Identidad étnica, adolescencia y racismo cultural (2008)

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IDENTIDAD ÉTNICA ADOLESCENCIA Y RACISMO CULTURAL JOAQUÍN GIRÓ A nadie se le escapa que, tras los sucesos del 11 de septiembre, se pueda entender que los problemas de convivencia y de relación social se dan exclusivamente en el marco de un Estado-nación. No en vano, cuando hablamos de terrorismo o de una guerra contra el terrorismo, no entendemos del terrorismo en los límites de un Estado- nación, por que es un terrorismo que no esta sujeto a fronteras, está desterritorializado y, por tanto, se dice que en realidad estamos en una guerra global contra el terrorismo. También, cuando pensamos en términos de comunidad, pensamos en una comunidad global, una comunidad en la que se insertan los seres humanos; una comunidad de ciudadanos que cada vez más se entienden como ciudadanos del mundo, una ciudadanía, por tanto, cosmopolita. Nos pensamos viviendo en un mundo en el que los Estados se ven disminuidos por la globalización y la crisis de la idea de nación. Las instituciones nacionales como la justicia, el derecho o la economía ya no funcionan con eficacia, y reclamamos el concurso de instituciones supranacionales para que atiendan de los interese legítimos de los ciudadanos cosmopolitas. Las relaciones económicas,

Transcript of Identidad étnica, adolescencia y racismo cultural (2008)

IDENTIDAD ÉTNICA ADOLESCENCIA Y RACISMO CULTURAL

JOAQUÍN GIRÓ

A nadie se le escapa que, tras los sucesos del 11 de

septiembre, se pueda entender que los problemas de

convivencia y de relación social se dan exclusivamente en

el marco de un Estado-nación. No en vano, cuando hablamos

de terrorismo o de una guerra contra el terrorismo, no

entendemos del terrorismo en los límites de un Estado-

nación, por que es un terrorismo que no esta sujeto a

fronteras, está desterritorializado y, por tanto, se dice

que en realidad estamos en una guerra global contra el

terrorismo.

También, cuando pensamos en términos de comunidad,

pensamos en una comunidad global, una comunidad en la que

se insertan los seres humanos; una comunidad de ciudadanos

que cada vez más se entienden como ciudadanos del mundo,

una ciudadanía, por tanto, cosmopolita.

Nos pensamos viviendo en un mundo en el que los

Estados se ven disminuidos por la globalización y la crisis

de la idea de nación. Las instituciones nacionales como la

justicia, el derecho o la economía ya no funcionan con

eficacia, y reclamamos el concurso de instituciones

supranacionales para que atiendan de los interese legítimos

de los ciudadanos cosmopolitas. Las relaciones económicas,

empresariales, para la producción de mercancías, para la

organización de relaciones laborales, las situamos en

términos de mundialización.

Del mismo modo, cuando hablamos de derechos,

entendemos que el punto de salida en la demanda de

derechos, así como el punto de llegada, son los derechos

humanos, la proclamación universal de los derechos humanos.

Esto nos lleva a entender la existencia de una justicia

global, una justicia internacional que atienda en última

instancia nuestras demandas de satisfacción de esos

derechos universales.

No es de extrañar pues, que cuando observamos el

movimiento de personas que atraviesan las naciones, que

viajan, que se movilizan, que se trasladan de un estado

nación a otro, entendamos como ellos, que el mundo es un

espacio global donde se llevan a cabo todos esos

movimientos transnacionales. Con las migraciones, con las

diásporas, hay muchas comunidades imaginarias que ya no

funcionan a nivel del Estado, si no a nivel del mundo. Por

esto, la integración cultural no es una tarea fácil en los

países desarrollados y los actores tienen cada vez más

dificultades en su identificación cultural.

Si en el pasado nos identificábamos con la nación y

compartíamos el mismo imaginario, los mismos símbolos; si

antes, había o se pensaba con una cierta identidad

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cultural, hoy día son las identidades particulares las que

rigen nuestros destinos. Por que estamos hablando de la

dimensión del sujeto en su relación con los “otros”, los

que forman esta comunidad globalizada. La gente quiere ser

sujeto de su existencia, de su destino. Quieren decidir y

ser maestros de su vida y, en esta tarea, ni la democracia

ni la tecnología puede ayudar al desarrollo de esta

dimensión del individuo.

