El yugo de la memoria. Autoficciones, de Diana Salem: “Autoficción: el yugo vulnerado”....

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NÚMERO 1 ENERO 2014 7 € | 50 $ de Crítica Literaria y Cultural TOPOGRAFÍAS: JAVIER SÁNCHEZ ZAPATERO, NOVELA POLICÍACA Y NOVELA NEGRA [4-9]. ENSAYOS: JAUME PERIS BLANES, LITERATURA Y TESTIMONIO [10-17]. BELÉN BISTUÉ, LA IMPOSIBILIDAD DE (PENSAR) LA TRADUCCIÓN [18-23]. FRANCISCO CAUDET, AQUEL OTRO GALDÓS QUE ERA EL GALDÓS DE SIEMPRE [24-27]. VÍCTOR ESCUDERO, DISCURSO NACIONAL, ÉLITES Y RESISTENCIA [28-34]. JOSÉ-RAMÓN LÓPEZ GARCÍA, PICASSO, EL COMUNISMO Y LOS POETAS DEL EXILIO REPUBLICANO DE 1939 [35-45]. CRITERIOS [46-63]. MATERIALES: LIBROS Y LECTURAS HOY (CON NORA CATELLI, JOSEP MENGUAL CATALÀ, JOSÉ ANTONIO MILLÁN, GONZALO PONTÓN, NEUS ROTGER, LEANDRO DE SAGASTIZÁBAL) [64-87]. CONFLUENCIAS: ISAAC ROSA Y LA LITERATURA DE TRINCHERAS [88-95]. PREGUNTAS AL AIRE: LITERATURA Y POLÍTICA, UNA ENCUESTA [96-98]. BARCELONA | BUENOS AIRES | MADRID DEPÓSITO LEGAL: AS-00057-2014) | ISSN: 2341-0124

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NÚMERO 1 ENERO 20147 € | 50 $

de Crítica Literaria y Cultural

TOPOGRAFÍAS: JAVIER SÁNCHEZ ZAPATERO, NOVELA POLICÍACA Y NOVELA NEGRA [4-9]. ENSAYOS: JAUME PERIS BLANES,

LITERATURA Y TESTIMONIO [10-17]. BELÉN BISTUÉ, LA IMPOSIBILIDAD DE (PENSAR) LA TRADUCCIÓN [18-23]. FRANCISCO

CAUDET, AQUEL OTRO GALDÓS QUE ERA EL GALDÓS DE SIEMPRE [24-27]. VÍCTOR ESCUDERO, DISCURSO NACIONAL, ÉLITES

Y RESISTENCIA [28-34]. JOSÉ-RAMÓN LÓPEZ GARCÍA, PICASSO, EL COMUNISMO Y LOS POETAS DEL EXILIO REPUBLICANO

DE 1939 [35-45]. CRITERIOS [46-63]. MATERIALES: LIBROS Y LECTURAS HOY (CON NORA CATELLI, JOSEP MENGUAL CATALÀ,

JOSÉ ANTONIO MILLÁN, GONZALO PONTÓN, NEUS ROTGER, LEANDRO DE SAGASTIZÁBAL) [64-87]. CONFLUENCIAS: ISAAC

ROSA Y LA LITERATURA DE TRINCHERAS [88-95]. PREGUNTAS AL AIRE: LITERATURA Y POLÍTICA, UNA ENCUESTA [96-98].

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El arte de hacer puentes

“El puente como borde y distancia atópicafacilita el paso pero también lo impide; y su erección instituye a las orillas como tales,inabordables la una desde la otra y, sin embargo, vecinas la una a la otra”

(Juan B. Ritvo, La edad de la lectura)

PUENTESde Crítica Literaria y Cultural

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CONSEJO DE REDACCIÓN:Verónica Enamorado, Fernando Janeiro, Albert Jornet Somoza, Iván López Cabello, Marta López Vilar, Paula Meiss, Marta Ortiz Canseco, Bernat Padró, Ana Rodríguez Callealta, Dionisio Sánchez, Daniela C. Serber

DIRECCIÓN:Max Hidalgo Nácher,Fernando Larraz, Paula Simón

ILUSTRACIÓN:Mister Mourão:www.mistermourao.comRaúl Villullas:www.raulvillullas.com

DISEÑO Y MAQUETACIÓN:Fernando Janeiro,Nacho Gárate

DIRECCIÓN DE ARTE: Déborah Camanyes Gas

EDITA:Ediciones Trea, S. L. | C/ María González La Pondala, 98, nave D. Somonte. 33393 Gijón (España)Teléfono: 34 985 303 801 | Correo electrónico: [email protected] | www.trea.esDepósito Legal: AS-00057-2014 | ISSN: 2341-0124

[email protected]/puentesrevista

AGRADECIMIENTOS:El equipo de Puentes agradece sinceramente la colaboración a todos aquellos que han contribuido a la financiación del proyecto a través de la plataforma de micromecenazgo Verkami.com, así como a quienes han aceptado participar en este primer número de la revista. Igualmente, agradece a la librería barcelonesa Loring Art y a la editorial Trea el apoyo recibido. Sin su complicidad y confianza, este proyecto difícilmente habría sido posible.

02 EDITORIAL 04 TOPOGRAFÍAS

Novela policiaca y novela negra:una tentativa de definiciónJavier Sánchez Zapatero

10 ENSAYOSLiteratura y testimonio: Un debateJaume Peris Blanes

La imposibilidad de (pensar) la traducción:Apuntes para la historia de la traducción modernaBelén Bistué

Aquel otro Galdós que era el Galdós de siempreFrancisco Caudet

Discurso nacional, élites y resistencia. Notas sobre el colegio en cuatro novelas hispanoamericanasVíctor Escudero

Picasso, el comunismo y los poetasdel exilio republicano de 1939José-Ramón López García

46 CRITERIOS

64 MATERIALESLibros y lectura hoy: un reportajeMax Hidalgo Nácher(con Nora Catelli, José Antonio Millány Leandro de Sagastizábal)

Tres analogías históricaspara el cambio de paradigma del libroNeus Rotger

Reflexiones intempestivassobre el “libro electrónico”Josep Mengual Català

De qué hablamoscuando hablamos de la muerte del libroGonzalo Pontón Gijón

78 CONFLUENCIASIsaac Rosa y la literatura de trincherasUna entrevista de Fernando Larraz

96 PREGUNTAS AL AIRE

La ingeniería es un oficio y la suspensión es una maña: el arte de ha-cer puentes requiere de ambas habilidades. Un puente sirve tanto para comunicar dos espacios como para profanar –en el sentido exacto de hacer profana– una propiedad privada, restaurando “un circuito eléctrico

interrumpido”. Son modos de hacer uso de la cultura: de armarla y de ponerla en movimiento. Y de constatar, a veces, una efectiva incomunicación. Tal como cuando, al erigir un puente, se descubren “las orillas como tales, inabordables la una desde la otra y, sin embargo, vecinas”. Puentes de Crítica Literaria y Cultural recuerda la vocación crítica y práctica del pensamiento y trata de comunicar a través de sus páginas voces dispuestas a pensar tanto la tradición como la actualidad literaria y cultural. Esta revista surge con la voluntad de promover la constitución de espacios de discusión pública y desde la convicción de que en la producción de esos espacios de tensiones el pensamiento literario puede hacer aportaciones significativas para comprender e interpretar el actual momento histórico. La historia de adelgazamiento pro-gresivo de la crítica que desemboca en nuestra actualidad exige la promoción de nuevos ámbitos en los que esta pueda volverse a ejercer. Una revista puede hacer eso señalando las distancias que nos separan y contribuyendo así a la comuni-cación de las orillas. Ese espacio debería acabar por exponernos a la crítica que intentamos fomentar. Con todo ello, Puentes –surgida en un cruce que acaso es encrucijada– pretende contribuir a la promoción de un circuito de lectura y escritura que re-húya tanto la lógica del artículo académico como la de la opinión periodística. Puentes ofrece sus páginas a todos aquellos que puedan aportar elementos para avivar el debate acerca de las condiciones materiales de la producción cultural o ejercer la crítica como medio para interpretar los rumbos de la actual producción literaria y, de ese modo, aspira a contribuir a la dignidad política del pensamiento literario. Con su nombre, la revista quiere expresar su vocación eminentemente transatlántica y su aspiración a tender diálogos fructíferos sobre temas que ex-ceden lo meramente local. Un puente, por lo demás, pretende comunicar regio-nes heterogéneas, cuando no hacer uso de circuitos eléctricos que habían sido privatizados. Puentes publicará artículos sobre temas literarios y cuestiones de teoría de la literatura, así como ensayos de crítica de la cultura. Además de sus “Ensa-

Puente, del latín pons, pontis:

1. Se construye sobre los ríos, fosos y otros sitios, para comunicarlos entre sí.2. Conexión con la que se establece la continuidad de un circuito eléctrico interrumpido.

EDITORIAL

2 | EDITORIAL | REVISTA PUENTES

yos”, la revista cuenta con otras secciones. “Topografías” reunirá textos escritos por expertos de un área de investigación determinada, quienes darán las claves del estado de la misma a través de una visión personal y crítica de los avances recientes y desafíos futuros de esa disciplina, campo, teoría, género u objeto de estudio; en “Confluencias” publicaremos entrevistas a autores, críticos y agentes culturales sobre temas relevantes del campo literario y cultural; “Materiales” aco-gerá, bajo formas diversas (entrevistas, encuestas, reportajes), reflexiones sobre la producción cultural desde un punto de vista material, abordando temas como la producción, circulación y recepción de lo escrito, las lógicas específicas de la actual industria cultural y el papel clave que cumple, en un momento dado, la traducción; en “Criterios” se publicarán reseñas de libros recientes tanto de creación como de crítica; por último, plantearemos “Preguntas al aire” a nuestros lectores sobre cuestiones diversas relacionadas con la actualidad literaria a fin de pulsar debates intelectuales específicos. Puentes nace con los mejores augurios gracias a las colaboraciones que nutren este número inaugural. Las ilustraciones se deben a Mister Mourão, quien ha dibujado el puente que preside la portada, y a Raúl Villullas, quien ha ela-borado los grabados que ilustran su interior. El número lo abre, en la sección “Topografías”, Javier Sánchez Zapatero, quien lleva a cabo una introducción al género negro en la que esboza una delimitación conceptual y epistemológica y analiza sus aportaciones al campo literario. Siguen cuatro ensayos sobre temas variados. El de Jaume Peris Blanes es una reflexión sobre la espinosa inserción de los textos testimoniales en el terreno de lo literario. Belén Bistué disecciona la aporía existente entre la pretendida imposibilidad teórica de la traducción y la práctica de la misma a lo largo de los siglos. Por su parte, Francisco Caudet nos descubre una faceta poco conocida de Benito Pérez Galdós, la de su literatura de viajes. Siguen las reflexiones de Víctor Escudero sobre “Discurso nacional, élites y resistencia” a partir de la lectura de dos pares de novelas argentinas y peruanas distantes en el tiempo. Escudero se pregunta por la función que ocupa el colegio en la sociedad y por el papel que cumple el sujeto en él. Por último, la sección concluye con un documentado trabajo de José-Ramón López García, en el que escruta las no siempre fáciles correspondencias entre Picasso, el comunismo y el exilio republicano de 1939, caso paradigmático que lo lleva a intensas reflexiones acerca de las relaciones entre la expresión artística y literaria y el compromiso político. Precisamente la vinculación de la escritura literaria con la coyuntura po-lítica y social es uno de los temas que planteamos al escritor Isaac Rosa en la sección “Confluencias”, en la que el autor de El vano ayer, El país del miedo y La habitación oscura aporta explicaciones singulares acerca de su concepción del arte narrativo y de sus propias obras. La sección “Materiales” se interroga, mediante un cuestionario enviado a Nora Catelli, Josep Mengual, José Antonio Millán, Gonzalo Pontón, Neus Rotger y Leandro de Sagastizábal, por las transformacio-nes de los soportes de lo escrito y de las prácticas de lectura. Junto a las reseñas agrupadas en “Criterios”, cierra el número la primera de nuestras “Preguntas al aire”. Esta encuesta se presenta como una invitación al debate público. Destina-da a todo aquel que desee participar, en este primer número se pregunta por las relaciones entre literatura y política.

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Nacida con afán clasificatorio, la etiqueta “género negro” se ha do-tado en las últimas décadas de una confusa ambigüedad que la ha llevado a ser casi inoperante y vacía, como puede comprobar cual-quier lector que, sin especial rigor crítico, analice los títulos que se

inscriben bajo semejante taxonomía en los catálogos editoriales o los estantes de las librerías. Así, la categoría ha terminado por convertirse en una especie de “cajón de sastre” en el que todo parece caber, desde obras canónicas de auto-res clásicos del género hasta thrillers estereotipados con vocación de best sellers, pasando por todas aquellas novelas que presenten la más mínima relación con el mundo del crimen o con los ambientes policiales. La vaguedad del criterio clasificador parece provocada tanto por el interés que el público ha mostrado desde principios de la década de 2000 por las obras del género —que ha conlle-vado que, por motivos estrictamente promocionales, se intente relacionar con él a novelas situadas en un amplio y variado espectro temático y formal— como por la imprecisión con la que los estudios científicos —tardíamente desarrolla-dos, como todos los acercamientos de la cultura académica hacia las narrativas populares— se han referido a ellas, ocupándose así de un corpus heterogéneo y difuso. En el ámbito español, los problemas de categorización se han visto incrementados, además de por la anómala y lenta evolución del género en la lite-ratura nacional, por el carácter sinónimo con el que muchos emplean sintagmas como “novela policiaca”, “novela negra” o “novela criminal”, así como por la

NOVELA POLICIACA Y NOVELA NEGRA: UNA TENTATIVA DE DEFINICIÓN

Javier Sánchez Zapatero

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TOPOGRAFÍASA través de aproximaciones críticas elaboradas por especialistas, “Topografías” proponereflexionar sobre algunas claves del estado de un campo o de un objeto de estudio, así comosobre sus avances recientes y sus desafíos por venir.

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“La novela negra es pesimista, desconfía decualquier criterio que dote de sentido al mundo”

distinción que suponen estos términos respecto a los utilizados en los panoramas anglosajón —“detective/crime story”—, francés —“polar”—, italiano —“giallo”—, alemán —“krimi”— o hispanoamericano —“policial”—. Teniendo en cuenta que la clasificación de objetos culturales como las obras literarias parte siempre de una convención, para intentar sistematizar una definición de “novela negra” conviene detectar cuáles han sido las característi-cas formales y temáticas que han determinado su creación, así como el modo a través del que se han configurado las expectativas del público a lo largo de los años. No en vano, en el fondo, y por más que respondan a una serie de elementos analógicos, los géneros literarios no son más que marcos de referencia capaces de condicionar la actitud de los autores y la recepción de los lectores. En el caso de la novela negra, para entender la vigencia de estos elementos, así como su fun-cionalidad pragmática, resulta sumamente clarificador remontarse a sus orígenes, que datan de 1841, fecha en la que Edgar Allan Poe publicó, en las páginas de Graham’s Magazine, Los crímenes de la calle Morgue (The Murders in the Rue Morgue), el primero de los tres relatos protagoniza-dos por el “detective amateur” Auguste C. Dupin. La obra, en la que se relatan las pesquisas que el personaje lleva a cabo para solucionar el aparentemente irresoluble misterio que rodea el maca-bro crimen de dos mujeres, determinó el esquema argumental del nuevo subgé-nero narrativo, basado, grosso modo, en la resolución de un acto delictivo a través de una investigación racional. No obstante, la novedad y el carácter fundacional del relato no residen en la creación de nuevos recursos formales o tópicos temáticos sino, más bien, en la capacidad para aglutinar y combinar diversos elementos que ya habían ido apareciendo de forma disgregada a lo largo de la historia. Como resulta obvio, la muerte violenta está presente en la literatura desde sus orígenes —no hay que olvidar, de hecho, que hay quien afirma que la muerte y el amor son los dos temas sobre los que gravita toda la creación literaria—, con lo que en todas las culturas y tradiciones es posible encontrar un heterogéneo y casi interminable listado de obras que narran historias de asesinatos, agresiones, delitos, etc. Los misterios sobrenaturales a los que parece remitir el caso de Los crímenes de la calle Morgue —que inicia la denominada tradición de “misterio de habitación cerrada”, al re-latar cómo los dos cadáveres han sido encontrados en una casa cerrada con llave en la que la cerradura no ha sido forzada, en la que no ha habido robos ni indi-cios de peleas y en la que no hay ni rastro del asesino ni razón que pueda explicar la saña con la que se ha cometido el crimen— estaban presentes en la literatura gótica y de terror derivada del Romanticismo —y, en consecuencia, en la obra del propio Poe—, así como en gran cantidad de relatos folclóricos fantásticos. Y el proceso de deducción racional a través del que Dupin resuelve el caso, dando una explicación coherente a lo que en principio solo parecía explicable por la su-perstición, había aparecido frecuentemente en la literatura didáctica, tal y como evidencian, por ejemplo, las historias de Voltaire protagonizadas por Zadig, con-cebidas como instrumento propagador del mensaje ilustrado y de la consiguiente confianza absoluta en la razón como instrumento rector del mundo. Por tanto, lo que da el carácter fundacional a Los crímenes de la calle Morgue es la integración en una misma obra del crimen, el juego que se plantea al lector y la investigación a través de criterios deductivos para resolver el misterio. Hay en

el relato de Poe una voluntad de interactuar con el lector que, lejos de ser baladí, confiere al género una de sus principales y más distintivas señas de identidad. Quien se adentra en la lectura de una de las aventuras de Dupin —o en las de los personajes de Arthur Conan Doyle, Gaston Lerroux o Agatha Christie que jalo-naron su desarrollo— lo hace con la convicción de estar ante un desafío deduc-tivo, de forma que al interés intrínseco de la lectura se le suma el lúdico. No en vano, el propio Edgar Allan Poe vinculaba en los párrafos iniciales de Los crímenes de la calle Morgue su creación con el juego, al afirmar que “el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar: le encantan los juegos, los acertijos, los jeroglíficos”. Tal y como explicó Todorov en su ya clásico trabajo Tipología de la novela policial, el marco narrativo al que da inicio Poe se basa en una estructura dual de la que forman parte la historia del crimen —lo ausente, solo conocido por la víctima y el criminal— y la historia de la investigación —lo pre-sente, solo conocido por el investigador y los lectores—. Dado que la función de la segunda historia es explicar la primera, haciendo así que pase del plano ausente del enigma al presente de la revelación, podría decirse que el género nace con la intención, casi exclusiva, de provocar un ansia de conocimiento en el lector que es después satisfecha con la resolución del misterio criminal en cuestión. El esquema que presentan los relatos de Poe supone, pues, el germen de la novela negra, que va a tomar del precedente de Los crímenes de la calle Morgue una estructura narrativa sustentada en la investigación de un hecho criminal y que va a basarse en una acción —un crimen o cualquier otro acto delictivo— y un proceso —la investigación que tal acontecimiento genera—. Ahora bien, aunque resulte paradójico, se ha de aclarar que historias como las protagonizadas por Dupin —o por detectives análogos que todo lo resuelven gracias a su increí-ble, y casi inhumana, capacidad de deducción racional, caso de Hercule Poirot, Sherlock Holmes o Routelabille— no son muestras de novela negra: son ante-cedentes encuadrados en un género narrativo al que habitualmente se denomina “policiaco” o, de forma menos frecuente, “novela enigma” o “novela de misterio clásica”. Para explicar el paso de esta primigenia novela policiaca a la novela ne-gra se ha de hacer referencia al modo en que diversos condicionantes sociales e históricos afectan a la creación literaria. A pesar de que ambos géneros coinciden en presentar un esquema narrativo sustentado en la investigación de un delito —generalmente, un asesinato—, las variaciones que se producen en el modo de tratarlo y relatarlo difieren hasta el punto de hacer que “policiaco” y “negro” se conviertan en dos ramas de un mismo árbol, vinculadas por una serie de tópicos temáticos y formales pero diferenciadas por la forma de desarrollarlos debido a la divergente cosmovisión de la que parten. Conviene recordar, en ese sentido, que el género policiaco, a pesar de no contener excesivos referentes espaciales concretos ni tener una vocación crónica —piénsese, por ejemplo, en cómo los misterios que relatan las novelas de Agatha Christie ocurren en prácticamente cualquier lugar del mundo, desde mansiones de la campiña inglesa hasta islas desiertas pasando por trenes y barcos ubicados en los más remotos lugares—, posee un valor de descripción social. Al presentar como esquema argumental básico un estado de cosas establecido perturbado por un acontecimiento delictivo y solo repuesto tras una investigación basada en la fuerza de la razón para explicar determinados hechos empíricos, lo que trans-miten las obras policiacas es la consolidación en la sociedad de una mentalidad positivista que hace prevalecer la interpretación racional como única forma de

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conocimiento. En consecuencia, dan cuenta de algunos de los principios rectores básicos de la sociedad en que nacieron. Por tanto, la novela policiaca ha de ser considerada un producto cultural deudor de un contexto muy concreto, determi-nado por estructuras socioeconómicas y políticas y por la formación de una clase burguesa para la que las narraciones basadas en la supremacía de la razón actúan como sostén ideológico de sus principios y aspiraciones. De ahí que en los textos de Poe, Christie, Conan Doyle o Lerroux todo resulte tan aséptico y que, a pesar de abordar historias de muertes, no haya en ellos sentimientos, dramatismo, san-gre o lágrimas. Las víctimas, más que como personas, son tratadas como meros instrumentos necesarios para vertebrar una trama en la que, por encima del com-ponente humano o realista, interesa la consolidación de un esquema ideológico. Frente a este carácter coyuntural, que permite explicar por qué, salvo en casos de manierismo, el género policiaco como tal ha desaparecido casi totalmente de las prácticas narrativas del campo literario contemporáneo, la novela negra pa-rece definirse por una concepción de la realidad pesimista, carente de confianza en ningún criterio ordenador que permita dotar de sentido a un mundo que se considera tan violento como caótico. Los vaivenes del primer tercio del siglo XX, en los que las sociedades occiden-tales habían presenciado con horror la capacidad de destrucción de las nuevas técnicas militares aplicadas en la I Gue-rra Mundial y las nefastas consecuen-cias que la Revolución Industrial tuvo para el bienestar y la justicia social, provocaron el desmoronamiento de la fe ilimitada en la razón, al tiempo que acrecentaron un profunda sensación de nihilismo que afectó a las creacio-nes culturales de la época, como pone también de manifiesto el auge del mo-vimiento vanguardista. El lector que se adentre en las obras de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James M. Cain o cualquier otro de los pioneros que configuraron la novela negra en la década de 1920 en Estados Unidos puede percibir sin demasiados problemas cómo apenas hay rastro en ellas del triunfalismo que emanaban las narraciones policiacas —personificado en la condición heroi-ca de sus protagonistas, seres dotados de una inteligencia superior a la del hombre convencional capaces de su-perar cualquier caso que afrontasen—. Los personajes detectivescos creados por estos autores son imperfectos en la medida en que son profundamente humanos. A pesar de estar construidos bajo un estereotipo mítico perfecta-

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mente reconocible —transportado al imaginario colectivo por la fuerza icónica del cine—, en estas novelas los protagonistas son hombres convencionales cuya capacidad investigadora no depende solo de sus aptitudes deductivas, sino tam-bién de factores como la intuición, la facilidad para obtener información, el uso de la violencia o incluso la casualidad. Su descripción, de hecho, no puede ser triunfalista porque, a diferencia de los personajes policiacos, no siempre pueden resolver sus investigaciones, haciendo así que cierto halo de fracaso se instale en muchas de sus narraciones, en las que parece latir la idea de que el mundo es un lugar no demasiado conveniente cuyos problemas no van a resolverse solo con la aplicación de la razón. Esta humanidad fue expuesta de forma paradigmática en El simple arte de matar (The Simple Art of Murder), un breve ensayo que pasa por ser la primera tentativa teórica sobre el género escrito por Raymond Chandler en el que, entre otras cosas, se afirmaba que la novela negra “devolvió el asesinato al tipo de gente que lo comete por algún motivo, no simplemente para proporcionar un cadáver”. Los argumentos de las novelas de Hammett, Cain o el propio Chandler no son simples desafíos intelectuales que el lector ha de intentar resolver antes que el detective protagonista sino, más bien, diagnósticos nada complacientes de un mundo violento en el que la vida humana poco parece valer. Por ejemplo, en Cosecha roja (Red Harvest), la novela con la que en 1929 Dashiell Hammett conso-lidó un género narrativo que hasta entonces solo había sido publicado en forma de relatos en revistas destinadas al consumo popular como Black Mask —donde, de hecho, se publicó la obra por entregas—, el lector entra en contacto con un contexto en el que la muerte, más que un simple acertijo capaz de generar intriga, se convierte en la consecuencia de un entorno en el que prima la corrupción, la violencia institucional o la injusticia social. En la obra hay crimen e investigación, como ocurría en el género policiaco, pero está claro que están tratados de forma muy diferente, puesto que Cosecha roja, como buena muestra del género negro, es, por encima de todo, una reflexión sobre la realidad y sobre la importancia que en ella adquiere la violencia subyacente. De este modo, en la novela negra la investigación se transforma en una mera excusa para mostrarnos un mundo complejo y lleno de peligros. El reflejo ambiental se convierte así en característica esencial del género, que aporta una di-mensión social capaz tanto de retratar el contexto histórico como de cuestionar el orden establecido a través de un discurso transgresor que critica los mensajes oficiales al tiempo que ilumina aspectos de la realidad tradicionalmente no tran-sitados. Esa capacidad subversiva está en los orígenes de la novela negra —es, de hecho, una de las características que la distancian del antecedente policiaco del que procede— y se ha mantenido a lo largo de todo su desarrollo en el siglo XX en prácticamente todas las literaturas nacionales. Piénsese, en ese sentido, en cómo las obras de Hammett muestran la cara más hostil de los “felices años vein-te” en Estados Unidos; en cómo la generación de escritores españoles de novela negra surgida tras la muerte de Franco matizó con dureza el triunfalista discurso que sobre el proceso de transición democrática se estaba lanzando desde el po-der; en cómo las novelas de autores nórdicos contemporáneos como Henning Mankell exponen la violencia que subyace al aparentemente plácido “estado del bienestar” escandinavo, etc. Ahora bien, las divergencias entre novela policiaca y novela negra no han de esconder las vinculaciones existentes entre dos géneros narrativos intrínse-camente relacionados. Además de que ambos parten de tópicos argumentales

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y temáticos comunes, hay un evidente desarrollo, así como una intensa red de referencias intertextuales, entre uno y otro. Quizá la más importante sea la de Sherlock Holmes. El personaje de Arthur Conan Doyle, elevado desde práctica-mente su creación a la categoría de ícono del imaginario colectivo, trascendió el esquematismo de los protagonistas habituales de la novela policiaca y, a pesar de mantener características como la inteligencia suprahumana y la frialdad, aportó algunos elementos de los que con el tiempo se apropiaría la novela negra. En su condición de hipotexto referencial capaz de influir en el desarrollo del género, Holmes proporcionó movilidad y acción. Los relatos y novelas de Conan Doyle carecían del esquematismo espacial de los de otros autores policiacos, mostraban a los personajes moviéndose por diversos escenarios urbanos —y, en menor me-dida, rurales— de la Inglaterra victoriana, y tenían como protagonista a un detec-tive que incorporaba a sus dotes de deducción una innegable capacidad atlética. La movilidad y la acción del “canon holmesiano” pueden considerarse deudoras de la narrativa de aventuras con lo que, en cierto modo, podría decirse que la novela negra aglutina características de todos los géneros populares. De hecho, críticos como Mempo Giardinelli han visto también en los solitarios héroes y los ambientes inhóspitos de las novelas de Chandler o Hammett ecos de las novelas del Oeste. La meditación sobre el mundo circundante y, sobre todo, el interés por indagar en el “¿por qué?” del delito —frente a la primigenia preocupación por el “¿quién?” o el “¿cómo?” de los autores policiacos— provocan que la nove-la negra no pueda circunscribirse a un esquema argumental fijo, y que bajo su denominación puedan acogerse diversas variantes vinculadas por partir de un he-cho criminal e intentar analizar sus cau-sas, tanto personales como sociales. De ahí que dentro de la novela negra, y más allá del modelo canonizado por Ham-mett o Chandler gracias a personajes de-tectivescos como Sam Spade o Philip Marlowe, también tengan cabida variantes como la “novela criminal” —creada por autores como Horace McCoy o James M. Cain y basada en el relato de cómo una persona aparentemente convencional termina, condicionado por diversas circunstancias, por cometer un delito—, la “novela procedimental” —desarollada por Ed McBain, en la que se narran las rutinas de trabajo desarrolladas por las fuerzas policiales para atajar y dar con los culpables de los actos criminales—, la “novela negra costumbrista” —creada por Georges Simenon y muy en boga en la actualidad, en la que el interés de la investigación y de la reflexión sobre la presencia del delito en la sociedad com-plementa con la descripción de las tradiciones, hábitos y principales referentes de una comunidad determinada—, etc. Este crisol de tendencias mantiene su vigen-cia en la actualidad, de forma que hablar de género negro es hablar de muchos tipos de novelas, pero teniendo siempre presente que, por encima de recursos temáticos, formales o argumentales, la “negrura” proviene de la capacidad de, cuestionando el orden establecido y trascendiendo el mero carácter lúdico inhe-rente a la intriga de misterio, reflexionar sobre el origen y el papel de la violencia en el mundo contemporáneo.

“La ‘negrura’ proviene de la capacidad dereflexionar sobre el origen y el papel de

la violencia en el mundo contemporáneo”

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En los últimos años, la expresión “literatura testimonial” ha ido ga-nando terreno en múltiples ámbitos: desde la crítica literaria hasta las editoriales, pasando por la enseñanza universitaria y los premios literarios, todas ellas han incorporado la etiqueta con una cierta na-

turalidad, como si siempre hubiera estado allí, formando parte del sistema lite-rario. Se trata, sin embargo, de una categoría muy reciente y que, en la mayoría de los casos, se utiliza de forma confusa y poco definida, sin tener en cuenta que muchos de los textos que se incluyen en su seno nunca se hubieran definido a sí mismos, si pudieran hacerlo, como literatura. La emergencia de la “literatura testimonial” en las últimas décadas es, de hecho, una prueba más de la ductilidad del concepto de literatura, que habitual-mente utilizamos como algo dado, pero que en realidad no para de ampliar sus límites y de redefinirse en cada época. Hace cincuenta años, el testimonio era reconocido como un tipo de discurso judicial, histórico o de denuncia política, pero no como texto literario. ¿De qué hablamos, pues, al hablar de literatura tes-timonial? ¿Qué tipo de problemas implica esta categoría? No hay, desde luego, una definición totalmente satisfactoria de lo testi-monial, pero el modo en que se ha usado en las últimas décadas permite localizar tres líneas de sentido básicas a las que ha sido asociado. En primer lugar, la re-presentación de un acontecimiento o proceso violento (político o no) realmente ocurrido, del cual el texto desea dar cuenta y, en la mayoría de los casos, denun-

LITERATURA Y TESTIMONIO:UN DEBATE

Jaume Peris Blanes

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ENSAYOS

LITERATURA Y TESTIMONIO:UN DEBATE

Jaume Peris Blanes

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ciar, hacer visible o construir su memoria. En segundo lugar, la presencia de una voz subjetiva que garantiza la veracidad de lo ocurrido, y que vincula la narración del acontecimiento con su circunstancia y su punto de vista. En tercer lugar, la construcción de una versión diferente, cuando no opuesta, a las narrativas ins-titucionales y oficiales sobre el pasado reciente. En ese sentido, muchos de los analistas culturales han vinculado la emergencia de la literatura testimonial a la búsqueda de canales nuevos de expresión para las comunidades subalternas.

