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203 C. Rodríguez Lehmann. La ciudad letrada... Estudios 16:32 (julio-diciembre 2008): 203-226 LA CIUDAD LETRADA EN EL MUNDO DE LO BANAL. LAS CRÓNICAS DE MODA EN LOS INICIOS DE LA FORMACIÓN NACIONAL Cecilia Rodríguez Lehmann Universidad Simón Bolívar, Caracas [email protected] Decía Roland Barthes en El sistema de la moda (1967) que las mejores reflexiones sobre la moda y sus maneras de significar no habían venido de la academia sino de los escritores y filósofos, “acaso porque ellos están lo suficientemente liberados de lo fútil” (363). Unos veinte años después Lipovetski repetiría un lamento parecido: “En- tre la intelectualidad el tema de la moda no se lleva”(1987). Algunas décadas han pasado desde estos intentos por reivindicar el espacio de lo “ba- nal” como un territorio digno de las más sesudas reflexiones; hemos transitado con asiduidad por los caminos abiertos por los Estudios Culturales y sus descendientes, sin embargo, no deja de haber una cierta reticencia a adentrarse en aquello que consideramos una “futilidad”. Se me puede obje- tar, sin duda, que la bibliografía se ha multiplicado de manera exponencial y que los estudios sobre la moda se han vuelto prácticamente una disciplina pensemos por ejemplo en el campo de la Fashion Theory; sin embargo, insisto, un paseo general por esta bibliografía nos muestra un espacio que sigue siendo restringido y problemático. En América Latina el tema es aún más espinoso: cómo hablar de lo banal en un territorio que se concibe como el espacio de la carestía y de las ne- cesidades, cómo sumergirse en las funciones de un vestido en un lugar donde la moda suena a lujo y a El campo letrado de la primera mitad del siglo XIX suele concebirse como un todo cohe- rente donde el deseo de edificación nacional opaca cualquier otro tipo de transacción con la escritura. Las cróni- cas de moda escritas en este período nos ponen en escena un campo mucho más complejo que debe lidiar no sólo con distintas formas de lo “banal” sino con instancias como el mer- cado, el consumidor, la demanda, etc. Estas crónicas nos permiten revisar algunas de las mediaciones que están influyendo en este campo, así como los distintos proyectos que se combinan en él. Este registro de lo banal nos muestra un espectro de la escritura bastante amplio que Recibido: 2 de diciembre de 2008 Aceptado: 15 de diciembre de 2008

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LA CIUDAD LETRADA EN EL MUNDO DE LO BANAL. LAS CRÓNICAS DE MODA EN LOS INICIOS DE LA FORMACIÓN NACIONAL

Cecilia Rodríguez LehmannUniversidad Simón Bolívar, Caracas

[email protected]

Decía Roland Barthes en El sistema de la moda (1967) que las mejores reflexiones sobre la moda y sus maneras de significar no habían venido de la academia sino de los escritores y filósofos, “acaso porque ellos están lo suficientemente liberados de lo fútil” (363). Unos veinte años después Lipovetski repetiría un lamento parecido: “En-tre la intelectualidad el tema de la moda no se lleva”(1987). Algunas décadas han pasado desde estos intentos por reivindicar el espacio de lo “ba-nal” como un territorio digno de las más sesudas reflexiones; hemos transitado con asiduidad por los caminos abiertos por los Estudios Culturales y sus descendientes, sin embargo, no deja de haber una cierta reticencia a adentrarse en aquello que consideramos una “futilidad”. Se me puede obje-tar, sin duda, que la bibliografía se ha multiplicado de manera exponencial y que los estudios sobre la moda se han vuelto prácticamente una disciplina —pensemos por ejemplo en el campo de la Fashion Theory—; sin embargo, insisto, un paseo general por esta bibliografía nos muestra un espacio que sigue siendo restringido y problemático.

En América Latina el tema es aún más espinoso: cómo hablar de lo banal en un territorio que se concibe como el espacio de la carestía y de las ne-cesidades, cómo sumergirse en las funciones de un vestido en un lugar donde la moda suena a lujo y a

El campo letrado de la primera mitad del siglo XIX suele concebirse como un todo cohe-rente donde el deseo de edificación nacional opaca cualquier otro tipo de transacción con la escritura. Las cróni-cas de moda escritas en este período nos ponen en escena un campo mucho más complejo que debe lidiar no sólo con distintas formas de lo “banal” sino con instancias como el mer-cado, el consumidor, la demanda, etc. Estas crónicas nos permiten revisar algunas de las mediaciones que están influyendo en este campo, así como los distintos proyectos que se combinan en él. Este registro de lo banal nos muestra un espectro de la escritura bastante amplio que

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exceso. Algunos de los estudios que se han hecho sobre el tema —especialmente los que provienen de la academia norteamericana— tienen aún un tinte pintoresco y exótico, abundan las miradas que intentan rescatar las características de los trajes regionales, su exotismo, así como una historia de la vestimenta que fija su atención en la mera des-cripción de estas formas particulares del vestido. Nos topamos con frecuencia con estudios que nos muestran, por ejemplo, las características del traje de “china poblana”, los sombreros usados por los campesinos en Bolivia, los tejidos elaborados en los países andinos, los ponchos argentinos, etc. Las aproximaciones hechas desde la antropología, la historia y los Material Culture Studies —al menos una rama de ellos centrados en el estudio material del traje— intentan desentrañar las particularida-des regionales más que comprender cómo están funcionando la moda y sus discursos dentro del contexto latinoamericano.

Otras miradas, mucho más acertadas, han in-tentado entender cómo el “sistema de la moda” tiene maneras muy disímiles de dialogar con proyectos culturales, políticos, ideológicos, muy concretos. Trabajos como los de Susan Hallstead, Regina Root, Alicia Del Águila, Montserrat Gallí Boadella, Francine Masiello, Nízia Villaca, entre otros, se han alejado de estas posturas reduccionis-tas y han intentado comprender la complejidad del fenómeno y sus distintos niveles de significación dentro de la realidad política y cultural latinoa-mericana. Se trata de una serie de investigaciones que logran sacar provecho del rico campo de los estudios culturales sin caer en la tentación de hacer de la moda un objeto cultural sin mayores especificidades.

La dificultad para lidiar cómodamente con los discursos sobre la moda en América Latina —con

abarca desde funciones aparentemente muy ligeras como el entrete-nimiento hasta las más elevadas miras políti-cas. Esta fusión nos habla, precisamente, de lo híbrida e impura que puede resultar esta “ciudad letrada” en los inicios del siglo.

Palabras clave: Moda, letrado, nación, ciuda-danía, modernización, mercado.

