Juan Ruibal CUIDAR A LOS NINOS SU SENTIDO CAMBIANTE EN UN SIGLO DE HISTORIA

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Cuidar a los niños: su sentido cambiante, en un siglo de historia Juan Ruibal En los comienzos del siglo XX, la formación de los niños en la Argentina se propuso como un intento de normalizar u ordenar a las nuevas generaciones dentro de valores y prácticas para su integración social. El mundo adulto asumió la definición de los modelos sociales que los niños y jóvenes debían adoptar para ser ciudadanos y personas, en una sociedad que se constituía. Más recientemente, la difusión del respeto a la libertad individual como núcleo innegociable para el crecimiento de los niños, ha generado nuevas disyuntivas y desconciertos en lo que entendemos por educar. La idea de dejar que los chicos recorran su propio camino, que puedan eligir y “sentir por sí mismos”, pone en tensión la idea de educar y la de “ser adulto”. La comprensión de la niñez a través de una perspectiva histórica suele requerir la búsqueda de cierto momento del pasado para encontrar, allí, el punto de partida de una época considerada crucial; se espera que ese pasado permita comprender los cambios que precedieron a una actualidad que aún conserva formas de vivir o de problematizar la niñez, propias de aquel tiempo crucial. En el caso argentino, es posible situar esta época/punto de partida en la formación del país moderno, a fines del siglo XIX. El torbellino de la modernización Esa modernización fue vivida con mayor intensidad en los procesos de crecimiento de las ciudades, entre las cuales Buenos Aires ocupó un lugar preponderante. El aumento de la población urbana por vía de la inmigración de origen europeo, 1

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Cuidar a los niños: su sentido cambiante, en un siglo de

historia

Juan Ruibal

En los comienzos del siglo XX, la formación de los niños en la Argentina se propuso como un intento de normalizar u ordenar a las nuevas generaciones dentro de valores y prácticas para su integración social. El mundo adulto asumió la definición de los modelos sociales que los niños y jóvenes debían adoptar para ser ciudadanos y personas, en una sociedad que se constituía. Más recientemente, la difusión del respeto a la libertad individual como núcleo innegociable para el crecimiento de los niños, ha generado nuevas disyuntivas y desconciertos en lo que entendemos por educar. La idea de dejar que los chicos recorran su propio camino, que puedan eligir y “sentir por sí mismos”, pone en tensión la idea de educar y la de “ser adulto”.

La comprensión de la niñez a través de una perspectiva

histórica suele requerir la búsqueda de cierto momento del

pasado para encontrar, allí, el punto de partida de una época

considerada crucial; se espera que ese pasado permita

comprender los cambios que precedieron a una actualidad que

aún conserva formas de vivir o de problematizar la niñez,

propias de aquel tiempo crucial. En el caso argentino, es

posible situar esta época/punto de partida en la formación

del país moderno, a fines del siglo XIX.

El torbellino de la modernización

Esa modernización fue vivida con mayor intensidad en los

procesos de crecimiento de las ciudades, entre las cuales

Buenos Aires ocupó un lugar preponderante. El aumento de la

población urbana por vía de la inmigración de origen europeo,

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convertía a las ciudades en verdaderos laboratorios

culturales, donde no estaba claro el sentido que iban a

transmitir los habitantes del país a su presente y a su

futuro, a través de la crianza y la educación de nuevas

generaciones. En términos cuantitativos, la comprensión de la

niñez puede apoyarse en datos significativos como los que

muestran que la pirámide de edades de Buenos Aires en 1904,

mostró por única vez una base muy ancha (dada la alta

proporción de niños de corta edad en el total de la

población). Estas señales permiten suponer que, en las

décadas siguientes, la relevante participación de la niñez en

la población de las ciudades la colocó en un lugar central de

la agenda social y política de aquel mundo urbano, en el que

la vida parecía estar arrastrada por la fuerza del cambio

“desbocado”. Este fue el punto de partida para un cuidado de

la niñez que se identificó, durante gran parte del siglo XX,

con la vigilancia y el control ejercidos conjuntamente por la

familia y el estado.

La caótica instalación de multitudes de recién llegados en la

ciudad, ponía en evidencia la falta de mecanismos que

aseguraran, en la esfera privada, la creación de familias

capaces de asegurar el sustento y la supervivencia de los

recién nacidos. Hombres y mujeres jóvenes, muchas veces

solitarios, que buscaban iniciar una nueva vida, con grandes

dificultades para encontrar alojamiento, terminaban hacinados

en habitaciones de los conventillos; allí transcurrió la

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niñez de aquellos numerosos recién nacidos en el paso de un

siglo al otro.

