Sinsajo Suzanne Collins

1097

Transcript of Sinsajo Suzanne Collins

Katniss Everdeen, ha sobrevivido denuevo a LOS JUEGOS, aunque noqueda nada de su hogar. Gale haescapado. Su familia está a salvo. ElCapitolio ha capturado a Peeta. ElDistrito 13 existe de verdad. Hayrebeldes. Hay nuevos líderes. Estánen plena revolución. El plan derescate para sacar a Katniss de laarena del cruel e inquietanteVasallaje de los Veinticinco no fuecasual, como tampoco lo fue quellevara tiempo formando parte de larevolución sin saberlo. El Distrito 13ha surgido de entre las sombras yquiere acabar con el Capitolio. Al

parecer, todos han tenido algo que veren el meticuloso plan…, todos menosKatniss.

Suzanne CollinsSinsajo

Saga Distritos 03

Título original: MockingjaySuzanne Collins, 2010Traducción: Pilar Ramírez TelloDiseño/retoque portada: Mística

PRIMERAPRIMERAPARTEPARTE

LAS CENIZAS

11

Me miro los zapatos, veo cómo unafina capa de cenizas se deposita sobreel cuero gastado. Aquí es dondeestaba la cama que compartía con mihermana Prim. Allí estaba la mesa dela cocina. Los ladrillos de lachimenea, que se derrumbaronformando una pila achicharrada,sirven de punto de referencia paramoverme por la casa. ¿Cómo si no ibaa orientarme en este mar de colorgris?

No queda casi nada del Distrito12. Hace un mes, las bombas delCapitolio arrasaron las casas de loshumildes mineros del carbón de laVeta, las tiendas de la ciudad eincluso el Edificio de Justicia. Laúnica zona que se libró de laincineración fue la Aldea de losVencedores, aunque no sé bien porqué. Quizá para que los visitantes delCapitolio que tuvieran que pasar poraquí sin más remedio contaran con unsitio agradable en el que alojarse:algún que otro periodista; un comitéque evaluara las condiciones de lasminas; una patrulla de agentes de lapaz encargada de atrapar a los

refugiados que volvieran a casa…Pero yo soy la única que ha

vuelto, y sólo para una breve visita.Las autoridades del Distrito 13 estabanen contra de que lo hiciera, lo veíancomo una empresa costosa y sinsentido, teniendo en cuenta que enestos momentos hay unos doceaerodeslizadores sobre mí,protegiéndome, y ningunainformación valiosa que obtener. Sinembargo, tenía que verlo, tanto quelo convertí en una condiciónindispensable para aceptar colaborarcon ellos.

Finalmente, PlutarchHeavensbee, el Vigilante Jefe que

había organizado a los rebeldes en elCapitolio, alzó los brazos al cielo ydijo: «Dejadla ir. Mejor perder un díaque perder otro mes. Quizá unrecorrido por el 12 es lo que necesitapara convencerse de que estamos en elmismo bando».

El mismo bando. Noto unpinchazo en la sien izquierda y me laaprieto con la mano; es justo dondeJohanna Mason me dio con el rollo dealambre. Los recuerdos giran como untorbellino mientras intento dilucidarqué es cierto y qué no. ¿Cuál ha sidola sucesión de acontecimientos queme ha llevado hasta las ruinas de miciudad? Es difícil porque todavía no

me he recuperado de los efectos de laconmoción cerebral y mispensamientos tienden a liarse.Además, los medicamentos que medan para controlar el dolor y el estadode ánimo a veces me hacen ver cosas.Supongo. Aún no estoy del todoconvencida de que alucinara la nocheque vi el suelo de la habitación delhospital convertido en una alfombrade serpientes en movimiento.

Utilizo una técnica que mesugirió uno de los médicos: empiezocon las cosas más simples de las queestoy segura y voy avanzando hacialas más complicadas. La lista empiezaa darme vueltas en la cabeza:

«Me llamo Katniss Everdeen.Tengo diecisiete años. Mi casa estáen el Distrito 12. Estuve en los Juegosdel Hambre. Escapé. El Capitolio meodia. A Peeta lo capturaron. Lo creenmuerto. Seguramente estará muerto.Probablemente sea mejor que estémuerto…».

—Katniss. ¿Quieres que baje? —me dice mi mejor amigo, Gale, através del intercomunicador que losrebeldes me han obligado a llevar.Está arriba, en uno de losaerodeslizadores, observándomeatentamente, listo para bajar enpicado si algo va mal.

Me doy cuenta de que estoy

agachada con los codos sobre losmuslos y la cabeza entre las manos.Debo de parecer al borde de unataque de nervios. Eso no me vale, nocuando por fin empiezan a quitarmela medicación.

Me pongo de pie y rechazo suoferta.

—No, estoy bien.Para dar más énfasis a la

afirmación, empiezo a alejarme de miantigua casa y me dirijo a la ciudad.Gale pidió que lo soltaran en el 12conmigo, pero no insistió cuando menegué. Comprende que hoy no quieroa nadie a mi lado, ni siquiera a él.Algunos paseos hay que darlos solos.

El verano ha sido abrasador y másseco que la suela de un zapato.Apenas ha llovido, así que losmontones de ceniza dejados por elataque siguen prácticamente intactos.Mis pisadas los mueven de un lado aotro; no hay brisa que losdesperdigue. Mantengo la mirada fijaen lo que recuerdo como la carretera,ya que cuando aterricé en la Praderano tuve cuidado y me di contra unaroca. Sin embargo, no era una roca,sino una calavera. Rodó y rodó hastaquedar boca arriba, y durante unbuen rato no pude evitar mirarle losdientes preguntándome de quiénserían, pensando en que los míos

seguramente tendrían el mismoaspecto en circunstancias similares.

Sigo la carretera por costumbre,pero resulta ser una mala elecciónporque está cubierta de los restos delos que intentaron huir. Algunosestán incinerados por completo,aunque otros, quizá vencidos por elhumo, escaparon de lo peor de lasllamas y yacen en distintas fases deapestosa descomposición, carroñapara animales, llenos de moscas. «Yote maté —pienso al pasar junto a unapila—. Y a ti. Y a ti».

Porque lo hice, fue mi flecha,lanzada al punto débil del campo defuerza que rodeaba la arena, lo que

provocó esta tormenta de venganza, loque hizo estallar el caos en Panem.

Oigo en mi cabeza lo que me dijoel presidente Snow la mañana queempezábamos la Gira de la Victoria:«Katniss Everdeen, la chica en llamas,ha encendido una chispa que, si no seapaga, podría crecer hasta convertirseen el incendio que destruya Panem».Resulta que no exageraba niintentaba asustarme. Quizá intentarapedirme ayuda de verdad, pero yo yahabía puesto en marcha algo que nopodía controlar.

«Arde, sigue ardiendo», pienso,entumecida. A lo lejos, los incendiosde las minas de carbón escupen humo

negro, aunque no queda nadie aquien le importe. Más del noventapor ciento de la población ha muerto.Los ochocientos restantes sonrefugiados en el Distrito 13, lo que,por lo que a mí respecta, es comodecir que hemos perdido nuestrohogar para siempre.

Sé que no debería pensarlo, sé quedebería sentirme agradecida por laforma en que nos han recibido:enfermos, heridos, hambrientos y conlas manos vacías. Aun así, no consigoolvidarme de que el Distrito 13 fueesencial para la destrucción del 12. Esono me absuelve, hay culpa para dar ytomar, pero sin ellos no habría

formado parte de una trama mayorpara derrocar al Capitolio ni habríacontado con los medios para lograrlo.

Los ciudadanos del Distrito 12 noposeían un movimiento de resistenciaorganizada propio, no tenían nadaque ver con esto. Les tocó la malasuerte de ser mis conciudadanos. Escierto que algunos supervivientescreen que es buena suerte librarse delDistrito 12 por fin, escapar del hambrey la opresión, de las peligrosas minasy del látigo de nuestro último jefe delos agentes de la paz, RomulusThread. Para ellos es asombroso tenerun nuevo hogar ya que, hasta hacepoco, ni siquiera sabíamos que el

Distrito 13 existía.En cuanto a la huida de los

supervivientes, todo el mérito es deGale, aunque él se resista a aceptarlo.En cuanto terminó el Vasallaje de losVeinticinco (en cuanto me sacaron dela arena), cortaron la electricidad y laseñal de televisión del Distrito 12, y laVeta se quedó tan silenciosa que loshabitantes escuchaban los latidos delcorazón del vecino. Nadie protestó nicelebró lo sucedido en el campo debatalla, pero, en cuestión de quinceminutos, el cielo estaba lleno deaerodeslizadores que empezaron asoltar bombas.

Fue Gale el que pensó en la

Pradera, uno de los pocos lugares sinviejas casas de madera llenas de polvode carbón. Llevó a los que pudo haciaallí, incluidas Prim y mi madre.Formó el equipo que derribó laalambrada (que no era más que unainofensiva barrera metálica sinelectricidad) y condujo a la gente albosque. Los guió hasta el único lugarque se le ocurrió, el lago que mi padreme enseñó de pequeña, y desde allícontemplaron cómo las llamas lejanasse comían todo lo que conocían eneste mundo.

Al alba, los bomberos se habíanido, los incendios morían y losúltimos rezagados se agrupaban. Prim

y mi madre habían montado una zonamédica para los heridos e intentabantratarlos con lo que encontraban porel bosque. Gale tenía dos juegos dearco y flechas, un cuchillo de cazar,una red de pescar y más deochocientas personas aterradas quealimentar. Con la ayuda de los mássanos, se apañaron durante tres días.Entonces los sorprendió la llegada delaerodeslizador que los evacuó alDistrito 13, donde había alojamientoslimpios y blancos de sobra para todos,mucha ropa y tres comidas al día. Losalojamientos tenían la desventaja deestar bajo tierra, la ropa era idéntica yla comida relativamente insípida,

pero para los refugiados del 12 erandetalles menores. Estaban a salvo;cuidaban de ellos; seguían vivos y losrecibían con los brazos abiertos.

Aquel entusiasmo se interpretócomo amabilidad, pero un hombrellamado Dalton, un refugiado delDistrito 10 que había logrado llegar al13 a pie hacía algunos años, me contóel verdadero motivo: «Te necesitan.Me necesitan. Nos necesitan a todos.Hace un tiempo sufrieron una especiede epidemia de varicela que mató abastantes y dejó estériles a muchosmás. Ganado para cría, así es comonos ven». En el 10 trabajaba en uno delos ranchos de ganado conservando la

diversidad genética de las reses con laimplantación de embriones de vacacongelados. Seguramente tiene razónsobre el 13, porque no se ven muchosniños por allí, pero ¿y qué? No nosencierran en corrales, nos forman paratrabajar y los niños van a la escuela.Los que tienen más de catorce añoshan recibido rangos militares y sedirigen a ellos respetuosamente,llamándolos «soldados». Todos losrefugiados han recibidoautomáticamente la ciudadanía.

Sin embargo, los odio. Aunque,claro, ahora odio a casi todo elmundo. Sobre todo a mí.

La superficie que piso se vuelve

más dura y, bajo la capa de cenizas,noto los adoquines de la plaza.Alrededor del perímetro hay un bordede basura donde antes estaban lastiendas. Una pila de escombrosennegrecidos ocupa el lugar delEdificio de Justicia. Me acerco alsitio donde creo que estaba lapanadería de la familia de Peeta; noqueda mucho, salvo el bulto fundidodel horno. Los padres de Peeta, susdos hermanos mayores…, ningunollegó al 13. Menos de una docena delos que antes eran los más pudientesdel Distrito 12 escaparon del incendio.En realidad, a Peeta no le queda nadaaquí. Salvo yo…

Retrocedo para alejarme de lapanadería, tropiezo con algo, pierdoel equilibrio y me encuentro sentadaen un pedazo de metal calentado porel sol. Me pregunto qué sería antes,hasta que recuerdo una de lasrecientes renovaciones de Thread enla plaza: cepos, postes para latigazos yesto, los restos de la horca. Malo. Estoes malo. Me trae las imágenes que meatormentan, tanto despierta comodormida: Peeta torturado por elCapitolio (ahogado, quemado,lacerado, electrocutado, mutilado,golpeado) para sacarle unainformación sobre los rebeldes que éldesconoce. Aprieto los ojos con

fuerza e intento llegar a él a través decientos de kilómetros de distancia,enviarle mis pensamientos, hacerlesaber que no está solo. Pero lo está, yyo no puedo ayudarlo.

Salgo corriendo. Me alejo de laplaza y voy al único lugar que no hadestruido el fuego. Paso junto a lasruinas de la casa del alcalde, dondevivía mi amiga Madge. No sé nada deella ni de su familia. ¿Los evacuaronal Capitolio por el cargo de su padre olos abandonaron a las llamas? Lascenizas se levantan a mi alrededor, asíque me subo el borde de la camisetapara taparme la boca. No me ahogapensar en lo que estoy respirando,

sino pensar en a quien estoyrespirando.

La hierba está achicharrada y lanieve gris también cayó aquí, pero lasdoce bellas casas de la Aldea de losVencedores están intactas. Entrorápidamente en la casa en la que vivíel año pasado, cierro la puerta degolpe y me apoyo en ella. Parece queno ha cambiado nada. Está limpia y elsilencio resulta escalofriante. ¿Porqué he vuelto al 12? ¿De verdad me vaa ayudar esta visita a responder a lapregunta de la que no puedo huir?

«¿Qué voy a hacer?», susurro a lasparedes, porque yo no tengo ni idea.

Todos me hablan, hablan, hablan

sin parar. Plutarch Heavensbee, sucalculadora ayudante Fulvia Cardew,un batiburrillo de líderes de losdistritos, dirigentes militares…, perono Alma Coin, la presidenta del 13,que se limita a mirar. Tiene unoscincuenta años y un pelo gris que lecae sobre los hombros como unasábana. Su pelo me fascina por ser tanuniforme, por no tener ni un defecto,ni un mechón suelto, ni siquiera unapunta rota. Tiene los ojos grises,aunque no como los de la gente de laVeta; son muy pálidos, como si leshubieran chupado casi todo el color.Son del color de la nieve sucia queestás deseando que se derrita del todo.

Lo que quieren es que asuma porcompleto el papel que me handiseñado: el símbolo de la revolución,el Sinsajo. No basta con todo lo quehe hecho en el pasado, con desafiar alCapitolio en los Juegos y despertar ala gente. Ahora tengo queconvertirme en el líder real, en lacara, en la voz, en la personificaciónde la revuelta. La persona con la quelos distritos (la mayoría en guerraabierta contra el Capitolio) puedencontar para incendiar el camino haciala victoria. No tendré que hacerlosola, tienen a un equipo completo depersonas para arreglarme, vestirme,escribir mis discursos y orquestar mis

apariciones (como si todo eso no mesonara horriblemente familiar), y yosólo tengo que representar mi papel.A veces los escucho y a veces melimito a contemplar la línea perfectadel pelo de Coin y a intentaraveriguar si es una peluca. Al finalsalgo de la habitación porque lacabeza me duele, porque ha llegado lahora de comer o porque, si no salgo alexterior, podría ponerme a gritar. Nome molesto en decir nada,simplemente me levanto y me voy.

Ayer por la tarde, cuando cerrabala puerta para irme, oí a Coin decir:«Os dije que tendríamos que haberrescatado primero al chico». Se

refería a Peeta, y no podría estar másde acuerdo con ella. Él si que habríasido un portavoz excelente.

Y, en vez de eso, ¿a quiénpescaron en la arena? A mí, que noquiero cooperar. Y a Beetee, elinventor del 3, a quien apenas veoporque lo llevaron al departamento dedesarrollo armamentístico en cuantopudo sentarse. Literalmente,empujaron su cama con ruedas hastauna zona de alto secreto y ahora sólosale de vez en cuando para comer. Esmuy listo y está muy dispuesto acolaborar con la causa, pero no tienemucha madera de instigador. Luegoestá Finnick Odair, el sex symbol del

distrito pescador que mantuvo vivo aPeeta en la arena cuando yo no podía.A él también quieren transformarloen un líder rebelde, aunque primerotendrán que conseguir quepermanezca despierto durante más decinco minutos. Incluso cuando estáconsciente, tienes que decirle lascosas tres veces para que le lleguen alcerebro. Los médicos dicen que es porla descarga eléctrica recibida en labatalla, pero yo sé que es bastantemás complicado. Sé que Finnick nopuede centrarse en nada de lo quesucede en el 13 porque intenta contodas sus fuerzas ver lo que sucede enel Capitolio con Annie, la chica loca

de su distrito, la única persona a laque ama en este mundo.

A pesar de tener serias reservas,tuve que perdonar a Finnick por suparte en la conspiración que me trajohasta aquí. Al menos él entiende unpoco por lo que estoy pasando.Además, hace falta mucha energíapara permanecer enfadada conalguien que llora tanto.

Me muevo por la planta baja conpasos de cazadora, reacia a hacerruido. Recojo algunos recuerdos: unafoto de mis padres en su boda, un lazoazul para Prim, y el libro familiar deplantas medicinales y comestibles. Ellibro se abre por una página con

flores amarillas y lo cierrorápidamente, ya que las pintó elpincel de Peeta.

«¿Qué voy a hacer?».¿Tiene sentido hacer algo? Mi

madre, mi hermana y la familia deGale están por fin a salvo. En cuantoal resto del 12, o están muertos, lo quees irreversible, o protegidos en el 13.Eso deja a los rebeldes de los distritos.Obviamente, odio al Capitolio, perono creo que convertirme en el Sinsajobeneficie a los que intentanderribarlo. ¿Cómo voy a ayudar a losdistritos si cada vez que me muevoconsigo que alguien sufra o muera? Elhombre al que dispararon en el

Distrito 11 por silbar; lasrepercusiones en el 12 cuandointervine para que no azotaran aGale; mi estilista, Cinna, al quesacaron a rastras, ensangrentado einconsciente, de la sala delanzamiento antes de los Juegos. Lasfuentes de Plutarch creen que lomataron durante el interrogatorio. Elinteligente, enigmático y encantadorCinna está muerto por mi culpa.Aparto la idea porque es demasiadodolorosa para detenerse en ella sinperder mi ya de por sí frágil controlde la situación.

«¿Qué voy a hacer?».Convertirme en el Sinsajo…

¿Supondría más cosas buenas quemalas? ¿En quién puedo confiar paraque me ayude a responder a esapregunta? Sin duda, no en la gentedel 13. Lo juro, ahora que mi familia yla de Gale están a salvo, no meimportaría huir. Sin embargo, mequeda un trabajo inacabado: Peeta. Sisupiera con certeza que está muerto,desaparecería en el bosque sin miraratrás. Sin embargo, hasta que lo haga,estoy bloqueada.

Me vuelvo al oír un bufido. En laentrada de la cocina, con el lomoarqueado y las orejas aplastadas, seencuentra el gato más feo del mundo.

—Buttercup.

Miles de personas muertas, peroél ha sobrevivido e incluso parecebien alimentado. ¿De qué? Puedeentrar y salir de la casa por unaventana que siempre dejamosentornada en la despensa. Habráestado comiendo ratones de campo;me niego a considerar la alternativa.

Me agacho y le ofrezco unamano.

—Ven aquí, chico.No es probable, está furioso por

su abandono. Además, no le ofrezcocomida, y mi habilidad paraproporcionarle sobras siempre ha sidolo único que me daba puntos ante él.Durante un tiempo, cuando los dos

nos encontrábamos en la vieja casaporque a ninguno nos gustaba lanueva, creí que nos habíamos unidoun poquito. Está claro que se acabó elvínculo. Se limita a parpadear,cerrando sus desagradables ojosamarillos.

—¿Quieres ver a Prim? —lepregunto.

El sonido le llama la atención, yaque es la única palabra que significaalgo para él aparte de su propionombre. Deja escapar un maullidooxidado y se acerca, así que lo recojodel suelo, lo acaricio, me acerco alarmario, saco la bolsa de caza y lometo dentro sin más ni más. No tengo

otra forma de transportarlo en elaerodeslizador, y mi hermana le tienemuchísimo aprecio al bicho. Pordesgracia, su cabra, Lady, un animalque sí que valía algo, no ha aparecido.

Oigo en el intercomunicador aGale diciéndome que tenemos quevolver, pero la bolsa de caza me harecordado otra cosa que queríarecuperar. La cuelgo en el respaldo deuna silla y subo corriendo lasescaleras en dirección a midormitorio. Dentro del armario está lachaqueta de cazador de mi padre.Antes del Vasallaje la traje aquí desdela casa vieja pensando que supresencia consolaría a mi madre y a

mi hermana cuando muriese. Si no lahubiera traído, habría acabadoconvertida en cenizas.

El suave cuero me reconforta y,durante un instante, me calman losrecuerdos de las horas pasadas bajoella. Entonces, sin razón aparente,empiezan a sudarme las manos y unaextraña sensación me sube por lanuca. Me vuelvo para observar elcuarto, pero está vacío; todo está ensu sitio, no se oye nada alarmante.¿Qué es, entonces?

Me pica la nariz. Es el olor:empalagoso y artificial. Una manchablanca asoma del jarrón lleno deflores secas que hay sobre mi cómoda.

Me acerco con precaución y allí,apenas visible entre sus protegidasprimas, hay una rosa blanca reciéncortada. Perfecta hasta la últimaespina y el último pétalo de seda.

Y sé al instante quién me la haenviado.

El presidente Snow.Cuando empiezo a sentir arcadas

por el hedor, retrocedo y me largo.¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Un día?¿Una hora? Los rebeldes revisaron laAldea de los Vencedores antes de queme permitieran venir; buscabanexplosivos, micrófonos o cualquiercosa extraña, pero quizá la rosa no lespareció digna de mención. A mí sí.

Bajo las escaleras y cojo la bolsade la silla dejando que rebote en elsuelo, hasta que recuerdo que estáocupada. Una vez en la entrada hagoseñales como loca al aerodeslizador,mientras Buttercup se retuerce en suencierro. Le doy un codazo, cosa queno sirve más que para enfurecerlo. Elvehículo se materializa sobre mí ydeja caer una escalera. Me subo a ellay la corriente me paraliza hasta quellego a bordo.

Gale me ayuda a bajar de laescalera.

—¿Estás bien?—Sí —respondo, y me limpio el

sudor de la cara con la manga.

Quiero gritar que Snow me hadejado una rosa, pero no estoy segurade que sea buena idea compartir lainformación con alguien comoPlutarch delante. En primer lugar,porque me haría sonar como una loca,como si me lo hubiera imaginado, locual es posible, o como si reaccionaraexageradamente, lo que me supondríaun billete de vuelta a la tierrafarmacéutica de los sueños de la queestoy intentando salir. Nadie loentenderá del todo, no entenderánque no es sólo una flor, ni siquierauna flor del presidente Snow, sinouna promesa de venganza; no habíanadie en el estudio con nosotros

cuando me amenazó antes de la Girade la Victoria.

Esa rosa blanca como la nievecolocada en mi cómoda es un mensajepersonal para mí. Significa quetenemos un asunto inacabado.Susurra: «Puedo encontrarte, puedollegar hasta ti, quizá te estéobservando en estos precisosinstantes».

22

¿Habrá alguna aeronave del Capitolioviniendo derecha hacia nosotros paraborrarnos del mapa? No dejo debuscar indicios de un ataque duranteel viaje sobre el Distrito 12, pero nadienos persigue. Al cabo de variosminutos, cuando oigo un intercambioentre Plutarch y el piloto queconfirma que el espacio aéreo estávacío, empiezo a relajarme un poco.

Gale señala con la cabeza la bolsade caza, de la que salen aullidos.

—Ya sé por qué querías venir.—Tenía que hacerlo, por poco

probable que fuera recuperarlo —respondo. Suelto la bolsa en unasiento, donde la odiosa criaturaempieza a emitir un gruñido ronco yamenazador—. Ay, cállate ya —ledigo a la bolsa, y me dejo caer en elasiento acolchado de la ventanilla queestá frente al gato.

Gale se sienta a mi lado.—¿Ha sido muy malo?—No podría ser mucho peor —

contesto.Lo miro a los ojos y veo mi propia

pena reflejada en los suyos. Nosdamos la mano para agarrarnos con

fuerza a una parte del 12 que Snow noha logrado destruir. Guardamossilencio durante el resto del viaje al 13,que sólo dura unos cuarenta y cincominutos, una simple semana a pie.Resulta que Bonnie y Twill, lasrefugiadas del Distrito 8 con las queme encontré en el bosque el veranopasado, no estaban tan lejos de sudestino. Sin embargo, parece que nolo consiguieron. Cuando pregunté porellas en el 13, nadie sabía de quiénhablaba. Supongo que murieron en elbosque.

Desde el aire, el 13 parece tanalegre como el 12: las ruinas no echanhumo, como el Capitolio nos muestra

en la televisión, pero apenas quedavida sobre la superficie. En los setentay cinco años transcurridos desde losDías Oscuros (cuando se suponía queel 13 había quedado destruido en laguerra entre el Capitolio y losdistritos), casi todas las nuevasconstrucciones se han hecho bajotierra. Ya había unas instalacionessubterráneas bastante grandes allí,desarrolladas a lo largo de los sigloscomo refugio clandestino de líderesgubernamentales en caso de guerra ocomo último recurso para lahumanidad si la vida se volvíaimposible en la superficie. Lo másimportante para la gente del 13 es que

se trataba del centro del programa dedesarrollo de armas nucleares delCapitolio. Durante los Días Oscuros,los rebeldes del 13 lograron hacersecon el control del lugar, apuntaroncon los misiles al Capitolio e hicieronun trato: se harían los muertos acambio de que los dejaran en paz. ElCapitolio tenía otro arsenal nuclearen el oeste, pero no podía atacar al 13sin sufrir su venganza, así que se vioobligado a aceptar el trato. ElCapitolio demolió los restos visiblesdel distrito y cortó todos los accesosdesde el exterior. Quizá los líderes delGobierno pensaron que, sin ayuda, el13 moriría solo. Estuvo a punto de

hacerlo unas cuantas veces, pero logrósalir adelante gracias a un estrictoracionamiento de recursos, unadisciplina agotadora y una vigilanciacontinua ante posibles ataques delexterior.

Ahora los ciudadanos viven bajotierra casi todo el tiempo. Puedes salira hacer ejercicio y tomar el sol a unashoras muy concretas de tu horario.No puedes saltarte tu horario. Cadamañana se supone que tienes quemeter el brazo derecho en uncacharro de la pared que te tatúa en laparte interior del antebrazo cuál serátu programa para el día. La tinta decolor morado enfermizo dicta: «7:00 –

Desayuno. 7:30 – Trabajo en lacocina. 8:30 – Centro educativo, aula17». Etcétera, etcétera. La tinta esindeleble hasta las «22:00 – Aseo».Entonces pierde su cualidadimpermeable y puedes quitártela conagua. Las luces se apagan a las 22:30,lo que indica que ha llegado la horade dormir para todos los que no esténen el turno de noche.

Al principio, cuando estabaenferma en el hospital, podía evitar laimpresión del horario. Sin embargo,en cuanto me trasladé alcompartimento 307 con mi madre ymi hermana, se suponía que tenía quecumplir el programa. Salvo para ir a

comer, hago caso omiso de lo quepone en mi brazo. Me limito a volveral compartimento, a vagar por el 13 oa dormirme en cualquier escondrijo:un conducto de ventilaciónabandonado, detrás de las tuberías delagua de la lavandería… Hay unarmario en el Centro Educativo queme viene genial porque, al parecer,nunca necesitan reponer materialpara las clases. Aquí son tan frugalescon las cosas que desperdiciar algo escasi un delito. Por suerte, loshabitantes del Distrito 12 nuncahemos sido muy derrochadores, perouna vez vi a Fulvia Cardew arrugar untrozo de papel en el que sólo había

escrito un par de palabras, y lamiraron de tal forma que era como sihubiera asesinado a alguien. Se lepuso la cara roja como un tomate, loque hizo que las flores plateadasgrabadas en sus rollizas mejillas senotaran todavía más: era la imagenmisma del exceso. Uno de mis escasosplaceres en el 13 es observar al grupitode mimados «rebeldes» del Capitolioque intentan adaptarse.

No sé durante cuánto tiempopodré seguir despreciando la precisiónhoraria exigida por mis anfitriones.En estos momentos me dejan en pazporque me han clasificado comomentalmente desorientada (lo dice en

mi pulsera médica de plástico) ytodos tienen que tolerar misincoherencias. Sé que no durará parasiempre, igual que tampoco puededurar su paciencia con el tema delSinsajo.

Desde la pista de aterrizaje, Galey yo bajamos unas escaleras quellevan al compartimento 307. Aunquepodríamos usar el ascensor, merecuerda demasiado al que me llevabaa la arena. Me está costando muchoacostumbrarme a pasar tanto tiempobajo tierra. Sin embargo, después delsurrealista encuentro con la rosa, es laprimera vez que este descenso mehace sentir más segura.

Vacilo ante la puerta marcada conel número 307, temiendo laspreguntas de mi familia.

—¿Qué les voy a contar sobre elDistrito 12? —le pregunto a Gale.

—Dudo que te pidan detalles.Ellas lo vieron arder, así que estaránmás preocupadas por cómo lo llevestú —me responde, tocándome lamejilla—. Igual que me pasa a mí.

Aprieto la mejilla contra su manodurante un segundo.

—Sobreviviré.Después respiro hondo y abro la

puerta. Mi madre y mi hermana estánen casa para «18:00 – Reflexión», unamedia hora de descanso antes de la

cena. Noto que están preocupadas eintentan calcular mi estadoemocional. Antes de que nadiepregunte nada, vacío la bolsa de cazay la hora se convierte en «18:00 –Adoración del gato». Prim, llorando,se sienta en el suelo y mece al odiosoButtercup, que sólo interrumpe suronroneo de vez en cuando parabufarme. Me lanza una miradaespecialmente petulante cuando mihermana le ata el lazo azul al cuello.

Mi madre abraza con fuerza lafoto de boda y después la coloca,junto con el libro de plantas, en lacómoda proporcionada por elGobierno. Cuelgo la chaqueta de mi

padre en el respaldo de una silla y,por un momento, es como estar encasa, así que supongo que el viaje alDistrito 12 no ha sido una completapérdida de tiempo.

Cuando salimos hacia el comedorpara «18:30 – Cena», el brazalector deGale empieza a pitar. Tiene aspectode reloj o brazalete grande, perorecibe mensajes escritos; tener unbrazalector es un privilegio especialque se reserva a los más importantespara la causa, un estatus que Galelogró por su rescate de los ciudadanosdel 12.

—Nos necesitan a los dos en lasala de mando —dice.

Avanzo unos cuantos pasos pordetrás de él e intento prepararmeantes de sumergirme en lo que seguroserá otra implacable sesiónsinsajística. Me rezago en la puertade la sala de mando, una habitaciónde alta tecnología mezcla de sala dereuniones y sala de guerra, equipadacon paredes que hablan, mapaselectrónicos que muestran losmovimientos de la tropa en distintosdistritos y una gigantesca mesarectangular con cuadros de controlque no debo tocar. Sin embargo,nadie nota mi presencia, están todosreunidos en torno a una pantalla detelevisión situada en el otro extremo

de la sala, en la que se venveinticuatro horas al día lasretransmisiones del Capitolio. Justocuando estoy pensando enescabullirme, Plutarch, cuyo ampliocuerpo tapaba el televisor, me ve yme hace gestos urgentes para que meacerque. Lo hago a regañadientes,intentando imaginar por qué me iba ainteresar a mí, ya que siempre es lomismo: grabaciones de batallas,propaganda, repeticiones delbombardeo del Distrito 12 o unsiniestro mensaje del presidenteSnow. Así que me resulta casidivertido ver a Caesar Flickerman, eleterno presentador de los Juegos del

Hambre, con su cara pintada y sutraje chispeante, preparándose parahacer una entrevista…, hasta que lacámara se retira y veo que su invitadoes Peeta.

Dejo escapar un sonido, la mismacombinación de grito ahogado ygruñido que se produce cuando tesumerges en el agua y te falta tanto eloxígeno que duele. Aparto a la gentea empujones y me pongo delante deél, con la mano sobre la pantalla.Busco en sus ojos algún rastro dedolor, cualquier señal de tortura, perono hay nada. Peeta parece sano hastael punto de resultar robusto; le brillala piel, que no tiene defecto alguno,

como cuando te arreglan de pies acabeza. Su gesto es sereno, serio. Nologro conciliar esta imagen con la delchico machacado y ensangrentadoque atormenta mis sueños.

Caesar se acomoda en el sillón quehay frente a Peeta y lo mira duranteun buen rato.

—Bueno…, Peeta…, bienvenido denuevo.

—Imagino que no pensabas volvera entrevistarme, Caesar —respondePeeta, sonriendo un poco.

—Confieso que no. La nocheantes del Vasallaje de losVeinticinco… Bueno, ¿quién iba apensar que volveríamos a verte?

—No formaba parte de mi plan,eso te lo aseguro —dice Peeta,frunciendo el ceño.

—Creo que a todos nos quedóclaro cuál era tu plan —afirmaCaesar, acercándose un poco a él—:sacrificarte en la arena para queKatniss Everdeen y tu hijo pudieranvivir.

—Exacto, simple y llanamente. —Peeta recorre con los dedos el diseñode la tapicería del brazo del sillón—.Pero había más gente con planes.

«Sí, otra gente con planes»,pienso. ¿Habría averiguado Peeta quelos rebeldes nos usaron comomarionetas? ¿Que mi rescate se

organizó desde el principio? ¿Y,finalmente, que nuestro mentor,Haymitch Abernathy, nos traicionó alos dos en favor de una causa por laque fingía no sentir interés?

En aquel momento de silencionoto las arrugas que se han formadoentre las cejas de Peeta: o lo haaveriguado o se lo han dicho. Sinembargo, el Capitolio ni lo haasesinado ni lo ha castigado. Por elmomento, eso supera mis más locasesperanzas, así que me alimento de subuen aspecto, de su salud física ymental, que me corre por las venascomo la morflina que me dan en elhospital para mitigar el dolor de las

últimas semanas.—¿Por qué no nos hablas de la

última noche en la arena? —sugiereCaesar—. Ayúdanos a aclarar un parde cosas.

Peeta asiente, pero se toma sutiempo para contestar.

—Aquella última noche…Hablarte sobre esa última noche…,bueno, primero tienes que imaginarcómo era estar en la arena. Era comoser un insecto atrapado bajo uncuenco lleno de aire hirviendo. Yjungla por todas partes, jungla verde,viva y en movimiento. Un relojgigantesco va marcando lo que tequeda de vida. Cada hora significa un

nuevo horror. Tienes que imaginarque en los últimos dos días hanmuerto dieciséis personas, algunas deellas defendiéndote. Al ritmo que vanlas cosas, los últimos ocho estaránmuertos cuando salga el sol. Salvouno, el vencedor. Y tu plan esprocurar no ser tú.

Empiezo a sudar al recordarlo;aparto la mano de la pantalla y ladejo caer muerta junto al costado.Peeta no necesita pincel para pintarimágenes de los Juegos. Sabe trabajarigual de bien con las palabras.

—Una vez en la arena, el resto delmundo se vuelve muy lejano —siguediciendo—. Todas las personas y cosas

que amas o te importan casi dejan deexistir. El cielo rosa, los monstruos dela jungla y los tributos que quieren tusangre se convierten en tu realidad, enla única que importa. Por muy malque eso te haga sentir, vas a matar aotros seres humanos, porque en laarena sólo se te permite un deseo, y esun deseo muy caro.

—Te cuesta la vida.—Oh, no, te cuesta mucho más

que la vida. ¿Matar a gente inocente?Te cuesta todo lo que eres.

—Todo lo que eres —repiteCaesar en voz baja.

La sala guarda silencio y puedonotar que ese silencio se extiende por

Panem, una nación enterainclinándose sobre sus televisores,porque nadie había hablado antessobre cómo es realmente la arena.

—Así que te aferras a tu deseo —sigue Peeta—. Y esa última noche sí,mi deseo era salvar a Katniss, pero,aun sin saber lo de los rebeldes, habíaalgo que fallaba. Todo era demasiadocomplicado. Me arrepentí de nohaber huido con ella antes, aquelmismo día, como me había sugerido.Sin embargo, ya no había forma deevitarlo.

—Estabas demasiado inmerso enel plan de Beetee para electrificar ellago de sal —dice Caesar.

—Demasiado ocupado jugando aalianzas con los demás. ¡No tendríaque haberles permitido separarnos! —estalla Peeta—. Ahí fue donde laperdí.

—Cuando te quedaste en el árboldel rayo, mientras Johanna Mason yella se llevaban el rollo de alambrehasta el agua —aclara Caesar.

—¡No quería hacerlo! —exclamaPeeta, sonrojándose de la emoción—.Pero no podía discutir con Beetee sindar a entender que estábamos a puntode romper la alianza. Cuando se cortóel alambre empezó la locura. Sólorecuerdo algunas cosas: haberintentado encontrarla, ver cómo

Brutus mataba a Chaff, matar aBrutus… Sé que ella me llamó.Después el rayo cayó en el árbol y elcampo de fuerza que rodeaba laarena… voló por los aires.

—Lo voló Katniss, Peeta. Ya hasvisto las grabaciones.

—Ella no sabía lo que estabahaciendo. Ninguno entendíamos elplan de Beetee. Se ve claramente queKatniss intentaba averiguar qué hacercon el alambre —responde Peeta.

—De acuerdo, aunque parecesospechoso, como si formara parte delplan de los rebeldes desde elprincipio.

Peeta se pone en pie y se inclina

sobre la cara de Caesar, agarrando losbrazos del sillón de su entrevistador.

—¿En serio? ¿Y formaba parte delplan que Johanna estuviera a puntode matarla? ¿Que la descarga eléctricala paralizara? ¿Provocar elbombardeo? —añade, gritando—. ¡Nolo sabía, Caesar! ¡Lo único queintentábamos los dos era protegernosel uno al otro!

Caesar le pone una mano en elpecho, en un gesto que le servía tantode protección como de ademánconciliador.

—Vale, Peeta, te creo.—Vale —responde él. Se aparta

de Caesar, retira las manos y se las

pasa por el pelo, alborotando elperfecto peinado de sus rizos rubios.Se deja caer en el sillón, angustiado.

Caesar espera un momento y loobserva.

—¿Y vuestro mentor, HaymitchAbernathy?

El gesto de Peeta se endurece.—No sé qué sabía Haymitch.—¿Podría haber formado parte de

la conspiración?—Nunca lo mencionó.—¿Y qué te dice el corazón? —

insiste Caesar.—Que no tendría que haber

confiado en él, eso es todo.No he visto a Haymitch desde

que lo ataqué en el aerodeslizador yle dejé las largas marcas de mis uñasen la cara. Sé que lo ha pasado malporque el Distrito 13 prohíbeterminantemente tanto la produccióncomo el consumo de bebidasalcohólicas, hasta el punto demantener bajo llave el alcohol delhospital. Por fin Haymitch se veobligado a mantenerse sobrio, sinalijos secretos ni brebajes caseros quele faciliten la transición. Lo tienenrecluido hasta que se le pase, y creenque no está presentable para apareceren público. Debe de ser espantoso,pero dejé de sentir compasión por élcuando me di cuenta de que nos había

engañado. Espero que esté viendo laemisión del Capitolio en estosmomentos y sepa que Peeta tambiénlo ha abandonado.

Caesar le da unas palmaditas en elhombro.

—Podemos parar, si quieres.—¿Es que tenemos que hablar de

algo más? —dice Peeta, irónico.—Te iba a preguntar por tu

opinión sobre la guerra, pero si estásdemasiado afectado…

—Oh, no lo suficiente para nocontestar a esa pregunta. —Peetarespira hondo y mira directamente ala cámara—. Quiero que todos meveáis, estéis en el Capitolio o en el

lado rebelde, que os detengáis unsegundo a pensar sobre lo que podríasignificar esta guerra para los sereshumanos. Casi nos extinguimosluchando entre nosotros la última vez,ahora somos aún menos y estamos encondiciones más difíciles. ¿De verdades lo que queréis hacer? ¿Que nosaniquilemos por completo? ¿Con laesperanza de… qué? ¿De que algunaespecie decente herede los restoshumeantes de la tierra?

—No sé… no estoy seguro deseguirte… —dice Caesar.

—No podemos luchar entrenosotros, Caesar —explica Peeta—.No quedará suficiente gente viva para

seguir adelante. Si no deponemostodos las armas (y tendría que serahora mismo), todo acabará.

—Entonces, ¿estás pidiendo unalto el fuego? —pregunta Caesar.

—Sí, estoy pidiendo un alto elfuego —replica Peeta, cansado—. Yahora, ¿podemos pedir ya a losguardias que me lleven a mialojamiento para que pueda construirotros cien castillos de naipes?

Caesar se vuelve hacia la cámara.—De acuerdo, creo que hemos

acabado. Volvemos a nuestraprogramación habitual.

La música pone fin a la emisión yaparece una mujer leyendo una lista

de los productos que escasearán en elCapitolio: fruta fresca, pilas solares,jabón… La observo con una atencióndesacostumbrada porque sé que todosestán esperando mi reacción a laentrevista. Sin embargo, me esimposible procesarlo todo tan deprisa:la alegría de ver sano y salvo a Peeta,su defensa de mi inocencia en el planrebelde y su innegable complicidadcon el Capitolio al pedir un alto elfuego. Oh, hizo que pareciera quecondenaba a ambos bandos delconflicto, pero, llegados a este punto,teniendo en cuenta que los rebeldessólo han conseguido victoriasmenores, un alto el fuego supondría

una vuelta al estado anterior. O algopeor.

Detrás de mí oigo que surgen lasacusaciones contra Peeta. Laspalabras «traidor», «mentiroso» y«enemigo» rebotan en las paredes.Como no puedo sumarme a la ira delos rebeldes ni rebatirla, decido que lomejor es largarme. Justo cuando llegoa la puerta, la voz de Coin se elevapor encima de las demás.

—No se te ha dado permiso parasalir, soldado Everdeen.

Uno de los hombres de Coin mepone una mano en el brazo; aunqueno es un gesto agresivo, después de laarena reacciono a la defensiva ante

cualquier contacto desconocido, asíque aparto el brazo de golpe y salgocorriendo por los pasillos. Detrás demí oigo una refriega, pero no meparo. Hago un rápido repaso mentalde mis pequeños escondrijos y acaboen el armario de material escolar,hecha un ovillo contra una caja llenade tizas.

—Estás vivo —susurro,llevándome la mano a las mejillas,notando una sonrisa tan amplia quedebe de parecer una mueca. Peetaestá vivo. Y es un traidor. Sinembargo, ahora mismo no me importalo que sea, ni lo que diga, ni paraquién lo diga; sólo que sigue siendo

capaz de hablar.Al cabo de un rato se abre la

puerta y alguien entra. Gale se sientaa mi lado; le sangra la nariz.

—¿Qué ha pasado? —le pregunto.—Me interpuse en el camino de

Boggs —responde él, encogiéndose dehombros. Le limpio la nariz con lamanga—. ¡Cuidado!

Intento ser más delicada, dargolpecitos en vez de restregar.

—¿Cuál de ellos es?—Bueno, ya lo sabes, el lacayo

favorito de Coin, el que intentópararte. —Me quita la mano—.¡Déjalo! Vas a conseguir que medesangre.

El goteo se ha convertido en todoun chorro, así que me rindo.

—¿Te has peleado con Boggs?—No, sólo le he bloqueado la

puerta cuando intentó seguirte. Sucodo me acertó en la nariz —respondeGale.

—Seguramente te castigarán.—Ya lo han hecho —responde,

enseñándome la muñeca, y yo mequedo mirándola sin entenderlo—.Coin me ha quitado el brazalector.

Me muerdo el labio para intentarmantenerme seria, pero me resultatan ridículo…

—Lo siento, soldado GaleHawthorne.

—No lo sientas, soldado KatnissEverdeen —responde, sonriendo—. Laverdad es que me sentía muy estúpidoyendo a todas partes con ese cacharro.—Los dos empezamos a reírnos—.Creo que ha sido una degradación entoda regla.

Es una de las pocas cosas buenasdel 13: haber recuperado a Gale. Comoya no estamos bajo la presión delmatrimonio concertado del Capitolioentre Peeta y yo, hemos vuelto anuestra antigua amistad. Él no lofuerza, no intenta besarme ni hablarde amor. O yo he estado demasiadoenferma o él está dispuesto a darmeespacio, o simplemente sabe que sería

demasiado cruel, teniendo en cuentaque Peeta está en manos delCapitolio. Sea cual sea la razón,vuelvo a tener a alguien a quiencontar mis secretos.

—¿Quiénes son estas personas?—Somos nosotros si hubiéramos

contado con armas nucleares en vezde con unos cuantos trozos de carbón—me responde.

—Quiero pensar que el 12 nohabría abandonado al resto de losrebeldes en los Días Oscuros.

—Puede que lo hubiéramos hechode haber sido cuestión de rendirse oiniciar una guerra nuclear. En ciertomodo, es asombroso que

sobrevivieran.Quizá sea porque sigo teniendo

las cenizas de mi distrito en loszapatos, pero, por primera vez, estoydispuesta a ver en los del 13 algo queno les había visto hasta ahora: mérito.Por seguir vivos contra todopronóstico. Sus primeros añostuvieron que ser terribles,acurrucados en las cámarassubterráneas después de que losbombardeos redujeran su ciudad apolvo. La población diezmada, sinposibilidad de pedir ayuda a algúnaliado. A lo largo de los últimossetenta y cinco años han aprendido aser autosuficientes, han convertido a

sus ciudadanos en un ejército y hanconstruido una nueva sociedad sinayuda de nadie. Serían aún máspoderosos si esa epidemia de varicelano hubiera reducido su índice denatalidad y no estuvieran tandesesperados por aumentar su reservagenética y sus criaderos. Quizá seanmilitaristas, demasiado organizados yalgo faltos de sentido del humor, peroaquí siguen, y están dispuestos aderrocar al Capitolio.

—De todos modos, han tardadomucho en aparecer —digo.

—No fue fácil, tenían queorganizar una base rebelde en elCapitolio y montar una red

clandestina en los distritos. Despuésnecesitaban a alguien que lo pusieratodo en marcha. Te necesitaban a ti.

—Necesitaban a Peeta también,aunque parece que se les ha olvidado.

—Peeta puede haber causadomucho daño hoy —responde Gale conel rostro ensombrecido—. La mayoríade los rebeldes no harán caso de loque ha dicho, claro, pero hay distritosen los que la resistencia es másinestable. No cabe duda de que elalto el fuego ha sido idea delpresidente Snow. El problema es que,en boca de Peeta, suena muyrazonable.

Temo la respuesta de Gale, pero

lo pregunto de todos modos:—¿Por qué crees que lo ha dicho?—Puede que lo hayan torturado o

persuadido. Yo creo que ha hechoalgún trato para protegerte. Habráaceptado la idea del alto el fuego acambio de que Snow lo dejarapresentarte como una chicaembarazada y aturdida que no teníani idea de lo que pasaba cuando losrebeldes la tomaron prisionera. Así, silos distritos pierden, todavía tendríasuna oportunidad. Si sabesaprovecharla. —Debo de tener cara deperplejidad, porque Gale dice lasiguiente frase muy despacio—:Katniss…, todavía intenta mantenerte

con vida.¿Mantenerme con vida? Entonces

lo entiendo: los Juegos no hanterminado. Salimos de la arena, perocomo no nos mataron, su últimodeseo de proteger mi vida sigue enpie. Su idea es que yo no destaque,que permanezca a salvo y encerradamientras transcurre la guerra. Asíninguno de los dos bandos tendrámotivos para matarme. ¿Y Peeta? Siganan los rebeldes, será desastrosopara él; y si gana el Capitolio, ¿quiénsabe? Quizá nos permitan vivir a losdos (si juega bien sus cartas) para queveamos cómo continúan los Juegos…

Me pasan varias imágenes por la

cabeza: la lanza perforando el cuerpode Rue en la arena, Gale colgado delposte de los latigazos, el páramocubierto de cadáveres que antes erami hogar. ¿Y para qué? ¿Para qué? Seme calienta la sangre y recuerdo otrascosas: la primera vez que intuyo unlevantamiento, en el Distrito 8; losvencedores de la mano la noche antesdel Vasallaje de los Veinticinco; yque no fue un accidente que dispararala flecha al campo de fuerza de laarena. Estaba deseando clavarla en lomás profundo del corazón de mienemigo.

Me levanto de golpe y tiro unacaja de cien lápices, que se

desperdigan por el suelo.—¿Qué pasa? —me pregunta

Gale.—No puede haber un alto el

fuego —respondo antes de agacharmepara meter los palitos de grafito grisoscuro en su caja—. No podemosretroceder.

—Lo sé —responde Gale mientrasagarra un puñado de lápices y losalinea perfectamente dándolesgolpecitos en el suelo.

—Sea cual sea la razón por la quelo ha dicho, Peeta se equivoca.

Los estúpidos palitos no se metenen la caja, y mi frustración me haceromper unos cuantos.

—Lo sé. Dámelos, vas a hacerlospedazos.

Gale me quita la caja y la vuelve allenar con movimientos rápidos yprecisos.

—No sabe lo que han hecho conel 12. Si hubiera visto lo que había enel suelo… —empiezo.

—Katniss, no te lo estoydiscutiendo. Si pudiera pulsar unbotón y matar a todas y cada una delas personas que trabajan para elCapitolio, lo haría sin dudar —afirma;después mete el último lápiz en lacaja y la cierra—. La cuestión es: ¿quévas a hacer tú?

Resulta que la pregunta a la que

había estado dando tantas vueltas sólotenía una respuesta posible, aunquepara reconocerlo me ha hecho faltaver la estratagema que Peeta habíamontado por mí.

«¿Qué voy a hacer?».Respiro hondo. Subo un poco los

brazos (como si recordara las alasnegras y blancas que me dio Cinna) ylos dejo caer a los lados.

—Voy a ser el Sinsajo.

33

Los ojos de Buttercup reflejan la tenueluz de la bombilla de seguridad quehay sobre la puerta. Está tumbado enel hueco del brazo de Prim, de vueltaa su trabajo de protegerla de la noche.Mi hermana está acurrucada junto ami madre; dormidas tienen el mismoaspecto que la mañana de la cosechaque me llevó a mis primeros Juegos.Yo tengo una cama para mí solaporque estoy recuperándome yporque, de todos modos, nadie puede

dormir conmigo con tantas pesadillasy patadas.

Después de dar vueltas durantehoras, por fin acepto que pasaré lanoche en vela, así que, bajo la atentamirada de Buttercup, voy de puntillaspor el frío suelo de baldosas hasta lacómoda.

El cajón del centro contiene laropa que me han dado aquí. Todosvestimos los mismos pantalones ycamisas grises, con la camisa metidapor dentro. Debajo de la ropa guardolas pocas cosas que llevaba cuando mesacaron de la arena: mi insignia delsinsajo; el símbolo de Peeta, elmedallón de oro con fotos de Prim,

Gale y mi hermana; un paracaídasplateado con la espita para sacar aguade los árboles; y la perla que Peeta medio unas horas antes de que mi flechahiciera volar por los aires el campo defuerza. El Distrito 13 confiscó mi tubode pomada dermatológica para usarlaen el hospital, y mi arco y mis flechasporque sólo los guardias pueden llevararmas. Los tienen a buen recaudo enla armería.

Tanteo en busca del paracaídas ymeto los dedos dentro hasta dar con laperla. Después me siento en mi camacon las piernas cruzadas y me acariciolos labios con la suave superficieirisada de la perla. No sé por qué,

pero me calma; es como un frío besode la persona que me la regaló.

—¿Katniss? —susurra Prim. Estádespierta y me mira a través de laoscuridad—. ¿Qué te pasa?

—Nada, un mal sueño. Vuelve adormir.

Es automático, siempre aparto aPrim y a mi madre para protegerlas.

Con cuidado de no despertar anuestra madre, Prim se baja de lacama, recoge a Buttercup y se sienta ami lado. Me toca la mano en la quetengo la perla.

—Estás fría —me dice; saca unamanta extra de los pies de la cama,nos enrolla con ella a los tres, y me

envuelve también en su calor y elcalor del pellejo de Buttercup—.Podrías contármelo, ¿sabes? Se me dabien guardar secretos, no se lo diría anadie. Ni siquiera a mamá.

Entonces se ha ido de verdad, seha ido la niña pequeña a la que lecolgaba la blusa como si fuera lacolita de un pato, la que necesitabaayuda para llegar a los platos, la quesuplicaba ver los pasteles glaseadosdel escaparate de la panadería. Eltiempo y la tragedia la han obligado acrecer demasiado deprisa, al menospara mi gusto, y ahora es una jovenque sutura heridas sangrantes y sabeque nuestra madre no puede enterarse

de todo.—Mañana por la mañana voy a

aceptar convertirme en el Sinsajo —leconfieso.

—¿Porque quieres o porque te vesobligada?

—Las dos cosas, supongo —respondo, entre risas—. No, quierohacerlo. Tengo que hacerlo si ayuda aque los rebeldes derroten a Snow. —Aprieto la perla con fuerza en elpuño—. Pero es que… Peeta… Temoque los rebeldes lo ejecuten portraidor si ganamos.

Prim se lo piensa un poco.—Katniss, no creo que entiendas

lo importante que eres para la causa,

y la gente importante suele conseguirlo que desea. Si quieres mantener aPeeta a salvo de los rebeldes, puedes.

Supongo que soy importante. Setomaron muchas molestias pararescatarme y, además, me llevaron al12.

—¿Quieres decir… que podríaexigir que otorguen inmunidad aPeeta? ¿Y tendrían que aceptar?

—Creo que podrías exigir lo quequisieras y ellos tendrían queaceptarlo —afirma Prim, arrugando lafrente—. Pero ¿cómo puedesasegurarte de que mantengan supalabra?

Recuerdo todas las mentiras que

Haymitch nos contó a Peeta y a mípara conseguir lo que quería. ¿Cómolograr que los rebeldes no rompan eltrato? Una promesa verbal detrás depuertas cerradas o una promesa enpapel podrían evaporarse después dela guerra. Podrían negar su existenciao su validez, y los testigos en la salade mando no servirían de nada. Dehecho, seguramente serían los quefirmaran la sentencia de muerte dePeeta. Necesito un grupo de testigosmucho mayor. Necesito todos los quepueda.

—Será en público —digo en vozalta. Buttercup da un rabotazo, comosi estuviera de acuerdo—. Haré que

Coin lo anuncie delante de toda lapoblación del 13.

—Eso suena bien —respondePrim, sonriendo—. No es unagarantía, pero será mucho más difícilque se retracten.

Siento el alivio de haber llegado auna solución real.

—Debería despertarte más amenudo, patito.

—Ojalá lo hicieras —dice Prim, yme da un beso—. Intenta dormir,¿vale?

Y lo hago.Por la mañana veo que tengo

«7:00 – Desayuno», seguidoinmediatamente de «7:30 – Mando»,

lo que me viene bien, ya que serámejor que empiece lo antes posible.En el comedor paso mi horario, queincluye algún número deidentificación, por delante de unsensor. Mientras deslizo la bandejapor el estante metálico detrás del quese encuentran los contenedores decomida, veo que el desayuno es tanpredecible como siempre: un cuencode cereales calientes, una taza deleche y un puñadito de fruta overdura. Hoy: puré de nabos. Todoello sale de las granjas subterráneasdel 13. Me siento en la mesa asignadaa los Everdeen, los Hawthorne yalgunos otros refugiados, y me trago

la comida deseando repetir, pero aquínunca se repite. Han convertido lanutrición en una ciencia exacta,tienes que consumir las caloríassuficientes para llegar a la siguientecomida, ni más ni menos. El tamañode las raciones se basa en tu edad, tualtura, tu constitución, tu salud y lacantidad de trabajo físico que exigetu horario. La gente del 12 recibeporciones algo más grandes que losnativos del 13 para que ganemos algode peso. Supongo que los soldadosesqueléticos se cansan demasiadodeprisa. Sin embargo, funciona; en unmes empezamos a parecer más sanos,sobre todo los niños.

Gale coloca su bandeja junto a lamía, y yo intento no quedarmemirando sus nabos con cara penosa,porque estoy deseando comer más yél siempre me pasa su comida a lamínima de cambio. Aunque meconcentro en doblar con muchoprimor la servilleta, una cucharada denabos aterriza en mi cuenco.

—Tienes que dejar de hacer esto—le digo, pero como ya estoycomiéndomelo, no resulto muyconvincente—. De verdad. Seguroque es ilegal o algo así.

Tienen normas muy estrictassobre la comida. Por ejemplo, si no teterminas algo y quieres guardarlo

para después, no puedes sacarlo delcomedor. Al parecer, en los primerosdías hubo algún incidente con lagente que acaparaba comida. Paraunas personas como Gale y como yo,que llevamos años suministrandocomida a nuestras familias, es difícil.Sabemos pasar hambre, pero no quenos digan cómo manejar lasprovisiones que tenemos. En ciertomodo, el Distrito 13 es máscontrolador que el Capitolio.

—¿Qué van a hacer? Ya me hanquitado el brazalector —respondeGale.

Mientras rebaño el cuenco tengoun momento de inspiración:

—Oye, quizá debería poner esocomo condición para ser el Sinsajo.

—¿Que pueda darte mi puré denabos?

—No, que podamos cazar —digo,captando su atención—. Tendríamosque entregarlo todo en la cocina, peropodríamos… —No tengo que terminarla frase: podríamos estar al aire libre,en el bosque, volver a ser nosotrosmismos.

—Hazlo. Ahora es el momento,podrías pedir la luna y tendrían queencontrar la forma de bajártela.

No sabe que ya voy a pedirles laluna cuando exija el perdón de Peeta.Antes de decidir si se lo cuento o no,

un timbre marca el final del turno decomedor. La idea de enfrentarme aCoin sola me pone nerviosa.

—¿Qué tienes en tu horario?Gale se mira el brazo:—Clase de historia nuclear.

Donde, por cierto, se ha notado tuausencia.

—Tengo que ir a la sala de mando,¿vienes conmigo?

—Vale, pero quizá me echendespués de lo de ayer.

Cuando vamos a soltar lasbandejas, añade:

—¿Sabes? Será mejor que metas aButtercup en tu lista de exigencias.No creo que aquí conozcan bien el

concepto de mascotas inútiles.—Oh, le encontrarán un trabajo.

Le tatuarán la pata todas las mañanas—respondo, pero tomo nota mentalde incluirlo, por Prim.

Al llegar a la sala de mando, Coin,Plutarch y los suyos ya estánreunidos. La aparición de Gale haceque algunos arqueen las cejas, peronadie lo echa. Mis notas mentales sehan hecho un lío, así que pido papely lápiz nada más llegar. Mi aparenteinterés en el proceso (la primera vezque lo demuestro desde que lleguéaquí) los pilla por sorpresa. Se miranentre ellos. Seguramente me teníanpreparado un sermón superespecial,

sin embargo, Coin en persona mepasa el material, y todos guardansilencio mientras me siento y mepongo a garabatear la lista:«Buttercup. Cazar. Inmunidad dePeeta. Anunciado en público».

Ya está. Es probable que se tratede mi única oportunidad paranegociar.

«Piensa, ¿qué más quieres?».Lo noto a mi lado, de pie, y añado

«Gale» a la lista. Creo que no podríahacer esto sin él.

Empieza a dolerme la cabeza otravez y mis ideas se enredan. Cierro losojos y empiezo a recitar en silencio:«Me llamo Katniss Everdeen. Tengo

diecisiete años. Mi casa está en elDistrito 12. Estuve en los Juegos delHambre. Escapé. El Capitolio meodia. A Peeta lo capturaron. Estávivo. Es un traidor, pero está vivo.Tengo que mantenerlo con vida…».

La lista. Sigue pareciendodemasiado corta, debería intentarpensar con más perspectiva, más alláde nuestra situación actual, en unfuturo en el que quizá yo ya no valganada. ¿No debería pedir más? ¿Por mifamilia? ¿Por el resto de los míos? Lascenizas de los muertos hacen que mepique la piel. Recuerdo el enfermizosonido de mi pie al dar contra lacalavera; el aroma de la sangre y las

rosas me aguijonea la nariz.El lápiz se mueve solo por la

página. Abro los ojos y veo las letrastemblorosas: «Yo mato a Snow». Silo capturan, quiero ese privilegio.

Plutarch tose con discreción:—¿Ya has terminado?Levanto la mirada y miro la hora:

llevo sentada aquí veinte minutos.Finnick no es el único con problemasde concentración.

—Sí —respondo con voz ronca, asíque me aclaro la garganta—. Sí, éstees el trato: seré vuestro Sinsajo.

Espero a que terminen con sussuspiros de alivio, sus palabras defelicitación y sus palmaditas en la

espalda. Coin permanece tanimpasible como siempre,observándome, poco impresionada.

—Pero tengo algunas condiciones—continúo, alisando la hoja—. Mifamilia se queda con nuestro gato.

Esa petición, la másinsignificante, da lugar a un grandebate. Los rebeldes del Capitolio nole dan importancia, claro que puedoquedarme mi mascota, mientras quelos del 13 enumeran las extremasdificultades que eso presenta. Al finalse decide que nos mudemos al nivelsuperior, que cuenta con el lujo deuna ventana de veinte centímetrosque da al exterior. Buttercup puede

entrar y salir a hacer sus cosas, y seespera de él que se busque comida porsu cuenta. Si se salta el toque dequeda, lo dejan fuera. Si provocaproblemas de seguridad, le pegaránun tiro de inmediato.

Me suena bien, no difiere muchode su forma de vida desde que nosfuimos, salvo por lo del tiro. Si lo veodemasiado delgado, siempre puedopasarle algunas tripas si acceden a misiguiente petición.

—Quiero cazar. Con Gale. En elbosque —digo, y todos guardansilencio.

—No iremos lejos, usaremosnuestros propios arcos y podéis usar la

carne en la cocina —añade Gale.Me apresuro a seguir hablando

antes de que digan que no.—Es que… no puedo respirar aquí

encerrada como un… Me pondríamejor más deprisa si… si pudieracazar.

Plutarch empieza a explicar losinconvenientes (los peligros, laseguridad adicional, el riesgo deheridas), pero Coin lo corta.

—No, dejad que lo hagan. Dadlesun par de horas al día, lasdescontaremos de su tiempo deentrenamiento. Un radio de mediokilómetro con unidades decomunicación y dispositivos de

seguimiento en los tobillos. ¿Quémás?

Repaso la lista:—Gale. Lo necesito a mi lado para

hacer esto.—¿A tu lado cómo? ¿Fuera de

cámara? ¿En todo momento? ¿Quieresque lo presentemos como tu nuevoamante? —pregunta Coin.

No lo ha dicho en tono burlón,sino todo lo contrario, de manera muypráctica, pero se me abre la bocaigual.

—¿Qué?—Creo que tendríamos que seguir

con el romance actual. Si abandonatan deprisa a Peeta puede que la

audiencia pierda simpatía por ella —dice Plutarch—. Sobre todo porquecreen que está embarazada.

—Cierto. Entonces, en pantallaGale puede ser un compañero rebeldemás. ¿Te parece bien? —dice Coin, yyo me quedo mirándola; ella lo repite,impaciente—: Para Gale, ¿essuficiente?

—Siempre podemos presentarlocomo tu primo —dice Fulvia.

—No somos primos —respondemos Gale y yo a la vez.

—Ya, pero quizá deberíamosmantenerlo delante de las cámaras,por las apariencias —dice Plutarch—.Fuera de cámara, es todo tuyo. ¿Algo

más?Me ha puesto nerviosa el giro de

la conversación, la insinuación de queestaría dispuesta a deshacerme dePeeta, de que estoy enamorada deGale, de que todo ha sido puro teatro.Me empiezan a arder las mejillas.Resulta humillante que crean quededico tiempo a pensar en quiénquiero que presenten como miamante, teniendo en cuenta lascircunstancias actuales.

—Cuando acabe la guerra, siganamos, indultaréis a Peeta.

Silencio total. Noto que Gale setensa, supongo que debería habérselodicho antes, pero no estaba segura de

su reacción, ya que tenía que ver conPeeta.

—No se le castigará de ningunaforma —sigo diciendo, y se me ocurreañadir algo más—. Lo mismo valepara los demás tributos capturados,Johanna y Enobaria.

La verdad es que no me importaEnobaria, la cruel tributo del Distrito2; de hecho, no la soporto, pero meparece mal dejarla fuera.

—No —responde Coin sin más.—Sí —replico—. No es culpa

suya que los abandonaseis en la arena.¿Quién sabe lo que les estaráhaciendo el Capitolio?

—Se les juzgará junto con los

demás criminales de guerra y se lestratará como disponga el tribunal —dice ella.

—¡Se les garantizará lainmunidad! —Me levanto de la sillacon voz potente—. Tú en persona loprometerás delante de toda lapoblación del Distrito 13 y lo quequeda del 12. Pronto. Hoy. Quedarágrabado para generaciones futuras.Tanto tú como tu Gobierno os haréisresponsables de su seguridad, ¡otendréis que buscaros a otro Sinsajo!

Mis palabras quedan flotando enel aire un largo instante.

—¡Ésa es ella! —oigo que Fulviasusurra a Plutarch—. Justo ahí, con el

disfraz, los disparos de fondo y unpoco de humo.

—Sí, eso es lo que queremos —responde Plutarch en voz baja.

Me gustaría lanzarles una miradaasesina, pero creo que sería un errorapartar la vista de Coin. Veo quecalcula el coste de mi ultimátum, quesopesa si lo merezco.

—¿Qué dices, presidenta? —pregunta Plutarch—. Podríasconceder un perdón oficial, dadas lascircunstancias. El chico… ni siquieraes mayor de edad.

—De acuerdo —dice al fin Coin—. Pero será mejor que cumplas.

—Cumpliré cuando hayas hecho

el anuncio —respondo.—Convocad una asamblea de

seguridad nacional durante la hora dereflexión de hoy —ordena—. Haré elanuncio entonces. ¿Queda algo en tulista, Katniss?

Tengo el papel hecho una bola enmi puño derecho, así que aliso la hojasobre la mesa y leo las irregularesletras.

—Sólo una cosa más: yo mato aSnow.

Por primera vez veo la sombra deuna sonrisa en los labios de lapresidenta.

—Cuando llegue el momento, lasdos lo echaremos a suertes —

responde.Quizá esté en lo cierto, la verdad

es que no soy la única con derecho areclamar la vida de Snow, y creo queella es perfectamente capaz de hacerel trabajo.

—Me parece justo —transijo.Coin mira brevemente su brazo y

el reloj. Ella también tiene que seguirun horario.

—La dejo en tus manos, Plutarch.Sale de la sala, seguida de su

equipo, y nos quedamos Plutarch,Fulvia, Gale y yo misma.

—Excelente, excelente —dicePlutarch, dejándose caer en la sillacon los codos en la mesa,

restregándose los ojos—. ¿Sabes loque echo de menos más que nada? Elcafé. ¿Tan impensable es tener algocon lo que tragar mejor las gachas ylos nabos?

—No sabíamos que aquí seríantan estrictos —nos explica Fulviamientras masajea los hombros dePlutarch—. No en los puestos máselevados.

—O que al menos contaríamoscon la opción de hacer algo al margen—añade Plutarch—. Bueno, inclusoen el 12 teníais un mercado negro,¿no?

—Sí, el Quemador —dice Gale—.Allí es donde intercambiábamos.

—¿Lo ves? ¡Y mira lo éticos quehabéis salido los dos! Prácticamenteincorruptibles. —Plutarch suspira—.Oh, bueno, las guerras no duran parasiempre. En fin, me alegra teneros enel equipo —comenta, y se dispone aaceptar el enorme cuadernoencuadernado en cuero que Fulvia leofrece—. Ya sabes, a grandes rasgos,lo que esperamos de ti, Katniss. Séque no estás del todo conforme con tuparticipación. Espero que esto teayude.

Plutarch me pasa el cuaderno.Durante un instante lo miro consuspicacia, pero la curiosidad mepuede y lo abro. En el interior hay un

retrato de mí, firme y fuerte, con ununiforme negro. Sólo existe unapersona capaz de haber diseñado eltraje, que a primera vista parece muypráctico, pero que resulta ser unaobra de arte: la caída del casco, lacurva del peto, el ligero abullonadode las mangas que deja ver lospliegues blancos bajo los brazos… Ensus manos, vuelvo a ser un sinsajo.

—Cinna —susurro.—Sí, me hizo prometer no

enseñártelo hasta que decidieras porti misma ser el Sinsajo. Créeme, hasido una gran tentación —dicePlutarch—. Venga, echa un vistazo.

Paso las páginas despacio,

examinando todos los detalles deluniforme: las minuciosas capas deblindaje, las armas ocultas en lasbotas y el cinturón, el refuerzoespecial sobre el corazón… En laúltima página, bajo el boceto de miinsignia del sinsajo, Cinna ha escrito:«Todavía apuesto por ti».

—¿Cuándo…? —empiezo, pero mefalla la voz.

—Veamos… Bueno, después delanuncio del Vasallaje de losVeinticinco. ¿Unas cuantas semanasantes de los Juegos, quizá? Además delos bocetos, tenemos tus uniformes.Oh, y Beetee tiene algo muy especialesperándote en la armería. No te daré

pistas, no quiero arruinar la sorpresa.—Vas a ser la rebelde mejor

vestida de la historia —dice Gale,sonriendo. De repente me doy cuentade que había estado aguantándose.Igual que Cinna, desde el principioquería que tomara esta decisión.

—Nuestro plan es lanzar un asaltoa las ondas —dice Plutarch—. Hacerlo que nosotros llamamos «propos»(abreviatura de spots de propaganda)en los que salgas tú y emitirlos paraque los vea todo Panem.

—¿Cómo? El Capitolio controlalas emisiones —dice Gale.

—Pero nosotros tenemos a Beetee.Hace unos diez años básicamente

rediseñó la red subterránea quetransmite toda la programación. Creeque existe una posibilidad real deconseguirlo. Obviamente,necesitaremos algo que emitir, asíque, Katniss, el estudio te esperacuando quieras. ¿Fulvia? —añadedespués, dirigiéndose a su ayudante.

—Plutarch y yo hemos estadohablando sobre cómo demoniosenfocar esto. Creemos que lo mejorsería construir a nuestro líder rebelde,construirte a ti, desde fuera… haciadentro. Es decir, vamos a buscarte ellook de Sinsajo más despampananteque podamos ¡y después tefabricaremos una personalidad que

esté a la altura! —exclama Fulviaalegremente.

—Ya tenéis su uniforme —comenta Gale.

—Sí, pero ¿está Katniss herida yensangrentada? ¿Arde en ella el fuegode la rebelión? ¿Hasta qué puntopodemos ensuciarla sin repugnar a losespectadores? En cualquier caso, tieneque impresionar. Es decir, está claroque esto… —dice Fulvia, atrapándomerápidamente la cara entre las manos—no nos sirve. —Aparto la cara porreflejo, pero ella ya está recogiendosus cosas—. Por tanto, con eso enmente, tenemos otra sorpresita parati. Venid, venid.

Fulvia nos hace un gesto, y Gale yyo la seguimos a ella y a Plutarch alpasillo.

—A veces las mejores intencionespueden resultar muy insultantes —mesusurra Gale.

—Bienvenido al Capitolio —contesto en voz baja.

Sin embargo, las palabras deFulvia no me afectan. Abrazo confuerza el cuaderno de bocetos y mepermito tener esperanza. Si Cinna loquería, debe de ser la decisiónacertada.

Subimos al ascensor, y Plutarchconsulta sus notas.

—Veamos, es el compartimento

tres, nueve, cero, ocho.Pulsa el botón que pone «39»,

pero no pasa nada.—Tendrás que meter la llave —

comenta Fulvia.Plutarch saca una llave que lleva

colgada de una delgada cadena bajo lacamisa y la mete en una rendija queno había visto antes. Las puertas secierran.

—Ah, ya estamos.El ascensor desciende diez, veinte,

treinta y tantas plantas, aunque yocreía que el Distrito 13 no abarcabatanto. Al parar, las puertas se abren aun pasillo lleno de puertas rojas quecasi parecen decorativas comparadas

con las grises de los pisos superiores.Cada una lleva un número: 3901, 3902,3903…

Cuando salimos, me vuelvo y veoque unas rejas metálicas se cierransobre las puertas normales delascensor. Al mirar de nuevo adelante,un guardia ha salido de una de lashabitaciones del otro extremo delpasillo. Una puerta se cierra ensilencio detrás de él mientras seacerca a nosotros.

Plutarch se acerca a saludarlolevantando una mano, y el resto loseguimos. Aquí hay algo que noencaja; es algo más que el ascensorblindado, la claustrofobia de estar a

tantos metros bajo tierra y el olor aantiséptico. Con sólo mirar a Gale séque él también lo nota.

—Buenos días, estábamosbuscando… —empieza a decirPlutarch.

—Se han equivocado de planta —lo interrumpe el guardia.

—¿En serio? —pregunta Plutarch,consultando sus notas—. Tengo aquíapuntada la tres, nueve, cero, ocho.¿Podría hacer una llamada a…?

—Me temo que debo pedirles quese marchen ahora mismo. Lasdiscrepancias en las asignaciones sesolucionan en las oficinas centrales —dice el guardia.

Está justo delante de nosotros, elcompartimento 3908, a unos cuantospasos. La puerta (de hecho, todas laspuertas) parecen incompletas. Notienen pomos. Se abrirán alempujarlas como la que ha utilizadoel guardia.

—¿Y dónde era eso, por favor? —pregunta Fulvia.

—Encontrarán las oficinascentrales en el nivel siete —respondeel guardia mientras extiende losbrazos para acorralarnos de vuelta alascensor.

Del otro lado de la puerta 3908 mellega un sonido, un gemido muydébil, como un perro asustado que

intenta evitar que le peguen, aunquecon un tono muy humano y familiar.Miro a Gale a los ojos un segundo,pero con eso basta para dos personasque funcionan como nosotros. Dejocaer el cuaderno de Cinna a los piesdel guardia haciendo mucho ruido.Un segundo después de que se agachea recuperarlo, Gale también se agachay se choca a posta con su cabeza.

—Oh, lo siento —dice, soltandouna risita y agarrándose a los brazosdel guardia como si pretendierarecuperar el equilibrio, aunque lo queen realidad hace es volverlo un pocopara que no me vea.

Es mi oportunidad, paso corriendo

junto al guardia distraído, abro lapuerta que pone 3908 y allí me losencuentro, medio desnudos, llenos demoratones y esposados a la pared.

Mi equipo de preparación.

44

El hedor a cuerpos sucios, orinarancia e infección me llega a través dela nube de antiséptico. La únicaforma de reconocerlos son susalteraciones más notables en pro de lamoda: los tatuajes faciales dorados deVenia, los tirabuzones naranjas deFlavius y la perenne piel verde clarode Venia, que ahora cuelga un poco,como si su cuerpo fuera un globodesinflándose lentamente.

Al verme, Flavius y Octavia se

aplastan contra la pared de azulejoscomo si esperasen un ataque, aunqueyo nunca les he hecho daño. Lo peorque les he hecho es pensar maldadessobre ellos que jamás dije en voz alta,así que ¿por qué retroceden?

El guardia me ordena que salga,pero, por el movimiento posterior, séque Gale ha logrado detenerlo. Medirijo a Venia en busca de respuestasporque siempre ha sido la más fuerte.Me agacho y le tomo las manosheladas, que se aferran a las míascomo un torno.

—¿Qué ha pasado, Venia? ¿Quéhacéis aquí?

—Nos sacaron del Capitolio —

responde ella con voz ronca.—Pero ¿qué está pasando aquí? —

pregunta Plutarch, entrando en lahabitación.

—¿Quién os sacó? —insisto.—Gente —responde ella sin

precisar—. La noche que huiste.—Nos pareció que quizá te

reconfortaría tener a tu equipo desiempre —dice Plutarch detrás de mí—. Lo solicitó Cinna.

—¿Cinna solicitó esto? —le salto,porque si hay algo que sé es queCinna nunca habría aprobado queabusaran así de estos tres, teniendo encuenta la paciencia y la amabilidadcon las que los trataba él—. ¿Por qué

los tienen como a criminales?—Te aseguro que no lo sé.Algo en su voz hace que me lo

crea, y la palidez de Fulvia loconfirma. Plutarch se vuelve hacia elguardia, que acaba de aparecer en lapuerta con Gale detrás y le dice:

—Sólo me contaron que loshabían encerrado. ¿Por qué los estáncastigando?

—Por robar comida —responde elguardia—. Tuvimos que retenerlosdespués de un altercado por un trozode pan.

