El olvido que seremos

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El médico Héctor Abad Gómezdedicó sus últimos años, hasta elmismo día en que cayó asesinadoen pleno centro de Medellín, a ladefensa de la igualdad social y losderechos humanos. El olvido queseremos es la reconstrucciónamorosa y paciente de unpersonaje; está lleno de sonrisas ycanta el placer de vivir, peromuestra también la tristeza y larabia que provoca la muerte de unser excepcional.Conjurar la figura del padre es unreto que recorre consagradas

páginas de la historia y de laliteratura. ¿Quién no recuerda lasobras de Kafka, Philip Roth, MartinAmis o V. S. Naipaul sobre suvenerado o cuestionado progenitor?Ahora será también difícil olvidareste libro desgarrador de HéctorAbad Faciolince escrito con valor yternura.

Héctor Abad Faciolince

El olvido queseremos

ePUB v1.0Socrates 23.11.12

Título original: El olvido que seremosHéctor Abad Faciolince, 2005.

Editor original: Socrates (v1.0)ePub base v2.1

A Alberto Aguirre y CarlosGaviria,

sobrevivientes.

Y por amor a la memoriaLlevo sobre mi cara la cara de mi

padreYehuda Amijai

Un niño de la mano desu padre

1

En la casa vivían diez mujeres, un niño yun señor. Las mujeres eran Tata, quehabía sido la niñera de mi abuela, teníacasi cien años, y estaba medio sorda ymedio ciega; dos muchachas delservicio —Emma y Teresa—; mis cincohermanas —Maryluz, Clara, Eva, Marta,Sol—; mi mamá y una monja. El niño,yo, amaba al señor, su padre, sobretodas las cosas. Lo amaba más que aDios. Un día tuve que escoger entreDios y mi papá, y escogí a mi papá. Fuela primera discusión teológica de mi

vida y la tuve con la hermanita Josefa, lamonja que nos cuidaba a Sol y a mí, loshermanos menores. Si cierro los ojospuedo oír su voz recia, gruesa,enfrentada a mi voz infantil. Era unamañana luminosa y estábamos en elpatio, al sol, mirando los colibríes quevenían a hacer el recorrido de las flores.De un momento a otro la hermanita medijo:

—Su papá se va a ir para el Infierno.—¿Por qué? —le pregunté yo.—Porque no va a misa.—¿Y yo?—Usted va a irse para el Cielo,

porque reza todas las noches conmigo.

Por las noches, mientras ella secambiaba detrás del biombo de losunicornios, rezábamos padrenuestros yavemarías. Al final, antes de dormirnos,rezábamos el credo: «Creo en DiosPadre, Todopoderoso, Creador delCielo y de la Tierra, de todo lo visible ylo invisible…». Ella se quitaba el hábitodetrás del biombo para que no leviéramos el pelo; nos había advertidoque verle el pelo a una monja erapecado mortal. Yo, que entiendo lascosas bien, pero despacio, había estadoimaginándome todo el día en el Cielosin mi papá (me asomaba desde unaventana del Paraíso y lo veía a él allá

abajo, pidiendo auxilio mientras sequemaba en las llamas del Infierno), yesa noche, cuando ella empezó a entonarlas oraciones detrás del biombo de losunicornios, le dije:

—No voy a volver a rezar.—¿Ah, no? —me retó ella.—No. Yo ya no me quiero ir para el

Cielo. A mí no me gusta el Cielo sin mipapá. Prefiero irme para el Infierno conél.

La hermanita Josefa asomó la cabeza(fue la única vez que la vimos sin velo,es decir, la única vez que cometimos elpecado de verle sus mechas sin encanto)y gritó: «¡Chito!». Después se dio la

bendición.Yo quería a mi papá con un amor

que nunca volví a sentir hasta quenacieron mis hijos. Cuando los tuve aellos lo reconocí, porque es un amorigual en intensidad, aunque distinto, y encierto sentido opuesto. Yo sentía que amí nada me podía pasar si estaba con mipapá. Y siento que a mis hijos no lespuede pasar nada si están conmigo. Esdecir, yo sé que antes me haría matar,sin dudarlo un instante, por defender amis hijos. Y sé que mi papá se habríahecho matar sin dudarlo un instante pordefenderme a mí. La idea másinsoportable de mi infancia era imaginar

que mi papá se pudiera morir, y por esoyo había resuelto tirarme al río Medellínsi él llegaba a morirse. Y también sé quehay algo que sería mucho peor que mimuerte: la muerte de un hijo mío. Todoesto es una cosa muy primitiva,ancestral, que se siente en lo más hondode la conciencia, en un sitio anterior alpensamiento. Es algo que no se piensa,sino que sencillamente es así, sinatenuantes, pues uno no lo sabe con lacabeza sino con las tripas.

Yo amaba a mi papá con un amoranimal. Me gustaba su olor, y también elrecuerdo de su olor, sobre la cama,cuando se iba de viaje, y yo les rogaba a

las muchachas y a mi mamá que nocambiaran las sábanas ni la funda de laalmohada. Me gustaba su voz, megustaban sus manos, la pulcritud de suropa y la meticulosa limpieza de sucuerpo. Cuando me daba miedo, por lanoche, me pasaba para su cama ysiempre me abría un campo a su ladopara que yo me acostara. Nunca dijo queno. Mi mamá protestaba, decía que meestaba malcriando, pero mi papá secorría hasta el borde del colchón y medejaba quedar. Yo sentía por mi papá lomismo que mis amigos decían quesentían por la mamá. Yo olía a mi papá,le ponía un brazo encima, me metía el

dedo pulgar en la boca, y me dormíaprofundo hasta que el ruido de loscascos de los caballos y las campanadasdel carro de la leche anunciaban elamanecer.

2

Mi papá me dejaba hacer todo lo que yoquisiera. Decir todo es una exageración.No podía hacer porquerías comohurgarme la nariz o comer tierra; nopodía pegarle a mi hermana menor ni-con-el-pétalo-de-una-rosa; no podíasalir sin avisar que iba a salir, ni cruzarla calle sin mirar a los dos lados; teníaque ser más respetuoso con Emma yTeresa —o con cualquiera de las otrasempleadas que tuvimos en aquellosaños: Mariela, Rosa, Margarita— quecon cualquier visita o pariente; tenía que

bañarme todos los días, lavarme lasmanos antes y los dientes después decomer, y mantener las uñas limpias…Pero como yo era de una índole mansa,esas cosas elementales las aprendí muyrápido. A lo que me refiero con todo,por ejemplo, es a que yo podía coger suslibros o sus discos, sin restricciones, ytocar todas sus cosas (la brocha deafeitar, los pañuelos, el frasco de aguade colonia, el tocadiscos, la máquina deescribir, el bolígrafo) sin pedir permiso.Tampoco tenía que pedirle plata. Él melo había explicado así:

—Todo lo mío es tuyo. Ahí está micartera, coge lo que necesites.

Y ahí estaba, siempre, en el bolsillode atrás de los pantalones. Yo cogía labilletera de mi papá y contaba la plataque tenía. Nunca sabía si coger un peso,dos pesos o cinco pesos. Lo pensaba unmomento y resolvía no coger nada. Mimamá nos había advertido muchasveces:

—¡Niñas!Mi mamá decía siempre «niñas»

porque las niñas eran más y entonces esaregla gramatical (un hombre entre milmujeres convierte todo al géneromasculino) para ella no contaba.

—¡Niñas! A los profesores aquí lespagan muy mal, no ganan casi nada. No

abusen de su papá que él es bobo y lesda lo que le pidan, sin poder.

Yo pensaba que toda la plata quehabía en la billetera la podía coger. Aveces, cuando estaba más llena, aprincipios del mes, cogía un billete deveinte pesos, mientras mi papá hacía lasiesta, y me lo llevaba para el cuarto.Jugaba un rato con él, sabiendo que eramío, e iba comprando cosas en laimaginación (una bicicleta, un balón defútbol, una pista de carritos eléctrica, unmicroscopio, un telescopio, un caballo)como si me hubiera ganado la lotería.Pero después iba y lo volvía a poner ensu sitio. Casi nunca había muchos

billetes, y a finales de mes, a veces, nohabía ni uno, ya que no éramos ricos,aunque lo pareciera porque teníamosfinca, carro, muchachas del servicio yhasta monja de compañía. Cuandonosotros le preguntábamos a mi mamá siéramos ricos o pobres, ella siemprecontestaba lo mismo: «Niñas: ni lo unoni lo otro; somos acomodados». Muchasveces mi papá me daba plata sin que sela pidiera, y entonces yo no tenía ningúnreparo en recibirla.

Según mi mamá, y tenía razón, mipapá era incapaz de entender laeconomía doméstica. Ella se habíapuesto a trabajar en una oficinita por el

centro —contra el parecer de su marido— en vista de que la plata del profesornunca alcanzaba para llegar a fin de mesy no se podía recurrir a ninguna reservapuesto que mi papá nunca tuvo ningunanoción del ahorro. Cuando llegaban lascuentas de servicios, o cuando mi mamále decía que era necesario pagarle alalbañil que había cogido unas goteras enel techo, o al electricista que habíaarreglado un cortocircuito, mi papá seponía de mal genio y se encerraba en labiblioteca a leer y a oír música clásica atodo volumen, para calmarse. Él mismohabía contratado al albañil, perosiempre se le olvidaba preguntar, antes,

cuánto iban a cobrar por el trabajo, asíque al final cobraban lo que les daba lagana. Si mi mamá hacía el contrato, encambio, pedía dos presupuestos,regateaba, y nunca había sorpresas alfinal.

Mi papá nunca tenía dinerosuficiente porque siempre le daba o leprestaba plata a cualquiera que se lapidiera, parientes, conocidos, extraños,mendigos. Los estudiantes en launiversidad se aprovechaban de él. Ytambién abusaba el mayordomo de lafinca, don Dionisio, un yugoeslavodescarado que hacía que mi papá lediera anticipos por la ilusión de unas

manzanas, unas peras y unos higosmediterráneos que jamás llegaron adarse en la huerta de la finca. Al finlogró que pelecharan las fresas y lashortalizas, montó un negocio aparte, enuna tierra que compró con los anticiposque mi papá le daba, y progresóbastante. Entonces mi papá contrató demayordomos a don Feliciano y a doñaRosa, los papas de Teresa, la muchacha,que se estaban muriendo de hambre enun pueblo del nordeste, Amalfi. Sóloque don Feliciano tenía casi ochentaaños, estaba enfermo de artritis, y nopodía trabajar la huerta, por lo que lasverduras y las fresas de don Dionisio se

perdieron y la finca, a los seis meses,estaba hecha un rastrojo. Pero no íbamosa dejar morir de hambre a doña Rosa y adon Feliciano, porque eso habría sidopeor. Había que esperar a que semurieran de viejos para contratar a otrosmayordomos, y así fue. Despuésvinieron Edilso y Belén, que allá siguen,treinta años después, con un contratomuy raro que se inventó mi papá:nosotros ponemos la tierra, pero lasvacas y la leche son de ellos.

Yo sabía que los estudiantes lepedían plata prestada porque muchasveces lo acompañaba a la Universidad ysu oficina parecía un sitio de

peregrinación. Los estudiantes hacíanfila afuera; algunos, sí, para consultarleasuntos académicos o personales, perola mayoría para pedirle plata prestada.Siempre que yo fui, varias veces mipapá sacaba la cartera y les entregaba alos estudiantes billetes que jamás ledevolvían, y por eso alrededor de élhabía siempre un enjambre depedigüeños.

—Pobres muchachos —decía—, nisiquiera tienen para el almuerzo; y conhambre es imposible estudiar.

3

Antes de entrar al kínder, a mí no megustaba quedarme todos los días en lacasa con Sol y con la monja. Cuando seme acababan los juegos de niño solitario(fantasías en el suelo, con castillos ysoldados), lo más entretenido que se leocurría hacer a la hermanita Josefa,fuera de rezar, era salir al patio de lacasa a mirar los colibríes que chupabanlas flores, o dar paseos por el barrio enel cochecito donde sentaba a mihermana, que se dormía en el acto, ydonde me llevaba a mí, de pie sobre las

varillas de atrás, si me cansaba decaminar, mientras la monja empujaba elcoche por las aceras. Como esa rutinadiaria me aburría, entonces yo le pedía ami papá que me llevara a la oficina.

Él trabajaba en la Facultad deMedicina, al lado del Hospital de SanVicente de Paúl, en el Departamento deSalud Pública y Medicina Preventiva. Sino podía ir con él, porque tenía muchoque hacer esa mañana, al menos mellevaba a dar una vuelta a la manzana enel carro. Me sentaba sobre las rodillas yyo manejaba la dirección, vigilado porél. Era un paquidermo viejo, grande,ruidoso, azul celeste, marca Plymouth,

de caja automática, que se recalentaba yempezaba a echar humo por delante a laprimera loma que encontraba. Cuandopodía, al menos una vez a la semana, mipapá me llevaba a la Universidad. Alentrar pasábamos al lado del anfiteatro,donde se dictaban las clases deanatomía, y yo le rogaba que memostrara los cadáveres. Él siempre merespondía: «No, todavía no». Todas lassemanas lo mismo:

—Papi, quiero conocer un muerto.—No, todavía no.Una vez que él sabía que no había

clases, ni muerto, entramos al anfiteatro,que era muy antiguo, de esos con

graderías alrededor para que losestudiantes pudieran ver bien ladisección de los cadáveres. En el centrodel salón había una mesa de mármol,donde se ponía al protagonista de laclase, igual que en el cuadro deRembrandt. Pero ese día el anfiteatroestaba vacío de cadáver, de estudiantesy de profesor de anatomía. En ese vacío,sin embargo, persistía un cierto olor amuerte, como una impalpable presenciafantasmal que me hizo tener conciencia,en ese mismo momento, de que en elpecho me palpitaba el corazón.

Mientras mi papá daba clase, yo loesperaba sentado en su escritorio y me

ponía a dibujar, o al frente de lamáquina de escribir, a fingir queescribía como él, con el dedo índice delas dos manos. Desde lejos, GilmaEusse, la secretaria, me mirabasonriendo con picardía. Por qué sonreía,yo no sé. Tenía una foto enmarcada desu matrimonio en la que ella aparecíavestida de novia casándose con mi papá.Yo le preguntaba una y otra vez por quése había casado con mi papá, y ella meexplicaba, sonriendo, que se habíacasado con un mexicano, Iván Restrepo,por poder, y que mi papá lo habíarepresentado a él en la iglesia. Mientrasme contaba ese matrimonio para mí

incomprensible (tan incomprensiblecomo el de mis propios padres, quetambién se habían casado por poder, yen las únicas fotos de su matrimonio seveía a mi mamá casándose con el tíoBernardo) Gilma Eusse sonreía, sonreía,con la cara más alegre y cordial que unose pudiera imaginar. Parecía la mujermás feliz del mundo hasta que un día, sindejar de sonreír, se pegó un tiro en elpaladar, y nadie supo por qué. Pero enesas mañanas de mi niñez ella meayudaba a poner el papel en el rodillode la máquina de escribir, para que yoescribiera. Yo no sabía escribir, peroescribía ya, y cuando mi papá volvía de

clase le mostraba el resultado.—Mira lo que escribí.Eran unas pocas líneas llenas de

garabatos:

Jasiewiokkejjmderojikemehoqpicñq.zkcollq2"sa91okjdoooo

—¡Muy bien! —decía mi papá conuna carcajada de satisfacción, y mefelicitaba con un gran beso en la mejilla,al lado de la oreja. Sus besos, grandes ysonoros, nos aturdían y se quedabanretumbando en el tímpano, como unrecuerdo doloroso y feliz, durante

mucho tiempo. A la semana siguiente meponía de tarea, antes de salir para suclase, una plana de vocales, primero laA, después la E, y así, y en las semanassucesivas, más y más consonantes, lasmás comunes para empezar, la C, la P,la T, y luego todas, hasta la equis y lahache, que aunque era muda y pocousada, era también muy importanteporque era la letra con que empezaba elnombre de nosotros dos. Por eso,cuando entré al colegio, yo ya sabíadistinguir todas las letras delabecedario, no con su nombre sino consu sonido, y cuando la profesora deprimero, Lyda Ruth Espinosa, nos

enseñó a leer y escribir, yo aprendí enun segundo, y entendí de inmediato elmecanismo, como por encanto, como sihubiera nacido sabiendo leer.

Hubo una palabra, sin embargo, queno entraba en mi cabeza, y que tardéaños en aprender a leer correctamente.Siempre que aparecía en algún escrito (ymenos mal que era escasa) mebloqueaba, no me salía la voz. Si metopaba con ella, temblaba, seguro de noser capaz de pronunciarla bien: era lapalabra «párroco». Yo no sabía dóndeponerle el acento, y casi siempre, porabsurdo, en vez de ponerlo en algunavocal (que además siempre resultaba ser

una o), ponía todo el énfasis en la erre:parrrrrroco. Y me salía grave, parróco,o aguda, parrocó, en todo caso nuncaesdrújula. Mi hermana Clara vivíaburlándose de mí por este bloqueo, ysiempre que podía me la escribía en unpapel y me preguntaba, con una sonrisaradiante: «Gordo, ¿qué dice aquí?». Amí me bastaba verla para ponerme rojoy no poderla leer.

Exactamente lo mismo me pasó,años después, con el baile. Mishermanas eran todas grandes bailarinas,y yo tenía también buen oído, comoellas, al menos para cantar, pero cuandoellas me invitaban a bailar, yo ponía el

acento del baile donde no era, con unaarritmia total, o con el mismo ritmo delas risas de ellas cuando me veíanmover los pies. Y aunque llegó el día enque aprendí a leer párroco sinequivocarme, los pasos del baile, encambio, me quedaron vedados parasiempre. Tener una madre es difícil; niles cuento lo que era tener seis.

Creo que mi papá comprendiópronto que había una manera paraimpedirme hacer alguna cosadefinitivamente: burlarse de mí. Si yollegaba a percibir que lo que estabahaciendo podía parecer ridículo, risible,no volvería a intentarlo jamás. Tal vez

por eso celebraba, en mi escritura, hastalos garabatos sin sentido, y me enseñómuy despacio la manera en que las letrasrepresentaban los sonidos, para que miserrores iniciales no produjeran risa. Yoaprendí, gracias a su paciencia, todo elabecedario, los números y los signos depuntuación en su máquina de escribir.Tal vez por eso un teclado —mucho másque un lápiz o un bolígrafo— es para míla representación más fidedigna de laescritura. Esa manera de ir hundiendosonidos, como en un piano, paraconvertir las ideas en letras y enpalabras, me pareció desde el principio—y me sigue pareciendo— una de las

magias más extraordinarias del mundo.Además, con esa pasmosa habilidad

lingüística que tienen las mujeres, mishermanas nunca me dejaban hablar.Apenas yo abría la boca para intentardecir algo, ellas ya lo habían dicho, máslargo y mucho mejor, con más gracia ymás inteligencia. Creo que tuve queaprender a escribir para podercomunicarme de vez en cuando, y desdemuy pequeño le mandaba cartas a mipapá, que las celebraba como si fueranepístolas de Séneca u obras maestras dela literatura.

Cuando me doy cuenta de lo limitadoque es mi talento para escribir (casi

nunca consigo que las palabras suenentan nítidas como están las ideas en elpensamiento; lo que hago me parece unbalbuceo pobre y torpe al lado de lo quehubieran podido decir mis hermanas),recuerdo la confianza que mi papá teníaen mí. Entonces levanto los hombros ysigo adelante. Si a él le gustaban hastamis renglones de garabatos, qué importasi lo que escribo no acaba desatisfacerme a mí. Creo que el únicomotivo por el que he sido capaz deseguir escribiendo todos estos años, yde entregar mis escritos a la imprenta, esporque sé que mi papá hubiera gozadomás que nadie al leer todas estas

páginas mías que no alcanzó a leer. Queno leerá nunca. Es una de las paradojasmás tristes de mi vida: casi todo lo quehe escrito lo he escrito para alguien queno puede leerme, y este mismo libro noes otra cosa que la carta a una sombra.

4

Mis amigos y mis compañeros se reíande mí por otra costumbre de mi casaque, sin embargo, esas burlas nopudieron extirpar. Cuando yo llegaba ala casa, mi papá, para saludarme, meabrazaba, me besaba, me decía unmontón de frases cariñosas y además, alfinal, soltaba una carcajada. La primeravez que se rieron de mí por «ese saludode mariquita y niño consentido», yo nome esperaba semejante burla. Hasta eseinstante yo estaba seguro de que esa erala forma normal y corriente en que todos

los padres saludaban a sus hijos. Puesno, resulta que en Antioquia no era así.Un saludo entre machos, padre e hijo,tenía que ser distante, bronco y sinafecto aparente.

Durante un tiempo evité esos saludostan efusivos si había extraños por ahí,pues me daba pena y no quería que seburlaran de mí. Lo malo era que, aun siestaba acompañado, ese saludo a mí mehacía falta, me daba seguridad, así queal cabo de algún tiempo de fingimiento,resolví dejar que me volviera a saludarigual que siempre, aunque miscompañeros se rieran y dijeran lo queles diera la gana. Al fin y al cabo ese

saludo cariñoso era una cosa de él, nomía, y yo lo único que hacía era dejarlohacer. Pero no todo fue burla entre miscompañeros; recuerdo que una vez, yacasi al final de la adolescencia, unamigo me confesó: «Hombre, siempreme ha dado envidia de un papá así. Elmío no me ha dado un beso en toda lavida».

—Tú escribes porque fuiste un niñomimado, un «spoiled child» —me dijouna vez alguien que se decía amigo mío.Lo dijo así, en inglés, para mayorescarnio, y aunque me dio rabia, creoque tenía razón.

Mi papá siempre pensó, y yo le creo

y lo imito, que mimar a los hijos es elmejor sistema educativo. En un cuadernode apuntes (que yo recogí después de sumuerte bajo el título de Manual detolerancia) escribió lo siguiente: «Siquieres que tu hijo sea bueno, hazlofeliz, si quieres que sea mejor, hazlomás feliz. Los hacemos felices para quesean buenos y para que luego su bondadaumente su felicidad». Es posible quenadie, ni los padres, puedan hacercompletamente felices a sus hijos. Loque sí es cierto y seguro es que lospueden hacer muy infelices. Él nuncanos golpeó, ni siquiera levemente, aninguno de nosotros, y era lo que en

Medellín se dice un alcahueta, es decir,un permisivo. Si por algo lo puedocriticar es por haberme manifestado ydemostrado un amor excesivo, aunqueno sé si existe el exceso en el amor. Talvez sí, pues incluso hay amoresenfermizos, y en mi casa siempre se harepetido en son de chiste una de lasprimeras frases que yo dije en mi vida,todavía con media lengua:

—Papi: ¡no me adores tanto!Cuando, muchos años más tarde, leí

l a Carta al padre de Kafka, yo penséque podría escribir esa misma carta,pero al revés, con puros antónimos ysituaciones opuestas. Yo no le tenía

miedo a mi papá, sino confianza; él noera déspota, sino tolerante conmigo; nome hacía sentir débil, sino fuerte; no mecreía tonto, sino brillante. Sin haberleído un cuento ni mucho menos un libromío, como él sabía mi secreto, a todo elmundo le decía que yo era escritor,aunque me daba rabia de que diera porhecho lo que era solo un sueño. ¿Cuántaspersonas podrán decir que tuvieron elpadre que quisieran tener si volvieran anacer? Yo lo podría decir.

Ahora pienso que la única recetapara poder soportar lo dura que es lavida al cabo de los años, es haberrecibido en la infancia mucho amor de

los padres. Sin ese amor exagerado queme dio mi papá, yo hubiera sido alguienmucho menos feliz.

Muchas personas se quejan de suspadres. En mi ciudad circula una fraseterrible: «Madre no hay sino una, peropadre es cualquier hijueputa». Yopodría, quizá, estar de acuerdo con laprimera parte de esa frase, copiada delos tangos, aunque lo cierto es que yo,de madres, como ya lo expliqué, tuvemedia docena. Con la segunda parte dela frase, en cambio, no puedo estar deacuerdo. Al contrario, yo creo que tuve,incluso, demasiado padre. Era, y enparte sigue siendo, una presencia

constante en mi vida. Todavía hoy,aunque no siempre, le obedezco (él meenseñó también a desobedecer, si eranecesario). Cuando tengo que juzgaralgo que hice o algo que voy a hacer,trato de imaginarme la opinión quetendría mi papá sobre ese asunto.Muchos dilemas morales los he resueltosimplemente apelando a la memoria desu actitud vital, de su ejemplo, y de susfrases.

Lo anterior no quiere decir quenunca nos regañara. Tenía un trueno enla voz cuando se ponía bravo, y dabapuñetazos en la mesa si regábamos algoo si decíamos alguna estupidez durante

la comida. En general era muyindulgente con nuestras debilidades, silas consideraba irremediables como unaenfermedad. Pero no era para nadacondescendiente cuando pensaba quealgo lo podíamos corregir. Como era unhigienista, no soportaba que tuviéramosnada sucio en el cuerpo, y nos obligabaa lavarnos las manos y a limpiarnos lasuñas en un ritual que parecía casiprequirúrgico. Odiaba, por encima detodo, que no tuviéramos concienciasocial ni entendiéramos el país dondevivíamos. Un día que él estaba enfermoy no iba a poder ir a la Universidad, seestaba lamentando porque muchos

estudiantes pagarían el pasaje del bus eirían hasta el salón de clase para nada.Yo le dije:

—¿Por qué no los llamas porteléfono y les avisas?

Se puso pálido de la rabia:—¿En qué parte del mundo crees

que estás viviendo, en Europa, enJapón? ¿O te parece que aquí todo elmundo vive en Laureles? ¿No te dascuenta de que en Medellín hay barriosdonde ni siquiera tienen agua corriente,y van a tener teléfono?

Recuerdo muy bien otra de susfurias, que fue una lección tan dura comoinolvidable. Con un grupo de niños que

vivían cerca de la casa (yo debía detener unos diez o doce años), me vienvuelto algunas veces, sin saber cómo,en una especie de expedición vandálica,en una «noche de los cristales» enminiatura. Diagonal a nuestra casa vivíauna familia judía: los Manevich. Y ellíder de la cuadra, un muchachograndote al que ya le empezaba a salir elbozo, nos dijo que fuéramos al frente dela casa de los judíos a tirar piedras ygritar insultos. Yo me uní a la banda.Las piedras no eran muy grandes, másbien pedacitos de cascajo recogidos delborde de la calle, que apenas sonaban enlos vidrios, sin romperlos, y mientras

tanto gritábamos una frase que nunca hesabido bien de dónde salió: «¡Loshebreos comen pan! ¡Los hebreos comenpan!». Supongo que habrá sido unareivindicación cultural de la arepa. Enesas estábamos un día cuando llegó mipapá de la oficina y alcanzó a ver y a oírlo que estábamos haciendo. Se bajó delcarro iracundo, me cogió del brazo conuna violencia desconocida para mí y mellevó hasta la puerta de los Manevich.

—¡Eso no se hace! ¡Nunca! Ahoravamos a llamar al señor Manevich y levas a pedir perdón.

Timbró, abrió una muchacha mayor,lindísima, altiva, y al fin vino el señor

César Manevich, hosco, distante.—Mi hijo le va a pedir perdón y yo

le aseguro que esto nunca se va a repetiraquí —dijo mi papá.

Me apretó el brazo y yo dije,mirando al suelo: «Perdón, señorManevich». «¡Más duro!», insistió mipapá, y yo repetí más fuerte: «¡Perdón,señor Manevich!». El señor Manevichhizo un gesto con la cabeza, le dio lamano a mi papá y cerraron la puerta. Esafue la única vez que me quedó una marcaen el cuerpo, un rasguño en el brazo, porun castigo de mi papá, y es una señalque me merezco y que todavía meavergüenza, por todo lo que supe

después sobre los judíos gracias a él, ytambién porque mi acto idiota y brutalno lo había cometido por decisión mía,ni por pensar nada bueno o malo sobrelos judíos, sino por puro espíritugregario, y quizá sea por eso que desdeque crecí les rehúyo a los grupos, a lospartidos, a las asociaciones ymanifestaciones de masas, a todas lasgavillas que puedan llevarme a pensarno como individuo sino como masa y atomar decisiones, no por una reflexión yevaluación personal, sino por esadebilidad que proviene de las ganas depertenecer a una manada o a una banda.

Al volver de la casa de los

Manevich mi papá —como ocurríasiempre en los momentos importantes—se encerró en la biblioteca conmigo.Mirándome a los ojos me dijo que elmundo todavía estaba lleno de una pesteque se llamaba antisemitismo. Me contólo que los nazis habían hecho hacíaapenas veinticinco años con los judíos,y que todo había empezado,precisamente, tirándoles piedras a lasvitrinas, durante la terribleKristallnacht, o noche de los cristalesrotos. Después me mostró unas láminasespantosas de los campos deconcentración. Me dijo que su mejoramiga y compañera de clase, Klara

Glottman, la primera médica graduadaen la Universidad de Antioquia, erajudía, y que los hebreos le habían dado ala humanidad algunos de los mayoresgenios del último siglo, en ciencias, enmedicina y en literatura. Que si no fuerapor ellos habría mucho más sufrimientoy menos alegría en este mundo. Merecordó que el mismo Jesús era judío,que muchos antioqueños —yposiblemente hasta nosotros mismos—teníamos sangre judía, porque en Españalos habían obligado a convertirse, y queyo tenía el deber de respetarlos a todos,de tratarlos como a cualquier serhumano, o aun mejor, pues el hebreo era

uno de los pueblos —con los indios, losnegros y los gitanos— que habíansufrido las peores injusticias de lahistoria en los últimos siglos. Y que simis amigos insistían en hacer esabarbaridad, nunca más iba a poderjuntarme con ellos en la calle. Pero misvecinos, que habían presenciado elepisodio desde la acera del frente, consolo ver «la furia del doctor Abad»tampoco volvieron a tirar nunca piedrasni a gritar insultos en las ventanas de losManevich.

5

Cuando entré al kínder, con las reglasestrictas de la escuela, me sentíabandonado y maltratado. Como si mehubieran metido en una cárcel sin yohaber cometido ningún delito. Odiaba iral colegio: las filas, los pupitres, lacampana, los horarios, las amenazas delas hermanas ante una sombra de alegríao un atisbo de libertad. Mi primercolegio. La Presentación —que eradonde había estudiado mi mamá y dondeestudiaban todas mis hermanas—también era de monjas. Era un colegio

solo para niñas, pero a los dos años dekínder, antes de la primaria, dejabanentrar también varones, aunque fuéramosuna especie rara y minoritaria. Es más,yo no recuerdo que entre miscompañeras hubiera ningún hombre, porlo que ese colegio de monjas, para mí,era como una extensión de la casa:mujeres, mujeres y más mujeres, con unaúnica excepción, en el bus, dondeestaban el chofer y otro niño. Sólo en elbus me tocaba al lado de otro niño. Losdos íbamos de camisa blanca y depantalones cortos, azul oscuro, en una delas bancas de atrás, y recuerdo que esteniño, durante todo el trayecto, desde que

se montaba hasta llegar al colegio, sesacaba por un lado de los pantalones elpipí, y se lo sobaba y rascaba y estirabasin cesar. Y lo mismo al regreso, desdeel colegio hasta que el bus lo dejaba ensu casa. Yo lo miraba atónito, sinatreverme a decir nada, porque nuncaentendí ese gesto, ni lo entiendo todavía,aunque no se me olvida.

Todas las mañanas yo esperaba eltransporte del colegio en la puerta, perocuando la trompa del bus asomaba porla esquina, el corazón me temblaba y yosalía despavorido para adentro.

—¿Para dónde va? —me gritabafuriosa la hermanita Josefa, tratando de

agarrarme por la camisa.—Ya vengo. Voy a despedirme de

mi papá —le contestaba yo desde elprimer tramo de las escaleras.

Subía al cuarto de él, me metía albaño (a esa hora él se estaba afeitando),lo abrazaba por las piernas y me ponía abesarlo y, supuestamente, a decirleadiós. La ceremonia de los adiosesduraba tanto tiempo, que el chofer delbus se cansaba de pitar y de esperar.Cuando yo bajaba, el bus se había ido, yyo ya no tenía que presentarme en LaPresentación. Otro día de tregua. Lahermanita Josefa se ponía iracunda,decía que ese niño, si lo seguían

malcriando, nunca llegaría a ningunaparte, pero mi papá le contestaba conuna carcajada:

—Tranquila, hermanita, que paratodo hay tiempo.

Esta escena se repitió tantas vecesque al fin mi papá se encerró en labiblioteca conmigo, me miró a los ojos yme preguntó, muy serio, si realmente notenía ganas de ir al colegio todavía. Yole dije que no, y de inmediato mi entradaal colegio se postergó por un año. Fuealgo maravilloso, un alivio tan grandeque todavía hoy, cuarenta años después,me siento liviano cuando lo recuerdo.¿Hizo mal? Les aseguro que al año

siguiente no quise quedarme en la casani un solo día, ni nunca falté al colegioen adelante, salvo alguna enfermedad, nien todos mis años de primaria,bachillerato o universidad perdí nuncauna materia. «El mejor método deeducación es la felicidad», repetía mipapá, quizá con un exceso de optimismo,pero lo decía porque lo pensaba deverdad.

Si durante mi primer año truncadode escuela me dejó casi siempre el bus,y por mi culpa, al año siguiente no medejó ni una vez. O, mejor dicho, me dejóuna sola vez, que nunca se me olvidará.Recuerdo que a las pocas semanas de

entrar al mismo colegio de religiosas, enese segundo intento de destete, tuve undescuido por la mañana, me quedémucho rato saboreando la yema delhuevo frito, y el bus se alejó sin mí. Lovi doblar la esquina, y aunque salícorriendo detrás de él, no me oyerongritar. Nadie en la casa se dio cuenta deque me había dejado el bus, y yo noquise volver a entrar, sino que resolvíirme a pie. El colegio de las Hermanasde la Presentación, donde hacía elkínder, quedaba en el centro, porAyacucho, cerca de la iglesia de SanJosé, donde hoy está el Comando de laPolicía. Me fui hasta la Avenida 33, por

la carrera 78, donde nosotros vivíamos,y emprendí mi camino hacia el centro,con una vaga idea de la dirección.

Al cruzar la glorieta de Bulerías loscarros me pitaban y casi me atropella untaxi, que me evitó con un frenazo quehizo chirriar las llantas. Yo iba sudando,con mi maletín de cuero colgado delhombro, caminando lo más rápido quepodía, por el borde de la calle. Buleríashabía sido un escollo casi insalvable,pero lo había superado y seguí adelante,hacia el río, por donde me parecía quepasaba el bus. Cuando iba cruzando elpuente sobre el río Medellín, al lado delCerro Nutibara, paré un momento a

descansar y a mirar la corriente, porentre los tubos de protección. Ese era elrío al que yo pensaba tirarme si mi papáse moría, y nunca lo había visto tan decerca, tan sucio, tan ominoso. Yo iba yacasi sin aliento, pero empecé a andarotra vez, por el borde de la calle. En esemismo momento, todavía me pareceoírlo, sentí otro frenazo a mi lado. ¿Otrotaxi me iba a matar? No, un señor en unVolkswagen, que se presentó como RenéBotero, me gritó desde la ventanilla:«¡Niño, usted qué hace por acá, pa'dónde va!». «Para el colegio», le dije, yme contestó, furioso: «¡Móntese yo lollevo, que lo va a matar un carro o se lo

va a robar alguien por aquí!». Todavíafaltaban varios kilómetros para llegarhasta el colegio de La Presentación, y enel cuarto de hora que duró el viaje nonos dijimos ni una palabra más.

Esa tarde, después de que el señorBotero le puso la queja de lo sucedido ami mamá, recibí un largo regaño departe de ella. Fui acusado de loco porquerer irme solo hasta el centro, sinsaber siquiera el camino. Al cruzar elrío, me advirtió, hubieras llegado aBarrio Triste y ahí te habrías perdidosin remedio y si no fuera por RenéBotero, un vecino de por la casa, noestarías contando el cuento. Más tarde

mi papá, en vez de regañarme, me dijootra cosa:

—Si alguna vez vuelve a dejarte elbus, cuando sea, por el motivo que sea,y aunque sea culpa tuya, me pides a míque te lleve, y yo te llevo. Siempre. Y sino te puedo llevar, ese día no vas alcolegio, y te quedas en la casa.Tampoco importa; te pones a leer, yaprendes más.

Destetarme de la casa fue un procesolarguísimo. A los 28 años, cuandomataron a mi papá, yo todavía recibía devez en cuando aportes de él, o de mimamá, y eso que ya llevaba cinco añosviviendo con mi primera esposa, y tenía

una hija que ya daba sus primeros pasos.Cuando, a los 23 años, me fui detrás demi novia italiana, Bárbara, a estudiar enTurín, le escribí a mi papá una cartapreocupada por el hecho de que todavíame tuviera que mantener. Aún conservosu respuesta, fechada el 30 de junio de1982 (yo me había ido para Europa 15días antes), que dice así:

«Tu preocupación por ladependencia económica prolongada merecordó mis clases de antropología, endonde he aprendido que mientras másavanzada es una especie animal, máslargo es su período de niñez yadolescencia. Y creo que nuestra

especie familiar es bastante avanzada entodo sentido. Yo también dependí hastalos 26 años, pero nunca tuvepreocupación por ello, para hablartefrancamente. Puedes estar seguro de quemientras continúes estudiando ytrabajando como tú lo haces, paranosotros tu dependencia no será unacarga sino una agradabilísimaobligación que asumimos con muchísimogusto y orgullo».

6

Mi papá y yo nos teníamos un afectomutuo (y físico, además) que paramuchos de nuestros allegados era unescándalo que limitaba con laenfermedad. Algunos de mis parientesdecían que mi papá me iba a volvermarica de tanto consentirme. Y mimamá, quizá por compensar, trataba depreferir a mis cinco hermanas, y detratarme a mí con un rigor justiciero(nunca injusto para bien ni para mal,siempre ecuánime), dedicándoles muchomás tiempo y atención a ellas que a mí.

Tal vez el hecho de haber sido el únicohijo varón, y el quinto de la casa, hayaprovocado la predilección de mi papá, oquizá sea más bien al revés, mipredilección por él lo llevó apreferirme, porque los padres noquieren igual a todos los hijos, aunquelo disimulen, sino que en generalquieren más, precisamente, a los hijosque más los quieren a ellos, es decir, enel fondo, a quienes más los necesitan.Además (nunca voy a decir que él eraperfecto), en su predilección por mí,sobre todo en el hecho de que mededicara mucho más tiempo deconversación seria y de enseñanza a mí,

cometía un acto de injusticia y deprofundo machismo con algunas de mishermanas.

Los demás parientes, aunque no creoque el asunto les importara mayor cosa,tendían a ver todo esto con malos ojos.La cuadra donde vivíamos estabacolonizada por la familia Abad.Nosotros vivíamos en la esquina dearriba de la calle 34A con la 79;enseguida estaba la casa del tíoBernardo, después la del tío Antonio, yen la otra esquina, en la carrera 78, lacasa de los abuelos paternos, Antonio yEva, que vivían con una hija viuda, la tíaInés, y con otra hija soltera, la tía

Merce, más otros parientes lejanos quese quedaban ahí por temporadas: elprimo Martín Alonso, que venía dePereira y era un artista hippie ymarihuanero que después escribió dosnovelas amenas; el tío Darío, cuando suesposa lo abandonó; los primos Lyda yRaúl, antes de casarse; los primosBernardo, Olga Cecilia y Alonso, queeran huérfanos, y otros así.

Ni mis tíos ni mi abuelo —que yorecuerde— besaron nunca a sus hijosvarones, o solo ocasionalmente, porqueeso no se usaba en estas duras y austerasmontañas de Antioquia, donde no esblando ni el paisaje. Mi abuelo había

criado a mi papá sin muestras exterioresde cariño, con rejo y mano dura, y asímismo se portaban los tíos con misprimos varones (con las mujeres eran unpoco menos ásperos). A mi papá no sele olvidaba la vez en que el abuelo lehabía pegado con las mismas riendas decuero del caballo que lo había tumbado,diez fustazos, «a ver si aprende a montarcomo un hombre» ni las veces que lomandaba a los potreros, a media noche,a traer las bestias a la casa, inútilmente,solo para combatir su miedo a laoscuridad «y templarle el carácter». Nohabía mimos ni caricias entre ellos,ningún asomo de condescendencia, y si

se llegaba a alguna expresión de afectofraterno, esta estaba reservada para elúltimo día del año, al final de lamarranada y la fritanga, y después deuna tanda de aguardientes tan larga queconseguía ablandar el corazón. Todos,entre ellos, se trataban de Usted, y habíacomo una distancia ceremonial en sumanera de hablar. La expresión delafecto entre hombres entraba en elterreno de la cursilería o de la mañeada,y sólo estaban permitidas las grandespalmadas y los madrazos, como lamayor muestra cariño. La abuelita Evadecía que era «completamente imposibleeducar niños sin el rejo y sin el Diablo»,

y así se lo hacía saber a mi mamá, queno usaba ni lo uno ni lo otro. Mi abueloa veces comentaba sobre mí: «A esteniño le falta mano dura». Pero mi papále respondía: «Si le hace falta, para esoestá la vida, que acaba dándonos duro atodos; para sufrir, la vida es más quesuficiente, y yo no le voy a ayudar».

Si lo pienso bien, creo que el abueloAntonio no era menos consentido queyo, dijera lo que dijera. A veces yopasaba a su casa los domingos, o loslunes por la tarde, a recoger la remesa,que era un bulto de productos que él letraía de la hacienda en Suroeste a cadauno de sus hijos: yucas, limones, huevos,

quesitos envueltos en hojas de bijao, ysobre todo toronjas, montones detoronjas a las que mi abuelo les decíapamplemusas y les atribuía poderesmilagrosos y sobre todo —más tarde losupe— afrodisíacos. Yo llegaba por laremesa y muchas veces encontré a laabuelita Eva, arrodillada frente a él,quitándole los zapatos. Siempre hacía lomismo, a mañana y tarde, cuando élvolvía de la Feria de Ganados, dondetrabajaba como intermediario, o de suoficina de ganadero: se arrodillabafrente a él, le quitaba los zapatos y leponía las pantuflas, como en un ritorutinario de sumisión. La abuelita Eva

también tenía que sacarle la ropa por lamañana, y ponérsela encima de la cama,en el mismo orden en que el abuelo sevestía: los calzoncillos, las medias, lacamisa, los pantalones, la correa, lacorbata, el saco y el pañuelo blanco. Ysi algún día se le olvidaba sacarle laropa —o la ponía en un ordenequivocado— el abuelo se enfurecía yse quedaba en pelota gritando que qué seiba a poner ese día, carajo, que quépodía esperarse de una esposa que nisiquiera sabía sacarle la ropa.

Todos los hijos y los nietos leteníamos un respeto mezclado con miedoal abuelito Antonio. Él medía como 1,85

y era la persona más rica, más alta y másblanca de la familia. Le decían el MonoAbad, porque era rubio y tenía los ojosazules. El único que no le tenía miedo, yel único capaz de contestar a sus frasesterminantes, era mi papá, tal vez por serel hijo mayor, y el que más se habíadestacado en los estudios y en eltrabajo. Entre ellos había un tratodistante, como si algo se hubiera roto enel pasado de ambos. Es más, creo que enla forma perfecta como mi papá nostrataba, había una protesta muda por eltrato que él había recibido del abuelo, yal mismo tiempo el propósito deliberadode jamás tratar a sus hijos como lo

habían tratado a él. Cuando yo recogíala remesa e iba saliendo con el bulto deyucas, quesitos y pamplemusas, miabuelito me llamaba, «¡M'hijito,venga!», sacaba un monedero de cueroque llevaba en el bolsillo, empezaba aresoplar medio cerrando la boca,buscaba meticulosamente las monedasmás pequeñas, y me entregaba dos otres, sin dejar de resoplar con unarespiración angustiada: «Para que secompre alguna cosa, m'hijito; o mejortodavía, pa' que ahorre». El abuelitohabía ahorrado toda la vida y habíahecho una cierta fortuna con su haciendaganadera en Suroeste, y con animales

que tenía repartidos a utilidad en fincasde terratenientes de la Costa. Cuandocompletó mil novillos de ceba hizo unagran fiesta con frisoles, aguardiente ychicharrones para todo el que sequisiera arrimar. Cuando se murió,nunca supimos dónde estaban sus milnovillos de ceba; mis tíos ganaderos, losque trabajaban con él en la Feria deGanados, dijeron que no eran tantos.

Tres o cuatro veces al año yo me ibacon el abuelito para La Inés, la haciendaganadera que él había heredado de suspadres, en Suroeste, entre PuenteIglesias y La Pintada. Nos íbamos en unacamioneta Ford roja, al amanecer, con el

tío Antonio al volante, yo en la mitad, yel abuelo en la ventanilla. Él llevaba uncarriel de piel de nutria, hecho enJericó, el pueblo donde habían nacido ély mi papá, y siempre, en algún momentodel camino, me mostraba el revólver deseis tiros que llevaba ahí adentro, «porsi las moscas». El carriel tenía tambiénun bolsillo secreto donde escondía unbulto de billetes para pagarles laquincena al mayordomo y a los peones.Esa era otra diferencia entre el abuelitoy mi papá, pues mientras don Antoniosiempre iba armado, mi papá detestabalas armas y nunca en su vida las quiso nitocar. Cuando en la casa había ruido de

ladrones por la noche, mi papá iba albaño, cogía un cortaúñas y salíagritando: «¡qué quieren, a la orden, quéquieren, a la orden!». Y también lepicaba la plata en el bolsillo, por lo quenunca le vi fajos de billetes tan grandes.Yo le heredé, o le aprendí, la mismaaversión por las armas, y la mismadificultad para guardar la plata, aunquecon propósitos más egoístas, sin esa sedde dar, pues prefiero gastármela queregalarla. En la casa de mi abuelo sedecía que había dos tipos deinteligencia, la inteligencia «de labuena», y «la otra», que aunque no sedijera que era mala, el juicio quedaba

implícito, pues mientras la inteligencia«de la buena» (la que tenían algunos demis tíos y de mis primos) era la queservía para conseguir plata, «la otra»sólo servía para enredar las cosas ycomplicarse la vida.

Para llegar a la casa de La Inéshabía que entrar media hora a caballo, ylos peones nos esperaban al borde de lacarretera, al lado de un caserón al que ledecían «los garajes —porque ahí sedejaban los carros—, con una recua demulas, un buey de carga, y un hato debestias ensilladas. Ellos sabían quetodos los jueves tenían que estar ahídesde las diez de la mañana, o si no

había viaje, les mandaban razón porradio Santa Bárbara: «Se informa almayordomo de la hacienda La Inés enPalermo, que este jueves no salga a lacarretera, porque don Antonio no va».Cuando íbamos en el camino yo lepreguntaba al abuelito Antonio en cuálcaballo me iba a montar, y él siempreme contestaba lo mismo:

—En el Toquetoque, m'hijito, en elToquetoque.

Lo raro, para mí, era que elToquetoque tenía cada vez un paso y uncolor distinto, y vine a entender lo quedecía mi abuelito mucho tiempodespués, cuando me lo explicó el primo

Bernardo, que era algo mayor y muchomenos ingenuo que yo:

—¡Bobo! El Toquetoque no existe.Lo que el abuelito quiere decir es quelos niños no pueden escoger, sino que setienen que montar en el caballo que lestoque.

Nos quedábamos en La Inés hasta elsábado por la tarde y de día yo era feliz,ordeñando, montando a caballo,contando los animales con la punta delzurriago, viendo cómo castrabanterneros y potros, bañaban reses enbaños de inmersión para quitarles lasgarrapatas, untaban de azul de metilenolas ubres hinchadas de las vacas, o

marcaban novillos con hierros al rojovivo. También yo me bañaba, sininsecticida, en el chorro de la quebrada,una cascada como de dos metros a laque le decían «el chorro de Papá Félix».Papá Félix era el abuelo de mi abuelo, yel chorro se llamaba con su nombreporque, según la leyenda, él bajaba deJericó dos veces al año, en SemanaSanta y en Navidades, para darse suúnico par de baños anuales.

Todas esas diversiones diurnas meencantaban, pero al caer la tarde, cuandola luz se iba yendo, me invadía unatristeza sin nombre, una especie denostalgia por el mundo entero, menos La

Inés, y me acostaba en una hamaca a vercaer el sol, a oír el chirrido desoladorde las chicharras y a llorar en silenciomientras pensaba en mi papá con unamelancolía que me inundaba todo elcuerpo, al mismo tiempo que el abuelitoponía el sonsonete devastador de unaemisora de noticias (el Reporter Esso,la Cabalgata deportiva Gillette) queparecía atraer la oscuridad, y resoplabade calor sentado en una silla en elcorredor de la casa, meciéndoseinterminablemente con el mismo ritmode mi desesperación.

Cuando acababa de caer la noche miabuelo mandaba a que prendieran la

planta eléctrica, que era una Pelton quese movía con la corriente de laquebrada. Ese tambor de ritmomonótono y constante, que soloalcanzaba para darles a los bombillosuna luz titilante y macilenta, era para míotra de las imágenes de la tristeza y elabandono. A esa enfermedad terrible delos niños que sienten la ausencia de suspadres, en mi ciudad, se la llamabamamitis, pero yo en secreto le daba otronombre, mucho más preciso para mí:papitis. En realidad a mí la únicapersona que me hacía falta en la vida,hasta hacerme llorar en esos largos ytristes crepúsculos de La Inés, era mi

papá.Cuando volvíamos a Medellín, el

sábado al anochecer, mi papá ya meestaba esperando en la casa del abuelitoAntonio. Me recibía con grandescarcajadas, exclamaciones, besosatronadores y abrazos de asfixia.Después del saludo me cogía por loshombros, se ponía en cuclillas, memiraba a los ojos, y me hacía la preguntaque más rabia le podía dar al abuelo:

—Bueno, mi amor, dime una cosa:¿cómo se portó el abuelito?

No le preguntaba al abuelo cómo mehabía manejado yo, sino que era yo eljuez de esos paseos. Mi respuesta era

siempre la misma, «muy bien» y esoatenuaba la indignación del abuelito.Pero una vez yo —un niño de siete años— levanté la mano abierta al frente demi cuerpo y la moví de un lado a otro,en ese gesto que indica más o menos.

—¿Más o menos? ¿Por qué? —preguntó mi papá abriendo los ojos,entre asustado y divertido.

—Porque me obligó a tomarme lamazamorra.

El abuelito resoplaba indignado, yme decía una verdad que tengo queaceptar y que toda la vida ha sido uno demis peores defectos:«¡Malagradecido!». Pero mi papá no le

daba la razón sino que soltaba unacarcajada feliz, me cogía de la mano ynos íbamos muy contentos para la casa,a leer en la biblioteca, o me llevaba a ElMúltiple a comer un helado de vainillacon pasas, «para que se te olvide elsabor de la mazamorra». Después, alllegar a la casa, les contaba a mishermanas mi gesto con el abuelito, ymovía la mano tiesa de un lado a otro,riéndose a las carcajadas de la cara deindignación que había puesto donAntonio. En mi casa nunca me obligarona comerme nada y hoy en día como detodo. Menos mazamorra.

Un médico contra eldolor y el fanatismo

7

El sufrimiento yo no empecé a conocerloen mí, ni en mi casa, sino en los demás,porque para mi papá era importante quesus hijos supiéramos que no todos eranfelices y afortunados como nosotros, y leparecía necesario que viéramos desdeniños el padecimiento, casi siempre pordesgracias y enfermedades asociadas ala pobreza, de muchos colombianos.Algunos fines de semana, como no habíaclase en la Universidad, mi papá losdedicaba a trabajar en barrios pobres deMedellín. Recuerdo que en algún

momento remoto de mi infancia llegó ala casa un gringo alto, viejo, peliblanco,encantador, el doctor Richard Saunders,y decidió montar con mi papá unprograma que él había adelantado enotros países de África y Latinoamérica.Se llamaba Future for the Children,Futuro para la Niñez. Este gringo buenovenía cada seis meses y cuando entrabaen la casa (se quedaba a dormir durantealgunas semanas) yo le ponía el HimnoNacional de los Estados Unidos pararecibirlo. En mi casa había un disco conlos himnos más importantes del mundo,todos orquestados, desde las Barras yEstrellas y la Internacional hasta el

Himno de Colombia, que era el más feode todos, aunque en el colegio dijeranque era el segundo más bonito delmundo, después de La Marsellesa.

El cuarto de huéspedes, en mi casa,se llamaba «el cuarto del doctorSaunders»; y las sábanas mejores de micasa, todavía me parece verlas, unassábanas de color azul pastel, eran «lassábanas del doctor Saunders», porquesólo se las ponían a él cuando venía.Cuando el doctor Saunders estaba sesacaba la vajilla buena, la de porcelana,las servilletas y los manteles de linobordados por mi abuela, y los cubiertosde plata: «la vajilla del doctor

Saunders», «el mantel del doctorSaunders» y «los cubiertos del doctorSaunders».

El doctor Saunders y mi papáhablaban en inglés y yo me quedabaoyéndolos, embelesado en esos sonidosy palabras incomprensibles. La primeraexpresión que aprendí en inglés fue «itstinks», pues se la oí decir con nitidez aldoctor Saunders, lo recuerdo muy bien,mientras cruzábamos el río Medellínsobre el puente de la calle San Juan. Sela dijo con un murmullo herido deindignación a un bus que arrojaba unabocanada densa y asquerosa de humonegro exactamente a la altura de nuestras

narices.—¿Qué quiere decir it stinks? —

pregunté. Ellos se rieron y el doctorSaunders se excusó, porque, dijo, erauna mala palabra.

—Algo así como hediondo —medijo mi papá.

Así aprendí dos palabras al mismotiempo, en inglés y en español.

Mi papá nos llevaba con el doctorSaunders a las barriadas más miserablesde Medellín (y muchas veces sin él,cuando regresaba a su casa enAlbuquerque, en Estados Unidos). Alllegar reunían a los líderes del barrio, ymi papá le servía de traductor para las

propuestas de trabajo comunitario quese les hacían para mejorar suscondiciones de vida. Se juntaban en unaesquina, o en la casa cural si el párrocoestaba de acuerdo (no a todos lesgustaba este trabajo social), y leshablaba y les preguntaba muchas cosas,problemas y necesidades básicas que mipapá iba anotando en una libreta. Debíanorganizarse, ante todo, para conseguirpor lo menos agua potable, pues losniños se morían de diarrea ydesnutrición. Yo debía de tener cinco oseis años y mi papá me medía con losniños de mi edad, o incluso con losmayores, para demostrarles a los líderes

del barrio que algunos de sus hijosestaban flacos, muy bajitos, desnutridos,y así no iban a poder estudiar bien. Nolos humillaba; los incitaba a reaccionar.Medía el perímetro cefálico de losrecién nacidos, lo anotaba en tablas, ytomaba fotos de los niños flacos ybarrigones, con parásitos, paraenseñarlas después en sus clases de laUniversidad. También pedía que lemostraran los perros y los cerdos, puessi los animales estaban tan famélicosque se les veían las costillas eso queríadecir que en las casas no sobraba ni unbocado y estaban pasando hambre. «Sinalimentación, ni siquiera es verdad que

todos nacemos iguales, pues esos niñosya vienen al mundo con desventajas»,decía.

A veces íbamos más lejos, a algunospueblos, y con nosotros iba también, enocasiones, el decano de Arquitectura dela Universidad Pontificia, el doctorAntonio Mesa Jaramillo, que seencargaba de enseñar a hacer con buenatécnica los tanques de agua y a llevartuberías hasta las casas, porque el aguapotable era lo primero. Después veníanlas letrinas («para la adecuadadisposición de excretas», decía, muytécnico, mi papá) o si era posible lostrabajos de alcantarillado, que se hacían

los fines de semana, por accióncomunal. Más adelante seguían lascampañas de vacunación y las clases dehigiene y primeros auxilios en el hogar,según un programa que se inventó mipapá con las mujeres más inteligentes yreceptivas de cada sitio, y que luego sellevaría a cabo en toda Colombia con elnombre de «Promotoras rurales desalud». En ocasiones nos recogía un busde la Universidad e íbamos con todoslos estudiantes de su curso, porque a élle gustaba que ayudaran y aprendieran almismo tiempo: «La medicina no seaprende solamente en los hospitales y enlos laboratorios, viendo pacientes y

estudiando células, sino también en lacalle, en los barrios, dándonos cuenta depor qué y de qué se enferman laspersonas» les decía, muy serio, desde laprimera fila del bus, empuñando unmicrófono.

