en favor de los presupuestos formalistas, mi-rada que romperá el arte del espacio urbano de principios del periodo contemporáneo, considerado fundamentalmente mo-numental. Esta nueva consideración de arte urbano, donde la manifestación por antonomasia es el monumento —conectado al lugar, a las condiciones emotivas, físicas y simbólicas de su entorno—, romperá el paradigma anterior dando lugar a una crisis que lleva a sufrir un proceso de indefinición, de decons-trucción y de contaminación de lo que para las corrientes ar-tísticas modernas era considerado arte tradicional —mayorita-riamente pictórico y escultórico—24. A partir de este momento el monumento pasará a ser fuente de inspiración y punto de partida para el trabajo artístico, donde se insistirá en la necesi-

24 Blanca Fernández, Nuevos lugares de intención: Intervenciones artís-ticas en el espacio urbano como una de las salidas a los circuitos conven-cionales Estados Unidos 1965-1995, Centre de recerca Polis, Barcelona, 2005, pp. 63-123.

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dad de ampliar la sensibilidad de los ciudadanos partiendo de sugerencias que pondrán el acento en la transformación. Es en esta nueva tradición de principios de la contemporaneidad en la que consideramos que deben ser englobados los campos de concentración y de exterminio, entendiendo lo monumental en el sentido que defiende el artista Krysztof Wodiczko. Para Wodiczko los edificios y los monumentos no son solo empla-zamientos que deban ser determinados dentro de un discurso del poder determinado, a la manera de panópticos, sino que son medios de reproducción simbólica25. Es decir, siguiendo la línea argumental de Wodiczko, el origen inicial y el discurso político del horror en el que estaban englobados los campos de concentración y exterminio dejaría de tener importancia, dejando de ese modo lugar al enfoque de una nueva mirada. Los campos no son únicamente un lugar en el que caben los discursos de poder, sino que de un manera más importante son un modo espacial, meta-institucional de reproducción simbólica, continua y simultánea, tanto del mito general de poder como del apetito individual de dicho poder. Por ello, se ha de buscar una mirada contemplativa, turística, en la que desgranar las imposiciones conceptuales que se hallan sobre la representación histórica de los campos. Lo que debe quedar explícito en el lugar es un mito que debe concretarse visual-mente y ser desenmascarado para que la visualización pública de ese mito pueda servir tanto para su desenmascaramiento como para su reconocimiento físico y su conservación26.

La importancia del desenmascaramiento del significado institucional —histórico— de los campos de concentración es imprescindible si entendemos estéticamente el arte del mismo modo que Adorno desarrolla en su teoría estética, donde las obras de arte se salen del mundo empírico y crean otro mundo con esencia propia, contrapuesto al primero, como si este nue-vo mundo tuviera consistencia ontológica. Para Adorno el arte

25 Martín Mora, Tomar por asalto el espacio urbano: El arte público críti-co de Krysztof Wodiczko, Universidad de Guadalajara, México, 2003.26 Ibid.

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extrae su concepto de las cambiantes constelaciones históri-cas, por ello su concepto no puede definirse a través de ellas. Es decir, no podemos deducir su esencia de su origen, como si lo primero en él fuera el estrato fundamental sobre el que se edificó todo lo subsiguiente o se hundió cuando ese funda-mento fue sacudido, pues los estratos básicos de la experien-cia, que constituyen la motivación del arte, están emparenta-dos con el mundo de los objetos del que se han separado. Por lo que los indisolubles antagonismos de la realidad aparecen de nuevo en las obras de arte como problemas inmanentes de su forma. Y es esto, y no la inclusión de los momentos sociales, lo que define la relación del arte con la sociedad27.

El horror que fue llevado a su máxima manifestación en los campos se debe de entender de una forma constructiva —que provoque un ejercicio analítico de reflexión— y no como algo que deba de ser ocultado y olvidado, pues de su olvido nada puede extraerse además de una nueva forma de horror, la de la repetición.

6. Conclusiones

Podemos concluir por tanto realizando un acto de entendi-miento en el que este nuevo arte monumental debe incitar a la población a la reflexión histórica y al significado cultural y simbólico que gira en torno a la figura de los campos de con-centración y exterminio, hecho que solamente es posible a tra-vés de un exhaustivo trabajo de divulgación que actualmente es insuficiente.

