Convertirnos a la Iglesia. Las reglas de San Ignacio para "sentir con la Iglesia"

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[ Retiro de Cuaresma 2010] Convertirnos a la Iglesia ___________________________________________________________ DELEGACIÓN PARA EL CLERO

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[ Retiro de Cuaresma 2010]

Convertirnos a la Iglesia

___________________________________________________________

DELEGACIÓN PARA EL CLERO

Queridos hermanos, Agradezco la oportunidad que Don Gregorio y Luismi, a

través de la Delegación para el Clero, me han dado para compartir

con vosotros estas reflexiones. Estoy convencido de que lo importante es lo que el Señor pueda hacer hoy en cada uno de

nosotros. Mi misión sería por tanto ayudaros a poneros a tiro de

forma que el Señor pueda pasar por nuestras vidas. Y desde luego dar un retiro así es una gracia, porque deciros estos a vosotros

supongo que me lo digo también a mí mismo.

1. Érase una vez una Iglesia diocesana

Comienzo con un pequeño cuento. Érase una vez una Iglesia diocesana que quiso prepararse

para celebrar la gran fiesta de la Pascua. Y, vestida de saco y de

ceniza, consciente de sus propias debilidades, se dispuso a seguir un itinerario de cuarenta días.

A lo largo de la primera semana fue tentada en medio del

desierto de la indiferencia y el desaliento, pero el Señor la visitó, le habló al corazón, la enamoró de nuevo y, así, pudo continuar su

camino.

Pero un nuevo peligro le acechó al comenzar la segunda semana: había visto al Señor transfigurado, había contemplado

algo de su gloria; tan a gusto se estaba allí con él, que no le

quedaban ganas a nuestra Iglesia de bajar del Tabor y ponerse a expulsar demonios. Y el Señor le advirtió: “Mira, primero tengo

que morir y resucitar de entre los muertos, y tú conmigo”.

Llegó la tercera semana, el sol apretaba y la comunidad estaba sedienta de experiencias nuevas. Y el Señor se acercó de

nuevo a ella, le hizo ver su propia verdad y le prometió los

torrentes del agua viva del Espíritu, que es la única y auténtica novedad en la Iglesia.

Pero no fue suficiente: la mitad del camino recorrido, ese camino agobiante en medio del mundo, había sido suficiente para

cegar al pueblo y minar su confianza. Y, en la cuarta semana,

muchos se preguntaron: “¿pecamos nosotros o pecaron nuestros padres?; ¿quién es el responsable o los responsables de la actual

situación de nuestras comunidades?” Una vez más, el Señor hizo

algo nuevo: disipó las tinieblas y sus manos abrieron los ojos de

los creyentes, que pudieron exclamar: ¡Creo, Señor! En éstas, llegó la quinta semana y alguien sembró entre el

pueblo la duda acerca del valor y el sentido de la propia vida, la

de cada uno; el valor y el sentido de las vidas de aquellos a quienes amamos; el valor y el sentido de las vidas más inocentes,

las de los pobres de la tierra. La respuesta que se escuchó entonces ya no dejaba lugar a la duda: “Yo soy la resurrección y

la vida”.

La Cuaresma terminaba y aquella Iglesia diocesana creyó que ya estaba lista para comer la antigua Pascua. Pero el Señor le

sorprendió una vez más, pues esta vez no se dirigió a toda la

asamblea sino a cada uno personalmente: ¿Cómo has celebrado tú la cuaresma? ¿Quieres subir conmigo a Jerusalén? Sólo así podrás

comer la pascua nueva y eterna...”.

Moraleja: la conversión personal repercute en la conversión de nuestra Iglesia diocesana y viceversa.

2. El Señor nos llama a conversión

Estamos acostumbrados a escuchar la llamada a la

conversión, especialmente en este tiempo de cuaresma. Pero corremos el riesgo de manosear tanto esta palabra que ya no

sabemos lo que significa. Y debe ser algo importante, pues los

evangelistas colocan esta realidad al comienzo de la actividad pública de Jesús. ¿Qué significa realmente convertirse? ¿Se trata

sólo demarcarnos algunos propósitos más o menos efectivos que

tranquilicen nuestras conciencias de cara a la celebración de la Pascua? ¿O la conversión de la que nos habla San Pablo en el

capítulo 12 de su la carta a los romanos es más bien una

transformación profunda de todo nuestro ser, una orientación decisiva en nuestra vida que nos descoloca por completo? Por otra

parte, “la palabra conversión, oída en el contexto de la Cuaresma,

nos recuerda una cosa fundamental. Dios hace el noventa y nueve coma noventa y nueve por cien de nuestra salvación. Pero, h ay

algo que también debemos hacer nosotros. Pascua significa dos

cosas: Dios que pasa, pero también que el hombre pasa, esto es,

gracia y libertad. Una no es suficiente sin la otra. Me vuelve al

recuerdo una historia, ambientada en el Medioevo. Un hombre

está apunto de ser ahorcado en la plaza de la ciudad, porque no ha podido pagar su deuda. Pasa por allí el cortejo del

rey. Sabida la cosa, el rey mismo paga la mayor parte del rescate.

Sin embargo, falta algo y el verdugo hace como que va a ejecutar la condena. La reina añade su limosna y así hacen alguno más del

séquito. Al final, falta una sola pequeña moneda. El verdugo es inflexible: se debe proceder. El condenado, entonces, se hurga

desesperadamente los bolsillos y encuentra que también él tiene

una pequeña moneda. ¡Está salvado! El rey, en esa historia, representa a Cristo, la reina a la Virgen y los caballeros a los

santos (si bien María y los santos no hacen más que ofrecer

también ellos los méritos de Cristo)” (R. Cantalamessa). Si estamos también aquí nosotros en esta mañana de retiro es porque

queremos poner ese céntimo que Dios necesita para transformar

de una vez por todas nuestra vida...

3. Convertirnos también a su santa Iglesia

Estamos acostumbrados a predicar la conversión al Señor

Jesús, pero no podemos caer nosotros en el mismo error que muchos de nuestros contemporáneos, que separan netamente a

Jesús de la Iglesia. Convertirse al Señor Jesús es convertirse

también a su santa Iglesia, de igual forma que unirse a Cristo es unirse a su santa Iglesia. Su santa Iglesia. En una conferencia

titulada “¿Por qué permanezco en la Iglesia?” y pronunciada a comienzos de los años 70, Joseph Ratzinger decía lo siguiente:

“En la celebración de la misa se dice: «El Señor reciba de tus

manos este sacrificio[...] para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia». Siempre estuve tentado de decir «y el de toda nuestra

santa Iglesia» En lugar de su Iglesia hemos colocado la nuestra, y

con ella miles de Iglesias; cada uno la suya. Las Iglesias se han convertido en empresas nuestras, de las que nos orgullecemos o

nos avergonzamos, pequeñas e innumerables propiedades

privadas, puestas una junto a otra. Iglesias solamente nuestras, obra y propiedad nuestra, que nosotros conservamos o

transformamos a placer. Detrás de «nuestra Iglesia o también de

«vuestra Iglesia» ha desaparecido «su Iglesia». Pero ésta es la única que realmente interesa; si ésta no existe ya, también la

«nuestra» debe desaparecer. Si fuese solamente nuestra, la Iglesia

sería un castillo de arena”. Se trata de convertirse a la obediencia de la fe, a un amor

apasionado y crítico al mismo tiempo, a una comunión vivida

hasta sus últimas consecuencias. Ni la Iglesia universal, ni la Iglesia en España, ni nuestra diócesis, ni el arciprestazgo, ni

nuestras parroquias o unidades de acción pastoral, ni nuestros

grupos, movimientos o comunidades son elementos decorativos de la Iglesia del Señor, sino realidades queridas por él para

salvarnos.

Ignacio Ellacuría, jesuita mártir en El Salvador escribió un libro titulado Conversión de la Iglesia al Reino de Dios. En él

desarrollaba la siguiente afirmación del concilio Vaticano II: “La

Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin

cesar la penitencia y la renovación” (LG 8). Esto es claro, las

fronteras del Reino no se identifican con las de la Iglesia, son

mucho más amplias, pero también hay que decir que “la Iglesia es

el pueblo de Dios renovado, el modo en el que Dios habita entre

los seres humanos en Jesucristo, el Hijo de Dios. La Iglesia es el lugar en el que a Dios le gustaría estar, el lugar en el que él quiere

estar presente entre los seres humanos de modo especial. En la

arquitectura rústica del mar del Norte y el mar Báltico, el jardín delantero sigue siendo la tarjeta de visita de toda casa de labor. Es

plantado y configurado con esmero. Se trata de lugar para las flores y para todo lo que alegra el corazón. Dios no se queda en el

cielo. Delante de su casa, de su vivienda, planta un jardín que es

necesario cruzar para llegar a él. Ese jardín son los discípulos, los amigos de Jesús (K. Berger).

Volvamos a recordar la enseñanza del cuento del comienzo:

la conversión personal repercute en la conversión de nuestra Iglesia y viceversa. La vida de San Francisco de Asís puede

ayudarnos a comprender esto. La anécdota es conocida por todos.