The Lettered City in the World of Banality. Fashion Chronicles in the Early Stages of the National Identity

The “lettered field” of the first half of the Nineteenth Century is usually conceived as a coherent whole, where the desire for national edification obscures further tran-saction with writing. Fashion chronicles written in this period show a more complex field that must be approached, not only through different forms of the banal, but through instances such

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las excepciones ya mencionadas— me hace pre-guntarme por una relación mucho más compleja: ¿cómo logró vincularse la elite letrada de la primera mitad del siglo XIX con el espacio de la moda?, ¿cómo se llegó a hacer de la moda un discurso concomitante con la formación de las naciones?, ¿cómo los letrados decimonónicos sortearon los peligros de lo banal?

Solemos asociar el tema de la moda en Amé-rica Latina con el final del siglo XIX, cuando un continente relativamente estabilizado permitió, por ejemplo, el despliegue ostentoso y urbano del Porfiriato o del Guzmancismo. La moda aparece ligada a la proliferación de las revistas ilustradas, a la publicidad, a los almacenes; sin embargo, ella estuvo ahí desde muy temprano, desde las prime-ras décadas del siglo XIX1 cuando las naciones aún luchaban por definirse y por construir un imaginario nacional. Me interesan entonces estas primeras décadas del siglo XIX y cómo en medio de un proceso difícil —y muchas veces caótico— la moda se convirtió en un discurso necesario.

El vínculo que estableció esta elite letrada con la moda, y con ciertos espacios a los que seguimos considerando banales, nos permite a su vez recon-siderar algunas de las características con las que hemos definido las prácticas discursivas decimo-nónicas. Nociones como la autoría, la profesiona-lización, la hegemonía letrada, la politización del discurso, merecen, al menos, una nueva mirada que no intente resolver las paradojas y contradic-ciones presentes en este campo sino comprender la riqueza de su hibridez. Este artículo pretende entonces mostrar algunas de esas paradojas. No se trata de un estudio exhaustivo de las múltiples cró-nicas de moda que podemos hallar en el XIX, sino de ver algunas de esas líneas matrices que parecen repetirse de una a otra, esas constantes generales

as the market, con-sumer, demand, etc. These chronicles allow us to review some of the mediating elements that influence this field, as well as the different functions that are combined therein. This record of the banal shows us writing at broad spectrum, including seemingly “light” concepts such as entertainment, as well as political aspects. This fusion shows the possible degree of hybridism and impu-rity that the “lettered city” could attain at the beginning of the century.

Key words: Fashion, Lettered, Nation, Citizenship, Moderni-zation, Market.

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que nos hablan del estado de un campo más que de la función particular de una crónica en un contexto determinado. Se trata, en fin, tan sólo de un punto de partida para reflexionar sobre la manera como la elite letrada de la primera mitad del siglo se vinculó con los discursos “banales”.

Una posición incómoda

Lo primero que llama la atención de estas crónicas tempranas son las numerosas estrategias que esta elite letrada —masculina, no hay que olvidar-lo— utiliza para insertarse en un discurso que siente que no le pertenece. No le pertenece en tanto que es un ámbito concebido como un territorio femenino; no le pertenece en tanto se percibe, precisamente, como un discurso muy cercano a la futilidad en un momento en el que el escritor parecía estar llamado a tareas más nobles; y, finalmente, no le pertenece en tanto la crónica de moda se concibe como un espacio marcadamente mer-cantilizado donde la transacción y las concesiones hechas al lector parecen poco sutiles.

Esta incomodidad conlleva, en muchas ocasiones, un cierto enmascara-miento que nos habla, entre otras cosas, de la dificultad que encuentra el campo letrado para asumir como suyo aquéllo que considera fútil y banal. En El Canastillo de Costura, por ejemplo, una revista venezolana publicada en 1826, la estrategia es bastante simple: se niega la autoría masculina alegando que la revista tan sólo reproduce los papeles encontrados en la caja de una “señorita”. El autor se camufla y asume una voz femenina que le permite establecer un diálogo “entre mujeres”, las únicas a las que se les permite la ligereza de adentrarse en los secretos del vestidor (aunque al hombre también se le ofrezcan consejos sobre la moda y, sobre todo, su necesaria mesura). Las crónicas son bastante escuetas y tan sólo reproducen lo que se lleva en las calles de París. La voz del letrado parece quedar a salvo detrás de este disfraz; no es él, en última instancia, el que está dialogando con lo banal.

Otra estrategia que llama la atención consiste en asumir la autoría mas-culina, pero justificando con insistencia su torpeza y su ignorancia ante un mundo que le es ajeno. El autor necesita explicarle a sus lectoras la intro-misión en sus espacios y que se trata de una tarea que asume porque no hay nadie más que la haga. La voz masculina viene a llenar torpemente la ausencia de una posible autoría femenina. Es una tarea que “debe cumplir”, no sin cierta resignación:

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En París, emporio de las ciencias, de las artes y de la elegancia, hay mu-chas señoras dedicadas a redactar los artículos sobre modas y poner al público al corriente de las novedades del buen tono. La Guirnalda no tiene ninguna bella colaboradora que se encargue de esta delicada parte de sus tareas; y en verdad que lo sentimos, porque nuestra pluma torpe y desmañada deslustrará a cada instante con sus rasgos la esplendente seda de los vestidos (La Guirnalda. 1839, 1: 2).

El letrado sólo puede lidiar “torpemente” con estos discursos que le re-sultan ajenos, no tiene la ligereza para moverse con gracia en terrenos tan etéreos. Hay un deseo manifiesto de establecer una marcada distancia ante el tema tratado, de allí que el autor se presente como una suerte de mensajero que retransmitirá, sin intervenciones, las noticias del centro de la moda. Estos mensajeros son sólo los intermediarios entre la información que llega de París y el público femenino. De nuevo la autoría2 intenta minimizarse.

Estas repetidas justificaciones y enmascaramientos no sólo van dirigidas a las lectoras sino que terminan apelando también al lector masculino, tanto a sus pares —aquellos que juzgarán su desempeño—, como a los padres y esposos que censurarán o aprobarán la lectura de estos textos. En la ya citada revista venezolana La Guirnalda, publicada en Caracas en 1839, se ve con claridad un cruce de voces que resulta muy interesante, pues es posible distinguir con precisión cómo se combinan dos discursos distintos marcados por el género: hay una voz masculina que asume un discurso “serio” cuyo destinatario obviamente es un hombre al que se le intenta tranquilizar sobre el contenido de la revista (a pesar de tratar asuntos de moda), y una voz que claramente se feminiza y asume una cierta complicidad con su lectora, a la que le promete hacerle llegar las últimas noticias de París. A la mujer se la seduce con las novedades de la moda y al hombre con la necesidad de ella en un mundo civilizado y orientado hacia el progreso. Refiriéndose al lector, el cronista comenta:

Pero si su brusca mano arruga toda la hoja de este artículo al doblarla con desprecio, no faltarán algunos dedos de rosa que la estiren cuidadosa-mente a su presencia misma, y dos hermosos ojos llenos de curiosidad y de inteligencia, que lean con avidez y provecho estás líneas que él rechaza como inútiles […]. El solo hecho de haber modas en un país es ya indicio de su civilidad; y podría hacerse un cálculo exactísimo del grado de cultura no sólo de cada nación, sino de cada provincia, y hasta de cada pueblo,

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por su versatilidad en el vestir y su perfección en el cortar. El progreso del siglo se comunica a todas las cosas, y el hombre estacionario en el vestido casi se puede asegurar que lo es también en el entendimiento (La Guirnalda. 1839, 1: 2).

