Juan Ruibal CUIDAR A LOS NINOS SU SENTIDO CAMBIANTE EN UN SIGLO DE HISTORIA
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Cuidar a los niños: su sentido cambiante, en un siglo de
historia
Juan Ruibal
En los comienzos del siglo XX, la formación de los niños en la Argentina se propuso como un intento de normalizar u ordenar a las nuevas generaciones dentro de valores y prácticas para su integración social. El mundo adulto asumió la definición de los modelos sociales que los niños y jóvenes debían adoptar para ser ciudadanos y personas, en una sociedad que se constituía. Más recientemente, la difusión del respeto a la libertad individual como núcleo innegociable para el crecimiento de los niños, ha generado nuevas disyuntivas y desconciertos en lo que entendemos por educar. La idea de dejar que los chicos recorran su propio camino, que puedan eligir y “sentir por sí mismos”, pone en tensión la idea de educar y la de “ser adulto”.
La comprensión de la niñez a través de una perspectiva
histórica suele requerir la búsqueda de cierto momento del
pasado para encontrar, allí, el punto de partida de una época
considerada crucial; se espera que ese pasado permita
comprender los cambios que precedieron a una actualidad que
aún conserva formas de vivir o de problematizar la niñez,
propias de aquel tiempo crucial. En el caso argentino, es
posible situar esta época/punto de partida en la formación
del país moderno, a fines del siglo XIX.
El torbellino de la modernización
Esa modernización fue vivida con mayor intensidad en los
procesos de crecimiento de las ciudades, entre las cuales
Buenos Aires ocupó un lugar preponderante. El aumento de la
población urbana por vía de la inmigración de origen europeo,
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convertía a las ciudades en verdaderos laboratorios
culturales, donde no estaba claro el sentido que iban a
transmitir los habitantes del país a su presente y a su
futuro, a través de la crianza y la educación de nuevas
generaciones. En términos cuantitativos, la comprensión de la
niñez puede apoyarse en datos significativos como los que
muestran que la pirámide de edades de Buenos Aires en 1904,
mostró por única vez una base muy ancha (dada la alta
proporción de niños de corta edad en el total de la
población). Estas señales permiten suponer que, en las
décadas siguientes, la relevante participación de la niñez en
la población de las ciudades la colocó en un lugar central de
la agenda social y política de aquel mundo urbano, en el que
la vida parecía estar arrastrada por la fuerza del cambio
“desbocado”. Este fue el punto de partida para un cuidado de
la niñez que se identificó, durante gran parte del siglo XX,
con la vigilancia y el control ejercidos conjuntamente por la
familia y el estado.
La caótica instalación de multitudes de recién llegados en la
ciudad, ponía en evidencia la falta de mecanismos que
aseguraran, en la esfera privada, la creación de familias
capaces de asegurar el sustento y la supervivencia de los
recién nacidos. Hombres y mujeres jóvenes, muchas veces
solitarios, que buscaban iniciar una nueva vida, con grandes
dificultades para encontrar alojamiento, terminaban hacinados
en habitaciones de los conventillos; allí transcurrió la
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niñez de aquellos numerosos recién nacidos en el paso de un
siglo al otro.
Cuando los niños provenían de familias conformadas por una
pareja en la que el sueño inicial de viajar para “hacer la
América” se había convertido en el de “mi hijo el Doctor”, la
infancia quedaría encuadrada por las urgencias de una familia
orientada hacia el ascenso. Y ese encuadramiento que colocaba
a los niños como protagonistas de la incubación de una nueva
clase media, en buena medida, definió al siglo XX argentino.
Pero la familia no era la única clave de este camino trazado
para la niñez: el circuito requería que los chicos fueran
“entregados” a la escuela, donde el estado comenzaba a
imprimir en ellos el proyecto de una Argentina moderna y
abierta al mundo. La escuela “normalizaba” o, dicho en otros
términos, implantaba aquellos ideales, comportamientos y
conocimientos de la civilización occidental que los niños
debían adquirir a través de un marco evolutivo que, según las
corrientes de la psicología y la pedagogía de aquella época,
fijaba los parámetros de normalidad de cada edad, de cada
grado escolar. Así, la formación dada a los niños, como hijos
y como alumnos, a través del compromiso de las familias con
la escolarización normalizadora, constituyó una vigorosa
respuesta al caos de la modernidad urbana.