De este modo, y gracias al reconocimiento de los campos de concentración y exterminio como elementos artísticos mo-numentales, se abriría una vía hacia la posibilidad de que la UNESCO acabe considerando todos estos espacios como bie-

27 Theodor Adorno, Teoría Estética (Obra completa, 7), Akal, Madrid, 2004.

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nes patrimoniales de la humanidad y así se favorezca su in-tegración dentro de la cultura, y de la sociedad, de un modo más activo, atractivo y evidente. Hemos podido observar en la totalidad de nuestro trabajo como el campo de Sobibor ha sido el gran lugar olvidado y aunque Schasenhausen también tiene que mejorar en cuanto a divulgación y nuevas elaboraciones de discursos se refiere, creemos que es de vital importancia que a ambos se les otorgue las mismas condiciones y claves que a Auschwitz, considerado por la UNESCO como Patrimo-nio de la Humanidad, como evidencia del esfuerzo inhumano, cruel y metódico de negar la dignidad humana a grupos consi-derados inferiores, en el año 1979.

Consideramos, por tanto, que de la finalidad originaria que existió en la creación de los campos de concentración y exter-minio no puede deducirse de su esencia, ni el papel que deben jugar estos dentro de la cultura actual, por lo que apostamos por una revalorización de estos entornos y restamos a la espe-ra de poder finalizar este trabajo con la comparativa de más campos de concentración que se encuentren en situación de desamparo cultural.

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la estétiCa de la Perversión. un reCorrido a través de los hermanos ChaPman

Fernando Sáez Pradas

Universidad de Sevilla

Resumen: En este artículo nos acercaremos a la perversión en la obra de arte a través de una estética singular que tuvo lugar durante la última década del siglo XX. Los jóvenes artistas ingleses de la generación Saatchi, conocidos bajo el acrónimo de YBA´s, fueron los principales artífices de estas nuevas prácticas en el Londres de la era post Thatcher. Ellos trabajarán sobre aspectos considerados vulgares por un público poco acostumbrado a una vanguardia radical. El sexo, la violencia, lo grotesco, etc. constituirán la mayor parte de su ideario que, llevado a cabo con materiales poco ortodoxos, acabará por lanzarlos a la escena internacional.Palabras clave: Creación, transgresión, tabú, sexo, moralidad, perversión.

Abstract: In this article, we will have an approach to Perversion on Arts trough a unique aesthetic which took place on the last decade of the twentieth century. The Young British Artist from the Saatchi generation, known under the acronym YBA’s, were the main architects of these new practices in Post-Thatcher period in London. They will work on aspects considered vulgar by an unaccustomed public to radical vanguards. Sex, violence, grotesque, etc. will constitute the bulk of his ideas which will be carried out with unorthodox materials and finally they will throw them to global stage.Keywords: Creation, transgression, taboo, sex, morality, perversion.

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1. Introducción

En los procesos de creación artística podemos señalar dos momentos especialmente álgidos en los que existe una pre-disposición singular hacia ella: la juventud y la patología. En ambos estados existe una gran focalización en el yo, en el des-cubrimiento de las verdades y mentiras que nos construyen como individuos. En el caso del enfermo, de un modo más in-consciente y en relación con su propia consciencia delirante, mientras que, en la adolescencia, la sensación de libertad, la experimentación, la necesidad de jugar, etc. formarán parte del conjunto de ingredientes básicos que constituirán el desa-rrollo de una actividad artística.

En este artículo nos centraremos en el estudio de esos jó-venes que han entendido el ejercicio artístico como una labor transgresora. Para ellos, la experimentación con los límites en el mundo del arte contemporáneo será un lugar de distinción —o un lugar común, según se aprecie—. Los límites de lo mo-ral, de lo ético, de lo ecológico, de lo natural, de lo legal, etc. serán una fuente inagotable de posibilidades con las que des-obedecer los cánones académicos. Dentro de estas posibilida-des encontraremos, como una posibilidad más, la perversión, entendida como un lugar incómodo, de dudosa moralidad —por traspasar los límites de lo establecido como conducta nor-mal— y estrechamente relacionada con lo sexual. Un concepto más a explorar, a veces partiendo de ella y otras derivando en ella de un modo prácticamente inevitable.

