Como se hace un autor en los margenes

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Trabajo final seminario de posgrado: ¿Cómo se hace un autor en Argentina? ¿Cómo se hace un autor? Laura Alcoba y el exilio de una segunda generación Adriana Badagnani Universidad Nacional de Mar del Plata [email protected] 1- Regresar a la noción de autor desde el problema del escritor en el exilio Laura Alcoba nació en Cuba en 1968 mientras sus padres recibían formación militar en ese país, aunque fue anotada en la ciudad de La Plata. Es hija de militantes montoneros, a los diez años se exilia con su familia en Francia donde se licenció en Letras en L’Ecole Normale Supérieure especializándose en el Siglo de Oro español y trabajando en traducciones al castellano de obras literarias. Contrajo matrimonio y tuvo a sus hijos en Francia. Después de una visita a la Argentina en la que regresó a una de las casas operativas en la que vivió en su niñez (hoy Museo Mariani-Teruggi), Alcoba escribió su primera novela, La casa de los conejos. Este texto se publicó en una primera edición francesa cuando la

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Trabajo final seminario de posgrado: ¿Cómo se hace un autor

en Argentina?

¿Cómo se hace un autor? Laura Alcoba y el exilio de una

segunda generación

Adriana Badagnani

Universidad Nacional de Mar del Plata

[email protected]

1- Regresar a la noción de autor desde el problema del

escritor en el exilio

Laura Alcoba nació en Cuba en 1968 mientras sus padres

recibían formación militar en ese país, aunque fue anotada

en la ciudad de La Plata. Es hija de militantes montoneros,

a los diez años se exilia con su familia en Francia donde

se licenció en Letras en L’Ecole Normale Supérieure

especializándose en el Siglo de Oro español y trabajando en

traducciones al castellano de obras literarias. Contrajo

matrimonio y tuvo a sus hijos en Francia. Después de una

visita a la

Argentina en la que regresó a una de las casas operativas

en la que vivió en su niñez (hoy Museo Mariani-Teruggi),

Alcoba escribió su primera novela, La casa de los conejos. Este

texto se publicó en una primera edición francesa cuando la

editorial Gallimard aceptó su manuscrito. Un año después el

libro aparecería en su versión castellana de editorial

Edhasa. Las novelas posteriores continuaron el mismo

itinerario: ediciones francesas de Gallimard, y ediciones

castellanas de Edhasa, que no traduce Alcoba pese a ser

esta su especialidad. Este peculiar lugar de enunciación la

coloca en una perspectiva privilegiada para analizar las

marcas que aparecen en los textos del exilio de una segunda

generación y pensar la constitución de una voz autoral

desde los márgenes.

El exilio como espacio de enunciación aparece como un

elemento clave en la literatura de Alcoba. En opinión de

Edward Said (2005) el dato biográfico del exilio es central

para pensar una escritura que pierde contacto con la

firmeza y la satisfacción de la tierra, pero que mantiene

el deseo de comunicarse pese a que entiende que la

comprensión es imposible. De esta forma el exiliado se

aferra a su diferencia como un arma que le permite la

capacidad de extrañamiento. En ausencia de un hogar, el

escritor exiliado transforma a la escritura en su patria,

en una identidad y forma de enraizamiento.

Las primeras escrituras relacionadas con el exilio

argentino durante la última dictadura militar pudieron

publicarse en el exterior, y fueron reeditadas en el país

luego de 1983. Esta situación genera un vínculo particular

entre escritura y exilio:

Tanto quienes son compelidos al desplazamiento

geográfico como los que escriben desde un exilio

interior suelen construir una posición de

resistencia vinculada, muchas veces, a la

recuperación de la memoria. Y en relación con la

constitución lingüística de escrituras que rodean

situaciones de esta naturaleza, se afronta el

problema de la referencia que abre la reflexión

sobre los vínculos entre los textos y lo real. Son

escrituras que reproducen la irreductibilidad entre

órdenes (del lenguaje y de lo real) y traducen ese

ámbito borroso y diverso, exasperando el problema

de la referencia y así el de la representación. Las

pérdidas, los cruces de memoria y olvido, ciertos

reconocimientos o encuentros, el miedo, la

esperanza, la impostergable necesidad de seguir

escribiendo tensan la relación entre las palabras y

las cosas. En las tramas, en las figuras retóricas,

en los ritmos, en los saberes inscriptos, en los

silencios de las distintas escrituras se despliega

el discurso de lo social; la historia se desliza en

trazas que son, en definitiva, estimulantes

operaciones ideológicas de nuevas interpretaciones.

(Bocchino, 2008: 6)

En opinión de Adriana Bocchino las literaturas de

exilio se caracterizan por un particular montaje de lo

real, rompiendo con la idea de referencia. Lo real,

concreto o deseado, aparece como la imposibilidad de

rearmarse; la situación determina un presente que se

congela y una inversión de los términos pasado y futuro.

