Mortal - Ted Dekker

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TED DEKKERY TOSCA LEE

Los libros de losmortales

MORTAL

© 2013 por Grupo Nelson®

Publicado en Nashville, Tennessee,Estados Unidos de América. GrupoNelson, Inc. es una subsidiaria quepertenece completamente a ThomasNelson, Inc. Grupo Nelson es unamarca registrada de Thomas Nelson,Inc. www.gruponelson.com Título eninglés: Mortal

© 2012 por Ted DekkerPublicado por FaithWords, HachetteBook Group, 237 Park Avenue,Nueva York, Nueva York, 10017,www.faithwords.com. FaithWords

es una division de Hachette BookGroup, Inc. El nombre y el logotipode FaithWords son marcas deHachette Book Group, Inc.

Todos los derechos reservados.Ninguna porción de este libro podráser reproducida, almacenada enalgún sistema de recuperación, otransmitida en cualquier forma o porcualquier medio —mecánicos,fotocopias, grabación u otro—excepto por citas breves en revistasimpresas, sin la autorización previapor escrito de la editorial.

Nota de la editorial: Esta novela esuna obra de ficción. Los nombres,personajes, lugares o episodios sonproducto de la imaginación de losautores y se usan ficticiamente.Todos los personajes son ficticios,cualquier parecido con personasvivas o muertas es pura coincidencia.

Editora en Jefe: Graciela LelliTraducción: Ricardo y MirthaAcostaAdaptación del diseño al español:Grupo Nivel Uno, Inc.

ISBN: 978-1-60255-794-9

Impreso en Estados Unidos deAmérica

13 14 15 16 17 QG 9 8 7 6 5 4 3 2 1

Contents

El principioCapítulo unoCapítulo dosCapítulo tresCapítulo cuatroCapítulo cincoCapítulo seis

Capítulo sieteCapítulo ochoCapítulo nueveCapítulo diezCapítulo onceCapítulo doceCapítulo treceCapítulo catorceCapítulo quince

Capítulo dieciséisCapítulo diecisieteCapítulo dieciochoCapítulo diecinueveCapítulo veinteCapítulo veintiunoCapítulo veintidósCapítulo veintitrésCapítulo veinticuatro

Capítulo veinticincoCapítulo veintiséisCapítulo veintisieteCapítulo veintiochoCapítulo veintinueveCapítulo treintaCapítulo treinta y unoCapítulo treinta y dosCapítulo treinta y tres

Capítulo treinta y cuatroCapítulo treinta y cincoCapítulo treinta y seisCapítulo treinta y sieteCapítulo treinta y ochoCapítulo treinta y nueveCapítulo cuarentaCapítulo cuarenta y unoCapítulo cuarenta y dos

Capítulo cuarenta y tresCapítulo cuarenta y cuatroCapítulo cuarenta y cincoCapítulo cuarenta y seisAcerca de los autores

L

El principio

OS GENETISTASDESCUBRIERON EN el año

2005 el gen humanocontrolador de las formas tantoinnatas como aprendidas deltemor. Se le llamó estatmina uoncoproteína 18. En los quinceaños siguientes igualmente seidentificaron también todos los

elementos que influyen en lagenética de las emocionesprincipales.

Casi una década después,tras la catastrófica guerra quedestruyó gran parte de lacivilización, la humanidad juróabandonar toda emocióndestructiva y entregarse a lasnormas de un nuevo Orden.Para este fin, el primersoberano liberó un virusllamado Legión, el cual despojó

genéticamente a undesprevenido mundo de todaemoción menos una: el temor.A medida que la humanidadolvidaba la esperanza, el amor yla alegría, también dejaba atrásel odio, la malicia y la ira.Durante casi quinientos añosreinó una perfecta paz.

Sin embargo, una sectallamada los custodios guardómuy bien el terrible secreto deque todas las almas del planeta,

pese a su total aparienciahumana, en realidad estabanmuertas. Los custodios seaferraron tenazmente durantesiglos a la singular predicciónde que el código viralintroducido por Legión serevertiría finalmente en lasangre de un solo niño. Laesperanza final de vida para lahumanidad se hallaría en elhecho de que este niñoascendiera al poder. También

pasaron de custodio encustodio un frasco sellado desangre con el poder dedespertar a cinco almas queayudarían a dicho niño.

En el año 471 nació en unafamilia real un chico llamadoJonathan, en cuyas venas corríasangre verdadera. Su existenciase mantuvo en secreto hasta eldía en que fue descubierto porun humilde artesano llamadoRom Sebastian y otras cuatro

personas a quienes la sangreantigua del custodio habíarevivido.

Más o menos en esa época,el poderoso alquimista Pravuscomenzó a perseguir a loscustodios, al tiempo queelaboraba un suero quecontrarrestaba el efecto deLegión. Pero en lugar deconceder vida, este suerodevolvía solamente lasemociones más siniestras con

todos sus efectos nocivos.Según las reglas de sucesión

del Orden, había una mujerdelante de Jonathan en la líneade poder: la clara herederaFeyn Cerelia. Por medio de laintervención de Rom, ellaprobó vida una vez, aunquebrevemente; en esa mismaépoca, su poderoso hermanoSaric cayó esclavo de laalquimia de Pravus y planeóapoderarse del trono de Feyn.

Persuadida del poder delniño para despertar a lahumanidad, la soberana accedióa sacrificar su vida y despejarleasí el camino a Jonathan acambio de la promesa de queen secreto le conservaría elcuerpo en letargo total,técnicamente muerto por ley,hasta que el niño asumiera elpoder a los dieciocho años deedad.

Feyn entregó la vida el día

de su toma de posesión, y lasoberanía de Jonathan semantuvo en interinidad pormedio de su regente, Rowan.Al descubrirse la maléficaconspiración, Saric desaparecióy creyeron que había muerto.

Rodeado por poderososguerreros, llamados losmortales, que juraronprotegerlo, Jonathan pasó a laclandestinidad durante nueveaños. Ahora que el niño se

acerca a su decimoctavocumpleaños deberá regresar a lacapital del mundo, Bizancio,para reclamar el lugar que lecorresponde como soberano.Todos aquellos que lo siguencreen que la sangre de Jonathandevolverá la vida al mundo ydará paso a un nuevo reino.

Pero Saric no está muerto.Ahora mismo reúne sus fuerzaspara oponerse a Jonathan antesde que este pueda tomar la sede

del poder y devolver a la vida aun mundo muerto.

R

Capítulo uno

OLAND AKARA, PRÍNCIPEDE los nómadas, y segundo

después de Rom Sebastianentre todos los mortales, sehallaba impávido sobre sumontura, explorando el vallecon la mirada de alguien que havisto demasiado como paraalterarse o contentarse

fácilmente. Él era un guerrero,amado sin medida por todossus seguidores, un líderdescendiente de generacionesde gobernantes, un hombredado a la determinación sin unapizca de transigencia.

Y esa determinación nuncahabía sido más clara: marcar elinicio del reinado de Jonathan acualquier precio, en desafíototal a la muerte.

Sobre el semental negro al

lado del de Roland estaba supropia hermana Michael, deveintisiete años, tres menos queél. Un complejo arco le colgabaen la espalda, como al guerrero.La larga solapa del abrigo lecubría la espada curva quellevaba en la cadera. Ellos erandos mortales, vestidos denegro, mirando su reino desdelo alto.

Pero este no era el reino deellos, sino un valle de muerte.

Se extendía hacia el oeste y eleste, una enorme tierra yermaintermitentemente interrumpidasolo por un parche deretorcidos matorrales.Cualquier cosa que alguna vezfluyera a través de este secocauce se había envenenado porcompleto. Aún ahora, cientosde años después de las guerrasque arruinaran enormesextensiones de campiña,incluyendo los viñedos que una

vez caracterizaran esta región,solamente sobrevivía unanueva y resistente vegetación.

—Está allí —pronuncióMichael en voz baja y con lamandíbula apretada.

Una ligera brisa levantó unmechón de cabello negro deltorrente de trenzas que lellegaban a la joven por debajode los hombros, atadas concordones de color oscuro, ycada una de ellas contando una

historia de dignidad, victoria oconquista de modo que de unamirada alguien pudiera leertodo el volumen. Solamente lasgreñas de su hermano,combinadas con plumas, ónicey cuentas de piedras, eran máselaboradas.

El semental de Rolandresopló, dio un pequeño tirón ycambió de posición en elrocoso precipicio. El guerrerole ordenó calmarse con una

sacudida de las riendas. Elanimal se aquietó, haciendotemblar por una vez el abrigonegro del jinete. La pareja habíarastreado la muerte hasta estevalle, exigiendo hasta el límite asus monturas durante la nochede luna menguante y la mejorparte del día. Ninguna criaturatenía el mismo sentido de olfatoque un mortal, y los doshermanos habían captado elaroma desde lejos.

Muerte. Olor a amomiados,a esos que años atrás apodaroncadáveres. El aroma eracomún, en particular cerca delas ciudades y los pueblos enque vivían los millones dehabitantes del mundo: humanosen apariencia, muertos enrealidad.

Pero el olor que Roland ysu segunda al mando, Michael,habían seguido durante lanoche era diferente del aroma

de simples amomiados. Másprofundo. Mordaz y metálico.La fragancia del infiernomismo. El pútrido olor seelevaba desde el solitariopuesto de avanzada sobre elresquebrajado fondo del vallecasi un kilómetro delante deellos, y los hería cada vez querespiraban.

Fuera lo que fuera lo quehabía captado Maro, aquelnómada impetuoso que en los

últimos tiempos se relacionabacon los radicales, en ningúnmodo se trataba de unamomiado ni de alguna clasenueva de estos.

Y eso era lo que Rolandnecesitaba saber.

Había habido rumores deun nuevo tipo de asamblea demuerte para aplastar aJonathan, el creador de todoslos mortales, antes de su tomade posesión dentro de nueve

días. Roland había oídodemasiados rumores como paraprestarles mucha atención, yeran tan frecuentes como latradición popular de «la manodel Creador»: la místicaparticipación de un Creadordivino. Pero Roland no habíavisto evidencia del airado diosdel Orden al que, siguiendo lasreglas absurdas de losamomiados, clamaban paraapaciguarlo.

Pero ahora, con el nuevo ydenso olor en las fosas nasalesdel príncipe, ganabacredibilidad la convicción deuna fuerza enemiga encompañía de otras variashistorias odiosas: caballos.Cuatro frente a la taberna. Dosmás en la parte trasera. Tierrafresca revuelta por cascos, aguacon orina de caballos en losbebederos. La madera de pinodel edificio mismo. Maro.

Roland no había olido lamuerte del hombre, lo cual solopodía significar que estabavivo.

—¿Cómo omitieron losexploradores esto? —preguntóRoland.

—Está más allá de nuestroperímetro habitual —respondióMichael estudiando el valle porunos instantes—. ¿Ideas?

—Muchas —expresó élsombríamente.

—¿Alguna de la que tegustaría hablar?

—Solamente la queimporta.

—¿Y cuál es?—Él vive o morimos.—¿Y cómo deberíamos

ayudar a vivir a ese insolenteradical al que llamamos primo?—manifestó ella, asintiendocon la cabeza.

Roland había ido tras Marodespués de oír que este había

dejado que su boca borrachahablara de llevar el cuerocabelludo de un amomiado alvalle Seyala, morada durante elúltimo año de todos los mildoscientos mortales queesperaban el gobierno deJonathan. Michael habíaalcanzado a Roland en mediode la noche y él había permitidola compañía de su hermana,esperando que no se produjeraun verdadero problema aparte

del fastidio que sentía por elrescate del primo.

Hasta que hallaron elcaballo de Maro a ochokilómetros al sur del valle,muerto y cubierto con el nuevoolor a muerte que los habíaconducido hasta aquí.

Roland habría regresadopor más guerreros, pero nopodía correr el riesgo de perderel rastro del nuevo aroma, o laoportunidad de saber si la

nueva muerte que se rumorabaera real. Con la toma deposesión de Jonathan dentro depocos días no podíanarriesgarse.

Más allá de eso, Rolandsentía una responsabilidadpersonal por el exaltado radical.Si salvaban la vida de su primo,el príncipe en persona seaseguraría de que el hombrepasara el resto de la vidadolorosamente consciente de su

locura.—Matamos al resto —

declaró Roland.—¿Cómo?—Lo sabré una vez que esté

dentro.—Querrás decir «que

estemos». Una vez que estemosdentro.

—No, Michael. Tú no.La hermana de Roland

estaba en su mejor momentocomo guerrera, muy hábil en el

manejo de la espada y el arco.El año pasado él la había vistoencargarse de cuatro hombresen los juegos, poniéndolos derodillas… tres con marcas deespada suficientementeprofundas en sus gargantascomo para quitar cualquiervestigio de duda en cuanto aldominio y precisión de la chica.

Roland la había ascendidoentonces como su segunda, noporque fuera su hermana y

portara la misma sangre antiguade los gobernantes, sino porqueno la podían igualar en batalla.Y cada uno de ellos sabía quevendría la batalla.

Michael volvió hacia él susojos color avellana, que habíansido marrones antes de sumortalidad, igual que los de él.Los mortales no podían oler lasemociones ni las naturalezas deotros mortales, pero Rolandestaba seguro de que, si

pudieran hacerlo, el aroma dela lealtad se le filtraría a suhermana por todos los poros.Ella moriría por él, no como suhermano, sino como supríncipe… así como habíanjurado hacer todos losnómadas.

Razón por la cual él nodebía darle la oportunidad.

—¿Puedo preguntar porqué?

—Porque te necesito para

arrasar esa cabaña en caso deque yo falle.

—Rom es el líder de losmortales. Tanto de loscustodios como de losnómadas.

—Rom es fuerte y leservimos —objetó Rolandnivelando la mirada con la deella—. Pero servimos primero aJonathan y a nuestra gente.Nunca olvides eso. Uno denosotros debe vivir.

—Entonces permíteme irprimero —pidió ella.

—¿Cuándo algún lídernómada no ha sido el primeroen ir? —inquirió él debiendoesforzarse para quitar una levesonrisa en la comisura de loslabios—. No. Iré primero. Solo.

—Mi príncipe —asintió ellacon una inclinación de cabeza.

—Ponte la capucha. Apenasyo entre, degüella todos loscaballos, menos uno. Si las

cosas salen mal, regresa adonde Rom, dale un informecompleto y guía a nuestragente. ¿Me hago entender?

La mandíbula de la joven sepuso tan tiesa como suasentimiento de cabeza.

Roland hizo dar la vuelta alalazán y comenzó a bajar elterraplén, muy consciente deque Michael estaba a un caballode distancia de él.

Era cierto lo que él había

dicho. La única idea queimportaba ahora era si ellosvivirían o morirían intentandopreservar la vida que Jonathanhabía dado a todos losmortales. El muchacho estaba anueve días de su toma deposesión. Y entonces todocambiaría.

También era cierto que lospensamientos de Roland eranmás complejos de lo que leimportaba expresar, incluso

para Michael.El guerrero había dirigido a

los nómadas durante doce añosdesde la muerte del padre de ély Michael, quien fue el que losguió en su rebelión contra elOrden viviendo en el desiertode Europa, al norte de Bizancio,aquella ciudad antiguamentellamada Roma en la era delCaos siglos antes.

Los súbditos de Roland sehabían aferrado tenazmente a la

resistencia por temor a sercontrolados por los estatutos dela religión estatal… una religiónque todavía reclamaba grandesbajas entre los nómadas, ya quela mayoría había cedido ante elmayor temor del creador delOrden. Y ante reglas conconsecuencias eternas.

Los nómadas quepermanecieron fieles eran losmás puros de la humanidad, unpueblo extremadamente

autónomo que llevaba su luchay sus habilidades desupervivencia como unainsignia de honor sin igual. Seconservaron solos, vagabundoscon una larga tradición deforjar vivencias difíciles enáreas remotas, soñando con elmomento en que derrotarían alOrden.

Dos años después de queRoland se convirtiera en elpríncipe gobernante se había

extendido el rumor de que a unniño al que habían conocido, aquien acogieran brevementesiendo bebé, lo habíanconfirmado como herederolegítimo del trono soberano. Sellamaba Jonathan.

Jonathan, el príncipe devida. Había vuelto a ellos conRom Sebastian y el guerreroTriphon, dos hombrescambiados por un frasco desangre obtenido por la antigua

secta de custodios en previsióndel día en que la sangre deJonathan comenzaría un nuevoreino.

Mortales, así se llamaban así mismos.

Roland había ofrecido sutotal apoyo. No necesariamenteporque creyera en lo que sedecía del muchacho o de lahistoria de amistad de loscustodios con los nómadas,sino porque todo rebelde que

se oponía al Orden era unamigo. Así que había dado labienvenida a los mortales y leshabía enseñado las formasnómadas de supervivencia ylucha.

Rom Sebastian demostróhabilidades superiores comolíder. Hablaba con extrañapasión acerca de nuevasemociones desatadas por lasangre que había ingerido, y deuna época venidera en que

todos saborearían la vida comoél la había probado.

Y entonces había llegado eldía, cinco años antes, en que lasangre del muchacho cambió.El anciano que había venidocon Rom, el último miembrosobreviviente de los custodios,la había proclamado lista parallevar vida a otros. En elmundo de nómadas hubo granalgarabía. ¿Podría ser así? Paraasegurarse de que no se

engañara a su pueblo, Rolandhabía aceptado en sí mismo lasangre del joven.

Ese día, inyectado con unaendoprótesis vasculardirectamente de la vena deJonathan, el mundo de Rolandhabía cambiado para siempre.La vida había llegado como unamarejada, barriendo una muerteque él no sabía que existiera.Por primera vez había sentidola misteriosa emoción de la

alegría, el éxtasis y el amor.Había rabiado por elcampamento, delirante.También había hallado lasemociones más siniestras:celos, tristeza, ambición, yhabía llorado como nunca,arañándose el rostro ymaldiciendo su propiaexistencia. Cualesquiera quefueran los desafíos que leprodujera esta mezcla deemociones, le hicieron sentir

totalmente hermoso y tambiéndeplorable en sentidos quenunca había sondeado.

Pletórico de vida nueva yliberada, Roland había exigidoa todos los nómadas querecibieran la sangre de Jonathany también que le sirvieran enuna nueva misión como laúltima esperanza para unmundo muerto. En los meses ysemanas siguientes, más omenos novecientos nómadas

llegaron a la vida. En los añosposteriores se les unieron otrostrescientos amomiadoscomunes, aprobado cada unopor quórum del concilio, antesde que este exigiera unamoratoria hasta la total madurezde la sangre de Jonathan.

En el lapso de un año, losprimeros mortales nacidos de lasangre de Jonathan comenzarona observar nuevos cambios ensus sentidos. Podían oler las

fragancias más leves con mayorsensibilidad que los animales.Podían percibir movimientosrápidos con gran detalle, todo ala vez, de modo que el mundoparecía detenerse con relación aellos, dándoles gran ventaja encombate. Todos sus sentidos detacto, gusto y oído aumentaron,y siguieron aumentando, casihasta el punto de lainsaciabilidad.

Pero quizás el cambio físico

más fabuloso para cualquiermortal fue la promesa de vidaextensa. Cuando los alquimistasde entre ellos —sobre todo elmismo custodio viejo—observaron en primer lugar elcambio en el metabolismo delas personas, fue el ancianoquien calculó una nueva vidamortal mínima de cien años.

Eran una nueva especie,totalmente merecedora deln o m b r e mortales. Eran un

pueblo escogido y poderosoesperando fuera de control ycon terrible anhelo el día enque Jonathan reclamaría elreino mortal para siempre.

Una nueva época se cerníasobre ellos. Esto era lo únicoque importaba.

Sin embargo, hoy estaba lanecedad de Maro y este nuevoolor con el cual contender, estamuerte que emanaba de lacantina en el antiguo cauce a

menos de doscientos pasos másallá.

Roland y Michael hicieroncaminar sus caballos uno allado del otro, con las miradasfijas y los brazos relajados. Lafetidez era ahora tan repulsivaque esto era lo único que élpodía hacer para no cubrirse lanariz.

—Ve a la derecha, hacia laparte posterior —anuncióRoland—. Lentamente. Todos

los caballos menos uno. Yhazme caso.

—Hermano, me niego aperder hoy a mi príncipe.

—Tu príncipe vivirá milaños.

—¿Y si esto fuera más de loque esperabas?

—Si es así, Rom deberásaberlo. Hazme caso. Haz comote pido. Ve.

La joven espoleó el caballohacia adelante, pasando frente a

él y dirigiéndose hacia la partetrasera de la taberna.

La estructura de madera erapoco más que una choza,construida a toda prisa y enmalas condiciones. Aun desdedonde se encontraba, Rolandpodía ver huecos entre lastablas de las paredes. Se asentóla capucha sobre la cabeza amedida que el viento arreciaba,enviando remolinos de polvosobre los cascos de los

caballos. Los amomiados nosiempre los reconocían alinstante a los mortales quecabalgaban más allá de suhogar en el valle Seyala, puesno sabían buscarles el exclusivocolor avellana de los ojos. PeroRoland sentía que quienescapturaron a Maro sabríanexactamente qué habíantomado.

El guerrero podía sentirdebajo del abrigo el peso de los

cuchillos de lanzar, ató dos a unlado del cinturón cuando sedetuvo en la cantina y luego sedeslizó de la silla de montar.Enrolló las riendas alrededor dela barandilla con un firme tiróny miró los otros caballos.

Llevaban espadas de hojarecta enfundadas de las sillas;eran cortas, quizás cada hojamedía solo sesenta centímetros,un arma para arremeter ycortar, no para degollar desde

el lomo del caballo. Rolandnunca antes había visto espadascomo estas, y sin embargo lasempuñaduras estaban gastadasy obviamente usadas. Almenos, el hecho de que lasarmas estuvieran aquísignificaba que los amomiadosde adentro no esperabanningún problema.

Roland volvió la miradahacia la puerta e inhaló.

Alguien hablaba adentro.

Una risita. Otra voz. Licorvertiéndose en una copa. Vino.Cerveza. Pan. Sal. Sudor. Eltenue y agrio olor del miedo.Muy tenue. Mucho menos queel temor que emanaba de lamayoría de amomiados,generado por la única emociónque los llevaba engañosamentea creer que eran humanos.

Roland acababa de poner labota en el primer peldañocuando otro aroma le atacó los

pulmones, filtrándosele en laconciencia. Era un olor quenunca antes había percibido.Penetrante. Fuerte, pero noofensivo. Al contrario,agradable.

Algo distinto a muerte omiedo.

El corazón se le agitó, ydeseó aplacarlo. Los mortalesno podían oler las emocionesde otros mortales vivos delmodo en que podían oler el

temor de los amomiados. Si élno podía oler a los mortales,entonces el aroma no era deMaro. Y no obstante aquelloagitó algo nuevo en él, tantoque el corazón se le volvió asobresaltar como un potro.

Roland pensó por uninstante en retirarse paraconsiderar la situación, peroeste era un asunto que debíaaveriguar solamente porexperiencia.

Subió los escalones y sedetuvo en el rellano. Echó lachaqueta por detrás de sushojas, enganchando el costadoen el cinturón, despejando elcamino hacia sus cuchillos.Sacó dos, uno en cada mano.Los sostuvo con firmeza a nivelde la cintura. Inclinó la cabezay fijó la mirada en la grietanegra en la parte inferior de lapuerta, y se calmó. Nosimplemente sus pensamientos

o su valor… como hacecualquier hombre o mujer antesde atacar a un enemigo. Ahorahabía mucho más por deducir.

Los mortales llamaban aesto ver, y técnicamente lo era.Pero por v e r querían decirentender totalmente cadaelemento de esa visión de talmodo que el mundo parecíamás lento, que llenaba deinformación cada instante, cadarespiración y cada latido del

corazón. Una ventaja superior,un gran regalo de la sangreextraordinaria que les fluía porlas venas.

El viento sopló entre sustrenzas y le pasó rápidamentepor la nuca. Él sintió eso, ymucho más. El corazón lepalpitaba como los tamboresencubiertos de los nómadas.Más allá del aroma que leengullía la nariz había más…más que las texturas, el olor y el

sonido del mundo que teníajusto delante.

El tiempo pareciódesacelerarse a su alrededor.Allí estaba la tranca de lapuerta, rayada y desgastadaprematuramente. Trabada, através del espesor de la puertamisma de madera. Estaba ladistancia entre él y esa puerta,el viento que discurría entreellos y las ráfagas de partículasde polvo.

Roland mantuvo esapostura, esa visión, el aroma ensus fosas nasales, por unalargado segundo hasta que,como alguien que entraba aotro mundo, se volvió parte deello.

Entonces avanzó,plenamente comprometido,sabiendo que contaba con unagran ventaja sobre cualquiercosa que lo esperara adentro.

Estrelló el hombro contra la

puerta, astillando la maderaalrededor de la cerradura. Estavoló haciendo gran ruido, ytodos los detalles del salónencajaron en su lugar a la vez.

Bar: a lo largo del fondo delsalón, coronado con granvariedad de botellas. Tres deellas abiertas, una apestando aalcohol de cien grados. Docejarras. Tres sucias. Taburetes:nueve, alineados frente al bar,sin respaldos. A derecha e

izquierda: siete mesas.Redondas. Madera oscura,tratada con creosota. Pared delcostado: una puerta cerrada. Unsalón trasero a continuación.

Cuatro enormes guerrerosvestidos de extraña armaduracon paneles de cuero, grandescuchillos en sus cinturones,apoyados en la barra. Dos conjarras de cerveza en los puños.Los tipos eran más grandes ymás fuertes que cualquier

amomiado que Roland hubieravisto: cuellos musculosos yveloces ojos negros, yaenfocados en el revuelocausado por él.

Detrás del bar un amomiadocomún y corriente con undelantal. Ninguna señal deMaro.

Roland vio todo esto a lavez antes de que su bota seasentara en las tablas del piso.

El salón pareció paralizarse,

el aroma de cerveza reciénvertida le cubría las fosasnasales. Un latido de corazón.La mitad de otro… el de ellos.No de él.

Entonces las manos deRoland brillaron con lavelocidad de las víboras.Arrojó los cuchillos ocultos consuficiente fuerza para enviarlosdirecto y sin desviarse a unadistancia de treinta pasos.

Las hojas centellearon hacia

sus objetivos, uno en cadaextremo de la barra. Muertegirando por el aire. Cabezasvolviéndose, demasiado lentas,ojos nublados por el licor.Músculos facialesencogiéndose, demasiado tarde.

Las hojas alcanzaron a untipo en el ojo derecho y al otroen la frente, clavándose hastalas empuñaduras en rápidasucesión.

Entonces a Roland le llegó

el aroma, como una pared. Unolor de emociones que nuncaantes había encontrado enningún amomiado. Lacomprensión le tajó la mentecomo una lanza.

Pero no era vida.Imposible.

Las manos de él ya estabanen el segundo par de cuchillos,consciente de que estoshombres no estaban vivos. Queeran enemigos que lo matarían

sin pensarlo dos veces. Giró asu derecha, ganando impulsopara una segunda descarga.

Cuando volvió a girar sedio cuenta de la rapidez conque habían girado los otrosdos. Tan rápido como habíavisto en cualquier luchador.Quizás mucho más.

Uno de ellos había extraídosu cuchillo y estaba a mediocamino de lanzarlo. El otroestaba empujando a su vecino

que se desplomaba.Roland se encargó del

primero que lanzó el cuchillo…en el rostro, sin estar seguro deque la hoja atravesaría lapesada armadura de cuerosobre los corazones de ellos.Sin esperar a observar si elcuchillo había alcanzado suobjetivo, el príncipe se lanzóhacia delante con todo su pesocontra el último hombre.

Cabeza inclinada, tres

zancadas de carrera develocidad, golpeando lamandíbula del hombre comoun ariete.

Los nómadas solían cosercoronas de cuero en suscapuchas para ese fin. Habíaunas pocas partes del cuerpoque no se podían usar encombate sin la protecciónadecuada, la cabezaprincipalmente entre ellas.Ningún movimiento perdido,

ningún arma desperdiciada,ningún momento malgastado.

Roland sintió que la coronade su cabeza se estrellabacontra la mandíbula delhombre. Oyó rotura de dientesy chasquido de huesos. Elindividuo se arqueóviolentamente sobre la barra, eninstantes inconsciente y flácido.

Mientras el cuerpo sedesplomaba sobre la barra,Roland vio que su tercer

cuchillo había dado en elblanco, quedando solamente eltipo que servía detrás del bar,con los ojos desorbitados ytratando de agarrar una espadaapoyada en la pared detrás deél.

Con la pacienciaconsumida, Roland lanzó suúltimo cuchillo contra la nucadel hombre. El amomiado cayócomo un saco de heno.

El príncipe retrocedió y se

quitó la capucha. El aire estabaen calma, lleno depodredumbre. Cuatro yaestaban muertos y no volveríana sentir. El quinto estabainconsciente, incapaz de sentirnada por el momento.

Pronto se enteraría de todolo que aquel sabía.

Pero, en primer lugar,Roland corrió hacia la puertaque llevaba al salón trasero y laabrió de par en par. En el

interior de la pequeña despensase hallaba el cuerpo atado depies y manos de su primoMaro, amordazado y con ojosdesorbitados.

Roland le lanzó una largamirada y volvió a cerrar lapuerta. Un grito sofocado sonóen el interior.

—¡Michael!Ella ya estaba en la puerta,

examinando su trabajo comoquien lee la página de un libro.

Volvió la mirada hacia suhermano.

—¿Maro?—En la despensa.—¿Vivo?—Hasta que yo me acerque.Los ojos de la joven se

posaron en la formadesplomada de espaldas sobrela barra. Sacó un cuchillo yempezó a avanzar para remataral sujeto.

—Déjalo vivo —decretó

Roland.Michael se detuvo a mitad

de camino, lanzándole unamirada a su hermano.

—Desata a Maro. Usa lacuerda para asegurar a estehombre a su caballo. Lollevaremos con nosotros —manifestó él dirigiéndose haciala puerta.

—¿Y los otros? —preguntóella.

—Se quedarán en su pira

funeraria —contestó Roland sinregresar a mirar—. Arrasemoscon fuego esta choza yorinemos sobre la ceniza.

L

Capítulo dos

A FORTALEZA SEEXTENDÍA a lo largo del

borde del bosque, con sustorrecillas arraigadasprofundamente en la tierracomo zarpas industriales. Comogarras de un trono con patas deacero.

Desde un puesto de

vigilancia más elevado entre losretorcidos pinos se podíanobservar las colinas de Bizancioa treinta kilómetros de distanciay mirar la inquietante musa delagitado cielo irradiando la luzdel sol mientras los de allí abajovivían bajo el disfraz de lamuerte.

El tenue sonido de violinesinundaba la alcoba principal deSaric, bombeado como aire através de las rejillas de

ventilación. No se trataba de lascosas vacías compuestas en elúltimo medio milenio, sino dela música del Caos tal comohabía sido cinco siglos antes:resucitada… una melodía paradesgarrar el alma. El tonomenor saturaba laensombrecida cámara, laspesadas cortinas de seda, losmismos candeleros, hasta quearruinaba el aire como paraalgo más. Saric había ordenado

que se tocara esta melodía entoda la fortaleza cada noche a lamisma hora para el bien dequienes moraban dentro deestos muros.

Muchísimo había cambiado.Nueve. Era la cantidad de

años desde que el maestroalquimista Pravus le inyectarapor primera vez el suero que lodespertó a un aspecto de vidasiniestra. Todo su ser hervíacon emociones nuevas. Había

sido un tormentoso parto quecasi lo había destruido. Y sinembargo, hoy celebraba eseprimer despertar, porquefinalmente este lo había llevadoa una vida fabulosa, la mismaque ahora le permitía saborearlas antiguas pinturas de paisajesexuberantes que se alineaban enlas paredes del salón en que sehallaba.

La alcoba principal estaba aveinte pasos a un costado. Una

gruesa alfombra de granextensión tejida de pieles deleones se extendía ante un largoescritorio de ébano que servíacomo mesa de comedor cuandoSaric lo deseaba, como ocurríaa menudo. Unos panelesdorados de seda recogidos encada esquina colgaban desde eltecho y hacían juego contra elpiso de mármol como si fueranrayos de sol cayendo a los piesdel hombre. En el lado opuesto

del salón, un alto sarcófagocilíndrico de cristal recostadoen la pared.

Ocho. Era el número deaños que él había pasado en esemismo sarcófago, aquí, en lafortaleza de su antiguo amo.Tenía pocos recuerdos de esosaños, a excepción de laspesadillas de su época anterioral letargo: sueños de encendidaambición. De recuperación ycelos desesperados. De ira

como veneno en las venas.Siete. Era la cantidad de

meses desde que despertara deesas tenebrosas visiones paraencontrarse como un hombrerenacido. Como algo más de loque había sido, una obramaestra de su creador, Pravus.

Había evolucionado, sehabía perfeccionado desde esosprimeros días violentos de unavida menor, años atrás. Lossentimientos básicos de ira,

codicia y fuerte ambición sehabían sumado a una capacidadpara el gozo y el amor, la paz yel asombro. Fue entoncescuando se hizo consciente de suverdadero propósito: abrazartotalmente la verdadera vida acualquier costo. Y por estefuerte deseo estaría eternamenteagradecido a su creador.

Saric se sentó detrás de latallada mesa de ébano y evaluóla carne con un huevito crudo

de codorniz encima. El huevoestaba salpicado con caviar, elsalado aroma del cual habíainhalado ya por diez minutos.Los ojos se le cerraronparpadeantes. El éxtasis quesentía al pensar en ingerir vidadentro de sus mismas célulasera solo el principio. Prontoprobaría la vida en una maneraque lo exaltaría hasta los cielos.

Tocó el cuchillo de platacon la punta del dedo, lo

deslizó por el manteladamascado antes de levantarlosuavemente. Alzó el tenedorcon igual reverencia y luego,con ocio deliberado, deslizó losdientes y pinchó en seguida lacarne. El huevo tembló yderramó yema en el platocuando Saric se llevaba a laboca el primer bocado salado.Masticó lentamente, haciendoestallar el caviar, salobre comola vida, contra la lengua.

Seis. Era la cantidad demeses desde que descubrierapor primera vez que fuera deesta vida renacida había doscosas a las que ya no sesometería: la muerte, ycualquier poder que amenazarasu dominio de la vida,cualquier poder mayor que elsuyo propio. Había encontradoverdadera vida al menos en estemundo muerto, y no podíapermitir que nada pusiera en

peligro o suplantara elincuestionable poder que veníacon esa experiencia.

Deslizó la mirada más alládel brillo de los candeleroshacia el sarcófago de cristal.Pravus le devolvió la miradacon ojos ciegos.

Cinco. Era la cantidad demeses desde que matara aPravus. El recuerdo de ese díase le estampó en la mente comouna marca de nacimiento. Su

amo se había inclinado sobreun microscopio en ellaboratorio de Corban paraanalizar una nueva muestra decarne vivificada por un suerofortalecido, cuando Saric entróen silencio y se colocó detrás,con un hacha en la espalda,temblando al pensar en lo queestaba a punto de hacer.

Había vacilado solo por uninstante, teniendo en cuenta laimpiedad de matar a aquel que

le había dado vida en tantaabundancia. Pero Pravus nopodía llegar a ser soberano delmundo, mientras que él,miembro de la familia real en lalínea de soberanos, sí podíahacerlo. Aunque amaba alhombre como a un padre, estesiempre se interpondría en elcamino del descubrimiento deSaric en relación a todo lo queesta nueva existencia podíaofrecerle. El poder salvaje era

una expresión de vida, y eldestino de Saric yacía en elconsumo desenfrenado tanto dela una como del otro.

Pravus se había vueltocuando Saric se precipitabasobre él, pero la ira que sintióal incrustar el hacha en el rostrode su amo se había dirigidohacia sí mismo. El asesinatohabía sido una experiencia muydesagradable. Había caído derodillas y llorado a medida que

Pravus se desplomaba en lasilla, muerto, sangrando sobreel piso.

Y sin embargo, en sumuerte Pravus le había dado undefinitivo y grandioso regalolleno de poder. Y así loveneraría por siempre.

Saric bajó el cuchillo y eltenedor. Deslizó para atrás lasilla tallada y se levantó. Rodeóel extremo de la mesa y caminóhacia el sarcófago, con la

servilleta aún en la mano.Inclinando la cabeza, limpióhasta la más insignificantemancha en la parte frontal devidrio, resistiendo la urgenciade llorar por la repentinasoledad que se apoderó de él.

Los tubos de alimentaciónentraban por la parte trasera delsarcófago, contrayendo muylevemente el pulso del fluidodentro de ellos. Por un instante,Saric pensó en arrancarlos. En

vez de eso tocó uno con airemeditabundo, sabiendo que aunahora este enviaba nutrientes ala capa de carne viva que habíaordenado a Corban injertar enla larga herida que habíaseparado para siempre los ojosde Pravus por casi trescentímetros… esa herida que sehabía abierto bajo el hacha deSaric, derramando sangre ysesos a fin de que este pudieracumplir con su llamado.

Saric retrocedió, y su pálidoreflejo se traspuso sobre elrostro impersonal de su antiguoamo. No podía contar lasocasiones en que se habíaparado ante este sarcófago yhabía llorado. Pero aún habíanueva vida por hallar. Y podermayor que cualquiera que sehubiera comprendido hastaaquí. Se inclinó hacia adelantey estampó un ligero beso en elcristal.

—Perdóname.Y supo que su amo lo hizo.Cuatro. Era la cantidad de

días que habían pasado desdeque supo por primera vez quela Fortaleza de Bizancio, sedede las oficinas administrativasmás altas del mundo, albergabaun secreto terrible y hermoso.

Un toque en la puerta. Saricvolvió lentamente la mirada delsarcófago y echó un vistazo alas delicias de su plato. No le

gustaba que lo interrumpieranen momentos como este. Pensóen hacer caso omiso de laintromisión. En lugar de esodobló la servilleta entre losdedos.

—Adelante.Las puertas dobles y

talladas se abrieron en susgoznes, revelando la figuraataviada de Corban, su jefealquimista.

El hombre tenía la cabeza

agachada, y el largo cabellotrenzado y atado firmementecon seda negra le caía sobre elpecho. Esta era una preferenciaque el alquimista habíaadoptado desde que despertaraa la vida que Pravus le negarauna vez, y Saric fue quien se laconcedió.

Otros dos individuosestaban detrás de él, más altos ycon hombros más anchos queCorban… productos de las

mismas cámaras de las que elmismo Saric había emergidocomo una mariposa de uncapullo. Se inclinaron enreverencia, cada uno en lasombra de cada puerta,imágenes gemelas de siniestrabelleza, perfectamentemusculadas y con venas negrasdebajo de la pálida piel muysimilar a la suya propia. Asícomo Pravus fue su creador, élera el de ellos… un creador

mejor, después de haber vistoque estos fueran despojados detoda capacidad decontramandarle. Nuncaconocerían la inquietud oangustia de matar a su creadorcomo él. Era el padre de ellos, yellos eran sus hijos, a quienesamaba tanto como a su propiavida. Hasta cierto punto.

—¿Sí?Los ojos negros de los tres

se levantaron con devoción.

Mucho había cambiado.—La hemos encontrado —

informó Corban.—¿Dónde está? —indagó

Saric cuidándose de que suspalabras no traicionaran laaceleración de su corazón.

—Aquí, señor.—¿La trajeron?El corazón le tamborileaba

cada vez más dentro del pechoen un tremendo clímax.

—Sí.

—¿Viva?—En letargo absoluto.Por un momento, Saric no

se pudo mover. Difícilmentepodía sondear la buena suerteque había encontrado con estaspalabras. Pero este era sudestino, y finalmente habíallegado el día de ese gloriosocumplimiento.

Respirando adrede contralas nuevas y terribles ansias quele inundaban las venas caminó

hacia delante, apenasconsciente ahora del piso, delas paredes que ocultaban sulegión de un mundoinconsciente, y del aire querespiraba.

De inmediato pasó aCorban y pasó por el corredorde piedra, velozmente ahora.Sedas rojas, del color de lavida, se elevaban desde lapared a su paso, comopulmones, abriéndose con

aliento carmesí.No preguntó a dónde la

habían llevado. Lo sabía.Unos violines le atacaron

los nervios, rebotando en laspiedras de basalto del corredor.Pasó a varias de sus crías.Sangrenegras en desarrollo,casi iguales que él. Searrodillaron en el instante enque lo vieron, girando el cuellomientras Saric pasaba paradescender la enorme escalera

en el extremo lejano de lafortaleza hacia el interior de lacámara subterránea.Tenuemente iluminada,eternamente fétida debido a losquímicos y al formaldehído.Olor a muerte… una de las doscosas que le resultabandemasiado ofensivas.

Pero Saric apenas notó esoahora. Allí, sobre la gran mesade acero en el centro, uncuerpo enfundado en tela, un

brazo colgando fuera del borde,serpenteaba a través de lostubos. La piel, donde él podíaverla, aún perfecta…

Deseó que el aliento se levolviera a desacelerar. Inhaló.

—Fuera.Esperó hasta que los tubos a

lo largo de la pared del fondo,muy bien guardados en susbastidores, y sin tocarse enaños, cesaran de temblardespués de que las enormes

puertas se cerraran con fuerza.Solo entonces Saric notó el

silencio… la música no llegabaa esta cámara. Pero en estemomento el silencio era elúnico sonido adecuado.

Con reverentes dedos, retiróla tela de ese rostro. De la largalínea de ese cuello, esoshombros y ese torso, sinmancha todo este tiempo,excepto por las marcas rojasdonde cosieron los tubos para

mantenerla con vida. De lacostura de una gran cicatrizdonde unas suturas metálicas lahabían cerrado una vez.

Saric levantó la mano paracorregir la posición del anillocon pálida piedra de luna, quese había torcido en el esbeltodedo de Feyn. La alzó hasta suslabios.

—Mi amor —susurró,volviendo la mejilla contra losdelicados lomos de esos dedos

—. Ahora abrazaremos juntosel pleno poder de la vida…

O

Capítulo tres

CULTOS EN LOPROFUNDO del valle Seyala

mil doscientos mortalescomenzaban sus rutinasdespués de una noche dejuerga. Un ritmo diario dereunirse, cazar, alimentarcaballos y consumir la vida conavidez ligados en la inminente

promesa del venidero reinadodel muchacho. Después dequinientos años de opresión ymuerte, ya no sería todo elmundo gobernado no por losestatutos del Orden sino por lavida.

Por Jonathan.Sin embargo, esas mil

doscientas almas vivas eranajenas al giro deacontecimientos que habíatraído nueva muerte entre ellos

en medio de la oscuridad de lanoche.

Roland y Michael habíanregresado al campamento antesdel amanecer. Ahora, seis horasdespués, el Consejo de Doce sehallaba reunido en las ruinasdel templo construido en elescarpado precipicio. Aquí, enel santuario interior, lasventanas antiguas aún contabancon una gama de vitrales, losúnicos vidrios todavía intactos.

Como a treinta pasos deprofundidad, estaba la cámara,más allá del patio exterior.Alfombras tejidassuntuosamente cubrían elpunteado piso de mármol y seextendían más allá de losbancos de piedra subiendo trespeldaños hasta una pequeñaplataforma. Había un altarantiguo en el centro, envueltoen seda color poso de vinobordada con el emblema del

corazón de Avra. Avra, laprimera mártir mortal. En loalto del altar había un sencillovolumen apoyado en unsoporte de madera. El Libro delos Mortales. En el interior deeste se encontraban registradoslos nombres de cada mortal y lafecha de su renacimiento, asícomo una traducción exacta delantiguo pergamino de loscustodios que pusiera enmarcha todos los

acontecimientos que hicieronposible tal clase de vida.

Las antorchas queiluminaban la nublada mañanairradiaban cálida luz sobre lapiedra expuesta de las seiscolumnas del salón que seerguían como centinelas a todolo largo de la cámara. Perohacían poco por dar color a lafantasmal palidez delamomiado que se hallabaamordazado y atado a una silla

al pie de la plataforma.Rom Sebastian, custodio,

líder primogénito de losmortales, y protector deJonathan, se hallaba de pie anteel amomiado, considerandocuidadosamente lo que podríasignificar este giro inesperadode los hechos.

Habían pasado nueve añosdesde que Rom bebiera delantiguo frasco de sangre que ledio vida y lo pusiera a tratar de

encontrar al niño predicho porTalus.

Talus, el hombre que creó aLegión, el virus que despojó almundo de su humanidad cincosiglos atrás, y quien habíajurado deshacer su grave falta.

Talus, el genetista quecalculó la llegada de un niño encuya sangre se revertiría esevirus.

Talus, el profeta queestableció la Orden de los

Custodios a fin de proteger unsimple frasco de sangre,suficiente para despertar de lamuerte a cinco personas yproteger al niño contra lasfuerzas que intentaríanasesinarlo.

Talus, quien escribió elpergamino antiguo con el queRom halló al niño.

Rom levantó la miradahacia el consejo reunido.Jonathan estaba visiblemente

ausente, como siempre, puesprefería estar con el pueblo enlugar de decidir formulismos.Ninguna clase de persuasiónhabía cambiado eso en él. Y,por tanto, el Consejo de Doceen realidad era un consejo deonce: siete nómadas,incluyendo a Roland y Michael,quienes se negaron a sentarse, ycuatro custodios, incluyendo alprimer amomiado convertido,una mujer llamada Resia, y

aquellos dos que se unieran alprincipio a Rom hace nueveaños: Triphon y el Libro.

El Libro, como llamaban alavejentado custodio, llevaba labarba blanca desatada de unamanera que fascinaba a losnómadas, quienes todo lotrenzaban, incluso las crines ylas colas de sus caballos. Sinembargo, el personaje habíaadoptado las pieles largas ynegras de los nómadas, lo que

le daba una sorprendenteapariencia juvenil a pesar de lanívea blancura de cada cabellode la cabeza y la barbilla. Esmás, el hombre parecía mejoraren el desierto, aunque Romsabía que esto tenía menos quever con el estilo de vidanómada y más con la nuevaclase de sangre que al ancianole fluía por las venas despuésde haber experimentado, al fin,lo que esperara toda la vida: la

verdadera vida de la sangre deJonathan.

Triphon, sentado al lado delLibro, en los últimos años sehabía dejado crecer tanto labarba como el cabello, yllevaba la una y el otrotrenzados y atados con los hilosdel guerrero. Rojo, por mataramomiados; negro, por susproezas en los juegos. Rara vezusaba los abrigos largos de losnómadas, pues nunca tuvo la

paciencia para realizar elelaborado y prolongado trabajocon agujas para poner cuentassobre el cuero, con las cuales sedistinguía cada guerrero. Élhabía adoptado las simplespolainas y túnicas con capuchaque eran útiles a todos losnómadas, particularmente encombate.

Michael mostraba señalesde fatiga, aunque solo en lasarrugas que se le hacían en la

comisura de los labios. Lasmedidas del consejo eran bienconocidas por tratar con lapaciencia de ella, así como conlas miradas fulminantes deTriphon.

Rom volvió la atenciónhacia Roland. El nómadapermanecía con los brazoscruzados al lado de su hermana.Nadie habría imaginado por susgestos que había pasado casitres días durmiendo muy poco.

O que, con su riqueza de perlasen el cabello y su grandebilidad por el arte, el príncipefuera un guerrero tan brutalcomo ninguno que Romhubiera visto.

El jefe nómada lo mirófijamente.

—¿Dices que eran cuatro?—quiso saber Rom.

—Cinco.—¿Todos tan fuertes?—Excepto el que estaba

detrás de la barra.—Y ahora están muertos.—Siempre estuvieron

muertos. Ahora son cenizas.Así que Roland los había

quemado a la costumbrenómada. Si dependiera de ellos,todo amomiado en el planetaestaría mejor reducido a cenizasque vuelto a la vida, unsentimiento que Rom apenaslograba entender.

—¿Armas?

—Espadas, hachas,cuchillos. De acero pesado —informó el nómada sacando desu espalda un cuchillo demonte de treinta centímetros ylanzándoselo a Rom, quien loagarró en el aire.

La empuñadura del armaera de acero negro, igual que lahoja, pulida de tal modo quebrillaba como el aceite a la luzde las antorchas.

—¿Has visto alguna vez un

cuchillo como este? —inquirióRom pasando el dedo por elfilo de la hermosa arma.

—He visto demasiadashojas para contarlas, peroninguna como esta.

Rom analizó al amomiado,quien le devolvió la mirada conojos negros como el carbón,inmutables. La armadura lecubría el torso, los muslos y losbrazos con solapassuperpuestas que le permitían

moverse. Cuero negro, de másde medio centímetro de grosor,diseñado para detener uncuchillo. Las botas le llegaban alas rodillas, con puntas de aceroy suelas de casi tres centímetrosde espesor. Llevaba el cabellolargo y grueso, retorcido enhileras de rizos enmarañados;tenía la mandíbula obviamentehinchada, pero por lo demássus rasgos eran bastanterefinados, a pesar del tamaño

del sujeto. Este no era unsimple matón.

Los mortales se habíantopado antes con guardias élite:grupos disidentes cuyas raícesno se habían podido rastrearhacia una sola fuente. Siemprehabían sabido que selevantarían fuerzas contra ellospara desafiar la soberanía deJonathan. Pero, aunque elguerrero frente a ellos estabaobviamente entrenado en

batalla y se trataba de unespécimen tan bueno enpotencia y fuerza comoninguno que Rom hubieravisto, Roland solo habíaencontrado a cinco de ellos.¿Dónde estaban los demás?

Luego estaba la preguntarespecto a qué era el guerrero.El extraño aroma que el tipoemanaba producía un ligeroestremecimiento en los nerviosde Rom.

—¿Qué piensas de él? —preguntó Rom mirando aRoland.

Todos ellos sabían a qué seestaba refiriendo.

—No tengo certeza alguna.—Es emoción —terció

Triphon.—Imposible —objetó uno

de los nómadas de rangollamado Seriph—. Si el sujetofuera mortal no podríamosolerlo.

—Quizás no sea mortal,pero no huele como cualquieramomiado con que me hayatopado —expresó Triphon—.¿Cómo puede ser amomiadocon ese olor?

—O es amomiado o esmortal. No hay término medio.

—Sabemos a qué huelenlos amomiados. No sabemoscómo huelen los mortales.

—¿Estás sugiriendo queolemos así? ¿A muerte y a estos

otros hedores mezclados enesa… repugnante fragancia?

—Estoy diciendo que no losabemos.

—Basta —decretó Romlevantando la mano; entoncesse volvió hacia Roland—.¿Cuál es tu mejor conjetura?

—Pregunta al alquimista.Esto es obra de un brujo.

A Roland nunca le habíainteresado la alquimia, preferíala manera natural de destilar

pureza a través de lasgeneraciones. Los nómadas,una vez homogéneos pornecesidad, se considerabanespecialmente puros ahora queestaban ligados por la sangre deJonathan. Esto en contraste conlos custodios, que eran devarias descendencias, exceptopor lo único que tenían encomún: que fueron cambiadosde amomiados a mortalesmediante la misma sangre.

—Te estoy preguntando a ti—presionó Rom—. Tú losviste, peleaste contra ellos, losmataste. Tú tienes los másagudos instintos aquí.

—Esto es lo único que sé—manifestó Roland en vozbaja lanzando una miradahelada al prisionero—. Él es unenemigo que se llevó a uno demis hombres. Su hedor amuerte es mucho más profundoque el de cualquier amomiado.

Si esta nueva hediondez esvida, entonces es la obra de unmago alquimista. La verdaderapregunta es cuántos de elloshay y bajo qué autoridad.

—¿Qué dices tú, Libro? —indagó Rom, asintiendo.

—Yo diría que tienes razón—expresó el anciano custodiocambiando la mirada desde elprisionero hacia el príncipenómada; luego bajó la cabeza—. Roland tiene buena

intuición.El anciano se había vuelto

muy firme este año a medidaque Jonathan se acercaba a sumadurez, y estaba dedicadosobre todo a la tarea desupervisar el cambio constanteen la sangre del niño y aasesorar al consejo como unpadre de pocas palabras. Loúnico que le importaba era queJonathan cumpliera la promesade los custodios que llegaron

antes que él: que la sangre delniño cambiara al mundo. Esteera el destino de Jonathan, yverlo cumplido era el delanciano.

Rom compartía hasta el finla determinación del custodio.

—Quítale la mordaza —pidió asintiendo hacia Roland.

El nómada se puso detrásdel prisionero, desanudó la telay soltó la mordaza.

El amomiado escupió

sangre en el suelo, no tanto enaparente disgusto sino más bienpara limpiarse la boca. Undiente salió saltando por lapiedra polvorienta, yendo aparar cerca de los pies deTriphon, quien miró a Rom yluego se inclinó y lo recogió.Lo olió, y lo lanzó de vueltahacia el prisionero con unmovimiento del pulgar.

—Vainilla —manifestó.—¿Vainilla?

—A eso me huele —expresó Triphon encogiendolos hombros—. Pudín devainilla. Hay mucha mezcla demuerte, pero me viene a lamente vainilla.

Rom contuvo una levesonrisa. Triphon, el hombre depalabras enfáticas y sin malicia,querido por todos. Exceptoquizás por Michael.

—Es de pasta de vainilla —dijo el prisionero.

Esas palabras robaron elsonido del salón. Eraasombroso que el hombrepudiera hablar tan bien a travésde su mandíbula hinchada, yobviamente rota. Rom noestaba seguro de cómoreaccionar ante esa afirmación.Las pastas de vainilla erancomunes en estos lugares,masticadas para limpiar losdientes y refrescar el aliento.Pero oír esta primera confesión

de un amomiado con ojosnegros que portaba un cuchillodel tamaño del antebrazo deRom le pareció extraño.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.

El prisionero miró sinresponder.

Los mortales podían sermuy persuasivos y fascinantes,rasgos que se habíadesarrollado con sushabilidades de percibir a otros

en maneras únicas. Lapersuasión comenzaba conentender necesidades, temoresy anhelos en otros. La sangreque Jonathan les habíaproporcionado les aumentaba lapercepción de todo eso.

Del prisionero manaronnuevos olores, mitigados poruno mucho más conocido:temor. Respeto motivado pormiedo. Honor, ligado al mismotemor. Evidentemente, el

hombre era leal. Sería difícildoblegarlo.

—Estás en una posicióndifícil —formuló Rom en tonosuave—. Reconozco que haymuchas cosas que no eres librede decirme. Pero algunas otrassí, y yo las sabría. Quiero quesepas que nuestra intención noes torturarte, porque yasabemos que no te doblegarás.

De inmediato, el prisionerocomenzó a atenuar el aroma del

miedo, no así la fetidez amuerte.

—Sabemos que estásmuerto. ¿Sabes eso, amigo?

El hombre tragó saliva unavez, abrió la boca como paradecir algo, la cerró, y entonceshabló.

—Los amomiados estánmuertos —explicó—. No soyun amomiado.

—¿Estás afirmando queeres un mortal? —preguntó

Rom después de hacer unapausa—. Porque apestas amuerto.

—No soy mortal, ni soyamomiado.

—¿Qué eres entonces?—Soy humano, hecho por

mi señor. Vivo.—¿De veras? ¿Y quién es tu

señor?—Saric.El nombre quedó como

suspendido en el aire.

—Saric está muerto —declaró Triphon con voz fuerte.

—Saric… está vivo —objetó el amomiado—. Es unsangrenegra. Mi creador.Totalmente vivo, como yoestoy totalmente vivo.

Un escalofrío le erizó losbrazos a Rom. Imposible. Miróal anciano custodio, cuyos ojosestaban desorbitados por laimpresión.

— ¿ T e h i z o Saric? —

inquirió Rom volviéndosehacia el prisionero—. No.Quieres decir que él te cambiócon alquimia.

—Magos —musitó Roland.—Saric me dio vida, como

se la ha dado a todos lossangrenegras.

—¿Los sangrenegras?—Aquellos que estamos

hechos a su imagen, resucitadosde la muerte para conocer lavida plena.

—¡Sacrilegio! —exclamóZara, uno de los ancianosnómadas—. Solo Jonathanpuede dar vida.

Incluso mortales quellevaban vida a amomiados conla sangre de sus venas, undescubrimiento de los últimosseis meses, podían hacerlodebido solo a que su propiasangre provenía de Jonathan. Amenos que Saric hubieratomado sangre de Jonathan…

Pero eso no era posible. Estaera una clase de vida totalmentedistinta.

—¿A cuántos les ha dado«vida» Saric? —preguntó Romcon cautela.

—A tres mil —contestó elsangrenegra asintiendo una vez,con mirada firme.

Un débil pero colectivogrito ahogado llenó elarruinado salón.

—¿Tres mil? —exclamó

Triphon—. ¿Todos como él?—Más o menos —opinó el

sangrenegra—. Y otros que noson guerreros como yo.

—¡Él está mintiendo! —profirió Triphon poniéndose depie.

—¡Siéntate! —ordenóRom.

La mano de Roland se posóen la muñeca de Michael, quese había dirigido a su espada.

Triphon volvió lentamente

a su asiento.Así que por fin aparecía la

amenaza que ellos habíantemido siempre. Pero Rom senegó a permitir que el temor seafianzara entre su consejo.Durante nueve años habíanprotegido a Jonathan concomunicación regular de partede Rowan, regente de Jonathany soberano interino. Ni una solavez Rowan había hablado dealguna amenaza verdadera. Y

Rom no toleraría ahora ningunaamenaza hacia Jonathan, quiendentro de ocho días reclamaríael cargo de soberano.

Cualquier otra cosa eraimpensable.

—Tres mil —declaróvolviéndose hacia Roland—.¿Es un problema?

—Sería mucho menosproblemático si hubiéramossabido y actuado antes —contestó deliberadamente el

príncipe nómada.—Eso no contesta mi

pregunta.—Si estás preguntando si

podemos encargarnos de tresmil de ellos en confrontacióndirecta, la respuesta es sí. Perosería tonto de nuestra partecreer que la amenaza no seaaun mayor en el Orden.

—Si hubiera una amenazaen el Orden, Rowan lo sabría.

—Quizás.

Rom no insistió. En vez deeso se volvió hacia elsangrenegra.

—¿Dónde está Saric ahora?—Donde no puede ser

hallado.—¿Cómo te llamas?—No te lo puedo decir.—¿Sientes miedo?El amomiado encogió los

hombros.—¿Y odio?—Todos los hombres odian

a sus enemigos.Y, sin embargo, los

amomiados no sienten odio,solo temor.

—¿Tristeza?—Cuando es apropiado.—¿Es apropiada ahora?—Mi compañera llorará

cuando yo no regrese.Rom sintió un extraño

pinchazo de piedad por elhombre. Odio y tristeza,después. Estos eran dos de los

nuevos olores que se olían.Cuál era cuál, no estaba seguro.

—¿Alegría? —indagó elLibro desde el otro lado delsalón.

—Ninguna hoy.—Eso es mentira —expresó

Seriph—. Solamente losmortales sienten esasemociones que él está imitando.

—Cierra la boca, Seriph.—¿Sería posible que Saric

reviviera esas emociones?

—¿Cuáles son tus órdenes?—Buscar a todos los que

representen peligro paranuestro creador.

—¿Con qué propósito?—Destruirlos —contestó el

sangrenegra.—Y ahora que nos has

visto en acción, ¿crees poderdestruirnos?

Una pausa.—Sí.—¿Sabes cuántos somos?

—No.—Y sin embargo crees que

puedes destruirnos. ¿Por qué?—Porque solamente Saric

puede prevalecer.—¡Jonathan ya ha

prevalecido! —exclamó Zara.Sin previo aviso, Roland se

acercó al prisionero y lepropinó un puñetazo en la sien.El sangrenegra se desplomó ensu asiento, inconsciente.

Silencio.

Lanzó a Zara una miradairacunda y se volvió haciaRom.

—Ya ha oído demasiado.—Sacarlo del salón era más

fácil —objetó Rom.—Matarlo era más fácil.—No matamos amomiados

sin pensarlo dos veces.—Matamos a cualquier

enemigo que se interponga enel camino de Jonathan. Y esteenemigo nos ha dado toda la

información posible.—No he consentido en

matarlo.—Él es repugnante, lleno de

muerte. No tenemos másremedio q u e matarlo antes dearriesgarnos a que haga daño aJonathan. Nada impuro entrenosotros, ¿no es ese tu propioedicto?

—Lo es, ¡pero eso noquiere decir que acabemosmatándolo!

—¿Y qué propones?¿Conservarlo encadenado parasiempre?

Rom ya había pensado en elasunto y no se le ocurrió unarespuesta. Nunca habíanpermitido que un amomiadopermaneciera entre ellos, salvolos que recibían vida.Separación de los amomiados atoda costa era una ley dura yexpresa que él mismo habíadefendido a medida que se

acercaba la ascensión deJonathan.

—Matándolo o no, tenemosque reconocer que si Saric estárealmente vivo y logró crear atres mil de estos, tenemos unproblema —advirtió Triphonlevantándose.

Rom se alejó, agarró el odreque yacía en el peldaño delaltar, lo destapó y bebióprofundamente.

Saric… vivo. ¿Sería incluso

posible? Y si lo fuera, ¿pudo élhaber concebido un ejército deamomiados otorgándolesalguna clase de vida… ysuficientes como para tomarpor la fuerza a la Fortaleza?

Ocho días. No entraría enconflicto directo con Saricestando el final tan cerca.

Le pasó el odre a Triphon yenfrentó al consejo.

—Esto no cambia nada. Noalteramos el curso de las cosas.

Permanecemos aislados aquí ymandamos a Jonathan a laFortaleza el día de su toma deposesión. Si somos desafiadosaceptaremos ese desafío, perono iremos a buscarlo. Nodebemos exponernos al peligroantes de que Jonathan asuma elpoder.

—¿Qué pasará después?—Después él decidirá qué

hacer con Saric.—¿Que Jonathan decida?

—masculló Seriph—. Elmuchacho es portador de viday el legítimo soberano, pero note equivoques. No es un líder.

—¡Silencio! —resolló Romiracundo; su voz resonó en lacámara—. ¡Pronuncia unapalabra más y yo mismo teencadenaré una semana!

Seriph alejó la mirada endeferencia.

—Seriph ha habladoinapropiadamente —opinó

Roland dando un paso a laderecha—. Pero no podemoshacer caso omiso del clamorpopular por una manera másproactiva de llevar al poder aJonathan… y a los mortales.

—Si te refieres a losradicales, no quiero saber nadade eso —determinó Rom.

—Debes saber que sunúmero está creciendo. Y quecada vez están másconvencidos.

—¿De qué?—De que Jonathan fue

siempre una figura decorativa,no un líder. Que comenzará elnuevo reino como estáprofetizado, pero que nonecesariamente lo gobernará.

—Siempre será soberano —expresó Rom—. Y lossoberanos gobiernan.

—Sí, lo sé.—No me digas que les das

algún crédito a los radicales.

—Sirvo a la vida mortalcon la mía propia, y a Jonathancon la vida de cada nómada.Sin embargo, es peligrosodesestimar los sentimientos deotros mortales que han juradoproteger a Jonathan. Él nos hadado vida y debemosprotegerlo a cualquier costo.

—Lo protegeremos. Comonuestro soberano.

—Sí, desde luego. Mientrastanto, un enfoque más

proactivo para eliminarcualquier amenaza presentadapor Saric y esos sangrenegras…

Roland hizo sobresalir labarbilla hacia el desplomadoprisionero.

—…podría ser la mejormanera de asegurar que elmuchacho se convierta ensoberano. Al menos ahoradeberíamos considerar laopción, mientras la tengamos.

—¿Cómo? ¿Entrando en

Bizancio y tomando la Fortalezapor la fuerza?

—Lo que sea necesario paraasegurar la ascensión deJonathan —indicó Rolandencogiendo los hombros.

—No bañaremos en sangresu ascensión al poder a menosque nuestra mano se veaobligada —aclaró Rom.

—No, por supuesto que no—concordó Roland con unaprofunda inclinación de cabeza;

siempre el guerrero y elestadista—. Mientras tanto,espero que matemos a estesangrenegra.

Rom contempló alprisionero, luego miró a cadauno de los miembros delconsejo, reposando por últimola mirada en su más fiel amigo.

—Triphon —dijo—. Buscaa Jonathan. Él es nuestrosoberano. Dejemos que decida.

L

Capítulo cuatro

A FORTALEZA. CORAZÓNDE Bizancio. Salón del trono

del soberano. Sede del podermundial.

Lugar de susurros. Zona desecretos.

Había pasado un día desdeque el mundo de Sariccambiara otra vez. Ahora entró

al vestíbulo exterior de laCámara del Senado mientrassus pasos sobre el suelo demármol resonaban a través deltecho de la sala abovedada.Apenas era vagamenteconsciente de los dos guardiasde la Fortaleza en uno y otrolado, acobardados al paso delhombre.

Saric respiró hondo.Todo volvió

precipitadamente en un

instante: el caos de estossalones antiguos. Se filtrabadesde las mismísimas piedrascomo sudor desde las paredessubterráneas. Revoloteaba através de los pasillos como losfantasmas de una épocaanterior, susurrando cánticos depasión. Ira. Amor.

Poder.¿Tenían aquellos sentados

dentro de la sala del senadoalguna idea de cuán

equivocados estaban? ¿De cuándébil y defectuosa era la basesobre la que habían construidosus aburridas e indiferentesleyes?

No.Hoy lo sabrían. Hoy les

enseñaría.Saric se alisó la manga de

su túnica negra y se dirigióhacia las enormes puertas quellevaban al interior de la cámaradel senado. En su vida anterior

había tenido muchas túnicasfinísimas, pero ninguna podíaigualar la que usaba ahora, quebrillaba con aspecto de ónix ygranate en el cuello y labocamanga, bien entallada enlos hombros que de los años dela metamorfosis del hombrehabían emergido más anchos ymusculosos que antes. Corbanmismo se había recogido atrásel cabello, envolviéndolo en untrozo de la seda más fina que

poseía. Un adorable tributo a sucreador, lo que Saric habíaaceptado con pleno afectofrente a tal adoración.

Dos guardias seencontraban apostados en laspuertas gemelas mientras él seacercaba. Uno de ellospalideció, el color del rostro ledesapareció al reconocerlo. Asídebía ser… Saric era unverdadero fantasma que volvíade los muertos. Una Parca que

venía a tomar lo que era suyo.—Mi señor —susurró uno,

haciéndose a un lado.El otro miró fijamente a su

compañero, pero se mantuvofirme sin que la varaceremonial a su lado temblarauna sola vez.

—El Senado está en sesión—advirtió—. No está permitidala entrada.

Saric cerró lentamente ladistancia entre ellos, hasta

quedar a un brazo de distancia,le pasaba con toda la cabeza. Lamirada del hombre se dirigiórápidamente hacia los dosguardias detrás del reciénaparecido y luego otra vez aeste bajándole por el cuello,donde la línea negra de lasvenas le desaparecía debajo delescote.

—¿Sabes quién soy yo? —inquirió Saric.

—No —respondió el

guardia con la manotemblándole en la vara.

—Entonces es hora de quelo sepas.

Saric se inclinó, como parasusurrar entre ellos.

El guardia miró hacia arribay después de un momento devacilación inclinó la cabezahacia Saric, quien levantó loslargos y pálidos dedos hacia lacabeza del sujeto acercándoselemás, de modo que los labios le

tocaron la oreja.—Me podrías llamar muerte

—susurró.Entonces retorció la cabeza

del guardia. Un sonido seco…y luego silencio.

El hombre se desplomósobre el suelo de mármolmientras la vara caíaestrepitosamente a su lado.

El guardia en la otra puertaretrocedió otro paso y luego sequedó helado, pálido como un

fantasma.Sin pronunciar palabra,

Saric pasó de largo, mientras elborde negro de su túnica rozabala bota del hombre muerto.Entonces colocó las manoscontra las pesadas puertasdobles, las abrió de un lentoempujón, y entró a la grancámara del senado.

La sala no había cambiadoen nueve años. Muy pococambiaba entre los muertos. La

gran antorcha ardía sobre elestrado, alimentadaconstantemente por unsuministro de gas… la llama delOrden, recolectada desde todoslos rincones del mundo, y quenunca debía extinguirse. Suhumo había ennegrecido casidel todo a la antigua pintura deltecho, borrándola.

Había un debate en plenocurso… a Saric no le importóde qué trataba. Ahora no

importaba ninguna de lasbaladíes inquietudes de ellos.Solo importaba él.

La algarabía de vocescomenzó a desvanecerse amedida que quienes se hallabanmás cerca de la puerta del teatrode la cámara reaccionaban alverlo parado en el huecoabierto de la gran entrada. Loscuellos se volvieron. Gritosahogados, sibilantes comooraciones para los oídos de él.

Uno o dos de los senadores selevantaron a medias de susasientos, cayéndoseles papelesde los regazos.

Saric soltó las puertas yrecorrió el gran pasillo central,a través de las sillas del mediodispuestas en gradas, mássintiendo que viendo los cienrostros jadeantes a cada lado deél. Acogió el asombradosilencio como se toma el sol, oel poder de una tormenta que se

avecina. En la parte trasera dela sala, las pesadas puertas secerraron con un ruido sordo yhueco.

Allí en la redondeadaplataforma que sobresalíadentro de la cámara estabaRowan, el soberano regente.Por primera vez en su vida,Saric consideró con renovadacuriosidad al individuo queconocía desde hacía tantotiempo.

El hombre de piel oscuraque una vez había servido alpadre de Saric como líder delsenado estaba aparentementeintacto, como el Orden mismo.Usaba la misma túnica negra deantes, el cabello recogido atrásen la misma forma que Saricrecordaba vívidamente. Tansolo las leves rayas de gris en elcabello y las escasas arrugasdebajo de los ojos traicionabansu envejecimiento. Por lo

demás, era exactamente comohabía sido. Esto le pareciódesilusionador a Saric.

El regente estaba sentadocerca de una mesa de mármol,tras la cual se ocultabaperfectamente la silla desoberano, significando lasimbólica presencia del legítimosoberano, aún sin la edadrequerida. En el otro lado de lamesa se hallaba un hombre conpelo canoso, nariz en forma de

pico, manos agarradas de losbrazos de la silla, y ojos fijos enSaric. Este entonces debía serDominic, el nuevo líder delsenado.

—¡Orden! —gritó Rowanagarrando el martillo,golpeándolo dos veces sobre elgrueso trozo de mármol; elviejo tonto aún no lo habíareconocido—. ¿Qué significaesta interrup…?

Entonces Saric vio una

mirada de reconocimiento enlos ojos del regente: la colisiónde lo imposible y loinexplicable a la vez. El modoen que esos ojos lo recorrieron,deteniéndose en la cambiadaestructura del cuerpo, yvolviendo al rostro de extremapalidez.

El martillo se le deslizó delos dedos y quedó recostado enla mesa. Rowan dio un pasoatrás.

Saric subió lentamente lospeldaños hasta la plataforma.Se acercó a la mesa, sin dejarde mirar ni una vez al hombre.

—Saric… Creíamos queestaba muerto…

El auditorio detrás de Saricestaba en total silencio.

—Siéntate —ordenó.El regente miró a Dominic y

luego hacia la sala mayor delsenado. Inclinó la cabeza ylentamente regresó a su silla. Se

sentó como alguien inseguro desu propio movimiento.

Saric levantó el martillo, segolpeó una vez la palma de lamano, y se volvió hacia elpúblico. Cien senadores lomiraban con expresionesvariadas de confusión. Nosabían cuán pronto seríaapropiado aquel sentimiento.

—Estimados senadores. Heregresado ante ustedes. Yo,Saric, quien una vez fui su

soberano.Murmullos entre los que se

encontraban en la sala.—Me he alejado de ustedes

durante muchos años. Sin dudaustedes, igual que su regente,me creían… muerto —balbuceó y emitió una levesonrisa—. Como pueden ver,estoy muy vivo.

Miró al líder del senado,sentado a la izquierda.

—Dominic, supongo.

—Correcto —contestó ellíder sosteniéndole la mirada,firme.

El hombre era fuerte.Inconmovible. Eso era bueno.

—Tú sirves al Orden. Losirves fielmente como unaforma de conservar la vida,dada como el regalo de Sirindespués de la era del Caos.Dime si esto es verdad.

—Hemos comprometidonuestras vidas a ello.

—En efecto. Sus vidas —expresó Saric, se volvió haciala asamblea y siguió hablandocon clara y perfecta autoridad—. Fue Sirin quien primeropredicó la negación de lasemociones en una filosofíanueva diseñada para evitar lasgrandes pasiones que llevaron alas guerras hace cinco siglos. Yasí la humanidad aprendió acontrolar sus pasiones y másviles sentimientos. Las cosas

viejas pasaron y nosconvertimos en seres nuevos yevolucionados más allá de esosinstintos más viles que una veznos guiaron solo a la muerte yla destrucción.

Saric movió la cabeza y sedirigió al líder del senado.

—Esto también es verdad,¿o no?

—Sí —concordó Dominicmientras se oía un murmullo deasentimiento en la sala.

Saric asintió con la cabeza ysonrió.

—Sí —continuó, dando unpaso a la derecha, revisando elauditorio y manteniéndolo ensilencio por un largo instante.

—Por desgracia, esa no esla verdad.

Miradas entre los senadores.En la periferia de Saric, Rowanse inclinó hacia adelante. Elrecién llegado le detuvo conuna mirada.

—A ustedes les han dadode comer una mentira. Ustedesson producto no de filosofía,sino de traición… y alquimia.

Una oleada confusa devoces en toda la sala.

—La verdad es que ustedesno han evolucionado. Alcontrario, los han despojado delas emociones que no seannecesarias para controlarlos.Concretamente, toda emociónmenos el miedo. Todo a través

de un virus llamado Legión.—¡Insensatez! —exclamó

Dominic, levantándose de lasilla, pálido.

—Lo cierto es que Megasasesinó a Sirin cuando este senegó a infectar al mundo conLegión, sabiendo que el virusdespojaría de humanidad algénero humano. La verdad esque después de matar a Sirin,Megas liberó a Legión en elmundo, matando todo menos el

temor requerido para crearmarionetas del Orden. Larealidad es que ustedes no hanevolucionado… es más, hanretrocedido.

—¡Absurdo! ¡Total herejía!—¿Lo es? Pregúntense: ¿es

lealtad lo que les obliga aponerse de pie en este instante?Amor, ¿por el Orden?

—Sí —reconoció Dominic,enderezándose.

—¿Estás tan seguro? ¿O es

solamente tu temor a perder lafelicidad en la próxima vida sino te levantas y defiendes elcamino del Orden? ¿Del mismomodo en que actúas de día endía cuidando solamente de noser atrapado en transgresión yde que tus delitos no semultipliquen, para que el día enque la vida te cortearbitrariamente del mundo novayas a parar al temor eterno?

El líder del senado se quedó

totalmente callado, no enojado,porque los amomiados eranincapaces de tal emoción, sinoaterrado. Rowan también sehabía puesto de pie.

—El temor nos guía, comodebe ser—expresó Dominic.

—¿Como debe ser? Laverdad es que eres incapaz desentir todo m e n o s miedoporque genéticamente te handespojado de esos sentimientos.O de lo que te hace humano.

Lo cierto es, mis queridosDominic, Rowan… estimadosmiembros del senado… quetodos ustedes en realidad estánbastante muertos.

Se quedaron mirándolocomo si estuviera loco. Conestas palabras, el hombreacababa de matar todacredibilidad en los ojos deellos, naturalmente. Pero se loesperaba. ¿Qué persona a laque le dijeran que estaba

muerta podría creer al portadorde tan desquiciada noticia?

Saric esperó un momento,considerando brevemente elmartillo en sus manos, antes decolocarlo con cuidado sobre lamesa de mármol, y moviéndoseluego hacia el borde delestrado, donde encaró aRowan.

—¿No soy su antiguosoberano? ¿El último soberanoen funciones que se paró en

esta sala?—Sí —concordó el regente

—. Pero…—¿No he tenido acceso a

todo archivo en los salonesdebajo de esta sala? —continuóSaric.

Miró hacia la puerta másallá del estrado. Era obvio quela habían sellado por losbordes, y que no tenía pomo nitranca. Pero todo el queconocía la Fortaleza había al

menos oído rumores dellaberinto subterráneo desecretos debajo de este lugar.

—Sí.—¿Vengo de la línea real de

alquimistas?—Sí —convino Rowan con

la boca tensa.—¿Y estoy muerto como tú

y todos los demás aquísupusieron una vez?

—Evidentemente, no —contestó el regente después de

titubear.—Díganme —manifestó

Saric caminando a lo largo dela tarima, abriendo de par enpar la parte superior de latúnica donde se le fijaba alcuello.

Se volvió entonces hacia losmiembros de la asamblea. Estosvieron el negro esqueleto devenas a manera de árbol debajode la pálida piel, mucho másoscuras que las codiciadas

venas azules de los nobles…tan alabadas que por años losmiembros de la nobleza leshabían resaltado el color contalco azul. El cuerpo de Saricmostraba una armoniosamusculatura y era más fuerteque cualquier otro que ellospudieran haber visto.

—¡Esto es vida! Lo séporque una vez estuve muerto—exclamó él, y se soltó latúnica—. Díganme, ¿cuándo

fue la última vez que lloraron alver el cielo? ¿Ante la devociónde sus electores? ¿Cuándo fuela última vez que ansiaron unacomida con algo más que beberpara sus cuerpos… queanhelaron cada experiencia solopor el bien de llevar dentro desí mismos cada gota de vida?

Ellos se quedaron mirando,sin entender. Eso también erade esperar.

—Pero tal vez ustedes no

puedan hacer ninguna de estascosas. ¿Saben por qué?¡Porque les falta la capacidadpara algo así!

Esta vez hubo un conato deprotesta, pero él levantó lamano pidiendo silencio.

—Hace nueve años elmaestro alquimista Pravus meinyectó un suero que meencendió las venas conemoción de la clase que ustedesnunca han imaginado. Ira.

¡Lujuria! Celos. Me convertí enalgo salvaje. El caos megobernó el corazón. Sí, sé queesto es blasfemia contra elOrden. ¡Pero les aseguro hoyque su Orden es una blasfemiacontra la vida misma!

A un lado, Rowan lomiraba con extrañeza, comocon una nueva revelaciónpropia.

—En esos días… —balbuceó Rowan en voz baja—.

Antes de la toma de posesión…cuando usted quería convertirseen líder del senado…

—Sí. Así que ya lo sabes.No pude contener tan virulentaemoción, y Pravus me reclamó.Pasé ocho años en letargo.Hasta el día en que él me sacócomo quien vuelve a emergerde la matriz. Esta vez,perfeccionado. Pravus pasómeses conmigo, enseñándome.Instruyéndome en esta nueva

humanidad reformada.Se le quebró la voz.—Él era mi padre.—Esto es… esto es

abominación —susurró Rowan.Por eso, el hombre iba a

morir.—Hoy día solo hay un

hombre vivo en esta sala —continuó Saric haciendo casoomiso del regente yextendiendo los brazos como sifuera el padre de ellos—. ¡Vean

y sepan ahora que yo soy esapersona!

Durante un largo instantenadie habló. Los muertos nopodían rebajarse a desafiar tanabsurda afirmación. Así habíasido, y así sería…

Al menos por unos minutosmás. Y luego todo el mundo lescambiaría delante de susmismísimos ojos.

—Mi señor —declaróDominic en tono ensayado y

conciliador—. Sin dudainvestigaremos la veracidad delo que usted afirma. Esto estoda una… revelación.

Esa no era la palabra que ellíder del senado quería usar,pues constituía blasfemia paraél, y Saric lo sabía. Así como elOrden era blasfemia para Saric.

—Lo veneramos a ustedpor su servicio al mundo… enun tiempo tal como el de lamuerte abrupta de su padre,

aunque no lo crea. Y puestoque el Orden es dado por elCreador, la ley no es elCreador. No es perfecta. Perodebemos seguir los dictados dela ley hasta que esta seacambiada. Estas afirmacionesson serias, y darlas a conocerlanzaría al mundo nada menosque al pánico. No podemospermitir tal alboroto, y si sedemuestra que esasafirmaciones son verídicas,

deberemos proceder con sumocuidado.

La ira surgió dentro deSaric como bilis. ¿Creíarealmente el hombre que a él loaplacaría una necedad tansobreprotectora?

—Hasta el día en que susafirmaciones sean probadas y elsenado establezca lo contrario,se debe mantener el Orden.Nuestro Libro de las Órdeneses infalible, no creado por Sirin

o por Megas, quien escribió eselibro sagrado, sino por elCreador que inspiró su escrito.Y hasta que llegue el día en quese pruebe que el libro estáequivocado serviremos tanto alOrden como al Creador porobediencia a los estatutosescritos.

Murmullos de asentimiento.Saric inclinó la cabeza.

Todo muy previsible. Dealguna manera, él había

esperado más de esto.En lo alto, la llama del

senado ardía directa ycontinuamente, lanzando sutenue humo hacia la negrura deltecho. Saric pensó que Dominicluciría muy apuesto en unsarcófago de cristal.

—Sí. Perdóname —expresó, inclinando la cabeza—. Tu memoria es infalible.Has dicho que estos asuntosserán investigados por el

senado. La veracidad de ellosserá revisada, y el senadoactuará en consecuencia,aunque esto signifique alterar lahistoria del Orden mismo, lacual es la historia del mundo, ydel Creador.

—Sí —afirmó Dominicdespués de titubear, yobviamente inseguro de estoúltimo—. Si se prueba que talrevelación es verdadera.

—Hasta entonces, me

inclino a tu sabiduría.—Gracias, mi señor. Ahora,

si podemos…—Así como tú te inclinas

ante la autoridad del senado.Así, solamente el senado podríadecidir estos asuntos deacuerdo con el soberano.

—Sí. Así es como se hace—declaró Dominic inclinandola cabeza.

—Y ante la autoridad delsoberano, que tiene todo el

dominio sobre el senado.—Sí, del soberano. Eso es

verdad.—Pero el soberano no está

aquí… —expuso Saric,volviéndose y mirandoalrededor.

—Pronto llegará a lamayoría de edad. Hastaentonces, está Rowan…

—Y si tu soberanoestuviera aquí… el escogidopor el ciclo, como lo dictamina

el Orden… nacido el díaséptimo del mes séptimo, elmás cercano a la hora séptima,¿te inclinarías?

—¿Mi señor?Rowan estaba sentado

adelante, con el ceño fruncido.Afuera en la sala del senado,los senadores habían regresadoa sus asientos, la mayoría deellos, ya suavizada la alarmaanterior en una calma extraña,excepto para unos pocos, aún

pálidos, obviamente deshechospor las afirmaciones de Saric.

—Servirías primero a tusoberano, antes que al senado—afirmó Saric, con las cejaslevantadas.

—Por supuesto. Sirvoprimero al soberano en todaslas cosas. Como hacemostodos.

—Y no podrías hacerlo deotra manera —dijo Saricmirándolo de soslayo.

—Por supuesto que no.—Bueno. Yo también me

inclino ante la total autoridaddel soberano.

Saric miró al hombreencubierto que se habíadeslizado en la parte traseradespués de él, esperando susórdenes. Corban. Luegolevantó lentamente una manopara dar una señal clara a sujefe de alquimistas.

Corban se volvió, agarró las

grandes puertas por las manijasy las abrió de par en par,haciéndose a un lado.

Dos sangrenegrasatravesaron las dobles puertasllevando entre ellos lainconfundible figura de uncuerpo envuelto en seda blancasobre un paño mortuorio. Lavista de sus sangrenegrasdestacándose majestuosamentesobre los frágiles cuerpos delos reunidos inundó a Saric de

un orgullo paternal. Ahoraverían.

Pronto se inclinarían.Pero, primero, los

senadores cercanos a la puertase pusieron de pie yretrocedieron, deslizándosecomo cangrejos. ¿Cuándo fuela última vez que alguno deellos había visto un cuerpo sinvida?

Los cáusticos recordatoriosde la muerte no estaban

permitidos, ni siquiera enfunerales.

—¿Qué significa esto? —preguntó Rowan poniéndose enpie cerca del estrado.

Los sangrenegras cargaronel paño mortuorio por elpasillo, subieron los escalonesdel estrado y depositaron elcuerpo envuelto sobre la mesade piedra.

Ni un alma se movió. Elaliento había huido de la sala.

Un cuerpo muerto en la cámaradel senado… solo con eso elOrden ya había sido hechotrizas hoy.

A cada lado del altar, lossangrenegras miraron haciaSaric, se hincaron en unarodilla e inclinaron las cabezas.

El hombre caminó hasta ellado del cuerpo, con la caderacasi rozando contra la silla desoberano. Pasó un dedo por elborde de la figura inmóvil,

arrastrándolo hacia la cabeza.Agarró la tela de seda con lasyemas de cuatro dedos y, conun rápido tirón, apartó la tela,quedando al descubierto elcuerpo desnudo de una mujercon los ojos muertos enfocadosen el techo.

Rowan se quedó helado, losojos desorbitados al reconocerel rostro pálido como la sedasobre el suelo. La sala estaba entotal silencio.

Y entonces ese úniconombre, susurrado por Rowanpara que todos oyeran enperfecto silencio.

—¡Feyn!

J

Capítulo cinco

ORDIN SIRANAATRAVESABA EL

campamento como «aquella a laque no se le ve». Este era elnombre con que suscompañeros la llamaban cadavez más, por su habilidad depasar prácticamentedesapercibida.

Ella tenía una estructuramás pequeña que los demáscombatientes. En uncampamento lleno de nómadasricamente adornados, la vistano notaba lo rojizo de la túnicay las mallas marrones… hastaque veían las trenzas atadas contanto rojo que parecían teñidasen sangre.

El padre de Jordin habíasido un desertor delcampamento nómada en la

Europa del norte, alguien quecambió el desierto por elOrden, un estigma transmitidoa ella y a su madre, quien habíamuerto en una cacería menosde un año antes. La tribu ya noquería a la hija sin madre de undesertor y ese año la habíanofrecido en la Concurrencia. SiRoland no hubiera aprobado laadopción, ella habría tenidoque salir a sobrevivir por sucuenta o morir. Escasas

posibilidades para una niña deseis años.

Lo que en otro tiempo seconsideraban deficiencias hizode la joven lo que era hoy día:una feroz guerrera reconocidapor todos los ancianos,incluyendo al mismo Roland.Una joven mujer de carácterinflexible, cuyas numerosasjornadas solitarias de caza ypreparación con oponentes máscorpulentos le habían dado

reputación de ser veloz y tenerprecisión mortal.

Ella no hablaba mucho. Nocontaba historias acerca de lacaza ni se pavoneaba de sushabilidades como hacían losdemás. No era la primera endesafiar a un oponente en losjuegos, ni la más rápida enlevantar el puño en victoria.

Una guerrera sinpretensiones estaba libre delpeso de la distracción. Poco

escapaba a la observación de lachica. Como el hecho de quelos caballos de Roland yMichael no solo habían vueltoantes del amanecer, sino queestaban totalmente empapadosde sudor. Como el hecho deque cuatro horas después elhumo en el brasero de Adah,quien cocinaba para Rom, aúnse enroscaba en espiral bastantetenue como para mantenerardiendo el fuego antes de

cocinar los primeros alimentosdel día.

Cualesquiera que fueran lasnoticias que hicieran regresar aRoland con tanta prisa lehabían robado el apetito a Rom.

Y ahora estaban llamandofrenéticamente a Jonathan.Jordin podía oír sus vocesresonando por el campamento.Lo necesitaban con urgencia.

¿Por qué?Triphon, mientras tanto,

había acudido directamente aella.

—¿Lo hallarás?—Sí.La joven era quien

tácitamente velaba por él, quiensiempre sabía dónde hallar alsoberano del mundo.

Jordin atravesó elcampamento en silencio, pasóla yurta de Rhoda el herrero, lavivienda del nómada.

Aquí, el amplio valle Seyala

se angostaba entre losprecipicios y las nacientescolinas. La muchacha levantó lamirada, distinguiendo laconocida imagen delexplorador sobre la loma porencima del campamento. Desdeallí el guardia podía vercualquier señal de movimientoabajo en el valle y más allá dela meseta.

La chica bajó trotando haciael brazo más pequeño del río

que pasaba al otro lado delcampamento. Varios hombres ymujeres estaban lavando ropa,utensilios, niños y a ellosmismos; sus canciones iban ríoabajo como espumas de jabón.Jordin vadeó el río y subiócorriendo la colina opuesta alas ruinas, haciendo solo unapausa cuando llegó a la cimadel enmalezado cerro. Desdeallí tenía perfecta ventaja paradistinguir la figura de Triphon

atravesando el campamento ensu propia búsqueda del jovensoberano. Esfuerzodesperdiciado, pensó la joven,aunque a decir verdad nunca sepodía estar seguro del todo conrelación a Jonathan.

Ella sabía esto: el soberanocasi nunca estaba dondemuchos creían que debía estar.Y por lo general se hallabadonde nadie suponía queestuviera.

Detrás de la loma rocosahabía un lugar donde la colinase nivelaba frente a la pared delprecipicio naciente, donde amenudo los niños iban a jugarfuera de la vista de sus padres,y donde los amantes se reuníanen la noche fuera del alcance dela luz de las fogatas.

Jordin trepó el borde de lacolina y los vio. Cinco niñosjugaban con figuras talladas enmadera. Y con ellos se hallaba

Jonathan, como ella habíasupuesto al haber oído mástemprano los planes de juegode los chicos.

Jonathan estaba sentado conlas piernas cruzadas sobre lahierba llena de matorrales, conpolvo en pantalones y botas.Había cambiado mucho delniño con cojera que llegarahasta ellos nueve años atrás,cuando la misma Jordin casitenía diez, poco después de la

muerte de su madre. Ahora élera un joven alto y delgado, doscabezas por encima de ella, concuello fuerte y hombrosanchos, y manos que tocaban lalira nómada con la mismafacilidad con la que ellosmanejaban una espada. Tenía elcuchillo fuera y acababa desoplar el polvo de una nuevapieza de juego tallada cuandovio a la chica y sonrió.

Jordin le devolvió la sonrisa

y aceleró el paso, sin disimularfácilmente su alegría porhaberlo hallado. Otra vez.

Jonathan. El hombre que lamiraba de modo distinto que aotras mujeres. El hombre queasentía cuando llegaban aextraerle sangre como si fueraun aljibe. Ella deseaballevárselo cada vez que elcustodio lo buscaba.

—Jordin, ¡ven a jugar! —exclamó uno de los niños—.

¡Jonathan está haciendo unsegundo juego!

—¿Ah, sí? —contestó ellasentándose en la tierra al ladode ellos.

—¿Qué crees? —inquirióJonathan, pasándole la pieza,que era del tamaño de la manode un hombre, de formacilíndrica.

—Creo que se parece…Jordin hizo una pausa,

agarrando por el pelo la tosca

talla y se echó hacia atrás. Lafigurilla estaba parada sobreuna piedra para hacerla de lamisma altura que las otras. Ellalevantó la mirada haciaJonathan.

—…a mí.—¡Eres tú! —tarareó uno

de los niños—. ¡Y aquí estánMichael y Roland!

La chica soltó una débilrisita mientras miraba aJonathan, cuyas trenzas le caían

al rostro.—Me sorprende que no

hayas hecho a Triphon.—La pieza sería demasiado

alta —objetó Jonathan con unasonrisa irónica.

—Te está llamando. Elconsejo te necesita. Parece quees urgente.

—¿Urgente? ¿No lo essiempre?

—Creo que esta vez esdiferente.

Jonathan bajó la mirada alcuchillo en su mano, asintióuna vez y se puso de pie,extendiendo la mano paraayudar a la muchacha.

—¡No se vayan! —exclamóuno de los niños.

—Volveré. Lo prometo.Jonathan agarró la mano de

Jordin y la alejó de los niños,luego la soltó y la ayudó a bajarun corto descenso. Él nuncahabía sido reservado respecto a

mostrar afecto, peroúltimamente había algo más enla forma en que la tomaba de lamano. La chica se habíaasombrado cada vez, temerosade investigar las intenciones deél, temiendo que lo que pudieraesperar fuera aplastado con unasola palabra que tan solodemostrara amistad. ¿Podía eljoven sentir el temblor en elpulso de la joven cuando letocaba los dedos? ¿Podía oírle

la respiración entrecortada?No hablaron mientras

descendían hacia elcampamento. No habíanecesidad de llenar el gratosilencio entre ellos; en esto separecían mucho.

Quienes lavaban ropa y sebañaban se pusieron de piecuando ambos cruzaron elriachuelo, varios de ellos seacercaron a saludar almuchacho, estrechándole la

mano.—Jonathan —susurraron,

haciendo una reverencia.Él se lo permitió. Siempre

lo permitía, mientras letomaban la mano le tocabancon los dedos la vena a lo largode la muñeca… unreconocimiento de la vida quefluía a través de esa vena. Unospocos, una mujer de más edadentre ellos, levantaronavejentados dedos para tocarle

el cuello.Luego Jonathan y Jordin

siguieron adelante, bordeandoel campamento, puesatravesarlo les llevaríademasiado tiempo. Sedetuvieron otra vez cuandoquienes trabajaban detrás desus tiendas se acercaron paratocar al muchacho, susurrandosu nombre. Incluso al verlo,algunos entraban corriendo asus tiendas y salían con trozos

de carne, una copa de vino oleche de yegua. Él tomó todo,bebiendo la leche ydesgarrando la carne con unentusiasmo que provocabaasentimientos de aprobación, yarrojando el vino como seesperaba.

Nunca había sido unmisterio para Jordin por qué élse quedaba fuera delcampamento cuando podía. Noera solo por su bien, porque

Jonathan no haría otra cosa queaceptar con gracia cada uno delos regalos, por tedioso queesto fuera; sino que lo hacía porel bien de ellos, porque nopodían verlo sin sentirseobligados a agradecerle elenorme regalo de vida mortal.Por la aguda percepción que lesservía tan bien en cada cacería.Por la existencia natural quecelebraban en todo lo quehacían, desde la explosión de

color en sus ropas hasta elritmo de los tambores y lafortaleza del vino durante lanoche. Todo lo cual anhelabany usaban con energía.

Todo lo cual Jonathan, ytambién Jordin, disfrutabantanto dentro como fuera delcampamento. Más.

Llegaron a las ruinas deltemplo por el costado. Sobrelas escaleras de piedra, lasantiguas columnas se abrían

hacia el cielo. El techoabovedado que una vez losprotegiera, hacía tiempo habíacedido y había sido saqueadopor carroñeros. En un tiempofue una basílica, antes de la eradel Orden, cuando los hombresconocían al Creador por otronombre: Dios.

En la solitaria viga de piedraque apuntalaba las doscolumnas frente al patio, Romhabía cincelado el credo por el

cual vivían los mortales: Lagloria del Creador es elhombre totalmente vivo. Seafirmaba que este credo fueproclamado primero por unantiguo santo llamado Ireneodurante el segundo siglo delCaos, hace dos mil trescientosaños.

Hoy día las esquinas depiedra estaban rotas, ydiminutas plantas crecían en lasgrietas entre cada peldaño, pero

cada vez que Jordin subía esosescalones se le erizaba la piel.En el santuario de este templollamado Bahar, nombre queuna vez le dijeron quesignificaba «fuente de la vida»,la muchacha había entrado a lamortalidad en la elevadaplataforma, sin padre ni madreque la recibieran abrazándoladespués.

Había sido Jonathan quienla besara y le diera la

bienvenida a la vida aún con laendoprótesis vascular en elbrazo.

Los jóvenes atravesaron ellargo pasillo de columnas hastael santuario interior en la partetrasera, abriendo juntos de unempujón las puertas dobles yentrando sin decir una palabra.

El olor asaltó sin previoaviso a Jordin, quienretrocedió. Jonathan titubeó,también.

Fetidez a amomiado.O a algo más…Diez cabezas se habían

vuelto, Roland, Michael, Rom yel anciano custodio entre ellos.Sobre el amplio pasillo frente alaltar, un enorme y pálidoindividuo derrumbado en unasilla. ¿Era eso lo que ella olía?El sujeto parecía un amomiado.Era dos veces y media más altoque Jordin, y el cabellodescuidado y enmarañado le

colgaba como cuerdas de lacabeza. A la chica se lepusieron los pelos de punta alverlo.

Rom se les acercó a todaprisa mientras los demás seponían de pie. Roland yMichael ya estaban parados.

—Jonathan —expresó Rominclinando la cabeza.

—¿A quién estoy oliendo?—preguntó Jonathan.

—Es el amomiado que

Roland y Michael trajeronanoche —contestó Rom, con lamandíbula apretada—.Necesitamos que tomes unadecisión.

Jonathan miró alamomiado, cuya nuez se lebalanceaba en la garganta altragar.

—Por favor.Rom guió a Jonathan hasta

el frente de la sala.Jordin se dirigió hacia la

última fila de bancos de piedraen la parte trasera, y se quedóde pie al borde de una alfombracon flecos. Por la mirada derefilón de Siphus y loscontactos visuales entre Zara,Roland y Rom era evidente quealgo pasaba con el amomiado.También por la tensión en lamandíbula de Roland.

Detrás de la joven seabrieron las puertas y Triphonirrumpió en el salón. Una de las

puertas se cerró de golpe en lasantiguas bisagras. El vitral seestremeció en la ventanacercana. El amomiado de lasilla se sobresaltó ante laconmoción.

—No puedo hallar a… —dijo Triphon y se detuvo—.Pero si aquí está Jonathan.

Arrugó la nariz,aparentemente reajustando elolor en el salón, y luego corriópor el pasillo hasta llegar al

frente, haciendo a Jordin unleve asentimiento con la cabezamientras pasaba a tomar suasiento.

—Este… amomiado quetrajeron Roland y Michael—expresó Rom, gesticulandohacia el hombre que se revolvíaen la silla—. Es distinto.