Estas continuas justificaciones que se repiten de una manera muy similar de un texto a otro, nos hablan del deseo de conseguir, precisamente, que esa mano masculina no destruya y malinterprete la crónica de moda. Hay una necesidad de buscar una legitimidad que sólo puede encontrarse en el mundo de los pares, en el campo letrado. De allí que el texto tenga que interpelar entonces a dos lectores y que asuma las máscaras adecuadas para cada uno de ellos. Es “femenino”, suave, complaciente y cómplice cuando interpela a la lectora; es masculino, político, “serio”, civilizatorio, cuando interpela a su homónimo. El autor está intentando moverse con cierta gracia entre dos re-ceptores, y, a fin de cuentas, entre dos espacios de legitimación: el del campo letrado y el del mercado.

La visión de la lectura femenina —en el caso de las crónicas de moda— como un espacio mercantilizado puede verse con claridad en una crónica publicada en la revista La Ilustración Mexicana. En ella el autor se describe como un hombre totalmente ajeno a la moda —una vez más— pero asume su entrada a este espacio por razones simplemente mercantiles. En un irónico diálogo, el autor pelea con su editor porque éste le exige que escriba artículos de moda que comenten los figurines que llegan de París y al escritor, como todo escritor asalariado, no le queda más remedio que aceptar la propuesta y asumir su tarea de cronista de moda:

Mire usted: acabamos de recibir un bonito figurín de moda.—Bueno, ¿y qué?—Que lo vea usted.—Lo estoy viendo.—Pues señor; este figurín es para La Ilustración.—En efecto, debe ilustrar mucho a cuantos lo vean, porque yo mismo me estoy sintiendo un poco ilustrado.—Pero ha de publicarse con un artículo de modas, y es preciso que usted lo escriba.—¡Yo! Pero, ¿qué entiendo yo de modas? ¡Dios mío! [… ]—Nada vale. No hay remedio. Se ha de publicar esa estampa que acaba-mos de recibir de París, y ha de ir acompañada de un artículo de usted.

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Después que usted no hace versos, ni pensamientos sueltos, ni estudios morales, ni traduce nada, ni escribe biografías, ¿no ha de escribir un artículo de modas?—¡Paciencia! Escribiré… Qué bien decía Fígaro: qué placer el de ser redactor (La Ilustración Mexicana. 1851, T. I: 115).

Resulta muy interesante ver cómo el autor se define como un “redactor” que asume las tareas que se le asignan y que se amolda a las exigencias del periódico, y, en última instancia, del suscriptor/a. Su autoría se ve supedi-tada a las demandas del mercado y a las necesarias concesiones que hay que hacer en él. Estas concesiones vienen, además, asociadas a dos elementos importantes: la “paciencia” y la obediencia, ambas unidas a una cierta re-nuncia del control sobre la letra o, para ser más precisos, a una pretendida renuncia que no hace más que enmascarar, justamente, los mecanismos de seducción puestos en práctica para captar a los nuevos lectores/consumi-dores. En este caso se abandona el edulcorado disfraz y se pone en escena sin tapujos una de las razones por las que las crónicas de moda forman una parte muy importante de los periódicos y revistas de la época: se trata de un intercambio comercial donde el escritor asume su papel de hombre asalariado que vende su pluma y que debe hacer concesiones en su escritura para satisfacer lo que supone que es del interés del lector. Esto que resulta bastante obvio trae sin embargo varios problemas consigo.

Tal vez sea la crónica de moda uno de los lugares donde podamos observar con mayor claridad las complejas relaciones que establece la elite letrada con el mercado y sus demandas. La crónica de moda implica, sin duda, un tipo de transacción entre un escritor que debe amoldarse a ciertas exigencias formales y un lector que aparentemente tiene demandas muy claras. Por más que el escritor intente usar la moda como un discurso moralizante, político, disciplinante, etc., debe escribir, efectivamente, sobre el largo de una falda, sobre los sombreros de moda y los vestidos de verano. Por más enmascaramientos y estrategias que utilice, el trato entre escritor y lector es muy claro, es un trato económico (aunque haya otros elementos involucra-dos que analizaremos más tarde) que implica un punto de encuentro entre la demanda y la autoría.

Este vínculo nos permite repensar nociones como las del autor, el lector, el mercado, la profesionalización, etc. La imagen del letrado como esa voz hegemónica que impone un discurso y un imaginario a una audiencia pasiva que tan sólo imita y acepta las nuevas pautas letradas —o las ignora por

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completo— no parece ser tan fidedigna; de igual modo, la poca importancia que se le ha dado al mercado como un elemento mediador incuestionable dentro de todo el proceso de constitución de la comunidad letrada —al menos en esta primera mitad del siglo—, tampoco parece darnos una idea completa del proceso. En todo caso, el papel que está jugando ese lector-suscriptor, que tiene sus demandas3 y que obviamente tiene el poder de cualquier consumidor; así como las distintas vías de profesionalización que el letrado está intentando —conscientemente o no—, son elementos que es necesario introducir de una manera más clara dentro de los estudios de esta primera mitad del siglo.

El reconocimiento del papel que está jugando el mercado en estas crónicas nos permite ver entonces cómo el campo letrado de esta primera mitad del siglo se encuentra permeado no sólo por las ya tan estudiadas funciones políticas y pragmáticas de la escritura, sino también por otros fenómenos más complejos e impuros. Las reglas del mercado así como los nuevos agen-tes que se incorporan paulatinamente a la práctica de la lectura —mujeres, niños, clases populares— traen consigo el rediseño del campo letrado y la conjunción de distintas funciones de la escritura. Para seducir a estos nuevos agentes es necesario reconfigurar algunas prácticas discursivas y negociar con el lugar y el poder de la letra. No se trata de una renuncia sino de una negociación que permite, precisamente, la permanencia de una autoridad letrada y su vigencia en un mundo que se moderniza y que debe lidiar con fenómenos como la mercantilización de la escritura.

