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Mauricio Renold, ed., Religión: estudios antropológicos sobre sus problemáticas, Buenos Aires: Editorial Biblos, 2015, pp. 173195 © Nicolás Panotto 1 Pluralismo político y pluralismo religioso: nuevos escenarios y matrices analíticas de la relación Por Nicolás Panotto Publicado en Juan Mauricio Renold, ed., Religión: estudios antropológicos sobre sus problemáticas, Buenos Aires: Editorial Biblos, 2015, pp. 173195 Introducción Hablar de la relación entre religión, política y espacio público es una tarea que requiere identificar y abordar una compleja matriz de dinámicas. Por un lado, los actores en juego son sumamente diversos, teniendo en cuenta la creciente pluralización tanto del campo religioso como del político. Por otro lado, los tipos de vinculación que se construyen entre estos sujetos responden también a una diversidad de canales, mecanismos y dinámicas, resultado de la heterogeneidad constitutiva de lo público. En otros términos, la complejidad de la relación entre estos tres elementos deviene de la misma complejidad desde donde se define cada uno de ellos. En este contexto, podríamos identificar una vinculación de doble vía entre estos campos. Por una parte, lo religioso (con sus discursos teológicos, actores y estructuras institucionales) interpela lo político, actuando como instancia hermenéutica en diversos niveles: reapropiándose de sentidos y prácticas sociales (como gobierno, política, ciudadanía, derechos, militancia, Estado, nación, etc.), determinando la acción de los sujetos creyentes en la arena pública y enmarcando la interacción entre diversos actores sociales (especialmente a través del lugar de las comunidades eclesiales y organizaciones civiles religiosas) Por otro lado, lo político también influye en lo religioso, interviniendo en el campo de la construcción de sentido (por ejemplo, cuando agentes sociales toman del discurso religioso para la legitimación de cosmovisiones políticas), regulando sus prácticas (el Estado y el campo judicial como instancias de legitimación y control de la diversidad de creencias) y, por sobre todo, a través de las diversas maneras en que los sujetos concretos (sean individuos o instituciones) se reapropian de lo religioso para la construcción de sus discursos y prácticas cotidianas. Estudiar estas instancias requiere, por un lado, observar las nuevas dinámicas dentro del campo religioso, especialmente el impacto (social, político, cultural) que produce su constante pluralización, teniendo en cuenta las nuevas matrices en los escenarios socioculturales del mundo globalizado actual. Por otra parte, dicho análisis debe responder a una actualización de los marcos teóricos con respecto a la definición de lo político, sus actores e instituciones. Por ello, en este breve trabajo intentaremos crear un diálogo entre algunos abordajes de teoría política contemporáneos y diversos estudios socioantropológicos del campo religioso, que nos permitan dilucidar las complejas dinámicas de la vinculación entre lo político y lo religioso. Vale aclarar que se enfocará la mirada especialmente en el cristianismo, no sólo por la razón de ser uno de los campos donde más abundan estudios en esta línea sino también por ser el campo de trabajo del autor.

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Mauricio  Renold,  ed.,  Religión:  estudios  antropológicos  sobre  sus  problemáticas,  Buenos  Aires:  Editorial  Biblos,  2015,  pp.  173-­‐195  

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Pluralismo  político  y  pluralismo  religioso:    nuevos  escenarios  y  matrices  analíticas  de  la  relación  

 Por  Nicolás  Panotto  

 Publicado  en  Juan  Mauricio  Renold,  ed.,  Religión:  estudios  antropológicos  sobre  sus  

problemáticas,  Buenos  Aires:  Editorial  Biblos,  2015,  pp.  173-­‐195    Introducción     Hablar  de  la  relación  entre  religión,  política  y  espacio  público  es  una  tarea  que  requiere   identificar   y   abordar   una   compleja   matriz   de   dinámicas.   Por   un   lado,   los  actores   en   juego   son   sumamente   diversos,   teniendo   en   cuenta   la   creciente  pluralización   tanto  del  campo  religioso  como  del  político.  Por  otro   lado,   los   tipos  de  vinculación   que   se   construyen   entre   estos   sujetos   responden   también   a   una  diversidad   de   canales,   mecanismos   y   dinámicas,   resultado   de   la   heterogeneidad  constitutiva  de  lo  público.  En  otros  términos,  la  complejidad  de  la  relación  entre  estos  tres  elementos  deviene  de  la  misma  complejidad  desde  donde  se  define  cada  uno  de  ellos.     En   este   contexto,   podríamos   identificar   una   vinculación   de   doble   vía   entre  estos   campos.   Por   una   parte,   lo   religioso   (con   sus   discursos   teológicos,   actores   y  estructuras   institucionales)   interpela   lo   político,   actuando   como   instancia  hermenéutica   en   diversos   niveles:   reapropiándose   de   sentidos   y   prácticas   sociales  (como   gobierno,   política,   ciudadanía,   derechos,   militancia,   Estado,   nación,   etc.),  determinando  la  acción  de  los  sujetos  creyentes  en  la  arena  pública  y  enmarcando  la  interacción   entre   diversos   actores   sociales   (especialmente   a   través   del   lugar   de   las  comunidades   eclesiales   y   organizaciones   civiles   religiosas)   Por   otro   lado,   lo   político  también   influye   en   lo   religioso,   interviniendo   en   el   campo   de   la   construcción   de  sentido   (por   ejemplo,   cuando   agentes   sociales   toman   del   discurso   religioso   para   la  legitimación   de   cosmovisiones   políticas),   regulando   sus   prácticas   (el   Estado   y   el  campo   judicial   como   instancias   de   legitimación   y   control   de   la   diversidad   de  creencias)   y,   por   sobre   todo,   a   través   de   las   diversas   maneras   en   que   los   sujetos  concretos   (sean   individuos   o   instituciones)   se   reapropian   de   lo   religioso   para   la  construcción  de  sus  discursos  y  prácticas  cotidianas.     Estudiar  estas  instancias  requiere,  por  un  lado,  observar  las  nuevas  dinámicas  dentro   del   campo   religioso,   especialmente   el   impacto   (social,   político,   cultural)   que  produce   su   constante   pluralización,   teniendo   en   cuenta   las   nuevas   matrices   en   los  escenarios   socio-­‐culturales   del   mundo   globalizado   actual.   Por   otra   parte,   dicho  análisis  debe  responder  a  una  actualización  de   los  marcos  teóricos  con  respecto  a   la  definición   de   lo   político,   sus   actores   e   instituciones.   Por   ello,   en   este   breve   trabajo  intentaremos   crear   un   diálogo   entre   algunos   abordajes   de   teoría   política  contemporáneos   y   diversos   estudios   socio-­‐antropológicos   del   campo   religioso,   que  nos  permitan  dilucidar  las  complejas  dinámicas  de  la  vinculación  entre  lo  político  y  lo  religioso.  Vale  aclarar  que  se  enfocará  la  mirada  especialmente  en  el  cristianismo,  no  sólo  por  la  razón  de  ser  uno  de  los  campos  donde  más  abundan  estudios  en  esta  línea  sino  también  por  ser  el  campo  de  trabajo  del  autor.  

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 Presupuestos  teórico-­‐metodológicos     Antes  de  focalizarnos  en  el  estudio  de  los  tipos  de  vínculo  entre  los  campos  en  cuestión,   desarrollaremos   algunos   presupuestos   teóricos   y   metodológicos   que   nos  guiarán  en  nuestro  análisis.        Secularización  y  pluralización     Un   primer   aspecto   a   considerar   es   el   fenómeno   de   la   pluralización   de   lo  religioso   y   su   impacto   en   la   comprensión   de   la   secularización.   Este   último   fue  comprendido  en  la  modernidad  como  el  proceso  de  “desencantamiento”  (Weber)  de  la  sociedad  occidental  con  respecto  a  lo  religioso,  donde  éste  –a  comparación  de  la  Edad  Media-­‐   ya   no   poseía   un   lugar   preponderante   sino   periférico   y   focalizado   en   la  subjetividad   de   los   y   las   creyentes.   Tanto   lo   teológico   como   lo   religioso   y   eclesial  fueron   desplazados   como   epicentros   de   lo   socio-­‐político,   consecuencia   de   la  reubicación   del   Sujeto   (en   este   caso,   el   ser   humano   –varón-­‐   comprendido   como  histórico,   activo   y   productivo)   como   punto   medular   de   la   realidad   (lo   que   se   ha  llamado  antropocentrismo)  y  de  la  ciencia  como  discurso  de  veracidad  y   legitimidad  de  lo  real.     Estos   fenómenos   trajeron  consigo  una  serie  de  cambios   tanto  hacia  el  mismo  interior   del   campo   religioso   como   del   socio-­‐cultural   (Tschannen   1994)   En   primer  lugar,   como   mencionamos,   provocó   un   desplazamiento   del   lugar   público   de   las  instituciones  religiosas.  Estamos   lejos  de  decir  que  ellas  perdieron   total   injerencia  –especialmente   las   iglesias   cristianas-­‐,   pero   sí   la   tutela   por   sobre   el   sentido   de   las  dinámicas  constituyentes  de   la  matriz  social.  En  segundo   lugar,  se  produjo   lo  que  se  denomina   la  mundanización  de  diversas  actividades  sociales,   científicas  y   culturales,  que   hasta   el   momento   se   encontraban   bajo   la   égida   interpretativa   de   la   teología.  Tercero,  como  resultado  de  los  dos  elementos  mencionados,  se  evidencia  un  proceso  de  pluralización,  tanto  en  el  campo  social  como  también  en  el  religioso,  resultante  de  la  focalización  en  el  rol  de  los  sujetos  y  su  intervención  de  la  historia.     Muchos  afirmaron  que  estos  procesos  implicarían  la  paulatina  desaparición  de  lo   religioso,   en   pos   de   la   construcción   de   una   lógica   civilizatoria.   Lejos   de   ello,   este  fenómeno  no  sólo  mantuvo  su  existencia,  sino  que  su  campo  se  extendió  a  través  del  proceso  de  pluralización  que  experimentó.  Paradójicamente,  esto  fue  facilitado  por  las  propias  dinámicas  de  la  modernidad  (Williame  1996)  En  otros  términos,  el  proceso  de  secularización  no  significó  un  achicamiento  de  lo  religioso  sino  la  reconfiguración  de  su  estatus  social,  especialmente  de  la  iglesia  cristiana  en  las  sociedades  occidentales.    