Venia junta las cejas como siintentara encontrarle el sentido.

—Nadie nos decía nada.

Teníamos mucha hambre. Sólo cogióuna rebanada.

Octavia, temblorosa, empieza asollozar y ahoga el sonido en suandrajosa túnica. Me acuerdo de quela primera vez que sobreviví a la arenaOctavia me pasó un panecillo pordebajo de la mesa porque nosoportaba verme con hambre. Mearrastro hasta ella.

—¿Octavia? —le digo, pero, altocarle el brazo, da un respingo—.¿Octavia? No va a pasar nada. Tesacaré de aquí, ¿vale?

—Esto parece demasiado extremo—dice Plutarch.

—¿Es porque se llevaron una

rebanada de pan? —pregunta Gale.—Hubo repetidas infracciones

anteriormente. Se les advirtió, perorobaron más pan —explica el guardia;hace una pausa, como si noentendiera nuestro enfado—. No sepuede robar pan.

No logro que Octavia se descubrala cara, pero la levanta un poco. Lasesposas se le resbalan un poquito porlas muñecas y dejan al descubierto lasrozaduras en carne viva que haydebajo.

—Os voy a llevar con mi madre —les aseguro, y me dirijo al guardia—.Desencadénalos.

—No tengo autorización —

responde el guardia, sacudiendo lacabeza.

—¡Que los desencadenes! ¡Ahora!Mi grito le hace perder la

compostura; los ciudadanos medios nolo tratan así.

—No tengo órdenes de liberarlos,y tú no tienes autoridad para…

—Hazlo con la mía —intervienePlutarch—. De todos modos,veníamos a recogerlos, los necesitanen Defensa Especial. Yo asumo todala responsabilidad.

El guardia sale para hacer unallamada y vuelve con unas llaves. Losdel equipo de preparación llevantanto tiempo apretujados que, cuando

les quitan las esposas, les cuestacaminar. Gale, Plutarch y yo tenemosque ayudarlos. El pie de Flavius seengancha en una rejilla metálicasobre una abertura circular en elsuelo, y se me encoge el estómagocuando caigo en por qué unahabitación necesita un desagüe. Lasmanchas de miseria humana quedeben de haberse limpiado amanguerazos de estas paredes deazulejos blancos…

En el hospital busco a mi madre,la única en la que confío para cuidarde ellos. Tarda un minuto enreconocerlos, dadas sus condicionesactuales, pero se la ve consternada, y

sé que no es por lo mal que están,porque ha sido testigo de cosas peoresen el Distrito 12, sino por darse cuentade que este tipo de cosas tambiénocurren en el 13.

A mi madre la recibieron bien enel hospital, aunque la consideran másuna enfermera que un médico, a pesarde llevar toda la vida curando gente.Sin embargo, nadie se mete cuandoguía al trío a una sala dereconocimiento para evaluar susheridas. Me coloco en un banco delpasillo a la entrada del hospital yespero el veredicto. Ella sabrá leer ensus cuerpos el dolor que les hancausado.

Gale se sienta a mi lado y mepone un brazo sobre los hombros.

—Tu madre los arreglará —medice, y yo asiento y me pregunto siestará pensando en los brutaleslatigazos que le dieron en el 12.

Plutarch y Fulvia se sientan en elbanco que tenemos enfrente, pero nocomentan nada sobre el estado de miequipo. Si no sabían nada de esto,¿qué pensarán de este movimiento dela presidenta Coin? Decido echarlesuna mano.

—Supongo que nos han dado unaviso a todos —comento.

—¿Qué? No. ¿A qué te refieres?—pregunta Fulvia.

—Castigar a mi equipo depreparación es una advertencia —respondo—, y no sólo para mí, sinotambién para vosotros; nos dicenquién es la que está al mando y quépasa si no la obedecemos. Si oshabíais hecho ilusiones sobre llegar alpoder, yo me olvidaría. Al parecer, unlinaje del Capitolio no sirve deprotección por aquí, e incluso puedeque sea un lastre.

—No podemos comparar aPlutarch, que fue el cerebro de larevuelta, con esos tres esteticistas —dice Fulvia en tono glacial.

—Si tú lo dices, Fulvia —respondo, encogiéndome de hombros

—. Pero ¿qué pasaría si le llevaras lacontraria a Coin? A mi equipo losecuestraron, así que al menos lesqueda la esperanza de poder volveralgún día al Capitolio. Gale y yopodemos vivir en el bosque. ¿Yvosotros? ¿Adónde huiríais?

—Quizá seamos un poquito másnecesarios para la guerra de lo que túcrees —dice Plutarch sin inmutarsemucho.

—Claro que sí, igual que lostributos eran necesarios para losJuegos. Hasta que dejaron de serlo,momento en el que pasamos a sermuy prescindibles…, ¿verdad,Plutarch?

Eso acaba con la conversación.Esperamos en silencio hasta que mimadre nos encuentra.

—Se pondrán bien —informa—,no han sufrido daños físicospermanentes.

—Bien, maravilloso —dicePlutarch—. ¿Cuándo pueden ponersea trabajar?

—Seguramente mañana. Eso sí,cabe esperar cierta inestabilidademocional después de todo lo que hanpasado. No estaban preparados paraello, teniendo en cuenta la vida quellevaban en el Capitolio.

—Así estamos todos —respondePlutarch.

Plutarch me libera de misresponsabilidades como Sinsajo parael resto del día, no sé si porque elequipo de preparación está fuera deservicio o porque yo estoy demasiadonerviosa. Gale y yo vamos a comer, ynos sirven estofado de alubias concebolla, una gruesa rebanada de pan yuna taza de agua. Después de lahistoria de Venia, el pan se meatranca, así que le paso el resto aGale. Ninguno de los dos hablamucho mientras comemos, pero,después de limpiar los cuencos, Galese sube la manga y deja al descubiertosu horario.

—Ahora me toca entrenamiento.

Le pego un tirón a mi manga ypongo mi brazo al lado del suyo.

—Yo también —respondo, yrecuerdo que ahora el entrenamientosignifica caza.

Estoy tan ansiosa por escapar albosque, aunque sea por un par dehoras, que me olvido de mispreocupaciones. Una inmersión en elfollaje y la luz del sol me ayudarán aordenar las ideas. Gale y yo salimosde los pasillos principales y corremoscomo críos hacia la armería. Cuandollegamos estoy sin aliento y mareada,un recordatorio de que todavía no mehe recuperado del todo. Los guardiasnos entregan nuestras viejas armas,

además de cuchillos y un saco dearpillera para guardar las presas. Lespermito ponerme el dispositivo en eltobillo e intento hacer como siescuchara cómo usar elintercomunicador portátil. Lo únicoque se me queda grabado es que tieneun reloj y que debemos estar dentrodel 13 a la hora designada si noqueremos que nos retiren nuestrosprivilegios de caza. Es la única reglaque me esforzaré en seguir.

Salimos a la gran área deentrenamiento vallada junto albosque. Los guardias abren laspuertas sin hacer comentarios. Seríamuy complicado atravesarlas solos, ya

que se trata de una altura de nuevemetros que siempre está electrificaday acaba en unos afiladísimos rizos deacero. Atravesamos el bosque hastacasi perder de vista la verja, nosdetenemos en un pequeño claro yechamos la cabeza atrás para disfrutarde la luz del sol. Giro en círculos conlos brazos extendidos a los lados, sincorrer mucho para que el mundo nome dé demasiadas vueltas.

La falta de lluvia que vi en el 12también ha afectado a estas plantas,así que hay algunas con hojasquebradizas que han formado unaalfombra bajo nuestros pies. Nosquitamos los zapatos. De todos

modos, los míos no me encajan bien,ya que, con su norma de que nadafalta al que no malgasta, los del 13 medieron un par que se le había quedadopequeño a alguien. Al parecer, uno delos dos anda raro, porque han cedidopor donde no debían.

Cazamos como en los viejostiempos: en silencio, sin palabras paracomunicarnos; en el bosque nosmovemos como dos partes de unmismo ser. Anticipamos losmovimientos del otro y nosprotegemos las espaldas. ¿Cuántotiempo hace desde la última vez quedisfrutamos de esta libertad? ¿Ochomeses? ¿Nueve? No es exactamente

lo mismo después de todo lo sucedido,con los dispositivos de seguimiento enlos tobillos y mi necesidad dedescansar a menudo, pero es lo másparecido a la felicidad que puedosentir en estos momentos.

Aquí los animales no son lobastante suspicaces, y el momento demás que tardan en ubicar nuestrodesconocido olor significa su muerte.En hora y media tenemos una docenavariada (conejos, ardillas y pavos), ydecidimos dejarlo para pasar el restodel tiempo junto a un estanque quedebe de alimentarse de un manantialsubterráneo, ya que el agua es frescay dulce.

Cuando Gale se ofrece a limpiarlas presas, no pongo objeción. Memeto unas hojas de menta en la boca,cierro los ojos y me recuesto en unaroca para empaparme de los sonidosdejando que el abrasador sol de latarde me queme la piel, casi en pazhasta que la voz de Gale meinterrumpe.

—Katniss, ¿por qué te importatanto tu equipo de preparación?

Abro los ojos para ver si está debroma, pero mira con el ceñofruncido el conejo que despelleja.

—¿Y por qué no?—Hmmm, a ver… ¿Porque se han

pasado un año entero poniéndote

guapa para la matanza? —sugiere.—Es más complicado, los conozco.

No son ni malos ni crueles, nisiquiera son listos. Hacerles daño escomo hacer daño a unos niños. Noven… Es decir, no saben… —Meenredo yo sola.

—¿No saben qué, Katniss? ¿Quelos tributos (que son los verdaderosniños de esta historia, no tu trío deraros) se ven obligados a luchar hastamorir? ¿Que ibas a la arena paraentretener a la gente? ¿Era eso ungran secreto en el Capitolio?

—No, pero ellos no lo ven comonosotros —respondo—. Los educan asíy…

—¿De verdad los estásdefendiendo? —me pregunta,arrancándole la piel al conejo de unsolo movimiento.

Eso me pica porque, de hecho, eslo que estoy haciendo, y resultaridículo. Hago lo que puedo porencontrar una postura lógica.

—Supongo que defiendo acualquiera al que traten así porllevarse una rebanada de pan. ¡Quizáme recuerde demasiado a lo que tepasó a ti por un pavo!

Aun así, tiene razón, resultaextraño lo mucho que me preocupopor el equipo de preparación. Deberíaodiarlos y querer verlos colgados de

un árbol. Sin embargo, estáncompletamente perdidos ypertenecían a Cinna, y él estaba demi lado, ¿no?

—No busco pelea —dice Gale—,pero no creo que Coin estuvieraenviándote un mensaje al castigarlospor romper las reglas. Seguramentepensaba que lo verías como un favor—afirma; después mete el conejo enel saco y se levanta—. Será mejor quenos vayamos si queremos regresar atiempo.

Paso de la mano que me ofrecepara ponerme de pie y me levanto atrompicones.

—Pues vale —respondo.

Ninguno de los dos habla duranteel camino de vuelta, pero, una vezdentro del recinto, me acuerdo de otracosa.

—Durante el Vasallaje de losVeinticinco, Octavia y Flaviustuvieron que irse porque no podíanparar de llorar. Y Venia apenas fuecapaz de decirme adiós.

—Intentaré recordarlo mientraste… rehacen.

—Sí, hazlo.Le entregamos la carne a Sae la

Grasienta en la cocina. A ella le gustabastante el Distrito 13, aunque creeque a los cocineros les falta algo deimaginación. Obviamente, una mujer

capaz de hacer un estofado aceptablecon perro salvaje y ruibarbo debe desentirse muy limitada en un sitiocomo éste.

Exhausta por la caza y la falta desueño, vuelvo a mi compartimento ylo encuentro vacío. Entonces recuerdoque nos hemos mudado por Buttercupy subo a la planta de arriba en buscadel compartimento E. Es idéntico al307, salvo por la ventana (de sesentacentímetros de ancho por veinte dealto) situada en la parte centralsuperior del muro exterior. Hay unapesada placa metálica que se cierrasobre ella, pero en estos momentosestá abierta y no veo a cierto gato por

ninguna parte. Me estiro en la camay un rayo de sol de la tarde juegasobre mi rostro. Cuando mi hermaname despierta son ya las «18:00 –Reflexión».

Prim me cuenta que han estadoanunciando la asamblea desde la horade la comida. Toda la población debeasistir, salvo los que tengan trabajosesenciales. Seguimos las instruccionesque nos dan para llegar al Colectivo,una enorme sala en la que caben sinproblemas los miles de personas queaparecen. Resulta evidente que laconstruyeron para un aforo mayor, yquizá se llenara antes de la epidemia.Prim señala discretamente los

resultados del desastre: las cicatricesen los cuerpos de los habitantes y losniños con leves desfiguraciones.

—Aquí han sufrido mucho —comenta.

Después de lo de esta mañana, noestoy de humor para sentir lástimapor el 13.

—No más que nosotros en el 12 —respondo.

Veo que mi madre conduce a ungrupo de pacientes capaces demoverse, todavía vestidos con loscamisones y las batas del hospital.Finnick está entre ellos; parecedesorientado, aunque está guapísimo.Lleva un trozo de cuerda fina de

menos de treinta centímetros entre lasmanos, demasiado corto para quehaga un nudo servible. Mueve losdedos rápidamente, atando ydesatando mientras mira a sualrededor. Seguramente forma partede su terapia. Me acerco y lo saludo:

—Hola, Finnick. —No parecedarse cuenta, así que le doy un codazopara llamarle la atención—. ¡Finnick!¿Cómo estás?

—Katniss —responde,agarrándome la mano, creo que loalivia encontrar una cara conocida—.¿Por qué nos reunimos aquí?

—Le dije a Coin que sería suSinsajo, pero la obligué a prometer

que otorgaría inmunidad a los demástributos si los rebeldes ganan. Enpúblico, para que haya muchostestigos.

—Ah, bien, porque me preocupaAnnie, que diga algo que considerentraición sin que ella lo sepa.

Annie. Oh, oh, se me habíaolvidado por completo.

—No te preocupes, me encargaréde ello.

Aprieto la mano de Finnick y voyderecha al podio que hay al frente.Coin, que observa su discurso, arquealas cejas al verme.

—Necesito que añadas a AnnieCresta a la lista de indultados —le

digo.—¿Quién es? —pregunta la

presidenta, frunciendo un poco elceño.

—Es la… —¿Qué? En realidad nosé cómo llamarla—. Es la amiga deFinnick Odair, del Distrito 4. Otravencedora. La detuvieron y se lallevaron al Capitolio cuando la arenavoló en pedazos.

—Ah, la chica loca. En realidadno es necesario, no tenemoscostumbre de castigar a los másfrágiles.

Pienso en la escena de estamañana, en Octavia acurrucada juntoa la pared, en que Coin y yo debemos

de tener una definicióncompletamente distinta de lafragilidad. Sin embargo, me limito aresponder:

—¿No? Entonces no supondráningún problema añadir a Annie.

—De acuerdo —dice la presidenta,escribiendo su nombre—. ¿Quieresestar aquí arriba durante el anuncio?—me pregunta, y sacudo la cabeza—.Eso me parecía. Será mejor que tepierdas entre la multitud lo antesposible, porque estoy a punto deempezar.

Vuelvo con Finnick.En el 13 tampoco malgastan las

palabras. Coin pide la atención del

público y le dice que he aceptado serel Sinsajo siempre que se indulte a losdemás vencedores (Peeta, Johanna,Enobaria y Annie) por los perjuiciosque pudieran causar a los rebeldes. Lamultitud murmura y noto que noestán de acuerdo. Supongo que nadiedudaba que quisiera ser el Sinsajo, asíque ponerme precio (un precio que,además, les salva la vida a posiblesenemigos) los enfada. Permanezcoimpasible antes las miradas hostilesque me lanzan.

La presidenta permite unosmomentos de tensión antes de seguircon el mismo brío de siempre, aunquelas palabras que surgen de sus labios

son nuevas para mí.—Sin embargo, a cambio de esta

solicitud sin precedentes, la soldadoEverdeen ha prometido dedicarse encuerpo y alma a la causa. Por tanto, sise desvía de su misión, tanto enmotivos como en hechos, loconsideraremos una ruptura delacuerdo y el fin de la inmunidad, demodo que el destino de los cuatrovencedores quedaría determinado porlas leyes del Distrito 13, al igual queel suyo. Gracias.

En otras palabras: si me aparto delguión acabaremos todos muertos.

55

Otra fuerza a la que enfrentarse, otraparte que busca el poder y hadecidido usarme como ficha de sujuego, aunque las cosas nuncaparecen salir según lo previsto.Primero estaban los Vigilantes de losJuegos, que me convirtieron en suestrella para después recuperarsecomo pudieron de aquel puñado debayas venenosas. Después elpresidente Snow, que intentó usarmepara apagar las llamas de la rebelión y

sólo consiguió que cada uno de misactos resultara incendiario. Acontinuación, los rebeldes me atrapanen la zarpa metálica que me saca de laarena y me nombran Sinsajo, ydespués tienen que recuperarse de laconmoción de descubrir que quizá yono desee las alas. Y ahora Coin, consu puñado de preciados misiles y sumaquinaria bien engrasada, descubreque es mucho más difícil acicalar a unsinsajo que cazarlo. Pero ha sido lamás rápida en determinar que tengomis propios objetivos y, por tanto, nopuede confiar en mí. Ha sido laprimera que me ha marcado enpúblico como una amenaza.

Acaricio la espesa capa deburbujas de mi bañera. Limpiarme esel paso preliminar para decidir minuevo aspecto. Con el pelo dañadopor el ácido, la piel quemada por elsol y unas feas cicatrices, el equipo depreparación tiene que ponerme guapay después herirme, quemarme ymarcarme de manera más atractiva.

—Ponedla en base de belleza cero—fue lo primero que ordenó Fulviaesta mañana—. Trabajaremos a partirde ahí.

Al final resulta que la base debelleza cero es el aspecto que tendríauna persona si se levantara de la camacon un aspecto perfecto, pero natural.

Significa que me cortan las uñas a laperfección, aunque no las pintan; quetengo el pelo sedoso y reluciente,aunque sin peinar demasiado; que medejan la piel suave e impoluta,aunque sin pintarla; que me hacen lacera y me borran las ojeras, aunquesin realizar mejoras visibles. Supongoque Cinna dio las mismasinstrucciones el primer día que lleguécomo tributo al Capitolio. Aquelloera distinto, ya que era unaconcursante y ahora soy una rebelde,así que supongo que tendré queparecerme más a mí misma. Sinembargo, resulta que los rebeldestelevisados también tienen que estar a

la altura.Después de enjuagarme la

espuma, me vuelvo y veo a Octaviaesperando con una toalla. Sin la ropachillona, el exceso de maquillaje, lostintes, las joyas y los adornos del pelo,no tiene nada que ver con la mujerque conocí en el Capitolio. Recuerdoque un día se presentó con unamelena rosa fuerte salpicada deparpadeantes luces de colores conforma de ratones. Me dijo que en casatenía varios ratones como mascotas,cosa que me repugnó en su momento,ya que nosotros consideramosalimañas a los ratones, a no ser queestén cocinados. Sin embargo, a

Octavia le gustaban porque eranpequeñitos, suaves y hacían ruidoschillones, como ella. Mientras meseca, intento acostumbrarme a laOctavia del Distrito 13. Su color depelo real resulta ser un caoba muybonito. Tiene una cara normal,aunque con una dulzura innegable.Es más joven de lo que pensaba, quizáveintipocos. Sin las uñas decorativasde ocho centímetros sus dedos soncasi cortos y no dejan de temblar.Quiero decirle que no pasa nada, queme aseguraré de que Coin no vuelva ahacerle daño, pero los moratonesmulticolores que florecen bajo su pielverde me recuerdan mi impotencia.

Flavius también parece desvaídosin los labios morados y la ropa decolores. Eso sí, ha conseguido ordenarmás o menos sus tirabuzones naranjas.Es Venia la que ha cambiado menos:su pelo turquesa cae liso en vez deestar de punta, y se le ven las raícesgrises, pero los tatuajes son su rasgomás llamativo, y siguen tan dorados ysorprendentes como siempre. Seacerca y le quita la toalla a Octavia.

—Katniss no va a hacernos daño—le dice a Octavia en voz baja,aunque firme—. Ella ni siquiera sabíaque estábamos allí. Todo irá mejorahora.

Octavia asiente levemente,

aunque no se atreve a mirarme a losojos.

No es fácil dejarme en base debelleza cero, ni siquiera con el arsenalde productos, herramientas ycacharros que Plutarch tuvo laprevisión de sacar del Capitolio. Miequipo lo hace bastante bien hastaque intentan solucionar el agujeroque me dejó Johanna en el brazo alsacar el dispositivo de seguimiento. Elequipo médico no tuvo en cuenta laestética cuando lo remendó, así queahora tengo una cicatriz irregular yllena de bultos que ocupa el tamañode una manzana. Normalmente me lotapa la manga, pero el traje de Cinna

está diseñado para que las mangaslleguen hasta justo encima del codo.Es un problema tan gordo que llamana Fulvia y Plutarch para analizarlo.Juro que la visión de la cicatriz haceque Fulvia tenga arcadas. Cuántasensibilidad para alguien que trabajacon un Vigilante. En fin, supongoque sólo está acostumbrada a vercosas desagradables en una pantalla.

—Todos saben que tengo lacicatriz —digo, malhumorada.

—Saberlo y verla son dos cosasmuy distintas —replica Fulvia—. Escompletamente repulsivo. Plutarch yyo pensaremos en algo durante lacomida.

—No pasará nada —dice Plutarch,restándole importancia—, puede quecon un brazalete o algo así.

Asqueada, me visto para poder iral comedor y me encuentro con miequipo de preparación apiñado en ungrupito junto a la puerta.

—¿Es que os traen aquí la comida?—les pregunto.

—No —responde Venia—, sesupone que tenemos que ir a uncomedor.

Suspiro para mis adentros y meimagino entrando en el comedor conestos tres detrás, pero, de todosmodos, la gente siempre me mira, asíque tampoco varía mucho.

—Os enseñaré dónde es, venga.Las miradas furtivas y los

murmullos por lo bajo que suelodespertar no son nada comparadoscon la reacción que produce miestrafalario equipo de preparación.Las bocas abiertas, los dedosacusadores, las exclamaciones…

—No hagáis caso —les digo a lostres, que me siguen por la fila con lamirada gacha y movimientosmecánicos para aceptar los cuencos deestofado de pescado grisáceo yquingombó, y las tazas de agua.

Nos sentamos a mi mesa junto aun grupo de la Veta que resulta serun poco más discreto que la gente del

13, aunque quizá por vergüenza.Leevy, que era vecino mío en el 12,saluda con cautela a mi equipo , y lamadre de Gale, Hazelle, que debe desaber lo de su encierro, levanta unacucharada de estofado.

—No os preocupéis —comenta—,sabe mejor de lo que parece.

Sin embargo es Posy, la hermanade cinco años de Gale, la que másayuda. Corre por el banco hastaOctavia y le toca la piel conindecisión.

—Eres verde, ¿estás enferma?—Es por moda, Posy, como llevar

pintalabios —explico.—Se supone que es bonito —

susurra Octavia, y veo que laslágrimas están a punto de mojarle laspestañas.

Posy se lo piensa y afirma,rotunda:

—Creo que estarías bonita concualquier color.

Los labios de Octavia esbozan unadiminuta sonrisa, y responde:

—Gracias.—Si de verdad quieres

impresionar a Posy tendrás queteñirte de rosa chillón —dice Gale aldejar su bandeja junto a la mía—. Essu color favorito. —Posy suelta unarisita y se desliza por el banco paravolver con su madre. Gale señala con

la cabeza el cuenco de Flavius—. Serámejor que no se te enfríe, no mejorala consistencia.

Todos nos ponemos a comer. Elestofado no sabe mal, pero sí quetiene una viscosidad difícil desoportar, como si tuvieras que tragartres veces cada bocado para bajarlodel todo.

Gale, que no suele hablar muchodurante las comidas, se esfuerza pormantener viva la conversaciónpreguntando por el maquillaje. Séque intenta suavizar las cosas porqueanoche discutimos cuando sugirió queno había dejado más opción a Coinque contrarrestar mi exigencia con la

suya:«—Katniss, ella dirige este

distrito. No puede hacerlo si pareceque se pliega a tu voluntad.

»—Quieres decir que no soportaninguna disensión, aunque sea justa—contraataqué.

»—Quiero decir que la dejastemal. Obligarla a otorgar la inmunidada Peeta y los otros sin saber qué clasede problemas pueden causar…

»—Entonces, ¿tendría que haberseguido con el guión y dejar que losdemás tributos se las apañen? Da unpoco igual, ¡porque eso es lo queestamos haciendo de todas formas!».

Entonces le cerré la puerta en las

narices. No me senté con él en eldesayuno, y cuando Plutarch lo envióa entrenamiento esta mañana, lo dejémarchar sin decir palabra. Sé que sólohablaba porque se preocupa por mí,pero necesito que esté de mi parte, node la de Coin. ¿Cómo es que no losabe?

Después de comer, Gale y yotenemos que ir a Defensa Especialpara reunirnos con Beetee. En elascensor, Gale dice al fin:

—Sigues enfadada.—Y tú sigues sin sentirlo.—Sigo manteniendo lo que dije.

¿Quieres que te mienta?—No, quiero que te lo vuelvas a

pensar y llegues a la conclusióncorrecta —respondo, pero se ríe.

Tengo que dejarlo pasar, no tienesentido intentar dictar a Gale lo quedebe pensar. Además, para ser sincera,ésa es una de las razones por las queconfío en él.

La planta de Defensa Especialestá situada casi tan abajo como lasmazmorras en las que encontramos alequipo de preparación. Es unacolmena de salas llenas deordenadores, laboratorios, equipo deinvestigación y pistas de pruebas.

Cuando preguntamos por Beetee,nos dirigen a través del laberintohasta que llegamos a una enorme

ventana de lámina de vidrio. Dentroguardan la primera cosa bella que veoen el Distrito 13: una réplica de unprado lleno de árboles de verdad yplantas en flor, y repleto de colibríes.Beetee está sentado inmóvil en unasilla de ruedas en el centro del pradoobservando cómo un pájaro verdeflota en el aire sorbiendo el néctar deuna gran flor naranja. Sus ojos siguenal pájaro que se aleja, y entonces nosve y nos hace un gesto amistoso paraque entremos con él.

El aire es fresco y respirable, nohúmedo y pesado como cabríaesperar. Desde todas las esquinas nosllega el zumbido de alas diminutas,

que antes confundía con el de losinsectos de nuestro bosque. Mepregunto cómo es posible que hayanconstruido algo tan bello en estelugar.

Beetee todavía tiene la palidez deun convaleciente, aunque detrás deesas gafas que tan mal le sientan se leven los ojos brillantes de la emoción.

—¿A que son magníficos? Los del13 llevan años estudiando aquí suaerodinámica. Vuelo hacia delante ymarcha atrás, y velocidades de hastanoventa y seis kilómetros por hora.¡Ojalá pudiera fabricarte unas alas así,Katniss!

—Dudo que supiera manejarlas —

respondo entre risas.—Un segundo aquí y otro allí.

¿Serías capaz de derribar a un colibrícon una flecha? —me pregunta.

—Nunca lo he intentado, notienen mucha carne.

—No, y no eres de las que matanpor deporte —dice él—, pero seguroque cuesta acertarles.

—Quizá podría usarse una trampa—comenta Gale; tiene esa expresióndistante que pone cuando estádándole vueltas a algo—. Se usa unared con una malla muy fina, se cierrauna zona y se deja una abertura deunos dos metros cuadrados. En elinterior se ponen flores con néctar de

cebo. Mientras se alimentan, se cierrala abertura. Huirían al oír el ruido,pero sólo llegarían al otro extremo dela red.

—¿Funcionaría eso? —preguntaBeetee.

—No lo sé, sólo es una idea —responde Gale—. Puede que seandemasiado listos.

—Puede, pero juegas con suinstinto natural de huir del peligro.Pensar como tus presas…, así sedescubren sus puntos débiles.

Recuerdo algo en lo que no quieropensar: mientras nos preparábamospara el Vasallaje, vi una cinta en laque Beetee, que no era más que un

crío, conectaba dos cables yelectrocutaba a una manada de chicosque intentaba cazarlo. Lasconvulsiones de los cuerpos, lasexpresiones grotescas… En losmomentos anteriores a su victoria enaquellos lejanos Juegos del Hambre,Beetee contempló las muertes de losdemás. No era culpa suya, sólodefensa propia. Todos actuábamos endefensa propia…

De repente quiero salir de la salade los colibríes antes de que alguienempiece a montar una trampa.

—Beetee, Plutarch nos ha dichoque tenías algo para mí.

—Cierto, así es, tu nuevo arco.

Pulsa un control manual en elbrazo de la silla y sale rodando de lasala. Mientras lo seguimos por lasvueltas y revueltas de DefensaEspecial, nos explica lo de la silla.

—Ahora puedo caminar un poco,pero me canso muy deprisa. Meresulta más fácil manejarme con esto.¿Cómo le va a Finnick?

—Tiene… problemas deconcentración —respondo; no quierodecir que sufre un deterioro mentalcompleto.

—Problemas de concentración,¿eh? —dice Beetee, esbozando unasonrisa triste—. Si supieras por lo queha pasado Finnick en los últimos

años, sabrías el mérito que tiene quesiga entre nosotros. En fin, dile quehe estado trabajando en un nuevotridente para él, ¿vale? Algo paradistraerlo un poco.

Diría que lo que menos necesitaFinnick son distracciones, peroprometo pasar el mensaje.

Cuatro soldados protegen laentrada del pasillo que pone:«Armamento especial». Comprobarlos horarios de los antebrazos no esmás que un paso preliminar. Tambiénnos hacen escáneres de huellas, retinay ADN, y tenemos que pasar a travésde unos detectores de metalespeciales. Beetee deja su silla de

ruedas fuera, aunque le proporcionanotra cuando entramos. Todo meparece muy extraño porque no creoque nadie criado en el Distrito 13pueda ser una amenaza para elGobierno. ¿Han montado estasmedidas de seguridad por la recienteentrada de inmigrantes?

En la puerta de la armería nosencontramos con una segunda rondade comprobaciones de identidad(como si mi ADN hubiera cambiadoen el rato que hemos tardado enrecorrer los veinte metros del pasillo)y por fin nos permiten entrar en lacolección de armas. Tengo quereconocer que el arsenal me quita el

aliento: fila tras fila de armas defuego, lanzadores, explosivos yvehículos armados.

—Obviamente, la DivisiónAerotransportada se guarda porseparado —nos explica Beetee.

—Obviamente —respondo, comosi no cupiera duda.

No sé cómo van a encajar un arcoy una flecha en un equipo de altatecnología como éste, hasta que llegoa una pared llena de arcos mortíferos.Durante el entrenamiento jugué conmuchas de las armas del Capitolio,pero ninguna había sido diseñadapara el combate militar. Centro miatención en un arco de aspecto letal

tan lleno de miras y dispositivosvarios que seguro que ni puedolevantarlo, por no hablar ya dedisparar con él.

—Gale, quizá quieras probar unoscuantos de éstos —dice Beetee.

—¿En serio? —responde Gale.—Al final te darán un arma de

fuego para la batalla, por supuesto,pero si apareces como parte delequipo de Katniss en las propos, unacosa de éstas quedará más vistosa. Seme había ocurrido que te gustaríaelegir una que te vaya bien.

—Sí, claro.Gale agarra justo el arco que me

había llamado la atención hace un

momento y se lo lleva al hombro.Apunta con él hacia varios lugares dela sala y observa todo a través de lamira.

—No parece muy justo para losciervos —comento.

—Pero no lo usaría contra losciervos, ¿no? —responde él.

—Ahora mismo vuelvo —diceBeetee antes de meter un código enun panel y abrir así una puertecita.Lo veo desaparecer y se cierra lapuerta.

—Entonces, ¿te resultaría fácilusarlo contra personas? —pregunto.

—No he dicho eso —respondeGale, bajando el arco—, pero si

hubiera tenido un arma con la queevitar lo que pasó en el 12…, si hubieratenido un arma para mantenerte fuerade la arena… la habría usado.

—Yo también —reconozco,aunque no sé qué decirle sobre lasconsecuencias de matar a unapersona, sobre cómo esa persona siguedentro de ti para siempre.

Beetee vuelve con una caja negra,alta y rectangular mal colocada entresu reposapiés y el hombro. Se detieney se inclina hacia mí.

—Para ti.Dejo la caja en el suelo y abro los

pestillos del lateral. La tapa se abresin hacer ruido. Dentro, sobre un

lecho de terciopelo marrón arrugado,hay un arco negro impresionante.

—Oh —susurro, admirada.Levanto con cuidado el arco para

contemplar su exquisito equilibrio, elelegante diseño y la curva de losextremos que, de algún modo,recuerdan a las alas de un pájaro envuelo. Hay algo más: tengo quequedarme muy quieta paraasegurarme de que no me lo imagino,pero no, el arco está vivo. Me lo llevoa la mejilla y noto el ligero zumbidoque me llega hasta los huesos de lacara.

—¿Qué está haciendo? —pregunto.

—Te saluda —explica Beetee,sonriendo—. Ha oído tu voz.

—¿Reconoce mi voz?—Sólo tu voz. Verás, sólo querían

que diseñara un arco bonito para tudisfraz, ¿sabes? Sin embargo, nodejaba de pensar que era una pérdidade tiempo. Es decir, ¿y si alguna vezlo necesitas de algo más que deadorno? Así que lo dejé sencillo porfuera y volqué mi imaginación en elinterior. Es más fácil explicarlo con lapráctica, ¿queréis probarlos?

Queremos. Ya nos han preparadoun campo de tiro. Las flechas que hadiseñado Beetee son tanextraordinarias como el arco; entre las

dos cosas, puedo disparar conprecisión a más de noventa metros. Lavariedad de flechas (afiladas comocuchillas, incendiarias, explosivas)convierten el arco en un armamultidisciplinar. Cada tipo de flechatiene el astil de un color distinto ypuedo usar el arco con la voz cuandoquiera, aunque no sé para qué iba aquerer hacerlo. Para desactivar laspropiedades especiales del arco sólotengo que decir: «Buenas noches».Entonces se va a dormir hasta que elsonido de mi voz vuelve a despertarlo.

Cuando dejo a Beetee y a Galepara volver con mi equipo depreparación, estoy de buen humor.

Aguanto pacientemente el resto deltrabajo de maquillaje y me pongo midisfraz, que ahora incluye una vendaensangrentada sobre la cicatriz delbrazo, de modo que quede claro quehe entrado en combate hace poco.Venia me pone la insignia del sinsajoa la altura del corazón. Recojo el arcoy el carcaj de flechas normales queme hizo Beetee sabiendo que nuncame permitirían andar por aquí con lasflechas cargadas. Después pasamos alestudio y me tengo que quedar de pieuna eternidad mientras retocan elmaquillaje, la luz y el humo. Al finalempiezan a disminuir las órdenes quela gente invisible escondida en la

misteriosa cabina acristalada envíapor el intercomunicador. Fulvia yPlutarch ya pasan más tiempoexaminando que retocando. Y por finse hace el silencio; durante cincominutos enteros se limitan aobservarme hasta que Plutarch dice:

—Creo que así vale.Me piden que me acerque a un

monitor. Vuelven a poner los últimosminutos de grabación y veo a la mujeren la pantalla. Su cuerpo parece másalto, más imponente que el mío; tienela cara manchada, pero sexy; las cejasson de color negro y las frunce en ungesto de desafío; le salen volutas dehumo de la ropa, como sugiriendo

que acaba de apagarse o que está apunto de arder. No sé quién es estapersona.

Finnick, que lleva unas cuantashoras dando vueltas por el decorado,se me acerca por detrás y dice con untoque de su antiguo humor:

—Querrán matarte, besarte o sercomo tú.

Todos están emocionados y muycontentos con su trabajo. Ya casi eshora de bajar a cenar, pero insisten enseguir. Mañana nos centraremos enlos discursos y las entrevistas, ytendré que fingir estar en batallas delos rebeldes. Hoy sólo necesitan unlema, una única línea que puedan

meter en una propo corta para Coin.La línea es: «¡Pueblo de Panem:

lucharemos, desafiaremos yacabaremos con nuestra hambre dejusticia!». Por la forma en que lapresentan sé que han pasado meses,puede que años, creándola y queestán muy orgullosos de ella. Sinembargo, es mucho para mí, muyrígido. No me imagino diciéndolo deverdad en la vida real, salvo imitandoel acento del Capitolio para reírme deellos. Como cuando Gale y yoimitábamos el lema de Effie Trinket:«¡Que la suerte esté siempre, siemprede vuestra parte!». Pero tengo aFulvia encima describiendo una

batalla en la que acabo de estar, quemis camaradas están muertos a mialrededor y que, para arengar a losvivos, debo volverme hacia la cámaray ¡gritar la línea!

Me devuelven corriendo a misitio, y la máquina de humo entra enacción. Alguien pide silencio, lascámaras empiezan a rodar y oigo:«¡Acción!». Así que levanto el arcosobre la cabeza y chillo con toda larabia que logro reunir:

—¡Pueblo de Panem: lucharemos,desafiaremos y acabaremos connuestra hambre de justicia!

El plató guarda silencio. Y elsilencio dura y dura.

Finalmente se activa elintercomunicador y la dura risa deHaymitch resuena por el estudio. Secontiene lo justo para decir:

—Y así, amigos míos, es comomuere una revolución.

66

La conmoción que sufrí ayer al oír lavoz de Haymitch, al saber que no sólovolvía a estar en forma, sino queademás volvía a ejercer algún controlsobre mi vida, me puso furiosa. Dejéel estudio de inmediato y hoy me henegado a hacer caso de suscomentarios desde la cabina. Aun así,supe inmediatamente que estaba enlo cierto sobre mi actuación.

Ha tardado toda la mañana enconvencer a los demás de mis

limitaciones, de que no soy capaz dehacerlo, de que no puedo plantarmeen un estudio de televisión con undisfraz, maquillaje y una nube dehumo falso, y arengar a los distritos ala victoria. La verdad es que resultasorprendente que haya sobrevividotanto tiempo a las cámaras. El mérito,por supuesto, es de Peeta. Sola nopuedo ser el Sinsajo.

Nos reunimos en torno a laenorme mesa de Mando: Coin y lossuyos; Plutarch, Fulvia y mi equipode preparación; un grupo del 12 en elque están Haymitch y Gale, aunquetambién otros tantos que mesorprenden, como Leevy y Sae la

Grasienta. En el último momentoaparece Finnick empujando la silla deBeetee, acompañados por Dalton, elexperto en ganado del 10. Supongoque Coin ha reunido a esta extrañaselección para que sea testigo de mifracaso.

Sin embargo, es Haymitch el queda la bienvenida a todos, y por suspalabras entiendo que han venidoporque él los ha invitado. Es laprimera vez que estamos en unahabitación juntos desde que le arañéla cara. Evito mirarlo a los ojos,aunque veo su reflejo en uno de losrelucientes cuadros de control quecubren las paredes: está algo amarillo

y ha perdido mucho peso, así que escomo si hubiera encogido. Duranteun segundo temo que se estémuriendo; tengo que recordarme queno me importa.

Lo primero que hace Haymitch esenseñar la grabación que acabamos dehacer. Creo que he alcanzado unnuevo mínimo bajo las órdenes dePlutarch y Fulvia, porque tanto mivoz como mi cuerpo están comodescoyuntados, van a saltos, igual queuna marioneta a la que manipulanfuerzas invisibles.

—De acuerdo —dice Haymitchcuando acaba—. ¿Alguien estádispuesto a afirmar que esto nos va a

servir para ganar la guerra? —Nadielo hace—. Eso nos ahorra tiempo.Bueno, vamos a guardar silencio unminuto. Quiero que todos penséis enun incidente en el que KatnissEverdeen os conmoviera. No cuandoenvidiabais su peinado, ni cuando suvestido ardió, ni cuando disparómedio bien con un arco. No cuandoPeeta hacía que os gustara. Quiero oírun momento en el que ella en personaos hiciera sentir algo real.

El silencio se alarga y empiezo apensar que no acabará nunca, hastaque habla Leevy:

—Cuando se ofreció voluntariapara ocupar el lugar de Prim en la

cosecha. Porque estoy seguro de quepensaba que iba a morir.

—Bien, un ejemplo excelente —dice Haymitch; agarra un rotuladormorado y se pone a escribir en uncuaderno—. Voluntaria en lugar de suhermana en la cosecha. —Mira a sualrededor y añade—: Otro.

Me sorprende que el siguiente seaBoggs, a quien había tomado por unrobot musculoso que hacía cumplir lavoluntad de Coin:

—Cuando cantó la canción.Mientras la niña moría.

En algún lugar de mi cerebroaparece la imagen de Boggs con unniño apoyado en sus caderas. Creo

que en el comedor. Puede que no seaun robot, al fin y al cabo.

—A quién no se le partió elcorazón con eso, ¿verdad? —comentaHaymitch mientras lo escribe.

—Yo lloré cuando drogó a Peetapara poder ir a por su medicina ¡ycuando le dio un beso de despedida!—suelta Octavia; después se tapa laboca, como si de repente se dieracuenta de que había cometido unerror.

Pero Haymitch se limita a asentiry dice:

—Ah, sí: droga a Peeta parasalvarle la vida. Muy bonito.

Las anécdotas empiezan a surgir

rápidamente y sin orden. Cuando mealié con Rue; cuando le di la mano aChaff en la noche de la entrevista;cuando intenté cargar con Mags… Yuna y otra vez, cuando saqué esasbayas que significaron tantas cosasdistintas para cada persona: amor porPeeta, negativa a rendirme en unasituación imposible o desafío ante lacrueldad del Capitolio.

Haymitch levanta el cuaderno yanuncia:

—Entonces, ésta es la pregunta:¿qué tienen todos estosacontecimientos en común?

—Que eran Katniss —respondeGale en voz baja—, nadie le estaba

diciendo qué hacer ni qué decir.—¡Sin guión, sí! —exclama

Beetee, dándome una palmadita en lamano—. Así que sólo tenemos quedejarte solita, ¿verdad?

La gente se ríe, incluso yo sonríoun poco.

—Bueno, todo esto está muy bien,pero no ayuda mucho —dice Fulvia,malhumorada—. Por desgracia, susoportunidades para ser maravillosason muy reducidas en el 13. Así que, ano ser que estés sugiriendo lanzarla alcombate…

—Eso es justo lo que estoysugiriendo —responde Haymitch—:sacarla al campo de batalla y dejar

que las cámaras graben.—Pero la gente cree que está

embarazada —señala Gale.—Haremos correr la voz de que

perdió al bebé por culpa de ladescarga eléctrica de la arena —contesta Plutarch—. Muy triste, unadesgracia.

La idea de enviarme a combatir escontrovertida, aunque Haymitchtiene un buen caso. Si sólo actúo bienen circunstancias reales, ahí es dondedebería estar.

—Si la dirigimos o le damos unguión, lo mejor que podemos esperarde ella es algo aceptable. Tiene quesalir de ella, a eso es a lo que responde

la gente.—Aunque tengamos cuidado, no

podemos garantizar su seguridad —dice Boggs—. Será un blanco paratodos…

—Quiero ir —lo interrumpo—.Aquí no sirvo de nada a los rebeldes.

—¿Y si te matan? —preguntaCoin.

—Pues aseguraos de grabarlo bien.Podréis usarlo de cualquier modo —respondo.

—Vale —dice ella—, perovayamos paso a paso. Primeroencontraremos la situación menospeligrosa que pueda arrancarte algode espontaneidad. —Se pasea por la

sala y examina los mapas iluminadosde los distritos, en los que se ven lasposiciones de las tropas en la guerra—. Llevadla esta tarde al 8. Por lamañana han tenido muchosbombardeos, pero parece que elataque ha pasado. La quiero armadacon un pelotón de guardaespaldas.Los cámaras en el terreno. Haymitch,tú estarás en el aire y en contacto conella. Veamos qué pasa. ¿Algúncomentario más?

—Lavadle la cara —dice Dalton, ytodos se vuelven hacia él—. Todavíaes una jovencita, y así parece quetiene treinta y cinco años. Está mal.Como algo que haría el Capitolio.

Coin da por finalizada la reunióny Haymitch le pregunta si puedehablar conmigo en privado. Todos sevan, salvo Gale, que remoloneavacilante a mi lado.

—¿Qué te preocupa? —lepregunta Haymitch—. Yo soy el quenecesita guardaespaldas.

—No pasa nada —le digo a Gale,y él se va.

Nos quedamos los dos solos,acompañados por el zumbido de losinstrumentos y el ronroneo delsistema de ventilación. Haymitch sesienta frente a mí.

—Vamos a tener que trabajarjuntos de nuevo, así que, adelante,

dilo de una vez.Pienso en el cruel intercambio a

voces del aerodeslizador y en el rencorde después, aunque me limito a decir:

—No puedo creerme que norescataras a Peeta.

—Lo sé.Falta algo, y no porque él no se

haya disculpado, sino porque éramosun equipo, habíamos acordadomantener a Peeta a salvo. Era un tratopoco realista hecho al abrigo de lanoche, pero un trato al fin y al cabo,y, en el fondo de mi corazón, yo sabíaque los dos habíamos fallado.

—Ahora dilo tú —le pido.—No puedo creerme que le

quitaras la vista de encima aquellanoche —responde Haymitch.

Asiento, eso es todo.—Lo repito una y otra vez en mi

cabeza, lo que podría haber hechopara mantenerlo a mi lado sin romperla alianza, pero no se me ocurre nada.

—No tenías elección, y aunquehubiera podido hacer que Plutarch sequedara para rescatarlo aquellanoche, nos habrían derribado a todos.Apenas salimos de allí contigo.

Por fin miro a Haymitch a losojos, ojos de la Veta, grises, profundosy rodeados de los círculos oscuros delas noches sin dormir.

—Todavía no está muerto,

Katniss.—Seguimos en el juego —afirmo,

intentando sonar optimista, aunquese me quiebra la voz.

—Sí, y sigo siendo tu mentor —responde, y me apunta con elrotulador—. Cuando estés en tierra,recuerda que yo estoy arriba. Tendrémejor vista que tú, así que haz lo quete diga.

—Ya veremos.Regreso a la sala de belleza y

observo cómo desaparecen los ríos demaquillaje por el desagüe conformeme restriego la cara. La persona delespejo está andrajosa, con la pielirregular y los ojos cansados, pero se

me parece. Me arranco la venda ydejo al aire la fea cicatriz deldispositivo. Eso es. Eso también se meparece.

Como estaré en una zona decombate, Beetee me ayuda con laprotección que diseñó Cinna. Uncasco de un metal entretejido que seencaja en la cabeza. El material esflexible, como tela, y puede subirsecomo una capucha si no quierotenerlo puesto todo el rato. Unchaleco para reforzar la protección demis órganos vitales. Un pequeñoauricular blanco que se une al cuellodel traje por medio de un cable.Beetee me engancha una máscara en

el cinturón por si hay un ataque congases.

—Si ves que alguien cae al suelopor alguna razón desconocida,póntela de inmediato —me dice.

Para terminar, me cuelga a laespalda un carcaj dividido en trescilindros de flechas.

—Recuerda: a la derecha, fuego; ala izquierda, explosivo; al centro,normal. No creo que los necesites,pero más vale prevenir que curar.

Boggs aparece para acompañarmea la División Aerotransportada. Justocuando aparece el ascensor, Finnickllega corriendo, muy nervioso.

—¡Katniss, no me dejan ir! ¡Les

dije que estoy bien, pero ni siquierame dejan quedarme en elaerodeslizador!

Observo a Finnick: las piernasdesnudas asomando bajo el camisón ylas zapatillas del hospital, el peloenredado, la cuerda a medio anudarenrollada en los dedos, la mirada delunático. Sé que no servirá de nadapedir que lo dejen venir, ni siquierayo creo que sea buena idea, así queme doy una palmada en la frente ydigo:

—Ay, se me había olvidado, es poresta estúpida conmoción cerebral: sesupone que tenía que decirte quefueras a ver a Beetee en Armamento

Especial. Ha diseñado un nuevotridente para ti.

Al oír la palabra tridente es comosi surgiera el viejo Finnick.

—¿De verdad? ¿Qué hace?—No lo sé, pero si se parece a mi

arco y mis flechas, te va a encantar.Tendrás que entrenar con él, eso sí.

—Claro, por supuesto. Supongoque será mejor que baje.

—Finnick, ¿y si te ponespantalones?

Él se mira las piernas como si sediera cuenta por primera vez de loque lleva puesto, se quita el camisóny se queda en ropa interior.

—¿Por qué? ¿Es que esto —añade,

poniendo una pose provocativa muyridícula— te distrae?

No puedo evitar reírme porquetiene gracia, y más gracia todavía porlo incómodo que parece Boggs.Además, me hace feliz ver queFinnick suena como el chico queconocí en el Vasallaje de losVeinticinco.

—Es que tengo sangre en lasvenas, Odair —digo, entrando en elascensor antes de que se cierren laspuertas—. Lo siento —añado,dirigiéndome a Boggs.

—No te preocupes, creo que lohas… llevado muy bien. Al menosmejor que si hubiera tenido que

detenerlo.—Sí.Le echo un vistazo. Tendrá unos

cuarenta y tantos años, lleva el pelogris muy corto y sus ojos son azules.Una postura increíble. Hoy hahablado dos veces y lo que ha dichome hace pensar que preferiría ser miamigo antes que mi enemigo. Quizádebería darle una oportunidad, peroparece tan fiel a Coin…

Oigo una serie de chasquidosfuertes y el ascensor se detiene unsegundo antes de empezar a moversehacia la izquierda.

—¿También avanza lateralmente?—pregunto.

—Sí, hay una red entera decaminos de ascensor bajo el 13 —responde—. Ésta está justo encima delradio de transporte que da a la quintaplataforma de despegue. Nos lleva alhangar.

El hangar, las mazmorras, DefensaEspecial, un sitio para cultivarcomida, otro donde generar aire,purificadores de aire y agua…

—El 13 es más grande de lo quecreía.

—La mayoría no es mérito nuestro—dice Boggs—. Básicamente loheredamos. Lo que hemos procuradohacer es mantenerlo enfuncionamiento.

Vuelven los chasquidos, bajamosbrevemente (un par de plantas) y laspuertas se abren para dejarnos entraren el hangar.

—Oh —dejo escapar sin querer alver la flota, hilera tras hilera dedistintos tipos de naves—. ¿Tambiénheredasteis esto?

—Algunos los fabricamosnosotros, otros formaban parte de lasfuerzas aéreas del Capitolio. Loshemos actualizado, claro.

Vuelvo a notar una punzada deodio contra el 13.

—Entonces, ¿teníais todo esto ydejasteis indefensos al resto de losdistritos frente al Capitolio?

—No es tan sencillo —replica—.No hemos estado en posición delanzar un contraataque hasta hacepoco. Apenas nos manteníamos convida. Después de vencer y ejecutar ala gente del Capitolio, sólo unpuñado de los nuestros sabía cómopilotar. Podríamos haberlosbombardeado con misiles nucleares,sí, pero siempre queda la preguntamás importante: si iniciamos unaguerra de ese tipo contra el Capitolio,¿quedaría algún ser humano vivo?

—Eso suena como lo que dijoPeeta, y vosotros lo llamasteis traidor.

—Porque pidió un alto el fuego —responde Boggs—. Habrás notado que

ninguno de los dos bandos ha lanzadoarmas nucleares. Estamosfuncionando a la antigua. Por aquí,soldado Everdeen —concluye,señalando uno de los aerodeslizadorespequeños.

Subo las escaleras y veo quedentro están el equipo de televisión ysus herramientas. Todos los demásllevan los monos militares gris oscurodel 13, incluso Haymitch, aunque élparece incómodo con lo ceñido que lequeda el cuello.

Fulvia Cardew entra a toda prisa ydeja escapar un bufido de frustraciónal verme la cara.

—Tanto trabajo tirado a la basura.

No te culpo a ti, Katniss, es que haymuy poca gente con rostrosfotogénicos. Como él —dice,agarrando a Gale, que está hablandocon Plutarch, y volviéndolo hacianosotros—. ¿A que es guapo?

Lo cierto es que Gale estáimpresionante con el uniforme,supongo. Sin embargo, la preguntanos avergüenza a los dos, dada nuestrahistoria. Intento pensar en unaréplica ingeniosa cuando Boggs diceen tono brusco:

—Bueno, es normal que no nosimpresione mucho: acabamos de ver aFinnick Odair en ropa interior.

Decido que, efectivamente, Boggs

me gusta mucho.Se nos avisa del inminente

despegue, así que me siento al lado deGale, frente a Haymitch y Plutarch,y me abrocho el cinturón. Nosdeslizamos a través de un laberinto detúneles que se abren a unaplataforma. Una especie de elevadorhace que la nave suba poco a poco deuna planta a otra. De repente estamosen el exterior, en un gran camporodeado de bosques, y despuésdespegamos de la plataforma y lasnubes nos envuelven.

Una vez libre del bullicio previo ala misión, me doy cuenta de que notengo ni idea de qué me espera en

este viaje al Distrito 8. De hecho, sémuy poco sobre el estado real de laguerra y lo que hace falta paraganarla. Tampoco sé qué pasaría si lohiciéramos.

Plutarch trata de explicármelo entérminos simples. En primer lugar,todos los distritos luchan contra elCapitolio, salvo el 2, que siempre hatenido una relación privilegiada connuestros enemigos, a pesar de suparticipación en los Juegos delHambre. Reciben más comida ymejores condiciones de vida. Despuésde los Días Oscuros y la supuestadestrucción del 13, el Distrito 2 seconvirtió en el nuevo centro de

defensa del Capitolio, aunque enpúblico se presenta como el hogar delas canteras de la nación, igual que el13 era conocido por sus minas degrafito. El Distrito 2 no sólo fabricaarmas, sino que entrena e inclusosuministra agentes de la paz.

—¿Quieres decir… que algunos delos agentes nacen en el 2? —pregunto—. Creía que eran del Capitolio.

—Eso se supone que debéis creer—responde Plutarch, asintiendo—. Yalgunos sí que son del Capitolio, perosu población nunca podría manteneruna fuerza de ese tamaño. Además,está el problema de reclutar aciudadanos criados en el Capitolio

para una aburrida vida de privacionesen los distritos. Un compromiso deveinte años en el cuerpo, sin casarse ysin hijos. Algunos se lo tragan por elhonor del cargo, mientras que otros loaceptan como alternativa al castigo.Por ejemplo, únete a los agentes de lapaz y te perdonaremos las deudas. Enel Capitolio hay muchas personasahogadas por las deudas, aunque notodas ellas sirven para el serviciomilitar, así que el Distrito 2 es nuestrafuente de tropas adicionales. Paraellos es una forma de escapar de lapobreza y la vida en las canteras. Loseducan como a guerreros, ya has vistolo dispuestos que están sus hijos a

presentarse voluntarios comotributos.

Cato y Clove. Brutus y Enobaria.He visto su buena disposición ytambién su sed de sangre.

—Pero ¿todos los demás distritosestán de nuestra parte? —pregunto.

—Sí. Nuestro objetivo es tomarlos distritos uno a uno y acabar en el2, de modo que el Capitolio se quedesin suministros. Entonces, cuandoesté más débil, lo invadiremos —explica Plutarch—. Será un retocompletamente distinto, pero noadelantemos acontecimientos.

—Si ganamos, ¿quién estará acargo del Gobierno? —pregunta Gale.

—Todos —responde Plutarch—.Vamos a formar una república en laque la gente de todos los distritos y elCapitolio pueda elegir a sus propiosrepresentantes y enviarlos a unGobierno centralizado. No pongáisesa cara, ya ha funcionado antes.

—En los libros —mascullaHaymitch.

—En los libros de historia —replica Plutarch—, y si nuestrosancestros pudieron hacerlo, nosotrostambién.

A decir verdad, nuestros ancestrosno tienen muchas razones parapresumir de nada. Es decir, no haymás que ver el estado en el que nos

dejaron, con guerras y el planetadestrozado. Está claro que no lesimportaba lo que les pasara a los quevinieran detrás, aunque esta idea de larepública suena mejor que nuestrosistema actual.

—¿Y si perdemos? —pregunto.—¿Si perdemos? —repite

Plutarch; mira a las nubes y esbozauna sonrisa irónica—. Entoncesseguro que el año que viene tenemosunos Juegos del Hambre memorables.Lo que me recuerda… —Saca unfrasco de su chaleco, se echa unascuantas pastillas violetas en la mano ynos las ofrece—. Las hemos llamado«jaula de noche» en tu honor,

Katniss. Los rebeldes no puedenpermitirse que capturen a uno denosotros, pero os prometo que serácompletamente indoloro.

Acepto una cápsula, sin saberbien dónde meterla. Plutarch me daun golpecito en el hombro, en laparte delantera de mi mangaizquierda. Lo examino y encuentroun bolsillo diminuto que sirve tantopara guardar como para esconder lapastilla. Aunque me ataran las manos,podría inclinar la cabeza y sacarla deun mordisco.

Al parecer, Cinna ha pensado entodo.

77

El aerodeslizador descienderápidamente en espiral sobre unaancha carretera a las afueras del 8.Casi de inmediato se abren laspuertas, se colocan las escaleras y nosescupen al asfalto. En cuantodesembarca la última persona, eldispositivo se pliega, y la naveasciende y desaparece. Me quedo conuna guardia personal compuesta porGale, Boggs y otros dos soldados. Elequipo de televisión consiste en un

par de robustos cámaras del Capitoliocon pesadas máquinas móviles querodean sus cuerpos y los hacenparecer insectos, una directorallamada Cressida que se ha afeitado lacabeza (tatuada con vides verdes) y suayudante, Messalla, un joven delgadocon varios pares de pendientes. Trasuna observación más atenta descubroque también tiene un agujero en lalengua, que adorna con una bolaplateada del tamaño de una canica.

Boggs nos saca de la carretera atoda prisa y nos lleva hacia una fila dealmacenes, mientras un segundoaerodeslizador se acerca paraaterrizar. En él hay suministros

médicos y una tripulación de seismédicos, a juzgar por susinconfundibles uniformes blancos.Todos seguimos a Boggs por uncallejón que avanza entre dos sososalmacenes grises. Lo único queadorna las maltrechas paredesmetálicas son las escaleras de accesoal tejado. Cuando llegamos a la calle,es como si hubiéramos entrado enotro mundo.

Están trayendo a los heridos delbombardeo de esta mañana encamillas caseras, carretillas, carros,sobre los hombros y en brazos;sangrando, mutilados e inconscientes.Los lleva una gente desesperada a un

almacén en el que han pintado unatorpe hache sobre la puerta. Es unaescena sacada de mi antigua cocina,con mi madre tratando a losmoribundos, sólo que multiplicadopor diez, por cincuenta, por cien. Meesperaba edificios bombardeados,pero me veo frente a cuerposhumanos rotos.

¿Aquí es donde piensangrabarme? Me vuelvo hacia Boggs.

—Esto no va a funcionar —le digo—. Aquí no sirvo de nada.

Debe de verme el pánico en losojos, porque se detiene un momento yme pone las manos en los hombros.

—Sí que servirás, deja que te

vean. Eso les hará más bien que todoslos médicos del mundo.

La mujer que dirige la entrada delos nuevos pacientes nos ve, tarda unmomento en reaccionar y se acerca.Sus ojos castaño oscuro estánhinchados por la fatiga, y huele ametal y sudor. Tendría que habersecambiado la venda del cuello haceunos tres días. La correa de la quecuelga el arma automática que lleva ala espalda se le clava en el cuello, asíque la mueve para cambiarla deposición. Hace un gesto brusco con elpulgar para ordenar a los médicos queentren en el almacén. Ellos obedecensin rechistar.

—Ésta es la comandante Paylor,del 8 —dice Boggs—. Comandante,ésta es la soldado Katniss Everdeen.

Parece joven para ser comandante,treinta y pocos, pero su voz tiene untono autoritario que deja claro que nola nombraron por accidente. A sulado, con mi reluciente traje nuevo,cepilladita y limpia, me siento comoun pollito recién salido del cascarón,sin experiencia y aprendiendo amoverme por el mundo.

—Sí, sé quién es —dice Paylor—.Entonces, estás viva. No estábamosseguros.

¿Me lo imagino o hay un deje deacusación en su voz?

—Todavía no lo tengo muy claro—respondo.

—Ha estado recuperándose —explica Boggs, dándose unosgolpecitos en la cabeza—. Conmocióncerebral —añade, y baja la voz—.Aborto. Pero ha insistido en venirpara ver a vuestros heridos.

—Bueno, de ésos tenemos muchos—responde Paylor.

—¿Crees que es buena ideareunirlos a todos ahí? —preguntaGale, frunciendo el ceño.

A mí no me lo parece, cualquierenfermedad contagiosa se propagaríacomo el fuego por este hospital.

—Creo que es un poquito mejor

que dejarlos morir —responde Paylor.—No me refería a eso —replica

Gale.—Bueno, ahora mismo ésa es la

otra alternativa, pero si se os ocurreuna tercera opción y conseguís queCoin la respalde, soy toda oídos —concluye Paylor, y me hace un gestopara que entre—. Vamos, Sinsajo. Ytráete a tus amigos, por supuesto.

Miro hacia el espectáculocircense que representa mi equipo,me preparo y la sigo al interior delhospital. Una especie de gruesacortina industrial está colgada a todolo largo del edificio formando unpasillo de tamaño considerable. Hay

cadáveres tumbados codo con codo; lacortina les roza la cabeza y unas telasblancas les tapan la cara.

—Hemos empezado a excavar unafosa común a unas cuantas manzanasal oeste de aquí, pero no puedodedicar hombres a trasladarlos —explica Paylor.

Me agarro a la muñeca de Gale.—No te apartes de mí —le susurro

entre dientes.—Estoy aquí —responde en voz

baja.Atravieso la cortina y es

insoportable. Mi primer impulso estaparme la nariz para evitar el hedor alino manchado, carne putrefacta y

vómito, todo empeorado por el calordel almacén. Han abierto lasclaraboyas que cruzan el alto techometálico, pero el aire que consigueentrar no basta para disipar la nieblade abajo. Los finos rayos de luz solarson la única iluminación y, mientrasmi vista se acostumbra, distingo filasy más filas de heridos sobre catres,palés y en el suelo, porque hay tantosque no caben de otro modo. Elzumbido de las moscas, los gemidosde dolor de los heridos y los sollozosde los seres queridos que los atiendense combinan en un coro desgarrador.

En los distritos no tenemoshospitales de verdad, morimos en

casa, lo que me resulta unaperspectiva mucho más deseable quelo que tengo delante. Entoncesrecuerdo que muchas de estaspersonas habrán perdido sus hogaresen los bombardeos.

Empiezo a notar cómo me baja elsudor por la espalda, cómo me llenalas manos. Respiro por la boca paraintentar mitigar el olor. Empiezo aver unos puntitos negros y creo queme desmayaré en cualquier momento,hasta que veo a Paylor observándomecon atención, esperando a ver de quéestoy hecha y si habían acertado alpensar que podían contar conmigo.Así que suelto a Gale y me obligo a

avanzar por el almacén, a caminar porel estrecho pasillo entre dos filas decamas.

—¿Katniss? —dice una voz ronca ami izquierda, entre el estrépitogeneral—. ¿Katniss?

Una mano se extiende hacia mí através de la bruma y me agarro a ellapara apoyarme. Unida a la mano hayuna joven con una herida en lapierna. La sangre ha empapado losvendajes, que están repletos demoscas. En su cara se ve el dolor,aunque también otra cosa, algo queparece completamente incongruentedada la situación.

—¿De verdad eres tú? —me

pregunta.—Sí, soy yo —consigo responder.Alegría, ésa es la otra expresión;

al oír mi voz se le ilumina el rostro, sele borra el sufrimiento durante uninstante.

—¡Estás viva! No lo sabíamos. Lagente decía que sí, ¡pero no losabíamos! —exclama, emocionada.

—Acabé un poco maltrecha, peroya estoy mejor —respondo—. Igualque te pasará a ti.

—¡Tengo que contárselo a mihermano! —dice la mujer, que sesienta como puede y llama a alguienque está unas camas más allá—.¡Eddy, Eddy! ¡Está aquí! ¡Es Katniss

Everdeen!Un chico de unos doce años se

vuelve hacia nosotros. Las vendas leocultan media cara, y la mitad de suboca que queda al aire se abre como sifuera a exclamar algo. Me acerco a él,le aparto los húmedos rizos castañosde la frente y murmuro un saludo. Nopuede hablar, aunque su ojo bueno seclava en mí como si desearamemorizar cada detalle de misfacciones.

Oigo que murmuran mi nombre,que corre como la pólvora por el airecaliente del hospital.

—¡Katniss! ¡Katniss Everdeen!Los sonidos de dolor y pena se

desvanecen y pasan a ser palabrasilusionadas. Me llaman desde todaslas esquinas. Empiezo a moverme y aaceptar las manos que me ofrecen, atocar las partes sanas de los que nopueden mover sus extremidades, adecir: «Hola», «¿Cómo estás?», «Mealegro de conocerte». Nadaimportante, ningún asombroso lemainspirador, pero da igual. Boggs tienerazón: es verme, verme viva, lo que losinspira.

Los dedos hambrientos medevoran, quieren tocar mi carne.Mientras un hombre herido mesostiene la cara entre las manos, doygracias en silencio a Dalton por

sugerir que me lavara el maquillaje.Qué ridícula y perversa me sentiríapresentándome ante esta gente conaquella máscara pintada delCapitolio. Las heridas, la fatiga, lasimperfecciones… Así es como mereconocen, por eso soy uno de ellos.

A pesar de la controvertidaentrevista con Caesar, muchospreguntan por Peeta, me aseguranque saben que hablaba bajo coacción.Hago lo que puedo por sonar positivasobre nuestro futuro, aunque todos seafligen muchísimo cuando descubrenque he perdido el bebé. Quiero sersincera y contar a una mujer que lloraque todo fue una farsa, una táctica en

el juego, pero decir ahora que Peetaes un mentiroso no ayudaría a suimagen ni a la mía, ni a la causa.

Empiezo a entender mejor porqué se han esforzado tanto enprotegerme, lo que significo para losrebeldes. En mi lucha continua contrael Capitolio, que a veces me pareciótan solitaria, no he estado sola. Tengomiles y miles de personas de losdistritos a mi lado. Ya era su Sinsajomucho antes de aceptar el puesto.

Una nueva sensación empieza agerminar en mi interior, pero no logrodefinirla hasta estar encima de unamesa despidiéndome de la gente, quecorea mi nombre con voces roncas.

Poder. Tengo un poder que noconocía. Snow lo supo en cuantoenseñé las bayas. Plutarch lo sabíacuando me rescató de la arena. Yahora Coin lo sabe, tanto que tieneque recordar en público a los suyosque no soy yo la que lo controla todo.

Una vez fuera, me apoyo en elalmacén, recupero el aliento y aceptola cantimplora de agua de Boggs.

—Lo has hecho muy bien —medice.

Bueno, no me desmayé ni vomité,ni huí gritando. Básicamente me dejéllevar por la ola de emoción querecorría el lugar.

—Tenemos buen material —dice

Cressida.Miro a los cámaras insecto que

sudan bajo el peso de su equipo y aMessalla tomando notas; se me habíaolvidado por completo que mefilmaban.

—La verdad es que no he hechomucho —respondo.

—Tienes que aceptar el mérito delo que hiciste en el pasado —replicaBoggs.

¿Lo que he hecho en el pasado?Pienso en la senda de destrucción quedejo a mi paso; me tiemblan lasrodillas y tengo que sentarme.

—He hecho de todo.—Bueno, no eres ni mucho menos

perfecta, pero, tal como están lascosas, nos tendremos que conformarcontigo —responde Boggs.

Gale se agacha a mi lado,sacudiendo la cabeza.

—No puedo creer que los dejarasa todos tocarte. Temía que salierascorriendo de un momento a otro.

—Cierra el pico —le digo, entrerisas.

—Tu madre se va a sentir muyorgullosa cuando vea la grabación.

—Mi madre ni siquiera se fijaráen mí, estará demasiado horrorizadapor las condiciones en las que estánlos enfermos —respondo, y me vuelvohacia Boggs—. ¿Es así en todos los

distritos?—En la mayoría siguen los

ataques. Estamos intentando llevarayuda a donde podemos, pero nobasta.

Se calla un minuto, distraído porlo que le dicen a través del auricular.Me doy cuenta de que no he oído niuna vez a Haymitch, así que toqueteoel mío por si está roto.

—Tenemos que volver a la pistade vuelo de inmediato —dice Boggs,ayudándome a levantarme—. Hay unproblema.

—¿Qué clase de problema? —pregunta Gale.

—Se acercan bombarderos —

responde Boggs; me pone la mano enla nuca y me coloca el casco de Cinnaen la cabeza—. ¡Moveos!

Sin saber bien lo que pasa, salgocorriendo por la parte delantera delalmacén en dirección al callejón quelleva a la pista, aunque no perciboninguna amenaza inminente. El cieloestá vacío, sin una nube. En la callesólo se ven las personas que llevan alos heridos al hospital. No hayenemigo ni alarmas. Entoncesempiezan a sonar las sirenas y, encuestión de segundos, una formaciónen uve de aerodeslizadores delCapitolio aparece volando bajo sobrenosotros y dejan caer sus bombas.

Salgo volando por los aires y me doycontra la pared principal del almacén.Noto un dolor desgarrador justoencima de la parte de atrás de larodilla derecha, y también me hadado algo en la espalda, aunque creoque no ha atravesado el chaleco.Intento levantarme, pero Boggs meempuja de nuevo al suelo y meprotege con su cuerpo. La tierratiembla bajo mí mientras siguencayendo y detonando las bombas.

Es una sensación horrible estaratrapada contra la pared oyendo lalluvia de explosiones. ¿Cuál era laexpresión que empleaba mi padrepara las presas fáciles?: «Como pescar

en un barril». Nosotros somos lospeces y la calle es el barril.

—¡Katniss! —me grita Haymitchal oído, sobresaltándome.

—¿Qué? Sí, ¿qué? ¡Estoy aquí!—Escúchame, no podemos

aterrizar durante el bombardeo, peroes esencial que no te vean.

—Entonces, ¿no saben que estoyaquí? —pregunto, ya que habíasupuesto que, como siempre, era mipresencia lo que había provocadoaquel castigo.

—Nuestros espías creen que no,que este ataque ya estaba programado—responde Haymitch.

Entonces interviene Plutarch, con

voz tranquila aunque enérgica, la vozde un Vigilante Jefe acostumbrado atomar decisiones bajo presión.

—Hay un almacén azul claro atres edificios del vuestro. Tiene unbúnker en la esquina norte. ¿Podéisllegar hasta él?

—Lo intentaremos —respondeBoggs.

Plutarch debe de haber sonado enlos auriculares de todos, porque misguardaespaldas y equipo se estánlevantando. Busco a Gale con lamirada instintivamente y veo que estáde pie, al parecer ileso.

—Tenéis unos cuarenta y cincosegundos hasta el siguiente

bombardeo —dice Plutarch.Dejo escapar un gruñido de dolor

cuando mi pierna derecha recibe elpeso del resto del cuerpo, pero mesigo moviendo, no hay tiempo paraexaminar la herida y, además, mejorno mirarla. Por suerte, tengo puestoslos zapatos que diseñó Cinna; seagarran al asfalto al contacto y subencon impulso al soltarse. No habríapodido moverme con el par que measignaron en el 13. Boggs va encabeza, pero no me adelanta nadiemás, sino que me siguen el ritmo paraprotegerme los costados y laretaguardia. Me obligo a correrporque los segundos pasan. Dejamos

atrás el segundo almacén gris ycorremos delante de un edificio decolor tierra. Más adelante veo unafachada azul desvaído, el almacén delbúnker. Acabamos de llegar a otrocallejón y sólo nos queda cruzarlopara llegar a la puerta, cuando llega lasegunda oleada de bombas. Miinstinto hace que me lance al interiordel callejón y que ruede hacia lapared azul. Ahora es Gale el que setira sobre mí para ofrecerme otra capade protección. Esta vez dura más,aunque estamos más lejos.

Me pongo de lado y me encuentromirando a Gale a los ojos. Durante uninstante, el mundo desaparece y sólo

existe su cara enrojecida, el pulso quele late en las sienes, sus labiosligeramente abiertos intentandorecuperar el aliento.

—¿Estás bien? —me pregunta, ysus palabras quedan casi ahogadas poruna explosión.

—Sí, creo que no me han visto. Esdecir, que no nos siguen.

—No, tenían otro blanco.—Lo sé, pero ahí sólo está…Los dos nos damos cuenta a la vez:—El hospital.Gale se levanta al instante y grita

a los demás:—¡Están bombardeando el

hospital!

—No es problema vuestro —dicePlutarch con firmeza—. Id al búnker.

—¡Pero sólo hay heridos! —exclamo.

—Katniss —me dice Haymitchpor el auricular, y sé lo que vienedespués—, ¡ni se te ocurra…!

Me arranco el auricular y lo dejocolgando de su cable. Sin esadistracción oigo otro sonido:ametralladoras que disparan desde eltejado del almacén color tierra delotro lado del callejón: alguienresponde al ataque. Antes de quepuedan detenerme, corro hacia unaescalera de acceso y empiezo a subir,a trepar, una de las cosas que mejor se

me dan.—¡No pares! —me grita Gale por

detrás.Entonces oigo que estampa su

bota en la cara de alguien. Si es la deBoggs, Gale lo pagará con creces.Llego al tejado y me arrastro por elalquitrán; me detengo lo justo paraayudar a Gale a subir, y los dos nosdirigimos a la fila de nidos deametralladoras colocados en la partedel almacén que da a la calle. Hayunos cuantos rebeldes en cada uno.Nos metemos en un nido con un parde soldados y nos agachamos detrás dela barrera.

—¿Sabe Boggs que estáis aquí?

Es Paylor, que está a mi izquierda,detrás de una de las armas,mirándome con curiosidad.

Intento ser evasiva sin mentir deltodo:

—Sí que lo sabe, sin duda.—Ya me lo imagino —responde

ella, entre risas—. ¿Os han entrenadocon esto? —pregunta, dándole unapalmada a la culata de la metralleta.

—A mí sí, en el 13 —respondeGale—, pero preferiría usar mispropias armas.

—Sí, tenemos nuestros arcos —añado, levantando el mío, hasta queme doy cuenta de que tiene pinta deadorno—. Es más mortífero de lo que

parece.—Lo suponía —responde Paylor

—. De acuerdo, esperamos al menostres oleadas más. Tienen que bajar susescudos de invisibilidad antes desoltar las bombas, ésa es nuestraoportunidad. ¡Quedaos agachados!

Me coloco para disparar con unarodilla en el suelo.

—Será mejor empezar con fuego—dice Gale.

Asiento y saco una flecha de mifunda derecha. Si fallamos, estasflechas aterrizarán en alguna parte,seguramente en los almacenes delotro lado de la calle. Un incendiopuede apagarse, pero el daño de una

explosión quizá sea irreparable.De repente aparecen en el cielo, a

dos manzanas de distancia y unosnoventa metros de altura: sietepequeños bombarderos en formaciónen uve.

—¡Gansos! —grito a Gale.Él entiende perfectamente lo que

quiero decir. Durante la migración,cuando cazamos aves, hemosdesarrollado un sistema paradividirnos los pájaros y no apuntar losdos a los mismos. Yo me quedo con ellado más alejado de la uve, Gale conel cercano y después nos turnamospara disparar al pájaro delantero. Nohay tiempo para discutir más. Calculo

la velocidad de los aerodeslizadores ylanzo la flecha; le doy a la parteinterior del ala de uno, que estalla enllamas. Gale no acierta en el principaly vemos que se incendia el tejado deun almacén vacío frente a nosotros.Suelta una palabrota entre dientes.

El aerodeslizador al que heacertado se aparta de la formación,pero suelta sus bombas de todosmodos. Sin embargo, no desaparece,ni tampoco el otro dañado por losdisparos. Supongo que no lesfunciona el escudo.

—Buen disparo —dice Gale.—No apuntaba a ése —mascullo,

ya que intentaba dar al que tenía

delante—. Son más rápidos de lo quepensábamos.

—¡Posiciones! —grita Paylor.Ya aparece la siguiente oleada de

aerodeslizadores.—El fuego no sirve —dice Gale.Asiento y los dos cargamos las

flechas con puntas explosivas. Daigual, porque esos almacenes del otrolado de la calle parecen abandonados.

Mientras los aviones se acercan ensilencio, tomo otra decisión.