Jonathan asintió con lacabeza, mirando al sujeto; aúntenía la túnica polvorienta porhaber estado sentado en la

loma.—Él afirma estar vivo. Que

ha recibido vida… —continuóRom e hizo una pausa, como sino estuviera seguro de lo queiba a decir—. De parte de Saric.

—¿Saric? —exclamóJonathan, más bruscamente delo que Jordin le había oídohablar alguna vez.

—Sí. Él afirma que Saricestá vivo, y que ha formadotres mil guerreros más…

sangrenegras, los llama, igualesque él. Pero hay algo más.Este…

—Siente —interrumpióJonathan.

—Así lo creo.—Siente emoción.—Eso es lo que creemos.—Imposible —murmuró

Seriph.—Sí, imposible —concordó

Rom remarcando las palabras—. Pero parece que lo

imposible nos ha llegado hoyaquí.

Jonathan miró con calma deSeriph a Rom y luego alamomiado.

—Él nos ha visto aquí —comentó Roland—. Ha oídodemasiado. Yo aconsejaríamatarlo.

Jonathan pareció evaluar aRoland antes de volverlentamente la mirada otra vezhacia el amomiado en la silla.

Este acababa de levantar lacabeza y pestañeaba delante deellos, moviendo lentamente lamandíbula, con una fuertecontusión a lo largo de la pálidapiel del rostro y otra másreciente cerca de la sien.

Jonathan pasó a Roland,deteniéndose justo frente alamomiado, y alargando lamano.

—Jonathan… —vacilóRoland dando un paso

adelante.Rom estiró la mano para

detener al príncipe. Los dos sequedaron atrás, en posicióntensa, mientras Jonathan tocabalentamente la cabeza delhombre, llegando a reposar losdedos en la rebelde maraña delcabello del sujeto.

Una cosa era que unguerrero tocara a un amomiado,pero el consejo habíaconcordado en que nada

inmundo debería tocar aJonathan a menos que fuerapara dar vida a eseamomiado… una raraocurrencia este último año, tancerca del reinado delmuchacho. Simplemente, elriesgo era demasiado grande.Jonathan tenía que serprotegido a cualquier costo.

El amomiado levantó lacabeza para mirarlo, y Jordin seestremeció ante el helado

destello de esos ojos negros.—Mi amo verá muertos a

todos ustedes —manifestó elamomiado.

—¡Silencio! —ordenó Rom—. ¡Es a tu soberano a quien leestás hablando!

—Mi soberano es micreador. Y mi creador es Saric—objetó el hombre.

Jonathan lo miró unmomento más y luego se alejólentamente.

—¿Qué dices a esto,Jonathan? —inquirió Rom, conla línea de la boca tensa—.¿Debería ser liberado, quedarprisionero o morir?

—¿Me estás pidiendoconsejo o una decisión?

Rom titubeó, mirando concautela hacia Roland. Todoaquel cercano a Jonathan sabíaque él nunca expresaba interésen ejercer autoridad explícitapara tomar decisiones

específicas que afectaran laseguridad de los mortales.

—Tu decisión —contestóRom.

—Ninguna de esasalternativas —declaró Jonathanmirando de Rom a Roland—.Hazlo mortal.

Por un momento nadiepudo responder. Ni un sonido,ni un movimiento.

Entonces Triphon y Seriphse pusieron de pie. La mirada

de Roland se posó en Rom, susignificado era inconfundible.Haz que entienda. El ancianocustodio se irguió lentamente,pero no dijo nada.

—Jonathan… ¿estásseguro? —indagó Rom.

—Sí. Hazlo mortal. Dale misangre.

—No podemos desperdiciartu sangre en nuevosamomiados —opinó el Librocon voz vacilante—.

Decretamos una moratoria alrespecto por una razón.

—Jonathan es nuestrosoberano —manifestó Romlevantando la mano—. Él hahablado. Haremos según susdeseos.

—Yo no quiero sangre deustedes —objetó el hombre enla silla mirando confuso deluno al otro.

—Porque no la mereces —observó Seriph, escupiéndolo.

—¡Hazlo! —gritó Rom—.¡Ahora!

El custodio se dirigió alaltar y levantó el borde de laseda que lo cubría. Allí, en elaltar, había una pesada argollametálica. Tiró de ella y toda unaparte de la piedra se deslizó conun chirrido. Luego hurgódentro del cajón de piedra ysacó varios útiles: unaendoprótesis vascular de casiveinte centímetros de largo,

hueca y estrechada en cadaextremo para insertar agujaspuntiagudas, y un pedazo depaño. De color marrón, pensóella… pero luego lo olió, aundesde aquí.

No. Manchado de sangre.Sangre de Jonathan.

Jonathan se hincó sobre unarodilla al lado del amomiado, sesubió la manga y apoyó elantebrazo en el brazo de la sillacomo si este fuera solo otro día

de sangrado. El amomiado en lasilla miró frenéticamente haciatodos lados.

—¿Qué están haciendo?¡Me van a matar! Por favor,¡no hagan esto!

Nadie respondió.El custodio se arrodilló

frente a ellos, sacó su cuchillo ycortó la manga de la túnica queel amomiado llevaba debajo dela armadura blindada; luego ledesinfectó rápidamente el

brazo, así como la muñeca deJonathan. Tirando la manga alsuelo, se inclinó primero sobreJonathan, obstaculizando lavista a Jordin, pero ella nonecesitaba ver lo que estabasucediendo ahora: un extremode la endoprótesis deslizándoseal interior de la funda corta ypermanente insertada en la venade la parte interior del brazo.Jonathan se volvió ligeramente,mientras el antiguo alquimista

guiaba el otro extremo alinterior de la vena en el brazodel amomiado. Este contrajo lacara.

Silencio en la cámara,excepto por la respiración delprisionero. Mientras elambiente se hacía más pesado ypenoso, Jordin no pudo dejarde pensar en el día de su propiorenacimiento… el dolorardiente que sintió, como ácidoatravesándole las venas. La

manera en que el ardor amainóy luego le provocó una calidezcomo de bebida alcohólica,pero más lánguida y eufórica,de modo que ella pudo sentiren los oídos las palpitacionesde su corazón demasiadofuertes, como si comenzara alatir por primera vez.

La euforia. La gratitud. Laabrumadora sensación deextraña pérdida. La repentinaurgencia o necesidad de llorar.

La manera en que cayó enbrazos del custodio sin poderalejar la mirada de Jonathan.Contemplándolo. La necesidadde agarrarse de alguna visiónmental como la de un anclacontra la ola que amenazabacon derribar a la chica.

De pronto, el amomiadoboqueó. Se tensó contra susataduras. El custodio retirórápidamente la endoprótesis,primero de Jonathan, cuidando

de secarle la sangre en la pielcon el paño. Jordin pudoolerlo, incluso desde aquí,mucho más allá del hedor delamomiado, que de prisa…cambiaba.

El Libro dio un paso atrás,pero Jonathan permanecióarrodillado, mirando cómo elprisionero comenzaba a respirarprofundamente, y luego ajadear, como con gran dolor.Luego arqueó la espalda con

una súbita mueca. Entonces sele contrajo la expresión y enterror se le desorbitaron losojos.

Se quedó así, paralizado.Jonathan miró rápidamente

al custodio, quien se inclinó atoda prisa, obstaculizando lavisión de Jordin de ese horriblerostro, mientras el Libroabofeteaba al amomiado,ligeramente al principio, ydespués con un golpe

categórico. La cabeza delhombre cayó a un lado.

El custodio se dio la vuelta.La mirada en su rostro era deasombro.

—Está muerto.Jonathan estaba mirando

entre ellos, al brazo del hombrey luego al suyo propio. Losmiembros del consejo seestaban poniendo de pie,levantándose despacio por laimpresión.

—Imposible —manifestódébilmente Rom.

—Está muerto —repitió elcustodio.

—¿Cómo puede ser?—No lo sé.Jonathan se puso de pie,

pálido.Jordin acababa de salir de la

fila de asientos para acercarsecuando una de las puertasdobles se abrió de golpe.

Olor a amomiado,

verdadero y común, sopló conla ráfaga repentina de aire através de las columnas delexterior. Un hombre, vestidocon ropa de la ciudad.

Se trataba de Alban, unespía amomiado leal a Rowan ybien remunerado por losmortales para vigilar losacontecimientos en la Fortalezay reportárselos cuando fueranecesario. Como tal, era leal alregente del Orden y también

estaba decidido a permaneceramomiado hasta el momento enque el Orden permitiera sumortalidad.

Lo cual nunca sucedería.—Perdónenme —expresó

Alban, corriendo por el pasillo,exactamente hacia Rom.

—¿Qué pasa? —objetóTriphon, moviéndose hastaquedar frente a él.

—Traigo un mensaje de laFortaleza —informó el

amomiado, mirando de modonervioso a su alrededor;positivamente olía a miedo.

—¿Ah, sí? —exclamó Rompasando a Triphon—. ¿De quése trata?

—Del cuerpo de Feyn —explicó el recién llegado, ycarraspeó—. Ha desaparecido.

S

Capítulo seis

ARIC TRASPASÓ ELPÁLIDO rostro de Rowan

con una mirada inflexible,totalmente consciente de que elregente ya sabía de Feyn, quehabía estado oculta enprofundo letargo. Que elcuerpo no se le habíadescompuesto.

Nada de esto perturbó aRowan tanto como al resto delsenado, que ahora estallaba engritos de alarma y horror. No,el terror de Rowan estaba enver el cuerpo de Feyn aquí, enel senado, y no en la cripta quelo había albergado durante losúltimos nueve años, alimentadopor nutrientes. Ahora el antiguopilar del Orden titubeó en sutúnica real, amenazandoderrumbarse junto con el poder

que había protegido por tantotiempo.

Saric hizo caso omiso delescándalo que resonaba a travésde la gran sala, y se quedómirando fijamente al regentemientras saboreaba la aplastantevictoria.

—¿Qué significa todo esto?—rugió una voz por encima delas demás.

Saric interrumpió la miradade mala gana. Se volvió hacia

Dominic, quien se hallabatemblando a su derecha, conlos puños apretados y el rostropálido por el miedo. Elescándalo se esparció porcompleto, y todas las miradasse posaron en el escenario anteellos: Rowan a la derecha, depie como un cadáver; Dominica la izquierda, poseído por elterror. Dos soldados cubiertoscon armadura, cada unohincado en una rodilla, con las

cabezas inclinadas,imperturbables por el caos.

Feyn. Cuerpo desnudoinerte sobre el altar hechura deSaric, muerta para el mundo,las venas oscuras con sangreinactiva debajo de la pálida pielde la nobleza.

Saric, imponiéndose sobretodos ellos, creador de susdestinos, agarrando el poderabsoluto delante de lospresentes.

—¿Qué morbosidad obligaa un hombre a exhumar uncadáver de la tumba? —tronóDominic—. ¡Ella ha pasado a lafelicidad!

Saric pasó rozando un dedosobre uno de los fríos párpadosde Feyn. Él mismo le habíatrenzado el cabello, y habíalavado y perfumado el cuerpo,tratando con mucha ternura lalarga cicatriz en el pecho dondela espada del custodio la había

cortado. La marca se habíadesvanecido, pasando un pocode lo que debió haber sido algoirritado y grotesco a unahermosa sutura. El almizcladoaroma de ella le llenó las fosasnasales con promesa.

—¿De veras? —objetóSaric en voz baja.

—¡Sí! ¡Cómo se atreveusted a violar con muertos lasantidad de esta sala!

—Ella no está más muerta

que tú, que respiras, sangras yorinas.

—¿Qué se propone? —gritóel hombre—. ¿Usar a losmuertos como una lección?¿Profanar al Creador conblasfemia?

—Y una poderosa lecciónen realidad, ¿no te parece? —desafió Saric bajando la mano ymirando al hombre estupefacto,este defensor del Orden… alque ahora vería caer.

Se volvió, consideró a lossenadores, a muchos de loscuales conocía por nombre.Allí, Nargus, de la casasumeria, vestido de azul comoera su costumbre. Y allá,Colena, la envejecidavampiresa con la pielempolvada para ocultar lasprofundas arrugas quesusurraban muerte. StefanMarsana de Europa del norte,Malchus Compalla de Russe,

Clament Bishon de Abisinia,líderes todos que servían en elsenado cuando Saric mismo fuesu soberano por pocos días.Solo unos cuantos eran nuevospara él.

Hoy él sería distinto paratodos ellos.

—¡Guardias! —ordenóDominic—. ¡Retiren estecuerpo!

Saric no se molestó enreconocer el mandato. Sus

sangrenegras ya habíandominado a la guardia de laFortaleza.

Caminó hasta el frente de laplataforma, consciente de quetodas las miradas estaban fijasen él.

—Dime, Rowan, regente deJonathan… ¿Está Feyn, quienfue legítima soberana antes desu cruel e injustificada muerte,en la felicidad en estemomento? ¿O se encuentra con

nosotros?La mente del regente o

estaba demasiado preocupadacon la tragedia que sedesarrollaba delante de él o noestaba ocupada en absoluto,bloqueada.

—Responde. Ahora.—No… no se sabe —

balbuceó el regente con lamirada enfocada en Dominic.

—¿No está señalado paratodos vivir una sola vez? ¿Y

morir también una sola vez?¿No es eso lo que afirma tulibro?

—Sí.—Y cuando padeces esa

muerte, tu alma va a la felicidado al infierno, ¿no está escritoeso?

—Sí.—Sin embargo, nuestros

propios textos antiguosregistran relatos de quienesvolvieron a vivir. ¿Estuvieron

realmente muertos? ¿Se habíanido a la felicidad cuando suscorazones se detuvieron?

—No… no lo sé —masculló Rowan.

—No, no lo sabes. Porqueen realidad no conoces lospoderes que ordenan la vida yla muerte. Solamente elCreador puede conocer cosasasí, ¿no es verdad?

—Sí.—Entonces Feyn podría no

estar ni en la felicidad ni en elinfierno en este momento, sinoaquí con nosotros. No lopodemos saber. Lo único quepodemos saber es que estámuerta o viva segúnentendemos la vida y la muerte.Dime que esto es verdad.

—Lo es —confesó elregente con las cejas relajadasun poco.

—Siendo así, de acuerdocon tu entendimiento, ¿está

Feyn viva o muerta ahora?—Muerta —respondió él

vacilante, eligiendo las palabras—. Por ley.

—¿No por carne?No hubo respuesta.—¿Ayudaste a los

alquimistas a mantener elcuerpo de ella en letargo en unacripta debajo de esta mismaFortaleza desde el día en quefue asesinada?

Rowan parpadeó. No podía

ocultar la verdad grabada en surostro.

—Sí.—Y lo hiciste en previsión

del día en que ese niño,Jonathan, se hubiera erigidosoberano y tú pudieras traerlade vuelta sin comprometer elreinado del chico —expresóSaric antes de que la audienciapudiera reaccionar.

Dominic, los líderes delsenado, Corban, Saric… todos

miraban a Rowan, menos losdos hijos de Saric, quienes aúninclinaban el rostro ensumisión.

—Rowan —musitóDominic—. ¡Por supuesto queno!

—Lo que él dice es verdad—declaró Rowan asintiendosuperficialmente.

—¿Por qué?—La razón ya no importa

—explicó Saric—. Esta es la

verdad: que si Feyn estuvieraviva hoy día, sería soberana, yaque la sucesión recayó en ellaantes que en Jonathan. Dime,Señor Regente, ¿no es esocierto?

Él asintió con la cabeza. Surostro era una máscara hueca.

—Y tú no serías regente,porque Jonathan no tendríaningún derecho a reclamar elcargo.

—¡Nada de esto importa

ahora! —exclamó Dominic,dando un paso adelante conrepentina urgencia—. Eldestino de Feyn está sellado.Ella está muerta. Jonathan es elsoberano, y asumirá el poder enocho días.

Saric se volvió hacia él.—¡Solo el Creador decide

si Feyn está muerta! Y hoyveremos al creador de ella.

La afirmación hizoretroceder al líder del senado.

—Tráela —ordenó Saricvolviéndose a Corban.

El alquimista sacó una bolsade terciopelo negro de debajode la túnica y atravesó elestrado. Saric se quitó la capa yla colocó sobre las piernasinertes de Feyn. Sin ningunaexplicación, tomó el puño de lamanga derecha y lo arremangócon cuatro dobleces, dejándoseal descubierto el antebrazo.

—Levántense.

Los dos sangrenegras selevantaron y se hicieron a unlado, inquietantes. En el senadonadie se movió.

—Procede —ordenó Saric aCorban.

El alquimista puso la bolsasobre la mesa al lado de lacabeza de Feyn y sacó un parde guantes médicos negros.Después de ponérselos extrajode la bolsa una manguera degoma transparente como de

sesenta centímetros, con agujasde acero inoxidable en cadaextremo.

Ante Saric, el cuerpo sinvida de Feyn reclinada, no en lamuerte, él lo sabía, sinohaciendo caso omiso. Layugular allí, exactamente debajode la traslúcida piel, rogabavolver a tener pulso. Suplicabael dominio absoluto de él sobreella. El regalo que a él le dieraPravus, ahora perfeccionado

por Saric para poderloconceder a su antojo. Como lohacía ahora. El hombre nopudo contener el leve temblorque se le extendió por el torsoante el pensamiento. Este era sudestino: consumir y dar vidacomo solo él decidiera hacerlo.

Amo y creador.Cerró los ojos. La mente se

le avivó con hermosaoscuridad.

—¿Señor?

Abrió los ojos. Corbanestaba listo, con la manguera enuna mano. Saric le presentósilenciosamente el antebrazo.

—¡Le suplico que no hagaesto!

La protesta de Dominic sevio interrumpida por la miradatenebrosa de uno de los hijosde Saric, quien apenas lo notó.Su atención estaba en lamanguera expansible en lamano de Corban. En el

pinchazo del borde afilado ensu vena. El hombre jadeó unpoco mientras el dispositivo sealojaba.

Entró sangre negra en lamanguera. La llenó hasta lapinza en la mitad de la longitud.

El donante agarró lamanguera por un extremomientras Corban deslizaba elotro en la yugular de Feyn. Elalquimista levantó los ojoshacia él.

Saric asintió con la cabeza.Corban retiró la pinza de la

manguera.Por un momento fugaz,

Saric se dio cuenta de cuánperfectamente silenciosa habíaquedado la sala. El miedogobernaba los corazones de losque estaban dentro del Orden.Pero él era ahora el creador.Ellos recordarían este día. Lasupremacía de Saric. Los ojosbrillantes de los sangrenegras

sobre ellos a fin de que nadie seatreviera a emitir un sonido.

La sangre entró lentamenteen la yugular de Feyn,bombeada por el corazón deSaric en una transfusión devida. La dejó fluir, empuñandolos dedos, deseando inundarla.Esta no sería una hechura comola suya propia en manos dePravus, sino una perfeccionada,más potente y más refinada.Solamente había producido

vida a seis de este modo.Se llamaban los futuros

«siete» soberanos elegidos.Feyn, su medio hermana,

soberana del mundo, sería suséptima. Aquella que él, no losdictados del Orden, escogierapara el trono.

—¿Señor?Saric hizo caso omiso de

Corban, manteniendo los ojosfijos en el brazo.

—Señor, es suficiente.

—No.Corban solo informaba, no

protestaba. Él había sido elprimero de Saric y nunca lotraicionaría. Así como pasabacon todos los hijos de Saric, elcorazón no le pertenecía, puesera únicamente de su amo.

El hombre esperó hastasentir el primer indicio deagotamiento y continuó duranteun momento más, conrepentina agitación del corazón,

presionando tenazmente lasangre al interior del cuerpoinerte. Dominic retrocedió,moviendo los labios enoración.

Al creador equivocado.—Ahora.Corban se dispuso a volver

a colocar la pinza en lamanguera, pero antes de quepudiera hacerlo, los ojos deFeyn se abrieron de repente, elcuerpo se le arqueó, la parte

baja de la espalda saltó de lamesa de piedra como treintacentímetros.

Rápidamente, el alquimistadesconectó la mangueraexpansible del cuello de ella.

Durante toda unapalpitación, a la mujer se lecontrajeron los músculos, y seinclinó de manera increíble.Entonces la boca se le abrió derepente, succionando toda unabocanada de oxígeno. Su grito

resonó por toda la sala.Feyn se desplomó en la

mesa, con ojos desorbitados.Luego los apretó fuertemente ygritó.

Fue un grito salvaje departo en insoportable dolor,que el mismo Saric tantoanhelaba sentir. A él no lohicieron de este modo, ¡perocómo habría deseado que esoocurriera!

Un segundo grito siguió al

primero, unido ahora a cienchillidos de la asamblea comomuerta sobre el piso delsenado.

Saric se arrancó del brazo lamanguera y retrocedió. Legoteaba sangre. No se regodeó,no sonrió, no ofreció ningunaseñal de satisfacción. Todoestaba bajo su control.

Sencillamente lo era.Creador.

Feyn volvió a derrumbarse

contra la mesa, jadeando,arañándose el cuello, y con laspiernas rígidas. La solución quela había mantenido en letargo lehabía preservado la mayoría delos músculos, pero ella tardaríahoras en recuperar cualquiersemblanza de su antiguamovilidad.

Y unos cuantos días paraque el dolor le desaparecieratotalmente.

Saric caminó hacia Feyn y

suavemente bajó la mano hastael corazón de ella, el cual lepalpitó bajo la palma, debajodel calor repentino de la pielfemenina. De la vida de él,volviéndose la de ella. La mujerle apartó distraídamente lamano, inconsciente,retorciéndose de pánico.

—¡Aguanta! —exclamóSaric dándole una bofetada.

Feyn miró con ojos negrosdesorbitados, viéndolo por

primera vez.—Aguanta —repitió, esta

vez con ternura—. El dolorcesará.

Ella gimió una vez más y setranquilizó.

—Mejor.Él se inclinó hacia delante,

la besó y le susurró a lamismísima alma de ella.

—Mi amor, mi soberana…Gobierna por mí.

Unas lágrimas se deslizaron

por los rabillos de los ojos deFeyn, cayendo abajo en lamesa.

—Encárgate de ella —ordenó Saric a Corban.

Luego se volvió hacia lasala del senado, que ahora rugíacon temor y disonanteconfusión. Muchos estabanfuera de sus asientos, otros sehacinaban en el pasillo,mientras otros se amontonabancerca de las puertas. Todos en

un espeluznante estado deshock.

Saric levantó la mano.—Estimados miembros del

senado, líderes del Orden,tengo una pregunta para sulíder con todos ustedes comotestigos, aquí, en este recintosagrado. Él dirá la verdad paraque todos la oigan por encimadel dolor de la muerte.

Ellos esperaban que él sedirigiera a Rowan, el regente.

En vez de eso enfrentó aDominic, quien inmediatamentemiró a Rowan con ojoscuestionadores.

—Feyn está viva —declaróSaric con voz refinada—.Escogida al nacer por las leyesde sucesión como nuestralegítima soberana. ¿Conservaella o no su pleno derecho alcargo de soberana?

La boca del líder del senadose abrió, pero no pareció poder

hablar. Su negra mirada sedirigió hacia la mesa de piedradonde Corban y uno de loshijos de Saric alzaban a Feynpor los hombros.

—Si ella… —logróbalbucear, pestañeando.

—Ella respira. Ella sangra.Igual que ustedes. No. Mejorque ustedes, ahora. ¿No fue elladesignada por derecho denacimiento séptima en líneapara el cargo?

—Sí.—Más fuerte. ¡Di la verdad

para que todos oigan!—Ella fue… ella lo es.—Te permitiré vivir.Saric se acercó a Rowan,

quien ahora solo era un débilreflejo de lo que había sido.

—Perdóname, viejo amigo,pero solamente puede haber unsoberano —manifestó con totaltranquilidad.

La mano le resplandeció

con una velocidad que todosellos también llegarían aconocer pronto. El cuchillodebajo de su chaleco le copó elpuño. Antes de que alguienpudiera ver, mucho menosreaccionar, la hoja tajó el cuellodel regente, a diez centímetrosde profundidad.

La sangre brotó aborbollones de la yugular delhombre sobre el piso delestrado. Rowan se agarró la

cabeza en un intento porconservarla, con la mirada yadesvaneciéndosele. Cayó conestrépito mientras Saric le dabala espalda.

Corban y uno de lossangrenegras habían puesto depie a Feyn sobre el suelo. Lasostuvieron de pie frente a lasala del senado. Ella temblaba,inclinándose a un lado, débilcomo un cervatillo que ve elmundo por primera vez. Qué

terrible belleza. Corazón delcorazón de Saric. Sangre de susangre.

—Ahora —enunció hacialos de la sala—, les presento asu soberana. Pueden inclinarseante ella.

Los senadores se mirabanunos a otros, solo el suave rocede cabezas girando y cuerposmoviéndose en sus asientosllenó el opresivo silencio de lacámara.

Entonces un hombre semovió.

Dominic.Pasó lentamente al frente.

Un movimiento nacido de laobediencia, no al hombre en elestrado, sino a una vida deOrden. La soberana estabaviva. Así que él se arrodilló.

Lo siguió el resto de la sala.

E

Capítulo siete

L ESPÍA AMOMIADOPUDO haber entrado a la sala

del consejo y decirle a Rom quela Fortaleza se habíaderrumbado. No. Esa noticiahabría sido mucho mejorrecibida.

Rom sintió que la sangre sele escurría del rostro.

Seguramente no había oído laspalabras de manera correcta.

—¿Feyn? ¿Qué quieresdecir con que hadesaparecido?

—Quiero decir que sucuerpo no está en su sitio.

—¿No está allí? No sepuede haber ido.

—Lo siento, señor. Estabaallí hasta hace tres días.

—¡Eso no es posible! —resonó su voz por todo el

santuario de piedra—. Está enletargo. ¡Sencillamente nopuede desaparecer!

—Todo en su cámara estácomo debería, pero han cortadolas mangueras y su cuerpo yano está.

Rom sintió una punzadaardiente de pánico en la nuca.Mangueras cortadas. Feyndesaparecida. Debía haber unaequivocación.

—Entonces fuiste a la cripta

equivocada. ¿Viste que sellevaran el cuerpo?

Los ojos llenos de miedo deAlban se dirigieron haciaRoland, buscando ayuda.

No llegaría ninguna.—No existen otras criptas

como esa debajo de laFortaleza. He estado revisandola misma puerta durante cincoaños, señor. A ella se lallevaron hace dos días. Vine tanpronto como pude.

—Entonces Rowan se lallevó —supuso Rom girandohacia el Libro, quien habíaasegurado y vigilado todos losarreglos del letargo de Feyn—.¿Tenías algún conocimiento deesto?

—No —contestó elcustodio con la mirada fija en elespía—. ¿Acudiste a Rowanpara informarle esto?

—Usted mismo me instruyóque no lo hiciera —respondió

el amomiado negando con lacabeza—. En caso de cualquieralteración en ella, nadie másque usted debía saber. Perohablé con él acerca de algunosotros asuntos y estoy seguro deque no sabe nada de ladesaparición. Me habría dichoalgo.

—Si no fue Rowan, ¿quiénentonces? —exigió saber Rom.

—Saric —intervino Roland.Rom miró al príncipe. Justo

detrás de él, el sangrenegra deSaric se hallaba desplomado enla silla, muerto por la sangre deJonathan.

—¿Quién más lo sabe? —lepreguntó al espía—. ¿Cuántotiempo lleva desaparecida?

—Como he dicho, dos díascomo máximo. Se lo juro, vinetan pronto como descubrí lacámara vacía.

No había engaño en elaroma del hombre.

—¿No sabes nada más?—Nada —contestó el

amomiado con voz vacilante yla mirada fija en el sangrenegra.

—¿No hay otros cambiosen la Fortaleza?

—Ninguno que yo sepa.—Déjanos —decidió Rom

rascándose el cabello—. Esperanuestras órdenes en el bordedel campamento. No hables connadie y asegúrate depermanecer a favor del viento.

El amomiado inclinó lacabeza y salió a toda prisa.Nadie habló durante variossegundos.

Feyn, quien una vez iba aser soberana.

Le sorprendió la oleadarepentina de emoción que lerecorrió.

—¿Libro? —exclamó convoz tosca.

Detrás de él, el custodiopermanecía en silencio.

—¡Dime algo, amigo! —vociferó Rom volviéndose yenfrentándolo.

—Podríamos tener unproblema —opinó en voz bajael anciano.

—Si lo que Roland dice escierto…

—¿Cómo sabría Saricdónde buscarla? —inquirióTriphon, levantándose—.¡Nadie más que Rowan sabía!

—Y ese amomiado —terció

bruscamente Michael—. Somosnecios en confiar en alguno deellos.

—Nosotros lo sabíamos —añadió Seriph.

Ellos lo miraron.—¿Estás sugiriendo que

uno de nosotros se lo dijo aSaric? —exigió saber Triphon.

—Solo estoy diciendo loque se debe decir —contestóSeriph negando con la cabeza—. Para empezar, que fuimos

unos tontos al permitir que unasoberana muerta estuviera enletargo.

—¿Fuimos? —resaltó Rom,mirando al nómada—. Di loque quieres decir. Acúsame.Acusa al Libro.

El líder de los mortalesdirigió el brazo hacia Jonathan,quien estaba en garras de supropia angustia por la muertedel sangrenegra.

—Ella dio su vida por

Jonathan bajo el arregloexpreso de que lamantuviéramos en letargo pornueve años hasta que Jonathanasumiera el trono. Una vez queél se convirtiera en soberanodebíamos regresarla para servirbajo el gobierno del muchacho.¡ P e r o noso t ros éramos losencargados de salvar a la mujerque murió por Jonathanmientras tú aún eras unamomiado del desierto!

—¡Ella murió por verlo enel poder, no para regresar ydeshacerlo todo!

—¡Silencio! —exigióbruscamente el Libroponiéndose de pie; la miradadespedía fuego y tenía el rostrolleno de una urgencia que Romno había visto en muchos años— . Y o hice la promesa conpleno consentimiento deJonathan.

Miró entonces a Seriph.

—Solo un neciocuestionaría lo que fue hechomucho después de que se lohizo. ¡Basta!

—Roland tiene razón —opinó Rom asintiendo con lacabeza—. Tenemos quesuponer que esto ha sido obrade Saric.

—No obstante, ¿cómo pudoél haber sabido…? —objetóTriphon, que no estaba listopara suponer nada.

—¡Eso no es importanteahora! —le interrumpió Rom—. Nadie más en el Ordentendría el mismo incentivo queSaric en cuanto a llevarse elcuerpo de Feyn. Aunque lohicieran, no representaríaninguna amenaza paraJonathan. Pero si resucitaraantes de que Jonathan llegue alpoder, e l l a será la legítimasoberana, no él.

Silencio.

—Dime si no tengo razón,Libro.

—Sí. Las leyes de sucesiónson claras. La reclamación deella precede a la de él. Si sevuelve a la vida a Feyn antes deque Jonathan asuma el cargo,ella es soberana por derecho.

—Entonces la encontramosy la matamos —aconsejóRoland—. Ahora. Antes de queJonathan llegue al poder.

—¡No! —chilló el Libro—.

Si Feyn está viva, ¡ya essoberana! Y si un soberanomuere, el poder se transmite alúltimo soberano vivo, no aJonathan.

Un silencio sepulcral losatrapó a todos.

—Saric —expresó Rom.—¿Saric? —inquirió

Roland mirando entre ellos—.No oí nada de que Saricfuera…

—Pocos lo saben —

informó Rom dando un pasoadelante, con una manoescarbando en la parte traserade la cabeza—. Él se convirtióen soberano por algunos díascuando su padre murió. Comosoberano cambió las leyes desucesión. No importa. Lo queimporta es que si Feyn está vivaahora, Jonathan nunca serásoberano. Y la muerte de ellasolo le daría el poder a Saric.

—Como yo dije —

murmuró Seriph—. Mantenerlaen letargo…

—¡Déjanos! —tronóRoland.

Seriph se puso pálido.—Ahora mismo —ordenó

Roland señalando la puerta conun dedo.

El nómada se levantó,inclinó lentamente la cabeza, ycon la mandíbula tensa sedirigió hacia la puerta.

—Tus radicales son necios

—expresó Rom después de quela puerta se cerrara detrás deSeriph.

—Ellos no son misradicales —corrigió Roland—.Y no todos son tontos.

Y, sin embargo, debieronhaber vigilado a todos los queabogaron por un enfoque másenérgico para asegurar lapróxima llegada de Jonathan alpoder, pensó Rom. Pero en estemomento, al menos, tenían

asuntos mucho más urgentesque tratar.

—Tienes que hallarla.La voz vino del fondo, de

Jordin. Rom miró a la jovenguerrera que había asumido elpapel implícito de segunda deJonathan, y quizás últimamentede su más cercana protectora.Ella tenía determinación en elrostro y seguridad en el brillode los ojos color avellana.

—Jonathan le debe la vida

—opinó ella.—¿Libro? —dijo Rom

volviéndose hacia la muchacha—. ¿Cuánto tiempo puedesobrevivir el cuerpo de elladesconectado de las máquinasque la mantienen en letargo?

—Cuarenta y ocho horas. Alo sumo —respondió elcustodio moviendo la cabeza delado a lado—. Debemossuponer que Saric la tiene.

—Si la tiene, es posible que

ya la haya matado y se hayaconvertido en soberano —opinó Rom debiéndose obligara pronunciar esas palabras.

—No. Primero debeestablecerla como soberanagobernante para probar queestá viva. La necesitará en elpoder. Si Saric la tiene, lainstalará.

—O ya lo hizo.—Es posible.—Entonces esperemos eso

—murmuró Rom.—¿Cómo puedes decir tal

cosa? —objetó Michaelparándose frente al que habíasido el asiento de Seriph.

—No, él tiene razón —comentó Roland, frunciendo elceño, con profundos surcosque le atravesaban la frente.

El dirigente nómada casinunca mostraba preocupación,pero él también debía estar tannervioso como los demás, sabía

Rom. No había mejor hombrepara tener a su lado.

—Si Saric tiene escondida aFeyn, tenemos tan pocaposibilidad de hallarla como deencontrar a esos otrossangrenegras. Pero si la instalacomo soberana sabremosdónde estará. Esa es nuestramejor esperanza.

—¿Con qué fin? —exigiósaber Triphon—. Si Feyn ya essoberana, ¡Jonathan está

perdido!—¡Cierra la boca! —

exclamó bruscamente Rom.Triphon lo miró y luego

apartó la mirada.Durante todo este alboroto,

Jonathan no se había separadoni una sola vez del lado delsangrenegra muerto. Ahora losobservaba con miradasilenciosa. No era la mirada deun líder mundial a punto deperder su reinado, pero

tampoco era la reacción de unniño ingenuo. Rom estabaseguro que estaba sucediendomucho más en esa mente, algoque quizás ni siquiera Jordinconocía.

Hasta la fecha se habíacumplido todo lo queprofetizara el primer custodio,Talus, cuatrocientos ochenta ynueve años antes. No podríahaber duda acerca de laveracidad de las afirmaciones

del primer custodio. El destinode la humanidad reposaba enlos hombros de Jonathan, yRom estaba preparado para darsu vida a fin de ver cumplidoese destino.

No importaba ahora que losmortales pudieran hacer otrosmortales con su propia sangre,lo que hacía superflua la sangrede Jonathan, como algunos yacomenzaban a susurrar.

No importaba que nadie

supiera exactamente cómoJonathan traería vida al mundo.Ni que los radicales enparticular estuvieran másinteresados en proteger a losmortales como una raza éliteque en ver que algunosamomiados más llegaran a lavida.

No importaba que Jonathanno hubiera mostrado ni deseoscategóricos ni la actitudesperada para gobernar el

mundo como soberano.Todo lo que Rom y los

custodios habían hecho fue conun propósito en mente: llevar alpoder a Jonathan como lorequería el pergamino sagradoescrito por Talus. Nada másimportaba ahora.

Nada.Una simple lágrima brotó

del ojo de Jonathan y le bajópor la mejilla derecha.

—¿Jonathan? —expresó

Rom, aun en medio de lainquietud por la desapariciónde Feyn, y sintiendo unimpulso de empatía por elmuchacho elegido para llevarlas cargas del mundo—.Perdónanos. Ningún dañovendrá sobre ti, lo juro por mivida.

—Tienes un buen corazón,Rom —manifestó Jonathaninclinando la cabeza, poco apoco—. Es Feyn quien me

preocupa.Por supuesto que el corazón

de Jonathan era atraído primerohacia la mujer que pagara unterrible precio por él. La mujerque el mismo Rom habíallevado una vez a la vida,aunque solo fuera por pocotiempo.

La desesperación se leespesó en el pecho.

Al volverse hacia losdemás, la mente de Rom ya

estaba dispuesta, pero al menosactuaría en deferencia a lacostumbre nómada.

—Roland. Turecomendación.

—Si supiéramos dónde sereúnen estos sangrenegras y latotal naturaleza de sus defensas,podríamos tomarlos junto conSaric —comenzó el príncipedespués de una breveconsideración—. Ellos son muyfuertes y nos superan en

número, pero tenemossetecientos luchadores coninigualables habilidades ypercepción mortal. Losdestruiremos.

—Aunque supiéramosdónde —dijo Rom—,asesinarlos iría contra todo loque Jonathan representa.

—Tú preguntaste —objetóRoland asintiendo con la cabeza—. Digo lo que creo. Decualquier modo, no sabemos

dónde están. Así que vamospor Feyn.

—¿Libro? —preguntó Rommirando al anciano custodio.

—Debes hallar a Feyn —juzgó mesándose la barba ysacudiendo la cabeza—. Saricse habrá movido rápidamente.Si ella no es soberana todavía,lo será pronto.

—Así que la hallamos y¿qué hacemos? —intervinocategóricamente Michael.

—Ella tiene dentro de sí lasangre antigua —explicó Libro—. Te escuchará, Rom. Esa esnuestra esperanza.

Sí. Así era.—Roland, tú estás conmigo.El nómada asintió.—Cabalgaremos hacia

Bizancio —anunció Romdirigiéndose a la puerta.

Había dado dos pasoscuando la voz de Jonathan sonódetrás de él.

—Yo iré.—No —objetó Rom

deteniéndose y volviéndose.—Debo ir —recalcó

Jonathan ya puesto en pie—.Ella te ama, Rom, pero muriópor mí. Mi sangre es más fuerteque la de cualquier otro mortal.Iré hasta Feyn.

Jonathan nunca habíaestado más allá del perímetrode protección. Nunca habíapuesto un pie en ningún pueblo

o ciudad desde el día en queentró en Bizancio siendo niñopara reclamar el trono desoberano. Nunca había visto unamomiado que no fuera de losque entraban al campamento.

—No puedo permitir eso.—Él va —afirmó el Libro,

atravesando el altar yretomando la endoprótesis dedonde la había dejado—.Quizás no tengamos unasegunda oportunidad.

—Entonces yo también iré—decidió Jordin, caminandohacia Rom.

—De ningún modo.—Ella va —expresó

Jonathan mirando a la joventrigueña.

Michael levantó las manos ycomenzó a protestar, peroRoland la detuvo con unapalma en alto.

—Jonathan tiene razón.Jordin va. Ella es de las mejores

luchadoras que tenemos —explicó él, luego se dirigió aMichael—. Tú te quedarás connuestra gente.

Rom miró de uno a otro,luego a Jonathan, cuyo brazo yaestaba al alcance del Libro, conla endoprótesis vascularingresándole en la vena.

¿Sangre? ¿Ahora?—¿Qué están haciendo?

¡No tenemos tiempo!—Debo saber qué sucedió

—dijo el Libro mirando alsangrenegra muerto—. Ustedesestarán fuera todo un día. Ynecesito saberlo ahora.

D

Capítulo ocho

OMINIC PASÓ DETRÁSDEL pesado escritorio en su

oficina, mirando los estantes.Mirando sin ver. Debíaconsultar los textos. Loscomentarios del Libro de lasÓrdenes. Necesitaba consejo.Necesitaba a Rowan.

Rowan, cuya cabeza casi

había caído del cuello, lanzandosangre a chorros por el aire…

¿Qué abominación, quéacto depravado acababa depresenciar?

Meneó la cabeza,conteniendo su terrible miedo.No por Rowan sino por símismo ante el espectáculo demuerte.

La afirmación de Saric deque todos estaban muertos aúnle resonaba en los oídos.

Quizás las palabras másblasfemas dichas en la sala delsenado.

Dominic miró por laventana y quiso sentir algodiferente. Diferente al horror.Diferente al temor perverso queacababa de presenciar.

Pero no podía. Habíandesaparecido los sentimientosde una era vil llamada Caos. Lahumanidad se había erguidosobre ellos y había reinado la

paz.Simplemente no era posible

que un virus los hubieracambiado genéticamente comohabía afirmado Saric.

Sabemos que el Creadorexiste para su Orden. Era laprimera línea de la liturgia. Elestatuto más fundamental delOrden. El Orden estaba en lamano del Creador. Cuestionarel Orden era cuestionar alCreador. Solo por eso Dominic

sabía que las afirmaciones deSaric desde el estrado eransacrílegas. Que toda sangrenegra que fluyera por las venasde Saric era anatema.

Y sin embargo… él habíadevuelto la vida a su hermana.

Entonces… era posibleregresar un cuerpo del letargo.No había un final para laalquimia. Megas había sidoalquimista… ¿sería posible quehubiera elaborado un virus

llamado Legión?La idea pinchó la mente de

Dominic. No. Solo había unaverdad, dada por el Creador enla forma del Orden como loescribieran los profetas. Eltemor que él sentía ahora habíanacido de la justicia. Sabía sininvestigar las afirmaciones deSaric que el hombre era másque malintencionado.

Era perverso.Los nacidos una vez a la

vida hemos sido bendecidos. Ysi agradamos, naceremos en elmás allá, dentro de la felicidadeterna.

El mayor temor de Dominicno era ahora por su propiavida. Era que al no actuar hoypudo haber dejado inseguro sudestino de alguna manera. Oque al no actuar en el futuropodría conseguir lo mismo. Nose atrevía a arriesgar lafelicidad. Temía al infierno.

Se enderezó, con suobjetivo claro. Ajustándose latúnica, se dirigió a la puerta desu oficina y la abrió de golpe.

La antesala de su oficinaestaba llena de senadores, soloun poco menos pálidos quecuando presenciaran loshorrores de solo una horaantes.

—Senadores —dijo,inclinando la cabeza.

—¿Qué tienes que decir? —

indagó la senadora Compalla deRusse.

—¿No es obvio? —contestóDominic, siguiendo adelante,decidido—. Feyn es nuestrasoberana. Le serviremos sincuestionar como servimos alCreador.

—¿Y Saric?—Saric —opinó él,

enfrentándola—. Es unblasfemo.

—¿Y las afirmaciones que

hace?—¿Te atreves a preguntar?—No a preguntar —

respondió ella, vacilando—.Solo deseo saber cuál es tuposición.

—¡Falsas! Todas ellas.Estaban en las garras del

miedo, prácticamentedesfalleciendo allí mismo. Unanación no podía ser gobernadade este modo. Un mundo nopodía ser regido por los

débiles.—He consultado el archivo.

Él te llena los oídos conmentiras. Cuida tu mente parano poner en peligro tu futuro.

Eso no era cierto… nohabía ido al archivo, habíapasado la última hora andando.Pero er a la verdad. El Ordenera infalible. Era mejor mentiruna vez que mostrar tal falta deobediencia mientras seguíabuscando prueba de que no lo

era.La prudencia de su

decisión, de su propiaobediencia, se evidenció deinmediato en leve pero muyreal decisión en los rostros anteél.

—Sabemos que el Creadorexiste para el Orden —expresó—. Y por eso oye lo que digoahora. Es necesario detener aSaric. A cualquier costo.

Él giró y se alejó de ellos.

—¿Y cómo lo detendrás?Se detuvo en la puerta

exterior y los miró.—Yo no. La soberana lo

hará.

H

Capítulo nueve

ABÍAN PASADO OCHOHORAS desde que Feyn

despertara para encontrar sumundo totalmente cambiado. Yaunque sabía exactamentequién era, en ciertos sentidosno se reconocía en absoluto.

El rostro que se reflejaba enel espejo no era el suyo.

Conocido, sí. Tan pálido. Lapiel que fijaba la norma debelleza del mundo. Y allímismo… la vena negra debajode la sien. Tan negra. Anteshabía sido azul. Y sus ojoshabían sido de color grispálido. Ahora brillaban, comoónice labrado en facetas.

Feyn giró la cabeza,consideró las venas renegridasque se le extendían por lamejilla como ramas de un árbol

de invierno… tributarios de unrío negro. Un río con una solafuente.

Un rostro apareció al ladodel de ella en el espejo.

—Eres hermosa, mi amor.Saric.Feyn lo consideró en el

vidrio. La fuerte línea de lamandíbula de él, más ancha delo que ella recordaba. El pelobien recortado debajo del labioinferior, meticuloso como ella

lo recordaba.—¿Soy yo?—Sí.La voz de su hermano la

inundó de un calor extraño.Él llegó hasta donde ella y

le desabrochó la parte superiordel vestido. Abrió el anchocuello, que portaba la cicatrizque le atravesaba desde elesternón casi hasta la cintura enel otro costado.

Feyn se estremeció, no al

ver la cicatriz sino ante elrepentino recuerdo de laespada. Relampagueante,reflejando luz en la hoja. Ungrito en los oídos… su propiogrito mientras mantenía losbrazos abiertos. Ella se habíadispuesto para la rauda hoja.Dándose a sí misma.

Ese día había muerto.Feyn se agarró la parte

delantera del vestido y lo cerró.Entonces las manos de Saric le

tomaron las suyas y lasapartaron tiernamente,asegurándole los broches delfrente.

—No te preocupes, querida.Te quitaré la cicatriz. La veréfuera de ti. Nada desfigurará tubelleza ni te recordará esemomento. Nada excepto elhecho de que aquel día esacicatriz te trajo a mí. Eso teagradaría, ¿verdad?

Ella levantó la mirada hacia

él en el espejo.—Sí —contestó, y luego

dijo—. Gracias.—Espera aquí —pidió él

sonriendo.Su hermano se alejó, y Feyn

se volvió para ver mientras éliba hacia la cómoda en elrincón. El cofre de joyas deella. Aquí, en su propiahabitación.

La joven miró a través delas amplias ventanas hacia el

turbulento cielo, agitado másallá de la pesada cortina deterciopelo recogida a cada lado.Hacia el tocador con el espejogrande y redondo. Hacia lacama, demasiado grande parauna persona, o inclusive paratres. Arriba, hacia el abovedadocielo raso en lo alto.

Saric había vuelto,sosteniendo un par de aretescolgantes de zafiro.

—Nunca te los habías

puesto. Un regalo estatal, creo,de Asiana, con motivo de tutoma de posesión el día en quete arrebataron de mi lado.Siempre insististe en esosadornos sencillos. Pero seacabaron los días para esasniñadas, ¿no es así?

—Supongo que sí —respondió ella, mientras él selos deslizaba a través de loslóbulos de las orejas.

El antiguo custodio le había

asegurado que ella no moriría.Que dormiría por un tiempo…y que volvería a vivir. Y habíatenido razón, por así decirlo.

Él también se habíaequivocado.

Ella no había estadodormida.

Y ahora allí estaba Saric, elrostro que ella recordaba,mirándola con frialdad, comodesde otra vida.

Feyn no lo recordaba tan

musculoso, ni siquiera tan alto.No recordaba la curvatura deesa boca cuando sonreía comolo hacía ahora.

Había habido dolor. Dolor,peor que el que la matara.Ahora no tenía duda de haberestado muerta.

¿Había estado entonces enla felicidad? No tenía ningúnrecuerdo de temor. Deltormento eterno del infierno alque alguien va cuando no

conoce la justicia del Orden,dondequiera que pudiera estarestablecido, ese día, y para esapersona. Y en el día en que ellahabía muerto renunció al Ordeny cambió el curso de lasucesión.

Cuán extrañamente se habíadesarrollado todo.

—Dime, hermana,¿soñaste?

Él quería oír que sí. Ella selo vio en los ojos.

Feyn sonrió ligeramente.—Por supuesto que soñaste

—asintió él con voz zalamera ytierna—. Conmigo, estoyseguro.

La mente de Feyn vagóhacia la escena en el senado.Como un sueño, pero real,vivo. Todo ojo mirándola.Había estado desnuda, peroesto no había importado alprincipio porque ella aún estabaen el sueño, y en los sueños el

temor siempre se manifestabacomo desnudez. Un temor deque el mundo viera al soñadorcomo realmente era. Que vieraque no era como fingía ser.

—Desde luego —contestóella, volviendo a sonreír.

Feyn quiso verlo sonreír.¿Había sido Saric tan tiernoantes con ella? ¿O tan apuesto?¿Había él cambiado tanto comoparecía?

¿O ahora ella estaba

viéndolo por quién era?De nuevo la ola de calor,

esta vez cuando él le agarró lamano. Saric le había escogidolos anillos, el vestido, y hasta lehabía puesto los zapatos en lospies. Con mucho cuidado lehabía echado hacia atrás elcabello por los costadosponiéndole un broche deesplendorosos diamantes.

—Sonríes, hermana —dijoél—. Por amor, ¿verdad? Por

mí. Por tu amo.—Sí —contestó ella… y la

confusión le produjo másalivio.

La puerta de la suite seabrió. Varios siervos de Saricentraron, aquellos a los que élllamaba hijos y a vecessangrenegras. Estabanarreglando la mesa allí en elcomedor.

—¿Crees que puedescomer? Debes tratar de

consumir alimento normal, nosolamente lo que te di.

—¿Por qué me siento deesta manera? —preguntó ella,mirándolo a los ojos.

—¿De qué manera,querida?

—No… no me siento yomisma. Algo ha cambiado.

—¿Cómo te sientes? —inquirió Saric inclinando lacabeza.

—No siento el mismo temor

que sentí una vez.—Dime más.—Siento… placer. Por la

manera en que me miras ahora.Por cómo sonríes. Placer porver. Siento un gran deseo deverte agradado.

—Entonces la idea de miplacer te complace.

—Mucho —asintió ella conalgo de asombro—. Y hay más.Siento…

Ella no podía expresar

totalmente las emociones que leinundaban la mente y elcorazón. No estaba segura dedónde se le asentaban, solo quede algún modo habíanprocedido de Saric.

—¿Alegría? —indagó él—.¿Amor? ¿Paz?

—Sí —respondió ellaasintiendo con la cabeza—. Sí,eso creo.

Una vez Feyn sintió lomismo. Un hermoso día en una

pradera donde se enteró de unaverdad que había cambiado elcurso de su vida muerta…

Trayéndola aquí,finalmente, aquí.

—¿Por qué? —preguntóFeyn.

—Porque estás viva.—Viva.El corazón se le volvió a

acelerar en el pecho. ¿Así queél había encontrado el suero yla había vuelto a la vida que

ella una vez conociera? ¿Habíacumplido su promesa elcustodio?

Se sintió flaquear ante labelleza de la idea. La mano deSaric se le puso de prontodebajo del codo.

—Sí. Viva —admitió élhaciéndola volverse—. Vidatotal. Vida que es mía.

—¿Tuya? —objetó ella conun titubeo en el corazón.

¿Por qué eso la fastidió,

como si hubiera mordido unmetal?

—No como la tuve antes.Perdóname por mis antiguasindiscreciones, querida —confesó Saric, y le agarró lasmanos—. Entonces me hallabadébil. Un alma perdida ydesesperada por encontrar laverdad. He comprendido quemi destino es conocer yexperimentar la más pura clasede vida, y ahora al fin la he

encontrado. No hay vida másgrandiosa que la que fluyeahora por mis venas. Ahoraamo de veras como no podíahacerlo antes. Y ahora tú mesirves como has deseadohacerlo, a menudo sin saberlotú misma. Te he liberado delOrden de la Muerte y de todassus reglas.

—¿Tú? —exclamó ella,inclinando la cabeza.

Uno de los sangrenegras

apareció en el umbral de lapuerta y Saric levantó lamirada.

—Aja, está bien. Ven,querida. Comerás ahora.

El hombre deslizó el brazode ella a través del suyo y laguió a la sala delantera. Feynexaminó al sangrenegramientras este retiraba una sillapara ella en la mesa. Era grandey musculoso como las dosexquisitas criaturas que había

visto anteriormente en elsenado. Tenía los ojos negros,la piel como mármol veteadode tinta, igual que ella, peroguerrero como los otros.

—Janus, ¿cómo está tucompañera?

El sangrenegra levantó lamirada cuando llegaba alcostado de la mesa para vertervino en las copas delante deellos.

—Está muy bien, mi señor.

Gracias.La mesa estaba llena con

todo una variedad de alimentostan delicada y cuidadosamentepreparados que Feyn no podíarecordar haber visto unacomida tan apetitosa. Pescado.Asado. Temblorosos huevoscocidos encima del filete. Coloren todas partes… desde lasverduras hasta las flores en loscostados de los platos. Y enmedio de sus dos entornos, un

tazón de pálida sal de roca.Miró a Saric. Los hábitos dealimentación de su hermanohabían cambiado.

Saric tomó su lugar,contiguo a Feyn en la mesa,extendiendo la mano parasacudirle la servilleta yponérsela en el regazo antes dehacer lo mismo con la suya.

—Te envidio, Janus. Esadorable.

Janus titubeó, con la jarra

de vino en la mano.—Podría ser suya si usted

lo desea, mi señor.Saric levantó la mirada

hacia él.—No, no —expresó él con

una ligera sonrisa—. Solodeseo verte feliz.

—Gracias, mi señor —contestó el sangrenegra.

Saric tocó el cuchillo conun dedo índice antes delevantarlo de la mesa. Miró a

Feyn de manera deliberada,viéndola de una forma que lapuso nerviosa, aunque solo unpoco.

—Si alguna vez ella tedesagrada, Janus, ten laconfianza de decírmelo —declaró, con la mirada fija enFeyn.

—Por supuesto, mi señor.—Ese día yo no dudaría en

matarla.Feyn levantó la vista.

—Gracias, mi señor —repitió Janus después de unmomento.

—Ahora déjanos solos.El sangrenegra inclinó la

cabeza y salió del salón.Feyn analizó a Saric

mientras este cortaba un pedazode carne y lo ponía en el centrodel plato de ella. El aromaamenazó por un instanterevolverle el estómago, por noestar acostumbrada a los

alimentos durante casi unadécada.

—¿Matarías a sucompañera?

—Sí.—¿Es ella también una de

tus hijos?—Sí.—Pero dices que los amas.Saric la miró de refilón,

pensativamente lamió el bordedel cuchillo, y luego de maneradelicada y exacta lo colocó

paralelo al tenedor en el bordedel plato.

—También mataría a Janus,si falla en servirme —contestótranquilamente.

—¿Matarías a tus hijos? ¿Aquienes llamas tuyos? —preguntó ella con muchocuidado.

Feyn no podía apartar lamirada del rostro de suhermano. La sencillainclinación de cabeza de él. Sus

labios, sin tensión. Laproyección de su mirada, tansilenciosa y pesada sobre ellacomo una advertencia.

—¿No comprendes el poderdel creador? ¿No tortura yenvía al infierno incluso aquienes una vez amó porque nolo amaron del modo que élquería? ¿No es esa la manera deproceder del más alto poder?

Ella pestañeó.Felicidad. Infierno. Los dos

destinos de los muertos.Libertad eterna del temor.Temor eterno, ligado al llanto yal rechinar de dientes. Eso seenseñaba desde el nacimiento.Así eran las cosas.

—Sí —respondió Feyn.¿Debería ella decirle que en

su muerte no había visto nadade felicidad o de infierno?¿Que esa muerte solo estuvollena de nada.

De nuevo la mujer sintió el

extraño deseo de agradarlo.¿Era esto amor, entonces,

como lo conociera una vez?Quizás.¿Lealtad?Sí.¿Renuncia desinteresada?Entrega.—Y para que veas —

manifestó él con una levesonrisa—. Yo también soycomo aquel. Como eseCreador.

—Sí, lo eres.—Lo soy. Y tú me servirás,

cariño, como mi soberana.—Como tu soberana —

asintió ella.—Gobernarás el mundo

como yo te diga.—Como tú digas —

respondió ella inclinando lacabeza.

Él le tendió la mano.—Me obedecerás como tu

creador.

Ella levantó la servilleta delregazo y la puso sobre la mesa.Se deslizó de la silla, a unarodilla entre ellos, le levantó lamano y se la volteó.

—Como mi creador —repitió ella, estampándole unbeso en la palma.

C

Capítulo diez

ABALGARON TODA LATARDE. Rom, Roland,

Jordin y Jonathan. Al sur de lastierras de piedra caliza delcañón de Seyala, a través deterreno escarpado, recorriendocinco kilómetros al oriente de laruta más directa, lejos de losrieles del ferrocarril y de la

carretera principal hacia laciudad.

Al sur, hacia Bizancio.A tres kilómetros fuera de

la ciudad hicieron una pausapara dar de beber a los caballosy dejarlos descansar. Jonathany Jordin se sirvieron en silenciouna comida sencilla de queso ycarne seca. Ninguno de los doshablaba mucho en compañía deotros. Roland se habíapreguntado una vez en voz alta

si en realidad ellos secomunicaban entre sí de algunaotra manera. ¿V e í a elmuchacho más allá de lapercepción mortal normal?¿Podría con una sola miradadiscernir los pensamientos delotro?

Los dos eran misteriosos,incluso para los mortales.Jordin, con su naturaleza pocoexpresiva entre una clase deguerreros de quienes se

esperaba cierta cantidad dearrogancia. Jonathan, con lacarga del mundo sobre loshombros.

Y luego estaba la nuevaamenaza de Saric y sussangrenegras.

La muerte del prisioneroconfirmó algo en elentendimiento de Roland: Lossangrenegras eran unaabominación. Una raza impura.

No obstante, de algún modo

la muerte del individuo habíaperturbado en gran manera alniño.

«El niño». Era curioso vercómo todos ellos aún pensabande ese modo respecto aJonathan a pesar de toda laevidencia de lo contrario. Él eratan fuerte como la mayoría deguerreros de su edad y másrápido que todos a excepciónde unos cuantos entre todos losmortales.

Roland miró a Rom, leofreció un pedazo de cecinaseca, y se la comió él mismocuando el hombre la rechazó.Era consciente de que solohabía algo más que Jonathan enla mente de su líder.

Feyn.Rom había hablado menos

de ella a medida que seacercaba el momento dedespertarla, clara indicación deque había mucho más

revolcándose debajo de lasuperficie. Ahora hablaba aunmenos.

El príncipe nómada admitíasu preocupación acerca de lapotencial ascensión de Feyn,pero solo en la medida en queafectaba la misión de ellos dever a Jonathan en el poder. Lamisión de proteger la línea desangre mortal. De ver florecerla raza superior nómada. Esteera el verdadero propósito de

Jonathan, nada más importaba.Por el bien de los nómadas,Roland moriría para servir a esacausa.

El sol ya estabainclinándose hacia el horizontecuando iniciaron los kilómetrosrestantes al interior de laciudad. Rom, cabalgando alfrente. Jordin, siempre al ladode Jonathan. Rolandflanqueándolos a todos.

A la media hora aparecieron

las débiles luces de Bizancio,no las brillantes hoguerasanaranjadas a las que losnómadas estabanacostumbrados, sino una luztenue reflejada por el cieloopaco. El líder observó aJonathan inclinado en su sillamientras las torrecillas de laciudad aparecían a la vista.

Allí fue cuando le llegó,débil como humo en el viento,pero mucho menos agradable.

Olor a amomiado.Se detuvo, con la mano en

alto. El olor venía del occidentede ellos, demasiado cerca paraser de los habitantes de laciudad… no todavía, al menos.Demasiado cerca, y demasiadodébil para ser de tantos.

Roland espoleó su montura,pasando a Jordin y Jonathan.

—Allí —indicó Rom,levantando la barbilla hacia unbosquecillo de árboles que

ocultaba un pequeño cobertizo,como a ciento cincuenta metrosde distancia. Aquello era pocomás que un trozo derevestimiento apoyado en lostroncos retorcidos de dosárboles.

Carroñeros, escapados delOrden. Dos, por lo que se veía:una mujer con el brazo atado enuna pesada venda, y una chicaadolescente, de cabello negro,tal vez de quince años, con una

notable cojera. Entonces seríanvíctimas de un accidente,huyendo de la ciudad y delcentro de bienestar, y con buenmotivo. Muchos que resultabanvíctimas de enfermedad oaccidentes a menudo noregresaban. El Orden nopermitía recordatorios demortalidad, de lo que todos losamomiados más temían: lamuerte.

Se decía que aquellos que

huían lo hacían en temorsecreto, sabiendo que suscónyuges y los miembros de sufamilia eran obligados bajo elOrden a reportarlos a lasautoridades. Lo cual hacían,porque solo existía el deber alas leyes del Orden.

Estas dos mujeres no teníanninguna posibilidad. Solo encuestión de días lasencontrarían las autoridadesque vigilaban regularmente las

afueras de la ciudad en buscade esta clase de personas.

Jonathan se detuvo entreRoland y Rom, absorto,mirando desde la silla. ¿Por quéese vivo interés? Un amomiadoera un amomiado. Muerto.Enfermo. Digno de mortalidadsolo a través de la aprobacióndel consejo.

—Ellas han huido de laciudad —manifestó Romdirigiéndose a Jonathan—. En

un esfuerzo por vivir.Roland miró hacia el

occidente. El sol se estabaocultando en el horizonte.

—Debemos irnos.Entonces lanzó una última

mirada hacia el cobertizo ysiguió adelante. Jordin esperó aJonathan quien, después de unlargo instante, finalmente diomedia vuelta.

Traerlo había sido un riesgoinnecesario, a juicio de Roland.

Era verdad, la sangre delmuchacho era mucho máspotente que la de ellos y nosobrevivía más de una horafuera de su cuerpo. Pero, con lamisma facilidad, la sangre deellos se le podía dar a Feynpara volverla mortal. Sinembargo, Jonathan erasoberano.

Haciendo completo casoomiso de las amomiadas,Roland cabalgó detrás de sus

otros tres compañeros.Bastante tiempo atrás, los

mortales habían dejado deentrar a Bizancio por mediosconvencionales. Hacía nueveaños, Rowan había emprendidoun nuevo proyecto a nombre deJonathan con el fin de fortificarpartes del sistema dealcantarillado de Bizancio,comenzando debajo de laFortaleza misma yextendiéndose hacia el borde

norte de la ciudad. Las antiguasalcantarillas que habíanresistido milenios fácilmentehabrían resistido mil años más,pero gracias a Rowan una partede ellas se había conectado deforma conveniente para formaruna ruta subterránea dentro dela ciudad.

Fue por esta ruta donde elcustodio se reuniría con Rowanpara tratar la atención de Feyn.El mismo camino por el que los

espías de Rom habían ido yvenido desde el capitolio sin servistos.

Llegaron a una colinaexactamente en las afueras de laciudad. Allí un desagüemetálico del tamaño de unhombre se abría dentro de unlecho pedregoso que una vezhabía sido un río de drenajesuperficial.

Desmontaron en un bosquede escasos árboles, ataron los

caballos y sacaron antorchas delas alforjas en medio de laoscuridad.

—Jordin —dijo Rom—. Túllevarás el caballo tuyo y el deRoland a la parte trasera de labasílica… la Basílica de lasTorrecillas. Deja los otros dosaquí.

Jordin le lanzó una miradaaguda y luego miró a Jonathan.La piel de ella aparecía morenaen la penumbra, emanando su

propia clase de brillo.—No corremos riesgos con

Jonathan —expresó Rom,viendo la renuencia de la joven—. Necesitamos dos rutas deescape. Espera detrás de labasílica con los caballos. Si nohemos vuelto en tres horas,regresa y reúnete con nosotrosaquí.

La mirada de Jordin sedirigió de Jonathan a Rom. Ellaasintió.

Esa era la decisión correcta.La chica era quien teníamayores probabilidades de salirlo más rápido y discretamenteposible.

Rom se levantó la capucha.Roland ya se había puesto lasuya y estaba poniéndose unabufanda negra sobre la nariz yla boca. Esto no era con el finde enmascarar el olor en eldesagüe, sino por algo muchomás ofensivo: el hedor de

quinientos mil amomiadoscaminando, respirando yviviendo en temor.

Jonathan regresó a miraruna vez a Jordin sin decir nada,y luego se puso la capuchasobre la cabeza.

Después atravesaron ellecho rocoso de drenaje hacia eldesagüe, encendieron lasantorchas, y entraron a laoscuridad asentada sobre laciudad.

Rom no había entrado en estostúneles durante seis meses,desde la última vez que sereuniera con Rowan en lacámara de letargo de Feyncomo había hecho dos veces alaño por casi una década.

Se movió rápidamente através del desagüe, dejandoatrás el hedor de heces de ratas,la basura de la ciudad, laputrefacción y el moho que sefiltraba a través del grueso

tejido de la bufanda sobre laboca y la nariz. La imagen delcuerpo de Feyn le flotaba en lamente.

Inmóvil. Pálida. Laspestañas tan características queél esperaba que ella abrieradentro del tanque lleno delfluido. La mano con uñas tanmeticulosamente arregladas. Eldedo con el anillo de piedra deluna.

Feyn había estado en

letargo tanto tiempo que lospocos días que él la habíaconocido se parecían menos aun recuerdo y más al vestigiode algún sueño.

Un sueño que los habíallevado a este momento, aquí.Ahora.

Rom agarró el ritmo, lasbotas salpicaban a través de lossedimentos asentados en elfondo del sumidero. Regresó amirar a Jonathan, quien se

movía con todo el sigilo de losnómadas, cabeza agachada, y aRoland como una sombradetrás de él.

Justo adelante el desagüe seabría dentro del túnel deladrillo de la alcantarilla. Laabertura era nueva, reforzadacon una armadura de acero,pero el ladrillo era antiguo.Entraron al túnel, que estabalevemente más abajo del bordedel desagüe y lleno con unos

quince centímetros de agua.Los túneles se estrechaban

debajo del centro de la ciudad,cerca de la terminal norte delsubterráneo. Una rejilla en laparte superior del túnel emitíauna luz tenue, oyéndose luegoel chirrido lejano de frenossobre ruedas.

—Aguarden —exclamóRom—. Solo es el subterráneo.El transporte público.

Una ráfaga de aire entró por

la rejilla después de otrochirrido lejano.

Hedor a amomiado.—Mantengámonos en

movimiento —ordenó éldespués de oír al muchachoparado detrás de él.

Más allá de la terminal, elchirrido de frenos sedesvaneció a medida que ellosingresaban a lo profundo de laciudad. Después de otros diezminutos el túnel se abrió dentro

de una gran cámara con gruesascolumnas que se levantabancasi dos pisos hacia un techoabovedado. Una caja eléctricaocupaba la mitad de la pared, yde ella salían cables en todadirección; la cubría una jaulametálica con candado y emitíaun leve zumbido. Escaleras demetal llevaban a una columnillade dos pisos que rodeaba lacircunferencia del nivelsuperior; cuatro pasillos

arqueados se abrían en elladrillo, cada uno en unadirección distinta.

—Subamos —decidió Rom,asintiendo hacia la escalera enespiral que subía al costado dela pared.

Los tres ascendieron,haciendo resonar las botas enlos peldaños metálicos, luegorodearon la columnilla superiorhacia el arco del pasaje norte.

Rom podía oír la

respiración del muchachodetrás de él, los rápidosmovimientos de un roedor, yargamasa desmoronándose,aquí, donde los ladrillos eranlos más antiguos de todos.Olisqueó el aire estancado.

Lugar de secretos.Emergieron del túnel y se

acercaron a una puerta, cuyomarco de piedra parecía tanantiguo como la historia de laciudad misma, excepto por las

evidentes adiciones de cableseléctricos adheridos al borde.La cerradura en la puertatambién era moderna.

Solo tres personas tenían lallave de esta puerta: Rowan, elcustodio, y el amomiado queatendía a Feyn. Rom habíaobtenido la llave antes de salirdel campamento, pero ahoravio que sería totalmenteinnecesaria, pues la puerta noestaba cerrada, sino un poco

entreabierta.La atravesó y entró,

antorcha en alto.Unos nichos oscuros, del

tamaño suficiente para contenerun cuerpo, habían sidoexcavados en las paredes comocuencas de ojos de unacalavera.

Él corrió por la primeracámara hacia la criptaabovedada más allá. Hasta elgran sarcófago en el centro del

salón, con sus antiguoslabrados y tubos metálicos queserpenteaban a través de hoyostaladrados en la piedra.

Habían hecho a un lado lapesada tapa y la habían puestosobre su borde en el piso depiedra entre el sarcófago y lapared de la cripta.

Rom corrió hacia delante,mientras la antorcha irradiabaluz al caparazón de cristal.

Vacío. Unos tubos cortados

colgaban inmóviles en lacámara llena de fluido. Así queera verdad. Había tenido unaescasa esperanza de que lahistoria del espía hubiera sidoun error.

Se volvió hacia Jonathan,quien miraba alrededor de lacámara con ojos desorbitados.

—Como se esperaba —dijoRoland.

—La hallaremos —expresóRom tomando una lenta

inhalación.—¿Estás seguro de que

conoces el camino? LaFortaleza tiene cinco kilómetroscuadrados.

—Esperemos que así sea —contestó él asintiendo.

Los guió por fuera del salóny luego bajaron por el pasajesubterráneo. Habíantranscurrido nueve años desdeque él atravesara estos pasillosde muerte y jaulas de prisiones.

La mayoría de esas prisioneshabían sido selladasinmediatamente después decomenzar la regencia deRowan. Arriba, cerca de laentrada de servicio, con supasillo posterior…

Un pasillo que él recordabadesde una noche surrealista enque había secuestrado a lamisma Feyn. Una vida atrás.

Si lo hizo antes, podíahacerlo otra vez.

—¿A dónde nos llevaráesto? —preguntó Roland.

—A la alcoba de lasoberana.

—Tú conoces el caminohacia la alcoba de la soberana—enunció el nómada en untono extraño—. Yo deberíahaberlo sabido.

Rom no respondió.Los guió por el pasillo, la

mano libre en alto pidiendosilencio, y luego a la parte

superior de un estrecho tramode escaleras oscuras. La débilluz se filtraba más allá delborde inferior de una pesadacortina de terciopelo. El líderles indicó que apagaran susantorchas y esperaran.

El olor a amomiado erainconfundible, junto con el develas ardiendo. El persistentearoma de una comida… carne.Vino.

Un olor más profundo.

Sangrenegras.El pulso de Rom se aceleró.

Bajó las escaleras pisandosuavemente e hizo a un lado elborde de la cortina.

Débil resplandor de luz develas a través de la cámaratenuemente iluminada. Débilson de… ¿violín? Ya no estabala comida; el olor venía de lasala del frente, adyacente aldormitorio.

El olor a amomiado era más

fuerte. A sangrenegra.Saric debía de estar cerca.Una figura al pie de la

extensa ventana. Una mujer,vestida de terciopelo azul, unbroche de diamantes en el pelo.Sentada ante un escritoriorepleto de periódicos.

¿Feyn?Rom quiso aplacar la

respiración, deslizándose másallá de la cortina con el solosusurro de un roce. Miró a su

izquierda, hacia el vestidor, ylevantó la mirada hacia eltecho, notando el débil bordemal emparejado de yeso dondehabía sido reparado.

El corazón le palpitaba confuerza, demasiado fuerte.

Dio varios pasos hacia elcentro de la recámara y sedetuvo.

—Feyn.La mujer del escritorio hizo

una pausa, periódico en mano.

Bajó el diario, muy lentamente,y luego se volvió en la silla.

Se trataba de Feyn, y estabaviva.

Entonces él recordó, todo ala vez: el día en que la habíasacado de la ciudad, la maneraen que ella había obtenido vidacuando él le dio la sangre. Lasmaneras en que la joven habíareído, y cómo luego lo habíabesado. Le había pedido que sefuera con ella.

Cuán diferente podríaentonces haber sido todo. Peroestaba Jonathan.

Y Avra…La última vez que vio a

Feyn fue el día de la toma deposesión. Ella había caído derodillas, los brazos extendidos,un terrorífico grito saliéndolede los labios tan hermosamentejuntos entonces. La sangrefemenina había salpicado laplataforma mientras caía, herida

por la espada del custodio…Una horrible imagen que le

había perseguido en sueñosdurante años.

Ahora, con la luz delcandelero iluminándole elcabello como una aureola,sintió que la respiración se lecalmaba. Había olvidado cuánreal y absolutamente hermosaera.

—Soy Rom —informó él,cuando la dama no dijo nada.

Feyn era la imagen de lacompostura, las manosdobladas en el regazo. Dospreciosas piedras azules lecolgaban de las orejas.

—Rom —reaccionó ella.Él dio dos pasos y se

detuvo, mirando. Feyn no selevantó. Ni corrió paraencontrarlo. Ni explicó a gritoscómo Saric se la había llevado.Rom había esperado algo másque este dominio propio. Pero

por supuesto que él deberíahaberlo sabido. Ella habíavuelto a ser amomiada, educadapara comportarse como alguiensin miedo, sin importar cuánagudo lo sintiera…

—Es verdad entonces —expresó Rom—. Saric te tomó.

Nada.—¿Cómo lo hizo?Ella se levantó de la silla.—Una vez más invades mis

aposentos, Rom Sebastian. La

historia se repite, después detodo.

Feyn cruzó las manos,colocando la izquierda sobre laderecha. No había ningunaduda del pesado anillo delcargo en su dedo. Soberana.

Él había venido sin esperarnada menos, pero verlo tanvívidamente confirmado…

Nueve años pasaron en eseinstante ante sus ojos. Las vidasde Avra. De su madre. Su

padre. El primer custodioanciano con quien se habíatopado.

Cada recuerdo ahora amerced de ella.

Se acercó a Feyn, casiesperando que la mujer dieraun paso atrás asustada. Pero nolo hizo. Al contrario, ella lepermitió ponerse sobre unarodilla y agarrarle la mano.

Rom había estado tandistraído por verla viva que

había desechado los olores delcuarto, pero ahora, tan cerca deella, estos se manifestaron otravez, exigiendo ser notados.

Sangrenegra. Tan fuertecomo alquitrán en las fosasnasales.

Levantó la mirada hacia losojos de Feyn. Negros.

Por un momento se quedóhelado. Ahora notó la manchanegra de la vena hacia la mejillafemenina.

La mirada de ella nocontenía miedo. La mujerparecía estar aceptando a Romcomo si su súbita cercaníahubiera encendido una extrañafascinación. Recuerdos,quizás… un tumulto deemociones atravesándole esosojos como un mosaico confuso.

—Feyn —dijo Rom,deshaciéndose de su pánico—.Hallaremos una manera dearreglar esto. ¿Dónde está Saric

ahora?La mirada de ella se desvió

hacia la izquierda de Rom, porencima del hombro. Él se giró,esperando ver al mismísimoSaric. En vez de eso seencontró mirando a Jonathan yRoland. Ambos tenían lascapuchas abajo, y las bufandasretiradas de los rostros.

—¿Quiénes son estos? —indagó Feyn, pero algo en sutono le dijo a Rom que ella ya

lo sabía.El joven se hizo a un lado.—Este es Jonathan. El niño

por quien diste la vida.El silencio cayó mientras

ella y el muchacho seconsideraban entre sí en mediode la recámara tenuementeiluminada.

—Jonathan… —balbuceóFeyn de manera casiimperceptible.

—Sí.

Miró a Rom y luego pasó asu lado, deteniéndose muycerca de Jonathan, quien laobservaba sin pronunciarpalabra.

—Te recuerdo —declaróella—. El niño sobre el caballo.Viniendo a ocupar el trono alque renuncié. Y ahora estamosaquí. ¿Qué debemos hacer?Dos soberanos. Pero solo uno.La mirada fija de Feyn pasó delos ojos de Jonathan y le

recorrió las trenzas. Alargó lamano, tomando varias entre susdedos, rozándolascuidadosamente con el pulgar.Todas estaban atadas concordones negros por suhabilidad en los torneos yadornadas con plumas…regalos de los niños.

—Yo también te recuerdobien —tuteó él en voz baja.

—Decían que estabaslisiado.

—Lo estuve. Pero mi piernasanó.

—Debido a su sangre —juzgó Rom—. Como la que túingeriste una vez, pero muchomás. Todos la hemos tomado.Ahora vemos de maneradistinta. Sentimos emoción,pero la apreciamos en formascomo nunca antes. Ahorasomos muchos. Nos llamamosmortales.

—¿De veras?

—Tú moriste por mí —expresó Jonathan—. Te debo lavida.

Feyn se quedó en silencio.Una lágrima le brotó del rabillodel ojo. Jonathan levantó lamano, como para tocarla, peroantes de que pudiera hacerloella le soltó la trenza y la apartórápidamente.

Entonces se volvió haciaRoland.

—¿Y quién es este?

—Él es Roland.—Un nómada —añadió la

mujer con voz contemplativa,como si no solamenteobservara la estatura, sino lamisma naturaleza del hombre;luego inclinó la cabeza—. Nosolo nómada, sino príncipe,creo. De modo que las historiasson reales. Ustedes existen, apesar de todo.

—Realmente sí —señalóRoland, inclinando también la

cabeza.Él le mostraba respeto, pero

Rom sabía que el hombre no seinclinaría ante el Orden,realmente ante ningún otroamomiado. Solamente otromortal habría notado la maneraapenas perceptible en que él laolió cuando se dirigió a ella. Laforma en que las fosas nasalesaletearon levemente al oler a lasangrenegra. Y este olor erafuerte. Fuerte, pero distinto al

olor de aquel sangrenegra queRoland llevara al campamento.

—Supongo que hasasumido el cargo de su anillo—declaró Roland—. ¿Ante elsenado?

—Sí.—Debemos apurarnos —

informó él, mirando a Rom.—Feyn… —balbuceó Rom

haciendo de lado la pregunta yasintiendo con la cabeza—.¿Recuerdas por qué diste tu

vida por el niño?—Lo recuerdo —contestó

ella mirándoloinexpresivamente con ojososcuros.

—Entonces sabes cuánimportante es que él gobierneeste mundo…

El hombre esperó larespuesta, con la respiración envilo.

Ella no dio ninguna. Peroeso era bastante bueno por

ahora.—Él debe hacer que el

mundo vuelva a la vida desdeeste cargo, sea como soberanoo a través de ti —explicó Rom,e hizo girar la mano—.Podemos idearlo todo después.Por ahora debemos actuar enfunción de lo que sabemos: queSaric desea gobernar. Nosabemos cómo se las arreglópara permanecer vivo yencontrarte, pero él solo puede

tener un propósito.Seguramente ya conoces susintenciones.

Rom no podía asegurar siella estaba perpleja, o tan solole permitía hacer la petición.

—Hace nueve años, comosoberano, Saric cambió lasleyes de sucesión —continuó,eligiendo cuidadosamente suspalabras—. Comprende que simurieras ahora, é l seconvertiría en soberano. No

Jonathan.Feyn titubeó y luego ofreció

un asentimiento simple y pocoprofundo. —En cualquiermomento él podría extender lamano, matarte y subir al poder.

—Saric no me matará —afirmó ella.

—¿Y qué lo detendría?—El amor.—¿Amor? ¡El diablo no

sabe de amor!—¿Soy entonces el diablo?

—objetó ella con una cejalevantada.

Este fue un desafíoexpresado con suavidad, no encalidad de pregunta.

—No. Pero no podemoscorrer ningún riesgo. ¡Debesrecordar el destino de Jonathande gobernar y salvar al mundo!

Feyn cambió la miradahacia el muchacho, quienpareció volver a embelesarla.

—¿Es así como sientes? —

le preguntó.—Mi sangre trae vida —

respondió él—. No muerte. Túmoriste una vez por mí… noquiero que vuelvas a morir.

La mujer y el muchacho seenfrentaron como dos almasperdidas que se reúnen porprimera vez. Los dos soberanosinseguros en medio de unaencrucijada crítica. Jonathansolo estaba siendo astuto, pensóRom. Feyn…

La soberana estabacríticamente confundida.

—¿Cómo te revivió Saric?—quiso saber Rom.

—Con su sangre —aseveróella—. ¿No es así como tú memostraste una vez la vida? ¿Através de sangre?

—¿La de él? —objetó Rom,¿cómo era posible?—. ¿La deSaric?

—¿Te sorprende esto?—¿Estás insinuando sangre

de su cuerpo?—De sus venas —aclaró

ella.La revelación se sintió

como un golpazo.—No tenemos tiempo —

advirtió Roland, mirando haciala puerta.

—No puede habercomparación entre cualquiercosa que haga evocar laalquimia de Saric y la sangre deJonathan —explicó Rom

levantando la mano—.Seguramente sabes eso.

No hubo respuesta.Roland tenía razón. Tenían

poco tiempo.—Debemos revertir lo que

Saric haya hecho. Debes tomarla sangre de Jonathan.

Aun mientras Rom lo decía,la imagen del sangrenegraderrumbado en la silla learrastró la mente hacia elpasado.

—¿Funcionará? —indagó,mirando a Jonathan.

—Podría ser—afirmó elmuchacho asintiendolentamente.

—Tiene que serlo. Tenemosque hacerla mortal y resolvereste problema de sucesión.

—Hay algo diferenterespecto a ella —informóJonathan tranquilamente.

Era verdad. Feyn apestaba asangrenegra, pero no en la

misma manera que el de esamañana. Y de pronto Rom tuvola certeza de conocer el origendel olor distinto.

—Ella bebió la sangre —mencionó Rom volviéndose aJonathan, con ojos llenos deesperanza—. La sangre antigua.No lo suficiente, pero ya probóla vida una vez.

—Tal vez así sea —opinóJonathan, mordiéndose el labio.

—Roland —exclamó Rom,

extendiendo la mano hacia susegundo—. La endoprótesisvascular.

Roland sacó el envoltorionegro del custodio de debajo dela capa y se lo pasó a Rom.

—Feyn… —titubeó Romlevantando la vista paralocalizarla mirando por la granventana hacia el oscuro cielo deafuera.

Ella se volvió ante el sonidode su nombre.

—Comenzaremos solo conuna gota —consideró,colocando el envoltorio sobrela cama, desatando las ataduras,desenrollándolo y levantandolos guantes que el custodioinsistió en que usara.

—Deberás sentarte tranquilapor un momento.

—Demasiada cháchara —concluyó ella, cruzando losbrazos—. Como si yo noestuviera aquí.

—Lo siento. Realmentepodrías tomar mi sangre…tiene ahora esa propiedad.Cualquiera de nosotros puedetraer vida a otra persona.

—Igual que Saric.—Sí. No. De ningún modo

es igual. No hay sangre tan puracomo la de Jonathan. Si hayuna sangre que puede salvarte,es la de él. Por eso insistimosen venir.

Feyn observó a Rom con

una leve sonrisa y unainclinación de cabeza.

—Ahorra tu sangre,Jonathan, para quienesnecesiten salvación.

—¡T ú necesitas salvación!—contestó bruscamente Rom.

—¿La necesito? ¿Teparezco herida? ¿Igual quealguien enfermo? ¿Alguiencerca de la muerte en laAutoridad de Transición?

—¿Autoridad de

Transición? —preguntóJonathan.

Feyn se volvió de Rom aJonathan.

—A donde van a morir losenfermos y defectuosos, lejosde un público temeroso. Adonde son enviados todos losque ofenden por su mismamortalidad.

Rom la miró, impresionadopor la elección de palabras.¿Mortalidad?

—¿Dónde está ese centro?—indagó Jonathan.

—¿No lo sabes? En elborde sureste de los extramurosde la ciudad. Es donde tedebieron llevar al haber nacidocon una pierna torcida como laque tenías.

—No vinimos por ellos —objetó Rom, luchando con unarepentina oleada de pánico—.Vinimos a ayudarte.

—¿A ayudarme en qué,

Rom? ¿A devolverme la vida?Ya lo hice una vez.

—¡No es vida esto quesientes!

—¿No lo es? Siento dolor.Siento remordimiento. Sientoplacer… —declaró elladeslizando la mirada haciaRoland y volviéndola a Rom—.Ambición. Gran propósito. Ysí, amor. He hallado una vidahermosa, Rom Sebastian.¿Cómo puedes saber que esta

es menos que la tuya? ¿Que miamor es menos que el quesientes? La respuesta es: nopuedes saberlo. Siento tantabelleza y alegría de encontrarmeviva hoy, esta noche, como laque sentí una vez contigo.

—Eso no puede ser —exclamó Rom como si se lodijera a sí mismo—. Estásconfundida. Nueve años enletargo te han dejado débil.

—Pues no estoy

confundida. Soy la soberanadel mundo. Estoy viva debido ami creador. No necesito tuayuda.

—¿Tu creador? —cuestionóRom, alzando la voz.

Ella lo miró un buen rato,sin expresar frustración niesperanza. Quizás la cabeza leestaba girando con los doloresdel renacimiento.

Pero todavía… ella nohabía experimentado ningún

renacimiento. No podía ser.—Deben irse ahora —

declaró Feyn.—Saric te matará si no nos

permites ayudarte, Feyn. Debesver eso. ¡Toda esperanza sehabrá perdido!

—Deben irse. Ya.—¡Por favor, Feyn!—¡Guardia!

N

Capítulo once

UEVE AÑOS ANTES, ELmundo había hallado

esperanza a través de la muertede una mujer. Hoy, esaesperanza se había hechoañicos al regresar ella de latumba.

Feyn, la soberana delmundo, una vez de corazón

puro, rehecha por una fuerzasiniestra empeñada en aplastar aJonathan. La mujer a quien élhabía amado.

Y ahora ella mismatraicionaba su voluntad paracon una simple orden hacerpermanente ese empeño.

Estos pensamientos saltabanpor la mente de Rom Sebastianmientras su realidad sederrumbaba alrededor de él,amenazándolo con debilitarlo

frente a la única tarea que hacíadiscutibles todas las demás.

Salvar a Jonathan.El grito aún estaba en la

garganta de la soberana cuandoRom se movió, viendo todo auna velocidad solo conocidapor los mortales: el mundodesacelerándose lentamentealrededor de él.

—¡Roland!Rom atravesó la recámara

en tres zancadas gigantescas,

cerrando de golpe la puerta. Elnómada estaba allí, empujandola peinadora de Feyn, el mueblemás cercano, frente a él.

Unos nudillos tocaron lapuerta del dormitorio.

—¿Mi señora?Feyn asimiló todo esto con

ojos desorbitados, pero novolvió a gritar.

—¡Mi señora!Esta vez más urgente.Rom chasqueó los dedos a

Jonathan y le gesticuló hacia laescalera cubierta por la cortina.

—¡Aprisa!Los toques de nudillos se

convirtieron en golpes de puño.Rom hizo a Roland una

señal de seguir a Jonathan yestaba en medio de lahabitación cuando el puñosobre la puerta volvió agolpear, astillando esta vez elpanel de madera. La facilidadcon que el guardia rompió la

puerta detuvo a Rom por unafracción de segundo. Él sabíaque los sangrenegras eranfuertes; sin embargo, ¿quéfuerza haría añicos con talfacilidad una gruesa puerta?

Pudo oír a Roland yJonathan subiendo por laestrecha escalera. Con unaúltima mirada atrás hacia Feyn,quien aún se hallaba anclada alsuelo, Rom apartó a un lado lacortina y subió tras ellos.

—Izquierda —ordenó,deslizándose por delante de suscompañeros—. Mantente detrásde Jonathan.

Los tres corrieron por elpasillo, atravesaron una puertaal fondo y bajaron volando otraescalera que iba a parar a unsalón oscuro.

Rom giró hacia atrás,respirando de manera densa.Podía oír pisadas corriendo porel corredor… cortándoles la

dirección por la que venían.Miró a Roland. Él también lashabía oído.

—Salgamos a la superficie—ordenó rápidamente Rom envoz baja—. A través de la calle.

Se puso la capucha y sedirigió a Jonathan.

—Sígueme y no te detengaspor ningún motivo. Diezcuadras hasta la basílica… nopuedes dejar de ver las torresen medio de esta luz de luna.

Las más altas que veas. Si algopasa, sigue adelante.

Entonces se dirigió aRoland:

—Elimina cualquieramenaza. Si debemossepararnos, nos encontraremosallá.

Rom corrió hacia la puertaque salía al pasillo exterior y laabrió, agrietándola. Miró haciaafuera por un instante antes dedeslizarse por ella y salir

corriendo hacia la entradaprincipal del palacio, girandoen la siguiente esquina. Habíaestado a la fuerza en laFortaleza con demasiadafrecuencia para su gusto, peroahora daba gracias por habermemorizado su trazado.

Jonathan estaba cerca detrásde él. Como todos los mortales,había aprendido a maximizar suhabilidad de ver en medio deuna pelea, lo cual le daba gran

ventaja contra cualquieramomiado. Los sangrenegraseran un asunto diferente, peroRoland había matado a cuatrode ellos con bastante facilidad.Si se topaban con lo peor,Jonathan podría ser capaz dedefenderse por sí mismo hastaque Rom o Roland pudieranintervenir.

Sin embargo, se habíantopado con lo peor. Mientrascorrían, Rom se avergonzó de

la insensatez de arriesgarse aponer en peligro a Jonathan.

Se detuvo en la esquina,echó una mirada al callejón,encontrándolo vacío, y los guióhacia delante. Caminaron apasos uniformes, directo haciala entrada principal.

Resonaban pisadas y ungrito de alarma por un pasajelateral desde la dirección delapartamento de Feyn.

Rom se detuvo ante las

puertas con la mano en la barray se volvió rápidamente aJonathan.

—No dejes nuestrasespaldas. Por ningún motivo.

El aún por ser soberano ledevolvió una seca inclinaciónde cabeza. Soberano, porquedebía haber una manera.

El líder miró a Roland.Protégelo con la vida. Laspalabras no necesitabanexpresarse.

Abrió la puerta de unempujón. Deslizándose por ellaen medio de la noche,revisando con la mirada laoscuridad.

Seis amplios escalones demármol descendían delante deellos hasta la pasarela dehormigón, blanca a la luz de laluna. Más allá, césped cuidado,altos arbustos contra el muro dediez metros de alto de laFortaleza, y los herrajes

decorativos de la puerta lateral.Dos guardias en la caseta.

La amplia calle más allá delportón de hierro corríaperpendicular al perímetro de laFortaleza. Al final del caminoun callejón cortaba hacia elnorte antes de entrar a unlaberinto de calles que losllevaría a la Basílica deTorrecillas, donde Jordin losesperaba con dos caballos.

Oyó que Roland

desenvainaba sus cuchillos,entonces Rom señaló alguerrero hacia adelante con unmovimiento de cabeza,agarrándole la manga aJonathan.

—¡Mantente cerca! —susurró.

Antes de que Rom diera suprimer paso, Roland lo pasó.Dos largos saltos hasta el fondode los escalones. El príncipenómada travesó corriendo la

grama, directo hacia el portónde entrada. No había lugar parala moderación; haría lo quedebía hacer, dado lo que estabaen juego.

Detrás de ellos, los sonidosde persecución se hacían másfuertes. Veloces.Multitudinarios. Cerca…demasiado cerca. Él podíaolerlos.

Sangrenegras.Rom agarró a Jonathan por

el brazo, instándolo acontinuar, más rápido. Hasta elfondo de los peldaños, a travésdel césped en las pisadas deRoland.

Pero entonces Rolandcambió repentinamente elcurso, la mano levantada, señalde advertencia y ahora Romsupo la razón: la penetrantefetidez de una ciudad llena deamomiados había ocultado pormomentos el hedor a

sangrenegras.Viraron hacia el portón,

comprometidos, muros de diezmetros a cada lado. O era através del portón o por ningunaotra parte.

Con una simple miradasobre el hombro, Rom soltó aJonathan y extrajo sus doscuchillos de lanzar. Roland sedeslizó contra la pared de lacaseta de guardias, frente aellos, una pequeña pausa,

girando luego a través de lapuerta.

Un gemido. Dos. Nada más.Se detuvieron contra la

caseta mientras Roland salía,hojas chorreando sangre en lospuños. En otro lugar y tiempo,Rom habría exigido perdonar aamomiados inocentes, peroahora no era ni el momento niel lugar. Sencillamente no habíatiempo para conjeturas.

El guerrero metió una llave

en la cerradura, retorció confuerza, pateó la ancha parrillade hierro, manteniéndose firme,pies en tierra, a fin de enfrentara los sangrenegras que corríanhacia él desde el perímetroexterior.

El sigilo ya no era un lujo ouna ventaja con que contaran.

Sí lo era el hecho de ver.Rom vio cada movimiento

con intensa precisión,increíblemente lento, como el

batir de alas de un murciélago.La acometida de dos

sangrenegras que seaproximaban al príncipe, quiense hallaba con las piernasextendidas y los músculostensos, cuchillos en las caderas,cabeza inclinada hacia abajo,impávido.

Se acercaban a él. Una velozzancada…

Dos…Tres…

Ante la vista de Rom, cadamovimiento prolongado deestos sangrenegras sucedía másrápido que con cualquieramomiado o mortal que algunavez hubiera visto.

Sacaron hacia atrás lasespadas.

Fue entonces, con susflancos expuestos, cuando lasarmas de Roland brillaron,como serpientes abalanzándose.

Pero el príncipe era

demasiado lento.Rom lo vio todo en un

instante alargado: Rolandcomprometido, amboscuchillos soltándosele de lasyemas de los dedos. Volando.

El primer cuchillo se leincrustó a uno de lossangrenegras en la garganta,corte profundo.

Pero el sangrenegra a laderecha de Roland se moviójusto a tiempo para evitar el

impacto del arma voladorahacia él. Se había movido másrápido de lo que el nómadapudo haberlo hecho. ¡Unavelocidad que armonizaba conla fuerza increíble que tenían!

En vez de eso, el segundocuchillo cortó a lo largo de laclavícula del sangrenegra… unapunzante cuchillada quereduciría la velocidad a unhombre más débil, pero que nohizo nada para detener la

espada de este hombre,arqueada hacia la cabeza deRoland.

El nómada se lanzó haciaatrás, justo a tiempo para evitarla hoja del sangrenegra; laventaja de Roland ibaacompañada de sus cuchillos.El sangrenegra no permitió queel impulso de su movimiento lecomprometiera el equilibrio,sino que lo usó girando paraacometer de nuevo.

Rom, absorto aún en lasconsecuencias de la velocidadde los siniestros guerreros deSaric, no reaccionó a tiempo.

Tampoco pensó en detenera Jonathan, quien pasó volandoa su lado y se estrelló por detráscontra las piernas de Roland,haciendo que se combaran; laespada del sangrenegra le pasósilbando sobre la cabeza sincausarle ningún daño.

Las manos de Rom

brillaron al encajar en lasempuñaduras talladas de suscuchillos. Se lanzó haciadelante, encorvando la partesuperior del cuerpo al extenderlas muñecas que se movieron atoda prisa hacia delante desdelas caderas, palmas abajo, sinmolestarse en afinar la puntería.El blanco era demasiado difícilpara fallar.

Todo sucedió endesacelerados instantes,

haciendo que la elasticidad deltiempo olvidara lo relativo a latensión: Jonathan, aterrizandosobre el hombro cuandoRoland empezaba a levantarse,con los labios distorsionados enun gruñido.

Las hojas de Romgolpearon el pecho delsangrenegra, separadassolamente unos quincecentímetros.

Jonathan rodando a sus

pies.Moviéndose con

flexibilidad, el muchacho sebarrió por debajo, los dedoscerrados alrededor de laempuñadura de la espada delsangrenegra exactamentecuando el compañero de este,aturdido por los cuchillos deRom, reanudaba el ataque demanera increíble, arma enmano hacia atrás.

Con un grito salvaje,

Jonathan giró trescientossesenta grados, espadaextendida en un arco mortal. Lapesada hoja cortó el brazo delsangrenegra exactamente sobrela muñeca, mano y espadavolaron dando vueltas, porencima de la cabeza.

Roland se estiró hacia elarma, la enganchó en el airecon ambas manos, una en laempuñadura y la otra en losdedos que aún la agarraban, e

hizo oscilar la hoja con unrugido que suavizó el eco delgrito de Jonathan.

La espada se deslizónítidamente por el cuello delsangrenegra. El cuerpodecapitado se tambaleó por unbuen rato y luego cayó deespaldas sobre el asfalto.

Rom, Roland y Jonathanpermanecieron agazapados porun instante más prolongado ysuspenso.

Más sangrenegras venían,bajando pesadamente por losescalones de piedra del palacio.La alarma se extendió como unincendio a través de Rom.

—¡Jonathan! ¡La espada!El muchacho le arrojó la

espada. Fue bueno ver que elfuturo soberano podíacontrolarse en pelea real, perola mirada en el rostro deJonathan traicionaba un horrorque Rom temió que lo

comprometiera la próxima vez.La violencia más allá de lostorneos no era su naturaleza.

¿O sí?—¡Aprisa! —exclamó Rom

abalanzándose hacia Jonathan,tirando de él al pasar—.¡Roland, atrás!

El nómada giró justo atiempo para atacar a dossangrenegras que corrían haciala puerta, otros tres detrás deellos.

Rom se esforzó pormantener el paso de sudefendido, quien en numerosasocasiones había demostradoestar entre los tres corredoresmás veloces del campamento.

—Adelante… al callejón ala izquierda.

—¿Roland? —exclamóJonathan lanzando una miradapor encima del hombro.

—Puede manejarse solo.Nos está dando tiempo.

El líder de los mortales giróhacia atrás para ver la espadade Roland en pleno apogeo,cortando a uno de lossangrenegras con la precisióncon que Rom había llegado acontar. Habiendo calculado maluna vez la velocidad de susadversarios, con casi fatalesresultados, Rom sabía que novolverían a agarrardesprevenido a Roland.Ninguna de las creaciones de

Saric podía igualar la habilidaddel guerrero. Él estaba segurode ello.