La experiencia del desplazamiento marca las escrituras, y

por tanto, las lecturas de aquellos textos. El sujeto

escribe escribiéndose en situación de exilio con una

insistencia en el gesto autobiográfico. La quita, la

pérdida, es señalada obsesivamente como forma paradójica

de darse un suelo propio. Exiliarse se torna una forma de

no dejar de deslizarse, una incertidumbre como estructura

fundamental que descuartiza a un sujeto que construye su

retórica del desplazamiento. Es por ello que en esta

literatura aparece un cruce inevitable de lo literario con

lo extraliterario determinado por las estructuras de

producción. En este punto las escrituras de exilio se

contraponen a la idea de Foucault (1985) de la muerte del

autor, ya que quien escribe resulta central; si Foucault

asocia el rol del Estado a la individuación burguesa, en

las escrituras de exilio ocurre lo inverso: el sujeto se

reafirma frente al Estado, se escribe para no morir en un

reverso obstinado del asesinato; el gesto de la escritura

es un reafirmarse para no desaparecer, el hacerse

reconocer está asociado fuertemente al nombre y al

apellido.

Una cuestión importante es que las escrituras de exilio

requieren una idea de red: el que se afirma no es un

sujeto único, aislado, sino escritores escribiéndose,

citándose, dedicándose; una constelación de figuras

asociadas a desapariciones y exilios (Onetti, Gelman,

Walsh, Urondo, Conti, Tizón, Saer y Castillo) que se ha

impuesto cuidar las palabras, evitar también el naufragio

de la lengua y sus significaciones enunciando voces y

saberes proscriptos, trabajando temáticas marginales,

minoritarias.

Un ejemplo de formación de figuras de autor a partir de

la relación entre literatura, política y exilio puede

encontrarse en el trabajo de Sandra Lorenzano Escrituras de

sobrevivencia (2001) en el que analiza las novelas de Silvia

Molloy, En breve cárcel, y de Héctor Tizón, La casa y el viento. Para

su trabajo utiliza el concepto de poética de ruinas,

contraponiéndola a la estética fascista de los monumentos,

concluyendo: “El cuerpo y el deseo (de escritura), en

tanto territorios de cruce entre el yo y los otros, entre

la historia íntima y la colectiva, le disputan a los

autoritarismos el espacio simbólico de la memoria”

(Lorenzano, 2001: 252).

Estas reflexiones teóricas y su aplicación a casos

concretos son, paralelamente, pertinentes y dignas de ser

repensadas en el caso de Alcoba, ya que se trata del exilio

de una segunda generación. En primera instancia porque el

propio Said realiza una diferenciación entre exiliados y

emigrados. Si el exilio se vincula con razones políticas

que tornan imposible el regreso al país de origen, el

emigrado elige su propia condición. En este contexto es

dificultoso pensar en casos como los de Alcoba ya que es,

en principio, una exiliada política junto a su madre, pero

con el paso de los años su vivir en Francia se transforma

en elección. Un segundo punto problemático se define en

vinculación a la patria como lugar dador de identidad. Si

los exiliados al poder regresar a su hogar logran

restablecer el vínculo con sus raíces, de allí la

insistencia en una escritura que retorna aquel sitio del se

que los han despojado; los exiliados de una segunda

generación, por contraste, carecen de una patria de origen

como identidad a la cual regresar. El haber partido de su

país de origen en la niñez configura una identidad partida

para la que no existe un retorno posible. La escritura, de

esta forma, lleva las huellas de esa ubicuidad.

A esta problemática del exilio dejando huella en la

escritura, habría que sobreimprimir un segundo problema que

es el del retorno del autor. Si Barthes (1987) y Foucault

(1985) anunciaban la muerte del autor en los ’60 y ’70, es

indispensable situar estas teorías en sus condiciones de

producción, y vincular estas concepciones con los valores

en alza de ideologías de la izquierda socializante. Por el

contrario, con posterioridad a la caída del muro de Berlín

nos hallamos inmersos en un retorno al autor en una

operación que Sarlo (2005) denomina como giro subjetivo. Dentro

de este giro subjetivo se produce el regreso a la idea del

autor que, como entidad diferente a la persona del autor,

al narrador y a los personajes ficcionales, es una

construcción que importante dentro del proceso de

producción de una obra. Es interesante analizar como esta

época se entiende como la era de la intimidad, pero todo

discurso sobre sí mismo supone la paradoja del hacer

pública la escena privada. Si la modernidad estableció

tabiques entre lo público y lo privado, el discurso de lo

íntimo constituía la mediación o pasaje entre ambas

esferas; pero al desdibujarse las fronteras entre lo

privado y lo público los discursos autobiográficos exigen

ser repensados (Catelli: 2006).

Arfuch (2002) utiliza la noción de espacio biográfico,

antes que la de espacio autobiográfico, para designar un

conjunto amplio de discursos. De esta forma, la conexión

con las propias vivencias del autor puede aparecer de

muchas maneras y es difícil determinar el umbral entre

autobiografía y ficción. Para ello debemos considerar la

brecha temporal entre el tiempo de la experiencia y de la

escritura; así como el cambio de identidad entre el sujeto

que experimenta y el narrador, que supone la construcción

de sí mismo como un otro. La centralidad y proliferación de

narrativas, el cuestionamiento de un sujeto autónomo,

autocentrado y transparente y la razón dialógica que

determina que el sujeto no se exprese a través de su

discurso -sino que el sujeto se construya a través del

discurso- generan un espacio biográfico marcado por la

hibridación que subvierte la relación entre lo público y lo

privado.

