JM Iglesias Spall

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SPAL MONOGRAFÍAS XVI LA RELIGIÓN DEL MAR Dioses y ritos de navegación en el Mediterráneo Antiguo EDUARDO FERRER ALBELDA Mª CRUZ MARÍN CEBALLOS ÁLVARO PEREIRA DELGADO (coordinadores) • SECRETARIADO DE PUBLICACIONES ARZOBISPADO DE SEVILLA

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El Mare Nostrum de los romanos, el Mediterráneo de nuestros días, fue durante la Antigüedad el eje de la existencia de las poblaciones que habitaban en sus orillas. Principal vía de co-municación y fuente imprescindible de sustento, esta inmensa masa de agua azul estaba sin embargo llena de peligros, los me-nos debidos a la propia acción del hombre (piratería, guerras, etc.), y los más a su carácter impredecible, capaz de desatar tormentas y maremotos, ante los que el navegante se sentía indefenso y a merced de los designios divinos. La religión del mar. Dioses y ritos de navegación en el Mediterráneo antiguo agrupa ocho estudios que tienen en común el interés por estas manifestaciones religiosas, especialmente los rituales destina-dos a conjurar los peligros de las travesías. La colonización fenicia a principios del I milenio a. C. es el punto de partida de este recorrido cronológico y cultural, que finaliza con las alegorías sobre el mar desarrolladas por los autores cristianos tardoantiguos, haciendo paradas en la diversas manifestaciones del mundo grecorromano y en el estudio de divinidades con-cretas, como Melkart e Isis.

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eduardo Ferrer aLbeLda, Mª cruz Marín cebaLLoS y áLvaro Pe-reira deLGado coordS.

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SPAL MONOGRAFÍASXVI

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LA RELIGIÓN DEL MARDIOSES Y RITOS DE NAVEGACIÓN EN

EL MEDITERRÁNEO ANTIGUO

La reLigión deL mar

dioses y ritos de navegación en eL mediterráneo antiguo

eduardo Ferrer aLbeLda

mª cruz marín cebaLLos

áLvaro Pereira deLgado

(coordinadores)

SPAL MONOGRAFÍAS

Nº XVI

Sevilla 2012

SARUSServicio de Asistencia religiosa

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o trasmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación mag-nética o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación, sin permiso escrito del Secretariado de Publicacio-nes de la Universidad de Sevilla.

© SECRETARIADO DE PUBLICACIONES DE LA UNIVERSIDAD DE SEVILLA 2012 Porvenir, 27 - 41013 Sevilla. Tlfs.: 954 487 447; 954 487 451; Fax: 954 487 443 Correo electrónico: [email protected] Web: <http://www.publius.us.es>© De los textos, SUS AUTORES 2012© EDUARDO FERRER ALBELDA, Mª CRUZ MARÍN CEBALLOS,

ÁLVARO PEREIRA DELGADO (COORDS.) 2012

Impreso en España-Printed in SpainImpreso en papel ecológicoISBN: 978-84-472-1458-7Depósito Legal: SE 4426-2012Impresión: Kadmos

Motivo de cubierta: Historia de Jonás. Sarcófago de Maguncia

Serie: Spal MonografíaNúm.: XVI

comité editoriaL:Antonio Caballos Rufino (Director del Secretariado de Publicaciones)Carmen Barroso CastroJaime Domínguez AbascalJosé Luis Escacena CarrascoEnrique Figueroa ClementeMª Pilar Malet MaennerInés Mª Martín LacaveAntonio Merchán ÁlvarezCarmen de Mora ValcárcelMª del Carmen Osuna FernándezJuan José Sendra Salas

Índice

PrólogoMaría Cruz Marín Ceballos ................................................................................ 9

Aspectos marítimos de las divinidades fenicio-púnicas como garantía de la con- fianza de los mercados

Iván Fumadó Ortega ........................................................................................... 11

El brazo poderoso de Dios. Sobre un nuevo bronce fenicio de procedencia subacuática

Eduardo Ferrer Albelda ...................................................................................... 37

Los oráculos, guía de la navegación y la colonizaciónAdolfo J. Domínguez Monedero ........................................................................ 67

Morir en el agua, morir en el mar. Creencias, conductas y formas morales en la Grecia Antigua

Francisco Javier Fernández Nieto ...................................................................... 91

Recetas para tratar el miedo al mar: las ofrendas a los diosesMirella Romero Recio ........................................................................................ 107

La inseguridad en la navegación: de los fenómenos naturales a las superticiones y creencias religiosas

José Manuel Iglesias Gil .................................................................................... 119

Isis, diosa del Nilo, y el marElena Muñiz Grijalvo ......................................................................................... 145

“El primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya” (Ap 21,1). El mar en la cosmovisión cristiana primitiva

Francisco Juan Martínez Rojas .......................................................................... 155

La inseguridad en la navegación: de los fenómenos naturales a las superticiones y creencias religiosas*

José Manuel Iglesias Gil

Universidad de Cantabria

INTRODUCCIÓN: MAR, NAVEGACIÓN, MITOLOGÍA Y RELIGIÓN

El mar, fundamento del universo, fue el espacio básico de las gentes del entorno terrícola más próximo, y del mar Mediterráneo en particular, que se alimentaban del mar, con sus viajes y actividades pesqueras, pasaban una gran parte de su vida en el mar, su-frían con el mar y morían en el mar. El conocimiento de los espacios del mar por griegos y romanos, como fundamento de un sistema de vida y de una economía, determinó un saber empírico acumulado a lo largo de los siglos. Éstos conocían la realidad inmediata de las variaciones diarias, periódicas y estacionales como fruto de una práctica continuada, arraigada en un sistema de vida propio de las gentes del mar, que permitió transmitir y aprovechar la experiencia de generaciones sucesivas. Los pueblos implicados en activi-dades náuticas poseían una especie de cartas hidrográficas mentales y por medio de “las marcas de tierra” –parejas de puntos significativos del relieve terrestre– que servían de referentes geográficos, prolongaban la tierra y alargaban el horizonte conocido. El mapa terrestre se completaba con el mapa marino de los fondos e itinerarios que permitía a los pescadores fijar los caladeros y a los viajeros determinar sus rutas, que las gentes del mar conocían mejor que el entorno terrestre donde habitaban.

El mar ha constituido el medio y ha representado las condiciones de vida, los modos de vida desarrollados sobre su superficie: la pesca y la explotación de sus recursos como actividad, por una parte, y el desplazamiento de personas y productos en contenedores apropiados, por otra. El mar, medio físico sometido a vicisitudes extremas, ha sido el espacio social, el espacio político, el espacio sacro, el horizonte y escenario vital de los pueblos del litoral del Mediterráneo. Este mar, como escribía Braudel, en referencia a los estrechos y las diferentes denominaciones de mares que componen el Mediterráneo, “no

* Este estudio se inserta en el proyecto del Ministerio de Ciencia e Innovación “Viajes, migraciones y cambios de domicilio en el Imperio Romano” (HAR2008-02375/HIST).

120 José Manuel IglesIas gIl

es un mar, sino una sucesión de llanuras líquidas comunicadas entre sí por puertas más o menos anchas”1. De hecho la expresión latina Mare nostrum no hace mención a los diferentes espacios de la geografía física del mar sino que recoge una noción política y en cierta manera “posesiva” y constituye el punto de partida de la ficción ideológica de la dimensión ecuménica de Roma, que va a evocar a lo largo del Imperio romano los temas de la poesía y propaganda augusteas en aras de dar la imagen de un espacio homogéneo (Reddé & Golvin 2005: 18; Soler 2004: 227). Los pescadores tenían en el mar los recur-sos de los que vivían y su economía dependía del mar, convivían con el mar que regulaba sus tiempos de trabajo y ocio (Ortega 1996: 200). Los viajeros por mar, según épocas y circunstancias, tenían unos itinerarios cuyo origen se basaba en el comercio de todo tipo de productos con el aliciente del beneficio económico que derivaba muchas veces en avaricia, corrupción y lujo frente a la vida austera de campesinos y soldados, basados en modos de vida tradicionales (Alvar & Romero Recio 2005: 169).

El espacio marítimo era un paisaje compartido por hombres y dioses por lo que se consideraba medio de vida humana y morada divina. El mar ha tenido y mantiene sus le-yes, sus normas que, con el devenir del tiempo, han dictado a los seres humanos la forma de navegar, las rutas que debían seguir; pero también el mar, como espacio sagrado, ha sido objeto de creencias y prácticas religiosas para la protección sobrenatural en el mar. El deseo de una aventura no justificaba arriesgar en un viaje por barco pues era necesario dominar y controlar el mar, para relacionar litorales más o menos alejados, pueblos y mundos extraños y productos de diferentes lugares. Además el mar ha sido y es fuente de recursos y ganancias infinitas que proporcionan un deseo de lucro, un incentivo de ganan-cia inmensa pero aleatoria, al precio incluso de la propia vida, todo lo cual caracteriza al marinero a los ojos de los escritores clásicos.

El mar en sí constituía un medio ambiente con un paisaje natural único, un depósito inagotable de inspiración literaria para la explicación de fenómenos sobrenaturales, ro-deado de mitos motivados, en gran parte, por el carácter finito o infinito de la extensión del horizonte y por desconocer igualmente los límites de su profundidad. Las incógnitas del horizonte y la profundidad favorecieron la profusión de mitos e historias para dar respuestas, muchas veces fantásticas y mitológicas, a ambas cuestiones. La historia y cultura de Grecia y Roma no pueden comprenderse sin el mar y la explicación de los fenómenos naturales como exteriorización de fenómenos religiosos. Los navegantes acu-dían a santuarios, participaban en festividades religiosas relacionadas con el mar y, dada su movilidad, adaptaban su piedad a cada santuario, altar, cueva, fuente o paraje natural que visitaban. El mar proporciona una rica información de tipo religioso por medio de los comportamientos rituales o mágicos que se desarrollan, los cuales tienen sus especifici-dades y manifestaciones en las comunidades religiosas y las ciudades de los navegantes (Alvar & Romero Recio 2005: 170). Dioses y hombres compartían el espacio marítimo como lugar de peligros, medio de sustento con la pesca y ente que facilitaba las relaciones

1. Estas puertas están representadas principalmente en los estrechos e islas. En este sentido destaca, por su comunicación con el mar exterior, el estrecho de Gibraltar como puerta del océano –entre sus dos promontorios Abilike en África y Kalpe en Europa– y punto final entre el entorno conocido del Mediterráneo y el nuevo mundo oceánico, escenario de leyendas y mitos como demuestran sus denominaciones en relación con Heracles.