Pero Rom tenía otroproblema: ese hedor másoscuro de muerte, tan opacadopor los amomiados de laciudad, que venía de másadelante.

Casi habían llegado alcallejón cuando una formaoscura les salió al encuentro,cerrándoles el paso. Más allá de

él, dos sangrenegras másatravesaban corriendo la calle.¡El lugar estaba abarrotado deellos!

Haciendo caso omiso deuna punzada de pánico, Rom sevolvió hacia Jonathan, quien élsabía que estaba desarmado. Elescape del muchacho era loúnico que importaba ahora.

—Corre por ese callejónhacia la Basílica de lasTorrecillas. Llega hasta donde

Jordin. No pares por ningúnmotivo. Los encontraremosfuera de la ciudad.

Sin esperar respuesta, Romviró hacia su derecha, directohacia el primer sangrenegra.

—¡Roland! —exclamó, sugrito resonó en la calle—.¡Vienen más!

Entonces hizo oscilar laespada cuando el sangrenegramás cercano se movía parabloquearle el paso a Jonathan.

Con un solo golpe enterró lapesada hoja en el pecho delsujeto.

—¡Corre! —le gritó—.¡Ahora!

Jonathan esquivó el cuerpoque se desplomaba y dobló enla esquina a toda velocidad. Ibasolo y a toda prisa. Condinamismo.

El Creador lo ayudaría.Rom estaba tan distraído

con la idea de este último riesgo

que casi no evitó una hoja quevenía. La bloqueó en el últimoinstante, entrando a saltos en lacalle, lejos del callejón. Lejosdel sendero por donde huíaJonathan.

Esta noche habría sangre enesta calle, pero al menos nosería la de Jonathan.

Los dos sangrenegras se levinieron encima a la vez.

—¡Roland!

H

Capítulo doce

ABÍA PASADO UNA HORAdesde que los otros entraran a

esta ciudad de muerte. Unahora que Jordin había pasadocombatiendo su propia batalla:concretamente, el terrible temoral daño que pudiera sufrirJonathan.

¿Y si los sangrenegras ya

estuvieran en la Fortaleza? ¿Ysi fueran más formidables de loque Roland describió? ¿Y si allíhubiera cientos de ellos?

¿Y si, y si, y si?Debió recordarse que

Jonathan estaba con Rom yRoland, quienes podían abrirsepaso en la más difícil de lassituaciones. También, que elmismo Jonathan era rápido ysorprendentemente habilidoso.Pero la verdad es que ella no

estaba segura de que, llegado elmomento de matar, él pudierahacerlo.

¿Y si Jonathan resultabaherido o prisionero? ¿O sisimplemente no quisiera usar laespada?

¡Ella debió haber ido!Con los nervios de punta,

Jordin se había apresurado porla ciudad, con la capuchacalada sobre la frente,recorriendo tantos callejones

como podía hallar con los doscaballos, evitando el penetranteolor a muerte dondequiera queeste era más fuerte. Sinembargo, toda preocupaciónpor ser descubierta se habíaopacado por completo una horaantes debido a la necesidad devolver a ver a Jonathan a sulado, ileso y hermoso.

La joven había atado loscaballos a un poste deelectricidad oculto detrás de la

basílica para luego trepar laescalera de incendios hacia eltecho. Desde allí había subidocon facilidad a la escalinataexterior de la torrecilla máselevada y columpiado pordebajo de la barandilla de laestrecha pasarela cerca de laparte superior.

Bizancio, ciudad de losmuertos, se extendía delante deella, sus edificaciones de piedray ladrillo le parecían nada

menos que un mausoleo. Desdeaquí podía ver la Fortalezaexactamente hacia el sur, elancho muro que la rodeaba, lasraras y débiles luces eléctricasexteriores de sus terrenos.Durante media hora, la chicahabía escudriñado las puertas ylas calles que llevaban a laentrada más lejana, buscandocualquier movimiento demortal más allá del camión ocarretón ocasional, o de

peatones muertos deambulandopor ahí. Con cada minuto quepasaba, la angustia de la jovenle retorcía el estómago cada vezcon más fuerza.

Un sonido de cascos lellamó la atención hacia unacalle lateral cerca de laintersección de la vía principal.Allí un cubierto carretón tiradopor caballos se bamboleaba a laluz de la luna, solitario. Desdedonde estaba, ella podía oler el

contenido humano.Amomiados, amomiados,

en todas partes.Demasiado extraño, pensar

que, de no ser por la sangre,Jordin podría ser inconscientedel olor de la muerte. Pensarque ella veía antes en Bizancioun mundo tan vivo como elcampamento nómada. Pensarque aparte de los factoresexternos de hábitos yvestimenta, la joven no

encontraba diferencia entrenómadas y quienes pertenecíanal Orden.

Eso fue antes de la llegadade Jonathan, cuando habíancelebrado la vida sin tenerla.

Sin conocerla.La joven analizó las calles

buscando a los otros. Su visiónse había agudizado en losúltimos años en que la sangrede Jonathan madurara en lasvenas de ella. Pero ninguna

clase de visión mortal podíahacer aparecer entre lassombras al muchacho.

Quiso calmarse paradominar el frío que se lefiltraba en las yemas de losdedos, a fin de prolongar larespiración.

Hasta esta noche su mayorpreocupación en cuanto aJonathan había sido que élfuera incomprendido. Quepersonas guiadas por un código

de vigilante fortaleza y vidadisipada vieran como debilidadla incertidumbre y la ternura enla mirada del joven.

Jordin sabía mejor quizásque hasta el anciano custodioque Jonathan llevaba unaterrible carga… carga que elladudaba que él pudiera llevarindefinidamente a solas.

La sangre en las venas lohabía escogido, no al revés. Élno había pedido redimir a la

humanidad de la muerte,sangrar por el mundo, unaporción de sangre para cadauno.

¿Veían los demás la torturaen los ojos de Jonathan? ¿Losinterrogantes que lo acosabancomo aves de rapiña? ¿Yacíandespiertos en medio de lanoche rogando al Creador quele facilitara el camino alsalvador de ellos, como ella lohacía? ¿Les preocupaba tanto la

vida del muchacho como susangre?

¿O era Jonathan solamenteesa vasija seleccionada por lossiglos para llevar a cabo lavoluntad del Creador?

Jonathan, ¿dónde estás?La guerrera sería quien

estuviera al lado de él, noalguien a quien solamente leimportara esa promesa que elniño podía traer, sino unamujer que lo conocía y lo

amaba por los secretos de esecorazón de hombre.

En el instante en que lopensó, se reprendió. Él era elsoberano y salvador delmundo. Ella era una huérfanaque había recibido salvaciónpor medio de la sangre delniño. Su obligación eraprotegerlo y amarlo, la de él eraenderezar ese mundo.

De aquí en adelante secomprometería a mantener la

mente en su adecuada…La serie de pensamientos

fue interrumpida por unmovimiento en el borde de suvisión: un hombre,precipitándose desde uncallejón al interior de una callea doscientos pasos al occidentedesde aquí.

El corazón de Jordin legolpeó contra las costillas, y laadrenalina le fluyó por lasvenas. Ella conocía de alguna

parte esa manera de correr, esacabeza inclinada en la noche, lalongitud de esas zancadas, lastrenzas ondeándole por detrás.

Jonathan, solo, corría haciael frente de la basílica.

Y después no tan solo. Unaforma alta dobló corriendo laesquina, treinta pasos detrás delmuchacho. Un sangrenegra. Enla calle lateral el carretón tiradopor caballos iba directo hacia laintersección por donde huía

Jonathan.No había señal de Rom o de

Roland.Algo había salido mal.Jordin levantó la mano para

agarrar el arco sobre su hombroy luego se detuvo. La distanciaera demasiado grande, unintento con pocas posibilidadesque solamente retardaría queella llegara hasta él. Debíaacercarse.

La muchacha saltó, a lo

felino, sobre la corta barandillaque cercaba de lado a lado eltecho de baldosas de cerámica,a siete pasos de la escalera deincendios de la parte trasera dela basílica. Brincó sobre labarandilla de la escalera y sedejó deslizar, quemándose laspalmas por la fricción de acerocorroído en la piel.

Dos pisos abajo. Tres. Saltóde la escalera de incendios,cayendo cinco metros a tierra

sobre pies ágiles. Luego saliócorriendo antes de que suspensamientos tuvieran tiempode apresarla, concentrada enuna sola cosa: alcanzar aJonathan antes de que lo hicierael sangrenegra.

Corrió a lo largo de la paredoriental de la basílica, a todavelocidad, exigiéndole a laspiernas volar más rápido.

Dio vuelta en la esquina,agarrándose del tubo de drenaje

al girar.Mano sobre el hombro,

liberando el arco.La calle principal apareció a

la vista.Jordin se paró en seco,

flecha ensartada, v i e n d o laescena ante ella: Jonathancorriendo a todo tren, aún acien pasos de distancia. Elsangrenegra acercándose, notan rápido, pero lo suficientecomo para que ella lo alcanzara

a tiempo.La joven hincó una rodilla,

calculó la distancia y apuntó asesenta centímetros por encimade la cabeza del guerrero.Acercó a la oreja la cuerdatemplada del arco, contuvo elaliento para afirmar la punteríay liberó la flecha. Esta voló casidos segundos antes de golpearen la pechera al hombre, quiense sacudió con fuerza agarradodesprevenido por el flechazo

salido de la nada. Pero el golpesolamente le desaceleró el pasoantes de que el sujetocontinuara su arremetida.

Jordin ya había ensartadosu segunda flecha. La echóhacia atrás, la dejó volar.

Esta vez el sangrenegraestaba preparado para elproyectil, lo vio venir y seapartó del camino conasombrosa velocidad. Siguiócorriendo. Rápido.

Demasiado rápido.¡Ella nunca alcanzaría a

Jonathan a tiempo!El traqueteo del carretón

tirado por caballos se movía demanera gradual hacia la calledirectamente frente a ella, elconductor se hallaba sentadotranquilo en la cabina, con lasriendas en la mano.

Arrojando el arco porencima del hombro, Jordin seirguió de golpe y corrió hacia el

caballo. Solo había una manerade alcanzar a Jonathan antes deque lo hiciera el sangrenegra.

Un solo caballo empujabaesa carreta. Ella lo necesitaba.Sin advertir al conductor o alanimal, la chica se lanzó sobreel jamelgo, cayendo sobre ellomo como un fantasmavestido de negro. Agarró alanimal por el cuello y learrebató las riendas al guía.

El asombrado alazán

resopló y se resistió, peroJordin había cabalgado caballosmás fuertes y más salvajes queeste animalito doméstico, y seaferró hundiéndole los talonesen los flancos.

El noble bruto se desbocó,aterrorizado. La joven le dio unferoz latigazo con las riendas alcuarto trasero derecho. Loscascos azotaban la calle deadoquines a medida que elanimal aceleraba y el carromato

cubierto constituía unadistracción olvidada.

El conductor gritó, perocuando ella miró hacia atrás élya no se veía, habiendo caído osaltado de su asiento.

Diez metros.—¡Corre, Jonathan! —

exclamó la nómada; su gritoresonó en la calle—. ¡Corre!

Él corrió directo hacia ella,con el rostro brillante por larauda carrera.

De algún modo, elsangrenegra había acelerado elpaso. Llevaba la espada en lamano. ¡Iba a cortar a Jonathan!

Jordin rastrilló los talonesen los flancos del caballo,moviéndolo hacia la derecha afin de evitar a Jonathan.

—¡Corre!Pero en el momento en que

ella lo pasó, el muchachodesaceleró, siguiéndola con lamirada.

—¡Hacia atrás! —gritóJordin mientras lanzaba elanimal hacia la izquierda,directamente hacia elsangrenegra que venía endirección contraria.

La joven lo vio todo en unmosaico instantáneo: El sustoen la cara del hombre. Eldesenfrenado carretónliberándose de su enganche. Elcaballo echando la cabeza haciaatrás al ver al sangrenegra

aproximándose.La carreta se desvió hacia la

izquierda y se estrelló contra unposte de luz eléctrica.

Luego ellos cayeron encimadel guerrero.

Él era demasiado ágil, y losevitó de nuevo en el últimoinstante, pero fue agarrado porsorpresa.

Desequilíbralo.El simple pensamiento le

brotó a Jordin en la conciencia

incluso mientras actuaba porinstinto.

El animal ya galopaba trasel sangrenegra, quien se hallabade espaldas a la chica. Ella selanzó del caballo, con los piespor delante, sacando el cuchillode la vaina en medio del aire ygirando de tal modo quequedara detrás del sangrenegra.

La nómada aterrizó enmedio de la carrera,apresurándose en silencio hacia

la expuesta espalda delhombre… a cuatro pasos dedistancia. Ella era la mitad deltamaño del hombre y este erarápido, pero la joven ahoratenía total ventaja, y no podíadarse el lujo de desperdiciarla.

El sangrenegra comenzó agirar cuando ella se le abalanzó.

La chica le cayó en laespalda.

Lo envolvió con ambaspiernas alrededor del estómago.

Le echó las trenzas haciaatrás con la mano izquierda.

Con la hoja que tenía en laderecha le desagarró la gargantaexpuesta, lanzando un agudogrito.

Nadie se atreve a amenazara Jonathan.

La sangre brotó hacia elsuelo mientras el degollado setambaleaba hacia delante. Ellalo ayudó a caer, respirando condificultad. El cuerpo del

sangrenegra se retorció una vezdebajo de la joven, y luegocayó muerto.

La ira agarró desprevenida aJordin. Pero por supuesto queera ira. Eliminaría a cien comoél si se atrevían a tocar alsoberano. A su soberano.

La joven levantó la cabeza.Jonathan estaba a veinte pasosde distancia, mirando no haciaella, sino a través de las barrasen la parte trasera del carromato

cubierto que se había estrelladocontra el poste de energíaeléctrica. Finalmente, las letrasque había en el costado seorganizaron por primera vez entres palabras coherentes.

Autoridad de Transición.Entonces este era uno de los

transportes que llevabanamomiados débiles odefectuosos hacia sus tumbasvivientes… como la mujer y laniña que habían visto al entrar

en la ciudad unas cuantas horasantes.

El pensamiento se le deslizóa Jordin por la mente como unpedazo de basura llevado por elviento, aquí, y luego se disipóante la presión de asuntos másurgentes. Donde había unsangrenegra podría haber más.Tenían que salir de la ciudad.¿Y dónde estaban Rom yRoland?

La guerrera miró hacia

atrás. Despejado… excepto porla sombra de dos siluetas quecorrían hacia ellos, aún casi acuatrocientos metros dedistancia. Mortales. Rom yRoland.

Jordin se sintió aliviada. Lolograrían. Jonathan estaba asalvo, y ella fue quien lo salvó.

La joven albergaba unacantidad serena y pequeña deorgullo, sabiendo aquello.

Sin embargo, Jonathan

estaba absorto en el carretón.—¿Jonathan? —exclamó

ella, yendo hacia él—. ¿Estásherido? ¿Qué sucedió?

El joven se acercó alvehículo, mirando por la puertade barras en la parte trasera. Nosolo observando. Estabaabsolutamente fascinado.Absorto por completo en lo queveía. Jordin se apresuró haciaél, fortaleciéndose mentalmentecontra el olor a amomiado.

Ella se le puso al lado ymiró adentro. Dos bancas, unaen cada lado. Encadenada a unade ellas había una joven niña,quizás de diez u once años deedad, que llevaba puesto unvestido gris destrozado que lecolgaba del delgado cuerpocomo un costal. Parecía comosi al largo cabello negro no lohubiera tocado un peine en unasemana; tenía también el rostrosucio como si no lo hubieran

jabonado en un mes. Aun así,se trataba de una chiquillahermosa, pensó Jordin, inclusosucia y mirándolos con ojosgrandes y sin pestañear. Ojoscasi tan resignados como siestuvieran carentes de temor.

Casi.Jordin vio la razón de por

qué habían capturado a lapequeña: tenía lisiado el brazoderecho, torcido en el codo. Lamano debajo de este solo tenía

tres dedos. ¿Cuántos años habíaocultado tal condición, lejos deotros que la reportarían portemor a sus propias vidas… y ala otra vida?

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jonathan en voz baja.

—Jonathan —objetóJordin, mirando por encima—.No tenemos tiempo…

Él dio un paso adelante,haciéndole casi omiso. La niñaretrocedió algunos centímetros,

con la cara redondeada por laansiedad.

—No… —balbuceó élalcanzando las barras—. Notemas.

La voz se le tensó.—No te voy a lastimar. Por

favor… ¿cómo te llamas?La niña aún no respondió.

La fetidez del temor era tanfuerte que Jordin se sintióobligada a levantar la manopara taparse la nariz, pero

inmediatamente se sintióofendida ante su propiadebilidad. Esta jovencita podríahaber sido ella no muchotiempo atrás…

—Me llamo Jonathan —informó él tranquilamente—.Nací con una pierna torcida.También nací para dar vida yesperanza a los muertos. Ellosllevan mi sangre.

Hizo una pausa.—Eso me duele —

concluyó.Jordin lo miró. Había

lágrimas en las mejillas deljoven, pero eso no fue lo que leoprimió la respiración en lospulmones. Nunca había oídotan valiente afirmación de dolorde parte de él, y oírla ahora,manifestada a una amomiadaque quizás no podía entender,la sofocó de alguna manera.

Ella se dijo que elmuchacho solo podía confesar

el asunto a alguien a quien élno pudiera lastimar; que leimportaba demasiado comopara cargar a los recipientes desu sangre con la verdad de susufrimiento. Y sin embargo…

Jonathan había dicho esto,sabiendo que ella, Jordin, oiríay comprendería.

La nómada se quedóenraizada a la calle, petrificadapor un profundo y terribleamor hacia el joven.

Desesperada de repente porvolver a pagarle con la vida elamor que él demostraba.

Con el amor de ella… porla vida de él.

—Eres una niña hermosa —declaró él—. Por favor, dime tunombre para que yo puedarecordarte siempre.

La chiquilla solo podíasentir miedo, pero el hedor deeste se suavizó. Rom y Rolandcasi estaban aquí, a dos cuadras

del sangrenegra caído. Detrásde ellos, precisamente entrandoa la calle desde el callejón,otros cuatro los perseguían atoda velocidad.

—Hay otros viniendo —informó Jordin tocando elhombro de Jonathan.

—Dime cómo te llamas, porfavor —pidió él haciéndolecaso omiso.

—Kaya —susurró la niña.—Kaya —repitió Jonathan

—. Un nombre hermoso. ¿Adónde te están llevando, Kaya?

—A la muerte —murmuróella mientras lágrimas leinundaban los ojos y le bajabanpor la cara.

—Mi sangre te puede darvida —enunció Jonathancomenzando a sacudir lasheladas barras metálicas.

—Debo tener valor —afirmó ella.

Jonathan bajó la mirada

hacia la pesada cerradura en lapuerta. No había cómoromperla.

El joven volvió a levantar lamirada.

—Entonces juntos debemostener valor, Kaya. Yo tambiéntengo miedo —reconoció élalargando una mano hacia ella através de las barras—. Tenemosque ser valientes juntos. Agarrami mano.

Las lágrimas le bajaban al

joven serpenteando desde laboca hasta la mandíbula.

—¡Hacia los caballos!¡Rápido, Jordin! —gritabaahora Rom, corriendo haciaellos.

—¡Jonathan, debemosirnos!

—Agarra mi mano. ¡Porfavor! —pidió él.

En ese instante, Jordin noestaba segura de por quiénhacía eso Jonathan… por la

niña, o por él mismo.La chiquilla miró a

Jonathan y después la manoextendida y a continuación laagarró lentamente, tocándolelas yemas de los dedos. Él seestiró, tomándole los frágilesdedos entre los suyos, yagarrándole la mano.

El mundo pareciódetenerse. La vista se le pusoborrosa a Jordin, distorsionada,ya sea por las lágrimas que la

nublaban o por la vívidacomprensión de su mortalidadmientras se acercaba el peligro,ella no lo sabía. Solo supo quealgo cambió en ese momento alobservar el intercambio entreJonathan y la predestinada niña.

—¡Corran! —gritó Rom,pasando ahora a la carrera alsangrenegra caído—.¡Muévanse, rápido!

—Te hallaré, Kaya —indicóJonathan—. Recuérdame,

¡cuando yo traiga mi nuevoreino!

La niña asintió con lacabeza, apretándole duro lamano con las dos manitas deella.

—¡Ahora! —gritó Rom.—Jonathan, por favor —

suplicó Jordin, tocándole elcodo.

Él soltó las manos de laniña como quien se desgarra así mismo. Se volvió hacia

Jordin.—No le digas a nadie lo que

viste.—Yo…—A nadie.—No lo diré —susurró ella.—¿Dónde están los

caballos?—Sígueme —dijo la

nómada tragándose el nudo degran emoción que tenía en lagarganta.

Salieron corriendo hacia la

parte trasera de la basílica, Romy Roland junto a ellos.

Ahora Jonathan estaba asalvo.

Pero Jordin también sabíaque él nunca estaríaverdaderamente a salvo.

F

Capítulo trece

EYN OYÓ LAS PISADAS enlas mismas escaleras por

donde Rom había huido unahora antes. El sonido de unabota que no se esforzaba poracallarse, pesada al posarse enla losa de la recámara.

Ella giró, medio esperandover que Rom regresara. Pero se

trataba de Saric, haciendo ahorala cortina a un lado y atándolacon un cordón dorado a unanillo en la antigua pared depiedra. Se había despojado dellargo abrigo aterciopelado yvestía solo un sencillo par depantalones negros, botas, y unacamisa oscura con mangasenrolladas en los antebrazosmucho más fuertes de lo queFeyn los recordaba.

—Mi señor —dijo ella.

Silencio.La soberana hizo una pausa,

aún desconociendo a estenuevo Saric. Él era muydiferente al medio hermanoimpetuoso que había andadotras el poder con furiosaindignación. Este hombre eramucho más controlado, muchomás afectivo, y extrañamentemucho más seductor. Sucreador.

Feyn no era una concubina

para llegar saltando tras él, parasuplicarle su aprobación,aunque allí estaba en realidad laextraña compulsión de correrhacia su hermano, así fuerapara obtener esa aprobación yoír otra vez sus palabras deamor.

Cuando él se volvió y al finla miró, ella sonrió.

Saric no.—Entiendo que has tenido

visitantes —comentó él, yendo

hacia ella.—Sí. Te lo dijo el guardia,

¿verdad?El hombre se paró ante ella,

a menos de un brazo dedistancia, las fosas nasalesbrillándole ligeramentemientras soltaba una fuerterespiración. Los labios se leretorcieron… en una levesonrisa.

—¿Pensaste —preguntóSaric, retirándole tierna y

suavemente con los dedos unmechón de cabello de la mejilla—… en decírmelo?

—No quise molestarte.—Y por tanto los dejaste

venir… y los dejaste ir.—Creí que tus guardias los

detendrían. Sin duda… lohicieron, ¿o no?

Los ojos de él,impresionantemente negros,escudriñaron los de ella.

—Háblame de ellos.

Feyn apartó la mirada,tratando de dominar la extrañasensación de necesidad… deagarrarle la mano para pedirleperdón por algo, deagradecerle, de rogarle que sequedara. Extrañas reaccionesante este hombre, su hermano.Pero extrañamente hermoso.

Esta nueva vida eradesconcertante. Con razón lahabían llamado Caos…

—Rom Sebastian vino a

verme —confesó ella.—¿Y estaba solo?Sin duda él ya sabía la

respuesta.—No. Vino con el príncipe

nómada, un hombre llamadoRoland. Y…

¿Por qué sintió la urgenciade titubear?

—¿Y…?—Y el muchacho,

Jonathan.Saric pasó junto a ella y se

dirigió a la gran ventanaarqueada para mirar haciaafuera en medio de la noche.

—¿Y cómo está RomSebastian?

—Ha cambiado.—¿En qué sentido?—Es el líder de ellos… los

que han hallado vida a travésde la sangre de Jonathan.

—Que han hallado vida —repitió él en voz baja.

—Dicen llamarse mortales

—expresó ella después detitubear.

—Mortales. Qué extraño —comentó Saric volviéndosepara mirarla—. Háblame deJonathan. ¿Qué dijo?

—Que estaba triste por loque hice. Intentó darme susangre.

—¿Y? —quiso saber él,inmóvil como si estuvieratallado en piedra.

—Me negué. Ellos creían

que yo debía salvarme.—¿Y?—Entonces les dije que los

que están en la Autoridad deTransición les servirían mejorque yo.

—¿Por qué?—Porque ellos están

muertos. Yo no.Saric inclinó lentamente la

cabeza, su primer gesto dealguna aprobación. Ella se vioinstantáneamente anhelando

mucho más.—La sangre del niño…

¿Dijeron algo al respecto?—Solamente que les

produce vida.—Así que el muchacho es

un creador. ¿Intentó crearte?—Ellos quisieron que yo

tomara la sangre del muchacho.O la de alguno de ellos.

—¿A qué te refieres?—Rom afirmó que pueden

crear a otros con sus propias

sangres. Pero que la deJonathan sigue siendo la másfuerte.

—¿Estás segura de esto? —inquirió Saric entrecerrando losojos por un instante—.Necesito que seas precisa.¿Aseguran que pueden hacerotros mortales a partir de supropia sangre?

—Ellos aseguran eso, sí. Memiraron de manera extraña,como ofendidos por mi

presencia. Fue muy extraño,como si…

—Este niño por quien unavez moriste… ¿Te das cuentade lo que te está pidiendo?

—Dímelo, por favor, miseñor.

—Te pediría que vuelvas amorir por él. Entiende esto. Nouna muerte física, quizás, sinoque te destruirían con elpretexto de salvarte. ¿No loves? No tienen lugar para ti,

Feyn. Eres un peón para ellos.—Ellos me pusieron en

letargo…—Sí, para tranquilizar sus

débiles conciencias y así poderafirmar que no te mataron. Laletra de la ley, ¿no es así? Oquizás quisieron realmentedevolverte la vida en ciertomomento para algún propósitointeresado antes de descartartede forma permanente, y sinduda más efectiva que antes.

—Ellos dicen que si yomuero, tú serás soberano, asíque no tienen deseos dematarme.

—Sí, desde luego. Esto esde conocimiento común. Perono se detendrán hasta que estésdestruida o seas una marionetaen manos de ellos.

Feyn bajó la mirada haciasus manos. A la piedra de luna,el recordatorio de algo que noera vida y de algo más sencillo

que la verdadera… y al anillode poder en su otra mano queera su destino. ¿Por qué sentíaella como si estuvieraserpenteando su camino através de un laberintocuidadosamente diseñado?

—Sabiendo eso, ¿quépiensas de ellos?

Ella titubeó. Algo en suinterior le advirtió: Saric,también te quiso matar unavez.

Pero Saric la trajo a la vida.Verdadera vida, y verdaderopropósito. Y ella lo amaba y loservía por eso.

—Estoy contenta.—Contenta.—Contenta de haberlo

hecho. Y agradecida al custodioque me mató. Si no hubieramuerto entonces no te serviríaahora.

La necesidad actual de unamirada, una caricia, una palabra

de él era dolorosa. Se leelevaba en el pecho, unaurgencia mucho más poderosaque la necesidad de comer.

—Por tanto —comentó élcomo para sí mismo—. Elmuchacho es un creador.

—Así afirman ellos.Saric no respondió a esto.

Parecía haber dejado derespirar.

Aterrada de que lo hubieraofendido, Feyn dio un paso

adelante.—Saric… mi señor… —

titubeó, parándose delante deél, desesperada por su amor—.Espero complacerte.

Ella no tuvo la oportunidadde reaccionar antes de que elpuño de él se le estrellara en elrostro. La mujer cayó al suelosobre el pecho, incapaz dedetener la caída. Por unhorrible momento sintió lospulmones como hierro,

negándose a expandirse. Uncalor pegajoso le inundó laboca y se desplomó.

—¡Solo puede haber uncreador! —exclamó Saric.

Ella forzó una profundarespiración con un pesadojadeo, luego tosió sangre juntocon un diente sangrante.

El sonido de un paso lentose le acercó a la cabeza. Ella sepreparó. Pero en vez de otrogolpe, él se agachó a su lado.

—¿No entendiste cuando telo dije la primera vez? —lepreguntó de maneraextrañamente gentil—. Solo undador de vida. Cualquiera quese interponga en mi caminomorirá. ¿Comprendes eso,cariño?

Ella se levantó y asintiólentamente, con la cabeza aúnresonándole.

—Contéstame, por favor.—Sí —respondió ella con

voz confusa.—Mi pobre amor —expresó

él después de suspirar,inclinándose hacia delante yenvolviéndola en susmusculosos brazos—. Porfavor, no me obligues a hacerlode nuevo.

Ella levantó una mano haciael labio, hasta sentir el lugarexacto debajo de donde habíaestado el diente.

—¿Perdiste un diente?

Feyn asintió con la cabeza.—No llores, por favor…

eso no está a la altura de unasoberana.

Unas ardientes lágrimas lebajaban por el rostro.

—Debes entender, Feyn…Todo lo que hago, lo hago pordestino. Por verdadera vida.Por amor. A menos que tesometas totalmente a la vidaque te he dado, nuncaconocerás su verdadera belleza.

Corregir a mis hijos no es másfácil para mí que para ellos. Meduele ver tu confusión —dijoél, y entonces le besó la partesuperior de la cabeza—. No hayamor más grande que el mío.Lo verás.

Saric se puso de pie,cargándola contra el pecho.Debido al golpe en la cabezaella estaba vagamenteconsciente de que él habíabordeado la cama y que

caminaba a grandes pasos haciala escalera. La cargó por esaescalera hasta el oscurocorredor, hacia la propiahabitación de él allá arriba.

Feyn no había puesto un pieen esta alcoba en más de nueveaños. Esta había cambiado.Estaba iluminada con luz develas. El fuerte golpeteo de lasbotas se silenció en el instanteen que él entró, amortiguadopor gruesas alfombras y pieles

de animales. Pesadas cortinascolgaban por todas partes,reflejando delicados tonos decolor carmesí.

Saric la depositó entre lasgruesas almohadas de la cama,arreglando el edredón sobreella, y alisándole otra vez unmechón de cabello.

Un sangrenegra apareció enel arco hacia la antecámara.

—Trae a Corban —ordenóSaric—. La soberana se ha

lastimado. Apúrate.—Sí, mi señor.—Toma un equipo y sella

las criptas. Cierra los túneles.Todos.

La ocasión parecía fuera delugar. La oscuridad amenazabacon robar los pensamientos dela joven, quien solo estabaconsciente de la mano tierna deSaric acariciándole levemente lamejilla.

Corban entró, se apoyó en

una rodilla, pero solo por uninstante antes de apurarse haciala cama.

—Mira a tu soberana —declaró Saric, luego se inclinó yla besó tiernamente en la frenteantes de enderezarse—. Ella esdemasiado preciosa para serlastimada. Atiéndela como sifuera yo. Ni un moretón por lamañana.

P

Capítulo catorce

OR DEBAJO LA VISTA delelevado precipicio de piedra

caliza que dominaba el valleSeyala, finalmente la juergahabía cedido ante el sueño. Elgolpeteo de los grandestambores nómadas al ritmo delos corazones que se esforzabanlo más rápido que les era

posible alrededor de lahoguera, se había desaceleradoy reducido a un cabeceo rítmicohasta finalmente aquietarse. Lascanciones habían llegado a susúltimos sones, y los ecos dellamadas aullantes habíancesado. Los amantes se habíanescapado del campamento yhabían regresado a lasoscurecidas yurtas para ir ayacer en brazos de sus amores.

En el valle Seyala se

mantenía la misma promesa devida que se preparaba airrumpir en el escenariomundial. O así lo creían todos.¿Qué pasaría si supieran queotra clase de vida había llegadoa ese escenario con su rugidopropio y extraño?

El pánico se esparciría porel campamento como unreguero de pólvora. Y por tantono lo deberían saber.

Dentro de cuatro días, la

Concurrencia anual coparía elcampamento en una noche dejuerga desenfrenada enanticipación al venideroreinado de Jonathan. No sepodía permitir que nadafrustrara las esperanzas y lossueños que se celebrarían esanoche.

Rom miró al cielo. Sus ojosestaban llorosos por lacabalgata y también adoloridospor la fatiga. En cuatro cortas

horas, el amanecer iluminaríaesta meseta, pero pasaría unahora más antes de que la mismaluz ingresara al durmiente valleabajo.

Al lado de él, Roland sacóun frasco de la silla de montar.Ninguno de ellos había habladodurante el viaje a casa respectoal desastre de la noche anterior.Rom había enviado a Jonathany a Jordin al campamentodelante de ellos y luego había

ido con su segundo hasta elmirador, un lugar donde amenudo discutían asuntos asolas, lejos de los curiosos ojosy oídos mortales de los demás.El nómada tomó un largo tragoy le pasó el frasco a Rom,quien no le hizo caso. Habíaperdido su apetito por comer obeber.

—Toma un poco —sugirióRoland—. Lo necesitas.

Rom aceptó el frasco y

apuró un trago. Era vino, noagua. Por un momento pensóen escupirlo, pero luegoprefirió tragárselo.

Durante nueve años, lasenda que siguieron había sidomuy clara: llevar a Jonathanotra vez a Bizancio parareclamar su cargo comosoberano del mundo el día enque cumpliera dieciocho años.Esto había sido sencillo,aunque el muchacho nunca

había sido tan ingenuo paracreer que no encontrarían almenos un poco de oposición.Pero ahora...

No podía quitarse deencima la imagen de Feyn conel anillo del cargo en la mano.El extraño giro de los labiosfemeninos cuando le dijo quesalvara a quienes lonecesitaban. La manera en quehabía gritado para llamar alguardia.

Ella había dado su vida poresta misma causa, ¡por causa dela vida misma! ¿Cómo pudonegarse a aceptarla de la venasde Jonathan?

¿Y por cuánto tiempo lenegaría al joven su lugar en eltrono?

El líder tomó otro trago delfrasco y lo puso sobre la roca asu lado. Roland se hallaba depie a su derecha, con el pulgarenganchado en el cinturón que

contenía la vaina de la espada,mirando hacia el valle.

—Jonathan cumpledieciocho años dentro de seisdías —comentó Rom al fin—.Esto no cambia nada.

—Jonathan no puedesucederla ahora.

—Tiene que hacerlo. Naciópara reinar.

—Y por eso empieza laúltima batalla por el poder —opinó Roland.

—No habrá lucha por elpoder —declaró tajantementeRom—. No del modo en que locrees.

—Lo creo solamente de unaforma: o ganamos o perdemos.

Rom se volvió hacia el valley se pasó una mano por elcabello, que llevaba sueltoexcepto por algunas trenzas quedesignaban su rango entre losnómadas.

—Si Jonathan no puede

gobernar ya estamos perdidos.Y yo no puedo aceptar eso.

Roland lo miróestoicamente.

—No he dicho queJonathan no pueda gobernar,sino que no puede suceder aFeyn. El gobierno de ellacambia la sucesión. Incluso simuere ahora, Saric se convierteen soberano. Saric haasegurado su propio poder. ¿Ome estoy perdiendo algo?

Rom se frotó el rostro conuna mano.

No. Él no se había perdidonada. Efectivamente Saric habíaarrebatado la supremacía sinprevio aviso ni recurso.

—Lo único que sé es queJonathan debe llegar al poder.

—¿Debe hacerlo?—¿Qué estás sugiriendo?

—indagó Rom girandobruscamente la cabeza paramirar a su amigo.

—¿Cómo sabemos queJonathan «debe» llegar alpoder?

—¿Qué quieres decir concómo sabemos que él debellegar al poder? —exigió saberRom—. ¿Cuestionas estoahora? ¿Después de todos estosaños?

—No —contestó Rolandgirando el rostro hacia eloscuro valle—. Pero nosiempre estoy seguro de cómo

se ve ese poder. La sangremortal gobernará este mundo,eso lo sé muy bien. Y en esesentido, Jonathan ya haascendido… en medio denosotros. Estamos vivos, y elresto del mundo está muerto.Viviremos un largo tiempomientras generaciones deamomiados llegan y se van.Nuestro poder es supremo.Mientras tanto, la sangre deJonathan se fortalece cada vez

más… es imposible predecircuán poderosos nosvolveremos los mortales. Enese sentido, Jonathan yagobierna a través de nuestrasangre. Y quizás sea privilegionuestro gobernar con él.

—La soberanía es derechode él, no nuestro. Por elCreador, ¿qué estás sugiriendo?

—Solo que podríamos estarponiendo sobre el joven unacarga que no debe llevar —

contestó Roland poniéndose encuclillas y entornando la miradahacia Rom—. ¿Creessinceramente ver un gobernanteen ese muchacho?

Rom hizo una pausa.—Oíste lo que sucedió en la

Basílica de las Torrecillas —objetó el nómada recogiendouna piedrecita y lanzándola conel pulgar por el borde delprecipicio.

El joven no había

pronunciado una palabra, peroRom había cuestionado en vozbaja a Jordin durante el viaje deregreso al valle. Él había visto aJonathan mirando dentro deltransporte de la Autoridad deTransición, y había notado laforma en que él se quedóadherido al piso, sordo,arriesgándose. Arriesgando atodos. Jordin, siempreprotectora de Jonathan, nobrindó más detalle que la

empatía de Jonathan por unaniña capturada por la Autoridadde Transición.

—Él tiene una fascinaciónantinatural por los amomiados—explicó Roland.

La crudeza de esas palabrasirritaba… porque eran ciertas.

Rom mismo había conocidouna vez a una chica como la delcarromato, quien fácilmentepudo haber ido a parar almismo lugar. Una niña

destinada para cosas másgrandes que desaparecer detrásde puertas institucionales.

Pensar en Avra ya no dolía,pero sí le reforzaba ladeterminación. Ella tambiénhabía dado su vida por estacausa, había sido la primeraentre todos en hacerlo. Lamuerte de la joven no sería envano, no lo sería nuncamientras Rom viviera.

El joven tenía que llegar al

poder.—Él es el dador de vida.

¿Qué esperas? Quizás todosdeberíamos estar fascinadoscon esto.

—Es autodestructivo. Aquíhay mucho más en riesgo queunos cuantos amomiados,Rom. Él pone en riesgo supropia seguridad, y enconsecuencia al futuro reinomortal. ¿Ves un líder en eso?

—Veo a un soberano que

comprende más el amor de loque comprendemos todosnosotros. No puedo creer queesté oyendo esto de ti… de ti,mejor que nadie. Los nómadasgobiernan por línea de sangre.Así pasará con Jonathan. Laúnica razón de que Feyn seasoberana ahora se debe a lainterferencia de Saric. Juraste tuvida a Jonathan. Este no es elmomento de cuestionar.

—¿Te atreves a cuestionar

mi lealtad? —objetó Rolandlevantándose, con la mandíbulatensa—. ¡Defenderé el legadode Jonathan con mi muerte!Pero hay más de una forma degobernar, Rom. Jonathan noshizo mortales. Tenemos susangre en nuestras venas.Nosotros somos su legado. Sialgo le sucede a él, estamosobligados a honrar y defenderese legado. As í tendremos lasde ganar. Algo menos que eso,

algo que traiga muerte a losmortales, constituye una derrotapara nosotros.

—¿Y qué de Jonathan?—Jonathan...—¿Lo defenderás o no?—¡Sí! No me ofendas

cuestionando mi lealtad.—Perdóname —se excusó

Rom exhalando una largarespiración a través de la nariz—. No deseo dirigir mifrustración hacia ti.

—Tu frustración estájustificada. Pero la realidad esque tengo razón. Todo hacambiado. Una gran lucha porel poder ha comenzado. Este novendrá sin problemas. Y portanto debemos considerar todaslas opciones, incluyendo laposibilidad de que Jonathanquizás no sea soberano dentrode seis días. Existen otrasmaneras de ganar esta guerra.

—¿Ahora la llamas guerra?

—¿Acaso es otra cosa? —contraatacó Roland encogiendolos hombros.

Lo que el príncipe nómadadecía tenía sentido.

—No vamos a derramarsangre por el momento —opinóRom—. Viste lo fuertes queeran los sangrenegras. Y quéveloces.

—Ellos solo tienen unoscuantos miles.

—¿S o l o ? No so tr o s solo

tenemos setecientos guerreros.—La mayoría de ellos

nómadas y magníficospeleadores —añadió Rolandmirándolo con las cejasarqueadas—. Mis hombrespueden derrotar a tres milsangrenegras, te lo aseguro.

—Ni siquiera sabemosdónde están.

—No, pero podemos llegarhasta Saric.

—¿Cómo?

—A través de su títere en laFortaleza —aseguró Roland—.Déjame llevar veinte hombres yte traeré la cabeza del tipo en unplazo de dos días.

—Matamos a Saric y sucolmena vendrá tras denosotros en un enjambre —objetó Rom meneando lacabeza de lado a lado—. Nopodemos arriesgarnos a unaguerra sin cuartel… no porahora.

Roland parecía preparadopara esta respuesta.

—Por lo menos insisto enenviar a nuestros exploradoresmás allá de nuestro perímetroen busca del resto de lossangrenegras de Saric. Es unriesgo, pero no podemossentarnos a esperar.

—Está bien. Pero noarriesguemos más. No, estandotan cerca nuestro objetivo.

—Pero nuestro objetivo

acaba de cambiar. Saric tieneque morir.

—¿Es esa tu únicasugerencia? ¿Asesinar a Saric einvolucrar a su ejército?

—¿Tienes alguna otra? —quiso saber el príncipe nómada,analizándolo.

—Sí.—¿Cuál?Aquí iba, entonces.—Agarrémosla.—¿A quién? —indagó

Roland mirándolo por uninstante.

—A Feyn.—Agarrar a Feyn.

Sencillamente así. ¿Crees queSaric simplemente la va aentregar? ¡Ella es la soberanadel mundo!

—Sí. Creo que lo hará.—Y suponiendo que Saric

hiciera algo tan insensato, ¿quéplaneas hacer con ella?¿Seducirla?

—Hablaré en serio con ella—declaró Rom alcanzando elfrasco.

—Sé que una vez tuvistealgo con ella y no puedo decirque te culpo —expresó Rolandhaciendo una mueca en lacomisura de los labios—. Perocualquier cosa que hayapasado, ya pasó. Ya la hasvisto.

—No tuve nada con Feynantes. Pero la mujer tiene en

ella sangre antigua. El Creadorlo sabe, ¡yo se la di! Dame unashoras con Feyn y haré querecuerde quién es y por quémurió.

—Ya has visto su mirada.Ella no nos ayudará.

—Lo hará —aseguró Rom,pero incluso mientras lo decíasintió otra vez esa vagasensación de pánicoentrometiéndosele.

Los ojos de Feyn, que una

vez tuvieran el famoso colorgris de la nobleza,atormentaban los recuerdos deRom. Esos ojos habían sido eldistintivo de ella para el mundoantes de que la alquimia deSaric los oscureciera. Laverdadera Feyn debía existir enalguna parte debajo de esaslúgubres profundidades.

—Ella es el peón de Saric.Él es ahora su creador —insistió Roland.

—No. Feyn tiene sangreantigua en su interior.

—Ahora tiene en su interiorla sangre de su creador.

—¡Y o fui su creador! —gritó Rom.

Roland mantuvo firme lamirada, pero no dijo nada.

Rom se dio la vuelta yrelajó sus puños cerrados.Había cavilado en eso una yotra vez durante el viaje deregreso… la manera en que

Feyn había mirado a Jonathan.La lágrima en el ojo de ella.Algo la había conmovido. Laforma en que había titubeadoantes de llamar al guardia. Feynera leal a Saric, pero tambiénestaba confundida.Desorientada. En un contextomás libre, sin duda alguna veríala verdad. No había otramanera de hacer las cosas sinarriesgarse a una guerra sincuartel.

—Ella es nuestro mejorplan.

—Nuestro mejor plan esactuar ahora. Caerle encima aSaric como un martillo.Matarlo. Esperar que sussangrenegras vengan furiosos yaplastarlos de un solo golpe.

—No comprometerénuestro destino a una simplecampaña que podría resultardesacertada e invitar a lahostilidad militar hacia

Jonathan… no mientrastengamos otras opciones.

—Arrebatar a Feyn demanos de Saric, suponiendoincluso que esto fuera posible,¡tendrá exactamente elmismísimo efecto!

—No se la arrebataremos aSaric.

Roland arqueó las cejas.—Saric nos la entregará.—Nos la entregará. Por

supuesto. ¿Por qué no lo pensé

antes?—Quizás porque tu mente

está en la sangre. Tal vezporque no te has enredadoantes con ese monstruo comolo he hecho yo. Posiblementeporque no conoces a Feyncomo la conozco yo.

—Como la conocías,querrás decir —objetó Roland,luego suspiró, entrecerrandolos ojos ante el sol naciente ymirando luego a Rom—.

¿Cómo entonces lograrás queSaric entregue a la soberana delmundo a sus enemigos?Ilumíname.

—Yo no lo haré —declaróRom andando con las manos enlas caderas—. Lo harás tú.

—¿Yo?—Sí. Tú solo.—Ya veo. ¿Y cómo lo

hago?—Le ofreces lo que él

desea.

—¿Y qué es?Rom vaciló un instante,

presa de un sentimiento detraición ante la simple idea delo que él estaba a punto deexpresar.

—Jonathan —dijo.La mirada imperturbable de

Roland se mantuvo firme. Porun momento, ninguno de losdos habló.

—Él nunca lo creerá.— A m í nunca me creerá.

Pero tú, el salvaje príncipenómada con ambición y sangreen sus venas...

—Sospecharía que se tratade una trampa. El hombre no esningún idiota.

—Desde luego quesospechará que es una trampa—manifestó Rom.

—¿Cómo me acercaríasiquiera...?

—Haciendo exactamentecomo lo digo —interrumpió

Rom—. Conozco el Orden.Conozco a los nobles yconozco a Saric. Te expondrétodo el plan y podrás juzgarlocomo quieras. Lo único que tepido es que saques de tu mentelas ideas de guerra. Sígueme enesto, Roland. Puedoordenártelo, pero te lo estoypidiendo. Por el bien deJonathan.

—Por el bien de losmortales —corrigió Roland

lentamente cruzando los brazos—. Está bien. El asunto esFeyn. Suponiendo que haspensado en todo.

—Así es.El sonido de cascos

dispersando piedras repicódetrás de ellos, y Rom se giró,con la mano ya en el cuchillo.

—Tranquilos —dijo elanciano custodio; su vozrechinó en medio de la noche.

—¿Qué pasa, Libro? —

preguntó Rom dando un pasoadelante mientras el caballo delrecién llegado se dirigía haciaellos a esa hora de lamadrugada.

El viejo detuvo el animal yse deslizó con cautela hacia elsuelo sin contestar.

—¿Quién te dijo queestábamos aquí? —inquirióRom.

—¿No crees que sé dóndebuscar? —contestó el hombre

levantando la mirada yajustando la túnica donde se lehabía fruncido alrededor de lascaderas.

Rom intercambió unarápida mirada con Roland yluego se dirigió al custodio.

—¿Y bien?—Tengo noticias.—¿Qué noticias?—Acerca de la sangre de

Jonathan.Ambos hombres esperaron

mientras el custodio parecíaescudriñar el cielo occidentalaún oscuro.

—¿Bien? —objetó Rom alfin—. ¿Qué pasa con la sangrede Jonathan?

—La sometí a prueba con ladel sangrenegra, y no hayninguna duda al respecto.

—¿Respecto a qué, amigo?—Que su sangre es

venenosa para estossangrenegras. Hasta una gota de

sangre de Jonathan mataría auno de ellos.

El aspecto venenoso eraobvio, aunque no así lacantidad necesaria. ¿Por quéentonces la urgencia?

La imagen de Jonathanofreciendo su sangre a Feynresplandeció de pronto en lamente de Rom con unapunzada de pánico.

No. Ella tenía la sangreantigua en sus venas.

—Has venido aquí adecirnos lo que hemospresenciado con nuestros ojos—objetó Roland.

—No. Hay algo más.—¿Qué?—La sangre mortal,

cualquier sangre mortal, nosolamente la de Jonathan,también mataría a esossangrenegras.

—Entonces puedo matarlosa todos ellos solamente con mi

propia sangre —opinó Rolandarqueando una ceja—.Tenemos una nueva arma.

—Sí. Y en realidad tusangre, como nómada, losmataría más rápidamente que lade Jonathan.

Roland entrecerró los ojos,y Rom prácticamente pudo oírlos pensamientos girándole através de la mente como unanacoreta del desierto.

—¿Qué significa que los

mataría más rápidamente? ¿Esposible eso?

El custodio giró la miradahacia Rom.

—Porque su sangre y latuya, la de todos nosotros, esahora más fuerte que la delmuchacho.

—¿Más fuerte? —exclamóRom, parpadeando—. Eso esimposible…

—No, amigo mío. Herevisado una y otra vez. La

sangre de Jonathan es más débilahora que hace dos semanascuando saqué una muestra porúltima vez. Los efectos de susangre están disminuyendo. Aun ritmo rápido. Todos losindicadores clave se estáninvirtiendo.

Rom miró al anciano.¿Cómo era posible esto? ¡Debíade haber una equivocación!Pero el custodio no cometíaequivocaciones para luego

cabalgar hacia los precipicios aanunciarles su secreto.

—Lo que estoy diciendo esque cualquiera que tome lasangre de Jonathan hoy novivirá tanto como aquellos quela tomaron hace un mes —afirmó el viejo—. Susemociones no serían tanvibrantes, su vista no sería tanbrillante como hubiera sido dehaber tomado sangre decualquiera de nosotros.

—Por tanto, la sangre deJonathan se está volviendoobsoleta —opinó Roland.

—¡No! ¡Imposible!—No —refutó el custodio

—. Obsoleta no. Pero sin dudamenos potente.

—Entonces… —comenzó adecir Roland dando un pasoadelante.

—¡Entonces nada! Estosolamente aumenta nuestranecesidad de que el muchacho

esté en el poder. Él es soberanoy reinará como soberano. Hastaentonces, n a d i e sabrá esto.¿Entienden? ¡Ni un alma!

Rom se puso a caminar,frenético, con la menteinundada de inquietudesimposibles. De pronto sedetuvo en seco frente alcustodio.

—Extrae otra muestra a laprimera luz —continuó, antesde volverse hacia Roland—.

Feyn. La obtendrás.Inmediatamente.

Roland miró a Rom y luegoal custodio, y después alprimero.

—Dime cómo —anunció,asintiendo con la cabeza.

E

Capítulo quince

SA NOCHE, ROLANDDURMIÓ con dificultad.

Cuando finalmente sus sueñoslo aislaron del mundo sellenaron de imágenes demuerte. De amomiados ysangrenegras abarrotando latierra en busca de ese pequeñoremanente de mortales que

esperaban una errónea promesade dominio.

Antes de regresar alcampamento había pasado otrahora con Rom, revisando pasoa paso la forma en que podríanobtener a Feyn. El plan estaballeno de disparates, pero nomás que ir directamente trasSaric o dar un golpe de estadoal Orden mismo, ideas quehabían surgido en la mente deRoland en sus momentos más

trascendentales.Que eran más frecuentes de

lo que quería admitir.No obstante, un conflicto

con Saric costaría muchas vidasmortales. Y aunque un golpepodría asegurar el poder en laFortaleza, ese poder requeriríafuerza para mantenerlo.

Al final, Rom tenía razón: elmejor camino, aunque no elmás probable, para la ascensiónde Jonathan al poder sería a

través de que Feyn renunciara asu cargo. O, en su defecto,alguna clase de acuerdoirrevocable que concediera elpoder a Jonathan en lugar deella. En cualquier caso tendríanque contender con Saric y sussangrenegras, pero hacerlo deese modo, desde una sede delpoder político, sería muchomás fácil que como marginadossociales.

Roland no estaba seguro de

cómo Rom planeaba manejar elasunto con Feyn una vez que latuviera en su poder, pero suinsistencia en que no teníannada que perder teníafundamento. Si la táctica fallabapodían recurrir a medidas máshostiles.

Sin embargo, ninguno deesos pensamientos fue lo que leimpidió dormir una horacompleta mientras yacía solo ensus aposentos personales. El

príncipe de los nómadas poseíatres yurtas: una para sus dosconcubinas que había elegidopor su fertilidad y salud a fin detener herederos; otra para suesposa, Amile, quien le habíadado dos niñas y usaba consupremo orgullo su posicióncomo la única esposa deRoland; y la última yurta parasu cargo como gobernante detodos los nómadas.

Roland se había retirado

temprano en la mañana a suúltima yurta y se habíareclinado sobre una estera, conla mente aún dando vueltas entorno a esta revelación delcustodio acerca de la sangre deJonathan.

A su alrededor, el resto delcampamento yacía en cama,ajeno a la verdad… como debíaser por ahora. Si el mensaje sefiltrara...

No.

La mayor fortaleza decualquier nómada era sudecisión de independencia.Generaciones de separatismohabían provocado profundalealtad hacia los suyos. Ahora,al haberse despertado a la furiade la pasión y la ambición, losdeseos nómadas de consumir elmundo no conocían límites.

La vida, como mortalestotalmente vivos, era la piedraangular de la existencia de

ellos, y su gente estaba decididaa experimentarla como nadiemás en la tierra podía hacerlo.Como un género de humanosque viviría por muchos cientosde años sin sometimiento. Yahora el custodio parecía estarsugiriendo que la misma fuentede esa vida estaba menguandolentamente.

Roland aún no podíasondear las totalesimplicaciones de la noticia del

custodio. ¿Qué influenciapodría tener esto en el gobiernode Jonathan? ¿Cómo afectaría ala ascensión de los mortales, oal derrocamiento del régimenopresivo del Orden que habíaaplastado al mundo por mediodel miedo? Miedo a fallar alOrden en esta vida. Acuestionar la verdad. A salirsedel statu quo. A desviarse de laperfecta obediencia. A lamuerte, porque en la muerte

todo el que fallaba en algunamanera solo hallaría el infierno.Y todos eran conscientes deque no había nadie que nofallara.

Muchas cosas no estabanclaras para Roland, pero eldestino de los mortales noestaba entre ellas. Su razaderrocaría al Orden y viviríalibre del miedo. Libre derestricciones. Él sabía, además,que la tarea de asegurar ese

destino caía en sus propioshombros más que en los decualquier otra persona,incluyendo a Jonathan, elrecipiente que les habíaproporcionado vida.

Todos estos pensamientosdaban incesantes vueltas en lamente de Roland inclusomientras dormía. Cuandodespertó con los primerossonidos de un campamento quese agitaba allá afuera ordenó a

Maland, el siervo que desdemucho tiempo atrás hacíaguardia ante su yurta, quebuscara al custodio y se lotrajera de inmediato. Bajocualquier otra circunstancia, élmismo iría hasta donde elanciano, pero las posibilidadesde toparse con Rom o concualquier otro miembro delconsejo podrían minar susintenciones. Debía hablar con elanciano sin que nadie más lo

supiera.Pasó una hora. Roland miró

por la solapa de la portezuela.Pesada y puesta en un marco,estaba hecha para soportar elmal tiempo de modo que aunen medio de una tormentasimplemente pareciera respirarcomo un diafragma con elviento. Esta mañana estabatotalmente inmóvil, un débilrayo de luz solar se filtrabahacia el suelo de la yurta desde

la pequeña abertura circular enlo alto.

La estancia estaba amobladacon un par de gruesasalfombras y la estera en que élhabía estado dando vueltas lanoche anterior. Había una copay un plato de carne seca yciruelas silvestres encima de unbaúl que contenía algunasprendas de vestir… aquellasque no se colgaban en elenrejado interior de la yurta

misma: varios abrigos bordadoscon cuentas, y túnicas hechaspor sus esposas y decoradaspor el mismo Roland. Tresarcos compuestos, entre ellosuno de más de trescientos añosde antigüedad. Varias espadas ydagas, incluyendo tres de la eradel Caos… reliquiascuidadosamente preservadascomo recuerdos de la tenazherencia nómada transmitidadurante siglos hasta esta época.

Roland no le fallaría a suraza.

Unos nudillos golpearon elmarco de madera de la puerta.

Al fin.—Adelante.La portezuela se abrió y el

custodio entró usando la mismatúnica que tenía puesta la nocheanterior, la capucha sobre lacabeza. Por las ojeras y elhundimiento en las comisurasde los labios se podía suponer

fácilmente que el hombre habíadormido menos que Roland…si es que durmió. Pero no fuetanto la fatiga en los ojos delanciano como lasatormentadoras preguntas enellos lo que le decía a Rolandtodo lo que necesitaba saber.

El custodio cerró la puerta,se echó atrás la capucha, y miróa Roland por un buen rato sinbrindar ningún saludo.

—Siéntate, por favor —

pidió Roland asintiendo haciauna silla al lado del baúl.

El Libro miró la silla peronegó con la cabeza.

—No me puedo quedar.Debo regresar —anunció.

—¿A qué? ¿A hacer máspruebas? ¿A estar seguro deque nuestro mundo se estáderrumbando mientrashablamos?

El hombre no contestónada.

—¿Es así?—¿A qué te refieres?—Vas a volver a examinar

la sangre del muchacho con tusampolletas mágicas.

—No se trata de magia.Cuanto más oscura se vuelve lasangre en la sustancia, máspotente la vida dentro de ella.Pero así es, como tú dices.

—¿Y?—El color se aclara cada

día.

Desde luego. El custodioera meticuloso y sobrio… másen los últimos tiempos, en querara vez se aventuraba a salirpara unirse a las celebracionesalrededor de las hoguerasdurante las noches como solíahacer antes. El hombre habíareído a menudo reciénconvertido en mortal, peroahora esa alegría la habíareemplazado la creciente cargade asegurar el mismo destino

mortal al que Roland estabacomprometido. El príncipesiempre había respetado alanciano. Al igual que los demásnómadas, los custodios sehabían aferrado a su propiamanera de preservar la promesade vida a través de los siglos.Dos órdenes, custodios ynómadas, ahora una sola:mortales.

—¿Nada más? —inquirióRoland.

—También estoyexaminando mi propia sangre.

—¿Y?—No se ha deteriorado.Roland fue hasta el baúl,

agarró una ciruela y se laofreció al hombre. Cuando elviejo la rechazó, fue él quien ledio un gran mordisco a la fruta.El jugo ácido le estimuló laspapilas gustativas, disparándolea sus venas conciencia de lanueva vida. Esto nunca fallaba.

Cerró los ojos. Los nómadassiempre habían festejado lossentidos, incluso sin emoción,pero la sangre de Jonathanhabía convertido la experienciasensorial en una aventurasingular y afirmadora de vida.Junto a los débiles consuelossensoriales que habíanconocido siendo amomiados,estos vibrantes placeresamenazaban en ocasiones conser casi excesivos. Una

experiencia sensorial que seespeculaba que era muysuperior a cualquiera conocidaincluso en la era del Caos, antesde que la muerte viniera almundo.

La primera vez que Rolandhizo el amor después de venir ala vida se le habían encendidotanto los nervios que habíacomenzado a tener pánico,seguro de estar experimentandola agonía de la muerte en vez de

vibraciones de placer. Pero nohabía muerto. Vivió y fuellevado al interior del ardientesol de la felicidad pura y llenade vitalidad. Cuando su mujertrajo nueva vida al mundonueve meses después, llamaronJohnny al niño en honor de esavida que había facilitado laconcepción.

—Dime algo, anciano —expresó Roland—. ¿Cuál diríatu fundador, Talus, aquel que

predijo primero que la vidavendría otra vez en la sangre deun niño, que es tu cargaprincipal?

—Asegurar que la vida nose destruya—replicó el hombrecon marcada vacilación.

—¿Y dónde está ahora esavida?

—En Jonathan. Pero túsabes esto tan bien como yo.

—Compláceme. Soynómada, no custodio. Hemos

compartido el mismo propósitoy la misma sangre, peronuestros papeles en este mundoson diferentes.

Los avejentados ojos debajode la arrugada frente delcustodio no expresaron acuerdoo desacuerdo. Roland insistió.

—Ahora hay mil doscientosmortales. ¿Exigiría Talus quepreserváramos la vida en losmil doscientos, o insinuaría quesacrificáramos algunos para

asegurar que Jonathan llegara alpoder?

—Ambas cosas.—Estoy de acuerdo. Y sigo

totalmente comprometido coneste objetivo. Pero ahora mipregunta es esta: ¿cuántosdeberíamos estar dispuestos asacrificar para asegurar laascensión de Jonathan alpoder?

—No me corresponde decireso —respondió el custodio

más lentamente que antes.—Sin embargo, reconoces

el asunto que reposa en mishombros. Y por eso es quebusco tu consejo. ¿Cuántoderramamiento de sangre esaceptable para este fin? ¿Diezde mis hombres? ¿Cien? ¿Mil?Dime.

—Como tú dices, esto recaeen tu...

—Por favor, no seascondescendiente —pidió

Roland, dándose cuenta de queestaba apretando la ciruela en lamano, y que caía jugo de losdedos al suelo—. Quiero sabercómo te sientes respecto alderramamiento de esta preciosasangre que ahora fluye a travésde nuestras venas. ¿Cuánta sedebería derramar?

—Tanta como seanecesario.

—¿Hasta el último hombrede ser necesario?

—No creo… —balbuceó elcustodio con el párpadoizquierdo contraído.

—Solo contesta. Por favor.—Tanta como sea necesario

—repitió el anciano frunciendoaun más el entrecejo.

—Por consiguiente,¿discrepas de Rom en esteasunto?

—No. Rom estaría deacuerdo, estoy seguro.

Rom en realidad podría

estar de acuerdo. Pero no hastael mismo punto que muchosnómadas. El hombre sabía quelos radicales harían lo que fuerapor proteger esa vida,incluyendo un ataquepreventivo de cualquiermagnitud que facilitara mejor lavictoria. El nómada cambió detema.

—Entonces dime esto: ¿enquién reside ahora la vidaprofetizada por Talus?

—En Jonathan.—¿No en ti?El anciano lo miró por

largos instantes. Luegocomenzó a dar la vuelta, comosi pretendiera irse.

—Mi lealtad a Jonathan esinquebrantable, custodio.Cortaría cualquier garganta parasalvarlo… no memalinterpretes. Él debe llegar alpoder por el bien de todos losmortales. Pero debo entender

ese trayecto.Un ligero temblor se

apoderó de los envejecidosdedos del Libro. Estaba privadodel sueño, pero aquí pasabamucho más.

—Por favor. ¿Dónde residela vida?

—En todos nosotros —respondió el custodiomirándolo de nuevo—. Para serprotegida a toda costa. Cómoobtenerla no es mi

preocupación. Soy custodio dela verdad, no creador dehistoria. Esa responsabilidadreposa en los hombros deotros, como tú dices.

—Pero el resto de lo quedices también es cierto, ¿o no?Que tu sangre y la mía sonahora más poderosas que la deJonathan. Y eso también teconvierte en creador, si no dehistoria, entonces de vida. Igualque yo. Un creador de vida

quizás hoy más poderoso queJonathan. ¿Es esto ahora partede la verdad que posees?

—Hay más en cuanto almuchacho que su sangre —declaró el custodio, con tono deadvertencia.

—Ya no estoy hablandoacerca de Jonathan, sino de unaraza de mortales creadoresllenos de sangre dadora devida. ¿No es esta la sangre quesalvará al mundo?

El anciano se quedó ensilencio.

—Y si es así, entoncesdebemos tomar los pasos quesean necesarios para protegerno solo a Jonathan, sino a losmortales que se convertirán encreadores del mundo.

—Quizás.—¿Y si todo se redujera a

una elección entre la sangre deJonathan y la tuya? ¿Entre la deél y la mía?

—Oro porque eso no pase.—Yo también. Lo haré.El custodio se volvió para

irse.—¿Lo sabe Jonathan? —

quiso saber el nómada.—No —contestó el Libro,

ya de espaldas al nómada.—Tomaste otra muestra

esta mañana.—Sí.—¿Cuán rápido se le está

invirtiendo la sangre al

muchacho? Necesito sabercuánto tiempo tenemos.

—A este ritmo, su sangrepodría ser la de un amomiadocomún para cuando ascienda alpoder —advirtió el anciano convoz temblorosa.

Roland parpadeó, tenía lamente vacía. ¡Tan rápido! Nohabía pensado en esaposibilidad. Aún titubeando,articuló las primeras palabrasque se apresuraron a llenarle la

mente.—¿Qué poder tiene?

¿Cómo puede eso sucederahora?

—Él ya nos ha dado supoder —afirmó el anciano—.Usémoslo sabiamente.

Sin decir una palabra más,el viejo salió de la yurta,meneando la cabeza como unprofeta que ha perdido la vozde su dios.

Roland miró hacia la puerta

después de que esta volvió acalzar en su lugar. Así que elasunto quedaba claro. Él haríacomo Rom le pidiera y llevaríaa cabo el plan para apoderarsede Feyn. Pero no confiaría eldestino de todos los mortales aun solo curso de acción.

De inmediato debíandespachar combatientes muchomás allá del perímetro conórdenes de tomar cautivo atodo sangrenegra que hallaran.

Debían encontrar la debilidadde Saric.

Tenían que estar preparadospara lo peor.

Se dirigió a la puerta, tras laque Maland esperaba.

—Tráeme a Michael.¡Ahora!

D

Capítulo dieciséis

OMINIC RECORRIÓ ELGRAN pasillo del palacio, los

tacones de sus botasrepiqueteaban contra el piso demármol al ritmo de lahecatombe que tenía dentro delcorazón.

Había transcurrido un díadesde que el líder del senado

presenciara la acción máshorrible y profana de su vidaen relación con el asesinato delregente. Además había oído lablasfemia más insondable departe del hombre que cometióel acto, exactamente allí en latarima del senado, donde Sarichabía revivido efectivamente asu hermana para instalarladespués como soberana.

Esa primera noche, elhombre había sufrido

pesadillas. Pesadillasrelacionadas con el cuello delregente abriéndose en esaprofunda herida. De lasoberana desnuda gritandodesde la enorme mesa, como sieste fuera un altar y ella elsacrificio. Pesadillas de sangrefluyendo de la mangueraexpansible de Saric al interiordel brazo de la mujer. De lainconfundible cicatriz que lecortó el torso, evidencia clara

de la salvaje herida que habíaacabado con la vida de Feynnueve años antes en su toma deposesión.

De la mujer levantándose yhablando, no con su propiavoz, sino con la de Saric.

Todos ustedes estánmuertos. Todos ustedes.Muertos.

Dominic había despertadosudando. Paseó por susaposentos en la Fortaleza. Fue a

la ventana a mirar hacia afueraen medio de la noche oscura endirección al palacio y alapartamento de la soberana. Lasvelas habían ardido allí durantela noche.

Luego, la voz más terriblede todas se le filtró en la mente.

La suya propia.Estás muerto.¿Era posible?Unos escalofríos le habían

recorrido la nuca, le habían

pinchado las yemas de losdedos y le habían puesto azumbar los oídos. Temor, en suforma más visceral.

Había pasado el díasiguiente en vigilia casi sinpoder dormir, las manosheladas y entumecidas,anticipando ya más pesadillasen la noche venidera. Había idoen la tarde a la basílica paratranquilizar el espíritu. No erael día habitual, pero tales

servicios se llevaban a cabodurante la semana a fin dedisipar los temores de quienesnecesitaban consuelo, y demantener a raya el terror a loeterno con un acto másapropiado en deferencia a loúnico que se aceptaría al finalde la vida de alguien.

El Orden.Sabemos que el Creador

existe dentro de su Orden.Aquello le ayudó. Esa

noche se había ido a dormirsabiendo dos cosas: Primera,que el Creador aún era elCreador, conocido dentro delOrden. Que cuestionar alOrden era cuestionar al Creadormismo. Esta verdad permanecíafirme, un ancla solitaria enmedio de esta repentinatormenta de acontecimientos.

Segunda, que Feyn reclamósu cargo como soberana, porasombrosa que resultara su

resurrección del letargo o de lablasfema protección de que ellahabía renacido bajo una lunasangrienta.

No hubo pesadillas lasegunda noche. Y Dominic sehabía levantado hoynuevamente tranquilo.Nuevamente decidido.

Recorrió el camino hacia elatrio exterior de la oficina en laúltima hora de la tarde, con lamirada en alto, haciendo caso

omiso de las oscuras grietasque serpenteaban en elabovedado techo, centrándosemás bien en el brillo de la luzreflejada en la superficiedorada. Estas salas antiguasestaban consagradas desde losdías del Caos, dedicadas alCreador cuando se le conocíapor un nombre más misterioso:Dios.

Ahora Dominic solo teníaun objetivo. Debía asegurarse

de que Feyn le garantizara queobraría para destruir a suhermano, quien evidentementese levantaba contra el Orden.Sin duda, ella veía que supropio trono estaba en gravepeligro. Quizás incluso sudestino eterno. Tenían quetrabajar juntos.

El líder del senado asintióhacia Savore, el secretario aquien había conocido tantosaños como el hombre de

Rowan. Qué diferente era verlocuidando el escritorio de laoficina donde Saric montaba sujuego, sin duda haciendo girarlos recursos del mundo parasus propios y tenebrosospropósitos. Dominic llegó aimaginar que veía sombrasarrastrándose desde la granrecámara más allá.

Todos ustedes… muertos.Savore se levantó para

señalar con un gesto las puertas

de cuatro metros de la oficina.El secretario mismo no lastocaría… correspondía a cadahombre arreglárselas con supropia fuerza en este espacio,obrar incluso de este modopara conseguir audiencia con lasoberana, mano firme delCreador en la tierra.

Dominic colocó las palmascontra la intrincada y labradapuerta de bronce. Era comúnpara cualquier prelado hacer

una pausa y considerar lossímbolos de cada oficinacontinental: los alquimistas deRusse, los educadores deAsiana, los arquitectos de Qin,los ambientalistas de NovaAlbión, los banqueros deAbisinia, los sacerdotes deEuropa Mayor y los artesanosde Sumeria. Dominic mismo amenudo había hecho lo mismo,yendo tan lejos como acariciarcon la yema de un dedo el

Libro de las Órdenes ademásdel emblema de Europa, supropio continente.

Pero hoy solamente vio elsímbolo que presidía sobretodos ellos: la gran brújula, lospuntos escalonados de laaureola de Sirin, por la cualtodos ellos debían vivir y por lacual todos serían juzgados.

Abrió la puerta de unempujón.

Adentro estaban cerradas

las pesadas cortinas deterciopelo contra la oscurecidaluz de un día menguante,mientras una docena decandeleros enviaban sombrasversátiles y atractivas por todoel salón.

Eso fue lo primero queobservó.

Lo segundo fueron los dossangrenegras a cada lado de suvisión periférica cuando laspuertas se cerraron detrás de él

con el ruido siniestro de unabóveda.

Lo tercero fue la figurasentada al escritorio. La damaestaba ricamente ataviada conterciopelo azul, tan oscurocomo el de la medianoche.Estudiaba alguna clase deinforme, mientras sorbía de unacopa de peltre. Tenía las uñasperfectamente arregladas.

La mujer levantó la miradacon languidez felina. Los ojos

eran negros e insondables enmedio de las sombras.

Dominic se apoyó en unarodilla sobre la gruesaalfombra, pero por primera vezen la vida observó en vez debajar la mirada.

La figura detrás delescritorio era realmente lamisma soberana; por suerte, nose veía a Saric por ningunaparte. Pero ella había cambiadodrásticamente.

La soberana soltó elinforme con un movimiento delos dedos.

—Mi señor Dominic —saludó con voz tan suave comoun ronroneo.

Esta era la primera vez queél la oía hablar desde eseescalofriante grito, y concordóen que no podía conciliar paranada esos dos sonidos.

Feyn se levantó de la silla,mientras la luz de las velas

captaba la obsidiana de suspendientes de araña. Tenía elcabello recogido totalmente enla cabeza y se le veía todo elcuello. El corte alto y abiertodel vestido le acentuaba elescote y la piel pálida en unaabertura que le llegaba hasta elesternón.

Dominic volvió a rechazarla idea de que esta pudiera serla misma mujer. Y sin embargoallí estaba: Feyn, como todos la

habían conocido. Y comonunca se le había conocido.

La soberana rodeó elescritorio por un costado,moviéndose con gracia y sinprisa. La luz del candelero máscercano le irradió el rostro,revelando una sombra en unamejilla, solo discernible losuficiente para que él sepreguntara si se trataba de unjuego de luz.

No. ¿Un moretón,

entonces?La dama hizo una pausa

delante de Dominic, quien seencontró bajando la miradahacia los pies femeninoscalzados con botas. Una palmaabierta se le extendió en elcampo de visión. La tomó y lebesó el anillo del cargo juntocon el interior de los delicadosdedos. Olían a vino, perfumede almizcle y sal.

La mano se retiró, no sin

que antes el hombre notara lamarca en la parte anterior delcodo. Una pequeña herida depinchazo visible en la altaseparación de la manga.

El líder del senado comenzóa erguirse con ambas manossobre la rodilla, pero luego sedio cuenta de que ella no lehabía dicho que se levantara.Parpadeó y se echó hacia atrás,haciendo caso omiso del sonidode su rótula en la alfombra.

—¿A qué vienes? —preguntó Feyn, volviéndosehacia el escritorio y recogiendola copa.

Él levantó la vista,sorprendido otra vez por lamajestuosa inclinación de lamandíbula de la mujer, larectitud misma de la nariz, eldecorado de los labios,húmedos después del vino.

—A hablar con usted.Tengo preocupaciones.

—Todo el mundo tienepreocupaciones respecto a algo,Dominic.

—¿Podríamos hablar enprivado, mi señora? —inquirióél mirando hacia las puertas yde nuevo hacia ella.

—Estamos en privado.El tono, aunque

desapasionado, era extraño, y élvolvió a pensar que ella lerecordaba menos al potrosorprendido, que solo un día

antes temblaba sobre sus patas,que a una gran pantera.

—Por favor.Ella alejó la mirada en

dirección a los guardias. Conuna expresiva mirada las dosformas musculosas inclinaronla cabeza y salieron a través delas enormes puertas dobles, lascuales cayeron de nuevopesadamente en su lugar.

Y entonces quedaron solos.—Ven, Dominic —pidió

Feyn yendo a una silla conrespaldo hacia atrás al lado dela ventana encortinada.

Él se levantó de modoinestable y se puso delante deella, inseguro. Rowan siemprelo había invitado a sentarse allado de él en el sillónacompañante. Pero Feynsencillamente se recostó yesperó que el hombre hablara.

—Comprenda, por favor, lanaturaleza de mi preocupación

—comenzó él a decir cruzandolas manos—. Usted regresó antenosotros de… la manera másinsólita. Y aunque quizás nosepa la naturaleza de las cosasque expresó su hermano antesde ese momento, deboinformarle que fuerontotalmente perturbadoras.

—¿Ah, sí? —exclamó ellaextendiendo el antebrazo a lolargo del brazo de la silla,sosteniendo con los dedos el

borde de la copa.—Sí. Y me siento obligado

a preguntar sus propias…creencias en estos asuntos. Suslealtades.

—¿Preguntas a tu soberanacuáles son sus lealtades?

—En realidad, mi señora.Temo que su hermano hayasugerido pensamientos queningún buen hombre del Ordennunca debería tener. Haexpresado la mayor blasfemia.

Por no hablar de que asesinó alregente a sangre fría delante denuestros ojos.

Ella bajó la mirada y mecióla copa en su regazo, repasandolentamente el borde del cristalcon la yema de un dedo.

—¿Y cuál es tu punto? —inquirió mientras levantaba lamirada.

—Debo preguntarle, miseñora, con todo respeto.¿Sigue usted el Orden? ¿Lo

servirá? ¿Morirá por él?—No sería la primera vez

que yo haya muerto por estecargo, ¿verdad? —respondióFeyn formando una extrañasonrisa en la comisura de loslabios.

—Sí, perdóneme. Y sinembargo…

—Moriré por este cargo —interrumpió ella—. Y loserviré.

—¿Moriría también por la

verdad, señora… con relaciónal Creador, y al Orden que es lamano de él?

—¿La verdad? ¿Cuál es laverdad, Dominic?

—Conocemos al Creador através de su Orden —dijorepitiendo lo dicho por todos,aprendido en la tempranainfancia.

—Ya veo. Entonces debopreguntarte, Dominic, ¿qué esun creador?

—Está claro, aquel que davida, mi señora.

—¿Y tienes vida tú?—Sí. Aunque su hermano

no parece pensar así.—¿Y yo? ¿Tengo vida?—Evidentemente —

contestó él mirándole las manosy después los ojos.

—¿Cómo lo sabes?—Usted ve, y respira.¿Cómo no estremecerse

ante el recuerdo de la primera

bocanada irregular de aire queella tomó mientras el pecho sele arqueaba hacia arriba en esamesa de piedra parecida a unaltar?

—¿Y cómo sabes tú quetienes vida? —insistió ella.

—Porque estoy aquí delantede usted.

—Ya veo. ¿Y cuál es elpropósito de nuestras vidas, sino te importa?

—Servir al Creador.

—Entonces estamos deacuerdo.

—Y conocemos al Creadora través del Orden —repitió élasintiendo levemente con lacabeza.

—También conocemos alCreador por su sello ennosotros. Por la vida ennuestras venas, ¿o no?

—Yo… sí. Por así decirlo.—Además conocemos al

Creador por esas tendencias

interiores que todos tenemospor servirle, ¿verdad? El temorde desilusionarlo en algunaforma.

—¡Claro que sí!—Algunos lo llaman temor.

Pero nosotros, Dominic, loconocemos como lealtad.Como amor. ¿No es cierto?

¿Por qué sentía él que debíavacilar?

Pero no. Simplementeestaba sorprendido por verla

tan bien recuperada. Y vestida.—Sí —replicó el hombre

—. Por nuestro amor.—Sin embargo, ¿sabes

realmente qué es el amor,Dominic?

—Es el temor al Creador.Es aquello a lo que noscomprometemos, y a lo quecorrespondemos con nuestrasacciones y mentes.

—Y si amamos a nuestroCreador, ¿también amamos y

servimos a su mano?—Sí, desde luego.—¿Soy la mano del

Creador en la tierra, Dominic?—Claro que sí, mi señora.

Usted es la única.—¿No nací y me crié para

ser soberana por las leyes desucesión, escogida por elCreador?

—No hay ninguna duda, miseñora. Usted es la legítimasoberana.

—Eres un hombre delLibro, Dominic. Pregunto:¿cuál es el castigo paracualquiera que se interponga enel camino de la elegida delOrden en asumir el cargo? ¿Dealguien que gobernaraincluso… fuera del Orden… enlugar de ella?

Él hizo una pausa.—¿Dominic?—La muerte, mi señora.—Umm.

Otra vez le atravesó lamente la imagen de la cabeza deRowan cayéndosele del cuellotajado.

—Y sin embargo te echasteimpulsivamente hacia atráscuando esta muerte se realizó.¿Objetas las reglas del Orden?

—¡Nunca! Por fidelidad ami palabra he servido al Ordentoda la vida. Con diligencia,con la esperanza de la felicidad.

—Por consiguiente, ¿me

jurarás lealtad?—Por supuesto, mi

soberana.—¿Cómo puedo saberlo

con certeza?Dominic acababa de darse

cuenta de que su propósito alacudir a Feyn se había invertidode alguna forma. Ahora élestaba bajo interrogatorio. Elpoder de ella como soberanaera evidente incluso ahora.

—El Creador conoce mi

lealtad —afirmó él—. Exíjamealgo para que usted también laconozca.

La mujer lo observóinexpresiva, sus ojos negrosinquietantes sin pestañear.

—Inclínate ante tusoberana.

Él bajó ambas rodillas haciala gruesa alfombra en un solomovimiento.

Feyn se levantó, puso a unlado la copa y caminó hacia el

hombre.—¿Me das tu total lealtad?—Sí, mi señora.—El Creador me ha elegido

para gobernar sobre ti comosoberana. ¿Te someterás a mijuicio y sabiduría en todas lascosas?

—Lo haré.—Júralo.—Lo juro.Ella se acercó… tanto que él

podría estirar la mano y tocarle

el vestido de terciopelo. Lamano femenina se apoyó en loalto de la cabeza de Dominic,quien pudo sentir la calidez deella a través de su cabellocanoso. Otra vez el aroma aalmizcle, condimentos, vino…

—Aunque quizás nocomprendas mis acciones, tesometerás a mí en todas lascosas, confiando en que soyleal al Creador —añadió ella envoz baja.

¿Por qué esta sensación dealivio, esta disminución delmiedo que venía de modo tanclaro?

—Sí.—Aunque esto sobrepase tu

comprensión y desafíe tupropia lógica y voluntad.

—Lo haré.—Entonces haces bien —

añadió ella deslizándole lamano por la mejilla,levantándole el rostro y

mirándolo con un indicio deternura—. Un día podríarecompensarte con un regalo.Si lo hago, recíbelo con gracia.

—Lo haré, mi señora. Peroservirle es suficiente regalo.

El temor de él habíadesaparecido, reemplazado poruna extraña y profunda paz. Sí.Sin duda aquí estaba la boca yla mano del Creador en latierra.

—Te puedes levantar.

Dominic habríapermanecido de rodillas hastaque se le entumecieran laspiernas y ya no pudiera sentirlos pies. Pero se irguiólentamente hasta quedar de piey un poco mareado.

—¿Mi señora?—Eso es todo, Dominic —

respondió ella, agarrando denuevo la copa de la mesalateral.

—Gracias, mi señora —

expresó él retrocediendo unpaso e inclinando la cabeza.

Dominic salió cruzando lagruesa alfombra hacia laspuertas dobles. Esta vez,cuando puso la mano sobre laimagen de la brújula, igual a laestampada en el otro lado, soltóuna prolongada y lentaexhalación. Se le había aclaradola mente.

Ahora sabía dos cosas: Queal Creador se le conocía por su

Orden. Y que Feyn era la vozde ese Orden. Él era devoto.Seguiría lo que ella demandara.Y la felicidad vendría a supaso.

—Ah, ¿Dominic?—¿Mi señora? —contestó

él, volviéndose.Feyn estaba parada detrás

del escritorio, una columna deterciopelo, la luz de velascalentándole la piel de marfil.

—Debes saber algo antes de

salir.—¿Sí?—No traicionaré a mi

hermano —aseveró elladescendiendo en la silla, con lamirada fija en él.

Feyn miró las pesadas puertasde bronce mucho después deque el líder del senado sehubiera ido.

Mucho después de que ellahubiera acabado el contenido

de la copa de un solo trago.Incluso mientras la mano ledescendía sobre el hombro.

Como ella sabía que iba aser.

Volvió la cabeza mientrasSaric se inclinaba y la besabatiernamente. Pero no losuficiente para que ella nosintiera el moretón en la mejilla.

—Lo hiciste bien, cariño.Su necesidad de él la

consumía. La necesidad de oír

esas palabras, como si fueran lamisma sangre que él le habíadado. La había estadoobservando todo el tiempo.Desde que era niña sabía laexistencia del pequeño corredordetrás de la pared encortinadatras el escritorio. Su propiopadre, Vorrin, le habíaenseñado a permanecer en esecorredor durante muchas visitasestatales, a fin de que observaranegociaciones a través de los

años de su capacitación paraeste mismo cargo.

—¿Quedaste complacido?—preguntó ella.

—Cuán hermosamente…con qué poco esfuerzo, lodominaste con tu charla delealtad hacia el Creador.

—Así es —concordó Feyn,mirando al frente, deseando dealgún modo que las cortinas seabrieran, incluso a la noche;ella se lo permitiría.

—¿Y quién es ese Creador?—Tú, mi señor.—Eso es correcto. Estoy

impresionado con tu habilidad.Que quienes vengan a usartecrean que has caído en susredes. Y en vez de eso ejercestu oficio.

—Sí, desde luego —manifestó ella, volviendo lamejilla hacia la mano de él.

—¿Ves? Tienes talentonatural, mi amor. Y un día nos

será de gran utilidad.—Gracias.—Tengo algo de lo que te

debo hablar —comentó Saric,asintiendo con la cabeza,sentándose en el borde delescritorio, y alejando la copa.

—¿Sí?—Los mortales entraron a

la ciudad por el norte.—Entonces busquemos en

el norte —contestó la jovenpestañeando.

—Parece que ellos puedenoler nuestra sangre —advirtióél levantando la cabeza ymirándola.

¿Olerla? ¿Era posible eso?Entonces ella recordó la maneraen que el nómada, Roland,había retrocedido y girado lacabeza como atenuando un malolor. La forma en que Rom searmara de valor la primera vezque se le acercó.

—Mis sangrenegras están

en desventaja en la exploración.Hubo un incidente en un puestode avanzada… falta un cuerpoentre los restos carbonizados.Supongo que los mortalescapturaron a uno de mis hijos.Cualquier información que élles haya dado sería falsa… mishijos están cuidadosamenteentrenados y son totalmenteleales. Pero me preocupa que lohubieran podido agarrar.

Cuando Saric volvió a

mirarla le brillaban los ojos contal aterradora intensidad quehizo recordar a Feyn el mássevero de las reprimendas de suhermano.

—Despacharás a quinientosde tus hombres hacia el norte.Guardias, vestidos devagabundos. Recorrerán losdesiertos y cañones en busca decualquier señal de los nómadas.Al primer avistamiento vendrána informar. Debemos localizar a

esa gente. ¿Está claro?—Como quieras, hermano.Saric la miró fijamente por

unos instantes. Luego levantó lamano y le acarició con el pulgarel debilitado moretón en lamejilla.

—Llámame Creador cuandoestemos solos. Me agrada más.

—Como desees, miCreador.

J

Capítulo diecisiete

ORDIN SE LEVANTÓTEMPRANO según los

estándares nómadas.Temprano, y atribulada.

El amanecer se habíadispersado hacia el valle horasatrás, iluminando las laderas yextendiéndose a lo largo deaquella hondonada. La luz solar

salpicaba el agua del riachuelopoco profundo antes deextenderse a través de losredondos vértices de las yurtasy subir la gran escalera de lasruinas Bahar contra el murooriental. Si el sol se mantenía eltiempo suficiente, para elmediodía las escalinatas demármol blanco estaríanbrillantes. Y si el cielo semantenía despejado durantetoda la tarde, llegaría luz dorada

más allá de las columnas de laantigua basílica e iluminaría elviejo vitral con fuego colorido.

El día estaba repleto devida.

Pero Jonathan no se hallabaa la vista.

Jordin nunca fallaba enencontrarlo en alguna parte: ríoabajo, donde a veces iba abañarse, o con los caballos,donde pasaba horastrenzándoles las crines y las

colas, y poniéndoles los tantosadornos que le obsequiaban yque él mismo no podía usar porcompleto. En ocasiones, lachica hallaba a Jonathan en lasladeras, esculpiendo, solo, odurmiendo cuando iba a lasaltas colinas en algún momentodurante la juerga salvaje de lanoche anterior.

Pero esta mañana no lohallaba por ninguna parte.Adah, quien se levantó

temprano a fin de cocinar paraJonathan y Rom, se habíaacercado a Jordin parapreguntarle dónde estaba eljoven. Lo había ido a buscar enla pequeña yurta que él poseíaen el centro del campamento,pero no había indicio de quehubiera estado allí durante todala noche. Cuando ella llegó alcorral, descubrió que el caballode él no estaba.

¿A dónde habría ido? Si

Jordin no lograba localizarlopronto, tendría que decírselo aRom, lo cual oscurecería supapel como protectora. Bienque los demás no supieran elparadero de Jonathan, pero noella.

Recorrió el borde delprecipicio occidental, el nortedel campamento, y subió lasladeras. Exhalando lentamente,deseó deshacerse de un iniciode pánico y se obligó a ver al

otro lado del valle más allá delcampamento que despertaba alnuevo día.

Jonathan había estado ensilencio desde que regresarande Bizancio, anteayer. Jordinsabía que él quedóentusiasmado por la niñaperdida, Kaya. Y por lasamomiadas que habían visto enlas afueras de la ciudad. Conuna sola mirada a los ojos de él,ella supo que se hallaba

profundamente atribulado ensentidos que nadie, quizás nisiquiera la misma Jordin, podíaentender. El muchacho se habíapuesto la soledad como unmanto desde que regresaron.

Jordin corrió a lo largo delborde del precipicio, luchandocontra el miedo, una emociónmuy extraña en ella en su épocade mortalidad, pero unapesadilla fácilmente recordadade sus años como amomiada.

Toda la vida había temido serabandonada, hasta el día en queencontró a Jonathan. Ahora loque más temía era simplementevivir sin él.

La chica recorrió el valle denorte a sur desde lascaballerizas en el borde nortedel campamento. A lo largo delriachuelo hasta la ampliacióndel valle, hacia el río principalque atravesaba todo el caminodesde el desierto hasta la costa

oeste, hacia el mar.Estaba a punto de volver a

dirigirse hacia el costado surcuando vio de reojo la manchanegra a través de la luz solar,hacia el sur, subiendo a lo lejos.Se protegió los ojos del brillodel sol y los entrecerró paraenfocarlos.

Un jinete. A menos de doskilómetros de distancia,viajando al paso como sihubiera cabalgado durante

horas. Entonces Jordinreconoció el tamaño y el colordel caballo pardo, la postura deljinete…

Jonathan.La joven se mantuvo

inmóvil todo un segundo, conel corazón martilleándole en losoídos. Su primer pensamientofue que él estaba a salvo.Gracias al Creador que estababien.

El segundo pensamiento fue

que su soberano había idolejos. A caballo. Muy lejos. Sinque nadie lo supiera.

Debía alcanzarlo primero.Tenía que estar a su ladocuando entrara al campamento.Debía saber dónde habíaestado.

Jordin corrió hacia elfarallón rocoso desde dondehabía trepado a la cima de lacolina, jurando nunca másvolver a dejarlo solo durante

más de una hora. No, tan cercade su toma de posesión.

Voló a través de las laderas,con preguntas retumbándole enla mente. Bajó la última colinahacia el suelo del valle,corriendo casi un kilómetro através de los bajíos delriachuelo, cortando por elcampamento, saltando sobrehogueras de la noche anteriorque aún ardían.

Las cabezas se volvían. Los

niños dejaban de jugar paraobservar. Los guerrerosmiraban, las madres se volvíande sus quehaceres y les gritabana sus hijos, quienes llegabantrotando detrás de Jordin. Verlacorriendo por el campamentocon tanta prisa era extraño ysolo podía significar una cosa:Jonathan.

El jinete acababa de entrarpor la parte sur cuando ella lovio, su caballo a paso firme. La

muchacha corrió más rápido.Solo entonces vio que otros

también miraban en la mismadirección. No solo estabanviendo, sino que parecíanafirmados al suelo. Fijos. Ellallegó a los peldaños de lasruinas cuando se dio cuenta deque todo el mundo mirabahacia allá.

Él no estaba solo.Jordin se detuvo en seco

junto a una docena más de

nómadas, reunida para ver elregreso del hombre. Allí, en lasancas del caballo, se hallabauna segunda figura. Máspequeña, mirando alrededor deljinete, agarrándolo por lacintura. Un niño, de apenasdoce años, si acaso.

El olor golpeó a Jordincomo una ráfaga de viento.

Amomiado.Traer a cualquier amomiado

al valle era una violación

expresa de la ley nómada.Además de los espías quevenían a ver a Rom, ella nuncahabía visto un amomiado fuerade Bizancio desde que el últimose había vuelto mortal. Eso fueantes de la moratoria, añosatrás.

Una figura salió al claro pordelante de la escalera de laruina, largas cuentas lebrillaban en el cabello, seguidade cerca por otra. Jordin sintió

un escalofrío en los brazos.Maro el radical.La joven corrió al frente

mientras otros varios salían desus yurtas, tapándose lasnarices con ropa o con lasmanos.

—¿Qué es ese hedor amuerte? —preguntó alguiendetrás de ella.

—¡Un amomiado! —exclamó una voz muy conocidapor Jordin: Rhoda, la

conflictiva herrera que le dabatan duro y tan a menudo al vinocomo al acero—. Oh,Creador… Ha traído unamomiado al campamento…

El muchacho no desaceleróel paso, ni demostró ningunapreocupación. Portaba unamáscara de clara resolución,como si las miradasimpresionadas no tuvieran nadaque ver con él.

Pero Jordin sabía mejor que

nadie. Su soberano podría estaren silencio la mayor parte deltiempo, pero su inteligencia erasuperior en sentidos que pocosconocían tan bien como ella.Además, los poderes deobservación en él eran inclusomás agudos que los de Roland.

Ella se dio cuenta de esopor primera vez dos años atrás,cuando se hallaban en el puestode observación en lo alto conlas piernas colgando sobre el

precipicio, observando elcampamento muy por debajo.Después de media hora desilencio, Jordin enfrentó unainquietud.

—¿Mi soberano?—¿Sí?—¿Te puedo hacer una

pregunta?—Si primero puedo hacerte

otra —contestó él, mirándola,con la boca sonriente.

—Por supuesto —concordó

ella, añadiendo luego—. Misoberano.

—¿Me llamarás Jonathan envez de soberano? —pidió él.

Jordin creía más apropiadoel título más formal,especialmente de parte dealguien sin posición como ella.

—¿Jonathan?—Me gusta la forma en que

lo dices.—Jonathan.—Gracias —dijo él con una

amplia sonrisa.En retrospectiva, Jordin

pensó que se había enamoradode él en ese momento, mirandoal interior de esos ojosbrillantes color avellana, loscuales nunca se apartaban delos de ella.

—Tu turno.—¿El mío?—Tu pregunta.—Ah… sí. Me estaba

preguntando, ¿qué pasa por tu

mente cuando observas elcampamento por tantas horas?

Él bajó la mirada hacia elvalle, absorto de nuevo en suspensamientos por algunossegundos.

—Hay mil doscientos oncemortales vivos hoy día. Todosviven en este valle. Diecisieteestán ahora en el río,bañándose. Quinientoscincuenta y tres que he visto sehan aventurado a salir de sus

yurtas esta mañana. Casisetecientos aún duermen, lamayoría de los cuales seacostaron en las primeras horasde esta mañana. Trescientosdoce danzaban anochealrededor de la hoguera… —afirmó él, y entonces la miró—.Conozco todos sus nombres.

Jordin estaba asombrada delos poderes de observación deJonathan, de la agudeza de sumemoria.

—Pienso en cada ser que harecibido mi sangre, Jordin.Están atados para siempre a mí.Y algún día su número serámás de lo que yo pueda contar.Me preocupa que no los puedaconocer a todos —expresó conojos húmedos—. ¿Qué tal si lespierdo la pista?

O quizás fue con esaspalabras y esas lágrimas con lasque ella se había enamorado deél.

Ahora ese mismo jovenentraba cabalgando en elpueblo sobre su caballo y unniño atrás con el rostro vueltohacia la espalda de Jonathan,dedos blancos agarrándolo porla cintura. Su soberano, a quienamaba más que a su propiavida, estaba trayendo unamomiado entre los mortales.Uno cuyo nombre él nuncaolvidaría.

El jinete se detuvo al lado

de los escalones hacia las ruinasdel templo, a diez pasos de unarco formado por losexpectantes observadores. Marodio dos pasos al frente y sedetuvo. El primo de Rolandtenía cabello oscuro, narizaguileña, y era famoso por susflechas con hendiduras quechillaban cuando se las ponía avolar.

El silencio permaneció entreellos. El caballo movió su cola

trenzada, ajeno a todo.—¿Qué significa todo esto?

—preguntó finalmente Maro.—Su nombre es Keenan —

informó Jonathan—. Necesitanuestra ayuda.

Jordin se adelantó concuidado hasta colocarseexactamente detrás del hombroderecho de Maro, ya molestapor el tono del guerrero. Detrásde Jonathan, Keenan habíalevantado la despeinada cabeza

rubia y comenzaba a mirarlotemerosamente.

—Es un amomiado —advirtió Maro sin levantar lavoz—. Traer un amomiado anuestro perímetro estáprohibido estrictamente.

Jonathan consideró a Maropor un instante, y luego levantóa Keenan en silencio y lo bajóde la silla antes de apearsedetrás del pequeñuelo quien,cabeza y media más bajo que

Jonathan, estaba temblando. Elamomiado más cerca del puestode avanzada que Jordin conocíaestaba casi a cuatro horas deviaje a caballo. ¿Estaba el jovensoberano buscandoexpresamente amomiados paratraerlos?

Jonathan se inclinó haciadelante y susurró algo al chico,pero antes de que Jordinpudiera preguntar qué le dijo ode que ella pudiera moverse

hacia ellos, Maro se adelantó.El amomiado dio un paso atrás,el sucio rostro lleno de miedo.

—La ley nos protege atodos —indicó el radicalasintiendo hacia Jonathan—.Nadie está por encima de ella.

—Recuerda a quién le estáshablando —declarótranquilamente Jordin entredientes.

—¿Reproche de parte de lahija de un desertor? —objetó

Maro volviéndose yentrecerrando los ojos.

Ella sintió que el rubor lecorría por el rostro y loacaloraba.

—¿Qué es esto? —inquirióRhoda, la herrera, uniéndose ala refriega.

—Jonathan ha traído unamomiado al campamento —anunció Maro, yendo hacia laderecha de Jonathan, comopara flanquearle el paso.

Con seguridad, él no teníaintención de confrontarlorealmente. ¿Cómo podía algúnmortal reprender a Jonathan?

—¡Retrocede! —exclamóJordin con voz fuerte yprofunda, moviéndose al ladode Maro.

—¿De qué sirve la vida si laruina nos encuentra antes deque la sangre en nuestras venashaya llegado al poder?

—¿La sangre en tus venas?