Una vez, en Santo Domingo, hicieronuna campaña contra los parásitosintestinales en todo el casco urbano, contan buen resultado que las cañerías delpueblo se taquearon con la cantidad delombrices que expulsaron en un mismodía los campesinos. En mi casa seconservaba la foto de un tubo delalcantarillado obstruido por un nudo delombrices que parecían un grumo de

espaguetis morados y negros.El agua limpia había sido una de las

primeras obsesiones en la vida de mipapá, y lo fue hasta el final. Cuando eraestudiante de medicina emprendió unacampaña de salud pública en unperiódico estudiantil que fundó enagosto de 1945 y que dirigió durantepoco más de un año, hasta octubre de1946, cuando desapareció, tal vezporque si lo seguía publicando no se ibaa poder graduar. Era un tabloide quesalía cada mes y tenía un nombrefuturista: U-235. En uno de sus primerosnúmeros, en mayo del 46 denunció lacontaminación del agua y de la leche en

la ciudad: El Municipio de Medellín,una vergüenza nacional, decía el titularde la primera página, y añadía elsubtítulo: El acueducto reparte bacilosde la fiebre tifoidea. La leche esimpotable. El Municipio no tienehospital. A partir de esas denuncias,sustentadas con cifras y exámenes delaboratorio, mi papá fue citado a uncabildo abierto en el Concejo deMedellín. Era la primera vez que unsimple estudiante era admitido paraexponer sus denuncias en un debatepúblico, enfrentado a los funcionariosoficiales. Allí, frente al secretario deSalud, y durante dos noches

consecutivas, hizo una exposiciónsobria, científica, que el secretario,incapaz de refutar, trató de capotear coninsultos personales y argumentaciónrutinaria. Pero el triunfo intelectual erainnegable y fue así como, sólo con supalabra y con una serie de datosprecisos, logró que poco después seemprendieran las obras para construir unacueducto decente para toda la ciudad(la semilla inicial del cual todavíadisfrutamos), con adecuadostratamientos del agua y tuberíasmodernas que no se mezclaran con lasaguas negras, porque el alcantarilladoera viejo, de barro poroso, y por lo tanto

contaminaba el agua potable.Otro de los debates que surgieron de

su periódico, y luego a partir de su tesisde grado como médico, fue por lacalidad de la leche y de los refrescos.La hepatitis y el tifo eran comunestodavía en Medellín, cuando mi papádesató esas denuncias. Dos tíos de mimamá se habían muerto de tifo por lasmalas aguas, y mi abuela se habíaenfermado de lo mismo, y también elpapá del abuelito Antonio se habíamuerto de tifo en Jericó. Tal vez vendríade ahí la obsesión de mi papá por lahigiene y el agua potable; era unacuestión de vida o muerte, era una

manera de esquivar al menos un dolorevitable en este mundo tan lleno dedolores fatales. Pero el detonante de sulucha por el agua fue la muerte, tambiénpor una fiebre tifoidea, de uno de suscompañeros de carrera en laUniversidad. Mi papá lo vio agonizar ymorir, un muchacho que tenía susmismas ilusiones, y decidió que eso nodebería volver a pasar en Medellín. Susdenuncias apasionadas en el periódicoestudiantil, y sus palabras encendidas enel Concejo, que algunos calificaron deincendiarias, no eran una jugadapolítica, como también dijeron, sino unprofundo acto de compasión por el

sufrimiento humano, y de indignaciónpor los males que se podían evitar conapenas un poco de activismo social. Asílo contó mi papá al historiador de lamedicina Tiberio Álvarez:

«Empecé a pensar en la medicinasocial cuando vi morir a muchos niñosen el hospital, de difteria, y al ver queno se hacían campañas de vacunación;pensé en medicina social cuando uncompañero nuestro, Enrique Lopera, semurió de tifoidea, y la causa era que nole echaban cloro al acueducto. Muchagente del barrio Buenos Aires, con susmuchachas tan hermosas, amigasnuestras, también se morían de fiebre

tifoidea y yo sabía que esto se podíaprevenir con cloro al acueducto… Yome rebelé en ese periódico U-235 ycuando celebraron el Cabildo Abiertoles dije criminales a los concejalesporque dejaban morir al pueblo defiebre tifoidea, por no hacer un buenacueducto. Esto dio frutos, pues siguióuna gran campaña por el agua; CampañaH20, se llamó y a raíz de ella se mejoróy completó el acueducto».

Leyendo algunos editoriales del U-235 uno se da cuenta del fuerte influjoromántico que tenían los sueños de esejoven estudiante de Medicina. En cadanúmero emprende una campaña por

alguna causa importante y más o menosimposible de alcanzar para un muchachode pueblo recién llegado a la capital dela provincia. Pero además de suspropias ansias de luchar por ideales queiban más allá del egoísmo (o que teníanese otro egoísmo incluso más profundoque consiste en querer convertirse enhéroes románticos de la entrega y elsacrificio), abría sus páginas aescritores que los estimularan a seguirpor un camino parecido.

Quizá el artículo más importante quese publicó en el U-235 fue uno queapareció en el primer número delperiódico. Estaba firmado por el mayor,

y quizá el único filósofo que ha tenidonuestra región, Fernando González. Mipapá contaba que desde muy joven habíaleído al pensador de Otraparte, y queescondía sus libros debajo del colchónde la cama pues una vez que mi abuelalo había visto leyéndolos se los habíatirado a la basura. Él mismo habíaestado en Envigado pidiéndole alMaestro que le escribiera un artículosobre la profesión médica para elprimer número de su periódico.González no se negó y creo que lasrecomendaciones que les hizo a losmédicos en esa ocasión se grabaron enla memoria de mi papá como con tinta

indeleble. Lo que Fernando Gonzálezrecomienda ahí fue lo que mi papáintentó practicar, y practicó, el resto desu vida:

«El médico profesor tiene que estarpor ahí en los caminos, observando,manoseando, viendo, oyendo, tocando,bregando por curar con la rastra deaprendices que le dan el nombre de losnombres: ¡Maestro!… Sí, doctorcitos:no es para ser lindos y pasar cuentasgrandes y vender píldoras de jalea… Espara mandaros a todas partes a curar,inventar y, en una palabra, a servir».

8

Para mi papá el médico tenía queinvestigar, entender las relaciones entrela situación económica y la salud, dejarde ser un brujo para convertirse en unactivista social y en un científico. En sutesis de grado denunciaba a losmédicos-magos: «Para ellos, el médicoha de seguir siendo el pontífice máximo,encumbrado y poderoso, que repartecomo un don divino familiares consejosy consuelos, que practica la caridad conlos menesterosos con una vagasensación de sacerdote bajado del cielo,

que sabe decir frases a la horairreparable de la muerte y sabedisimular con términos griegos suimpotencia». Se enfurecía con quienesquerían simplemente «aplicartratamientos» a la fiebre tifoidea, enlugar de prevenirla con medidashigiénicas. Lo exasperaban las«curaciones maravillosas» y las «nuevasinyecciones», que los médicos daban asu «clientela particular» que pagababien las consultas. Y la misma revueltainterior la sentía contra quienes«sanaban» niños, en vez de intervenir enlas verdaderas causas de susenfermedades, que eran sociales.

Yo no recuerdo, pero mis hermanasmayores sí, que a veces las llevabatambién al Hospital San Vicente dePaúl. Maryluz, la mayor, se acuerda muybien de una vez que la llevó al HospitalInfantil y la hizo recorrer los pabellones,visitando uno tras otro a los niñosenfermos. Parecía un loco, un exaltado,cuenta mi hermana, pues ante casi todoslos pacientes se detenía y preguntaba:¿«Qué tiene este niño?». Y él mismo secontestaba: «Hambre». Y un poco másadelante: «¿Qué tiene este niño?».«Hambre». «¿Qué tiene este niño?». Lomismo: «hambre». «¿Y este otro?».Nada: «hambre. ¡Todos estos niños lo

único que tienen es hambre, y bastaríaun huevo y un vaso de leche diarios paraque no estuvieran aquí. Pero ni esosomos capaces de darles: un huevo y unvaso de leche! ¡Ni eso, ni eso! ¡Es elcolmo!».

Gracias a su compasión, y a esa ideafija de una higiene alcanzable coneducación y obras públicas, consiguiótambién, mientras era estudiante, yaunque con oposición de los ganaderos,que creían que así iban a acabarperdiendo plata, que fuera obligatoriopasteurizar debidamente la leche antesde venderla, pues en sus exámenes delaboratorio había encontrado amebas,

bacilos de tbc y materias fecales en laleche que se vendía en Medellín y en lospueblos vecinos. Decía que la solamedida de dar agua potable y lechelimpia salvaba más vidas que lamedicina curativa individual, que era laúnica que querían practicar la mayoríade sus colegas, en parte paraenriquecerse y en parte para aumentar suprestigio de magos de la tribu. Decíaque los quirófanos, las grandes cirugías,las técnicas de diagnóstico mássofisticadas (a las que sólo teníanacceso unas pocas personas), losespecialistas de cualquier índole o losmismos antibióticos —por maravillosos

que fueran—, salvaban menos vidas queel agua limpia. Defendía la ideaelemental —pero revolucionaria, ya queera a favor de todo el mundo y no deunos pocos— de que lo primero es elagua y no deberían gastarse recursos enotras cosas hasta que todos lospobladores tuvieran asegurado el accesoal agua potable. «La epidemiología hasalvado más vidas que todas lasterapéuticas», escribió en su tesis degrado. Y muchos médicos lo detestabanpor defender eso en contra de susgrandes proyectos de clínicas privadas,laboratorios, técnicas diagnósticas yestudios especializados. Era un odio

profundo, y explicable tal vez, pues elgobierno siempre estaba dudando sobrecómo repartir los recursos, que eranpocos, y si se hacían acueductos no sepodían comprar aparatos sofisticados niconstruir hospitales.

Y no sólo algunos médicos loodiaban. En general, su manera detrabajar no era bien vista en la ciudad.Sus colegas decían que «para hacer loque hace este no se necesita diploma»,pues para ellos la medicina no era otracosa que tratar enfermos en susconsultas privadas. A los más ricos lesparecía que, con su manía de la igualdady la conciencia social, estaba

organizando a los pobres para quehicieran la revolución. Cuando iba a lasveredas y hablaba con los campesinospara que hicieran obras por accióncomunal, les hablaba demasiado dederechos, y muy poco de deberes,decían sus críticos de la ciudad.¿Cuándo se había visto que los pobresreclamaran en voz alta? Un político muyimportante, Gonzalo Restrepo Jaramillo,había dicho en el Club Unión —el másexclusivo de Medellín— que AbadGómez era el marxista mejorestructurado de la ciudad, y un peligrosoizquierdista al que había que cortarle lasalas para que no volara. Mi papá se

había formado en una escuelapragmática norteamericana (en laUniversidad de Minnesota), no habíaleído nunca a Marx, y confundía a Hegelcon Engels. Por saber bien de qué loestaban acusando, resolvió leerlos, y notodo le pareció descabellado: en parte, ypoco a poco a lo largo de su vida, seconvirtió en algo parecido al luchadorizquierdista que lo acusaban de ser. Alfinal de sus días acabó diciendo que suideología era un híbrido: cristiano enreligión, por la figura amable de Jesús ysu evidente inclinación por los másdébiles; marxista en economía, porquedetestaba la explotación económica y

los abusos infames de los capitalistas; yliberal en política, porque no soportabala falta de libertad y tampoco lasdictaduras, ni siquiera la delproletariado, pues los pobres en elpoder, al dejar de ser pobres, no eranmenos déspotas y despiadados que losricos en el poder.

—Sí, un híbrido entre caballo yvaca: que ni trota ni da leche —decía enson de burla Alberto Echavarría, unhematólogo y compañero universitariode mi papá, el padre de Daniel, mimejor amigo, y de Elsa, mi primeranovia.

En la Universidad también lo

criticaban y trataban de ponerlezancadillas para dificultarle la vida.Dependiendo del rector o del decano deturno, podía trabajar en paz, o en mediode mil reclamos, cartas de recriminacióny sobresaltos por veladas amenazas dedespedirlo de su cátedra. Aunque éltodos esos ataques intentaba resolverlos,o al menos olvidarlos con unacarcajada, llegó un momento en que nobastaron las carcajadas paraconjurarlos.

De los muchos ataques que recibió,mi mamá recuerda muy bien el de uno desus colegas, un prestigioso profesor dela misma Universidad, y director de la

cátedra de cirugía cardiovascular, elTuerto Jaramillo. Una vez, estando mipapá y mi mamá presentes, el Tuertodijo muy enfático, en una reunión: «Yono respiraré tranquilo hasta no vercolgado a Héctor de un árbol de laUniversidad de Antioquia». Pocassemanas después de que a mi papá, alfin, lo mataran, como tantos durantetanto tiempo habían deseado, mi mamáse encontró con el Tuerto Jaramillo enun supermercado, y mientras esterecogía bandejitas de carne, se le acercóy le dijo, muy despacio y mirándolo alos ojos: «Doctor Jaramillo, ¿ya estárespirando tranquilo?». El Tuerto se

puso pálido, y sin saber qué decir diomedia vuelta y se alejó con su carrito desupermercado.

También algunos curas tenían laobsesión de atacarlo permanentemente.Había uno, en particular, el presbíteroFernando Gómez Mejía, que lo odiabacon toda el alma, con una fidelidad y unaconstancia en el odio, que ya se lasquisiera el amor. Había convertido suodio a mi papá en una pasiónirrefrenable. Tenía una columna fija enel diario conservador El Colombiano yun programa radial los domingos, «LaHora Católica». Este presbítero era unfanático botafuegos (discípulo del

obispo reaccionario de Santa Rosa deOsos, monseñor Bulles) que en todosospechaba pecados de la carne,repartía anatemas a diestra y siniestra,con un sonsonete atrabiliario tan alto yrepetitivo que su programa acabó siendoconocido como «La Lora Católica».Varias columnas y al menos unos quinceminutos de esa hora, cada mes, losdedicaba a despotricar del peligro deese «médico comunista» que estabainfectando la conciencia de las personasen los barrios populares de la ciudadpues, según él, mi papá, por el solohecho de hacerles ver su miseria y susderechos, «inoculaba en las simples

mentes de los pobres el veneno del odio,del rencor y de la envidia». Mi mamásufría mucho con eso, y aunque mi papásoltaba siempre una carcajada, semolestaba por dentro. Una vez no se rió.El cura, por la emisora, leyó uncomunicado de la Arquidiócesis deMedellín, en contra de mi papá, yfirmado por el arzobispo.

9

Mi mamá era la hija del arzobispo deMedellín, Joaquín García Benítez. Ya séque esta frase puede parecer unablasfemia, porque los curas católicos —al menos en esos años— practicaban elcelibato, y el arzobispo era más célibe yriguroso que cualquiera de ellos. Enrealidad mi mamá no era la hija, sino lasobrina del arzobispo, pero como erahuérfana, se había criado con él buenaparte de su infancia y juventud, ysiempre decía que tío Joaquín había sidocomo un padre para ella. Nosotros

vivíamos en una casa común y corrientepor Laureles, pero mi mamá se habíacriado «en Palacio» con tío Joaquín, enla casa más grande y ostentosa delcentro de la ciudad, el Palacio Amador,según el apellido del comerciante ricoque la había construido a principios desiglo para su hijo, trayendo losmateriales de Italia y los muebles deParís. Una casona que compró la Curiacuando se murió el rico heredero, y larebautizó «Palacio Arzobispal». TíoJoaquín era grande y pausado, como unbuey manso, hablaba con una erregutural, a la francesa, y tenía una barrigatan prominente que habían tenido que

abrirle una muesca circular a lacabecera de la mesa, donde él sesentaba, para que estuviera a sus anchasen el comedor.

Había en su pasado una historialegendaria, de cuando había estadotrabajando en México, en los añosveinte del siglo pasado, como fundadorde un nuevo seminario, en Xalapa, delque fue prefecto general, además deprofesor de Sagrada Teología, Latín yCastellano. Según se contaba en la casa,durante la guerra cristera —esa que sedesató entre el gobierno de México ymiles de católicos recalcitrantesazuzados por el Vaticano contra la

Constitución de 1917— tío Joaquínhabía salido huyendo del seminario(donde algunas monjas habían sidoultrajadas) y se había refugiado enPapantla. Allí lo cogieron preso y fuecondenado a muerte, pero estando frenteal pelotón de fusilamiento le conmutaronla pena, por ser extranjero, a cambio deveinte años de prisión. No se sabe biencómo logró huir de la cárcel, pero fueapresado de nuevo en Papantla, por elgeneral Gabriel Gaviria, seguidor dePancho Villa, y llevado a unapenitenciaría. Huyó también de allí, conayuda de unas beatas, y se decía quehabía llegado a La Habana, donde su

hermano era cónsul, en una barca deremos de la que se apoderó en Veracruzcon otros curas perseguidos. Según secontaba, habían atravesado el Golfo deMéxico a punta de remo, remontando lasolas bravías del mar Caribe por suspropias fuerzas.

Cuando se refería al palacio y al tío,mi mamá suprimía los artículos y decíasiempre Palacio (uno podía oír lasmayúsculas), y Tío Joaquín. Porejemplo, cuando ella y la cocinera,Emma, hacían algo especial en lacocina, digamos un complicadísimohelado de zapote, unos eternos tamalessantandereanos, unas laboriosas

ensaladas de espárragos con jugo decuruba, o un elaborado licor demandarina que había que enterrar entinajas de barro durante cuatro meses,mi mamá decía: «Esta es una receta dePalacio». Mi papá se burlaba:

—¿Por qué será que cuando éramosnovios y vivías en el Palacio Arzobispala mí lo más sofisticado que me dieronfue dulce de moras con leche? —ysoltaba su carcajada de siempre.

El arzobispo, al final de su vida, fueperdiendo poco a poco la memoria. Aveces, en la catedral, se le iba el santoal cielo y se saltaba partes de la misa o,todavía peor, después de la elevación,

sin darse cuenta, se quedaba en blanco,daba vuelta atrás y volvía a empezar: Innomine Patris et filii… En ese tiempolas misas se oficiaban de espaldas a losfieles y se decían todavía en latín,porque eran los años anteriores alConcilio. Algunos feligreses sufrían porsu pastor y otros se reían de él. Loscuras que le ayudaban en laArquidiócesis se aprovechaban de susvacíos de memoria. Una vez unsecretario, que también detestaba a mipapá, le pasó una carta para firmar. TíoJoaquín firmó el papel sin leerlo, porqueconfiaba en su subalterno y creía que eraun documento rutinario. Resultó ser un

comunicado en el que atacaban a mipapá por sus actividades en los barriosde Medellín, evidentemente socialistas,y por sus artículos «incendiarios» en losperiódicos, «llenos de máximasirreligiosas y opuestas a las sanascostumbres, aptas para destruir la moralen mentes todavía carentes de juicio, ytósigos mortales e impíos que con suánimo revoltoso incitan al levantamientodel pueblo y al desorden de la nación».

Cuando mi mamá oyó por radio elcomunicado en «La Hora Católica»,empezó a temblar, con una mezcla derabia y de temor. De inmediato cogió elteléfono para llamar a su tío y

preguntarle por qué había firmado eseataque tan duro e injusto contra sumarido. Tío Joaquín no tenía ni la másremota idea de lo que había firmado.Aunque nunca estaba de acuerdo con loque mi papá decía o escribía, pues élera un obispo de los chapados a laantigua, y muy intransigente en todas lasmaterias (prohibía películas porque seveía un tobillo, y vetaba, so pena deexcomunión, la visita a la ciudad deactrices y cantantes), no iba a cometer laimpertinencia de amonestar en público aalguien que, bien mirado, era su yerno.

Al ver su firma estampada en esecomunicado (con el que estaba de

acuerdo, aunque no lo quisiera publicarasí) se sintió traicionado, y se indignótanto que a los pocos días resolvióredactar su carta de renuncia a laArquidiócesis. Algunos meses despuésllegó de Roma la aceptación, que elPapa demoró un poco, y él se retiró a lacasa de mi abuela, con una hondasensación de fracaso y desconsuelo. Elarzobispo, al salir, no tenía ni un peso,pues era uno de los pocos obispos quepracticaban en serio los votos no solode castidad sino también de pobreza, ypor eso tuvo que irse a vivir donde miabuela, hasta que un grupo de personaspudientes de Medellín le compraron una

casa en la calle Bolivia, donde se fue avivir con su hermano y secretario, tíoLuis. Y ahí, poco a poco, se fueolvidando de todo, hasta de su propionombre. La cabeza se le quedó enblanco, dejó de hablar, y al cabo depoco tiempo se murió, exactamente unmes antes de que yo naciera, después deestar en perfecto silencio durante variosmeses.

El día de su muerte, mi abuela leregaló a mi papá el reloj de bolsillo delseñor arzobispo, un reloj labrado enoro, marca Ferrocarril de Antioquia,pero hecho en Suiza, que yo conservotodavía, pues mi mamá me lo dio el día

que mataron a mi papá, y que pasarácomo un testimonio y un estandarte(aunque no sé de qué) a mi hijo, el díaque yo me muera.

10

Gracias al arzobispo o, más bien,gracias a su recuerdo, podíamos contarcon la monja de compañía en la casa, lacual era un lujo que solamente sepermitían las familias más ricas deMedellín. Tío Joaquín había apoyado lafundación de una nueva orden religiosa,la de las Hermanitas de la Anunciación,que se dedicaba al cuidado de los niñosen el hogar, y por agradecimiento a eseapoyo inicial, la madre Berenice, queera la fundadora y superiora delconvento, enviaba a la casa, de balde, a

la hermanita Josefa, de modo que leayudara a mi mamá a cuidar los hijosmenores mientras ella montaba suoficina.

Mi mamá y la madre Berenice eranbuenas amigas. Se decía que la madreBerenice hacía milagros. Cuandoíbamos al convento, como mi mamásufría de jaquecas, la madre Berenice leimponía las manos; se las dejabaapoyadas sobre la cabeza durante unrato y al mismo tiempo musitaba unosconjuros ininteligibles; mi hermanamenor y yo nos quedábamos mirando esaceremonia, atónitos, desde un rincón desu despacho, con miedo de que saltaran

chispas de sus dedos de un momento aotro. Mi mamá, por unos días, se curaba,o al menos decía que se curaba de lamigraña. Años después la madreBerenice se murió, en olor de santidad,y en su proceso de beatificación mimamá fue llamada a dar testimonio deesas sanaciones milagrosas. Años antesde su muerte, algunos fines de semanaSol y yo los pasábamos en el conventode las Hermanitas de la Anunciación;recuerdo los corredores interminables,encerados y brillantes, el solar con lahuerta, los brevos y los rosales, losrezos eternos e hipnóticos en el oratorio,el áspero olor a incienso y a esperma de

velones que picaba en la nariz. A mihermanita, que tenía tres o cuatro años yparecía un ángel del Renacimiento consus ricitos rubios y sus ojos verdiazules,la disfrazaban de monja y la ponían acantar en la capilla una canción que sellamaba «Estando un día solita» ycontaba el instante del llamado celestiala la vocación religiosa. Cuarenta añosdespués, ella todavía puede repetirla dememoria:

Estando un día solitaEn santa contemplaciónOí una voz que decíaEntra, entra en religión.

A pesar de este apostoladotemprano, mi hermana Sol no se fue demonja —aunque tiene algo de eso en sussupersticiones piadosas y en susfervores repentinos—, sino que esMédica, y epidemióloga, y al oírla a ellaa veces me parece que vuelvo a oír a mipapá, pues ella sigue con su mismosonsonete sobre el agua potable, lasvacunas, la prevención, los alimentosbásicos, como si la historia fuera cíclicay este un país de sordos donde los niñostodavía se mueren de diarrea ydesnutrición.

Tengo otro recuerdo médicoasociado a ese convento. Un conocido

de mi papá en la Facultad de Medicina,ginecólogo, tenía un gran negociomontado gracias a los conventosfemeninos de Medellín. Según una teoríamás o menos peregrina que se habíainventado, los úteros que no se usabanpara la gestación producían tumores: «lamujer que no pare hijo, pare miomas». Yentonces se había dedicado a sacarles eIútero a todas las monjas de la ciudad,tuvieran miomas o no. Mi papá, con unapicardía que ni mi mamá ni el arzobisponi la madre Berenice aprobaban, decíaque este doctor no hacía eso comonegocio, ni mucho menos, sino paraevitar problemas con las anunciaciones

de los ángeles o del Espíritu Santo. Ysoltaba una carcajada blasfema mientrasrecitaba unas coplas famosas de ÑitoRestrepo:

Una monja se embuchóDe tomar agua benditaY el embuche que teníaEra una monja chiquita.

A veces había pasado que, sin quese supiera cómo ni cuándo, algunamonja, incluso de las Clarisas, que erande clausura, resultara embarazada, y nopor el Espíritu Santo. Sin un solo úterode monja disponible en el departamento,

ese problema jamás se volvió apresentar y la castidad —al menos laaparente— de las monjas, quedógarantizada de por vida. No sé si estemétodo anticonceptivo, mucho másdrástico que todos los que la Iglesiaprohíbe, se seguirá practicando todavíaen algún convento.

11

Cuando mi mamá se convenció de quecon la plata del profesor, menguada porsu generosidad sin filtros, y amenazadacada rato por una destitución fulminantede las directivas de la Universidad, eraimposible sostener la casa, al menosdentro de los niveles de buen gusto ybuena comida que había aprendido «enPalacio», la madre Berenice la apoyó yle ofreció gratis una ayuda extra en lacasa, para que mi mamá pudiera irse atrabajar tranquila: esa niñera monja, lahermanita Josefa, que se ocupó de Sol y

de mí todas las semanas, de lunes aviernes, mientras mi mamá trabajaba yhasta que los dos menores entramos alcolegio. Mi papá, con el inevitablesedimento machista de su educación, noquería que mi mamá se pusiera atrabajar, ni que adquiriera laindependencia física y mental que daganarse la propia plata, pero ella logróimponer su voluntad, con ese carácterfirme y constante, mezclado con unaindestructible alegría de fondo que no hadejado nunca de acompañarla hasta eldía de hoy, y que la hacen una personainmune a los rencores y a los disgustosduraderos. Luchar contra su firmeza

vestida de alegría ha sido siempreimposible.

A veces mi mamá también mellevaba a la oficina. Como ella no teníacarro, nos íbamos en bus, o mi papá nosdejaba en Junín con La Playa, de pasopara la Universidad. Mi mamá habíainstalado la oficina en un cuchitrildiminuto de un edificio nuevo, La Ceiba,que era la construcción más grande de laciudad en ese momento, y nos parecíagigantesca. El edificio quedaba, yqueda, en el centro, al final de laAvenida La Playa, al lado del edificioColtejer. Subíamos hasta uno de lospisos más altos en unos ascensores Otis

grandes, de hospital, que manejabanunas ascensoristas negras hermosísimas,vestidas siempre de un blancoinmaculado, como enfermeras dedicadasa un oficio mecánico. Me gustaban tantoque a veces me quedaba horas en elascensor, mientras mi mamá trabajaba,subiendo y bajando al lado de lasascensoristas negras que olían a unperfume barato que todavía hoy, en lasraras ocasiones en que lo he vuelto asentir, despierta en mí una especie demelancólico erotismo infantil.

La oficina de mi mamá estaba metidaen el cuarto de los útiles e implementosde aseo del edificio. El cuarto tenía un

penetrante olor a jabón y aambientadores de baño, unas pastillasrosadas, redondas, brillantes, que olíana alcanfor y se ponían en el fondo de losorinales. También había cajas repletasde jabón de piso, blanqueadores, palosde escoba, trapeadoras y pacas de rollosde papel higiénico barato, arrumadas enuna esquina.

En un escritorio metálico, mi mamáse encargaba de hacer a mano lascuentas del edificio, con un lápizamarillo bien afilado, sobre un inmensolibro de contabilidad de tapas duras yverdes. También tenía que hacer lasactas de las reuniones de la Junta del

edificio, en un estilo anticuado que lehabía enseñado tío Luis, el hermano delarzobispo, que había sido secretarioperpetuo de la Academia de Historia.«Toma la palabra el preclaro ganaderoseñor don Floro Castaño para manifestarque se debe economizar en el uso delpapel higiénico, de modo que los gastoscomunes de la copropiedad no aumenteninnecesariamente. La señoraadministradora, doña Cecilia Faciolincede Abad, anota que si bien don Florotiene toda la razón, resulta inevitable,por motivos fisiológicos, que haya uncierto gasto. No obstante lo anterior,comunica a los señores copropietarios

que uno de sus vecinos, el doctor JohnQuevedo, quien se ha trasladado a viviren su oficina, usándola abusivamentecomo casa de habitación, y en las horasde la madrugada suele hacer uso delbaño de damas del sexto piso, dondeprocede a bañarse y, como carece detoalla, procede también a secar sucuerpo con grandes cantidades de papelhigiénico, el cual, una vez usado dejapor el suelo, razón por la cual…».

Mi mamá era experta enmecanografía y taquigrafía (copiaba losdictados a una velocidad increíble, conunos maravillosos garabatosindescifrables, como ideogramas

chinos) pues había hecho un curso desecretariado en la Escuela Remingtonpara Señoritas, y antes de casarse habíasido la secretaria del gerente deAvianca en Medellín, el doctorBernardo Maya. Es más, contaba quecomo el gerente de Avianca se moría deamor por ella, había resuelto casarsecon el doctor Maya si mi papá, que enese momento hacía su maestría enEstados Unidos, no cumplía su promesade casarse. Cuando ocurría, pero erancosas muy raras, que mi mamá y mi papátuvieran una discusión y se dejaran dehablar por una tarde, mis hermanas lepreguntaban, burlonas:

—¿Mami, hubieras preferido casartecon Bernardo Maya?

Y una de mis preocupaciones másgraves, cuando niño, era para mí esapregunta insoluble, o mal planteada, desi yo hubiera nacido o no, y cómo, si mimamá se hubiera casado, no con mipapá, sino con Bernardo Maya. Yo noquería renunciar a la vida, por lo queintentaba imaginarme que en tal caso yono me parecería a mi papá, sino aldoctor Maya. Pero la conclusión eraterrible pues, dado lo anterior, si yo nome pareciera a mi papá, sino a BernardoMaya, entonces yo ya no sería yo, sinootra persona distintísima a mí, con lo

cual dejaba de ser lo que era, y eso eralo mismo que no ser nada. El doctorMaya vivía muy cerca de la casa, comoa las dos cuadras volteando, y no teníahijos, lo cual acentuaba mi terrormetafísico de nunca haber sido, ya queél tal vez era estéril. Yo lo miraba conmiedo y suspicacia. A veces nos loencontrábamos en misa, más serio queun revólver, y saludaba a mi mamá conun gesto nostálgico y disimulado de lamano, que parecía llegar desde muylejos. Y como mi papá no iba a misa, amí me parecía que la iglesia era esesitio donde mi mamá y el doctor Mayacometían el terrible pecado de

saludarse, como si cada vaivén de lamano despechada fuera un signo secretode lo que no era y de lo que pudo habersido.

Después llegaría a la oficina laprimera ayudante de mi mamá, que teníael nombre más apropiado, dadas lascircunstancias, Socorro, y con ella llególa primera sumadora, una maquinita demanivela que me dejaba atónito puesresolvía con unos pocos movimientosdel brazo todas las operacionesaritméticas que yo me demoraba horasen resolver para las tareas del colegio.Con el pasar de los años, poco a poco,irían llegando más y más empleadas a

esa oficina, siempre mujeres, sólomujeres, nunca hombres, incluyendo amis tres hermanas mayores, hasta que laoficina de mi mamá completó setentaempleadas de género femenino y seconvirtió en la empresa que másedificios administraba en Medellín. Delcuarto de aseo de La Ceiba, mi mamá setrasladó a una oficina de verdad en elsegundo piso del mismo edificio, queacabó comprando, y luego su negociofue creciendo y mejorando de sede. Hoyla oficina ocupa una casona de dospisos, adonde mi mamá, con sus ochentaaños bien vividos, sigue yendo todos losdías, de ocho de la mañana a seis de la

tarde, manejando su carro automáticocon la misma destreza y la mismaautoridad con la que mece su bastón,como un báculo de obispo, y casi con elmismo ánimo con que hace medio siglollenaba sus cuadernos de taquigrafía,con esa especie de apresurados ymisteriosos ideogramas chinos.

Hubo unas pocas excepciones deempleados varones en la oficina de mimamá, y, al igual que en mi casa, creoque yo fui el primero en infringir esaregla no escrita en ninguna parte, peromuy sabia, que dice que el mundofuncionaría mucho mejor si solamente logobernaran mujeres. En todo caso,

durante las vacaciones del colegio, ypese a ser hombre, mi mamá mecontrataba para ayudar en la redacciónde cartas, informes y actas en un ficticio«Departamento de Informes yCorrespondencia». Allí, escribiendocartas de negocios, redactandocirculares de consejos y protestas,lidiando con asuntos escabrosos(excrementos de perros, adulteriosdescubiertos, borracheras musicales,exhibición de órganos erectos enascensores y ventanas, mariachis a lascuatro de la mañana, mañososparranderos en plan de conquista, hijosatracadores de familias patricias e hijos

drogadictos de parejas puritanas),puliendo esquelas de pésame ymemoriales de renuncia, tuve el máslargo y difícil entrenamiento de mioficio de escribidor. Algunos amigos yamigas mías (Esteban Carlos Mejía,Maryluz Vallejo, Diana Yepes, CarlosFramb), que después escribieron librostambién, pasaron por esa especie denoviciado en el «Departamento deInformes y Correspondencia» de laempresa de mi mamá, empresa que ellaquiso bautizar, en su vena feminista,como «Faciolince e hijas», pero que mipapá exigió que se llamara «AbadFaciolince Limitada», para que no nos

dejaran ni a él ni a mí por fuera, talcomo parecía ser el plan de las mujeresde la casa.

12

Pocos años después de la muerte delarzobispo, y por el mismo periodo enque yo acompañaba a mi papá y aldoctor Saunders a las visitas de trabajosocial por los barrios más pobres deMedellín, La Gran Misión hizo susolemne y bulliciosa entrada a la ciudad.Ésta representaba otro estilo de trabajosocial, de tipo piadoso; una especie deReconquista Católica de Américapatrocinada por el caudillo de España,Generalísimo de los ejércitos imperialesy apóstol de la cristiandad, su

excelencia Francisco FrancoBahamonde. La dirigía un jesuitapeninsular, el padre Huelin, un hombreoscuro, seco, de figura ascética,demacrado y ojeroso como el fundadorde la Compañía de Jesús, con unainteligencia vivaz, fanática y cortante.Sus opiniones eran inclementes ydefinitivas, como las de un delegado dela Inquisición, y en Medellín fuerecibido con gran entusiasmo colectivo,como un enviado del más allá que veníaa enderezar el desorden del más acá pormedio de la devoción mariana.

Con los evangelizadores de laReconquista española venía una

pequeña estatua de la Virgen de Fátima.Por esos días se quería imponer suprestigio como el símbolo devoto másimportante del Catolicismo. Para salvaral mundo del Comunismo Ateo, el SantoPadre había solicitado que en las viejascolonias españolas —y en el mundoentero— se rezara con mucho fervor ymás asiduidad que nunca el SantoRosario. Eran los tiempos de laRevolución cubana y de las guerrillasmíticas de América Latina, las cuales nose habían convertido todavía en bandasde criminales dedicadas al secuestro yal tráfico de drogas, y conservaban porlo tanto cierto halo de lucha heroica

pues defendían programas de reformasradicales y reivindicaciones socialesque no era difícil compartir. Paracontrarrestar la fuerza de estascorrientes disgregadoras, la Virgen deFátima era una ayuda sobrenatural quereconduciría a las masas por la senda dela devoción, de la verdad, de laresignación cristiana o de la muy tímida«Doctrina social de la Iglesia». Laaparición de la Santísima Virgen enPortugal se convirtió, más que lamiseria, el agua o la reforma agraria, enel tema de conversación obligado enfamilias, costureros, peluquerías y cafés.En muchas discusiones se hacían

conjeturas y se entablaban largasdisputas teológicas sobre los secretosrevelados por la Santísima Virgen a lostres pastorcitos de Cova de Iría aquienes se les había aparecido. ElTercer Secreto, que era terrible ysolamente lo conocían la últimapastorcita sobreviviente y el SumoPontífice, era el que más despertaba lafantasía y por lo tanto alimentaba elánimo fabulador de la gente. Lahipótesis que más seguidores tenía, y laque todos los curas insinuabansubrepticiamente en sus sermones, eraterrible, y consistía en la inminencia dela Tercera Guerra Mundial entre

Estados Unidos y Rusia, es decir, entreel Bien y el Mal, la cual no secombatiría con fusiles y cañones, sinocon bombas atómicas, y sería como labatalla definitiva entre Dios y Satanás.Todos debíamos estar preparados parael gran sacrificio, y mientras tanto, rezarel Santo Rosario todos los días, y rogarpor las intenciones de los buenos, paraque Rusia, esa enemiga de Dios y aliadadel Enemigo, no fuera a ganar. EsteTercer Secreto equivalente al anunciode la Tercera Guerra Mundial, por lodemás, tenía en la historiacontemporánea muchos indiciosverdaderos en los que podía apoyarse

pues no era mentira que varias veces, enaquellos decenios de la Guerra Fría,estuvimos al borde de una ecatombe, porlos motivos más fútiles de pundonorhumano y nacionalista, o incluso por unsimple accidente nuclear.

El propósito de la Gran Misión eraextender el culto de la Virgen de Fátimapor América Latina y recordar a lasmasas la bondad de la resignacióncristiana, pues al fin y al cabo Diospremiaría a los bienaventurados pobresen el más allá, por lo que no era urgenteperseguir el bienestar en el más acá. Allado de la Virgen venía todo un planvigoroso para defender las verdades

eternas de la fe católica y revivir losvalores morales de la única religiónverdadera. Si ya España tenía tan pocopeso político sobre nuestras naciones,con ayuda de la Iglesia el Generalísimoquería volver a ganar la influenciaperdida en la región. Una especie dereconquista por la fe, apoyada en lasviejas familias blancas y patricias decada sitio. El empujón inicial consistíaen varias semanas de ceremonias,sermones en iglesias, adoración de laestatua traída del Viejo Mundo ybendecida por el Santo Padre, reunionesy retiros con los católicos másrepresentativos de cada ciudad. Y con

los jóvenes, los profesionales, losperiodistas, los deportistas, los líderespolíticos… Esta actividadevangelizadora se iría repitiendo entodos los países de Latinoamérica, comouna conmemoración, también, de laprimera evangelización de Américallevada a cabo por los conquistadores.

Punto culminante de esta campañaera auspiciar la práctica del Rosario deAurora. A las cuatro de la madrugada,antes del amanecer, un nutrido grupo defeligreses se reunía en el atrio de laiglesia parroquial y recorría las callesdel barrio, cantando himnos religiosos yentonando la oración a la Santísima

Virgen. El barrio de Medellín elegidopor el padre Huelin para el Rosario deAurora fue Laureles, donde nosotrosvivíamos, pues este era el vecindarioemergente, el de la burguesía joven, deprofesionales en ascenso, los que podíantener después más influencia ypenetración social en todos los niveles.Los devotos salían a las cuatro de lamañana, entre cánticos, tambores yvelones, para llamar la atención. Elpadre Huelin iba adelante, con laestatua, con las banderas y losestandartes de cruzados al viento,mientras la procesión a mis espaldasrezaba el Santo Rosario en voz alta. Mil

o dos mil personas, mujeres y niños ensu mayoría, recorrían el barrio paradespertar la fe en la Santísima Virgen yde paso despertar a los tibios queseguían dormidos, pegados de lassábanas. Mi mamá, la hermanita Josefa,las muchachas del servicio y mishermanas mayores iban a esasprocesiones; mi papá y yo nosquedábamos en la casa durmiendo comosantos.

El doctor Antonio Mesa Jaramillo,decano de arquitectura de laUniversidad Pontificia, y el compañerode mi papá y del doctor Saunders en lascorrerías por los barrios populares, fue

el primer damnificado por el Rosario deAurora. Él era uno de los maestros de laarquitectura en Medellín; había vividoen Suecia y de allí había introducido acála pasión por el diseño contemporáneo.Como este alarde ruidoso de la fe lemolestaba (él era un creyente sobrio,que practicaba su religión en laintimidad), escribió un artículo en ElDiario, el vespertino liberal,protestando por el ruido infernal que sehacía durante esta procesión.«Cristianismo de pandereta», se llamabasu protesta, y era una crítica furibunda alcatolicismo peninsular. «¿Fue Cristo unvociferador?», se preguntaba. Y decía:

«Antes podíamos dormir; caer en lanada, en el vacío místico del sueño. Elhispano-catolicismo nos vino a saquearlos nervios. Eso es el falangismo: ruido,nada, algarabía. Confunden la religiónde Cristo con una corrida de toros.Orgías matinales; gritos del siglo deloscurantismo». Mi papá tambiénapoyaba este punto de vista y sostenía,irónico, que el Padre Eterno no erasordo como para que hubiera quegritarle tanto, y que si se daba el caso deque Dios fuera sordo, como a vecesparecía, su sordera no era del oído sinodel corazón.

Ipso facto, monseñor Félix Henao

Botero, el rector de la UniversidadPontificia, destituyó al doctor MesaJaramillo del decanato de arquitectura,por escribir lo anterior, y lo expulsó dela facultad por los siglos de los siglos,amén. En El Colombiano se les hizo unaencuesta sobre este hecho a variosintelectuales de la ciudad. Todosapoyaron al señor Rector y condenaronduramente el artículo del Decano. Sólomi papá, presentado por el periódicocomo «el conocido dirigente deizquierda», apoyó la valentía del doctorMesa Jaramillo, y dijo que, así noestuviera en todo de acuerdo con él,como vivíamos en un régimen liberal

estaría dispuesto a defender hasta con lapropia vida el derecho de expresión decada uno.

Para mi papá, que vivía más bien almargen de la Iglesia, este tipo decatolicismo español, retardatario,perjudicaba mucho al país. De hecho susjerarcas perseguían a curas y fielesdistintos, que buscaban un catolicismomás abierto y acorde con los nuevostiempos. Siempre había encontradocuras sensatos y compasivos con losproblemas de su comunidad, curasbuenos (malos para la Iglesia), sobretodo en los barrios populares a dondeíbamos los fines de semana, y mi papá

citaba siempre como ejemplo al padreGabriel Díaz que era, ese sí, un alma deDios, más bueno que el pan, y por esolos obispos no lo dejaban trabajar enpaz y lo trasladaban de un lado a otrocuando empezaba a ser demasiadoquerido y seguido por sus parroquianos.Todo el que hiciera despertar yparticipar a los pobres era consideradoun activista peligroso que ponía enriesgo el imperturbable orden de laIglesia y de la sociedad. Cuando, pocosaños después, los barrios de Medellínse convirtieron en un hervidero dematanzas y en un caldo de cultivo dematones y sicarios, la Iglesia ya había

perdido contacto con esos sitios, al igualque el Estado. Habían pensado quedejarlos solos era lo mejor, yabandonados a su suerte se convirtieronen sitios donde, como maleza, surgíanhordas salvajes de asesinos.

Guerras de religión yantídoto ilustrado

13

Algunos decenios antes un eximiofilósofo alemán había anunciado lamuerte de Dios, pero a estas remotasmontañas de Antioquia todavía no habíallegado la noticia. Con un retraso de másde medio siglo. Dios agonizaba tambiénaquí, o algunos jóvenes se rebelabancontra Él y trataban de demostrar conescándalos (los poetas nadaístas, porejemplo, hacían colecciones de hostiasconsagradas, y tiraban pedos químicosen los congresos de escritores católicos)que al Omnipotente le tenía sin cuidado

lo que ocurría en este valle de lágrimaspues los rayos de su ira no castigaban alos réprobos, ni los favores de su graciallovían siempre sobre los buenos.

Yo sentía como si en mi propiafamilia se viniera librando una guerraparecida entre dos concepciones de lavida, entre un furibundo Dios agonizantea quien se seguía venerando con terror, yuna benévola razón naciente. O, mejor,entre los escépticos a quienes seamenazaba con el fuego del Infierno, ylos creyentes que decían ser losdefensores del bien, pero que actuaban ypensaban con una furia no pocas vecesmalévola. Esta guerra sorda de

convicciones viejas y conviccionesnuevas, esta lucha entre el humanismo yla divinidad, venía de más atrás, tanto enla familia de mi mamá como en la de mipapá.

Mi abuela materna provenía de unaestirpe de godos rancios y de recatadascostumbres cristianas. Su padre JoséJoaquín García, que había nacido amediados del siglo XIX y muerto aprincipios del XX, era un maestro deescuela que redactaba artículos con elseudónimo de Arturo, y había escrito lasmagníficas Crónicas de Bucaramanga,además de fungir como presidente delDirectorio Conservador, cónsul

honorario de Bélgica y vicecónsul deEspaña. Dos de los hermanos de miabuela eran curas, el uno obispo y elotro monseñor. Uno más, tío Jesús,había sido ministro en tiempos de laHegemonía Conservadora, y el másjoven fue cónsul plenipotenciario en LaHabana durante decenios, y todos habíanjurado fidelidad al glorioso partido desus mayores, el de la tradición, lafamilia y la propiedad. Pese a estosorígenes, o quizá por eso mismo, puessiempre le molestó la excesiva rigidezmoral de sus hermanos, que seescandalizaban ante cualquierinnovación en los usos del mundo, mi

abuela se había casado con AlbertoFaciolince, un liberal de buen humor ymente abierta, con quien fue feliz pocotiempo pues a los cuatro años dematrimonio, con mi mamá que apenasempezaba a hablar, el liberal había sidollamado a la presencia de Dios (que aúnno había muerto) con una muerte súbita,accidental, en una carretera cerca deDuitama que como ingeniero civil estabaconstruyendo en el departamento deBoyacá.

Con ese ancestro semita que no senos sale en las creencias religiosas,pero sí en las costumbres, al pocotiempo un hermano de Alberto,

Wenceslao Faciolince, tomó por esposaa la viuda de su hermano el ingeniero.Este Wenceslao era un abogado de malgenio, juez en Girardota, que lo primeroque decía al levantarse, todos los santosdías, era esta frase: «Este es eldespertar de un condenado a muerte».Mi abuela nunca fue feliz con él, pues nose le parecía a su adorado hermano ni enla cama ni en la mesa, los dos sitios másimportantes de una casa, y mi mamá (quedesde entonces soporta mal a losabogados y me transmitió este mismoprejuicio) acabó matándolo sin quererqueriendo, al ponerle por accidente unainyección contraindicada para los

débiles de corazón.Veinte años más tarde mi mamá, a

pesar de haber sido educada por elseñor Arzobispo con las reglas delcatecismo más estricto, repitió lahistoria de su madre, mi abuela, comosoltando de nuevo las amarras, lasansias de liberarse del antiguo yugo,pues se casó una vez más con otroradical alegre, papá, en un impulso delibertad. Para buena parte de su familia,especialmente para tío Jesús, elministro, este no había sido unmatrimonio conveniente, pues que unamuchacha de origen conservador secasara con semejante liberal era como

una alianza entre Montescos yCapuletos.

Creo ver en la mente de mi abuelaVictoria, y también la de mi mamá, unacierta conciencia atormentada por lacontradicción de sus vidas. La abuela ymi mamá siempre fueron, portemperamento, profundamente liberales,tolerantes, avanzadas para la época, sinuna brizna de mojigatería, Eran alegres yvitales, partidarias del gozo antes de quenos coman los gusanos, patialegres,coquetas, pero tenían que ocultar esteespíritu dentro de ciertos moldesexternos de devoción católica ypacatería aparente. Mi abuela —en

abierta contradicción con sus hermanossacerdotes y políticos del partidoconservador— había sido sufragista, yhasta decía que uno de los días másfelices de su vida fue cuando, amediados de siglo, un militar desupuesto talante totalitario (pues locontradictorio aquí no son sólo lasfamilias, sino todo el país) estableció elvoto femenino. Pero al mismo tiempo nopodía librarse de su educación a laantigua. Y así, trataba de compensar suliberalismo de temperamento con unexceso de muestras exteriores de fervory adhesión a la Iglesia, como si sepudieran salvar las formas, y de paso su

alma, a fuerza de los rutinarios rosariosque rezaba y de los ornamentos quecosía para los curas jóvenes de lasparroquias pobres.

Algo muy parecido le ocurría a mimamá, que fue una feminista antelitteram, y muy activa no en la teoría delfeminismo, sino en su práctica cotidiana,como lo demostró al imponerle a mipapá (liberal ideológico, peroconservador en la vieja concepciónpatriarcal del matrimonio) su idea deabrir un negocio propio, pagarles a dosmuchachas por los oficios domésticos yponerse a trabajar en una oficina, lejosde la tutela económica y del ojo

vigilante del marido.Además, en los últimos años,

incluso la sólida roca de la unanimidadreligiosa de su familia —inamovible alparecer desde los tiempos de laConquista— se había roto. Así como lacarrera militar va por familias, y laperiodística, y la política, y a vecestambién la literaria, así mismo en lafamilia de mi mamá lo que les venía porsangre eran las vocaciones sacerdotales.Pero dos primos hermanos de ella, RenéGarcía y Luis Alejandro Currea,educados en los principios más rígidosdel catolicismo tradicional, aunque sehabían ordenado según la costumbre de

sus ancestros, al cabo de poco tiempohabían terminado de curas rebeldes,situados en el ala más izquierdista de laIglesia, dentro del grupo de la Teologíade la Liberación. Claro que esa mismageneración había dado también un frutodel otro extremo, pues un primo más,Joaquín García Ordóñez, se habíaordenado y había resultado ser elpárroco más reaccionario de todaColombia, que no es poco decir. Enpremio a su celo retardatario, a suoposición furibunda a todo cambio, ycomo herencia de monseñor Builes (unobispo para el cual «matar liberales erapecado venial»), había sido nombrado

obispo, y recibido la Diócesis portradición más conservadora del país, lade Santa Rosa de Osos.

De los dos curas rebeldes, el unotrabajaba en una fábrica como obrero,para despertar la conciencia dormidadel proletariado, y el otro organizabainvasiones de tierras en los barriospobres de Bogotá, desobedeciendoabiertamente a las jerarquías de laIglesia. Yo recuerdo una noche en que,con mi mamá y mi papá, fuimos a lacárcel a llevarles unas cobijas a René ya Luis Alejandro, a quienes habíanmetido presos en La Ladera y se moríande frío en una escuálida celda, acusados

de rebelión junto con otros curas delGrupo Golconda, que era un movimientocercano al pensamiento de CamiloTorres, el cura guerrillero, y que tomabaen serio aquella recomendación delConcilio que aconsejaba la opciónpreferencia! por los pobres. Desde esosdías yo comprendí que también dentrode la Iglesia se estaba librando unaguerra sorda, y que si en mi casa y en micabeza había muchos partidos en pugna,afuera las cosas no eran muy distintas.Algunos de estos curas rebeldes de lascomunidades de base, además deoponerse al capitalismo salvaje, estabanen contra del celibato sacerdotal,

apoyaban el aborto y el condón, y mástarde estuvieron de acuerdo con laordenación de las mujeres y elmatrimonio homosexual.

Por el lado paterno las cosas no erantampoco más nítidas. Mi abueloAntonio, quien había nacido en el senode una familia también goda y apegada ala tradición, la de Don Abad, uno de lostres supuestos blancos de Jericó (losúnicos con derecho a llevar el título deDon), se había atrevido a ser el primerliberal de la familia en más de un siglode recuerdos, y había tenido queenfrentarse a su propio suegro, BernardoGómez, que había sido oficial del

ejército conservador en la Guerra de losMil Días y más tarde senador —y de losmás recalcitrantes— por este mismopartido. Siendo coronel había combatidocontra el general Tolosa, liberal, dequien la abuela de mi papá decía que«era tan malo que mataba a losconservadores en el mismo vientre desus madres».

Mi abuelo, para escapar de la órbitaconservadora de su familia, y de laIglesia, se había hecho masón, como unmodo de afiliarse a una corporación demutua ayuda alternativa a la Iglesia, quepracticaba el mismo tipo de clientelismocon sus afiliados. A raíz de unas

disputas de tierras que tuvo con unasprimas, y para alejarse de lashabladurías, críticas y chismes de lafamilia, había jurado sacarse toda lasangre, transfundirse con otra, ycambiarse el apellido Abad por el deTangarife, que le sonaba menos judío ymás árabe amenaza burlesca que jamáscumplió).

Años después el abuelo, durante laViolencia de mediados de siglo, seríaamenazado por los godos chulavitas que,en el norte del Valle, estaban matando alos liberales como él. Don Antonio sehabía trasladado a la población deSevilla con toda la familia en la crisis

económica de los años treinta. El viaje acaballo, con doña Eva, mi abuela,embarazada, y con él atormentado poruna úlcera péptica, había sido unmartirio de días que mi papá recordabacomo un éxodo bíblico con llegada feliza la Tierra Prometida, el Valle delCauca, una región «donde no existía elDiablo». Allí el abuelo, después demuchos sacrificios, con el sudor de sufrente, había llegado a ser notario, yhabía logrado amasar nuevamente unacierta fortuna, representada en fincas decafé y de ganadería.

En Sevilla había hecho mi papá casitodos sus años de colegio. Él había

salido de Jericó mientras cursabatercero de primaria, pero al llegar aSevilla el abuelito le dijo que habíanconversado tanto en el camino, y que suhijo era tan inteligente, que podíamatricularlo en quinto, y así lo hizo. EnSevilla terminó sus años de primaria ysecundaria. Durante el bachillerato en elLiceo General Santander, se hizo buenamigo del rector del colegio, un célebreexiliado ecuatoriano que había sidovarias veces presidente de su país, eldoctor José María Velasco Ibarra, y mipapá siempre declaró que éste habíasido una de sus más importantesinfluencias políticas y vitales. Sus

amigos de la primera juventud erantambién vallunos, de Sevilla, pero en losaños de la Violencia de mediados desiglo se los fueron matando a todos unopor uno, por liberales.

Cuando mi papá, después de estudiarMedicina en Medellín, y deespecializarse en Estados Unidos,volvió a Colombia y empezó a trabajaren el Ministerio de Salud come jefe dela Sección de EnfermedadesTransmisibles, toda su familia vivía aúnen Sevilla. Siendo presidente deColombia el conservador Ospina Pérez,mi papá tuvo la idea del año ruralobligatorio para todos los médicos

recién graduados y redactó el proyectode ley que convirtió en realidad estareforma. Casi al mismo tiempo, en lamisma Sevilla, y a principios de laViolencia, empezaron a caer asesinadossus mejores amigos de juventud, suscompañeros del Liceo GeneralSantander.

A raíz de estos crímenes, pero sobretodo después de la trágica muerte de unode sus cuñados, el esposo de la tía Inés,Olmedo Mora, que se mató mientrashuía de los pájaros del partidoconservador, mi papá y el abueloresolvieron que había que abandonarSevilla y refugiarse en Medellín, donde

la ola de violencia era menos aguda.Don Antonio tuvo que malvender lo quehabía amasado en más de veinte años detrabajo y volver a Antioquia a empezarde nuevo con más de 50 años de edad.Mi papá, después de renunciar a supuesto en el Ministerio de Salud, conuna carta furibunda (y en su tradicionaltono de conmoción romántica) dondedecía que no iba a ser cómplice de lasmatanzas del régimen conservador, tuvola suerte de que lo nombraran en uncargo de asesoría médica para laOrganización Mundial de la Salud, enWashington, Estados Unidos. Ese exilioafortunado lo salvó de la furia

reaccionaria que mató a cinco de susmejores amigos del bachillerato y acuatrocientos mil colombianos más.Desde ese tiempo mi papá se declaraba«un sobreviviente de la Violencia», porhaber tenido la fortuna de estar en otropaís durante los años más crudos de lapersecución política y las matanzas entreliberales y conservadores.

La ebullición y las tensionesideológicas continuarían también en lageneración de los hijos de mi abueloAntonio (y después en sus nietos), puesentre ellos, si mi papá le había salido deun liberalismo mucho más radical que elsuyo, de corte socialista y libertario,

otro de sus hijos, mi tío Javier, acabósiendo ordenado en Roma como cura delOpus Dei, la orden religiosa másderechista del momento, esa que, encontradicción con el Concilio, parecíahaberse inclinado por una opciónpreferencial por los ricos.

Esta lucha entre la tradición católicamás reaccionaria y la IlustraciónJacobina, aunada a la confianza en elprogreso guiado por la ciencia, seseguía viviendo en mi propia casa. Porejemplo, quizá a raíz de la influenciadejada por la Gran Misión, durante todoel mes de mayo, el de la Virgen, mishermanas, las muchachas, la monjita y

yo hacíamos procesiones por todos losrincones de la casa. Poníamos unapequeña estatua de la Virgen delPerpetuo Socorro que tío Joaquín lehabía traído a mi mamá de Europa,encima de una bandeja de plata, sobreuna carpeta de crochet, la rodeábamosde flores cortadas en el patio, y convelas y cantos que la monja entonaba(«El 13 de mayo la Virgen María / Bajóde los cielos a Cova de Iría. / Ave, Ave,Avemaría / Ave, Ave, Avemaría»),recorríamos los corredores y todos loscuartos de la casa, con la SantísimaVirgen en andas. Donde entraba laVirgen no penetraría nunca Satanás, y

por eso emprendíamos cada semana laprocesión desde el fondo, detrás dellavadero y el extendedero de ropas,donde estaban los cuartos del servicio,el de Emma y Teresa y el de Tata, luegoel aplanchadero, la cocina, la despensa,el costurero, el rincón chino, la sala, elcomedor, y finalmente, uno por uno, losdormitorios del segundo piso. El últimocuarto que se visitaba, otra vez abajo,después del garaje y la biblioteca, era«el del doctor Saunders», que eraprotestante, pero nadie lo veía por esocon malos ojos, aunque la hermanitaJosefa soñaba con poderlo convertir a laúnica fe verdadera, la religión Católica,

Apostólica y Romana.Yo participaba en esas procesiones,

pero por las tardes mi papácontrarrestaba con la enciclopedia y consus palabras y lecturas miadiestramiento diurno. Como en unalucha sorda por apoderarse de mi alma,yo pasaba de las tenebrosas cavernasteológicas matutinas a los reflectoresiluministas vespertinos. A esa edad enque se forman las creencias más sólidas,las que probablemente nos acompañaránhasta la tumba, yo vivía azotado por unvendaval contradictorio, aunque miverdadero héroe, secreto y vencedor,era ese nocturno caballero solitario que

con paciencia de profesor y amor depadre me lo aclaraba todo con la luz desu inteligencia, al amparo de laoscuridad.