Dentro de este mismo movimiento, es necesario conectar

estas nuevas sensibilidades con la idea de sujeto

imperante. En opinión de Enzo Traverso (2012) se torna

dificultoso concebir al sujeto de la historia como activo y

heroico en un contexto de derrota y desencanto; es por ello

que prima la noción de las víctimas. La era de las víctimas

se inauguraría cuando el testimonio de los sobrevivientes

del Holocausto se transforma en la clave de la elaboración

de un discurso y una memoria colectivas. El campo de la

memoria en Argentina es un espacio en proceso de

consolidación, que aparece como la matriz adecuada para la

comprensión de la historia reciente, que se construye en

una relación especular con el caso europeo. Las narrativas

del espacio biográfico vinculadas con esta temática

requieren ser reinstaladas en este contexto de producción

en el cual la figura del autor recupera centralidad. De

esta forma Laura Alcoba es un sujeto que escribe en

situación de migración/exilio y que crea relatos marcados

por la hibridación genérica. La escritura opera como forma

de construcción e invención de una identidad despedazada.

2- Regreso al hogar en La casa de los conejos

En La casa de los conejos existe, en primer término, un

exilio de la lengua. La novela fue publicada

originariamente en francés y editada por Gallimard en el

2007. Posteriormente fue traducida por Leopoldo Brizuela y

apareció en Argentina en el 2008, publicada por Edhasa.

Esta distancia del idioma marca al texto desde su propio

título. En francés fue titulada Manège, término que puede

traducirse como carrusel, siendo una alusión a la

circulación de imágenes traumáticas. El vocablo tiene una

segunda acepción ya que significa maniobra o manipulación.

En este sentido el título hace referencia a la traición de

uno de los integrantes de la casa operativa y al modo que

utiliza para descubrir la ubicación de la imprenta

montonera.

En castellano el libro se tituló La casa de los conejos en

referencia explícita a la artimaña utilizada por Montoneros

para encubrir la edición del periódico Evita montonera bajo

la supuesta actividad de la cría de conejos. Pero el

argumento queda más adelante invertido: son los integrantes

de la casa operativa los que están cercados, los que van a

ser cazados como conejos:

Después los momentos de calma se volvieron más

raros. El miedo estaba en todas partes. Sobre todo

en esta casa.

Yo ya no conseguía creer que los conejos blancos

pudieran protegernos. ¡Qué pésimo chiste! Tan malo

como envolver los periódicos para regalo.

Cada semana, César nos traía noticias que no

siempre aparecían en los diarios. Centenares de

militantes Montoneros eran asesinados día a día;

grupos enteros desaparecían. Porque si a veces los

asesinaban en la calle, lo más frecuente era que

desaparecieran. Así, de golpe. (Alcoba, 2008: 110)

El título La casa de los conejos incluye una tercera

alusión: el relato se abre con una reflexión a partir de la

idea de hogar. La madre de la protagonista le cuenta a su

hija que se mudan a una casa, justo como ella quería.

Obviamente la idea de casa de la infancia tenía que ver con

un deseo de normalización que era imposible por la

militancia de los padres. A partir del malentendido sobre

el deseo de hogar Alcoba muestra el extrañamiento, el

rechazo o la condena hacia la militancia de los padres como

forma de impedimento de vivir una niñez normal.

…a menudo, yo soñaba en voz alta con la casa en la

que hubiera querido vivir, una casa con tejas

rojas, sí, y un jardín, una hamaca y un perro. Una

casa como ésas que se ven en los libros para niños.

[…]

Tengo la impresión de que ella no ha comprendido

bien. Referirme a una casa con tejas rojas era,

apenas, una manera de hablar. Las tejas podrían

haber sido rojas o verdes; lo que yo quería era la

vida que se llevaba ahí adentro. Padres que vuelven

de la casa a cenar, al caer la tarde. Padres que

preparan tortas los domingos siguiendo esas recetas

que uno encuentra en gruesos libros de cocina, con

láminas relucientes, llenas de fotos. Una madre

elegante con uñas largas y esmaltadas y zapatos de

tacón alto. O botas de cuero marrón, y, colgando

del brazo, una cartera haciendo juego. O en todo

caso sin botas, pero con un gran tapado azul de

cuello redondo. O gris. En el fondo, no era una

cuestión de color, no, ni en el caso de las tejas,

las botas o el tapado. Me pregunto cómo hemos

podido entendernos tan mal; o si en cambio ella se

obliga a creer que mi único sueño, el mío, está

hecho de jardín y color rojo. (Alcoba, 2008: 13-14)

Otro título que Alcoba evaluó entre los posibles fue

Embute. Esta palabra de origen lunfardo, cuyo significado

es hoy elusivo, era de utilización frecuente entre los

militantes en los ‘70 para hacer referencia a un lugar en

el que se escondían objetos que era peligroso poseer:

libros, panfletos o armas. Ante esta palabra de significado

olvidado Alcoba reflexiona sobre la distancia política e

ideológica con respecto a un tiempo violento que hoy nos

resulta incomprensible:

Cuando pienso en esos meses que compartimos con

Cacho y Diana, lo primero que viene a mi memoria

es la palabra embute. Este término del idioma

español, del habla argentina, tan familiar para

todos nosotros durante aquel período, carece sin

embargo de existencia lingüística reconocida.