La mezcla entre lo sublime y lo vulgar nos fue avisando de la llegada de la posmodernidad, que constituirá el mejor cal-do de cultivo para estas prácticas, un momento histórico en el que todas estas transgresiones «juveniles» cobran mayor fuerza1. Ahora, valores denostados por pertenecer a conduc-tas impropias tendrán su lugar en la escena artística, termi-nando por constituir el eje principal de algunos de los artistas

1 Salvador Giner y Andrew Riley, Let Us Face the Future. Art Britanic 1945-1968, Fundación Joan Miró, Barcelona, 2011.

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de la década de los noventa. Recordemos el antecedente del joven Alex (Malcolm McDowell) quien adoraba a Beethoven en el mismo grado que dar palizas a mendigos en La naranja mecánica de Kubrick (1971) —basada en la novela homónima de Anthony Burgess— o la depravación absoluta y degenera-ción enfermiza que aparece en Saló o los 120 días de Sodoma de Pier Paolo Pasolini —basada igualmente en una novela del mismo nombre, en este caso el Marqués de Sade—. Una hor-quilla diabólica en la que se materializa cualquier degradación mental. Depravaciones que quedan ligadas a lo sexual y sus prácticas no ortodoxas, peligrosas e incluso prohibidas.

2. La escena y sus actores

Al igual que en el resto de manifestaciones artísticas, en las ar-tes plásticas la ruptura de ciertos órdenes estéticos produce un quiebro en nuestro pensamiento, un desequilibrio emocional. Esta fisura fue la que exploraron y explotaron parte de los Jó-venes Artistas Británicos (Young British Artists) de la década de los noventa. Se dedicaron a bucear en una grieta aún virgen para la sociedad británica, al menos en el modo en el que ellos lo hicieron. Gente joven y contestataria que hicieron del tabú el vehículo de comunicación por excelencia.

Por entonces en Inglaterra se produjeron transformaciones importantes en los mecanismos para promocionar el arte que marcarían el futuro inmediato del joven arte británico. Fue-ron tres los ejes principales que promovieron dicho cambio: por un lado los Degree Shows, unas exposiciones frescas rea-lizadas por jóvenes recién graduados que llamaron la atención de los medios de comunicación especializados y galerías; por otro, las inversiones y la publicidad feroz que hacía de sus ad-quisiciones Charles Saatchi, magnate iraquí afincado en Lon-dres; y por último y muy trascendente, la relevancia que desde

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su origen en 1984 adquirió el Turner Prize, un premio dirigido a artistas británicos menores de cincuenta años2.

Diversos artistas de la llamada generación Saatchi se con-virtieron en los abanderados de estas nuevas prácticas en Rei-no Unido, donde lo escatológico, la idea de la muerte y el sexo llevado al límite3, cobrarán una especial importancia, con-virtiéndose en ideas tan inagotables como peligrosas. Trans-formaron sus vidas en un producto artístico, mediático, casi publicitario, en una extensión más a explorar y en la que el mundo de los excesos llamó poderosamente la atención a unos jóvenes de la era post Thatcher en una sociedad británica aún comedida emocionalmente. Se produjeron en este período varias obras significativas: Every one I have ever slept with 1963-1965 (1995) y My bed (1999) de Tracey Emin, Self (1996) de Marc Quinn, A Thousand Years (1991) de Damien Hirst, etc., en las que vimos cómo factores hasta entonces impen-sables, como la popularidad mediática o la moralidad de los propios autores acabarían convirtiéndose en parte sustancial de sus producciones artísticas4.

Aunque fueron importantes en estas prácticas, no eran los únicos artistas que se encontraban en un viaje similar. En EE. UU. aparece el caso de Dash Snow con una carrera tan me-teórica como fugaz, un jovencísimo artista nacido en 1981 y que fallece a la temprana edad de 27 años por problemas de drogadicción, incorporándose a la historia como uno más de los artistas malditos del famoso club de los 27. Destaca de su obra el trabajo realizado con polaroids, donde retrata su día a día, incluyendo, sobre todo, cualquier escena que pudiera considerarse privada. Orgías y el consumo de cocaína sobre

2 Jaime Gili, «Muestras anuales. Plataformas y trampolines», en Lápiz, n.º 169/170, 2001, pp. 122-127.3 Elisabeth Martín Gordillo, Cómo triunfar en el mundo del arte. Estra-tegias del joven arte británico de los noventa, CAC Málaga, Málaga, 2007, p. 19.4 Ibid., p. 23.

