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Mauricio Renold, ed., Religión: estudios antropológicos sobre sus problemáticas, Buenos Aires: Editorial Biblos, 2015, pp. 173-‐195
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Pluralismo político y pluralismo religioso: nuevos escenarios y matrices analíticas de la relación
Por Nicolás Panotto
Publicado en Juan Mauricio Renold, ed., Religión: estudios antropológicos sobre sus
problemáticas, Buenos Aires: Editorial Biblos, 2015, pp. 173-‐195 Introducción Hablar de la relación entre religión, política y espacio público es una tarea que requiere identificar y abordar una compleja matriz de dinámicas. Por un lado, los actores en juego son sumamente diversos, teniendo en cuenta la creciente pluralización tanto del campo religioso como del político. Por otro lado, los tipos de vinculación que se construyen entre estos sujetos responden también a una diversidad de canales, mecanismos y dinámicas, resultado de la heterogeneidad constitutiva de lo público. En otros términos, la complejidad de la relación entre estos tres elementos deviene de la misma complejidad desde donde se define cada uno de ellos. En este contexto, podríamos identificar una vinculación de doble vía entre estos campos. Por una parte, lo religioso (con sus discursos teológicos, actores y estructuras institucionales) interpela lo político, actuando como instancia hermenéutica en diversos niveles: reapropiándose de sentidos y prácticas sociales (como gobierno, política, ciudadanía, derechos, militancia, Estado, nación, etc.), determinando la acción de los sujetos creyentes en la arena pública y enmarcando la interacción entre diversos actores sociales (especialmente a través del lugar de las comunidades eclesiales y organizaciones civiles religiosas) Por otro lado, lo político también influye en lo religioso, interviniendo en el campo de la construcción de sentido (por ejemplo, cuando agentes sociales toman del discurso religioso para la legitimación de cosmovisiones políticas), regulando sus prácticas (el Estado y el campo judicial como instancias de legitimación y control de la diversidad de creencias) y, por sobre todo, a través de las diversas maneras en que los sujetos concretos (sean individuos o instituciones) se reapropian de lo religioso para la construcción de sus discursos y prácticas cotidianas. Estudiar estas instancias requiere, por un lado, observar las nuevas dinámicas dentro del campo religioso, especialmente el impacto (social, político, cultural) que produce su constante pluralización, teniendo en cuenta las nuevas matrices en los escenarios socio-‐culturales del mundo globalizado actual. Por otra parte, dicho análisis debe responder a una actualización de los marcos teóricos con respecto a la definición de lo político, sus actores e instituciones. Por ello, en este breve trabajo intentaremos crear un diálogo entre algunos abordajes de teoría política contemporáneos y diversos estudios socio-‐antropológicos del campo religioso, que nos permitan dilucidar las complejas dinámicas de la vinculación entre lo político y lo religioso. Vale aclarar que se enfocará la mirada especialmente en el cristianismo, no sólo por la razón de ser uno de los campos donde más abundan estudios en esta línea sino también por ser el campo de trabajo del autor.
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Presupuestos teórico-‐metodológicos Antes de focalizarnos en el estudio de los tipos de vínculo entre los campos en cuestión, desarrollaremos algunos presupuestos teóricos y metodológicos que nos guiarán en nuestro análisis. Secularización y pluralización Un primer aspecto a considerar es el fenómeno de la pluralización de lo religioso y su impacto en la comprensión de la secularización. Este último fue comprendido en la modernidad como el proceso de “desencantamiento” (Weber) de la sociedad occidental con respecto a lo religioso, donde éste –a comparación de la Edad Media-‐ ya no poseía un lugar preponderante sino periférico y focalizado en la subjetividad de los y las creyentes. Tanto lo teológico como lo religioso y eclesial fueron desplazados como epicentros de lo socio-‐político, consecuencia de la reubicación del Sujeto (en este caso, el ser humano –varón-‐ comprendido como histórico, activo y productivo) como punto medular de la realidad (lo que se ha llamado antropocentrismo) y de la ciencia como discurso de veracidad y legitimidad de lo real. Estos fenómenos trajeron consigo una serie de cambios tanto hacia el mismo interior del campo religioso como del socio-‐cultural (Tschannen 1994) En primer lugar, como mencionamos, provocó un desplazamiento del lugar público de las instituciones religiosas. Estamos lejos de decir que ellas perdieron total injerencia –especialmente las iglesias cristianas-‐, pero sí la tutela por sobre el sentido de las dinámicas constituyentes de la matriz social. En segundo lugar, se produjo lo que se denomina la mundanización de diversas actividades sociales, científicas y culturales, que hasta el momento se encontraban bajo la égida interpretativa de la teología. Tercero, como resultado de los dos elementos mencionados, se evidencia un proceso de pluralización, tanto en el campo social como también en el religioso, resultante de la focalización en el rol de los sujetos y su intervención de la historia. Muchos afirmaron que estos procesos implicarían la paulatina desaparición de lo religioso, en pos de la construcción de una lógica civilizatoria. Lejos de ello, este fenómeno no sólo mantuvo su existencia, sino que su campo se extendió a través del proceso de pluralización que experimentó. Paradójicamente, esto fue facilitado por las propias dinámicas de la modernidad (Williame 1996) En otros términos, el proceso de secularización no significó un achicamiento de lo religioso sino la reconfiguración de su estatus social, especialmente de la iglesia cristiana en las sociedades occidentales.
En otros términos, se produce una deconstrucción del sentido y lugar de lo religioso en tanto metarrelato, pero no una crisis en las creencias. Todo lo contrario: el proceso de pluralización de la simbolización de lo religioso –gestada por la propia heterogeinización de su institucionalidad-‐ trajo consigo un proceso de pluralización de los procesos de construcción de creencias, lo que facilitó el crecimiento y expansión de este campo como marco de sentido existencial y referencial, vinculado no ya con un credo o una concepción socio-‐política determinada (recordemos los fuertes vínculos
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del catolicismo romano con lo territorial o ciudadano) sino a una diversidad de experiencias, lugares y símbolos. Como profundizaremos más adelante, este elemento es central a la hora de analizar el tema que nos compete. En primer lugar, porque el fenómeno de la secularización planteará una reformulación de las dinámicas e instituciones sociales, y así de los procesos socio-‐políticos. Y en segundo lugar, porque estos fenómenos no sólo implicaron una pluralización del campo religioso sino también de los agentes y sujetos políticos, al perder una tutela unidireccional por parte de la iglesia. La política, lo político y lo agonístico Adelantándonos a una conclusión que llegaremos hacia el final, debemos afirmar que la politicidad de lo religioso no se encuentra sólo en su vinculación con dinámicas e instituciones propiamente políticas fuera de su campo, sino que se imprime en su misma constitución identitaria y se proyecta desde la especificidad de sus prácticas y dinámicas institucionales. Esto requiere de una revisión de los acercamientos de este tipo de estudios, especialmente en dos sentidos: los nuevos marcos analíticos en torno a la teoría política y, desde allí, los nuevos acercamientos a las formas de comprender la dinámica social de lo religioso (ver Panotto 2013a, Parker 2013) Aquí la utilidad de la distinción entre lo político y la política que proponen algunos marcos de teoría política posestructuralista (Mouffe 2007:15-‐40). El propósito de esta diferenciación es no reducir la comprensión de las dinámicas socio-‐políticas a la particularidad de instituciones determinadas, sea el Estado, un partido, etc. De aquí que lo político se comprende como aquella dinámica constitutiva de todo espacio social, vinculada a los procesos de constitución identitaria por parte de los sujetos y grupos que lo componen. En otros términos, dicha dinámica se vincula con la construcción de sentidos y significantes que dan lugar a las prácticas, identitades y nociones identitarias. Por su parte, la política encierra aquellas prácticas históricas concretas que actúan como respuesta de dicha búsqueda, a través de la construcción de discursos, instituciones y organizaciones, tales como los partidos, el Estado, las ONGs, etc.