Desde el mismo instante en que empecé a hurgar en

el pasado –sólo en mi mente al principio, tratando

de encontrar una cronología todavía confusa,

poniendo en palabras las imágenes, los momentos y

los retazos de conversación que habían quedado en

mí– fue esa palabra el primer elemento que me

sentí compelida a investigar. Este término tantas

veces dicho y escuchado, tan indisolublemente

ligado a esos fragmentos de infancia argentina que

me esforzaba por reencontrar y restituir, y que

nunca había encontrado en ningún otro contexto.

[…]

“Embute” parece pertenecer a una suerte de jerga

propia de los movimientos revolucionarios

argentinos de aquellos años, más bien anticuada

ya, y visiblemente desaparecida. (Alcoba, 2008:

47-50)

Se simboliza así la dificultad de comprender otra

época histórica, el riesgo que supone juzgarla con

parámetros anacrónicos o exaltar la violencia. Alcoba

reflexiona (Aguirre, 2008) que escribió intentando no caer

en la doble trampa: la de juzgar a sus padres y su

generación con los parámetros de esta época; o la de

enaltecer sus figuras transformándolos en héroes. Con esta

perspectiva se coloca en una línea similar a la de varios

trabajos de la ensayística reciente (Calveiro, 2005;

Longoni, 2007) que consideran indispensable una crítica a

las experiencias de aquellos años que no sea una

justificación de la violencia estatal.

La versión castellana de La casa de los conejos, de

Leopoldo Brizuela, presenta las mismas dificultades propias

de cualquier traducción, con el agravante de que la

realidad a la que se hace alusión es argentina: “No quise

hacerlo yo –dijo Alcoba–. Hubiera sido escribir otro libro.

Leopoldo hizo un trabajo excepcional y extraño, más que una

traducción, porque fue trabajar con una lengua de origen

ausente”. (Aguirre, 2008)

La lengua materna es definida por la propia Alcoba

como una lengua ausente. Es por ello que asistimos a un

complejo proceso: Alcoba traduce esa experiencia al

francés, y Brizuela la traslada o restituye al castellano.

La identidad argentina de Alcoba resulta negada desde la

propia lengua en un relato que juega constantemente con las

palabras: las perdidas en el tiempo, que tienen que ver con

el lenguaje de la militancia, las perdidas en el espacio

que ella olvida con el exilio de la madre que se transforma

en el propio exilio de la cultura que torna significativas

las experiencias narradas. De esta manera, Argentina no es

para Alcoba un espacio de retorno, sino una identidad a

construir enteramente. La casa de los conejos parece ser una

operación clave en el proceso de construcción o invención

de la propia identidad desterrada que se construye a partir

de retazos, de fragmentos mal ensamblados en una operación

en la que aparece en un nivel conciente como toda

reconstrucción es en sí misma una ficción. De esta forma

Alcoba construye una identidad desdoblada en la lengua, en

el espacio y en las referencias culturales que marcan de

forma significativa la figuración de autor.

3- Cuerpos femeninos en el exilio en Jardín blanco

Jardín blanco (Alcoba, 2010), a primera vista, aparece

como una novela radicalmente distinta de La casa de los conejos.

Todo indicaba que lo testimonial y los ‘70 han quedado

atrás como un acto catártico que inaugura la escritura de

Alcoba, que en adelante se dedicaría a la pura ficción. Sin

embargo, una lectura más minuciosa revela que las marcas

del exilio siguen presentes. De hecho en una entrevista

Alcoba revela que luego de la publicación castellana de La

casa de los conejos su traductor, Leopoldo Brizuela (que en el

2012 obtuviera el Premio Alfaguara al narrar su propia

experiencia novelada de la infancia en dictadura), la

desafió a escribir sobre su exilio. Alcoba no desarrolló su

propia historia del desarraigo de la patria en Francia,

pero Jardín blanco habla de mujeres en situación de exilio.

Esta cuestión de género no resulta menor, ya que –en

opinión de la propia autora- el tema de la novela es la

dificultad de ser mujer.

Jardín blanco describe la vida de tres vecinos en un

edificio de Madrid en los años ‘60 valiéndose de la

polifonía. No obstante, estos personajes no son anónimos.

Uno de los pisos es habitado por Ava Gardner que recuerda,

durante las visitas de una joven vecina, los momentos de

acceso a la fama. Por otra parte, las vivencias de la

española que visita a Ava son puestas en escena a partir de

una especie de diario que lleva Carmina. Se trata de una

chica embarazada y abandonada por su novio que ha huido de

la casa materna instalándose con su hermana. En el marco

de una cultura fuertemente represiva de lo sexual y

normatizadora de la intimidad, Carmina vive su estado en

silencio. El tercer departamento está habitado por Perón y

su tercera esposa, Isabel. La cotidianidad del presidente

derrotado en el exilio es registrada por la propia Eva

Perón.

Este último personaje es, sin lugar a dudas, el punto

nodal de la novela: el cadáver en el exilio contemplando el

día a día de su viudo. En este punto seguimos la idea de

Alejandro Susti González (2007) que, retomando la idea de

Baudrillard de simulacro (1993), visualiza la existencia de

textos de todo tipo cuyo entramado y superposición han

urdido un diálogo intertextual en el que se han diluido las

fronteras entre lo verdadero y lo falso. Por otra parte,

Claudia Soria (2005) constata la existencia de un “sistema

Evita”, es decir, una serie de textos sobre el personaje en

los cuales cada nuevo eslabón busca hallar un aspecto no

abordado en una versión anterior. Según estas dos

perspectivas, existen textos enlazados construyendo una

realidad de Eva Perón paralela a la del personaje

histórico.