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las más variopintas superficies constituirán el eje ideológico de su trabajo, o quizá habría que decir de su vida.

3. Soy capaz de hacer lo que tú no te atreves a decir

Este derramamiento sin pudor de todo lo que pertenece a la esfera privada hace de sus obras lugares insoportables. Encon-trarse a sí mismo como tarea significa situarse al borde del abismo5. «Chicos malos» que parecían usar el decálogo de Bukowski como una guía de principios. Como si de un juego se tratara para ver quién subía el listón de la provocación más alto, esta generación de jóvenes artistas fue incrementando poco a poco su potencial de comunicación utilizando para ello herramientas poco frecuentes, entre las que cabe destacar la literalidad en la transmisión del mensaje.

Jugaron con el factor impacto, visto hasta entonces como un elemento más propio de la publicidad que del arte. «En ellos latían las mismas obsesiones: sexo, muerte, degenera-ción y pérdida»6. Mensajes inmediatos, con poca retórica, y tan directos que acabaron por convertirse en agresiones visua-les para el espectador. Para ello se sirvieron de experiencias personales: sus miedos, sus filias y sus fobias, para exponer-se con obras que se clavaban como dardos ante un público ho-rrorizado y poco familiarizado con esas prácticas. Recordemos que el arte británico nunca tuvo una vanguardia propiamente dicha, ni ha tenido a sus artistas en las primeras filas de los circuitos internacionales como podían estarlo los estadouni-denses, los franceses o el arte español7.

Una sobreexposición emocional propia del papel couché o de los nuevos programas de televisión que, poco a poco, fue-ron apareciendo en todo el mundo al final de la década de los noventa: los reality shows. Estos artistas querían que los ob-

5 Sören Kierkegaard, El concepto de la angustia, Alianza, Madrid, 2007.6 Elisabeth Martín Gordillo, op. cit. p. 19.7 Ibid., p. 73.

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serváramos y jugaron con nuestras reacciones. La bondad se transformó en perversión, la simpatía en cinismo, el amor en sexo y la prudencia en temeridad.

A través de sus obras materializaron la libertad que expe-rimentaban, demostrando que el ambiente conservador y re-accionario no era más que un revulsivo para ellos en una so-ciedad que no había llorado en público hasta la muerte de la princesa Diana8.

4. «Entre la perversión, la fantasía y la ciencia»

Jakes Chapman (1966) y Dinos Chapman (1962), conoci-dos mundialmente como Hermanos Chapman (Chapman Brothers) serán junto con Damien Hirst y Tracey Emin los artistas más polémicos del arte británico de los noventa —década en la que adquirieron su mayor apogeo—. Una de las hazañas que les llevó a la primera página de toda la prensa, especializada o no, fue la intervención que en 2003 hicieron sobre una edición completa de «Los desastres de la guerra» de Francisco de Goya. En ella, introdujeron sobre la obra ori-ginal numerosas modificaciones sobre los rostros de los per-sonajes. Este acto apropiacionista, que nos recordaba al que realizó Robert Rauschenberg cuando en 1953 borró un cuadro de Williem De Kooning, no hizo más que publicitar el trabajo de unos artistas políticamente incorrectos que ya habían rea-lizado varias piezas artísticamente oscuras y mediáticamente polémicas. Nos referimos a los experimentos que hicieron con sus chicas-maniquíes.

«Son como alucinaciones zafias nacidas de un ménage à trois demoníaco entre Sade, Mary Shelley y Mendel, es decir, entre la perversión, la fantasía y la ciencia»9. Con esta des-

8 Francisco Javier San Martín, «Tracey Emin. Un alma», en Arte y parte, n.º 78, 2008, pp. 16-35.9 Douglas Fogle, «A Scatological Aesthetics for the Tired of Seeing», en Chapmanworld, Institute of Contemporary Arts Publications, Londres,

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cripción, el crítico y comisario Douglas Fogle se acercaba a la obra Zygotic Acceleration, Biogenetic, De-Sublimated Libidi-nal Model (1995) de los Hermanos Chapman. Una escultura a la que se le han adjudicado un sinfín de calificativos y descrip-ciones que transitan desde el «abuso sexual» hasta la «ciencia ficción».