Cuando los niños provenían de familias conformadas por una

pareja en la que el sueño inicial de viajar para “hacer la

América” se había convertido en el de “mi hijo el Doctor”, la

infancia quedaría encuadrada por las urgencias de una familia

orientada hacia el ascenso. Y ese encuadramiento que colocaba

a los niños como protagonistas de la incubación de una nueva

clase media, en buena medida, definió al siglo XX argentino.

Pero la familia no era la única clave de este camino trazado

para la niñez: el circuito requería que los chicos fueran

“entregados” a la escuela, donde el estado comenzaba a

imprimir en ellos el proyecto de una Argentina moderna y

abierta al mundo. La escuela “normalizaba” o, dicho en otros

términos, implantaba aquellos ideales, comportamientos y

conocimientos de la civilización occidental que los niños

debían adquirir a través de un marco evolutivo que, según las

corrientes de la psicología y la pedagogía de aquella época,

fijaba los parámetros de normalidad de cada edad, de cada

grado escolar. Así, la formación dada a los niños, como hijos

y como alumnos, a través del compromiso de las familias con

la escolarización normalizadora, constituyó una vigorosa

respuesta al caos de la modernidad urbana.

Por último, y no menos importante, a la educación como tarea

de difusión local de conocimientos y valores de la

civilización occidental, se yuxtapuso la educación como

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herramienta del proyecto estatal de creación de argentinos,

es decir, como introducción de sentimientos e ideales

patrióticos. De este modo, la progresiva “normalización”

psicológica y cognoscitiva de los niños, se acompañaba con

una nacionalización que homogeneizaba a la población infantil

de muy diversos orígenes, a través de actividades y ritos

escolares.

Hacia 1910, este adoctrinamiento patriótico escolar incluía

el recitado de fórmulas como la siguiente:

Pregunta: ¿Cómo se considera usted con relación a sus compatriotas?

Respuesta.- Me considero vinculado por un sentimiento que nos une.

P.- ¿Y qué es eso?

R.- El sentimiento de que la República Argentina es el mejor país del mundo.

P.- ¿Cuáles son sus deberes como buen ciudadano?

R.- Primero de todos amar a su país.

P.- ¿Aun antes que a sus padres?

R.- Antes que a todo.1

De este modo, en ese campo de experimentación de las ciudades

en expansión, la niñez se hilvanaba con una precaria

estructuración de las familias, que sin perder del todo

algunas pautas tradicionales (cantidad de hijos, convivencia

o vínculos estrechos del matrimonio con parientes más o menos

lejanos, una intangible autoridad patriarcal, primacía de

“mandatos” colectivos, sobre los de cada individuo),

1 Hobart Spalding, “Education in Argentina, 1890-1914”, Journal of Interdisciplinary History, Vol. III, No.1, Verano 1972

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empezaban a regularse de acuerdo a nuevos marcos de

referencia de una economía y de un estado empujados hacia la

acelerada modernización y progresiva individualización. Las

viejas costumbres de criollos o de inmigrantes, quedaban

confrontadas con nuevas oportunidades y restricciones del

mundo social: largos horarios de trabajo de los padres,

estrechez del lugar de la vivienda, obligación de aceptar el

papel educador de la escuela y los controles sanitarios

estatales… Y frente a las carencias de los progenitores para

dar a sus hijos el tipo de cuidado que iba a ser propio de

una organización más aceitada de la familia “nuclear”,

aparecía la intervención estatal, en un arco de posibilidades

que iba desde la corrección de las comportamientos o

conductas indisciplinadas, a cargo del maestro, hasta el

aislamiento en albergues o institutos de menores, como

respuesta a situaciones de abandono infantil. Así, como

contracara del circuito de una niñez normal, estructurada

alrededor de la familia y la escuela, surgió otro circuito,

alejado de la normalidad: el de los menores, o de la

“infancia asilada”, cuyo abandono por parte de los adultos se

asociaba a su permanencia más o menos prolongada en la calle.