Lo importante a remarcar es que el campo de la política siempre está sumido a los procesos disruptivos promovidos por lo político, o sea, a los procesos constantes de resignificación de las identidades y las prácticas sociales. Esto trae propone dos consecuencias centrales para nuestro análisis. Primero, que el ejercicio de lo político no está acotado a la acción de un número determinado de formas o estructuras. Segundo, como resultado de esto mismo, la institucionalización de lo político se abre a una pluralidad de sujetos, que trascienden las figuras tradicionales. Es por ello que el espacio público está compuesto por la interrelación de un heterogéneo campo de actores sociales (sean organizaciones civiles y comunitarias, grupos de militancia, movimientos de reivindicación de derechos y, como veremos, actores religiosos). Esto nos lleva a definir la política como un espacio inscripto en el antagonismo. En este sentido, Mouffe (1993, 2005, 2007) cuestiona el modelo racionalista e individualista liberal, que enmarca a buena parte de los modelos políticos vigentes. Por un lado, la creencia de una especie de consenso universal a través de la razón (como propone Jürgen Habermas). Por otro, la concepción de un campo de
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particularismos dispersos y homogéneos en sí mismos. En otras palabras, es lo que Mouffe identifica como paradigma agregativo (los individuos como seres racionales y el ejercicio político como una práctica instrumental) y paradigma asociativo (que reemplaza la racionalidad instrumental por la comunicativa, entendiendo la política como un consenso moral racional mediante la libre discusión). En ambos casos, se define el ejercicio político a partir de la comprensión de individuos racionales y como intento de búsqueda de principios y fundamentos donde se diluyen los conflictos constitutivos a cualquier construcción socio-‐política. De aquí que Mouffe propone comprender lo político como espacio agonístico.1 Esto significa promover la diferencialidad constitutiva de lo identitario, y cómo ello es fundamento de todo espacio público y dinámica política. La división entre un nosotros/ellos en la política suele conformarse en un paradigma amigo/enemigo que frena las dinámicas de transformación. Por ello, sería indicado comprender esta división más bien como un locus donde los límites sobre lo identitario y los ejercicios políticos sean abiertos a través del conflicto constructivo. Más aún, la creación de un nosotros depende de una relación agonística con un ellos. Por esto, lo político en tanto búsqueda de consenso o de unidad -‐como muchas propuestas democráticas liberales suelen esgrimir-‐ socava la posibilidad de crear espacios conflictivos que cuestionen las formas, instituciones y discursos establecidos, y de esta manera mantengan la dinámica transformadora de los procesos socio-‐políticos.
En resumen, la distinción entre lo político y la política nos sirve para comprender que el espacio público no se restringe a prácticas o modos de organización específicos (sea el Estado, los partidos políticos, los mecanismos de votación, las leyes, etc.) Estas demarcaciones institucionales y discursivas sirven, más bien, a la construcción de ciertas bases y fundamentos que delimitan directrices generales. Pero tales establecimientos son segmentaciones relativizadas por la pluralidad y heterogeneidad que las componen y donde se imprimen. De aquí que lo político se comprende como la capacidad (discursiva, simbólica, social) de los sujetos y los grupos para redefinirse a sí mismos, y con ello subvertir cualquier tipo de demarcación ideológica, social e institucional.
Religión, procesos de subjetivación y construcción identitaria Es importante comenzar por preguntarnos sobre el estatus analítico que posee hoy lo religioso, en especial en relación al campo socio-‐cultural. Definir de qué manera se conceptualiza este campo en tanto fenómeno social –y la particularidad de sus instituciones en relación con las de otro campo-‐ como también su intervención en dicho espacio, será central para comprender los tipos de vinculación de la religión con el espacio público. ¿Qué tipo de relación existe entre lo religioso, la cultura y el campo social? ¿Las creencias son siempre una expresión correlativa o respuesta a
1 La autora diferencia entre antagonismo y agonístico. “Mientras que el antagonismo constituye una relación nosotros/ellos en la cual las dos partes son enemigos que no comparten ninguna base común, el agonismo establece una relación nosotros/ellos en la que las partes en conflicto, si bien admitiendo que no existe una solución racional a su conflicto, reconocen sin embargo la legitimidad de sus oponentes. Esto significa que, aunque en conflicto, se perciben a sí mismos como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común dentro del cual tienen lugar el conflicto. Podríamos decir que la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo”. (Mouffe 2007:27)
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circunstancias determinadas o son instancias que poseen cierta especificidad constitutiva que lo diferencia de otros elementos del medio social? Comparemos dos antropólogos, que mantendrán ciertas diferencias para responder a estas preguntas: Clifford Geertz y Talal Asad. Por su parte, Geertz (2006:89) define la religión como “un sistema de símbolos que obra para establecer vigorosos, penetrantes y duraderos estados anímicos y motivaciones en los hombres formulando concepciones de un orden general de existencia y revistiendo estas concepciones con una aureola de efectividad tal que los estados anímicos y motivaciones parezcan de un realismo único”. Para él, los símbolos dan sentido a los fenómenos culturales y provocan hechos psicológicos que amoldan a los sujetos a dichas estructuras, a través de la construcción de ideas generales de orden. Por ello, planteará que la antropología debe centrarse en una doble función analítica: los sistemas de significado en los símbolos y sus efectos sociales y psicológicos.