El mundo fantasmal, oscurantista,alimentado durante el día, poblado depresencias ultraterrenas que intercedíanpor nosotros ante Dios, y territoriosamenos o terribles o neutros del másallá, se convertía en las noches, para midescanso, en un mundo material y más omenos comprensible por la razón y porla ciencia. Amenazante, sí, pues nopodía dejar de serlo, pero amenazantesolamente por las catástrofes naturales opor la mala índole de algunos hombres.

No por los intangibles espíritus quepoblaban el universo metafísico de lareligión, no por diablos, ángeles, santos,ánimas y espíritus extraterrestres, sinopor los palpables cuerpos y fenómenosdel mundo material. Para mí era unalivio dejar de creer en espíritus,ánimas en pena y fantasmas, no tenerlemiedo al Diablo ni sentir temor de Dios,y dedicar mis ansias, más bien, acuidarme de las bacterias y de losladrones, a quienes al menos uno sepodía enfrentar con un palo o con unainyección, y no con el aire de lasoraciones.

—Ve a misa tranquilo, para que tu

mamá no sufra, pero todo eso es mentira—me explicaba mi papá—. Si hubieraDios de verdad, a Él le tendría sincuidado que lo adoraran o no. Ni quefuera un monarca vanidoso que necesitaque sus súbditos se le arrodillen.Además, si de verdad fuera bueno ytodopoderoso, no permitiría queocurrieran tantas cosas horribles en elmundo. No podemos estarcompletamente seguros de si hay Dios ono, y tampoco podemos estar seguros deque Dios, en caso de existir, sea bueno,o al menos bueno con la Tierra y con loshombres. Quizá para Él nosotros seamostan importantes como los parásitos para

los médicos o como los sapos para tumamá.

Y yo sabía muy bien que en parte lavida de mi papá estaba dedicada aluchar contra los parásitos, aexterminarlos, y que mi mamá les tenía alos sapos una fobia secreta e histéricapor la que en la casa estaba prohibidoincluso pronunciar la palabra quedesignaba a ese batracio.

Si la hermanita Josefa me leía latristísima historia de Genoveva deBrabante, que me hacía llorar como unternero, y los relatos piadosos de otrasterribles santas martirizadas de todo elsantoral, mi papá me leía poemas de

Machado, de Vallejo y de Neruda sobrela Guerra Civil española; me contabalos crímenes cometidos por la SantaInquisición contra las pobres brujas —que brujas no podían ser, porque brujasno hay, ni conjuros que sirvan—, laquema del desventurado monjeGiordano Bruno, solo por sostener queel Mal no existía puesto que Todo eraDios y quedaba impregnado de labondad de Dios, y las persecuciones dela Iglesia a Galileo y a Darwin, porhaber quitado del centro del Universo ala Tierra y del centro de la Creación alHombre, que ya no estaba hecho aimagen y semejanza de Dios, sino a

imagen y semejanza de los animales.Cuando yo le contaba de las torturas

y sufrimientos de las santas que mehabía leído por la tarde la monja, conterribles hogueras, violaciones carnalesy senos cercenados, mi papá sonreía yme decía que si bien era cierto que losmártires de los primeros años delCristianismo habían sufrido un martirioheroico, pues se dejaban matar por losromanos con tal de defender la cruz, y laidea del Dios único contra los múltiplesdioses paganos, y aunque fueraadmirable, tal vez, que hubieransoportado con ánimo impasible elmartirio del fuego, de los leones o de las

espadas, su heroísmo, en todo caso, nohabía sido superior ni más doloroso queel de los indios martirizados por losrepresentantes de la fe cristiana. La sañay la violencia de los cristianos enAmérica no habían sido inferiores a lasde los romanos contra ellos en la viejaEuropa. Cuando los cristianos habíanmasacrado a los indios o combatido alos herejes y paganos, lo habían hechocon el mismo salvajismo romano. Ennombre de esa misma cruz por la quehabían padecido martirio, losconquistadores cristianos martirizaron aotros seres humanos, y arrasaron contemplos, pirámides y religiones, mataron

dioses venerados, y desaparecieronlenguas y pueblos completos, con tal deextirpar ese mal representado porcomunidades con otro tipo de creenciasultraterrenas, generalmente politeístas.Y todo esto para imponer con odio lasupuesta religión del amor al prójimo, elDios misericordioso y la hermandadentre todos los hombres. En esa danzamacabra en que las víctimas de lamañana se convertían en los verdugos dela tarde, las opuestas historias dehorrores se neutralizaban y yo soloconfiaba, con el optimismo que metransmitía mi papá, en que nuestra épocafuera menos bárbara, una nueva era —

casi dos siglos después de laRevolución Francesa— de real libertad,igualdad y fraternidad, en la que setolerarían con ánimo sereno todas lascreencias humanas o religiosas, sin quepor esas diferencias hubiera quematarse.

Aunque me contara las historiasvergonzosas del cristianismo guerreropara comentar las torturas padecidas porsus mártires, mi papá no había dejado desentir un profundo respeto por la figurade Jesús, pues no encontraba nadamoralmente despreciable en susenseñanzas, salvo que eran casiimposibles de cumplir, sobre todo para

los católicos recalcitrantes —tanhipócritas—, quienes por lo tanto vivíanen la más honda de las contradiccionesvitales. También le gustaba la Biblia, ya veces me leía pedazos del libro de losProverbios, o del Eclesiastés, y aunquele parecía que el Nuevo Testamento eramucho menos buen libro que el Antiguo,literariamente hablando, reconocía quemoralmente, en los Evangelios, había unsalto hacia adelante y un ideal decomportamiento humano mucho másavanzado que el que se desprendía delmás bello, pero mucho menos ético.Pentateuco, donde estaba permitidoazotar a los propios esclavos, si se

portaban mal, hasta provocarles lamuerte.

Había muchas otras lecturas en lacasa, pías y profanas. Mi papá, aunque aveces compraba la revista Selecciones(y me leía la sección que se llamaba «Larisa, remedio infalible»), se saltaba laspartes donde hablaban pestes delcomunismo, con sórdidos ejemplos delgulag, porque no quería creer en eso yle parecía pura propaganda, y más bienme regalaba, para compensar, libroseditados en la Unión Soviética.Recuerdo al menos tres: El universo esun vasto océano, de ValentinaTereshkova, la primera astronauta

mujer; otro de Yury Gagarin, donde elpionero del espacio decía que se habíaasomado al vacío sideral y allí tampocohabía visto a Dios (lo cual para mi papáera una demostración boba y superficial,pues bien podía Dios ser invisible); y elmás importante, que mi papá me leíaexplicándome cada párrafo. El origende la vida, de Aleksandr Oparin, dondese relataba de otra manera la historia delGénesis, y sin intervención divina, demodo que yo pudiera resolver conexplicaciones científicas las primeraspreguntas sobre el Cosmos y los seresvivos, con un químico Caldo Primordialbombardeado por radiaciones estelares

durante millones de años, hasta que alfin habían surgido por accidente o pornecesidad los primeros aminoácidos ylas primeras bacterias, en el lugar queantes había ocupado el poético Librocon los siete días de milagrososrelámpagos y repentinos descansos deun ser Todopoderoso que,misteriosamente, se cansaba como sifuera un labrador. Todavía conservoestos libros, firmados por mí en 1967,con esa incierta caligrafía de los niñosque apenas están aprendiendo a escribir,y con la firma que usé durante toda lainfancia: Héctor Abad III Me la habíainventado para terminar las cartas que le

mandaba a mi papá durante sus viajes aAsia, y le daba esta explicación:«Héctor Abad III, porque tú vales pordos».

A raíz de las conversaciones con mipapá (más que por las lecturas, que yono era capaz de entender todavía), en elcolegio, a veces en secreto y a vecespúblicamente, yo me alineaba con losrusos en una hipotética guerra contra losamericanos. Claro que esta fecompartida me duró poco, pues liando ami papá lo invitaron a hacer un viaje porla Unión Soviética, a principios de losaños setenta, y comprobó que lapropaganda de Selecciones tenía mucho

de verdad, regresó con una desilusiónabsoluta sobre los logros del«socialismo real», y sobre todoescandalizado con los nivelesinsoportables del Estado Policial y susatentados imperdonables contra lalibertad individual y los derechoshumanos.

—Vamos a tener que hacer unsocialismo a la latinoamericana, porquelo que es el de allá, es espantoso —decía mi papá, aunque con cierto pesarde tenerlo que reconocer.

Él creía sinceramente que el futurodel mundo tenía que ser socialista, siqueríamos salir de tanta miseria e

injusticia, y en algún momento —hastasu viaje a Rusia— pensó que el modelosoviético podría ser el bueno. Estacreencia suya, opuesta a la de mi mamá(que cuando estuvo en La Habanaviendo la revolución cubana, con buenarima les dijo que ella prefería larevolución mexicana), se reflejaba hastaen las cosas más simples y cotidianas.Cuando yo tenía un año, era un bebécalvo, blanco y rechoncho, y mi papá ymi mamá discutían a quién me parecíamás: ella aseguraba que yo era casiigual a Juan XXIII, el Papa delmomento, y él en cambio sostenía queme parecía más a Nikita Kruschev, el

Secretario General del PartidoComunista Soviético. Mi mamá debió deganar la discusión pues la finca dondepasamos las vacaciones de ese año noterminó llamándose el Kremlin, sinoCastelgandolfo.

14

Ante todas mis inquietudes, mi papá meleía pedazos de la EnciclopediaColliers, que teníamos en inglés, otrozos de los grandes autores necesariospara una «liberal education», comodecía el prólogo de la colección deClásicos de la Enciclopedia Británica,unos cincuenta volúmenesencuadernados en falsa piel, con lasobras más importantes de la culturaoccidental. En las guardas de cadavolumen de la Colliers había unosrecuadros con la historia cronológica de

los grandes avances de la civilización,desde el invento del fuego y de la ruedahasta los viajes espaciales y elcomputador, lo cual indicaba ya desdelas pastas una gran fe en el progresocientífico que nos conduciría siemprehacia algo mejor. Si yo le preguntaba ami papá sobre la distancia de lasestrellas, o sobre cómo venían al mundolos bebés, o sobre terremotos,dinosaurios o volcanes, recurría siemprea las páginas y a las láminas de laEnciclopedia Colliers.

También me mostraba un libro dearte que sólo muchos años después supeque era importante, The Story of Art, de

Ernst Gombrich. Cuando mi papá estabaen la universidad yo abría este libromuchas veces, aunque siempre en lamisma página. Esa Historia del Arte fuela primera revista pornográfica de mivida (junto con el mamotreto de la RealAcademia, en formato gigante, donde yobuscaba las palabras groseras), puescomo estaba en inglés yo sólo mirabalas láminas, y la pintura en la quesiempre me detenía más tiempo, con unagran confusión mental y fisiológica, eraun cuadro que mostraba a una mujerdesnuda, el pubis apenas semicubiertopor unas ramas, que amamantaba a unniño, mientras un hombre joven la

observa, con un bulto protuberante entrelas piernas. Al fondo se ve unrelámpago, y el trueno de aquel cuadrofue como el estallar de mi vida erótica.En ese tiempo el nombre de la pintura odel pintor no tenían importancia para mí,pero hoy sé (conservo el mismo libro)que se trata de La Tempestad , deGiorgione, y que el cuadro fue pintado aprincipios del cinquecento. Las formasllenas y carnosas de esa mujer meparecían lo más perturbador yapetecible que había visto hasta esemomento, con la excepción, tal vez, delrostro perfecto de mi primer amor, en laescuela primaria, una niña de la clase a

la que nunca tuve el valor de dirigirle lapalabra, Nelly Martínez, una muchachitade rasgos angelicales y que, si no estoymal, era hija de un aviador, lo cual lahacía aún más aérea, misteriosa einteresante ante mis ojos.

Cuando me sacaron del colegiomixto en el que estudié durante laprimaria, y me metieron —para mayorconfusión de ideas e influencias— a eseGimnasio donde mi tío Javier, del OpusDei, trabajaba como capellán, fue unalástima que todos los cuerpossusceptibles de algún erotismo tuvieranque ser —ya que no había otros— los demis compañeros varones que estudiaban

en el Gimnasio conmigo. Si alguno teníarasgos faciales femeninos, o nalgas muyprotuberantes, o caminado de hembra, enuna confusión inevitable de sentimientosy palpitaciones, los más arrechos nosarrechábamos con ellos.

También en esto pasaba de unextremo a otro: el colegio era el reinode la religión represiva, medieval,blanca y clasista, pues mis compañerospertenecían casi todos a las familias másricas de Medellín, y era un mundo duroy masculino, de competencias, golpes yseveridad, todo envuelto en el terribletemor del pecado y en la obsesión por elsexto mandamiento, con una enfermiza

manía sexofóbica mediante la cual seintentaba reprimir a toda costa unasensualidad incontrolable que se nossalía por los poros, alimentada porchorros de hormonas juveniles.

Aquella cruzada de nuestrosmaestros contra el sexo era lo que sedice una misión imposible, y el mismoFundador de la Obra, en unas películaspropagandísticas que nos hacían ver enla biblioteca, hablaba del «heroísmo dela castidad». Nunca se me olvida que enuna de esas películas monseñor Escriváde Balaguer, hoy santo según dictamende la Santa Madre Iglesia, después dehablar de las victorias de Franco contra

«los rojos» en España, y derecomendarnos con furia intransigente lacastísima virtud de la pureza, sequedaba mirando a la cámara con ojospenetrantes y sonrisa maliciosa,mientras decía lentamente esta frase:«¿No creéis en el Infierno? Ya lo veréis,ya lo veréis». El padre Mario, que habíareemplazado a mi tío como capellán, y aquien no se le podía decir «padre» (puespadre había uno solo y era El Padre,monseñor Escrivá), siempre empezabaigual sus entrevistas individuales dedirección espiritual, a las que cadasemana íbamos pasando por turnos:

—Hijo, ¿cómo estás de pureza?

Y creo que sus mañanas y tardesconsistían en el deleite vicario einconfesable de asistir una tras otra,como en una larga sesión de pornografíaoral, a las minuciosas confesiones denuestra irreprimible sed de sexo. Elpadre Mario quería siempre detalles,más detalles, con quién y cuántas vecesy con cuál de las manos y a qué horas yen dónde, y uno le notaba que esasrevelaciones, aunque las condenara depalabra, le atraían de una maneraenfermiza, tenaz, y que su insistencia enel interrogatorio lo único que revelabaera su ansia por explorarlas.

Al atardecer, luego de esos

interminables y aburridos días decolegio, con profesores mediocres(salvo un par de excepciones), yovolvía, después de un larguísimorecorrido en bus, desde Sabaneta hastaLaureles, en extremos opuestos delValle de Aburrá, al universo femeninode mi casa llena de mujeres. Allítambién el sexo estaba oculto o negado,y hasta tal punto que, cuando éramosmás pequeños y nos bañaban a todosjuntos, para ahorrar agua caliente, en labañera que había en el cuarto del doctorSaunders, por idea de la hermanitaJosefa, a mis hermanas les permitíandesnudarse y mostrar su curiosa rajadura

en forma de ranura de alcancía entre laspiernas, pero a mí no se me permitíaquitarme los calzoncillos, por esa raratrinidad, única en la familia, que mebrotaba en la mitad del cuerpo. Sólo mipapá, que en cambio estaba dispuesto aducharse en pelota conmigo, y que lesexplicaba a mis hermanas con dibujosexplícitos e inmensos la manera en quese hacían los hijos, cuando regresaba dela universidad por la noche, restablecíael equilibrio y aclaraba con generosidady dedicación todas mis dudas.Desmentía a los profesores, criticaba ala monja por su espíritu medieval ymojigato, sacaba al Infierno de la

geografía de la ultratumba, que quedabareducida a una Terra Incógnita, yrestablecía el orden en el caos de mispensamientos. Entre dos pasionesreligiosas insensatas, una masculina, enel colegio, y otra femenina, en la casa,yo tenía un asilo nocturno e ilustrado: mipapá.

15

¿Por qué había cedido mi papá, quehabía estudiado en colegios públicoslaicos, y había permitido que a mí meeducaran en un colegio privadoconfesional? Supongo que tuvo queresignarse a eso ante la ineluctabledecadencia que hubo en Colombia, hacialos años sesenta y setenta, de laeducación pública. Debido a losprofesores mal pagos y mal escogidos,agrupados en sindicatos voraces quepermitían la mediocridad y alimentabanla pereza intelectual, debido a la falta de

apoyo estatal que ya no veía en lainstrucción pública la mayor prioridad(pues las élites que gobernabanpreferían educar a sus hijos en colegiosprivados y el pueblo que se las arreglaracomo mejor pudiera), a causa tambiénde la pérdida del prestigio y el estatusde la profesión docente, y lapauperización y crecimiento desmedidode la población más pobre, por esteconjunto de motivos, y muchos otros, laescuela pública y laica entró en unproceso de decadencia del que todavíano se recupera. Por eso mi papá,molesto pero resignado, incapaz denegar la realidad, había dejado que mi

mamá, más práctica, se encargara de laelección de colegio, uno femenino paramis hermanas y uno masculino para mí,necesariamente privado, que en el casode Medellín era también sinónimo dereligioso.

Ella metió a mis hermanas con lasmonjas de La Enseñanza y de MariePoussepin, donde ella misma habíaterminado el bachillerato, y para mípensó, después de los años de kínder,que hice allá mismo, y después de losprimeros cursos de primaria, que realicéen la escuela del barrio (donde no habíabachillerato), que lo mejor seríameterme al colegio de la Compañía de

Jesús, el San Ignacio, porque losjesuitas llevaban siglos de experienciaeducando muchachos, y al menos de esotenían que saber.

Una tarde, después de pedir cita conel rector, fuimos juntos allá parasolicitar un cupo. Recuerdo que elrector, el padre Jorge Hoyos, después deobligarnos a una antesala mucho máslarga de lo necesario —pues eraevidente que estaba solo—, comoacostumbran hacer los gerentes de todaslas compañías, nos acogió con unafrialdad y una distancia que imponían unrespeto reverencial. Nos recibió ya depie (como hacía aquel personaje del

Gatopardo, para no mostrarle a mimamá que se levantaba) y sin ningúnpreámbulo, tratándola de usted, empezóa interrogarla, sin contestar siquiera a susaludo:

—Jorge, ¡cuánto tiempo! ¿Cómoestás?

—¿Qué la trae, señora, por aquí?De inmediato me di cuenta de que la

cosa pintaba mal pues ella me habíadicho en la casa, antes de salir, que todosería muy fácil pues «Jorge» había sidoamigo de ella de toda la vida, sobretodo en la juventud, antes de irse de curacon los jesuitas. Ese «señora» indicabaque mi mamá ya no podría decirle Jorge

de nuevo, sino Padre Hoyos, o inclusoSeñor Rector. Como el motivo de lavisita era obvio, y los puestos en sucolegio, limitados y muy apetecidos, élhabía asumido a conciencia su posiciónde privilegio, de persona que puedehacer o negar un favor.

—Vengo, padre, a pedirle un puestoen el colegio para mi hijo, que ya estáterminando la primaria.— Y aquí meacarició la cabeza para decir mi nombrecompuesto, mi edad, y presentarmecomo un niño aplicado. El Padre Hoyoscontestó, sin hacer ningún gesto depresentación, y sin hacernos sentar:

—Ah, señora, eso no es tan fácil

como cree, por muy buen estudiante quesea el niño. Mire, yo tengo aquí trescajones —el rector se dirigió a unarchivador y lo fue abriendo uno poruno, muy despacio, para que viéramosdentro las pilas de solicitudes deadmisión—. Este primero yo lo llamo elCielo, y es para los alumnos que entrandirectamente.

Mi mamá, que sabía mejor que yopara dónde iban las cosas, le dijo:

—Y estoy segura de que nosotros noestamos ahí…

—Exacto. Luego viene el cajón delPurgatorio, que es este, dondepondremos la solicitud de su niño,

¿cómo se llama? —(mi mamá se lorepitió y él pronunció mi nombre muydespacio, sílaba por sílaba, con extremaironía)— Héc-tor Jo-a-quín—. Paraestos tenemos que hacer un análisis muyminucioso de la familia de origen parasaber si entran o no entran, si puedehaber en el seno del hogar algunainfluencia negativa— (y aquí abriómucho los ojos, como subrayando lainsinuación maligna)— o perniciosadesde el punto de vista moral odoctrinal.

Aquí se detuvo un momento, todo eltiempo con los ojos de par en par,mirando fijamente a mi mamá, como

para dejar que ella viera con los ojos dela imaginación a ese médico calvo y degafas que despertaba tanta rabia en todala ciudad.

—Y finalmente viene el cajón delInfierno, que pertenece a aquellos queno tienen ni la más remota esperanza deentrar aquí, que a veces entran allídirectamente, y otras caen como atraídospor la gravedad desde el Purgatorio dearriba.

Aquí mi mamá no aguantó más, y conesa sonrisa lejana que había aprendidoquizá en el trato con su tío el arzobispo,con esa simpatía displicente que ha sidosiempre su manera de poner a los demás

en su sitio, no dudó un instante encontestar, cambiando bruscamente detono y de pronombre:

—Ay, Jorge, podés ponernos de unavez en el Infierno, que yo voy a pedircupo en otro colegio. Perdona lamolestia, y hasta luego.

Y al decir esto me tomó de la mano,dimos media vuelta y salimosprecipitadamente de la Rectoría del SanIgnacio, sin dar la mano ni volver lavista atrás para estudiar la cara delpadre rector, a quien no volvimos a vernunca en la vida.

16

Así fue como terminé estudiando en elGimnasio Los Alcázares,«establecimiento asesoradoespiritualmente por el Opus Dei», asídecían, donde me recibieron deinmediato gracias a la influencia de mitío Javier, cura de la Obra, y pasandopor alto, esta vez, «la ideologíaperniciosa» de mi papá. Para mí esecolegio tenía una ventaja adicional, yera que dos primos míos estudiaban allá,Jaime Andrés y Bernardo, ambos de mimisma edad, y eso me hacía confiar en

que sería más fácil la experiencia de«nuevo», que implica siempre un peajede tormentos y burlas en cualquiercolegio. Tal vez yo insistí en que memetieran ahí, sin pensar para nada en elasunto religioso, y a lo mejor por eso mipapá no opuso resistencia. Porque erararo que él, que en las reunionesfamiliares siempre tenía terriblesdiscusiones con el tío Javier pormotivos religiosos (y ambos seacaloraban y subían la voz al discutirsobre el problema del Mal), se hubieraplegado a mi antojo o a la sabia presión,leve pero insistente, de mi mamá. Talvez le pareció que todo eso formaba

parte de un destino irremediable con elque más valía no luchar. Así como losmonasterios en el medioevo eran elúnico sitio donde podía refugiarsecualquiera que tuviera vocación deestudioso, también ahora era una señalde los tiempos, y de nuestro país, que ennuestra ciudad no hubiera sino colegiosconfesionales, al menos con un nivelacadémico decente, donde pudieraestudiar un hijo suyo. Además pensaríaque eso de «vivir en contra» podríacontribuir a probar y afirmar algunas delas creencias distintas por las que él meiría conduciendo.

Aunque, si lo pienso mejor, yo creo

también que para esos años él eravíctima todavía de una lucha interior.Trataba de educarme a mí como nocreyente, que era lo que élracionalmente quería ser, con el fin delibrarme de todos esos fantasmas derepresión y culpabilidad religiosas quelo habían atormentado durante toda lavida, pero al mismo tiempo, en parte porno contradecir las creencias de mimamá, y en parte porque confiaba en quela educación impartida por los curas eramejor, o siquiera menos mala, más seriay rigurosa, más disciplinada, dejaba elrazonamiento a medias y permitía quelas cosas fluyeran como fueran saliendo,

sin oponer resistencia, con ese espíritutolerante que admitía que todas las ideasfueran expuestas en toda su amplitudantes de tomar partido por lo que unoconsiderara menos pernicioso o másbenéfico.

No tendría sentido arrepentirse dealgo que dependió tan poco de lavoluntad y tanto de las circunstancias dehaber nacido en este momento de lahistoria, en este rincón de la tierra, enese entorno familiar, y no en otros. Tuvela suerte, digámoslo así, porque a todoconviene verle el lado positivo, de sereducado, pues así era en Los Alcázares,en una tradición escolástica que al

menos respetaba el rigor de la lógicaaristotélica, y creía que a las verdadesde la fe se podía acceder por la razón,siguiendo las sutilezas mentales deldoctor de la Iglesia, Santo Tomás deAquino. Más hábil y certero hubierasido meternos por el camino menosracional de San Agustín, mucho másresbaloso en el momento de rebatir,pues no apelaba a la razón sino a lascorazonadas. Nos obligaban a leerautores menores de la escuela tomistamás recalcitrante. El criterio de Balmes,los pensamientos retorcidos demonseñor Escrivá de Balaguer, lasdiatribas de los educadores de la

Falange española contra el materialismoateo, el laicismo moderno, y cosas así.

Al mismo tiempo, en la casa, mipapá me ofrecía antídotos caseros contrala educación escolar. A las lecturas delcolegio, todas impregnadas de patrísticay filosofía católica, mi papá oponíaotros libros y otras ideas que meconvencían mucho más, y si en clase dereligión o de ciencias se pasaba por altola teoría evolucionista (o se decía queno había sido comprobada a saciedad),o si en clase de filosofía despachaban entres patadas a Voltaire, D'Alambert yDiderot, en la biblioteca de mi papá eraposible aplicarse vacunas con pequeñas

dosis de ellos mismos, que meinmunizaran contra su destrucción, o conNietzsche y Schopenhauer, con Darwino Huxley, y las pruebas de Leibniz ySanto Tomás de la existencia de Diospodían ser tratadas con el antibiótico deKant o de Hume (que hacía una grancrítica de los milagros), o con el másaccesible y juguetón escepticismo deBorges, y sobre todo con la claridadrefrescante del gran Bertrand Russellque era el ídolo filosófico de mi papá, ymi libertador mental.

En últimas, en asuntos de religión,creer o no creer no es sólo una decisiónracional. La fe o la falta de fe no

dependen de nuestra voluntad, ni deninguna misteriosa gracia recibida de loalto, sino de un aprendizaje temprano, enuno u otro sentido, que es casi imposiblede desaprender. Si en la infancia yprimera juventud se nos inculcancreencias metafísicas o si por elcontrario nos enseñan un punto de vistaagnóstico, o ateo, llegados a la edadadulta será prácticamente imposiblecambiar de posición. Los niños nacencon un programa innato que los lleva acreer, acríticamente, en lo que afirmancon convicción sus mayores. Esconveniente que sea así pues qué tal quenaciéramos escépticos y ensayáramos a

cruzar la calle sin mirar, o a probar elfilo de la navaja en la cara para ver sicorta de verdad, o a internarnos en laselva sin compañía. Creer a ciegas loque le dicen los padres es una cuestiónde supervivencia, para cualquier niño, yen eso caben los asuntos de la vidapráctica como también las creenciasreligiosas. No creen en fantasmas o enpersonas poseídas por el demonioquienes los han visto, sino aquellos aquienes se los hicieron sentir y ver(aunque no los vieran) desde niños.

A veces unas pocas personas, ebriasde racionalidad, al crecer, recapacitan ypor algunos años adoptan el punto de

vista descreído, aunque hayan sidoeducados de un modo confesional, perocualquier fragilidad de la vida, vejez oenfermedad, los vuelve tremendamentesusceptibles a buscar el apoyo de la fe,encarnada en alguna potencia espiritual.Sólo quienes estén, desde muy tempranoen la vida, expuestos a la semilla de laduda, podrán dudar de una u otra de suscreencias. Con una dificultad adicionalpara el punto de vista que desconoce lavida espiritual (en el sentido de seres ylugares que sobreviven después de lamuerte o que son preexistentes a nuestrapropia vida), que consiste en queprobablemente, por una cierta agonía

existencial del hombre, y por nuestratorturadora y tremenda conciencia de lamuerte, el consuelo de otra vida y detener un alma inmortal, capaz de llegaral Cielo o capaz de trasmigrar, serásiempre más atractiva, y dará máscohesión social y sentimiento dehermandad entre personas lejanas, quela fría y desencantada visión en la quese excluye la existencia de losobrenatural. Los hombres sentimos unahonda pasión natural que nos atrae haciael misterio, y es una labor dura, ycotidiana, evitar esa trampa y esatentación permanente de creer en unaindemostrable dimensión metafísica, en

el sentido de seres sin principio ni final,que son el origen de todo, y deimpalpables sustancias espirituales oalmas que sobreviven a la muerte física.Porque si el alma equivale a la mente, oa la inteligencia, es fácil de demostrar(basta un accidente cerebral, o losabismos oscuros del mal de Alzheimer)que el alma, como dijo un filósofo, nosólo no es inmortal, sino que es muchomás mortal que el cuerpo.

Viajes a oriente

17

Durante mi infancia y primera juventud,en los años sesenta y setenta, mi papáestuvo enfrentado muchas veces con lasdirectivas de la Universidad pormotivos ideológicos. Claro que yo estoni lo entendía ni lo percibíadirectamente; pero las conversacionesentre mi papá y mi mamá, en el comedory en el cuarto, eran interminables ytensas. Ella lo apoyaba en todo, confirmeza, le ayudaba a aguantar laspersecuciones más injustas y le sugeríaestrategias diplomáticas de

supervivencia. Pero llegaba un momentoen que todo fracasaba y mi papá teníaque marcharse para largos viajes, viajesincomprensibles para mí, y conconsecuencias muy dolorosas, que yo noentendía, y que sólo pude dilucidar bienal cabo de los años.

En esos decenios tuvo que soportar,una y otra vez, la persecución de losconservadores, que lo consideraban unizquierdista nocivo para los alumnos,peligroso para la sociedad y demasiadolibrepensador en materia religiosa. Ydespués, desde finales de los setenta,tuvo que aguantar también elmacartismo, las burlas despiadadas y las

críticas incesantes de los izquierdistasque reemplazaron a los conservadoresen ciertos mandos del claustro, quieneslo veían como un burgués tibio eincorregible porque no estaba deacuerdo con la lucha armada. Recuerdoque mi papá, en el período de transición,cuando la izquierda reemplazó a laderecha en la Universidad, y cuando élmás que nunca predicaba la toleranciade todas las ideas, y el mesoísmo enfilosofía (una palabra que él habíainventado para defender el justo medio,el antidogmatismo y la negociación)repetía mucho la siguiente frase, quizácitando a alguien que no recuerdo:

«Aquellos a quienes los güelfos acusande gibelinos, y los gibelinos acusan degüelfos, esos tienen la razón».

Le pareció grotesco cuando losmarxistas quisieron convertir yconvirtieron la vieja capilla de laciudad universitaria en un laboratorio, yluego en un teatro, pues si bien laUniversidad debía ser laica, habíanacido religiosa, es más, había nacidoen un convento, y por lo tanto respetar(en vista de que la mayor parte de losprofesores y de los estudiantes erancreyentes) un sitio de culto, no era unaclaudicación de ese ideal laico, sino laconfirmación de un credo liberal y

tolerante que admitía toda manifestaciónintelectual de los hombres, sin excluirlas religiosas, y poco tendría de maloque la universidad albergara también untemplo budista, una sinagoga, unamezquita y una capilla de masones.Todo fundamentalismo era para élpernicioso, y no sólo el de los creyentes,sino también el de los no creyentes.

Pero a principios de los sesenta,cuando yo tenía apenas tres o cuatroaños, la pelea era con los representantesde la extrema derecha, como volvería aserlo en los años ochenta. Hacia 1961,mi papá tuvo su primer conflicto gravecon ellos, que en ese momento eran nada

menos que las más altas jerarquías de laUniversidad de Antioquia, la AlmaMater donde se había formado y dondetrabajó como profesor, pese a todo,hasta el último día de su vida. El rector,Jaime Sanín Echeverri, de talanteconservador (si bien con los añoslimaría sus filos más agudos hasta llegara una vejez menos fanática), y sobretodo el decano de la Facultad deMedicina, Oriol Arango, empezaron aperseguirlo con el propósito, no muyoculto, de que renunciara a su cátedra.En algún momento hubo un paro demaestros públicos y mi papá apoyó lahuelga con artículos e intervenciones en

la radio y en la plaza. A raíz de esteapoyo recibió una carta del decano, eldoctor Arango, en la que lo regañabaasí:

«Cuando asumí las funciones dedecano, usted y yo convinimos en lanecesidad de librar a la Cátedra deMedicina Preventiva, para bien de laFacultad, de lo que usted llamaba el“bad will” y yo el sambenito decomunista. Agradecí su promesa de noahorrar esfuerzo alguno suyo para estanecesaria campaña. Pero ahora herecibido numerosas informaciones sobresu actuación en la tribuna pública y en laradio, dentro de un reciente movimiento

que degeneró en un paro ilegal. En casoscomo este se basan las dudas sobre si ensu Cátedra se está haciendo laborpuramente universitaria, o se estátratando de agitar a las masas. Su actitudno se compagina con la posición deProfesor Universitario y estimo llegadoel momento de definirse y escoger entrededicarse por entero a la docencia o aactividades ajenas a ella».

La respuesta de mi papá, después deinformarle al decano sobre algunaslabores que estaba emprendiendo en unpueblo cercano a Medellín con unfilántropo norteamericano (se refería,sin nombrarlo, al doctor Saunders), de

práctica efectiva, útil y real de la SaludPública, traía las siguientes reflexiones:

«Debo manifestar a usted, muyrespetuosamente, que nunca he entendidomi posición profesoral como renuncia amis derechos de ciudadano y a la libreexpresión de mis ideas y opiniones en laforma en que lo crea conveniente. Hastaahora, en los cinco años de CátedraUniversitaria en esta Facultad, es laprimera vez que esto trata deprohibírseme. Bajo los dos anterioresdecanatos he escrito en la prensa y heemitido mis opiniones en la radio, yaunque es posible que esto sea lo quehaya causado el “bad will” (entre

ciertos sectores) en relación con estaCátedra, no tengo el más mínimoarrepentimiento por haberlo hecho, puescreo que he tenido siempre por mira elbien público, y que siendo la Cátedraque dirijo esencialmente de serviciogeneral y de contacto con la realidadcolombiana, no me podría aislar y aislara los estudiantes, en una torre académicade marfil, siendo que, al contrario,debería entrar de lleno en contacto conlos reales problemas colombianos, nocon los futuros y pasados, sino tambiéncon los presentes, para que launiversidad no siga siendo un enteetéreo, aislado de las angustias de la

gente, de espaldas al medio ysostenedora de los viejos métodos yprivilegios que han mantenido en laEdad Media de la injusticia social alpueblo colombiano.

»Ayer no más, sobre el lomo de uncaballo, y con el presidente de unaasociación americana de servicio social,visitaba a nuestros siervos campesinosque no tienen agua, ni tierra, niesperanza. Pensaba venir a contar esto alos estudiantes y al público en general, einvitarlos a que fueran a conocerlos paraque pudiéramos idear mejores métodospara remediar tan lamentablescircunstancias. Si estas ideas son

incompatibles con el profesorado, ustedpuede resolver lo que a bien tenga,señor decano, pero no pienso renunciara ellas por ninguna presión económica opolítica que sobre mí se ejerza, nipienso abandonarlas, melancólicamente,después de haber luchado toda la vidapor ellas y por mi derecho aexpresarlas».

La respuesta ya no fue del decano,sino del Consejo Directivo de laUniversidad. El rector, los decanostodos, el representante del presidente dela República, del ministro deEducación, de los profesores, de los exrectores, de los estudiantes, todos por

unanimidad apoyaron la posición deldoctor Arango. Mi papá volvió aresponderles con mucha vehemencia,pero vio que su espacio en laUniversidad se hacía angosto, y quetodos los ojos estaban puestos sobre élpara despedirlo en cualquier momentocon el pretexto más fútil que pudieranencontrar. Fue entonces, hacia el año 63o 64, cuando empezaron las repetidas«licencias» que mi papá pidió para noverse sometido a una destituciónrepentina.

Para esquivar el temporal, como losaviadores que rodean un cumulusnimbus en forma de yunque, y retornan

un poco más adelante a la rutaestablecida, rodeando la tormenta, mipapá (que en los primeros años de suexperiencia como médico habíatrabajado en Washington, Lima yMéxico como consultor de laOrganización Mundial de la Salud),pudo conseguir algunas consultoríasmédicas internacionales, primero enIndonesia y Singapur, después enMalasia y Filipinas, y para hacerlaspidió varias licencias. Las directivas dela Universidad, felices de deshacerse,así fuera temporalmente, del dolor decabeza personificado en ese médicorevoltoso, se las concedieron de

inmediato.Esos paréntesis de ausencia no eran

suficientes para calmar las aguas; alvolver encontraba que sus antiguosalumnos (protegidos, recomendados ynombrados como profesores por élmismo) lo recibían con piedras en lamano. Uno en particular, GuillermoRestrepo Chavarriaga, se dedicó ainsultarlo y a acusarlo de ser «undemagogo con el estudiantado y undictador con el profesorado» además deprofesar «una filosofía peligrosa ycontraria al progreso de la Escuela y dela salud». Mi papá se enteraba de esasacusaciones con asombro y leía esas

cartas casi sin poder creer lo que leía.En la misma Escuela de Salud Públicaque él había fundado y dirigidopretendían echarlo a las patadas y conlas acusaciones más infames. Entoncestenía que volver a pedir alguna asesoríainternacional para poder seguirmanteniendo a la familia sin tener querenunciar a su dignidad en la Facultad.

Recuerdo que los primeros días,cuando él se marchó para uno de esosviajes, tal vez el primero, de más de seismeses, y que para mí era casi lo mismoque una muerte, yo le rogaba a mi mamáque me dejara dormir en la cama de él, yles pedía a las muchachas que no

cambiaran las sábanas ni las fundas delas almohadas, para poder dormirmesintiendo todavía el olor de mi papá. Yme hicieron caso, al menos al principio,hasta que ya las semanas y mi propiocuerpo habían suplantado aquel olormaravilloso, que en mi nariz era el signode la protección y la tranquilidad.

Una llamada por teléfono desde lasantípodas, en esos años, costaba un ojode la cara, y mi papá sólo podíapermitirse una conferencia muy breve,una vez al mes, en la que era imposibleque pudiera hablar con los seis hijos ycon mi mamá, por lo que se limitaba ahablar cinco minutos con ella, que, a los

gritos y entre pitidos y murmullossiderales, atropelladamente, tenía quecontarle cómo estábamos todos, uno poruno, y qué novedades había en la familiay en el país. Por supuesto que estabanlas cartas, y a cada uno de los hijos nosllegaban muchas, por separado, o enconjunto, todas las semanas. Tambiénnosotros le escribíamos, y en el archivode la casa todavía están algunas de susrespuestas, siempre amorosas y tiernas,llenas de reflexiones y consejos paracada uno de nosotros, con el dolor de lalejanía atemperado por el recuerdo y laconstancia de los mejores sentimientos.Yo, de regreso a la desolación de mi

cama y de mi cuarto, metía sus postalesy sus cartas debajo del colchón, y esaslíneas de letras que me traían desdeAsia la voz de mi papá, eran micompañía nocturna y el soporte secretode mi sueño.

Por algunas de esas cartas queconservo todavía, y por el recuerdo delos cientos y cientos de conversacionesque tuve con él, yo he llegado a darmecuenta de que no es que uno nazcabueno, sino que si alguien tolera y dirigenuestra innata mezquindad, es posibleconducirla por cauces que no seandañinos, o incluso cambiarle el sentido.No es que a uno le enseñen a vengarse

(pues nacemos con sentimientosvengativos), sino que le enseñan a novengarse. No es que a uno le enseñen aser bueno, sino que le enseñan a no sermalo. Nunca me he sentido bueno, perosí me he dado cuenta de que muchasveces, gracias a la benéfica influenciade mi papá, he podido ser un malo queno ejerce, un cobarde que se sobreponecon esfuerzo a su cobardía y un avaroque domina su avaricia. Y lo que es másimportante, si hay algo de felicidad enmi vida, si tengo alguna madurez, si casisiempre me comporto de una maneradecente y más o menos normal, si no soyun antisocial y he soportado atentados y

penas y todavía sigo siendo pacífico,creo que fue simplemente porque mipapá me quiso tal como era, un atadoamorfo de sentimientos buenos y malos,y me mostró el camino para sacar de esamala índole humana que quizás todoscompartimos, la mejor parte. Y aunquemuchas veces no lo consiga, es por elrecuerdo de él que casi siempre intentoser menos malo de lo que mis naturalesinclinaciones me indican.

18

El problema era que cuando él seausentaba durante meses, yo caía,indefenso, en el oscuro catolicismo de lafamilia de mi mamá. Me tocaba irmuchas tardes a la casa de la abuelitaVictoria, que se llamaba así porquehabía venido al mundo después de unasarta de seis hermanos, en Bucaramanga,y cuando al fin había nacido el séptimo yúltimo hijo, una mujer, mi bisabuelo,José Joaquín, profesor de castellano yautor de crónicas amenas, había gritado:«¡Al fin, Victoria!», y Victoria se quedó

la niña. Mi abuela tenía, pues, un montónde varones devotos por delante, entresus hermanos, y acabó siendo lahermana del arzobispo Joaquín y lahermana de monseñor Luis García, y lahermana de Jesús García (que se habíacasado, pero en últimas era mássacerdote que los dos anteriores puesoía tres misas diarias, como si fuerancines, matinal, vespertina y noche, ydespués de enviudar había dedicado suvida a la devoción y a recordarle a todoel mundo —pues nadie se acordaba—que él había sido ministro de Correos yTelégrafos durante el gobierno deAbadía Méndez, hasta la desastrosa

llegada al poder de los liberales,masones y radicales), y la hermana deAlberto, cónsul en La Habana (este unpoco más vividor que sus hermanos,quizá el menos mamasantos de lafamilia), y la tía de Joaquín GarcíaOrdóñez, obispo de Santa Rosa de Osos,y la tía, además, de los dos curasrebeldes que ya he mencionado. RenéGarcía y Luis Alejandro Currea. Fuerade esta parentela devota y masculina,para completar el cuadro de su entornocatólico hasta el tuétano, sus confesoresy amigos íntimos eran monseñor Uribe,que llegaría a ser obispo de Rionegro yel más famoso exorcista de Colombia, el

padre Lisandro Franky, párroco enAracataca, y el padre Tisnés, historiadorde la Academia, y gracias a todos estosnexos levíticos era además la anfitrionadel Costurero del Apostolado, un grupode mujeres que se dedicaba todas lastardes de los miércoles, de dos a seis, acoser sin sosiego los ornamentos de loscuras de la ciudad, gratis para lospobres y caros para los ricos, y cosían,tejían y bordaban albas, cíngulos,estolas, casullas, amitos para cubrir laespalda, purificadores para el altar,palias para pulir el copón, y roquetespara los seminaristas y los monaguillos.

La casa de mi abuela, en la carrera

Villa con la calle Bombona, olía aincienso, como las catedrales, y estaballena de estatuas e imágenes de santospor todas partes, como un templo paganode diversas devociones y especialidades(el Sagrado Corazón de Jesús, con lavíscera expuesta, Santa Ana,enseñándole a leer a la SantísimaVirgen, San Antonio de Padua, con sulengua incorrupta predicando a lospájaros, San Martín de Porresprotegiendo a los negros, el Santo Curade Ars en su lecho de muerte), ademásde unas fotos inmensas del difunto señorarzobispo, con sus lentes de ciego queno dejaban verle los ojos,

desperdigadas por las paredes delcomedor y de los corredores oscuros ylargos. Había también capilla y oratorio,donde tío Luis estaba autorizado a decirmisa, y varias cartas enmarcadas enlaminilla de oro porque traían la firmadel cardenal Pacelli, y luego de SuSantidad Pío XII, nombre que tomó elmismo cardenal, amigo de tío Joaquín,cuando el Espíritu Santo lo hizo nombrarPapa poco antes de la Segunda GuerraMundial, para desgracia de los judíos yvergüenza de la cristiandad, y entretantos objetos y devociones e imágenessagradas, se respiraba un permanenteolor a sacristía, a cirio encendido, a

terror del pecado y a chismes deconvento.

Al caer la tarde, alrededor de laabuela, nos sentábamos todos en eloratorio, mis hermanas y yo, yempezaban a brotar mujeres de todos losrincones de la casa, mujeres parientes ymujeres del servicio y mujeres delvecindario, mujeres siempre vestidas denegro o de café oscuro, comocucarachas, con cachirula en la cabeza yrosario de cuentas en la mano. Laceremonia del rosario la presidía tíoLuis con su sotana vieja y brillante,manchada de ceniza, abrumada deplancha, y sus manos estragadas de

leproso, con su tonsura en la coronillablanca, y su estampa de gigante, risueñoy furibundo al mismo tiempo,escandalizado y desolado por losrutinarios pecados y los irremediablespecadores que cada tarde tenía queabsolver en el confesionario de suapartamento. Esperaba paciente,fumándose un cigarrillo tras otro ychamuscándose los dedos, repitiendouna y otra vez su vieja cantinela dedesesperado («¡Ah, cuándo, cuándollegaremos al Cielo!»), mientrasacababan de llegar las mujeres «deadentro», y las de afuera.

Salía Marta Castro, que había sido

tísica y de esto le había quedado una tossorda, seca, permanente, una respiraciónbreve y ansiosa, y que además tenía unojo nublado, gris tirando a azul, porqueuna vez bordando una casulla se habíachuzado la retina con una aguja, y habíaperdido el ojo, todo por hacerle el biena los curas pobres, así le pagaba miDios, igual a como le había pagado a tíoLuis, que se había ido de capellán paraAgua de Dios, el lazareto colombiano,un pueblo de Cundinamarca, y allá habíacontraído la enfermedad que acabó pormatarlo, con la espalda que se le caía ajirones, y los dedos que se ledesprendían en pedazos. Una vez mi

abuela, cuando él estaba al final de susdías, le estaba tendiendo la cama y depronto vio, sobre la sábana, suelto, eldedo gordo del pie, y entonces corrió allamar al médico, pero ya no había nadaqué hacer, porque además del mal deHansen había contraído diabetes y fuenecesario cortarle la pierna, primero unay después la otra (y eso mismo le pasódespués, aunque no lo crean, también alpadre Lisandro, el confesor de miabuelita, y hubo que cortarle ambasextremidades a causa de la diabetes quepor falta de circulación le gangrenó laspiernas, como si a ambos les hubieracaído un rayo de fuego desde las alturas

en castigo por su devoción, por su celocristiano y su apostólico celibato),aunque el bacilo de Hansen ya se habíaencargado de cercenarle a tío Luis losdedos de las manos y dejarle esosmuñones terribles con los que ibapasando las cuentas del rosario. Y salíatambién Tata, claro, la niñera que habíasido de mi abuela y de mi mamá, quevivía seis meses en mi casa y seis mesesen la casa de mi abuelita, quien, comoya he dicho, era sorda del todo y rezabael rosario a su propio ritmo, puescuando nosotros decíamos Santa María,Madre de Dios, ruega por nosotrospecadores, ahora y en la hora de nuestra

muerte, amén, ella, sin ritmo niconcierto, al mismo tiempo, entonabaDios te salve María, llena eres degracia, bendita tú eres entre las mujeresy bendito sea el fruto de tu vientre…También a Tata después le sucedió algoterrible pues el mejor cirujano deMedellín, el doctor Alberto Llano,oftalmólogo, la operó de cataratas y mimamá la cuidaba, no podía moverse dela cama ni levantar la cabeza, mi mamála lavaba con una toallita para que no semoviera, dos meses de quietud absoluta,porque en ese tiempo la operación sehacía con bisturí y no con láser y laherida era grande, pero una mañana mi

mamá le estaba ayudando a cambiarse lapiyama, y Tata levantó la cabeza ycuando la levantó mi mamá vio que elojo se le vaciaba, de la cuenca empezó achorrear una materia gelatinosa, comoun huevo crudo roto, y así mi mamáquedó también con el ojo de Tata en lamano, como antes mi abuela con el dedogordo de tío Luis gangrenado, unagelatina que olía a podrido, y Tataquedó ciega para siempre, al menos porese ojo, y por el otro ya no veía nada,sólo luces y sombras, o cosas muygrandes, bultos, pero ya no se atrevía aoperarse las cataratas del otro ojo, ypara comunicarse con ella mi mamá

compró un tablero como los del colegio,y tizas, y para decirle algo se lo teníaque escribir en el tablero con letrasinmensas, porque ella no oía y sólo veíabultos grandes como casas, y rezaba yrezaba sin parar, porque esas eran cosasque mi Dios nos mandaba paraprobarnos o para hacernos pagar aquí enla tierra, anticipadamente, algunos delos tormentos del Purgatorio, tannecesarios para limpiar el alma antes depoderse hacer merecedora del Cielo.

Y también asistía a veces el MonoJack, que de fumar y rezar le había dadoun cáncer de garganta, y le habíansacado la laringe, por lo que no tenía

voz, o hablaba muy raro, como con unosgargarismos que le salían del estómago,y a mis hermanas y a mí nos habíandicho que respiraba por la espalda,como las ballenas, pues le habían hechoun hueco que se comunicaba directo conlos pulmones, y entonces al Mono Jack,que también rezaba el rosario connosotros, no se le oía la voz, sino unborborigmo gangoso atorado en lagarganta que ya no tenía, y que por esose cubría con una pañoletica roja deseda doblada muy elegantemente, y mishermanas y yo le mirábamos con terrorconcentrado la parte de atrás de lacamisa, para comprobar que ahí, en la

mitad de la espalda, se le abultaba conlos resoplidos de cada espiración y se leencogía cada vez que tomaba aire, comosi fuera un delfín con la nariz en la mitaddel lomo. El Mono Jack tenía un solardonde crecían las mejores guayabas dela ciudad, inmensas, y a veces meinvitaba a que yo me subiera a losárboles y bajara las guayabas, para queen mi casa o en la casa de la tía Monahicieran bocadillos de guayaba y dulcede cocas de guayaba y cernido deguayaba y mermelada de guayaba y jugode guayaba, y lo que más meimpresionaba en la casa del Mono Jackera que se mantenía con un pito de

árbitro de fútbol colgado del cuello conuna cadenita, y cuando quería llamar asu mujer cogía el pito y daba un pitazodurísimo, y la esposa le contestabadesde adentro Ya voy Mono, ya voy, ylo que yo no entendía era por qué no seponía el pito en la espalda donde teníael hueco para respirar y por donde ledebía salir un surtidor de aire igual alsurtidor de agua que les sale a lasballenas jorobadas.

Esos rosarios eran espantosos, comouna procesión de feligreses estragados,como una corte de los milagros, comouna escena de película de Semana Santacuando los enfermos y los lisiados, los

ciegos y los leprosos se acercaban aCristo para que los sanara, pues veníatambién la adúltera, la pecadora, unalejana pariente, una mujer desgraciada ysin nombre, perdida para siempre pueshabía abandonado a su esposo y a sushijos, y se había fugado a una finca conotro, una finca ganadera por Montería,hasta que este otro, el concubino, lahabía repudiado a ella, y entonces ya sequedó sin nada, se quedó sin el pan y sinel queso, decían las mujeres, y habíavuelto, pero ya nadie la había recibido ylo único que podía hacer era rezar yrezar rosarios toda la vida a ver si algúndía mi Dios se apiadaba de ella, y le

perdonaba el acto abominable que habíatenido el descaro de cometer, pero latrataban mal, tenía que sentarse atrás,muy atrás, confundida con las muchachasdel servicio, con la cabeza gacha,demostrando humildad, y las demásmujeres a duras penas la miraban, lasaludaban de lejos con un movimientode las cejas, sin invitarla jamás alCosturero del Apostolado, como sitemieran que el pecado que ella habíacometido, el adulterio, pudiera sercontagioso, más contagioso que la lepra,la gripa y la tuberculosis.

Y también estaba Rosario, que hacíaobleas y mojicones, y Martina la

planchadora, que olía a engrudo, y lahija de Martina la planchadora que teníaun retardo mental y labio leporino,Marielena, que había tenido tres hijos enla calle, de tres tipos distintos, porque alos machos remachos no les importa sise acuestan con un genio o con unaimbécil, siempre lo quieren meter, bastaque sea un hueco aromático y caliente, yMartina la planchadora, harta de lasdesapariciones de Marielena con susmachos arrechos, había cogido a losniños y se los había dado en adopción aunos canadienses, pues pensaba queMarielena ya volvería preñada denuevo, y para qué tantos nietos, pero no

había sido así y ahora a los hijos ynietos sólo los veían en postales losdiciembres pues les llegaban fotografíasde los niños en Navidad, unos niñoscanadienses rodeados de nieve y debienestar, unos niños ajenos que sehabían blanqueado con el frío y cuyospadres mandaban postales sin direccióndel remitente, Merry Christmas, sólo elsello de Vancouver y las estampillas deCanadá con la imagen de la reina deInglaterra, que revelaban el país y elsitio, pero no la casa donde ahora losniños vivían como ricos, mientrasMartina la planchadora y su hijavegetaban aquí, solas y pobres, cada vez

más viejas y más solas ambas, y yaMarielena con las trompas ligadas,porque así había vuelto la última vezque se voló con un hombre, estéril parasiempre, por lo que ambas se quedaronsolas y seguirían remendando yplanchando solas y almidonandomanteles y servilletas de lino solas ypara nadie hasta que les aguantaran losdedos y los ojos.

Y además de las anteriores estabanlas muchachas, así decía mi abuelita, lasmuchachas del Costurero delApostolado, aunque todas eran viejas,incluso las jóvenes, todas muy viejas, yentre ellas estaban Gertrudis Hoyos,

Libia Isaza de Hernández, la inventorade la Pomada Peña, que se habíaenriquecido con esa crema que borrabacomo por encanto las manchas de la caray de las manos, la única rica delCosturero del Apostolado, la que másplata daba para las obras debeneficencia, Alicia y Maruja Villegas,unas señoras muy chiquitas y muyconversadoras, Rocío y Luz Jaramillo,otras hermanas, mi tía Inés, hermana demi papá, y mi otra abuela, doña Eva, quevivía muerta de risa sin que uno supierapor qué, y Salía de Hernández, lacortadora, y Margarita Fernández deMira, la mamá del psiquiatra, y Eugenia

Fernández y Martina Marulanda, quevivía por ahí, la hermana del padreMarulanda, y más y más mujeres quevenían a la casa de mi abuela a coser y acontar chismes y a rezar el Rosario contío Luis, con monseñor García, mi pobretío enfermo de lepra, al que todo elmundo le sacaba el cuerpo, aunque nadienunca jamás dijera la palabra nimencionara esta enfermedad, ni mimamá, ni mi abuelita, ni las muchachasdel servicio, ni las muchachas viejas delCosturero del Apostolado ni nadie,solamente se decía «la prueba», o «lapena», la prueba y la pena que mi Diosle había enviado a la familia por rezarle

tantos rosarios, comulgar tantas veces,confesarse cada semana y decirle misasy misas y más misas implorando susmilagros, que nunca llegaron, y sumisericordia, que vino siempre vestidade dolores, tragedias y desgracias.

Mi mamá no iba nunca a esoscostureros y muy pocas veces a losrosarios, porque ella trabajaba y era unamujer práctica, de pocas amigas, quedetestaba el chismorreo perpetuo de loscostureros, y el olor a cura y a sacristíapermanente, que era el olor de suinfancia, pero nos descargaba a nosotrosallá, a mis hermanas y a mí, para quenos cuidaran, pero en realidad para que

viéramos eso, para que fuéramosbuenos, decía, pero más bien creo yopara que tuviéramos una pruebita de suinfancia, sin decírnoslo, y para querezáramos por ahí derecho el rosariocon ese montón de viejas, para quepalpáramos cómo había sido su niñez dehuérfana en esa casa que destilabacatolicismo, rezos, beatas, mujeressantas y mujeres pecadoras,deformidades humanas, tragediaspúblicas y secretas, enfermedadesvergonzosas, en esa casa de devocionesque Dios había escogido paradescargarle, como a cualquier otra casa,como a todas las casas de esta tierra, los

rayos de su ira representados en unabuena dosis de miseria, de muertesabsurdas, de dolores y enfermedadesincurables.