Es en la sociedad de la globalización, en la comunidad

globalizada, donde la construcción de la identidad emerge

principalmente como un sistema de defensa, de refugio, ante

las vicisitudes que atraviesa la “sociedad del riesgo”

(Beck, 1998). Los procesos de globalización son dúctiles y

flexibles a los intereses de los individuos y las

comunidades, principalmente con vínculos en los movimientos

migratorios, que en su búsqueda de seguridad y certidumbre,

desarrollan identidades y culturas particulares. En este

sentido, los procesos de construcción identitaria son uno

de los fenómenos sociales que más se ve afectado por los

procesos migratorios. No en vano, hoy día constituye ya una

dimensión básica que complementa la integración económica,

social y cultural de los inmigrados. Como afirma Sassen

(2007: 164), el espacio conformado por la red mundial de

ciudades globales, con su nuevo potencial político y

económico, tal vez sea uno de los espacios más estratégicos

para la formación de nuevos tipos de identidades y

comunidades, incluso transnacionales.

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La forma en que los individuos se piensan a sí mismos

se ve sometida a tensiones específicas cuando ese

pensamiento se pone en marcha en contextos en los que los

grupos, los valores o las costumbres, divergen de los que

constituyen las referencias habituales (cercanas o

íntimas). El conflicto de adaptación cultural que se vive

entonces se conoce como “aculturación”.

La aculturación es un proceso por el que dos culturas,

puestas en contacto, sufren modificaciones; y esta

aculturación se explica como un fenómeno multidimensional.

Una de las formas para estudiarlo es a través de las

transformaciones que experimenta la identidad étnica

(baluarte de la etnicidad y el grupo étnico) de los

individuos implicados en el movimiento migratorio.

Pero ¿qué entendemos por identidad? De acuerdo con

Castells (2004:16), la identidad es un conjunto de valores

que proporciona un significado simbólico a la vida de las

personas, reforzando su sentimiento como individuos (o

autodefinición) y su sentimiento de pertenencia. Por

supuesto, las personas pueden tener varias identidades en

función de las diferentes esferas de su existencia, pero

siempre vinculadas por ese sentimiento de pertenencia a un

“nosotros”.

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Ahora bien, la identidad es una categoría construida

socialmente, y no una suma de rasgos identificatorios del

individuo al que dotan de existencia. De este modo, si la

conciencia de identidad es un atributo del individuo que le

define y le separa de los “otros”, el proceso de producción

de esta conciencia es social; es decir, esta conciencia se

basa en significaciones sociales de rasgos individuales y

colectivos compartidos, o presuntamente compartidos, por

colectivos de individuos que se perciben a sí mismos en

términos de igualdad, que es la base sobre la que se

asienta la pertenencia.

Desde estas precisiones entendemos la identidad

cultural como un dato antropológico, algo que nos define

precisamente como seres humanos. No somos nosotros quienes

tenemos una identidad (o una cultura), sino que es ella

quien nos tiene a nosotros, y es eso lo que nos hace

semejantes unos a otros y nos permite sentirnos como

pertenecientes. Ni siquiera las raíces culturales se

escogen, únicamente se aceptan o se rechazan (y esto último

con gran dificultad).

Ahora bien, no tenemos ni somos una identidad, sino

muchas, o en todo caso una identidad compleja, que viene a

ser el resultado, según dice Maalouf (1999: 31-32), de la

confluencia de una multiplicidad de relaciones sociales y

culturales, a veces en conflicto, que nos hacen

precisamente irrepetibles. En este sentido, la propuesta de

5

Maalouf se dirige hacia el reconocimiento por parte de cada

persona y de cada sociedad de su propia diversidad, y no a

la defensa agresiva de las identidades tribales y el

esencialismo cultural.