Esa sangre en tus venas no estuya. ¿Cómo te atreves acuestionar a tu soberano?

—Es nuestra sangre la quenos permitirá gobernar a unmundo de amomiados muertos.Y es nuestra ley la que protegea los mortales hasta quepodamos conseguirlo. Ladefenderemos hasta la muerte—advirtió Maro, e hizosobresalir la barbilla hacia elmuchacho amomiado—.

Contra los muertos.El hombre se volvió y miró

hacia la multitud.—Díganme si estoy

equivocado.Seriph, el miembro de

rango en el consejo, ya se habíaunido al círculo deespectadores.

—Que los muertosentierren a sus muertos —declaró tranquilamenteJonathan—. Pero yo le daré

vida a Keenan.—¿Rompiendo la ley? —

exigió saber Maro; mirandoluego a Seriph—. ¿Qué dicestú?

El silencio se asentó en elvalle. Hasta la brisa parecióprestar atención. Nunca habíahabido un enfrentamientodirecto como este dentro delcampamento, o entre algúnhombre y Jonathan. ¿Dóndeestaban Rom o Roland para

poner orden?—La ley es clara —

pronunció Seriph mirando alpequeño amomiado,aparentemente escogiendo laspalabras con mucho cuidado—.Ningún amomiado puede entraral valle Seyala sin la aprobacióndel consejo. A nadie más se ledará vida hasta que Jonathansuba al poder.

—Él rompió la ley al traeraquí a un amomiado. Dime si

no es verdad.Seriph titubeó. Acusar a un

soberano de romper la ley eraalgo inaudito. Hasta losnómadas sabían eso. El radicalparecía muy consciente de quesus palabras podrían ser lasprimeras de esta clasearticuladas en público por unmiembro de rango en elconsejo.

—Él rompe la ley —decretóen voz baja Seriph.

—Él rompe la ley —repitióMaro, más audaz ahora, yendode nuevo hacia la derecha yregresando, como un juezdelante de un prisionero.

—¡Él es nuestro soberano!—gritó Jordin, con ardienteindignación en las venas.

—Nuestro valle no seconvertirá en una tumba paramuertos —declaró Maro—.Para todo amomiado en fila afin de obtener una vida que ni

siquiera entiende. ¡Y nocontaminaremos elcampamento con fetidez deamomiados!

Maro sacó el cuchillo de sufunda y corrió hacia el pequeñosin brindar ningunaexplicación.

Jordin supo lo que ocurriríaantes de que pasara… lo supoen el momento en que Maro semovió.

Ella supo que Jonathan se

movería para proteger al chico,a pesar de las intenciones deMaro. Lo cual hizo, audazmentey sin compromiso.

Jordin supo que debíaintervenir entre ellos paraproteger a su soberano. Sevolvió sobre Maro, quien tuvola audacia de intentaracuchillarla. Creador, ¿se habíavuelto loco el hombre?

La joven se arqueó haciaatrás, el acero silbándole a

pocos centímetros de labarbilla, con su propio cuchilloal instante en la mano.

En el borde del círculoSeriph miraba estupefacto. Másallá de ellos, Triphon y Romcorrían hacia la trifulca. Rolanddetrás. Cruzaban elcampamento a toda prisa, perono lo suficientemente rápido.

—¡Hereje! —exclamó Maroentre dientes, girando hacia laizquierda.

Jordin sabía que Maro hacíaesto deliberadamente paraalejarla de Jonathan, por lo quegiró sobre los talones y nocedió su terreno.

—¿Sabes qué creo, Maro?Que el día antes de que tevolvieras mortal apestabas dosveces peor que este chiquillo.

Los ojos de él seentrecerraron, los músculos a lolargo de los hombros se letensaron junto con las piernas.

Jordin se preparó paracontraatacar, pero con unsúbito grito, el chiquilloamomiado salió disparadodetrás de ella.

—¡Retrocede! —gritó lajoven.

Demasiado tarde. Maro seabalanzó hacia el chico.Jonathan voló entre ellosmientras Jordin se arrojabaacuchillando hacia arriba. Estono era ningún entrenamiento…

el ataque de Jordin fue a lostendones. El cuchillo de Marosalió disparado, pero su brazo,aun dando un giro completo,conectó con Jonathan. La manode Maro golpeó la mandíbuladel soberano, apartándole lacabeza a un lado y lanzándolotambaleándose sobre elchiquillo.

Entonces Rom se abalanzósobre Maro, llegándole pordetrás. Lo empujó hacia delante

y le cayó sobre la espalda, loagarró del cabello y le golpeó lafrente contra la tierra dura contanta fuerza como pararomperle la nariz con uncrujido audible. No una vezsino dos.

Maro quedó inmóvil. Jordinpodía oler vida en él, quiengracias al Creador estabainconsciente.

Con la rodilla aún en laespalda del radical, Rom le

levantó la cabeza mostrando elgrotesco rostro ensangrentadodel hombre. El líder respirabairregularmente, no por laexcesiva fuerza, sino por furia.Jordin nunca antes le habíavisto esa mirada en la cara.

—¡Nadie toca al soberano!—aulló Rom, aflojando luegoel cabello de Maro y dejándolecaer la cabeza con un ruidosólido y sordo—. ¿Está claro?

Los allí reunidos no

tuvieron argumento.—Llévate a este necio —

ordenó dirigiéndose a Roland—. Mira que sea castigado. Nose volverá a acercar a Jonathana menos de veinte metros ojuro que lo encadenaré o leharé algo peor aun.

El rostro de Roland se pusocomo una piedra, pero asintióbruscamente.

Detrás de Jonathan se oía elsuave lloriqueo del chico

amomiado. Rom examinó alchiquillo por un instante, perocuando habló a continuaciónno se dirigió a Jonathan.

—Lleva a ese amomiadootra vez al lugar de donde vino.

Jordin pestañeó. Rom sehabía dirigido a ella. La jovenmiró a Jonathan. Apenas dosmañanas antes el líder se habíainclinado ante el deseo deJonathan de convertir a unsangrenegra… sin importar lo

mal que esto terminara.—Pero…—No voy a complicar

nuestra misión. Hay mucho másen juego aquí que unamomiado. Haz como digo.

Jordin logró verlo entonces:la tensión alrededor de los ojos.La oscura evidencia del desveloen las líneas de los rabillosfrunciéndose más profundo delo normal. La tensión alrededorde la boca.

Ella miró del chico aJonathan, cuyos ojos seposaron en los suyos por uninstante. Luego asintió una vezcon la cabeza…

Jonathan se apoyó sobreuna rodilla, se inclinó y susurróal chiquillo, por cuyo rostrobajaban lágrimas. EntoncesJonathan se levantó y con unasola mirada a la joven atravesóla multitud, la cual rápidamentese separó ante él.

Jordin volvió a vacilar,hecha pedazos entre obedecer aRom e ir tras Jonathan.

—Yo me encargaré deJonathan —expresó Rom, envoz muy baja para que nadiemás oyera.

Jordin asintió con la cabeza.Armándose de valor por elhedor, agarró tiernamente almuchacho por la mano.

—Ven —dijo—. Vamos abuscar mi caballo.

El chiquillo temblabamientras ella lo llevaba. Jordinno necesitó mirar hacia atráspara darse cuenta de que másde una dura mirada la seguía.

O para saber que Saric ysus sangrenegras ya no eran laúnica amenaza para lasoberanía de Jonathan.

S

Capítulo dieciocho

ARIC RECORRÍA ELPASILLO central de la vacía

sala del senado, brazoscruzados a la espalda, túnicanegra ribeteada de rojocayéndole suavementealrededor de los pies. Sus ojosse levantaron sobre losmajestuosos tapices en las

paredes hacia la enorme llamasiempre viva del Orden. Feyncaminaba a su lado, a mediopaso detrás.

Hoy él la había vestido deblanco.

Un día, él reasumiría elcargo de soberano que antesostentara por poco tiempo, yella volvería a estar en latumba. O quizás él laconservaría en letargo. Aún nolo había decidido.

—¿Hermana?—¿Sí, hermano?—¿Es ese quien soy yo? —

preguntó mirándola por encimadel hombro mientrascaminaban.

—Tú eres mi creador —respondió ella mirándolo unavez, y volviendo a mirar alfrente.

—No lo vuelvas a olvidar,por favor.

—No, creador.

—También me puedesllamar maestro.

—Como gustes.—Maestro.—Maestro.Saric la guió por el pasillo y

la subió al estrado. Hacia lablanca mesa de mármol en elcentro. Miró alrededor yenfrentó la gran cámara, conlos brazos aún cruzados a laespalda.

—Aquí es donde te formé

—anunció.Ella examinó la mesa con

ojos oscuros. Tenía el rostroempolvado, lo que le hacía lapiel pálida aun más clara quecuando estaba desnuda, lasvenas negras por debajo comodelgadas garras extendiéndoselehacia el cuello, listas paraestrangularla ante la orden desu hermano.

—Aquí es donde te di elregalo de vida —repitió Saric

volviéndose y pasandoligeramente la mano por lasuperficie de la mesa—. Fueaquí donde te ordené vivir.¿Cómo te hace sentir esto?

—Eternamente agradecida—contestó ella titubeando.

—Y sabes que quien davida también puede quitarla.Porque aquellos que conocen laforma más pura y plena de vidacomprenden que ese poder esla expresión más grandiosa. De

este modo la vida que ofrezcoes mucho más fabulosa quecualquiera que puedan conocerlos mortales. Yo sirvo a esaverdad. ¿Entiendes?

—Sí.—Si alguna vez llego a

encontrar una vida superior laabrazaría con vigor igualmentemayor.

—Sí, te creo.—Bien —enunció Saric

levantando la mano y

volviendo a pasar el dedoíndice por la mejilla de Feyn—.Hoy tengo un regalo muyespecial para ti, querida. Alprincipio podría ser doloroso,pero te aseguro que te lo doyúnicamente por tu bien. ¿Cómote hace sentir eso?

—Te serviré como mejor teparezca y para que estéscomplacido.

—Entonces aceptarás esteregalo con mucho

agradecimiento, como hiciste alaceptar mi vida. Insisto.

Ella agachó la cabeza.—Bien —continuó él

alejándose de la mesa yvolviendo a juntar las manos—.Tus exploradores fueron máseficaces de lo que yo esperaba.Te elogio por eso.

—¿Tuvieron éxito?Saric miró hacia la entrada

lateral, donde uno de sus hijosesperaba su orden, y asintió. El

guerrero inclinó la cabeza ydesapareció detrás de la cortina.

—Dos de ellos identificarony reportaron a uno de estosmortales al norte de la ciudad.Pudieron enviar noticias ymatarle el caballo antes de queel hombre lograra escapar. Mishombres lo capturaron estamañana en un desfiladero.

Feyn no demostró emoción.Bien.

La cortina se dividió y

emergieron dos sangrenegras,sosteniendo una formacombada y casi desnuda entreellos. Los seguía Corban,deslizándose con inquietantepaso detrás de ellos.

El explorador mortal estabademasiado débil para mover lospies o sostener la cabeza enalto, pero Saric se habíaasegurado de que estuvieraconsciente. El mortal gimoteóahora mientras lo arrastraban

sobre el estrado y lanzaban suapaleado cuerpo sobre la mesade mármol.

Los guardias se apoyaroncada uno en una rodilla,inclinaron las cabezas, yretrocedieron rápidamente unpaso.

Saric prestaba atenciónmientras Feyn observaba elcuerpo, con expresión carentede emoción. Solo dos días,antes el cuerpo sobre el altar

había sido el suyo, inerte antesde que él le diera su sangre.Ahora había otro ser luchandopor respirar sobre esa heladasuperficie, el cuerpo sangrantedel mortal, con los ojos casicerrados por la hinchazón, losdedos de pies y manos aúnasolados por las abrazaderasque le habían puesto.

Saric caminó hasta el bordede la mesa en que se hallaba elsupuesto mortal, bajando la

mirada hacia un tajo en la cajatorácica del hombre. La sangreno parecía distinta de la decualquier otro humano. Y sinembargo, contenía la sangre deJonathan.

—¿Su nombre?—Pasha —contestó

Corban.—Pasha.Por un instante, Saric sintió

una punzada de empatía poreste individuo herido que yacía

delante de él.Sin duda, el hombre tenía

esposa y seres queridos. Soloestaba haciendo lo que se lepidió, igual que los propioshijos de Saric, el sujeto estabasubordinado a su propiocreador, Jonathan. El niño quehabía nacido con vida en susangre. Una vida que algunoscreían más fuerte que la delmismo Saric. No era a estehombre delante de él, sino a

Jonathan, a quien aborrecía porla promesa de una mortalidadque estaba en conflicto con lasuya propia.

La empatía por la frágilforma se hundió debajo de unanegra oleada de furia. PeroSaric ya no era un hombredominado por la emoción.Respiró firmemente.

—¿Te ha dicho lo quenecesitamos saber?

—No, mi señor. Pero ha

accedido a contarnos.Esperamos como usted ordenó.

—Bien. Despiértalo.Corban sacó una jeringa de

su bolsa, se acercó a la mesa, einyectó al mortal en el cuello.El hombre se quedó quieto porun momento… antes de que laboca se le abriera y los ojostambién intentaran abrirse en loque habría sido una miradaabierta del todo de no haberestado tan golpeados. Por

decirlo de algún modo, esosojos se las arreglaron para abrirsolo un poquito los párpados.

—El tipo debería estarbastante dispuesto —anuncióCorban retrocediendo,satisfecho.

Saric se volvió hacia Feyn,quien ya observaba al mortalcon aparente falta de pasión.

—Él está vivo, Feyn.Donde una vez estuvistemuerta, este hombre yace vivo.

—Sí, maestro.Entonces rodeó la mesa,

pasando un dedo a lo largo delhombro del individuo y sobreel cabello hasta llegar a su otrolado, opuesto a Feyn. Sintió lamirada de ella constante sobreél.

—Pasha —dijo Saricinclinándose hacia delante—.¿Puedes oírme?

El hombre movió una vez lacabeza, ligeramente.

—Te voy a hacer algunaspreguntas. Si las contestas sin lamás leve vacilación te enviaréde vuelta hacia tu gente comoadvertencia. Si titubeas aunquesea una sola vez, supondré queme estás resistiendo y te mataréallí donde estás. ¿Entendiste?

Otra vez el leveasentimiento. Un temblor en lamano del hombre sobre elborde de la mesa, igual aparálisis.

—¿Sabes quién soy?Háblame.

El mortal intentó hablar,medio aclarando la garganta,luego emitió una sola palabrarasposa.

—Sí.—Además estás

familiarizado con mis hijos.Comprendo que pueden serbastante crueles. Pero al menossabes que queremos conseguirlo que decimos. Así que

cuando afirmo que te mataré, lodigo en serio.

Él hombre asintió con lacabeza.

—Dilo.—Sí —articuló el mortal

temblando.—Bien. Dime, Pasha,

¿cómo se hacen llamar ustedes?—Mortales.—Así es, mortales. ¿Y

creen estar vivos los mortales?—Lo estamos.

—Dime cómo llegaste atener esta vida.

—Me… dieron la sangre —balbuceó el hombre apenas másfuerte que un susurro.

—¿Sangre de quién?—De Jonathan.—Dime qué evidencia

tienes de estar vivo —ordenóSaric levantando la miradahasta toparse con la de Feyn—.¿Qué cambió cuando recibistesu sangre?

—Vi… vine a la vida. Sentínuevas emociones. Vi nuevascosas. Comprendí.

—¿Y comprendes queJonathan no puede sersoberano? ¿Que Feyn Cereliaes soberana, y que si ella muereentonces yo, no Jonathan, seríasoberano?

El mortal parecióconfundido.

—No, no lo creo —continuó Saric—. Pero ahora

comprendes que no temo aningún mortal, incluyendo aJonathan, quien no es soberanosino súbdito de Feyn. Entiendetambién que aseguraré la pazentre todos aquellos que viven,dentro o fuera del Orden.¿Puedes aceptar eso, Pasha?

—Un asentimiento con lacabeza.

—Dilo, por favor.—Sí.—Sí. Parece que no querías

someterte antes a esa paz.Siento mucho que hayan tenidoque persuadirte como lohicieron, pero estas heridassanarán. Ahora estásdemostrando tu disposición detrabajar hacia una paz duraderaal ser confiable. ¿Comprendes?

—Sí.—Bien. ¿A cuántos

mortales de tu clase les ha dadoJonathan su sangre?

—A más de mil.

—¿Solo a mil? ¿Cuántospueden pelear?

—Setecientos.—Solo setecientos. ¿Tan

pocos? ¿Por qué?—Hay… una moratoria…

en cuanto a hacer nuevosmortales.

La confesión era curiosa.¿Por qué? Saric creía que segúncualquier razonamiento lógicosentiría la necesidad de levantarun ejército.

—Bien entonces, pareceque ustedes los mortales notienen intención alguna dehacer daño. Puedes entenderpor qué el secreto de ustedespudo habernos hecho creer locontrario.

Saric volvió a mirar el tajoen las costillas del hombre, aúnsupurando sangre. ¿Era posibleque pudiera haber un podermás grande que el suyo propioen el rojo vital? La idea era

intolerable, ofensiva. Alejó lamirada.

—¿Dónde está tu gente?Esta vez el mortal titubeó.—Cualquier sujeto que

oculta información demuestrahostilidad. ¿Debería suponerque eres enemigo de lasoberana?

—No.—Entonces dime.—En el valle Seyala —

confesó el mortal, cuya mirada

pareció ir hacia Feyn y regresardentro de sus cuencas heridas.

—Nunca lo había oído.¿Dónde está?

—A un día a caballo haciael noroeste, donde el ríoLucrine recorre los páramos.

Saric conocía el valle porotro nombre. ¿Se movíanentonces estos mortales por supropio mapa?

—¿Cuántos están allí?¿Todos?

—¿Me soltará usted?—Te he dado mi palabra.El hombre volvió a titubear,

luego asintió.—Bien —declaró Saric

volviéndose hacia Brack,capitán de la guardia élite—.Devuelve el mensaje a Varus.Reúne al ejército para marcharal anochecer.

—Sí, mi señor —respondióel capitán haciendo unareverencia—. ¿Cuántas

divisiones deberíamos…?—¡Todas ellas! Diles que

yo dirigiré y que me esperen.—Sí, mi señor.El sangrenegra giró sobre

sus talones y salió a un ritmorápido.

Saric volvió su atenciónhacia Feyn, quien aún miraba almortal.

—Quiero que mates a estehombre, cariño. Deseo que leabras el pecho y le saques el

corazón.Los ojos oscuros de ella se

elevaron, desorbitados.Saric la analizó. La lealtad

casi siempre se podía ver en losojos, pero la acción siempreexpresaba toda la verdad.

—Corban, dale el cuchillo.El alquimista sacó de una

vaina de debajo de la túnicauna larga hoja de sierra ycolocó la empuñadura en lamano de Feyn. Ella la agarró

sin titubear.—Por favor… —balbuceó

ahora el mortal, con el pechojadeante en necesidad de aire, lavoz ronca y demasiado alta—.Se lo ruego… envíeme comouna advertencia, lo que sea…

Feyn no se movió.—¿Recuerdas quién te dio

vida sobre este altar? Dime.—Tú, maestro —contestó

ella con voz frágil.—Y quien da vida también

la puede quitar. Este hombresirve al mortal que te quitaría eltrono y que ofrece vida en milugar. ¿Lo sirves a él o a mí?

—Te sirvo a ti.—Entonces haz como digo,

cariño.El pecho de Feyn subía y

bajaba rápidamente. El sudor leperlaba la frente. Un temblor lesacudió el dobladillo de lasblancas mangas.

—¿Matarlo? —inquirió ella.

—Por mí, amor mío.—¿Ahora?—Ahora.La soberana asintió

levemente con la cabeza, fuehasta la mesa y levantó la hojapor encima de la cabeza. Conlos ojos fijos en Saric gritó yclavó el cuchillo con ambasmanos en el pecho del mortaldebajo de ella.

E

Capítulo diecinueve

N DOS DÍAS, LAS enormesfogatas delante del templo

arderían tan altas como lasantiguas columnas que selevantaban por encima. Lascrecientes pilas de madera yatenían el tamaño de unapequeña yurta, y serían aunmás grandes para cuando las

fogatas se prendieran la nochede la Concurrencia anual.Cazadores habían salido enbusca de jabalíes, liebres y detodo lo que pudieran traer. Elfoso asadero se había cavadoen el borde del campamento yestaba alineado con carbón, ypronto el olor a carne asadaenviaría gruñidos a cadaestómago en el campamento.

Ya habían sacado el vino dela profunda grieta en la fachada

del precipicio donde loguardaron al quitárselo a laúltima cuadrilla de transporteque Roland había asaltado antesde que reubicaran a todo elcampamento en el valle Seyala.Lo habían almacenado aquí,intacto, en anticipación a laConcurrencia. Durante siglos,el evento anual había reunido afacciones nómadas dispersaspor todos los continentes a finde relacionarse con el fin de

tener tratos comerciales,matrimonios y por encima detodo para la evocación delCaos. De este modo, losnómadas celebraban la vidacomo se conociera en esaantigua época: maquinal, sinemoción, lo mejor que losamomiados podían alabaraquella existencia.

Estos últimos años, laConcurrencia había tomado unritmo resueltamente más

frenético. Las pequeñas bandasde cien o doscientos nómadasque se reunieran el año en queJonathan se unió a la tribu deRoland no se habían vuelto aaislar. Novecientos nómadas entotal que ya no necesitabanviajar largas distancias parareunirse, que ya no se reuníanen recuerdo del Caos, sino encelebración de la vida.

Vida mortal por medio de lasangre de Jonathan.

Una vida que apenas un díay medio antes Rom supo que seestaba acabando de maneravertiginosa.

El líder hizo una pausa enmedio del campamento, con lamirada perdida en los restos dela hoguera de la noche anterior.Había ardido menos de lonormal, pero en la noche dehoy ardería aun menos enpreparación para la gran fogataque venía la noche siguiente. La

celebración prometía ser laConcurrencia más hedonista yfrenética a causa de laexpectativa por el ascenso deJonathan al trono soberano…por razón del reino venidero.Nueva vida a punto de invadiral mundo muerto.

Pero ahora al mirar lasbrasas, Rom solamente sentíamiedo.

Roland había salido en suaudaz misión de conseguir a

Feyn. Se habían enviado a cienguerreros como exploradores,dejando vulnerable alcampamento. Todo esto por elbien de Jonathan.

Rom necesitaba verlo.Necesitaba poner la mirada enel muchacho con naturalezamisteriosa que era tan ingenuocomo inteligente. Necesitabamirarlo y recordar el día enque, siendo un chiquillo, loviera por primera vez en

secreto. Necesitaba recordarseque este era el niño profetizadopor Talus. Sin duda, la profecíase haría realidad.

Desde luego que así sería.La misma existencia deJonathan era prueba de quetodo por lo que Rom habíavivido y luchado en estosnueve años llegaría a sucederde algún modo.

Caminó aprisa hacia la yurtade Adah, impaciente por

Triphon, quien había ido abuscar al muchacho una horaatrás. ¿Por qué tardaba tanto?

Diez minutos despuésestaba sentado en la mesa deAdah ante la insistencia de ella,con un tazón de estofado deconejo y una taza de lechefermentada de yegua frente a él.

Al ver a la anciana nómadasalir corriendo para revisar algoque cocinaba en el hornoexterior, Rom no pudo dejar de

pensar en Anna, su madre,quien no llegó a conocer lavida, y él solo podía esperarque ahora ella conociera lafelicidad. El pensamiento lodebió haber consolado, peromás bien le produjo ansiedad.Demasiados habían muerto:Anna, la madre de Jonathan, elprimer custodio anciano que leentregara a Rom el frasco desangre ese día de hace nueveaños…

Avra.Demasiados, y sin embargo

él no podía deshacerse deltemor de que podrían ser pocosen comparación con el costoque les esperaba en los díasvenideros.

Al habérsele ido el apetito,se obligó a comer, la primeravez que lo hacía desde iniciosde la mañana de ayer, antes dela debacle con el amomiado y elcomportamiento cada vez más

desacertado de Jonathan.Adah regresó a la tienda y

Rom forzó una leve sonrisa yun guiño.

—Delicioso como siempre,Adah.

La mujer sonrió y comenzóa rellenarle de nuevo el tazón.

—Por favor, he comidosuficiente —rechazó Romextendiendo la mano.

—Tonterías, querido.Come. Te vas a marchitar y te

llevará el viento —advirtió ellasirviéndole un humeante guisoen el tazón.

No se le podía decir no aAdah. Rom asintióobedientemente, hundió lacuchara en el guisado caliente yestaba a punto de consumir unbocado cuando la puerta seabrió de par en par.

Allí estaba Triphon, con lafrente arrugada.

—Ha desaparecido.

—Jordin…—Ella también ha

desaparecido.—¿Qué quieres decir con

«desaparecido»?—Que los dos se han ido

—explicó el fortachónmeneando la cabeza, las trenzasmoviéndosele sobre loshombros—. Tampoco están suscaballos.

—Yo pude haberles dichoeso —anunció Adah,

volviéndose de la tetera.—¿A qué te refieres?—Ellos vinieron temprano

por alimentos… no mucho,solo un poco de carne seca yqueso. Les dije que iba a hacerun guisado, pero él contestóque no regresarían a tiempopara cenar esta noche.

Rom parpadeó, mirando aTriphon, quien tenía sombrío elrostro.

—¿Esta noche? ¿A dónde

fueron?—¿Preguntas a dónde va

Jonathan? —exclamó ellaencogiendo los hombros—. Adonde quiera. Él es soberano.

—¡No lo será si no loencontramos y lo ponemos enese trono! —gritó Rom,mirando a Triphon—. ¿Adónde crees?

—¿Al puesto amomiado deavanzada?

—No. Estarían de vuelta en

la tarde —explicó Rompasándose una mano por elcabello y adelantándose aTriphon, consciente de tener algigantón pisándole los talones.

Atravesó el campamento,haciendo caso omiso dequienes se detenían paramirarlo y a unos pocos quequerían saludarlo. Se detuvo enla yurta del custodio solo eltiempo suficiente para meter lacabeza y confirmar que el

anciano no estaba allí.—El templo —declaró

Triphon.Entonces Rom corrió hacia

las ruinas, subió a toda prisa losescalones, atravesó lascolumnas y se dirigió hacia elsantuario interior.

No se detuvo en la salatrasera, sino que se abrió pasomás allá del altar cubierto deseda con el Libro de losMortales encima. Hasta la pared

trasera de la cámara y lapequeña puerta, adaptada paraencajar exactamente en laabertura. La cerradura estabaabierta.

Bajó corriendo las escalerasy bajó a la sala de roca calcárea,con las fuertes pisadas deTriphon detrás de él. La luz delos farolitos titilaba en el fondo.

El final de las gradas seabría hacia una sala máspequeña: la seca bodega y lugar

de trabajo del viejo alquimista,a salvo de los elementos.

El anciano estaba ante unamesa metálica frente a unacolección de frascos y estantesde muestras. Tenía abierto sulibro y la pluma en la mano, yse veía gran cantidad de papelesarrugados y tirados en el suelo.Rom observó el aspectodemacrado del hombre y se diocuenta de que había estadotrabajando toda la noche.

—Haga lo que haga, por lavida que hay en mí, no puedoimaginar lo que le estásucediendo a la sangre de él.No puedo determinarlo conprecisión. Tampoco puedorevertirlo. ¡Ni detenerlo!

—Tenemos otro problema—informó Rom.

El anciano suspiró, como sino pudiera haber otro problemapeor.

—Jonathan se ha ido.

—¿Ido? —objetó el viejolevantando la mirada ypestañeando—. ¿A dónde?

—Estoy orando porque losepas. Fuiste el último en verlo,cuando le tomaste la últimaprueba. ¿Dijo algo, como siquisiera irse del todo delcampamento?

El anciano custodio meneóvagamente la cabeza, unassombras le jugueteaban en lasarrugas debajo de los ojos.

—Dijo muy poco. Preguntóacerca del Orden, y deBizancio. Pero lo que sí sé deBizancio es que él nunca viviríaallí. Quería saber respecto delos muertos…

—¿Los amomiados?—No, los que van a morir.

Los que tienen defectos,llevados a la muerte.

—¿La Autoridad deTransición? —preguntó Romintercambiando una mirada con

Triphon.—Sí, sí. La Autoridad de

Transición. Eso fue. Él queríasaber lo que les sucedía y quése necesitaría para salvar… —expresó el viejo e hizo unapausa—. Manifestó que legustaría ayudarles.

En un instante, Rom subiólas escaleras y salió a toda prisadel santuario interior. Atravesólas columnas de la antiguabasílica, con Triphon a su lado,

gritando que se dirigieran haciasus caballos.

—No. Roland no está aquí—expuso Rom—. Y la mitadde sus hombres se han ido aexplorar. Te necesito aquí…

—No te voy a dejar solo —objetó el hombre más alto—. Elpeligro está allá afuera… noaquí. Caleb es un guerrero derango. Él se hará cargo…

Entonces salió corriendohacia los corrales de los

caballos.¡Jonathan no tenía idea de

las costumbres en una ciudadcomo Bizancio! No teníaningún sentido lo que estabahaciendo. Él era ingenuo,distraído por la compasión,inconsciente del peligro hacia símismo. Incluso con Jordin yRoland, apenas lograronescapar de la ciudad la últimavez.

Tardaron solo cinco

minutos en llegar a los corralesy asegurar el agua y la comidaque necesitarían.

El angustiado líder lanzócantimploras sobre su silla, hizoa un lado al joven que lepreparaba el caballo, y élmismo encinchó.

—¡Triphon! —gritó—.¡Ya!

E

Capítulo veinte

L CLARO AL OCCIDENTEdel bosque era muy conocido

para Roland y sus nómadas derango. Habían llegado aquí,lejos del campamento demortales, numerosas veces enel último año para dialogarrespecto a las necesidades yprioridades del pueblo bajo su

cuidado directo. No es que sediferenciaran mucho de lasnecesidades de los custodios,pero como su príncipe, elprimer llamado de Roland erapara los suyos.

Hoy la situación en sumente era clara: el destino delos nómadas se debía cumplir,incluso por encima de laconsecución del de Jonathan.Solo un año atrás, Roland habíapreguntado al muchacho acerca

del futuro papel del príncipe.La breve conversación entreellos nunca había abandonadola mente de Roland.

—¿Te importa que te hagauna pregunta que podríaparecer un poco molesta,Jonathan?

—¿Qué podría ser molestopara mí, tu siervo? —habíacontestado el joven, entoncesde dieciséis años, levantando lavista apenas con un esbozo de

sonrisa.—¿Siervo? No, Jonathan.

Soy yo quien te sirve.—Eso dicen —enunció el

muchacho en tono indiferentemirando hacia los precipicios.

—No solamente lo digo, logarantizo. Yo te sirvo, misoberano.

—¿Cuál era tu pregunta? —indagó el joven con un débilasentimiento.

—Como príncipe, mi deber

es proteger a mi pueblo. Este esel pacto que hemos hecho entrecada uno de nosotros a travésde las generaciones. Ahoraque…

—¿Te pedí mi lealtad acambio de mi sangre? —objetóJonathan mirándolo.

Roland nunca habíapensado en esa pregunta. Elentendimiento había estadoimplícito.

—No expresamente.

—Te he dado mi sangrepara servirte, no para que mepuedas servir. Tu principalresponsabilidad son aquellos atu cuidado. Son muchos. Yosoy solo uno.

—Sí, pero eres el dador devida. Y por tanto me gustaríaconocer tus expectativas.

—¿Es mi vida más valiosaque la de uno de tus hijos?

Roland no supo qué decir.—Si mi seguridad está

alguna vez en conflicto con lade tu pueblo, prefiérelos a ellos—continuó hablando Jonathanantes de que Roland pudieraarticular una respuesta—. Yosoy solamente un transmisor desangre al que llaman elsoberano. Tú eres el líder deuna gran tribu, ahora viva.Toma de mí lo que necesites ysírveles.

El amor y el respeto deRoland por Jonathan se habían

sellado en ese instante.Pero hoy día lo

obsesionaban las palabras deljoven. No a causa de algúnconflicto entre su deber haciaJonathan y su deber hacia supueblo, sino porque la directrizde Jonathan hacía inequívoco elpropio llamado de Roland:

Asegurar la seguridad de losnómadas a cualquier costo.Cueste lo que cueste.

También lo obsesionaban

aquellas palabras porque lomenos que podía hacer erapreguntarse si el muchachohabía sabido, aun entonces, queeste día iba a llegar.

Ahora Roland se hallabaante tres líderes que habíapuesto directamente debajo deél después de haber llamado atodos los nómadas a unirse enuna sola tribu cuatro años atrás.

Había habido trece tribusantes de que Jonathan arribara

a ellos, nueve en Europa. Sehabían necesitado algunasnegociaciones y maniobraspolíticas para satisfacer a loslíderes tribales, pues todos ellosestaban acostumbrados a unsitial de poder. Así que Rolandles había dado ese sitialdividiendo entre ellos lasresponsabilidades internas:alimentos, entrenamiento deguerreros, juegos, arte ycomercio, asuntos maritales y

solución de disputas, etc. Enrealidad, sacar de la nada trecereinos de responsabilidadigualmente objetivos no habíasido una tarea fácil.

Pero tratándose de laprotección y guía general de lalínea de sangre nómada, soloestos tres lo asesorabandirectamente: Michael, quienera su guerrera de más altorango; Seriph el radical, quiensustentaba políticamente el

rango de más alto apoyo; yAnthony, su líder de asuntosinternos. Aunque cualquier jefeera bienvenido a visitar loscuarteles de Roland yexpresarle personalmentecualquier queja, los asuntos queafectaban a toda la tribu,presentes o futuros, siempre setrataban ante su consejo.

Michael estaba sentada enun tronco, con los brazoscruzados, mirando en dirección

al valle exactamente al oeste deellos. Seriph caminaba cerca,con el ceño fruncido. Anthony,el mayor de casi cincuentaaños, bebía un trago largo deuna cantimplora. Conocido porhablar poco y mesuradamente,se le veía en el campamentocomo una especie de figurapaternal… un hombre tanamable como era, según losestándares nómadas, y ademásrobusto.

Roland les había dado unbreve informe, sin decir nadade la inversión en la sangre deJonathan. Ahora ellos sabíantodo lo demás:

Jonathan no podía sersoberano a menos que Feyn leentregara el cargo.

Si Feyn moría, Saric seríasoberano.

Que últimamente Jonathanse había obsesionado con lasituación de los amomiados sin

demostrar ningún plan paradominar sobre ellos.

Que Saric había formadoun ejército de sangrenegraspara aplastar a cualquierenemigo del gobierno de Feyn,es decir, a Jonathan y aaquellos a quienes había dadovida.

Mortales.Nómadas.Ahora, en los últimos tres

días, todo el futuro de la línea

de sangre nómada había sidoobjeto de amenaza directa.

—¿Cuántos? —preguntóAnthony.

—Tres mil —informóMichael—. Si el quecapturamos estaba diciendo laverdad.

—A menos que sepamosotra cosa, supondremos que asíes —declaró Roland.

—¿Podríamos ganarles?—Podemos vencer al doble

de esa cantidad —afirmóSeriph.

—Sí —asintió Roland conla cabeza—. Pero los reflejos ylas fuerzas de esos tipos mesorprendieron. Saric los haproducido para la guerra.

—Nuestro único curso deacción seguro es ir directamentetras Saric —opinó Seriphdejando de caminar.

—¿E invitar a una guerra?—objetó Anthony sentándose

en un tronco.—Sí. En nuestras

condiciones —respondióSeriph—. Mejor que esperar aque él nos obligue a salir y nosataque con ventaja.

—¿Estás suponiendo quecualquier clase de guerra esprudente?

—Si nos salva, es prudente—consideró Michael—.Durante años hemos tenidocombates con la anterior

guardia clandestina sin siquierasaber su origen. Ahora sabemosque fueron algunos precursoresde estos sangrenegras. A elloslos manejamos con bastantefacilidad en el pasado, peroahora enfrentamos un enemigomás peligroso. Mientras existan,amenazan nuestra estirpe. ¡Nopodemos darles la oportunidadde que nos aniquilen!

—Estoy de acuerdo —concordó Seriph—. Está claro.

—¡Nada está claro! —resonó Anthony poniéndose depie.

Hasta Roland parpadeó anteel sonido. El hombre casi nuncalevantaba la voz… pero, porotra parte, nunca se había vistoconfrontado con alternativastan espantosas.

—Ir contra un enemigosuperior entraña gran peligro,cualquiera que sea la situación—explicó Anthony.

—O vamos contra elenemigo o esperamos que nosaniquile.

—No necesariamente.Existe otra manera —rebatió elhombre mayor, con la miradafija en Roland.

—¿Cuál es esa manera? —preguntó Seriph.

—Podemos ocultarnos. Enlo profundo. Lejos de aquí,donde podamos vivir en paz.Tenemos todo lo que

necesitamos, incluyendo vidasque se han extendido muchomás allá que la de cualquieramomiado. Saric morirá un día,pero nosotros estaremos vivos.

—¿Estás sugiriendo que losesperemos así no más? —objetó Seriph—. ¿Como lohemos hecho durantequinientos años? No. ¡Este es elmomento de que nuestra estirpese levante! Es lo que hemosesperado. Lo que hemos

anticipado… todos nosotros.¿Y ahora tú dices: «Corramos aescondernos»?

Y así, en dos minutos, latensión básica sentida por todoslos nómadas se puso enevidencia. Luchar u ocultarse.

—¿Qué dices tú, Roland?—inquirió Anthony,mirándolo.

El príncipe suspiró y miróhacia los caballos atados en elborde del claro.

—Que todos ustedes tienenrazón. Que el tiempodictaminará el curso de acciónque tomemos.

—¡No tenemos tiempo! —susurró Seriph.

—Tiempo. Voluntad. Juicio—formuló Roland lanzándoleuna mirada.

El hombre se quedó ensilencio.

—El asunto más urgente esel de la soberanía de Jonathan.

Si él logra tomar el trono,nuestro curso de acción serádiferente.

—¿Y si no lo consigue? —objetó Michael—. Siempredijiste que había llegado la horade que nuestro pueblo selevante y gobierne.

—A través de Jonathan.—Sí, desde luego. ¡Pero le

usurparon el trono! Si no lopuede reclamar…

—¡Entonces veremos! —

exclamó Roland sorprendidopor su propio tono, luego cruzólos brazos e inhalóprofundamente por la nariz,exhaló y continuó—. Por ahoratenemos un delicado plan enmarcha. Debemos dejar que sedesarrolle según lo previsto.

—¿No hay noticias desdeque Pasha desapareció? —indagó Anthony.

—Solo que lo capturaronanteayer.

—Si lo matan, yopersonalmente le cortaré lagarganta a Saric —declaróMichael con el rostroensombrecido.

—Sí. Pero hasta entoncesharás exactamente comoordeno. Lucharemos por latoma de posesión de Jonathan.Jugamos nuestras cartas segúnlas instrucciones de Rom,entregándole a Feyn, sipodemos; le dejaremos que hile

su magia. Ella es nuestra mejoropción a menos que sedemuestre lo contrario.

—¿Estás seguro de quequieres tratar a solas con Saric?—cuestionó Michael, juntandolas cejas—. Yo estaré a tu lado,hermano.

¡Qué guerrera! Un almatemeraria con sangre real en lasvenas.

—Si insistes, hermana. Perodeja que tus pasiones te venzan,

y te despediré. ¿Está claro?—Solamente deseo servir.—Entonces sírveme con tu

confianza.Ella agachó la cabeza.—Te arriesgas demasiado

por Jonathan —altercó Seriph.—¿De veras, Seriph? —

objetó Roland—. Tus radicalesparecen haber olvidado lo quenos ha dado el muchacho.Ahora que tienes su sangre lausarías para tu propio

provecho, ¿no es cierto?¿Conquistar el mundo?¿Reinar? ¿Quién necesita aJonathan ahora que tenemos loque él tiene para dar?

Incluso mientras lo decía, elpríncipe se preguntó a quiénintentaba convencer, ¿a Seripho a sí mismo?

—¿Dices que no haspensado lo mismo? Jonathanno es líder de hombres.Nosotros tenemos mucho más

poder del que él tiene ahora. Éles un niño, nacido dentro delOrden mientras nuestraherencia se extiende…

—¿Crees que tu príncipe haolvidado la historia? Nonecesito un sermón, necesito tuobediencia.

—Por supuesto, mi príncipe—contestó Seriph bajando lacabeza, la mirada fija enRoland.

Se oyó ruido de cascos

sobre el suelo del bosque.Llegaban noticias.

—¡Ya los han visto! —resonó un grito—. Vienendesde el sur por este camino.

—¿Están listos tushombres? —preguntó Rolandvolviéndose hacia Michael.

—Siempre.—Entonces veamos si

podemos hacer funcionarnuestra propia magia y darle aRom lo que quiere —anunció

dirigiéndose hacia su caballo—.Michael, conmigo. Seriph yAnthony, lleven sus caballos alos árboles. No quiero que losvean.

J

Capítulo veintiuno

ORDIN NO HABÍASENTIDO tanto miedo como

en los últimos días. El pinchazode la ansiedad, sí, cuando nolocalizaba a Jonathan. Eseinstante de vacilación cuandose daba cuenta que él no estabaen el campamento. Pero nuncafue verdadero miedo, porque él

siempre aparecía, como enrespuesta a la tácita llamada dela joven, como ocurrió ayercuando él regresó alcampamento con el chicoamomiado, Keenan.

Pero ahora cuandobordeaban el extremo surestede la ciudad, ella sentía miedo.Perturbada por imágenes desangrenegras, temerosa de quellegara el momento en quehabría algo más de lo que ella

pudiera hacer para defenderlo.Aterrada de que le arrebataran aJonathan.

De que finalmente estuvierasin él.

No debieron haber venido.Pero Jonathan estaba decididoy habría partido con o sin ella.Y separarse de él era taninaceptable como perderlo.

Habían viajado todo el día,deteniéndose solamente cuandoera necesario para descansar,

dar agua a los caballos, o hacersus propias necesidades,comiendo en la silla y hablandopoco. Jordin no necesitabapreguntar a dónde deseaba irJonathan, o por qué. Ella losabía. Y lo que su soberanoquería era tan bueno como unadirectriz en la mente de lajoven.

Por eso había sido tandifícil devolver a Keenan alpuesto de avanzada. Por

primera vez, la lealtad de ella sehabía puesto en conflictodirecto. La había desgarradohacerlo, habiendo visto lamirada en el rostro deJonathan, la forma en que sehabía agachado para hablarle alchiquillo antes de dejarlo ir demala gana. Pero ella no semolestó con Rom. No podía; élera su líder, y más que nadie enel mundo, amaba a Jonathancasi tanto como ella.

Hoy habían llegado directoa la ciudad a plena luz del día.Cuando Jordin sugirió queentraran por los túneles, élhabía rechazado la idea.Entonces no le interesaba entraral centro. Al menos, eso lebrindó a ella una leve medidade alivio.

Pero solo un poco.Bordearon la ciudad, al este

y luego al sur, manteniéndoseocultos hasta donde pudieron.

Todo este costado de Bizancioestaba sembrado de árbolesraquíticos y residuos deruinas… antiguas bodegas yfábricas que apenas erancimientos destruidos dehormigón llenos de malezas alo largo de grietas cada vez másanchas; hacía mucho tiempoque se habían llevado loscostados de madera y las vigasde metal para su reutilización.

Pasaron una pequeña planta

eléctrica, uno de los varioscentros satélite que apoyaban laración de electricidad a loshabitantes de la ciudad, y másallá una estación de tren para eltransporte de basura. Los rielesllevaban directamente al surhacia los basureros industriales,donde podrían depositarse lejosde la ciudad. Jordin observóque uno de los trenes arrancabamientras otro esperaba ocuparsu lugar en el depósito.

En lo alto, el cielo habíacomenzado a agitarse. Veníauna tormenta. Extraña larapidez con que cambiaba elclima. Y esta tempestad parecíaser fuerte, salida de la nada. Apesar de que a Jordin no legustaba la idea de quedaratrapada en medio de unaguacero, recibiría con agradoun chaparrón en algún lugardonde pudiera guarecerse.

Jonathan se inclinó hacia

delante en su silla mientras seapuraban hacia el sur a travésde la maleza y de los arruinadosedificios de hormigón,bordeando como a quinientosmetros la planta de basura.Ahora Jordin vio lo quellamaba la atención de sucompañero: un perímetroamurallado que se extendía másallá del último depósito. Debíatener seis metros de altura,hormigón macizo, con

alambrada enrollada en la partesuperior.

Pintada en la superficie delmuro estaba la inconfundiblebrújula de Sirin. El símbolomás reverenciado del Orden.

El viento volvió a cambiarabruptamente, soplando desdeel sur, llevando un olor muchomás conocido y menosatractivo que la basura para lanariz de Jordin.

Amomiados.

Un olor pútrido, diferentede cualquier otro con que ellase hubiera topado.

Tiró de las riendas de sucaballo y miró más allá del finaldel depósito más cercano. Elgran complejo amurallado sehallaba en el perímetro de laciudad como un tumor, conuna chimenea siniestra defácilmente cinco metros dediámetro surgiendo desde elcentro.

Jonathan también se habíadetenido a tres metros pordelante de Jordin. Ella se lepuso al lado, se volvió hacia él,empezó a hablar, y se detuvo.

Él estaba mirando losmuros frente a ellos,visiblemente conmovido sobrela silla de montar.

—¿Jonathan? —exclamóJordin.

El joven estaba demasiadoobsesionado para responder.

Cuando ella volvió a mirarno estaba segura de lo que élobservaba. ¿La chimenea?

¿El cielo en lo alto?No. Estaba mirando el

humo. Este apenas era visiblecontra la tormenta venidera,flotando serenamente como unfantasma que se elevaba haciael rugiente cielo. Casi hermoso.Sin esfuerzo, como larespiración.

Eso no era… no podía

ser…De ahí procedía la fetidez.Con un grito agudo,

Jonathan espoleó al caballohacia delante a raudo galope.Reaccionando al instante y sinpensarlo dos veces, Jordinsiguió tras él… a través de labasura, hacia el tren quearrancaba, incluso mientras estecomenzaba a ganar impulso.Jonathan se inclinó en elcaballo, que saltó con facilidad

los dobles rieles. Jordin miróhacia el norte, a la máquina quese acercaba; el sonido de almaen pena le resonó en la orejaderecha, a diez metros dedistancia, acercándose…

La joven se agachó y saltójusto por delante de la máquinaen marcha, espoleando elcaballo. Una rugiente ráfaga deaire del tren que pasaba le azotólas trenzas contra el rostro.

Las venas se le cargaron de

adrenalina. El pulso le resonóen los oídos. A pesar delmiedo, a pesar de lapreocupación por Jonathan, ellahabía sido hecha, creada, paraesto. No solo para sentir losflancos de su garañóntensándose debajo de ella, opara sentir en el rostro latormenta que se avecinaba.

Sino para él. Para seguirlohasta el fin del mundo.

Corrieron a lo largo del

muro norte, marcado cadatreinta metros con la brújula deSirin pintada de un rojo que sediluía en color café por losbordes, como una herida que seseca.

Allí, en el costadoadyacente del perímetro, unlargo edificio de ladrillo selevantaba del muro occidental.En la mitad, un ancho portónde metal. Una entrada. Rollosde alambre de púas en espiral a

lo largo del techo comoserpientes metálicas.

Jonathan desaceleró cuandollegaron al edificio, paró enseco y se bajó sin previo aviso.

—¿Qué estás haciendo?—Llegamos—expresó él

cabestreando al caballo hacia eledificio.

Jordin se bajó de lamontura y regresó a mirar haciaBizancio. Los rieles de lostrenes accedían desde aquí

hacia un túnel que surgía delperímetro de la ciudad. Sedetuvieron directamente ante eledificio.

Ella levantó la mirada haciael letrero que había encima delportón.

Autoridad de Transición.Delante de ella, Jonathan se

desabrochó la vaina en lacintura.

—Jonathan… ¿qué estáshaciendo?

—Voy a entrar.Él iba a hacerlo, incluso

aunque todo dentro de la chicagritó de repente: Márchate.¡Sal de aquí! Pues este no soloera un lugar de amomiados.

Era un lugar de muerte.—¿Cómo?Arriba en las ventanas de

observación, un guardia seinclinaba hacia delante,viéndolos a través del cristal.Un segundo hombre estaba

señalando, levantándose yhablando a algo en un cordón.

El pánico y el frío surgierondentro de Jordin. Aún habíatiempo. Todavía podía llevar devuelta al joven a un lugarseguro…

—Jonathan…—Solo hay una manera de

ver lo que pasa adentro —contestó él deslizando la espadaentre las correas de la alforja, yasegurándola contra el flanco

del caballo.No.Él la miró, sosteniéndole la

mirada por un instante.¿Confías en mí?¿Me crees?Jordin podía sacarlo de

aquí. Aún estaban a tiempo.Cerró los ojos.

Sí.Cuando los abrió, él ya se

movía hacia el portón.Sí.

La joven desabrochó laespada que le colgaba de lacadera y la colgó en la silla allado del arco y la aljaba. Perodejó el cuchillo metido en labota, consciente de la presenciadel arma contra el tobillocuando corría tras Jonathan.

Se abrió una puerta al ladodel portón y salió un guardiauniformado. Un metro ochentade estatura. Cabello cortado alras. Apestaba. No solo a

amomiado sino que emanaba lamisma pestilencia que proveníade la chimenea dentro delcomplejo. Sin embargo, setrataba de un amomiadocomún. No de un sangrenegra.

—¿Qué están haciendoaquí? —preguntó el hombre,mirando a los ojos de losvisitantes y fijándose en lastrenzas nómadas de Jonathan,luego en la adornada túnica, ydespués en la chica, antes de

entrecerrar ligeramente los ojos.—Hemos venido a

entregarnos —declaró Jonathanmirándolo directo a los ojos.

Rom no podía hacer más quedetenerse y dar descanso a loscaballos. De tener alternativalos habría hecho cabalgar hastaextenuarlos.

—Mataremos a los animalessi no los hacemos descansar —gritó Triphon.

—¡Si no los alcanzamos,nada importa!

—Y sin monturastendremos menos posibilidadde sacar sin ningún percance aJonathan.

La urgencia de correr elresto de la distancia era casimás de lo que Rom podíasoportar. Pero Triphon teníarazón: el caballo soltabaespumarajos a lo largo delabrigo de Rom. A este ritmo

pronto estarían a pie.Se detuvieron al lado de un

arroyo exactamente en lasafueras de la ciudad.

—¿En qué estaba pensandoJonathan? —objetó Rom,andando de un lado al otro.

Triphon se quedó ensilencio. Había sacado lacomida. Ninguno de ellos latocó.

—¿En qué estabapensando?

—Tú sabes en qué estabapensando.

Rom había oído la historiaacerca de la noche en queescaparon de la ciudad.Triphon tenía razón, más de laque él mismo conocía. Sabíaexactamente por qué Jonathanhabía ido a la ciudad, y porquién.

La niña del carretón.¿Pero por qué Jonathan se

atrevía a arriesgar el futuro de

los mortales? ¡Sin dudacomprendía lo miope queestaba siendo al devolver lavida a una amomiada!

—¿Podía él aún dar vida aun amomiado?

Efectivamente, el niño habíamultiplicado su sangre dandovida a mil doscientosmortales… tal vez esa habíasido la intención desde elprincipio.

No. El mundo lo necesitaba

como soberano. Estabadestinado a gobernar. Él teníaque gobernar.

Pero primero tenía quevivir.

—Suficiente —anuncióRom, yendo a agarrar lasriendas del caballo.

Triphon meneó la cabeza,pero hizo lo mismo.

Treinta segundos despuésambos hombres cabalgabanotra vez a toda velocidad.

—Así que ustedes se estánentregando —expresó elguardia, mirando de Jonathan aJordin.

—Sí —expresó Jonathan—.El papeleo debe de estar encamino. Nos ofrecimos comovoluntarios para venirinmediatamente por obediencia.Por la esperanza de la felicidad.Pero si usted pudiera dejarnosentrar ahora…

Jonathan no era experto en

mentir… nunca lo había sido.Tampoco ella.Jordin miró a lo lejos,

temiendo que el hombre vieraen ella el impulso de tajarle lagarganta si se atrevía a poneruna mano encima de Jonathan.Sin duda, ella lo haría.

El hombre frunció el ceñomirando otra vez las trenzas deJonathan como quien se fruncemientras intenta recordar laspalabras de una canción, sin

poder sino en la punta de lalengua.

—Usted debe de ser de laparte oeste de la ciudad.

—Sí. Del oeste. Nuestrospadres son… artesanos.

—Sumerios entonces. Nollevan puesto el amuleto.

—Ya nos los quitamos,para que nuestras familias sequedaran con ellos. Enrecuerdo de nosotros.

—¿Qué pasa con ustedes

para que los hayan enviadoaquí?

La mirada de Jordin sedirigió hacia Jonathan, cuyaatención había pasado delhombre en el patio hacia el otrolado del portón. Más allá, dosfilas de largos edificios conpequeñas ventanas de tamañoindustrial, ninguna de ellasabierta, que recorrían todo elperímetro trasero. Tal vez habíatreinta en total.

—Haré una llamada —anunció el guardia—. No todoslos días nos llegan voluntarios.

—No —manifestó Jordin,volviendo a poner la atenciónen el amomiado—. Él naciócon una pierna lisiada. Ahoraestá bien, pero lo ocultó pormucho tiempo, y estápreocupado acerca… acerca dela felicidad. De su posición conel Creador. Asistimos juntos ala basílica. Nos confesamos con

el sacerdote y él nos aconsejó…¿Estaba diciendo algo

creíble? Parecía que la chicanunca hubiera asistido a labasílica en toda la vida.

—¿Y usted?—Yo… —balbuceó Jordin,

recordando entonces unahistoria que había oído acercade la amada de Rom, la primeramártir—. Me cayó encimaaceite de lámpara hace dosaños. Lo oculté… de todo el

mundo. Bajo esta ropa, estoycompletamente cicatrizada. Sesupone que me voy a casar…

La mirada de ella se volvióhacia Jonathan, pero él estabaperdido para ambos.

—Y el secreto se sabrápronto. No puedo soportarlo.Estoy cansada de ocultar.Quiero estar bien… con elCreador.

Jordin se dio cuentademasiado tarde de que no

estaba segura de qué haría si elsujeto exigía ver la evidencia.

El guardia rezongó. Tenía lamirada matizada con todoindicio de que daría porterminado el asunto con ellosdos lo más pronto posible.Relacionarse con lisiados eimperfectos no era algo quealguien ansiaba… incluso unguardia haciendo su trabajo.

—¡Hagan lo que quieran!Ustedes están obedeciendo los

estatutos, y por eso podríanhallar la felicidad —exclamócomo quien ha pronunciado lomismo muchas veces, palabrassin significado excepto paraquienes las oían.

—Entendemos.—Firmen aquí —ordenó,

tocando un libro abierto encuya parte superior estabaescrito: Libro de fallecimientos.

Jordin reprimió unescalofrío, con la mente

brincándole hacia el Libro delos Mortales sobre el altar delsantuario interior. Le parecióblasfemo que su nombreestuviera inscrito en alguna otraparte.

Jonathan estaba mirando elhumo que se elevaba desde lachimenea, ajeno a ellos. Elguardia le observó la mirada yfrunció el ceño.

—¿Qué espera, muchacho?Aquí envían a la gente a morir.

La mayoría son terminales detodos modos, pero usted sabeeso. Tan pronto como seprocese el papeleo emitiremosel permiso para sus funerales,pero hasta donde concierne alOrden, ustedes ya estánmuertos. Acostúmbrense a eso.Firmen.

Así que eran verídicas… lashistorias. Jordin agarró elbolígrafo y garabateó TaraShubin en el libro, el primer

nombre que le vino a la cabeza.—¿Cuánto tiempo se tarda

en morir aquí? —quiso saberJonathan.

—No tenemos recursospara mantenerlos por muchotiempo. No es justo que se lescargue a los vivos lamanutención de los muertos.Todos aquí tienen un añolímite.

¿Un año?El guardia tocó el libro y le

pasó el bolígrafo a Jonathan,quien lo agarró distraídamentey escribió su verdaderonombre: «Jonathan Talus».

Jordin miró de refilón haciael portón de hierro. Por doquierse movían algunas formassobre los senderos de asfaltoentre edificios. Andaban con lapostura de quienes no tienennada que ofrecer, de aquellosinaceptables según losestándares del Orden, que solo

podrían hallar aceptación enresignarse a la poca vida quetenían, y a la esperanza de queesa obediencia pudiera ganarlesotra vida mejor.

¿Qué clase de Orden podríatorcer tanto las mentes de susfieles para vivir en medio de lamuerte?

—Sus caballos seránenviados a los establos de laFortaleza o a las carnicerías.Cualquier cosa de valor que

tengan se destinará a losconsiderables gastos delCentro.

La joven asintió, pero suatención se había centrado enJonathan, quien había llegadohasta el portón y agarraba dosde las barras de hierro.

—¿Algo de valor?—No —susurró Jordin.Solo el cuchillo en su bota.

Un arma que no encontraríanen ningún amomiado muerto,

por así decirlo.—Se les dará nueva ropa

cuando la necesiten —informóel guardia mirando sobre ellacon evaluación clínica—.Nuestra consejera no seencuentra en servicio, pues noestábamos esperando nuevasllegadas. Los llevaré a susalbergues y más tarde recibiránde ella las instrucciones sobreduchas y alimentación.

Jonathan permanecía

inmóvil, mirando a través delas barras.

—Cada dormitorio se abreuna hora diaria. La unidadcinco está abierta ahora —siguió indicando el hombre, ymiró su reloj—. Regresarándentro de quince minutos y laseis se abrirá durante una hora.Ya aprenderán las reglas.

Ella asintió sin decir nada.—No hay sacerdote aquí. Ni

basílica. El último servicio de

ustedes será el funeral. Oraránpor ustedes allí. Hallarán unacopia del Libro de las Órdenesen su unidad de alojamiento.

Jordin se sintió mal.—¡Hágase a un lado!Jonathan se tambaleó hacia

atrás mientras el guardialevantaba de su cinturón elpesado anillo de llaves einsertaba la más grande en lapesada cerradura del portón.

—Bienvenidos al portal, y

si son afortunados, bienvenidosa la felicidad.

¿Felicidad?Jordin miró las filas de

edificios de hormigón a travésdel portón abierto. Las figuraspululaban fuera de estos,algunas miraban a los reciénllegados en el portón, y otrasdesde las sucias ventanas de losdormitorios. Todas ellasesperaban la muerte.

¿Era entonces este el deseo

del creador del Orden?El portón se abrió de par en

par mientras un humo grispálido seguía emanando de lachimenea hacia los cielosturbulentos.

Los condenados miraban ala joven como si fuera unaaparición. Un objeto que no lespertenecía en su reino, como siuna parte ya les hubiera pasadode esta vida a la otra, y soloesperaran que sus cuerpos

alcanzaran el más allá.El guardia se apartó,

evitando tocar a cualquiera delos dos, observó ella, como sila muerte fuera una enfermedadcontagiosa.

Muévanse. Pero algo dentrode la chica se resistía a la ideade entrar a este lugar. A la ideade poner el pie en el agrietadocamino de asfalto que seextendía desde el portón ycontinuaba entre las filas de

edificios. La Autoridad deTransición ofendía todasensibilidad dentro de la jovenen calidad de nómada. Lareclusión, la vista de nada másque los interiores de esosmuros de más de seis metros, latorre redonda de tres pisos queahora constituía la únicasalida… todo apestaba a muerteen vida. A amomiados.

Muévanse.Jordin se quedó enraizada al

sitio hasta que Jonathancomenzó a andar, pasando alguardia y entrando al complejo.El dador de vida… entraba allugar de los muertos.

La bilis le subía a lamuchacha por la garganta, ypor un momento creyó que iríaa vomitar.

Jonathan se detuvo a diezpasos y regresó a mirarla… unasilenciosa mirada que no eraorden ni petición. Simple

aceptación: si entraba tras él ono.

La muchacha sabía quepodía irse, y que él no lolamentaría. Que no teníaninguna expectativa puesta enella.

Que siempre la amaría.Aún había tiempo. Jordin

podía sacarlo. Pero esa no erala manera de proceder conJonathan, y ella estaba allí paraseguirlo, no al revés.

La joven puso un pie frenteal otro hasta que atravesó elportón y se unió al joven.

El cielo resplandeció en loalto, el blanco destello de unrayo en el cielo oscuro.Demasiado silencioso.

Ambos recorrieron todo elcamino hasta la planta eléctrica,justo al norte de la Autoridadde Transición, antes de que elcaballo de Rom se derrumbara

debajo de él.Bestia y jinete rodaron por

el suelo. Rom se deslizó sobreel tembloroso cuello del animal,estrellándose contra la tierra alfrente, raspándose el cabello yla piel de la barbilla. Delante deél, Triphon hacía parar en secoa su montura. El caballocomenzó a doblarse, pero serecuperó cuando el guerrero sedeslizó de la silla.

El líder se impulsó hacia

arriba y quedó de pie, haciendocaso omiso del dolor que lesubía por la pierna. Miródesesperadamente los costadosagitados del corcel que yacíasobre el suelo, y luego endirección a los depósitos debasura, y a lo que él sabía queyacía más allá.

—¡Llévate el mío! —gritóTriphon, poniéndole en lamano las riendas de su caballo.

El hombre, preocupado,

miró a su amigo.—¡Ve! ¡Yo seguiré detrás

de ti!Sin decir nada, Rom saltó al

anca de la montura de Triphon,cuyos flancos se movieronespasmódicamente por la fatiga.Entonces le hundió los talonesy salió disparado, deseando queel animal viviera solo uninstante más.

E

Capítulo veintidós

L SOL BRILLABA EN lo alto,incluso a través de cúmulos

de nubes que cambiaban delugar, mientras Saric dirigía susdoce divisiones al interior delvalle Seyala. Donde el ríoLucrine recorre los páramos ,había dicho el exploradormortal.

Un amplio valle verde yacíaadelante, casi un kilómetroantes de que se estrechara en uncañón, exuberante y sin tráficoequino o humano, ni ningunaotra señal de paso. Desde aquíse erguía bruscamente la laderaoccidental hacia los páramosbaldíos, y el río Lucrine brillabacon el ocasional vislumbre delsol. El bosque llegaba hasta lapendiente opuesta, típica de lavegetación en parches de estos

lares.Saric levantó una mano a la

altura del hombro, señaló elalto y, causando sorpresa, hizodetener su caballo. El sordoruido de cascos y pies sedisolvió entre chirrido de sillasy resoplido de caballos.

Había hecho poner cuerosde batalla solo por protección,y ahora se arrepintió dehacerlo. No habían visto señalde mortales, ni amenaza de

ninguna clase… solamente lasliebres ocasionales que corríana esconderse cuando el ejércitoinvadía un paisaje sereno quecasi nadie había visto.

Brack colocó su caballo allado del de Saric. En el otroflanco, Varus, general de rangode las doce divisiones,estudiaba el paisaje que teníanpor delante.

—¿Seguro que es este? —indagó Saric.

—El valle Seyala no estámarcado en nuestros mapas,pero no hay duda de laubicación —explicó Varus—.O el hombre creó una fantasíao nos dio el lugar equivocado.

—¿Y nuestrosexploradores?

—El cañón se angostamucho. Parece una trampa.

—Ingenioso. Astutosmortales, que engañan con unexplorador suicida —comentó

Varus chasqueando la lengua.—Así es.—Solicito permiso para

hablar —pidió Brack.El capitán de la guardia de

élite mantenía su elevadaposición directamente debajode Saric, en parte debido a suatención al detalle de la lealtad.Su devoción no necesariamenteera superior a la de cualquierotro de los hijos de Saric, peroeste era un hombre refinado en

gran manera en todos losaspectos… extraño, teniendo encuenta su naturaleza violenta.Él era testimonio del poder totalde las cámaras de incubaciónconstruidas por Pravus yperfeccionadas por Saric. Enrealidad, entre ambos habíanlevantado una raza perfecta.

—Habla libremente.—Aunque el explorador

nos haya engañado, nopodemos saber si lo hizo bajo

órdenes. Pudo habernos dadofalsa información por sucuenta, para proteger a sugente.

—Si tienes razón y elexplorador pretendió que locapturaran, aun sabiendo quemoriría, querría decir que estosmortales tienen verdaderas yprofundas lealtades —contestóSaric revisando la cima de losprecipicios por duodécima vez.

—Tenemos que suponer

que se trata de una trampa —advirtió Varus—. Y que todonuestro ejército podría estar enpeligro.

—¿Cómo podría tenersentido una trampa? —objetóBrack, hablando como para sí—. Si el explorador estaba enlo cierto, ellos son solamentesetecientos. Cualquierconfrontación terminaría en suaniquilación. ¿Para qué todo eltrabajo de enviar un explorador

bajo posibilidades tanabsurdas?

—S i el explorador hubieradicho la verdad —resaltó elgeneral.

Era claro que había más encuanto a los mortales de lo queSaric ya sabía.

La única cosa peor queenemigos numerosos… eranenemigos clandestinos.

Y la sensación de habersido puesto en ridículo.

Sin embargo, él tambiénpodía hacer cualquier jugarreta.Tenía plena confianza en quesu sangrenegra capturado porlos mortales no había divulgadocuántos realmente eran.

Se retorció en la silla einspeccionó sus divisiones.Habían marchado toda la nochey la mañana en tres ampliascolumnas, tres mil a caballodelante de nueve mil soldadosde infantería, abarcando casi un

kilómetro hacia atrás. Doce milen total.

Guerreros, montados acaballo, espadas envainadas ymuslos blindados, cascos decuero sobre largas trenzas quese extendían sobre hombros ypecho como garras incrustadasen el grueso cuero de laarmadura. Detrás de ellos lainfantería se mantenía de pie,perfectamente formada, con lacabeza fija, hacia delante y

alerta.El primer ejército en casi

quinientos años.Suyo.La tecnología y los

armamentos de las tropasdurante la era del Caospudieron haber sido muchomás avanzados, pero la historianunca había visto guerreros conmás disciplina, velocidad ofortaleza que estos.

Y debido a ello, el poder de

Saric era incomparable.Absoluto.—Hay movimiento.Se volvió ante el anuncio de

Brack. Dos jinetes habíanentrado al valle desde loscañones que había más allá.Cabalgaban lado a lado,lentamente, sin ninguna señalde ansiedad.

—Nos atrajeron —opinóVarus, escupiendo a su ladoderecho con evidente disgusto.

—Así parece —comentóSaric—. ¿Ven algún peligro?Alguno de ustedes.

Silencio por un instante.—No.—No, mi señor.—Veamos entonces de qué

está hecho nuestro astutoenemigo, ¿de acuerdo?

Saric espoleó su caballo alfrente, andando al mismo pasotranquilo de los dos jinetes quese aproximaban. Detrás de él, el

ejército cobraba vida conprecisión. Dos líneas decaballos irrumpían hacia losflancos, marchando como unode modo que la tierra vibrabacon cada pisada mientras loscapitanes de Saric emergían a lolargo del corredor.

Los mortales se detuvieron,como a cien pasos de distancia.

—Mantengan atrás a susjinetes —ordenó Saric—. Noquiero perseguir a un enemigo

que huye por estos parajes.Estarán preparados paraemboscar.

Casi al instante, la caballeríaa cada lado desaceleró su pasohasta una marcha cautelosa,amplia pero en paralelo conSaric.

Los dos nómadasreanudaron su aproximación.Ambos montaban sementalesde raza, criados para recorrergrandes distancias, según la

tradición. Tenían el cabellolargo, trenzado y con cuentas, yvestían una mezcla de cuerocafé oscuro con visos rojos ymetal pintado o tejido enmangas y pechos. Las botasestaban ubicadas en estribosadheridos a livianas monturas.

Saric nunca había visto unnómada aparte del exploradorque capturaran dos días antes.Tenía sentido que quienesmanipulaban a Jonathan fueran

tras las descontentas tribus quesiempre se habían opuesto alOrden, y que sobrevivían sinlas comodidades de la ciudad.Estos podían correr y ocultarsecomo chacales. Era evidenteque también podían mantenercombates cuerpo a cuerpo yque no eran ajenos a laestrategia. Porque allí no sepodía confundir el asunto: lohabían traído aquí conintención.

Solo cuando estuvieron acincuenta pasos Saric vio queuno de ellos era una mujer.Mentón arrogante y miradaacerada.

Material exótico para unaconcubina.

Aún sin indicios deguerreros adicionales en terrenoelevado.

Los jinetes se detuvieron atreinta pasos, prudentes yaparentemente sin

impacientarse. Pero Saric teníamejor entendimiento como parano subestimarlos.

—Esa es una distanciasuficiente —gritó el hombre,con voz firme.

¿Quién era este tipo que seatrevía a darle órdenes? ¿Ledirigían el camino dosguerreros solitarios? ¿Qué clasede enemigos podían acercarse atan apabullante despliegue defuerza y exigir que no se

movieran más?Nómadas.—Deténganse —ordenó

Saric con la mano en alto.Inmediatamente, las

columnas detrás de él dejaronde marchar al unísono. Elsilencio cundió en el valle.

Esta era la primera vez queSaric veía a un nómada mortalfuera de cautiverio, y por uninstante quedó cautivado. Aquíno había un enemigo cobarde,

sino una criatura llena deextraño poder. Poder igual alsuyo propio y que emergía delhombre en algo como olas,como calor. ¿Qué clase desangre hacía tan valiente a unhombre? Hasta la mujer lomiraba directamente con unaaudacia que Saric encontrabairresistible. Si lo que Rom lehabía dicho a Feyn era verdad,por las venas de esta gentecorría la sangre natural de un

niño que había nacido sinLegión con la que contender.Pura, no manipulada por laalquimia.

Una repentina y crudasensación como de garrasafiladas se le hundió en elcorazón. El instante en quesintió la salvaje emoción supode qué se trataba.

Celos.Inmediatamente, la

reemplazó con otra pasión: ira.

Pero ninguna de ellas leserviría. El error de lahumanidad durante la era delCaos había sido la incapacidadde controlar tan poderosossentimientos. Él habíaevolucionado mucho más.

En realidad, él eramaestro… y creador.

Aún sobre tan magníficascriaturas como estas dos,sentadas en sus caballos,mirándolo.

Pronto verían.

Roland miró sobre el enormeejército de Saric, muyconsciente de los nervios que lebajaban por cuello y brazos.Mediante un rápido cálculo, allímuy bien había más de diez milde ellos. Muchísimos más delos que les habían hecho creer.

Olían como una hordainfernal. Aun a esta distanciaera muy difícil soportar la

pestilencia.Su formación era casi

perfecta: tres enormes bloquesde tres o cuatro mil cada uno,un cuarto montado, el resto apie. Cualquiera que hubierasido la disciplina empleada ensu entrenamiento, había sidoeficaz; difícilmente podían sermás ordenados o resueltos sifueran mecanizados.

Dos generales a los ladosdel líder, a medio caballo de

distancia por detrás. Altos yfornidos, tan seguros de símismos como rocas frente a labrisa del mediodía. PeroRoland ya se había topado conalgunas de estas rocas y sabíacuán rápido se podían mover.

Y luego estaba Saric con suarmadura de cuero negro, consus hebillas de plata y mangasrojas, una exhibición deautoridad. Igual que el resto delos sangrenegras, tenía la piel

pálida, casi traslúcida bajo elintermitente sol. Aun desdeaquí los ojos mortales deRoland pudieron detectar laslíneas de venas negras cerca dela superficie de la piel de Saric.Las fijas cuencas de sus ojosnegros, como dos carbones enun rostro reseco por el sol.

Sepulcral. Yescalofriantemente hermoso.

—¿Estás seguro, hermano?—preguntó Michael respirando

hondo.—Siempre y nunca estoy

seguro —contestó él en tonoapenas más fuerte que unsusurro—. Lista para correr sialgo sale mal. A través de loscañones en la ruta que temostré. No los lleves hacianuestro campamento. Directo aloeste y corta…

—Sé qué hacer. Tencuidado.

—Espera aquí.

El príncipe nómada espoleóun poco su montura, la guióhacia delante y se detuvo aquince pasos de Saric.

—Deseo hablar con Saric,hermano de la soberana —expresó, negándole otro títulomás que ese—. Tienes mipalabra de que no te haré daño.No tengo intención de enfadar aesta maquinaria militar, soloquiero hablar de condiciones.

Saric miró, impasible. Ni

siquiera un parpadeo.—Te debe de parecer

extraño que dos de mi clase seenfrenten a diez mil de ustedes—continuó Roland—. Tepodrías preguntar cómo atrajetan fácilmente a tu ejército conel mensaje de un solo hombre,uno de mis guerreros máshumildes. Y haces bien endudar que los guerreros quedirijo sean solo setecientos,como él te dijo. Ahora

comprendes que no sabes nadade nuestro verdadero poder.Así que acércate más ypermíteme explicarte.

Ese fue un largo discursopara Roland, pero estabatratando con un hombre delOrden, dado a talesdemostraciones de poder. Asíque dejó que sus palabrasactuaran en este pálido jefesupremo, este creador desangrenegras, contento de saber

que, a pesar de las apariencias,aún conservaba la superioridad.Él los había engañado a todosellos. También estaba fuera delalcance de esta gente, era capazde desaparecer en segundos enel interior de los cañones. Porrápidos que fueran los mismossangrenegras, sus corceles novencerían al semental nómada.

No obstante, aquí habíaalgo más que Roland no podíadesechar fácilmente. Así como

Saric debía reevaluar ahoratodo lo que sabía acerca de lafuerza mortal, Roland debíahacer lo mismo. Podía oler laira y la ambición flotando enese mar de humanidad, casi tanfuerte como la hediondez amuerte.

¿Pero era realmentehediondez a muerte? Para nadaera igual a la de los amomiados;los poderosos visos de lo que élpodría llamar lealtad y afecto

eran tan fuertes como unaniebla espesa en el valle.Afecto. Quizás incluso amor.

¿Sería posible que Sarichubiera hallado de veras unamanera de crear vida al igualque Jonathan? ¿Vida plena, conemoción?

Allí montado a caballo sehallaba un individuo poderoso,un guerrero al que Rolandreconocía como majestuoso.¿Quién más podría haber

organizado la derrota del Ordeny el florecimiento de tal ejércitocomo este hombresingularmente fuerte que naciópara gobernar?

El deseo de someter a unenemigo de igual fortalezabatalló dentro de Roland consimple admiración, y se le vinoa la mente que un día mataría aeste individuo o se uniría a él.No podía haber término medio.

Aún no había respuesta de

Saric.—Ven ahora. ¿Te asustas

tan fácilmente de dos denosotros?

—¿Te parezco imbécil? —manifestó Saric al fin sin unapizca de inquietud en la voz.

—Definitivamente, no.—Entonces acércate más tú.Roland consideró la

solicitud, juzgando laposibilidad de un ataquepersonal. Saric tenía poco que

ganar matándolo. Era Jonathanquien amenazaba su poder, nouno de dos guerreros solitarios.En cualquier caso, el nómadahabía desafiado al poderoso, yahora estaba obligado a aceptarese mismo desafío. Cualquiercosa menos sería una muestrade debilidad.

Cortó a la mitad la distanciaentre ellos.

—No deberías temer aquien ha venido a darte las

llaves de tu reino —expresóRoland.

—No estoy seguro de queentiendes tu posición —replicóSaric con una sonrisa burlescaen la boca.

—La entiendo muy bien.Ordena a dos de tus hombresque me maten, y morirás tútambién.

Ninguno se movió. Esosojos negros lo analizaban,desprovistos de emoción. No

obstante, el hedor del hombreestaba saturado de ira… y deextraña ansiedad.

—Pareces muy confiado —comentó Saric.

—Debo conocer a mienemigo. Que sean treshombres si lo deseas.

—Como quieras —ratificóSaric haciendo una inclinacióncon la cabeza—. Varus,complace al hombre.

El sangrenegra a la derecha

de Saric se volvió y profirióuna orden. Sin titubear, trescaballos salieron de las filasdetrás y trotaron al frente.

—A pie —decidió Rolandseñalando un pequeñomontículo, a veinte pasos a laizquierda de Michael.

Sin esperar respuesta, elpríncipe hizo girar el caballo,cabalgó hacia donde esperabaMichael, y desmontó,pasándole las riendas.

—Recuerda, el cañón —ledijo a su hermana—. Ten listomi caballo.

Entonces comenzó acaminar hacia el montículo.

Solo entonces los tresguerreros desmontaron. Se leacercaron corriendo, los tres enlínea, abriéndose mientras seaproximaban.

Veinte pasos…Pero Roland quería llegar al

montículo, así que continuó y

se detuvo solamente cuandoestaba en lo alto, observando laembestida de los sangrenegras.

Diez pasos…Respiró hondo, abrió los

brazos a nivel de la cintura einclinó la cabeza. En elmomento siguiente vio.

El tiempo se redujo a ungoteo.

Los sangrenegras llegabancorriendo, pero en la vista deRoland caminaban

pesadamente como por barropegajoso. Las greñas se lesagitaban por detrás como humonegro en un sueño. Cada gramode sus moles lidiando con lagravedad y la viscosidad deltiempo mismo, a fin dealcanzarlo. Eran tanvoluminosos que él podríacorrer hacia ellos, tocar a cadauno, y esquivarlos en zigzagantes de que pudieranreaccionar.

Eso era un error, porsupuesto. Ellos eran veloces…él ya sabía eso. Demasiadorápidos para arriesgarse a quelo acorralaran, o para peleartres contra uno. Pero susmovimientos obrarían en contrade ellos mismos.

Roland sacó un cuchillo dela vaina en su cintura y lo lanzóimpulsando la mano por detráshacia el más cercano de los tres,el de la izquierda. La hoja voló

por el aire y dio en el blanco,clavándose en la cavidad delojo.

La cabeza del hombre seechó hacia atrás, los pies se ledespegaron del suelo y fue acaer de espaldas lanzando unbufido. Muerto.

Cinco pasos…Quedaban dos, uno en

mitad de rotación de unaespada de casi un metro delargo, de doble filo. Esta brilló

hacia Roland como un platilloreluciente, para cortarle eltorso.

No había manera de evitarla espada. Solo adelantarse unpaso hacia ella mientras pasabauno de los bordes, y antes deque lo agarrara el segundo.

Las hojas desaceleraronhasta convertirse en unzumbido y luego en el pesadogiro de una rueda de dosradios. Roland decidió el

momento y se lanzó haciadelante. Cuando lo hizo, elhombro se le estrelló contra laempuñadura, justo en sucentro. La espada se precipitósin causar daño.

El príncipe cayó y rodóhacia delante. Ya había sacadootros dos cuchillos, y lanzótajos hacia arriba mientras ellossaltaban para evitarlo. Una delas hojas encontró el hueso deuna pierna, y el impacto le hizo

vibrar el hombro. El guerrerorugió de dolor y se lanzó haciadelante.

Roland se puso de piedetrás de ellos, pero el tercerhombre ya había girado y hacíaoscilar por completo su arma.

—¡Roland!El grito de Michael cortó el

aire.Una vez más, le sorprendió

la velocidad de ellos. Erademasiado tarde para evitar la

hoja. Demasiadodesequilibrado para laarremetida. Así que desvió elgolpe para recibirlo de lleno enel pecho, donde el cuero eramás grueso, utilizando el largototal de su hoja para dispersarla fuerza del golpe a lo largo delborde tanto como le fueraposible.

La espada chocó contra elcuero. Lo cortó y le entró alpecho con un agudo escozor.

Pero no hasta el hueso.Era todo lo que Roland

necesitaba saber. Lanzó todo supeso para golpear el rostro delotro hombre, en el centroexacto. La nariz del sangrenegrase hundió ruidosamente contralos nudillos del nómada.

Entonces quitó la espada dela mano del hombre, la hizooscilar como una honda y laclavó en el cuello descubiertodel guerrero. Giró hacia el

segundo sangrenegra que setambaleaba con uno de loscuchillos de Roland que lesobresalía apestando de lapierna.

—¡Basta! —gritó Roland,apuntando hacia el ejército lasangrienta espada que tenía enla mano—. ¡Vete! Mientras aúnestés vivo.

Pero el guerrero no parecíainteresado en correr a cubrirse.Extrajo de la cintura un largo

cuchillo y lo hizo girarcuidadosamente hacia laizquierda.

—¿Dónde aprendiste apelear, nómada?

El príncipe no habíaesperado una pregunta tantípica de parte del sangrenegra.No bajo el escrutinio de sussuperiores. Tampoco vio lanecesidad de contestar.

—Haz regresar a tu hombre—advirtió, moviendo la

barbilla en dirección a Saric—.¡O lo mataré!

—Yo no huyo —expresó elguerrero.

—¡Mather! ¡Retrocede!El sangrenegra se irguió al

instante. Luego se puso de pie ycorrió hacia sus filas, ordenincuestionable.

Roland se dirigió hacia sucaballo, saltó a la silla y giró.

—¿Estás bien? —preguntóMichael mirándole el pecho.

—Solo un rasguño.Regresó al trote hasta donde

Saric y se detuvo. Solo diezpasos los separaban. Aexcepción de los tressangrenegras que habían sidoenviados a pelear contraRoland, ni un alma parecíahaberse movido. El ejército eraextraordinariamentedisciplinado. Como unamáquina…desconcertantemente viva.

Roland supo entonces queno había manera de que losnómadas sobrevivieran a unabatalla cuerpo a cuerpo con lossangrenegras. Tendrían querevisar con mucho cuidado quéestrategia usar.

—Impresionante —comentó Saric—. ¿Cuál es tuplanteamiento?

—¿Dónde está Pasha?—Tu hombre.—Sí.

—Feyn lo mató.Feyn. La que Rom insistía

en que era la única esperanzaque tenían.

El príncipe solo hizo unbrusco asentimiento de cabeza.

—Mi planteamiento es quepasarás muchos trabajos sivienes contra nosotros. Pero notienes que hacerlo.

—¿Es eso cierto?—Lo es.—¿Por qué?

—Porque tú quieres aJonathan —anunció Roland—.Y yo te lo puedo entregar.

L

Capítulo veintitrés

OS AMOMIADOSMIRABAN A Jonathan y a

Jordin mientras estos pasaban.Uno de ellos, una niña de nomás de cinco años que llevabapuesto un abrigo rojoharapiento corrió algunos pasoshacia ellos, solo para detenersesúbitamente y mirar

boquiabierta a Jonathan.Grandes ojos verdes, puestosen un rostro demasiado pálido.Sostenía una muñeca sucia.

Jonathan hizo una pausa yalargó la mano hacia ella, peroel guardia lo detuvo.

—Aún no hemos llegado.Los voy a poner en la quince.Vamos.

Jonathan no hizo ningúnmovimiento para seguir laorden. Jordin sintió entonces la

angustia de él, desesperaciónque le brotaba dentro del pechocomo un puño de hierro.

—¿Dónde se alojan losguardias? —indagó Jordin,tanto para darle a Jonathan unmomento como para enterarsede más; rápidamente añadió—.Por si hay alguna dificultad.

—¿Dificultad? No haypeligro en el complejo.

—¿Nadie trata de escapar?—¿Por qué lo harían? —

objetó el hombre lanzándoleuna mirada extraña.

Era difícil recordar quésignificaba ser un amomiadosin ninguna ambición, tristeza oesperanza. Ser guiado solo portemor. Vivían con miedo tantode salir del complejo como dela muerte. Igual el guardia.

—Somos cuatro y vivimosfuera de los muros. Ustedesverán conserjes y empleados. Sihay alguna dificultad,

repórtensela a uno de ellos.Pero no la habrá. Rápido,muchacho.

Jonathan alejó la mirada dela niña y siguió tras el guardia.

Solo entonces Jordin se diocuenta que apenas se habíadado cuenta del olor de la niñaamomiada en la cercanaproximidad de tantoscondenados.

Ahora pudo ver losenormes y deteriorados

números al final de cadaedificio. La pintura blancaestaba pelada y se veíaindefinida contra el suelo gris.Impares a la izquierda, pares ala derecha. Había treintaunidades de alojamiento entotal, cada una en forma delargas edificaciones conpequeñas ventanas cuadradasintercaladas bajo los aleros deun techo industrial. Loscristales se veían sucios y

tristes, como si los cubrieraalguna clase de película.

Creador.Ahora Jordin los vio de

cerca, las cabezas negras, lasmanos sucias presionadascontra el vidrio. Pestañeó ytragó grueso.

Rostros, en las ventanas.Cuatro, cinco en cada una. Diezventanas a lo largo del costadodel edificio, espaciadas quizástres metros.

Ella regresó a ver el caminopor el que habían venido. Unanciano la miraba desde elúltimo rincón del edificiocuatro, apoyándose en unamuleta de madera, pues lefaltaba la parte inferior de unapierna. Una mujer salió delalargado edificio al otro ladodel perímetro, tal vez loscuartos de duchas, caminandocomo si la mitad de su cuerpono funcionara de modo

correcto, por lo que debíaarrastrarlo hasta emparejarlocon el lado bueno. Un hombrecon un vendaje alrededor de lacabeza y evidente parálisis laseguía. Víctima de unaccidente, quizás.

Una afrenta. La alquimia,que mucho tiempo atrás habíasolucionado los secretosgenéticos del cáncer, deenfermedades que consumen,de trastornos sanguíneos, de

demencia y de padecimientosmúltiples de la humanidad nopodía soportar que lerecordaran los males que nopodía prevenir.

Jordin tragó saliva y bajó lamirada hacia los tacones deJonathan frente a ella, hacia elsuelo empedrado que era casitan gris como el concreto.Como el humo que flotabahacia el cielo. Intentóacostumbrar la respiración, que

se hacía cada vez más irregularcon cada paso que daba.Seguiría a su soberano a dondesea, incluso al infierno.

El guardia se volvió sobreel agrietado camino que llevabaa la puerta del edificio quince.El cielo volvió a resplandecer.Truenos en la distancia.

Ni los cielos podíansoportarlo. Estas personasfueron creadas para estar vivas,no muertas. Vivas con

carencias, no muertas porcompleto. Comprenderlo lasacudió como si le dieran unmartillazo.

Jonathan había nacido paratraer vida, no un nuevo orden.Caos, no perfección.

Y a veo, quería ella gritar.Ahora comprendo.

La joven giró haciaJonathan, palabras a medioformar en los labios, pero alverlo se quedó sin aliento.

Estaba frenético, tratando consalvajismo de abrir la puerta.Arañándola, golpeando lamadera con lágrimas en lasmejillas, jadeando inclusomientras el guardia intentabaabrirla.

—Hágase a un lado,muchacho, o no podré…

Jonathan empujó al hombrehacia un lado.

—¡Hey!El guardia se le fue encima

y Jordin lo alcanzó con unfulminante golpe del codo en lasien. El amomiado se derrumbóa un lado del pórtico,inconsciente.

Jonathan metió la llave en lacerradura, la abrió y luego lelanzó la argolla a Jordin.

—¡Debemos encontrarla!—exclamó él.

La joven no necesitabapreguntar a quién se refería eljoven. Agarró en el aire la

argolla de llaves, saltando sobreel inconsciente guardia ycorriendo hacia el siguienteedificio en la fila. Trece.

Después de buscar a tientasla llave correcta, la muchachaabrió la puerta…

Miró al interior deldormitorio.

Cien rostros voltearon averla. Algunos sentados enliteras dispuestas comoestanterías contra las paredes y

otros en el suelo. Un jovencitoagachado en el rincón. Nohabía sillas, mesas, sofás, nicomodidades de ninguna clase.Jordin logró ver además que nohabía cobijas en las camas. Laluz amarillenta de una solalámpara eléctrica no soloiluminaba la suciedad de lanegligencia, sino la totaldesesperanza de la muerteinminente.

—¿Está aquí una niña

llamada Kaya? —gritó ella.Nadie se movió. Una mujer

de mediana edad comenzó allorar. Un hombre, más viejo yendeble, tan flaco como unesqueleto, con una copiaandrajosa del Libro de lasÓrdenes en la rodilla, meneó lacabeza.

Pasos apresurados detrás deella. Y luego Jonathan llegó allí,llenando el umbral, revisandoel interior del dormitorio por

encima del hombro de Jordin.—¿Está aquí?—No.El desesperado joven agarró

la argolla de llaves y saliócorriendo. La chica miró unmomento más y luego corriótras él.

—¡Kaya!Jonathan salió del edificio

doce y corrió hacia el once. Ellanunca antes lo había visto así.Frenético. Desesperado.

—¡Kaya! —gritó él antes dehaber abierto.

—¡Dame acá! —dijo Jordinarrebatándole las llaves,hallando la correcta y abriendola puerta de golpe.

—¡Kaya!De nuevo las silenciosas

miradas y los lloriqueosconmovedores. Un niñito seescondió debajo de una litera ymiraba con ojos desorbitados.Una joven, no mayor que la

misma Jordin, se puso de pie ygritó.

Edificio diez.Kaya no estaba allí.Nueve.Entonces sonaron las

sirenas. Un aullido, al principiosuave como un rumor, desde latorre de observación,aumentando el tono hastaconvertirse en un fuerte aullido.Hacia arriba, por encima de lasparedes, resonando en los

oídos. Filas de luces fulgurabanen las esquinas del complejo,tan brillantes como un solantinatural bajo el cielo agitado.

Jordin levantó la mirada,entornando los ojos contra laluz. La algarabía y los gritosvenían desde el portón.

Solo entonces ella lo vio,cayendo a través de lainclemente luz eléctrica: unpolvo tan fino como ceniza.Horrorizada miró hacia abajo y

vio el polvo sobre la manga desu túnica. El mismo gris pálidoparecía impregnar todo en estelugar.

La joven retrocedió y tratóde sacudirse el polvo, perohabía demasiado.

—¡Aprisa! —gritóJonathan.

Levantó la mirada haciaJonathan. La ceniza se leaferraba a las trenzas y laspestañas. Fue entonces cuando

vio el afligido rostro quemiraba desde la ventana máscercana detrás de él.

La niña.—Kaya —expresó ella,

respirando hondo.Jonathan giró y vio a la

niña. Buscó a tientas lacerradura, consiguió meter lallave en el primer intento yabrió la puerta de un empujón.Se abalanzó adentro justo atiempo para alcanzar a Kaya

cuando ella se le lanzaba en losbrazos.

—No se lo dije a nadie —confesó la niña sollozándole enel hombro—. Estoy asustada.Jonathan, ¡no quiero morir!

Un chillido desde más alláde la parte trasera del edificio.Un gemido lejano y ahogado. Ycontra todo eso, la sirena defondo.

—No morirás. Yo estoyaquí —le aseguró Jonathan

alejándola un poco ymoviéndola levemente, con losojos fijos en los de ella,mientras las lágrimas leasfixiaban las palabras—. ¿Meoyes? Te encontré. Te encontréy no te dejaré ir…

La pequeña se colgó de él,los brazos alrededor del cuellomientras su salvador hurgabaen el abrigo. Tan pronto comoJordin vio la endoprótesis supolo que Jonathan pretendía

hacer.—¡No tenemos tiempo!

Debemos irnos.—Ella tiene que ser

mortal… de no ser así lapodrían enviar de vuelta —balbuceó él lanzándole unamirada atormentada—. Abrelos dormitorios. Libéralos. ¡Porfavor!

Las lágrimas bajaban por elrostro de Jonathan, dejándolesucias manchas grises en las

mejillas. Creador, él erahermoso. Y sin embargo suslágrimas la aterraron. Laemoción que mostraba por estaniña le acarreaba un insondablepeligro. Ella era consciente deque él haría lo mismo porcualquiera de ellos. Jonathanmiraba por todos lados, a losrostros que abarrotaban la literamás baja, a los diez sentadossobre ellos. La mujerenvejecida y el hombre al que

le faltaba un brazo. Y Jordinsupo al instante lo que él estabapensando:

¿Cuántos? ¿Cuántos podríasalvar? ¿Cuánto tiempo tenía?

Pero no era cuestión detiempo. La joven sabía que él sequedaría y salvaría a tantoscomo pudiera antes de que selo llevaran a la fuerza o lomataran.

Por un momento, Jordin sequedó clavada al piso, temerosa

de dejarlo, de que él le diera susangre no solo a Kaya sino alhombre detrás de ella, a lamujer detrás de este, a la niñadetrás de esta. Hasta que no lequedara más sangre. Senecesitaba una pinta para darvida a un mortal. Jonathan sevaciaría sin reserva y sin pensaren su propia vida parasalvarlos.

Y eso fue lo que más aterróa Jordin.

—¡Por favor!Jonathan ya tenía la manga

enrollada y se clavaba la duraaguja en la vena.

Con una mirada a la afligidacara de Kaya, Jordin saliódisparada.

El pánico inundó las venas deRom ante el ulular de la sirena.Por un instante se dijo que nohabía manera de saber dedónde exactamente venía ese

sonido. Quizás se trataba de unincendio. Una emergencia enesta parte de la ciudad.

Entonces se prendieron lasluces.

El líder de los mortalesrodeó corriendo el últimodepósito del centro de basura,abriéndose paso directamentepor el perímetro amurallado dela Autoridad de Transición.

Conocía el lugar. Siemprelo había conocido, lo había

tenido presente desde el primerdía en que Avra le pidieraayuda después del accidente,muchos años atrás.

Ella había evitado estainstitución, por lo que debióestar fuera del Orden toda lavida. Perdida, según todas lasnormas del Creador del Orden,para padecer en el infierno aunahora en el más allá.

El corcel bajó la velocidad,levantando el cuello y

doblándose por el esfuerzo dela carrera. El animal habíatenido un nuevo y efímeroarranque de vida bajo el pesomás liviano de Rom, peroahora cada paso resultaba másdifícil que el anterior, como siviajaran a través de alquitrán.

Finalmente, Rom llegó alextremo del perímetro dehormigón. Condujo el corcel alo largo de la pared de concretomás allá de los inquietantes

rayos del halo de Sirin en suvisión periférica.

Exactamente antes de laesquina noroeste del perímetro,el hombre se deslizó a tierramientras el corcel trastabillabasobre patas inestables.

Entonces Rom saliócorriendo.

Edificio nueve. Abierto. Loshabitantes se habían acurrucadolo más lejos posible de la

puerta. Varios de elloschillaban mientras el aullidototal de la sirena invadía lassombras.

Edificio ocho. Abierto.Jordin podía oír a los

guardias gritando fuera delportón. El olor allí era muchomás fuerte de lo que esperabaen medio de un mar deamomiados como este. Estabanaterrados de entrar a este lugarde muerte, no acostumbrados a

la turbación que les habíainvadido su mundo.

El cielo volvió a centellearen lo alto. Los truenosinterrumpían el ulular de lasirena mientras las primerasgotas de lluvia caían entre lastrenzas de la joven. Algo en lamente le susurraba más fuerteque la sirena en los oídos.

La mano del Creador.Pero la mano del Creador

era superstición. No existía.

Siete. Abierta.La joven corrió hacia el

centro del pasillo para ver si seacercaban los guardias, peroestos aún estaban en el portón.Señalando. Esperando. Esosolamente podía significar unacosa: llegarían refuerzos.

Quedaban seis edificios. Noobstante, ¿de qué servía? Muypocos de los condenadoshabían emergido de losedificios que Jordin abría,

demasiado aterrados para salirde los confines de susprisiones.

Pero ella sabía ahora queJonathan los necesitaba tantocomo ellos lo necesitaban a él.Este era el propósito de suamigo: salvar de sí mismos alos muertos.

La muchacha calculó ladistancia de los techos de losedificios hasta la pared dehormigón. Demasiado alta para

saltarla… y aunque lo hicieran,estaba cubierta con alambradasde púas. Un enredo, unresbalón, y Jonathan podríasalir demasiado lastimado comopara escapar. Jordin nuncasaltaría.

Un movimiento a la derechallamó la atención de lamuchacha. Entonces se girópara ver a Jonathanencaramándose sobre el techodel dormitorio de Kaya, el

viento levantándole las trenzasen la espalda y los pantalonespegándosele contra las piernasen medio del viento.

¿Qué estaba haciendo?—¡He venido a darles vida!

—gritaba Jonathan en tono tanpotente que competía con elaullido de las sirenas.

Una luz intensa iluminabacada una de las trenzas delintrépido joven con absoluta yvívida claridad a los ojos

mortales de Jordin. Él se habíaquitado el abrigo, con una delas mangas aún enrollada. Delcuello abierto de la túnica lebrotaban como cuerdas lostendones de la garganta.

—Les doy vida más allá decualquiera que hayan conocido.Vida de mis venas —manifestó,alargando el brazo desnudo—.Vida de mi sangre. ¡Todos losque la tomen vivirán!

Jordin miraba fijamente, sin

poder dejar de mirar.Él es magnífico.Y luego: Está loco.El incandescente rayo se

encendía a través de las nubescomo un dedo torcido hacia lafila de luces de la esquina sur,las que salían en medio de unalluvia de chispas. Los gritosdesgarraban el complejo.

—¡He venido a traerles unnuevo reino de vida! —exclamaba Jonathan señalando

hacia aquellos que seaventuraban a salir con piernastemblorosas como muertosemergiendo de tumbas.

Pero Jordin sabía que ellosno serían liberados. Noimportaba que las puertasestuvieran abiertas, que losmuros de seis metros sederrumbaran. Sus prisiones noestaban en el cemento ni en lasalambradas de púas.

Un rugido lejano. La chica

conocía ese sonido. Elsubterráneo. Refuerzos.

El nuevo hedor la sacudiócomo una locomotora,precipitándose por el complejoy llegando entre la ráfaga deuna creciente tormenta.