Por último, y no menos importante, a la educación como tarea
de difusión local de conocimientos y valores de la
civilización occidental, se yuxtapuso la educación como
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herramienta del proyecto estatal de creación de argentinos,
es decir, como introducción de sentimientos e ideales
patrióticos. De este modo, la progresiva “normalización”
psicológica y cognoscitiva de los niños, se acompañaba con
una nacionalización que homogeneizaba a la población infantil
de muy diversos orígenes, a través de actividades y ritos
escolares.
Hacia 1910, este adoctrinamiento patriótico escolar incluía
el recitado de fórmulas como la siguiente:
Pregunta: ¿Cómo se considera usted con relación a sus compatriotas?
Respuesta.- Me considero vinculado por un sentimiento que nos une.
P.- ¿Y qué es eso?
R.- El sentimiento de que la República Argentina es el mejor país del mundo.
P.- ¿Cuáles son sus deberes como buen ciudadano?
R.- Primero de todos amar a su país.
P.- ¿Aun antes que a sus padres?
R.- Antes que a todo.1
De este modo, en ese campo de experimentación de las ciudades
en expansión, la niñez se hilvanaba con una precaria
estructuración de las familias, que sin perder del todo
algunas pautas tradicionales (cantidad de hijos, convivencia
o vínculos estrechos del matrimonio con parientes más o menos
lejanos, una intangible autoridad patriarcal, primacía de
“mandatos” colectivos, sobre los de cada individuo),
1 Hobart Spalding, “Education in Argentina, 1890-1914”, Journal of Interdisciplinary History, Vol. III, No.1, Verano 1972
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empezaban a regularse de acuerdo a nuevos marcos de
referencia de una economía y de un estado empujados hacia la
acelerada modernización y progresiva individualización. Las
viejas costumbres de criollos o de inmigrantes, quedaban
confrontadas con nuevas oportunidades y restricciones del
mundo social: largos horarios de trabajo de los padres,
estrechez del lugar de la vivienda, obligación de aceptar el
papel educador de la escuela y los controles sanitarios
estatales… Y frente a las carencias de los progenitores para
dar a sus hijos el tipo de cuidado que iba a ser propio de
una organización más aceitada de la familia “nuclear”,
aparecía la intervención estatal, en un arco de posibilidades
que iba desde la corrección de las comportamientos o
conductas indisciplinadas, a cargo del maestro, hasta el
aislamiento en albergues o institutos de menores, como
respuesta a situaciones de abandono infantil. Así, como
contracara del circuito de una niñez normal, estructurada
alrededor de la familia y la escuela, surgió otro circuito,
alejado de la normalidad: el de los menores, o de la
“infancia asilada”, cuyo abandono por parte de los adultos se
asociaba a su permanencia más o menos prolongada en la calle.
En términos de la “normalidad” de los niños, la calle
constituía un ambiente donde el orden social llegaba muy
débilmente, poblado por adultos escasamente integrados, o al
margen de la vida laboral y del acatamiento a las leyes. En
las antípodas del cuidado, la calle era sinónimo de peligro:
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lejos de ser un lugar de tránsito entre la escuela y el
hogar, la calle parecía un amenazante lugar “sin retorno”,
que el turbulento mundo urbano moderno dejaba librado a la
desocupación, a la ilegalidad y al desamparo.
De este modo, cuando la precariedad de la sociedad urbana
generaba el descuido de chicos que quedaban librados al
peligro de vivir en la calle, la intervención estatal se
hacía más fuerte y en lugar de la figura del niño-alumno,
aparecía el encuadre judicial del menor, abandonado por su
familia de origen e ingresado a la órbita de instituciones
como las controladas por la Sociedad de Beneficencia, cuya
acción se prolongó durante más de un siglo, desde 1823 hasta
su disolución hacia 1950.