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entre las comunidades con la pesca y el comercio, por lo que fue un paisaje adorado y temido (Eliade 1981: 112).

Cielo, Mar y Tierra forman los elementos primordiales del Universo que han ordena-do las tradiciones mitológicas como dioses supremos con Zeus, Poseidón y Hades, éste último en el mundo subterráneo. El mar, a lo largo de la historia, constituye en depósito de manifestaciones divinas, favorables y desfavorables, y pescadores y navegantes han valorado siempre la insumisión a los dioses como una aberración. Muchos mitos marí-timos representaban con sus viajes imaginarios relaciones de empresas como la de los Argonautas, la esperanza de una tierra salvadora o el temor a caerse en el precipicio al final del Océano que rodeaba el planisferio de la Tierra, al otro lado del estrecho de Gibraltar y las Columnas de Heracles, accidente geográfico señero y límite natural entre la ecumene conocida y el océano ignoto (Amiotti 1987: 13-20; López Melero 1988: 615-642; González Ponce 2008: 59-61). Otros mitos servían como “avisos a los navegantes” para acordarse de las corrientes y los torbellinos de los estrechos, cabos y litorales de islas peligrosas, quizá enriquecidos con fantasía de sirenas, delfines, dragones, pulpos, tritones y serpientes marinas para proteger o evitar rutas y mercados de eventual concurrencia.

La empresa de Jasón y los argonautas corresponde quizás a uno de los primeros viajes por mar de expansión comercial de los griegos hacia el Mar Negro y sobre todo hacia la minería del oro de la Colchide, habitada por gentes hostiles. Al final del siglo VIII a. C. en efecto, los griegos habían llamado al Mar Negro “Mar inhospitalario”. Sólo después de haber fundado las colonias a lo largo de su costa lo llamaron “Euxino” que significa “Hospitalario”. Apolodoro en su Biblioteca nos indica en su relato como Jasón, después de regresar con el vellocino de oro, “navegó con los jefes hasta el Istmo de Corinto y ofreció la nave a Poseidón” (Apollodor. I, 9, 27). La ofrenda de una nave a Poseidón está refrendada por otros actos cultuales históricos como la dedicación de tres trirremes fenicias después de la victoria de Salamina (480 a. C.) en el Istmo de Corinto, Sunion y Salamina (Hdt. VIII, 121).

MEDIO FÍSICO, ASTRONOMÍA Y FENÓMENOS ATMOSFÉRICOS

La pielagofobia estaba extendida en las culturas griega y romana y las desgracias de la navegación están muy representadas en las obras de los autores clásicos. El temor de las gentes del mar a determinados accidentes de la geografía física, sobre todo estrechos o islas, donde se producían frecuentemente naufragios, acrecentó la piedad religiosa que llegó a convertirse en un topos literario en diferentes géneros como la épica, la lírica o la historiografía. Así las denominadas “rocas blancas” que se asociaban con divinidades fos-fóricas como Leucotea –de leukós “blanco”– servían de “marcas de tierra” para orientar a los navegantes, por su efecto luminiscente, en especial en las tormentas nocturnas (Nenci 1973: 387-396). Los santuarios costeros servían también de “marcas” en las travesías, sobre todo los situados en los promontorios más peligrosos –Sunion, Ténaro, Megara, Salamina, Tírides, Salmonión– e islas –Delos, Tasos, Naxos, Amorgos, Tera–, dedicados sobre todo a Poseidón (Str. VIII, 3, 12) y, con una menor representación, a Atenea, que pudieron funcionar como faros, al igual que el sorrentino templo de Atenea en Punta della Campanella (Chevallier 1975: 62-63). Apolo también recibe culto en santuarios del litoral

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como el de Apolo Actio en Ambracia, el templo de Dídima (Mileto) o los de Paquino (Sicilia) y Punta Alice (Ciro Marina, al norte de Crotona). En menor medida otras divi-nidades como Artemisa, Afrodita, con diferentes apelativos, y Hera poseían santuarios costeros relacionados con las rutas marítimas. Estos santuarios debían de servir a los navegantes para establecer distancias y marcar determinados puntos de mayor peligrosi-dad y frecuencia de naufragios, a la vez que como enclaves concretos para realizar actos rituales de agradecimiento y como lugares de refugio (Romero Recio 2000: 115).

La navegación en la Antigüedad está al capricho de los fenómenos meteorológicos y de la Fortuna por lo que resulta un aspecto relevante la adaptación de los marineros em-barcados a los cambios provocados por las inclemencias del tiempo, lo que supone el co-nocimiento, en función de la posición estimada de la nave, de las consecuencias –para la travesía– de las decisiones tomadas para hacer frente a una emergencia imprevista por las condiciones desfavorables (Arnaud 2005: 14). Desde la primera documentación literaria, que se remonta a los poemas homéricos y las obras de Hesíodo (siglo VIII a. C.) hasta el Bajo Imperio romano, los navegantes están sometidos a una inseguridad crónica a merced del viento y otros fenómenos meteorológicos, y oponen el período del “mar cerrado” del invierno al verano como espacio cronológico de las “navegaciones justas”. El viajero por mar se nos representa como un héroe que se enfrenta a lo extraordinario en un mundo de una geografía indefinida con escenarios fantásticos de territorios habitados por monstruos e islas peligrosas y maravillosas (Cristóbal 2011: 23).

La compartimentación geográfica del Mediterráneo provoca condiciones climáticas muy variadas en los diferentes mares que definían los romanos con sus nombres concre-tos –Mare Inferum (Tirreno), Mare Superum (Adriático), Mare Ionium (Jónico), Mare Aegeum (Egeo), Mare Creticum (el espacio entre la isla de Creta y las islas del Egeo), Mare Libycum, Mare Africum…–; el mar Mediterráneo determina regímenes de vientos locales, poco regulares y estables, que favorecen o dificultan la navegación de largo re-corrido, incluso en buen tiempo, y varían igualmente en función de las estaciones. En la Antigüedad clásica las naves permanecían en puerto durante el invierno salvo en caso de necesidad. En verano los vientos predominantes proceden del norte con diferentes variantes locales que favorecen el recorrido de las borrascas atlánticas, de oeste a este, hacia Egipto y Oriente y dificultan, por el contrario, el desplazamiento en sentido contra-rio para lo que es necesario contar con los vientos locales, corrientes marinas y brisas de tierra para lograr las zonas más favorables para el retorno (Reddé & Golvin 2005: 18-19). Hesíodo, en base a precedentes náuticos, establece en su obra Los trabajos y los días el primer “calendario marino” (Janni 2002: 395). También él mismo autor griego constata la inestabilidad para la navegación del Mediterráneo oriental en invierno, básicamente el período conocido en el mundo romano como mare clausum, en que se levantan todos los vientos lo que determina varar en seco las naves durante la estación invernal con todo tipo de precauciones:

“Arrastra la nave a tierra y cálzala con piedras por todos los lados, para que resista el embate de los vientos que soplan húmedos; y protégela de las tormentas para que no la pudra la lluvia de Zeus. Guarda con orden en tu casa todos los aparejos en buenas condiciones, re-mienda las velas de la nave surcadora del ponto; cuelga el buen timón sobre el humo del hogar y espera tú mismo hasta que llegue la época de la navegación. Entonces saca al mar la rápida

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nave y dentro pon la carga bien dispuesta, para que de regreso a casa obtengas ganancias” (Hes. Op. 624-632. Trad. A. Pérez y A. Martínez, BCG, 1978).

El mismo autor insiste en no hacerse a la mar sin necesidad absoluta y da muchos consejos tendentes a la prudencia para navegar con tiempo seguro:

“Cincuenta días después del solsticio, cuando toca a su fin el verano, fatigosa estación, se ofrece a los mortales una buena época para navegar; y no harás pedazos a tu nave ni el mar aca-bará con tus hombres si benévolo Poseidón que sacude la tierra o Zeus rey de los Inmortales, no quieren destruirlos; pues en ellos se encuentra el término juntamente de bienes y males. Entonces son favorables las brisas y el ponto, seguro” (Hes. Op. 664-671. Trad. A. Pérez y A. Martínez, BCG, 1978).

Según Hesíodo la estación óptima para navegar va desde julio/agosto hasta septiem-bre aunque admita la navegación desde la primavera a noviembre, si bien la reprueba y añade que nadie debe desplazarse por mar fuera de la estación navegable y surcar el mar y buscar beneficios extraordinarios (Hes. Op. 684-686), pues la miseria es un don funesto que Zeus da a los hombres (Hes. Op. 638). De hecho los griegos y romanos utilizaban dos calendarios de navegación: uno corto (27 de mayo al 14 de septiembre) y otro amplio (del 10 de marzo al 11 de noviembre), frente al resto del año como período de mare clausum (Rougé 1975: 24).

La relación entre navegación y religión es patente en todo momento. Con la primave-ra se relaja el invierno y los barcos salen a la mar y surgen las conmemoraciones religio-sas como la fiesta de la ploiafésia o Navigium Isidis, que se celebraba en Céncreas el 5 de marzo con una procesión hasta el puerto, momento en que se bota un barco votivo al mar (Apul. Met. XI, 5 y 16) que abre la temporada marinera; esta fiesta también se celebraba en Atenas, Bizancio y otros puertos del Imperio romano (Williams 1985: 109-119); otra fiesta de primavera era la denominada Venus Marina en el mes de abril; el verano o pe-ríodo más estable del mar –en Roma el espacio cronológico entre el 27 de mayo y 14 de septiembre– se corresponde con la “bondad de los dioses”; finalmente el período entre el 14 de septiembre y el 11 de noviembre se considera peligroso por ser los días más cortos y las noches más largas y aumentan las nubes, nieblas y vientos violentos. Hay constancia de la realización de viajes marítimos en invierno, si bien fueron esporádicos, aunque no se interrumpían entre Alejandría y Rodas.

Griegos y romanos en la Antigüedad practicaban una navegación básicamente de cabotaje, no perdiendo de vista el litoral. Ya los viajes legendarios e imaginarios que relatan los mitos evidencian la sacralización de lugares ignotos y plagados de seres fan-tásticos a donde llegaban las naves a atracar y fondear al final de cada jornada, y donde ofrecían plegarias, libaciones y sacrificios para dar gracias por haber llegado hasta allí y para pedir ayuda y protección para la siguiente jornada (Romero Recio 2008: 76). Estos lugares, a propósito para descansar las naves, que se convierten en estaciones de descan-so periódicas, son germen de santuarios naturales que se repiten a lo largo del litoral del Mediterráneo y que, en ocasiones, pueden dar lugar a templos.