Aquí está según la cuenta Chesterton en su genial biografía sobre el poverello: “la anécdota se desarrolla casi por completo en la

vecindad de las ruinas de la iglesia de San Damián, un antiguo

santuario de Asís que estaba al parecer aban­donado y cayendo a pedazos. Allá acostumbraba orar Francisco ante un crucifijo

durante aquellos días sombríos y sin rumbo que sucedieron al

trágico fracaso de sus ambiciones militares, días más amargos aún por la probable merma de prestigio social tan caro a su sensible

espíritu. Mientras oraba oyó una voz que le decía: «Francisco,

¿por ventura no ves que mi casa está en ruinas? Anda y restáurala por mi amor». Francisco dio un salto y echó a andar. Marchar y

hacer cosas era una de las exigencias tiránicas de su naturaleza;

probablemente, pues, marchó y actuó sin meditar siquiera lo que hacía”. Pero esta conversión personal de Francisco tuvo que ser

refrendad en su forma de vida por la Iglesia. He aquí el otro

episodio correlativo, también recogido por Chesterton: “El gran papa Inocencio III se paseaba, según refiere san Buenaventura,

por la terraza de San Juan de Letrán meditando sin duda las

graves cuestiones políticas que turbaron su pontificado cuando se le presentó de improviso un hombre vestido con traje de

campesino y a quien tuvo por una especie de pastor. Al parecer,

sor liberó de él con la congruente prisa, y no es improbable que lo

pensara un loco. Sea como fuere, no pensó más en él, según dice

el gran biógrafo franciscano, hasta que esa noche soñó un sueño

extraño. Veía el enorme y antiguo templo de San Juan de Letrán, por cuyas elevadas terrazas había paseado tan seguro, inclinarse

horriblemente y resquebrajarse bajo el cielo como si todas sus

cúpulas y torres cedieran ante el ímpetu de un terremoto. Luego miró de nuevo y ahora veía una figura humana que sostenía todo

el templo a manera de viviente cariátide, y la figura era la del pastor harapiento a quien volviera la espalda en la terraza. Haya

sido esto realidad o figura, es ciertamen­te una imagen de la

brusca simplicidad con que Francisco se ganó la atención y el favor de Roma”.

Convertirnos a la Iglesia significa convertirnos también a su

misión. Ya dijo Pablo VI que evangelizar constituye la identidad de la Iglesia, su alegría más profunda. Tal. Y el papa Benedicto

XVI ha explicado recientemente que “En nuestro tiempo, en el

que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que

está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y

abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro

reconocemos en el amor llevado hasta el extremo (cf. Jn 13,1), en

Jesucristo crucificado y resucitado. El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del

horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene

de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto.

Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la

Biblia: Ésta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo. De esto se deriva, como

consecuencia lógica, que debemos tener muy presente la unidad

de los creyentes. En efecto, su discordia, su contraposición interna, pone en duda la credibilidad de su hablar de Dios. Por

eso, el esfuerzo con miras al testimonio común de fe de los

cristianos –al ecumenismo– está incluido en la prioridad suprema”. No se trata de hacer juegos malabares, sino de

discernir, escuchar lo que el Espíritu sigue susurrando a las

Iglesias.

En definitiva, convertirnos a la Iglesia del Señor,

convertirnos personal y comunitariamente, convertirnos a la

misión de la Iglesia

4. Amar a la Iglesia

En este sentido, si queremos convertirnos a la Iglesia y al

Señor de la Iglesia sólo podemos asumir la actitud de aquella mujer del evangelio a quien el Señor le perdonó mucho porque

había amado mucho. Sólo si amamos a la Iglesia podremos

convertirnos a ella. Por otra parte, sólo se puede amar lo que se conoce. Hemos

de dejar que en esta mañana resuene en nuestros oídos la famosa

pregunta que el cardenal Suenens sugirió en las discusiones del concilio Vaticano II: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”.

“Podemos preguntarnos entonces ¿qué es la Iglesia para mí?

¿Es de verdad una madre? Es bien conocida la frase de san Cipriano: «No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la

Iglesia como madre» Los creyentes nos lamentamos con

frecuencia —y con razón— de que el mundo y sus medios de comunicación no vayan nunca más allá de lo que es la corteza de

la Iglesia para captar también en ella el misterio de gracia que

lleva dentro, su realidad espiritual; de que no vean en ella más que la dimensión política o social, y de que caigan en los

«chismorreos» sobre la Iglesia, en lugar de intentar comprender

sus sustancia. ¿Pero es sólo el mundo el que cae en este error, o no somos a menudo también nosotros, los hijos de la Iglesia, y en

especial los que viven en contacto más íntimo con ella y con sus

estructuras humanas?” (R. Cantalamessa) ¿Qué es lo que evoca en mí al primer golpe la palabra

“Iglesia? ¿Qué es realmente la Iglesia? El papa Benedicto XVI

está insistiendo en que la Iglesia es la familia de Dios en el mundo, pero ¿qué significa familia, pues precisamente es una

institución en crisis?. Quizás tengamos que acudir a las fuentes de

nuestra fe y rastrear entre los escritos del NT un texto precioso dirigido a la comunidad de Éfeso y que es “el escrito

eclesiológico por antonomasia del NT” (R. Cantalamessa). En su

capítulo 5 dice así su autor:

Hermanos: Vivid en el amor, igual que Cristo nos ha amado

y se ha entregado por nosotros. Maridos, amad a vuestras mujeres

como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra,

y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga

ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son.

Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie, jamás, ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como

Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo.

«Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne.» Es éste un gran

misterio; y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia (Ef 5,2a.22-23).

A comienzos del siglo XX, alguien predijo que sería el siglo de la Iglesia, el siglo en el que se volvería a tomar conciencia de

la importancia de la misma, tras el largo silencio de la época del

iluminismo y el liberalismo. Y así ha ocurrido ciertamente en e ámbito teológico. Los estudios que en este tiempo aparecieron

sobre la naturaleza d la Iglesia son incontables. Karl Barth dio a

su teología el nombre de «dogmática eclesial»; el concilio Vaticano II hizo de la Iglesia el punto central de sus reflexiones;

se publicó la Ecclesiam suam de Pablo VI. Ahora bien, ¿ha

crecido también proporcionalmente el amor a la Iglesia Por otra parte, si la relación personal con el Señor Jesús

crece a través de su amistad en la oración, dicha oración será

irrenunciable si también queremos crecer en el amor a la Iglesia. Son significativas estas palabras del famoso sacerdote y escritor

de espiritualidad J. H. Nouwen: “Tengo la impresión de que

muchos de los debates en la iglesia que involucran cuestiones como el papado, la ordenación de mujeres, el casamiento de

sacerdotes, la homosexualidad, el control de la natalidad, el

aborto y la eutanasia, ocurren en el nivel moral, principalmente. En este nivel, diferentes fracciones pelean sobre lo correcto y lo

equivocado. Pero esta disputa es, frecuentemente, apartada de la

experiencia del primer amor de Dios, que está en el fundamento de todas las relaciones humanas. Palabras como "de derecha",

"reaccionario", "conservador", "liberal", y "de izquierda" son

usadas para describir las opiniones de las personas, y muchas

discusiones, entonces, parecen más batallas políticas por el poder

que una búsqueda espiritual de la verdad”

5. El misterio de la Iglesia

Quizás la filosofía pueda venir aquí en nuestra ayuda, de tal

forma que la Iglesia pase a ser no un problema, sino un misterio, como muy bien expresó Gabriel Marcel: La diferencia entre

"problema" y "misterio" consiste en que el primero se caracteriza

por estar totalmente delante del sujeto, permitiendo distinguir entre el sujeto y el objeto, mientras que el misterio, por el

contrario, es algo en lo que el yo se encuentra inmerso y

comprometido, donde es abolido el límite entre el yo y lo otro. Resulta curioso comprobar que la Constitución conciliar

sobre la Iglesia tiene todo un número dedicado a enumerar las

imágenes y símbolos de la Iglesia. De igual modo que el Señor hablaba en parábolas, quizás la única forma de acercarnos al

misterio de la Iglesia para amarla mejor sean las imágenes y símbolos que a lo largo de los siglos los cristianos hemos

utilizado para referirnos a la Iglesia:

“753 En la Sagrada Escritura encontramos multitud de imágenes y de figuras relacionadas entre sí, mediante las cuales la

revelación habla del Misterio inagotable de la Iglesia. Las

imágenes tomadas del Antiguo Testamento constituyen variaciones de una idea de fondo, la del "Pueblo de Dios". En el

Nuevo Testamento (cf. Ef 1, 22; Col 1, 18), todas estas imágenes

adquieren un nuevo centro por el hecho de que Cristo viene a ser "la Cabeza" de este Pueblo (cf. LG 9) el cual es desde entonces su

Cuerpo. En torno a este centro se agrupan imágenes "tomadas de

la vida de los pastores, de la agricultura, de la construcción, incluso de la familia y del matrimonio" (LG 6).

754 "La Iglesia, en efecto, es el redil cuya puerta única y

necesaria es Cristo(Jn 10, 1-10). Es también el rebaño cuy pastor será el mismo Dios, como él mismo anunció (cf. Is 40, 11; Ez 34,

11-31). Aunque son pastores humanos quienes gobiernan a las

ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y

alimenta; El, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores (cf. Jn 10, 11; 1 P 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11-15)".