Podríamos decir que Geertz parece olvidar un elemento central en medio de esas dos funciones: el lugar del sujeto creyente. En esta dirección, más allá de que los símbolos poseen caracterizaciones de sentido, ellos no contienen consecuencias prácticas o psicológicas a priori. En otros términos, más allá que un símbolo representa un cúmulo de significados, no se puede realizar un vínculo directo entre éstos y las consecuencias en las prácticas de los sujetos concretos. Tanto Max Weber como Peter Berger o el mismo Pierre Bourdieu con su concepto de habitus y campo religioso, siguen una dirección de análisis similar. Este sujeto creyente no puede ser descrito de forma homogénea. Como afirmamos en el apartado anterior, éste se mueve dentro de un espacio socio-‐cultural compuesto de tensiones, antagonismos y heterogeneidades, que hacen de esa trama de intercambios simbólicos una realidad sumamente compleja, haciendo imposible determinar cuáles serán los movimientos que se gestarán en él.
Es en esta dirección que Talal Asad (2003) cuestionará a Geertz, afirmando que el símbolo no es sólo un “medio” sino que es en sí mismo el sentido. Muchas veces actúa como un marco de relacionamientos complejos entre sujetos, objetos e instituciones. También cuestiona que Geertz diferencia –a la Parsons-‐ entre los sentidos culturales y los fenómenos psíquicos o sociales. Asad también critica la división de este antropólogo entre teoría y práctica religiosa. No hay tal división desde una perspectiva de intervención. Para Asad parece que, por momentos, Geertz conceptualiza la religión como ideología, ubicándola como legitimadora de un orden exterior a ella. Por ello, se pregunta: “Si los símbolos religiosos son entendidos como analogías de las palabras, como vehículos de sentido, ¿pueden dichos sentidos ser establecidos independientemente de la vida de quien los usa?” (Asad 2003:53) Terminará planteando que los símbolos religiosos deben ser analizados no sólo desde su vinculación con los hechos sociales o como soportes de estructuras determinadas, sino en el potencial hermenéutico que poseen para adquirir diversas significaciones según los marcos, las prácticas y discursos que se originen en un momento concreto del sujeto y de la comunidad. Estas dos perspectivas muestran no solo dos acercamientos distintos a la relación religión-‐cultura, sino también a las dinámicas socio-‐políticas en el espacio público y su vinculación con lo religioso. Mientras la mirada de Geertz, más allá de su valor en muchos aspectos, responde a un encuadre en alguna medida determinista
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entre las caracterizaciones sociales y religiosas, podríamos decir que Asad responde a una visión más dinámica del contexto socio-‐cultural, y con ello a su vinculación con lo religioso. En este sentido, este último no actúa sólo como un marco legitimador simbólico de un orden social determinado, sino también como un locus inscripto en una pluralidad de dinámicas, acciones y sujetos en un espacio cuya condición heterogénea deviene de las diversas matrices que adoptan los símbolos, instituciones y discursos según las reapropiaciones y resignificaciones que realizan los sujetos y grupos. Aunque ahondaremos en el tema más adelante, este abordaje nos permite ver que estas dinámicas inherentes a los procesos de apropiación y resignificación de los símbolos religiosos en la cotidianeidad de los sujetos creyentes, y por ende de las comunidades religiosas, deben ser leídas desde un lente socio-‐político. En otros términos, la politicidad de estos elementos reside en la posibilidad que posee el sujeto creyente en resignificar sus prácticas sociales, discursos y hasta su militancia, desde la apertura hermenéutica que habilitan los símbolos religiosos. Desde esta perspectiva se enfatiza la capacidad subversiva de sentido que poseen los símbolos y la figura del creyente como sujeto pro-‐activo para redefinir sus prácticas y subvertir las comprensiones estructurales.
Existen algunas propuestas desde la filosofía política que podrían vincularse con estos abordajes. Un ejemplo es la distinción que hace Felix Guattari (2005:48) entre los procesos de subjetivación y singularización. “La subjetividad (…) oscila entre dos extremos: una relación de alienación y opresión, donde el sujeto recibe la subjetividad tal como le llega. Singularización, la subjetividad es tomada como un proceso de creación y reapropiación” También podríamos mencionar a Michael de Certau (2010) y su diferencia entre estrategia y táctica. La primera es entendida como acciones que se circunscriben en un lugar propio, desde donde se manejan las relaciones exteriores. La segunda, son cálculos y acciones que van más allá de un lugar determinado que encapsula el tiempo. Esto implica reconocer los atajos que poseen los lugares en tanto demarcaciones, los cuales son asumidos por los sujetos para circular, ir y venir. Acercamientos a la relación religión-‐espacio público-‐política Desde lo descrito, podemos ver que las dinámicas religiosas y políticas responden a matrices y direcciones sumamente complejas, al estar inscriptas en un espacio social heterogéneo. Por un lado, hay una conjunción particular entre la pluralización del campo religioso y la pluralización del campo político. Esto lleva a la emergencia de diversos modos de incidencia y a construcciones híbridas de institucionalidad política, desde la ampliación de la noción de lo político como modo de constitución de lo identitario, y de la política como campo plural de mediaciones organizacionales. Lo religioso y sus modalidades institucionales se inscriben dentro de este panorama, actuando políticamente desde su misma especificidad (o sea, desde sus discursos teológicos, ritualizaciones y operaciones simbólicas, mecanismos institucionales, etc.) Para profundizar en estos elementos, desarrollaremos diversos modos de analizar estas dinámicas desde las caracterizaciones que muestran el siguiente esquema, siguiendo los presupuestos metodológicos descritos:
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Este esquema nos lleva a considerar que el análisis del vínculo entre religión y espacio público se inscribe en un proceso de construcción de la identidad en una comunidad social (lo político) desde donde emergen modos de institucionalización, prácticas y discursos (la política). A su vez, dicha dinámica se mueve entre las operaciones de subjetivación (o sea, como respuesta a un marco mayor de sentido) y singularización (operaciones de reapropiación y resignificación de dicha segmentación por parte de los sujetos, grupos e instituciones concretos). Este esquema dista de ser único o lineal. Por el contrario, según las dinámicas sociales o las nociones socio-‐antropológicas que se consideren, sus operaciones serán diversas según el énfasis que se otorgue a ciertos elementos en comparación a otros. De aquí, nos concentraremos en tres posibles esquemas de análisis, que a su vez responden a tres combinaciones de marcos socio-‐antropológicos y modos de relación con lo religioso:
Marco socio-‐antropológica Modo de relación con lo religioso Dualista Purismo moralista
Consensual racionalista Ecumenismo esencialista Pluralista Articulación posfundacional
Vale hacer algunas aclaraciones. Estos modos de acercamiento no son secuenciales sino que pueden convivir de diversas maneras y hasta articuladamente, dentro de un mismo espacio y tiempo determinados. En otros términos, ellos describen, por un lado, distintos modos de relacionamiento entre lo político y lo religioso y, por otro, representan expresiones que pueden gestarse en una misma expresión religiosa, sea por momentos específicos o de manera combinaba. Dualismo y purismo moralista Con dualismo nos referimos a la tradicional distinción entre lo público y lo privado, desde la cual se establecen competencias particulares para cada institución social según su vinculación con alguno de estos elementos. Más allá de que dichos campos no se encuentran estrictamente separados (menos aún desde la dinámica globalizadora contemporánea), sí pueden ser comprendidos como espacios de sentido desde donde delimitar construcciones identitarias, discursos y prácticas. Para profundizar este abordaje, utilizaremos la propuesta de Richard Sennett (2011), quien
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propone una genealogía de la concepción de lo público. Dicho término, tanto en el habla inglesa como francesa, se utilizaba en el siglo XV para definir aquello que estaba abierto a la observación general. Hacia el siglo XVII la división entre privado y público no contenía una frontera tan marcada como hoy día. Lo público era lo abierto al juicio social, mientras que lo privado lo vinculado a la región familiar y amistosa.