En   otros   términos,   se   produce   una   deconstrucción   del   sentido   y   lugar   de   lo  religioso  en  tanto  metarrelato,  pero  no  una  crisis  en  las  creencias.  Todo  lo  contrario:  el  proceso  de  pluralización  de  la  simbolización  de  lo  religioso  –gestada  por  la  propia  heterogeinización  de   su   institucionalidad-­‐   trajo   consigo  un  proceso  de  pluralización  de  los  procesos  de  construcción  de  creencias,  lo  que  facilitó  el  crecimiento  y  expansión  de  este  campo  como  marco  de  sentido  existencial  y  referencial,  vinculado  no  ya  con  un  credo  o  una  concepción  socio-­‐política  determinada  (recordemos   los   fuertes  vínculos  

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del   catolicismo   romano   con   lo   territorial   o   ciudadano)   sino   a   una   diversidad   de  experiencias,  lugares  y  símbolos.     Como   profundizaremos   más   adelante,   este   elemento   es   central   a   la   hora   de  analizar   el   tema   que   nos   compete.   En   primer   lugar,   porque   el   fenómeno   de   la  secularización  planteará  una  reformulación  de  las  dinámicas  e  instituciones  sociales,  y  así   de   los   procesos   socio-­‐políticos.   Y   en   segundo   lugar,   porque   estos   fenómenos   no  sólo   implicaron  una  pluralización  del   campo  religioso  sino   también  de   los  agentes  y  sujetos  políticos,  al  perder  una  tutela  unidireccional  por  parte  de  la  iglesia.      La  política,  lo  político  y  lo  agonístico     Adelantándonos   a   una   conclusión   que   llegaremos   hacia   el   final,   debemos  afirmar  que   la  politicidad  de   lo   religioso  no  se  encuentra   sólo  en  su  vinculación   con  dinámicas   e   instituciones   propiamente   políticas   fuera   de   su   campo,   sino   que   se  imprime  en  su  misma  constitución  identitaria  y  se  proyecta  desde  la  especificidad  de  sus   prácticas   y   dinámicas   institucionales.   Esto   requiere   de   una   revisión   de   los  acercamientos   de   este   tipo   de   estudios,   especialmente   en   dos   sentidos:   los   nuevos  marcos  analíticos  en  torno  a  la  teoría  política  y,  desde  allí,  los  nuevos  acercamientos  a  las   formas   de   comprender   la   dinámica   social   de   lo   religioso   (ver   Panotto   2013a,  Parker  2013)     Aquí   la   utilidad   de   la   distinción   entre   lo   político   y   la   política   que   proponen  algunos   marcos   de   teoría   política   posestructuralista   (Mouffe   2007:15-­‐40).   El  propósito  de  esta  diferenciación  es  no  reducir  la  comprensión  de  las  dinámicas  socio-­‐políticas  a   la  particularidad  de  instituciones  determinadas,  sea  el  Estado,  un  partido,  etc.  De  aquí  que  lo  político  se  comprende  como  aquella  dinámica  constitutiva  de  todo  espacio   social,   vinculada   a   los   procesos   de   constitución   identitaria   por   parte   de   los  sujetos  y  grupos  que  lo  componen.  En  otros  términos,  dicha  dinámica  se  vincula  con  la  construcción   de   sentidos   y   significantes   que   dan   lugar   a   las   prácticas,   identitades   y  nociones   identitarias.   Por   su   parte,   la   política   encierra   aquellas   prácticas   históricas  concretas  que  actúan  como  respuesta  de  dicha  búsqueda,  a  través  de  la  construcción  de   discursos,   instituciones   y   organizaciones,   tales   como   los   partidos,   el   Estado,   las  ONGs,  etc.  

Lo  importante  a  remarcar  es  que  el  campo  de  la  política  siempre  está  sumido  a  los  procesos  disruptivos  promovidos  por   lo  político,  o  sea,  a   los  procesos  constantes  de   resignificación   de   las   identidades   y   las   prácticas   sociales.   Esto   trae   propone   dos  consecuencias  centrales  para  nuestro  análisis.  Primero,  que  el  ejercicio  de  lo  político  no   está   acotado   a   la   acción   de   un   número   determinado   de   formas   o   estructuras.  Segundo,  como  resultado  de  esto  mismo,  la  institucionalización  de  lo  político  se  abre  a  una  pluralidad  de  sujetos,  que  trascienden  las  figuras  tradicionales.  Es  por  ello  que  el  espacio   público   está   compuesto   por   la   interrelación   de   un   heterogéneo   campo   de  actores   sociales   (sean   organizaciones   civiles   y   comunitarias,   grupos   de   militancia,  movimientos  de  reivindicación  de  derechos  y,  como  veremos,  actores  religiosos).     Esto  nos  lleva  a  definir  la  política  como  un  espacio  inscripto  en  el  antagonismo.  En   este   sentido,   Mouffe   (1993,   2005,   2007)   cuestiona   el   modelo   racionalista   e  individualista   liberal,   que   enmarca   a   buena   parte   de   los  modelos   políticos   vigentes.  Por   un   lado,   la   creencia   de   una   especie   de   consenso   universal   a   través   de   la   razón  (como   propone   Jürgen   Habermas).   Por   otro,   la   concepción   de   un   campo   de  

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particularismos  dispersos   y   homogéneos   en   sí  mismos.   En  otras  palabras,   es   lo   que  Mouffe  identifica  como  paradigma  agregativo  (los  individuos  como  seres  racionales  y  el   ejercicio   político   como   una   práctica   instrumental)   y   paradigma   asociativo   (que  reemplaza   la   racionalidad   instrumental   por   la   comunicativa,   entendiendo   la   política  como   un   consenso  moral   racional  mediante   la   libre   discusión).   En   ambos   casos,   se  define  el  ejercicio  político  a  partir  de  la  comprensión  de  individuos  racionales  y  como  intento   de   búsqueda   de   principios   y   fundamentos   donde   se   diluyen   los   conflictos  constitutivos  a  cualquier  construcción  socio-­‐política.     De  aquí  que  Mouffe  propone  comprender  lo  político  como  espacio  agonístico.1  Esto  significa  promover  la  diferencialidad  constitutiva  de  lo  identitario,  y  cómo  ello  es  fundamento   de   todo   espacio   público   y   dinámica   política.   La   división   entre   un  nosotros/ellos  en  la  política  suele  conformarse  en  un  paradigma  amigo/enemigo  que  frena   las   dinámicas   de   transformación.   Por   ello,   sería   indicado   comprender   esta  división  más  bien  como  un  locus  donde  los  límites  sobre  lo  identitario  y  los  ejercicios  políticos  sean  abiertos  a  través  del  conflicto  constructivo.  Más  aún,  la  creación  de  un  nosotros  depende  de  una  relación  agonística  con  un  ellos.  Por  esto,  lo  político  en  tanto  búsqueda  de  consenso  o  de  unidad  -­‐como  muchas  propuestas  democráticas  liberales  suelen   esgrimir-­‐   socava   la   posibilidad   de   crear   espacios   conflictivos   que   cuestionen  las   formas,   instituciones   y   discursos   establecidos,   y   de   esta   manera   mantengan   la  dinámica  transformadora  de  los  procesos  socio-­‐políticos.    

En   resumen,   la   distinción   entre   lo   político   y   la   política   nos   sirve   para  comprender   que   el   espacio   público   no   se   restringe   a   prácticas   o   modos   de  organización   específicos   (sea   el   Estado,   los   partidos   políticos,   los   mecanismos   de  votación,  las  leyes,  etc.)  Estas  demarcaciones  institucionales  y  discursivas  sirven,  más  bien,   a   la   construcción   de   ciertas   bases   y   fundamentos   que   delimitan   directrices  generales.   Pero   tales   establecimientos   son   segmentaciones   relativizadas   por   la  pluralidad  y  heterogeneidad  que  las  componen  y  donde  se  imprimen.  De  aquí  que  lo  político  se  comprende  como  la  capacidad  (discursiva,  simbólica,  social)  de  los  sujetos  y   los   grupos   para   redefinirse   a   sí   mismos,   y   con   ello   subvertir   cualquier   tipo   de  demarcación  ideológica,  social  e  institucional.    

 Religión,  procesos  de  subjetivación  y  construcción  identitaria       Es  importante  comenzar  por  preguntarnos  sobre  el  estatus  analítico  que  posee  hoy  lo  religioso,  en  especial  en  relación  al  campo  socio-­‐cultural.  Definir  de  qué  manera  se   conceptualiza   este   campo   en   tanto   fenómeno   social   –y   la   particularidad   de   sus  instituciones   en   relación   con   las   de   otro   campo-­‐   como   también   su   intervención   en  dicho  espacio,  será  central  para  comprender  los  tipos  de  vinculación  de  la  religión  con  el  espacio  público.  ¿Qué  tipo  de  relación  existe  entre  lo  religioso,  la  cultura  y  el  campo  social?   ¿Las   creencias   son   siempre   una   expresión   correlativa   o   respuesta   a  

                                                                                                                         1 La autora diferencia entre antagonismo y agonístico. “Mientras que el antagonismo constituye una relación nosotros/ellos en la cual las dos partes son enemigos que no comparten ninguna base común, el agonismo establece una relación nosotros/ellos en la que las partes en conflicto, si bien admitiendo que no existe una solución racional a su conflicto, reconocen sin embargo la legitimidad de sus oponentes. Esto significa que, aunque en conflicto, se perciben a sí mismos como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común dentro del cual tienen lugar el conflicto. Podríamos decir que la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo”. (Mouffe 2007:27)

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circunstancias   determinadas   o   son   instancias   que   poseen   cierta   especificidad  constitutiva  que  lo  diferencia  de  otros  elementos  del  medio  social?       Comparemos   dos   antropólogos,   que   mantendrán   ciertas   diferencias   para  responder   a   estas   preguntas:   Clifford   Geertz   y   Talal   Asad.   Por   su   parte,   Geertz  (2006:89)  define   la  religión  como  “un  sistema  de  símbolos  que  obra  para  establecer  vigorosos,  penetrantes  y  duraderos  estados  anímicos  y  motivaciones  en  los  hombres  formulando   concepciones   de   un   orden   general   de   existencia   y   revistiendo   estas  concepciones   con   una   aureola   de   efectividad   tal   que   los   estados   anímicos   y  motivaciones  parezcan  de  un  realismo  único”.  Para  él,   los  símbolos  dan  sentido  a  los  fenómenos   culturales   y   provocan   hechos   psicológicos   que   amoldan   a   los   sujetos   a  dichas  estructuras,  a  través  de  la  construcción  de  ideas  generales  de  orden.  Por  ello,  planteará   que   la   antropología   debe   centrarse   en   una   doble   función   analítica:   los  sistemas  de  significado  en  los  símbolos  y  sus  efectos  sociales  y  psicológicos.    

