Los museos y el coleccionismo. Un diagnóstico indispensable
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Los museos y el coleccionismo
Sandra Accatino (Artes y Letras, Diario El Mercurio, 3 de agosto de 1997)
Cuando el protagonista de The American de Henry James llega por
primera vez a París, lo primero que hace es recorrer las interminables salas del
Louvre, porque, pragmático como es, piensa en el museo como un depósito de
la imagen condensada de la ciudad, de sus habitantes y de su historia, que de
otra manera, él sabe, no podría percibir. Esta aspiración o ilusión de totalidad es
probablemente una de las razones que justifican la centralidad física e
institucional de los museos en las ciudades. Museos como el Louvre, el British
Museum o el Metropolitan, dan al visitante la impresión de haber atravesado y
poseído un manual de la historia del arte de todos los tiempos y de todos los
lugares; tal como las exposiciones y muestras monográficas sobre determinados
temas, reciben un público que espera adquirir nociones dispersas y asimilar
velozmente conocimientos complejos, series de fragmentos de eventos
relacionados entre sí, que de otra forma sería difícil conocer. El museo transmite
una imagen de sí mismo dispuesta de antemano para el uso, porque para el
espectador es siempre una abreviación, un resumen o un compendio respecto al
flujo interminable de objetos de la realidad.
Un sistema de objetos
Para que los objetos o sus fragmentos logren referir una totalidad siempre
ausente, los museos, se sabe, los ordenan, los disponen en un orden según un
proyecto que intenta reconstruir algo que suponen de vital importancia - un
acontecimiento, la vida de un personaje, un movimiento artístico, el arte
universal, las etnias y culturas, la flora y la fauna, ect. La reconstrucción, sin
embargo, implica un elemento de duda y relatividad, introduce la posibilidad de
fraude en cualquier actividad científica, como cuando a principios de siglo,
Dawson unió a un cráneo, una mandíbula de mono y fingió haber encontrado el
"Eoanthropus Dawsonii", importante eslabón faltante en la cadena evolutiva
humana.
La obra de arte, la manufactura, el hallazgo del naturalista, existen más
allá y por sobre su ser individual y entran, antes o después, en un sistema de
objetos que encarnan valores más o menos universales. Se convierten, al
interior de los museos, en bienes culturales.
El término "bien cultural" tiene su origen en la dispersión de los objetos,
en la destrucción de un orden original y en el surgimiento de un aparato de
conservación que hace que circulen grandes cantidades de objetos después de
la revolución francesa, durante el imperio napoleónico, cuando las colecciones
de los gabinetes de los nobles fueron saqueadas y el Museo Imperial - el actual
Louvre - recibió las piezas artísticas tributadas a Francia por los acuerdos de
paz. El museo nacido de este naufragio es el museo moderno, con todas sus
limitaciones. Limitaciones que no son, sin embargo, nuevas, porque gran parte
de la historia del coleccionismo es una historia hecha de objetos desarraigados,
desde los botines de guerra asirios y romanos, hasta las políticas de
expropiación más o menos enmascaradas o las demoliciones de edificios
históricos. Todo contribuye a formar un museo de objetos disímiles, fragmentos
tratados como reliquias de un cuerpo que ya no existe, sitio terminal de todas las
destrucciones que se han ido sucediendo.
Se entiende así el rechazo que suscitó el museo entre artistas y personas
vinculadas a la cultura, a principios de siglo. Paul Valéry, mientras pasea por el
Louvre, ya no ve cuadros, ni esculturas. El museo guarda - dice - "visiones de
muerte". Y Theodor W. Adorno, reflexionando sobre los comentarios de Valéry,
concluye que existe entre las palabras museo y mausoleo una asociación no
sólo fonética. "Museos son como tradicionales sepulturas de obras de arte, y dan
testimonio de la neutralización de la cultura", escribe. Porque entre etiqueta y
etiqueta, las cosas expuestas perdieron su significado y una vez colocadas en
las vitrina, dejaron de ser un problema. Tienen un lugar y se ha datado con una
precisión abismante el año de su fabricación, se los puede, por consiguiente,
olvidar, dejar de pensar, hasta que eventualmente se necesiten para ilustrar una
investigación, una tarea escolar, una cultura.
A fines del año pasado, una de las salas de la planta superior del Museo
de Bellas Artes fue ocupada por una estructura de metal oxidado cuya superficie
estaba cubierta con miel. Se llamaba museo y las pocas moscas que circulaban
entre los fierros de la estructura eran como los espectadores del museo,
reproducían la monotonía y el sin sentido de estar por horas dando vueltas entre
objetos, como los fierros, como el museo mismo, oxidados.
Un objetivo para el sistema
El museo debe, por lo tanto, volver a encontrar su razón de ser. Es lo que
se viene diciendo desde los primeros años de este siglo, cuando David Murray y
Julius von Schlosser propusieron revisar la historia del museo y del
coleccionismo, para encontrar las motivaciones olvidadas y marginadas por los
grandes proyectos museísticos del siglo pasado: la capacidad de sorprender e
involucrar al visitante y de despertar su curiosidad a través de elementos lúdicos
como lo maravilloso y la magia.