TESTIMONIO Y ACONTECIMIENTO HISTÓRICO:HACIA LA “ERA DEL TESTIGO”

La creciente legitimidad de las escrituras testimoniales está directamente relacionada con una serie de procesos culturales e históricos que han tenido lugar en los últimos setenta años, desde el fin de la II Guerra Mundial hasta la actuali-dad. La referencia a la guerra no es anecdótica, pues en ella tuvo lugar el aconte-cimiento que, sin duda alguna, fue decisivo en la consolidación de las escrituras testimoniales como forma legitimada de expresión cultural: la experiencia vivida por millones de personas en los campos de concentración y de exterminio nazis, cuyo objetivo era acabar con la población judía y otras comunidades políticas, religiosas y sociales. Efectivamente, la cultura globalizada de las últimas décadas ha conver-tido a la Shoah (el exterminio de los judíos, o el Holocausto, según una termino-logía cada vez más contestada…) y a la experiencia vivida en Auschwitz en una gran metáfora de las experiencias de devastación extrema, a la que todas las otras experiencias de violencia política parecen remitir. La avidez con la que nuestra cultura actual demanda relatos y testimonios de la experiencia vivida en los cam-pos nazis contrasta, sin embargo, con un hecho llamativo: tras la liberación de los campos de concentración y el fin de la II Guerra Mundial, los supervivientes tuvieron serias dificultades para ser escuchados por sus contemporáneos y mu-chos de ellos debieron enfrentarse al rechazo que sus relatos causaban en comu-nidades que poco querían saber del horror vivido en los campos nazis. Primo Levi, que en 1946 había escrito Si esto es un hombre, su doloroso testimonio sobre Auschwitz, narró poco después en La tregua (1962) la expe-riencia posterior a la liberación y su vuelta a través de la Europa devastada por la guerra. En ese escenario en ruinas, Levi cuenta su necesidad de hacer público lo vivido en los campos y de hacer a sus contemporáneos partícipes de la magnitud insondable de la destrucción vivida en Auschwitz. Como respuesta, no hallaría, sin embargo, más que la indiferencia, el desprecio y la incomprensión. Annette Wieviorka, en un gran trabajo titulado La era del testigo, ha anali-zado con rigor el modo en que la sociedad europea y norteamericana evolucionó desde ese inicial rechazo a la palabra de los supervivientes hasta su actual cen-tralidad en las representaciones institucionales del Holocausto. Wieviorka señala dos grandes momentos en ese proceso: en primer lugar, la celebración del juicio a Eichmann en Israel en 1963, en el que los supervivientes alcanzaron una visi-bilidad pública sin precedentes al organizarse el juicio en torno a la sucesión de sus testimonios atroces; en segundo lugar, la introducción de la experiencia de la deportación, el exterminio y la dinámica concentracionaria en los códigos de la industria cultural global y en una tonalidad melodramática propensa a la descarga afectiva más que a la reflexión histórica, con productos audiovisuales tan brillan-

tes como la serie Holocausto o La lista de Schlinder. Lo importante de este proceso es comprender que la eclosión de la li-teratura testimonial ha sido contemporánea de una creciente legitimidad de los supervivientes y, en general, de las víctimas de la violencia política como piezas clave en el relato de los acontecimientos históricos. Ello ha implicado el surgi-miento de nuevas tendencias de la historiografía (la historia oral, por ejemplo…) e incluso la transformación del concepto mismo de Historia y de su posible transmisión: los proyectos masivos de recolección de testimonios de supervi-vientes así lo muestran. La eclosión de lo testimonial en los últimos años ha estado, sin duda, ligada a esos procesos, pero también a la necesidad de visibilizar, denunciar y dar cuenta de realidades políticas, sociales y económicas negadas por los Estados y las instituciones. En ese sentido, la creciente legitimidad de los supervivientes en la escena pública desde, al menos, los años sesenta ha permitido que buena parte de los testigos de la violencia en los procesos de descolonización, en las dictaduras militares de América Latina o en algunas de las guerras contemporá-neas contaran con modelos ya consolidados para hacer públicas sus experiencias desgarradoras.

TESTIMONIOS DE LA REPRESIÓN:DE LA DENUNCIA A LA MEMORIA LITERARIA

En América Latina, por ejemplo, el discurso testimonial jugó un rol cru-cial en la lucha contra las dictaduras militares de los años setenta. En el caso de la dictadura chilena de Pinochet los testimonios de los supervivientes publicados en el exilio sirvieron para golpear la opinión pública internacional y para dar argumentos a las plataformas por la democratización en el interior y el exterior del país. Pero, además, los testimonios de los supervivientes llevaron a cabo una representación de lo vivido en los campos desde una concepción colectiva de la experiencia, creando constantemente metáforas de esa comunidad que el pino-chetismo estaba tratando de aniquilar. De ese modo, muchos de los testimonios, además de denunciar la existencia y el funcionamiento de los campos, se pro-ponían a ellos mismos como espacios de resguardo de esa experiencia política colectiva que los militares estaban tratando de erradicar a través de la violencia.Así pues, la escritura de los testimonios no era conceptualizada como literatura por la mayoría de sus autores, sino como una forma de la lucha política: escribir un testimonio era una forma nueva de sumarse al combate y los supervivientes que escribían testimonios se convertían, por el hecho de hacerlo, en valiosos luchadores antifascistas. Lo cierto es que, con el tiempo, la función de los testi-monios fue cambiando progresivamente y de ser herramientas de lucha política, que incorporaban toda la imaginería y la retórica del combate político, pasaron a integrarse en otro tipo de dinámicas, más cercanas a las reivindicaciones de la memoria. Es este un paradigma de intervención novedoso, cuya emergencia estuvo ligada a reivindicaciones sociales específicas y fuertemente politizadas, pero que con el tiempo ha ido aglutinando prácticas, discursos y estrategias muy dispares y que, a medida que iba ganando legitimidad y aceptación en el espectro político, perdía potencial de confrontación y profundidad crítica. En cualquier caso, lo que es fácilmente observable es que entre los testi-monios de los setenta, contemporáneos de la violencia militar, y los testimonios

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de los últimos años, que exploran la memoria subjetiva de la dictadura, media una evolución nada desdeñable: del combate político al que se vinculaba en los seten-ta a la literaturización de la última década, el testimonio ha redefinido totalmente su función y su lugar social. Por ello, la categoría “literatura testimonial” es, en realidad, un arma de doble filo. Por una parte, otorga dignidad literaria y visibi-lidad académica y editorial a un tipo de discursos de difícil categorización. Pero, por otra, esa dignificación artística se da al precio de separar a los testimonios de la confrontación política y social, y de integrarlos en el espacio a veces difuso de la literatura, disolviendo incluso, en algunas ocasiones, el carácter no ficcio-nal de los acontecimientos narrados por los supervivientes.

EL TESTIMONIOY LAS ESCRITURAS DEL YO

Esa problemática se halla ligada a otra de las características centrales de lo testimonial: su vinculación a un sujeto que se hace responsable de la veracidad de lo narrado y que, de ese modo, establece un pacto de verdad con el lector. No solo eso, sino que propone un texto en el que, además del acontecimiento histórico o violento, lo que se representa es el propio “yo” autoral en su viven-cia personal de ese acontecimiento. Es por ello que la literatura testimonial se ha vinculado recurrentemente a las obras autobiográficas, a las memorias y a la escritura de diarios no ficcionales. La especificidad de lo testimonial frente a esas otras escrituras del yo podría ser su vinculación a un acontecimiento definido ocurrido en un periodo de tiempo breve y en el que el sujeto que narra la expe-riencia desempeña un rol más de víctima que de actor principal. En cualquier caso, la vinculación entre lo testimonial y un sujeto real extratextual tiene implicaciones de gran calado a la hora de pensar el estatuto de la “literatura testimonial” con respecto a otros discursos. La más importante es que permite abordar, de un modo quizás vedado a otros registros discursivos, la conflictiva relación entre el sujeto y la experiencia traumática e incluso, en algu-nos casos, con un cuerpo sometido a violencia extrema. En este sentido, los testimonios de supervivientes de la tortura serían casos paradigmáticos que permiten entrever las posibilidades de la escritura tes-timonial cuando se enfrenta a acontecimientos extremos. Efectivamente, el ob-jetivo de la tortura política habitualmente va más allá del intento declarado de extraer información del detenido: se trata, además, de quebrar su identidad, de producir una ruptura tan profunda que todo su mundo y su estructura subjetiva se venga abajo para, desde allí, tratar de construir una subjetividad dócil, subor-dinada a una autoridad omnipresente y, en ese sentido, perfectamente maleable por el poder. Los testimonios de los supervivientes son, en muchos casos, un intento de representar ese proceso de derrumbe y reconstrucción. Un intento de repre-sentación, además, llevado a cabo por los mismos sujetos que lo han sufrido y que, de ese modo, reconstruyen la posibilidad de narrar su propia experiencia y de articular lingüísticamente su posición en el mundo. Escribía Elaine Scarry, en

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“La categoría ‘literatura testimonial’ esun arma de doble filo. Su dignificación artística

separa a los testimonios de la confrontaciónpolítica y social”

su ya clásico libro sobre la tortura The Body in Pain: “El dolor extremo destruye el yo de la persona y su mundo entero. […] Pero el dolor extremo también destruye al lenguaje: si el contenido del mundo de una persona se desintegra, el contenido de su lenguaje se desintegra también; cuando el yo se derrumba aquello que po-dría expresarlo desaparece también”. Por ello, para conseguir testimoniar el superviviente debe, de entrada, rearmar su propia relación con el lenguaje, en el caso de que ella haya sido dañada del modo en que Scarry señala en el fragmento anterior. Esto es, construir una posición para hablar desde la cual ese derrumbe de la subjetividad y del mundo del detenido puedan ser representados desde el interior. No es de extrañar, por ello, que la mayoría de los supervivientes haga referencia a la gran dificultad que implica testimoniar, ya que ello implica, en buena medida, dar cuenta de su pro-pio derrumbe. En cierta medida, uno de los efectos de la tortura es, de hecho, expropiar al torturado la capacidad de comunicar esa experiencia, pues en buena medida se trata de una experiencia irrepresentable. En su artículo “Le témoigna-ge”, Michael Pollack y Nathalie Heinich señalaban que “los testimonios deben ser considerados como verdaderos instrumentos de reconstrucción de la identi-dad, y no solamente como relatos factuales, limitados a una función informativa. [...] La toma de palabra corresponde a veces al deseo de sobrepasar una crisis de identidad nombrando o describiendo los acontecimientos que fueron su causa”.Esa vinculación entre la enunciación testimonial y la reconstrucción de la iden-tidad implica, fundamentalmente, dos cosas. Por una parte, el hecho de que la escritura testimonial se ve obligada a lidiar con la conflictiva relación que el sujeto superviviente mantiene con el acontecimiento traumático y que, en ciertos mo-mentos, le lleva a incurrir en contradicciones, a visualizar su experiencia como algo fragmentado y sin sentido e incluso a generar paradojas textuales. En ese sentido, se ha llamado la atención sobre la enigmática frase de Hernán Valdés, en su doloroso testimonio Tejas Verdes. Diario de un campo de concentración en Chile (1974), en el que culminaba la representación de su propia tortura con un desga-rrador “no queda nada de mí, sino esta avidez histérica de mi pecho por tragar aire”. Si no quedaba nada, ¿quién hablaba de su propia destrucción? El lugar im-posible que abría esa interrogación es, sin duda, el lugar imposible del testimonio.

LA PRIVATIZACIÓN DE LA HISTORIAEN LA “ERA DEL TESTIGO”

Por otra parte, esa incardinación en el yo y en el trauma subjetivo puede tener también sus contrapartidas. Es cierto que, en algunos testimonios, la explo-ración de la relación entre sujeto, lenguaje, trauma y cuerpo violentado ha pro-ducido representaciones muy complejas y sutiles del conflicto que se establece entre ellos; pero también lo es que, por su propia naturaleza, el testimonio parece imposibilitado para ofrecer representaciones de los acontecimientos que no sean meramente individuales y subjetivas. Es más, la presencia de lo traumático deriva muchos de ellos a una representación fragmentaria y a veces fantasmática de lo ocurrido. No ha de ser ello, entiéndase bien, un motivo de crítica a los supervi-vientes que tratan de dar cuenta de su experiencia personal como pueden, y con todas las dificultades que ello implica. Pero sí a la sacralización de sus testimonios como fuente única de un saber sobre el pasado. Como ya he señalado anterior-

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mente, Annette Wieviorka analizó históricamente el surgimiento de lo que ha llamado la era del testigo: el estadio cultural en el que aquel que ha vivido los acon-tecimientos aparece como el más legitimado para representarlos y cuya palabra preñada de afectividad parece presentar un grado de verdad e interés imposible de alcanzar por el discurso analítico de la historiografía. Ese es el contexto en el que debe evaluarse, por tanto, la representación de los procesos históricos que las escrituras testimoniales pueden llevar a cabo. No hay duda de que la hiperlegitimación contemporánea de la palabra testimonial con respecto a otros discursos sobre el pasado está ligada al uso que los medios de comunicación masivos y, en general, la industria cultural, han hecho de ellos. Discursos del yo y de la experiencia subjetiva, defensores de una verdad desgarrada, los testimonios de los acontecimientos traumáticos presentan una altísima rentabilidad dramática potencial, lo que ha hecho de ellos un objeti-vo privilegiado de la industria cultural. Ello no es, desde luego, de extrañar, pero está produciendo efectos de primer orden en el modo de pensar, recordar y so-cializar las representaciones del pasado en el mundo contemporáneo e, incluso, de construir proyectos y políticas de la memoria. Efectivamente, la memoria de los testimonios es, en la mayoría de los casos, una memoria individual, atravesada por el miedo, el trauma y el olvido. El hecho de que lo testimonial se haya situado con tanta fuerza en el centro de los proyectos estéticos de memoria tiene que ver con un hecho que, quizás por obvio, muchas veces se olvida señalar: la idea de memoria desde la que esa recu-peración cultural se lleva a cabo implica una mirada afectiva hacia el pasado por parte de aquellos que lo han vivido, me-nos atenta a la fiabilidad del dato y a la profundidad del análisis que a las pode-rosas emociones que esa rememoración provoca en el testigo. No hay nada que objetar a los supervivientes que encaran de ese modo sus testimonios, algunos de ellos de mucha complejidad y valor moral. Más dis-cutible es que la industria cultural mimetice su representación emocional de la represión para elaborar unos discursos de la memoria que, en su mayoría, poca luz arrojan sobre el proceso histórico al que están aludiendo y que, incidiendo en sus aspectos de mayor rentabilidad dramática, oscurecen en muchos casos su comprensión.

SUBALTERNIDADY TESTIMONIO

El tercero de los ejes de sentido que recurrentemente se han asociado a la “literatura testimonial” es el de su vinculación a las comunidades subalternas. Se ha llegado a escribir que la literatura testimonial podría ser a las clases subalternas de la segunda mitad del XX lo que la novela fue a la burguesía europea del XIX: un canal privilegiado para expresar su visión ideológica del mundo, sus valores morales y generar un quiebre en la ideología hegemónica. Esa idea incurre en el error de identificar, de forma deshistorizada, una forma textual con una posición ideológica, como si no pudiera haber testimo-nios que, en lo esencial, contribuyeran a confirmar y consolidar los valores del

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“Los testimonios traumáticos se han convertido en un objetivo privilegiad

de la industria cultural”

capitalismo global. Pero indica algo sustancial en el recorrido de los testimonios en las últimas décadas: su consolidación y creciente legitimidad ha corrido en paralelo a la crisis de otras narrativas, ideologías culturales y formas de entender la literatura. No es de extrañar, por tanto, un dato llamativo, que tiene a la revolución cubana como doble protagonista: la convocatoria del premio Testimonio Casa de las Américas en 1971, que por primera vez le daba una legitimidad literaria equivalente al de la novela, el ensayo o la poesía, coincidió con el estallido del “caso Padilla” en el que, además de encarcelar al poeta, la Revolución oficializó, con gran virulencia verbal, su ruptura con los escritores del boom latinoamerica-no, con quienes durante los años sesenta había mantenido un importante idilio intelectual. Si bien no hay una relación de causa-efecto entre ambos acontecimien-tos, lo cierto es que los dos se inscribieron en un mismo ambiente político-cultural: el de una durísima crítica a la figura del intelectual y el artista moderno, al que se le acusaba de encarnar valores prerrevolucionarios y de vehicular una concepción elitista y decadente del arte y la cultura, propia del universo burgués. El propio Che Guevara llegó a hablar de la necesidad de hallar de un “mecanis-mo ideológico-cultural” nuevo, expresión de los valores del Hombre Nuevo que debía producir la Revolución. No lo dijo con esas palabras, pero la propuesta de Guevara apuntaba a la idea de una cultura sin intelectuales, a una nueva forma de producción cultural sin profesionales de la cultura. El propio Guevara, al escribir sus relatos de la guerrilla, reunidos más tarde en Pasajes de la guerra revolucionaria, dio un ejemplo de uno de los caminos posibles para esa “cultura sin intelectua-les”, al acompañar su testimonio de la experiencia guerrillera de un llamamiento a todos los participantes en la Revolución a narrar su experiencia personal para, a través de la suma de todas esas visiones parciales y limitadas del proceso, llegar a completar un mapa plural que permitiera una visión global del mismo. Se trataba, pues, de una concepción antiautoritaria de la escritura histórica que trataba de sustituir al intelectual por la multitud de actores implicados en el acontecimiento. Fue desde esa concepción del testimonio que, en 1966, Miguel Barnet iba a publicar Biografía de un cimarrón, basándose en las entrevistas mantenidas con el antiguo cimarrón Esteban Montejo. Barnet inauguraba un tipo de dinámica testimonial que iba a tener una larga estela en las décadas siguientes: un intelec-tual, con acceso a los circuitos de producción y difusión cultural, cedía su lugar autorizado de enunciación a un sujeto subalterno que por su propia ubicación socio-cultural no tenía posibilidad de hacer escuchar su voz. Esa fue la matriz que en las décadas siguientes explorarían Elena Poniatowska y Jesusa Palancares (Hasta no verte, Jesús mío, 1969), Moema Viezzer y Domitilia Barrios de Chungara (Si me permiten hablar, 1978) o Elizabeth Burgos y Rigoberta Menchú (Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, 1983). Este último texto llegó a convertirse en una suerte de modelo testimo-nial, y durante los años ochenta y noventa fue objeto de debates, a veces virulen-tos, sobre el sentido de esa “cesión de voz” del intelectual al sujeto subalterno, así como sobre la representatividad que muchos de estos testimonios otorgaban a un sujeto individual como metonimia de toda una colectividad. ¿Se trataba, pues, de concesiones paternalistas e interesadas por parte de los intelectuales, que ha-llaban en esa cesión una forma de autopromocionarse en el circuito cultural? O, por el contrario, ¿se trataba de una forma de solidaridad intelectual que podía llegar a transformar las hegemonías culturales, los valores sociales y las formas

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narrativas en las que estos cristalizan y se expresan? En cualquier caso, no hay duda de que el auge de este tipo de literatura testimonial, independientemente del tipo de relación que se estableciera entre in-formante e intelectual, contribuyó a una creciente visibilización de las comunida-des indígenas o de los trabajadores semiesclavizados y, sobre todo, dio una gran visibilidad a la lucha de las mujeres de clases subalternas, que hasta ese momento habían carecido de espacios de expresión en las culturas institucionales. En ese sentido, e independientemente de sus contradicciones, el recorrido de la lite-ratura testimonial en las últimas décadas ha abierto caminos y vías de representa-ción de lo social que parecían vedados en el terreno de la cultura literaria.

TESTIMONIOY LITERATURA

Parece claro, pues, que la integración del testimonio en el sistema literario ha supuesto una transformación del propio concepto de literatura, pero también una transformación del propio concepto de testimonio, que pasa a inscribirse en un ámbito con el que no todos los testimoniantes se sienten identificados. Sin embargo, la cultura contemporánea, cada vez más líquida en sus catego-rías y paradigmas, ha valorado muy positivamente la hibridación formal, moral y discursiva que se ha ido produciendo, en los últimos años, entre las escrituras testimoniales y las ficcionales. Ya no es una novedad que novelas ficcionales in-corporen herramientas, registros y dispositivos de representación propios de las escrituras testimoniales, pero tampoco que los testimonios hagan suyas técnicas narrativas, estrategias de focalización y de composición desarrolladas en la tradi-ción novelesca. Giorgio Agamben, en uno de los estudios más influyentes sobre el tes-timonio, Lo que queda de Auschwitz (2000), señalaba que los testimonios, en rea-lidad, de lo que dan cuenta es de la propia imposibilidad de testimoniar. Quizás sea esa la característica que los acerca tanto al lenguaje literario: más allá de su apariencia de referencialidad, el desgarro interno de los testimonios señala un desajuste esencial que la literatura no ha dejado de explorar desde los inicios de la modernidad: el abismo insalvable que media entre la realidad y su representa-ción, entre el sujeto y el relato vital sobre el que se sostiene, entre la experiencia de la violencia y el lenguaje que trata de dar cuenta de ella. Esa es, en realidad, la herida profunda sobre la que, implícitamente, vuelven siempre el testimonio y la literatura moderna.

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“Esta literatura contribuyó a la visibilización de grupos que habían carecido de espacios de

expresión en las culturas institucionales”

La “imposibilidad radical de la traducción” es, sin lugar a dudas, una noción fundamental en el ámbito del pensamiento sobre la traduc-ción. Es, además, una idea compartida no solamente en el campo de la teoría lingüística y de los escritos académicos, sino también de las

reflexiones de los mismos traductores. Podemos inclusive ir más atrás que Eco y encontrar, en los comienzos de la Edad Moderna, algunos antecedentes de esta idea. De hecho, cuando Leonardo Bruni escribe su tratado De interpretatione recta (c. 1424–1426), nos dice que la traducción es, ante todo, una tarea esencialmente difícil (una res difficilis). Es interesante notar, eso sí, que a pesar de la dificultad extrema que le asignó a la traducción, Bruni tradujo, y tradujo muchísimo. Por ejemplo, antes de escribir De interpretatione recta, ya había traducido obras de San Basilio, Jenofonte, Platón, Plutarco, Demóstenes y Aristóteles. De hecho, en este ensayo, me gustaría detenerme un poco en el marcado desencuentro que pode-

LA IMPOSIBILIDAD DE (PENSAR) LA TRADUCCIÓN:APUNTES PARA LA HISTORIADE LA TRADUCCIÓN MODERNA

Belén Bistué

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[A] partir de la primera mitad del siglo pasado se elaboraron teorías de la estructura de una lengua, o de la dinámica de los lenguajes, que ponían el acento

en el fenómeno de la imposibilidad radical de la traducción; desafío de no poca monta para los teóricos mismos que, aun elaborando estas teorías, se daban

cuenta de que de hecho y desde hace milenios, la gente traduce. Umberto Eco (2003)

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“¿Por qué los que reflexionan sobre la traducción definen esta actividad como una tarea que no

puede ser llevada a cabo?”

mos observar entre la práctica y la reflexión traductoras —entre una práctica ampliamente difundida, que ha sustentado gran parte de la cultura y de las insti-tuciones occidentales por lo menos desde la antigüedad romana, y una teoría que sin embargo la define como una actividad dificilísima, siempre fallida y a veces hasta imposible—. Quiero proponer que, a pesar de que la imposibilidad de tra-ducir, o por lo menos su intrínseca dificultad, nos parezca obvia, no deberíamos aceptar esta idea tan a la ligera, ya que, después de todo, como bien dice Eco, “la gente traduce”. Ya en 1937, José Ortega y Gasset abordó el problema de la divergencia entre teoría y práctica traductoras en su artículo “Miseria y esplendor de la tra-ducción”. Los interlocutores ficticios de su diálogo coinciden en que, si bien hay algunos tipos de textos que son traducibles, existe algo así como una dificultad, una improbabilidad y, en muchos casos, una imposibilidad que es propia de la traduc-ción. Sin embargo, a lo largo del diálogo, esta imposibilidad se va convirtiendo en una oportunidad utópica de “libertar a los hombres de la distancia impuesta por las lenguas”. En este contexto, la noción de utopía llega a alcanzar un valor altamente positivo: implica un esfuerzo por llegar a una meta inalcanzable, pero en el que “siempre cabe mejora, superación, perfeccionamiento”. Así, Ortega y Gasset sale airoso de la contradicción entre teoría y práctica, habiendo reva-lorizado la noción de la imposibilidad de traducir, para decirnos que la mis-ma no es necesariamente algo negativo sino que puede considerarse, nada más y nada menos, que como el “esplendor de la faena traductora”. Eco, por su lado, adopta una postura un poco más pragmática para salir del paso. En Decir casi lo mismo (trad. 2008), compara el desacuerdo entre práctica y teoría de la traducción con la paradoja de Aquiles y la tortuga: “en teoría”, nos dice, “Aquiles no debería alcanzar jamás a la tortuga, pero de hecho (como en-seña la experiencia) la adelanta”. Para Eco, el problema reside en que “la teoría aspira a una pureza de la cual la experiencia puede prescindir”. Ante esta disyun-tiva, se pone del lado de la experiencia y nos invita a ver al traductor como un “negociador” que se sitúa entre el texto fuente y la nueva versión y que sabe que, si quiere satisfacer a ambas partes, debe renunciar a algunas cosas para lograr otras. Y, sin embargo, estas soluciones no terminan de aclarar el problema de por qué pensamos que traducir es “imposible” cuando en realidad “la gente tra-duce”. Si es innegable que a lo largo de los siglos se han producido, y se siguen produciendo, numerosísimas traducciones, en los más variados idiomas y for-matos, ¿por qué, entonces, los que reflexionan sobre la traducción definen esta actividad como una tarea que no puede ser llevada a cabo? Además, si bien tra-ducir puede ser muy difícil (no lo niego), también hay otras prácticas de lectura y escritura que lo son, sin que esto implique que las definamos como imposibles de realizar. Para dar solamente un ejemplo, a pesar de que no todos podemos escribir buena poesía, no creo que muchos estuvieran de acuerdo en afirmar que escribir poesía es imposible. Aquí, más que paradoja o utopía, me parece que cuando hablamos de la imposibilidad de traducir nos encontramos simplemente ante una desconexión entre la teoría y la práctica traductoras.

El insistir en la pregunta de por qué pensamos que es tan difícil traducir cuando en la práctica se traduce muchísimo no es tan simplista como puede pa-recer a primera vista. En primer lugar, porque el haber asumido que la traducción es imposible (o inadecuada, o improbable, o fallida, o difícil, para usar algunos de los términos más frecuentes) ha tenido consecuencias muy tangibles para el estudio de la Historia de esta práctica. De hecho, esta situación parece haber dado lugar a una característica muy particular. En general, las historias de la traducción se han concentrado casi exclusivamente en las reflexiones de los traductores y teóricos, dejando de lado las estrategias y técnicas que efectivamente se usaron e inclusive los textos que se produjeron. Esto no implica, en absoluto, una crítica al enorme trabajo que se ha realizado, ni una desvalorización del mismo. Gracias a este trabajo, hoy podemos saber cómo se le decía a la actividad de traducir antes de que, a comienzos de la Edad Moderna, se unificara el término que hoy la designa (tenemos por ejemplo los vocablos latinos interpretare, vertere, convertere, explicare, exprimere, reddere, mutare, y, más tarde, transferre y translatare, además de las varias alternativas en lenguas romance, como por ejemplo los términos españoles trasladar, transferir, verter, con-vertir, reducir y romançar, entre otros). Se han confeccionado, también, inventarios de las metáforas que se han usado para referirse a la traducción (por ejemplo, era frecuente la idea de que había una transmigración de almas del autor primero al traductor, o de que el traductor era raptado por la fuerza del estilo del autor, o se convertía en su esclavo; al mismo tiempo, también podemos encontrar mu-

chos casos en los que gana el traductor y la traducción es presentada como una conquista militar del traductor sobre el au-tor, o como una ingestión y digestión de las palabras del autor antes de que el traduc-tor las engendre de nuevo). Además, hoy podemos saber lo que pensaban de esta

tarea los traductores más conocidos (y los más desconocidos también), ya que en los últimos años se han venido publicando numerosas y nutridas antologías que recopilan escritos teóricos de traductores, desde San Jerónimo hasta Walter Benjamin, pasando por figuras como Leonardo Bruni, Alfonso de Madrigal, Fray Luis de León, Martín Lutero, Étienne Dolet, Nicolás Perrot D’Ablancourt, John Dryden, Sor Juana Inés de la Cruz y Friedrich Schleiermacher, para nombrar solamente algunos de las más conocidos. En suma, lo que hoy tenemos no es estrictamente una historia de la traducción, sino más bien una sólida historia de la teoría de la traducción. En el ámbito de la historia de la práctica traductora, sin embargo, no con-tamos con una sistematización semejante. Estoy pensando en algo así como una recopilación de fragmentos de traducciones en los que se vea cómo traducían realmente los traductores de distintas épocas y distintos lugares. Y estoy pensan-do —por qué no— en una historia que, además de incluir los términos que se usaban para referirse a la traducción, las metáforas que servían para describirla y las definiciones y métodos que proponían los traductores, tuviera en cuenta las estrategias y técnicas concretas que usaron en distintas épocas. Es un poco como si, ante la imposibilidad de reconciliar una teoría que dice que la traducción es imposible con la evidencia de que esta práctica ha sido ampliamente utilizada, se hubiera optado por concentrarse solamente en la teoría.

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“…una recopilación de fragmentos en la que se vea cómo traducían realmente en distintas épocas y lugares...”