Las naves pierden excepcionalmente el litoral cuando la buena mar las lleva por una de las rutas a lo recto, desde hace tiempo conocidas y frecuentadas. Además, la no excesiva separación entre diferentes lugares del mar Mediterráneo incitó a los marineros,

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según el conocimiento empírico de las condiciones meteorológicas y la época del año, a emprender rutas de altura que necesitaban determinar el rumbo, para lo cual se orien-taban, cuando la jornada estaba despejada, por medio del Sol y las estrellas y, si el cielo estaba nublado, por las olas producidas a intervalos regulares por vientos constantes y la comprobación posterior de la alineación de dichas olas con respecto al Sol naciente, al ocaso y las estrellas.

Para determinar la velocidad utilizaban diferentes prácticas experimentales como anotar el tiempo que tardaba la embarcación en sobrepasar un objeto lanzado desde la proa o arrojar por la borda un pedazo de madera atado a una soga con un nudo cada cierto tramo. Al avanzar el barco, la madera tiraba de la cuerda y, cuando se cumplía un determinado plazo se recogía la soga y se medía la distancia recorrida para calcular la ve-locidad y, a partir de este último dato, reflejaba el espacio recorrido en un día en dirección a su destino, trazando una línea en el mapa marino. Las corrientes marinas y los vientos laterales podían desviar al barco de su rumbo por lo que, periódicamente, era necesario calcular y estimar las modificaciones necesarias para mantener el rumbo hacia el destino prefijado en cuya decisión imperaba el empirismo y, ante la duda, las supersticiones y creencias religiosas.

Las embarcaciones en la antigüedad solían tener la doble tracción a remo y a vela, invención esta última que se atribuye a Ícaro, que fue víctima de la peor maldición: morir en el mar sin sepultura (Georgoudi 1988: 53 ss.; Romero Recio 1998: 43-46). Los veleros podían desarrollar distancias por jornada muy diferentes pues, si el viento soplaba de popa, se desplazaban a buen ritmo, en cambio, si el aire era de proa, eran muy lentos, y la falta de viento producía inmovilidad de la nave. El avance mediante el conocimiento em-pírico de las corrientes marinas y las brisas dominantes fue permitiendo paulatinamente la fijación de rutas marítimas.

El paisaje en la navegación de altura es poco variado y la visibilidad limitada, sobre todo con fenómenos atmosféricos desfavorables como el cielo cubierto o las nieblas. La observación de los astros jugaba un papel importante en los desplazamientos por mar. La orientación hacia el rumbo del destino en la navegación se determinaba por los cuerpos celestes. De día, la salida y puesta del Sol fijaba el Este y el Oeste y de noche, las referen-cias eran la Estrella Polar al Norte y la constelación de la Cruz del Sur, para determinar los polos respectivos. Representaciones como el mito de Europa asocian la representación de determinados animales como toros y grullas así como las estrellas como referentes en la navegación de altura (Wattel y De Croizant 1994; Le Comte 2003). La Odisea de Homero nos presenta a Ulises con la vista puesta en las constelaciones:

“Con aquel dulce viento gozándose Ulises divino desplegó su velamen; sentado rigió con destreza el timón; no bajaba a sus ojos el sueño, velaba a las Pléyades vuelto, al Boyero de ocaso tardío y a la Osa, a la que otros dan nombre del Carro y que gira sin dejar su lugar al acecho de Orión; sólo ella de entre todos los astros no baja a bañarse al océano. La divina entre diosas Calipso dejó libre a Ulises que arrumbase, llevándola siempre a la izquierda” (Hom. Od. V, 269-274. Trad. J.M. Fabón, BCG, 1982).

125La inseguridad en la navegación: de los fenómenos naturales a las superticiones y creencias religiosas

Griegos y romanos conocían muy bien que la forma más segura de lograr el camino en el mar estaba en el cielo y se orientaban en base a una observación elemental de las estrellas. Así lo escribía el astrónomo Manilio en su Astrología:

“Añade el arte de la navegación, que se dirige a los astros para vencer el mar con la ayuda del cielo”2. “El piloto ha de conocer bien la tierra, los ríos y los puertos, la atmósfera y los vientos, y es preciso que sepa dirigir el ligero timón ya hacia una parte ya hacia otra, así como refrenar la embarcación, dispersar las olas, dirigirla por medio de remos y doblar sus calmosas palas” (Manil. IV, 279-284. Trad. F. Calero y Mª.J. Echarte, BCG, 1996).

Los escritos en lo referente a la práctica de la navegación mencionan las Osas: la Mayor los griegos y la Menor los fenicios; surge así una astronomía náutica, una ciencia de la navegación (Janni 2002: 405). La alineación de referentes celestes nocturnos y el avistamiento de determinadas constelaciones, como las Pleyades en otoño, es observada con inquietud desde Hesíodo a Rutilio Namaciano:

“Para entonces ya Febo había prolongado las horas de la noche en el desvaído cielo de Escorpio. Dudamos si aventurarnos en el mar, pero permanecemos en el puerto y sobrelleva-mos sin contrariarnos la inactividad impuesta por el retraso mientras la Pléyade cae encoleriza-da en el mar traicionero y se enfurece la cólera del temporal propio de la estación” (Rut. Nam. I, 184-189. Trad. A. García-Toraño, BCG, 2002).

Estos puntos de referencias celestes complementaban los elementos para corroborar el rumbo de la ruta de navegación a modo mapa de itinera maritima.

Los fenómenos meteorológicos han condicionado y condicionan el desplazamiento de las personas a lo largo de la historia. Los pueblos del litoral observaban el mar en rela-ción con una profusión de detalles tales como los vientos, las olas, las brisas térmicas, las corrientes marinas y el color del agua; detalles muy precisos y lo más exactos posibles. Estas observaciones se justifican por los peligros, las angustias a los que están sometidos los intrépidos marinos. La acción del viento sobre la superficie del mar se opone a la calma y desencadena la formación y aumento de olas, la espuma y el oleaje; olas que, en ocasiones, se convierten en gigantes, muy temidas por los navegantes. Ya Homero nos describe el efecto de las tempestades sobre el litoral y opone la resaca que chocaba con gran ruido sobre las rocas y la mar gruesa que retumbaba sobre los acantilados de la orilla recubriéndolos completamente de espuma:

“…escuchaba el batir de las aguas quebrando en las rocas. Rebramaba el inmenso oleaje rom-piéndose en seco contra el duro cantil y velando el paisaje de espumas; ningún puerto mostrá-base allí ni ensenada ni albergue, sino abruptas escarpas, cabezos e islotes picudos” (Hom. Od. V: 401-405. Trad. J.M. Fabón, BCG, 1982).

La navegación a través de los estrechos resultaba peligrosa por el efecto de las co-rrientes y los vientos contrarios. Las corrientes marinas que recorrían el Mediterráneo eran conocidas por las gentes del mar. Éstas, como se ha comprobado con el devenir

2. Gubernandi studium, quod venit in astra / et pontum caelo vincit.

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histórico, adquieren más fuerza en los pasos de los estrechos. En efecto, desde el estrecho de Gibraltar surge una corriente que la fuerza del Coriolis aplaca a lo largo del litoral africano y, a la altura de Sicilia, esta corriente se divide en dos ramas, una se dirige hacia la parte oriental, la otra remonta entre Italia, Cerdeña y Córcega para girar a continuación hacia el golfo de Genova. Las corrientes de los estrechos causaban riesgos que agravaban determinados fenómenos meteorológicos. Los accidentes de la geografía física del litoral con estrechos, como Euripo y Mesina, y cabos como el Malea, dificultaban las rutas marí-timas y se asociaban a creencias religiosas de protección o castigo. Así Homero ya evoca las turbulencias del mar en la fábula de Caribdis en la que Circé cuenta a Ulises el peligro de remolinos en el estrecho de Mesina, donde los promontorios de Escila y Caribdis pro-ducían miedo a los marineros, estrechándoles el paso entre el fuerte oleaje:

“Debajo del risco la divina Caribdis ingiere las aguas oscuras. Las vomita tres veces al día y tres veces las sorbe con tremenda resaca y, si ésta te coge en el paso, ni el que bate la tierra podrá librarte de la muerte. Es mejor que te pegues al pie de la roca de Escila y aceleres la nave al pasar. Mas te vale con mucho perder sólo seis hombres que hundirte tú mismo con todos” (Hom. Od. XII, 103-110. Trad. J.M. Fabón, BCG, 1982).

“Navegábamos ya por el paso exhalando gemidos con Escila a este lado, al de allá la divina Caribdis. Espantosa tragábase ésta las aguas salobres y al echarlas de sí borbollaban en gran torbellino como en una caldera que hierve a un buen fuego; la espuma salpicaba a lo alto y caía en los dos farallones. Cuando luego sorbía la resaca las aguas marinas las veíamos bullir allá adentro y en torno mugía fieramente el peñón…” (Hom. Od. XII, 234-242. Trad. J.M. Fabón, BCG, 1982).

Escila y Caribdis y el cabo Malea alimentan la martirología marítima y constituyen un topos para los romanos que querían rodear el Peloponeso, frente a las naves griegas que parece que lo superaban habitualmente (André & Baslez 1993: 438). En la tradi-ción antigua se encuentran ya bastantes referencias a la dificultad de navegar por aque-llas aguas (Hom. Od. III, 287 y IX, 79-80; Hdt. IV, 179 y VII 168). El geógrafo griego Estrabón alude a las grandes dificultades de los navegantes para superar el estrecho de Sicilia y el cabo Malea, a causa de los vientos contrarios:

“Así como la travesía del estrecho de Sicilia no era fácil antiguamente, del mismo modo tampoco lo era la navegación por alta mar y sobre todo por el de allende del cabo Malea, a causa de los vientos contrarios; y de aquí viene el dicho: cuando doblas Malea, olvídate de tu casa” (Str. VIII, 6, 20. Trad. J.J. Torres, BCG, 2001).

El dicho que aquí cita Estrabón no aparece en otro autor griego, pero lo volvemos a encontrar en el siglo IV en Symmaco (Symm. VIII, 61). De la importancia de superar el cabo Malea puede servirnos como referencia el epitafio sobre el monumento funerario del comerciante Flavio Zeuxis que se conserva en Hierápolis (Pamukkale, Turquía):

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“Flavius Zeuxis, mercante que ha pasado más de 62 veces hacia Italia, doblando el cabo Malea, ha erigido este monumento funerario para él mismo así como para sus hijos, Flavius Theodoros y Flavius Theudas y para todos a los que estos últimos den su consentimiento”3.