La novela de Laura Alcoba Jardín blanco aparece como un

nuevo eslabón en el “sistema Evita” al imaginar los

pensamientos de Eva después de muerta. Alcoba elige la

narración del cuerpo errante. Evita, que ha sido descripta

en todas sus facetas: la santa y la puta, la íntima y la

pública, la actriz principiante y la mujer poderosa, la

mujer hiperactiva y la mártir agonizante, adquiere aquí una

nueva voz: la de ultratumba. El periplo del cadáver ya

había sido narrado, pero en relatos en los cuales el

sentido de esa errancia se tornaba significativo a partir

de la voz de otros. La novedad que introduce Alcoba es

ficcionalizar lo que Eva Perón piensa, imagina y juzga al

ver a Perón en el exilio, al observar a la mujer que la

reemplaza, al oír lo que dicen de ella en su ausencia. De

esa manera se emociona al escuchar a Perón decir:

–La quise como se quiere a una mujer. Pero la he

querido todavía más como un jefe ama a su pueblo.

Porque mi querida Evita era el pueblo. Es un gran

misterio, Cincotta, pero es así. […]

–Hoy, es como si el pueblo hubiera perdido un brazo

o una pierna. La desaparición de ese cuerpo que yo

había querido preservar es una amputación inicua,

Cincotta, una mutilación perfectamente odiosa. Vino

por eso, ¿no? Vino a decírmelo. Pero yo ya lo sabía,

Cincotta, lo sabía. (Alcoba, 2010: 16-17)

El retrato de Perón en el exilio es el de un hombre

que supo estar en la cima y se encuentra en el llano. El

otrora poderoso es un hombre caído en desgracia, ignorado

por Franco, con una mujer inútil a su lado. Un personaje

empequeñecido que ensaya intervenciones públicas en el

balcón de su departamento; un hombre que supo dirigirse a

las masas y que se ve compelido a dar sus discursos hacia

un jardín cubierto de flores blancas.

Las flores blancas del jardín han sido mandadas a

poner por Ava Gardner, una diva del cine retratada como

alcohólica y melancólica. La estrella suele embarcarse en

largos monólogos en los que recuerda sus inicios y el

contrato leonino con los estudios. Su triunfo está

totalmente conectado con su cuerpo. En la promoción de una

película la calificaron como “el animal más hermoso”,

frase que a la actriz le pareció desagradable por la

reducción de su persona a su cuerpo. Sus reflexiones de la

madurez parecen enfocadas a la crítica de la visualización

de la mujer como mera corporalidad; este encasillamiento

produce en Ava rebeldía. La actriz es sólo cuerpo porque

su habla no posee la elegancia de su figura; ella es

consciente de sus limitaciones y considera que su

corporalidad es su mayor tesoro a la par que su prisión.

De esta manera la figura de Ava se construye como el

reverso de Eva. El cuerpo de Eva es también clave en el

encumbramiento de su figura primero como actriz, después

como líder política. Sin embargo, este cuerpo se

caracterizaba por lo delgado, por la insignificancia para

ser ofrecido como una mercancía atractiva. Entonces ese

cuerpo va a ser completado por su voz poderosa. Donde Eva

fracasa como figurita en ascenso en la pantalla, triunfa

en el radioteatro; de igual manera, la figura decorativa

al lado de Perón cobrará fuerza a partir de la presencia

de la voz y su radicalidad política que mediante la radio

se filtraba en todos los hogares. La radio marca el punto

de conexión entre las dos etapas de la vida de Eva que se

presentan frecuentemente escindidas: la etapa artística y

la fase política se relacionan por las apariciones

radiales y el aprendizaje del uso de la voz, que si bien

tiene que ver con su trabajo será un arte en la que

aprenderá de Perón que le aconsejaba: “–No hay que decir

demasiado, sino sugerir, Eva, siempre: en los silencios y

en el misterio viven los sueños de la gente”(Alcoba, 2010:

17).

Esta relación entre el cuerpo y la voz resulta central

en la construcción de Evita como mito. En opinión de

Claudia Soria (2005) el cuerpo femenino es un texto

altamente significante sobre el que se escribe una historia

no controlada por la consciencia. Las marcas que el goce

deja en el cuerpo han sido de interés en la psicología

freudiana y lacaniana que concluyeron que hay un goce

femenino solo accesible a través del cuerpo que es

enigmático ya que, aunque las mujeres lo experimentan, es

inabordable por el lenguaje. Un tema de gran importancia en

el personaje que nos ocupa es que el cuerpo de Eva parece

ser un cuerpo histérico en la medida de que, al no tener un

deseo propio, se apodera de los deseos del Otro. Por tanto,

trabajar sobre el cuerpo de Eva supone trabajar sobre su

inconsciente y sobre los deseos de los otros: Perón, las

masas, el peronismo o las mujeres. El texto de Alcoba,

operando sobre el sistema Evita, sigue trabajando con el

cuerpo de Eva retomando algunas preocupaciones clásicas en

los textos que abordan su figura.

