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Título: ¿Es hegemónico el kirchnerismo?
Autor: Francisco J. Cantamutto1
Grupo de trabajo n° 13: Reforma del estado, gobernabilidad y democracia
Avance de investigación en curso
Resumen:
La crisis del régimen de acumulación neoliberal en Argentina tenía posibles “soluciones”
económicas: el límite fue social y político. Una fracción del bloque en el poder aprovechó
la movilización popular para impulsar su propia salida, sin dejar de considerar que el
régimen político había sido cuestionado. Kirchner llega al gobierno condicionado por este
escenario, y dentro de sus límites buscará recomponer tanto la acumulación como el rol del
Estado. La consideración de las demandas de los sectores subalternos puede interpretarse
como un proceso de construcción de hegemonía desde el enfoque gramsciano. El presente
trabajo revisa las diversas interpretaciones de este proceso en esta clave, considerando
también las explicaciones basadas en los enfoques más contemporáneos de la hegemonía,
de base post-estructuralista.
Palabras clave: kirchnerismo, hegemonía, Argentina
Aun cuando no esté claro el sentido exacto, pocas dudas caben acerca de que algo ha
cambiado en el escenario latinoamericano. Captar los perfiles de los procesos sociales en
ciernes, sin una distancia temporal que facilite la interpretación, resulta siempre un ejercicio
arriesgado por la contingencia de lo que sigue. Este trabajo busca ofrecer una interpretación
general del proceso kirchnerista, a casi una década de su surgimiento.
Entendemos por kirchnerismo al conjunto de prácticas, ideas y políticas organizadas
a partir de las figuras presidenciales de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Aunque
ambos liderazgos presidenciales juegan un rol central, entendemos que el kirchnerismo
excede la figura particular de cada uno de estos, mostrando expresiones con diverso nivel
de organización (partido, movimientos, etc.). Creemos que es posible interpretarlo como
una recomposición hegemónica de una fracción de la gran burguesía, en clave populista. Se
ofrecen aquí lecturas condensadas del kirchnerismo como construcción hegemónica y como
ruptura populista, para cerrar con una lectura de conjunto.
El kirchnerismo como construcción hegemónica
La salida de la Convertibilidad cargó todo su peso sobre la población trabajadora. La
masacre de Puente Pueyrredón en junio de 2002 acabó con cualquier intento de Duhalde de
permanecer en el poder, que debió adelantar las elecciones. En mayo de 2003 asumirá
Néstor Kirchner.
1 Becario CONACYT, inscripto en el programa de investigación “Procesos Políticos Contemporáneos de
América Latina” de FLACSO- Sede México. Correo electrónico: [email protected]
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Las explicaciones de las características del período iniciado a partir de allí difieren.
En general, se acepta la idea de que se trata de un tipo de acumulación neodesarrollista
(Basualdo, 2011; Féliz, 2008; Katz, 2013; Rinesi, 2011; Sanmartino, 2010). Aunque están
en discusión sus precisiones, se suele entender que incluye una mayor presencia regulatoria
del Estado, en las inversiones y en la institucionalidad de la relación patronal-obrera.
Aunque se habla de industrialización, no está claro que tal proceso sea una realidad: más
bien, se ha dado continuidad al tipo de inserción externa dependiente, basada en la
explotación de recursos primarios o industriales de bajo valor agregado, y el
aprovechamiento de mano de obra barata. En este sentido, varios autores señalan bases
fuertes de continuidad (Borón, 2013; Castorina, 2009; Rajland, 2012; Zemelman, 2007).
Svampa (2011) llamó a esta situación “consenso de los commodities”, en reemplazo del
consenso de Washington.