Una primera estabilización, antes de 1930
Hacia 1920, cada vez eran más las familias capaces de hacerse
cargo de sus hijos, a partir del impulso que daba la mejora
de las condiciones laborales, ya fuera de los asalariados
como de quienes trabajaban por cuenta propia; el efecto
combinado de las luchas obreras y de la democratización
política abría canales para satisfacer las demandas sociales
escasamente escuchadas hasta entonces y oportunidades para
crear nuevos lazos familiares.
Mientras fructificaba el esfuerzo por acceder a una vivienda
o construirse el propio techo en barrios alejados del centro
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de la ciudad, se desarrollaban nuevas experiencias
infantiles, en un circuito que ensamblaba el hogar (dotado de
la presencia permanente de la madre) con la calle
transformada por los estrechos lazos de vecindad de la cuadra
(lugar intensamente vivido por los niños, más allá del cual
las caminatas, cruzando calles, solían ser viajes de
aventuras). Clérigos, comerciantes, policías (vigilantes) y
todos los ojos del vecindario llevaban el cuidado de los
niños más allá de los muros de un hogar que, en cierto modo,
se prolongaba hasta donde llegaba la presencia de estas
figuras.
En las vivencias infantiles del barrio, se tejió desde
entonces –y, aunque en menor medida, se teje en el presente-
una estructura de sentimientos, unos modos de disfrutar la
propia niñez y de recordarla luego como “época dorada”. El
acceso a una vivienda propia, o sentida como tal (aunque
fuera alquilada), difundió entre los sectores urbanos el
sentido dado a vivir la niñez, a recibir el cuidado de los
mayores, incluyendo el que se desarrollaba en el circuito de
normalización familia-escuela puesto que, frecuentemente, el
edificio escolar, al igual que el de otras dependencias
públicas, o el de los templos religiosos y el de las
asociaciones, quedaban impregnados por esa atmósfera barrial
en la que prosperaron los experimentos de movilidad social
del siglo XX. Aquel sentido originario dado a la normalidad –
asociado a las perspectivas familiares de ascenso social-
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entraba ahora en los barrios, ayudado por las iniciativas
políticas (en materia de infraestructura urbana, ampliación
de los servicios públicos, acceso al empleo público, etc).
Lentamente, variados estilos de clase media se pergeñaron en
familias de diferente nivel socioeconómico, conectadas por la
convivencia en el vecindario. Hoy, en algunos de nosotros se
conserva ese mundo al que reviven ciertos sentimientos o
recuerdos que situamos en una infancia inseparable del
barrio, o de la cuadra, con amigos entrañables cuyas
familias, se parecían tanto como se diferenciaban de la
nuestra.
En las décadas posteriores a 1920 -una época en que la
sociedad, en estos ámbitos locales, se percibía como
formándose a sí misma-, se gestó un recuerdo del barrio como
paraíso perdido: los lugares de la infancia quedan cargados
de sentido personal y social, sin que allí el estado estuviera
plenamente habilitado para fijar cómo había que cuidar,
proteger, o alejar a los niños del peligro, sin que la
iniciativa gubernamental monopolizara la capacidad para crear
ritos, sacralizaciones o imperativos reguladores del
crecimiento de los niños.
La industrialización y la infancia en las ciudades
Después de 1930, la Argentina ingresó en un proceso de
industrialización protegida –en principio, por la necesidad
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de sustituir importaciones- por un estado que amplió su
intervención en la actividad económica y su capacidad para
penetrar en la vida social, para moldear –nuevamente- los
comportamientos esperados y evitar las desviaciones. Al mismo
tiempo, el país comenzaba a experimentar los efectos de otra
mutación demográfica, con un acelerado crecimiento de la
población urbana a expensas de la rural. Así, la industria
profundizaba el predominio de la ciudad sobre el campo y el
alcance de la modernización iniciada a fines del siglo XIX:
las migraciones internas, inauguraron una nueva fase de
turbulencia social en la historia argentina. En este
contexto, el avance del estado se especificó en nuevas formas
de control, en una penetración más capilar en diversos
ámbitos sociales y en una reformulación político ideológica
de su presencia. En este último aspecto, podría encontrarse
cierta similitud entre la urgencia por crear al niño
argentino a comienzos de siglo XX y la urgencia por crear al
“niño peronista” en la década 1945-1955.