—¡Me pongo de pie! —le grito aGale, y lo hago.

Ésta es la posición con la quelogro la mejor puntería. Apuntomejor y doy de pleno en el avión de

cabeza, abriéndole un agujero en laparte inferior. Gale le vuela enpedazos la cola a un segundo, que dauna vuelta y se estrella en la calle,haciendo estallar su cargamento.

Sin advertencia previa, apareceuna tercera formación en uve. Estavez, Gale le da sin problemas al aviónprincipal, y yo destrozo el ala delsegundo, que se estrella contra el queva detrás. Los dos caen al tejado delalmacén que está frente al hospital.Un cuarto cae derribado por lasametralladoras.

—Bueno, ya está —dice Paylor.Las llamas y el denso humo negro

de los aviones nos impiden la visión.

—¿Han acertado en el hospital?—Seguramente —responde ella

con tristeza.Corro hacia las escaleras del otro

extremo del almacén, y me sorprendoal ver a Messalla y a uno de losinsectos salir de detrás de unconducto de ventilación. Creía queseguirían agazapados en el callejón.

—Empiezan a caerme bien —comenta Gale.

Bajo a toda prisa la escalera y,cuando llego al suelo, encuentroesperándome a un guardaespaldas, aCressida y al otro insecto. Imaginabaque opondrían resistencia, peroCressida me hace un gesto hacia el

hospital. Está gritando:—¡Me da igual, Plutarch! ¡Dame

cinco minutos más!Como no soy de las que rechazan

las invitaciones, salgo corriendo por lacalle.

—Oh, no —susurro cuando veo elhospital. Lo que solía ser el hospital.

Dejo atrás a los heridos, a losaviones que arden, con la vista fija enel desastre que tengo delante. Gentegritando, corriendo como locos, perosin poder ayudar. Las bombas hanhecho que se derrumbe el tejado delhospital y han incendiado el edificio,atrapando sin remedio a los pacientes.Un grupo de rescatadores se ha

reunido para intentar abrir un paso alinterior, aunque yo ya sé lo queencontrarán: si los escombros y lasllamas no han acabado con ellos, lohabrá hecho el humo.

Gale aparece a mi lado, y el hechode que no haga nada confirma missospechas. Los mineros no abandonanun accidente a no ser que no tengaremedio.

—Venga, Katniss, Haymitch diceque ya pueden recogernos con unaerodeslizador —me dice, pero noconsigo moverme.

—¿Por qué lo han hecho? ¿Porqué matar a gente que ya se estabamuriendo? —le pregunto.

—Para asustar a los demás, paraevitar que los heridos busquen ayuda.La gente a la que has conocido eraprescindible, al menos para Snow. Siel Capitolio gana, ¿qué va a hacer conun puñado de esclavos deteriorados?

Recuerdo todos esos años en elbosque, escuchando a Galedespotricar sobre el Capitoliomientras yo no prestaba muchaatención. Me preguntaba por qué semolestaba en diseccionar sus motivos,por qué iba a importar aprender apensar como el enemigo. Está claroque hoy sí podría haber importado.Cuando Gale cuestionó la existenciadel hospital no estaba pensando en

enfermedades, sino en esto, porque élnunca subestima la crueldad a la quenos enfrentamos.

Le doy la espalda lentamente alhospital y me encuentro con Cressidaflanqueada por los insectos a un parde metros de mí. Permaneceimpasible, incluso fría.

—Katniss —me dice—, elpresidente Snow acaba deretransmitir en directo el bombardeo.Después ha hecho una aparición paradecir que es su forma de enviar unmensaje a los rebeldes. ¿Y tú? ¿Tegustaría decir algo a los rebeldes?

—Sí —susurro, y la luz rojaparpadeante de una de las cámaras me

llama la atención; sé que me graban—. Sí —digo con más énfasis; todos sealejan de mí (Gale, Cressida, losinsectos) para cederme el escenario,pero sigo concentrada en la luz roja—. Quiero decir a los rebeldes queestoy viva, que estoy aquí, en elDistrito 8, donde el Capitolio acabade bombardear un hospital lleno dehombres, mujeres y niños desarmados.No habrá supervivientes —aseguro, yla conmoción da paso a la furia—.Quiero decirles que si creen por unsolo segundo que el Capitolio nostratará con justicia, están muyequivocados. Porque ya sabéisquiénes son y lo que hacen —añado,

levantando las manosautomáticamente, como señalando elhorror que me rodea—. ¡Esto es lo quehacen! ¡Y tenemos que responder!

Me muevo hacia la cámara,llevada por la rabia.

—¿El presidente Snow dice queestá enviándonos un mensaje? Bueno,pues yo tengo uno para él: puedestorturarnos, bombardearnos y quemarnuestros distritos hasta los cimientos,pero ¿ves eso?

Uno de los cámaras sigue mi dedo,que señala los aviones que arden en eltejado del almacén que tenemosdelante. Se ve claramente el sello delCapitolio en un ala, a pesar del fuego.

—¡El fuego se propaga! —grito,decidida a que oiga todas y cada unade mis palabras—. ¡Y si nosotrosardemos, tú arderás con nosotros!

Mis últimas palabras quedanflotando en el aire. Es como si sehubiera parado el tiempo, como siestuviera suspendida en una nube decalor que no surge de lo que merodea, sino de mi interior.

—¡Corten! —exclama Cressida, ysu voz me devuelve a la realidad yextingue mi fuego; asiente paradarme su aprobación—. Toma buena.

88

Boggs me coge con fuerza del brazo,pero ya no pienso escapar. Miro alhospital (justo a tiempo de ver cómocede el resto de la estructura) y dejode luchar. Todas esas personas, loscientos de heridos, los parientes y losmédicos del 13, ya no existen. Mevuelvo hacia Boggs y veo que tienehinchada la cara por la patada deGale. Aunque no soy una experta,estoy bastante segura de que le haroto la nariz. A pesar de todo, suena

más resignado que enfadado:—De vuelta a la pista.Doy un paso adelante, obediente,

y hago una mueca al notar el dolor dela rodilla derecha. El subidón deadrenalina ya ha pasado y todas laspartes de mi cuerpo se unen en uncoro de quejas. Estoy machacada,ensangrentada y alguien me estápegando martillazos en la sienizquierda desde dentro del cráneo.Boggs me examina rápidamente lacara, me sube en brazos y corre haciala pista. A medio camino vomitoencima de su chaleco antibalas. Creoque suspira, aunque es difícil saberlo,porque está sin aliento.

Un aerodeslizador pequeño,distinto al que nos trajo aquí, nosespera en la pista. En cuanto miequipo sube a bordo, despegamos.Esta vez no hay ni asientos cómodosni ventanas, sino que estamos en unaespecie de avión de mercancías. Boggsse encarga de los primeros auxilios detodos para que resistan hasta quelleguemos al 13. Quiero quitarme elchaleco porque también ha recibidobuena parte del vómito, pero hacedemasiado frío para eso. Me quedotumbada en el suelo con la cabezaapoyada en el regazo de Gale. Loúltimo que recuerdo es a Boggsponiéndome encima un par de sacos

de arpillera.Cuando me despierto, estoy

calentita y remendada en mi viejahabitación del hospital. Mi madreestá aquí, comprobando misconstantes vitales.

—¿Cómo te sientes?—Un poco machacada, pero bien

—respondo.—Nadie nos dijo que te ibas hasta

que ya no estabas aquí.Siento una punzada de culpa.

Cuando tu familia ha tenido queenviarte dos veces a los Juegos delHambre, es un detalle de los que nodeben olvidarse.

—Lo siento, no esperaban el

ataque, se suponía que iba a visitar alos pacientes —le explico—. Lapróxima vez haré que te lo consulten.

—Katniss, a mí nadie me consultanada.

Es cierto, ni siquiera yo desde quemurió mi padre. ¿Por qué fingir?

—Bueno, pues al menos haré quete lo… notifiquen.

En la mesita de noche está elfragmento de metralla que me hansacado de la pierna. Los médicos estánmás preocupados con el daño cerebrala consecuencia de las explosiones yaque mi conmoción todavía no sehabía curado del todo, pero no veodoble ni nada, y puedo pensar con

bastante claridad. He dormido toda latarde y la noche, así que estoy muertade hambre. El tamaño del desayunome resulta decepcionante, sólo unoscuantos trocitos de pan mojados enleche tibia. Me han llamado para unareunión a primera hora en Mando.Cuando empiezo a levantarme medoy cuenta de que piensan llevarmeen la camilla directamente. Quiero irandando, pero eso está descartado, asíque negocio para que me dejen ir ensilla de ruedas. Estoy bien, en serio…,salvo por la cabeza, la pierna, losmoratones y las náuseas que meentran un par de minutos después decomer. Quizá la silla sea buena idea.

Mientras me bajan, empieza apreocuparme lo que me encontraré.Gale y yo desobedecimos órdenesdirectas ayer, y Boggs tiene la heridaque lo prueba. Sin duda habrárepercusiones, aunque ¿será capazCoin de anular nuestro acuerdo sobrela inmunidad de los vencedores? ¿Lehabré quitado a Peeta la pocaprotección que podía ofrecerle?

Cuando llego a Mando, los únicosque ya están presentes son Cressida,Messalla y los insectos. Messalla memira con una amplia sonrisa y dice:

—¡Ahí está nuestra pequeñaestrella!

Los demás sonríen de tan buena

gana que no puedo evitar devolverlesla sonrisa. En el 8 me impresionaronal seguirme por el tejado durante elbombardeo y obligar a Plutarch aretroceder para poder conseguir lasimágenes que querían. Hicieron sutrabajo más que de sobra, seenorgullecen de él. Como Cinna.

Se me ocurre la extraña idea deque, si estuviéramos en la arenajuntos, los escogería como aliados.Cressida, Messalla y… y…

—Tengo que dejar de llamaros«los insectos» —espeto a los cámaras.

Les explico que no sabía susnombres, pero sus trajes merecordaban a esas criaturas. La

comparación no parece molestarlos.Incluso sin los trajes se parecenmucho entre sí: mismo pelo rojizo,barba roja y ojos azules. El de las uñasmordidas se presenta como Castor, yel otro, que es su hermano, se llamaPollux. Espero a que Pollux digaalgo, pero se limita a asentir. Alprincipio creo que es tímido o unhombre de pocas palabras. Sinembargo, hay algo más, algo en laposición de los labios, en el esfuerzoadicional que le supone tragar, y lo séantes de que me lo diga Castor:Pollux es un avox. Le cortaron lalengua y nunca volverá a hablar. Yano tengo que preguntarme qué es lo

que lo impulsa a arriesgarlo todo porayudar a destruir el Capitolio.

Mientras se va llenando la sala mepreparo para una acogida menosagradable, pero los únicos quedemuestran alguna negatividad sonHaymitch (que, de todos modos,siempre está de mal humor) y FulviaCardew, que tiene cara de avinagrada.Boggs lleva una máscara de plásticode color carne desde el labio superiora la frente (no me equivoqué con lode la nariz rota), así que resulta difícilinterpretar su expresión. Coin y Galeestán absortos en una conversaciónque parece muy cordial.

Cuando Gale se acomoda en el

asiento que hay al lado de mi silla deruedas, le pregunto:

—¿Haciendo amigos?Él mira brevemente a la

presidenta y después a mí.—Bueno, uno de los dos tiene que

ser accesible —responde, tocándomela sien con cariño—. ¿Cómo tesientes?

Deben de haber servido estofadode calabacín con ajo en el desayunoporque, cuanta más gente se acumula,más huele. Se me revuelve elestómago y las luces, de repente, meresultan demasiado brillantes.

—Un poco tambaleante, ¿y tú?—Estoy bien. Me sacaron un par

de fragmentos de metralla, nadagrave.

Coin manda guardar silencio.—Nuestro asalto a las ondas ha

comenzado oficialmente. Para los queos perdisteis la retransmisión duranteveinticuatro horas ininterrumpidas denuestra primera propo y las diecisieterepeticiones que Beetee haconseguido poner en antena desdeentonces, empezaremos viéndola.

¿Repeticiones? Así que no sóloconsiguieron unas imágenesaceptables, sino que ya han montadouna propo y la han emitido variasveces. Las manos me sudan al pensaren verme en el televisor. ¿Y si lo hago

fatal? ¿Y si estoy tan rígida y absurdacomo en el estudio, y han tenido querendirse y emitirlo de todos modos?De la mesa salen unas pantallasindividuales, las luces se oscurecen ylos presentes guardan silencio.

Al principio mi pantalla está ennegro. Entonces aparece una llamitavacilante en el centro que florece, sepropaga y se come en silencio laoscuridad hasta que todo el televisorqueda cubierto por un fuego tan reale intenso que casi puedo notar elcalor que emana. La imagen doradorojizo de mi insignia del sinsajo surgedel centro, reluciente. ClaudiusTemplesmith, el presentador oficial

de los Juegos del Hambre, dice:—Katniss Everdeen, la chica en

llamas, sigue ardiendo.De repente ahí estoy,

sustituyendo al sinsajo, de pie delantede las llamas y el humo reales delDistrito 8.

—Quiero decir a los rebeldes queestoy viva, que estoy aquí, en elDistrito 8, donde el Capitolio acabade bombardear un hospital lleno dehombres, mujeres y niños desarmados.No habrá supervivientes.

Ponen una imagen del hospitalhundiéndose, de la desesperación delos testigos, mientras yo sigohablando:

—Quiero decirles que si creen porun solo segundo que el Capitolio nostratará con justicia, están muyequivocados. Porque ya sabéisquiénes son y lo que hacen.

Otra imagen mía levantando lasmanos para señalar la atrocidad queme rodea.

—¡Esto es lo que hacen! ¡Ytenemos que responder!

Y meten un montaje realmentefantástico de la batalla. Las primerasbombas cayendo, nosotros corriendo,volando por los aires (con un primerplano de mi herida, que es sangrientay queda bien), subiendo al tejado,metiéndonos en los nidos, y algunas

imágenes asombrosas de los rebeldes,de Gale y, sobre todo, de mí, de mí yde mí derribando aquellos aviones.Después vuelven a sacarme avanzandohacia la cámara.

—¿El presidente Snow dice queestá enviándonos un mensaje? Bueno,pues yo tengo uno para él: puedestorturarnos, bombardearnos y quemarnuestros distritos hasta los cimientos,pero ¿ves eso?

Volvemos con la cámara quemuestra los aviones que arden en eltejado del almacén y se queda fija enel ala con el sello del Capitolio, quese difumina hasta convertirse en micara gritando al presidente:

—¡El fuego se propaga!Las llamas vuelven a comerse la

pantalla y sobre ellas, en negro, unasletras mayúsculas con las palabras:

SI NOSOTROSARDEMOS,

TÚ ARDERÁS CONNOSOTROS.

Las palabras arden y toda lapantalla se quema hasta fundirse ennegro.

Hay un momento de disfrutesilencioso seguido de un aplauso y devoces pidiendo volver a verlo. Coin,

complaciente, vuelve a reproducirloy, esta vez, como ya sé lo que va apasar, intento fingir que lo veo en mitelevisor de la Veta. Nunca antes seha visto algo así en televisión, almenos desde que nací.

Cuando por fin se oscurece denuevo la pantalla, necesito saber más:

—¿Se ha visto en todo Panem?¿Lo han visto en el Capitolio?

—En el Capitolio, no —respondePlutarch—. No hemos podido entraren su sistema, aunque Beetee trabajaen ello. Pero sí se ha visto en todos losdistritos, incluso en el 2, que quizásea más valioso que el Capitolio enestos momentos.

—¿Está con nosotros ClaudiusTemplesmith? —pregunto.

—Sólo su voz —responde Plutarchdespués de recuperarse del ataque derisa—. Aunque eso podemos usarlocomo queramos. Ni siquiera hemostenido que editarla, ya que dijo esasmismas palabras en tus primerosJuegos. —Da una palmada en la mesa—. ¿Y si le damos otro aplauso aCressida, su asombroso equipo y, porsupuesto, a nuestra estrella televisiva?

Yo también aplaudo hasta que medoy cuenta de que soy la estrellatelevisiva y de que quizá quede comouna repelente si me aplaudo a mímisma, aunque nadie me presta

atención. Me fijo en la cara de Fulvia,eso sí. Debe de ser muy duro para ellaver cómo la idea de Haymitch triunfabajo el mando de Cressida, mientrasque la de Fulvia salió tan mal.

Coin parece haber llegado allímite de su tolerancia con lasfelicitaciones mutuas.

—Sí, y bien merecido. Elresultado es mejor de lo esperado. Sinembargo, tengo que cuestionar elexcesivo margen de riesgo con el quehabéis jugado. Sé que el ataque eraimprevisible, pero, dadas lascircunstancias, creo que deberíamosanalizar la decisión de enviar aKatniss a un combate real.

¿La decisión? ¿De enviarme alcombate? ¿Entonces no sabe quedesobedecí órdenes de maneraflagrante, que me arranqué elauricular y huí de misguardaespaldas? ¿Qué más le hanocultado?

—Fue una decisión difícil —responde Plutarch, frunciendo el ceño—. Pero todos estuvimos de acuerdoen que no íbamos a sacar nada buenosi la encerrábamos en un búnker cadavez que sonaba un disparo.

—¿Y a ti te parece bien? —mepregunta la presidenta.

Gale tiene que darme una patadabajo la mesa para que me dé cuenta

de que habla conmigo.—¡Oh! Sí, me parece muy bien.

Me sentó estupendamente hacer algo,para variar.

—Bueno, pues vamos a ser unpoquito más sensatos con sus salidas.Sobre todo ahora que el Capitoliosabe lo que puede hacer —respondeCoin, y todos murmuran suasentimiento.

Nadie nos ha delatado a Gale y amí, ni Plutarch, de cuya autoridadpasamos; ni Boggs, con su nariz rota;ni los insectos a los que condujimos alos disparos; ni Haymitch…, no,espera un segundo, Haymitch memira con una sonrisa mortífera y dice:

—Sí, no queremos perder anuestro pequeño Sinsajo cuando porfin empieza a cantar.

Tomo nota mental de que no deboquedarme a solas con él, porque estáclaro que planea su venganza porculpa de ese estúpido auricular.

—Bueno, ¿qué más tenéispensado? —pregunta la presidenta.

Plutarch hace un gesto con lacabeza a Cressida, que consulta susnotas y responde:

—Tenemos unas imágenesincreíbles de Katniss en el hospitaldel 8. Debería haber otra propo con eltema: «Porque ya sabéis quiénes sony lo que hacen». Nos centraremos en

Katniss interactuando con lospacientes, sobre todo con los niños,después pondremos el bombardeo delhospital y las ruinas. Messalla lo estámontando. También estamospensando en algo sobre el Sinsajo, enresaltar los mejores momentos deKatniss mezclados con escenas de larevuelta rebelde y grabaciones de laguerra. Lo llamaremos: «El fuego sepropaga». Y a Fulvia se le ha ocurridouna idea genial.

La expresión avinagrada de Fulviadesaparece de golpe por la sorpresa,aunque se recupera y dice:

—Bueno, no sé si es genial, perose me ocurrió que podríamos hacer

una serie de propos llamada«Recordamos». En cada una de ellasnos centraríamos en uno de lostributos muertos: la pequeña Rue del11 o la vieja Mags del 4. La idea esdirigirnos a cada distrito con unrecuerdo muy personal.

—Un tributo a vuestros tributos,por así decirlo —añade Plutarch.

—Eso es genial, sin duda, Fulvia—digo con sinceridad—. Es la mejorforma de recordar a la gente por quélucha.

—Creo que podría funcionar —responde ella—. Pensaba en usar aFinnick para la introducción y paranarrar los anuncios. Si es que os

parece interesante.—Francamente, cuantas más

propos con ese lema tengamos, mejor—asegura Coin—. ¿Puedes empezar aproducirlas hoy?

—Por supuesto —responde Fulvia,claramente ablandada por la reacciónante su idea.

Cressida lo ha suavizado todo enel departamento creativo con sugesto. Ha alabado a Fulvia por lo querealmente es, de hecho, una gran idea,y ha allanado el camino para seguircon su propia representacióntelevisiva del Sinsajo. Lo másinteresante es que Plutarch nonecesita llevarse parte del crédito. Lo

único que quiere es que el asalto a lasondas funcione. Recuerdo quePlutarch es un Vigilante Jefe, no unmiembro del equipo ni una pieza delos Juegos, por lo que su valía noqueda definida por un solo elemento,sino por el éxito general de laproducción. Si ganamos la guerra, élsaldrá a recibir los aplausos y exigirásu recompensa.

La presidenta envía a todos atrabajar, así que Gale me devuelve alhospital. Nos reímos un poco con elencubrimiento, y Gale dice que nadiequería quedar mal admitiendo que nolograron controlarnos. Yo soy másamable y respondo que, como por fin

habían sacado unas imágenesdecentes, seguramente no deseabanarriesgarse a que no nos volvieran asacar. Es probable que ambas cosassean ciertas. Gale tiene que ir areunirse con Beetee en ArmamentoEspecial, así que doy una cabezada.

Es como si sólo llevara unosminutos con los ojos cerrados, pero,cuando los abro, doy un respingo alver a Haymitch sentado a mediometro de mi cama. Esperando.Seguramente lleva ahí varias horas, siel reloj no me engaña. Aunqueconsidero la posibilidad de gritarpidiendo ayuda, lo cierto es quetendré que enfrentarme a él tarde o

temprano.Haymitch se inclina sobre mí y

me pone delante de la nariz algo quecuelga de un fino cable blanco. Esdifícil fijar la vista en él, pero estoybastante segura de lo que se trata. Lodeja caer en las sábanas.

—Éste es tu auricular. Te daré unaúltima oportunidad de usarlo. Si te lovuelves a quitar, haré que te ponganesto —añade, sosteniendo en alto unaespecie de casco metálico al queinstantáneamente bautizo como «losgrilletes para cabezas»—. Es unaunidad de audio alternativa que secierra alrededor de tu cráneo y bajo labarbilla hasta que se abre con una

llave. Y yo tendré la única llave. Sipor algún motivo eres lo bastante listapara desactivarlo —sigue diciendomientras tira los grilletes para cabezasen la cama y saca un diminuto chipplateado—, autorizaré que teimplanten quirúrgicamente estetransmisor en la oreja, de modo quepueda hablar contigo veinticuatrohoras al día.

Haymitch en mi cabeza a tiempocompleto. Aterrador.

—Me pondré el auricular —mascullo.

—¿Cómo dices?—¡Que me pondré el auricular! —

exclamo, lo bastante alto para

despertar a medio hospital.—¿Estás segura? Porque a mí me

viene bien cualquiera de las tresopciones.

—Estoy segura —respondo, yaprieto el auricular en el puño conaire protector, a la vez que mi manolibre le lanza a la cara los grilletes,aunque él los intercepta sinproblemas. Seguro que ya se loesperaba—. ¿Algo más?

—Mientras esperaba… me hezampado tu comida —responde él allevantarse.

Observo el cuenco de estofadovacío y la bandeja que hay sobre lamesita.

—Voy a denunciarte —mascullocontra la almohada.

—Sí, preciosa, hazlo.Haymitch sale del hospital

sabiendo que no soy una chivata.Quiero volver a dormirme, pero

estoy inquieta. Las imágenes de ayerempiezan a inundar el presente. Losbombardeos, la violenta caída de losaviones, los rostros de los heridos queya no existen… Imagino muerte portodas partes. El último momentoantes de ver caer una bomba al suelo,la sensación de sentir cómo vuelan enpedazos el ala de mi avión y laespeluznante caída al olvido, el tejadodel almacén cayendo sobre mí

mientras permanezco atrapada en micatre. Las cosas que vi, en persona ograbadas. Las cosas que provoqué conun disparo de mi arco. Las cosas quenunca podré borrar de mi memoria.

Durante la cena, Finnick se llevasu bandeja a mi cama para poder verconmigo la nueva propo en la tele. Lehan asignado un cuarto en mi antiguaplanta, pero tiene tantas recaídasmentales que, básicamente, vive en elhospital. Los rebeldes emiten la propo«Porque ya sabéis quiénes son y loque hacen» que ha editado Messalla.Las imágenes están salpicadas decortas grabaciones de estudio en lasque Gale, Boggs y Cressida describen

el incidente. Resulta difícilcontemplar cómo me recibieron en elhospital del 8 ahora que sé lo queviene después. Cuando las bombascaen sobre el tejado, entierro la caraen la almohada y no vuelvo a mirarhasta que aparece una brevegrabación mía al final, después de lamuerte de las víctimas.

Al menos, Finnick no aplaude nise pone contento después de verla,sino que dice:

—La gente tenía que saber lo quepasó. Ahora ya lo sabe.

—Vamos a apagarlo, Finnick,antes de que vuelvan a ponerlo —lepido, pero cuando está a punto de

agarrar el mando a distancia, grito—:¡Espera!

El Capitolio presenta un bloqueespecial y hay algo en él que meresulta familiar. Sí, es CaesarFlickerman, y creo que sé quién serásu invitado.

La transformación física de Peetame horroriza: el chico sano y de ojoslimpios que vi hace unos días haperdido al menos siete kilos y tieneun temblor nervioso en las manos.Sigue estando bien arreglado, aunquebajo la pintura que no logra taparlelas bolsas de los ojos y la ropaelegante que no puede esconder eldolor que siente al moverse, veo una

persona a la que han hecho muchodaño.

La cabeza me da vueltasintentando encontrarle sentido. ¡Siacabo de verlo hace cuatro…, no, creoque cinco días! ¿Cómo se hadeteriorado a tanta velocidad? ¿Qué lehan hecho en tan poco tiempo?Entonces me doy cuenta. Vuelvo areproducir en mi mente todo lo querecuerdo de su primera entrevista conCaesar en busca de algo que la ubiqueen el tiempo, y no hay nada. Podríanhaberla grabado un día o dos despuésde que estallara la arena y despuéshacerle lo que han querido desdeentonces.

—Oh, Peeta… —susurro.Caesar y Peeta intercambian

algunas frases tontas antes de queCaesar le pregunte por los rumoresque dicen que estoy grabando propospara los distritos.

—La están usando, está claro —responde Peeta—. Para azuzar a losrebeldes. Dudo que ni siquiera sepa loque pasa en la guerra, lo que está enjuego.

—¿Te gustaría decirle algo?—Sí —responde él, mirando

directamente a la cámara, mirándomedirectamente a los ojos—. No seastonta, Katniss, piensa por ti misma.Te han convertido en un arma que

será esencial para la destrucción de lahumanidad. Si tienes algunainfluencia real, úsala para frenar esto,úsala para detener la guerra antes deque sea demasiado tarde. Pregúntateesto: ¿de verdad confías en laspersonas con las que trabajas? ¿Deverdad sabes qué está pasando? Y sino lo sabes…, averígualo.

Fundido en negro. Sello dePanem. Se acabó el espectáculo.

Finnick pulsa el botón del mandoque apaga el televisor. Dentro de unminuto vendrá alguien para ver eldaño que han causado las condicionesy las palabras de Peeta. Tendré quedecir que Peeta se equivoca, aunque

la verdad es que no confío ni en losrebeldes ni en Plutarch, ni en Coin.No estoy segura de que me cuentenla verdad y no sabré disimularlo. Oigopisadas.

Finnick me agarra con fuerza porlos brazos.

—No lo hemos visto.—¿Qué? —le pregunto.—No hemos visto a Peeta, sólo la

propo del 8. Después hemos apagadoel televisor porque las imágenes tealteraban. ¿Lo pillas? —pregunta, yyo asiento—. Termínate la cena.

Me recompongo lo bastante comopara que Plutarch y Fulvia me veancon la boca llena de pan y col al

entrar. Finnick está hablando sobre lobien que daba Gale en cámara. Losfelicitamos por la propo, dejamosclaro que era tan impactante quehemos tenido que apagar la tele justodespués. Parecen aliviados. Noscreen.

Nadie menciona a Peeta.

99

Dejo de intentar dormir después deque unas pesadillas indescriptiblesinterrumpan mis primeros intentos.Luego me quedo quieta y finjorespirar profundamente cuandoalguien viene a echarme un vistazo.Por la mañana me dejan salir delhospital y me indican que me lo tomecon calma. Cressida me pide grabarunas cuantas líneas para una nuevapropo del Sinsajo. En la comida sigoesperando a que alguien comente la

aparición de Peeta, pero nadie lohace. Alguien más tiene que haberlovisto, aparte de Finnick y yo misma.

Tengo entrenamiento, pero a Galelo envían a trabajar con Beetee enarmas o algo, así que obtengo unpermiso para llevarme a Finnick albosque. Damos vueltas un rato ydespués escondemos losintercomunicadores bajo un arbusto.Cuando estamos a una distanciasegura, nos sentamos a hablar de laretransmisión de Peeta.

—No he oído ni palabra sobre eltema. ¿Nadie te ha dicho nada? —pregunta Finnick, y yo sacudo lacabeza; hace una pausa antes de

preguntar—: ¿Ni siquiera Gale?Me aferro a la tenue esperanza de

que Gale de verdad no sepa nada delmensaje de Peeta, aunque tengo unmal presentimiento al respecto.

—Quizá está intentandoencontrar el momento apropiado paracontártelo a solas —añade Finnick.

—Quizá.Guardamos silencio tanto rato que

un ciervo se pone a tiro y lo derribode un flechazo. Finnick lo arrastra devuelta a la valla.

En la cena hay venado picado enel guiso. Gale me acompaña alcompartimento E después de comer.Cuando le pregunto qué ha estado

pasando por aquí, sigue sin decir nadade Peeta. En cuanto mi madre y mihermana se duermen, saco la perla delcajón y me paso una segunda nocheen vela aferrada a ella, repitiendo laspalabras de Peeta en mi cabeza:«Pregúntate esto: ¿de verdad confíasen las personas con las que trabajas?¿De verdad sabes qué está pasando? Ysi no lo sabes…, averígualo».

Averígualo. ¿El qué? ¿De quién?¿Y cómo puede Peeta saber otra cosaque no sea lo que el Capitolio lecuente? No es más que una propo delCapitolio, más ruido. Sin embargo, siPlutarch cree que no es más que unguión del Capitolio, ¿por qué no me

ha dicho nada? ¿Por qué nadie nos hadicho nada ni a Finnick ni a mí?

Debajo de todo este debatemental se esconde la verdadera razónde mi inquietud: Peeta. ¿Qué le hanhecho? ¿Y qué le están haciendoahora mismo? Está claro que Snow nose tragó la historia de que Peeta y yono sabíamos nada de la rebelión. Ysus sospechas se han reforzado alverme aparecer convertida en elSinsajo. Peeta sólo puede hacersuposiciones sobre las tácticasrebeldes o inventarse cosas para sustorturadores, mentiras que, una vezdescubiertas, le acarrearían gravescastigos. Debe de sentir que lo he

abandonado. En su primera entrevistaintentó protegerme del Capitolio ylos rebeldes, y no sólo he falladoprotegiéndolo, sino que lo hancastigado más por mi culpa.

Por la mañana, meto el antebrazoen la pared y me quedo mirandomedio dormida el horario. Justodespués del desayuno tengoProducción. En el comedor, mientrasme trago los cereales calientes, laleche y la pastosa remolacha, veo unbrazalector en la muñeca de Gale.

—¿Cuándo lo has recuperado,soldado Hawthorne? —le pregunto.

—Ayer. Pensaron que vendríabien como sistema de comunicación

adicional cuando salga contigo alcampo de batalla.

Nadie me ha ofrecido nunca unbrazalector. ¿Me lo darían si lopidiera?

—En fin, supongo que uno de losdos debe ser accesible —respondo entono algo molesto.

—¿Qué quieres decir?—Nada, sólo repito lo que dijiste,

y estoy completamente de acuerdo enque seas tú el accesible. Sólo esperoque sigas siéndolo para mí también.

Nos miramos a los ojos y me doycuenta de lo furiosa que estoy conGale, de que no creo ni por uninstante que no viera la propo de

Peeta, de que me ha traicionado al nocontármelo. Nos conocemosdemasiado bien para que no capte mihumor y suponga qué lo ha causado.

—Katniss… —empieza; su tono devoz ya es de por sí una confesión.

Agarro mi bandeja, voy a la zonade recogida y coloco a golpes losplatos en la repisa. Cuando llego alpasillo ya me ha alcanzado.

—¿Por qué no has dicho nada? —me pregunta, agarrándome del brazo.

—¿Que por qué no lo he dichoyo? —replico, apartando el brazo—.¿Por qué no lo has dicho tú, Gale? Y,por cierto, sí que lo dije: ¡anoche tepregunté qué había pasado!

—Lo siento, ¿vale? No sabía quéhacer. Quería contártelo, pero todostemían que ver la propo de Peeta tepusiera más enferma.

—Tenían razón, me puse mala,pero no tanto como saber que mementías por Coin. —En ese momentoempieza a pitar su brazalector—. Ahíestá, será mejor que corras, tienescosas que contarle.

Durante un instante le veo en lacara que está dolido de verdad.Después se pone furioso, se da mediavuelta y se larga. Quizá yo haya sidodemasiado rencorosa, quizá no lehaya dado el tiempo suficiente paraexplicarse. Quizá lo que todos

intentan es mentirme paraprotegerme. Me da igual, estoy hartade que me mientan por mi propiobien, porque, en realidad, es por supropio bien. Vamos a mentir aKatniss sobre la rebelión para que nohaga ninguna locura. Vamos aenviarla a la arena sin tener ni ideapara que podamos sacarla. No ledigáis lo de la propo de Peeta porquepodría enfermar, y ya nos cuesta losuficiente sacarle buenas tomas talcual.

Sí que me siento enferma, tengoel corazón roto. Y estoy muy cansadapara pasar un día de producción, peroya estoy en Belleza, así que entro.

Hoy descubro que vamos a volver alDistrito 12. Cressida quiere hacerentrevistas sin guión con Gale yconmigo hablando sobre nuestraciudad destruida.

—Si estáis los dos preparados —dice Cressida, mirándome conatención.

—Cuenta conmigo —respondo.Me quedo quieta, rígida y poco

comunicativa, como un maniquí,mientras mi equipo de preparaciónme viste, me peina y me pone algo demaquillaje; no tanto como para quese note, sólo lo bastante para taparmeun poco las ojeras del insomnio.

Boggs me acompaña al hangar,

pero no hablamos más que parasaludarnos. Me alegro de ahorrarmeotra charla sobre mi desobediencia enel 8, sobre todo porque su máscaraparece muy incómoda.

En el último momento recuerdoenviar un mensaje a mi madre paradecirle que salgo del 13 y enfatizarque no será peligroso. Subimos a unaerodeslizador para el corto camino al12 y me piden que me siente a unamesa en la que Plutarch, Gale yCressida señalan un mapa. Plutarchestá henchido de satisfacción alenseñarme los efectos del antes y eldespués de las dos primeras propos.Los rebeldes, que mantenían su

posición a duras penas en variosdistritos, han avanzado. Han tomadoel 3 y el 11 (que resulta crucial porquees el principal suministrador decomida de Panem), y han hechoincursiones en otros distritos.

—Esperanzador, muyesperanzador —dice Plutarch—.Fulvia tendrá lista la primera ronda deanuncios de la serie «Recordamos»esta noche, así que podremosdirigirnos individualmente a cadadistrito con sus propios muertos.Finnick está absolutamentemaravilloso.

—La verdad es que verlo resultadoloroso —añade Cressida—. Conocía

a muchos de ellos en persona.—Por eso es tan eficaz —dice

Plutarch—. Directo desde el corazón.Todos lo estáis haciendo muy bien.Coin no podría estar más contenta.

Así que Gale no les ha dicho nadasobre que fingí no ver a Peeta y queme fastidió su encubrimiento.Supongo que ya es un poco tardepara eso, porque sigo enfadada. Daigual, él tampoco me habla a mí.

Al llegar a la Pradera me doycuenta de que Haymitch no vienecon nosotros. Le pregunto a Plutarch,que sacude la cabeza y dice:

—No podía enfrentarse a esto.—¿Haymitch? ¿Incapaz de

enfrentarse a algo? Seguramentequería tener el día libre.

—Creo que sus palabras exactasfueron: «No podría enfrentarme a esosin una botella» —responde Plutarch.

Pongo los ojos en blanco, no mequeda paciencia con mi mentor, sudebilidad por la bebida y a lo quepuede o no enfrentarse. Sin embargo,a los cinco minutos de regresar al 12,yo misma estoy deseando tener unabotella. Creía que había aceptado lamuerte del 12: lo había oído, lo habíavisto desde el aire y había caminadoentre sus cenizas. Entonces, ¿por quétodo hace que vuelva a sentir estapunzada de dolor? ¿Acaso estaba

demasiado atontada antes parapercibir del todo la pérdida de mimundo? ¿O es que la mirada de Galeal recorrer a pie la destrucción haceque la atrocidad me parezca nueva?

Cressida pide al equipo queempiece conmigo en mi vieja casa. Lepregunto qué quiere que haga.

—Lo que te apetezca —responde.De pie en mi cocina, no me

apetece hacer nada. De hecho, meconcentro en el cielo (el único techoque queda) porque me ahogan losrecuerdos. Al cabo de un rato,Cressida dice:

—Con eso basta, Katniss, sigamos.Gale no se escapa tan fácilmente

en su vieja casa. Cressida lo graba ensilencio durante unos minutos, perojusto cuando recoge de las cenizas elúnico vestigio de su antigua vida (unatizador metálico retorcido), ellaempieza a preguntarle por su familia,su trabajo y la vida en la Veta. Haceque vuelva a la noche del bombardeoy lo reviva; empezamos en su casa yavanzamos por la Pradera, a través delos bosques, hasta el lago. Me quedodetrás del equipo de grabación y losguardaespaldas, y me da la impresiónde que su presencia viola mi queridobosque. Es un lugar privado, unsantuario ya corrompido por lamaldad del Capitolio. Aunque ya

hemos dejado atrás los toconesachicharrados junto a la valla,seguimos pisando cadáveres endescomposición. ¿Tenemos quegrabarlo para que lo vea todo elmundo?

Cuando llegamos al lago, Gale haperdido el habla. Todos estamossudando (sobre todo Castor y Pollux,con sus arneses de insecto), y Cressidadecide hacer un descanso. Bebo aguadel lago con las manos, deseandopoder zambullirme y flotar sola,desnuda, sin que nadie me observe.

Vago por el perímetro unmomento. Al rodear la casita dehormigón junto al lago me detengo

en la puerta y veo a Gale colocandojunto a la chimenea el atizadorretorcido que ha sacado de su casa.Durante un momento veo a undesconocido solitario, en algúnmomento del futuro, deambulandoperdido por el bosque y encontrandoeste pequeño refugio con la pila detroncos partidos, la chimenea y elatizador. Se preguntará qué pasóaquí. Gale se vuelve, me mira a losojos y sé que está pensando ennuestro último encuentro en estelugar, cuando intentábamos decidir sihuir o no. De haberlo hecho,¿seguiría aquí el Distrito 12? Creo quesí, aunque el Capitolio todavía

controlaría Panem.Nos repartimos unos sándwiches

de queso y los comemos a la sombrade los árboles. Me siento a posta en elotro extremo del grupo, al lado dePollux, para no tener que hablar.Nadie habla mucho, en realidad.Gracias al relativo silencio, los pájarosrecuperan su bosque. Le doy uncodazo a Pollux y señalo a un pajaritonegro con cresta. El pájaro salta a unanueva rama, abre un instante las alasy nos enseña sus manchas blancas.Pollux hace un gesto hacia miinsignia y arquea las cejas. Asientopara confirmar que es un sinsajo ylevanto un dedo para decir: «Espera,

ahora verás». Entonces silbo ungorjeo. El sinsajo ladea la cabeza y loimita. Sorprendida, veo que Polluxsilba unas notas. El pájaro responde alinstante. Pollux pone cara de alegríae inicia un intercambio melódico conel pájaro. Supongo que es la primeraconversación que tiene en años. Lamúsica atrae a los sinsajos como lasflores a las abejas, así que en pocosminutos tiene a media docena de ellosposados en las ramas que nos cubren.Me da un golpecito en el brazo y usauna ramita para escribir una palabraen la tierra: «¿Cantas?».

En otras circunstancias menegaría, pero es imposible decir que

no a Pollux. Además, las voces decantar de los sinsajos no son igualesque sus silbidos y quiero que él lasoiga. Antes de pensar mucho en loque hago, canto las cuatro notas deRue, las que usaba para marcar elfinal del día de trabajo en el 11. Lasnotas que acabaron siendo la bandasonora de su asesinato. Los pájaros nolo saben, recogen la sencilla frase y sela repiten entre ellos en dulcearmonía; igual que hicieron en losJuegos del Hambre antes de que lasmutaciones aparecieran entre losárboles, nos persiguieran hasta laCornucopia y convirtieran poco apoco a Cato en una masa

sanguinolenta…—¿Quieres oírlos cantar una

canción de verdad? —le suelto;cualquier cosa para detener losrecuerdos.

Me pongo de pie, vuelvo a losárboles y apoyo la mano en el rugosotronco del arce en el que están lospájaros. No he cantado El árbol delahorcado en voz alta desde hace diezaños porque está prohibido, perorecuerdo todas las palabras. Empiezoen voz baja, dulce, como hacía mipadre:

¿Vas, vas a volveral árbol en el que colgaron

a un hombre por matar a tres?Cosas extrañas pasaron en él,no más extraño seríaen el árbol del ahorcado

reunirnos al anochecer.

Los sinsajos empiezan a cambiarsus canciones al darse cuenta de minuevo ofrecimiento.

¿Vas, vas a volveral árbol donde el hombre

muertopidió a su amor huir con él?Cosas extrañas pasaron en él,no más extraño seríaen el árbol del ahorcado

reunirnos al anochecer.

Ya he captado la atención de lospájaros. Sólo tardarán otra estrofa enentender la melodía, ya que essencilla y se repite cuatro veces sinmucha variación.

¿Vas, vas a volveral árbol donde te pedí huiry en libertad juntos correr?Cosas extrañas pasaron en él,no más extraño seríaen el árbol del ahorcado

reunirnos al anochecer.

Los árboles callan, sólo se oye elsusurro de las hojas con la brisa, peronada de pájaros, ni sinsajos ni otros.Peeta tiene razón: guardan silencio

cuando canto, igual que hacían conmi padre.

¿Vas, vas a volveral árbol con un collar de cuerdapara conmigo pender?Cosas extrañas pasaron en él,no más extraño seríaen el árbol del ahorcado

reunirnos al anochecer.

Los pájaros esperan a que siga,pero ya está, última estrofa. En elsilencio que sigue recuerdo la escena.Estaba en casa después de pasar el díaen el bosque con mi padre, sentada enel suelo con Prim, que era un bebé,

c a n t a n do El árbol del ahorcado.Hacíamos collares de trapos viejos,como decía en la canción, sin conocerel verdadero significado de laspalabras. La melodía era sencilla yfácil de cantar en armonía, y entoncesyo era capaz de memorizar casicualquier cosa con música con un parde veces que la cantara. De repente,mi madre nos quitó los collares decuerda y empezó a gritar a mi padre.Me puse a llorar porque mi madrenunca chillaba, Prim se puso aberrear, y yo corrí afuera paraesconderme. Como sólo tenía unescondrijo (en la Pradera, bajo unarbusto de madreselva), mi padre me

encontró muy deprisa. Me calmó yme dijo que todo iba bien, pero quelo mejor era que no volviéramos acantar aquella canción. Mi madresólo quería que yo la olvidara, asíque, por supuesto, todas y cada unade las palabras quedaron grabadas sinremedio y para siempre en micerebro.

Mi padre y yo no volvimos acantarla, ni siquiera a hablar de ella.Cuando murió, me acostumbré avenir mucho por aquí y empecé aentender la letra. Al principio escomo si un hombre intentaraconvencer a su novia para que sereuniera con él en secreto por la

noche. Sin embargo, un árbol delahorcado, en el que han ajusticiado aun hombre por asesinato, es un lugarmuy extraño para un encuentroamoroso. Puede que la amante delasesino tuviera algo que ver con elasesinato o quizá fueran a castigarlade todos modos, porque el cadáver delasesino la llama para que huya. Esraro, claro, lo del cadáver que habla,pero es en la tercera estrofa cuando Elárbol del ahorcado empieza a serdesconcertante. Te das cuenta de queel que canta la canción es el asesinomuerto, que sigue en el árbol. Yaunque le dijo a su amante queescapara, no deja de pedirle que se

reúna con él. La frase «donde te pedíhuir y en libertad juntos correr» es lamás inquietante, porque al principioparece que está hablando de cuandoél le pidió a ella que huyera,seguramente para ponerse a salvo.Pero después te preguntas si se refierea que vaya con él, que vaya a lamuerte. En la estrofa final quedaclaro que eso es justo lo que elhombre espera, que su amante seponga un collar de cuerda y cuelguemuerta del árbol junto a él.

Antes pensaba que el asesino erael tío más espeluznante del mundo.Ahora, con un par de viajes a losJuegos del Hambre a mis espaldas,

creo que es mejor no juzgarlo antes deconocer los detalles. Quizá yahubieran sentenciado a muerte a suamante y él intentaba ponérselo másfácil, hacerle saber que la esperaba. Oquizá pensaba que el lugar en el quela dejaba era mucho peor que lamuerte. ¿Acaso no quise matar aPeeta con aquella jeringuilla parasalvarlo del Capitolio? ¿De verdad erami única opción? Seguramente no,pero en aquel momento no se meocurría nada mejor.

Supongo que mi madre pensabaque todo aquello era demasiadoretorcido para una niña de siete años,sobre todo una que se hacía sus

propios collares de cuerda. Losahorcamientos tampoco eran una cosaque sólo ocurriera en las historias, yaque ejecutaron así a muchas personasen el 12. Apuesto lo que sea a que noquería que cantara la canción delantede todos mis compañeros de la clasede música. Es probable que tampocole haga mucha gracia saber que loestoy haciendo aquí, delante dePollux, pero al menos no me están…Espera, me equivoco: miro de lado yveo que Castor me ha grabado. Todosme observan atentamente y Polluxestá llorando, porque seguro que miespeluznante canción ha desenterradoalgún horrible incidente de su vida.

Genial. Suspiro y me apoyo en eltronco. Entonces es cuando lossinsajos empiezan su versión de Elárbol del ahorcado. En sus picos resultamuy bella. Consciente de que mefilman, me quedo quieta hasta queCressida dice:

—¡Corten!Plutarch se me acerca riendo.—¿De dónde has sacado eso?

¡Parece hecho a posta! —Me rodeacon un brazo y me da un beso en lafrente haciendo mucho ruido—. ¡Eresuna mina!

—No lo hacía para las cámaras —respondo.

—Pues hemos tenido suerte de

que estuvieran encendidas. ¡Venga,todos de vuelta a la ciudad!

En nuestro camino por el bosquellegamos a un canto rodado, y Gale yyo volvemos la cabeza en la mismadirección, como un par de perroscaptando un rastro en el viento.Cressida lo nota y pregunta qué haypor allí. Reconocemos sin mirarnosque es nuestro antiguo punto deencuentro para cazar. Ella quiereverlo, incluso después de decirle queno tiene nada especial.

«Salvo que allí era feliz», pienso.Nuestra repisa de roca da al valle.

Quizá esté algo menos verde de lonormal, pero los arbustos de moras

están cargados de frutos. Aquí dieroncomienzo incontables días de caza,trampas, pesca y recolección,paseando juntos por el bosque,compartiendo nuestros pensamientosmientras llenábamos las bolsas. Era lapuerta a la alimentación y la cordura.Y los dos éramos nuestras respectivasllaves.

Ahora no hay Distrito 12 del queescapar ni agentes de la paz a los queengañar, ni bocas hambrientas quealimentar. El Capitolio nos lo haquitado todo y estoy a punto deperder también a Gale. El pegamentode la necesidad que nos unió contanta fuerza durante todos esos años

empieza a derretirse, y lo que apareceen los huecos no es luz, sino manchasoscuras. ¿Cómo es posible que hoy,enfrentados a la horrible muerte del12, estemos demasiado enfadados parahablarnos?

Gale prácticamente me hamentido. Eso es inaceptable, aunqueestuviera preocupado por mibienestar. Sin embargo, su disculpaparecía auténtica, y es cierto que yose la agradecí con un insulto quesabía que le dolería. ¿Qué nos estápasando? ¿Por qué ahora siempreestamos peleados? Estoy hecha un lío,pero me da la sensación de que, sivuelvo al origen de nuestros

problemas, mis acciones estarán en elcentro. ¿De verdad quiero apartarlode mí?

Rodeo una mora con los dedos y laarranco de la mata. Después la hagorodar con cuidado entre el pulgar y elíndice. De repente, me vuelvo haciaél y se la tiro, diciendo:

—Y que la suerte…La lanzo lo bastante alto como

para que tenga tiempo de decidir sirechazarla o aceptarla.

Gale tiene los ojos fijos en mí, noen la mora, pero, en el últimomomento, abre la boca y la recoge. Lamastica, la traga y hace una pausaantes de decir:

—… esté siempre, siempre devuestra parte.

Pero lo dice.Cressida pide que nos sentemos en

las rocas, donde es imposible notocarse, y nos hace hablar sobre lacaza: lo que nos llevó al bosque, cómonos conocimos, los momentosfavoritos… Nos relajamos, empezamosa reírnos un poco mientras contamospercances con abejas, perros salvajes ymofetas. Cuando la conversación sedesvía a cómo nos sentimos al usarnuestra habilidad con las armas en elbombardeo del 8, dejo de hablar. Galesólo dice:

—Iba siendo hora.

Cuando llegamos a la plaza de laciudad, la tarde se ha convertido ennoche. Llevo a Cressida a las ruinas dela panadería y le pido que grabe unacosa. La única emoción que siento escansancio.

—Peeta, éste es tu hogar. Nosabemos nada de tu familia desde elbombardeo. El 12 ha desaparecido. ¿Ytú nos pides un alto el fuego? —Miroal vacío—. No queda nadie que puedaescucharte.

De pie delante del tocón de metalque antes era la horca, Cressida nospregunta si alguna vez nos hantorturado. A modo de respuesta, Galese quita la camiseta y ofrece su

espalda a la cámara. Me quedomirando las marcas de latigazos yvuelvo a oír el silbido del látigo,vuelvo a ver su figura ensangrentadacolgando inconsciente de lasmuñecas.

—He terminado —anuncio—. Mereuniré con vosotros en la Aldea delos Vencedores. Tengo que recogeruna cosa para… mi madre.

Supongo que he venidocaminando, aunque lo siguiente quesé es que estoy sentada en el suelo,delante de los armarios de la cocina denuestra casa en la Aldea, colocandometiculosamente tarros de cerámica ybotellas de cristal dentro de una caja,

con vendas limpias de algodón entreellos para evitar que se rompan;envolviendo montoncitos de floressecas.

De repente recuerdo la rosa de micómoda. ¿Era real? Si lo era, ¿seguiráallí? Tengo que resistir la tentaciónde comprobarlo. Si está, sólo servirápara volver a asustarme. Me doy másprisa empaquetando.

Una vez vacíos los armarios, melevanto y veo que Gale ha aparecidoen la cocina. Es desconcertante losilencioso que puede ser. Estáapoyado en la mesa, con los dedosextendidos sobre las vetas de lamadera. Dejo la caja entre nosotros.

—¿Lo recuerdas? —me dice—.Aquí es donde me besaste.

Así que la fuerte dosis de morflinaadministrada después de los latigazosno bastó para borrar eso de suconciencia.

—Creía que no lo recordarías —respondo.

—Tendría que estar muerto parano recordarlo. Y quizá ni siquieraentonces lo olvidaría. Quizá sea comoese hombre de El árbol del ahorcado,esperando una respuesta.

Gale, a quien nunca he vistollorar, tiene lágrimas en los ojos. Paraevitar que las derrame, me acerco y lobeso en los labios. Sabemos a calor,

cenizas y tristeza, un saborsorprendente para un beso tan suave.Él se aparta primero y esboza unasonrisa irónica.

—Estaba seguro de que mebesarías.

—¿Por qué? —pregunto, porqueni yo lo sabía.

—Porque sufro. Es la única formade llamar tu atención —añade,recogiendo la caja—. No tepreocupes, Katniss, se me pasará.

Y se va antes de que puedaresponder.

Estoy demasiado cansada pararepasar su última acusación. Me pasoel corto viaje de vuelta al 13

acurrucada en un asiento, intentandono hacer caso de Plutarch, que nodeja de hablar de uno de sus temasfavoritos: las armas de las que lahumanidad ya no dispone: avionespara grandes altitudes, satélitesmilitares, desintegradores de células,vehículos aéreos no tripulados yarmas biológicas con fecha decaducidad. Todo desaparecido por ladestrucción de la atmósfera, la faltade recursos o los escrúpulos morales.Se nota el pesar de un Vigilante Jefeque no puede más que soñar con esosjuguetes, que tiene que conformarsecon aerodeslizadores, misiles tierra-tierra y simples armas de fuego.

Después de quitarme el traje deSinsajo me voy directa a la cama sincomer. Aun así, Prim tiene quesacudirme para que me levante por lamañana. Después de desayunar, hagocaso omiso de mi horario y me echouna siesta en el armario de materialescolar. Cuando me despierto y salgoa rastras de entre las cajas de tizas ylápices, ya es la hora de cenar. Metomo una porción extragrande desopa de guisantes y me dirijo devuelta al compartimento E, peroBoggs me intercepta.

—Hay una reunión en la sala deMando. No prestes atención a tuhorario.

—Hecho —respondo.—¿Lo has seguido en algún

momento del día? —pregunta,impaciente.

—¿Quién sabe? Estoymentalmente desorientada.

Levanto la muñeca para enseñarlela pulsera médica y me doy cuenta deque ya no está.

—¿Ves? —le digo—. Ni siquierarecuerdo que me quitaron la pulsera.¿Por qué me quieren en Mando? ¿Mehe perdido algo?

—Creo que Cressida queríaenseñarte las propos del 12, aunquesupongo que ya las verás cuando lasemitan.

—Para eso necesito un horario,para saber cuándo emiten las propos—respondo; me lanza una miradita,pero no hace ningún comentario.

La sala de Mando está llena,aunque me han guardado un asientoal lado de Finnick y Plutarch. Laspantallas de la mesa ya estánlevantadas, y en ellas se ven lasretransmisiones de siempre delCapitolio.

—¿Qué pasa? ¿No íbamos a verlas propos del 12? —pregunto.

—Oh, no —responde Plutarch—.Es decir, puede. No sé bien quégrabación va a usar Beetee.

—Beetee cree que ha encontrado

la forma de entrar en la emisión anivel nacional —dice Finnick—, paraque nuestras propos se vean tambiénen el Capitolio. Ahora está abajo,trabajando en ello en DefensaEspecial. Esta noche hayprogramación en directo. Snow va ahacer una aparición o algo. Creo queya empieza.

Ponen el sello del Capitolio,subrayado por el himno. De repenteme encuentro mirando a los ojos deserpiente del presidente Snow, quesaluda a la nación. Es como si usara supodio de barricada, aunque la rosablanca de su solapa está bien a lavista. La cámara se aleja para incluir a

Peeta; lo han puesto a un lado,delante de un mapa proyectado dePanem. Está sentado en una sillaelevada, con los zapatos encima de unescalón metálico. El pie de su piernaprotésica da golpecitos en el suelo demanera irregular. Unas gotas de sudorhan atravesado la capa de polvos dellabio superior y de la frente, pero essu mirada (de enfado, pero perdida) loque más me asusta.

—Está peor —susurro.Finnick me agarra la mano para

ofrecerme apoyo, y yo intentoaferrarme a él.

Peeta empieza a hablar en tonofrustrado sobre la necesidad del alto el

fuego. Destaca el daño hecho a lasinfraestructuras de varios distritos y,mientras habla, algunas partes delmapa se iluminan para mostrarimágenes de la destrucción: una presarota en el 7, un tren descarrilado conun charco de residuos tóxicos saliendode los vagones cisterna y un graneroderrumbándose después de unincendio. Todo lo atribuye a la acciónde los rebeldes.

¡Pum! De repente, sin previoaviso, estoy en la tele, de pie entre lasruinas de la panadería.

Plutarch se levanta y exclama:—¡Lo ha hecho! ¡Beetee ha

entrado!

La sala está eufórica cuando Peetavuelve, distraído. Me ha visto en elmonitor. Intenta seguir con sudiscurso pasando al bombardeo de unplanta depuradora de agua, cuando losustituye una grabación de Finnickhablando de Rue. Y entonces aquellose convierte en una batalla por lasondas: los expertos en tecnología delCapitolio intentan rechazar el ataquede Beetee, pero no están preparados;y Beetee, al parecer anticipando queno mantendría el control de maneracontinua, tiene preparado un arsenalde fragmentos de cinco a diezsegundos con los que trabajar.Observamos cómo se deteriora la

presentación oficial, salpicada deimágenes escogidas de las propos.

Plutarch sufre espasmos de placery casi todos vitorean a Beetee, peroFinnick permanece callado e inmóvila mi lado. Haymitch está al otro ladode la sala; lo miro a los ojos y veoreflejado en ellos mi propio miedo.Los dos sabemos que, con cada vítor,Peeta se aleja más y más de nuestroalcance.

Vuelven a poner el sello delCapitolio, acompañado de un pitidocontinuo. Snow y Peeta tardan veintesegundos en volver, y vemos que elestudio es un caos. Oímosconversaciones frenéticas en su

cabina. Snow se lanza hacia lapantalla diciendo que, sin duda, losrebeldes intentan evitar que todosconozcan la información que losincrimina, pero que la verdad y lajusticia prevalecerán. La emisión serestablecerá cuando restauren laseguridad. Pregunta a Peeta que si,dados los hechos acaecidos esta noche,tiene algo más que decir a KatnissEverdeen.

Al oír mi nombre, el rostro dePeeta se arruga, como si le costarahablar.

—Katniss…, ¿cómo crees queacabará esto? ¿Qué quedará? Nadieestá a salvo, ni en el Capitolio ni en

los distritos. Y tú… en el 13… —dice,tomando aire con dificultad, como sino pudiera respirar; con ojos de loco—. ¡Mañana estarás muerta!

Fuera de cámara, Snow ordenacortar la emisión. Beetee lo terminade liar todo poniendo una imagen fijade mí de pie delante del hospital aintervalos de tres segundos. Sinembargo, entre las imágenes, somostestigos de lo que pasa en el plató, deque Peeta intenta seguir hablando, deque la cámara cae al suelo y graba lasbaldosas blancas, del movimiento demuchas botas, del impacto del golpeque va unido al grito de dolor dePeeta…, y de su sangre salpicando las

baldosas.

SEGUNDASEGUNDAPARTEPARTE

EL ASALTO

1010

El grito comienza en la parte másbaja de la espalda y me sube por elcuerpo hasta quedarse atascado en lagarganta. Me quedo muda como unavox, ahogada por la pena. Aunquepudiera soltar los músculos del cuelloy dejar que el sonido rasgara elespacio, ¿se daría alguien cuenta? Lasala está alborotada, todos preguntany exigen, intentando descifrar elsignificado de las palabras de Peeta:«Y tú… en el 13… ¡Mañana estarás

muerta!». Pero nadie pregunta por lasangre derramada antes de que llegarala estática.

Una voz silencia a las demás:—¡Callaos! —dice, y todos miran a

Haymitch—. ¡No es ningún misterio!El chico ha dicho que nos van aatacar. Aquí, en el 13.

—¿Cómo puede tener esainformación?

—¿Por qué vamos a confiar en él?—¿Cómo lo sabes?Haymitch gruñe, frustrado.—Lo están machacando mientras

hablamos —replica—. ¿Qué másnecesitáis? ¡Katniss, échame unamano!

Me sacudo para lograr liberar laspalabras.

—Haymitch tiene razón. No sé dedónde habrá sacado Peeta los datos nisi es verdad, pero él lo cree. Y leestán… —No soy capaz de decir envoz alta lo que Snow le está haciendo.

—No lo conocéis —le diceHaymitch a Coin—. Nosotros sí.Prepara a tu gente.

La presidenta no parece alarmadapor el giro de los acontecimientos,sólo algo perpleja. Reflexiona sobrelas palabras dando golpecitos con undedo en el borde del cuadro de controlque tiene delante. Cuando habla, sedirige a Haymitch con voz templada:

—Obviamente, estamospreparados para esa posibilidad,aunque varias décadas de experienciaapoyan la hipótesis de que seríacontraproducente para el Capitolioatacar directamente al 13. Los misilesnucleares liberarían radiación a laatmósfera, y eso tendría unasconsecuencias medioambientalesincalculables. Incluso un bombardeorutinario podría dañar gravementenuestro complejo militar, y sabemosque ellos desean recuperarlo. Además,por supuesto, estarían dando lugar aun contraataque. Es posible que, dadanuestra actual alianza con losrebeldes, lo consideren un riesgo

aceptable.—¿Tú crees? —dice Haymitch; se

pasa un poco de sincero, aunque lassutilezas de la ironía no suelencaptarse en el 13.

—Sí. En cualquier caso, ya nostocaba un simulacro de emergencia denivel cinco. Procedamos al bloqueo.

Empieza a escribir rápidamenteen su teclado para autorizar ladecisión. En cuanto levanta la cabeza,empieza el movimiento.

He vivido dos simulacros de nivelbajo desde que llegué al 13. Norecuerdo mucho del primero porqueestaba en cuidados intensivos y creoque los pacientes del hospital estaban

perdonados, ya que lascomplicaciones que suponía sacarnosde allí para un simulacro superaban alos beneficios. Apenas fui conscientede una voz mecánica que pedía a lagente que se reuniera en las zonasamarillas. Durante el segundo, uno denivel dos pensado para crisis menores(como cuarentenas temporalesmientras comprobaban si losciudadanos se habían contagiadodurante una epidemia de gripe),teníamos que regresar a nuestrosalojamientos. Me quedé detrás de unatubería de la lavandería y no hice casode los pitidos que salían de losaltavoces mientras observaba cómo

una araña tejía su red. Ninguna de lasdos experiencias me preparó para lasescalofriantes sirenas que se apoderandel distrito y me rompen lostímpanos. No hay manera de pasar deeste sonido, parece diseñado paraprovocar la histeria de la población.Sin embargo, estamos en el distrito 13,así que eso no pasa.

Boggs nos saca a Finnick y a mí dela sala de mando, y nos lleva por elpasillo hasta una puerta y las ampliasescaleras que hay detrás. Grupos depersonas convergen en un río quefluye hacia abajo. Nadie grita niempuja para intentar adelantar. Nisiquiera los niños se resisten.

Descendemos, planta tras planta, ensilencio, porque no se oye nada coneste sonido. Busco a mi madre y aPrim, pero es imposible ver más alláde los ciudadanos que me rodean. Encualquier caso, las dos estántrabajando en el hospital esta noche,así que seguirán el protocolo.

Se me taponan los oídos y mepesan los párpados. Estamos a laprofundidad de una mina. La únicaventaja es que, cuanto más nosinternamos en la tierra, menos agudasson las sirenas. Es como si estuvierandiseñadas para hacernos huir de lasuperficie; de hecho, seguramente loestán. La gente se va dividiendo por

grupos para meterse por puertas condistintas marcas, pero Boggs me sigueconduciendo abajo hasta que, por fin,las escaleras terminan al borde de unaenorme caverna. Empiezo a entrar, yBoggs me detiene y me indica quedebo pasar mi horario por delante deun escáner para que me cuenten. Sinduda, la información irá a algúnordenador para asegurarse de que nofalte nadie.

Es como si este lugar no acabarade decidir si es natural o artificial.Algunas zonas de las paredes son depiedra, mientras que otras están muyreforzadas con vigas de acero yhormigón. Han excavado las paredes

de roca para hacer literas. Hay unacocina, baños y un puesto deprimeros auxilios. El refugio estádiseñado para una estanciaprolongada.

Hay unos carteles blancos conletras o números repartidos por todala caverna. Boggs nos está diciendo aFinnick y a mí que vayamos al áreaque coincida con el nombre denuestros alojamientos (en mi caso, laE, por el compartimento E), Plutarchse para a nuestro lado.

—Ah, aquí estáis —comenta.Los últimos acontecimientos no

han hecho mella en el humor dePlutarch, que sigue contento desde el

éxito del asalto a las ondas de Beetee.Ve el bosque, no los árboles, nitampoco el castigo de Peeta, ni elinminente bombardeo sobre el 13.

—Katniss, sé que es un malmomento para ti con lo delcontratiempo de Peeta, pero debessaber que los demás te estaránobservando.

—¿Qué? —contesto; no puedocreerme que reduzca lascircunstancias de Peeta a uncontratiempo.

—Las demás personas del búnkerse fijarán en ti para saber cómoreaccionar. Si te muestras tranquila yvaliente, los otros también intentarán

serlo. Si te entra el pánico, podríapropagarse como un incendio —meexplica mientras me limito a mirarlo—. El fuego se propaga, por asídecirlo —sigue, como si yo no lopillara.

—¿Por qué no finjo que megraban y ya está, Plutarch?

—¡Sí! Perfecto. Siempre se es másvaliente delante de una audiencia —responde—. ¡Mira el valor que acabade demostrar Peeta!

Me contengo para no abofetearlo.—Tengo que regresar con Coin

antes del bloqueo. ¡Sigue trabajandoasí! —me dice, y se larga.

Me dirijo a la enorme letra E que

han puesto en la pared. Nuestroespacio consiste en un cuadrado decuatro por cuatro metros de suelo depiedra delineado mediante rayaspintadas. En la pared hay dos catres(una de nosotras dormirá en el suelo)y un espacio con forma de cubo anivel del suelo para almacenamiento.Encuentro un trozo de papel blancoforrado de plástico transparente en elque dice: «Protocolo del búnker».Me quedo mirando fijamente lospuntitos negros de la hoja. Duranteun instante se oscurecen por culpa delas gotas de sangre residuales que nologro borrar de mi retina. Poco a pococonsigo centrarme en las palabras. El

primer apartado se titula: «Al llegar».

«1. Asegúrese de que todos losmiembros de su compartimento esténpresentes».

Mi madre y Prim todavía no hanllegado, pero he sido de las primerasen llegar al búnker, así queseguramente estarán ayudando areubicar a los pacientes del hospital.

«2. Vaya al puesto de suministrosy recoja un paquete para cadamiembro de su compartimento.Prepare su zona de alojamiento.

Devuelva los paquetes».

Echo un vistazo a la caverna hastaque localizo el puesto de suministros,una sala profunda que se distinguepor un mostrador. Hay genteesperando detrás de él, pero todavíano se ve mucha actividad. Me acerco,doy la letra de nuestrocompartimento y pido tres paquetes.Un hombre comprueba una hoja, sacalos paquetes de la estantería y me lospasa por encima del mostrador.Después de echarme uno a la espalday cargar con los otros dos en lasmanos, me vuelvo y descubro que seestá formando un grupo rápidamente

detrás de mí.—Perdón —digo mientras

atravieso la cola.¿Será coincidencia o tendrá razón

Plutarch? ¿Me estará usando estagente de modelo a seguir?

De vuelta en nuestro espacio abrouno de los paquetes y veo que hay uncolchón finito, sábanas, dos conjuntosde ropa gris, un cepillo de dientes, unpeine y una linterna. Al examinar elcontenido de los otros paquetesdescubro que la única diferenciaaparente es que contienen uniformesgrises y blancos. Serán para Prim ymi madre, por si tienen que realizarfunciones médicas. Después de hacer

las camas, guardar la ropa y devolverlas mochilas, no tengo nada que hacermás que seguir la última norma:

«3. Espere instrucciones».

Me siento en el suelo con laspiernas cruzadas a esperar. Un flujocontinuo de personas llena lahabitación, reclama sus espacios yrecoge los suministros. Dentro denada estará lleno. Me pregunto siPrim y mi madre pasarán la noche enel sitio al que hayan llevado a lospacientes, aunque no lo creo, porqueestaban en la lista del compartimento.

Justo cuando empiezo a ponermenerviosa, aparece mi madre. Mirodetrás de ella y sólo veo un mar dedesconocidos.

—¿Dónde está Prim? —lepregunto.

—¿No está aquí? Se suponía queiba a bajar directamente desde elhospital. Se fue diez minutos antesque yo. ¿Dónde está? ¿Adónde puedehaber ido?

Aprieto los ojos un momento paraseguir su rastro como si fuera unapresa. La veo reaccionar a las sirenas,correr a ayudar a los pacientes, asentircuando le hacen un gesto para quebaje al búnker y vacilar en las

escaleras, indecisa. Pero ¿por qué?Abro los ojos de golpe.—¡El gato! ¡Ha vuelto a por él!—Oh, no —dice mi madre.Las dos sabemos que he acertado.

Avanzamos contra corriente,empujando a todo el mundo paraintentar salir del búnker. Másadelante, veo que se preparan paracerrar las gruesas puertas metálicas.Las ruedas de metal giran por amboslados hacia dentro. De algún modo séque, una vez se sellen, nada en elmundo convencerá a los soldados deque las abran. Quizá ni siquierapuedan hacerlo. Empujo a diestro ysiniestro mientras les grito que

esperen. El espacio entre las puertasse reduce a un metro, a medio metro;sólo quedan unos centímetros cuandometo la mano por la rendija.

—¡Abridla! ¡Dejadme salir! —grito.

Los soldados parecen consternadoscuando hacen girar un poquito lasruedas en dirección contraria, no losuficiente para permitirme pasar,pero sí para evitar aplastarme losdedos. Aprovecho la oportunidad parameter el hombro en el hueco.

—¡Prim! —aúllo.Mi madre suplica a los guardias

mientras yo intento salir.—¡Prim!

Entonces oigo unas débilespisadas en las escaleras.

—¡Ya llegamos! —oigo gritar a mihermana.

—¡Sostén la puerta! —añade Gale.—¡Ya vienen! —digo a los

guardias, y ellos abren las puertasunos treinta centímetros.

Sin embargo, no me atrevo amoverme (me da miedo que nos dejena todos fuera) hasta que aparece Primcon las mejillas enrojecidas de lacarrera y Buttercup en los brazos. Lameto dentro, y después a Gale, queapretuja un montón de equipaje parameterlo en el búnker. Las puertas secierran con un fuerte sonido metálico.

—¿En qué estabas pensando? —espeto a Prim mientras la sacudo conrabia; después la abrazo, aplastando aButtercup entre las dos.

Prim ya tiene la explicaciónpreparada:

—No podía dejarlo atrás, Katniss,otra vez no. Deberías haberlo vistodando vueltas por el cuarto mientrasaullaba. Él había vuelto paraprotegernos.

—Vale, vale.Respiro hondo un par de veces

para calmarme, doy un paso atrás ylevanto a Buttercup por el pellejo delcuello.

—Tendría que haberte ahogado

cuando tuve la oportunidad.Él aplasta las orejas y levanta la

pata, pero le suelto un bufido antesde que pueda hacerlo él, cosa queparece molestarle un poco, ya queconsidera que bufar es su expresiónde desdén patentada. Para vengarsesuelta un maullido de gatito desvalidoque hace que mi hermana salgainmediatamente en su defensa.

—Oh, Katniss, no le chinches —dice, abrazándolo—. Ya está lobastante asustado.

La idea de herir los sentimientosdel bruto del gato sólo sirve para quetenga ganas de seguir, pero Prim estápreocupada de verdad por él, así que

me dedico a imaginar el pellejo deButtercup como forro de un par deguantes, imagen que me ha ayudado atratar con él durante todos estos años.

—Vale, lo siento. Estamos bajoesa gran E de la pared. Será mejor quelo instalemos antes de que se le vayala olla.

Prim se aleja corriendo y meencuentro cara a cara con Gale, quelleva la caja de suministros médicosde nuestra cocina del 12, el lugar denuestra última conversación, beso,discusión, lo que fuera. También seha echado al hombro mi bolsa decaza.

—Si Peeta está en lo cierto, no

habrían sobrevivido —me explica.Peeta, sangre como gotitas de

lluvia en la ventana, como lodomojado en las botas.

—Gracias por… todo —respondo,aceptando el equipaje—. ¿Qué hacíasen nuestras habitaciones?

—Echar un vistazo, por si acaso.Estamos en la cuarenta y siete, si menecesitas.

Casi todos se retiran a sus zonascuando se cierran las puertas, así queme voy a nuestro nuevo hogar con almenos quinientas personasobservándome. Intento parecer muytranquila para compensar mifrenética carrera de obstáculos a

través de la multitud, aunque noengaño a nadie; se acabó lo de sentarejemplo. Bueno, ¿qué más da? Encualquier caso, todos piensan queestoy loca. Un hombre al que creoque tiré al suelo me mira a los ojos yse restriega el codo con cara deresentido. Estoy a punto de bufarle.

Prim ha instalado a Buttercup en elcatre de abajo, arropado en una mantade modo que sólo le asoma la cara. Legusta protegerse así de los truenos, laúnica cosa que lo asusta de verdad.Mi madre pone su caja con cuidadoen el cubo. Me pongo en cuclillas yapoyo la espalda en la pared para verqué ha logrado sacar Gale en mi bolsa

de caza: el libro de las plantas, lachaqueta de caza, la foto de boda demis padres y los contenidospersonales de mi cajón. Mi insigniaestá en el traje de Cinna, pero aquítengo el medallón de oro, y elparacaídas plateado con la espita y laperla de Peeta. Guardo la perlahaciendo una bolsita con la esquinadel paracaídas y lo meto en el fondode la bolsa, como si fuera la vida dePeeta y nadie pudiera quitárselamientras yo la proteja.

El débil sonido de las sirenas secorta de repente. La voz de Coin salepor el sistema de altavoces del distritoy nos da las gracias por haber

evacuado de manera tan ejemplar losniveles superiores. Enfatiza que no setrata de un simulacro, ya que esposible que Peeta Mellark, elvencedor del Distrito 12, haya hechouna referencia televisada a un ataquesobre el 13 esta misma noche.

Entonces cae la primera bomba.Primero notamos el impacto, seguidode una explosión que me resuena enlos órganos internos, en elrevestimiento de los intestinos, en lamédula de los huesos y las raíces delos dientes. «Vamos a morir todos»,pienso. Levanto la mirada esperandover cómo surgen grietas gigantescasen el techo y cómo nos llueven

encima los trozos de roca, pero elbúnker sólo se estremece un poco. Seapagan las luces y experimento ladesorientación propia de unaoscuridad completa. Sonidoshumanos sin palabras (chillidosespontáneos, respiraciones alteradas,gemidos de bebé, una nota musical derisa histérica) recorren el aire cargadode tensión. Después se oye elzumbido de un generador y un tenueresplandor tembloroso sustituye a laluz brillante del 13. Es más similar a loque teníamos en nuestros hogares del12, donde las velas y el fuego ardían enlas noches de invierno.

Localizo a Prim en la penumbra,

le pongo una mano en la pierna y meacerco a ella. Su voz permanece firmemientras canturrea para Buttercup:

—No pasa nada, bonito, no pasanada. Estaremos bien aquí abajo.

Mi madre nos abraza a las dos, yme permito ser joven durante uninstante y descansar la cabeza en suhombro.

—No tiene nada que ver con lasbombas del 8 —comento.

—Seguramente será un misil parabúnker —dice Prim con voztranquilizadora por el bien del gato—. Nos lo enseñaron en laorientación para nuevos ciudadanos.Están diseñados para penetrar en lo

más profundo de la tierra antes deestallar, porque no tiene sentidobombardear el 13 en la superficie.

—¿Nucleares? —pregunto,notando un escalofrío.

—No tiene por qué. Algunos sólollevan un montón de explosivos,aunque… podría ser, supongo.

La penumbra hace que sea difícilver las gruesas puertas metálicas alfinal del búnker. ¿Nos protegerían deun ataque nuclear? Y, aunque fueraneficaces al cien por cien contra laradiación, lo que es poco probable,¿podríamos salir de este lugar algúndía? La idea de pasar lo que me quedade vida en esta cripta de piedra me

horroriza. Quiero salir corriendocomo una loca hacia las puertas yexigir que me dejen salir paraenfrentarme a lo de fuera. No tieneremedio, no me dejarían salir y quizádé lugar a una estampida.

—Estamos tan abajo que seguroque no nos pasa nada —dice mi madrecon un hilo de voz. ¿Está pensando enque mi padre voló en pedazos dentrode la mina?—. Pero ha faltado poco,gracias al cielo que Peeta ha tenido laoportunidad de avisarnos.

La oportunidad, un términogeneral que incluye todo lo que le hasupuesto dar la alarma: losconocimientos, el momento, el valor

y algo más que no sé definir. Peetaparecía librar una especie de batallainterna en su cabeza, luchaba porsacar el mensaje. ¿Por qué? Su mayortalento es la capacidad paramanipular las palabras. ¿Le hanquitado eso con la tortura? ¿Es otracosa? ¿Se ha vuelto loco?