En términos de la “normalidad” de los niños, la calle

constituía un ambiente donde el orden social llegaba muy

débilmente, poblado por adultos escasamente integrados, o al

margen de la vida laboral y del acatamiento a las leyes. En

las antípodas del cuidado, la calle era sinónimo de peligro:

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lejos de ser un lugar de tránsito entre la escuela y el

hogar, la calle parecía un amenazante lugar “sin retorno”,

que el turbulento mundo urbano moderno dejaba librado a la

desocupación, a la ilegalidad y al desamparo.

De este modo, cuando la precariedad de la sociedad urbana

generaba el descuido de chicos que quedaban librados al

peligro de vivir en la calle, la intervención estatal se

hacía más fuerte y en lugar de la figura del niño-alumno,

aparecía el encuadre judicial del menor, abandonado por su

familia de origen e ingresado a la órbita de instituciones

como las controladas por la Sociedad de Beneficencia, cuya

acción se prolongó durante más de un siglo, desde 1823 hasta

su disolución hacia 1950.

Una primera estabilización, antes de 1930

Hacia 1920, cada vez eran más las familias capaces de hacerse

cargo de sus hijos, a partir del impulso que daba la mejora

de las condiciones laborales, ya fuera de los asalariados

como de quienes trabajaban por cuenta propia; el efecto

combinado de las luchas obreras y de la democratización

política abría canales para satisfacer las demandas sociales

escasamente escuchadas hasta entonces y oportunidades para

crear nuevos lazos familiares.

Mientras fructificaba el esfuerzo por acceder a una vivienda

o construirse el propio techo en barrios alejados del centro

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de la ciudad, se desarrollaban nuevas experiencias

infantiles, en un circuito que ensamblaba el hogar (dotado de

la presencia permanente de la madre) con la calle

transformada por los estrechos lazos de vecindad de la cuadra

(lugar intensamente vivido por los niños, más allá del cual

las caminatas, cruzando calles, solían ser viajes de

aventuras). Clérigos, comerciantes, policías (vigilantes) y

todos los ojos del vecindario llevaban el cuidado de los

niños más allá de los muros de un hogar que, en cierto modo,

se prolongaba hasta donde llegaba la presencia de estas

figuras.

En las vivencias infantiles del barrio, se tejió desde

entonces –y, aunque en menor medida, se teje en el presente-

una estructura de sentimientos, unos modos de disfrutar la

propia niñez y de recordarla luego como “época dorada”. El

acceso a una vivienda propia, o sentida como tal (aunque

fuera alquilada), difundió entre los sectores urbanos el

sentido dado a vivir la niñez, a recibir el cuidado de los

mayores, incluyendo el que se desarrollaba en el circuito de

normalización familia-escuela puesto que, frecuentemente, el

edificio escolar, al igual que el de otras dependencias

públicas, o el de los templos religiosos y el de las

asociaciones, quedaban impregnados por esa atmósfera barrial

en la que prosperaron los experimentos de movilidad social

del siglo XX. Aquel sentido originario dado a la normalidad –

asociado a las perspectivas familiares de ascenso social-

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entraba ahora en los barrios, ayudado por las iniciativas

políticas (en materia de infraestructura urbana, ampliación

de los servicios públicos, acceso al empleo público, etc).

Lentamente, variados estilos de clase media se pergeñaron en

familias de diferente nivel socioeconómico, conectadas por la

convivencia en el vecindario. Hoy, en algunos de nosotros se

conserva ese mundo al que reviven ciertos sentimientos o

recuerdos que situamos en una infancia inseparable del

barrio, o de la cuadra, con amigos entrañables cuyas

familias, se parecían tanto como se diferenciaban de la

nuestra.

En las décadas posteriores a 1920 -una época en que la

sociedad, en estos ámbitos locales, se percibía como

formándose a sí misma-, se gestó un recuerdo del barrio como

paraíso perdido: los lugares de la infancia quedan cargados

de sentido personal y social, sin que allí el estado estuviera

plenamente habilitado para fijar cómo había que cuidar,

proteger, o alejar a los niños del peligro, sin que la

iniciativa gubernamental monopolizara la capacidad para crear

ritos, sacralizaciones o imperativos reguladores del

crecimiento de los niños.