19

Sí, cuando mi papá, expulsadotemporalmente por el clima políticoadverso de la Universidad, se iba parasus licencias de meses en Yakarta, enManila, en Kuala-Lumpur, y también,años más tarde, en Los Ángeles, dondelo invitaba el profesor Milton Roemer adar cursos de Salud Pública en laUniversidad de California (y después mipapá se aparecía en la casa con susalumnos de allá, Allan y Terry y Kith, yotros que ya no recuerdo, y a mí metocaba dormir con esos gringos rubios e

inmensos en el cuarto, estudiantes demedicina que venían a ver las miseriasdel trópico, sin hablar ni una palabra deinglés, o con mi única frase breve comoun verso, it stinks, it stinks, it stinks,que a veces resultaba muy cierta puesme tocó que ellos fueran a vomitar alsanitario de mi cuarto, enfermos deasco, varias veces, cuando porcasualidad en el almuerzo mi mamátenía la estupenda idea de servirles elgran manjar de una lengua bovina enteraestofada, inmensa y roja, babosa, con lareceta de doña Jesusita, expuesta decuerpo presente en una bandeja de platacomo la cabeza de San Juan Bautista, o

de Holofernes), cuando mi papá se ibapara todos esos sitios durante meses, yoquedaba a merced del mujereríoenfermo de catolicismo de mi casa, locual quería decir también a merced demi abuelita Victoria, que era dulce yalegre, sobre todo con mis hermanas(porque con ellas hablaba de amores yde novios), quién lo niega, al menoscuando no estaba rezando, pero yo engeneral llegaba después del colegio, porla tarde, a la hora del recogimiento y delSanto Rosario con tío Luis, y eso paramí era el infierno sobre la tierra, pormucho que varias veces nos dijeran, alprincipio, que «los Misterios que vamos

a contemplar hoy son los gozosos», yentre los gozosos estaban la visita a suprima Santa Isabel y también la pérdiday hallazgo del niño en el templo, comome sentía yo, un niño perdido en esetemplo de la casa de mi abuela, sin unpadre que me viniera a rescatar. Y otrosdías dizque contemplábamos losmisterios gloriosos, entre los queestaban el tránsito de María de esta vidaterrenal a la eterna y la resurrección denuestro señor Jesucristo. Pero losmisterios que mejor recuerdo quecontemplábamos, y los que más separecían a lo que yo sentía, eran losdolorosos: los cinco mil y más azotes, la

cruz pesada que pusieron en susdelicados hombros, la corona deespinas, la oración en el huerto, laofrendosa muerte en la cruz, y nohabíamos acabado de contemplar esastorturas romanas cuando empezaban laseternas letanías de Loreto a la SantísimaVirgen que se decían al final, en latín,tal vez la primera lengua extraña que yooí, la lengua del imperio y del rito, hastaque el Concilio la quitó, una sedante yrítmica cantinela interminable quesonaba así: Sancta María, ora pronobis, Mater purissima, ora pro nobis,Mater Castísima, ora pro nobis, Materinviolata, ora pro nobis, Mater

intemerata, ora pro nobis, Materamabilis, ora pro nobis, Materadmirabilis, ora pro nobis. Virgoprudentissima, ora pro nobis. Virgoveneranda, ora pro nobis. Virgopredicanda, ora pro nobis, Virgopotens, ora pro nobis, Speculumjustitiae, ora pro nobis, Turrisdavidica, ora pro nobis, Turrisebúrnea, ora pro nobis, causa nostralaetitia, ora pro nobis, y más epítetos,muchos más títulos y súplicas, con unritmo insistente que parecía darles ciertatranquilidad a todas las mujerespresentes, sobre todo a las del servicioque al fin podían descansar de hacer

oficio, estarse un rato quietas, hundidasen sus propias ensoñaciones mientrasrepetían esa frase para ellas sin sentidoalguno, ora pro nobis, ora pro nobis, orapro nobis, la misma repetición incesanteque a mí me producía una reacción que,dependiendo de los días, podía ser derisa, de angustia, de sueño, de pereza sinlímites, nunca de elevación espiritual ycasi siempre de irremediable ydefinitivo aburrimiento.

Recuerdo cuando mi papá volvíadespués de lo que para mí eran viajes deaños a Indonesia o Filipinas (despuéssupe que en total habrían sido quince oveinte meses de orfandad, repartida en

varias etapas), la honda sensación quetenía, en el aeropuerto, antes de volverloa ver. Era una sensación de miedomezclada con euforia. Era como laagitación que se siente antes de ver elmar, cuando uno huele en el aire queestá cerca, y hasta oye los rugidos de lasolas a lo lejos, pero no lo vislumbratodavía, sólo lo intuye, lo presiente y loimagina. Me veo en el balcón delaeropuerto Olaya Herrera, una granterraza con mirador sobre la pista, misrodillas metidas entre los barrotes, misbrazos casi tocando las alas de losaviones, y el anuncio por losaltoparlantes, «Avión HK-2142,

proveniente de Panamá, próximo aaterrizar», y el rugido lejano de losmotores, la vista del aluminio iluminadoque se acercaba entre destellos solares,denso, pesado, majestuoso, por uncostado del cerro Nutibara, rozando lacima con una cercanía de tragedia y devértigo. Al fin aterrizaba elSuperconstellation que traía a mi papá,ballena formidable que se llevaba todala pista para al fin frenar en los últimosmetros, y lentamente giraba y seacercaba a la plataforma, lento como untrasatlántico a punto de atracar,demasiado despacio para mis ansias (yotenía que brincar en el sitio para

contenerlas), apagaba sus cuatromotores de hélice que casi no dejabande girar, las aspas invisibles formandouna niebla de aire licuado, y hasta queno paraban no se abría la puerta,mientras los peones empujaban yajustaban la escalerilla blanca con letrasazules. La respiración se agitaba, mishermanas estaban todas vestidas defiesta, con falditas de encaje, yempezaban a asomarse cuerpos quesalían en fila del vientre del avión, porla puerta de adelante. Ese no es, ese noes, ese no es, ese tampoco, hasta que alfin, en lo más alto de la escalerilla,aparecía él, inconfundible, con su traje

oscuro, de corbata, con su calvabrillante, sus gafas gruesas de marcocuadrado y su mirada feliz,saludándonos con la mano desde lejos,sonriendo desde lo alto, un héroe paranosotros, el papá que volvía de unamisión en lo más hondo de Asia,cargado de regalos (perlas y sedaschinas, pequeñas esculturas de marfil yde ébano, baúles de teca cargados demanteles y cubiertos, bailarinas de Bali,abanicos de pavo real, telas indias conespejitos y conchas marinas, pastillas desahumerios aromáticos), de carcajadas,de historias, de alegría, a rescatarme deese mundo sórdido de rosarios,

enfermedades, pecados, faldas ysotanas, de rezos, espíritus, fantasmas ysuperstición. Creo que pocas veces yohe sentido ni volveré a sentir undescanso y una felicidad igual, pues ahívenía mi salvador, mi verdaderoSalvador.

Años felices

20

Mi papá y mi mamá eran contradictoriosen sus creencias y en suscomportamientos, pero complementariosy de un trato muy amoroso en la vidadiaria. Había un contraste tan neto deactitud, de carácter y de formación, entrelos dos, que para el niño que yo era esadiferencia radical entre mis modelos devida resultaba el acertijo más difícil dedescifrar. Él era agnóstico y ella casimística; él odiaba el dinero y ella lapobreza; él era materialista en loultraterreno y en lo terreno espiritual,

mientras ella dejaba lo espiritual para elmás allá y en lo terrenal perseguía losbienes materiales. La contradicción, sinembargo, no parecía alejarlos, sinoatraerlos el uno al otro, tal vez porquecompartían de todas maneras un núcleode ética humana en el que estabanidentificados. Mi papá todo se loconsultaba, mientras que mi mamá, comose dice, veía por sus ojos y lemanifestaba un amor hondo,incondicional, a prueba no solo decontratiempos sino incluso de cualquierdesacuerdo radical, o de cualquierinformación maligna o perniciosa quealguna «alma caritativa» le diera sobre

él.—Yo lo quiero como es, entero, con

todas sus cualidades y todos susdefectos, y me gustan de él hasta lascosas en que no estamos de acuerdo —nos dijo muchas veces mi mamá.

Desde que se veían, al mediodía opor la tarde, desde que se levantabanpor la mañana empezaban a contárselotodo (los sueños diurnos y las pesadillasnocturnas) con un entusiasmo de buenosamigos que llevan semanas sin verse. Secontaban lo bueno y lo malo de lo queles había ocurrido ese día y no parabande conversar sobre todos los temas, lavida de los hijos, los problemas de la

oficina, los pequeños triunfos y lasconstantes derrotas de la vida cotidiana.Cuando estaban separados, hablabanmuy bien el uno del otro, y cada cual porsu cuenta nos enseñaba a querer lasdistintas cualidades de la pareja. Aveces por la mañana, sobre todo en lafinca de Rionegro, los encontrabaabrazados en la cama, conversando. Mipapá le escribía poemas y canciones deamor (que los hijos, en los aniversarios,teníamos que recitar y cantar), concoplas cómicas en cada cumpleaños, yla misma canción sentimental en cadaaniversario, que mi hermana Martaacompañaba con la guitarra («sin ti,

sería una sombra, nada sería sin tuamor[…]»). Incluso al final de su vidami papá había empezado a cultivar rosasen la finca por un motivo muy simple,que contó en una entrevista: «¿Por quélas rosas? Simplemente porque a miesposa, Cecilia, le gustan mucho lasrosas». Mi mamá, a su vez, trabajabatanto, en el fondo, por una causaaltruista: para que mi papá no se tuvieraque preocupar por ganar plata, e inclusopara que pudiera regalarla, como legustaba, sin pensar que estabadescuidando a la familia, pero sobretodo para que pudiera mantener suindependencia mental en la Universidad,

para que no pudieran callarlo, como estan común aquí, con la amenaza y lapresión del hambre.

Ya he dicho que mi papá tendía aliluminismo filosófico y que en materiasteológicas era agnóstico. Mi mamá, encambio, era y sigue siendo mística,aunque siempre repita que le hace falta yque ojalá tuviera «muchísima más fe».Creyente, e incluso muy creyente, demisa diaria, como se dice, y siempre conDios y la Santísima Virgen en la boca.Su religiosidad, sin embargo, tenía uncomponente animista muy fuerte, casipagano, ya que los santos en quienes ellamás creía no eran los del santoral sino

las almas de las personas muertas de supropia familia, a quienes ella santificabaautomáticamente desde el momento desu muerte, sin esperar ningunaconfirmación o autorización de laIglesia. Si se le perdía un billete, o noencontraba las llaves, o si alguno denosotros se enfermaba, ellaencomendaba el asunto al alma de tíoJoaquín, el arzobispo, o a la de Tata,cuando Tata se murió, o a la de MartaCecilia, mi hermana, o a la de su madre,cuando se murió la abuelita Victoria, yfinalmente a la de mi papá, desde que lomataron. Pero al mismo tiempo, aunquesiempre pendiente de esas inmateriales

presencias extraterrestres, mi mamá novivía nunca en ese estado que se llamade «olvido del mundo y elevaciónespiritual».

Todo lo contrario, era —y siguesiendo— la persona más realista que heconocido, y con los pies mejorplantados en la tierra. Llevaba con manofirme y segura la economía familiar (fielsiempre a ese principio tan pococristiano que sostiene que «la caridadempieza por casa»), y era mucho máscapaz que mi papá de resolver losproblemas prácticos tanto de nuestroentorno inmediato, como de los demás,si le quedaba el tiempo necesario. Para

mi papá la «caridad en casa» era algosin sentido, pues eso no es ser generososino obedecer a los impulsos másnaturales y primitivos (y no tenerlosequivalía para él a esa enfermizadegeneración de la mente llamadaavaricia), y tan sólo se puede hablar decaridad cuando esta se aplica a quienesno pertenecen a nuestro círculo máscercano, y tal vez por eso siempreprestaba o regalaba la plata, o entregabasu tiempo a los proyectos más idealistas—aunque tuvieran su lado práctico—como enseñarles a los pobres a hervir elagua, a fabricar letrinas o a construiracueductos y alcantarillados.

Pero la caridad de mi papá, que enlo colectivo y lo social era completa, enlo cotidiano e individual era más teóricaque práctica. Concretamente en losasuntos médicos, cuando algúncampesino enfermo de los alrededoresde la finca iba a consultarle algunadolencia a él, era mi mamá la que teníaque salir a atenderlo, la que oía lossíntomas y fingía referírselos a mi papá,que se quedaba leyendo en el cuarto, oarrodillado frente a sus rosas en elrosal, mientras ella hacía la pantomimade que le consultaba, para luego ser ellamisma la que le recetaba los remedios alpaciente. Si alguno preguntaba por qué

no podía verse directamente con «eldoctor», entonces mi mamá les decíaque era lo mismo, pues ella tenía muchapráctica (se hacía pasar por enfermeraaunque lo único que sabía hacer eraechar mercurocromo, cambiar vendas,lavar el termómetro y ponerinyecciones), y que seguía «al pie de laletra» las instrucciones de su marido.

A mi papá nunca le gustó elejercicio directo de la medicina, y habíaen ello, según pude reconstruir muchomás tarde, una especie de traumatemprano en el que lo había hecho caerun profesor de Cirugía en laUniversidad. Alguna vez lo había

obligado a sacarle la vesícula a unpaciente, cuando todavía no tenía lasuficiente práctica, y durante lacolecistectomía, que es una operacióndelicada, le había ligado el colédoco alenfermo, y ese paciente, un hombrejoven, de unos cuarenta años, habíamuerto pocos días después de laintervención, es más, cuando lo cerraronera ya seguro que poco tiempo despuésse moriría. Mi papá fue siempre de unatorpeza absoluta con las manos. Erademasiado intelectual incluso para sermédico, y carecía por completo de esadestreza de carnicero que debe tener, entodo caso, un cirujano. Para él, hasta

cambiar un bombillo era dificilísimo, nodigamos cambiar una llanta (cuandopinchaba, decía él burlándose de símismo, tenía que pararse a la orilla dela carretera, como cualquier mujer, aque llegara un hombre a socorrerlo) orevisar un carburador (¿qué será eso?) oextraer limpiamente una vesícula sintocar los delicados conductos que pasanpor ahí. No entendía la mecánica y aduras penas sabía manejar carrosautomáticos, porque había aprendidotarde a conducir, y toda la vida, cadavez que tenía que enfrentarse al actoheroico de meterse a una glorieta enmedio de mucho tráfico, lo hacía con los

ojos cerrados, y decía sentir, cada vezque se ponía al volante, «una profundanostalgia por el bus». Tampoco era ágilni bueno para ningún deporte, y en lacocina era completamente inútil, incapazde hacerse un café o un huevo encacerola. Detestaba que corriéramosriesgos y yo era el único niño del barrioque montaba en bicicleta con casco(obligado por él) y también el únicoincapaz de treparse a los árboles puesmi papá solamente me dejaba subir a untotumo enano que había en el antejardínde la casa, y el mayor heroísmo que meestaba permitido en este campo eralanzarme al vacío desde la rama más

baja, es decir, como mucho, desde unostreinta centímetros de altura.

Desde el episodio de ese hombreque se murió después de su intervenciónen el quirófano, si no me engaño, mipapá había renunciado definitivamenteal ejercicio directo de su profesión, parala que no se sentía seguro ni hábil, yhabía preferido esas partes más globalesde la ciencia médica que se llamanhigiene, salud pública, epidemiología ymedicina preventiva o social. Ejercía lamedicina desde un punto de vistanetamente científico, pero sin uncontacto directo con los pacientes y conla enfermedad (prefería prevenirlas, en

interminables jornadas de vacunación ode enseñanza de normas higiénicasbásicas), tal vez incluso por un excesode sensibilidad que lo llevaba aaborrecer la sangre, las heridas, el pus,las pústulas, los dolores, las vísceras,los líquidos, las emanaciones y todo esoque es inherente a la práctica cotidianade la profesión médica cuando está encontacto directo con los enfermos.

Mi papá, que según los días sedeclaraba agnóstico, o creyente en lasenseñanzas humanas de Jesús, o ateo detierra (pues en los aviones se convertíamomentáneamente y se persignaba alempezar el vuelo), o ateo convencido,

de los que se reían de los curas y hacíandisquisiciones científicas e ilustradassobre las más absurdas supersticionesreligiosas, era, en cambio, unatormentado por la vida social yespiritual. Tenía los más grandesarranques de idealismo, que le durabanaños dedicados a causas perdidas, comola reforma agraria o los impuestos a latierra, como el agua potable para todos,la vacunación universal o los derechoshumanos, que fue su último arrebato depasión intelectual y el que lo llevó alúltimo sacrificio. Se hundía en abismosde furia e indignación por las injusticiassociales, y vivía en general ocupado en

temas importantes, de esos más alejadosde la vida cotidiana y más teñidos deansias de cambio y transformaciónprogresista de la sociedad.

Se conmovía fácilmente, hasta llegara las lágrimas, y se exaltaba con lapoesía y con la música, incluso con lamúsica religiosa, como con unaelevación estética que limitaba con eléxtasis místico, y era precisamente lamúsica, que oía encerrado a solas en labiblioteca, y a todo volumen, su mejormedicina para los momentos dedesconsuelo o decepción. Era al mismotiempo un sensualista, un amante de labelleza (en hombres y mujeres, en la

naturaleza y en las obras creadas por lahumanidad), y un olvidado de lascomodidades materiales de este mundo.Su generosidad se acercaba a la dealgunos misioneros cristianos, y parecíano tener límites, o sólo los límites de notener que tocar el dolor con sus propiasmanos («que no quiero verla, que noquiero verla», recitaba), y el mundomaterial, para él, parecía casi no existir,como no fuera por las condicionesmínimas de subsistencia que leobsesionaban como lo indispensable quehabía que brindar a cualquier serhumano para que todos pudierandedicarse a lo verdaderamente

importante, que eran las sublimescreaciones del conocimiento, de lasciencias, las artes y el espíritu. Para éllo más increíble y hermoso eran tantolos descubrimientos y avances de laciencia, como las grandes creacionesartísticas en la música y la literatura. Sucultura visual, o pictórica, no era muygrande, pero recuerdo muy bien concuánta pasión me leía, traduciéndomelaen el momento, la Historia del Arte deGombrich, ese libro que nos encantabapor motivos distintos, a mí eróticos y aél por tener la virtud —que yo descubrímás tarde— de la claridad de una mentegeométrica, ordenada, precisa, que al

mismo tiempo sabía transmitir consencillez y pasión las maravillasestéticas del arte.

De sus lecturas puedo decir queestas eran múltiples, desordenadas y detodo tipo. En general sus miles delibros, que conservo, están subrayados yllenos de notas, pero casi nunca más alláde las primeras cien o ciento cincuentapáginas, como si de un momento a otrolo asaltara una especie de desilusión ode desánimo, o, más probablemente,como si otro interés repentino hubierasuplantado el anterior. Leía pocasnovelas, pero muchos libros de poesía,en inglés, francés y español. De la

colombiana creía con sinceridad, y lorepetía casi todas las semanas, que elmejor poeta del país era Carlos CastroSaavedra. Rara vez aclaraba que ésteera también su mejor amigo, y quemuchos sábados por la noche los pasabacon él en su finca de Rionegro, vecina ala nuestra, conversando y tomándoseunos pocos aguardientes saboreados.«Tomo poquito porque me gustamucho», comentaba al volver de susveladas donde Carlos, que nuncapasaban de las once de la noche.

Le interesaban la filosofía política yla sociología (Maquiavelo, Marx,Hobbes, Rousseau, Veblen), las ciencias

exactas (Russell, Monod, Huxley,Darwin), la filosofía (era un enamoradode los Diálogos de Platón, que legustaba leer en voz alta, y de las novelasracionales de Voltaire), pero saltaba deesto a lo otro de una maneraimprovisada, diletantesca, y quizá poresto mismo muy feliz. Un mes estabaenamorado de Shakespeare, el otro deAntonio Machado o de García Lorca,después no soltaba durante semanas aWhitman o a Tolstoi. Era de grandesentusiasmos, de pasiones arrobadoras,pero no muy duraderas, quizá por lamisma intensidad que les dedicaba alprincipio, imposible de hacer que

perdurara durante más de dos o tresmeses de furor.

Pese a todas sus luchas intelectuales,y a la búsqueda deliberada de unliberalismo ilustrado y tolerante, mipapá se sabía víctima y representanteinvoluntario de los prejuicios de la tristey añosa y anquilosada educación quehabía recibido en los pueblos remotosdonde creció. «Yo nací en el sigloXVIII, estoy a punto de cumplir 200años», decía, al recordar su niñez.Aunque racionalmente rechazaba elracismo con una argumentaciónfuribunda (con ese exageradoapasionamiento de quien le teme al

fantasma de lo contrario y en ese excesodemuestra que más que con suinterlocutor, está discutiendo consigomismo, convenciéndose por dentro,luchando contra un fantasma interior quelo atormenta), en la vida real le costabaaceptar con ánimo sereno si alguna demis hermanas se relacionaba con unapersona un poco más cargada demelanina que nosotros, y a veces sedescuidaba y hablaba con gran orgullode los ojos azules del abuelo, su padre,o del cabello rubio de algunos de sushijos y sobrinos y nietos. Al contrario,mi mamá, que reconocía abiertamenteque no le gustaban las personas oscuras

o de facciones claramente indígenas,aunque no sabía por qué («por feas»,decía, en repentinos arranques defranqueza), en su trato directo con ellasera mucho más tranquila, amable ydesprejuiciada que mi papá. Tata, quehabía sido la niñera de ella, y de laabuela, era una mezcla de negra e india,y quizá gracias a la piel de la mismaTata mi mamá sentía un cariño sinceropor los negros y los indios, y unafamiliaridad en el contacto directo conellos que carecía de toda molestia orepulsión.

Por todo esto, era como si a veces loque cada uno decía no correspondiera a

sus actuaciones en la vida real, y elagnóstico actuara como místico, y lamística como materialista, en algunosaspectos, y a veces todo lo contrario, elidealista como indiferente, racista yegoísta, y la materialista y racista comouna cristiana verdadera para la quetodas las personas eran iguales. Supongoque por eso se querían y admirabantanto: porque mi mamá veía en losapasionados pensamientos generosos demi papá la razón de su vida, y mi papáveía en las acciones de ella larealización práctica de suspensamientos. Y a veces lo contrario: mimamá lo veía actuar como el cristiano

que ella hubiera querido ser en la vidapráctica, y él la veía resolver losproblemas cotidianos como la personaútil y racional que a él le gustaría habersido.

Estoy convencido de que mi papá, enparte, pudo dedicarse a sus arrebatos deidealismo, a sus impulsos de asistenciay trabajo político y social, porque losproblemas diarios de la casa ya estabanresueltos gracias al sentido práctico demi mamá. Esto fue cada vez más cierto,pues ella fue construyendo, a partir de supequeña oficina en el edificio La Ceiba,a base de una austeridad y laboriosidadpermanentes, una mediana empresa de

administración de condominios, concientos de edificios a su cargo y milesde empleados contratados y pagados porella y por mis hermanas, que acabaron,casi todas, trabajando allí, a su lado,como planetas girando alrededor de unaestrella con demasiada fuerza deatracción.

Más que para conseguir cosas, eltrabajo de mi mamá estaba dedicado aque mi papá pudiera hacer su vida sintenerse que preocupar por llevar elsustento a la casa. Mi mamá considerabamaravilloso que esa holgura económicaaportada por ella le permitiera a mipapá hablar y actuar sin hacer ningún

cálculo de conveniencia laboral omonetaria, y sin tener que buscar algunaalternativa de trabajo en otro país, comohabía sucedido al principio de sumatrimonio. Ella sentía algo de culpapor haberlo obligado a regresar al país afinales de la década del cincuenta,cuando él tenía una posición segura ybien ganada en la OMS y ella se habíaobstinado en que volvieran porquequería pasar «los últimos añitos» allado de mi abuela (que siguió viva otrastres décadas, hasta los 92 añitos).

Para mi mamá no había más que unsitio para vivir, Colombia, y sólo unbuen partero, el doctor Jorge Henao

Posada, porque la única vez que la habíaatendido otro ginecólogo, enWashington, cuando nació mi hermanamayor, le había dado fiebre puerperal ycasi se muere. El doctor Henao Posada,mucho antes de las ecografías, tenía elpoder mágico de adivinar el sexo de loshijos antes del nacimiento, y cuandoaplicaba la trompeta a la barriga de lasembarazadas, les decía, muy serio: «Vaa ser niño», o lo contrario, «va a serniña». Luego les advertía que lo iba aapuntar en su libreta. Y después, cuandonacía el bebé, si lo que había dichoestaba bien, celebraba con la madre susdotes de presciencia, y si resultaba ser

lo contrario, le decía a la mamá queestaba loca, que él no había dicho eso yque se lo iba a comprobar porque lotenía apuntado en la libreta, y entoncesla sacaba y se la mostraba a la señora.Pero mi mamá, que tuvo cuatro mujeresseguidas, le descubrió el truco, que eraapuntar en la libreta lo contrario de loque decía. Hasta ese truco descubiertoles había dado cierta complicidad entreellos, y en cada embarazo que tuvo mimamá en el exterior, al sexto o séptimomes, dejaba a mi papá y volvía aMedellín, para ser atendida por eldoctor Henao Posada y tener otra hijacolombiana. Y cuando al fin volvieron

para quedarse definitivamente, porque lainsistencia de mi mamá acabó doblandola voluntad de mi papá, él llegó aganarse en la Universidad la misma cifraque antes se ganaba en la OMS, sólo queallá era en dólares y aquí en pesos, tresmil a cada lado, y quizá por eso mismomi mamá sentía una granresponsabilidad por trabajar y ganarsela plata complementaria de modo queentre los dos se ganaran en Colombia loque él se ganaba antes por sí solo en elexterior.

La seguridad económica que ella ledaba a la familia, le permitía a mi papáser consecuente hasta el fondo con su

independencia ideológica y mental. Eneso también lo ideal y lo prácticohallaron siempre un complemento y unaarmonía que fue para nosotros laimagen, tan poco frecuente en esta vida,de la pareja feliz. Por este ejemplo delos dos, mis hermanas y yo sabemos, hoyen día, que hay un único motivo por elque vale la pena perseguir algún dinero:para poder conservar y defender a todacosta la independencia mental, sin quenadie nos pueda someter a un chantajelaboral que nos impida ser lo quesomos.

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Cuando mi papá llegaba de su trabajo enla Universidad, podía venir de dosmaneras: de mal genio, o de buen genio.Si llegaba de buen genio —lo cualocurría casi siempre pues era unapersona casi siempre feliz— desde queentraba se oían sus maravillosas,estruendosas carcajadas, comocampanadas de risa y alegría. Nosllamaba a los gritos a mis hermanas y amí, y todos salíamos a recibir sus besosexcesivos, sus frases exageradas, suspiropos hiperbólicos y sus abrazos

largos. Si en cambio llegaba de malgenio, entraba en silencio y se encerrabafurtivamente en la biblioteca, poníamúsica clásica a todo volumen y sesentaba a leer en su sillón reclinable,con la puerta cerrada con seguro. Alcabo de una o dos horas de misteriosaalquimia (la biblioteca era el cuarto delas transformaciones), ese papá quehabía llegado malencarado, gris, oscuro,volvía a salir radiante, feliz. La lectura yla música clásica le devolvían laalegría, las carcajadas y las ganas deabrazarnos y de hablar.

Sin decirme una sola palabra, sinobligarme a leer y sin echarme el

sermón de lo sana para el espíritu quepodía ser la música clásica, yo entendí,sólo mirándolo, viendo en él los efectosbenéficos de la música y de la lectura,que en la vida todos podíamos recibir ungran regalo, no muy caro y más o menosal alcance de la mano: los libros y losdiscos. Ese señor oscuro y malhumoradoque había llegado de la calle con lacabeza cargada de las malas influenciasy las tragedias y las injusticias de larealidad, había recuperado su mejorsemblante, y la alegría, de la mano delos buenos poetas, de los grandespensadores y de los grandes músicos.

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Después, o antes, ya no sé, o antes ydespués, cuando lo dejaban en paz,durante algunos años buenos, mi papápudo dedicarse por entero a su trabajo.Fue entonces cuando fundó y fue elprimer director de la Escuela Nacionalde Salud Pública, con algunos aportesde la Fundación Rockefeller (y laizquierda estúpida y fundamentalistaprotestó por esa penetraciónimperialista, que en realidad no era otracosa que filantropía de la buena, sincontraprestación alguna fuera de algún

simple gesto de agradecimiento, unaplaca y una carta) y con el apoyo delGobierno Nacional. Desde su cátedra ydesde algunos puestos públicos (nuncamuy altos, nunca muy importantes y nadabien pagados, pero eso era lo de menos)pudo desplegar sus conocimientosprácticos en todo el país, y aquellosaños fueron de éxito en muchas de susgestiones. Los indicadores de salud y lastasas de mortalidad infantil progresabandespacio pero firmemente hacia el idealde los países más desarrollados, lacobertura en agua potable mejoraba, lascampañas nacionales de vacunaciónmasiva surtían efecto, el Incora, un

instituto de reforma agraria dondetambién trabajó durante el gobierno deLleras Restrepo, repartió algunashaciendas ociosas entre los campesinossin tierra, ayudó a fundar el InstitutoColombiano de Bienestar Familiar,abrió acueductos y alcantarillados porpueblos y veredas y ciudades.

Mi papá había hecho una especie dealianza pragmática con un líder políticoconservador, también médico, IgnacioVélez Escobar, y ese dúo, quemorigeraba la desconfianza en mi papá,por el lado derecho (no será tanpeligroso ni tan comunista desde queestá con Ignacio), y la desconfianza en

Vélez, por el izquierdo (no será tanreaccionario desde que está conHéctor), consiguió cosas buenas. Sededicó a su pasión, a salvar vidas, amejorar las condiciones básicas desalud y de higiene: agua potable, raciónde proteínas, disposición de excretas, untecho para la lluvia y para el sol.

La vida transcurría en una especiede rutina feliz, y sin mayoressobresaltos, con la empresa de mi mamáen pleno crecimiento, con días, semanas,meses y años idénticos en las que todoslos hijos estudiábamos bien, pasábamoslos exámenes del colegio sin problema,y mi papá y mi mamá madrugaban a

trabajar, sin quejarse, sin que yo hayavisto ni oído nunca, ni un solo día, ungesto de duda o de pereza, pues en eltrabajo se sentían útiles y exitosos, oincluso realizados, como tambiénempezaba a decirse en esos días. Losfines de semana, si no había campañasen los barrios pobres, íbamos aRionegro, y allá yo hacía largascaminatas con mi papá, que mientrascaminaba me recitaba poemas dememoria, y después me leía a la sombrade un árbol, el Martín Fierro, Laguerra y la paz, o poemas de BarbaJacob, mientras mi mamá y mishermanas jugaban cartas o conversaban

tranquilamente de novios, amoríos ypretendientes, en una especie de armoníaserena que pareciera que pudiera durartoda la vida.

La oficina de mi mamá aportaba unbienestar que antes no habíamosconocido, y en diciembre nos íbamostodos juntos para Cartagena, a la casadel tío Rafa y de la tía Mona, la hermanade mi mamá, que se había casado con unarquitecto costeño, muy exitoso, muygeneroso, gran trabajador, compañerode mi tía en la Universidad, y que teníauna familia ideal para nosotros, pues suprole era simétricamente opuesta a lanuestra: también seis hijos, pero cinco

hombres y una sola mujer. Como mipapá era pésimo chofer, incapaz nodigamos de cambiar una llanta, sinoincluso de llenar un radiador, mi mamáse iba con mis hermanas en unacamioneta, por tierra, tragándose elpolvo del camino durante las 28 horasque duraba el viaje, partido en dosjornadas extenuantes, y en cambio mipapá y yo nos íbamos en avión, como sieso fuera la cosa más natural del mundo,los machos privilegiados que dejabanque las mujeres corrieran el riesgo y laaventura de hacer el viaje por tierra,mientras nosotros en una horavolábamos descansados hasta el mismo

destino, como los reyecitos de lacreación. Una injusticia y unabarbaridad que solo ahora percibo, peroque en ese entonces me parecía la cosamás natural del mundo, pues en mi casase sabía que las mujeres eran lasvalientes y las prácticas, las capaces detodo, las que encaraban con entereza yfelicidad el camino, mientras loshombres éramos mimados, incapaces ymás bien inútiles para la vida real y losinconvenientes de la vida diaria y sólobuenos para pontificar sobre la verdad yla justicia. Éramos ridículos en esto,como en tantas otras cosas que aún nohan desaparecido del todo, pero no

siempre nos dábamos cuenta.Fueron años de dicha, digo, pero la

felicidad está hecha de una sustancia tanliviana que fácilmente se disuelve en elrecuerdo, y si regresa a la memoria lohace con un sentimiento empalagoso quela contamina y que siempre he rechazadopor inútil, por dulzón y en últimas pordañino para vivir el presente: lanostalgia. Aunque del mismo modo hayque señalar que las tragedias posterioresno deben empañar ese recuerdo feliz, nilo pueden teñir de desgracia, como aveces les pasa a algunos temperamentosque se enferman de resentimiento con elmundo, y que a raíz de episodios

posteriores injustos o muy tristes, borrandel pasado incluso los indudablesperíodos de alegría y plenitud. Creo quelo que pasó después no puedecontaminar de amargura esos añosfelices.

Para no caer en la nostalgia dulzonani en el resentimiento que todo lo tiñe dedesolación, basta decir que en Cartagenapasábamos un mes entero de felicidad, yyo a veces hasta mes y medio, o más,haciendo paseos en la lancha del tíoRafa, que se llamaba La Fiorella, en lacual nos llevaban hasta Bocachica arecoger conchitas y a comer pescadofrito con patacón y yuca, y a las islas del

Rosario, donde probé la langosta, o a laplaya de Bocagrande y a la piscina delhotel Caribe, a pie, hasta quedarbronceados con un dulce dolor de levequemadura en los hombros que al cabode unos días se descascaraban y sevolvían pecosos para siempre, o a jugarfútbol con mis primos, en el parquecitoque había al frente de la Iglesia deBocagrande, o tenis en el ClubCartagena o ping-pong en la casa deellos, o haciendo carreras en bicicleta, oduchándonos en los aguaceros sinnombre de la Costa, o aprovechando lalluvia y el sopor de la siesta para leer laobra completa de Agatha Christie o los

novelones fascinantes de Ayn Rand(recuerdo que para mí las hazañas delarquitecto protagonista de El manantialse confundían con las de mi tío, RafaelCepeda), o las sagas interminables dePearl S. Buck en unas hamacas frescasque se ponían a la sombra en la terrazade la casa, con vista al mar, bebiendoKola Román, comiendo empanadaschinas los domingos, arroz con coco ypargo rojo los lunes, quibbes sirio-libaneses los miércoles, punta de ancalos viernes y, lo mejor, arepa de huevolos sábados por la mañana, reciéntraídas y humeantes de un pueblocercano, Luruaco, donde tenían la mejor

receta.La hermosa casa moderna que mi tío

se había construido frente a la bahía,para nosotros estaba mejor diseñada quelas de Frank Lloyd Wright. Desde laterraza veíamos entrar los inmensostransatlánticos italianos (el Verdi, elRossini, el Donizzetti), o partir para suvuelta al mundo el luminoso buqueGloria, recién inaugurado por el poetaGonzalo Arango, con sus velas blancasdesplegadas a la benéfica brisa delCaribe, o los oscuros barcos de guerraque iban y venían despacio desde laBase Naval, con sus ominosos cañonesapuntando al vacío. En esa casa

espaciosa, llena de luz, fresca porqueestaba abierta a la brisa del mar, habíasiempre música clásica a todo volumen,que resonaba por todas partes, porque eltío Rafa era melómano, y lo siguesiendo, por lo que toda la vida lo hevisto envuelto en un halo deinstrumentos musicales o perseguido poruna estela de música de las esferas. Élera además violinista, y lo sigue siendo,un violinista tan recursivo que se habíacosteado su carrera de arquitecto, enMedellín, no con la ayuda de sus padres,que estaban arruinados, sino tocando elviolín en entierros, matrimonios,serenatas y fiestas de sociedad.

Hay períodos de la vida quetranscurren en una especie de armoniosafelicidad, períodos que tienen la tenuetonalidad de la alegría, y para mí losmás nítidos coinciden con aquellosaños, en aquellas largas vacaciones conmis primos costeños, que hablaban unespañol mucho más dulce y agradableque el nuestro, que era en cambio duro ymontañero, unos primos que después —cuando llegaron las tragedias—volvimos a ver poco, como si nosotrosnos avergonzáramos de nuestra tristeza,o como si ellos tuvieran la prudencia deno querer refregarnos en la cara sufelicidad conservada, pues la alegría de

antes, en nosotros, había sidoreemplazada por un rencor oscuro, poruna desconfianza de fondo en laexistencia y en los seres humanos, poruna amargura difícil de apagar y que yano tenía relación alguna con el coloralegre de nuestros recuerdos.

La primera tragedia estuvo a puntode suceder por culpa mía, pero no llegóa ser tal gracias al valor de un niñonegro cuyo nombre nunca supe, pero alque le tendré que agradecer toda la vidael no sentirme del todo culpable de unamuerte ocurrida por mi cobardía.Habíamos ido en La Fiorella a visitar auna familia que tenía una casa de recreo

en la isla de Barú. Yo ya sabía nadar,pues un profesor de la piscina del HotelCaribe, el negro Torres, un gigante concuerpo de estatua, nos había enseñado alos mayorcitos durante semanas el estilolibre, el braceo, los clavados, a tomar elaire por la boca y a botarlo por la nariz,y el aguante de los brazos aleteantes yde las piernas rectas y del cuerpohorizontal, hasta casi ahogarnos decansancio, en piscinas completas de iday vuelta, sin parar, siga siga siga, otramás y otra más, nos exigía el negroTorres, una escultura de ébano con undiminuto traje de baño blanco, hasta quenos tenía que sacar casi del pelo, porque

nos obligaba a seguir hasta que noshundíamos exhaustos, incapaces ya dedar una brazada más. Pero de nada mesirvió semejante entrenamiento agónico,como lo pude comprobar esa tarde en laisla.

Aburridos por esa larga visita aBarú, después de almuerzo, mientras losadultos hablaban de política en elcorredor de la casa, acalorados por eltema y por el clima, mi hermana menor yyo nos fuimos al muelle a mirar el mar, ysin mucho que hacer nos pusimos abrincar de la lancha al muelle y delmuelle a la lancha. Las cuerdas queamarraban la embarcación se iban

templando y la lancha se alejabaprogresivamente del muelle, por lo queel salto era cada vez más largo, másdifícil de dar, y por lo peligroso, másretador. Yo desafiaba a mi hermana, talvez, pues me quedaba muy fácil ganarle,por ser mayor, y de piernas más largas.

En uno de esos saltos, Sol, quetodavía no había estado en las clases denatación del negro Torres, no alcanzó atocar la lancha con el pie y se cayó almar, entre el muelle y el casco. Yo mequedé sobre las tablas del muellemirándola, paralizado. Veía que sucabeza se hundía en el agua, y subíanburbujas y burbujas desde su cuerpo

hundido, como de una tableta de Alka-Seltzer, y momentáneamente su pelorubio volvía a salir, y la cabeza, concara de terror, sus ojos desgranados eimplorantes, su boca desesperada volvíaa tomar un poco de aire, con tos, pero sehundía de inmediato, otra vez, y movíalos bracitos a la loca, ahogándose, elladebía de tener unos seis años, si mucho,y yo nueve, y yo sabía muy bien quedebía tirarme de inmediato al agua asacarla, pero estaba paralizado,solamente la miraba, como si estuvieraviendo una película de terror, y no eracapaz de moverme, con la másasquerosa cobardía metida en el cuerpo,

incapaz de tirarme y salvarla, incapazincluso de gritar para pedir ayuda,porque además no me oirían, con elruido del mar y la lejanía de la casa, queestaba a unos doscientos metros delmuelle, hundida en la vegetación y laspalmeras. Mi hermanita ya casi no salíadel agua y la lancha empezaba aacercarse al muelle otra vez, con lo quepodría golpearle la cabeza, apachurrarlacontra los pilotes de madera, y yo seguíamirando, paralizado, seguro de que seiba a ahogar, temblando de miedomientras ella se moría, pero quieto ymudo. De un momento a otro, sin que yosupiera de dónde, una mancha negra

desnuda pasó como una sombra frente amí, una flecha oscura que se clavó en elagua y salió con la niña rubiecita entrelos brazos. Era un niño de mi mismaedad, incluso un poco menor, pues eramás bajito que yo, y la había salvado, yen ese momento empezaron a llegartodos los adultos corriendo de la casa,gritando alarmados, pues se habíaarmado un alboroto en la choza de losnegros al lado de la casa principal. Yoseguía ahí, paralizado, mirando a mihermana toser y vomitar agua y llorar yrespirar otra vez, abrazada a mi mamá,hasta que mi papá me tomó por loshombros, se agachó hasta mi altura, y me

miró a los ojos y me dijo:—Por qué no hiciste nada.Me lo dijo en un tono neutro,

distante, en voz muy baja. No era nisiquiera un reproche, sino unaconstatación de tristeza, de oscuradecepción: por qué no hiciste nada, porqué no hiciste nada. Y yo todavía no sépor qué no hice nada, o mejor dicho sísé, por cobardía, porque tenía miedo deque si me tiraba a salvarla me ahogarayo también, pero era un miedo sinjustificación, pues ese niño negro medemostró que bastaba un segundo, unacto de valor y un gesto resuelto paraque la vida siguiera y no se convirtiera

en la tragedia más espantosa. Y aunquemi hermana no se ahogó, a mí me quedópara siempre la honda sensación, lahorrible desconfianza de que tal vez, sila vida me pone en una circunstanciadonde yo deba demostrar lo que soy,seré un cobarde.

23

Tal vez sería con el fin de templar unpoco mi carácter que, no mucho tiempodespués de este episodio, quizá al año oa los dos años, mi papá resolvió que yahabía llegado el momento de que yoconociera un muerto. La ocasión sepresentó una madrugada en que lollamaron a pedirle que fuera a la morguede Medellín a reconocer a John Gómez,un muchacho con retraso mental al quehabía matado un carro en la autopista, elhijo único de Octavia, una tía de mipapá. Antes de salir a hacer la

diligencia, mi papá resolviódespertarme y me dijo:

—Vamos al anfiteatro, yo creo queya es hora de que conozcas un muerto.

Yo me vestí muy feliz, como si fueraa un programa alegre, pues desde hacíamucho le había pedido que meintrodujera en ese mundo de lo que ya noexiste. Nos fuimos solos y desde queentramos a la morgue de El Pedregal, allado del Cementerio Universal, la cosano me gustó. La sala estaba llena decadáveres, pero yo no quise fijar la vistaen ninguno de ellos, fuera de que lamayoría estaban cubiertos con sábanas.Olía a sangre, y a carnicería, y a formol,

y a podrido. Mi papá me llevó de lamano hasta donde el forense le indicabaque estaba el cuerpo del muchacho quepodía ser John. Y era John, por lo que elmédico le propuso a mi papá quepresenciara la autopsia. Mis recuerdosahí no son muy nítidos. Veo una seguetaque empieza a serruchar el cráneo, veointestinos azules que se depositan en unbalde, veo una tibia rota que se asomapor un lado de la pantorrilla, rompiendola carne. Huelo un profundo olor asangre disuelto con formol, como unamezcla de carnicería bovina conlaboratorio de química. Después, comomi papá notó que el espectáculo de la

autopsia era muy fuerte, decidióllevarme a dar un paseo por entre losotros muertos. En la tarde anterior sehabía caído una avioneta en las afuerasde Medellín, y había varios cuerposcarbonizados y destrozados que no quisemirar con detalle por las arcadas que meproducían. Pero quizá lo que mejorrecuerdo es el cadáver de una muchachamuy joven, completamente desnuda, deuna palidez transparente, con una heridaazul, de cuchillada, en el abdomen. Uncartelito que le colgaba del dedo gordodel pie decía que la habían apuñalado enun bar de Guayaquil, y mi papá comentó:«Tal vez era una puta, pobre». Era la

primera vez que yo veía una mujer (queno fuera una hermana) desnuda; laprimera vez que veía una puta; laprimera vez que veía bien un muerto.Ahí me desmayé. Después me veo fuerade la morgue, tomándome unaempalagosa uva Lux a la fuerza, parareanimarme, pálido, mudo, sudoroso.

Durante varias noches no pudedormir. Tenía pesadillas en las que veíalos huesos rotos, la carne desgarrada ylas tripas azules de John al lado de micama, de un azul oscuro igual al de lacuchillada de la muchacha de Guayaquil,y su figura entera volvía a presentarse enmi imaginación, con toda su palidez, su

pubis velludo, la sangre coagulada en elcostado. (Años después, sin darmecuenta, no supe por qué enfermizafascinación quise comprar un cuadroimpresionante que se llama «Niñamostrando su herida», donde unamuchacha se señala el ojal de una heridade cuchillo en el vientre. Ahora queevoco esta visita a la morgue de ElPedregal, creo que sé por qué lo compréy también sé por qué a todos los que mevisitan el cuadro los perturba y losmolesta). Durante esas malas noches quesiguieron, mi papá se sintió culpable ycompungido. Se sentaba en el suelo aacompañarme durante horas al lado de

la cama, y me explicaba cosas mientrasme acariciaba la cabeza o me leíacuentos sosegados. Y cada vez quenotaba en mis ojos que habían vuelto lasimágenes del horror, me pedía perdón.Tal vez él había pensado que yo teníauna vida demasiado fácil, demasiadobuena, y quiso mostrarme el aspecto másdoloroso, trágico y absurdo de laexistencia, como una lección. Pero quizási hubiera podido adivinar el futurohabría pensado que esa temprana terapiade choque era completamenteinnecesaria.

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La cronología de la infancia no estáhecha de líneas sino de sobresaltos. Lamemoria es un espejo opaco y vueltoañicos, o, mejor dicho, está hecha deintemporales conchas de recuerdosdesperdigadas sobre una playa deolvidos. Sé que pasaron muchas cosasdurante aquellos años, pero intentarrecordarlas es tan desesperante comointentar recordar un sueño, un sueño quenos ha dejado una sensación, peroninguna imagen, una historia sin historia,vacía, de la que queda solamente un

vago estado de ánimo. Las imágenes sehan perdido. Los años, las palabras, losjuegos, las caricias se han borrado, y sinembargo, de repente, repasando elpasado, algo vuelve a iluminarse en laoscura región del olvido. Casi siemprese trata de una vergüenza mezclada conalegría, y casi siempre está la cara de mipapá, pegada a la mía como la sombraque arrastramos o que nos arrastra.

Poco antes o poco después de quemi hermana menor estuviera a punto deahogarse, recibí otra lección de ella, sinque ella quisiera dármela, y esta leccióncoincidió con otra decepción para mipapá. Estaban celebrando en Medellín

una Feria Popular del Libro, en elcentro, y él nos llevó a los dos hermanosmenores, a Sol y a mí. Al llegar nos dijoque cada uno podía escoger un libro, elque quisiéramos, para que él nos locomprara, y para que después lopudiéramos leer y disfrutar en la casa.Primero íbamos a recorrer todos lospuestos de exhibición, y luego, deregreso, escogeríamos el libro que másnos llamara la atención.

Hicimos el recorrido dos veces,calle arriba y calle abajo, y mi papá, sinforzarnos demasiado, nos hacía algunassugerencias, cogía libros entre lasmanos y elogiaba las virtudes de la

historia, la maestría del escritor, loapasionante del tema. Pronto mi hermanaescogió uno siguiendo los consejos deél: El ruiseñor y la rosa y otros cuentosde Oscar Wilde, en una edición muymodesta, pero hermosa, blanca, con unarosa roja en la cubierta. Yo en cambiome había obsesionado desde el primerrecorrido con un libro caro, grande, detapas rojas, que se llamaba Las reglasoficiales de todos los deportes. Ahora,si había algo que mi papá despreciaraeran los deportes, el ejercicio engeneral, que para él era solamente unaposible fuente de lesiones y accidentes.Trató de disuadirme; me dijo que eso no

era literatura, ni ciencia, ni historia,incluso llegó a decir, cosa insólita en él,que era muy caro. Pero yo estaba cadavez más resuelto, y apretando losdientes, contrariado, mi papá me locompró.

Cuando más tarde llegamos a lacasa, nos fuimos los tres a la biblioteca,y mientras yo intentaba entender lasreglas del fútbol americano, que ni esavez ni nunca pude comprender, mi papáempezó a leerle en voz alta a mihermana el primer cuento de OscarWilde que venía en el libro,precisamente «El ruiseñor y la rosa».Llevarían una página en la lectura

cuando yo ya estaba completamentedecepcionado de las incomprensiblesreglas del fútbol americano, y oyendocon disimulo la maravillosa historia deWilde, hasta que al final, cuando elpájaro muere traspasado por la espinadel rosal, yo mismo cerré mi libro y meacerqué a ellos, humilde y arrepentido.Mi papá terminó de leer con muchaemoción. Creo que me sentí casi tanmiserable como la vez en que no habíasido capaz de salvar a mi hermana en sucaída al mar, y creo que mi papá estabacasi tan decepcionado de mí como esaotra vez. Escondí el libro rojo de lasreglas de los deportes detrás de mis

otros libros, como si fuera una revistapornográfica, leí una y otra vez losfascinantes cuentos de Wilde, y desdeentonces no he hecho otra cosa que leerliteratura, ciencia, historia, aunque ya noaprendiera jamás las reglas del criquet,ni del rugby, ni del fútbol americano o eljudo japonés.

25

«Perdón, no sabía que estabasocupado». Eso me dijo una tardecalurosa de verano mi papá. Habíallegado a la casa con un libro de regalo,la biografía de Goethe, que más tardeme entregó (todavía la tengo y todavíano la he leído: ya le llegará el día), peroal entrar él, yo estaba dedicado a eseejercicio manual que para todoadolescente es un delicioso apremioimpostergable. Él siempre tocaba lapuerta antes de entrar en mi cuarto, peroesa tarde no tocó, venía muy feliz con el

libro en la mano, estaba impaciente porentregármelo, y abrió. Yo tenía unahamaca colgada en el cuarto, y ahíestaba echado, en pleno ajetreo, mirandouna revista para ayudarle con los ojos ala mano y a la imaginación. Me miró uninstante, sonrió, y dio la vuelta. Antes decerrar otra vez la puerta, me alcanzó adecir: «Perdón, no sabía que estabasocupado».

Después no comentó ni una palabrasobre el asunto, pero semanas más tarde,en la biblioteca, me contó una historia:«Cuando yo estaba en último año deMedicina, me llamó a su casa un primo,Luis Guillermo Echeverri Abad.

Después de muchos rodeos y con muchomisterio, este primo me confesó queestaba muy preocupado por su hijo,Fabito, que parecía no pensar en otracosa que en hacerse la paja. A mañana,tarde y noche. Tú que eres casi médico,me dijo el primo, habla con él,aconséjalo, explícale lo dañino que es elvicio solitario. Entonces yo fui a hablarcon el hijo de mi primo —siguiócontando mi papá— y le dije: tranquilo,sígalo haciendo todo lo que quiera, queeso no hace daño y es lo más normal; loraro sería que un muchacho no semasturbara, pero le doy un consejo: nodeje rastros ni se deje ver de su papá.

Al poco tiempo el señor volvió allamar, a agradecerme. Le había hechoel milagro: Fabito, como por arte demagia, había dejado el vicio». Y mipapá, como si no hubiera mejormoraleja para esa historia, soltó unacarcajada.

Lo que yo sentía con más fuerza eraque mi papá tenía confianza en mí, sinimportar lo que yo hiciera, y tambiénque depositaba en mí grandesesperanzas (aunque siempre corría aasegurarme que no era necesario que yolograra nada en la vida, que mi solaexistencia era suficiente para lafelicidad de él, mi existencia feliz y

fuera como fuera). Esto significaba, porun lado, una cierta carga deresponsabilidad (para no traicionar esasesperanzas ni desmentir esa confianza),un peso, pero era un peso dulce, no erauna carga excesiva, pues todo resultado,hasta el más nimio y ridículo, ya leagradaba, mis primeros borrones depáginas lo exaltaban, mis cambios derumbo locos los interpretaba como unaexcelente práctica formativa, miinconstancia como una marca genéticade la que él también sufría, miinestabilidad vital e ideológica comoalgo inevitable en un mundo que seestaba transformando ante nuestros ojos,

y había que tener una mente flexible parasaber qué partido tomar en el reino de locambiante y de la indeterminación.

Nunca, ni cuando cambié cuatroveces de carrera, ni cuando meexpulsaron de la universidad porescribir contra el Papa, ni cuando estuvedesempleado y tenía ya una hija quemantener, ni cuando me fui a vivir conmi primera mujer sin casarme, nunca oícensuras ni reclamos de su parte,siempre la más tolerante y abiertaaceptación de mi vida y de miindependencia. Y creo que así fuetambién con todas mis hermanas, nuncaun censor, nunca un crítico o un

inquisidor, mucho menos un castigador oun carcelero, siempre una personaliberal, abierta, positiva, que aceptabaincluso como picardías inocentesnuestras faltas. Tal vez él creía que elser humano, todo ser humano, estácondenado a ser lo que es, y que no hayvara que lo enderece, ni mala compañíaque lo tuerza, y tal vez tuvo la suerte,también, de que ninguno de nosotrossaliera crápula, enfermo, vago, idiota oinútil, en cuyo caso no sé cómo hubierareaccionado, aunque creo queseguramente con el mismo ánimo abiertoy tolerante y alegre, aunque por supuestotambién con la irremediable dosis de

dolor e impotencia.En materia sexual fue siempre muy

abierto, como ya se vio en el episodiode la masturbación y en otros que nodigo porque nada tan incómodo comomezclar el sexo con los padres. A lospadres nos los imaginamos siempreasexuados, y, como dice un amigo mío,«las mamas ni siquiera hacen pipí». Talvez mi papá era más puritano en la vidaque en el pensamiento, es cierto, y quizáun poco conservador a pesar suyo,tradicionalista en asuntos de moralfamiliar, pero teóricamente muy liberal.En esto también opuesto a mi mamá, queen teoría decía ceñirse a las enseñanzas

de la Santa Madre Iglesia, pero en lapráctica era incluso más abierta yliberal que mi papá y cuando una vez elesposo de una prima mía, que es delOpus Dei, dictó una conferencia en laUniversidad criticando el uso delcondón y sosteniendo que a veces lamedicina era la aliada perversa de lainmoralidad humana, pues pretendía quese pudiera hacer impunemente loprohibido, mi mamá le dijo en secreto aesa prima mía que todo eso estaba muybien, que ella estaba de acuerdo con sumarido, pero que en cada viaje de suesposo le aconsejaba que en el maletínde viaje le empacara siempre una cajita

de condones, porque los hombres eranmuy buenos para echar discursos sobrela moral, pero a la hora de la verdad, enel instante de la tentación, la moral seles olvidaba, y en tal caso, al menos, eramejor que él, y sobre todo ella, noacabaran enfermándose por un exceso demoralidad abstracta, en vez de seguirsanos gracias a algo de inmoralidadpráctica.

Con mi papá yo podía hablar detodas estas materias íntimas, yconsultárselas directamente, porquesiempre me oía sin escandalizarse,tranquilo, y me contestaba en un tonoentre amoroso y didáctico, nunca de

censura. En la mitad de mi adolescencia,en el colegio de solos varones donde yoestudiaba, me ocurrió algo que mepareció muy extraño, y que llegó aatormentarme durante años. La vista delos genitales de mis compañeros declase, y sus juegos eróticos, meexcitaba, y yo llegué a pensar conangustia, por eso, que era marica. Se loconté a mi papá con el ánimo transido demiedo y de vergüenza, y él me contestó,sonriendo muy tranquilamente, que erapronto para saberlo definitivamente, quetenía que esperar a tener másexperiencia del mundo y de las cosas,que en la adolescencia estábamos tan

cargados de hormonas que todo podíaser motivo de excitación, una gallina,una burra, unas salamandras o unosperros acoplándose, pero que eso nosignificaba que yo fuera homosexual. Yante todo me quiso aclarar que, de serasí, eso tampoco tendría ningunaimportancia, siempre y cuando yoescogiera aquello que me hiciera feliz,lo que mis inclinaciones más hondas meindicaran, porque uno no debíacontradecir a la naturaleza con la quehubiera nacido, fuera la que fuera, y serhomosexual o heterosexual era lo mismoque ser diestro o zurdo, sólo que loszurdos eran un poco menos numerosos

que los diestros, y que el únicoproblema, aunque llevadero, que podríatener en caso de que me definiera comohomosexual, sería un poco dediscriminación social, en un medio tanobtuso como el nuestro, pero quetambién eso podía manejarse con dosisparejas de indiferencia y de orgullo, dediscreción y escándalo, y sobre todo consentido del humor, porque lo peor en lavida es no ser lo que uno es, y estoúltimo me lo dijo con un énfasis y unacento que le salían como de un fondomuy hondo de su conciencia, yadvirtiéndome que en todo caso lo másgrave, siempre, lo más devastador para

la personalidad, eran la simulación o eldisimulo, esos males simétricos queconsisten en aparentar lo que no se es oen esconder lo que se es, recetas ambasseguras para la infelicidad y tambiénpara el mal gusto. En todo caso, me dijo,con una sabiduría y una generosidad quetodavía le agradezco, con unatranquilidad que todavía me tranquiliza,yo debía esperar un tiempo a tener mástrato con las mujeres, a ver si con ellasno sentía lo mismo, o más y mejor.

Y así fue, al cabo del tiempo, yluego de que estuve también —pagado,aunque no inducido, por mi papá—,hablando de mis angustias con un

psiquiatra y una psicoanalista (RicardoJosé Toro y Claudia Nieva, a quienesrecuerdo también con cariño). Hablandocon ellos, o dejando que mi cerebromadurara a su amaño mientras lesderramaba en sus orejas mis miedos,pude encontrar en mí mismo el senderode mis deseos más profundos, que porsuerte o por monotonía de mi espírituacabó coincidiendo con el caminotrillado de la mayoría. Desde eso,además, no le temo tampoco a misdeseos más oscuros, ni me sientoatormentado o culpable por ellos, y si hesentido después impulsos de atracciónpor objetos prohibidos, como la mujer

del prójimo, por ejemplo, o por mujeresmucho menores que yo, o por las noviasde mis amigos, no he vivido estasinfracciones como un tormento, sinocomo las peticiones tercas, pero ciegase inocentes en el fondo, de la máquinadel cuerpo, que deben controlarse o no,según el daño que se pueda hacer a losdemás y a sí mismo, y con ese solocriterio, más pragmático y directo que eldeterminado por una moral absoluta yabstracta (la de los dogmas religiosos)que no cambia según las circunstancias,el momento o la oportunidad, sino quees siempre idéntica a sí misma, con unarigidez dañina para la sociedad y para el

individuo.