La voz de Coin, quizá un pelínmás lúgubre que antes, resuena en elbúnker; el volumen hace quetiemblen las luces:

—Al parecer, la información dePeeta Mellark era buena y tenemosuna gran deuda de gratitud con él.Los detectores indican que el primermisil no era nuclear, aunque sí muy

potente. Esperamos que lleguen más.Durante todo el ataque, losciudadanos permanecerán en suszonas asignadas a no ser que se lesindique lo contrario.

Un soldado le dice a mi madreque la necesitan en el puesto deprimeros auxilios. Ella es reacia adejarnos, a pesar de que no se alejaráni treinta metros.

—No nos pasará nada, de verdad—le digo—. Lo tenemos a él paraprotegernos —añado, señalando aButtercup, que me suelta un bufidotan poco entusiasta que nos hace reír.Hasta a mí me da pena.

Después de que mi madre se vaya,

le sugiero a Prim:—¿Por qué no subes a la cama con

él, Prim?—Sé que es una tontería…, pero

me da miedo que la litera se nos caigaencima durante el ataque.

Si se caen las literas es porque seha caído el búnker y nos ha enterradodebajo. Sin embargo, decido que sulógica quizá nos ayude, así quelimpio el cubo de almacenamiento yle preparo una cama dentro al gato.Después coloco uno de los colchonesdelante para compartirlo con mihermana.

Nos dan permiso para ir al bañoen grupos pequeños y lavarnos los

dientes, aunque las duchas secancelan hasta mañana. Me acurrucocon Prim en el colchón y pongo lasmantas dobles porque en la cavernahace un frío húmedo. Buttercup,abatido a pesar de las constantesatenciones de Prim, se acurruca en elcubo y me echa su aliento de gato enla cara.

A pesar de las desagradablescondiciones, me alegra pasar un ratocon mi hermana. He estado tanpreocupada desde que vine aquí (no,en realidad desde mis primerosJuegos), que no le he hecho muchocaso. No la he estado cuidando comodebería, como hacía antes. Al fin y al

cabo, ha sido Gale el que ha revisadonuestros compartimentos, no yo.Tendré que compensárselo de algunaforma.

Me doy cuenta de que ni siquierame he molestado en preguntarle cómolleva el choque de venir aquí.

—Bueno, ¿te gusta el 13, Prim?—¿Ahora mismo? —pregunta ella;

después de reírnos, sigue hablando—.A veces echo muchísimo de menosnuestro hogar, pero entonces recuerdoque no queda nada que echar demenos. Aquí me siento más segura.No tenemos que preocuparnos por ti.Bueno, al menos no de la mismaforma. —Hace una pausa y esboza

una sonrisa tímida—. Creo que mevan a formar para ser médico.

Es la primera noticia que tengo.—Claro que sí —respondo—.

Serían estúpidos si no lo hicieran.—Me han estado observando

cuando ayudo en el hospital. Yaestoy haciendo los cursos demedicina. No es más que cosas deprincipiantes, ya sé mucho de antes,aunque me queda un montón poraprender.

—Eso es estupendo —le digo.Prim doctora. Ni siquiera habría

podido soñar con ello en el 12. Algopequeño y silencioso, como cuandoenciendes una cerilla, se enciende en

la oscuridad de mi interior: éste es eltipo de futuro que podríamosconseguir con una rebelión.

—¿Y tú, Katniss? ¿Cómo lollevas? —pregunta, acariciando concariño la frente de Buttercup—. Y nome digas que bien.

Es cierto, estoy en el extremocontrario de «bien». Así que lecuento lo de Peeta, su deterioro antelas cámaras y que creo que estaránmatándolo mientras hablamos.Buttercup tiene que apañárselas solodurante un rato, porque Prim vuelcasu atención en mí. Me abraza y mepone el pelo detrás de las orejas. Hedejado de hablar porque, en realidad,

no hay más que decir y noto un dolorpunzante en el corazón. Quizá estésufriendo un infarto, aunque nomerece la pena mencionarlo.

—Katniss, no creo que elpresidente Snow mate a Peeta —medice.

Claro, lo dice para tranquilizarme.Pero sus siguientes palabras mesorprenden:

—Si lo hace, no tendrá en susmanos a nadie que te importe. Nopodría hacerte daño.

De repente me acuerdo de otrachica que ha visto toda la maldad delCapitolio: Johanna Mason, la tributodel distrito 7 en la última arena. Yo

estaba intentando evitar que fuera ala jungla, donde los charlajosimitaban las voces de nuestros seresqueridos sometidos a tortura, peroella le quitó importancia diciendo:«No pueden hacerme daño, no soycomo vosotros. A mí no me quedanadie».

Me doy cuenta de que Prim tienerazón, de que Snow no puedepermitirse malgastar la vida de Peeta,y menos ahora que el Sinsajo le causatantos problemas. Ya ha matado aCinna y ha destruido mi hogar, y mifamilia, Gale e incluso Haymitchestán fuera de su alcance. Sólo lequeda Peeta.

—Entonces, ¿qué crees que leharán? —le pregunto.

Prim parece tener mil añoscuando responde:

—Lo que haga falta para hundirte.

1111

«¿Qué me hundiría?».La pregunta me consume durante

los tres días siguientes, mientrasesperamos a que nos saquen denuestra prisión segura. ¿Qué haríaque me rompiese en un millón detrocitos hasta quedar irreparable einservible? No se lo comento a nadie,pero la pregunta me obsesionacuando estoy despierta y se mete enmis pesadillas.

En ese periodo caen cuatro misiles

más, todos muy potentes ydevastadores, aunque ya sin tantaurgencia. Dejan caer las bombas aintervalos largos para que creamosque ya se ha acabado justo antes deque otro estallido nos haga temblarlas tripas. Parecen pensados paramantenernos bloqueados, no paradiezmarnos. Destrozar el distrito, sí;dar a la gente mucho que repararantes de ponerse en funcionamiento,también; pero ¿destruirlo? No. Cointenía razón en eso: no se destruyealgo que deseas adquirir en el futuro.Supongo que lo que en realidadquieren, a corto plazo, es detener losasaltos a las ondas y mantenerme lejos

de los televisores de Panem.No recibimos apenas información

de lo que pasa. Nuestras pantallasnunca se encienden y sólo nos lleganbreves anuncios de audio de Coinsobre la naturaleza de las bombas. Sinduda, la guerra continúa, pero, encuanto a su situación, estamos aoscuras.

Dentro del búnker, la cooperaciónestá a la orden del día. Seguimos unhorario muy estricto para las comidas,el aseo, el ejercicio y el sueño. Se nosgarantizan pequeños periodos desocialización para aliviar el tedio.Nuestro espacio se hace muy popularporque tanto niños como adultos

sienten fascinación por Buttercup.Adquiere estatus de estrella con sujuego nocturno de «El gato loco».Me lo inventé yo por accidente haceunos años, durante un apagóninvernal. Consiste simplemente enagitar el haz de luz de una linternapor el suelo mientras Buttercupintenta capturarlo. Soy lo bastantemezquina como para disfrutar deljuego porque me parece que lo haceparecer tonto. Sin embargo,inexplicablemente, todos los de aquícreen que el gato es listo yencantador. Incluso me concedenunas pilas adicionales (un gastoenorme) para usarlas en esto. Los

ciudadanos del 13 están muy faltos deentretenimientos, sin duda.

La tercera noche, durante eljuego, por fin respondo a la preguntaque me ha estado carcomiendo. «Elgato loco» se convierte en unametáfora de mi situación: yo soyButtercup, y Peeta, la persona a la quetan desesperadamente quiero poner asalvo, es la luz. Mientras el gato creaque tiene una oportunidad decapturar la escurridiza luz con suspatas, estará encrespado (como yodesde que dejé la arena con Peetavivo). Cuando la luz se apaga deltodo, Buttercup se siente angustiado ydesconcertado durante un segundo,

pero se recupera y pasa a otra cosa (eslo que me pasaría a mí si Peetamuriera). Sin embargo, lo que deverdad hace que el gato se vuelva locoes dejar la luz encendida, pero en unpunto fuera de su alcance, en lo altode la pared, donde no llega saltando.Empieza a dar vueltas junto a lapared, gime, y no hay forma deconsolarlo ni de distraerlo; no sirvepara nada más hasta que apago la luz(y eso es lo que Snow intenta hacerconmigo ahora, sólo que no sé quéforma adoptará este juego).

Quizá lo único que Snow necesitaes que sea consciente de eso. Pensarque Peeta estaba en sus manos y que

lo torturaban para sacarleinformación sobre los rebeldes eramalo, pero pensar que lo torturanespecíficamente para incapacitarmees insoportable. Entonces, por culpadel peso de esta revelación, empiezo ahundirme de verdad.

Después de «El gato loco» nosvamos a la cama. La luz va y viene; aveces las lámparas están a plenapotencia, mientras que otras tenemosque forzar la vista para vernos. A lahora de dormir apagan las lámparashasta dejarlo todo casi a oscuras yactivan las luces de emergencia decada espacio. Prim, que ha decididoque las paredes aguantarán, se hace

un ovillo con Buttercup en la cama deabajo. Mi madre duerme en la dearriba. Me ofrezco a dormir en una deellas, pero me obligan a quedarme enel colchón del suelo porque doydemasiadas vueltas en sueños.

Ahora no doy vueltas, mismúsculos están rígidos por la tensiónde mantenerme cuerda. Regresa eldolor de corazón, y me imagino quele aparecen unas diminutas fisurasque se extienden por mi cuerpo:avanzan por el torso, los brazos, laspiernas y la cara, y me dejan llena degrietas. Con una sola sacudida demisil podría romperme en extrañosfragmentos afilados como cuchillas.

Cuando la inquieta mayoría ya seha dormido, salgo con cuidado de mimanta y atravieso de puntillas lacaverna en busca de Finnick; algo mehace pensar que él lo comprenderá.Está sentado bajo la luz deemergencia de su zona haciendonudos en una cuerda, ni siquiera fingedescansar. Mientras le susurro lo quehe descubierto sobre el plan de Snowpara hundirme, al fin lo entiendo:esta estrategia no es nada nuevo paraFinnick. Es la que lo hundió a él.

—Es lo que te están haciendo a ticon Annie, ¿no? —le pregunto.

—Bueno, no la detuvieron porquepensaran que sería un inagotable

pozo de información rebelde —responde—. Saben que nunca mehabría arriesgado a contarle nada alrespecto, por su propio bien.

—Oh, Finnick, cuánto lo siento.—No, yo lo siento. Siento no

haberte advertido.De repente recuerdo algo: estoy

atada a la cama, loca de rabia y dolordespués del rescate. Finnick intentaconsolarme por Peeta: «Se daráncuenta en seguida de que no sabenada y no lo matarán si creen quepueden usarlo contra ti».

—Pero sí que me advertiste, en elaerodeslizador. Cuando me dijiste queusarían a Peeta contra mí creía que te

referías a un cebo, a una forma deatraerme al Capitolio.

—No tendría que haberte dichoni eso. Era demasiado tarde para quete sirviera de algo. Teniendo encuenta que no te advertí antes delVasallaje, tendría que haber cerradola boca, no debería haberte dichonada sobre cómo funciona Snow —insiste; tira del extremo de su cuerda,de modo que un complicado nudo seconvierte de nuevo en una línea recta—. Es que no lo entendí cuando teconocí. Después de tus primerosJuegos creí que para ti todo elromance era teatro. Esperábamos quesiguieras con la estrategia, pero hasta

que Peeta no se golpeó contra elcampo de fuerza y estuvo a punto demorir no comprendí… —Finnickvacila.

Pienso en la arena, en cómosollocé cuando Finnick revivió aPeeta, en la mirada inquisitiva deFinnick, en la forma en que excusómi comportamiento culpando a mifingido embarazo.

—¿No comprendiste qué?—Que te había juzgado mal, que

sí que lo querías. No digo que fuerade una forma o de otra, quizá ni tú losepas, pero cualquiera que prestaraatención se habría dado cuenta de lomucho que te importaba —me dice

con cariño.¿Cualquiera? En la visita de Snow

antes de la Gira de la Victoria, elpresidente me había retado a queeliminara las dudas sobre missentimientos hacia Peeta, quería quelo convenciera a él específicamentede que estaba enamorada de micompañero. Al parecer, bajo eseabrasador cielo rosa, con la vida dePeeta colgando de un hilo, por fin lologré. Y, al hacerlo, le entregué elarma que necesitaba para acabarconmigo.

Finnick y yo nos quedamossentados en silencio un buen ratoobservando cómo hace y deshace los

nudos.—¿Cómo lo soportas? —le

pregunto al fin.—¡No lo soporto, Katniss! —me

responde, sorprendido—. Está claro,no lo soporto. Cada mañana salgo deuna pesadilla y descubro que lo defuera no es mejor —empieza, peroalgo en mi expresión lo detiene—. Esmejor no rendirte a ello. Resulta diezveces más difícil recuperarte quehundirte.

Bueno, él debe de saberlo bien.Respiro hondo y me obligo apermanecer de una pieza.

—Cuanto más te distraigas, mejor—me dice—. Lo primero que haremos

mañana es buscarte una cuerda. Hastaentonces, toma la mía.

Me paso el resto de la noche en elcolchón haciendo nudos de formacompulsiva y enseñándoselos aButtercup para que los examine. Siuno parece sospechoso, me lo quita deun zarpazo y lo muerde unas cuantasveces para asegurarse de que estámuerto. Por la mañana tengo losdedos doloridos, pero sigo entera.

Después de veinticuatro horas detranquilidad, Coin por fin anunciaque podemos salir del búnker.Nuestros antiguos alojamientos hanquedado destrozados en losbombardeos, así que todos tenemos

que seguir al pie de la letra lasinstrucciones para llegar a nuestrosnuevos compartimentos. Limpiamosnuestras zonas, como nos piden, y nosponemos obedientemente en fila parasalir por la puerta.

A la mitad del recorrido, Boggsaparece y me saca de la fila. Les haceuna señal a Gale y a Finnick para quese unan a nosotros, y la gente semueve para dejarnos pasar. Algunosincluso me sonríen; el juego de «Elgato loco» ha conseguido que meconsideren más simpática, al parecer.Salimos, subimos las escaleras,recorremos el pasillo hasta uno deesos ascensores que avanzan en varias

direcciones y, finalmente, llegamos aDefensa Especial. Durante nuestraruta no he visto nada dañado, aunquetodavía estamos a bastanteprofundidad.

Boggs nos mete prisa para entraren una sala prácticamente idéntica ala de Mando. Coin, Plutarch,Haymitch, Cressida y todos los demásque están sentados a la mesa tienencara de cansancio. Alguien ha sacadoal fin el café (aunque estoy segura deque sólo lo ven como un estimulantede emergencia), y Plutarch tiene sutaza agarrada con las dos manos, comosi temiera que se la llevasen encualquier momento.

No hay tiempo para formalidades.—Os necesitamos a los cuatro

vestidos con los uniformes y en lasuperficie —dice la presidenta—.Tenéis dos horas para grabar los dañosde los bombardeos, dejar claro que launidad militar del 13 no sólo sigueoperativa, sino que es superior y, lomás importante, que el Sinsajo siguevivo. ¿Alguna pregunta?

—¿Podemos tomarnos un café? —pregunta Finnick.

Nos entregan tazas humeantes.Miro con asco el reluciente líquidonegro, ya que nunca he sido una granadmiradora de esta sustancia, perosupongo que me ayudará a

mantenerme en pie. Finnick me echaalgo de nata en la taza y va a por elazucarero.

—¿Quieres un azucarillo? —mepregunta con su antiguo tono deseductor.

Así es como nos conocimos,cuando Finnick me ofreció azúcar.Estábamos rodeados de caballos ycarros, disfrazados y pintados para lasmasas, antes de ser aliados. Antes deque yo supiera lo que lo impulsaba.El recuerdo logra arrancarme unasonrisa.

—Toma, mejora el sabor —añadecon su voz real, y me echa trescubitos en la taza.

De camino a vestirme de Sinsajo,veo que Gale nos observa a Finnick ya mí con preocupación. ¿Y ahoraqué? ¿De verdad creerá que pasa algoentre nosotros? Quizá me viera iranoche a la zona de Finnick, teníaque pasar por el espacio de losHawthorne para llegar. Supongo quele habrá sentado mal que busque lacompañía de Finnick en vez de lasuya. Bueno, pues nada. Tengorozaduras de cuerda en los dedos,apenas puedo mantener los ojosabiertos y un equipo de televisiónespera que haga una actuaciónbrillante. Y Snow tiene a Peeta. QueGale piense lo que le dé la gana.

En mi nueva sala de belleza, enDefensa Especial, mi equipo depreparación me mete en el traje deSinsajo, me arregla el pelo y meaplica un poquito de maquillaje antesde que se me enfríe el café. En diezminutos, tanto el reparto como loscámaras de las nuevas propos estamosrecorriendo el complicado camino alexterior. Me bebo el café mientrascaminamos, y descubro que la nata yel azúcar mejoran muchísimo susabor. Apuro los posos que se hanquedado al fondo de la taza y notoque un leve cosquilleo empieza acircularme por las venas.

Después de subir una última

escalera, Boggs tira de una palancaque abre una trampilla y notamos elaire fresco. Respiro hondo con ganasy, por primera vez, me permitoreconocer lo mucho que odiaba elbúnker. Salimos al bosque y paso lasmanos por las hojas que cuelganencima de nosotros. Algunasempiezan a secarse.

—¿Qué día es hoy? —pregunto.Boggs responde que septiembre

empieza la semana que viene.Septiembre. Eso significa que

Snow ha tenido a Peeta en sus garrasdurante cinco o seis semanas.Examino una hoja en la palma de mimano y veo que estoy temblando. No

consigo parar. Le echo la culpa al cafée intento concentrarme en respirarmás despacio, porque voy demasiadoacelerada para el ritmo de marcha quellevamos.

Empezamos a ver escombros en latierra y llegamos al primer cráter, quetiene casi treinta metros de ancho yvete a saber cuántos de profundidad.Muchos. Boggs dice que, de haberquedado alguien en las diez primerasplantas, seguramente habría muerto.Rodeamos el pozo y seguimos.

—¿Podéis reconstruirlo? —pregunta Gale.

—No de manera inmediata. Esemisil no acabó con mucho, sólo unos

cuantos generadores y una granjaavícola —responde Boggs—. Noslimitaremos a sellarlo.

Los árboles desaparecen cuandoentramos en la zona del interior de lavalla. Alrededor de los cráteres hayuna mezcla de escombros viejos ynuevos. Antes de las bombas quedabamuy poco del 13 en la superficie: unospuestos de guardia, la zona deentrenamiento y más o menos treintacentímetros de la planta superior denuestro edificio (donde sobresalía laventana de Buttercup) con varioscentímetros de acero encima. Esazona no estaba preparada parasoportar un ataque que no fuera muy

superficial.—¿Cuánta ventaja os dio la

advertencia del chico? —preguntaHaymitch.

—Unos diez minutos antes de quenuestros sistemas detectaran losmisiles —responde Boggs.

—Pero ayudó, ¿verdad? —lepregunto; si dice que no, no loresistiré.

—Por supuesto, la evacuación delos civiles fue completa. Los segundoscuentan cuando te atacan; diezminutos sirven para salvar muchasvidas.

«Prim —pienso— y Gale».Llegaron al búnker un par de

minutos antes de que cayera el primermisil. Puede que Peeta los hayasalvado. Añadiremos sus nombres a lalista de cosas por las que siempreestaré en deuda con él.

A Cressida se le ocurre filmarmedelante de las ruinas del antiguoEdificio de Justicia, una especie debroma, ya que el Capitolio lleva añosusándolo de fondo para las falsasretransmisiones informativas en lasque intentaba demostrar que eldistrito no existía. Ahora, con elreciente ataque, el edificio está a unosdiez metros del borde de otro cráter.

Cuando nos acercamos a lo queantes fuera la entrada principal, Gale

señala algo y todos frenamos un poco.Al principio no veo el problema, perodespués distingo que el suelo estácubierto de rosas rosas y rojas reciéncortadas.

—¡No las toquéis! —grito—. ¡Sonpara mí!

El enfermizo olor dulzón me llegaa las fosas nasales y el corazónempieza a pegarme martillazos en elpecho. Así que no me lo imaginé, nome imaginé la rosa de mi cómoda.Ante mí está la segunda entrega deSnow. Son unas bellezas rosas y rojasde tallos largos, las mismas flores quedecoraban el escenario en el quePeeta y yo interpretamos nuestra

entrevista tras la victoria. Flores nopara uno, sino para dos amantes.

Se lo explico a los demás lo mejorque puedo. Las examinamos mejor yvemos que parecen inofensivas,aunque mejoradas genéticamente.Dos docenas de rosas ligeramentemarchitas. Seguramente las tirarondespués del último bombardeo. Unequipo con trajes especiales las recogey se las lleva. Estoy segura de que noencontrarán en ellas nadaextraordinario; Snow sabe bien lo queme está haciendo. Es igual quecuando machacó a Cinna delante demí, mientras yo lo observaba tododesde mi tubo de tributo: su

intención es desquiciarme.Como entonces, intento

recuperarme y devolver el golpe,pero, mientras Cressida pone en sussitios a Castor y Pollux, noto queestoy cada vez más ansiosa. Estoycansada, con los nervios de punta y,desde que he visto las rosas, soyincapaz de dejar de pensar en Peeta.El café ha sido un gran error, nonecesito un estimulante,precisamente. Mi cuerpo tiembla deforma visible y no consigo recuperarel aliento. Después de varios días enel búnker, tengo que cerrar los ojoscasi del todo, mire a donde mire,porque la luz me hace daño. A pesar

de la fresca brisa, las gotas de sudorme caen por la cara.

—Bueno, ¿qué necesitasexactamente de mí? —pregunto.

—Sólo unas líneas rápidas parademostrar que estás viva y siguesluchando —responde Cressida.

—Vale.Me pongo en mi sitio y miro la

luz roja. Y miro y miro.—Lo siento, no tengo nada para

vosotros.—¿Estás bien? —me pregunta

Cressida, acercándose, y asiento.Ella me seca la cara con un trozo

de tela que lleva en el bolsillo.—¿Y si probamos con la vieja

táctica de las preguntas y respuestas?—me dice.

—Sí, creo que ayudaría.Cruzo los brazos para ocultar lo

mucho que tiemblan, miro a Finnick,y él levanta el pulgar, aunquetambién parece bastante tembloroso.

Cressida ya está en su puesto.—Bueno, Katniss, has sobrevivido

a los bombardeos del 13, ¿qué te hanparecido comparados con tuexperiencia en la superficie del 8?

—Esta vez estábamos a tantaprofundidad que no existía peligroreal. El 13 está sano y salvo, igualque… —Se me rompe la voz y la fraseacaba con un graznido seco.

—Prueba otra vez —me diceCressida—: «El 13 está sano y salvo,igual que yo».

Respiro hondo e intento obligar ami diafragma a funcionar.

—El 13 está sano, igual…No, me he equivocado. Juro que

todavía huelo las rosas.—Katniss, sólo esa línea y

terminas por hoy, te lo prometo —medice Cressida—: «El 13 está sano ysalvo, igual que yo».

Sacudo los brazos para relajarme,coloco los puños sobre las caderas ydespués los dejo caer a los lados. Seme llena la boca de saliva a unavelocidad absurda y noto que se me

forma una bola de vómito al final dela garganta. Trago con fuerza yseparo los labios para decir laestúpida línea e ir a esconderme en elbosque… Y entonces me pongo allorar.

Es imposible ser el Sinsajo,imposible terminar esta sencilla frase,porque ahora sé que todo lo que digarepercutirá directamente en Peeta,hará que lo torturen. Sin embargo, nolo matarán, no, no serán tan piadosos.Snow se asegurará de que su vida seamucho peor que la muerte.

—Corten —oigo decir a Cressidaen voz baja.

—¿Qué le pasa? —dice Plutarch

con un susurro.—Ha averiguado cómo está

usando Snow a Peeta —explicaFinnick.

El semicírculo de personas quetengo delante deja escapar unaespecie de suspiro colectivo de pesar.Porque ahora lo sé, porque no podrédejar de saberlo, porque, aparte de ladesventaja militar que supone perdera un Sinsajo, estoy hundida.

Varios pares de brazos mereconfortan, pero, al final, la únicapersona que de verdad quiero que meconsuele es Haymitch, el único quetambién quiere a Peeta. Voy hacia él,creo que digo su nombre y él se

acerca, me sostiene y me dapalmaditas en la espalda.

—No pasa nada, no pasará nada,preciosa.

Me sienta en un pilar de mármolroto y me rodea con un brazomientras sollozo.

—No puedo seguir con esto —ledigo.

—Lo sé.—Pienso una y otra vez en qué le

va a hacer a Peeta… ¡y todo porque yosoy el Sinsajo!

—Lo sé —repite Haymitch,abrazándome con más fuerza.

—¿Lo viste? ¿Viste lo raro queestaba? ¿Qué le están… haciendo? —

Intento respirar entre los sollozos,pero apenas consigo decir una últimafrase—: ¡Es culpa mía!

Después cruzo la línea que mesepara de la histeria, me clavan unaaguja en el brazo y el mundodesaparece.

Lo que me han metido debe de serpotente, porque tardo un día endespertar, aunque no he dormidoplácidamente. Es como si hubierasalido de un mundo lleno de lugaresoscuros y angustiosos por los queviajaba sola. Haymitch está sentadoen una silla junto a mi cama con lapiel cérea y los ojos inyectados ensangre. Recuerdo lo de Peeta y me

pongo a temblar otra vez.Haymitch me aprieta el hombro.—No pasa nada, vamos a intentar

sacar a Peeta.—¿Qué? —pregunto, porque lo

que me ha dicho no tiene sentido.—Plutarch va a enviar un equipo

de rescate. Tiene gente dentro y creeque podemos sacar a Peeta con vida.

—¿Por qué no lo hemos hechoantes?

—Porque nos saldrá caro. Perotodos están de acuerdo en que es lomejor. Es la misma elección quehicimos en la arena: hacer lo que hagafalta por mantenerte en buenascondiciones. No podemos perder al

Sinsajo ahora, y tú no puedes seguiradelante sabiendo que Snow latomará con Peeta —explicaHaymitch, ofreciéndome una taza—.Toma, bebe algo.

Me siento lentamente y bebo unpoco de agua.

—¿A qué te refieres con que nossaldrá caro? —pregunto.

—Perderemos infiltrados, puedeque muera gente —responde él,encogiéndose de hombros—. Pero tenen cuenta que mueren todos los días.Y no vamos a sacar sólo a Peeta,también rescataremos a Annie porFinnick.

—¿Dónde está Finnick?

—Detrás de esa mampara,durmiendo mientras dure el sedante.Estalló justo después de dormirte a ti—responde Haymitch, y yo sonrío unpoco, sintiéndome algo menos débil—. Sí, fue una toma excelente. Convosotros dos histéricos y Boggsplaneando la misión para sacar aPeeta, hemos tenido que echar manode las repeticiones.

—Bueno, si Boggs lo dirige, es unaventaja.

—Oh, sí, lo maneja muy bien. Sepidieron voluntarios, pero él fingió nover mi mano agitándose en el aire —me dice Haymitch—. ¿Ves? Ya hademostrado tener buen criterio.

Algo va mal, Haymitch seesfuerza demasiado en animarme, noes su estilo.

—Bueno, ¿y quién más se haofrecido voluntario?

—Creo que siete en total —responde él, evasivo.

Tengo una sensación muydesagradable en el estómago.

—¿Quién más, Haymitch? —insisto.

Haymitch por fin abandona lapose de buenazo y responde:

—Ya lo sabes, Katniss, sabesperfectamente quién se ofreció elprimero.

Claro que lo sé.

Gale.

1212

«Hoy podría perderlos a los dos».Intento imaginarme un mundo en

el que ya no existan las voces de Galey Peeta, en el que sus manos quedenquietas, en el que sus ojos noparpadeen. Estoy de pie sobre suscadáveres viéndolos por última vez,abandonando la habitación en la queyacen. Sin embargo, cuando abro lapuerta para salir al mundo, sólo hayun tremendo vacío, una pálida nadagris que es, en resumen, mi único

futuro.—¿Quieres que te seden hasta que

termine todo? —me preguntaHaymitch, y no bromea.

Estamos hablando de un hombreque se ha pasado toda su vida adultaen el fondo de una botella,intentando anestesiarse contra loscrímenes del Capitolio. El chico dedieciséis años que ganó el segundoVasallaje de los Veinticinco debió detener gente a la que quería (familia,amigos, quizá una novia) y con la quedeseaba volver. ¿Dónde están ahora?¿Cómo es posible que, hasta quePeeta y yo le caímos encima, nohubiera nadie más en su vida? ¿Qué

les haría Snow?—No —respondo—, quiero ir al

Capitolio, quiero formar parte de lamisión de rescate.

—Ya se han ido —dice Haymitch.—¿Cuánto hace? Podría

alcanzarlos. Podría…¿Qué? ¿Qué podría hacer?Haymitch sacude la cabeza.—No pasará, eres demasiado

valiosa y demasiado vulnerable. Sehabló de enviarte a otro distrito paradistraer al Capitolio mientras tienelugar el rescate, pero nadie creyó quefueras capaz de manejarlo.

—¡Por favor, Haymitch! —exclamo, suplicando—. Tengo que

hacer algo, no puedo quedarmesentada a esperar si viven o mueren.¡Tiene que haber algo!

—Vale, deja que hable conPlutarch. Tú quédate ahí.

Pero no puedo. Mientras todavíaoigo el eco de las pisadas deHaymitch por el pasillo, me meto porla rendija de la cortina separadora yveo a Finnick tumbado boca abajocon las manos metidas en la funda dela almohada. Aunque es una cobardía(incluso una crueldad) despertarlo dela brumosa tierra de las drogas paratraerlo a la cruda realidad, lo hagoporque no soporto enfrentarme a estosola.

Cuando le explico la situación, suagitación inicial disminuyemisteriosamente.

—¿Es que no lo ves, Katniss? Estolo decidirá todo de una u otra forma.Al final del día estarán muertos o connosotros. Es… ¡Es más de lo quepodíamos esperar!

Bueno, es una forma agradable deevaluar nuestra situación. La verdades que la idea de que este tormentollegue a su fin resulta tranquilizadora.

Haymitch aparta la cortina degolpe. Tiene un trabajo para nosotros,si logramos recuperarnos: todavíanecesitan grabar el escenario del 13tras el bombardeo.

—Si podemos hacerlo en laspróximas horas, Beetee loretransmitirá hasta el rescate y, consuerte, mantendrá al Capitolio atentoa otra cosa.

—Sí, una distracción —diceFinnick—, una especie de señuelo.

—Lo que en realidad necesitamoses algo tan absorbente que ni siquierael presidente Snow sea capaz deapartarse del televisor. ¿Se os ocurrealgo así? —pregunta Haymitch.

Tener un trabajo que puedaayudar a la misión me vuelve acentrar. Mientras me zampo eldesayuno y me preparan, intentopensar en qué decir. El presidente

Snow debe de estar preguntándosecómo me han afectado el suelosalpicado de sangre y sus rosas. Si mequiere hundida, tendré que estarentera, aunque no creo que loconvenza de nada gritando un par delíneas desafiantes a la cámara.Además, eso no le dará nada detiempo al equipo de rescate. Losestallidos son cortos; lo que requieretiempo son las historias.

No sé si funcionará, pero, cuandoel equipo de televisión se reúne en lasuperficie, le pregunto a Cressida sipodría empezar preguntándome porPeeta. Me siento en el pilar demármol caído en el que tuve la crisis,

y espero a la luz roja y a la preguntade Cressida.

—¿Cómo conociste a Peeta?Y entonces hago lo que

Haymitch lleva queriendo que hagadesde mi primera entrevista: me abro.

—Cuando conocí a Peeta, yo teníaonce años y estaba casi muerta.

Hablo sobre aquel terrible día enque intenté vender ropa de bebé bajola lluvia, sobre cómo la madre dePeeta me echó de la puerta de lapanadería y sobre cómo él se llevóuna paliza por llevarme los panes quenos salvaron la vida.

—Nunca habíamos hablado. Laprimera vez que hablé con Peeta fue

en el tren a los Juegos.—Pero él ya estaba enamorado de

ti —dice Cressida.—Supongo —respondo,

esbozando una sonrisita.—¿Cómo llevas la separación?—No muy bien. Sé que Snow

podría matarlo en cualquiermomento, sobre todo desde queadvirtió al 13 del bombardeo. Eshorrible vivir con algo así, pero,gracias a lo que le están haciendopasar, ya no tengo ninguna duda:tenemos que hacer lo que haga faltapara destruir el Capitolio. Por fin soylibre —añado; miro al cielo y veo a unhalcón sobrevolándonos—. El

presidente Snow me reconoció unavez que el Capitolio era frágil. Enaquel momento no lo entendí, mecostaba ver con claridad porqueestaba muy asustada. Ahora no. ElCapitolio es frágil porque depende delos distritos para todo: comida,energía e incluso los agentes de la pazque nos controlan. Si declaramosnuestra libertad, el Capitolio sederrumba. Presidente Snow, gracias ati, hoy declaro oficialmente la mía.

He estado correcta, aunque nodeslumbrante. A todos les encanta lahistoria del pan, pero es mi mensaje alpresidente lo que hace que Plutarchempiece a darle vueltas a la cabeza.

Llama rápidamente a Finnick yHaymitch, y los tres tienen una breveaunque intensa conversación con laque Haymitch no parece muycontento. Plutarch gana: al final,Finnick está pálido, pero asiente.

Mientras Finnick toma asientofrente a la cámara, Haymitch le dice:

—No tienes por qué hacerlo.—Debo hacerlo si la ayuda —

responde él, haciendo una pelota enla mano con su cuerda—. Estoy listo.

No sé qué esperar, ¿una historiade amor sobre Annie? ¿Un relato delos abusos en el Distrito 4? Pero lahistoria de Finnick Odair toma uncurso completamente distinto.

—El presidente Snow solía…venderme…, vender mi cuerpo, quierodecir —empieza con voz monótona ydistante—. Y no fui el único. Sipensaban que un vencedor eradeseable, el presidente lo ofrecíacomo recompensa o permitía que locomprasen por una cantidad de dineroexorbitante. Si te negabas, mataba aalgún ser querido. Así que lo hacías.

Entonces, eso explica el desfile deamantes de Finnick en el Capitolio.No eran amantes de verdad, sinogente como nuestro antiguo jefe deagentes de la paz, Cray, quecompraba a chicas desesperadas paradevorarlas y descartarlas; porque

podía. Quiero interrumpir lagrabación y suplicar a Finnick perdónpor todas las ideas equivocadas quetenía sobre él, pero tenemos untrabajo que hacer y me parece que elpapel de Finnick será mucho máseficaz que el mío.

—No fui el único, aunque sí elmás popular —sigue diciendo—. Yquizá el que estaba más indefenso, yaque la gente a la que quería tambiénlo estaba. Para sentirse mejor, misclientes me regalaban dinero y joyas,pero yo descubrí una forma de pagomucho más valiosa.

«Secretos», pienso. Es lo que medijo Finnick que le daban sus

amantes, sólo que yo creía que lohacía por decisión propia.

—Secretos —dice, como si mehubiera leído el pensamiento—, y poreso será mejor que permanezcasatento, presidente Snow, porquemuchos de ellos son sobre ti. Sinembargo, empecemos con algunos delos demás.

Finnick teje un tapiz tan rico endetalles que no puede dudarse de suautenticidad. Historias sobre extrañosapetitos sexuales, traiciones delcorazón, codicia sin límites ysangrientos juegos de poder. Secretosde borrachos susurrados sobrealmohadas húmedas en mitad de la

noche. A Finnick lo vendían y locompraban, un esclavo de losdistritos, y guapo, sin duda, aunque,en realidad, inofensivo. ¿A quién se loiba a contar? ¿Quién lo creería si lohiciera? Sin embargo, algunossecretos son demasiado deliciosos parano compartirlos. No conozco a lagente que menciona Finnick (todosparecen ser ciudadanos importantesdel Capitolio), pero, de escuchar elparloteo de mi equipo de preparación,sé la atención que puede atraer el másleve desliz. Si un mal corte de pelogeneraba horas de cotilleo, ¿quéharán las acusaciones de incesto,puñaladas por la espalda, chantaje e

incendio provocado? Mientras lasondas expansivas de conmoción yreproches sacuden el Capitolio, todosestarán esperando, como yo, a oír lodel presidente.

—Y ahora, vamos con nuestrobuen presidente Coriolanus Snow —dice Finnick—. Era un hombre muyjoven cuando alcanzó el poder y fuelo bastante listo para conservarlo. Ospreguntaréis cómo lo logró. Pues sólohace falta que os diga una palabra,con eso basta: veneno.

Finnick se remonta a la ascensiónpolítica de Snow, de la que no sénada, y avanza hasta el presenteseñalando caso tras caso de muerte

misteriosa de sus adversarios o, aunpeor, de los aliados que podían llegara convertirse en amenazas. Gente quecae muerta en un banquete o quemuere poco a poco de manerainexplicable, empeorando con el pasode los meses. Se le echa la culpa a unmarisco en mal estado, un virusescurridizo o una debilidad de la aortade la que no se tenía noticia. Snowbebe de la copa envenenada paraevitar las sospechas, pero los antídotosno siempre funcionan, así que por esodicen que lleva rosas que apestan aperfume, para tapar el hedor a sangrede las llagas de la boca, que nunca securan. Dicen, dicen, dicen… que

Snow tiene una lista y nadie sabequién será el siguiente.

Veneno, el arma perfecta parauna serpiente.

Como mi opinión del Capitolio ysu noble presidente ya era bastantemala de por sí, las acusaciones deFinnick no me sorprenden. Sí queparecen tener mucho más efecto enlos rebeldes del Capitolio, como miequipo y Fulvia; incluso Plutarch sesorprende de vez en cuando, quizáporque se pregunta cómo se le habrápasado algún cotilleo en concreto.Cuando Finnick termina, siguengrabando hasta que él mismo tieneque decir:

—Corten.El equipo se apresura a ir a editar

el material, y Plutarch se lleva aFinnick para hablar con él,seguramente por si tiene máshistorias. Me quedo con Haymitchentre la ruinas, preguntándome si eldestino de Finnick podría haber sidoel mío. ¿Por qué no? Snow habríasacado un buen precio por la chica enllamas.

—¿Es lo que te pasó a ti? —lepregunto a Haymitch.

—No. Mi madre y mi hermanopequeño. Mi chica. Todos murierondos semanas después de que mecoronaran vencedor. Para castigarme

por mi truco con el campo de fuerza.Snow no tenía a nadie que usarcontra mí.

—Me sorprende que no te mataray ya está.

—Oh, no, yo era el ejemplo, lapersona que mostrar a los jóvenescomo Finnick, Johanna y Cashmere.Así sabrían lo que le pasa a unvencedor que causa problemas —responde Haymitch—. Pero él sabíaque ya no tenía nada que usar contramí.

—Hasta que llegamos Peeta y yo—digo en voz baja; ni siquiera seencoge de hombros para responder.

Una vez hecho nuestro trabajo, no

nos queda más que esperar.Intentamos ocupar los largos minutosen Defensa Especial, haciendo nudos,dándole vueltas a la comida en loscuencos y volando cosas en pedazosen el campo de tiro. Como temen quedetecten las comunicaciones, no haycontacto con el equipo de rescate. Alas 15:00, la hora acordada, nosquedamos tensos y en silencio en elfondo de una sala llena de pantallas yordenadores, y vemos cómo Beetee ysu equipo intentan dominar las ondas.Su distracción y nerviosismohabituales pasan a convertirse en unadeterminación que no le había vistonunca. Poco de mi entrevista

consigue emitirse, sólo lo justo parademostrar que sigo viva y desafiante.Es el relato salaz y sangriento deFinnick sobre el Capitolio lo queocupa toda la emisión. ¿Estánmejorando las habilidades de Beetee?¿O es que sus homólogos delCapitolio están demasiado fascinadoscomo para cortar a Finnick? Durantelos siguientes sesenta minutos, laemisión del Capitolio mezcla lasnoticias normales de la tarde conFinnick y los intentos de apagarlotodo. Sin embargo, el equipo técnicode los rebeldes consigue superarincluso los intentos de apagón y, enun verdadero golpe maestro,

mantienen el control durante casitodo el ataque a Snow.

—¡Soltadlo! —exclama Beetee,alzando las manos al cielo paradevolver la retransmisión al Capitolio;después se seca la cara con un trapo—. Si no han salido ya, están todosmuertos —anuncia, y se vuelve paraver cómo reaccionamos Finnick y yoante sus palabras—. Pero tenían ungran plan. ¿Os lo ha explicadoPlutarch?

Claro que no. Beetee nos lleva aotro cuarto y nos enseña cómo elequipo, con la ayuda de los rebeldesinfiltrados, intentará (ha intentado)liberar a los vencedores de una cárcel

subterránea. Al parecer han metidoun gas narcotizante por el sistema deventilación, han cortado laelectricidad, han hecho estallar unabomba en un edificio gubernamentala varios kilómetros de la cárcel y,además, hemos interrumpido laemisión oficial de la tele. Beetee sealegra de que el plan nos resultedifícil de seguir, porque entoncestambién se lo resultará a nuestrosenemigos.

—¿Como tu trampa eléctrica en laarena? —pregunto.

—Exacto, y mira lo bien que salió—responde él.

«Bueno…, no mucho», pienso.

Finnick y yo intentamosquedarnos en Mando, donde seguroque llegarán las primeras noticias delrescate, pero nos lo prohíben porqueestán tratando asuntos serios de laguerra. Nos negamos a salir deDefensa Especial y acabamosesperando noticias en la sala de loscolibríes.

Haciendo nudos, haciendo nudos,sin palabras, haciendo nudos, tic, toc,esto es un reloj, sin pensar en Gale,sin pensar en Peeta, haciendo nudos.No queremos cenar, tenemos losdedos en carne viva y ensangrentados.Finnick se acaba rindiendo y adoptala misma posición encogida que en la

arena, cuando atacaron los charlajos.Yo perfecciono mi lazo en miniaturay oigo las palabras de El árbol delahorcado en mi mente. Gale y Peeta.Peeta y Gale.

—¿Te enamoraste de Annie desdeel primer momento, Finnick? —lepregunto.

—No —responde; al cabo de unrato, añade—: Los sentimientosaparecieron casi sin darme cuenta.

Rebusco en mi corazón, pero, demomento, la única persona por la quesiento algo muy claro es Snow.

Debe de ser medianoche, debe deser mañana cuando Haymitch abre lapuerta.

—Han vuelto. Nos reclaman en elhospital —dice; abro la boca parahacer un aluvión de preguntas, peroél me corta con un—: Es lo único quesé.

Aunque quiero salir corriendo,Finnick está muy raro, como si nopudiera moverse, así que le doy lamano y lo conduzco como si fuera unniño pequeño. Atravesamos DefensaEspecial, subimos al ascensor que vapara allá y para acá, y llegamos al aladel hospital. Es el caos, hay médicosgritando órdenes y heridos quetrasladan en camilla por los pasillos.

Nos pasa de largo una camilla enla que llevan a una joven inconsciente

con la cabeza afeitada; tienemoratones y costras supurantes:Johanna Mason, la que sí conocíasecretos de los rebeldes, al menos elmío. Y así es como lo ha pagado.

A través de una puerta veo dereojo a Gale, desnudo hasta la cinturay sudando a chorros mientras unmédico le saca algo del omóplato conunas pinzas muy largas. Herido, perovivo. Lo llamo y empiezo a caminarhacia él hasta que una enfermera meempuja y me grita que me largue.

—¡Finnick!Es una mezcla entre chillido y

grito de alegría. Una jovenencantadora, aunque algo desaliñada

(cabello oscuro enredado y ojos verdescomo el mar) corre hacia nosotroscubierta por una sábana.

—¡Finnick!Y, de repente, es como si no

existiera nadie más en el mundo queestas dos personas que atraviesan elespacio para encontrarse. Chocan, seabrazan, pierden el equilibrio, se dancontra una pared y allí se quedan,convertidos en un solo ser indivisible.

Noto una punzada de celos, nopor Finnick ni por Annie, sino por sucerteza. Viéndolos, nadie dudaría desu amor.

Boggs, que tiene peor aspecto queantes, aunque parece ileso, nos

encuentra a Haymitch y a mí.—Los sacamos a todos salvo a

Enobaria. Sin embargo, como es del 2,dudo que la estuvieran reteniendo.Peeta está al final del pasillo. Losefectos del gas empiezan adesaparecer. Deberíais estar allícuando despierte.

«Peeta».Sano y salvo. Bueno, quizá no tan

sano, pero al menos a salvo y aquí,lejos de Snow. A salvo. Aquí.Conmigo. Podré tocarlo dentro de unminuto, verlo sonreír, oír su risa.

Haymitch me sonríe.—Venga, vamos —dice.Casi floto de felicidad. ¿Qué le

diré? Oh, ¿qué más da? Peeta estaráencantado le diga lo que le diga.Seguramente me besará de todosmodos. Me pregunto si será comoaquellos últimos besos en la playa dela arena, los que ni siquiera me habíaatrevido a analizar hasta ahora.

Peeta ya está despierto, sentadoen el borde de la cama; mira condesconcierto a los tres médicos que lotranquilizan, le miran los ojos conlinternas y le comprueban el pulso.Me decepciona que mi cara no sea loprimero que vea al despertarse, peroacaba de verme ahora mismo. Primeroparece incrédulo y después expresaalgo más intenso que no soy capaz de

interpretar. ¿Deseo? ¿Desesperación?Seguramente las dos cosas, porqueaparta a los médicos, salta de la camay avanza hacia mí. Corro hacia él conlos brazos extendidos y él alarga lasmanos, buscándome, imagino quepara acariciarme la cara.

Justo cuando empiezo a decir sunombre, me agarra del cuello conambas manos.

1313

El frío collarín me roza el cuello yhace que los temblores sean aún másdifíciles de controlar. Al menos ya noestoy en el tubo claustrofóbico,rodeada de máquinas que zumban ytintinean, escuchando a una voz sincuerpo decirme que me quede quietamientras intento convencerme de quetodavía puedo respirar. Incluso ahora,después de que me aseguren que nosufriré daños permanentes, me falta elaire.

La principal preocupación delequipo médico (daños en la médulaespinal, vías respiratorias, venas yarterias) ha quedado descartada.Moratones, ronquera, laringe irritada,esta tosecita…, nada importante. Todoirá bien. El Sinsajo no perderá la voz.Y me pregunto: ¿dónde está elmédico que determina si voy a perderla cabeza? Aunque se supone queahora mismo no debo hablar. Nisiquiera puedo dar las gracias a Boggscuando viene a visitarme paraecharme un vistazo y decirme que havisto heridas mucho peores entre lossoldados cuando les enseñan cómoinmovilizar ahogando.

Fue Boggs el que derribó a Peetade un golpe antes de que pudieracausar daños permanentes. Sé queHaymitch habría acudido en midefensa de no haber estadocompletamente desprevenido.Pillarnos a Haymitch y a mí con laguardia baja es poco habitual, peronos había absorbido tanto la idea desalvar a Peeta, de librarlo de la torturadel Capitolio, que la alegría detenerlo de vuelta nos había cegado.De haber mantenido una reunión enprivado con él, me habría matado.Porque ahora está loco.

«No, loco no —me recuerdo—.Secuestrado».

Es la palabra que oí decir aPlutarch y Haymitch mientraspasaba por su lado en camilla por elpasillo. No sé qué es lo que significa.

Prim, que aparece momentosdespués del ataque y ha permanecidoa mi lado todo lo posible desdeentonces, me echa otra manta encima.

—Creo que te quitarán el collarínmuy pronto, Katniss. Así no tendrástanto frío.

Mi madre, que ha estadoayudando en una cirugía muycomplicada, todavía no sabe lo delataque de Peeta. Prim recoge una demis manos, que está cerrada en unpuño, y la masajea hasta que se abre y

la sangre empieza a fluirme de nuevopor los dedos. Está empezando con elsegundo puño cuando aparecen losmédicos, me quitan el collarín y meponen una inyección para el dolor yla inflamación. Me quedo tumbadacon la cabeza quieta, como me piden,para no empeorar las heridas delcuello.

Plutarch, Haymitch y Beetee hanestado esperando fuera a que losmédicos les permitieran pasar. No sési se lo han dicho a Gale, pero, comono está aquí, supongo que no.Plutarch mete prisas a los médicospara que salgan e intenta ordenar aPrim que se vaya.

—No —responde ella—. Si meobligáis a salir iré directamente acirugía y le contaré a mi madre todolo que ha pasado. Y os advierto queno le gustará mucho que un Vigilantedecida sobre la vida de Katniss. Sobretodo teniendo en cuenta lo mal que lahabéis cuidado.

Plutarch parece ofendido, peroHaymitch se ríe.

—Déjalo estar, Plutarch —le dice,y Prim se queda.

—Bueno, Katniss, el estado dePeeta nos ha sorprendido a todos —dice Plutarch—. Ya habíamos notadosu deterioro durante las dos últimasentrevistas. Estaba claro que habían

abusado de él, y creíamos que suestado mental se debía a eso. Ahoracreemos que ha pasado algo más, queel Capitolio lo ha sometido a unatécnica poco habitual conocida comosecuestro. ¿Beetee?

—Lo siento —dice Beetee—, perono puedo contarte todos los detalles,Katniss. El Capitolio mantiene muyen secreto esta clase de tortura y creoque los resultados son desiguales.Pero sí sabemos que es un tipo decondicionamiento a través del miedo.El término es una palabra arcaica queviene de sequestrare, que en unantiguo idioma significa «retener» o,incluso mejor, «apoderarse». La

técnica consiste en usar veneno derastrevíspula. Quizá utilizaron esenombre porque pensaron que existíacierto parecido entre las palabras«rastro» y «secuestro», no losabemos. Las rastrevíspulas te picaronen tus primeros Juegos del Hambre,así que, a diferencia de nosotros,conoces de primera mano los efectosdel veneno.

Terror, alucinaciones, visiones depesadilla en las que perdía a mis seresqueridos… Porque el veneno afecta ala parte del cerebro responsable delmiedo.

—Seguro que recuerdas loasustada que estabas. ¿También

sufriste después confusión mental? —pregunta Beetee—. ¿La sensación deno distinguir lo real de lo falso? Lamayoría de los que han sobrevividopara contarlo experimentan algo así.

Sí, aquel encuentro con Peeta.Incluso después de recuperarme, noestaba segura de si él había matado aCato para salvarme la vida o me lohabía imaginado.

—Resulta más difícil recordarporque los recuerdos puedencambiarse —dice Beetee, dándoseunos golpecitos en la frente—. Sesacan a la luz, se alteran y se vuelvena guardar modificados. Ahora imaginaque te pido que recuerdes algo, ya sea

con una sugerencia verbal ohaciéndote ver la grabación de unsuceso, y, mientras tienes fresca laexperiencia, te doy una dosis deveneno de rastrevíspula. No lasuficiente para inducirte un desmayode tres días, sino lo bastante parallenar ese recuerdo de miedo y duda.Y eso es lo que tu cerebro guarda ensu almacenamiento a largo plazo.

Empiezo a marearme. Primpregunta lo que estoy pensando:

—¿Es eso lo que le han hecho aPeeta? ¿Han sacado sus recuerdos deKatniss y los han distorsionado paraque sean aterradores?

—Tan aterradores que la ve como

una amenaza letal —responde Beetee,asintiendo—. Tanto como paraintentar matarla. Sí, es nuestra teoríaen estos momentos.

Me cubro la cara con los brazosporque esto no está pasando, esimposible. Que alguien obligue aPeeta a olvidar que me quiere…, nadiepodría hacer eso.

—Pero puede arreglarse, ¿verdad?—pregunta Prim.

—Bueno, tenemos pocos datos alrespecto —dice Plutarch—. Ninguno,de hecho. Si la rehabilitación de unsecuestrado se ha intentado antes, notenemos acceso a esos archivos.

—Pero lo vais a intentar, ¿no? —

insiste Prim—. No lo dejaréisencerrado en una habitaciónacolchada para que siga sufriendo,¿verdad?

—Claro que lo intentaremos, Prim—dice Beetee—. Es que no sabemoshasta qué punto tendremos éxito, nisiquiera si lo tendremos. Creo que lossucesos aterradores son los másdifíciles de erradicar. Al fin y al cabo,son los que por naturaleza recordamosmejor.

—Y, aparte de sus recuerdos deKatniss, todavía no sabemos qué máshan modificado —interviene Plutarch—. Estamos reuniendo a un equipo demilitares y psiquiatras profesionales

para idear un contraataque.Personalmente, soy optimista, creoque se recuperará del todo.

—¿Ah, sí? —responde Prim entono mordaz—. ¿Y qué crees tú,Haymitch?

Muevo un poco los brazos paraver su expresión a través de la rendija.Se le nota cansado y desanimado.

—Creo que Peeta podría mejorarun poco, pero… no creo que vuelva aser el mismo —responde.

Vuelvo a cerrar la rendija y losdejo a todos fuera.

—Al menos está vivo —dicePlutarch, como si perdiera lapaciencia con nosotros—. Snow ha

ejecutado al estilista de Peeta y a suequipo de preparación esta noche, endirecto. No tenemos ni idea de qué hasido de Effie Trinket. Peeta tieneproblemas, pero está aquí, connosotros, y eso es una mejora evidentecon respecto a su situación de hacedoce horas. Tengámoslo en cuenta,¿vale?

El intento de Plutarch deanimarme (aliñado con las noticiassobre la muerte de otras cuatro, quizácinco, personas) le sale al revés.Portia, el equipo de preparación dePeeta, Effie. El esfuerzo de reprimirlas lágrimas hace que me palpitetanto la garganta que vuelvo a jadear.

Al final no les queda más remedioque sedarme.

Cuando despierto me pregunto siahora sólo podré dormir así,inyectándome medicamentos. Mealegro de que me hayan impedidohablar en los próximos días porque noquiero decir nada. Ni hacer nada. Dehecho, soy una paciente modelo, miletargo se confunde con moderación,con obediencia a las órdenes de losmédicos. Ya no quiero llorar. Enrealidad, sólo consigo aferrarme a unaúnica idea, una imagen de la cara deSnow acompañada por un susurro enla cabeza: «Te mataré».

Prim y mi madre se turnan para

acompañarme, me convencen paraque trague bocaditos de comidablanda. La gente entraperiódicamente para informarmesobre la evolución de Peeta. Los altosniveles de veneno de rastrevíspulaempiezan a salir de su cuerpo. Lotratan sólo desconocidos, nativos del13 (nadie de casa ni del Capitolio hapodido visitarlo todavía) para evitarque se disparen los recuerdospeligrosos. Un equipo de especialistastrabaja todo el día para diseñar unaestrategia con la que curarlo.

Se supone que Gale no debevisitarme, ya que está en cama conuna herida en el hombro, pero, la

tercera noche, después de que meseden y apaguen la luz para dormir, semete silenciosamente en mi cuarto.No habla, sólo me acaricia losmoratones del cuello con dedosligeros como alas de polilla, me da unbeso entre los ojos y desaparece.

A la mañana siguiente me dejansalir del hospital con instrucciones demoverme despacio y no hablar más delo necesario. No me imprimen unhorario, así que vago sin rumbo hastaque Prim pide permiso en el hospitalpara llevarme al nuevocompartimento de mi familia, el 2212.Es idéntico al anterior, aunque sinventana.

A Buttercup le han asignado unaración de comida al día y una caja dearena que guardamos bajo el lavabodel baño. Cuando Prim me mete en lacama, el gato salta sobre mi almohaday le pide atención. Ella lo acuna, perosigue pendiente de mí.

—Katniss, sé que lo que le estápasando a Peeta es terrible para ti,pero recuerda que Snow ha estadocon él varias semanas y que nosotrossólo hemos tenido unos cuantos días.Existe una posibilidad de que el viejoPeeta, el que te quiere, siga ahídentro intentando volver contigo. Note rindas.

Miro a mi hermana pequeña y

veo que ha heredado las mejorescualidades de nuestra familia: lasmanos sanadoras de mi madre, lasensatez de mi padre y mi espíritu delucha. También hay algo más, algoque es sólo de ella: la habilidad paracontemplar el lío que es la vida y verlas cosas como son. ¿Llevará razón?¿Podría volver Peeta conmigo?

—Tengo que irme al hospital —me dice, colocándome a Buttercup allado—. Os dejo para que os hagáiscompañía, ¿vale?

El gato salta de la cama, la siguehasta la puerta y se quejaamargamente al ver que lo deja atrás.Somos tan buena compañía el uno

para el otro como la tierra del suelo.Al cabo de unos treinta segundos medoy cuenta de que no soporto estarencerrada en esta celda subterránea,así que abandono a Buttercup a susuerte. Me pierdo varias veces pero, alfinal, consigo llegar a DefensaEspecial. Todos los que me ven sequedan mirando los moratones, y nopuedo evitar sentirme cohibida hastael punto de subirme el cuello hastalas orejas.

Deben de haberle dado el alta aGale esta mañana, porque me loencuentro en una de las salas deinvestigación con Beetee. Estánabsortos, inclinados sobre un plano,

tomando medidas. Varias versiones dela imagen cubren la mesa y el suelo.En las paredes de corcho y en variaspantallas de ordenador hay otrosdiseños de algún tipo. En las líneasbastas de uno reconozco la trampa delazo de Gale.

—¿Qué es esto? —pregunto convoz ronca, apartando su atención de lahoja.

—Ah, Katniss, nos has encontrado—dice Beetee alegremente.

—¿Qué? ¿Es un secreto? —pregunto; sabía que Gale habíapasado mucho tiempo trabajando conBeetee, pero suponía que estabanjugueteando con arcos y pistolas.

—La verdad es que no, aunque mehe sentido un poco culpable porrobarte tanto a Gale —reconoceBeetee.

Como he estado desorientada,preocupada, enfadada, en maquillajeu hospitalizada casi todo el tiempoque llevo en el 13, no puedo decir quelas ausencias de Gale me hayansupuesto una molestia. Las cosasentre nosotros tampoco han estadodemasiado bien. Sin embargo, dejoque Beetee me deba un favor.

—Espero que hayas estadoaprovechando bien su tiempo —ledigo.

—Ven a ver —responde, haciendo

un gesto para que me acerque a unapantalla de ordenador.

Esto es lo que han estadohaciendo: han usado las ideasfundamentales de las trampas de Galepara adaptarlas y convertirlas enarmas contra humanos. Bombas, sobretodo. No se trata tanto de la mecánicade las bombas como de la psicologíaque hay tras ellas. Se colocan minasen una zona con algo esencial para lasupervivencia: una fuente de agua ode comida. Se asusta a las presas paraque huyan hacia la zona de la trampa.Se pone en peligro a las crías paraatraer al objetivo deseado: los padres.Se atrae a la víctima a lo que parece

ser un refugio seguro… en el queespera la muerte. Llegados a ciertopunto, Gale y Beetee abandonaron lanaturaleza y se centraron en impulsosmás humanos, como la compasión.Estalla una bomba; se deja un tiempopara que la gente corra en ayuda delos heridos; entonces estalla unasegunda bomba, más potente, y losmata a todos.

—Me parece que eso es cruzaruna línea —digo—. Entonces, ¿todovale? —Los dos se me quedanmirando, Beetee dudoso y Gale conexpresión hostil—. Supongo que nohay ningún manual sobre lo queresulta aceptable o no hacerle a otro

ser humano.—Claro que sí: Beetee y yo hemos

estado siguiendo el mismo manualque el presidente Snow cuandosecuestró a Peeta —responde Gale.

Cruel, pero al grano. Me voy sinhacer más comentarios. Si no salgo deaquí de inmediato puede que meponga a echar humo. Sin embargo,Haymitch me intercepta antes de quesalga de Defensa Especial.

—Ven —me dice—, tenecesitamos en el hospital.

—¿Para qué?—Van a intentar algo con Peeta

—responde—. Quieren enviar a lapersona más inocua posible del 12,

encontrar a alguien a quien Peetaconozca desde niño, pero nadiedemasiado cercano a ti. Estánexaminando a los candidatos.

Sé que será una tarea complicada,ya que todos los que compartan niñezcon Peeta seguramente también seránde la ciudad, y pocos sobrevivieron alas llamas. Sin embargo, cuandollegamos a la sala del hospital quehan convertido en espacio de trabajopara el equipo de recuperación dePeeta, la veo charlando con Plutarch:Delly Cartwright. Como siempre,sonríe como si fuera mi mejor amiga.Sonríe así a todo el mundo.

—¡Katniss! —exclama.

—Hola, Delly —la saludo.Había oído que ella y su hermano

menor habían sobrevivido. Suspadres, que llevaban la zapatería de laciudad, no tuvieron tanta suerte.Parece mayor con la monótona ropadel 13 que no favorece a nadie y elcabello largo amarillo recogido enuna práctica trenza, en vez de sueltoen tirabuzones. Delly está un poquitomás delgada de lo que recuerdo, peroera de los pocos críos del 12 a los queles sobraban un par de kilos. La dietade este lugar, el estrés y la pena porperder a sus padres habráncontribuido.

—¿Cómo te va? —le pregunto.

—Bueno, han sido muchoscambios de golpe —responde, y se lellenan los ojos de lágrimas—. Perotodo el mundo es muy agradable en el13, ¿verdad?

Delly lo dice en serio, le gusta lagente, toda la gente, no sólo unoscuantos a los que ha tenido tiempo deconocer durante muchos años antesde decidirse.

—Se han esforzado por hacernossentir bien recibidos —respondo; creoque es una afirmación justa, sinpasarse—. ¿Eres la que han elegidopara ver a Peeta?

—Supongo. Pobre Peeta. Y pobrede ti. Nunca entenderé al Capitolio.

—Quizá sea mejor para ti.—Delly conoce a Peeta desde

hace tiempo —dice Plutarch.—¡Oh, sí! —exclama ella, y la cara

se le ilumina—. Jugábamos juntoscuando éramos pequeños. Yo le decíaa la gente que era mi hermano.

—¿Qué te parece? —preguntaHaymitch—. ¿Hay algo que puedadespertar algún recuerdo sobre ti?

—Estábamos todos en la mismaclase, pero no coincidíamos mucho —respondo.

—Katniss era tan asombrosa quenunca se me pasó por la cabeza quepudiera fijarse en mí —comentaDelly—. Era capaz de cazar, de ir al

Quemador y todo eso. Todos laadmiraban.

Tanto Haymitch como yotenemos que observarla atentamentepara determinar si bromea. Por cómolo dice, yo no tenía apenas amigosporque era tan excepcional queintimidaba a la gente. No es cierto:apenas tenía amigos porque no eraamistosa. Hace falta alguien comoDelly para convertirme en un sermaravilloso.

—Delly siempre piensa lo mejorde todos —explico—. No creo quePeeta tenga malos recuerdosrelacionados con ella —añado, hastaque recuerdo una cosa—. Esperad, en

el Capitolio, cuando mentí diciendoque no reconocía a la avox, Peeta mecubrió asegurando que se parecía aDelly.

—Lo recuerdo —dice Haymitch—, pero no sé. No era cierto, Dellyno estaba allí de verdad. No creo quepueda competir con varios años derecuerdos infantiles.

—Sobre todo con una compañeratan encantadora como Delly —añadePlutarch—. Venga, vamos a probar.

Plutarch, Haymitch y yo nosmetemos en la sala de observaciónque está al lado de la de Peeta.Dentro ya hay diez miembros de suequipo de recuperación armados con

bolis y cuadernos. El vidriopolarizado y el sistema de audio nospermiten observar a Peeta en secreto.Está tumbado, con los brazos sujetos ala cama mediante correas. No intentaliberarse de sus ataduras, aunque susmanos no dejan de moverse. A pesarde tener una expresión más lúcidaque cuando intentó estrangularme,todavía no lo reconozco.

Cuando se abre la silenciosapuerta, abre mucho los ojos,alarmado, y después se quedaperplejo. Delly entra en el cuarto,vacilante, pero, al acercarse, esbozasin pensarlo una sonrisa.

—¿Peeta? Soy Delly, de casa.

—¿Delly? —pregunta él, yalgunas de las nubes parecen aclararse—. Delly, eres tú.

—¡Sí! —exclama ella, obviamentealiviada—. ¿Cómo te sientes?

—Fatal. ¿Dónde estamos? ¿Qué hapasado?

—Allá vamos —dice Haymitch.—Le dije que se abstuviera de

mencionar a Katniss y al Capitolio —explica Plutarch—. A ver cuántoconsigue recordarle de su hogar.

—Bueno…, estamos en el Distrito13. Ahora vivimos aquí —dice Delly.

—Eso es lo que me cuentan todos,pero no tiene sentido. ¿Por qué noestamos en casa?

—Hubo un… accidente —responde Delly, mordiéndose el labio—. Yo también echo mucho de menosel 12. Estaba pensando en esos dibujosde tiza que hacíamos en losadoquines. Los tuyos eranmaravillosos. ¿Recuerdas cuandoconvertiste cada piedra en un animaldiferente?

—Sí, cerdos, gatos y cosas —responde Peeta—. ¿Has dicho… quehubo un accidente?

Veo la capa de sudor que cubre lafrente de Delly mientras intentaevitar la pregunta.

—Fue malo. Nadie… pudoquedarse —responde.

—Aguanta, chica —la animaHaymitch.

—Pero sé que esto te va a gustar,Peeta. Han sido muy amables connosotros, siempre hay comida y ropalimpia, y el colegio es mucho másinteresante —asegura Delly.

—¿Por qué no ha venido mifamilia a verme? —pregunta Peeta.

—No pueden —responde Delly, ylos ojos se le vuelven a llenar delágrimas—. Mucha gente no logrósalir del 12, así que tenemos queempezar una nueva vida aquí. Seguroque les vendrá bien un buenpanadero. ¿Recuerdas cuando tupadre nos dejaba hacer muñecos de

masa?—Hubo un incendio —dice Peeta

de repente.—Sí —susurra ella.—El 12 se ha quemado, ¿verdad?

Por ella —añade Peeta, enfadado—.¡Por Katniss! —grita, tirando de lascorreas.

—Oh, no, Peeta, no fue culpasuya —le asegura Delly.

—¿Te lo ha dicho ella? —leescupe Peeta.

—Sacadla de ahí —ordenaPlutarch.

La puerta se abre de inmediato yDelly empieza a retroceder hacia ellamuy despacio.

—No tuvo que hacerlo, yoestaba… —empieza.

—¡Porque miente! ¡Es unamentirosa! ¡No te creas nada de loque diga! ¡Es una especie de muto queha creado el Capitolio para usarlocontra nosotros! —grita Peeta.

—No, Peeta, no es un… —intentaDelly de nuevo.

—No confíes en ella, Delly —insiste Peeta, frenético—. Yo lo hice,y ella intentó matarme. Mató a misamigos, a mi familia. ¡Ni siquiera teacerques a ella! ¡Es un muto!

Alguien mete la mano por lapuerta, saca a Delly y la puerta secierra, pero Peeta sigue chillando:

—¡Un muto! ¡Es un mutoapestoso!

No sólo me odia y quierematarme, sino que ya ni siquiera creeque sea humana. La estrangulaciónfue menos dolorosa.

A mi alrededor, el equipo derecuperación escribe como loco,tomando nota de cada palabra.Haymitch y Plutarch me agarran porlos brazos y me sacan de la sala.Después me apoyan en una pared delsilencioso pasillo, aunque yo sé quePeeta sigue gritando detrás de lapuerta y el cristal.

Prim se equivocaba: norecuperaremos a Peeta.

—No puedo quedarme aquí —digo, entumecida—. Si queréis quesea el Sinsajo, tendréis que enviarmea otra parte.

—¿Adónde quieres ir? —preguntaHaymitch.

—Al Capitolio —respondo,porque es el único lugar en el que mequeda algo por hacer.

—No es posible hasta queaseguremos los distritos —dicePlutarch—. La buena noticia es quelos enfrentamientos han terminadocasi por completo en todos, salvo enel 2. Está siendo un hueso duro deroer.

Es verdad, primero los distritos,

después el Capitolio y, por último,acabaré con Snow.

—Bien, enviadme al 2.

1414

El Distrito 2 es un distrito grande,como cabría esperar, compuesto poruna serie de pueblos repartidos por lasmontañas. En un principio, cada unoestaba asociado a una mina o cantera,aunque ahora muchos se dedican aalojar y entrenar agentes de la paz.Esa zona no presentaría ningúnproblema, ya que los rebeldes tienenlas fuerzas aéreas del 13 de su lado,pero existe otra traba: en el centro deldistrito hay una montaña

prácticamente impenetrable en la quese encuentra el núcleo del ejército delCapitolio.

Hemos apodado a la montaña elHueso, ya que conté el comentario dePlutarch sobre «el hueso duro deroer» a los líderes rebeldes de estelugar. El Hueso se estableció justodespués de los Días Oscuros, cuandoel Capitolio perdió al 13 y necesitabadesesperadamente un nuevo fortínsubterráneo. Aunque tenían algunosde sus recursos militares a las afuerasdel Capitolio (misiles nucleares,aviones y tropas), una partesignificativa de su poder habíaquedado en manos del enemigo. Por

supuesto, duplicar el 13 era una obrade varios siglos, pero vieron unaoportunidad en las viejas minas delcercano Distrito 2. Desde el aire, elHueso parecía una montaña más conunas cuantas entradas en las paredes.Sin embargo, dentro había enormesespacios cavernosos de los que sehabían sacado a la superficie grandesbloques de piedra para sertransportados por carreteras estrechasy resbaladizas con destino a lejanosedificios en construcción. Inclusohabía un sistema de ferrocarril parafacilitar el traslado de los minerosdesde el Hueso al mismo centro de laciudad principal del Distrito 2.

Llevaba hasta la plaza que Peeta y yovisitamos durante la Gira de laVictoria; estuvimos de pie en losescalones de mármol del Edificio deJusticia intentando no mirardemasiado a las apenadas familias deCato y Clove, que estaban reunidas anuestros pies.

No era un terreno ideal, ya quesiempre había corrimientos de tierra,inundaciones y avalanchas. Sinembargo, las ventajas superaban a losinconvenientes. Al excavar lasprofundidades de la montaña, losmineros habían dejado grandes pilaresy paredes de piedra para sujetar lainfraestructura. El Capitolio los

reforzó y se puso a convertir lamontaña en su nueva base militar; lallenó de ordenadores, salas dereuniones, barracones y arsenales;ensanchó las entradas para permitirque salieran los aerodeslizadores delhangar sin cambiar mucho el exteriorde la montaña, que era un bastoenredo rocoso de árboles y animales,una fortaleza natural para protegersede sus enemigos.

En comparación con otrosdistritos, el Capitolio mimaba a loshabitantes de este lugar. No hay másque mirar a los rebeldes del Distrito 2para saber que estaban bienalimentados y cuidados desde

pequeños. Algunos acababan en lascanteras y minas, mientras que otrosse educaban para los trabajos delHueso o entraban a formar parte delos agentes de la paz. Desde pequeñoslos entrenaban para el combate. LosJuegos del Hambre eran unaoportunidad de lograr riqueza y unagloria que no podían encontrarse enninguna otra parte. Obviamente, lagente del 2 se tragaba la propagandadel Capitolio con más facilidad que elresto de nosotros. Abrazaban suscostumbres. Sin embargo, a pesar detodo, al final no dejaban de seresclavos. Y si los ciudadanos que seconvertían en agentes o trabajaban en

e l Hueso no se daban cuenta, loscanteros que formaban la columnavertebral de la resistencia sí que losabían perfectamente.

Las cosas están como cuandollegué hace dos semanas: los pueblosexteriores en manos rebeldes, laciudad dividida y el Hueso tanintocable como siempre. Sus pocasentradas están bien fortificadas y sunúcleo a salvo en el interior de lamontaña. Aunque el resto de losdistritos se ha librado del Capitolio, el2 sigue en sus manos.

Todos los días hago lo que puedopor ayudar: visito a los heridos ygrabo cortas propos con mi equipo de

televisión. No me dejan luchar deverdad, pero me invitan a susreuniones sobre el estado de la guerra,que ya es más de lo que me permitíanhacer en el 13. Aquí se está muchomejor, es más libre, no tengo unhorario en el brazo y me exigenmenos cosas. Vivo en la superficie, enlos pueblos rebeldes o en las cuevasque los rodean. Por seguridad, metrasladan a menudo. Durante el díame dejan cazar, siempre que me llevea un guardia y no me aleje demasiado.El fresco aire de la montaña medevuelve parte de mi fuerza física yaclara la bruma de mi cabeza. Perocon esta claridad mental soy aún más

consciente de lo que le han hecho aPeeta.

Snow me lo ha robado, lo haretorcido hasta dejarlo irreconocible yme lo ha regalado. Boggs, que vino al2 conmigo, me dijo que incluso con locomplicado que era el plan, habíasido un poco más fácil de la cuentarescatar a Peeta. Él cree que, si el 13no lo hubiera hecho, el Capitolio mehabría entregado a Peeta de todosmodos. Lo habría soltado en undistrito en guerra o quizá en el mismo13, atado con un lazo y con una tarjetaa mi nombre. Programado paraasesinarme.

Ahora que lo han corrompido por

completo es cuando más aprecio alPeeta de verdad, incluso más que sihubiera muerto. La amabilidad, lafirmeza, la bondad que escondía uncalor inesperado detrás… Aparte dePrim, mi madre y Gale, ¿cuántaspersonas en el mundo me quieren demanera incondicional? Creo que, enmi caso, la respuesta sería queninguna. A veces, cuando estoy sola,saco la perla de su hogar en mibolsillo e intento recordar al chico delpan, los fuertes brazos que meprotegieron de las pesadillas en eltren y los besos en la arena. Intentoponerle nombre a lo que he perdido,pero ¿para qué? Se ha ido, Peeta se ha

ido. Lo que existía entre nosotros seha ido. Sólo me queda mi promesa dematar a Snow. Me lo repito diezveces al día.

En el 13 siguen con larehabilitación de Peeta. Aunque nopregunto, Plutarch me da alegresinformes por teléfono, como:«¡Buenas noticias, Katniss! ¡Creo quecasi lo hemos convencido de que noeres un muto!» u «¡Hoy le hemosdejado que se comiera solo el pudin!».

Cuando Haymitch se ponedespués, reconoce que Peeta no hamejorado. El único dudoso rayo deesperanza ha llegado de mi hermana.

—A Prim se le ocurrió que lo

secuestráramos nosotros —me cuentaHaymitch—, que pensara en susrecuerdos distorsionados de ti y lediéramos una gran dosis demedicamento calmante, comomorflina. Sólo hemos probado con unrecuerdo, la grabación de vosotros dosen la cueva, cuando le contasteaquella historia sobre la cabra dePrim.

—¿Alguna mejora? —pregunto.—Bueno, si la confusión extrema

es una mejora frente al terrorextremo, sí —responde él—. Pero noestoy seguro. Perdió el habla durantevarias horas, se quedó comoaletargado. Cuando volvió en sí, no

hacía más que preguntar por la cabra.—Ya.—¿Cómo va por ahí?—No hay avances —respondo.—Vamos a enviar un equipo para

ayudaros con la montaña, Beetee yalgunos más. Ya sabes, los cerebros.

Cuando seleccionan a loscerebros, no me extraña ver elnombre de Gale en la lista. Suponíaque Beetee lo traería, no por susconocimientos tecnológicos, sino conla esperanza de que se le ocurriera laforma de atrapar una montaña. Enprincipio, Gale se ofreció a venirconmigo al 2, pero me di cuenta deque lo apartaba de su trabajo con

Beetee. Le dije que se quedara dondemás lo necesitaban, aunque no leconfesé que su presencia me pondríaaún más difícil llorar a Peeta.

Gale me encuentra nada másllegar, una tarde a última hora. Estoysentada en un tronco en las afueras demi pueblo actual desplumando unganso. Tengo una docena de pájarosapilados delante de mí. Por aquí hanpasado grandes bandadas enmigración desde que llegué, así que esfácil cazarlos. Sin decir palabra, Galese sienta a mi lado y empieza aquitarle las plumas a otro pájaro.Cuando vamos por la mitad, me dice:

—¿Alguna oportunidad de

comérnoslos?—Claro. La mayoría van a la

cocina del campamento, pero medejan dar un par a quien se quedeconmigo por la noche —respondo—.Por protegerme.

—¿No basta con disfrutar de talhonor?