La industrialización y la infancia en las ciudades

Después de 1930, la Argentina ingresó en un proceso de

industrialización protegida –en principio, por la necesidad

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de sustituir importaciones- por un estado que amplió su

intervención en la actividad económica y su capacidad para

penetrar en la vida social, para moldear –nuevamente- los

comportamientos esperados y evitar las desviaciones. Al mismo

tiempo, el país comenzaba a experimentar los efectos de otra

mutación demográfica, con un acelerado crecimiento de la

población urbana a expensas de la rural. Así, la industria

profundizaba el predominio de la ciudad sobre el campo y el

alcance de la modernización iniciada a fines del siglo XIX:

las migraciones internas, inauguraron una nueva fase de

turbulencia social en la historia argentina. En este

contexto, el avance del estado se especificó en nuevas formas

de control, en una penetración más capilar en diversos

ámbitos sociales y en una reformulación político ideológica

de su presencia. En este último aspecto, podría encontrarse

cierta similitud entre la urgencia por crear al niño

argentino a comienzos de siglo XX y la urgencia por crear al

“niño peronista” en la década 1945-1955.

En cierta medida, después de la crisis de 1930, la

creatividad social volvía a quedar en manos de la autoridad

gubernamental. La nueva iniciativa estatal se reflejó, por

ejemplo, en la creación de la Comisión Nacional de Asistencia

Escolar y en la instauración, en el ámbito judicial de la

provincia de Buenos Aires, de un fuero de menores y de jueces

de menores para ejercerlo. Al mismo tiempo, tanto en las

oficinas del gobierno, como en publicaciones especializadas,

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se renovaron los aportes científicos para la comprensión de

los problemas de la infancia y –al influjo de las ideales

posteriores a la Primera Guerra Mundial- se empezaba a

plantear el reconocimiento de los derechos del niño como

sustento de las nuevas políticas de asistencia social.

Con el ascenso del peronismo, se profundizó este giro en las

aspiraciones estatales y –quizás como una de los principales

rasgos del clima de época siguiente al 45- bajo el lema “los

únicos privilegiados son los niños”, se enfatizó la necesidad

de igualar el tratamiento o el cuidado hacia los niños,

cualquiera fuera su origen social. Y no importaba si el

mencionado giro se convertía en ruptura para suprimir la

estigmatización de niños pobres y abandonados bajo la

protección de instituciones estatales y privadas: entre los

episodios más notables de esa redefinición de la “infancia

asilada” está la disolución de la Sociedad de Beneficencia,

que apuntaba a eliminar el rol de las damas de la elite

tradicional como dirigentes o figuras tutelares de los

institutos que estaban bajo la órbita de tal Sociedad. La

Fundación Eva Perón asumió este papel y, tal como ocurría con

las actividades de la Sociedad de Beneficencia, la nueva

organización no se financió con fondos propios de quien la

fundó, sino con una fuerte asignación de recursos estatales.

Los antiguos experimentos sociopolíticos acotados para

proteger a los niños cuyo crecimiento se alejaba de una

“normalidad” estipulada desde el estado y cuya integridad

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estaba amenazada por la fuerte inestabilidad económica y

cultural, se ampliaron con el nuevo experimento estatal del

peronismo, que se propuso utilizar a la política como

mecanismo para que todos los que antes eran tan sólo “los

menores”, accedieran a las oportunidades y al confort propias

de un estilo de vida de clase media.

Familia de trabajadores, en la ilustración de un libro de

texto escolar de 1953. Las características del living, la

vestimenta y la postura de los personajes no parecen ser

representativas de las condiciones materiales y culturales de

la vida de los trabajadores fabriles; quizás, esta acuarela

seleccionada para mostrar los logros sociales del peronismo,

ilustra mejor el hogar de una familia de la clase media de la

época, pese al aislado signo del overol en la figura del

padre.

El igualitarismo concretado como ampliación de las

oportunidades de ascender socialmente –quizás el componente

de la cultura argentina más activado durante el peronismo- se

aplicó a la situación de los niños, en tanto ideología con la

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que se combatía el privilegio y la discriminación social y en

tanto reorganización revolucionaria de las instituciones para

los niños desamparados. Con el renovado cuidado estatal, se

buscaría que los menores pudieran crecer en ambientes

semejantes a los de los niños de clase media.

Esa aspiración se materializó en los edificios de los Hogares

Escolares, de la Ciudad Infantil o de la Ciudad Estudiantil y

así lo expresaba la misma Eva Perón: “en cada instituto de la

fundación he puesto expresadamente todo el lujo y toda la riqueza… Eso quiero

que sean los institutos de la fundación: escuelas donde cada uno de los hijos de los

trabajadores argentinos aprenda todo lo que necesita para ser presidente de la

República, si fuera necesario. Por eso les infundimos fe en la causa de Perón y

amor por el pueblo.”