Aunque al tema del maniquí se han acercado diferentes ar-tistas a lo largo del siglo XX, cada uno de ellos con sus parti-cularidades, como Cindy Sherman, Hans Bellmer, Man Ray o Duane Hanson, esta pieza de los Chapman es especialmente inquietante. En ella vemos un grupo numeroso de chicas ado-lescentes, de entre 13 y 16 años de edad probablemente. Las chicas están de pie, sobre una peana blanca que las eleva unos 30 cm del suelo, y que siendo concebidas como una unidad constituirán un módulo de 150 x 180 x 140 cm.

Desnudas al completo, únicamente cubren sus cabezas con pelucas —rubias, castañas y morenas— y sus pies con zapati-llas negras con logotipo blanco de una conocida marca depor-tiva símbolo del capitalismo occidental. Ni un resto de pelo más en el cuerpo que el de las propias pelucas, tampoco pre-sentan una anatomía significativa, ni siquiera tienen pezones. El material —fibra de vidrio, resina de poliéster y pintura— fa-cilita que el ojo resbale por sus formas sinuosas en las que no hay cortes ni ángulos abruptos hasta que rápidamente nuestra mirada se detiene cuando percibimos que la lógica no prima en la construcción. Las chicas, constituidas como masas blan-das, están fusionadas unas con otras a través de sus troncos. La sensatez se rompe inmediatamente al ver que hay cabezas que nacen en lugares inverosímiles, como el pubis de otra ado-lescente, o piernas que parecen surgir de los hombros de su compañera. Pero en esta obra hay algo más que nos descon-cierta. Las narices de algunas de ellas han sido sustituidas por penes erectos y algunas de sus bocas, por orificios dilatados (presumiblemente anales).

1996.

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Nos acordamos inevitablemente de La muñeca (La Poupée, 1933) de Hans Bellmer. Un abyecto maniquí femenino que fue depositario de todas las fantasías sexuales del surrealis-mo. Bellmer acabó representando en esta obra y sus múltiples variantes la manifestación más descarnada del desarraigo se-xual10. Pero esta pieza de los Chapman también podría pasar por un monstruo gore de alguna película de ciencia ficción de serie B, o incluso por la versión humanoide fallida de la oveja Dolly, clonada en 1996 a partir de diferentes ensayos genéti-cos.

La historia ha cambiado y algo en el pasado se movió tan fuerte que hemos despertado en un futuro cercano, post apo-calíptico, donde una mitología descarnada ha tomado cuerpo. La esfinge griega, —demonio con cabeza de mujer, alas de ave y cuerpo de león— y las sirenas —ser con cuerpo de mujer y cola escamosa de pez— se han transformado ahora en una broma degenerada, una burla a la que se le ha eliminado la gracia. Aquellos híbridos entre animales y humanos de la anti-güedad han sido desplazados por esta especie de diosa maca-bra de múltiples cabezas, piernas, troncos y penes. Únicamen-te el silencio del desconcierto aparece, junto con el rechazo del espectador a ser cómplice de una actividad que presume inde-bida. «Los maniquíes de los Chapman pueden ser mutantes postapocalípticos o alegorías del consumismo. Pero sólo son pornografía si realmente estás desesperado»11.

La vinculación de elementos sexuales desarrollados con niñas púberes nos presenta una brusca dicotomía semántica. Niñas virginales, iconos de la inocencia y la juventud, que coli-sionan iconográfica e iconológicamente con los falos masculi-nos erectos que nacen en sus caras. Ahora sí, en plena posmo-dernidad, donde lo vulgar y lo refinado se darán cita en el mis-mo lugar. Pero «si al horror le colocas algo de humor, deja de

10 Charo Crego, Perversa y utópica. La muñeca, el maniquí y el robot en el arte del siglo XX, Abada Editores, Madrid, 2007, p. 91.11 Elisabeth Martín Gordillo, op. cit, p. 92.

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ser tan horrible, con el humor se pueden radicalizar las ideas porque cuando más lo reprimes más estimulante resulta»12.