Sin embargo, asumir que todo continúa igual que en la década anterior (como hace
por ejemplo Castillo, 2007) no resulta adecuado. Esta idea es diferente a postular que se
trata de una recomposición capitalista, en el sentido de que la formación social mantiene
ciertos parámetros básicos de su reproducción (Bonnet, 2012; Katz, 2013; Lucita, 2013). La
inusitada recuperación de la actividad (insistimos: basada en una mejora sustancial de las
ganancias de las fracciones dominantes dentro del bloque en el poder), especialmente de
sectores intensivos en mano de obra, mejoró la situación del mercado de empleo: la
desocupación desciende y los salarios reales se recuperan. Aunque hubo cierta mejora en la
distribución del ingreso (Graña y Kennedy, 2010), los procesos que le dieron lugar se
agotaron aproximadamente en 2007 (Basualdo, 2011; Piva, 2011). A partir de allí se ha
observado una serie de procesos contradictorios (devaluación, impuesto a las ganancias
aplicado al salario, ampliación de asignaciones familiares, etc.), cuyo resultado neto parece
ser un deterioro de la distribución del ingreso.
Para construir cierta legitimidad, las fracciones dominantes del bloque en el poder
han considerado, aunque sea distorsionada o parcialmente, las demandas de los sectores
subalternos que impulsaron la salida de la Convertibilidad, incluso como mecanismo para
quitar iniciativa a estos sectores, reconduciendo el proceso en canales institucionalmente
aceptables en términos del régimen de explotación y de dominación (Basualdo, 2006;
Castorina, 2009; Colectivo Situaciones, 2005; Katz, 2013; Piva, 2011; Sanmartino, 2010;
Svampa, 2011).2 En este sentido, habría un principio de construcción hegemónica por
parte de los sectores dominantes, toda vez que buscan basar su dominación sobre
mecanismos de consenso, cediendo compromisos reales con los sectores subalternos
sin que éstos lleguen a afectar sus propios intereses. El intento ha sido interpretada la
construcción de transversalidad, entre partidos y organizaciones sociales (Basualdo, 2011;
Katz, 2013; Svampa, 2011).
Sin embargo, se ha señalado también que la necesidad de que el Estado arbitre entre
clases y fracciones de clase está dando cuenta de la falta de un acuerdo sólido entre los
sectores dominantes, lo que impediría hablar de hegemonía sin más (Bonnet, 2012; Borón,
2013; Gómez, 2012). Por esto es que Lucita (2013) habla de un régimen transicional, Katz
(2013) de bonapartismo, Basualdo (2006) y Castorina (2009) de transformismo, Modonesi
(2012) y Sanmartino (2010) de revolución pasiva o revolución-restauración.
2 De Ípola y Portantiero (1981) analizaron con esta lógica al peronismo.
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Estos autores distinguen diferentes periodizaciones, basándose en los mecanismos
por los que los sectores dominantes procuran integrar demandas de los sectores subalternos.
Gaggero y Wainer (2006), Muñoz (2004), Piva (2007), Rajland (2012), Retamozo (2011),
Svampa (2006, 2011) y Wainer (2010) precisan elementos para comprender las demandas,
acciones y alianzas de los diferentes actores sociales para comprender la estructuración de
la forma de la crisis, y su impacto en la recomposición posterior. Duhalde cumplirá las
primeras tareas en la recomposición capitalista, el programa desnudo de las fracciones
dominantes del bloque en el poder, que implicará un sesgo excluyente de cierta continuidad
con el régimen impugnado de la Convertibilidad (Bonnet, 2012; Gómez, 2012; Retamozo,
2011). Kirchner cumplirá la tarea de lograr consenso de los sectores subalternos, a partir de
la consideración de algunas de sus demandas, sin por ello alterar el rumbo trazado por su
predecesor (Basualdo, 2011; Bonnet, 2012; Piva, 2011; Svampa, 2011).
El nuevo quiebre será el conflicto de 2008 con “el campo”. Tanto Basualdo (2011)
como Bonnet (2012) insisten en el origen estrictamente político (no económico) de este
conflicto, pues se pone en cuestión la capacidad del Estado de arbitrar entre las fracciones
del bloque dominante. Mientras que para Basualdo a partir de allí los sectores subalternos
ganan capacidad de control del Estado, para Bonnet –al igual que para Piva (2011)- se nota
el agotamiento del intento de estrategia hegemónica de la gran burguesía.3 Aunque estamos
de acuerdo con que existe cierto agotamiento de la estrategia original, creemos –al igual
Svampa (2011)- que el período que le sigue expresa una exacerbación de la propia lógica
de construcción hegemónica populista, y no necesariamente su reemplazo.