—Eso digo yo, pero se ha corridola voz de que los sinsajos sonpeligrosos para la salud.

Seguimos desplumando ensilencio un poco más, hasta que Galedice:

—Vi a Peeta ayer. A través delcristal.

—¿Y qué piensas?

—Algo egoísta.—¿Que ya no tendrás que sentir

celos de él? —pregunto; doy un tirónfuerte, y una nube de plumas caesobre nosotros.

—No, justo lo contrario —responde él, quitándome una plumadel pelo—. Pensé… que nunca podrécompetir con eso, por mucho que meveas sufrir. —Le da vueltas a la plumaentre el pulgar y el índice—. Notengo ninguna oportunidad si Peetano mejora. Nunca podrás dejarlo ir,siempre te sentirás mal por estarconmigo.

—Igual que siempre me sentíamal por ti si lo besaba a él.

—Si pensara que eso es cierto, casipodría soportar todo lo demás —responde él, mirándome a los ojos.

—Es cierto —reconozco—, perotambién es cierto lo que has dicho dePeeta.

Gale deja escapar un bufido deexasperación. No obstante, despuésde dejar los pájaros y presentarnosvoluntarios para ir al bosque a recogerleña para la fogata de la noche, merodea con sus brazos. Sus labios merozan los moratones del cuello ysiguen subiendo hacia mi boca. Apesar de lo que siento por Peeta, eneste preciso instante acepto quenunca volverá conmigo. O que yo

nunca volveré con él. Me quedaré enel 2 hasta que caiga, iré al Capitolio,mataré a Snow y moriré al hacerlo. YPeeta morirá loco y odiándome. Asíque, bajo los últimos rayos del sol,cierro los ojos, beso a Gale y locompenso por todos los besos que nole he dado; porque ya no importa yporque me siento tandesesperadamente sola que no puedoseguir soportándolo.

El tacto, el sabor y el calor deGale me recuerdan que, al menos, micuerpo sigue vivo, y, por ahora, es unasensación agradable. Vacío la mentey me dejo llevar por ella, feliz.Cuando Gale se aparta un poco,

avanzo para acercarme, pero me ponela mano bajo la barbilla.

—Katniss —dice.En cuanto abro los ojos, el mundo

parece dislocado, no son nuestrosbosques, ni nuestras montañas, ninuestras costumbres. Me llevo lamano a la cicatriz de la sienizquierda, que relaciono con laconfusión mental.

—Ahora, bésame —dice.Desconcertada, sin parpadear, me

quedo quieta mientras él se inclinapara darme un beso rápido en loslabios. Después me examina conatención.

—¿Qué está pasando dentro de tu

cabeza? —me pregunta.—No lo sé —susurro.—Entonces es como besar a un

borracho, no cuenta —responde;intenta reírse, aunque no le sale muybien. Recoge una pila de leña y me lasuelta en los brazos, devolviéndome ami cuerpo.

—¿Cómo lo sabes? —pregunto,sobre todo para ocultar mi vergüenza—. ¿Es que has besado a algúnborracho?

Supongo que Gale puede haberbesado a diestro y siniestro en el 12.Había candidatas de sobra. Nuncahabía pensado mucho en ello.

—No —responde él, sacudiendo la

cabeza—, pero no cuesta imaginarlo.—Entonces, ¿nunca has besado a

otras chicas?—No he dicho eso. Sólo tenías

doce años cuando nos conocimos,¿sabes? Y eras un grano en el culo.Mi vida no se limitaba a cazarcontigo —añade, cargándose de leña.

De repente siento verdaderacuriosidad.

—¿A quién besaste? ¿Y dónde?—Demasiadas para recordarlo.

Detrás del colegio, en la escombrera…Muchos sitios.

Pongo los ojos en blanco.—Entonces, ¿cuándo me hice yo

tan especial? ¿Cuando me llevaron al

Capitolio?—No, unos seis meses antes. Justo

después de Año Nuevo. Estábamos enel Quemador, comiendo uno de losguisos de Sae la Grasienta, y Dariuste tomaba el pelo diciendo que tecambiaba un conejo por un beso. Yme di cuenta de que… me importaba.

Recuerdo aquel día. Hacía un fríoque pelaba y ya había oscurecido alas cuatro de la tarde. Estuvimoscazando, pero la intensidad de lanevada nos hizo volver a la ciudad. ElQuemador estaba abarrotado de genteque buscaba refugio del tiempo. Lasopa de Sae, hecha con caldo de loshuesos de un perro salvaje al que

habíamos matado una semana antes,sabía peor de lo normal. Sin embargo,estaba caliente y yo tenía muchahambre, así que me la zampé sentadacon las piernas cruzadas sobre sumostrador. Darius estaba apoyado enel poste de la caseta haciéndomecosquillas en la cara con el extremode mi trenza, mientras yo lo apartabaa manotazos. Me estaba explicandopor qué uno de sus besos se merecíaun conejo, quizá dos, ya que todossabían que los pelirrojos son loshombres más viriles. Y Sae laGrasienta y yo nos reíamos, porqueestaba muy ridículo e insistente, y nodejaba de señalarnos a las mujeres del

Quemador que, según decía, habíanpagado más de un conejo por disfrutarde sus labios. «¿Veis ésa? ¿La de labufanda verde? Preguntadle, venga.Si es que necesitáis referencias».

Aquello pasó a un millón dekilómetros de aquí, hace mil millonesde días.

—Darius estaba de broma —digo.—Seguramente, aunque, de haber

ido en serio, habrías sido la última enenterarte —responde Gale—. Mira aPeeta. Mírame a mí. O a Finnick.Empezaba a preocuparme que tehubiese echado el ojo encima, peroparece haber vuelto a lo suyo.

—No conoces a Finnick si crees

que se enamoraría de mí.—Sé que estaba desesperado —

replica él, encogiéndose de hombros—. La gente desesperada hace todotipo de locuras.

No puedo evitar pensar que lodice por mí.

A primera hora de la mañana, loscerebros se reúnen para analizar elproblema del Hueso. Me piden queacuda, aunque no tengo mucho con loque contribuir. Evito sentarme en lamesa principal y me coloco en elamplio alféizar con vistas a lamontaña en cuestión. La comandantedel 2, una mujer de mediana edadllamada Lyme, nos lleva en un

recorrido virtual por el Hueso, suinterior y sus fortificaciones, y noscuenta los intentos fallidos decontrolarlo. Me he cruzado con ellabrevemente un par de veces desde millegada y no podía librarme de lasensación de haberla visto en algunaparte. Y es como para recordarla:metro ochenta y musculosa. Sinembargo, hasta que no la veo en unagrabación de campo liderando unataque a la entrada principal delHueso, no encajo las piezas y me doycuenta de que estoy en presencia deotro vencedor: Lyme, la tributo del 2que ganó sus Juegos del Hambre hacemás de una generación. Effie nos

envió su cinta, entre otras, paraprepararnos para el Vasallaje de losVeinticinco. Seguramente la habrévisto alguna vez durante los Juegos enestos años, pero no ha destacadomucho. Ahora que sé cómo trataron aHaymitch y Finnick, sólo puedopensar en una cosa: ¿qué le hizo elCapitolio después de ganar?

Cuando Lyme termina lapresentación, empiezan las preguntasde los cerebros. Pasan las horas, llegala comida y se va, y ellos siguenintentando dar con un plan realistapara hacerse con el Hueso. Sinembargo, aunque Beetee cree sercapaz de entrar en ciertos sistemas

informáticos y se habla de usar elpuñado de espías que tienen dentro,nadie aporta ninguna idea realmenteinnovadora. Conforme se acaba latarde, se vuelve de manera recurrentea una estrategia que se ha intentadovarias veces: tomar por asalto lasentradas. Veo que aumenta lafrustración de Lyme, porque hanfallado ya tantas variaciones de esteplan, han muerto tantos soldados, queal final salta:

—Será mejor que el próximo quesugiera tomar las entradas tenga unaforma genial de hacerlo, ¡porque élmismo liderará la misión!

Gale, que es demasiado inquieto

como para sentarse a la mesa durantemás de un par de horas, lleva un ratoalternando los paseos por la sala conmi alféizar. Desde el principio aceptóla afirmación de Lyme de que no sepodían tomar por asalto la entradas yabandonó la conversación porcompleto. Lleva una hora sentado ensilencio, con el ceño fruncido,concentrado, mirando el Hueso por laventana. Mientras todos guardansilencio en respuesta al ultimátum deLyme, él dice:

—¿De verdad es tan necesario quetomemos el Hueso? ¿O nos bastaríacon inutilizarlo?

—Eso sería dar un paso en la

dirección correcta —responde Beetee—. ¿Qué se te ha ocurrido?

—Pensad en un cubil de perrossalvajes —dice Gale—. No es posibleentrar por la fuerza, así que tenéis dosopciones: atrapar a los perros dentro uobligarlos a salir.

—Hemos probado a bombardearlas entradas —responde Lyme—.Están a demasiada profundidad parasufrir daños importantes.

—No pensaba en eso. Pensaba enusar la montaña —dice Gale; Beeteese le une en la ventana y se asomadesde el otro lado de sus gafas malajustadas—. ¿Lo veis? ¿A amboslados?

—Trayectorias de avalanchas —responde Beetee en voz baja—. Seríaarriesgado. Tendríamos que diseñar lasecuencia de detonaciones con muchaprecaución y, una vez en marcha, nopodremos controlarlo.

—No tenemos por qué controlarlosi abandonamos la idea de poseer elHueso —explica Gale—. Sólo hay quecerrarlo.

—¿Así que sugieres que creemosavalanchas y bloqueemos lasentradas? —pregunta Lyme.

—Eso es: atrapar al enemigodentro y cortarle el acceso a lossuministros. Que sus aerodeslizadoresno puedan salir.

Mientras todos meditan el plan,Boggs repasa una pila de planos delHueso y frunce el ceño.

—Nos arriesgaríamos a matar atodos los de dentro —comenta—.Mira el sistema de ventilación, esrudimentario, como mucho. No tienenada que ver con el del 13. Dependepor completo del bombeo de airedesde las laderas de la montaña. Sibloqueamos las rejillas de ventilación,ahogaremos a todos los que esténatrapados.

—Podrían escapar por el túnel delferrocarril hasta la plaza —diceBeetee.

—No si lo volamos —replica Gale

bruscamente.Entonces queda clara su

intención, su verdadera intención: aGale no le interesa proteger las vidasde las personas que hay dentro delHueso, no le interesa atrapar a suspresas para usarlas después.

Es una de sus trampas mortales.

1515

Las implicaciones de lo que sugiereGale calan en los de la habitación. Ensus caras se ve cómo reacciona cadauno. Las expresiones van del placer ala angustia, de la pena a lasatisfacción.

—La mayor parte de lostrabajadores son ciudadanos del 2 —dice Beetee en tono neutro.

—¿Y? —pregunta Gale—. Nuncapodríamos volver a confiar en ellos.

—Al menos deberíamos darles la

oportunidad de rendirse —añadeLyme.

—Bueno, es un lujo que no nosdieron cuando bombardearon el 12,pero imagino que aquí tenéis unasrelaciones más amistosas con elCapitolio —replica Gale.

Por la cara de Lyme, temo que lepegue un tiro a mi amigo o, al menos,un puñetazo. Además, seguro queella, con su entrenamiento, tiene lasde ganar. Sin embargo, la rabia de lamujer no hace más que enfurecer aGale, que grita:

—¡Vimos cómo los niños moríanentre las llamas sin poder hacer nadapor ellos!

Tengo que cerrar los ojos unmomento porque la imagen meestremece. Y logra el efecto deseado:quiero que mueran todos los queestán dentro de esa montaña. Estoy apunto de decirlo, pero… también soyuna chica del Distrito 12, no elpresidente Snow. No puedo evitarlo,no puedo condenar a nadie a lamuerte que Gale sugiere.

—Gale —digo tomándolo delbrazo e intentando sonar razonable—,e l Hueso es una antigua mina. Seríacomo provocar un accidentegigantesco en una mina de carbón.

Sin duda mis palabras deberíanbastar para que alguien del 12 se

piense dos veces el plan.—Pero no tan rápido como el que

mató a nuestros padres —me respondeél—. ¿Ése es vuestro problema? ¿Quenuestros enemigos tengan unascuantas horas para reflexionar sobreel hecho de que van a morir, en vez delimitarse a volar en pedazos?

En los viejos tiempos, cuando noéramos más que un par de críoscazando fuera del 12, Gale decía cosascomo aquélla y peores, pero no eranmás que palabras. Aquí, en lapráctica, se convierten en hechos sinvuelta atrás.

—No sabes cómo acabaron en elHueso esas personas del Distrito 2 —le

digo—. Puede que los coaccionaran.Puede que los retengan contra suvoluntad. Algunos espían paranosotros. ¿También los vas a matar aellos?

—Sí, sacrificaría a unos cuantospara acabar con los demás —contesta—. Y si yo fuera uno de los espías dedentro diría: «¡Adelante con lasavalanchas!».

Sé que dice la verdad, que Gale sesacrificaría así por la causa, nadie loduda. Quizá todos lo haríamos de serespías si nos dieran la opción.Supongo que yo lo haría. En todocaso, hay que tener sangre fría paradecidir por otros y por las personas

que los aman.—Has dicho que teníamos dos

opciones —le dice Boggs—: atraparlosu obligarlos a salir. Yo digo queintentemos provocar la avalancha,pero que dejemos el túnel intacto. Lagente de dentro podría escapar a laplaza, y allí los estaríamos esperando.

—Bien armados, espero —replicaGale—. Seguro que ellos lo estarán.

—Bien armados. Los tomaremosprisioneros —asiente Boggs.

—Vamos a informar al 13 —sugiere Beetee—, que la presidentaCoin lo considere.

—Ella querrá bloquear el túnel —afirma Gale, convencido.

—Sí, seguramente, pero Peeta dijoalgo importante en sus propos,¿sabes? Habló del peligro de matarnosentre nosotros. He estado haciendonúmeros, teniendo en cuenta lasvíctimas, los heridos y… creo que, porlo menos, merece la pena discutirlo —explica Beetee.

En la conversación sólo soninvitados a participar unos cuantos.Gale y yo nos vamos con los demás.Lo llevo a cazar para que sedesahogue un poco, aunque no quierehablar del tema. Seguramente estádemasiado enfadado conmigo poroponerme.

Hacen la llamada, toman una

decisión y, por la noche, ya estoyvestida con mi traje de Sinsajo, elarco al hombro y un auricular que meconecta con Haymitch en el 13, por sisurge la oportunidad de grabar unabuena propo. Esperamos en el tejadodel Edificio de Justicia con una vistamuy clara de nuestro objetivo.

Al principio, los comandantes delHueso no hacen caso de nuestrosaerodeslizadores, ya que en el pasadohan causado tantos problemas comounas moscas dando vueltas alrededorde un tarro de miel. Sin embargo, alcabo de dos rondas de bombardeos enla parte más alta de la montaña, losaviones captan su atención. Cuando

las armas antiaéreas del Capitolioempiezan a disparar, ya es demasiadotarde.

El plan de Gale supera nuestrasexpectativas. Beetee tenía razón conque no seríamos capaces de controlarlas avalanchas una vez iniciadas. Lasladeras son inestables por naturaleza,pero, al debilitarse con lasexplosiones, parecen casi líquidas.Secciones enteras del Hueso sederrumban ante nuestros ojoseliminando cualquier rastro de quelos seres humanos hayan puesto pieen ellas alguna vez. Nos quedamossin habla, diminutos e insignificantes,mientras las olas de piedra bajan con

estruendo por la montaña. Entierranlas entradas bajo toneladas de roca,levantan una nube de tierra yescombros que oscurece el cielo yconvierten el Hueso en una tumba.

Me imagino el infierno delinterior de la montaña: el aullido delas sirenas; las luces que vacilan hastaapagarse; el polvo de roca ahogando elaire; los gritos de los aterrados sereshumanos que buscan condesesperación una salida y descubrenque las entradas, la pista delanzamiento y hasta los conductos deventilación están taponados con tierray roca que intenta meterse dentro.Los cables cargados dan latigazos en

el aire, se declaran incendios y losescombros convierten un lugarfamiliar en un laberinto. La gente seamontona, se empuja, todos correncomo hormigas mientras la colinapresiona y amenaza con aplastar susfrágiles caparazones.

—¿Katniss? —oigo a Haymitchdecir por mi auricular; intentoresponder y descubro que tengo lasdos manos apretadas contra la boca—.¡Katniss!

El día en que murió mi padre, lassirenas sonaron durante la hora de lacomida en el colegio. Nadie esperó aque dieran permiso, ni tampoco hacíafalta. La respuesta ante un accidente

en la mina era algo que ni siquiera elCapitolio podía controlar. Corrí a laclase de Prim. Todavía la recuerdocon siete años, diminuta, muy pálida,pero sentada con la espalda recta y lasmanos dobladas sobre el pupitre.Esperaba a que la recogiera, tal comole había prometido si las sirenassonaban algún día. Se levantó de unsalto, se agarró a la manga de miabrigo y las dos nos metimos entre elrío de personas que salían a la callepara reunirse en la entrada principalde la mina. Encontramos a nuestramadre aferrada a la cuerda que habíancolocado a toda prisa para mantenerfuera a la multitud. Mirándolo ahora

en retrospectiva, justo entoncesdebería haberme dado cuenta de quehabía un problema, porque éramosnosotras las que la buscábamos a ella,y no al revés, como cabría esperar.

Los ascensores rechinabanquemando los cables en las subidas ybajadas, vomitando a minerosennegrecidos por el humo al exterior.Con cada grupo surgían los gritos dealivio y los parientes se metían pordebajo de la cuerda para conducir asus maridos, mujeres, hijos, padres yhermanos. El cielo de la tarde senubló, hacía frío y una ligera nevadasalpicaba la tierra. Me arrodillé en elsuelo y metí las manos en las cenizas

deseando sacar a mi padre. Si existealgún sentimiento de impotenciamayor que el intentar sacar a un seramado atrapado bajo tierra, yo no loconozco. Los heridos, los cadáveres, laespera durante la noche, las mantascon las que nos arropaban losdesconocidos y después, finalmente,al alba, la expresión apenada delcapitán de la mina que sólo podíasignificar una cosa.

«¿Qué acabamos de hacer?».—¡Katniss! ¿Estás ahí? —grita

Haymitch, seguramente planeandoponerme los grilletes de cabeza.

—Sí —respondo, bajando lasmanos.

—Métete dentro por si elCapitolio intenta vengarse con lo quele queda de la fuerza aérea.

—Sí —repito.Todos los del tejado, salvo los

soldados que manejan las metralletas,empiezan a entrar. Mientras bajo lasescaleras no puedo evitar acariciar lasimpolutas paredes de mármol blanco,tan frías y bellas. Ni siquiera en elCapitolio hay algo tan magníficocomo este viejo edificio, pero lasuperficie es dura y me roba el calor,sólo mi carne cede. La piedra siempregana.

Me siento en la base de uno de losgigantescos pilares del gran vestíbulo

de la entrada. A través de las puertasveo la extensión blanca de mármolque conduce a los escalones de laplaza. Recuerdo lo mala que me puseel día que Peeta y yo aceptamos aquílas felicitaciones por ganar los Juegos.Estaba destrozada por la Gira de laVictoria, había fallado en mi intentode calmar a los distritos, y meenfrentaba a los recuerdos de Clove yCato, sobre todo a la espantosa ylenta muerte que dieron los mutos aCato.

Boggs se agacha a mi lado en lasombra, pálido.

—No hemos bombardeado eltúnel del tren, ¿sabes? Seguramente

saldrán algunos.—¿Y les dispararemos en cuanto

asomen las caras?—Sólo si no hay más remedio.—Podríamos enviar trenes y

ayudar a evacuar a los heridos.—No, se decidió dejar el túnel en

sus manos. Así pueden usar todas lasvías para sacar gente —respondeBoggs—. Además, eso nos darátiempo para traer al resto de nuestrossoldados a la plaza.

Hace unas horas, la plaza eratierra de nadie, el frente de batallaentre los rebeldes y los agentes de lapaz. Cuando Coin dio su aprobaciónal plan de Gale, los rebeldes lanzaron

un apasionado ataque e hicieronretroceder a las fuerzas del Capitoliounas cuantas manzanas, de modo quenosotros pudiéramos controlar laestación de tren en caso de que cayerae l Hueso. Bueno, pues ya ha caído.Somos conscientes de la realidad. Lossupervivientes escaparán hacia laplaza. Oigo que vuelven los disparos,sin duda porque los agentes intentanvolver para rescatar a sus camaradas.Los mandos llaman a nuestrossoldados para contraatacar.

—Tienes frío —me dice Boggs—.Iré a ver si encuentro una manta.

Se va antes de que pueda decirleque no quiero una manta, aunque el

mármol sigue chupándome el calor.—Katniss —me dice Haymitch al

oído.—Sigo aquí —respondo.—Los acontecimientos han dado

un giro interesante con Peeta estatarde. Supuse que querrías saberlo —me cuenta; interesante no es bueno nimejor, pero no tengo más remedioque escuchar—. Le enseñamos esagrabación tuya cantando El árbol delahorcado. No se había emitido, así queel Capitolio no pudo usarla cuando losecuestró. Dice que reconoce lacanción.

Durante un instante, se me para elcorazón. Entonces me doy cuenta de

que no es más que otra confusión porculpa del veneno de rastrevíspula.

—No es posible, Haymitch,nunca me oyó cantarla.

—A ti no, a tu padre. Le oyócantarla un día que fue a hacer unintercambio a la panadería. Peeta erapequeño, tendría seis o siete años,pero lo recuerda porque estabapendiente de si los pájaros dejaban decantar de verdad —dice Haymitch—.Supongo que lo hicieron.

Seis o siete, eso sería antes de quemi madre prohibiera la canción.Quizá incluso cuando yo la estabaaprendiendo.

—¿Estaba yo?

—Creo que no, al menos no lo hamencionado. Pero es la primeraconexión contigo que no ha disparadoninguna crisis mental —respondeHaymitch—. Algo es algo, Katniss.

Mi padre; hoy parece estar entodas partes: muriendo en la mina,cantando para entrar en la embotadaconciencia de Peeta, asomando a losojos de Boggs con aire protector paraenvolverme los hombros con lamanta… Lo echo tanto de menos queduele.

Los disparos aumentan. Gale correcon un grupo de rebeldes, deseandoentrar en batalla. No pido unirme alos soldados, aunque tampoco me

dejarían. De todos modos, no tengoestómago para eso, no me queda caloren la sangre. Ojalá Peeta estuvieraaquí (el viejo Peeta), porque él sabríaexpresar por qué está tan maldispararnos entre nosotros cuandohay personas, las que sean,intentando arrancar la piedra con lasmanos para salir de la montaña. ¿Esque mi propio pasado me hacedemasiado sensible? ¿Es que noestamos en guerra? ¿Acaso no se tratade otra manera más de matar anuestros enemigos?

Se hace de noche muy deprisa.Encienden unos enormes focosbrillantes para iluminar la plaza.

También deben de tener a todapotencia las bombillas del interior dela estación. Incluso desde mi posiciónal otro lado de la plaza veoclaramente a través del cristal dellargo edificio estrecho. Es imposibleperderse la llegada de un tren, inclusoveríamos la llegada de una solapersona. Sin embargo, pasan las horasy no sale nadie. Con cada minuto quepasa se me hace más difícil imaginarque alguien haya sobrevivido alataque.

Ya pasada la medianoche,Cressida viene para ponerme unmicrófono en el traje.

—¿Para qué es esto? —le

pregunto.La voz de Haymitch me lo explica

al oído:—Sé que no te va a gustar, pero

necesitamos que des un discurso.—¿Un discurso? —pregunto, y

empiezo a marearme.—Yo te lo dictaré, línea a línea —

me asegura—. Sólo tendrás querepetir lo que te diga. Mira, no hay nirastro de vida en esa montaña. Hemosganado, pero la batalla continúa, asíque se nos ha ocurrido que salgas a losescalones del Edificio de Justicia y lodigas, que digas a todos que hemosacabado con el Hueso y que lapresencia del Capitolio en el Distrito

2 ha finalizado; quizá consigas que elresto de sus fuerzas se rinda.

Me asomo a la oscuridad más alláde la plaza.

—Ni siquiera veo a sus fuerzas.—Para eso es el micro —me dice

—. Te retransmitiremos, tanto la vozpor su sistema de altavoces como laimagen, para que la vea quien tengaacceso a una pantalla.

Sé que en la plaza hay dosenormes pantallas, las vi en la Gira dela Victoria. Puede que funcionara siestas cosas se me dieran bien, pero nose me dan. Intentaron dictarmealgunas líneas en aquellos primerosexperimentos con las propos y fue un

desastre.—Podrías salvar muchas vidas,

Katniss —dice finalmente Haymitch.—Vale, lo intentaré —respondo.Es extraño estar aquí fuera, en lo

alto de las escaleras, vestida deuniforme completo, bajo un potentefoco de luz, pero sin público visible alque dar el discurso. Como si se lodiera a la luna.

—Lo haremos deprisa —diceHaymitch—. Estás demasiadoexpuesta.

Mi equipo de televisión se colocaen la plaza con cámaras especiales yme indican que están listos. Le pido aHaymitch que empiece, enciendo el

micro y escucho con atención laprimera línea del discurso. Unaenorme imagen de mí ilumina una delas pantallas de la plaza.

—Gente del Distrito 2, os hablaKatniss Everdeen desde los escalonesde vuestro Edificio de Justicia,donde…

Los dos trenes entran a todapastilla en la estación, uno al lado delotro. Al abrirse las puertas, la gentesale envuelta en una nube de humoque han traído del Hueso. Seguro quese imaginaban lo que encontrarían enla plaza, porque muchos intentanprotegerse. La mayoría se tira alsuelo, y una lluvia de balas apaga las

luces del interior de la estación. Hanvenido armados, como decía Gale,pero también heridos. Los gemidos seoyen en la noche, por lo demássilenciosa.

Alguien apaga las luces de lasescaleras y me deja bajo el amparo delas sombras. Una llama se enciendedentro de la estación (uno de lostrenes debe de estar ardiendo) y undenso humo negro tapa las ventanas.Sin otra alternativa, la gente empiezaa salir a la plaza, ahogada, peroagitando sus armas en actituddesafiante. Miro rápidamente a lostejados que rodean la plaza: todosestán fortificados con nidos de

metralletas en manos de los rebeldes.La luz de la luna se refleja en loscañones engrasados.

Un joven sale tambaleándose de laestación con una mano apretadacontra el trapo ensangrentado que letapa la mejilla; en la otra lleva unapistola. Cuando tropieza y cae decara, veo las marcas de quemaduraspor la parte de atrás de la camisa y lacarne roja que hay debajo. Derepente, no es más que otro quemadoen un accidente minero.

Bajo corriendo los escalones y voyhacia él.

—¡Parad! —grito a los rebeldes—.¡No disparéis! —Las palabras

retumban por la plaza y más allá, yaque el micro amplifica mi voz—.¡Parad!

Me acerco al joven y me agachopara ayudarlo, pero él se pone comopuede de rodillas y me apunta a lacabeza con su arma.

Doy unos pasos atrásinstintivamente y levanto el arcosobre la cabeza para indicarle que noquiero hacerle daño. Ahora que tieneambas manos en el arma veo elirregular agujero de la mejilla; algo,seguramente una piedra, le haperforado la carne. Huele a cosasquemadas, pelo, carne y combustible.El dolor y el miedo hacen que tenga

ojos de loco.—No te muevas —me ordena

Haymitch al oído.Sigo su orden, consciente de que

todo el Distrito 2, puede que todoPanem, debe de estar viéndome. ElSinsajo a merced de un hombre sinnada que perder.

—Dame una razón para nodisparar —me pide; le cuesta tantohablar que apenas se le entiende.

El resto del mundo desaparece,sólo estoy yo mirando a losdesdichados ojos de un hombre delHueso que me pide una razón. Lológico sería que se me ocurrieranmiles de ellas, pero las palabras que

salen son:—No puedo.Como es natural, el hombre

tendría que haber disparado. Sinembargo, mi respuesta lo ha dejadotan perplejo que intenta encontrarlesentido. Yo también experimento mipropia confusión al darme cuenta deque lo que he dicho es cierto; el nobleimpulso que me ha hecho atravesar laplaza se convierte en desesperación.

—No puedo. Ése es el problema,¿no? —digo, bajando el arco—.Hemos volado vuestra mina enpedazos. Vosotros quemasteis midistrito hasta los cimientos. Tenemostodas las razones del mundo para

matarnos entre nosotros. Pueshacedlo. Haced felices al Capitolio.Yo estoy harta de matar a sus esclavospor ellos —concluyo; dejo caer el arcoen el suelo, lo empujo con la bota y sedesliza por la piedra hasta quedar allado de sus rodillas.

—No soy su esclavo —masculla eljoven.

—Yo sí, por eso maté a Cato… y élmató a Thresh… y Thresh mató aClove… y ella intentó matarme. Serepite una y otra vez, ¿y quién gana?Nosotros no, ni los distritos. Siemprees el Capitolio. Pero estoy cansada deser una pieza de sus Juegos.

Peeta, en el tejado, la noche antes

de nuestros primeros Juegos delHambre. Él lo entendió todo muchoantes de que pisáramos la arena.Espero que me esté viendo, querecuerde la noche en que pasó; quizáasí me perdone cuando yo muera.

—Sigue hablando, cuéntales loque pasó cuando viste caer lamontaña —insiste Haymitch.

—Esta noche, cuando vi caer lamontaña, pensé… que lo habíanvuelto a hacer. Habían conseguidoque os matara, que matara a la gentede los distritos. Pero ¿por qué lo hice?El Distrito 12 y el Distrito 2 no tienenmás razón para enfrentarse que la quenos dio el Capitolio.

El joven parpadea sin comprender.Me pongo de rodillas frente a él ybajo la voz, hablando con pasión.

—¿Y por qué estáis luchandocontra los rebeldes de los tejados?¿Con Lyme, que fue uno de vuestrosvencedores? ¿Con personas que anteseran vuestros vecinos, quizá inclusovuestra familia?

—No lo sé —responde el hombre,pero sigue apuntándome.

Me levanto y doy una vuelta encírculo lentamente para dirigirme alas metralletas.

—¿Y los de ahí arriba? Vengo deuna ciudad minera. ¿Desde cuandomatan así los mineros a otros mineros

y después se disponen a acabar conlos que consigan salir de entre losescombros?

—¿Quién es el enemigo? —susurraHaymitch.

—Estas personas —sigo, señalandoa los heridos de la plaza— ¡no sonvuestros enemigos! —exclamo, y mevuelvo hacia la estación de tren—.¡Los rebeldes no son vuestrosenemigos! ¡Todos tenemos unenemigo en común, y es el Capitolio!Es nuestra oportunidad de acabar consu poder, ¡pero necesitamos a todas laspersonas de los distritos para hacerlo!

Las cámaras están pegadas a mícuando ofrezco mis manos al hombre,

a los heridos, a los rebeldes reacios detodo Panem:

—¡Por favor, uníos a nosotros!Mis palabras flotan en el aire.

Miro a la pantalla esperando ver quemuestran una especie de ola dereconciliación que recorre lamultitud.

En vez de eso, veo cómo medisparan en la tele.

1616

«Siempre».En la penumbra de la morflina,

Peeta me susurra la palabra y yo voyen su busca. Es un mundo envuelto enbruma, de color violeta, sin bordesafilados y con muchos escondites. Meabro paso entre los bancos de nubes,sigo unos tenues senderos, y me llegaun olor a canela y eneldo. Una veznoto su mano en la mejilla e intentoatraparla, pero se disuelve comoniebla entre mis dedos.

Cuando por fin empiezo a volver ala estéril habitación del hospital del13, lo recuerdo. Estaba bajo los efectosdel jarabe para dormir, me habíaherido la mano después de subir a unarama para pasar por encima de la vallaelectrificada y dejarme caer al 12.Peeta me había acostado y, mientrasme dormía, le pedí que se quedaraconmigo. Me susurró algo que noconseguí entender, pero parte de micerebro atrapó aquella única palabrade respuesta y la dejó nadar a travésde mis sueños para poder burlarse demí ahora: «Siempre».

La morflina suaviza todas lasemociones extremas, así que, en vez

de una punzada de tristeza, sólosiento vacío, un arbusto muertohueco donde antes había flores. Pordesgracia, no me queda suficientedroga dentro como para no hacer casodel dolor en la parte izquierda de micuerpo. Ahí es donde me dio la bala.Me toqueteo los gruesos vendajes queme sujetan las costillas y me preguntopor qué sigo aquí.

No fue él, el hombre arrodilladofrente a mí en la plaza, el quemadodel Hueso, él no apretó el gatillo. Fueotra persona, entre la multitud. Másque sentir cómo entraba la bala, notécomo si me golpearan con un mazo.Después del momento del impacto

todo fue confusión y disparos.Intento sentarme, pero lo único queconsigo es gemir.

La cortina blanca que separa micama de la de al lado se aparta degolpe y Johanna Mason me mira. Alprincipio me siento amenazadaporque me atacó en la arena. Tengoque recordarme que lo hizo parasalvarme la vida, que formaba partedel plan de los rebeldes, pero, aun así,eso no quiere decir que no medesprecie. ¿Quizá su manera detratarme era puro teatro para elCapitolio?

—Estoy viva —digo con voz ronca.—No me digas, descerebrada.

Johanna se acerca y se deja caeren mi cama, lo que hace que unaspuñaladas de dolor me recorran elpecho. Sonríe al verlo, así que quedaclaro que no estamos en una cálidaescena de reencuentro.

—¿Todavía magullada? —mepregunta.

Con mano experta me saca laaguja de la morflina del brazo y se lamete en la vía que le han puesto en elsuyo.

—Empezaron a cortarme elsuministro hace unos días —meexplica—. Temen que me conviertaen uno de esos raritos del 6. Te tuveque pillar la tuya prestada en secreto.

Supuse que no te importaría.¿Importarme? ¿Cómo me iba a

importar, teniendo en cuenta queSnow la torturó casi hasta matarladespués del Vasallaje de losVeinticinco? No tengo derecho a queme importe, y ella lo sabe.

Johanna suspira cuando lamorflina le entra en el flujosanguíneo.

—Quizá los del 6 sabían lo que sehacían: drogarse y pintarse flores enel cuerpo no está tan mal. Encualquier caso, parecían más felicesque el resto de nosotros.

Ha ganado algo de peso desde queme fui del 13 y tiene algo de pelusilla

en la cabeza afeitada, lo que ayuda aocultar parte de las cicatrices, pero, sise está metiendo mi morflina, es quesigue mal.

—Tienen un médico de la cabezaque viene todos los días. Se suponeque me ayuda a recuperarme. Comosi un tipo que se ha pasado la vida enesta madriguera de conejos pudieraarreglarme. Es idiota perdido. Merecuerda que estoy completamente asalvo unas veinte veces por sesión —me sigue contando, y consigo sonreír;decir eso es una estupidez, sobre todosi se lo dices a un vencedor. Como sialguien pudiera estar a salvo enalguna parte—. ¿Y tú, Sinsajo? ¿Te

sientes completamente a salvo?—Oh, sí, hasta el mismo momento

en que me dispararon.—Por favor, esa bala ni siquiera te

tocó. Cinna se aseguró de eso.Pienso en las capas de blindaje

protector del traje de Sinsajo. Sinembargo, el dolor tendrá que salir dealguna parte.

—¿Costillas rotas?—Ni siquiera eso. Estás bastante

magullada. El impacto te rompió elbazo, no han podido repararlo —explica, aunque agita la mano paraquitarle importancia—. No tepreocupes, no lo necesitas. Y si lonecesitaras, te buscarían uno, ¿no? Su

trabajo es mantenerte viva.—¿Por eso me odias?—En parte —reconoce ella—.

Tienen que ver los celos, sin duda.También creo que eres un poco difícilde soportar con tus cursis dramasrománticos y tu pose de defensora delos desamparados. Pero, claro, no esuna pose, lo que te hace todavía másinaguantable. Por favor, tómatelocomo algo personal.

—Tú tendrías que haber sido elSinsajo. Nadie habría tenido queescribirte el guión.

—Cierto, pero no le gusto a nadie—contesta.

—Aunque sí confiaban en ti para

sacarme —le recuerdo—. Y ahora tetemen.

—Aquí, puede. En el Capitolioeres tú la que das miedo.

Gale aparece en la puerta, yJohanna se quita la aguja con muchocuidado y me la vuelve a poner.

—Tu primo me tiene miedo —medice, en tono confidencial.

Después salta de mi cama, seacerca a la puerta y le da a Gale en lapierna con la cadera al pasar por sulado.

—¿Verdad, guapetón? —lepregunta.

Oímos sus risas mientras se alejapor el pasillo.

Arqueo las cejas y Gale me da lamano.

—Aterrado —responde.Me río, pero acabo poniendo una

mueca de dolor.—Tómatelo con calma —me pide,

acariciándome la cara mientrasdesaparece el dolor—. Tienes quedejar de meterte en problemas.

—Lo sé, pero alguien voló enpedazos una montaña —respondo.

En vez de retirarse, se acerca máspara estudiar mi rostro.

—Crees que soy despiadado —afirma.

—Sé que no lo eres, aunquetampoco te diré que ha estado bien.

Ahora sí que se aparta, casi conimpaciencia.

—Katniss, de verdad, ¿quédiferencia hay entre aplastar a tuenemigo dentro de una mina oderribar sus aviones con una de lasflechas de Beetee? El resultado es elmismo.

—No lo sé. En primer lugar, en el8 nos estaban atacando. Estabanatacando el hospital.

—Sí, y esos aerodeslizadoresprocedían del Distrito 2. Así que, almatarlos, evitamos más ataques.

—Pero esa forma de pensar…podría convertirse en una excusa paramatar a cualquiera en cualquier

momento —insisto—. Justificaría laidea de enviar niños a los Juegos delHambre para mantener a raya losdistritos.

—No me lo trago.—Yo sí —contesto—. Será por

esos viajecitos a la arena.—Vale, sabemos cómo no estar de

acuerdo. Siempre lo hemos sabido.Quizá sea bueno. Entre tú y yo, porfin nos hemos apoderado del Distrito2.

—¿De verdad? —Noto unasensación de triunfo durante uninstante; después pienso en laspersonas de la plaza—. ¿Siguió elenfrentamiento cuando me

dispararon?—No mucho. Los trabajadores del

Hueso se volvieron contra los soldadosdel Capitolio. Los rebeldes selimitaron a mirar. En realidad, todo elpaís se limitó a mirar.

—Bueno, es lo que mejor se le da—respondo.

Cabría esperar que perder unórgano importante te diera derecho aquedarte unas semanas en la cama,pero, por algún motivo, mis médicosquieren que me ponga en movimientolo antes posible. A pesar de lamorflina, el dolor interno es fuerte losprimeros días, aunque después sereduce considerablemente. Por otro

lado, las costillas magulladasprometen fastidiarme durantebastante tiempo. Empieza amolestarme que Johanna me robeparte del suministro de morflina, perosigo dejando que se meta lo quequiera.

Los rumores sobre mi muertecirculan por todo el país, así queenvían al equipo para que me filmeen la cama del hospital. Enseño lospuntos y los impresionantesmoratones, y felicito a los distritospor el éxito en su batalla por launidad. Después advierto al Capitoliode que nos verá pronto.

Como parte de mi rehabilitación,

doy cortos paseos por la superficietodos los días. Una tarde, Plutarch seune a mí y me informa sobre lasituación actual. Ahora que elDistrito 2 se ha aliado con nosotros,los rebeldes se han tomado un respiropara reagruparse. Están reforzando laslíneas de suministros, curando a losheridos y reorganizando sus tropas. ElCapitolio, como el 13 durante los DíasOscuros, se ha quedado sin ayudaexterna y usa la amenaza del ataquenuclear contra sus enemigos. Adiferencia del 13, el Capitolio no estáen posición de reinventarse y hacerseautosuficiente.

—Bueno, puede que la ciudad

consiga sobrevivir un tiempo —dicePlutarch—. Seguro que hay reservasde suministros de emergencia. Pero laprincipal diferencia entre el 13 y elCapitolio son las expectativas de lapoblación. El 13 estaba acostumbradoa las privaciones, mientras que en elCapitolio sólo conocen el panem etcircenses.

—¿Qué es eso? —pregunto;obviamente reconozco el panem, peroel resto no lo entiendo.

—Es un dicho de hace miles deaños, escrito en un idioma llamadolatín sobre un lugar llamado Roma —me explica—. Panem et circensesquiere decir «pan y circo». El que lo

escribió se refería a que, a cambio detener la barriga llena yentretenimiento, su gente habíarenunciado a sus responsabilidadespolíticas y, por tanto, a su poder.

Pienso en el Capitolio, en elexceso de comida y en elentretenimiento definitivo: los Juegosdel Hambre.

—Entonces, para eso sirven losdistritos, para proporcionar el pan yel circo.

—Sí, y mientras así era, elCapitolio controlaba su pequeñoimperio. Ahora mismo no puedeofrecer ninguna de las dos cosas, almenos en las cantidades a las que

acostumbraba su gente —dicePlutarch—. Nosotros tenemos lacomida y yo estoy a punto deorquestar una propo deentretenimiento que va a ser muypopular. Al fin y al cabo, a todo elmundo le gustan las bodas.

Me quedo helada, paralizada antela idea de lo que sugiere: organizar dealgún modo una perversa boda entrePeeta y yo. No he sido capaz deenfrentarme al vidrio polarizadodesde que volví y, a petición propia,sólo permito que sea Haymitch elque me informe sobre el estado dePeeta. Habla poco del tema. Estánprobando nuevas técnicas y, en

realidad, nunca habrá una forma decurarlo. ¿Y ahora quieren que mecase con él para una propo?

Plutarch se apresura atranquilizarme.

—Oh, no, Katniss, no se trata detu boda. Es la de Finnick y Annie.Sólo necesitas aparecer y fingiralegrarte por ellos.

—Es una de las pocas cosas que notendré que fingir, Plutarch —leaseguro.

Los días posteriores se conviertenen un frenesí de actividad paraorganizar el acontecimiento. Prontoquedan patentes las diferencias entrelo que el Capitolio y el 13 entienden

por una boda. Cuando Coin habla de«boda», se refiere a que dos personasfirman un trozo de papel y se lesasigna un compartimento. Cuando lodice Plutarch, quiere decir cientos depersonas vestidas con ropa elegantedurante tres días de celebración.Resulta divertido verlos regatear sobrelos detalles. Plutarch tiene que lucharpor cada invitado y cada notamusical. Después de que Coin veteuna cena, entretenimiento y alcohol,Plutarch chilla:

—¡¿Qué sentido tiene la propo sinadie se divierte?!

Es difícil lograr que un Vigilantese ajuste a un presupuesto. Sin

embargo, a pesar de tratarse de unacelebración sencilla, el 13 estáalborotado, ya que, al parecer, nisiquiera saben lo que son unasvacaciones. Cuando se anuncia que senecesitan niños para cantar la canciónde boda del Distrito 4, se presentancasi todos. No escasean losvoluntarios para ayudar a preparar ladecoración. En el comedor, la gentecharla animadamente sobre elacontecimiento.

Quizá sea algo más que lasfestividades, quizá sea que estamostodos tan necesitados de algo buenoque deseamos formar parte de ello.Eso explicaría por qué cuando

Plutarch tiene un ataque de nerviospor la ropa de la novia, me presentovoluntaria para llevar a Annie a micasa del 12, donde Cinna dejó variostrajes de noche en un gran armario dela planta inferior. Todos los vestidosde novia que diseñó para míregresaron al Capitolio, pero quedanalgunos vestidos que llevé en la Girade la Victoria. No me gusta muchoestar con Annie, puesto que lo únicoque sé de ella es que Finnick la ama yque todos creen que está loca. En elviaje en aerodeslizador llego a laconclusión de que, más que loca, esinestable. Se ríe en momentosextraños de la conversación o la deja a

medias, distraída. Esos ojos verdessuyos se fijan en un punto con talintensidad que acabas intentandoaveriguar qué verá en el aire vacío. Aveces, sin motivo aparente, se tapa lasorejas con las manos, como si desearabloquear un sonido doloroso. Vale, esrara, pero si Finnick la quiere, a míme basta.

Consigo un permiso para que miequipo de preparación nos acompañe,así que no tengo que tomar ningunadecisión de moda. Al abrir el armario,todos guardamos silencio porque lapresencia de Cinna está muy viva enla caída de las telas. Entonces Octaviase deja caer de rodillas, se acaricia la

mejilla con el dobladillo de una falday rompe a llorar.

—Hace tanto tiempo que no veonada bonito… —dice entre sollozos.

A pesar de las reservas de Coinsobre la extravagancia de laceremonia y de las de Plutarch sobresu poco colorido, la boda es un éxitorotundo. Los trescientos afortunadosinvitados elegidos entre los habitantesdel 13 y los muchos refugiados llevanropas de diario, la decoración estáhecha con hojas de otoño, y la músicala ofrece un coro de niñosacompañado por el único violinistaque salió con vida del 12 con suinstrumento. Así que es sencilla y

austera para lo normal en elCapitolio. Da igual, porque nadapuede competir con la belleza de lapareja. No es por los trajes prestados(Annie lleva un vestido de seda verdeque llevé en el 5, y Finnick uno de lostrajes de Peeta, que le han adaptado),aunque la ropa es impresionante.Pero ¿quién podría pasar por alto losrostros radiantes de dos personas paralas que este día antes eraprácticamente imposible? Dalton, elchico del ganado del 10, es quiendirige la ceremonia, ya que es similara la que usaban en su distrito. Sinembargo, hay toques únicos delDistrito 4: una red tejida con largas

hierbas que cubre a la pareja durantelos votos; que ambos mojenligeramente con agua salada los labiosdel otro; y la antigua canción nupcial,en la que se compara el matrimoniocon un viaje por el mar.

No, no tengo que fingir que mealegro por ellos.

Después del beso que sella launión, los vítores y un brindis considra de manzana, el violinista tocauna melodía que hace que todos losdel 12 lo miren. Puede que fuéramosel distrito más pequeño y pobre dePanem, pero sabemos bailar. Nohabía nada preparado oficialmentepara este momento, pero Plutarch,

que dirige la propo desde la sala decontrol, debe de tener los dedoscruzados. Efectivamente, Sae laGrasienta agarra a Gale de la mano, lolleva al centro de la sala y se ponefrente a él. La gente se les uneformando dos largas filas. Y empiezael baile.

Estoy apartada, dando palmadas alritmo, cuando una mano huesuda meda un pellizco sobre el codo. Johanname mira con el ceño fruncido y dice:

—¿Vas a perder la oportunidad deque Snow te vea bailar?

Tiene razón, ¿qué mejor forma dedejar clara la victoria que un Sinsajofeliz dando vueltas al son de la

música? Busco a Prim entre lamultitud. Como las noches deinvierno nos daban mucho tiempopara practicar, somos una pareja debaile bastante buena. Le digo que nose preocupe por mis costillas y noscolocamos en la fila. Duele, aunquela satisfacción de saber que Snow meverá bailar con mi hermana pequeñahace añicos cualquier otra sensación.

Bailar nos transforma. Enseñamoslos pasos a los invitados del Distrito13, nos damos la mano para formar ungigantesco círculo que da vueltas enel que todos demuestran su juego depies. Hace mucho tiempo que no pasanada tonto, alegre ni divertido, así

que podríamos seguir toda la noche,de no ser por el últimoacontecimiento que Plutarch haplaneado para la propo. Uno del queno sabía nada porque era unasorpresa.

Cuatro personas empujan uncarrito con una enorme tarta nupcialencima. La mayoría de los invitadosretrocede para dejar pasar esta rareza,esta deslumbrante creación con olasde glaseado azul verdoso y puntasblancas, llenas de peces, barcas, focasy flores marinas. Me abro paso entrela multitud para confirmar lo que hesabido a primera vista: tan segurocomo que los bordados del vestido de

Annie son de Cinna, las floresglaseadas de la tarta son de Peeta.

Puede que parezca algo pequeño,pero dice mucho. Haymitch me haestado ocultando muchas cosas. Elchico que vi por última vez gritandocomo un loco, intentando liberarse desus correas, no habría sido capaz dehacer esto. No habría podidoconcentrarse, mantener las manosquietas, diseñar algo tan perfecto paraFinnick y Annie. Como si esperara mireacción, Haymitch aparece a milado.

—Vamos a hablar un momento —me dice.

En el pasillo, lejos de las cámaras,

le pregunto:—¿Qué le está pasando?—No lo sé, ninguno de nosotros

lo sabe. A veces es casi racional yentonces, sin razón alguna, tiene unacrisis. Hacer la tarta era una especiede terapia. Lleva varios díastrabajando en ella. Mientras loobservaba… era casi como si fuera elde antes.

—Entonces, ¿ya puede salir solo?—le pregunto; la idea me ponenerviosa de cinco maneras diferentes.

—Oh, no, ha glaseado bajoestrecha vigilancia. Sigue encerradocon llave, pero he hablado con él.

—¿En persona? ¿Y no se le fue la

olla?—No, está enfadado conmigo,

pero por las razones correctas: nocontarle lo del plan rebelde y demás.—Hace una pausa, como si decidieraalgo—. Dice que le gustaría verte.

Estoy en una barca glaseada,lanzada de un lado a otro por las olasazul verdoso mientras la cubierta semueve bajo mis pies. Me apoyo en lapared para recuperar el equilibrio.Esto no formaba parte del plan, yahabía descartado a Peeta. Despuéspensaba ir al Capitolio, matar a Snowy hacer que me mataran a mí. Eldisparo no había sido más que uncontratiempo temporal, se suponía

que no oiría las palabras: «Dice quele gustaría verte». Sin embargo, ahoraque las he oído, no puedo negarme.

A medianoche estoy de pie frentea la puerta de su celda. Perdón, de suhabitación del hospital. Hemostenido que esperar a que Plutarchmonte la grabación de la boda que, apesar de no ser lo que él entiende pordeslumbrante, le gusta.

—Lo mejor de que el Capitolio nohiciera apenas caso del 12 durantetodos estos años es que vuestra gentetodavía resulta algo espontánea. Alpúblico le encantará. Como cuandoPeeta anunció que estaba enamoradode ti o cuando hiciste el truco de las

bayas. Es televisión de la buena.Ojalá pudiera reunirme con Peeta

en privado, pero la audiencia demédicos se ha reunido detrás delespejo espía con los cuadernos y losbolígrafos preparados. CuandoHaymitch me dice por el auricularque entre, abro la puerta poco a poco.

Sus ojos azules se clavan en mí deinmediato. Tiene tres correas en cadabrazo y un tubo que le administrauna droga para dormirlo, por si acasopierde el control. Sin embargo, nointenta liberarse, sólo me observa conla cautela de alguien que todavía noha descartado que se encuentredelante de un muto. Me acerco hasta

quedarme a un metro de la cama. Notengo nada que hacer con las manos,así que cruzo los brazos en ademánprotector antes de hablar.

—Hola.—Hola —responde; es como su

voz, es casi su voz, salvo por algonuevo, la sombra de la sospecha y elreproche.

—Haymitch me ha dicho quequerías verme.

—Mirarte, para empezar.Es como si esperase que me

transformara en un lobo híbridobabeante delante de sus ojos. Meobserva durante tanto tiempo queacabo lanzando miradas furtivas al

espejo con la esperanza de queHaymitch me dé alguna instrucción,pero el auricular guarda silencio.

—No eres muy grande, ¿no? Nitampoco demasiado guapa.

Sé que ha pasado por un infierno,sin embargo el comentario me sientamal.

—Bueno, tú tampoco estás en tumejor momento.

Haymitch me advierte que no mepase, aunque la risa de Peeta ahogasus palabras.

—Y, encima, no eres simpática nide lejos. Mira que decirme eso,después de todo lo que me ha pasado…

—Sí, todos hemos pasado por

muchas cosas. Además, el simpáticoeres tú, no yo.

Lo estoy haciendo todo mal, no sépor qué estoy tan a la defensiva. ¡Lohan torturado! ¡Lo han secuestrado!¿Qué me pasa? De repente temoponerme a gritarle algo, ni siquiera sébien el qué, así que decido salir deaquí.

—Mira, no me encuentro muybien. Quizá me pase mañana.

Justo en la puerta, su voz medetiene:

—Katniss, me acuerdo del pan.El pan, el único momento de

conexión real entre nosotros antes delos Juegos del Hambre.

—Te enseñaron la cinta en la quehablaba de eso —respondo.

—No, ¿hay una cinta? ¿Por quéno la usó contra mí el Capitolio?

—La grabé el día que terescataron —respondo, y el dolor delpecho me aprieta las costillas como sifuera un torno; está claro que bailarha sido un error—. Entonces, ¿lorecuerdas?

—Tú, bajo la lluvia —dice en vozbaja—. Hurgando en nuestros cubosde basura. Quemé el pan. Mi madreme pegó. Saqué el pan para el cerdo,pero te lo di a ti.

—Eso es, eso es lo que pasó. Al díasiguiente, después de clase, quise

darte las gracias, pero no sabía cómo.—Estábamos fuera al final del día.

Intenté que nuestras miradas secruzaran. Apartaste la tuya. Yentonces, por algún motivo, creo querecogiste un diente de león. —Asiento, sí que se acuerda, nunca hehablado en voz alta sobre esemomento—. Debo de haberte queridomucho.

—Sí —respondo; se me rompe lavoz y finjo toser.

—¿Y tú me querías?—Todos dicen que sí —respondo,

mirando al suelo—. Todos dicen quepor eso te torturó Snow, parahundirme.

—Eso no es una respuesta. No séqué pensar cuando me enseñanalgunas cintas. En la primera arena escomo si intentases matarme conaquellas rastrevíspulas.

—Estaba intentando mataros atodos —contesto—. Me teníais en elárbol.

—Después hay muchos besos queno parecían reales por tu parte. ¿Tegustó besarme?

—A veces —reconozco—. ¿Sabesque nos están observando en estosmomentos?

—Lo sé. ¿Y Gale?Noto que vuelve la rabia. Me da

igual su recuperación, esto no es

asunto de la gente que se oculta trasel cristal.

—Él tampoco besa mal —respondo, cortante.

—¿Y a Gale y a mí nos parecíabien que nos besaras a los dos?

—No, no os parecía bien aninguno de los dos, pero tampoco ibaa pediros permiso.

Peeta se vuelve a reír con frialdad,con desdén.

—Bueno, menuda pieza estáshecha, ¿eh?

Haymitch no protesta cuandosalgo. Recorro el pasillo, atravieso lacolmena de compartimentos yencuentro una tubería calentita

donde esconderme, detrás de una zonade lavandería. Tardo bastante endescubrir por qué estoy tan molestay, al hacerlo, es algo casi demasiadohumillante para reconocerlo. Seacabaron todos esos meses en los quedaba por sentado que Peeta meconsideraba un ser maravilloso. Porfin me ve como soy en realidad:violenta, desconfiada, manipuladora yletal.

Y lo odio por ello.

1717

Estupefacta. Así me quedo cuandoHaymitch me lo cuenta en elhospital. Bajo a toda velocidad losescalones que llevan a Mandomientras le doy vueltas a la cabeza, yentro como un torbellino en unareunión de guerra.

—¿Qué quiere decir eso de que novoy al Capitolio? ¡Tengo que ir! ¡Soyel Sinsajo!

Coin apenas levanta la mirada dela pantalla.

—Y, como Sinsajo, has alcanzadotu objetivo de unir a los distritoscontra el Capitolio. No te preocupes,si todo va bien, te llevaremos allí parala rendición.

¿La rendición?—¡Eso sería demasiado tarde! Me

perderé todo el enfrentamiento. Menecesitáis… ¡Soy vuestra mejortiradora! —grito; normalmente nopresumo de ello, pero tiene que sercasi cierto, por lo menos—. Gale sí va.

—Gale ha ido a entrenamientotodos los días a no ser que estuvieraocupado con otras tareas aprobadas.Estamos seguros de que puedemanejarse en el campo de batalla —

responde Coin—. ¿A cuántas sesionesde entrenamiento calculas que hasasistido?

A ninguna, eso calculo.—Bueno, a veces iba a cazar. Y…

entrené con Beetee en ArmamentoEspecial.

—No es lo mismo, Katniss —interviene Boggs—. Todos sabemosque eres lista y que tienes buenapuntería, pero necesitamos soldadosen el campo. No tienes ni idea decómo seguir órdenes y no estásprecisamente en tu mejor momentofísico.

—Eso no os importó cuandoestuve en el 8. Ni en el 2, ya puestos.

—En ninguno de los dos casostenías autorización, en principio, paraentrar en combate —respondePlutarch lanzándome una mirada queindica que no debo revelar demasiado.

No, la batalla de los bombarderosdel 8 y mi intervención en el 2 fueronhechos espontáneos, precipitados y,sin duda, no autorizados.

—Y en los dos casos acabasteherida —me recuerda Boggs.

De repente me veo a través de susojos: una niña bajita de diecisieteaños que ni siquiera puede recuperarel aliento desde que se magulló lascostillas; desaliñada; indisciplinada;en recuperación; no un soldado, sino

alguien de quien cuidar.—Pero tengo que ir.—¿Por qué? —pregunta Coin.No puedo confesar que necesito

llevar a cabo mi propia vendettacontra Snow, ni que la idea dequedarme en el 13 con la últimaversión de Peeta mientras Gale se va ala guerra me resulta insoportable. Sinembargo, no me faltan razones paraquerer luchar en el Capitolio.

—Por el 12. Porque destruyeronmi distrito.

La presidenta se lo piensa unmomento; me examina.

—Bueno, tienes tres semanas. Noes mucho, pero puedes empezar el

entrenamiento. Si la Junta deAsignaciones te considera apta, quizápodamos revisar tu caso.

Ya está, eso es lo máximo quecabe esperar. Supongo que es culpamía. Pasé de mi horario, a no ser queme conviniese. No parecía ser unaprioridad correr por un campo con unarma mientras sucedían tantas cosas ami alrededor, y ahora estoy pagandopor mi negligencia.

De vuelta al hospital encuentro aJohanna en las mismas circunstanciasy renegando como loca. Le cuento loque me ha dicho Coin y le digo quequizá ella también pueda entrenar.

—Vale, entrenaré, pero pienso ir

al podrido Capitolio aunque tengaque matar a una tripulación y pilotarel avión yo misma —respondeJohanna.

—Seguramente será mejor que nolo comentes durante el entrenamiento—le digo—, aunque me alegra saberque podrías llevarme.

Johanna sonríe y noto un ligero(aunque significativo) cambio ennuestra relación. No sé si somosamigas de verdad, pero podríaconsiderársenos aliadas. Eso es bueno.Voy a necesitar a una aliada.

A la mañana siguiente, cuandoaparecemos en el entrenamiento a las7:30, la realidad me da un bofetón en

la cara: nos han metido en una claseprácticamente de principiantes, conchicos de catorce o quince años, loque parece algo insultante hasta queresulta obvio que están en unascondiciones mucho mejores que lasnuestras. Gale y los demás escogidospara ir al Capitolio están en una fasedistinta y acelerada de su formación.Después de hacer estiramientos (queme duelen), pasamos un par de horascon ejercicios de fortalecimiento (queme duelen) y corremos ochokilómetros (que me matan). A pesarde la motivación de los insultos deJohanna para seguir adelante, tengoque dejarlo al cabo de kilómetro y

medio.—Son mis costillas —le explico a

la entrenadora, una sensata mujer demediana edad a la que se supone quedebemos llamar soldado York—.Siguen magulladas.

—Bueno, soldado Everdeen, lediré que van a tardar al menos otromes en curarse solas.

—No tengo un mes —respondo,sacudiendo la cabeza.

—¿Los médicos no te han ofrecidoningún tratamiento? —me pregunta,después de examinarme de arribaabajo.

—¿Hay un tratamiento? Medijeron que tenían que curarse de

manera natural.—Es lo que dicen, pero podrían

acelerar el proceso si yo lorecomiendo. Sin embargo, te adviertoque no es divertido.

—Por favor, tengo que ir alCapitolio.

La soldado York no lo cuestiona,garabatea algo en un cuaderno y meenvía directamente de vuelta alhospital. Vacilo, no quiero perdermemás entrenamientos.

—Volveré para las sesiones de latarde —prometo, aunque ella fruncelos labios.

Veinticuatro pinchazos en la cajatorácica después, estoy tirada en la

cama del hospital apretando losdientes para no suplicarles que meenchufen de nuevo la morflina.Estaba al lado de mi cama, por si lanecesitaba. Aunque no la he estadousando últimamente, la conservabapor Johanna. Hoy me han analizadola sangre para asegurarse de que notenía ni rastro del analgésico, ya quela mezcla de las dos sustancias (lamorflina y lo que está haciendo queme ardan las costillas) tiene unospeligrosos efectos secundarios. Medejaron claro que pasaría dos díasmuy difíciles, pero les dije que lohicieran.

Paso una mala noche en la

habitación. No hay manera de dormiry creo que incluso huelo cómo sequema el círculo de carne que merodea el pecho, mientras Johannalucha contra los síntomas del mono.Antes, cuando me disculpé porquitarle el suministro de morflina,ella le quitó importancia y me dijoque tenía que suceder tarde otemprano. Sin embargo, a las tres dela mañana, soy el blanco de lasblasfemias más pintorescas delDistrito 7. Al alba me saca de la camaa rastras, decidida a ir alentrenamiento.

—Creo que no puedo hacerlo —confieso.

—Sí que puedes. Las dospodemos. Somos vencedoras,¿recuerdas? Somos capaces desobrevivir a lo que nos echen —meladra.

Su piel tiene un enfermizo colorverdoso y tiembla como una hoja. Mevisto.

Debemos ser vencedoras parasobrevivir a la mañana. Temo perder aJohanna cuando veo que estádiluviando fuera; empalidece y casiparece dejar de respirar.

—No es más que agua, no nosmatará —le digo.

Ella aprieta los dientes y sale allodo pisando fuerte. La lluvia nos

empapa mientras ejercitamos nuestroscuerpos y después corremos comopodemos por la pista. Me rindo alcabo de un kilómetro y medio, ytengo que resistir la tentación dequitarme la camiseta para que el aguafría apague mis costillas. Me obligo acomer mi empapado cuenco de guisode pescado y remolacha. Johannallega a la mitad antes de vomitarlotodo. Por la tarde aprendemos amontar las armas. Yo lo consigo, peroella tiembla demasiado para encajarlas piezas. Cuando York no mira, laayudo. Aunque sigue lloviendo, latarde mejora porque nos metemos enla pista de tiro. Por fin algo que se me

da bien. Tardo en adaptarme de unarco a una pistola, pero, al final deldía, soy la mejor tiradora de mi clase.

Nada más entrar en el hospital,Johanna declara:

—Esto no puede seguir así, no estábien que vivamos en el hospital.Todos nos ven como pacientes.

Para mí no es problema, puedomudarme al compartimento de mifamilia. Sin embargo, a Johannanunca le han asignado uno. Alintentar que le den el alta, no accedena dejarla vivir sola, ni siquiera yendoa charlas diarias con el médico de lacabeza. Creo que han sumado dos másdos y saben lo de la morflina, lo que

sólo sirve para reforzar su punto devista: es una mujer inestable.

—No estará sola, yo me alojarécon ella —anuncio.

Hay algunas protestas, peroHaymitch se pone de nuestro lado y,para la hora de dormir, tenemos uncompartimento frente al de Prim y mimadre, que accede a echarnos unvistazo de vez en cuando.

Después de ducharme y de queJohanna se limpie más o menos conun trapo húmedo, ella realiza unainspección superficial del lugar. Abreel cajón en el que guardo mis pocasposesiones y lo cierra rápidamente,diciendo:

—Lo siento.Pienso en que el cajón de Johanna

no tiene nada dentro, salvo la ropaque le ha dado el Gobierno; en que notiene nada en el mundo que sea sólode ella.

—No pasa nada, puedes mirar miscosas, si quieres.

Johanna abre mi medallón yexamina las imágenes de Gale, Prim ymi madre. Abre el paracaídas dorado,saca la espita y se la encaja en elmeñique.

—Me da sed con sólo mirarla.Después encuentra la perla que

Peeta me regaló.—¿Es…?

—Sí, logré conservarla de algúnmodo.

No quiero hablar de Peeta. Unade las mejores cosas delentrenamiento es que evita quepiense en él.

—Haymitch dice que está mejor—comenta.

—Quizá, pero ha cambiado.—Y tú también. Y yo. Y Finnick,

Haymitch y Beetee. Y no me hagashablar de Annie Cresta. La arena nosfastidió a todos a base de bien, ¿nocrees? ¿O todavía te sientes como lachica que se presentó voluntaria porsu hermana?

—No.

—Creo que es lo único en lo quemi médico de la cabeza quizá tengarazón: no hay vuelta atrás, así que lomejor es seguir adelante.

Guarda con cuidado todos misrecuerdos en el cajón y se sube a lacama frente a mí justo cuando seapagan las luces.

—¿No te da miedo que te matemientras duermes?

—Como si no pudiera contigo —respondo.

Después nos reímos, porqueestamos tan destrozadas que sería unmilagro que nos levantáramosmañana. Sin embargo, lo hacemos. Lohacemos todas las mañanas y, al final

de la semana, mis costillas están casinuevas y Johanna es capaz de montarsu fusil sin ayuda.

La soldado York asiente paradarnos su aprobación cuando acaba eldía:

—Buen trabajo, soldados.Una vez fuera de su alcance,

Johanna masculla:—Creo que ganar los Juegos fue

más sencillo.Sin embargo, le veo en la cara que

está satisfecha.De hecho, estamos casi de buen

humor cuando llegamos al comedor,donde Gale me espera para comer.Recibir una ración gigantesca de

estofado de ternera también ayuda.—Los primeros envíos de comida

llegaron esta mañana —me explicaSae la Grasienta—. Es ternera deverdad, del Distrito 10, no uno devuestros perros salvajes.

—No recuerdo que les pusieraspegas —responde Gale.

Nos unimos a un grupo en el queestán Delly, Annie y Finnick. Esincreíble ver la transformación deFinnick desde su matrimonio. Susanteriores encarnaciones (eldecadente rompecorazones queconocí antes del Vasallaje, elenigmático aliado de la arena y eljoven roto que me ayudó a resistir)

han dado paso a alguien que irradiavida. Los verdaderos encantos deFinnick, su forma de reírse de símismo y su naturalezadespreocupada, aparecen por primeravez. No suelta nunca la mano deAnnie, ni cuando hablan ni cuandocomen. Dudo que piense hacerloalguna vez. Ella está perdida en unaespecie de niebla de felicidad.Todavía hay momentos en que notasque algo se desconecta en su cerebroy otro mundo la aparta de nosotros,pero unas cuantas palabras de Finnickbastan para traerla de vuelta.

Delly, a quien conozco desde queera pequeña aunque nunca pensara

mucho en ella, ha ganado muchospuntos conmigo. Le dijeron lo quePeeta me soltó después de la boda,pero no es cotilla. Haymitch dice quees la que más me defiende cuandoPeeta empieza a hablar mal de mí.Siempre se pone de mi lado y culpade las percepciones negativas de Peetaa la tortura del Capitolio. Influye másen él que cualquiera de los demásporque él la conoce bien. Encualquier caso, aunque la chica estéendulzando mis característicaspositivas, se lo agradezco mucho. Locierto es que no viene mal que meendulcen.

Estoy tan hambrienta y el

estofado está tan bueno (ternera,patatas, nabos y cebollas en una salsaespesa) que tengo que obligarme afrenar. En todo el comedor se nota elefecto rejuvenecedor de una buenacomida. Hace que la gente sea másamable, más graciosa y más optimista,y le recuerda que no es un errorseguir viviendo. Es mejor quecualquier medicina, así que intentoque dure y me uno a la conversación.Mojo el pan en la salsa y lomordisqueo mientras escucho aFinnick contar una historia absurdasobre una tortuga marina que se alejanadando con su sombrero. Me ríoantes de darme cuenta de que él está

aquí, justo al otro lado de la mesa,detrás del sitio vacío que hay junto aJohanna; observándome. Estoy apunto de ahogarme con el pan.

—¡Peeta! —exclama Delly—. Québien verte… fuera.

Tiene dos enormes guardias detrásy lleva la bandeja con aire incómodo,haciendo equilibrio sobre las puntasde los dedos, ya que las muñecas estánesposadas.

—¿Y esas pulseras tan monas? —pregunta Johanna.

—Todavía no soy del todo dignode confianza —responde Peeta—. Nisiquiera puedo sentarme aquí sinvuestro permiso —añade, señalando

con la cabeza a sus vigilantes.—Por supuesto que puedes

sentarte aquí, somos viejos amigos —dice Johanna dando unas palmaditasen el asiento que tiene al lado. Losvigilantes acceden y Peeta se sienta—.Peeta y yo teníamos celdas contiguasen el Capitolio. Estamos muyfamiliarizados con nuestrosrespectivos gritos.

Annie, que está al otro lado deJohanna, hace lo de taparse las orejasy ausentarse de la realidad. Finnicklanza a Johanna una mirada asesina yrodea a Annie con un brazo.

—¿Qué? Mi médico de la cabezadice que no debo censurar mis

pensamientos, que es parte de laterapia —contesta Johanna.

Nuestro grupito pierde la alegría.Finnick murmura al oído de Anniehasta que ella aparta las manos poco apoco. Después guardamos silencio unbuen rato y fingimos comer.

—Annie —dice Delly, animada—,¿sabías que Peeta decoró tu tarta deboda? En casa su familia era dueña dela panadería y él hacía los glaseados.

Annie mira con precaución másallá de Johanna y dice:

—Gracias, Peeta, era preciosa.—Es un placer, Annie —responde

él, y oigo en su voz el rastro de unadulzura que creía ya perdida. No

dirigida a mí, pero ya es algo.—Si queremos que nos dé tiempo

a dar ese paseo, será mejor que nosvayamos —le dice Finnick a Annie.

Recoge las dos bandejas con unamano mientras sostiene con fuerza enla otra la de su mujer.

—Me alegro de verte, Peeta.—Pórtate bien con ella, Finnick,

si no quieres que intente robártela.Podría haber sido una broma si el

tono no hubiera resultado tan frío.Todo lo que sugiere está mal: suabierta desconfianza hacia Finnick, lainsinuación de que Peeta estáinteresado en Annie, que Anniepudiera abandonar a Finnick y que yo

ni siquiera existo.—Venga, Peeta —responde

Finnick, como si nada—, no hagasque me arrepienta de habertereanimado el corazón.

Delly espera a que se vayan paradecir en tono de reproche:

—Es verdad que te salvó la vida,Peeta, y más de una vez.

—Por ella —responde él,señalándome con la cabeza—, por larebelión. No por mí. No le debonada.

No debería morder el anzuelo,pero lo hago.

—Quizá no. Pero Mags estámuerta y tú sigues aquí. Deberías

tenerlo en cuenta.—Sí, hay muchas cosas que

deberían tenerse en cuenta y no setienen, Katniss. No entiendo algunosde mis recuerdos, y no creo que elCapitolio los haya tocado. Muchas delas noches en el tren, por ejemplo —responde.

De nuevo, las insinuaciones: deque en el tren pasó más de lo que enrealidad pasó; de que lo que sí pasó(esas noches en que sólo conseguíconservar la cordura porque él meabrazaba) ya no importa; de que todoes una mentira, una forma de abusarde él.

Peeta hace un gesto con la

cuchara para abarcarnos a Gale y amí.

—Entonces, ¿ahora sois parejaoficialmente o todavía colea el temade los amantes trágicos?

—Todavía colea —respondeJohanna.

Unos espasmos hacen que lasmanos de Peeta se cierren en puños yse abran de manera extraña. ¿Es paraevitar estrangularme? Noto que aGale se le tensan los músculostemiendo un altercado, pero se limitaa comentar:

—No me lo habría creído si no lohubiera visto en persona.

—¿El qué? —pregunta Peeta.

—Lo tuyo.—Tendrás que ser un poquito más

específico —responde Peeta—. ¿Quémío?

—Que te han reemplazado poruna versión mutante malvada de timismo —responde Johanna.

Gale se termina la leche y mepregunta si he terminado. Me levantoy cruzamos la sala para soltar lasbandejas. Al llegar a la puerta, unanciano me detiene porque sigoapretando en la mano el resto de mipan con salsa. Algo en mi expresión oquizá el hecho de no haber intentadoesconderlo hace que no me regañemucho. Me deja meterme el pan en la

boca y seguir caminando. Gale y yoestamos casi en mi compartimentocuando vuelve a hablar:

—No me lo esperaba.—Te dije que me odiaba.—Es la forma en que te odia. Me

resulta tan… familiar. Antes me sentíaasí —reconoce—, cuando te veíabesarlo en la pantalla. Sólo que sabíaque no estaba siendo justo del todo.Él no se da cuenta.

Llegamos a la puerta.—Quizá sólo es que me ve como

soy realmente. Tengo que dormir unpoco.

Gale me agarra del brazo antes deque pueda desaparecer.

—¿Eso es lo que estás pensandoahora? —pregunta, y me encojo dehombros—. Katniss, soy amigo tuyodesde hace más tiempo que nadie, asíque créeme cuando te digo que no teve como eres realmente.

Me da un beso en la mejilla y seva.

Me siento en la cama e intentometerme en la cabeza la informaciónde mis libros de táctica militarmientras los recuerdos de mis nochescon Peeta en el tren me distraen. Alcabo de unos veinte minutos, Johannaentra y se tira a los pies de mi cama.

—Te has perdido lo mejor. Dellyperdió los nervios con Peeta por cómo

te ha tratado, se le ha puesto una vozmuy chillona. Era como si alguienestuviera apuñalando sin parar a unratón con un tenedor. Los comensalesno nos quitaban ojo de encima.

—¿Qué ha hecho Peeta?—Ha empezado a discutir consigo

mismo como si fuera dos personasdistintas. Los guardias han tenido quellevárselo. El lado bueno es que anadie ha parecido importarle que meterminara su estofado.

Johanna se restriega la barriga,que le sobresale un poco. Miro lacapa de porquería bajo sus uñas. ¿Esque la gente del 7 no se baña nunca?

Nos pasamos un par de horas

haciéndonos preguntas sobretérminos militares. Visito a Prim y mimadre un rato y, al volver alcompartimento, duchada, miro a laoscuridad y pregunto al fin:

—Johanna, ¿de verdad lo oíasgritar?

—Era parte de la tortura. Comolas rastrevíspulas de la arena, peroreal. Y no duraba sólo una hora. Tic,toc.

—Tic, toc —susurro.Rosas, lobos mutados, tributos,

delfines glaseados, amigos, sinsajos,estilistas, yo.

Esta noche, en mis sueños, todosgritan.

1818

Me dedico en cuerpo y alma alentrenamiento. Como, vivo y respirolos ejercicios, simulacros, práctica dearmas y clases sobre tácticas. Algunosde nosotros pasamos a una claseadicional, lo que me da esperanzas deque me elijan para la batalla real. Lossoldados lo llaman la Manzana, peroel tatuaje de mi brazo se refiere a élcomo C. C. S., siglas de CombateCallejero Simulado. En lasprofundidades del 13 han construido

una manzana artificial de la ciudaddel Capitolio. El instructor nos divideen pelotones de ocho e intentamosllevar a cabo misiones (asegurar unaposición, destruir un objetivo oregistrar una casa) como si de verdadnos abriéramos paso por el Capitolio.Todo está lleno de trampas, de modoque todo lo que pueda salir mal, salemal. Un paso en falso dispara unamina, un francotirador aparece en untejado, se te encasquilla el arma, elllanto de un niño te conduce a unaemboscada, el líder del pelotón (queno es más que una voz del programa)recibe fuego de mortero y tienes quedecidir qué hacer sin órdenes… Parte

de ti sabe que es falso y que no te vana matar. Si activas una mina terrestreoyes el estallido y tienes que fingirque caes muerto. Sin embargo, porotro lado, todo parece muy real: lossoldados enemigos vestidos comoagentes de la paz, la confusión de unabomba de humo… Incluso nos gasean.Johanna y yo somos las únicas quenos ponemos las máscaras a tiempo.El resto del pelotón pierde laconciencia durante diez minutos. Y elgas, supuestamente inofensivo, querespiré durante un segundo meprovocó un dolor de cabeza criminaldurante el resto del día.

Cressida y los suyos nos graban a

Johanna y a mí en el campo de tiro.Sé que también filman a Gale yFinnick. Es parte de una nueva seriede propos que muestra cómo sepreparan los rebeldes para la invasióndel Capitolio. En general, las cosasvan bastante bien.