Para dar algunos ejemplos de lo que estaría faltando, me gustaría comen-zar con un breve análisis de una creencia firmemente establecida. Generalmente se da por sentado que traducir es una actividad individual, llevada a cabo por una persona que conoce bien las dos lenguas (la de origen y la de destino). Y esto se sobreentiende, ciertamente, en la definición que da Bruni de la traducción ideal ya en la primera mitad del siglo XV: “La esencia de la traducción consiste en esto,” nos dice el humanista florentino, “en que lo que está escrito en una len-gua sea correctamente transportado a otra. Sin embargo, nadie puede hacer esto correctamente si no posee una mucha y gran pericia en ambas lenguas”. Como he propuesto en algunos de mis trabajos, si Bruni enfatiza algo tan simple como que el traductor debe conocer bien las dos lenguas, es porque tal vez esté recha-zando otras formas de traducir en las que esto no era un requisito. Durante la Baja Edad Media y todavía a principios del Renacimiento, se utilizaron también formas de traducción que podemos llamar colaborativas, en las que un traductor, que solamente conocía con profundidad la lengua de origen (árabe o griego), iba traduciendo la obra a una lengua vernácula, mientras que un segundo traductor le daba forma a la versión final en latín. Las historias de la traducción, sin embargo, todavía no incluyen en su narrativa un detalle de los periodos en que se usó o dejó de usar esta técnica, ni un análisis de las características que tenían los textos así traducidos. Para dar otro ejemplo, esta vez referido a estrategias traductoras, me gus-taría mencionar el caso de la traducción de la Eneida que hizo Enrique de Villena en el siglo XV. En general, los críticos de esta obra no han visto con buenos ojos que Villena use una gran cantidad de sinónimos y frases alternativas para tradu-cir las frases latinas (esto sucede consistentemente desde los primeros versos, donde Villena traduce “Musa” como “¡O musa, siquiere sçiençia!” y “mihi cau-sas memora” como “recuerda me las causas, siquiere occasion”, y “quo numine laeso” como “por que la divinidat fue ofendida, siquiere qual deydat se tovo por ofendida”, y así sucesivamente). En Traducción: Historia y Teoría, Valentín García Yebra describió la versión de Villena como “antinatural”, como el producto de una época en la que la prosa española no estaba todavía madura. Tal opinión es representativa de la visión general de los críticos que se han interesado en esta traducción. Sin embargo, el trabajo de Villena resulta mucho más interesante y valioso cuando lo miramos desde el punto de vista de estrategias traductoras, y no desde el punto de vista del desarrollo del castellano. Después de todo, sus dobletes léxicos y sintácticos pueden verse como la formalización de una carac-terística propia del proceso traductor: el hecho de que las palabras y frases de la versión fuente admiten, la mayoría de las veces, más de una traducción en la lengua de destino. Podemos encontrar muchos ejemplos del uso de dobletes sinonímicos en traducciones de la Baja Edad Media y el Renacimiento. Desde las traducciones del s. XIV del catalán Ferrer Sayol quien, como ha mostrado Dawn Prince, tradu-ce algunos vocablos latinos con pares de sinónimos donde uno de los términos pertenece al dialecto aragonés y el otro se acerca más al dialecto castellano, hasta las traducciones latinas que hace Erasmo, a comienzos del s. XVI, de autores griegos como Libanio o Eurípides y la traducción que hace John Florio de los ensayos de Montaigne a comienzos del XVII, cuyos tamaños crecen casi hasta el doble que los de sus originales, debido en gran parte al uso de la sinonimia. Inclusive, para cerrar el círculo, podemos considerar la traducción que hace John Dryden de la Eneida, en el s. XVII, donde, al igual que Villena dos siglos antes,

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Dryden recurre a los dobletes y a la multiplicación de frases. Ahora bien, aquí hay que tener en cuenta que, cuando querían, estos mismos traductores podían hacer unas traducciones bastante concisas, como es el caso de la traducción que hace Villena de la Divina comedia del Dante o la que hace Erasmo del Nuevo Testa-mento, las cuales se corresponden con sus originales casi palabra por palabra. Es decir que el uso de sinonimia y multiplicación verbal puede considerarse como una técnica específica a la que podían recurrir los traductores en determinados contextos. Así, podemos ver que, de alguna manera, lo que hace Villena en su versión romance de la Eneida es ofrecernos distintas posibilidades de traducción en un mismo texto. Y, si bien es verdad que esto no cumple con los requisitos de unidad de sentido y desarrollo lineal que esperamos de la prosa, ¿por qué debe-ríamos imponer a una traducción los mismos requisitos que a un texto que toma forma a través de un proceso distinto de escritura y que tiene distinta función? Tal vez podríamos tener una mirada más abierta si conociéramos tanto sobre la historia de la práctica traductora de esta época como sabemos del desarrollo de la prosa castellana. Una vez planteado este contexto, me gustaría referirme ahora a otra con-secuencia del distanciamiento entre teoría y práctica traductoras. Esta vez, dentro de las reflexiones mismas de los traductores, donde también nos encontramos con algunas contradicciones notables. Uno de los más escrupulosos con respecto a estos problemas fue el español Alfonso Fernández de Madrigal, el Tostado. Por ejemplo, entre las muchas reflexiones que hace sobre las “dificultades” de la tra-ducción, en su Comento de Eusebio nos dice que el traductor “deve guardar lo que a su oficio pertenece; et es de su oficio del todo remedar al original porque non haya diferencia otra, salvo estar en diverssas lengua”. Esta salvedad, aunque de nuevo nos parezca algo obvio, no es un detalle menor. Si se pone como requisito que la nueva versión sea igual al original, el hecho de que estén escritas en distintas lenguas no es una diferencia menor. Aquí nos encontramos de lleno con el pro-blema de la imposibilidad. Como bien ha notado Julio César Santoyo, el pensa-miento de Madrigal sobre la traducción se basa en el requisito de una ecuación total entre las dos versiones y, al mismo tiempo, en el reconocimiento de que tal ecuación es una imposibilidad ontológica. Esta es, creo yo, una de las puntas del ovillo que pueden ayudarnos a desenredar un poco el problema de la imposibilidad de la traducción. Si la ecua-ción total entre dos versiones, en distintas lenguas, no es posible, ¿por qué pre-tendemos entonces que este sea uno de los requisitos básicos de la traducción? ¿Y por qué Bruni nos dice que el traductor debe ser “raptado” del texto por la fuerza del estilo del primer autor del mismo [“rapitur enim interpres vi ipsa in genus dicendi illius de quo transfert”]? ¿Por qué dice Garcilaso, un siglo más tar-de, que una traducción es buena cuando el lector puede olvidarse de que el texto fue alguna vez escrito en otra lengua? ¿Por qué predominan en las reflexiones traductoras del Renacimiento las metáforas de transmigración, ingestión, con-quistas o esclavitud, en las que desaparece el traductor o el autor y queda lugar solamente para uno de ellos en el texto de la traducción? ¿Y por qué, avanzando en el tiempo, tenemos que elegir entre la cultura de origen y la de destino? ¿Por qué, como diría Lawrence Venuti, el traductor tiene que optar entre la extranjeri-zación y la domesticación? Quisiera proponer que parte de la respuesta a estas preguntas reside en que, desde comienzos de la Edad Moderna, el pensamiento traductor ha tomado como modelo el texto monolingüe de las emergentes literaturas nacionales y ha

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dejado de lado otros posibles modelos (por ejemplo, el de las traducciones que ofrecen muchas alternativas al mismo tiempo). Si tenemos en cuenta el modelo textual que subyace a los requisitos que se le imponen a la traducción, podemos ver que es efectivamente difícil, y hasta imposible, que una traducción los cum-pla. ¿Cómo se hace para plasmar, en un texto que mantenga constantemente la li-nealidad y la unidad de significado y estilo, un proceso que involucra dos lenguas, dos versiones, dos estilos, dos instancias de escritura y múltiples posibilidades de significado? Estas nuevas preguntas nos invitan a mirar a la “imposibilidad de la traducción” desde una perspectiva distinta. Más que hablar de una imposibi-lidad práctica, estamos hablando aquí de una imposibilidad teórica. No se trata tanto de la imposibilidad de traducir como de la imposibilidad de “pensar” la traducción. En los “Apuntes para la historia de la traducción en la Edad Media”, que escribiera Margherita Morreale en 1959, y con cuyo título juega el título de mi ensayo, encontramos ya la propuesta de que “todo intento de caracterizar la tra-ducción medieval en sus distintas fases ha de proceder simultáneamente por dos caminos: cotejando los textos traducidos con sus originales y elaborando una teoría de la traducción”. Un poco más de veinte años después, Peter Russell vuelve sobre este tema, pero también nota que, desafortunadamente, los estu-diosos de la historia de la traducción no han seguido la propuesta de Morreale. Para cerrar estos apuntes, y tras haber propuesto que el estudio de las prácticas traductoras del pasado puede ayudarnos a entender mejor cómo pensamos hoy la traducción, quiero insistir una vez más en que el cotejo de los textos traducidos —y el estudio de las formas en que se traducía y el de las estrategias y técnicas que se usaban— también deben ser parte integral de nuestras historias de la traducción.

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“No se trata tanto de la imposibilidadde traducir como de la imposibilidad

de ‘pensar’ la traducción”

Todo lo pasaba Galdós por la pluma y lo dejaba plasmado en papel. Ocurre siempre con los grandes escritores. Cuanto ven y observan, y cuanto les sugiere tanto lo más excelso como lo más nimio, suele acabar siendo materia para ir rellenando, convertido en palabras, el

blanco de unas cuartillas. No podía haber ocurrido de otro modo con los viajes de Galdós por España y por otros países; viajes, en general cortos, que le aparta-ban temporalmente de su querido y entrañable Madrid, el espacio por excelencia de su mundo novelesco. Un espacio que él, en persona o a través de sus persona-jes, estuvo siempre visitando y revisitando, descubriendo y redescubriendo. No resulta difícil, aunque hay a menudo que fijar en ello cuidadosamente la atención, espigar entre las novelas de Galdós las muchas páginas en las que describe el pai-saje urbano madrileño. Bueno, urbano, pero también social, político, económico, histórico y humano. Esto último, lo englobaba todo para él. Galdós en sus escapadas, pluma —su ristre— en mano, por San Sebas-tián, Bilbao, Santander, Barcelona, Madrid y por tierras portuguesas e italianas, remolina el conjuro de múltiples miradas sobre esas zonas de la Europa del Sur. Una Europa que tiene la riqueza de lo variado y plural. Galdós, respetando y admirando tal naturaleza geográfica y humana, dejaba que lo real mostrara, a través de la magia de la palabra —la palabra siempre la tiene—, toda su riqueza. Así, con esa mirada-escritura dejaba que lo real de cada lugar, como si fuera un variado contrapunteado de notas musicales o un plural amasijo de personajes de

AQUEL OTRO GALDÓSQUE ERA EL GALDÓS DE SIEMPRE

Francisco Caudet

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“…la mirada de un visitante quebuscaba obsesivamente acercarse a las superficies

de las cosas y apurar el sentido de sus recovecos íntimos...”

una misma novela —lo variado y lo plural define persistentemente a Galdós—, mostrara y transmitiera lo que estaba al alcance de su vista. Ello era siempre, en su caso —y esperaba fuera el caso asimismo de sus lectores—, un cúmulo de apariencias exteriores tras las que se escondía una vena riquísima de profundi-dades, de interioridades. Como el eximio realista que era, cada lugar necesitaba, para ser descubierto en toda su complejidad, la mirada de un visitante que bus-caba obsesivamente acercarse a las superficies de las cosas y también —y sobre todo— apurar el sentido de sus recovecos íntimos, de sus interiores. Las más de las veces esa busca no se limitaba a hacer, aunque sea esa la declarada intención del Galdós viajero, una crónica centrada en el lugar visitado. No era únicamente así porque el viajero de su progenie suele llevar consigo sus personales cuitas y barruntos, y lo que ve su mirada aparece empañado, lo quiera o no, sea de ello consciente o no, por unos interiores que, estén o no en el lugar visitado, lo están, al menos como actitud de esa busca, en el viajero. La crónica que escribió sobre San Sebastián empieza —me remito a ejemplos que se hallan en algunas de sus crónicas de viajero— con una serie de símiles y comentarios sobre Madrid; y, cuando más adelante se describe la ciu-dad, se hace comparándola con Ginebra y con París. La mirada del viajero está empañada de recuerdos de otros viajes, de otras miradas. La ciudad de San Se-bastián tiene encantos que no tienen punto de comparación con nada hasta el momento visto por el viajero: el puertecito, “que parece de muñecas”; la playa de la Concha, de la que sostienen los guipuzcoanos que “la exploración de todo el litoral del Universo no daría por resultado el hallazgo de otras mejor”; Monte Urgull, “un cerro empenachado de árboles, batido del mar en su mayor parte, alto, redondo, solo, magníficamente orgulloso y esbelto”… Pero a esos y otros encantos de ese paisaje sin parangón los empaña la memoria que lleva consigo el viajero de las guerras carlistas, la pervivencia de un “patriotismo local y de campanario que es origen de tantos males”. La admiración que experimenta por Bilbao y sus habitantes, por sus marinos y sus mineros, por su espíritu festivo… aparece de pronto enturbiada, en la crónica sobre esta ciudad, por lo que pervive aún de ese mismo pasado, al que se había referido en la crónica sobre San Sebas-tián, y es aún amenazante “combustible para la hoguera…”. Santander es esa magnífica ciudad y geografía costera del Norte que Gal-dós, por haber tenido allí durante muchos años su residencia veraniega, conocía muy bien y, por lo tanto, podía en su crónica haberse detenido a describir en de-talle. Pero no lo hizo porque la mirada no la tenía puesta en el paisaje con el que tan familiarizado estaba sino en España. Por ello, Santander es convertida, junto a las limítrofes Asturias y Galicia, regiones de humildes y laboriosos emigrantes, en la imagen ideal de España. “La historia política en esta región —discurre Galdós en esa crónica— es poco abundante en emociones, y nuestros gobernan-tes no tendrían tantos quebraderos de cabeza si no hubiera en España más que montañeses, asturianos y gallegos, porque seguramente viviríamos entonces en el mejor de los mundos posibles”. En la crónica que dedica Galdós a Barcelona la mirada sobre el paisaje urbano deja pronto paso a lo que sobre todo le preocupaba: la necesidad de en-contrar modelos para que España saliera del marasmo en que —mucho le dolía a

Galdós— se hallaba. Barcelona, y el resto de Cataluña, era ese modelo, al menos en potencia, porque “de cuantas fabricaciones enriquecen a Inglaterra, Alemania y Francia, hay en Cataluña alguna muestra, pudiendo decirse que los catalanes en-sayan su inteligente actividad en todas las ramas de la industria contemporánea”. De ese modelo en potencia destacaba el cronista que tenía una composición so-cial más modélica que la de Madrid, pues en Barcelona la única aristocracia que había era “la del dinero amasado laboriosamente en el comercio y la industria”, y contaba con una clase media y con pueblo fabril que gozaba de mejores condi-ciones de trabajo y de vida que en Madrid. Pero ese modelo en potencia ya no lo era tanto —se detenía a explicar en detalle el cronista— por sentirse necesitada Cataluña del proteccionismo arancelario para sus productos, lo que planteaba un pleito con el conjunto del resto de España que o bien exigía la misma protección o era, porque la competencia en igualdad de condiciones permitía mejorar la calidad y precio de los productos, librecambista. En tres crónicas sobre Madrid se ocupaba Galdós de los mercados de Madrid y de la cantidad y variedad de productos que llegaban a la capital de todas las provincias españolas. Esta crónica, una como miniatura de El vientre de París, la novela de Zola sobre Les Halles, presenta la minuciosa relación de la riqueza de productos alimenticios de cada una de las regiones españolas que, de cada una de ellas, afluían —y lo siguen haciendo en la actualidad— al venturoso centro equi-distante del resto de España que es Madrid. Galdós, que no gustaba de hablar de sí mismo, hace, al final de esta crónica, una inédita confesión personal: “Sepan que no soy glotón, ni siquiera goloso, y que poseo una dichosa indiferencia hacia lo que llamamos placeres de la mesa”.

En la segunda crónica, “Pano-ramas madrileños”, deja Galdós rienda suelta al emocionado sentir, a esa cari-ñosa pasión suya por Madrid que, como buen tímido, solía contener, guardarse para sí mismo y apenas aparecía en sus novelas. O no lo hacía con la manera casi desbordante —y sin por ello perder

el humor— de esa crónica. La nieve que, como por cierto los mercados de la crónica anterior, tiene su protagonismo en la parte final de Fortunata y Jacinta es descrita, en esta segunda crónica, como un espectáculo divertido que dura poco. En una ciudad donde el sol siempre acababa saliendo, breve es —recuerda Galdós— la permanencia en el suelo de la nieve. Le da ello pie para hablar del viento, el cielo, el frío y las noches invernales de Madrid: “Los vientos del Norte, que embellecen el cielo, haciéndolo tan fino, profundo y transparente, y al propio tiempo producen el frío sutil, el verdadero frío de Madrid, que coincide con la serenidad y hermosura de la bóveda celeste. […] Por la noche, los estanques y puentes se cubren de una costra de vidrio y todo lo que es líquido se endurece y el hielo adquiere una blancura espeluznante. La luna alumbra casi tanto como el sol de Rusia y tiñe los objetos de un viso azulado y metálico que parece aumentar la sensación de glacial desamparo. El cielo parece una gran bóveda de bruñido acero y las estrellas semejan brillantes que despiden reflejos verdes y amarillos de sus bien talladas facetas”. Los lectores de Galdós no habían posiblemente estado nunca tan cerca de esa memoria suya de miradas personales, íntimas, que ahora, en esa crónica, vertía sin apenas contención sobre el papel.

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“…un Madrid cuyos vicios y virtudes tenía el propósito de convertir en el temade su producción novelesca...”

Lo que dice en la tercera crónica, “Vida de sociedad”, es una miniatura del cañamazo —a algunos nos gusta llamarlo referente socio-histórico— sobre el que tejió-compuso la casi totalidad de sus novelas. “Vida de sociedad”, esa crónica-miniatura, gira en torno a un Madrid al que también se había referido en las crónicas sobre San Sebastián y Barcelona y, de manera más particular y concreta —y más detallada, más extensa—, en “Observaciones sobre la novela contemporánea en España”, ensayo de 1870, o en “La sociedad presente como materia novelable”, discurso de ingreso a la Academia de 1897. Un Madrid cu-yos vicios y virtudes tenía el propósito —como adelantó en ese ensayo y en ese discurso— de convertir, con una mayor amplitud de registros, en el tema —y así fue— de su producción novelesca. Esta crónica tiene el añadido interés de reco-ger, en su primer apartado, unas consideraciones sobre el “principio igualitario” de la sociedad española al que le habría de dedicar una controvertida página de Fortunata y Jacinta, que ese apartado aclara. Las dos crónicas, que se recogen bajo el título “Excursión a Portugal”, son un testimonio del gran interés y cercanía literaria y política que siempre sintió Galdós por el país de su contemporáneo Eça de Queiroz. Acaso por ese interés y esa cercanía las descripciones de las urbes y del paisaje portugueses alcanzan, como en la referida crónica de Madrid, un alto grado de emotividad. Galdós era firme partidario de la reunificación de Portugal y España. Sabía que era “un sueño, un delirio” y que el “solo anuncio de semejante idea hace temblar de in-dignación a los susceptibles portugueses”, pero, terminaba augurando, “como la verdad se impone al fin, vendrán tiempos en que los dos pueblos hermanos encuentren una fórmula para construirse en hermoso y soberano grupo, el cual tendrá la fuerza que ninguna de las dos nacionalidades separadas obtendrá ja-más”. En la primera de las tres crónicas sobre Italia se hace una incursión en los acontecimientos que abocaron al logro de su unificación bajo el cetro de los Saboya —proceso y familia que contaban con todas las simpatías y admiración de Galdós—. Roma, Génova, Venecia, Florencia, Nápoles y Pompeya —a las que dedica a cada una por separado una crónica—, el Vaticano… sobrecogen, como la historia y el arte que descubre por todas partes, el ánimo del viajero. Es tanto lo que necesitaba contar que estas crónicas tienen algo de guía turística. En el Museo de Nápoles, un edificio que había mandado construir el duque de Osuna, virrey de Nápoles, recuerda de pronto —según cuenta en la tercera y última crónica sobre Italia— el primer verso del soneto que Quevedo, su secretario, escribió en defensa del duque, que fue acusado por sus enemigos de intentar alzarse con el reino de Nápoles y cayó, finalmente, en desgracia y fue destituido:

Faltar pudo su patria al grande Osuna…

En Nápoles, al final de su viaje a Italia, se había vuelto a encontrar Gal-dós con España y con la novela. Alejandro Miquis, el quijotesco amo del san-chesco Celepín, se había prendado, en El doctor Centeno, de ese verso, y del resto del soneto, haciendo suyo el hálito quevediano de justicia que lo animaba.

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El colegio es un espacio característico de las novelas de formación, modelo literario desde el que pueden leerse las cuatro novelas que convocaremos a continuación. El gran aporte de tal modelo, descen-diente del debate ilustrado y romántico sobre el individuo, estriba en

observar la identidad y la libertad del sujeto como negociación con la sociedad, sin dogmas ni aprioris pero tampoco certezas ni horizontes definitivos. En esa precariedad, el protagonista de estas novelas negocia con los discursos sociales que el colegio vehicula. En cierto modo, nos interesa observar al personaje como producto y a la vez resistencia a esos discursos. La comparación nos conducirá a detectar distintas posiciones del individuo frente a la homogeneidad cultural que el colegio trata de instaurar, así como diversos ángulos desde los que enfocar la tutela de las élites en la configuración de imaginarios nacionales restrictivos. El colegio aparece en estos relatos como una microcomunidad que arras-tra e ilustra con sordina los conflictos que laten en la sociedad en conjunto. En las líneas siguientes, no analizaremos tanto la articulación simbólica y literaria de ese espacio como las prácticas discursivas que pone en juego como parte de un dispositivo social mayor. La acusada convencionalización del colegio en la novela de formación abonará la propuesta de lectura comparada entre dos novelas ar-gentinas y dos novelas peruanas: Juvenilia de Miguel Cané (1886) y Ciencias morales de Martín Kohan (2006); Los ríos profundos de José María Arguedas (1958) y La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa (1963). En definitiva, nos va a interesar

DISCURSO NACIONAL, ÉLITES Y RESISTENCIA. NOTAS SOBRE EL COLEGIO EN CUATRO NOVELAS HISPANOAMERICANAS

Víctor Escudero

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“El colegio es como una micro-comunidadque ilustra con sordina los conflictos

que laten en la sociedad”

cómo la representación del colegio en cuatro novelas de formación hispanoame-ricanas plantea distintas posiciones del proyecto social que el colegio instituye en relación con la homogeneidad o complejidad cultural que ese proyecto vehicula1.

I

Empezamos por el Colegio Nacional de Buenos Aires sobre el que pivo-tan Juvenilia y Ciencias morales. La novela de Kohan puede ser leída como reflejo invertido de la de Cané, pues Ciencias morales incorpora la referencia explícita y recurrente a Juvenilia como elemento estructural. Kohan, de hecho, lleva a cabo la reescritura de una novela que se había convertido a finales del XX en lectura es-colar prescriptiva y en paradigma de una determinada visión oficial del país. Como analiza Óscar Terán en su ensayo sobre el pensamiento argentino, esa visión está asociada a las élites porteñas de finales del XIX, que tratan de protegerse de los cambios modernizadores e inmigratorios que han irrumpido en el país y que, irónicamente, aseguran su posición social privilegiada mediante el progreso económico que sustenta tal posición. Para esa generación, el Colegio Nacional de la infancia se antoja como un orden social perdido, una especie de reserva espiritual frente a la invasión extranjera del presente. De ahí que Juvenilia, cen-trada en los recuerdos adolescentes del autor en el Colegio Nacional, “entona el recuerdo melancólico de una Buenos Aires que ya no es”, según sostiene Ós-car Terán. El relato de Cané puede encuadrarse entre los discursos de revisión del pasado como fundamentación nacional del presente que sellan algunas novelas de formación hispanoamericanas del primer siglo XX, cuya principal muestra es Don Segundo Sombra. Cané forma parte de una generación que todavía confió en la educación institucionalizada como vía hacia la emancipación, como generadora de progreso y autonomía social e individual, y la figura reformista y salvífica de Amadée Jacques aglutina toda esa fe. El Colegio se configura como un producto de la historia nacional y como la arena en la que se juega el futuro del país. Así lo resume Juvenilia: “Antes de su entrada [Amadée Jacques], las pasiones políticas que habían agitado la República desde 1852 se reflejaban en las divisiones y odios entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos bandos cuyas dife-rencias se zanjaban a menudo en duelos parciales”. A pesar de esas divisiones y desencuentros, la formación del protagonis-ta que se relata está completamente penetrada por un tono elegíaco que tiende a suavizar los síntomas de desconfianza: “Sí, amar el estudio; a esta impresión primera debemos todos los que en el Colegio Nacional nos hemos educado, la preparación que nos ha hecho fácil el acceso a todas las sendas intelectuales”. El colegio, por lo tanto, funciona en Juvenilia como espacio de reconocimiento, de neutralización de conflictos, y como vehiculador de un proyecto basado en la construcción de un imaginario nacional homogéneo que neutralice la diversidad tumultuosa que arrastra la marea inmigratoria. El nacionalismo culturalista será la estrategia de la élite intelectual finisecular para impregnar los programas educati-vos de un discurso nacional cohesionador fundado sobre la celebración épica de la independencia, la configuración de la nación criolla del XIX o el desarrollismo

1 La convencionalización del espacio colegio comienza, de hecho, en la novela de formación europea

desde el siglo XIX, casi siempre encarnando la institucionalización

de unos determinados valores sociales —El destino de la carne, Las

tribulaciones del joven Törless, Retrato del artista adolescente...—, o bien

como espacio donde empezar un trayecto inesperado hacia zonas

de penumbra —El gran Meaulness, Demian... Tales funciones van a se-

guir siendo vigentes en los colegios hispanoamericanos de las novelas

aquí estudiadas, aunque incidiendo en matices semánticos asociados a una evolución social y estética

disímil.

latifundista de una burguesía de estirpe casi feudal. Frente a esa mirada confiada, Kohan plantea una revisión implacable. Ciencias morales muestra el Colegio Nacional un siglo después del recuerdo com-placido de Cané, esto es, en el año 1982, en plena dictadura militar, entonces em-barcada en la guerra por el archipiélago de las Malvinas. Tal vez por esas circuns-tancias, que solo se perciben como atmósfera, nunca de forma directa, el relato convierte al Colegio en una suerte de fortaleza opresiva que, más que defender del exterior, clausura y somete a los que están dentro: “Nada de lo que pueda resonar afuera alcanza a resonar adentro”. La novela se centra paradójicamente en la iniciación de una de las preceptoras, María Teresa, más ajena a los resortes de la vida que sus propios pupilos. Siguiendo su indiscutida y acrítica separación entre el bien y el mal, María Teresa se embarca en una histérica pesquisa en los la-vabos de chicos para averiguar quién los usa para fumar a escondidas, y aparecer así como garante del orden ante sus superiores. Sin embargo, esa misma fidelidad al orden la conducirá a la humillación: cuando el señor Biasutto —reverso del

Amadée Jacques de Cané— la descubra en los lavabos durante una de sus guar-dias, lejos de comprender su intrincado plan, la someterá sexualmente. La viola-ción clausura y anula la iniciación de la preceptora, estableciendo un hiato irre-versible entre el mundo y ella:

Llega a la sala de profesores, donde están sus compañeros, y le parece inconcebi-ble que la vida normal siga su curso. Pero es eso lo que pasa, sin que nadie note nada: las demás cosas de la vida persisten en su canal habitual. El mundo restante, el mundo de los otros, no se altera por lo que ha pasado: no se descompone, no se desintegra, sigue su curso. Ninguna clase de radiación, aunque invisible y de fuente ignorada, lo tuerce o lo altera. La asombra esa cierta garantía de la continuación de lo mismo.

La constatación que lleva a cabo la protagonista no solo sirve para ani-quilar su visión del mundo previa, basada en la identidad entre jerarquía social y moral, sino que también advierte cómo la sociedad permanece indiferente ante tal desmoronamiento. La novela de Kohan, de hecho, no deja de subrayar cómo el aplastamiento que padece María Teresa está directamente convalidado por la sociedad y los valores nacionales que el Colegio Nacional representa. Así descri-be el discurso del Prefecto en la inauguración del curso:

Sus palabras son pocas pero claras, y dichas con un rigor que las vuelve verdade-ras. Se refieren a lo que significa el Colegio Nacional de Buenos Aires en la historia de la República Argentina y a lo que implica, en consecuencia, ser alumno del cole-gio. Hacen historia: se remontan a la fundación, en el año 1778, a cargo del Virrey Vértiz, el segundo virrey que rigiera las Provincias Unidas del Río de la Plata, y al que se consagra para la posteridad como el Virrey de las Luces. [...] El colegio encuentra en 1863 su refundación definitiva, ya como Colegio Nacional, bajo el genio de Bartolomé Mitre, fundador de la Nación misma; primer presidente ar-gentino, militar de fuste, historiador cabal, periodista de raza y traductor avezado. [...] Más tarde, hacia 1880, el colegio es cuna de la generación más brillante que haya conocido la historia argentina, como lo testimonia Miguel Cané en su ya clá-sico libro Juvenilia, y es así que en la consolidación inestimable del Estado Nacional argentino el colegio cumple, una vez más, un papel decisivo.

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“En Juvenilia, es un espacio de neutralización de conflictos y vehicula la construcción de un imaginario nacional homogéneo”

El Colegio Nacional se asocia a una historia oficial del país, a una historia hecha de palabras en mayúsculas, una larga genealogía de pupilos ilustres que coincide con los padres de la Patria. Es la historia en la que Miguel Cané trata de integrarse, y que en la novela de Kohan aplasta a María Teresa. El colegio que en Juvenilia formaba parte de un proyecto nacional muestra una decadencia obs-cena y escatológica en Ciencias morales. Esta última no deja de ser una voluntaria reescritura distorsionada y grotesca de la elegía planteada por Miguel Cané. Las élites que este celebraba han fosilizado un relato nacional que, un siglo más tar-de, parece ya solo un dogma espectral. La novela de Kohan, sin embargo, no ataca la estructura del discurso nacional, sino la distancia que las élites han inoculado en él. Entre la escritura de ambas novelas ha pasado todo el siglo XX y, en cierta manera, pueden leerse como dos extremos del relato formativo argentino.

II

En un nivel intermedio entre el lapso que separa las dos novelas argen-tinas, aparecen las de Arguedas y Vargas Llosa. Y ese nivel intermedio no alude solamente al momento de su publicación —1958 y 1963, respectivamente—, sino a su planteamiento en relación con el espacio colegio. Ambas lo articulan narrativamente como un ecosistema que alimenta y desencadena la pluralidad de conflictos sociales, étnicos, culturales que asolan a la sociedad peruana del momento. Son numerosos los acercamientos críticos que, como el de Ariel Dorfman, han resaltado cómo el colegio de Abancay en el que aterriza el Er-nesto de Los ríos profundos “se muestra como el punto de reunión de los más diversos representantes de Perú, como una muestra, diminuta pero simbólica, de las diferentes geografías y clases sociales de ese país, y las alianzas, treguas y luchas entre ellos”. Eso explica que la novela dedique varios capítulos a describir minuciosamente el carácter y procedencia de los compañeros de escuela del pro-tagonista. El relato muestra cómo el colegio parte de una visión homogeneiza-dora y jerárquica, fundada en la herencia hispánica colonial —representada por el Padre Director y los alumnos que proceden de las haciendas—, insistentemente desmentida por la presencia del componente indígena y mestizo que emerge de forma arrolladora en momentos clave de la narración, como son el motín de las chicheras o las huellas incas que Ernesto aprende a leer en objetos y personas. De nuevo, el colegio trata de fijar una correlación de fuerzas entre los distintos grupos sociales que se basa en el deseo de perpetuación de unos pocos y el desencanto de los demás. Como también ocurre con La ciudad y los perros, la vida en el colegio está marcada por la violencia, que degrada física y moralmente a los estudiantes. Ernesto conoce allí a los futuros poderosos y a los margina-dos, la herencia colonial y la indígena, y entiende que, a pesar del conflicto que los enfrenta, ningún individuo puede ser entendido con la referencia a uno solo de estos componentes: de ahí que el Padre Director sea autoritario a la par que comprensivo, o que Antero le enseñe a dominar el zumbayllu, instrumento que condensa la herencia india, pero no admita la opresión que sobre los indios in-flige su clase social: los hacendados. Ernesto entiende que todos esos aparentes

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“El Colegio Nacional se asocia a una largagenealogía de pupilos ilustres que coincide con

los padres de la Patria”

opuestos están comunicados por ríos profundos, por una historia de conflictos compartida y por la pertenencia atávica a una misma geografía, que aflora en cada presente y que no debe ser soslayada. El trayecto formativo de Ernesto, de hecho, se dirige hacia una comprensión de la armonía utópica que sustenta dicha tensión. Ernesto se vuelve así un ser paradójico: la comprensión de la íntima uni-dad del mundo lo aísla del resto. En cierto modo, ha conseguido trascender las oposiciones que desangran al país, y ese papel trascendental culmina en la asun-ción de una tarea mesiánica al final del relato: dirigirse hacia el foco de peste del que todo el mundo huye para ayudar en la misa redentora. Pero la afirmación de ese gesto místico, lo vuelve extraño a los demás: “¡No te entiendo, muchacho!”, le confesará finalmente el Padre Director. Así pues, la novela se articula, por un lado, sobre la disolución de una visión maniquea del mundo, y por el otro, sobre la rehabilitación del conflicto como fundamento colectivo. Y es el colegio, no tanto como enseñanza formal, sino sobre todo como experiencia social, lo que conduce a Ernesto a esa comprensión de un mundo complejo y fusionado en

una danza que aflora una y otra vez al final de cada capítulo, diluyendo las je-rarquías que ordenan el cosmos social. En Arguedas encontramos la fi-gura del escritor a medio camino entre el rapsoda que purifica y el poeta civil de estirpe romántica, de no ser por el ca-rácter antiheroico del mestizo que pro-

tagoniza la hazaña. Dicha condición actualiza la búsqueda en un presente que se antoja heterogéneo. Así es como Los ríos profundos recupera la alusión a la edad dorada pero no solo para señalar los límites de una actitud nostálgica, sino para dotarla también de un contenido mítico nuevo capaz de proyectarse como acti-tud reformadora del presente. Los ríos profundos sitúa el espacio colegio en un plano intermedio entre la nostalgia idealizadora de Juvenilia y el aplastamiento del sujeto que describe Ciencias morales. Desde la óptica de la novela de formación, La ciudad y los perros resulta ser el reverso de Los ríos profundos. En esta última el relato conduce hacia una síntesis de voces, mientras que en aquella se despliegan una multiplicidad de perspectivas que solo se unifican pronunciando una misma atonía. En Arguedas la búsqueda modela una promesa —heterogénea y contradictoria— de nación; en cambio, la novela de Vargas Llosa parte de la derrota de toda promesa de integración. Allí la sierra invoca la concertación de herencias culturales distintas, aquí la ciudad aglutina y acumula clases sociales y etnias que se yuxtaponen en barrios cuyas tramas nunca convergen. Pero descontado ese tono y ese proyecto enfrentados, ambos escritores tienen una misma ambición totalizadora. Ambos trabajan en el fragmento la coherencia del conjunto y acomodan en la escritura una capacidad iluminadora y desafiante. Esa coincidencia explica que Vargas Llosa no dejara de resituar su narrativa al mismo tiempo que pensaba la de Arguedas, que per-tenecía a una generación anterior. Resulta interesante pensar cómo la novela de Arguedas trata de construir la peruanidad a través de la novela de formación de un personaje, mientras Vargas Llosa cifra en una formación coral la posibilidad de pensar un discurso nacional. Hay en ambos, además, un intento por trasladar esa posibilidad al len-guaje mismo. Arguedas lo hará incrustando en el español el ritmo y las torsiones

“En Arguedas modela una promesa —heterogénea y contradictoria— de nación; en Vargas Llosa, parte de la derrota de toda promesa deintegración”

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sintácticas del quechua. La correspondencia de este ejercicio con todo el com-promiso intelectual de Arguedas nos invita a observarlo como un gesto cons-picuo de visibilización de voces socialmente coexistentes. Si a ello añadimos la condición del español como idioma del poder, se advierte que su forzamiento va más allá del desafío estético, y busca crear un espacio de comprensión de aquello que, de otra manera, sería inaudible. Así lo refiere el mismo Arguedas: “no se trata, pues, de la búsqueda de la forma en su acepción superficial y corriente, sino como problema del espíritu, de la cultura, en estos países en que corrientes extra-ñas se encuentran y durante siglos no concluyen por fusionar, sino que forman estrechas zonas de confluencia”. Por su parte, Vargas Llosa funde en su novela perspectivas y enunciaciones, llevándola a una amalgama de voces que obliga a sus personajes a mostrar su particular relación con el lenguaje como forma de individualización. De Arguedas a Vargas Llosa hemos trazado una trayectoria que conduce desde la afirmación por el lenguaje del Ernesto de Los ríos profundos hasta la afirmación en el lenguaje de La ciudad y los perros. Así, donde el primero fuerza el idioma de poder para hacer hablar a una heterogeneidad social invisible, Vargas Llosa trata de construir esa totalidad a partir del agotamiento de posibili-dades de relación con el lenguaje. En las dos novelas peruanas, por lo tanto, la situación cambia. El colegio aparece en las dos narraciones articulado como un ecosistema que evidencia la pluralidad de conflictos culturales, sociales y étnicos que subyace a la posibilidad de pensar un discurso unitario para la sociedad peruana. Desde distintas posicio-nes y planteamientos estéticos, ambas novelas retratan la resistencia a la homoge-neidad que el colegio trata de institucionalizar, es decir, la imposición de la única herencia cultural hispánica, el catolicismo como dogma moral, la legitimación de las oligarquías burguesas como portadoras del destino cultural y político, la disciplina militar como código ético, etc. Mientras en las novelas argentinas la homogeneidad del relato social se planteaba como un proyecto constructivo o anulador pero no se contemplaba otro, en las peruanas es el individuo quien introduce el espacio inesperado de lo contradictorio en el seno de la institución. Los ríos profundos no abandona la veta nostálgica que también plasma Juvenilia, pero no se queda en un planteamiento polarizado y resalta las complejas relacio-nes que están laminando la posibilidad de suscitar un proyecto social negociado en Perú. El colegio en Juvenilia era el espacio de una sociedad ficticia y elitista; en cambio, en las novelas de Arguedas y Vargas Llosa, el colegio posibilita pensar la complejidad de un país y, si bien el diagnóstico no es complaciente, sí permite plantear un proyecto de futuro. Ciencias morales, por su parte, sella el fracaso de ese proyecto a través de la sordidez ambiental de un Colegio Nacional que refleja la autarquía de una sociedad paranoica y prisionera, en cuyo seno la experiencia individual resulta expropiada e irreconocible.