Podríamos  decir   que  Geertz   parece   olvidar   un   elemento   central   en  medio  de  esas  dos  funciones:  el  lugar  del  sujeto  creyente.  En  esta  dirección,  más  allá  de  que  los  símbolos   poseen   caracterizaciones   de   sentido,   ellos   no   contienen   consecuencias  prácticas   o   psicológicas   a   priori.   En   otros   términos,   más   allá   que   un   símbolo  representa  un  cúmulo  de   significados,  no   se  puede   realizar  un  vínculo  directo  entre  éstos  y  las  consecuencias  en  las  prácticas  de  los  sujetos  concretos.  Tanto  Max  Weber  como  Peter  Berger  o  el  mismo  Pierre  Bourdieu  con  su  concepto  de  habitus  y  campo  religioso,  siguen  una  dirección  de  análisis  similar.  Este  sujeto  creyente  no  puede  ser  descrito   de   forma   homogénea.   Como   afirmamos   en   el   apartado   anterior,   éste   se  mueve  dentro  de  un  espacio  socio-­‐cultural   compuesto  de   tensiones,  antagonismos  y  heterogeneidades,   que  hacen  de   esa   trama  de   intercambios   simbólicos  una   realidad  sumamente   compleja,   haciendo   imposible   determinar   cuáles   serán   los  movimientos  que  se  gestarán  en  él.    

Es  en  esta  dirección  que  Talal  Asad  (2003)  cuestionará  a  Geertz,  afirmando  que  el   símbolo   no   es   sólo   un   “medio”   sino   que   es   en   sí  mismo   el   sentido.  Muchas   veces  actúa   como   un   marco   de   relacionamientos   complejos   entre   sujetos,   objetos   e  instituciones.   También   cuestiona   que   Geertz   diferencia   –a   la   Parsons-­‐   entre   los  sentidos   culturales   y   los   fenómenos   psíquicos   o   sociales.   Asad   también   critica   la  división  de  este  antropólogo  entre  teoría  y  práctica  religiosa.  No  hay  tal  división  desde  una   perspectiva   de   intervención.   Para   Asad   parece   que,   por   momentos,   Geertz  conceptualiza   la  religión  como  ideología,  ubicándola  como   legitimadora  de  un  orden  exterior  a  ella.  Por  ello,  se  pregunta:  “Si  los  símbolos  religiosos  son  entendidos  como  analogías   de   las   palabras,   como   vehículos   de   sentido,   ¿pueden   dichos   sentidos   ser  establecidos   independientemente   de   la   vida   de   quien   los   usa?”   (Asad   2003:53)  Terminará  planteando  que  los  símbolos  religiosos  deben  ser  analizados  no  sólo  desde  su  vinculación  con  los  hechos  sociales  o  como  soportes  de  estructuras  determinadas,  sino  en  el  potencial  hermenéutico  que  poseen  para  adquirir  diversas   significaciones  según  los  marcos,   las  prácticas  y  discursos  que  se  originen  en  un  momento  concreto  del  sujeto  y  de  la  comunidad.     Estas   dos   perspectivas   muestran   no   solo   dos   acercamientos   distintos   a   la  relación   religión-­‐cultura,   sino   también   a   las   dinámicas   socio-­‐políticas   en   el   espacio  público  y  su  vinculación  con  lo  religioso.  Mientras  la  mirada  de  Geertz,  más  allá  de  su  valor   en  muchos   aspectos,   responde   a   un   encuadre   en   alguna  medida   determinista  

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entre  las  caracterizaciones  sociales  y  religiosas,  podríamos  decir  que  Asad  responde  a  una  visión  más  dinámica  del  contexto  socio-­‐cultural,  y  con  ello  a  su  vinculación  con  lo  religioso.   En   este   sentido,   este   último   no   actúa   sólo   como   un   marco   legitimador  simbólico  de  un  orden  social  determinado,   sino   también  como  un   locus   inscripto  en  una   pluralidad   de   dinámicas,   acciones   y   sujetos   en   un   espacio   cuya   condición  heterogénea  deviene  de  las  diversas  matrices  que  adoptan  los  símbolos,  instituciones  y   discursos   según   las   reapropiaciones   y   resignificaciones   que   realizan   los   sujetos   y  grupos.       Aunque  ahondaremos  en  el  tema  más  adelante,  este  abordaje  nos  permite  ver  que  estas  dinámicas  inherentes  a  los  procesos  de  apropiación  y  resignificación  de  los  símbolos   religiosos   en   la   cotidianeidad   de   los   sujetos   creyentes,   y   por   ende   de   las  comunidades   religiosas,   deben   ser   leídas   desde   un   lente   socio-­‐político.   En   otros  términos,  la  politicidad  de  estos  elementos  reside  en  la  posibilidad  que  posee  el  sujeto  creyente  en  resignificar  sus  prácticas  sociales,  discursos  y  hasta  su  militancia,  desde  la  apertura  hermenéutica  que  habilitan   los   símbolos   religiosos.  Desde  esta  perspectiva  se  enfatiza  la  capacidad  subversiva  de  sentido  que  poseen  los  símbolos  y  la  figura  del  creyente   como   sujeto   pro-­‐activo   para   redefinir   sus   prácticas   y   subvertir   las  comprensiones  estructurales.    

Existen   algunas   propuestas   desde   la   filosofía   política   que   podrían   vincularse  con   estos   abordajes.   Un   ejemplo   es   la   distinción   que   hace   Felix   Guattari   (2005:48)  entre  los  procesos  de  subjetivación  y  singularización.  “La  subjetividad  (…)  oscila  entre  dos   extremos:   una   relación   de   alienación   y   opresión,   donde   el   sujeto   recibe   la  subjetividad   tal   como   le   llega.   Singularización,   la   subjetividad   es   tomada   como   un  proceso   de   creación   y   reapropiación”   También   podríamos   mencionar   a   Michael   de  Certau  (2010)  y  su  diferencia  entre  estrategia  y  táctica.  La  primera  es  entendida  como  acciones   que   se   circunscriben   en   un   lugar   propio,   desde   donde   se   manejan   las  relaciones  exteriores.  La  segunda,  son  cálculos  y  acciones  que  van  más  allá  de  un  lugar  determinado  que  encapsula  el   tiempo.  Esto   implica   reconocer   los  atajos  que  poseen  los   lugares   en   tanto   demarcaciones,   los   cuales   son   asumidos   por   los   sujetos   para  circular,  ir  y  venir.    Acercamientos  a  la  relación  religión-­‐espacio  público-­‐política     Desde   lo   descrito,   podemos   ver   que   las   dinámicas   religiosas   y   políticas  responden  a  matrices   y  direcciones   sumamente   complejas,   al   estar   inscriptas   en  un  espacio   social   heterogéneo.   Por   un   lado,   hay   una   conjunción   particular   entre   la  pluralización  del  campo  religioso  y  la  pluralización  del  campo  político.  Esto  lleva  a  la  emergencia   de   diversos   modos   de   incidencia   y   a   construcciones   híbridas   de  institucionalidad  política,  desde  la  ampliación  de  la  noción  de  lo  político  como  modo  de  constitución  de   lo   identitario,  y  de   la  política  como  campo  plural  de  mediaciones  organizacionales.   Lo   religioso   y   sus  modalidades   institucionales   se   inscriben  dentro  de  este  panorama,  actuando  políticamente  desde  su  misma  especificidad  (o  sea,  desde  sus   discursos   teológicos,   ritualizaciones   y   operaciones   simbólicas,   mecanismos  institucionales,  etc.)     Para   profundizar   en   estos   elementos,   desarrollaremos   diversos   modos   de  analizar   estas   dinámicas   desde   las   caracterizaciones   que   muestran   el   siguiente  esquema,  siguiendo  los  presupuestos  metodológicos  descritos:  

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      Este  esquema  nos  lleva  a  considerar  que  el  análisis  del  vínculo  entre  religión  y  espacio   público   se   inscribe   en   un   proceso   de   construcción   de   la   identidad   en   una  comunidad   social   (lo   político)   desde   donde   emergen  modos   de   institucionalización,  prácticas   y   discursos   (la   política).   A   su   vez,   dicha   dinámica   se   mueve   entre   las  operaciones  de  subjetivación  (o  sea,  como  respuesta  a  un  marco  mayor  de  sentido)  y  singularización   (operaciones   de   reapropiación   y   resignificación   de   dicha  segmentación  por  parte  de  los  sujetos,  grupos  e  instituciones  concretos).     Este  esquema  dista  de  ser  único  o  lineal.  Por  el  contrario,  según  las  dinámicas  sociales  o  las  nociones  socio-­‐antropológicas  que  se  consideren,  sus  operaciones  serán  diversas  según  el  énfasis  que  se  otorgue  a  ciertos  elementos  en  comparación  a  otros.  De   aquí,   nos   concentraremos   en   tres   posibles   esquemas   de   análisis,   que   a   su   vez  responden  a  tres  combinaciones  de  marcos  socio-­‐antropológicos  y  modos  de  relación  con  lo  religioso:    

Marco  socio-­‐antropológica   Modo  de  relación  con  lo  religioso  Dualista   Purismo  moralista  

Consensual  racionalista   Ecumenismo  esencialista  Pluralista   Articulación  posfundacional  

    Vale   hacer   algunas   aclaraciones.   Estos   modos   de   acercamiento   no   son  secuenciales  sino  que  pueden  convivir  de  diversas  maneras  y  hasta  articuladamente,  dentro   de   un   mismo   espacio   y   tiempo   determinados.   En   otros   términos,   ellos  describen,   por   un   lado,   distintos     modos   de   relacionamiento   entre   lo   político   y   lo  religioso   y,   por   otro,   representan   expresiones   que   pueden   gestarse   en   una   misma  expresión  religiosa,  sea  por  momentos  específicos  o  de  manera  combinaba.    Dualismo  y  purismo  moralista     Con   dualismo   nos   referimos   a   la   tradicional   distinción   entre   lo   público   y   lo  privado,  desde   la  cual  se  establecen  competencias  particulares  para  cada   institución  social   según   su   vinculación   con   alguno   de   estos   elementos.   Más   allá   de   que   dichos  campos   no   se   encuentran   estrictamente   separados   (menos   aún   desde   la   dinámica  globalizadora  contemporánea),  sí  pueden  ser  comprendidos  como  espacios  de  sentido  desde   donde   delimitar   construcciones   identitarias,   discursos   y   prácticas.   Para  profundizar  este  abordaje,  utilizaremos  la  propuesta  de  Richard  Sennett  (2011),  quien  

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propone   una   genealogía   de   la   concepción   de   lo   público.   Dicho   término,   tanto   en   el  habla  inglesa  como  francesa,  se  utilizaba  en  el  siglo  XV  para  definir  aquello  que  estaba  abierto  a  la  observación  general.  Hacia  el  siglo  XVII  la  división  entre  privado  y  público  no  contenía  una  frontera  tan  marcada  como  hoy  día.  Lo  público  era  lo  abierto  al  juicio  social,  mientras  que  lo  privado  lo  vinculado  a  la  región  familiar  y  amistosa.      