La joven se volvió a tiempopara verlos llegar al portón.

Sangrenegras.

Rom tenía los cuchillos en susmanos cuando giró en la

esquina del perímetro. Los olióantes de verlos: dossangrenegras y dos guardiasamomiados en el portón,armados con espadas. Loscaballos de Jonathan y Jordinestaban atados a un riel a mediocamino del perímetro y delportón mismo.

Un grito emergía del interiordel complejo.

—¡He venido a traerles unnuevo reino de vida!

Un segundo vagón habíaentrado en el túnel del tren.Rom podía oírlo, más agudoque la sirena; con oídosmortales podía captar el golpede las ruedas rechinando sobrelos rieles.

Más sangrenegras…El líder de los mortales

chifló una vez, con la lenguacurvada contra el labio superiormientras corría velozmentehacia los sangrenegras. Cuatro

cabezas giraron en dirección aél. El joven lanzó los cuchillosen un vertiginoso y furtivomovimiento. El primeroalcanzó de lleno a unsangrenegra entre los ojos. Elsegundo no llegó a sudestino… el guerrero reaccionódemasiado rápido, agarrándoloen el aire y volviéndolo a lanzarantes de que su compañerotocara el suelo.

El mortal dobló las rodillas

y se deslizó los últimos cincometros mientras el cuchillo lezumbaba por encima. Elsangrenegra ya se acercaba,corriendo a toda prisa. Romagarró la empuñadura de suespada y la extrajo, pero elsangrenegra era demasiadoveloz y puso el pie encima de lahoja, hundiéndola en el suelomientras deslizaba su propiaarma.

Rom rodó a sus pies. El

sangrenegra arremetió hacia elfrente haciendo oscilar laespada en medio de la lluvia. Elmortal se lanzó hacia suderecha para evitar el golpe.Sintió el jalón en la camisamientras la espada cortaba elmaterial. Demasiado cerca…

Se abalanzó de cabeza,estrellándose contra elsangrenegra con tanta fuerzacomo para hacerlo retrocedertambaleándose.

El chasquido característicode metal hundiéndose en carnele llamó momentáneamente laatención hacia el portón, dondeuno de los guardias reculababamboleándose contra lasbarras de hierro, con uncuchillo clavado en la yugular.Más allá, la visión borrosa deJordin, quien había lanzado elcuchillo, deteniéndosebruscamente con las manosvacías, lo que solo podía

significar una cosa: estabadesarmada.

El chirrido de chispeantesfrenos cortó el aire mientras elvagón del subterráneo aparecíaen la salida del túnel a cienmetros de distancia. Seisformas adentro.

El líder mortal lo vio todoen una fracción de segundo,aun mientras el sangrenegra serecuperaba y volvía aarremeter, más mesurado esta

vez, espada en ambas manos.Rom se agachó y sacó de labota su último cuchillo,sabiéndose superado por elrival, que era más rápido yestaba armado con una hojamucho más larga.

Los cielos se abrieron enserio.

A la izquierda, una formacorría desordenadamente a lolargo del perímetro de concretohacia el sangrenegra. Triphon,

quien al pasar al lado de loscaballos asió la empuñadura dela espada de Jonathan y laextrajo sin perder el paso.

—¡Triphon!La mirada del sangrenegra

se dirigió hacia la nuevaamenaza. Rom se movióentonces, mientras la atencióndel guerrero se dividía. Saltóhacia el guardia que quedaba enel portón, dejándole a Triphonel sangrenegra, a sabiendas de

que su amigo quedaba con laespalda expuesta.

Alcanzó al guardia en cincozancadas y le hundió el cuchilloen el cuello mientras el sonidode la mole de Triphonchocando con el sangrenegra seunía al del estruendoretumbante del cielo.

Rom giró para verlos caer alsuelo. La lluvia era ahora tanintensa que por un momento nopudo ver quién era quién.

Un grito.—¡Triphon!Entonces giró para ver a

Jordin en el portón, con ojosdesorbitados. Señalando másallá de él. El hombre girórápidamente. Triphon yacíasobre el sangrenegra,moviéndose apenas. Unescalofrío le corrió a Rom porel cuello.

Un grito seguía oyéndose enmedio de la lluvia desde el

interior del complejo.—Les traigo vida nunca

vista en este mundo. ¡Un nuevoreino!

Rom oyó cada palabracomo si vinieran desde unaaislada realidad desconectada.Vida. Pero la escena ante élsusurraba muerte.

Triphon rodó de espaldas,llevándose los dedos al pecho.Hacia la espada que sobresalíade este. Los pulmones de Rom

se paralizaron. El sangrenegrayacía aún con la espada deTriphon clavada en la garganta.

Su amigo tosió una vez. Porun instante pareció reír hacia elcielo. Luego la mano cayó atierra. Inerte.

Los sangrenegras del trensaldrían en tropel en cualquiermomento.

La joven se quedó inmóvil,mirando la forma de Triphon

desplomándose al otro lado delportón.

—¡Jordin! —gritó Rom yaen la entrada, haciendo girar lallave—. ¡Ya vienen!

—¡Jonathan! —exclamóella volviéndose hacia elcomplejo—. ¡Tenemos queirnos!

La cabeza de él se movióbruscamente hacia ella, trenzasempapadas, ropa pegada a losduros resguardos del pecho.

—¡Ahora! —gritó Jordin.Jonathan bajó la cabeza, se

deslizó por la pendiente deltecho y apareció al final deledificio con Kaya, quienllevaba puesto el abrigo de él.Juntos bajaron el destrozadocamino y pasaron a un grupode amomiados con ojosdesorbitados, sin desacelerarhasta llegar al portón, apenasabierto para dejar salir a los trescuerpos de uno en uno.

Jonathan vaciló, mirando aRom inclinado sobre la formacaída de Triphon,comprobando frenéticamente simostraba señales de vida. SiTriphon hubiera sidoamomiado, ellos habríanpodido olfatear el olor amuerte. Puesto que era mortal,solamente lo sabrían por elpulso o la respiración.

No había lo uno ni lo otro.Los sangrenegras

comenzaron a salir en tropel delvagón de ferrocarril. Romlevantó la cabeza, titubeó porun instante y se puso de pie. Nohabía tiempo de llevarse elcuerpo de Triphon mientrasJonathan estuviera en peligro.

—¡A los caballos! ¡Ya! —gritó, apurándolos con lasmanos.

—¡Corre! —exclamó Jordinarrastrando a Jonathan por elbrazo.

El muchacho recogió aKaya y corrió delante de lanómada. Saltaron a las sillas,Jordin detrás de Jonathan yKaya, y Rom en el otro caballo.

Los gritos llegaban desdeatrás. Un cuchillo pasó junto ala cabeza de la joven sin hacerdaño.

Entonces salieroncabalgando a todo galope,ocultos tras un fuerte aguacero.

P

Capítulo veinticuatro

OR EL LEVE PEROinmediato tic debajo de los

ojos de Saric, Roland supo quehabía tocado una fibra sensibleal ofrecer a Jonathan.Impondría su ventaja mientrasaun la tuviera.

—Y no es lo que crees —expresó.

—Presumes saber lo quecreo —dijo Saric.

—Crees que soy alguienque te engañaría como hehecho con otros. Yo supondríalo mismo en tu posición.

El hombre era una columnaen negro, erguido en la silla,dedos como garras y brazosmuy sobresalientes debajo delas mangas de la túnica. Un tipopoderoso, no un charlatán ni untonto.

Un hombre de destinocomo él mismo.

A pesar del tic, escuchó ensilencio… una señal deseguridad y resolución.

—Lo que tengo que decirquerrás oírlo —aseveró Roland—. Lo único que pido es que looigas a solas.

Aún ninguna reacción.Solamente la siniestra mirada,como la de un buitre sobre untrozo fresco de carroña. Esto no

se estaba convirtiendo en laclase de confrontación que elnómada había esperado.

—Tengo hombres en losárboles por encima de nosotros.Si quisiera atacarte, lo habríahecho sin exponerme primero.No quiero derramamiento desangre. Solo deseo paz. Peropor eso debo hablarte a solas.

—¿Quién eres tú parahablarme a solas?

—Roland Akara. Príncipe

de los nómadas.—¿Ves al hombre a mi

izquierda? —preguntó Saric,sin parecer afectado por elnombre—. Se llama Brack.Entre él y yo, soy el ser másbondadoso. Te compadezco sime llegara a pasar algo.

Roland lanzó al hombre unbrusco asentimiento de cabeza.

—¿Ves a esa mujer detrásde mí? Se llama Michael. Esuna de las mil como ella. Te

compadezco si alguna de ellasguía a nuestro pueblo en unamisión para atacar sin servistas, como serpientes cuandomenos lo esperas.

Saric asintió lentamente.—Brack, sígueme.Saric dio un tirón a las

riendas y guió su montura alfrente, hacia la tierra yerma quese levantaba al oeste, lejos delos árboles. Brack permaneciódetrás, con la mirada fija en

Roland, quien hizo girar elcorcel y cabalgó paralelo a losdos hombres hasta que Saric sedetuvo y lo encaró, a cincuentapasos de los demás. Michaelmantuvo su posición, junto contodo el ejército desangrenegras. La brisa habíamenguado… sin duda, noestaban sofocados ni sudandoen sus armaduras; sin embargo,el granito negro se habríamovido más.

—Ya tienes tu audiencia —anunció Saric—. Habla.

—Conoces bien a losnómadas.

Saric no respondió.—Por generaciones nos

hemos opuesto al Orden.Nuestra crianza es muy fuerte ynuestro propósito es sencillo.Queremos sobrevivir fuera deesta religión que con mentirasmantiene cautivos a losmuertos. Deseamos una cosa:

libertad. Y la queremos sinningún daño a otros.

—¿Qué tiene que ver estocon Jonathan?

—No tenemos ambición depoder. Nuestra alianza conJonathan se hizo solamente enservicio a un soberano queprometió develar la verdad unavez en el cargo. Eso significaríaque nosotros como pueblo yano tendríamos que vivir fueradel Orden. Pretendíamos vivir

en paz. Pero eso ha cambiado.Tú lo cambiaste todo. Feyn essoberana, y por tanto Jonathanno puede ocupar el cargo.Cualquier lucha por estareclamación sería inútil.

—Continúa —pidió Saricasintiendo con la cabeza.

—Me encuentro entre dosenemigos. Tú, queresguardarías el mando deFeyn, y Jonathan, de quienotros esperan que le arrebate el

cargo. Mi deber es proteger ami pueblo. Como su príncipe,pagaría cualquier precio porasegurar la seguridad de losmíos.

Dejó que la declaraciónactuara.

—Ofreciste entregarme almuchacho —recordó Saric.

—Estoy ofreciendosalvarnos de un ilimitadoderramamiento de sangre yasegurar el futuro de mi gente.

Si un hombre debe morir paraconseguir ese fin, que muera.Muchos miles de vidas sesalvarán.

—¿Debo creer que tienestanto los medios como lavoluntad para traicionar a aquelque has jurado proteger? Noveo ninguna utilidad para ti. Yopodría capturar a Jonathan, ytambién perseguir y atrapar a tupueblo.

—Tengo los medios, pero

entregarlo será mi prueba. Y miutilidad sería esta: un mandatoirrevocable aprobado en elsenado y ratificado por Feyndando a los nómadas la libertadde vivir fuera del Orden ysufrir cualquier destino que elCreador quiera concedernos acambio.

—Seguramente no crees enla idea del Creador —objetóSaric retorciendo ligeramentelos labios.

—Creo en la vida, ahora,como se supone que se viva. Ypor tanto tu senado me brindaráplena autoridad, reconocida porel Orden, para gobernar a mipueblo como yo lo considereconveniente. Y seré bienvenidoa la Fortaleza como ungobernante extranjero mientrasmi pueblo no representeninguna amenaza para la paz.

Saric analizó a Rolanddurante algunos segundos. Si el

personaje confiaba o no en él,no podría decirlo, pero elhombre pareció estarcomplacido. O al menos asíolió, suponiendo que elnómada hubiera identificadocorrectamente el olor.

Roland esperó.—Encuentro absurda tu

proposición —respondió Sarical fin—. El Orden no se puedeponer patas arriba por elcapricho de un nómada. ¿Qué

seguridad tendría yo de que meentregarás al muchacho?

—¿Admites entonces queadquirirlo es de tu interés?

—Cualquiera querepresente una amenaza para lalegítima soberana es alguienque me interesa.

—Y sin embargo tú mismorepresentas una amenaza para elcargo de ella y para el Orden alque Feyn sirve al levantar unejército prohibido por el Orden.

Tú tienes tu propósito; yo tengoel mío. No somos muydiferentes.

—Eres demasiado valiente,nómada.

—Soy el decimoséptimopríncipe que gobierna a mipueblo. Siempre hemos sidovalientes. Pero ni una sola veznuestro propósito se hadesviado de nuestro llamado deser un pueblo aislado. No tengointención de permitir que ese

propósito nos falle ahora. Hiceun gran esfuerzo para traertehasta aquí.

—Pudiste haber venido amí.

—Era necesario quecomprendieras nuestrocompromiso y nuestrafortaleza. Queremos paz, perono tanta como para morir sinhacer ruido.

—Suponiendo que teconceda esta libertad, aún

podrías levantarte contra míalgún día.

—¿Con qué propósito?—Para gobernar más que a

los tuyos.—¿A expensas de mi

pueblo? No sabes tanto comocrees.

El corcel de Saric dio unapatada al suelo. El sangrenegraladeó la cabeza.

—Se dice que ustedes creenhaber hallado vida. ¿Es verdad

eso?—Sí —respondió Roland

—. Y aspiramos a conservarla,no derramarla en una guerraque no es nuestra.

—Suponiendo que yoestuviera de acuerdo, ¿cómome entregarías al muchacho?

—Impulsarásinmediatamente el mandato através del senado. Una vezratificado por la soberana, tellevaré hasta él. No solo hasta

él, sino también hasta loscustodios que han jurado verloen el poder.

—¿Y si la soberana nofirma?

—Entonces tendrás unenemigo que no te interesaríatener —aseveró el nómadaencogiéndose de hombros.

Roland pudo ver la mentede Saric funcionando,buscando alguna debilidad enel acuerdo.

—¿Brack?—No veo ningún desafío

para su propósito, mi señor —contestó el hombre de Sarictitubeando un momento antesde hablar.

Naturalmente. Ambos eranplenamente conscientes de quecualquier ley aprobada por elsenado no se interpondría en elcamino de Saric si estedecidiera actuar. Ademáspodría ir tras cualquier nómada,

y lo haría, si viera algunaamenaza para ellos… encualquier momento.

—Aceptaré tus condiciones—accedió Saric—. Pero si nome das al muchacho antes deque cumpla dieciocho años,retiraré mi consentimiento.

El hombre comenzó a hacergirar su montura.

—Hay algo más que deseo—añadió Roland—. Unagarantía.

Saric hizo una pausa,arqueando una ceja hacia él.

—Nos entregarás a Feynpara conservarla hasta que sehaga el intercambio.

—¿Feyn? —objetó él conuna sonrisa distorsionándoleligeramente el rostro.

—No soy más tonto que tú.La cuidaré como a uno de losmíos. Ella no recibirá ningúndaño.

—Solamente un idiota

exigiría a la soberana comogarantía.

—Tú dices esto, pero yasabes que no la lastimaré. SiFeyn llegara a morir, tú seríassoberano. No tienes nada queperder.

—Sabes más de lo quepareces, nómada. Quizás tesubestimé.

—Nuestra resolución deque nos dejen solos y en paz hasido alimentada en nosotros

durante siglos. Haré lo que seanecesario para ese fin.

—Le presentaré esto a misoberana —enunció Saric.

—Supuse que ella era quiente servía, mi señor.

—Entonces suponesdemasiado —objetó Sariclanzándole una mirada insulsa.

—De cualquier modo…—De cualquier modo,

tienes tu acuerdo. Si Feyn noestá aquí, en este valle, dentro

de dos días, considéralocancelado.

El jefe sangrenegracomenzó a volverse.

—Mañana —corrigióRoland—. Si requieres almuchacho antes de que llegue ala mayoría de edad, nos quedapoco tiempo.

Saric lo miró por un largoinstante, luego espoleó a sucaballo.

—Mañana —asintió.

C

Capítulo veinticinco

ABALGARON A TODAPRISA durante una hora,

mirando a menudo hacia atráspara asegurarse de que no losseguían, esperando versangrenegras siguiéndolos encualquier momento. Pero novieron señales de ellos.

Mientras estaban en

movimiento, Rom pudoconsolarse sabiendo que habíasalvado a Jonathan de lo quehabría sido una muerte segura.Cada paso era uno más hacia laseguridad, pero la verdad delasunto le penetrabaincesantemente en la mentecomo una garrapata chupandosangre. Nada era seguro. Nadaestaba bien, nada tenía sentido.Por ahora pudo haber salvadoal joven, pero el mundo se

estaba desmoronando alrededorde ellos.

Las divisiones estabancreciendo entre los mortales.Saric había formado un ejércitopara destruirlos a todos. Feyn lehabía jurado lealtad a suhermano. Jonathan parecíahaberse vuelto loco. Triphonestaba muerto.

Rom los guió adondepudieran bañarse, hacerdescansar a los caballos y

recobrarse él mismo.Triphon. Muerto.Era incomprensible. El tipo

fornido que había sido segundoal mando era inmune a laamenaza, al miedo o a laslesiones. Su amigo más íntimodesde la época en que ambosbebieran la sangre del custodioy se comprometieran a llevar lacarga no podía morir.

Y sin embargo habíamuerto. La imagen lo

obsesionaba. Triphon, rodandodesde el sangrenegra y cayendode espaldas, agarrando con lamano la espada enterrada en supecho. La misma manoensangrentada, cayendo alsuelo.

Más de una vez Rom pensóen enviar a los otros y regresarél mismo. Para asegurarse, porsi acaso. Pero ya sabía lo queencontraría. No había halladopulso ni aliento. De haber

habido algún indicio de vida enel hombre, ahora ya no habíaoportunidad de comprobarlo…los sangrenegras se habríanasegurado de eso sin demora.No había habido manera derecuperar el cuerpo sin sufrirmás bajas.

Sin embargo, lo acosaba elhecho de haber dejado a sucompañero en el suelo. Triphonhabía entregado la vida paraque ellos escaparan. Lo mejor

que Rom podía hacer ahora erahonrar a su amigo cumpliendosu cometido de ver a Jonathanen el poder.

—Nos detendremos aquíunos minutos —dijo, cuandollegaron al lugar.

Pero él no desmontó deinmediato. Los pensamientos leinundaban la mente como undiluvio.

Roland había enviado unvoluntario como espía para ser

capturado por Saric. Si lamisión tenía éxito, el príncipepodría en este momento estarreunido con el hermano deFeyn. De ser así, tenían unaoportunidad de salvarlo todo.Pero apoderarse de Feyn soloera el inicio. Rom aún tenía lahercúlea tarea de persuadirla deque viera la verdad yreconociera a Jonathan comolegítimo soberano. Él la habíaayudado una vez a encontrar

vida, tiempo atrás, pero ahoraella se hallaba en las garras deSaric.

Si no lograba persuadirla…que el Creador les ayude. Losradicales podrían exigir unenfoque más enérgico. Laguerra y la muerte losalcanzaría a todos deimproviso.

Aunque obtuvieran elapoyo de Feyn, debíanconsiderar el estado tanto físico

como mental de Jonathan.¿Qué significaba que su

sangre se estuviera invirtiendo,y tan rápidamente? Según elcustodio, el joven podría tenerla misma sangre de unamomiado en cuestión desemanas, quizás días. ¿Cómoera posible que quien nacierapara traer vida aparentementeestuviera muriendo?

Dentro de dos días todoslos mortales iluminarían los

fuegos de celebración de laConcurrencia. Cantarían,beberían y bailarían a la usanzanómada en festejo de la vidadespertada por la sangre deJonathan. Lo que no sabían esque la misma fuente que leshabía dado esa vida se estabasecando.

¿O se estaría invirtiendosolo momentáneamente lasangre del muchacho, mudandohacia su impulso final de la

madurez? El custodio habíasugerido esta posibilidad, yRom había decidido esperarla.Nada más tenía sentido.

Pero la sangre de Jonathanno era el único problema.Aunque la regresión fuera unacomplicación temporal, estabael asunto del bienestarpsicológico del joven. En vezde prepararse para el reinado, élestaba frivolizando con unafascinación obsesiva por los

amomiados, queriendo por elbien de una criatura poner enpeligro las vidas de millonesque podrían hallar vida.

Finalmente, Rom se deslizódel corcel y miró a Jonathan.Quizás este era demasiadojoven. ¿Qué infancia habíaconocido alguna vez este futurosoberano criado en secreto ycodiciado por su sangre? ¿Erala fascinación con esta niñaamomiada una simple

necesidad de tener compañía departe de aquellos que no leexigían ni pedían nada?

¿Le habían fallado todos enuna forma tan básica que susoledad lo había llevado aarriesgar todo su destino parasatisfacer una necesidadprofunda? La frustración deRom con el joven disminuyó.

Rom agarró a Kaya y labajó a tierra. La niña habíaestado señalando el cielo,

pestañeando en medio de lalluvia mientras cabalgaban,cerrando de vez en cuando losojos mientras se secaba delrostro las lágrimas veteadas consuciedad.

Más de una vez la habíadescubierto jugueteando con elpuño bordado de la manga desu protector. Ella casi se cae delcaballo cuando alargó la manopara acariciar el cuello delanimal, tocar sus trenzas y

sentir en la palma las crines deese corto pelo equino.

Cualquier amomiado sepodría haber preguntado quéocurría con esa pequeña, peroRom sabía exactamente la causade la ensimismada fascinaciónde la chiquilla. Experimentabalas inquietudes de una nuevavida.

Conque… al menos lasangre de Jonathan seguíasiendo lo suficientemente fuerte

para hacer más mortales.Quizás estaba recuperandofortaleza. Tal vez…

Rom cerró los ojos. Ledolía la cabeza.

Kaya se había agachadopara agarrar un puñado detierra. Un instante despuéssollozaba, el cabello húmedo sele había pegado a la mejilla, lasmanos hundidas en el suelo.Jonathan se inclinórápidamente a su lado sobre

una rodilla y le susurró al oído.Rom miró por encima a

Jordin, que acababa de regresarde un rápido recorrido de lazona. Estaba tan empapadacomo todos ellos, aunque latierra aquí se hallaba seca.

—No nos están siguiendo—informó la chica, y regresó amirar las nubes tempestuosasque acababan de abrirse sobrela parte sureste de la ciudad—.Ni siquiera nos sigue la

tormenta.Rom sabía lo que ella estaba

pensando, a pesar de suantipatía ante la superstición. Lamano del Creador. Lanaturaleza misma parecíahaberse juntado para unirse aJonathan en protesta por laAutoridad de Transición. Perono había habido nadasobrenatural en esto. ¡Triphonestaba muerto! Apenas habíanlogrado escapar con vida.

—Una inquietud, Jordin —dijo Rom dejando a Jonathancon la niña y yendo hacia lajoven.

Ella desmontó y lo siguióhasta una pequeña elevacióndonde Jonathan no pudieraoírlos.

—¿Qué estabas pensando?Jordin miró en dirección a

la menguante tormenta. A él lesorprendió la resolución de lachica.

—¿Tienes alguna idea de loque acabas de hacer?

—Yo estaba protegiendo ami soberano —opinó ella entono profundo y férreo.

Frustración, ira…admiración… todo brotó dentrode Rom al mismo tiempo.

—¿Protegiéndolo? ¿Es estatu idea de mantenerlo lejos delpeligro?

—Él no recibe órdenes mías—se defendió Jordin, aún sin

mirarlo a los ojos.—Pero tienes órdenes mías.

N u n c a más permitirás queJonathan vuelva a salir delcampamento sin miconocimiento o permiso.

—No puedo prometer eso—objetó ella.

—¿Perdón?La joven ni siquiera había

pestañeado.—No puedo —expresó, y

ahora lo miró—. Él es mi

soberano. Yo te sirvo a ti, peroprimero le sirvo a él. Si lo queél dice te contradice, lo seguiréa él.

Por un instante, Romrecordó a Roland cuestionandola capacidad de Jonathan deinspirar confianza… o deliderar en general. Y sinembargo Jordin lo estabasiguiendo sin cuestionar. Habíaalgo en Jonathan que inspiraba.No obstante, ¿se trataba de

verdadero liderazgo de su parteo solo era devoción de parte deella?

—Estás enamorada de él —aseveró Rom.

—Él es mi soberano —replicó la muchacha, con unpoco de exagerada premura.

Rom regresó a mirar aJonathan. Aún hablabatranquilamente con la niña,quien había dejado de llorar yse había sentado sobre los

talones a escucharlo.—Yo también lo amo,

Jordin. Y la verdad es que mealegra que te tenga de su lado—comentó, y luego la miró—.Pero te suplico, por el bien delreino, que me informes cuandoél demuestre cualquiercomportamiento irracional, ¿deacuerdo? También es misoberano, y necesito saber loque sucede.

—Siento mucho lo de

Triphon —manifestó ella con lacabeza inclinada.

Ahora Rom pudo ver queJordin tenía rojos los bordes delos ojos. No la había visto llorardurante la huida de la ciudad,pero entonces él solo habíanotado su propiadesesperación.

De nuevo, la imagen delensangrentado Triphoncayendo al suelo llenó la mentede Rom.

—Sé que era como unhermano para ti —enuncióJordin.

Rom asintió una vez con lacabeza, y al sentir la mandíbulatensa no dijo nada. El torbellinode tantos pensamientos a la vezamenazaba con ahogarlo.

A excepción de Feyn, él eraahora el único que quedaba deaquellos que saborearon laprimera vida de manos delfrasco del custodio. Avra.

Triphon. Neah. Feyn.Todo se reducía a Feyn, y

ahora incluso ella podría estarfuera de su alcance. No. Rolandtenía que conseguir convencera Saric de que tenía toda laintención de entregarle aJonathan, por traicionera quefuera la idea.

Habían ocultado la verdadacerca de Jonathan al resto delos nómadas, pero no podíanhacerlo por tiempo indefinido.

Una vez que supieran quetenían sangre más potente quela del muchacho, ¿cuántos,dada la alternativa de proteger alos mortales contra Jonathan,preferirían la vida en suspropias venas a la menguantesangre dentro del soberano?

¿Y Rom mismo?El solo hecho de poder

hacerse la pregunta lo aterró.Jordin lo estaba analizando

con intensidad.

Creador. Él no podía tenerestos pensamientos frente aella. Aunque las mentes no sepodían leer, a menudo lapercepción mortal era muyaguda. Y él era demasiadotosco como para comportarsecorrectamente.

Dejó de mirarla y asintiócon la cabeza hacia la niña.

—Llévate a la niña… —balbuceó sin recordar elnombre de la pequeña.

—Kaya —dijo Jordin.—Llévate a Kaya. Necesito

hablar con Jonathan.La joven titubeó por un

momento, luego retrocedió yagarró el caballo.

—¿Kaya? ¿Quieres venirconmigo? Les daremos agua alos caballos.

La niña levantó la miradacon una sonrisa cuestionadora,como si ya hubiera olvidadoque estuvo llorando solo un

instante atrás. Luego se puso depie sin molestarse en sacudirselas manos ni las rodillas de lospantalones. Jonathan la observóirse con Jordin, quien pasó a laniña las riendas de la monturamientras juntas caminabanhacia el lecho del riachuelo.

Rom esperó a que Jonathanse pusiera de pie, sorprendidopor el ataque de emoción quese apoderó de él ahora queestaban solos. Para cuando

Jonathan se volvió hacia él, aRom le temblaban las manos.

—Necesito saber cuál es tuposición.

Los ojos de Jonathanestaban demasiado apacibles. Ala vez, demasiado tristes yvividos, y viéndolo todo. Noestaba loco, Rom podía veresto más que nadie. Pero si asífuera, le aterraba más lasituación, porque esto queríadecir que el muchacho tenía

propósitos que Rom no lograbacomprender.

Criticar al muchacho noharía ningún bien, así quedeseó que se le calmara eltemblor en las manos.

—¿Qué necesitas saber? —inquirió Jonathan.

Todos los esfuerzos porcontrolar se derrumbaron alinstante ante esa sencillapregunta.

—Necesito saber por qué,

Jonathan —expresó Romlevantando los puñosapretados, dejándolos luegocaer sin poder hacer nada al noencontrar más que aire paraagarrar—. Por favor.¡Ayúdame a entender!

El muchacho estabatranquilo, lo cual solo añadíaleña a la desesperada confusiónen el interior del líder.

—En todos los años que teconozco, nunca has corrido un

riesgo así —continuó Rom—.Nunca te arriesgaste a tantopeligro. ¿Por qué ahora? ¡Sinduda sabes lo que está enjuego!

—Conozco los riesgos —objetó Jonathan mirándolo alos ojos—. ¿Y me conoces tú?

—¿Qué quieres decir conque si te conozco? ¡Porsupuesto que te conozco! ¿Nofui yo quien te encontró cuandoeras niño en casa de tu madre,

quien te habló de la profecía,quien te ha guiado y vigiladotodos estos años? ¿Cómopuedes preguntar si te conozco?

Jonathan permaneció ensilencio.

Aquellos fueron tiemposdesesperados dedescubrimientos para ellos. Élhabía perdido a Avra en suintento de proteger al niño.Había comprometido su vida ala causa del reino de Jonathan.

¿Era tan extraño entonces quedebiera tener un sentimiento detraición?

Pero hasta en reconoceraquello sintió culpa. ¿Quién eraél para reprender al soberanodel mundo?

—¿Qué quieres, Jonathan?Dime qué necesitas.

—¿Me amas, Rom?—¿Amarte? ¡Te he dado mi

vida! Todos lo hemos hecho. Yahora Triphon… —masculló

mientras lo ahogaba un nudoen la garganta, deseando nodejar que se desbordase laemoción—. ¿Cómo puedes túmás que nadie preguntarmeeso?

Jonathan bajó la mirada, suspestañas negras como de niñaen marcado contraste con sumasculinidad. Seguía siendomuy joven.

—Me sentí fatal porTriphon —dijo él mirando

hacia la lejana tormenta—. Peromurió conociendo la verdad.Murió vivo. ¿Cuántos deaquellos que dejamos atrásmorirán sin esperanza?

—¿Y cuántos moriránahora sin esperanza si no tomasel poder? Triphon murió poresa causa, ¡no por una solaamomiada entre millones!Como lo haríamos todos.Jordin. Roland. Yo.

—¿Morirás por mí… o yo

por ti?La pregunta zarandeó a

Rom como un ariete. Era cierto,Jonathan se había entregadotodos estos años, sin quejarseni una vez de que su propiasangre se estuviera derramandopara el bien de ellos.

—No puedes creer quealguno de nosotros desee quetu vida se seque. Tú debesvivir. Por mí, por Jordin, ¡porel bien del mundo! —exclamó

Rom, y extendió la mano,desesperado—. El hecho depensar en fallarte… ¿Cómopuedes decir algo así?

—Entonces sígueme, Rom.Cuando llegue el momento,cerciórate de que el mundohalle vida a través de mi sangre.Vida más verdadera incluso delo que puedas saber.

¿Tenía Jonathan algúnindicio de que su sangre seestuviera invirtiendo? El

custodio había dicho que no.—Te seguiré. Lo haré…

¡ese no es el asunto! Tú debesvivir y cumplir tu propósitopara ese fin. ¡Y para ese fintienes que dejar que yo teproteja ahora! No se trata dehacer mortales, Jonathan, sinode tu pueblo.

—¿Y quiénes son mipueblo?

—¡Los mortales! ¡Aquellosen cuyas venas fluye tu sangre!

Los que estamos vivos.Cascos de caballo, viniendo

del arroyo… Kaya y Jordin, susvoces se oían como trinossobre el riachuelo.

Jonathan giró la cabezahacia el sonido.

—Incluso quienes vivenpueden todavía estar muertos—dijo el joven alejándose.

F

Capítulo veintiséis

EYN CAMINABA POR ELpasillo de mármol del fortín

de Saric, impresionada por elimponente arco del techo, elantiguo y emotivo arte querecubría las paredes, y los rojoscortinajes desde el techo hastael suelo. Amplios candelerosostentando velas de treinta

centímetros de diámetroproyectaban a través del pasillofocos de luz ámbar enintervalos regulares.Candelabros de oro y cristalcolgaban de largas cadenas aveinte pasos de distancia, su luzse extinguía por el momento afavor de velas que iluminabanel corredor como si fueran lasenda oscura que atravesara unjardín de seda e ilusión. Tansombríamente inmaculado.

Fastuoso. Saric siempre habíasido un hombre de gusto, y suatención al detalle no era laexcepción aquí.

Habían llegado por Feyn alfinal de la tarde. Cuatrosangrenegras y Corban, el jefede alquimistas de Saric. Ledijeron que su hermano queríaverla, esta noche, en la fortalezade las afueras de la ciudad. Elladebía hacer arreglos para estarfuera durante tres días.

Rápidamente había puestolas cosas en su lugar con susfuncionarios y con Dominic,quien explicaría la súbitapartida como un tiempo paradescansar y recuperarse…opción lógica en vista de lo quehabía sucedido en los últimosdías.

—¿Estará su hermano conusted? —había preguntadoDominic.

—Es posible que me

acompañe. ¿Te preocupa eso?—Solo si eso le preocupa a

usted, mi señora —contestó élbajando la cabeza.

—Entonces no temas,Dominic. Sirvo al Creador.

—Y yo le sirvo a usted, misoberana —había asentido elhombre.

—Entonces Saric no espreocupación tuya.

Él no había respondido,pero su silencio expresaba

suficientemente fuerte susinseguridades al respecto.

—Di lo que hay en tumente, Dominic.

—Hay rumores —habíacontestado el líder del senadodiciendo exactamente lo queella suponía—. Acerca de losguerreros que sirven a Saric yde su intención de usarloscomo un medio de presión. Laley prohíbe estrictamentecualquier uso de fuerza o la

formación de un ejército concualquier propósito.

—Y sin embargo tenemosla guardia de la Fortaleza paraprotegernos.

—Sí… y Saric ha matado amás de uno de nuestrosguardias. Estoy seguro de queusted oyó hablar del incidentede hoy en la Autoridad deTransición. Nos viene violenciacon los sangrenegras de suhermano, y las palabras de él en

el senado no han caído enoídos sordos. El miedo se haapoderado de la sala.

—Entonces tranquilízalos,Dominic. El Orden provee unaguardia personal para protegera cualquier soberano que lasolicite. Los sangrenegras mesirven de ese modo.

—Entonces Saric la sirve austed.

—Todo el mundo sirve a lasoberana tanto como yo sirvo al

mundo.—Y sin embargo Saric

afirma que el mundo estámuerto…

—Sí, bueno. Debespermitirle algunos de estospensamientos. Mi hermano medio vida en un modo que pocoslogran entender. Puedesapreciar cómo eso podríaafectarlo.

Dominic había asentidolevemente con la cabeza.

—Es evidente que estoyviva. Y como soberana convida espero que el senadoacepte mi decisión de tenerguardia. Saric está encargadode mi seguridad a menos queyo decida otra cosa. ¿Estáclaro?

—Sí, mi señora. Desdeluego.

—Se aceptará su guardiacomo mía. Y cualquier cosaque se diga contra ellos se dice

contra mí.—Entiendo.—Gracias, Dominic.

Sírveme bien, y yo podríaabrirte los ojos a una nuevavida.

—Como usted diga —habíacontestado el líder del senadohaciendo otra inclinación decabeza.

Feyn había salido deBizancio con Corban y lossangrenegras, rumbo al norte,

cabalgando ocho kilómetros enla oscuridad, hasta que elalquimista le pasó una capuchade seda para que se la pusiera apetición de Saric.

El primer impulso deresistirse a ser cegada se habíadoblegado rápidamente ante lasumisión. Saric era el creadorde ella, y la petición de él soloera una invitación a obedecer.¿Cómo iba a negarse?

Tres horas después, Corban

le quitó la capucha, y Feyn fijóla mirada en el fortín de granextensión que se levantaba enmedio de la noche como unfantasma monolítico. Pero en elinstante en que puso un pieadentro y la gruesa puerta demadera se cerró detrás de ella,la mente se le inundó de vida,no de muerte.

La vida de Saric.—Por aquí, mi señora —

anunció Corban, llegando a una

puerta metálica colocada alfondo de la pared, a la cualtocó y luego abrió ante lainvitación de Saric desde elinterior.

La música llenaba el aire.Incitante, vibrante y sombría ala vez. Feyn entró a unespacioso santuario que podríaser la oficina de Saric o sulugar más sagrado demeditación. Quizás ambascosas.

Su hermano estaba sentadodetrás de un escritorio grandede ébano con patas talladas enun estilo bastante recargado.Feyn le echó un rápido vistazoal salón: las enormes pinturasenmarcadas de paisajes, lostapices de seda amontonados encada rincón, las gruesasalfombras sobre el piso demármol, el sarcófago de cristalcon un hombre desnudoadentro a la izquierda de ella.

Inmediatamente volvió lamirada hacia Saric.

—Mi señor —expresó,haciendo una reverencia.

—Mírame, hija mía.Ella levantó la mirada hasta

la de él. Por un momento sequedaron inmóviles.

—Corban —enunció Saric,mirándola aún—. ¿Todavíavive el prisionero quecapturamos en la Autoridad deTransición?

—Sí, mi señor. Hemosreparado el daño que sufrieransus pulmones, y se aferra a lavida con la ayuda desuplementos por víaintravenosa. El mortal essorprendentemente fuerte. Unomás débil no habríareaccionado a la resucitación.

—Pero estaría muerto sin lavida que yo le doy. Asegúratede que no sufra más daño. Solome es útil si está vivo.

—Por supuesto, mi señor.Me encargaré personalmente.Cada hora se hace más fuerte.

—Gracias, Corban. Déjanossolos.

Feyn miró por encima de suhombro, notando que los dossangrenegras aún estabanapoyados en una rodilla, peroque el jefe de alquimistas solose había inclinado como era sucostumbre. Ella debía aprendermás de los hábitos de ellos,

quienes ahora dictaminaban lascostumbres que debíanseguirse.

Corban cerró la puertadetrás de la soberana.

Los ojos de Sariccentelleaban. Parecíacomplacido de verla, pensóella. Comprenderlo la llenó degratitud. Él llevaba puesta unachaqueta negra sobre unacamisa blanca abierta quedejaba ver el pálido pecho. Una

gruesa cadena de plata con unpendiente de un fénixserpentino le colgaba delpecho.

Con sus largos dedos, Sarictamborileó sobre lo alto delébano. Feyn notó luego que élse había ennegrecido las uñas.

—Gracias por venir en tanpoco tiempo, mi amor.

Ella caminó hasta el centrodel salón, sintiéndose malvestida con sus pantalones de

montar y su chaqueta de cuero.—Vine tan pronto como

pude.—¿No te alegras de verme?

—inquirió él.El deseo de agradarlo

sorprendía aun ahora a Feyn,pero había más. Una fraganciaen el salón que la llamaba comoel aroma del mar.

—Más de lo que puedessaber.

—En realidad, lo sé muy

bien. Estás ligada a mí,hermana. Lo que aún no sabeses que no puedes vivir sin mí.

Saric rodeó el escritorio, laexaminó con aprobación ylevantó la mano. Feyn searrodilló, le tomó la mano entrelas suyas y le besó los dedos.Pero esta vez el olor de la pielmasculina despertó una oleadarepentina de urgencia dentro deella. Los oídos le comenzaron aresonar y sintió la cabeza tan

liviana que por un momentocreyó que se iba a desmayar.

—El fuerte deseo, ¿verdad?—preguntó Saric riendosuavemente.

¿Fuerte deseo? Feynlevantó la mirada.

—¿Qué es?—Vida, cariño. Mi vida. En

el momento oportuno.Saric retiró la mano y se

dirigió hacia uno de los dossillones grandes con respaldo

en forma de ala, delante de unamesa circular que parecía habersido tallada en una sola pieza degranito amarillo. Sobre unabandeja de plata había unabotella de vino tinto y doscopas de cristal.

—Siéntate conmigo, Feyn.Ella lo siguió y se sentó en

el sillón en ángulo con el de él.El sarcófago cilíndrico decristal estaba directamente alotro lado del salón, mostrando

abiertamente a su inerteocupante. La vista, superficialen principio, la dejó helada enesta ocasión.

—Pravus —informó Saric—. Mi creador.

—¿Está muerto?—Vive ahora en mí. Qué

hermosa criatura, ¿no estás deacuerdo?

Ella no estaba segura decómo se sentía respecto alpálido cuerpo, pero

rápidamente venció suconfusión y adoptó el punto devista de Saric.

—Sí —opinó—. Bastante.—Así es.Saric miró el sarcófago con

ojos tiernos que sugerían másque simple aprecio. Luegoagarró la botella de vino,arrancó el corcho con susfuertes dedos y llenó cada copahasta la mitad. Volvió a ponerel corcho en la botella, la bajó

de nuevo y le pasó a ella una delas copas.

—Por la vida que conquistaa la muerte —declarólevantando la copa, mirándolafijamente.

—Por la vida —repitióFeyn, y tomó un trago.

El sabor tanino yfermentado de uvas le perduróen la boca y se le deslizó por lagarganta como ardor. Lasoberana sintió casi al instante

el efecto del vino; no le habíapasado la debilidad que casi lasubyuga al oler la piel de Saric.

¿Era esto lo que debíadesear… vivir a través de lavida de otro?

De ser así, se preguntó quéclase de vida podría demandarla muerte. Saric había vuelto ala vida por intermedio dePravus, y sin embargo le habíaquitado la vida a su creador.Era difícil imaginar tal

despreciable acto de rebelión, amenos que el mismo amo lohubiera exigido. Entonces,¿había pedido Pravus a Saricque lo matara?

Y si alguna vez él le exigieraeso, ¿sería ella capaz de talcosa? ¡No! Quizás. No,imposible. El meropensamiento estaba saturado deprofunda ofensa.

—Hay ocasiones en que sedebe quitar la vida —comentó

Saric, como si le hubiera leídolos pensamientos en la cara—.Pero solo cuando esa vida estáen conflicto directo con la vidasuperior. ¿Comprendes esto?

—Sí, mi señor.—Dime.Así es como últimamente él

la dirigía con preguntas, a finde atraerla con suavidad demodo que ella pudiera servirlemejor. De modo que pudieracumplir su propósito como

alguien hecha a imagen de él.—Le quitaste la vida porque

era más débil que la tuya.Obstaculizaba una vidasuperior. La tuya.

—La vida, Feyn. Es loúnico que importa en estemundo muerto. Quienesvivimos someteremos esteplaneta y gobernaremos a losmuertos como mejor nosparezca. Y me pareció mejorhacer que mis súbditos

dependan de mí en una formaque Pravus no hizo. Por esodeseas mi sangre.

—¿Mi señor?Saric levantó el dorso de la

mano hasta el rostro de ella. Elolor de la piel masculinainundó otra vez las fosasnasales de la soberana, másfuerte que la primera vez.

—Todos mis hijos menecesitan —afirmó él retirandola mano—. Pero de diferente

manera. Los nacidos de suscámaras necesitan obedecerme.Su lealtad está asegurada pormedio de la alquimia. Pero tú,Feyn, recibiste vida a través demi propia sangre. Sangre quenecesitas para vivir.

—Por tanto… sin tusangre… ¿moriré?

—Así es —replicó Saricsonriendo—. Si yo muriera, tútambién morirías. En realidadsomos uno, tú y yo.

Primero frío y despuéscalor recorrió la espalda deFeyn. ¿Necesitaba la sangre deSaric para vivir? ¡Sin duda élestaba hablando en términosmetafóricos, no físicos!

—¿Cómo? —exclamóFeyn.

—Se te debe inyectar de vezen cuando una porción de misangre o de lo contrariomueres. Ya han pasado tresdías desde que te traje a la vida.

Ahora te sientes débil, ¿verdad?Tienes unas ansias que nopuedes comprender.

Ella tragó grueso. Letemblaban los dedos y losapretó para que él no notara laansiedad que le produjo elpensamiento.

—No temas, mi amor —dijo él pasándole una mano porla cabeza y bajándola por elcabello a fin de acomodárselo—. Mientras yo viva y tú tomes

mi sangre cada tres días,tendrás una larga vida debelleza y poder. Esta nocheCorban te ayudará a nutrirte.

Feyn lo odió por brevesinstantes. ¡Su propia vidaestaba aprisionada! No bastabaque él tuviera los servicios y lalealtad de ella, ¿tambiéndecidiría en su propiasupervivencia?

Luego el pensamientodesapareció y ella permitió que

otras ideas más constructivas lebañaran la mente. Estaba viva acausa de Saric. ¿No dependíande sus creadores todas lascriaturas? Entonces ella solodebía sentir gratitud por la vidaque Saric le había dado,independientemente de lo quedebiera hacer para conservarla.¿No sucedía lo mismo con elCreador de todo? Por tanto,quien aceptaba las condicionesde Saric no tendría que estar

condenado a la muerte eterna.—Pero esa no es la única

razón de que enviara por ti —explicó el hombre alejando deella la mano; luego bajó lacopa, se echó para atrás en elsillón y cruzó la pierna sobre laotra—. Necesito que hagas algopor nosotros. Los nómadas seme han acercado con unasolicitud. Han accedido a darmeal muchacho a cambio de unanueva ley que les dé derecho

pleno como gobiernoautónomo fuera del Orden.

El interés en la sangre deSaric desapareció por unmomento ante este nuevo giro.

¿Entregarían ellos almuchacho? Pero esosignificaba que este moriría.¡Seguramente sabían eso!

¿Por qué entonces Romaccedería a eso?

—¿Lo traicionaría Rom?—Roland, el príncipe

nómada.¿Actuando sin el

conocimiento de Rom?—¿Y tú accederías a esto?—No. Ni tampoco soy tan

estúpido para creer queentregarían al muchacho. Peroademás han exigido tenerte conellos hasta que se apruebe laley. Exigen a la soberana comogarantía —anunció Saric,entonces la miró y cruzó laspiernas—. ¿Qué aconsejarías?

Feyn caviló en la pregunta,sabiendo que su hermano yatenía una respuesta específicaen mente. Así actuaba él,haciendo preguntas. Y ella yaconocía la respuesta.

—Ellos no conocen lasprofundidades de mi lealtadhacia ti —respondió lasoberana—. Pero tú sí.Concédeles lo que piden.

—¿Con qué propósito, miamor? —inquirió él con una

ceja arqueada.—Para que yo pueda

enterarme de lo que necesitassaber acerca de nuestrosenemigos.

—Podría ser peligroso —advirtió Saric con una sonrisaen los labios.

—Ellos saben que, si mematan, tú te convertirías ensoberano.

—¿Estás insinuando que tepreferirían como soberana

antes que a mí?—Yo les ayudaría a creer

eso. Esto no solo garantiza miseguridad sino que los motivaráa confiar.

Saric la examinó por variossegundos. Cuando habló, sutono había cambiado. El amablecreador se había ido. Aquíestaba el amo que exigíaabsoluta obediencia.

—Mañana irás con el únicoobjetivo de enterarte de sus

fortalezas, su cantidad real ydónde se ocultan. Si es posible,te ganarás la confianza delmuchacho. Regresarás en tresdías. Si no lo haces, morirás.Ellos deben comprender esto.

—¿Qué hay de lo que pidenrespecto a una autonomía, miseñor?

—No, de ninguna manera—reiteró él gesticulando con lamano—. Si lo crees necesario,diles que está en proceso.

—¿Y si intentancambiarme?

—No pueden. Como túmisma me dijiste, la sangre delmuchacho es letal para los denuestra clase.

Feyn asintió. Otra ligera olade aturdimiento le oscureció lavista. Se había sentido muybien otra vez hasta hace unmomento, y entonces ladebilidad se apoderó de ellacomo un torrente. Tendría que

recordar la rapidez con que lavida se le iba del cuerpo.

Saric estaba hablando denuevo… Feyn no había oídosus primeras palabras.

—…rápidamente. Muyrápidamente. Dentro de unahora estarás muerta —advirtióél tocándole las manos.

—Ven conmigo. Tealimentaré.

R

Capítulo veintisiete

OM SE PASEABA CERCAde la orilla del río Lucrine,

mirando hacia arriba porsegunda vez en los últimoscinco minutos para considerarla posición del pálido brillo desol sobre un delgado manto deuna formación de nubes. Unahora después del mediodía.

Inclinó la cabeza, y deseó quese le calmaran los nervios queconstantemente se le habíancrispado en la última hora.Quizás habían tenidoproblemas para encontrar ellugar.

Pero no… precisamenteayer Saric había venido aquícon todo su ejército.

Varias posibilidades leestallaron en la mente. Tal vezSaric había reconsiderado e

incumplido su palabra. Quizása Feyn la habíancomprometido, aprisionado o,peor aun, matado. ¿Y si lossangrenegras hubieran halladoel campamento mortal en elvalle Seyala y estuvieranmarchando hacia allá ahoramismo?

Era posible que Feynhubiera rechazado la idea y sehubiera negado a venir. Oconocía una mejor manera de

hacer las cosas. O tenía un planque la llevaría a él por otrosmedios. Sin duda, ella no semostraba tan insensible por lamisión mortal como parecía.

Rom resguardó suspensamientos y miró hacia elrío donde Javan, uno de loshombres que lo habíaacompañado, daba de beber asu caballo. Se trataba de uno delos exploradores nómadas másdiestros. Telvin, uno de los

custodios de Rom, se hallabasobre su montura en la colina,perfilado contra el cielo. Élsería el primero en ver sialguien se acercaba.

El río no era hondo en susorillas, las aguas de un torrentemás antiguo que habíacambiado el curso en el últimomedio siglo. En el mundo delOrden, se trataba de la mismavía acuática… una que se habíadesviado de su propio lecho.

Pero por las normas nómadasla nueva vía acuática constituíauna nueva creación, y como taltambién había merecido unnuevo calificativo. Losnómadas lo llamaban Chava,nombre que significaba «vida»:el grito de batalla, proclama,esperanza y propósito para cadamortal. El mapa nómada estaballeno de tales nombres alteradospara valles, praderas y víasacuáticas.

Aquí el nombre estaba bienpuesto, pensó Rom. El terrenoofrecía pinos y robles tiernoscerca de las orillas del río, y unpequeño bosquecillo natural deolivos como a diez metros dedistancia. Le habían dicho queen el mundo antiguo los árbolessignificaban paz. Esperaba quesignificaran lo mismo hoy día.

A través del valle las colinasdel este se abrían a las llanurasdel sur. Incluso desde aquí

Rom podía ver la evidencia delejército de Saric en la tierra aúnrevuelta debido a cascos decaballos y pisadas humanas. Elinforme de Roland en cuanto ala cantidad de los sangrenegraslo había tenido en vela la mitadde la noche. Se había levantadoal amanecer aun más conscientede la naturaleza crítica de sureunión con Feyn, la cual, pordudosa que pudiera ser desde elpunto de vista de Roland, era la

mejor posibilidad ante ellos.Seguramente era de este modoo a través de la guerra.

Miró hacia el sur, exhalandoun largo suspiro.

—¿Cuánto tiempo quieresesperar? —preguntó Javan,subiendo el caballo por laorilla, como si Rom estuvieraesperando que los muertos selevantaran.

Pero Rom había vistoamomiados levantarse antes.

—El tiempo que seanecesario.

—¿Cómo sabemos que nonos han alejado delcampamento y ahora mismo loestán…?

—¿Dudas de la habilidad deRoland para defenderlo? —interrumpió bruscamente Rom.

—Nunca —corrigiórápidamente Javan.

—Yo ni siquiera lo pensé.Pero, la verdad sea dicha,

Rom no sabía cuánto tiempopodían esperar. Si ella noestaba aquí en una hora o dos,él tendría que suponer que noiba a venir. ¿Estaba el Creadordecidido a ver el exterminio detodos ellos?

Maldijo en voz baja y sedirigió hacia su caballo.Entonces sonó el silbato.

Rom levantó bruscamentela cabeza y vio a Telvincabalgando a toda velocidad

colina abajo y gesticulandohacia el horizonte del sur.

Dos jinetes habían rodeadola colina, ambos vestidos decuero negro. Uno de ellosmontaba un garañón gris. Llególa pestilencia, débil en mediodel viento. Sangrenegras.

El pulso de Rom seestremeció.

Pudo verlos claramente: unhombre, ancho de espaldas,sobre un caballo más grande

que el otro. Cabalgando a sulado… Feyn. La inclinación dela barbilla femenina, la trenzanegra sobre el hombro, lasinconfundibles manosenguantadas sosteniendo lasriendas.

Ella había venido. Graciasal Creador, había venido.

—¿Los ves? —preguntóTelvin deteniendo su caballo ydesmontando al vuelo.

—Sí. Ponte al lado de

Javan. Nada de agresividad departe de ninguno de ustedesdos.

Rom caminaba de un ladoal otro, los brazos cruzados,mientras Feyn y su guardia seabrían paso por el valleaparentemente sin prisa. Ahoraél pudo detectar el hedor de unligero temor. Cautela, de partedel sangrenegra. De algo más…curiosidad. Y otro olor que élno pudo reconocer en absoluto.

Feyn frenó a cincuentapasos, dejando que su escoltase acercara solo. Javan escupióa un lado, una reacción comúnentre los nómadas ante lafetidez. Telvin, por su parte, semantuvo firme, inmóvil.

—Usted tiene un hombremás —advirtió el sangrenegradeteniéndose, asintiendo yexaminándolos.

—No sabíamos a cuántosesperar —respondió Rom.

—Haga retroceder a uno desus hombres.

—Javan. Déjanos solos.El nómada lo miró.

Claramente se creía mejorcualificado para quedarse.Pero, para su crédito, no dijonada. Aunque miraba fijamenteal sangrenegra, se dirigió a sucorcel, montó, y giró alrededor.Se uniría a los otros tresexploradores que vigilaban elinevitable indicio de otros

sangrenegras que sin dudaandaban cerca… Saric no eratonto, y Rom tampoco.

—¿Satisfecho?—Usted hablará a campo

abierto —advirtió elsangrenegra.

—Por supuesto. A solas.El hombre entrecerró los

ojos.—¿Cómo te llamas? —

preguntó Rom.—Janus —contestó el

sangrenegra después detitubear.

—Óyeme, Janus. Lasoberana ha venido comogarantía para un intercambio.Ninguno de nosotros nosperderemos de vista.

Él pareció sopesar la idea,volteó a mirar a Feyn, quienasintió levemente con la cabeza.

Está preocupado porella…

El guerrero se volvió.

—Ustedes dejarán suscaballos conmigo ypermanecerán a este lado de lasrocas —expresó mirando haciael norte, donde el vallecomenzaba a estrecharse.

—Dejaré el caballo contigoy con mi hombre, Telvin.Permaneceremos en el valle.

El sangrenegra asintió yespoleó su corcel hacia elmontículo donde Telvinsostenía las monturas tanto de

él como de Rom. Feyn esperóhasta que su escolta se detuvo ydio media vuelta, a diez pasosde Telvin. Evidentementesatisfecha, hizo caminar poco apoco su caballo hacia adelante.

Las venas oscuras debajo dela piel le trazaban el cuello y lasmejillas como débiles garrasbajo la difusa luz del día. Unosherméticos ojos lo observabancomo estanques llenos de lodo,incapaces de reflejar la luz del

sol. Ella no lucía joyas, solouna capa de montar de cuero,túnica y pantalones y botas decuero.

Feyn puso el pie en elestribo y giró con elegancia dela silla de montar. Su escoltasilbó y el caballo se dirigióhacia el montículo, tan bienentrenado como cualquiercorcel nómada. Su enemigoparecía más refinado de lo queRom había imaginado.

El hedor de la muerte,ofensivo como carne rancia, seconcentraba en las narices deRom a medida que Feynacortaba la distancia entre ellos.Indudablemente, erasangrenegra.

Y sin embargo totalmentemajestuosa.

—Me dijeron que estaría elpríncipe nómada, Roland —indicó la soberana.

—Un cambio de planes.

Solo te pido que me escuches.—Simplemente resultó ser

una maquinación para hacermevenir. ¿Por qué?

—No tienes nada quetemer, te lo aseguro.

La mirada de la mujerrevoloteó por encima de Rom,revisando rápidamente lascolinas al fondo, luego reposóotra vez en él. Comenzó aquitarse los guantes. El gruesoanillo de su cargo se veía

enorme en sus dedos tandelgados.

—Muy bien, RomSebastian. Aquí estamos. Di loque tengas que decir.

—Gracias, mi señora —enunció él apoyándose en unarodilla e inclinando la cabezaantes de levantar la mirada.

—¿Nos inclinamos enceremonias, entonces, inclusoaquí? —exclamó Feynobservándolo con franca

evaluación y un toque dediversión.

El líder de los mortalessonrió levemente y tomó lamano que ella le extendía.Como era la costumbre, le besóel anillo, frío en los labios deél.

—Muestro respeto donde esdebido —contestó el hombre.

Me conociste una vez. Teconvencí entonces. Permítemet ransformar otra vez tu

corazón.—La primera vez que puse

la mirada en ti entraste en mirecámara y me secuestraste. Yahora me besas el anillo —declaró la soberana, retirando lamano—. ¿Te has vuelto unhombre de respeto?

—Siempre fui un hombrede respeto, pero ya sabes eso.

Rom se puso de pie.Durante los nueve años deletargo de Feyn, los hombros y

las piernas de Rom se habíanendurecido por las horas en lasilla de montar, por la cacería yel interminable entrenamiento.Él ya se había notado la ligeraaparición de patas de gallo enlos bordes de sus ojos y el leveengrosamiento de las cejas.

Pero Feyn estaba tan alta ytan esbelta como había sido unavida antes. Aunque habíanpasado nueve años, ella nohabía envejecido. Podría haber

sido la misma mujer queconociera cuando Rom teníaveinticuatro años.

Podría haber sido.Pero entonces estaban esos

ojos. Y las venas oscuras quefluían con nueva sangre.

—No más formalidades. Esevidente que te tomaste muchasmolestias para traerme aquí. Noperdamos el tiempo.

—Me parece bien —concordó él, y miró a su

hombre, que sin duda podíaoírlos si decidiera escuchar apesar de la distancia—. Caminaconmigo.

Feyn y Rom caminaronhacia el cañón a pasodeliberado, y de pronto él nosupo cómo empezar. Ella cortóprimero el embarazoso silencio.

—Esta solicitud de una leypara proteger a los mortalessiempre fue un engaño.

—No necesariamente, no.

Como opción, yo presionaríapara que se acepte.

—No tienes intención deentregar al muchacho.

Así de simple. Directo algrano. Pero él sabía que ella lohabría supuesto en el momentoen que vio que Roland no habíavenido, como se le indicó aSaric. Los pudieron haberconvencido de que el príncipenómada traicionaría a Jonathan,pero nunca Rom.

—No.—Entonces no recurras a la

falsedad de entretenerme o deque quieres cortejarme. Di quées lo que deseas.

Él siguió caminando ensilencio, escogiendo concuidado sus palabras antes dehablar. Era obvio que esto noiba a ser fácil.

—¿Bien?—Quiero ver concluido lo

que iniciamos hace nueve años.

Solo tú tienes el poder de hacereso, Feyn.

—Verlo concluido quizásno incluya a Jonathan comouna vez pensaste. A pesar de loque pudiste haber creído, noestoy en posición de ordenarcualquier cosa que yo desee.

—Eres la soberana.—¿Aún tan ingenuo, Rom?

Envidio tu idealismo, si noestuviera tan equivocado.

—¿Idealismo? Yo lo

llamaría destino. Tú sabes loque ambos hemos sacrificadopara llegar a este día —expresóél haciendo a un lado laansiedad que lo barría comouna oleada de tormenta. Así no.Nunca la convencerás de estamanera.

Se detuvieron bajo lasombra de un árbol. Telvin y elsangrenegra se habían movidode sus posiciones, y se hallabanahora muy lejos del alcance del

oído, incluso de un mortal.Feyn se volvió hacia Rom,

con los brazos cruzados. Éldebía llevarle otra vez la menteal lugar que esta ocupara hacenueve años, cuando ellasaboreó vida por primera vez.De no lograrlo, su objetivoestaría perdido.

—Ya sabes que esto es unaestupidez.

Lo que estremeció a Romfue más el tono inalterable que

las palabras de ella. QuizásRoland tenía razón: laesperanza que había puesto enla mujer nacía más de emociónirracional que de lógicarazonable. Como ella lomanifestara: estupidez.

Pero no. Debía haber unvestigio de verdadera vidadetrás de esos ojos oscuros.

—El Orden ve al Caoscomo tontería. ¿ConcuerdaSaric con esto?

—No —contestó ellademasiado pronto, pues él lahabía agarrado por sorpresa.

—¿Y tú? ¿Crees que elCaos fue una estupidez? ¿Quela vida que una vezexperimentaron los humanosfue convenientementeaplastada? ¿Que cualquier clasede vida como esa se debeprohibir hoy día? ¿Es estupidezesto?

—No.

—Y sin embargo, antes deque yo te trajera vida todo esoera estupidez para ti. Por favor,no vuelvas a cometer el mismoerror. No soy estúpido.

—No, pero todos nosequivocamos a veces. Traermeengañada solo para hablarme aloído lejos de Saric no solo esidealista, sino estúpido.

Ella lo veía todo a través deeso.

—Veremos —manifestó él.

—Yo ya lo hice.—¿De veras? —objetó

Rom, y miró a Telvin, quienestaba cerca del sangrenegraabajo en el valle, masticandotranquilamente un tallo dehierba—. Dime qué come mihombre ahora.

Ella le siguió la mirada,pero no respondió.

—Un tallo de hierba. Esevidente que mi vista es muchomejor que la tuya, como lo es la

vista de todos los mortales quehan recibido vida a través de lasangre de Jonathan.

—Solo tú dices eso.—Y tu hombre se está

rascando algo en el cuello.¿Tiene salpullido?

—Veo que tienes buenavista —asintió ella pestañeando—. Igual que un perro.

—¿Me comparas con unanimal?

—No. Vamos, Rom, ambos

sabemos por qué me trajisteaquí. Pudiste haberme enviadoun mensajero para decirme porqué debo renunciar a misoberanía en favor de Jonathan.No hubiéramos perdido eltiempo. ¿Era tu intenciónfrustrarme?

—Mi intención es usartodos los recursos, excepto lafuerza bruta, para ayudarte acomprender tu destino.

Feyn caminó hacia el tronco

del árbol y bajó la mirada haciael valle. Rom la dejó pensar poralgunos minutos y se apoyó enuna roca cercana. Teníantiempo.

—Déjame hablarte dedestino, Rom —objetó Feyn,quien no estaba ansiosa pordejar que pasara el tiempo—.Ese destino ya está sobrenosotros. Estoy viva, y soysoberana según toda la ley desucesión. A no ser que yo

dimita, no hay manera de queJonathan asuma mi cargo. Peroambos sabemos que si yo fueraa dimitir, Saric me mataría y seconvertiría en soberano.

Ella volteó a mirarlo.—Ese, Rom, es el destino

—concluyó—. Y no se puedealterar. No ahora.

—A menos que Saric no tematara. A menos que hallemosuna manera de dominarlo.

—Tú no has visto su poder.

—No, pero Roland sí. Nosubestimes a los nómadas.

—Estás suponiendo quetengo algún interés en dimitir.

—No. Estoy suponiendoque lo harás una vez querecuerdes quién es Jonathan.

—Entonces supones mal.Saric tiene mi lealtadinquebrantable.

—Hoy sí. Óyeme, esopuede cambiar.

—Sinceramente, lo dudo.

—Las dudas se puedenborrar.

Un fuego se extendió porlos ojos de Feyn, y Rom noestaba seguro de si se trataba deun desafío o una mirada dediversión. Sea como sea, lamujer estaba inamovible.

—Por favor, Feyn. Soloóyeme.

—¿No lo he hecho?—No se trata de quién sea

soberano o no, Feyn —añadió

él levantándose y poniéndosejunto a ella—. Jonathan podríagobernar junto a ti. Sí, seríanecesario lidiar con Saric, asícomo con el senado. Deshacerla muerte es una tareagigantesca, de acuerdo, pero teruego que consideres lo valiosaque es. El mundo debe serlibre.

—Y vivir como se vivióuna vez —manifestó ella,volviendo a apartar la mirada.

—¡Sí! —exclamó Rom, einstintivamente se acercó y letocó el brazo. Pensó al instanteen retirar la mano, pero, al noapartarla Feyn, la dejó—. Almenos podemos concordar eneso como un inicio. Conozco lavida. Tú la has conocido. Si eldeber de una soberana no esbrindar vida, ¿cuál es entonces?

—Me malinterpretas, Rom—reclamó Feyn, mirándolo—.Y o s í traeré vida. Pero no

renunciaré a mi soberanía.—Entonces encontremos

otra manera de que Jonathangobierne contigo.

—Aportaré mi vida. La vidaque se me concedió. No la deJonathan. Rom bajó la mano.

—La vida de Saric no esvida. ¡Seguro que puedes vereso!

—¿No lo es?—¡Vida, Feyn! Vida, como

experimentaste una vez. Con

alegría. Esperanza. Amor.Amaste una vez. ¿O lo hasolvidado?

—No. No lo he olvidado —concordó ella mientras lostendones del cuello lesobresalían—. Y amo otra vez.

—¿Amas? ¿A quién? ¿ASaric? ¿Puedes llamar amor auna lealtad exigida?

—¿Quién eres tú paradictaminarme lo que es amor?¿Cómo es eso de amar? Una

vez conocí el amor, por unahora muy corta contigo, Rom.Te amé y me rechazaste a causade Avra. Ni siquiera te podíaculpar. Pero incluso entoncessupe que una parte de ti meamó en respuesta.

Rom nunca había admitidoa alguien sus confusossentimientos por Feyn. En elmomento los había sentidocomo una traición, como si elamor, una vez dado, existiera

solo en cantidad finita y no sepudiera compartir o dar a otrapersona. Sin embargo, ¿nohabía él amado a Triphon comoseguramente había amado aAvra? Del mismo modo en queaún amaba a Jonathan, ¿contodo su corazón?

¿Del mismo modo en queaún amaba a Feyn?

—Lo que ahora sientes porSaric no puede ser amor. Asícomo la sangre de tus venas no

es verdadera vida.—¿No lo es? —declaró ella

con las cejas arqueadas—.¿Eres tan arrogante para nocreer que yo sienta esperanzapor este reino mío? ¿Por lo queyo podría aportar al mundo?¿No crees que desee serrecordada con cariño? ¿Tratadacon amor? ¿Crees que no sientola más profunda atracción deamor en mis venas en estemismo instante? ¿Quién eres tú

para decirlo?—¡Eso no es más que

alquimia! ¡Química en tusangre!

—¡Todas las emociones soncausadas por elementosquímicos! ¿Qué es el amor sinola avalancha de endorfinas en eltorrente sanguíneo?

Rom se pasó una mano porel cabello y se alejó.

—No es lo mismo.—¿No lo es?

—¡No! —exclamóvolviéndose—. Feyn. Piensa enJonathan. Mil doscientosmortales han salido de susvenas.

—Doce mil han salido delas de Saric.

—¡Jonathan nació con vidaen sus venas! No la ingirió, nose la inyectaron ni la alteraron.Nació con ella en la línea deséptimos. Es su destino, no elde Saric, construir un nuevo

reino de vida, ¡libre de laesclavitud de la muerte!

—La vida fue quitadadebido a la sangre alterada —declaró ella—. ¿Aseguras ahoraque no se puede devolver de lamisma forma?

—¡Sí! ¡No! Pero la vida deSaric no es vida. Tú sientes…no puedo negarlo. Crees quetienes amor, tal vez amasrealmente de alguna manera…no lo sé. ¿Pero no puedes ver

que la intención de Saric esesclavizar al mundo? Él notiene intención de ofrecerlibertad a ningún ser… a timenos que a nadie.

Había tantas cosas que éldeseaba decir, todascuidadosamente ensayadas enuna secuencia lógica. Pero enrealidad todo se habíaderrumbado ahora.

—¡Saric está contra todagota de verdadera vida y

libertad de las venas deJonathan! No solo es undictador, sino el enemigo de lavida misma. Él reemplazaría unvirus que al menos trajo paz,con otro que le dará poderabsoluto. Ambos sabemos queSaric intenta matarte y reinar élsolo. ¡Al menos debes haberconcluido eso!

Feyn lo miró, y él sepreparó para recibir su ira. Peropuesto que los ojos de ella se

empañaron, lo único que pudohacer era suavizar el tono.

—Perdóname, no deseo serinsensible. La verdad es que nopuedo soportar la idea de que tepuedan hacer algún daño. Perola ley es clara. Si mueres, Sarices soberano. Al traerte a la vidase aseguró su propio ascenso alpoder. Solo es cuestión detiempo que decida que hallegado el momento de tomarese poder.

Feyn no replicó concomentarios o argumentosingeniosos que atentaran contralo que era demasiado obvio.Una tormenta se le generaba enla mente, y Rom tenía laintención de avivarla.

—Solo deseo proteger tuvida y asegurar el destino deJonathan. Piensa conmigo. Túviste el pergamino, la profecía.Creíste en ella. Diste tu vida porella una vez; por favor, no

ofrezcas tu vida para deshacerlotodo.

—Según tú, nunca estuveviva.

—No es cierto. Tuviste vidaese día. Y es a esa parte de ti ala que apelo ahora. Dime, ¿esfalsa la vida de Jonathan?

—¿Cómo sabes que noexistan muchas maneras devivir? ¿Cuán egocéntrico, cuánetnocéntrico, debe ser alguienpara decir: «La mía es la única

manera»?—¿Quién puede decir que

la vida de servidumbre de Saricdebe ser la manera correcta devida? —objetó bruscamente elhombre—. ¡Él te llevará a lamuerte con tanta seguridadcomo que Jonathan tedevolverá a la vida!

Rom se colocó frente a ellay le agarró las manos.

—Feyn —indicó, mirándolaa los ojos—. Tú y yo estuvimos

unidos una vez. Tú creíste enlas palabras de Talus, elcustodio cuyo relato tradujisteese día en la pradera.¿Recuerdas?

—Sí —contestó ella en vozbaja.

—Todo lo que tradujisterespecto a la sangre y aJonathan resultó ser cierto.

La expresión de la soberanaera impasible.

—Diste tu v id a por ello,

Feyn. No eres alguien que tomadecisiones precipitadas, por loque entiendo tu lucha ahora.Fuiste entrenada para pensar demodo estratégico y metódicotoda tu vida. Y sin embargoconociste algo diferente.

La soberana no hizo ningúnesfuerzo por discutir.

—Si todo hubiera salidocomo lo planeamos, deberíasestar despertando dentro decuatro días… no delante del

rostro de Saric, sino delante delmío y el de Jonathan. Delantede mortales que te veneran porel precio que pagaste por ellos.Si solo supieras cómo heanhelado ese día, cuántas veceslo he imaginado…

Le soltó las manos. Feyn notenía idea de la cantidad denoches que él había pensado enella. Las veces que habíaesperado que el custodioregresara de Bizancio para oír

que estaba intacta, protegida enletargo. Las noches que sehabía entretenido a medias encompañía de las mujeres queRoland le había enviado…noches que invariablementehabían terminado en que lodejaran por asuntos másinteresantes cuando él semostraba insensible por lasinsinuaciones de ellas.

Feyn bajó la mirada, perono antes de que Rom viera

lágrimas brotándole en los ojos.—La manera en que las

cosas son ahora… no es comodeberían ser, Feyn. Esto no espor lo que trabajamos. Por loque te sacrificaste. No hicistetodo eso para que teconvirtieras en títere de Saric.Lo hiciste porque creíste. Y lohiciste sabiendo que yo estaríaaquí, mientras estuviera vivo,esperándote.

Las lágrimas se deslizaban

por los ojos de Feyn y lerodaban por las mejillas. Se lassecó con la mano que nollevaba el anillo del cargo, sinosolo la sencilla piedra de lunaque él recordara de muchotiempo atrás.

—Y ahora… —balbuceóRom meneando la cabeza—.Mis manos están atadas. Apartede una guerra que costarámuchísimas vidas y que enviaráuna ola de temor a través de

Europa Mayor, no habrámanera de conseguir queJonathan obtenga el poder. Túeres la única que puedecomponer esto ahora. Porfavor, Feyn. Te lo estoysuplicando.

—Tú siempre pareces estarsuplicándome, Rom —expresóella levantando la mirada haciaél.

—Solo porque primero mesuplicaron a mí.

—¿Quién?—¡El destino, cuando la

sangre llegó primero a mismanos! Así que ahora te loruego.

Ella asintió, ausente, aunqueno muy de acuerdo.

—Solo puedo dar lo que yadi, Rom —enunció ellatranquilamente—. Ya hemuerto una vez. Ahora queencuentro vida y poder mepides que dimita.

—Escúchame, Feyn. Piensacon cuidado. ¿Puedes decir queahora sientes lo mismo que esedía conmigo hace nueve años?El día en que el sol ardía en tupálida piel… ¿recuerdas?Salimos cabalgando en unsemental gris de los establosreales en las afueras de laciudad. Uno exactamente comoaquel en el que viniste hastaaquí.

Ella escuchaba, mirando

hacia el horizonte.—Las anémonas estaban

florecidas —continuó Rom,bajando aun más la voz—. Tecanté un poema, porque lopediste como un regalo, y te lodi de buena gana… lloraste.

Los labios de Feyn seabrieron, pero no expresópalabra alguna.

—Me pediste que me fueracontigo. Que viviera contigo.Que llevara a Avra si yo

quería… reías. Nunca te hevisto reír desde entonces. Perolo hiciste, y estabas hermosa.No eras soberana. Ni de larealeza. Sino una mujer con uncorazón que amaba.

Rom se le acercó mientrashablaba, con la fetidez a muerteconcentrándosele en la nariz. Lafragancia de ella había sidohermosa una vez, un perfumeexótico y embriagador, fuertecomo el vino abundante. Ahora

tenía un olor tan fétido queningún mortal que no fueraJonathan podría aguantarestando cerca.

Le tocó la mejilla y ellavolvió los ojos hacia él.Oscuros, insondables. Estabadesesperado por hallarla dentrode aquellos ojos.

Los dedos de él sedeslizaron por el mentón de lamujer hasta la parte trasera delcuello.

—Dime que recuerdas loque te digo—pidió.

Rom se dijo que no debíaansiar el sabor de ella. Su olor.¿Qué mortal había besadoalguna vez a un amomiado? Ysin embargo unió los labios alos de ella sin reserva alguna.

No halló dulzura. Se habíaido la fragancia del alientofemenino, la humedad de lalengua, dulce contra la de él,los labios de ella, carnosos y

suaves a la vez.El aliento, cuando ella

exhaló, resultó fétido en lasfosas nasales de Rom. Y aunasí le deslizó la mano por elcabello mientras los labios deFeyn se abrían debajo de los deRom, como en sorpresa ante lareacción de ese cuerpofemenino, solo que ahora seinvolucraba el corazón.

La boca de ella sabía apodredumbre. Pero esta era

Feyn, la mujer que Rom habíaconocido y amado. Noimportaba cuán nauseabundoafirmaran sus sentidos que eraesta acción suya. Él no estabaallí para tomar, sino para dar.Para ayudarla a recordar.

De pronto, Feyn se apartó,los labios entreabiertos comoen estado de shock.

O aturdida por lacomprensión.

Cualquier mortal habría

tenido el mero pensamiento deque lo que él acababa de hacerera sencillamente repugnante.Pero esto era lo único que aRom se le ocurrió para volver aatraerla.

—¡Eres demasiadoatrevido!

—Perdóname. Pero no medigas que no recuerdas cómosentiste la vida ese día.

—Eso no importa —objetóella.

No obstante, ladeterminación en su tono habíasido cortada por la confusión.

—Lo que pides esimposible —agregó,enderezando la espalda—. Nosoy una niña a la que engañashaciéndole beber sangre comohiciste una vez. Sí. Te amé.Pero ese día pude haber amadoa cualquiera que me hicierasentir de ese modo. A cualquierrostro que estuviera ante mí en

ese momento. Incluso comoamo el rostro que vi elmomento en que salí delletargo.

Saric.—Seguramente no quieres

decir eso.—Eres muy bueno

diciéndome qué puedo y quéno puedo sentir, RomSebastian. Dictaminas si deveras vivo o no, y si la vida quetraigo es real o falsa. Ya no

más.Rom se alejó, desesperado.

No podía permitir que Feyn sele escabullera así no más.Habían llegado demasiadolejos. ¡Había visto cómobrotaban lágrimas de esos ojos!

La enfrentó, preparado.—Entonces te pido que lo

veas. Por mi bien, y el tuyo,velo otra vez.

—¿A quién?—A Jonathan. El niño por

el que diste la vida.—Lo h e visto. Lo llevaste

cuando invadiste mi alcoba. Yahora estás aquí conmigo lejosde la ciudad como hiciste hacemuchos años. Esta vez lahistoria no se repetirá. Te daréel estatuto que quieres,protegiendo a los nómadas,pero es lo único que puedespedir y esperar recibir de mí.

—Enfrenta en persona aquien estás rechazando. Aquel

que sería soberano si se lopermitieras. Quien llevó la vidaque ahora hay en mis venas.Por lo menos, mira al Creadorde los mortales encontraposición con el mundoque gobiernas. Comprueba si élno es la misma fuente de vida.Habla con él, y luego decide.

—Pides demasiado.—Solo pido algunas horas

de tu tiempo.Feyn desvió la mirada. Por

un momento, el corazón deRom se paralizó.

—¿Cuándo?—Mañana por la noche, en

nuestra Concurrencia.—¿Dónde es esta

Concurrencia? —preguntó elladespués de meditar un rato.

—En nuestro campamento.Rom estaba seguro de que

Roland objetaría. Sin embargo,¿qué alternativa tenían? Muypoca.

—Solo para ver almuchacho —advirtió Feyndespués de lanzarle una largamirada.

—Sí, por supuesto. Y paraver la vida de los mortales encelebración. Nada más.

—Ya ampliaste tu petición.—No más —expresó él

levantando las manos enrendición poco entusiasta—. Lojuro.

—Me atendré a esa

promesa.Rom exhaló hondo,

pensando en el curso de acciónque debían tomar. La llevaríancon los ojos vendados y lamantendrían en una yurta fueradel campamento, no para laprivacidad de ella, sino debidoal hedor. Ningún mortaltoleraría el olor a muerte dentrodel campamento, especialmenteen la Concurrencia, aunque enrealidad a Rom ya no le

importaba cómo esto afectaríala celebración, quésensibilidades ofendería lapresencia de ella, o qué pudieradecir alguien más.

Solo oraba porque el jovenno defraudara a la soberana.

Silbó hacia Telvin y elsangrenegra en la distancia.

—Rom…—No te hará daño ver

cómo vivimos. No tienes nadaque temer.

—Rom.—Sí —contestó él

mirándola.—Debes saber algo.—¿De qué se trata?Telvin se acercaba trayendo

el caballo de Rom, y Janusllevando tanto el suyo como elde Feyn.

—Tengo que regresar endos días.

Rom sintió que se learrugaba la frente.

—Desde luego.Sin embargo, el momento

del regreso de Feyn tambiéndependía del curso de acciónque tomaran con Saric, lo cuala su vez dependía totalmente dela interacción de Feyn conJonathan.

—Tengo que regresar endos días o moriré.

—Tonterías. Saric no tepuede alcanzar aquí. No conocela ubicación del campamento.

—No importa —objetó ella—. Necesito su sangre cada tresdías. Dependo de ella.

—¿Qué estás diciendo? —inquirió él, deteniéndose.

—Que no puedo vivir sinél. Saric ha diseñado la sangreen mí de modo que yo requieramás de la suya o que muera.Físicamente. Permanentemente.

L

Capítulo veintiocho

—ÉELO —PIDIÓ ROLAND—. NO quiero que lo recites.

Deseo conocer las palabrasexactas, traducidas del latínoriginal.

El custodio sostenía elantiguo pergamino con dedostemblorosos debido tanto a lafalta de sueño como al peso de

las palabras en sus manos. Yahabía recitado de memoria elpasaje, y todos lo habían oídoun centenar de veces en torno ahogueras de la celebración aaltas hora de la noche. Peroahora la realidad habíaconspirado para desafiar todolo que habían supuesto de esasvalientes proclamaciones. Ellosdebían saber la intención exactade Talus, el primer custodio,que escribiera estas palabras

casi quinientos años antes.El anciano miró a los otros

que se habían unido a Rolanden el santuario interior de lasruinas del templo.

Presentes: Roland, quienconvocara la reunión. Michael,su segunda. Seriph, cuyospuntos de vista recibían másaceptación entre los radicalescon cada día que pasaba.Anthony, una voz de razón ycálculo que armonizaba con la

opinión de Roland.Asunto en debate:

comprensión que el custodiotenía de la profecía de Talus.Permanecía incuestionable elpapel de sabiduría del Librotanto por ser el último custodiosobreviviente como el primeroentre los nuevos custodios. Laúnica manera que se le ocurríaa Roland de evitar una enormedivisión entre los nómadas ylos nuevos custodios (estos

últimos mortales no nómadas)era a través de una comúncomprensión y aprobación delas palabras del primercustodio.

Por eso debieron acudir alhombre tan apropiadamenteconocido como «el Libro».

La luz de las antorchasjugueteaba en los rostrosreunidos alrededor del altar.Afuera, las preparacionesfinales para la Concurrencia

expedían risas intermitentes através del campamento,interrumpidas por la afinaciónde instrumentos y el golpeteode martillos. Pero, para Roland,el estruendo solo servía comoun recordatorio constante de lasintenciones fraudulentas que secernían sobre todos ellos.

La Concurrencia másgrande hasta la fecha… encelebración de un soberanomenguante.

—Libro —expresó Roland—. No somos enemigos enesto. Pero debemos saber cuálfue la intención del primercustodio al escribir estaspalabras. Además, debemosconocer tu mejor interpretaciónahora.

El anciano puso el antiguopergamino sobre el altar y abrióel Libro de los Mortales. Elvolumen encuadernado encuero contenía los nombres y

detalles de todo mortal vivo,siendo la última anotación laniña Kaya, a quien Jonathanhabía traído desde la Autoridadde Transición. Tan solo elúltimo indicio del fracaso deJonathan en entender su papel.Además de los nombres, lospreceptos básicos por los cualeslos mortales celebraban yordenaban sus vidas llenabanuna docena de páginas. En laparte trasera del libro: una

traducción exacta delpergamino de Talus, quegeneraciones de custodioshabían guardado durante siglosen espera de la venida deJonathan.

La vacilante llama de unavela grande y blanca iluminabala página a medida que elcustodio movía un envejecidodedo a lo largo del pasaje encuestión. Tosió una vez dentrodel puño, luego leyó con voz

alta y grave.—Las líneas de sangre

deben converger para producirun niño, varón…

Se saltó algunas palabras,encontró la sección pertinente ycontinuó.

—Su sangre tendrá losmedios para vencer a Legiónen un nivel genético —siguióleyendo, y entoncescarraspeó—. En este niño estánuestra esperanza. Es él quien

recordará su humanidad,quien tendrá en sí lacapacidad para la compasióny el amor. Y es quien porconsiguiente debe liberarnosdel Orden, cuyas estructuras selevantan como una prisióna l r e d e d o r del corazónhumano. Este niño será laúnica esperanza de lahumanidad.

El anciano levantó lamirada.

— L a ú n ica esperanza —repitió.

—La pregunta es si esaesperanza está en el niño o ensu sangre —terció Seriph—. Susangre tendrá los medios paravencer a Legión, como leíste.Para liberarnos del Orden.Refiriéndose a su sangre. Talusera científico, ¿verdad?¿Alquimista?

—Más que eso —objetó elanciano—. Él es quien

profetizó…—Afirmas que Talus ha

profetizado solo porque lo quepredijo ha resultado ser verdad.¡Pero sus hallazgos fueronhechos de cálculos! No hayevidencia de la mano delCreador, suponiendo que talcosa exista.

—Tranquilo, Seriph —advirtió Roland—. Soloestamos buscando la verdad.

—La mano del Creador es

evidente en el muchacho —declaró el custodio—. Nació enel año profetizado por Talus.Cálculos, sí, pero guiados porla mano del Creador.

—De cualquier modo —intervino Michael—. Creo queel argumento de Seriph esválido—. El pasaje parecequerer decir que la únicaesperanza de la humanidadviene del niño a causa de susangre.

—Hay más —informó elcustodio.

—Pero no dice… —formuló Michael.

—Léenoslo, Libro —expresó Rolandinterrumpiéndola con unamirada.

El anciano volvió a toser, selimpió una salpicadura desaliva en el labio inferior, yluego leyó otra vez.

—Estableceré una Orden

de Custodios y juntosjuraremos guardar esta sangrey mantener estos secretos parael día en que el niño venga.Les enseñaré a recordar cómoera conocer algo más quetemor, así que nuestras mentesrecordarán aun después de quenuestros cuerpos hayanolvidado. Aunque seguramentemoriremos bajo la maldiciónque es Legión. Esperamosconfiados, habiendo

abandonado el Orden enanticipación de ese día.

—Yo diría que eso incluyea los nómadas —interrumpióSeriph.

—Déjalo terminar —manifestó bruscamente Roland.

El custodio miró a Seriph ydespués continuó.

—Hasta entonces hepreservado suficiente sangrepara que cinco individuosvivan por un tiempo… Dejen

que la sangre avive alremanente de cinco personasque deben hallar al niño yponer fin a esta muerte.Ustedes, quienes encuentrenesto, quienes lo beban, son eseremanente. Beban y sepan quetodo lo que he escrito esverídico. Encuentren al niño.Llévenlo al poder para que elmundo se pueda salvar, se losuplico.

El anciano levantó la

mirada.—Esto último fue cumplido

por Rom y quienes bebieron lasangre y encontraron al niño.Rom, cuya presencia sería muybienvenida ahora.

Pero todos sabían por quéRom no estaba con ellos. Nosolo debido a haberse ido atratar de convencer a lasoberana de que cediera elcargo a Jonathan, tambiénporque todos sabían que Rom

desautorizaría una abiertadiscusión en cuanto alpropósito de Jonathan. Como elprimogénito entre los mortales,amante de la primera mártir,Avra, y quien encontrara alniño, Rom veía a Jonathancomo su único propósito en lavida. Su mente y su curso, yaestaban sellados.

Roland estaba decidido adescubrir si la mente y el cursodel custodio también estaban

sellados.—Ahora hablas a los

descendientes de esos nómadasque decidieron mantenerseseparados del Orden desde elfin del Caos, a quienes seunieron a los custodios paraapoyarles su misión hace siglos—declaró Roland—. Nosotrosvimos la verdad mucho antesde que la viera Rom, recuerdaeso.

—Eso podría ser así. Pero

estas palabras no mienten.Encuentren al niño. Llévenlo alpoder. El texto es claro.

—Si no les importa… —terció Anthony vuelto hacia elaltar, con un brazo cruzado pordelante apoyando al otro, y eldedo en la mejilla—. Teniendoen cuenta el contexto, ydespojados de todo folclor querodee este documento, yo diríaque lo que el escritor estáafirmando es bastante claro.

—Entonces al menos unode ustedes tiene sentido común—exteriorizó el custodio.

—Yo diría que simplementeestá hablando de las mutacionesgenéticas que al final hicieronque Legión se revirtiera en lamisma línea sanguínea de lacual se elaboró el virus.Después de todo, Talus fueresponsable de Legión. Él locreó…

—No con intención de

usarlo.—Sin embargo, provino de

su sangre. Entonces Taluscalculó y predijo que el virus serevertiría en un niño y concluyeaquí que este niño nacido conesa sangre debe traer vida almundo.

—Como soberano.—Sí, en un mundo

idealista. No obstante, ¿quédiría Talus si le hubieran dichoque el niño no podía llegar al

poder?Muchos considerarían

sacrilegio hablar incluso de estemodo, pero ahora no podíandarse el lujo de adherirse a loslímites de la superstición.

El custodio cerró el librocon más fuerza de la necesaria.

—¿Aseguras que el niño nopuede llegar al poder? ¿Sabes aquién le estás hablando? —objetó el anciano, pinchándoleel pecho con el dedo índice—.

Los custodios nos aferramos acreer que ocurriría «lo que nopodría suceder», mientras elresto del mundo seguíaciegamente al Orden por siglos.¿Cómo te atreves a informarmeahora quién puede o no puedellegar al poder?

—Y te honramos por ello,custodio —expresó Roland—.Como príncipe te puedoasegurar que ustedes no fueronlos únicos en guardar esa

verdad durante siglos. Porfavor, paremos la pelea degallos.

El nómada hizo una pausa.—Concluye tu idea —

declaró entonces dirigiéndose aAnthony.

—Primero una pregunta —continuó el anciano nómadamirando entre ellos—. ¿Cuándose decidió que estos escritosfueran inspirados por algo másque la mente aguda de un

alquimista que, al darse cuentade su error, quiso devolver lahumanidad a un mundomuerto?

—¡Los escritos siempre hansido sagrados! —exclamó elcustodio mirándolo conasombro.

—¿Aseguró Talus que susescritos eran sagrados?

—Los custodios siemprehan sabido que las palabras deTalus son las del Creador.

—Bien. Aun así, elsignificado no está claro. Elmuchacho es nuestra esperanzadebido a su sangre. La vasija essecundaria a su contenido. Lasangre es lo que aquí está enjuego. Si él enfermara ymuriera repentinamente, ¿sedesperdiciaría su sangre soloporque él no está en el poder?Su propósito es rescatar almundo con su sangre, no conningún otro poder. A menos

que me esté perdiendo algo.El custodio miró a Roland,

con el rostro pálido. ¿Se lodijiste?

Él negó con la cabeza.—¿Qué pasa? —objetó

Seriph.Roland sostuvo la mirada

del custodio por un momento,entonces decidió que era hora.

—Jonathan está enfermo —expresó—. En cierto sentido.Su sangre se está revirtiendo, y

en menos de una semana noserá distinta de la sangre decualquier amomiado.

El aire pareció marcharsedel salón. Miradas aturdidaspor todas partes.

—¿Amomiado? —balbuceóMichael.

—Diles —pidió Rolandasintiendo con la cabeza haciael custodio.

Después de una larga pausa,el anciano miró a su alrededor

como si estuviera perdido, yluego suspiró. Les contó acercade las pruebas en la sangre deJonathan, añadiendo un detallefinal que sorprendió incluso aRoland.

—A partir de la últimaextracción de esta mismamañana, la sangre de Jonathanha perdido más de la mitad desu potencia, la que a este pasohabrá desaparecido paracuando cumpla dieciocho años.

—¡Eso ocurrirá dentro detres días! —prorrumpióMichael.

—Entonces… —comenzó adecir Seriph, con los ojosaterrados y abiertos de par enpar mirando entre el custodio yRoland—. ¿Cómo salvará almundo si llega al poder?

—Su sangre volverá acambiar —declaró el custodio.

—¿Cambiará? ¿O podríacambiar?

No hubo respuesta.—¡Eso es! —exclamó

Seriph—. Está decidido.Nosotros somos la salvacióndel mundo, no el muchacho.

—¡Silencio! —gritó Roland—. ¡Nadie va a abandonar aJonathan mientras yo seapríncipe! Y les atravesaré lagarganta con mi espada si dicenuna palabra de esto a alguien.¡No despojaré a mi pueblo de laesperanza!

—Coincido contigo —asintió Anthony—. Eso seríadesastroso.

—Por favor, no me digasque soy el único aquí que ve loobvio —comentó Seriph.

—¡Lo obvio es que elOrden gobierna en un mundoque está muerto! —explicó elcustodio—. No podemos pelearentre nosotros ni traicionarnuestra misión, la mismísimarazón de vivir. La motivación

por la que vivimos.—Punto aclarado —medió

Roland—. Quizás Seriph notenga la más suave de laslenguas, pero no es más traidorque cualquiera de nosotros. Porfavor, ciñámonos al asunto.

—No estoy segura de que elasunto esté claro —opinóMichael—. Por tanto,permítanme explicarlo.

Ella dio un paso al frente ycolocó las yemas de los dedos

en el altar. Sus manos eran lasde un arquero: fuertes,bronceadas por horas de sol,las uñas del pulgar y el índicede la mano de lanzamientopintadas de negro por supuntería, una de las veintitréspersonas en toda la tribu aquienes se les concedían lasmismas marcas.

—Estamos enfrentando laposible aniquilación de todoslos mortales a manos de Saric y

su Legión. La verdad es quesolo es cuestión de tiempo quenos localicen. Como guerrera almando de setecientoscombatientes mortales yo sabríauna cosa: ¿A cuántossacrificaremos para salvar almuchacho?

Se estaba lanzando eldesafío.

—¿A todos? —inquirió elladando unos pasos, luego giró yextendió la mano en el aire—.

En realidad, ¿por qué nodejamos que todos los mortalesmueran? ¿Y quién entoncesllevará vida al mundo?¿Jonathan, con su sangreamomiada? ¡Él estará muerto!

Anthony se volvió hacia elcustodio.

—¿Estás seguro que lasangre de Jonathan se estárevirtiendo a niveles deamomiado? ¿Estás seguro deeso?

—No estoy seguro de nada,excepto de lo que veo en losexámenes.

—¿Y qué de nuestrasangre? —presionó Anthony.

—Tendremos vidas muylargas.

—¿Cuán largas?—Mi cálculo más reciente

es de más de setecientos años—expresó el custodio despuésde titubear.

Un suspiro colectivo.

—¿Tanto? ¿Se estáfortaleciendo entonces nuestrasangre?

—Así parece.Roland caminaba de un

lado al otro, con las manos enlas caderas. Risas lejanasvenían de alguna parte afuera,voces de jocosidad de las quesurgen únicamente de lacúspide de un nuevo comienzo,algo anticipado por muchotiempo.

Si tan solo supieran.—Libro, se nos está

acabando el tiempo —declarófinalmente el príncipe—.Aunque Rom tenga éxito, nosabemos si podremos confiaren Feyn. Debemos tomarprecauciones y no podemospermitir ninguna división. Asíque debo saber. La vida deJonathan fluye a través denuestras venas. Si nuestrasangre continúa

fortaleciéndose… ¿estásdiciendo que podríamos llegara ser inmortales?

El custodio frunció el ceño.—Eso es una exageración

—comentó, e hizo una pausa—. Pero sí, tenemos su vida. Ysí, se está prolongando dentrode nosotros.

Los que estaban alrededordel anciano se miraron unos aotros.

—Ustedes lo oyeron.

Nuestra vida es más potenteque nunca. ¿La vamos a tirar ala basura? No. Debemosprotegerla.

—Nadie está sugiriendo…—Sigue mi razonamiento.

Coincides en que se debeproteger a los mortales acualquier costo. ¿Estaríasentonces de acuerdo conmigoen que la sangre que hay ennosotros se debe proteger porencima de cualquier vida

individual?El custodio se quedó en

silencio, la boca cerrada en unaterrible línea.

—Es un asunto sencillo. Sío no. Dinos qué diría Jonathan.

—Él estaría de acuerdo —aceptó finalmente el custodio,con voz gangosa.

—Entonces tú, su siervo,¿estarías también de acuerdo?

Los músculos de lamandíbula del custodio se

tensaron, asintiendo de manerasimple y renuente con lacabeza.

—Dilo.—Sí. Suponiendo que

tuviéramos ante nosotros unadecisión.

—Ya la tenemos, amigomío. Nuestro ejército está bienentrenado pero es pequeño. Ypor tanto debemos encargarnosde nuestro objetivo principal,que ya no es llevar al

muchacho al poder, sinoproteger la sangre que él nos hadado.

—Eso no es con lo que hedicho estar de acuerdo…

—¡Yo he visto el ejército deSaric! —exclamó Roland—.¡Es de doce mil sangrenegrasfuertes! Si viene contranosotros, nos aplastará a menosque estemos totalmentepreparados. Y emplearécualquier medio a mi alcance

para evitar una masacre.—¡Jonathan llegará al poder

en cuestión de días!—¡La sangre de Jonathan

está agonizando! ¡Él no serámás que un amomiado!¡Despierta, anciano!

Roland se arrepintióinmediatamente de su tono.Apartó la mirada y maldijo envoz baja.

—No quise faltarte elrespeto —continuó luego—.

Pero debes apreciar miposición. Rom está en el campolejano intentando una tareaimposible, y peligrosa, aunquela consiga. Saric es mucho máspoderoso de lo que supusimosal principio.

Luego señaló hacia elexterior de la basílica.

—Mientras tanto, mildoscientos mortales se preparanpara celebrar a su salvador enla Concurrencia, sin saber que

él está muriendo. Todo lo quesupusimos respecto a suascensión ha llegado a un puntomuerto. Pero una cosa sé: debosalvar a mi gente. Entiendo laspalabras de Talus en el sentidoque nada debe interponerseentre la sangre del muchacho ysu poder para originar vida. Siestoy equivocado, dímeloahora. De otra manera, lucharépor honrar el propósito de esaspalabras. Los mortales deben

sobrevivir por encima de lavida de cualquier alma.

Todas las miradas sevolvieron hacia el custodio.Pero, antes de que este pudieraresponder, las puertas delsantuario interior se abrieron depar en par. Javan, uno de loshombres que acompañaban aRom, se paró en la abertura,respirando con dificultad.

—Perdonen la intromisión.—¿Qué pasa?

—Rom. Está viniendo.—¿Llegó ella entonces?El hombre asintió.—¿Y? ¡Habla, amigo!—Feyn está con él.—¿Qué?—Ella está aquí. Para la

Concurrencia. Rom lo haconseguido.