Las crónicas de moda representan entonces un nuevo tipo de discursividad que responde a la necesaria adecuación a un público igualmente novedoso. Estos reacomodos del campo letrado implican una cierta reconfiguración tanto de sus formas de legitimación como de sus maneras de divulgación, sus formas discursivas, sus mecanismos de seducción, sus funciones, etc. En este sentido, Juan Poblete, a propósito de la proliferación de revistas en el siglo XIX, comenta:

La articulación de esta nueva sensibilidad lectora (nuevos públicos, nuevos intereses, nuevas formas de lectura) dependía del relieve que le proporcionaba el contraste con la dominante cultura tradicional. Frente al lenguaje selectivo y difícil (publicación periódica y hebdomadaria) de la retórica pública de antaño, la revista proponía, algo irónicamente todavía, el lenguaje tal vez excesivamente claro de la cotidianidad […]; frente al prodesse horaciano la concentración en el delectare; frente a la seriedad del

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aprendizaje clásico, la liviandad de la lectura como una forma de ocio para evadir el tedio; frente, finalmente, a la unicidad de la voz y el estilo del gran autor clásico, la multiplicidad de lo heterogéneo y heteroglósico (Poblete, 2006:53)

Estos rediseños discursivos son el reflejo no sólo de la ampliación de los agentes con los que el campo letrado debe interactuar, sino del poder simbólico y real que estos agentes tienen como nuevos consumidores. Quiero enfatizar el poder del lector porque éste ha tendido a subestimarse; se le suele concebir como un ente pasivo que padece y acepta los designios letrados —cosa que en algunos momentos hace—, ignorando su capacidad de moldear y reconfigurar ese campo.

Volviendo a las crónicas de moda, lo interesante es poder ver en ellas cómo se conjugan las exigencias y demandas lectoras —aunadas, como ya vimos, a nociones como el entretenimiento— con proyectos pedagógicos, disciplinantes, moralizantes, modeladores de ciudadanías, etc. La crónica de moda (sin duda no el único género donde puede verse esta conjunción) logra fusionar factores como el mercado y la profesionalización con proyectos letrados de disciplinamiento y moral ciudadana.

Traducir un listón de seda

En las primeras décadas del siglo XIX muchas revistas y periódicos en América Latina no tenían los medios técnicos y financieros para reprodu-cir imágenes y no podían por lo tanto incorporar un figurín de moda4. Al escritor le tocaba entonces describir esa imagen y tratar de mostrar con pa-labras lo que las lectoras no podían ver. El proceso parece bastante simple; sin embargo, en el tránsito de la imagen al texto escrito, el letrado termina por crear un nuevo modelo y un nuevo vestido. Ya Barthes había descrito con minuciosidad las grandes diferencias que se producen entre el vestido-imagen y el vestido-escrito:

Sabemos, en efecto, que una imagen conlleva fatalmente varios niveles de percepción, y que el lector de imágenes goza de cierta libertad para elegir el nivel en el que se detiene (aunque no sea consciente de dicha libertad): sin duda, la elección no es ilimitada: existen niveles optima, donde la inteligibilidad del mensaje es máxima; pero desde el grano a ese pico del cuello, y de ese cuello al vestido en su totalidad, toda mirada proyectada

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sobre la imagen implica irrevocablemente una decisión; el sentido de una imagen nunca es seguro. El lenguaje suprime esa libertad, pero también esa incertidumbre; traduce una elección y la impone, ordena que la per-cepción de ese vestido se detenga ahí (es decir, ni más acá ni más allá), fija el nivel de lectura en su tejido, en su cinturón, en el accesorio que lo adorna. Toda palabra posee así una función de autoridad, en la medida en que elige, si así puede decirse, por delegación de poderes en lugar del ojo (Barthes, 2003:31).

Desde este lugar de autoridad —negado y camuflado por el autor—, el letrado está, finalmente, sustituyendo “el lugar del ojo”, tratando de imponer una lectura única de una imagen a la que sólo puede accederse a través de su descripción. Esta lectura es inevitablemente selectiva, escoge en la imagen aquello que merece ser destacado y silencia lo que no resulta apropiado. El escritor versiona el vestido y se transforma en una suerte de mediador entre la imagen de París y el traje que llega a las lectoras. Hay un proceso de traducción, reinterpretación, recreación, que sin duda deja su marca en las distintas versiones de la moda que se asumen en América Latina.

Este proceso de traducción se vuelve mucho más interesante cuando el autor tiene que lidiar efectivamente con la imagen impresa. El figurín de moda debe aparecer, invariablemente, acompañado de una crónica que lo “explique”. Resulta inevitable preguntarse entonces ¿es que acaso un figurín no se explica por sí solo?, ¿es necesaria esta traducción? El letrado, aquél que asume en sus discursos repetidamente que no sabe de moda, que es torpe en esos espacios, termina siendo aquél que debe explicarle a las da-mas —aquéllas que supuestamente sí conocen los secretos del tocador— la imagen que aparece publicada.

Uno podría asumir que se trata de ese entrenamiento del ojo por el que atraviesa el siglo XIX5, esa enseñanza necesaria del proceso de decodifica-ción de la imagen; un proceso que tiene que lidiar con esa polivalencia de sentidos de la que hablaba Barthes. Posiblemente hay en estas crónicas algo de estas “explicaciones” necesarias, pero más que la preocupación porque la mujer no entienda la imagen, hay un obvio interés porque la entienda “correctamente”. El autor tiene que limitar los posibles grados de interpre-tación y debe, además, filtrar esa imagen, lograr insertarla en un proyecto donde ella se despoje de sus obvios peligros.

En una crónica llamada “Modas recientes”, publicada en La Ilustración Mexicana (1851), encuentro un pasaje muy claro: luego de que el autor

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describe el vestido con precisión procede a señalar que si bien los trajes son dignos de imitación, no así las actitudes de las modelos: “Estudiad, pues, el figurín de La Ilustración, y no creáis que es también de moda el aire que en la señora de la estampa se observa para con el caballero”. (1851, T. I: 117). De igual modo el autor introduce variaciones sobre el propio vestido: “El otro vestido, el de la izquierda, no tiene sencillez, y yo aconsejaría a las mexicanas que por él sienten afición, procuraran reducir un poco el recargo de adornos, o que combinaran los colores de modo que no presentaran ese efecto que llamamos chillante” (ibíd.).