755 "La Iglesia es labranza o campo de Dios (1 Co 3, 9). En

este campo crece el antiguo olivo cuya raíz santa fueron los patriarcas y en el que tuvo y tendrá lugar la reconciliación de los

judíos y de los gentiles (Rm 11, 13-26). El labrador del cielo la plantó como viña selecta (Mt 21, 33-43 par.; cf. Is 5, 1-7). La

verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a los

sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en él por medio de la Iglesia y que sin él no podemos hacer nada (Jn 15, 1-

5)".

756 "También muchas veces a la Iglesia se la llama construcción de Dios (1 Co 3, 9). El Señor mismo se comparó a la

piedra que desecharon los constructores, pero que se convirtió en

la piedra angular (Mt 21, 42 par.; cf. Hch 4, 11; 1 P 2, 7; Sal 118, 22). Los apóstoles construyen la Iglesia sobre ese fundamento (cf.

1 Co 3, 11), que le da solidez y cohesión. Esta construcción recibe

diversos nombres: casa de Dios: casa de Dios (1 Tim 3, 15) en la que habita su familia, habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2, 19-

22), tienda de Dios con los hombres (Ap 21, 3), y sobre todo,

templo santo. Representado en los templos de piedra, los Padres cantan sus alabanzas, y la liturgia, con razón, lo compara a la

ciudad santa, a la nueva Jerusalén. En ella, en efecto, nosotros

como piedras vivas entramos en su construcción en este mundo (cf. 1 P 2, 5). San Juan ve en el mundo renovado bajar del cielo,

de junto a Dios, esta ciudad santa arreglada como una esposa

embellecidas para su esposo (Ap 21, 1-2)". 757 "La Iglesia que es llamada también "la Jerusalén de

arriba" y "madre nuestra" (Ga 4, 26; cf. Ap 12, 17), y se la

describe como la esposa inmaculada del Cordero inmaculado (Ap 19, 7; 21, 2. 9; 22, 17). Cristo `la amó y se entregó por ella para

santificarla' (Ef 5, 25-26); se unió a ella en alianza indisoluble, `la

alimenta y la cuida' (Ef 5, 29) sin cesar" (LG 6)” (Catecismo de la Iglesia católica nn.753-757).

En esta misma línea se sitúan esas imágenes preciosas de los

Padres en las que se refiere a la Iglesia con el misterio de la luna,

que refleja la luz que le viene de Cristo, sol cuya luz ilumina

desde lo alto. O el tema de la Iglesia santa y pecadora, casta

meretriz, “negra pero hermosa” según el Cantar de los Cantares. O la túnica inconsútil de la pasión de Cristo, que no debería jamás

de haberse rasgado... En el Museo de Letrán se conservan dos

fragmentos de la célebre inscripción de Abercio, “la reina de las inscripciones cristianas, como ha sido definida por los

arqueólogos. Al final de su vida, un cristiano de Hierápolis en Asia Menor, hizo grabar en piedra a finales del siglo II un

epitafio. En él, en lenguaje velado y propio de las disciplinas de

arcano, debido a las persecuciones en curso, cuenta lo que vio en sus viajes por el mundo. Vale la pena conocerlo, pues nos hace

ver con qué ojos podría mirarse también hoy a la Iglesia:

“Mi nombre es Abercio, y soy discípulo de un venerable

Pastor.

Éste me enseñó las Escrituras fieles y me envió a Roma a contemplar la majestad soberana,

a ver una reina con vestiduras de oro y zapatos de oro.

Vi también un pueblo que tenía un magnífico sello. En todas partes encontraba hermanos.

Levaba por compañero a Pablo y la fe me guiaba por

doquier. En todas partes ella me proporcionó como alimento

Un pez de aguas de manantial,

Grandísimo, purísimo, pescado por una virgen inmaculada. Ella [la Iglesia] lo daba a comer incesantemente a los

amigos;

Ella posee un vino delicioso que ofrece junto con el pan”

Un nuevo siglo y un nuevo milenio

se abren a la luz de Cristo. Pero no todos

ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso

y exigente cometido de ser su « reflejo ». Es el

mysterium lunae tan querido por la contemplación

de los Padres, los cuales indicaron con esta

imagen que la Iglesia dependía de Cristo,

Sol del cual ella refleja la luz.

(Juan Pablo II, Novo milennio ineunte 54)

6. Una ayuda: las reglas ignacianas para sentir con la

Iglesia 1

En la mejor tradición de la Iglesia encontramos una ayuda preciosa para poder convertirnos a la Iglesia y al Señor de la

Iglesia. En el marco de este año sacerdotal, traer aquí estas

últimas páginas del libro ignaciano de los Ejercicios Espirituales son también una forma de agradecer a Dios el servicio que la

Compañía de Jesús ha hecho a la Iglesia en los seminarios y en la

formación de sacerdotes, también en nuestra diócesis, donde el Seminario conciliar “San Atilano” fue confiado en un primer

momento a los jesuitas.

Algunos sabéis que el pasado agosto hice la experiencia de mes de Ejercicios Espirituales, que os recomiendo. En el libro de

los Ejercicios aparece esta oración, una oración que en palabras

del Papa, “siempre se me antoja demasiado elevada, hasta el punto de no atreverme casi a rezarla, y que, sin embargo, siempre

deberíamos abrazar: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad,

mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi ser y mi poseer; vos me lo disteis: a vos, Señor, lo torno; todo es

vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta» (Ejercicios Espirituales, 234)”

(Benedicto XVI). Cada día, antes de comer, teníamos una

“instrucción”, una charla, en la que se nos explicaban diferentes documentos de Libro de los Ejercicios. En los dos últimos días

abordamos estas Reglas para sentir con la Iglesia. Aquellas dos

meditaciones se me han grabado a fuego en el corazón. Nunca jamás había oído hablar a alguien con tanto cariño y al mismo

tiempo con tanto realismo de la Iglesia. Y enseguida pensé en

cuánto bien nos podría hacer escuchar esto todos juntos, como Iglesia y también como presbiterio diocesano. Hoy se presenta la

oportunidad, aunque la mediación es bastante más imperfecta.

Desarrollaremos ahora las “Reglas para sentir con la Iglesia”. “Algo así como si después de habernos transmitido lo

más íntimo de su experiencia espiritual en el proceso del mes de 1 La mayor parte de este apartado es la transcripción de las ideas ofrecidas por Francisco

Arrondo sj en sus dos meditaciones sobre el tema en los Ejercicios Espirituales de mes

en Pedreña (Santander), durante el pasado mes de agosto de 2010.

Ejercicios, Ignacio hubiera querido reservar su última palabra

para transmitirnos su experiencia de Iglesia, como el mejor lugar

donde podía colocarnos para vivir esa experiencia del Espíritu. Para los cristianos, no pueden separarse experiencia de Espíritu y

experiencia de Iglesia” (J. Corella). Es un tema precioso, porque

vivimos de la Iglesia, Cristo ama a su Iglesia y nos la ofrece como amantísima madre. La fe, la misión y tantas otras cosas nos

vienen del Señor a través de su Iglesia. Es un tema también delicado porque a veces se nos cuelan afectos desordenados…

Ignacio nunca escribió una cristología o una eclesiología.

Pero en estas reglas no sentimos cercano a la visión de Ignacio sobre la Iglesia. ¿Por qué estas reglas? Algunas aparecen ya en

París, pero las cinco últimas son de Roma. Aparecen en 4ª

semana, son reglas de discernimiento en esta semana. El Señor convierte caminos equivocados como el de Emaús en caminos de

vuelta a la Iglesia. Son reglas que nos hacen entender la Iglesia de

las mediaciones, nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica. En el fondo son reglas para resolver los conflictos por amor a la Iglesia.

En estas reglas hay una depuración del lenguaje. ¿Qué le

pasaba a Ignacio con la Iglesia? ¿Qué momento fuerte de Iglesia se estaba viviendo? Incluso con cuántas dificultades por parte de

su autor en vida y con cuántas interpretaciones equivocadas de

estas reglas. De hecho algunos han podido utilizar estas reglas para “destrozar” a la Iglesia, aplicándolas sin sentido de fe.

Hay una frase que, tomada sin catastrofismos y con

perspectiva histórica, podría vincular los sentimientos de Ignacio con los nuestros de hoy día. Es la alusión a “nuestros tiempos tan

periculosos”. — Recordar que Santa Teresa de Jesús hablaba por

la misma época de “tiempos recios”—. Podríamos preguntarnos en qué ve Ignacio la peligrosidad de su tiempo. Lo mismo que

nosotros deberíamos preguntarnos en qué vemos la peligrosidad

de los nuestros. En buena parte puede darse una coincidencia entre los dos momentos históricos. En los dos se da una crisis, es

decir, un momento de cambio agudo, rápido y de fondo. El

primero marcado por la salida de la Edad Media y el Renacimiento. El segundo, el nuestro, marcado, por extraño que

parezca, por la salida de lo que podríamos llamar “Iglesia y

mundo del siglo XIX”, aunque tal salida se haya demorado hasta

la mitad ya muy avanzada del siglo XX. También está marcado

por el rápido cambio social, que se caracteriza por una mezcla de

culturas quizá nunca vivida antes con tanta fuerza a escala mundial. Es la globalización creciente y bastante descontrolada.