Esta lógica exacerbada, descrita como el arbitraje estatal entre fracciones de clase,
lleva a que el sujeto de la hegemonía parezca ser el propio gobierno, y no un actor social
definido en el campo estructural: se oblitera así el componente clasista que dio inicio al
kirchnerismo y marca su devenir posterior. ¿Será que estas dificultades de interpretación
surgen del análisis basado exclusivamente en clases sociales? Las interpretaciones de corte
laclausiano del kirchnerismo señalan que el proceso hegemónico populista involucra la
construcción de una identificación con la figura de pueblo, que difumina las identidades de
clase. Veamos.
El kirchnerismo como ruptura populista
Las categorías desarrolladas por Laclau y Mouffe (1987) y Laclau (2006b) forman el
acervo teórico básico de los estudios referidos en esta sección. Su propuesta se enfoca en la
lógica de articulación discursiva de demandas, proponiendo una interpretación que se
sostiene sobre el carácter político de toda identidad social. El kirchnerismo se definiría por
su carácter populista, lo que representa una ruptura respecto de la lógica institucional que lo
precede.
3 Sin perjuicio de los aportes de Basualdo para la interpretación de la historia reciente de Argentina, creemos
que existen ciertas imprecisiones conceptuales en su obra más reciente. Así, dirá que, a partir de 2008, el
gobierno nacional y popular sería una alianza de tipo policlasista donde “en algunos casos la hegemonía la
ejercen los trabajadores y en otros casos alguna fracción de la burguesía” (Basualdo, 2011: 164). Esta noción
de hegemonía de rasgos efímeros y fugaces se aleja de la matriz gramsciana que Basualdo reivindica. Sin
intenciones de purismo conceptual, el problema es pensar que efectivamente la clase trabajadora ejerce de a
momentos la dirección de la sociedad, de acuerdo a sus intereses e ideas, subordinando a la gran burguesía.
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En tal sentido, se enfatiza la importancia de la construcción discursiva de
identidades, entendiendo por discurso toda práctica socialmente significativa y no sólo la
palabra hablada. A pesar de esta aclaración, la mayor parte de los estudios empíricos se
enfocan sólo sobre las palabras del presidente Kirchner, dando cuenta de la estructuración
que en él se realiza de la realidad, pero abandonando relativamente las condiciones de
recepción (De Ípola, 1982) que hacen tal discurso creíble, o –más precisamente- capaz de
interpelar eficazmente sujetos sociales.4 La caracterización de la crisis previa suele ser muy
general, enunciando síntomas de la misma sin dar cuenta de su lógica.
Tal es el caso del trabajo de Barbosa (2012), que usaremos como guía por completo
y sistemático, complementándolo con otros estudios. Allí la crisis aparece como la ruptura
de la lógica de articulación previa, ligada a la idea de estabilidad (Barbosa, 2010; Fair,
2009). La estabilidad (política, económica, etc.) habría operado como significante vacío
capaz de articular demandas, estableciendo una frontera discursiva sobre la cual se definía
el campo de equivalencias: por un lado, todos los que aportaban a ella, y por el otro quienes
la amenazaban. A medida que se acumularon demandas no satisfechas por el sistema
institucional, se generó un descontento generalizado, que acabó por poner al régimen
mismo como obstáculo para la obtención de respuestas: el punto nodal “Convertibilidad”
como expresión de tal articulación queda desestabilizado, y al aparecer como un
“enemigo”, facilita la interpretación de demandas dispersas como equivalentes entre sí. Se
traza de esta forma una nueva frontera por oposición al régimen, que nuclea demandas sin
relación necesaria entre sí. El “que se vayan todos” emerge como significante flotante bajo
el cual proliferan demandas de distinto cuño.