En la Antigüedad clásica tanto la presencia de un tiempo estable como inestable con-dicionaba la navegación. La ausencia total de viento podía inmovilizar la embarcación en alta mar, alargando el tiempo del desplazamiento y provocando a veces problemas de aprovisionamiento de víveres y agua dulce. Por otra parte, los problemas de los tempo-rales o galernas con fuertes vientos, en diferentes direcciones, tormentas, con aparato eléctrico y grandes olas, eran causas de numerosos naufragios. Para propiciar una buena travesía por mar se acudía al conocimiento de la geografía física, a la experiencia de la práctica y arte de navegar y la protección de las divinidades conforme a creencias, prác-ticas religiosas y tabúes ancestrales.

La importancia del viento para la navegación puede reflejarse en la descripción de Guy de Maupassant realizada en su obra Sur l’eau en 1883. El escritor francés nos pre-senta al viento a la vez como terrible y benefactor:

“El viento –nos dice– es invencible, es terrible, es caprichoso, es solapado, es traidor, es feroz. Le deseamos y le tememos, conocemos sus picardías y sus ideas que los signos del cielo y del mar nos enseñan a preveer lentamente. El viento nos fuerza a pensar en cada minuto, en cada segundo, pues la lucha entre nosotros y él no se interrumpe nunca… Ningún enemigo, nos da tanta sensación de sufrimiento, nos fuerza a tanta previsión, pues es el dueño del mar, el que se puede evitar, utilizar o huir pero al que no se domina jamás. En el alma del marinero reina, como en los creyentes, la idea de un dios irascible y formidable, el temor misterioso, religioso, infinito del viento, y el respeto a su poder” (Maupassant 1993: 43-44).

Los viajeros por mar eran un juguete de los vientos y la inquietud les acechaba desde el momento en que levaban anclas. La embarcación se erguía de la proa a la popa, se hundía y corría el peligro de zozobrar. Los golpes de agua salpicaban y mojaban a los pasajeros. El barco que intentaba arribar al puerto era rechazado sin cesar hacia alta mar con la consiguiente aflicción de las personas expectantes en tierra. Elio Arístides en sus Discursos Sagrados alude al “sudor, clamores de los marineros, gritos de los pasajeros” (Aristid. Or. II, 12). Los grandes responsables son las gentes del mar que afrontan dema-siados riesgos navegando con mal tiempo (André & Baslez 1993: 439).

Los vientos en las civilizaciones antiguas se asocian a la vida y la muerte en un plano totalmente sobrenatural que se articulan en un plano natural con los fenómenos atmosfé-ricos, siempre bajo el control de la divinidad. En Grecia Eolo, junto con Zeus, ejerce ese control y poder sobre ellos. En la mitología griega los “Anemoi” eran los dioses del viento con sus respectivos nombres que se determinaban por las direcciones de procedencia de los mismos. Los romanos adoptaron sus equivalentes los Venti que, si bien tenían nom-bres diferentes, sus propiedades eran semejantes.

3. SIG3 1229; IG 4841 (CIG 3920).

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Los dioses del viento están asociados a los fenómenos meteorológicos y las diferen-tes direcciones de los vientos a las estaciones del año. Aristóteles en Los Meteorológicos reflexiona en los siguientes términos:

“Por eso están especialmente en calma en torno al orto de Orión y hasta los etesios y sus precursores”… “El período de Orión parece ser variable y tormentoso, tanto al salir como al ponerse, porque su orto y su ocaso coinciden con un cambio de estación, verano o invierno, y debido al tamaño del astro duran muchos días: ahora bien, los cambios de todas las cosas son turbulentos debido a su indefinición”… “Los etesios soplan después del solsticio y la salida del Can, pero no cuando el sol está más cerca ni cuando está más lejos; y soplan durante el día pero cesan durante la noche”… “De manera semejante, tras los giros de invierno soplan los vientos de las aves; en efecto, éstos son etesios débiles; soplan más flojos y más tarde que los etesios…” (Arist. Mete. II, 361b, 24… 362a, 25. Trad. M. Candel, BCG 1996).

A continuación describe la posición de los vientos con sus nombres y características que representa con un gráfico y concluye:

“Los huracanes se producen sobre todo en otoño, y después en primavera, y los produ-cen sobre todo el aparctias, el trascias y el argestes. La causa es que los huracanes se produ-cen sobre todo cuando, estando algunos de los otros vientos soplando, éstos irrumpen sobre ellos; también la causa de esto se ha dicho anteriormente” (Arist. Mete. II, 365ª, 1-6. Trad. M. Candel, BCG 1996).

La relación histórica entre el viento y el mar debe ponerse en relación con la práctica de la navegación, con independencia de la propulsión de las embarcaciones, y sus efectos más significativos; nos referimos a la desviación de la ruta programada y a los naufragios. Heródoto pone en valor los poderes y los efectos del viento en sus Historias tanto por tierra como por mar. El viento se convierte en protagonista de las anomalías de la nave-gación cuando, desviándose de las rutas míticas, tal como se observa en Homero en un viaje de Helena y Menelao, que son bloqueados en Egipto por vientos contrarios, según expresa Menelao. “Para Egipto quería yo volver: me retenían los dioses por no haberles ofrecido primero hecatombes perfectas, pues jamás las deidades perdonan olvido en su daño” (Hom. Od. IV, 351-353). Heródoto proyecta episodios, en cierto sentido predesti-nados, de la protohistoria griega y bárbara:

“Así Jasón embarcó en la nave Argo, además de una hecatombe, un trípode de bronce y emprendió la circunnavegación del Peloponeso, con el propósito de llegar a Delfos. Pero cuan-do en el curso de la travesía, se hallaba a la altura de Malea, le sorprendió el viento del norte, que lo apartó de su ruta, llevándolo hasta Libia; no obstante, antes de haber avistado tierra, se encontró en los bajíos del lago Tritónide. Y cuando no sabía qué hacer para desencallar la nave, cuentan que se le apareció Tritón y le pidió a Jasón que le diera el trípode afirmando que les mostraría el camino a seguir y que, además, los sacaría de allí sanos y salvos. Jasón aceptó la proposición y entonces Tritón, por su parte, les mostró la ruta para salir de los bajíos” (Hdt, IV, 179, 2. Trad. C. Schrader, BCG, 1986).

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Corobio y Coleo (Hdt. IV, 151, 2; 152, 2) son a la vez recogidos en un lugar común en la literatura de los nostoi en referencia a las naves arrastradas sobre la costa de Libia por los vientos boreales y nororientales (Gulletta 2004: 117-127).

Para Homero lo más importante para la navegación a vela es el viento y lo justifica dedicando todo el canto X de la Odisea a Eolo, el dios del viento, que, cuando se desenca-dena, las olas se hacen gigantes y dirige sus “montañas hinchadas”. Homero nos describe la intervención de dioses y diosas, así la diosa Atenea le envía un recto Céfiro cuya brisa choca a plena vela alejándolo lentamente (Hom. Od. II, 420-429). Por el contrario, la cólera y la venganza de los dioses Zeus y Poseidón desatan las peores tempestades bajo la acción de un viento violento (Goy 2003: 226). Homero nos relata el paso del cabo Malea, al sur del Peloponeso, cuando “Zeus soltó las ráfagas de vientos silbantes y levantó por el mar gruesas olas como altas montañas” (Hom. Od. III: 288-290). Igualmente Poseidón desencadena los vientos que provocan un mar infernal (Hom. Od. VII: 273). Incluso hace soltar conjuntamente al Euro, Noto, Céfiro bramando y al Bóreas que turban el mar:

“Así dijo, espesó los celajes y, asiendo el tridente, removió el océano, soltó huracanados los vientos en su gran multitud y a la vista robó con las nubes a una vez tierra y mar en el cielo asomaba la noche. Levantáronse el euro y el noto y el rudo poniente con el bóreas helado que arrastra imponente oleaje” (Hom. Od. V: 291-296. Trad. J.M. Fabón, BCG, 1982).

En el mundo romano observamos igualmente la influencia sobre la navegación del régimen de vientos dominantes para las corrientes marinas y brisas marinas y su impor-tancia vital para la navegación a vela. De hecho las grandes rutas entre Italia y los puertos de Oriente, en el mismo período estival, se ven afectadas por los vientos etesios que ya Aristóteles, según hemos citado más arriba, los califica en cierta medida como vientos “caprichosos” que dificultan la navegación en el Mediterráneo oriental, el mar Egeo y el mar Jónico durante cuarenta días a partir de la segunda quincena del mes de julio. Julio César, el historiador, se expresa en los siguientes términos: “Él, en efecto, veíase detenido sin remedio por los etesios, los vientos más contrarios que soplan para quienes se hacen a la mar desde Alejandría” (Caes. Civ. III, 107), y Vespasiano en el verano del año 69 d.C. “los vientos etesios, favorables a los que se dirigían a Oriente, eran contrarios para los que venían de allí”4 (Tac. Hist. II, 98); ambos quedaron bloqueados en Alejandría (André & Baslez 1993: 438).

Las soluciones posibles para regresar de Alejandría a Roma y hacia el occidente del Mediterráneo pasaban por dos alternativas básicas: navegar inicialmente más hacia el este en dirección a la isla de Chipre, para aprovechar al principio los vientos del sudeste, y, a continuación, los vientos del nordeste, antes de seguir la gran ruta de este a oeste entre Oriente y el mar Jónico; la otra alternativa consistía en dirigirse hacia Cirene, después atravesar la Sirte, pero las características de esta parte de la costa africana y la escasez de puertos hacían peligroso este iter maritimum (Reddé & Golvin 2005: 20).

4. Mare quoque etesiarum flatu in Orientem navigantibus secundum, inde adversum erat.

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TEMPESTADES Y NAUFRAGIOS

Viajar por mar, hacer una travesía con la mar en calma, constituye una buena señal para todos, mientras que encontrarse en medio de una borrasca vaticina aflicciones y peligros. El tema de la tempestad y el naufragio ocupa un lugar común en la literatura gre-colatina y la documentación epigráfica (Chevallier 1988: 115; Tchernia 1997; Di Stefano Manzella 1999). El rayo de Zeus provoca un mar hostil, caprichoso y voluble sobre la superficie y surgen olas gigantescas y fuertes vientos que se narran en diferentes partes a lo largo de la Odisea. En la epopeya homérica observamos cómo diferentes temporales se abaten sobre la nave de Ulises que llevan al héroe incluso al borde de la muerte y al olvido en su viaje a Ítaca. Dicha travesía constituye una fuente de aventuras y obstáculos provocados por Poseidón y Zeus así como por seres terribles como el Cíclope Polifemo, por obra de monstruos marinos como Escila y Caribdis, o por la voz encantadora de las Sirenas (Neils 1995: 175-184; Aguirre Castro 1999: 10).