Tal cambio ha provocado un fuerte desequilibrio en el proceso de

desarrollo de los pueblos, e incluso de continentes enteros. Porque la crisis actual, desde las dos últimas guerras mundiales, tiende a

universalizarse cada día más. La diferencia más importante entre los dos momentos quizá sea ésta: que la crisis de tiempos de San

Ignacio fue más intraeclesial, y llegó a la ruptura violenta dentro

de la Iglesia. Hoy la crisis consiste más bien, al menos a primera vista, en la relación Iglesia – Sociedad” (J. Corella).

Son reglas de discernimiento de 4ª semana, no tienen

sentido antes. Y nada dice sobre dogmas, autoridades o preceptos de la Iglesia. Se trata más bien de sentir, cuidar, gustar el amor a

la Iglesia. ¿Qué no haría yo por ti, amantísima madre Iglesia?

Son reglas fruto de la aparición del Espíritu del Resucitado, que se da a todos. La gran verdad del Resucitado es que nos ha

dado el Espíritu a todos. Aquí hay elementos para el

discernimiento, porque vivir en discernimiento es la vida del Espíritu. Es la Iglesia quien encarna y transporta el mensaje del

Señor. Pero no lo fabrica ni se lo inventa. Siendo la Iglesia

transmisora del Señor, sólo cuando hemos hecho experiencia persona de Dios lo comprendemos. Es mediación, por tanto, de

trigo y de cizaña. Y es mediación institucionalizada, para que el

mensaje llegue a todos. Es una mediación no para romper la túnica inconsútil del Cristo. El espíritu Santo ilumina todas estas

perspectivas. Quienes miran a la Iglesia sin fe, nunca entenderán

esto. Sólo desde una experiencia de Dios podremos comprender y amar a la Iglesia; ella es más que su sociología o su

administración. A pesar de todos sus fallos, la amamos.

Para Ignacio, sentir la Iglesia y amarla es el meollo de la cuestión. Es la Iglesia de las mediaciones, “nuestra Santa Madre

Iglesia Jerárquica”. ¿De qué Iglesia hablo? ¿Cuál es mi Iglesia?

¿Tengo dificultades en reconocer al Espíritu Santo en la Iglesia? A Ignacio le importa sobre todo la capacidad de vivir bien el

conflicto, sea grande o pequeño, sin destrozar ni a la Iglesia ni a

otros. Lo que él vive en París y en Roma es precisamente que se

está destrozando la Iglesia. En definitiva, ¿dedico más tiempo a

hablar mal de la Iglesia o de otros grupos y personas dentro de

ella? ¿Cuánto tiempo dedicamos a hablar de Dios y de Jesucristo? En estos EE veníamos acogiendo un regalo, y ahora en 4ª semana

el regalo es el Espíritu… En él es como el Dios “regalador” nos

pide ahora: “Ama a la Iglesia”. Este amor a la Iglesia, igual que la pobreza y la obediencia y la castidad, se ruegan y agradecen todos

los días; de lo contrario, se pierden… La Iglesia refleja la luz del sol como la luna en las noches; por eso, no procede que en las

noches oscuras de la vida nos pongamos a “destrozar” la luna.

Pedro Fabro no conocía la secta luterana pero es destinado por Ignacio al diálogo con ellos. Y el buen saboyano se lamentará

por el desencuentro, por la falta de racionalidad, por haber

perdido el amor a la Iglesia y a sus mediaciones. ¿Desde dónde piensa y siente Ignacio? Estas reglas tienen su

contexto, y sacadas de él pueden malentenderse y hacer mucho

daño. Uno de esos contextos es el conflicto con los erasmistas en

París. Ignacio los lee y le encanta, Erasmo es la gran mente

abierta, le gusta, incluso le califica con el apelativo de “el nuevo Agustín”. Los erasmistas quieren embarcarse en una reforma

inteligente de la Iglesia. Ante su empuje, Ignacio empieza a

reflexionar, pues quisiera comprender tanto al concilio involucionista de Sens o de París, como a los erasmistas. De

hecho, Lutero quiso ganarse a Erasmo para su causa, pero la cosa

acabó mal. Por otra parte, Ignacio nota que Erasmo no abandona ciertos toques de acidez “que le enfría” y le dejan sin devoción;

como si Erasmo mirara la Iglesia asépticamente, sin carió. Al

final, Ignacio cambiará de parecer: de recomendar la lectura de Erasmo a prohibírsela a sus compañeros, pues enfría el alma…

Otro factor es el “caso Mainardi”, un agustino que predica la

cuaresma en Roma y cuyas tesis son demasiado luteranizantes (de ahí que haya determinados temas que se traten en las Reglas, tales

como la relación entre fe y obras ola predestinación). Habrá que

ser cuidadoso en hablar de determinados temas insultando y descalificando la tesis contraria. En la confrontación con los

jesuitas, Mainardi “pierde” y la gente queda confundida. Pasado

el tiempo, Ignacio se da cuenta de que no se pueden perder así los

papeles, pues se rompe la Iglesia (el otro no puede ser totalmente

malo o descalificable). Cuando en 1546 Mainardi se hace

luterano, Ignacio lo siente; quizás habría hecho falta actuar de otra forma…

Algo parecido ha pasado en nuestros días si recordamos

aquella carta que el papa Benedicto XVI escribió a los obispos católicos sobre el levantamiento de la excomunión a los

lefebvrianos. Comentando el texto de Ga 5,13-15 dice: “Percibí con sorpresa la inmediatez con que estas frases nos hablan del

momento actual: «No una libertad para que se aproveche el

egoísmo; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda la ley se concentra en esta frase: "Amarás al prójimo

como a ti mismo". Pero, atención: que si os mordéis y devoráis

unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente». Siempre fui propenso a considerar esta frase como una de las exageraciones

retóricas que a menudo se encuentran en San Pablo. Bajo ciertos

aspectos puede ser también así. Pero desgraciadamente este "morder y devorar" existe también hoy en la Iglesia como

expresión de una libertad mal interpretada. ¿Sorprende acaso que

tampoco nosotros seamos mejores que los Gálatas? Que ¿quizás estemos amenazados por las mismas tentaciones? ¿Que debamos

aprender nuevamente el justo uso de la libertad? ¿Y que una y

otra vez debamos aprender la prioridad suprema: el amor?” Hay otro detalle. Ignacio tendrá que pedir la aprobación de

la Compañía y del libro de los Ejercicios a un papa llamado Paulo

III, con cuatro hijos y asiduo al nepotismo (nombró cardenales a dos sobrinos suyos). Este papa retrasó Tololo que se pudo el

concilio de Trento para no provocar la división formal, pero el

resultado fue el contrario. Y tras Marcelo II, gran amigo de la compañía, es elegido papa el cardenal Caraffa, Paulo III, no muy

proclive precisamente a Ignacio y sus compañeros. Pero es que

Ignacio no necesita que sus superiores sean santos o sean amigos suyos. Ante la crisis de las indulgencias, Ignacio no hablará en

contra de ellas, pero tampoco las promueve ni las vende. Fabro

anota en su diario que en medio de toda esta lucha se estaba perdiendo todo, la sensibilidad, la comunión, el diálogo, el amor a

la Iglesia…

El texto de las Reglas en los EE ha dado lugar a malas

interpretaciones, así como el título (el gran teólogo dominico

Melchor Cano las denigraba). Al traducir las Reglas al latín se cometió una pequeña traición, pues se hablaba de la “Iglesia

ortodoxa”, lo cual suponía la existencia de una Iglesia

heterodoxa… Ante tantas dificultades, los jesuitas pedirán al Papa en el siglo XIX la aprobación del autógrafo castellano (la versión

ya probada por la autoridad eclesiástica era la latina, llamada Vulgata). La Iglesia militante, por tanto, no es la Iglesia ortodoxa;

y la Iglesia jerárquica no es sólo la jerarquía de la Iglesia, sino la

Iglesia en su conjunto, la Iglesia de las mediaciones. San Ignacio no condenará, sino que abogará por el discernimiento, y les dirá a

Fabro y a Laínez y a otros compañeros: “¡hay que discernir!”.

Estas reglas de discernimiento son un instrumental genial para vivir los conflictos sin romper la Iglesia, sin rompernos a

nosotros mismos. Con ellas podremos descubrir la única salida

posible al conflicto eclesial: la relación con el Espíritu Santo (discernimiento), Espíritu que a todos se nos ha dado por igual.

Nun a debemos ser arrogantes. Ignacio no propone atacar a nadie,

sino que propone “alabar” (hasta 8 reglas utilizan este verbo). Hay un gozo más grande en la Iglesia que el de machacar al otro. Es el

gozo del Resucitado.

“Las reglas para sentir con la Iglesia, escritas por Ignacio de Loyola para los problemas de su tiempo pueden ser un buen punto

de apoyo para discernir nuestros propios problemas eclesiales.