El escritor entonces versiona ese vestido, lo reconstruye y lo vuelve más potable, pero ¿cuáles son esos elementos perjudiciales que hay que dejar afuera? Creo que la clave está en el propio texto, se trata de ese “efecto chillante” que el autor sugiere ignorar. Hay que despojar al vestido de sus excesos, de esa tesitura peligrosamente mundana que a veces presenta el figurín de París. El proceso es sutil, sin duda: hay un mediador que intenta imponer una única lectura de la imagen (en la medida en que esto es posi-ble) y que sugiere a su vez las modificaciones necesarias que hay que hacer en ella. El autor logra así despojar al figurín de algunas cargas con las que siente que estas inestables y nacientes repúblicas no pueden lidiar: la erotización de la vestimenta, la ostentación, la libertad de escogencia de la mujer, el individualismo, el materialismo creciente y otros rasgos de la modernización que no resultan tan fáciles de manejar en un continente aún muy desestructurado.

De alguna manera, el discurso sobre la moda se refuncionaliza bajo la mano letrada. Sus funciones originales, ligadas más a la distinción social y al prestigio, terminan fusionándose con nuevas cargas semánticas que responden a las necesidades de los proyectos de construcción nacional. De esta manera, la moda pasa por un doble proceso donde se sustraen algunas de sus cargas semánticas y se le agregan unas nuevas acordes a los proyectos políticos que se intentan instaurar. En torno a ella giran nociones como la ciudadanía, la civilización, la modernización, la moral, la identidad, etc. De allí que las tan extendidas disertaciones sobre los afeites terminen encarnan-do problemáticas más profundas donde muchas veces se intenta dilucidar las líneas maestras que conducirán a la nación.

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Las paradojas de un sombrero a la dernière

La modernidad es un código, y la moda es su emblemaJean Baurillard

Las crónicas de moda de las primeras décadas del siglo XIX, con todas sus ambivalencias y sus incomodidades, suelen estar cargadas de una suerte de optimismo y de fe en el poder del vestido como herramienta de modernización. Para el letrado, pareciera que el traje —una vez depurado y reinterpretado— tuviera el poder de transformar el interior del sujeto. Se trata sin duda de un viejo y muy transitado problema: vestimenta versus desnudez, pies descalzos versus zapatos de seda. No intento internarme en esa vieja y manida discusión sobre la civilización del traje versus la barbarie de la desnudez, sino mostrar un momento —breve por los demás— en el que el traje parecía poder cambiarlo todo.

Obviamente este optimismo está montado sobre el discurso del progreso que encarna la vestimenta y la nueva sociabilidad urbana y ciudadana que le acompaña, pero también sobre la idea de que la espiritualidad y los secretos más profundos del alma se reflejan en nuestra apariencia y en los objetos que poseemos6 (no habría que pasar por alto tampoco todo el discurso de la fisiología y la frenología y su resemantización del cuerpo como un texto). Estos cuerpos-textos son el fin último al que desea tener acceso la ciudad letrada y la crónica de moda intenta moldear ese cuerpo: lo mesura cuando es necesario, lo censura si comete algún exceso, lo moldea a su medida.

Sin duda, este deseo de controlar el cuerpo a través de la letra nos re-cuerda los planteamientos hechos por Foucault sobre el “cuerpo político”. El cuerpo se inserta dentro de un sistema de poder que tiene mecanismos sutiles —y a veces no tan sutiles— de control:

El cuerpo está también directamente inmerso en un campo político; las relaciones de poder operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo mar-can, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos (Foucault, 1989:153).

Son estos signos, precisamente, los que esta ciudad letrada parece estar intentando controlar y someter a un proyecto nacional. El dominio del cuerpo y de la vestimenta se constituyen en esas “tecnologías políticas” que intentan dominar el mundo de los signos. La moda adquiere entonces un valor político que la aleja de sus cargas banales y le permite insertarse

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dentro de la construcción de las nacientes repúblicas. La crónica de moda, incómoda y ambigua, encuentra finalmente su justificación: moldeando el cuerpo y su vestimenta se moldean no sólo los valores espirituales sino tam-bién los valores políticos asociados a la civilización y al progreso.

La visión de la moda como instrumento político y agente modernizador ya ha sido estudiada repetidas veces a lo largo del siglo XIX, especialmente en casos tan claros como los de la revista La Moda en la Argentina y la generación del 377; sin embargo, me interesa resaltar esta visión, primero, porque nos permite comprender mejor cómo los escritores están fusionando distintos sentidos y funciones en las crónicas de moda, y segundo, porque nos permite ver cómo esa fe inicial en el poder del traje como agente modernizador se va perdiendo a medida que avanzamos en el siglo.

Para la generación del 37 el panorama era muy claro, la moda parisina era la civilización, el poncho era la barbarie. Todo resto del pasado —inclu-yendo por supuesto lo español— debía ser sustituido por las prendas que representaban un mundo moderno y cambiante. La moda se concebía —por su celeridad y su eterno cambio— como una herramienta de transformación: “La moda es el agente primordial y más activo del progreso. No existen modas retrógradas porque todas las modas son un proceso de aprendizaje, una nueva edición, siempre más y más perfecta” (Cané. El Iniciador. 1838, 3: 53). Para estos escritores, una sociedad cambiante, que se desembaraza del pasado, es una sociedad abierta al progreso; de esta manera, el fenómeno de la moda se convierte en un elemento inherente a la modernización. Como ya lo han señalado repetidas veces varios teóricos que han estudiado el fenómeno de la moda —Baudrillard, Barthes, Lipovetski, Perrot—, no hay moda sin modernidad.

Ahora bien, esta conexión nos permite ver cómo esa reinterpretación del traje y de la moda es, en última instancia, una reinterpretación del discurso de la modernidad. Aun esta generación tan emblemática, acusada continuamente de la importación del modelo europeo sin mayores variaciones ni adaptaciones a la realidad argentina, tiene en el fondo sus reservas con una modernidad que puede ser amenazante. Si uno revisa las crónicas con cuidado encontrará esta necesidad continua de la recreación. Regina Root en su artículo “Tailoring the Nation: Fashion Writing in Nineteenth-Century Argentina” detecta con agudeza estas variaciones que son en el fondo políticas: “Just as the Unita-rian intellectuals were to alter Parisian fashion for an Argentine climate, so too would they taylor French and English liberal ideals for Argentine consumption” (2002: 81).

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La moda, al igual que los procesos de modernización, se transforma enton-ces en un imperativo8 —al menos para una buena parte de la elite letrada—, pero se trata de un imperativo que hay que redefinir. Nuestro sombrero a la dernière necesita a fin de cuentas de este rediseño que module ciertos excesos y ciertas desviaciones poco acordes con los proyectos políticos regionales. Ese figurín de París que funciona como modelo de progreso y avance tiene también otras cargas que es necesario neutralizar:

En esta época en que la excentricidad impera como reina absoluta, se ven en París una multitud de trajes extravagantes; no intentaremos describirlos, porque el deber que nos hemos impuesto al escribir esta revista, es dar cuenta a nuestras amables lectoras de los cambios que sufre la moda, pero no reseñar esos trajes ostentosos y extravagantes de que se valen para llamar la atención algunas mujeres de París […]. Siguiendo, pues, con nuestro propósito de ocuparnos solamente de las modas razonables y de buena so-ciedad, comenzaremos nuestra revista (La Biblioteca del Hogar.1867: 32).