Con el tiempo, lo público pasó de ser un término restringido al campo político institucional a una forma de conceptualizar las dinámicas socio-‐culturales entre el sujeto y el contexto. En francés, el término “cosmopolita” (datado por 1738) denominaba a una persona que se podía mover en la diversidad, entre una serie de particularidades con las cuales no requería tener un tipo de vinculación directa. De aquí que lo público pasa a definir lo vivido fuera del ámbito familiar y de los amigos, donde se identifican construcciones sociales complejas disímiles. Ya hacia el siglo XVIII comienza a vislumbrarse una distinción entre los derechos de naturaleza (una serie de disposiciones morales inherentes a la “naturaleza” humana y social) y la civilidad (reglas y prácticas contingentes a las dinámicas socio-‐politicas). Mientras lo primero se desarrollaba en el ámbito de lo privado, lo segundo en lo público.
Hay dos elementos a tener en cuenta como contexto de estos procesos. Primero, las transformaciones ocurridas en el capitalismo industrial del siglo XIX, con sus particulares regulaciones en el campo urbano. El principal fenómeno de este período es la necesidad de privatización que el capitalismo produjo en la burguesía. La crisis social en los centros urbanos industrializados llevó a que la familia se posicionara no ya como un espacio restringido a lo privado sino como un refugio idealizado de los males de la sociedad, donde existía el orden y la autoridad. De esta manera, poco a poco, la familia se transformó en un patrón para medir el dominio público. De aquí, “utilizando las relaciones familiares como un modelo, las personas percibieron el dominio público no como un grupo limitado de relaciones sociales, como habría ocurrido en la Ilustración, sino que, por el contrario, consideraron la vida pública moralmente inferior. Intimidad y estabilidad parecían estar unidas en la familia; junto a este orden ideal, la legitimidad del orden público fue puesta en entredicho” (Sennet 2011:35) En segundo lugar, se produjo una reformulación del secularismo, que influyó en las definiciones y percepciones sobre lo “extraño” y “desconocido”. Sennet afirma que los procesos de secularización del siglo XIX se construían más bien en oposición a la “trascendencia”, donde se naturaliza lo inmanente, el instante, el hecho. Las circunstancias se aceptan como se presentan. “Desaparecieron las distinciones entre sujeto y objeto, dentro y fuera, perceptor y percibido” (Sennet 2011:38) De aquí, concluirá que el gran problema es la exacerbación de la intimidad como un espacio de purificación pero también de redefinición de lo público, ya que la exposición de lo privado se transforma, paradójicamente, en el elemento catalítico más importante de lo público. Si vamos al espacio religioso, este abordaje tiene una doble implicancia para el análisis de su relación con lo político. En primer lugar, la incidencia pública se proyecta desde el resguardo de lo privado. Esto no implica que las iglesias y religiones no militen en el espacio público, sino que lo hacen desde la defensa de esa separación, lo cual tiene un doble objetivo: cuidar la santidad de lo privado (lo sexual, el cuerpo, la familia) y actuar como testimonio de aquello que necesita la sociedad. Esto es lo que llamamos
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purismo moralista: la religión crea una relación paradójica con lo público, pero transformándose en un espacio de purificación escindiéndose de él al entronarse como defensora de lo privado.
En segundo lugar, a modo de aplicación de esto último, familia y sexualidad son los elementos de mayor disputa política. Es aquí donde podemos identificar la regulación legal del divorcio, la aprobación del matrimonio igualitario y las nuevas tendencias en educación sexual en el ámbito escolar como los temas más candentes dentro de la agenda política en las iglesias, especialmente cristianas. Esto tampoco significa que son los únicos temas específicos que se traten, sino más bien que ellos actúan como marcos desde donde se encadenan otras nociones vinculadas a distintos elementos del campo político, tales como el rol del Estado, la comprensión de la estratificación social, las tensiones ideológicas (la crítica al pensamiento “progresista”), las cosmovisiones sociales (es muy común encontrar la noción de “orden natural” en los discursos eclesiales sobre estos temas), entre otros. A modo de ejemplo, dentro del gran espectro de corrientes dentro del catolicismo, encontramos el denominado catolicismo integral (Mallimaci 1993), que considera la doctrina proveniente de la Santa Sede como medida para abordar los asuntos sociales, a los cuales los Estados nacionales deberían regirse. Desde aquí, se cuestionan diversos marcos de sentido y práctica, tales como el liberalismo y el socialismo. Desde el lado evangélico, Hilario Wynarczyk (2009) llama la atención sobre el paso de un dualismo negativo a uno positivo dentro de este campo religioso: mientras el primero niega todo tipo de incidencia socio-‐política de la iglesia, el segundo –más presente en comunidades neo-‐pentecostales-‐ pone a la fe, la religión y la misma iglesia en tanto comunidad, como ejemplos arquetípicos para transformar las estructuras sociales vigentes.
En síntesis, podemos ver en estos dos ejemplos que en los cuerpos religiosos existe una conciencia teológica e institucional de incidencia en el campo público, pero ella se realiza desde una perspectiva dualista y moralista; en otros términos, desde una cosmovisión que escinde el campo religioso del social, donde el primer se transforma en una especie de núcleo moral básico al cual el segundo debe apelar. Más allá de que esta perspectiva es vigente para comprender algunas dinámicas dentro espacios religiosos, de todos modos representa ciertos reduccionismos para la consideración de otros impactos socio-‐políticos de este campo desde su propia constitución, que van más allá del resguardo de proposiciones morales. Racionalidad consensual y ecumenismo esencialista Aquí apelaremos a una cosmovisión social que podríamos describir como racionalidad consensual y su correlato político-‐institucional denominado democracia asociativa, donde uno de sus mayores representantes es Jürgen Habermas. Este filósofo es un defensor de la superioridad moral y la validez universal de la democracia constitucional liberal. Parte de una distinción entre espíritu subjetivo y espíritu objetivo: este último es el que se crea en la interacción de los sujetos, siendo el primero la exterioridad particularizada de este último. Mientras que para los liberales la legitimidad del gobierno recae sobre la defensa de la libertad individual y los derechos humanos, para los demócratas recae sobre la soberanía popular. Se
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intenta definir así la naturaleza racional privilegiada de la democracia liberal, donde se ubica una vinculación entre el dominio de la ley y los derechos humanos. De aquí podríamos extraer tres elementos centrales en Habermas vinculados a su cosmovisión de lo social y lo político. Primero, que existe una racionalidad o conciencia que unifica el todo social. Segundo, promueve una visión política liberal como espacio de consenso a partir del ejercicio de la racionalidad. Tercero, un concepto de Estado liberal defensor de este ejercicio.