Ellas transmiten equilibrio, mesura, positividad, tendencia a la alabanza, acogida de los otros, preferencia por un “nosotros”

frente a un “yo” en solitario (cfr. la exigente regla 13). También

transmiten radicalidad, postura limpia, seriedad, abnegación. Para dejarse ayudar por ellas es menester estar más pronto a obedecer

que a mandar” (J. Corella)

“Está claro que en la mente de San Ignacio el conjunto de estas reglas al final de los Ejercicios Espirituales quiere ayudarnos a

crecer en comunión con la Iglesia” (P. Hans Kolvenbach). “Para

conseguir este objetivo hoy leyendo las reglas, podrían valer estas tres actitudes previas, sacadas a la luz de la consciencia:

1.- Somos pecadores, en una Iglesia de pecadores. Nadie

puede arrojar la primera piedra, ni la primera crítica negativa o

agresiva. Nadie puede arrogarse ningún tipo de superioridad ni de

profetismo que le haga más proclive a ver la mota en el ojo ajeno

y no la viga en el propio. No nos queda otra salida que la misericordia compartida. Hemos de aprender a ser solidarios en la

comprensión y en el amor los que hemos sido solidarios en el

pecado. Esto se hace amando, en un mismo Espíritu. Espíritu que no nace de nuestra propia bondad, sino que se nos da

precisamente en la Iglesia, donde todos somos regidos y gobernados por ese “mismo Espíritu y Señor nuestro” (Cfr. regla

13).

2.- Necesitamos a la Iglesia. No podemos renunciar a la ayuda prevista que la Iglesia nos ha de prestar a cada uno: todos la

necesitamos, para consolidar la fe, para ejercitarnos en el amor

que desciende de arriba, y para ser enviados con una estrategia común, discernida y animante. Vale la pena luchar por una Iglesia

así. Es la voluntad de Jesús la que nos hace imprescindible a la

Iglesia, librándonos así de nuestras soledades y egocentrismos infecundos. Al menos para nosotros, que ahora leemos estas

reglas.

3.- El amor a la Iglesia. No es lo mismo penetrar en las reglas desde el amor que desde la amargura o el resentimiento. Si

nuestra capacidad de amar nace de arriba, nada ni nadie nos podrá

arrebatar el amor a la Iglesia, en la que somos uno con Él. Nuestro amor a la Iglesia es participación del amor de Jesús a ella. La

amamos porque sabemos que Él quiere que la amemos. Aparte de

que en definitivas cuentas, en la Iglesia todo está llamado a reducirse al amor. Sólo desde ahí tiene sentido emplear tiempo en

leer despacio estas reglas ignacianas, para sacar algún provecho

para nuestro tiempo” (J. Corella). Vamos con la lectura de las Reglas propiamente dicha, pero

con la calve de poder aplicarlas en la vida diaria. Si Ignacio las

coloca en la 4ª semana, donde se la da tanta importancia a “los verdaderos y santísimos efectos de la resurrección”, es porque nos

invita a ver que en la Iglesia también hay verdaderos y santísimos

efectos de la resurrección. No son consejos píos ni formas de autoridad, sino consejos de discernimiento. Así mismo, si el

Resucitado es fuente de consuelo, también lo será para la Iglesia.

Por estos caminos hay consuelo, porque son los caminos del

Señor. En cosas del Espíritu Santo nunca se puede hablar rotunda

o amargamente.

“Suele pensarse que estas reglas son sobre todo para obedecer a ciegas a la Iglesia. Se olvida que, frente a tres reglas

que inculcan esa obediencia, son once al menos las que inculcan

la alabanza a diferentes aspectos de la vida de la Iglesia; y que todas son, primordialmente, reglas de discernimiento para orientar

y arraigar afectivamente y desde su núcleo central a cada persona en ella” (J. Corella).

1) No dice que no pensemos, si no que en vez de juzgar,

venza el ánimo bien dispuesto a la obediencia. Se trata de obedecer al Espíritu Santo, no más. Aquí hemos aprendido a

preguntarle, y sobre todo a pedirle todo. Por tanto, preguntémosle

qué quiere con la Iglesia, con su esposa, con estas mediaciones. Ejemplo del elefante y de los ciegos o del mosaico. Depongamos

ahora el juicio, dice Ignacio, porque a Dios se lo entiende mejor

desde la locura del amor; y así comprenderemos mejor la cizaña de las mediaciones.

Siguen a continuación ocho reglas que comienzan con la

palabra “alabar” —ni el “mantener” de los de Sens, ni el “criticar” de los erasmistas— decir bien de todo aquello que nos

conduzca al cielo, incluso aquello que a mí no me gusta. No

podemos destruir a los otros porque no tienen mi espiritualidad. 2) Ignacio fue un gran promotor de la comunión frecuente.

3) La misa diaria no estaba en la cultura cristiana de la

época. Otros pedían que desapareciera el oficio divino (por ejemplo los erasmistas). Ignacio no la quiere para sí, y los suyos,

pues la Compañía es eminentemente apostólica, pero no la critica,

si no que la alaba. 4) Hoy seríamos muy cuidadosos al explicar esto. Si Ignacio

pide este alabar es porque la vida religiosa está siendo denostada

y vapuleada. Ignacio quiere que se estire hasta la perfección que le corresponde, pues todos los caminos llevan hacia Dios.

5) Ignacio alaba los cuartos votos de algunas órdenes y

congregaciones religiosas. Y propone ese cuarto voto también a la Compañía: la obediencia al Papa.

6) Ignacio no lo hace o no lo cree, pero no lo denigra, ni está

en contra, pues amucha gente le ayuda.

7) En aquella época los ayunos drásticos eran signo de

mayor religión. Ignacio no reglamenta en sus Constituciones

ninguna penitencia o ayuno. No lo ridiculiza, ni tampoco a quienes lo hacen. No condena.

8) Ignacio nunca tuvo una imagen propia de María pero no

hablaba mal de los que las tenían. Ignacio no promovía todo esto, pero no hace mofa de ello.

9) Alabarlo todo, hablar bien de todo. No impedir el trabajo del Espíritu Santo, no tienes su monopolio. Nunca busques

buenas razones para ofender, sino para lo contrario, aunque no las

encuentres. 10) Los mayores son aquí los superiores. Díselo al sujeto

interesado y así se le podrá poner remedio. No se arregla el

mundo hablando mal de nuestros superiores. No murmures, no es el camino. Díselo a quien pueda enmendarlo. Nunca corrige un

problema el amor propio de uno con el amor propio de otro. No al

criticar por criticar. Y mucho menos criticar porque dices que “amas mucho a la Iglesia”.

11) La teología de los Padres es más afectiva, mientras que

la escolástica parece ser más árida, pero es más sensible a los signos de los tiempos. Los escolásticos no son todos malos, ni los

positivos todos buenos. No puede ser exaltados unos sobre otros.

La escolástica había quedado como los conservadores, y los Padres como los verdaderos reformadores. Y se hacen clichés,

¡siempre hacemos clichés! San Ignacio te pide más bien que cojas

lo bueno de cada uno sin denigrar a los otros. Nunca termines juzgando a los demás porque tú tengas toda la verdad. No te

quedes sin la cabeza o sin el corazón. San Ignacio ha tenido que

hacer constantemente síntesis en su vida: él no se adelantaba al Espíritu (Nadal).

12) Unos a favor de unos, otros de otros. Y a pedradas. Esto

no está tan alejado de nuestros tiempos. ¿Por qué no lo recibimos todo como bendición de Dios?

13) Ésta es muy importante, y sacada de su contexto

justifica todo dogmatismo y otros males. “Para en todo acertar”, Ignacio quiere acertar. “Es el mismo Espíritu”, ésta es la calve de

la eclesiología de Ignacio. Erasmo anteponía su juicio al de la

Iglesia. Ignacio dice por el contrario “lo que yo veo blanco”, no lo

que sea blanco. Si la Iglesia con sus mediaciones me dicen que es

negro (le pasó a él en Jerusalén), no te dice que lo tuyo sea

mentira, pero quizás no tienes todos los elementos (p. e. los teólogos silenciados en los años 50 que luego fueron los grandes

del Vaticano II))

Hasta aquí las reglas de París. Se añaden a continuación las de Roma. A Ignacio le preocupa en estas últimas reglas cosas que

ha vivido personalmente, como el caso Mainardi. 14) Cuidado con lo que se dice, hay que hablar con cautela.

Hay temas que se pueden tratar de una forma en las revistas

especializadas y tienen que tratarse de otra diferente en la predicación a gente sencilla. Había tres temas controvertidos:

libertad y predestinación; fe y obras; Dios amor y Dios temor. Y

de estos tres temas se habla en las reglas siguientes. Hay que matizar las cosas bien, diciéndolas y explicándolas mejor.

18) Los erasmistas insistían en el amor de Dios, pero el

respeto también es un tema bíblico. A algunos les ayuda el carnet por puntos, para correr menos... Ignacio no comienza el libro de

los EE con unas palabras programáticas como las encíclicas de los

Papas, pero sí que los termina así: “por estar en uno con el divino amor”.

En mi Iglesia es donde tengo que aplicar esto. No te llames

eclesial si llamas imbécil a un hermano de comunidad. Y mucho cuidado con los juicios que haces.

En definitiva, podemos extraer cinco grandes consejos de

estas reglas para una lectura actualizada: 1) El Espíritu Santo está en todos, no sólo en mí. Lo esencial

es sensibilizarse al Espíritu Santo. Ésta es la verdadera

obediencia, escuchar la voz del Espíritu. O como decían los Padres del concilio Vaticano II: escuchar la voz de Dios que habla

a cada hombre en el sagrario de su conciencia. Busca la paz en ti

y en los demás. El discernimiento es sentir y gustar. No puedo obedecer sólo a quien me cae bien. Las mediaciones son eso,

mediaciones. Todo argumento para descalificar a mi superior es

falaz. La autonomía, el poseer y el placer se revelan enseguida. No se trata de devolver injusticia por injusticia o de guardar la

herida para siempre.