Y junto a la revolucionaria organización de las instituciones

dedicadas a evitar el desamparo infantil, aparece otra faceta

revolucionaria en el papel asignado a la niñez como clave

para asegurar el predominio futuro del peronismo, tal como

queda registrado en un libro de lectura para primer grado

inferior, editado en 1953:

Aunque me ven pequeñito

tres amores tengo ya…

por ellos sólo yo lucho

y procuro mejorar…

Todo les debo: la vida

y cuanto habré de alcanzar…

¡tres amores en mis días:

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Perón, mamita y papá!...

La individualización del niño, desde la década del sesenta

A comienzos de la década del 60, se profundizó la

industrialización por sustitución de importaciones iniciada

30 años antes. El desarrollo económico-social adoptado como

plataforma de sucesivos gobiernos civiles y militares hasta

mediados de la década de 1970 orientó la política hacia la

promoción de un crecimiento económico basado en la renovada

intervención estatal, complementada con la implantación de

empresas industriales extranjeras productoras de insumos

básicos, automóviles y electrodomésticos.

Esta concepción de la política económica impulsó el nuevo

giro de una sociedad que, al parecer, se lanzaría hacia una

modernidad más vigorosa. Para eso, debería desprenderse del

lastre de los estilos de vida austeros, previsores y algo

pacatos que se habían arraigado sobre todo en los sectores

medios, para asumir otros más apropiados para una economía

cuya suerte quedaba librada a una incesante ampliación del

consumo interno.

En la primera mitad del siglo XX, la movilidad ascendente se

había puesto en práctica a través de una lógica social

comunitaria, en la que los intereses y las preferencias

individuales de los niños quedaban fijados, en gran medida,

por personas mayores que decidían por ellos, desde la

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familia, o desde el estado y de otras organizaciones de la

sociedad civil. En la nueva versión de la modernidad de los

sesenta, el cuidado de los niños se hizo tributario de una

lógica individualista para concebir su crecimiento “sano” o

“normal”, a partir de un cuidado enfocado a su afectividad, a

su liberación de matrices vinculares que podrían

conflictuarlo o traumarlo (comenzaba un masivo acercamiento

de los padres a la vulgata psicoanalítica, tanto para guiar

la crianza de los niños como para comprender los

desconcertantes cambios en su adolescencia). Al asomar –

inicialmente, en reducidos ámbitos intelectuales- cierta

desvalorización de la racionalidad y del “cientificismo”, se

empezaron a poner en tela de juicio, con más o menos

fundamentos y entusiasmo, los ideales civilizatorios del

siglo XIX (especialmente porque implicaban adquisición de

modales y costumbres que requerían reprimir pulsiones o

deseos de los individuos). Mientras tanto, las prácticas de

la vida cotidiana –el consumo, los horarios, las formas y

rituales de iniciación- se iban cargando de nuevas

actividades electivas que implicaban un reconocimiento de que

los jóvenes y los niños eran sujetos capaces de elegir y

decidir por sí mismos. Quizás fue, sobre todo esto último, lo

que alimentó el cuestionamiento a la autoridad de los mayores

para cuidar a niños y jóvenes. La nueva versión de la

infancia en la clase media, incluía una actividad de niños

con más iniciativa y voz propia y ponía en tensión el proceso

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de formación por parte de sus progenitores adultos, que

oscilaban entre algunos destemplados intentos de recuperar la

autoridad perdida y una persistente perplejidad que se

pretendía aliviar –al menos en un sector de los padres- en el

diván del psicoanalista. Como lo ha señalado un especialista

en educación acerca de este intríngulis cultural, la figura

de Mafalda, con su explícita y célebre impugnación de las

rutinas familiares –“Otra vez sopa, ¡puaj!”, refleja buena parte

de las encrucijadas que se planteaban quienes querían cuidar

a sus hijos hurgando en los recursos de una creatividad

social que –más allá de la fértil imaginación del mundo psi-

no ofrecía demasiadas ideas o métodos aplicables para

orientar a los niños sobre los modos de entrar en un futuro

cada vez más complejo.