En el momento en que se preveía un peligro el capitán de la nave tomaba las medidas correspondientes que exigía cumplir también a la tripulación y los pasajeros. La literatura latina nos ofrece descripciones terribles sobre tempestades, como Ovidio en el viaje trá-gico de Ceyx, al que en alta mar y durante la noche le sorprende un vendaval con viento fuerte del Euro en dirección contraria al rumbo de la nave. La tripulación interviene con medidas de emergencia tales como izar los remos, calafatear los costados, arrebatar las velas a los vientos y achicar agua, pero aumenta la violencia del temporal y de los vien-tos, encrespando las olas. La patética imagen del temporal nos la continúa describiendo Ovidio en los siguientes términos:

“El capitán mismo está aterrado y confiesa que ni él mismo sabe cuál es la posición del barco ni qué debe mandar o decidir; tan grande es el volumen de aquella borrasca y tanto exce-de en poder a su pericia. En aquel tumulto, en efecto, gritan los hombres, rechinan las cuerdas, retumban las pesadas olas al abalanzarse unas contra otras, y los truenos en el aire. El ponto levanta sus ondas y parece que llegan hasta el cielo y que está tocando las nubes a las que cubre de salpicaduras; y tan pronto, cuando revuelve desde el fondo las doradas arenas, tiene su mismo color, tan pronto está más negro que las ondas de la Esfinge; otras veces allana y blanquea fragosas espumas... Cae ahora copiosa lluvia de las nubes que se deshacen, y se diría que el mar baja el cielo entero y que a las regiones celestes sube el piélago hinchado. Las velas se humedecen con la tempestad, y con las olas del cielo se mezclan las aguas del ponto. El fir-mamento queda sin luminarias, y la noche ciega se ve acosada por las tinieblas de la tormenta y por las suyas a la vez. Pero las desgarran los rayos amenazadores y dan luz; y las aguas se enrojecen con las luminarias de los rayos…” (Ov. Met., XI, 480-493 y 515-524. Trad. A. Ruiz de Elvira, Alma Mater, 3ª ed. 1990).

Existen numerosas descripciones de naufragios como resultado de las tempestades provocadas, sobre todo, por causas naturales relacionadas con las condiciones meteoroló-gicas y sobre todo por la violenta aparición de vientos locales en los que las naves quedan a merced de las fuertes olas y terminan volcadas. Juvenal pinta en negro los peligros de la navegación: el viento y el mar desencadenados, la “prudencia” inútil del piloto y evoca los exvotos de náufragos salvados:

131La inseguridad en la navegación: de los fenómenos naturales a las superticiones y creencias religiosas

“Y ello en acción de gracias por la vuelta de un amigo que todavía está temblando, y ha sufrido no hace nada situaciones horribles, y aún está asombrado de verse a salvo. Pues salió adelante en medio de los avatares del piélago y el ataque de los rayos. Densas tinieblas escondieron el cielo detrás de un solo nubarrón y un fuego imprevisto acometió las antenas; entonces, cada uno pensaba que el rayo lo había alcanzado a él, y más tarde opinaría estupe-facto que no se puede comparar naufragio alguno a un barco ardiendo. Todo sucede igual y es tan espantoso como cuando una tempestad es descrita por el arte de un poeta” (Iuv. Sat., XII, 15-24. Trad. B. Segura Ramos, Alma Mater, 1996).

Ante el temporal, por temor al naufragio, una de las iniciativas más comunes con-siste en aligerar la carga del barco tirándola por la borda al mar. De hecho, los escritores griegos y romanos lanzan con agrado anatemas contra el mercantilismo insaciable y el “sacrilegio de la navegación”. Este aspecto está presente en la Odisea de Homero, Los trabajos y los días de Hesíodo y los Fenómenos de Aratos (André & Baslez 1993: 85), y persiste en el mundo romano, incluso en tiempos de Augusto en obras como La Eneida, pese a la liberalización de la política del comercio marítimo. Juvenal también alude al tema del avaro que sobrecarga su barco (Iuv. Sat. 14, 288-302). Plauto, a comienzos del siglo II a. C., nos describe cómo Neptuno castiga a los avaros que se han enriquecido en el mar sin escrúpulos (Plaut., Rud., II, 3, 371-372) y, en consecuencia, todos los náufragos son sospechosos de conductas reprehensibles (Romero Recio 1998: 43; Alvar & Romero Recio 2005: 168-169). Por su parte Ovidio solicita la protección divina porque su viaje no tenía como fin un beneficio económico.

Los peligros del mar afectan a todos desde los héroes épicos homéricos a los empe-radores romanos. Caracalla, yendo de Tracia a Asia, estuvo a punto de naufragar a conti-nuación de una rotura de un mástil y fue recogido por una barca antes de reembarcar sobre un trirreme de una flota. Marco Aurelio sufrió una tempestad muy fuerte antes de llegar a Brindisi (Hist. Aug. Aur., XXVII, 2; Carac., V, 8). En otros casos el final era la muerte; a este respecto existen numerosas inscripciones funerarias en Grecia y Roma que mencionan a comerciantes y viajeros como víctimas de naufragios. La necrópolis del gran puerto he-lenístico de Délos nos ofrece un número elevado de estelas de náufragos y, en ocasiones, los epitafios hacen mención a las circunstancias de la muerte (André & Baslez 1993: 441).

La comedia, la literatura novelesca, la filosofía, las obras de carácter histórico y las obras poéticas se alimentan con aspectos relacionados con el naufragio y los peligros del mar, y la escasez de medios para afrontarlos. Incidiendo en las causas humanas de un naufragio hemos de hacer mención a la inestabilidad como resultado del desplazamiento de la carga o de su inadecuada colocación en la nave. Los medios para luchar en el mar contra la tempestad eran irrisorios. Se rodeaba la embarcación de cuerdas, de proa a popa, para evitar que se rompiera. Se dejaba soltar un ancla para ralentizar la marcha. Sobre todo, se tiraba carga, a continuación si era necesario el aparejo, incluso los víveres, para aligerar la nave cuando ya no se podía mantenerla a flote y controlar su dirección (André & Baslez 1993: 441).

Una descripción pormenorizada de una tempestad y un naufragio nos la presenta San Pablo en su viaje como preso en el año 59 d.C. desde Chipre en dirección a Roma:

“Al levantarse una suave brisa del sur, se figuraron que podrían realizar su proyecto. Levaron anclas y fueron bordeando el litoral de Creta. Pero de allí a poco se desencadenó del

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lado de tierra el huracán conocido como “euroaquilón”. El barco, arrastrado por el viento, no podía hacerle frente; así que nos dejamos llevar a la deriva. Al pasar al abrigo del islote que llaman Cauda, a duras penas pudimos recobrar el control del bote. Lo izaron a bordo y tomaron medidas de emergencia; reforzaron el casco de la nave; ciñéndolo con cables. Temiendo ir a encallar en los bajíos de la Sirte, soltaron un flotador y siguieron a la deriva. Al día siguiente, como el temporal seguía zarandeándonos con violencia, aligeraron la carga. Al tercer día arro-jaron al mar con sus propias manos el aparejo del barco. Por muchos días no vimos ni el sol ni las estrellas y teníamos encima un temporal tan violento, que llegamos a perder toda esperanza de salvarnos” (Vulg. Act. 27, 14-44. Trad. J. Roloff, Cristiandad, 1984).

Los naufragios, en consecuencia, eran muy comunes como nos indica el mismo San Pablo en el curso de su tercer viaje “Tres veces he naufragado y he pasado un día y una noche en el abismo, agarrado a una tabla y zarandeado por las olas”. Flavio Josefo en su autobiografía nos relata que había naufragado en el año 64 d.C. en medio del Adriático en un gran barco con 600 pasajeros, y la misma sobrecarga, por la avaricia de los comercian-tes, pudo ser la causa del naufragio:

“…y llegué a Roma después de una travesía plagada de peligros. Resulta que nuestra .nave naufragó en medio del Adriático; éramos unos seiscientos y nadamos toda la noche. Al ama-necer, gracias a la providencia divina, apareció ante nosotros una nave de Cirene. A mí, y a algunos más, en total unos ochenta, que nos adelantamos al resto, nos subieron a bordo” (J. Vit. 3, 14-19. Trad. M. Rodríguez Sepúlveda , BCG, 1994).

Todos los esfuerzos eran pocos a la hora de evitar el destino final provocado por un gran temporal, con una negra borrasca y fuerte tormenta, en los momentos previos a un naufragio, como se describe detalladamente en el Satiricón de Petronio:

“…encrespóse el mar y unos nubarrones llegados de los cuatro puntos cerraron el día con su negrura. Corren los marineros afanosos a sus puestos y amainan las velas ante la tormenta. Pero ni era un viento determinado el que levantaba olas ni el timonel sabía a dónde ende-rezar el rumbo. Ahora el viento nos llevaba a Sicilia, más veces el aquilón, enseñoreado de la costa de Italia, zarandeaba acá y acullá la nave indefensa y, lo que era más peligroso que todo el oleaje, de repente tan espesa oscuridad había sustituido el claro día, que ni siquiera la proa entera lograba distinguir el timonel”(Petron. CXIV, 1-3. Trad. M. C. Díaz y Díaz, Alma Mater, 1969).

El antídoto ante el naufragio es la ayuda divina pues la divinidad facilita el naufra-gio y condena al náufrago pero también propicia la salvación (Jiménez-Guijarro 2011: 54). Los náufragos supervivientes, en agradecimiento a la intervención milagrosa de la divinidad salvadora y para provocar más la conmiseración, donan a los santuarios cuadros donde se representan las escenas de los naufragios en los que habían sido prota-gonistas y todo tipo de exvotos como el navío, sus partes o una maqueta. Las gentes del mar, los pescadores, ofrecen a los dioses bienhechores, en especial a su protector Apolo, una parte del producto de la pesca. Uno de lo epítetos de Apolo “Delfinios” alude al delfín como protector de las gentes del mar en los momentos difíciles de la navegación y, de hecho, existen exvotos de numerosas figurillas de delfines (Alvar & Romero Recio 2005: 184).