Entonces, Peeta empieza aaparecer en los ejercicios de lamañana. No lleva esposas, aunquesigue estando siempre acompañadopor un par de guardias. Después decomer lo veo al otro lado del campo,entrenando con un grupo deprincipiantes. No sé en qué estaránpensando. Si una pelea con Dellyconsigue que se ponga a hablar solo,

no es buena idea enseñarle a montarun arma.

Cuando le pregunto a Plutarch, élme asegura que es para las cámaras.Tienen material de Annie casándosey de Johanna disparando, pero todoPanem se pregunta por Peeta.Necesitan saber que está luchandopara los rebeldes, no para Snow, yquizá si consiguen un par de tomas denosotros dos juntos, aunque sólo seacon aspecto de estar felices, claro, nohace falta que nos besemos…

Me largo y lo dejo con la palabraen la boca. Eso no va a pasar.

En mis escasos minutos libres,observo con ansiedad los preparativos

para la invasión. Veo cómo organizanel equipo y las provisiones, y cómoeligen a los componentes de lasdivisiones. Se sabe cuándo alguien harecibido sus órdenes porque lo pelan,la marca de los que van a la batalla.Se habla mucho de la ofensiva inicial,que consistirá en asegurar los túnelesdel tren que llegan hasta el Capitolio.

Unos días antes de que salgan lasprimeras tropas, York nos diceinesperadamente a Johanna y a míque nos ha recomendado para hacer elexamen y que debemos presentarnosde inmediato. Hay cuatro partes: unapista de obstáculos que evalúa lacondición física, un examen escrito

de tácticas, una prueba de habilidadcon las armas y una situación decombate simulado en la Manzana. Nisiquiera tengo tiempo de ponermenerviosa para las primeras tres partes,pero en la Manzana van con retrasopor algún tipo de problema técnicoque están resolviendo. Nos juntamosen un grupo e intercambiamosinformación. Por lo que sabemos, lacosa va así: entras solo; nunca se sabequé te vas a encontrar; un chico dice,en voz baja, que ha oído que estádiseñado para atacar a los puntosdébiles de cada uno.

¿Mis puntos débiles? Es unapuerta que no quiero ni abrir. Pero

busco un lugar tranquilo e intentoevaluar cuáles serán. La lista es tanlarga que me deprime: falta de fuerzabruta, escaso entrenamiento, y ser elSinsajo tampoco parece una ventajaen una situación en la que hay quemezclarse con el grupo. Podríanatacarme por muchos frentes.

A Johanna la llaman en tercerlugar, justo antes que a mí, y asientocon la cabeza para animarla. Ojaláhubiera estado yo la primera de lalista, porque esto hace que piensedemasiado en la situación. Cuandome llaman, ya no sé ni qué estrategiaseguir. Por suerte, una vez en laManzana noto que entra en acción lo

que he aprendido. Es una emboscada.Los agentes de la paz aparecen casi alinstante y tengo que abrirme pasohasta el punto de encuentro parareunirme con el pelotón, que se hadesperdigado. Avanzo lentamente porla calle derribando agentes: dos en eltejado a mi izquierda, otro en elportal de delante. Es difícil, pero notanto como esperaba. Tengo ladesagradable sensación de que esdemasiado sencillo, de que quizá nohaya entendido el propósito. Estoy aun par de edificios del objetivocuando las cosas se ponen feas: mediadocena de agentes de la paz salen dedetrás de una esquina. Me superarán,

pero me doy cuenta de una cosa: hayun bidón de gasolina tirado en lacuneta. Eso es, es mi prueba, tengoque darme cuenta de que volar elbidón en pedazos es la única forma delograr la misión. Justo cuando voy ahacerlo, mi jefe de pelotón, que nohabía dicho nada hasta el momento,me ordena en voz baja que me tire alsuelo. Mi instinto me grita que nohaga caso de la voz, que apriete elgatillo, que mande a los agentes de lapaz al infierno. De repente entiendocuál creen los militares que es mipunto más débil; desde mi primermomento en los Juegos, cuando salícorriendo para coger la mochila

naranja, hasta el enfrentamiento en el8, pasando por mi impulsiva carrerapor la plaza del 2: no sé aceptarórdenes.

Me tiro al suelo con tanta fuerzay velocidad que estaré una semanaentera sacándome grava de la barbilla.Otra persona hace volar el depósitoen pedazos. Los agentes mueren.Llego al punto de encuentro y, al salirde la Manzana por el otro lado, unsoldado me felicita, me estampa en lamano el número de pelotón 451 y mepide que informe en la sala deMando. Estoy tan satisfecha que lacabeza me da vueltas, así que corropor los pasillos, derrapo en las

esquinas y bajo las escaleras a saltosporque el ascensor es demasiadolento. Me meto en la sala antes dedarme cuenta de que es muy raro queme envíen a Mando; debería estarcortándome el pelo. El grupo sentadoalrededor de la mesa no lo componensoldados novatos, sino los quedeciden.

Boggs me sonríe y sacude lacabeza cuando me ve.

—Veamos —me dice, y yo, sinsaber bien qué hacer, le enseño lamano con el sello—. Estás conmigo,es una unidad especial de tiradores.Únete a tu pelotón.

Señala con la cabeza al grupo que

está de pie junto a la pared: Gale,Finnick, cinco más que no conozco.Mi pelotón. No sólo he entrado, sinoque trabajaré a las órdenes de Boggs,con mis amigos. Me obligo amantener la calma y doy unos pasosmuy militares para acercarme a ellos,en vez de hacerlo dando botes dealegría.

Nosotros también debemos de serimportantes, ya que estamos enMando y eso no tiene nada que vercon cierto Sinsajo. Plutarch se hacolocado frente a un panel ancho yplano que hay en el centro de lamesa. Está explicando algo sobre loque nos vamos a encontrar en el

Capitolio. Me parece que es unapresentación horrible porque, aunqueme ponga de puntillas, no veo elpanel, pero entonces pulsa un botóny se proyecta en el aire una imagenholográfica de una manzana delCapitolio.

—Por ejemplo, ésta es la zona querodea uno de los barracones de losagentes de la paz. Tiene suimportancia, aunque no es el objetivocrucial. Sin embargo, mirad.

Plutarch introduce un código enun teclado y empezamos a ver luces.Es una combinación de colores queparpadean a distintas velocidades.

—Cada luz se llama vaina.

Representa un obstáculo, cuyanaturaleza puede ser cualquier cosadesde una bomba hasta un grupo demutos. No os equivoquéis, sea lo quesea estará diseñado para atraparos omataros. Algunas llevan montadasdesde los Días Oscuros, mientras queotras se han desarrollado a lo largo delos años. Si os soy sincero, yo mismocreé algunas. Robé este programacuando nos fugamos del Capitolio, asíque es nuestra información másreciente y no saben que lo tenemos.Sin embargo, es probable que hayanactivado más vainas en los últimosmeses. Os enfrentaréis a esto.

No me doy cuenta de que estoy

avanzando hacia la mesa hasta llegar apocos centímetros del holograma.Meto la mano y rodeo con ella unaluz verde que parpadea muy deprisa.

Alguien se me une. Es Finnick,claro, y está muy tenso. Sólo unvencedor vería lo que yo he visto deinmediato: la arena, llena de vainascontroladas por Vigilantes de losJuegos. Los dedos de Finnickacarician un resplandor rojo fijo queilumina una entrada.

—Damas y caballeros… —dice envoz baja, pero yo respondo a todopulmón.

—¡Que empiecen losSeptuagésimo Sextos Juegos del

Hambre!Me río rápidamente, antes de que

nadie tenga tiempo de notar lo que seesconde detrás de las palabras queacabo de pronunciar; antes de que searqueen cejas, se pongan objeciones,se sumen dos más dos y decidanmantenerme lo más lejos posible delCapitolio. Porque una vencedoraenfadada, independiente y con unacapa de cicatrices psicológicas tangruesa que resulta imposible depenetrar quizá sea la persona menosindicada para este pelotón.

—Ni siquiera sé por qué te hasmolestado en hacernos pasar aFinnick y a mí por el entrenamiento,

Plutarch —comento.—Sí, ya somos los dos soldados

mejor equipados de los que dispones—añade Finnick en tono engreído.

—No creáis que no soy conscientede ello —responde él, agitando lamano con impaciencia—. Venga,volved a la fila, soldados Odair yEverdeen. Tengo que terminar lapresentación.

Retrocedemos hasta nuestrospuestos sin prestar atención a lasmiradas de curiosidad que nos lanzan.Adopto una actitud de concentraciónextrema mientras Plutarch siguehablando, y procuro asentir con lacabeza de vez en cuando y moverme

para ver mejor, mientras no dejo dedecirme que debo resistir aquí hastaque pueda salir al bosque y gritar. Omaldecir. O llorar. O quizá las trescosas a la vez.

Si todo esto era una prueba, tantoFinnick como yo la pasamos. CuandoPlutarch termina y se acaba lareunión, paso por un mal momento alsaber que tienen una orden especialpara mí, pero sólo quieren decirmeque me salte el corte de pelo militarporque les gustaría que el Sinsajo separezca lo más posible a la chica de laarena cuando llegue la rendición.Para las cámaras, ya sabes. Me encojode hombros para indicar que la

longitud de mi pelo me escompletamente indiferente. Mepermiten marchar sin hacercomentarios.

Finnick y yo nos buscamos en elpasillo.

—¿Qué le voy a decir a Annie? —me pregunta en voz baja.

—Nada. Eso es lo que mi madre ymi hermana oirán de mí.

Ya es bastante malo saber quevamos directos a otra arena; no tienesentido darles la noticia a nuestrosseres queridos.

—Si ve ese holograma… —empiezaél.

—No lo verá, es información

clasificada. Tiene que serlo. De todosmodos, no serán como los Juegos deverdad. Sobrevivirá más gente.Estamos reaccionando mal porque…,bueno, ya sabes por qué. Todavíaquieres ir, ¿no?

—Claro, quiero destruir a Snowtanto como tú.

—No será como las otras —afirmocon rotundidad, intentandoconvencerme a mí también; entoncesme doy cuenta de lo mejor de lasituación—. Esta vez Snow tambiénjugará.

Antes de que podamos continuar,aparece Haymitch. No estaba en lareunión y no está pensando en arenas,

precisamente.—Johanna ha vuelto al hospital —

nos dice.Suponía que Johanna estaba bien,

que había pasado el examen aunqueno la hubieran asignado a la unidadde tiradores de élite. Es la mejorlanzando hachas, pero normalita conlas armas de fuego.

—¿Está herida? ¿Qué ha pasado?—pregunto.

—Fue en la Manzana. Intentansacar a relucir las posibles debilidadesde los soldados, así que inundaron lacalle.

Eso no me ayuda. Johanna sabenadar, o al menos creo recordar

haberla visto nadar en el Vasallaje delos Veinticinco. No como Finnick,claro, pero ninguno de nosotros escomo Finnick.

—¿Y?—Así es como la torturaron en el

Capitolio. La empapaban y después ledaban descargas eléctricas —respondeHaymitch—. En la Manzana tuvoalgún tipo de flashback. Le entró elpánico y no sabía dónde estaba. Hanvuelto a sedarla.

Finnick y yo nos quedamosquietos, como si hubiésemos perdidola capacidad de responder. Pienso enque Johanna nunca se ducha; en quese tuvo que obligar a ponerse bajo la

lluvia, como si fuera ácido. Yo creíaque se debía al mono de la morflina.

—Deberíais ir a verla, sois lo másparecido a amigos que tiene —diceHaymitch.

Eso hace que todo sea peor. No séqué habrá entre Johanna y Finnick,pero yo apenas la conozco. No tienefamilia, no tiene amigos, ni siquieratiene un recuerdo del 7 que poderguardar junto a su ropa reglamentariaen su anónimo cajón. Nada.

—Será mejor que vaya acontárselo a Plutarch; no le va agustar —sigue diciendo Haymitch—.Quiere que en el Capitolio esténtodos los vencedores posibles para que

las cámaras los sigan. Cree quequedará bien en televisión.

—¿Vais Beetee y tú? —lepregunto.

—Todos los vencedores jóvenes yatractivos posibles —se corrigeHaymitch—. Así que no, no vamos.Nos quedamos aquí.

Finnick se va directamente a ver aJohanna, pero yo me espero a quesalga Boggs. Ahora es micomandante, así que supongo que losfavores especiales tendré quepedírselos a él. Cuando le digo lo quequiero hacer, me escribe un pase paraque me dejen salir al bosque durantela hora de reflexión, siempre que esté

a la vista de los guardias. Corro a micompartimento pensando en usar elparacaídas, pero está tan lleno demalos recuerdos que decido cruzar elpasillo y llevarme una de las vendasde algodón blanco que me traje del 12.Cuadrada, resistente; es perfecta.

En el bosque encuentro un pino yarranco de las ramas unos cuantospuñados de aromáticas agujas.Después de hacer una ordenada pilaen medio de la venda, recojo losextremos, los enrollo y los ato confuerza con un trozo de enredaderapara hacer un hatillo del tamaño deuna manzana.

Observo un rato a Johanna desde

la puerta de la habitación del hospitaly me doy cuenta de que la mayorparte de su ferocidad se debe a suactitud mordaz. Sin ella, como ahora,no es más que una joven que luchapor mantener los ojos abiertos a pesarde las drogas porque le aterra lo quepueda encontrar en sus sueños. Meacerco a ella y le ofrezco el hatillo.

—¿Qué es eso? —me pregunta,ronca; las puntas húmedas de su pelole forman pequeños pinchos sobre lafrente.

—Lo he hecho para ti, para que lopongas en tu cajón —respondo,poniéndoselo en la mano—. Huélelo.

Ella se lleva el bultito a la nariz y

lo olisquea con precaución.—Huele a casa —dice, y los ojos

se le llenan de lágrimas.—Eso esperaba, por eso de que

eres del 7 y tal. ¿Recuerdas cuandonos conocimos? Eras un árbol. Bueno,lo fuiste brevemente.

De repente me agarra la muñecacon dedos de acero.

—Tienes que matarlo, Katniss.—No te preocupes —respondo,

resistiendo a la tentación de tirar delbrazo para soltarlo.

—Júramelo. Por algo que teimporte —me dice entre dientes.

—Lo juro por mi vida —respondo,pero no me suelta el brazo.

—Por la vida de tu familia —insiste.

—Por la vida de mi familia —repito; supongo que jurarlo por mivida no resulta muy convincente. Mesuelta y me restriego la muñeca—. ¿Ypor qué si no crees que voy,descerebrada?

Eso la hace sonreír un poquito.—Es que necesitaba oírlo —

responde.Se lleva el saquito de agujas de

pino a la nariz y cierra los ojos.Los días restantes se pasan en un

suspiro. Después de un breve ejerciciopor la mañana, mi pelotón se pasa eldía en el campo de tiro. Sobre todo

practico con un arma de fuego, peroreservan una hora al día para nuestrasespecialidades, así que uso mi arco deSinsajo y Gale su arco militar. Eltridente que Beetee ha diseñado paraFinnick tiene muchas característicasespeciales, pero la más notable es quepuede lanzarlo, pulsar el botón deuna muñequera metálica y hacer quevuelva a su mano sin tener que ir apor él.

A veces disparamos a muñecos deagentes de la paz para familiarizarnoscon sus protecciones. Con los puntosdébiles de su armadura, por asídecirlo. Si das en carne, larecompensa es un chorro de sangre

falsa. Nuestros muñecos estánbañados en rojo.

Resulta reconfortante ver elelevado grado de precisión de nuestrogrupo. Aparte de Finnick y Gale, enel pelotón hay cinco soldados del 13.Está Jackson, una mujer de medianaedad y segunda al mando que, aunquealgo lenta, es capaz de alcanzarobjetivos que nosotros ni vemos sinuna mira telescópica (ella dice que esla hipermetropía). Hay un par dehermanas de veintitantos añosllamadas Leeg (las llamamos Leeg 1 yLeeg 2 para aclararnos) que separecen tanto con el uniforme puestoque no puedo distinguirlas hasta que

me doy cuenta de que Leeg 1 tieneunas extrañas manchas amarillas enlos ojos. Después tenemos doshombres más mayores, Mitchell yHomes, que no dicen mucho, peroson capaces de limpiarte el polvo delas botas a casi cincuenta metros dedistancia. Veo que hay otrospelotones bastante buenos, aunqueno comprendo del todo nuestraposición hasta la mañana en quePlutarch se une a nosotros.

—Pelotón cuatro, cinco, uno, se osha seleccionado para una misiónespecial —empieza; me muerdo ellabio por dentro con la esperanza deque sea asesinar a Snow—. Tenemos

bastantes buenos tiradores, pero nosfaltan equipos de televisión. Portanto, os hemos escogido para ser loque llamamos nuestro «pelotónestrella». Seréis los rostros televisivosde la invasión.

Se nota que el grupo pasa primeropor la decepción, después por lasorpresa y, al final, llega al enfado.

—Lo que estás diciendo es que nocombatiremos de verdad —dice Gale.

—Combatiréis, aunque quizá nosiempre en primera línea, si es quehay una primera línea en este tipo deenfrentamientos.

—Ninguno de nosotros quiere eso—comenta Finnick, y todos

murmuran para darle la razón,aunque yo guardo silencio—. Vamosa luchar.

—Vais a ser lo más útiles posiblepara la guerra —responde Plutarch—.Y se ha decidido que sois más valiososen televisión. Mira el efecto que tuvoKatniss yendo por ahí con su traje deSinsajo. Le dio la vuelta a la rebelión.¿Os dais cuenta de que es la únicaque no protesta? Es porque entiendeel poder de la pantalla.

En realidad, Katniss no se quejaporque no tiene intención dequedarse con el «pelotón estrella»,aunque reconoce la necesidad dellegar al Capitolio antes de llevar a

cabo su plan. Sin embargo, puede queser demasiado obediente levantesospechas.

—Pero no será todo de mentira,¿no? —pregunto—. Qué desperdiciode talento.

—No te preocupes —me dicePlutarch—. Tendréis objetivos desobra. Pero procura que no te vuelenen pedazos, ya tengo bastantesproblemas como para ponerme abuscar una sustituta. Ahora id alCapitolio y montad un buenespectáculo.

La mañana que partimos medespido de mi familia. No les hedicho lo similares que son las defensas

del Capitolio a las armas de la arena,pero que me vaya a la guerra ya esmalo de por sí. Mi madre me abrazacon fuerza durante un buen rato.Noto que tiene lágrimas en los ojos,lágrimas que consiguió no derramarcuando me eligieron para los Juegos.

—No te preocupes, estaré a salvo.Ni siquiera soy un soldado de verdad,sino una de las marionetas televisadasde Plutarch.

Prim me acompaña hasta laspuertas del hospital y me pregunta:

—¿Cómo te sientes?—Mejor sabiendo que estás donde

Snow no puede alcanzarte.—La próxima vez que nos veamos

nos habremos librado de él —me dicecon seguridad; después me rodea elcuello con los brazos—. Ten cuidado.

Medito la idea de despedirme dePeeta, pero decido que sería malopara los dos. Sin embargo, sí me metola perla en el bolsillo del uniforme; esun símbolo del chico del pan.

Un aerodeslizador nos lleva,precisamente, al Distrito 12, dondehan montado una zona de transporteimprovisada fuera de la zona defuego. Esta vez no hay trenes de lujo,sino un vagón de mercancías lleno arebosar de soldados vestidos con susuniformes gris oscuro, dormidos conla cabeza encima del petate. Al cabo

de un par de días de viajedesembarcamos dentro de uno de lostúneles de montaña que llevan alCapitolio y hacemos a pie las seishoras que nos quedan para llegar,procurando pisar sólo sobre la líneapintada de verde brillante que marcael camino seguro al exterior.

Salimos en el campamentorebelde, un área de diez manzanasjunto a la estación de tren por la quePeeta y yo llegamos en ocasionesanteriores. Está repleto de soldados.Al pelotón 451 se le asigna un lugaren el que montar las tiendas. Estazona se aseguró hace más de unasemana; los rebeldes echaron a los

agentes y perdieron cientos de vidasen el proceso. Las fuerzas delCapitolio retrocedieron y se hanreagrupado en el interior de la ciudad.Entre nosotros están las calles llenasde trampas, vacías y tentadoras.Habrá que limpiar de vainas cada unade ellas antes de avanzar.

Mitchell pregunta por losbombardeos de aerodeslizadores (nossentimos muy expuestos en campoabierto), pero Boggs responde que noes problema, que la mayor parte de laflota aérea del Capitolio se destruyóen el 2 o durante la invasión. Si lesquedan aviones, los están reservando,seguramente para que Snow y su

círculo interno puedan huir en elúltimo momento a algún búnkerpresidencial escondido. Nuestrosaerodeslizadores se quedaron en tierradespués de que los misiles antiaéreosdel Capitolio diezmaran a losprimeros. Esta guerra se luchará en lascalles y, si hay suerte, lasinfraestructuras sufrirán pocos dañosy perderemos pocas vidas. Losrebeldes quieren el Capitolio, igualque el Capitolio quería el 13.

Tres días más tarde, casi todo elpelotón 451 corre peligro de desertarpor aburrimiento. Cressida y suequipo nos graban disparando y nosdicen que formamos parte del equipo

de desinformación. Si los rebeldessólo dispararan a las vainas dePlutarch, el Capitolio tardaría unosdos minutos en darse cuenta de quetenemos el holograma. Así quepasamos mucho tiempo destrozandocosas que no importan paradespistarlos. Básicamente nosdedicamos a aumentar el tamaño delos montones de cristales de coloresrotos de las fachadas de los edificios.Sospecho que intercalan nuestrasimágenes con las de la destrucción deobjetivos significativos del Capitolio.De vez en cuando necesitan losservicios de tiradores de verdad y losocho levantamos la mano, pero nunca

nos escogen ni a Gale, ni a Finnick, nia mí.

—Es culpa tuya por ser tanfotogénico —le digo a Gale. Si lasmiradas matasen…

Creo que no saben qué hacer connosotros tres, sobre todo conmigo. Hetraído mi traje de Sinsajo, aunquesólo me han grabado con el uniforme.A veces uso un arma de fuego, otrasme piden que dispare con arco yflechas. Es como si no quisieranperder del todo al Sinsajo, perodesearan convertirme en un simplesoldado de a pie. Como no meimporta, me resulta divertido más quemolesto imaginar las discusiones que

tendrán en el 13.Mientras de cara al exterior

expreso mi descontento por nuestrafalta de participación real, lo cierto esque estoy ocupada con mi propiamisión. Cada uno de nosotros tieneun mapa del Capitolio. La ciudadforma un cuadrado casi perfecto, yunas líneas dividen el mapa encuadrados más pequeños con letrasarriba y números abajo, formandouna cuadrícula. Lo absorbo todo, ytomo nota de cada cruce y callejón,aunque más bien con finesterapéuticos, porque los comandantesestán trabajando con el holograma dePlutarch. Cada comandante tiene un

dispositivo portátil llamado holo queproduce imágenes como la que vi enMando. Pueden aumentar el tamañode una zona de la cuadrícula y ver lasvainas que les esperan. El holo es unaunidad independiente, un mapasobrevalorado, en realidad, ya que nopuede ni enviar ni recibir señales. Sinembargo, es mucho mejor que miversión en papel.

El holo se activa con la voz delcomandante cuando éste dice en vozalta su nombre. Una vez enfuncionamiento, sólo respondería alas voces del resto del pelotón si, porejemplo, Boggs muriera o resultaragravemente herido y alguien tomara

el relevo. Si un miembro del pelotónrepitiera la palabra jaula tres vecesseguidas, el holo estallaría y volaríatodo en pedazos dentro de un radio deunos cinco metros. Es por motivos deseguridad en caso de captura; seentiende que cualquiera de nosotroslo haría sin vacilar.

Así que tengo que robar el holoactivado de Boggs y largarme antes deque se dé cuenta. Creo que sería másfácil robarle los dientes.

La cuarta mañana, la soldado Leeg2 activa una vaina mal etiquetada: envez de soltar un enjambre demosquitos mutantes, que es lo queesperan los rebeldes, dispara una

lluvia de dardos metálicos. Uno se leclava en el cerebro; muere antes deque los médicos lleguen hasta ella.Plutarch promete enviarnos unsustituto lo antes posible.

La noche del día siguiente apareceel nuevo miembro de nuestro pelotón.Sin esposas, sin guardias, salepaseando de la estación con un armaen la pistolera del hombro. Haysorpresa, perplejidad y resistencia,pero el dorso de la mano de Peetalleva pintado un 451 en tinta fresca.Boggs le quita el arma y se va parahacer una llamada.

—Da igual —nos dice Peeta a losdemás—, la presidenta en persona me

ha asignado. Ha decidido que laspropos necesitan animarse un poco.

Quizá lo hagan, pero si Coin haenviado a Peeta es que también hadecidido otra cosa: que le soy más útilmuerta que viva.

TERCERATERCERAPARTEPARTE

ASESINOS

1919

Hasta ahora no había visto nunca aBoggs enfadado de verdad, ni cuandodesobedecí sus órdenes, ni cuando levomité encima, ni siquiera cuandoGale le rompió la nariz. Pero cuandovuelve de su conversación telefónicacon la presidenta está enfadado. Loprimero que hace es ordenar a lasoldado Jackson, su segunda almando, que establezca una guardia dedos personas durante las veinticuatrohoras del día para vigilar a Peeta.

Después me lleva a pasear y nosmetemos por las tiendas de campañahasta dejar atrás al pelotón.

—Intentará matarme de todasformas —digo—. Sobre todo aquí,donde hay tantos malos recuerdos quepueden dispararlo.

—Yo lo contendré, Katniss —measegura Boggs.

—¿Por qué Coin quiere vermemuerta ahora?

—Niega que tenga esa intención—responde.

—Pero sabemos que la tiene. Almenos tendrás una teoría.

Boggs me mira con atención unbuen rato antes de responder:

—Te contaré lo que sé. A lapresidenta no le gustas, nunca le hasgustado. Ella quería rescatar a Peetade la arena, pero nadie más estaba deacuerdo. La cosa se puso peor cuandola obligaste a conceder la inmunidada los demás vencedores. Sin embargo,podría haberlo dejado pasar en vistade lo útil que has sido.

—Entonces, ¿qué es? —insisto.—Esta guerra terminará en algún

momento del futuro próximo.Necesitarán un nuevo líder —diceBoggs.

—Boggs, nadie me verá como líder—respondo, poniendo los ojos enblanco.

—No, es verdad, pero apoyarás aalguien. ¿Sería a la presidenta Coin?¿O sería a otra persona?

—No lo sé, no he pensando enello.

—Si tu respuesta automática no esCoin, te conviertes en una amenaza.Eres el rostro de la rebelión, quizátengas más influencia que nadie. Decara al exterior te has limitado atolerarla.

—Así que me matará paracerrarme la boca —respondo, y sé quees cierto en cuanto lo digo.

—Ahora no te necesita paralevantar a las masas. Como dijo, yahas tenido éxito en tu objetivo, que

era unir a los distritos —me recuerdaBoggs—. Estas propos podrían hacersesin ti. Sólo queda una cosa quepuedas hacer para avivar la rebelión.

—Morir —respondo en voz baja.—Sí, darles un mártir por el que

luchar. Pero eso no pasará bajo mimando, soldado Everdeen. Me hepropuesto que disfrutes de una largavida.

—¿Por qué? —le pregunto,porque algo así sólo puede traerleproblemas—. No me debes nada.

—Porque te lo has ganado —responde—. Y ahora, vuelve con tupelotón.

Sé que debería agradecer que

Boggs arriesgue el cuello por mí, perola verdad es que estoy frustrada. Esdecir, ¿ahora cómo voy a robarle elholo y desertar? Antes le debía lavida, por lo que ya me resultabacomplicado traicionarlo. Ahora ledebo otra cosa más.

Me pone furiosa ver al culpablede mi actual dilema montando sutienda en nuestra zona.

—¿A qué hora es mi guardia? —lepregunto a Jackson.

Ella entrecierra los ojos paramirarme con cara de duda, o quizá seaque intenta verme.

—No te he puesto en la rotación.—¿Por qué no?

—No estoy segura de que seascapaz de disparar a Peeta si se diera elcaso.

Hablo bien alto para que todo elpelotón pueda oírme con claridad:

—No voy a disparar a Peeta,Peeta se ha ido, como dijo Johanna.Sería como disparar a cualquier otromuto del Capitolio.

Me sienta bien decir algo horriblesobre él en voz alta, en público,después de todas las humillacionespor las que me ha hecho pasar desdeque regresó.

—Bueno, esa clase de comentariostampoco son una buenarecomendación —responde Jackson.

—Ponla en la rotación —oigodecir a Boggs detrás de mí.

Jackson sacude la cabeza y tomanota.

—De medianoche a cuatro —medice—. Estás conmigo.

Entonces suena el silbato de lacena, y Gale y yo nos ponemos en filaen la cantina.

—¿Quieres que lo mate? —mepregunta sin rodeos.

—Sólo serviría para que nosenviaran de vuelta —respondo; detodos modos, aunque estoy furiosa, labrutalidad de su oferta me inquieta—.Puedo manejarlo.

—¿Te refieres a que puedes

manejarlo hasta que te vayas? ¿Tú, tumapa en papel y, si consigues ponerlelas manos encima, también un holo?

Así que a Gale no se le hanescapado mis preparativos. Esperoque no hayan resultado igual deobvios para el resto, aunque ningunome conoce como él.

—No estarás pensando en dejarmeatrás, ¿verdad? —me pregunta.

Hasta este momento sí lo pensaba,pero tener a mi compañero de cazaguardándome las espaldas no suenamal.

—Como tu compañera de armas,debo recomendarte encarecidamenteque te quedes con tu pelotón, aunque

no puedo impedir que vengas,¿verdad?

—No —responde él, sonriendo—.A no ser que quieras que avise al restodel ejército.

El pelotón 451 y el equipo detelevisión recogemos nuestra cena dela cantina y nos reunimos en un tensocírculo para comer. Al principio meparece que Peeta es la causa delmalestar, pero, al final de la cena, medoy cuenta de que más de uno me hamirado con mala cara. Las cosas hancambiado de golpe, porque estoybastante segura de que, cuandoapareció Peeta, todos estabanpreocupados por lo peligroso que

pudiera ser, sobre todo para mí. Sinembargo, hasta que no recibo unallamada de teléfono de Haymitch, noacabo de entenderlo.

—¿Qué intentas hacer?¿Provocarlo para que te ataque? —mepregunta.

—Claro que no, sólo quiero queme deje en paz.

—Bueno, pues no puede, nodespués de lo que el Capitolio le hizopasar. Mira, quizá Coin lo enviaracon la esperanza de que te matase,pero Peeta no lo sabe. No entiende loque le ha pasado, así que no deberíasculparlo…

—¡No lo culpo!

—¡Sí que lo haces! Lo castigas unay otra vez por cosas que no están bajosu control. Obviamente, no estoydiciendo que no tengas tu arma con elcargador lleno al lado todo el tiempo,pero creo que ha llegado el momentode que le des la vuelta a la situaciónen tu cabeza. Si el Capitolio tehubiera capturado y secuestrado, paradespués intentar asesinar a Peeta, ¿esasí como te trataría él? —preguntaHaymitch.

Me callo. No lo es. Así no escomo me trataría, en absoluto.Intentaría recuperarme a cualquierprecio. No me haría el vacío, ni meabandonaría, ni me recibiría con

hostilidad en todo momento.—Tú y yo hicimos un trato para

intentar salvarlo, ¿recuerdas? —diceHaymitch; como no respondo,desconecta después de un seco—:Intenta recordarlo.

El día de otoño pasa de fresco afrío. Casi todo el pelotón se arrebujaen sus sacos de dormir. Algunosduermen al raso, cerca de la estufa delcentro del campamento, mientrasotros se retiran a sus tiendas. Leeg 1 seha derrumbado por fin y llora lamuerte de su hermana; nos llegan sussollozos ahogados a través de la lona.Me acurruco en mi tienda y meditosobre las palabras de Haymitch. Me

doy cuenta, avergonzada, de que mifijación por asesinar a Snow me hapermitido no hacer caso de unproblema mucho más difícil: intentarrescatar a Peeta del mundo desombras en el que lo ha encerrado elsecuestro. No sé cómo encontrarlo,por no hablar de cómo sacarlo. Nisiquiera soy capaz de concebir unplan. Hace que la tarea de cruzar unaarena llena de trampas, localizar aSnow y meterle una bala en la cabezaparezca un juego de niños.

A medianoche salgo a rastras de latienda y me coloco en un taburetecerca de la estufa para hacer guardiacon Jackson. Boggs le dijo a Peeta

que durmiera fuera, a plena vista,donde los demás pudiéramos vigilarlo.No está dormido, sino sentado con elsaco subido hasta el pecho, haciendotorpes nudos en un trocito de cuerda.Lo conozco bien, es el trozo de cuerdaque Finnick me prestó aquella nocheen el búnker. Verlo en sus manos escomo oír a Finnick repetir lo queHaymitch me ha dicho, que heabandonado a Peeta. Éste podría serun buen momento para empezar aremediarlo. Si pudiera pensar en algoque decir… Sin embargo, no se meocurre nada, así que me callo. Dejoque el ruido de la respiración de lossoldados llene la noche.

Al cabo de una hora, Peeta dice:—Estos dos últimos años deben de

haberte resultado agotadores, todo elrato intentando decidir si me matabaso no. Una y otra vez. Una y otra vez.

Me parece que está siendo muyinjusto y mi primer impulso es deciralgo cortante, pero recuerdo miconversación con Haymitch e intentodar un primer paso de prueba haciaPeeta.

—Nunca quise matarte, salvocuando creí que ayudabas a losprofesionales a matarme. Después,siempre te consideré… un aliado.

Es una palabra segura, sinconnotaciones emotivas, pero

tampoco amenazadora.—Aliada —repite Peeta

lentamente, saboreando la palabra—.Amiga. Amante. Vencedora.Enemiga. Prometida. Objetivo.Muto. Vecina. Cazadora. Tributo.Aliada. La añadiré a la lista depalabras que uso para intentarentenderte —responde, enrollando ydesenrollando la cuerda en sus dedos—. El problema es que ya no distingolo que es real de lo que es inventado.

No se oye ninguna respiraciónprofunda, lo que significa que o todosse han despertado o que, en realidad,nunca han estado dormidos. Sospecholo segundo.

La voz de Finnick sale de un bultoentre las sombras.

—Pues pregunta, Peeta. Es lo quehace Annie.

—¿A quién? ¿En quién puedoconfiar?

—Bueno, en nosotros, paraempezar. Somos tu pelotón —responde Jackson.

—Sois mis guardias —puntualizaPeeta.

—Eso también, pero salvastemuchas vidas en el 13. Nunca loolvidaremos.

En el silencio posterior, intentoimaginar no ser capaz de distinguir lailusión de la realidad, no saber si Prim

o mi madre me quieren, si Snow es mienemigo, si la persona que está al otrolado de la estufa me salvó o mesacrificó. Mi vida se convierterápidamente en una pesadilla. Derepente quiero decir a Peeta todo loque sé sobre él, sobre mí y sobrecómo acabamos aquí, pero no sé cómoempezar. No sirvo para nada,absolutamente para nada.

Unos cuantos minutos antes de lascuatro, Peeta se vuelve otra vez haciamí y dice:

—Tu color favorito… ¿es el verde?—Sí —respondo, y entonces se me

ocurre algo que añadir—. Y el tuyo esel naranja.

—¿Naranja? —repite él, pococonvencido.

—No el naranja chillón, sino elsuave, como una puesta de sol —respondo—. Al menos, eso me dijisteuna vez.

—Ah —responde él, y cierra losojos un momento, quizá para intentarimaginar esa puesta de sol; despuésasiente—. Gracias.

Pero me salen más palabras.—Eres pintor. Eres panadero. Te

gusta dormir con las ventanasabiertas. Nunca le pones azúcar al té.Y siempre le haces dos nudos a loscordones de los zapatos.

Después me meto en la tienda

antes de hacer alguna estupidez,como llorar, por ejemplo.

Por la mañana, Gale, Finnick y yosalimos a disparar a los cristales dealgunos edificios para que lo grabenlos de la televisión. Cuando volvemosal campamento, Peeta está sentado enun círculo con los soldados del 13, queestán armados pero hablan con élabiertamente. A Jackson se le haocurrido un juego llamado «real ono» para ayudar a Peeta: él mencionaalgo que cree que ha pasado, y ellos ledicen si es cierto o imaginario,además de añadir una breveexplicación.

—Casi toda la gente del 12 murió

en el incendio.—Real. Menos de novecientos de

los tuyos llegaron vivos al 13.—El incendio fue culpa mía.—No. El presidente Snow

destruyó el 12 igual que hizo con el 13,para enviar un mensaje a los rebeldes.

Me parece una gran idea hastaque me doy cuenta de que soy laúnica que puede confirmar o negar lamayoría de las cosas que más lepreocupan. Jackson nos divide enturnos. Organiza las parejas de modoque Gale, Finnick y yo estemossiempre con algún soldado del 13. Así,Peeta tendrá acceso a alguien que loconozca de manera más personal. No

es una conversación fluida. Peeta pasamucho tiempo meditando cualquierinformación por trivial que parezca,como, por ejemplo, dónde comprabael jabón la gente del 12. Gale lecuenta muchas cosas sobre nuestrodistrito; Finnick es el experto en losdos Juegos de Peeta, ya que fuementor en el primero y tributo en elsegundo. Sin embargo, como laprincipal confusión de Peeta gira entorno a mí (y no es fácil explicarlotodo), nuestros intercambios sondolorosos e intensos, a pesar de quesólo tocamos los detalles mássuperficiales: el color de mi vestido enel 7; que prefiero los panecillos de

queso; el nombre de nuestro profesorde matemáticas cuando éramospequeños… Reconstruir sus recuerdosde mí es espantoso. Quizá ni siquierasea posible después de lo que le hizoSnow, aunque creo que intentarayudarlo es lo más correcto.

Al día siguiente, por la tarde, nosnotifican que todo el pelotón deberepresentar una propo bastantecomplicada. Peeta tenía razón enalgo: Coin y Plutarch no estáncontentos con la calidad de lasgrabaciones que obtienen del pelotónestrella. Son muy aburridas, pocoinspiradoras. La respuesta obvia esque lo único que nos permiten hacer

es jugar con nuestras armas. Sinembargo, no se trata de defendernos,sino de ofrecer un buen producto, asíque hoy nos han dejado una manzanaespecial para la filmación. Inclusotiene un par de vainas activas: unadispara una lluvia de balas; la otraenvuelve en una red al invasor y loatrapa para su posterior interrogatorioo ejecución, según las preferencias delcaptor. En cualquier caso, se trata deuna manzana residencial sinimportancia y sin valor estratégicodigno de mención.

El equipo de televisión debe hacerque el peligro parezca mayor, y paraeso soltará bombas de humo y añadirá

disparos mediante efectos de sonido.Nos vestimos con todas lasprotecciones posibles, incluso los delequipo de televisión, como sifuéramos al corazón de la batalla. Alos que tenemos armas especiales nospermiten llevarlas junto con las defuego. Boggs también devuelve aPeeta la pistola, aunque se asegura dedecirle en voz alta que está cargadacon balas de fogueo.

Peeta se encoge de hombros.—No pasa nada, soy mal tirador.Parece concentrado en observar a

Pollux, tanto que llega a resultarpreocupante, hasta que, finalmente,lo resuelve y empieza a hablar con

mucho nerviosismo:—Eres un avox, ¿verdad? Lo noto

por la forma de tragar. Había dosavox conmigo en prisión, Darius yLavinia, pero los guardias casisiempre los llamaban «los pelirrojos».Habían sido nuestros criados en elCentro de Entrenamiento, así que losdetuvieron. Vi cómo los torturabanhasta matarlos. Ella tuvo suerte,usaron demasiado voltaje y su corazónse paró de golpe. Con él tardaron días.Lo golpearon y le fueron cortandopartes del cuerpo. Le preguntabanuna y otra vez, pero él no podíahablar, sólo hacía unos horriblessonidos animales. No querían

información, ¿sabes? Sólo queríanque yo lo viera.

Aturdidos, vemos que Peeta miraa su alrededor como si esperara unarespuesta. Como nadie se la da,pregunta:

—¿Real o no? —La falta derespuesta lo inquieta todavía más—.¡¿Real o no?! —exige saber.

—Real —dice Boggs—. Al menos,por lo que sé, es… real.

—Eso pensaba —responde Peeta,dejando caer los hombros—. Elrecuerdo no era… brillante.

Se aleja del grupo mascullandoalgo sobre dedos y pies.

Me acerco a Gale y apoyo la

frente sobre la protección de supecho; él me abraza con fuerza. Porfin sabemos el nombre de la chica queel Capitolio se llevó del bosque del 12,y el destino de nuestro amigo, elagente de la paz que intentómantener con vida a Gale. No esmomento para rememorar losrecuerdos felices con ellos; hanmuerto por mi culpa. Los añado a milista personal de fallecimientos acausa de la arena, una lista en la queya hay miles de personas. Cuandolevanto la vista, veo que Gale se lo hatomado de otra manera. Su expresiónme dice que le van a faltar montañasque aplastar y ciudades que destruir;

promete muerte.Con el truculento relato de Peeta

en mente, atravesamos las callesllenas de cristales rotos hasta llegar alobjetivo, la manzana que debemostomar. Es un objetivo real, aunquepequeño. Nos reunimos alrededor deBoggs para examinar la proyecciónholográfica de la calle. La vaina de losdisparos está situada a un tercio delrecorrido, justo encima del toldo deun edificio. La podemos activar conbalas. La de la red está al final, casi enla siguiente esquina. Para ésanecesitaremos que alguien dispare elmecanismo del sensor. Todos sepresentan voluntarios salvo Peeta,

que no parece saber bien qué estápasando. No me escogen a mí; meenvían con Messalla, que memaquilla un poco para los primerosplanos.

El pelotón se coloca según lasórdenes de Boggs y esperamos a queCressida ponga también a los cámarasen sus puestos. Los dos están a nuestraizquierda, Castor grabando la partedelantera y Pollux por detrás, demodo que no se graben el uno al otro.Messalla lanza un par de bombas dehumo para crear atmósfera. Comoesto es tanto una misión como unagrabación, estoy a punto de preguntarquién está al mando, si mi

comandante o mi directora, cuandoCressida grita:

—¡Acción!Avanzamos muy despacio por la

calle envuelta en niebla, como en unode nuestros ejercicios de la Manzana.Todos tienen al menos una sección deventanas que volar en pedazos, pero aGale le toca el blanco de verdad.Cuando activa la vaina, todos noscubrimos (nos protegemos en portaleso nos tiramos al suelo, sobre losbonitos adoquines naranjas y rosas),mientras una lluvia de balas pasavolando por encima de nosotros. Alcabo de un rato, Boggs nos ordenaavanzar.

Cressida nos detiene antes delevantarnos porque necesita algunosprimeros planos. Nos turnamos pararepetir nuestras reacciones: caemos alsuelo, ponemos muecas y noslanzamos hacia algún hueco. Sesupone que es un tema serio, perotodo resulta un poco ridículo, sobretodo al descubrir que no soy la peorintérprete del pelotón, ni de lejos.Nos reímos un montón cuandoMitchell intenta proyectar su idea dela desesperación, que consiste enapretar los dientes y mover las aletasde la nariz; Boggs nos regaña.

—Ya está bien, cuatro, cinco, uno—dice en tono serio, aunque veo que

intenta reprimir una sonrisa mientrascomprueba de nuevo la siguientevaina.

Coloca el holo para captar mejorla luz en medio de la bruma. Todavíanos está mirando cuando su pieizquierdo da un paso atrás, pisa eladoquín naranja y dispara la bombaque le arranca las piernas.

2020

Es como si, en un instante, unavidriera se hiciera añicos y nosrevelara el feo mundo que escondedetrás. Las risas se convierten engritos, la sangre mancha losadoquines en tonos pastel y el humode verdad oscurece el efecto especialcreado para la televisión.

Un segundo estallido corta el airey me deja un pitido en los oídos, perono sé de dónde viene.

Llego a Boggs la primera e intento

encontrarle sentido a la carneretorcida, a las extremidades quefaltan, buscar algo con lo que detenerel flujo rojo que le mana del cuerpo.Homes me aparta y abre un botiquínde primeros auxilios. Boggs me agarrala muñeca. Es como si su cara, gris demuerte y ceniza, se hundiera. Sinembargo, sus siguientes palabras sonuna orden:

—El holo.El holo. Me arrastro por el suelo

escarbando entre los trozos debaldosas llenos de sangre y meestremezco cuando encuentropedacitos de carne caliente. Loencuentro clavado en unas escaleras,

junto con una de las botas de Boggs.Lo saco, lo limpio con las manos yvuelvo con mi comandante.

Homes le ha puesto una especiede venda de compresión al muñón delmuslo izquierdo de Boggs, pero yaestá empapada. Intenta hacer untorniquete en el otro, sobre la rodilla.El resto del pelotón se ha cerrado enformación protectora a nuestroalrededor. Finnick intenta revivir aMessalla, que se dio contra un muroen la explosión. Jackson grita a unintercomunicador de campo e intenta,sin éxito, avisar al campamento paraque envíe médicos. Pero sé que esdemasiado tarde. De pequeña,

mientras veía a mi madre trabajar,aprendí que una vez que el charco desangre alcanzaba cierto tamaño, nohabía vuelta atrás.

Me arrodillo al lado de Boggs,preparada para repetir el papel quehice con Rue y con la adicta del 6,para que tenga a alguien a quienagarrarse mientras abandona estavida. Sin embargo, Boggs tiene las dosmanos en el holo, escribe una orden,pone el pulgar en la pantalla para quereconozca su huella, y pronuncia unaserie de letras y números cuando eldispositivo se los pide. Un rayo de luzverde sale del holo y le ilumina lacara.

—No apto para el mando —dice—. Transfiere autorización deseguridad principal a la soldadoKatniss Everdeen, pelotón 451. —Conmucho esfuerzo, consigue volver elholo hacia mi cara—. Di tu nombre.

—Katniss Everdeen —le digo alrayo verde.

De repente, veo que me atrapa ensu luz. No puedo moverme, nisiquiera parpadear, mientras una seriede imágenes pasan rápidamente antemí. ¿Me está escaneando?¿Grabando? ¿Cegando? Desaparece ysacudo la cabeza para despejarla.

—¿Qué has hecho?—¡Preparaos para la retirada! —

aúlla Jackson.Finnick está gritando algo y

señala al otro extremo de la manzana,por donde hemos entrado. Unasustancia negra y aceitosa sale comoun géiser de la calle, entre losedificios, y crea un impenetrablemuro de oscuridad. No parece nilíquido ni gas, ni mecánico ni natural.Seguro que es mortífera. No podemosvolver por donde hemos venido.

Unos disparos ensordecedoressuenan cuando Gale y Leeg 1empiezan a abrir un sendero a tirospor las piedras, hacia el otro extremode la manzana. No entiendo quéhacen hasta que otra bomba, a unos

nueve metros, estalla y abre unagujero en la calle. Entonces me doycuenta de que es un intentorudimentario de disparar las posiblestrampas. Homes y yo agarramos aBoggs y lo arrastramos detrás de Gale.El dolor le puede y empieza a gritar;yo quiero parar, encontrar otra formade hacerlo, pero la oscuridad sube porencima de los edificios, hinchándose,deslizándose hacia nosotros como unaola.

Alguien tira de mí hacia atrás,pierdo a Boggs y me doy contra laspiedras. Peeta me mira desde arriba,ido, loco, de vuelta a la tierra de lossecuestrados, con el arma en alto,

dispuesto a aplastarme el cráneo conella. Ruedo, oigo cómo la culata seestrella en el suelo y, por el rabillodel ojo, veo el enredo de cuerpos:Mitchell se lanza sobre Peeta y losujeta sobre los adoquines. PeroPeeta, con su fuerza de siempre unidaa la locura de las rastrevíspulas,golpea el vientre de Mitchell con lospies y lo lanza por los aires.

Se oye el fuerte chasquido de latrampa cuando la vaina se dispara.Cuatro cables unidos a unas guías enlos edificios salen de entre las piedrasy levantan la red que encierra aMitchell. Está ensangrentado, notiene sentido… hasta que veo las púas

que recorren el alambre que lo rodea.Lo reconozco de inmediato, es elmismo alambre que decoraba la partesuperior de la valla del 12. Le gritoque no se mueva y me ahogo con elolor de la oscuridad, que es espeso yalquitranado. La ola ha llegado a sucresta y empieza a caer.

Gale y Leeg 1 disparan sobre elcierre de la puerta del edificio de laesquina y después a los cables quesostienen la red de Mitchell. Otrossujetan a Peeta. Me lanzo sobreBoggs, y Homes y yo lo arrastramosal interior del piso, a través de unsalón rosa y blanco, por un pasillolleno de fotos familiares, hasta el

suelo de mármol de una cocina, dondenos derrumbamos. Castor y Polluxtraen a Peeta, que no deja deforcejear. De algún modo, Jacksonconsigue esposarlo, cosa que sólo sirvepara enfurecerlo más; se venobligados a encerrarlo en un armario.

En el salón, la puerta se cierra, lagente grita. Después se oyen pisadaspor el pasillo y la ola negra pasarugiendo junto al edificio. Desde lacocina nos llega el ruido de lasventanas, que gruñen y se hacenañicos. El nocivo olor a alquitránimpregna el aire. Finnick lleva aMessalla. Leeg 1 y Cressida entrandetrás de él, dando tumbos y tosiendo.

—¡Gale! —chillo.Entonces llega, cierra la puerta de

la cocina de un portazo y, medioahogado, grita una palabra:

—¡Gases!Castor y Pollux recogen toallas y

delantales para taponar las rendijas,mientras Gale sufre arcadas encima deun fregadero amarillo limón.

—¿Mitchell? —pregunta Homes,pero Leeg 1 sacude la cabeza.

Boggs me pone el holo en lamano. Mueve los labios, aunque noentiendo qué dice. Acerco la oreja asu boca para poder captar su roncosusurro:

—No confíes en ellos, no vuelvas.

Mata a Peeta. Haz lo que has venidoa hacer.

Me aparto para verle la cara.—¿Qué? ¿Boggs? ¿Boggs?Sus ojos siguen abiertos, pero está

muerto. En la mano, pegado consangre, tengo el holo.

Los pies de Peeta golpeando lapuerta del armario es lo único que seoye por encima de la respiraciónagitada de los demás. Sin embargo,mientras escuchamos, su energíaparece decaer. Las patadasdisminuyen y se convierten en untamborileo irregular. Después, nada.Me pregunto si él también habrámuerto.

—¿Se ha ido? —pregunta Finnick,mirando a Boggs; asiento—. Tenemosque salir de aquí. Ahora. Acabamosde activar una calle entera llena devainas. Seguro que nos tienen en lascintas de seguridad.

—Puedes contar con ello —diceCastor—. Todas las calles estáncubiertas por cámaras de seguridad.Seguro que activaron manualmente laola negra en cuanto nos vieron grabarla propo.

—Nuestros intercomunicadorespor radio se desactivaron casi deinmediato. Seguramente ha sido unpulso electromagnético. Pero osllevaré de vuelta al campamento.

Dame el holo —me dice Jackson, peroyo me llevo el aparato al pecho.

—No, Boggs me lo ha dado a mí.—No digas tonterías —me suelta;

claro, ella cree que es suyo, es lasegunda al mando.

—Es verdad —dice Homes—. Letransfirió la autorización de seguridadprincipal mientras agonizaba. Lo hevisto.

—¿Por qué iba a hacer eso? —exige saber Jackson.

Eso, ¿por qué? Le doy vueltas enla cabeza a los horriblesacontecimientos de los últimos cincominutos: Boggs mutilado, muriendo,muerto; la rabia homicida de Peeta;

Mitchell ensangrentado, atrapado ytragado por esa asquerosa ola negra.Me vuelvo hacia Boggs deseando contoda mi alma que siguiera vivo. Derepente estoy convencida de que élestá del todo de mi parte, y quizá seael único. Pienso en sus últimasórdenes:

«No confíes en ellos, no vuelvas.Mata a Peeta. Haz lo que has venidoa hacer».

¿Qué quería decir? ¿Que noconfiara en quién? ¿En los rebeldes?¿En Coin? ¿En la gente que tengodelante ahora mismo? No volveré,pero él tenía que saber que soyincapaz de meterle una bala a Peeta

en la cabeza. ¿Lo soy? ¿Debería?¿Acaso Boggs averiguó que he venidoaquí para desertar y matar a Snow yosola?

No puedo solucionarlo ahoramismo, así que decido llevar atérmino las dos primeras órdenes: noconfiar en nadie y meterme en elCapitolio. Pero ¿cómo voy ajustificarlo? ¿Cómo consigo que medejen el holo?

—Porque estoy en una misiónespecial para la presidenta Coin. Creoque Boggs era el único que lo sabía.

Jackson no está convencida.—¿Para hacer qué? —pregunta.¿Por qué no contarles la verdad?

Es tan verosímil como cualquier otracosa que se me ocurra. Sin embargo,tiene que parecer una misión real, nouna venganza.

—Para asesinar al presidenteSnow antes de que las víctimas de laguerra hagan que nuestra poblaciónse reduzca hasta límites insostenibles.

—No te creo —responde Jackson—. Como tu actual comandante, teordeno que me transfieras laautorización de seguridad principal.

—No. Sería una violación directade las órdenes de la presidenta Coin.

Todos sacan las armas; la mitadapunta a Jackson y la otra mitad a mí.Justo cuando creo que alguien va a

morir, Cressida dice:—Es cierto, por eso estamos aquí.

Plutarch quiere televisarlo, cree quesi filmamos al Sinsajo asesinando aSnow, la guerra terminará.

Jackson se para a pensar y despuésseñala el armario con la punta de lapistola.

—¿Y por qué está él aquí?Ahí me ha pillado. No se me

ocurre ninguna razón cabal por la queCoin enviaría a un chico inestableprogramado para matarme a unamisión tan importante. Debilita mihistoria. Cressida vuelve a ayudarme:

—Porque las dos entrevistas conCaesar Flickerman posteriores a los

Juegos se grabaron en losalojamientos del presidente Snow.Plutarch cree que Peeta podríaservirnos de guía en un lugar queconocemos muy poco.

Quiero preguntar a Cressida porqué miente por mí, por qué luchapara que yo pueda seguir con mipropia misión. Pero no es elmomento.

—¡Tenemos que irnos! —diceGale—. Yo sigo a Katniss. Si vosotrosno queréis, volved al campamento.¡Pero hay que salir ya!

Homes abre el armario y se echa aPeeta, que está inconsciente, alhombro.

—Listo —anuncia.—¿Boggs? —pregunta Leeg 1.—No nos lo podemos llevar. Él lo

entendería —responde Finnick;después recoge el arma de Boggs y sela echa al hombro—. Tú diriges,soldado Everdeen.

No sé cómo dirigir. Miro el holoen busca de ayuda. Sigue activado,pero por mí podría estar muerto,porque no tengo tiempo de juguetearcon los botones para averiguar cómofunciona.

—No sé usar esto. Boggs dijo quetú me ayudarías —le digo a Jackson—. Me dijo que podía contar contigo.

Jackson frunce el ceño, me quita

el holo e introduce una orden.Aparece un cruce.

—Si salimos por la puerta de lacocina, hay un pequeño patio ydespués la parte de atrás de otraunidad de apartamentos. Estamosviendo una perspectiva de las cuatrocalles que se encuentran en el cruce.

Intento concentrarme y observarel cruce del mapa, que está lleno delucecitas indicando vainas por todaspartes. Y son sólo las vainas quePlutarch conocía. El holo no indicabaque la manzana de la que acabamosde salir estaba minada, ni que tenía elgéiser negro, ni que la red estuvierahecha de alambre de espino. Además

de eso, puede que haya agentes de lapaz, ya que ahora conocen nuestraposición. Me muerdo el interior dellabio y noto todos los ojos clavados enmí.

—Poneos las máscaras. Vamos asalir por donde hemos entrado.

Objeciones al instante, así quelevanto la voz:

—Si la ola era tan fuerte, debe dehaber disparado y absorbido otrasvainas que pudiera haber en nuestrocamino.

Se paran a pensarlo. Pollux lehace unos cuantos signos rápidos a suhermano.

—También puede haber

desactivado las cámaras —traduceCastor—. Al tapar las lentes.

Gale apoya una de las botas en laencimera y examina la salpicadura denegro en la punta. La rasca con uncuchillo de cocina.

—No es corrosivo. Creo que estádiseñado para ahogar o envenenar.

—Seguramente es nuestra mejoroportunidad —dice Leeg 1.

Nos ponemos las máscaras.Finnick ajusta la de Peeta. Cressida yLeeg 1 llevan entre las dos a Messalla,que está mareado.

Espero que alguien inicie lamarcha, hasta que me doy cuenta deque ahora ése es mi trabajo. Abro de

un empujón la puerta de la cocina,pero no encuentro resistencia. Unacapa de un centímetro de grosor deporquería negra se ha extendido porel salón y ha cubierto tres cuartos delpasillo. Cuando le doy conprecaución usando la punta de labota, descubro que tiene laconsistencia de un gel. Levanto el piey, después de estirarla un poco, vuelvea su sitio como un resorte. Doy trespasos por el gel y miro atrás. No dejohuellas. Es la primera cosa positivaque sucede en todo el día. El gel se vahaciendo más denso conforme avanzo.Abro la puerta principal temiendoque entren litros y más litros de esa

cosa, pero la sustancia negramantiene su forma.

Es como si hubieran metido enpintura negra la manzana rosa ynaranja para después sacarla a secar.Los adoquines, los edificios e inclusolos tejados están cubiertos de gel.Una gran lágrima cuelga sobre lacalle, y de ella salen dos formas: elcañón de un arma y una manohumana. Mitchell. Me quedo en laacera, mirándolo, hasta que el restodel grupo se une a mí.

—Si alguien quiere volver, por loque sea, ahora es el momento —digo—. Sin preguntas ni rencores.

Nadie desea retirarse, así que

empiezo a avanzar hacia el Capitoliosabiendo que no tenemos muchotiempo. Aquí el gel tiene másprofundidad, de diez a quincecentímetros, y hace un ruido desucción cada vez que levantas el pie,aunque sirve para ocultar nuestrorastro.

La ola debe de haber sido enormey potente, ya que ha afectado a variasde las manzanas que tenemos delante.Y, a pesar de pisar con cuidado, creoque mi instinto estaba en lo cierto aldecirme que había activado otrasvainas. Una manzana está llena decadáveres dorados de rastrevíspulas;las liberarían y sucumbirían ante los

gases. Un poco más adelante se haderrumbado un edificio entero bajo elgel. Corro por los cruces y levantouna mano para que los demás esperenhasta comprobar que no hayproblemas, aunque parece que la olaha desmantelado las vainas mejor quecualquier pelotón rebelde.

En la quinta manzana noto quehemos llegado al punto en el quecomenzó la ola. El gel sólo tiene unpar de centímetros de grosor y veounos tejados celestes asomando por elsiguiente cruce. La luz de la tarde seha apagado un poco y necesitamosurgentemente ocultarnos y organizarun plan. Escojo un edificio que se

encuentra a dos tercios del fin de lamanzana, Homes fuerza la cerradura,y yo ordeno a los demás que entren.Me quedo en la calle un minuto yobservo cómo desaparecen nuestrashuellas. Después, cierro la puerta.

Las linternas integradas en losfusiles iluminan una habitacióngrande con paredes de espejos que nosdevuelven la mirada cada vez que nosgiramos. Gale comprueba lasventanas, que no presentan daños, yse quita la máscara.

—No pasa nada. Se huele unpoco, pero no es muy fuerte.

El piso parece diseñadoexactamente igual que el anterior. El

gel bloquea la luz natural de la partedelantera, aunque un poco de luzconsigue filtrarse a través de lascontraventanas de la cocina. En elpasillo hay dos dormitorios con susbaños. La escalera de caracol del salónconduce al espacio abierto de lasegunda planta. Arriba no hayventanas, pero las luces estánencendidas, seguramente porquealguien evacuó el lugar a toda prisa.En una pared hay una enormepantalla de televisión apagada queemite un suave brillo. Por todo elcuarto hay sillones y sofás lujosos.Nos reunimos aquí, nos dejamos caeren los asientos e intentamos recuperar

la respiración.Jackson apunta a Peeta, que sigue

esposado e inconsciente, tirado sobreel sofá azul marino en el que lo hadepositado Homes. ¿Qué narices voya hacer con él? ¿Y con el equipo detelevisión? ¿Y con todos, en realidad,aparte de Gale y Finnick? Porquepreferiría perseguir a Snow con ellosen vez de sola, pero no puedoconducir a diez personas por elCapitolio en una misión falsa, nisiquiera suponiendo que pudiera leerel holo. ¿Debería o podría haberlosenviado de vuelta cuando tuveoportunidad? ¿O era demasiadopeligroso tanto para ellos como para

mi misión? Quizá no debería haberescuchado a Boggs, porque puede queestuviera sufriendo alucinaciones.Quizá tendría que confesarme, peroentonces Jackson se haría con elmando y acabaríamos en elcampamento, donde yo responderíaante Coin.

Justo cuando la complejidad dellío al que he arrastrado a todo elmundo empieza a sobrecargarme elcerebro, una lejana cadena deexplosiones hace temblar el cuarto.

—No ha sido cerca —nos aseguraJackson—. A unas cuatro o cincomanzanas.

—Donde dejamos a Boggs —dice

Leeg 1.Aunque nadie se ha acercado a

ella, la tele se enciende de repente yemite un agudo pitido que nos pone acasi todos en pie.

—¡No pasa nada! —nostranquiliza Cressida—. Es unaretransmisión de emergencia. Todoslos televisores del Capitolio se activanautomáticamente.

Y ahí estamos nosotros, enpantalla, justo después de la bombaque acabó con Boggs. Un narradorexplica a los espectadores que estánviendo cómo intentamosreagruparnos, reaccionar ante lallegada del gel negro que sale de la

calle y perder el control de lasituación. Vemos el caos que sigue ala ola hasta que ésta bloquea lascámaras. Lo último que sale es Galesolo en la calle intentando disparar alos cables que mantienen atrapado aMitchell.

El periodista nos identifica a Gale,Finnick, Boggs, Peeta, Cressida y a mípor nombre.

—No hay tomas aéreas. Boggsdebía de estar en lo cierto sobre susaerodeslizadores —dice Castor.

Yo no me había dado cuenta, perosupongo que es el tipo de cosas quenota un cámara.

La cobertura continúa desde el

patio trasero del piso en el que nosrefugiamos. Los agentes de la pazocupan el tejado de nuestro anteriorescondite; lanzan proyectiles contralos apartamentos y desencadenan laserie de explosiones que hemos oído;después el edificio se derrumba enuna nube de polvo y escombros.

Ahora pasan a una transmisión endirecto. Una periodista está de pie enel tejado con los agentes. Detrás deella, el edificio arde. Los bomberosintentan controlar las llamas conmangueras de agua. Nos declaranmuertos.

—Por fin un poco de suerte —comenta Homes.

Supongo que es verdad, sin dudaes mejor que tener al Capitoliopersiguiéndonos. Sin embargo, nopuedo evitar imaginar cómo veránesto en el 13, donde mi madre, Prim,Hazelle, sus hijos, Annie, Haymitchy muchas otras personas creen queacaban de vernos morir.

—Mi padre. Acaba de perder a mihermana y ahora… —dice Leeg 1.

Vemos cómo repiten la grabaciónuna y otra vez. Se regodean en suvictoria, sobre todo por mí. Lainterrumpen para meter un montajesobre cómo el Sinsajo se hizo con elpoder rebelde. Creo que lo tienenpreparado desde hace tiempo, porque

está muy pulido. Después pasan a unpar de periodistas que debaten endirecto sobre mi merecido final.Prometen que más tarde Snow haráun anuncio oficial. La pantalla seapaga y vuelve a su brillo de siempre.

Los rebeldes no intentaninterrumpir la emisión, lo que melleva a pensar que creen que es cierta.De ser así, ahora estamos solos deverdad.

—Bueno, ahora que estamosmuertos, ¿cuál es nuestro siguientemovimiento? —pregunta Gale.

—¿No es obvio? —preguntaPeeta.

Ni siquiera nos habíamos dado

cuenta de que había recuperado elconocimiento. No sé cuánto tiempolleva despierto, pero, por su cara detristeza, lo bastante para ver losucedido en la calle, cómo se volvióloco, intentó aplastarme la cabeza ylanzó a Mitchell hacia la vaina. Sesienta como puede y se dirige a Gale:

—Nuestro siguiente movimiento…es matarme.

2121

Es la segunda vez que se pide lamuerte de Peeta en menos de unahora.

—No digas tonterías —repiteJackson.

—¡Acabo de asesinar a unmiembro del pelotón! —grita Peeta.

—Lo empujaste. No podías saberque dispararía la red justo en esepunto —responde Finnick,intentando calmarlo.

—¿A quién le importa eso? Está

muerto, ¿no? —insiste él, llorando—.No lo sabía. Nunca me había visto asíantes. Katniss tiene razón, yo soy elmonstruo, yo soy el muto. ¡Snow meha convertido en un arma!

—No es culpa tuya, Peeta —diceFinnick.

—No podéis llevarme convosotros, es cuestión de tiempo quemate a otra persona —responde Peeta;mira a su alrededor y observa nuestrascaras de incertidumbre—. Quizácreáis que es más humanoabandonarme en alguna parte, darmeesa oportunidad. Pero eso sería lomismo que entregarme al Capitolio.¿Creéis que me hacéis un favor

enviándome de vuelta a Snow?Peeta otra vez en manos de Snow.

Torturado y atormentado hasta queno quede nada de su personalidadoriginal.

Por algún motivo, recuerdo laúltima estrofa de El árbol del ahorcado,en la que el hombre prefiere que suamante muera antes que permitir quese enfrente al mal que la espera en sumundo.

¿Vas, vas a volveral árbol con un collar de cuerdapara conmigo pender?Cosas extrañas pasaron en él,no más extraño seríaen el árbol del ahorcado

reunirnos al anochecer.

—Te mataré si llegamos a eso, telo prometo —dice Gale.

Peeta vacila, como si meditarasobre la fiabilidad de la oferta, ydespués sacude la cabeza.

—No me sirve, ¿y si no estás ahípara hacerlo? Quiero una de esaspíldoras de veneno, como las quetenéis los demás.

Jaula de noche. Tengo una en elcampamento, dentro de su ranuraespecial en la manga de mi traje deSinsajo, pero también hay otra en elbolsillo del pecho de mi uniforme.Qué interesante que no le dieran una

a Peeta. Quizá Coin creyera quepodía usarla antes de matarme. No sébien si Peeta pretende suicidarseahora para evitarnos tener quematarlo o si sólo lo haría si elCapitolio se lo llevara prisionero otravez. En el estado en que está, supongoque es más probable que lo hicieraantes. Sin duda nos lo pondría másfácil a los demás, no tendríamos quedispararle. Y sin duda simplificaría elproblema de tratar con sus episodioshomicidas.

No sé si son las vainas, el miedo over morir a Boggs, pero noto la arenaa mi alrededor. En realidad, es como sinunca hubiera salido de ella. De

nuevo lucho no sólo por misupervivencia, sino también por la dePeeta. Qué satisfacción, qué divertidosería para Snow que yo lo matara,que cargara con la culpa por lamuerte de Peeta durante el resto demis días.

—No es por ti —le digo—.Tenemos una misión y te necesitamos—afirmo, y miro al resto del grupo—.¿Creéis que podremos encontrarcomida en este sitio?

Además del botiquín médico y lascámaras, no llevamos más que losuniformes y las armas.

La mitad nos quedamos paravigilar a Peeta y estar pendientes de

la emisión de Snow, mientras que losdemás buscan algo para comer.Messalla resulta ser el más útilporque vivió en una réplica de estepiso y sabe dónde es más probableque la gente oculte la comida. Sabeque hay un espacio dealmacenamiento escondido detrás deun panel de espejo en el dormitorio yque es fácil sacar la rejilla deventilación del pasillo. Así que,aunque los armarios de la cocinaestán vacíos, encontramos unastreinta latas de comida y varias cajasde galletas.

El acaparamiento asquea a lossoldados educados en el 13.

—¿Y esto no es ilegal? —preguntaLeeg 1.

—Todo lo contrario, en elCapitolio se te consideraría unestúpido si no lo hicieras —respondeMessalla—. Incluso antes delVasallaje de los Veinticinco, la genteempezó a guardar los suministros quemás escaseaban.

—Mientras los demás seaguantaban sin ellos —comenta Leeg1.

—Sí, así es como funciona esto —dice Messalla.

—Por suerte, o no tendríamoscena —interviene Gale—. Que todo elmundo elija una lata.

Algunos de nuestros compañerosvacilan, pero es tan buen métodocomo cualquier otro. No estoy dehumor para dividir todo en oncepartes equivalentes, teniendo encuenta para ello la edad, el peso y elrendimiento físico. Rebusco en la pilay estoy a punto de escoger una sopade bacalao cuando Peeta me ofreceuna lata.

—Toma —me dice.La acepto sin saber qué esperar.

En la etiqueta pone: «Estofado decordero».

Aprieto los labios al recordar elfrío y la lluvia filtrándose entre laspiedras, mis ineptos intentos de

flirteo y el aroma de mi recetafavorita del Capitolio. Así quetodavía debe de quedarle algúnrecuerdo. Lo felices, hambrientos yjuntos que estábamos cuando aquellacesta de picnic llegó al exterior denuestra cueva.

—Gracias —respondo mientrasabro la tapa—. Hasta tiene ciruelas.

Doblo la tapa y la uso comocuchara improvisada para meterme unpoquito en la boca. Ahora, encima,este sitio también sabe como la arena.

Nos estamos pasando una caja deextravagantes galletas rellenas decrema cuando empiezan de nuevo lospitidos. El sello de Panem ilumina la

pantalla y se queda ahí mientrassuena el himno. Entonces empiezan amostrar imágenes de los muertos,igual que hacían con los tributos de laarena. Empiezan con las cuatro carasde nuestro equipo de televisión,seguidos de Boggs, Gale, Finnick,Peeta y yo. Salvo por Boggs, no semolestan con los soldados del 13, yasea porque no tienen ni idea dequiénes son o porque saben que nosignifican nada para la audiencia. Acontinuación aparece el hombre enpersona, sentado detrás de suescritorio, con una bandera detrás yuna rosa blanca recién cortada en lasolapa. Me da la impresión de que se

ha hecho más arreglos recientementeporque le veo los labios máshinchados de lo normal. Y su equipode preparación tendría que cortarseun poco con el colorete.

Snow felicita a los agentes de lapaz por un trabajo soberbio y lesrinde homenaje por haber librado alpaís de la amenaza conocida como elSinsajo. Predice que mi muertesupondrá un cambio en la guerra, yaque los rebeldes desmoralizados notendrán a nadie a quien seguir. Y, enrealidad, ¿quién era yo? Una pobrechica inestable con algo de talentopara los arcos y las flechas. No erauna gran pensadora, ni el cerebro de

la rebelión, sino simplemente unacara sacada de entre la chusma porquehabía llamado la atención con mistravesuras durante los Juegos. Peroresultaba muy necesaria porque losrebeldes no tienen un líder de verdad.

En algún lugar del Distrito 13,Beetee pulsa un interruptor, y ahorano es el presidente Snow, sino lapresidenta Coin la que nos mira. Sepresenta a Panem, se identifica comola líder de la rebelión y me ofrece unelogio fúnebre. Alaba a la chica quesobrevivió a la Veta y a los Juegos delHambre, y que convirtió un país deesclavos en un ejército de luchadorespor la libertad.

—Viva o muerta, KatnissEverdeen seguirá siendo el rostro de larebelión. Si alguna vez vaciláis,pensad en el Sinsajo y en élencontraréis la fuerza necesaria paraacabar con los opresores de Panem.

—No tenía ni idea de lo muchoque significaba para ella —digo, loque hace reír a Gale, aunque losdemás me miran con curiosidad.

Ahora ponen una foto muyretocada en la que se me ve preciosa yferoz, con un montón de llamasardiendo a mis espaldas. Sin palabrasni eslogan, ya sólo necesitan mi cara.

Beetee le devuelve las riendas aSnow, que parece muy controlado.

Me da la impresión de que elpresidente creía que el canal deemergencia era impenetrable y deque alguien acabará muerto estanoche por la intrusión.

—Mañana por la mañana, cuandosaquemos el cadáver de KatnissEverdeen de entre las cenizas,veremos quién es el Sinsajo enrealidad: una chica muerta que nopodía salvar a nadie, ni siquiera a símisma.

Sello, himno y fuera.—Salvo que no la encontraréis —

dice Finnick a la pantalla vacía,dando voz a lo que todos estamospensando. El periodo de gracia será

breve. En cuanto escarben entre lascenizas y vean que faltan oncecadáveres, sabrán que hemosescapado.

—Al menos les llevamos ventaja—digo.

De repente me siento muycansada y sólo quiero tumbarme enun lujoso sofá verde y dormir;acurrucarme en un edredón de piel deconejo y plumas de ganso. Sinembargo, saco el holo e insisto en queJackson me enseñe las órdeneselementales (que, básicamente,consisten en introducir lascoordenadas del cruce más cercanodel mapa) para así, al menos, empezar

a hacerlo funcionar sola. Mientras elholo proyecta lo que nos rodea, notoque me hundo un poco más. Debemosde estar acercándonos a objetivoscruciales, porque el número de vainasha aumentado de manera notable.¿Cómo vamos a avanzar por estetramo de luces parpadeantes sin quenos detecten? No podemos. Y si nopodemos, estamos atrapados comopájaros en una red. Decido que lomejor es no adoptar una actitud desuperioridad cuando estoy con estaspersonas, sobre todo porque no dejode mirar el sofá verde. Así que digo:

—¿Alguna idea?—¿Por qué no empezamos

descartando posibilidades? —sugiereFinnick—. La calle no es unaposibilidad.

—Los tejados son tan malos comola calle —añade Leeg 1.

—Puede que exista la opción deretirarnos, de volver por donde hemosvenido —dice Homes—, aunque esosignificaría fallar en la misión.

Noto una punzada deculpabilidad, ya que la misión me lahe inventado yo.

—La idea no era que todosavanzáramos, pero habéis tenido lamala suerte de estar conmigo.

—Bueno, eso no tieneimportancia, ahora estamos contigo

—dice Jackson—. Así que nosquedamos. No podemos subir, nopodemos avanzar lateralmente. Creoque sólo nos queda una opción.

—Bajo tierra —dice Gale.Bajo tierra, lo que más odio.

Como las minas, los túneles y el 13.Bajo tierra, donde temo morir,aunque es una estupidez teniendo encuenta que, de todos modos, si mueroal aire libre lo siguiente que haránserá enterrarme.

El holo muestra tanto las vainasde arriba como las de abajo. Veo que,al bajar, las líneas limpias y fiablesdel plano se mezclan con un líorevuelto de túneles. Parece haber

menos vainas, eso sí.A dos puertas de nosotros hay un

tubo vertical que conecta nuestra filade pisos con los túneles. Para llegar alpiso del tubo tendremos queapretujarnos por un conducto demantenimiento que recorre todo eledificio. Podemos entrar en elconducto por la parte de atrás de unarmario de la planta superior.

—Vale, que parezca que nohemos pasado por aquí —digo.

Borramos todo rastro de nuestraestancia: tiramos las latas vacías por latolva de la basura, nos guardamos lasllenas para después, damos la vuelta alos cojines manchados de sangre y

limpiamos los restos de gel de lasbaldosas. No hay forma de arreglar elcerrojo de la puerta, pero echamos unsegundo cerrojo para que, al menos, lapuerta no se abra al tocarla.

Finalmente, sólo queda solucionarlo de Peeta. Se planta en el sofá azuly se niega a ceder:

—No voy. Seguro que osdescubren por mi culpa o le hagodaño a otra persona.

—La gente de Snow te encontrará—dice Finnick.

—Pues dejadme una píldora. Sólome la tomaré si hace falta.

—Eso no es una opción. Ven connosotros —ordena Jackson.

—¿O qué? ¿Me dispararás? —pregunta Peeta.

—Te dejaremos inconsciente y tearrastraremos con nosotros —responde Homes—. Lo que nosfrenará y nos pondrá en peligro.

—¡Dejad de ser tan nobles! ¡Nome importa morir! —exclama, y sevuelve hacia mí—. Katniss, por favor.¿Es que no ves que quiero dejar estode una vez?