III

Para terminar, anotamos tres elementos para el debate derivados de la lectura comparada de estas cuatro novelas. En primer lugar, es posible pen-sar el colegio —y, especialmente, el colegio nacional previsto para las élites: el Colegio— desde la ubicación tradicional de institucionalizador de un determi-nado proyecto social que prima la homogeneidad nacional y ahuyenta las hete-

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rogeneidades. Desde ese ángulo, se adhiere a la naturaleza misma del Colegio la configuración de una idea nacional que privilegia una de las tradiciones culturales por encima de las demás, aislándola de contactos y diálogos que puedan inducir cualquier grado de mestizaje. Tal defensa de la homogeneidad cultural parece buscar una abstracción, una idea nacional expropiada del tiempo histórico y ol-vidadiza de los elementos que condicionaron su prehistoria, es decir, aquello que queda antes de los procesos de independencia. Por lo tanto, el discurso nacional se construye sobre tres ejes: homogeneidad, atemporalidad y definición.

En segundo lugar, situar un arco temporal amplio nos permite observar en las dos novelas argentinas distintos efectos de esas prácticas homogeneiza-doras. Ambas novelas se dirimen en el Colegio Nacional, otrora centro educati-vo de las élites porteñas. Si bien el tono elegíaco de Cané se convierte en la crí-

tica ácida de Kohan, en ambos casos el Colegio aparece como una especie de fortaleza o de crisálida que aísla y construye un proyecto social autárquico. El discurso que pone en juego el Colegio rehúye la complejidad para asegurar su perpetuación. Lo que separa a las dos novelas no es tanto una versión distinta de la homogeneidad nacional como una divergencia sobre la posición y legitimidad de las élites para defenderla. Finalmente, la lectura comparada de las novelas argentinas y peruanas, nos lleva a observar cómo la atribución tradicional al colegio de discursos homo-geneizadores no se ubica siempre en el mismo lugar: para las novelas argentinas, la homogeneidad cultural de la nación agota el espacio, mientras que las peruanas sitúan la homogeneización como límite que suscita la resistencia inevitable. Las primeras ponen el acento sobre un individuo que se observa como producto inmediato de la institución, que se reconoce en el discurso nacional que esta sus-cita. Kohan muestra el reverso vacuo de la institución, pero señala el parasitismo de las élites. Mientras tanto, Arguedas y Vargas Llosa sitúan el discurso nacional del colegio como ruido de fondo sobre el que se establecen los personajes y su lenguaje como alternativa discursiva. Así, en las dos tradiciones, aparece una novela más bien elegíaca y otra furiosamente crítica; sin embargo, las novelas argentinas apuntan más a las élites que a la estructura del discurso, mientras que las peruanas señalan la impotencia del discurso sin la presencia de las élites.

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“En las novelas argentinas la homogeneidad del relato social se planteaba como un proyecto constructivo o anulador,pero no se contemplaba otro”

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Más allá de su significación icónica, lo cierto es que en Picasso pre-dominan antes las ambigüedades y las ambivalencias que los es-tereotipos forjados alrededor de quien ha llegado a ser el pintor más universal. Las constantes transformaciones de sus modos de

expresión artística, los debates acerca de su identidad nacional, sus polémicos posicionamientos políticos, el ejercicio de un vitalismo exacerbado y plagado de angustiosos claroscuros, su pulsión sexual poliédrica y desafiante ante la muer-te… Para frustración de algunos, es imposible dar con aquellas ansiadas claves que unificarían una trayectoria que, de modo sistemático, acaba traducida en esa entidad proteica, excesiva, destructora y genesiaca a partes iguales que es Picasso. Sin que falten análisis excelentes e innovadores, lo más frecuente han sido las lecturas reductivas y tranquilizadoras que, mediante la aplicación de hermenéu-ticas convencionales o el conformismo de orillar en explicaciones propias de los mitos, han terminado por simplificar una diversidad inaprensible desde estas perspectivas. Lecturas que, por tanto, admiten de un modo u otro su incapacidad ante un sujeto y objeto de análisis que las desborda. Prevenidos de estas dificul-tades, parece más conveniente acercarse a esta multiplicidad fascinante como posibilidad y no como limitación, e incluso tomar de ella algunos espacios poco transitados, aparentemente menores dentro de lo que podrían considerarse cons-tantes de la biografía y creación picassianas.

PICASSO, EL COMUNISMO Y LOSPOETAS DEL EXILIO REPUBLICANO DE 1939

José-Ramón López García

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“La fuerza de su arte es incomprensible si se deslinda su valor ideológico”

Las permanentes relaciones de Picasso con la poesía son bien conocidas. Lo es la propia práctica como poeta del pintor, textos de una prodigiosa madurez que no defraudan ni en su calidad ni en su heterogeneidad y claves para entender las formulaciones estéticas globales de su autor. También lo son los contactos personales mantenidos con algunos poetas célebres, desde sus vivencias funda-doras en las vanguardias estéticas hasta sus derivaciones en las vanguardias po-líticas: Guillaume Apollinaire, Max Jacob, Pierre Reverdy, Jean Cocteau, Tristan Tzara, Paul Éluard… Por descontado, a esta nómina debe sumarse una larga lista de poetas españoles y latinoamericanos, desde Huidobro a Vallejo y Neruda, des-de Gerardo Diego a Gabriel Celaya o Rafael Alberti. Precisamente la mención de este último, el caso más notorio y estudiado, sirve de puente hacia un grupo de significativas poéticas exiliadas por lo general bastante desatendidas por la crítica, acaso porque, en buena medida, estas poéticas ponen en primer término la fecundidad estética de lo político y, más en concreto, de la militancia o afinidad con el comunismo.

Se ha tardado mucho en aceptar, y analizar, el papel fundamental que el compromiso político picassiano ocupa en sus creaciones, como si se tratara de un componente circunstancial, referente externo de su rebeldía e inconformismo

que en ningún caso debiera cuestionar los valores artísticos inmanentes de su propuesta. Muy especialmente, y lejos de ser leído como un obstáculo, la fuerza del arte picassiano es del todo incomprensible si se deslinda el valor ideológico que su obra alcanza desde el momento en que el comunismo entra a formar parte de su formulación ideológica y se plasma, como no podía ser de otro modo, de manera particular e incómoda para las consignas y oficialismos del partido. Las definiciones de Picasso como “mal comunista” o “comunista apolítico” no dejan de revelar la insolvencia, casi siempre interesada, para evaluar ámbitos de su obra en la que, nuevamente, sirven de poco acercamientos prejuiciados. El exilio republicano, como todo exilio, debe partir de una comprensión histórica y política que dé cuenta de su especificidad. Y en tanto que la figura de Picasso se somete a un proceso de gradual radicalización política durante la guerra civil, la segunda guerra mundial y la guerra fría, no es de extrañar que, a su vez, sean muchas las praxis poéticas exiliadas que toman como punto de partida de su propuestas el diálogo con la historia y la condición política del pintor. En plena defensa del capital cultural e ideológico republicano, con la necesidad de fundamentar otras lecturas de lo español que contraponer a los discursos exclu-yentes del interior franquista, Picasso, como otros referentes clásicos y contem-poráneos (desde el Cid a Velázquez o Goya, desde Galdós a Antonio Machado o García Lorca), será invocado simbólica y materialmente por los exiliados como ejemplo de esa tradición viva y potencialmente transformadora, esencial en su españolidad, audaz en lo estético, radical en lo ideológico, universal en su proyec-ción internacional. En consonancia con la figura escogida, las relaciones de Picasso con el exilio republicano son asimismo múltiples y, en varios casos, problemáticas y polémicas. De entrada, cabe recordar que durante muchos años, su obra tuvo serias dificultades para ser asumida como integrante de la cultura española. La españolidad de Picasso está hoy en día bien asentada en la percepción pública y en la mayoría de estudios, pero esto no fue ni mucho menos así durante su vida.

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Jonathan Brown, de forma atinada, considera que dicha españolidad debe ser entendida y analizada como una entidad “dinámica y progresiva”, pues la visión de su país fue variando de modo continuo a lo largo de su vida desde un marco de experiencias reales hasta una condición idealizada y rememorativa. Por otra parte, la españolidad de Picasso venía discutiéndose desde que a inicios de los años veinte Gertrude Stein y Jean Cocteau defendieran, respecti-vamente, la españolidad y francesidad del pintor en los ambientes vanguardistas europeos, disputa a la que se sumaron en España no pocos escritores y críti-cos con el resultado final de situar al malagueño entre el cosmopolitismo y lo autóctono, demorando su inserción y reconocimiento efectivo en los círculos académicos y artísticos españoles. Opiniones mediatizadas por la división exis-tente entre la crítica vanguardista más militante y partidaria del Picasso cubista o surrealista, como la de Sebastià Gasch, y la crítica más conservadora que elogia al Picasso clásico en sintonía con el retorno al orden proclamado tras la primera guerra mundial desde instancias artísticas varias, como Manuel Abril o Juan de la Encina (Ricardo Gutiérrez Abascal). Mientras que Eugeni d’Ors titulaba “Picasso no es un pintor español” una de las secciones de Pablo Picasso, su célebre ensayo de 1930, Ramón Gómez de la Serna, en su Completa y verídica historia de Picasso y el cubismo (1929), reivindicaba la “tradición española” del cubismo así como a Picasso, “El torero de la pintura”, como epítome del individualismo español. En parecidos términos se referirá Guillermo de Torre en el texto que escribe con ocasión de la primera exposición de Picasso en Madrid, organizada por ADLAN en 1936, poco antes del inicio de la guerra civil. Más allá de su presencia durante los años de juventud en círculos cerca-nos al anarquismo, la guerra civil marcó un antes y un después en la politización de Pablo Picasso, sobre todo por lo que respecta a la proyección pública de sus posicionamientos políticos y al ejercicio de su compromiso declaradamente an-tifascista y favorable al gobierno republicano. El interés por la responsabilidad del artista en términos sociales se había acrecentado tras su acercamiento a los surrealistas a mediados de los años veinte, pero es un cambio que consolidó su relación con Dora Maar y, de modo definitivo, el estallido de la contienda. En este sentido, la guerra civil supuso un revulsivo asimismo para el componente de su españolidad. Es decir, durante este período, dicha españolidad se articu-ló mediante un marcado republicanismo que luego vendría acompañado de su compromiso comunista, el primero, nunca desmentido, exhibido en actos públi-cos y ocultado en la generosa ayuda material dada a muchos de sus compatriotas, y el segundo, tras el punto álgido de su afiliación al Partido Comunista Francés, irrenunciable, pero vivido con marcadas tensiones con las directrices oficiales. Para el tema que ahora nos ocupa, tiene especial relevancia que este fuerte com-promiso con lo español diera lugar a algunas de sus obras más celebradas, como el Guernica (1937), los grabados de Sueño y mentira de Franco (1937), el Monumento a los españoles muertos por Francia (1947) o las palomas de la paz que pintó desde 1949. Por su parte, el gobierno republicano captó pronto al pintor en su campaña de denuncia y búsqueda de apoyo internacional ante la agresión fascista, lo nombró en septiembre de 1936 director honorario del Museo del Prado y le encargó en 1937 la composición del Guernica para el Pabellón de la Exposición Internacio-nal de París. Hechos bien conocidos y estudiados, conviene tenerlos en cuenta porque de este modo, Picasso pasaba a ser reformulado en unos términos hasta entonces inéditos por lo que se refería a su dimensión cívica, política y española. Así pues, la politización pública de Picasso marca un punto de inflexión

que hunde sus raíces en la guerra civil y que expande sus repercusiones en cuanto esta guerra supuso para la condición exiliada de muchos de nuestros intelectuales y artistas. Las vanguardias estéticas, progresivamente marcadas por la politiza-ción en la década de los treinta, hallaron en la guerra civil una praxis extrema y problemática por lo que se refiere a las relaciones entre arte y política. De en-trada, el grueso de poetas republicanos más combativos, militantes del Partido Comunista de España o compañeros de viaje, partía de un rechazo inicial a lo que suponía la propuesta de Picasso, entendida como representación de un arte de

vanguardia deshumanizado (cubista y/o surrealista), abstracto, carente de con-tacto real con el pueblo y de nula efecti-vidad social transformadora. Lejano aún el anuncio del compromiso del pintor con el PCF, se trata de un estado de opi-nión relativamente extendido entre los

sectores comunistas, determinantemente marcado por los debates anteriores a la guerra civil y las oposiciones manifestadas en torno a la deshumanización y rehumanización del arte. De hecho, la participación de Picasso en el Pabellón Español de la Ex-posición Internacional de París del año 1937 y el resultado final del Guernica no fueron bien recibidos por algunos sectores que encontraban su propuesta demasiado alejada de la realidad, con poca capacidad para llegar a las masas y desconectada de las necesidades urgentes que requería un arte en armas, acusán-dole de falta de realismo, de recurrir a un oscuro planteamiento alegórico y de excesiva dependencia con la vanguardia cubista, interpretada como un arte des-humanizado, antisocial, decadente y burgués. A Max Aub, agregado cultural y de propaganda de la Embajada española en París y comisario adjunto del Pabellón que desempeñó un papel decisivo en el encargo del Guernica, se debe la primera interpretación del cuadro cuando este fue presentado a la prensa el 11 de julio de 1937. En esta presentación, Aub, socialista pero simpatizante crítico de los comunistas, alude al problema básico con el que se encontrará el Guernica cuando haya de hacer frente a los defensores de un realismo reductor. No casualmente, recurre también a la noción de españolidad para articular parte de su defensa: “El realismo español no representa sólo lo real sino también lo irreal porque, para España en general, siempre fue imposible separar lo que existe de lo imaginado. […] Y para expresar todo su sentir Picasso ha necesitado mostrar los dos ojos de sus personajes, aunque estuvieran de perfil. A quienes protesten aduciendo que así no son las cosas hay que contestarles preguntando si no tienen dos ojos para ver la terrible realidad española. Si el cuadro de Picasso tiene algún defecto es el de ser demasiado verdadero, terriblemente cierto, atrozmente cierto”. A pesar de este tipo de juicios, fueron muchos quienes consideraron incorrecta la elección de Picasso y reclamaron el apoyo a una opción por completo realista como la que representaba el cuadro Madrid 1937 de Horacio Ferrer, exhibido en la sección de Artes Plásticas de la segunda planta del Pabellón. Poetas tan destacados como Miguel Hernández marcaron asimismo distancias con cuanto suponía Guerni-ca, ejemplo de una “frivolidad artística” característica del cubismo y ajena a los problemas reales de su tiempo, y la exhibición itinerante del Guernica durante su intenso periplo internacional daría pie a reproducir, en mayor o menor medida y con distintos ejemplos comparativos, los términos de esta discusión. No obstan-te, a pesar de las polémicas, Guernica se impuso pronto como una creación fun-

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“Muchas praxis poéticas exiliadas parten del diálogo con la historia y la condición política del pintor”

damental del pintor y de la historia del arte. El mismo año de su presentación, los prestigiosos Cahiers d’Art dedicaron a la obra un número monográfico dirigido por Christian Zervos en el que se incluía la reproducción de la célebre serie de fotografías de Dora Maar sobre las diferentes fases de la obra, textos de Picasso y artículos, entre otros, de Juan Larrea y José Bergamín, quienes abundaron en las bondades del cuadro como una dimensión distinta del realismo capaz de revelar una verdad auténtica e histórica. Sin embargo, desde el momento en que Picasso pasa a ser el comunista español de mayor proyección internacional y demuestra una insobornable fideli-dad al exilio republicano, muchos de estos poetas, especialmente los ligados por militancia o cercanía al comunismo, se vieron forzados, en cierto sentido, a cam-biar sus discursos y los adecuaron a los nuevos intereses del partido. Para llevar a cabo estos cambios de postura se recurrirá básicamente a varias nociones cen-trales emanadas de la figura de Picasso: su españolidad como atributo esencial de la identidad nacional, el humanismo de sus ideas y prácticas artísticas y, de modo relevante, la praxis de un arte político capaz de manifestarse en códigos alejados de los corsés expresivos de la figuración y de retóricas realistas de escaso vuelo. A pesar de estar en un principio dictadas más desde la obligación de la militancia política que desde las bases de las convicciones estéticas, estas transformaciones acabarán derivando hacia una integración efectiva de nociones picassianas afines a la concepción del compromiso y de referentes que se suman a los particulares procesos de simbolización de la cosmovisión poética de autores tan disímiles como Rafael Alberti, Antonio Aparicio, Max Aub, José Bergamín, León Felipe, Eugenio Fernández Granell, Gabriel García Narezo, Pedro Garfias, Jorge Gui-llén, José Herrera Petere, Juan Larrea, José Moreno Villa, Juan Rejano, Arturo Serrano Plaja, Lorenzo Varela y un largo etcétera. En definitiva, esta cambiante postura frente a Picasso ilumina las particulares tensiones de las trayectorias de no pocos de estos escritores, y lo cierto es que para llegar a ese punto final del recorrido se tuvieron que dar una serie de circunstancias incomprensibles sin los procesos que hicieron de Picasso tanto un icono de la pintura universal como del compromiso político con el Partido Comunista. En esta línea, lo más destacable es constatar cómo la identidad nacional y política se funde con los distintos niveles que estos poetas ponen de relieve en sus apreciaciones picassianas. Así sucede con el verbo profético de Larrea y su particular tesis acerca del simbolismo de Guernica, ejemplo del uso simbólico que de motivos como toros, caballos, palomas o minotauros hallaremos de modo permanente entre críticos y poetas. También ocurre con la insistencia de Juan Rejano en la reivindicación de lo andaluz, o en la de Joan Merli de lo catalán, como puntos axiales de la trayectoria picassiana, y ello no queda muy le-jos de los vínculos que establece Lorenzo Va-rela entre Jung y Picasso, “memoria viva de la humanidad” que integra lo popular, lo nacio-nal y lo universal. Las aplicaciones que Arturo Serrano Plaja halla en el cubismo y surrealismo historificados de Picasso le sirven en Galope de la suerte (1945-1956) (1958) para promover una deformación expre-siva del lenguaje que revela una realidad auténtica, y esa realidad se materializa en la denuncia de los mecanismos de manipulación y olvido operados sobre la memoria y víctimas de la guerra civil mediante un verso fragmentado, prosaico,

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“Desde que pasa a ser el comunista español de mayor proyección internacional, muchos poetas exiliados adecuaron sus discursos a

los nuevos intereses del partido”

alucinado o de facetas múltiples al estilo cubista. Por su parte, Antonio Aparicio insistirá en la condición de Picasso como símbolo de un arte de exilio, que no desterrado de sus ligazones con España, para así determinar la fidelidad común a “su destino español” tanto en el pintor como en los poetas exiliados. Los juegos de identificaciones entre Picasso y don Quijote, entre Rocinante y Guernica, con los que León Felipe plantea su angustiosa reflexión de senectud ante la muerte, son inseparables del tema central de su poemario póstumo Rocinante (1968), que no es otro que la tragedia española… El alcance, por tanto, que tuvieron la obra y la figura de Picasso como motivos de inspiración entre varios poetas republi-canos, va bastante más allá del puntual homenaje o el seguimiento retórico de consignas propiciadas por la militancia comunista del malagueño, pero más que de una elusión se trata de una amplificación de este nivel político inseparable de las plasmaciones artísticas y las declaraciones teóricas de Picasso. El resultado global más importante no será, en fin, una convicción ideo-lógica en los valores del comunismo o el republicanismo más radical que estos poetas ya poseían, sino la posibilidad de asumir elementos fundamentales de la renovación del lenguaje artístico contemporáneo cuya validez, paradójicamente, había sido cuestionada por los discursos hegemónicos que habían cercenado el caudal expresivo de lo político llevándolo al callejón sin salida de un realismo inmovilizador en su capacidad para incidir en los procesos de transformación social. Picasso es, en este sentido, un modo distinto de percepción de la realidad

que se traduce en una comprensión di-ferente del realismo, que brinda la opor-tunidad de dar a estos códigos vanguar-distas una finalidad ideológica acorde con los intereses políticos de estos poe-tas y que les permite aplicar con plena conciencia sus procedimientos técnicos. Las indagaciones acerca del realismo y el

compromiso se abren como una posibilidad estética plural, capaz de integrar los componentes abstractos, intelectuales o puristas de la vanguardia en una concre-ción superior del realismo, comprometida y crítica. Las ambigüedades identitarias y nacionalistas siguieron acompañando a Picasso durante la segunda guerra mundial, la posguerra y la guerra fría. Como ha estudiado Gertje R. Utley, la defensa oficial del clasicismo y el arte figurativo desarrollada en Francia estuvo acompañada de una denuncia constante contra la “corrupción” de la vanguardia que, al calor de medidas de arianización y xeno-fobia, tuvo como uno de sus objetos de ataque a la llamada Escuela de París, y a Picasso como uno de sus representantes mayores. Otros sectores, no obstante, defendieron a Picasso como un símbolo público de la Résistance y con la Libe-ración se inició una contraofensiva que reivindicó su figura, momento en que Picasso anunció su adhesión al PCF en 1944 y reavivó los ataques de los sectores más reaccionarios, colaboracionistas y xenófobos, que echaron mano de tres crí-ticas básicas: su militancia comunista, su condición de representante del arte de vanguardia y su significación como artista extranjero perjudicial para la cultura y valores de la nación francesa. Esta controversia producida en una Francia re-cién liberada propició el uso de la cultura como un foro de indisimulado debate político en el que la tradición se entendía por parte de cada uno de los sectores como algo imprescindible y, más tarde o más temprano, surgía la cuestión sobre qué lugar ocupaba Picasso en esta tradición o si directamente debía ser excluido

“…una posibilidad estética plural, capaz de integrar la vanguardia enuna concreción superior del realismo,comprometida y crítica…”

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de ella. El PCF será, a tenor de su destacada participación en la Resistencia, uno de los más activos protagonistas, sin olvidar que su agenda de actividades había incluido de manera constante acciones en defensa de la España republicana. Los defensores de la integración de Picasso, como es lógico tras su afiliación en el PCF, fueron intelectuales cercanos o miembros del PCF (Louis Aragon, Paul Éluard, André Verdet, Jean Cassou, Michel Leiris…), significados muchas veces por su pública simpatía a la causa republicana durante la guerra civil. De este modo, la defensa de Picasso, quien se consideraba a sí mismo como un repre-sentante oficial de la España republicana en el exilio, se convirtió, otra vez, en la defensa del antifascismo. Esta rentabilidad política tampoco pasó inadvertida a las delegaciones políticas españolas del exilio en Francia y tuvo prontas y previ-sibles repercusiones culturales y políticas. Entre 1948 y 1949 se inicia un mayor seguimiento de las tesis de Zhdanov en la política del PCF y diversos cambios en la cúpula del partido tendrán como consecuencia la radicalización de sus opiniones sobre la política artística, un viraje ante el cual la obra de Picasso no deja de verse sometida a una nueva serie de contradicciones y polémicas, como la establecida entre el pintor español y el pintor francés André Fougeron, quien evolucionó hacia un estricto realismo socialista y se convirtió en el modelo oficial del PCF. Una controversia con amplio eco en la comunidad internacional y cuya mayor visibilidad se alcanza cuando, tras la muerte de Stalin, Picasso pinta un famoso retrato del dictador que Les Lettres Françaises reprodujo en su portada del 12 de marzo de 1953 y que fue acogido con indignación por la mayoría de militantes comunistas, incidente que marcaría el progresivo distanciamiento de Picasso del partido, que no baja de militancia, durante los siguientes años. Las relaciones de Picasso con el PCF fueron, pues, complejas y atípicas en el contexto de la guerra fría, rentabilizando su figura en sus campañas de difusión internacional a cambio de no inmiscuirse en sus procedimientos “anti-rrealistas”. Así, en los distintos congresos internacionales por la paz que tuvieron su arranque en la localidad polaca de Wroclaw en 1948, Picasso adquirió un in-discutible protagonismo, y el exilio republicano tuvo siempre representación en estos actos. El 20 de abril de 1949, durante la sesión de apertura del Congreso Mundial por la Paz celebrado en París, Picasso presentó el dibujo de su famosa paloma, convertida desde entonces en símbolo del Movimiento por la Paz; el si-guiente congreso celebrado en Varsovia en 1950 también contó con un cartel de su autoría con una nueva paloma, ocasión en la que le fue concedido el Premio de la Paz. Y, un año más tarde, aparecía en diversos medios de prensa la carta firmada conjuntamente por Picasso, Baltasar Lobo, Antonio Aparicio y Serrano Plaja que daría lugar a la organización de varias contrabienales en París y diversos países latinoamericanos, en respuesta a la iniciativa franquista de la organización de la I Bienal Hispano-Americana de Arte. La lista de actividades en que el co-munismo y la defensa de los valores republicanos de la España exiliada quedan ligados en la figura de Picasso puede ampliarse con facilidad. De este modo, se le brindaba a un grupo significativo de poetas, en un ejercicio que a menudo obligó a delicados equilibrios, una posibilidad de mantener su fidelidad al comunismo sin renuncia al ejercicio de una libertad creativa un tanto o un mucho disidente con algunos principios estéticos demasiado cerrados. Este es el papel que Picasso podía representar para un poeta exiliado republicano y comunista, ya que reivin-dicar a Picasso era reivindicar, en suma, un modelo que, con todos los matices que se quiera, nunca fue rechazado oficialmente y que garantizaba la defensa del

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humanismo antifascista, la convivencia de lo popular y lo vanguardista, y el uso de formas abiertas de realismo como garantes de la continuidad nacional. Picasso, en un crucial momento de revisión del estatuto del intelectual, se convertía así en representación y excusa para abordar polémicas que desborda-ban la mera representatividad artística: el compromiso político del intelectual; la utilidad de un arte que fuese fiel a los principios, supuestamente revolucionarios, que encarnaba el Partido Comunista; la libertad creadora del artista; la preserva-ción de la individualidad sin renuncia de la dimensión social y colectiva… Tras la derrota republicana, muchos intelectuales tuvieron que reformularse estas pre-guntas en el contexto del exilio, relacionándolas con una identidad nacional en conflicto y muy necesitada de modelos, referentes y relecturas de la tradición. Lo más relevante para sus relaciones con los poetas exiliados se ejem-plifica de modo excepcional a partir de su cuadro más célebre. Sobre el Guernica se han hecho todo tipo de análisis y suposiciones, pero es indiscutible que su proyección como icono pictórico significó la consolidación a nivel popular de los principios originales de la vanguardia, en especial de las lecciones cubistas. El cu-bismo fue el primer movimiento que planteó la autonomía del lenguaje artístico y que no olvidó aportar un nuevo código teórico para justificar sus propósitos. El mismo código que, en obligada simplificación, puede decirse que se trasladó al cuerpo del poema mediante las propuestas del ultraísmo, el creacionismo, ciertas modalidades de la poesía pura, de Reverdy, Huidobro, Borges, Gerardo Diego y, en fin, todo un sustrato que, de manera directa o indirecta, está presente en los ahora exiliados o que forma parte de su educación sentimental. Ahora bien, el Picasso de estos años, el del Guernica, no es, claro está, el mismo de 1908. Es un Picasso que para plasmar la realidad ha hecho de sus prin-cipios cubistas parte de una proposición con contenido histórico e intencionali-dad crítica que renuncia a la autorreferencialidad como única manifestación. De este modo, abría la puerta para que espectadores predispuestos de entrada contra las vanguardias estéticas por su apoliticismo y deshumanización entrasen en el juego de su propuesta ético-estética. Picasso, por tanto, constituye, como sucede en el plano literario con referentes como César Vallejo, un ejemplo que permite salvar la contradicción entre el dogmatismo de la estética marxista, defensora del realismo socialista que suscriben militantes y compañeros de viaje, y la capacidad analítica y reflexiva puesta de relieve a la hora de abordar análisis estéticos de otra índole, que no necesariamente renuncian al componente crítico y social. Con su obra y declaraciones públicas, Picasso propicia una interpretación flexible acerca de la cuestión sobre el realismo y la figuración, que incluye una comprensión del arte como instrumento político y solidario con los desfavorecidos. Una interpre-tación que encaja perfectamente en las propuestas humanistas de los exiliados y en su plural sensibilidad política republicana. Por tomar otro referente especialmente célebre ya mencionado, y al igual que ocurriera con el Guernica, la paloma de la paz sirvió de inspiración a muchos poetas comunistas. Una auténtica bandada irrumpe en los poemas de autores como Alberti, García Narezo, Garfias, Nicolás Guillén, León Felipe, Neruda, Rejano, Sánchez Vázquez… Por la propia entidad del referente, la poesía de la mayoría de estos autores estaba bien preparada para acoger este símbolo político y transformarlo en un símbolo poético capaz de encajar en la red de símbolos fundamentales que organizan su obra y en una poética marcada por la concep-ción idealista del simbolismo. Por ejemplo, en Rejano este símbolo de la paloma, que es sílaba y es dibujo, que es lenguaje e imagen, devendrá, en muchos casos,

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una transformación trascendente de la realidad, o en Alberti se integrará sin pro-blemas en su concepción metamórfica del mundo y la poesía. Guernica y la paloma de la paz son quizá los ejemplos más evidentes, pero en ningún modo únicos. Sin ningún ánimo de exhaustividad, basta asomarse a algunas de las composiciones de otros poetas para confirmarlo. Por ejemplo, el Homenaje a Picasso que Lorenzo Varela publicó en Buenos Aires en 1963 con motivo del ochenta aniversario del artista, un extenso poema que acompaña a la carpeta de xilografías del pintor argentino Osvaldo Romberg, es ante todo un fiel intento de traslación de la identidad picassiana y de la propia, y no un mecánico listado de referen-cias partidistas o poetización de la biografía del genio. En su poema, Varela se enfrenta a la cuestión de intentar manifestar la dialéctica entre tradición y modernidad que define la trayectoria del pintor malagueño, y para ello recurre a varios procedimientos en los que el lenguaje, cargado de cuan-to Guernica supuso de legitimación política de los procedimientos vanguardistas, se despliega en la variedad métrica, los juegos con las rimas y las estrofas tradi-cionales, desde el uso ortodoxo del octosílabo y el romance hasta la polimetría rayana en muchos casos en el verso libre. En su larga relación con el pintor, Al-berti escribe en 1966 su primer paso del futuro Los ocho nombres de Picasso y no digo más que lo que no digo (1966-1970) cuando se halla en un momento de profunda crisis personal y política y ante la necesidad de encontrar una regeneración e ins-piración poética nuevas. Picasso es la clave, además, de las similitudes biográficas y artísticas (ambos poetas pintores, andaluces, exiliados, comunistas…) y, a pesar de ser veinte años mayor que Alberti, deviene el paradigma del vigor físico y crea-tivo. Por descontado, Picasso también se veía afectado por la vejez y el miedo a la muerte, pero lo que Alberti admira hasta la idolatría es la capacidad picassiana de mantener mediante una constante acción creadora una lucha contra la muerte. En suma, a pesar de estar ante un libro que se presenta como una aparente lauda-tio hacia Picasso, Alberti crea un subtexto en el que, al contrario de lo que parece, el protagonista real es él mismo, sometido a un proceso de crisis y transforma-ción en el que Picasso sirve de guía para dar nuevamente con el verdadero espí-ritu creador y un vitalismo que incluye la esfera de actuación política. Al tiempo, el poemario imita el proceder de Picasso en su variedad estilística y métrica, porque al acercarse a Picasso, Alberti está dando con un modelo que certifica su búsqueda esencial desde el periodo vanguardista: la identificación del arte con la vida. Como titula el poema 12, “Todo es verdad”, el arte de Picasso no falsea lo real, lo destruye para componer una realidad nueva que suplanta y trasciende la inauténtica, que redime los fragmentos y desechos de la realidad impuesta. A través de la capacidad visionaria (ojos) y la técnica que materializa lo visto (mano) se logra ese proceso de construcción y destrucción permanente que da sentido a la trayectoria picassiana. Los ocho nombres de Picasso… es, en este sentido, un libro en el que el lenguaje se convierte en tema, mediante una reflexión metalingüística que no renuncia a ningún tipo de código expresivo, como por ejemplo en “Pijas Picasso Rajas”, en el que pasamos de un lenguaje sexual vulgar a un intermedio barroco de burla hacia los mitos para concluir en un colofón lopesco. Desarrollos de calado semejante se encuentran asimismo en Serrano Plaja, en Aparicio, en otros poemarios de Alberti, emitidos desde una conciencia política comunista, muchas veces en crisis, y que dialoga con otros planteamien-

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“Picasso se convertía en excusa paraabordar el compromiso político

del intelectual”

tos de poetas exiliados de sensibilidad política distinta, como Juan Ramón Jimé-nez, León Felipe, José Moreno Villa, José Bergamín, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Manuel Altolaguirre, Ernestina de Champourcín… Por descontado, Picasso no

es patrimonio exclusivo del exilio, ni tan siquiera de la literatura española, y su obra trasciende este ámbito y es home-najeada e integrada en la España del in-terior por todo tipo de poetas, como de hecho sucede hasta el día de hoy. Pero no cabe duda de que una lectura rigu-rosa, y justa, de su legado y huella en la

poesía española debe destacar que su papel primordial pasa, necesariamente, por una lectura crítica en que comunismo, poesía y pintura hallan el terreno abonado en las poéticas exiliadas. En 1923, Picasso declaraba que “todos sabemos que el arte no es la verdad. Es una mentira que nos hace ver la verdad. Al menos aquella que nos es dado comprender. El artista debe saber el modo de convencer a los demás de la verdad de sus mentiras”. En las múltiples mentiras picassianas, en su poliédrica indagación acerca de las posibilidades expresivas del arte frente a lo real, los poetas del exilio republicano hallaron modelos, confirmaciones y posibilidades creadoras que reafirmaban al tiempo la verdad de sus propios compromisos con el arte, la política y la historia. Lejos de enfrentarnos a un terreno dominado por el simple homenaje y la fascinación mítica ante el pintor, la obra de Picasso sirvió a estos poetas para fundamentar unos discursos tan variados y complejos, tan tensos en sus cuestionamientos de los paradigmas figurativos, identitarios y políticos como los de su propia figura inspiradora. Acercarnos, además, a esta vertiente de las poéticas exiliadas puede servir para ver y leer con nuevas miradas ese signo que para Picasso constituía la cualidad intrínseca de lo pictórico, signo que a diferencia de la palabra y por la condición arbitraria de las relaciones de esta con lo real, consideraba que hacía de la pintura una posibilidad de interpretación infinita. En la palabra poética no habita igual infinitud, pero acaso sí una variedad que la enriquece a ella y a las imágenes, a los signos, de las que parte.