Infancia, en tiempos de militarización

Tal panorama de incertidumbre y a veces, de temor, en la vida

privada de las familias, no estuvo exento de repercusiones en

la historia política: desde 1966, un nuevo ciclo de golpes

militares reveló la intolerancia estatal hacia estas nuevas

formas de rebeldía individual infantil y juvenil que tendían

a impregnar al conjunto de la vida cultural, a través del

inquieto público seguidor de ciertas expresiones del rock que

pretendían enfrentar los prejuicios o los tabúes del statu

quo, o del teatro y del cine cuyos contenidos mostraban con

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desinhibición prácticas sexuales o eróticas mantenidas hasta

entonces en el más hermético silencio. Esta misma intentona

de volver al pasado alentó la politización de adolescentes y

jóvenes a fines de los 60, convocados por algunos líderes no

tan jóvenes para enfrentar a los guardianes militares del

orden. La tragedia desatada luego del desencadenamiento de la

conflictividad social, del despliegue de la guerrilla y de la

represión militar no cesa de golpear nuestra memoria. Siguen

abiertas las heridas de esta escalada de violencia, como la

producida por la matanza de adolescentes de escuelas

secundarias que participaban de la lucha por el boleto

estudiantil, después que el golpe militar del 24 de marzo de

1976 cerrara otra efímera y frustrada instancia democrática

con el peronismo en el gobierno.

Aunque el cuidado de los niños pareciera quedar muy lejos de

todo esto, en los sombríos años del Proceso, los militares

invitaban a los padres a una “vuelta atrás” respecto de las

transformaciones culturales de la década del 60 y los

intimaban a adoptar un tipo de ordenamiento que fortaleciera

la vigilancia y el disciplinamiento en el hogar y en la

escuela. Para ellos, niños, adolescentes y jóvenes, dadas las

características culturales y el activismo político

intensamente manifestados durante el primer quinquenio de los

70, podrían ser, por definición, “sospechosos”, o, como

mínimo víctimas de “malas compañías”. Esta incalificable

invocación del cuidado a la niñez, que enmascaraba a una

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cruzada para infantilizar, dejar sin voz y desciudadanizar al

conjunto de la sociedad, fue caracterizada por María Elena

Walsh en un artículo publicado en un suplemento cultural de

Clarín, en 1979, cuyo mismo título refleja en qué medida

puede tergiversarse el significado del cuidado por parte de

un gobierno autoritario: “Desventuras en el país del jardín

de infantes”.

Hoy, desde 1983

En cierto modo, con la vuelta a la democracia en 1983 muchos

creímos que se retomaba aquella vigorosa etapa de

modernización inaugurada a comienzos de los 60 y que los

nacidos en la aurora de la democratización podrían crecer en

un mundo similar al que apenas nos habíamos asomado veinte

años antes, tan cargado de incertidumbres individuales, como

de esperanzas compartidas. La época parecía estar dando

señales en ese sentido, como la de la Convención

Internacional de los Derechos del Niño, aprobada en el

emblemático año de la caída del muro de Berlín, 1989. Las

prescripciones de este documento, retomadas en nuestra

Constitución de 1994 y también en la Ley Federal de Educación

de 1993, daban plena vigencia a la concepción del niño como

sujeto de derechos y a la familia como mecanismo para

garantizarlos.

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Quedaban, sin embargo, distintos problemas pendientes que

fueron limando el optimismo de quienes creímos ser parte de

una generación que podría formar mejor a sus hijos, evitando

la repetición de errores, carencias y excesos de la dolorosa

experiencia histórica vivida. La realidad demolió gran parte

de estos anhelos.

En primer lugar, la restitución de la libertad requería

afrontar nuevamente la cuestión del imperativo de elegir y

consumir, que empezó a llegar a la niñez cada vez con menos

posibilidades de mediación o cuidado a cargo de personas

mayores.

En segundo término, las instituciones sociales y políticas

que aún treinta años antes parecían ser parte de un futuro

mejor –las familias modernas, las escuelas actualizadas, la

organización de los saberes de los profesionales para

asesorar a maestros, padres y niños- ahora parecían diluirse,

dispersarse y a veces, perder su sentido. Ya no podría

retomarse ninguna homogeneización en torno a alguna idea de

“normalización” del niño, ya fuera a través de su

“occidentalización” (inculcación de modales y conocimientos

europeos), su salud (goce y manejo de sus preferencias,

intereses gracias al conocimiento de sí mismo a través de

distintas formas de acceso a experiencias psicoterapéuticas),

su asunción de un proyecto como parte de una trayectoria

familiar y personal (el ascenso a través de los estudios o de

una actividad mejor remunerada o más lucrativa), o como parte

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de una movilización política o social (realizada sobre la