Con  el  tiempo,  lo  público  pasó  de  ser  un  término  restringido  al  campo  político  institucional   a   una   forma   de   conceptualizar   las   dinámicas   socio-­‐culturales   entre   el  sujeto   y   el   contexto.   En   francés,   el   término   “cosmopolita”   (datado   por   1738)  denominaba  a  una  persona  que  se  podía  mover  en   la  diversidad,  entre  una  serie  de  particularidades   con   las   cuales   no   requería   tener   un   tipo  de   vinculación  directa.  De  aquí  que  lo  público  pasa  a  definir  lo  vivido  fuera  del  ámbito  familiar  y  de  los  amigos,  donde   se   identifican   construcciones   sociales   complejas   disímiles.   Ya   hacia   el   siglo  XVIII   comienza  a  vislumbrarse  una  distinción  entre   los  derechos  de  naturaleza   (una  serie   de   disposiciones   morales   inherentes   a   la   “naturaleza”   humana   y   social)   y   la  civilidad  (reglas  y  prácticas  contingentes  a  las  dinámicas  socio-­‐politicas).  Mientras  lo  primero  se  desarrollaba  en  el  ámbito  de  lo  privado,  lo  segundo  en  lo  público.    

Hay   dos   elementos   a   tener   en   cuenta   como   contexto   de   estos   procesos.  Primero,  las  transformaciones  ocurridas  en  el  capitalismo  industrial  del  siglo  XIX,  con  sus   particulares   regulaciones   en   el   campo   urbano.   El   principal   fenómeno   de   este  período  es  la  necesidad  de  privatización  que  el  capitalismo  produjo  en  la  burguesía.  La  crisis   social   en   los   centros   urbanos   industrializados   llevó   a   que   la   familia   se  posicionara   no   ya   como   un   espacio   restringido   a   lo   privado   sino   como   un   refugio  idealizado  de  los  males  de  la  sociedad,  donde  existía  el  orden  y  la  autoridad.  De  esta  manera,   poco   a   poco,   la   familia   se   transformó   en   un   patrón   para  medir   el   dominio  público.  De  aquí,   “utilizando   las   relaciones   familiares   como  un  modelo,   las  personas  percibieron   el   dominio   público   no   como   un   grupo   limitado   de   relaciones   sociales,  como  habría  ocurrido  en  la  Ilustración,  sino  que,  por  el  contrario,  consideraron  la  vida  pública   moralmente   inferior.   Intimidad   y   estabilidad   parecían   estar   unidas   en   la  familia;   junto   a   este   orden   ideal,   la   legitimidad   del   orden   público   fue   puesta   en  entredicho”  (Sennet  2011:35)     En   segundo   lugar,   se  produjo  una   reformulación  del   secularismo,  que   influyó  en  las  definiciones  y  percepciones  sobre   lo  “extraño”  y  “desconocido”.  Sennet  afirma  que  los  procesos  de  secularización  del  siglo  XIX  se  construían  más  bien  en  oposición  a  la   “trascendencia”,   donde   se   naturaliza   lo   inmanente,   el   instante,   el   hecho.   Las  circunstancias  se  aceptan  como  se  presentan.   “Desaparecieron   las  distinciones  entre  sujeto   y   objeto,   dentro   y   fuera,   perceptor   y   percibido”   (Sennet   2011:38)   De   aquí,  concluirá  que  el  gran  problema  es  la  exacerbación  de  la  intimidad  como  un  espacio  de  purificación   pero   también   de   redefinición   de   lo   público,   ya   que   la   exposición   de   lo  privado  se  transforma,  paradójicamente,  en  el  elemento  catalítico  más  importante  de  lo  público.     Si  vamos  al  espacio  religioso,  este  abordaje  tiene  una  doble  implicancia  para  el  análisis  de  su  relación  con  lo  político.  En  primer  lugar,  la  incidencia  pública  se  proyecta  desde  el  resguardo  de  lo  privado.  Esto  no  implica  que  las  iglesias  y  religiones  no  militen  en  el  espacio  público,  sino  que  lo  hacen  desde  la  defensa  de  esa  separación,  lo  cual  tiene  un  doble  objetivo:  cuidar  la  santidad  de   lo  privado  (lo  sexual,  el  cuerpo,   la  familia)  y  actuar  como  testimonio  de  aquello  que  necesita  la  sociedad.  Esto  es  lo  que  llamamos  

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purismo   moralista:   la   religión   crea   una   relación   paradójica   con   lo   público,   pero  transformándose   en   un   espacio   de   purificación   escindiéndose   de   él   al   entronarse  como  defensora  de  lo  privado.  

En  segundo  lugar,  a  modo  de  aplicación  de  esto  último,  familia  y  sexualidad  son  los   elementos   de   mayor   disputa   política.   Es   aquí   donde   podemos   identificar   la  regulación   legal   del   divorcio,   la   aprobación   del  matrimonio   igualitario   y   las   nuevas  tendencias  en  educación  sexual  en  el  ámbito  escolar  como   los   temas  más  candentes  dentro   de   la   agenda   política   en   las   iglesias,   especialmente   cristianas.   Esto   tampoco  significa  que  son   los  únicos   temas  específicos  que  se   traten,  sino  más  bien  que  ellos  actúan  como  marcos  desde  donde  se  encadenan  otras  nociones  vinculadas  a  distintos  elementos   del   campo   político,   tales   como   el   rol   del   Estado,   la   comprensión   de   la  estratificación   social,   las   tensiones   ideológicas   (la   crítica   al   pensamiento  “progresista”),   las   cosmovisiones   sociales   (es   muy   común   encontrar   la   noción   de  “orden  natural”  en  los  discursos  eclesiales  sobre  estos  temas),  entre  otros.       A   modo   de   ejemplo,   dentro   del   gran   espectro   de   corrientes   dentro   del  catolicismo,   encontramos   el   denominado   catolicismo   integral   (Mallimaci   1993),   que  considera   la   doctrina   proveniente   de   la   Santa   Sede   como  medida   para   abordar   los  asuntos  sociales,  a   los  cuales   los  Estados  nacionales  deberían  regirse.  Desde  aquí,  se  cuestionan   diversos   marcos   de   sentido   y   práctica,   tales   como   el   liberalismo   y   el  socialismo.   Desde   el   lado   evangélico,   Hilario   Wynarczyk   (2009)   llama   la   atención  sobre  el  paso  de  un  dualismo  negativo  a  uno  positivo  dentro  de  este  campo  religioso:  mientras   el   primero   niega   todo   tipo   de   incidencia   socio-­‐política   de   la   iglesia,   el  segundo  –más  presente  en  comunidades  neo-­‐pentecostales-­‐  pone  a  la  fe,  la  religión  y  la  misma   iglesia   en   tanto   comunidad,   como  ejemplos   arquetípicos  para   transformar  las  estructuras  sociales  vigentes.    

En  síntesis,  podemos  ver  en  estos  dos  ejemplos  que  en   los  cuerpos  religiosos  existe  una  conciencia  teológica  e  institucional  de  incidencia  en  el  campo  público,  pero  ella   se   realiza   desde   una   perspectiva   dualista   y  moralista;   en   otros   términos,   desde  una   cosmovisión   que   escinde   el   campo   religioso   del   social,   donde   el   primer   se  transforma  en  una  especie  de  núcleo  moral  básico  al  cual  el  segundo  debe  apelar.  Más  allá   de   que   esta   perspectiva   es   vigente   para   comprender   algunas   dinámicas   dentro  espacios   religiosos,   de   todos   modos   representa   ciertos   reduccionismos   para   la  consideración   de   otros   impactos   socio-­‐políticos   de   este   campo   desde   su   propia  constitución,  que  van  más  allá  del  resguardo  de  proposiciones  morales.    Racionalidad  consensual  y  ecumenismo  esencialista     Aquí   apelaremos   a   una   cosmovisión   social   que   podríamos   describir   como  racionalidad   consensual   y   su   correlato  político-­‐institucional  denominado  democracia  asociativa,   donde   uno   de   sus   mayores   representantes   es   Jürgen   Habermas.   Este  filósofo   es   un   defensor   de   la   superioridad   moral   y   la   validez   universal   de   la  democracia   constitucional   liberal.   Parte   de   una   distinción   entre   espíritu   subjetivo   y  espíritu  objetivo:  este  último  es  el  que  se  crea  en  la  interacción  de  los  sujetos,  siendo  el   primero   la   exterioridad   particularizada   de   este   último.   Mientras   que   para   los  liberales  la  legitimidad  del  gobierno  recae  sobre  la  defensa  de  la  libertad  individual  y  los   derechos   humanos,   para   los   demócratas   recae   sobre   la   soberanía   popular.   Se  

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intenta  definir  así   la  naturaleza  racional  privilegiada  de   la  democracia   liberal,  donde  se  ubica  una  vinculación  entre  el  dominio  de  la  ley  y  los  derechos  humanos.       De  aquí  podríamos  extraer  tres  elementos  centrales  en  Habermas  vinculados  a  su   cosmovisión   de   lo   social   y   lo   político.   Primero,   que   existe   una   racionalidad   o  conciencia   que   unifica   el   todo   social.   Segundo,   promueve   una   visión   política   liberal  como   espacio   de   consenso   a   partir   del   ejercicio   de   la   racionalidad.   Tercero,   un  concepto  de  Estado  liberal  defensor  de  este  ejercicio.      