En el siglo XIX, después de la experiencia napoleónica, pero con una
larga lista de antecedentes previos, el poder político convierte las Colecciones
Reales en Museos Nacionales abiertos a un público vasto e indiferenciado.
Reafirma así su rol de tutor de las artes y de la nación, al hacer del museo la
imagen de la cultura y de la historia que el Estado quiere dar y demostrar que
posee, apoyándose en la tradición que concibe a las colecciones de objetos
como lugares que permiten un conocimiento ordenado y estratificado de la
naturaleza y de la historia. La mencionada crisis de los museos tuvo y tiene que
ver con este aspecto, con una imagen del museo cuyos objetos y taxonomías no
encuentran ya una correspondencia con el público, que se limita, en cambio, a
hacer de la visita al museo una obligación social. Y si bien muchos museos son
hoy en día la meta de grandes afluencias de público, también es cierto que a la
mayoría de estos visitantes les basta recorrer las salas sin haber visto nada o
casi nada. Como si el ritual consistiera en ofrecer a la historia, al arte o al estatus
social, el gesto, la sola fatiga de haber caminado por horas entre turistas, de
haber comprado un souvenir y de haber obtenido un número considerable de
fotografías rigurosamente ordenadas y olvidadas en álbumes.
Se trata, para la reciente museología, de volver a hacer atractivo el
museo. Que en su interior, el visitante encuentre deleite y provecho, según la
antigua línea del Ars Poetica de Horacio. Deleite, porque lo "bello" no debiera
corresponder tanto a una categoría estética, sino más bien a un principio mucho
más vago y transitorio, el placer. Y provecho, es decir, que sirva de ayuda al
espectador y sea la memoria que le permite recordar y conocer acontecimientos
o personas de carácter único, según el sentido original de la palabra
"monumento".
Coleccionar
El proyecto del museo nace de la constatación que las cosas sobreviven
materialmente al hombre y que, en cierta medida, lo refieren. De ahí el afán de
coleccionar, de recoger, de salvar objetos de la destrucción, de disponerlos en
un orden para darles un sentido ejemplar. La colección, la acumulación de
hallazgos y objetos, la fascinación que despiertan en quien los posee o
encuentra, es lo que origina el museo. Y si bien toda colección tiene un proyecto
que le da un sentido, éste a su vez depende exclusivamente del coleccionista,
que expresará, a través de él, su propia visión de la historia, de la naturaleza o
del arte. De cualquiera forma, el coleccionista sabe que el destino de sus
estudios o la memoria de su persona, está ligado a la mantención de la
integridad de su colección. No hay mayor terror para el coleccionista que la
pérdida o dispersión de ésta. El museo, el patrimonio público, se origina muchas
veces de ese terror. "Considerando las grandes fatigas y gastos que
continuamente hice y para que no se pierda, dejo este mi querido tesoro al
regimiento de Bolonia", dice Ulisse Aldrovandi en su testamento de 1603 y
agrega, como principal requerimiento, "que ninguna cosa se deteriore nunca ni
sea alienada o transportada fuera del museo ni fuera de la ciudad". En Santiago,
el Museo de Artes Decorativas no existiría de no ser por la ecléctica colección de
quien fuera su dueño, Hernán Garcés Silva. Una cómoda austríaca del siglo
XVIII, espejos de cornucopia rococós elaborados en Bolivia, sahumadores para
perfumar, candelabros neoclásicos, crucifijos de marfil, un abanico, mates de
distintos tamaños y materiales, artesanía mapuche, budas y tapices orientales,
mármoles funerarios de estilo pompeyano, encuentran su razón de ser al interior
de esta colección.
Característica fundamental del coleccionista es que su relación con los
objetos no está dada desde su valor funcional, su utilidad o carácter práctico,
sino desde el destino que en ellos ve implícito. Cuando un coleccionista adquiere
un objeto, se apropia de la época, del lugar, de la manufactura, de los
poseedores anteriores: todo lo que es memoria, pensamiento, conciencia
entorno al objeto, se convierte en el fundamento y en el sello de su colección. Un
coleccionista no ve objetos, sino la vida que los atraviesa y cuando los coloca en
sus estantes cree estar participando en su resurreción, porque al
individualizarlos los devuelve a la historia y le permite a ella misma cambiar,
renovarse. "Renovar el viejo mundo, ese es el impulso más profundo que anima
el deseo del coleccionista de adquirir nuevos objetos", dirá en los años treinta un
coleccionista de libros antiguos, Walter Benjamin. Nada tiene que ver entonces
este coleccionismo con el otro mercantilista, donde los objetos, en tanto objetos
de deseo, tienen un precio. Como Henry Walters que amontonaba obras en
cajas de embalaje, sin siquiera mirarlas o como Alberts C. Barnes, que impidió
hasta su muerte el ingreso al edificio que contenía su colección de arte. O como
los que compran esperando incrementar su propio patrimonio.