2) Hablar bien de todo lo que me parezca suscitado por el

Espíritu Santo. No denigres, no desprecies, la otra postura

siempre tiene cosas buenas. Por tu parte, ten tus convicciones y tus criterios, pero en todo caridad. Aunque a ti no te ayude, no lo

critiques, porque seguro que a otros hermanos sí les ayuda. El

Espíritu Santo no tiene por qué coincidir con mi cabeza o mis gustos. Entra, por tanto en el espíritu de alabanza. “Alabar es

agradecer a Dios la variedad en la Iglesia, variedad que le permite llegar a la comunión. Alabar es agradecer a Dios la variedad en la

Iglesia, variedad que le permite llegar a la comunión. Alabar es

acoger positiva y respetuosamente la diversidad de gentes, carismas, ministerios y funciones en la Iglesia. Es agradecer el

don de lenguas. Nada es monocolor, nada debe ser gris en ella.

Esto nos hace salir a cada uno de nosotros mismos para encontrarnos en los demás, sin dejar de ser nosotros mismos. El

amor y el respeto a la Iglesia y sus gentes. Ello nos impide ser

superficiales en el tratamiento de cualquier problema o asunto que surja. No podemos hacerle daño. Ella es carne de mi carne y

hueso de mis huesos” (J. Corella).

3) No destruyas ni murmures. No crees clima contra otros, porque eso hacer daño. Si yo no soy el indicado para decirte las

cosas, otro te las podrá decir. Para reformar la Iglesia no podemos

romperla ni dividirla, ni desencarnarla. 4) En cosas del Espíritu Santo, no confundir lo que yo veo

con la realidad objetiva de Dios. Busca cómo el Espíritu Santo te

habla a ti y a los otros. No puede ser que el Espíritu Santo busque rupturas. Puedes proponer, pero nunca imponer. No digas: ésta es

la única pastoral posible. Más bien, sugiere caminos. Ojalá

aprendamos a hablar con los criterios del Espíritu Santo, hablar su mismo lenguaje. Yen la variedad de opiniones, ser cuidado

también con los juicios teológicos. Porque también al hablar de

Dios hay afecciones desordenadas y nebulosas en los ojos. Quizás nos ayude Rom 14, cuidado con el desprecio.

“5) En las últimas cinco reglas, Ignacio nos deja una

pedagogía catequética y pastoral llena de sabiduría y mesura para la transmisión de la doctrina de la fe, teniendo en cuenta la

peculiaridad del auditorio, el len guaje actual, y las tensiones en

que nos movemos. El equilibrio y serena libertad para tratar sin

extremismos fanáticos los problemas que ahora nos planteamos,

son una de las mejores lecciones que nos brindan estas últimas

reglas” (J. Corella).

7. Volver la mirada a María, Madre de la Iglesia

Si queremos convertirnos a la Iglesia, tendremos también

que volver la mirada a María, nuestra madre. Cuando el Papa Pablo VI, al finalizar los trabajos del concilio la proclamó “Madre

de la Iglesia”, no hacía sino refrendar la propia opción del

Concilio de incluir el misterio de María en el misterio de la Iglesia —así fue la redacción fundamental de la Lumen

Gentium— y ratificar al mismo tiempo una tradición de siglos en

la que María e Iglesia han sido realidades inseparables. Dicha tradición fue abierta de manera genial por el vidente del

Apocalipsis en el capítulo 12, al señalar que “la Iglesia es la

descendencia de la mujer, esa Iglesia contra l que Juan veía abatirse el poder del demonio en las persecuciones del imperio

romano, esa iglesia que tiene la tarea d crecer hasta alcanzar a

toda la humanidad y constituir así la nueva Eva” (E. Bianchi). “Hay una tradición iconográfica, extendida por la Italia

central, que identifica sin más a la Iglesia esposa de Cristo de

Efesios 5 con María. La virgen apoya su cabeza sobre el hombro de Cristo, que le roda tiernamente la cabeza, mientras sus manos

se unen por delante. Y se aplican a Cristo y María las palabras del

Cantar d los Cantares: «Ponme la mano izquierda sobre la cabeza y abrázame con la derecha» (Ct 2,6)” (R. Cantalamessa). Podéis

observarlo en la portada de este cuadernillo.

De alguna forma éste es el tema que Marko Rupnik ha querido retomar en el mosaico que está al final de esta

meditación. Se trata de Cristo crucificado y María Inmaculada.

“Aquí Cristo duerme. Su costado está abierto, a pesar de que está vestido de rey, profeta y sacerdote. Nace la Iglesia, la Esposa, de

acuerdo con una imagen típica de la tradición. Es la Madre de

Dios. Los artistas han puesto mucho cuidado en su rostro, para dar la impresión de una mujer a la que no se parece ninguna otra,

porque sólo ella es la Madre de Dios, la Esposa de Cristo, la

Iglesia. Cristo, aunque está muerto, reposa, duerme. De hecho, su

cabeza no está caída, lo que es una similitud clara entre el primer

Adán y el Nuevo Adán” (M. Rupnik). De igual forma, María es la

nueva Eva. A ella le pedimos, como le pedía San Ignacio, “ponnos junto

a tu Hijo”. Y entrelazando el misterio de la Iglesia con el suyo

propio podemos invocarla con estas mismas palabras con las que le rezan tantos hermanos y hermanas nuestros:

María, casa de bendición, salud de nuestro siglo, morada

terrestre del humilde.

María, madre mía; María, madre nuestra; tú eres madre de la

Iglesia, que nace del costado de Cristo, como esposa, nueva Eva.

María, pequeña María, tú eres la brisa suave de Elías, el

susurro del Espíritu de Dios.

Tú eres la zarza ardiente de moisés que llevas al señor y no te consumes.

Tú eres "el lugar junto a mí" que mostró el Señor a Moisés,

tú eres la hendidura de la roca que Dios cubre con su mano mientras que pasa su gloria.

Venga el Señor con nosotros, si hemos hallado gracia a sus ojos; es cierto que somos pecadores, mas ruega tú por nosotros, y

seremos su pueblo y su heredad.

María, pequeña maría, hija de Jerusalén, madre de todos los

pueblos, virgen de Nazaret.

Tú eres la nube del desierto que protege la marcha de Israel,

tú eres la tienda de la reunión, el arca que lleva la alianza, el

santuario de la gloria del Señor.

Humilde María, toda inmaculada, ángel de la guarda del

tercer milenio, lugar de todas las gracias, imagen de la virtud, tu belleza canta la Jerusalén celeste.

(Cantos del Camino Neocatecumenal)

[ SUGERENCIAS PARA LA ORACIÓN ]

[ 1 ] Lee y medita reposadamente la Carta a los Efesios. Gózate al

descubrir el misterio de la comunión de la Iglesia en el plan de salvación de

Dios. Sigue el consejo de San Ignacio: párate allí donde encuentres algo.

[ 2 ] Si lo prefieres, puedes leer y meditar estos pasajes de la

Escritura

Mt 10 (el discurso apostólico)

Mt 18 (el discurso de la comunidad)

Mt 16,13-28; Jn 21 (el servicio de Pedro en la comunión de

la Iglesia)

1 Cor (la Iglesia como cuerpo de Cristo)

Ap 2-3 (cartas del ángel a las iglesias)

Ap 12 (el signo de la mujer: María y la Iglesia)

De igual modo, párate allí donde encuentres algo.

[ 3 ] Escribe una carta a Jesús sobre el tema “Yo amo tu Iglesia”. No

tengas miedo a las palabras o a los grandes ideales. Todos necesitamos

hacer una buena declaración de principios alguna vez.

[ 4 ] Relee con sosiego las Reglas ignacianas para sentir con la

Iglesia. Pídele al Espíritu de Dios que te ayude a comprenderlas, que

puedas entrar en la alabanza, en el discernimiento. Intenta aplicarlas a tu

vida y/o a la de tu(s) comunidad(es). Quédate quizás con una de las Reglas

y dale vueltas.

[352] PARA EL SENTIDO VERDADERO QUE EN LA

IGLESIA MILITANTE DEBEMOS TENER,

SE GUARDEN LAS REGLAS SIGUIENTES.

[353] 1ª regla. La primera: despuesto todo juicio, debemos tener ánimo aparejado y prompto para obedescer en todo a la vera

sposa de Christo nuestro Señor, que es la nuestra sancta madre Iglesia hierárchica.

[354] 2ª regla. La segunda: alabar el confessar con sacerdote

y el rescibir del sanctíssimo sacramento una vez en el año, y mucho más en cada mes, y mucho mejor de ocho en ocho días,

con las condiciones requisitas y debidas.

[355] 3ª regla. La tercera: alabar el oír missa a menudo, asimismo cantos, psalmos y largas oraciones en la iglesia y fuera

della; assimismo horas ordenadas a tiempo destinado para todo

officio divino y para todas oración y todas horas canónicas.

[356] 4ª regla. La quarta: alabar mucho religiones,

virginidad y continencia, y no tanto el matrimonio como ningunas

destas.

