Book about my desire to make a natural history museum

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EL OMINOSO MUSEO DE ALEX ECHEVERRÍA

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EL OMINOSO MUSEO DE ALEX ECHEVERRÍA

Jezebel Nachtmar, Denisse Von Gegen Rad y el equipo de Marginalia

El Ominoso Museo

de Alex Echeverría Con un prólogo de Nauj Adlamy una portada de Drizzle Anzivoll

2013Editorial Marginalia

QUERÉTARO ARKHAM KADATH

© Editorial Marginalia, Querétaro. 2013

Distribuido en edición limitadaInformes:

Tipografía y diseñoMarginalia EditoresQuerétaro, México

Erachi K’heri, JuriquillaJunio, 2013

DEDICADOa

El Que Espera

PRÓLOGO

Odio los viajes y los exploradores. La frase no es mía, es de Claude, mi gran amigo. Soy músico, estudié en Miskatonic y raras veces salí de Arkham. Hoy vivo en Querétaro y como es de suponerse, mis amigos en la ciudad fueron paisanos de Arkham: Eddy Green-love y Alex Echeverría. A Claude lo conocí en Brasil ─en uno de esos viajes que hice muy a mi pesar─ y gracias a mí, él fue a Mis-katonic, a hablar ante un público ávido de escuchar sobre su vida con los indios amazónicos. Sin embargo el único que se interesó cabalmente en su trabajo fue Alex, alguien que como yo, como el propio Claude, odiaba a los viajes y los exploradores. Lo cual no fue obstáculo para que a lo largo de los años, viajando, hiciera acopio de una colección de rarezas traídas de los rincones más remotos del planeta. Para Alex, la repugnancia a moverse de su querida Nueva Inglaterra era sólo superada por la fascinación ante lo insó-lito. Prueba de ello es el peculiar viaje que hiciera alguna vez con Eddy a un país subdesarrollado y más bien salvaje. En ese enton-ces ambos estaban comisionados por Miskatonic para ciertos con-venios de investigación con la Universidad de California, Los Ánge-les (UCLA). Alex aún era joven y había comprado una camioneta “camper”, con una cocineta, un baño seco y un par de catres en litera, pues Los Ángeles, como cualquier otra gran ciudad, le re-pugnaba. Encontró un trailer park a las afueras, lejos de la luz ci-tadina, sitio ideal para dar rienda suelta a su mayor afición noctur-

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na: contemplar estrellas. Poco después de la compra, Eddy, recién egresado y lleno de proyectos, tenía que ir a la Ciudad de México y pensó en algo. No conocía aquel país, y hasta donde sabía Alex tampoco. Le dijo “mira, me han dado mil quinientos dólares para el viaje. No veo por qué gastarlos en un vuelo en avión ya que mi com-promiso en la Ciudad de México no me llevará más de un par de horas y la Universidad me ha dado 15 días para el efecto. No he replicado, pues si tú aceptas, nos podríamos ir en tu flamante com-bi para conocer toda la costa del Pacífico en ese país, que al parecer es el mismo de tus ancestros”. Alex no se entusiasmó en lo absolu-to, replicó que el lugar de nacimiento de cada quién es mera obra del azar, pero el de los ancestros es un hecho tan ajeno, que resul-ta irrelevante. Además ir a una megalópolis más decadente que Los Ángeles era impensable. Pero cuando Eddy le dijo que en el pueblo de Atitalaquia, en Hidalgo, a menos de media hora de la Ciudad de México, había visto un viejo ejemplar del Necronomikon del árabe loco Abdul-Alhazred, el viaje se convirtió en un hecho definitivo. La camioneta, recién salida de la agencia, resultó comodísima. El tra-yecto fue agradable, Eddy resolvió sus asuntos y tuvieron mucho tiempo para visitar museos y bazares. Por supuesto, Alex estaba ansioso de llegar a Atitalaquia, así que a la brevedad se dirigieron allí. Desconozco los pormenores, pero logró comprar el libro. He visto el vetusto ejemplar del Necronomikon, una edición verdadera-mente rara pues está escrita en caracteres cirílicos, vaya, toda una joya que adornaría el bizarro museo que desde entonces Alex tenía en su casa. Pero lo que he contado son anécdotas, lo interesante, lo que en verdad me animó a escribir este prólogo, es lo que sigue. Eddy sugirió que el regreso lo hicieran por la costa del Golfo. Alex, tan contento con su nueva adquisición, no puso reparo. Desde el arribo al Puerto de Veracruz hasta su llegada a Antón Lizardo las cosas fueron bien, pero apenas salían del pueblo cuando la combi comenzó a echar un humo gris acompañado de tosidos, explosio-nes, y al fin fuego en el motor. Bajaron alarmados, Alex roció el

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extinguidor sobre la máquina en llamas y pudo acceder al compar-timiento ardiente. Era un desastre, sobre todo porque los catres y el bañito, hechos de plástico, se habían convertido en un mazacote amorfo que dejó inservible casi la mitad de la parte trasera de la camper: adiós al alojamiento gratuito. La buena suerte sin embar-go protegió al Necronomikon, que había permanecido y seguiría permaneciendo hasta el final, bajo el asiento del conductor. Resu-miendo, que luego de enormes peripecias, al fin lograron hacer un trato con el dueño de un taller mecánico y puesto que Alex era aficionado a los autos y Eddy estaba preocupado por el dinero, abatieron los costos de reparación ayudando en ésta sin chistar. La verdad, el entusiasmo de Eddy era mínimo, pero Alex gozaba apre-tando tuercas y conversando en español con los mecánicos, en especial con un viejito decrépito que a duras penas podía echarles una mano con la herramienta. El anciano, sin embargo, tenía mu-cha iniciativa e insistió en armar el cárter. Alex lo miraba trabajar animoso pero torpe. Por un momento le extrañó la insistencia con que aquel hombre intentaba extraer algo de un conducto en el mo-tor; estaba a punto de acercarse a ayudar cuando el maestro me-cánico le pidió que le pasara un autoclé. Así, entre las pláticas del maestro con Alex y los chistes malos del viejito, Eddy fue pasando un rato más bien aburrido y dio gracias a todos los dioses cuando el motor de la combi ronroneó como gatito. Pagaron, tomaron una cerveza y continuaron de inmediato el viaje, a pesar del cansancio, pues luego de la descompostura apenas si habían podido dormir. Llegaron a Tampico y en lugar de cruzar la frontera, a Eddy se le ocurrió visitar a un viejo amigo en la Ciudad de Monterrey. “Me debe más de mil dólares” fue su argumento. Al llegar resultó que el amigo deudor o no estaba o negaba estar. Muertos de agotamiento, lo único que se le ocurrió a Eddy fue ir a las oficinas del negocio de un primo suyo, a las afueras de la ciudad. A Alex le llamó la aten-ción que, teniendo un pariente allí, tras seis horas, Eddy no hubie-ra hablado antes; dado que la camper ya no servía para dormir en

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ella, les urgía hospedaje. El caso es que pudieron llegar a las dicho-sas oficinas, enclavadas en un fraccionamiento muy lujoso pero apenas construido, con enormes avenidas bordeadas por extensos lotes vacíos. Al fondo de una de ellas, solitaria, vieron la gran man-sión que albergaba las oficinas del primo de Eddy. Eran más de las 7 de la noche. El encargado, luego de la llamada de don Howard Greenlove, los recibió con extrema amabilidad. Las oficinas ocupa-ban toda la planta baja, pero en la planta alta, de las 4 habitacio-nes, tres estaban vacías aunque la restante tenía un par de camas, un gran ropero y un televisor. Apenas dieron las 8, todos salieron con una prisa desmesurada. Eso llamó la atención de Alex, quien pensó “no cabe duda que los mexicanos odian sus trabajos”. Se instalaron. Las camas eran comodísimas y muy amplias. Alex, ren-dido, se durmió de inmediato. Su amigo estuvo viendo la TV y ha-blando por teléfono con su primo. Lo que pasó mientras tanto es el quid de este prólogo: el sueño de Alex. Estaba en la cama, la misma cama amplia donde dormía. En eso entreabría los ojos y en el qui-cio de la puerta, cubierta por penumbra, la silueta de una mujer le observaba. A juzgar por los rasgos, era apenas una muchacha, esbelta, quizás hermosa. Ella fue avanzando muy lentamente. Cuando la luz la iluminó Alex contempló con temor que aquel cuer-po estaba totalmente bañado en lodo, un limo seco y agrietado, pardo, revistiendo con espesos bloques sus cabellos, como si éstos fueran unas rastas descuidadas. La imagen daba miedo, pero él pensó que tras aquel velo se ocultaba un rostro bellísimo, juvenil. Sintió una gran compasión. Le habló con dulzura, se levantó de la cama y le llevó unas toallas, preparó la tina y sin dejar de hablar le dijo “anda, ven, métete a la tina, date un buen baño, yo te conse-guiré ropa limpia. Descansa, no te preocupes”. La joven lo miró fi-jamente, extendió un brazo y le dijo con una sonrisa “¡te invito a una fiesta!” Alex la siguió dócil. Al salir del cuarto, el pasillo se convirtió en una extensa calle empedrada. A ambos lados había puestos de comida y entre las casas de adobe enjarrado, infinidad

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de hojas de papel picado, en colores vivos y figuras hermosas. El aroma era delicioso. La joven ahora llevaba un vestido azul, de fal-da ligera, y traía el pelo suelto. Era un pelo castaño, ondulado y brillante. “¡Qué bella muchacha!” pensó, pero más tardó en pensar que en ser invitado por la gente a celebrar, a comer, a beber una cerveza exquisita, unos tamales deliciosos. Cuando despertó, toda-vía con el sabor de las viandas en el paladar, no pudo contenerse y le contó todo a Eddy. Éste, conforme avanzaba en el relato fue pa-lideciendo. Alex lo notó y le preguntó qué pasaba, pero él dijo “ter-mina, ya te lo diré”. Al concluir le contó “¿sabes por qué se fueron todos a las 8? Porque según dicen, aquí espantan. Por eso me re-sistí tanto a hablarle a Howard. No es que sea supersticioso, pero sí soy miedoso. Lo que me has contado me aterra. Dicen que aquí era una casa de seguridad de policías. Tú sabes, la policía mexica-na no tiene muy buena fama. El caso es que dicen que ellos se-cuestraron a una joven, al fin la mataron una noche lluviosa, ente-rrándola en el jardín”. Eddy quería irse de inmediato, pero esa idea no era buena. Su primo llegaría hasta el otro día y él les iba a dar el dinero que necesitaban para regresar con cierta holgura. Alex dijo “mira, no te preocupes, todo esto ha sido mera casualidad. Lo sobrenatural no existe, pero entiendo que la mente, al creerlo, le dé un carácter indistinguible de la realidad. Así que piensa en que sólo pasaremos otra noche aquí y mañana, en cuanto llegue tu primo nos vamos”. Eddy, no muy convencido, aceptó. Por fin llegó la noche. Eddy encendió de nuevo la TV, esta vez a mayor volumen y viendo sólo programas estúpidos que le ayudaran a olvidar su miedo. Alex se durmió y por lo que me llegó a contar, no estaba soñando nada, cuando de repente un ruido fortísimo le despertó. Eddy estaba aterrado. El estruendo venía de la planta baja. Despe-rezándose y a vistas de la parálisis de su amigo, Alex decidió ver qué había pasado. Un viento silbante soplaba afuera, los árboles se doblaban y el ruido del aire ya estaba dentro de la casa. Una ven-tana se había abierto azotándose con violencia. La cerró. La tor-

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menta era una de las peores que recordara. Al fin subió y trató de tranquilizar al amigo. Cuando casi lo lograba, la luz se fue. El vien-to rugía y uno de los vidrios de su habitación cedió. Los cristales saltaron por todos lados. Eddy gritó “vámonos de inmediato”. Apre-suradamente recogieron sus cosas. La luz regresó intermitente. Aprovecharon los esporádicos destellos para bajar las escaleras. Al llegar a la planta baja Eddy volvió a gritar histérico “¡la puerta está atascada!” Alex bajó apresurado, casi se tropieza en la escalera cuando le pareció ver, en la penumbra, un par de botas de hule totalmente cubiertas de lodo aún húmedo. No tuvo tiempo para preocuparse. Se sumó a los esfuerzos de Eddy para intentar abrir la puerta. “Debe ser la presión” pensó “sí, aquí dentro la presión es mucho mayor que en el exterior y cuando salí del cuarto, al cerrar instintivamente la puerta, generé un diferencial que impide que abramos”. Tras la reflexión tomó la silla que estaba en el recibidor y la arrojó con fuerza contra una ventana. El viento penetró voraz, dispersando papeles. La lluvia empapó el piso de madera. La pre-sión entre la casa y la calle se había igualado: la puerta cedió. Co-rrieron hacia la combi. Apenas había encendido el motor cuando vieron cómo el transformador afuera de la residencia estallaba con una fulgurante luz azul, lanzando chispas por todos lados. Sin de-cir palabra salieron despavoridos en medio de la tormenta y no pararon hasta llegar a la frontera. Cierto, para que el dinero les alcanzara tendrían que malcomer, pero ─pensó Eddy─ “¿qué po-dría ser peor que lo que ya habían vivido?”. Era verdad. Todo el camino les siguió la borrasca, aún cuando pisaron suelo patrio. Pero una vez allí se sintieron agradecidos, en Laredo había todo un montaje de seguridad para afrontar la furia del huracán Gilberto. “¿Lo ves?” dijo Alex “lo sobrenatural no existe, nuestra aventura en la casa de tu primo se debió nada más a este huracán y segura-mente a que mientras yo dormía, tú debes haber hablado con él refiriendo la historia macabra de la muchacha. El resto lo hizo mi subconsciente”. Eddy asintió sin convicción, sobre todo porque sa-

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bía que para llegar a Los Ángeles les faltaba largo trecho y eso ex-tinguía cualquier intento de réplica. Siguieron hasta Tucson, pero allí, hambrientos, cansados, molestos, la combi les jugó la última mala pasada: una explosión, una humareda. Otra vez el ritual del extinguidor. Pero ahora, al abrir el compartimiento del motor no había fuego, sólo una gran masa de metal al rojo vivo. ¡El motor fundido como plomo! Fue un problema. Tuvieron que responder ante el condado, gastar un dinero que se agotaba en grúas y trámi-tes legales. El peritaje mostró que un tornillo se había atorado en la biela haciendo una serie de malabares extraños que lo atascaron súbitamente, rompiendo váyase a saber qué cosas, haciendo girar como locos váyase a saber que metales, pero generando tal fricción que el pobre motor Volkswagen acabó fundiéndose. En la mente de Alex se plasmó la imagen del viejito de Antón Lizardo hurgando en un conducto del motor. Lo maldijo casi tanto como al salvaje país de donde venían sus propios ancestros. Independientemente de la multa, que podría pagarse al llegar a Los Ángeles, independiente-mente de que al fin el seguro cubriría la mayor parte de los gastos, por lo pronto se encontraban varados en las afueras de Tucson, con apenas 10 dólares. A un lado de las oficinas de la aseguradora, Eddy vio un letrero anunciando carreras de caballos en un hipó-dromo cercano. Convenció a Alex para que lo acompañara. Allí, fue al restaurante, preguntó por la tienda de recuerdos, tras un rato regresó con un libro y dos dólares menos. Era el catálogo de los caballos más rápidos de la temporada. Eddy estaba concentrado. Alex, uno de cuyos doctorados versaba en estadística, veía con tris-teza y lástima a su amigo y joven ex-alumno. “Nunca dejará de ser un supersticioso” pensó. Al fin, Eddy le dijo “vamos a ganar, las probabilidades son muy altas”. Alex podría haber replicado, pero se contuvo. Si eso tranquilizaba a Greenlove, qué hacer, de cual-quier modo con ocho dólares poco podía lograrse. Pero Eddy ganó. No una vez, no dos veces ¡cuatro veces consecutivas! Con trescien-tos dólares en la bolsa no les fue difícil llegar a UCLA, en avión,

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luego de una merecida cena con su buena botella de vino. En ape-nas dos meses Alex recuperó su camper, nuevecita, y el viaje de Eddy a Ciudad de México fue tan exitoso, que logró financiar una ansiada exploración a tierras yucatecas, en busca de cierta máqui-na legendaria que supuestamente habían construido los mayas.

Pues bien, ¿a qué todo ese relato? Se han de preguntar ¿qué no era esto un prólogo? Como les advertí no soy escritor, soy músi-co. Así que no puedo evitar concentrar la atención en patrones, en temas que se repiten rítmicamente. El tema es la suerte. El patrón es la insistencia de Alex sobre lo que él considera meras casuali-dades. El tema es la confianza de Eddy en que la suerte sí existe. El patrón que para Alex la casualidad siempre tiene explicaciones lógicas. Bueno, pues para finalizar tendré que recurrir a otra anéc-dota, esta vez de mi viejo maestro y amigo, Claude Levi-Strauss. Cuando él trabajaba con los Yanomami, en Brasil, estuvo cola-borando con un joven antropólogo de sangre Yanomami: Huberto Madeira. En la aldea que estudiaban había un brujo muy temido. Era un “brujo de agua”, maestro en los espíritus que habitan ríos y lagunas. La aldea, de hecho, estaba en una laguna y las cabañas descansaban sobre palafitos. Todos padecían sus afrentas y no se atrevían a detenerlo pues dominaba los espíritus de la región. Al fin decidieron librarse de él contratando a otro brujo de una aldea lejana, un “brujo de fuego”, el único que podría contrarrestar los poderes del odiado chamán. Cierta noche de tormenta, un rayo cayó a un lado de la cabaña del brujo negro. La choza se derrum-bó sobre el agua turbulenta y el vejo murió ahogado. En medio de las celebraciones, Claude fue con Huberto a inspeccionar lo que quedaba de la cabaña. Los palafitos en el extremo sur ─el que se derrumbó─ estaban totalmente podridos. El caso era claro, lógico. La muerte del brujo se debió a eso, nada más. Pero Huberto no estaba de acuerdo. “Claude, un brujo jamás duerme en el extremo sur, mucho menos un brujo de agua. Tú mismo viste que él dor-mía en el ala norte de su cabaña”. Claude se desesperó, ¿cómo era

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que Huberto, un hombre cultivado, siguiera creyendo en super-cherías? Pero Huberto prosiguió “Claude, tú viste cómo cualquier yanomami revisa su cabaña, le da mantenimiento a estos palafitos. Cuantimás que son una técnica que antes no usaban, que apren-dieron de los caucheros. Tú viste que el brujo era meticuloso en eso también y no dejaba que nadie hiciera labores en su casa por razón natural. Pero el mundo chamánico no es como el tuyo. Tu tiempo es lineal, el de ellos no. El brujo de fuego torció el tiempo. Penetró en el pasado y carcomió los palafitos con hongos ígneos. Se valió del rayo para quebrarlos y del alcohol, que es una forma líquida del fuego, para embrutecer a su adversario, que acabó durmien-do en la parte más vulnerable de su hogar”. Claude me contó esa anécdota una y otra vez, sin hacer comentarios. Yo se las cuento también, sin hacer más comentarios. Cuando lean los relatos que siguen, obra de estimadísimos colegas de gran talento, del propio Eddy y de dos respetados discípulos en las artes musicales, creo que comprenderán los patrones y los temas que yo he alcanzado a escuchar. Entre otros, el peculiar patrón que se esconde en el ominoso museo de Alex Echeverría, un patrón que el propio Alex intentó hacer explícito al ordenarlo en distintas salas, cada una dedicada a un aspecto peculiar de eso que llamamos “realidad”. Tal vez entonces encuentren que a fin de cuentas, esto que he escrito sí es un prólogo. En todo caso, si no lo es, no me importa. Sólo soy un músico que odia los viajes y a los exploradores, sobre todo por-que cuando alguien que odia viajes y exploraciones se convierte en viajero y explorador, acaba muy mal.

Nauj AdlamArkham-Querétaro-Arkham

Junio, 2013

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RECIBIDOR

Seas bienvenido, amigo lector. Antes de preguntar sobre las razo-nes que te trajeron aquí, hay un secreto importante que debes sa-ber. Resulta que, como sugiere su título, esta publicación no es un libro, sino un museo. O más bien, alguna vez fue un libro y ahora resguarda lo que alguna vez fue un museo… ¿No lo ves? Ahí donde están los bordes de la hoja se nota fácilmente una pared mancha-da de tiempo. Y allá en las esquinas puedes ver unas telarañas de abandono tejidas por Aracné. Y la cubierta, ¿no te parece más pétrea que vegetal?

Si ya notaste los detalles y estás convencido de tu repentino cambio de realidad, voy a contarte otro secreto. La verdad es que aquí no hay palabras: todo lo que crees estar leyendo en realidad son susurros del edificio donde estás. ¿Sabías que los objetos pue-den contar historias? El creador de este museo descubrió la forma de darle memorias a las cosas, y luego de muchos años encontró la forma de convertir dichas cosas en memorias, conservando ínte-gramente la historia en cada cual. ¿Te das cuenta? ¡Estás leyendo objetos!

Ahora que te revelé los arcanos de esta construcción, quisie-ra conocer los tuyos. ¿Qué buscas viniendo aquí? ¿Acaso el título del libro te llamó la atención? ¿Acaso te recomendaron venir? Si tu razón es la primera, seguro buscas morbosamente algunas his-torias que te despierten el terror… ¿Y si te dijera que aquí puedes

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encontrar al verdadero pánico? ¿Te gustaría leer?... ¡Pero detente!, antes tienes que recorrer las habitaciones de este museo para fa-miliarizarte con ellas. Así, cuando te topes con la historia de terror perfecta, podrás reconocerla.

Este museo cuenta con cuatro salas de diferente naturaleza, que se encuentran ordenadas bajo la forma de secciones en el libro. Para acceder a ellas camina por el único pasillo central desde don-de podrás notar las cuatro puertas laterales. La primera resguarda todos los misterios referentes al Reino Mineral. La segunda expone las fantásticas historias que ocurren en pos del Reino Vegetal. La tercera contiene objetos que podrán hablarte de las monstruosida-des que cometen los miembros del Reino Animal. Y por último, la cuarta te llevará hasta los confines del tiempo y del espacio para hablarte del Reino Etéreo, que no puedes ver ni tocar, sólo intuir.

Lo interesante de este museo es que aquí eres libre. Así que para comenzar tu recorrido elige la sala que quieras:

Si deseas visitar la Sala Mineral, ve a la página siguiente.Para explorar la Sala Vegetal dirígete a la página 49.Si prefieres la Sala Animal ve a la página 65.Para entrar en la Sala de lo Etéreo revisa la página 87.

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SALA MINERAL

Así que te decidiste por esta sala. Excelente. Estás en la habita-ción favorita del creador del museo. Aquí encontrarás infinidad de muestras minerales, pero los que te podrán contar las historias in-teresantes son los que tienen memoria, los de color rojo. Aquí hay muchos, ¿cuál te gusta?

¿Ves aquel guijarro bermejo tras el vidrio? Te podría contar muchos secretos del México prehispánico, aquellos que la ciencia ignora. Si quieres conocer su historia sólo tienes que tocarlo, yendo a la página 21.

Están también aquellas rocas graníticas en el estante y la peculiar daga de bronce en su precioso canasto de oro. Ellas cuen-tan rumores lejanos, de tierras europeas en un pasado remoto. ¿Te gustaría escucharlas? Acércate a las rocas y siente su rugosa iden-tidad, pero ten cuidado, no cedas a la tentación de tocar siquiera la daga en su nido áureo cuando arribes a la página 30.

Ahora, si quisieras ir a un pasado más remoto, aquella mesa oxidada podría contarte mucho de cuando los hombres vivían en cavernas. ¿Lo dudas? No juzgues a los objetos por su aspecto, ve y siente sus secretos en la página 37.

Finalmente, si gustas de lo más primordial e inalcanzable, quizá las historias de aquella litografía de Escher tengan lo que buscas. Toca su relieve de mariposas que verás en la página 43.

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El hambre de los diosespor Denisse Von Gegen Rad

No he visto a Julio desde hace años. Estábamos aún en la univer-sidad la última vez que supe de él. Su madre no quiso decir más, sólo que mi amigo había ido a vivir con unos familiares fuera de Querétaro, y me pidió que por favor ya no les molestara. Los ru-mores acerca del cuerpo encontrado en el Tángano, oculto entre la crecida selva baja, fueron el inicio de todo. Desde entonces, jamás quise regresar a aquel cerro: nuestro sitio predilecto para escapar de la ciudad. Ahora que el tiempo y las vidas desdibujan la realidad de todo aquello, puedo recordarlo, sin temor a perder la razón.