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“En la poliédrica indagación picassiana, los poetas reafirmaban sus propios compromisos con el arte, la política y la historia”

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TRANSITANDO POR LASVÍAS DEL REALISMO

Fernando Larraz

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CRITERIOS

Transitando por las vías de un realismo de tintes sociales, Isaac Rosa ha ido construyendo en los

últimos diez años una carrera cuya solidez está basada en su idea de qué debe entrañar el género de la novela y de cuál ha de ser su función. Con cinco novelas y menos de cuarenta años, Rosa es uno de los autores españoles contemporáneos que más bibliografía crítica genera. Repasán-dola, enseguida se comprueba que tal

atención no se debe solo —ni princi-palmente— a la calidad de su prosa, ni siquiera a las arriesgadas y novedo-sas intervenciones sobre el discurso narrativo y a la incisiva crítica de sus historias sino, sobre todo, en un plano más general, a que ha coadyuvado significativamente a reponer en el centro de nuestro campo literario las potencialidades del realismo literario, justo cuando sus refutadores habían adquirido una fuerza inédita en los últimos cuarenta años vía “Afterpop”.

La habitación oscuraIsaac RosaBarcelona, 2013Seix Barral252 páginas

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Con su propuesta, se replantea la perspectiva de la literatura como arma epistemológica para penetrar el mun-do y sus incoherencias. En sus obras, Rosa ha ido moviendo este foco hacia distintos escenarios con la intención de ilustrar en qué medida la violencia —tácita o expresa— ejercida por el poder —político, social, económico— puede avivar reacciones de resistencia o sumisión en quienes son testigos de ella o la sufren. Con ello da respuesta a una urgencia intelectual —tomar de la realidad la materia prima nove-lesca para devolverla transformada a quienes la han generado, despertando en ellos el juicio y la crítica—, necesi-dad cuya defunción se ha anunciado reiteradamente y que, sin embargo, resurge periódicamente como resistencia al autismo esteticista.

Esta concepción de la novela como puente dialéctico a la realidad se ha trazado históricamente bajo formas distintas y para nombrar estas diferen-cias se echa mano de epítetos y deter-minantes que acompañen al genérico “realismo”. La más reciente de estas denominaciones, la de “nuevo realis-mo”, agrupa autores que, como Rosa, han nacido en la segunda mitad de la década de los sesenta o en los setenta y buscan replantear, desde discursos narrativos, conflictos contemporáneos para los que no hay una respuesta satisfactoria, pero sí discursos legiti-madores del statu quo, tales como la evolución del capitalismo tardío y sus efectos, el cuestionamiento de la le-gitimidad ideológica de la Transición, la exigencia de reinterpretar el pasado histórico de guerra civil, franquismo y la subsiguiente salida en falso, el es-tatuto del intelectual y de la inteligen-cia ante las nuevas realidades sociales y, en general, los desequilibrios de la sociedad española contemporánea, patentizados a raíz de la última crisis financiera.

La obra de Rosa es una de las más significativas en este quiebro hacia nuevas formas de realismo, desde El vano ayer (2004), crítica de los dis-cursos narrativos dominantes sobre el franquismo, hasta la penúltima La mano invisible (2011), una angus-tiosa rehechura de la lógica laboral del capitalismo, en la que el trabajo aparece, bajo la irónica apelación a Adam Smith, como lo que ya Marx calificó: una transacción comercial en la que se establece un precio de mercado por la mano de obra sobre la que el empleado pierde todo derecho y el empleador obtiene una cuantiosa plusvalía. Ninguno de estos acerca-mientos tendría más valor que el pu-ramente especulativo si no fuera por la elaborada manipulación a la que Rosa, notable fabulador, somete a la escritura: ruptura de la voz narrativa, hibridación de géneros, alegorización, desdoblamientos, abismaciones, pro-fusos pasajes metaliterarios, intertex-tos y digresiones, grotescas parodias... En todas sus novelas hay una tensión por despojar al lector de modos mecánicos de aprehender la realidad. Su realismo consiste, precisamente, en representar acciones desacostumbra-das para enfocar aporías y contradic-ciones de una modernidad aquejada de adulteración e irracionalidad.

Abundan también algunos de estos procedimientos en La habitación oscura, en la que Rosa reincide en abordar narrativamente mediante lo inusitado la realidad más presente —la “crisis”, entre comillas—. Al libro, el editor le ha colocado una faja promocional en la que, amén de los ditirambos críticos al uso, reza el eslogan “La novela de tu generación”. Un colectivo anónimo perteneciente a esa generación, la de quienes rondamos, como el mismo autor, los cuarenta años, protagoniza la historia narrada, generación de seguridades disipadas y zozobras so-

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brevenidas, desmentida bruscamente en su cegadora certeza de habitar el mejor de los mundos posibles. For-man un grupo de cuyos antecedentes carecemos de referencias; tan solo los conocemos a partir de la instauración de una habitación oscura en el sótano de un local arrendado para celebrar encuentros festivos. A aquellos jóvenes, que son mujeres y hombres maduros en el tiempo del discurso, se les revela, a partir de un descubri-miento fortuito, el paradójico poder iluminador de la oscuridad: la absoluta negrura les ofrece un sexo gozoso y a veces colectivo. Precisamente una de las antítesis sobre las que se sostiene la novela es la de colectivo/individual.

El narrador enuncia la historia desde un nosotros, sujeto que en los tiem-pos de seguridades había hallado un proyecto común. Es un organismo que actúa por consensos tácitos, consciente de compartir un objetivo. De aquí procede el primer sentido de la metáfora de la oscuridad: anulación de la diferencia —las formas percep-tibles— en favor de la cooperación instintiva, prerracional. La habitación oscura narra precisamente el fin de una arcádica utopía, la primigenia habitación —ámbito de realización personal, de colaboración íntima expresada en lo sexual— convertida en ámbito de la negación y la retrac-ción —defensa, refugio—. El paso de una a otra supone una honda crisis de conciencia y de seguridad en la forma de habitar el mundo. La oscuridad significa igualmente el valor ante lo desconocido: en sus inicios, no había ningún miedo, sino que por el con-trario, el no saber atraía la voluntad de los personajes. Las primeras deser-ciones proceden precisamente de los timoratos y de los que se refugian en lo individual (la pareja) frente a lo colectivo.

El narrador describe aquellos tiempos como ingenuos, limpios y alegres: una inconsciencia confiada y aparente-mente inocente. Pero enseguida se plantea la duda sobre la racionalidad de aquella euforia. En su relato, se la equipara al sometimiento inadvertido de los personajes de una telecomedia al capricho de los guionistas; se revela un orden social que está plagado de lugares comunes que se digieren como ingrediente fundamental y en el que el consumo avala un nivel de bienestar. Aquella alegre ligereza se revelará falaz a la vuelta de la esquina. Y entonces, lo que había sido un todo —grupo, generación, clase— empieza a disgregarse en historias de sufrimiento: la de María y Raúl, Sergio y Olga, Jesús y Pablo, Víctor y Su-sana, Sonia y Eva... La fisura acomete cuando la comedia deja de resultar graciosa; primero por las acechanzas de la madurez y luego por la intem-perie del medio, la habitación termina por configurarse como espacio al que replegarse, perdida ya la actitud osada con la que había sido instituida. Pasa a ser “refugio”, “escondite”, “agujero”, “madriguera”… determinada por un mundo psicológico que se desmorona con el violento estrépito de despidos, desahucios, invasión de la intimidad, acoso, represión policial... Los perso-najes de la novela, que en su juventud dieron casi por casualidad con el feliz hallazgo de la habitación, encuentran ahora que carecen de estrategias para escapar de ella. La habitación oscura del consumo, de la explotación laboral consentida, de la competitividad y la insolidaridad se ha convertido con el tiempo en una trampa y por ello regresan casi alucinados a ella pese a las imprecaciones de Silvia para que abandonen el agujero y salgan a luchar a pecho descubierto contra el enemi-go común. El dilema que plantea la novela viene precisamente de la mano de dos personajes que renuncian a la

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habitación oscura, la de abajo, y con ella a su elusivo amparo. Son Silvia y Jesús, partidarios de responder a la violencia con dosis equivalentes, de resistir en vez de tener una actitud de defensa pasiva.

Nuevamente, Rosa, como ya hiciera en El país del miedo, materializa espa-cios psíquicos trazando cartografías precisas. Se trata de espacios que interpelan la conciencia moral del lector, incomodando su percepción del mundo y su intervención como sujeto de esa misma historia que está leyendo. En este caso, el “país” sigue siendo el del miedo, pero ahora la inseguridad y la violencia están más extendidas. El drama de estos indivi-duos no es tanto la precariedad de sus vidas como su enajenación: su estatu-to de sujetos que tocaron las primicias del bienestar para terminar descu-briendo que sus voluntades pendían del arbitrio de una voluntad superior, compuesta de fuerzas de seguridad, empresarios y otros poderes. Reducir

esta realidad a un espacio metafórico como la habitación oscura no la simplifica, sino que da a sus múltiples y confusas esquinas un sonido per-fectamente inteligible. Enfoca dilemas que afectan hoy, de manera directa, a nuestra condición histórica: hasta qué punto es aceptable ponernos a res-guardo de una realidad amenazante o luchar contra ella, acatar los límites de la legalidad o transgredirla en virtud del imperativo superior de justicia, dónde ubicar los límites morales de la violencia en esta lucha, de qué ma-neras desarrollar la solidaridad y hasta dónde estamos obligados moralmente a ejercerla, qué implica la privacidad en el mundo contemporáneo... La habitación oscura es pues un ejercicio de realismo —habría que discutir si “nuevo”— que no representa objeti-vamente la realidad, sino que la desci-fra, enfrentándonos al imperativo de hacernos responsables del tiempo presente.

AUTOFICCIÓN:EL YUGO VULNERADO

Daniela C. Serber

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En El yugo de la memoria. Autoficciones, Diana Salem posa su mirada sobre uno de los temas que ha

preocupado a la crítica en las últimas décadas y que hoy, con las nuevas propuestas textuales, en el más actual sentido del término, se abre también a nuevos y múltiples interrogantes.

Salem nos ofrece las llaves de las diversas puertas de su estudio en los cinco epígrafes que lo encabezan. La idea cervantina de la confusa línea entre la ficción y la realidad, incluso la de su inexistencia, los une: mentira, fantasía e invención aparecen como esencia, sentido o ley rectora de la vida, de lo real (no de la verdad), o como la más firme posibilidad de su-pervivencia en el recuerdo. Memoria y recuerdo, tan lábiles, siempre pre-sentes en el momento del relato y en el proceso del “conócete a ti mismo”, última llave para adentrarnos en el camino propuesto por esta obra.

“Diana Salem escribe sobre auto-ficciones y al hacerlo incursiona, ‘peligrosamente’, —en tanto el asunto está saturado de paradojas y ambigüe-dades— en uno de los problemas más arduos de la filosofía: la identidad

personal. Si a ello le agregamos que el tema es la autoficción, la compleji-dad aumenta”, dice Cristina Bulacio en su prólogo. “Contar una historia de ficción sobre nosotros mismos —continúa— es reconocer dos cosas: la fuerza e importancia de la ficción en el intento de saber quiénes somos y el peso de la palabra como fuente y origen del sentido de la propia exist-encia”. Es decir: la autoficción nos conduce, una vez más, a las grandes preguntas filosóficas que el hombre se formula e incluso a una cuestión cuasi religiosa y mística: el poder revelador y creador —aunque tam-bién, a veces, encubridor y destruc-tor— de la palabra. Descubrimiento y encubrimiento, creación y destrucción que se dan bellamente en el arte, en el cual, como expresa Bulacio, “el poder de la mentira se revela en toda su belleza en tanto pone un velo sobre las contradicciones insoportables de la existencia y permite soñar; permite vivir”.

Diana Salem propone en su introduc-ción que el problema que la pos-modernidad nos ha legado “es que la realidad solo existe como reflejo del pensamiento humano” y, en la actualidad, únicamente “contamos

El yugo de la memoria. AutoficcionesDiana B. SalemBuenos Aires, 2012Biblos/Teoría y Crítica113 páginas

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con pequeñas realidades, condicio-nadas por la subjetividad de quien la percibe”. Hoy, entonces, los concep-tos de realidad y de ficción (en sus diferentes formas) se han modificado y se determinan. La subjetividad y la identidad se instalan de lleno en la ficción de manera diferente y la am-bigüedad en su construcción formal. Es la autoficción, “la más ficticia de las ficciones”, la que lleva hasta el límite esta cuestión.

Desde esta perspectiva, la autora analiza la obra de siete creadores de diferentes ámbitos artísticos: Arturo Carrera, Javier Marías, María Rosa Lojo, Héctor Tizón, John Maxwell Coetzee, Art Spiegelman y Héctor Bianciotti. Del literario, elige tex-tos de diferentes géneros (y no solo narrativo, tradicionalmente elegido para hablar de autoficción); también se acerca de la llamada “literatura visual” y a nuevas propuestas, hijas de la tecnología, como los blogs o la literatura y el cine colectivos en línea, fieles representantes de una época en la que el concepto de género se ha visto dinamitado (como el de ficción y como la misma realidad) y en la cual se problematiza aún más el concepto de autor.

El yugo de la memoria. Autoficciones está dividido en ocho capítulos de dis-par extensión y una coda a modo de conclusión, que trazan un camino que se inicia en un interesante repaso del estado de la cuestión —del cual se van desprendiendo los conceptos fundamentales relacionados con la au-toficción—, continúa en el análisis de las obras y culmina con una aproxi-mación/reflexión sobre la vida y la obra (o vida-obra) de Bianciotti que, para Diana Salem, resume, expresa y también (se) interroga sobre la auto-ficción, la memoria y su relación con la realidad.

“¿Quién soy yo?” es el título del pri-mer capítulo y la pregunta que anima, consciente o inconscientemente, a todo aquel que se embarque en la autoficción. Nos situamos, entonces, en la cuestión ontológica que subyace a contar la propia historia en un relato en el cual los límites entre la realidad y la ficción se difuminan y la memoria, en palabras de la autora, se presenta como un concepto multiplicador. En este capítulo, Salem hace un repaso de las narrativas de la subjetividad desde los orígenes de la autobio-grafía, partiendo de las Confesiones de San Agustín, siguiendo por los En-sayos de Montaigne, las Confesiones de Rousseau, los Souvenirs d’egotisme de Stendhal, para llegar al punto medu-lar: cómo la autobiografía se convierte en autoficción y qué es la autoficción.

En este primer capítulo panorámico, se dan cita grandes teóricos que han sentado la base de estosestudios o que han sido pilares de su evolución —Walter Benjamin, Paul de Man, Philippe Lejeune, Georges Gusdorf, Serge Doubrovsky,Jacques Derrida, Manuel Alberca, entre otros, que se detallan en una exhaustiva y actualizada bibliografía final—, a quienes Salem invita a dialogar sobre los puntos centrales de este itine-rario: cuándo nace la autobiografía y por qué, la relación entre el discurso autobiográfico y la historia, la memoria y el lenguaje como instrumentos fundamentales, subjetivos, para la reelaboración del pasado, la idea de actualización del pasado (en oposición a la de repro-ducción), la autobiografía como producto de un pacto de lectura, la conformación del sujeto autobiográ-fico, las marcas del yo y de la intencio-nalidad del escritor, la autobiografía como noción inestable que se mueve siempre en los límites (en oposición a la idea de su carácter estrictamente

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literario, que la fijaría dentro de los límites), etc.

El capítulo se cierra con la consi-deración de la autoficción como un paso superador de la autobiografía, que parte de un yo errático y en permanente transformación, un yo que, a veces, miente y que, dice Salem, siguiendo a Alberca, establece con el lector un pacto ambiguo, ficticio y verdadero simultáneamente. Así, ya no existe frontera entre lo realmente vivido y lo inventado y, por lo tanto, se buscan (y encuentran) nuevas for-mas de representación. La autoficción se define, entonces, de manera muy general y elemental, como la mezcla de autobiografía y novela; a partir de allí, se abre el abanico de preguntas sobre su estatuto genérico, sobre el tipo de pacto que establece con el lector, sobre su hibridez y sobre su escritura “tramposa” como cuestio-namientos a las nociones de literarie-dad y ficcionalidad, y sobre su dife-rencia respecto de otras formas narrativas de la subjetividad.

Todas estas cuestiones siguen jalo-nando el pensamiento de Salem en los capítulos siguientes, que se pre-sentan como propuestas de análisis desde la autoficción y que, asimismo, se ofrecen como un nuevo estadio de la reflexión teórica. Mientras que, en los capítulos 3, 4, 5 y 6, la autora se mueve dentro de la narrativa a través de la obra de Javier Marías, de María Rosa Lojo, de Héctor Tizón y de J. M. Coetzee, en los capítulos 2, 7 y 8 aborda la poesía, la literatura visual y los textos de soporte tecnológico me-diante el estudio, respectivamente, de la obra de Arturo Carrera, haciendo frente a la reticencia a considerar la lírica desde los parámetros auto-biográficos o autoficcionales, cuando siempre ha sido la expresión de un yo; del commix de Art Spiegelman y de

un documental colectivo alojado en YouTube, texto híbrido que genera polémicas teóricas y que escapa a las clasificaciones; un texto polifónico, “autobiografía de todos, pero sus-tancialmente de cada uno”, en el cual el auto, explica, se transforma en un sujeto colectivo. Aunque este es para nosotros el núcleo más novedoso del libro, ya que aborda zonas aún poco exploradas o en discusión, los capítulos centrados en la narrativa proponen nuevos interrogantes y mo-tivan lecturas diferentes de las novelas elegidas. Para cerrar este camino, Diana Salem convoca (e invoca), por último, a Héctor Bianciotti y su obra para cerrar el libro con una coda-con-clusión-homenaje a quien propone como paradigma absoluto de ese límite difuso entre realidad y novela que erige la autoficción.

Para finalizar, todos estos autores encarnan, de una u otra manera, en palabras de Cristina Bulacio, “la paradoja de la autoidentidad: poder mirarse a sí mismo e intentar saber de sí diciéndolo y, al mismo tiempo, saber que es sólo una ilusión” o, po-dríamos decir, una interpretación. De allí que el pesado yugo de la memoria se aliviane escribiendo autoficciones o, mejor, se rompa al asumir ese carácter multiplicador al que se refiere Diana Salem, dándole espacio a lo real y también a la fantasía, que termina ocupando, por momentos, su lugar. El yugo de la memoria. Autoficciones nos in-terpela ya no solo como lectores, sino como creadores de nuestro propio relato identitario y lo pone a prueba de las leyes de la autoficción. La última frase de un verso de Jorge Luis Borges, que da título al prólogo de Bulacio, quizás exprese esta (nuestra) condición: “Soy eco, olvido, nada”. Y también voz, memoria… todo.

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LA LITERATURA EN LUCHA

Paula Simón

Cómo avanzar en el proceso de interpretación de los dis-cursos que han construido las memorias sociales de la

post-dictadura sin recalar en los lu-gares comunes de la conmemoración y el homenaje? Este libro de Ana Forcinito es un ejemplo de análisis contundente que establece relaciones entre los acontecimientos histórico-políticos –promulgación de leyes, juicios a los militares, actuaciones de los organismos nacionales e interna-cionales defensores de los derechos humanos, etc.– y las narrativas testi-moniales producidas por los testigos y supervivientes de los centros clandes-tinos. Su logro más importante es el espacio dedicado al análisis textual de esas narrativas, en el cual se pone de relieve la representación de los con-flictos surgidos a partir de todos esos acontecimientos mencionados.

En el primer capítulo, que funciona como introducción del volumen, la autora establece una primera dife-rencia entre dos tipos de testimonios producidos por supervivientes de la última dictadura militar en Argentina (1976-1983): el jurídico y el no jurídi-co, a fin de aclarar que su estudio está

Los umbrales del testimonio.Entre las narraciones de los sobrevivientesy las señas de la dictadura

Ana ForcinitoMadrid-Franfkurt am Main, 2012Iberoamericana-Vervuert179 páginas

referido al segundo de ellos, precisa-mente por el rol que ha ocupado en el proceso de redemocratización del país desde el juicio a las Juntas, en 1985, hasta la actualidad. Esta aclaración ini-cial es interesante por varios motivos: en primer lugar, porque se atreve a penetrar en un tema que aún suscita discusiones en el ámbito académico, como es la definición del género “tes-timonio” y la consecuente necesidad de despegarlo del rótulo de “prueba” que ostenta en el ámbito jurídico. Y, en segundo lugar, porque dirige la reflexión hacia los múltiples sentidos que han adquirido los testimonios en el espacio público y en los procesos de construcción de las memorias sociales en Argentina. Para encarar el análisis, parte de la noción de que la narrativa testimonial no puede desvincularse de las luchas políticas e ideológicas y, por tanto, alerta sobre los peligros de que una aproximación crítica tienda a la despolitización de dichas memorias. Su objetivo, desde esta perspectiva, es estudiar los entre-cruzamientos de la verdad, la ficción y las transformaciones narrativas del testigo que operan en esos textos.

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En esta introducción se manifiesta la principal fortaleza del libro: su perspectiva metodológica, en la que introduce el concepto de umbral, de raigambres lacaniana y agambeniana, pensado como una zona de contacto, de pasaje y de comunicación entre el “afuera” y el “adentro”, el “antes” y el “después”; pero también como un espacio de imposibilidad y de límite entre el “afuera” y el “adentro”, el “antes” y el “después”. En todo caso, la autora sintetiza el objetivo de su estudio a partir de esa imagendialéctica del umbral: “Los umbrales del testimonio intenta repensar los espacios que abren las narrativas testimoniales de los sobrevivientes y las fronteras que los detienen (la impunidad, el silenciamiento de los ex detenidos, la invisibilidad de sus historias, los mitos que cubren sus narraciones, los parámetros dentro de los cuales sus testimonios son y fueron escucha-dos)”. La figura del umbral, como la misma autora lo explica, le permite interpretar las narrativas testimoniales en el seno de sus imposibilidades, en lo que concierne a las lagunas referen-ciales que quedan plasmadas en el teji-do narrativo y cuya reflexión arraiga en los estudios de Giorgio Agamben; pero también a la luz de sus poten-cialidades, es decir, de los significados sociales que ha ido construyendo en torno a la representación del testigo y de las luchas en que este se inscribe.

A lo largo del volumen, el análisis se centra en los distintos umbrales que se ponen en juego en la narrativa tes-timonial concentracionaria de la post-dictadura. El segundo capítulo trabaja en torno al umbral de lo jurídico y revisa la historia de la lucha contra la impunidad a través de las narrativas testimoniales que ejemplifican las instancias del proceso de redemocrati-zación y su lucha por contrarrestar la impunidad. Para ello, convoca varios

ejemplos de esa narrativa, que son distribuidos en tres momentos de esa historia: en primer lugar, Nunca Más (1984) y El libro del diario del juicio (1985); en segundo lugar, El vuelo (1995), de HoracioVerbitski; y por último, Pase libre (2002), de Claudio Tamburrini y el archivo oral compilado por Memoria abierta, cuyos inicios se remontan a 2001. En el análisis textual de los tex-tos pertenecientes a la primera etapa, estudia las marcas narrativas que los inscribían en la lógica de la teoría de los dos demonios, la cual pretendía equiparar las responsabilidades de los militares y de los militantes de organizaciones de izquierda en la lucha armada y sus consecuencias. Asimismo, se refiere a los caminos que esos textos transitaron hacia el reconocimiento oficial y jurídico de los sobrevivientes como testigos. Para explicar el segundo momento, se refiere a El vuelo, basado en el testi-monio del represor Adolfo Scilingo, a partir del cual la autora analiza el dis-curso de los victimarios arrepentidos, utilizado para denunciar la política de perdón y olvido que imperó en los años noventa. El tercer momentocorresponde a los juicios abiertos en los últimos años, que marcaron nuevos rumbos en los debates sobre la memoria. Para estudiarlo, alude al texto Pase libre, de ClaudioTamburrini, el cual hace hincapié no solo en la experiencia pasada, sino en la lectura que el testigo hace de ese pasado desde el presente. También se detiene en la construcción del archivo oral, a cargo de Memoria Abierta, el cual, entre otras características im-portantes, restituye a las víctimas su historia de militancia política.

El tercer capítulo se concentra en los umbrales que atraviesan en sus producciones testimoniales los testigos sobrevivientes de la Escuela

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de Mecánica de la Armada, espacio que funcionó como modelo paradig-mático de centro de detención clan-destino de la última dictadura militar en Argentina y que en la actualidad se ha convertido en uno de los lugares de memoria más emblemáticos, sobre todo porque en 2003 fue expropiado a la Fuerzas Armadas y recuperado como ente público interjurisdiccional “Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Dere-chos Humanos”. En este capítulo, se plantean temas como la reconstruc-ción de la subjetividad que posibilita la escritura testimonial, la actua-lización de los mitos de la heroici-dad y la traición en esas narrativas y también los procesos de visualización del campo de concentración que emprenden en sus páginas. Se detiene, para ello, en dos textos: Memoria en construcción: el debate sobre la ESMA (2005), de Marcelo Brodsky, y Recuerdo de la muerte (1994), de Miguel Bonasso. Entre los puntos principales del capí-tulo, se discuten los umbrales de la realidad y la ficción, así como también se plantean los debates abiertos sobre las interpretaciones en pugna sobre el campo de concentración y sobre la militancia.

El cuarto capítulo ingresa en el umbral del género sexual y de las interpretaciones sexuadas de las experiencias de militancia, secuestro y detención. Explora, a través del texto Ese infierno. Conversaciones de cinco mu-jeres sobrevivientes de la ESMA (2001), las problemáticas que atravesaron las mujeres para dar su testimonio en un mundo signado por las interpre-taciones masculinas de la militancia y la represión. Elabora conclusiones acerca de la dominación del cuerpo femenino y de los silenciamientos de la violencia de género que se denun-cian en esas páginas, potenciados por los marcos interpretativos dominantes

y condicionados por una mirada de tipo masculino. El objetivo princi-pal de este capítulo es visibilizar las funciones decisivas que desempeñó la escritura testimonial en los procesos de reconstrucción subjetiva e identi-taria de la mujer.

El quinto capítulo continúa traba-jando en la línea de las narraciones testimoniales femeninas, pero esta vez para detenerse en los umbrales de la verdad y la ficción, tan caros a este tipo de representación literaria. Se ocupa de tres obras que probable-mente sean las más transitadas por la crítica literaria sobre la literatura testimonial argentina de la experiencia concentracionaria: La Escuelita (The Little School, 1986), de Alicia Partnoy; Una sola muerte numerosa (1997), de Nora Strejilevich, y Pasos bajo el agua (2002), de Alicia Kozameh. Estos tex-tos, a juicio de la autora, desarrollan estrategias literarias y enfatizan la fic-cionalización de la trama del recuerdo para alejarse de la forma jurídica del testimonio. Por lo tanto, es interesante advertir cómo se despliegan las con-clusiones acerca de qué tipo de saber produce el testimonio, o lo que es lo mismo, qué tipo de conocimiento albergan los intersticios de la memo-ria, las zonas oscuras, las lagunas y las fragmentaciones en estas narrativas testimoniales.

El capítulo sexto actúa como cierre del volumen y se detiene en la impor-tancia del testimonio como instancia reivindicadora del desaparecido: a través de la narración se efectiviza el retorno de los ausentes y se reclama la inscripción de esas subjetividades en la escena social, haciéndose explícito que el testimonio habla del pasado, pero también del presente y que, por lo tanto, todavía exige instancias de debate y desacuerdos. En resumen, el testimonio da cuenta de un pasado no

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clausurado, cuyas memorias con-tinúan en proceso de construcción. Reunir en casi ciento ochenta páginas conflictos sociales tan vigentes y ana-lizarlos desde el prisma de narrativas

testimoniales todavía tan recientes es la mayor conquista de este estudio crítico que convoca a un lector activo e implicado.

MEMORIA Y AUTOBIOGRAFÍA

Paula Simón

Memoria y autobiografía. Exploraciones en los límites

Leonor ArfuchBuenos Aires, 2013Fondo de CulturaEconómica,168 páginas

objetivo que se plantea en la intro-ducción es dar cuenta, a lo largo de los ensayos expuestos, de los modos diversos en que se inscribe la huella traumática de los acontecimientos histórico, políticos, sociales y cul-turales en los destinos individuales para aportar, desde la crítica cultural, las claves interpretativas de lo que llama una “subjetividad situada” esté-tica, ética y políticamente.