Con  respecto  a  esto  último,  el  aparato  estatal   liberal  debe  presuponer  que   las  actitudes   cognitivas   de   las   partes   religiosas   y   laicas   son   resultados   de   aprendizajes  históricos.  Habermas  se  preocupa  por  la  “polarización”  que  se  produce  entre  estos  dos  sectores  ya  que  pone  en  peligro  la  “cohesión”  de  la  ciudadanía.  Esto,  dice,  concierne  la  teoría   política.   De   aquí   que   adhiere   a   la   teoría   hegeliana   sobre   que   las   grandes  religiones  pertenecen  a  la  historia  de  la  razón  misma.  El  Estado  debe  promocionar  el  derecho  de  todas  las  expresiones  religiosas,  reconociendo  la  especificidad  discursiva  y  cosmovisional  de  cada  una.  Habermas  habla  del  “uso  público  de  la  razón”  para  llegar  a  eso.   Hay   dos   elementos   centrales   en   los   mecanismos   de   diálogo   que   deben   existir.  Primero,   partir   de   una   plataforma   posmetafísica.   Segundo,   un   reconocimiento   de   la  especificidad  del  discurso  y  marco  de  sentido  religioso.  Pero  para  que  este  diálogo  se  conlleve  se  debe   traducir  en  un   lenguaje  universalmente  reconocible.   “El  ethos  de   la  ciudadanía   liberal   exige   de   ambas   partes   el   cercioramiento   reflexivo   de   los   límites  tanto  de  la  fe  como  del  saber”  (Habermas  2006:10)     La   crítica   de   Mouffe   que   hemos   mencionado   –sobre   el   hecho   de   lo   político  como  elemento  racional  y  restringido  a  un  sujeto  político  determinado  (precisamente  el  que  inscribe  dicha  racionalización)-­‐,  se  vincula  al  hecho  de  cómo  se  comprende  el  lugar   y   la   legitimidad   de   lo   religioso   como   agente   social,   ya   que   su   particularidad  identitaria  se  vería  subsumida  a  dicha  razón  universal  (que  dista  de  ser  abstracto;  por  el   contrario,   los  marcos   institucionales   y   discursivos   del   liberalismo   representan   el  campo  desde   donde   se   comprende   dicha   universalidad)  Más   aún,   desde   esta   crítica  podemos   ver   cómo   esta   perspectiva   profundiza   lo   que   describíamos   anteriormente  sobre   la   promoción   de   lo   privado   como   purificador   de   lo   público,   aunque   con   un  mayor  énfasis  en  lo  plural.  En  otros  términos,  se  reconoce  la  diversidad,  pero  se  pone  énfasis   en   el   consenso   racional   y   universal   como   fundamento.   Más   aún,   dicho  consenso  racional  cobra  una  entidad  ontológica  que  sobrepasa  toda  particularidad  y  cosmovisión.   Por   ello   hablamos   de   ecumenismo   esencialista:   hay   un   reconocimiento  (inclusive   legal)   de   la   diversidad   religiosa,   pero   no   se   legitima   su   particularidad    identitaria   –desde   lo   discursivo,   institucional,   simbólico   y   social-­‐   como   instancia   de  incidencia   pública.   Esto   último   es   valorado   solo   en   la   medida   que   se   adapte   a   las  regulaciones  discursivas  e  institucionales  de  dicho  fundamento  racional.    

María  Lafont  realiza  un  estudio  exhaustivo  de  esta  propuesta,  complementando  con  el  trabajo  de  Rawls.  El  gran  problema  que  la  autora  identifica  es  esta  necesidad  de  “traducir”   los   discursos   religiosos   en   la   arena   pública,   tal   como   esta   perspectiva   lo  infiere.   En   este   sentido,   el   planteamiento   liberal   es   aceptar   la   pluralidad   de  expresiones,   pero   compartiendo   un   procedimiento   deliberativo.   En   línea   con  Habermas,   Rawls   habla   del   overlaping   consensus,   que   implica   la   comprensión   de   la  existencia  de  una  razón  común  a   todos   los  seres  humanos  y  sirve  a   las  obligaciones  morales  y  políticas,  lo  cual  lleva  a  que  los  ciudadanos  alcancen  los  mismos  objetivos  y  

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resultados.  Esto  conlleva  a  que  la   legitimidad  democrática  de   la  deliberación  pública  necesite,  en  cierta  medida,  de  decisiones  políticas  coercitivas  apoyadas  en  elementos  racionales  aceptadas  por  todos  los  ciudadanos.       La  limitación  que  Lafont  encuentra  en  ambos  modelos  es  que  supone  un  grado  de   superposición   entre   creencias   religiosas   y   seculares,   es   decir,   “dónde   los  rendimientos   epistémicos   y   de   legitimación   de   la   deliberación   pública   se   ven  confrontados   con   la   aspiración   democrática   de   imparcialidad   —que   no  necesariamente  de  neutralidad—  para  todos  los  casos”  (Lafont  2011:8)  Esto  trae  dos  problemas.  Primero,  se  deslegitimiza  el  discurso  religioso,  sus  cosmovisiones  y  hasta  sus   prácticas   institucionales   como   instancias   intrínsecamente   políticas.   De   esta  manera,   la   apelación   a   un   “Estado   neutral”,   como   dice   Habermas,   implica   que   toda  decisión  política  se  remita  a  las  razones  universalmente  accesibles  desde  la  institución  estatal,  que  son  justificadas  más  allá  de  cualquier  particularidad  identitaria,  incluida  la  religiosa.  Por  otra  parte,   la  distinción  entre   lo  público  como  cuestión  de  Estado  y   lo  privado   como   esfera   de   la   Iglesia   conlleva   una   separación   de   regiones   de   poder:  cuestiones   políticas,   económicas   y   conflictos   internacionales   por   un   lado,   y  mentalidades,   orientaciones   sexuales,   modelos   de   familia,   de   relaciones   de   género,  custodia  de  los  hijos,  etc.,  por  otro.     En  conclusión,  llamamos  a  este  abordaje  ecumenismo  esencialista  ya  que  existe  un   reconocimiento  de   las  expresiones   religiosas,  del  pluralismo  del   campo  y  de  una  parcial   inclusión   de   cada   actor   en   el   ámbito   público.   Pero   dicho   reconocimiento   es  simplemente   formal,   dentro   de   parámetros   generales   de   deliberación   institucional,  siendo   subsumido   a   una   racionalidad   superior   y   esencialista,   que   atraviesa   la  particularidad   de   las   expresiones   identitarias,   en   este   caso   la   religiosa.   De   esta  manera,  el  marco  de  deliberación  pública  –que  siempre  parte  de  una  expresión  tanto  institucional  como   ideológica  (en  este  caso,   liberal)-­‐  sobrepasa  y  atraviesa  cualquier  forma   de   construcción   de   sentido   particular,   desde   su   veracidad   relativa.   En   otros  términos,   lo   público   se   comprende   desde   una   escencialidad   que   inevitablemente  requiere  ser  identificada  y  nominada,  diluyendo  las  expresiones  concretas.  Lo  público  pas3a   de   ser   un   campo   de   relacionalidad   –con   sus   respectivas   tensiones-­‐   de   los  actores  que  la  componen  a  un  fundamento  trascendente  que  los  determina.    Pluralización  del  espacio  público  y  articulación  posfundacional    

“Pluralismo”   es   un   término   muy   en   boga   en   las   últimas   décadas,   sea   en   el  campo  social  como  también  dentro  de  diversas  disciplinas  académicas.  ¿Cuáles  son  las  nuevas   circunstancias   que   reposicionan   una   idea   tan   arraigada   a   nuestra  cotidianeidad  como  marco  analítico?  Ciertamente  se  debe  a  la  puesta  en  escena  de  una  serie  de  abordajes,  realidades,  conceptos,  pensamientos,  opciones  y  alternativas  que  –más  allá  de  que  hayan  estado  siempre  impresas  en  la  realidad  social,  cultural  y  política  en  que  vivimos-­‐  nunca  fueron  asumidas  epistemológicamente,  o  sea,  como  instancias  de  análisis,  comprensión  y  abordaje  de  los  fenómenos  sociales.     Pluralismo,   alteridad,   otredad,   heterogeneidad,   hibridación,   entre   muchos  otros,  representan  una  serie  de  enunciados  que  han  cobrado  cada  vez  más  lugar  en  los  estudios  sociales.  Como  mencionamos,  ello  no  significa  que  sean  nuevos  fenómenos  ya  que   dichas   instancias   siempre   han   formado   parte   de   las   dinámicas   políticas,  económicas   y   culturales.   Más   bien,   se   evidencian   como   marcos   analíticos   que  