133La inseguridad en la navegación: de los fenómenos naturales a las superticiones y creencias religiosas

MAR Y RELIGIÓN: CREENCIAS, SUPERSTICIONES Y TABÚES

Las incidencias meteorológicas que provocaban los vientos, corrientes marinas y temporales junto con los lugares de paso temidos tradicionalmente, como estrechos, islas y cabos, determinaron en las gentes del mar, comerciantes y viajeros por mar, una serie de inquietudes para resolver los diferentes problemas acudiendo al conocimiento empírico, adquirido de generación en generación, y a una religiosidad particular compuesta de ta-búes, supersticiones y devociones a las que se acude para salir del peligro, especialmente de un posible naufragio. Los navegantes dieron un valor sobrenatural a los fenómenos meteorológicos adversos, a los vientos contrarios, a los promontorios o a los estrechos peligrosos lo que propició que determinados monstruos, relacionados con la geografía física y las inclemencias del tiempo, se convirtieran en personajes casi divinos.

En griegos y romanos la superficie líquida y el mar en general ocupaba el centro de un complejo ritual religioso. Las manifestaciones divinas en el mar se solían asociar a fenómenos atmosféricos extraordinarios. El mar era el espacio donde se producían las manifestaciones, favorables o desfavorables, de las divinidades a los navegantes como resultado de la piedad o impiedad de éstos. Un viento favorable, una navegación plácida o una “pesca milagrosa” determinaban la consagración de un santuario a una divinidad concreta y favorecían a los que habían obtenido el éxito. Las deidades a veces se hacían presentes en los sueños avisando a los marineros sobre un peligro próximo o incluso la manera en la que podían beneficiarse de una situación crítica (Recio 2000: 158).

Oraciones y sacrificios acompañan al viaje por mar antes de la salida, durante la es-tancia en el mar –sobre todo en caso de peligro– y a la llegada. El mar en la Antigüedad estaba poblado por multitud de dioses y daimones, de leyendas y mitos. El mar, para los griegos y romanos, estaba lleno de monstruos y seres híbridos a partir de los cuales se recrearon historias de Tritones, Nereidas, Ninfas y Sirenas. Las Sirenas, personajes híbridos con el cuerpo mitad de mujer y mitad de pájaro, vivían en una isla desde la cual atraían con cantos a los navegantes que pasaban por las proximidades, los cuales, maravillados por los cantos, descuidaban la navegación, naufragaban contra las rocas y eran devorados por las Sirenas. Un castigo común en los barcos consistía en atar al mástil a las personas (Rougé 1971: 177; Wulff 1986: 269-276). Ulises sufrió la presencia de las Sirenas con sus cantos atado al mástil y el resto de sus acompañantes se taparon los oídos con cera para no oír sus cantos, gracias a los consejos de Circe (Hom. Od. XII, 39-55; XII, 158-200). En el golfo de Nápoles se daba culto a las Sirenas y el santuario del Athenaion de Punta Della Campanella, donde existía un faro, está relacionado con su culto. A lo largo del litoral, ya en puertos, ya en lugares adecuados para descansar después de cada jornada de navegación, ya en la proximidad de lugares difíciles en las travesías, se situaban santuarios a diferentes divinidades relacionadas con el mar y la navegación, como Poseidón y Artemisa. Esta diosa interviene en diferentes pasajes de la Ilíada y en tiempos de las colonizaciones griegas se convierte en la diosa tutelar de Éfeso donde se ubicó el templo conocido como el Artemision, y poseía otros santuarios en lugares peligrosos por su accidentada geografía física, próximos al litoral, entre los que es significativo el existente en la isla de Eubea.

Había igualmente espacios sacralizados carentes de edificios religiosos en el litoral como el promontorio llamado “Quijada de asno”, donde se daba culto a Atenea en un

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santuario sin imagen ni techo (Paus. III, 22, 10). Las Ninfas y Hermes vivían en las cue-vas situadas junto al mar, donde recibían sacrificios y culto de pescadores y navegantes (Romero Recio 2000: 124-125; Malkin 2001: 16).

Las gentes del mar eligieron como divinidades protectoras o tutelares de su activi-dad, con sus dichas y desdichas, a los dioses marinos que habitaban el piélago (Poseidón, las Nereidas, Ponto…); a las divinidades protectoras de los navegantes (Afrodita, los Dioscuros, Atenea, Apolo…); a los dioses locales cuyo poder se manifestó en el mar (Aquiles o Protesilao), y aquellos cuyas fuerzas actuaban impidiendo o favoreciendo la navegación como los vientos (Aquilo, Bóreas, Céfiro…) (Romero Recio 2000: 151-152). Apolo y Artemisa adquirieron un cierto protagonismo como dioses protectores de barcos y navegantes en la expansión de la colonización griega hacia el Mediterráneo occidental, dicho protagonismo se manifiesta en los diferentes templos erigidos a lo largo del litoral. En época romana los Dioscuros, Cástor y Pólux, los gemelos hijos de Zeus y Leda, adquie-ren relevancia como divinidades del culto marino (Alvar & Romero Recio 2005: 174). Se valoraba y se veneraba de forma especial a las divinidades antes, durante y después de la travesía, con más arraigo en el punto de destino de la navegación como efecto del éxito del viaje por mar.

Las gentes del mar consideran protectores a numerosos dioses. A Zeus/Júpiter, dios de los fenómenos atmosféricos, se acude con oraciones en el deseo de llegar al puerto previsto después de una navegación sin oleaje (Anth. Pal. IX, 9). Poseidón/Neptuno, dios ecuestre (su animal simbólico es el caballo), viaja por el mar en un carro tirado por tri-tones y su atributo principal es un gran tridente que empuña como arma con el que agita la tierra y los mares. Tiene a su cargo el poder en el mar; casado con la ninfa Anfitrite, hija de Océano, es un dios que da y quita, facilita y dificulta la navegación. Gobierna los mares desde un maravilloso palacio en el fondo del mar y es padre de numerosos héroes y de horrendos monstruos marinos; su hijo más famoso fue el cíclope Polifemo; tuvo otro hijo Tritón, mitad hombre y mitad pez, que suele representarse junto a Nereo y las Nereidas (Hes. Th. 930ss.). Provoca terremotos, maremotos, tempestades y recibe culto como maestro de las navegaciones rápidas (Anth. Pal. IX, 90). La institucionalización del culto a Poseidón en Grecia determinó la realización de los Juegos Ístmicos, fiestas panhelénicas bianuales que se celebraban en Corinto desde el siglo VI a. C. Poseidón recibía culto en santuarios famosos ubicados en Corinto, Ténaro, Geresto, Calauria y el cabo Sunion (Romero Recio 2011:226). Apolo recibía ofrendas en un santuario en el cabo de Leucade (Anth. Pal. VI, 251). Igualmente las gentes del mar realizaban actos religiosos relacionados con el mundo funerario marino, en especial en la cultura romana (Sen. Nat., I, 13). Entre las divinidades femeninas marinas sobresalen Afrodita, protectora del comercio y la navegación, con apelativos como Pelagia o Pontia “del mar” y Euploia “de la navegación feliz,” que se asimila a Isis como “señora de las olas” (Bricault 2006), y las Nereidas, hijas de Doris y Nereo, entre las que podemos citar como más célebres Anfítrite, la esposa de Poseidón; Tetis, la madre de Aquiles; y Galatea. Otras divinidades menores como Nereo, Forcis, Prometeo o Tritón, y divinidades secundarias como las Sirenas y los Vientos, complementan las deidades de culto marino.

La inseguridad que atenazaba las actividades de las gentes del mar –viajes de ocio, comercio y pesca– ante las dificultades de los diferentes fenómenos meteorológicos, obli-gaba a considerar que cualquier deidad podía facilitar o dificultar la navegación. Ante los

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imprevistos en el mar se acude a la religión como medio para proteger los viajeros por mar, como testimonian las gentes del mar por medio del patrimonio arqueológico que nos han legado con la dedicación de altares, santuarios y templos, así como en el sacrificio de ofrendas destinadas a proteger la seguridad en la navegación que nos documentan las fuentes literarias. Las gentes del mar, por temor a la intervención divina, generaron unas prácticas religiosas peculiares para propiciar la protección de las divinidades, ofreciendo exvotos relacionados con la actividad náutica, que se han transmitido durante siglos.

En efecto para propiciar una bonancible travesía y evitar los peligros del mar se rea-lizaban prácticas religiosas muy variadas y se ofrecían exvotos que recogen las fuentes escritas, literarias y epigráficas, y la arqueología de los santuarios. Entre las ofendas más comunes desde tiempos de los fenicios destacan las anclas. Se consagran también los mismos barcos, en ocasiones para conmemoraciones históricas, como la victoria de los griegos sobre los persas en Salamina: “los griegos extrajeron para sus dioses las primicias de sus botines, entre otros tres trirremes fenicios que consagraron uno en el Istmo, otro en el cabo Sunion y el tercero, por Ajax, en la misma Salamina” (Hdt. VIII, 121). Se con-sagran también obras de arte de estatuas alusivas como la célebre Victoria de Samotracia o el monumento en forma de proa de barco de Cirene. A este respecto Romero Recio explica la realización de ofrendas de objetos afines a la navegación como resultado de una asimilación navegante/enfermo. Así los aparejos y las estructuras de la navegación se identificaban con partes de la anatomía humana (Romero Recio 2000: 155).

Los nombres y los adornos de los barcos, tanto militares como civiles, dan una im-portancia especial al tema religioso. Muchas embarcaciones se denominaban con los nombres de divinidades grecorromanas u orientales, como Heracles / Hércules, Zeus / Iuppiter o Isis; nombres de alegorías como Victoria, Pax, Pietas, Clementia; nombres de animales reales o mitológicos como Aquila, Murena, Tritón. Las embarcaciones se adornaban en el casco, cerca de la proa, con animales simbólicos como cocodrilos, del-fines, tritones, caballos marinos… que se relacionaban con el nombre de la nave. Esta práctica no es exclusiva del mundo del Mediterráneo pues decoraciones semejantes se han representado en la Escandinavia antigua (Dillmann 2007). Igualmente dos grandes ojos estaban pintados en cada lado para aportar luz a la travesía y apartar los peligros del mar, y sobre la parte alta de la nave se colocaban esculturas o placas de bronce con figuras mitológicas (Reddé & Golvin 2005: 112). Las naves romanas estaban bajo la pro-tección de una divinidad –tutela– que daba su nombre a la embarcación. Ésta solía tener una representación sobre la proa y a ella se ofrecían sacrificios. Las proas de las naves comienzan a ser representadas en las monedas de Demetrio Poliorcetes con una proa co-ronada con una Victoria (Romero Recio 2009: 87) Constatamos igualmente que, una vez superado el peligro y arribada la nave al puerto de destino, se hacían sacrificios y exvotos a las divinidades por haber superado las dificultades de la travesía.

Especialmente significativos son los altares que se llevaban a bordo de los barcos para realizar actos rituales a los dioses durante el inicio de la travesía por mar y como acción de gracias a la llegada a tierra. Los barcos se engalanaban para hacer las ofrendas y se proveían de las víctimas para los sacrificios, las ofrendas concretas, el fuego sagrado para los sacrificios y los líquidos necesarios para las libaciones (Alvar & Romero Recio 2005: 175).