Los Espejel, esa indeseable familia, esa infame parentela de Julio que reflejaba la ignominia de la humanidad. Los padres de Julio jamás le permitieron convivir con ellos; sin embargo, después de la muerte de su padre, la insufrible relación de Julio con su madre lo orilló a buscarlos, lleno de rencor e incomprensión. No tardé en conocer a uno de los primos, el Muerto, un individuo de dimensiones fuera de lo normal, con una trenza larga y negra, y ojos desorbitados, sin expresión facial. Me pareció nefasto sólo de verlo; escucharlo era guardar silencio para no volver a pronunciar palabra. Julio empezó a frecuentar a esa familia de una manera obsesiva y me contaba cosas, de su tío sobre todo, el padre del Muerto. Nunca supe el nombre de aquel viejo, pero sabía que era conchero y se proclamaba descendiente directo de los chichimecas,

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que antes de la Conquista poblaban toda la región. Lo que Julio nunca me dijo es que también era brujo, hechicero, curandero… a mí me daba miedo. A mi amigo también. “A veces”, me decía, “no puedo ni sostenerle la mirada tres segundos”. Aun así Julio seguía yendo a esa casa, aunque algunos días el viejo ni le dirigiera la palabra.

A veces el Muerto nos acompañaba a escapar de la ciudad y, no importaba de qué habláramos, tenía siempre un comentario tajante que ponía fin a la conversación sumiéndonos en un silencio incómodo. Siempre tenía los ojos fijos hacia el frente, nunca mira-ba a nadie cuando hablaba. A mí me provocaba nervios, no sabía qué decir ni cómo comportarme en su presencia. Nunca se lo dije a Julio; acepté la compañía de su primo sin quejarme pues, fueran quienes fueran, los Espejel significaban un refugio para mi amigo, un negado refugio que no pudo hallar en su propia familia.

Fue por insistencia del Muerto que estuve un día en la casa de los Espejel. Ahí conocí a la horrenda figura que hasta el día de hoy maldigo y sigo viendo en sueños, en horribles pesadillas que me despiertan con el dolor en las encías, y el penetrante sabor de la sangre caliente en la boca, tan densa, tan real…

Yo había asistido alguna vez a una ceremonia de temazcal, en el campo, cerca de la ciudad de León, y la experiencia me había resultado sumamente agradable. En cierta ocasión les contaba a Julio y al Muerto sobre aquella ceremonia y, antes de que termi-nara de relatar la experiencia, el Muerto me interrumpió: mi papá tiene un temazcal en la casa; si quieres, le digo que lo prepare y vamos.

Acepté la invitación, no sé si por cortesía o por curiosidad. Me pareció extraordinario que se dirigiera a mí explícitamente, aunque sin mirarme, claro. Más raro aún me pareció que alguien pudiera tener un temazcal en su casa, en medio de la ciudad, en una colonia popular donde a duras penas había eucaliptos en los sucios baldíos. Al día siguiente, en la escuela, le confesé a Julio

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que me producía nervios la idea de visitar la casa. “No te preocu-pes”, me contestó, “no creo que mi tío acceda, no le gusta que gente desconocida vaya a su casa, mucho menos a su temazcal”.

No obstante, un par de días después estábamos en la casa Era jueves, la cita fue acordada a las ocho de la noche. Yo esperaba que la ceremonia fuera al medio día, o en la tarde. Me inquietaba la idea de salir ya entrada la noche, sudando, y recibir en mi cuerpo el balde de agua fría con el que había terminado aquella otra cere-monia. Quizá ésta será diferente, pensé.

Llegamos hasta una casa con un zaguán negro y paredes de tabique, tan ordinaria como todas en el barrio. Nos abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años que, por sus facciones y su hablar golpeado, debía ser sin duda la madre del Muerto. Sus ojos entrecerrados denotaban desconfianza. Dijo que no había nadie más en la casa y que si queríamos podíamos esperar en el patio. Nos sentamos en dos sillas de madera y la mujer marchó hacia el interior de la casa sin decir nada más. Quedamos solos, alumbra-dos por la delgada luna menguante.

Esperamos un buen rato, en silencio. Julio parecía absorto; no sé si no escuchaba mis preguntas, o si no las entendía, pues cada vez que le hablaba su reacción era tardada, me miraba con ojos idos y hacía un gesto de interrogación mal definido que lo hacía parecer idiota. Me cansé del duro asiento de madera y me le-vanté a caminar por el patio. Descubrí un pasillo que llevaba hacia la parte trasera de la casa. Me asomé, estaba oscuro, pude distin-guir algunas repisas en las paredes, semejantes a los altares que las familias católicas suelen tener. “Al final de ese pasillo está el temazcal”, me informó Julio, como invitándome a proseguir en mi exploración. Fue la única frase coherente que le oí decir esa noche.

Me adentré, pues, en el pasillo. Los altares eran extraños, jamás había visto algo así. Estaban pobremente iluminados por velas amorfas, fabricadas con extraños sebos. Tenían cuadros y fi-guras de personajes desconocidos para mí. Había cuadros de vírge-

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nes extrañas, ascendiendo al cielo, pero rodeadas de seres alados que semejaban duendes o criaturas no antropomorfas. Cuadros con motivos prehispánicos representaban seres con rasgos negroi-des. Otras pinturas mostraban escenas que yo no comprendía: un personaje femenino con los pies sumergidos en un río, mirando fijamente hacia el frente; un toro en la cima de un pequeño monte, con enormes cuernos, pintado de modo tal que su cara no podía verse. En un altar figuraba una especie de tubérculo gigantesco, plantado en una vasija, rodeado de collares de cuentas rojas y con plumas de ave clavadas en su parte apical; tenía, además, tres incrustaciones de conchas que sugerían los ojos y la boca de un rostro. Era realmente abominable. Lo miraba con asco, sin com-prender qué representaba, cuando escuché una voz a mi derecha: voltea para arriba, ése es el bueno.

De inmediato me volví para ver a quién pertenecía la voz: a unos cuantos metros, sumergido en la penumbra, estaba un hom-bre de pelo cano y complexión fuerte. Supe, por su voz y sus faccio-nes, que era el tío de Julio. Me miraba fijamente, con una sonrisa no del todo expresada. Antes de que pudiera pronunciar “buenas noches”, el hombre me hizo una seña para que volteara hacia arri-ba. Miré hacia el techo: una bóveda impresionante enmarcaba un mural. El personaje que ahí figuraba era extraordinario: su piel, entre azul y morada, era casi luminosa; las facciones eran bellas y juveniles, finísimas; los ojos, cerrados, extensos; el cabello negro recogido en una larga trenza. De no ser por el resto de los elemen-tos del mural, yo hubiese visto sólo la representación de un bello joven de tez azulina, sentado en una flor de loto. Pero eso no era todo: de los labios entreabiertos y morados, como el de la piel hu-mana muerta que ha perdido sangre, salían dos delgadas serpien-tes que se enroscaban de manera simétrica, semejando fantásticos colmillos; cada serpiente llevaba en la boca una pequeña cuenta blanca que sobresalía del mural, en relieve. El torso estaba des-nudo, mostrando enormes fauces con colmillos que brotaban de

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sus entrañas, donde podían verse rostros humanos, desdentados y sufrientes.

“Tzinacóatl”, me dijo el viejo, “señor poderoso”.Yo no podía dejar de verlo. “Tzinacóatl”, repetí en mi mente.

La imagen me horrorizaba y fascinaba al mismo tiempo. Quería poner atención al viejo, pero era imposible: mi cabeza giraba de un lado a otro, hacia arriba, donde las fauces y los rostros humanos babeando sangre se hacían cada vez más nítidos, o hacia el viejo, que me miraba sin compasión.

“Se alimenta de marfil”, agregó el anciano, “mírale el estó-mago”.

No sé cuánto tiempo me atraparon las fauces ventrales de aquel ser. El viejo dijo entonces que ya era tarde para el temaz-cal, que mi miedo iba a hacer que me orinara ahí dentro, y que, si queríamos, regresáramos otro día. Dio media vuelta y desapareció. También yo di media vuelta, atravesé el nefando pasillo y llegué hasta el patio, donde Julio seguía en la misma silla, con la mirada perdida.

“Vámonos”, le dije. Él asintió y los dos salimos de ahí sin pronunciar palabra.

En los días que siguieron Julio y yo nos distanciamos. Se fugaba de la escuela para ir a la horrible casa. Yo no quise saber nada de esa gente: la impresión había sido demasiado para mí. Cierta vez, pasó una semana entera sin que a Julio se le viese por la escuela, hasta que un día vino y me sacó de clase. “Tenemos que ir al Tángano”, me dijo. Obviamente le respondí que estaba loco, que ahí habían encontrado un muerto y seríamos unos dementes si volvíamos.

“Por eso tenemos que ir, ¡es nuestro lugar!, ¿qué no ves?”, me replicó, pero de ningún modo pudo convencerme.

“Pues yo voy a ir”, concluyó, montó en su bicicleta y se fue.Llamé a su casa esa noche y me dijo que todo estaba bien.

No le pregunté más. Yo no tenía ninguna intención de volver al

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Tángano. En cambio, él siguió yendo, sin medida. Prácticamente abandonó la escuela para estar todos los días en la infame casa o en el cerro, sin importarle nada más.

Una tarde decidí acompañarlo. Habían pasado meses y no podía permitir que mi amigo se convirtiese en un ermitaño. Llega-mos y nada parecía haber cambiado, el cerro rebosaba de verdor por la abundante lluvia. Le habían prestado el carro a Julio y, en lugar de llegar por la terracería que tomábamos al ir en bicicleta, llegamos por otro camino, mucho más empinado y desconocido para nosotros. Yo estaba tan feliz que olvidé la cuestión del cadá-ver. La vegetación era vasta, los insectos hacían ruido, las rocas eran hermosas, llenas de cactos y líquenes. En algún momento nos desviamos del camino y, sin darnos cuenta, cruzábamos el cerro de norte a sur en lugar de subir. Julio se detuvo y tironeó mi camiseta para que no siguiera avanzando.

“No debimos venir hacia acá, ¡hacia acá no!”, me dijo, entre enfurecido y asustado.

“¿Por qué?”, le pregunté.“Cerca de aquí estaba… el cuerpo”, me contestó sin mirarme,

“no podemos regresar por el mismo camino, pasaríamos demasia-do cerca… ¡Cómo no nos dimos cuenta!, gritó, “subamos hasta la cima y de ahí vemos por dónde bajar”.

Hice lo que dijo, sin chistar. Comenzamos a subir trabajo-samente, pues no había ningún sendero. En lugar de alcanzar la cima nos topamos con una senda y la recorrimos hacia el norte, con la esperanza de orientarnos y bajar. No fue fácil, el sendero era muy abrupto y parecía que en realidad nadie pasaba por ahí; sin embargo era más fácil que ir cuesta arriba. A medida que cami-nábamos observé que la ladera del cerro se veía demasiado regu-lar. Era una construcción de rocas que embonaban perfectamente, armoniosa, como si cada pieza hubiese sido tallada para lograr en ella una geometría perfecta que llenaba el espacio. Nos impre-sionó. En las rocas había, además, restos de un pigmento rojizo

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que variaba en tono de una pieza a otra; la variación de color crea-ba patrones espaciales extraordinarios a lo largo de la estructura que nos hicieron olvidar por completo nuestra búsqueda. La cons-trucción luego se elevaba, alcanzando una pronunciada curvatura para hundirse dentro de la tierra, como si iniciara una espiral de roca en el corazón del cerro.

Estábamos asombrados. ¿Era posible semejante construc-ción?, ¿se trataba de un vestigio, de una pirámide tragada por el inminente tiempo vegetal? El rostro de Julio cambió súbitamente: una mezcla de terror y sobresalto agrandaron sus ojos y todo él palideció.

“No puede ser”, me dijo, “es aquí, justo ahí abajo estaba el cuerpo”.

Sentí que mi corazón estallaría en toda su velocidad. ¿El lu-gar donde estaba?, le pregunté. Él asintió. Días después, me ex-plicó, cuando regresé, el cuerpo ya no estaba. “Y eso no es lo más extraño”, agregó, “la última vez que lo vi ya no tenía dientes”.

Julio avanzó lentamente, cuesta abajo. Lo seguí. Se detuvo en un sitio a unos veinte pasos, donde había estado el cuerpo. Un escalofrío me sacudió: decenas de veces habíamos estado ahí. Miré hacia arriba buscando la barda roja y me di cuenta de que desde ese sitio era completamente invisible.

“¿Cómo nunca vimos esa barda antes?”, le pregunté a Julio. Me volví hacia el sitio y vi en el suelo un objeto que brillaba

como un diminuto destello rojo. Tenía la apariencia de un guijarro brillante. Julio lo recogió: era una roca extraña, con la forma de un prisma octagonal torcido, cuyas tapas estaban pulidas y reflejaban la luz del sol. El resto de las caras del prisma parecían de roca ba-sáltica común y corriente, aunque rojiza. El guijarro era sin duda una de las piezas que construían la barda misteriosa. Dedujimos que éstas se conectaban unas con otras, mediante lisas superficies rojas y brillantes. Como a partir del sitio donde hallamos el guija-rro sabíamos perfectamente cómo bajar, emprendimos el regreso.

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Mi tío dice que aquí en el Tángano hay restos de construc-ciones, de culturas que nunca se han descrito, como sucede en todo México, explicó Julio. “Aquí se hacían sacrificios humanos, lo sabe simplemente por la forma que tiene el cerro: los chichimecas buscaban montes bajos que surgieran en medio de una planicie y tuvieran rocas salientes, como ésas donde siempre nos sentamos. Propongo que vayamos a verlo y le contemos todo esto”.

“No”, le respondí “yo guardaré la pieza y le diré a Alex que nos ayude, creo que él nos puede decir mejor de qué se trata todo esto”.

Julio aceptó y continuamos bajando casi corriendo. Me ate-rraba que la noche cayera sobre nosotros en ese lugar, nuestro lugar, nuestro cerro, que ahora se había convertido en el lugar más aberrante.

Alex era una especie de coleccionista, un amante del cono-cimiento. A pesar de haber nacido en Arkham, Massachusetts, en unos cuantos años había recorrido prácticamente todo México, buscando la sabiduría de las antiguas culturas del Anáhuac. Gus-taba de coleccionar libros antiquísimos y artefactos de todo tipo, tecnologías olvidadas que estudiaba a fondo. Se había instalado en la ciudad con el objetivo de crear un museo. Fui a buscarlo des-pués del hallazgo; su casa, situada en las afueras de la ciudad, era estupenda, amplia, con jardines de arquitecturas fuera de lo co-mún y poblada de objetos antiguos. Algunos de estos objetos eran completamente desconocidos para mí, y otros me devolvían recuer-dos extraviados de la infancia. Alex me explicaba sobre cada objeto y puso especial atención en una grabadora capaz de reproducir mensajes escritos en hilos o alambres de hierro. Incluso, me dijo, cualquier material ferroso puede servir para grabar mensajes… los pigmentos rojos que usaban los mayas, por ejemplo, o la sangre…

Me tumbé en un gran asiento de madera y le entregué la pieza. Se colocó las gafas para examinarla. Noté su sobresalto, y de inmediato admitió que no sabía de qué se trataba, pero que era posible someterla a pruebas para conocer su antigüedad y su

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composición. Caminó lentamente hacia la grabadora para acercar su oído al lector. Luego desapareció escaleras arriba, llevándose la roca. Minutos después regresó disculpándose, tenía un com-promiso. Prometió que investigaría a fondo la pieza y que, apenas supiera algo, me avisaría. Confié en él y me fui, dejando la roca en su poder. Jamás volvimos a vernos.

Seguí sufriendo la ausencia de Julio, su creciente incohe-rencia al hablar, sus frases cada vez más ininteligibles. Un día se anunció su baja definitiva de la universidad. De inmediato fui a buscarlo a su casa, tomé la bicicleta y pedaleé lo más rápido que pude. Vi su silueta en el jardín, me detuve frente a la reja y lo lla-mé. Él se volvió hacia mí, lentamente, tenía la misma expresión imbécil que le vi aquella noche en la casa de los Espejel. Poco a poco pareció reconocerme, esbozó un gesto de simpatía y entonces vi claramente, presencié con horror, con el corazón hecho pedazos, que su sonrisa ya no estaba completa. Su madre salió para pedir-me con voz vencida que me fuera: Julio no podía salir, ni ese día, ni en muchos días. Apenas me dieron la espalda para entrar en la casa, las lágrimas inundaron mis ojos, me cegaron. Mi mejor amigo se había ido para siempre.

Años después supe, por charlas de unos colegas antropólo-gos, de una deidad antigua, de la cual se conocía muy poco, pues parecía estar relacionada con cultos blasfemos en las sociedades mesoamericanas. Se trataba de un demonio que era la dualidad de Quetzalcóatl, que se alimentaba de la energía vital de los seres humanos, simbolizada en el Anáhuac como una serpiente roja que se hunde hasta el centro de la Tierra. El aliento vital que infunde Quetzalcóatl se reproduce en la escala humana con aliento bucal: a través de ritos oscuros, la sangre surgida de la boca, la saliva, de-bían usarse para lograr un diabólico medio de comunicación entre los hombres y aquel demonio. El cadáver en el Tángano, desdenta-do, no había sido otro que mi mejor amigo.

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La canción de Danapor Nissabdám Stille

En un entierro neolítico de Wiltshire conocido como Bush Barrow, se descubrió a principios del siglo XIX un artefacto que los expertos calificaron de “daga ceremonial”. En los años ’60 del siglo XX, el profesor Richard Atkinson ligó aquel entierro a Stonehenge. Cuan-do comenzaba este siglo, un equipo encabezado por el profesor John Evans, descubrió que la supuesta “empuñadura” de aquel cuchillo estaba hecha de multitud de hilos de oro “trenzados en un patrón muy curioso”. Años después, el Dr. Arthur McBane in-terpretó de manera totalmente distinta los restos. Se dio cuenta de que la empuñadura era más bien una “funda” en la que embonaba con facilidad la hoja de bronce, sin embargo, en extremos opuestos de la malla de oro, dos filamentos parecían quedar expuestos a propósito, disponibles ¿para qué? Una idea descabellada penetró a la mente de McBane, quien antes de dedicarse a la arqueología, había cursado casi la mitad de un Bachelor en Física en Miska-tonic. ¿Y si aquel artefacto era un electroimán? Los hilos de oro serían la bobina sobre la cual se induciría una corriente eléctrica, convirtiendo a la “hoja de la daga” en un imán de carga variable. Los engranes de su cerebro giraron vertiginosos, uniendo datos aparentemente inconexos. En sus investigaciones previas, él había desenterrado de Stonehenge numerosas vasijas de terracota, y una muy peculiar se le plantó como revelación. Tenía una embocadura

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estrecha, cubierta aún por los restos de la tapa de mica (al pare-cer biotita) en la que destacaban dos orificios; en uno de ellos se conservaba todavía la incrustación de un pequeño tubo de cobre. ¿Y si esto es una batería eléctrica?, pensó al tiempo que imaginaba a un misterioso chamán sorprendiendo a su tribu con las chispas despedidas por el primitivo ingenio. Pero en ese entonces desechó la idea por inverosímil. Con lo que acababa de descubrir ahora, todo sonaba lógico, creíble. ¿Cómo enlazar aquel electroimán con la batería? Hizo réplicas exactas de los artefactos y comprobó que sin duda, estaba ante una máquina neolítica perfectamente fun-cional. ¿Pero para qué podrían haberla usado los antiguos habi-tantes de la Isla? Otra vez la intuición le aconsejó qué hacer. Era indispensable analizar con mucho más precisión la petrología de los monolitos de Stonehenge. Esa historia ha de contarse con las propias palabras de McBane si es que queremos recrear la emoción que lo embargó.

13 de abril. Stonehenge siempre ha sido mi fascinación. Nun-ca he de olvidar aquella vez que gracias a la simpleza directa de mi padre, conocí los monolitos ciclópeos. Su formación puritana, amén de la condición de ser un físico de renombre, hizo que ingratamen-te calificara el monumento como “algo mudo y sin movimiento”. Yo por otra parte, quizás por la inocencia propia de mi niñez, quise con toda voluntad desenmascarar los secretos de aquellas rocas, dejar al descubierto su ominosa razón de ser.

Con el tiempo mi voluntad fue mermándose gracias a las exi-gencias de un padre ausente pero autoritario, al grado de seguir sus pasos iniciándome en el estudio de la naturaleza tan sólo desde el punto de vista físico. Pero como aquella vez en las llanuras al sur de Inglaterra, mi voluntad quiso más que su deseo. Puestos mis ojos en el pasado, estudié arqueología en la Universidad de Miskatonic, obteniendo fácilmente un puesto como investigador. Ahora estoy he-cho un hombre y con la autoridad que mi disciplina confiere opté por dedicarme al conjunto pétreo del condado de Wiltshire, Inglaterra,

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esta vez con la mente cargada de escepticismo y escrupulosidad, en vez de las deliciosas pero vanas ilusiones de un infante.

Mis investigaciones han dado fruto. Ahora conozco la compo-sición mineral del complejo luego de extraer núcleos delgados que penetran hasta el centro de cada monolito: es una riolita, compuesta por pequeños cristales de cuarzo y sílice; como era de esperarse, hallé trazas de biotita y feldespatos. Pero la sorpresa para mi razón –por otro lado obviedad para mi intuición– fue lo que descubrí en su núcleo: una densa masa férrica con bajos contenidos de aluminio y magnesio.

Cuando supe, por las investigaciones de un colega, que algu-nos cuerpos metálicos pueden “grabar” sonidos si se les aplica un campo electromagnético, mi delirio de infante regresó. Al parecer los sonidos pueden plasmarse en el mineral si se le aplica un campo electromagnético. La fijación se da gracias a los cambios en la orien-tación de los minerales, ya sean óxidos de hierro o, como en este caso, sólidas masas de metal. Tan impactante descubrimiento me llevó a solicitar de mi colega una demostración. Activó la máquina, una grabadora de los años ’30 del siglo pasado que guarda sonidos en alambres metálicos con una notable fidelidad.

Mi hipótesis es que en el núcleo metálico de los monolitos de Stonehenge pudieron haberse grabado sonidos bajo el mismo prin-cipio de la grabadora antigua. Descubrimientos adicionales me su-gieren que los constructores dominaban el antiguo secreto de guar-dar sonidos en el mineral. De ser así, se podría obtener de aquellas “rocas mudas y sin movimiento”, un registro histórico no sólo ex-traordinario en cuanto a su naturaleza, sino también valioso por los secretos que nos pudiera contar.

Dentro de un mes partiré con tres expertos geólogos, dos antro-pólogos y siete ayudantes en un viaje de investigación para probar mi hipótesis. Mi argumento principal es que la lógica puede recon-ciliar la escrupulosidad científica con el delirio a la hora de toparse con descubrimientos extraordinarios.

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El viaje prometía mucho. Los investigadores partieron el 13 de mayo de 2013 a la ciudad de Londres, esperando regresar el 26 de junio del mismo año a Nueva Inglaterra. Los resultados fueron sorprendentes.

25 de mayo. Todos los experimentos fueron un éxito, se ha comprobado que la composición del núcleo de los monolitos es de un hierro muy puro, por lo que su “utilidad” como grabadora es muy probable. Está claro que su posición en la roca no es natural. ¿Cómo lograron introducir en masas tan grandes el delicado filamento de metal? ¿Cómo lo purificaron? Son enigmas que tarde o temprano tendremos que intentar desvelar. Por lo pronto hay pruebas que debemos hacer primero. Hoy comienzan los primeros experimentos electroacústicos directamente en la roca.

Estamos en un campamento situado a doscientos metros de Stonehenge, con unas pequeñas muestras del núcleo y en media hora procederemos con las pruebas de resonancia magnética.

Con justa razón estaba ansioso el experto. Si la prueba de resonancia magnética daba resultados positivos, podría realizarse por fin el experimento crucial: directamente en los monolitos.

26 de mayo en la mañana. ¡El experimento fue un éxito! No puedo esperar a hacer la prueba con la grabadora. Quedó demostra-do que el núcleo de las rocas reacciona positivamente ante estímulos electromagnéticos. Sólo queda comprobar su utilidad para preservar los mensajes del pasado.

26 de mayo por la noche. Los éxitos continúan. A pesar de que hubo interferencia y ruido en la grabación, los resultados han sido positivos. Mañana a primera hora usaremos la reproductora de masas metálicas en los monolitos para amplificar y escuchar los mensajes que han dejado nuestros ancestros en las rocas. Para el efecto extrajimos con una técnica muy depurada parte del núcleo de uno de los monolitos que ya están derrumbados. La alteración es casi invisible, pero será de gran utilidad para lo que estamos por hacer. No me queda duda de que el resto del viaje lo dedicaremos a

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interpretar los resultados. Estamos muy cerca de uno de los descu-brimientos arqueológicos más importantes de la era moderna.