Esa moda “razonable” sólo es posible si se contienen los excesos del mo-delo original. La moda como una práctica ligada a la mesura y a la razón será una bandera que defenderán tanto liberales como conservadores. De alguna manera las diferencias entre ambos bandos se minimizan al tratar un asunto tan incómodo como la moda: algunos serán más abiertos a las novedades de París, otros un poco más tradicionales, pero ambos coincidirán en la ne-cesaria traducción y control del mensaje original. Este control nos habla de cierta reticencia a algunas cargas que porta consigo la modernización, una reticencia que puede ser observada, como ya vimos, incluso en las visiones más liberales y progresistas. El proceso de traducción parece entonces una tarea ineludible para la elite letrada, un proceso que intentará construir un modelo relativamente original, adaptado a las circunstancias políticas y sociales de la región.

Los impostores

La fe en el poder modelador y modernizador de la moda parte, como ya vimos, de la concepción de un sujeto que puede ser leído de una manera transparente. El traje no cubre el cuerpo, más bien lo devela, de allí que —según esta visión— un sujeto que asuma los valores liberales y republicanos terminará reflejando estos valores, inevitablemente, en su vestimenta. De

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allí, también, que la crónica de moda se convierta en un lugar donde el traje adquiera un tinte, si se quiere, “espiritual”. Esta suerte de carga espiritual hace que el letrado pueda asumir la crónica de moda como un lugar que se “desbanaliza”. En la revista El Entreacto, publicada en Caracas en 1843, encontramos un ejemplo claro de este proceso de mutación de la moda en un texto que devela el interior del sujeto:

Siendo todo homogéneo en el hombre, correspondiendo todo en él a una causa interna, la elegancia, que es la traducción exterior del individuo, está sometida también a esta ley, y su causa interna es el carácter. El talento no ejerce una acción real sobre la elegancia, porque cada ser se reasume en el carácter, y el talento no es más que una parte integrante de él (El Entreacto. 1843, 3: 22 ).

El cronista le resta importancia al talento, concebido éste como destreza y habilidad en el manejo de los códigos de la elegancia, para reforzar la idea de que la apariencia está vinculada estrechamente con un elemento constitutivo del individuo: el carácter. La pose, los modales, la vestimenta, son algo más que simples códigos que pueden adquirirse, son, en última instancia, “la traducción exterior del individuo”. Esta incorporación del traje al carácter del sujeto hace de la crónica de moda, una vez más, un lugar paradójico. Si bien su función principal parece ser la difusión, precisamente, de esos códigos de modernidad y sociabilidad, estos códigos no valen de nada si no van acompañados de unos valores intrínsecos del individuo que parecen difíciles de alterar. El manejo correcto del código de las apariencias puede ser un arma de doble filo. Por un lado, pareciera que éste tiene el poder de transformar el interior del individuo, pero, por otro lado, existe el peligro de que el código sea usado por una suerte de impostores que hacen de él un mero disfraz.

Si comparamos el optimismo inicial de las crónicas de moda de la primera mitad del siglo con las crónicas de la segunda mitad del XIX encontraremos que tiende a imponerse una suerte de desencanto hacia el poder real de la moda y aparece una mirada más crítica y menos optimista. El discurso de la apariencia como expresión del sujeto parece ceder espacio ante la siempre latente amenaza del engaño y la impostura. El letrado parece darse cuenta de que el manejo eficiente de los códigos de la vestimenta y de los parámetros de la moda no tiene por qué traer consigo la transformación del individuo en un sujeto moderno. De esta manera, las crónicas de moda

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comienzan a reflejar este temor a la apariencia trucada e intentan frenar tanto el excesivo gusto por los avatares del tocador como la posibilidad de que éste sirva de enmascaramiento.

Sólo un ojo muy bien entrenado será capaz de descubrir el engaño y encontrar las minúsculas fisuras de ese traje. El concepto de “distinción” —que tanto manejaron Barthes y Bourdieu— parece tener un papel funda-mental, la farsa puede ser descubierta en los pequeños detalles: la manera de anudar una corbata, de llevar un sombrero, de usar un abanico, etc. La crónica intenta entonces, no sin cierto recelo, agudizar esa mirada para poder distinguir al sujeto moderno, ilustrado y republicano, de sus copias falsas y de sus imitadores.

El mundo de la apariencia y de la moda, tan defendido en un primer mo-mento como herramienta civilizatoria, termina por mostrar sus perversiones. Dentro del campo letrado se impone entonces el resquemor de un mundo que parece perderse, precisamente, en las formas vacías, en los afanes de la distinción y en un materialismo que amenaza los proyectos nacionales.

Voy a dedicar a mis amables y benévolas lectoras una noticia de las ne-cesidades del día.Estamos atacados de una enfermedad mortal: del amor al lujo desenfre-nado; nos importa menos ser que parecer; la vanidad nos mata; el mal ha llegado a las mujeres, y éstas están más profundamente heridas que los hombres. Nunca la acre sed de goces ha abrasado con un fuego más devorador las entrañas de la humanidad; nunca las tendencias materialistas se han dibujado tan claramente como en nuestros días, y como no hay hecho aislado en el mundo, todo se encadena y todo se deduce con un lógica inflexible y despiadada (La Primera Piedra. 15 de febrero de 1889: 919).

Este viraje en el discurso sobre la moda nos muestra un campo letrado que, por un lado, ha perdido la fe en el discurso de la vestimenta como una herramienta poderosa de disciplinamiento y modernización, y, por otro, un campo que se enfrenta a nuevos temores: el temor de un mundo moderno que se devora a sí mismo y que se consume en el materialismo sin control:

En todo hay una exterioridad que es lo que más importa. Puede cualquiera ser muy instruido, pero modesto, ¿de qué le valdrá? De nada. Lo que se

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necesita es charlar; anunciarse como portento, como único en cualquier ramo, y la multitud es tan buena, tan candorosa, que todo lo cree […]. Y todo es puro vestido, pura apariencia; y luego os atreveréis a creer que el hábito no hace al monje […]. El mundo no ve más que la superficie; la sociedad está demasiado preocupada para meterse a profundizar algo (La Ilustración Mexicana, 1850; en: 1994: 441).