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Las supersticiones y creencias religiosas derivaban en la utilización de numerosos amuletos para protegerse durante las travesías. En efecto, la arqueología nos ha legado la constancia de una serie de amuletos que llevaban los navegantes, especialmente marine-ros y pescadores, colgados en el cuello para su protección y para tener buena suerte en su vida en el mar, que también podían ser ofrecidos en los santuarios o depositados en las tumbas en calidad de exvotos, como pequeñas anclas o útiles de pesca como tridentes, sedales, anzuelos, cestos, piedras, boyas, redes…, u objetos como estatuas, figurillas, copas, anillos, piedras preciosas, que se ofrecían a diferentes divinidades junto a otros objetos marinos, como conchas de moluscos en general, peces –delfines, atunes–, peque-ños barcos de arcilla, múrices…, como manifestaciones del culto a diferentes divinidades (Romero Recio 2000: 59 ss.). El texto anónimo Lapidario Náutico, de época bizantina, relaciona una serie de piedras y amuletos para lograr una buena navegación y aplacar el poder de fenómenos atmosféricos como tifones, huracanes o tsunamis (Perea Yébenes 2010: 458 ss.). Igualmente hay una analogía entre el color de las piedras y los diferentes colores que presenta el mar: azul en sus diferentes tonalidades, verdoso… (Alvar Nuño 2011: 251).

Los sacrificios tuvieron una importancia relevante en los rituales de los santuarios en los que los devotos hacían ofrendas rituales a sus dioses para propiciar su intervención durante la travesía. Está constatado el debido respeto a los ritos que debían realizarse al embarcar (“embaterion”) y después de desembarcar (“apobaterion”) que pretendían pro-piciar la ayuda divina (Romero 2000: 95). La finalidad era la purificación de la embarca-ción antes de partir y el agradecimiento por salvarse de un naufragio a la llegada a tierra.

Se hacían sacrificios para purificar las embarcaciones; la descripción la realiza Apiano:

“Se levantan altares al borde del mar y la multitud se coloca en torno a ellos, a bordo de las naves, en el más profundo silencio. Los sacerdotes realizan los sacrificios de pie junto al mar y por tres veces llevan las víctimas sacrificiales a bordo de lanchas en torno a la flota, acompañados en su navegación por los generales e imprecando a los dioses que se tornen los malos augurios contra estas víctimas expiatorias en vez de contra la flota. Y troceándolas a continuación, arrojan una parte al mar y otra la colocan sobre los altares y la queman, mientras el pueblo acompaña con su canto” (App. BC. V, 96. Trad. A. Sancho, BCG, Madrid 1985).

Recientemente se ha publicado la monografía Cultos marítimos y religiosidad de na-vegantes en el Mundo griego Antiguo que aborda acertadamente la temática del fenómeno religioso en su relación con el mar en Grecia, con sus rituales y sacrificios vinculados con la travesía (Romero Recio 2000). Numerosos testimonios avalan las ceremonias vincula-das a la partida y a la llegada de los barcos a puerto en el siglo V a. C., que se corrobora con prácticas de siglos anteriores que se representan en la mitología. Un fragmento de una ley de Gortina alude a la purificación de las naves antes de la salida del puerto (Inscr. Cret. IV, 146); también Cefisodoro constata su continuidad en los siglos IV y V d.C., por medio de la realización de libaciones en los barcos antes de partir (Cephisod. 10.109). Por su parte Tucídides nos describe las tradicionales plegarias y libaciones a la partida de las naves del puerto del Pireo hacia Corcira:

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“Una vez que las tripulaciones hubieron subido a las naves y que ya estuvo a bordo todo aquello con lo que debían zarpar, la trompeta tocó silencio. Entonces se dijeron las plegarias que se rezan habitualmente antes de zarpar, no cada nave por separado, sino todas juntas, siguiendo a un heraldo. Por todo el ejército se había mezclado el vino en las crateras y repre-sentantes de las tropas de a bordo y comandantes hicieron libaciones con copas de oro y plata. Se unió a la plegaria toda la multitud que se encontraba en tierra, tanto los ciudadanos como las demás personas allí reunidas para desear el éxito a la empresa. Después de entonar el peán y de concluir las libaciones, las naves levaron anclas y primero salieron del puerto en colum-na, pero luego hicieron una regata hasta Egina. Después se afanaron por llegar rápidamente a Corcira, donde estaba concentrado el resto del ejército aliado” (Th. VI, 32. Trad. J.J. Torres, BCG, 1992).

Merecen una especial relevancia los sacrificios realizados para atraer a la divinidad con el fin de propiciar la protección de los navegantes e impedir las adversidades de los fenómenos atmosféricos y los naufragios en la travesía por mar. El sacrificio de animales está vinculado al agradecimiento a las divinidades por la salvación en un naufragio y para la purificación de los barcos antes de la partida, y su práctica está documentada desde tiempos de Homero, que menciona el sacrificio de una hecatombe de toros y cabras en honor de Apolo:

“Y, por su parte, el Átrida botó al mar una veloz nave, puso en ella veinte remeros ele-gidos, una hecatombe encargó en honor del dios, y a Criseida, la de bellas mejillas, llevó y embarcó. Y como jefe montó el muy ingenioso Ulises. Y tras subir, comenzaron a navegar por las húmedas sendas. El Átrida ordenó a las huestes purificarse; y ellos se purificaron y echaron al mar el agua lustral, y sacrificaron en honor de Apolo cumplidas hecatombes de toros y de cabras junto a la ribera del proceloso mar” (Hom. Il. I, 308-317. Trad. E. Campo Güemes, BCG, 1996).

Relacionados con los fenómenos atmosféricos tenemos constancia de sacrificios a los vientos antes de la partida, durante la travesía y después de arribar a puerto. Entre los fenómenos meteorológicos más ordinarios a tener en cuenta por los marineros los vien-tos constituían un aspecto fundamental por la tracción a vela de las naves en la travesía. Antes de zarpar los barcos se hacían libaciones y plegarias con un ritual a bordo en las que participaban también los que se quedaban en tierra. Testimonios de estos rituales al partir las embarcaciones son recogidos y se repiten en las fuentes literarias griegas y latinas en toda la Antigüedad clásica con el fin de evitar elementos meteorológicos adversos. Así Píndaro en las Píticas alude a la invocación “a Zeus y a los ímpetus de las olas que ace-leran su marcha, y a los vientos y a las noches y senderos del mar y los días de bonanza y la Suerte amiga del retorno” (Pi. P. IV, 195-199); el sofista Filóstrato en la misma línea nos describe la ejecución de una libación para propiciar una buena navegación: “…tan pronto como el viento os sea favorable, échate a la mar, extranjero, y vierte una libación en honor de Protesilao desde tu nave, pues ésta es la manera habitual de rendirle culto los que sueltan las amarras desde aquí; pero, si acaso el viento es contrario, ven aquí de nuevo al alba y obtendrás lo que pides” (Philóstr. Her. 58); finalmente Pausanias nos describe los sacrificios agrícolas que se celebraban en Metana (Argólida) para alejar el granizo y los

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vientos los cuales pudieron estar destinados también a propiciar el control de los vientos y buenas travesías de las embarcaciones (Paus. II, 34, 2-3).

Las referencias a actos rituales y sacrificios relacionados con los vientos son un to-pos obligado relacionado con diferentes creencias, advocaciones y rituales religiosos. La Anthologia Palatina constata una dedicatoria de una libación en una copa realizada por un marinero que suplica a Apolo, que tenía un santuario en el promontorio de Leucade, para que les acompañe con un viento favorable hasta el puerto de Accio (Acarnania) (Anth. Pal. VI, 251). En esta ciudad, situada a la entrada del golfo de Ambracia, también había un santuario dedicado a Apolo Actio desde el siglo V a. C. que debía ser frecuenta-do por los navegantes (Paus. VIII 8, 12).

Según Heródoto, la fundación del santuario de Bóreas en Atenas, en agradecimiento al dios por provocar un temporal durante tres días y el naufragio de las naves enemigas, es el resultado final de la inmolación de víctimas propiciatorias, la realización de cánticos al viento y el ofrecimiento de sacrificios a Tetis y las Nereidas en el cabo Sepíade (Hdt. VII, 189-191).

Pausanias presta una vez más su atención el viento y nos describe el rapto de Oritía por Bóreas:

“Dicen que esto sucedió así. Los ríos que corren por Atenas son el Iliso y el que tiene el nombre igual al Erídamo céltico y que desemboca en el Iliso. El Iliso es este río donde dicen que Oritía fue raptada por el viento Bóreas cuando estaba jugando, y que Bóreas se casó con Oritía, y que, prestando ayuda a los atenienses en virtud del parentesco, destruyó a la mayoría de los trirremes bárbaros. Los atenienses quieren que el Iliso sea también un templo consagra-do a otros dioses, y junto a él hay un altar de las Musas Ilisíadas” (Paus. I, 19, 5. Trad. Mª.C. Herrero Ingelmo, BCG, 1994).

Para propiciar los vientos favorables para la navegación se hacían sacrificios de ani-males y pieles de algunos animales a los vientos, como bueyes, hienas y focas, por con-siderar que tenían un poder mágico para impedir la nefasta intervención de los vientos con cambios de dirección y fuerza durante la navegación. Un ejemplo al respecto está constatado en Tarento donde se consagraba un asno a los vientos con el fin de lograr una buena travesía (Keuser 1982; Romero Recio 2000: 97-98). El poder mágico de las pieles de animales para impedir la nefasta intervención de los vientos durante la navegación ya es recogido por Homero:

“Desollando un gran buey que cumplía nueve yerbas, fabricó con su pie un odre y en su seno apresó las carreras de los vientos mugientes, que todos los puso a su cargo de Cronión para hacerlos cesar o moverse a su gusto. Con un hilo brillante de plata lo reató ya dentro del bajel, por que no se escapara ni el aura más tenue; sólo al céfiro fuera dejó que soplase ayudando a mi flota y a mi gente en la ruta” (Hom. Od. X, 19-26. Trad. J.M. Fabón, BCG, 1982).