[357] 5ª regla. La quinta: alabar votos de religión, de

obediencia, de pobreza, de castidad y de otras perfectiones de

supererrogación; y es de advertir que como el voto sea cerca las cosas que se allegan a la perfección evangélica, en las cosas que

se alejan della no se debe hacer voto, así como de ser mercader o

ser casado, etcétera.

[358] 6ª regla. Alabar reliquias de sanctos, haciendo

veneración a ellas, y oración a ellos: alabando estaciones,

peregrinaciones, indulgencias, perdonanzas, cruzadas y candelas encendidas en las iglesias.

[359] 7ª regla. Alabar constituciones cerca ayunos y

abstinentias, así como quaresmas, quatro témporas, vigilias, viernes y sábado; assimismo penitencias no solamente internas,

mas aun externas.

[360] 8ª regla. Alabar ornamentos y edificios de iglesias;

assimismo imágines, y venerarlas según que representan.

[361] 9ª regla. Alabar, finalmente todos preceptos de la Iglesia, teniendo ánimo prompto para buscar razones en su

defensa y en ninguna manera en su ofensa.

[362] 10ª regla. Debemos ser más promptos para abonar y alabar assí constitutiones, comendaciones como costumbres de

nuestros mayores; porque dado que algunas no sean o no fuesen tales, hablar contra ellas, quier predicando en público, quier

platicando delante del pueblo menudo, engendrarían más

murmuración y escándalo que provecho; y assí se indignarían el pueblo contra sus mayores, quier temporales, quier spirituales. De

manera que así como hace daño el hablar mal en absencia de los

mayores a la gente menuda, así puede hacer provecho hablar de las malas costumbres a las mismas personas que pueden

remediarlas.

[363] 11ª regla. Alabar la doctrina positiva y escolástica; porque assí como es más propio de los doctores positivos, assí

como de Sant Hierónimo, Sant Augustín y de Sant Gregorio, etc.,

el mover los afectos para en todo amar y servir a Dios nuestro Señor; assí es más propio de los escolásticos, así como de Sancto

Thomás, Sant Bonaventura y del Maestro de las sentencias, etc.,

el diffinir o declarar para nuestros tiempos de las cosas neccessarias a la salud eterna, y para más impugnar y declarar

todos errores y todas falacias. Porque los doctores escolásticos,

como sean más modernos, no solamente se aprovechan de la vera intelligencia de la Sagrada Scriptura y de los positivos y sanctos

doctores; mas aun siendo ellos iluminados y esclarescidos de la

virtud divina, se ayudan de los concilios, cánones y constituciones de nuestra sancta madre Iglesia.

[364] 12ª regla. Debemos guardar en hacer comparaciones

de los que somos vivos a los bienaventurados passados, que no poco se yerra en esto, es a saber, en decir: éste sabe más que Sant

Augustín, es otro o más que Sant Francisco, es otro Sant Pablo en

bondad, sanctidad, etc.

[365] 13ª regla. Debemos siempre tener para en todo acertar,

que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia

hierárchica assí lo determina, creyendo que entre Christo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo spíritu que nos

gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas, porque por el

mismo Spíritu y Señor nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra sancta madre Iglesia.

[366] 14ª Dado que sea mucha verdad que ninguno se puede salvar sin ser predestinado y sin tener fe y gracia, es mucho de

advertir en el modo de hablar y comunicar de todas ellas.

[367] 15ª No debemos hablar mucho de la predestinación por vía de costumbre; mas si en alguna manera y algunas veces se

hablare, assí se hable que el pueblo menudo no venga en error

alguno, como algunas veces suele, diciendo: Si tengo de ser salvo o condemnado, ya está determinado, y por mi bien hacer o mal,

no puede ser ya otra cosa; y con esto entorpeciendo se descuidan

en las obras que conducen a la salud y provecho spiritual de sus ánimas.

[368] 16ª De la misma forma es de advertir que por mucho

hablar de la fe y con mucha intensión, sin alguna distincción y declaración, no se dé ocasión al pueblo para que en el obrar sea

torpe y perezoso, quier antes de la fe formada en caridad o quier

después.

[369] 17ª Assimismo no debemos hablar tan largo instando

tanto en la gracia, que se engendre veneno para quitar la libertad.

De manera que de la fe y gracia se puede hablar quanto sea possible mediante el auxilio divino, para maior alabanza de la su

divina majestad, mas no por tal suerte ni por tales modos,

mayormente en nuestros tiempos tan periculosos, que las obras y líbero arbitrio resciban detrimento alguno o por nihilo se tengan.

[370] 18ª Dado que sobre todo se ha de estimar el mucho

servir a Dios nuestro Señor por puro amor, debemos mucho alabar el temor de la su divina majestad; porque no solamente el

temor filial es cosa pía y sanctísima, más aun el temor servil,

donde otra cosa mejor o más útil el hombre no alcance, ayuda mucho para salir del peccado mortal; y salido fácilmente viene al

temor filial, que es todo acepto y grato a Dios nuestro Señor, por

estar en uno con el amor divino.

Apéndice

Padre Hurtado: Comentario

a un escrito de San Ignacio de Loyola

Reglas para estar siempre con la Iglesia, en el espíritu de la Iglesia

militante. No podemos colaborar si no tenemos el espíritu de la

Iglesia militante. Nuestra primera idea es buscar enemigos para pelear con ellos... es bastante ordinaria...

San Ignacio dice: Alabar las largas oraciones, los ayunos, las órdenes religiosas, la teología escolástica... Alabar, alabar. ¡¡No

se trata de vendarse los ojos y decir amén a todos!! Pero el

presupuesto profundo está un poco escondido. Hay un pensamiento espléndido, a veces olvidado: tengo que alabar del

fondo de mi corazón lo que legítimamente no hago. ¡¡No medir el

Espíritu divino por mis prejuicios!!

La mente de la Iglesia es la anchura de espíritu. Si legítimamente

ellos lo hacen, yo legítimamente no lo hago. La idea central es que, en la Iglesia, para manifestar su riqueza divina, hay muchos

modos: «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones» (Jn

14,2). La vida de la Iglesia es una sinfonía. Cada instrumento tiene el deber de alabar a los demás, pero no de imitarlos. El

tambor no imita la flauta, pero no la censura... Es un poco

ridículo, pero tiene su papel. Y los demás instrumentos, ¿pueden mofarse del bombo? No, porque no son bombo. Es como el arco

iris... El rojo ¿puede censurar al amarillo? Cada uno tiene su

papel. Qué bien cuadra esto dentro del Espíritu del Cuerpo Místico.

Luego, no encerrar la Iglesia dentro de mi espíritu, de mi prejuicio

de raza, de mi clase, de mi nación. La Iglesia es ancha. Los

herejes bajo el pretexto de libertad estrecharon la mente humana.

Nosotros con nuestros prejuicios burgueses, hubiéramos acabado con las glorias de la Iglesia.

En el siglo IV, dijeron algunos: «Queremos servir a Dios a nuestro modo. Vamos a construir una columna y encima de la

columna una plataforma pequeña... bastante alta para quedar fuera del alcance de las manos, y no tanto que no podamos hablarles...

La caridad de los fieles nos dará alimento, ¡oraremos!». Nosotros

¿qué habríamos hecho? Hubiéramos dicho: «Esos son los locos... ¿Por qué no hacen como todos?». Pero el hombre no es ningún

loco. La Iglesia no echó ninguna maldición, ¡les dio una gran

bendición! Ustedes pueden hacerlo, pero no obliguen a los demás. Ustedes en su columna, pero el obispo puede ir a sentarse en su

trono y los fieles a dormir en su cama. De todo el mundo Romano

venían a verlos, arreglaban los vicios, predicaban. San Simón Estilita, y con él otros. Voy a alabar a los monjes estilitas, pero no

voy a vivir en una columna.

Otro grupo raro declara: «Nos vamos al desierto, a los rincones

más alejados para toda la vida. Vamos a pelear contra el diablo, a

ayunar y a orar... a vivir en una roca». ¿Y nosotros? Con nuestro buen sentido burgués barato, diríamos: «Quédense en la ciudad.

Hagan como toda la gente. Abran un almacén; peleen con el

diablo en la ciudad». Pero la Iglesia tiene para ellos una inmensa bendición. ¡No peleen demasiado entre sí! Y no obliguen a los

demás a ir al desierto; lo que ustedes legítimamente hacen, ¡¡otros

no lo hacen!! Nosotros hoy, despedazados al loco ritmo de la vida moderna, recordamos a los Anacoretas con un poco de nostalgia.

Llega el tiempo de las Cruzadas. La gran amenaza contra el Islam. Llegan unos religiosos bien curiosos. ¿Para nosotros qué es un

religioso? ¿Manso, con las manos en las mangas, modesto, oye

confesiones de beatas, con birrete? Éstos no tienen birrete sino casco, y tienen espada en lugar de Rosario... Religiosos guerreros.

Hacían los tres votos de religiosos para pelear mejor. Hacían un

cuarto voto: el de los templarios, voto solemne: «no retroceder lo

largo de su lanza, cuando solos tenían que enfrentar a tres

enemigos». Era el cuarto voto. La Iglesia lo aprobó. Luego,

¿todos tienen que pelear y ser matamoros? Lo que ellos legítimamente hacen; nosotros, no.