El problema es que sí lo veo. ¿Porqué no puedo dejarlo marchar? ¿Darleuna pastilla, apretar el gatillo? ¿Esporque Peeta me importa demasiadoo porque me importa demasiado queSnow gane? ¿Lo he convertido en una

pieza de mis Juegos privados? Esdespreciable, pero sé que soy capaz dehaberlo hecho. De ser cierto, lo másamable sería matar a Peeta aquí yahora. Sin embargo, para bien o paramal, la amabilidad no es lo que meimpulsa.

—Estamos perdiendo el tiempo.¿Te vienes por tu propio pie otenemos que dejarte inconsciente?

Peeta oculta el rostro entre lasmanos durante unos segundos y seune a nosotros.

—¿Le soltamos las manos? —pregunta Leeg 1.

—¡No! —le gruñe Peeta,acercándose las esposas al cuerpo.

—No —repito yo—, pero quierola llave.

Jackson me la pasa sin decir nada.Me la guardo en el bolsillo de lospantalones, donde choca con la perla.

Cuando Homes abre la puertecitametálica que da al conducto demantenimiento, descubrimos otroproblema: los arneses de insecto de loscámaras no entran por la estrechaabertura. Castor y Pollux se losquitan y desenganchan los equipos dereserva, que son del tamaño de unacaja de zapatos y seguro quefuncionan igual de bien. A Messallano se le ocurre otro sitio dondeesconder los voluminosos dispositivos,

así que los tiramos en el interior delarmario. Me frustra dejar atrás unrastro tan fácil de seguir, pero ¿quéotra cosa podemos hacer?

Aun en fila india, y con lasmochilas y equipos a un lado,entramos a duras penas. Pasamos delargo el primer piso y entramos en elsegundo. En éste, uno de losdormitorios, en vez de baño, tiene unapuerta en la que pone: «Cuarto deservicio». Detrás de la puerta está lahabitación con la entrada al tubo.

Messalla frunce el ceño ante latapa circular y, durante un momento,vuelve a su caprichoso mundo deantes.

—Por eso nadie quiere vivir en launidad central, con obreros entrandoy saliendo todo el día, y un solo baño.Aunque el alquiler es bastante másbarato —comenta; entonces seencuentra con la cara de guasa deFinnick y añade—: Da igual.

La tapa del tubo es fácil de abrir.Una amplia escalera con peldaños degoma permite que bajemos rápida yfácilmente a las entrañas de la ciudad.Nos reunimos al pie de la escalera yesperamos a que nuestros ojos seadapten a la tenue luz de la zonasubterránea, donde se respira unamezcla de productos químicos, mohoy aguas residuales.

Pollux, pálido y sudoroso, seaferra a la muñeca de Castor como sitemiera caerse sin alguien que losostenga.

—Mi hermano trabajó aquícuando se convirtió en avox —explicaCastor.

Claro, ¿quién si no iba a mantenerestos pasadizos húmedos y apestososllenos de trampas?

—Tardamos cinco años en podercomprar su subida a la superficie. Enese tiempo no vio el sol ni una solavez.

En mejores circunstancias, en undía con menos horrores y másdescanso, alguien sabría qué decir.

Sin embargo, nos pasamos un buenrato intentando responder.

Al final, Peeta se vuelve haciaPollux y comenta:

—Bueno, entonces acabas deconvertirte en nuestro bien máspreciado.

Castor se ríe y Pollux consiguesonreír.

A medio camino del primer túnelme doy cuenta de que el comentariode Peeta ha sido extraordinario:sonaba como antes, como el chico quesiempre sabía qué decir cuando losdemás se quedaban mudos; irónico,alentador, algo divertido, pero sinburlarse de nadie. Vuelvo la vista

atrás para mirarlo arrastrar los piesdetrás de sus guardias, Gale y Jackson,con los ojos fijos en el suelo y loshombros echados hacia delante. Tanabatido… Sin embargo, por unmomento, ha sido el de siempre.

Peeta tenía razón, Pollux vale másque diez holos. Hay una simple redde túneles anchos que correspondedirectamente con el mapa de las callesde arriba y recorre las principalesavenidas y calles. Se llama elTransportador, ya que unoscamioncitos lo usan para repartirmercancía por la ciudad. Durante eldía, sus vainas están desactivadas,pero por la noche es un campo de

minas. No obstante, cientos depasadizos adicionales, conductos deservicio, vías de tren y tubos dedesagüe forman un laberinto demúltiples niveles. Pollux conocedetalles que conducirían al desastre aun recién llegado, como en quédesvíos hacen falta máscaras antigás,dónde hay cables electrificados o losescondites de unas ratas del tamañode castores. Nos avisa de que elchorro de agua que recorreperiódicamente las aguas residualesanticipa el cambio de turno de losavox; nos lleva por tuberías húmedasy oscuras para evitar el paso casisilencioso de los trenes de mercancías;

y lo más importante: sabe dónde estánlas cámaras. No hay muchas en estelugar sombrío y brumoso, salvo en elTransportador, pero nos mantenemosbien alejados de ellas.

Con la ayuda de Polluxavanzamos deprisa, muy deprisacomparado con nuestra velocidad ensuperficie. Al cabo de seis horas, elcansancio nos puede. Son las tres dela mañana, así que supongo quequedan unas cuantas horas para quese den cuenta de que seguimos vivos,registren entre los escombros deledificio por si hemos intentadoescapar por los conductos y empiecela caza.

Cuando sugiero que descansemos,nadie pone objeciones. Polluxencuentra un cuartito cálido en elque zumban varias máquinas llenasde palancas y discos. Levanta losdedos para indicar que tendremos queirnos dentro de cuatro horas. Jacksonorganiza los turnos de guardia y,como no estoy en el primero, memeto en el pequeño espacio quequeda entre Gale y Leeg 1, y meduermo enseguida.

Aunque parece que sólo hantranscurrido minutos, Jackson medespierta y me dice que estoy deguardia. Son las seis de la mañana ydentro de una hora nos pondremos en

marcha. Jackson me dice que mecoma una lata de comida y vigile aPollux, que ha insistido en estar deguardia toda la noche.

—Aquí abajo no puede dormir —me explica.

Consigo ponerme medio alerta,me como una lata de estofado depatatas con alubias y me siento con laespalda apoyada en la pared, mirandola puerta. Pollux parece muydespierto. Seguramente lleva toda lanoche reviviendo todos esos años deencierro. Saco el holo, y consigometer las coordenadas de lacuadrícula y explorar los túneles.Como esperaba, cuanto más nos

acercamos al centro del Capitolio,más vainas hay. Pollux y yo nospasamos un rato recorriendo el holopara ver dónde están las trampas.Cuando empieza a darme vueltas lacabeza, se lo paso y apoyo de nuevo laespalda en la pared. Miro a los quesiguen dormidos (soldados, equipo yamigos) y me pregunto cuántosvolveremos a ver la luz del día.

Al mirar a Peeta, que tiene lacabeza justo a mis pies, veo que estádespierto. Ojalá supiera qué pasa porsu cerebro, ojalá pudiera entrar ydesenredar la red de mentiras.Entonces me conformo con algo quesí puedo hacer.

—¿Has comido? —le pregunto;sacude ligeramente la cabeza, así queabro una lata de sopa de pollo y arroz,y se la doy, aunque me quedo con latapa por si intenta cortarse las venas oalgo.

Se sienta, inclina la lata y se tragala sopa casi sin molestarse enmasticar. El fondo de la lata refleja lasluces de las máquinas, y recuerdo algoque tengo en la cabeza desde ayer.

—Peeta, cuando preguntaste porlo que les pasó a Darius y Lavinia, yBoggs te dijo que era real, túrespondiste que eso creías, que elrecuerdo no era brillante. ¿Quéquerías decir?

—Ah. No sé bien cómoexplicarlo. Al principio, todo eraconfusión. Ahora puedo distinguiralgunas cosas. Creo que hay unpatrón. Los recuerdos que alteraroncon el veneno de las rastrevíspulastienen un aspecto extraño, como sifueran demasiado intensos y lasimágenes poco estables. ¿Recuerdascómo fue cuando te picaron?

—Los árboles se movían. Habíagigantescas mariposas de colores. Mecaí en un pozo lleno de burbujasnaranjas —respondo, y lo medito unmomento antes de añadir—:Relucientes burbujas naranjas.

—Eso es, pero los recuerdos sobre

Darius y Lavinia no son así. Creo quetodavía no me habían dado veneno.

—Bueno, eso está bien, ¿no? Sipuedes separar unos de otros, tambiénpuedes saber qué es real.

—Sí, y si me salieran alas podríavolar, pero a la gente no le salen alas—dice—. ¿Real o no?

—Real, pero la gente no necesitaalas para sobrevivir.

—Los sinsajos sí —responde.Después se termina la sopa y me

devuelve la lata.Bajo la luz fluorescente, sus ojeras

parecen moratones.—Todavía queda tiempo, deberías

dormir —le digo.

Él se tumba sin protestar, aunquese limita a contemplar la aguja de unode los discos, que se mueve de un ladoa otro. Despacio, como haría con unanimal herido, alargo el brazo y leaparto un mechón de pelo de lafrente. Él se queda paralizado,aunque no se aparta, así que sigoacariciándole dulcemente el cabello.Es la primera vez que lo toco porvoluntad propia desde la últimaarena.

—Sigues intentando protegerme.¿Real o no? —susurra.

—Real —respondo; quizá debaexplicarlo mejor—. Porque eso es loque nosotros dos hacemos: nos

protegemos el uno al otro.Al cabo de un minuto, se vuelve a

dormir.Poco después de las siete, Pollux y

yo despertamos a los demás. Vemoslos bostezos y suspiros habituales deestos momentos, pero también oigootra cosa, algo como un siseo. Quizáno sea más que vapor saliendo de unatubería o el susurro lejano de uno delos trenes…

Mando callar al grupo para poderprestar más atención. Hay un siseo,sí, pero no es un sonido continuo,sino como múltiples exhalaciones queforman palabras. Una sola palabracuyo eco se repite por los túneles.

Una palabra. Un nombre. Repetidouna y otra vez:

—Katniss.

2222

Ha terminado el periodo de gracia.Puede que Snow los haya tenido todala noche cavando o, como mínimo,que los pusiera a hacerlo en cuantosofocaron el incendio. Encontraronlos restos de Boggs y setranquilizaron, pero conformepasaban las horas sin encontrar mástrofeos, empezaron a sospechar. Enalgún momento se dieron cuenta deque los habíamos engañado, y elpresidente Snow no tolera que nadie

lo haga quedar como un tonto. Daigual si siguieron nuestro rastro hastael segundo piso o si supusieron quebajamos directamente al subsuelo. Elcaso es que saben que estamos aquíabajo y han soltado algo paracazarme, seguramente una manada demutos.

—Katniss.Doy un salto al notar lo cerca que

está el sonido y miro a mi alrededorcomo loca para localizar su origen;tengo el arco preparado, pero nada aqué disparar.

—Katniss.Aunque los labios de Peeta apenas

se mueven, no cabe duda, el nombre

ha salido de él. Justo cuando pensabaque estaba un poquito mejor, cuandocreía que podría estar volviendo a mí,obtengo la prueba del gran poder delveneno de Snow.

—Katniss.Peeta está programado para

responder ante el coro de siseos, paraunirse a la caza. Está empezando aponerse nervioso. No hay alternativa,apunto con una flecha a su cerebro.Apenas notará nada. De repente sesienta, abre mucho los ojos yexclama, casi sin aliento:

—¡Katniss! —Vuelve rápidamentela cabeza hacia mí, pero no parece verel arco ni la flecha—. ¡Katniss! ¡Sal de

aquí!Vacilo. Suena alarmado, aunque

no loco.—¿Por qué? ¿De dónde sale ese

sonido?—No lo sé, sólo sé que tiene que

matarte —dice Peeta—. ¡Corre! ¡Salde aquí! ¡Vete!

Tras un momento de confusión,concluyo que no tengo que disparar.Relajo la cuerda del arco y observo lascaras de preocupación que me rodean.

—Sea lo que sea, viene a por mí.Quizá sea buen momento paradividirnos.

—Pero somos tu protección —protesta Jackson.

—Y tu equipo —añade Cressida.—Yo no me voy —dice Gale.Miro al equipo, que no tiene más

armas que sus cámaras y cuadernos. Yahí está Finnick, con dos fusiles y untridente. Sugiero que le dé una de lasarmas a Castor. Después saco elcargador de fogueo del arma de Peeta,meto uno real y se lo entrego aPollux. Como Gale y yo tenemosarcos, les pasamos nuestras armas defuego a Messalla y Cressida. No haytiempo de enseñarles más que aapuntar y apretar el gatillo, pero atan poca distancia puede que baste.Es mejor que estar indefenso. Elúnico sin arma es Peeta, aunque

alguien que susurra mi nombre a lavez que un puñado de mutos no lanecesita.

En la habitación sólo dejamosnuestro olor, imposible de borrar enestos momentos. Supongo que así escomo las cosas sibilantes nos siguen,porque no hemos dejado un rastrofísico. Los mutos tendrán un olfatomás fino de lo normal; esperemos quecaminar por el agua de los desagüeslos despiste un poco.

Al salir de la habitación, el siseose hace más claro. Sin embargo,también puedo localizar mejor dedónde sale: están detrás de nosotros,todavía a cierta distancia. Snow los

soltaría bajo tierra cerca del lugar enque encontró el cuerpo de Boggs. Enteoría les llevamos bastante ventaja,aunque seguro que son mucho másveloces que nosotros. Recuerdo lascriaturas de aspecto lobuno de laprimera arena, los monos delVasallaje, las monstruosidades que vien televisión a lo largo de los años, yme pregunto qué forma adoptaránestos mutos. Lo que Snow crea queme asustará más.

Pollux y yo hemos diseñado unplan para la siguiente etapa del viajey, como la ruta se aleja del siseo, noveo motivo para alterarla. Si nosmovemos deprisa, quizá lleguemos a

la mansión de Snow antes de que nosalcancen los mutos. Sin embargo, lavelocidad nos vuelve más torpes: elruido de una bota mal colocada en elagua, el del golpe accidental de unarma contra una tubería, e incluso yodando órdenes a más volumen de loque debiera.

Llevamos recorridas tres manzanasmás por una tubería de desagüe y untramo de vía de tren abandonadacuando empiezan los gritos. Sonprofundos y guturales. Rebotan en lasparedes del túnel.

—Avox —dice Peeta de inmediato—. Así sonaba Darius cuando lotorturaban.

—Los mutos los habránencontrado —dice Cressida.

—Así que no sólo van a porKatniss —comenta Leeg 1.

—Seguramente matarán acualquiera, pero no se detendránhasta atraparla a ella —respondeGale.

Después de sus horas de estudiocon Beetee, lo más probable es queesté en lo cierto.

Y aquí estoy otra vez, viendocómo la gente muere por mi culpa;amigos, aliados y desconocidos quepierden la vida por el Sinsajo.

—Dejad que siga sola, losdespistaré. Le pasaré el holo a Jackson

y el resto terminaréis la misión.—¡Nadie va a hacer eso! —grita

Jackson, exasperada.—¡Estamos perdiendo el tiempo!

—añade Finnick.—Escuchad —susurra Peeta.Los gritos han parado y, al

hacerlo, mi nombre vuelve a rebotaren las paredes y nos sorprende por suproximidad. Los tenemos debajo, unpoco más atrás.

—Katniss.Le doy un codazo a Pollux en el

hombro y echamos a correr. Elproblema es que queríamos descenderun nivel, pero hay que descartarlo.Cuando llegamos a los escalones que

bajan, Pollux y yo examinamos elholo en busca de una alternativa; enese momento empiezo a sentirarcadas.

—¡Máscaras! —ordena Jackson.Las máscaras no hacen falta, todos

estamos respirando el mismo aire. Soyla única que vomita porque soy laúnica que reacciona ante el olor quesale de las escaleras y destaca sobre elhedor de las aguas residuales: rosas.Empiezo a temblar.

Me aparto del olor y me meto atrompicones en el Transportador. Soncalles de suaves baldosas color pastel,como las de arriba, pero rodeadas deparedes de ladrillos blancos, en vez de

casas. Una calzada por la que losvehículos de reparto pueden circularcon facilidad, sin los atascos delCapitolio. Ahora está vacío, salvo pornosotros. Levanto el arco y vuelo enpedazos la primera vaina con unaflecha explosiva que mata el nido deratas carnívoras del interior. Despuéscorro hasta el siguiente cruce, dondesé que un paso en falso desintegraríael suelo sobre el que estamos y nosllevaría a algo llamado «picadora decarne». Grito a los demás quepermanezcan a mi lado. La idea espasar la esquina y detonar lapicadora, pero nos espera otra vainasin marcar.

Sucede en silencio, ni me habríadado cuenta si Finnick no llega adetenerme.

—¡Katniss!Me vuelvo rápidamente, con el

arco a punto, pero ¿qué se puedehacer? Dos de las flechas de Gale yaestán tiradas junto al ancho rayo deluz dorada que va del techo al suelo.En su interior está Messalla, quietocomo una estatua, apoyado sobre lapunta de un pie, con la cabeza echadahacia atrás, presa del rayo. No sé sigrita, aunque tiene la boca muyabierta. Impotentes, vemos que lacarne se le derrite como si fuera cera.

—¡No podemos ayudarlo! —grita

Peeta, empujando a todos haciadelante—. ¡No podemos!

Por asombroso que parezca, es elúnico que sigue lo bastante enteropara ponernos en movimiento. No sécómo mantiene el control cuandodebería estar dando botes yaplastándome el cráneo, aunque esopodría suceder en cualquiermomento. Al notar la presión de sumano en el hombro me aparto de lahorrenda visión del cadáver deMessalla; me obligo a avanzar,deprisa, tan deprisa que apenasconsigo parar antes del siguientecruce.

Una lluvia de tiros arranca el yeso

de las paredes y nos lo tira encima.Miro a un lado y a otro para intentardescubrir la vaina, hasta que mevuelvo y veo el pelotón de agentes dela paz que corre por el Transportadorhacia nosotros. Como la picadora decarne nos bloquea el camino, lo únicoque podemos hacer es devolver losdisparos. Son el doble que nosotros,pero todavía contamos con seismiembros originales del pelotónestrella que no intentan correr ydisparar a la vez.

«Como pescar en un barril»,pienso mientras veo cómo susuniformes blancos se manchan derojo. Ya hemos acabado con tres

cuartas partes de la unidad cuandoempiezan a llegar más por el lateraldel túnel, el mismo por el que memetí para alejarme del olor, del…

«Ésos no son agentes de la paz».Son blancos, tienen cuatro

extremidades y miden más o menoscomo un humano adulto, pero ahíacaban las semejanzas. Van desnudos,y lucen largas colas de reptil, espaldasarqueadas y cabezas encorvadas haciadelante. Caen sobre los agentes, tantovivos como muertos, los agarran por elcuello con la boca y les arrancan lascabezas, cascos incluidos. Al parecer,pertenecer a un linaje del Capitolio estan poco útil aquí como en el 13. En

pocos segundos, los agentes estándecapitados, los mutos se ponen acuatro patas y corren a por nosotros.

—¡Por aquí! —grito, abrazándomea la pared y girando rápidamente a laderecha para evitar la vaina. Cuandotodos se han unido a mí, disparo haciael cruce y activo la picadora de carne.Unos enormes dientes industrialesatraviesan la calle y mastican lasbaldosas hasta convertirlas en polvo.Eso debería impedir que los mutosnos sigan, aunque no estoy segura: losmutos de lobo y mono que heconocido daban unos saltos increíbles.

Los siseos me queman los oídos yel hedor a rosas hace que las paredes

me den vueltas.—Olvida la misión —digo,

agarrando a Pollux por el brazo—.¿Cuál es la forma más rápida de salir ala superficie?

No hay tiempo para consultar elholo. Seguimos a Pollux por elTransportador unos nueve metros yatravesamos un portal. Me doycuenta de que las baldosas pasan a serhormigón y de que avanzamos poruna tubería apestosa hasta una repisade unos treinta centímetros de ancho.Estamos en la alcantarilla principal.Casi un metro por debajo, una sopade excrementos humanos, basura yresiduos químicos pasa burbujeando

junto a nosotros. Algunas partes de susuperficie arden, otras emiten unasnubes de vapor de aspecto peligroso.No hace falta más que mirarla parasaber que, si caes dentro, no saldrásnunca. Nos movemos lo más deprisaque podemos por la resbaladizarepisa, llegamos a un puente estrechoy lo cruzamos. En un hueco del otrolado, Pollux le da una palmada a unaescalera y señala arriba, al conductoque sube. Ahí está, es la salida.

Tras echar un vistazo rápido anuestro grupo noto que algo falla.

—¡Esperad! ¿Dónde están Jacksony Leeg 1?

—Se quedaron en la picadora para

contener a los mutos —respondeHomes.

—¿Qué? —exclamo, y me lanzohacia el puente para volver; no dejaréa nadie con esos monstruos. Pero élme detiene.

—¡No malgastes sus vidas,Katniss! Es demasiado tarde para ellas,¡mira! —dice, señalando a la tubería,donde los mutos se deslizan por larepisa.

—¡Atrás! —grita Gale.Después lanza una de las flechas

explosivas y consigue arrancar elpuente de sus cimientos. El resto delpuente cae a las burbujas justocuando los mutos llegan a él.

Por primera vez puedo observarlosmejor. Son una mezcla de humanos ylagartos con vete a saber qué más.Tienen una piel blanca y prietamanchada de sangre, y garras en vezde manos y pies; sus rostros son unbatiburrillo de rasgos incongruentes.Bufan y chillan mi nombre mientrasse estremecen de rabia. Agitan rabosy garras, se arrancan a sí mismos yentre sí enormes pedazos de carne consus bocas llenas de espuma, ya que lanecesidad de destrozarme los vuelvelocos. Mi olor debe de ser tanevocador para ellos como para mí elsuyo. Más aún, porque, a pesar de sutoxicidad, los mutos empiezan a

lanzarse a las apestosas aguas negras.Todos abrimos fuego desde

nuestra orilla. Escojo mis flechas sinpensar y lanzo puntas, fuego yexplosivos contra los cuerpos de losmutos. Son mortales, aunque porpoco; ninguna criatura de lanaturaleza sería capaz de seguiravanzando con dos docenas de flechasen el cuerpo. Sí, al final lasmataríamos, pero hay muchísimas, unchorro interminable de mutos quesale de la tubería y ni siquiera vacilaen tirarse a las aguas.

Sin embargo, no es su número loque hace que me tiemblen tanto lasmanos.

No hay ningún muto bueno,todos están diseñados para hacerdaño. Algunos te matan, como losmonos; otros te roban la cordura,como las rastrevíspulas. Sin embargo,las verdaderas atrocidades, las que másasustan, incorporan una perversavuelta de tuerca psicológica pensadapara aterrar a la víctima: los mutoslobunos con los ojos de los tributosmuertos; el sonido de los charlajosimitando los gritos de dolor de Prim;y, en este caso, el olor de las rosas deSnow mezclado con la sangre de lasvíctimas. Un olor que se extiende porlas alcantarillas y puede incluso conel hedor del lugar. Hace que se me

acelere el corazón, que se me hiele lapiel, que no consiga respirar. Es comosi Snow me echase el aliento en lacara y me dijera que ha llegado elmomento de morir.

Los demás me gritan, pero noconsigo responder. Unos brazosfuertes me levantan mientras vuelo enpedazos la cabeza de un muto cuyasgarras acaban de rozarme el tobillo.Me lanzan contra la escalera y meempujan para que suba los peldaños.Me ordenan que trepe. Misextremidades de madera obedecen, yese movimiento me devuelve poco apoco a la realidad. Detecto a otrapersona sobre mí, Pollux. Peeta y

Cressida están debajo. Llegamos a unaplataforma y pasamos a una segundaescalera. Los peldaños resbalan por elsudor y el moho. En la siguienteplataforma me despejo lo suficientepara darme cuenta de lo que hapasado y empiezo a ayudar a subir atodos por la escalera: Peeta, Cressida,no hay más.

¿Qué he hecho? ¿Cómo heabandonado a los demás? Me pongo abajar las escaleras, pero le doy con labota a alguien.

—¡Sube! —me grita Gale, así quevuelvo a subir y lo ayudo, paradespués escudriñar la oscuridad enbusca de más gente—. No.

Gale me mueve la cara para que lomire y sacude la cabeza. Tiene eluniforme destrozado y una heridaabierta en el lateral del cuello.

Se oye un grito humano abajo.—Alguien sigue vivo —le suplico.—No, Katniss, ellos no volverán,

sólo los mutos —responde Gale.No soy capaz de aceptarlo, así

que apunto con la luz del arma deCressida al conducto. Muy abajodistingo a Finnick, que intentaaferrarse a las escaleras mientras tresmutos tiran de él. Cuando uno deellos echa la cabeza atrás para dar elbocado mortal ocurre algo extraño. Escomo si yo estuviera con Finnick y

observara cómo mi vida pasa ante misojos: el mástil de un barco, unparacaídas plateado, Mags riéndose,un cielo rosa, el tridente de Beetee,Annie vestida de novia, olasrompiendo contra las rocas. Y todoacaba.

Me saco el holo del cinturón y,medio ahogada, consigo decir:

—Jaula, jaula, jaula.Y lo suelto. Me aprieto contra la

pared con los demás mientras elestallido agita la plataforma, y lostrozos de muto y carne humana salende la tubería y nos bañan.

Pollux baja una tapa para cubrirla tubería y la bloquea. Pollux, Gale,

Cressida, Peeta y yo somos los únicosque quedamos. Después llegarán lossentimientos humanos; ahora mismosólo soy consciente de la necesidadanimal de mantener vivo al resto delgrupo.

—No podemos quedarnos aquí.Alguien saca una venda y la

atamos alrededor del cuello de Gale.Lo ponemos en pie. Sólo quedaalguien acurrucado contra la pared.

—Peeta —le digo, pero no hayrespuesta. ¿Se ha desmayado? Meagacho frente a él y le aparto lasmanos esposadas de la cara—. ¿Peeta?

Sus ojos son como estanquesnegros, tiene las pupilas tan dilatadas

que los iris azules casi handesaparecido. Los músculos de susmuñecas están duros como el metal.

—Dejadme —susurra—. Nopuedo soportarlo más.

—Sí, ¡sí que puedes! —le aseguro.—Pierdo el control —insiste él,

sacudiendo la cabeza—. Me volveréloco, como ellos.

Como los mutos, como una bestiarabiosa decidida a arrancarme elcuello. Y por fin, aquí, en este lugar,en estas circunstancias, tendré quematarlo de verdad. Y Snow ganará.Un odio caliente y amargo me recorrelas venas: Snow ya ha ganado losuficiente por hoy.

Es una posibilidad remota, quizáun suicidio, pero hago lo único que seme ocurre: me inclino sobre Peeta yle doy un beso en la boca. Empieza atemblar de pies a cabeza, peromantengo mis labios contra los suyoshasta que no me queda más remedioque salir a respirar. Le aprieto lasmanos y digo:

—No permitas que Snow teaparte de mí.

Peeta está jadeando, lucha contralas pesadillas de su cabeza.

—No, no quiero hacerlo… —responde.

—Quédate conmigo —insisto,apretándole tanto las manos que llego

a hacerle daño.Él contrae las pupilas hasta que se

convierten en alfileres, después sevuelven a dilatar rápidamente yvuelven a parecer más o menosnormales.

—Siempre —murmura.Ayudo a Peeta a levantarse y me

dirijo a Pollux:—¿Cuánto queda para la calle?Él señala que está encima de

nosotros. Subo la última escalera yabro la tapa que da al cuarto deservicio del piso de alguien. Justocuando me pongo en pie, una mujerabre la puerta de golpe. Va vestidacon una bata de seda color turquesa

con bordados de pájaros exóticos. Supelo magenta está ahuecado como sifuera una nube y decorado conmariposas doradas. La grasa de lasalchicha a medio comer que lleva enla mano le ha manchado elpintalabios. La expresión de su rostrodeja claro que me reconoce, y abre laboca para pedir ayuda.

Sin vacilar, le disparo al corazón.

2323

Es un misterio a quién pretendíallamar la mujer, ya que, después deregistrar el piso, descubrimos queestaba sola. Quizá quisiera alertar aalgún vecino o simplemente gritar demiedo. En cualquier caso, aquí nohay nadie que pueda oírla.

El piso sería un lugar elegante enel que esconderse un tiempo, pero esun lujo que no podemos permitirnos.

—¿Cuánto tiempo creéis que nosqueda hasta que se den cuenta de que

hemos sobrevivido algunos? —pregunto.

—Creo que podrían llegar encualquier momento —responde Gale—. Saben que nos dirigíamos a lacalle. Seguramente la explosión losdespistará unos minutos, pero despuésempezarán a buscarnos desde ahí.

Me acerco a una ventana que da ala calle y, al asomarme a través de lascontraventanas, no me encuentro conagentes, sino con una multitud depersonas viviendo su vida. Durantenuestro viaje bajo tierra hemosabandonado las zonas evacuadas yhemos llegado a una zona bastanteanimada del Capitolio. La multitud es

nuestra única posibilidad de escapar.No tengo el holo, pero sí a Cressida,que se une a mí en la ventana,confirma que conoce nuestraubicación y me da la buena noticia deque no estamos a muchas manzanasde la mansión presidencial.

Un simple vistazo a miscompañeros me dice que no esmomento de atacar a Snow. Galesigue perdiendo sangre por el cuello,cuya herida no hemos limpiado. Peetaestá sentado en un sofá de terciopelomordiendo una almohada, ya sea paracontener la locura o para evitar ungrito. Pollux llora sobre la repisa deuna recargada chimenea. Cressida

parece decidida, pero está tan pálidaque no se le ve sangre en los labios. Amí me hace avanzar el odio. Cuandola energía del odio se agote, no servirépara nada.

—Vamos a registrar los armarios—digo.

En un dormitorio encontramoscientos de trajes, abrigos y zapatos demujer, un arco iris de pelucas ysuficiente maquillaje para pintar unacasa entera. En un dormitorio del otrolado del pasillo hay una colecciónsimilar para hombre. Quizá sean de sumarido o de un amante que ha tenidola buena suerte de no estar aquí estamañana.

Llamo a los demás para que sevistan. Al ver las muñecasensangrentadas de Peeta meto lamano en el bolsillo para sacar la llavede las esposas, pero él se aparta.

—No —me dice—, no lo hagas.Me ayudan a resistir.

—Puede que necesites las manos—comenta Gale.

—Cuando noto que me pierdo,empujo las muñecas contra ellas y eldolor me ayuda a centrarme —responde Peeta; lo dejo estar.

Por suerte, fuera hace frío, así quepodemos esconder casi todo eluniforme y las armas debajo degrandes abrigos y capas. Nos

colgamos las botas al cuello por loscordones y las escondemos, y nosponemos unos zapatos muy absurdos.Obviamente, el verdadero reto es lacara. Cressida y Pollux corren elriesgo de encontrarse con alguienconocido; a Gale podrían reconocerlopor las propos y las noticias; y a Peetay a mí nos conocen todos losciudadanos de Panem. Nosapresuramos a pintarnos la cara congruesas capas de maquillaje, usamoslas pelucas y ocultamos los ojos trasgafas de sol. Cressida nos tapa la bocay la nariz a Peeta y a mí conbufandas.

Noto que se agota el tiempo,

aunque me detengo unos segundos allenar los bolsillos de comida ymaterial de primeros auxilios.

—Permaneced juntos —digo en lapuerta.

Después salimos a la calle. Haempezado a nevar y mucha gentenerviosa se mueve a nuestro alrededorhablando de rebeldes, de hambre y demí con su cursi acento del Capitolio.Cruzamos la calle, pasamos junto aunos cuantos pisos y, justo al doblarla esquina, tres docenas de agentes dela paz pasan corriendo por nuestrolado. Nos apartamos de un salto,como hacen los ciudadanos de verdad,y esperamos a que la multitud siga

con su flujo normal.—Cressida —susurro—. ¿Se te

ocurre algún sitio?—Lo intento.Recorremos otra manzana y oímos

sirenas. Por la ventana de un piso veoun informe de emergencia e imágenesde nuestras caras. Todavía no hanidentificado a los muertos, ya que veoa Castor y Finnick entre las fotos.Dentro de nada todos los viandantesnos resultarán tan peligrosos como unagente de la paz.

—¿Cressida? —insisto.—Hay un sitio. No es ideal, pero

podemos probar —responde.La seguimos durante unas cuantas

manzanas más y pasamos por unacancela que da a lo que parece ser unaresidencia privada. Sin embargo, esuna especie de atajo porque, despuésde caminar por un jardín muyarreglado, salimos por otra cancela aun pequeño callejón que conecta dosavenidas principales. Hay unascuantas tiendas diminutas: una quecompra artículos usados y otra quevende joyas falsas. Sólo se ve a un parde personas que no nos prestanatención. Cressida empieza aparlotear en tono agudo sobre la ropainterior de piel, de lo esencial que esdurante los meses de frío.

—¡Ya verás qué precios! Créeme,

¡es la mitad de lo que se paga en lasavenidas!

Paramos delante de un escaparatemugriento lleno de maniquíes conropa interior peluda. La tienda nisiquiera parece abierta, pero Cressidaempuja la puerta y se oye unrepiqueteo irregular. Dentro de latiendecita a oscuras, en la que hayvarios estantes llenos de productos, elolor de las pieles resulta penetrante.Debe de haber poco movimiento, yaque somos los únicos clientes.Cressida va directa a la figuraencorvada sentada en la parte de atrás,y yo la sigo mientras acaricio con laspuntas de los dedos la suave ropa

junto a la que pasamos.Detrás de un mostrador me

encuentro con la persona más extrañaque he visto en mi vida. Es unejemplo extremo de mejoraquirúrgica fallida, porque seguro queni siquiera en el Capitolio podríanencontrar atractiva esta cara. Le hanestirado mucho la piel y la hantatuado con franjas negras y doradas;también le han aplastado la nariztanto que apenas existe. He vistobigotes de gato en otras personas delCapitolio, pero nunca tan largos. Elresultado es una grotesca máscarasemifelina que nos observa conrecelo.

Cressida se quita la peluca y dejaal descubierto sus vides.

—Tigris —dice—, necesitamosayuda.

Tigris. En lo más profundo de micerebro se enciende una bombilla:una versión más joven y menosinquietante de esta persona trabajó enlos primeros Juegos del Hambre querecuerdo. Era estilista, creo. Norecuerdo de qué distrito. No del 12.Después se habrá operado demasiadoy ha llegado a resultar repulsiva.

Así que aquí es donde van losestilistas cuando ya no sirven, a tristestiendas de ropa interior temática enlas que esperan a la muerte. Para que

nadie los vea.Me quedo mirando su cara y

preguntándome si sus padres deverdad le pondrían Tigris, inspirandoasí su mutilación, o si decidiría ella elestilo y se cambiaría el nombre paraque fuese a juego con las rayas.

—Plutarch me dijo que eras deconfianza —añade Cressida.

Genial, es una de las personas dePlutarch. Así que si su primermovimiento no es entregarnos alCapitolio, sí que avisará de nuestraposición a Plutarch y, por extensión,a Coin. No, la tienda de Tigris no esideal, pero es lo que tenemos porahora. Si es que desea ayudarnos. La

mujer mira al televisor que tiene en elmostrador y después nos mira anosotros, como si intentara ubicarnos.Para ayudarla, aparto la bufanda, mequito la peluca y me acerco para quela luz de la pantalla me ilumine lacara.

Tigris deja escapar un gruñidograve similar a los que me dedicabaButtercup. Se baja de su taburete ydesaparece detrás de un estante llenode mallas de piel. Se oye algodeslizándose, y después la mujer saley nos hace señas para que laacompañemos. Cressida me miracomo si preguntara: «¿Estás segura?».Pero ¿qué opción tenemos? Regresar a

la calle en estas condiciones nosgarantiza la captura o la muerte.Aparto las pieles y veo que Tigris hamovido un panel en la base de lapared. Detrás parece haber unaescalera de piedra descendente. Mehace un gesto para que entre.

Todo me huele a trampa. Sufroun momento de pánico y me vuelvohacia Tigris para mirar en sus ojosleonados. ¿Por qué hace esto? No esCinna, alguien dispuesto asacrificarse por los demás. Esta mujerera la viva imagen de lasuperficialidad del Capitolio, fue unade las estrellas de los Juegos hastaque… hasta que dejó de serlo. ¿Será

por eso? ¿Por rencor? ¿Por odio? ¿Porvenganza? En realidad, esa idea mereconforta. Las ansias de venganzapueden arder largo tiempo, sobre todosi las avivas cada vez que te miras alespejo.

—¿Te echó Snow de los Juegos?—le pregunto.

Ella se limita a mirarme y moversu rabo de tigre, disgustada.

—Porque voy a matarlo, ¿sabes?—añado.

Tigris alarga los labios en lo que,supongo, será una sonrisa. Mástranquila, me meto en el espacio queme indica.

A medio camino de las escaleras

me doy contra una cadena y tiro deella; el escondite se ilumina con unavacilante bombilla fluorescente. Esun pequeño sótano sin puertas niventanas. Poco profundo y ancho. Noserá más que un espacio entre dossótanos de verdad, un lugar cuyaexistencia pasaría desapercibida paracualquiera sin una percepción delespacio muy fina. Es frío y húmedo, yhay montones de pieles que, supongo,no han visto la luz del día desde haceaños. A no ser que Tigris nos delate,no creo que nadie nos encuentre aquí.Cuando llego al suelo de hormigón,mis compañeros empiezan a bajar losescalones. El panel vuelve a ponerse

en su sitio, y oigo cómo Tigris vuelvea mover el estante sobre sus ruidosasruedas y se sienta en su taburete denuevo. Su tienda nos ha tragado.

Y justo a tiempo, porque Galeparece a punto de derrumbarse.Hacemos una cama con las pieles, lequitamos las armas y lo ayudamos atumbarse. Al final del sótano hay ungrifo a unos treinta centímetros delsuelo con un desagüe debajo. Abro elgrifo y, después de muchassalpicaduras y óxido, empieza a fluiragua limpia. Limpiamos la herida delcuello de Gale y me doy cuenta deque las vendas no bastarán, va anecesitar puntos. Tenemos una aguja

e hilo esterilizado en el botiquín deprimeros auxilios, aunque nos faltaun médico. Se me ocurre llamar aTigris, ya que, como estilista, sabráusar una aguja. Sin embargo, esodejaría desprotegida la tienda, ybastante está haciendo ella ya.Acepto que quizá yo sea la máscualificada para el trabajo. Aprietolos dientes y suturo la herida con unaserie de puntadas irregulares. Noqueda bonito, pero servirá; después leecho un medicamento, lo vendo y ledoy analgésicos.

—Descansa un poco, estamos asalvo —le digo, y él se apaga comouna bombilla.

Mientras Cressida y Pollux hacennidos de pieles para cada uno denosotros, yo le curo a Peeta lasmuñecas. Le limpio con cuidado lasangre, le pongo antiséptico y se lasvendo por debajo de las esposas.

—Tienes que mantenerlas limpiassi no quieres que la infección seextienda y…

—Sé lo que es la septicemia,Katniss, aunque mi madre no seasanadora —responde Peeta.

Doy un salto en el tiempo yvuelvo a otra herida, a otras vendas.

—Me dijiste lo mismo en losprimeros Juegos del Hambre. ¿Real ono?

—Real —responde él—. ¿Y tuarriesgaste la vida para conseguir lamedicina que me salvó?

—Real —respondo, encogiéndomede hombros—. Gracias a ti estaba vivapara hacerlo.

—¿Ah, sí?El comentario lo desconcierta y

debe de haber un recuerdo brillanteintentando llamarle la atención,porque su cuerpo se tensa y susmuñecas recién vendadas se aprietancontra las esposas metálicas. Entoncesse queda sin energía.

—Estoy tan cansado, Katniss…—Duerme —respondo.No lo hace hasta que no le coloco

bien las esposas y lo sujeto con ellas auno de los soportes de las escaleras.No puede ser cómodo estar tumbadocon los brazos sobre la cabeza, pero sequeda dormido en cuestión deminutos.

Cressida y Pollux han preparadolas camas, sacado la comida y lossuministros médicos, y ahorapreguntan si quiero montar unaguardia. Miro la palidez de Gale y lasataduras de Peeta. Pollux lleva variosdías sin dormir, y Cressida y yo sólolo hemos hecho unas cuantas horas.Si llegara un grupo de agentes,estaríamos atrapados como ratas.Estamos a merced de una mujer

tigresa decrépita que, espero, haríacualquier cosa por ver muerto aSnow.

—Creo que no tiene ningúnsentido montar guardia —respondo—.Vamos a intentar dormir un poco.

Ellos asienten, aturdidos, y todosnos metemos en las pieles. El fuego demi interior se ha apagado, y con él,mi fuerza. Me rindo a la suave pielmohosa y al olvido.

Sólo tengo un sueño querecuerde, uno largo y cansado en elque intento llegar al Distrito 12. Elhogar que busco está intacto y sugente viva. Effie Trinket, que llamamucho la atención con una peluca

rosa vivo y un traje a medida, viajaconmigo. No hago más que intentarperderla de vista, pero ella,inexplicablemente, siempre reaparecea mi lado e insiste en que es miacompañante y la responsable de quecumpla mi horario. Sin embargo, elhorario no deja de cambiar, y siemprenos retrasamos porque falta un sello oporque Effie se rompe uno de lostacones. Acampamos varios días en unbanco de una gris estación delDistrito 7, a la espera de un tren quenunca llega. Al despertar me sientocasi más cansada que cuando paso lasnoches envuelta en imágenes desangre y terror.

Cressida, la única personadespierta, me dice que es última horade la tarde. Me como una lata deestofado de ternera y la acompañocon mucha agua. Después me reclinosobre la pared del sótano y repaso losacontecimientos del último día,muerte a muerte. Las cuento con losdedos: una, dos (Mitchell y Boggs,perdidos en la primera manzana); tres(Messalla, derretido en la vaina);cuatro, cinco (Leeg 1 y Jackson, quese sacrificaron en la picadora decarne); seis, siete y ocho (Castor,Homes y Finnick, decapitados por losmutos lagartos que olían a rosas).Ocho muertos en veinticuatro horas.

Sé lo que ha pasado y, aun así, noparece real. Seguro que Castor estádormido debajo de ese montón depieles, que Finnick bajará lasescaleras a saltos en cualquiermomento y que Boggs me contará suplan de escape.

Creer que están muertos esaceptar que los he matado. Vale,puede que a Mitchell y a Boggs no,ya que murieron en una misión deverdad, pero los demás han perdido lavida defendiéndome en una aventuraque yo me he inventado. Mi complotpara asesinar a Snow ahora me parecemuy estúpido, tan estúpido que estoyaquí, temblando en el suelo de este

sótano, haciendo recuento de nuestraspérdidas y manoseando las borlas delas botas altas plateadas que robé decasa de la mujer. Ah, sí, se me habíaolvidado eso: también la he matado aella. Ahora me dedico a asesinarciudadanos indefensos.

Me parece que ha llegado elmomento de entregarme.

Cuando los demás se despiertan,confieso: que mentí sobre la misión yque puse a todos en peligro por lograrmi venganza. Guardan silencio unbuen rato. Entonces, Gale dice:

—Katniss, ya sabíamos que Coinno te había enviado a asesinar aSnow.

—Puede que tú lo supieras, perolos soldados del 13 no —contesto.

—¿De verdad crees que Jackson setragó que seguías órdenes de Coin? —pregunta Cressida—. Claro que no,pero confiaba en Boggs, y estabaclaro que él quería que siguieras.

—Nunca le dije a Boggs lo quepretendía hacer.

—¡Se lo dijiste a la sala de Mandoentera! —exclama Gale—. Fue una detus condiciones para ser el Sinsajo:«Yo mato a Snow».

Lo veo como dos cosas distintas:negociar con Coin el privilegio deejecutar a Snow después de la guerray esta huida sin autorización por el

Capitolio.—Pero así no —insisto—, ha sido

un desastre absoluto.—Creo que podría considerarse un

éxito —responde Gale—: nos hemosinfiltrado en el campo enemigo yhemos demostrado que es posibleatravesar las defensas del Capitolio.También hemos logrado que nossaquen en los televisores delCapitolio. Gracias a nosotros reina elcaos en la ciudad y todos nos buscan.

—Plutarch estará encantado, no lodudes —añade Cressida.

—Eso es porque a Plutarch le daigual quién muera —le digo—,siempre que sus Juegos sean un éxito.

Cressida y Gale tratan deconvencerme una y otra vez. Polluxasiente para respaldarlos. Peeta es elúnico que no opina.

—¿Y tú qué piensas, Peeta? —lepregunto al fin.

—Creo… que sigues sin dartecuenta. No tienes ni idea del efectoque ejerces en los demás. —Saca lasesposas de su soporte y se sienta—.Ninguna de las personas que hemosperdido eran idiotas, sabían lo quehacían. Te siguieron porque creíanque de verdad podías matar a Snow.

No sé por qué su voz me llegacuando las de los demás no pueden,pero si tiene razón, y creo que sí, sólo

hay una forma de pagar la deuda quehe contraído con esas personas. Sacoel mapa de papel que tengo en elbolsillo del uniforme y lo extiendo enel suelo con energía renovada.

—¿Dónde estamos, Cressida?La tienda de Tigris se encuentra a

unas cinco manzanas del Círculo de laCiudad y la mansión de Snow.Estamos a poca distancia a pie poruna zona en la que las vainas se handesactivado para salvaguardar laseguridad de los residentes. Tenemosdisfraces que, quizá con algúnañadido peludo de Tigris, nospermitirían llegar hasta allí. Pero¿después qué? Seguro que la mansión

está bien protegida y cuenta con unsistema de vigilancia por cámara lasveinticuatro horas del día, además delas trampas que podrían activarse contan sólo encender un interruptor.

—Lo que necesitamos es sacarlo acampo abierto —me dice Gale—. Asíuno de nosotros podría abatirlo.

—¿Sigue apareciendo en públicoalguna vez? —pregunta Peeta.

—Creo que no —respondeCressida—. Todos los discursosrecientes que he visto los ha dadodesde su mansión, incluso antes deque llegaran aquí los rebeldes.Supongo que aumentó la vigilanciadespués de que Finnick airease sus

delitos.Es cierto, ahora no sólo son los

Tigris del Capitolio los que odian aSnow, sino una red de personas quesaben lo que hizo a sus amigos yfamiliares. Haría falta algo rayano enlo milagroso para sacarlo, algo como…

—Seguro que saldría por mí —afirmo—. Si me capturasen. Lo haríalo más público posible, organizaríami ejecución en su porche. —Dejoque todos asimilen lo que acabo dedecir—. Así Gale podría disparardesde la multitud.

—No —responde Peeta,sacudiendo la cabeza—. Ese plantiene demasiados finales alternativos.

Snow podría decidir retenerte ytorturarte para sacarte información.O hacer que te ejecuten en públicosin estar él presente. O matartedentro de la mansión y exponer tucadáver en la puerta.

—¿Gale? —pregunto.—Creo que es una solución

extrema. Quizá si fallara todo lodemás. Vamos a seguir pensando.

En el silencio, oímos las mullidaspisadas de Tigris sobre nosotros. Debede ser la hora de cerrar. Está echandollave, quizá cerrando lascontraventanas. Unos minutosdespués se abre el panel de lo alto delas escaleras.

—Subid —nos dice una voz grave—. Tengo comida para vosotros.

Es la primera vez que habla desdeque llegamos. No sé si es algo naturalo si le ha costado años de práctica,pero su forma de hacerlo recuerda alronroneo de un gato.

Mientras subimos las escaleras,Cressida pregunta:

—¿Te has puesto en contacto conPlutarch, Tigris?

—No tengo medios para hacerlo—responde ella, encogiéndose dehombros—. Se imaginará que estáisen un piso franco. No te preocupes.

¿Preocuparnos? Siento un aliviotremendo al saber que no me llegarán

órdenes directas (que deba evitar) del13 y que tampoco tendré queinventarme una defensa viable para ladecisiones que he tomado en los dosúltimos días.

En el mostrador de la tienda hayalgunos trozos de pan rancio, unacuña de queso mohoso y mediabotella de mostaza. Eso me recuerdaque no todos los ciudadanos delCapitolio tienen la tripa llena estosdías. Me veo obligada a decirle aTigris que nos queda algo de comida,pero ella desecha mis objeciones.

—Yo apenas como nada —explica—. Y lo poco que como es carnecruda.

Me parece que se ha metidodemasiado en su personaje, aunque nolo cuestiono; me limito a rascarle elmoho al queso y dividir la comidaentre nosotros.

Mientras comemos, vemos lasúltimas noticias del Capitolio. ElGobierno ha descubierto por fin quenosotros cinco somos los únicossupervivientes rebeldes. Ofrecen unasrecompensas enormes porinformación que conduzca a nuestracaptura. Enfatizan lo peligrosos quesomos y nos muestran disparando alos agentes de la paz, aunque no sacana los mutos arrancándoles las cabezas.Preparan un trágico tributo a la

mujer que sigue tumbada donde ladejé, con la flecha clavada en elcorazón. Alguien le ha retocado elmaquillaje para las cámaras.

Los rebeldes dejan que elCapitolio emita sin problemas.

—¿Han hecho alguna declaraciónhoy los rebeldes? —pregunto a Tigris,y ella sacude la cabeza—. Dudo queCoin sepa qué hacer conmigo ahoraque ha descubierto que sigo viva.

Tigris deja escapar una risaprofunda.

—Nadie sabe qué hacer contigo,nena —comenta.

Después me obliga a llevarme unpar de mallas de piel, aunque no

pueda pagárselas. Es uno de esosregalos que no te queda más remedioque aceptar y, en cualquier caso, enel sótano hace frío.

Abajo, después de la cena,seguimos devanándonos los sesos paradar con un plan. No sacamos nada enclaro, aunque sí acordamos que nopodemos seguir juntos y quedeberíamos intentar infiltrarnos en lamansión antes de probar a usarmecomo cebo. Acepto este segundopunto para evitar más discusiones; sidecido entregarme, no necesito ni elpermiso ni la participación de nadie.

Cambiamos vendas, esposamos aPeeta a su soporte y nos ponemos a

dormir. Unas horas después, medespierto y oigo una conversación envoz baja entre Peeta y Gale.Imposible no cotillear.

—Gracias por el agua —dicePeeta.

—Tranquilo —responde Gale—,me despierto unas diez veces cadanoche.

—¿Para asegurarte de que Katnisssigue aquí?

—Algo así —reconoce Gale.Guardan silencio un momento y

después Peeta habla de nuevo:—Ha tenido gracia lo que ha

dicho Tigris, lo de que nadie sabe quéhacer con ella.

—Bueno, y menos nosotros —responde Gale.

Los dos se ríen. Qué raro es oírloshablar así, casi como amigos, cosa queno son. Nunca lo han sido, aunquetampoco son exactamente enemigos.

—Te quiere, ¿sabes? —dice Peeta—. Prácticamente me lo dijo despuésde tus latigazos.

—No te lo creas —responde Gale—. Viendo cómo te besó en elVasallaje… Bueno, a mí nunca me habesado así.

—No era más que parte del teatro—le asegura Peeta, aunque noto queduda.

—No, te la ganaste. Lo diste todo

por ella. Quizá sea la única forma deconvencerla de que la amas. —Secalla un momento—. Tendría quehaberme presentado voluntario por tien los primeros Juegos. Paraprotegerla.

—No podías, nunca te lo habríaperdonado. Tenías que cuidar de sufamilia, le importan más que la vida.

—Bueno, eso no será problemadentro de nada. Es poco probable quelos tres lleguemos vivos al final de laguerra. Y si lo conseguimos, supongoque es problema de Katniss. A quiénelegir, me refiero —dice Gale, ybosteza—. Deberíamos dormir unpoco.

—Sí. —Oigo cómo se deslizan lasesposas de Peeta por el soportecuando se tumba—. Me preguntocómo se decidirá.

—Bueno, yo ya lo sé —aseguraGale; apenas logro oírlo por culpa dela capa de pieles que tiene encima—:Katniss elegirá al que necesite parasobrevivir.

2424

Noto un escalofrío, ¿de verdad soytan calculadora? Gale no ha dicho:«Katniss elegirá al que necesite paraque no se le rompa el corazón», nisiquiera «elegirá al que necesite parapoder seguir viviendo». Eso habríadado a entender que me motiva lapasión. Mi mejor amigo predice queescogeré a la persona «que necesitepara sobrevivir». Ahí no hay ni rastrode que me mueva el amor, el deseo o,al menos, la compatibilidad; según él,

realizaré una evaluacióndesapasionada de qué puedenofrecerme mis posibles parejas. Comosi, al final, todo se redujera a quiénme permitirá llevar una vida máslarga, si un panadero o un cazador. Eshorrible que Gale lo haya dicho y quePeeta no lo haya negado, y máscuando el Capitolio y los rebeldeshan robado y explotado todas y cadauna de mis emociones. En estosmomentos, la elección sería simple:puedo sobrevivir perfectamente sinninguno de los dos.

Por la mañana no me quedanenergías ni tiempo que dedicar a missentimientos heridos. Nos reunimos

alrededor de la televisión de Tigrisantes del alba para desayunar paté dehígado y galletas de higo, y vemosuna de las interrupciones de Beetee.Hay novedades en la guerra; alparecer, a un emprendedorcomandante, inspirado por la olanegra, se le ha ocurrido confiscar losautomóviles abandonados y enviarlossin conductor por las calles. Loscoches no disparan todas las vainas,aunque sí la mayor parte de ellas. Aeso de las cuatro de la mañana, losrebeldes han empezado a entrar portres caminos distintos (a los que serefieren simplemente como líneas A,B y C) al corazón del Capitolio. Así

han logrado asegurar una manzanatras otra con pocas víctimas.

—Esto no puede durar —dice Gale—. De hecho, me sorprende que hayaservido tanto tiempo. El Capitolio seadaptará desactivando algunastrampas concretas para activarlascuando sus objetivos estén al alcance.

Pocos minutos después de estapredicción, vemos cómo pasa enpantalla: un pelotón envía un cochepor la calle y dispara cuatro vainas.Todo parece ir bien. Tres soldadosvan a reconocer el terreno y lleganbien al final de la calle. Pero cuandoun grupo de veinte soldados rebeldeslos siguen, las macetas con rosales de

una floristería acaban volándolos enpedazos.

—Seguro que Plutarch se estátirando de los pelos por no podercortar la emisión —dice Peeta.

Beetee le devuelve laretransmisión al Capitolio, donde unaperiodista de rostro serio anuncia quelos civiles deben evacuar sus casas.Entre su actualización y la historiaanterior, consigo marcar en el mapalas posiciones de los dos ejércitos.

Oigo pasos en la calle, me acercoa las ventanas y me asomo por unarendija de las contraventanas. Unespectáculo extravagante estáteniendo lugar bajo los primeros

rayos del sol: refugiados de losedificios ocupados se dirigen al centrodel Capitolio. Los más aterrados vanen camisón y zapatillas, mientras quelos previsores están abrigados convarias capas de ropa. Llevan de todo,desde ordenadores portátiles ajoyeros, pasando por macetas. Unhombre en bata sólo lleva un plátanodemasiado maduro. Los niños,desconcertados y somnolientos,tropiezan detrás de sus padres; lamayoría están demasiado perplejos oaturdidos para llorar. Veo trocitos deellos desde mi posición: unos grandesojos castaños; un brazo agarrado a unamuñeca; un par de pies descalzos

azulados que se dan contra losirregulares adoquines del callejón…Verlos me recuerda a los niños del 12que murieron intentando huir de lasbombas incendiarias. Me alejo de laventana.

Tigris se ofrece a hacernos deespía, ya que es la única por la que noofrecen recompensa. Después deescondernos abajo, sale al Capitoliopara recabar cualquier informaciónútil.

Mientras, doy vueltas por nuestroencierro y vuelvo locos a los demás.Algo me dice que no aprovechar lamarea de refugiados es un error, ¿quémejor disfraz podríamos tener? Por

otro lado, cada persona de las queabarrotan las calles es otro par de ojosmás buscando a los cinco rebeldeshuidos. Pero ¿qué sacamosquedándonos aquí? Lo único quehacemos es acabar con nuestrapequeña reserva de comida y esperar…¿a qué? ¿A que los rebeldes tomen elCapitolio? Podrían tardar semanas, yno sé bien qué haría yo si loconsiguieran. No correría asaludarlos. Coin haría que mellevaran al 13 antes de que pudieradecir: «Jaula, jaula, jaula». No herecorrido todo este camino, no heperdido a toda esta gente, paraentregarme a esa mujer. Yo mato a

Snow. Además, habría un montón decosas sobre los últimos días que nosería capaz de explicar. Varias deellas, si llegaran a saberse, supondríantirar a la basura mi trato para lograr lainmunidad de los vencedores. Encima,dejándome a mí aparte, me da laimpresión de que los demás van anecesitarla. Como Peeta, que, pormuchas vueltas que se le dé, apareceen una grabación empujando aMitchell hacia aquella red de lavaina. Me imagino lo que el consejode guerra de Coin haría con eso.

A última hora de la tardeempezamos a inquietarnos con laprolongada ausencia de Tigris.

Hablamos de la posibilidad de que lahayan detenido, de que nos hayaentregado voluntariamente o de que,simplemente, haya resultado heridaen la oleada de refugiados. Sinembargo, alrededor de las seis, laoímos regresar. Un maravilloso olor acarne frita lo inunda todo: Tigris nosha preparado una sartén de jamóntroceado con patatas. Hace días queno comemos caliente y, mientrasespero a que me sirva, temo ponermea babear.

Intento prestar atención a lo quenos cuenta Tigris mientras como,pero el dato más importante quecapto es que, en estos momentos, la

ropa interior de piel es un bienvalioso, sobre todo para las personasque han salido de sus hogares enpijama. Muchos siguen en la calleintentando encontrar cobijo parapasar la noche. Los que viven en losexclusivos pisos del centro no hanabierto sus puertas a los desplazados,sino todo lo contrario: la mayoría lasha cerrado a cal y canto, ha cerradolas contraventanas y ha fingido noestar en casa. Ahora el Círculo de laCiudad está lleno de refugiados, y losagentes van de puerta en puerta,incluso derribándolas en casonecesario, para asignar invitados.

En la televisión vemos a un

lacónico jefe de los agentes de la pazestableciendo cuántas personas pormetro cuadrado debe admitir cadaresidente. Recuerda a los ciudadanosdel Capitolio que las temperaturasbajarán por debajo de los cero gradosesta noche y advierte que elpresidente espera que sean anfitrionesno sólo bien dispuestos, sinoentusiastas, en estos tiempos de crisis.Después enseñan unas grabacionesmuy preparadas de ciudadanospreocupados que dan la bienvenida aunos refugiados agradecidos. El jefede los agentes dice que el presidenteen persona ha ordenado que parte desu mansión se prepare para acoger a

un buen número de los ciudadanosmañana. Añade que los tenderostambién deben prepararse paraprestar su espacio, si así se les solicita.

—Tigris, ésa podrías ser tú —dicePeeta.

Me doy cuenta de que tienerazón, que incluso esta estrechísimatienda resultará apropiada cuandoaumente el número de personas. Queacabaríamos atrapados de verdad en elsótano y podrían descubrirnos encualquier momento. ¿Cuántos díastenemos? ¿Uno? ¿Quizá dos?

El jefe de los agentes vuelve conmás instrucciones para la población.Al parecer, hubo un desgraciado

incidente esta noche: una multitudmató a palos a un joven que separecía a Peeta. Por tanto, se pide quese informe de inmediato a lasautoridades de cualquieravistamiento, de modo que lasautoridades se encarguen de laidentificación y detención delsospechoso. Muestran una foto de lavíctima. Aparte de unos rizosdecolorados, se parece tanto a Peetacomo yo.

—La gente se ha vuelto loca —murmura Cressida.

Vemos una breve actualización delos rebeldes y descubrimos que hantomado varias manzanas más. Apunto

los cruces en el mapa y lo examino.—La línea C está a tan sólo cuatro

manzanas de aquí —anuncio.Por algún motivo, eso me pone

más nerviosa que la idea de losagentes buscando alojamiento. Derepente, me vuelvo muy hacendosa.

—Deja que lave los platos.—Te echaré una mano —dice

Gale, y se pone a recogerlos.Noto que Peeta nos sigue con la

mirada cuando salimos del cuarto. Enla diminuta cocina que está en laparte de atrás de la tienda de Tigris,lleno el fregadero de agua y jabón.

—¿Crees que es cierto que Snowdejará entrar a los refugiados en su

mansión? —pregunto.—Creo que tiene que hacerlo, al

menos para las cámaras.—Me iré por la mañana.—Voy contigo —dice Gale—.

¿Qué hacemos con los demás?—Pollux y Cressida podrían ser

útiles, son buenos guías.Claro que Pollux y Cressida no

son el verdadero problema.—Pero Peeta es demasiado… —

empiezo.—Imprevisible —me ayuda Gale

—. ¿Crees que seguirá dispuesto aquedarse atrás?

—Podemos explicarle que nospondría en peligro —respondo—.

Quizá se quede aquí si loconvencemos.

Peeta se toma nuestra sugerenciade manera muy racional y acepta deinmediato que su compañía podríaponer a los demás en peligro. Justocuando creo que va a funcionar, quees capaz de quedarse escondido en elsótano de Tigris, anuncia que va asalir él solo.

—¿Para hacer qué? —preguntaCressida.

—No estoy seguro. Quizá todavíasirva para crear una distracción. Yavisteis lo que le pasó al hombre que seme parecía.

—¿Y si… pierdes el control? —

pregunto.—¿Si me vuelvo muto, quieres

decir? Bueno, si noto que empieza,intentaré volver aquí —me asegura.

—¿Y si Snow te vuelve a atrapar?—pregunta Gale—. Ni siquiera tienesun arma.

—Tendré que arriesgarme. Comovosotros.

Los dos se miran, y entonces Galese mete la mano en el bolsillo delpecho, saca su pastilla de jaula denoche y la pone en la mano de Peeta.Peeta la deja sobre la palma abierta,sin rechazarla ni aceptarla.

—¿Y tú? —pregunta a Gale.—No te preocupes, Beetee me

enseñó a detonar las flechasexplosivas a mano. Si eso falla, tengomi cuchillo. Y tengo a Katniss —añade Gale, sonriendo—. Ella no lesdará la satisfacción de atraparme convida.

La idea de que unos agentes selleven a Gale hace que la canciónvuelva a sonarme en la cabeza:

¿Vas, vas a volveral árbol…

—Acéptala, Peeta —digo con vozcansada, cerrando sus dedos en torno ala pastilla—. No tendrás a nadie paraayudarte.

Pasamos una mala noche, nosdespiertan las pesadillas de los demásy nuestras cabezas no dejan de darvueltas a los planes del día siguiente.Me alegro cuando llegan las cinco ypodemos empezar con lo que el díanos tenga preparado. Nos comemosun revoltijo de los restos de la comida(melocotones enlatados, galletassaladas y caracoles) y dejamos unalata de salmón para Tigris comoexiguo pago por todo lo que hahecho. El gesto la conmueve; su rostrose contrae en una expresión extraña yse pone en acción como una bala: sepasa una hora remodelándonos. Nosviste de modo que la ropa normal

esconda los uniformes incluso antesde ponernos las capas y los abrigos.Cubre las botas militares con unaespecie de zapatillas peludas. Nossujeta las pelucas con horquillas.Limpia los estridentes restos delmaquillaje que nos aplicamos a todaprisa y nos vuelve a pintar. Nosenvuelve en la ropa de abrigo paraocultar las armas. Después nos dabolsos y hatillos con chismes. Al finalsomos como cualquier otro refugiadoque huye de los rebeldes.

—Nunca subestimes el poder deuna estupenda estilista —dice Peeta;cuesta saberlo con certeza, pero creoque Tigris se ha ruborizado debajo de

sus franjas.No hay noticias interesantes en la

tele, aunque el callejón parece tanlleno de refugiados como la mañanaanterior. Nuestro plan es meternosentre la multitud en tres grupos.Primero irán Cressida y Pollux, queharán de guías a una distancia segurade nosotros. Después Gale y yo, quepretendemos meternos entre losrefugiados asignados a la mansión. Ypor último, Peeta, que irá detrás denosotros por si hace falta armar unalboroto.

Tigris observa a través de lascontraventanas hasta que llega elmomento apropiado, abre la puerta, y

hace un gesto a Cressida y Pollux.—Cuidaos —dice, y se van.Nosotros lo haremos dentro de un

minuto. Saco la llave, le quito lasesposas a Peeta y me las meto en elbolsillo. Él se restriega las muñecas ylas flexiona. Noto que ladesesperación se adueña de mí, escomo volver al Vasallaje de losVeinticinco, cuando Beetee nos dio elrollo de alambre a Johanna y a mí.

—Oye, no hagas ninguna tontería—le digo.

—No, sólo si no hay más remedio.De verdad.

Le rodeo el cuello con los brazos ynoto que vacila antes de devolverme

el gesto. No es tan firme como antes,pero sigue siendo un abrazo cálido yfuerte. Mil momentos pasan por micabeza, todas las veces que estosbrazos fueron mi único refugio delmundo. Quizá no los apreciara comodebía entonces, pero son recuerdosdulces que se irán para siempre.

—De acuerdo —digo, y lo suelto.—Ha llegado el momento —dice

Tigris.Le doy un beso en la mejilla, me

ajusto la capa roja con capucha, meacerco la bufanda a la nariz y sigo aGale al exterior.

Unos helados copos de nieve mecortan la piel. El sol sale, intentando

atravesar la penumbra sin muchoéxito. Hay luz suficiente para ver lasformas abrigadas más cercanas, peropoco más. En realidad serían lascondiciones perfectas si lograralocalizar a Cressida y Pollux. Gale yyo bajamos la cabeza y arrastramoslos pies entre los refugiados. Oigo loque me perdí al asomarme a lascontraventanas ayer: llantos, gemidos,respiraciones agitadas… y, no muylejos, disparos.

—¿Adónde vamos, tío? —lepregunta un niñito tembloroso a unhombre que carga con una pequeñacaja fuerte.

—A la mansión del presidente.

Nos asignarán un nuevo hogar —responde el hombre, resoplando.

Salimos del callejón y llegamos auna de las avenidas principales.

—¡Manténganse a la derecha! —ordena una voz, y veo que los agentesestán mezclados entre lamuchedumbre, dirigiendo el tráficohumano. En los escaparates de lastiendas, que ya están llenas derefugiados, se ven rostros temerosos.A este ritmo, Tigris tendrá invitadospara la comida. Ha sido buena ideairnos ya.

Hay más luz a pesar de la nieve.Localizo a Cressida y a Pollux a unostreinta metros de nosotros, avanzando

con la multitud. Me vuelvo para versi encuentro a Peeta; no lo consigo,aunque sí me topo con la mirada decuriosidad de una niña vestida con unabrigo amarillo limón. Le doy uncodazo a Gale y freno un poco paraque se forme un muro de gente entrela niña y nosotros.

—Quizá tengamos que separarnos—le digo entre dientes—. Hay unaniña…

Los disparos suenan entre lamuchedumbre y varias personas caenal suelo cerca de mí. Oigo gritoscuando un segundo ataque derriba aotro grupo detrás de nosotros. Gale yyo nos tiramos al suelo y nos

arrastramos los diez metros que nosseparan de las tiendas para cubrirnosdetrás de las botas de tacón que unzapatero expone delante de su tienda.

Una hilera de zapatos con plumasbloquea la vista de Gale.

—¿Quién es? —pregunta—. ¿Vesalgo?

Lo que veo entre los pares debotas de cuero de color lavanda yverde menta es una calle llena decadáveres. La niñita que me mirabaestá arrodillada al lado de una mujerinmóvil; chilla e intenta despertarla.Otra lluvia de balas atraviesa el pechode su abrigo amarillo, lo mancha derojo y la hace caer de espaldas. Me

quedo mirando su diminuta figuraarrugada en el suelo y pierdo lacapacidad de articular palabra. Galeme da un codazo.

—¿Katniss?—Están disparando desde el tejado

que tenemos encima —le digo a Gale.Veo cómo disparan unas cuantasveces más y cómo los uniformesblancos caen sobre las calles nevadas.

—Intentan derribar a los agentes,pero no son muy buenos tiradores.Deben de ser los rebeldes.

No me alegro, aunque, en teoría,mis aliados hayan llegado hasta aquí.El abrigo amarillo limón me tienehipnotizada.

—Si empezamos a disparar, todose habrá acabado —dice Gale—. Todoel mundo sabrá que somos nosotros.

Es cierto, sólo nos quedannuestros fabulosos arcos. Soltar unaflecha sería como anunciar a ambosbandos que estamos aquí.

—No —respondo concontundencia—, tenemos que llegarhasta Snow.

—Pues será mejor que empecemosa movernos antes de que caiga toda lamanzana.

Nos abrazamos a la pared yseguimos avanzando por la calle; elproblema es que la pared está llena deescaparates. Un patrón de palmas

sudorosas y rostros asustados seaplasta contra los cristales. Melevanto más la bufanda para tapar lospómulos mientras corremos entre lasexposiciones exteriores. Detrás de unestante lleno de fotos de Snowenmarcadas nos encontramos con unagente de la paz herido apoyado enuna pared de ladrillo. Nos pideayuda. Gale le da una patada en lasien y le quita la pistola. En el crucedispara a un segundo agente de la pazy los dos nos hacemos así con armasde fuego.

—Bueno, ¿quiénes se supone quesomos ahora? —pregunto.

—Ciudadanos desesperados del

Capitolio —responde Gale—. Losagentes de la paz creerán que estamosde su lado y, con suerte, los rebeldestendrán objetivos más interesantes.

Estoy meditando si este nuevopapel nos conviene mientras corremospor el cruce, pero, cuando llegamos ala siguiente manzana, ya da igualquiénes seamos. Da igual quién esquién, porque nadie mira a la cara.Los rebeldes están aquí, sin duda;avanzan por la avenida, se cubren enlos portales, detrás de los vehículos,disparando, gritando órdenes roncasmientras se preparan para encontrarsecon el ejército de agentes de la pazque arremeten contra nosotros.

Atrapados en el fuego cruzado estánlos refugiados desarmados,desorientados y heridos.

Una vaina se activa delante denosotros y libera un chorro de vaporque cuece a todos los que seencuentra a su paso, dejando a lasvíctimas rosas como intestinos y muymuertas. Después de eso desaparece elpoco orden que quedaba. Como losrestos de vapor se mezclan con lanieve, la visibilidad sólo llega al finalde mi arma. Agente, rebelde,ciudadano, ¿quién sabe? Todo lo quese mueve es un blanco. La gentedispara por reflejo, y yo no soy unaexcepción. Con el corazón a mil por

hora y la adrenalina circulando porlas venas, todos son enemigos salvoGale, mi compañero de caza, la únicapersona que me cubre las espaldas.Sólo podemos seguir adelantematando a cualquiera que se cruce ennuestro camino. Personas gritando,personas sangrando, personas muertaspor todas partes. Al llegar a lasiguiente esquina, toda la manzanaque tenemos delante se ilumina conun intenso brillo morado.Retrocedemos, nos escondemos en elhueco de una escalera y miramos laluz con los ojos entrecerrados. Algopasa con los que reciben la luz, losataca… ¿Qué? ¿Un sonido? ¿Una

onda? ¿Un láser? Se les caen lasarmas, se llevan los dedos a la cara yles sale sangre por todos los orificiosvisibles: ojos, nariz, boca y orejas. Enmenos de un minuto están todosmuertos y desaparece la luz. Aprietolos dientes y corro; salto sobre loscadáveres y me resbalo con la sangre.El viento agita la nieve y la convierteen remolinos cegadores, aunque noapaga el sonido de otra oleada debotas que vienen hacia nosotros.

—¡Abajo! —le susurro a Gale.Nos dejamos caer donde estamos.

Mi cara aterriza en el charco calientede la sangre de alguien, pero me hagola muerta, me quedo quieta mientras

las botas marchan por encima denosotros. Algunos evitan loscadáveres. Otros me pisan la mano, laespalda y me dan patadas en la cabezaal pasar. Cuando se alejan las botas,abro los ojos y asiento en dirección aGale.

En la siguiente manzana nosencontramos con más refugiadosaterrados, aunque pocos soldados.Justo cuando creemos haberencontrado un respiro, se oye uncrujido como el de un huevo contra elborde de un cuenco, multiplicado pormil. Nos paramos y buscamos lavaina. No hay nada. Entonces notoque las puntas de las botas se inclinan

ligeramente.—¡Corre! —le grito a Gale.No hay tiempo para

explicaciones, pero en pocossegundos queda clara la naturaleza dela trampa: se ha abierto una grieta enel centro de la manzana. Los dos ladosde la calle de baldosas se doblan haciadentro como si fueran alerones yechan a la gente en el interior de loque hay debajo.

No sé si correr hasta el siguientecruce o intentar llegar a las puertasque recorren la calle y entrar en unode los edificios. Como no me decido,acabo moviéndome casi en diagonal.Conforme el alerón se inclina, pierdo

pie, cada vez me cuesta másagarrarme a las resbaladizas baldosas.Es como correr por la ladera de unacolina helada que cada vez está máspendiente. Mis dos destinos (el crucey los edificios) están a unos diezmetros cuando noto que el aleróncede. No puedo más que usar misúltimos segundos de conexión con lasbaldosas para tomar impulso y saltarhacia el cruce. Cuando me agarro alborde, me doy cuenta de que losalerones están completamenteverticales. Los pies me cuelgan en elaire, no tienen punto de apoyo. Delfondo, a unos cincuenta metros de miposición, llega un hedor horrible,

como a cadáveres putrefactos al calordel verano. Unas formas negras searrastran entre las sombras y silenciana los que han sobrevivido a la caída.

Dejo escapar un grito ahogado,aunque nadie acude en mi ayuda. Losdedos se me resbalan por el borde dehielo hasta que me doy cuenta de queestoy a menos de dos metros de laesquina de la vaina. Avanzo con lasmanos por el borde intentandobloquear los aterradores sonidos delfondo. Cuando llego a la esquina,paso la bota derecha por encima, seagarra a algo y, con mucho esfuerzo,subo al nivel de la calle jadeando ytemblando. Me levanto y me aferro a

una farola para estabilizarme, aunqueel suelo aquí está llano del todo.

—¿Gale? —grito al abismo, me daigual que me reconozcan—. ¿Gale?

—¡Aquí! —responde, y mirodesconcertada a la izquierda.

El alerón se abrió hasta la mismabase de los edificios. Una docena depersonas ha conseguido llegar hastaallí y cuelga de cualquier cosa que lesofrezca un anclaje: pomos, aldabas,ranuras de buzones… A tres puertas demí, Gale está sujeto a la rejilla dehierro decorativa que rodea la puertade un piso. Podría entrar fácilmente siestuviera abierta, pero, a pesar depatear la puerta varias veces, nadie

abre.—¡Cúbrete! —grito, levantando el

arma.Él se vuelve y yo agujereo la

puerta hasta que revienta haciadentro. Gale se mete y aterriza hechoun ovillo en el suelo. Durante uninstante experimento la alegría de surescate… hasta que veo que unasmanos con guantes blancos loagarran.

Gale me mira a los ojos y dicealgo que no puedo oír. No sé quéhacer. No puedo abandonarlo, perotampoco acercarme. Vuelve a moverlos labios y sacudo la cabeza paraindicarle mi desconcierto. En

cualquier momento se darán cuentade quién es. Los agentes lo estánmetiendo dentro.

—¡Vete! —lo oigo chillar.Me vuelvo y corro, sola. Gale está

prisionero. Cressida y Pollux podríanhaber muerto ya diez veces. ¿YPeeta? No lo he visto desde quesalimos de casa de Tigris. Me aferro ala idea de que ha vuelto, de que hasentido que sufría una crisis y haregresado al sótano antes de perder elcontrol. Soy consciente de que no lonecesitábamos para distraer a nadie:el Capitolio ya ha montadodistracciones de sobra para todos. Nohace falta que se convierta en cebo ni

que se tome la jaula de noche… ¡Lajaula de noche! Gale no tiene. Y encuanto a lo que decía de detonar amano las flechas, no tendrá esaoportunidad. Lo primero que haránlos agentes es quitarle las armas.

Caigo en un portal y los ojos seme llenan de lágrimas. «Dispárame»,eso es lo que estaba diciendo. ¡Sesuponía que yo iba a dispararle! Éseera mi trabajo, era nuestra promesatácita, la que nos habíamos hecho losunos a los otros. No he cumplido, yahora el Capitolio lo matará, lotorturará, lo secuestrará o… Empiezo anotar que me rajo por dentro, quecorro el peligro de volver a hacerme

pedazos. Sólo me queda unaesperanza: que el Capitolio caiga,rinda las armas y entregue a losprisioneros antes de que hagan daño aGale. Sin embargo, no creo quesuceda mientras Snow siga con vida.