El mar es fuente de tabúes hasta el punto de estar prohibida la práctica de determi-nadas actividades en las embarcaciones durante los viajes para evitar la intervención de los dioses por medio de agentes externos meteorológicos de todo tipo que perturbaban la navegación y eran origen y causa de naufragios más por superstición que por religiosidad

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(Reddé & Golvin 2005: 39). Diferentes predicciones adivinatorias consideraban al mar como un medio inestable y voluble y, al igual que en los viajes terrestres, existían unos tabúes en torno a los viajes por mar hasta el punto regresar por tierra para no transgredir esas supersticiones populares tal como sucede con el rey-mago Tiridates en el año 66 d.C., que regresa a Roma por vía terrestre (Plin. Nat. XXX, 22).

Entre los variados tabúes que determinaban una penosa travesía o incluso el naufra-gio por no respetar, transgredir y, en consecuencia, provocar la intervención de los dioses, dificultando la navegación, se citan la práctica a bordo, durante la travesía, del acto sexual así como jurar, cortarse las uñas y el cabello. Se consideraba que esas impurezas conta-minaban el barco, traían malos augurios e irritaban a los dioses del mar. El tema sexual lo recoge igualmente la tradición como refleja Aquiles Tacio: “Los barcos deben de estar exentos de toda relación amorosa, ya porque son sagrados ya porque nadie debe darse al placer en momentos tan peligrosos” (V, 16, 7-8).

Igualmente Petronio en el Satiricón nos relata una aventura sexual de la mujer de Gitón con un joven al que se le afeita la cabeza para hacerle pasar por esclavo donde re-coge textualmente: “no está permitido a ni ningún mortal cortarse las uñas ni los cabellos a bordo de una nave, fuera de aquellas ocasiones en que el viento está enfurecido contra el mar”, pues era considerado un acto de mal augurio (Petron. 103-104).

Los navegantes donaban también ofrendas de prendas personales tras haber superado una experiencia trágica a bordo del barco. Entre las ofrendas más personales que un de-voto podía dedicar están los vestidos y los cabellos. La donación de vestidos se constata en el culto a los dioses griegos y romanos; en Grecia, en especial en el culto a Hera, y en Roma Horacio cita una ofrenda de un manto a Poseidón. Este tipo de exvotos se observa también en los navegantes como agradecimiento al peligro evitado en la travesía que donaban la prenda personal que portaban y se había salvado del peligro reciente padecido en el viaje por mar. Estas ofrendas debían de ser más comunes en los santuarios más visi-tados por los navegantes y próximos al litoral (Romero Recio 2000: 109-110).

La costumbre de afeitarse y cortarse el pelo después de la salvación en un naufra-gio se observa en la literatura griega y latina. Así un epigrama votivo de la Anthologia Palatina cita un personaje llamado Lucilio que se afeita la cabeza en honor de los dioses de Samotracia, Glauco, Nereo, Melicertes, y del hijo de Cronos, salvado de un naufragio (Anth. Pal. VI, 164); igualmente se alude a un náufrago con la cabeza afeitada por haber ofrecido su cabellera a los dioses (Anth. Pal. VII, 383). Por su parte Juvenal justifica la cabeza rapada de los navegantes como resultado de los peligros que habían sufrido una vez que ya estaban seguros (Iuv. Sat. 12, 81; Romero Recio 2000: 109-110). Incluso San Pablo, en Corinto, antes de zarpar hacia Éfeso y Siria, se rasura la cabeza en el puerto de Céncreas porque había hecho un voto:

“Pablo se quedó en Corinto todavía algún tiempo. Luego se despidió de sus hermanos y se embarcó para Siria en compañía de Priscila y Aquila. En Cencreas se rapó la cabeza porque había hecho un voto” (Vulg. Act. 18, 18. Trad. J. Roloff, Cristiandad, 1984).

Este voto de Pablo debía de estar sin duda en relación con los peligros que previsi-blemente implicaba el viaje.

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REFLEXIÓN FINAL

El viaje en el mundo antiguo en general –terrestre o naval– tenía siempre un compo-nente intrínseco de aventura por las condiciones e imprevistos de los desplazamientos de los héroes viajeros como Jasón, Heracles, Odiseo o Perseo. Viajar generaba incertidum-bre, suponía riesgos y rompía con la seguridad que ofrecía el entorno cotidiano y conocido (Alvar Nuño 2001: 12). El mar se presenta en la Antigüedad como un espacio hostil y sal-vaje para los navegantes. Un buen ejemplo se observa en Las Argonaúticas de Apolonio de Rodas. Ese espacio manifiesta la hostilidad de los lugares y el encrespamiento con las tempestades, como resultado de los diferentes fenómenos meteorológicos, frente a la hospitalidad de los seres humanos (Cusset 2004: 31-52). La mitología nos representa un cuadro mítico del viaje por mar asociado a la realidad histórica, mezclando héroes y semidioses, que los escritores clásicos nos detallan en sus obras de geografía, historia o filosofía de carácter racionalista, desde Homero, Heródoto y Jenofonte, continuando con los escritores de la Alejandría helenística y los romanos hasta la tardo-antigüedad, como se evidencia en Rutilio Namaciano.

La preocupación de los navegantes por el destino es constante por lo que acudían a adivinos antes de la travesía, hacían ofrendas y promesas a los dioses de los panteones tradicionales antes y durante la travesía, agradecían el viaje sin problemas ni peligros en los santuarios religiosos costeros, ubicados en promontorios, islas y estrechos, y daban gracias a los dioses por la culminación de la navegación en los puntos de destino y los santuarios más próximos al puerto por el viaje feliz por vía marítima.

Las actividades socioeconómicas –pesca y viajes por mar– determinan pero no exclu-sivizan la religiosidad de las gentes del mar en las creencias de la comunidad ciudadana a la que pertenecen. Las alteraciones meteorológicas, sobre todo vientos, borrascas y tem-pestades, los accidentes costeros más relevantes de la geografía física, en especial cabos y estrechos, donde se hacían más frecuentes, determinaban una religiosidad con rituales mágicos, supersticiones y creencias genéricas y específicas que van desde la esfera del sa-crificio ritual antes, durante y después de la estancia en el mar hasta la ejecución personal en espacios físicos concretos, como santuarios, templos y altares, en lugares a propósito del litoral que actuaban a la vez como hitos y “marcas de tierra” para los navegantes.

Las gentes del mar, según las circunstancias de la navegación, realizaban sacrificios y ofrendas en relación directa con su actividad y, de forma paulatina y diversa, según los momentos cronológicos, las culturas y el arraigo social de determinadas prácticas y tabúes. Las creencias y prácticas religiosas de griegos y romanos incidían sobre la casi totalidad de los dioses del panteón grecorromano, pues la mayoría tenía algún aspecto cultual que se relacionaba con el mar.

El viaje en general, y el viaje por mar en particular, han caminado unidos a la religión lo que se manifiesta en la piedad a los dioses, en todos los ámbitos geográficos del mundo conocido para propiciar, o dar gracias por un viaje feliz con independencia de las causas o motivaciones del viaje. Este carácter religioso del viaje se acentúa en las peregrinaciones periódicas a los santuarios de oráculos y divinidades salutíferas.

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143La inseguridad en la navegación: de los fenómenos naturales a las superticiones y creencias religiosas

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El Mare Nostrum de los romanos, el Mediterráneo de nuestros días, fue durante la Antigüedad el eje de la existencia de las poblaciones que habitaban en sus orillas. Principal vía de co-municación y fuente imprescindible de sustento, esta inmensa masa de agua azul estaba sin embargo llena de peligros, los me-nos debidos a la propia acción del hombre (piratería, guerras, etc.), y los más a su carácter impredecible, capaz de desatar tormentas y maremotos, ante los que el navegante se sentía indefenso y a merced de los designios divinos. La religión del mar. Dioses y ritos de navegación en el Mediterráneo antiguo agrupa ocho estudios que tienen en común el interés por estas manifestaciones religiosas, especialmente los rituales destina-dos a conjurar los peligros de las travesías. La colonización fenicia a principios del I milenio a. C. es el punto de partida de este recorrido cronológico y cultural, que finaliza con las alegorías sobre el mar desarrolladas por los autores cristianos tardoantiguos, haciendo paradas en la diversas manifestaciones del mundo grecorromano y en el estudio de divinidades con-cretas, como Melkart e Isis.

ÚLTIMOS LIBROS EDITADOS DE LA SERIE SPAL MONOGRAFÍAS

I. La Traviesa: Ritual funerario y jerarquización social en una comu-nidad de la Edad del Bronce de Sierra Morena Occidental.

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III. Arqueología Fin de Siglo. La arqueología española de la segunda mitad del siglo XIX. (I Reunión Andaluza de Historiografía Arqueo-lógica).

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IV. El Clero y la Arqueología española. joSé beLtrán ForteS y María beLén deaMoS, edS.

V. Patrimonio arqueológico urbano: propuesta metodológica de eva-luación del estado de conservación y riesgo. Aplicación en el con-junto histórico de Sevilla.

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VI. Arqueología en Laelia (Cerro de la Cabeza, Olivares, Sevilla). antonio cabaLLoS ruFino, joSé LuiS eScacena carraSco y Fran-

ciSca chaveS triStán

VII. Entre Dios y los hombres: el sacerdocio en la antigüedad. eduardo Ferrer aLbeLda y joSé LuiS eScacena carraSco

VIII. Testimonios Arqueológicos de la Antigua Osuna joSé iLdeFonSo ruiz ceciLia

IX. Imagen y Culto en la Iberia Prerromana: los pebeteros en forma de cabeza femenina.

Mª jeSúS Marín cebaLLoS y Fréderique horn

X. Las Instituciones en el origen y desarrollo de la Arqueología en Es-paña.

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XI. De dioses y bestias. Animales y religión en el Mundo Antiguo eduardo Ferrer aLbeLda et aL., coordS.

XII. Ofrendas, banquetes y libaciones. El ritual funerario en la necrópo-lis púnica de Cádiz.

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XIII. Piedras con alma. El betilismo en el Mundo Antiguo y sus manifes-taciones en la Península Ibérica.

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XIV. Salvación, Infierno, Olvido. Escatología en el mundo antiguo. eduardo Ferrer aLbeLda, Fernando Lozano GóMez

y joSé MazueLoS Pérez

XV. Grecia ante los imperios. V Reunión de historiadores del mundo griego.

juan ManueL cortéS coPete, eLena Muñiz GrijaLvo y rocío Gor-diLLo herváS, coordS.

Xvi. La religión del mar. Dioses y ritos de navegación en el Mediterráneo Antiguo.

eduardo Ferrer aLbeLda, Mª cruz Marín cebaLLoS y áLvaro Pe-reira deLGado coordS.

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9 7 8 8 4 4 7 2 1 4 5 8 7

SPAL MONOGRAFÍASXVI

La reLiGión deL MarDioses y ritos de navegación en

el Mediterráneo Antiguo

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(coordinadores)

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