La muerte de Marta

26

Y después de ese paréntesis de felicidadcasi perfecta, que duró algunos años, elcielo, envidioso, se acordó de nuestrafamilia, y ese Dios furibundo en el quecreían mis ancestros descargó el rayo desu ira sobre nosotros que, tal vez sindarnos cuenta, éramos una familia feliz,e incluso muy feliz. Casi siempre pasaigual: cuando la felicidad nos toca escuando menos nos damos cuenta de quesomos felices, y tal vez las alturas nosmandan nuestra buena dosis de dolor,para que aprendamos a ser agradecidos,

aunque esta es una explicación de mimamá, que nada explica, y que no pongocomo mía, ni suscribo, pero que síescribo porque mientras la felicidad nosparece algo natural y merecido, lastragedias nos parecen algo enviadodesde afuera, como una venganza o uncastigo decretado por potenciasmalignas a causa de oscuras culpas, opor dioses justicieros, o ángeles queejecutan sentencias ineluctables.

Sí. Éramos felices porque mi papáhabía vuelto de Asia definitivamente yya no pensaba volver a irse nunca, puesla última vez se había deprimido hastael borde mismo del suicidio, y por

fortuna ya no lo estaban persiguiendo enla Universidad por comunista, sino simucho por reaccionario (porque todoslos felices, para los comunistas, eran enesencia reaccionarios, debido a que loeran en medio de infelices ydesposeídos). Éramos felices porquepor un momento pareció que lospoderosos de Medellín confiaran en mipapá y lo dejaran actuar, trabajar, puesveían que hacía programas útiles demedicina pública, vacunaciones,promotoras de salud, acueductosveredales, y sus acciones no sequedaban en palabras y palabras, comolas de tantos otros. Y entonces, como mi

papá ya no veía su trabajo en peligro ymi mamá estaba empezando a ganar másplata que él, nos dábamos ciertos lujos,como ir de vez en cuando a unrestaurante chino, todos juntos, o abriruna botella de vino, cosa inusitada,única, para atender al doctor Saunders,o recibir mejores regalos en Navidad(una bicicleta, una grabadora decasetes), o ir a ver en procesión familiaruna película que a mi papá le parecía lomejor que había visto, Una leona de dosmundos, de la que recuerdo el título, lafila para entrar al cine Lido, y nada más.

Éramos felices porque nadie sehabía muerto en la familia y todas las

semanas nos íbamos para la finca desdeel viernes hasta el domingo, una fincapequeña, de dos cuadras, enLlanogrande, en tierra fría, que tío Luis,el cura enfermo, le había regalado a mimamá con sus ahorros de toda la vida, ycomo la situación estaba mejor mi papáhasta me había comprado un caballo,Amigo, así lo habíamos puesto. Amigo,un táparo flaco y moro, desgarbado, conla misma estampa de Rocinante, cadasemana más flaco, en las costillas,porque no había pasto en la finca, peroque a mí me parecía un potro árabe, porlo menos, o un purasangre andaluz,cuando salía a galopar por los caminos

que pasaban cerca de la finca, y desdeeso confundo la felicidad, además de lascalles de Cartagena, con un paseo acaballo por el campo, sin nadie que mehable, sin tener que hablarle a nadie,solo con mi caballo, como El LlaneroSolitario, que era mi revista demuñequitos preferida, cuyo protagonistaera una especie de Quijote sin Sanchoque deshacía entuertos en las planiciesde Texas o de Tijuana o de alguna parteque nunca reconocí como parte de estemundo, sino del mundo del más allá querepresentan las revistas de muñequitos.

El día que el caballo había llegado ala finca, sin embargo, yo recibí, o, mejor

dicho, no supe recibir un mensaje de lavida, o de la sabiduría que deberíadarnos la experiencia (y casi nunca nosda), que debió haberme puesto sobreaviso de lo amenazada de desdicha queestá en todo momento la felicidad. Mipapá me lo tenía de sorpresa y esesábado al mediodía, al llegar aLlanogrande, en el quiebrapatas de lafinca, paró el carro y señaló hacia elpotrero: «Mira, ahí está lo que querías,el caballo». A mí el corazón me dio unbrinco de felicidad en el pecho. Al finiba a poder tener lo que más me gustabade la finca del abuelo (los paseos acaballo) sin tener que someterme a la

desgracia de separarme de mi papá porlas noches. Entonces salté del carro, delviejo Plymouth azul celeste, abrí laportezuela a toda velocidad, brinqué alsuelo, y tiré la puerta con todas misfuerzas para poder correr hacia dondeestaba el caballo. Me precipité tanto quedejé dos dedos expuestos y yo mismome los machuqué con la puerta. Sentí undolor lancinante. La alegría y el gozo seconvirtieron en una horrible tortura. Unauña saltó y los dos dedos se pusieronmorados de sangre. La risa de alegría semezcló con el llanto, y solo pude ir aconocer a Amigo un buen rato después,con los dedos metidos en un platón con

hielo para bajar el dolor y la hinchazón.Me reía y lloraba al mismo tiempo. Talvez por esa experiencia en que la dichase teñía de repente de dolor, yo ya debíahaber entendido, repito, que nuestrafelicidad está siempre en un equilibriopeligroso, inestable, a punto de resbalarpor un precipicio de desolación.

Pero no. En esos años nosimaginábamos que toda la vida iba a serbuena, y no había por qué dudarlo.Éramos felices porque todas mishermanas eran lindas y alegres, lasmuchachas más bonitas del barrioLaureles, lo decía todo el mundo,Maryluz, Clara, Vicky (a Eva le

decíamos Vicky, pues se llamaba EvaVictoria, pero ella odiaba el Eva, leparecía un nombre montañero,jericoano, y siempre sufrió con eso,sabiendo que es el único nombre bonitode toda la familia) y Marta. Sol todavíano porque era muy chiquita, y selimitaba a mirar, escondida a mi ladodetrás de las ventanas, y a poner quejasde furtivos besos, los dos («mami, Jorgele dio un beso a Clara y Clara lo dejó»;«Mami, Álvaro le quería dar un beso aVicky pero Vicky no se dejó»; «Mami,Marta le dio un beso a Hernán Darío yél le puso la mano en la teta derecha»),pero ya le llegaría su momento también

para gozar y besar al escondido. Sí, mishermanas eran las muchachas másbonitas de Laureles, le pueden preguntara quienquiera que las haya conocido aver si no es verdad, las más alegres ysimpáticas y coquetas y dicharacheras, yla casa era un enjambre de jóvenesbachilleres y universitarios, zumbando atoda hora como locos porconquistárselas, porque eran risueñas ybailarinas y ocurrentes, por lo que todoslos muchachos de Laureles estabancomo locos, y hasta venían del centro yde El Poblado a verlas, sólo a verlas dedía, a hacerles la visita temblando detimidez, borrachos de miedo a ser

rechazados. Y lo mismo por las nochespues los viernes y los sábados despuésde media noche, iban apareciendo otravez los visitantes del día, desesperadosde amor, y el frente de mi casa seconvertía en un sinfín de serenatas. ParaMary, de Fernando su novio, porque ellaera fiel desde los once y nunca permitióque nadie más se le acercara, y sialguien más le llevaba serenata loparaba en seco y lo despachaba conprotestas destempladas. Para Clara, desus dos novios y sus veinte pretendientes(una vez le llevaron cuatro serenatas enuna misma noche, de cuatro tiposdistintos, la última con mariachis, a ver

quién daba más por conquistar suacerado corazón), porque aunque no erainfiel sí era tan bonita que le quedabaimposible escoger entre tantos partidosperfectos, uno mejor que el otro cadavez. Uno de ellos. Santamaría, hasta sesuicidó de mal de amor. Para Vicky, deun tal Álvaro Uribe, muy bajito, que semoría por ella, pero ella no por él,porque le parecía muy serio y, sobretodo, muy bravo. «Como usted no mehace caso», le dijo el hombre una vez,«la voy a cambiar». Y puso Vicky a sumejor yegua, porque a él le gustaban loscaballos sobre todas las cosas y, decía«ahora monto en Vicky todas las

semanas». Le llevaba las calificacionespara que ella las viera: cinco en todo,con los padres benedictinos. Pero en elpenúltimo año de bachillerato loexpulsaron, por culpa de mi hermana.No de Vicky, sino de Maryluz, que eramayor. Resulta que en el bazar de losbenedictinos había que elegir la reinadel colegio, y Maryluz era la reina desexto; la de quinto, la de Álvaro, eraotra, y hasta el último minuto ibaganando. No ganaba la más bonita, sinola que recogiera más plata, y la dequinto había recogido más, porque elpapá de Álvaro, caballista, era rico, yhabía dado mucho. La suerte estaba

echada, pero en el último minutoMaryluz le rogó a un rico muy rico deMedellín, Alfonso Mora de la Hoz, yéste le dio un cheque gordo, sustancioso.Cuando contaron la plata, ganaba la dequinto, sumando el efectivo, y Álvaroestaba feliz, pero el último papel quesacaron fue el cheque del ricoriquísimo: y entonces la reina de sextosumó más. Gritos de alegría paraMaryluz. Entonces Álvaro, que nuncasupo perder, y aún no sabe, se paró enun pupitre y arengó a los alumnos delcolegio, en tono veintejuliero: «¡Sevendieron los Paaaadres Benedictinos!».Y los padres benedictinos lo expulsaron,

por incapaz de aceptar la derrota y lasreglas de juego, y él tuvo que terminar elbachillerato en el Jorge Robledo,adonde iban a dar todos los echados deMedellín. Después Vicky se ennovió conotro Uribe, Federico, que no erapariente del anterior, sino de otrosUribes, y al fin se casó con él. Cuandotenía que decidir, mi papá le dijo,«mejor éste; el otro es muy ambicioso, yno sé si será fiel». Ninguno es fiel, peroen fin. Y para Marta, que como era lamás joven, de otra generación, ya no letraían serenatas con trío, que era unacosa de otras épocas, de viejos yveteranos, sino que a cierta hora se

paraba un carro en la calle, abría lapuerta, y de repente desde los parlantesde adentro tronaban una batería y unaguitarra eléctrica enardecida de músicarock, con canciones de los Beatles o delos Rolling Stones, y después de LosCarpenters, de Cat Stevens, de DavidBowie y de Elton John. Había ya, entremis cuatro hermanas mayores, un cambiode generación, y Marta era la primeraque pertenecía a la mía, aunque yo enrealidad no creo haber pertenecido aninguna, pues cuando ella se murió, mequedé sin influencia y sin generación.Tal vez por eso me dediqué a la músicaclásica, que era un terreno firme, el de

mi papá, y tal vez por eso jamás hellevado una serenata, ni riesgos contríos, bambucos o mariachis, pero nisiquiera con parlantes de carro, y demúsica rock.

Y ahora tengo que contar la muertede Marta, porque eso partió en dos lahistoria de mi casa.

27

Marta Cecilia para mi mamá, Tachépara mi papá, Marta para nosotros loshermanos, era la estrella de la familia.Desde chiquita se había visto que nohabía entre todos nosotros ninguna másalegre ni más inteligente ni más vital (yles juro que había competencia, y muydura, con las otras hermanas). Empezó, alos cinco años, tocando el violín, e ibade tarde en tarde al conservatorio dondeun profesor checo, Joseph Matza, unextraordinario violinista que habíallegado a ser concertino de la Ópera de

Friburgo, quien decía que llevaba añossin ver tanto talento como el que veía enMarta. Matza, perdido en estos trópicos,dirigía los fines de semana la Banda dela Universidad (mi papá nos llevaba aoírla algunos domingos al Parque deBolívar) y tocó todo lo que aquí sepodía tocar con nuestra pobre orquesta.Acabó alcoholizado, amargado, y susalumnos lo recogían en la madrugadapor las calles de la ciudad, pero hastalos mendigos lo cuidaban, y decían: «Elmaestro está borracho, déjenlo dormir».El maestro Matza, en sus clases, lesdecía a sus pupilos, mirando suinstrumento con amorosa rabia, «es mi

íntimo enemigo». Tal vez por eso mihermana Marta se aburrió del violíncuando llegó a los once años, pues leparecía que era un instrumento muytriste, que exigía una entrega total deltiempo, de la vida, y hecho para tocarmúsica antigua, decía mi hermana, y ellaera muy de ahora, de los tiempos delrock. Entonces dejó el violín sinremordimiento y sin que a mi papá ni ami mamá les pesara, pues ellos nuncapresionaron en nosotros ningunavocación, y empezó con la guitarra y conel canto. Cambió a ese «íntimoenemigo» y al maestro Matza por la másamistosa guitarra y por una profesora

colombiana, Sonia Martínez, que aunquele enseñaba bambucos que a Marta no laentusiasmaban, reconocía que letransmitía muy bien la técnica vocal y elacompañamiento de la guitarra. ConAndrés Posada, su primer novio, quehoy es un músico extraordinario, y conPilar, la hermana de Andrés, otra granmúsica, estudió más, y juntos se pasabanlas tardes cantando las canciones de losBeatles, de Serrat, de Cat Stevens, de nosé quién más.

Ya a los catorce años empezó acantar y a tocar en un conjunto, elCuarteto Ellas, donde cantaba tambiénotra música extraordinaria, Claudia

Gómez, y Marta fue la primera de lafamilia que ganó premios de farándula(en realidad la única) y salía en laprensa y en algunos programas detelevisión. Se iba de gira por todaColombia, y las llevaban a Puerto Rico,a San Andrés y a Miami, a sitios así, quelos otros hermanos ni nos soñábamoscon poder conocer. Además Marta erauna actriz natural y recitaba larguísimastiradas de memoria, en las fiestas de mishermanas, cuando las mayores ibancumpliendo quince, que era la edad másimportante en la mujer, en aquellosaños, su «presentación en sociedad». Yera también la mejor estudiante de la

clase, en La Enseñanza, y suscompañeras sentían por ella adoración,porque no era una nerda antipática, sinouna estudiante alegre a la que le bastabaoír una vez una lección paraaprendérsela, sin tener que estudiar.Leía más que yo, y era tan rápida ybrillante que mi papá la prefería sobretodos nosotros, incluso sobre mí quetenía ese mérito sin gracia de ser elúnico hombre, y sobre la mayor, que porser la mayor y la más buena con él era laniña de su corazón.

Mis dos hermanas mayores secasaron. Maryluz con su novio desiempre, Fernando Vélez, un economista

rico a los veinte años por una granherencia que le dejó el papá, el fundadorde Laboratorios Líster, una industriafarmacéutica, que se murió de un cáncerprematuro. Pero el economista, de sertan generoso, no supo economizar, ymenos iba a poder al lado de mihermana, que era manirrota, igual a mipapá, pues para ella nunca ha habido unplacer más grande que el de hacerlesfavores a los demás y regalar, regalar,regalar, sus cosas, su tiempo, su plata,sus vestidos, todo. Ellos dos, Maryluz yFernando, eran uno, unos siameses, yparecía que se hubieran casado desde laprimera comunión. Con decirles que él

tenía trece años cuando le llevó a mihermana, de once, la primera serenata.Cuando ella cumplió diecisiete años,llevaban tanto tiempo juntos que noaguantaron más tanta virginidad (eranlos años de la virginidad), lo llamó alorden y lo obligó a casarse, sinapelación alguna, incluso antes de que élterminara la universidad. Entonces Claratambién se sintió presionada paracasarse pronto y por no quedarse atrás,tres años después se casó con el quedecían que era el muchacho con másfuturo de Medellín, Jorge HumbertoBotero, un abogado «divino», así decíantodas, de inmensa simpatía, muy

inteligente, decía mi papá, aunquehablara con palabras rebuscadas, que atodos nos daban un poquito de risamezclada con admiración, en un tonopausado, didáctico, intelectual, la únicapersona en el mundo, que yo conozca,que usa todavía el futuro del subjuntivo(«si sucediere, en caso de que tuviere»)y fue de los primeros colombianos quesalían a trotar por la calle, como losgringos, a hacer jogging, decía él,porque era esbelto y hermoso, y sumanera artificial de hablar era en él tanconstante que casi podría decirse que elartificio era su forma de ser natural.Clara y Jorge Humberto se fueron,

recién casados, para Estados Unidos, aseguir estudiando en Morgan Town, unpueblo de West Virginia conuniversidad.

Quedábamos tan solo cuatro hijos enla casa y a Eva Victoria, ahora la mayor,le había dado por ser muy elegante.Todo el día estaba con una compañeradel colegio, María Emma Mejía, que ledaba consejos de vestuario y deglamour, y le enseñaba a mover lasmanos como las bailarinas del ballet.Gracias a las clases de María Emma,quizás, Eva, o Vicky, tiene los mejoresmodales de la casa, hasta parece demejor familia que nosotros, y un porte

altivo que sin embargo no es de desdénsino, me parece, de contención. Creoque por exceso de examen deconciencia, y por miedo a una culpaoscura e incierta como el pecadooriginal, padece de una rectitudenfermiza que a veces casi ni la dejavivir pues llega a ver maldades y faltasde honradez donde ni remotamente lashay.

Seguíamos Marta y yo. Marta, laestrella, la cantante, la mejor estudiante,la actriz. Era muy observadora, tenía unoído agudísimo y por eso mismo poseíael don de la imitación perfecta. Conocíaa alguien y al minuto era capaz de

remedar los gestos y la voz, la forma decaminar o de partir la carne, los tics enlas manos o en los ojos y las faltas dedicción. Pobre del que fuera a la casa:al salir, mi hermana le hacía más unaradiografía que una imitación. Marta meapabullaba; en cierto sentido me hacíasentir no solo menor, que lo era, sino entodo sentido aminorado. Para todo teníala frase justa, la salida brillante, elapunte apropiado, mientras yo todavíaluchaba por dentro por desenredar unnudo de palabras que no acababan debrotar de la conciencia ni mucho menosde aflorar en la garganta. Pero estainferioridad, en el fondo, no me

importaba mayor cosa, pues yo, deentrada, me había rendido ante susuperioridad, y además estaba refugiadoen los libros, en el ritmo sereno de loslibros, y en las conversaciones serias ylentas con mi papá, para despejar dudasfísicas y metafísicas, y que mi hermanafuera superior era una evidencia sobrela que no había dudas ni competenciaposible, como comparar el morro dePandeazúcar con el Nevado del Ruiz.Tal vez por no poder competir con ellani en la palabra ni en el baile ni en elcanto ni en la actuación ni en laimitación ni en el estudio, me convertíen lector y en llanero solitario, en

estudiante promedio sin muchas dotes deexpresión oral, más bien inepto para losdeportes, y bueno desde entonces parauna cosa sola: redactar. Y al final veníaSol, que no salía aún de las neblinas dela infancia, todo el día metida en la casade unas primitas de la misma edad,Mónica y Claudia, que vivían en lamisma cuadra, jugando mamacitas conuna seriedad que ya se quisieran lasmadres, con fingidas hijas Barbies ycochecitos de juguete y trapos múltiplesy disfraces y muñecas de plástico. Enrealidad Solbia (le decíamos Solbiaporque su nombre completo es SolBeatriz) era más hija de los tíos que de

mi papá y mi mamá, y a veces, al pelear,aunque es la única médica de la casa, yuna persona estudiosa y profesional, sele salen unos modales no de galeno sinode ganadero, que sólo pudo heredar deltío Antonio, un finquero, y el hijo de miabuelo que más se parecía a él.

Hasta que a Dios, repito, o mejordicho al absurdo azar, le dio porenvidiar tanta felicidad, y descargó unrayo de ira despiadada sobre esa familiafeliz. Una tarde, al volver del trabajo,mi papá nos llamó a Sol y a mí. Estabaserio, más serio que nunca, pero no demal genio, sino con una mirada deprofunda preocupación, como con un

entripado, habría dicho mi mamá, y conlos tics alborotados en las manos y en laboca, signo de que el nerviosismo habíadado su golpe de estado en él. Algo muyraro debía estar pasando, pues nuncahacíamos nada así, sus llegadas solíanser lluvias de alegría, carcajadas,bromas, o música sombría y reparadoralectura ritual. Nada de eso esta vez: quevengan a dar una vuelta en el carroconmigo, dijo, seco, terminante. Él ibamanejando y después de dar muchasvueltas por las laberínticas calles deLaureles, paró en un callejón solitario,ya cerca de La América, llegando a lacalle San Juan. Apagó el carro y

empezó, despacio, girándose paramirarnos a los ojos:

—Les tengo que decir algo muy duroy muy importante—. El tono eradoloroso y mi papá hizo una pausa paratragar saliva—. Tienen que ser muyfuertes y tomarlo con calma. Miren, esdifícil de decir. Marta está muy enferma,es una enfermedad, se llama melanoma,es un tipo de cáncer, de cáncer en lapiel.

Yo, en vez de dominarme, saltécomo un resorte y dije lo peor, que fuelo primero que se me ocurrió:

—Entonces se va a morir.Mi papá, que no quería oír eso, ni

menos pensarlo, porque era lo que mástemía y lo que mejor sabía, en lo máshondo de él, que irremediablemente ibaa ocurrir, se enfureció conmigo:

—¡Yo no he dicho eso, carajo! Lavamos a llevar a Estados Unidos ypuede que se salve. Vamos a hacer todolo humanamente posible para salvarla.Ustedes tienen que ser fuertes, y serenos,y tienen que ayudar. Ella no sabe lo quetiene, y ustedes tienen que tratarla muybien, y no decir nada, al menos porahora, mientras la preparamos. Lamedicina ha progresado mucho y, siexiste alguna posibilidad, la vamos acurar.

Entonces empezaron cuatro meses deun dolor lacerante, de agosto adiciembre, del que ninguno de nosotrossalió igual.

Un cáncer, a los dieciséis años, y enuna muchacha así, como era Marta,producía en cualquiera un dolor y unrechazo insoportables. Hay un momentoen que la vida de los seres humanos sevuelve más valiosa, y ese momento, creoyo, coincide con esa plenitud que trae elfinal de la adolescencia. Los padres hanestado muchos años cuidando ymodelando la persona que los va arepresentar y a reemplazar; al fin esapersona empieza a volar sola, y como en

este caso, vuela bien, mucho mejor queellos y que todos los demás. La muertede un recién nacido, o la de un viejo,duelen menos. Hay como una curvacreciente en el valor de la vida humana,y la cima, creo yo, está entre los quincey los treinta años; después la curvaempieza, lenta, otra vez a descender,hasta que a los cien años coincide con elfeto, y nos importa un pito.

28

En Washington estaba el hospital quemás había experimentado con nuevostratamientos contra ese cáncertenebroso, el melanoma. Mi papá y mimamá vendieron cosas; el carro de mipapá y la primera oficina que mi mamáhabía comprado, en el edificio LaCeiba, con sus ahorros de años, parapoder disponer de fondos para eltratamiento. Varias parejas de amigos,Jorge Fernández y Marta Hernández,Fabio Ortega y Mabel Escovar, donEmilio Pérez, mi cuñado Fernando

Vélez, les entregaron miles de dólaresen efectivo, como un préstamo, sin fechade devolución, o como un regalo, y mipapá y mi mamá los recibieron conlágrimas en los ojos. Cuando volvieronde Estados Unidos, mi papá y mi mamádevolvieron los préstamos intactos, perollevarlos en la cartera les dabaseguridad. Estaban dispuestos a venderla casa, la finca, todo lo que teníamos, siel tratamiento de Marta era posible ydependía del pago, porque así era, y es,la medicina de allá, mejor para los quetengan más plata disponible. Pero nohabía plata que comprara la salud en esecáncer. Había esperanzas vagas, con una

droga nueva, en los primeros estadios deexperimentación, y se la empezaron adar en el hospital.

En Washington se hospedaron dondeEdgar Gutiérrez Castro, que les dejó elapartamento y se fue a vivir a un cuartoen la casa de un amigo. Cuando iba arecogerlos en el aeropuerto, de loansioso que estaba, se chocó, y cuandollegó en un taxi, mi papá, mi mamá yMarta ya no estaban ahí, se habían idoen bus hasta un hotel, creyendo que aEdgar se le había olvidado recogerlos.Él los rescató del hotel y los dejóinstalados en su apartamento, «por eltiempo que sea necesario», un acto de

generosidad que mi familia no olvida.Mi hermana Clara, que no vivía lejos, seles unió, y Jorge Humberto, su marido,llegaba también los fines de semana.Allí, en la terraza del apartamento deEdgar Gutiérrez, Marta, al fin, le hizo lapregunta fatídica a mi papá: «¿Papi,verdad que lo que yo tengo es uncáncer?». Y él, con los ojosencharcados de desesperación, sólopudo asentir con la cabeza, pero tambiénañadirle una mentira piadosa y quesonara verosímil: era cáncer, sí, perocomo era de la piel, la cosa erasuperficial, y muy tratable. Él no creíaque se fuera a morir. Mi papá quería que

ella ayudara con su ánimo a unaimprobable curación. Y ella ya nuncamás les volvió a preguntar. Desde esedía supo controlar su dolor y envolveren una remota esperanza sus ganas de nodesesperarse jamás. De hecho, intentóser feliz hasta el final.

Un fin de semana la llevaron depaseo, con autorización del hospital, aconocer Nueva York. Fueron con Claray estaban paseando por Manhattancuando a Marta le dio un mareo terribley un desmayo, con taquicardia. Tuvieronque llamar una ambulancia y volver enella hasta Washington. Ese solo regresode afán en ambulancia les costó lo

mismo que habían recogido por la ventadel carro de mi papá. No era nada, erauna reacción a la droga, que era unquímico muy fuerte, tal vez los primerostipos de quimioterapia.

Al fin en el hospital, cuandoencontraron que Marta ya teníametástasis, les dijeron que lo único quese podía hacer era esperar a ver losefectos de la nueva droga. Que podíanllevarse las dosis a Colombia e irmandando cada semana los exámenes delaboratorio al hospital, donde seríananalizados por los especialistas, y si erael caso, por teléfono les darían másindicaciones. Cuando Clara fue a

llevarlos al aeropuerto, el día delregreso, se despidió de Marta con unbeso largo, con un gran abrazo. Marta ledijo que tenía miedo, y Clara se rió deella, que no fuera boba, que todo iba asalir bien. Y se lo decía con una falsasonrisa feliz. Al volver hacia elestacionamiento, después de dejarlos enemigración, Clara sintió que algocaliente le rodaba por los muslos, unlíquido caliente. Fue corriendo al baño.Tenía una hemorragia incontenible, ríosde sangre que le rodaban de la vaginahasta el suelo y tuvo que ir al hospital (aotro, el de su pueblo) para que se lapudieran restañar, haciéndole un

curetaje, y hasta tuvieron que ponerlesuero, y transfusiones. Tal vez, dijeronlos médicos, estaba embarazada sinsaberlo y había tenido un abortoespontáneo. Era explicable, dijeron, porsu inmenso dolor.

Cuando volvieron de EstadosUnidos Marta se fue extinguiendo díatras día, muy despacio, paso a paso,como para que todos pudiéramos vermuy bien de qué manera la muerte se ibatomando su cuerpo centímetro acentímetro, en una muchacha linda de 16años, casi 17, que un año antes era laimagen de la vitalidad, de la salud y dela alegría, la figura perfecta de la

felicidad. Se fue poniendo cada día máspálida y más delgada, hasta quedar enlos huesos, cada día más adolorida ymás indefensa, y más frágil, hasta quecasi se evaporó. Hay períodos de lavida en los que la tristeza se concentra,como de una flor se dice que sacamos suesencia, para hacer perfume, o de unvino su espíritu, para sacar el alcohol.Así a veces en nuestra existencia elsufrimiento se decanta hasta volversedevastador, insoportable. Y así fue lamuerte de mi hermana Marta, que dejódestrozada a mi familia, tal vez parasiempre.

Su cáncer se lo habían descubierto

porque en el cuello, en la base delcráneo, por detrás, tenía unas bolitas enfila, mejor dicho un rosario, así dijeron,un rosario de bolitas de consistenciasemiblanda, que se sucedían uno trasotro, un rosario, sí, como los queempuñaban tío Luis y mi abuelitaVictoria, sí, un rosario de metástasis,eso era lo que nos enviaban mi Dios y laSantísima Virgen, después del Rosariode Aurora, después de los innumerablesrosarios en la casa de mi abuelita, unrosario de cáncer, eso, una sucesión deperlas mortales engarzadas a flor depiel. Eso se merecía esta niña feliz einocente por los pecados cometidos por

mi papá o por mí o por mi mamá, o porella o por mis abuelos y tatarabuelos opor quién sabe quién.

Marta estaba en las mejores manos,con lumbreras médicas del mundo,primero en Washington, y luego enMedellín, con los amigos y compañerosde mi papá en la Facultad de Medicinade la Universidad. El doctor Borrero,que era un sabio, el mejor internista dela ciudad, un pozo de ciencia que habíasalvado a miles de viejos y de niños yde jóvenes de todas las dolencias, de lasenfermedades más graves, de cáncer depulmón, de insuficiencia cardíaca orenal, pero que no podía hacer nada por

Marta. El doctor Borrero iba todas lastardes a la casa, y no ayudaba solamentea Marta, a paliar sus dolores, sino sobretodo a mi papá y mi mamá, para que nose enloquecieran de pesar. Iba tambiénAlberto Echavarría, el hematólogo, quehabía salvado niños de leucemiasferoces, y tratado anemias falciformes, ysalvado hemofílicos, pero que no podíahacer nada por Marta, sino limitarse asacarle sangre cada dos o tres días, parahacer unas tablas de valores sanguíneosque había que enviar periódicamente aEstados Unidos, para que allá pudieranver cómo estaba actuando la droga ycómo la enfermedad evolucionaba

lentamente hacia la muerte. EstabaEduardo Abad, gran neumólogo, tío demi papá, que curaba tuberculosos yenfermos de neumonía, pero que solopodía constatar el avance de lasmetástasis también en los pulmones deMarta. Y el doctor Escorcia, elcardiólogo más destacado, que habíasacado de la muerte a infartados, quehabía hecho cirugías de corazón abierto,que se estaba preparando para losprimeros trasplantes, pero que tampocopodía hacer nada por el corazón deMarta, que semana tras semana secomportaba peor, y empezaba a tenerarritmias, y taquicardias, y espasmos

momentáneos, y cosas así, porque quizáya las metástasis habían llegado tambiénallí, como al hígado, como a la garganta,como al cerebro, y eso fue lo peor.

Mi papá, a veces, se encerraba en labiblioteca y ponía a todo volumen unasinfonía de Beethoven, o alguna pieza deMahler (sus dolorosas canciones paraniños muertos), y por debajo de losacordes de la orquesta que sonaba contutti, yo oía sus sollozos, sus gritos dedesesperación, y maldecía el cielo, y semaldecía a sí mismo, por bruto, porinútil, por no haberle sacado a tiempotodos los lunares del cuerpo, por dejarlabroncear en Cartagena, por no haber

estudiado más medicina, por lo quefuera, detrás de la puerta cerrada conseguro, descargaba toda su impotencia ytodo su dolor, sin poder aguantar lo queveía, la niña de sus ojos que se le ibaesfumando entre sus manos mismas demédico, sin poder hacer nada porevitarlo, sólo intentando con milchuzones de morfina aliviar al menos suconciencia de la muerte, de ladecadencia definitiva del cuerpo, y deldolor. Yo me sentaba en el suelo, allado de la puerta, como un perrito al quesu amo no deja entrar, y oía sus quejidosque se filtraban por la ranura de abajo,que le salían a él de adentro, de muy

hondo, como del centro de la tierra, conun dolor incontenible, y luego al fincesaban, y seguía la música otro rato, yél salía otra vez, con los párpadosenrojecidos y con una sonrisa postiza enla cara, disimulando el tamaño sin fin desu dolor, y me veía ahí, «qué estáshaciendo ahí, mi amor», y me hacíalevantar, y me daba un abrazo, y subíadonde Marta con la cara feliz, aanimarla, yo entraba detrás, a decirleque seguro al otro día se iba a empezar asentir mejor, cuando la droga le hicieraefecto, cuando el remedio obrara, esapapilla inmunda, ese potaje blancuzcocon brillos iridiscentes que habían

traído de Estados Unidos y que ellatenía que tragarse con repugnancia, a lascucharadas, una droga en vías deexperimentación, que la ponía peor,mucho peor, y que al final no sirvió paranada, tal vez ni siquiera para la ilusión,y un día resolvieron suspenderla, porquesemana tras semana los exámenes queEcha, el hematólogo, le hacía, dabanpeor, y peor, y peor.

Marta, de vez en cuando, se animabaun poco. Estaba pálida, casitransparente, y cada día pesaba menos.Se le veía la fragilidad en cada dedo, encada hueso del cuerpo, en el pelo rubioque se le caía a jirones. Pero algunas

mañanas de sol salía al patio,caminando muy despacio, casi como unaanciana, y pedía la guitarra, y cantabauna canción muy dulce, de tema alegre, ymientras ella cantaba los colibríesvenían a hacer el recorrido de las flores.Después ya no podía moverse delcuarto, pero de tarde en tarde, a veces,pedía la guitarra, cantaba una canción.Si estaba mi papá, le cantaba siempre lamisma, una de Piero, esa que empieza,«Es un buen tipo mi viejo[…]». Y si no,las canciones de su grupo, de Ellas, ocanciones de Cat Stevens, de LosCarpenters, de los Beatles y de EltonJohn. Hasta que un día Marta pidió la

guitarra, intentó cantar, y no le salió lavoz. Entonces le dijo a mi mamá, conuna sonrisa tristísima en los ojos:

—Ay, mami, creo que nunca másvoy a volver a cantar.

Y nunca volvió a cantar, porque yano le salía la voz.

Un día empezó a ver mal. «Papi, noestoy viendo nada», dijo, «solo luces ysombras que se mueven por el techo delcuarto, me estoy quedando ciega». Lodecía así, sin dramatismo, sin llanto, conlas palabras precisas. Mi mamá dice quesalió del cuarto despavorida, que searrodilló en la sala, en el suelo y lepidió un milagro, un solo favor, a Santa

Lucía, aunque se llevara a Marta, pues,pero que no se la llevara ciega. Al díasiguiente Marta volvió a ver y comoluego se murió el 13 de diciembre, quees el día de Santa Lucía, mi mamá nuncaha dudado de ese pequeño milagro. Loshumanos, en el dolor más hondo,podemos sentirnos confortados si en lapena nos conceden una rebaja menor.

Las enfermedades incurables nosdevuelven a un estado primitivo de lamente. Nos hacen recobrar elpensamiento mágico. Como nocomprendemos bien el cáncer, ni lopodemos tratar (y mucho menos en 1972,cuando Marta se murió), atribuimos su

súbita aparición incomprensible apotencias sobrenaturales. Volvemos atener ideas supersticiosas, religiosas:hay un Dios malo, o un demonio, que nosenvía un castigo bajo la forma de uncuerpo extraño: algo que invade elcuerpo y lo destruye. Entonces se leofrecen sacrificios a esa deidad, se lehacen promesas (dejar el cigarrillo, irde rodillas hasta Girardota y besarle lasllagas al Cristo milagroso, comprarleuna corona de oro engastada de piedraspreciosas a la Virgen), se le recitanplegarias, se exhiben muestras dehumillación en medio de las peticiones.Como la enfermedad es oscura, creemos

que sólo algo aún más oscuro la podrácurar. Así, por lo menos, ocurría entrealgunas personas de la familia. Y en ladesesperación, cualquier opción eraposible: que había una médium en Belénque había hecho curaciones milagrosas:tráiganla. Que un chamán del Amazonashabía obrado prodigios con un menjurjehecho a base de raíces: que se lo tome.Que hay una monja o un cura que tienencomunicación directa con el Señor y Élatiende sus súplicas: que vengan y receny les daremos limosna. No sólo la drogade Washington se ensayó en mi casa;todo lo ensayaron, desde brujos hastabioenergéticos, hasta ritos religiosos de

todas las pelambres sin descartar laextremaunción. Aunque con un fondo dedesesperación, más que de desconfianza,todo lo intentaron, pero nada sirvió denada. Mi papá, obviamente, no creía enestas magias, pero dejaba que las otraspersonas de la familia probaran con loque quisieran, siempre y cuando lostratamientos sugeridos no fueran nidañinos ni molestos para Marta. Élsabía muy bien lo que estaba pasando ypodía pronosticar también lo que iba apasar, y ya el mismo doctor Borrero, elinternista que veía a mi hermana, lohabía dicho desde agosto, con unabrutalidad que tenía mucho de

generosidad, porque al menos no creabafalsas expectativas: «La niña estarámuerta en diciembre, no hay nada quéhacer».

Al caer la tarde, todos los díasmenos los fines de semana en que lareemplazaba mi hermana Maryluz,llegaba a mi casa la tía Inés, hermana demi papá. Como no le bastaba, a vecesvenía también por la mañana. Viuda y,como se dice, más buena que el pan, erauna mujer madura, dulce y discreta,cariñosa sin empalagos, que se habíadedicado, solamente, a hacerles el biena los demás. Desde que Marta volvió deEstados Unidos, se dedicó a cuidarla,

todas las noches, sin falta, con undescanso la noche del sábado y deldomingo, en que para cuidarla seturnaban mis hermanas mayores,Maryluz, y Clara desde noviembre,cuando volvió de Morgan Town. Mishermanas iban adelgazando al mismopaso que Marta y al final quedaron caside su mismo peso, Clara de 35 kilos yMaryluz de 36, mientras que mi papá,por una reacción contraria, en tres mesessubió dos tallas de camisa y una devestido, pues no paraba de comer yterminó redondo como un barril.

A Marta le gustaba mucho lacompañía de la tía Inés, porque ella

sabía tratar a los enfermos, y hablabapoco. Si se desvelaba por la noche, yquería que le hablaran, la tía le contabaalgo. Le contaba, por ejemplo, lahistoria de su marido. Olmedo, quehabía muerto mientras huía de lospájaros conservadores, que lo estabanpersiguiendo para matarlo, por el solohecho de ser liberal, y la historia de sucuñado, Nelson Mora, el mejor amigode mi papá, que había sido asesinadopor los pájaros conservadores, en elnorte del Valle, cerca de Sevilla. La tíaInés había sido feliz muy pocos años,pero había alcanzado a tener dos hijos,Lida y Raúl. Mientras la acompañaba y

cosía, pensaba que Dios le había dado aella más que a Marta, que sólo habíaalcanzado a tener dos novios, AndrésPosada y Hernán Darío Cadavid, perono marido, ni hijos. Marta le consultabasobre ellos, porque a estas alturas noestaba segura de a cuál de los dosquerer, pues los dos le gustaban porigual, Andrés porque era un granmúsico, y Hernán Darío porque erahermoso. Hasta que ya no se hizo másconflictos y decidió quererlos a los dos.

Andrés y Hernán Darío iban todoslos días a la casa, en horarios distintos,al principio, Andrés por la mañana yHernán Darío por la tarde, hasta que ya,

en el último mes, iban al mismo tiempo,y uno le cogía una mano por el ladoderecho, y el otro la otra, por elizquierdo. Andrés le cantaba cancionesde Serrat. Hernán Darío la hacía reír.Mi hermana le explicaba a la tía Inés,que se sorprendía un poco al ver esaescena, aunque le parecía hermosa, dequé manera los quería a los dos. Unanoche, mientras la tía Inés iba tejiendoel tapete que ella y mis hermanascosieron durante esos meses de vigilia,y que todavía conserva como un tesoro,Marta le explicó que Andrés era su amordel alma, el espiritual, y que HernánDarío era el amor del cuerpo, el

pasional, así lo recuerda mi tía, y que legustaba tenerlos a los dos. Era como siMarta hubiera leído a Platón, esediálogo que a mi papá tanto le gustaba,sobre el amor, que algún día él me leyóen voz alta, años después, donde sehabla de las dos diosas del amor.Pandémica y Celeste, que son como unaconstante de nuestra psiquis más honda,de esa alma ya formateada que traemosal mundo al nacer, gracias a la cualtodos nos entendemos, y por la cual todoconocimiento tiene algo de recuerdoimperfecto.

Una noche de domingo, como todaslas noches de domingo, mi hermana

Maryluz estaba acompañando a Marta enla madrugada. Maryluz era muy joven;se había salido del colegio para casarsecon Fernando, sin terminar el último añode bachillerato. Tenía 20 años, pero yatenía un hijo, Juanchi, que era el nietomayor y la nueva adoración de mi papá,su única alegría y su mayor consuelo enesos meses de desgracia. A los diezmeses de la muerte de mi hermana tuvotambién una niña, a la que le pusieron elmismo nombre de ella, Marta Cecilia, yque heredó como por arte de magia sualegría y su dulzura. Después de lamuerte de su hija, mi papá volcó sobrelos nietos ese inmenso amor perdido, y

les dedicó días y noches enteras, lesescribió poemas y artículos, y definió elamor por ellos como algo superior alamor mismo, en páginas tan exaltadasque llegaban casi al límite de lacursilería. Pero esa madrugada dedomingo mi hermana enferma, antes delamanecer, se despertó muy mal, connáuseas, y tuvo un ataque de vómitosobre las sábanas. Maryluz vio elvómito y se alarmó, salió corriendo adespertar a mi papá:

—¡Ay, papi, papi, rápido, vení, veníque Marta vomitó el hígado!

A mi papá, tal vez por primera vezen muchos meses, le dio risa.

—Mi amor, imposible, el hígado nose vomita.

—Sí, papi, sí, vení y verás, que allílo tengo —gritaba Maryluz.

Mi hermana mayor había puesto elhígado en una vasija blanca, metálica,donde se ponían las agujas hervidaspara las inyecciones. Era una masa roja,porosa, del tamaño de un puño. Lo quepasaba era que Marta, en los últimosdías, lo único que aceptaba comer erasandía. No recibía ninguna otra comidaque no fuera sandía, porque no lepasaba, tanto que nuestros tíos deCartagena, Rafa y la Mona, enviabancada semana montones de sandías

(patillas, decían ellos) para que Martapudiera comer de las mejores del país.Y lo que había vomitado era un trozo desandía, que parecía un hígado. Tal vezfue la única vez en esos meses que nospudimos reír, por la inocencia deMaryluz, que aunque era ya una señora,con un hijo a cuestas, seguía siendo unaniña de veinte años.

Las sandías no venían solas, sinoque todos los viernes llegaban con miprima Nora, que tenía la misma edad deMarta, era su mejor amiga, y todos losviernes los tíos la mandaban en aviónpara que pasara con ella el fin desemana. «Ahí te mando lo mejor que

tengo», le decía el tío Rafa a mi mamá, yNora llegaba con su muda de ropa y lacaja de patillas. Muchas amigas deMarta tenían detalles así. Como mihermana había dicho que su florpreferida eran las rosas rosadas (las quedespués mi papá se dedicaría a cultivarveinte años más, como en una oraciónprivada con su hijita muerta) variaspersonas le llevaban una cada día: ClaraEmma Olarte, una compañera delcolegio, y también sus dos «suegras»,María Eugenia Posada, la mamá deAndrés, y Raquel Cadavid, la mamá deHernán Darío.

29

Marta empezó a ver mal a principios dediciembre. El neurólogo dijo que habíaya metástasis en el cerebro, y queprobablemente alguna, en algúnmomento, había obstruido algunassinapsis en la zona de la visión, peroque por suerte, de alguna manera, lasconexiones se habían restaurado poralgún otro camino. Ella se murió eltrece, al anochecer, y esas últimas dossemanas fueron de grandes dolores,convulsiones, malestar. Mi hermana, sinembargo, nunca habló de la muerte, y ni

quería morirse ni pensaba que se fuera amorir. Su malestar, su fiebre y susdolores, creía, era la forma que tenía sucuerpo para curarse. Cuando le dabantaquicardias se asustaba, y pedía que lallevaran a la clínica, para no irse amorir. Después le pedía confirmación ala tía de que esa enfermedad, como erade la piel, era muy superficial, y por lotanto era curable. Tanto mi tía, como mipapá y mi mamá, le decían que sí, queclaro que sí, aunque ellos mismos, aldecírselo, se murieran por dentro.

Cuando Marta entró en agonía mipapá nos reunió a todos los hermanos,en la biblioteca, y a cada uno nos dijo

una mentira. A Maryluz le dijo que comoera la mayor, y ya tenía un bebé de unaño, más trágico habría sido que ella semuriera; a Clara le dijo lo mismo, queporque ya estaba casada y había armadouna familia; a Eva casi ni supo quédecirle, salvo que ella era másimportante para mi mamá que Marta; amí, que por ser el único hijo hombre, y aSol, que por ser la menor. Entonces, enmedio de todo, debíamos considerarnosafortunados, y ser muy fuertes, porque lafamilia había sobrevivido, y nossobrepondríamos. Marta, nos dijo, seríala leyenda más hermosa de la historiafamiliar. Creo que fue una reunión con

mentiras inútiles y consuelos inventados,que nunca debió hacer.

El día de su muerte, en el cuarto,estaban, además de mi papá y mi mamá,la tía Inés, Hernán Darío, el noviocarnal, que ese día se había peluquiado,y Marta siempre decía que los hombresrecién motilados traían mala suerte, y eldoctor Jaime Borrero (que durante seismeses fue a verla todos los días, sincobrar un centavo, sin hacer otra cosaque intentar atenuar sus sufrimientos, ylos nuestros). Él siempre me decía:«Usted tiene que ser fuerte, y ayudarle asu papá, que está destrozado. Sea fuertey ayúdele». Yo decía que sí con la

cabeza, pero no sabía cómo ser fuerte, nimucho menos cómo podría ayudarle a mipapá. Mi papá lo único que hacía eraponerle morfina y más morfina a mihermana. Fuera de esto, y de mimarla, yanimarla, no podía hacer nada más,salvo mirar cómo se iba yendo, día trasdía, noche tras noche. La droga le dabauna sonrisa de serenidad en la cara a mihermana, pero cada día necesitaba más ymás para estar bien algunas horas. Ya nohabía partes de su cuerpo sin chuzones,los glúteos, los brazos, los muslos, eranun reguero de punzadas rojas, como si sela hubieran comido las hormigas. Mipapá estaba siempre en busca de algún

sitio para poderlo poner otra inyección,y exigía una asepsia de quirófano, en susmanos y en las agujas, que hervíandurante horas, para que no se le fueran ainfectar los chuzones. No eran los años,todavía, de las jeringas desechables.

Esa última tarde, cuando el doctorBorrero dijo que Marta estabaagonizando, y autorizó a mi papá a quele pusiera más morfina, una dosis muyalta, para que no sufriera, ocurrió algocasi absurdo. No había una agujahervida, desinfectada, y mi papá seenfureció con mi mamá, y con la tía Inés,y tronaba porque no había una agujalimpia que sirviera para ponerle la

morfina a su hija, carajo, hasta que eldoctor Borrero, muy dulce, pero firme,le tuvo que decir, «Héctor, eso ya noimporta». Y por primera y última vez enesos tres meses de morfina mi papácometió la falta de higiene de ponerle ami hermana una inyección sin la jeringani la aguja hervida. Cuando acabó deentrar el líquido, mi hermana, sin deciruna palabra, y sin abrir los ojos, sinconvulsiones ni ronquidos, dejó derespirar. Y mi papá y mi mamá, al fin,después de seis meses de estarseconteniendo, pudieron echarse a llorardelante de ella. Y lloraron y lloraron ylloraron. Y todavía hoy, si él estuviera

vivo, lloraría al recordarla, tal como mimamá no ha dejado de llorar, ni ningunode nosotros, si lo vuelve a pensar,porque la vida, después de casos comoeste, no es otra cosa que una absurdatragedia sin sentido para la que no valeningún consuelo.

Dos entierros

30

¡«Alegría, Alegría, Alegría!». Un truenoen la voz, desde el púlpito, con elmicrófono y los amplificadores quellenaban todas las naves de la iglesiacon esa sola palabra. La repitió unasdiez veces, a veces alternándola con ellatín: ¡«Alegría, Aleluya, Alegría!». Eraun primo hermano de mi mamá, elobispo de Santa Rosa de Osos, JoaquínGarcía Ordóñez. Pretendió despedir asía Marta, dizque con inmensa felicidadporque su alma acababa de llegar alreino de los cielos, y había gran

alborozo en el más allá, él lo podía ver,porque Marta se uniría a los ángeles y alos santos para cantar con ellos lasglorias al Señor. Gritaba ¡Aleluya,Aleluya, Alegría!, ante una iglesia llenade personas que solamente podían llorary oír a ese alegre obispo alucinado, contodos sus atuendos más lujosos, rojos,verdes, morados, más que incrédulos,estupefactos. «¡Alegría, Aleluya,Alegría! A veces Dios nos hiere en loque más amamos, para recordarnos loque le debemos. Alegría, aleluya,alegría».

En ese momento del sermón mi papáme dijo, en un murmullo: «No aguanto

más, me voy a salir un rato», y mientrasmonseñor explicaba por qué estaba tanalegre (yo me pregunto si su alegría nosería sincera, y precisamente ocasionadapor la dicha de vernos sufrir así), mipapá y yo nos salimos al atrio de laiglesia de Santa Teresita, en Laureles, ynos quedamos ahí un rato, al sol, bajo elindiferente azul del cielo, en uno de esosdías radiantes de diciembre, radiantecomo García Ordóñez, sin hablar, sinoír las palabras del obispo, hasta quelas tres del cuarteto Ellas, durante lacomunión, empezaron a cantar las dulcescanciones del grupo, y volvimos aentrar, para sentir el único consuelo que

se siente en la tristeza, que es el dehundirse más en la tristeza, hasta ya nopoderla soportar.

El presente y el pasado de mifamilia se partieron ahí, con ladevastadora muerte de Marta, y el futuroya no volvería a ser el mismo paraninguno de nosotros. Digamos que ya nofue posible para nadie volver a serplenamente feliz, ni siquiera pormomentos, porque en el mismo instanteen el que nos mirábamos en un rato defelicidad, sabíamos que alguien faltaba,que no estábamos completos, y queentonces no teníamos derecho a estaralegres, porque ya no podía existir la

plenitud. Hasta en el límpido cielo delverano habrá siempre en alguna partedel horizonte, para nosotros, una nubenegra.

Supe años después que desde esafecha mi papá y mi mamá no volvieronnunca más a hacer el amor, como si yaesa dicha, también, les hubiera quedadovedada para siempre. Seguían siendoamorosos el uno con el otro, sin duda, enalgunas mañanas de domingo en que sedemoraban en la cama, y todos lopodíamos ver en su abrazo cálido,fraternal, pero lo que no podíamos verera que también su plena intimidad sehabía perdido definitivamente con la

muerte de Marta.El 29 de enero de 2006 voy a

almorzar, como casi todos los domingos,con mi mamá. Mientras nos estamostomando en silencio la sopa, ella mesuelta esta frase:

—Hoy Marta está cumpliendo 50años.

Mi mamá ha seguido llevándole lacuenta. Mi hermana nunca pasó de los16 años (le faltaba un mes largo paracumplir 17) y es incluso dos años másjoven que mi hija mayor, pero mi mamádice: «Hoy Marta está cumpliendo 50años». Y yo recuerdo la pequeña hojade oro que mi papá mandó fundir para

los médicos y familiares que laatendieron durante su enfermedad(Borrero, Echavarría, Inés y EduardoAbad), como agradecimiento. Decía:«No es la muerte la que se lleva a losque amamos. Al contrario, los guarda ylos fija en su juventud adorable. No esla muerte la que disuelve el amor, es lavida la que disuelve el amor». Fija en sujuventud y constante en el amor, ese día,en silencio, mi mamá y yo celebramossin velas y sin helado los 50 años deMarta, esa niña muerta que mi papá,para consolarse, decía que no habíaexistido nunca, que era sólo una hermosaleyenda.

31

Quince años más tarde, en la mismaiglesia de Santa Teresita, nos tocóasistir a otro entierro tumultuoso. Era el26 de agosto, y la tarde anterior habíanmatado a mi papá. Lo velamos, primero,en la casa de mi hermana mayor,Maryluz, la última parte de la noche,después de que en aquella morgue de miinfancia (la misma donde me habíallevado a conocer un muerto, como siquisiera prepararme para el futuro), yaen la madrugada, nos entregaron elcadáver. Por la mañana, como suele

suceder en este país de catástrofesdiarias, muchas emisoras de radioquerían hablar con algún miembro de lafamilia. La única que tuvo la suficienteserenidad para hacerlo fue mi hermanamayor. Mientras la entrevistaban,algunos funcionarios (el alcalde, elgobernador, algún senador) le daban lascondolencias al aire. Después pusieronen directo también al arzobispo deMedellín, monseñor Alfonso LópezTrujillo. Éste le dijo a mi hermanacuánto lamentaba esta desgracia y lerecomendó resignación cristiana. Mihermana, que es muy católica, se loagradeció en directo.

Pero muy pocas horas más tarde,hacia las diez de la mañana, de laiglesia de Santa Teresita, la parroquiade mi mamá y de mis hermanas, leshicieron saber con una llamada porteléfono que la misa de difuntosprogramada para las tres, no se podríarealizar. El cardenal López Trujillohabía hecho una llamada paraprohibírselo explícitamente al párroco,en vista de que mi papá no era creyente,y considerando que nunca iba a misa niallí ni en ninguna parte. No teníasentido, dijo el arzobispo, que se lehiciera una ceremonia religiosa aalguien que se había declarado

públicamente ateo y comunista. Esto, enrealidad, no era cierto, pues en sus rarasprofesiones de fe, por contradictorio quepueda sonar, mi papá siempre se declaró«cristiano en religión, marxista eneconomía y liberal en política».

La misa de difuntos iba a decirla mitío Javier, el hermano sacerdote de mipapá, y él ya había llegado de Cali paracelebrarla y acompañarnos. Al enterarsede la orden del cardenal, el tío deinmediato salió para la iglesia y se pusoa discutir con el párroco. Él mismo,personalmente, asumiría toda laresponsabilidad ante el arzobispo, perosería una infamia con la familia cancelar

esta especie de consuelo. Para Javierera suficiente que mi mamá y mishermanas, todas católicas practicantes,quisieran esa ceremonia y ese entierro.El entierro religioso no es para elmuerto, sino para sus deudos yparientes, así que las creencias delmuerto importan poco si quienes losobreviven prefieren que se le hagacierto tipo de funeral. Es cierto, a unateo es una ofensa que lo obliguen —cuando ya no puede decidir— a asistir(es un decir) a una misa de despedida, yyo no quisiera que nunca me lo hicieran.Pero, ante todo, mi papá no sabía sicreía o no, y además, lo más ofensivo e

inclemente era negar ese consuelo —porirracional e iluso que sea— a una viudacreyente que quiere aliviar susufrimiento con la esperanza de unanueva vida. El cardenal, con su ordendespiadada, parecía pronunciar laspalabras con que Creonte quiso dejarinsepulto al hermano de Antígona:«Nunca el enemigo, ni después demuerto, es amigo». Y mi tío, el hermanode mi papá, parecía decir las palabrasde Antígona, la hermana de Polinices:«No he nacido para compartir odio, sinoamor».

Yo no me enteré de nada de estohasta varios días después, por una carta

de protesta que mi mamá estabaredactando para López Trujillo, y alleerla pude repetir una vez más en vozalta el apelativo que siempre se meviene a la cabeza cuando pienso en estecardenal, hoy presidente en Roma delConsejo Pontificio para la Familia, elapelativo que mejor le cuadra, y queaquí no repito por consejo de mi editor ypara evitar una demanda por injuria(aunque no por calumnia). El párroco,aunque asustado, consintió en hacerse elde la vista gorda, y abrió las puertas dela iglesia para que mi tío pudiera decirla misa, y para que los miles y miles depersonas condolidas pudieran entrar a

rendirle un tributo a mi papá. Había unamultitud pues la familia y muchas otraspersonas habían invitado a laconmemoración por medio de avisos enla prensa, y el asesinato habíaconmovido a la mejor parte de laciudad, así hubiera alegrado a unospocos. El párroco puso una condición,eso sí, y era que al menos no hubieramúsica, pues una misa cantada sería unexceso de tributo al muerto. Mi tíoJavier, a esto, no le respondió nada,pero cuando el coro de la Universidad, yvarios músicos allí reunidos más omenos espontáneamente, empezaron acantar y a tocar, no los detuvo. Su

sermón, entre chorros de lágrimas, fuetriste y hermoso. Habló del martirio desu hermano, de la defensa hasta lamuerte de sus convicciones, del extremosacrificio a causa de un sentimientoprofundo de compasión humana y derechazo de la injusticia. Expuso,convencido de lo que decía, que en elmás allá no se condenaría a este hombrejusto, como habían hecho algunos aquí.Esta vez no oímos gritos de alegría,aleluya, alegría, sino murmullos y frasesentrecortadas que intentaban decir loque todos sentíamos, una profundatristeza. Ese acto de valor, y ese toquede rebeldía, en un cura del Opus, es algo

que siempre le agradeceremos al tíoJavier. Y mi mamá y mis hermanastuvieron ese consuelo, tan ajeno a mí,que da la esperanza en una justiciasobrenatural restablecida en otro mundo,en una recompensa por las buenas obras,y un posible reencuentro en otra vida.Yo esa consolación no la sentí, ni lapuedo tener, pero la respeto como algotan arraigado en mi casa como el buenapetito o como el orgullo por todas lascosas que mi papá hizo en su paso por elmundo.