Un par de agentes pasa corriendojunto a mí sin apenas mirar a lallorona chica del Capitolioacurrucada en un portal. Me trago laslágrimas, me limpio las de la caraantes de que se congelen e intentorecuperarme. Vale, sigo siendo unarefugiada anónima. ¿O me vieron losagentes que atraparon a Gale cuandohuía? Me quito la capa, le doy lavuelta y dejo que se vea el forro negro

en vez del exterior rojo. Me coloco lacapucha de modo que me oculte lacara. Me pego el arma al pecho yexamino la manzana. Sólo hay unpuñado de rezagados con aspectoaturdido. Me pongo detrás de un parde ancianos que no me prestanatención, nadie espera que esté conancianos. Cuando llegamos al finaldel siguiente cruce, se detienen yestoy a punto de chocarme con ellos.Es el Círculo de la Ciudad. Al otrolado de la gran explanada rodeada degrandiosos edificios está la mansióndel presidente.

El Círculo está lleno de gente queda vueltas, gime o se sienta a dejar

que la nieve se acumule a sualrededor. Encajo perfectamente.Empiezo a abrirme camino hacia lamansión, tropezando con tesorosabandonados y extremidadescubiertas de blanco. A medio caminoveo la barricada de hormigón demetro y medio de altura que seextiende formando un rectángulodelante de la mansión. Debería estarvacía, pero está llena de refugiados.Quizá sea el grupo que han elegidopara proteger en la mansión. Sinembargo, al acercarme veo otra cosa:todos los del interior son niños, desdebebés que dan sus primeros pasoshasta adolescentes; asustados y

helados, acurrucados en grupos omeciéndose entumecidos en el suelo.No los conducen a la mansión, loshan metido allí dentro y los vigilanagentes por todas partes. Entiendo deinmediato que no lo han hecho paraprotegerlos. Si el Capitolio quisieragarantizar su seguridad los habríaescondido en un búnker en algunaparte. Los niños son el escudohumano de Snow.

Se oye un alboroto y la gente seva hacia la izquierda. Me veoatrapada entre cuerpos más grandes,llevada de lado, desviada de micamino.

—¡Los rebeldes! ¡Los rebeldes! —

gritan, y sé que deben de haberentrado.

El impulso de la muchedumbreme estrella contra el asta de unabandera y me aferro a ella. Uso lacuerda que cuelga de la parte superiorpara subir y apartarme del empuje delos cuerpos. Sí, veo que el ejércitorebelde entra en el Círculo, lo quehace que los refugiados se retiren a lasavenidas. Examino la zona en buscade las vainas que tendrían que estarestallando, pero no las hay. Lo quepasa es lo siguiente:

Un aerodeslizador con el sello delCapitolio se materializa justo encimade los niños de la barricada. Decenas

de paracaídas plateados llueven sobreellos y, a pesar del caos, los niñossaben lo que hay en los paracaídas:comida, medicinas y regalos. Losrecogen con ansia y abren las cuerdascomo pueden con sus dedos heladosde frío. El aerodeslizador desaparece,pasan cinco segundos y unos veinteparacaídas estallan a la vez.

De la multitud surge un gemidocolectivo. La nieve está roja ycubierta de miembros humanosdiminutos. Muchos de los niñosmueren al instante, mientras queotros yacen agonizando en el suelo.Algunos se tambalean, entumecidos,mirando los restos de los paracaídas

plateados que tienen en las manos,como si todavía pudieran conteneralgo maravilloso en su interior. Por laforma en que los agentes retiran lasbarricadas y corren hacia los niños séque no sabían lo que iba a pasar. Otrogrupo de uniformes blancos correhacia el lugar, pero no son agentes dela paz, sino sanitarios, sanitariosrebeldes. Reconocería los uniformesen cualquier parte. Se meten entre losniños, armados con equipos médicos.

Primero vislumbro una trenzarubia. Después, cuando se quita elabrigo para cubrir a un niño quellora, veo la colita de pato que haformado su camisa al salirse y tengo

la misma reacción que el día queEffie Trinket la llamó en la cosecha.Debo de haber perdido las fuerzas, yaque me encuentro sin darme cuentaen la base del asta y no sé qué hapasado en los últimos segundos.Después empujo a la multitud, comohice en aquella ocasión. Intentogritar su nombre para que me oigapor encima del escándalo. Estoy casiallí, casi en la barricada, cuando meparece que me oye porque, duranteun momento, me ve y sus labiosforman mi nombre.

Es entonces cuando estallan losdemás paracaídas.

2525

¿Real o no? Estoy ardiendo. Las bolasde fuego que surgieron de losparacaídas salen por encima de lasbarricadas, atraviesan el aire cargadode nieve y aterrizan entre lamuchedumbre. Estaba volviéndomecuando me acertó una, me recorrió laespalda con una lengua de fuego y metransformó en algo nuevo, en unacriatura tan inextinguible como elsol.

Un muto de fuego sólo percibe

una cosa: la agonía. Ni vista, nisonido, ni otra sensación que no sea elimplacable ardor de la carne. Quizápase por momentos de inconsciencia,pero ¿qué más da si no me ofrecenconsuelo? Soy el pájaro de Cinna,ardiendo, volando como loca paraescapar de algo de lo que no puedoescapar: las plumas de llamas que mesalen del cuerpo; si las bato no hagomás que avivar el fuego. Me consumosin fin.

Al final mis alas ceden, pierdoaltura y la gravedad me tira a un marespumoso del color de los ojos deFinnick. Floto sobre la espalda, quesigue ardiendo debajo del agua,

aunque la agonía se convierte endolor. Cuando voy a la deriva, incapazde navegar, aparecen ellos: losmuertos.

Los seres que amaba vuelan comopájaros por el cielo que me cubre.Suben, revolotean, me llaman paraque me una a ellos. Estoy deseandoseguirlos, pero el agua de mar mesatura las alas, impide que me eleve.Los seres que odiaba están en el agua,son horribles criaturas con escamasque me arrancan la carne salada consus dientes afilados. Me muerden unay otra vez, me arrastran bajo lasuperficie.

El pajarito blanco con manchas

rosas se mete en el agua, me clava lasgarras en el pecho e intentamantenerme a flote.

—¡No, Katniss! ¡No! ¡No puedesirte!

Pero los que odiaba estánganando, y si ella, mi pajarito, seaferra a mí, también estará perdida.

—¡Prim, suéltame!Y, finalmente, lo hace.Todos me abandonan en las

profundidades. Sólo tengo el sonidode mi respiración, el enorme esfuerzoque supone absorber el agua y sacarlade los pulmones. Quiero parar,intento aguantar el aliento, pero elmar entra a la fuerza y contra mi

voluntad.—Dejadme morir, dejad que siga a

los demás —suplico a lo que meretiene aquí. No hay respuesta.

Llevo atrapada días, años, quizásiglos. Muerta, pero sin morir deltodo. Viva, pero como si estuvieramuerta. Tan sola que cualquierpersona, cualquier cosa, pordesagradable que sea, sería bienrecibida. Sin embargo, cuando por finme visitan, es algo dulce: morflina.Corre por mis venas, amortigua eldolor, aligera mi cuerpo tanto quevuelve a subir y descansa sobre laespuma.

Espuma. Es cierto que floto sobre

espuma. La noto bajo la punta de losdedos, acunando algunas partes de micuerpo desnudo. Hay mucho dolor,pero también algo parecido a larealidad: la lija de mi garganta; el olora medicina para quemaduras de laprimera arena; el sonido de la voz demi madre. Son cosas que me asustan,así que intento regresar a lasprofundidades para encontrarlessentido, pero no hay vuelta atrás.Poco a poco, me veo obligada aaceptar que soy una chica con gravesquemaduras y sin alas, sin fuego. Sinhermana.

En el deslumbrante hospital delCapitolio, los médicos obran su

magia. Tapan mi cuerpo en carne vivacon nuevas capas de piel. Convencena las células de que son mías.Manipulan unas partes y otras,doblando y estirando las extremidadespara asegurarse de que encajen bien.Oigo una y otra vez que he tenidomucha suerte: mis ojos están bien,casi toda mi cara está bien, mispulmones responden al tratamiento yquedaré como nueva.

Cuando mi delicada piel seendurece lo bastante como parasoportar la presión de las sábanas,llegan más visitantes. La morflinaabre la puerta tanto a vivos como amuertos. Haymitch, amarillento y

serio. Cinna, que cose un nuevovestido de boda. Delly, que no deja deparlotear sobre lo agradable que estodo el mundo. Mi padre, que cantalas cuatro estrofas de El árbol delahorcado y me recuerda que mi madre(que duerme en un sillón entreturnos) no debe saberlo.

Un día me despierto y me doycuenta de que no me permitirán viviren mi mundo de ensueño. Tengo quecomer con la boca, que mover losmúsculos, que ir sola al baño. Unabreve aparición de Coin lo solucionatodo.

—No te preocupes por él —medice—. Te lo he guardado.

Los médicos no entienden por quéno hablo. Me hacen muchas pruebasy, aunque mis cuerdas vocales estánalgo dañadas, eso no lo explica. Alfinal, el doctor Aurelius, un médicode la cabeza, sale con la teoría de queme he convertido en una avox mental,aunque no física; que mi silencio sedebe al trauma emocional. Aunque lepresentan cien remedios posibles, élles dice que me dejen en paz, así queno pregunto ni por nadie ni por nada,pero la gente me ofrece uninterminable suministro deinformación. Sobre la guerra: elCapitolio cayó el día que estallaronlos paracaídas; la presidenta Coin

lidera Panem y se han enviado tropaspara acabar con los últimos reductosde resistencia. Sobre el presidenteSnow: lo han hecho prisionero, y estáa la espera de juicio y, sin duda, de suposterior ejecución. Sobre mi equipode asesinos: han enviado a Cressida ya Pollux a los distritos para cubrir losdestrozos de la guerra; Gale, querecibió dos tiros en un intento dehuida, está barriendo agentes de lapaz en el 2; Peeta sigue en la unidadde quemados (al final llegó al Círculode la Ciudad). Sobre mi familia: mimadre trabaja para olvidar su dolor.

Como yo no tengo trabajo, eldolor me aplasta. Lo único que me

hace seguir adelante es la promesa deCoin, el poder matar a Snow. Cuandolo haga, no me quedará nada.

Al final me dejan salir delhospital y me dan un cuarto en lamansión, compartido con mi madre.Ella casi nunca está allí, ya que comey duerme en el trabajo. SobreHaymitch recae la tarea de vigilarme,de asegurarse de que como y me tomolas medicinas. No soy fácil, vuelvo amis costumbres del Distrito 13: vagosin autorización por la mansión; memeto en dormitorios y despachos,salones y baños. Busco extrañosescondrijos, como un armario lleno depieles, un mueble de la biblioteca o

una bañera olvidada en unahabitación llena de mueblesdesechados. Mis escondites sonoscuros, tranquilos e imposibles deencontrar. Me acurruco, me hagocada vez más pequeña e intentodesaparecer por completo. Envueltaen silencio, le doy vueltas en lamuñeca a la pulsera que dice:«Mentalmente desorientada».

«Me llamo Katniss Everdeen.Tengo diecisiete años. Mi casa estáen el Distrito 12. Ya no hay Distrito12. Soy el Sinsajo. Vencí al Capitolio.El presidente Snow me odia. Él matóa mi hermana. Yo lo mataré a él. Ydespués los Juegos del Hambre

acabarán de una vez por todas…».Cada cierto tiempo me encuentro

de vuelta en mi cuarto sin saber biensi me ha traído mi necesidad demorflina o la insistencia deHaymitch. Me tomo la comida y lasmedicinas, y me obligan a bañarme.No me importa el agua, sino el espejoque refleja mi cuerpo de muto defuego desnudo. Los injertos todavíatienen ese color rosado de los reciénnacidos. La piel que han consideradodañada pero recuperable está roja,caliente y derretida en algunas zonas.Trocitos de mi antiguo yo brillan enmedio, blancos y pálidos. Soy comoun extraño puzle de piel. Parte del

pelo se me chamuscó por completo; elresto me lo han cortado de manerairregular. Katniss Everdeen, la chicaen llamas. No me importaría muchode no ser porque ver mi cuerpo merecuerda el dolor y la razón del dolor.Y lo que pasó justo antes de que eldolor empezara. Y que vi a mihermana pequeña convertirse en unaantorcha humana.

Cerrar los ojos no ayuda, ya que elfuego arde con más fuerza en laoscuridad.

El doctor Aurelius aparece de vezen cuando. Me gusta este hombreporque no dice cosas estúpidas comoque estoy completamente a salvo o

que sabe que, aunque no me lo crea,volveré a ser feliz algún día, o inclusoque todo irá bien en Panem a partirde ahora. Se limita a preguntarme sitengo ganas de hablar y, al ver que norespondo, se duerme en su sillón. Dehecho, creo que viene a visitarmecuando necesita una siesta. El arreglonos viene bien a los dos.

El momento se acerca, aunque nosabría dar horas y minutos exactos.Ya han juzgado al presidente Snow,lo han declarado culpable y lo hansentenciado a morir. Haymitch me locuenta y oigo hablar sobre ello alpasar junto a los guardias por lospasillos. El traje de Sinsajo llega a mi

cuarto, al igual que mi arco, que estácomo nuevo, aunque sin flechas, yasea porque se rompieron o, lo másprobable, porque creen que nodebería llevar armas. Me preguntovagamente si debería prepararme dealgún modo para el acontecimiento,pero no se me ocurre nada.

Una tarde a última hora, despuésde un largo periodo escondida en unasiento acolchado en la ventana dedetrás de una mampara pintada, salgoy giro a la izquierda en vez de a laderecha. Me encuentro en un lugardesconocido de la mansión y, deinmediato, me pierdo. A diferencia dela zona en la que me alojo, no parece

haber nadie a quien preguntar. Sinembargo, me gusta, ojalá lo hubieradescubierto antes: es muy tranquilo,las gruesas alfombras y tapicesabsorben el sonido; la iluminación estenue; los colores, apagados; se respirapaz. Hasta que huelo las rosas. Meescondo detrás de unas cortinas,temblando demasiado para correr yespero a los mutos. Al final me doycuenta de que no hay mutos.Entonces, ¿qué estoy oliendo? ¿Rosasde verdad? ¿Es posible que esté cercadel jardín donde crecen esas floresmalvadas?

Conforme avanzo por el pasillo, elolor se hace más intenso, quizá no

tanto como el de los mutos de verdad,aunque sí más puro, ya que no estámezclado con el hedor de las aguasresiduales y los explosivos. A lavuelta de una esquina me encuentrodelante de dos sorprendidos guardias.No son agentes, por supuesto, ya nohay agentes; pero tampoco son losatléticos soldados de uniforme gris del13. Estas dos personas, un hombre yuna mujer, llevan las ropasdescuidadas y rotas de los rebeldes deverdad. Todavía están vendados ydemacrados, y vigilan la puerta queda a las rosas. Cuando avanzo paraentrar, forman una equis con susarmas delante de mí.

—No puede entrar, señorita —dice el hombre.

—Soldado —lo corrige la mujer—.No puede entrar, soldado Everdeen.Órdenes de la presidenta.

Me quedo esperandopacientemente que bajen las armas,que comprendan, sin decírselo, quedetrás de esas puertas hay algo quenecesito. Una sola rosa, una sola flor.Para ponérsela a Snow en la solapaantes de dispararle. Mi presenciapreocupa a los guardias. Mientrasdiscuten si llamar a Haymitch, unamujer dice detrás de mí:

—Dejadla entrar.Reconozco la voz, aunque al

principio no la ubico. No es de laVeta, ni del 13, y sin duda tampocodel Capitolio. Me vuelvo y veo aPaylor, la comandante del 8. Pareceaún más destrozada que aquel día enel hospital, aunque ¿quién no?

—Con mi autorización —dicePaylor—. Lo que está al otro lado lepertenece por derecho.

Son sus soldados, no los de Coin,así que bajan las armas sin hacerpreguntas y me dejan pasar.

Al final de un corto pasillo, abrolas puertas de cristal y entro. El olores tan fuerte que empieza a igualarse,como si mi olfato no pudiera absorbermás. El aire, húmedo y cálido, le

sienta bien a mi piel caliente. Y lasrosas son gloriosas, fila tras fila desuntuosas flores de color rosaexuberante, naranja atardecer eincluso azul pálido. Deambulo entrelos pasillos de plantas bien podadasobservando, pero sin tocar, porque laexperiencia me ha enseñado lomortíferas que pueden ser estasbellezas. Sé dónde encontrarla, en lomás alto de un fino arbusto: unmagnífico capullo blanco queempieza a abrirse. Me tapo la manocon la manga para que mi piel notenga que tocarlo, recojo unas tijerasde podar y acabo de ponerlas en eltallo cuando lo oigo hablar:

—Ésa es muy bonita.Me tiembla la mano, cierro las

tijeras y corto el tallo.—Los colores son encantadores,

por supuesto, pero no hay nada másperfecto que el blanco.

Todavía no lo veo, pero su vozparece surgir de detrás de un lecho derosas rojas contiguo. Después deagarrar con delicadeza el tallo delcapullo con la tela de la manga,vuelvo la esquina y me lo encuentrosentado en un taburete, con la espaldaapoyada en la pared. Está tan bienarreglado y vestido como siempre,aunque sujeto con esposas en lasmuñecas y en los pies, y marcado con

dispositivos de seguimiento. Lleva unpañuelo blanco manchado de sangrefresca. A pesar de su deterioro, susojos de serpiente siguen siendobrillantes y fríos.

—Esperaba que lograras encontrarmis aposentos.

Sus aposentos, he entrado en sucasa, igual que él entró en la mía elaño pasado para amenazarme con susangriento aroma a rosas. Esteinvernadero es una de sushabitaciones, quizá la favorita; quizáen tiempos mejores cuidaba de lasplantas en persona, pero ahora formaparte de su prisión. Por eso medetuvieron los guardias y por eso me

dejó entrar Paylor.Suponía que lo tendrían

encerrado en la mazmorra másprofunda del Capitolio, nodisfrutando de todos sus lujos. Sinembargo, Coin lo dejó aquí. Parasentar precedente, imagino, para que,si en el futuro ella caía en desgracia,comprendieran que los presidentes(incluso los más despreciables)merecían un trato especial. Al fin y alcabo, ¿quién sabe cuánto le duraría elpoder?

—Tenemos que hablar de muchascosas, pero me temo que tu visita serábreve, así que lo primero es loprimero. —Entonces empieza a toser

y, cuando aparta el pañuelo de suboca, está más rojo—. Quería decirtelo mucho que siento lo de tuhermana.

A pesar del aturdimiento y lasdrogas, sus palabras son como unapuñalada. Me recuerdan que sucrueldad no tiene límites y que se iráa la tumba intentando destruirme.

—Qué perdida tan innecesaria.Llegados a ese punto, ya se sabía quela partida había terminado. De hecho,estaba a punto de emitir uncomunicado de rendición oficialcuando ellos soltaron los paracaídas.

Me clava la mirada, sin parpadear,como si no quisiera perderse ni un

segundo de mi reacción. Pero lo queha dicho no tiene sentido: ¿cuandoellos soltaron los paracaídas?

—Bueno, no creerías que yo di laorden, ¿no? En primer lugar está lomás obvio: de haber tenido unaerodeslizador a mi disposición, lohabría usado para escapar. Y, almargen de eso, ¿de qué me habríaservido? Los dos sabemos que no meimporta matar niños, pero nomalgasto nada. Mato por razonesmuy específicas, y no había razónalguna para destruir un corral llenode niños del Capitolio. Ninguna enabsoluto.

Me pregunto si el siguiente

ataque de tos es puro teatro, para queyo tenga tiempo de absorber suspalabras. Está mintiendo. Claro queestá mintiendo. Aunque hay unaverdad intentando salir de esamentira.

—Sin embargo, debo admitir quela jugada de Coin fue magistral. Laidea de que yo estaba bombardeandoa nuestros propios niños indefensosdestruyó por completo cualquierfrágil lealtad que mi gente sintierapor su presidente. Después de eso seacabó la resistencia. ¿Sabías que loemitieron en directo? Veo la mano dePlutarch detrás de eso. Y en losparacaídas. Bueno, esa clase de ideas

son las que se buscan en un VigilanteJefe, ¿no? —pregunta Snow mientrasse limpia las comisuras de los labios—. Seguro que no pretendía matar atu hermana, pero esas cosas pasan.

Ya no estoy con Snow, sino enArmamento Especial, en el 13, conGale y Beetee, mirando los diseñosbasados en las trampas de Gale, lasque se aprovechaban de la compasiónhumana. La primera bomba mataba alas víctimas; la segunda, a losrescatadores. Recuerdo las palabras deGale:

«Beetee y yo hemos estadosiguiendo el mismo manual que elpresidente Snow cuando secuestró a

Peeta».—Mi fallo fue tardar tanto en

comprender el plan de Coin —diceSnow—. Quería que el Capitolio ylos distritos se destruyeran entre sí,para después hacerse con el poder sinque el 13 sufriera apenas daños. No teequivoques, pretendía hacerse con mipuesto desde el principio. No deberíasorprenderme. Al fin y al cabo, fue el13 el que comenzó la rebelión que diolugar a los Días Oscuros y despuésabandonó al resto de los distritoscuando la suerte se volvió en sucontra. Sin embargo, no estabavigilando a Coin, sino a ti, Sinsajo. Ytú me vigilabas a mí. Me temo que

nos han tomado a los dos por idiotas.Me niego a aceptarlo. Hay cosas a

las que ni siquiera yo puedosobrevivir. Pronuncio mis primeraspalabras desde la muerte de mihermana:

—No te creo.Snow sacude la cabeza, fingiendo

decepción.—Ay, mi querida señorita

Everdeen, creía que habíamosacordado no volver a mentirnos.

2626

En el pasillo me encuentro a Payloren el mismo sitio en que la dejé.

—¿Has encontrado lo quebuscabas? —me pregunta.

Levanto el capullo blanco a modode respuesta y me alejotambaleándome. Debo de haberregresado a mi dormitorio, porque losiguiente que sé es que estoy llenandoun vaso con agua en el grifo del bañopara meter la rosa dentro. Caigo derodillas sobre los fríos azulejos y

entrecierro los ojos para observar laflor; me cuesta centrar la vista en sucolor blanco bajo esta luzfluorescente tan dura. Meto un dedodentro de la pulsera, la retuerzo comoun torniquete y me hago daño en lamuñeca con la esperanza de que eldolor me ayude a aferrarme a lairrealidad, igual que hacía Peeta.Tengo que aferrarme a ella. Tengoque saber la verdad sobre lo que hapasado.

Hay dos posibilidades, aunque losdetalles relacionados con ellas puedenvariar. La primera es que, como yocreía, el Capitolio enviara aquelaerodeslizador, soltara los paracaídas

y sacrificara las vidas de sus niñossabiendo que los recién llegadosrebeldes correrían en su ayuda. Haypruebas que respaldan esta teoría: elsello del Capitolio en elaerodeslizador, que no intentaranderribar al enemigo del cielo y sulargo historial de usar a niños comomarionetas en su batalla contra losdistritos. Después está la versión deSnow: que un aerodeslizador delCapitolio pilotado por los rebeldesbombardeara a los niños para acabarrápidamente con la guerra. Sinembargo, de ser así, ¿por qué nodisparó el Capitolio contra elenemigo? ¿Acaso el elemento sorpresa

los superó? ¿No les quedabandefensas? Los niños son un bienpreciado para el 13, o eso parecía.Bueno, puede que yo no; cuando dejéde resultar útil, me hice prescindible,aunque creo que hace tiempo que amí no me consideran una niña en estaguerra. Pero ¿por qué iban abombardearlos sabiendo que suspropios sanitarios responderían ymorirían en los siguientes estallidos?No lo harían, no podían, Snowmiente. Me manipula como siempreha hecho, con la esperanza de que mevuelva contra los rebeldes y, si esposible, los destruya. Sí. Porsupuesto.

Entonces, ¿por qué hay algo queno me cuadra? En primer lugar, poresas bombas que explotaron en dostiempos. No digo que el Capitolio notuviera la misma arma, pero sé que losrebeldes sí que la tenían: el inventode Gale y Beetee. Además, está elhecho de que Snow no intentara huir,teniendo en cuenta que se trata de unsuperviviente consumado. Cuestacreer que no tuviera un refugio enalguna parte, un búnker lleno deprovisiones en el que pasar el resto desu asquerosa vida de serpiente. Y, porúltimo, está su evaluación de Coin.Lo que resulta irrefutable es que lapresidenta ha hecho justo lo que

Snow dice: ha dejado que el Capitolioy los distritos se destrocenmutuamente para así hacerse con elpoder sin grandes esfuerzos. Sinembargo, aunque ése fuera su plan,no quiere decir que soltara losparacaídas. La victoria siempre estuvoa su alcance, la tenía en las manos.

Salvo por mí.Recuerdo la respuesta de Boggs

cuando reconocí que no habíapensado mucho en el sucesor deSnow: «Si tu respuesta automática noes Coin, te conviertes en unaamenaza. Eres el rostro de la rebelión,quizá tengas más influencia quenadie. De cara al exterior te has

limitado a tolerarla».De repente pienso en Prim, que ni

siquiera tenía catorce años, que noera lo bastante mayor para sernombrada soldado, pero que, de algúnmodo, estaba trabajando en el frente.¿Cómo pudo pasar? No me cabe dudade que mi hermana habría queridoestar allí, está clarísimo que era máscapaz que muchas personas mayoresque ella. Sin embargo, alguien con unpuesto importante tuvo que aprobarque una chica de trece años entraraen combate. ¿Lo hizo Coin pensandoque perder a Prim me volvería locadel todo? ¿O que, al menos, mepondría de su lado sin fisuras? Ni

siquiera tendría que asegurarse de quelo presenciara en persona, ya quenumerosas cámaras cubrían el Círculode la Ciudad y capturaron elmomento para siempre.

No, ahora sí que me estoyvolviendo loca, me dejo llevar por laparanoia. Demasiada gente sabría dela misión, no podrían mantenerlo ensecreto. ¿O sí? ¿Quién más tendríaque saberlo, aparte de Coin, Plutarchy una tripulación pequeña, leal oprescindible?

Necesito resolver esto, pero laspersonas en las que confiaba estánmuertas: Cinna, Boggs, Finnick,Prim… Peeta sólo podría especular y

quién sabe en qué estado seencontrará su mente. Eso me deja conGale. Está lejos, pero, aunqueestuviera a mi lado, ¿confiaría en él?¿Qué le iba a decir? ¿Cómoexpresarlo sin dar a entender que fuesu bomba la que mató a Prim? La ideaes tan imposible que no me quedamás remedio que pensar que Snowmiente.

Al final, sólo hay una persona quequizá sepa lo que pasó y quizá esté demi lado. Comentar el asunto es unriesgo. Sin embargo, aunque creo queHaymitch es capaz de jugarse mi vidaen la arena, no creo que me delate aCoin. Sean cuales sean nuestros

problemas, preferimos resolverlos caraa cara.

Me levanto como puedo y cruzoel pasillo hasta su cuarto. Llamo, noresponde y empujo la puerta. Puaj, esasombroso lo deprisa que puededestrozar un lugar: por todas parteshay platos de comida a medio comer,botellas de licor hechas añicos ytrozos de muebles rotos en plenaborrachera. Él, descuidado y sucio,está tirado en un enredo de sábanas enla cama, inconsciente.

—Haymitch —le digo,moviéndole la pierna.

Obviamente, eso no basta. Detodos modos, lo intento unas cuantas

veces antes de volcarle la jarra de aguaen la cara. Se despierta con un jadeoahogado y ataca a ciegas con sucuchillo. Al parecer, el fin de Snowno ha supuesto el fin de su terror.

—Ah, tú —dice, y por su voz séque sigue borracho.

—Haymitch —empiezo.—Mira eso, el Sinsajo ha

encontrado su voz —contesta, riendo—. Bueno, Plutarch se va a ponermuy contento —dice, y le da un tragoa la botella—. ¿Por qué estoyempapado?

Dejo caer la jarra a mis espaldas, yaterriza sobre una pila de ropa sucia.

—Necesito tu ayuda —le explico.

Haymitch eructa y llena el aire devapores de licor blanco.

—¿Qué te pasa, preciosa? ¿Másproblemas de chicos?

No sé por qué, pero sus palabrasme hacen un daño que rara vezconsiguen. Debe de notárseme en lacara, porque, a pesar de la borrachera,intenta retirarlo.

—Vale, no tiene gracia —dice,pero yo ya estoy en la puerta—. ¡Notiene gracia! ¡Vuelve!

Por el golpe de su cuerpo contrael suelo, supongo que ha intentadoseguirme y no lo ha conseguido.

Deambulo por la mansión ydesaparezco en un armario lleno de

cosas sedosas. Las arranco de lasperchas hasta reunir un montón y meentierro en él. Encuentro una pastillade morflina perdida en el forro de mibolsillo y me la trago en seco paraparar la histeria que amenaza conapoderarse de mí. Sin embargo, nobasta: oigo a Haymitch llamándome alo lejos, pero no me encontrará en suestado, y menos en este esconditenuevo. Envuelta en seda, me sientocomo una oruga en su capulloesperando la metamorfosis. Siemprehe creído que es un periodo de paz, yal principio lo es, pero, conforme meadentro en la noche, me siento cadavez más atrapada, ahogada por mis

resbaladizas ataduras, incapaz deemerger hasta haberme transformadoen una criatura bella. Me retuerzointentando deshacerme de mi cuerpodestrozado y averiguar cómoconseguir unas alas perfectas. A pesarde todos mis esfuerzos, sigo siendouna criatura espantosa esculpida porel estallido de las bombas.

El encuentro con Snow abre lapuerta a mi antiguo repertorio depesadillas. Es como si me picaran otravez las rastrevíspulas. Una ola deimágenes horribles con un breverespiro que confundo con eldespertar…, sólo para descubrir otraola que me derriba. Cuando por fin

me encuentran los guardias, estoysentada en el suelo del armario,enredada en seda y gritando como unaposesa. Lucho contra ellos hasta queme convencen de que intentanayudarme, me quitan la ropa que meahoga y me acompañan a mihabitación. Por el camino pasamosjunto a una ventana, y veo un albagris y nevada sobre el Capitolio.

Haymitch, que tiene una buenaresaca, me espera con un puñado depíldoras y una bandeja de comida queninguno de los dos consigue tragar.Intenta con poco entusiasmo hacermehablar de nuevo, pero, al ver que notiene éxito, me envía a la bañera que

alguien me ha preparado. Esprofunda, con tres escalones parallegar al fondo. Me sumerjo en elagua caliente y me siento, conespuma hasta el cuello, esperando aque las medicinas hagan efecto. Meconcentro en la rosa, que ha abiertosus pétalos esta noche e impregna elaire húmedo de su intenso perfume.Me levanto y voy a por una toallapara cubrirla, cuando alguien llama yla puerta del baño se abre. Tres carasfamiliares intentan sonreírme,aunque ni siquiera Venia logradisimular la conmoción que le suponever mi cuerpo de muto destrozado.

—¡Sorpresa! —grazna Octavia

antes de echarse a llorar.Su aparición me desconcierta;

entonces caigo en que debe de ser eldía de la ejecución. Han venido aprepararme para las cámaras, adejarme en base de belleza cero. Conrazón llora Octavia: es una tareaimposible.

Apenas pueden tocar el puzle depiel por miedo a hacerme daño, asíque me enjuago y seco yo sola. Lesdigo que apenas noto ya el dolor, peroFlavius hace una mueca cuando mepone el albornoz. En el dormitorio meencuentro con otra sorpresa. Estásentada muy recta en un sillón,impecable desde la peluca plateada a

los tacones de cuero y agarrada a uncuaderno. La única diferencia es queahora su mirada parece ausente.

—Effie —digo.—Hola, Katniss —responde, y se

levanta para besarme en la mejilla,como si nada hubiera ocurrido desdenuestro último encuentro, la nocheantes del Vasallaje de los Veinticinco—. Bueno, parece que tenemos otrogran, gran, gran día por delante. ¿Porqué no empiezas a arreglarte y yo meacerco a supervisar los preparativos?

—Vale —respondo, aunque ellaya se marcha.

—Dicen que a Plutarch y aHaymitch les ha costado mantenerla

con vida —comenta Venia en vozbaja—. La encarcelaron después de tufuga; eso ayudó.

Es echarle mucha imaginación:Effie Trinket, la rebelde. Sinembargo, no quiero que Coin la mate,así que tomo nota de que debopresentarla de ese modo si mepreguntan.

—Supongo que al final tuvisteissuerte de que Plutarch os secuestrara.

—Somos el único equipo depreparación que sigue vivo. Y todoslos estilistas del Vasallaje estánmuertos —responde Venia. Noespecifica quién los ha matado,aunque empiezo a preguntarme si eso

importa. Me levanta con cuidado unade las manos quemadas y la sostienepara examinarla—. Bueno, ¿quéprefieres para las uñas? ¿Rojo o quizánegro azabache?

Flavius hace un milagro con mipelo, consigue igualarlo por delante ytapar las calvas de atrás con algunosmechones más largos. Como lasllamas me respetaron la cara, sólopresenta los desafíos habituales. Conel traje de Sinsajo de Cinna, lasúnicas cicatrices visibles son las delcuello, los antebrazos y las manos.Octavia me pone la insignia a laaltura del corazón y damos un pasoatrás para mirarnos en el espejo. No

puedo creerme lo normal que parezcopor fuera, cuando por dentro soy unaruina.

Llaman a la puerta y entra Gale.—¿Puedo hablar contigo un

minuto? —me pregunta.Miro a mi equipo de preparación

en el espejo. Sin saber bien a dóndeir, se chocan unos con otros hastaacabar escondiéndose en el baño.Gale se me acerca por detrás yexaminamos nuestros reflejos. Yobusco algo a lo que aferrarme, algúnrastro de la chica y el chico que seconocieron por casualidad en elbosque hace cinco años y se hicieroninseparables. Me pregunto qué les

habría pasado si los Juegos delHambre no se hubieran llevado a lachica, si ella se hubiera enamoradodel chico, e incluso casado con él. Ysi, en algún momento del futuro, unavez criados los hermanos y hermanas,hubiera huido con él al bosque ydejado el 12 atrás para siempre.¿Habrían sido felices entre losárboles? ¿O también habría surgidoentre ellos esta triste oscuridad sin laayuda del Capitolio?

—Te he traído esto —dice Gale,levantando un carcaj; cuando lo cojo,me doy cuenta de que contiene unasola flecha normal—. Se supone quees simbólico que seas tú la que

dispare por última vez en esta guerra.—¿Y si fallo? —digo—. ¿Irá Coin

a por la flecha y me la traerá? ¿O lepegará un tiro a Snow en la cabezaella misma?

—No fallarás —responde Galemientras me ajusta el carcaj en elhombro.

Nos quedamos aquí, mirándonos ala cara, aunque no a los ojos.

—No viniste a verme al hospital—le digo; como no responde,finalmente lo suelto—: ¿Fue tubomba?

—No lo sé, ni tampoco Beetee —contesta—. ¿Importa eso? Nuncadejarás de pensar en ello.

Espera a que lo niegue, y quieronegarlo, pero es cierto: incluso ahoraestoy viendo el relámpago que la hacearder y noto el calor de las llamas.Nunca lograré separar ese momentode Gale. El silencio es mi respuesta.

—Cuidar de tu familia es lo únicoque tenía a mi favor —me dice—.Apunta bien, ¿vale?

Me toca la mejilla y se va. Quierollamarlo y decirle que me equivoqué,que descubriré el modo de aceptartodo esto, de recordar lascircunstancias en las que creó labomba, que tendré en cuenta tambiéntodos mis crímenes sin excusa, quedescubriré la verdad sobre quién soltó

los paracaídas, que probaré que nofueron los rebeldes. Que lo perdonaré.Sin embargo, no puedo, tendré quevivir con el dolor.

Effie llega para llevarmerápidamente a no sé qué reunión.Recojo el arco y, en el últimosegundo, recuerdo la reluciente rosaen su vaso de agua. Cuando abro lapuerta del baño me encuentro a miequipo sentado en fila en el borde dela bañera, hundidos y derrotados. Mesirve para recordar que no soy laúnica a la que se le ha caído el mundoencima.

—Venga —les digo—, el públiconos espera.

Espero que se trate de unareunión de producción en la quePlutarch me explique dónde ponermey qué decir antes de matar a Snow,pero me encuentro en una sala conotras seis personas: Peeta, Johanna,Beetee, Haymitch, Annie y Enobaria.Todos llevan los uniformes grises delos rebeldes del 13, y ninguno tienebuen aspecto.

—¿Qué es esto? —pregunto.—No estamos seguros —responde

Haymitch—. Una reunión de losvencedores que quedan vivos, alparecer.

—¿Sólo quedamos nosotros? —pregunto.

—El precio de la fama —respondeBeetee—: fuimos el objetivo de ambosbandos. El Capitolio mató a losvencedores sospechosos de colaborarcon los rebeldes, y los rebeldesmataron a los sospechosos de aliarsecon el Capitolio.

Johanna mira a Enobaria con elceño fruncido y dice:

—Entonces, ¿qué hace ella aquí?—Cuenta con la protección de lo

que llamamos el Trato del Sinsajo —explica Coin al entrar en la saladetrás de mí—. Katniss aceptó apoyara los rebeldes a cambio de lainmunidad de los vencedorescapturados. Ella ha cumplido su parte

del trato, así que nosotros también.Enobaria sonríe a Johanna, que

replica:—No te pongas tan chula. Te

vamos a matar de todos modos.—Siéntate, Katniss, por favor —

me dice Coin antes de cerrar lapuerta.

Me siento entre Annie y Beetee,y dejo con cuidado la rosa de Snow enla mesa. Como siempre, Coin vadirecta al grano.

—Os he llamado para zanjar undebate. Hoy ejecutaremos a Snow. Enlas últimas semanas hemos juzgado acientos de cómplices de la opresión dePanem que ahora esperan la muerte.

No obstante, el sufrimiento de losdistritos ha sido tan extremo que lasvíctimas consideran insuficientesestas medidas. De hecho, muchospiden la aniquilación de todos losciudadanos del Capitolio. Sinembargo, para mantener unapoblación sostenible, no podemospermitirlo.

A través del agua del vaso veo unaimagen distorsionada de una de lasmanos de Peeta. Las marcas de lasquemaduras. Ahora los dos somosmutos de fuego. Subo la vista hasta elpunto en el que las llamas le cruzaronla frente y le chamuscaron las cejas;los ojos se libraron por muy poco.

Esos mismos ojos azules que solíanbuscar los míos en el colegio paradespués apartarse rápidamente, igualque hacen ahora.

—Por tanto, se ha puesto sobre lamesa una alternativa. Como miscolegas y yo no llegamos a unconsenso, se ha acordado dejar quedecidan los vencedores. Necesitamosuna mayoría de cuatro votos paraaprobar el plan. Nadie podráabstenerse —sigue diciendo Coin—.Se ha propuesto que, en vez deeliminar a toda la población delCapitolio, tengamos unos últimosJuegos del Hambre simbólicos con losniños relacionados directamente con

los que ostentaban el poder.Los siete nos volvemos hacia ella.—¿Qué? —dice Johanna.—Que tengamos otros Juegos del

Hambre usando a los niños delCapitolio —responde Coin.

—¿Estás de broma? —preguntaPeeta.

—No. También debo deciros que,si hacemos los Juegos, se sabrá quefue con vuestra autorización, aunquemantendremos en secreto los votosconcretos por cuestiones de seguridad—explica Coin.

—¿Ha sido idea de Plutarch? —pregunta Haymitch.

—Ha sido mía —responde Coin—,

para mantener el equilibrio entre lanecesidad de venganza y la menorpérdida de vidas posible. Podéis votar.

—¡No! —grita Peeta—. ¡Voto queno, por supuesto! ¡No podemos tenerotros Juegos del Hambre!

—¿Por qué no? —preguntaJohanna—. A mí me parece justo, ySnow tiene una nieta, encima. Yovoto que sí.

—Y yo —dice Enobaria, casi conindiferencia—. Que prueben supropia medicina.

—¡Por esto nos rebelamos!¿Recordáis? —insiste Peeta,mirándonos a los demás—. ¿Annie?

—Yo voto que no, como Peeta —

responde—. Y lo mismo habríavotado Finnick de estar aquí.

—Pero no está porque los mutosde Snow lo mataron —le recuerdaJohanna.

—No —dice Beetee—. Sentaríaun precedente. Tenemos que dejar devernos como enemigos. Llegados aeste punto, la unidad es esencial parasobrevivir. No.

—Sólo quedan Katniss yHaymitch —dice Coin.

¿Así sería la primera vez, haceunos setenta y cinco años? ¿Un grupode gente se reunió en torno a unamesa y votó para aprobar el inicio delos Juegos del Hambre? ¿Hubo

alguna oposición? ¿Habló alguien depiedad y acabaron ahogándolo losgritos que pedían la muerte de losniños de los distritos? El aroma de larosa de Snow me llega a la nariz, mebaja por la garganta y se cierra en unnudo de desesperación. Después deperder a todas esas personas a las quetanto quería, ahora estamos hablandode hacer otros Juegos del Hambrepara intentar perder más vidas. No hacambiado nada. Ya no cambiará nada.

Sopeso detenidamente misopciones y lo medito bien. Sinapartar la mirada de la rosa, digo:

—Yo voto que sí… por Prim.—Haymitch, depende de ti —dice

Coin.Peeta, furioso, insiste en la

atrocidad de la que formaría parteHaymitch si lo acepta, pero yo notoque Haymitch me está mirando a mí.Éste es el momento, el momento enque descubrimos lo mucho que nosparecemos y lo mucho que mecomprende.

—Yo estoy con el Sinsajo —responde.

—Excelente. Eso decide el voto —dice Coin—. Ahora tenemos queocupar nuestros puestos para laceremonia.

Cuando pasa a mi lado, levanto elvaso con la rosa.

—¿Podrías asegurarte de queSnow la lleve puesta? ¿Justo a laaltura del corazón?

—Por supuesto —responde Coin,sonriendo—, y también me aseguraréde que sepa lo de los Juegos.

—Gracias —respondo.Otra gente entra en la sala y me

rodea. Los últimos toques de polvos ylas instrucciones de Plutarch decamino a las puertas principales de lamansión. El Círculo de la Ciudad estálleno, hay gente abarrotando lascalles laterales. Los otros ocupan suslugares en el exterior: guardias,oficiales, líderes rebeldes yvencedores. Oigo los vítores que

indican que Coin ha aparecido en elbalcón. Entonces, Effie me da untoque en el hombro y salgo fuera,bajo la fría luz del sol invernal.Camino hasta mi posiciónacompañada del ensordecedor rugidode la multitud. Como me han dicho,me vuelvo para que me vean de perfily espero. Cuando sacan a Snow por lapuerta, el público enloquece. Le atanlas manos a un poste, cosa que meparece innecesaria porque no va a ir aningún sitio. No tiene a dónde ir. Noestamos en el amplio escenario delCentro de Entrenamiento, sino en laestrecha terraza de la mansiónpresidencial. Con razón nadie se ha

molestado en hacerme practicar: lotengo a menos de diez metros.

Noto el zumbido del arco en lamano, saco la flecha del carcaj de laespalda, la coloco, apunta a la rosa ylo miro a la cara. Él tose, y una babaensangrentada le baja por la barbilla;se pasa la lengua por los hinchadoslabios. Intento encontrar algún rastrode algo en sus ojos, ya sea miedo,remordimientos o rabia, pero sóloencuentro la misma expresiónburlona con la que acabó nuestraúltima conversación. Es como si lodijera otra vez: «Ay, mi queridaseñorita Everdeen, creía quehabíamos acordado no volver a

mentirnos».Tiene razón, lo hicimos.La punta de mi flecha se mueve

hacia arriba, suelto la cuerda y lapresidenta Coin cae por el borde delbalcón y se estrella contra el suelo.Muerta.

2727

Entre las reacciones de asombro soyconsciente de un sonido: la risa deSnow. Son unas carcajadas horribles,un borboteo acompañado de unaerupción de sangre espumosa cuandoempiezan las toses. Lo veo inclinarsehacia delante escupiendo la vida hastaque los guardias me tapan la vista.

Cuando los uniformes grisesempiezan a rodearme pienso en loque me deparará mi breve futurocomo asesina de la nueva presidenta

de Panem: el interrogatorio,probablemente la tortura y, sin duda,una ejecución pública. Tendré quedespedirme otra vez de las pocaspersonas que todavía guardo en micorazón. La idea de enfrentarme a mimadre, que ahora estarácompletamente sola en el mundo, medecide.

—Buenas noches —susurro al arcoque tengo en la mano, y noto que sequeda quieto. Después levanto elbrazo izquierdo y bajo la cabeza paraarrancar la pastilla de la manga. Envez de eso, muerdo carne. Echo lacabeza atrás, perpleja, y meencuentro mirando a los ojos de

Peeta, aunque ahora sí me devuelvenla mirada. Le sangran las marcas dedientes en la mano que ha puestosobre mi jaula de noche.

—¡Déjame ir! —le grito,intentando soltarme.

—No puedo —responde.Mientras me apartan de él noto

que me arranca el bolsillo de lamanga y veo caer al suelo la píldoravioleta, veo el último regalo de Cinnaaplastado bajo la bota de un guardia.Me transformo en un animal salvajeque da patadas, araña, muerde y hacelo que sea por liberarse de esta red demanos, entre los empujones de lamuchedumbre. Los guardias me

levantan en el aire para apartarme, yyo sigo luchando mientras me llevanpor encima de la gente. Empiezo agritar llamando a Gale, no loencuentro entre el gentío, pero élsabrá lo que quiero: un tiro limpioque acabe con todo. Pero no hayflecha ni bala. ¿Es que no me ve? No,sobre nosotros, en las gigantescaspantallas colocadas por todo elCírculo, todos pueden ver lo que pasa.Me ve, lo sabe, pero no lo hace, igualque yo tampoco lo hice cuando locapturaron. Menudos cazadores yamigos que estamos hechos los dos.

Estoy sola.En la mansión me esposan y me

tapan los ojos. Me llevan, medio arastras, medio en brazos, por largospasillos, subiendo y bajando enascensores, hasta dejarme sobre unsuelo enmoquetado. Me quitan lasesposas y cierran la puerta. Cuandome quito la venda de los ojos,descubro que estoy en mi antiguocuarto del Centro de Entrenamiento,donde viví durante aquellos últimospreciados días antes de mis primerosJuegos del Hambre y del Vasallaje. Elcolchón está desnudo, el armarioabierto y vacío, pero reconocería estahabitación en cualquier parte.

Me cuesta levantarme y quitarmeel traje de Sinsajo. Tengo muchas

magulladuras y quizá un par de dedosrotos, pero es mi piel la que hasufrido más los efectos de la pelea conlos guardias. Los nuevos parches rosasse han cortado como papel y la sangremana de las células creadas en ellaboratorio. Sin embargo, no apareceningún sanitario, y yo estoydemasiado ida para que me importe,así que me arrastro hasta el colchón yespero a morir desangrada.

No tengo tanta suerte. Por lanoche la sangre se ha coagulado, y meha dejado rígida, dolorida y pegajosa,aunque viva. Me meto en la ducha yprogramo el ciclo más suave querecuerdo, sin jabones ni productos

para el pelo; después me pongo encuclillas bajo el agua caliente con loscodos en las rodillas y la cabeza entrelas manos.

«Me llamo Katniss Everdeen.¿Por qué no estoy muerta? Deberíaestar muerta. Sería mejor para todosque estuviera muerta…».

Cuando salgo y me pongo sobre laalfombrilla, el aire caliente me seca lapiel dañada. No tengo nada queponerme, ni siquiera una toalla parataparme. En el cuarto veo que el trajede Sinsajo ha desaparecido, pero quehan dejado una bata de papel.También hay una comida enviadadesde la misteriosa cocina, junto con

una cajita con mi medicación depostre. Me como la comida, me tomolas pastillas y me aplico el ungüentoen la piel. Necesito concentrarme encómo me suicidaré.

Me hago un ovillo en el colchónmanchado de sangre; no tengo frío,aunque me siento desnuda con estepapel cubriéndome. Saltar no es unaopción, ya que el cristal de la ventanatiene como treinta centímetros degrosor. Sé hacer unos nudosexcelentes, pero no hay nada con loque colgarme. Podría acumular laspastillas y tomarme unas dosis letal,pero estoy segura de que me vigilanlas veinticuatro horas del día. Por lo

que sé, quizá me estén sacando entelevisión en estos mismos momentos,mientras los comentaristas intentananalizar qué me habrá impulsado amatar a Coin. La vigilancia hace quecasi cualquier intento de suicidioresulte imposible. Quitarme la vida esun privilegio del Capitolio. Otra vez.

Lo que sí puedo hacer esrendirme. Decido tumbarme en lacama sin comer ni beber ni tomarmelas medicinas. Y podría hacerlo,morirme y punto…, si no fuera por elmono de la morflina. No poco a poco,como en el hospital del 13, sino degolpe. Debía de estar tomándome unadosis muy alta porque, cuando llega

la necesidad, lo hace acompañada detemblores, dolores punzantes y unfrío insoportable; aplasta mi voluntadcomo si fuera una cáscara de huevo.Estoy de rodillas en el suelo, arañandola moqueta en busca de las preciadaspastillas que tiré en un momento defortaleza. Reviso mi plan de suicidio ydecido morir poco a poco mediante lamorflina. Me convertiré en una bolsade huesos amarillenta con unos ojosenormes. Al cabo de dos días del plan,cuando ya estoy haciendo bastantesprogresos, sucede algo inesperado.

Empiezo a cantar. En la ventana,en la ducha, en sueños. Hora tras horade baladas, canciones de amor, aires

de montaña… Todas las canciones quemi padre me enseñó antes de morir,porque está claro que ha habido pocamúsica en mi vida desde entonces. Lomás sorprendente es lo bien que lasrecuerdo: las melodías, las letras. Mivoz, al principio ronca y con gallos enlas notas altas, se templa y seconvierte en algo espléndido. Una vozque haría que los sinsajos callaran ydespués se unieran encantados a ella.Pasan días y semanas. Veo cómo lanieve cae en el alféizar de mi ventana.Y en todo este tiempo, sólo oigo mivoz.

¿Qué estarán haciendo? ¿A quétanto retraso? ¿Tan difícil es preparar

la ejecución de una sola asesina? Sigocon mi propia aniquilación. Estoymás delgada que nunca y mi batallacontra el hambre es tan feroz que, aveces, mi parte animal cae en latentación de un pan con mantequillao una carne asada. Sin embargo, estoyganando. Me siento bastante maldurante unos días y creo que por finvoy a abandonar esta vida, hasta queme doy cuenta de que estánreduciendo el suministro de morflina.Intentan desengancharme poco apoco. ¿Por qué? Imagino que seríamás fácil manejar a un Sinsajodrogado delante de la multitud.Entonces se me ocurre algo terrible:

¿y si no me matan? ¿Y si tienen otrosplanes para mí, una nueva forma derehacerme, entrenarme y usarme?

No lo haré. Si no puedo matarmeen este cuarto, aprovecharé la primeraoportunidad que tenga en el exterior.Pueden engordarme, puedenarreglarme de pies a cabeza, vestirmey ponerme de nuevo guapa; puedendiseñar nuevas armas de ensueño quecobren vida en mis manos, pero nuncajamás me volverán a lavar el cerebropara que necesite usarlas. Ya nosiento lealtad hacia estos monstruosllamados seres humanos, a pesar de seruno de ellos. Creo que Peeta dio conla tecla al comentar que nos

destruyéramos entre nosotros paradejar que otra especie más decenteocupara nuestro lugar. Porque algofalla estrepitosamente en unascriaturas capaces de sacrificar a sushijos para zanjar sus diferencias. Daigual cómo se justifique. Snow creíaque los Juegos del Hambre eran unmétodo de control muy eficaz. Coincreía que los paracaídas acelerarían laguerra. Sin embargo, al final, ¿aquién beneficia? A nadie. Lo cierto esque no beneficia a nadie vivir en unmundo en el que pasan estas cosas.

Después de dos días tumbada en elcolchón sin comer ni beber, y sin tansiquiera tomarme la morflina, la

puerta del cuarto se abre. Alguien seacerca a la cama hasta que puedoverlo: Haymitch.

—Tu juicio ha terminado —medice—. Venga, nos vamos a casa.

¿A casa? ¿De qué está hablando?Ya no tengo casa y, aunque fueraposible volver a ese lugar imaginario,estoy demasiado débil para moverme.Aparecen unos desconocidos que mehidratan y me alimentan, me bañan yme visten. Uno me levanta como sifuera una muñeca de trapo y me llevaa la azotea, a un aerodeslizador, y mepone el cinturón en mi asiento.Haymitch y Plutarch están sentadosfrente a mí. Despegamos al cabo de

unos segundos.Nunca había visto a Plutarch tan

contento, está entusiasmado.—¡Seguro que tienes un millón de

preguntas! —exclama; como noreacciono, las responde de todosmodos.

El caos se apoderó de la plazadespués de disparar. Cuando se calmóel jaleo, descubrieron el cadáver deSnow todavía atado al poste. No seponen de acuerdo sobre si se ahogó élsolo mientras se reía o lo aplastó lamultitud. A nadie le importa, enrealidad. Se llevaron a cabo unaselecciones de emergencia y Paylorsalió elegida presidenta. Nombraron a

Plutarch secretario decomunicaciones, lo que significa quese encarga de la programacióntelevisiva. El primer granacontecimiento emitido fue mi juicio,en el que también se convirtió en unode los testigos estrella. De la defensa,claro. Aunque casi todo el mérito demi exoneración corresponde al doctorAurelius, que, al parecer, se ganó sussiestas presentándome como unalunática sin remedio víctima delestrés postraumático. Una de lascondiciones de mi liberación es quesiga a su cuidado, aunque tendrá queser por teléfono, ya que nunca viviríaen un sitio tan abandonado como el

12, que es donde estaré encerradahasta nuevo aviso. Lo cierto es quenadie sabe qué hacer conmigo ahoraque no hay guerra, aunque, sisurgiera otra, Plutarch está seguro deque me encontrarían un papel.Después se ríe de su propio chiste;nunca le molesta que los demás no losaprecien.

—¿Te preparas para otra guerra,Plutarch? —le pregunto.

—Oh, ahora no. Ahora estamos enese dulce periodo en el que todosestán de acuerdo en no repetir losrecientes horrores. Sin embargo, estacoincidencia colectiva no suele durar.Somos seres inconstantes y estúpidos

con mala memoria y un don para laautodestrucción. Pero ¿quién sabe?Quizá esta vez sea la buena, Katniss.

—¿La buena?—La vez que acertemos. Quizá

estemos siendo testigos de laevolución de la raza humana.Piénsalo.

Entonces me pregunta si megustaría participar en un nuevoconcurso de cantantes que lanzarádentro de unas semanas. Algoanimado iría bien. Enviará al equipode televisión a mi casa.

Aterrizamos brevemente en elDistrito 3 para dejar a Plutarch. Se vaa reunir con Beetee para actualizar la

tecnología del sistema deretransmisión. Sus últimas palabrasson:

—¡No te olvides de llamar!Cuando volvemos a las nubes,

miro a Haymitch.—¿Por qué vuelves al 12? —le

pregunto.—A mí tampoco me han

encontrado un sitio en el Capitolio.Al principio no lo cuestiono, pero

después empiezo a tener mis dudas.Haymitch no ha asesinado a nadie,podría ir a cualquier parte. Si vuelveal 12 es porque se lo han ordenado.

—Tienes que cuidarme, ¿no?¿Como mi mentor? —pregunto, y se

encoge de hombros; entonces me doycuenta de lo que eso significa—. Mimadre no va a volver.

—No —responde; saca un sobredel bolsillo de la chaqueta y me lo da.Examino las delicadas palabrasperfectamente escritas—. Estáayudando a montar un hospital en elDistrito 4. Quiere que la llames encuanto lleguemos —me explica; yorecorro con el dedo el elegante trazode las letras—. Ya sabes por qué nopuede volver.

Sí, sé por qué: porque entre mipadre, Prim y las cenizas, ese lugar esdemasiado doloroso. Sin embargo, alparecer, no para mí.

—¿Quieres saber quién más novolverá? —me pregunta.

—No, mejor que sea una sorpresa.Como un buen mentor, Haymitch

me obliga a comer un sándwich ydespués finge que se cree que estoydormida durante el resto del viaje. Sededica a registrar todos loscompartimentos del aerodeslizadorpara sacar el licor y guardárselo en lamochila. Es de noche cuandoaterrizamos en el césped de la Aldeade los Vencedores. La mitad de lascasas tienen luces encendidas,incluidas la de Haymitch y la mía,pero no la de Peeta. Alguien haencendido la chimenea de mi cocina.

Me siento en la mecedora frente alfuego agarrada a la carta de mi madre.

—Bueno, nos vemos mañana —sedespide Haymitch.

Oigo el tintineo de las botellas delicor de su mochila al alejarse ysusurro:

—Lo dudo.No logro moverme de la silla. El

resto de la casa me resulta frío, vacíoy oscuro. Me echo un viejo chal sobreel cuerpo y contemplo las llamas.Supongo que me duermo porque,cuando despierto, es por la mañana ySae la Grasienta está utilizando lahornilla. Me prepara huevos contostadas y se sienta hasta que me lo

como todo. No hablamos mucho. Sunieta pequeña, la que vive en supropio mundo, recoge una bola delana azul vivo de la cesta de punto demi madre. Sae le pide que ladevuelva, pero yo le digo que puedequedársela; en esta casa ya no tejenadie. Después del desayuno, Sae laGrasienta lava los platos y se va,aunque vuelve a la hora de la cenapara hacerme de comer. No sé si estásiendo una buena vecina o si está enla nómina del Gobierno, pero aparecedos veces al día. Ella cocina y yoconsumo. Intento averiguar qué hacerahora, ya no hay ningún obstáculoque me impida quitarme la vida. Sin

embargo, es como si esperara algo.A veces suena el teléfono una y

otra vez, pero no contesto. Haymitchno viene nunca. Quizá hayacambiado de idea y se haya largado,aunque sospecho que está borracho.Las únicas que me visitan son Sae ysu nieta. Al cabo de varios meses desolitaria reclusión es como estar enuna multitud.

—Hoy huele a primavera,deberías salir —dice—. A cazar.

No he salido de la casa, nisiquiera he salido de la cocina salvopara ir al pequeño cuarto de baño queestá a unos cuantos pasos. Llevo lamisma ropa que cuando salí del

Capitolio. Me limito a sentarmefrente a la chimenea y mirar la pila decartas sin abrir que se acumulan en larepisa.

—No tengo arco.—Mira en el vestíbulo.Cuando se va, pienso en caminar

hasta la entrada, pero lo descarto. Alfinal, al cabo de varias horas, lo hago,me acerco sin hacer ruido, como si nodeseara despertar a los fantasmas. Enel estudio en el que tomé el té con elpresidente Snow encuentro una cajacon la chaqueta de cazador de mipadre, nuestro libro de plantas, la fotode boda de mis padres, la espita quemandó Haymitch y el medallón que

Peeta me dio en la arena del reloj. Losdos arcos y el carcaj de flechas queGale rescató la noche de las bombasde fuego contra el distrito están sobreel escritorio. Me pongo la chaqueta yno toco nada más. Me quedo dormidaen el sofá del salón para las visitas, ytengo una pesadilla horrible en la queestoy tumbada en una profundatumba abierta y todas las personasmuertas que conozco por su nombrese acercan para echarme encima unapalada de cenizas. Es un sueñobastante largo, teniendo en cuenta eltamaño de la lista de personas, y,cuanto más me entierran, más mecuesta respirar. Intento gritar

pidiendo ayuda, suplicarles que sedetengan, pero las cenizas me llenanla boca y la nariz, y no logro emitirruido alguno. Y la pala sigue y sigue…

Me despierto sobresaltada. Lapálida luz de la mañana entra por losbordes de las contraventanas, pero elruido de la pala continúa. Sin salir deltodo de la pesadilla, corro por elvestíbulo, salgo por la puertaprincipal y rodeo el lateral de la casa,porque ahora estoy bastante segura deque puedo gritar a los muertos.Cuando lo veo, me detengo en seco.Tiene la cara roja de cavar el suelobajo las ventanas. En una carretillahay cinco arbustos ralos.

—Has vuelto —le digo.—El doctor Aurelius no me ha

dejado salir del Capitolio hasta ayermismo —responde Peeta—. Porcierto, me pidió que te dijera que nopuede fingir eternamente que te estátratando. Tienes que contestar alteléfono.

Tiene buen aspecto. Delgado ylleno de cicatrices de quemaduras,como yo, pero en sus ojos ya no se veesa mirada turbia y atormentada. Sinembargo, frunce un poco el ceño alexaminarme. Me aparto el pelo de losojos con poco entusiasmo y me doycuenta de que está apelmazado detanta suciedad. Me pongo a la

defensiva:—¿Qué estás haciendo?—Fui al bosque esta mañana y

desenterré estos arbustos para ella —responde—. Se me ocurrió quepodríamos plantarlos en el lateral dela casa.

Miro los arbustos y los terrones detierra que les cuelgan de las raíces, ycontengo el aliento cuando la palabrarosa me viene a la cabeza. Estoy apunto de gritarle cosas horribles aPeeta cuando recuerdo el nombrereal: son primroses, prímulas, la florque dio nombre a mi hermana.Asiento, corro a la casa y cierro lapuerta detrás de mí. Pero aquella cosa

malvada está dentro, no fuera.Temblando de debilidad y nervios,corro escaleras arriba. Me tropiezo enel último escalón y caigo al suelo,pero me obligo a levantarme y entroen mi dormitorio. El olor es tenue,aunque todavía se nota en el aire. Estáahí, la rosa blanca entre las floressecas del jarrón; a pesar de su aspectomarchito y frágil, conserva esaperfección antinatural que secultivaba en el invernadero de Snow.Agarro el jarrón, bajo dando tumbos ala cocina y tiro el contenido a lasbrasas. Mientras las flores arden, unestallido de llamas azules envuelve ala rosa y la devora. El fuego vuelve a

vencer a las rosas. Estrello el jarróncontra el suelo, por si acaso.

De vuelta en la planta de arriba,abro las ventanas del dormitorio paralimpiar el aire del hedor de Snow,aunque todavía lo noto en la ropa yen los poros de mi cuerpo. Medesnudo, y unas escamas de piel deltamaño de naipes se quedan pegadas alas prendas. Evito mirarme en elespejo, me meto en la ducha, y merestriego las rosas del pelo, el cuerpoy la boca. Con la piel rojiza ysensible, busco algo que ponerme.Tardo media hora en peinarme. Sae laGrasienta abre la puerta principal y,mientras prepara el desayuno, echo al

fuego la ropa que me he quitado.Siguiendo su consejo, me corto lasuñas con un cuchillo.

Mientras me como los huevos, lepregunto:

—¿Adónde ha ido Gale?—Al Distrito 2. Tiene un trabajo

importante, lo veo de vez en cuandoen la televisión —responde.

Rebusco en mi interior intentandosentir rabia, odio o añoranza, perosólo descubro alivio.

—Hoy me voy de caza —afirmo.—Bien, no me vendría mal carne

de caza fresca.Me armo con un arco y las

flechas, y salgo al exterior con la

intención de ir al bosque por laPradera. Cerca de la plaza hayequipos de personas con máscaras yguantes que llevan carros tirados porcaballos. Están buscando bajo la nieveque cayó este invierno, recogiendo losrestos. Hay un carro aparcado delantede la casa del alcalde y reconozco aThom, el antiguo compañero de Gale,que se ha parado un momento paralimpiarse el sudor de la frente con untrapo. Recuerdo haberlo visto en el 13,pero supongo que habrá vuelto. Susaludo me da el valor que necesitopara preguntar:

—¿Han encontrado a alguiendentro?

—A toda la familia. Y a las dospersonas que trabajaban para ellos.

Madge, la callada, amable yvaliente Madge. La chica que meregaló la insignia que me dio unnombre. Trago saliva con dificultad yme pregunto si se unirá a losprotagonistas de mis pesadillas estanoche para echarme más ceniza en laboca.

—Pensaba que a lo mejor, comoera el alcalde…

—No creo que ser el alcalde del 12pusiera la suerte de su parte —responde Thom.

Asiento y sigo moviéndome,procurando no mirar la parte de atrás

del carro. Me encuentro con lomismo por toda la ciudad y la Veta: lacosecha de los muertos. Conforme meacerco a las ruinas de mi antigua casa,la carretera se va llenando cada vezmás de carros. Y no hay Pradera o, almenos, ha cambiado de formadrástica: han abierto un profundohoyo y están colocando dentro loshuesos, una fosa común para migente. Rodeo el hoyo y entro en elbosque por el mismo lugar desiempre, aunque da igual, ya que laalambrada no está electrificada y lahan sujetado con largas ramas paraque no entren los depredadores. Sinembargo, cuesta deshacerse de las

viejas costumbres. Pienso en ir allago, pero estoy tan débil que apenasllego a mi punto de encuentro conGale. Me siento en la roca en la quenos grabó Cressida; es demasiadoancha sin su cuerpo al lado. Cierro losojos varias veces y cuento hasta diezcon la esperanza de que, al abrirlos, sematerialice ante mí como solía, sinhacer ruido. Me recuerdo que Galeestá en el 2 con un trabajoimportante, seguramente besandootros labios.

Es uno de esos días que tantogustaban a la antigua Katniss:principios de primavera, los bosquesse despiertan del largo invierno. Sin

embargo, la descarga de energía queempezó con las prímulas se desvanecey, cuando llego a la alambrada, estoytan mareada que Thom se ve obligadoa llevarme a casa en el carro de losmuertos. Me ayuda a tumbarme en elsofá del salón y desde allí observocómo las motas de polvo giran en losdébiles rayos de luz de la tarde.

Vuelvo la cabeza rápidamente aloír el bufido, aunque tardo un rato encreérmelo. ¿Cómo habrá llegadoaquí? Observo las marcas de garras dealgún animal salvaje, la pata traseraque lleva un poco levantada y losprominentes huesos del rostro. Debede haber venido andando desde el 13.

Quizá lo echaron o quizá no podíasoportar seguir allí sin ella, así que havenido a buscarla.

—Ha sido una pérdida de tiempo,no está aquí —le digo, y Buttercupvuelve a bufar—. No está aquí, bufatodo lo que quieras, no vas aencontrar a Prim. —Al oír su nombre,se anima, levanta las orejas y empiezaa maullar, esperanzado—. ¡Vete! —legrito, y él esquiva el cojín que le tiro—. ¡Lárgate! ¡Aquí no hay nada parati! —Empiezo a temblar, furiosa conel gato—. ¡No va a volver! ¡No volverájamás! —Agarro otro cojín y melevanto para apuntar mejor; laslágrimas surgen de la nada y me caen

por las mejillas—. Está muerta. —Meagarro el vientre para mitigar el dolor,pero me derrumbo sobre los tobillos yme agarro al cojín, llorando—. Estámuerta, gato estúpido. Está muerta.

Un nuevo sonido, parte llanto,parte música, sale de mi cuerpo y davoz a mi desesperación. Buttercuptambién se pone a gemir. Por muchoque intento echarlo, no se va, sinoque camina en círculos a mialrededor, justo fuera de mi alcance,mientras sufro un ataque de llantotras otro. Al final, me desmayo. Sinembargo, él lo entiende, debe de saberque ha ocurrido lo impensable y que,por tanto, para sobrevivir tendrá que

hacer cosas que antes considerabaimpensables, ya que, horas después,cuando me despierto en la cama, élestá conmigo, a la luz de la luna. Seha colocado a mi lado, con sus ojosamarillos abiertos y alerta, paraprotegerme de la noche.

Por la mañana se sienta, estoico,mientras le limpio los cortes, aunquese pone a maullar como un gatitocuando le saco la espina de la pata.Los dos acabamos llorando otra vez,sólo que esta vez nos consolamosmutuamente. Con las fuerzas quesaco de esto, abro la carta de mimadre que me dio Haymitch, marcoel número de teléfono y también lloro

con ella. Peeta aparece con Sae laGrasienta cargado con una barra depan caliente. Ella nos prepara eldesayuno y yo le doy mi panceta aButtercup.

Poco a poco, con muchos díasperdidos, vuelvo a la vida. Intentoseguir los consejos del doctorAurelius y regresar a la rutina; measombra comprobar que, llegadocierto punto, vuelve a tener sentido.Le cuento mi idea del libro, y unagran caja de papel de pergamino llegaen el siguiente tren del Capitolio.

La idea la saqué del árbol deplantas de mi familia, el sitio en elque apuntábamos las cosas que no

queríamos olvidar. La páginacomienza con la imagen de lapersona, una foto si la encontramos o,si no, un boceto o un dibujo de Peeta.Después, con la mejor caligrafía de laque soy capaz, anoto todos losdetalles que sería un crimen norecordar: Lady lamiendo la mejilla dePrim; la risa de mi padre; el padre dePeeta con las galletas; el color de losojos de Finnick; lo que Cinna podíahacer con un trozo de seda; Boggsreprogramando el holo; Rue depuntillas, con los brazos ligeramenteextendidos, como un pájaro a puntode volar. Etcétera, etcétera. Sellamoslas hojas con agua salada y

prometemos vivir bien para hacer quesus muertes no hayan sido en vano.Haymitch por fin se une a nosotros ycontribuye con veintitrés años detributos a los que se vio obligado aayudar como mentor. Cada vezañadimos menos cosas: un antiguorecuerdo que aparece de repente, unaprímula conservada entre las hojas, ypequeños trocitos de felicidad, comola foto del hijo recién nacido deFinnick y Annie.

Aprendemos a mantenernosocupados de nuevo. Peeta hornea y yocazo. Haymitch bebe hasta que seacaba el licor y después cría gansoshasta que llega el siguiente tren. Por

suerte, los gansos saben cómocuidarse solitos. No estamos solos.Otros cientos de personas regresanporque, al margen de lo sucedido, éstees su hogar. Con las minas cerradas,aran las cenizas y la tierra, y plantancomida. Las máquinas del Capitoliopreparan el terreno para una nuevafábrica en la que se harán medicinas.Aunque nadie la planta, la Praderavuelve a ser verde.

Peeta y yo nos volvemos a acercarpoco a poco. Sigue habiendomomentos en que se agarra alrespaldo de una silla y se aferra a ellahasta que acaba el flashback, y yo medespierto a veces gritando por culpa

de las pesadillas con mutos y niñosperdidos. Sin embargo, sus brazosestán ahí para consolarme y, al cabode un tiempo, también sus labios. Lanoche que vuelvo a sentir el hambreque se apoderó de mí en la playa séque esto habría pasado de todosmodos, que lo que necesito parasobrevivir no es el fuego de Gale,alimentado con rabia y odio. De esotengo yo de sobra. Lo que necesito esel diente de león en primavera, elbrillante color amarillo que significarenacimiento y no destrucción. Lapromesa de que la vida puedecontinuar por dolorosas que seannuestras pérdidas, que puede volver a

ser buena. Y eso sólo puede dármeloPeeta.

Así que, después, cuando mesusurra:

—Me amas. ¿Real o no?Yo respondo:—Real.

EPÍLOGOEPÍLOGO

Juegan en la Pradera: la niña de pelooscuro y ojos azules que baila por lahierba; el niño de rizos rubios y ojosgrises que intenta seguirla con susrechonchas piernecitas de bebé. Hetardado cinco, diez, quince años enaceptar, pero Peeta estaba deseandotenerlos. Cuando la sentí moversedentro de mí por primera vez, meahogó un terror que me parecía tanantiguo como la misma vida. Sólo laalegría de tenerla entre mis brazos

logró aplacarlo. Llevarlo dentro a élfue un poco más fácil, aunque nomucho.

Las preguntas están empezando.Las arenas se han destruido porcompleto, se han construidomonumentos en recuerdo a lasvíctimas y ya no hay Juegos delHambre. Sin embargo, lo enseñan enel colegio y la niña sabe queformamos parte de ello. El niño losabrá dentro de unos cuantos años.¿Cómo les voy a hablar de aquelmundo sin matarlos de miedo? Mishijos, que dan por sentadas laspalabras de la canción:

En lo más profundo del prado,allí, bajo el sauce,

hay un lecho de hierba, unaalmohada verde suave;

recuéstate en ella, cierra los ojossin miedo

y, cuando los abras, el sol estaráen el cielo.

Este sol te protege y te da calor,las margaritas te cuidan y te dan

amor,tus sueños son dulces y se

harán realidady mi amor por ti aquí perdurará.

Mis hijos, que no saben quejuegan sobre un cementerio.

Peeta dice que no pasará nada,

que nos tenemos los unos a los otros yque tenemos el libro. Podemos lograrque comprendan todo de una formaque los haga más valientes. Pero undía tendré que explicarles lo de mispesadillas, por qué empezaron y porqué, en realidad, nunca se irán deltodo.

Les contaré cómo sobreviví. Lescontaré que, cuando tengo unamañana mala, me resulta imposibledisfrutar de nada porque temo que melo quiten. Entonces hago una listamental de todas las muestras debondad de las que he sido testigo. Escomo un juego, repetitivo, inclusoalgo tedioso después de más de veinte

años.Aun así, sé que hay juegos mucho

peores.

AGRADECIMIENTOSAGRADECIMIENTOS

Me gustaría rendir homenaje a lagente que brindó su tiempo, sutalento y su apoyo a Los Juegos delHambre.

En primer lugar, debo dar lasgracias a mi extraordinariotriunvirato de editores: Kate Egan,cuyos conocimientos, humor einteligencia me han guiado a travésde ocho novelas; Jen Rees, cuya claravisión localiza las cosas que los demásno vemos; y David Levithan, que se

mueve como pez en el agua por susmúltiples cometidos de dador denotas, maestro de los títulos y directoreditorial.

Superando primeros borradores,intoxicaciones y altibajos, vosotrosestáis conmigo: Rosemary Stimola,consejera creativa de gran talento ymentora profesional, mi agenteliteraria y mi amiga; y Jason Davis,mi agente en la industria delespectáculo desde hace años, quésuerte tenerte a mi lado en nuestrocamino hacia la pantalla.

Gracias a la diseñadora ElizabethB. Parisi y al artista Tim O’Brien porlas preciosas cubiertas que han

logrado captar tanto a los sinsajoscomo la atención de la gente.

Un gran aplauso para el increíbleequipo de Scholastic por llevar LosJuegos del Hambre al mundo: SheilaMarie Everett, Tracy van Straaten,Rachel Coun, Leslie Garych,Adrienne Vrettos, Nick Martin,Jacky Harper, Lizette Serrano,Kathleen Donohoe, John Mason,Stephanie Nooney, Karyn Browne,Joy Simpkins, Jess White, DickRobinson, Ellie Berger, SuzanneMurphy, Andrea Davis Pinkney,todo el equipo de ventas deScholastic, y todos los demás que handedicado tanta energía, sabiduría y

buen hacer a esta serie.A los cinco amigos escritores en

los que más confío, Richard Register,Mary Beth Bass, Christopher Santos,Peter Bakalian y James Proimos,muchas gracias por vuestros consejos,perspectivas y risas.

Un recuerdo especial para midifunto padre, Michael Collins, queconstruyó los cimientos de esta serieeducándonos sobre la guerra y la paz,y para mi madre, Jane Collins, queme presentó a los antiguos griegos, laciencia ficción y la moda (aunque loúltimo no cuajó). También para mishermanas, Kathy y Joanie; para mihermano, Drew; para mis suegros,

Dixie y Charles Pryor; y para todoslos miembros de mi gran familia,cuyo entusiasmo y apoyo me hanpermitido seguir adelante.

Y, finalmente, me dirijo a mimarido, Cap Pryor, que leyó LosJuegos del Hambre en su primerborrador, insistió en que respondieraa preguntas que yo ni siquiera mehabía planteado y fue mi experto dereferencia durante toda la serie.Gracias a él y a mis maravillososhijos, Charlie e Isabel, porpermitirme disfrutar todos los días desu amor, su paciencia y la alegría queaportan a mi vida.

SUZANNE COLLINS, nació el 10de agosto de 1962 en Hartford,Connecticut, Estados Unidos, esescritora y guionista. Vive enConnecticut con Cap Prylor, sumarido; Charlie e Isabel, hijos, y conun par de gatos que encontraron en sujardín. Es hija de Michael Collins yJane Collins.