Como se puede ver, no hay aquí una explicación de por qué el régimen de la
Convertibilidad no era capaz de absorber institucionalmente las demandas: sólo se describe
tal situación. Accesoriamente, se enfoca sobre la expresión más abierta de la crisis, el “que
se vayan todos”, omitiendo la larga tarea de desgaste llevada adelante por organizaciones
sociales, tanto como las convergencias de demandas de las clases dominantes. Tras la crisis,
toda la labor realizada por Duhalde no habría sido más que un “intento frustrado”, dejando
abierta hasta la llegada de Kirchner la posibilidad de dar identidad a la acumulación de
demandas postergadas. Kirchner apelará al uso de un discurso “llano”, que disminuya la
distancia respecto de sus receptores: utiliza un habla familiar, expresiones coloquiales,
refranes, dichos populares, anécdotas, alusiones deportivas.5 Kirchner se encargará, como
figura de líder, de expresar estas demandas bajo la polarización con el pasado reciente.
Trazará una equivalencia que va desde la dictadura hasta el menemismo como una
continuidad del proyecto neoliberal, origen de todos los males, trazando una frontera clara
entre ese pasado ignominioso y el proyecto que él encarnaría (Barbosa, 2012; Bitonte,
2010; Donot, 2012).
El neoliberalismo se conformará en un significante capaz de reunir ideas, actores y
valores a los que el nuevo proyecto se opondría: el FMI, los acreedores externos, el
menemismo, las fuerzas armadas, la Iglesia católica, la especulación financiera, la
4 La labor teórica de Laclau muestra un elevado grado de abstracción, que dificulta su aplicación empírica y
ha llevado a algunas premuras metodológicas (Patrouilleau, 2010). En todo caso, el propio Laclau (2006c) ha
advertido sobre la necesidad de considerar ampliamente estas condiciones de recepción del discurso. 5 Ésta es exactamente la misma descripción que De Ípola (1982) hace del discurso de Perón, como una de las
razones de su capacidad de interpelar al pueblo.
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corrupción, el cortoplacismo, etc. (Barbosa, 2012; Biglieri y Perelló, 2007; Patrouilleau,
2010). Al trazar una frontera respecto del pasado neoliberal, Kirchner produce un efecto de
identificación con quienes habían protagonizado la disputa con ese régimen (Retamozo,
2011). Garzón Rogé (2009) muestra cómo el discurso de Kirchner forjó tal identificación
con el uso de estrategias discursivas basadas en figuras retóricas incluyentes, que le
permitieron presentarse a sí mismo como el hombre común que llega a un lugar
extraordinario. Guerrero Iraola (2011) resalta cómo ciertos gestos (bajar los cuadros de
Videla y Bignone en la ESMA) y políticas (como la derogación de las leyes de indulto) dan
“densidad” a esa identificación. En el plano exterior, Kirchner apelará a una identificación
latinoamericanista, inscribiéndose como parte de los procesos políticos contestatarios
(Patrouilleau, 2010).
La figura misma de Kirchner va configurándose como un nuevo significante vacío
alrededor del cual se pueden agrupar sujetos sólo reunidos por oposición al neoliberalismo.
El presidente irá afirmando su condición de líder a través de recursivas operaciones de
identificación. Al proporcionar una narración que permite hacer inteligible la historia, el
relato buscó dar carácter duradero a la identidad, hacer síntesis de lo heterogéneo, forjar la
cadena de equivalencias (Patrouilleau, 2010). Es decir, la operación de leer la historia
previa forma parte central de la articulación. Pero no todo es pasado: ante la miseria y crisis
que éste representa, el kirchnerismo va a remitir permanentemente a un proyecto por
hacerse, el proyecto que viene a encarnar. Esta intención de completar la promesa de la
nación, había sido sistemáticamente interrumpida por actores que aún la amenazan, que
ponen en cuestión la patria misma (Donot, 2012; Garzón Rogé, 2009; Patrouilleau, 2010).