Roland sintió que la sangrese le drenaba del rostro.Ninguna victoria podría ser tanfácil. El pensamiento de que

Feyn, una mismísimasangrenegra, venía al valle deellos lo sacudió como unpuñetazo al estómago. ¿Era taningenuo Rom como paraconfiar en ella sin pruebas? Elacuerdo había sido que lasoberana permaneciera bajocustodia lejos del valle hastaque se aprobara la nueva ley.

¿Ahora venía ella a q u í alpueblo de él?

—Puedes irte.

Javan hizo una reverenciacon la cabeza y dio mediavuelta, cerrando las puertas alsalir.

—Empieza inmediatamentelos preparativos de los queestuvimos hablando—declaróRoland volviéndose haciaMichael, quien lo mirabaesperando órdenes—. Di que setrata de un ejercicio deentrenamiento. Quiero que todoesté listo antes de la celebración

de mañana por la noche.Entonces se dirigió a la

puerta.—¿Preparativos para qué?

—preguntó el custodio.—Para lo que viene a

continuación, anciano.—¿Y qué es?Roland se volvió en la

puerta.—La guerra.

C

Capítulo veintinueve

ONVENCER AL CONSEJODE que dejara entrar a Feyn

al campamento requirió de unacto del Creador, y aun despuésde que aceptaran, las agudasmiradas de desconfianza quehabían sido el únicorecibimiento que le dieran a lamujer se transformaban en

preguntas silenciosas cuando sevolvían hacia Rom. Tener aunentre ellos el hedor aamomiada, peor incluso, asangrenegra, mientrascelebraban su liberación de lamuerte, era blasfemia. HastaRom se preguntaba si no habíacometido una terribleequivocación.

Pero no veía otraalternativa. La ascensión deJonathan dependía de la

voluntad expresa de Feyn decolocarlo en el poder. Para queeso sucediera ella debía ver lavida como lo que esta era. YRom no podía pensar en mejordemostración de vida que laque estaba a punto de realizarseaquí esta noche.

El consejo solo habíaaceptado con variascondiciones. Feyn tendría quepermanecer bajo vigilanciacontinua en una yurta al norte

del campamento, donde ladominante brisa llevaría lafetidez de la mujer a las tierrasmás allá del estrecho cañón.Ella debía quedarse allí hasta laConcurrencia y salir solamenteal amparo de la oscuridad ydespués de que los hombres deRoland y Rom hubieran hechosaber que entre ellos había unasangrenegra prisionera. Nocompartirían ninguna otrainformación. No debía

reconocerse a la soberana, ypor tanto esta debía permanecervelada. Solo a miembros delconsejo se les permitiríahablarle. El guerrero que habíavenido con Feyn, Janus, debíapermanecer bajo vigilancia enuna yurta apartada y no debíaentrar al campamento bajoninguna circunstancia.

Además, Roland habíainsistido en que él estaría cercade Feyn durante la celebración

esa noche, sin ningún otromiembro del consejo. Elpríncipe la mantendría contra elviento del grueso principal depersonas. Si Jonathan queríahablar con ella, lo haría másallá de las miradas indiscretas.

Roland había expresado suclaro disgusto en toda lasituación.

—Feyn tiene en su interiorun remanente de la sangre delcustodio —había insistido

Rom.—No es posible que creas

que baste con mitigarle lasangre negra en las venas —había comentado Roland.

—La conocí mientrasestuvo viva. Y te estoy diciendoque su corazón lo recuerda.

—¿S u corazón? ¿O tucorazón?

—Mi corazón es solo paraJonathan.

—¿Crees que no veo tus

ojos cuando hablas de ella?—Mi corazón y mi vida son

para Jonathan. Eso es todo loque debes saber —dijo Rom, yse alejó antes de que el nómadapudiera responder.

Sí, había al menos unamedida de verdad en lasospecha de Roland. Pero él senegaba a ver que ese mismovínculo forjado entre Rom yFeyn toda una vida antes fue loque hizo posible hallar a

Jonathan en primera instancia.Los mortales estaban vivos hoydía debido a ese vínculo entreRom y la soberana. ¿No fueeste el modo en que se hizo lahistoria?

¿Y no fue el amor, en todassus formas, la piedra angular dela vida que Jonathan les habíatraído?

Rápidamente se habíaextendido la voz respecto a lasangrenegra cerca del

campamento. Rom se dabacuenta por las prolongadasmiradas, los persistentesmovimientos de cabeza en lugarde saludos, inclementes comoel olor a carne cocidaproveniente de los fosos. HastaAdah lo había recibido conpreguntas silenciosas cuandoRom recogió una canasta decarne seca y fruta que le habíapedido a ella que preparara.Pero aunque Adah sospechaba

que la comida era para lasangrenegra, no dijo nada.

Rom había visto a Feynsolo una vez durante el día, yentonces solamente encompañía de la guardia mortal.Ella le había exigido sabercuánto tiempo pretendíanmantenerla encerrada, sinmolestarse en tocar la comidaque él le había llevado.Entonces Rom deseó mostrarleel campamento a la luz del día

para que ella pudiera ver losojos de quienes vivían ytambién la palpableanticipación de la próximacelebración. Pero se habíanacordado las condiciones, y élya había presionado a Roland ya sus radicales más de lo que seatrevía a intentarlo por ahora.

—Pronto —prometió él.Durante toda la tarde, el

campamento pareció vibrar conextraña y creciente energía.

Rebeldía. Los sonidos de flautase elevaban hacia los farallonesal anochecer. El toque debombos se oía desde las ruinascomo si tambores de todotamaño, casi cien de ellos, sealinearan sobre los peldañosque llevaban a la basílica al airelibre. Las risas resonaban portodo el campamento, el sonidode las cuales estallaba alunísono de las innumerableshogueras encendidas fuera de

las yurtas y sobre los farallones,iluminando las negras figurasde guardias contra elmenguante día.

Los tambores iniciaban susalva mientras el últimoresplandor del crepúsculo sedesvanecía a lo largo del bordeoccidental del despeñadero, ycuando las primeras estrellasaparecían en un increíble cielosin nubes. Un grito sonó desdeel borde del campamento,

seguido por otro más fuerte queel primero. Luego un aullidoestridente, seguido por otrocomo un eco. En cuestión desegundos, un coro de gritos selevantó desde el valle, subiendohacia los farallones,reverberando desde la cara depiedra caliza.

Los guerreros llegaron,gritando, rasgándose las túnicasmientras se abrían paso hacialos peldaños de las ruinas.

Tenían los rostros marcados:negro por habilidad, rojo porvida. Sus pechos estabanpintados con ocre, y las cenizasdel fuego del último año losmanchaban desde los iniciosdel día. Algunos tenían lospezones recién perforados congruesas agujas metálicas, cuyosextremos estaban adornadoscon plumas. Las mujeresusaban pintura a lo largo de susfrentes y estómagos; las

embarazadas resaltaban elvolumen de sus abdómenes conun ancho círculo rojo, algunasde ellas en espiral hacia elombligo. Las trenzas tanto dehombres como de mujeres eranigualmente engrosadas conplumas, como si las hubierantransformado en gigantescascrestas de aves arrastrándosehasta la cintura. Cada nómadahabía sacado sus mejores joyas:pendientes y brazaletes,

cinturones de cuentas colgabansobre caderas ya despojadas deropa más incómoda.

Los gritos subieron de tonohasta convertirse en sonidosensordecedores, mientrasguerreros con el pecho desnudoy mujeres vestidas con sarongse golpeaban el pecho con lospuños. Niños desnudos selanzaban por la cada vez másgruesa masa de adultosfrenéticos que aumentaba

alrededor de los peldaños de lasruinas. Todo el campamento sehabía transformado en un marde almas animadamenteconvocadas.

Rom se hallaba encima delas gradas, el pulso aceleradoante la vista del gruesoconjunto de humanidad llenode emotiva celebración. A sulado, Roland inhalaba como sifuera a respirar el fervorcolectivo… esa voz unánime

que no era de hombres ni demujeres, viejos o jóvenes, sinoque estaba simple yexcepcionalmente viva.

A cada lado de losescalones de las ruinas habíapilas de madera, cada una deltamaño de un hombre. Detrásde Rom se habían levantadotres gruesos postes de maderaque habían amarrado en lo altopara formar un trípode rígidoen que se apoyaba un combado

recipiente de lona.Con una mirada y un

asentimiento hacia Roland,Rom dio un paso adelante hastael borde del escalón más alto ylevantó el puño hacia el cielo.

—¡Vida!—¡Vida! —repitió todo el

campamento.—¡Libertad! —gritó Roland

a su lado.—¡Libert ad ! —sonó el

reverberante clamor.

Rom y Roland agarraroncada uno una antorcha de lasmás cercanas columnasantiguas. Bajaron corriendo lospeldaños y lanzaron las teas alinterior de las pilas de maderaempapadas en resina. Con unsilbido, llamas gemelas saltaronhacia el aire. Aullantes vocestraspasaron la noche. Cientambores resonaron al unísono.

Rom volvió a subir lospeldaños de las ruinas, con los

puños extendidos hacia lo alto,gritando su aprobaciónmientras el valle se inundabacon el disonante rugido detriunfo sin restricciones. Poralgunos minutos dejó de pensaren Feyn.

La celebración de laConcurrencia llenó el valleSeyala.

Saltó al suelo, entró a lacircundante masa, y agarró ensus brazos a una joven con

cabello rubio trenzado. Ellaechó la cabeza hacia atrás ymiró el cielo nocturno conbrillantes ojos mortalesresaltados por grandes círculosrojos. La hizo girar, la atrajohacia sí y la besó.

La soltó, ambos sin aliento,y entonces la joven se fue, lamasa emplumada de trenzasperdiéndose en la multitud.

Rom se lanzó hacia delante,palmoteando espaldas de

custodios y nómadas. Con unrugido, Roland ingresó a uncírculo de guerreros que se lelanzaron hacia él comocachorros que brincan sobre unleón.

—¡Más! —gritaba Romgirando y agitando los brazosen alto, instando a aumentar laintensidad.

Ellos le dieron más. Elrugido de tambores y alaridosestremecía la tierra debajo de

las ruinas, ahogando los gritosde Rom. Entonces ingresó otravez al desorden, danzando yavanzando con el mar demortales.

Los nómadas teníantendencia a la celebración, peronada comparable con esaescena surrealista delante de lasruinas. Entre el par de intensasfogatas, los mil doscientosmortales que habían halladovida en un mundo muerto

celebraban su humanidad enextravagante abandono.

La celebración no dioseñales de menguar durante unahora. Rom perdió la noción deltiempo. De esos cuerpospresionados contra el suyo; delos besos dados y recibidoscomo vino.

Pero aún no habíanprobado el vino, ni habíantocado la comida. La nocheacabaría y concluiría con baile.

Con mortalidad, salvaje y librede ataduras. Con la absolutarazón por la que bailaban.

Jonathan.Solo entonces Rom se dio

cuenta de que no lo había visto.El soberano había permanecidosolo en las colinas al occidentedel río la mayor parte del día,había informado Jordin.

¿Dónde estaba elmuchacho?

Entonces Rom salió de

entre los bailarines, subió losescalones de piedra y miró porla celebración, buscándolo.Con tanta gente eraprácticamente imposibledistinguir a una sola persona.Allí estaba Michael, con losmuslos adheridos al pecho deun guerrero que la sostenía enalto mientras ella alargaba lamano hacia el cielo. Teníalágrimas en el rostro, que lemanchaban las rayas negras en

la mejilla. El hombre la lanzóhacia arriba y luego la agarróentre los brazos.

Ninguna señal de Jordin,pero ella era demasiadopequeña para sobresalir en lamultitud. Sin duda, estaba aquíen alguna parte. Jonathanestaría con ella.

La mirada de Rom se posóen dos figuras paradas que sehallaban lejos a su derecha, másallá del cuerpo principal de

mortales. Roland, ya no con elpecho desnudo, sino con unatúnica negra. Una figura convelo estaba a su lado, alta enmedio de la oscuridad, sinadornos, vestida de cuero.

Feyn.E n t o n c e s , permitámosle

ver. Rom asintió con la cabeza,preguntándose si ellos habíancaptado la señal de aprobación.

Era hora.Rom levantó los brazos y

soltó un grito que resonó porencima del estruendo.

—¡Mortales!Los tambores cesaron al

unísono. La danza se detuvo; sehizo silencio. Los rostros sevolvieron para mirarlo conexpectativa.

—¡Hemos venido paracelebrar la vida! Hoy ha llegadola liberación. ¡Que la tierra sepaque estamos vivos!

Un rugido atronador de

consentimiento.—Esta noche honramos la

sangre de nuestras venas. La deJonathan, nuestro dador devida. Nuestro soberano, ¡quientrae un nuevo reino de vida sinlímite!

Un reverberante eco de mildoscientas gargantas colmó elaire.

Pero Jonathan no estaba a lavista.

El líder levantó la mano

pidiendo silencio, y hablósolamente cuando la nochequedó en silencio absoluto. Acada lado de las ruinas, lasrecién encendidas fogatascrepitaban y enviaban llamas alo alto hacia el cielo de zafiro.

—Esta noche honramos lasangre de los caídos —anunció,ahora en tono más bajo—. Detodos los que han muerto,vivos.

Lo miraban con ojos bien

abiertos, cada uno recordando aaquellos mortales que habíanmuerto por enfermedad oaccidente. De este modo, encada Concurrenciareverenciaban las vidasmortales pasadas, oyendo cadauno de los nombres mientraspermanecían en silencio.

Pronunció entonces losnombres de aquellas personas,siete en total desde la últimareunión: una niña de apenas

dos años, Serena, a quien loscascos de un caballo leaporrearan la cabeza y lamataran. No era costumbrenómada llorar lamentándose,excepto en privado. Toda vidaera sagrada. Todo nombre erapronunciado. Pero al finaltodos ellos celebrarían, nollorarían.

Llegó a los últimos dosnombres, caminando delantedel gentío.

—El guerrero Pasha.Silencio, ni un solo sonido.—El custodio y tercer

nacido, ¡Triphon!Rom dejó que el nombre

perdurara en el aire, sabiendoque estos dos últimos aúnestaban frescos en las mentes ylos corazones de todos.

—Los recordamos a todoscon honor, sabiendo quetodavía viven.

Las palabras resonaron en

medio de la asamblea por unoslargos segundos mientras latensión aumentaba. Todossabían lo que venía acontinuación.

Avra.Lentamente, Rom inclinó

una vez la cabeza, luego sevolvió y miró el recipiente delona suspendido en el trípodede madera.

La multitud se conmovió.Cada año, un

estremecimiento le recorría elcuerpo cuando llegaba lahora… no por el recuerdo delasesinato de Avra o por elcuerpo sin vida que él habíaenterrado, sino por el sacrificioque ella había hecho para queél pudiera vivir.

Levantó la mano derecha yla mantuvo firme, con la palmaabierta. Cien tamborescomenzaron a sonar al unísonoa ritmo constante. Por el rabillo

del ojo vio a Zara la concejalasubiendo las escalinatas, con unbulto envuelto en las manos.Debió haber sido Triphon,como había sido habitualmente.

Ella le puso el atado en lamano y la cadencia del golpeteode tambores aumentó. Zaradesató el paquete, y por entrelos dedos de Rom comenzó agotear sangre que salpicabasobre la piedra caliza; entoncesla mujer abrió del todo la bolsa

antes de bajar las escaleras.—Y a continuación, está la

primera mártir —expresó Rom.Luego metió la mano en el

recipiente y agarró el órgano enel interior. Un corazón equino,cortado justamente esa mañanade uno de los caballos, cuyacarne habían descuartizado enlos asaderos. Esta era la clasemás sagrada de corazón queconocían los nómadas,reemplazando ahora al de Avra,

conservado como reliquia en elsantuario interior.

Rom levantó el corazónfresco y crudo.

Un resonante rugido surgióde la muchedumbre que sehallaba abajo.

—Esta noche honramos a laprimera mártir. ¡Quienrenunció a la verdadera vidapara dar paso a la esperanzaque tenemos ahora antenosotros!

Los tambores se silenciaron.—¡Por el corazón de Avra!Los mortales estallaron en

un grito ensordecedor.

Un escalofrío recorriólentamente los brazos de Feynmientras todo el campamentoprorrumpía en frescacelebración, y los tamboresamenazaban con reordenarle laspalpitaciones. Ellos lloraban lamuerte de Triphon, sin saber

que Saric ya había hallado laforma de transferirle vida apartir de sí mismo.

El corazón de Avra fue loque más la fascinó. Una vezhabía puesto la mirada en lamujer fuera de la Fortaleza, enesa otra vida. Esta mujer aquien Rom había amado.

—¿Murió ella? —inquirióFeyn, mirando a Roland.

—El día antes de que túmurieras —respondió el

nómada sin que las líneas delrostro expresaran empatíaalguna por la referencia a lamuerte de la soberana, a manosdel mismísimo custodio queprecisamente ahora se abríapaso deslizándose por detrás delos celebrantes reunidos.

¿Sabría él que aquí sehallaba ella, a quien él tajarabrutalmente y luego preservaracon tanto cuidado? Y si Feyn yél se toparan cara a cara, ¿qué

se dirían?—¿Y Triphon? —preguntó

ella pensando en la cicatriz quetenía en su torso, en el quesintió picazón.

—Lo mataron lossangrenegras de tu hermanohace unos días.

A Triphon también lo habíavisto una vez, aunque solobrevemente.

El príncipe volvió suatención a las ruinas, con lo

cual le dejaba en claro que noesperaba ninguna clase derespuesta.

Él había ido antes por Feyn,haciéndola salir de la yurta paradecirle que era hora. Le habíadicho que Janus tendría quequedarse atrás. La soberana nopodía malinterpretar las líneasde desconfianza y desagradograbadas en el rostro delnómada mientras lo seguía alinterior del campamento. Feyn

no necesitó que le dijeran quefue la orden de Rom lo que legarantizaba alguna clase deseguridad aquí.

Ahora ambos observabancómo Rom atravesaba laselevadas ruinas hasta el trípodey con mucho cuidado colocabael corazón dentro del suaverecipiente de lona suspendidoentre los soportes de madera.Qué extraño armonizar alingenuo e impetuoso varón que

ella había conocido con el líderque infundía tal respeto entreestos salvajes mortales. El Romque Feyn conoció era poeta yartesano que cantaba enfunerales… la clase de menosvalía en el mundo del Orden.

El hombre en lo alto de lasescaleras era un líder deguerreros, majestuoso a sumanera.

Un hombre que la habíabesado… que la había

saboreado…También era el enemigo del

creador de Feyn y, por tanto,también de ella.

Rom se volvió hacia lamuchedumbre.

—Recordamos a quieneshemos perdido —manifestósacando un cuchillo de la fundaen su cintura—. Recordamos aaquellos que han muerto. Ycelebramos, ¡demostrando connuestras vidas que su sangre no

fue derramada en vano!Con sus últimas palabras

cortó el fondo del recipiente delona. Un torrente de sangrecomenzó a fluir hacia el suelo.

Los cuerpos se pusieron enmovimiento una vez más,clamando al cielo, y gritandohacia las estrellas los nombresde Avra, Triphon y Pasha. Eranfervientes estos mortales, ella leharía constar eso a Rom.Fervientes… apasionados…

Y como tales, máspeligrosos de lo que lasoberana habría imaginado.

Feyn miró hacia las yurtas asu derecha, cada una iluminadadesde dentro, con hogueras queardían afuera en hoyos. Losmuchachos salían disparadosde vivienda en vivienda,agarrando alimentos de lashogueras antes de salircorriendo hacia los hoyos decocción al borde del

campamento.¿Dónde estaba el

muchacho? No lo había vistoen ninguna parte entre lamultitud ni en los escalones delas ruinas. Después de todo, eraa él a quien había venido a ver.

La soberana inspeccionó alos mortales reunidos. ¿Soloeran… mil? ¿Un poco más?Pero no había visto los rostrosde los guerreros ni les habíanotado su celo, en marcado

contraste con la férreadisciplina de los sangrenegrasde Saric.

—Puedo oler tus conjeturas—informó Roland.

—No sé a qué te refieres.—Huelen a curiosidad.

Ambición. E interés —explicóél volviéndose hacia ella.

Feyn le analizó las altas yduras líneas del pómulo. Laamplia frente, las gruesas ylargas trenzas con sus ricas

cuentas. El tatuaje pintado en lasien. Quizás lo dibujó el dedode una mujer, pensó lasoberana. Se preguntó quéclase de mujer mantendría elinterés de un hombre comoeste. Una que era tan magníficacomo terrible era él.

—¿Qué estás contando…¿quinientos, seiscientos? —indagó él inclinándose haciaella como para estar en lamisma línea de visión—. Hay

setecientos. Y en total somosmil doscientos. Muchos menosque el ejército de tu hermano;dile eso. Pero no te equivoques.

Entonces Roland la miró,con la mirada tanto cansadacomo sensual.

—Si vienen contra nosotroslos derrotaremos.

Un grito brotó de losfrenéticos danzarines y resonó através de la multitud como untrueno ensordecedor. Feyn se

volvió y vio la causa.Jonathan. Subiendo los

peldaños de las ruinas.Solo llevaba puesto un

taparrabos.Tenía el rostro desprovisto

de la pintura que usaban losotros guerreros, y el cabello talvez era el menos adornado queel de cualquiera de los nómadaspresentes, pero eso no parecíaimportarle a nadie. Los gritosde la muchedumbre

aumentaron esta noche hastaconvertirse en un incomparablerugido.

Rom abrazó al joven, luegoretrocedió y extendió losbrazos.

—¡He aquí su soberano! —gritó.

Los mortales rugieron, ungrito tan enérgico, tan repletode esperanza y emoción queFeyn sintió que le brotabanlágrimas de los ojos. ¿Qué

poder en este muchachoevocaba tan poderosaexpresión, devoción y lealtadde otros?

El rugido se fusionó en unco r o : ¡Soberano! ¡Soberano!¡Soberano! Parecía que Romestaba esperando que los gritosamainaran lo suficiente parahablar, pero estos continuaron,incesantes, aumentando demanera irresistible. El nómadajunto a Feyn permaneció en un

silencio sepulcral.Jonathan también se quedó

callado, sin pretensiones, sinhacer ninguna señal de estaraceptando la alabanza ni de quela anhelara. Solo cuando Romlevantó la mano disminuyeronlos últimos coros. Miró aJonathan y asintió.

El joven los enfrentó,callado por unos segundos. Yentonces habló.

—¿Celebran ustedes a los

mártires?Gritos de asentimiento.—Ustedes celebran la

sangre de ellos, derramada acausa de mí. Por el nuevoreino, por los soberanos delnuevo reino venidero. Ustedescelebran mi sangre, que les fueentregada.

Rugidos de conformidadentre los mortales.

—Entonces no solocelebran la vida, sino la muerte.

Esta vez una respuestaconfusa. Ellos esperaron,anticipando más. Y el joven lesdio más.

—Porque esa muerteproduce vida —expresó élgolpeándose el pecho con unpuño; apoyándose ahora en suspalabras, levantando más lavoz, casi acusadora—.¿Quieren sangre?

Gritos frenéticos desde laasamblea. Al lado de Feyn,

Roland frunció ligeramente elceño. Rom apartó la mirada,aparentemente inseguro.

De repente, el muchachogiró y dio tres pasos largoshacia el recipiente de lona quecontenía el corazón de Avra.Metió las manos y con ellassacó un remanente de sangre.Luego se la salpicó en el pechoy se la untó en el rostro, en elcabello y el torso.

El toque de tambores dejó

de fluir lentamente como si susresponsables olvidarantocarlos.

Jonathan giró y levantóambos puños en desafío.

—¡Muerte, por vida! —exclamó, con los dientes y losojos brillando con un blancomacabro detrás de la máscarade sangre.

La multitud cayó en unsilencio sepulcral.

Pero su soberano no había

terminado. Agarró la vasija delona y la inclinó de tal modoque un fresco torrente desangre le cayó sobre el cabelloy el pecho, ennegreciéndole ellino del taparrabos hastaigualarle el resto del cuerpo.

Aun desde donde estaba,Feyn veía la mueca de estuporen el rostro de Rom. Este sedirigió hacia el muchacho,luego se detuvo, perplejo.

Jonathan volvió a meter la

mano en el recipiente de lienzo,sacó un puño sangrante, y semiró los dedos. Le sobresalíaen la mano el corazón que Romhabía puesto con tantasolemnidad en el recipiente.

Ahora los reunidos soltarongemidos. Feyn miraba,sorprendida. Era evidente quela celebración había tomado ungiro inesperado. Los de lamultitud lanzaban miradasfurtivas mientras un extraño

silencio se asentaba sobre ellos.¿Estaba borracho el joven?

¿Loco?—Está trastornado —

susurró Roland al lado de Feyn.—Por ahora… —masculló

Jonathan tambaleándose haciadelante, con el corazón en alto,el cual, al abrir la mano, cayó alsuelo con un ruido sordo yrepugnantemente húmedo—.Dejemos que los muertosentierren a los muertos.

Rom se quedó mirando, acinco pasos de distancia. Elúltimo de los tambores se calló.Toda la celebración se habíaparalizado.

Rom puso una mano en elhombro del muchacho, peroeste la apartó. Cuando volvió ahablar, lo hizo en voz baja.

—Ustedes no conocerán laverdadera vida a menos queprueben la sangre.

Como desesperado por

encontrar algo digno decelebración, alguien lanzó ungrito de consentimiento.

—¡Ustedes vinieron porvida! ¡Yo se la daré! ¡Traeré unnuevo reino soberano!

Se elevó un grito, al que deinmediato se unieron otros más.Los tambores volvieron arepicar como aliviados, comolo hace un corazón balbuceanteal revivir después de sufrir unparo.

—¡Vida! —gritó el joven—. ¡Vida!

Entonces abrió los brazos ycomenzó a danzar. Susmovimientos eran salvajes,sacudiéndose como si fuerasangre brotando de una arteria.

A la multitud no parecióimportarle, aliviada de volver asu celebración de manera másfebril que antes. Los bailarinesdanzaron hacia el cielo otra vez,sosteniendo en alto a otros

como si fueran a bajar lasestrellas.

Una figura subió corriendolas escaleras de dos en dos. Unajovencita en la cúspide de lafemineidad, vestida solo consarong, gruesas trenzas al aire.

—Kaya —musitó Roland—. Ella es la niña que él sacóde la Autoridad de Transición.

La chica subió el últimopeldaño, poniendoimpulsivamente las manos en la

sangre a sus pies y untándoselaen la cara y el pecho. Apretólos puños, inclinó la cabezahacia el cielo, y comenzó adanzar como Jonathan,pisoteando con pies descalzosla sangre mientras esta lesalpicaba las piernas.

Jonathan le agarró la manoy juntos bajaron las gradashasta donde no menos de dosdocenas de niños estabanreunidos… mientras casi cien

más corrían para unírseles ensu frenética danza. Saltaron ygiraron como uno solo, conbrazos en alto, riendo mientraslos tambores hacían resonar suaprobación. La vista de taléxtasis llenó a Feyn de unextraño deseo de volver a serniña, esta vez con la totalemoción con que elloscelebraban.

La mujer levantó entoncesla mirada, los ojos como

prismas de fuego.Arriba en el escenario, Rom

miraba el corazón caído, casipisoteado por completo.

F

Capítulo treinta

EYN CERRÓ LOS OJOS,tratando de apartar el sonido

de los tambores que leresonaban en la cabeza,mientras afuera la celebracióncontinuaba sin descanso. Elabismo en su mente nuncahabía sido más profundo,nunca la oscuridad tan

insondable, nunca su confusióntan grande.

No podía escapar a lacerteza de estar aferrada a undelgadísimo alambre mientrasrugían vientos tormentosos queamenazaban con hacer que se leabrieran los dedos. Caería,¿pero dentro de qué? ¿Másoscuridad… o libertad?

La única verdadera libertadque había hallado desde suregreso a la vida había venido

de esas horas de absolutasumisión a Saric. Y sinembargo otro creador lallamaba ahora. Un niño que unavez le había pedido que murierapara que él pudiera llegar alpoder. Sucumbir ahora alllamado del mortal terminaríaen otra muerte, ella estabasegura de ello.

La habían devuelto a layurta un par de horas atráscuando el intenso dolor por el

sonido de los tambores en lassienes se había vueltoinsoportable. Un guardiapermanecía afuera… ella podíaoírlo llamando de vez encuando a otros en elcampamento principal,claramente contrariado porquelo sacaran del cuerpo principal.Si la última hora fuera algunaindicación, finalmente lorelevarían reemplazándolo porotro de modo que ningún

guardia se fuera sin reemplazo.Feyn había pensado en

abrirse camino por detrás de layurta y salir corriendo. Nosabía dónde estaba este valle,solo que era mucho más alnorte de la ciudad. Si se dirigíaal sur se toparía finalmente conuna carretera, un río u otraseñal, sin duda. Pero solo seríacuestión de poco tiempo quedescubrieran que se había ido yla recapturaran. Si lo que se

decía con relación a losnómadas era cierto, y hasta aquítodo lo había sido, eranexpertos rastreadores.

Pero aunque pudieraescapar, no estaba segura dequerer hacerlo. Algo más lainvitaba a quedarse.

Las imágenes del salvajemuchacho gritando fuera de lasruinas le bombardeaban lospensamientos mientras sehallaba sentada sobre la gruesa

estera que formaba su únicomobiliario, mirando la únicalámpara que iluminaba suprisión. Las palabras de élhabían agitado más terror ymisterio que ofensa, no solo enla mente de Feyn sino en las dequienes lo llamaban soberano.Ella había visto eso en susrostros, y lo había oído enmedio del silencio antes de quela duda hubiera dado paso a lainfluencia más persuasiva del

jolgorio.No había tenido

oportunidad de hablar con eljoven, pero ahora no estabasegura de qué se conseguiríacon tal conversación.

La repentina imagen deSaric la hizo dejar de pensar enel extraño muchacho,invitándola a volver a entrar enrazón. Esto le constaba: Lasangre de Saric le había dadovida, haciéndola soberana, y

llenándola de paz en la medidaen que ella abrazara esa vida.Desviarse de Saric, del cargo, ode la existencia a través de élsolamente le traía confusión…la cual sentía profundamenteahora, en el campamento de losmortales.

Feyn se tumbó sobre laestera, mirando el marco de layurta. El eterno idealismo deRom le había doblegado lamente más de lo que ella había

creído posible. Recuerdos de élla habían agitado como unremolino que enturbia las aguasde un río. Y sin embargo, hastala nostalgia palidecía al lado delllamado de sirena de Saric.

Él era su creador. No Rom.No Jonathan.

De repente, la puerta seabrió bruscamente y Feyn sesobresaltó sobre la estera. Allí,en la abertura, estaba Jonathan,vestido solo con taparrabos, el

pecho subiéndole y bajándolemientras contenía la respiracióncomo si hubiera corrido todoeste camino. El taparrabos se lepegaba, húmedo y aúnmanchado, aunque él mismoparecía haberse lavado, como sihubiera saltado al río que habíaen el borde del campamento. Ajuzgar por el aspecto húmedode las plumas en sus trenzas,eso era exactamente lo queacababa de hacer.

—Mi soberana —manifestóél con fuego en los ojos,entrando mientras la puerta secerraba sobre su propio marcode madera por detrás delmuchacho.

Feyn se puso de pie,insegura de qué decir.

—Me dijeron que habíasvenido a verme —continuó yabrió los brazos—. Dime, ¿teparezco un soberano?

Ella miró al joven salvaje, a

este muchacho que seríasoberano, mientras las palabrasse negaban a formársele en lamente, mucho menos en laboca.

—Por otra parte, ¿cómodebería lucir un soberano? Larealidad es que ninguno denosotros somos lo queparecemos. Tú estuviste en unatumba durante nueve años,sumida en la muerte. Y yo eraun niño, luchando por vivir.

¿Quién es quién, entonces,Feyn? ¿Quién vivirá y quiénmorirá? ¿No es esa la preguntaen la mente de todo el mundo?

¡Chico misterioso! Eraevidente que estaba loco.

Pero hablaba la verdad.¿La verdad de quién, no

obstante?—Es un honor para mí

volver a verte, soberana —expresó él dando un pasoadelante, tomándole la mano,

apoyándose en una rodilla ybesándole el dorso.

El momento en que esoslabios tocaron la piel de Feyn,algo dentro de ella vaciló y ladesequilibró. La oscuridadamenazó con envolverla. Lamujer jadeó y se echó haciaatrás, sorprendida por su propiareacción visceral. Por aquelloque acababa de amenazarla contragársela por completo.

Jonathan continuó como si

no hubiera pasado nada. Perodesde luego que no habíapasado nada. Ella estabacansada y no había comidosuficiente hoy, eso era todo.

De repente, Feyncomprendió que en realidad nohabía dicho nada desde elimpetuoso ingreso de él.

—Perdóname… —balbucióal fin—. Me agarraste sin queestuviera preparada.

—Pero tú estás preparada,

Feyn. La pregunta es: ¿lo estoyyo?

El muchacho se paseó comoun cachorro de león, pasándoseuna mano por entre las trenzas,mirando de lado a lado. Feyndifícilmente podía armonizar aeste joven frenético con eltranquilo sujeto que apenas díasatrás apareciera con Rom en lashabitaciones de ella.

—Entonces, ¿qué dices?—Lo siento… ¿Qué digo a

qué?—¿Qué vamos a hacer?—No lo sé.Jonathan dejó de caminar y

la miró. Se le formó unasonrisa en el rostro.

—Está bien. Yo sí sé.—Tú sí.—Sí. Pero repito que el

asunto es si estoy preparado ono. ¿Qué dirías tú, Feyn? Hasestudiado el papel de soberanatoda tu vida. Entonces, ¿lo

estoy?—¿Preparado?—Sí.—Yo misma creía estar

preparada. Descubrí que enrealidad apenas lo estoy —contestó ella con extrañasinceridad.

—Pero sabes que estásdestinada a ser soberana.

—Sí.—Y sin embargo, sé que yo

también lo estoy. Y por eso

estamos aquí. Un trono depoder, dos soberanos. Esto esun dilema, ¿verdad?

—Así parece.Jonathan volvió a

deambular de un lado al otro.—Supongo que no tienes

ninguna intención de renunciara tu soberanía a favor de mí —expresó él como si le hablaratanto a las lonas como a ella.

Así de directo. Muyenigmático. Qué joven más

exótico era este. Tancordialmente entrañable. ¡Cuánpoderoso podría llegar a ser!

Y cuán peligroso.Feyn se había recuperado lo

suficiente para elegir concuidado sus próximas palabras.

—¿Debería yo hacerlo?—Tú sabrás qué hacer

cuando llegue el momento —opinó él mirándola—. Estanoche solo deseo que sepasquién soy yo.

—Creo saberlo.—Entonces sabes que seré

soberano —decretó Jonathan—. Sabes que esta noche mejurarás lealtad.

—En serio —objetó ella,pensando en que la audacia deljoven no tenía límites—. Tú losabes.

Jonathan se detuvo y lamiró directo a los ojos. Lacalma se le asentó como unmanto. Cuando habló a

continuación, su voz erarazonada y llena de seguridad.

—Sé que andas buscando elamor, Feyn. Sé que solamentela muerte te dará la vida quebuscas. Que quien te esclavizaahora morirá delante de ti. Queel amor, no el Orden ni códigoalguno, ganará los corazones delos muertos.

¿Saric… morirá? A menosque su hermano levantara supropia mano para intentar

matarse, el joven no podíasaber eso.

Jonathan le examinó losojos y ella súbitamente se sintióincapaz de alejar la mirada.

—Conozco tus anhelos,Feyn —continuó él—. Cuándesesperadamente buscas elamor. Por eso es que un díadiste tu vida por mí. Nunca loolvidaré.

Ella solo hizo un ligerísimomovimiento de cabeza.

—Repararé la deuda.Gobernaremos el mundo,Feyn… tú y yo. No como ellosesperan, pero gobernaremos,recuerda mis palabras. Estemundo no puede seresclavizado por ningún Ordendiseñado para apaciguar a uncreador exigente. Llegaremos aun acuerdo, tú y yo.

Feyn no estaba segura dequé contestar.

—Si hay problemas cuando

yo cumpla la edad dentro dedos días, tú y yo deberemosrepresentar nuestros papeles demanera uniforme. ¿Sabesdónde está el antiguo puesto deavanzada en Corvus Point?

—No exactamente, no.—A ocho kilómetros al

noroeste de aquí. Hay unacarretera antigua… tienes quebuscarla porque se ha perdidocompletamente en algunoslugares.

—La Fortaleza debe tenerregistros de tal carretera.

—Ocho kilómetros alnoroeste —contestó élasintiendo con la cabeza—.Encuéntrame allí, sola, dentrode dos días. Llegaremos a unacuerdo, tú y yo. ¿Puedes hacereso?

—Tal vez.—Contaré contigo —

expresó Jonathan sonriendo—.Pero esta noche solo pediré tu

lealtad.—Perdóname, Jonathan,

pero…—¿Te gustaría ver la

verdad?—¿La verdad?Feyn observó, confundida,

cómo él se escupía las palmas.Luego, antes de que ellapudiera retroceder asustada oen protesta, el muchacho cerróla brecha entre ellos en dosraudos pasos y le cubrió los

ojos con las manos.El mundo de Feyn se

oscureció cuando esas palmasle obstaculizaron la luz. Pero alinstante siguiente la noche se latragó por completo, untorbellino que se la llevabahacia el abismo… el lugar queella reconoció inmediatamentecomo aquel en que estuvo soloun minuto antes cuando él lebesara la mano.

Feyn lo empujó con un

grito.—¿Qué estás haciendo?Pero cuando él quitó las

manos del rostro de ella, laoscuridad permaneció, másnegra que el alquitrán.

—Mírate, Feyn —oyó ellaque él le decía—. La sangre estáen ti.

El terror se apoderó de lasoberana, atravesándole elsuave brote de horror que leinundaba las venas. Más que

ver la oscuridad, la sentía: unaboca negra viviente que queríasuccionarla, como hacia elinterior de la profundidad de lamisma muerte.

—¿Es ese el camino quedeseas seguir?

Feyn oyó la pregunta, comouna invitación desde un lejanohorizonte, pero la mente se lecerró en abrumador pánico.Tambaleó, temblando, tratandode orientarse a tientas, pero no

había arriba ni abajo, derechani izquierda. Solo existía lasofocante certeza de la muerte.

El único instinto que lequedaba era gritar, pero lospulmones se le negaron aempujar suficiente aire hacia lagarganta para producir algúnsonido. El espacio se llenó conun terrible quejido… el suyopropio.

¡Libérame!—Cuando llegue el

momento entregarás nueva vidaal mundo, Feyn. Libérate deSaric. Nosotros gobernaremos,tú y yo.

Una mano le tocó la mejillay ella instintivamente la apartó.La oscuridad retrocedió, comoabsorbida por sí misma. Lahabitación se llenó de luz.

Feyn se puso de pie,temblando, mirando lossombríos ojos color avellana deJonathan. La lámpara aún ardía,

aparentemente más brillanteque antes. Tambores lejanostodavía llevaban la celebraciónde la noche. Ella aún estabaviva.

Los pulmones se leexpandieron al volverle larespiración, pero con esta vinouna tristeza tan enervante comoel terror que la había precedido.

—Lo siento —expresóJonathan—. Tuve que ayudartea entender.

Las lágrimas inundaron losojos de la soberana y le rodaronpor el rostro. Se estiró hacia ély cayó de rodillas. Le agarró lasmanos y las atrajo hacia ella.

Allí, con la cara presionadacontra los dedos de él, Feynlloró.

L

Capítulo treinta yuno

A MAÑANA SIGUIENTE Alas Concurrencias anteriores,

Roland solía despertar con unmartilleo en el cráneo y unagotamiento en los miembrosmientras rodaba para acunar elcuerpo que había a su lado, sinllegar a saber hasta más tarde si

era el de su esposa, unaconcubina u otra mujer. Taldesorientación era para élsinónimo de esa festividad, laúnica conclusión posible parala insolente purificación de lanoche anterior. No obstante,esta mañana despertó tenso,demasiado lúcido, y solo.

Lo que lo había despertadose repitió una vez más: lainconfundible voz de Michael,llamándolo a gritos.

Roland saltó de la esteradonde había intentado un ligerosueño irregular tres escasashoras antes, se apresuró haciala entrada de su yurta, yentrecerró los ojos ante la luzde la nueva mañana.

Michael corrió hacia él,totalmente vestida, con el arcosobre el hombro.

—Ella se ha ido.Ella…Roland tardó un instante en

reorientarse e identificar quiénpodría ser «ella». Se lehilvanaron en la menteimágenes de la Concurrencia.La danza, la comida, el corazónde Avra, el comportamientomaniático de Jonathan, Feyn…

—¿Qué quieres decir? —inquirió mirando fijamentehacia el norte, en dirección a layurta donde había tenido a lasoberana bajo vigilancia.

Michael cerró la brecha

entre los dos, redujo la marchaa pasos largos y urgentes, yresopló.

—La sangrenegra. Se haido.

—¿Qué quieres decir conque se ha ido?

—Se fue. Escapó. Con suguardia.

—¿Qué guardia? ¿De losnuestros?

—Con el nauseabundosangrenegra que vino con ella.

Te dije desde el principio queera un error. ¡Era demasiadopeligroso!

Con una maldición, Rolandentró a la yurta, se puso lasbotas, metió un cuchillo en eltalle de los pantalones y agarrósu espada y la túnica que habíatirado anoche. Luego salió de layurta tras Michael, quien yaatravesaba corriendo elcampamento durmiente hacialas caballerizas. Allí estaba uno

de los nómadas que reconocióde la última guardia, quien atoda prisa ayudó a ensillar elcorcel de Michael mientras ellaensillaba el de Roland.

—¿Quién estaba deguardia? —exigió saber elpríncipe, ciñéndose la espada.

—Narus y Aron —contestóMichael—. Aron entró estamañana al campamento. Lossangrenegras se llevaron loscaballos. Narus aún está allá.

Roland se puso la túnica,hizo a un lado al hombre yencinchó él mismo el caballo.Luego él y Michael salieron delestablo y se alejaron delcampamento. Hacia el norte.

A veinte pasos de las dosyurtas temporales ya pudosentir que había desaparecido elinconfundible olor asangrenegra.

—Se abrieron pasocortando la parte trasera —

informó Narus corriendo aencontrarlos cuando el príncipey su hermana desmontaban adiez metros de la yurta másgrande—. Ninguno de nosotrosoyó nada…

De un solo paso, Roland seacercó y le propinó al hombreun puñetazo en la mandíbula.Narus retrocedió y cayó alsuelo, duro. Se dispuso alevantarse, pero Roland logolpeó de nuevo. El guardia

cayó de espaldas y rodó haciaun lado, escupiendo sangre,que le brotaba de boca y nariz yque caía en una mata de hierba.

—¡Roland! —susurróMichael.

El nómada levantó lamirada, con la mano en elcuello del hombre y el puñohacia atrás para volver agolpear. Dejó caer al guardia alsuelo, pateó sobre el rostro deNarus una ramita que había en

el suelo y le pasó por encima.Michael miró mientras él

pasaba a su lado, pero no dijonada.

El príncipe abrió la puerta yentró a la yurta. Una mirada alpreciso corte en la gruesa lonadescribía claramente la historia.

Escupió a un lado.—No sabemos dónde

consiguió un cuchillo —informó Michael parándosedetrás de Roland—. Los

revisamos a ambos por sitenían armas cuando llegaron.La mejor conjetura es que laobtuvo en alguna parte entre laConcurrencia y cuandoJonathan la vino a ver.

—¿Vino Jonathan? ¿Aquí?—Eso es lo que ellos

aseguran. A hablar con ella.¿Pudo el joven haber sido

tan descuidado como para traerconsigo un arma? Él estabaperdiendo el sentido común

junto con su potencia. Inclusosi llegara a ser soberano habríaque cuidarlo todo el tiempo.Pensándolo bien, la ascensiónde Jonathan era ahora lo másalejado del reino de laverdadera posibilidad.

Feyn había escapado paravolver de inmediato a Saric. Nosolo no tenía intención deabdicar ninguna parte de susoberanía a favor de Jonathan,sino que ahora sabía la

ubicación del valle Seyala y detodos los mortales que vivíanallí dentro.

Se tendrían que ir delcampamento. Podríanmovilizarse en horas. Peroentonces se le ocurrió unaopción final.

Roland giró alrededor, pasóa Michael y salió por la puertade la yurta.

—Tenemos que reunir alconsejo —estaba diciendo la

joven.Pero el consejo significaba

demora.—Nada de consejo.Corrió hacia su caballo,

Michael lo siguió.—¿Cuánto hace que se

fueron?—Según Aron, no más de

dos horas —informó ella, ehizo una pausa—. Vas amatarla.

Esa no era una pregunta.

—Haré lo que debí haberhecho hace dos días.

—Entonces estoy contigo.—No. Te necesito aquí.—No esta vez, hermano.

Haz que otros hagan lospreparativos —objetó Michaelmontando al vuelo y girando—.Esta vez lo veré por mí misma.

Roland estaba a punto dehacer cumplir su orden, peroluego lo pensó mejor. Eliminarla amenaza que representaba

Feyn no pondría fin a la queencarnaba Saric para todos losmortales. Él se convertiría ensoberano después de ella… conlos doce mil sangrenegras a susórdenes. También Saric teníaque morir hoy. Cómo, Rolandno lo sabía aún, pero para estoMichael le sería útil.

—Ve a avisarle a Seriph.Dile que guarde silencio.Encuéntrame en el costado suren el recodo del río —anunció

el príncipe espoleando elcaballo—. Apúrate, Michael.

Rom había dormido el sueñode aquel para quien el mundoprometía tomar un mejorrumbo.

Feyn había venido, y habíaexperimentado los apetitos de lavida, la verdadera vida. No esaexistencia fabricada que veníade la obra de los alquimistas deSaric, sino la que salió

directamente de las venas deJonathan. Más importante, apesar de la conducta dementede Jonathan en los escalones delas ruinas, había acordadoverla. Los guardias informaronque el muchacho había salidode muy buen humor de la yurtade ella.

Rom oró porque esa fuerauna buena señal. Había vistocómo Jonathan la había miradola primera noche que entraran

al apartamento de Feyn en laFortaleza, exactamente despuésde la resurrección de ella. Talvez los modales regios y ladesenvoltura de la mujer lohabían impresionado más queél a la soberana. Pero Romesperaba por encima de todo lodemás que la habilidad deJonathan para hacer v e r aquienes estaban cerca afectara ala mujer, y profundamente. Tanprofundamente, quizás, como

lo había afectado a él una vez.Habían pasado nueve años

desde que Jonathan abriera losojos de Rom a una visión deAvra en paz. Ese día, el niñolisiado que tenía la tendencia desoñar el segundo plano de larealidad había sido uninstrumento de la mano delCreador. No como unindividuo errático, una sangresalvadora, o una fuente viva demortalidad, sino como alguien

que ayudaba a otros a ver deuna manera no alcanzada porningún mortal hasta la fecha.

Sin duda, también podíaayudarle a ver a Feyn.

Y podía ayudarle a Rom arecordar.

Todas las promesas deJonathan hasta la fecha sehabían cumplido. Todas.Incluso en medio de la potenciamenguante del muchacho y dela extraña y firme lealtad de

Feyn hacia Saric, esepensamiento consoló a Rom.La promesa relacionada con elniño tampoco fallaría esta vez.Dentro de algunos años,cuando la mortalidad rigiera latierra, el extrañocomportamiento de Jonathan, elenigma de su sangremenguante, los crecientesbandos dentro de los mortales—incluso la muerte de Triphon— se verían como pruebas más

que como derrotas.Rom cerró los ojos y se

sumió en un mediano sueño,pensando otra vez en Avra.Pero esta vez ella tenía el rostroestirado y la piel pálida. Sucabello, tan cobrizo en vida,oscurecido casi hasta lucirnegro. Igual que los ojos. Hastaque el rostro no era para nadael de Avra… sino el de Feyn.

La soberana, quien no habíaparticipado en los salvajes ritos

de la Concurrencia y queincluso ahora debía de estardespierta en su yurta al bordedel campamento.

Rom se sentó. ¿Se habríansuavizado las impasibles líneasde las mejillas de Feyn? Él nose atrevía a esperar eso.

Pero lo hacía.Se vistió y salió al

campamento, que estaba llenode evidencias de la celebración.Tazas esparcidas y platos vacíos

de comida en generalterminada. Ropa, una bota poraquí y otra por allá,abandonadas donde cayeran.Rescoldos de fogatashumeando afuera de las yurtas,ollas encima abiertas paracualquiera que quisiera comer.Los tambores, aún alineados enlos peldaños, desde hace ratosin músicos…

El trípode y el acuchilladorecipiente de sangre colgando

como una cáscara vacía sobreuna mancha macabra de sangresobre el estrado.

Rom se volvió, dirigiéndosehacia la yurta de Adah,probablemente vacía, pues erasabido que ella tenía un amanteal otro lado del campamento;pero él sabía que al menoshallaría suficiente comida paraFeyn. Había recorridosolamente la mitad del caminocuando vio al guardia

acercándose caminando. Elrostro del hombre mostró alivioy se echó a correr.

Uno de los nómadas.Levantado temprano.Demasiado.

—¿Qué pasa? —exigiósaber Rom.

—¿No lo encontró Suri austed?

—¿Para qué?—Envié a Suri a buscarlo…

—balbuceó el hombre

parpadeando.—¿Por qué?—Él fue a su yurta hace

solo un minuto. Yo…—Es evidente que no estoy

en mi yurta. ¿De qué se trata?—preguntó Rom, aguantandola necesidad de tomar alhombre por los hombros ysacudirlo; hace días que se lehabía agotado la paciencia.

—Seriph afirma que lossangrenegras han escapado. La

mujer y el hombre, ellos…—¿Qué?Retrocedió medio paso.¿Por qué escaparía Feyn?

¡Ella debía hablar conJonathan! ¡Ella había visto.

Pero entonces unpensamiento distinto lo asaltó.

—¿Dónde está Roland?—Se fue tras ella.En ese momento, Rom supo

dos cosas. La primera era queFeyn los había traicionado. O

ella había jugado desde elprincipio con él, o Jonathanfinalmente se habíadesmoronado deshaciendo todoaquello por lo que Rom habíatrabajado.

Lo segundo era que Rolandiba a matar a la soberana.

—¿Cuándo?—Hace media hora —

contestó el hombreencogiéndose de hombros.

—¡Mi caballo! —exclamó

bruscamente Rom, girandohacia su yurta—. ¡Ahora!

Roland y Michael habíanrastreado a Feyn y su guardiahacia el sur; el hedor asangrenegra se aferraba comotelaraña a las hojas y ramas delcamino.

También estaban las señalesmás rutinarias: ramitas rotas,hierba triturada, marcas decascos en rocas, pisadas de

caballos sobre tierra blanda.Cabalgaban a toda

velocidad, casi sin hablar,excepto para afirmar lo que elotro ya había visto. Dos horas,había informado el guardia.Avanzando incluso al doble develocidad de los sangrenegrasnecesitarían dos horas paraalcanzarlos. Cualquier avancemás lento haría que Feynllegara a la ciudad antes de quepudieran detenerla.

El sol estaba alto cuandoescalaron la cima de una colinay avistaron por primera vez alos sangrenegras dando debeber a sus caballos junto a unarroyo.

Con un chasquido de lalengua, Roland indicó que sedetuvieran y bajó de sumontura. Dejando que Michaelse encargara de los animales,soltó las riendas y se agazapódetrás de una roca.

Feyn estaba junto a sucaballo, mirando hacia el sur.Su acompañante se apoyaba enuna rodilla, inspeccionando elcasco derecho de su montura.

Michael se colocó al lado deRoland, respirando firmemente.Por un instante ninguno de losdos habló. No los habían vistoy el viento les daba en el rostro,llenándoles las narices con lafetidez de los muertos. Rolandnunca había esperado recibir

con beneplácito tan pútridoolor.

—A menos de cien pasos—susurró Michael.

—Debo hablar con la mujer—advirtió Roland—. Ellos sonrápidos, recuérdalo. No esperesuna segunda oportunidad. Elviento…

—Yo ya le estabadisparando al viento cuandotenía cinco años, hermano —expresó la muchacha con el

arco en las manos, alistando suprimera flecha—. Solo paraque quede claro, quieresmuerto al guerrero…

—…y el caballo de Feyn.Podríamos necesitar el otro.

Michael le hizo un gesto,levantó el arco, echó la cuerdahacia atrás hasta la mejilla ysuspiró. Respiró hondo,adaptándose tanto al vientocomo a la distancia, y entoncessoltó los dedos.

Se oyó un suave tañido, yla flecha salió volando avertiginosa velocidad. Un soloun instante después se clavó enel oído del sangrenegra con ungolpe sordo. El guerrero sezarandeó y luego cayó a unlado como apaleado. En elmomento en que lo hizo, elcaballo retrocedió del arroyo.

—¡El corcel de ella! —gritóRoland, lanzándose haciadelante, sobre la cima, y

bajando la colina.Feyn estaba girando,

buscando frenéticamente elorigen del ataque hasta que lovio acercándose, quedandoparalizada, con los ojosdesorbitados.

La segunda flecha deMichael voló por encima,pasando muy cerca de lasoberana, y se hundió en elcuello del garañón, exactamentedetrás de la quijada. El animal

se desbocó dentro del arroyo,relinchando mientras huía hacialos arbustos más allá, dejando aFeyn abandonada y derrotada.

—¡Corre y la próxima saetaes para ti! —advirtió Michael.

Feyn levantó la mirada, vioque no tenía cómo escapar y sequedó inmóvil. Rolanddisminuyó el paso al final de lacolina, ahora a solo diez pasosde ella.

—Así que nos volvemos a

ver —manifestó.Aunque el rostro de la

soberana era admirable, suhedor tenía un aroma ofensivo,una extraña mezcla de desafío,ansiedad… y dolor. Quizásdolor más que todo.

Ella le tenía cariño alguerrero, comprendió Rolandcon sorpresa, echándole unvistazo al cuerpo caído delsangrenegra.

Se detuvo ante la mujer,

cuya piel blanca tan poconatural parecía más pálida queincluso un momento antes.

—Huir fue tu perdición —advirtió Roland—. Ahora todossabrán la verdad.

Los labios de la soberana seapretaron sobre los dientes.Tenía el cabello desgreñado,suelto de sus sencillas trenzas.

—Tú no comprendes.—Te comprendo, mi

señora, muy bien.

—No entiendes nada sobremí ni sobre mis lealtades.

—¿Es eso a lo que llamaslealtad ciega hacia tu hermano?

—Estoy hablando delmuchacho.

Roland soltó una carcajada.—¿Entiendes algo de la

delgada línea en la que hecaminado desde que despertéde el letargo? —exigió saberella—. ¿Esperabas que salieracorriendo a proclamar mi

lealtad al muchacho?—Después de traicionarnos

en la Fortaleza, ¿alegas lealtadal muchacho? No. Pudo habersido hace nueve años, pero yano.

—Cierto. Todo falló. No hapasado nada de lo que debíasuceder. Y por mucho queRom crea que puedo hacer unmilagro en el senado, mismanos estaban atadas en elmomento en que fui sacada del

letargo, antes de que Jonathanreclamara la mayoría de edad.

—Tú solo eres leal a Saric.¿O solo a ti misma?

—Morí una vez, ¿y quégané? Muere, y verás cómocambia tu perspectiva de lavida. No. Esta vez quiero hacerlas cosas a mi manera.

—Quizás deberías intentarmorir dos veces —amenazó élsacando el cuchillo de la funda,poniéndose en cuclillas con una

pierna por delante, y haciendogirar la hoja en la mano—. Esoayudaría a mi perspectiva.

—Mátame y perderás a lamás poderosa aliada delmuchacho —advirtió Feyn conlas fosas nasalesensanchándosele.

Roland captó olor aindignación, ira, temor. Y aalgo más que no pudoidentificar.

—¿Aliada? Lo único que

debes admitir es que no tieneslealtad hacia nadie.

—Es verdad, yocuestionaba. Pero eso fue antesde lo que vi anoche.

—¿Y qué viste anoche? ¿Unmuchacho locoembadurnándose de sangre? —Vi algo que comprendo —susurró ella—. Mejor inclusoque tú, príncipe.

—¿Y qué fue eso? —objetóRoland apoyando los codos en

las rodillas, el cuchillo girandolentamente entre sus dedos—.¿Que fue cierto lo que dije?¿Que aplastaríamos al ejércitode tu hermano, por fuerte quefuera? ¿Que debías huir paraadvertirle?

Feyn respiró hondo ylevantó la mirada haciaMichael, quien llegaba detrás deél con los caballos.

—Vi que nunca confiaríasen mí —afirmó la soberana

volviendo a mirar al nómada—.Ahora lo demuestras.

—Tienes razón. Y ahora túdemuestras que no puedoconfiar en ti.

—No sabes nada acerca demis intenciones.

—¿Y Rom sí? Te debistehaber revolcado bastante con élen la pradera.

—No lo conoces tan biencomo crees —declaró ellaentrecerrando los ojos—. Pero

tienes razón. Él no me conoce.Ya no soy una niña más de loque él es un chiquillo ingenuo.Hay toda una maquinariaesperándome.

Entonces la mujer levantó labarbilla en dirección a Bizancio.

—Una maquinariarespaldada por mi hermano, aquien yo tengo que manejar. Nosabes lo peligroso que él es.

—En eso te equivocas. Losé muy bien.

— Yo m o r í una vez porJonathan —expresó Feynentrecerrando los ojos—. ¿Nosignifica eso nada para ti? ¿Nocomprendes todo lo que hehecho?

—Explícamelo —contestóél levantando las cejas ysonriendo.

—No solamente le debes aél la vida por la sangre de susvenas… sino también a mí.

—¿Por qué huiste?

—Yo sabía que no teníasintención de dejarme ir. Romtal vez, pero tú no. Si noobtengo más sangre esta noche,me muero. Dependo de lasangre de Saric, ¿o no te lo dijoRom? No importa. Ambossabemos que no me dejaríassalir por mi cuenta, al habervisto tu campamento.

—Y, sin embargo, al huirpor tu cuenta sellas aun más tudestino.

—Por tanto, ahora mematarás. ¿Y qué ganas con eso?

—Todos los sangrenegrasdeben morir. Es la únicamanera de que mi especiesobreviva.

—¿Estás tan ciego? ¿Osimplemente te niegas a ver queyo te puedo ayudar?

—Me puedes ayudarrevelándome dónde tiene Saricsus fuerzas.

—¿Y perder toda mi

influencia? —objetó Feynsoltando una risa frágil—. No.Yo soy tu clave para destruir aSaric.

—¿De veras? Muéstrameentonces tus intenciones. Dimedónde está la fortaleza de tuhermano.

—Aunque te lo dijera, notienes ninguna posibilidad.

Roland se puso de pie y seacercó, rodeándola por laizquierda, con el cuchillo

ajustado en la mano derecha.—Mátala ahora y acaba de

una vez —aconsejó Michael.—Tú más que nadie sabes

que la petición de Rom esimposible —enunció Feyn,ahora con voz tirante—. Ponera Jonathan en el poder conSaric vivo solo provocará unaguerra en gran escala. Yo noformé este lío, sino que resucitédentro de él. Ahora tengo quesolucionarlo. A mi manera.

—La única manera queestoy dispuesto a considerar espor medio de la muerte detodos los sangrenegras —opinóRoland, mirándola con el ceñofruncido y ojos entreabiertos.

—No puedes provocar unaguerra. ¡Te superannuméricamente!

—No creo que entiendascuán poderosos somos.

—Ah, claro que sí, te lodigo… no suficientemente

poderosos.—Entonces no hay motivo

para prolongar lo inevitable —decretó el nómada haciendogirar el cuchillo.

El hombre se colocó detrásde ella y la agarró por elcabello. Le echó la cabeza haciaatrás, dejándole el cuello aldescubierto.

—¿No negocias? ¿Noruegas por tu vida?

—No —susurró Feyn—.

Ambos sabemos que nuncatuviste intención de dejarmeviva.

—Tienes razón —manifestóRoland poniéndole el cuchilloen la garganta.

Él estaba a punto deexpresar una rápida palabrafinal de consuelo… pues pormucho que odiara a lossangrenegras había algo nobleen esta soberana que una vezdiera la vida por Jonathan. Pero

dos cosas le llamaron laatención: la primera fue eltamborileo de cascos decaballo, de un solo jineteacercándose rápidamente; lasegunda fue que el jinete estabacontra el viento. No pudodeterminar si se trataba demortal, amomiado, sangrenegrao nómada. Si la mataba ahorapodría perder una valiosa rehény cualquier influencia que ellaofreciera.

Entonces lo supo. El líderde los custodios habríadescubierto que habían salido,y los siguió. Rom, venía asalvar a su mujer.

El primer impulso deRoland fue atravesar el cuchillopor la garganta de Feyn yacabar con esto de una vez portodas. No estaba de humor parala debilidad, un rasgo queparecía inexorablementearraigado en la psiquis de Rom.

Pero ver las venas de Feynbombeando su sangre negrahacia el suelo resultaríademasiado para el hombre.Ahora no se podían permitiruna división. Quizás en elintento de Feyn de escapar,Rom hubiera hallado una pizcade cordura.

—No te muevas. Ni digasuna sola palabra.

Se dirigió a Michael.—A mi derecha, ocúltate, el

arco listo.La joven corrió en cuclillas

hacia un árbol, el viento encontra, se apoyó en una rodilla,el arco ya tensado.

Roland se mantuvo firme,observando la cima de lacolina.

R

Capítulo treinta ydos

OM HABÍA FORZADO SINcompasión a su caballo,

siguiendo las huellas y el hedoren una prisa desordenada haciael sur, desesperado por alcanzara Roland antes de que fuerademasiado tarde.

Un centenar de

pensamientos le habíanatravesado incesantemente laneblina de la mente. Elprincipal era la pregunta entorno al intento de escape deFeyn.

¿Por qué?¿Había planeado ella su

jugada todo el tiempo?¿Estaban otros sangrenegrasesperándola a que saliera delcampamento? ¿Había hecho élel papel de tonto, atraído por

un amor y una esperanza sinfundamento?

Pero el pensamiento másimplacable de todos era acercade Roland. Rom sabía que elpríncipe había presionado aFeyn hasta hacerla llegar a laconclusión de que no teníaesperanza de salir viva delcampamento. De que,tratándose de ella, él no le teníala más mínima confianza. Losnómadas siempre habían visto

los beneficios de la vida comosu herencia adecuada, como elpremio esperado trasgeneraciones de huir. Laobsesión de Roland no eraamor y verdad, sino libertad ypoder, cosas para las que élveía que Feyn representaba unaamenaza.

Rom supo que estaba cercacuando la hediondez sulfúricase hizo más fuerte, demasiadofuerte. No solo el hedor a

sangrenegra, sino a muertefísica.

Aterrado de que fuerademasiado tarde, subió la cima,la fetidez a muerte le calcinabalas fosas nasales.

La escena en la parte deabajo centelleó delante de Rommientras su caballo pasaba lacima. Roland detrás de Feyn,cuchillo en la garganta de ella…ambos mirándolo. Janus, elsangrenegra, muerto en el suelo

con una flecha clavada en lacabeza. Los caballos de Rolandy Michael atados a un arbustojunto al angosto riachuelo.

Pero Feyn estaba viva. Porel momento.

Mientras el caballo bajabapor la ladera pedregosa, Romsupo que lo que debía decirahora requeriría tacto, noargumentos. Razón, noemoción.

Bajó la marcha del caballo

hasta ponerlo al paso, y seacercó, tranquilo en la silla. Sedetuvo a tres metros de ellos.Michael salió de un árbol a laizquierda de Rom, vaciló porun instante, luego bajó el arco.

—Hola, Roland —hablóRom, sin poner atención aFeyn.

—Qué bueno que te unas anosotros —declaró el nómadaaflojando el puñado de cabellode la mujer—. No me digas por

favor que aún confías en elcorazón de cualquiersangrenegra sometida porlealtad a su amo. Sin tener encuenta sus intenciones pasadas.

Rom miró a Feyn, cuyosojos estaban fijos en él, llenosde lágrimas.

—No confío en alguien queno cumple su palabra y huye.Pero ahora tenemos en nuestrasmanos a la soberana delmundo. Nos es más valiosa

como rehén que muerta.—Ella ya está muerta —

expresó Roland escupiendo enel suelo—. Tu problema, Rom,es que te es difícil poner larealidad por delante de laesperanza. Esta mujer huyóporque huir está en su sangre.Mientras esté viva, representauna amenaza. Créeme cuandote digo que hay dos Saricsrespirando aún. Yo reduciríaesa cantidad a uno.

—Sin ninguna duda —asintió Rom desmontando,sorprendido por encontrarconvincentes las palabras deRoland—. Sin embargo, casienfrentamos el final, estamoscerca del objetivo. Lo únicoque pido es que consideres loque Saric podría ofrecernos acambio.

—¿Son tontos ustedes dos?—gritó Feyn—. Rom, todavíael amante ingenuo, y Roland, el

guerrero tan lleno debravuconadas como paraentender las sutilezas de lasnegociaciones. A este ritmo losdos estarán muertos antes deque Jonathan llegue al poder.

Ellos la miraron. Rom sepreguntó si Roland estaba tansorprendido como él por laaudacia de ella.

—¿Qué ganan matándome?—exigió saber la soberana.

—La satisfacción de

entregar a la Fortaleza tu cabezaen una caja —terció Michael,caminando sin prisa hacia ellos.

—Mi hermana tiene razón—comentó Roland—. Hayventajas ante un enemigofurioso, cuyos cálculos sedesvían del objetivo.

—Ustedes apenas podránhacer enojar a Saric con mimuerte —objetó Feyn—. Élasumiría sencillamente el cargode soberano bajo la protección

de doce mil sangrenegras, y loscazaría a ustedes a su antojo. Ladivisión entre ustedes seampliará más bajo presión, yJonathan perderá su defensaunificada. Al final, todosustedes serán eliminados. Laesperanza que el niño ha traídoen su sangre se perderá parasiempre.

—¿Ves cuán seguros de símismos son estos seres? —inquirió Roland soltando una

risita de incredulidad—. Hemosevitado el Orden durantecientos de años. Pelearemoscentenares más si es necesario.Jonathan ya no es el creador delque dependemos.

—Yo sí veo —opinó Rom—. También veo que Feyn noes tonta. Ella huyó porque lapresionaste a hacerlo. Necesitala sangre de Saric o si no semuere. Es a Saric a quiendeberíamos matar, no a Feyn.

Hizo una pausa.—Al menos, todavía no.—Ella incumplió su palabra

y huyó.—¡No le dejaste alternativa!—Yo les puedo dar a Saric

—interrumpió Feyn.—¿Esperas que nos fiemos

ahora, cuando enfrentas lamuerte? —indagó bruscamenteRoland.

—No —respondió ella,entonces respiró hondo y cerró

los ojos—. Lo que puedoofrecerles no requiereconfianza de parte de ustedes.Pero el príncipe nómada seniega a escuchar el tiemposuficiente para oír lo que tengoque decir. Él ya tomó sudecisión, sin importar lasconsecuencias.

—¿Lo censuras? —objetóRom—. Si tienes algo quedecir, deberías haberlo dicho ennuestro campamento.

—Debí hacerlo. Ese fue mierror. Y podría pagar por esocon mi vida. Pero como élafirma, ya estoy muerta. En elmundo de Saric apenas soy suesclava, que espera que caigasu hacha y me arrebate así elpuesto de soberana. En elmundo de ustedes no soy másque una prisionera que debemorir a fin de abrirle paso aJonathan. De todos modos, notengo nada que ganar.

Rom sintió que el corazónle desfallecía por las palabrasde la soberana. Ella habíamuerto por Jonathan solo pararesucitar en el mismísimoinfierno.

—¡Estamos perdiendo eltiempo! —exclamó Michael.

Roland miró de Rom aFeyn.

—Habla —ordenóalejándose de ella.

—No pasará mucho tiempo

antes de que Saric me mate.¿Tienen ustedes alguna duda deeso?

—No —respondió Rommeneando la cabeza.

—Conmigo o sin mí, élvendrá tras ustedes. La únicainquietud es si lo hace bajo suspropias condiciones o bajo lasde ustedes. Ustedes no tienennada que perder con que yoregrese a él.

—Tendríamos para perder

la información que le darías —opinó Roland.

—¿Y cómo les perjudicaesto? Simplemente se puedenponer en marcha y huir. Mihermano ya sabe bastanteacerca de cantidades y destrezasnómadas. ¿Qué le podría deciryo que los pudieracomprometer a ustedes en estemomento? Saric no gana nadateniéndome a su lado. Mi únicaesperanza es liberarme de él.

Eso es lo que Jonathan me dijoanoche cuando me visitó.

—¿Te dijo que te liberaras?—preguntó Rom.

—La única manera de queyo pueda vivir es que ustedesmaten a Saric. Ese es el deseodel muchacho. Pregúntenleustedes mismos.

Una sonrisita burlona seformó en la boca de Roland.Rom sabía que las palabras deJonathan tenían cada vez menos

credibilidad entre los nómadas.—¿Es eso siquiera posible?

—quiso saber Rom.—Creo que sí, pero ese es

mi problema. El de ustedes esSaric. Creo que se lo puedoentregar. Y si no puedohacerlo, soy la única que puedellegar a perder algo. Ustedes noestarán peor de lo que estánahora. Confíen o no en mí, noimporta. Yo no les puedo hacerdaño.

Ella tenía razón.Ciertamente, Roland al menoshabía escuchado hasta allí.

—Adelante —pidió Rom.—Anoche dijiste que

ustedes podrían destruir todo elejército de Saric en el valledonde viven —expresó Feyncruzando los brazos y mirandoa Roland.

El príncipe frunció el ceño,luego asintió una vez con lacabeza, lentamente.

—¿Qué tal quepudiéramos?

—Dime. ¿Pueden hacerlo?—Es posible.—Entonces creo que puedo

convencerlo de traer todo suejército al valle. Hagan lospreparativos que necesitan, yluego agárrenlo.

Todos ellos habíanconsiderado la eventualidad defrustrar una invasión en elSeyala, pero nunca discutieron

cómo hacer que lossangrenegras fueranresueltamente hacia ellos.Incluso, si lograran hacerlo, lasposibilidades serían inmensas.

—¿Roland?—Nuestros setecientos

contra todo su ejército de docemil… un riesgo considerable.

—¿Riesgo? —objetó Feyn—. ¿Dónde quedó esabravuconería? Piensen en loque ganarían si triunfan. La

mayor amenaza que ustedestienen es la existencia dedemasiados enemigos que hanjurado eliminarlos. Todosdeben ir. Yo puedoentregárselos.

—Una cosa es decirlo —bromeó Michael.

—Yo no me preocuparía demi habilidad para entregarlos,sino de la capacidad de ustedespara exterminarlos. ¿Son todoslos nómadas tan magníficos

como afirman?—Sí, pero tampoco somos

tontos —respondió Roland.—Allí es donde está el valor

de lo que digo. Si fallo, ustedesno pierden nada.

—¿Podemos hacerlo? —preguntó Rom examinando aRoland, sopesando ladeterminación del nómada.

El príncipe paseó de unlado al otro, una mano en elcabello.

—Posiblemente. Y si lamarea se nos viene encima,tenemos nuestros medios deescape. Se necesitaría…

Se interrumpióbruscamente, mirando a Feyn.No discutiría ninguna tácticacon ella oyendo.

—Comprendan que yonecesitaría protección —comentó la soberana—. Saricsabrá que fue entregado. Sillegara a sobrevivir…

—Eso se puede arreglar —afirmó Rom.

—Y yo tendría queasegurarle que le puedoentregar a Jonathan.

—¿Qué?—Está obsesionado con el

muchacho como creador. Yotendría que convencerlo de quese lo puedo entregar. PeroJonathan ya me allanó elcamino.

—¿Cómo?

—Insistió en que él y yonos encontráramos a solasmañana, cuando cumple lamayoría de edad.

—¡Tonterías! —exclamóRom en tono burlesco—.Jonathan no se pondrá enpeligro bajo ningunacircunstancia.

—Entonces hablen con él.Yo me haré a un lado. El restodepende de ustedes.

Se quedaron en silencio un

buen rato. Cerca, uno de loscaballos resopló y luego seagachó para triturar un poco dehierba, ajeno a la críticadecisión que se estaba tomandoen la reunión.

—Esa podría ser la únicaforma de llevar a Jonathan alpoder —opinó Rom—. Lapregunta es: ¿qué estamosdispuestos a arriesgar paraconseguir su reino?

—Estamos aquí para salvar

la vida que él ya nos ha dado—contestó Roland—. Ese es elreino.

No del todo cierto, peroRom no estaba dispuesto adiscutir.

—Sea como sea. Saric y suejército representan la mayoramenaza para todos losmortales. Arriesgaríamos solo anuestra fuerza de combate. Losdemás se irían.

—No desestimes el riesgo.

—No lo hago, perotampoco estoy descartando unavictoria potencial —objetóRom con el ceño fruncido—.Tú eres el estratega. Loscustodios apoyarán tu decisión.Tómala ahora.

Roland reflejó el ceñofruncido de Rom, mirando unavez a Michael, cuyo silenciopersonificaba un respaldotácito.

—Mañana —declaró el

nómada enfrentando a Feyn,con la mandíbula rígida—.Asegúrate que los traiga atodos.

S

Capítulo treinta ytres

ARIC SE HALLABA EN elextremo de la mesa de ébano,

tenedor de plata al revés en lamano izquierda, y cuchillo en laderecha cortando como uncirujano la carne salada devenado, consciente de laprecisión meditada que aplicaba

a su tarea. La carne mediocruda se partió bajo la afiladahoja, filtrándose sangre por lasfibras del nítido corte. Bajó elcuchillo, levantó el tenedor, sepuso el cúbico bocado en losdientes delanteros y lo soltó delas púas del tenedor. Jugoscálidos le atiborraron la bocamientras mordía la carne.

El sabor lo inundó con unasensación de deleite… bienestara pesar de la inquietud, aunque

poca, que le roía desde lapartida de Feyn.

Según los exploradores, ellahabía llegado a salvo, habíapasado solamente una hora enel valle, y luego los mortales sela habían llevado. Los hombresde Saric los habían perdido enmedio de los cañones. Él nohabía esperado menos… a losnómadas se les conocía por suhabilidad para cubrir sushuellas y permanecer ocultos.

Durante dos días no sehabía sabido nada más, y Saricllegó a pensar en la posibilidadde que hubieran matado a lasoberana. De ser así, élsimplemente asumiría el cargovacante. La perdida de ella seríadecepcionante, pero de menorimportancia; el único valorverdadero que Feynrepresentaba para Saric era quele cumpliera sus caprichos ycualquier participación que ella

pudiera tener en hacer salir alos mortales de su guarida…roles que otras personaspodrían representar a su debidotiempo.

Sin embargo, lapreocupación le habíaimportunado a Saric. Si losmortales tuvieran un modo dehacer volver tanto la sangrecomo la mente de Feyn, ellapodría traicionarlo. Sinembargo, la soberana era

subordinada, lo que habíademostrado para satisfacción deél. Pero ella era una mujerfuerte, inteligente y calculadorapor completo. ¿Podrían esasmismas característicaspermitirle que se liberara delcontrol de Saric?

No.Exactamente cuando él

acababa de cenar llegó lanoticia: Feyn había regresado.La ansiedad le bajó por los

hombros como una bata deseda. De inmediato ordenó aCorban que se asegurara de queella estuviera adecuadamenteaseada, empolvada y vestida deblanco antes de que se reunieracon Saric en la mesa. Estanoche su hermana deberíaalimentarse con más quecomida.

Dos horas después, el salónestaba iluminado con velas,veinticuatro en total en seis

candeleros, tres en cada paredadyacente a la mesa.Entonaciones clásicas de la eradel Caos llenaban el ambientecon inquietantes notas. Uncompositor llamado Mozart. Unréquiem para los muertos, peroen la mente de Saric el réquiemera para la muerte misma.

El hombre miró el antiguoreloj sobre la pared del fondo.Un minuto para las ocho.Pronto sabría qué regalo le

había traído su hermana. Sinduda alguna, ella no lodesilusionaría. Ahora la mentele giró hacia Jonathan.

El poder político que elmuchacho intentaba ejercer nole preocupaba. Tampoco laamenaza de los mortales quepudieran defenderlo. Amboseran inconvenientes que prontose aplastarían.

Sin embargo, el poder de lasangre del joven era un asunto

diferente. Por avanzada quefuera ahora la alquimia deCorban, ya no podía negar laposibilidad de que la vidaofrecida por la sangre deJonathan era más poderosa ypor tanto más gratificante quela del mismo Saric.

El pensamiento le estrujó elestómago como un puñomientras dos obsesiones lebramaban en el interior: lanecesidad de abrazar la vida

superior en su más auténticaforma, y la necesidad degobernar sobre esa vida comoel único creador.

Si aplastaba a Jonathan y alos mortales no quedaríaninguna amenaza para lasupremacía de Saric. Pero alhacerlo también eliminaríarealmente la posibilidad dedegustar él mismo esa vida.

¿Sentían los mortales másque él los placeres de la

existencia? ¿Era la capacidad deamar y odiar en ellos másgrande que la suya propia?¿Estaban motivados por másambición de la que él habíaexperimentado?

No importaría, siempre ycuando el poder de Saric fuerasin igual. Y sin embargo, síimportaba. Lo inflamaba eldeseo por tener más. Lodebilitaba.

Tenía que aniquilar a los

mortales y a Jonathan con ellos.Solo podría haber un creador.

Un toque en la puerta leinterrumpió los pensamientos.

—Adelante.La puerta se abrió y Feyn

entró al salón, sola. Tenía elcabello recogido hacia atrás endos trenzas. Llevaba el vestidoblanco que él había ordenado aCorban que le diera. Ella erauna visión con ojos negros queexpresaba sumisión silenciosa.

Saric le devolvió la miradapor un buen rato, esperandoque ella hablara a destiempo.No lo hizo.

—Te ves hermosa,hermana.

—Gracias, mi señor.—Siéntate, por favor —

pidió él indicando con la cabezala silla al extremo de la mesa.

El vestido largo de Feyn leondeaba con eleganciaalrededor de las piernas

mientras se dirigía a la mesa yse sentaba. Venado fresco,verduras y cubiertosinmaculados la esperaban. Saricllegó a inclinarse sobre ella paracortar y poner en el plato ungrueso trozo de venado.

—En honor a tu regreso teserviré esta noche, cariño. ¿Tecomplace esto?

—Si te agrada, mi señor.—¿Te serviría si no me

agradara? —inquirió él

levantando la mirada y bajandoel cuchillo.

—No, mi señor.—No.Saric se levantó, llevó el

plato hasta el asiento de Feyn ycolocó la porción entre losutensilios frente a ella.

—Imagino que estásmuriendo de hambre.

—Sí, mi señor.—De algo más que de

carne.

—Sí —asintió ellamirándolo fijamente.

—Come —expresó Saric—.Acábalo todo.

Sin esperar más instrucción,Feyn agarró los cubiertos ycortó la carne.

Comió en silencio durantevarios minutos, con la miradabaja, observándolo de vez encuando y solo por brevesinstantes, como él le habíaenseñado. Ella era hermosa.

Saric se recostó en elasiento donde había cenadoantes, con los codos en losbrazos del sillón y los dedosentrelazados.

—¿Te ganaste la confianzade ellos como te instruí?

—Sí —contestó elladespués de tragar el últimobocado.

—Cuéntame.—Rom Sebastian, no el

nómada, llegó por mí. Habló de

vida y del niño, y me rogó quellevara a los mortales al poderbajo mi autoridad.

—Yo no esperaba menos.¿Aceptaste?

—Finalmente, sí. Creí quelo mejor era que vieran mioposición antes de brindarlesalgún interés en su causa.

—Bien. ¿Te llevaron a sucampamento?

—Sí.—Entonces sabes dónde

está.—Me encapucharon. Pero

sí. Sé dónde está.—¿Cómo es posible eso, a

menos que tu salida hubierasido en realidad una fuga? —objetó Saric entrecerrandolevemente los ojos—. Despuésde que te dije expresamente queno despertaras sospechas.Mírame.

—No. No escapé —contestó Feyn levantando la

mirada hacia él—. Mevolvieron a sacar encapuchada.Y conservaron a Janus comogarantía.

—Si te devolvieronencapuchada, ¿cómo entoncessabes dónde está elcampamento?

—Mi señor, podía oír el río.El sol había salido y calentabadesde el oriente. Tengo unimpecable sentido deorientación —informó ella

brindándole una sonrisa, comoinsegura de que se lo permitiera—. Si me lo pidieras, yo podríaencontrar ahora tu fortaleza. Ytambién me trajeronencapuchada hasta aquí.

¿Era posible eso? Saric laexaminó, la forma en que ellavolvió a bajar la mirada.

—He hablado con Corban yhe revisado los mapas con él.Tenía la esperanza de queestuvieras satisfecho.

Algo inquietaba. Y sinembargo, ella era la imagen dela sumisión conciliatoria.

—Si has hecho algo paralevantar sospechas me lotendrás que decir ahora. Si ellosrecelan algún juego sucioabandonarán el valle antes deque podamos llevar nuestrasfuerzas.

—No. No lo harán. Sonindividuos muy cautos, pero nolo harán.

—¿No? ¿Por qué?—Porque creen que he

puesto mi lealtad a favor delmuchacho.

Él la examinó,escudriñando cualquier señalde engaño.

—Ya veo. Pero has dichoque son muy cautos.

—Solo porque no se lesdebe subestimar.

—¿Pero no sospechan unataque?

—No.—Muy bien —asintió él—.

¿Averiguaste sus fuerzas?¿Cuántos son, cuán fuertes, quéhabilidades tienen?

—Sí, mi señor.—¿Y?—Solamente son

setecientos fuertes. Los demásson demasiado viejos odemasiado jóvenes para pelear.A pesar de su habilidad, la cuales considerable, tendrían poca

posibilidad contra tu ejército.Saric ya había deducido

eso. Tal vez sus hijos notuvieran las astutas habilidadesde un nómada o las extrañasdestrezas de los mortales, segúnhabía oído en los relatos, peroeran insuperables en fortaleza yvelocidad.

—Ellos aseguran tener unaextraña percepción, ¿de dóndecrees que viene?

—De la sangre de Jonathan,

la cual consideran vidaverdadera.

Vida verdadera . Lospensamientos anteriores deSaric acerca del muchachoreaparecieron. Por un instanteansió esa vida como habíaanhelado la sangre de su propiocreador. A fin de ver, probar yexperimentar igual que losmortales podían hacerlo.Desechó el molestosopensamiento.

—Pronto verán exactamentecómo es la verdadera vida —declaró Saric—. Su creadorestará muerto mañana a estahora.

—Eso podría significar unproblema, mi señor —advirtióFeyn como si escogiera concuidado sus palabras—. Ellosvigilan constantemente almuchacho y lo mantienen enreclusión por seguridad.

—¿Y ahora me lo dices? —

objetó él levantando la copa.—El muchacho confía en

mí. Me ha pedido que acuda aél. Solo yo puedo entregártelo.

El tono de la soberanaparecía de manipulación. Quéraro…

—Tengo una petición —anunció ella.

—¿Eres ahora tan valientepara hacer una petición?

Feyn se recostó en suasiento, cruzó las piernas y

continuó sin reaccionar ante lacorrección implícita de suhermano.

—Si he de gobernar comosoberana bajo tu autoridad, loharía libre de las molestias y losinconvenientes físicos de tomartu sangre cada tres días. Losotros que has hecho son lealesa ti, nacidos de tu sangre. Y yotambién lo soy. Pero quieroestar libre de ataduras.

¿Había ella encontrado la

audacia para pedir esto? Saricse reclinó en su asiento dandogolpecitos con las yemas de losdedos.

—Tu tiempo afuera te hallenado de valentía. ¿Quéesperas que yo haga alrespecto?

—Si soy valiente es soloporque tengo tu sangre, miseñor. Puedes matarme encualquier momento y gobernaren mi lugar… acepto eso tal

como es, estoy a tu merced.Puedes tomar la vida que mediste. Solo pido que mepermitas vivir libre mientras medejes permanecer a tu servicio.Cualquier otra cosa no es vidaen absoluto. Cualquier otracosa no es verdaderaobediencia.

Esta era la Feyn que Saricrecordaba de la antigua vida.Así que no se había despojadode su carácter… Él encontró

satisfactoria la revelación.Quizás ella le brindaría másplacer del que había previsto.

—No estoy seguro de quesepas lo que estás pidiendo —expuso Saric.

—Dímelo entonces.—¿Haces exigencias? —

inquirió él inclinandolevemente la cabeza.

—Perdóname. ¿Me podríasconceder lo que estoypidiendo?

—Eso está mejor. Solo hayuna manera de liberarte de tunecesidad de mi sangre.Aunque yo estuviera dispuesto,estarías planteando más de loque estás negociando.

—Me convertiría ensangrenegra total —expresóFeyn—. No veo cómo eso seade algún modo distinto de loque soy ahora.

—No hay manera de volveratrás. Nunca.

—Ya soy sangrenegra ynecesito mi dosis regular paramantenerme viva. Me sientoatrapada. Enjaulada. Esta no esla misma vida que tú tienes,hermano.

No amo o señor. Hermano.Saric no pudo reprimir lasonrisa que le surcó el rostro.

—Ya veo. Te refieres a usaral muchacho como medio paraque se te conceda tu deseo.

—Solo deseo estar viva

como mi propio creador lo está.Totalmente viva y libre paraservirte. No pretendo faltar alrespeto. Simplemente señalo elvalor que te traigo y pido estefavor a cambio. Hazme libre,mi señor. Si hallas algúndesagrado en mí, entonces tomami vida y sé soberano en milugar.

Feyn podría pensar enconspirar ahora contra élmientras la propia sangre de

ella aún estuvierahormigueándole en las venas,pero como sangrenegracompleta desaparecería todovestigio de deslealtad hacia él.¿Sabía eso ella? Tal vez no. Detodos modos, Feyn sabía que lepertenecía a él para subsistir oser desechada. Además, ellahabía señalado lo obvio: sunecesidad de tomar la sangre deél se había convertidorápidamente en una molestia.

—Se requeriría unatransfusión total de sangre.

—Lo acepto.—Serías mía por siempre.—Ya soy tuya por siempre.—Así es —replicó él

asintiendo con la cabeza—.Dime, ¿crees que es verdad quela sangre del muchacho esveneno para los sangrenegras?

—Sí.—Entonces te das cuenta

que tu sangre nunca se podría

alterar mediante sangre mortal.—La sangre mortal me

resultaría letal.—¿Y si rechazo tu petición?—Sabría que no confías en

mí.—¿Aún me entregarías al

muchacho?—Sí.—¿Cómo?—Iré sola hasta él

únicamente para guiarlo haciati, tratando con él como mejor

te parezca.Sí. Ella lo haría. Como debe

hacerlo y como haría cualquiersangrenegra.

—¿Y tú, mi señor? ¿Vas amarchar contra el campamentomortal?

—Sí.—¿Cuándo?—Mañana a primera hora.Saric echó el asiento hacia

atrás, se paró y rodeó la mesahasta ponerse al lado de Feyn.

Le ofreció la mano, la cual ellatomó con un ligero toque.

—Pero por ahora levántate,mi amor.

Ella se deslizó del asiento yse levantó. Con el pulgar, Saricle rozó una mancha negra en elextremo de la boca.

—Tan hermosa, tan fuerte.Me has dado soberanía y poreso te lo mereces. Te concederétu petición, Feyn. Solo esperoque mi regalo no se convierta

en una maldición.—Gracias, mi señor —

manifestó ella, inclinando lacabeza.

—Y luego entregarás almuchacho en mis manos.

—Sí, amo. Lo haré.

E

Capítulo treinta ycuatro

L SOL SE LEVANTABA enel cielo oriental, inundando de

luz la meseta sobre el valleSeyala mucho antes de ingresaral cañón por debajo. A menosde un kilómetro al sur el ampliovalle que los mortales llamaranpropio por casi un año había

sido devuelto a la naturaleza.Habían desmontado todas lasyurtas y las habían cargado encarretas. Los corrales estabandesbaratados, y los postesrecogidos del suelo; habíanrellenado las fosas de lashogueras con tierra fresca, yhabían cubierto o borrado todorastro de vida humana.

Desde donde Rom sehallaba, de pie sobre el estrechocañón septentrional, solamente

la tierra removida y eldescolorido estrado de lasruinas mostraban la recientepresencia humana. El custodiohabía hecho quitar todas lasreliquias, las cortinas de seda ylas alfombras del santuariointerior. Como solían hacer,habían dejado el recipiente decuero usado para laconmemoración del corazón deAvra levantado entre lascolumnas gemelas. Abajo, la

piedra caliza aún estabamanchada con sangre, unaafrenta macabra visible inclusodesde esta distancia.

Avra… la primera mártirmortal. Rom se preguntócuántos se le unirían hoy a ella.

Giró sobre los talones y sedirigió hacia Roland, quiensostenía una reunión urgentecon Michael y Seriph. A cadalado de la entrada del cañónhabían encaramado enormes

rocas en filas de cinco a lolargo de cincuenta pasos delprecipicio. Más adelante yacíancuarenta barriles de cincuenta ycinco galones de petróleo quepor medio de asaltos Rolandarrebató a los transportesdurante los últimos cinco años,separados a lo largo de unasección del farallón que caíaverticalmente dentro de laenorme grieta.

El plan, concebido mucho

tiempo antes por Roland y unavez totalmente improbable paraRom, se había vuelto ahora enel único medio para escapar auna muerte segura.

—Dime que esto va afuncionar —manifestó.

—¿Tienes dudas ahora? —expresó Roland volviéndose.

—Siempre las tuve —reconoció Rom mirando elcañón a la derecha—. ¿Estásseguro de que se propagará el

fuego?—Olvídate del fuego —

objetó Michael—. Preocúpatepor hacerlos entrar al cañón. Silogramos hacer eso podríamosbloquear el escape con lasrocas. Quedarían atrapadoscomo ratones y los mataríamosuno a uno como nos venga engana.

Solo había dos maneras desalir del cañón: por el norte oretrocediendo por donde

habían venido. La arena entrelas salidas estaba empapada consuficiente petróleo paraproducir el infierno en la tierra.

Pero el combate nocomenzaría aquí en el valle,donde los mortales tendríanmenos espacio para maniobrar,sino en la meseta, al sur y aloeste del cañón.

—Sufriremos nuestraspérdidas —dijo Roland—. Laúnica pregunta es cuántas.

—¿Cuántas dirías tú?—Tan pocas como

podamos. Si las pérdidas subennos retiramos hacia el nortecomo lo planeamos.

—¿Cuántas antes deretirarnos? —presionó Rom.

—Tomaré esa decisióncuando deba hacerlo.

Rom asintió con la cabeza.Había sentido malestar en elestómago desde que regresaron.Aquí, lejos de un campamento

lleno de niños mortales yancianos artríticos, el riesgoparecía razonable. Pero al echaruna mirada hacia el valle dondelos que estaban bajo su cuidadohacían preparativos para irse opelear, Rom no se podía quitarde encima el temor de queestaban cometiendo una terribleequivocación.

Adelante, un grupo decustodios dirigidos por Nashtu,uno de los combatientes de

rango, se apoyaba contra unade las enormes rocas que aúndebían poner en su sitio. Laposición de las rocas era crítica:suficientemente frágil para queal quitar una cuña cayerarodando la pila entera. En laparte superior del farallónhabían colocado rocas yescombros hasta donde suscuerdas les permitían llegar.Con un poco de suerte laavalancha resultante bastaría

para cerrar cualquier retirada.—¡Cuidado allá! —gritó

Nashtu—. ¿Quieres que toda lapila se nos venga abajo ahora?¡Amontónalas en paralelo,compañero!

Otros dos con espaldas ycuellos sudorosos se unieron,aullando sus propiasinstrucciones. Un total de cientrabajaban febrilmente a lolargo del precipicio, haciendopreparativos finales, muy

conscientes de una cosa: nadade esto tendría ninguna utilidadsi primero no resultaban conéxito las tácticas de Roland enla meseta.

Prácticamente ya se habíanido quinientos mortales:mujeres embarazadas y aquellosque eran demasiado jóvenes oviejos para enfrentar a lossangrenegras. El último grupode cincuenta se escurría por lameseta, dirigiéndose hacia una

de las tres ubicaciones a quincekilómetros al norte dondeesperarían la noticia de losexploradores de que era seguroregresar o que debían huir.

La hilera de caballosavanzaba hacia las tierrasbaldías llevando yurtasdesmanteladas y paquetes deutensilios de cocina, ropa yalimentos… todo lo queposeían los mortales menos lasarmas y cualquier otra cosa que

los combatientes necesitaranpara enfrentarse al ejército deSaric. Más de un centenar entremujeres y hombres aptos parael trabajo se habían retirado conlos demás, artesanos ytrabajadores entre ellos, conmenos habilidades en elcombate pero bastante fuertespara reconstruir y vivir a fin devolver a luchar.

—Tenemos nuestrasventajas —comunicó Roland

—. Y puedes estar seguro deque las haré valer todas.Fraccionamos, pinchamos, lesreducimos la cantidad,corremos, atacamos… podemosprevalecer. Yo no arriesgaríauna sola vida si no pensara así.

Un brillo le inundó los ojos.—Te lo aseguro, Rom,

llegará el día en que viviremoscomo creadores. Inmortales.

Esa es tu obsesión, ¿no esasí, príncipe? Vivir para

siempre. Ser inmortal. Sercreador y gobernante a la vez.

Rom había vistoendurecerse las líneas del rostrode Roland bajo presión estosúltimos días. La vocación delpríncipe siempre había sidopara su pueblo. Solo unoscuantos de ellos conocían elreciente ocaso de Jonathan, y aRom le enfadaba notar quequienes lo sabían veían pasar almuchacho como si fuera un

remanente de algo pasado, yasin relevancia. Rom sabíaademás que para los nómadasesta batalla no tenía elpropósito de llevar al joven alpoder, sino de sobrevivir. Estosiempre fue así. Pero ahoraalgo había cambiado dentro deRoland en los últimos días.

Rom no tenía intención deenfrentarse ahora al nómada enese tema, pero lo haría cuandoesto pasara. Esta batalla, todo lo

que arriesgaban ahora, era porel bien de Jonathan, no por elde ellos, sea que hoy Rolandreconociera eso o no. Ahorahabía muchos mortales, todos ycada uno de ellos creadores.Pero solo había un verdaderosoberano, quien ya habíasangrado para darles la vidaque hoy reclamaban comopropia.

—¿Y qué de Jonathan?—Pregúntale tú mismo —

replicó Roland mirando porencima del hombro de Rom, yluego apartándose.

El príncipe se alejó,señalándole a Michael que losiguiera.

Rom pensó por un instanteen seguirlo. ¡Que no se atrevana entrar en combate con laslealtades divididas!

—Rom…No había oído acercarse a

los dos jinetes. Al sonido de su

nombre se volvió para ver aJordin y a Jonathandesmontando detrás de él.Haciendo de lado suspreocupaciones respecto aRoland, intentó ofrecer unasonrisa.

—Jonathan, Jordin. Rolandasegura que todo está en orden.

—Espero que no —comentó el joven—. Yo teníaentendido que estábamosderrocando al Orden.

Esto último lo expresósonriendo.

—Sí, bueno, así es. Mesentiría mejor si salieras ahora,mientras el último grupo aúnesté a la vista. En cuanto a ti,Jordin, Roland dice que tenecesitamos aquí, pero yo…

—Me voy con Jonathan —interrumpió ella.

—Déjame terminar.La muchacha asintió con la

cabeza, momentáneamente

contrita.—Insisto en que

permanezcas al lado deJonathan con los demás quehan ido al norte. Prepárate pararegresar en el momento querecibas la noticia —explicóRom, y miró entonces aJonathan—. Si se cumplenuestra esperanza, Saric seráderrotado y te escoltaremos aBizancio al atardecer.

El muchacho cumplía

dieciocho años hoy. Era el díade su sucesión, el día de lareclamación de su mayoría deedad. Con suerte, esto aúnsería. Luego vendría el tiempode la celebración.

—Entonces cumpliré elpapel para el cual nací, comosoberano —añadió Jonathan,como si considerara por uninstante la investidura.

—Que la vida regrese almundo a través de ti, mi

soberano —expresó Rom,sintiendo que esas palabraseran tanto una oración comouna intención… no sabía cómoiba a resultar el día, solo que dealgún modo su destino erallevar al muchacho al poder.

Jonathan agarró a Rom porlos hombros y lo abrazó.

—Pase lo que pase hoy…lo que has hecho nunca seolvidará, Rom. Cuando vengala muerte hallarás vida. Los

muertos se levantarán y viviránbajo mi reinado, recuerda mispalabras.

—No tengo dudas, misoberano.

—Bien —indicó Jonathansoltándolo y poniéndole lamano en el hombro—.Entonces te será más fácil oírque no me voy con los demáscomo deseas.

—No, tienes que hacerlo —objetó Rom, sintiendo alarma

en el estómago—. Por tu propiaprotección.

—No —declaró elmuchacho volviéndose—.Debo estar más cerca parapoder unirme y reclamar misoberanía sin demora. Jordinvendrá conmigo.

—¡No tendrás que pelear!—No pelearé, pero estaré

cerca. Iré al antiguo puesto deavanzada en Corvus Point. Esaislado y seguro. No temas,

Rom. Está decidido —informó,y soltó una leve y enigmáticasonrisa—. ¿No es esa laprerrogativa de ser soberano…tomar sus propias decisiones?