Esta es la otra cara de la moda como discurso modernizador: el deseo irrefrenable y el consumo. Los valores republicanos, civilizadores y modernos que los letrados intentaban colocar sobre el traje parecen diluirse dentro de este deseo indetenible de posesión. El discurso letrado de la moda debe en-tonces encontrar sus propios límites, anclar las apariencias a un significante que se mueva detrás de ellas. De nuevo hay que retomar el ideal del escritor como un mediador de la sociedad de consumo, una suerte de regulador que modula los decibeles del deseo. Este mediador hará uso de nociones que han estado siempre muy cercanas a la moda: el control y el castigo.

Tanto los impostores como aquellos que han hecho de la moda un sistema vacío deben ser identificados y execrados del mundo social a través de dos armas muy poderosas: la descalificación moral y el ridículo. La crónica refuer-za el carácter punitivo de la moda para que ella pueda seguir funcionando como un elemento discriminante que separe al prototipo del ciudadano de sus distorsiones. Se trata de un ajuste dentro del discurso letrado que no desecha los espacios de la moda sino que aprende a lidiar con los matices y las pequeñas diferenciaciones, así como con los límites y los peligros tanto de la apariencia como de la sociedad de consumo y del mundo moderno.

A medida que la modernización avanza —con todos los contratiempos que tiene en América Latina— el letrado tendrá entonces que lidiar con nuevos demonios, demonios que él mismo ayudó a crear y que ahora debe contener. El proceso de masificación de la moda hace que el escritor tenga que hilar más fino para poder encontrar el justo valor de un traje y de sus cargas semánticas9.

Una línea de fuga. A manera de epílogo

Es evidente, como ya hemos visto, que las crónicas de moda portan con-sigo todo un discurso político, moral, ideológico, pedagógico, innegable; sin embargo, también es necesario resaltar el lugar despolitizado desde el cual pretenden hablar. Estas tempranas crónicas de moda no sólo son presentadas

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como un discurso ajeno a las cargas políticas, sino incluso como su discurso otro, una suerte de línea de fuga que permite el desarrollo de una escritura cuya función se encuentra más cercana al placer y a la distensión.

En el número 1 de la revista El Entreacto encontramos una descripción detallada de este lugar despolitizado desde el cual se pretende hablar. El autor justifica la creación de la revista, precisamente, porque ella ofrece un espacio alternativo en un momento donde la política parece devorarlo todo:

En las visitas, en las tertulias, en las comidas, en los paseos, en el teatro, la política domina despóticamente, aridece las conversaciones, hace bos-tezar a las damas y altera los ánimos de todos: la política es en moral lo que los cuerpos esencialmente porosos en física, absorbe todos los juegos del entendimiento.Nosotros no somos partidarios de los extremos, que estamos persuadidos de que así como el cuerpo no puede nutrirse con una sola especie de alimento, tampoco es dado al alma ocuparse de un solo sentimiento; nosotros que estamos por la división del trabajo material y espiritual-mente, ha mucho tiempo que nos hemos pronunciado contra la política en el teatro. Envueltos cual nos vemos en un torbellino perpetuo de intranquilidad, miseria, insulto, discusiones; sufriendo ante el estado anormal de la prensa; cansados bajo el peso de muchas ideas dolorosas, consideramos el teatro como consolador refugio, como un punto de descanso en la jornada […]El Entreacto, resultado de las razones enumeradas, saldrá a luz todas las noches de ópera y se ocupará de música, literatura, modas, costumbres, biografías de artistas, novedades (El Entreacto. 1843, 1: 1).

Junto al teatro10 y a la literatura, la moda se presenta aquí como parte de un discurso que intenta satisfacer otras necesidades y que, aparentemente, elude de manera consciente el terreno de la política. Su función, precisamen-te, se deriva de esa capacidad de convertirse en “refugio”, en un espacio de distensión. Esta noción de la crónica de moda como espacio despolitizado se repite insistentemente de una publicación a otra. En la revista La Guirnalda encontramos una concepción muy similar del papel de la moda:

En una época como la que dichosamente alcanzamos, cuando en medio de las dulzuras de una paz que creemos será duradera marcha Venezuela rápidamente a su prosperidad: cuando la juventud huyendo del árido

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campo de la política, busca con avidez producciones de imaginación que le ofrezcan dulce contentamiento: cuando se acaba de crear una cátedra de literatura que va a regentar un joven conocido por sus talentos y entusias-mo por las letras; y en fin, cuando no poseen nuestras bellas un solo papel en que les sea dedicada una parte siquiera careciendo por consiguiente de noticias exactas sobre los hechiceros encantos del tocador; nos hemos arriesgado, confiando en tan propicios antecedentes, a publicar nuestra Guirnalda ofreciéndosela como un presente (La Guirnalda. 1839, 1: 1).

La crónica de moda aparece aquí asociada al campo de la literatura —con toda la amplitud que implica este término— y a las “producciones de imaginación”, esferas que el autor asocia con el “dulce contentamiento”. Habría que preguntarse entonces por qué esta necesidad de establecer un claro deslinde entre esta práctica discursiva y las funciones más pragmáticas de la escritura, por qué esta necesidad constante de demarcar otro espacio discursivo.

Creo que lo primero que habría que analizar sería, precisamente, la posi-bilidad del deslinde. El hecho de que la crónica de moda se presente como un espacio distinto, implica ya la posibilidad de concebir lo literario y la escritura como espacios que pueden, y muchas veces deben, estar exentos de la política, al menos de la política del día a día, de la Realpolitik. Sin duda, más que la renuncia a la visión de la escritura como un elemento que sirve para la fundación nacional, se trata de una manera distinta de dialogar con lo político: “Hay aquí también [en las revistas] la misma aspiración a separarse de la politicidad demasiado quemante de lo contingente. Pero lo que es expelido por una puerta retorna por la otra en la forma de una nueva forma de cotidianidad de lo político o mejor, de una nueva politicidad de lo cotidiano” (Poblete, 2006: 52).

Las crónicas de moda, en última instancia, nos muestran estas nuevas formas de hacer política desde la modificación de lo cotidiano y lo privado, pero, más allá de que este deslinde de lo político efectivamente se produzca, lo importante es ver un campo letrado que se plantea estas separaciones, que se pregunta por las funciones de lo literario y que concibe el espacio discursivo como un terreno donde es necesario combinar múltiples funciones: desde las tan recurrentes funciones ideológicas y políticas hasta funciones ligadas al disfrute y el entretenimiento. Sin duda, esta multiplicidad está vinculada a la posibilidad y a la necesidad de insertarse en algunas formas del mercado; la incipiente profesionalización que parece acompañar a la crónica de moda

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permite pensar en un lugar de enunciación donde es necesario negociar —como ya vimos— con nociones como el entretenimiento.