El juego de rozar los límites que socialmente se admiten, por el mero placer que supone el estímulo de decir o hacer en público aquello que no es políticamente correcto, será el prin-cipal estímulo de los autores. El grupo de chicas se ha trans-formado en un ser mitológico de la contemporaneidad, un animal, una bestia, una nueva medusa que petrifica a quienes las observan. «Íos, dijo el pájaro. El género humano no puede soportar demasiada realidad»13.

Conforme transcurre el tiempo que pasamos observando la obra, la situación se torna cada vez más incómoda. La mezcla de emociones que se producen sitúan al espectador entre dos mundos: la burla —con ciertos tintes de grosería— y la depra-vación. «A primera vista, los objetos sexuales son ocasión para una continua alternancia entre repulsión y atracción»14.

5. Entre jardines: el edén y la zona cruising

Poco a poco fueron cobrando notoriedad tanto en el Reino Unido como en el panorama internacional. En 1998 la mues-tra Sensation, que ya se había mostrado previamente en la Royal Academy of Arts de Londres, se trasladó al Museo de Brooklyn en Nueva York. En el año 2000 exhibieron sus inter-venciones en Los Desastres de la Guerra de Goya, en la P.S.1 de Nueva York y en la primera década del siglo XXI su trabajo ya se había visto prácticamente por todo el mundo: Berlín, Zú-rich, Moscú, Tokio, Málaga, etc. fueron ciudades que alberga-ron ambiciosas muestras de los Hermanos Chapman.

12 Conxa Rodríguez, «Intentamos salirnos de los parámetros morales del arte», en El Mundo, 29 de noviembre, 2013.13 Thomas Stearns Eliot, Cuatro cuartetos, Cátedra, Madrid, 2012, p. 85.14 Georges Bataille, 2007, Las lágrimas de Eros, Tusquets Editores, Bar-celona, 2007, p. 75.

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Tras Zygotic Acceleration, Biogenetic, De-Sublimated Li-bidinal Model, hubo otra obra que alcanzó gran popularidad. Nos referimos a Tragic Anatomies (1996), una instalación realizada en fibra de vidrio, de medidas variables y que guar-dará estrecha relación con la anterior.

Con esta pieza los Hermanos Chapman han reconstruido una escenografía de plástico que muy artificiosamente imita un paraje natural. Árboles, matorrales, hierba… constituyen el atrezo de la obra. Entre los arbustos y detrás de los árboles, medio ocultas pero inevitablemente visibles, vemos de nuevo a chicas mutantes. Ahora no como conjunto unitario, sino en pequeños grupos independientes —de dos o tres individuos según cómo se contabilicen sus miembros— llenas de malfor-maciones: seres con dos cabezas y dos troncos, cuatro cabezas en un solo cuerpo… Y de nuevo vemos que el falo vuelve a apa-recer en sustitución de las narices de algunas jóvenes junto con orificios, ahora sin lugar a dudas, anales.

Los dos hermanos nos muestran aquí una especie de versión alucinada del cuadro El jardín de las Delicias (1500-1505) de El Bosco. Recordemos que esta es la pieza central del trípti-co que constituye la obra. Mientras que en la tabla izquierda representó al paraíso y en la derecha al infierno, en la central nos muestra el pecado del hombre entregado a los placeres mundanos. El erotismo y la lujuria destacan en este trabajo cargado de una enigmática simbología.

Un jardín sin normas, sin orden ni concierto, lleno de ma-niquíes antropomorfos que podrían haber sido creados en la Isla del Doctor Moreau (obra de H. G. Wells, 1896), donde un científico excéntrico jugó a ser Dios hibridando animales con humanos y poniendo en tela de juicio el concepto de identi-dad. Sin embargo, intentando relegar las malformaciones a un segundo plano —cosa harto difícil—, otra cuestión más hará incómoda nuestra presencia en el lugar: todo queda envuelto en una atmósfera de lo sexual, aunque no bajo un ambiente romántico. La situación que se presenta responde más bien a una cuneta de carretera, a una reconstrucción tridimensional

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por la que podemos caminar del Étant Donnés (1946-1966) de Marcel Duchamp.