Esa noche Arthur se quedó en vela, observando el núcleo extraído del monolito y sometiéndolo a múltiples pruebas. Al hacer esto y por accidente, escuchó una voz tenue al pasar la reproduc-tora sobre un trozo de aquel material férrico. Volvió a deslizar el instrumento por la misma zona, ahora con la bocina en el oído. Se pudo distinguir la voz, el flujo suave emitido por una mujer que no dudó en calificar de hermosa, sin poderla mirar, porque le bastaba para tal calificativo la dulzura líquida que emanaba de las vulga-res bocinas que tenía enfrente. Absorto, repitió una y otra vez el proceso disfrutando la continuidad del sonido, intentando distin-guir alguna palabra, porque la naturaleza de la arcaica lengua se parecía al agua de un río, avanzando como un todo, sin tropezar en sílabas o puntos. Y pensando en que los ríos suenan distinto al toparse con obstáculos, McBane buscó límites articulados en el sonido. Sin estar muy seguro, le pareció que la única vocalización clara era dan o dön. También podría haber sonado Dana. Y enton-ces recordó que ése era el nombre de una diosa celta, la Madre de la Tierra y de los Dioses. ¿Hablaba ese cántico de Dana?, porque ¿no es acaso ella la personificación misma de los ríos? ¿Y entonces no habría más modo de comunicarse con ella que aquel flujo de sonidos, donde no se distinguen palabras, y que sólo se detiene de vez en cuando, como cuando el río sucumbe a las rocas que sobre-salen en la llanura? Pero Arthur no vio lógica que pudiera justificar su delirio, porque nunca había escuchado nada sobre el culto a Dana en Stonehenge.

Con renovado interés, McBane procedió a hacer pruebas con todos los monolitos. Fue una labor ardua, que le llevó a su equipo varios días. No podían alterar ni la disposición de los inmensos bloques de piedra, ni hacer más muestreos sin poner en riesgo la valiosa información que debían guardar los misteriosos núcleos fé-rricos. El esfuerzo fue recompensado con una grabación muy com-

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pleta de casi 34 minutos, testimonio de un rito arcaico que había sucedido ahí mismo hacía miles de años. Arrastrados por el entu-siasmo, sin importarles que fuera más de media noche, los trece miembros del equipo se reunieron al centro del hemiciclo megalí-tico, encendieron el pequeño computador y corrieron la grabación.

Otra vez el flujo cántico resonaba en la oscuridad. Ahora pa-recían acompañarlo instrumentos arcaicos, cuya naturaleza era difícil de definir. Algunos decían escuchar el trinar de aves lejanas, otros decían que una cascada de voces igualaba a un líquido etéreo que se fundía con la interferencia que causaron los siglos. La úni-ca constante fue la sílaba dön, que parecía volverse cada vez más repetitiva. De pronto McBane sintió como si el flujo de palabras ya no fuera lo único que salía del aparato. Se trataba de algo más, de secretos escondidos en la roca, de revelaciones que al tocar el aire moderno se tuvieron que transformar. ¿Palabras? ¿Movimiento? Las rocas no eran mudas ni sésiles como había dicho su padre, pues ahora ellos mismos regresaban a través del tiempo a recuer-dos inmemoriales.

“¿Es posible todo esto?”, pensaba McBane cuando de pron-to se perdió en el cielo. Allí, ante los ojos del científico, se abrie-ron cielos crepusculares con una iluminación que ya se perdió con los siglos. Nubes arcaicas meciéndose al atardecer. De pronto fue como si despertara, pero sólo había bajado la vista. Se sintió en un bosque, formado por árboles de dimensiones gigantescas que no había notado antes. Parecía que aquellas copas quisieran alcanzar el cielo, pero en realidad tocaban una nube de silueta femenina. “Antes Dana fluía en los ríos, ahora se conforma con flotar por todo el cielo”, pronunció McBane sin saber lo que decía. Otra vez los cantos, que ahora no salían del aparato sino de su mente misma. Y aquella mente escrupulosa no encontraba lógica otra vez. ¿Demen-cia? ¿O eran las hadas cantando a la Madre de todo? Un último fragmento en el diario de McBane describe lo que le sucedió antes de perder el conocimiento.

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(13 de junio). Entonces ella dejó su flujo para volverse terre-nal como yo. Una piel blanca cubría su figura, vestía en seda tan fina como su delicada anatomía. Su pelo negro y rizado caía cuan largo era sobre aquel delicado cuerpo. Unos ojos marrón oscuro pro-yectaban el temple con que siempre se vio a Dana en el folclor celta…

Conforme los cantos avanzaban, un remolino profundo salió de aquella mirada, absorbiendo a Arthur para llevar su mente a un colapso en el vacío del olvido. Finalmente se encontró con la eterna compañía de los cantos resguardados en las rocas milenarias. Era Stonehenge al amanecer, pero no había nada. Cualquier rastro de quienes fueron a investigar sus secretos desapareció con el alba. Sólo estaba Arthur y su diario, que después se convertiría en la única prueba de que a veces la lógica se ve superada por el delirio ante los descubrimientos extraordinarios. A la grabadora la encon-trarían después un grupo de turistas, pero aquellos cantos que son como el flujo jamás volverían a ser escuchados.

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El color de los minerales con memoriapor Edward L. Greenlove

«Et pourtant !... Non, personne ne peut deviner combien

le vrai mal est terrifiant ! Si les roses et les lis de ce jardin

chantaient soudain dans ce matin naissant, si les meubles

de cette maison se mettaient à marcher en procession,

comme dans le conte de Maupassant !»

-Ambrose, Le Matin des Magiciens (1960)

Mi desgracia comenzó tras toparme con Alex Echeverría, un hom-bre afable que siempre tiene buenas historias para contar. Él fue mi maestro en Miskatonic y juntos vivimos algunas aventuras, pero eso fue mucho después de que lo conociera en la Riviera Maya, du-rante una reunión de buceo espeleológico. De no ser por Alex, la desesperación me habría orillado al suicidio entre los sedimentos de un profundo cenote. Él sabe de autocontrol, al grado de que en cierta ocasión, tras sufrir un shock anafiláctico debido al estrés de su trabajo, en lugar de atormentarse consultó tranquilamente su reloj para luego decir: “tengo tres minutos, debo hacerme una traqueotomía”.

Con Alex tuve charlas interesantísimas en la penumbra de su casa, iluminados sólo por el verdor de su vajilla radiactiva. Él es un coleccionista obsesionado que asiste a subastas para llenar su morada con sorprendentes objetos: un juego de química de la gue-

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rra fría con uranio y radio incluidos, un planetario de cobre con un sistema Tierra-Luna anexo, y por supuesto, toda clase de objetos fabricados con minerales radiactivos. Su objeto más preciado, sin embargo, es una vieja grabadora magnetofónica capaz de guardar en metal sonidos que se conservan durante algún tiempo y que pueden escucharse gracias a un dispositivo auxiliar del aparato.

Cuando Alex me dijo que algunas culturas de la antigüedad conocían este principio y que testimonios de ello sobreviven hasta nuestros días, no pude más que confesarle mi escepticismo. En-tonces me propuso un viaje al corazón de la selva maya, a un lugar que describió como su sitio más preciado y secreto en el mundo. Tuve que darle la razón cuando, después de una larga caminata a través de sendas invadidas por vegetación tropical, nos encon-tramos ante un corredor subterráneo. Las paredes de aquel túnel están cubiertas de murales rojos, que por su composición a base de óxido férrico nos permitieron oír una bellísima lengua olvidada tras deslizar sobre ellos el lector de la grabadora magnetofónica. Pese a la interferencia pude distinguir los rezos entrecortados de una voz grave que luego era procedida por un sonsonete gutural.

Lo admito, escuchar aquella ceremonia a media noche y en el centro de la selva negra pudo haber arrancado gran parte de mi escasa cordura. No podía creer que esos cánticos hubieran sobre-vivido tanto tiempo ahí, prisioneros en el mineral. Emocionado por la experiencia no pude evitar preguntarle a Alex si sería posible obtener los mismos resultados con las pinturas rupestres hechas a base de minerales férricos. Él no dudó un instante para negar con la cabeza. Además del reto que representa grabar los sonidos, algo que Alex no se explica todavía para la cultura maya, la prevalencia del mensaje se ve disminuida con el paso de los años. Me explicó que si los cánticos mayas se conservan, es sólo gracias a una cu-bierta de calcita que aquellos hombres sabios aplicaron sobre los muros.

Convencido por los argumentos de mi amigo, decidí olvidar

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lo que después me pareció una ocurrencia pueril, aunque se había despertado en mí cierta obsesión por el rojo, el color de los minera-les que tienen memoria. Cada noche después de mi visita a la selva maya comencé a soñar con los cánticos que había escuchado gra-cias a la grabadora de Alex. Me decían un mensaje importante en algún idioma olvidado, pero aun ignorando las palabras siempre tuve presente una sensación que podría traducirse en color: el rojo.

Fue durante una noche de fiebre y delirio cuando conocí el significado del mensaje. Una serie de cristales con formas que no caben en este mundo me revelaron en sueños la verdad tras el color. Me dijeron que el rojo es la llave de un universo incompren-sible que oculta secretos de diferente naturaleza: pueden ser ex-traordinarios, como las plantas que se arrastran; terribles, como los enjambres que asesinan; maravillosos, como el amor por las estrellas; y desalentadores, como la verdad sobre el hombre. Con el rojo pasa lo mismo que con las palabras del copto-jeroglífico, aquellas que siempre tienen más de un significado pero ninguno de la misma naturaleza. Y si se quieren conocer todos los significados del rojo, un precio muy alto ha de pagarse…

Una semana después, quisiera pensar que por casualidad, di con un grupo dedicado al ocultismo cuyos miembros aseguraban tener el conocimiento para alcanzar las distintas formas del rojo. Sólo por eso insistí en unirme a su causa, pese a las advertencias ambiguas que se me dieron. Un mes con ese grupo de extraños me bastó para dominar los cálculos matemáticos más complejos y para resolver ecuaciones imposibles con ayuda de los cristales de geometría no-euclidiana, fenómeno que ahora se presentaba también durante la vigilia. Ellos me mostraron cómo explotar las dimensiones ocultas que los físicos teóricos apenas comienzan a intuir. “Allí es donde están las piezas faltantes para resolver cual-quier acertijo”, decían, “y todas tienen formas cristalizadas que no caben en nuestra realidad”. Quizá por eso el precio de tal conoci-miento es la pérdida progresiva de la memoria, y por ende nuestra

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identidad como seres humanos.Cierta noche desperté cegado por un resplandor rojizo que

atravesaba mis párpados con un brillo insensato. Después me vi en la casa de Alex, donde la fosforescencia radiactiva de sus teso-ros resultaba difícil de confundir. Involuntariamente robé su gra-badora, desconociendo yo mismo el motivo del atraco. Mi mente se había trastornado por fin con tantas figuras y tantos cristales y tanto rojo. Todo a mí alrededor era una serie de prismas coloridos que se movían para mostrarme lo que nadie ve: las ultraestructu-ras del cosmos. Y en medio de ellas un camino, perfilado con la ayuda de infinitas chispas cristalinas de color sangre. Algo externo a mí parecía sugerir que la verdad más buscada es posible encon-trarla atravesando aquella ruta etérea.

No sé dónde esté el lugar al que me guiaron los cristales, pero sí recuerdo los detalles. La cueva es de difícil acceso, y seguramen-te no ha sido descubierta todavía. Su color es de un negro azaba-che con incrustaciones de roca blanca y suave, formando algo así como un Yin-Yang prehistórico. Apuesto a que se encuentra en algún lugar del continente oscuro. Para alcanzar la entrada prin-cipal de la cueva es necesario descender por un precipicio de casi 200 metros. No me fue difícil gracias a mi experiencia con el rapel, pero internarme en la gruta perturbó sin duda mis nervios ya que la oscuridad potenciaba el brillo de los cristales.

El interior era seco y frío, pero un viento cálido soplaba desde lo más profundo. Seguí aquella corriente que en las dimensiones invisibles se me mostraba de un rojo fosforescente, y tras media hora llegué a una galería de techo ovalado. Ahí estaba, sobre las paredes blancas y desgastadas, una serie interminable de manos pintadas con alguna sustancia roja. Al principio pensé que me en-contraba en el cañón de Río Pintura, en Argentina, pero sin duda alguna recordaba haber tomado un avión para atravesar el océano. De todos modos las manos tenían algo diferente, pues en Río Pin-tura los artesanos conocían el negro, mientras que en esta cueva

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africana sólo estaba el color de la sangre y del hierro.Confundido me dediqué a admirar las pinturas, y aunque

al principio me parecieron todas iguales, pronto descubrí que en el mural había dos formas de manos. La primera se hizo tomando el pigmento para cubrir la palma, que puesta con fuerza sobre la pared dejaba una marca roja con su figura. Para pintar la segunda forma, se colocaba una de las palmas sobre la roca y luego se di-bujaba el contorno con ayuda de la mano libre. Lo más interesante de es que muchas veces los artistas se ayudaban entre ellos para que la figura quedara más clara. ¿Y cómo supe todo eso? Por los cristales, claro está.

El problema es que la escena carecía de sonido. Tomé enton-ces la grabadora de Alex y al pasar la bocina por aquellas manos rupestres pude escuchar una melodía arcaica. Era como un golpe de huesos alternado con aplausos, que se repetía con un ritmo que sólo el tránsito de Venus puede igualar. Sentí emoción, qui-se llorar. Estaba ante el secreto de mis orígenes. Pronto escuché unos cánticos, pero no había tristeza ni coraje en ellos. Después de un rato yo mismo comencé a pronunciar aquellas palabras sin sentido.

Y cuando quise saber el significado de los cantos, pedí a los cristales que me lo revelaran. Al conocerlo no pude evitar sentir un escalofrío; pero no era miedo, ni emoción, sino sorpresa. Sin querer descubrí el origen del “mal”, que es también el génesis de lo perfecto. De ahí vienen la esperanza y el miedo, el odio y la guerra. La clave es la forma de crear las pinturas, la clave es la diferencia. La raza humana nació heterogénea; ¿por qué?, no hay necesidad de saberlo. Para vivir sin remordimientos basta con aceptar que el hombre puede tener varios matices. El problema es cuando algu-na diferencia se siente superior a las demás. Es entonces cuando surge el mal, porque nadie quiere sentirse despreciado, y ninguno aceptará la dominación.

¿Qué necesidad hay de rechazar lo diferente? Todos nacimos

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con manos, la forma en que nos guste pintarlas sobre la caverna no es motivo de rechazo. El cántico es la muestra de que aquellos hombres primitivos ya sabían todo esto. Lo que reproducía la gra-badora y lo que pronuncié sin saber es la terrible verdad del ser humano: “El amor al rojo se obtiene desde que somos liberados del vientre materno. Ya casi no hay hombres que ayuden a pintar las manos de sus semejantes en la roca, y abundan en cambio los que se manchan las palmas de rojo”.

Después de aquella experiencia sentí que perdía la razón. El sueño fue claro: hay que pagar un alto precio por conocer la ver-dad. Lo único que se me ocurrió fue volver a mi hogar, pero justo antes de poner un pie sobre la tierra me sentí desfallecer. Luego llegué a este hospital, donde estoy tendido sin fuerzas conservan-do mi débil existencia sólo gracias a un par de tubos. No queda mucho tiempo, pues mi memoria se funde con el delirio. Es una fortuna que al despertar, la grabadora de Alex estuviera a mi lado, precisamente sobre una mesa de hierro. Esta mancha de sangre en la mesa servirá como señal. Alex, espero que puedas encontrar el mensaje…

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Materia cristalinapor Jezebel Nachtmahr

Alejandro reapareció en la vida de Beatriz tres semanas después del gran temblor. La sacudida de 8.9 grados Richter devastó gran par-te de la ciudad en la que vivían, y las maniobras de reconstrucción apenas comenzaban cuando recibió la llamada de su viejo amigo de la infancia. “Tienes que ver esto”, le dijo simplemente. Conocien-do a Alex, Beatriz podía anticipar que se trataba de alguna rareza coleccionable, seguro uno más de sus artefactos radioactivos, o como decían en su círculo más cercano, otra “Pequeña Chernobyl”.

Beatriz se reunió con él, a pesar de que podía tratarse de una adquisición no del todo legal; viniendo de Alejandro esperaba cual-quier cosa. Lo imaginaba con una caja irregular entre los brazos, cubierta de sellos y etiquetas aduanales de diversos países, como aquella vez que tras seis meses de exhaustiva búsqueda había re-cibido la grabadora de bobina “edición limitada”, con audífono in-tegrado, que a Beatriz no le pareció otra cosa que una espiral de alambre enrollada en una cajita metálica sin mayor complejidad. Pero esta vez no llevaba nada entre manos, en el sentido literal; fi-guradamente no podía decirse lo mismo, pues se veía nervioso. Sus movimientos corporales, involuntarios y rápidos, eran atípicos en una persona como él, que solía controlar muy bien las emociones que despertaban su espíritu infantil.

Después de un caluroso saludo de reencuentro, Alex advirtió

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a Beatriz que les esperaba un pequeño viaje, ya que no había podi-do traer su más reciente descubrimiento consigo. Fueron alrededor de 45 minutos en automóvil hasta su destino, durante los cuales Alejandro la puso al corriente en cuanto a las condiciones de su hallazgo. De acuerdo a su historia, ocurrió unos días después del terremoto, durante una sesión de rapel en las cañadas al borde de la ciudad. Fue una práctica peligrosa pues “la gran sacudida” había modificado el terreno y, por ende, las rutas de descenso que tenían planeadas. Él y su grupo se encontraron en zonas que no habían explorado antes.

Una consecuencia de esta inspección fue el desocultamiento de una caverna en la pared rocosa sobre la que descendían. Al parecer el temblor había destrozado las rocas que la mantenían cubierta, exponiéndola seguramente por primera vez en cientos, quizás miles de años. Por supuesto, él habría dejado de ser Alejan-dro Echeverría de no aventurarse al interior. La posición del Sol a esa hora del día fue ventajosa para Alejandro y Samantha, la única persona de su equipo que se atrevió a seguirle dentro de la caver-na; las razones ulteriores que la impulsaron a ello fueron motivo de una larga especulación entre Alex y Beatriz. Cuando volvieron a ser capaces de hablar del asunto con seriedad, ya se encontraban en la cañada y Alejandro interrumpió su relato.

Iniciaron el descenso, la huella del temblor era evidente en el terreno accidentado y, tal como Alejandro había dicho, se encon-traron con una inusual abertura por la que apenas cabían de pie. Anclaron las cuerdas y se adentraron en la caverna. Pasado un rato Beatriz se encontró por primera vez con lo que su amigo había querido mostrarle con tanta urgencia. Su primera impresión fue la de sentirse dentro de una estructura imposible, digna de la ima-ginación de Escher. Tuvo que aferrarse a la cuerda de seguridad frente al cambio de perspectiva que se abría ante sus ojos. Estaban contemplando una caverna de cristales colosales de tonos hialinos. Dondequiera que voltearan había formaciones semejantes a polie-

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dros cuadrangulares de más de diez metros de longitud, inclinados en distintas direcciones y formando ángulos repentinos entre sí. El tamaño y la conformación de éstos provocaban un intenso vértigo, producto de la mezcla momentánea de las percepciones de profun-didad y dirección.

Pasados unos minutos de contemplación en silencio, se adentraron aún más hacia los cristales. Mientras recorrían cui-dadosamente la cámara trataban de darle sentido a la presencia de esas formaciones, teorizaron largo tiempo sobre su origen, pero nada encajaba adecuadamente. Fue Alex quien se atrevió a expre-sar en voz alta la posibilidad de un intelecto supra-humano, sólo para obtener de Beatriz un gesto de incredulidad despectiva. No hablaron más sobre esta teoría, a todas luces descabellada.

Antes de partir acordaron llevar consigo pequeños fragmen-tos de los cristales que apenas sobresalían del suelo (diminutos en comparación con las gigantescas columnas). Usando sus herra-mientas de espeleología, Alex obtuvo, después de casi una hora de intentarlo, un par de trozos de cinco centímetros. Posiblemente fue el cambio de la percepción acústica que sufrieron durante su es-tancia en la caverna, pero apenas guardaban su equipo y empren-dían el regreso, escucharon un silbido muy intenso proveniente de la cañada que dejaban atrás.

En los días posteriores se dedicaron a investigar todo lo posi-ble acerca de los pequeños cristales que habían extraído de la ca-verna. Alex se valió de sus conexiones en todo el mundo, tratando de encontrar algún antecedente de estas formaciones misteriosas, sin éxito. Su máximo logro fue la compra por la Universidad de Miskatonic, en Arkham, Massachusetts, de un equipo de vanguar-dia para hacer un análisis de microscopía electrónica. Sólo reque-rían una muestra.

Alejandro se mostró renuente en principio; no quería arries-garse a perder parte de su preciada colección, pero finalmente ce-dió, víctima de la urgencia por develar el misterio. Para cuando

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llegaron los resultados, su obsesión con la geometría de las mo-léculas cristalinas había llegado a tal punto que estaban cerca de convencerse de que no se trataba de formas que se rigieran por las leyes físicas de este universo. El reporte de sus colegas no era concluyente, pero tenía un par de puntos que echaron a volar la imaginación:

“Las moléculas forman una red estructural de uniones co-valentes que no se había descrito antes en formaciones cristalinas […] Su comportamiento es aún más complejo que el de la materia oscura”.

A partir de ese momento, Beatriz presintió que la búsque-da de una explicación a todo aquello podría tener consecuencias catastróficas para ambos. Trató de disuadir a su amigo para que cesaran sus indagaciones, pero está de más decir que no logró su objetivo. La personalidad obsesiva de Alex era sólo un impulso a su curiosidad. Él estaba convencido de que los cristales encerraban la “geometría primordial”, aquella que explica las formas de todo los universos posibles y que tiene el potencial de transformar la con-formación de cualquier tipo de materia desde el nivel subatómico.

El último contacto que Beatriz tuvo con Alex fue al recibir un paquete de su parte. Se trataba justamente de aquella grabadora con bobina de alambre que venía junto con una nota: “Feliz cum-pleaños número 21, sigue las mariposas. Alex”. Esa línea no tenía sentido, Beatriz contaba con 34 años en el momento y su cumplea-ños no era hasta dentro de varios meses. Entonces recordó que al cumplir 21 años, Alex le había regalado una litografía de Escher, a quien ambos admiraban; era aquella composición de fondo y figura en la que una cuadrícula de ajedrez se convierte poco a poco en mariposas. La única diferencia con la obra original era el color; en lugar de la composición blanco-negro, la reproducción de Beatriz tenía matices rojizos en el bajorrelieve.

Inmediatamente corrió a la habitación donde lo conservaba y tras examinar el aparato metálico que tenía en las manos notó

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que el audífono había sido modificado; Alejandro añadió un cable metálico con una punta parecida a una aguja. “…sigue las maripo-sas”. La súbita comprensión impulsó a Beatriz a rozar con la aguja los bajorrelieves en la dirección que las mariposas tomaban forma y casi pierde el conocimiento al escuchar la voz de Alex, tan clara como si estuviera a su lado. Con manos temblorosas recorrió los sinuosos bordes:

“Beatriz, no volveremos a vernos nunca más. Descifré el con-tenido de los cristales, existe una geometría primordial que encie-rra todas las formas posibles. Los cristales que encontramos son la más permanente de éstas, son la estructura perfecta que toda materia tiene el potencial de conformar… ¡incluso nosotros!”

Éste era el final del mensaje. Beatriz estaba atónita, intentó convencerse de que se trataba de una broma pesada de su amigo pero sabía que no era así. ¿Cómo podía serlo si la litografía había permanecido intacta, guardada en la misma habitación durante más de diez años? De alguna manera tenía que acostumbrarse a la idea de que Alejandro ya no existía tal y como lo conoció. Igno-raba si su mente permanecía siendo la misma, o también se había fusionado con la acumulación cristalina, formando parte de una conciencia ancestral enriquecida con el paso del tiempo.

Tal vez si Alejandro hubiera comprendido el verdadero origen de lo que nombró audazmente “geometría primordial”, no habría apresurado los eventos que de una forma u otra eran inminentes. Los cristales continuaban expandiéndose, era su naturaleza trans-formar la estructura de la materia circundante. Pero la radioacti-vidad a la que Alejandro se había expuesto durante largo tiempo debido a su colección incrementó su tasa de crecimiento. Al ser testigos de cómo el material cristalino devoraba toda la materia viva a su paso, el mote “Pequeña Chernobyl” resultó ser una ironía amarga.

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SALA VEGETAL

El mundo vegetal reina en esta sala. Notarás que tu respiración es más pesada ahora; descuida, hay más calor y humedad aquí que en el resto del museo. Te acostumbrarás, déjate absorber por el susurro cambiante de las plantas y permite que sus historias te dirijan a través del mural de un majestuoso semidesierto al atar-decer. Mas debes tener mucho cuidado porque bajo la iluminación crepuscular es fácil confundir el color de las espinas.

A veces las plantas del semidesierto son la única compañía necesaria, en especial los garambullos, irguiendo decenas de tallos suculentos recubiertos de espinas. ¿Cuántas de estas pequeñas agujas tendrá un garambullo? Podrías preguntárselo a esta espina roja, tómala entre tus dedos y escucha lo que tiene para contarte en la página 51.