En cierta medida, después de la crisis de 1930, la
creatividad social volvía a quedar en manos de la autoridad
gubernamental. La nueva iniciativa estatal se reflejó, por
ejemplo, en la creación de la Comisión Nacional de Asistencia
Escolar y en la instauración, en el ámbito judicial de la
provincia de Buenos Aires, de un fuero de menores y de jueces
de menores para ejercerlo. Al mismo tiempo, tanto en las
oficinas del gobierno, como en publicaciones especializadas,
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se renovaron los aportes científicos para la comprensión de
los problemas de la infancia y –al influjo de las ideales
posteriores a la Primera Guerra Mundial- se empezaba a
plantear el reconocimiento de los derechos del niño como
sustento de las nuevas políticas de asistencia social.
Con el ascenso del peronismo, se profundizó este giro en las
aspiraciones estatales y –quizás como una de los principales
rasgos del clima de época siguiente al 45- bajo el lema “los
únicos privilegiados son los niños”, se enfatizó la necesidad
de igualar el tratamiento o el cuidado hacia los niños,
cualquiera fuera su origen social. Y no importaba si el
mencionado giro se convertía en ruptura para suprimir la
estigmatización de niños pobres y abandonados bajo la
protección de instituciones estatales y privadas: entre los
episodios más notables de esa redefinición de la “infancia
asilada” está la disolución de la Sociedad de Beneficencia,
que apuntaba a eliminar el rol de las damas de la elite
tradicional como dirigentes o figuras tutelares de los
institutos que estaban bajo la órbita de tal Sociedad. La
Fundación Eva Perón asumió este papel y, tal como ocurría con
las actividades de la Sociedad de Beneficencia, la nueva
organización no se financió con fondos propios de quien la
fundó, sino con una fuerte asignación de recursos estatales.
Los antiguos experimentos sociopolíticos acotados para
proteger a los niños cuyo crecimiento se alejaba de una
“normalidad” estipulada desde el estado y cuya integridad
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estaba amenazada por la fuerte inestabilidad económica y
cultural, se ampliaron con el nuevo experimento estatal del
peronismo, que se propuso utilizar a la política como
mecanismo para que todos los que antes eran tan sólo “los
menores”, accedieran a las oportunidades y al confort propias
de un estilo de vida de clase media.
Familia de trabajadores, en la ilustración de un libro de
texto escolar de 1953. Las características del living, la
vestimenta y la postura de los personajes no parecen ser
representativas de las condiciones materiales y culturales de
la vida de los trabajadores fabriles; quizás, esta acuarela
seleccionada para mostrar los logros sociales del peronismo,
ilustra mejor el hogar de una familia de la clase media de la
época, pese al aislado signo del overol en la figura del
padre.
El igualitarismo concretado como ampliación de las
oportunidades de ascender socialmente –quizás el componente
de la cultura argentina más activado durante el peronismo- se
aplicó a la situación de los niños, en tanto ideología con la
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que se combatía el privilegio y la discriminación social y en
tanto reorganización revolucionaria de las instituciones para
los niños desamparados. Con el renovado cuidado estatal, se
buscaría que los menores pudieran crecer en ambientes
semejantes a los de los niños de clase media.
Esa aspiración se materializó en los edificios de los Hogares
Escolares, de la Ciudad Infantil o de la Ciudad Estudiantil y
así lo expresaba la misma Eva Perón: “en cada instituto de la
fundación he puesto expresadamente todo el lujo y toda la riqueza… Eso quiero
que sean los institutos de la fundación: escuelas donde cada uno de los hijos de los
trabajadores argentinos aprenda todo lo que necesita para ser presidente de la
República, si fuera necesario. Por eso les infundimos fe en la causa de Perón y
amor por el pueblo.”
Y junto a la revolucionaria organización de las instituciones
dedicadas a evitar el desamparo infantil, aparece otra faceta
revolucionaria en el papel asignado a la niñez como clave
para asegurar el predominio futuro del peronismo, tal como
queda registrado en un libro de lectura para primer grado
inferior, editado en 1953:
Aunque me ven pequeñito
tres amores tengo ya…
por ellos sólo yo lucho
y procuro mejorar…
Todo les debo: la vida
y cuanto habré de alcanzar…
¡tres amores en mis días:
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Perón, mamita y papá!...