La localización y la disposición de las chicas nos hacen pen-sar irremediablemente en el cruising. Una actividad sexual que se realiza usualmente en lugares públicos como parques, parajes naturales o incluso servicios. Esta actividad, que tie-ne su origen en las saunas romanas, se basa esencialmente en el morbo y la excitación de practicar sexo con desconocidos, en grupos de personas del mismo género —aunque no nece-sariamente— con número variable de individuos. Al no existir vínculos emocionales alguno, la conducta es mucho más laxa y las prácticas, más arriesgadas que las convencionales. «En la historia del erotismo, la religión cristiana desempeñó una función clara: su condena»15. El agravante moral, además de la condena religiosa por tratarse de una actividad sexual, proviene de nuevo de la corta edad con la que estas chicas pa-recen adentrarse en un mundo lumpen y lleno de sordidez, solo aliviado por la frialdad del plástico. Cuando vemos sus caras-penes no podemos dejar de pensar en la escena en la que Alex (Malcolm McDowell) y sus drugos (amigos) violaban a la mujer de un importante escritor vestidos de blanco y con máscaras cuyas narices simulaban ser falos erectos.

Paseamos por esta instalación con el mismo asombro que por el barrio rojo de Ámsterdam, aunque en este jardín no hay normas de ningún tipo. La única conducta posible es el libre albedrío, lo que impide una única solución al conflicto. Si en la película La parada de los monstruos (1932) de Tod Browning eliminásemos la compasión que nos producen sus actores —personas con diferentes malformaciones físicas y limitacio-nes intelectuales— deshumanizando el contenido, estaríamos muy cerca del sentimiento que nos producen estas muñecas inertes. Todas las respuestas son posibles: el rechazo, la par-ticipación activa, la pasividad… En una entrevista concedida en el 2013, los Chapman decían lo siguiente, «Los parámetros

15 Ibid., p. 97.

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del arte, especialmente los parámetros morales, están fijados y se repiten hasta la saciedad, por eso, nosotros intentamos evitarlos y salirnos de ellos, no sé si lo conseguimos, pero in-tentamos hacerlo, en eso estamos: dándonos cabezazos contra la pared»16.

6. Evolución y presente

Cuestionando situaciones consideradas serias a través de la sátira y lo zafio, los Hermanos Chapman se hicieron un hueco importante en la escena del arte contemporáneo en la déca-da de los noventa que ha continuado hasta bien entrados los 2000. Sus muñecas, niñas que bien podían haber sufrido las consecuencias de Hiroshima y Nagasaki, fueron un error de la naturaleza, cargadas de humor negro. La corrosividad, en pa-ralelo a la insolencia y el descaro que desarrollaron bajo el foco mediático de la prensa, se han visto, sin embargo, matizados durante los últimos años. La juventud e inmadurez ligadas a la fama que gozaban cuando eran considerados artistas emer-gentes se convirtió en un arma de doble filo para muchos de los jóvenes artistas británicos. Del medio centenar que partici-paron en las exposiciones Sensation y Brilliant!, pocos son los que, en la actualidad, han conseguido estabilizarse y desarro-llar una carrera coherente más allá de lo que supuso el fenó-meno Young British Artist impulsado por Saatchi y su galería.

En la actualidad los Chapman han acabado suavizándose en su discurso aunque no han dejado de ser pretenciosamente polémicos. La muestra Nazi Sodomy (2011) en la White Cube mostró —además de los controvertidos grabados intervenidos de Goya— un escenario sodomita en el que los protagonistas eran maniquíes de plástico negro vestidos con uniforme mili-tar nazi. La muestra no cosechó unas críticas positivas. Las ci-fras astronómicas de cotización y el consecuente refinamiento

16 Conxa Rodríguez, op. cit.

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en sus procedimientos han hecho perder parte de la fuerza de su obra que radicaba, entre otras cosas, en lo primitivo de su lenguaje.

Otro de los aspectos que les ha hecho perder fuerza, a pe-sar de que siguen siendo artistas institucionales en su país, ha sido la tendencia a acudir a lugares comunes como fuente de inspiración para sus proyectos. Lo que a los veinte años era inevitablemente tan puro, indómito y fresco como grosero, or-dinario e incorrecto, se ha ido diluyendo en el tiempo. La inso-lencia de sus obras se ha transformado en crónica y, con ello, el interés que un día suscitaron. A todo nos acostumbramos, incluido el dolor.