Con respecto a esto último, el aparato estatal liberal debe presuponer que las actitudes cognitivas de las partes religiosas y laicas son resultados de aprendizajes históricos. Habermas se preocupa por la “polarización” que se produce entre estos dos sectores ya que pone en peligro la “cohesión” de la ciudadanía. Esto, dice, concierne la teoría política. De aquí que adhiere a la teoría hegeliana sobre que las grandes religiones pertenecen a la historia de la razón misma. El Estado debe promocionar el derecho de todas las expresiones religiosas, reconociendo la especificidad discursiva y cosmovisional de cada una. Habermas habla del “uso público de la razón” para llegar a eso. Hay dos elementos centrales en los mecanismos de diálogo que deben existir. Primero, partir de una plataforma posmetafísica. Segundo, un reconocimiento de la especificidad del discurso y marco de sentido religioso. Pero para que este diálogo se conlleve se debe traducir en un lenguaje universalmente reconocible. “El ethos de la ciudadanía liberal exige de ambas partes el cercioramiento reflexivo de los límites tanto de la fe como del saber” (Habermas 2006:10) La crítica de Mouffe que hemos mencionado –sobre el hecho de lo político como elemento racional y restringido a un sujeto político determinado (precisamente el que inscribe dicha racionalización)-‐, se vincula al hecho de cómo se comprende el lugar y la legitimidad de lo religioso como agente social, ya que su particularidad identitaria se vería subsumida a dicha razón universal (que dista de ser abstracto; por el contrario, los marcos institucionales y discursivos del liberalismo representan el campo desde donde se comprende dicha universalidad) Más aún, desde esta crítica podemos ver cómo esta perspectiva profundiza lo que describíamos anteriormente sobre la promoción de lo privado como purificador de lo público, aunque con un mayor énfasis en lo plural. En otros términos, se reconoce la diversidad, pero se pone énfasis en el consenso racional y universal como fundamento. Más aún, dicho consenso racional cobra una entidad ontológica que sobrepasa toda particularidad y cosmovisión. Por ello hablamos de ecumenismo esencialista: hay un reconocimiento (inclusive legal) de la diversidad religiosa, pero no se legitima su particularidad identitaria –desde lo discursivo, institucional, simbólico y social-‐ como instancia de incidencia pública. Esto último es valorado solo en la medida que se adapte a las regulaciones discursivas e institucionales de dicho fundamento racional.
María Lafont realiza un estudio exhaustivo de esta propuesta, complementando con el trabajo de Rawls. El gran problema que la autora identifica es esta necesidad de “traducir” los discursos religiosos en la arena pública, tal como esta perspectiva lo infiere. En este sentido, el planteamiento liberal es aceptar la pluralidad de expresiones, pero compartiendo un procedimiento deliberativo. En línea con Habermas, Rawls habla del overlaping consensus, que implica la comprensión de la existencia de una razón común a todos los seres humanos y sirve a las obligaciones morales y políticas, lo cual lleva a que los ciudadanos alcancen los mismos objetivos y
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resultados. Esto conlleva a que la legitimidad democrática de la deliberación pública necesite, en cierta medida, de decisiones políticas coercitivas apoyadas en elementos racionales aceptadas por todos los ciudadanos. La limitación que Lafont encuentra en ambos modelos es que supone un grado de superposición entre creencias religiosas y seculares, es decir, “dónde los rendimientos epistémicos y de legitimación de la deliberación pública se ven confrontados con la aspiración democrática de imparcialidad —que no necesariamente de neutralidad— para todos los casos” (Lafont 2011:8) Esto trae dos problemas. Primero, se deslegitimiza el discurso religioso, sus cosmovisiones y hasta sus prácticas institucionales como instancias intrínsecamente políticas. De esta manera, la apelación a un “Estado neutral”, como dice Habermas, implica que toda decisión política se remita a las razones universalmente accesibles desde la institución estatal, que son justificadas más allá de cualquier particularidad identitaria, incluida la religiosa. Por otra parte, la distinción entre lo público como cuestión de Estado y lo privado como esfera de la Iglesia conlleva una separación de regiones de poder: cuestiones políticas, económicas y conflictos internacionales por un lado, y mentalidades, orientaciones sexuales, modelos de familia, de relaciones de género, custodia de los hijos, etc., por otro. En conclusión, llamamos a este abordaje ecumenismo esencialista ya que existe un reconocimiento de las expresiones religiosas, del pluralismo del campo y de una parcial inclusión de cada actor en el ámbito público. Pero dicho reconocimiento es simplemente formal, dentro de parámetros generales de deliberación institucional, siendo subsumido a una racionalidad superior y esencialista, que atraviesa la particularidad de las expresiones identitarias, en este caso la religiosa. De esta manera, el marco de deliberación pública –que siempre parte de una expresión tanto institucional como ideológica (en este caso, liberal)-‐ sobrepasa y atraviesa cualquier forma de construcción de sentido particular, desde su veracidad relativa. En otros términos, lo público se comprende desde una escencialidad que inevitablemente requiere ser identificada y nominada, diluyendo las expresiones concretas. Lo público pas3a de ser un campo de relacionalidad –con sus respectivas tensiones-‐ de los actores que la componen a un fundamento trascendente que los determina. Pluralización del espacio público y articulación posfundacional
“Pluralismo” es un término muy en boga en las últimas décadas, sea en el campo social como también dentro de diversas disciplinas académicas. ¿Cuáles son las nuevas circunstancias que reposicionan una idea tan arraigada a nuestra cotidianeidad como marco analítico? Ciertamente se debe a la puesta en escena de una serie de abordajes, realidades, conceptos, pensamientos, opciones y alternativas que –más allá de que hayan estado siempre impresas en la realidad social, cultural y política en que vivimos-‐ nunca fueron asumidas epistemológicamente, o sea, como instancias de análisis, comprensión y abordaje de los fenómenos sociales. Pluralismo, alteridad, otredad, heterogeneidad, hibridación, entre muchos otros, representan una serie de enunciados que han cobrado cada vez más lugar en los estudios sociales. Como mencionamos, ello no significa que sean nuevos fenómenos ya que dichas instancias siempre han formado parte de las dinámicas políticas, económicas y culturales. Más bien, se evidencian como marcos analíticos que