Los distintos capítulos en que se divide el texto trabajarán sobre alguna arista problemática de la inscripción de los conflictos colectivos en el discurso autorreferencial. En cuanto al recorte del objeto de estudio, es in-teresante advertir que se reúnen obras que no responden a una tradición li-teraria o cultural determinada, sino que bien podría inscribirse en el ám-

Son cinco los ensayos que se reúnen en este libro, los cuales cuentan con el atributo de estar plenamente vinculados

entre sí, otorgándole unidad y co-herencia al volumen. La autora parte de la idea de que el mundo de las representaciones simbólicas con-temporáneas está protagonizado y dominado por la autorreferencialidad, en sus variables formas discursivas, desde las más canónicas (testimonios, memorias, autobiografías, etc.), hasta las más híbridas y experimentales (autoficciones, cuadernos de notas, diarios, cartas, recuerdos). En este universo de lo autobiográfico, le interesa recorrer las huellas de las pro- blemáticas colectivas que se eviden-cian en los textos individuales: la memoria, el imaginario, las represen-taciones y las identidades. Por ello, el

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bito de interés de la Literatura Com-parada, en la medida en que se acerca a los núcleos temáticos de una manera transversal, puesto que convoca dis-cursos de distintas procedencias cul-turales y ligados a diversos soportes (literarios, plásticos, cinematográficos, etc.). De este modo, en el capítulo se-gundo, titulado “La mirada como au-tobiografía: el tiempo, el lugar, los ob-jetos” se dedica a analizar el espacio biográfico en la obra literaria de W. G. Sebald y en la obra visual de Christian Boltanski, dos realizaciones que alber-gan huellas memoriales de la Segunda Guerra Mundial y de la Shoah. El tercer capítulo continúa estableciendo diálogos entre el escritor alemán, au-tor de Austerlitz, y el artista plástico francés, pero esta vez para explorar los entresijos de la búsqueda de la identidad en ambos casos. El capítulo cuarto salta a otro contexto histórico-político, con el cual la Shoah man-tiene ciertos vínculos o soluciones de continuidad histórica: la desaparición de personas durante la última dictadu-ra militar en Argentina (1976-1983). En este capítulo, la autora estudia aspectos de la escritura femenina en dos obras: Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA (2006), escrito en coautoría por Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin y Elisa Tokar, y Poder y desaparición. Los campos de concentración en la Argentina (1998), de

Pilar Calveiro, a fin de establecer un diálogo entre dos modos distintos de construir la enunciación testimonial. El capítulo quinto desplaza la refle-xión hacia las narrativas no ficcionales de la experiencia guerrillera, para lo cual se centra en la polémica en torno a la entrevista de 2004 a Héctor Jouvé, sobreviviente de la guerrilla guevarista en el norte argen-tino, como síntoma del desencanto del campo intelectual de la izquierda en el presente y como modalidad de instauración del “yo” en la concep-tualización de un momento histórico. El capítulo séptimo efectúa otros desplazamientos; en el ámbito político y cultural, se traslada a la frontera entre México y Estados Unidos para analizar algunas representaciones artísticas significativas en torno a la identidad y la territorialidad.

El último capítulo, en el acto de retomar las líneas abiertas y establecer las conclusiones, piensa cómo el valor del nombre es un núcleo temático recurrente en cada uno de los en-sayos. Y es un acierto que en torno al problema del nombre se elija cerrar el volumen, puesto que este alude pre-cisamente al conflicto principal que atraviesa todas las representaciones artísticas comentadas: la búsqueda, la elaboración y la reconstrucción de la identidad en tiempos de conflictos todavía no resueltos.

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LO QUE QUEDADEL CRISTAL

Rafael Mammos

CristalizacionesBasilio SánchezMadrid, 2013Hiperión (XX premio de poesía Ciudad de Córdoba ‘Ricardo Molina’)94 páginas

Se ha dicho que el tema último de todo poema, detrás de la superficie y de la anécdota que quizás lo motivara, es la

poesía. Es decir: escribir un poema implica posicionarse ante un estilo y una tradición, tomar unas decisiones y descartar otras, y resolver el pequeño problema de la escritura mediante una poética ad hoc para el texto en cuestión. En Cristalizaciones, Basilio Sánchez reflexiona abiertamente so-bre esa condición metaliteraria de los poemas a la vez que busca un lugar seguro en el mundo para la escritura y el lenguaje poético.

Cristalizaciones es ante todo un libro solemne y, si no pesimista, al menos oscuro. El tono, uniforme durante las tres secciones que lo componen, no deja lugar a dudas: “Sobre los inocentes, / dormimos los culpables: nuestras casas se apilan / como cajas en los aserraderos, / como contene-dores en los muelles” (“Cementerio judío de Praga”). En ese sentido, dos son las grandes preocupaciones del libro: la angustia de la condición hu-mana, la angustia de la escritura den-tro de la condición humana. Por un lado, es constante un cierto sentido de

irrealidad, como en “Los días labora-bles”: “Para aquellos que son como nosotros / no se tiene bastante con la vida. / Nunca fue suficiente no estar muerto”; o en “La llama alta”: “¿Y si estuviésemos equivocados / y lo que hemos creído que era Dios / fuese, precisamente, aquello que no es?” La vida es, en este libro, un paisaje nocturno lleno de dudas (aunque con algo de agua árabe al fondo, como en “Música de cuerda” o “Zéjel”) donde el hombre tantea los significados en busca de un incierto origen. Por otro lado, está la preocupación por la función del lenguaje y de la poesía. “Los trabajos de Sísifo” es un buen ejemplo de poética: “Cuando escribo / llevo también el peso de los otros, / llevo el peso de las cosas que existen / y de las que no existen”. El poeta es un alquimista capaz de crear “la ilusión de una puerta” donde hay un muro, es decir: tiene el poder de fingir que tiene poder. Lacónicamente, Sánchez no esconde que “la escritura interrumpe / la naturalidad de la existencia”, pero también le concede la propiedad de hacer que la vida sea más asequible, incluso a través de la vulnerabilidad.

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Queda claro que esta es una poesía de ideas, donde predominan largas palabras abstractas que quizás dejen algún verso cojo, sobre todo leído en voz alta. A pesar de la prosodia, que no es el punto fuerte de este libro, hay muchas imágenes memorables, hechas para quedar: “El buscador de sombra / reconoce en un árbol su majes-tuosidad, / pero elige en secreto su pobreza”; o “No hay nada irreparable, / salvo lo que los muertos se dicen a sí mismos, / resignados y anónimos, debajo de nosotros”.

LECTURAS DE LA TEORÍA

Max Hidalgo Nácher

El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán,

Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, Buenos Aires, 2012Eterna Cadencia541 páginas

Cristalizaciones no es sólo un libro reflexivo: es un libro sobre el acto de reflexionar y sus consecuencias. El hombre está desplazado de la creación, y es a través del lenguaje que se hace consciente de esa distancia; sin embargo, es gracias a la alquimia azul de la poesía que, de alguna man-era, puede recuperar sus estratos más profundos, conservados en él como en cristal.

I

“De qué se trata, entonces, en el roman-ticismo teórico, en eso que habremos de

caracterizar como la institución teórica del género literario (o si se quiere de

la literatura misma, de la literatura en tanto absoluto)? […]. Es necesario ir a

los textos”

Los primeros románticos alemanes no escribían para sus contemporáneos. Tampoco –como había

sido costumbre desde mucho tiempo atrás– dirigían la vista hacia el pasado

para dialogar con los muertos, como hiciera Quevedo, “con pocos pero doctos libros juntos”. Pasado y pre-sente ya no eran ni fuentes ni destinos seguros para la escritura; y, de ese modo, la relación de esos escritores con esa instancia contemporánea llamada público pasaba a suponer una torsión peculiar, tal como se aprecia en el siguiente fragmento de Friedrich Schlegel: “Cada autor legítimo escribe para nadie o para todos. Quien es-cribe para que tal o cual quiera leerlo merecería no ser leído”. Ese mandato de escritura –que rompe positiva-mente el vínculo con el destinatario

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real– hace de esta un mensaje ex-traño, lanzado a las aguas de la prensa como una botella al mar, a la espera de lectores desconocidos: de lectores por venir. Las concepciones de la lectura y la escritura que ahí surgieron –y que fundan la verdad de los textos en unos lectores que la propia es-critura tendría que producir–, ¿siguen siendo las nuestras?

En ese trato literario que acabamos de esbozar está en juego una experiencia del lenguaje y de la comunidad que, lejos de ser evidente, es ella misma el producto de una cierta historia.Y, como afirman PhilippeLacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy en el prólogo al Absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán (publicado en 1978 en francés y recientemente traducido al caste-llano por Cecilia González y Laura Carugati para Eterna Cadencia), esa historia tiene su lugar de emergencia en el primer romanticismo alemán en torno a un lugar (Jena) y a una revista (el Athenaeum). Ese sería, según los autores, “nuestro lugar de nacimiento”. Espacio de una crisis social, política y filosófica en la que se abre el pensamiento literario de la modernidad, el cual se caracterizaría por hacer comunicar a través de sí la literatura, la política y la intimidad. “Su proyecto“, continúan los autores, “no será un proyecto literario, y no abrirá una crisis en la literatura, sino una crisis y una crítica generales”. En ella se cifra el sueño moderno que hace de la literatura el espacio de una transformación general capaz de hacer que la multiplicidad de estratos que conforman lo social se estremez-can, colisionen y se pongan enmovimiento.

II

“¿Cuántos, aun entre los mejor intenci nados, repiten en la actualidad Jena sin

haber podido leer sus textos?”

¿Por qué era –como afirman los autores– “urgente” e “indispensable” publicar en Francia, en 1978, la tra-ducción de este conjunto de escritos de los primeros románticos alemanes? El libro no ocultaba su carácter de intervención, la cual reposaba en una doble tesis de fondo. La primera es que “el romanticismo es la inaugu-ración del absoluto literario”, de una imagen excesiva de la literatura que la hace por vez primera una “poesía uni-versal progresiva” que aspira a trans-formar la vida haciéndose cargo de la totalidad. La segunda tesis es que a través de esa imagen de la literatura, íntimamente ligada a una problemáti-ca comunidad de lenguaje destapada en Jena, se abrió “el espacio de lo que llamamos hoy, con una palabra a la que los románticos aficionaban particularmente, la ‘teoría’”.

Intentando subsanar en parte el proverbial desconocimiento entre franceses y alemanes, el libro preten-día llenar un vacío en el justo momen-to en el que el propio movimiento crítico francés heredero de aquella tradición estaba siendo desmantelado. Siguiendo ese motivo –en un libro que, sin duda, persigue entre otras cosas dar herramientas para historizar una aventura de pensamiento que corre el riesgo de ser engullida a la vez por el academicismo, el descrédito y la mitificación–, no sería difícil trazar una genealogía que, introduciendo toda una serie de mediaciones, fuera de la práctica literaria de algunos poetas franceses –que hacen de la escritura el lugar de un trabajo y de una transgresión– a la práctica crítica de Maurice Blanchot o de Georges

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Bataille; y, a su vez, de esta a la prácti-ca intelectual de Jacques Derrida o del primer Michel Foucault. Pues, ¿qué es el espacio literario de Blanchot sino la descripción y el despliegue crítico de una cierta relación literaria? ¿Y no podría afirmarse que la deconstrucción de Derrida traslada al ámbito de la filosofía algunos proce-dimientos de lectura surgidos en el trato con esta tradición literaria apun-talada por Blanchot? La ruptura teóri-ca que se dará en la Francia de los años sesenta –de la que son herederos Lacoue-Labarthe y Nancy–, aquí dada a pensar oblicuamente, pasará en gran parte por el prestigio de esa relación literaria que, paradójicamente, sus-pende la idea misma de relación al pretender disolver los vínculos, pre-sentándose como absoluta.

El libro, volviendo sobre ese pro-blema, supone así un punto de llegada de la teoría literaria de los setenta, momento en el que se hace posible empezar a rescatar –frente a la creen-cia general según la cual el romanti-cismo sería una cosa del pasado– toda una serie de complicidades que le devolvían su actualidad: “Lo que nos interesa en el romanticismo es que pertenezcamos aún a la época que él inició y que esta pertenencia, que nos define (mediante el inevitable desfase de la repetición), sea precisamente lo que no cesa de denegar nuestro tiempo”. Su conclusión –que, siendo crítica, no era “una crítica”– era tajante: “Existe hoy un verdadero inconsciente romántico”.

III

“Se puede, no es tarea sobrehumana, mostrar un mínimo de lucidez. En estos

tiempos que corren, ya sería mucho”

¿Románticos, nosotros? No podemos saberlo, pues mientras tanto han pasado más de tres décadas. Esos textos, publicados en francés con casi doscientos años de retraso, se editan ahora en castellano –con la urgen-cia de lo intempestivo y junto con sus prólogos– con un considerable retraso. Tantos anacronismos des-piertan una pregunta: ¿somos todavía contemporáneos de la época que se abre en esos textos? ¿Tiene sentido traducirlos hoy? ¿Pueden enseñar-nos algo de nuestro presente? Por lo pronto, su relectura nos muestra que algo ha cambiado de manera radical en este tiempo. “Pensamos todos”, escribían Lacoue-Labarthe y Nancy, “que lo político pasa, como si esto fuera una evidencia, por lo literario (o lo teórico): el romanticismo es nuestra ingenuidad”. Esa ingenuidad no parece que sea ya la nuestra; y, sin embargo, y en los tiempos que corren, ese problema merecería ser pensado y no simplemente liquidado, como en gran medida ha pasado desde entonces, identificando esa “ingenuidad” con un “error”. Quizás la actualidad del libro que aquí se edita pase, precisa-mente, por reavivar unas problemáti-cas que muchas veces han querido cerrarse prematuramente y de manera apresurada.

Esa historia –que nos constituye, en tanto seamos herederos más o menos directos o indirectos de la crisis que se abrió en la crítica literaria a par-tir de los años sesenta– tiene, desde mediados de los setenta, un final brusco, repentino, a la vez mítico y real. Se suele resumir en unas pocas muertes: Barthes, abandonándose en

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el hospital tras ser arrollado por una camioneta; Althusser, internado en un psiquiátrico después de estrangular a su mujer; y Lacan, perdiendo el habla progresivamente antes de morir. El mito del estructuralismo –él mismo ya surgido de una caricatura– se cerraría de forma abrupta con esas muertes. Como si encerraran algún sentido. La muerte de SIDA de Foucault, en 1984, fue el broche final de ese relato poético escuchado hasta la saciedad. Esto, que en otras circunstancias no hubiera tenido la menor importan-cia, señalaba una transformación del campo intelectual, pues esas pocas muertes corroboraban el fin de una época en la que la literatura se pen-saba a sí misma como límite y motor del pensamiento.

El absoluto literario, publicado en ese preciso contexto, detectaba un límite y profetizaba una restauración. Tal como en 1805 se dio por concluida la crisis romántica, a mediados de los setenta se cerró la crisis de la teoría literaria. En ese preciso momento, el libro pretendía preservar a los lectores “a la vez de una fascinación y una tentación”; y, con ello, trataba de sos-tener “un mínimo de lucidez” en un momento en el que parecía particular-mente difícil conservarla.

IV

“Ce soir le vent qui frappe à ma porteme parle des amours mortes”

Charles Trenet

Esa lucidez, ¿dónde ha quedado? Lacoue-Labarthe y Nancy presenta-ban los textos al público francés con un prólogo, especie de utillaje para aquel que está a punto de entrar en una época de indigencia y de olvido. Pues lo que vino después –según el diagnóstico de Deleuze en el apartado

“Cultura” de su Abecedario– sería el desierto: una época de una extrema pobreza intelectual. “Atravesar un desierto no es gran cosa”, decía ahí Deleuze, “lo que es terrible es crecer en él”, dado que, “cuando algo desaparece nadie se da cuenta, por la simple razón de que cuando algo desaparece no se lo echa en falta”. El libro que aquí reseñamos pretende hablar precisamente de eso que, cuando faltó, no se echó en falta. Como ejemplo podríamos acudir a las síntesis del período, la mayoría de las cuales banalizan u olvidan esa expe-riencia extrema que aquí se intenta dar a pensar. Sin ir más lejos, tras la larga travesía del desierto, y por todo ba-lance, Antoine Compagnon tarareaba en 1998 la canción “Que reste-t-il de nos amours?”, de Charles Trenet. En su libro, El demonio de la teoría, esta se había convertido en un recuerdoamable: en una vieja foto privada de su juventud.

Ahora bien, nosotros, desde España y Argentina, ¿desde dónde podríamos leer esos textos? El mapa que propor-cionan esos autores –dado que ni cronológica ni geográficamente es el nuestro– solo puede orientarnos par-cialmente. Y la versión castellana, por desgracia, no lleva más prólogo que el que ya incluía la francesa. Esa laguna –que el lector tendría que sentir como tal en un libro como este– señala la dificultad, que muchos experimenta-mos, de pensar en términos históri-cos nuestra propia práctica crítica. Esta traducción es, de hecho, una buena oportunidad para intentarlo, sustituyendo una nostalgia que no podría ser nunca la nuestra por una lectura histórica de la teoría. Quizás así podríamos darnos los medios para empezar a escribir colectivamente un prólogo por venir, del cual solamente tenemos, a día de hoy, retazos y frag-mentos.

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MATERIALES

“El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no podéis mejorarlos. No podéis hacer una cuchara que sea mejor que una cuchara. Los diseñadores tratan de mejorar por ejemplo el sacacorchos, con éxitos muy pobres, y la mayoría de ellos, además, ni siquiera

funcionan […]. El libro ha hecho sus pruebas y no veo cómo, para el mismo uso, se podría hacer mejor que el libro. Quizás evolucionará en sus componentes, quizás sus páginas no serán ya de papel. Pero

permanecerá siendo lo que es”Umberto Eco, Nadie acabará con los libros

Desde que se inventara la escritura hace más de cinco mil años en la región de Mesopotamia, el valor y las funciones de lo escrito no han dejado de transformarse. Abandonando progresivamente su antigua sacralidad para ir adquiriendo su actual carácter profano,

la escritura —y, con ella, los libros— ha constituido no solo un testimonio de la historia, sino al mismo tiempo —y bajo ciertas condiciones— un motor de la misma. Ahora bien, si los libros tienen una larga historia, la disciplina que se encarga de estudiarlos es, en cambio, reciente. Este desfase entre la longevidad del objeto de estudio y la juventud de la disciplina que lo estudia tiene que ver, sin duda, con una experiencia: el objeto libro y la práctica de la lectura asociada a él han dejado de ser, para nosotros, evidentes.

LIBROS Y LECTURA HOY:UN REPORTAJE

Max Hidalgo Nácher

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“Materiales” surge con la convicción de que la cultura es un espacio de luchas y tensiones inteligible, que puede ser estudiado desde un punto de vista material. Los procesos ligados a la producción, circulación y recepción de lo escrito, las lógicas específicas de la actual industria cultural y el papel clave que cumple, en un momento dado, la traducción, son algunos de los aspectos que si bien suelen quedar velados en el acercamiento a la literatura son, no obstante, determinantes en el funcionamiento efectivo del campo cultural.

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Con ello, este cuestionario parte de la convicción de que el libro —como la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras— no solo puede mejorarse, sino trans-formarse a sí mismo. El libro no puede “seguir siendo lo que es”, entre otras cosas porque nunca fue lo que era. Romper con esas representaciones universa-listas —que naturalizan una experiencia particular haciendo abstracción de sus determinaciones concretas— puede ser un primer paso para llevar a cabo una verdadera inquisición sobre el objeto libro y la práctica de la lectura.

Para esta primera entrega nos hemos valido de libros, leídos y releídos, de nuestras bibliotecas; de revistas; de un breve —aunque sustancioso— puñado de blogs y páginas web; de la —no siempre correspondida— correspondencia digital; y hasta de una grabadora. Con todo ello, se trataba de contribuir a un diálogo. Un diálogo virtual que permitiera pensar y comunicar parcialmente —y de modo fragmentario— lo pensado a partir de las transformaciones históricas de la lectura y —más en general— de la comunicación literaria. La producción material de este escrito, surgido a partir de un cuestionario, no es ajena a ellas. Tres cuestionarios han sido respondidos en forma de ensayos y, por lo tanto, hemos decidido guardar su forma original; el resto de respuestas se presentan en el siguiente reportaje. Agradecemos a Nora Catelli, Josep Mengual, José Antonio Millán, Gonzalo Pontón, Neus Rotger y Leandro de Sagastizábal su participa-ción en esta encuesta.

LA MATERIALIDAD DE LA ESCRITURA

La materialidad de los libros es un factor fundamental de su existencia. Si modernamente tendemos a pasarlo por alto, se debe sin duda al proceso de des-materialización que, a través de la imprenta y del soporte digital, ha hecho posible la reproducción técnica del libro a escala industrial. Ahora bien, en un momento en el que los libros se convertían en bienes fungibles de consumo, algunos poetas

como Stéphane Mallarmé y Guillaume Apollinaire hacían emerger de nuevo la materialidad gráfica y visual de los poe-mas. Acaso era algo de esa atención re-novada la que le permitía a Juan Ramón Jiménez escribir que “en edición dife-

rente los libros dicen cosa distinta”. El editor argentino Leandro de Sagastizábal coincide con las implicaciones de esta afirmación y afirma que “investigadores como Roger Chartier o D. F. McKenzie han desarrollado muy bien: la materiali-dad de los textos y sus formas crean sentidos. Las puntuaciones, las tipografías, los espacios en blanco… crean un sentido de lectura”. José Antonio Millán, uno de los autores españoles que más ha reflexionado sobre estos problemas, suscri-be “en todos los sentidos” la frase del poeta y va más allá para constatar que “si a eso añadimos todo lo que rodea la práctica lectora, las diferencias son mucho mayores aún”. Ese doble énfasis en la materialidad del libro y en la práctica lectora supone un extrañamiento; y precisamente esta falta de evidencia se halla en el núcleo de surgimiento de la nueva disciplina. Escribe Nora Catelli, profesora de

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Sagastizábal: “La materialidad de los textos y sus formas crean sentidos”

de la relación entre el estatuto de la palabra, la transmisión y el soporte. Ahora bien, una de las características del debate del futuro del libro que es inédita es la actual coincidencia de la aparición de un nuevo soporte y del estudio académico de estos cambios. Este estudio académico empezó antes de la aparición de los cambios digitales, porque de hecho las primeras historias del libro como soporte donde ya se dudaba del futuro del libro son de los años cincuenta (tal es el caso de La aparición de libro, de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin), con lo cual ya hay un anuncio de preocu-

¿CÓMO SE ESTUDIANLOS LIBROS?

Joaquín Rodríguez escribía en su blog —y repetía luego en 2007 en Los futuros del libro— lo siguiente: “La contribución de muchos autores e intelectua-les al debate sobre el futuro del libro se caracteri-za, desafortunadamente, por su vacuidad, endeblez y tendenciosidad”. Catelli piensa que, para enten-der las aportaciones a esta problemática, habría que establecer previamente algunas distinciones: “Siempre hubo ante la aparición de un formato nuevo, y con el caso del libro fue así, reacciones de duda, no ante la posibilidad de difusión del libro en el caso de la imprenta, sino en la modificación

Teoría de la Literatura en la Universidad de Barcelona, en Testimonios tangibles: “A la celebración de la lectura siguió, así, la crisis de su representación, coronada, en los últimos cincuenta años, por el acento en el estudio del objeto. No es ca-sual que la historia del libro, como disciplina, haya surgido de manera paralela a la conciencia de la posible extinción física de ese objeto. El proceso parece análogo al anterior: la representación de la lectura constituía, en la novela del XIX, una función constructiva, mientras que en la del XX lo central es su presentación —no su representación— como posibilidad (o imposibilidad) ontológica. Por últi-mo, desvanecida la eficacia de la función constructiva decimonónica y en cues-tión la reflexión literaria que la sucedió en el siglo XX, ahora empieza a hacerse la historia del libro”. Esta constatación es crucial para entender qué está en juego en la cons-titución de dicha disciplina. De hecho, en el sentido en el que la presenta en su libro Catelli, la historia del libro no es simplemente heredera de Lucien Febvre —de cuyo libro inaugural L’apparition du livre (1958) la autora extrae una cita que coloca como pórtico de su trabajo—, sino también y sobre todo de Robert Darnton y Roger Chartier, con quienes cierra el volumen. Con ello, se observa que esa historia del libro, renovada a partir de una historia de la lectura, no proviene solamente del análisis biblio-gráfico de la Inglaterra del siglo XIX, sino de un cruce particular entre disciplinas que hay que ligar a la crisis del sentido de la que surgirá en Francia en la segunda mitad del siglo XX, en tanto que disciplina, la Teoría Literaria.

REVISTA PUENTES | MATERIALES | 67

pone replantear la problemática en un contexto más amplio que permita enmarcar críticamente la discusión más allá de las urgencias del fenó-meno digital: “Las vías de acceso privilegiadas al estudio de estas cuestiones están en dos campos: en la sociología de la lectura (iniciada con Robert Escarpit) y en la escuela de la historia del libro (i-naugurada por Roger Chartier, Guglielmo Cavallo, Armando Petrucci y Robert Darnton, entre otros), que en ningún momento intentan dar una respues-ta total a estas cuestiones, sino que se detienen en campos, en períodos históricos, en secuencias, y piensan a partir de las secuencias”. Catelli subraya un rasgo fundamental que comparten todas estas perspectivas: “Ninguno de estos autores piensa que los mecanismos de producción de textualida-

pación por el soporte antes de que aparezca la modificación de esos soportes, como si esos libros fueran proféticos. Por otro, la duda acerca de los soportes del libro tiene más que ver con el campo del periodismo divulgativo y un campo pseudoa-cadémico en el cual, dentro de la universidad mis-ma —por esta necesidad de clasificación de áreas privilegiadas—, se ha dado muchísima importan-cia no solo a la reflexión acerca del cambio de los soportes y la digitalización, sino también al uso de esas nuevas tecnologías en la transmisión misma, con grados de confusión enormes”.

De ese modo, y más allá de las reacciones coléri-cas o entusiastas de aquellos que están “a favor” o “en contra” del fenómeno digital, Catelli pro-

Catelli: “La duda acerca de los soportes del libro tiene que ver con el periodismo divulgativo y un

campo pseudoacadémico”

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papel); de ahí al impresor, al transportista, al li-brero y al lector. El lector cierra el circuito porque influye en el autor tanto antes como después del acto de escribir. Los autores son lectores tam-bién. Al leer y trabar contacto con otros lectores y escritores, los autores se forman conceptos sobre el género, el estilo y el sentido general de la empresa literaria que afectan a sus textos, tanto si componen sonetos al estilo de Shakespeare, como si redactan las instrucciones de montaje para un equipo de radio. Al escribir, el escritor puede estar respondiendo a críticas de sus obras anteriores o saliendo al paso de posibles reacciones que pueda suscitar su texto. Se dirige a un lector implícito y le responden críticos explícitos. Así, el circuito se cierra. Transmite mensajes transformándolos

des diversas dependan del soporte. En absoluto. Esos mecanismos tienen en el soporte un elemen-to de modificación, pero no depende enteramente del mismo”.

Por su parte, Darnton dejó sentadas en su artículo “¿Cuál es la historia de los libros?” (1982) algunas de las bases del surgimiento de la disciplina, que aspiraría a constituirse — “si no sonara tan pre-tencioso”, añadía— como una “historia cultural y social de la comunicación impresa”. Darnton dejó descrito a grandes rasgos ese circuito en el artícu-lo citado: “Los libros impresos pasan, a grandes rasgos, por el mismo ciclo vital. Podría describirse como un circuito de comunicación que va del autor al editor (si no es el librero quien asume este

UN NUEVO CIRCUITO DE LA COMUNICACIÓN

Si nos preguntamos por el circuito de la comunicación literaria en el que estamos insertos, ¿sigue siendo el mismo que describiera en su momento Darnton? “Este circuito”, comenta Sagastizábal, “está hoy siendo redefinido”. La mediación que hacía que entre el autor y el lector —que entra-ban en contacto y cobraban consistencia precisamente gracias a ello— se interpusieran editores,

impresores, transportistas y libreros se está transformando: “El cambio hacia lo digital es inexorable, pero no se producirá de manera homogénea ni en todos los tipos de libro ni en todos los países o regiones. En muchos tipos de libro, como los de texto, lo digital se está produciendo, más que como una alternativa al soporte papel, como su complemento”. En el nuevo estado de cosas “algunos roles habrán de cambiar. Posiblemente no el del editor, en cuanto alguien profesionalizado en los contenidos; pero seguramente

sí, y mucho, el de los impresores y los proveedores de papel, pues ya no tienen sentido en el mundo digital”. En este nuevo circuito se transfor-ma la figura del lector, pues el acceso a la lectura “ya no se dará seguramente a

través de las librerías o las bibliotecas, sino a través de soportes digitales, librerías virtuales o bibliotecas on line”. Todo ello implica “nuevos porcentajes de beneficio y modalidades en los derechos de autor, contratos con cláusulas que contemplan variantes que hasta ahora no existían, nuevos criterios y canales comerciales y precios de venta al público diferentes”. En tanto que el libro es una mercancía, cobra su existencia real en el mercado. Por ello, como sostiene Sagastizábal, “las formas de los libros también están vinculadas a los cambios del consumo”. Los aparatos digitales —que ya se han vuelto cotidianos— introducen una nueva relación con la escritura y la lectura. Si no se leía igual un rollo, que se desplegaba de manera continua, que un códice, plegado sobre sí mismo, ¿no es cierto que la lectura en pantalla ha de tener sus propias implicaciones? Sagastizábal encuentra en el mundo digital, y en estos nuevos aparatos, una “herramienta formidable” y se muestra, en líneas generales, optimista: “Estoy convencido de que el mundo digital facilita notable-

Sagastizábal: “Los impresores y los proveedores de papel ya no tienen sentido en el mundo digital”

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maciones digitales “no se producen de manera ho-mogénea, para todos los tipos de libros por igual, ni para todos los países o regiones”. Millán, por su parte, insiste en la importancia de estudiar la circu-lación real de los libros y los usos prácticos de los mismos: “Comienzo algunas de mis clases sobre edición o lectura con estas brillantes palabras de Walter Benjamin: La historia de la literatura tendría que empezar por estudiar las estructuras de venta […], para así, en lugar de contemplar una y otra vez las mismas cumbres, investigar la estructura geológica sobre la que descansa la montaña del libro. Daría más por un análisis exhaus-tivo de la comercialización y lectura reales de 50 sombras de Grey (por poner un ejemplo reciente) que por veinte artículos sobre el epíteto en la novela del XIX”.

por el camino, conforme pasan del pensamiento a la escritura, de ahí a los caracteres impresos, y de vuelta al pensamiento. La historia de los libros versa sobre cada una de las fases de ese proceso y sobre el proceso en su conjunto, en todas sus variaciones a lo largo del tiempo y del espacio, y su relación con otros sistemas económicos, sociales, políticos y culturales de su entorno”.

Todos los autores consultados coinciden en la im-portancia de centrar la discusión en una situación concreta. Así, Catelli afirma que “no podemos ha-blar del planeta, hablamos desde esta situación, y aquí hablamos sobre Barcelona, sobre Cataluña y sobre España”. Y Sagastizábal, en ese mismo sen-tido y desde Argentina, recuerda que las transfor-

mente el acceso”. Así, Internet permite “acceder a libros agotados, a artículos de revistas del pasado o del exterior y a mucho más”. Más allá de la estricta relación instrumental, preguntado por las implicaciones subjetivas de esas transformaciones, apunta: “Me parece que estamos en una transición y es muy difícil saber en qué consistirán esas transformaciones, pero me gustaría mencionar un criterio de Paula Sibilia, para mí una de las personas más solventes para pensar estos temas: es una nueva subjetividad la que ori-gina las herramientas que la misma necesita, no son esas herramientas las que construyen la subjetividad. Obviamente nada es unilineal sino que todo es interacción y dinámica, pero no me parece menor repensar el orden de los términos”. En este nuevo espacio de relaciones, Millán destaca, en lo que constituye un “desordenado abani-co de posibilidades”, la tendencia a una cierta dispersión y multiplicidad de prácticas propia de lo que Ar-mando Petrucci llamara el lector anárquico: “Como lectores, o quizás habría que decir que como lectores ávidos, leemos en cualquier soporte, lo que encontramos de lo que queremos, lo que queremos de lo que encontramos… Y, de nuevo en cual-quier soporte, leemos para todo lo que uno lee: para pasar el rato, para disfrutar, para resolver problemas, para aprender, para enterarnos de qué pasa…”. Catelli recuerda, por su parte, que no todo son novedades en la relación con lo escrito, sino que los nuevos soportes también posibilitan vueltas a prácticas antiguas: “Si se habla de lectura y escritura en general, más que darse novedades, se vuelve a formas pretéritas, que se habían dejado de utilizar como, por ejemplo, la correspondencia que sustituye al teléfono muchas veces. Esto modifica cuestiones que parecen banales pero que no lo son en absoluto, como los modelos de correspondencia fija. Se vuelve a tener conciencia —cualquier corresponsal la tiene— de a quién nos dirigimos por edad, tratamiento…, cosa que una generación anterior probablemente poco letrada no hu-biera tenido, mientras que ahora cualquier persona poco letrada que escribe e-mails tiene que incorporar de nuevo los protocolos que hubieran estado en un manual de correspondencia: cómo dirigirse a un jefe, a una persona mayor, a un desconocido, a un colega... Cosas que se habían perdido y que ahora se incor-poran. Así, eso amplía enormemente el campo de la escritura y de la lectura”.