Acércate a la vitrina de la izquierda. El color de esta espina es negro y si lo frotaras contra un papel dejaría un rastro similar al grafito de un lápiz ordinario, pero en tu lugar no me atrevería a tocarla. Esa espina sólo espera la oportunidad de pincharte y el precio a pagar es muy elevado. Si quieres tomar el riesgo ve a la página 56.

¿Pero de veras crees que sólo una espina puede causar do-lor? La sabiduría del museo dice lo contrario. ¿Ves aquel mechón de pelo negro? Es de una mujer. Tócalo y verás que una muerte roja puede venir también de lo pequeño y aparentemente inofensi-

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vo en la página 58.

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Myrtillocactus geometrizanspor Nissabdám Stille

El escenario: una noche iluminada por luz de la luna llena cuyo silencio se interrumpe por el sonido de un tecolote y el infinito canto de los grillos. Un entorno tranquilo, casi idílico, de no ser por un par de muchachos drogadictos dispuestos a elevarse, según sus palabras, “más allá de las estrellas”. Para ello buscaron aquel rincón fuera de la ciudad, en medio de un matorral semidesértico junto al sitio de una construcción solitaria y vacía.

Aquellos chicos reían y bromeaban dando vueltas por las ve-redas en penumbra, seguros de poder hallar el rincón más adecua-do para disfrutar las maravillas descubiertas desde hacía milenios, por algún experto en la alquimia de la percepción. Al fin, ocultos tras un montón de escombros, acomodaron unas piedras, exten-dieron unas mantas y se dispusieron a “volar”. No se percataron que a lo lejos había una extraña figura erguida, interrumpiendo el horizonte. Era difícil notar alguna diferencia entre esa silueta y un árbol. Pero los árboles no respiran así, ni tienen ojos, y aquel espectro nocturno se dedicó a observar y a esperar con un aliento pausado, silencioso.

Los adolescentes reposaron bajo el confortante y discreto cobijo de un huizache, y mientras sacaban unos rollos de papel rellenos de hierba, la figura alta y misteriosa desapareció de su lugar entre las sombras. Los muchachos se dedicaron a inhalar

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el aromático fruto de la incandescencia herbal, y entre gemidos y risas fueron llevados a un mundo lejano y colorido. El mayor de los dos, un joven de 17 años, de piel morena y de complexión delgada, tardó más en viajar. Su razón pudo enfocarse en la mera observación y ayudado por los primeros efectos de aquel humo, fijó la atención en el éxtasis provocado por la hierba psicotrópica en sus compañeros. Su vista se concentró después en las manecillas de su reloj pulsera. La luz verdosa que despedían fluía con la lige-reza de un líquido, permitiéndole ver los detalles más minúsculos de aquella carátula que parecía estar viendo por primera vez. Sólo pasaron seis minutos –en su mente fueron más de cuatro horas– cuando al final su consciencia se percató de lo evidente: el cigarro había hecho efecto.

Mientras cada uno de aquellos jóvenes se entregaba a visio-nes hechas a su propia medida, una silueta vagamente humana se deslizaba entre los matorrales. Aquel hombre iba vestido con un zarape negro que lo cubría desde el cuello hasta los tobillos, avanzando sigiloso, sin hacer ruido, cada vez más cerca. Al fin quedó a menos de un metro de ellos. Se contuvo, no tenía prisa; agachado como un león esperó el momento adecuado para atacar a sus presas. Cuando ambos adolescentes cerraron los ojos para visitar lugares fantásticos, el depredador avanzó ágilmente. Apar-tando un arbusto espinoso, tomó entre sus brazos al más joven y con un movimiento rápido se lo llevó a su escondite. Fue algo tan rápido, tan silencioso que nadie se habría dado cuenta, pero el arbusto que había sido hecho a un lado por la sombra, al ya no ser sostenido, se azotó sobre uno de los muchachos. Éste salió del trance, instintivamente buscó a su amigo. Con las pupilas dilata-das por la oscuridad y la hierba, no le costó ver entre las sombras. Estaba a punto de preocuparse, cuando repentinamente algo sonó entre los arbustos. Fue hacia la fuente del sonido, esperando en-contrar a su amigo drogado y lleno de espinas, pero sólo pudo ver una rata enorme que lo miró con sus ojillos fulgurantes y que con

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un chillido agudo, se escabulló entre las matas; estaba más lúcido que nunca y el miedo comenzó a apoderarse de su ser. Entonces se percató de que estaba solo. El corazón estuvo a punto de salirse de su pecho, lo sintió emerger, abrirse paso entre la ropa; pero an-tes de perderse en el nuevo miedo generado por esa desagradable sensación, nuevamente escuchó un ruido, ésta vez saliendo de los matorrales detrás de él. El muchacho no sabía si era su amigo u otra rata, pero antes de alcanzar a descubrirlo, unos brazos delga-dos pero musculosos le quitaron aquella duda… plantándole mil más en la cabeza. Sintió que una tela rasposa cubría los brazos del misterioso visitante y de inmediato le hirieron los piquetes de algo muy agudo en su cara y cuello. La sombra emitió dos palabras ino-cuas, amables, antes de que el muchacho perdiera la conciencia: “Buenas noches”.

Al despertar, el adolescente solo pudo ver a su alrededor la fi-gura de su amigo en el suelo y la sombra de un enorme garambullo delante de ellos. Le dolía la cabeza y no recordaba ni siquiera como llegó a aquel punto, pero una risa tras de él le devolvió de golpe la memoria. Sintió su corazón en la boca latiendo rápidamente. No era una metáfora, la sensación era exacta, abominablemente real. Mientras tanto, una figura alta y delgada se irguió tras él y en un gesto brusco que le causó gran dolor, volteó su cabeza para que lo pudiera mirar mejor. El hombre estaba desnudo por completo, pero la escaza luz no dejó ver otra cosa más que un brazo cubierto por unos largos y muy numerosos apéndices agudos. No tardó en percatarse de que aquellas excrecencias que brotaban de la piel del secuestrador eran espinas.

El hombre le dijo cuatro palabras al joven, palabras suaves, verdaderamente amables: “Permíteme iluminar las cosas”. Dicho esto prendió una antorcha clavada en el tronco de un árbol. Enton-ces pudo ver claramente al horror que se ocultaba entre las som-bras de la noche. Aquella persona ─¿era una persona?, lo mejor sería decir, “aquel ente”─ tenía cada centímetro de su piel forrado

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con espinas, emergiendo mórbidamente del tejido que cubría su cuerpo en patrones geométricos, parecidos a los del garambullo; sólo le faltaban espinas en la cara, las manos y el órgano viril.

El espanto fue peor cuando el muchacho volteó a ver a su amigo, porque el rostro ya había sido adornado por la muerte: era una faz pálida, sin sangre, junto a un charco rojo oscuro que fluía con lentitud hacia un garambullo. Al mismo tiempo, el muchacho pudo observar al inmenso y majestuoso cactus cubierto con es-pinas rojas, como el color de la muerte carmín, como la sangre al brotar de una herida en la piel. Esto le llevó a un trance peor que el de cualquier droga sintética, volviéndole loco.

Sin compasión, el asesino sostuvo el cabello de la nuca del muchacho y mientras le mostraba la muñeca de la mano izquierda ─en la cual se observaban exactamente dos interrupciones en el patrón de las espinas ─ le dijo: “¿Ves estos espacios? esta noche los voy a llenar, la geometría no permite que persista el vacío”. Acto seguido, rebanó el cuello del muchacho, derramando al pre-cioso líquido bermejo sobre la base del garambullo. Antes de morir, el joven escuchó salir de la boca del asesino las últimas quince palabras de su vida: “Esta planta se llama muy adecuadamente Myrtillocactus geometrizans. Pronto serás parte del garambullo, yo también”. La vida del adolescente se apagó en ese instante.

Dos horas más tarde, el charco de sangre fue consumido en su totalidad por la cactácea, y el asesino se encontraba arrodillado frente a su deidad, el cacto de las flores como mirtos; celebrando el rito nupcial de la sangre fertilizando las raíces y dando vida a las espinas. Todavía con la luna llena clavada en el cielo, el Hombre Garambullo tomó unas pinzas viejas y arrancó una espina de su ídolo profano, la observó por un momento y con mucha emoción la hizo atravesar la piel, muy adentro en su muñeca izquierda. Dan-do un giro con la mano derecha, logró que la espina se proyectara hacia afuera. Una pequeña corriente de sangre manó de la herida. Para finalizar el proceso de incrustación, sufriendo placer sexual

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gracias al dolor, el hombre acomodó la espina, siguiendo aquel pa-trón fascinante: la singular simetría pentamérica que sintetizaba en su forma, la esencia despiadada de la deidad vegetal. El Hombre Garambullo repitió el proceso con otra espina en el espacio dispo-nible en su muñeca izquierda y gritó de gozo cuando terminó su transformación.

Ochocientas cuarenta espinas ─un múltiplo de cinco, un número sagrado─ sobresaliendo de cada centímetro de su piel. Ochocientas cuarenta espinas marcaban la unión de un mons-truo con su ídolo herético y cruel. Ochocientas cuarenta espinas representando ochocientas cuarenta veces que aquel garambullo fue alimentado con el líquido rojo de la vida. Finalmente, el bello monstruo geométrico se levantó, no quería dejar a su dios sin co-mer, y había una gran cantidad de personas que podrían servir de alimento; la ciudad de Querétaro estaba llena de gente.

Y sigue llegando más.

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Mala Espinapor Jezebel Nachtmahr

“Las palabras, usadas a la ligera, pueden agotar tu historia.”

-E.A.P.

Otras espinas lo habían intentado antes, escondidas en las manos de instrumentistas virtuosos o en los pies de un bailarín, esperan-do que el continuo movimiento de las extremidades impulsara su viaje hacia el corazón; pero la actividad resultaba excesiva, y en poco tiempo las pobres se fragmentaban por la presión de mús-culos y huesos sobre sus frágiles estructuras alargadas. Ninguna había tenido éxito hasta que la casualidad guió a cierta espina en el flanco de un garambullo a la mano de un escritor.

De un solo y certero pinchazo, sin ser apenas percibida, la espina penetró la palma de la mano, desgarrando seis milímetros de piel a su paso. Cualquier movimiento en falso le daba la opor-tunidad de introducirse cada vez más en el tejido de su incauto hospedero. Sin prisa, tarde o temprano llegaría su momento.

La mano del escritor no acostumbraba los movimientos brus-cos que ocasionarían su rompimiento; aunque resultaban arrulla-dores, no servían a su propósito. Se movía sólo cuando era estric-tamente necesario, cuando una fuerte descarga químico-eléctrica se precipitaba hacia los cinco dedos, aferrándolos en torno a una columna de grafito que dejaba el alma del escritor plasmada con

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su rastro grisáceo en láminas de pulpa vegetal. El constante flujo sanguíneo hacia la extremidad y de regreso le dio a la espina el impulso suficiente para avanzar en su camino mientras el escritor pasaba noches en vela con el impulso febril de apilar palabras.

Poco a poco, nadando en el preciado líquido rojo, la espina arribó al tejido suave y circunvoluto del individuo; definitivamente no era el corazón pero había mucho espacio para ocultarse entre grietas y hendiduras. Esta vez, el escritor sí que advirtió el pin-chazo. De pronto tenía mil historias fantásticas que contar; inven-ciones tan rebuscadas como hermosamente verdaderas que fluían directamente hacia el papel. Mientras tanto la espina crecía, ro-busteciéndose con cada punto final hasta que ya no quedaron más palabras para escribir. De pronto todo se tornó extraño y falso, ca-rente de sentido. Ya no había fábulas y se mezclaron las moralejas. Sus vagas nociones de tiempo y espacio no fueron suficientes para hilar escritos coherentes, respetuosos de la ortografía, sintaxis y gramática. Las figuras retóricas se sucedían una tras otra, un oxí-moron redundante que coronaba su prosa poética desenfrenada e ininteligible. El escritor no daba cuenta de lo que estaba perdiendo; añadía forma para compensar contenidos pero su intento sólo de-rivaba en retazos inconexos.

Escribió hasta el sinsentido y más allá, sin detenerse hasta volcar toda su sangre sobre el papel, y con ella la espina, que ya no era el fino alfiler que tiempo atrás había entrado por la mano. Ali-mentada por la obsesión, era una columna robusta por cuyo hueco en la médula fluyeron las últimas gotas de sangre que, al cuajarse, se volvieron la tinta que trazó el punto final de un relato sin firmar.

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Aberepor Edward L. Greenlove

Mi nombre es Maurice, el resto quedará para siempre en el olvido. Escribo sobre este pedazo de papel carcomido con la esperanza de que algún día el mundo conozca mi historia. No soy escritor, sino naturalista, y por ello prescindiré de todo estilo y elocuencia. Fui tripulante en la expedición de Jean-François de La Pérouse, acompañado por dos colegas. Quisiera comenzar relatando nues-tro naufragio, pero los recuerdos son demasiado borrosos como para construir una narración entendible. Lo único que está mar-cado en mi memoria es el rojo atardecer que precedió a nuestra oscura perdición. Flotábamos aferrados al lastre mientras aquel círculo color sangre se ocultaba en el mar; huía, como si tuviera la culpa de nuestra desgracia.

Después vino la noche, fría y silenciosa. Sin una sola nube en el cielo las estrellas brillaban por todos lados. Vincent, el astró-nomo de a bordo, suspiraba lanzando improperios a lo alto. Des-pués expiró. No pudo soportar el frío y las heridas terminaron por volver su cuerpo seco y sin color.

Jamás me pude explicar la causa del hundimiento. La Bous-sole se había perdido en el horizonte junto con el almirante Rou-gerie tan sólo una semana atrás, llevado por un fuerte viento; pero l’Astrolabe, lo único que nos quedaba, había chocado… contra una roca quizás. Después del golpe sólo recuerdo mucha agua, man-

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chada de rojo por el sol. La mitad de los hombres se hundieron con el navío, incluido nuestro capitán. El resto quedamos flotando a la deriva: algunos marineros, mis colegas Jacques y Louis, Francis el médico de a bordo, y yo. El matemático y los dibujantes descansa-ban ya en las arenas profundas del Mar del Coral. Sólo una docena de marineros alcanzaron el acantilado de Vanikoro, mientras que el resto murieron ahogados.

Aunque la noche era tranquila, una tormenta pronto azotó sin piedad sobre nosotros. Los vientos lograron arrastrarnos en sentido contrario a Vanikoro, excepto por Jacques, quien no pudo aferrarse a ningún objeto. Al día siguiente desperté con Louis y Francis en una playa rocosa llena de peculiares cangrejos color sangre. Louis quedó asombrado, pues su experiencia en el estudio de los animales constataba la rareza de aquella especie. Yo en cam-bio traté de ubicarme, pero ni siquiera subiendo al peñasco más alto pude vislumbrar Vanikoro.

Para fortuna nuestra, el viento había traído consigo algunas cajas de provisiones del naufragio. Después de recoger todo lo que nos pareció útil, caminamos rumbo al centro de la isla, donde el catalejo nos mostraba una selva interior dominada por palmeras. Nuestra esperanza era encontrar una aldea de nativos. Sabíamos que esos hombres negros acostumbran usar sus primitivas canoas para transportarse de isla en isla, y que Vanikoro siempre es el destino final. No llevábamos armas para defendernos, excepto por un sable que alguien de Hokkaido regaló al capitán Rougerie. Por suerte la mayoría de los nativos eran amistosos, sobre todo por esa región. En nuestro último desembarco uno de ellos nos advirtió asustado sobre los espíritus que rondan por las islas; pero tras el naufragio temíamos más al hambre y a la deshidratación que a los mitos.

Tras comprobar con desilusión la ausencia de nativos en la selva, descansamos algunas horas junto a un extraño manantial de agua caliente. Al buscar un nuevo objetivo, nuestro catalejo

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mostró cercana una gran decepción: después del palmar no queda-ba más que un terreno yermo. Ahí la tierra era de un extraño tono rosado y las plantas parecían siempre marchitas, en su mayoría rastreras, cuyos colores iban de rojizos a violáceos. Se notaba que el suelo contaba con una gran cantidad de yeso. Más allá, otra sel-va de palmeras parecía indicar el extremo de la isla.

Nos abrimos paso por aquellas plantas espinosas usando la espada, pero pronto fuimos víctimas del terrible calor que domi-naba la isla. Fue necesario detenernos para descansar bajo una roca enorme con forma cuadrada. Mientras el médico no dejaba de quejarse, Louis y yo sólo podíamos sentir fascinación por el lugar. Aunque éramos conscientes de nuestra mala fortuna, la curiosidad de naturalista pudo más que el miedo. Mi preocupación era saber cuántas especies vegetales sin describir habitaban la isla, mientras que Louis se preguntaba sobre los polinizadores y dispersores de aquellas hierbas raras. Francis, molesto por nuestra conversación, gritó como el más vulgar de los marineros. Nosotros sólo pudimos ignorarlo.

Buscando entre los desperdicios que el mar nos trajo, encon-tramos comida y algo de papel. Tras comer con dificultad la última carne seca de la tripulación, nos pusimos a dibujar como si nada mientras que Francis se quedó dormido. Era extraño que un médi-co mostrara tantos problemas de salud… Cuando hubimos dibu-jado las especies más extrañas, fue necesario despertar a Francis para proseguir nuestra caminata rumbo al extremo opuesto de la isla. Pronto el terreno se volvió agreste y nos vimos obligados a des-cender una pendiente pedregosa. Ahí había pocas plantas, si acaso un par de herbáceas duras y con espinas.

Cuando terminamos el descenso, la imagen frente a nosotros parecía una ilusión. Al principio creí que se trataba de un espejis-mo creado por el sol de la tarde, pero al descender hasta el fondo de aquel cráter confirmamos lo antes visto. Se trataba de los restos de un lago cuya agua era de color sangre. Al probarla constatamos

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un sabor ferroso, prueba inequívoca de que estaba lleno de mine-rales. En esa época parecía estar seco, ya que sólo algunas charcas se conservaban en lo más profundo de su lecho fangoso. En algún momento ese cráter de casi tres millas de longitud debió estar lleno de agua rojiza atestada de hierro.

Esa noche descansamos a la orilla de aquel extraño lago, pues la fatiga había vuelto insoportable a Francis. Al salir en bus-ca de leña para encender una fogata rodé accidentalmente hacia el fondo del cráter. Fue la primera vez que vi la planta. Era una enredadera negra, por la noche, y de sus extremos pendían un par de flores marchitas. Ninguna de las otras plantas en la isla se comparaba con ésta. Aunque la peculiar estructura de sus flores la colocarían dentro de las Pasifloráceas, su hábito acuático podría hablar más bien de una nueva familia. Quise llevarme tan pertur-bador ejemplar, pero estaba demasiado marchito.

Al regresar conté mis observaciones a Louis, quien emocio-nado preguntó si había visto algún bicho rondándola. Entonces recordé que, a pesar de su flor marchita, un enjambre de insectos acechaba la extraña planta. Eran enormes, de color rojizo, y emi-tían un zumbido aterrador que me recordó cierta palabra nativa: Daraj-Daraj, aunque su significado todavía se me escapaba…

Emocionados por el descubrimiento planeamos una visita al lugar donde encontré la planta, pero una vez más fuimos vícti-mas del mal humor de Francis. Esta vez nos reprochó por perder el tiempo en lo que, según él, eran simples nimiedades. Louis no pudo quedarse callado y comenzó una discusión con el obtuso mé-dico, cuyas ideas llegaban a la ridiculez máxima. Francis gritaba mil veces que una planta insignificante y sin movimiento no tiene por qué generar interés, que los animales están “más arriba” pero aun así jamás igualarán al ser humano, imagen misma del Crea-dor. Cansado de sus bramidos, me levanté furioso del suelo para después propinarle tremendo golpe en la cara. Recuerdo que le sangró la nariz, y al verlo grité: ¿Dónde queda tu magnificencia?

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¡La sangre no es más que agua con hierro!Al día siguiente los ánimos ya estaban apagados. Me sentía

con vergüenza, pues debido a la necesidad de racionar el agua Francis andaba con la cara manchada de sangre seca. Caminamos en silencio rumbo a nuestro destino, y en el trayecto pude reflexio-nar… Esa isla desconocida parecía ser la única del archipiélago con suelos yesosos. La falta de vegetación es comprensible, pues aunque las tormentas azotan constantemente, el agua es retenida por el suelo. Los palmares de la costa sobreviven gracias a la brisa marina, y aunque la isla sea pequeña, las montañas evitan que el agua de mar se extienda más allá de algunas millas. Sólo pocas plantas, como esa Passiflora, sobreviven gracias al peculiar lago rojo. Aunque me sigue pareciendo un enigma cómo es que pueden soportar los minerales…

Tras medio día de caminata encontramos un pastizal, que soportaba de forma admirable la falta de agua. Ahí encontré nue-vamente la planta misteriosa, y esta vez pude ver cada uno de sus detalles. Su flor era blanca, con la forma típica de las pasifloras; la única diferencia con la del lago era la falta de hojas extendidas. Mientras colectaba con paciencia el ejemplar, Francis fue ataca-do por un enjambre de bichos Daraj-Daraj, que parecían atraídos por su sangre seca. Louis y yo tuvimos que alejar los bichos, pero eso no evitó que Francis fuera picado por varios. Tras eso, inme-diatamente se puso pálido y perdió el conocimiento. Tuvimos que arrastrarlo varios pasos, y cuando alcanzamos el palmar, el sol ya estaba oculto.

Seleccionamos un sitio despejado para descansar, y con al-gunas hojas de palmera Louis construyó un refugio para Francis. No sabíamos qué hacer con él, pues en el trayecto se había hecho una cortadura, que ahora sangraba sin parar. El líquido que brota-ba de su pierna era pálido pero fluía en abundancia. Tras vendarle las heridas, fuimos en busca de leña y frutos, pues la temperatura comenzaba a descender y nosotros teníamos horas sin probar ali-

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mento. A mí me tocó ir por la madera, y cuando levanté algunos troncos me sorprendí al encontrar numerosas plantas rodeándo-los; eran enredaderas negras, por la noche…

Cuando regresé al campamente había muchas hierbas cu-briendo el sitio que elegimos, e incluso la fogata estaba siendo so-focada por algunas ramas. Decidí hacer caso omiso al hecho, con la idea de que el cansancio muchas veces causa visiones o proble-mas de memoria… Después de comer frugalmente, Louis se retiró sin decir palabra alguna para descansar en el refugio. Yo no podía dormir, ya que algo que me inquietaba. Comencé a recordar la advertencia de aquel anciano nativo: los espíritus que rondan las islas… Él nos habló de Abere, la mujer salvaje que vive en los pan-tanos. Aquel demonio atrae a la gente con su belleza, y los atrapa con enredaderas para luego devorarlos sin piedad…

Luego de tanto pensar sentí mucho sueño y un poco de fie-bre, que me causó un delirio cálido. Veía las llamas rojas extin-guirse sofocadas por la hierba, después las estrellas brillar en el cielo negro. Luego sentí como si docenas de serpientes suaves y frías atravesaran mi cuerpo. Trataba de recordar un cántico de los nativos, ése que habla sobre el demonio rojo. Entonces escuché un mar de bichejos surcar el cielo. ¡Daraj-Daraj!, ¡Daraj-Daraj!, grita-ban sin cesar…

A la mañana siguiente desperté con brusquedad, pues al fin pude recordar el significado de aquella palabra. Antes de que pu-diera llamar a Louis, escuché sus gritos desesperados. Corrí al refugio temiendo que mis sospechas fueran verdad… Aunque sabía de antemano lo que iba a encontrarme, la imagen me causó una gran impresión. Era horrible. Sobre un charco de sangre seca ya-cían los restos perforados de lo que algún día fue Francis, rodeados por docenas de ramas de cuyos extremos podían verse, radiantes y voluminosas, una serie de flores rojas y coronadas. Al fondo, Louis trataba de limpiarse la sangre seca con desesperación.

Antes de asimilar por completo la escena, salimos corriendo

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del lugar. No tomamos más que un saco lleno de papel y tinta, algo de agua y la espada. De permanecer ahí un minuto más hubiéra-mos sufrido el mismo destino de aquel pobre médico patriota. Y no fue la imagen lo que nos asustó, ni tampoco escuchar miles de hierbas arrastrarse tras nosotros. Lo verdaderamente terrible fue el humo rojo que nos perseguía, y aún más el zumbido infernal que generaba. Parecía un verdadero demonio, que con voz blasfema gritaba: ¡Daraj-Daraj!, ¡Daraj-Daraj!...

Lo que nunca quise decirle a Louis es que Daraj es la palabra con que los nativos de Vanikoro se refieren a la sangre.