Uno de estos temas es la blancura de su piel; una

transparencia que en muchos casos se asocia a la

enfermedad. En opinión de Soria (2005) y de Susti González

(2007) esta característica tiene gran resonancia en la

hagiografía, es decir, dentro de los eventos propios de la

vida de los santos. La relación de Eva con el trabajo y con

los alimentos parece ser profundamente masoquista. El goce

se manifiesta como una conducta ascética, deslibinizadora.

Estos actos, sumados a la transparencia de la piel, suelen

aparecer como rasgos definitorios de un estadio

espiritualizado, en camino a la santidad: “Lo único que me

quedaba era la piel sobre los huesos. Ya no se podía hablar

de blancura: me había vuelto diáfana, transparente, mi piel

era apenas un abrigo fino puesto sobre mis órganos

enfermos. Un abrigo muy fino” (Alcoba, 2010: 19-20).

Y, más adelante, cuando los que la rodean intentan

ocultarle que baja de peso trabando la balanza, Evita

reflexiona sobre su cuerpo mermado utilizando la

sintomática noción de desaparición, significado que

preanuncia el destino de su cuerpo y el de miles de cuerpos

en Argentina: “Pero, ¿cómo habría podido yo no sentir este

cuerpo que se desmoronaba? Partes enteras de mí ya habían

desaparecido y continuaban desapareciendo” (Alcoba, 2010:

39).

La figura de la bella muerta, que Alcoba utiliza para

hablar de la muerte en vida que supone la desfiguración

para Ava, aparece con fuerza arrolladora en el caso de Eva.

Eva Perón, que había logrado significar su cuerpo mediante

el uso de su voz, queda al ser momificada atada a su

corporalidad. Su cadáver embalsamado la torna eternamente

bella, y por tanto, susceptible de ser utilizada de forma

independiente del habla. El cuerpo, desvinculado del habla

y de sus intencionalidades, aparece entonces como

disponible para que le sean añadidos diferentes discursos.

De esta manera, Eva realiza una crítica asordinada del

propósito de tornarla un monumento del peronismo evitando

la natural descomposición del cuerpo, así como el acto de

Perón de abandonar el cadáver a su suerte en Buenos Aires

mientras partía al exilio. El doctor Ara, desolado,

contempla como los militares sustraen el cuerpo y coloca

sobre el féretro un ramillete de flores blancas. Así

retorna el motivo de las flores y el jardín, de la

perpetuación del cuerpo o su natural descomposición bajo

tierra:

Tal vez habrías podido tenerme con vos cuando te

derrocaron. Soy tan liviana. Al Español le bastaba

con una mano y era mucho menos robusto que vos,

corazón. En tu periplo, habrías podido encontrarme

un lugar digno de los cuidados del doctor Ara. Me

habías prometido el monumento más hermoso, pero me

habría contentado con un rinconcito en una capilla.

Con un pedacito de parque.

Qué sé yo, con un jardín. (Alcoba, 2010: 159)

Jardín blanco es una novela que aparece construida a

partir de la idea de desplazamiento y exilio de los

cuerpos. Carmina deja la casa materna –y en el final de la

novela la casa de su hermana, su ciudad y España– porque el

embarazo de una madre soltera resulta imposible en el lugar

y la cultura en la que está inmersa. Perón debe exiliarse

cuando el golpe de Estado lo derroca, iniciando un periplo

por Paraguay, Panamá, República Dominicana y España. El

cadáver de Eva es sustraído por los militares de la CGT y

deambula por los más extraños sitios hasta acabar en una

tumba anónima en Italia. Por último, Ava deja la farándula

americana acosada por sus propios escándalos para

trasladarse a España en busca de una paz que no encuentra.

Al respecto reflexiona:

Cambiar de lugar para cambiar de vida sólo es una

ilusión, sé desde hace tiempo que eso nunca funciona,

una tiene la impresión de haber dejado todas las penas

en el lugar del que se ha ido, pero cuando se está en

otra parte es lo mismo, en otra parte es de golpe aquí

y créeme, poco importa que para escapar una haya

elegido la acera de enfrente o una isla lejana.

(Alcoba, 2010: 10)

En este pasaje parece haber una fuerte asociación entre

Ava Gardner y la propia Alcoba: de todos los personajes es

el único que puede decidir dónde estar. No obstante, esa

libertad aparece como un peso o un escollo. De la misma

manera, la propia Alcoba parece estar presente en las

reflexiones de Ava sobre la traducción:

¿Por qué no habría de leer Shakespeare en español?

Shakespeare me da mucho menos miedo en español, en

inglés no me habría animado a aventurarme, una

muchacha del Sur, como yo no lee a Shakespeare en el

original, pero en una lengua extranjera es distinto,

de inmediato resulta mucho menos intimidante.

(Alcoba, 2010: 79)

De la misma forma, para Alcoba parece ser menos

intimidante escribir sobre la traumática realidad argentina

en francés, y que otro –Jorge Fondebrider (2006) en este

caso– restituya esa experiencia al castellano. De la misma

manera que Andrea le narra a Perón la trayectoria del I

Ching, traducido del chino al alemán, del alemán al chino,

y nuevamente al alemán como forma de recuperar sentidos

perdidos, las novelas de Alcoba –basadas en personajes

propios de la realidad argentina– son escritas en francés y

traducidas al castellano en un proceso de restitución de la

lengua.