Años de lucha

32

No sé en qué momento la sed de justiciapasa esa frontera peligrosa en que seconvierte también en una tentación demartirio. Un sentimiento moral muyelevado corre siempre el riesgo dedesbordarse y caer en la exaltación delactivismo frenético. Una confianzaoptimista muy marcada en la bondad defondo de los seres humanos, si no estáatemperada por el escepticismo de quienconoce más en profundidad lasmezquindades ineludibles que seesconden en la naturaleza humana, lleva

a pensar que es posible edificar elparaíso aquí en la tierra, con la «buenavoluntad» de la inmensa mayoría. Yesos reformadores a ultranza,Savonarolas, Brunos, Robespierres,pueden llegar a ser personas que hacen,a su pesar, más mal que bien. Ya MarcoAurelio decía que los cristianos —loslocos de la Cruz— obraban muy mal alllegar hasta el sacrificio por una simpleidea de verdad y de justicia.

Estoy seguro de que mi papá nopadeció la tentación del martirio antesde la muerte de Marta, pero después deesa tragedia familiar cualquierinconveniente parecía pequeño, y

cualquier precio ya no parecía tan altocomo antes. Después de una grancalamidad la dimensión de losproblemas sufre un proceso deachicamiento, de miniaturización pues anadie le importa un pito que le corten undedo o que le roben el carro si se le hamuerto un hijo. Cuando uno lleva pordentro una tristeza sin límites, morirseya no es grave. Aunque uno no se quierasuicidar, o no sea capaz de levantar lamano contra sí mismo, la opción dehacerse matar por otro, y por una causajusta, se vuelve más atractiva si se haperdido la alegría de vivir. Creo quehay episodios de nuestra vida privada

que son determinantes para lasdecisiones que tomamos en nuestra vidapública.

Su amor excesivo por los hijos, sumismo amor exagerado por mí, lollevaron, algunos años después de lamuerte de mi hermana, a comprometersehasta la locura con batallas imposibles,con causas desesperadas. Recuerdo porejemplo la de un desaparecido, el hijode doña Fabiola Lalinde, un muchachoque tenía casi la misma edad mía, en laque se metió con una justicieraobstinación de padre. Quizá por esamisma coincidencia entre nuestrasedades, a mi papá le resultaba

insoportable que no hubiera quienquisiera ayudar a esa mamá que buscabaa su hijo sin el apoyo de nadie, con lasola fuerza de su amor, de su tristeza yde su desesperación.

La compasión es, en buena medida,una cualidad de la imaginación: consisteen la capacidad de ponerse en el lugardel otro, de imaginarse lo quesentiríamos en caso de estar padeciendouna situación análoga. Siempre me haparecido que los despiadados carecende imaginación literaria —esacapacidad que nos dan las grandesnovelas de meternos en la piel de otros—, y son incapaces de ver que la vida

da muchas vueltas y que el lugar delotro, en un momento dado, lo podríamosestar ocupando nosotros: en dolor,pobreza, opresión, injusticia, tortura. Simi papá fue capaz de compadecer adoña Fabiola y a su hijo desaparecido,fue porque él era muy capaz de imaginarlo que sentiría si estuviera en unasituación así, con una hermana mía oconmigo en ese lugar de nieblas de losdesaparecidos, sin ninguna noticia,ninguna palabra, sin siquiera la certeza yla resignación ante la muerte que da uncuerpo inerte. La desaparición dealguien es un crimen tan grave como elsecuestro o el asesinato, y quizá más

terrible, pues la desaparición es puraincertidumbre y miedo y esperanza vana.

Después de la muerte de mi hermanael compromiso social de mi papá se hizomás fuerte y más claro. Su pasión dejusticia creció y sus precauciones ycautelas se redujeron a nada. Todo estoaumentó aún más cuando mi hermanamenor y yo entramos a la Universidad y,si no me engaño, ya podía decirse que sucompromiso de crianza con nosotroshabía concluido. «Si me mataran por loque hago, ¿no sería una muertehermosa?», se preguntaba mi papácuando algún familiar le decía que seestaba exponiendo mucho en sus

denuncias de torturas, secuestros,asesinatos o detenciones arbitrarias, quefue a lo que se dedicó en los últimosaños de su vida, a la defensa de losderechos humanos. Pero él no iba arenunciar a sus denuncias por nuestrosmiedos, y estaba seguro de que estabahaciendo lo que tenía que hacer. Comodecía Leopardi: «Hay que tener muchaestima por sí mismo para ser capaz desacrificarse a sí mismo».

La primera lucha que emprendiódespués de la muerte de Marta fue con laAsociación de Profesores de laUniversidad de Antioquia, de la que erapresidente, y desde la cual lideró un

paro de profesores, apoyado por losestudiantes, en defensa de su categoría ycontra un rector astuto y reaccionario,Luis Fernando Duque, viejo alumno demi papá en su misma especialidad,Salud Pública, y por un tiempo supuestoamigo suyo, pero luego enemigoacérrimo y contrincante hasta el límitedel odio.

Esto ocurrió a finales del 73 yprincipios del 74 (Marta se habíamuerto en diciembre del 72), duranteuna de esas crisis cíclicas que padece laUniversidad Pública en Colombia. Elpresidente de la Asociación, en el 73,era Carlos Gaviria, un joven profesor de

Derecho que desde entonces se volvióun amigo entrañable de mi casa. Eseaño, en un enfrentamiento de losestudiantes con el Ejército, que habíaocupado la ciudad universitaria pororden del rector, los soldados habíanmatado a Luis Fernando Barrientos, unestudiante, y esa muerte habíadesembocado en un motín. Losestudiantes, furiosos, se tomaron eledificio de la rectoría, dejaron sobre elescritorio del rector al estudiantemuerto, que habían paseado en hombrospor todo el campus, y despuésincendiaron la sede administrativa de laUniversidad.

Carlos Gaviria, como presidente dela Asociación de Profesores, escribióuna carta que después, toda la vida, lehan sacado en cara para acusarlo deincendiario, pero que tenía unaargumentación y un propósito muyclaros. Su tesis era que, en medio de unaserie de hechos irracionales, losestudiantes habían hecho algo irracional,que era la quema del edificio, pero quelo más irracional de todo no había sidoesto, sino el asesinato del estudiante,que le parecía aún más grave, y que elculpable de todo era un rectorreaccionario. Duque, que quería sometera la Universidad a su talante autoritario,

destituyendo a los profesores deavanzada y pretendiendo que el Ejércitopatrullara día y noche la ciudaduniversitaria.

Pocos meses después mi papásucedió a Carlos en la presidencia de laAsociación de Profesores, que tuvo queenfrentarse al nuevo estatuto profesoraldecretado unilateralmente por el rectorDuque, quien había aprovechado unperíodo de Estado de Sitio en el paíspara dictarlo, y mediante el cual laestabilidad laboral y académica de losprofesores quedaba sin piso. El rector ylos decanos podían destituir a losprofesores casi con cualquier pretexto,

según el nuevo estatuto, y lo más graveera que lo empezaron a usar paradestituir, enmascarado en motivosacadémicos o disciplinarios, a todos losprofesores progresistas. La libertad decátedra había desaparecido, y a losprofesores les vigilaban,ideológicamente, mediante visitasperiódicas y no anunciadas a las clases,lo que enseñaban en sus cátedras.

El Ejército seguía ocupando laUniversidad, y los de la Asociación senegaban a dar clase con la presencia delas fuerzas armadas. Luis FernandoVélez, profesor de Antropología, ytambién miembro de la junta de la

Asociación, dijo una vez que él senegaba a dar clase con la presencia delEjército Nacional, y también con lapresencia del Ejército de LiberaciónNacional, porque en esos días laguerrilla intentaba también meterse en elrecinto de la Universidad para aumentarel caos y el desorden.

Fue una lucha larga, al final delgobierno de Misael Pastrana, y por unmomento pareció que el rector laganaría. Más de doscientos profesores,encabezados por Carlos y mi papá,fueron destituidos de sus cargos a raízde la huelga. Ese momento coincidió,por suerte, con la llegada al poder de un

presidente liberal, López Michelsen. Mipapá, que años atrás había sido militantede una disidencia del liberalismoliderada por López, el MRL(movimiento revolucionario liberal),pudo contar con un aliado en el vérticedel gobierno. Al fin el destituido fue elrector Duque, y por una vez losprofesores pudieron cantar victoria enuna larga lucha gremial. Fueronrestituidos a sus cargos los doscientosprofesores echados a la calle, entre losque estaban algunos de los mejoresprofesores de la Universidad (JaimeBorrero, Bernardo Ochoa y mi papá enMedicina, Carlos Gaviria y Luis

Fernando Vélez en Derecho, HugoLópez, Santiago Peláez y Rafael Aubaden Economía, Darío Vélez enMatemáticas). La libertad de cátedra,que pretendía ser negada por Duque, sesalvó en ese año, aunque luego elministro de Educación cometiera elerror de ampliar los cuposuniversitarios hasta excesos populistas,y la Universidad, para poder atender alcúmulo de estudiantes nuevos queentraban, se llenó de profesores malpreparados, en buena parte de extremaizquierda (de una izquierda guerrera ypoco amante de la academia), queempezaron a ver a personas, como

Carlos Gaviria y mi papá, comoprofesores burgueses, decadentes,retardatarios y conservadores,simplemente porque defendían el estudioserio y no estaban de acuerdo con elexterminio físico de explotadores ycapitalistas. En pocos años se pasó deun extremo a otro, y la Universidadperdió nivel porque muchos de losprofesores mejor formadosacadémicamente, prefirieron salirse yfundar universidades privadas ovincularse a las ya existentes, antes quetener que soportar a estos nuevosextremistas, ahora de la peor izquierdacercana a la violencia.

Accidentes decarretera

33

El día de mi grado de bachillerato —yoacababa de cumplir dieciocho años yera el mes de noviembre de 1976—, alir hacia el colegio en el carro que mehabían prestado en la casa, un Renault 4amarillo, si mal no recuerdo, atropellé auna señora entre Envigado y Sabaneta:doña Betsabé. Ella salía de misa con lacachirula sobre los hombros y un misalen la mano. Se despedía de sus amigas ycaminaba de espaldas hacia la calle, sinmirar. Yo frené, me paré en el freno,mejor dicho, las llantas chirriaban, el

carro coleaba e intenté llevarlo hacia elotro lado de la vía, a la cuneta, perocogí a esta señora de lleno y ella volóhacia arriba. Su cuerpo de espaldas,entero, golpeó primero contra elguardachoques, voló después hacia elparabrisas, lo rompió en mil añicos,entró brevemente hacia donde yo estabacon mi primo Jaime, y rebotó haciaafuera, donde cayó, inerte, sobre elasfalto. Todos gritaban, las beatas quesalían de la iglesia con ella, lospasantes, los curiosos: «¡La mató, lamató, la mató!». Una multitud seaglomeraba alrededor del cadáver, yempezaban a mirarme y a señalarme,

amenazantes.Yo me había bajado del carro y

estaba inclinado sobre ella. «¡Hay quellevarla al hospital!», gritaba yo.«¡Ayúdenme a subirla al carro!», ynadie me ayudaba, ni siquiera mi primoJaime, que estaba como alelado despuésdel impacto. Pasó una camioneta, deesas que tienen un volco destapadodetrás. Mi primo al fin me ayudó asubirla y ahí la descargamos. Yo me fuiatrás con ella, solo, creyéndola muerta.Un hueso, la tibia, le salía rasgándole lapiel por un lado de la pantorrilla (igual,idéntico al hueso de John, el de lamorgue). La camioneta pitaba y corría,

hacia el hospital de Envigado, y elconductor voleaba un trapo rojo por laventanilla, de modo que la gente vieraque se trataba de una emergencia. Laseñora llegó en shock y la entraron a unasala de reanimación. Yo me puse ahablar con los médicos. Era unapesadilla, me sentía como loco. Nopodía resistir que hubiera matado aalguien. Me identifiqué. Todos habíansido alumnos de mi papá. Lo llamaron.Él era el director del Seguro Social enMedellín. Los médicos decían: «Laseñora está en shock y se puede morir.Estamos haciendo todo para reanimarlay estabilizarla, después la mandaremos

en ambulancia a la clínica Medellín, acuidados intensivos».

Había otro problema, le decían losmédicos a mi papá por teléfono: «¿Suhijo está afiliado a la cárcel dechoferes?». No. «Si no lo está, y laseñora se muere, lo detienen en la cárcelde Bellavista, en un patio terrible, espeligroso, allá cualquier cosa le puedepasar. Él tiene unas cortadas en elbrazo: lo podemos internar mientrasustedes lo afilian a la cárcel dechoferes, eso se toma un día o dos». Mipapá dijo que me preguntaran dóndequería yo que me internaran, para que nome llevaran preso a Bellavista. Él no

quería ni siquiera hablar conmigo, teníarabia, con razón, pues siempre me decíaque manejaba muy rápido. Yo, sinpensarlo, o pensando mejor en lo que yosentía en ese momento, es decir, que meestaba enloqueciendo, dije: «En elmanicomio». Y mi papá, que a casi nadase resistía, dijo, «bueno». Entonces losmédicos me cosieron la muñeca que mehabía cortado con los vidrios delparabrisas, y me pusieron una gasaalrededor del pulso. Doña Betsabéhabía salido del shock, estaba estable,con suero, antibióticos y analgésicos yla subieron a una ambulancia que saliódespavorida hacia el centro de Medellín

con las sirenas desplegadas. «Yo creoque se salva», me dijo el médico deurgencias. «Además de la herida abiertaen la pierna, tibia y peroné, tiene unbrazo roto, y la clavícula, y muchascostillas, pero no parece que haya dañoen los órganos vitales, ni en la cabeza.Ojalá».

A mí me llevaron al manicomio deBello, en otro carro. Al llegar allí meentregaron a los loqueros. No lesdijeron el motivo de mi ingreso. Ellosmiraban la gasa alrededor de mi muñecay sonreían: estaban seguros de que habíasido intento de suicidio. Me preguntabanel mes, el año, el día de la semana, los

nombres de mis abuelos, tíos ybisabuelos. Yo estaba confundido, se meolvidaba todo. Veía sin parar la películadel accidente, doña Betsabé saltandopor el aire, el chirrido del frenazo, sucuerpo como una ballena gris entrandoal carro por el parabrisas y volviendo asalir, sus huesos quebrantados por elgolpe. Esa imagen repetida me estabaenloqueciendo de verdad.

Me metieron a un cuarto con otrostres dementes en serio, y yo empecé asentirme igual que ellos. Lloraba ensilencio. Veía a doña Betsabé, meimaginaba la ceremonia del grado a laque no podría asistir, la entrega de las

calificaciones. Doña Betsabé en micabeza, como una pesadillainterminable, y yo un criminal, unasesino, un delincuente al volante. Habíaun loco que repetía lo mismo una y otravez, en voz alta: «Yo tengo unossobrinos bananeros que viven enApartado, yo tengo unos sobrinosbananeros que viven en Apartado, yotengo unos sobrinos bananeros que vivenen Apartado, yo tengo unos sobrinosbananeros que viven en Apartado». Micabeza repetía también un sonsonete:acabo de matar a una señora. Otro de loslocos de mi cuarto coleccionaba librosilustrados de Julio Verne, y quería que

yo los viera con él. Sonreía, insinuante,y apoyaba los libros sobre mis rodillas.El tercero miraba por la ventana,inmóvil, sin pronunciar ni una palabra nimover un músculo, la mirada fija y vacíaen un punto muerto, alelado. Yo sentíaque estando con ellos me iba aenloquecer de verdad. Empezó aanochecer y yo no sabía nada de nada dela realidad, de lo que ocurría afuera, dela vida o la muerte de doña Betsabé. Mimundo empezaba a ser este encierroterrorífico. Empecé a gritar para que losenfermeros vinieran: «¡Quiero llamar ami casa, quiero saber si esa señora estáviva, quiero hablar por teléfono, si no

me sacan de aquí me voy a enloquecerde verdad, si no me sacan me voy aenloquecer!». No hay un sitio mejor paraenfermarse de la cabeza que unmanicomio. El sano más sano y sensatoque entre interno en un manicomio, enpocos días, qué digo, en pocas horas seenloquece también. Los locos de otroscuartos se acercaban a oír mis gritos, midelirio, y se burlaban de mí: «Este síestá muy mal», decían, «que lo calmen,que lo calmen, que lo calmen». Y dabanpalmadas al unísono para llamar a losenfermeros, como si estuvieran en untablao andaluz.

Y vinieron, vestidos de verde

oscuro, con sus uniformes de loqueros.Me cogieron a la fuerza entre tres, mebajaron los pantalones y me pusieronuna inyección en la nalga, larga, densa.El efecto que esa droga me hizo no loquiero describir. Veía a doña Betsabé,veía su sangre, veía mis manosensangrentadas, veía sus huesostriturados, veía mi locura, todas lasimágenes al mismo tiempo, sin poderconcentrarme en nada, la memoriainvadida de recuerdos inconexos, deimágenes terribles que no duraban nadaporque otra llegaba a sucederla. No sécuánto duró. Creo que me dormí. Por lamañana, al despertarme, me dije, tengo

que ser un paciente ejemplar. Voy aestar muy tranquilo y tengo que intentarque me dejen llamar. Miré a mi lado, eltipo mirando los libros de Julio Verne,el otro con la mirada perdida en elvacío, el de más allá en su mismosonsonete perpetuo, «yo tengo unossobrinos bananeros que viven enApartado, yo tengo unos sobrinosbananeros que viven en Apartado, yotengo unos sobrinos bananeros que vivenen Apartado». Tuve una buena idea:busqué mi billetera, tenía plata.

«Mire, yo sé que es muy difícildesde aquí, pero yo necesito llamar porteléfono, sólo una vez. Tome (le di todo

lo que llevaba), con esto yo creo queusted me consigue el permiso parallamar». El loquero cogió la plata,ávido, y al rato volvió: «Venga pues».Me llevó a un teléfono público, en uncorredor, y me dio una moneda. Marquéel número de mi casa, que no se mehabía olvidado, que no se me haolvidado ni siquiera hoy, treinta añosdespués, aunque la casa no exista, nihaya teléfonos de seis cifras en miciudad: 437208. Contestó mi hermanaVicky. «Si no me sacan hoy mismo, yamismo, de acá, me voy a enloquecer deverdad y nunca más me vuelvo arecuperar. Vengan rápido por mí,

corriendo, ya mismo, ya mismo, aunqueme metan en la cárcel». Yo lloraba ycolgué. Vicky me juró que me iban asacar. Una o dos horas después, horaseternas en que mis compañeros de patiohacían hasta lo imposible porconvertirme en uno de ellos, losenfermeros vinieron por mí. Elpsiquiatra me hizo firmar un papel en elque decía que me iba por mi propiaelección y exoneraba al Hospital Mentalde cualquier responsabilidad.

Doña Betsabé estaba mejor y serecuperaba, aunque tardaría meses enrestablecerse del todo. Mi mamá, a sushijos desempleados, les daría trabajo

como porteros o empleados de aseo enalgunos edificios. Mi papá, también, lesbuscaría algún oficio a otros. Eran muypobres y doña Betsabé decía algoterrible, muy triste, y que retrata lo quees esta sociedad: «Este accidente hasido una bendición para mí. Se loofrezco al Señor. El me lo mandó,porque yo salía de misa, y le estabapidiendo que les diera trabajo a mishijos. Pero antes yo tenía que pagar pormis culpas. Pagué por mis culpas y elseñor les dio trabajo. Es unabendición». Yo fui a verla una vez ydespués nunca más quise volver a verla.Cuando la veía se me representaba su

fantasma, su cuerpo muerto, inerte, quesolo reaccionó un instante, con quejidos,cuando llegábamos al hospital deEnvigado. Si se hubiera muerto. Noquiero ni pensarlo. Tal vez yo estaríatodavía en el manicomio de Bello.

«Ibas muy rápido», dijo mi papá, «lahuella del frenazo era muy larga». «Esono puede volver a pasar». Y sinembargo, apenas un año y mediodespués, volvió a pasar.

34

A principios de 1978 nos fuimos, solosmi papá y yo, para Ciudad de México.El presidente López Michelsen, porsolicitud de la embajadora, María Elenade Crovo, había nombrado a mi papáConsejero Cultural en la Embajada deMéxico. Yo acababa de cumplir 19 añosy era la primera vez que tenía pasaporte(un pasaporte oficial) y la primera vezque salía del país. Por primera vez toméun vuelo internacional; por primera vezme dieron una bandejita con comidacaliente en un avión. Todo me parecía

grande, importante, maravilloso, y elviaje, de cinco horas, me pareció unahazaña. En el Distrito Federal llegamosa vivir, al principio, en unasresidencias, especie de aparta-hotel, enla Colonia Roma, donde nos tendían lacama y nos lavaban la ropa.

El cónsul, una persona amable, eraun sobrino del ex presidente TurbayAyala. La embajadora, después de sutormentoso paso por el Ministerio delTrabajo (le había tocado el asesinatodel líder sindical José Raquel Mercado,a manos de la izquierda, y una huelgaterrible de médicos en el Seguro Social,con los enfermos muriéndose en las

salas de urgencias, y las embarazadaspariendo en los corredores), vivíaatormentada, quizá segura de que sucarrera política había llegado a la cima,y desde esa cima se había derrumbadopara siempre. La Embajada de México,para ella, no había sido un premio, sinouna especie de destierro, y al mismotiempo una despedida de la vidapolítica. Quizá por eso bebía más de lacuenta, y había pedido a mi papá paraque él se encargara de la rutina de laEmbajada y le cubriera la espalda en laoficina, ahora que ella no tenía ánimosde trabajar en nada. Mi papá, que laconsideraba una buena amiga, lo hacía

de buena gana.Éramos una pareja torpe, mi papá y

yo, y mi mamá —que tenía que seguir almando de su empresa en Medellín— nollegaría hasta mayo o junio. Nosabíamos cocinar y los pocos desayunosque yo intentaba hacer, consistían en panduro y huevos chamuscados. Comíamossiempre afuera, y el cónsul nos habíaprestado un Volkswagen escarabajo rojoen el que yo aprendí a moverme por lasinterminables y caóticas avenidas delD.F., con el tráfico más infernal queexista sobre la tierra, y las distanciasmás inverosímiles. Había ocasiones enlas que un atasco por el Periférico podía

durar más que un viaje en avión aColombia. El tráfico, sencillamente, sedetenía del todo, y uno sacaba un libromientras el mundo seguía girando y todose movía, menos el tránsito en elPeriférico. Muy temprano llevaba a mipapá a la Embajada, en la Zona Rosa, yluego tenía todo el día por delante, paramí, aunque yo no sabía qué hacer con él.Me vino a socorrer un amigo de mipapá, Iván Restrepo (el marido de lasecretaria de mi papá en la Facultad deMedicina), que había emigrado aMéxico veinte años antes. Desdeentonces yo, cuando pienso en México,pienso en Iván Restrepo, y en su casa de

la calle Amatlán, en la ColoniaCondesa, donde siempre me quedocuando voy a México, muy cerca de lacasa de Fernando Vallejo, otro amigoque tuve y que dejé de tener.

Creo que nunca he leído tanto comoen esos meses en México, por la mañanaen la estupenda biblioteca de la casa deIván, que me abrió sus puertas para queyo pasara allí las mañanas, solo, ensilencio, en compañía de sus miles ymiles de libros, y por la tarde en elapartamentico que al fin alquilamos mipapá y yo, en la Colonia Irrigación,calle Presa las Pilas, con un número queya no recuerdo. Sólo sé que encima de

nosotros vivía un diplomático francésque me enseñó a oír a Jacques Brel, yque en la azotea del edificio quedabanunos cuchitriles donde dormían lasmuchachas del servicio. De Colombia, alas pocas semanas de huevoschamuscados y café instantáneo, llegóTeresa, la muchacha que trabajó toda lavida con nosotros, y que hoy en díasigue yendo todos los jueves, aunqueesté jubilada, a plancharle la ropa a mihermana menor. Todavía hoy, paraTeresa, ese viaje a México es su mayororgullo, y para que nadie dude de esepasado glorioso que tuvo en 1978, en sumanera de hablar conserva modismos

mexicanos, treinta años después dehaber vuelto. No dice «a la orden»,como nosotros, sino «mande»; y no dice«¡cuidado!» sino «¡aguas!», ni «vamos»,sino «ándele». Con Teresa en la casa, ycon las recepciones diplomáticas, mipapá y yo volvimos a comer bien. Mejorque nunca, quizá, y por primera vez en lavida con vino, pues a mi papá, comodiplomático, se lo llevaban a domicilioy sin impuestos.

Algunas, pocas veces, en la casa deIván, me quedé a los almuerzos del«Ateneo de Angangueo», al que asistíanpersonas importantes. Escritores comoTito Monterroso, Carlos Monsiváis,

Elena Poniatowska, Fernando Benítez,pintores como Rufino Tamayo, José LuisCuevas y Vicente Rojo, actrices comoMargo Su, que era la novia secreta deIván y la mejor empresaria de teatropopular que ha tenido México, grandesmúsicos como Pérez Prado, cantantes ybailarinas como la Tongolele y CeliaCruz. Esos almuerzos duraban toda latarde, y consistían en mil platosautóctonos de la más sofisticadagastronomía mexicana, pollo en verdede Xalapa, huachinangos de Veracruz(que es nuestro pargo rojo), pechugas dehuajolote (nuestro pavo) con molepoblano, o con mole blanco de piñones

y especias, tamales de todo tipo,pescaditos de Pátzcuaro, gorditas confrijoles y tocino, chiles rellenos, pulposalmendrados, elotes con cilantro…Recuerdo que Benítez siempre sedespedía de mí de la misma manera:«Joven, que sea usted muy feliz,» yhacía una reverencia teatral. Ese saludo,a mí, cuando salía a la calle, meproducía un ataque de risa y de felicidadrepentina; tenía que brincar paraasimilarlo. Desde entonces he intentadohacerle caso, sin mucho éxito. Yo, sinembargo, a quienes admiraba más yquería conocer, pero no conocí en eseviaje, era a Juan Rulfo, que era taciturno

y salía muy poco, a García Márquez, queno era de este mundo, a Octavio Paz, dequien leí toda la poesía y todos susensayos en esos meses, pero que teníaactitud de Pontífice y no veía a nadiesino que había que pedirle audiencia contres meses de anticipación, y a un poetamás joven que me deslumbraba ytodavía me apasiona, José EmilioPacheco, pero éste se pasaba la mitaddel tiempo en Estados Unidos. Ni Rulfoni Paz ni Gabo ni Pacheco pertenecían aldignísimo Ateneo de Angangueo, que erapara personas más felices que famosas,y que no se tomaban tan en serio su vidani su oficio ni nada. Tal vez uno en la

vida siempre tenga que escoger si quiereser feliz como Benítez o famoso comoPaz; ojalá todos tuviéramos la sabiduríade escoger lo primero, como mi amigoIván Restrepo, o como Monsiváis y laprincesa Poniatowska, que son personasmás felices que famosas, o al menos tanfamosas como felices.

Yo estuve en México nueve meses,hasta octubre. Mi papá se quedó hastadiciembre, sólo un año, y lo que quieroresaltar es que él me permitió pasar todoese embarazo sabático sin presiónalguna, ni académica ni laboral, sinestudiar nada ni entrar a la universidad,solo leyendo, gozándome la vida y

acompañándolo a su vida diplomáticade vez en cuando. Recuerdo en especialhaber leído, entre otros muchos libros,los siete volúmenes de la Recherche, deProust, con una pasión y unaconcentración que quizá nunca he vueltoa sentir en ninguna lectura. Si hay algunalectura fundamental en mi vida, creo queesos meses, febrero, marzo, abril,leyendo por las tardes la gran sagaproustiana de En busca del tiempoperdido (en la edición de Alianza, contraducción de Pedro Salinas, los tresprimeros volúmenes, y de ConsueloBerges, todos los demás) fueron algoque marcaría para siempre mi vida

como persona. Ahí confirmé que yoquería hacer exactamente lo mismo queProust: pasar las horas de mi vidaleyendo y escribiendo. Dos nombresinmensos marcaron los rumbos de laliteratura en el siglo XX, Joyce y Proust,y creo que seguir a uno, o preferir alotro, es una elección tan importante en elgusto literario, como en el político serde derecha o de izquierda. A algunaspersonas las aburre Proust y lasapasiona Joyce; a mí me pasaexactamente lo contrario.

Mi papá me había dado permiso deno hacer nada, bastaba que leyera yconociera una gran metrópoli, sus cines

y conciertos y museos, para que lepareciera suficiente. Lo otro que hicefue inscribirme a unos talleres literariosen la Casa del Lago. De poesía conDavid Huerta, de cuento con José de laColina, y de teatro ya no recuerdo conquién. Por las noches, una vez a lasemana, iba a otro taller más privadoque se hacía en la Casa de España, conun gran profesor centroamericano delque después nunca volví a saber nada, ellicenciado Felipe San José. Él era unaespecie de discípulo de Rubén Darío, ytenía una inmensa cultura literaria,además de una generosidad sin límitesen sus comentarios sobre los escritos

que hacíamos sus pupilos. Con él tuvemi primer contacto serio con laliteratura del Siglo de Oro, y con lanovela española contemporánea. Fueronmeses lentos, de ocio, lectura, abulia yfelicidad.

A mediados de ese año el abuelitoAntonio le escribió una carta a mi papá,muy preocupado. Él se había enteradode que yo, en mi ideal de vidaproustiano, me pasaba los días enterostirado en una cama, o en un diván,leyendo novelas interminables ytomando sorbitos de vino de Sauternes,como si fuera una solterona retirada delmundo, un Oblomov de los trópicos, o

un dandy maricón del siglo XIX. Nadale parecía más preocupante para laformación de mi personalidad, y para mifuturo, que eso, y visto desde afuera, porlos ojos de un ganadero activo ypragmático, o incluso con mis ojos dehoy, debo reconocer que se veía medioaberrante, y que tal vez el abuelo tuvierarazón. Pero mi papá, como hizo toda lavida conmigo, al leer esa carta,solamente soltó una carcajada y comentóque el abuelo no entendía que yo estabahaciendo por mi propia cuenta launiversidad. ¿De dónde le saldría esaconfianza que tenía en mí, a pesar deesos síntomas tan espantosos de

indolencia?En marzo hicimos el primero de

varios viajes a Estados Unidos portierra, en el lujosísimo BMW del cónsul,que nos lo prestó. Era mi primeraentrada a ese gran país, y lo hicimos porLaredo, en los límites con Texas.Íbamos a visitar a dos alumnos de mipapá, uno en San Antonio, HéctorAlviar, anestesiólogo, y otro enHouston, Óscar Domínguez, cirujanoplástico. Además íbamos a comprar uncarro sin impuestos, pues así podíahacerlo mi papá como diplomático.Compramos un inmenso LincolnContinental, con todos los lujos que

nunca habíamos visto en la vida, cajaautomática, vidrios eléctricos, aireacondicionado, sillas y espejos que semovían con botones, motor inmenso quechupaba gasolina como un borrachobotellas de mezcal. A mis 19 años, conmi aspecto andrógino de adolescenteque madura despacio y sigue siendo casiun niño, efebo lánguido y voluptuoso,recuerdo cómo me movía en ese carroinmenso, blanco, por los senderos delparque de Chapultepec, camino de laCasa del Lago, donde hacía misparsimoniosos cursos de literatura. Mesentía como Proust en un lujoso cabrioléúltimo modelo, que va a visitar a la

duquesa de Guermantes y en el caminohabla de catleyas con Odette de Crécy.Salvo una muchacha que una vez mellevó a la casa de sus padres, unosindustriales riquísimos, que vivían enPolanco, si no estoy mal, no recuerdo aninguno de mis compañeros de aquelloscursos; se ve que nunca deshojamoscatleyas. Tal vez recuerdo a dospersonas más. Había una alumnabellísima, en la Casa de España, unaseñora de unos treinta años, que era laamante del profesor San José. Y otroestudiante mestizo, muy inteligente, queescribía una novela histórica llena depoesía sobre los indios de Texcoco, en

tiempos de la llegada de Hernán Cortés.Éste, el último día del curso, cuando yome despedí porque volvía a Colombia,recuerdo que me dijo: «Héctor, te lodigo muy seriamente, por favor: nuncadejes de escribir». Esa petición, a mí,me pareció rarísima, pues era comosugerirme que no dejara de vivir. Yo,desde esa época, y aunque faltaban másde diez años para que publicara miprimer libro, no tenía ninguna dudasobre lo que quería hacer en mi vida. EnMéxico escribí el cuento con el que, unaño más tarde, me ganaría un concursonacional: «Piedras de silencio». Creoque a José de la Colina y a Felipe San

José les debo las correcciones que lohicieron menos malo. Y a David Huerta,el hijo de Efraín, le debo queabandonara para siempre la poesía, elgénero para el que yo creía estar mejordotado, pero para el que, desde eseentonces, parece que no sirvo, y siempreque me ha salido un endecasílabo o unalejandrino, he preferido siempre, envez de publicarlo, disimularlo dentro deun párrafo de prosaica prosa.

Pero ese año de excesiva intimidadcon mi papá, fue el año, también, en queyo me di cuenta de que debía separarmede él, así fuera matándolo. No quieroque esto suene muy freudiano, porque la

cosa es literal. Un papá tan perfectopuede llegar a ser insoportable. Aunquetodo lo que hagas le parezca bien (omejor: porque todo lo que haces leparece bien), llega un momento en quepor un confuso y demencial procesomental, quieres que ese dios ideal ya noesté allí para decirte siempre que bueno,siempre que sí, siempre que comoquieras. Es como si uno, de todosmodos, en ese final de la adolescencia,no necesitara un aliado, sino unantagonista. Pero era imposible pelearcon mi papá, así que la única forma deenfrentarme a él era haciéndolodesaparecer, así me muriera yo también

en el intento.Creo que en realidad sólo me liberé

de él, de su excesivo amor y de su tratoperfecto, de mi excesivo amor, cuandome fui a vivir a Italia con Bárbara, miprimera esposa, la madre de mis doshijos, en el año 82. Pero el clímax de latotal dependencia y comunión fue enMéxico, a mis 19 años, en 1978, cuandodigo que quise matarlo, matarlo ymatarme, y lo voy a contar muybrevemente pues es un recuerdo que nome gusta evocar, por lo confuso, loimpreciso y lo violento, aunque nadapasara en realidad.

Veníamos por una carretera

desolada, por el norte del país, deregreso de Texas, en un carro viejo ypotente (el primero nos lo robaron pocassemanas después de llevarlo al D.F.),grande como una camioneta funeraria,que nos había prestado ÓscarDomínguez, su alumno, para reponer elLincoln robado. Era un desiertoinmenso, hermoso en su desolación. Yosentí una especie de impulso suicida yaceleré sin meditarlo. Puse el potentevejestorio, un Cadillac, a 80, a 100, a120 millas (que equivalía casi a los 200kilómetros por hora). El carro rugía ytemblaba, su vieja carrocería vibrabacomo un cohete a punto de salir de

tierra, y yo tenía la clara sensación deque nos íbamos a matar, pero no dejabade hundir a tope el acelerador, conganas de matarme. Mi papá iba a milado, dormido. Sería una muerteinstantánea de ambos, en el desierto. Yono sé si lo pensaba, pero cuando unamanada de chivos apareció al frente dela carretera, unos metros más adelante,vi la muerte de frente, y frené, frené,frené, igual que como había frenado lavez de doña Betsabé, y el viejoarmatoste americano aguantó ellarguísimo frenazo sin desviarse nivolcarse, meciéndose en medio de unruido del infierno, y las cabras saltaron

a los lados, sus enormes saltos formabanarcos oscuros en el aire, y el cabrerogritaba y manoteaba formando con losbrazos como aspas de molino, pero nadagolpeó contra nosotros, ni un cuerno niuna cola, y el carro acabó de detenerseindemne unos metros más adelante delrebaño espantado. Mi papá se despertósobresaltado con el ruido y la frenada,sostenido a duras penas por el cinturónde seguridad, y sin decir una palabrapareció entenderlo todo, porque me hizocambiar de puesto, en silencio, y aunqueera un pésimo chofer, hasta llegar alD.F. condujo él el carro, a 50 kilómetrospor hora, durante medio día, sin

pronunciar una sola palabra.

Derecho y humano

35

En 1982, pocos meses después de queyo me fuera por primera vez a vivir aItalia, y poco antes de cumplir los 61, mipapá recibió una breve carta de unsecretario de asuntos laborales de laUniversidad de Antioquia. En tono frío yburocrático se le informaba que debíapresentarse en ese despacho para hacerlas gestiones de su jubilación inmediata.Él recibió la noticia, del todoinesperada, como un mazazo en lacabeza. Su alumna predilecta, SilviaBlair, quien acababa de entrar como

profesora a la facultad, recuerda que suviejo maestro la buscó en la oficina, conlos ojos como dos bolas de sangre,llorando intensamente (mi papá llorabasin avergonzarse del llanto, no como loshijos del estoicismo español, sino comolos héroes homéricos), pues le parecíaimposible que la universidad dondehabía estudiado siete años y donde habíasido catedrático otros 25, lo echara a lacalle como un perro simplemente porhaber cumplido 60, y sin siquiera darlelas gracias por un trabajo al que le habíadedicado la vida entera, salvo brevespausas internacionales. Había sido elrepresentante de los estudiantes ante el

Consejo Superior, había abierto elDepartamento de Medicina Preventiva,había fundado la Escuela Nacional deSalud Pública, había sido profesor devarias generaciones de salubristas,había hecho huelgas por defender a losprofesores de la Universidad, de cuyogremio había sido presidente variasveces, casi todos los médicos deAntioquia habían sido alumnos suyos,pero de un día para otro, sin ningunaconsideración, lo echaban a la calle,jubilado.

En su segundo libro. Cartas desdeAsia, escrito en Filipinas, mi papá habíasostenido que él había llegado a ser

profesor demasiado pronto, y que losverdaderos maestros solo llegaban a sertales al cabo de muchos años demadurez y meditación. «Qué grancantidad de equivocaciones —habíaescrito ahí— las que cometemos los quehemos pretendido enseñar sin haberalcanzado todavía la madurez delespíritu y la tranquilidad de juicio quelas experiencias y los mayoresconocimientos van dando al final de lavida. El mero conocimiento no essabiduría. La sabiduría sola tampocobasta. Son necesarios el conocimiento,la sabiduría y la bondad para enseñar aotros hombres. Lo que deberíamos hacer

los que fuimos alguna vez maestros sinantes ser sabios, es pedirleshumildemente perdón a nuestrosdiscípulos por el mal que les hicimos».

Y ahora, precisamente cuando sentíaque estaba llegando a esa etapa de suvida, cuando ya la vanidad no lo influía,ni las ambiciones tenían mucho peso, ylo guiaban menos la pasión y lossentimientos y más una maduraracionalidad construida con muchasdificultades, lo echaban a la calle. Paraél la enseñanza, que nada tenía que vercon el agonismo del deporte, ni con labelleza o los ímpetus de la juventud,estaba asociada con la madurez y la

serena sabiduría, esa que es másfrecuente alcanzar con los años. Estábien que se jubilen de la enseñanzaquienes así lo deseen, pero si unprofesor no ha perdido sus facultadesmentales, y antes bien ha alcanzado lamadurez y la serenidad para saber quées lo realmente importante en suprofesión, si además sus estudiantes loquieren, prohibirle de un momento a otroque siga enseñando es un verdaderocrimen y un desperdicio. En Europa, enOriente, en Estados Unidos, no alejan alos grandes profesores de sus cátedrascuando envejecen, antes los cuidan más,les rebajan la carga académica, pero los

dejan allí, como maestros de maestros,acompañando en su crecimientointelectual a los estudiantes y a otrosprofesores. De hecho numerososestudiantes protestaron por su jubilaciónobligada, y Silvia Blair escribió unacarta furibunda, que repartió en miles decopias, firmada por profesores yalumnos, en la que sostenía que pocofuturo tenía una universidad que jubilabaa sus mejores maestros, contra suvoluntad, tan sólo para poder conseguir,más baratos, a tres jovencitos,profesores de cátedra, sin experienciadel mundo ni de la materia quepretendían enseñar.

Esta pensión impuesta a la fuerza ledolió muchísimo, pero no lo amargó pormucho tiempo. Declaró, simplemente, enun breve homenaje que le hicieron susdiscípulos más queridos, que iba a vivirmás feliz, que iba a leer más, a pasarratos más largos con sus nietos y, sobretodo, que se iba a dedicar «a cultivarrosas y amigos». Y eso hizo. Pasaba treso cuatro días a la semana, de jueves adomingo, en la finca de Rionegro, en surosal todas las mañanas, haciendoinjertos, probando cruces, desyerbandoeras y podando matas, mientras por lastardes leía y oía música clásica, opreparaba su programa radial

(Pensando en voz alta, se llamaba), osus artículos de prensa. Al atardecervisitaba a su amigo del alma, el poetaCarlos Castro Saavedra, y por la nocheleía nuevamente hasta que el sueño lovencía. El rosal se fue llenando de lasrosas más exóticas, para él y para todosnosotros, como un jardín de gran valorreal y simbólico. En la última entrevistaque le hicieron, a finales de agosto de1987, cuando le preguntaron sobre larebeldía, se refirió a su rosal: «Larebeldía yo no la quiero perder. Nuncahe sido un arrodillado, no me hearrodillado sino ante mis rosas y no mehe ensuciado las manos sino con la

tierra de mi jardín».Muchos amigos y parientes tenemos

recuerdos asociados al rosal de mipapá, que todavía existe, algo maltrecho,en la finca de Rionegro. Él no lesregalaba sus flores a todo el mundo,solamente a las personas que le parecíanbuenas, y a veces las negaba con unaoscura sonrisa en la cara, y un silencioque tan solo nosotros sabíamos entender.En cambio a las personas que le caíanbien les explicaba todo lo que podíasobre su cultivo. «Las rosas hembra sonlas únicas que florecen, pero tienenespinas. Las rosas macho no tienenespinas, pero nunca florecen», decía

siempre, sonriente, al explicar la maneraen que se hacían los injertos. Le gustabamostrar todo el jardín de la finca, nosolo el rosal, sino también la huerta, losguayabos de guayabitas rojas, losaguacates que producían frutos todo elaño, porque estaban sembrados encimadel pozo séptico, y las ochuvas, que élmismo nos pelaba y entregaba en laboca. Frente al único árbol que nuncaflorecía, un camelio estéril que sigue enel mismo sitio, se paraba conresentimiento, como si esa mata lehiciera una afrenta personal: «¿Por quéserá que nunca quiere florecer?». Nuncaha florecido, salvo una vez en que se

lamentaba exactamente por lo mismocon Mónica, la hermana de Bárbara, miprimera mujer, y de repente vio unasolitaria y única camelia blanca.Entonces la cortó y se la regaló a ella,intrigado y feliz por esa sola excepciónen tantos años de vida.

Volvía a Medellín los lunes por lamañana, y fue en esos años sincompromisos laborales cuando dedicótodo su tiempo libre de jubilado (cuandono estaba mimando a sus nietos ocultivando rosas y amigos) a la defensade los derechos humanos, que leparecía, además, la lucha médica másurgente de ese momento en Colombia.

Quiso aplicar sus sueños de justicia enla práctica de aquello que considerabamás urgente.

Le encantaba ser jardinero porqueasí le parecía regresar al origencampesino de la familia. Pero al tiempoque gozaba con este apego al campo y ala tierra, seguía con sus sueños dereforma de la medicina. Soñaba con quehubiera un nuevo tipo de médico, unpoliatra, decía él, el sanador de lapolis, y quería dar el ejemplo de cómodebía comportarse ese nuevo médico dela sociedad, que no se ocuparía deatacar y curar la enfermedad, caso porcaso, sino de intervenir en sus causas

más profundas y lejanas. Por eso antes,en su cátedra de medicina preventiva ysalud pública, se había salido cada vezmás de las aulas y le gustaba llevar a susestudiantes a que miraran la ciudadentera: los barrios populares, lasveredas, el acueducto, el matadero, lascárceles, las clínicas de los ricos, loshospitales de los pobres, y también elcampo, los latifundios, los minifundios ylas condiciones en que vivían loscampesinos en los pueblos y en laszonas rurales.

Dos años después de su jubilación,por presión de estudiantes y colegas,volvieron a llamarlo a la Universidad,

aunque solo para dictar algunosseminarios, y él aceptó el encargo con lacondición de que pudiera hacer lamayoría de sus clases, como siemprehabía soñado, fuera de las aulas. Mihermana menor, Sol, que en esos añoshabía empezado también a estudiarMedicina en una universidad privada,recuerda que mi papá la invitó a ella y atodos sus compañeros a hacer unoscursos de «poliatría» en la cárcel deBellavista. Mi hermana lo propuso en susalón, pero sus compañeros seopusieron. Uno de ellos, hoy cardiólogo,se levantó y dijo, en el tono más hirientey agresivo que encontró: «Nosotros no

tenemos nada que aprender en unacárcel». Como era el líder del grupo,todos los compañeros aceptaron suveredicto, así que la única que asistió detodo el grupo fue mi hermana, y ellarecuerda esas jornadas como algunas delas semanas en que más medicinaaprendió, aunque una medicina distinta,de tipo social, en contacto con los quemás sufrían, y con sus particularesdolencias personales, económicas ofamiliares.

Durante esas salidas de campo, mipapá no daba respuestas, como suelehacerse en todas las clases, sino queutilizaba el viejo método socrático de

enseñar preguntando. Los estudiantes sedesconcertaban e incluso protestaban:¿de qué servía un profesor que en vez deenseñar no hacía sino preguntas y máspreguntas? Si iban al hospital no erapara tratar a los pacientes, sino parainterrogarlos o para medirlos; lo mismopasaba con los campesinos. Debíaninvestigar las causas sociales, losorígenes económicos y culturales de laenfermedad: por qué ese niño desnutridoestaba en esa cama de hospital, o eseherido de bala, de tránsito, de machetazoo cuchillada, y por qué a ciertascategorías sociales les daba mástuberculosis, o más leishmaniasis o más

paludismo que a otras. En la cárcelestudiaban la génesis delcomportamiento violento, pero tambiénintentaban ayudar para que lostuberculosos no estuvieran en sitiosdonde pudieran contagiar a los demásreclusos, o de controlar con programasalternativos (clases, lecturas,cineclubes) la drogadicción, el abusosexual, la difusión del sida, etc.

Su noción novedosa de la violenciacomo un nuevo tipo de peste venía demuy atrás. Ya en el primer CongresoColombiano de Salud Pública,organizado por él en 1962, había leídouna ponencia que marcaría un hito en la

historia de la medicina social del país:su conferencia se llamó «Epidemiologíade la violencia» y allí insistía en que seestudiaran científicamente los factoresdesencadenantes de la violencia;proponía, por ejemplo, que seinvestigaran los antecedentes personalesy familiares de los violentos, suintegración social, su «sistemacerebral», su «actitud ante el sexo y losconceptos que tengan de hombría(machismo)». Recomendaba que sehiciera «un completo examen físico,psicológico y social del violento, y unexamen comparativo, igual al anterior,de otro grupo de no violentos, similar en

número, edades y circunstancias, dentrode las mismas zonas y grupos étnicos,para analizar las diferencias encontradasentre uno y otro».

Observaba con detenimiento lascausas de muerte más frecuentes, y allícomprobaba las intuiciones sin cifrasque tenía tan solo mirando lo que pasabay oyendo lo que le contaban: enColombia crecía de nuevo la epidemiacíclica de la violencia que habíaazotado el país desde tiemposinmemoriales, la misma violencia quehabía acabado con sus compañeros debachillerato y que había llevado a laguerra civil a sus abuelos. Lo más

nocivo para la salud de los humanos,aquí, no era ni el hambre ni las diarreasni la malaria ni los virus ni las bacteriasni el cáncer ni las enfermedadesrespiratorias o cardiovasculares. Elpeor agente nocivo, el que más muertesocasionaba entre los ciudadanos delpaís, eran los otros seres humanos. Yesta pestilencia, a mediados de los añosochenta, tenía la cara típica de laviolencia política. El Estado,concretamente el Ejército, ayudado porescuadrones de asesinos privados, losparamilitares, apoyados por losorganismos de seguridad y a vecestambién por la policía, estaba

exterminando a los opositores políticosde izquierda, para «salvar al país de laamenaza del comunismo», según ellosdecían.

Su última lucha fue, pues, tambiénuna lucha médica, de salubrista, aunquepor fuera de las aulas y de loshospitales. Permanente y ávido lector deestadísticas (decía que sin un buen censoera imposible planear científicamenteninguna política pública), mi papácontemplaba con terror el avanceprogresivo de la nueva epidemia que enel año de su muerte registró cifras porhomicidios más altas que las de un paísen guerra, y que en los primeros años

noventa llevó a Colombia a tener eltriste primado de ser el país másviolento del mundo. Ya no eran lasenfermedades contra las que tanto luchó(tifoidea, enteritis, malaria, tuberculosis,polio, fiebre amarilla) las que ocupabanlos primeros puestos entre las causas demuerte en el país. Las ciudades y loscampos de Colombia se cubrían cadavez más con la sangre de la peor de lasenfermedades padecidas por el hombre:la violencia. Y como los médicos deantes, que contraían la peste bubónica, oel cólera, en su desesperado esfuerzopor combatirlas, así mismo cayó HéctorAbad Gómez, víctima de la peor

epidemia, de la peste más aniquiladoraque puede padecer una nación: elconflicto armado entre distintos grupospolíticos, la delincuencia desquiciada,las explosiones terroristas, los ajustesde cuentas entre mafiosos ynarcotraficantes.

Para combatir todo esto no servíanvacunas: lo único que podía hacer erahablar, escribir, denunciar, explicarcómo y dónde se estaba produciendo lamasacre, y exigir al Estado que hicieraalgo por detener la epidemia, teniendo síel monopolio del poder, peroejerciéndolo dentro de las reglas de lademocracia, sin esa prepotencia y esa

sevicia que eran idénticas a las de loscriminales que el Gobierno decíacombatir. En su último libro publicadoen vida, pocos meses antes de serasesinado, Teoría y práctica de la saludpública, escribe y subraya que laslibertades de pensamiento y deexpresión son «un derecho duramenteconquistado a través de la historia pormillares de seres humanos, derecho quedebemos conservar. La historiademuestra que la conservación de estederecho requiere esfuerzos constantes,ocasionales luchas y aun, a veces,sacrificios personales. A todo estohemos estado dispuestos y seguiremos

dispuestos en el futuro, muchosprofesores de aquí y de todos loslugares de la tierra». Y añadía unareflexión que sigue hoy tan vigente comoentonces:

«La alternativa va siendo cada vezmás clara: o nos comportamos comoanimales inteligentes y racionales,respetando la naturaleza y acelerando enlo posible nuestro incipiente proceso dehumanización, o la calidad de la vidahumana se deteriora. Sobre laracionalidad de los grupos humanosempezamos algunos a tener ciertasdudas. Pero si no nos comportamosracionalmente, sufriremos la misma

suerte de algunas culturas y algunasestúpidas especies animales, de cuyoproceso de extinción y sufrimiento nosquedan apenas restos fósiles. Lasespecies que no cambian biológica,ecológica o socialmente cuando cambias u hábitat, están llamadas a perecerdespués de un período de inenarrablessufrimientos».

Desde 1982 (aunque la fundacióndel Comité había ocurrido varios añosantes), hasta la fecha de su asesinato, en1987, trabajó sin descanso en el Comitépara la Defensa de los DerechosHumanos de Antioquia, que presidía.Luchaba contra la nueva peste de la

violencia usando la única arma que lequedaba: la libertad de pensamiento yde expresión: la palabra, lasmanifestaciones pacíficas de protesta, ladenuncia pública de los violadores delos derechos de todo tipo. Mandaba sinpausa, y la mayoría de las veces sinrespuesta, cartas a los funcionarios(presidente de la República, procurador,ministros, generales, comandantes debrigadas), con nombres propios y casosconcretos. Publicaba artículos en losque señalaba a los torturadores y a losasesinos. Denunciaba cada masacre,cada secuestro, cada desaparecido,todas las torturas. Hacía marchas de

protesta, en silencio, con unos cuantosjóvenes y compañeros docentes de laUniversidad que creían en la mismacausa (Carlos Gaviria, LeonardoBetancur, Mauricio García, LuisFernando Vélez, Jesús María Valle),participaba en foros, conferencias ymanifestaciones en todo el país. Y sobresu oficina se volcaban cientos dedenuncias de los desesperados que nopodían acudir a nadie, ni a juzgados ni afuncionarios estatales, sólo a él. De solomirar estos documentos, algunos de loscuales se conservan todavía en la casade mi madre, uno queda al mismotiempo asqueado y hundido en el dolor:

fotos de torturados y de asesinados,cartas desesperadas de padres yhermanos que tienen un parientesecuestrado o desaparecido, párrocos aquienes nadie les hace caso y recurren aél con sus denuncias, y semanas despuésla noticia del asesinato del mismo curadenunciante en un pueblo lejano. Cartasen las que se señala a escuadrones de lamuerte, con nombres y apellidos de losasesinos, pero cartas que comorespuesta sólo reciben el desdén y laindiferencia del Gobierno, laincomprensión de los periodistas, y lasacusaciones injustas de ser un aliado dela subversión, como escribían algunos

columnistas colegas de mi padre.No denunciaba solamente al Estado

y cerraba los ojos ante las atrocidadesde la guerrilla, como algunos dijeron. Sise revisan sus artículos y susdeclaraciones se verá que abominaba elsecuestro y los atentadosindiscriminados de la guerrilla, y quetambién los denunciaba con fuerza, eincluso con desesperación. Pero leparecía más grave que el mismo Estadoque decía respetar las leyes fuera el quese encargara o encargara a otrosmatones a sueldo (paramilitares yescuadrones de la muerte) de hacer laguerra sucia. «Si la sal se corrompe

[…]», era una de sus citas bíblicaspreferidas.

En el año de su muerte la guerrasucia, la violencia, los asesinatosselectivos, se estaban ensañandosistemáticamente contra la universidadpública, pues algunos agentes delEstado, y sus cómplices del para-estado,consideraban que allí estaba la semilla yla savia ideológica de la subversión. Enlos meses anteriores a su asesinato, tansolo en su querida Universidad deAntioquia, habían matado a sieteestudiantes y a tres profesores. Unopensaría que ante esas cifras laciudadanía estaba alarmada, conmovida.

Para nada. La vida parecía seguir sucurso normal, y solamente ese «loquito»,ese profesor calvo y amable, de más desesenta y cinco años, pero con unvozarrón y una pasión juvenilarrasadora, gritaba la verdad y execrabala barbarie. «Están exterminando lainteligencia, están desapareciendo a losestudiantes más inquietos, están matandoa los opositores políticos, estánasesinando a los curas máscomprometidos con sus pueblos o susparroquias, están decapitando a loslíderes populares de los barrios o de lospueblos. El Estado no ve sinocomunistas y peligrosos opositores en

cualquier persona inquieta o pensante».El exterminio de la Unión Patriótica, unpartido político de extrema izquierda,ocurrió por esas mismas fechas y llegó acobrar más de cuatro mil víctimasciviles en todo el país.

A su alrededor, en la mismauniversidad donde trabajaba, caía muchagente, asesinada por gruposparamilitares. Entre julio y agosto deese año, 1987, en una clara campaña depersecución y exterminio, habían matadoa los siguientes estudiantes y profesoresde la Universidad de Antioquia: el 4 dejulio, a Edisson Castaño Ortega,estudiante de Odontología. El 14 de

julio, a José Sánchez Cuervo, estudiantede Veterinaria; el 26 de julio, a JohnJairo Villa, estudiante de Derecho; el 31de julio, a Yowaldin Cárdeno Cardona,estudiante del Liceo de la Universidad;el primero de agosto, a José IgnacioLondoño Uribe, estudiante deComunicación Social; el 4 de agosto, alprofesor de Antropología Carlos LópezBedoya; el 6 de agosto, al estudiante deIngeniería Gustavo Franco; el 14 deagosto, al profesor de la Facultad deMedicina, y senador por la UP, PedroLuis Valencia.

De algunos de estos crímenes sesabían detalles terribles, que mi papá

nos contaba: uno de los estudiantes,después de ser torturado y asesinado,fue amarrado a un poste, y su cuerpodescuartizado por una granada. A JoséSánchez Cuervo lo encontraron con eltabique roto, chuzones en la cintura, unglobo ocular explotado por un golpe,varios dedos cercenados, y un tiro en laoreja. A Ignacio (le decían Nacho)Londoño, siete tiros en la cabeza y unoen la mano izquierda. Tenía cercenadoun dedo de la mano derecha, cuando loencontraron. Este joven se ganaba lavida como recreacionista(especialmente en ancianatos, pues eradulce con los viejos), y venía haciendo

lentamente la carrera de ComunicaciónSocial porque sostenía a su padre, unseñor de 82 años. A este mismo ancianole tocó recoger su cuerpo, por el barrioBelén arriba, en zona montañosa, y loreconoció porque lo primero que vio fuela mano sin un dedo de su hijo, tirada enun rastrojo. Un poco más allá estaba elcuerpo, con señas de tortura. Elmuchacho estaba a punto de graduarse,pero era sospechoso para losparamilitares, porque llevaba casi diezaños estudiando, y esto era lo típico delos infiltrados de la guerrilla, quepresentaban pocos exámenes y tomabanpocas materias, para durar más tiempo.

Londoño no tenía un pelo de guerrillero,y la gran dicha de su padre era que enpoco tiempo tendría un profesional que,al menos, «le iba a pagar el entierro».Le tocó enterrarlo a él, con un dolor alque ya no quería sobrevivir.