Millán: “Daría más por un análisis de lacomercialización y lectura reales de 50 sombras de Grey que por veinte artículos sobre el epíteto

en la novela del XIX”

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LA LITERATURA

¿Y qué hay de la literatura? Esta —en tanto que práctica estética o uso del lenguaje no puramente instrumental— está destinada a seguir transformándose. Un mínimo repaso a la historia de los libros y a las formas de escritura lo muestra. Sin ir más lejos, el libro impreso contribuyó de manera radical a la transfor-mación de las técnicas narrativas. Walter J. Ong, quien sostuvo en Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra que “la trama rigurosa en la narración larga surge con la escritura”, daba ya en 1982 elementos, según Catelli, para pensar “los problemas que supone la introducción de lo digital antes de que lo digital apareciera”.

Respecto a la posibilidad de una literatura sin libros, tanto Sagastizábal —quien sostiene que “cada vez es más posible una literatura sin libros impresos”— como Millán coinciden. Este último afirma: “Es muy posible la litera-tura sin libros. Es incluso posible la literatura sin textos. Como padre en ejercicio, durante muchos años he narrado historias intermina-bles a mis hijos para dulcificarles largos viajes al colegio: he reinventado viejas historias, he improvisado otras tomando elementos de su vida cotidiana…”. Si un cierto tipo de “litera-tura” oral convive todavía hoy con el libro, “¿cómo no va a ser posible una literatura vol-cada en la Red, o incluso nacida en la Red, incluso colaborativa-mente?”. Sagastizábal, por su parte, señala el desplazamiento de la palabra escrita al audiovi-sual al recordar que “hay quienes ya afirman que la verdadera ficción del futuro serán los guiones de las series televisi-vas actuales y quienes participan en reuniones de la elite de esas producciones señalan la só-lida calidad intelectual y profesional de quienes los realizan”. En el marco más restringido de la literatura, una novela como Crímenes de Ferdinand von Schirach, publicada por la edi-torial Salamandra, sería el ejemplo de que “los géneros literarios están cambiando”; y esas transformaciones estarían ligadas al trato con los nuevos dispositivos de lectura y se con-cretarían en ciertos rasgos formales de algunas nuevas narrativas: “Brevedad de los capítulos muy cerrados en sí mismos y posibilidad, por eso mismo, de comenzar el libro por cualquier lado sin perder la lógica de la trama”. Catelli, en cambio —insistiendo en que un cambio en el soporte no puede determinar por él mismo,

de manera unilateral, las prácticas—, sus-pende la respuesta: “Si hablamos de escritura en el sentido literario, es decir de una escritu-ra que pretende un grado de desprendimiento respecto a su valor instrumental —que es lo que es una correspondencia cualquiera: efectúa un acto de comunicación cuya fun-ción es llegar al otro y obtener del otro algún tipo de respuesta—, en este tipo de textos, no tengo ni idea. Nadie lo sabe. Porque, además, ¿cómo saberlo? Para saberlo, hay que poner esos textos en serie. Para pensar hay que poner los textos en serie. Si no, caemos en las enumeraciones caóticas de Borges de las que

hablara en su ejemplo famoso Foucault. Al pensar en serie volvemos a pensar en los instrumentos de consagración y recepción de los textos (en sentido amplio, en sen-

tido jaussiano de un texto que modifica una tradición anterior, introduce géneros, vuelve a modificar géneros que ya no pertenecían a la serie literaria y los vuelve a introducir en la serie). Para eso necesitamos de los instru-mentos críticos con los que hemos pensado muchas veces. Eso no sale de la nada: surge de un contexto de transformaciones de series anteriores en el que se articula lo viejo con lo nuevo; y no creo que ahí haya algún elemento que no tenga que ver con algunos de nuestros adiestramientos respecto al debate sobre lo estético ya incorporados. Lo que se puede modificar, por supuesto, es la función de cada género respecto a lo estético y, en nuestra cultura actual, la disquisición casi imposible sobre qué sea lo estético. Pero eso no tiene que ver solo con el soporte”.

Millán: “Es posible laliteratura sin libros,e incluso sin textos”

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REVISTA PUENTES | MATERIALES | 73

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Es cierto que el debate sobre el futuro del libro tiende a la especula-ción y es propicio a la melancolía, la alarma o el entusiasmo. Pero al margen de lo que opinemos sobre estas reacciones, por vacuas, tendenciosas o previsibles que nos resulten, todas ellas demuestran

una preocupación compartida por los retos y problemas que plantea la presente transformación del libro y de la lectura. Desde los ensayos clásicos de Walter Ong, Roger Chartier o Robert Darnton hasta las propuestas más recientes de François Bon o de Olivier Larizza, pasando por los referentes igualmente clási-cos de la teoría literaria digital, como George P. Landow, Katherine Hayles o Es-pen Aarseth, parece claro que la evolución del objeto libro bajo el impacto de las tecnologías de la información y de la comunicación no es vacua, ni tendenciosa, ni mucho menos previsible. Por la vía de la historia, sin duda una de las más sol-ventes a la hora de enfrentarse a las razones de esta revolución digital en marcha, la inmediatez y la obsolescencia de los cambios que se suceden en las formas y los dispositivos de lectura adquieren una dimensión más profunda y se abre una perspectiva más amplia para la reflexión sobre su verdadero alcance y significa-ción. Problemas como el lugar del libro en la tradición, el valor y la calidad de la comunicación literaria, la distancia entre información y conocimiento, los proce-sos de conservación –y destrucción– del patrimonio libresco o la regulación del acceso a la ciencia y la cultura muy difícilmente pueden abordarse si no es desde una perspectiva histórica que los contemple en la medida de la larga duración.

TRES ANALOGÍAS HISTÓRICAS PARAEL CAMBIO DE PARADIGMA DEL LIBRO

Neus Rotger

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“Estos problemas difícilmente pueden abordarse si no es desde una perspectiva

histórica de larga duración”

A la pregunta acerca de una literatura sin libros, cabe precisar que en el contexto de las textualidades electrónicas el libro es solo una metáfora. La natu-raleza fluctuante de los contenidos digitales (archivos de significado a partir de códigos y metadatos) poco o nada tiene que ver con el objeto libro tal y como lo conocemos a partir de la imprenta. De ahí que a menudo el análisis se sitúe en un presente –aún poco realista– después de los libros. Lejos, en cualquier caso, de las aproximaciones que conciben el libro digital como un simple trasvase tecno-lógico del libro en papel, resulta más interesante aislar y analizar las diferencias entre uno y otro modelo, atribuyendo incluso a cada uno magnitudes temporal-mente disociadas. De esta manera, ese horizonte teórico sin libros, que es el que se intenta comprender, puede observarse de un modo quizá más desprejuiciado, y también más crítico. Son útiles, en este sentido, algunas de las analogías histó-ricas más recurrentes que suscita este tipo de ejercicio, y que pueden resumirse en estas tres, todas ellas con la mirada fija en el umbral de siglo que dio lugar a la Ilustración: la primera afirma que el debate actual sobre el libro en papel y el electrónico es una nueva edición de la vieja batalla entre Antiguos y Moder-nos; la segunda, que el entramado de relaciones que promueve el espacio digital proyecta en el presente la República de las Letras; y, por último, la tercera sos-tiene que el tipo de subjetividad crítica de Internet y la blogosfera recupera los usos y funciones originales de la “esfe-ra pública” habermasiana. Cada una de estas analogías o proyecciones históricas puede servir para contestar, al menos parcialmente, algunas de las cuestiones que se plantean en este diálogo virtual.

ANTIGUOS Y MODERNOS

Que la polémica en torno a las textualidades impresa y electrónica re-mite a la Querelle des Anciens et des Modernes –y a su versión inglesa, la Battle of the Books– de hace más de tres siglos no es una idea demasiado original, ni exenta de dificultades, pero sin duda sirve para empezar a pensar. La polémica clásica sobre los viejos y los nuevos libros se extendía sobre un repertorio cerrado y complejo de réplicas y contrarréplicas dedicadas a temas y problemas muy diversos, y su alcance difícilmente puede reducirse a la confrontación pública de unos contra otros (conservadores contra insurgentes, anticuarios contra incendiarios). Ni la preocupación fue unidireccional, ni los partidos enfrentados, monocordes. Lo mismo ocurre –o debería ocurrir– con el debate sobre el futuro del libro. Así, y a pesar de que exista la tentación de polarizar y extremar las diversas posiciones en conflicto, la analogía con la Querelle permite analizar y problematizar el conjunto de tensiones que actúan en el actual escenario del sector del libro, y que ha visto proliferar nuevos formatos de edición, distintas plataformas de distribución y sucesivos dispositivos de lectura. Así, y en relación a la pregunta sobre la mate-rialidad cambiante de los textos, es evidente que la digitalización afecta, como no podría ser de otro modo, al sistema literario, transformando no sólo nuestra idea de los géneros literarios sino de la literatura misma, cuyos límites confluyen hoy de una manera radical con otros discursos, como el audiovisual y el multimedia. Más allá, sin embargo, de las simetrías entre un modelo literario (estable, úni-

co, completo, estático, finito) contra otro (líquido, múltiple, fragmentado, móvil, infinito…), cabe pensar, mejor, en las líneas de confluencia e interacción entre ambos, así como en la posibilidad de autorizar nuevas formas y estrategias de lectura, incluida la lectura hipertextual y la lectura masiva por ordenador, mucho más efectivas en el contexto multilocal de Internet.

REPÚBLICA DE LAS LETRAS

El acceso abierto en la red de un amplio fondo de libros y recursos se ha comparado a menudo, a partir de Darnton, con la idea ilustrada de la República de las Letras. La construcción –inmaterial, pero real– de lo que Pierre Bayle de-finió como “el imperio de la verdad y la razón” se basaba en la libre circulación de libros y autores en un espacio sin fronteras nacionales, religiosas o legales. La fe en el poder del conocimiento y en los valores de la democracia, el cos-mopolitismo y la igualdad vertebraban este intercambio de textos y saberes a lo largo y ancho de una extensa red de academias, salones, periódicos de circulación internacional (como las Nouvelles de la République des Lettres, del propio Bayle) e intercambios epistolares. En esta república virtual, sostenida a través de la amis-tad, la buena conversación y la correspondencia, intervenían también fuerzas menos desinteresadas como el privilegio, la exclusividad, el negocio y la censura, en un penoso equilibrio entre lo ideal y lo real equiparable con el que domina

el espacio digital del presente. Si puede hablarse de una República digital de las Le-tras, esta es también, como su antecesora ilustrada, un espacio de cultura y de bar-barie, si bien el equilibrio entre lo social y lo comercial, la literatura y el negocio, están aún por determinar. En el debate actual acerca de Internet y los derechos de autor, el modelo todavía incipiente de

la industria editorial se mueve entre las presiones de los grandes monopolios tecnológicos, las leyes del copyright y las políticas de producción académicas, que premian la competición individual y limitan el acceso a sus publicaciones. Pero Internet y las nuevas tecnologías promueven aún otras formas de producción, distribución y consumo, que pasan por el trabajo colaborativo y el acceso abierto y universal a sus resultados, con iniciativas como las de la programación libre o la Web 2.0, que apuntan a lo mejor de la vieja República de las Letras.

ESFERA PÚBLICA

La analogía entre la esfera pública ilustrada, germen de la crítica profesio-nal, independiente y con una gran capacidad de influencia, con la Web 2.0 plantea una actualización en positivo del diagnóstico que a finales del siglo XX Terry Eagleton propuso en relación a la función de la crítica moderna. A la altura de la publicación de The Function of Criticism (1984), el balance era el de una crítica que había perdido su papel original como primer activo en la consolidación y eman-cipación de una clase social y que había quedado enredada en los mecanismos comerciales de la industria editorial y la incapacidad de intervención cultural del

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“La crítica digital puede ser una formade resistencia, pero también de consolidacióndel capitalismo tardío”

mundo académico. En el siglo XXI, en cambio, la misma noción habermasiana que sirvió a Eagleton para denunciar el lamentable estado de la crítica se ha recu-perado para afirmar justo lo contrario: que Internet y las tecnologías digitales han abierto espacios públicos de discusión que permiten pensar en una institución restituida en las funciones que le eran propias. En los nuevos entornos digitales, el modelo de prescripción único y vertical de la crítica en papel ha pasado a ser diverso y horizontal, en un movimiento que parece recuperar la idea de una esfera pública independiente, democrática y global, libre de las presiones del mercado y de la academia que tanto la habían debilitado en el pasado. La nube promueve un diálogo abierto y plural entre iguales, con una importantísima capacidad de inter-vención cultural y social. Sin embargo, y sin salir de la analogía, cabe advertir de nuevo las limitaciones de este modelo, aplicables tanto en el pasado como en el presente, puesto que de la misma manera que, según Eagleton, la crítica moderna nació de la lucha contra un Estado absolutista al que contribuyó a sostener, la crítica digital puede que sea hoy también una forma de resistencia, pero también de consolidación del capitalismo tardío en el que surge y que la hace posible.

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Nadie escribe libros, los libros se editan y publican. Se escriben nove-las, cuentos, ensayos, artículos, poemas y poemarios, pero no libros. En la creación de libros, el escritor es importante, por supuesto, pero lo que define a un libro no es ni mucho menos el texto que

pueda albergar; del mismo modo, aquello que comunica un libro no es solo –a veces ni siquiera principalmente– un texto, sino que el diseño en un sentido muy general, el formato, la encuadernación, el papel, el diseño de caja, la decoración, la tipografía y la impresión forman un todo con el texto y es en su conjunto que constituyen un mensaje o, dicho de un modo un poco más pedante: el libro es un signo complejo. Durante muchísimos años, y en particular a lo largo de todo el siglo XX, en España se ha asociado de un modo muy intenso literatura con libro. El libro era el transmisor por antonomasia de la literatura (relegada a un espacio residual la literatura oral, la palabra “viva”), y era además casi el único modo en que los textos se fijaban para la posteridad. La asociación inversa no era sin embargo tan trabada. Es decir, además de libros de literatura, tuvieron su espacio también los libros de pintura, de ilustraciones y fotografías (donde el texto era secundario, o no), las guías de viaje, los libros legales, los manuales y una muy diversa tipología de libros, a veces de enorme difusión. A nadie se le ocurría poner en duda que se trataba de libros, si bien en un determinado momento empezó a hablarse cada vez con mayor insistencia de “contenidos” (y en el peor de los casos a considerar al editor un “proveedor de contenidos”), que podían vehicularse a través de di-

REFLEXIONES INTEMPESTIVASSOBRE EL “LIBRO ELECTRÓNICO”

Josep Mengual Català

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REVISTA PUENTES | MATERIALES | 79

“Quizás haya sido un error llamar ‘libro electrónico’ al archivo de texto que puede

ser leído en diversos dispositivos”

versos “formatos”, ya fueran libros, páginas web, cedés o aplicaciones para móvil y/o tableta. ¿Constituye un libro un texto en archivo digital? Esta es una cuestión en la que el hábito y el uso parecen habernos alejado de la precisión léxica. Toman-do por comodidad las definiciones de la Real Academia Española de “libro” se observa una progresiva ampliación semántica del término. Sin embargo, vale la pena subrayar que esta ampliación coincide con la cada vez mayor dejación de la responsabilidad normativa y prescriptiva que tradicionalmente se arrogaba la Academia en favor de una función casi meramente descriptiva mucho más có-moda (y a menudo mucho menos útil, en particular para los profesionales de la edición). Hasta la vigésimoprimera edición, el DRAE definía en primera acepción el libro (del latín liber, libri, “mebrana” o “corteza de árbol”) como un “conjunto de muchas hojas de papel, vitela, etc. y que forman un volumen”, aunque no menciona que necesariamente se trate de hojas impresas, y en segunda acepción como una “obra científica o literaria de bastante extensión para formar un volu-men”, donde quizá debemos sobreentender que se trata de una obra, científica o literaria, “escrita”. En la vigesimosegunda edición del diccionario (consultado en línea el 30 de octubre de 2013), la primera acepción ha cambiado ligeramente para introducir el concepto de encua-dernación: “Conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”,y en la segunda hay incluso una mayor precisión: “Obra científica, literaria o de cualquier otra índole con extensión su-ficiente para formar volumen, que puede aparecer impresa o en otro soporte”. No considero que sea afinar mucho, porque, aun sin referencia a la escritura, con esta definición un texto cualquiera, fijado en tinta o por cualquier otro método, se convierte en libro solo por el hecho de tener una extensión suficiente para ser susceptible de formar volumen, y no será ocioso recordar cuál es la definición que, en tercera acepción, da el DRAE de volumen: “Cuerpo material de un libro encuadernado, ya contenga la obra completa, o uno o más tomos de ella, o ya lo constituyan dos o más escritos diferentes”. A medida que uno avanza por este camino, cada vez parece menos claro qué es un libro, porque a primera vista podría parecer que lo que está diciendo la Real Academia de la Lengua Española es que un libro es cualquier conjunto de “hojas u otro material” que pueda con-vertirse en “un libro encuadernado”. Quizás haya sido un error que no hace sino crear más confusión llamar “libro electrónico” al archivo de texto que a menudo puede ser leído en diversos dispositivos (un pc, un portátil, una tableta, un lector electrónico o, rizando el rizo, un lector de libros electrónicos; obviamente, no en un libro). Por otra par-te, a lo largo de los siglos el término “libro” se ha cargado de una connotación positiva que en cierto modo contribuye a dignificar el archivo digital de textos, pero en el caso de “libro electrónico” el término no parece muy adecuadamente empleado. Es evidente que aquí “electrónico” no es un adjetivo equivalente a, pongamos por caso, “iluminado”, “ilustrado” o “artístico”, sino que el hecho de ser electrónico, de estar constituido por bits, es lo substancial (lo substantivo), del probablemente mal llamado “libro electrónico”, y “libro” queda aquí solo como un adorno dignificador.

Si bien la edición electrónica homogeniza, en su aspecto externo, todo tipo de textos, a lo largo del siglo XX, por el contrario, en España puede advertir-se una cierta evolución en el modo de editar las obras que venía en buena medida condicionado por la consideración social de la obra en cuestión, o bien por el propósito del editor de, precisamente, dignificar una obra o un género literario. Al publicar un determinado título de una manera determinada, el editor estaba anunciando qué valor atribuía a la obra en cuestión, qué importancia le concedía. Esto es un poco distinto en otros países, como en Francia por ejemplo, donde tradicionalmente se publicaba casi de un modo sistemático a los autores literarios de renombre en dobles ediciones: una comercial y otra de bibliófilo. En el caso español, y para seguir empleando ejemplos un poco extremos, lo que común-mente conocemos como ediciones de bibliófilo o bellas ediciones, en las que los profesionales de las artes gráficas podían lucirse, solían tomar como pretexto o bien obras muy bien asentadas en la tradición cultural (los clásicos y particular-mente los del Siglo de Oro), o bien obras a las que se atribuían unas especiales características literarias positivas o cuando menos distintivas (las vanguardias), a las que habrían de añadirse las que, sin contar con un amplio reconocimiento público, los autores decidían publicar por su cuenta y riesgo en elaboradísimas ediciones. Por pocos conocimientos que tenga sobre bibliología, cualquier lector puede distinguir entre lo que comúnmente llamamos “tapa dura” y la edición en rústica (o, en función de su tamaño, bolsillo). Me permito añadir que tampoco ayuda mucho el hecho de que el tamaño de lo que tradicionalmente distinguía la

“edición de bolsillo” de la “edición trade” se haya ido diluyendo hasta casi desapa-recer (con unas consecuencias sobre los derechos de autor que las agentes litera-rias no siempre parecen haber calibrado suficientemente). Aunque la distancia se ha ido reduciendo, el coste variaba mu-

cho entre uno y otro tipo de edición (tapa dura y rústica), lo que solía repercutir en el precio de venta al público, pero hay algunos casos en los que tenemos cons-tancia de los factores que intervenían en estas decisiones. El que probablemente sea el editor más importante e influyente del siglo XX, Josep Janés i Olivé, de quien el año 2013 conmemoramos el centenario, re-movió los cimientos del modo de editar en España cuando en 1942 publicó una edición de Retrato en un espejo, del hoy prácticamente olvidado novelista y drama-turgo inglés Charles Morgan (1894-1958), impreso a dos tintas, con unas ilustra-ciones litografiadas de Joan Palet, encuadernado en cartoné, con sobrecubierta, protegido con celofán y estuchado. Lógicamente, todos sus colegas pensaron que Janés había perdido el juicio, que de ningún modo encontraría compradores para semejante exquisitez en tiempos económicamente tan duros como fueron los primeros años cuarenta, y que, como editor, tenía los días contados. Pero aun así, el libro se agotó en menos de un mes. Ese mismo año, Janés decidió ir un paso más allá con una edición de Lo que no conté en la Historia de San Michele, de Axel Munthe, traducida por Alfonso Nadal y con dibujos alusivos y viñetas de José Narro. Al cabo de quince días ya podía reimprimirlo porque al impresor ni siquiera le había dado tiempo a destruir las planchas. El mismo Josep Janés explicaría más adelante, en 1955, que el hecho de hacer ediciones lujosas y por tanto con un precio de venta al público alto respondía a la necesidad de vivir, por lo menos durante todo un mes, de los beneficios obtenidos con cada libro que

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“En los años sesenta, Seix Barral, Lumen, Tusquets o Anagrama introdujeron un relativo cambio”

editaba, porque entre él y Lluis Palazón se lo hacían todo en lo que había sido el cuarto de planchar de su domicilio y no podían hacer más de un libro cada mes. En unos tiempos de muy acusadas restricciones de papel y de enormes dificulta-des para llevar adelante un proyecto editorial, la idea de Janés pronto tuvo imita-dores, del mismo modo que la tuvo su filosofía acerca del modo de apoyar a los jóvenes autores, según explicó con motivo de un homenaje que se le hizo cuando hubo publicado los primeros mil libros: “El editor debe dedicar buena parte del dinero que se gana con los libros de buena venta en beneficio de escritores jóve-nes que pueden ser los grandes escritores del mañana”. Aunque los factores fue-sen diversos (sociales, políticos, económicos, de censura), se dio la circunstancia, a todo lo largo de la segunda mitad del siglo xx, de que las ediciones destinadas al gran público se editaban de un modo y las de los clásicos y las destinadas a promover a los autores más arriesgados de otra. Sin embargo, eso no significa –gracias a las grandes tiradas y a proyectos de colaboración entre editores como El Club de los Lectores–, que los precios de los libros mejor editados (en tapa dura, con sobrecubierta ilustrada a color, con puntos de lectura en tela, etc.) fuesen inasequibles a todos los bolsillos. La presentación, pues, constituía para el lector un indicio para saber ante qué tipo de obra se encontraba al primer vistazo (si el editor era de fiar y no daba gato por liebre, claro está). En cuanto se imponga la edición digital, es de suponer que cada libro deberá defenderse por sí mismo, lo que hace muy fácil augurar que solo sobrevivirán los que obtengan unas ventas enormes, porque aunque el porcentaje del precio de venta final que corresponda al autor sea mayor, los precios del libro electrónico son tan bajos que para llegar a obtener beneficios el escritor deberá conseguir que muchos miles de lectores se descarguen (y paguen por) su libro. La entrada en liza en los años sesenta de editoriales como Seix Barral, Lumen, Tusquets o Anagrama introdujo un relativo cambio en el panorama an-tes descrito, consistente en que la función que venía cumpliendo el tipo de edi-ción la cumplía a partir de entonces sobre todo el sello. Mediante un proceso lento de mantenimiento de un rigor muy escrupuloso en la elección de títulos, el sello editorial, su identidad, pasaba a ser más indicativo del carácter de lectura que el posible comprador encontraría en un determinado volumen. No deja de ser significativo en este sentido que las colecciones más emblemáticas de estas editoriales tengan un diseño muy marcado que las identifica enseguida. Más recientemente, quizás desde los años ochenta del siglo pasado, proli-feraron los formatos un poco mayores de los hasta entonces habituales, que ocu-paban más espacio en las librerías y por consiguiente eran más visibles; incluso en algunos casos, ante la imposibilidad de encajarlos en las estanterías, quedaban a la vista del posible comprador en un lugar privilegiado: la mesa de novedades. Tanto eso es así que incluso ha habido quien se ha referido, puedo dar fe de ello, a un supuestamente existente “formato best séller”. Si a ello añadimos la edición en tapa dura de todo tipo de na-rrativa, desde traducciones apresuradas hasta obras trufadas de tópicos, erro-res narrativos de todo tipo, tipografías insultantes, interlineados demenciales, etc., es evidente que la presentación de los libros había cambiado por completo de función: pura, única y exclusivamente comercial. En un universo de –mal llamados– libros electrónicos, la lucha por la visibilidad puede ser tremenda.

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“En un universo de –mal llamados– libros electrónicos, la lucha por la visibilidad

puede ser tremenda”

La llegada del llamémosle “libro electrónico” plantea la posibilidad de un paso más allá en esta ceremonia de la confusión: todos los textos se igualan (salvo por la imagen que se asocia a cada uno de ellos, y a las que convencional pero estúpidamente seguimos llamando portadas) y, además, no siempre habrá un sello editorial o un editor que avale la obra, porque cada vez más a menudo es el propio autor, en ocasiones con la colaboración del oligopolio de turno (se llame Amazon, Google o como sea), quien lo pone directamente a disposición de los lectores. En el estado de cosas que todo este proceso parece anunciar, cada vez serán más necesarios los prescriptores, los orientadores, o, dicho al viejo estilo, los críticos literarios que sean capaces de conectar con el común de los lectores y que hayan perdido los tics que, de un tiempo a esta parte, les han alejado de sus lectores naturales (acaso porque se empeñaron en dirigirse solo a un tipo de lectores apenas existente más allá de las aulas de letras; pero este sería ya otro tema).

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Cualquier reflexión sobre el futuro del libro que no quiera ser vacua, caprichosa o temperamental debe apoyarse en el conocimiento his-tórico, para escrutar y comprender fenómenos del pasado con los que establecer las oportunas analogías. Si no entendemos cómo ha

surgido la cultura literaria occidental y cuál ha sido, y es, la significación de los objetos y canales transmisores de esta cultura, difícilmente podremos percibir lo que está en juego. En este sentido, hay tres libros cuya lectura resulta poco menos que obligatoria: La musa aprende a escribir de Eric Havelock, La galaxia Gutenberg de Marshall MacLuhan y La revolución de la imprenta en la Edad Moderna europea de Eli-zabeth Eisenstein. El primero aporta una información preciosa sobre el impacto cultural que supuso, en la Grecia clásica, el paso de la oralidad a la escritura (es muy posible que hoy, desde otras coordenadas, se esté revirtiendo ese proceso); el segundo, tan mitificado como vulgarizado, libro notable a pesar de su voca-ción fragmentaria y su carácter aparentemente errático, sigue constituyendo una reflexión básica para comprender, en términos generales y próximos a nosotros, la importancia de los objetos y medios comunicativos en la configuración de nuestro conocimiento; el tercero completa y precisa históricamente, con aporta-

DE QUÉ HABLAMOS CUANDOHABLAMOS DE LA MUERTE DEL LIBRO1

Gonzalo Pontón Gijón

1 Algunas secciones de estarespuesta se emplearon, de forma no literal, en un artículo publicado en Babelia el 10 de agosto de 2013 titulado “Ojalá que se extingan losescritores”.

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ciones cuantitativas y materialistas, el sentido del segundo. A ellos pueden aña-dirse, como parejas respectivas, las obras de Ong, Chartier y Darnton a las que se alude en el cuestionario. Todos estos estudios nos informan de un modo efectivo y documentado sobre procesos históricos que podemos asociar, mutatis mutandis, a la situación actual. Los tendré en cuenta, de un modo u otro, en las líneas que siguen, que no aspiran a la exhaustividad ni se inclinan de forma tajante por una de las posiciones en conflicto. Me conformo con suscitar, en mi búsqueda de respuestas, algunas preguntas más. A la cuestión sobre el vínculo, y aun identificación, entre literatura y libro, entre el sistema cultural y el cauce por el que circula, hay que responder por par-tes. En primer lugar, no debe olvidarse la inestabilidad del término “literatura” y la evolución —y reducción— de su sentido a lo largo de los siglos, desde la idea de “cultura” o “conocimiento global de lo escrito” a la acepción que hoy damos por sentada (y que la teoría literaria se pasó decenios intentado definir antes de renunciar a ello). Del mismo modo que ha habido literatura antes de que existie-ran los libros, probablemente la seguirá habiendo después de que estos desapa-rezcan, si llega el día en que tal cosa suceda; esto es, seguirá existiendo un tipo de experiencia imaginativa, característicamente humana, que nuestra tradición da en llamar, desde hace un par de siglos, literatura. No es menos cierto que hoy identi-ficamos esa experiencia con el mundo del libro y que la consideramos consustan-cial a este. En particular ocurre así con la novela, antonomasia de lo literario, aun siendo el más reciente de entre todos los géneros. Una novela es un libro en un grado en que no lo es un poema (breve o largo), una obra de teatro, una epístola literaria o incluso un cuento. La novelística europea nació y se expandió bajo el imperio del libro; amenazada la supremacía de este, es lógico sentir angustia ante las consecuencias que pueda acarrear a aquella. Parece poco cuestionable que los nuevos dispositivos, soportes y for-matos van a afectar, en mayor o menor grado, no ya a nuestra experiencia litera-ria, sino a nuestra misma relación con el pensamiento y el lenguaje. Leer un libro “tradicional”, asumir y consumir una novela, supone un proceso de intelección que podríamos calificar, recurriendo a una simple metáfora visual, como lineal, mientras que las tecnologías digitales proponen un tipo de información que se caracteriza por ser circular, o en espiral, o ramificado: un proceso que genera multiplicidad y simultaneidad a costa de interrumpir el flujo sostenido de un solo discurso o de una sola modalidad de conocimiento. Los estudios cognitivos disponibles parecen unánimes a la hora de señalar que ello tiene efectos sobre el pensamiento. Todo aquel que haya escrito alguna vez un texto extenso a mano o en una máquina de escribir (es más, que se haya formado en un mundo domina-do por esa tecnología) descubrió hace tiempo que la escritura en el ordenador su-pone una relación cualitativamente distinta con el lenguaje. El medio informático no nos exige concebir unidades extensas como la página, por no decir el capítulo o el discurso todo, mientras que el papel sí que lo solicitaba. Repetir, por fallos en la argumentación o por errores de composición, una página a máquina fue siem-pre un tormento y un derroche de tiempo; algo que había que evitar a ultranza. Era imprescindible pensar mucho más —o simplemente pensar— antes de po-nerse a escribir. En cambio, el ordenador, por su capacidad de almacenamiento y revisión, permite volcar texto en unidades mucho menores, como párrafos,

“Los nuevos dispositivos, soportes y formatos van a afectar a nuestra misma relación con

el pensamiento y el lenguaje”

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simples oraciones, incluso vagas formulaciones de ideas, con la tranquilidad de que todo ello se podrá reelaborar tantas veces cuantas sea necesario. Este hecho, poco discutible, tiene tanto de liberador como de destructor, al igual que ha ocurrido con otras mutaciones comunicativas en la historia de la humanidad (remito nuevamente a Havelock, o a lo que Platón planteaba en el Fedro al explicarnos el mito sobre los orígenes y la significación de la escritura). Lo interesante, y lo grave del asunto, es que son cauces difícilmente reversibles, incluso para el sujeto particular: a los que conocieron la máquina de escribir les costaría mucho ahora, si llevan años utilizando el ordenador, regresar a los viejos hábitos manuales y construir su discurso de la forma lineal, precisa, me-nos perfeccionista a la larga, más comprometida a la corta, con que escribían antes de la aparición de los recursos informáticos. No creo estar exagerando

(no en términos generales, desde luego). Hoy podemos componer un discurso sin haberlo concebido en su totalidad, sino solamente a fragmentos, y darlo por acabado sin haber sido capaces de per-cibirlo como una unidad, porque no ha brotado así. Con el procesador de textos, la ocurrencia vence a la inteligencia y se

pierde consciencia de uno mismo, por así decir. Plásticos como somos, el medio nos transforma. Lo que ocurre con la escritura sucede también con la lectura. Sabemos que leer un texto extenso y complejo (una novela de William Faulkner, pon-gamos por caso) es un proceso que apela a la memoria visual: a los lectores asiduos no nos resulta difícil recordar si tal pasaje, tal idea o tal episodio de una narración estaba en un punto concreto, físico, del libro, incluso si era página par o impar, del mismo modo que pensamos en una obra y recordamos cuándo la compramos o quién nos la regaló, dónde está ubicada en nuestra librería y otra serie de procesos asociativos. Los utensilios digitales de lectura tienden a borrar esos rasgos y se sumen en un fluir indiferenciado y constante. Basta con hacer el experimento de leer la misma novela, o el mismo ensayo, en un libro y en la pan-talla de un ordenador: para una persona criada en el mundo del papel impreso, el nuevo dispositivo ofrece comparativamente menos asideros para la memoria, y la obra se retiene peor. Por más que pueda leerse con mayor comodidad o pueda complementarse, mediante un simple gesto de la mano, con una gran cantidad de informaciones anexas. La forma de percibir la literatura de ficción, la forma que estas obras reclaman, no es la que brinda la Red. El saber contenido en envase digital, así, tiene otra temporalidad. En cierto sentido carece de ella, si entendemos el tiempo como una percepción hu-mana indisociable de la memoria. Si la escritura fue considerada un veneno para la memoria, ¿qué diremos del depósito infinito e inmediatamente asequible del universo digital? Internet —y pido disculpas por recordar asuntos tan sabidos— implica simultaneidad y aceleración más allá de nuestra capacidad de respuesta, o, más bien, de nuestra capacidad de asimilación. Se sostendrá acaso que en manos del lector-usuario está el control de ese caudal, pero sabemos, pues el mundo del libro nos lo ha enseñado, que tal circunstancia no es la regla general y que los sujetos se adaptan siempre. ¿Fármaco o veneno, pues? Lo que se gana por un lado se pierde por otro, como planteaba el mito platónico de la escritura. En mi opinión, la pérdida

“Si la escritura fue considerada un veneno para la memoria, ¿qué diremos del depósito infinito del universo digital?”