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pretenden deconstruir diversos sentidos propios del imaginario moderno: una idea homogénea y abstracta de sujeto, la preponderancia de idearios socio-‐políticos que pretendían la unificación identitaria e institucional de lo social (Estado, territorio, nación, etc.), una lectura reduccionista de los fenómenos sociales, entre otros. Con el transcurso del tiempo –especialmente en el período de posguerra-‐ estos conceptos mostraron sus negativas consecuencias para el desarrollo socio-‐cultural, al no reconocer la heterogeneidad constitutiva de las comunidades, al clausurar la imaginación de los sujetos, al delinear teleológicamente los procesos históricos, y al enmarcar las segmentaciones sociales y culturales dentro de una jerarquía valorativa. La idea de pluralismo, entonces, implica no sólo la descripción de un espacio o realidad compuesta de una diversidad de particularidades sino una comprensión posfundacional de lo social y del espacio público (Marchart 2009) Con este término, nos referimos al hecho de que no existe un fundamento último que dé lugar a las dinámicas sociales –o sea, ninguna moral o racionalidad universales-‐ sino que ellas se construyen desde una serie de dinámicas relacionales e interpretativas, donde entran en juego la heterogeneidad constitutiva de lo social, los complejos procesos discursivos y simbólicos, los diversos tipos de articulación institucional, entre otros elementos. Desde esta perspectiva, lo social –y por ende lo político y lo público-‐ se ven como instancias en transformación constante, donde entran en escena como actores centrales la diversidad de sujetos (individuales y grupales) que componen una segmentación social. Todo esto, a su vez, implica una operación hermenéutica que asume la realidad, las identidades, las ideologías, los discursos, no como entidades homogéneas y estancas sino como espacios constituidos ontológicamente por una heterogeneidad de elementos cuya interacción hace de esa segmentación -‐identitaria, discursiva, social, religiosa y política-‐ una entidad en constante transformación. Esta dinámica se inscribe en otras dos caracterizaciones centrales: primero, el reconocimiento de la total historicidad de toda segmentación significante (lo que cuestiona todo tipo de apriorismo naturalista, lógico o supra-‐histórico de una condición ontológica), y segundo, que la constitución de una identidad se encuentra atravesada por la alteridad, o sea, por la existencia de un Otro que lo diferencia, lo determina, lo delimita, lo cuestiona, y con ello, amenaza su homogeneidad. Por ello, hablar de un contexto plural no es sólo describir un espacio de particularidades autónomas y autoreferenciales sin conexión alguna entre sí. Es, en cambio, afirmar la existencia de un espacio de interacción entre diversas partes, en cuyas interacciones crean también una pluralidad de espacios de vinculación y constitución. Como mencionamos, el énfasis en la pluralización del espacio público en las últimas décadas proviene de ciertas reacciones a los modos, ideologías y estructuraciones institucionales propias de la modernidad, que entraron en crisis en tiempos de posguerra (Arendt 1997). Podríamos resumir algunas de sus características con las siguientes distinciones: 1. Crisis en la noción de identidad nacional. Nación, lo nacional, nacionalidad, son
términos que refieren a la emergencia de los Estados modernos en pleno desarrollo y expansión de Occidente. Se definieron históricamente como marcos identitarios representativos de los habitantes de un territorio delimitado. Estas
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demarcaciones comenzaron a ser cuestionadas hace ya algunas décadas desde diversas propuestas teóricas -‐especialmente desde estudios poscoloniales, descoloniales y posestructuralistas-‐, los cuales evidenciaron la relación entre la conquista y el establecimiento de la “identidad europea”, sus limitaciones para representar la heterogeneidad de actores en un territorio específico, y los nuevos desplazamientos, entrecruces e hibridaciones que se gestan en un espacio socio-‐cultural inscripto en un campo globalizado, los cuales cuestionan la homogeneidad y escencialización que pretende el concepto de lo nacional (Bhabha 2010). Este elemento cobra una importancia central al tener en cuenta la vinculación que existe entre ciertas expresiones religiosas y el nacionalismo, como el caso del catolicismo romano en América Latina (Giorgi y Mallimaci 2012).
2. Diversidad de sujetos políticos. La falta de representatividad del estado-‐nación
como marco de nominación identitaria, así como de otras instituciones tales como los partidos políticos o ciertas ideologías hegemónicas, impulsó la construcción de instancias alternativas de acción y representación. De esta manera, encontramos la emergencia de los llamados movimientos sociales, que crecieron fuertemente durante los ‘90; el surgimiento de las ONGs y la conformación del Tercer Sector; y la articulación de diversas organizaciones, instituciones y redes representativas de minorías sociales, que se nuclearon y organizaron con el propósito hacer escuchar su voz, tanto a nivel social como en el ámbito de lo estatal (Connolly 1991; Laclau 2000).
3. Reconceptialización del rol del Estado. Estas transformaciones en el campo de los
actores sociales y sus representaciones, llevó a preguntarse por el rol aglutinante del Estado. Las oleadas neoliberales en los ‘90 intentaron deslegitimar el lugar de esta institución en pos de la apertura al mercado, inscripta en una comprensión que provocó la desintegración de los tejidos sociales y un incremento de la desigualdad socio-‐económica (Svampa 2005). Un abordaje sintetizador –ni nacionalista ni neoliberal-‐ propone comprender el Estado como una institución representativa, no de una unidad nacional sino de una pluralidad de identidades pertenecientes a un espacio social específico. Por ende, la función del Estado no es dejar la sociedad en manos del mercado ni representar una identidad territorial homogénea sino promocionar e instrumentalizar un espacio que facilite la dinámica, el diálogo y el conflicto constructivo entre una heterogeneidad de actores, sujetos, instituciones, movimientos e ideologías (de Sousa Santos 2006; Butler y Spivak 2009).