Aparece entonces una dimensión que es central en la definición del kirchnerismo
como articulación populista, y es la convivencia de una comunidad escindida (Aboy Carlés,
2001; Laclau, 2006a): al tratar de representar la forma de subsanar el agravio recibido por
aquellos “que no son parte”, aquellos a los que el régimen deja insatisfechos, el populismo
se enfrenta al problema de querer representar a toda la comunidad, pero a la vez reconocer
que no todos son parte de ésta. En otros términos, se trata de una articulación hegemónica,
donde una parte busca representar al todo: el pueblo a la vez como plebe (plebs) y como
ciudadanía (populus). En el discurso kirchnerista convive la utopía de una nación-Argentina
unificada con la imagen de “dos Argentinas”, donde están los agraviados y los que agravian
(Barbosa, 2012). Permanentemente se excluyen intereses y demandas particulares, por
desafiar la construcción colectiva, pero se reconocen a todos como actores de un mismo
proyecto. Esta superposición entre parte y todo, una tensión que no se resuelve, es
característica central para definir al kirchnerismo como populismo.
Kirchner mismo respondía al doble sentido de las demandas expresadas en la crisis
de 2001. Por un lado, frente a las demandas postergadas de las organizaciones sociales,
Kirchner llamará a la solidaridad y apelará a la construcción de un modelo inclusivo. Por
otro lado, la demanda de normalización y orden, de gobernabilidad frente al caos, será
articulada por Kirchner con un discurso de reformas ciudadanas y llamado a un capitalismo
“normal, serio” (Gómez, 2012; Rajland, 2012). Se superponen así lógicas equivalenciales y
diferenciales de tramitación de las demandas (Barbosa, 2012), explotando la ambivalencia
fundante del populismo que apela al pueblo como parte y como todo (Retamozo, 2011).
La apelación discursiva al pueblo permitiría reunir bajo un mismo campo a todos
aquellos que hubieran sido amenazados por los privilegios de los sectores dominantes. El
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kirchnerismo aprovechó la apelación a la tradición nacional-popular como forma específica
de la democratización de las masas, en particular bajo la forma del peronismo (Barbosa,
2010; Donot, 2012; Patrouilleau, 2010; Rinesi, 2011). Esto permitió interpelar a muchas
organizaciones que se reconocían en tal tradición (Muñoz, 2004; Retamozo, 2011; Svampa,
2006), creando una primera identificación popular (Patrouilleau, 2010).
La interpelación a sujetos previamente no organizados será efectiva recién a partir
del conflicto con el agro en 2008. Cuando se desata esta disputa, las organizaciones rurales
que se autoidentificaron como “el campo” facilitaron la construcción de una cadena de
equivalencias sobre este significante: oligarquía-dictadura-golpismo-antipueblo (Guerrero
Iraola, 2011). Ante tal articulación antagónica, el gobierno se erigía como representante del
pueblo, democráticamente electo. Esto atrajo hacia el gobierno a muchos intelectuales
progresistas, que se agruparon en Carta Abierta. Esta situación se repetiría en 2009 con los
debates de la Ley de Medios Audiovisuales y la Ley de Matrimonio Igualitario, atrayendo
hacia sí a personajes de la cultura y artistas (Katz, 2013; Svampa, 2011). El gobierno
reforzará esta identificación a través de una política cultural agresiva, a través de la
propaganda oficial y la producción de contenidos, tanto en los medios oficiales como en los
medios privados aliados, fortaleciendo la construcción de hegemonía en el campo cultural
(Gómez, 2012). El evento fortuito de la muerte en 2010 de Néstor Kirchner terminaría por
atraer masivamente a amplios sectores de la juventud (Svampa, 2011). Resulta una
incógnita en qué medida la identidad popular se ha afianzado en torno al kirchnerismo (De
Ípola, 2005), pero pocas dudas caben de que ha interpelado a la población, dicotomizando
el espacio social (Barbosa, 2012).
Creemos que esta apretada presentación permite comprender la orientación general
de la interpretación post-estructuralista del kirchnerismo como populismo. En resumidas
cuentas, se trata de una ruptura discursiva que compone nuevas identidades –siempre
precarias- a partir de la apelación al pueblo como significante vacío que permite estabilizar
la cadena de equivalencias formada por las demandas irresueltas por el régimen neoliberal.
Se pueden señalar varios déficits de esta interpretación.