La individualización del niño, desde la década del sesenta
A comienzos de la década del 60, se profundizó la
industrialización por sustitución de importaciones iniciada
30 años antes. El desarrollo económico-social adoptado como
plataforma de sucesivos gobiernos civiles y militares hasta
mediados de la década de 1970 orientó la política hacia la
promoción de un crecimiento económico basado en la renovada
intervención estatal, complementada con la implantación de
empresas industriales extranjeras productoras de insumos
básicos, automóviles y electrodomésticos.
Esta concepción de la política económica impulsó el nuevo
giro de una sociedad que, al parecer, se lanzaría hacia una
modernidad más vigorosa. Para eso, debería desprenderse del
lastre de los estilos de vida austeros, previsores y algo
pacatos que se habían arraigado sobre todo en los sectores
medios, para asumir otros más apropiados para una economía
cuya suerte quedaba librada a una incesante ampliación del
consumo interno.
En la primera mitad del siglo XX, la movilidad ascendente se
había puesto en práctica a través de una lógica social
comunitaria, en la que los intereses y las preferencias
individuales de los niños quedaban fijados, en gran medida,
por personas mayores que decidían por ellos, desde la
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familia, o desde el estado y de otras organizaciones de la
sociedad civil. En la nueva versión de la modernidad de los
sesenta, el cuidado de los niños se hizo tributario de una
lógica individualista para concebir su crecimiento “sano” o
“normal”, a partir de un cuidado enfocado a su afectividad, a
su liberación de matrices vinculares que podrían
conflictuarlo o traumarlo (comenzaba un masivo acercamiento
de los padres a la vulgata psicoanalítica, tanto para guiar
la crianza de los niños como para comprender los
desconcertantes cambios en su adolescencia). Al asomar –
inicialmente, en reducidos ámbitos intelectuales- cierta
desvalorización de la racionalidad y del “cientificismo”, se
empezaron a poner en tela de juicio, con más o menos
fundamentos y entusiasmo, los ideales civilizatorios del
siglo XIX (especialmente porque implicaban adquisición de
modales y costumbres que requerían reprimir pulsiones o
deseos de los individuos). Mientras tanto, las prácticas de
la vida cotidiana –el consumo, los horarios, las formas y
rituales de iniciación- se iban cargando de nuevas
actividades electivas que implicaban un reconocimiento de que
los jóvenes y los niños eran sujetos capaces de elegir y
decidir por sí mismos. Quizás fue, sobre todo esto último, lo
que alimentó el cuestionamiento a la autoridad de los mayores
para cuidar a niños y jóvenes. La nueva versión de la
infancia en la clase media, incluía una actividad de niños
con más iniciativa y voz propia y ponía en tensión el proceso
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de formación por parte de sus progenitores adultos, que
oscilaban entre algunos destemplados intentos de recuperar la
autoridad perdida y una persistente perplejidad que se
pretendía aliviar –al menos en un sector de los padres- en el
diván del psicoanalista. Como lo ha señalado un especialista
en educación acerca de este intríngulis cultural, la figura
de Mafalda, con su explícita y célebre impugnación de las
rutinas familiares –“Otra vez sopa, ¡puaj!”, refleja buena parte
de las encrucijadas que se planteaban quienes querían cuidar
a sus hijos hurgando en los recursos de una creatividad
social que –más allá de la fértil imaginación del mundo psi-
no ofrecía demasiadas ideas o métodos aplicables para
orientar a los niños sobre los modos de entrar en un futuro
cada vez más complejo.