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SALA ANIMAL

En esta sala verás el mundo de las barbaries y del instinto. Ve con precaución, porque aquí los objetos cobran movimiento. Es el capricho de su naturaleza, una consecuencia de haber nacido con sangre. Ahora todo se confunde con la sombra, pero cuando llegue la hora crepuscular peligrará tu vida. Voy a confesarte que incluso el creador del museo duda para entrar aquí, donde los depredado-res del hombre se ordenan en cuanto a su letalidad.

¿Ves aquella colección de arácnidos? Es el comienzo, y si quieres conocer la historia que cuentan te recomiendo tocar con cuidado, pues podrías palpar sus filos mortales. Si quieres arries-garte, frota con cuidado su dura piel en la página 67.

Más allá podrás ver un peligro cuya forma te es conocida, pero con una naturaleza que nunca podrás comprender. Es la am-bigüedad en el movimiento, el delirio de persecución y todo lo que se siente cuando invades esferas a las que no perteneces. Vamos, atrévete a tocar el cráneo aparentemente cánido, pero que sugiere algo más, en la página 74.

¿Quieres saber un secreto? Los objetos de esta sala no sólo se mueven en el espacio, sino que también son cambiantes en su naturaleza. Un pequeño roedor podría ser el depredador más atroz bajo la forma de un gigante, o viceversa. Si quieres entender más, te recomiendo que palpes aquel colmillo ambiguo que yace sobre harapos manchados de rojo en la página 79.

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Por último, ¿te gustaría saber cuál es el depredador del hom-bre por excelencia? Aquella daga te dará la respuesta, pero tal vez quieras desistir… las tierra de Tzeltalia están más cerca de lo que crees. Siente el filo capaz de sacar la naturaleza del movimiento, de liberar la sangre, en la página 83.

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Hakrabpor Aldous Teller

La primera de las víctimas fue hallada el 3 octubre por la maña-na. Se trató de un hombre de barba blanca y nariz aguileña, cuyo cuerpo, recostado e inconsciente, yacía en una de las bancas que se confunden con las bardas flanqueantes al río en Avenida Uni-versidad. Oschwald Kruif, de origen alemán, se hallaba de visita en la ciudad con el pretexto del Noveno Congreso de Numerología, reunión que sólo atienden algunos cuantos judíos herederos de las antiguas tradiciones. De poco o nada sirvió despertarlo para la policía, ya que dijo, en un español rudimentario, no recordar nada salvo que salió del hotel Del Paso alrededor de las 11 de la noche a caminar. Recordó no haber visto a casi nadie excepto a los conductores que circulaban por la avenida. Dentro de uno de los bolsillos del saco negro, se encontró, junto con un fajo de billetes nacionales y europeos, una pequeña tarjeta mecanografiada en la que se leía: “El primero es casi blanco”. Obviamente se descartó el asalto como el móvil, y el caso hubiera pasado por alto para la poli-cía si dos días después no se hubiera encontrado el cuerpo sin vida de la segunda víctima. En esta ocasión el turno fue para un joven griego de apellido Basillicos y de nombre impronunciable. Tenía dos años en la ciudad y era estudiante de economía. Había llegado al país como uno de esos enamorados en busca de una mexicana con ojos de obsidiana, misma que se le mostró por primera vez en

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Atenas. Sus cabellos rubios y largos se mezclaban con la sangre espesa que había escurrido del cuello y que, a su vez, se fundía con la ropa y la tierra negra del jardín del Monumento a la Bandera. En la boca abierta del cadáver, alguien, quizás el asesino, había ver-tido agua. Además de la puñalada escandalosa que le había dado muerte no tenía ninguna otra herida, la mochila estaba tirada a un costado y su cartera aún se encontraba en el pantalón. Sobre el pecho, acomodada por debajo de la camisa, una tarjeta idéntica a la de Oschwald Kruif rezaba: “El segundo tiene la boca bermeja”. Inmediatamente se planteó la posibilidad de que las dos víctimas hubieran sido atacadas por el mismo criminal; sin embargo, fuera de que ambos eran extranjeros, no se encontró ninguna conexión entre los atacados. La firma era clara, pero las pocas pistas que había no conducían hacia ningún lado y la ausencia de testigos dificultó las investigaciones de la policía.

Durante una semana no se produjeron más incidentes y se pensó que el criminal de las tarjetas había desistido. Pero la activi-dad se reanudó el 12 de octubre a las cuatro de la mañana cuando un oficial que patrullaba Hidalgo vio a un hombre con las manos atadas sobre su regazo, recargado, más bien echado, a la luz de la entrada del número 32 de esa misma calle. Cuando se acercó para auxiliarlo, se percató de que el desdichado se desangraba por el cuello a través de una herida profunda y no tardó mucho en morir sin poder pronunciar una palabra. Nuevamente una tarjeta con una leyenda: “El tercero es casi negro”, y nuevamente un extran-jero. De origen árabe, Omar Al Saahab, quien habitaba uno de los departamentos del edificio donde murió, trabajaba como empleado del gobierno en la Secretaría de Relaciones Exteriores. Quienes lo conocieron dijeron lo que todo el mundo dice cuando alguien mue-re: era un hombre tímido y amable y no había una razón aparente para que alguien quisiera hacerle daño. Empero, para la policía todo estaba muy claro, el matador era un xenófobo y había que alertar a toda la comunidad extranjera de la ciudad.

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El asesino se había refinado, la primera vez falló por algu-na razón en su intento de matar; sin embargo, una vez que hubo practicado, se había dado el lujo de atar a la víctima, apuñalarla y pintarle en el rostro una sonrisa con su propia sangre. La vigilan-cia se reforzó en las calles por la noche y el alcalde juró atrapar al asesino antes de que se cometiera otro atentado en contra de los forasteros, pero lo cierto era que la policía no tenía nada, sólo unas tarjetas indescifrables y tres muertos.

El cuarto asesinato no fue ninguna sorpresa. Francisco Sem-pere, español y vendedor de libros, fue sorprendido por el asesino al doblar una esquina después de hacer la visita acostumbrada todos los viernes a una prostituta. Como las manchas del suelo lo sugerían, corrió media cuadra escurriendo sangre por la herida de un puñal a la altura del cuello; cuando ya no pudo más, calló en el arroyo de la calle, en donde su victimario lo cubrió con un cobertor de lana y le acomodó con delicadeza una tarjeta medianamente predecible entre los labios apretados. Sempere permaneció echado en el suelo hasta el amanecer. Esa noche hizo tanto frío que ni el perro que dormía afuera de la vinatería de esa calle quiso levan-tarse a lamerle la herida. Por la mañana la policía anunció en el periódico lo que en la tarjeta se leía: “El cuarto es de un color que tira a verde”.

Hasta el momento, el xenocida había resultado más inteli-gente que cualquiera que le había seguido la pista. Ningún detecti-ve sabía por dónde empezar a buscarle, los había eludido en cada uno de los golpes, se burlaba de ellos y podía seguir trabajando con toda libertad. Se contrataron detectives privados, la policía federal tomó parte, los extranjeros comenzaron a mudarse de la ciudad y la gente dejó de salir por las noches. Incluso, en un intento por engañarle, policías encubiertos disfrazados de extranjeros salieron a la calle desde el atardecer para ser atacados y emboscarle. Nada funcionó.

Jorge Benítez, estudiante de Literatura, se hallaba la mañana

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del lunes 18 en la esquina de Hidalgo con Tecnológico mirando los encabezados de los periódicos en el estanquillo que ahí se encuen-tra. Sin poner mucha atención, le dio un vistazo a la nota que se refería al caso Sempere y, sin saber por qué, pensó en un escorpión con alas. Cuando las luces del semáforo cambiaron, cruzó la calle y entró en la universidad. A medio día se entretuvo con Dostoievski y luego de tomar clase de redacción, revisó a Tolstoi hasta que se quedó dormido debajo de un pirul cercano al estacionamiento de la Facultad de Derecho. Cuando despertó eran ya las nueve y media de la noche y se despreocupó porque sabía que no alcanzaría ya el último camión que lo llevara hasta casa. A pesar del frío, pensó que no le vendría mal caminar y se levantó del suelo con la espal-da mojada por la humedad del pasto. Entumido, vio que la obra de Tolstoi estaba aún en el pasto y pensó en recogerla, extendió la mano para recargarse en el tronco del árbol, mas se percató de que por poco aplastaba a un alacrán que al mismo tiempo levantaba la cola para defenderse. Inmediatamente tuvo en su mente una reve-lación mientras miraba al animal que reanudaba su marcha hacia la copa del árbol. Los cabos sueltos se iban uniendo y lo que antes había pensado sin precaución ahora se clarificaba como si pudiera leerlo en una nota de periódico. A toda prisa recogió el libro y se dirigió corriendo a la Biblioteca Central, todavía tenía media hora antes de que cerraran y era preciso que aprovechara el tiempo. En-tró al edificio y se dirigió a la sección de filosofía, no se molestó en buscar en el fichero, encontró la letra P en los lomos de los abuelos y, cuando halló lo que buscaba, extrajo con todo cuidado un vo-luminoso ejemplar del libro XI de Historia Natural de Cayo Plinio Segundo traducido por Gerónimo de Huerta en 1624. Se sentó en la banca más próxima. Pudo ver por el ventanal que daba a un jardín cómo se encendían los aspersores de agua y por el reflejo del vidrio a una joven que salía por las escaleras a su espalda. Sin perder más tiempo, abrió el libro y lo hojeó hasta encontrar el capí-tulo que habla de los escorpiones. Línea por línea fue descartando

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toda aquella mitomanía que de nada le servía. Por fin recordó que lo que buscaba no era lo que Plinio decía de los escorpiones sino lo que de Huerta decía sobre lo que Plinio escribió. Leyó en voz alta: “Al escorpión de la tierra llamaron los hebreos hakrab, y los Griegos scorpios, de quienes tomaron los latinos y casi todas las naciones el nombre, los castellanos le llamamos alacrán, y algunos dicen que es nombre arábigo, tomado del hebreo, y añadido el artículo halacrab, y corrompido algo alacrán”. Continuó leyendo en voz baja y, luego de devorar algunas líneas más, volvió a alzar la voz involuntaria-mente seducido por lo que se le iba mostrando ante sus ojos: “En Libia hay gran abundancia de ellos, y son tan engañosos y astutos que no pudiendo herir a los hombres cuando duermen en camas colgadas en el aire, se juntan muchos y, subiendo a lo alto, hechos cadena se cuelgan uno de otro y bajan a picar al que duerme. Apollo-doro puso nueve diferencias de estos (como refiere Plinio), Nicandro describe solamente ocho. El primero es casi blanco y su picadura de ninguna manera es mortal. El segundo tiene la boca bermeja y de su picadura se sigue grandísimo dolor y una intolerable sed. El tercero es casi negro y al picar quita el movimiento de los miembros y causa una risa vana como suelen tenerla los tontos. El cuarto es de un color que tira a verde, este al momento que pica causa tan intenso frío y prolijo rigor, que aunque sea en el tiempo más ardiente y caluroso, le parece al herido estar cubierto de nieve y sepultado entre hielos. Este tiene en la cola siete nudos, uno más que todos los otros. El quinto es de color violado y amarillo...” Iba a continuar leyendo cuando una risa leve y maliciosa le interrumpió. Alzó la cabeza y distinguió por el reflejo del vidrio la silueta de un hombre que se acercaba a él. Vio en su rostro algo familiar y se giró en la silla antes de que el hombre estuviera justo detrás de él.

─“...y tiene ancho y extendido vientre ─completó el hombre donde Benítez se había quedado─, sustentase de hierba y nunca se harta. Al herido de este se le hinchan las ingles”.

─Doctor Ranulfo ─articuló Jorge impresionado mientras mi-

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raba la mano derecha de su interlocutor con la que sujetaba un puñal de hoja plateada.

─Me sorprende su sorpresa Benítez, lo estaba esperando pero nunca imaginé que vendría sin saber que se trataba de mí.

De pronto todo se volvió comprensible para el joven estudian-te:

─Imaginé la relación de los asesinatos con el texto de Huer-ta, pero nunca pensé en quién podría ser el autor. Dígame una cosa ─continuó dando un paso hacia atrás, recargándose contra la mesa─, ¿por qué todo esto?

─Ésa es una pregunta legítima, esperaba que la hiciera. Mire Benítez, la belleza de Plinio no está en lo que escribe, esas son mentiras y nada más, la belleza de Plinio está en lo que inspira. A mí, por ejemplo, Plinio me inspiró un alacrán asesino y de Huerta me dio el estilo. Pero yo soy un hombre inteligente, no un mediocre que mata por matar. Para mí los asesinatos debían tener un propó-sito, un propósito que además trajera consigo un placer.

─¿Y cuál es ese propósito Doctor?─Usted Benítez ─respondió seco al tiempo que con el puñal

apuntaba hacia el cuello del joven─. Usted es ese propósito. Sólo una mente inteligente como la suya podría descifrar los asesina-tos. Le he estado observando en clase desde que entró, su genio excitado necesitaba una prueba real y yo se la estoy dando, ¿no le parece maravilloso? Sin embargo, como seguramente ya se habrá dado cuenta, no puedo darme el lujo de dejarle con vida. Una vez pasada la prueba se acabó el juego.

Jorge Benítez se recargó aún más contra la mesa, sus manos se apretaron en la tabla de madera y sintió que se le resbalaban con el sudor. Estúpidamente pensó en si sería mejor caminar por Madero o por Pino Suárez para llegar a casa. Sin percatarse de su nerviosismo comenzó a temblar de una pierna y se llevó la mano derecha al muslo para tranquilizarse, sintió que en la bolsa lleva-ba un lápiz. Retomó la calma y se concentró, supo que necesitaba

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ganar tiempo.─¿Y el placer? ¿Qué placer le trae tal propósito? ─preguntó.─El placer más maravilloso de todos, el intelectual. Pensar en

una emboscada y saber que el emboscado piensa también, saber que usted es ágil con la mente, pero tener la certeza de que la mía es más ágil aún -sonrió.

En un instante, el Doctor Ranulfo se abalanzó sobre Benítez. Con el puñal en el aire, hizo un giro bien entrenado para enterrarlo en el cuello del joven; éste, en un movimiento automático se aga-chó y esquivó el golpe del metal que apenas le hizo un rasguño en el hombro; sin embargo, cayó al piso quedando por debajo de su atacante en una posición vulnerable. Viéndolo desde abajo, se sin-tió atrapado entre las patas del escorpión, quien blandía su agui-jón en el aire. Rápidamente, sacó de su bolso el lápiz y en un movi-miento repentino lo llevó con la punta hacia arriba hasta el vientre del Doctor. Lo enterró al menos tres veces hasta que el hombre se apartó. Apenas lo hirió pero fue suficiente para librarse de su som-bra. Se incorporó del suelo y, arrebatándole el puñal, lo hundió en el tórax del escorpión, entre las patas que se agitaban con fuerza, para después apartarse del cuerpo de un animal que se tamba-leaba, chillando y resoplando con las manos aferradas al mango. Finalmente el cuerpo se desplomó pesado sobre sus espaldas.

Paradójicamente, justo antes de la anotación que Huerta hace en referencia a los alacranes de Plinio, éste último menciona acerca de la conducta de estos animales: “Dicen algunos que se comen a sus hijos, y que sólo queda uno, el más zagas, el cual, po-niéndose entre las ancas de la madre, queda seguro de ser picado o mordido. Este es venganza de los demás, porque finalmente viene a despedazar a sus padres”.

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Los perros nocturnospor Jezebel Nachtmahr

Eran tan apremiantes mis deseos de estar a solas que no avisé a nadie de mi viaje improvisado. Simplemente decidí aventurarme en un estado de completa euforia y autosuficiencia anticipada.

Sin pensarlo demasiado ya iba en camino hacia ese lugar tan añorado en la infancia: la casa de mis abuelos maternos, unas cuantas hectáreas de paz lejos de la atmósfera urbana asfixiante. Nadie esperaba mi visita en aquél hogar deshabitado desde hacía cinco años.

Para el momento en que me estuve frente aquella reja he-rrumbrosa ya todas las tribulaciones banales se habían esfumado. Con la mente despejada me dediqué al arduo trabajo de transfor-mar aquella humilde choza en un lugar habitable donde pudiera pernoctar los siguientes tres o cuatro días. Una vez lista, caí rendi-da sobre un par de colchas tejidas a mano y no supe de mí hasta la mañana del día siguiente.

Al despertar me preparé un ligero desayuno con los alimen-tos que envolví con premura y llevé conmigo, apenas suficientes para sobrevivir cuatro días, siempre y cuando fueran racionados adecuadamente. El desayuno restauró mis fuerzas, y con una ale-gría inusitada me decidí a dar un paseo en los alrededores. Con el Sol apenas desperezándose a mis espaldas comencé el recorrido a través de la propiedad de mis difuntos parientes, donde la au-

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sencia de actividad humana era evidente. El bordo, que además de ser el principal abastecimiento de agua para la vida animal y vegetal fue motivo de recreación para varias generaciones de niños alegres y juguetones, se veía reducido a un gran charco de agua estancada de aspecto y aroma putrefacto. Pero el mayor impacto, aparte de los corrales destruidos a fuerza del crudo clima invernal, eran las milpas, ahora grandes extensiones de terreno áspero en el que crecían gramíneas comunes muy dispersas. Todo aquello era extraño para mí, de pronto la sensación de paz y seguridad que me había invadido al llegar era reemplazada por nostalgia y desazón. Continué, ya no con el ánimo inicial pero con la misma voluntad. Me dirigí al arroyo que delimitaba el rancho. Para entonces sería ya mediodía.

Tras una larga y fatigosa caminata por fin encontré la pen-diente en cuyo fondo corría un estrecho arroyo. El descenso fue difícil, me vi obligada a dar muchos rodeos y estuve a punto de perder el equilibrio en más de una ocasión debido a las rocas res-balosas y cubiertas de musgo. Me alegré como nunca de ver esa débil corriente de agua cristalina con la que pude mitigar la sed, y después de un breve descanso fui consciente de que no había inge-rido ningún alimento desde mi desayuno, lo que potenció la sensa-ción de hambre que había ignorado hasta hacía un par de minutos. Supe que dentro de muy poco tiempo se volvería insoportable, por lo que examiné la naturaleza que me rodeaba en busca de algo comestible. Al no tener éxito opté por ascender, esperando tener mejor suerte o lograr volver a la choza donde tenía mis reservas. Sin otro pensamiento en mente escalé de la manera más rápida que pude y no fue hasta que me hallaba en la cima que comprendí que había cometido un grave error: ascendí por la pared opuesta de la pendiente.

Me encontraba en una vasta extensión de terreno descono-cido, sin señales de vida humana, débil y hambrienta. A juzgar por la iluminación natural era entrada la tarde, tal vez las 5 ó 6,

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con lo que la desesperación, que sólo era un pequeño germen en mi cavidad estomacal, había echado raíces y empujaba sus ramas garganta arriba. Sintiéndome absolutamente perdida caí de rodi-llas y apenas tuve oportunidad de apoyar mis manos en aquella tierra extraña para evitar desvanecerme por completo. Cuál sería mi sorpresa al darme cuenta de que a escasos centímetros de mi mano derecha crecían unas cuantas setas de aspecto carnoso, que inmediatamente corté y engullí.

Cuando el hambre estuvo apaciguada logré pensar con ma-yor claridad e inmediatamente volví sobre mis pasos pendiente abajo, para regresar a la cabaña antes del anochecer. A la luz del ocaso, el rancho antes tan extraño se presentaba ahora ante mí como una maravillosa extensión de vida emergente, aquel suelo que me había entristecido por su infertilidad irradiaba un brillo áu-reo que me sonreía. El viento doblaba gentilmente los tallos de las gramíneas guerreras y danzaban juntos. Caminaba, con el campo respirando bajo mis pies, ensanchándose y contrayéndose como una gigantesca caja torácica. Sobre mi cabeza las nubes estallaban mezclando decenas de tonos en patrones semejantes a fractales. Todo esto y más se revelaba ante mí como el espectáculo más her-moso que hubiera tenido oportunidad de contemplar.

Entonces los escuché. Un canto lejano que conmovió hasta las fibras más insensibilizadas de mi ser, cuyo eco rebotó entre mis oídos originando los pensamientos más aterradores en mi pobre mente sobre-estimulada. No sabía cuál era la reacción adecuada, si correr o recibir aquella naturaleza aterradora que se acercaba a darme la bienvenida. Cuando los vi tuve la certeza de que tenía que ocultarme.

Se aproximaron ladrando terriblemente apenas se ocultó el Sol, tomándose su tiempo para orinar sobre las gramíneas baila-rinas a un lado del camino. Intercambiaban sonrisas y miradas de complicidad cuando emitían un aullido excepcionalmente fuer-te. Apenas eran suficientes para formar una manada propiamen-

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te dicha pero su andar decidido y actitud retadora confabularon, creando el espejismo de supremacía numérica sobre el resto de las criaturas en este mundo.

Los esperé esa noche, desde mi precario refugio tras una sen-cilla pared de rocas apiladas sin mucho cuidado, pensando que sólo bastaría con un movimiento para romper el mimetismo y re-velarme a los depredadores. Esperé quieta, escuchando los latidos de mi corazón, cada vez más fuertes mientras se aproximaban los perros. Luego sólo los escuché a ellos, luego nada. Sus múltiples patas querían pasar sobre mí, igualándome a los terrenos baldíos e inertes que suelen transitar. El aliento fétido que exhalaban sus bocas cambió la atmósfera por un momento que pareció extender-se eternamente, envolviéndome en humedad y calor nauseabun-dos, mientras la música demencial de sus ladridos se conjugaba con la percusión de sus pasos y mis latidos, su respiración y la mía, para formar una cacofonía que hizo vibrar mis tímpanos más allá de lo humanamente soportable. Y apreté los dientes y tensé todos mis músculos, pero mantuve los ojos abiertos, expectante, inmóvil. Y en mi delirio sentí sus miradas amarillas a través de la roca y descubriendo mi vulnerable carne, lista para ser devorada. Casi pude verlos correr al unísono hacia mí, derramando saliva de anticipación por sus fauces abiertas, exhibiendo sus brillantes dentaduras. Y aún siento sus afiladas mordidas desgarrando cada parte de mi cuerpo, tratando de llevarse el bocadillo más grande, sin importarles si son las piernas con las que bailo, los ojos con los que leo el bosque, las manos con las que escribo, o vísceras varias que últimamente mi abdomen se limita a contener. Primero frío sólido, luego caliente fluido, luego nada. Una y otra vez hasta que no queda nada de mí, nada, sólo el cielo estrellado y el bosque alrededor.

Pero esa noche los perros pasaron, las rocas yaciendo en su sitio, ocultándome, y los gruñidos caninos se fueron perdiendo en la oscuridad. Cuando el peligro y la náusea del terror pasaron,

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cuando fui nuevamente capaz de sentir, lo primero que llegó fue el frío, y extrañé el aliento de los perros. El desmayo vino después y, agazapada como estaba, no pude detener el desvanecimiento con las manos.

Amanecí al día siguiente en la choza, sobre las colchas que yo misma había extendido y escuché voces (humanas, gracias al cielo) en la habitación contigua. Tardé un momento en identificar-las y una vez que lo hice logré concentrarme en su conversación; se trataba de mi madre y una pareja de ejidatarios que no conocía.

Al parecer los campesinos paseaban a sus cuatro perros cuando escucharon un golpe seco al otro lado de la barda paralela a su camino, dicha barda era mi rocoso escondite y el golpe seco mi providencial desmayo. Tras buscar la fuente del ruido me encon-traron inconsciente y me llevaron a la choza más cercana, la cual, afortunadamente, era la mía. Después de arroparme buscaron algo que me identificara y, encontrando una credencial con mi nombre completo, supieron que era hija de su amiga de la infancia, quien ahora vivía en la ciudad y con la que, para mi buenaventura, se-guían en contacto.

Los ejidatarios negaron la naturaleza amenazante de sus “ju-guetones cachorros mestizos”, desconociéndolos de las fieras de mi relato. Pero aún hoy se acercan, como todos los días, meneando la cola y ladrando altaneramente. Me contraigo en silencio y espero, todo parece ir más lento, el tiempo se estira indefinidamente, en el centro de mi cerebro la gravedad aumenta, trato de convencerme de que estoy preparada, pero no lo estoy, aquí viene la marea nau-seabunda y la música a la que es imposible acostumbrarme. Me obligo a no cerrar los ojos pero da lo mismo, el terror me ha cegado y sé que esta vez no correré con suerte.

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Un viaje en carreterapor Nissabdám Stille

Juan Manuel nunca fue un tipo malo. Disfrutaba mucho los viajes en carretera y platicar con sus alumnos. Alguna vez uno de ellos lo hizo enojar, pero su reacción no pasó de un par de frases secas y una mirada grave. Podría decirse que ninguna persona lo vio molesto realmente. De hecho ninguna persona había visto a Juan seriamente enojado hasta un fatídico 24 de mayo.