En primer lugar, estos estudios suelen no tomar en cuenta el discurso de otros
actores, ni considerar otras “prácticas socialmente significativas”, o se lo hace de manera
poco precisa. Esto no es una falla teórica, sino una falencia de los estudios empíricos. En
segundo lugar, aunque es cierto que en la reconstrucción narrativa de la identidad
kirchnerista no es relevante la cronología histórica, tal aproximación analítica es válida para
entender cómo decantó tal identificación ex post: si se busca explicar las condiciones de
posibilidad de las interpelaciones sucesivas que formaron tal identificación, es necesario
observar la historicidad “en el orden que transcurrió”. Es decir, no se puede contestar a la
pregunta de cómo construyó la articulación hegemónica omitiendo la secuencia en que ésta
ocurrió.
En tercer lugar, suele faltar una identificación precisa de las demandas pre-
existentes a la interpelación populista: ¿quiénes sostenían esas demandas y por qué lo
hacían? Sin este análisis, pareciera que el populismo puede interpelar “en el vacío” cuando
quiera y a quiénes quiera, algo ciertamente falso. En este respecto, los estudios de Muñoz
(2004), Retamozo (2011) y Svampa (2011) constituyen los ejemplos mejor logrados de
cómo subsanar estas faltas –todos exceden el marco teórico laclausiano. En los tres casos se
identifican cuáles eran las organizaciones populares que tematizaban el espacio público sin
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respuesta a sus demandas, cuáles eran sus diagnósticos de la situación, sus propuestas y sus
tradiciones identitarias. Sobre todo este bagaje es que el populismo actuará.
Así, por ejemplo, no es trivial el hallazgo de Retamozo (2011) de que tanto las
organizaciones de derechos humanos (HIJOS) como el nuevo sindicalismo (CTA) habían
dado los primeros pasos para forjar las cadenas de equivalentes, vaciando sus demandas de
sentido para hacerlas capaces de contener otras demandas, articulando así un conjunto de
sujetos políticos de otra forma dispersos. No es un dato menor, pues el kirchnerismo
recupera el discurso de los derechos humanos –justicia y memoria- y la idea de un modelo
de crecimiento, productivo e inclusivo a partir de esas primeras articulaciones. Asimismo,
tanto Svampa (2006, 2011) como Muñoz (2004) muestran cómo el kirchnerismo incorpora
demandas de organizaciones que se identifican con la tradición nacional-popular, optando
por dividir, controlar y contener organizaciones con una impronta autonomista o clasista.
En un sentido semejante, como cuarta crítica, al no dar cuenta de cómo o por qué se
acumulan demandas insatisfechas (la crisis no es explicada sino descrita), no es posible
explicar la emergencia de nuevas demandas, ni tampoco por qué algunas de estas demandas
serían atendibles o no. La materialidad discursiva del populismo también se restringe en un
campo de demandas que acepta como tramitables, como atendibles, excluyendo otras que
no puede procesar, aún cuando sean democráticas y provengan de sectores subalternos.6 Es
decir, la articulación populista también deja demandas irresueltas por escapar al rango
circunscripto de orden aceptable. Esta literatura no analiza de qué depende ese rango.
En quinto lugar, derivado de lo anterior, al tratar diversas políticas aplicadas, esta
literatura se enfoca en ver cómo aportan a la constitución de la identidad popular, pero no
explican cómo opera la lógica diferencial el ordenamiento populista. Aboy Carlés (2005)
justamente sugiere que se debe definir el populismo por esta tensión nunca resuelta de
lógicas equivalenciales y diferenciales. Tratar de pensar cómo ambas aportan a la
consolidación de la identidad popular kirchnerista, ofrece una interpretación valiosa de por
qué esta fuerza política se sostiene en la tensión irresuelta.
En sexto lugar, no hay aquí una lectura integrada respecto del espacio que ocupan
los sectores dominantes en la construcción hegemónica populista. Esto es un problema no
sólo desde el punto de vista de la crítica clasista, sino incluso de la misma construcción de
identidades populares: ¿acaso no hay grandes empresarios kirchneristas? ¿Qué los
interpela, qué hace posible que ocupen un lugar en esta articulación, cuando no es obvio
que se ubiquen del mismo lado de la frontera trazada con el pasado neoliberal?