4- Retorno a la autobiografía en Los pasajeros del Anna C.

La última novela de Laura Acoba es Los pasajeros del Anna

C. (2012), un libro en el que reconstruye el itinerario de

sus padres cuando fueron a Cuba a recibir formación

militar. Esta experiencia es narrada desde diferentes

puntos de vista provistos por protagonistas que ensamblan

un relato desapegado y desidealizado de aquel momento. El

periplo a Europa del Este y de allí a Cuba coincide con la

gestación y nacimiento de la propia Laura Alcoba. Por otra

parte, ese largo viaje inaugura una cadena de errancia que

culminará con el exilio en París, ciudad en la que Alcoba

aún reside. La identidad de un sujeto del que nadie puede

recordar el nombre falso con el que fue inscripto, el

nombre apócrifo con el que ingresó a la Argentina, se

vincula con el trabajoso proceso de construcción de la

subjetividad, la demanda asordinada de los hijos hacia los

padres como impedimento para vivir una niñez “normal” y las

marcas que ese pasado deja en el presente.

Alcoba reflexiona en su trabajo sobre la dificultad de

reconstruir una historia cuando los propios protagonistas

parecen haber olvidado elementos sustantivos del pasado.

Pero la autora transforma esta imposibilidad en un

procedimiento: trabaja con los fragmentos que, como

pequeños mosaicos, van ensamblando una historia en la que

es tan importante lo dicho como lo omitido, lo recordado

como lo olvidado y la discrepancia entre las versiones que

parecen coincidir con documentos y aquellas deformadas por

el tiempo y la distancia. De esta manera, Alcoba utiliza

diferentes imágenes para marcar la operación de

reconstrucción: la del tapiz y sus infinitos hilos, la del

mimbre con el que trabajosamente forma canastas en una

fábrica cubana o la de los recuerdos como reliquias:

objetos sagrados del pasado que es preciso buscar y

atesorar, pero también desacralizar. Todos los capítulos se

encuentran vinculados a recuerdos puntuales. En “Las

reliquias y los perros” aparece la perspectiva de Soledad,

la madre de Laura:

La memoria de Soledad, y ella lo sabe, ha

ponderado, escogido, puesto en orden y buscado

un sentido a posteriori. Ha reconstruido. Tiene

claras ciertas imágenes en su cabeza, ciertas

escenas, tramos enteros de conversación, pero

ya no sabría decir con certeza si son el

resultado de la fusión de momentos distintos, o

si de verdad tuvieron lugar tal como los

rememora, en una secuencia continua y

coherente. Pero qué importa. (Alcoba, 2012: 23)

Los silencios, las omisiones y los olvidos aparecen

vinculados a la forma contradictoria en que los

protagonistas se hacen cargo de sus experiencias: si bien

no reniegan de aquella etapa idealista, también reconocen

que fue un tiempo de luces y sombras. Algunos eventos de La

Habana –como la persecución de la homosexualidad o el

carácter monolítico de un régimen dentro del que no eran

pensables las diferencias- se vinculan con hiatos en los

relatos de los protagonistas. El fracaso de una manera de

ver el mundo, con su atroz saldo de tortura, exilio y

muerte, obliga a una lectura presentista del pasado que

tiñe la imagen elaborada.

Sobre este espejo deformante de los testigos se

sobreimprime un segundo reflejo que distorsiona la imagen:

la propia visión de Laura Alcoba que fue una de las

pasajeras –contando con solo un mes de edad- que volvió a

la Argentina a bordo del crucero Anna C. El barco era un

gigantesco trasatlántico que los trasladó de Génova a

Buenos Aires en un lento y accidentado retorno de Cuba

desde otro lado de la Cortina de Hierro y de allí en tren

hacia Europa.

El hecho de que los padres no recuerden con qué nombre

anotaron a su hija en Cuba o cómo se llamaba en el

pasaporte falsificado con el que subió al barco aparecen

como datos sumamente relevantes de la construcción de la

subjetividad de la hija. El ignorar el nombre propio

aparece indisolublemente ligado al problema de la

identidad. En este marco, la novela trabaja con la

dificultad de asumir la primera persona. La beba nacida en

Cuba aparece como la hija de Manuel y Soledad y solo

trabajosamente ese sujeto será un yo.

De la misma manera, la imposibilidad de reconstruir el

itinerario de los padres, que es su propio itinerario,

aparece como una marca de una vida signada por el

desplazamiento y el exilio que determinan la dificultad

para encontrar el lugar propio. Si entendemos que el exilio

de Laura Alcoba en Francia no fue solo el de una historia,

sino el de la propia lengua que es su elemento de creación

(la novela fue publicada en francés como Les Passaggers de Anna

C. y traducida al castellano por Leopoldo Brizuela, quien

ya había trabajado en La casa de los conejos) resulta

sintomático que la imagen privilegiada para designar el

escrito sea la del retorno. Un regreso, no obstante, que

será únicamente un paréntesis ya que una década después

Laura y su familia se exiliarán en Francia. Las

experiencias en el Anna C., dentro de las cuales se

incluyen los profundos diálogos con Emilio Maza, Carlos

Ramus y Fernando Abal Medina, serán determinantes de las

elecciones ideológico políticas de los siguientes años: la

inclusión en Montoneros con su particular fusión entre

socialismo, peronismo y cristianismo. Las novelas de Laura

Alcoba son, tal vez, como un trasatlántico en un lento

retorno. Como el Anna C, un barco lujoso pero que resultaba

anticuado en la época de aviones de pasajeros rápidos y

eficientes, Alcoba trabaja con ideas y modos de ver el

mundo que nos resultan obsoletos porque han perdido

significación en nuestro contexto.