consistencia de una clase o de una comunidad de sentidos

sólidamente arraigados). A pesar de esta variedad de caminos,

la normalidad del niño seguía quedando conectada, en mayor o

menor medida, a la posibilidad de contar con una “familia

normal”, es decir, un grupo que reflejara las pautas de una

sociedad organizada en torno de la homogeneidad. Pero como se

pudo advertir claramente en estas últimas décadas, la nueva

sociedad que empezó a emerger a fines del siglo XX no estaba

ordenada alrededor de tal homogeneidad. Por el contrario, la

irrupción de nuevas tecnologías potenció la diversificación

de objetos de consumo que colocaba a cada individuo ante una

infinidad de opciones a la hora de elegir lo que deseaba

usar. Y esa diversificación impregnó también a la forma de

elegir identidades, vínculos y futuros posibles. El

crecimiento de los niños nacidos desde los ochenta quedó cada

vez más sujeto a esa apertura incesante de opciones, a esa

traducción del sentido de la libertad como imperativo social

de elegirlo todo en términos individuales.

Asimismo, las instituciones que ampliaron la educación de los

niños (su escolarización) o bien la protección o el control y

vigilancia estatal sobre la niñez desamparada y en riesgo -

los “menores”- sufrieron la implacable crítica de quienes,

desde una fe en la espontaneidad del mercado para resolver

todos los problemas sociales, impugnaban su “antigüedad”, su

esclerosis, o ineficiencia para cubrir la multiplicación de

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experiencias de aprendizaje, o de situaciones de riesgo y

peligro de los niños.

Quizás cuando algunos pedagogos contemporáneos se refieren al

“fin de la infancia” aluden a la reducción de la eficacia de

la programación institucional de los aprendizajes que

permitía definir -como se lo hizo durante buena parte del

siglo XX- la experiencia infantil en términos pedagógico-

escolares. Pero más allá de la pedagogización, de la

estatización, o la politización de la infancia, el cuidado

requerido, lejos de reducirse, se complejiza: los mayores

deben informarse cada vez más, porque los niños ya usan una

información que no siempre está al alcance de los adultos,

prueban experiencias reales y virtuales sin que sus

familiares estén allí y no está claro si bloquear la

posibilidad de esas experiencias los salva de un peligro, o

les amputa un futuro posible. También en este aspecto

pareciera que afrontamos una pérdida de visibilidad del niño:

los límites que separaban a la niñez de la vida adulta, a

través de los filtros institucionales interpuestos por la

familia y la escuela, empezaron a borrarse desde la década

del 60, cuando la entrada de la TV a la vida hogareña ponía a

los niños en contacto directo con el mundo exterior, en

principio a través de programas infantiles, pero a

continuación, a través de noticieros, telenovelas y una

infinidad de espectáculos para entretener a los adultos. El

tiempo de la infancia vivida por parte de amplios sectores

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sociales hasta bien avanzado el siglo XX, con claras

referencias espaciales que distinguían el “afuera” y el

“adentro” en la casa o el departamento del barrio, fue

sustituido por otro, el de una niñez individualizada e

interiorizada, incluso materialmente, pues gran parte de su

tiempo es vivido a solas, en la habitación con la puerta

cerrada, donde el mundo, de modo más o menos virtual, entra

de lleno a través del teléfono móvil, de la computadora y del

ahora viejo aparato de TV que transmite una programación cada

vez más transgresora.

Por esto, además de la enorme complejidad de las nuevas

formas de cuidado o de acompañamiento de los adultos que

deben repartirse, y diluirse, en las vías de experimentación

abiertas a una niñez que elige horarios, actividades y

futuros posibles, la actualidad puede mostrar el terrible

panorama de lo que Hannah Arendt caracterizó, críticamente,

como sociedad infantil: “…la autoridad que dice a cada niño qué

tiene que hacer y qué no tiene que hacer está dentro del

propio grupo infantil (…) [En esta sociedad] el adulto, como

individuo, está inerme ante el niño y no establece contacto

con él.”2

Esta posible renuncia al cuidado por parte de los adultos,

esconde una temeraria afirmación: ¡Que se cuiden ellos mismos…!

2 Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro, Ediciones Península, Barcelona, 1996

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