En mi casa, por esos tiempos,ocurría lo contrario que en todas lascasas normales, donde los padres tratande controlar a los hijos para que noparticipen en protestas ymanifestaciones que puedan poner enriesgo sus vidas. Como él era el menosconservador de los viejos, y cada díaque pasaba se iba volviendo más liberaly más contestatario, en la casa los

papeles se invertían, y éramos nosotros,los hijos, los que intentábamos que mipapá no se expusiera ni saliera a lasmarchas, ni escribiera sus denunciasdescarnadas, por el clima de exterminioque se estaba viviendo. Ademásempezaron a surgir rumores de que suvida corría peligro. Jorge HumbertoBotero, que trabajaba en las altasesferas del Gobierno, le decía a mihermana Clara, su ex esposa: «Dile a tupapá que tenga más cuidado, y dile queyo sé por qué se lo digo». El esposo deEva, mi otra hermana, Federico Uribe,que estaba muy al corriente de lo que secomentaba en el Club Campestre,

también decía lo mismo: «Tu papá seestá exponiendo mucho y lo van aterminar matando».

Había también indicios indirectos deque la animadversión general de muchaspersonas importantes crecíapeligrosamente. Como los hijos de Evaeran polistas, al igual que su marido,ella asistía de vez en cuando a losjuegos de polo en el Club Llanogrande.Y un día, por pura casualidad, le tocóquedar sentada al lado de otro polistabastante menos bueno que mis sobrinos:Fabio Echeverri Correa. Este estaba contragos, y la increpó con tonodestemplado: «Yo escojo con quién

sentarme; y no voy a dejar que la hija deun comunista se siente a mi lado». Eva,sin decir nada, se puso de pie y secambió de puesto. Luigi, el hijo deEcheverri, que siempre fue muy amablecon mi familia, defendió a Vicky confuerza ante su padre.

Mi mamá era la única que no creíaen estos rumores, nunca, ni al final, yhasta se enojaba cuando se lostransmitían: «¡Cómo se les ocurre, aHéctor no le pueden hacer nada!». Paraella mi papá era un hombre tan buenoque nadie jamás se atrevería a atentarcontra él. Dos semanas después, cuandosu marido ya estaba muerto, aunque

estaba deshecha, intentó volver atrabajar y fue a revisar «el establo», queera como le decían al edificio de las«vacas sagradas» de Medellín, es decir,de sus industriales y hombres denegocios más ricos. «El Establo» sellamaba y se llama en realidad EdificioPlaza, aunque ahora casi todos susocupantes se han muerto o se hanmudado. De un momento a otro noaguantó más el dolor y la tristeza y sesentó en las escaleras a llorardesconsoladamente. En eso entraba a suapartamento don José Gutiérrez Gómez,que había sido también, como FabioEcheverri, presidente de la Asociación

Nacional de Industriales, y más aún, sufundador. Don Guti se le acercó, intentólevantarla, y mi mamá tuvo que decirle:«Ya dudo de todos ustedes; no sé si hesido una infame y una ingenuaadministrando los edificios de la gentemás rica de Medellín. A mí me pareceque entre ellos están los que dieron laorden de que mataran a Héctor, aunqueno lo digo por usted, don Guti». El señorGutiérrez la acompañó, sin decir unasola palabra, mucho rato, sentado allado de ella en las escaleras.

Tanto a mi mamá, como a todos loshijos, nos quedó, y en parte nos queda,una duda que es difícil de despejar.

¿Quiénes, exactamente, asesoraban aCarlos Castaño, y dirigían a losmilitares que daban la orden y señalabana quién matar? Sólo hemos tenidorespuestas indirectas y genéricas; quefueron los bananeros de Urabá, que losganaderos de Puerto Berrío y elMagdalena Medio en alianza con losparacos; que agentes del DAS (losservicios de inteligencia) azuzados porpolíticos de extrema derecha; queoficiales perjudicados por las denunciasdel Comité de Derechos Humanos…Sólo una vez, uno de mis sobrinos, enuna inmensa hacienda de la Costa, cercade Magangué, que visitaba por

vacaciones, oyó sin querer unaconfesión explícita del grupo deparamilitares que custodiaba esahacienda. Era un aniversario delasesinato y mi papá apareció fugazmenteen un noticiero de televisión. «A esehijueputa fue uno de los primeros quematamos en Medellín», comentaron.«Era un comunista peligrosísimo; y alhijo hay que ponerle cuidado, porque vapor el mismo camino». Mi sobrino,aterrorizado, no quiso decir que eseseñor del que hablaban era su abuelo.

Cuando mi hermana Maryluz, lamayor, y su hija preferida, le rogaba ami papá que no siguiera haciendo esas

marchas de protesta porque lo iban amatar, él le contestaba con besos ycarcajadas, para tranquilizarla. Pero enlas marchas que organizaba, y en losmítines, recobraba la seriedad, la hondapreocupación, aunque al mismo tiempomarchaba con entusiasmo, casi conalegría, al ver la cantidad de gente quelo acompañaba, aunque sus protestasfueran un grito desesperado, unaperorata a veces inútil en la que muchasveces se quedaba solo. Además eraingenuo. Una vez, con un grupo deestudiantes, profesores y activistas dederechos humanos, marchaba hacia laGobernación, en formación, y de repente

se vio íngrimo, sin un solo compañerode marcha, caminando con su pancarta.Todos se habían devuelto pues al frenteestaba un carro antimotines de lapolicía, pero él siguió avanzando;cuando lo detuvieron y lo montaron a labrava a una furgoneta de la policíaantidisturbios, otros detenidos lepreguntaron por qué no se habíadevuelto a tiempo, como todo el mundo:él explicó que había confundido el carroantimotines con un camión de la basura.

A veces, en los discursos, cuandoestaba hablando ante una manifestación,como siempre ocurría al final de lasmarchas, también se quedaba solo, veía

que su auditorio se dispersabadespavorido de un momento a otro.Entonces miraba a sus espaldas y veíaun escuadrón del Ejército que seacercaba. Nunca le hacían nada, y si lodetenían, le devolvían de inmediato lalibertad, como avergonzados ante suevidente inocencia y dignidad. Siemprepulcro, siempre impecablementevestido, de saco y corbata, siempreingenuo y abierto y sonriente. Su mejorcoraza era su viejo prestigio de profesorbonachón, su trato dulce, su inmensasimpatía. Se arriesgaba mucho, perocasi todos pensaban: al doctor Abad nole harán nada, a él nunca lo van a tocar,

todos saben que no es sino bueno. Al finy al cabo llevaba ya quince añoshaciendo lo mismo y nunca lo habíantocado. A él el Gobierno siempre lollamaba para resolver casosdesesperados: la toma de un templo, deun consulado o de una fábrica, la entregade un guerrillero o de un secuestrado.Todas las partes confiaban en supalabra.

El once de agosto de ese añofatídico escribió un comunicado «Por ladefensa de la vida y la Universidad».Allí denunciaba que en el último meshabían asesinado (y en algunos casostorturado) a cinco estudiantes y tres

profesores de distintas facultades, y esteataque lo explicaba así: «LaUniversidad está en la mira de quienesdesean que nadie cuestione nada, quetodos pensemos igual; es el blanco deaquellos para quienes el saber y elpensamiento crítico son un peligrosocial, por lo cual utilizan el arma delterror para que ese interlocutor críticode la sociedad pierda su equilibrio,caiga en la desesperación de lossometidos por la vía del escarmiento».

Repasando sus artículos unoencuentra casi siempre una persona muytolerante y equilibrada, sin losdogmatismos de la izquierda, típicos de

esos años furiosos. No faltan, sinembargo, algunas notas que leídas hoypueden parecer exageradas por eloptimismo y la furia con que defendíalas reivindicaciones sociales de laizquierda. A veces, al leerlo, a mímismo me da la tentación de criticarlo, yasí lo he hecho, por dentro, muchasveces. Una vez, sin embargo, en un librosuyo, encontré un escrito de BertoltBrecht que él dejó varias vecessubrayado, un fragmento que me explicaalgunas cosas y me enseña a leer esosartículos suyos con la perspectiva delmomento: «Íbamos cambiando de paíscomo de zapatos, desesperados cuando

en alguna parte sólo había injusticia,pero no indignación. También el odiocontra la bajeza desfigura las facciones.También la ira contra la injusticia poneronca la voz. Ustedes, sin embargo,cuando lleguen los tiempos en que elhombre sea amigo del hombre, piensenen nosotros con indulgencia».

Revisando sus artículos de esosaños, publicados casi todos en el diarioEl Mundo de Medellín, y algunostambién en El Tiempo de Bogotá,encuentro algunas de sus causasdesesperadas. Hay uno particularmenteduro y valiente contra la torturapublicado poco después de que un

amigo y discípulo suyo fuera detenido ytorturado por el Ejército en Medellín:

«Yo acuso ante el señor presidentede la República y sus ministros deGuerra y de Justicia, y ante el señorprocurador general de la Nación, a los“interrogadores” del Batallón Bombonade la ciudad de Medellín, de estaraplicando torturas físicas y psicológicasa los detenidos por la IV Brigada.

»Yo los acuso de colocarlos enmedio de un cuarto, vendados y atados,de pie, por días y noches enteras,sometidos a vejámenes físicos ypsicológicos de la más refinadacrueldad, sin dejarlos siquiera sentarse

en el suelo un momento, sin dejarlosdormir, golpeándolos con pies y manosen distintos lugares del cuerpo,insultándolos, dejándolos oír los gritosde los demás detenidos en los cuartosvecinos, destapándoles los ojossolamente para que vean cómo simulanviolar a sus esposas, cómo introducenbalas en un revólver y sacan a losdetenidos a dar un paseo por losalrededores de la ciudad amenazándolosde muerte si no confiesan y delatan a suspresuntos «cómplices»; contándolesmentiras sobre pretendidas«confesiones» en relación con eltorturado, obligándolos a ponerse de

rodillas y haciéndolos abrir las piernashasta extremos límites físicosimposibles, para causarles intensísimosdolores, agravados por parárselesencima para seguir así el continuo,extenuante, intenso «interrogatorio»;dejándoles las ventanas abiertas, sincamisa, en altas horas de la madrugadapara que tiemblen de frío; permitiendoque sus miembros inferiores seedematicen por la forzada posiciónerguida y por la obligada quietud, hastahacer inaguantables los calambres, losdolores, el desespero físico y mental,que ha llevado a algunos a lanzarse porlas ventanas, a cortarse las venas de las

muñecas con pedazos de vidrio, a gritary a llorar como niños o locos, a contarhistorias imaginarias y fantásticas, contal de descansar un poco de losrefinados martirios que les imponen.

»Yo acuso a los interrogadores delBatallón Bombona de Medellín, de serdespiadados torturadores sin alma y sincompasión por el ser humano, de serentrenados psicópatas, de ser criminalesa sueldo oficial, pagados por loscolombianos para reducir a losdetenidos políticos, sindicales ygremiales de todas las categorías, acondiciones incompatibles con ladignidad humana, causantes de toda

clase de traumas, muchas vecesirreductibles e irremediables, que dejangraves secuelas de por vida.

»Yo denuncio formal y públicamenteestos procedimientos de los llamadosmandos medios, de violarsistemáticamente los derechos humanosde centenares de compatriotas nuestros.

»Y acuso a los altos mandos delEjército y de la nación que lean esteartículo, de criminal complicidad, si nodetienen de inmediato esta situación quehiere los sentimientos más elementalesde solidaridad humana de loscolombianos no afectados por la vesaniao por el fanatismo».

Denuncias valientes y claras comoesta producían furia en el Ejército y enalgunos funcionarios del Gobierno, perono respuestas. Rara vez algún juez oalgún procurador intentaban recoger susdenuncias. Pero en general estasacusaciones no eran contestadas más quecon un silencio hostil. Y la hostilidadfue creciendo de año en año hasta eldesenlace final. Una vez mi hermanaVicky, que se movía en los círculos másaltos y ricos de la ciudad, le dijo a mipapá: «Papi, a ti no te quieren aquí enMedellín». Y él le contestó: «Mi amor,a mí sí me quiere mucha gente, pero noestán por donde tú te mueves, están en

otra parte, y algún día te voy a llevar aque los conozcas». Dice Vicky que eldía del desfile que acompañó el entierrode mi papá por el centro, con miles depersonas que agitaban pañuelos blancosen la marcha, y desde las ventanas, y enel cementerio, comprendió que en esemomento mi papá la estaba llevando aconocer a quienes sí lo querían.

Se haría muy largo transcribir lasdecenas de artículos donde mi papádenunciaba, muchas veces con nombresy apellidos, los atropellos cometidospor funcionarios del Estado o miembrosde la fuerza pública contra ciudadanosindefensos. Lo hizo durante años, aunque

a veces esa lucha no le parecía otra cosaque alaridos en el desierto. Losdesalojos de indígenas de las haciendasde terratenientes (con asesinato delsacerdote indígena que los apoyaba); ladesaparición de un estudiante; la torturade un profesor; las protestas reprimidascon sangre; el asesinato repetido cadaaño como un ritual macabro de líderessindicales; los secuestros injustificablesde la guerrilla… Todo esto lo denuncióuna y otra vez, en medio de una rabiasilenciosa de los destinatarios de susdenuncias que preferían no hacerle eco asus palabras con la esperanza de quecayeran en el olvido mediante la

estrategia del silencio o de laindiferencia.

En lo que era más radical era en labúsqueda de una sociedad más justa,menos infame que la clasista ydiscriminadora sociedad colombiana.No predicaba una revolución violenta,pero sí un cambio radical en lasprioridades del Estado, con laadvertencia de que si no se les daba atodos los ciudadanos al menos laigualdad de oportunidades, además decondiciones mínimas de subsistenciadigna, y cuanto antes, durante mucho mástiempo habríamos de sufrir violencia,delincuencia, surgimiento de bandas

armadas y de furibundos gruposguerrilleros.

«Una sociedad humana que aspira as e r justa tiene que suministrar lasmismas oportunidades de ambientefísico, cultural y social a todos suscomponentes. Si no lo hace, estarácreando desigualdades artificiales. Sonmuy distintos los ambientes físicos,culturales y sociales en que nacen, porejemplo, los niños de los ricos y losniños de los pobres en Colombia. Losprimeros nacen en casas limpias, conbuenos servicios, con biblioteca, conrecreación y música. Los segundosnacen en tugurios, o en casas sin

servicios higiénicos, en barrios sinjuegos ni escuelas, ni servicios médicos.Los unos van a lujosos consultoriosparticulares, los otros a hacinadoscentros de salud. Los primeros aescuelas excelentes. Los segundos aescuelas miserables. ¿Se les está dandoasí, entonces, las mismasoportunidades? Todo lo contrario.Desde el momento de nacer se los estásituando en condiciones desiguales einjustas. Aun antes de nacer, en relacióncon la comida que consumen sus madres,ya empiezan su vida intrauterina encondiciones de inferioridad. En elHospital de San Vicente hemos pesado y

medido grupos de niños que nacen en elPabellón de Pensionados (familias quepueden pagar sus servicios) y en elllamado Pabellón de Caridad (familiasque pueden pagar muy poco o nada porestos servicios) y hemos encontrado queel promedio de peso y talla al nacer esmucho mayor (estadísticamentesignificante) entre los niños depensionado que entre los niños decaridad. Lo que significa que desde elnacimiento nacen desiguales. Y no porfactores biológicos, sino por factoressociales (condiciones de vida,desempleo, hambre).

»Estas son verdades irrefutables y

evidentes que nadie puede negar. ¿Porqué nos empeñamos entonces —negandoestas realidades— en conservar talsituación? Porque el egoísmo y laindiferencia son características de losciegos ante la evidencia y de lossatisfechos con sus condiciones buenas yque niegan las condiciones malas de losdemás. No quieren ver lo que está a lavista, para así mantener su situación deprivilegio en todos los campos. ¿Quéhacer ante esta situación? ¿A quiénes lescorresponde actuar? Es obvio que losque deberían actuar son los afectadosperjudicialmente por ella. Pero casisiempre, ellos, en medio de sus

necesidades, angustias y tragedias, noson conscientes de esta situaciónobjetiva, no la interiorizan, no la hacensubjetiva.

«Aunque parezca paradójico —peroesto ha sido históricamente así— sonalgunos de los que la vida ha puesto encondiciones aceptables, los que hantenido que despertar a los oprimidos yexplotados para que reaccionen ytrabajen por cambiar las condiciones deinjusticia que los afectandesfavorablemente. Así se hanproducido cambios de importancia enlas condiciones de vida de loshabitantes de muchos países y estamos

ciertamente viviendo una etapa históricaen la cual en todos ellos hay grupos depersonas —éticamente superiores— queno aceptan como una cosa natural queestas situaciones de desigualdad y deinjusticia perduren. Su lucha contra “loestablecido” es una lucha dura ypeligrosa. Tiene que afrontar la rabia ydesazón de los grupos más poderosospolítica y económicamente. Tiene queafrontar consecuencias, aun en contra desu tranquilidad y de sus mismasposibilidades; en contra de alcanzar elllamado “éxito” en la sociedadestablecida.

«Pero hay una fuerza interior que los

impele a trabajar a favor de los quenecesitan su ayuda. Para muchos, esafuerza se constituye en la razón de suvida. Esa lucha le da significado a suvida. Se justifica vivir si el mundo es unpoco mejor, cuando uno muera, comoresultado de su trabajo y esfuerzo. Vivirsimplemente para gozar es una legítimaambición animal. Pero para el serhumano, para el Homo Sapiens, escontentarse con muy poco. Paradistinguirnos de los demás animales,para justificar nuestro paso por la tierra,hay que ambicionar metas superiores alsolo goce de la vida. La fijación demetas distingue a unos hombres de

otros. Y aquí lo más importante no esalcanzar dichas metas, sino luchar porellas. Todos no podemos serprotagonistas de la historia. Comocélulas que somos de ese gran cuerpouniversal humano, somos sin embargoconscientes de que cada uno de nosotrospuede hacer algo por mejorar el mundoen que vivimos y en el que vivirán losque nos sigan. Debemos trabajar para elpresente y para el futuro, y esto nostraerá mayor gozo que el simple disfrutede los bienes materiales. Saber queestamos contribuyendo a hacer un mundomejor, debe ser la máxima de lasaspiraciones humanas».

En todo cuanto escribía uno podíasentir su marcado acento humanista,emocionado, vibrante. Luchaba pormedio de una voz enterada yconvincente, para tratar de que todas laspersonas, ricas y pobres, despertaran yse empeñaran en hacer algo por mejorarlas inicuas condiciones del país. Lo hizohasta el último día de su vida, en unintento desesperado por combatir conpalabras las acciones bárbaras de unpaís que se resistía y se resiste a actuarde otra manera que no sea manteniendolas enormes injusticias que existen, ydefendiendo esa injusticia intolerablecomo sea, incluso asesinando a quienes

quieren cambiarla.

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No quiero hacer hagiografía ni meinteresa pintar un hombre ajeno a lasdebilidades de la naturaleza humana. Simi papá hubiera sido un poco menossusceptible, si se hubiera desprendidocompletamente de la vanidad desobresalir, si hubiera refrenado a vecessu pasión de justicia, que a vecesllegaba casi a convertirse en unfanatismo justiciero, sobre todo al finalde su vida, tal vez hubiera podido sermás eficaz, porque además le faltó unadosis mayor de tesón y constancia en

terminar el exceso de tareasemprendidas. Él mismo reconocía esedefecto suyo y muchas veces dijo: «Soymuy buen padre, pero muy mala madre»,lo cual quería decir que era bueno parafecundar, para poner la semilla de unabuena idea, pero malo para la pacienciade la gestación y de la crianza.

Cometió estupideces, como todos lashemos cometido, se metió enmovimientos absurdos, lo engañaron poringenuo, a veces sirvió de altavoz paraintereses ajenos que supieronmanipularlo mediante el halago. Cuandose daba cuenta de que lo habíanutilizado, repetía siempre la misma frase

cómica y desengañada: «Es que a mí lainteligencia no me ha servido sino paraser bruto». Se avergonzaba, porejemplo, de haber hecho meter almanicomio a un cuñado de mi hermanamayor, Maryluz, que una noche,exaltado, decía que estaba siendoperseguido por los mafiosos. A mi papá,en los años setenta, no le cabía en lacabeza que pudiera haber mafiosos enMedellín. Mucho menos lo que decíaese muchacho. Jota Vélez, que repetíacomo loco que los mafiosos matabangente, amenazaban personas, exportabancocaína y marihuana, comprabanmujeres en los barrios, pagaban sicarios

y matones… Esas verdades mi papá lasconfundió con el delirio de un loco, conesquizofrenia, y se llevaron a Jota, concamisa de fuerza, para el manicomio deBello. Cuando todo lo que Jota habíadicho se iba realizando, y esasenormidades se confirmaban día a día enuna ciudad que iba cayendo en labarbarie, a mi papá no le quedó másremedio que declararse loco él, porciego e ingenuo, y pedirle perdón a Jota,el muchacho que había denunciado lohorrible en un ataque de exaltada lucidezque mi papá confundió con un deliriodemente.

Se metió también, porque supieron

halagar su vanidad, en un comité deamistad entre los pueblos de Colombia yCorea del Norte. Hasta llevó a la casalos libros de Kim il Sung, sobre la «ideaSuche», y participó en un penosocongreso en Portugal donde se analizabael pensamiento de ese megalómano ysanguinario dictador del siglo XX. Lograve era que mi papá se daba cuenta deque todo eso no tenía sentido, cuandohablaba de la idea Suche soltabacarcajadas de burla y de perplejidad,pero se había embarcado en ese grupo, yquién sabe por qué se dejó llevar por lacorriente, sin salirse del oprobio,convirtiéndose en cómplice de una

dictadura. Además, nunca quiso ir aCorea del Norte, quizá porque sabía quecon solo mirar de más o menos cerca ladistancia que había entre las palabras yla realidad, no habría sido capaz deseguir sosteniendo la patraña.

Algunas veces, en los últimos añosde su vida, fue manipulado por laextrema izquierda colombiana. Aunquesiempre detestó la lucha armada, llegó aser comprensivo y casi a disculpar(aunque nunca explícitamente) a losinsurgentes de la guerrilla; y comoestaba de acuerdo con algunas de susposiciones ideológicas (reforma agrariay urbana, repartición de la riqueza, odio

a los monopolios, abominación por unaclase oligárquica y corrupta que habíallevado al país a la miseria y a ladesigualdad más vergonzosas), a vecescerraba un ojo cuando eran losguerrilleros quienes cometíanatrocidades: atentados a cuarteles,voladuras absurdas. Detestó siempre,eso sí, el secuestro y los atentadosterroristas contra víctimasindiscriminadas e inocentes. Como aveces ocurre con algunos activistas dederechos humanos, veía más lasatrocidades del Gobierno que las de losenemigos armados del Gobierno. Él loexplicaba de un modo más o menos

coherente: era más grave que un curaviolara a un niño a que lo hiciera undepravado. Es la sal la que no se puedecorromper. Los guerrilleros se handeclarado por fuera de la ley, pero elGobierno dice respetar la ley. Esto eracierto, pero por ese camino se puedefácilmente perder el equilibrio, y él aveces lo perdió. Lo cual nunca podrájustificar su asesinato, pero puedeexplicar en parte la ira asesina dequienes lo mataron.

Recuerdo que una vez discutimosuna frase, tal vez de Pancho Villa, que aél le gustaba mucho repetir: «Sin justiciano puede haber paz». O incluso: «Sin

justicia no puede, ni debe, haber paz».Yo le pregunté si entonces era necesariala lucha armada para combatir lainjusticia. Él me dijo que contra Hitlerera necesaria; no era un pacifista aultranza. Pero en el caso de Colombia,estaba completamente seguro de que lalucha armada no era el camino, y que lascondiciones existentes no justificaban eluso y abuso de la fuerza que cometía laguerrilla. Confiaba en que por la vía delas reformas radicales se podía llegar ala transformación del país. Nunca, nicuando estaba más furioso por lasatrocidades que cometían los militares yel Gobierno, su furia lo sacaba de su

pacifismo más hondo, y aunque entendíael camino por el que otros habíanoptado, Camilo Torres, José AlvearRestrepo, le parecía que esa no era lasalida. Él nunca sería capaz de empuñarun fusil, ni de matar a nadie, por ningunacausa, ni de apoyar con sus palabras aquienes lo empuñaban, y prefería elmétodo de Gandhi, la resistenciapacífica incluso hasta el supremosacrificio de la vida.

Abrir los cajones

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Una de las cosas más duras que tenemosque hacer cuando alguien se nos muere,o cuando nos lo matan, es vaciar yrevisar sus cajones. A mí, dos semanasdespués de su asesinato, meencomendaron la tarea de revisar loscajones (los archivos, los papeles, lacorrespondencia, las cuentas) que teníami papá en la oficina. De los de mi casase ocuparían Maryluz y mi mamá. Abrirlos cajones es como abrir rendijas en elcerebro del otro: qué era lo que másquería, a quién había visto (según las

citas de su agenda o los apuntes de uncuaderno), qué había comido ocomprado (recibos de almacenes,extractos de tarjetas de crédito,facturas), qué fotos o recuerdosatesoraba, qué documentos teníaexpuestos y cuáles en secreto. Algocurioso que había pasado fue queIsabelita, la que había sido secretaria demi papá durante los últimos diez años,había desaparecido desde el mismo díade su muerte. Es decir, no desaparecidoen el triste sentido latinoamericano deltérmino, sino que, aunque sabíamos queestaba bien, sabíamos también que noquería vernos, que no quería volver a la

oficina, que se negaba a contestarcualquier cosa que le quisieranpreguntar (la familia o los jueces) y, enresumen, que tenía miedo. Hace casiveinte años que ninguna persona de mifamilia ha vuelto a ver a Isabelita, y aestas alturas creo que ya ninguno denosotros quiere preguntarle nada. Sihace veinte años las preguntas seagolpaban en la garganta, ahora esaspreguntas están escondidas, y resueltasde un modo personal y secreto, en laparte más honda de nuestro pensamiento.

Unos diez días después del crimen amí me tocó ir a la morgue a reclamar laropa y las pertenencias de mi papá. Me

las entregaron en una bolsa de plástico ylas llevé a su oficina en la carrera Chile.Desenvolví todo en el patio: el vestidoensangrentado, la camisa manchada desangre, con los rotos de las balas, lacorbata, los zapatos. Del cuello del sacosaltó algo que rebotó con fuerza en elpiso. Miré bien: era una bala. Los juecesno se habían tomado siquiera la molestiade revisar su ropa. Al día siguiente llevéesa bala al juzgado, aunque sabía quetampoco serviría de nada. Y como olíamal, quemé toda la ropa, menos lacamisa, que dejé que se secara al sol,con sus terribles manchas de sangreoscura.

Guardé en secreto, durante muchosaños, esa camisa ensangrentada, conunos grumos que se ennegrecieron ytostaron con el tiempo. No sé por qué laguardaba. Era como si yo la quisieratener ahí como un aguijón que no mepermitiera olvidar cada vez que miconciencia se adormecía, como unacicate para la memoria, como unapromesa de que tenía que vengar sumuerte. Al escribir este libro la quemétambién pues entendí que la únicavenganza, el único recuerdo, y tambiénla única posibilidad de olvido y deperdón, consistía en contar lo que pasó,y nada más.

En esos días en que revisé todos suspapeles fui escogiendo poco a pocoalgunos fragmentos de sus escritosnuevos y viejos, y fui armando unpequeño libro que después publicamoscon ayuda del gobernador, FernandoPanesso Serna, que desde el primer díase portó muy bien con toda mi familia, ydel ministro de Educación, un médico,Antonio Yepes Parra, que había sidoalumno de mi papá y quiso apoyar esacompilación que luego yo titulé Manualde tolerancia. Carlos Gaviria, desde suexilio en Argentina, nos mandó elprólogo.

Pero en esos papeles y documentos

que yo iba revisando en su oficina,encontré también datos mucho máspersonales, que me gustaron, aunquetambién me sorprendieron. Yorecordaba que muchas veces mi papá mehabía dicho que todo ser humano, lapersonalidad de cada uno, es como uncubo puesto sobre una mesa. Hay unacara que podemos ver todos (la deencima); caras que pueden ver algunos yotros no, y si nos esforzamos podemosverlas también nosotros mismos (las delos lados); una cara que sólo vemosnosotros (la que está al frente denuestros ojos); otra cara que sólo venlos demás (la que está frente a ellos); y

una cara oculta a todo el mundo, a losdemás y a nosotros mismos (la cara enla que el cubo está apoyado). Abrir elcajón de un muerto es como hundirnosen esa cara que sólo era visible para ély que sólo él quería ver, la cara queprotegía de los otros: la de su intimidad.

Mi papá me había lanzado muchosmensajes indirectos sobre su intimidad.No confesiones, ni franquezas brutales,que suelen ser más un peso para loshijos que un alivio para los padres, sinopequeños síntomas y signos que dejabanentrar rayos de luz en sus zonas desombra, en ese interior del cubo que esla caja oculta de nuestra conciencia. Yo

había dejado esos indicios en una zonatambién intermedia entre elconocimiento y las tinieblas, como esassensaciones que nos da la intuición, peroque no queremos o no podemosconfirmar en los hechos, ni dejamosaflorar con nitidez a la conciencia conpalabras nítidas, ejemplos, experimentoso pruebas fehacientes.

Dos veces, por ejemplo, dos vecesme llevó mi papá a ver una película.Muerte en Venecia , de LuchinoVisconti, ese bellísimo film basado enuna novela corta de Thomas Mann, en elque un hombre en el declinar de sus días(quizá el modelo de Visconti era

Mahler, y también era suya la música dela película, que es uno de sus másgrandes aciertos) siente que al mismotiempo se exalta y sucumbe ante labelleza absoluta representada por lafigura de un muchacho polaco, Tadzio.Dice Mann que él no quiso representarla belleza en una muchacha, sino en unjoven, para que los lectores no creyeranque esa admiración era puramentesexual, de simple atracción de cuerpos.Lo que el protagonista, Gustav vonAschenbach, sentía, era algo más, ytambién algo menos: el enamoramientode un cuerpo casi abstracto, lapersonificación de un ideal, digámoslo

así, platónico, representado en labelleza andrógina de un adolescente. Yoestaba demasiado metido en mi propiomundo cuando mi papá insistió en quevolviéramos a ver la película portercera vez, quizá al darse cuenta de queyo no había sido capaz de percibir susentido más hondo y más oculto.

En una carta que me escribió en elaño 75, y que publicó como epílogo desu segundo libro (Cartas desde Asia),decía lo siguiente: «Para mí,paulatinamente, se me va haciendo cadavez más evidente que lo que más admiroes la belleza. No hay tal que yo sea uncientífico, como lo he pretendido —sin

lograrlo— toda la vida. Ni un político,como me hubiera gustado. Es posibleque de habérmelo propuesto hubierapodido llegar a ser un escritor. Pero yatú empiezas a entender y a sentir todo elesfuerzo, el trabajo, la angustia, elaislamiento, la soledad y el intensodolor que la vida le exige a quienescoge este difícil camino de crearbelleza. Estoy seguro de que meaceptarás la invitación de que veamosjuntos esta tarde Muerte en Venecia , deVisconti. La primera vez que la vi sólome impresionó la forma. La última vezentendí su esencia, su fondo. Locomentaremos esta noche».

Fuimos a verla otra vez, esa tarde,pero no la comentamos esa noche, quizáporque había algo que yo no queríaentender a mis 17 años. Creo que sóloun decenio más tarde, después de sumuerte, y al escarbar en sus cajones yollegué a comprender bien lo que mi papáquería que yo viera cuando me llevó arepetir Muerte en Venecia.

Todos tenemos en nuestras vidasalgunas zonas de sombra. Nonecesariamente son zonas vergonzosas;hasta es posible que sean las partes denuestra historia que más nosenorgullezcan, las que al cabo deltiempo nos hacen pensar que, a pesar de

los pesares, se justificó nuestro paso porla tierra, pero que como forman parte denuestra intimidad más íntima, noqueremos compartirlas con nadie.También pueden ser zonas ocultasporque nos resultan vergonzosas, o almenos porque sabemos que la sociedadque nos rodea en ese momento lasrechazaría como odiosas o monstruosaso sucias, aunque para nosotros no losean. O pueden estar a la sombra esaszonas porque de verdad, eindependientemente de cualquier tiempoo cultura, son hechos reprobables,detestables, que la moral humana decualquiera no podría aceptar.

No eran sombras de este último tipolas que yo hallé en los cajones de mipapá. Todo lo que encontré lo hace, antemis ojos, más grande, más respetable ymás valioso, pero así como él no quisoque ni su esposa ni ninguna de sus hijaslas supieran, también yo dejo cerradoese cajón que sólo serviría paraalimentar la inútil habladuría digna detelenovelas, e indigna de una personaque amó todas las manifestacioneshumanas de la belleza y que fue, almismo tiempo, espontánea y discreta.

Cómo se viene lamuerte

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Hay una verdad trivial, pues no hay dudani incertidumbre al decirla, que sinembargo es importante tener siemprepresente: todos nos vamos a morir, eldesenlace de todas las vidas es elmismo. La presencia y conciencia de lamuerte es una de las facetas másmarcadas de la lírica clásica castellana.Algunas de las mejores páginas de laliteratura española hablan de ella conuna belleza al mismo tiempo descarnaday conmovedora, con ese consueloparadójico que tiene la evocación de la

muerte cuando se la envuelve en laperfección del arte: San Juan de la Cruz,Cervantes, Quevedo… Algunas de lasCoplas de don Jorge Manrique por lamuerte de su padre, las recitó tantasveces de memoria mi papá en nuestraslargas caminatas por el campo, queacabé por aprendérmelas yo también dememoria, y creo que me acompañarán,como lo acompañaron a él, toda la vida,martillando con su ritmo maravilloso enlas paredes de mi cráneo, con superfecta melodía consoladora que seasoma al oído y al pensamiento desdelos pliegues más hondos de unaconciencia que trata de explicar lo

inexplicable:

Recuerde el alma dormida,avive el seso y despierte,contemplandocómo se pasa la vida,cómo se viene la muertetan callando;cuan presto se va el placer,cómo, después de acordado,da dolor;cómo, a nuestro parecer,cualquiera tiempo pasadofue mejor.Pues si vemos lo presente,cómo en un punto se es ido

y acabado,si juzgamos sabiamente,daremos lo no venidopor pasado.No se engañe nadie, no,pensando que ha de durarlo que esperamás que duró lo que vio,pues que todo ha de pasarpor tal manera.Nuestras vidas son los ríosque van a dar en la mar,que es el morir;allí van los señoríosderechos a se acabary consumir;

allí los ríos caudales,allí los otros medianosy más chicos,allegados, son igualeslos que viven por sus manosy los ricos.

Sabemos que nos vamos a morir,simplemente por el hecho de queestamos vivos. Sabemos el qué (que nosmoriremos), pero no el cuándo, ni elcómo, ni el dónde. Y aunque estedesenlace es seguro, ineluctable, cuandoesto que siempre pasa le ocurre a otro,nos gusta averiguar el instante, y contarcon pormenores el cómo, y conocer los

detalles del dónde, y conjeturar elporqué. De todas las muertes posibleshay una que aceptamos con bastanteresignación: la muerte por vejez, en lapropia cama, después de una vida plena,intensa y útil. Así fue la muerte del«maestre don Rodrigo Manrique, tantofamoso y tan valiente», y por eso lasCoplas de su hijo, don Jorge, aunquehablen de la muerte de su padre, tienenun final, en cierto sentido, no sóloresignado, sino feliz. El padre no sóloacepta su propia muerte, sino que larecibe con gusto:

Así, con tal entender,

todos sentidos humanosconservados,cercado de su mujery de sus hijos y hermanosy criados,dio el alma a quien se la dio(el cual la ponga en el cieloen su gloria)y aunque la vida perdió,dejonos harto consuelosu memoria.

Ya mayor, conservando los sentidosy rodeado de los seres queridos. Esa esla única muerte que aceptamos contranquilidad y con el consuelo de la

memoria. Casi todas las otras muertesson odiosas y las más inaceptables yabsurdas son la muerte de un niño o deuna persona joven, o la muerte causadapor la violencia asesina de otro serhumano. Ante estas hay una rebelión dela conciencia, y un dolor y una rabiaque, al menos en mi caso, no se mitiga.Nunca acepté resignado la muerte de mihermana, ni nunca podré aceptar contranquilidad el asesinato de mi padre. Escierto que él, de alguna manera, estabaya satisfecho con su vida, y preparadopara morir, dispuesto a morir si eranecesario, pero abominaba esa muerteviolenta que evidentemente le estaban

preparando. Eso es lo más doloroso y lomás inaceptable. Este libro es el intentode dejar un testimonio de ese dolor, untestimonio al mismo tiempo inútil ynecesario. Inútil porque el tiempo no sedevuelve ni los hechos se modifican,pero necesario al menos para mí, porquemi vida y mi oficio carecerían desentido si no escribiera esto que sientoque tengo que escribir, y que en casiveinte años de intentos no había sidocapaz de escribir, hasta ahora.

El lunes 24 de agosto de 1987, muytemprano, como a las seis y media de lamañana, llamaron a mi papá de unaemisora de radio a decirle que su

nombre estaba en una lista de personasamenazadas que había aparecido enMedellín, y que en ella se decía queiban a matarlo. Le leyeron el párrafopertinente: «Héctor Abad Gómez:Presidente del Comité de DerechosHumanos en Antioquia. Médicoauxiliador de guerrilleros, falsodemócrata, peligroso por simpatíapopular para elección de alcaldes enMedellín. Idiota útil del PCC-UP». A mipapá lo entrevistaban al aire y él pidióque le leyeran algunos otros nombres dela misma lista. Se los leyeron. Entreellos estaban el periodista Jorge Child,el ex canciller Alfredo Vázquez

Carrizosa, el columnista AlbertoAguirre, el líder político Jaime PardoLeal (asesinado algunos meses después),la escritora Patricia Lara, el abogadoEduardo Umaña Luna, el cantante CarlosVives, y muchos otros. Mi papá lo únicoque dijo fue que se sentía muy honradode estar en compañía de personas tanbuenas y tan importantes, y que hacíantantas cosas en beneficio del país.Después de la entrevista, por el teléfonointerno, le pidió al periodista que leenviara por favor una fotocopia de esalista a la oficina.

Una semana antes, el 14 de agosto,habían matado al senador de izquierda,

Pedro Luis Valencia, también médico yprofesor de la Universidad, y mi papáorganizó y encabezó el 19 de agosto unamarcha «por el derecho a la vida» enseñal de protesta por su asesinato. Estagran marcha recorrió en silencio lascalles del centro de Medellín y culminóen el parque de Berrío, donde el únicodiscurso fue pronunciado por mi papá.Muchas personas lo vieron portelevisión, o lo vieron pasar desde lasventanas de sus oficinas, y después noscontaron que pensaban: lo van a matar aél también, lo van a matar. Su penúltimoartículo habla de ese crimen, y denunciaa los paramilitares. También estuvo

dando una conferencia en la UniversidadPontificia Bolivariana donde acusó alEjército y a funcionarios del Estado decomplicidad con los criminales.

Ese mismo lunes 24 de agosto, almediodía, llamó a Alberto Aguirre a sucasa (lo había estado buscando toda lamañana sin éxito en la oficina) y loconvenció de que pidieran una cita conel alcalde, William Jaramillo, parainformarse un poco más sobre el origende las amenazas, y tal vez pedir algunaprotección; quedaron de verse elmiércoles a las once, en la oficina de mipapá. En la tarde de ese mismo día sereunió el Comité de Defensa de los

Derechos Humanos, y ante la gravedadde la situación decidieron redactar uncomunicado a la opinión públicadenunciando a los escuadrones de lamuerte y grupos paramilitares quevenían operando en la ciudad y matandopersonas vinculadas a la Universidad. Aese comité asistieron, entre otros, CarlosGaviria, Leonardo Betancur y CarlosGónima. Leonardo y mi papá fueronasesinados al día siguiente, CarlosGónima, pocos meses después, el 22 defebrero, Carlos Gaviria se salvó porquese fue del país.

Al final de la reunión, CarlosGaviria le preguntó a mi papá qué tan

seria le parecía la amenaza personal dela que se había hablado esa mañana porla radio. Mi papá lo invitó a que sequedaran un rato más conversando, paracontarle. Abrió una pequeña botella dewhisky en forma de campana (queCarlos se llevó vacía esa tarde y todavíaconserva de recuerdo en su estudio), leleyó la lista que le habían enviado, yaunque dijo que la amenaza era seria,repitió que se sentía muy orgulloso deestar tan bien acompañado. «Yo noquiero que me maten, ni riesgos, pero talvez esa no sea la peor de las muertes; eincluso si me matan, puede que sirvapara algo». Carlos volvió a su casa con

sensación de angustia.Varias veces, en esos días, mi papá

habló de la muerte con un tono ambiguoque se movía entre la resignación y elmiedo. Él había meditado bastante, ydesde hacía mucho tiempo, sobre supropia muerte. Incluso uno de los pocoscuentos que escribió en su vida estádedicado a ella, con su figura mítica,vieja vestida de negro con su guadaña alhombro, que lo visita una vez, pero leconcede una prórroga. Entre los papelesque yo reuní después de su muerte, y quepubliqué bajo el título de Manual detolerancia, encontré escrita estareflexión: «Decía Montaigne que la

filosofía era útil porque enseñaba amorir. Para mí, que en este proceso denacimiento-muerte que llamamos vidaestoy más cercano a la última etapa quea la primera, el tema de la muerte se vahaciendo cada vez más simple, másnatural y aun diría que —no ya comotema sino como realidad— másdeseable. Y no es porque estédesengañado de nada ni de nadie. Talvez todo lo contrario. Porque creo quehe vivido plenamente, intensamente,suficientemente».

Ya estaba, sin duda, preparado paramorir, pero esto no significa quequisiera que lo mataran. En una

entrevista que le habían hecho esamisma semana, le preguntaron sobre lamuerte o, mejor dicho, sobre laposibilidad de que lo mataran, ycontestó lo siguiente: «Yo estoy muysatisfecho con mi vida y no le temo a lamuerte, pero todavía tengo muchosmotivos de alegría: cuando estoy conmis nietos, cuando cultivo mis rosas oconverso con mi esposa. Sí, aunque nole temo a la muerte, tampoco quiero queme maten, ojalá no me maten: quieromorir rodeado de mis hijos y mis nietos,tranquilamente […] una muerte violentadebe ser aterradora, no me gustaríanada».

39

Ese martes 25 de agosto mi hermanamayor y yo madrugamos para ir a LaInés, la finca en Suroeste que mi papáhabía heredado del abuelito Antonio.Habíamos mandado hacer una piscina yese día la entregaban. Como no habíacarretera para llegar hasta la casa,habíamos pedido un permiso a la fincavecina, Kalamarí, de doña Lucía de laCuesta, para que dejaran pasar lasvarillas de hierro y los materiales de lapiscina atravesando sus potreros. Detanto pasar piedras y cemento en un jeep

Suzuki, se había formado una pequeñatrocha por el campo y por ahí pasamosMaryluz y yo, a recibir las obras. Porprimera vez vimos la piscina llena, ynos alegramos de lo que la íbamos adisfrutar de ahí en adelante. Estábamosde regreso en Medellín antes delmediodía y mi hermana le llevó deregalo a mi papá dos badeas grandes.Eran las primeras que se cogían de unamata que él mismo había sembrado en lahuerta, algunos meses antes.

A la hora del almuerzo, como mihermana quería tenerle una sorpresapara ese diciembre, cuando fuéramos apasar vacaciones en la finca cerca del

río Cauca, Maryluz no quiso decirledónde habían construido la piscina (sien la parte de atrás o de adelante de lacasa, y además le dijo una mentirapiadosa para aumentarle la sorpresa:que la plata no había alcanzado paratumbar un murito que encerraba elcorredor, y que a mi papá no le gustaba).Ese mediodía llamó también doña Lucíade la Cuesta, para decirle a mi papá que,en vista de que ya habían terminado lapiscina, el paso por su finca quedabasuspendido, pues de seguir usándolo esose le iba a volver una servidumbre. Mipapá le preguntó si no lo dejaría entrar aél solo en carro, en diciembre, y Lucía

le dijo, amablemente, que no, que élestaba muy bien y podía llegar acaballo. «¿Y cuando yo esté viejo y yano pueda bajar a caballo?», insistió mipapá, y Lucía le dijo: «Para eso faltamucho, Héctor, ya veremos». La mismadoña Lucía me contó esta conversación,años más tarde; todos los que ese díahablaron con él, recuerdan cada palabra.

En ese momento mi papá eraprecandidato a la Alcaldía de Medellínpor el Partido Liberal; ese año sería laprimera vez en Colombia que se elegiríaa los alcaldes por sufragio directo, y eljueves mi papá tenía un almuerzo en lafinca de Rionegro con el doctor Germán

Zea Hernández, que venía de Bogotá aintentar que los candidatos liberales sepusieran de acuerdo en un solo nombre.Bernardo Guerra, el presidente delDirectorio Liberal, se oponía a quefuera mi papá, que era el másopcionado, e incluso se negó a asistir alalmuerzo del jueves en la finca, al queirían todos los precandidatos liberales.Mi mamá, desde el martes, estabacocinando y haciendo los preparativospara ese almuerzo. Otra de mishermanas, Vicky, estaba preparando unacomida en su casa para el viernes;asistirían los líderes liberales de ladisidencia, entre ellos su antiguo novio,

Álvaro Uribe Vélez, que era senador. Apesar de su ingenuidad personal enmateria política, mi papá tenía unabuena intuición sobre las personas quepodrían destacarse en este campo. En laúltima entrevista que le hicieron, y quepublicó póstuma El Espectador ennoviembre de 1987, declaró losiguiente: «En este momento me gustanErnesto Samper Pizano y Álvaro UribeVélez, proponen cosas buenas». Ambosllegarían, años más tarde, a laPresidencia de Colombia.

Ese mismo martes 25, por lamañana, asesinaron al presidente delgremio de maestros de Antioquia, Luis

Felipe Vélez, en la puerta de la sede delsindicato. Mi papá estaba indignado.Muchos años después, en un libropublicado en 2001, Carlos Castaño, elcabecilla de los paramilitares durantemás de diez años, confesará cómo elgrupo liderado por él en Medellín, conasesoría de inteligencia del Ejército,asesinó, entre muchas otras víctimas,tanto al senador Pedro Luis Valencia,delante de sus hijos pequeños, como alpresidente del sindicato de maestros,Luis Felipe Vélez. A ambos los acusabade ser secuestradores.

Al mediodía de ese martes, cuentami mamá, volviendo juntos de la oficina,

mi papá quiso oír las noticias sobre elcrimen de Luis Felipe Vélez, pero entodas las emisoras de radio no hablabande otra cosa que de fútbol. Para mi papáel exceso de noticias deportivas era elnuevo opio del pueblo, lo que lomantenía adormecido, sin nociones de loque de verdad ocurría en la realidad, yasí lo había escrito varias veces.Estando con mi mamá, le dio unpuñetazo al volante y comentó con rabia:«La ciudad se desbarata, pero aquí nohablan sino de fútbol». Dice mi mamáque ese día estaba alterado, con unamezcla de rabia y tristeza, casi en elborde de la desesperanza.

Esa misma mañana del 25 de agosto,mi papá había estado un rato en laFacultad de Medicina, y luego en sudespacho en el segundo piso de la casadonde funcionaba la empresa de mimamá en el centro, en la carrera Chile,al lado de la casa donde había vividoAlberto Aguirre en su juventud y dondeseguía viviendo su hermano. Esa era lasede del Comité de Derechos Humanosde Antioquia. Supongo que fue en algúnmomento de esa mañana cuando mi papácopió a mano el soneto de Borges quellevaba en el bolsillo cuando lomataron, al lado de la lista de losamenazados. El poema se llama

«Epitafio» y dice así:

Ya somos el olvido que seremos.El polvo elemental que nos ignoray que fue el rojo Adán, y que es

ahora,todos los hombres, y que no

veremos.Ya somos en la tumba las dos

fechasdel principio y el término. La caja,la obscena corrupción y la mortaja,los triunfos de la muerte, y las

endechas.No soy el insensato que se aferraal mágico sonido de su nombre.

Pienso con esperanza en aquelhombre

que no sabrá que fui sobre latierra.

Bajo el indiferente azul del Cieloesta meditación es un consuelo.

Por la tarde volvió a la oficina,escribió su columna para el periódico,tuvo algunas reuniones con la gente desu campaña política y se citó con los depublicidad para verse en el DirectorioLiberal al atardecer. Esa nochepensaban «empapelar» la ciudad concarteles que llevaban el nombre y la fotodel candidato. Antes de ir al Directorio,

una mujer de quien no sabemos elnombre y a quien nunca volvimos a ver,le sugirió a mi papá que fuera hasta elsindicato de maestros, a rendirle unúltimo homenaje al líder asesinado. Ami papá le pareció muy bien la idea, eincluso invitó a Carlos Gaviria y aLeonardo Betancur a que fueran juntos, yhacia allá salía cuando yo lo vi porúltima vez.

Nos cruzamos en la puerta de laoficina. Yo llegaba con mi mamá,manejando el carro de ella, y él estabasaliendo de su puerta en compañía deesa mujer gruesa, sin cintura, de vestidomorado, como las estatuas luctuosas de

Semana Santa. Le dije a mi mamá, alverlos, por tomarle el pelo: «Mira,mami, ahí está mi papá traicionándotecon otra mujer». Mi papá se acercó alcarro y nos bajamos. Radiante, comosiempre, al verme, me estampó su besomás sonoro en la mejilla y me preguntócómo me había ido en la cita en laUniversidad.

Yo había vuelto de Italia hacíapocos meses, tenía 28 años, esposa, unahija que apenas empezaba a caminar, yestaba sin trabajo. Para ir tirando mehabía metido a la empresa de mi mamá aescribir cartas, actas y circulares, y aadministrar edificios mientras resultaba

algo que tuviera que ver más con lo quehabía estudiado. Mi papá me habíaconseguido, para esa tarde, una cita conun profesor clave en las carrerashumanísticas, Víctor Álvarez, y yoacababa de tener la entrevista con él. Lareunión había sido triste para mí pues elprofesor no me había dado ningunaesperanza para los nuevos concursos deprofesor de medio tiempo. Mi título noera válido en la Universidad deAntioquia, y además el área de misestudios en literaturas modernas, medijo, estaba completamente copada.Habría que ver más adelante, tal vez elotro año. Le conté a mi papá el resultado

de mi entrevista y vi su profunda cara dedesilusión. Él tenía en mí una confianzasin medida, creía que todos me deberíanrecibir con los brazos abiertos y abrirmede par en par todas las puertas. Despuésde un segundo en que la cara se leensombreció, con una mezcla de tristezay asombro por el fracaso, de repente,como si un pensamiento bueno se lehubiera cruzado al mismo tiempo por lacabeza, se le iluminó otra vez el rostro ycon una sonrisa feliz, me dijo la últimafrase que me diría en su vida (faltabandiez minutos para que lo mataran), enmedio del beso de siempre de lasdespedidas:

«Tranquilo, mi amor, ya verás quealgún día serán ellos los que te llamen ati».

En esas estábamos cuando llegó sudiscípulo más querido, LeonardoBetancur, en una moto. Mi papá losaludó efusivamente, lo hizo que subieraa la oficina a firmar el últimocomunicado del Comité de DerechosHumanos (el que habían redactado lanoche anterior y ya habían sacado enlimpio), y lo invitó a acompañarlo unmomento al velorio del maestroasesinado, a tres cuadras de allí, en lasede del sindicato. Se fueron a pie,conversando, y mi mamá y yo entramos a

la oficina, yo a preparar una junta delEdificio Colseguros, que sería a lasseis, y ella a sus propios trabajos.Serían más o menos las cinco y cuartode la tarde.

40

Lo que pasó después yo no lo vi, pero lopuedo reconstruir por lo que mecontaron algunos testigos, o por lo queleí en el expediente 319 del JuzgadoPrimero de Instrucción CriminalAmbulante, por el delito de Homicidio ylesiones personales, abierto el 26 deagosto de 1987, y archivado pocos añosdespués, sin sindicados ni detenidos, sinclaridad alguna, sin ningún resultado.Esta investigación, leída ahora, casiveinte años después, más parece unejercicio de encubrimiento y de intento

cómplice para favorecer la impunidad,que una investigación seria. Con decirque a un mes de abierto el caso le dieronvacaciones a la jueza encargada, y quepusieron funcionarios venidos de Bogotáa vigilar de cerca la investigación, esdecir, a evitar que se investigaraseriamente.

Mi papá, Leonardo y la señoracaminaron por la carrera Chile hasta lacalle Argentina y ahí doblaron haciaarriba, a la izquierda, por la acera delcostado norte. Llegaron a la esquina deEl Palo y la atravesaron. Siguieronsubiendo hacia Girardot. PasaronGirardot y en la esquina siguiente

tocaron a la puerta de Adida(Asociación de Institutores deAntioquia), el sindicato de maestros.Les abrieron y se formó un pequeñocorrillo en la puerta pues otros maestrosestaban llegando también en esemomento, a informarse. Hacía más dedos horas que se habían llevado elcuerpo de Luis Felipe Vélez para unacapilla ardiente y una manifestación deprotesta que se le haría en el Coliseo.Mi papá buscó, extrañado, la cara de laseñora que lo había acompañado hastaallí, pero ya no la vio a su lado; habíadesaparecido.

Dice uno de los testigos que una

moto con dos jóvenes subió por la calleArgentina, primero despacio, y despuésmuy rápido. Los tipos estaban reciénpeluqueados, dijo alguien más, con elpelo al rape típico de la milicia y dealgunos sicarios. Pararon la moto alfrente del sindicato, la dejaronencendida al lado de la acera, y los dosse acercaron al pequeño grupo frente ala puerta, al mismo tiempo que sacabanlas armas de la pretina de lospantalones.

¿Alcanzó a verlos mi papá, supo quelo iban a matar en ese instante? Durantecasi veinte años he tratado de ser él ahí,frente a la muerte, en ese momento. Me

imagino a mis 65 años, vestido de sacoy corbata, preguntando en la puerta de unsindicato por el velorio del líderasesinado esa mañana. Habrápreguntado por el crimen de pocas horasantes, y acaban de contarle el detalle deque a Luis Felipe Vélez lo habíanmatado ahí, en ese mismo sitio donde élestá parado. Mi papá mira hacia elsuelo, a sus pies, como si quisiera ver lasangre del maestro asesinado. No verastros de nada, pero oye unos pasosapresurados que se acercan, y unarespiración atropellada que pareceresoplar contra su cuello. Levanta lavista y ve la cara malévola del asesino,

ve los fogonazos que salen del cañón dela pistola, oye al mismo tiempo los tirosy siente que un golpe en el pecho loderriba. Cae de espaldas, sus anteojossaltan y se quiebran, y desde el suelo,mientras piensa por último, estoyseguro, en todos los que ama, con elcostado transido de dolor, alcanza a verconfusamente la boca del revólver queescupe fuego otra vez y lo remata convarios tiros en la cabeza, en el cuello, yde nuevo en el pecho. Seis tiros, lo cualquiere decir que le vaciaron el cargadorde uno de los sicarios. Mientras tanto elotro matón persigue a LeonardoBetancur hasta dentro de la casa del

sindicato y allí lo mata. Mi papá no vemorir a su querido discípulo; enrealidad, ya no ve nada, ya no recuerdanada; sangra, y en muy pocos instantessu corazón se detiene y su mente seapaga.

Está muerto y yo no lo sé. Estámuerto y mi mamá no lo sabe, ni mishermanas lo saben, ni sus amigos losaben, ni él mismo lo sabe. Yo estoyempezando la junta directiva delEdificio Colseguros. El presidente de lajunta, el abogado y grafólogo AlbertoPosada Ángel (que también seráasesinado a cuchilladas algunos añosdespués), lee el acta anterior, y hay otro

señor que llega un poco tarde y, antes desentarse, cuenta que a pocas cuadras deallí acaba de ver matar a otra persona.Comenta los balazos de los sicarios, lohorrible que se ha vuelto Medellín. Yono me imagino quién es, y pregunto casicon descuido quién pudo haber sido elmuerto. El señor no lo sabe. En esemomento me llaman al teléfono. Es raroque me interrumpan en plena junta, perodicen que es urgente, y salgo. Resultaser un periodista, viejo conocido mío,que me dice: «Siquiera te oigo, por aquíestaban diciendo que te habían matado».Yo digo que no, que estoy bien, ycuelgo, pero en ese mismo instante

recapacito y sé quién es el muerto, sinque me lo hayan dicho. Si alguien estádiciendo que mataron a Héctor Abad fueporque mataron a alguien que se llamacomo yo. Me voy derecho a la oficina demi mamá y le digo: «Creo que pasó lopeor».

Mi mamá está al teléfono hablandocon una amiga, Gloria Villegas deMolina. Cuelga precipitadamente y mepregunta: ¿«Mataron a Héctor?». Ledigo que creo que sí. Nos levantamos,queremos ir hacia el sitio donde dicenque hay una persona muerta. Lepreguntamos al señor de la junta y éstenos da una esperanza: «No, no, yo al

doctor lo conozco y el muerto no eraél». De todas formas vamos. Unmensajero de la oficina se nos adelanta.Hacemos el mismo recorrido a pie queunos minutos antes habían hecho mi papáy Leonardo: la carrera Chile, voltear ala izquierda por Argentina, cruzar ElPalo. Al acercarnos a Girardot, de lejos,vemos una multitud de curiososalrededor de la puerta de una casa, lasede del sindicato. De entre el corrillosale el mensajero que hace señasafirmativas con la cabeza, «sí, es eldoctor, es el doctor». Corremos y ahíestá, boca arriba, en un charco desangre, debajo de una sábana que se

mancha cada vez más de un rojo oscuro,espeso. Sé que le cojo la mano y que ledoy un beso en la mejilla y que esamejilla todavía está caliente. Sé quegrito y que insulto, y que mi mamá setira a sus pies y lo abraza. No sé cuántotiempo después veo llegar a mi hermanaClara con Alfonso, su esposo. Despuésllega Carlos Gaviria, con la caratransfigurada de dolor y yo le grito quese vaya, que se esconda, que tiene queirse porque no queremos más muertos.Entre mi hermana, mi cuñado, mi mamáy yo rodeamos el cadáver. Mi mamá lequita la argolla de matrimonio y yo sacolos papeles de los bolsillos. Más tarde

veré lo que son: uno es la lista de losamenazados de muerte, una fotocopia, yel otro, el epitafio de Borges copiado desu puño y letra, salpicado de sangre:«Ya somos el olvido que seremos».