En séptimo lugar, no hay aquí demasiadas especificaciones cronológicas respecto
del proceso. Aparentemente, luego de la crisis de 2001, la construcción kirchnerista se
alimenta a partir de la reactivación antagónica de la identificación popular con conflictos
como el de 2008 y los sucesivos. No está claro qué hace posible mantener la interpelación a
lo largo del tiempo, cuando las condiciones de recepción cambiaron en el tiempo. Resulta
interesante que exista una identificación tal que no se someta a pruebas de verdad, y pueda
sostenerse contra la información que la realidad cotidiana ofrece. No estamos pensando en
un problema de engaño o manipulación, sino que resulta valioso para la explicación de la
hegemonía kirchnerista el que esta operación pueda llevarse adelante incluso cuando los
sujetos políticos sepan que no es necesariamente verdadera.
6 Esta crítica me fue sugerida por Agostina Costantino.
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Finalmente, esta literatura abandona por completo la discusión del rol del Estado.
En este sentido, a pesar de estudiar a profundidad el discurso de Kirchner y Fernández, no
hay reflexiones que aborden el problema del poder que implica la investidura presidencial,
ni por qué ésta tiene mayores recursos de interpelación que otros discursos en disputa con
éste.
Ese difícil objeto de aprehensión
Como dijimos, algo ha cambiado en América Latina: aunque no sepamos bien dónde
estamos, ya no estamos en el apogeo neoliberal. La discusión sobre qué es o qué representa
el kirchnerismo difícilmente pueda saldarse en unas líneas. Este trabajo intentó reponer la
discusión desde la literatura disponible.
Creemos que el kirchnerismo es una construcción hegemónica bajo un formato
populista comandada por una fracción de la gran burguesía. Las características mismas
del formato populista de articulación hegemónica, que incluyen la consideración de ciertas
demandas populares, y el conflicto interno al bloque en el poder ligado al comando de una
fracción de la gran burguesía, hacen que esta construcción contenga en sus propias
posibilidades de éxito las condiciones mismas de su inestabilidad. Esto significa que, si
bien la respuesta se sostiene, las manifestaciones empíricas concretas que adquiera el
kirchnerismo variarán a lo largo del tiempo.
De modo sucinto y general, además de conjetural, se pueden identificar dos grandes
etapas. La primera estaría caracterizada por los condicionantes básicos de la salida de la
Convertibilidad: la atención a las demandas de las fracciones de la gran burguesía
posicionadas al comando del bloque en el poder junto a la paulatina consideración de las
demandas populares. Devaluación, reestructuración de la deuda externa y pesificación de la
economía conforman los ejes explícitos de las primeras, mientras que entre las últimas se
pueden listar no exhaustivamente la recomposición del ingreso, la atención del déficit de
empleo, el control de la corrupción, la justicia por los derechos humanos. La ruptura de la
unidad al interior del bloque dominante, la reactivación económica y la salida del esquema
de políticas de la Convertibilidad permitió al Estado ganar cierta autonomía política y
económica. El kirchnerismo reforzó esta situación al re-politizar la acción del Estado,
alabando abiertamente el carácter “volitivo” de su intervención y la necesidad de
reconfigurar una democracia que considerase las demandas de la población (Donot, 2012).
El manejo abierto de esta tensa articulación de intereses diversos conforma, en gran
medida, la marca propia del populismo.
Uno de los núcleos de esta primera fase es entonces la reconstrucción del Estado
capitalista (Bonnet, 2012; Colectivo Situaciones, 2005; Katz, 2013; Lucita, 2013; Rajland,
2012). Esto es, el Estado gana capacidad de intervención, pero no cuestiona ninguna de las
bases del privilegio de los sectores dominantes. Si bien se pueden observar cambios en la
forma del Estado respecto de los noventa, no es claro que estos se encuentren
consolidados.7 Quizá uno de los rasgos más significativos de la nueva forma Estado sea su
carácter eminentemente político: contra el discurso mistificador de los noventa, que retraía
7 Basualdo (2011), Bonnet (2012) y Piva (2011) consignan el mayor peso del Estado (por empleados,
dependencias y peso en el PBI), la preeminencia del poder ejecutivo a su interior, la re-estatización de algunas
privatizadas, el mayor peso de las dependencias “políticas” en detrimento de las “técnicas-económicas”.