4. Una resignificación de lo democrático. Por último, la noción y el ejercicio de lo
democrático es redefinido dentro del espectro de esta pluralidad emergente. De la noción de democracia como ejercicio de sufragio ciudadano que establece “la voz de la mayoría”, se la reconceptualiza como práctica que da voz a todas las partes. La democracia, entonces, deja de ser una instancia que pacifica las diferencias a través de una unidad homogénea representada en la representación de la mayoría electoral, para ser entendida como un ejercicio que permite que todas las partes tengan lugar y aporten a la dinámica de lo social. En otros términos, democracia no
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es unidad centrada en la representatividad de un grupo particular sino un espacio de litigio y conflicto constructivo entre todas las identidades presentes en un espacio social. Es lo que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe denominan democracia radical (Laclau y Mouffe 2006; Ranciere 1996, 2007, 2010; Lefort 1990; AAVV 2010)
Estos elementos reflejan dos características centrales del espacio público
contemporáneo. En primer lugar, que es un espacio heterogéneo compuesto por una pluralidad de sujetos que poseen una serie de demandas específicas (sociales, económicas, culturales), desde las cuales realizan reclamos e interactúan entre sí, elaborando procesos de articulación en la construcción de prácticas e identidades. En segundo lugar, que lo público es un espacio conflictivo, en el sentido de ser la inscripción de una serie de renegociaciones constantes, ya sea hacia los mismos movimientos, entre unos y otros, y con instituciones socio-‐políticas de representación más amplia, tales como el Estado. En este sentido, no estamos hablando de una visión negativa o regresiva del conflicto sino, por el contrario, de la tensión inherente a la conformación de un espacio que posibilita la dinámica, la resignificación y la renegociación constantes, no sólo de grupos o instituciones, sino también de valores, perspectivas, sentidos, discursos e ideologías. Pasando al fenómeno religioso, hay tres elementos a considerar desde este abordaje sobre las dinámicas socio-‐políticas. En primer lugar, el lenguaje religioso y teológico como marcos de resignificación de sentido. Segundo, las comunidades religiosas como espacios de construcción identitaria; o sea, como instancias auto-‐definidas como sujetos político. Y tercero, el lugar del pluralismo religioso dentro del espacio público. Con respecto al primer elemento, hay que considerar que el lenguaje religioso no sólo sirve a la demarcación de una serie de símbolos o rituales que dan cuenta de una particular creencia, sino que también poseen una función como marco de sentido de prácticas sociales y de resignificación de nociones socio-‐políticas. Podemos encontrar diversas corrientes teológicas que poseen un discurso más explícitamente político, construyendo un diálogo con las ciencias sociales, con corrientes políticas o que trabajan en el desarrollo de nociones vinculadas a este campo.
La dinámica hermenéutica intrínseca al lenguaje teológico posee una función socio-‐política concreta al ser depositario de sentido social –o sea, como matriz de articulación entre narrativas sociales, políticas, culturales y religiosas-‐, lo que posibilita la resignificación de vivencias cotidianas, interpretaciones del contexto social y la reconceptualización de funciones políticas y públicas. Es allí, por ejemplo, que términos como Cristo, Espíritu, Evangelio, entre otras, sirven como marcos catalizadores de utopías, ideologías y perspectivas sociales (Algranti 2010) Este elemento se complejiza aún más si partimos de la idea de que todo lenguaje teológico y religioso posee inherentemente como punto de partida el lenguaje contextual de los sujetos creyentes. Es allí donde lo religioso actúa más bien como una matriz de resignificación de sentido de dichos lenguajes, los cuales posee una unión directa con prácticas cotidianas y construcciones institucionales. Pasando al segundo elemento, una de las nociones analíticas más importantes que surge desde este abordaje es la de identidad. La importancia de la resignificación
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de esta categoría reside en las limitaciones de las comprensiones modernas, que se han fundamentado en una noción homogénea del sujeto social, el cual se comprende enmarcado y delimitado por un contexto socio-‐cultural funcional a una serie de predisposiciones estructurales. Esta comprensión teleológica y esencialista de lo social, hace de los agentes del contexto resultados accidentales de dichas dinámicas. La aplicación de esta mirada al campo de lo religioso lleva a ver a sus comunidades y al mismo discurso teológico como simples efectos o paleativos en respuesta al medio de donde surgen. Más allá de la relativa veracidad de este elemento, un énfasis desmedido al respecto podría llevar a un reduccionismo analítico que no vea los conflictos, tensiones y renegociaciones constantes entre los elementos, discursos y prácticas inscriptas en estas dinámicas. En otro trabajo (Panotto 2013b) hemos desarrollado tres características de la resignificación de esta categoría. Primero, que toda identidad se compone desde una diferencia/alteridad constitutiva, lo que significa que no puede comprenderse como una nominación esencializada y absoluta sino como una instancia que se transforma constantemente y que, a su vez –desde dicha dinámica-‐, habilita procesos de reapropiación y cambio desde quienes la componen. Segundo, desde este punto de partida, que toda identidad es contingente, o sea, que se encuentra en cambio constante, debido a las interacciones internas que se gestan en la pluralidad de elementos que la compone y los procesos que se gestan desde los vínculos con el espacio público. Por último, teniendo en mente la distinción hecha al inicio, desde este abordaje se concibe toda dinámica de construcción idenitaria como intrínsecamente política, ya que sirve a la transformación de prácticas, sentidos e imaginarios sociales.
De esto último, a su vez, emergen tres conceptos centrales: pluralidad constitutiva (toda identidad está compuesta por un conjunto heterogéneo de elementos en interacción, desde donde se construyen procesos de interacción con otros procesos identitarios externos), conflicto (lo político no se deposita en la construcción de un marco homogéneo sino un acto hermenéutico donde discursos, prácticas y sentidos entran en conflicto tras las disputas por nominar las demandas sociales) y articulación (la acción política desde la relación y trabajo conjunto con otras particularidades, desde donde se crean marcos de acción y resignificaciones de discursos y sentidos) A partir de estos elementos analíticos, podemos identificar las siguientes dinámicas dentro de las comunidades religiosas como espacios de acción política: -‐ Las comunidades religiosas son espacios de construcción identitaria. Su composición heterogénea como locus de circulación de narrativas, prácticas y cosmovisiones, conlleva la facilitación de un marco donde los creyentes se inscriben en procesos de resignificación de universos de sentido, intrínsecamente relacionados con sus cotidianeidades y otras prácticas y discursos públicos.
-‐ Los discursos teológicos, los marcos simbólicos y las prácticas rituales sirven como espacios de re-‐imaginación del mundo y del contexto, resignificando sentidos y cosmovisiones.
-‐ La constitución heterogénea de las comunidades religiosas permite la creación de procesos de rearticulación como de legitimación de narrativas, prácticas e instancias sociales. Esto tiene como consecuencia la ambigüedad entre la resignificación de narrativas emancipatorias y la legitimación de sistemas sociales.
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-‐ Las comunidades religiosas son comprendidas como sujetos políticos, no sólo por la dinámica de rearticulación y dislocación que producen hacia su interior sino también en su inscripción dentro del campo social más amplio y su aporte particular dentro del espacio público, sea dentro de la sociedad civil, del universo de organizaciones sociales o del mismo campo estatal.