Corvus Point estaba apenasa ocho kilómetros al oeste, perono se sabía lo que podríasuceder en la batalla. Ademáslos exploradores sangrenegraestarían recorriendo la región.

—Es demasiado lejos paralas rondas de los exploradores

de Saric —contestó Jonathancomo si le leyera la mente—.Estaremos a salvo. Jordin y yosomos expertos en escapar deamenazas accidentales.

De repente, Rom recordó lanegociación con Feyn el díaanterior. Según ella, Jonathanhabía sugerido que se reunierana solas el día de la sucesiónpara tratar el asunto de la formade gobierno, un detalle quehabía olvidado en la crisis que

hasta ahora se estabapresentando.

Jonathan había planeadoesto desde el principio.

—¿Y Feyn?—Le pedí que se reuniera

conmigo allá —comunicó eljoven inclinando levemente lacabeza en conformidad—. Losguerreros librarán la guerra,pero el asunto de la soberaníatiene sus propiosrequerimientos.

A Jonathan ya no se le oíacomo el muchacho de solo díasantes. Aun así, el pánico seapoderó de Rom y lo agarrópor el hombro.

—Entonces iré contigo. Note dejaré desprotegido.Llevaremos a diez de nuestrosmejores…

—No, Rom. Tú tienes unabatalla por pelear. Llevaré aJordin.

—¡Ella es una sola! No.

¡Los riesgos son demasiadoaltos!

—M i soberanía está enjuego. Yo decido esto, no tú,Rom. No esta vez.

El tono del muchacho nopodía ser más contundente.Rom le soltó el hombro,sorprendido.

—Hoy cumplo la mayoríade edad —continuó Jonathan,ahora con más suavidad—.Déjame dirigir como debo

hacerlo, y haz tú como debeshacer. Nuestro pueblo debeverte en la batalla.

—Roland es quien dirigeesta batalla.

—Roland dirige loscorazones de muchos. Pero túdiriges otros. Y, por tanto,solamente Jordin vieneconmigo. Nos reuniremos conFeyn. Antes de que concluya eldía volveremos con un acuerdoque me permitirá ocupar la silla

de poder para la cual nací. Saricserá derrotado y yo serésoberano. Permíteme seguir lasenda hacia mi legítimo lugar.

¿Era eso posible?Pero Saric aún vendría. A

pesar de las negociaciones deJonathan, o incluso del acuerdocon Feyn, el sangrenegra latenía en esclavitud, envenenadopor ascender al trono en lugarde ella. Era necesarioderrotarlo.

Rom comenzó a objetar otravez, pero Jonathan lointerrumpió. El muchachorealmente se había convertidoen hombre de la noche a lamañana. Atrás había quedado elenardecido soberano futuro quedanzara embadurnado desangre durante la Concurrencia.Aquí se hallaba un líder jovenexigiendo obediencia.

Sin embargo, aún habíaesperanza.

Rom miró a Jordin, cuyabarbilla estaba un poco máselevada de lo normal. Orgullo.Satisfacción. Ella había sidoescogida por Jonathan… nadapodía significar más para ella.

—No lo pierdas de vista —pidió Rom, sosteniéndole lamirada.

—No tengo intención dequitarle la mirada de encima.

—Aun si se llegara agolpear un dedo del pie, yo

personalmente te haréresponsable.

—Él no perderá un solocabello bajo mi vigilancia.

—Mantente atenta acualquier movimiento. Si se lesenfrentan, no peleen. Huyan.

—Más raudos que unagacela.

—Basta —pidió Jonathan—. ¿Me tomas por un frágilhuevo?

—No. Eres un soberano…

mucho más valioso para estemundo que cualquier huevo.

—Al igual que tú, Rom —declaró Jonathan, conexpresión más suave—. Jordindaría su vida por salvarme, notengo duda de eso. Y yo daríami vida por salvar a cualquierade ustedes.

El muchacho apretó porúltima vez el hombro de Rom.

—Tranquilo, amigo. Nosreuniremos pronto en victoria.

—Si Feyn llega, vigílalacomo un halcón —pidió Rom,y se volvió hacia Jordin—. Noconfíes en la soberana. Si Saricmuere y ella sobrevive…

—Entonces Feyn y yoreinaremos juntos —interrumpió Jonathanregresando hacia su caballo,con Jordin pisándole lostalones; él se acomodó en lasilla y un segundo después lajoven lo imitó—. Deja de lado

tus dudas, Rom. No olvides mispalabras.

Entonces hizo girar el corcely lo espoleó hacia el oeste.

Hacia Corvus Point.

L

Capítulo treinta ycinco

AS ESCAMAS DE UNAenorme serpiente se retorcían

a lo largo de la llanura Andros,a ocho kilómetros al sur delvalle Seyala. Doce mil hombresfuertes. Dos mil de caballería.Diez mil soldados de infanteríapesada.

Dos abanderados portabanestandartes rojos quesobresalían como dos ojoscarmesí puestos al frente delserpenteante ejército. Unollevaba la brújula del Orden, lacual era la insignia del mundo ydel soberano, traspuesta de suantiguo fondo blanco alcarmesí del nuevo OrdenMundial de Saric. El otrollevaba el fénix escamado: unacriatura alada y serpentina (una

versión evolucionada del pájarode fuego), símbolo de la vidaque renace y que una vezreverenciaran los alquimistasdel antiguo Caos.

El ejército era del doble detamaño de las legiones de loslibros de historia del Caos.Apropiado, porque estabacompuesto de quienesdoblemente estaban vivos, cadauno de ellos obra maravillosano solo de la alquimia, sino

también de su creador.Los dos mil de caballería en

la vanguardia montabancorceles negros taninquietantemente uniformesque era fácil creer que habíansalido de la misma líneasanguínea o del mismo códigogenético.

Y así había sido.Los hombres de la

caballería llevaban lanzas,espadas y pequeños escudos

redondos. Cabalgaban enmonturas negras bordeadas conarmadura de cuero paraproteger los flancos de loscorceles; a primera vista no sepodía decir dónde terminaba elhombre y dónde comenzaba elanimal. Los negros yelmos noreflejaban la luz del esporádicosol.

Los diez mil de infanteríausaban la armadura de cueronegro del líder, el lustre pulido

apagado por el polvo de lamarcha de ocho horas. Este lescubría los tacos y las puntas delas botas hasta la mitad delmuslo, lo que daba a cadasoldado la apariencia de haberbrotado de la tierra como unespectro tenebroso.

Portaban lanzas con puntasde hierro. Espadas cortas yrectas les colgaban de la caderaizquierda. Tenían escudosrectangulares colocados sobre

sus espaldas como gigantescasescamas color obsidiana. Lasarmas de una época antigua lashabían remodelado,haciéndolas renacer enprofundas fábricas al sur de lapenínsula, primero bajo lasórdenes de Pravus, y másrecientemente bajo Saric.

Marchaban veinte columnasde ancho, con cinco a cada ladode la caravana de suministrosen el medio. Su formación era

perfecta. Matemáticamenteprecisa y viva.

El terreno se estremecíadebajo de sus pies como ellatido de un corazón nuevo, elhimno de una novedosa eraviviente.

A la cabeza de lavanguardia entre Brack yVarus, Saric cerró los ojos. Elruidoso tableteo de los aperosde caballería era su propia clasede canción. Primordial.

Hermosa. Como los violines delCaos: refinados más allá que elsimple sonido.

Solo un ser podía amenazarla armonía de la nueva era deSaric.

El niño. Jonathan.Al sangrenegra se le

contrajo el estómago, tanto poranticipación como de ira. Habíados cosas que no podíasoportar. Una era cualquieramenaza a la supremacía de la

vida en sus venas. La otra erasu propia necesidad dedescubrir y consumir la vidasuperior.

Desde que se le habíapresentado la idea de que elmuchacho podría poseer vidasuperior en las venas, ningunacantidad de razón había podidodesalojarla. Saric había pasadola mitad de la noche haciendopreparativos con sus generales,considerando todo acceso

posible al valle de los mortalesy toda táctica para asegurar unaaplastante victoria. Lo habíaensayado todo sin descanso.Que albergaba algunapreocupación a pesar de laenorme ventaja de su ejércitoera de algún modo un misteriopara sus oficiales, Saric sabíaeso.

En realidad, lo quemotivaba su ansiedad era elfuribundo conflicto en su

mente, relacionado con lanaturaleza de la vida deJonathan, y esto era algo quenunca deberían saber sus hijos.Las inquietudes lo habíanmantenido despierto hasta lamarcha antes del amanecer.

Al final se había sometidopersonalmente a una simpleresolución. Su necesidad degobernar superaba cualquieradopción de vidapotencialmente superior. Y sin

embargo, hasta el pensamientode abrirle la yugular almuchacho lo obsesionaba. Uncreador, matando a otro. ¿Quéfuente de vida podría élextinguir, para nunca volver aser vista? ¿Y si estuvieracometiendo una terribleequivocación?

La meditación de Saric fueinterrumpida por el repiqueteode cascos que se acercabandesde el norte. Se le abrieron

los ojos.Uno de los exploradores,

regresando. La urgenciaemanaba del rostro delguerrero.

Saric levantó el brazo.Detrás de él, la maquinaria desu ejército se detuvo porcompleto.

El explorador bajó delcaballo antes de que este sedetuviera, dio cinco largaszancadas y se hincó en una

rodilla, con la cabeza inclinada.—Mi señor.—Levántate —ordenó

Saric; el explorador se puso depie—. ¿Bien?

—Han evacuado el valle.Están esperando en la meseta.

Así que los mortales noeran ignorantes de la situación.Eso era de esperar; sin duda,los exploradores nómadashabrían visto venir el ejército ytuvieron tiempo para hacer

precipitados preparativos a finde retirarse o combatir.

—¿Ninguna señal en elvalle?

—Lo han dejado limpio,aunque hay algunas ruinas queparecen haberse usadorecientemente para alguna clasede ritual de sangre. Hay sangresobre las piedras.

Poco se sabía acerca de lascostumbres secretas de losnómadas, pero a Saric le

importaba un bledo cómovivieran. Lo que le interesabaera la sangre. ¿Podría ser la delmuchacho? ¿La habíanderramado en la formación demás mortales?

La mente se le remontó alregreso de Feyn, allí sobre lamesa de Corban, mientras elalquimista bombeaba toda lareserva que conservaba de lasangre de Saric. La soberanahabía gritado mientras la sangre

de su hermano reemplazaba lade ella, y luego se habíadesplomado durante una hora.Al volver en sí había estadotranquila y resuelta,aparentemente sin cambioalguno en su antiguapersonalidad.

Más tarde, cuandohablaron, ella pareció muysegura en cuanto a que losnómadas no sospechaban naday a que los agarrarían por

sorpresa, pero también es ciertoque su hermana sabía poco decómo afrontar la guerra.

Por un momento, Saric sepreguntó en qué más ellapodría estar equivocada. O si asabiendas le había dadoinformación errónea. No.Imposible. El poder que teníasobre su hermana era absolutoy ella había sido ingenua. Saricse habría dado cuenta si lasoberana hubiera querido

engañarlo.¿O habría hallado el

muchacho una forma decambiarla en sentidos que Saricno podía comprender?

Pronto lo sabría. O Feyntraicionaría al joven comohabía detallado tarde en lanoche, o intentaría traicionar aSaric… inconcebible,considerando el estado de ella.

La mujer había insistido enir sola, temiendo que detectaran

la presencia de algún guardia yse perdiera la oportunidad.Saric había rechazadoinmediatamente la idea, peroella había sido categórica enque Jonathan no debíasospechar nada en esta supuestacumbre entre ellos.

—Esto no me gusta —susurró Varus.

La atención de Saric volvióal presente.

—No hay nada que guste en

lo que es incierto —contestó él—. ¿Cuántos hay en la meseta?

—Desde donde podíamosver, menos de mil —contestó elexplorador—. Pero esimposible una inspeccióntotal… están esperando enterreno más alto.

—¿A qué lado?—Norte.Un extraño alivio se filtró

en las venas de Saric. Hastaaquí, el reporte de Feyn era

cierto. Esto le dio confianza enla disposición de ella paracumplir con lo demás.

—¿Armas?—Normales —informó el

explorador.—¿Caballos?—La mayoría.Otra vez, como se esperaba.—Correrán más rápido que

nuestra infantería —opinóVarus—. A menos quelográramos dar uso a nuestra

infantería, nos podrían superaro huir.

—Si quisieran huir, ya lohabrían hecho —replicó Saric—. Nos están esperando. Asíque no los decepcionaremos.

—¿Podría tratarse de unatrampa? —inquirió Varus.

Saric miró al explorador enbusca de una opinión.

—Ninguna señal quepudiéramos ver. Hacia el nortehay un cañón, que debemos

evitar.Saric levantó la mirada y

examinó el horizonte. El vallese extendía más allá de lascolinas próximas, tranquilas enel sol de finales de la mañana.Era extraño pensar que eldestino de todos los vivos y losmuertos se pudiera decidir enun día histórico. Se recordaríael nombre de Saric hasta elfinal de los tiempos.

Este era su destino.

¿Y la sangre delmuchacho?

—Podemos perder la mitadde nuestros hombres y aúnderrotarlos —declaró él—. Noestamos aquí para salvar vidas,sino para acabar con todos losque amenazan la nuestra. Envíatrescientos jinetes al norte a lolargo del flanco occidental paracortar cualquier escapatoria.Otros trescientos al oeste contoda una división de infantería

para que esperen mi señal. Losencerraremos en su propiocementerio sin que al final deldía quede de pie un sologuerrero nómada.

No quedaría ninguno paraproteger al muchacho.

—Envía por el centro a lamayor parte de nuestrainfantería, guiada por dosdivisiones de caballería —ordenó Varus—. Lospresionaremos hacia los

precipicios. Envía la orden.Brack asintió e hizo girar su

caballo. Instantes después, todauna columna izquierda seseparó y se reordenó: veinte deancho y cien de largo. Dos milhombres. En pocos minutosmarchaban hacia el noroeste, yBrack regresaba al lado deSaric.

—A paso ligero —decidióSaric haciendo un secomovimiento de cabeza.

El capitán de la guardia deélite estiró el brazo al frente, yla negra y hermosa maquinariaque era su ejército se movió,avanzando de nuevo, esta vez aldoble del ritmo anterior.

La llanura empezaba aestrecharse como a cincokilómetros entre dos farallones.Desde aquí se podía seguir lasinuosidad del río que fluíaentre ellos, subiendo hacia loscañones y las montañas más al

norte. El ejército de Saricmarchó a lo largo de la llanura,virando al oeste cuando elterreno comenzaba a ascender.No hizo la señal hasta quellegaron a la entrada del valle.

—Alto.Saric disminuyó el paso de

su montura hasta detenerla, ylas fuertes pisadas de botas enel suelo cesaron detrás de él.Aún no había indicios demortales en los farallones.

Excepto por la ruinas, el valleparecía vacío, según losinformes.

—Tráiganlo.Se emitieron las órdenes y

cuatro sangrenegras hicieronrodar hacia delante unapequeña y larga carreta. Saricmiró al mortal amordazado yatado de cuello, cintura yrodillas a un grueso poste enmedio del vehículo. Solollevaba puesto un taparrabos

alrededor de la cintura y estabacubierto de sudor y polvo. Ojosbien abiertos y fieros. Corbanhabía hecho un buen trabajo enconservar vivo al prisioneroque capturaron en la Autoridadde Transición. Triphon, sellamaba, y Saric lo conocíacomo uno de los queconspiraron con Rom Sebastianpara derrocarlo nueve añosatrás.

Ahora los mortales verían el

destino de quienes lodesafiaban.

—Háganlo frente a lasruinas.

Los dos sujetos que tirabande la carreta inclinaron lacabeza y comenzaron a avanzaral trote, seguidos por otros dos.El aire estaba pesado ytranquilo mientras el grupo seseparaba del ejército y girabahacia las ruinas a menos demedio kilómetro al frente a lo

largo de los barrancosorientales.

Durante varios minutos nohubo ningún otro movimiento.Los farallones permanecíanvacíos, el cielo silencioso, elvalle aletargado.

El destacamento se detuvocerca de las gradas de las ruinasy rápidamente los hombrescomenzaron a cavar un hoyo.

—¿Ves algo?—Nada —respondió Brack

mientras su montura cambiabade posición debajo de él—.Pero observan.

Sin duda. Y verían.Los preparativos tardaron

solo un par de minutosayudados por gruesos músculosy palas afiladas. Sacaron almortal de la carreta, aún atadoal poste de tres metros. El airese agitó, levantando en la partesuperior del poste un estandartecon el escudo de Saric.

Izaron al prisionero paraque todos lo vieran antes decolocarlo sobre el hoyo y sincontemplaciones dejar caeradentro el extremo del madero.

El cuerpo del mortal sesacudió colgando aún, como uncerdo en el extremo de un palo,con los brazos atados a loscostados y los pies colgándole.

Rellenaron el hoyo,apisonando la tierra para que elposte se sostuviera solo, luego

retrocedieron y esperaron laseñal de Saric. Los nómadaseran demasiado fuertes paraque los desmoralizara estaescena, pero plantar el cuerposerviría como una claraadvertencia: Saric reclama estevalle.

Este asintió. Brack levantóuna bandera roja.

Uno de sus hijos sacó unaespada, se acercó al mortal, y leclavó la hoja por debajo de la

caja torácica. El hombre en elposte echó la cabeza hacia atrásy se tensó, sobresaliéndole losnervios a lo largo del cuello,luego quedó flácido, como untítere inerte sobre un palo.

Mientras observaba elasesinato, Saric no podía dejarde pensar en lo fácil que sepodía quitar la vida, y en lodifícil que era crearla. Ahora lecorrespondía a él dar y quitar.

Solo podía haber un

creador.Los sangrenegras se

reunieron alrededor de lacarreta y dejaron el posteclavado frente a las ruinas. Muypor encima, un buitre solitarioempezó a dar vueltas en el cielogris.

—Subamos —ordenó Saric.El ejército avanzó con

rapidez.En menos de diez minutos

atravesaron el pequeño

riachuelo a lo largo del suelooccidental. Saric regresó amirar el ejército queserpenteaba por la ladera de lacolina hacia la meseta, ahoratan solo a menos de unkilómetro de distancia. Lascantidades, no la agilidad ni lavelocidad, ganarían este día.Poder abrumador, creado por laalquimia para la guerra. Sepreguntó cuántos de sus hijosmorirían hoy. Por él. Y juró en

su corazón que por cada unoque entregara su vida él lloraríay haría dos más en su lugar…

Y luego cuatro.Un explorador en lo alto de

la cuesta indicó que el caminoestaba despejado.

—Creo que usted debemantenerse atrás, mi señor —comentó Varus.

—Ellos huyen. Yo no.Forma las filas a lo ancho.

Varus emitió las órdenes y

la formación serpentina sedividió en tres, dos de lascompañías viraron hacia eloeste.

Como una creciente mareade agua negra, subieron lacolina y corrieron hacia lameseta que se estrechaba casiun kilómetro antes de entrar alas distantes tierras llenas dedesfiladeros. La hierba teníamedio metro de altura. Árbolesal occidente. Barrancos a la

derecha, al oriente.Todavía ninguna señal.En menos de media hora, la

división que había enviadoantes estaría en su lugar paracercar a los mortales. Con unpoco de suerte, estos habríanretirado a sus exploradores paracentrarse en la meseta. Sin dudanecesitarían a todos sushombres.

—Alto.El multitudinario ejército

encabezado por milcuatrocientos jinetes resonóhasta detenerse a lo largo delborde sur de la meseta. Hasta elúltimo hombre, veían al frente,miradas y músculos fijos,esperando la orden. El aire sehizo más tranquilo.

Saric sintió entrecerrárselelos ojos. No con impaciencia niansiedad, sino con extrañoagradecimiento.

No se veía a los nómadas

por ninguna parte. El campoestaba vacío. Nada excepto untierno arbolito sin hojas enmedio del campo, a menos demedio kilómetro de distancia.Solo tras un curioso análisispor un momento Saric notó undetalle adicional: colgando deuna cuerda colocada en la partesuperior había algo como unavejiga o una gran calabaza…

O una cabeza.El agradecimiento se

evaporó mientras la cabezacolgaba al viento, se volvió detal modo que desde estadistancia Saric se podía ver laboca abierta y el rostroensangrentado.

—Janus —susurró Varus.El hielo inundó las venas de

Saric. No al pensar en elhombre mismo, sino porque almatarlo los mortales habíangolpeado mucho más que alindividuo. Habían arremetido

contra la imagen de aquel dequien fue hecho.

Contra el mismo Saric.Conque… los mortales no

huirían ni morirían sin hacerruido. Que así sea.

Corre con la velocidad detu creador, Feyn. Tráeme almuchacho…

Miró un momento más lacabeza que como una macabrapelota colgaba de ese poste.Una furia negra como alquitrán

le brotó en el interior.Fue en ese estado cuando

Saric se preguntó si la solitariafigura que galopaba a velocidadvertiginosa desde el extremolejano de su visión había sidoconjurada por su propia ira. Sise había levantado del suelocomo la vengativa muerte.

Pero esta no era unaaparición. Era carne y sangre.Una maraña de trenzasadornadas de cuentas y pieles

con un destello de tachuelasmetálicas como si el Caosmismo la hubiera tocado. Todolo que era refinado resultabasalvaje en el jinete. Todo lo queevolucionaba era primitivo enél.

Roland.El nómada disminuyó la

marcha de su caballo hasta unpaso arrogante y tranquilo, y sedetuvo al lado del poste.

A

Capítulo treinta yseis

OCHO KILÓMETROS DELVALLE Seyala se hallaba el

antiguo puesto de avanzada deCorvus Point, un cruce decaminos abandonado a lo largode la antigua carretera hacia elque Jonathan y Jordincabalgaban ahora.

El edificio en sí apenas erade seis metros de largo. Sustablas estaban erosionadas y supintura, si alguna vez la hubo,era gris aguada. Aun a menosde cincuenta metros Jordinpodía ver entre los tablones laoscuridad interior. A laderecha, en los restosdestruidos de un canal dehormigón habían brotadomanojos de hierba y malezarastrera. La bomba había

desaparecido, tal vez confiscadadécadas atrás junto con lapuerta.

Un caballo estaba atado aun poste al final de la torcidaacera delantera de la cabaña: unmajestuoso animal negro queJordin misma se encontróenvidiando por sus eleganteslíneas y su belleza estética pura.Verlo no ayudaba al estadomental de la joven.

Un nudo de aprensión se le

había oprimido en el vientredurante el viaje desde elcampamento esa mañana.Jordin había visto a Feyn en laConcurrencia, pero solo desdecierta distancia, y aun entoncesla soberana había estadoencubierta.

¿Era hermosa Feyn? ¿Puedetener una persona poder ybelleza por partes iguales? Noes que importara, pues lasoberana estaba a favor del

Orden. Además erasangrenegra. Solo porprincipio, todo dentro de Jordindebía revolverse al pensar enesa mujer.

Pero Feyn también habíamuerto una vez por el niño, porlo que Jordin le otorgaría ciertamedida de confianza.

Miró a Jonathan, quecabalgaba a su lado. Unaenigmática preocupación yenergía nerviosa habían

emanado de él en frenéticasoleadas desde que salieran. Alprincipio Jordin pensó que elmuchacho simplemente estabaansioso. Pero pronto se leocurrió que podría estaremocionado por ver a estasoberana que muriera por él.Quien podría, si fuera verdadtodo lo que Jordin habíaobservado y oído, dar pasopara que él gobernara con ella.

Jonathan y Feyn, uno junto

al otro.El muchacho se inclinó

hacia delante en la silla.Larguirucho y fuerte,oscurecido por el sol, era unguerrero magnífico que habíaencontrado su rumbo.

Hoy estaba cumpliendodieciocho años.

Por otro lado, ¿qué edadtenía Feyn? ¿Treinta y algo?¿Cómo podía Jonathan elegir aalguien que casi le doblaba la

edad?No. No sería así. La unión

de ellos sería una alianzapolítica, no más.

Jonathan espoleó su caballohacia delante, ansioso poracortar la distancia a la antiguacabaña. Después de unmomento de desconcierto,Jordin azuzó su corcel para quefuera detrás del joven, mirandofijamente a la figura queaparecía en la erosionada

puerta.El corazón de la joven se

abatió ante lo que vio. La mujerera impresionante.

Tenía la piel pálida…asombrosamente, desdecualquier estándar nómada. Laenvidia del Orden; de la realezaen particular. Jordin nuncaantes hubiera pensado que unapiel así de pálida fueraatractiva, pero algo en lamajestuosidad de Feyn la hacía

incuestionablemente hermosa.Los ojos de la mujer eran

negros y maravillosos a la luzbrillante, como pupilas gigantessin nada de iris, reluciendocomo los lados de la obsidiana.Así como las sencillas joyasoscuras enclavadas en loslóbulos de las orejas.

La visión atrajo a Jordin.Feyn llevaba un regio

vestido blanco y usaba dossimples trenzas que se retorcían

como columnas esculpidas pordebajo de los senos hacia lacintura. Jordin habría evitadoesa ropa por poco práctica,usada solo por quienes nosabían nada de caballos, peroera evidente que la soberanahabía venido cabalgando desdela ciudad. Sabía montar, y lohacía bien.

Jonathan se apeó delcaballo con la tranquilidad dealguien que se reúne con un

amigo de antaño, sin mostrar niuna pizca de preocupación.Avanzó con sus largas piernasde atleta mientras Jordindetenía su caballo al lado del deél. De un salto, el joven subiólas tablas rotas de los dospeldaños, perdidos muchotiempo atrás de la acera frente ala cabaña. Luego se apoyó enuna rodilla y besó la mano de lasoberana.

Por alguna razón, la escena

le pareció detestable a Jordin.La piel del cuello se le erizó.

—Mi señora —expresó él,alzando la cabeza e irguiéndosede nuevo.

—Jonathan —contestó ellaasintiendo con la cabeza; la vozse oyó más allá del porchedestrozado.

Feyn no mostró indicios dehaber visto a Jordin; toda suatención estaba puesta en eljoven que le había demostrado

tal respeto. Sin embargo, si elmuchacho honraba a Feyn,Jordin también debía hacerlo,aunque solo fuera porqueconfiaba en él.

La chica bajó de la silla,mirándolos, pero en vez deseguir a Jonathan a lo alto de laescalera, se quedó atrás hastaque él se dio la vuelta.

—Jordin, ¡ven! Conoce a lasoberana.

La joven inclinó la cabeza,

se acercó a la cabaña y subiólas rajadas tablas del porche.

—Mi señora —manifestó,obligándose a estrechar la manode la mujer.

Jordin esperaba que lospálidos dedos de la soberanaestuvieran helados. No fue así.Es más, estaban tibios. El anillodel cargo le resplandecía con elcolor del sol en la manoderecha.

La chica comenzó a

arrodillarse.—Por favor —objetó la

soberana—. No es necesario.Jordin se enderezó con no

poco alivio y miró a Jonathan.—Jordin, ¿nos permites un

momento? —pidió él mirándolaa los ojos.

La muchacha cambió lamirada de él a Feyn, quien seerguía cabeza y media sobreella. Ambos eran altos. Amboseran impresionantes: ella con

pelo de ébano y piel pálida, élcon cabello del color de tierraremovida y ojos castañosbordeados con pestañas quecualquier chica habríaenvidiado.

Eran hermosos juntos. Allíde pie, uno al lado de la otra,en realidad podían inspirar unanueva época, pensó Jordin.Con el porte de ella y lasformas enigmáticas de él, todoel mundo observaría y los

seguiría, aunque solo fuera porcuriosidad.

—Desde luego —contestóla joven, sintiendo seca lagarganta.

Se quedó inmóvil por uninstante, renuente a irse.Finalmente dio un paso torpehacia atrás, luego bajó delporche frontal hacia loscaballos, tratando de parecerresuelta.

Jonathan saltó del porche, y

Jordin vio por el rabillo del ojoque le había dado la mano aFeyn. Unas inusitadas lágrimasdistorsionaron la vista de lajovencita.

Ella estaba exagerando, losabía. Jonathan era efusivo pornaturaleza. Pero Jordin parecíaincapaz de soportar ver que elhombre a quien se habíadedicado estaba con una mujerde tanto poder.

Feyn bajó detrás de

Jonathan y lo siguió hacia unconjunto de árboles.

Jordin reajustó la cincha desu caballo, mirándolos amenudo. Revisó la silla delcaballo del muchacho. Se secólas lágrimas con una acción tanrápida que ella misma apenas lanotó. Las voces le llegaban entonos bajos para no serescuchadas. Se quedómirándolos, deseando todo eltiempo alejar la vista del modo

en que Feyn lo miraba cuandole hablaba. La manera en queJonathan le tomó la mano nouna vez, sino dos. La forma enque la soberana inclinaba lacabeza, brindándole respeto.

¿O era más?Voltearon a verla una vez.

Bien. Que Feyn viera que ellalos observaba. Jordin. Laprotectora de Jonathan.

Hasta llegó a pensar inclusoahora que Feyn podía atentar

contra la vida del muchacho. Élpodría reprender a Jordin aunpor pensarlo; sin embargo,¿estaba eso realmente fuera dela esfera de posibilidades? ¿Noera él el único verdadero rivalde Feyn después de suhermano?

Jordin le había prometido aRom no dejar de vigilar a Feyn,pero esa promesa palidecía allado de su propia carga.

¿Y si Jonathan y Feyn

gobernaran juntos, hombro conhombro? Jordin había oído quelos soberanos no se casaban…solo tenían amantes. Peroentonces un soberano tenía elpoder para cambiar la ley si lodeseaba. ¿Y si, por casualidad,tuviera sentido que ellosdebieran casarse?

La jovencita bajó la cabezay se obligó a aspirar un largosuspiro. No era que estuvieracelosa. Él era su creador. El

dador de vida. Habíaderramado su sangre por ella. AJordin no le correspondíasujetarlo con las manoscerradas.

¿Podría mantenerse almargen y proteger a Jonathan siél se casaba con Feyn?

Se alejó de los caballos, conel corazón subiéndosele a lagarganta. Ellos se habíaninternado en los árboles. Fuerade la vista.

Presa del pánico, soltó lasriendas de la mano y fue trasellos.

Agachó una rama de pinonudoso y pasó corriendo otrostres con ramas retorcidas ytambién nudosas, que en esemomento reflejaban la batallade su corazón.

Jordin corrió, apartandoramas, y se detuvo bruscamenteal borde de un pequeño claro.Jonathan se hallaba a tres pasos

de distancia, como si la hubieraestado esperando. Ningunaseñal de Feyn.

Estaba solo.La chica pestañeó,

desprevenida. No parecía ella.Estaba vacilando bajo lapresión de emocionesinapropiadas.

—¿Dónde está Feyn? —preguntó con voz demasiadotenue.

—Está esperando —

contestó Jonathan cerrando ladistancia entre ellos—. Le dijeque debía hablar contigo.

La zona alrededor de lospulmones se le aflojó, aunquelevemente. El hedor asangrenegra situaba a Feyndetrás y a la derecha. Habíaregresado a la cabaña.

—¿Qué piensas de Feyn?—inquirió Jonathan.

No confío en ella. Paranada, y no contigo.

—Parece… muy poderosa—contestó Jordin.

—Sí, lo es.—Y muy rica.Él bajó la cabeza y forzó

una leve sonrisa. Pero lastrenzas le cayeron sobre losojos de modo que ella no se lospodía ver. Era la posturafemenina, muy conocida porella, cuando las mujeresquerían ocultar su vergüenza osus lágrimas.

—Jonathan… —balbuceóla joven alargando la mano ylevantándole la barbilla con undedo, arrepentida de cualquiercosa que hubiera dicho o hechopara ofenderlo.

Cuando él levantó el rostrono había lágrimas en susmejillas. Tenía los ojos llenosde una extraña fascinación.

—Hay algo que he queridodecirte desde hace muchotiempo, Jordin.

El temor se alojó en lamente de la chica.

—Te amo —confesó él.La joven lo miró, sin poder

reaccionar.—Como a una mujer —

continuó Jonathan estirando lamano y tomándole la suya—.Siempre te he amado, desde laprimera vez que me miraste alos ojos después de recibir misangre. Te elegí entonces y teelijo ahora.

—Jonathan…Eso fue lo único que

encontró el valor de decir.Quiso lanzarle los brazosalrededor y colmarlo deadoración, pero los músculosparecían haber dejado deobedecerle.

—Me convertiré ensoberano —anunció,levantándole la mano ybesándole los nudillos.

¿Había aceptado Feyn?

—Entonces es una realidad—expresó ella.

—Será algo que veremos, telo prometo —contestó élsonriendo—. La tierra seráestremecida, una nueva era estánaciendo.

—Debido a ti.Jonathan suavizó la sonrisa

y bajó la mirada. Solo entoncesJordin encontró las palabrasque anhelaba decir.

—Yo también te amo,

Jonathan. Siempre te he amado,más de lo que te imaginas.

—Tú sabes que lossoberanos no se casan —balbuceó él sobándole losnudillos con el pulgar.

A pesar de sus intentos decontener las lágrimas, los ojosde la joven se le llenaron deellas. Asintió con la cabeza.

—No llores, Jordin —expresó el joven levantando laotra mano y secándole una

lágrima de la mejilla con elpulgar—. Si me pudiera casar,te elegiría. No importa; te elijoahora. Cuando me convierta ensoberano, lo verás.

Ella no pudo impedir quelas lágrimas le resbalaran por elrostro. No sabía por qué estaballorando… nunca habíaesperado palabras tan hermosasde parte de Jonathan. El hechode que como soberano nopudiera casarse no venía al

caso.Él la amaba. La había

elegido.—Debes saber que los días

venideros estarán llenos depeligro. Las intenciones sepodrían malinterpretar. Losmuertos se levantarán, pero elcosto será considerable.

—¿Cuándo no hemosenfrentado terribles desafíos?

Los dos estarían juntos. Dealguna manera. Aunque Jordin

sabía que él enfrentaba desafíosmás grandes que ningún otrohasta la fecha, ella estaría a sulado. Soportaría esos desafíos,con el valor de saber que él laamaba. Que la eligió.

—Esos desafíos sonmínimos comparados con losque vienen —declaró Jonathan,e hizo una pausa, el rostrotenso por la preocupación,entonces le levantó la mano y levolvió a besar los dedos—.

Cuando lleguen los momentosmás tristes quiero que sepasque por mucho tiempo hesabido lo que divide al corazón,pero apenas hace pococomprendí totalmente millamado. Los sangrenegras nodescansarán mientras yo estévivo.

—Mientras yo viva, ningúnsangrenegra te tocará.

—Mi hermosa Jordin —dijoél sonriendo—. Pondré mi vida

en tus manos por encima de lasde cualquier otra persona. Sindudarlo.

—Ellas no te fallarán.—No —concordó el joven,

pero la mirada cambió, como elcielo que se nubla antes de unatormenta—. Sin embargo, antesde que puedas unirte a mí tengoque hacer lo que vine a hacercon Feyn. Los soberanos tienensu deber. Pero tú nunca debescreer que te haya abandonado.

Construiré un nuevo reinocomo soberano, eso te lo puedoprometer. No todo se sabe, losmortales se pueden volvercontra mí. Pero tú, Jordin…

La emoción le ahogó laspalabras, pero él continuó.

—Prométeme que nuncame dejarás.

—¡Nunca te dejaré! ¡Irécontigo!

—Pase lo que pase, no medejes —repitió Jonathan—. No

puedo soportar la idea de estarsin ti.

—¡No te dejaré! Por favor,Jonathan, no hables de estemodo…

—Prométeme que meseguirás, aunque los demásduden y se vayan. Prométemeque me seguirás.

—Siempre te seguiré,Jonathan.

Entonces la chica supo,como había sabido durante

años, que se escurriría con tantaseguridad como él lo habíahecho por muchos, y como loharía por tantos otros en elfuturo.

—Daría mi vida por ti —concluyó.

—Y yo la daría por ti —concordó él con una sonrisa yasintiendo con la cabeza; luegose inclinó y la besó suavementeen los labios—. Daría mi vidapor ti.

R

Capítulo treinta ysiete

OLAND CONTEMPLÓ ELAMONTONADO mar de

sangrenegras, muy conscientede varias cosas a la vez: Laagobiante fetidez a muerte máspenetrante que flotaba a travésde la meseta; la firme posiciónde Saric al frente de sus hordas;

la exacta ubicación de susarqueros en trincheras a lolargo del costado oeste dondeesperaban la señal; el plan debatalla que estaban a punto deejecutar en cuatro etapascríticas; la trampa final diseñadapara dar el golpe definitivo alejército que lo miraba ahoramismo.

Pero un pensamientoprevalecía sobre todos losdemás: El destino de todos los

nómadas, esas personas que sehabían aferrado tenazmente a lalibertad durante tantos siglos, sedecidiría hoy en una batallaque, independientemente deltiempo esperado, no se podíaganar. Para todos los efectosprácticos, este territorio ya lepertenecía a Saric.

El sangrenegra ya habíaresumido su objetivo clavandoen el suelo frente a las ruinasdel templo el poste en que se

hallaba Triphon. Un mensajeroles había traído la noticia:Triphon estaba vivo.

Rom había entrado enpánico, pidiendo a gritos sucaballo. Roland lo había hechoretroceder a la fuerza.

—¡Tengo que llegar hastaél!

—¿No lo ves? ¡Eso esexactamente lo que Saricquiere!

—¡Es de Triphon de quien

estamos hablando! —gritóRom, pero luego dio mediavuelta, con los puños apretadosen bolas de nudillos blancos.

Él no era tonto; estabaconsciente de que no habíaforma de rescatar a Triphon.

Las palabras que leaseguraban que no se le podíaculpar no calmaban a Rom, nialiviaban la tensión en elestómago de Roland. Pero unacosa era verdad: haber

dedicado tiempo a recuperar elcuerpo caído de Triphon en laAutoridad de Transiciónseguramente habría resultadoen más muertes… incluyendola de Jonathan.

Al final los dos se habíanencaramado al borde del risco,para mirar inútilmente desdeallí al hombre que Roland habíallegado a considerar casi comoun hermano.

El estómago de Roland se

había endurecido como unnudo cuando el sangrenegraclavó la hoja debajo de la cajatorácica de Triphon, quitándolela vida. Rom estaba fuera de sí,tirándose del cabello. Laemoción de Roland se debía ala pérdida de un amigo y poraquellos que Triphon dejóatrás, pero mucho más por lasasombrosas posibilidades queenfrentaban hoy. Sin duda, estoera lo que intentaba Saric.

Los sangrenegras eranmuchísimos. Muy salvajes.Demasiado fuertes.Perfectamente decididos.Cuando se moviera la bestiaque era el ejército de Saric,sacrificaría su tamaño ygolpearía como una víbora conendiablada velocidad y conveneno.

Por otro lado, si Saric habíareclamado el valle con elcadáver de Triphon sobre un

poste, los mortales reclamaríaneste campo de batalla con lacabeza del sangrenegracolgando de esa cuerda.

En lo alto, el cielo se habíallenado de nubes oscuras con lapromesa de una próximatormenta. Una fuerte lluviapodría comprometer el plan debatalla, particularmente el fuegoque necesitarían en losdesfiladeros. Pensar que, trasaños de preparación para un día

así, la misma naturaleza podríaderrotarlos…

Un escalofrío le erizó lapiel.

La declaración de Rolandde que sus setecientos podríanderrotar a este enjambre dedoce mil había suscitadoatrevidas ovaciones entre lasfilas de los nómadas solo horasatrás, además de gritos por lamuerte definitiva para todos losque oprimían la vida entre los

vivos. Habían besado yabrazado a los niños conpromesas de hermosuravenidera antes de permitir quelos sacaran del lugar. Habíanafilado las espadas y hechomuescas en las flechas. Alguienhabía contado una historia deun muchacho pastor que mató aun gigante con una honda, unahistoria que sobrevivía deépocas más antiguas inclusoque la era del Caos. Y se habían

preparado, creyendo ysabiendo, que si la victoria noestaba asegurada, al menos eraposible.

Pero ahora, mientras mirabael dragón negro del ejército deSaric, Roland se preguntó sihabía cometido una terribleequivocación. Si habíasobrestimado su propia ventajatáctica. Les había dicho que lapercepción mortal superior lesdaba una ventaja decisiva sobre

la fortaleza y la velocidad de lossangrenegras. Y que el tenazinstinto de supervivenciadentro de las venas nómadas seencargaría de que la historiaregistrara el día en que lossetecientos mortales de Rolandaplastaran a los doce milsangrenegras de Saric.

Habían gritado a los cielosante eso.

Pero ahora, la realidad deuna fuerza enormemente

superior se hallaba ante élpreparada para demostrar queera un tonto, y que ni labravuconería ni la elocuenciaañadirían un solo hombre alnúmero con que él contaba.

Aún podía hacer girar a sucaballo y dar la señal deretirada. Cabalgarían hacia elnorte seis kilómetros,descenderían los barrancos a lolargo de un sendero estrechoabierto meses antes, y

desaparecerían rápidamente encuatro desfiladeros paraemerger cinco kilómetros másal norte y reagruparse en elvalle de Los Huesos.

Podía hacerlo. Y, sinembargo, el destino no lepermitiría retirarse como habíanhecho sus antepasados.

Rom le había informadoque Jonathan se había ido alantiguo puesto de avanzada aocho kilómetros al noroeste

para reunirse allí con lasoberana. En lo que a Rolandconcernía, esos dos podríanconversar todo lo quequisieran; el poder de gobernarse decidiría aquí en este campo,entre Saric, creador de lossangrenegras, y él mismo, líderde los inmortales, comoalgunos de los radicales lollamaban últimamente. El poderpolítico sucumbiría ante elpoder puro y duro de la vida,

algo que Jonathan ya no poseía.Durante todo un minuto, la

formación de sangrenegraspermaneció perfectamentequieta. Mil a caballo, el restoinfantería pesada. Parte de lacaballería de Saric estaría másal oeste, esperando la señal parauna maniobra por el flanco. Siel sangrenegra habíaconsiderado cada opción,también habría enviado otradivisión al norte para cortar

cualquier retirada; ellos teníancantidades de sobra, y sabíanque huir siempre había sido lamás refinada de las habilidadesde cualquier nómada.

No hoy.El estandarte serpentino de

los sangrenegras se agitabaperezosamente en medio de labrisa al lado de otro: la brújulade Sirin, el estándar del Orden;pero esta vez estaba fijado,igual que el dragón, contra un

fondo rojo. Si Saric pretendíaque el fondo rojo de susestandartes simbolizara sangre,Roland juraría que mucha sederramaría al atardecer de hoy.

Los sangrenegras no sehabían movido. Saric, enconferencia con sus generales,no se molestó en volver lacabeza para dirigirse a él. Eltiempo se estiró, llenando ladistancia entre ellos mientraslas nubes cambiaban en lo alto.

Roland esperó.Finalmente, el general

llamado Brack salió de suguardia y avanzó solitario altrote de su caballo. Saric habíadecidido sabiamente noponerse en contacto directo conun enemigo que lo podríaeliminar donde se hallaba.Prudente. Una muestra deconfianza podría salir mal. Porun instante, Roland se preguntósi la suya propia ya había ido

demasiado lejos.Solo cuando Brack estuvo a

cincuenta pasos Roland pudodistinguir el hedor de lainsoportable fetidez de lashordas detrás de él. Un matiz delo que Roland tomó comoaprensión, pero no temor.

El general se detuvo a diezpasos de distancia, pero Rolandno mostró intención de hablar.Estaban tomando posiciones, yambos lo sabían, cada uno

esperando que el otro hicieraun movimiento.

Se enfrentaron durante todoun minuto. Dos veces el caballodel general resopló y se movióimpaciente. Ni una sola vez elhombre dejó su mirada acerada.

—Si tienes algo que decir,habla —manifestó finalmenteBrack con voz ronca; él estabaen desventaja en esteenfrentamiento, y lo sabía,porque su amo esperaría un

informe.Roland solamente miraba.

El sudor le serpenteaba por laespalda, que normalmente lesecaba el viento antes de que leempapara la ropa. Hoy no. Sushombres agazapados en looculto estarían totalmenteempapados. Pocos de ellos aúnpodían ver el alcance total delenemigo que había venido aexterminarlos, pero comohombres y mujeres sabían que

sobrevivir hoy llegaría solo através de hazañas inhumanas dehabilidad, fortaleza y deseo.

Además, los mortales eraninhumanos. Más que humanos,creados para vivir cientos deaños y atraer al mundo con unrefinado sentido perceptivo quesustituyera al de toda criaturaviva en la tierra.

Trescientos nómadasesperaban ocultos a treskilómetros hacia el sur detrás

del ejército de sangrenegras.Otros trescientos hacia el oesteen trincheras empapadas enpetróleo, armados con ballestasmodificadas para enviar tresflechas con cada disparo. Solocien estaban extendidos a travésde la meseta en la parteposterior de Roland, montadosjusto encima de la ligera ladera,ocultos de la vista.

Cada uno de ellos conocíala crítica misión que

enfrentaban desde el comienzode la batalla: la caballería caíaprimero. Solo entonces suspropias monturas les daríanalguna ventaja importante.

—Confundes tu estupidezcon valentía —opinó Brack—.Le diré a mi creador que deseasque coloquemos tu cabeza allado de la que hay encima de ti.

El hombre le lanzó a Rolanduna mirada de despedida y tiróde las riendas para hacer girar

su cabalgadura.—Pregúntale a tu creador

cuánto tiempo han vivido losnómadas —dijo el príncipe.

El general se detuvo, yRoland continuó.

—Pregúntale cómo es quetantas generaciones dehumanos con un considerableapetito por la reproducciónpodrían producir solo mil hijos.Entonces sabrás por qué estoyaquí hoy, tranquilo. Tus fuerzas

están igualadas en número. Hassido atraído a una trampaconcebida por los soberanos. Site retiras ahora y entregas aSaric para que muera bajo miespada, permitiremos que tuejército pase a salvo. Si teniegas, ninguno de tus muertossaldrá de aquí.

Un nuevo olor captó laintensificada percepción deRoland. Curiosidad. Tal vezconfusión.

—Solo hay un verdaderosoberano y se llama Saric —declaró el general—. Él prefiereel acero afilado a las palabrasblandengues.

—Te equivocas, Brack —objetó el nómada espoleando elcaballo hacia la izquierda,haciendo que el hombre mirarahacia el este y le diera laespalda al borde occidental dela meseta—. Mi soberana sellama Feyn. Ella está reunida

con el séptimo llamadoJonathan. Juntos determinan ladesaparición de todosangrenegra que escape a lamatanza en este campo. Dile aSaric que cuando oiga gritar alcielo sabrá que Feyn lo hatraicionado.

El general permanecióinmóvil sobre su corcel, pocoimpresionado, según todas lasapariencias, aunque su hedor sevolvió decididamente ácido.

—Una señal de mi parte, ymorirás donde te encuentras —advirtió Roland—. O puedohacer que uno de mis hombreste dé una suave advertencia y teperdonemos la vida. Dime quéprefieres.

Por primera vez los ojos deBrack se entrecerraron. Rolandhizo girar su caballo otra vezhacia el poste y emitió un cortosilbido.

La flecha solitaria vino del

este donde Morinda, segunda,solo después de Michael, entretodos los arqueros, habíaestado esperando en el bordedel risco, cabeza y arco ocultosbajo un matorral. El misil volósilencioso por el aire, másraudo de lo que cualquier ojoinexperto pudiera seguir. Antesde que el general pudieramoverse, el proyectil silbóapenas a un par de centímetrosde su oreja derecha, y se

incrustó en el suelo como sihubiera estado allí desde elprincipio.

Brack no se acobardó. Sinembargo, no podía ocultar lacreciente preocupación quedelataba su hedor. Ambossabían que, a diferencia de lossangrenegras, a los maestrosarqueros se les entrenaba desdela infancia. No podían serprocreados en un laboratorio nieran formados con solo

algunos años de práctica… oSaric tendría los suyos. Ahoraellos habían presenciado laverdadera amenaza de losarqueros mortales.

—Considera eso tuadvertencia —indicó Roland—.Quédate y muere. Aléjate yvive.

Brack hizo girar el caballo ygalopó hacia su línea sin mirarhacia atrás.

Saric escuchó el suave silbidode la saeta antes de verlaatravesando la meseta, pasandomuy cerca de su hombre. Unamirada en dirección a los riscosno reveló el origen de la flecha.Ya sabían que los arquerosserían un reto, pero no habíanesperado tal precisión.

En realidad fue la audaciadel desafío directo lo que lemolestó más que nada.

—¡Alto! —exclamó.

Su línea se detuvo sin elmás mínimo titubeo. A Brack lopudo haber sorprendido elprimer disparo, pero ahora quesabía la dirección del arquerono tendría problema en evitarun segundo.

Pero un segundo disparo nollegó. Y entonces Rolandemprendió la retirada a todavelocidad y Brack comenzó aregresar al trote. ¿Así queentonces la saeta había sido una

advertencia? ¿Qué esperabanconseguir? Sin duda, era deesperar que ningún acto devalentía individual sacudieraese enorme ejército.

—¿Y bien? —espetó,mientras Brack se detenía.

—Él dice que le pregunte austed cómo es que tantasgeneraciones de nómadaspodrían producir solo mil hijos—contestó el general, despuésde titubear por un momento.

La pregunta ya había sidohecha y contestada. Losnómadas perdían la mayorcantidad de su gente pordesgaste, quedando solamentelos más capacitados para llevarsu difícil vida. Ahora Rolandquería que ellos creyeran quetenían más hombres. Unatáctica patética.

—¿Y?—Dijo que usted debe saber

que ha llegado su final cuando

el cielo comience a gritar.Afirma que Feyn lo haconducido a una trampa. Elresto es tontería total.

La imagen de Feyn lepenetró en la mente a lamención del nombre, y en eseinstante Saric consideró lalógica de tal razonamiento. Deun solo golpe, ella podíalibrarse de todas las amenazaspara su propio gobierno,enfrentando a mortales y

sangrenegras.¿Y si fuera verdad?Los ojos del hombre

centellearon al otro lado de lameseta, en busca de cualquierseñal de que hubiera más de lossetecientos que habíanesperado.

Nada. El príncipe nómadahabía desaparecido de la vistasobre una ligera elevación.¿Cuántos estaban escondidosmás allá de la línea de visión?

Sus exploradores solohabían reportado setecientos.

—Dime el resto —ordenóSaric.

—Mi señor…—¡Habla!—Él ofrece perdonar al

ejército si usted personalmentese rinde —contestó el hombreinclinando rápidamente lacabeza.

Se hizo silencio entre ellos.La mirada de Saric cayó sobre

su general como alquitrán.—¿Y por un instante

deseaste que yo lo hiciera, paraasí salvarte?

—¡Nunca, mi señor! Yo lesirvo con mi vida.

Saric apartó la mirada, haciala elevación.

—¿Hay algún créditoposible para esta idea de queellos podrían tener máshombres de los que tenemosinformación… o de que Feyn

nos haya traicionado?—Improbable, mi señor —

anunció su jefe de estrategia,montado a la derecha, yhaciendo una pausa antes decontinuar—. Solo me preguntoqué clase de enemigo sería tanosado como para ofrecercondiciones que sabe que serándescartadas. Están suplicandoacción.

—Así parece. SolamenteFeyn y nuestros exploradores

han verificado sus cantidades.¿Hay alguna posibilidad de quehayan engañado a los nuestros?

Un largo silencio.—Es posible —contestó

Varus lentamente—. Lacantidad nos llegó primero departe del explorador de ellosmientras lo teníamos bajocustodia. Es posible que noshaya suministrado informaciónfalsa. Los nómadas pudieronhaber ocultado un ejército en

las tierras baldías. Si Feyn…Sus palabras fueran

interrumpidas por un sonidoque Saric tomó primero poraves chillonas en vuelo hacia eloeste. Volvió la cabeza y vio lanegra bandada, gritando.

Esos no eran pájaros.El chillido se convirtió en

un grito silbante: una nube deflechas ennegreciendo el cielo.Saric había oído que losnómadas hacían muescas en sus

saetas para que sonaran alvolar, pero nunca habíaimaginado un sonido tandesconcertante.

—¡Protéjanse! —gritóBrack.

El aterrador sonidoconfundía por igual a hombresy caballos, trabándolos enindecisión sin una senda clarade acción. Demasiado tardereconocieron la desconocidaamenaza de flechas que se

venían encima, levantando susescudos mientras intentabantranquilizar a sus corceles.

La primera descarga aún nohabía alcanzado a la caballeríacuando otra nube de chillantessaetas voló desde el oeste.

—¡Protéjanse!El grito del hombre se

perdió en medio de la tormentade proyectiles, que habían sidoapuntados con mucho cuidadopara golpear la caballería de

vanguardia, y que seprecipitaban a vertiginosavelocidad, clavándoseprofundamente en cuero, carney piel.

A Saric se le ocurrió enmedio de un destellomomentáneo que si sus hijoshubieran sido más propensos alpánico se podrían haberdesbocado y evitado más de laspesadas cuchillas que cortabansus filas.

Solo una de tres saetas dioen el blanco, pero la segundadescarga ya estaba cayendo,dirigida una vez más hacia lacaballería únicamente.

Brack dirigió el dedo endirección a los arqueros. Estosdebían estar ocultos en terrenobajo.

—¡Defiendan a su creador!La segunda descarga cayó

sobre los caballos deretaguardia. De una mirada,

Saric vio que una tercera partede su caballería había sidocomprometida. Una terceradescarga ennegreció el cielo.¡Esto no lo podían estarhaciendo solo unos cientos dearqueros! La amenaza no veníadel norte, la cual era ladirección que Roland habíaseguido, sino del oeste.

—¡Envíalos a todos! —gritó Saric con ira inundándolelas venas—. ¡Envíalos a todos

hacia el occidente!Brack esquivó una flecha

que llegaba cortando el aire,luego gruñó cuando unasegunda se le clavó en elhombro. La rompióempuñándola, la miró un breveinstante y luego la lanzó atierra.

—¡Caballería, adelante!El sangrenegra espoleó el

caballo y arremetió hacia eloeste, directo a la garganta de la

amenaza, haciendo caso omisode la lluvia de saetas que sehundían en el suelo hasta queparecía que de la misma tierrabrotaban plumas. La legión deSaric se movió al unísono,lanzándose hacia delante.

Solo entonces Saric vio lalínea de un centenar de caballostronando desde el norte, dondeRoland había desaparecido.Inclinados en sillas de montar avelocidad vertiginosa, de

repente los jinetes se irguieronen sus estribos, tensaron arcosy lanzaron una descarga muchomás cerca directamente sobre laestropeada caballeríasangrenegra.

Las flechas llegaron comoavispas, enfocándose en losobjetivos más grandes de loscuerpos de los corceles.Entonces aparecieron másjinetes desde el oriente dondeuna línea se había levantado de

los riscos, ahora en laretaguardia sangrenegra. Lamitad de la caballería de Sarichabía caído; el resto iba a todamarcha hacia el occidente,dejando a la infantería para quese lanzara sobre los riscos.

Saric volvió el escudo justoa tiempo hacia la últimadescarga; saetas golpeaban elacero y luego caían, rotas.

Se llenó de determinaciónpersonal y dispuso calmarse.

Una avispa no podía derrotar aun martillo.

—¡Varus! ¡Las divisionesrestantes hacia delante enofensiva total! ¡Avanzar sinretroceder!

La orden fue gritada y lainfantería se movió hacia elfrente, fluyendo alrededor deSaric como una gruesa olanegra. Los sangrenegrasavanzaban rugiendo, inclinadoshacia adelante, escudos alzados,

pies estremeciendo el suelo,ocho mil hombres.

Los arqueros que había a lolargo del barranco aparecierona la vista, soltaron una descargasobre la vanguardia del ejércitoque avanzaba, y salieroncorriendo en retirada. Una líneade doscientos hombres viró a laderecha persiguiéndolos, unaestruendosa horda. Demasiadorápidos para los mortales quehuían, a pesar de ser menos

pesados.Los últimos de aquellos que

se batían en retirada fueronobligados a contraatacar.Esquivaban y arremetían,moviéndose con la mismaagilidad que Saric viera enRoland una semana antes.Mortíferos y certeros, como sivieran venir cada ataque. Lossangrenegras comenzaban acaer, solo para serreemplazados por más, una

interminable ola negra.Diez mortales cayeron,

luego treinta. La línea del norteestaba en plena retirada.

Subió humo hacia el cielo alo largo del flanco occidental.La tierra se puso en llamas,incendiada por los arqueros afin de cubrir su retirada hacia eloeste. El fuego lamía el aire,deteniendo a la caballería. Untotal de dos tercios de los milcaballos había caído debido a

los enjambres mortales deflechas, y los que quedaban nopodían pasar a causa de lasllamas que rugían desde lo quesolamente podían ser trincherasllenas de combustible.

El enemigo habíaaguijoneado antes de salir enplena retirada.

El príncipe nómada habíademostrado ser un estrategarespetable en su primer golpe,pero Saric conocía ahora

cuántos eran en realidad.Habían aparecido menos dedoscientos. Aun con losarqueros en el oeste, suscantidades no podían ser másde dos mil. Si tuvieran más loshabrían usado en este primerataque.

Ahora Saric haría valer sumartillo. No huiría ninguno. Ladivisión que había enviado aloeste en una maniobra deflanqueo descendería muy

pronto a la meseta, y suscantidades resultaríanabrumadoras a corta distancia.Hoy, como en generacionesanteriores, el desgaste sería laperdición de los nómadas.

Feyn bien pudo haberseliberado y haber conducido aSaric a una trampa, pero para elfinal del día, él se alzaría en piesobre el cuerpo de ella… comosoberano.

Y entonces cazaría al

muchacho y le drenaría supreciosa sangre.

Y

Capítulo treinta yocho

A HACÍA BASTANTETIEMPO que Jonathan y Feyn

se habían ido a la cima en elperímetro del claro para hablarde asuntos de soberanos. Jordinse quedó atrás, volviendo atrenzar la crin de su corcel,aunque fuera solo para

mantener ocupados los dedosmientras cumplía la promesa deno dejar de vigilar a Jonathan.

Ella vio la manera en queambos se paraban juntos a verpor encima de las colinasorientales, hablando en tonosque la chica no captaba nisiquiera con sus oídos mortales.Estaban llegando a acuerdos,sin duda. La primera de muchasdiscusiones de las que ella noparticiparía.

Jordin observó el modo enque él miraba sobre las colinascomo con nuevos ojos, lamirada de un soberano,examinando todo lo quegobernaría. Feyn asentía de vezen cuando con la cabeza, comohaciendo lo mismo, aunque lajoven veía la forma en que lasoberana lo miraba de reojomientras él hablaba.

Jonathan podía ver más enlos ojos de ella, pero, para

Jordin, Feyn parecía fría ylejana. Calculadora. Quizás asísolían ser los soberanos.

¿Iba entonces esta a ser lavida de Jordin? ¿Mantenerse almargen mientras él estaba allado de Feyn? No importaría,Jonathan la amaba como mujer.Nada más importaba.

Él tendría la lealtad de ellapara siempre. Y por elcompasivo corazón y loshábitos excéntricos del

muchacho, también tendría elcorazón de la muchacha.Jonathan era todo lo que ellahabía conocido como hermosoy correcto…

Lo único realmentehermoso en este mundo.

Y por eso se mantendría almargen y lo protegería sinimportar el costo para sí misma,llena de fascinación por haberoído esas palabras. Te amo. Larevelación de que él no se

podía casar con ella nocambiaba nada.

Jordin levantó la vista y vioque él regresaba caminando, alparecer dejando a Feyn con suspropios pensamientos en lacima. La joven se irguió,consciente de los nervios que laembargaban. Estaba lista paralos días venideros, sin importarlos cambios que trajeran. Paramudarse a la Fortaleza,reforzada ya contra la

penetrante pestilencia aamomiado que había en laciudad.

Jordin le brindó unapequeña sonrisa mientras él seacercaba a los caballos, pero lamente del joven aún estabaabsorta en la discusión conFeyn, o distraída por cualquiertarea que yaciera por delante.

—Nunca subestimes elcosto de la soberanía, Jordin —dijo en voz baja abriendo una

de las alforjas de su caballo.Jonathan expresó aquello

como quien se había echadosobre los hombros un granpeso. La misma mirada que lachica veía muy a menudo en elrostro de Rom. También en elde Roland. Y ellos solo erancolíderes de mil doscientos.¿En qué se convertiría Jonathanel día en que el mundo cayerasobre sus hombros?

—Jonathan… —balbuceó

Jordin rodeando el caballo yviendo que él había sacadounas viejas riendas de cuero—.En lo que te pueda servir, teserviré. Estaré allí. Nunca tedejaré.

Cuando él levantó lamirada, el dolor le consumía elrostro.

—Aseguraste que meseguirías siempre —declaró.

—Sí. Siempre. ¿Qué pasa?—¿Incluso si es difícil

entender a dónde voy?—¡Sí!—Entonces átate a tu

palabra —pidió Jonathanexaminándola por un momento,luego se envolvió la cuerda decuero en la mano—. Únete amí.

El corazón de la joven seconmovió. Esta era la maneraen que los nómadas se uníanuno al otro el día en que secomprometían y tomaban

compañeros.—¿Unirme a ti? ¿Ahora?—Estira las manos —

expresó dulcemente.Jordin levantó las manos

frente a Jonathan, las muñecasjuntas. Él no era dado aconvencionalismos, era el hijode lo inesperado. Ese era unode los aspectos que más legustaba a ella acerca delmuchacho, confiando en que éltenía un propósito hasta en sus

más erráticas acciones.La chica observó cómo el

joven cruzaba la cuerda ylazaba dos veces un extremo,luego el otro, dos veces más.Pero le estaba atando los brazosa Jordin, sin atarse a ella.Riendo de modo suave yconfuso, la muchacha levantóla mirada hacia él.

Pero esta vez Jonathan teníael rostro retorcido de emoción,los labios presionados en un

esfuerzo por controlarlos. Lamuchacha lo había visto llorarmuchas veces, sin que muchosse dieran cuenta, y conocía bienla expresión.

—¿Jonathan?Una lágrima le bajaba a él

por la mejilla mientrasterminaba con la cuerda,atándola en un fuerte nudo.

—¿Qué estás haciendo?Las lágrimas humedecían el

rostro masculino, la tomó por

el cuello, la inclinó y la besó.—Te amo, Jordin —

susurró, y luego puso losbrazos alrededor de ella y lalevantó en vilo.

¿Era posible que él hubieracambiado de opinión? ¿Era deesto de lo que él y Feyn habíanhablado? ¿Era posible queJonathan hubiera regresado aFeyn para discutir condiciones,para decir que la amaba y queno se podía casar con ninguna

otra?—¿Jonathan?La llevó hasta uno de los

árboles más cercanos, un olivoencorvado y retorcido. La bajósobre el tronco, el cual habíacrecido poco más de sesentacentímetros de circunferencia.Presionándole los brazos enalgo sobre la cabeza y contra elárbol, el joven agarró otro trozode cuerda y comenzó a atar aJordin al tronco.

El primer impulso de lachica fue retorcerse, pero nopodía contravenir a Jonathan,quien tenía su propósito; ellasimplemente confiaría en él.¿No le acababa de jurar que loseguiría a donde la llevara?Entonces esto era una prueba…

Por el rabillo del ojo, lachica vio que Feyn volvía de lacima y los miraba. Una señal dealarma intentó sacudir sudeterminación. ¿Qué estaba

sucediendo?—Jonathan… por favor.Él parecía no oírla. Ella

comenzó a retorcerse, a tratarde soltarse las manos, pero sehallaban firmemente atadas porla primera cuerda.

—Basta, Jonathan. ¡Porfavor!

Pero el muchacho estabaobsesionado, obrandorápidamente con la cuerda hastaque las manos estuvieron

atadas en espiral al tronco delárbol encima de la chica.

Él dio un paso atrás,rogándole con los ojos quecomprendiera.

—Te amo, Jordin. Prontoentenderás, te lo prometo.Sígueme siempre.

—Es hora —dijo Feyndeteniéndose al lado deJonathan.

Entonces Jordin supo…¡La estaban abandonando!

Presa del pánico, se agitócontra la cuerda, pero estabaatada muy firmemente.

—¡Jonathan!Él le lanzó una última

mirada, con ojos llenos denostalgia y tristeza, y luego diomedia vuelta.

—¡Jonathan! —gritóJordin, sintiendo que las venasde las sienes le vibraban por elesfuerzo.

Observó impotente cómo

Feyn desataba el corcel negro yse subía a la silla. CuandoJonathan regresó a su caballohizo lo mismo.

La dejaron atada al árbol,con solamente las lágrimas deJonathan como consuelo.

–¡M

Capítulo treinta ynueve

ICHAEL, EL CUCHILLO!Roland se acercó a su

hermana a todo galope,atropellando por su costadoizquierdo mientras ella sacabael cuchillo de la cintura y lolanzaba por encima de suespalda… todo sin volverse de

los dos sangrenegras que se leabalanzaban con rápidascuchilladas. Sus sentidosmortales podrían ser desafiadosen un campo de batalla tancongestionado, pero su oídoagudo podía identificarfácilmente direcciones ydistancias en todos lados.

Un sangrenegra a caballo,de los pocos que quedaban,encaminado a galope mortal,ojos fijos en Michael. El

cuchillo de la chica volóperezosamente por el aire alfácil alcance de Rolandmientras este pasaba como untrueno. Lo agarró por laempuñadura y, en unmovimiento único y continuo,lo arrojó hacia el jinete que seaproximaba.

Dio en el blanco. El cuchillose clavó en el cuello delsangrenegra montado con tantafuerza como para cortar

limpiamente hasta las vértebras.El jinete quedó inerte; el caballocontinuó sin rumbo mientras elsangrenegra se deslizabalentamente a un costado y caíapesadamente a tierra.

Excepto unos pocos, toda lacaballería de Saric ahora estabamuerta.

Michael sacó ventaja de ladistracción momentánea,hundió la espada bajo labarbilla de uno de los

sangrenegras, luego giró encuclillas con una ampliacuchillada que cortóprofundamente la cadera delotro. Una arremetida más sacóde su miseria al guerrero.

Roland se impulsó conrapidez y quedó inmóvil paraque Michael pudiera oscilar pordetrás de él.

—Gracias —dijo ellajadeando.

—No me agradezcas

todavía.Era lo único que se debía

decir; la batalla estaba lejos definalizar.

Los acontecimientos de laúltima hora y media pasaronpor la mente de Roland.

Sus arqueros habíanlanzado cinco mil flechas antesde prender fuego a lastrincheras y retirarse detrás deun muro de llamas y humo. Enese primer golpe habían

eliminado dos terceras partes dela caballería de sangrenegras.

Saric había montadorápidamente un contraataqueusando la fuerza de todo suejército, matando casi a cienmortales en su primera barridaimplacable a través de lameseta, quedando tan solotrescientos nómadas paradefender el terreno altomientras los trescientos dereserva en el sur esperaban la

señal de iniciar la tercera fasedel combate.

Durante la media horasiguiente habían batallado acaballo contra una infanteríaque era rápida y fuerte, peroque no contendía con nómadasa caballo. Saric habíapermanecido en el extremo surde la meseta, rodeado por milguerreros.

Entonces los mortalescomenzaron a caer. Uno por

uno, y solo después de derribarcada uno más de su cuota desangrenegras, el enormedesequilibrio de hombrescomenzó a cobrar su inevitablefactura. Para el final de laprimera hora, el terreno estaballeno de cadáveres, lo quedificultaba el movimiento.

Casi ciento cincuenta de susguerreros habían caído antes deque los exploradores reportaranla maniobra de Saric por los

flancos desde el oeste, al menosuna división completa y otrostrescientos de caballería. Losnómadas habían almacenadodoscientos arcos y tres milsaetas en previsión de unasegunda oleada de caballería, yesta vez todos los combatientesaptos se habían juntado a losarqueros y soltado una descargade proyectiles chillantes quehabía derribado la mitad de laprecipitada caballería antes de

poder dispersarse.Roland había puesto en

claro su situación: descenderíanhasta el valle para ejecutar latercera fase solo cuandohubieran reducido al ejército desangrenegras a una terceraparte, o cuando los mortaleshubieran sufrido más dedoscientas pérdidas.

En la última media hora,Roland había perdido otroscincuenta combatientes.

Doscientos muertos. Elpensamiento le acortó larespiración.

Para empeorar las cosas,unas nubes negras se habíanapiñado a un ritmo alarmante,cubriendo el cielo con unagruesa capa gris como una tapa.El viento estaba empezando afortalecerse y pondría enpeligro el trabajo de susarqueros. Una tormenta no lesauguraría nada bueno.

Roland hizo subir su corcel a laelevación y giró hacia dondeesperaba el caballo de Michael.Ella desmontó y saltó a supropia silla. Rom cabalgabaaprisa hacia el oeste, elalborotado cabello azotado porel viento.

—¡Son demasiados! —exclamó, frenando bruscamentesu montura—. ¡Tenemos queirnos ahora.

La atención de Roland

estaba puesta en el sur, dondela guardia de Saric se defendíacontra una docena de nómadasque disparaban contra las líneasde sangrenegras desde suscaballos en veloz carrera. Cadaminuto caían veinte o treinta delos guerreros de Saric, quien yahabía perdido cuatro milhombres, quedándole apenasocho mil, pero la cuota demortales crecía. Solo cientocincuenta seguían peleando en

la meseta, esperando que sellamara a los trescientos enreserva a la tercera fase de labatalla.

Probabilidadesimprobables.

—Lo ha dicho el mensajero—expuso Rom, respirando condificultad—. Ellos esperan tuseñal. Los sangrenegras estáncortados a la mitad, quizás más.Debemos irnos ahora.

—Transmite el mensaje —

asintió Roland—. Pasemos alvalle. Sígueme de cerca.

Rom giró, silbó y luegoarrancó, inclinado sobre sumontura, cortando el aire conotro silbido, el cual fuedetectado por otro guerrero, ydespués por otro. El sonidosería detectado aun desde estadistancia por el oído mortal,pero Roland quería asegurarsede que los que estaban en elfragor de la batalla no

confundieran el llamado comofue planificado.

Observó cuando loscombatientes interrumpían elataque y corrían hacia el norteatravesando la meseta.

—Envía la señal hacia lasreservas.

Michael sacó un delgadosilbato metálico que emitíatonos agudos normalmente solooyen los perros y otrosanimales con amplios rangos

auditivos. Los mortales podíandetectar fácilmente la destacadanota desde una distanciasignificativa. Un mensajero apoco menos de un kilómetro alsur captaría el sonido y enviaríaotro. En segundos la señalllegaría a las reservas queesperaban al sur, y ellos semoverían hacia el valle Seyala atoda velocidad.

La arquera se presionó elsilbato a los labios y sopló tres

largas notas.—Aun con las reservas,

solo seremos quinientos paraseis mil de ellos—advirtióMichael, volviendo a meter elsilbato en la bolsa—. Solo nosqueda un puñado de flechas.Una vez que entremos al cañónestaremos enjaulados. Si no nossiguen…

—Conozco el riesgo —interrumpió Roland con losdientes apretados.

—Aún podríamosdesprendernos y escapar haciael norte. Podríamos regresardespués con tácticas deguerrillas.

—Saric se repondrárápidamente y vendrá con eldoble de cautela. Ahora conocenuestras fortalezas. No.Peleemos hasta el final. Si nonos siguen, nos retiramos haciael norte.

—No es la retirada lo que

me preocupa, sino la batalla enel valle. ¿Cuántos másperderemos, teniéndolos tancerca?

—¿Quieres dirigir?Sabíamos que el precio de lalibertad vendría con un granriesgo. ¡No olvides que lasvidas de quienes han muertohoy están sobre mi cabeza!

—Perdóname.—Hoy surge una nueva

raza, Michael —añadió Roland

alejando la mirada hacia losnómadas que se les acababande unir a lo largo de la suavecuesta—. Todo el tiemponuestro pueblo supuso que lavictoria llegaría bajo elgobierno de Jonathan. Nosequivocamos. Tú y yo, noJonathan, guiaremos a nuestragente hacia la victoria. Elmundo nunca ha sidoreestructurado sinderramamiento de sangre. Hoy

es nuestro turno de derramar laque sea necesaria para asegurarel lugar de nuestra especie enlos siglos venideros. Vivimos omorimos por el bien de estaraza. Por el bien de estosinmortales.

—¿Inmortales?—El término de los

radicales. El custodio dice queel poder que hay en nuestrasangre se está fortaleciendo,incluso mientras el de Jonathan

se debilita.—¿El de Jonathan? —

preguntó ella abriendo los ojosde par en par.

—Ahora su sangre casi estámuerta. Se ha revertido hastaser igual a la de un amomiado.

Michael pestañeó,aterrorizada.

—No comentes esto anadie, hermana.

El príncipe hizo girar elcaballo y cabalgó por la línea

de mortales reunidos a lo largode la pequeña elevación. Untorrente de sangrenegras ya seacercaba rápidamente.

—¡Sigan mi guía! —gritó—. ¡Correremos hacia el oeste!Esperaremos en el valle hastaque nos persigan. Conservenlas líneas más allá de las ruinashasta que yo les avise. Hoyprevaleceremos. ¡Hoy noslevantaremos!

Sin volverse a mirar,

Roland giró hacia el occidente,inclinado sobre el cuello de sumontura, y la espoleó a todogalope.

El primer trueno retumbóen lo alto.

—¡Están huyendo!Saric giró ante el grito de

Varus, quien habíapermanecido cerca a surequerimiento. Casi mil de susocho mil hijos restantes habían

formado un grueso muro deprotección alrededor de él,escudándolo de los ataquesmientras el enemigo ledesgarraba el ejército con lafuria de un león atacando…solo para retirarse y volver aarremeter.

Como él sabía, el desgastehabía sido la perdición de losmortales. Había podidocortarles la mitad de sus fuerzasen la última hora, aunque

sufriendo enormes pérdidaspropias, pero estas se podíanpagar por el bien de la victoriaque tenía ante él. Su ejércitoaún era de ocho mil hombres.

Mientras tanto, Brack habíacaído en la batalla superado porla espada de Rom Sebastian. Elingenuo artesano que frustraraa Saric nueve años atrás habíaencontrado carácter, y habilidadpara mantenerlo intacto.

Saric siguió la línea de

visión de Varus a tiempo paraver al príncipe nómadainclinado sobre la montura,guiando un crecientecontingente de guerreros que sedirigían al sur a lo largo delborde occidental de la meseta.

—¡Están huyendo! —gritóVarus.

O están reagrupándose,pensó Saric, mientras Roland seprecipitaba hacia el borde sur ybajaba la colina hacia el valle.

Sus hombres lo seguían sinvacilar, pasando a toda prisaentre las formaciones desangrenegras, superándolas porla velocidad de los caballos.

—Al interior del valle —murmuró él, entrecerrando losojos.

—Intentan meternos en latrampa de Feyn.

Saric consideró elsignificado del repentinocambio en el plan de Roland.

Que Feyn pretendía traicionarloestaba claro. La precisión de lospreparativos mortales solopodía significar que habíanesperado que Saric llegara yatacara como y cuando lo habíahecho. Esto era algo más queconjetura, o que algunapersona les hubiera informado.Lo habían hostigado y atacadocon brutal eficiencia.

Pero él había prevalecido.—El valle solamente les

limitará los movimientos —comentó—. Una trampaincluiría algo más.

—Los desfiladeros máslejos —explicó Varus,calmando su nerviosa montura.

—Sí, los desfiladeros.La mirada de Saric recorrió

el valle vacío a su derecha. Lasruinas, con su patioensangrentado, estabandesocupadas a lo largo del riscooriental cerca de la entrada del

valle. El piso se estrechaba amedida que se extendía hacia elnorte, terminando en la boca deuna garganta que llevaba a undesfiladero con un río a uncostado. El recodo arenosoproveía un amplio espacio porel que podían pasar diezcaballos de frente. Quizásveinte.

Según sus cálculos, losmortales habían llevadoinicialmente cuatrocientos

guerreros para presionar en lameseta, reemplazándolos amedida que se les agotaban lasfuerzas. Pero eran menos de lossetecientos que Feyn habíareportado, lo cual significabaque los demás o se habían idocon los mortales que no podíanpelear o los tenían en reserva.

—Si entran, nosmantendremos a distancia —opinó Saric.

—Vienen más —informó

Varus—. Reservas.Polvo a kilómetro y medio

hacia el sur.—Intentan entrar a los

desfiladeros sabiendo queestaremos ansiosos porperseguirlos —conjeturó Saric.

—Y por eso debemosquedarnos aquí.

—No. Ellos avanzaránlentamente para atraernos alinterior. Así que les daremosbatalla en el valle, pero

conservaremos las ruinas y losmenguaremos. La pacienciaganará esta guerra. Da la señal.Descenderemos en persecucióntotal.

Varus titubeó solo por unmomento, luego giró y emitió laorden. Un cuerno sonó y lossangrenegras que atravesaban lameseta salieron corriendo haciasus posiciones mientras elgeneral sangrenegra lanzabauna serie de órdenes que

rápidamente se transmitían a losestandartes. Entonces hizo girarel ejército hacia el sur a ritmorápido mientras los de laretaguardia formaban línea.Como un río negro, su enormeejército se desplegó por lacolina y se encaminó hacia elvalle.

Las nubes en lo alto habíanocultado el sol. Saric examinólos cielos, momentáneamentesorprendido por el movimiento

de las nubes, que comofantasmas corrían a contestarun llamado no atendido. Unatormenta se avecinaba aasombrosa velocidad, activadapor un viento cada vez másfuerte. Los arqueros mortales severían comprometidos. Lalluvia ralentizaría a los caballos.

El cambio repentino era unbuen presagio.

El polvo se levantaba haciael sur, detrás de una línea

visible de caballos apuradospor llegar a la amplia entradadel valle antes de que lossangrenegras de Saric lespudieran bloquear la entrada. Silograban dividir a los mortales,la mitad de sus hijos podríanhacerse cargo de los quequedaran atrapados en el vallemientras el resto del ejércitocombatiría adentro a losnómadas. Era menos probableque el príncipe nómada huyera

por los desfiladeros mientrasalgunos de los suyospermanecieran afuera.

—Varus, ¡lleva una divisióna toda prisa! —exclamó Saricirguiéndose en los estriboscuando su general se lanzabacolina abajo; extendió el brazohacia el frente—. ¡Bloquéalos!

Varus rugió la orden a unode sus comandantes dedivisión. Sus hombresrápidamente salieron del cuerpo

principal. Como racimo deavispones negros, bajaronpululando la colina,atravesando el río como siestuviera hecho de niebla. Seestaban moviendo solamente ala mitad de la velocidad de losnómadas montados, perotambién tenían la mitad de ladistancia por recorrer.

Por delante de ellos, Rolandvolteó a mirar a lossangrenegras en persecución,

haciendo señas de que seapuraran a los mortales que seaproximaban.

Muy cerrado.Entonces llegaron las

flechas de los jinetes,disparadas contra la división deSaric. No en oleadas masivascomo los primeros ataques delos nómadas sobre la meseta, nicon la misma precisión frente alviento. Varios de sussangrenegras cayeron,

obligando a los que veníandetrás a saltar sobre suscuerpos. Pero la multitud noflaqueó ni bajó el paso.

—¡Varus! ¡El resto! ¡A todavelocidad!

Se gritó la orden. Selevantaron estandartes. El restode su ejército triplicó el ritmo einundó la tierra baja.

Saric tranquilizó a sucaballo mientras los dosejércitos se dirigían hacia la

entrada del valle a vertiginosavelocidad, cada uno pugnandopor la primera posición. Lasangre de Saric se enfriómientras una tensa ansiedad leinundaba las venas.

Sus sangrenegras iban allegar primero al valle.

Y así fue, atravesando laentrada del valle en una larga ygruesa línea. Los jinetesmortales viraron entonces haciael este mientras más del ejército

sangrenegra se agolpaba detrásde las filas ya estacionadas.

La montura de Saric saltódentro del río, salpicando elagua y saliendo a la otra orilla,apenas bajando el ritmo. Sedirigió hacia el norte a lo largodel río, clavando los talones enlos costados del corcel. Unapequeña colina se levantaba acien pasos al frente.

—¡A la elevación!Varus y quinientos de los

sangrenegras viraron y sedirigieron al montículo.

Saric tiró de las riendas paradetener bruscamente el caballoen la cima de la loma y hacerlogirar para tener una visión totaldel valle.

Lo que vio abajo lo llenó desiniestra satisfacción.

Triphon, el mortalasesinado, desde su poste, soloante las ruinas del templo, lacabeza con la flacidez de la

muerte, presagiando el destinode todos los que habíancelebrado con él la supuestavida. Roland se hallaba sobresu montura a cien zancadas delmortal muerto, junto condoscientos de sus combatientes,la mirada fija en el combate queestallaba más allá de la entradadel valle.

Saric había dividido lasfuerzas nómadas.

Él había tenido razón: el

príncipe no se retiraría a losdesfiladeros antes de que elresto de sus guerreros seabriera paso luchando a travésde los sangrenegras paraunírsele.

Más allá de las ruinas, unempinado despeñadero cortabacualquier esperanza de escaparhacia el este. Las colinas detrásde él se levantaban hacia másbarrancos, bloqueandocualquier ascenso hacia el

oeste. Solo había dos salidasdel valle: pasar al ejércitoestacionado ahora en la entradao entrar a los desfiladeros porel extremo lejano.

Por primera vez, la batallahabía tomado un giro resuelto afavor de Saric. El estruendo delcombate aumentaba a medidaque los jinetes resistían laslíneas frontales en un intentodesesperado por ponerse asalvo. Acero chocaba contra

acero; los cascos pisoteaban elsuelo. Exclamaciones y gritosde advertencia…

Gemidos de muerte.En los oídos de Saric, el

sonido era nada menos que uncanto de sirena que invitaba atodos a seguir a un nuevo amo:Saric, quien marcaría el iniciode una nueva vida y laprotegería con puño de hierro.

—La mitad, ¡a fondo tras elpríncipe! —gritó Saric.

Varus dio la orden y sumensajero emitió la señal. Dosestandartes señalaban hacia losmortales en el valle.

Tres mil sangrenegrasgiraron, levantaron líneas, ycomenzaron a marchar hacialos doscientos nómadas deRoland que ahora precisamenteavanzaban para atacar. Seenfrentaron al norte de lasruinas, esta vez más de cercaque arriba en la meseta.

Ahora la batalla se peleabaen dos frentes distintos: uno enla entrada del valle y otro en elvalle mismo. Si los mortaleshubieran sido menos decididos,habrían tenido la sensatez deinterrumpir el asalto y huir.Pero Saric sabía que huir noestaba en la sangre de Roland.

Más allá de las ruinas, unjinete mortal corría detrás de labatalla principal, agitandofrenéticamente los brazos,

gritando que se batieran enretirada. A Saric le tomó soloun momento reconocer alhombre como Rom Sebastian.

Dos líderes con dosmentalidades. Uno vociferabaretirada, el otro ordenabaarremetida.

Ahora Saric lo supo: solo eltiempo se interponía entre él yla victoria total. La batalla lepertenecía. Si su ejército noaniquilaba toda la fuerza

mortal, quedarían solosuficientes para huir y contardespués la historia.

Feyn moriría por sutraición.

No habría ejército parahacer entrar a Jonathan comosoberano.

Saric gobernaría sindesafíos.

Rom salió de la línea detrás delos mortales que peleaban en el

valle, el corazón martillándolede pánico. El plan de Roland seestaba desmoronando. Concada minuto, más nómadasdesesperados por romper laspesadas filas de sangrenegrasrecibían lanzas en sus pechos ycaían. Rom no lograba ver lamagnitud de lo que sucedía enel extremo opuesto, peroimaginaba que la tasa de bajasno era menor.

Pero, hasta el último

hombre, los combatientes bajoel liderazgo de Roland estabandecididos a manifestar el gritonómada de victoria.

El cuerpo ensangrentado deTriphon colgaba del poste en laamplia franja de terreno abiertoentre los dos frentes de batalla.Su amigo había pagado con lavida el error de Rom. Ahora losdemás seguirían esa muerte ydejarían a Jonathan sinesperanza.

—¡Michael! —gritó—.¡Son demasiados!

Ella se agachó para evitaruna lanza arrojada y giró haciael sangrenegra que la habíalanzado. Si oyó a Rom, no dioseñales de ello.

—¡Roland! —exclamó Romvolviendo la cabeza hacia laizquierda.

El grito cayó en oídossordos.

Habían comenzado el día

con setecientos mortales,preparados para cambiar elmundo. Cayó casi una terceraparte en la meseta. Aquí en elvalle podrían caer muchosmás… ¡Seguramente Rolandaceptaría la derrota para pelearotro día!

Pero no. Los nómadashabían perdido el juicio por supropia necesidad desupremacía.

Más allá del alcance de los

sangrenegras, Roland sepaseaba, sin atreverse aacercarse. Con la menteinundada de ira, Rom espoleósu caballo precipitadamentehacia Roland.

Lo atropellaría si eranecesario.

Había recorrido la mitad delcamino hacia el príncipenómada cuando le llegó elsolitario grito, inconfundiblepara los oídos mortales. Volteó

a mirar hacia atrás, hacia eloeste.

Allí, en una lejana colina,azotados por el viento cada vezmás fuerte, había dos jinetes.Uno sobre un caballo claro, elotro sobre uno oscuro. Unjoven vestido como unnómada… una mujer envueltaen gris pálido sobre blanco reala quien él habría reconocido encualquier parte.

Jonathan. Feyn.

Habían venido.Rom sintió que el aire se le

escapaba de los pulmones. Porun instante olvidó que sucaballo iba a toda velocidadhacia Roland. Jaló las riendas yparó en seco su montura.

No estaba seguro si habíasido Jonathan o Feyn quienanunciara la llegada, pero elefecto se extendió por lasamontonadas fuerzas como unaola. Los sonidos de batalla en el

valle perdieron algo de suurgencia.

Hacia la colina a la derechade Rom, Saric se había vueltosobre su caballo, un brazo aúnlevantado hacia su ejército.Pero su atención estaba en lapareja. Roland chifló y seretiró, unido inmediatamentepor los mortales que peleaban asu lado.

La batalla decayó, de modomisterioso, antes de paralizarse.

Un trueno resonó en lo alto.El cielo oscuro se agitó.

El valle estaba ahoradividido por dos amplias líneasdel ejército de Saric, una a cadalado de las ruinas, dejando unaancha franja de terreno abiertoque llevaba directamente a lasgradas de las ruinas. Losmortales retrocedieron hacia elnorte y sur de los sangrenegras.

Feyn arrancó primero,espoleando su caballo hacia

delante a paso lento. Jonathansiguió levemente detrás a laderecha de ella. Bajaron lacolina, luego atravesaron el ríoy subieron la orilla hacia lasruinas del templo. Una imagende resolución estoica.

El primer pensamiento deRom estuvo lleno de alivio yjúbilo. Por improbable quefuera, Jonathan había llegado aun acuerdo con Feyn que ledaría el poder sin más

derramamiento de sangre. Yentonces llorarían el costo de laque ya se había derramado, másde la que habían permitido enlos cinco siglos anteriores.

Feyn y Jonathan seacercaron, mirando a derecha oa izquierda. Se detuvieron solocuando llegaron a la colina deSaric.

Jonathan miró el cadáver deTriphon colgando ante lasgradas de las ruinas. Feyn

volvió poco a poco la cabeza,observó a Saric y le sostuvofirmemente la mirada. Elcreador de sangrenegrasfinalmente le hizo un leve gestoy luego espoleó el caballo haciael frente. Colina abajo, paso apaso.

Antes de que Saric llegarahasta ellos, Feyn hizo avanzarsu montura hacia delante conJonathan a su lado, sin dejar demirar las ruinas del templo.

Saric bajó la colina y los siguió.Solo entonces se le vino la

idea a Rom de que Saric y Feynestaban ahora en posesión delmuchacho, aislado por unejército de sangrenegras a cadalado. Ellos estaban separadosde todos los mortales quehabían jurado defender aJonathan.

Rom dio la vuelta, vio queRoland estaba bloqueado en sulugar, totalmente inmóvil

mientras los demás lanzabanmiradas furtivas entre él y laprocesión hacia el templo.Estaban esperando órdenes.

No llegó ninguna.—¡Jonathan! —resonó la

voz de Rom a través del valle—. ¡Mi soberano!

Jonathan no se volvió nilevantó la mano, ni siquiera enreconocimiento. En vez de esocabalgó lentamente al lado deFeyn, al parecer con solo una

cosa en mente: las ruinas pordelante de él.

Otro estruendo de truenoretumbó en el cielo. El vientose hizo más fuerte.

El terror desgarró la mentede Rom.

L

Capítulo cuarenta

A MENTE DE SARIC girópensando en la repentina

llegada de Feyn, conscientetodo el tiempo de que lasmiradas de sus hijos estabanpuestas en él cabalgando detrásde ella como un líder que habíatomado el segundo asiento a laverdadera realeza. Consciente

de que tenía la piel fría yhúmeda por el sudor. De que elcorazón le palpitaba con fuerza.Consciente de que Jonathantenía la mandíbula firme, lamirada fija, la caderabalanceándosele de maneranatural en la montura, lasmanos flojas en las riendascomo alguien a gusto con sulugar como gobernantesupremo de todo lo que la vidapodía brindar, a pesar de la

falsedad de esa idea.Consciente también de que

a los mortales se les habíaseparado de cualquier intentode salvar al muchacho.

La batalla se habíaparalizado por completo,atraídos por la repentinaaparición de la pareja. Los hijosde Saric lo observaban,esperando sus instrucciones.Los dejó esperando. La batallaahora estaba en manos de él.

El sangrenegra examinó elrostro de Feyn, la línea de lamandíbula al descubierto portrenzas simples, la capa decolor gris claro, las perlascocidas en los puños de lasmangas. Ella había cumplido supromesa de traerle al joven.

Y, sin embargo, Feyn nomostraba nada de la reverenciaque Saric esperaba de un siervofiel. Ya no tenía la sumisiónque mostrara antes de

convertirse totalmente ensangrenegra la noche anterior.

Consideró la línea desangrenegras a su derecha.Aunque la mayoría loobservaban, algunos de elloshabían vuelto sus miradas haciaJonathan.

Un escalofrío le bajó por laespalda. Apenas podíaculparlos: el objeto de toda lafuria de ellos estaba ahora adisposición de aquel que los

creó. Pero en los ojos de lossangrenegras había curiosidad,no ira.

Saric espoleó el caballo ytrotó al lado de Feyn cuando seaproximaban a las gradas.

—Ya estaba comenzando acuestionar tu lealtad, cariño.

La mirada de ella semantuvo firme en el mortalmuerto que colgaba delante deltemplo. Igual que la deJonathan.

¿Estaba Feyn consciente deque Saric podía sacar la espaday matarla en el acto, donde sehallaba? Por un breve instanteél consideró demostrar susupremacía para que todosvieran. Pero no tenía evidenciade que ella lo hubieratraicionado.

—Has hecho bien —añadióen voz baja—. Terecompensaré por esto.

Feyn no hizo ningún

esfuerzo por agradecerle.¿Se había vuelto loca?

¿Tenía el muchacho tal poderpara robarle el corazón? Perono… ambos estaban bajo suspies, sus destinos en manos deSaric.

Al lado de Feyn, Jonathanmontaba como si estuvierasolo, aparentemente ajeno a losmiles que miraban. Se veíaextrañamente majestuoso consu túnica negra desgastada.

Hasta su montura parecía serconsciente de nada más que lasupremacía de su jinete, comosi dijera: He aquí uno nacidode verdadera vida, elremanente final del Caos,totalmente vivo por derecho denacimiento.

Un hombre rebosando másvida de la que tal vez Saricpodía conocer sin recibir lasangre del mismo Jonathan.

No. Se estaba imaginando

cosas.¿Y si así fuera, Saric? ¿Y si

estuvieras a punto de librar almundo del único recipiente quepodría brindarte la vida y elpoder que con tantadesesperación ansías?

—¿Hay algo que debasdecirle a tu creador? —exigiósaber Saric de Feyn.

El caballo de ella se detuvoa diez pasos de los peldaños delas ruinas, justo más allá del

cuerpo inerte de Triphon.Desmontó sin mirar a Saric,caminó hasta donde Jonathan yle ofreció la mano.

Jonathan le tomó la mano,lanzó una última mirada alcadáver de Triphon, ydesmontó. Feyn lo llevó hacialas gradas, le levantó los dedos,y le besó ligeramente losnudillos. Le dio una mirada dedespedida. Solo entonces ellase volvió para enfrentar a Saric.

—Te entrego a tu soberano,mi señor. Mi deuda estácancelada.

Sin decir nada más, Feyn sedirigió a su montura, subió a lasilla, hizo girar el corcel, ygalopó directamente hacia lalínea de sangrenegras en laentrada del valle. Estos sesepararon como un mar negrocuando la soberana se acercaba,mientras ráfagas de vientocorrieron por el medio.

Saric pudo haberladetenido, pero Feyn ya habíapersonificado su papel. Si sulealtad hacia él se hubieraminado, más tarde trataríafácilmente con ella… suhermana no comandaba ningúnejército. Ninguna fuerza podíabrindarle protección.

Feyn atravesó cabalgandolas filas sangrenegras, pasó másallá de los mortales, y se dirigióal valle a toda velocidad.

Cuando Saric se volvióhacia las ruinas del templo,Jonathan ya había subido lasgradas y se había detenido en loalto. Miraba tanto asangrenegras como a mortalescon los pies separados y firmes,la mandíbula apretada, lospuños cerrados a sus ladosmientras las ráfagas le agitabanla vestimenta y el cabello.

Así que nueve añosfinalmente los habían llevado a

un lugar en que se corregiría elpasado, en que se enderezaríatodo lo que había salido mal.Esta vez los papeles se habíaninvertido. Hoy era el turno deJonathan de rendirse.

Vida…La palabra barrió la mente

de Saric como transportada porel furioso viento.

—¡Jonathan! —exclamó lavoz de Rom Sebastian porencima de las líneas, ampliada

al máximo por la desesperación—. ¡Jonathan!

Saric estaba a punto dedesmontar cuando la voz delmuchacho resonó a través de lacreciente tormenta, atrayendo eloído de toda alma que respirabaen el valle.

—¡En una era de Caos, losprimeros en caminar en estatierra vivieron en absolutoabandono! —gritó—. Sededicaron al placer con todo lo

que se les dio. Rieron yllenaron sus vientres con lasofrendas de la tierra. Danzarondebajo del sol y la luna, ycelebraron pasión sin reservas.¿Se atreve alguno de ustedes adecir que eso no fue bueno?

El desafío del joven resonócon una autoridad que produjotemblor en los dedos de Saric.

Él habla de la vida comoquien la conoce muy bien…

El viento gemía entre las

ruinas. En lo alto, el cielooscuro se agitó. Sangrenegras ymortales por igual permanecíanen silencio.

Jonathan caminó hacia suderecha, tendones tensos bajovenas resaltadas. Venas quefluían con la primera sangre devida.

—Antes de que hubieraguerra, ¡había paz! Antes queodio, amor. Antes queambición egoísta, servicio

desinteresado. Había belleza sinfin, que nunca debiódesaparecer.

Entonces caminó de un ladoal otro, las manos empuñadas alaire.

—Pero aquellos quevivieron también cortejaron lamalsana ambición y la egoístacodicia. Anhelaron el poder.Para consumir más de lo queles fue dado. Declararonguerras. Humanos mataron a

humanos, llenos de rabia ycelos, motivados por laurgencia de conseguir elservicio de los demás. El amorfue aplastado por la necesidadde proteger lo que no se podíaposeer. El hombre hizo casoomiso del llamado de abrazar elcamino de un Creador cuyoestandarte es el amor dadolibremente, ¡no controlado porla fuerza ni exigido por lealtado realeza!

¿Cómo se atrevía estehombre a pararse delante de loshijos de Saric y hablarles deamor desvinculado deobediencia, lealtad y posesión?

Y entonces, a medida que laira se le acumulaba como latormenta en lo alto,comprendió que no era ira enabsoluto… sino celos.

—¡Esta fue la caída de laespecie humana! —gritóJonathan—. Y así, un hombre

llamado Megas despojó a lahumanidad de todosentimiento, a excepción delmiedo. Celoso de lahumanidad, decidido adominarla, ¡ávido porsubyugar! Hasta el día en queesa vida volvió a nacer en unniño cinco siglos después. ¡Unniño que fue criado para que susangre alimentara a lossedientos de beberla!

—¡Él dice la verdad! —

gritó uno de los mortales a laizquierda lejos de Saric—. ¡Losmortales nacen con vida!

El dedo de Jonathan sedisparó en dirección a la voz.

—No —exclamó—. Lesdigo hoy que la verdadera vidano se halla en sangre que solodespierta pasiones. Igual que enlos días del Caos, solamente elamor cedido libremente habitaen el diseño del Creador.Quienes afirman que el amor

depende de la lealtad sonimpostores que no saben nadadel reino soberano. ¡Morirándel mismo modo que aquellosque ya caminan sin vida!

El filo dentado de un rayopartió el cielo. Los truenos seprecipitaban en lo alto mientrasaumentaba la intensidad delviento, azotándole a Jonathanlas trenzas contra el rostro.

Pero los cielos no eran losúnicos a punto de reventarse

por completo.Saric sintió inclinársele la

mente incluso mientras sehallaba en lo alto de la silla. Laspalabras del joven cortaban,rompiendo toda atadura conaquello por lo que él habíamuerto y vivido. Poco a poco,el mundo a su alrededorcomenzó a desvanecerse,dejando tan solo la formaacusadora en lo alto de lasarruinadas gradas del templo.

¿Era eso posible? ¿Era la vidade Jonathan más real que la delpropio Saric?