Juan es un sujeto delgado, de estatura media, moreno y de pelo canoso. Siempre fue bonachón, como un niño enfundado en un traje de adulto. Pero tenía secretos, igual que todos. Un ado-lescente pidiendo aventón en una carretera rumbo a la Ciudad de México fue el primero en conocer el terrible secreto de Juan. Aquel muchacho moreno, alto, de complexión ancha y pelo corto, le expli-có que el camión en que viajaba lo había abandonado en la gasoli-nera, y que necesitaba llegar pronto a su destino. Dado que Juan, quien manejaba un Chevy gris, no era paranoico, no tuvo duda en llevar a aquel muchacho.

–Muchas gracias por el apoyo compa –le dijo el muchacho a Juan–. La verdad creí que me iba a cargar, ya eran como dos horas esperando.

–¡Entonces qué bueno que aparecí! –dijo Juan jovialmente.Y el extraño no dijo ninguna otra palabra durante quince

minutos más hasta que pasaron por una zona completamente so-

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litaria. Entonces el acompañante de Juan sacó una navaja de su chaqueta para agitarla directo a la cara del conductor.

–¡Órale cabrón, suelta el coche o te carga la chingada! –le dijo el muchacho a Juan.

–No quieres hacer esto, en serio. Sólo guarda la navaja. Tran-quilízate y llegaremos a México sin ningún accidente –le replicó Juan con suavidad, pero con un ligero toque de rabia. Sin duda Juan odiaba (y sigue odiando) que le hablen así.

Pero el muchacho no hizo caso de la advertencia, su propósi-to era claro y ningún sabihondo iba a decirle qué hacer. Decidido a mostrarle sin duda quién mandaba allí, fue incapaz de notar que los dedos de Juan se hacían más largos. Las uñas se afilaban y las manos ya parecían las garras de un ave de rapiña aferrando al volante. Además, dentro de la boca del piloto, los dientes también sufrieron una curiosa metamorfosis, pero esa transformación nun-ca la hubiera notado aquel muchacho, que cada vez más enfadado, comenzaba a perder una paciencia que de por sí era minúscula.

–Tú no entiendes, ¿verdad cabrón? –le dijo–. Oríllate, sal de ésta pinche carcacha y dame las llaves ¡de inmediato!

Juan ya no lo toleraba más. Bajó la velocidad. Pero en vez de detener el coche y bajarse del vehículo, sólo miró a su agresor con unos ojos realmente inquietantes. El malhechor primero se sor-prendió. No era común que los pobres diablos a los que asaltaba reaccionaran así, mucho menos siendo tan enclenques como el que tenía enfrente. Pero aquel modo de mirar era distinto. El muchacho finalmente entendió con quién se había metido. Los ojos de Juan ya no eran de color café, sino amarillos, con un borde negro y unas pupilas enormes. Si aquel joven no hubiese sido tan ignorante, le habrían parecido los de un puma o un jaguar. Juan detuvo el co-che, sin dejar de verlo, con la profundidad con la que un áspid mira a su presa. Al fin, lleno de miedo, el muchacho decidió hacer algo drástico. Si aquel viejo se quería pasar de listo ya vería con quién estaba metiéndose. Tomó la navaja fuertemente y se la encajó en

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el pecho, del lado derecho, justo entre dos costillas; una pequeña corriente de sangre brotó de la herida. Eso le extrañó. Le extrañó aún más no oír ninguna queja. Antes bien, con lentitud, Juan no hizo más que tomar la navaja con su mano izquierda halando del cuchillo para retirarlo de su carne, con la misma suavidad con la que se saca un pañuelo del bolsillo. Entonces miró al joven asal-tante a través de los lentes y fue cuando la verdadera transforma-ción se llevó a cabo.

El muchacho intentó salir del coche, pero apenas abrió la puerta se dio cuenta de que Juan lo había estacionado junto a una guarnición de concreto, imposibilitando la salida de cualquier persona situada en el asiento del copiloto. Cuando regresó su vista hacia la “victima”, sólo pudo ver a un hombre desvanecerse den-tro de la carne de un monstruo. Los brazos de Juan se llenaban de gruesos y afilados pelos que atravesaban la camisa, todos sus músculos se hincharon y el rostro se desfiguró hasta hacerlo pare-cer una rata humana, feroz, la cual enseñaba unos dientes afilados como espadas y unas garras peligrosamente grandes.

El joven, cuyo nombre nunca podremos conocer, pereció sin remedio, devorado y reducido al mínimo por el filoso arsenal del pacífico profesor. Pero tuvo un privilegio: saber sin duda, antes de recibir la primera tarascada, el terrible secreto de un ser humano bastante normal a la luz del día. ¿Hubo noticia de tan extraño fe-nómeno? Sí, los periódicos informaron a su modo, lo que había pa-sado. “Otro acto de violencia en la carretera México-Querétaro” fue el titular en la nota roja de los periódicos. Un poco más adelante, el periodista afirmaba “la víctima, de unos 50 años, era un maes-tro inofensivo que encontró la muerte luego de que alguien, que se dio a la fuga, le propinara una puñalada a la altura del pecho”. Lo que no constaba en la crónica era que la ropa entera estaba hecha girones, que de la herida apenas si había brotado sangre, que en cambio, en la comisura de los labios sí había un hilillo rojizo… un hilillo de deliciosa sangre ajena.

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Tampoco se decía que esa misma noche, el encargado de la morgue había escuchado extraños chillidos en el edificio, que al dirigirse a la sala de los cuerpos faltaba el del tranquilo maestro asesinado, y que al salir al oscuro patio a dar aviso, había creído ver un par de ojos brillantes y amarillentos, enormes, “parecidos a los de un jaguar, o a los de una rata”, que lo miraron con tal pro-fundidad que perdió el sentido.

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Rojo perversopor Edward L. Greenlove

Rumbo a la ciénaga en el norte de Tzeltalia, pasando una cañada, el camino es bordeado por un tupido encinar. Ahí los árboles están muy cerca unos de otros, y la oscuridad que genera tal espesura mantiene lejos a los hombres. Es porque algunos dicen que el de-monio disfruta juguetear sobre las ramas de los encinos, mientras que otros han visto sombras correr tras los troncos verde radiante. Casi nadie sabe que ahí ocurrió algo más perverso pero aun así terreno. Son cuentos de ayer, historias que intentan olvidarse pero siempre vienen al recuerdo cuando se transita por el dichoso enci-nar. Allí, en medio de tres encinos que parecen formar a propósito un círculo casi perfecto, se encontró un cadáver entre la hojarasca. Los desafortunados en llevar a cabo el descubrimiento acudieron de inmediato a Tzeltalia. Del asunto sólo supieron los ya menciona-dos, un par de familias más y, por supuesto, la familia implicada. De inmediato se pactó silencio para que los habitantes del pueblo nunca supieran nada.

En aquel tiempo Gilda tenía sólo 15 años, pero en su interior había estado creciendo una semilla pútrida durante varios meses. Nadie del pueblo supo jamás que la vida de Gilda estaba privada de toda esperanza, ni que por las noches se le escapaban lágrimas tan amargas como las del pozo que dio nombre a su pueblo. Sus hermanas lo sabían, pero callaron siempre por miedo. La madre de

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las cuatro mujeres había muerto justo el día en que Gilda nació. El desgraciado padre solía culparla a menudo, y le gritaba con desca-ro reclamando la vida de su esposa. Gilda pudo habérselo creído después de tanto, pero ni ser la asesina de su propia madre debió parecerle pretexto para el castigo cruel e inhumano al que su padre la sometía en numerosas ocasiones.

Ella soportaba tanto como su corta edad lo permitía, hasta que notó con terror que su vida estaba marcada irremediablemen-te. Sus hermanas entonces callaron todavía más, y la ayuda que pudieron haberle brindado fue rechazada por asco y temor. Gilda tuvo que enfrentarlo sola, pues los constantes golpes de su padre arreciaron volviéndose también más frecuentes. El sufrimiento al que fue sometida era tal que algunos afirman haberla escuchado llorar noches enteras, mientras que a una de las hermanas se le escapó decir que sollozaba incluso dormida.

Pasó el tiempo determinado, y al fin una noche ventosa y oscura Gilda salió rumbo a la ciénaga. El andar era dificultoso por su condición y quizás por haber permanecido en el encierro por largos meses, pero avanzó cada paso hasta asegurarse que estaba lo suficientemente lejos del pueblo para no ser escuchada. Tenía planeado adentrarse en lo más profundo del encinar, pero el dolor no le permitió proseguir. No tuvo más remedio que tirarse en la hojarasca y proceder a su grotesco pero necesario plan.

Fue muy difícil el procedimiento, y doloroso por demás, pero luego de un buen rato una luna casi llena alumbró a la pequeña e inocente silueta. La hojarasca se manchó de rojo, un color que la luz plateada de Selene hizo ver perverso sin esforzarse. El viento se había ido dejando el silencio sepulcral de los árboles, algo que Gilda sintió como la confidencia que siempre le fue negada. En-tonces, sin dudarlo, tomó mismo el cuchillo que la había separado aquella vida para terminar de una vez por todas con la maldición soportada durante tanto tiempo… A la mañana siguiente unos ni-ños encontrarían con terror que sus canes masticaban un pequeño

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cuerpo sin vida, manchado de sangre fresca. La naturaleza y la ubicación del cadáver ayudaron mucho para sacar conclusiones al respecto, y lo perverso del caso llevó al silencio.

Veinte años después todavía suele tocarse el tema entre las señoras que terminan el rezo vespertino. A Gilda el color del atar-decer también le recuerda la peor noche de su vida. No se sabe si el padre estuvo de acuerdo con la masacre, pero después de ese día sus maltratos hacia Gilda disminuyeron hasta casi desapare-cer. Sólo la mezcla de sangres cercanas puede generar un rojo tan perturbador, y sólo un atardecer que antecede al desastre iguala el tono. Porque las manchas halladas en la hojarasca del encinar no eran de un color común, sino de un profundo rojo perverso.

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SALA DE LO ETÉREO

Así que llegaste aquí. ¿Te das cuenta? Aguza el oído, ¿escuchas algo? Ese susurro es mi voz. ¿Que quién soy? Soy tú, soy yo, soy todos. No en vano su creador bautizó esta sala así: “Sala de lo eté-reo”. Como el éter, lo que habita este espacio no está en el espacio, pero lo colma, lo llena por completo.

Para empezar acércate a esa vitrina. El pedestal es de cao-ba, tienes razón si así lo intuiste, pero la verdad es otra. Observa con cuidado esos cristales. Parecen trozos de hielo, ¿verdad? Un ancestro de Alexander tuvo encuentros fatales con el hielo, pero él mismo vio en su apariencia hialina lo que tú estás a punto de mirar, si es que estás preparado y decides leer desde la página 89.

Has de estar cansado. O quizás no. ¿Eres tú ése que se ha atrevido a saltar páginas para llegar hasta aquí? No importa, en cualquier caso descansa en el diván que tienes enfrente. Anda, recuéstate y disfruta con la vista del enorme domo que está en el techo. No entra demasiada luz como te das cuenta. Aquí siempre es de noche. Pero no te desalientes, el brillo de las estrellas es diáfano y se basta a sí mismo. ¿Has notado aquel astro de fulgor bermejo? ¡Ah! En tu mente ha aparecido su imagen; sin remedio, ya cometis-te algo irremediable. Lo único que podría salvarte es ir a la página 97 y desvelar la historia; tal vez eso te traiga consuelo, tal vez no.

Edward Aloysius Murphy nació en el Canal de Panamá, pero sus ancestros eran de Nueva Inglaterra. Estudió en West Point y

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trabajó en el diseño de misiles y cohetes trasatlánticos. El artefacto que tienes frente a ti, es el proyecto más ambicioso que realiza-ra uno de los ingenieros que solía contratar el mayor Murphy. Él nunca fabricaba sus instrumentos, desconfiaba de los objetos in-animados, consideraba que de ellos siempre emerge lo imprevisto. De allí derivó su famoso enunciado “Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Según él, nadie entendió lo que intentaba señalar, con lo cual su dicho se cumplía de modo elegante en él mismo. El artífice de este museo conoció a Murphy, compartió con él la convicción de que todo puede explicarse, siempre, de tal modo que el azar, pero sobre todo, la fatalidad, sólo es el efecto inevitable de nuestra ignorancia. Alex decía: “Si algo puede salir mal y crees que va a salir mal, saldrá mal”. Por eso, él no creía en la suerte. Así que tú no la tientes, resiste el impulso de tocar el fascinante aparato que estás viendo y mejor procede a leer en la página 104 lo que le pasó al creador de este museo luego de haber incorporado la peculiar maquinaria a su extraña colección.

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Oculto en las montañaspor Jezebel Nachtmahr

Permitan que les cuente sin estremecerme. Sigo tratando de pen-sar que todo fue parte de una horrible pesadilla, que esas imágenes y sonidos no pueden provenir de fuente ajena al reino onírico, que ese terror surreal simplemente no es posible. Cualquiera que haya experimentado sensación parecida no está ahora entre nosotros para contarlo, como mi pobre compañero Alexander, víctima de un inexplicable colapso nervioso a la vista de todo el mundo. Pero sólo yo conozco la causa de su infortunio y ha llegado el momento de compartirla. Así que a ustedes, mis últimos confesores, les pido me disculpen mientras tomo un profundo respiro y trato de contener el escalofrío antes de comenzar a relatarles mi historia.

Éramos universitarios, hace no más de 20 años, cuando es-tudiar ciencias era ya una anacronía y la única concepción de pro-greso era la tecnológica. Una sociedad enfocada en la producción en masa aunada a la industria cultural nos había convertido a nosotros, futuros científicos, en proscritos naturales. Y no habría podido importarnos menos.

Conocí a Alexander apenas llegó al país, cuando yo cursa-ba en la UNAM el segundo año de la Licenciatura en Paleología. Alexander, pese a su juventud, ya tenía un par de doctorados, y ahora estudiaba en México el tercero. El semestre en cuestión coin-cidimos en Paleobiología. La razón para que él estudiara una ma-

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teria tan básica fue simplemente burocrática. Por única ocasión agradecí al dios ciego de las instituciones su intervención, y aun-que los sucesos futuros pudieran haberme arrepentido de esa idea, aún sigo agradecido por ese azar. A pesar de especializarse en Bo-tánica, Alexander gozaba de una vasta erudición en casi cualquier ámbito científico; fue esto, además de su pasión por la aventura, lo que hizo nuestra afinidad casi inmediata.

A los cuatro meses de su llegada, Alexander me propuso una expedición corta, con el simple objetivo de explorar ciertas monta-ñas localizadas al norte de Querétaro. A pesar de mostrarme reacio al principio, argumentando que nada interesante podríamos en-contrar en ese pequeño lugar venido a menos, finalmente cedí a su irritante excitación por los semidesérticos cerros queretanos. Debo hacer un paréntesis aquí para señalar el inusual conocimiento que Alexander poseía de este lugar que yo, habiendo vivido en México toda la vida, no había visitado antes. En ese tiempo se lo atribuí a su bagaje cultural, fruto de la formación en la Universidad de Miskatonic, en la que había terminado sus estudios de Biología; sin embargo, a la luz de hechos que me fueron revelados posterior-mente, comprendo que debí dilucidar en ello la primera señal de alarma sobre lo que vendría.

Después de planearlo por semanas, Alexander y yo partimos hacia Querétaro, con la ansiedad y euforia del llamado de lo desco-nocido. Gracias a la precaución de Alexander llegamos a las faldas de aquellas majestuosas montañas sin mayores complicaciones.

Comenzamos el camino de reconocimiento, buscando el me-jor lugar para ascender. Alexander definía el rumbo, parecía sa-ber exactamente a donde ir y sólo se detenía ocasionalmente para consultar su brújula y las anotaciones de un cuaderno maltratado por el uso y el tiempo. En ese momento no lo cuestioné al respecto, ya que yo mismo estaba impactado por las formaciones geológicas que se observaban a distancia, así como la extraña sucesión de suelos que encontrábamos a nuestro paso. No pude contenerme y

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comencé con un despiadado muestreo de todo aquello que pudiera examinar posteriormente en los laboratorios de la universidad.

Continuamos así durante cuatro horas hasta que llegamos a una sección oculta de las montañas, una meseta delimitada por una pared rocosa de superficie extrañamente lisa. Cerca de 200 metros adelante visualizamos una caverna, una boca oscura que el ocaso apenas lograba poner en contraste con el resto de la pared. Aquella formación resultaba profundamente inquietante, parecía no tener continuidad con nada de lo que la rodeaba. Daba la im-presión de haber sido colocada allí por un intelecto primigenio con el único objetivo de provocar inestabilidad en las mentes inferiores.

Mi profundo desconcierto no pasó desapercibido por Alexan-der, quien no se veía tan sorprendido como yo lo estaba; de hecho él sonreía ligeramente mientras contemplaba el objeto de mi temor. De pronto comprendí que no era casualidad el que nos encontrá-semos frente a esa pared rocosa que con seguridad pocos hombres habían descubierto antes, ni que Alexander se mostrara no tan impresionado como satisfecho, o las repetidas consultas a aquel escrito viejo y maltratado, y que para nada debió sorprenderme que tuviera esa mirada enloquecida, germen de su eventual colapso, y que el mundo se encargó después de adjudicar a una característica de familia. Verán, el nombre completo de mi compañero es Alexan-der Danforth.

El sentido de amistad que me había empujado hasta ahí con él fue lo que me hizo seguirlo. Sin cruzar palabra avanzamos hacia aquella oscura garganta de roca. Con la mirada fija al frente se atisbaba apenas un tramo de unos cuantos metros hacia el fondo, si es que lo había. Caminamos por aquel grueso boquete, sin sa-ber realmente qué buscar o qué podría encontrarse; sólo seguimos adelante, Alexander con su ridícula libretilla de garabatos y yo de-trás diligentemente, con el puño derecho encerrado en torno a una linterna. Aquel conducto parecía seguir por cientos de kilómetros y al cabo de un par de horas de aquella oscuridad y silencio omino-

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sos dejé de percibir el paso del tiempo.En algún punto comenzamos a notar un descenso en la tem-

peratura, acompañado de brisa ligera. A pesar de que nos íbamos internando cada vez más en lo que parecía roca sólida, el aire no estaba viciado, sino todo lo contrario, parecía volverse más respi-rable a medida que avanzábamos y poco después descubrimos la razón. Nuestras linternas dejaron de ser necesarias cuando una luminiscencia purpura-verdosa se hizo notar en un punto donde el ducto hacía un ángulo brusco hacia la izquierda. Al llegar a este sitio nos encontramos ante una majestuosa cámara de proporcio-nes gigantescas. No espero que mi sencillo relato logre transmitir la sensación de profundo desconocimiento de la naturaleza que se presentó en nosotros en ese momento. No puedo describirlo sino como un jardín, porque eso nos pareció al principio. Miles de espe-cies ajenas a todas las formas, hábitos y colores que conocíamos, especialmente por esa extraña luminiscencia purpura-verdosa.

Esta vez Alexander, visiblemente emocionado, se dedicó de inmediato a describir lo que tenía ante sí y guardar pequeñas muestras de esos extraños ejemplares resplandecientes. Yo estaba atónito, examinando las paredes de roca que no se parecían a nada que hubiera estudiado antes. Lo más extraño de todo era que pa-recían continuarse con el suelo, como si la cámara entera hubiera sido creada por la mera extracción simultánea de las toneladas de roca sólida que podría contener. Vino a mi mente algo con el calor suficiente para fundir la roca y darle el acabado liso que tanto me consternaba. Al cabo de un rato Alexander decidió que era tiempo de volver y no opuse ninguna resistencia; a pesar de que ese sitio me fascinaba no podía ignorar la terrible urgencia de alejarme de una amenaza que no lograba identificar.

Más tarde, a la luz de la fogata, Alexander compartió conmi-go los motivos que lo habían impulsado a realizar esta expedición; todo partía de ese viejo cuaderno que había consultado durante el viaje. Alexander Danforth tenía lazos de sangre con aquel desafor-

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tunado explorador al que las tierras polares habían terminado por volver loco. El Danforth legendario por su aportación en el campo de la Geología era el tío de mi compañero y las anotaciones que nos habían dirigido hasta aquella caverna fueron escritas por la misma mano del científico que prematuramente terminó su carrera debido a un colapso nervioso. Al parecer, antes de su crisis mental, Dan-forth se dedicó a escribir los resultados de sus exploraciones que incluían hipotéticas formaciones montañosas de origen misterioso, las cuales se volvían más extrañas mientras la demencia se apro-piaba de él. Alexander no abundó en detalles ni me permitió hojear el cuaderno, esa noche ni siquiera tratamos de darle sentido a lo que habíamos encontrado.

Cuando estuvimos de vuelta en la universidad pasó largo tiempo examinando sus preparaciones al microscopio, revisando bibliografía y referencias cada vez más antiguas hasta agotar las fuentes de la biblioteca. Su extraño comportamiento se extendía a sus relaciones sociales, se le veía siempre solitario e incluso a mí dejó de frecuentarme. Pasaba muchas horas frente a su microsco-pio, frunciendo el ceño, frotándose las sienes, tratando de abarcar algo que se escapaba a sus límites de comprensión.

Uno de esos días terribles, en el que yo estaba haciendo lo propio con las muestras que extraje del terreno aledaño, lo vi apar-tarse del microscopio y quitarse las gafas con una mano tembloro-sa haciéndolas tintinear musicalmente hasta apoyarlas en la mesa de vidrio. Su mirada me indicó lo peor, los ojos antes afables y risueños se tornaron en un abismo de confusión total que reinaba su enloquecida mirada, y al mismo tiempo el vacío, el vacío de sa-berse solo en un mundo sin esperanza. Su rostro pálido, crispado de temor por la súbita comprensión que lo invadió. No lo entendí en el momento, pero con lo que ahora conozco y con lo que he cargado toda la vida, no puedo menos que justificar su violenta reacción. Traté de hacerlo hablar acerca de la causa de su des-concierto pero parecía incapaz de pronunciar palabra, catatónico

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como estaba sólo se retiró al cabo de un momento y fue la última vez que lo vi.

Nos enteramos de su condición unas semanas después, cuando su hermana pasó al laboratorio a recoger las pertenencias del infeliz. Aparentemente se encerró en su habitación, rodeado de libros de las más variadas materias, entre los cuales había escritos muy antiguos, algunos con signos de humedad o de fuego, víctimas del mal almacenamiento; otros en lenguas extranjeras o en desuso desde hacía siglos. Las paredes colmadas de ilustraciones diabóli-cas, propias de la mano de un loco. Sólo salió de su reclusión un día, sin avisar a dónde, cargado con equipo de campismo, y no volvió hasta un par de noches después, justo cuando estaban por reportarlo como desaparecido, sólo para recluirse nuevamente y sufrir el mismo destino que su tío.

Mentiría si dijera que lo único que me impulsó a investigar la causa de su decaimiento fue el dolor de haber perdido a un amigo tan querido, ya que mi búsqueda se vio potenciada por el deseo de averiguar más acerca del recinto rocoso y resplandeciente. Conse-guí los escritos de Alexander y el cuaderno de su tío, y me dediqué a estudiarlos sin descanso. Lo que encontré allí no me parecieron más que anotaciones sin sentido y dibujos parecidos a los ejem-plares que observamos en la caverna, que sin embargo habían sido modificados. La fantasía de Alexander les había añadido apéndices y otros órganos que recordaban más a animales que organismos vegetales. De todas las anotaciones inconexas una idea se repetía, mencionaba una antena dimensional compuesta de radiación pur-pura-verdosa por la que se transportan seres llamados primordia-les. El resto de los escritos enfatizaba el gran poder de estos seres innombrables sobre el tiempo y el espacio. Todo esto me pareció un evidente signo de locura.

Cuando hube terminado de examinar estos textos me ha-llaba profundamente decepcionado. No había gran revelación, ni evidencia física de aquella fantástica historia de Alexander. Todo

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aquello con lo que Danforth había alimentado mis ansias estos últimos meses se veía reducido a tristes desvaríos fruto de una demencia avanzada.

De cualquier manera decidí volver, los estudios con las rocas no estaban dando resultados y necesitaba más muestras. Nueva-mente recorrí los kilómetros de aquel ducto oscuro para llegar a la cámara de roca; sin embargo algo era diferente, el resplandor se había ido. Sin ayuda de la radiación sólo tuve la luz de mi linterna para examinar nuevamente las paredes rocosas y estuve a punto de desmayarme al observar que estaban talladas en bajorrelieve, lo cual era imposible que hubiera pasado por alto en la primera visita. Pasé largo rato examinando estos jeroglíficos, sin compren-der su origen y preguntándome en donde estaban los ejemplares luminiscentes que habían fascinado a Alexander.