Infancia, en tiempos de militarización
Tal panorama de incertidumbre y a veces, de temor, en la vida
privada de las familias, no estuvo exento de repercusiones en
la historia política: desde 1966, un nuevo ciclo de golpes
militares reveló la intolerancia estatal hacia estas nuevas
formas de rebeldía individual infantil y juvenil que tendían
a impregnar al conjunto de la vida cultural, a través del
inquieto público seguidor de ciertas expresiones del rock que
pretendían enfrentar los prejuicios o los tabúes del statu
quo, o del teatro y del cine cuyos contenidos mostraban con
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desinhibición prácticas sexuales o eróticas mantenidas hasta
entonces en el más hermético silencio. Esta misma intentona
de volver al pasado alentó la politización de adolescentes y
jóvenes a fines de los 60, convocados por algunos líderes no
tan jóvenes para enfrentar a los guardianes militares del
orden. La tragedia desatada luego del desencadenamiento de la
conflictividad social, del despliegue de la guerrilla y de la
represión militar no cesa de golpear nuestra memoria. Siguen
abiertas las heridas de esta escalada de violencia, como la
producida por la matanza de adolescentes de escuelas
secundarias que participaban de la lucha por el boleto
estudiantil, después que el golpe militar del 24 de marzo de
1976 cerrara otra efímera y frustrada instancia democrática
con el peronismo en el gobierno.
Aunque el cuidado de los niños pareciera quedar muy lejos de
todo esto, en los sombríos años del Proceso, los militares
invitaban a los padres a una “vuelta atrás” respecto de las
transformaciones culturales de la década del 60 y los
intimaban a adoptar un tipo de ordenamiento que fortaleciera
la vigilancia y el disciplinamiento en el hogar y en la
escuela. Para ellos, niños, adolescentes y jóvenes, dadas las
características culturales y el activismo político
intensamente manifestados durante el primer quinquenio de los
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mínimo víctimas de “malas compañías”. Esta incalificable
invocación del cuidado a la niñez, que enmascaraba a una
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cruzada para infantilizar, dejar sin voz y desciudadanizar al
conjunto de la sociedad, fue caracterizada por María Elena
Walsh en un artículo publicado en un suplemento cultural de
Clarín, en 1979, cuyo mismo título refleja en qué medida
puede tergiversarse el significado del cuidado por parte de
un gobierno autoritario: “Desventuras en el país del jardín
de infantes”.
Hoy, desde 1983
En cierto modo, con la vuelta a la democracia en 1983 muchos
creímos que se retomaba aquella vigorosa etapa de
modernización inaugurada a comienzos de los 60 y que los
nacidos en la aurora de la democratización podrían crecer en
un mundo similar al que apenas nos habíamos asomado veinte
años antes, tan cargado de incertidumbres individuales, como
de esperanzas compartidas. La época parecía estar dando
señales en ese sentido, como la de la Convención
Internacional de los Derechos del Niño, aprobada en el
emblemático año de la caída del muro de Berlín, 1989. Las
prescripciones de este documento, retomadas en nuestra
Constitución de 1994 y también en la Ley Federal de Educación
de 1993, daban plena vigencia a la concepción del niño como
sujeto de derechos y a la familia como mecanismo para
garantizarlos.
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Quedaban, sin embargo, distintos problemas pendientes que
fueron limando el optimismo de quienes creímos ser parte de
una generación que podría formar mejor a sus hijos, evitando
la repetición de errores, carencias y excesos de la dolorosa
experiencia histórica vivida. La realidad demolió gran parte
de estos anhelos.
En primer lugar, la restitución de la libertad requería
afrontar nuevamente la cuestión del imperativo de elegir y
consumir, que empezó a llegar a la niñez cada vez con menos
posibilidades de mediación o cuidado a cargo de personas
mayores.