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pretenden   deconstruir   diversos   sentidos   propios   del   imaginario  moderno:   una   idea  homogénea   y   abstracta   de   sujeto,   la   preponderancia   de   idearios   socio-­‐políticos   que  pretendían   la   unificación   identitaria   e   institucional   de   lo   social   (Estado,   territorio,  nación,  etc.),  una  lectura  reduccionista  de  los  fenómenos  sociales,  entre  otros.  Con  el  transcurso   del   tiempo   –especialmente   en   el   período   de   posguerra-­‐   estos   conceptos  mostraron   sus   negativas   consecuencias   para   el   desarrollo   socio-­‐cultural,   al   no  reconocer   la   heterogeneidad   constitutiva   de   las   comunidades,   al   clausurar   la  imaginación  de   los   sujetos,   al  delinear   teleológicamente   los  procesos  históricos,   y  al  enmarcar  las  segmentaciones  sociales  y  culturales  dentro  de  una  jerarquía  valorativa.     La  idea  de  pluralismo,  entonces,  implica  no  sólo  la  descripción  de  un  espacio  o  realidad   compuesta   de   una   diversidad   de   particularidades   sino   una   comprensión  posfundacional  de   lo   social  y  del  espacio  público   (Marchart  2009)  Con  este   término,  nos   referimos   al   hecho   de   que   no   existe   un   fundamento   último   que   dé   lugar   a   las  dinámicas  sociales  –o  sea,  ninguna  moral  o  racionalidad  universales-­‐  sino  que  ellas  se  construyen  desde  una  serie  de  dinámicas  relacionales  e  interpretativas,  donde  entran  en   juego   la   heterogeneidad   constitutiva   de   lo   social,   los   complejos   procesos  discursivos   y   simbólicos,   los   diversos   tipos  de   articulación   institucional,   entre   otros  elementos.  Desde  esta  perspectiva,  lo  social  –y  por  ende  lo  político  y  lo  público-­‐  se  ven  como   instancias  en   transformación  constante,  donde  entran  en  escena  como  actores  centrales   la   diversidad   de   sujetos   (individuales   y   grupales)   que   componen   una  segmentación  social.     Todo  esto,  a  su  vez,  implica  una  operación  hermenéutica  que  asume  la  realidad,  las   identidades,   las   ideologías,   los   discursos,   no   como   entidades   homogéneas   y  estancas  sino  como  espacios  constituidos  ontológicamente  por  una  heterogeneidad  de  elementos  cuya   interacción  hace  de  esa  segmentación   -­‐identitaria,  discursiva,   social,  religiosa   y   política-­‐   una   entidad   en   constante   transformación.   Esta   dinámica   se  inscribe   en   otras   dos   caracterizaciones   centrales:   primero,   el   reconocimiento   de   la  total   historicidad   de   toda   segmentación   significante   (lo   que   cuestiona   todo   tipo   de  apriorismo   naturalista,   lógico   o   supra-­‐histórico   de   una   condición   ontológica),   y  segundo,   que   la   constitución   de   una   identidad   se   encuentra   atravesada   por   la  alteridad,   o   sea,   por   la   existencia   de   un   Otro   que   lo   diferencia,   lo   determina,   lo  delimita,   lo   cuestiona,   y   con   ello,   amenaza   su   homogeneidad.   Por   ello,   hablar   de   un  contexto   plural   no   es   sólo   describir   un   espacio   de   particularidades   autónomas   y  autoreferenciales  sin  conexión  alguna  entre  sí.  Es,  en  cambio,  afirmar  la  existencia  de  un  espacio  de  interacción  entre  diversas  partes,  en  cuyas  interacciones  crean  también  una  pluralidad  de  espacios  de  vinculación  y  constitución.     Como  mencionamos,   el   énfasis   en   la   pluralización   del   espacio   público   en   las  últimas   décadas   proviene   de   ciertas   reacciones   a   los   modos,   ideologías   y  estructuraciones   institucionales  propias  de   la  modernidad,  que  entraron  en  crisis  en  tiempos   de   posguerra   (Arendt   1997).   Podríamos   resumir   algunas   de   sus  características  con  las  siguientes  distinciones:    1. Crisis   en   la   noción   de   identidad   nacional.   Nación,   lo   nacional,   nacionalidad,   son  

términos   que   refieren   a   la   emergencia   de   los   Estados   modernos   en   pleno  desarrollo   y   expansión  de  Occidente.   Se   definieron   históricamente   como  marcos  identitarios   representativos   de   los   habitantes   de   un   territorio   delimitado.   Estas  

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demarcaciones   comenzaron   a   ser   cuestionadas   hace   ya   algunas   décadas   desde  diversas   propuestas   teóricas   -­‐especialmente   desde   estudios   poscoloniales,  descoloniales   y   posestructuralistas-­‐,   los   cuales   evidenciaron   la   relación   entre   la  conquista   y   el   establecimiento   de   la   “identidad   europea”,   sus   limitaciones   para  representar  la  heterogeneidad  de  actores  en  un  territorio  específico,  y  los  nuevos  desplazamientos,   entrecruces  e  hibridaciones  que  se  gestan  en  un  espacio   socio-­‐cultural  inscripto  en  un  campo  globalizado,  los  cuales  cuestionan  la  homogeneidad  y   escencialización   que   pretende   el   concepto   de   lo   nacional   (Bhabha   2010).   Este  elemento   cobra   una   importancia   central   al   tener   en   cuenta   la   vinculación   que  existe   entre   ciertas   expresiones   religiosas   y   el   nacionalismo,   como   el   caso   del  catolicismo  romano  en  América  Latina  (Giorgi  y  Mallimaci  2012).  

 2. Diversidad   de   sujetos   políticos.   La   falta   de   representatividad   del   estado-­‐nación  

como  marco  de  nominación  identitaria,  así  como  de  otras  instituciones  tales  como  los  partidos  políticos  o  ciertas  ideologías  hegemónicas,  impulsó  la  construcción  de  instancias  alternativas  de  acción  y  representación.  De  esta  manera,  encontramos  la  emergencia   de   los   llamados   movimientos   sociales,   que   crecieron   fuertemente  durante  los  ‘90;  el  surgimiento  de  las  ONGs  y  la  conformación  del  Tercer  Sector;  y  la  articulación  de  diversas  organizaciones,  instituciones  y  redes  representativas  de  minorías  sociales,  que  se  nuclearon  y  organizaron  con  el  propósito  hacer  escuchar  su  voz,  tanto  a  nivel  social  como  en  el  ámbito  de  lo  estatal  (Connolly  1991;  Laclau  2000).    

 3. Reconceptialización  del  rol  del  Estado.  Estas   transformaciones  en  el  campo  de   los  

actores  sociales  y  sus  representaciones,  llevó  a  preguntarse  por  el  rol  aglutinante  del  Estado.  Las  oleadas  neoliberales  en  los  ‘90  intentaron  deslegitimar  el  lugar  de  esta   institución  en  pos  de   la   apertura   al  mercado,   inscripta   en  una   comprensión  que   provocó   la   desintegración   de   los   tejidos   sociales   y   un   incremento   de   la  desigualdad   socio-­‐económica   (Svampa   2005).   Un   abordaje   sintetizador   –ni  nacionalista   ni   neoliberal-­‐   propone   comprender   el   Estado   como   una   institución  representativa,  no  de  una  unidad  nacional  sino  de  una  pluralidad  de   identidades  pertenecientes  a  un  espacio  social  específico.  Por  ende,  la  función  del  Estado  no  es  dejar   la   sociedad  en  manos  del  mercado  ni   representar  una   identidad   territorial  homogénea   sino   promocionar   e   instrumentalizar   un   espacio   que   facilite   la  dinámica,   el   diálogo   y   el   conflicto   constructivo   entre   una   heterogeneidad   de  actores,   sujetos,   instituciones,  movimientos   e   ideologías   (de   Sousa   Santos   2006;  Butler  y  Spivak  2009).  

 4. Una   resignificación   de   lo   democrático.   Por   último,   la   noción   y   el   ejercicio   de   lo  

democrático  es  redefinido  dentro  del  espectro  de  esta  pluralidad  emergente.  De  la  noción  de  democracia  como  ejercicio  de  sufragio  ciudadano  que  establece  “la  voz  de  la  mayoría”,  se  la  reconceptualiza  como  práctica  que  da  voz  a  todas  las  partes.  La  democracia,   entonces,   deja   de   ser   una   instancia   que  pacifica   las   diferencias   a  través  de  una  unidad  homogénea  representada  en  la  representación  de  la  mayoría  electoral,  para  ser  entendida  como  un  ejercicio  que  permite  que   todas   las  partes  tengan  lugar  y  aporten  a  la  dinámica  de  lo  social.  En  otros  términos,  democracia  no  

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es  unidad  centrada  en  la  representatividad  de  un  grupo  particular  sino  un  espacio  de   litigio   y   conflicto   constructivo   entre   todas   las   identidades   presentes   en   un  espacio  social.  Es   lo  que  Ernesto  Laclau  y  Chantal  Mouffe  denominan  democracia  radical   (Laclau   y   Mouffe   2006;   Ranciere   1996,   2007,   2010;   Lefort   1990;   AAVV  2010)  

 Estos   elementos   reflejan   dos   características   centrales   del   espacio   público  

contemporáneo.  En  primer   lugar,  que  es  un  espacio  heterogéneo   compuesto  por  una  pluralidad   de   sujetos   que   poseen   una   serie   de   demandas   específicas   (sociales,  económicas,   culturales),   desde   las   cuales   realizan   reclamos   e   interactúan   entre   sí,  elaborando  procesos  de  articulación  en  la  construcción  de  prácticas  e  identidades.  En  segundo   lugar,   que   lo   público   es   un   espacio   conflictivo,   en   el   sentido   de   ser   la  inscripción   de   una   serie   de   renegociaciones   constantes,   ya   sea   hacia   los   mismos  movimientos,  entre  unos  y  otros,  y  con  instituciones  socio-­‐políticas  de  representación  más  amplia,  tales  como  el  Estado.  En  este  sentido,  no  estamos  hablando  de  una  visión  negativa  o   regresiva  del   conflicto   sino,  por   el   contrario,  de   la   tensión   inherente  a   la  conformación   de   un   espacio   que   posibilita   la   dinámica,   la   resignificación   y   la  renegociación  constantes,  no  sólo  de  grupos  o  instituciones,  sino  también  de  valores,  perspectivas,  sentidos,  discursos  e  ideologías.       Pasando   al   fenómeno   religioso,   hay   tres   elementos   a   considerar   desde   este  abordaje  sobre   las  dinámicas  socio-­‐políticas.  En  primer   lugar,  el   lenguaje  religioso  y  teológico   como   marcos   de   resignificación   de   sentido.   Segundo,   las   comunidades  religiosas   como   espacios   de   construcción   identitaria;   o   sea,   como   instancias   auto-­‐definidas  como  sujetos  político.  Y  tercero,  el  lugar  del  pluralismo  religioso  dentro  del  espacio  público.     Con  respecto  al  primer  elemento,  hay  que  considerar  que  el  lenguaje  religioso  no  sólo  sirve  a  la  demarcación  de  una  serie  de  símbolos  o  rituales  que  dan  cuenta  de  una  particular  creencia,  sino  que  también  poseen  una  función  como  marco  de  sentido  de   prácticas   sociales   y   de   resignificación   de   nociones   socio-­‐políticas.   Podemos  encontrar  diversas  corrientes   teológicas  que  poseen  un  discurso  más  explícitamente  político,  construyendo  un  diálogo  con   las  ciencias  sociales,  con  corrientes  políticas  o  que  trabajan  en  el  desarrollo  de  nociones  vinculadas  a  este  campo.      