Este proceso de negociación implica entonces distintos procedimientos: por un lado, hay una serie de concesiones que se le hacen a ese mercado, y por otro, hay un proceso claro de enmascaramiento que permite esconder detrás de las blondas de un traje propuestas más “serias”. Si bien ambos procesos parecen antagónicos, en el fondo se trata del reconocimiento de que existen formatos y géneros que sólo pueden dialogar con la política de manera enmas-carada. Esto implica reconocer dentro de “lo literario” funciones y espacios muy distintos. Hay, sin duda, un proyecto que incluye a la moda como una herramienta necesaria para la formación de un temple republicano, pero hay también la conciencia de que se trata de un espacio discursivo distinto, un espacio que impone sus límites, así como un necesario diálogo con formas de la distención, del entretenimiento y, en última instancia, de lo banal.

Sin duda, este proceso de enmascaramiento está estrechamente vinculado a su receptor ideal, una lectora a la que parece que no puede hablársele de otra manera. Se asume la banalidad como una suerte de puente entre el discurso letrado y los intereses de la mujer. En última instancia lo que este puente nos está mostrando es cómo el campo letrado está intentando expandirse y llegar a nuevos agentes a través de la diversificación de las funciones discursivas. Los asuntos más serios seguirán siendo un terreno masculino, mientras que el mundo del placer y el entretenimiento tendrán un temple femenino:

No está fuera de nuestro plan ocupar algunas veces nuestras columnas con los asuntos que son propios y privativos del bello sexo. Es necesario en la vida hacer grato el invierno, analizando la belleza de las flores que nos han complacido en la primavera ¿Por qué los intereses varoniles han de llamar todo el año nuestra atención, y los de la otra mitad de la sociedad los hemos de dejar en el olvido? Pero no empezaremos a llenar este deber con las observaciones serias que se hacen sobre la educación, capacidad, aptitud, y ocupaciones de nuestras bellezas; por esta vez quere-mos hablar sobre alguna cosa que siendo propia de ellas les sea también grata y útil, y por tanto elegimos la pintura de una mujer a la moda (El Nacional. 1835, 63: 44).

Los “intereses varoniles” evidentemente están vinculados a las prácticas discursivas más politizadas, a los “asuntos serios”, mientras que los intereses femeninos estarán vinculados al entretenimiento, al menos en el caso de

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las crónicas de moda. La autoridad letrada debe rediseñar continuamente sus estrategias, su lugar de enunciación, sus alianzas, etc. Sabemos, más allá de las proclamas, que efectivamente las crónicas de moda no funcionan como el espacio “otro” de la política, pero tampoco como su fiel imagen. Las crónicas de moda de esta primera mitad del siglo, como ya vimos, son particularmente ricas e híbridas, ellas ponen en escena un campo letrado muy complejo que continuamente debe dialogar con distintas funciones y formas de la escritura. Estas crónicas a ratos son metáforas políticas, formas de evadir la censura; a ratos métodos de formación moral y espiritual, de creación de ciudadanía; a ratos, discursos con los que mediar con el mercado y el consumo; otras veces, tan sólo maneras de abordar la escritura desde vetas menos pragmáticas y más hedónicas.

Este campo múltiple y diverso que combina —no sin contradicción— for-mas donde se entretejen el placer y la configuración nacional nos muestran una elite letrada marcada por las mediaciones, los diálogos, la negociación. La manera como esta ciudad letrada negocia con lo banal y dialoga con formas del consumo y del mercado, nos muestra un campo complejo con fronteras mucho más porosas de lo que la crítica nos suele mostrar. Las banalidades del tocador terminan convirtiéndose así en un magnífico retrato de la com-plejidad del campo letrado, de sus enmascaramientos, de sus impurezas, de sus temores y deseos, y, sobre todo, de sus contradicciones internas y de sus pugnas por la legitimidad. Tal vez este retrato —fragmentado, inconclu-so— nos ayude a entender con más claridad las enrevesadas relaciones que aún parecen mantenerse entre el campo intelectual y el temido mundo de lo banal.

Notas

1 Si bien la moda puede rastrearse en el siglo XVIII, especialmente bajo la corte de los Borbones, me interesa resaltar en este texto, más que sus orígenes, la manera como se relaciona con los proyectos nacionales y las repúblicas independientes.

2 Si bien la autoría es un concepto muy confuso para el momento, difícil de delimitar, resulta llamativo la insistencia en camuflar cualquier vestigio de ella (ver Paulette Silva: 2007).

3 “No se puede olvidar que la suscripción es un contrato en el que el lector se siente con derecho a exigir y en cierto modo lo coloca en una situación en la que puede participar, generalmente a través de cartas al redactor, cuando siente sus derechos vulnerados “ (Paulette Silva, 2007: 39).

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4 Sin duda hubo grandes excepciones: en países como México, por ejemplo, los figurines se incorporaron desde muy temprano. La revista El Iris ya mostraba ilustraciones de moda.

5 Hay que reconocer el excelente trabajo que ha llevado a cabo Beatriz González en el estudio de la cultura visual en el siglo XIX en América Latina (ver González y Anderman: 2006).

6 Ver los trabajos de Silvia Molloy “La política de la pose” (1994), Paulette Silva Bauregard Una vasta morada de enmascarados (1993) y Patricia Massé Simulacro y elegancia en tarjetas de visita (1998).

7 Ver los trabajos de Francine Massielo, Susan Hallstead y Regina A. Root. 8 La moda entonces no sólo no es censurable (salvo sus desmesuras y excesos)

sino que se convierte en un deber. A diferencia de sus predecesores (religiosos y reformistas) que encontraban en ella peligros insondables, los cronistas de moda harán de ella un imperativo. Este sujeto que se declara ajeno a la moda, torpe, ignorante de sus principios, utiliza fuertes epítetos para aquellas mu-jeres que sean ajenas a esta práctica. En El Canastillo de Costura encontramos que “Una joven que se viste a la moda y tiene juicio se acomoda al uso sin lle-varlo al extremo, se ríe de él, y sabe que es indispensable para no ser ridícula, ni rara” (1826, 1: 55). En La Guirnalda encontramos que “La mujer más bella, si no se viste a la moda, pierde una parte muy considerable de su hermosura, parece como desencajada de la sociedad, como un miembro aparte y original” (1839, 7: 97). En ambos comentarios podemos ver cómo uno de los mayores temores letrados es que la mujer se distinga de un cierto modelo homogé-neo, no solo que sea “rara”, sino también que sea “original”, “un miembro aparte”. La mujer no debe sobresalir ni por sus excesos ni por sus carencias, la moda es el justo medio del “buen gusto”, aquel que mesura y homogeniza.

9 Habría que revisar la manera como en el fin de siglo el discurso de la moda pierde mucho de estas cargas y asume el traje como una vertiente más hedónica, placentera e individualista.

10 Sobre el papel del teatro en el proyecto letrado, ver el trabajo de Dunia Galindo Teatro, cuerpo y nación (2000).

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Hemerografía

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