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será muy importante. Nos convertirá en seres intelectualmente más indigentes y afectará a una forma característica de concebir el saber en Occidente desde la invención de la escritura: la relación prolongada, unívoca, con cada objeto de conocimiento. Tener a disposición toda la experiencia posible no significa pro-cesar ninguna experiencia. Lo que sabemos, en cambio, es que cierta morosidad perceptiva y cierta concentración sostenida han constituido el marco moderno de la literatura. Los libros no tienen prisa, ha dicho George Steiner, y tiene razón en lo que se refiere a ciertos libros, aquellos que constituyen la tradición y han conformado las señas de identidad de la cultura occidental desde Homero. He aquí lo que podría escurrírsenos de las manos. Es probable, pues, cuando no seguro, que el libro de papel perezca. Bas-tará con una o dos generaciones de los así llamados “nativos digitales”, gentes que hayan aprendido a leer y escribir en una pantalla de cristal. Para ellos, un libro será un instrumento tan ajeno a sus necesidades habituales como un disco de vinilo, un lápiz o un ábaco: no necesariamente desconocido, pero remoto y en general limitado e incómodo. ¿Lo será también una novela, en el soporte que sea? No me parece descartable. Cosa bien distinta es que ello vaya a suponer el fin de la “literatura”, si entendemos el término en un sentido no histórico ni etimológico, sino como pulsión característica de la imaginación humana. Seguro que la Red multiplicará, saciará y saturará nuestra sed de narraciones y ficciones según modos y estrategias nuevos, sobre todo si hay provecho económico en perspectiva. Y no hay duda de que lo habrá, aunque todavía no esté claro de qué forma. Este era el elemento de la ecuación que quedaba por considerar. La mate-rialidad no tiene que ver únicamente con el soporte, sino también con el mercado. El mundo del libro constituye una red de relaciones mercantiles que no puede dejarse a un lado cuando reflexionamos sobre estos asuntos. Para entender lo que significa hoy escribir una novela hay que atender también a las circunstancias edi-toriales, fundamentalmente económicas, que envuelven este acto creativo. Sería absurdo sostener que la literatura haya existido jamás al margen del mundo y de las transacciones económicas: estas (en forma de prebendas, protección, influencia…) han existido desde que hay algo que podamos designar como “institución literaria”. Pero, con todo, hasta el siglo XIX —precisamente hasta la expansión industrial del mercado del libro—, la literatura manifestó cierta resistencia a convertirse en pura mercancía. No es esa, desde luego, la realidad actual. Y en este contexto se me ocurre que, más que la novela o desde luego que la literatura, lo que está en peligro es un importante sector económico en cuyo seno se encuentra una categoría, económica también, conocida como “escritor profesional”, que fue ajena a nuestra cultura durante milenios. Hubo un tiempo en que los escritores (todavía hoy los poetas) dedica-ban a la creación una parte de su actividad, acaso la mejor, pero sin proyectar en ella afanes económicos demasiado importantes. No eran “escritores”, sino, por ejemplo, militares, eclesiásticos, políticos, editores, trabajadores en empresas de seguros o en tabacaleras, incluso mantenidos. La práctica de la “literatura” se percibió a lo largo de los siglos como una actividad relevante pero no exclusiva, como algo consustancial a la vida —parte de su ocio— y no como lo que la tras-

“Es probable que el libro de papel perezca. Bastará con una o dos generaciones

de ‘nativos digitales’”

ciende o redime, y mucho menos como una forma de subsistencia. Así las cosas, es tentador pensar, aunque sea como provocación, que la crisis del libro podría aportar algunos beneficios en el medio plazo. Cuando los anticipos millonarios

desaparezcan y las ventas se contraigan, cuando el sector editorial se desangre por la piratería o los precios se hundan ante los libros digitales de descarga le-gal, los novelistas en ciernes, sabedores de que no se van a ganar la vida con su obra, de que ahí no hay ya ninguna pro-fesión, lo pensarán dos veces antes de

ponerse a escribir. Y el escritor consagrado, desligado para siempre jamás, le gus-te o no, de los grandes contratos y de los acuerdos editoriales por varias obras, escribirá lo que tenga que escribir y ni una sola palabra más. La literatura pide oficio, pero no debería haberse convertido en un oficio, como le ha ocurrido a la política. Si, según parece inevitable, la edición digital acaba arrasando buena parte de la hipertrofiada industria actual del libro, quién sabe si en el pudridero de sus restos llegará a florecer una escritura más desasida y no tan trivial, con mucho menos ruido y furia. En algo así podría consistir la irónica victoria póstuma de la (buena) literatura.

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“Quién sabe si en el pudridero de la industria del libro llegará a florecer una escritura más desasida y no tan trivial”

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CONFLUENCIAS

ENTREVISTA AJOSÉ RICARDO MORALES

Yasmina Yousfi

En el mes de abril, el Centro DramáticoNacional dedicará en Madrid un ciclo a JoséRicardo Morales, un joven dramaturgo espa-ñol de casi cien años de edad. Para celebrarlo, Puentes publicará una entrevista en profundidad al autor, realizada por Yasmina Yousfi, quien ha viajado hasta su exilio chileno para conversar con él.

AVANCES PUENTESNUMERO 2

MATERIALES

TALLERES, ESCUELAS Y LABORATORIOS LITERARIOS

Borja Bagunyà

¿Qué se produce en un taller literario? ¿Qué se enseña en una escuela de escritura? ¿Qué se explora en un laboratorio literario? Cada propuesta pone en marcha –lo sepa o no lo sepa– una cierta economía de la literatura que se concreta en prácticas y tratos específicos con la escritura.

A partir de un cuestionario y un reportaje, Borja Bagunyà propone una reflexión sobre el mercado de la enseñanza literaria, las concepciones de la literatura que vehicula y su función en la sociedad actual.

CONFLUENCIAS

Isaac Rosa (Sevilla, 1974) se ha convertido en uno de los nombres más sonoros de nuestro panorama literario actual. El vano ayer (2004), ¡Otra mal-dita novela sobre la guerra civil! (2007, reelaboración de la novela de 1999 La malamemoria), El país del miedo (2008), La mano invisible (2011) y La habitación

oscura (2013) conforman una obra narrativa sorprendentemente coherente, con una decidida voluntad crítica, reñida con la complacencia y con la contempori-zación con los discursos dominantes, sean sobre las bondades de la transición a la democracia o sobre la inexorabilidad de la sociedad capitalista. Hay en ello un deseo de comprender y hacer comprender dinámicas disfuncionales, falacias encubiertas y sometimientos innecesarios ante el poder. El vano ayer y ¡Otra mal-dita novela sobre la guerra civil! constituyen sendas reflexiones metaliterarias sobre los riesgos y las potencialidades de la escritura en torno al trauma histórico, que colocaron a Rosa súbitamente en un lugar privilegiado de nuestro campo litera-rio y lo distinguieron dentro del voluminoso —y, con frecuencia, banal— boom de la memoria histórica. Vinieron después sus reivindicaciones de un realismo social moderno, problemático, plenamente literario. Al igual que en sus dos tí-tulos anteriores, echó mano con tanta audacia como seguridad de todo tipo de recursos narratológicos. El país del miedo es un adentramiento en el miedo como elemento clave de las sociedades contemporáneas, para lo que Rosa se vale no solo de una anécdota casi costumbrista, sino de elementos ensayísticos variados para ofrecer un retrato social complejo, desprejuiciado, racional y empeñado en

ISAAC ROSAY LA LITERATURA DE TRINCHERAS

Una entrevista de Fernando Larraz

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“La conversión de la guerra civil en un géneroliterario resulta en un discurso inofensivo sobre

ese pasado reciente”

cuestionar la licitud de cualquier complacencia acerca de la realidad. En cuanto a La mano invisible, idea un experimento hiperbólico de alienación del trabajador que, sin embargo, resulta muy verosímil a la vista de la imagen que ofrece de las condiciones de vida de los trabajadores. La habitación oscura, su última novela, es una parábola del desencanto de una generación y de una clase social crecida entre las falsas promesas de un consumismo sin fin pero, sobre todo, es la novela del estupor existencial y moral que sobreviene ante el inopinado derrumbe de una perspectiva de vida.

PUENTES: El vano ayer y ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! revelan una insatisfacción acerca de los planteamientos que han predominado al abordar la guerra y el franquismo por nuestra narrativa hasta el punto de servir de reperto-rio de malos usos novelescos de estos temas. ¿Esta incapacidad tiene su origen en un problema de tipo ideológico o es estrictamente formal? ¿Se refiere a la narrativa última o es posible seguir el rastro de una narrativa que no caiga en los vicios que deconstruyen ambos libros?

I.R.: Como lector, y como escritor en mis propias novelas, me cuesta separar lo ideológico de lo formal. A menudo lo formal es también ideológico, las de-cisiones de estrategia narrativa que uno toma tienen también consecuencias sobre el discurso que construye. Ciñéndonos a la ficción sobre el pasado reciente, lo veo más claro: lo formal, la preferencia por ciertos modelos narrativos que han convertido la guerra civil en un género literario resulta en un discurso inofensivo sobre ese pasado reciente. Haciendo un esfuerzo por separar, me parece que en lo formal la mayoría de novelas de los últimos veinte años sobre la guerra civil se acomodan a un tratamiento de género que no me interesa; y en lo ideológico resultan en una mirada al pasado que evita los aspectos más conflictivos: por ejemplo, la preferencia por retratar la guerra y la primera posguerra, evitando el tardofranquismo o la transición, que son tiem-pos más relacionados con el presente que vivimos, y donde hay más conflicto.

PUENTES: El vano ayer parece dialogar con las novelas (y también películas, series de TV, obras teatrales) publicadas acerca de la memoria colectiva de la gue-rra civil y de la represión franquista. Estas novelas son mucho más abundantes a partir de Soldados de Salamina, de Javier Cercas, novela que algunos críticos han tomado como criterio de la nueva escritura sobre nuestro pasado traumático. ¿En qué medida esta novela se relaciona con los fragmentos metaliterarios de El vano ayer? ¿Qué le parece la repercusión que la novela de Cercas tuvo a principios de este siglo XXI?

I.R.: Aunque algunos la leyeron como tal, El vano ayer no es una respuesta a Solda-dos de Salamina. Lo que no quiere decir que algunas reflexiones no sean aplicables a la novela de Cercas, que en efecto representa una manera muy extendida de acercarse al pasado. La repercusión de la novela de Cercas fue una década de no-velas genéricas que repetían ciertos patrones (relatos ambientados en un presente que se abre al pasado, un personaje que investiga y encuentra una historia ines-perada, una mirada anacrónica al pasado, un discurso de fondo conciliador…).

PUENTES: “Que la novela no sea en vano, que sea necesaria”, se plantea el narrador de El vano ayer. ¿Para qué o para quién puede ser necesaria una novela sobre el franquismo? ¿Cree que la narrativa puede cambiar una concepción do-minante en torno a la historia reciente? ¿Es posible “una memoria práctica frente a una memoria que es fetiche antes que de uso”?

I.R.: Creo que la literatura, toda literatura, tiene consecuencias. Es algo que no está en el ámbito de decisión del escritor, sino en la manera en que el lector se relaciona con lo leído. Lo quiera o no el autor, el lector tomará una novela sobre la guerra civil como una imagen de aquel tiempo, como un discurso que va más allá de la ficción. Dicho lo cual, creo que la literatura tiene una responsabilidad en la construcción de la democracia, y habría que pedir también cuentas a los escritores (a mí el primero) por los agujeros de esa memoria y la falta de cultura democrática.

PUENTES: En El vano ayer y en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! se refiere con frecuencia al abuso y al mal uso de la memoria, a una memoria más senti-mental que ideológica. ¿Cabe todavía hallar una utilidad a la idea de memoria histórica, o este concepto se ha malo-

grado ya por ciertas narrativas de la guerra y del franquismo? ¿Qué alternativa hay desde la ficción a la construcción de una historia falsificada?

I.R.: Creo que la ficción es un agente muy poderoso en la construcción de esa memoria colectiva. Ocurre en todas partes, pensemos en la II Guerra Mundial, cómo el imaginario de aquel conflicto lo ha fijado la ficción, sobre todo la cine-matográfica. En el caso español, el potencial de la ficción es aun mayor, pues ocupa más espacio del que le corresponde, por la inasistencia de otros agentes. La deserción de las instituciones en la construcción de una memoria democrá-tica, los agujeros dejados por la historiografía durante mucho tiempo (que en los últimos años han ido corrigiendo jóvenes historiadores), la falta de conteni-dos educativos en la enseñanza, dejan a la ficción un terreno vacío que tiende a ocupar, por lo que su responsabilidad es mayor. Para muchos ciudadanos, que salieron del bachillerato sin haber oído nada sobre la guerra o el franquismo, y que han vivido en un país donde las instituciones se desentendían de ese pasado reciente y sus consecuencias sobre el presente, al final quien les da la información sobre la guerra o el franquismo es la ficción, las novelas, el cine, la televisión, Cuéntame.

PUENTES: Con sus tres últimas novelas, entra de lleno en cuestiones de índole social: el miedo como factor de dominio y de violencia en nuestras sociedades y la alienación del trabajo en los sistemas capitalistas. ¿Siente que este tipo de preocupaciones está suficientemente presente entre las novedades editoriales de nuestro país y, más concretamente, entre la obra de los escritores de su genera-ción? ¿Por qué?

I.R.: Me parece, como lector también, que la ficción española de la democracia está afectada de “conflictofobia”. Allí donde hay conflicto, mirar para otra parte.

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“Hoy es posible rescatar bancos,recortar derechos y desmantelar el Estado de Bienestar: porque estamos aterrorizados”

Se puede decir de ese uso político del miedo, pero también de asuntos sociales y económicos centrales, conflictivos (el deterioro laboral, la desigualdad, la violen-cia, la corrupción, el imperio del dinero) que siendo centrales quedan fuera de una ficción con apariencia de realista, pero de un realismo sin realidad, o al me-nos sin esas realidades más conflictivas. Sería largo buscar las causas, pero ade-lanto una: la forma en que se construyó la democracia en la Transición, el lugar irrelevante que el nuevo régimen dio a la cultura, a la creación; la desactivación y marginación de la cultura de resistencia que existió durante el franquismo.

PUENTES: El país del miedo se publicó en 2008, cuando apenas comenzaba a intuirse el alcance de la actual crisis. ¿La pérdida de certidumbres y seguridades nos ha hecho menos timoratos y pusilánimes o, por el contrario, ha hecho más poderosos a quienes manejan los miedos de la sociedad?

I.R.: El análisis que quise hacer en El país del miedo sigue siendo válido hoy. Si en-tonces hablábamos de los miedos posteriores al 11-S (terrorismo, obsesión por la seguridad, recorte de libertades en nombre de nuestra protección), hoy hablamos de los miedos de la crisis. Pero el uso político del miedo es el mismo: si entonces nos recortaban libertades, nos controlaban y reprimían, o lanzaban guerras pre-ventivas, y todo era posible porque estábamos asustados, hoy es posible rescatar bancos, recortar derechos y desmantelar el Estado de Bienestar por el mismo motivo: porque estamos aterrorizados, porque tenemos miedo (a perder el traba-jo, la vivienda, los ahorros en el banco, la pensión futura…).

PUENTES: El narrador de El país del miedo reflexiona en prolijos y extendi-dos fragmentos acerca del tema del libro, incluso obviando de forma directa lo que les ocurre a Sara, Carlos, Pablo y los demás personajes. Sus comentarios y sus fuentes tienen muchas veces carácter filosófico y sociológico. ¿Cabe leer El país del miedo como un ensayo? ¿Hay una tesis detrás —o por encima de— esta historia?

I.R.: Entiendo la ficción como un género reflexivo también, el pensamiento no es una competencia exclusiva del ensayo. Al contrario, creo que la ficción es un espacio privilegiado para construir reflexiones, pues nuestro pensamiento tiene una base narrativa muy importante. Yo pienso contando (y contándome) histo-rias, y por eso planteo mis novelas como un espacio de reflexión.

PUENTES: La mano invisible puede etiquetarse con el marbete de “realismo social” y, sin embargo, el mismo planteamiento —hablar del trabajo lejos de los centros de trabajo, en un experimento inédito— lo aleja de las novelas canónicas de este movimiento. ¿Qué piensa de los resultados de quienes, sobre todo en los años cincuenta, intentaron hacer denuncia y conciencia social mediante el ejerci-cio de la novela?

I.R.: La generación de autores del llamado realismo social o realismo crítico fue maltratada, desmovilizada, expulsada de los manuales, persuadida de tomar otros

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“La literatura debe elegir si quiere construir un refugio (es lo habitual) o una trinchera”

caminos. Enlazaba con una tradición de literatura crítica y realista, que aparece y desaparece cual Guadiana en la cultura española. En todo caso, yo entiendo el realismo social desde otros intereses formales. Uno de los mejores piropos me lo dijo un día Antonio Ferres, autor muy representativo de aquella generación. Me dijo, a cuenta de El vano ayer: si a los realistas críticos nos hubiesen dejado seguir escribiendo habríamos evolucionado y hoy escribiríamos como tú. Es una exageración, pero me gusta esa idea de evolución formal en busca de una mayor eficacia crítica.

PUENTES: El tema de La mano invisible queda muy lejos de lo más habitual en la novela actual. ¿Por qué cree que, en medio de la crisis y la conciencia de necesi-dad de cambio de las reglas del capitalismo, el problema de la explotación laboral sigue pareciendo a muchos lectores y críticos un anacronismo?

I.R.: Por esa “conflictofobia” de la que hablaba antes. Tiene que ver también con un elemento clasista: el origen social de la mayoría de escritores, y de los lectores a los que creen (o desean) dirigirse.

PUENTES: En cierta medida, La mano invisible es un experimento narrativo. Si es así, el resultado no puede ser más desolador: no tanto por la indagación acer-ca del trabajo que descubre, sino sobre todo por la actitud de quienes lo sufren ante “la mano invisible” que los explota, especialmente palpable en las últimas líneas del libro. ¿Por qué no cabe en su relato alguna clase de resistencia efectiva entre los trabajadores y, sin embargo, prevalece el deseo de no saber, la inercia y la sumisión?

I.R.: Lo que le ocurre a los trabajadores de La mano invisible es lo que solemos ver en conflictos laborales: cada uno tira por su lado, imposibilidad de construir una acción colectiva, división, derrotismo, sumisión. Eso está hoy cambiando, por pura necesidad, pero también las circunstancias son más complicadas. En todo caso, me interesaba mucho esa docilidad del trabajador de la que hablaba Simone Weil, y que tiene mucho de educación, de aprendizaje y de presión ambiental.

PUENTES: Uno de los mecanismos más afortunados de su última novela es la “habitación oscura” como metáfora pero también como espacio físico pleno de connotaciones que aparecen ligadas a lo individual/colectivo, a la indefinición, a la falta de voluntad para ver, a las “madrigueras” que nos creamos como refu-gios... ¿Cómo surgió esta idea? ¿Se trata de una búsqueda planificada de cómo explicar lo cotidiano creando ámbitos que lo representen, o bien aparece de ma-nera inconsciente?

I.R.: A diferencia de mis novelas anteriores, que surgían de un propósito más racional y consciente, la habitación de la novela, como espacio físico que deviene en espacio simbólico, surge de forma más intuitiva. Mientras que en El país del miedo me propuse escribir una novela sobre la “sociedad del miedo”, y a partir de ese propósito busqué la historia y los personajes; y de la misma forma el espacio teatral de La mano invisible fue el resultado de la búsqueda de una mirada diferente al mundo del trabajo (desde el planteamiento, una vez más racional, de querer escribir una novela en que lo laboral estuviera en el centro); en el caso de La ha-bitación oscura el arranque no es una idea, sino una imagen, un destello, un golpe

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de intuición. No partía de ninguna voluntad de escribir sobre la crisis, mi genera-ción, las formas de lucha social o los refugios que nos construimos, sino que me encontré esa habitación como se la encuentra el lector en las primeras páginas: un lugar que estaba ahí, al abrir una puerta y descorrer una cortina, un espacio magnético, por igual fascinante e inquietante como lo es siempre la oscuridad. A partir de esa imagen, de ese hallazgo, pensé qué hacer con ella, qué uso dar a esa habitación y sus inquilinos. Y en eso fue decisivo mi estado de ánimo, mi nece-sidad de indagar desde la literatura qué nos está pasando, cómo hemos llegado a esto, qué será de nosotros. Me di cuenta de que esa habitación oscura tenía un po-tencial metafórico enorme, que era un contenedor de significados y, sobre todo, algo fundamental, que ya encontré en la nave de La mano invisible: un espacio a través del cual construir una mirada extraña, un filtro distorsionador en-tre el lector y la realidad (o más bien entre el lec-tor y la representación de la realidad que mi no-vela propone), pues es-toy convencido de que de esa extrañeza surgen las preguntas interesan-tes, las que no solemos hacernos cuando mira-mos con normalidad, cuando naturalizamos la realidad.

PUENTES: En este sentido, se tiende una línea que continúa en La habitación oscura a través de algunos de los conflictos y dilemas de los personajes, pero también por su estra-tegia narrativa de crear situaciones irreales, de-sacostumbradas e ilumi-nar las disfunciones de la realidad. ¿Qué posibi-lidades le aportan estos espacios —un escenario o una habitación oscura en un sótano— en vez de los más tradicionales de la narrativa social: una fábrica, una oficina, una plaza, una barria-da...?

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I.R.: Esa extrañeza de que hablaba es decisiva, y en mi caso creo que aporta más eficacia al relato y sus consecuencias. Los lectores tendemos a acomodarnos en lo leído, incluso en las novelas que inicialmente nos incomodan acabamos encontrando una postura desde la que leer con comodidad, desactivando el po-tencial conflictivo de lo leído. Para mí esa extrañeza es una forma de incomodar al lector e impedirle encontrar esa postura (intelectual, lectora, política, moral incluso). Creo que la realidad es sumamente confusa y violenta, y solo nos po-demos aproximar a ella desde la confusión y la violencia, desde la extrañeza y la perplejidad. Para ello, busco novelas que transcriban esa confusión y esa violen-cia, empezando por la propia experiencia de lectura. Y esos escenarios (que son escenarios de encierro: la habitación, la nave industrial de los trabajadores, la casa del protagonista de El país del miedo) nos pueden descolocar como lectores, situar-nos en un exterior que no es tal pero que pone distancia entre el lector y lo leído.

PUENTES: La mayoría de los personajes de La habitación oscura no saben salir del laberinto en el que los ha colocado la realidad; no terminan de resolver los conflictos que la historia les plantea entre reacción/sumisión, lo privado/lo co-lectivo... y siguen refugiándose de la realidad cuando llegan a hacerse conscientes

de ella. ¿Debe interpretarse como una visión pesimista de la actitud mayori-taria de esa generación a la que parece representar la novela? ¿O más que un diagnóstico se trata de prevención de es-critor para no hacer de moralista o evitar escribir una novela épica?

I.R.: Si mi novela es desmoralizadora, pesimista, oscura, lo es en coherencia a ese estado de ánimo desde el que la escribí. Coherente con el tiempo que vivimos, ni más ni menos. No encontré muchos motivos de optimismo que ofrecer al lector, más bien prefiero que tome conciencia de la gravedad del momento que estamos viviendo, pues pienso que todavía no nos hemos enterado, nos refugiamos en relatos simplificadores para convivir con esa confusión y violencia de que ha-blaba antes; y por otro lado no queremos creernos lo que está ocurriendo, nos agarramos a la ilusión (espejismo) de que todo acabará en algún momento, como un mal sueño. Aun así, creo que la novela muestra algo parecido a un camino a seguir, que es como decir que no todo está perdido: la invitación a salir de las habitaciones oscuras, a rechazar los refugios frágiles, insuficientes, y buscar la luz y otro tipo de seguridad, que debemos construir con los otros, en común, en colectivo. Me gustaría que esa fuera la lectura resultante de esta novela.

PUENTES: La habitación oscura está protagonizada por un grupo de individuos más unidos por su pertenencia a una misma clase social y a una generación. Con ello, hay una apuesta ideológica clara de intervenir a través de la literatura en la esfera pública. ¿Escribe esperando alguna reacción a la lectura de su novela por quienes pertenecemos a este mismo grupo? Y en caso afirmativo, ¿qué reacción cabe esperar?

I.R.: La reacción más habitual que encuentro, o al menos la que más interesa, es la duda. Lectores que me dicen que les he hecho dudar, que el libro les ha dejado dudas. Y me lo dicen a veces como una queja, que echan de menos algo más de

“No queremos creernos lo que está ocurriendo, nos agarramos a la ilusión de que todo acabará en algún momento, como un mal sueño”

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claridad, cuando precisamente busco eso: hacer dudar, espantar ciertas certezas que poco nos ayudan porque no son tales. Esta es mi novela menos cerrada, en la que las conclusiones están menos definidas, y corresponde al lector cerrarla, juzgar a los personajes, sus comportamientos, elaborar su propia interpretación.

PUENTES: Si hay algo que quizá vincule todas sus novelas es la insatisfacción que le produce constatar la existencia de violencia: violencia política en El vano ayer, psicológica y social en El país del miedo, económica en La mano invisible y una síntesis de todas ellas, en La habitación oscura. En los cuatro casos devienen en violencia física. ¿Por qué es así? ¿Sin conflictos no es posible la escritura de una novela? ¿Puede ser la literatura una forma de resistencia efectiva ante estas pato-logías de nuestro entorno?

I.R.: La violencia es un elemento fundamental de nuestro tiempo. Ahora, con la crisis, vivimos un tiempo extremadamente violento, de violencia económica y social. Un ERE en el que los trabajadores se enteran por un SMS de que es-tán despedidos o cuando llegan a la empresa y no les dejan entrar, es violencia; un desahucio es terriblemente violento; el discurso del miedo que reproducen los grandes medios es violencia; la criminalización de la disidencia, el endureci-miento de las sanciones, son formas de violencia; el desamparo en que quedan muchos ciudadanos por los recortes es violencia. Ante esas y otras formas de violencia, la literatura debe elegir si quiere construir un refugio (es lo habitual) o una trinchera. Sé que suena grandilocuente, pero lo habitual es lo primero, ofre-cer un refugio que suele ser pequeño, individual e insuficiente, se vuela al primer soplido del lobo. Y me pregunto si con esos mismos materiales que sirven para construir refugios endebles, no se podría mejor construir un lugar para resistir. No un lugar autosuficiente, por supuesto, sino conectado con otras resistencias ciudadanas.

PUENTES: Su escritura puede calificarse como “comprometida”, “insatisfe-cha”, “crítica”… ¿Se trata de una concepción estética consciente sobre el arte de la novela? Dicho de otro modo, ¿por qué escribe novelas?

I.R.: Escribo porque, como dije antes, pienso en términos narrativos, y a la hora de intervenir en mi tiempo creo que la narrativa es el medio más eficaz. Lo que no significa que no tenga también intereses estéticos, que los tengo, o que no encuentre placer en escribir y en leer novelas, que también.

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PREGUNTAS AL AIRE

Los redactores de la revista La Gaceta Literaria lanzaron a finales de 1927 una “Encuesta a la Juventud Española” cuyo objetivo era, en el con-texto de una “crisis del sentido político de la juventud”, “dilucidar lo que las nuevas generaciones piensan de la política, en su relación con

la literatura”. Para ello, planteaban las siguientes preguntas: “¿Debe intervenir la política en la literatura? ¿Siente usted la política? ¿Qué ideas considera funda-mentales para el porvenir del Estado español?”. De las respuestas de la encuesta, dominadas por el magisterio de Ortega y Gasset y la literatura deshumanizada, puede entresacarse como síntesis esta de César Muñoz Arconada, entonces fiel defensor de la autonomía de la esfera literaria: “No. No. No. Rotundamente. La literatura es ocio, fantasía, inutilidad. Es decir, lo contrario de la política, que es utilidad y realidad. La literatura es deporte, juego, prestidigitación. La literatura es magia”. Otros sondeos sobre este mismo tema se han repetido posteriormente en diversas publicaciones. En 1952, en un contexto muy diferente, Roland Bar-thes y Maurice Nadeau lanzaban en L’Observateur una encuesta sobre el “com-promiso” político titulada “¿Escritores de izquierda o literatura de izquierda?”, donde se planteaba “una interrogación verdadera, lanzada en un momento en el que la literatura está casi enteramente consagrada como un lugar de responsabilidad donde el compromiso político constituye a ojos de muchos escritores —y no de los menos importantes— una verdadera disculpa de la literatura. Sabremos

LITERATURA Y POLÍTICA

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más sobre la literatura, y sobre la izquierda, cuando nos expliquemos por qué el escritor puede ser de izquierdas de alguna otra manera que diciéndolo”. La respuesta, presentada el 15 de enero de 1953, no dejaba lugar a dudas: “Sí, existe una literatura de izquierda”. En los años sesenta, la revista mexicana Cuadernos Americanos realizó una encuesta similar a varios novelistas españoles, que respondieron guiados por el credo social de la época, predominando afirmaciones como que “toda obra de arte ha de cumplir con una específica función social” (José María Caballero Bo-nald) y en 1964 Casa de las Américas presentó la suya sobre el compromiso político del intelectual, que estaba destinada a la comunidad de escritores vinculados con la Revolución Cubana y que ponía en evidencia el estrecho nexo entre literatura y política. El cuestionario planteaba preguntas sobre en qué sentido la Revolución había influido sobre su concepto de la literatura, qué significación tenía el rea-lismo, cuál debía ser la función del escritor en el nuevo contexto revolucionario, entre otras. A ella respondieron de una manera también bastante unívoca escrito-res como Humberto Arenal, Calvert Casey, Rogelio Llopis, Luis Agüero, Miguel Barnet, José Lorenzo Fuentes y Roberto Fernández Retamar. ¿Qué puede decirse hoy de todo ello? ¿Cómo ven los escritores, críticos, profesores y lectores a ambos lados de nuestros puentes las relaciones entre po-lítica y creación literaria? ¿Existe una posición dominante en estos temas? Interesados en avistar algunas respuestas a este interrogante, lanzamos las siguientes preguntas a quienes tengan a bien contestarnos a ellas —una a una o en conjunto— en una extensión máxima de 500 palabras:

Pueden remitirnos sus respuestas antes del 15 de abril de 2014 por correo electrónico([email protected]).

Las respuestas más significativas serán publicadas en los próximos números.

PREGUNTAS AL AIRE

LITERATURA Y POLÍTICAUNA ENCUESTA

01 ¿Qué relaciones guardan la política y la literatura?

02 ¿Cómo puede ejercerse el compromiso político o la responsabilidad social desde la literatura? ¿Es esto deseable?

03 ¿De qué modos y en qué casos se manifiestan hoy en la práctica literaria los vínculos entre literatura y política?

Pueden remitirnos sus respuestas antes del 15 de abril de 2014 por correo electrónico ([email protected]).

Las respuestas más significativas serán publicadas en los próximos números.