En ese momento no puedo llorar.Siento una tristeza seca, sin lágrimas.Una tristeza completa, pero anonadada,incrédula. Ahora que lo escribo soycapaz de llorar, pero en ese momento meinvadía una sensación de estupor. Unasombro casi sereno ante el tamaño dela maldad, una rabia sin rabia, un llantosin lágrimas, un dolor interior que noparece conmovido sino paralizado, unaquieta inquietud. Trato de pensar, trato

de entender. Contra los asesinos, me loprometo, toda mi vida, voy a mantener lacalma. Estoy a punto de derrumbarme,pero no me voy a dejar derrumbar.¡Hijueputas!, grito, es lo único que grito,¡hijueputas! Y todavía por dentro, todoslos días, les grito lo mismo, lo que son,lo que fueron, lo que siguen siendo siestán vivos: ¡Hijueputas!

Mientras mi mamá y yo estamossentados al lado del cuerpo inerte de mipapá, mis hermanas y los amigos todavíano lo saben, pero se van enterando todosen la casa, mis cuatro hermanas, missobrinos, tenemos un recuerdo nítido delmomento en que nos enteramos de que lo

habían matado. Una tarde, en La Inés,mirando la tierra y el paisaje que mipapá nos dejó de herencia, cada uno denosotros fue contando por turnos lo queestábamos haciendo y lo que nos pasóesa tarde.

Maryluz, la mayor, contó que estabaen la sala de su casa. Recibió unallamada de Néstor González, queacababa de oír la noticia por radio, peroél no fue capaz de decirle. Sólo lepreguntó, después de muchos rodeos:«¿Y tu papá? ¿Cómo está tu papá?».«Muy bien, dedicado a lo mismo, sucampaña y los derechos humanos».Néstor colgó, incapaz de contarle.

Después la llamó otra amiga, Alicia Gil,y tampoco fue capaz de darle la noticia,que ella ya había oído por radio. Almomento Maryluz vio entrar unoszapatos de hombre, con un maletín. ElMono Martínez. «¿Y ese milagro?» lepregunta mi hermana. «Mary, pasó unacosa horrible». Y ella lo supo:«¿Mataron a mi papá?».

Todos lo adivinamos, antes desaberlo. «Después de un primermomento de locura —contó Maryluz—me serené y estuve muy tranquila, nolloraba, calmaba a los demás. JuanDavid (el hijo mayor, el primero de losnietos, y el que mi papá más quería)

gritaba y se daba golpes contra lasparedes, corría por la calle, iba desdemi casa hasta la casa del Aba (así ledecían los nietos al abuelo). Mis amigasllegaban gritando». A Martis, queestudiaba en el colegio Mary Mount, lallamó una compañerita, feliz: «Martis,qué rico, mañana no hay colegio dizqueporque mataron a un señor muyimportante». Pili, la otra hija, de seisaños, se encerró en el cuarto y no leabría a nadie: «¡Tengo mucho queestudiar, tengo un montón de tareas, porfavor no me interrumpan!», gritaba.Ricky estaba con los primos, con loshijos de Clara.

Maryluz contó que también se lesalieron viejos rencores, en esemomento. Les dijo a las amigas:«Díganle a Iván Saldarriaga que no se leocurra venir por aquí». Este era eldueño de una fábrica de helados y él yMaryluz, hacía mucho tiempo, habíantenido una discusión por lo que mi papádecía y escribía. Ella le había dicho, alterminar el alegato: «Si llegan a matar ami papá, por favor no se te ocurra ir alentierro». Cuando él llegó esa noche,llorando, ella le perdonó. Saldarriagapuso un anuncio en el periódico ycompró comida para toda la gente delentierro.

Maryluz sigue contando: «A mítodos me preguntaban, en el velorio, porqué no lloraba. Lloré solamente cuandollegó Edilso, el querido mayordomo deRionegro, con un ramo enorme de rosasdel rosal de mi papá, y se las pusoencima de la caja. En ese momento nopude más y lloré. En el entierro no. Veíaa mis amigos escondidos detrás de losárboles de Campos de Paz, elcementerio. Me acuerdo de FernánÁngel detrás de un árbol, con susto deque hubiera tiros, una estampida, algo.Fue un entierro muy miedoso, con muchagente gritando consignas, y con tiposarmados que merodeaban por la casa y

por el cementerio. Muchos pensaban quelos iban a matar, que iba a estallar unmotín y una balacera. Me acuerdocuando habló Carlos Gaviria, letemblaban los papeles en las manos,pero habló muy bien. También leyó undiscurso Manuel Mejía Vallejo, con unmegáfono, al lado de la tumba».

Conservo los discursos de MejíaVallejo y de Carlos Gaviria. Elnovelista antioqueño, nacido en elmismo pueblo que mi papá, Jericó,habló de la amenaza inminente delolvido; «Vivimos en un país que olvidasus mejores rostros, sus mejoresimpulsos, y la vida seguirá en su

monotonía irremediable, de espaldas alos que nos dan la razón de ser y deseguir viviendo. Yo sé que lamentarán laausencia tuya y un llanto de verdadhumedecerá los ojos que te vieron y teconocieron Después llegará esetremendo borrón, porque somos tierrafácil para el olvido de lo que másqueremos. La vida, aquí, estánconvirtiéndola en el peor espanto. Yllegará ese olvido y será como unmonstruo que todo lo arrasa, y tampocode tu nombre tendrán memoria. Yo séque tu muerte será inútil, y que tuheroísmo se agregará a todas lasausencias».

Carlos se centró más en la figura delhumanista enfrentado a un país que sedegrada: «¿Qué hizo Héctor Abad paramerecer esta suerte? La respuesta hayque darla, a modo de contrapunto,confrontando lo que él encarnaba con latabla de valores que hoy impera entrenosotros. Consecuente con su profesiónluchaba por la vida, y los sicarios leganaron la batalla; en armonía con suvocación y su estilo vital (el deuniversitario) peleaba contra laignorancia concibiéndola, a la manerasocrática, como la fuente de todos losmales que agobian el mundo. Losasesinos entonces lo apostrofaron con la

expresión bárbara de Millán Astray, quealguna vez estremeció a Salamanca:“¡Viva la muerte, abajo la inteligencia!”.Su conciencia de hombre civilizado yjusticiero lo había decidido a hacer dela lucha por el imperio del derecho unatarea prioritaria, cuando los que tienenasignada esa función dentro del Estadomuestran más fe en el convite de lasmetrallas».

Maryluz recuerda también que lanoche del 25, aunque no quiso ir hasta elsitio del crimen, fue a la oficina de mipapá, poco después de enterarse de loque había pasado. Allá nos encontramostodos los hermanos, menos Sol, que se

encerró en el cuarto y no quiso salirhasta muy tarde. Recuerda otro detalle:«Esa mañana, cuando volvíamos de LaInés, por Santa Bárbara, vos, negro, mehabías dicho:

—A pesar de la muerte de Marta,nosotros hemos tenido mucha suerte enla vida; esa finca tan bonita, tan bientodos los de la familia.

»Y yo te contesté que era claroporque la vida recompensaba a losbuenos. Si no le hacemos mal a nadie, sisomos buenas personas, ¿cómo no nosva a ir bien?, te dije. Lo primero que megritaste, furioso, cuando nos vimos esanoche en la oficina de mi papá, fue esto:

«Sí, claro, no le hacemos mal a nadie yentonces siempre nos va a ir bien,¿cierto? Mirá lo que le pasó a mi papápor portarse bien con todos». Estabasbravo con el mundo entero. Despuésentró la cuñada de Alberto Aguirre,Sonia Martínez, que vivía en la casa deal lado y que había sido la profesora deguitarra de Marta, y le gritaste: «¡Dígalea Aguirre que se largue ya mismo deColombia, él es el siguiente, y noqueremos más muertos!».

Clara, mi segunda hermana, recuerdaque estaba en una reunión con AlfonsoArias, su marido, y con Carlos López, enUltra Publicidad. De ahí salieron antes

de las seis, hacia la oficina. CalicheLópez lo supo a los pocos minutos, ypensaba, ojalá no prendan el radio.Clara y Alfonso no lo prendieron;llegaron a la oficina y Clara cuenta:

«Desde que iba llegando videmasiada gente afuera. Primero mepareció raro, y luego pensé que podíaser normal, porque era la hora de salida.Cuando paré, vi que todo el mundo meestaba mirando raro. Era una actituddistinta. Ligia, la que vivía en la casa dela oficina, se vino despacio hacia elcarro. Yo no me atrevía a bajarme,estaba temblando, pensaba que habíapasado algo horrible, por como me

miraban. Ligia se acercó a la ventanilla:Le tengo una mala noticia. Mataron a supapá». Yo pedí que me llevaran adondeestaba, y nadie me quería llevar. DaríoMuñoz, el mensajero, dijo: «Yo lallevo». Me fui caminando con él y conAlfonso. En ese momento sentí que algocaliente me chorreaba por las piernas.Me vino una hemorragia incontenible,por abajo, igual que la hemorragia decuando mi mamá y mi papá se montaronal avión con Marta enferma, haciaMedellín. Era una hemorragia espantosa.Chorros. Yo era desesperada, mientrascaminaba y corría esas pocas cuadrasdesde la oficina, iba como una loca.

Cuando iba llegando vi la pelotera, lamultitud. ¿Ahí es?, le pregunté almensajero. «Sí, ahí es». Cuando yollegué ya estaban ahí mi mamá yQuiquín. Yo no podía creer, no podíacreer.

»En una esquinita vi a Vicky, que nose acercaba. Yo la llamaba: «¡Vicky,venga, venga!». ¿Por qué no se acercaVicky? Ella siempre caminaba en unaesquinita, pero no se acercaba, no eracapaz. Pretendían llevarse el cuerpo,pero nosotros queríamos que todas lashijas lo vieran. Decíamos, no sé porqué: «De aquí no lo dejamos llevarhasta que no vengan Maryluz y Solbia.

Aunque sea nos sentamos encima delcuerpo. Ellas tienen que ver lo que lehicieron». Llegó la jueza, y nos decíaque se lo tenía que llevar, que se iba aarmar un motín. Alfonso nos convenció yal fin dejamos que se lo llevaran.Levantaron el cuerpo entre varios, depies y manos, y lo lanzaron de malamanera en la parte de atrás de unacamioneta, lo tiraron con violencia,como si fuera un bulto de papas, sinningún respeto, y eso me dolió, como sile estuvieran quebrando los huesos,aunque ya no sintiera.

Alfonso Arias, el marido de Claraen ese momento, recuerda que cuando

llegó al sitio con mi hermana se le bajóla presión y creyó que se iba adesmayar. «Estábamos ahí agachados,junto a tu papá y cuando me levanté seme fue el mundo y casi me voy al suelo,pero nadie se dio cuenta. Después de lamuerte fue cuando yo empecé aenterarme de todo el reconocimiento quetenía tu papá y lo importante que erapara la sociedad, para el país, y paramuchísima gente. En la vida diaria unolo veía como parte de la familia, un granpadre y abuelo, pero no alcanzábamos avalorar todo lo que era y representaba, yel impacto tan grande que tuvo sumuerte, por la cantidad de personas a las

que él ayudaba, sin que nadie en lafamilia lo supiera. Los fines de semanasolía leernos el borrador de losartículos que iba a publicar en elperiódico esa semana; los leíamos y losdiscutíamos y opinábamos sobre ellos.Para nosotros era algo muy cotidiano, yno les dábamos todo el valor que esosartículos tenían. Yo lo valoraba comopersona y como ser humano, pero comohombre público y de impacto social lovine a valorar mucho más después de sumuerte.

«Yo me dediqué a cuidar las rosasde tu papá en Rionegro con un grancariño, diría que con amor, durante

varios años. Me gustaba hacerlo porqueera como un homenaje a él. La imagende tu papá arrodillado con sus bluyinesy su sombrero de paja, embarrado, es laimagen más bonita que yo guardo de él.Ese jardín representaba mucho, eracomo un símbolo y así lo entendíatambién tu papá, no era solamente unhobby, él estaba diciendo algo aldedicarle tanto esfuerzo y tanto trabajo alo bello. Que no sirve para nada ysimplemente es bello. Tu papá, aldedicarle tanto esfuerzo y tanto trabajo aeso, decía algo. Ahí había un mensajeimplícito. Yo quise recoger ese mensaje.Todavía paso por ahí y desde los

aviones a veces lo veo, desde laventanilla, porque al aterrizar se pasaexactamente por un lado del rosal, yalcanzo a ver fugazmente los punticos decolores y es lo último que he visto deese jardín».

Vicky, mi hermana la tercera, cuentaque ella estaba con los niños de ella ylos de Clara en el Centro ComercialVillanueva, montándolos en losjueguitos mecánicos. Poco antes de lasseis se fue a llevarlos al apartamento deClara por Suramericana. Al llegar, Irma,la muchacha del servicio, le dijo: «DoñaVicky, váyase para la oficina que pasóuna cosa muy horrible». Vicky también

lo supo sin que se lo dijeran: «¿Quépasó? ¿Mataron a mi papá?». Dejé a losniños emperrados llorando, porqueoyeron, y me fui para la oficina. Lleguéy me dijeron: «Corra que mataron a supapá». Lloraban, enloquecidos. Medijeron dónde era, ahí arriba. Y yo salícorriendo para arriba. Allá encontré unmundo de gente, a Clara enloquecida.Muchos curiosos, y vi a mi papá ahí enel suelo, con una sábana. No era capazde acercarme, me impresionaba tantoque no quería verlo muerto de cerca.Más tarde, me acuerdo mucho delnoticiero de Pilar Castaño que empezódiciendo: «Hoy no podemos decir

buenas noches, porque han pasadodemasiadas tragedias en el país». Vickyrecuerda también que Álvaro UribeVélez, su ex novio, que en ese momentoera senador, se portó bien. Ella supo quehizo parar la sesión del Senado, pidió unminuto de silencio, y luego redactó unamoción de censura y de pésame por mipapá. A Eva, que se movía en loscírculos más altos de Medellín, fue a laque más indicios le dieron sobre laspersonas más ricas que, de algunamanera, habían aprobado el asesinato demi papá. Le hablaron de bananeros deUrabá, de finqueros de la Costa, deterratenientes del Magdalena Medio

aliados con oficiales del Ejército. Todolo que le contaron, ella no lo puedeasegurar, ni yo lo puedo escribir, puesno estamos seguros de que sea cierto, nilo podemos comprobar.

Sol estaba haciendo el internado enMedicina y volvió a la casa como a lasseis. Encontró a Emma, nuestra queridamuchacha de toda la vida, llorando yella le contó que por radio habían dichoque habían matado a Leonardo Betancur.«Y parece que también a su papá», dijoEmma. Solbia no le creyó, no le queríacreer, y se encerró en el cuarto furiosapor las barbaridades que decía Emma.El teléfono sonaba y había gente que

soltaba carcajadas y decía: «Muy bueno,muy bueno que mataron a ese HP».Entonces Sol cogió unas tijeras y cortótodos los cables del teléfono. Un ratomás tarde, asomada a la ventana, viollegar el carro rojo de mi papá y pensó:«Esta Emma sí es una boba, decirme quemataron a mi papá, y ahí viene». Perocuando vio que el que venía manejandoera un chofer, entonces sí creyó, y sehundió en el llanto y la tristeza.

Esa misma noche yo llamé al gerentede las Empresas Públicas, DaríoValencia, que de inmediato nos hizocambiar el número del teléfono, paraque no siguieran llamando a reírse y a

celebrar el asesinato. Remendamos loscables que Sol había cortado, pero detodas formas el teléfono siguió mudodurante semanas, porque así como no lotenían ya quienes querían molestarnoscelebrando por teléfono la noticia,tampoco lo tenían ya los que quisieronllamar a dar el pésame o a decir unaspalabras de solidaridad.

Después de que se llevaron elcuerpo, mientras los hermanosestábamos juntos en la oficina de él, enel segundo piso de la empresa de mimamá, vimos sobre el escritorio unsobre cerrado, dirigido a Marta Boterode Leyva, la subdirectora de El Mundo.

Mi mamá la llamó y ella vino por elsobre, llorando. Lo abrió: era su últimoartículo: «¿De dónde proviene laviolencia?», se llamaba, y el periódicolo publicó al otro día, como su editorial.Ahí había escrito, esa misma tarde: «EnMedellín hay tanta pobreza que se puedecontratar por dos mil pesos a un sicario,para matar a cualquiera. Vivimos unaépoca violenta, y esta violencia nace delsentimiento de desigualdad. Podríamostener mucha menos violencia si todas lasriquezas, incluyendo la ciencia, latecnología y la moral —esas grandescreaciones humanas— estuvieran mejorrepartidas sobre la tierra. Este es el gran

reto que se nos presenta hoy, no sólo anosotros, sino a la humanidad. Si, porejemplo, las grandes potencias dejaranque Latinoamérica unida buscara suspropias salidas, nos iría muchísimomejor. Pero esto es ya soñar, unejercicio no violento, previo a cualquiergran realización. La realización quepodrá efectuar una humanidad sanamentalmente, que algún día, durante lospróximos diez mil años verán nuestrosdescendientes, si ahora o más tarde nonos autodestruimos».

Escribo esto en La Inés, la finca quenos dejó mi papá, que le dejó mi abuelo,que le dejó mi bisabuela, que abrió mi

tatarabuelo tumbando monte con suspropias manos. Me saco de adentroestos recuerdos como se tiene un parto,como se saca un tumor. No miro lapantalla, respiro y miro hacia afuera. Esun sitio privilegiado de la tierra. Alfondo se ve, abajo, el río Cartama,abriéndose paso en el verdor. Arriba,hacia el otro lado, las peñas de LaOculta y de Jericó. El paisaje estásalpicado por los árboles sembradospor mi papá y por mi abuelo: palmas,cedros, naranjos, tecas, mandarinos,mamoncillos, mangos. Miro a lo lejos yme siento parte de esta tierra y de estepaisaje. Hay cantos de pájaros,

bandadas de loros verdes, mariposasazules, ruido de cascos de caballo en lapesebrera, olor a boñiga de vaca en elestablo, perros que a veces ladran,chicharras que celebran el calor,hormigas que desfilan en hileras, cadauna con una diminuta flor rosada acuestas. Al frente, imponentes, losfarallones de La Pintada que mi papá meenseñó a ver como los pechos de unamujer desnuda y acostada.

Han pasado casi veinte años desdeque lo mataron, y durante estos veinteaños, cada mes, cada semana, yo hesentido que tenía el deber ineludible, nodigo de vengar su muerte, pero sí, al

menos, de contarla. No puedo decir quesu fantasma se me haya aparecido porlas noches, como el fantasma del padrede Hamlet, a pedirme que vengue sumonstruoso y terrible asesinato. Mipapá siempre nos enseñó a evitar lavenganza. Las pocas veces que hesoñado con él, en esas fantasmalesimágenes de la memoria y de la fantasíaque se nos aparecen mientras dormimos,nuestras conversaciones han sido másplácidas que angustiadas, y en todo casollenas de ese cariño físico que siemprenos tuvimos. No hemos soñado el unocon el otro para pedir venganza, sinopara abrazarnos.

Tal vez sí me haya dicho, en sueños,como el fantasma del rey Hamlet,«recuérdame», y yo, como su hijo,puedo contestarle: «¿Recordarte? Ay,pobre espíritu, sí, mientras la memoriatenga un sitio en este globo alterado.¿Recordarte? Sí, de la tabla de mi menteborraré todo recuerdo tonto y trivial, lasenseñanzas de los libros, lasimpresiones, las imágenes que laexperiencia y la juventud allí hangrabado, y tu deseo solo vivirá dentrodel libro y volumen de mi cerebro,purgado de escoria».

Es posible que todo esto no sirva denada; ninguna palabra podrá resucitarlo,

la historia de su vida y de su muerte nole dará nuevo aliento a sus huesos, no vaa recuperar sus carcajadas, ni suinmenso valor, ni el habla convincente yvigorosa, pero de todas formas yonecesito contarla. Sus asesinos siguenlibres, cada día son más y máspoderosos, y mis manos no puedencombatirlos. Solamente mis dedos,hundiendo una tecla tras otra, puedendecir la verdad y declarar la injusticia.Uso su misma arma: las palabras. ¿Paraqué? Para nada; o para lo más simple yesencial: para que se sepa. Para alargarsu recuerdo un poco más, antes de quellegue el olvido definitivo.

El buen Antonio Machado, a puntode caer Barcelona, cuando era yainminente la derrota en la Guerra Civil,escribió lo siguiente: «Se ignora que elvalor es virtud de los inermes, de lospacíficos —nunca de los matones—, yque a última hora las guerras las ganansiempre los hombres de paz, nunca losjaleadores de la guerra. Sólo es valientequien puede permitirse el lujo de laanimalidad que se llama amor alprójimo, y es lo específicamentehumano». Por eso no he contado tan solola ferocidad de quienes lo mataron —lossupuestos ganadores de esta guerra—,sino también la entrega de una vida

dedicada a ayudar y a proteger a losotros.

Si recordar es pasar otra vez por elcorazón, siempre lo he recordado. No heescrito en tantos años por un motivo muysimple: su recuerdo me conmovíademasiado para poder escribirlo. Lasveces innumerables en que lo intenté, laspalabras me salían húmedas, untadas delamentable materia lacrimosa, y siemprehe preferido una escritura más seca, máscontrolada, más distante. Ahora hanpasado dos veces diez años y soy capazde conservar la serenidad al redactaresta especie de memorial de agravios.La herida está ahí, en el sitio por el que

pasan los recuerdos, pero más que unaherida es ya una cicatriz. Creo quefinalmente he sido capaz de escribir loque sé de mi papá sin un exceso desentimentalismo, que es siempre unriesgo grande en la escritura de estetipo. Su caso no es único, y quizá no seael más triste. Hay miles y miles depadres asesinados en este país tan fértilpara la muerte. Pero es un caso especial,sin duda, y para mí el más triste.Además reúne y resume muchísimas delas muertes injustas que hemos padecidoaquí.

Me hago un triste café negro, pongoe l Réquiem de Brahms que se mezcla

con el canto de los pájaros y el mugidode las vacas. Busco y leo una carta queme escribió desde aquí mi papá, enenero de 1984, en respuesta a otra cartamía en la que yo le contaba que no mesentía bien, en Italia, que estabadeprimido, que quería dejar una vez másotra carrera y volver a la casa. Creohaber insinuado que me pesaba hasta lavida misma. Su respuesta está en unacarta que siempre me ha dado confianzay fuerza. Transcribirla es un pocoimpúdico, porque en ella mi papá hablabien de mí, pero en este momento laquiero releer porque esa carta revela elamor gratuito de un padre por su hijo,

ese amor inmerecido que es el que nosayuda, cuando hemos tenido la suerte derecibirlo, a soportar las peores cosas dela vida, y la vida misma:

«Mi adorado hijo: eso de lasdepresiones a tu edad es como máscomún de lo que parece. Yo recuerdouna muy fuerte en Minneapolis,Minnesota, cuando tenía unos veintiséisaños y estuve a punto de quitarme lavida. Creo que el invierno, el frío, lafalta de sol, para nosotros, serestropicales, es un factor desencadenante.Y para decirte la verdad, eso de que depronto desempaques aquí con tusmaletas y dispuesto a enviar todo lo

europeo para un carajo, nos pone a tumamá y a mí en el colmo de la felicidad.Tú tienes más que ganado lo equivalentea cualquier “título” universitario y tutiempo lo has empleado tan bien enformarte cultural y personalmente que site aburres en la universidad es apenasnatural. Cualquier cosa que tú hagas deaquí en adelante, si escribes o noescribes, si te titulas o no te titulas, sitrabajas en la empresa de tu mamá, o enEl Mundo o en La Inés, o dando clasesen un colegio de secundaria, o dictandoconferencias como Estanislao Zuleta, ocomo sicoanalista de tus padres,hermanos y parientes, o siendo

simplemente Héctor Abad Faciolince,estará bien; lo que importa es que novayas a dejar de ser lo que has sidohasta ahora, una persona, quesimplemente por el hecho de ser comoes, no por lo que escriba o no escriba, oporque brille o porque figure, sinoporque es como es, se ha ganado elcariño, el respeto, la aceptación, laconfianza, el amor, de una gran mayoríade los que te conocen. Así queremosseguir viéndote, no como futuro granescritor, o periodista o comunicador oprofesor o poeta, sino como el hijo, elhermano, el pariente, el amigo, elhumanista que entiende a los demás y

que no aspira a ser entendido. Qué másda lo que crean de ti, qué más da eloropel, para los que sabemos quien erestú.

»Por Dios, nuestro queridoQuinquin, cómo vas a pensar que «tesostenemos»[…] porque «ese muchachopuede llegar lejos». Pero si es que yahas llegado muy lejos, más lejos quetodos nuestros sueños, mejor que todo loque imaginábamos para cualquiera denuestros hijos.

»Tú sabes muy bien que lasambiciones de tu mamá y yo no son degloria, ni de dinero, ni siquiera defelicidad, esa palabra que suena tan

lindo pero que se alcanza tan pocasveces y apenas por períodos tan cortos(y que tal vez por eso mismo se apreciatanto), para todos nuestros hijos, sinoque por lo menos adquieran bienestar,esa palabra más sólida, más perdurable,más posible, más alcanzable. Muchasveces hemos hablado de la angustia deCarlos Castro Saavedra, de ManuelMejía Vallejo, de Rodrigo ArenasBetancourt y de tantos cuasi-genios queconocemos personalmente. O de Sábatoo de Rulfo, o del mismo GarcíaMárquez. Qué más da. Recuerda aGoethe: «Gris es, amigo, toda teoría (yoagregaría, y todo arte), pero sólo es

verde el dorado árbol de la vida». Loque nosotros queremos es que tú vivas.Y vivir significa muchas mejores cosasque ser famoso, alcanzar títulos o ganarpremios. Creo que yo también teníadesmesuradas ambiciones en materiapolítica cuando estaba joven y por esono era feliz. Sólo ahora, cuando todo esoha pasado, me he sentido realmentefeliz. Y de esa felicidad hacen parteCecilia, tú, y todos mis hijos y nietos. Laempaña solo el recuerdo de MartaCecilia. Yo creo que las cosas son asíde simples, después de darles uno tantasvueltas y de complicarlas tanto. Hay quematar esos amores a cosas tan etéreas

como la fama, la gloria, el éxito…»Bueno, mi Quinquin, ya sabes lo

que pienso de ti y tu futuro. No tienespor qué angustiarte. Vas muy bien y vasa ir mejor. Cada año mejor, y cuandollegues a mi edad o a la edad de tuabuelo y puedas disfrutar de los paisajesde esta parcela de La Inés que piensodejarles a ustedes, con sol, con calor,con verdor, vas a ver que yo tenía razón.No aguantes más allá de lo que te creascapaz. Si quieres volver te recibiremoscon los brazos abiertos. Y si tearrepientes y quieres regresarte otra vez,tampoco nos faltará con qué comprarteel pasaje de ida y regreso. Sin que te

olvides nunca que el más importante eseste último. Te besa tu padre».

Aquí estoy de regreso, escribiendosobre él desde donde él me escribía,seguro de que tenía razón, y de que lavida a secas (lo verde, lo caliente, lodorado) es la felicidad. Aquí estoy, enla parcela que nos dejó en La Inés a mishermanas y a mí. Los tristes asesinosque le robaron a él la vida y a nosotros,por muchísimos años, la felicidad eincluso la cordura, no nos van a ganar,porque el amor a la vida y a la alegría(lo que él nos enseñó) es mucho másfuerte que su inclinación a la muerte. Suacto abominable, sin embargo, dejó una

herida indeleble, pues como dijo unpoeta colombiano, «lo que se escribecon sangre no se puede borrar».

En otra carta que me escribió,también fechada en La Inés, de 1986, medecía: «Estoy sembrando más árbolesfrutales distintos a pamplemusa queespero los puedan disfrutar no soloustedes y Daniela, sino los hijos deDaniela». Daniela, mi hija, acababa denacer ese mismo año, y mi papá alcanzóa ayudarme a recibirla, de lado a lado,mientras aprendía a caminar y daba losprimeros pasos, pocas semanas antes desu asesinato. Hay una cadena familiarque no se ha roto. Los asesinos no han

podido exterminarnos y no lo lograránporque aquí hay un vínculo de fuerza yde alegría, y de amor a la tierra y a lavida que los asesinos no pudieronvencer. Además, de mi papá aprendíalgo que los asesinos no saben hacer: aponer en palabras la verdad, para queésta dure más que su mentira.

El exilio de los amigos

41

A finales de noviembre de 1987, tresmeses después de que mataran a mipapá, a la salida de un acto en el recintode la Asamblea de Antioquia, mi mamátuvo la impresión nítida de que me ibana matar y me cubrió con el cuerpo. Dostipos con mochila caminabanrápidamente hacia nosotros; ella seinterpuso y se quedó quieta, mirándolosa los ojos. Los tipos se desviaron. Yo nosé si querían hacer algo, pero a los dosse nos enfrió la sangre. Esa noche, en elacto de reconstitución del Comité para

la Defensa de los Derechos Humanos deAntioquia hablamos cuatro personas: elnuevo presidente, el abogado y teólogoLuis Fernando Vélez, profesor de laUniversidad, activista del PartidoConservador. Éste era un hombre bueno,que había publicado libros deantropología sobre mitos de los indioskatíos. Ni entendía ni soportaba quehubieran matado a su colega en laAsociación de Profesores, Héctor AbadGómez, y quería recoger su bandera.Conservo todavía el discurso delprofesor Vélez, que dice así en uno desus párrafos: «Los portaestandartes dela digna empresa de los derechos

humanos en Antioquia encontraron elmartirio. Hoy, los sobrevivientes de esaprimera meta, estamos recogiendo, comoun fervoroso homenaje a la memoria delos caídos, la bandera purificada por susangre».

Habló también Carlos Gónima,miembro del viejo comité, y GabrielJaime Santamaría, diputado del PartidoComunista. Como representante de lafamilia hablé yo. Yo no quería entrar alComité y de hecho mi discurso fue unparte de derrota. Ahí dije, entre otrascosas:

«No creo que la valentía sea unacualidad que se transmita genéticamente

y ni siquiera, lo que es todavía peor, quese enseñe con el ejemplo. Tampoco creoque el optimismo se herede ni seaprenda. Prueba de esto es que quien leshabla, el hijo de un hombre valeroso yoptimista, está lleno de miedo y rebosapesimismo. Voy a hablar, pues, sin darningún estímulo a los que quieren seguiresta batalla, para mí, perdida.

»Ustedes están aquí porque tienen elvalor que tuvo mi padre y porque nosufren ni la desesperanza ni eldesarraigo de su hijo. En ustedesreconozco algo que quise y quiero de mipadre, algo que admiro profundamente,pero que no he sido capaz de reproducir

en mí mismo y mucho menos de imitar.Ustedes tienen la razón de su parte y poresto mismo les deseo todos los éxitos,aunque mi deseo no pueda ser, comoquisiera, un vaticinio. Estoy aquí tansolo porque fui testigo cercano de unavida buena y porque quiero dejartestimonio de mi dolor y de mi rabia porla forma en que nos arrancaron esa vida.Un dolor sin atenuantes y una rabia sinexpectativas. Un dolor que no pide nibusca consuelo y una rabia que no aspiraa la venganza.

»No creo que mis palabrasderrotistas puedan tener ningún efectopositivo. Les hablo con una inercia que

refleja el pesimismo de la razón ytambién el pesimismo de la acción. Estees un parte de derrota. Sería inútildecirles que en mi familia sentimos quehemos perdido una batalla, como quierela oratoria que en estos casos se diga.Qué va. Nosotros sentimos queperdimos la guerra.

»Es necesario desterrar un lugarcomún sobre nuestra actual situación deviolencia política. Este lugar comúntiene la fuerza persuasiva de un axioma.Pocos lo cuestionan, todos lo recibimospasivamente, sin pensarlo, sin discutirsiquiera los argumentos que loconfirmen o las grietas que puedan

desmentirlo. Este lugar común es el queafirma que la actual violencia políticaque padecemos en Colombia es ciega einsensata. ¿Vivimos una violenciaamorfa, indiscriminada, loca? Todo locontrario. El actual recurso al asesinatoes metódico, organizado, racional. Esmás, si hacemos un retrato ideológico delas víctimas pasadas podemos irdelineando el rostro preciso de lasfuturas víctimas. Y sorprendernos,quizá, con nuestra propia cara».

Tengo que decir que a todos los quehablaron esa noche (Vélez, Santamaría,Gónima), menos a mí, los mataron. Ytengo que decir que al nuevo presidente

que reemplazó a Luis Fernando Vélez enel mismo Comité, Jesús María Valle,también lo mataron (y el líderparamilitar Carlos Castaño tambiénreconoció haber ordenadopersonalmente su asesinato). El 18 dediciembre de 1987, cuando apareció porRobledo el cadáver de Luis FernandoVélez, yo supe que me debía ir del paíssi no quería correr una suerte parecida.Dos de los mejores amigos de mi papáestaban en el exilio. Carlos Gaviria enBuenos Aires y Alberto Aguirre enMadrid. Otro amigo expatriado enépocas un poco menos sórdidas, IvánRestrepo, vivía en México. Los llamé

por teléfono desde Cartagena y el quemás me animó a irme al sitio dondeestaba fue Aguirre. Por eso llegué aMadrid, vía Panamá, el día de Navidadde 1987. Desde el 18 me había ido deMedellín, sin pasar siquiera por mi casaa empacar la maleta, y me habíaescondido en Cartagena en la casa demis tíos y mis primos. Recuerdo que unamigo de ellos, de la Armada, meacompañó al aeropuerto con su pistolabien visible en la cintura hasta que mesubí en el avión que iba a Panamá paraseguir a Madrid al día siguiente. En lamadrugada del 25, en el aeropuerto, meestaba esperando Alberto Aguirre. Tenía

el pelo largo, despelucado, la camisarota, y llevaba una bufanda rosada demujer protegiéndole la garganta. CarlosGaviria, en condiciones parecidas,seguía en Buenos Aires. Yo finalmenteterminé en Italia, primero en Turín yluego en Verona, donde empecé aenseñar español y a escribir libros. Elprimero de estos, Malos pensamientos,me lo ayudaría a publicar, años después,Carlos Gaviria, al regreso de su exilioen Argentina, en la editorial de laUniversidad de Antioquia. Como sisupiera que a mi frágil madurez le haríatodavía falta un poco de paternidad, lamayor herencia que me dejó mi papá

fueron estos dos amigos.El encuentro con Aguirre, en

Madrid, fue duro y hermoso. Él llevabamás de tres meses en España.Imagínense un loco, un loco de peloblanco y largo, muy largo, con un abrigonegro prestado que le queda grande, malafeitado, con la camisa rota en la axila,una sombra de mugre en el cuellocurtido, un agujero en la suela del zapatopor donde se cuela el agua, con unabufanda rosada de mujer anudada alcuello. Camina por las calles y hablasolo. Habla y habla como hablan loslocos, y mira a las muchachas con ojosardientes, pues no tiene mujer y se

consuela viendo, no atraviesa las callespor la esquina jamás, sino por la mitadde la cuadra. Todos lo creen un loco, yomismo cuando lo vi pensaba que estabaloco. Estamos a finales de diciembre,con un frío seco de páramo que raja lapiel como el hielo. El loco cruza porcualquier parte la Gran Vía. Detiene loscarros y los buses, levantando losbrazos y mirando furioso a los ojos a losconductores, que pitan y lo insultan,pero frenan. «Esto se llama pasar a latorera», me explica el loco, y es verdad,lo veo con mis propios ojos, que toreasin capote los carros y los buses rojosde la Gran Vía, de La Castellana, y ni se

diga de las calles Barquillo o Peñalver.Entra en un bar, se sienta, y los

meseros no lo atienden. Al notar que novienen, palmotea, como se hace en sutierra. Como no vienen, grita, ¡Oiga!,pero no lo atienden, entonces se quitalos zapatos rotos para que se le vean lasmedias rotas, apoya los pies sobre lasilla del frente, saca un periódico maldoblado del bolsillo del abrigo, y sepone a leer humedeciéndose con lalengua los dedos al pasar las páginas. Alrato, al fin, un camarero se acerca, conese aire que tienen los que te van a echara la calle, pero los ojos del loco lofulminan. Pide un tinto. Cuando el

camarero le trae un vino tinto, el locodice, molesto: «¡Le pedí un café, pero esque ustedes no entienden! Tráigame uncafé solo, aguado, americano, comodicen ustedes». Así muchas veces, mecuenta, hasta que el loco decide que enadelante, con los camareros, hablarásolamente en inglés. Detestan su acentosudaca, sus palabras sudacas, suimprecisión sudaca, sus zapatos sudacasy, sobre todo, su evidente pobrezasudaca. «Waiter, please, a coffea, anamerican coffea, if you don't mind».Así le va mejor, lo consideran un turistaexcéntrico.

No siempre parece un loco; cuando

va recién bañado y se ha peinado haciaatrás la larga cabellera, lo confundencon el poeta Rafael Alberti. A vecesalgunos jóvenes, en los cafés, en losbares, se le acercan: «Señor Alberti,maestro, ¿podría darnos un autógrafo?».Y el loco dice sí, coge el papel o laservilleta que le acercan y traza su firmaangulosa y legible: Alberto Aguirre,seguida de una exclamación: ¡comanmierda! Siempre la misma dedicatoria:¡Alberto Aguirre, coman mierda! Sí, elloco está loco.

A veces, por la calle, llora. O nollora, simplemente piensa en algúndetalle del país lejano y los ojos se le

ponen rojos de visiones remotas, lasconjuntivas se excitan de no ver, y hayagua que chorrea por sus mejillas, perono llora, digamos que llueve sobre sucara y él deja que la lluvia lo moje,como si tal cosa. Y como salen lágrimassaladas de sus ojos, así mismo salenpalabras dulces de sus labios. La gentecree que habla solo, que el loco hablasolo. Pero no es que hable solo, enrealidad recita, recita largas tiradas deversos que se sabe, del Tuerto López,«Noble rincón de mis abuelos, nada».,de De Greiff, «Amo la soledad, amo elsilencio», romances españoles,«Gerineldo, Gerineldo, paje del rey más

querido, quién te tuviera esta noche enmi jardín florecido», lo que sea. Caminapor las calles de Madrid y recita.¿Como un loco? No, como un exiliado.

Repito: estamos en la madrugada del25 de diciembre de 1987. Acabo decruzar el Atlántico en un avión vacío.Así lo recuerdo, y es cierto: un Jumbosin pasajeros, perfectamente vacío,atravesando el Atlántico el día deNavidad de 1987. El Jumbo salió deCiudad de Panamá, al atardecer. Losquince tripulantes se mueven aburridos.Pilotos, azafatas, ayudantes de vuelo, yeste pecho. De madrugada, el Jumbofantasma, dos luces rojas que se

encienden y apagan contra la negruracerrada del cielo, aterriza en Madrid, yencalla frente a un tubo del aeropuerto.No hay visas todavía ni filas eninmigración; me sellan el pasaporte sinmirarme a los ojos. Años después,cuando pusieron en España la visaobligatoria para los colombianos, firméuna carta jurando que ya no volvería aEspaña. Ellos no entienden por qué: sien 1987 hubiera habido visa obligatoria(a mí nadie me conocía, no tenía ni unpeso, no podía asegurar que me estabanpersiguiendo), no me la hubieran dadonunca, ni por error, y tal vez no hubierapodido irme, como había podido irse

Aguirre, sin visa, a salvar el pellejo.Salgo de la aduana arrastrando una

maleta pesadísima, llena de ropa vieja.A la salida está el loco, sentado en unabanca al lado de la puerta. Me detengo,lo miro, se ha vuelto viejo en estoscuatro meses. Está dormitando, con elmentón apoyado en el pecho, lospárpados rojos cerrados con fuerza.Lleva un abrigo negro raído, unabufanda rosada de mujer, el pelo muylargo, muy blanco, despeinado, la barbacon días de crecida. Parece un clochardde los que usan de somnífero litros devino tinto barato. No huele a vino. Es él.

Le toco el hombro y abre los ojos,

sobresaltado. Nos miramos y sabemosque el momento es grave. Podríamosponernos ahí mismo a llorar y a gritarcomo terneros. Tragamos saliva. Unabrazo austero, pocas palabrasmusitadas. «¿Buen viaje?». «Creo quesí, me dormí mucho tiempo, el aviónvenía vacío y me acosté en el centro».«Cojamos un taxi y vamos a la pensión».Llegamos a la pensión. El loco vive conuna bruja. Largos colmillos, un incisivomenos, manos huesudas de uñas suciasque reciben mi plata anticipada por diezdías de cama, desayuno y siesta. Seacerca el mediodía y salimos a caminarpor el centro. Ahí es cuando me enseña

a cruzar las calles según su estilo, a latorera, y me cuenta que a veces suplantaa Alberti. Nos reímos y mientras nosreímos también me doy cuenta de suszapatos rotos. Después me cuenta porqué no lo atienden los meseros.

Inevitablemente, hablamos de losmuertos. Sí, han seguido matando gente.A Gabriel Jaime Santamaría. Hace unasemana a Luis Fernando Vélez, elteólogo, el etnógrafo, el que habíatomado la bandera del Comité deDefensa de Derechos Humanos. Unvaliente, un mártir, un suicida, todo eso.El cuerpo apareció por Robledo,maltratado. Inevitablemente, hablamos

del 25 de agosto, el día fatídico en quela muerte nos tocó tan de cerca yAguirre se escondió, como un conejo,eso lo dice él, como un conejo, en unapartamento. Desde eso no nos vemos:cuatro meses exactos sin vernos. Almediodía del 24, me cuenta, habló conmi papá sobre la lista que estabanrepartiendo: ahí estaba la sentencia delos dos. A Alberto Aguirre, porcomunista, porque en sus escritosdefiende a los sindicatos, porque desdesu columna alimenta el descontento. AHéctor Abad Gómez, por idiota útil delos guerrilleros. Algo así, no quierorepetir textualmente la cita, me dan

náuseas cada vez que la leo.Aguirre me cuenta: «Hablé con él al

mediodía del lunes y me dijo que eraserio; que debíamos buscar a alguien, aver si de algún modo podíanprotegernos». Íbamos a vernos elmiércoles a las once. No fue posible.Aguirre, escondido, escribió su últimoartículo. «Hay un exilio peor que el delas fronteras: es el exilio del corazón»,terminaba diciendo. No volvió aescribir para la prensa durante muchosaños. Al volver, en 1992, rompió susilencio con una serie de reflexionesdistantes, secas, sobre su experiencia:Del exilio, se llaman, y las publiqué

cuando dirigía la revista de laUniversidad de Antioquia. Mientrasescribo esto, no encuentro la revista. EnGoogle, la nueva biblioteca de Babel,no hay nada al respecto. Eso se estáolvidando, aunque no hayan pasadodemasiados años. Tengo que escribirlo,aunque me dé pudor, para que no seolvide, o al menos para que durantealgunos años se sepa.

Quiero que se sepa otra cosa, otrahistoria. Volvamos de nuevo al 25 deagosto de 1987. Ese año, tan cercanopara mi historia personal, parece ya muyviejo para la historia del mundo: Internetno había sido inventada aún, no se había

caído el muro de Berlín, estábamostodavía en los estertores de la GuerraFría, la resistencia palestina eracomunista y no islámica, en Afganistánlos talibanes eran aliados de EstadosUnidos contra los invasores soviéticos.En Colombia, por esa época, se habíadesatado una terrible cacería de brujas:el Ejército y los paramilitaresasesinaban a los militantes de la UP,también a los guerrillerosdesmovilizados y, en general, a todoaquello que les oliera a izquierda ocomunismo.

Carlos Castaño, el jefe de las AUC,ese asesino que escribió una parte de la

historia de Colombia con tinta de sangrey con pluma de plomo, ese asesino aquien al parecer mataron por orden desu propio hermano, dijo algo macabrosobre esa época. Él, como todos losmegalómanos, tiene la desvergüenza desentir orgullo por sus crímenes, yconfiesa sin pena en un libro sucio: «Medediqué a anularles el cerebro a los queen verdad actuaban como subversivosde ciudad. ¡De esto no me arrepiento nime arrepentiré jamás! Para mí, esadeterminación fue sabia. He tenido queejecutar menos gente al apuntar dondees. La guerra la hubieran prolongadomás. Ahora estoy convencido de que soy

quien lleva la guerra a su final. Si paraalgo me ha iluminado Dios es paraentender esto».

Este iluminado por Dios, queterminó a su sabia manera nuestra guerra(que hoy sigue) hace casi veinte años,dice más adelante cómo se decidían losasesinatos: «Ahí es donde aparece elGrupo de los Seis. Al Grupo de los Seisubíquelo durante un espacio muy largode la historia nacional, como hombresdel nivel de la más alta sociedadcolombiana. ¡La crema y nata! Conocí alprimero de ellos en 1987, días despuésde la muerte de Jaime Pardo Leal. […]Les mostraba una relación escrita con

los nombres, los cargos o ubicación delos enemigos. ¿Cuál se debe ejecutar?,les preguntaba, y el papelito con losnombres se iba con ellos a otro cuarto.De allí regresaba señalado el nombre olos nombres de las personas que debíanser ejecutadas, y la acción se realizabacon muy buenos resultados. […] Eranunos verdaderos nacionalistas que nuncame invitaron ni me enseñaron a eliminarpersona sin razón absoluta. Meenseñaron a querer y a creer enColombia». Luego confiesa que mató aPedro Luis Valencia, una semana antesque a mi papá, con ayuda de inteligenciadel Estado; después admite que mató a

Luis Felipe Vélez, en el mismo sitio y elmismo día en que mataron a mi papá.

No voy a citar más a este patriota, seme ensucian los dedos. Pero volvamos a1987 y a ese charco de sangre producidopor él y por sus cómplices. Es en laesquina de la calle Argentina con lacarrera Girardot, en Medellín. Uncharco de sangre y un cuerpo tiradoboca arriba, cubierto por una sábana,igual a un cuadro de Manet que no sé siustedes conocen, pero si algún día loven se acordarán. Yo estoy sentado alborde de ese charco de sangre. Al saliresa sangre, como dice el asesino, hay uncerebro que quedó anulado. «Anularles

el cerebro», este es el eufemismo queusa el asesino para el verbo matar. Peroes muy cierto, de eso se trata, de acabarcon la inteligencia. Yo estoy ahí sentadoy llega un señor de pelo blanco, barbablanca, desesperado, corriendo, comoloco. Un señor que nunca actúa como unloco, una persona serena, equilibrada,racional. Llega ahí, y es en ese momentocuando yo le digo, le ruego: «¡Carlos,perdete, escondete. Tenés que irte deaquí; si no, te matan también a vos y noqueremos más muertos!». El iba a ir conmi papá y con Leonardo al mismovelorio del maestro asesinado, pero nollegó a tiempo porque el odontólogo de

todos nosotros, mío, de mi papá, de él,Heriberto Zapata, se retrasó en sus citasy lo atendió más tarde. Por eso se salvó.

Hablamos un momento, entre laslágrimas y la rabia impotente. Al rato seretira del sitio, pero del país no se vatodavía. Al otro día, en el entierro, conmanos temblorosas pero voz muy firme,es capaz de leer un discurso. Lo haintuido todo, sin poderlo saber conprecisión: estamos frente a un acto defascismo ordinario. «El apego de HéctorAbad Gómez a la idea altamentehumanista del credo liberal, lo habíahecho flexible y tolerante cuando enColombia ya sólo queda sitio para los

fanáticos». Finalmente recuerda lasasquerosas palabras de Millán Astray, ylas repite, seguro de que esa misma es laconsigna de los asesinos: «¡Viva lamuerte, abajo la inteligencia!». Es lomismo del otro: matar para anular loscerebros.

Pocos meses después, este mismoseñor de pelo y barba muy blancascamina por la Avenida de Mayo y sedetiene en el número 829. Va de saco ycorbata, sobrio, y lleva un libro bajo elbrazo. La puerta de ese númerocorresponde a un café, tal vez el máshermoso de Buenos Aires, el Tortoni.Los camareros no dudan en atenderlo de

inmediato, pues ese señor es la imagende la pulcritud y de la dignidad. Pide unvermut rojo, seco, y un poco de agua congas. Nadie le pide autógrafos. Abre ellibro y lee y subraya y anotacuidadosamente sus observaciones. Esun diálogo de Platón. No alcanzo a verbien cuál de todos, pero supongamosque es Lysis, o de la amistad. Allí,curiosamente, se habla de las canas:«Veamos, dice Sócrates. Si se tiñesende albayalde tus cabellos, naturalmenterubios ¿serían blancos en realidad o enapariencia?».

Francamente yo no sé bien lo quequiere decir Sócrates en ese diálogo.

Están hablando de la amistad, del bien ydel mal, de alguien que no se tiñe lascanas, sino que, al contrario, se tiñe deblanco el pelo, y parece canoso pero noes canoso. Cada vez que me pongo aleer los diálogos de Platón me enredo.Necesito un profesor canoso como estedel que les estoy hablando, que ni setiñe el pelo rubio de blanco, ni se tiñede negro las canas, sino que es canosodesde joven. Canoso como es canoso elloco de Madrid.

Las canas están asociadas a la vejez,pero también a la serenidad y lasabiduría. El señor del café Tortoni esotro exiliado colombiano, de cabeza

muy blanca que al cabo de los añosvolvió al país y ha hecho algunas de lassentencias y de las leyes que, todavía,nos dan alguna esperanza de que estepaís nuestro no sea completamentebárbaro. Carlos Gaviria es uno de lospocos que piensan de maneraindependiente y liberal, cuando otra vezhay temores de que en Colombia podríavolver la oscuridad que triunfaba afinales de los años ochenta. Yo no lo vien Buenos Aires, en aquellos años, peronos escribíamos con frecuencia y cuandofui por primera vez a Argentina, no hacemucho, él me dio su itinerario cotidiano,las calles y cafés que recorría en los

días de su exilio. Sus parques, losrecorridos borgesianos, las librerías denuevos y de viejos.

No dudo de que haya algunos, hoytambién, que tengan deseos de«anularles el cerebro» a personas comoAlberto Aguirre y Carlos Gaviria, doscolombianos que se fueron al exilioobligados, y salvaron la vida, yvolvieron, y aquí siguen, como nuestraconciencia moral más libre y másnecesaria. No hace demasiado tiempo,en 1987, pasó todo esto. A algunos, sí,les «anularon el cerebro». Pero algunossalvaron el pellejo yéndose al exilio, aEspaña o a Argentina o a otras partes, y

ahora han vuelto. Tan canosos comoentonces, todavía más sabios queentonces. Cada día estoy más canoso,aunque no como ellos. Pero eso sí, cadacana que me crezca espero merecérmela.Son dos grandes amigos que heredé demi mejor amigo, ese otro cerebro que noalcanzó a salir al exilio y fue anuladopor las manos sangrientas de losasesinos.

El olvido

42

Todos estamos condenados al polvo y alolvido, y las personas a quienes yo heevocado en este libro o ya están muertaso están a punto de morir o como muchomorirán —quiero decir, moriremos— alcabo de unos años que no puedencontarse en siglos sino en decenios.«Ayer se fue, mañana no ha llegado, /hoy se está yendo sin parar un punto, ysoy un fue, y un será, y un es cansado[…]» decía Quevedo al referirse a lafugacidad de nuestra existencia,encaminada siempre ineluctablemente

hacia ese momento en que dejaremos deser. Sobrevivimos por unos frágilesaños, todavía, después de muertos, en lamemoria de otros, pero también esamemoria personal, con cada instante quepasa, está siempre más cerca dedesaparecer. Los libros son unsimulacro de recuerdo, una prótesis pararecordar, un intento desesperado porhacer un poco más perdurable lo que esirremediablemente finito. Todas estaspersonas con las que está tejida la tramamás entrañable de mi memoria, todasesas presencias que fueron mi infancia ymi juventud, o ya desaparecieron, y sonsolo fantasmas, o vamos camino de

desaparecer, y somos proyectos deespectros que todavía se mueven por elmundo. En breve todas estas personas decarne y hueso, todos estos amigos yparientes a quienes tanto quiero, todosesos enemigos que devotamente meodian, no serán más reales que cualquierpersonaje de ficción, y tendrán su mismaconsistencia fantasmal de evocaciones yespectros, y eso en el mejor de loscasos, pues de la mayoría de ellos noquedará sino un puñado de polvo y lainscripción de una lápida cuyas letras seirán borrando en el cementerio. Visto enperspectiva, como el tiempo delrecuerdo vivido es tan corto, si

juzgamos sabiamente, «ya somos elolvido que seremos», como decíaBorges. Para él este olvido y ese polvoelemental en el que nos convertiremoseran un consuelo «bajo el indiferenteazul del Cielo». Si el cielo, comoparece, es indiferente a todas nuestrasalegrías y a todas nuestras desgracias, sial universo le tiene sin cuidado queexistan hombres o no, volver aintegrarnos a la nada de la que vinimoses, sí, la peor desgracia, pero al mismotiempo, también, el mayor alivio y elúnico descanso, pues ya no sufriremoscon la tragedia, que es la conciencia deldolor y de la muerte de las personas que

amamos. Aunque puedo creerlo, noquiero imaginar el momento doloroso enque también las personas que más quiero—hijos, mujer, amigos, parientes—dejarán de existir, que será el momento,también, en que yo dejaré de vivir, comorecuerdo vivido de alguien,definitivamente. Mi padre tampocosupo, ni quiso saber, cuándo moriría yo.Lo que sí sabía, y ese, quizá, es otro denuestros frágiles consuelos, es que yo loiba a recordar siempre, y que lucharíapor rescatarlo del olvido al menos porunos cuantos años más, que no sé cuántoduren, con el poder evocador de laspalabras. Si las palabras transmiten en

parte nuestras ideas, nuestros recuerdosy nuestros pensamientos —y no hemosencontrado hasta ahora un vehículomejor para hacerlo, tanto que todavíahay quienes confunden lenguaje ypensamiento—, si las palabras trazan unmapa aproximado de nuestra mente,buena parte de mi memoria se hatrasladado a este libro, y como todos loshombres somos hermanos, en ciertosentido, porque lo que pensamos ydecimos se parece, porque nuestramanera de sentir es casi idéntica, esperotener en ustedes, lectores, unos aliados,unos cómplices, capaces de resonar conlas mismas cuerdas en esa caja oscura

del alma, tan parecida en todos, que esla mente que comparte nuestra especie.«¡Recuerde el alma dormida!», asíempieza uno de los mayores poemascastellanos, que es la primerainspiración de este libro, porque estambién un homenaje a la memoria y a lavida de un padre ejemplar. Lo que yobuscaba era eso: que mis memorias máshondas despertaran. Y si mis recuerdosentran en armonía con algunos deustedes, y si lo que yo he sentido (ydejaré de sentir) es comprensible eidentificable con algo que ustedestambién sienten o han sentido, entonceseste olvido que seremos puede

postergarse por un instante más, en elfugaz reverberar de sus neuronas,gracias a los ojos, pocos o muchos, quealguna vez se detengan en estas letras.

HECTOR ABAD FACIOLINCE , escritor yperiodista colombiano, nació enMedellín en 1958. Inició estudios demedicina, filosofía y periodismo en suciudad natal, ninguno concluido.Finalmente estudió lenguas y literaturasmodernas en la Universidad de Turín. Sedesempeñó como columnista de la

revista Semana, hasta abril de 2008 y apartir de mayo de ese mismo año seintegró al ahora diario El Espectadorcomo columnista y asesor editorial.

Ha recibido un Premio Nacional deCuento (1981), una Beca Nacional deNovela (1994) y un Premio SimónBolívar de Periodismo de Opinión(1998). Obtuvo en España el primerPremio Casa de América de NarrativaInnovadora en el año 2000, y en abril de2005 le fue conferido en China elpremio a la mejor novela extranjera delaño por Angosta. En septiembre del año2010 le fue otorgado el premio Casa deAmérica Latina de Portugal por el libro

«El olvido que seremos», como mejorobra latinoamericana.

ÍndiceEl olvido que seremos 4

Un niño de la mano de su padre 91 102 183 284 435 606 73

Un médico contra el dolor y elfanatismo 96

7 978 1179 132

10 14411 15212 168

Guerras de religión y antídotoilustrado 185

13 18614 23015 24216 252

Viajes a oriente 26517 26618 28719 314

Años felices 32620 32721 361

22 36423 38824 39525 402

La muerte de Marta 41926 42027 43828 45829 492

Dos entierros 50030 50131 508

Años de lucha 51832 519

Accidentes de carretera 536

33 53734 554

Derecho y humano 58235 58336 654

Abrir los cajones 66437 665

Cómo se viene la muerte 68038 68139 69940 716

El exilio de los amigos 77441 775

El olvido 81242 813

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