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de la decisión colectiva las políticas más significativas para ponerlas al servicio de sectores
específicos, el kirchnerismo reivindica el carácter de árbitro del Estado, su capacidad de
intervenir bajo decisiones políticas. Esta reivindicación del rol del Estado y la falta de
consolidación de una forma estable, son los rasgos que cuestionan la solidez hegemónica
del proceso kirchnerista. Por esto, se habla de una crisis de la forma Estado neoliberal, sin
la consolidación de una nueva forma.
Esta caracterización general ingresa en una fase más tensa a partir de 2007/08. Para
ese entonces hacen patentes las dificultades del proyecto de “transversalidad” en la
construcción de la fuerza política propia, y el gobierno retoma la disputa al interior del
partido justicialista, donde encuentra la resistencia de sectores internos formados en el
proceso neoliberal de las décadas previas. En esta fase se agotan las respuestas estructurales
a demandas de la clase trabajadora (mejora del empleo, recuperación del salario, etc.). Al
mismo tiempo, una fracción de la gran burguesía cuestiona el tipo de articulación por
razones eminentemente políticas: la burguesía agraria no acepta su desplazamiento del
comando del bloque en el poder. El gobierno se ve forzado a radicalizar su estrategia,
incrementando la tensión de su lógica, forzando a una mayor polarización del espacio
social.
Sin volver atrás las críticas formuladas en la sección previa, es posible que la
identidad kirchnerista sea una construcción que atraviesa las clases, aunque lo haga con una
distribución desigual. La lectura basada exclusivamente en clases puede caer en la tentación
de procurar explicar el proceso a partir de la manipulación, la cooptación y el engaño, que –
aunque definitivamente existen- tiene poca potencia de explicación sociológica. La
articulación kirchnerista se basa en interpelar sujetos políticos que no siempre se articulan
en clases ni fracciones de clases (por ejemplo, las organizaciones de derechos humanos),
pero forman parte sustantiva de su construcción. Es necesario considerar tales elementos en
la interpretación, y no hacerlo como un agregado ad hoc.
Combinando ambas lecturas, es posible analizar las políticas que se suceden desde
2008, dado que éstas: a) afectan negativamente a grupos específicos de la gran burguesía,
pero no al capital como clase; b) de hecho, benefician a algunos grupos o fracciones de la
gran burguesía; c) se comienzan a suceder gestos y medidas que sí van contra la clase
obrera de conjunto; d) definen varias decisiones muy relevantes que no se inscriben en el
registro de la lucha de clases.
Estas últimas medidas son muy importantes en términos de la consolidación de la
identidad popular del kirchnerismo: le hicieron ganar el apoyo sustantivo de muchos
sectores de la población, en una articulación que rebasa y fracciona las clases, aunque con
efectos desiguales. Pero la recuperación progresista de algunas de estas políticas no puede
olvidar al mismo tiempo al resto de ellas, y la solución no puede estar en una suma y resta:
es necesario cruzarlos con una lectura estructural. Por otra parte, la misma estrategia de
polarización permanente podría estar “endureciendo” estas identidades de modo que se le
hace difícil incorporar nuevos actores a su lid: comienza a perder capacidad hegemónica.
¿Se puede pensar esta segunda fase como una suerte de empate hegemónico, tal
como lo pensó Portantiero (1977) para la etapa de industrialización? Ese empate indicaba la
imposibilidad de cualquier grupo social de orientar con su propio proyecto de sociedad al
resto. En la serie de importantes diferencias, resaltamos que, si bien en la actualidad los
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sectores subalternos mostraron mayor capacidad para bloquear políticas e impulsar otras
que fases previas del neoliberalismo, los sectores dominantes claramente mantienen su
dominio a nivel estructural. Aunque el Estado y el gobierno mismo están atravesados por
conflictos entre fracciones de clase, y por ello mismo no parece tener una adscripción social
univalente, la sucesión de políticas de la segunda fase parece ofrecer una paradoja: el
gobierno parece más popular cuando sus beneficios para la clase trabajadora se vuelven
menos claros.
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