En segundo término, las instituciones sociales y políticas
que aún treinta años antes parecían ser parte de un futuro
mejor –las familias modernas, las escuelas actualizadas, la
organización de los saberes de los profesionales para
asesorar a maestros, padres y niños- ahora parecían diluirse,
dispersarse y a veces, perder su sentido. Ya no podría
retomarse ninguna homogeneización en torno a alguna idea de
“normalización” del niño, ya fuera a través de su
“occidentalización” (inculcación de modales y conocimientos
europeos), su salud (goce y manejo de sus preferencias,
intereses gracias al conocimiento de sí mismo a través de
distintas formas de acceso a experiencias psicoterapéuticas),
su asunción de un proyecto como parte de una trayectoria
familiar y personal (el ascenso a través de los estudios o de
una actividad mejor remunerada o más lucrativa), o como parte
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de una movilización política o social (realizada sobre la
consistencia de una clase o de una comunidad de sentidos
sólidamente arraigados). A pesar de esta variedad de caminos,
la normalidad del niño seguía quedando conectada, en mayor o
menor medida, a la posibilidad de contar con una “familia
normal”, es decir, un grupo que reflejara las pautas de una
sociedad organizada en torno de la homogeneidad. Pero como se
pudo advertir claramente en estas últimas décadas, la nueva
sociedad que empezó a emerger a fines del siglo XX no estaba
ordenada alrededor de tal homogeneidad. Por el contrario, la
irrupción de nuevas tecnologías potenció la diversificación
de objetos de consumo que colocaba a cada individuo ante una
infinidad de opciones a la hora de elegir lo que deseaba
usar. Y esa diversificación impregnó también a la forma de
elegir identidades, vínculos y futuros posibles. El
crecimiento de los niños nacidos desde los ochenta quedó cada
vez más sujeto a esa apertura incesante de opciones, a esa
traducción del sentido de la libertad como imperativo social
de elegirlo todo en términos individuales.
Asimismo, las instituciones que ampliaron la educación de los
niños (su escolarización) o bien la protección o el control y
vigilancia estatal sobre la niñez desamparada y en riesgo -
los “menores”- sufrieron la implacable crítica de quienes,
desde una fe en la espontaneidad del mercado para resolver
todos los problemas sociales, impugnaban su “antigüedad”, su
esclerosis, o ineficiencia para cubrir la multiplicación de
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experiencias de aprendizaje, o de situaciones de riesgo y
peligro de los niños.
Quizás cuando algunos pedagogos contemporáneos se refieren al
“fin de la infancia” aluden a la reducción de la eficacia de
la programación institucional de los aprendizajes que
permitía definir -como se lo hizo durante buena parte del
siglo XX- la experiencia infantil en términos pedagógico-
escolares. Pero más allá de la pedagogización, de la
estatización, o la politización de la infancia, el cuidado
requerido, lejos de reducirse, se complejiza: los mayores
deben informarse cada vez más, porque los niños ya usan una
información que no siempre está al alcance de los adultos,
prueban experiencias reales y virtuales sin que sus
familiares estén allí y no está claro si bloquear la
posibilidad de esas experiencias los salva de un peligro, o
les amputa un futuro posible. También en este aspecto
pareciera que afrontamos una pérdida de visibilidad del niño:
los límites que separaban a la niñez de la vida adulta, a
través de los filtros institucionales interpuestos por la
familia y la escuela, empezaron a borrarse desde la década
del 60, cuando la entrada de la TV a la vida hogareña ponía a
los niños en contacto directo con el mundo exterior, en
principio a través de programas infantiles, pero a
continuación, a través de noticieros, telenovelas y una
infinidad de espectáculos para entretener a los adultos. El
tiempo de la infancia vivida por parte de amplios sectores
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sociales hasta bien avanzado el siglo XX, con claras
referencias espaciales que distinguían el “afuera” y el
“adentro” en la casa o el departamento del barrio, fue
sustituido por otro, el de una niñez individualizada e
interiorizada, incluso materialmente, pues gran parte de su
tiempo es vivido a solas, en la habitación con la puerta
cerrada, donde el mundo, de modo más o menos virtual, entra
de lleno a través del teléfono móvil, de la computadora y del
ahora viejo aparato de TV que transmite una programación cada
vez más transgresora.
Por esto, además de la enorme complejidad de las nuevas
formas de cuidado o de acompañamiento de los adultos que
deben repartirse, y diluirse, en las vías de experimentación
abiertas a una niñez que elige horarios, actividades y
futuros posibles, la actualidad puede mostrar el terrible
panorama de lo que Hannah Arendt caracterizó, críticamente,
como sociedad infantil: “…la autoridad que dice a cada niño qué
tiene que hacer y qué no tiene que hacer está dentro del
propio grupo infantil (…) [En esta sociedad] el adulto, como
individuo, está inerme ante el niño y no establece contacto
con él.”2
Esta posible renuncia al cuidado por parte de los adultos,
esconde una temeraria afirmación: ¡Que se cuiden ellos mismos…!
2 Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro, Ediciones Península, Barcelona, 1996
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