La  dinámica  hermenéutica   intrínseca   al   lenguaje   teológico  posee  una   función  socio-­‐política   concreta   al   ser   depositario   de   sentido   social   –o   sea,   como   matriz   de  articulación   entre   narrativas   sociales,   políticas,   culturales   y   religiosas-­‐,   lo   que  posibilita   la   resignificación   de   vivencias   cotidianas,   interpretaciones   del   contexto  social  y   la  reconceptualización  de   funciones  políticas  y  públicas.  Es  allí,  por  ejemplo,  que   términos   como   Cristo,   Espíritu,   Evangelio,   entre   otras,   sirven   como   marcos  catalizadores   de   utopías,   ideologías   y   perspectivas   sociales   (Algranti   2010)   Este  elemento  se  complejiza  aún  más  si  partimos  de  la  idea  de  que  todo  lenguaje  teológico  y  religioso  posee  inherentemente  como  punto  de  partida  el  lenguaje  contextual  de  los  sujetos   creyentes.   Es   allí   donde   lo   religioso   actúa   más   bien   como   una   matriz   de  resignificación  de  sentido  de  dichos  lenguajes,  los  cuales  posee  una  unión  directa  con  prácticas  cotidianas  y  construcciones  institucionales.     Pasando  al  segundo  elemento,  una  de  las  nociones  analíticas  más  importantes  que  surge  desde  este  abordaje  es  la  de  identidad.  La  importancia  de  la  resignificación  

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de   esta   categoría   reside   en   las   limitaciones  de   las   comprensiones  modernas,   que   se  han  fundamentado  en  una  noción  homogénea  del  sujeto  social,  el  cual  se  comprende  enmarcado   y   delimitado   por   un   contexto   socio-­‐cultural   funcional   a   una   serie   de  predisposiciones   estructurales.   Esta   comprensión   teleológica   y   esencialista   de   lo  social,  hace  de   los  agentes  del  contexto  resultados  accidentales  de  dichas  dinámicas.  La  aplicación  de  esta  mirada  al  campo  de  lo  religioso  lleva  a  ver  a  sus  comunidades  y  al  mismo  discurso  teológico  como  simples  efectos  o  paleativos  en  respuesta  al  medio  de   donde   surgen.   Más   allá   de   la   relativa   veracidad   de   este   elemento,   un   énfasis  desmedido   al   respecto   podría   llevar   a   un   reduccionismo   analítico   que   no   vea   los  conflictos,   tensiones   y   renegociaciones   constantes   entre   los   elementos,   discursos   y  prácticas  inscriptas  en  estas  dinámicas.     En  otro  trabajo  (Panotto  2013b)  hemos  desarrollado  tres  características  de  la  resignificación  de  esta  categoría.  Primero,  que  toda  identidad  se  compone  desde  una  diferencia/alteridad   constitutiva,   lo   que   significa   que   no   puede   comprenderse   como  una  nominación  esencializada  y  absoluta  sino  como  una  instancia  que  se  transforma  constantemente   y   que,   a   su   vez   –desde   dicha   dinámica-­‐,   habilita   procesos   de  reapropiación   y   cambio   desde   quienes   la   componen.   Segundo,   desde   este   punto   de  partida,   que   toda   identidad   es   contingente,   o   sea,   que   se   encuentra   en   cambio  constante,   debido   a   las   interacciones   internas   que   se   gestan   en   la   pluralidad   de  elementos   que   la   compone   y   los   procesos   que   se   gestan   desde   los   vínculos   con   el  espacio  público.  Por  último,  teniendo  en  mente  la  distinción  hecha  al  inicio,  desde  este  abordaje   se  concibe   toda  dinámica  de  construcción   idenitaria  como   intrínsecamente  política,  ya  que  sirve  a  la  transformación  de  prácticas,  sentidos  e  imaginarios  sociales.      

De   esto   último,   a   su   vez,   emergen   tres   conceptos   centrales:   pluralidad  constitutiva   (toda   identidad   está   compuesta   por   un   conjunto   heterogéneo   de  elementos   en   interacción,   desde   donde   se   construyen   procesos   de   interacción   con  otros   procesos   identitarios   externos),   conflicto   (lo   político   no   se   deposita   en   la  construcción   de   un  marco   homogéneo   sino   un   acto   hermenéutico   donde   discursos,  prácticas  y   sentidos  entran  en  conflicto   tras   las  disputas  por  nominar   las  demandas  sociales)   y   articulación   (la   acción   política   desde   la   relación   y   trabajo   conjunto   con  otras  particularidades,  desde  donde  se  crean  marcos  de  acción  y  resignificaciones  de  discursos  y  sentidos)     A   partir   de   estos   elementos   analíticos,   podemos   identificar   las   siguientes  dinámicas  dentro  de  las  comunidades  religiosas  como  espacios  de  acción  política:  -­‐ Las   comunidades   religiosas   son   espacios   de   construcción   identitaria.   Su  composición   heterogénea   como   locus   de   circulación   de   narrativas,   prácticas   y  cosmovisiones,   conlleva   la   facilitación   de   un   marco   donde   los   creyentes   se  inscriben  en  procesos  de  resignificación  de  universos  de  sentido,   intrínsecamente  relacionados  con  sus  cotidianeidades  y  otras  prácticas  y  discursos  públicos.    

-­‐ Los  discursos  teológicos,  los  marcos  simbólicos  y  las  prácticas  rituales  sirven  como  espacios   de   re-­‐imaginación   del   mundo   y   del   contexto,   resignificando   sentidos   y  cosmovisiones.  

-­‐ La  constitución  heterogénea  de   las  comunidades  religiosas  permite   la  creación  de  procesos   de   rearticulación   como   de   legitimación   de   narrativas,   prácticas   e  instancias   sociales.   Esto   tiene   como   consecuencia   la   ambigüedad   entre   la  resignificación  de  narrativas  emancipatorias  y  la  legitimación  de  sistemas  sociales.  

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-­‐ Las  comunidades  religiosas  son  comprendidas  como  sujetos  políticos,  no  sólo  por  la   dinámica   de   rearticulación   y   dislocación   que   producen   hacia   su   interior   sino  también   en   su   inscripción   dentro   del   campo   social   más   amplio   y   su   aporte  particular  dentro  del  espacio  público,  sea  dentro  de  la  sociedad  civil,  del  universo  de  organizaciones  sociales  o  del  mismo  campo  estatal.  

   Por   último,   la   pluralización  del   campo   religioso2   debe   inscribirse   también   en  

este   contexto   de   complejización   del   espacio   socio-­‐político.   Hay   que   considerar   que  existe  una  mayor   sensibilidad   con   respecto   a   la   heterogeneidad  de   lo   religioso   y   su  capacidad  resignificante  de  las  experiencias  sociales.  Podemos  ver  que  los  intentos  de  secularización  del  discurso  social  en  la  modernidad,  así  como  ciertos  abordajes  de  la  relación   entre   religión   y   Estado,   irrumpen   en   el   corazón  mismo   de   su   imaginario   y  proyecto   socio-­‐político,   al   menos   en   dos   sentidos.   En   primer   lugar,   ello   implica  reconocer  la  politicidad  de  otros  actores  sociales,  más  allá  del  Estado  o  los  partidos  (lo  cual  se  vincula  no  sólo  con  la  religión  sino  con  otras  institucionalidades,  tales  como  los  movimientos  sociales,  grupos  de  reivindicación  de  minorías,  etc.)  Y  en  segundo  lugar,  complejiza  la  comprensión  del  espacio  público,  al  reconocer  la  multidimensionalidad  de  la  acción  de  los  sujetos  (Connolly  1999).       En  esta  dirección,  existen  estudios  que  reevalúan  la  separación  entre  Estado  y  religión.   La   enarbolación   extrema   de   este   elemento   bajo   la   bandera   del   laicismo,   a  veces  parece  ser  más  bien  el  triunfo  de  un  tipo  de  secularismo  extremo  que  no  atiende  a  la  complejidad  del  plural  mundo  religioso.  Veit  Bader  (1999)  ha  dedicado  un  ensayo  a  este  punto,  argumentando  que  la  construcción  de  un  espacio  democrático  –elemento  central  de  la  política  moderna-­‐  implica  también  la  apertura  de  una  espacialidad  para  el  pluralismo  religioso  contemporáneo.  De  aquí  la  necesidad  de  virar  el  análisis  de  la  transformación   de   la   relación   entre   Estado   y   religión   (o   religiones)   desde   el  cuestionamiento  de   la   tutela  de   ciertos  grupos  monopólicos   con   respecto  al   sistema  político   y   público   (como   la   cuestionada   vinculación   entre   ciertos   Estados   y   el  mantenimiento  de   la   institucionalidad  de   la   Iglesia  Católica),  hacia   la  apertura  de  un  espacio  que  facilite  el  desarrollo  de  diversas  expresiones,  promoviendo  la  importancia  del  sentido  social  de  lo  religioso  y  la  riqueza  del  campo  en  los  diversos  grupos  sociales  existentes.    