Vienen otros, tímidos, humildes, pordioseros: –Un poco de oro y de plata, pero oro es mejor...

–¿Qué van a hacer con el oro de los cristianos? –¡Llevarlo a los Moros!

–¿Van a enriquecer a los Moros? ¡¿El tesoro de la cristiandad

que se va?! –En la cristiandad no hay mejor tesoro que la libertad de los

cristianos.

Los religiosos de la Merced, un voto: ¡quedarse como rehenes

para lograr la libertad de los fieles! Bendijo la Iglesia a los

militares y a la Merced.

¿Qué habríamos hecho nosotros con San Francisco de Asís? ¡Lo

habríamos encerrado como loco! ¿No es de loco desnudarse totalmente en el almacén de su padre para probar que nada hay

necesario? ¿No era de loco cortar los cabellos de Santa Clara sin

permiso de nadie? ¿Qué habríamos hecho nosotros? En el almacén, el obispo le arrojó su manto, símbolo de la Iglesia que lo

acepta.

Vienen los Cartujos, que no hablan hasta la muerte. Si el superior

le manda a predicar, puede decir: ¡No, es contra la Regla!

«¡Absurdo -diríamos-, después de 7 años... a predicar!» La Iglesia mantuvo la libertad de los Cartujos: quieren mantenerse en

silencio, ¡pueden hacerlo! Y vienen los Frailes Predicadores, los

Dominicos: y la Iglesia le da su bendición a los Predicadores.

San Francisco de Asís: una idea: construir un templo con cuatro

paredes sin ventanas, un pilar, un techo, un altar, dos velas y un crucifijo. ¡Ah no! -diríamos-, eso es un galpón... Vamos a colgar

cuadritos... vamos a poner bancos y cojines... ¡Nada!, dice San

Francisco. Gran bendición a su Iglesia y fabulosas indulgencias.

Es el recuerdo del Pesebre de Belén.

En los primeros tiempos de los Jesuitas, construyen dos iglesias:

el Gesù y San Ignacio. El Gesù, con columnas torneadas, oro y lapislázuli... tardaron 20 años pintando la bóveda: Nubes, santos y

bienaventurados. Y San Ignacio, con ángeles mofletudos y

barrigones... El altar hasta el techo, con Moisés y Abraham bien barbudos. Nosotros diríamos: «eso es demasiado, falta de gusto,

de moderación». Y la Iglesia bendijo al Gesù y San Ignacio. No es el pesebre, es la gloria tumultuosa de la Resurrección.

En la Iglesia se puede rezar de todos modos: oración vocal, meditación, contemplación, hasta con los pies (es decir, en

peregrinación). Los herejes, en cambio: fuera lámpara, fuera

imágenes, fuera medallas... ¡Todos los desastres de la Iglesia vienen de esa estrechez de espíritu! ¡El clero secular contra el

regular, y orden contra orden! Para pensar conforme a la Iglesia

hay que tener el criterio del Espíritu Santo que es ancho.

En el Congo ¿podemos pintar Ángeles negros? ¡Claro! ¿Y

Nuestra Señora negra y Jesús negro? ¡Sí! Ese Jesús chino... ¡qué admirable! Nuestro Señor, en los límites de su cuerpo mortal, no

podía manifestar toda su riqueza divina. Para el Congo un Padre

compró cuadros impresos en Francia. Muestra el infierno, y los negros estaban entusiasmados: No había ningún negro, ¡sólo

blancos! ¡Ningún negro en el infierno!

Este es un pensamiento genial de San Ignacio, expuesto

sencillamente: alabar, alabar, alabar. Alabemos todo lo que se

hace en la Iglesia bajo la bendición del Espíritu Santo. ¡Cuando la Iglesia mantiene una libertad, alabémosla!

Examen de conciencia

en el Año sacerdotal 2

I. Las tentaciones del sacerdote,

en cuanto “oveja” del rebaño de Cristo

— Falsa seguridad: Uno de nuestros peligros principales puede ser el olvido de que somos tentados como cualquier otro…

Nuestra condición sacerdotal no nos preserva de la tentación del

materialismo, del placer; ni tampoco de la búsqueda del poder y del prestigio… “¡El que se crea seguro, tenga cuidado en no

caer!” (1 Co 10, 12).

— Autodidactas: Los sacerdotes tenemos una cierta tendencia a

“autodirigirnos” y a “autoevaluarnos” en la vida espiritual, como si fuésemos maestros de nosotros mismos… ¡Y eso no funciona!

Dios nos da el “don de consejo” para ejercer como pastores con

los que nos han sido encomendados, pero no para con nosotros mismos. Nosotros también hemos de ser “pastoreados” por otros

hermanos en el sacerdocio.

— “En casa del herrero, cuchillo de palo”: ¿Cuidamos la vida

espiritual, la oración con tiempos de calidad, lecturas que nos amueblen la cabeza y nos caldeen el corazón, la formación

permanente?

— Rutina: Es el riesgo que tenemos de acostumbrarnos a lo

sagrado, de no conmovernos ante la presencia real de Dios en la Eucaristía… ¿Soy un “profesional” de lo sagrado? Celebrar cada

vez como si fuera la primera, la única, la última…

2 Adaptado de J. I. Munilla, obispo de San Sebastián.

— Falta de esperanza en nuestra propia conversión. ¿De

verdad quiero ser santo? He de hacer como el cura de Ars, que al

pecar decía enseguida: “Vaya, Señor, ya he vuelto a hacer una de las mías”. Dios no sólo hace una historia de salvación con la

humanidad entera, sino también con cada uno de nosotros.

II. Las tentaciones del sacerdote,

en cuanto “pastor” del rebaño de Cristo

— Falta de autoestima: El avance de la increencia en nuestra

sociedad, o las múltiples ocupaciones, incluso la sensación de no

llegar, puede conducirnos a la tentación de hacer una lectura pesimista

de nuestra vida y ministerio sacerdotal… Como les ocurre al resto de

los mortales, también nosotros tenemos el riesgo de valorarnos más

por el “tener” que por el “ser”.

— Desconfianza en el misterio de la Providencia de Dios. En medio

de nuestro empeño pastoral, no podemos olvidar quién es el Alfa y la

Omega de la historia de la salvación. Como aquellos apóstoles que

estaban angustiados al ver cómo Jesús dormía en aquella barca zarandeada por la tempestad, quizás también nosotros necesitemos la

reprensión que Jesús dirigió a los suyos: “Hombres de poca fe, ¿por

qué habéis dudado?” (Mc 4, 40; Mt 14, 31).

— Necesidad de purificar nuestros criterios. Baste recordar aquella

reprensión de Jesús a Pedro: “Tú piensas como los hombres, no como

Dios” (Mc 8, 33). ¿Busco en el Señor y en su Palabra, busco en su

Iglesia mis criterios?

— Falta de oración “apostólica”: Es posible que podamos pasarnos

la vida diciéndonos a nosotros mismos que, como sacerdotes que

somos, hemos de orar más y mejor… Y la pregunta es: ¿Será cuestión

de tiempo? ¿de fuerza de voluntad? ¿o de amor de Dios? Lo indudable

es que el Pueblo de Dios no solo requiere de nosotros que seamos

“maestros”, sino también “testigos” del mensaje que anunciamos…

¿Me pongo a tiro del Señor?

— Vanidad: Podemos realizar muchas obras “materialmente” buenas,

en servicio de Dios y de su pueblo; pero que, sin embargo, pueden

encubrir una cierta búsqueda de nosotros mismos… Existe el riesgo de

interferencias de nuestro amor propio. ¿Me anuncio a mí o anuncio al

Señor?

— Miedos que nos paralizan: En ocasiones, el miedo al fracaso nos

lleva a no arriesgar en nuestras actuaciones, a no dar lo mejor de

nosotros mismos. Igualmente, el temor a ser etiquetados o mal

comprendidos, también puede disminuir nuestra pasión (en el doble

sentido de apasionamiento y de sufrimiento) por el evangelio.

— Falta de método: A veces podemos perder eficacia por causa de

una forma desordenada de trabajar. A veces podemos abusar de la improvisación, o de no rematar las cosas. Hemos de ver también si

compartimos nuestras iniciativas, si delegamos responsabilidades, si

trabajamos en comunión...

— Falta de cuidado personal: Un cierto nivel de autodisciplina es

necesario. Al cuidarnos a nosotros mismos preparamos la resurrección

de nuestro cuerpo y podemos servir mejor. ¿Cuido el descanso, la

comida, la higiene, el tiempo libre?

— Impaciencia: “La caña cascada no la quebrarás, la mecha

humeante no la apagarás” (Is 42, 3). La radicalidad evangélica no

justifica nuestra dureza con los que nos han sido confiados… Por el

contrario, en nuestra vida de servicio sacerdotal, es importante el

sentido del humor, el cariño y la alegría…es decir, la misericordia.

— Los predilectos de Cristo y los nuestros: Jesús vino para todos,

pero sobre todo para los excluidos, los pobres, los enfermos…

¿Nosotros hacemos lo mismo? Personas en soledad, quienes padecen desequilibrios psíquicos, otros enfermos y ancianos, parados,

inmigrantes, transeúntes, maltratados…