Alcoba sabe, y anuncia que conoce, las dificultades

inherentes a la identidad y la memoria. Las heridas dejan

sus huellas en un texto que se construye como un verdadero

trabajo con la memoria que expone los procedimientos

utilizados: la labor artesanal de hilvanar los retazos de

una historia en la que conviven lo heroico y lo absurdo,

las utopías y el desencanto.

A modo de cierre

Luego de una particular y dolorosa historia, Laura

Alcoba se transforma en una escritora reconocida, alabada

por la crítica y tempranamente trabajada por la academia.

Su triunfo, no obstante, se da en primera instancia fuera

de la Argentina. La publicación en el exterior,

particularmente en Europa, y especialmente en París, posee

una larga tradición en la literatura argentina. Desde el

siglo XIX, en un campo intelectual en formación, el lugar

de legitimación era París antes que Buenos Aires. De esta

manera, podemos comprender que la decisión de Gallimard de

editar la primera novela de Laura Alcoba desencadene su

edición en Edhasa, aunque todos los agentes involucrados:

la autora, editores, traductores, periodistas

especializados, críticos y académicos entiendan que las

razones de su éxito en Francia pueden ser diferentes a las

que generan su valorización en la Argentina. Es decir, el

triunfo de Alcoba en el corazón de la literatura se da a

partir de una escritura desplazada, pero que (continúa)

operando como centro y no como margen del campo literario

argentino. Estas temáticas nos conducen a cuestionarnos el

carácter operativo de una noción como literatura nacional.

El segundo margen desde el que escribe Alcoba es el

exilio de la lengua. Alcoba maneja perfectamente el

castellano por ser su lengua materna, y por haber

continuado utilizándola en su carrera profesional (Alcoba

estudia el Siglo de Oro español y ha realizado numerosas

traducciones al castellano). Sin embargo elige el francés

para su novela lo que remarca aún más el proceso de

extrañamiento hacia aquellas historias que pretende narrar.

Por otra parte, no solo no escribe sus novelas en

castellano, sino que tampoco las traduce. La labor de

Leopoldo Brizuela y de Jorge Fonderbrider se transforma,

por tanto, en la restitución de una lengua ausente, pero

latente. Entonces, si bien los relatos de Alcoba colocan en

primer plano las vivencias íntimas por sobre la trama

política, tampoco coloca el yo en el centro del relato.

Según sus propias declaraciones, le parece vergonzante

instalar su propio sufrimiento en el centro de la escena en

el contexto de una historia signada por la tortura, las

desapariciones y los exilios. No obstante, el rechazo de la

lengua materna aparece como un dato más elocuente que las

declaraciones periodísticas. Alcoba aparece signada por una

imagen de autor donde hay un distanciamiento de la

identidad de origen como forma extrañada de intentar

ensamblar una identidad. Esa distancia de la lengua se

corresponde con la enunciación de la imposibilidad de

rearmar una identidad partida. Los sentidos han naufragado

desde el mismo momento en que no se dispone de las palabras

para intentar reconfigurarlos.

Este exilio de la lengua, por tanto, se vincula con la

enunciación de un discurso marginal en relación con la

memoria. Desde el comienzo de su primer libro Alcoba

desafía la doxa del recientemente constituido campo de la

memoria en Argentina al decir que escribe para olvidar.

Esto es, si el recuerdo de la infancia en clandestinidad

resulta torturante, fragmentario e incompleto, ella escribe

no para reponer los sentidos ausentes, sino para enfatizar

su falta y su carencia.

Es interesante analizar cómo los relatos de Alcoba

coinciden con otros elaborados por otros hijos, que parecen

estar gestando una estructura de sentimiento diferenciada:

Feliz Bruzzone en Los topos (2007), Ernesto Semán en Soy un

bravo piloto de la nueva China (2011), Mariana Eva Perez en Diario de

una princesa montonera (2012), Ángela Urondo Raboy en ¿Quién te

creés que sos? (2012), para citar algunos casos recientes.

Estas textualidades son elaboradas por la generación de los

hijos que, al intentar asumir una derrota nunca enteramente

aceptada por los padres y enunciar un trauma propio

(Drucaroff, 2011), producen un discurso que cuestiona y

desestabiliza el discurso militante de los años ’70 para

dotarlo de nuevas posibilidades y sentidos críticos.

Resulta significativo analizar cómo estos nuevos autores

aparecen en la escena pública en la era de los testigos y

las víctimas (Traverso, 2012). Estas textualidades

redefinen el vínculo entre lo público y lo privado en

relatos centrados en lo íntimo, pero que poseen profundas

resonancias sociales.

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