De pronto comencé a percibir la brisa y el descenso de tem-peratura de nuestra visita anterior, pero lo verdaderamente esca-lofriante fue el regreso del resplandor, que inundó la estancia en un denso color purpuro-verdoso. Comprendí entonces que era algo más que simple luminiscencia, que no era provocada por las ex-trañas formas que observamos sino que era independiente. Tenía apariencia vaporosa y parecía moverse de manera ajena a la ligera brisa, parecía vivo y temí que notara mi presencia como una in-vasión, no sabía a ciencia cierta cómo, pero estaba seguro de que podía hacerme daño. Retrocedí a la entrada de la cámara y justo antes de correr hacia el exterior me volví por un segundo, sufi-ciente para observar un tentáculo gigantesco materializarse frente a mis ojos, escalofriantemente similar a aquellos dibujos de mi desafortunado amigo. Corrí ignorando los ruidos monstruosos de miles de tentáculos moviéndose en la cámara de roca y de los seres de pesadilla a los que pertenecían, tropezando varias veces en la absoluta oscuridad y guiado sólo por la urgencia de salvar mi vida de los horrores que amenazaban detrás.

Quise olvidarlo todo, destruí los escritos, los dibujos y todo

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rastro de las muestras que habíamos extraído de ese lugar. Hasta ahora jamás había relatado estos eventos, pero debo advertir del secreto que habita en las montañas de todo el mundo, de esos múltiples pasajes que seres primigenios idearon para asegurar su continuidad, uniendo así su poder y convirtiendo las formaciones montañosas que por tantos siglos nos han apasionado en guardias de un secreto del universo que hace a los hombres perder la cor-dura.

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La estrella perversapor Edward L. Greenlove

Escribo sobre mi terrible descubrimiento antes de pierda por com-pleto la cordura. Sé que plasmarlo en papel podría adelantar pe-ligrosamente mi ya cercano final, pero es necesario, por lo menos para encontrar algo de paz interna. Aunque alguien encontrara este escrito, dudo mucho que pudiera ayudarme a combatir contra aquello que está afuera y cuya presencia apenas vislumbré des-pués de tanto tiempo.

Todo comenzó el pasado mes de abril, mientras realizaba una minuciosa investigación de carácter mitológico. Durante ese tiem-po me fue solicitada la modesta labor de escribir un ensayo astro-nómico para cierta revista marginal de nombre griego. Su editor, amigo mío, sabía que a pesar de mis estudios en arqueología por la Universidad de Miskatonic, en el fondo siento más pasión por el cosmos que hacia cualquier monumento antiguo. En realidad las dos ciencias estudian sucesos pasados, sólo que una lo hace cómodamente a través de la luz, mientras para la segunda hay que ensuciarse las manos con restos viejos.

Así pues, me propuse escribir sobre la importancia del color en las observaciones astronómicas de la antigüedad. Debo resaltar aquí la obsesiva investigación que emprendí, pues visité cada bi-blioteca cercana, pública o privada, con una sección de astronomía en sus estantes. Mis referencias eran los fenómenos astronómicos

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y el color. Aunque del primer tema obtuve material suficiente como para leer en dos años, poco se relacionaba con el segundo, tratán-dose en su mayoría de los casos más comunes.

No me detendré a dar ejemplos, para citar de una vez la mal-dita referencia que comenzó mi pesadilla. En un ensayo de 1982, firmado por el filósofo austriaco Ernst Polasky, se menciona el cul-to a cierta estrella “de mortal belleza roja”. Más que la ambigüedad en la prosa del autor, lo que me sorprendió fue la mención de un idioma desconocido, llamado en los márgenes “copto-jeroglífico”. En dicha lengua olvidada está escrita la frase que desde entonces perturba mis sueños:

EEZINV ATL HAREP SAA XHOOR.Emocionado por tan curioso descubrimiento, decidí que mi

artículo trataría sobre el desconocido copto-jeroglífico y sobre Eezi-nu, la estrella que es venerada pese a su luz mortal. Aunque el ensayo de Polasky no ofrecía más que los datos ya mencionados, la revisión de sus fuentes bibliográficas me llevó a descubrir un tratado sobre copto-jeroglífico, escrito en francés por el egiptólo-go veterano Isaak l’Opre. En el museo de Boston donde prestaba mis servicios fue imposible encontrar alguna referencia al autor, pero la biblioteca de la Universidad de Miskatonic tenía una copia del ejemplar y el encargado aceptó prestármelo para consultas ex-haustivas.

Tras estudiar el volumen con detenimiento, descubrí que aquel idioma olvidado es más extraño de lo que pensé al principio. Como su nombre lo dice, es una mezcla del moderno copto con el antiguo arte jeroglífico, que además emplea ciertas reglas del grie-go y del sánscrito a pesar de escribirse con el alfabeto latino. Quizá la peculiaridad más notable del idioma es que cualquier palabra cuenta forzosamente con más de dos significados. Por ejemplo, la grafía correspondiente a nuestro verbo “hacer”, eydko, significa también “vaciar”, “ahuecar” y “sacar la miel del panal”. Así Eezinu, además de ser el nombre de la estrella, sirve también para referirse

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al color rojo, al adjetivo “pequeña”, al sustantivo “insomnio” y es también una de las múltiples formas de decir “sonrisa” en copto-jeroglífico.

Hasta ese punto tenía suficiente información sobre la lengua olvidada, pero de la misteriosa estrella conocía sólo su nombre y su color, que resultan ser lo mismo. Si mis investigaciones pre-vias habían sido minuciosas, la que emprendí sobre Eezinu puede calificarse sólo de obsesiva. No sé si la angustia que acompañaba mis ratos de encierro en bibliotecas era por seguir ignorante acer-ca del tema, o si desde entonces ya era víctima de algún embrujo, pero después varios días comencé a sufrir de un insomnio terrible. Luego llegaron las pesadillas matinales donde la estrella roja me observa en medio de un cielo vacío.

Después de semanas empecé a mostrar cierta obsesión por escribir sobre el rojo. Mi prosa se volvió tan delirante y monótona en contenido que el editor de la revista de nombre griego prescindió de mis ensayos para su sección de astronomía. Mi trabajo apenas y se mantuvo. Cada tarde abandonaba el museo para recorrer las ca-lles más oscuras buscando puntos rojos en el cielo. A veces pasaba horas después del atardecer, frente al río que bordea la ciudad, por si lograba dar con ella. Pero entonces no sabía si aquel punto bri-llante, tan adorado en la antigüedad, era una entidad celeste real. Pensar que la idea del culto podía ser sólo el fruto de la mitomanía de algún desgraciado me sumergió en la más profunda depresión.

Justo cuando estuve a punto de renunciar a mi búsqueda, las respuestas llegaron. Nuevamente un texto del filósofo Polasky y otra vez gracias a los archivos de la Universidad de Miskatonic. Era un ensayo titulado “Enjeux Oubliées”, donde se habla del pro-phète de l’absurde, un pensador de la Orden del Uroboros llamado Eydjas Um que desarrolló l’idée de flux. Su idea del flujo me llevó a descubrir la verdad que he venido a contarles, la misma que ter-minó por arrancarme la razón.

En algún momento anterior a la caída del Imperio Romano

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existió un grupo de personas que abandonaron el paganismo para fundar una especie de sociedad discreta: la Orden del Uroboros. Ellos seguían las ideas de Heráclito de Éfeso y fueron los creado-res del copto-jeroglífico, idioma con el que escribieron cientos de tratados que nunca se han traducido. Cuando se disgregó la orden por razones desconocidas, la mayoría de sus miembros se disper-saron por Europa predicando a cambio de dinero, todos muriendo a causa de su ambición. Los miembros restantes, incluido Eydajs, se convirtieron a una especie de culto cuya figura de adoración era nada menos que “una estrella que deslumbra pero también lastima”.

El culto venía de Bohemia, donde la estrella era llamada Hru-sa y se le adoraba de modo bastante informal. Al llegar a la anti-gua Roma creció la congregación y el nombre de la estrella cambió a “PALILICIVM”. Después, los conceptos metafísicos de la Orden del Uroboros le darían cierta consistencia a las ideas tradiciona-les, además de cambiarle otra vez el nombre al ídolo. La palabra “EEZINV” fue seleccionada del léxico en copto-jeroglífico por hacer alusión a tres características de la estrella: el rojo, la pequeñez y su capacidad para causar insomnio. Aunque la última caracterís-tica puede resultar extraña para una estrella sagrada, la verdad es que Eezinu no era considerada un dios per se, ni venerada bajo principios religiosos sensu stricto. La estrella no se identificaba con ningún poder omnipotente y creador, sino que se le adoraba sim-plemente por su belleza, pese a que su brillo mortal trae “desgra-cias” a la humanidad. De ahí la frase que se convirtió en el lema del culto:

EEZINV ATL HAREP SAA XHOOR: “Eezinu nos deslumbra, pero también [nos] lastima”.

El caso de Eydjas parece ilustrar, según Polasky, la nocivi-dad del astro. Al parecer le prophète de l’absurde escribió un con-junto de poemas inspirados en Eezinu. De su traducción al latín, titulada Opus Rubrum, se conserva sólo una línea en copto-jero-

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glífico: “harap’im àdhireuq Eezinu”. Aunque algunos traducen la frase como “totalmente obsesionado con el rojo”, se infiere por la letra capital en la última palabra que en realidad la frase habla de la estrella y no del color. Esto concuerda con cierto pasaje donde Eydajs, obsesionado con una luz del cielo, se lanza a un río sólo para sentir su “reflejo estelar rojizo”.

Tras leer tan escandaloso ensayo fue inevitable no sentir miedo tomando en cuenta mi recurrente insomnio y aquella obse-sión por el rojo. En algún momento pasó por mi cabeza el arrepen-timiento y deseé con todas mis fuerzas jamás haber comenzado la investigación; pero ya era tarde, y mi curiosidad terminó por lle-varme a más. Tomando como referencia las palabras clave del en-sayo de Polasky, me puse a investigar leyendas similares en otras culturas de la antigüedad. Aunque encontré numerosas historias de hombres que caen ante los encantos de las estrellas, indagando en las más oscuras di al fin con el carácter perverso del astro rojo.

Una leyenda melanesia, por ejemplo, habla de cierto espíritu llamado Abere que bajo la figura de una mujer hermosa atrae a los hombres al pantano, donde los enreda con cañas para después devorarlos. Los aborígenes de Vanikoro aseguran que Abere habi-ta una isla volcánica en el Mar del Coral, y que llegó ahí mucho antes que los hombres proveniente de una estrella roja. No puedo describir la sorpresa que sentí al enterarme de que en el sureste asiático a dicha estrella se conoce con el nombre de Eshinu, astro relacionado con un demonio vegetal de flores coronadas.

Otra referencia habla sobre cierta estrella, una de las 27 hi-jas de Daksha que sirve de mansión al bermejo cometa Rohini. Tras indagar descubrí que la leyenda tiene su origen en los himnos védicos, convirtiéndola así en la referencia más antigua a Eezinu. En algún pasaje olvidado de los himnos, del cual sólo pude obtener una traducción parcial, se advierte que la aparición de un cometa rojo en el cielo es motivo de calamidades. Ver dicho astro provoca insomnio y locura intensa, antecedidos a una terrible muerte por

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ahogamiento. Al parecer las personas buscan desesperadamente un cuerpo de agua que refleje cierto punto rojo del cielo, el origen del cometa.

Con esta ya tenía tres referencias a una misma estrella, pro-cedentes de lugares del mundo totalmente separados en espacio y tiempo, pero compartiendo la idea del astro rojo cuya belleza es ca-paz de quitar el sueño y llevar a la muerte. Los habitantes de Bohe-mia respondieron a ello con un culto personal llevado con discre-ción, mientras que hindús y melanesios advertían con gran temor los efectos mortales de la estrella perversa. No dudo que existan leyendas de Eezinu en América, pero considero que mi perturbado espíritu sabe lo suficiente; además, gracias a las otras referencias pude dar al fin con la identidad de la estrella. Eso fue hace cuatro meses, y poco después renuncié a mi trabajo en el museo. Las ra-zones por supuesto tienen que ver con esa estrella roja y pequeña que brilla perversa en el cielo nocturno.

Hace casi un año que no puedo dormir pensando en su horri-ble color, y tras lograrlo siempre termino soñando con sangre para luego despertar exaltado buscando en la constelación de Tauro esa luz que deslumbra y lastima. Yo sé que Eezinu no es la estrella más brillante, pero a pesar de su pequeñez resulta con mucho la más hermosa. Su brillo rojo opaca sin problemas cada uno de los puntos en el cielo, que junto a ellas parecen todos iguales. ¡Pobres estrellas desgraciadas!, si tuvieran sólo un poco de la belleza de Eezinu, que por demás resulta única e irrepetible.

No sé cómo entender lo que siento, una especie de obsesión mezclada con miedo. La estrella estuvo ahí todo el tiempo, pero hasta ahora me doy cuenta de su gran belleza. Sé que jamás podré alcanzarla, y aunque pudiera llegar a ella su toque me causaría una muerte horrible. Creo que voy a volverme loco por tanta ob-sesión, por tanto insomnio. Ya sólo puedo vagar solitario por las calles oscuras rumbo al río que bordea la ciudad. Mi esperanza última es que se vayan las anómalas nubes de abril para poder

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internarme en el flujo. Quién sabe, tal vez yo sí logre palpar aquel cálido reflejo que comparte su color con la sangre.

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El mundo de las leyes de Murphypor Nissabdám Stille

La mala suerte llega sin aviso. Puede hacerlo en la forma de un gato negro, o de un brazo roto luego de un inocente juego de basquetbol. También en modos vulgares, como aquel día que no lograste que el jefe reconociera tu trabajo. Sin embargo, aquel 11 de mayo, a Ale-jandro Echeverría le ocurrieron eventos que cualquier estudiante de estadística hubiera considerado improbables. Alguien como Ale-jandro, conocedor del Teorema de Bayes, experimentador avezado, inventor y coleccionista, no creía en la mala suerte. Pero ésta entró silenciosamente, como esos microbios que duermen en nuestras camas, comiendo de nuestros platos y respirando nuestro oxígeno. Porque de verdad eso es la mala suerte, ¿no? Aquello que por invi-sible se muestra inesperado.

Con todo, cuando las casualidades son más frecuentes, da-ñinas e incluso mortales, entonces puedo darte la bienvenida, mi querido amigo, al mundo de las leyes de Murphy.

Para Alejandro Echeverría, profesor retirado de la universidad de Miskatonic, las leyes de Murphy “ni son leyes, ni mucho menos pueden constituir un mundo”. Su escepticismo es comprensible, trabajó 15 años enseñando física, química y un álgebra geométrica que él mismo había desarrollado, aunque tuvo que retirarse por un accidente que le dejó lesionada la rodilla. Desde aquel suceso –que jamás atribuyó a la mala suerte, sino sólo a su torpeza– Alejandro

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se refugió en Querétaro. Años atrás había vivido en la ciudad, y la recordaba apacible. Un lugar donde no dudaba tener una vida más tranquila, ideal para sanar su rodilla lastimada.

Así estaban las cosas hasta ese viernes 11 de mayo, cuando una extraña visita cambió el rumbo de su vida. Alejandro estaba explorando algunos objetos de su vasta colección de rarezas. Esta vez, un juego de química de los años 50’s que brillaba simpática-mente en la penumbra, gracias a que en aquel entonces, las leyes eran menos remilgosas con respecto a los materiales radioactivos. Pensaba en la gloria de esa lejana década cuando llamaron a la puerta. Dejó los materiales a un lado y al abrir se topó con un viejo amigo.

El recién llegado era ni más ni menos que Edward Greenlove, estudiante de la Universidad de Miskatonic, miembro de una de las primeras generaciones a las que Alejandro había dado clases. Eddy (como le gustaba que lo llamaran) tenía un mensaje para su antiguo maestro. El diálogo que siguió, aún en el quicio de la puer-ta, fue muy propio, adecuado para las costumbres puritanas de Arkham, aunque algo extraño para el conservadurismo queretano, que pese a todo, da la apariencia de estar bañado por un aura de calor humano.

–Buenas tardes, mi querido Alejandro –dijo Eddy no bien la puerta se había abierto–. Ha sido mucho tiempo, ¿no?

–Sí –respondió Alejandro–. Cuatro años, 6 meses y 2 sema-nas más o menos. Cuando uno está retirado, sólo queda contar el tiempo. ¿Cómo te ha ido mi querido Eddy? –dijo aún en el quicio, todavía sin invitarlo a pasar.

–Excelente –continuó Eddy–. No hay muchas novedades, allá en Arkham.

–Entonces platícame, ¿por qué la repentina visita? –pregun-tó Alejandro–. Hay mucha distancia entre Querétaro y Massachu-setts.

–De hecho tengo un regalo para ti –Al decir esto, Eddy sacó

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una cajita pequeña del bolsillo de su chaqueta–. Lo encontré en mi casa hace cinco días y sé que te va a gustar.

El antiguo maestro y su alumno favorito al fin pasaron a la casa. Se quedaron varias horas platicando acerca de diversos asuntos, recordaron anécdotas de su ya lejano primer encuentro con México. Echaron un vistazo al rarísimo Necronomikon en cirí-lico que aquella vez comprara Alex en un pueblo del que ninguno recordó el nombre. Parecían dar muchos rodeos, como si estuvie-ran evitando tratar el tema del curioso presente que Eddy había encontrado. Ciertamente la paciencia de Alejandro y sobre todo, sus impecables modales, contuvieron el ansia que le daba la curio-sidad. ¿Qué contenía la caja misteriosa?

–Entonces, ¿Quieres saber qué hay en la caja? –dijo Eddy después de un rato de silencio.

–A decir verdad sí, ¿no es la razón por la que viniste? –Res-pondió Alejandro tratando de no evidenciar demasiado interés.

En ese momento Eddy sacó la caja y abrió la tapa, dejando al descubierto un reloj de bolsillo antiguo pero en excelente estado. Alejandro tomó con una mano el aparato para observarlo mejor, pasó sus dedos por todos los relieves. Un artefacto viejo pero con una textura suave sobre la cubierta metálica dorada. Después de analizarlo un rato, Eddy hizo un comentario.

–No sirve como otros relojes, y sólo funciona con algunas personas. Te enseñaré –Eddy cogió el aparato con sus manos para girar el engrane que le daba cuerda. Después de cinco o seis giros, Alejandro vio maravillado cómo las manecillas se movían en forma increíble. Para empezar, el minutero giraba en el sentido correcto pero muy rápido, mientras el segundero se movía con la misma ve-locidad, pero en sentido contrario. En tanto, la flecha que marcaba la hora se quedó estática en el número doce.

–Curioso, no se parece a nada que haya visto antes. A Alejandro no le interesaban mucho los relojes, a menos

que tuvieran características parecidas al que tenía justo en sus

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narices.–Cierto, hace cinco días estaba limpiando la casa donde vi-

vieron mis padres y también mis abuelos; en el sótano estaba una caja vieja y húmeda. Encontré este reloj, y como a ti no te gustan estas cosas… –Eddy dijo lo último con tono sarcástico.

–Bueno, podría desarmarlo para ver cuál es el problema con el funcionamiento- contestó Alejandro.

–¿Problema? Si el reloj no tiene ningún problema, pero estoy seguro que podrás descubrir la causa de su peculiaridad –Eddy dijo esto de forma tan tranquila que a Alejandro le pareció inquie-tante.

Hubo otro largo silencio, interrumpido por un súbito bostezo que impulsó a que Alejandro dirigiera la vista, con mucha discre-ción, a un reloj digital que tenía en un mueble cercano; éste sí, funcionando correctamente. Ahí leyó que eran las once y media de la noche.

–Ya es tarde, mañana voy a resolver unos asuntos. Ciertos cheques y otros pendientes de mi retiro –dijo Alejandro–. Ya sabes, cosas que se deben hacer una vez al año.

–No hay problema –contestó su alumno–. De hecho tengo que prepararme para el viaje de regreso a Arkham.

Y dicho esto, con la frialdad educada de un buen puritano, el viejo maestro acompañó a su joven estudiante hasta la puerta, donde se despidió de él, le deseó buen viaje y se estrecharon las manos sin mayor aspaviento. Dos minutos después, Alejandro se quedó solo con los curiosos objetos de su colección, enriquecidos ahora tras el peculiar regalo.

A pesar de la hora regresó a la sala, cogió el reloj y lo observó detenidamente. Quería descifrar los secretos que el curioso meca-nismo encerraba. Sin embargo la noche era implacable y muy a su pesar le fue imposible manipular los minúsculos tornillos. Alejan-dro padecía daltonismo, y a la escaza luz nocturna, los contrastes entre el cobre, la plata y los demás metales del artefacto, le hacían

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imposible cualquier operación refinada. Así que sólo dejó el reloj en la mesa del comedor, se detuvo a observar su colección, satisfe-cho con la amplia variedad de juguetes y aparatos raros, entre los que sobresalían su querida vajilla fosforescente radioactiva y una grabadora japonesa de alambre. El raro reloj podía esperar. Lo co-locó encima de su pianola y se fue a dormir. Así, ya con la pijama puesta y enfundado entre las sabanas de su cama, cerró los ojos sin dejar de pensar en el presente que le trajera su querido amigo Edward Greenlove.

A la mañana siguiente, Alejandro despertó con un particular buen humor, algo que no le había pasado en mucho tiempo. Se sentía descansado y fresco como una lechuga. Nuestro amigo se levantó rápido, lleno de energía y optimismo, pero los pies se liaron con la ropa que dejó en el suelo la noche anterior, presa del can-sancio. Tambaleándose, cayó sobre su costado izquierdo, golpeán-dose la cabeza con la madera de su cama y rozando la rodilla dere-cha con la base de la misma. El dolor fue intenso pero soportable, no así su enojo. Alejandro al fin pudo incorporarse, sosteniendo la idea de que este pequeño incidente no le impediría seguir su día con el optimismo con el que despertó.

Entonces se dirigió al baño. Se desvistió dispuesto a darse una ducha y arreglarse para atender los pendientes del día. Pero al intentar meter el pie izquierdo en la regadera, Alejandro se ma-chacó los dedos pequeños con el marco de la puerta. Sintiendo el máximo dolor que era capaz de aguantar, se sostuvo el pie con am-bas manos, pero al hacer esto, perdió el poco equilibrio que tenía y se resbalo en el suelo húmedo, cayendo de costado. Un buen golpe, mucho ruido y dolor, pero nada más.

Enojado, Alejandro se bañó con todas las precauciones posi-bles, y así no tuvo más problemas. Pero lo que él no sabía, es que apenas era el comienzo. Como en esas películas malas donde los protagonistas al fin huyen de la muerte, sólo para encontrársela un poco después. Por su parte, Alejandro no tuvo que huir de la

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muerte, al menos no hasta tres días después del accidente matu-tino que lo dejó cojeando todo el día. Pero llegaremos a eso a su debido tiempo. Por el momento, Alejandro se está ocupando de otros asuntos.

Pasa un día más y después de una mañana llena de tropezo-nes, golpes y resbalones, Alejandro se dispone a prepararse algo de comer. Tanto ajetreo le había despertado un hambre bestial. Ape-nas abre el refrigerador, un aroma fétido inunda la cocina. Nues-tro desafortunado amigo supone que el refrigerador debía haberse descompuesto desde la noche anterior.

Con toda su comida inservible, en aquel momento Alejandro no tuvo más alternativa que salir a comprar sus alimentos. Entró a la cochera, buscó las llaves de su auto y lo abrió para dirigirse a una tienda o centro comercial donde comer. Confiado en que su suerte no iba a ser peor, se sentó al volante, introdujo la llave en la ranura del arranque y la giró. Pero en vez de oír el sonido del motor encendiéndose, sólo escuchó un ruido ahogado proveniente del co-fre, seguido de una pequeña pero estruendosa explosión.

Del compartimiento del motor surgía humo, y desde el asien-to del conductor Alejandro dio un golpe lleno de ira al volante. Sacó la llave de la ranura, y salió del coche. Se sentía tan enojado que tomó la puerta del automóvil con la mano izquierda, y la cerró con mucha fuerza. Pero un dolor agudo y punzante en el pulgar captó su atención, y en un rápido movimiento jaló la mano atorada en-tre la puerta y el armazón metálico del vehículo. Al ver su pulgar, nuestro amigo se dio cuenta de que esta vez, el accidente sí que era grave: la uña rota a la mitad y brotes de sangre al centro de la fisu-ra. El dedo, casi negro de tan morado, comenzó a inflamarse como un globo. Sin perder mucho tiempo, pues pese a todo el hambre lo dominaba por completo, Alejandro entró a su casa para buscar unas vendas y envolver su dedo lesionado.

Ya de regreso en la cochera, Alejandro buscó algún otro me-dio de transporte. No estaba en Arkham, no tenía el viejo pero con-

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fiable mini Cooper, ni tampoco la oxidada Indian, mucho menos su bicicleta de fibra de carbono. Sólo conservaba la antiquísima bicicleta de acero, con sus dos asientos en tándem y la cadena algo oxidada. Nuestro amigo no tuvo otra alternativa que ir al centro comercial en el pesado vehículo; la única razón por la cual le se-guía guardando era porque su sobrina Isabel disfrutaba mucho los paseos en bicicleta con su tío, a tal grado que desde su estancia en Querétaro lo visitaba con más frecuencia que en Arkham.