Aunque lo fuera, él nopodía ceder. No ante esteCreador, por grandiosa quepudiera ser su vida.

Ahora sabía algo: elmuchacho debía morir.

Con una mano en el pomode la silla, Saric se irguió,levantó la pierna derecha porencima de las ancas del caballo

y se apeó. La verdadera batallano era entre sangrenegras ymortales con espada y hacha; lapelea real estaba aquí,decidiéndose entre dosgobernantes. Uno viviría paragobernar.

El otro moriría.—¡Jonathan!El sonido de golpeteo de

cascos se unió al aullido delviento. Era Rom Sebastian,desesperado, bloqueado por la

línea de sangrenegras.—¡Corre! ¡Corre, Jonathan!Un revuelo se levantó desde

el norte. Choque de acero;gritos de indignación y acerbasmaldiciones.

Los sonidos eran lejanos enla mente de Saric, de unadimensión que ya noimportaba. Agarró laempuñadura de su espada y laextrajo deliberadamente de suvaina con un fuerte chirrido.

—Algunos producen unnuevo reino que fluye de laalquimia, e intentan gobernar elmundo para su propio placer yutilidad —continuó gritandoJonathan.

El muchacho miraba a Saricmientras este se acercaba ytrepaba los escalones.

—Otros gobiernan comomortales sobre una existenciamenor —continuó, levantandola cabeza y señalando en

dirección al príncipe nómada ysus hombres—. Pero hoy seencuentra un nuevo reino entreustedes. Un reino donde yo soyel soberano, donde reinaré conaquellos que me sigan. Elembustero viene para tomar loque no puede poseer, pero yoofrezco libremente mi vida paratodos aquellos que deseenexperimentarla.

Saric levantó la miradahacia el muchacho que profería

tonterías.Aterrado por sus palabras.Insensible porque no

significaban nada.Enfurecido por las

acusaciones.Temblando.Jonathan pareció haber

terminado de hablar. Se parófrente a los postes de los queaún colgaban los restos delrecipiente de cuero, observandoa Saric.

La pelea más allá de la línease convirtió en algarabía, ahoratanto al sur como al norte. Losmortales estaban otra vez enpleno ataque. Una inútil batallade orden menor.

Saric se puso en pie en elelevado piso de las ruinas yacechó al muchacho, la puntade la espada rastrillando en lapiedra detrás de él. Otro truenosacudió el cielo.

—Hola, Saric —saludó el

joven en voz baja, solo para elhombre; tenía los ojos límpidosen medio de la tormenta que seavecinaba—. ¿Ves la ira de lanaturaleza?

Saric lanzó una rápidamirada hacia el cielo oscuro.Vio que giraba como si fuera atragarse el mundo.

—La mano del Creador.La mano del Creador.Saric había oído la

tradición. Sin duda el

muchacho no estaba afirmandoser más que un hombre nacidode sangre. Jonathan habíaperdido la cabeza.

¿O has perdido tú la tuya?—Sé cuánto anhelas la vida,

Saric —expresó el joven, envoz demasiado baja para quepudiera oírlo alguien en elcreciente vendaval—. Tucorazón es negro, pero nopuedes hacer caso omiso delgrito de verdad de que mi

sangre te produciría algo másallá de tu imaginación.

Todos los temores de Saricse fundieron en una preguntaensordecedora: ¿y si fueraverdad? ¿Y si el objeto de subúsqueda estuviera ahoradelante de él, una vasija pura debelleza, verdad y amor?

Por un momento, la idea lesofocó el odio. El cuerpodelante de él se convirtió enuna inigualable vasija de vida

pura para ser consumida, noaplastada. Para ser degustada,no destruida.

Para ser adorada.Sin pensar, Saric levantó

una mano temblorosa.Vacilante. Como el muchachono se movió, el sangrenegra letocó la mejilla con la yema delos dedos. Una oleada deenergía le subió por el brazo yle entró al cuerpo.

Se estremeció.

—Mírame a los ojos —exigió el joven.

Como por cuenta propia, lamirada del sangrenegra pasó dela mejilla del muchacho hacialos ojos. Una luz centelleócomo rayos de sol a través delas turbulentas pupilas coloravellana del joven. Saric sintióque el cuerpo se le tensionaba.

Pero había más… Unaenorme y terrible tristeza.

Empatía.

Lágrimas.—Yo soy la vida que

anhelas. Mi luz te apresará parasiempre. Yo puedo hacerlo.

Ante las últimas palabrasdel muchacho, el mundo deSaric resplandeció con una luzbrillante, cegándolo a todomenos a la singular verdad: élera oscuro como la brea que lecorría por las venas. El jovenestaba infundido con luz. Él, noel muchacho, había estado

engañado. Aquí estaba lavida… no en sus venas, sinofluyendo de aquel que teníadelante. Vida como no la habíaconocido. Verdadera vida.

A Saric se le encorvaron laspiernas. Se desplomó sobre unarodilla, con un gran lamentobrotándole desde el fondo delas entrañas, un fuerte sollozoque representaba horror, dolore indignación total. Esto le robóel aliento, acabando con su

razón y su propósito.Abajo, en alguna parte, los

mortales hacían un último ydesesperado intento por pasar através de las líneas deguerreros… Saric podía oírloen la lejanía.

El hombre lloró, sololejanamente consciente de quesus hijos podían verlo: quienlos creara estaba arrodilladoante este muchacho. Delante deeste soberano de un reino que

no comprendía ni podíapercibir.

—Solo generas muerte —expresó Jonathan—. Soy yo, notú, quien tiene poder sobre lavida. Mira y conoce la realidad,señor de las tinieblas.

Saric sintió que learrebataban la espada de lamano. Movió la cabeza para vera Jonathan bajando a toda prisalas gradas, ya no un niño, sinoun guerrero corriendo como un

rayo hacia la línea más cercanade sangrenegras.

Con un grito que enfrió lasangre a Saric, Jonathan selanzó hacia el más cercano deellos, esquivando fácilmente unfrenético ataque de la lanza delguerrero. La hoja del muchachobrilló y cercenó la cabeza delcuerpo.

Jonathan giró, aún gritando,esquivando apenas otra hojaimpulsada. Él era demasiado

rápido. Contorsionándose conhermosa gracia y poder,Jonathan acuchillaba a otroguerrero, casi partiéndolo endos por la sección media.Destrozó a otro, separándolelos brazos de los hombros antesde clavarle la espada en elpecho.

Saric observaba, paralizadoen horrible admiración, cómoJonathan mataba de modocategórico a seis sangrenegras

sin permitir que una sola hojalo tocara.

Resonaron órdenes. Lasfilas se agrandaron alrededordel muchacho, pero antes deque pudieran cerrar el círculo,él derribó al séptimo y se alejóa campo abierto. Como siejecutara una cuidadosa danzacoreográfica, Jonathan semovió hacia el poste quecontenía el cuerpo muerto deTriphon.

Se apoyó en una rodilla einclinó la cabeza en respetohacia su amigo caído. Largashuellas de sangre de las heridasen los intestinos del mortal lemanchaban el vientre y laspiernas.

Jonathan se enderezó ymiró al hombre, el rostrocontraído por el dolor. Estiró lamano hacia uno de losensangrentados pies, se inclinólentamente hacia delante, y lo

besó. Su sollozo de angustiaresonó por el valle,interrumpido por un clamorpara que todos los mortalesoyeran.

—¡Él verá vida! —gritóJonathan, enfrentando la líneade mortales donde sus líderesestaban montados—. Por elsacrificio que pagó parasalvarme, ¡le doy vida! Dejensu cuerpo. Él no será enterradocon los demás. Tal como

ustedes encuentran vida,Triphon hallará vida.

Jonathan giró y señaló laespada de Saric, los ojos enllamas. Mantuvo su posiciónpor un largo instante, luegocorrió hacia él, encorvadocomo un velocista desde elinicio de la carrera.

Solo entonces Saricdiscernió que el guerrero quehabía matado tan fácilmente asiete de sus hijos podría

también tomar fácilmente alcreador de ellos, que aún estabade rodillas, inmovilizado ydesarmado.

Las venas se le llenaron depánico. Empezó a erguirse,pero el mundo alrededor de élestaba girando.

Para entonces Jonathan sehallaba en la base de las ruinas.Subió los peldaños en treslargos saltos y giró paraenfrentar el valle, la

ensangrentada espada en alto.—¿No hay final para la

muerte? —gritó.Arrojó la espada,

enviándola estrepitosamentehacia las piedras más allá de larodilla de Saric.

Él no solo domina la vida,sino también la muerte.

Saric se volvió y miró laespada, roja debajo del cielocada vez más oscuro. Por elrabillo del ojo vio cómo

Jonathan agarraba los dospostes que sostenían elrecipiente roto de cuero.Suplicio y angustia en el rostro.Estaba chiflado. Era grandioso.Con los brazos extendidos a loscostados, el muchacho lanzósus palabras al mundo.

—¿No existe cántico sinespada? ¿No hay amor sincelos? ¿No hay un final para laira?

El cuerpo le comenzó a

temblar. Se mecía haciaadelante y atrás como alguienposeído, fuera de sí. El fragorde la batalla se había detenido,reemplazada solo por el viento,el trueno y los irregulares gritosdel joven.

—¿Morirán todos los hijos?¿Se tornará rojo el sol?¿Vaciarán ustedes mi sangrepara alimentar su propiaambición? ¿Debo morir paraque ustedes puedan vivir?

Las trenzas se le echaronpara atrás frente a la tormenta.Lágrimas le brotaban de losojos y volaron hacia sus sienesantes de que pudieranmancharle las mejillas.

—¡Encuentren al amor! —gritó—. ¡Hallen la belleza!¡Localicen la vida y sepan queel reino de los soberanos estásobre ustedes!

Una solitaria voz deobjeción cruzó el valle a lo

lejos y lo alto. Saric volvió lacabeza y vio una figura sola enlo alto del risco occidental, conlos brazos abiertos. Una mujergritando horrorizada por laescena que tenía ante ella.

—¡No! —exclamó ellacayendo de rodillas—.¡Jonathan!

La mujer levantó la barbilla,respiró hondo y emitió un grangemido al cielo.

Un sollozo indefenso brotó

del joven, colgando de lospostes como si estos losostuvieran y no al revés. Miróa la solitaria mujer, con elrostro retorcido de angustia.

—Por amor… —balbuceóél, aspirando, una bocanadahorrible y fluctuante—. ¡Por ti,Jordin!

Saric sintió que la mente sele fragmentaba, destrozada porla lucha en su alma.

Sin duda, estas eran las

palabras de un amor saturadode poder mucho más grandiosoque cualquiera que él conocía.No podía matar a quien estabadestinado a producir tal vida.

Eran las palabras de unpoder que anularía el suyo.Debía destruir a aquel cuyodestino era aplastar la vidainferior del sangrenegra.

De repente, Jonathan agarróla túnica con ambas manos porla línea del cuello y la rasgó

hasta dejar el pecho aldescubierto. Bajó la miradahacia Saric.

—¡Tómala! —gritó, con lacara roja y contraída.

Volvió a agarrarse de lospostes, con los brazos abiertosy el pecho desnudo.

—Toma mi vida para todosellos. Derrama mi sangre ydrénala por el bien de estemundo. ¡Toma lo que hasvenido a arrebatar y sé

transformado para siempre!Saric se quedó paralizado.—Obedéceme —ordenó el

muchacho en voz más baja quepenetró la mente delsangrenegra y le hizo añicos laconfusión que aún le quedaba.

Las tinieblas le inundaron lavista. Agarró la espada por laempuñadura, se puso de pie y,gritando a pleno pulmón, seabalanzó sobre el joven.

La hoja tajó a través el

cuerpo de Jonathan, partiéndoleel torso casi en dos.

Los ojos del muchacho seabrieron desmesuradamente.Medio sofocado, se lesepararon los labios. Quedóinmóvil por un instante,suspendido antes de doblarsesobre las rodillas. Los gritos delos mortales ahogaron losagudos lamentos que se oían enlo alto del risco.

El joven se desplomó en un

charco de su propia sangre,amontonado a los pies de Saric.

El sangrenegra dio unvacilante paso hacia atrás. Laespada se le cayó de la mano y,con ella, el mundo.

Las ruinas comenzaron atemblar bajo sus pies. El vientorugió por el valle, amenazandotirarlo al suelo.

Saric se quedó estupefacto,luchando por mantener elequilibrio bajo el oscurecido

cielo. La superficie del valle seinclinó ante sus propios ojos.Grandes trozos del risco lejanoempezaron a deslizarse hacia elinterior del valle. Implacablestruenos se estrellaban en loscielos, agitándole hasta lamédula de los huesos.

La mitad de sus hijos selanzó a tierra buscandoseguridad, la otra mitad intentócorrer, tambaleándose ycayendo de bruces como una

turba de borrachos. Loscaballos de los mortales seencabritaron, lanzando a susjinetes al suelo convulsionado.

Entonces, tan rápido comoel terremoto llegó, se aquietó.La tierra retumbó hastacalmarse. Una tranquilidadantinatural se posó en el valle,interrumpida solamente por elruido de piedras al caer y porrelinchos de caballos.

Con un silbido final, el

torbellino en el cielo sorbió lasnubes negras, retornándolas aun gris encapotado yempujándolas mediante unasuave brisa.

Silencio.¿Qué has hecho?A Saric le vino a la mente

que aún estaba de pie. Vivo.Pero en el momento en que elpensamiento le llegó supo queno era el mismo hombre que sehabía considerado vivo solo

segundos antes.Sus pensamientos ya no

eran los que le obsesionabanantes. Había visto una luz en losojos del muchacho. Habíaobedecido sus órdenes. Sehabía sometido a un poder quelo dejó aniquilado para quetodo el mundo viera.

Nada era lo mismo.Nada podía volver a ser lo

mismo.Temblando fuertemente,

Saric caminó hasta el borde delas gradas, las descendió de unaen una, y se acercó hasta uncaballo cuya carne aúntemblaba de terror. Montóindeciso, vagamente conscientede que se estaban levantandosangrenegras por todos lados,algunos de ellos apoyándosesobre sus endebles rodillas alverlo.

—¿Mi señor? —exclamóVarus acercándose cabalgando,

pálido.Saric evitó la mirada y las

preguntas en los ojos de sugeneral, e hizo mover lamontura, apenas consciente dela multitud de miradas sobre él.

—¿Cuáles son sus órdenes?—preguntó Varus.

¿Sus órdenes? No podíaarmarse de denuedo paraliderar. El muchacho le habíahecho ver su maldad,despojándolo de tal poder.

Algo había sucedido con Saric.La luz en los ojos de esemuchacho…

—Salgamos de este lugar —contestó—. No más muertes.

Luego hizo girar el corcel ycabalgó por el valle bajo lasmiradas de sus hijos.

Detrás de él se levantaba unlamento hacia el cielo. Losmortales lloraban la muerte desu soberano.

E

Capítulo cuarenta yuno

L BORDE OCCIDENTALDEL valle Seyala lo inundaba

la luz solar de media mañana.Arriba, los estorninos salían delos árboles en la cima del riscooriental, sorprendentementevivo sobre las ruinas allá abajo.

Bahar, así se llamó a las

ruinas. Fuente de Vida. Estabanquebrantados, envueltos porespesas tinieblas, de modo quenadie que los mirara pudierapensar que la vida se habíaotorgado aquí.

Y tomado.Rom observó los primeros

movimientos de uncampamento que se levantabade una noche de luto. Aquellosincapaces de pelear habíanregresado y unos pocos habían

levantado yurtas, la mayoría deellas en el mismo lugar en queestuvieran antes, quizásbuscando consuelo en lafamiliaridad. Pero lo que todoesto hacía era llamar la atenciónde cualquiera que veía losenormes parches de tierra en elmedio; tierra cubierta no solopor las moradas de los vivos,sino por los cuerpos deaquellos vestidos ahora demuerte.

A pesar de las objeciones demás de unos cuantos, Romhabía insistido en dejar elcadáver de Triphon en el poste,resguardado a fin de manteneralejadas a alimañas y aves. Lademanda que hiciera Jonathanantes de morir tenía pocosentido aun para Rom, peroellos estaban ahora más allá dela razón. Cuando abandonaranel valle, la naturalezaconsumiría la carne de Triphon

y dejaría solamente unesqueleto como monumento,homenaje a la muerte en estelugar en que una vez reinara lavida.

Doscientos treinta y nuevemortales habían perecido en labatalla de ayer. Ciento setenta yocho nómadas, sesenta y uncustodios. Los nómadas caídosyacían juntos en filas, dejandoespacio para que los vivos semovieran entre ellos,

bañándolos y vistiéndolos, yenvolviendo a los desfiguradosen sudarios improvisados deropa de cama y lienzos. Loscustodios estaban aparte,rostros envueltos. Filas deguerreros muertos, ya noalineados en formación debatalla como una raza, sinoseparados ahora por linaje en lamuerte. Nómadas, a la pira.Custodios, a la tierra.

Pero no era la línea de

muertos lo que llamaba laatención de Rom una y otravez, sino el solitario cuerpoenvuelto en muselina en lo altode una tarima construida conmucho cuidado cerca de lospeldaños de las ruinas.

Jonathan.Las muchachas jóvenes

habían bajado de las colinascon los brazos llenos de frágilesanémonas. Los niños máspequeños se les apiñaban a su

alrededor… niños que Romreconoció como aquellos conquienes Jonathan se habíaescapado a menudo paratallarles juguetes mientras seechaban a reír en las colinasoccidentales. Habían cubiertosu cadáver con flores.

Demasiado rojo. Muyparecido a la sangre quecuidadosamente habíanrecogido de los escalones de lasruinas y sellado en frascos de

cerámica provistossolemnemente por el custodio.Habían tachado las iniciales enellos. El custodio los teníaguardados para su propiofuneral, a fin de que lospusieran al lado del cuerpo enreconocimiento del día en queeste volvería a nacer… el ritualde todos los custodios.

Un día que nunca habría dellegar.

Jonathan había muerto en

su decimoctavo cumpleaños.Rom desvió la mirada.La noche anterior los

exploradores reportaron que loscadáveres de los sangrenegrascaídos en la meseta habían sidorecogidos por sus compañeros.No se sabía nada de Saric. Nide Feyn.

El custodio había acudido aRom para informarle que habíahecho una última prueba a lasangre de Jonathan. Muerta,

manifestó. Agotadas todas susextraordinarias propiedades.

Nueve años de esperanza.Perdidos.

Ahora, a medida que el solse deslizaba hacia el cuerpo queyacía al pie de los peldaños delas ruinas, Rom podía sentir lasmiradas de los mortales sobreél. Mientras cargaban loscadáveres de los caídos en loscajones tirados por caballos, elcampamento se llenaba de los

sonoros gemidos de madres,amantes e hijos. Los radicalesestaban más insensibles de lonormal, y no recitaban losnombres o las historias dequienes se levantaban sobre suscaballos, como era lacostumbre. Todos se hallabanagotados y tensos, mirando amenudo a los centinelas en losriscos, atentos al grito de que elejército de sangrenegras habíaregresado. Pero no llegaría

ningún ataque. Saric obtuvo loque quería.

Ni Rom ni Roland hablaroncuando se reunieron a cadalado del cuerpo de Jonathan,puesto en la carreta y cubiertode flores, y con los frascos decerámica con su sangre a sulado. No podían apartar aJordin, quien tenía los ojoshinchados por llorar, como sidebiera cumplir para siempre elencargo que Rom le diera ayer

de no dejar de vigilar almuchacho. Incluso cuandoRom montó a caballo y dio laseñal de iniciar la procesión, lachica se aferró de la barandillade la carreta, estirando amenudo la mano para tocar elpie cubierto de Jonathan.

Desde el extremo sur de lasuperficie del valleserpentearon por lasestribaciones occidentales haciala meseta. El momento en que

subieron la última colina, Romcasi esperó ver aves de carroñapicoteando ojos y heridas decadáveres esparcidos a travésdel campo de batalla. Pero nohabía cadáveres en el campo, ysolo persistía el olor a sangre,que saturaba por igual la tierray el aire.

Un cuervo a la derecha deRom se limpiaba las plumas. Enel lejano borde del campo debatalla habían levantado filas de

piras funerarias utilizandocaballerizas desmanteladas,marcos de yurtas de aquellosque habían caído, y madera delbosque. Las piras se extendíana través del campo como unpuente hacia el más allá.

Al lado de las pirasfunerarias habían cavado unalarga tumba para los custodioscaídos. Un túnel hacia el mismodestino, dondequiera que sehallara.

Y allí, frente a todo, unasimple y solitaria tumba, haciala cual Rom dirigió la procesióna paso triste.

Al llegar, miró el foso,consciente de las miradas de losdemás posadas en él.

¿Qué debía decir? Que nohabría soberano. Ni reino.Jonathan no solo había falladoen entregar lo que les habíaprometido, había destruidotodo.

Se volvió lentamente en lasilla para mirar a los mortalescongregados. A Jordin, con lacara acongojada ante la vista dela tumba. A Adah, secándoselas lágrimas con la manga. Alos radicales, que mirabanfijamente como si lo hicieran através de él. Al custodio,pálido, con aterrada expresióndebida a su total incertidumbre.A Roland, a su lado, rostrocincelado en piedra.

Aclaró la garganta, peroesto no ayudó. Su voz estabainconfundiblemente ronca.

—Lloramos la pérdida denuestro soberano —declaró, yvolvió a carraspear—. Lolloramos como el verdaderosoberano. El único que debíaser. Dimos nuestras vidas porél. Lo hicimos con alegría,porque él fue el primero endarnos vida.

No podía mirarlos a los

ojos. No podía encontrar lasduras miradas de los radicalescon sus mandíbulas apretadasdebajo del brillante sol. Lamirada perdida del custodio.

—Lo lloramos, y locelebramos. Hacemos ambascosas, porque él hizo lo quevino a hacer, aunque no en unmodo que logramoscomprender. Nos enseñó quéera vivir. No por una idea o porun Orden, sino por el bien de la

vida misma. Nos enseñó aamar. Y ahora su legado viveen nuestras venas.Recordaremos siempre aJonathan, no como un niño ocomo un hombre que derramósu sangre, sino como nuestroverdadero soberano. Lorecordaremos y lo honraremospor siempre como laencarnación de la vida, delamor, de la belleza.

Rom titubeó, pero no había

más palabras. Ya no podíadecirles más, porque no habíanada más que él supiera.

¿Por qué, Jonathan?Nueve años. Muchas vidas.

Mucha esperanza.Asintió con la cabeza hacia

Roland, montado a su lado. Elpríncipe levantó la barbilla.

—¡Hoy nos levantamoscomo un linaje de vivientes! —exclamó, y su voz se extendiópor todo el campo—. Estamos

diezmados en número, perovictoriosos. Una raza que viviráeternamente.

Unos pocos gestos deasentimiento entre los radicales.

—¡Viviremos! Celosamenteprotegeremos nuestra vida delos muertos. Nunca volverá avenir ningún daño a los desangre pura. Hoy enviamos alcielo los cuerpos de quieneshan caído. Hoy, quienes aúnvivimos nos levantaremos,

decididos a nunca más cortejara los muertos. A todos aquellosque nos privan de la vida lesdigo: «Mueran en su propiatumba. ¡Nuestra sangre noconoce fin!»

Rom le miró las líneasrígidas del rostro, tan duras yresueltas como sus palabras. Élle devolvió la mirada sin unapizca de conciliación. Romdudó alguna vez volver a verde la misma manera a los ojos

de Roland.Que así sea.Se bajaron de los caballos.

Juntos levantaron el cuerpo deJonathan de la carreta. Jordinpermaneció inmóvil,sosteniendo junto a su pecholos frascos de cerámica quecontenían la sangre deJonathan.

Bajaron el cuerpo al suelo.Demasiado pálido, demasiadoclaro, vaciado de su sangre.

Demasiado inerte para ser elniño que Rom había conocido.El custodio mismo bajó a latumba, agarró los frascos unopor uno de manos de Jordin ylos puso en un lecho de paja allado del cadáver. Cuandointentó subir, de pronto lefallaron las fuerzas y Rolanddebió ayudarlo.

Rom levantó un puñado detierra, deseando que los dedosse le abrieran para soltarla en la

tumba.Anatema. Blasfemia, verla

caer sobre ese cuerpo enpasividad.

Soltó la tierra sobre el dorsode Jonathan, luego se hizo a unlado. Roland pasó adelante ehizo lo mismo. Jordin depositósolamente un montón de floresencima de los puñados detierra, sollozando todo eltiempo. Uno por uno seacercaron los demás de la

procesión, los niños después detodos y lanzando anémonas a latumba. Luego los custodiosestuvieron allí con sus palas.

Rom se volvió, mirandohacia el oeste, entrecerrando losojos hacia el sol.

Enterraron al resto de loscustodios en la cavidad más alláde la tumba de Jonathan.

Para cuando hubieroncolocado a los nómadas sobrelas piras y encendido el fuego,

el sol había comenzado aponerse en el horizonte enespléndido color amarillopardo.

El fuego rugió y crepitó,iluminando el cielo norteño.

No hubo canciones. Nihistorias de hazañas de loscaídos. Nada de la celebraciónpodía hallar apoyo entre lasllamas de tantos cuerposardiendo.

El multitudinario funeral

consumió el día. Los familiaresrevolotearon sobre tumbas ypiras humeantes hasta elanochecer, algunosalimentando a niños debajo delas primeras estrellas, otrosrechazando alimento oincapaces de comer. Las brasasseguirían ardiendo entrada lanoche y por la mañana.

Rom se quedó mirando elfuego menguante, conscientesolo de la tumba solitaria

aislada de las demás. Jonathansiempre había estado aparte,solo. Pero allí estaba Jordin, allado de él incluso ahora en lapenumbra, regando la tumbacon sus lágrimas.

Una terrible soledad seapoderó de Rom. Se sintiótotalmente perdido.Abandonado en medio delcampo de batalla donde…¿donde qué? ¿Se había ganadouna victoria? ¿Se había

cambiado la historia? ¿Habíaconquistado el amor?

¿Fue esto una victoria o eldesarrollo de la historia? ¿Estoera el amor?

Un paso a su costado. Nohabía notado la cercanía deRoland hasta que el príncipeestuvo a su lado. Por unmomento ninguno habló.

—¿Y ahora? —inquirióRom, sin volverse.

—Seguimos como lo hemos

hecho por siglos —respondió elnómada exhalandotranquilamente.

—¿Con qué fin?—Sé que este es un día

difícil para ti, pero debesrecordar que el muchacho nosdejó —dijo el príncipevolviéndose al fin hacia él enmedio de la oscuridad—.Vivimos como mortales, llenosde la vida de él. Este fue supropósito.

—¿Morir? No puedocreerlo.

—Cree lo que quieras. Encuanto a mí, creo que él viviópara dar vida, y cuando esavida abandonó su sangre,murió de buena gana. Ahora mipueblo tomará el poder que élnos dio y cumpliremos nuestrodestino. Nosotros, no Jonathan,gobernaremos el mundo.Quizás así debió ser siempre.

¿Podía Rom haberse

equivocado tanto? Si Rolandtenía razón, este solo era elcomienzo. Sin embargo, ellosno gobernarían. Y ahora habíamenos mortales vivos queantes. Pero aun mientras lasinquietudes batallaban dentrode él, supo con seguridad unacosa.

—Honraremos su muertepor siempre.

—Honraremos su muerteviviendo por siempre —

corrigió Roland, volviéndosehacia las humeantes piras.

Esta nueva preocupaciónparecía tallada dentro delpríncipe. Tal como habíafusionado a su pueblo con suidentidad como nómadas, ahoralos involucraría en su nuevamisión: vivir como una razasuperior que no reconociera anadie más que a su príncipe.

¿De qué modo era esodiferente de la misión de los

sangrenegras?—¿Qué harás?—Llevaré a mi pueblo hacia

el norte. Nos reagruparemos ynos fortaleceremos. Cuandollegue el día haremos lo que seanecesario.

—¿Qué día?—El día en que venceremos

toda opresión y gobernaremos.¿Gobernar cómo? Rom

quiso preguntar. Perosolamente asintió con la cabeza.

Roland inclinó la cabeza yse alejó.

D

Capítulo cuarenta ydos

URANTE DOS JORNADAS,EL valle Seyala permaneció

bajo la melancolía de laesperanza destruida y lossueños rotos. Bajo las órdenesde Rom habían limpiado desangre el patio de piedra de lasruinas y vaciaron el santuario

interior. Habían levantadoalgunas de las yurtas, peromuchos de ellos dormían enrefugios temporales hechos decolgajos de lona. En la nocheardían hogueras, pero loscánticos y las danzas que unavez llenaran el valle ya no seoían ni se veían, excepto en elextremo norte, donde algunosde los nómadas rabiaban porsus hazañas en la guerra yhablaban de días venideros de

gloria.El cuerpo muerto de

Triphon servía como unrecordatorio constante ymacabro de la derrota. Romrechazó dudas en cuanto a lasensatez de dejar un cadáverexpuesto, desafiando unacreciente presión para dar aTriphon una sepulturaapropiada. En vez de eso,asintió a mover el poste con elcadáver hacia un lado de las

ruinas donde no fuera visiblede manera tan flagrante.

La pregunta mástrascendental que todosconfrontaban era mucho másurgente: ¿qué iba a pasar conaquellos que aún vivían?

No había soberano mortalque tomara la silla del poder.Ningún nuevo reino paradespertar al mundo a la vida.Ningún niño milagroso yfanático que inspirara

esperanza. Ninguna promesa devida más allá de la que yacorría, desenfrenada pero sinpropósito, en las propias venasde la gente.

Solo un valle abatido conruinas bañadas en el recuerdode la sangre.

Nada tenía sentido.El consejo se había reunido

dos veces en un intento porhallar consenso, pero no sepudo acordar ningún sendero

claro. Rom y los custodiosestaban demasiado angustiadoscon la injusticia de la muerte deJonathan como para consideraralguna dirección, y menos aúnel futuro. ¿Cómo pudo aquelque les prometió un nuevoreino haber eliminado esaposibilidad al ofrendar supropia vida? En su masacre desangrenegras había demostradomás habilidad y fortaleza de laque cualquier mortal podía

haber esperado de él. ¿Por quéentonces se había desnudado elpecho y le había entregado laespada a Saric? ¿Por qué?

El cielo se podría haberaclarado, pero el valle estabacubierto por la espesa niebla dela confusión y el dolor.

Incluso Roland, tan firmeen su resolución de ver a sunueva raza de nómadas subir alpoder, ofrecía pocosparticulares en cuanto a cómo

debían proceder.Al norte, sí. Con vida plena,

sí. ¿Pero y qué de la expectativade libertad y autonomíaadoptada por su pueblo durantela vida de Jonathan? ¿Quépasaría ahora?

A Jordin casi no se la veíaen el valle, y prefería lacompañía de la tumba deJonathan. Rom había ido a lameseta la víspera de la segundanoche y la había encontrado

acurrucada al lado de la tierrarecién removida, dormida. Sehabía sentado a observar elfirme vaivén de la respiraciónde la chica, tratando porcentésima vez de encontrarlesentido a las preguntas que leinundaban la mente.

Él nunca había sabido queJonathan hablara falsedades oindujera al error. ¿Quéentonces había querido decir eldía de su muerte al afirmar que

estaba trayendo un nuevo reinode soberanía? ¿Y cómo podíahacerlo si su sangre habíaperdido su potencia?

¿Era posible que Jonathansimplemente sucumbiera a lapresión de la expectativa de quecumpliría a todos lo prometido?¿A los años de estar sangrando,visto cada vez menos como unniño y más como un recipientede poder?

¿Era culpa de ellos haber

presionado a un frágil niño aconvertirse en un líder sin quetuviera la fortaleza de llegar aserlo?

¿Qué significaba seguirlocomo había recomendado ensus últimos días? ¿Cómo sepodía seguir a los muertos?

¿Qué de la tormenta y elterremoto? Algunos losllamaban la mano del Creador.Otros afirmaban que no se tratómás que de una terrible

tormenta.A propósito, ¿existía

siquiera el Creador? Algunosdecían que no… ¿cómo podíaexistir, dado todo lo que habíasucedido? Que lo ocurrido enla sangre de Jonathan fuecuestión de genética, de ciencia,y no un misterio. Dos díasantes, Rom los habríaridiculizado como ciegos ydesagradecidos; sin embargo,¿cómo podía hacerlo hoy? ¿Por

qué un Creador permitiría quemuriera una fuente de vidaverdadera?

Todo lo que había creído sehabía puesto en duda.

Y Feyn… ¿qué de ella?¿Qué habían acordado en lacumbre? ¿Por qué había huidodespués de entregarlo a Saric,sin voltear a mirar ni una solavez?

En cuanto a Saric… Haberasesinado a Jonathan fue

claramente una victoria, ¿pero ysu aparente quebrantamientodelante de Jonathan? ¿Y adónde había ido?

Las preguntas se negaban aesfumarse cuando regresó alcampamento, dejando a Jordinentregada a su exhausto sueñomientras el día se convertía ennoche, y la noche en día.

El atardecer anterior,Roland anunció que él y veinteinmortales viajarían al norte al

día siguiente. Hallarían unnuevo valle en el cualreconstruir. Ya no había motivopara permanecer tan cerca de laciudad. El hombre no teníadirección más clara que esa,solo que era hora de que supueblo abrazara su nueva viday considerara los siglos quetenían por delante.

Esto significaría unadivisión entre los custodios ynómadas que deseaban

quedarse con Rom cerca deBizancio y los que rechazabancualquier idea de llevar vida ala capital del mundo.

Esa noche, el sueño llegócon dificultad, y solo ensegmentos confusos. Rom dabavueltas, acosado con lasmismas preguntas, reviviendouna y otra vez cada encuentrocon Jonathan los últimos díasde su vida hasta que los sueñosse convirtieron en una confusa

mezcolanza.—¿Jonathan? —susurró

una vez, en medio de laoscuridad.

Sintiéndose ridículo, cerrólos ojos. Finalmente se durmió.

Rom.Un susurro en el éter del

sueño.Rom.Conozco el camino.Pero no había camino. Él lo

había conocido una vez con la

garantía de cada una de susconvicciones, y le habíafallado.

Rom.Algo le dio un tirón.No, algo no, alguien.—Rom. ¡Rom!Los ojos se le abrieron y vio

un rostro en la oscuridad. Ojosredondos lo miraban desde unrostro grisáceo y manchado porlas lágrimas. Ella tenía elcabello hecho un desastre.

—¿Jordin? —exclamó Romsentándose.

La chica permaneció conlos brazos sueltos a loscostados, mirando medioenloquecida.

Así que eso era contagioso.—Jordin. ¿Qué pasa?¿Había regresado Saric?

¿Feyn? ¿Estaba Rolandsaliendo al amparo de la noche?

—Sé lo que él quiso decir—susurró ella—. Sé lo que

debemos hacer.—¿Qué quiso decir quién,

Jordin?—Jonathan nos pidió que lo

siguiéramos. Me lo dijo. Hizoque se lo prometiera. Sé lo quequiso decir.

La pobre chica estabaquebrantada, deshecha por eldolor y por no querer comer.

—Por favor, Jordin… —balbuceó Rom pasándose lamano por el cabello enredado

—. Tienes que descansar unpoco.

—Sé cómo seguirlo —insistió ella.

—¡Está muerto, Jordin!Tienes que aceptar eso.

Ella simplemente lo miró.—Está bien. Dime —aceptó

él después de suspirar, cerrarlos ojos y luego volver aabrirlos, y hacer acopio depaciencia—. Dime cómo seguira un hombre muerto.

—Debemos tomar susangre.

Rom le devolvió la mirada,sin estar seguro de sihorrorizarse o reírse de la chica.

—Ya tenemos su sangre.—Tenemos su vieja sangre.—¡Tenemos la sangre que

nos dio cuando estaba vivo!—Se halla en su sangre —

declaró la joven como si fueraobvio, así de simple.

—Jordin. Él está enterrado.

Su sangre es la de un cadáver…literalmente.

—Se halla en la sangre. Haytres frascos con sangre en sutumba.

—¿Qué estás insinuando?¿Que lo desenterremos ybebamos la sangre de uncadáver? —objetó Rommientras el pensamiento lerevolvía el estómago.

—No, la inyectamos ennuestras venas, como hicimos

antes.—¡Jordin, está muerto! Es

probable que la sangre ya estécoagulada.

—Entonces nos morimos,también, con su sangre ennuestras venas. Él dijo que losiguiéramos. Me lo dijo, te lodijo, nos lo dijo a todos.Debemos desenterrar su cuerpoy tomar su sangre. Tenemosque seguirlo.

—No puedes hablar en

serio —opinó él recostándosesobre un codo.

—¿Me ayudarás?Las palabras que Jonathan

había gritado por igual aamomiados y mortales desdelas gradas del templo lesusurraron a Rom a través de lamente: ¡Encuentren la vida ysepan que el reino de lossoberanos está sobre ustedes!

La petición lo habíaobsesionado. ¿Qué pudo querer

decir con encontrar? No dijoque ya han encontrado, sinoencuentren.

En todo caso, Jonathanseguramente no había queridodecir que le cavaran la tumba.

—Jordin, por favor… Elcustodio examinó la sangre deJonathan y no hallópropiedades de…

—Él pidió que losiguiéramos.

—¡Sí, pero no muriendo!

—Él dijo que estabaderramando su sangre por elmundo.

Derrama mi sangre ydrénala por el bien de estemundo. Rom había tomado laspalabras como el gritodesesperado de alguien a puntode morir.

—Sí. Jonathan dijo eso.Pero si quería quedesenterráramos su cuerpo ytomáramos su sangre, lo

hubiera clarificado.—Él siempre ocultó la

verdad para aquellos que lahallarían —mencionó Jordin—.Yo voy a hacerlo, me ayudes ono.

La chica en realidad estabadispuesta a hacerlo.

¿Y si ella tuviera razón?Rom se levantó y anduvo

de un lado a otro, cautivadorepentinamente por la idea,aunque improbable. ¿Por qué

supusieron que la sangre deJonathan maduraríaconvirtiéndose en una versiónmás fuerte de lo que había sidoy no en algo totalmente nuevo?Y sin embargo, suponiendo queel muchacho lo supiera, ¿porqué no había dicho nada alrespecto?

¿O lo había hecho?—Voy a conseguir una pala

—manifestó Jordin, girandopara salir.

—¡Espera!La chica se volvió.—Espera. ¡No podemos

profanar así no más la tumba ydesenterrar el cuerpo! ¡Esta esreverenciada por mil mortales!

—Por mí más que porcualquiera de ellos —objetó lamuchacha—. Voy a conseguiruna pala.

—¿Y luego qué?—Luego lo seguiré en su

muerte. Tomaré la sangre que

él derramó al morir. Eso es loque él quiso decir. Eso es loque yo haré.

—Deberíamos preguntarleal custodio.

—No. Si no me ayudas, irésola.

El líder de los mortalesmeditó por un momento más,luego agarró las botas y se laspuso.

—Dejamos su cuerpo en latierra.

—Por supuesto. ¿Teparezco una salvaje?

Sí.—Busquemos la pala —

pidió él agarrando su chaqueta.Rom y Jordin tardaron

veinte minutos en conseguiruna pala y cabalgar hasta latumba de Jonathan. La nocheestaba tranquila, muchodespués de la hora del canto delos insectos… dos buenas horasantes de que los primeros

pájaros despertaran. Delante deellos, el montículo de tierralevemente redondeado parecíatan dormido y sin vida como elcuerpo enterrado debajo.

A la derecha de Rom yacíael largo montículo de esos otroscustodios, una cicatrizlevantada sobre la superficiedel suelo. Aún olía a tierra,fresca como pasto revuelto ycomo lluvia sobre la carne endescomposición debajo. Un

monumento sagrado de muertepara quienes debían recordar lavida.

Y ahora ellos estaban apunto de profanar elmonumento apreciado por lamayoría. Por un instante, Romcedió ante la desconfianza.

—Estamos haciendo estobasados en puras conjeturas —expresó.

—Estamos haciendo estoporque lo vi en sus ojos.

—Los ojos semalinterpretan con facilidad,Jordin.

—Sus ojos me prometieronamor. ¿Mata el amor a laesperanza?

Rom miró a la lunaredonda, un faro brillante enlos cielos moteados de estrellas,que desde la muerte deJonathan habían estado sinnubes; extraño, aunque noimposible. Por otro lado, la

tormenta que habíaacompañado la muerte delmuchacho había sido singular.

La mano del Creador. Si eraverdad, si era posible, que esamano se había inclinado haciala tierra en ese momento,¿seguía existiendo aún sutoque?

Rom consideró a Jordin,quien lo miraba conexpectativa, la última preguntade la muchacha persistiendo

aún en el aire. Entonces levantóla pala y la presionó en la tierra.Segundos después lanzó a unlado el primer montón.

Se turnaron con la pala,amontonando cuidadosamentela tierra a un lado para poderreemplazarla con facilidadcuando la tumba se abrierapoco a poco debajo de ellos.

Ya está. El primer vistazode una sucia mortaja.

Sudando por el esfuerzo,

con las manos ardiéndole igualque las emociones, Rom lanzóla pala detrás de él. Saltó alinterior de la tumba y con sumocuidado retiró con las manos latierra que quedaba en lo altodel cuerpo, sin poder contenerla imagen de esa espadacentelleando de modoinsoportable debajo del cielooscurecido. Dos veces Romvolvió el rostro hacia su brazo,aparentemente ante el olor del

cadáver, ya descomponiéndose,pero sobre todo por el recuerdode Jonathan cayendo sobre lasgradas del templo.

Luego siguió con esmeroquitando la tierra de los tresfrascos de cerámica colocadosalrededor de la cabeza. Rojo. Elcolor del ocre, la tierra y lasangre.

Miró a Jordin, quien se veíatan pálida como un fantasma ala luz de la luna, los ojos bien

abiertos, fijos en el cuerpo. Laslágrimas le brillaban en los ojosy le bajaban por la mejilla. Perono apartó la mirada.

La chica se puso de rodillas,estiró la mano hacia cada frascoa medida que él se los pasaba,agarrándolos con cautela comosi estuvieran hechos de cáscarasde huevo.

—Cúbrelo —expresó lachica, casi como si hiciera unasúplica.

Rom se salió de la tumba,agarró la pala y comenzó arellenarla. Veinte minutosdespués le habían devuelto laapariencia de su forma original,lanzando flores del camposobre la tierra. Pero hasta unamomiado sabría que la tierrahabía sido removidarecientemente. Y sin dudacualquier mortal con su sentidoperceptivo agudo lo sabría deinmediato.

Rom casi podía oír laindignación.

Ya no importaba. Elrazonamiento de Jordin sehabía afirmado en la mente deél a medida que cavaba,motivándolo a una firmedeterminación. Si ella teníarazón… Creador. El mundoentero cambiaría.

Las demás declaraciones deJonathan, gritadas como undemente en la Concurrencia,

proliferaban en la mente deRom. Traeré un reino nuevo ysoberano… La muerte producevida… No conoceránverdadera vida a menos queprueben sangre. Había dichotodo ello mientras el corazón deAvra escurría sangre en lasmanos del muchacho.

Pero muy bien podría haberestado hablando de la suyapropia.

Jordin envolvió los frascos

en su abrigo, los puso concuidado en las alforjas y saltósobre su caballo.

Cabalgaron desde la mesetauno al lado del otro, hablandosolo cuando se acercaban alcampamento.

—Lleva la sangre alsantuario interior —pidió Rom;ya habían acordado realizar elritual con el instrumento delcustodio, para lo cual no teníanmás alternativa que

involucrarlo—. Yo despertaréal Libro.

El santuario interior estabailuminado por tres velasrecogidas a toda prisa por elcustodio. En menos de mediahora la luz de la mañana sefiltraría dentro del valle, yRoland y su grupo madrugaríanpara hacer los preparativos desu viaje al norte. Debíanapurarse; Rom no tenía deseos

de explicarse ante ningúnmortal que, en el mejor de loscasos, podría juzgarescandalosas, y profanas en elpeor, las acciones de ellos dos.

Rom había forzado alanciano custodio a despertar,insistiendo en que habíandescubierto algo que podíaprobar que todas laspredicciones de este eranciertas. No se lo habían tenidoque decir hasta que el viejo

entró corriendo a las ruinas y sedetuvo en seco, con los ojosfijos en los frascos de cerámica.

—¿Qué han hecho ustedes?—preguntó el custodio—. ¡Estámuerto!

—Y deseamos seguirlo ensu muerte —contestó Rom,oyendo lo absurdo del eco desus propias palabras.

—¿Te refieres a morir? —inquirió el anciano girándosepara mirarlo fijamente.

—No, me refiero a seguirsus pasos. La sangre de esosfrascos. ¿Me matará?

—Depende —declaró elcustodio después de titubear.

—¿De qué?—De qué haya en la sangre.—¿Puedes decirlo?—No sé lo que estoy

buscando…Rom supo que algo

comenzaba a suceder en lacabeza del hombre.

A los pocos minutos, elcustodio había puesto laendoprótesis vascular sobreuna sencilla tela blanca yanunciaba que el sello de todoslos frascos estaba intacto; lasangre no se había coagulado.Pero luego pareció titubear.

—Esto podría ser unablasfemia —afirmó,tensionándose el cabello blancohacia la parte trasera de lacabeza en una forma que lo

hacía parecer más despeinadoque antes—. Siglos de protegerel secreto de esta sangre, yahora abrir las vasijassagradas…

—Entonces te debes a lossiglos y a quienes llegaron antesde ti para conocer la verdad —interrumpió Rom, que ya sehabía subido la manga.

—¿Seguro que estásdispuesto a arriesgarte a esto?—preguntó el custodio.

—¿Cuándo seguir aJonathan no involucró riesgo?

—No —terció Jordinponiéndole la mano en elantebrazo—. Yo voy primero.

—Fui yo el destinado paraencontrar a Jonathan cuando élera niño —declaró Rom.

—Sí, pero… —objetó ellafrunciendo el ceño.

—¿Quién trajo a Jonathan aeste valle?

—Tú.

—¿Y a quién aceptóJonathan como cabecilla de loscustodios?

—Está bien. Pero quieroque sepas que ya sea que vivaso mueras, yo tomaré la sangre.

Había algo descabellado enlos ojos de la joven, y Romsupo con seguridad que ellapronto moriría sin Jonathan,que la posibilidad de morir eraen sí una ganancia. Él no podíaculparla.

Rom asintió. Y luego sesubió más la manga por encimadel codo de la mano derecha, sesentó en el borde del altar y serecostó.

—¿Estás seguro de esto? —indagó el custodio, recogiendola endoprótesis de acero.

—¿Querrías hacerlo?El anciano custodio

consideró la pregunta solo porun instante, luego inclinó lacabeza.

—Lo haría.—Entonces hazlo.—¿Cuánta?—Tanta como sea

necesario.Rom cerró los ojos y esperó

el copo de desinfectante fríosobre la piel. El ardor de laaguja. Un escalofrío le recorrióel cuello cuando el líquidollegó, como la picadura de unescorpión, helado en las venas.El ritmo cardíaco aumentó,

expectante.Luego nada más que el

firme vaivén de su propiarespiración.

Rom no sabía qué debíaanticipar: quizás un rayo deenergía o calambres en elintestino como estironesbruscos, parecidos a los de laprimera vez que consumiera lasangre antigua muchos añosatrás.

—¿Pasa algo? —susurró

Jordin.Mantuvo los ojos cerrados y

meneó la cabeza.—Quédate quieto —ordenó

el anciano custodio.Rom permaneció inmóvil,

esperando alguna señalinesperada de que la sangre quele fluía dentro de las venascontuviera poder.

Nada.—Suficiente —declaró el

custodio, retirando la

endoprótesis y presionando uncopo de algodón en la heridadel pinchazo—. Un poco másy…

—Necesito más.—Ya te he dado el doble de

la cantidad que Jonathanproveía para dar vida a losamomiados.

—Dame más.—Rom, no sabemos qué

efecto…—¡Más! ¡Hazlo!

El anciano meneófinalmente la cabeza y luegoreinsertó la prótesis. Unmomento después, la fríasangre volvía a inundar lasvenas de Rom, quien apretó lamano y cerró otra vez los ojos.La mente le vagó detrás de laoscuridad de los ojos cerrados,un mar de tinieblas tachonadocon puntos de luz. El recuerdode estrellas en el cielo cuandoexhumaron la tumba. Pero nada

más. No sintió aumento depoder, ningún oleaje deemoción, ni dolor ni asombro,ni siquiera el mínimocosquilleo más allá de latemperatura más fría de lasangre misma.

Nada.Una gran tristeza se apoderó

de él como un manto asfixiante.Jordin se había equivocado. Lasangre de Jonathan no teníapotencia. El reino soberano del

niño no existía más que élmismo ahora. No habíaesperanza más allá de la tumbaen un mundo aún esclavizadopor la muerte.

Todo aquello que Romhabía protegido en la vida sehabía esfumado.

Los diminutos puntos de luzflotaban a través de laoscuridad, cayendo hacia unhorizonte negro como estrellasfugaces, apagándose.

Lo estaba alimentando lasangre de un cadáver. ¿Y si esefluido deshiciera el poder de lasangre viva de Jonathan dentrode él? ¿Y si, en su búsquedadesesperada por el sueño de unsoberano mortal, hubierarenunciado a la misma vida ensus venas y hubiera pasado demortal a amomiado como tanseguramente ocurrió conJonathan?

Un súbito pánico le recorrió

el cuerpo, expulsando sudorpor los poros. ¡Basta! ¡Arrancala endoprótesis antes de quesea demasiado tarde!

Quiso hacerlo. En suimaginación ya estabaextendiendo el brazo por elcuerpo, agarrando eldispositivo y destrozándolo conun grito de indignación.

El organismo le comenzó atemblar.

A la mente le saltaron

imágenes de Jonathandanzando con los niños. De laniñita que habían rescatado dela Autoridad de Transición,Kaya, sonriendo cuando habíalevantado los brazos hacia él.De mil mortales saltando dearriba abajo mientras susrugidos asediaban a quien seríael soberano de ellos, y quienestaba con los brazos abiertossobre las gradas de las ruinas.

Imágenes de la espada de

Jonathan matando a través de lalínea de sangrenegras, de sudedo señalando a los mortalesmientras lanzaba palabras deacusación. De sangresalpicándole el cuerpo desnudocomo si estuvierapurificándose.

Los últimos guiños de luz sedesvanecieron. Oscuridad, másprofunda que cualquiera quehubiera experimentado, lebordeó la psiquis como una

pesada niebla negra. Sintió quela respiración se le espesaba, elpulso le disminuía, y el cuerpose le enfriaba.

Te estás muriendo, Rom.Cuando la comprensión lo

impactó, ya era demasiadotarde. Trató de abrir la boca ygritar, pero los músculos no lerespondieron. Los brazospermanecían a su costado,temblando con los últimosvestigios de vida.

Unas voces sonaban conangustia desde los confines desu conciencia. Voces, pero nodistinguía las palabras.

Otra imagen se le metió ensus languidecientespensamientos: del sangrenegraque habían inyectado con lasangre de Jonathan, echandoespuma por la boca antes dedesplomarse sin pulso. Romhabía profanado la tumba deJonathan, había tomado su

sangre, y ahora pagaría elmismo precio.

Sintió que le arrancaban laendoprótesis. Manos en elcuerpo, sacudiéndolo. Palabrasde horror desde la voz ásperadel anciano.

Y luego no sintió nada.Solo perfecta paz.Oscuridad.Silencio.Muerte.

Jordin estaba parada viendopor encima el cuerpo inactivode Rom, llena de un miedoparalizador. El sudor en elrostro y en los brazos de élbrillaba a la luz de la luna: unbautismo de muerte. Los ojosde Rom, que solo un momentoantes se movían debajo de laspestañas, ahora estaban quietos.Las fosas nasales habíanlanzado un último y prolongadoaliento, y luego el pecho se

había aquietado.Creador. ¿Era posible?La sangre de Jonathan le

había quitado la vida a Rom.Por un largo instante, ella le

miró el pálido rostro. Estabablanco como si le hubierandrenado la sangre. El ancianocustodio buscabafrenéticamente el pulso deRom.

—¡Está muerto! —exclamó,mirando hacia el techo.

¡ N o ! Él no podía estarmuerto.

—Bendito Creador. ¡Lohemos matado! —añadió elcustodio, agarrándose lacabeza.

La respiración de Jordin seaceleró, el pulso se le espesó,como si el poder de robar lavida que se había extendido através de Rom en susmomentos finales se le hubieracolado a ella entre los poros.

Jonathan la habíaabandonado. La había amado yelegido, solo para ser arrastradopor la locura, por una creenciade que con su muerte podíasalvarlos a todos. Durante dosdías ella se había aferrado a eseamor agonizante, negándose acreer que el muchacho podíainvitar a su propia muerte ydejarla huérfana, para nuncaconocer el amor de nuevo.Porque no habría ningún otro

después de Jonathan. Él se lehabía llevado el corazón a latumba.

Y ahora Rom se unía almuchacho.

La chica retrocedió un pasotambaleante, la menteadormecida, jadeos frenéticosque resonaban por el salóninterior. El pánico se apoderóde ella como un viento ártico,cortándola hasta los huesos.

Lo que Jordin hizo a

continuación no provino deningún razonamiento lógico,sino de la intuitivadesesperación de una mujerrápidamente lanzada a laoscuridad para morir sin unapalabra de despedida de suamo.

Saltó hacia delante con ungruñido y golpeó con el puño elpecho inerte de Rom.

—¡No!Igual que una bestia

arañando para salir del hoyo, lajoven clavó los dedos en laropa de él, sacudiéndolo haciaadelante y atrás.

—¡No! ¡No te atrevas a irte!¡No te atrevas!

—Por favor, Jordin… —balbuceó el custodio a su lado,poniéndole la mano en el brazo,trayéndola suavemente haciaatrás.

—¡Despierta! —gritaba ella,golpeándole el pecho—.

¡Despierta!—Jordin…La joven abofeteó a Rom,

con tanta fuerza que le dejó lacabeza colgando hacia un lado.

—¡Despierta! —gritó,abofeteándolo otra vez.

El rostro de él estaba frío.No despertó.

El carácter definitivo de lamuerte de Rom cayó sobreJordin como una ola golpeandodesde la profundidad. Y con

ello, absoluta resignación a laasfixiante condición de laesperanza perdida. Las piernasse le doblaron. La chica cayósobre el cuerpo sin vida, con lacabeza en el pecho masculino ylos brazos colgándole sobre elcostado del altar.

Los sollozos se le hicieronmás lentos al principio,filtrándosele como desde susmismas entrañas. Y luego se ledesbordaron con respiraciones

irregulares hasta convertirsefinalmente en un lúgubrelamento.

Jordin estaba vagamenteconsciente de la mano delcustodio en su hombro. De queél le estaba susurrando algo, deque intentaba ayudarla alevantarse.

Ella se aferró al cuerpo deRom, el cuerpo lleno con lasangre de Jonathan.

—Por favor, Jordin, la luz

del día está por llegar. Vamos atener que explicarnos ante losdemás.

Las palabras del anciano lacortaron como un cuchillo en laespalda. La chica no podíaexplicarse ante los demás,porque hasta en esta últimaacción le había fallado aJonathan. Ella, no Rom ni elcustodio, aceptaría toda laculpa. La mujer a la queJonathan amara mientras vivió,

había hecho una burla de él ensu muerte.

Lentamente, se soltó y cayóal suelo, acurrucada llorando.

El suave ruido de su propiocorazón se burló de ella, elritmo palpitante de un corazónpresionado hasta el límite. ¿Ypor qué no? La muerte se lehabía tragado la esperanza,abandonándola en el infierno.Jordin ya no tenía motivo paravivir. El ruido era demasiado

fuerte, cada vez más intenso,como un caballo aumentando lavelocidad hasta galopar, comodesesperado por escapar de lamuerte misma.

El ritmo aumentó hastaconvertirse en fuertes latidos.Pero no venían de ella.

Jordin oyó la súbitainhalación del custodio. Abrióbruscamente los ojos. Levantóla cabeza del suelo.

El sonido venía del altar

encima de ella.La joven se puso de rodillas

y giró hacia Rom, cuyo cuerpoestaba arqueado de manerainverosímil, sacudiéndose conviolentos temblores como unahoja en una tormenta.

La chica se colocó pordetrás del custodio, quien estiróun brazo protector frente a ella.

¿Qué es oscuridad? ¿Qué es luzcuando solo hay oscuridad?

¿Cómo procesa la mente la vidacuando solo hay muerte?

Estos eran los fundamentosdel inadmisible dilema de Romcuando la luz salió de la vacíaoscuridad que fue suinexistencia mientras yacíamuerto e inconsciente.

La luz no entró a suconciencia ni se desarrolló apartir de una chispa inicial;explotó con un cálido y clarodestello. No le cambió el

mundo, sino que creó unonuevo. Hágase la vida. Nohabía nada y entonces hubotodo.

Cada fibra de su ser estabasúbitamente gritando con vida,inundado de calidez, asfixiadopor un amor alucinante,sacudiéndose con más placerdel que su mente podíacontener.

Rom estaba apenasconsciente de que tenía un

cuerpo que reaccionaba alestallido en su interior,distorsionado más allá de loque ocurría de forma natural,porque en el momento nada eranatural. Todo era nuevo.

El mismo aire era puroplacer, y lo respiraba como unadroga que forzaba la sinapsishasta el punto álgido. Unasensación estimulante ymagnífica, demasiado poderosapara resistir.

—¿Sientes mi vida, Rom?El susurro de Jonathan le

resonó en su nuevo mundo,suave pero cargado tanto depoder como de luz.

—¿Ves cuán grande es miamor?

Y con esas palabrassusurradas llegó un grito lejano.El suyo propio, sin palabraspero con un significadosingular.

—Sí… ¡Sí!

—Desintegra la oscuridadcon mi vida, Rom. Vive…

Rom se estaba sacudiendocon violencia, llorando demanera incontrolada con laboca totalmente abierta, y lamente explotándole defelicidad. Deseaba decir: Loharé. Desintegraré laoscuridad. Viviré. Pero solopudo gritar.

No supo cuánto tiempoduró esa primera explosión…

un momento. Una hora. Unavida… de llorar de gratitud.Suplicando perdón por dudar.Jurando amor eterno.

Entonces la luz sedesvaneció en el horizonte desu mente, dejándolo totalmentevivo. Liberado, sintió que sucuerpo caía pesadamente a lasuperficie pétrea debajo de él.

Era alguien nuevo.Vivo.Rom abrió los ojos.

Jordin observó que el cuerpode Rom permanecía doblado demanera inverosímil por variossegundos interminables antesde volver a caer sobre lasuperficie de piedra del altar yquedar inerte. El grito que éllanzó había roto el silencio delsalón, pero a Jordin ni se leocurrió que los que había en elcampamento podían oírlo.Ahora la boca de Rom se cerróy yacía recostado con lágrimas

pasando por sus sienes.Respira, debió recordarse la

chica, mientras tranquilidadabsoluta se asentaba sobre elsantuario. A lo lejos, un gallocantó.

Los párpados de Rom seabrieron de golpe. Se incorporóy de inmediato se entregó a unlargo y desesperado resuelloque retumbó a través del salón.

Jordin observó en atónitosilencio mientras él miraba

alrededor, perdido por unmomento, como reconociendoel mundo por primera vez. Elhombre levantó las manos paramirárselas, se puso una palmaen el pecho para sentir supropia respiración,parpadeando para aclarar lavisión.

La chica presenciaba todoesto con anhelo tembloroso yenvidia desesperada.

Rom volvió la cabeza y los

miró… primero al custodio,luego a Jordin. Detuvo lamirada en ella.

—Jordin —dijo con vozáspera.

—Es… estás vivo.—¿He estado muerto? —

inquirió él, luego respondió supropia pregunta—. Me morí…

—¡Estás vivo! —exclamó lajoven.

—Vivo —confirmó Rom,mientras ella se lanzaba hacia

delante y lo abrazaba, llorando.—Estás vivo —sollozó

Jordin.—Más vivo de lo que

puedes imaginar —afirmó él.

R

Capítulo cuarenta ytres

OM SE PUSO EN pie en losescalones del patio con Jordin

y el custodio, frente a milmortales que habían acudido alas ruinas al correrse la voz deque Jonathan vivía. Tres horashabían pasado desde queprimero Rom, luego Jordin, y

después el Libro tomaran lasangre de Jonathan e ingresarana la abrumadora luz del nuevoreino soberano.

Padres y madres, hijos ehijas, nómadas y custodios porigual habían escuchado con fijaatención durante treintaminutos mientras Rom hacía suapasionada súplica de quetodos ellos murieran yresucitaran de nuevo para hallaruna nueva vida que nunca

habían conocido. El consejo sepuso al corriente en la parteinferior de las gradas,observando con una mezcla decuriosidad, esperanza yescepticismo. Pero fue lainexpresividad de Roland loque llamó la atención de Rom.

El príncipe había oído elferviente llamado de Rom a unavida con interés, pero mientrasel líder de los mortalesintentaba explicar cómo se

sentía esta nueva vida, unasombra había descendido sobrelos ojos del jefe nómada.

¿Cómo expresar la certezade vida con la convicción deaquello que no se ve, a unpueblo que había aceptado laesperanza mortal? Rom no teníanuevas habilidades que sesupieran, al menos no porahora. Seguramente vendrían,como ya había ocurrido antes,en impresionante despliegue

que haría insignificantes a susantiguas vidas. Pero por ahora,ni Rom ni Jordin ni el custodiopodían provocar una tormentacomo hiciera Jonathan, ochasquear los dedos y partir losescalones de mármol de lasruinas.

De todos modos, Rom nopodía confundir la abrumadoraurgencia de vida que lo habíasacado de la oscuridad y lohabía llenado de luz y

conocimiento explosivos. Unnuevo poder había surgido ensu mente y en su corazón, nosuperados por nada de lo quehasta ahora él habíacomprendido.

Él sabía.Como un maestro que veía

las obras de todo lo que harealizado, él sabía.

Sin embargo, los mortalesque lo miraban con rostrosinexpresivos no sabían. No

podían saber.—Yo los veo a ustedes, no

como lo hacía ayer, sino de unanueva manera. Veo el amor ylas dudas que sienten. Susmentes y sus corazones.

Caminó hacia la derecha ymiró a la multitud.

—El primer custodio supoque un niño traería nueva vidaal mundo, y sus palabrasresultaron ciertas. Pero Talusno podía saber cómo nos

cambiaría esa vida. No dijonada de nuestro sentido mortalo de cuántos años viviríamos.Él supuso que llegaría elcambio a través de mediospolíticos… por la fuerza, sifuera necesario. Pero Jonathanafirmó que traería un nuevomundo por medio de sumuerte. Un régimen desoberanos.

Las palabras que Rommanifestaría a continuación no

serían tan bien recibidas, peroesto importaba poco ahora.Cada mortal, igual que él, debíatomar su propia decisión: moriry vivir, o vivir y morir.

—Quienes hemos recibidola sangre de Jonathan estamosante ustedes como los tresprimeros mortales que somossoberanos.

Miradas y susurros. Rolandpermanecía como una piedra.

—Como mortales de un

reino soberano, repleto de unavida superior a cualquiera quehayamos probado.

—¿Superior? —objetó elradical Seriph—. Pero parecesel mismo.

—Superior —replicó Romal escéptico nómada.

—Demuéstranos.—¿Estamos vivos? —le

preguntó Jordin, dando un pasoal frente—. ¿Te parezcomuerta?

—¿Parece muerto unamomiado? —replicó Seriph.

—¿Cómo te atreves acuestionar lo que Jonathan nosha dado? —gritó ella—. Tú,que someterías al mundo con tuespada y vivirías mil años sinconocer la verdadera vida… ¿tecorresponde cuestionar laautoridad del soberano?

Seriph extendió los brazos ymiró alrededor. Salió de la líneay enfrentó a la asamblea con

una mirada inquisidora.—¿La autoridad de quién?

¿De Jonathan? Si él vive,déjenlo hablar. Que nos digaque debemos morir yconvertirnos en diminutossoberanos sin propósito.

—¡Él vive! —exclamóJordin, golpeándose el pecho,con la cara roja—. ¡Aquí!

Entonces se palmoteó lacabeza.

—¡Aquí!

Luego señaló con el dedohacia el santuario interior.

—Reciban su sangre yconózcanlo por ustedes mismos—concluyó.

—Tranquila —susurró Romen voz baja—. No entienden.

—No —coincidió la chicatambién en voz baja, mirándolocon extraña revelación—. Nopueden oír.

—Ellos dicen que nopodemos oír —objetó Seriph

con poca cortesía, el rostrocontraído por el desprecio—.Esta tontería de una ridículaamante tan loca como aquel delque ella ha tomado la sangre.Insisto en que les dejenmostrarnos exactamente cuánsordos somos.

Jordin estaba a punto devolver a hablar, pero Romlevantó una mano e hizo quemantuviera la boca cerrada.

— L e s most raremos —

expresó—. Pero podría tardaralgún tiempo.

—¿Tiempo? ¿MientrasSaric reúne a sus sangrenegraspara volver a tomar variasvidas? Muéstrame cómo acabarcon la muerte y gustosamenterecibiré tu sangre.

—¿Qué sangre? —tercióRoland mirando a Rom—.¿Sigues siendo un creador?

Rom no había consideradola pregunta.

—¿No? —continuó elpríncipe para que todos looyeran—. ¿Y cuánta sangrequeda en los frascos?

Rom se quedó callado. Soloquedaban dos.

—Dime, Rom, ¿ves aún consentido mortal?

Rom sintió acelerársele elpulso. Miró rápido por todoslados comenzando acomprender. Había estado taninmerso en este cambio que no

lo había notado. ¿Parecía máslejano el risco distante? ¿Lellegaba el sonido de los cuervosmenos vibrante que antes?

Seriph levantó las cejas ymiró a Roland con tanta rapidezque Rom casi no lo nota.

Entonces lo supo. Lapercepción a la que tanto sehabía habituado… habíadesaparecido.

Miró a Jordin y al custodio,cuya audacia parecía haberse

sacudido.—¿Y bien?—Como dije, no

conocemos la magnitud de loscambios —contestó Romvolviéndose hacia Roland—.Solo que sabemos más.

—¿Más de qué? ¿De mimente? ¿Puedes oler loscaballos? ¿El hedor a sangre enel suelo? ¿Puedes oír comosolías hacerlo?

Ahora Rom tenía la clara

certeza de que no podía.—No —cuestionó Roland

—. No creo que puedas. Peroeso no debería sorprenderte.Después de todo, bebiste lasangre de un amomiado.

—¿Te atreves a llamar«amomiado» a quien te diovida?

—No necesito hacerlo —respondió el príncipe—. Elcustodio puede resolver el caso.

Entonces cambió la mirada

hacia el Libro.—Díselo, anciano.El custodio parpadeó.—Diles el secreto de la

sangre de Jonathan en susúltimos días. Diles que Rominsistió en que lo ocultáramosal pueblo.

—¿De qué se trata? —exigió saber la concejala Zara.

Como el ancianopermaneció callado, Rolandsubió los tres primeros

peldaños del arruinado templo.No muy lejos de su pie sehallaba una negra hendeduraque no había estado allí solodías atrás.

—¿No es verdad que en susúltimos días la sangre deJonathan se revirtió a la de unamomiado? ¿Qué, cuandomurió, su sangre había perdidotodos los poderes mortales quenosotros aún poseemos? ¿Qué,según tus propias pruebas, en

verdad Jonathan se habíaco n ver t id o en amomiado?¡Díselo, anciano!

Murmullos interrumpidospor gritos de indignación seextendieron entre la multitud.

—No lo sabemos —declaróel custodio.

—¿No lo sabes? Pero tuspruebas eran claras… tú mismolo afirmaste —acusó Roland, yse volvió otra vez hacia laasamblea—. La sangre de

Jonathan se había revertido.—Nuestras pruebas no

pueden…—Y, sin embargo, afirmas

tener más conocimiento que yo.Jonathan murió comoamomiado. Y ahora la preguntaque yo haría es: ¿son ustedestambién amomiados? ¿Nospiden de manera descuidada, talvez maliciosa, que nos unamosa ustedes en la muerte comopodrían hacerlo nuestros

enemigos?—¿Cómo te atreves a decir

esto a tu líder? —cuestionó elLibro con voz ronca—. ¿Teolemos a amomiados?

Roland hizo caso omiso delataque.

—¡Entonces prueben estanueva vida que tienen! —gritó,lanzando el desafío como unguante.

—¿Probar cómo? —discutió el Libro—. Rom ha

clarificado el punto, todavía nosabemos qué nuevos poderespodríamos tener o no. ¡Elhecho de que cada uno denosotros se encuentra cambiadoante ustedes es pruebasuficiente!

—Hablas por desesperación—gruñó Roland—. Ustedes hanperdido la vida eterna quetienen todos los mortales.¿Esperan que muramos por estaesperanza?

Sanath, una mujer de unoscincuenta años, avanzó entre lamultitud empujando unacarretilla cargada con el cuerpode su esposo, Philip, unarquero nómada a quien habíanacuchillado en el pecho durantela batalla y que había luchadopor aferrarse a la vida.

Mirando a Rom con ojosllenos de lágrimas, llevó elcuerpo al pie de las gradas. Conuna mirada a la inmóvil forma

de Philip, Rom supo que elhombre había muerto durantelas primeras horas de lamañana.

—¿Ofreces vida? —inquirió Sanath con vozentrecortada—. ¡Por favor!Dale esa vida a mi marido.

—Sanath, no creo… —balbuceó Rom sintiendo que sele formaba un nudo en lagarganta.

—¡Tú ofreces vida! —gritó

Sanath, señalando hacia Romcon el dedo—. ¡Entonces traede vuelta a mi esposo!

—Una petición razonable—comentó Seriph—. Tráelo devuelta para que todos veamos.¿O has perdido tu convicción?

Sin preguntar, el ancianocustodio giró y se dirigió denuevo hacia el santuariointerior.

Seriph permaneció con labarbilla triunfalmente

levantada. Rom comprendía elmotivo.

El Libro regresó unmomento después portandouna endoprótesis vascular y elfrasco con la sangre deJonathan. Bajó corriendo lasgradas, con la mandíbula firme.Sin hacer ningún intento deofrecer explicaciones y sincontemplaciones introdujo eldispositivo en el brazo derechode Philip, abriendo la válvula.

Todos ellos habían vistoescenas parecidas un centenarde veces. La preciosa sangre sefiltró en el cuerpo sin vidadurante diez segundos. Nopodían saber si para traer vidao para desperdiciarla, perohabía muy poca sangre comopara usarla a la ligera.

—Suficiente —dijo Jordin,que era evidente que sentía lasmismas preocupaciones deRom.

Volteando a mirarla haciaatrás, el custodio extrajo laendoprótesis, se la metió en elbolsillo, y volvió a subir losescalones, escondiendo elpreciado frasco de sangredebajo de su capa.

Todas las miradas estabanfijas en el cuerpo inerte dePhilip. Pasaron diez segundos.Un niño le preguntó a su madrequé estaba pasando, solo paraser acallado.

—¿Cuánto tiempo senecesita? —exigió saberSanath, el rostro tenso por laansiedad.

—Dale más tiempo —pidióRom asintiendo con la cabezahacia ella.

Pero más tiempo no iba aayudar. Con cada segundo quepasaba aumentaba la certeza deRom de que habíandesperdiciado una sangrevaliosa.

—¿No está funcionando?—preguntó la mujer, confrescas lágrimashumedeciéndole las mejillas—.Oh, mi Philip.

—No, Sanath —objetóRoland, yendo hacia ella yponiéndole una mano en elbrazo—. Honraremos a Philipcomo un gran hombre entretodos los nómadas.

Luego se dirigió a Rom, conuna amarga mirada.

—Lo honraremos durantemil años.

Sanath cayó de rodillas,bajó la cabeza al nivel delpecho de su marido, y comenzóa gemir. Roland hizo señas avarias personas cerca para quela ayudaran. Estas la levantaronpor los brazos y se la llevaron,la carretilla atrás muy cerca. Lamuerte era una fea escena.

Los mortales reunidosmiraban ahora con ojos

ausentes a Rom, quien estaba apunto de ofrecer la explicaciónposible en cuanto a que rescatarde la muerte verdadera no eralo que Jonathan tuvo en mente,cuando Jordin se acercó.

—¡Triphon! —susurró ella.Él la miró.Triphon. Comprensión

súbita. ¿Podía Jonathan haberdeseado esto? ¿Teníansuficiente sangre paraintentarlo?

—Tráelo —musitó él.Jordin se alejó aprisa,

pidiendo a otros más que laayudaran. Después de algúntitubeo y de mirar hacia atrás, lasiguieron hacia el costadodonde habían movido el cuerpode Triphon.

—Está claro que no sesuponía que la sangre deJonathan diera vida a losfinados, ahora sabemos eso —expresó Rom enfrentando a los

mortales—. Pero esto no lequita a la sangre el poder quehe conocido. Muchos deustedes vieron morir a Triphon,los demás han visto su cuerpocolgando como exigióJonathan…

—Esto es absurdo —opinóRoland—. ¿Profanarás a unsegundo guerrero por ladesesperación?

—¡Triphon no es unnómada! —prorrumpió Rom

—. Él era mi amigo, y muriópor salvar a Jonathan. Él noobjetaría.

Entonces se dirigió a lamultitud.

—¿Alguien se opone?Nadie habló.—Entonces démosle sangre

de Jonathan.Jordin y los otros daban

vuelta a la esquina llevando elcuerpo rígido y bañado ensangre de su amigo. Se abrieron

paso con cuidado hasta lasgradas, depositándolo en elpeldaño más elevado.

—Hazlo —pidió Rommirando al custodio yasintiendo con la cabeza.

Haciendo una inclinación, elLibro volvió a insertar eldispositivo en una vena,abriendo de nuevo la válvula.Otra vez la sangre de Jonathanfluía dentro de un cuerpo sinvida, este llevaba tres días

muerto.Una vez más, el custodio

retrocedió, el frasco muchomás liviano en sus manos queantes. Esta vez hubo gruñidosde protesta cuando el cuerpo deTriphon no dio ninguna señalde vida después de diezsegundos completos.

El corazón de Romcomenzó a abatirse.

—¡Denle más tiempo! —susurró Jordin.

Pasaron quince segundos.Otros diez. Roland se volvióhacia Rom con miradadesafiante.

—¿Más tiempo? ¿Cuántotiempo requiere esta sangrepara obrar su magia? ¿Unahora? ¿Un día? ¿Un mes?¿Debemos morir todos en laespera?

Rom abrió la boca pararesponder, pero se detuvo antelos gritos ahogados de los

mortales reunidos. Las miradasno estaban puestas en él, sinoen el escalón.

El cuerpo de Triphon habíacomenzado a agitarse. Gritossalieron de su torso, que derepente se levantó arqueándosedesde la piedra del piso.

Rom bajó de un salto alpeldaño y agarró la temblorosapierna de Triphon para evitarlerodar por los viejos escalones.La boca de su amigo se abrió y

comenzó a gritar. El ronco gritohizo que los que estaban máscerca se echaran para atrás, conotros presionando haciadelante.

Luego la boca de Triphonse cerró y su cuerpo cayó haciaatrás sobre el escalón. Se quedóquieto.

—¿Sigue estando muerto?—preguntó alguien.

Como en respuesta,Triphon se sentó, los ojos bien

abiertos.Silencio. Pero el corazón de

Rom estaba palpitando tanfuertemente en su pecho comosin duda el de Triphon tambiénlo estaba en el suyo propio.

Con una mirada dedesconcierto, su amigo volvióla cabeza y miró a la multitud.Ellos lo miraron, espantados.

Triphon puso los pies en unpeldaño más abajo, seincorporó y sacudió la cabeza.

—Acabo de tener el sueñomás extraño.

L

Capítulo cuarenta ycuatro

A CEREMONIA DE LAresurrección de Triphon llenó

el valle con desenfrenadosgritos de júbilo y alaridos deasombro y, demostrando estaren buena forma, al enterarse delo que había sucedido, procedióa facilitarles la certeza de que

en realidad estaba vivo.Primero con los puños en alto ygritos de victoria, luego conuna torpe danza en el escalónsuperior.

Animado por las risas delos niños que brincabanalegres, en un mundo que deotra manera se tornabadeprimente, Triphon danzó unay otra vez, riendo y gritandocon todos ellos.

—¡Estoy vivo! —gritaba—.

¡No estoy muerto!—¡Está vivo! —pregonaban

los niños—. ¡Triphon no estámuerto!

Rom los observaba a todos,con el corazón rebosante degratitud. El Libro seguíafarfullando palabras deaprobación entre sacudidas decabeza, exhibiendo la sonrisade un hombre al menosdécadas más joven. Jordinpermanecía de pie a un lado,

estoica como de costumbre,con los ojos resplandecientes.Después de todo, esta era obrad e s u Jonathan. Y la evidenciade la vida del niño en Triphonsignificaba solo una cosa: queel soberano vivía, a pesar detodo.

La resurrección de Triphonfue la primera señal deesperanza que los mortaleshabían visto en tres días y,después de tanto dolor, la

mayoría acogió este hecho conasombro aunque también conincertidumbre.

¿Qué significaba esto? ¿Porqué la sangre de Jonathan nohabía devuelto la vida a Philip?Era evidente que el muchachohabía escogido a Triphon comouna señal del poder de susangre.

¿Qué era ese poder? ¿Porqué los sentidos mortales seiban de quienes habían recibido

la sangre resucitada deJonathan?

Nada de esto se habíaperdido en los líderes de losnómadas, quienes al principioobservaban con franco interés,algunos gritando junto con losniños, solo para dar paso amiradas sometidas cuandoRoland mantuvo su actitudinconmovible.

El príncipe los dejócontinuar durante diez minutos

mientras muchos lanzabanpreguntas y conjeturas sinrespuestas claras. Solo entoncesascendió los tres primerospeldaños y se volvió paracaptar la atención.

Una vez más se hizosilencio en la congregación. Laautoridad del príncipe eraevidente, pensó Rom. Bien omal, el hombre se había ganadosu liderazgo, quizás más que élmismo.

—Así que todos hemosvisto que Jonathan tenía granpoder y por eso loreverenciaremos por siempre.Es un motivo para celebrar. Élnos dio vida a todos nosotros,¿verdad que sí?

Voces de avenenciasurgieron entre los mortales.

—Él nos dio emoción ypercepción mortal, y con ella lainequívoca habilidad dedistinguir la vida de la muerte.

—Así es… —contestaronellos.

—Y antes de morir,Jonathan nos entregó un regalode despedida para querecordáramos el poder que nosconcedió a cada uno denosotros —continuó Roland, yseñaló hacia Triphon quien sehallaba en el peldaño más alto,aún medio desnudo, manchadocon sangre seca—. ¡Triphon esese regalo!

Se levantaron ovaciones enavenencia atronadora.

—Mientras vivió, Jonathandemostró su poder para darórdenes a los mismos cielos.Creo que Triphon está vivoporque Jonathan le besó lospies y le otorgó una bendiciónespecial. ¿No es así?

Nadie podía negar lo queestaba delante de ellos.

—Sin embargo, la sangreno le devolvió la vida a Philip

—continuó Roland—. Ni lohará a ninguno de los demásque yacen en sus tumbas. Estoyeternamente agradecido aJonathan, como Triphon sinduda lo estará. Pero nopodemos suponer el poder desu sangre por más tiempo. Élmismo está muerto. Su sangremurió antes de que Saric lequitara la vida. Me atrevería adecir que Rom ahora tienemenos vida que cualquiera de

nosotros.La expectativa se convirtió

en confusión en los rostros decasi un millar. Las vocesmusitaban preguntas yobjeciones, sin deseos de oírtan desoladora especulación.

Roland subió los escalonesrestantes hasta la plataforma yse dirigió a la asamblea comoalguien acostumbrado a tenerautoridad indiscutible.

—Jonathan engendró en

todos nosotros la creación deuna nueva raza, facultada concondiciones humanas que antessolo se pudieron haber soñado.Viviremos por siglos. Fuimoscreados para gobernar estatierra. E s e es el regalo másgrande de todos. E s t a es laseñal del niño.

Entonces miró a Rom.—Ahora vienen tres de los

nuestros que han subido de lacripta insistiendo en que en

ellos, no en nosotros, hay vida.Dejemos que lo demuestren.Examinemos su sangre. Si aúnconservan los poderes queJonathan nos concedió,hacemos caso. Si no es así…que cada uno tome su propiadecisión. Pero sepan que yo novolveré a la tumba de la cualsalí.

Roland metió la mano en suchaqueta, sacó un frasquitotrasparente, el cual Rom

reconoció de inmediato comoperteneciente al custodio, y losostuvo en alto entre sus dedospulgar e índice. Una onza o dosde líquido amarillento llenabala mitad de la ampolla.

Así que la obsesión deRoland con la prolongación dela vida había estado activa.Necesitaría alquimia paracontrolar la vida entre lossuyos, si ahora seguían caminosdistintos.

—¿Dónde…? —comenzó aobjetar el custodio con ojosdesorbitados.

—¿No es verdad que aldejar caer una sola gota desangre en este elixir tuyopuedes calcular, por el colorque tome, cuánto tiempo podríavivir un hombre?

—No es elíxir.—¿Que cuanto más oscuro

se vuelva, más larga la vida?El custodio musitó una

respuesta llena con la jerga dela alquimia.

—Sé claro, anciano. ¿Esverdad o miento?

—En términos generales,por inexacta que sea unaciencia, sí —contestó elcustodio después de vacilar,con tristeza en la boca.

—Bien.Sin ceremonia, Roland sacó

el cuchillo y se cortó en elpulgar. Abrió el frasquito, lanzó

el corcho por las escaleras,levantó el líquido amarillentopara que todos vieran, yescurrió dos gotas de su sangreen el líquido.

Las gotas rojas sehundieron hasta el fondodejando rastros de sangre.Mientras todos observaban, elfluido amarillento oscurecía.

—Negro —informóRoland, mostrando a lamultitud—. El custodio afirma

que podríamos llegar a vivirhasta mil años con la sangre denuestras venas. Aquí, entonces,está la prueba.

Rom lo oyó todo con unpoco de aprensión. A pesar deeste examen, el conocimientovivía en él como un ser querespiraba. La luz habíaflorecido en su mente como unsol candente. ¿Cómo iba amostrar esa luz o con qué fin,no lo sabía aún, pero estaba

seguro de ello.No obstante, Roland tendría

su día. Sacó de su chaqueta unasegunda ampolla idéntica, ladescorchó y se aproximó aRom.

—Muéstranos.Rom miró a los ojos del

príncipe y supo con certeza queeste ya había decidido en sumente, cualquiera que fuera elresultado de la prueba. Lebrindó a Roland un

movimiento conciliador decabeza y extendió la mano paraagarrar el cuchillo.

Sin titubear, el líder de losmortales se cortó en el pulgar,derramando dos gotas desangre en el frasquito.

La sangre se hundiólentamente hasta el fondo y seasentó para formar una delgadacapa de color rojo. Esperaron elcambio.

No vino. El líquido

permaneció amarillento,excepto por una delgada capade sangre roja que se levantabadel fondo.

—¿Parece esta la sangre deun mortal? —preguntó Rolandvolviéndose hacia el custodio.

La única respuesta delanciano fue la repentina palidezde su expresión.

—No —se contestó Roland,y dejó caer el frasco sobre lapiedra, donde se hizo añicos—.

No lo creo. Tú, anciano, vivirássolamente unos cuantos años sitienes suerte.

—¡Eso no significa nada!—exclamó Jordin.

—¿No? Entonces probemosa cada uno de ustedes.

Sin demora, Roland extrajootro frasquito y aplicó la mismaprueba a la joven. De nuevo, ellíquido se negó a oscurecerse.

Sostuvo en alto la ampolletapara mostrarla a todos.

—Ella solo tendrá una vidanatural, si acaso —opinó, ysencillamente soltó el frasquitopara que se rompiera sobre elpiso de piedra.

Repitió el ejercicio con elLibro y luego con Triphon.Ambos con el mismo resultado.

Por último hizo la prueba aSeriph. Esta vez el líquidoámbar oscureció.

—¡Vida! —gritó Rolandlevantando la ampolleta oscura.

—¡Esto no significa nada!—cuestionó Jordin—. ¡Estamosvivos! Mortales.

—Quizás lo sean —expresóRoland pasándole el frasquitooscurecido a Seriph y mirandoa la multitud—. Pero hoy es unnuevo día.

Roland levantó la voz unavez más.

—¡Hoy ya no me denominomortal! Se trate de custodio ode nómada, este día declaro a

todos los que celebran vida yjuran protegerla… ¡inmortales!

La palabra resonó a travésdel valle.

Inmortales.Así que Roland tendría su

nueva raza.—Todos los que me sigan,

¡partimos hoy! Vamos al norte,donde reconstruiremos yreclamaremos lo que esnuestro. Quienes somosinmortales heredaremos la

tierra, ¡por poder, por espada ypor cualquier medio que seanecesario!

Miró a Rom.—En cuanto a quienes sigan

a estos tres, diré lo queJonathan mismo expresó antesde dejarnos: Que los muertosentierren a sus muertos.

Con eso, Roland bajó lasgradas, pasó a toda prisa frentea la multitud, se montó en susilla, y descargó su ataque final

para que todos oyeran.—¡Escojan hoy su destino!

—gritó—. Inmortalidad…Entonces niveló un dedo

señalado hacia Rom.—…¡o muerte!

L

Capítulo cuarenta ycinco

A FORTALEZA SEEXTENDÍA a lo largo del

borde del bosque, sus torres sehundían profundamente en latierra como las garras de untrono con patas de acero.

Desde aquí, entre losretorcidos pinos se podían

observar las colinas deBizancio, la capital del mundo,a treinta kilómetros dedistancia. Se podía ver el cielorugiente e ingerir su siniestrapoesía… se podía evitar ladifusa luz del sol.

Delicados acordes deviolines inundaban la recámaraprincipal, bombeados comoaire a través de los conductosde ventilación. Se extendíancomo sombras en la alcoba

privada de Saric, ahora sin lassedas doradas que hasta hacepoco colgaban en los rincones.

Un toque en la puerta.—Adelante.Corban pasó y se inclinó en

una rodilla. Una segunda figuraentró detrás del maestroalquimista y siguió el ejemplo.Un amomiado común, comosolían llamarlos.

—Señoría —expresóCorban con la cabeza inclinada

y el largo cabello suelto sobrelos hombros.

Detrás del escritorio deébano, Feyn Cerelia, soberanadel mundo, dejaba el cuchillode plata junto a una comida sinterminar. El resplandor de loscandelabros de mesa sereflejaba en el anillo del cargoen su mano.

Mucho había cambiado.Dieciocho. Era la cantidad

de días desde que ella había

despertado a una nueva vida enlas manos de su señor, Saric.

Diecisiete. Era la cantidadde días desde que ellacomprendiera por primera vezque el amor nacía de la lealtad.Creador para la creación. Señorpara el servicio. En ello habíaencontrado una medida de paz.Feyn era ahora más que algorenacido. Era algoperfeccionado.

Once. Era la cantidad de

días desde que ella habíacomprendido que era unacriatura destinada para máspoder que su creador, y quehabía sucumbido a lasdemandas de su propio destino.

Saric había caído por supropia arrogancia, desde luego.Ella, no él, había sido creadacomo la vasija superior, alhaber sido entrenada parasoberana toda la vida. Ella, noél, era la gobernadora más

grande de todos, y ahoradominaba a los sangrenegrascon más poder y autoridad delos que él tuviera alguna vez.

Este era el destino de ella,no el de Saric.

Nueve. Era la cantidad dedías desde que Saric habíadesaparecido en las tierrasbaldías más allá del valleSeyala, después de perder a loshombres que Feyn habíaenviado para que lo siguieran.

—Levántate.Corban se puso en pie, se

movió a un lado e hizo un gestocon la cabeza al líder delsenado, quien temblaba conpalpable temor.

—Hola Dominic —saludóFeyn.

—Mi señora —contestó él,cabeza inclinada y mirada fijaen alguna parte de la alfombrade león ante él.

Feyn echó hacia atrás la

silla tallada y se levantó.—¿Has hallado a mi

hermano? —preguntó aCorban.

—No, señoría —respondióel alquimista—. He enviado acuatrocientos hombres abuscarlo, pero no hay señal deél.

La mujer deslizó la mirada alo largo de la mesa, más allá dela luz de los candelabros alvacío sarcófago de cristal.

—Sigue buscando.La soberana se deslizó

alrededor de la mesa, el bordede su vestido de terciopelo rojoarrastrándosele por el suelodetrás de ella. Las cuentas de lamanga atrapaban la tenue luz eirradiaban fuego contra lasparedes.

Detrás de Corban, Dominicmiraba hacia arriba comobuscando el origen de losviolines, constatando con los

ojos lo que solo podía ser lacomprensión de que no setrataba de la música formal delOrden, sino de algo mucho másemotivo y antiguo.

—Para el final de la semanaquiero los rastros apropiadosde mi sangre en todosangrenegra. Igual que tú, lalealtad de ellos será solo paramí.

—¿Y si hallamos a Saric?—inquirió Corban con la

cabeza inclinada.—Entonces lo matarás en el

acto y me traerás su cuerpointacto —ordenó Feyn.

—Sí, señoría.Esto era solamente el inicio.

Ella iría mucho más lejos de loque Saric nunca había soñado.

La soberana caminó haciaDominic, le puso una mano enun lado de la cabeza y leacarició la mejilla. ¿Temblabael líder del senado?

Sí.—Tú serás mi primogénito.

Pronto todo el mundo seguirátus pasos.

—¿Cuál es su deseo encuanto a los mortales? —quisosaber Corban.

—Los extinguiremos —respondió ella, su atención fijaen Dominic—. Borraremos susnombres de la historia.

Feyn sonrió entonces, ybajó la mano.

—¿Estás listo, Dominic?El líder del senado levantó

la cabeza y asintió en silencio.—Corban —dijo la mujer.—¿Sí?—Apaga la música.

E

Capítulo cuarenta yseis

L VALLE SEYALA YACÍAbajo un cielo nublado, las

ruinas y el campamento vacíosuna vez más. Roland se habíallevado casi novecientosautoproclamados inmortaleshacia el norte, cabalgandosobre su silla, con la mirada

firmemente fija en su destino.Ninguna cantidad de palabraspersuasivas pudo alterar lainterpretación del hombreacerca de los días previos a lamuerte de Jonathan, o al cursodel soberano.

Rom apenas podía culparlo.¿Quién podía argumentarcontra los poderes de la vidaevidenciados en todos aquellosque habían jurado su lealtad aRoland? Poseían sentidos muy

agudos que les facilitarían elascenso a la supremacía en elcurso de sus enormementeextensas vidas. Ante suspropios ojos eran nada menosque dioses listos para recorrerla tierra.

Incluso ahora, mientrasRom se hallaba sentado sobresu caballo observando a Jordinpresentar sus últimos respetos ala tumba de Jonathan, sintióuna extraña atracción a la

seducción de esa vida.Pero esa vida ya no era para

él.Los cuarenta y cinco que se

habían unido a Rom, Libro,Jordin y Triphon tendrían lasuerte de vivir periodos de vidanaturales antes de ser devueltosa la tierra. Lo que vendríadespués de esta vida, realmentenadie lo sabía. Ninguno de ellosentendía de veras la felicidad.Pero muy pocos estatutos del

Orden seguían teniendosentido: desde el código deconducta prescrito por Romaños atrás cuando salió deBizancio por primera vez, hastael vengativo Creador, dichocódigo estaba diseñado paraapaciguar.

La obsesión de Jonathanhabía estado con el amor, nocon el castigo.

Un total de cuarenta ynueve mortales verdaderos

habitaban ahora la tierra.Soberanos. El de ellos era unexiguo inicio de un viaje queninguno comprendía bien. Peroal menos ahora entendían aAquel que era la piedra angularde su nueva vida. Comoresultado, en los últimos días seles había clarificado quiéneseran ellos mismos y qué sendaseguirían.

Ahora entendían que erancreadores. La mayoría de

mortales había sido creada másde la sangre de Rom, Jordin, odel custodio, que de la quequedaba de Jonathan.

Comprendían que habíanrenunciado a mucho de aquelloque los inmortales de Rolandapreciaban, y que los mortalesdel reino soberano seríanmalinterpretados ydespreciados, una diminutabanda de vagabundos ya noinclinada a gobernar el mundo,

sino a sobrevivir en él.Entendían la hermosa

sencillez que acompaña a lacertidumbre, como niños quecreen mucho antes de lucharcon los fundamentosfilosóficos o empíricos de esascreencias. Así vivían con lasuprema seguridad de verdadessencillas. ¿Por qué el mundoera redondo? Porque así era.¿Por qué los amomiadosanhelaban vida? Porque sí.

Jordin lloraba.Rom lo vio en su mente

antes de que las lágrimas lebrotaran a ella de los ojos.Como si ya estuvierasucediendo, aunque aún nosucedía. Todavía no.

El mortal parpadeó,estupefacto por la repentinacomprensión incluso cuandoJordin alargaba la mano ytocaba el elevado poste que lajoven había erigido en la

cabecera de la tumba deJonathan. El monumento estabacoronado con un rollo en quesimplemente se leía:

Vida fluyó de sus venas;Amor le gobernó el

corazón.Aquí yace Jonathan,El primer soberano

verdadero.

Jordin bajó la cabeza y dejófluir las lágrimas.

Rom la miró, atónito por suprecognición. Había sabido quela chica iba a llorar, no porquehubiera anticipado la acción,sino porque él lo había sabido.

Tanto como sabía que elladiría ahora: «Lo siento mucho,Jonathan».

—Lo siento mucho,Jonathan —dijo Jordin,sacudiendo la cabeza con

remordimiento.Un escalofrío le bajó a Rom

por el cuello.¿Qué otros poderes

descubrirían pronto?La pregunta le produjo

calidez en el corazón a pesar dela demostración de tristezadelante de él. Sus vidas noserían fáciles. Pero donde habíanecesidad de seguir el caminode Jonathan, seguramentehabría medios para lograrlo. Él

también sabía eso.Triphon dirigía la fila de

mortales a la vista sobre elborde sur de la meseta. Kayaestaba con ellos, así como Adahy Raner. Solo veinte eranguerreros; los demás, hombresy mujeres ancianos, o niños.¿Sería necesaria la habilidadcon el arco y la espada? ¿Cómoiban a sobrevivir despojados desus agudos sentidos mortales?

—Jonathan mató

sangrenegras —enunció Jordin,tensando la mandíbula sinmolestarse en secarse laslágrimas—. Lo seguimos.

Rom la examinó,preguntándose si la respuestade ella era coincidencia o si lamuchacha la había expresadocon discernimiento de lospensamientos de él.

—Con cada aliento hasta eldía en que muramos —asintió.

Jordin tocó el monumento

de Jonathan por última vez,deteniendo la mirada en elletrero que ella misma habíaatado en lo alto. Luego caminóhacia su caballo, se subió a lasilla, y salió junto a Rom,enfrentando a la caravana quese acercaba. Por un instanteninguno de los dos habló.

—Ellos intentaráneliminarnos —advirtió la chica.

—Quizás los soberanos novivan mucho tiempo, pero

tampoco mueren fácilmente —expresó Rom asintiendo unavez con la cabeza.

La tumba a la derechaparecía diferente, pero ambossabían que Jonathan aún vivía,aunque no como ese mortal querecorriera la tierra.

—Me gustaría que loscondujeras conmigo, Jordin.Como mi igual.

Un cuervo graznó en algunaparte detrás de ellos.

—Soy muy joven —advirtió ella.

—Tienes un corazón puro.—Estoy demasiado abatida

para pensar con claridad.—Viste la verdad antes que

el resto de nosotros.—¿Cómo puedo dirigir si

no sé a dónde ir? —objetó lachica.

—Vamos al sur, al valleCarena.

—¿A hacer qué?

—A seguir a Jonathan. Másallá de eso, ninguno denosotros lo sabe. ¿Sabe unpotro lo que le irán a hacerdespués de tambalearse sobrepatas débiles, aún húmedoinstantes después de nacer?Podrías saber antes que yo. Veoen ti a una gran líder.

Ella no puso másobjeciones.

—Dime, Jordin, ¿obtuvoJonathan la victoria en su

muerte?—Soberanamente —

contestó la joven.—¿Y se siente glorioso el

potro cuando se convierte enbrioso corcel?

Ella miró a Triphon y a losotros, ahora a mitad de caminoa través de la meseta.

—Yo seré ese caballo.—Lo serás. Y conmigo le

mostrarás al mundo elverdadero triunfo, como

aquella a quien Jonathan amó ya quien confió su legado. Aúnno sabemos qué costopagaremos, solo que la vida denuestro soberano reinará demodo supremo.

—Entonces vivamos —comentó la chica volviendo lacabeza hacia Rom.

—Entonces vivamos —repitió él.

Rom titubeó solo uninstante, asintió una vez con la

cabeza y espoleó su caballohacia delante.

En lo alto, el cielo habíacomenzado a agitarse.

Continuará…

Acerca de los autores

TED DEKKER es un escritorcon grandes éxitos de ventas enlas listas del New York Times ,con más de cinco millones decopias impresas. Es famoso porsus historias que combinantramas cargadas de adrenalinacon increíbles enfrentamientos

entre personajes inolvidables.Vive en Austin con su esposa ysus hijos.

TOSCA LEE dejó su puesto enempresas del Fortune 500 comoconsultora para la OrganizaciónGallup a fin de ir tras su primeramor: escribir. Es autora deDemon y Havah, aclamada porla crítica. Se caracteriza por susretratos humanizadores depersonajes malvados. Tiene su

hogar en la región central deEstados Unidos.