En el paso de la colección privada al museo público, ésta pierde, muchas
veces, su razón de ser. Reordenadas de acuerdo a otros criterios o simplemente
vueltas obsoletas por los cambios de gusto, ellas son incapaces de interpelar a
un público heterogéneo, que no logra identificar ni identificarse con el valor
simbólico que había sido asignado a los objetos. La pérdida del sentido de los
hallazgos, de las obras de arte y del museo mismo se debe, precisamente, a
esta distancia que se produce entre ellos y los espectadores, favorecida por la
contemplación masiva de una gran cantidad de objetos.
Museos y crisis
Al parecer, la crisis es inherente al museo. Incluso su nombre, museo,
tiene una historia llena de contradicciones. Musaeum, fue la palabra que
ocuparon los griegos para referirse a un conjunto de edificios en Alejandría,
donde Ptolomeo Filadelfo había reunido una biblioteca, un anfiteatro, un
observatorio, salas de estudio, un jardín botánico y una colección zoológica, en
el siglo II a.C. Ella proviene de la palabra griega Mouseion, "el lugar de las
Musas", con la que se nombraba un templo dedicado a las diosas de las artes y
las ciencias, en Atenas. Este uso se pierde hacia los primeros siglos de la era
cristiana, pero el término vuelve a aparecer durante el renacimiento, aunque no
refiere ya a las instituciones que le dieron origen. Museo se denominaron los
pequeños estudios y gabinetes privados de los humanistas, donde éstos
guardaban antigüedades, textos clásicos, códigos, colecciones de monedas y
memorias familiares; lugar secreto donde se establecía un diálogo silencioso con
los objetos y retratos de hombres ilustres que decoraban, junto con los símbolos
redescubiertos de las Musas, las paredes de la habitación. La referencia al
primer museo y a su concepción como lugar totalizador de la cultura, sin
embargo, se impone nuevamente a partir de los proyectos enciclopédicos del
siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, cuando los museos imitan en sus edificios,
la arquitectura de los templos griegos. El coleccionismo privado se repliega,
entonces, hacia un universo doméstico y se difunde y estandariza bajo la forma
de filatelia, de colecciones de tarjetas postales, de muñecas y porcelanas que
decoran, junto con las copias y falsas antigüedades, los hogares burgueses.
El museo, tal como lo hemos concebido desde su aparición, se mueve ad
eternum entre un espacio público que quiere involucrar lo privado (la capacidad
de disfrutar y el deseo de conocer, como decía Horacio) y un espacio privado (de
objetos, acontecimientos o personajes únicos) que necesita, para subsistir,
volverse público. Sin este conflicto difícilmente el museo habría sobrevivido. Por
eso, en gran medida, el museo se debe a su crisis, porque ésta lo mueve al
cambio, a buscar mecanismos que le permitan adaptarse no sólo a los objetos
que puede contener, sino que, por sobre todo, al público que lo visita.
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Sobre el diagnóstico de los museos chilenos En 1982, la DIBAM (Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos) y El
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, de la UNESCO,
participaron en un proyecto que incluía la realización de una encuesta y de un
diagnóstico de los museos chilenos, para conocer y evaluar la situación de éstos
en lo que respecta a sus funciones esenciales (adquisición, conservación,
documentación, exhibición, educación y extensión cultural). Los resultados
obtenidos, junto con las propuestas para la proyección de una política de
desarrollo de los museos chilenos, fueron dados a conocer a través del libro
"Museos de Chile - Diagnóstico" y de su versión abreviada.
Los datos sobre un total de 127 museos, incluidas algunas colecciones
particulares, jardines botánicos, acuarios, zoológicos y reservas forestales,
hablan del insuficiente presupuesto de los museos en relación a las necesidades
y carencias de éstos, tanto en su infraestructura y equipamiento, como en la
capacitación y remuneración del personal (sólo el 17,8% del personal de los
museos tenía educación universitaria y sólo el 8,6% recibía ingresos sobre los
$20.000). De los espacios inadecuados, de la falta de antecedentes y de
investigación respecto a las colecciones, del deterioro de éstas por falta de
conservación o por restauraciones no especializadas. De los robos y de la falta
de sistemas de seguridad (de los 127 museos, sólo cuatro contaban con alarma
contra robos y veinte, con mangueras contra incendio). De la inexistencia de
catálogos y programas de difusión. No es extraño, entonces, que en 1982 se
considerara como cerrados o semi-cerrados al 51,6% de los museos de Chile,
por no atender a sus visitantes.
En abril de este año, ICOM Chile (Consejo Internacional de los Museos),
la Fundación Andes, la Corporación de Graduados y Profesionales de la
Universidad de Chile y la Subdirección de Museos de la DIBAM, iniciaron un
nuevo diagnóstico de la situación de los museos chilenos, para conocer la
situación actual de éstos y, a partir de los resultados que se desprendan de
dicho diagnóstico, proyectar cambios para que el patrimonio cultural chileno sea
difundido, investigado, expuesto y conservado de la mejor manera.
El diagnóstico de los museos de Chile utiliza como instrumento la misma
encuesta anterior, con algunas modificaciones. La información obtenida servirá
para crear una base de datos computacional que permitirá el almacenaje y la
renovación constante de la información relativa a los museos, para la formación