Por último, la pluralización del campo religioso2 debe inscribirse también en
este contexto de complejización del espacio socio-‐político. Hay que considerar que existe una mayor sensibilidad con respecto a la heterogeneidad de lo religioso y su capacidad resignificante de las experiencias sociales. Podemos ver que los intentos de secularización del discurso social en la modernidad, así como ciertos abordajes de la relación entre religión y Estado, irrumpen en el corazón mismo de su imaginario y proyecto socio-‐político, al menos en dos sentidos. En primer lugar, ello implica reconocer la politicidad de otros actores sociales, más allá del Estado o los partidos (lo cual se vincula no sólo con la religión sino con otras institucionalidades, tales como los movimientos sociales, grupos de reivindicación de minorías, etc.) Y en segundo lugar, complejiza la comprensión del espacio público, al reconocer la multidimensionalidad de la acción de los sujetos (Connolly 1999). En esta dirección, existen estudios que reevalúan la separación entre Estado y religión. La enarbolación extrema de este elemento bajo la bandera del laicismo, a veces parece ser más bien el triunfo de un tipo de secularismo extremo que no atiende a la complejidad del plural mundo religioso. Veit Bader (1999) ha dedicado un ensayo a este punto, argumentando que la construcción de un espacio democrático –elemento central de la política moderna-‐ implica también la apertura de una espacialidad para el pluralismo religioso contemporáneo. De aquí la necesidad de virar el análisis de la transformación de la relación entre Estado y religión (o religiones) desde el cuestionamiento de la tutela de ciertos grupos monopólicos con respecto al sistema político y público (como la cuestionada vinculación entre ciertos Estados y el mantenimiento de la institucionalidad de la Iglesia Católica), hacia la apertura de un espacio que facilite el desarrollo de diversas expresiones, promoviendo la importancia del sentido social de lo religioso y la riqueza del campo en los diversos grupos sociales existentes.
Joanildo Burity (2009) hace un exhaustivo análisis de las matrices que imprimen la relación entre pluralidad religiosa y dinámicas políticas en América Latina. Identifica cuatro aspectos centrales sobre esta relación. En primer lugar, las religiones son un elemento constitutivo de las sociedades del continente, las cuales son frecuentemente olvidadas dentro de los debates políticos. Segundo, no se puede negar el lugar que poseen las religiones en el ámbito de lo público. En estas últimas décadas, esta presencia se ha reflejado en una mayor interacción de gobiernos con iglesias y organizaciones religiosas en la ejecución de trabajos sociales, la consideración del tema religioso por parte de organizaciones civiles, la inclusión de lo
2 Al hablar de “campo religioso” hacemos referencia a la nominación realizada por Pierre Bourdieu, quien entiende dicho espacio –en la pluralidad que lo constituye- como un marco simbólico de sentido que no está aislado del resto de los fenómenos socio-culturales sino que interactúa con ellos, en tanto habitus de socialización y representación de sujetos y comunidades (Bourdieu 2003)
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religioso como política cultural, entre otros. En tercer lugar, es posible analizar los fenómenos religiosos y su relación con el espacio público desde la misma dinámica de la relación entre sociedad civil y Estado. Por último, los espacios religiosos son también campos de articulación de discursos e imaginarios políticos, con agendas públicas específicas. En conclusión, este último abordaje nos ayuda a ver que los espacios religiosos y eclesiales son campos de constitución socio-‐política en tanto sitios de búsqueda y construcción de sentido social. Más aún, nos permite pensar en la politicidad de lo religioso no ya desde una perspectiva institucionalista –o sea, desde la relación con ciertas instituciones específicas-‐ sino desde su misma especificidad. En otras palabras, las instancias litúrgicas, los discursos teológicos y los dispositivos rituales de todo espacio religioso representan campos de constitución socio-‐política en tanto marcos de creación de sentido existencial. Finalmente, desde esta perspectiva, promover la pluralización de lo religioso implica una tarea intrínsecamente política, ya que permite crear dinámicas de inclusión y reconocimiento de subjetividades y actores, lo que representa un elemento central para la radicalización del campo democrático actual. Por ello denominamos este abordaje articulación posfundacional, ya que considera la incidencia política de lo religioso desde la interacción con la heterogeneidad de discursos, agentes e instituciones constitutivas del espacio social, definiendo su acción política desde una función hermenéutica, o sea, como espacio de redefinición de sentidos identitarios y prácticas sociales. Conclusiones Las propuestas más importantes hasta aquí fueron tres. Primero, que el estudio de la relación entre religión y política requiere de nuevos marcos analíticos y teóricos que ayuden a comprender los nuevos escenarios, vinculados no sólo a las transformaciones del campo religioso sino también de las dinámicas socio-‐políticas. Segundo, que dicha vinculación dista de ser simple ya que entran en juego una diversidad de sujetos y dinámicas. Por último, como hemos enfatizado, las dinámicas socio-‐políticas de lo religioso se inscriben no sólo en el tipo vínculo que construya con otros elementos o agentes del campo social sino en su propia constitución como marco de sentido e institución social. Los análisis realizados también nos ayudan a deconstruir ciertos prejuicios con respecto a la relación religión-‐política. Por un lado, podemos ver que lo religioso sigue manteniendo un rol central en las sociedades contemporáneas. Dicha influencia no se da solamente desde la relación entre el Estado y la Iglesia (aunque ello sigue siendo una realidad, y precisamente cuestionada) sino también en otras instancias más bien micro-‐sociales, o sea, como marco resignificante de movimientos y militancias particulares. Por otro lado, también podemos ver que lo religioso no responde sólo a cosmovisiones conservadoras o cerradas. No negamos la existencia de ciertos paralelismos ideológicos entre posturas políticas tradicionales y cosmovisiones teológicas. Pero muchos estudios demuestran que no hay una correlación directa entre posturas religiosas particulares y encuadres partidarios o ideológicos específicos (como por ejemplo, el hecho de que dentro de comunidades pentecostales o católicas se pueden ver tendencias de votación mayoritariamente inclinadas a la izquierda o centro-‐izquierda; ver Parker 2012) El panorama se complejiza aún más si
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vemos los tipos de construcción que realizan los sujetos creyentes concretos en sus cotidianeidades. Tal como lo afirma el título de este trabajo, la pluralización del campo religioso posee una importante significancia política, al posibilitar la creación de nuevos universos de sentido. Tampoco queremos obviar aquí que expresiones religiosas sirven –como lo han hecho históricamente-‐ a la legitimación de órdenes de poderes opresores o totalitarios. Pero ello es sólo una cara de la moneda, ya que encontramos prácticas y discursos disruptivos y subversivos de tales enmarcaciones hegemónicas, posibilitadas por las mismas cosmovisiones religiosas. Es desde aquí que se deben pensar en nuevos encuadres de inclusión de lo religioso, sea desde el seno del Estado como desde los diversos espacios de incidencia pública. Bibliografía Algranti, Joaquín (2010) Política y religión en los márgenes, Buenos Aires, Ediciones Ciccus. AAVV, Democracia, ¿en qué estado?, Prometeo Libros, Buenos Aires, 2010 Arendt, Hannah, ¿Qué es la política?, Paidós, Barcelona, 1997 Bader. Veit, “Religious Pluralism. Secularism or Priority for Democracy?” en Political Theory, Vol. 27, N 5, 1999, p.602 Bhabha, Homi, El lugar de la cultura, Manantial, Buenos Aires, 2002 -‐-‐ comp., Nación y narración: entre la ilusión de una identidad y las diferencias culturales, Siglo XXI, Buenos Aires, 2010
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