Pedaleando trabajosamente, Alejandro llegó a un lugar don-de comer a gusto. El viaje no estuvo tan mal; claro, si uno ignora los 40 minutos en que tuvo que afanarse bajo el sol para poder llegar a su destino.

Ya más sereno, después de una sustanciosa y jugosa ham-burguesa, Alejandro regresó lo antes posible a casa. Sólo se detuvo un rato en el súper, justo para comprar algunos víveres que no necesitaran refrigeración. Al llegar, tomó el teléfono para llamar a un técnico que le reparara la nevera y a un mecánico para arre-glar su auto; no estaba de humor ni en condiciones de componer ninguna cosa. Su dedo parecía sanar solo con el precario auxilio de una venda improvisada y algo de alcohol. Se tendió en la cama, mirando al techo, se sumió en un profundo sopor y terminó entre-gándose a los brazos de Morfeo.

El sueño de Alejandro fue simple pero inquietante. Solo, en un cuarto oscuro y frío, con un reloj de bolsillo dorado y pequeño a la mitad de la habitación, con las manecillas girando aleatoria-mente y sin control, y atrás de él, la voz de Eddy susurrándole: “Es un reloj muy especial”. Sí, las manecillas giraban locas, excepto la flecha de las horas, terca, inmóvil; sólo que ahora marcaba el número 3…

Al despertar, Alejandro se sintió obsesionado con la máquina, así que agarró el teléfono y marcó el número de celular de Eddy, pero su alumno no contestó. Nuestro amigo repitió el proceso otras tres veces pero en ninguna hubo respuesta. No podía esperar más,

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así que con su innata curiosidad y sus manos habilidosas, decidió aventurarse a descubrir los misterios del reloj. Con estas armas, un poco de pegamento industrial y un desarmador, se encaminó hacia lo desconocido.

Colocó sus herramientas en la mesa del comedor, mientras, puso el reloj frente a él. Alejandro sostuvo el curioso regalo frente a sus ojos y notó un grabado que estaba en la parte de atrás. Allí se alcanzaba a ver un nombre “Patrick Augustus Greenlove”, sobre la cubierta dorada. Al leer este nombre, Alejandro dirigió su mira-da al techo para reflexionar, ¿sería el abuelo de Eddy? Sostuvo el desarmador con la mano derecha y lo posó sobre su labio en un ademán de concentración, pero a la hora de retirar la herramienta Alejandro sintió un jalón en sus labios y parte de su lengua. Al re-gresar al mundo real, Alejandro se dio cuenta de que el pegamento industrial se había derramado sobre la mesa, impregnando al des-armador, dejando pegada la pieza de metal con la boca de nuestro amigo en una muestra más de una desafortunada suerte.

En un arranque de enojo, Alejandro se levantó bruscamen-te de la mesa y estuvo a punto de pegarse con un sillón y caer dolorosamente, pero alcanzó a sostenerse de la orilla del mueble para evitar otro percance. Con el desarmador colgando ridícula y dolorosamente del labio, inhaló una profunda bocanada de aire para calmarse y buscar la forma de salir del embrollo en el que se encontraba. Tuvo que recurrir a su proverbial paciencia. Una vez nuestro hombre estuvo a punto de morir por causa de una reac-ción alérgica y fue su calma y sangre fría quienes le ayudaron a salir con vida del trance.

Con mucho cuidado, para no llenarse las manos del traicio-nero líquido, Alejandro cogió la lata de pegamento en busca del ins-tructivo y las precauciones. Ahí estaba escrito: “En caso de contac-to con la piel conservar la calma y evitar tallar o jalar el producto de la zona afectada. Enjuagar con agua tibia y jabón para disolver el pegamento. En caso de no haberse disuelto por completo, llamar

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a un médico”. Y en completa calma, Alejandro se dirigió a la cocina, para enjuagar bajo el chorro de agua al pegamento amargo y resis-tente. De hecho, no hizo falta tallar con jabón, ya que la sustancia se diluyó rápidamente.

Una vez libre, Alejandro regresó a la mesa de “trabajo”, la limpió y se dispuso de nuevo a averiguar el raro funcionamiento del reloj. Así, introdujo el desarmador en una ranura cerca del engrane de funcionamiento, dejando desnudo el mecanismo. Pero lo que vio dentro no era parecido a ninguna otra cosa que él cono-ciera. Alejandro se encontró con un montón de engranes amonto-nados tras una pequeña lámina de acero plateado que tenía clara-mente grabado el nombre de la compañía que fabricó el reloj. Decía “Greenlove Industries. 1943”. Curioso nombre para una compañía relojera. Alejandro conocía mucho de historia, pero no podía reco-nocer el nombre de esta industria. A nuestro amigo le intrigó saber cuál era el origen de la compañía, con este fin, decidió llamar una vez más a su amigo, pero en vez de marcar al celular, decide hacer-lo a su casa, directamente.

En lugar de que contestara una voz masculina pero aguda, una voz femenina salió por el auricular. Era inconfundible cierto tono de tristeza, melancolía y depresión.

–Buenas tardes, soy Alejandro Echeverría, busco a Edward…–Eddy no está aquí –interrumpió la mujer.–Entonces, ¿dónde está? ¿Dónde lo puedo encontrar?–Eddy… –vaciló la mujer–. Eddy falleció hace cinco días en

un accidente de avión rumbo a Querétaro –dijo la mujer entre so-llozos.

El mundo se cayó en pedazos. No porque su alumno favorito hubiera fallecido, sino porque, de ser verdad, él había recibido la visita de un ser del más allá. La voz dijo otras cosas, pero Alejandro no puso atención. Al final, agradeció y colgó.

Era imposible que Eddy hubiera muerto. Habían estrecha-do sus manos, estuvieron juntos. Alejandro no podía creerlo, pero

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prefirió confirmarlo. Marcó de nuevo el número de celular de Eddy, sin apartar la mirada del ominoso reloj. Pero al tono electrónico que emanaba del auricular, se sumó el sonido de un celular lla-mando justo afuera, en la mismísima puerta de su casa. Luego se escuchó la voz aguda del alumno fallecido.

–Aquí estoy Alex –la voz de Eddy espantó a Alejandro–. Su-pongo que hay cosas que deseas aclarar, ¿no?

¿Qué otra alternativa tenía Alejandro? Abrió la puerta y allí estaba. No era un fantasma. Tampoco un zombi. Su piel no era blanquecina ni parecía despedir hedores de ultratumba. Lo hizo pasar y con educación y frialdad puritana –qué otra actitud podía adoptar un nativo de Arkham, pese al apellido, pese a los ancestros vascos– le acompañó a la sala sin mayor aspaviento. Charlaron sobre el reloj y los nombres grabados en el mismo; justo delante de la vajilla radioactiva, que con su brillo sedante, calmaba el ánimo de Alejandro.

Eddy le explicó que el reloj pertenecía a su abuelo, Augustus Greenlove, quien en su momento fuera el dueño de una pequeña relojería llamada Greenlove Industries. Las dos cosas ya las sabía. Lo novedoso vino después. Augustus creó un sistema especial para los relojes, que detectaba las peculiaridades eléctricas de cada in-dividuo, de modo que sólo se activaba para ciertas personas y de maneras diferentes. Como ejemplo, Eddy tomó el reloj, giró tres ve-ces el engrane para dar cuerda; el movimiento en círculos contra-rios del segundero y el minutero se repitió. La flecha de las horas marcaba ahora el número ocho.

–Se debe a los engranes que hay dentro –le dijo Eddy–. Lo único que los relojes necesitan son engranes. Pero allí está lo cu-rioso. Estos engranes son únicos. Su funcionamiento depende de la persona que les da cuerda.

Alejandro le preguntó el porqué. Eddy dijo que no sabía. El maestro observó fijamente al alumno, ¿Eddy estaba muerto? Nues-tro amigo no quiso preguntar esto, pero Eddy hizo un comentario

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singular antes de irse.–Es hora de que me vaya, me esperan lejos –dijo Eddy al

despedirse–. Pero hay otra cosa de qué hablar, y creo que sabes a qué me refiero.

Alejandro asintió con la cabeza, temeroso.–Sí, estoy muerto. En el vuelo rumbo a Querétaro, el avión se

estrelló cerca de Texas, sobreviví al choque con muchas lesiones y quemaduras, pero vivo. Al salir de la cabina, confuso y mareado, el vehículo de rescate me atropelló. Es irónico, el color rojo siempre me obsesionó, y al morir, lo último que pude ver fue aquel automó-vil rojo pasándome encima.

La voz era tranquila, neutra. Alejandro estaba estupefacto. Eddy continuó el relato.

–Tenía que darte este reloj, para eso venía a tu casa. No podía irme sin antes resolver tantas cosas… ahora que he terminado, es hora de irme. Hasta siempre mi querido maestro.

Dicho esto, Eddy abrió la puerta, no la atravesó como ha-bría sido de esperar dada su condición. Después, desapareció para siempre de la vida de Alejandro. Algo que por desgracia, no sucedió con el extraño reloj.

Como han de imaginar, mis queridos amigos, aquella noche Alejandro no pudo dormir. En su cabeza sólo había espacio para pensar en el regalo de su difunto amigo; en el hecho de que era el presente de un fantasma.

La mañana del tercer día fue tranquila. A las diez, el me-cánico revisó el automóvil de Alejandro para descubrir que una ardilla se había atorado en el tubo de anticongelante, formando un delicioso caldo de animal silvestre aderezado con químicos. El es-pecialista solucionó el problema y para la una de la tarde el coche estaba rugiendo como nuevo.

Media hora después de la partida del mecánico, llegó el técni-co del refrigerador. En poco tiempo todo problema estaba solucio-nado. Las cosas iban de maravilla. Sintió que su mala suerte había

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desaparecido, con todo y que se había quedado sin uña del pulgar, gracias al accidente de un día antes.

Lleno de optimismo, casi olvidó a Eddy, y mientras se dirigía hacia la tienda para comprar más comida, una vaca se atravesó a media carretera. Apenas logró esquivar al bovino, pero no pudo evadir a la otra res que acompañaba a la primera… “un efecto in-esperado del comportamiento gregario”, llegó a pensar antes de perder el conocimiento.

Dos horas después, Alejandro despertó en el hospital. Su au-tomóvil se encontraba en el taller mecánico otra vez y la vaca que atropelló quedó hecha carne molida en el pavimento de la carrete-ra. Alejandro salía del hospital solamente con lesiones leves, pero sabiendo que pudo haber sido peor. Casi sintió que la mala suerte era un hecho. Pero ¡qué tontería! Todo era una serie de casualida-des adversas.

Regresando a su casa, a las seis de la tarde, Alejandro se sintió más estresado que nunca en su vida. ¿Existía en verdad la mala suerte? Se acercó a la cocina, calentó una taza con agua para prepararse un café, pero al probar el primer sorbo, nuestro amigo escupió el trago. ¡Aquello era más salado que el Mar Muerto! Se dio cuenta de que el tarro de azúcar no tenía otra cosa sino sal. ¿Quién fue el estúpido que hizo eso? Bueno, mejor no buscar responsa-bles, el único que vivía en esa casa era él. La paciencia que algún momento caracterizara a Alejandro se estaba perdiendo.

Cansado por el terrible día, Alejandro se fue a la cama, dis-puesto a dormir aún con la ropa puesta. Pero la mala suerte lo azotó de nuevo, porque no bien se había sentado en el colchón, cuando las dos patas de la cabecera se rompieron en un molesto crujido.

Y Alejandro perdió la cabeza.Nuestro desesperado amigo no pudo aguantar más la mala

suerte, que en su mente escéptica ya era un hecho, y en un arran-que de furia descargó su enojo con todas las cosas que estaban a

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su alrededor. Alejandro destrozó su cuarto, rompió toda la vajilla de su cocina y estaba dispuesto a tumbar el refrigerador cuando los soportes delanteros del armatoste se rompieron, dejando caer en dirección del maestro retirado un trozo enorme de metal de más de doscientos kilos de peso. Pero Alejandro fue rápido y evitó que la máquina lo matara de una forma horrible, y mientras salía de la cocina para entrar en la sala, tropezó con una silla precipitándose hacia los estantes que contenían su colección de rarezas. El estan-te se balanceó hacia delante y hacia atrás, hasta que la gravedad causó que cayera hacia al frente, a dos centímetros de donde Ale-jandro observaba, pasmado, el espectáculo.

Curiosamente, se sintió el hombre más afortunado del mun-do. No, no tenía mala suerte ¡todo lo contrario! Se había salvado de morir dos veces en un instante, pero cuando intentó levantarse, apoyándose de la mesita que tenía junto a él, un dolor agudo en la rodilla derecha causó que se cayera de nuevo, y esta vez se gol-peó la cabeza contra la mesita que le servía de apoyo. El impacto fue ligero, no tan doloroso, pero en el ángulo y lugar precisos para fragmentar las vértebras cervicales como una nuez entre las man-díbulas de una ardilla.

Nuestro amigo falleció al instante, víctima de una serie de casualidades terribles que a Alejandro le hubieran parecido un mal episodio de la serie “La Dimensión Desconocida”. Pero no eran coincidencias nada más. Las leyes de Murphy sí son leyes y por supuesto que le dan forma al mundo. Aunque sea con historias parecidas a la de Alejandro Echeverría, cuya cabeza desnucada yace sonriente a un lado del reloj misterioso. Su flecha mayor, la encargada de marcar las horas, ya dio una vuelta entera, volviendo a señalar indiferente el número doce.

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FINAL DEL PASILLO

Ahora que ya sabes la verdad sobre el creador del museo, y que conoces el fruto de sus investigaciones, es momento que sepas lo que es un verdadero cuento de terror… ¿Preguntas por el objeto que deberás tocar? No seas impaciente y atraviesa aquel umbral oscuro que te lleva directamente al verdadero terror.

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El verdadero cuento de terrorpor Alex Echeverría

Alguien dijo, la verdad no importa quién, que los descubrimien-tos más profundos se deben al azar. Ese día X despertó con la dulce melodía de la nana retumbando en sus oídos. Miró el reloj: 7:40 a.m. Seguramente aquella sacudía la sala de piel, maltratan-do el suave acabado con sus sucias y callosas manos de “chacha”; las mismas manos que le peinaban el copete justo antes de que partiera a la primaria todas las mañanas. La escuchó tararear su repulsiva canción de india, en una lengua que desconocía y des-preciaba, con ese acento violento y altisonante que con el paso del tiempo había aprendido a odiar. Invadió su mente el rostro moreno de Manuela, con sus ojos gigantescos como ventanas, coronados por un par de cejas tupidas. La nariz de fosas anchas y los labios gruesos, deformados en una sempiterna sonrisa que iluminaba su mirada aún cuando le veía a él, tan flaco y enfermizo, chiquillo privilegiado.

Pero esta mañana la sonrisa se dibujó en su rostro. Había encontrado la manera de terminar con la felicidad de Manuela; esa felicidad que le era extraña. Le ofendía sentirse relegado de ese supuesto sentimiento que era incapaz de experimentar. Lo único que conocía era su propio placer. No concebía la existencia de algo más sublime que su propia astucia, su propia maldad, su ego. Y la sonrisa de su chacha atentaba contra todo aquello, por lo que era

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una afrenta personal, era un reto. Ella lo hacía a propósito, inten-taba volverlo loco y tenía que detenerla.

La desesperación lo llevó al despacho de su padre para bus-car impaciente entre los cajones repletos de papeles y objetos va-liosos. Ahí estaba: la pistola que ya había usado antes con sus hermanos. Cómo le gustaba jugar a la guerra, sí. Apenas el día anterior la había disparado errando el tiro. No había podido matar a nadie, ¡no había podido ser un héroe! Pero esta ocasión no pasa-ría lo mismo. Qué acto más heroico que atreverse por fin a matar de veras. Levantó las dos carpetas negras bajo las que descansaba el arma. Luego la tomó entre sus maños pequeñas no sin cierta dificultad; caminó por el pasillo y al ver a Manuela la dirigió a su rostro atónito. Aún con tan complejas reflexiones para su mente infantil, el auténtico motivo para disparar fue la más pura curio-sidad… ¿Matar? ¿Qué significa eso? ¿Cuándo algo inútil deja de existir, a dónde se dirige? Él quería ver todo aquello, era un héroe, un testigo, y por eso descargó en un solo tiro toda la furia metálica en aquella infeliz.

Tras la explosión X sintió que un coraje propio desaparecía. Ah, ¡pero eso no fue nada!, porque cuando llegó la sangre, aquel color… ¿Cómo de algo tan frágil e inservible puede brotar un eli-xir tan gratificante? Entonces X descubrió el significado de matar: mancharlo todo de rojo. Recordando las muertes de sus familiares se dio cuenta de que por más pulcro que sea el entierro y por más brillantes las propiedades de quien se vaya, si su final carece de violencia, entonces su muerte carece de “importancia”. Y aquí veía lo contrario: por más impura que sea la sangre de alguien, por más grotesco que sea su origen, por más inservible su presencia, al aplicar la violencia el cuerpo se tiñe del color prefecto. ¡La sangre se purifica!

Mientras la pobre criada pedía clemencia, manchada de san-gre reluciente, una satisfacción nunca experimentada recorrió el cuerpo de X. “La maté de un tiro; soy un héroe”, gritó extasiado.

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Era como la renovación, algo verdaderamente “importante”, tras-cendental. Si X hubiera conocido entonces los orgasmos, le hubie-ran parecido, y con mucho, nimios frente a tal satisfacción. ¡Era el flujo del color! ¡No, era el aroma, los gritos, el sufrimiento cristali-zado en piel desbordado con lágrimas! ¡No, era la mano que solicita ayuda, la necesidad de prestarla pero a la vez las ganas de negar toda posibilidad para no frenar tal espectáculo! ¡No, más bien todo! Para él matar se convirtió entonces en la causa última, algo que supera con mucho la palabra importante…

Sólo había un inconveniente: el tiempo. ¡Apenas unos minu-tos le parecieron segundos de satisfacción! Poco después la san-gre se mancha de negro, se vuelve sucia como su misma fuente. La vida humana es frágil y se va muy pronto tras perder calidad bermeja. ¡Cómo podía ser que algo así de magnánimo durara tan poco! Desesperado, X corrió a la cocina, tomó un cuchillo y se cortó a sí mismo. ¡Qué tontería, no había entendido! ¡Después de todo era sólo un niño! Su sangre brotaba caliente y podrida, porque ya no era humana, pero la satisfacción jamás apareció. ¡Eso fue más bien sufrimiento!

Regresó entonces al despacho de su padre y delirando bus-có lo que fuera para limpiarse. Vio entonces las carpetas negras en el mismo cajón de donde había tomado el arma. Las abrió en un impulso misterioso, como si en ellas yaciera alguna respuesta a tanto enigma. Pero su contenido resultaba incomprensible, no sólo porque las palabras que apenas acababa de aprender a leer le resultasen desconocidas, sino porque de algún modo sospecha-ba que en ellas se escondían sortilegios oscuros y de gran poder. Una fotografía le pareció más reveladora: un personaje desconoci-do portando orgulloso un listón en donde resplandecía… ¡el rojo! Había más colores pero sólo ése le interesó, y sólo a ése aspiraría. Si alguien hubiera estado en aquella habitación con el niño, ha-bría presenciado sin duda la metamorfosis de lo humano a lo más grotesco e inimaginable. No era un demonio, pero superaba con

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mucho la maldad, sea lo que signifique tal palabra… X sonrió, y aquella combinación de músculos delicados no parecía humana, mucho menos infantil.

Caminó hasta donde yacía la criada sólo para mostrarle aque-lla sonrisa. ¡Y ella hubiera querido gritar, pero eso sólo adelantó el momento de su muerte! “¿Le esperaba un descanso eterno?”, se preguntó X. “No, lo eterno es lo que puedo alcanzar aquí, en la tie-rra, con todos sus moradores”. ¿Qué importancia tiene si usó esas palabras u otras? Lo que aquel niño concibió no tenía cabida en la realidad… La PERVERSIDAD, aun con mayúsculas, queda corta. Él buscaba lo supremo en el sentido estricto de la crueldad, pero sólo para satisfacer su egoísmo… su necesidad del color.

En la cabeza de X comenzó a forjarse la idea de ir a lo tras-cendental. Debido a su edad desconocía que su objetivo princi-pal sería convertirse en el político más hábil de la historia para manchar de rojo el resto de los colores. Descubriría, pues, que la política es el mejor instrumento para extender al infinito, tanto en el tiempo como en el espacio, sufrimiento y desánimo, que son la fuente del perfecto color. Así llevaría aquel gozo a un rango supre-mo, infinito, trascendental… ¡sería algo verdaderamente eterno! Si bien la política sería su principal instrumento, necesitaría más que eso para lograr que el mundo “cooperara” con su plan. Por supues-to que en su niñez, X desconocía por completo las alternativas, los “instrumentos del principal instrumento”; pero cuando creciera y se convirtiera en un profesionista, daría con la respuesta.

Y sí, en el futuro, ya como académico brillante, entendería mejor que nadie el valor de la técnica y los instrumentos. La políti-ca, “es el instrumento supremo que usa otros instrumentos”, llega-ría a decir en sus clases en Harvard. Ya en la práctica personal de su quehacer dentro del partido, el capitalismo, fuente perfecta de desigualdad, pasaría a ser el primer Gran Instrumento. Sólo ten-dría que aprovechar su poder para crear el ambiente más desfavo-recedor posible donde el sufrimiento fuera la consecuencia princi-

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pal. Así, en orden, el Segundo Gran Instrumento lo descubriría X al entender que controlar la percepción es controlar la mente, ¿y qué mejor para “convencer” al mundo de participar en su plan que ven-diéndoles falsas impresiones? ¿No es acaso la sustancia fuente de realidades la que genera no sólo control, sino también sufrimiento como consecuencia? Las personas se volverían adictas no sólo a ensoñar falsedades para tranquilizar su nefasta existencia, sino también adictas al sufrimiento. Y para engañarlos les regalaría, con el Tercer Gran Instrumento, imágenes de un mundo ilusorio donde no pasa nada. Así involucraría no sólo a las personas más ricas, desalmadas y poderosas, sino también a los inútiles, convir-tiéndolos en una fuerza, la fuerza del engaño.

Con todos esos instrumentos X lograría la expansión espa-cial del sufrimiento, y luego su trascendencia a través de las ge-neraciones. Posteriormente, la germinación de aquellos rencores podría llevar su proyecto a todos los rincones de la Tierra; incluso después de la muerte de X… ¡Él se convertiría entonces en un hu-manista! Si en algún momento alguien, bajo algún símbolo robado, se divertía torturando una raza, ¡X teñiría todo el mundo de su color favorito portando cínico el símbolo mismo de su país!

De pronto sintió un fuerte mareo, pues con el delirio su ima-ginación había volado mucho… De pronto imágenes del futuro, desconocidas para él, invadían su cabeza: dos hombres en una es-tancia lujosa por dentro pero cercada con acero por fuera jugaban a intercambiar el listón que lleva el rojo. De pronto X se preguntó si acaso sería su aspecto de adulto, pero luego fue consciente de que se trataba sólo de más instrumentos: piezas huecas pero bien adornadas cuyo destino sólo es la servidumbre. Ya después descu-briría que aquel momento representaba un punto simbólico en la cumbre de su plan. Lo que seguiría provocó tanto placer en X que estuvo a punto de mostrar una sonrisa sólo más perturbadora que la anterior, pero de pronto alguien entró al despacho golpeando la puerta. Era su padre. La escena fue difícil para él, quien pronunció

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una sola palabra sin clara sensación, unas cuantas letras resu-miendo una mezcla de tristeza y terror: “¡Carlitos!”.

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EPÍLOGO

Ésta es la historia del origen de la maldad absoluta. La misma que ha trazado su rumbo hacia el poder a través de los años, siempre oculta en lo evidente. Los hombres como el protagonista son ventrí-locuos; con sus acciones y palabras a plena luz del día, pero expre-sadas a través de muñecos sin voluntad ni cerebro. Éstos son los hilos que sostienen a la gran maquinaria sobre las cabezas de un país poblado por herramientas, presas de lo inmediato e incapaces de romper el engrane primordial que acciona al resto de esa tramo-ya, que la mantiene funcional a base de sangre y miedo.

Ahora recuerdas, caminas hacia el vestíbulo y a cada paso te vas olvidando de las pesadillas del reino natural. Lo etéreo quedó reducido, se transformó en alucinaciones febriles. Porque a medida que te acercas a la puerta escuchas un sonido metálico y sientes la vibración de su ritmo desquiciado. No te dejes engañar, estas paredes no pueden protegerte de lo que hay afuera. El museo es la tierra de la memoria, donde el momento siempre es ahora.

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Este libro se acabó de imprimirel 13 de junio del 2013

en losTalleres Etéreos

deErachi K’heri

bajo el influjo del Solsticioy

el asedio de la Tormenta