Joanildo   Burity   (2009)   hace   un   exhaustivo   análisis   de   las   matrices   que  imprimen   la   relación   entre   pluralidad   religiosa   y   dinámicas   políticas   en   América  Latina.   Identifica   cuatro   aspectos   centrales   sobre   esta   relación.   En   primer   lugar,   las  religiones   son   un   elemento   constitutivo   de   las   sociedades   del   continente,   las   cuales  son   frecuentemente  olvidadas  dentro  de   los  debates  políticos.  Segundo,  no  se  puede  negar  el   lugar  que  poseen   las  religiones  en  el  ámbito  de   lo  público.  En  estas  últimas  décadas,   esta   presencia   se   ha   reflejado   en   una  mayor   interacción   de   gobiernos   con  iglesias   y   organizaciones   religiosas   en   la   ejecución   de   trabajos   sociales,   la  consideración  del  tema  religioso  por  parte  de  organizaciones  civiles,  la  inclusión  de  lo  

                                                                                                                         2 Al hablar de “campo religioso” hacemos referencia a la nominación realizada por Pierre Bourdieu, quien entiende dicho espacio –en la pluralidad que lo constituye- como un marco simbólico de sentido que no está aislado del resto de los fenómenos socio-culturales sino que interactúa con ellos, en tanto habitus de socialización y representación de sujetos y comunidades (Bourdieu 2003)

Mauricio  Renold,  ed.,  Religión:  estudios  antropológicos  sobre  sus  problemáticas,  Buenos  Aires:  Editorial  Biblos,  2015,  pp.  173-­‐195  

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religioso   como   política   cultural,   entre   otros.   En   tercer   lugar,   es   posible   analizar   los  fenómenos  religiosos  y  su  relación  con  el  espacio  público  desde  la  misma  dinámica  de  la   relación   entre   sociedad   civil   y   Estado.   Por   último,   los   espacios   religiosos   son  también   campos   de   articulación   de   discursos   e   imaginarios   políticos,   con   agendas  públicas  específicas.       En  conclusión,  este  último  abordaje  nos  ayuda  a  ver  que  los  espacios  religiosos  y   eclesiales   son   campos  de   constitución   socio-­‐política   en   tanto   sitios  de  búsqueda  y  construcción   de   sentido   social.  Más   aún,   nos   permite   pensar   en   la   politicidad   de   lo  religioso  no  ya  desde  una  perspectiva   institucionalista   –o   sea,   desde   la   relación   con  ciertas  instituciones  específicas-­‐  sino  desde  su  misma  especificidad.  En  otras  palabras,  las   instancias   litúrgicas,   los   discursos   teológicos   y   los   dispositivos   rituales   de   todo  espacio  religioso  representan  campos  de  constitución  socio-­‐política  en   tanto  marcos  de   creación   de   sentido   existencial.   Finalmente,   desde   esta   perspectiva,   promover   la  pluralización   de   lo   religioso   implica   una   tarea   intrínsecamente   política,   ya   que  permite  crear  dinámicas  de  inclusión  y  reconocimiento  de  subjetividades  y  actores,  lo  que   representa   un   elemento   central   para   la   radicalización   del   campo   democrático  actual.   Por   ello   denominamos   este   abordaje   articulación   posfundacional,   ya   que  considera   la   incidencia   política   de   lo   religioso   desde   la   interacción   con   la  heterogeneidad  de  discursos,  agentes  e   instituciones  constitutivas  del  espacio  social,  definiendo  su  acción  política  desde  una  función  hermenéutica,  o  sea,  como  espacio  de  redefinición  de  sentidos  identitarios  y  prácticas  sociales.    Conclusiones     Las  propuestas  más  importantes  hasta  aquí  fueron  tres.  Primero,  que  el  estudio  de  la  relación  entre  religión  y  política  requiere  de  nuevos  marcos  analíticos  y  teóricos  que   ayuden   a   comprender   los   nuevos   escenarios,   vinculados   no   sólo   a   las  transformaciones  del   campo   religioso   sino   también  de   las   dinámicas   socio-­‐políticas.  Segundo,   que   dicha   vinculación   dista   de   ser   simple   ya   que   entran   en   juego   una  diversidad  de  sujetos  y  dinámicas.  Por  último,  como  hemos  enfatizado,  las  dinámicas  socio-­‐políticas  de  lo  religioso  se  inscriben  no  sólo  en  el  tipo  vínculo  que  construya  con  otros   elementos   o   agentes   del   campo   social   sino   en   su   propia   constitución   como  marco  de  sentido  e  institución  social.       Los  análisis  realizados  también  nos  ayudan  a  deconstruir  ciertos  prejuicios  con  respecto  a  la  relación  religión-­‐política.  Por  un  lado,  podemos  ver  que  lo  religioso  sigue  manteniendo  un  rol  central  en  las  sociedades  contemporáneas.  Dicha  influencia  no  se  da  solamente  desde   la  relación  entre  el  Estado  y   la   Iglesia  (aunque  ello  sigue  siendo  una  realidad,  y  precisamente  cuestionada)  sino  también  en  otras  instancias  más  bien  micro-­‐sociales,   o   sea,   como   marco   resignificante   de   movimientos   y   militancias  particulares.  Por  otro  lado,  también  podemos  ver  que  lo  religioso  no  responde  sólo  a  cosmovisiones   conservadoras   o   cerradas.   No   negamos   la   existencia   de   ciertos  paralelismos   ideológicos   entre   posturas   políticas   tradicionales   y   cosmovisiones  teológicas.   Pero   muchos   estudios   demuestran   que   no   hay   una   correlación   directa  entre   posturas   religiosas   particulares   y   encuadres   partidarios   o   ideológicos  específicos  (como  por  ejemplo,  el  hecho  de  que  dentro  de  comunidades  pentecostales  o   católicas   se   pueden   ver   tendencias   de   votación  mayoritariamente   inclinadas   a   la  izquierda  o  centro-­‐izquierda;  ver  Parker  2012)  El  panorama  se  complejiza  aún  más  si  

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vemos   los   tipos  de  construcción  que   realizan   los   sujetos   creyentes   concretos  en   sus  cotidianeidades.     Tal  como  lo  afirma  el  título  de  este  trabajo,  la  pluralización  del  campo  religioso  posee   una   importante   significancia   política,   al   posibilitar   la   creación   de   nuevos  universos   de   sentido.   Tampoco   queremos   obviar   aquí   que   expresiones   religiosas  sirven  –como   lo  han  hecho  históricamente-­‐  a   la   legitimación  de  órdenes  de  poderes  opresores  o  totalitarios.  Pero  ello  es  sólo  una  cara  de  la  moneda,  ya  que  encontramos  prácticas  y  discursos  disruptivos  y  subversivos  de  tales  enmarcaciones  hegemónicas,  posibilitadas   por   las  mismas   cosmovisiones   religiosas.   Es   desde   aquí   que   se   deben  pensar  en  nuevos  encuadres  de  inclusión  de  lo  religioso,  sea  desde  el  seno  del  Estado  como  desde  los  diversos  espacios  de  incidencia  pública.    Bibliografía    Algranti,   Joaquín   (2010)  Política   y   religión   en   los  márgenes,   Buenos  Aires,   Ediciones  Ciccus.    AAVV,  Democracia,  ¿en  qué  estado?,  Prometeo  Libros,  Buenos  Aires,  2010    Arendt,  Hannah,  ¿Qué  es  la  política?,  Paidós,  Barcelona,  1997    Bader.  Veit,   “Religious  Pluralism.  Secularism  or  Priority   for  Democracy?”  en  Political  Theory,  Vol.  27,  N  5,  1999,  p.602    Bhabha,  Homi,  El  lugar  de  la  cultura,  Manantial,  Buenos  Aires,  2002    -­‐-­‐   comp.,   Nación   y   narración:   entre   la   ilusión   de   una   identidad   y   las   diferencias  culturales,  Siglo  XXI,  Buenos  Aires,  2010      

Bourdieu,  Pierre,  Génesis  y  estructura  del  campo  religioso,  CEIL-­‐PIETTE,  Buenos  Aires,  2003    Burity,  Joanildo  A.  (2009),  “Religião  e  lutas  identitárias  por  cidadania  e  justiça:  Brasil  e  Argentina”.  Ciências  Sociais  Unisinos  (45),  3,  pp.183-­‐195.    Butler,   Judith   y   Spivak,   Gayatri   Chakravorty,   ¿Quién   le   canta   al   estado-­‐nación?  Lenguaje,  política,  pertenencia,  Paidós,  Buenos  Aires,  2009    Carozzi   y   Cernadas,   Ciencias   sociales   y   religión   en   América   Latina,   Editorial   Biblos,  Buenos  Aires,  2007    Connolly,  William  E.,  Identity/Difference.  Democratic  Negotiations  of  Political  Paradox,  Cornell  University  Press,  Ithaca,  1991  -­‐-­‐  Why  I  am  Not  a  Secularist,  University  of  Minnesota  Press,  Minneapolis,  1999    

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Giménez,   Gilberto,   ed.,   Identidades   religiosas   y   sociales   en   México,   UNAM,   Méxicos,  1996    Giorgi,   Guido   y   Mallimaci,   Fortunato   (2012)   "Catolicismos,   nacionalismos   y  comunitarismos   en   política   social.   Redes   católicas   en   la   creación   del   Ministerio   de  Bienestar  Social  de  Argentina  (1966-­‐1970)".  En  Revista  Cultura  y  Religión,  Vol.  VI,  Nº  1  (Junio  del  2012)  pp.113-­‐144    Guattari,  Félix  y  Rolnik,  Suely  (2005)  Micropolítica.  Cartografías  del  deseo.  Buenos  Aires:  Tinta  Limón    Habermas,  Jürgen  (2006)  Entre  naturalismo  y  religión,  Paidós,  Barcelona    Laclau,  Ernesto,  Nuevas  reflexiones  sobre  la  revolución  de  nuestro  tiempo,  Nueva  Visión,  Buenos  Aires,  2000  -­‐-­‐  Misticismo,  retórica  y  política,  FCE,  Buenos  Aires,  2002    Laclau,   Ernesto   y   Mouffe,   Chantal,   Hegemonía   y   estrategia   socialista,   FCE,   Buenos  Aires,  2006    Lefort,  Claude,  La  invención  democrática,  Nueva  Visión,  Buenos  Aires,  1990    Mallimaci,   Fortunato   (1993)   “Catolicismo   integral,   identidad   nacional   y   nuevos  movimientos   religiosos”.   En:   Alejandro   Frigerio   (comp.),   Nuevos   movimientos  religiosos  y  ciencias  sociales,  Tomo  2.  Buenos  Aires:  Centro  Editor  de  América  Latina,  pp.  24-­‐48.    María   Lafont   (2011)   “El   debate   sobre   la   religión   en   la   esfera  pública:   problemas  de  aplicación  y  constitución  de  la  identidad”.  En  Enrahonar,  46,  pp.53-­‐74    Marchart,  Oliver  (2009)  El  pensamiento  político  posfundacional,  FCE,  Buenos  Aires    Mouffe,  El  retorno  de  lo  político,  Paidós,  Buenos  Aires,  1999  -­‐-­‐  En  torno  a  lo  político,  FCE,  Buenos  Aires,  2007  -­‐-­‐  La  paradoja  democrática,  Gedisa,  Barcelona,  2012    Panotto,  Nicolás  (2013a)  “Religión,  política  y  espacio  público:  Nuevas  pistas   teórico-­‐metodológicas   para   el   estudio   contemporáneo   de   su   relación”.  Religión   e   incidencia  

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