Aceptando esta multiplicidad de relaciones sociales y

culturales en la construcción identitaria, múltiple y

compleja, podremos entender la existencia de dos planos en

dicha construcción: el estructural y el cambiante (Giró,

2003: 162). El primero viene definido por el conjunto de

recursos simbólicos poseídos (y en ocasiones

seleccionados), por los actores (lengua, raza, religión,

prácticas culturales, origen nacional), así como los

recursos individuales adquiridos en el desarrollo de un

determinado itinerario social. Mientras que el segundo

proviene de la percepción de los otros, del modo en que los

otros nos perciben o nos categorizan, así como de la

percepción de la situación del propio actor o grupo de

actores, y de las estrategias que utilizamos para nuestra

adaptación al entorno del otro, del diferente o

diferenciado. Precisamente es este plano cambiante el que

orienta finalmente los cambios en el desarrollo de nuestra

identidad como personas, a fin de lograr el sentimiento de

pertenencia; una pertenencia múltiple y compleja.

ETNICIDAD, IDENTIDAD ÉTNICA Y GRUPOS ETNICOS

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Estas consideraciones acerca de la construcción

identitaria nos permiten abordar con más garantía un

concepto como el de la etnicidad, que si bien fue un

concepto usado a modo de clasificación de las poblaciones

humanas, basado principalmente en características físicas y

culturales, y que dio lugar a una identificación (en

ocasiones a una confusión interesada), de lo étnico con lo

racial, hoy día se emplea como un modo de abarcar al

conjunto de personas que tienen conciencia de pertenencia a

un grupo, y se identifican con él, y desde donde organizan

y orientan su vida. Ahora bien, la etnicidad, como la

identidad étnica no son esencias inmutables que condicionen

unilateralmente el comportamiento de los individuos

(Terrén, 2002: 49). La etnicidad es un criterio de

pertenencia basado en un conjunto de ideas, símbolos y

sentimientos, constantemente recreados y redefinidos en la

práctica cotidiana de los individuos, al vincular su

identidad con la afiliación a grupos que se consideran

caracterizados por alguna particularidad cultural.

Pero, qué significa conciencia de pertenencia a un

grupo. Pues significa aquella conciencia que solo se

alcanza mediante el conocimiento de uno mismo y de los

demás, a través de las representaciones y significados

compartidos y comunes, en torno a uno o varios rasgos

culturales de dicho grupo. Por lo tanto, este concepto no

sólo menciona imágenes o sentimientos, sino, sobre todo,

las expresiones (actitudes, valores, costumbres) que

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permiten a las personas identificarse con un grupo

concreto; aunque como bien señala Massot (2003: 57), el

hecho de compartir un mismo grupo étnico no conduce a negar

la existencia de identidades diferenciales entre los que

componen dicho grupo. En consecuencia, como afirman

Rotheram y Phinney (1987: 13), ampliamente hablando, la

identidad étnica se refiere al propio sentido de

pertenencia a un grupo étnico y al ámbito del propio

pensamiento, percepciones, sentimientos y conductas que

derivan de ser miembro de un grupo étnico. La identidad

étnica se distingue de la etnicidad, en que esta se refiere

a los patrones grupales, mientras la identidad étnica se

relaciona con la adquisición individual de los patrones

grupales. Esto demuestra que es la heterogeneidad

intergrupal la que constituye la distinción entre etnicidad

e identidad étnica.

Así, resulta comprensible que no exista un monolitismo

en la adquisición y sostenimiento de las identidades

étnicas de los componentes de un grupo étnico, si no que

cada uno de los pertenecientes a dicho grupo étnico,

selecciona e interpreta cada uno de los componentes

culturales y rasgos culturales del grupo, de acuerdo a la

multiplicidad de relaciones y contextos en los que se lleva

a cabo. Como bien diferencia Massot (2003: 58-59), mientras

que el grupo étnico es un fenómeno que da lugar a una

organización social, un fenómeno objetivo que proporciona

una estructura para la comunidad étnica; la identidad

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étnica, es un fenómeno subjetivo que da a los individuos un

sentido de pertenencia y a la comunidad un sentido de

unidad y significación histórica.

Por otra parte, la identidad étnica es una estrategia

que sirve para marcar la pertenencia, más o menos estable,

más o menos transitoria, del individuo al grupo y, tanto su

contenido, como su forma, cambian a lo largo de la vida de

la persona en función de los cambios e interrelaciones

dinámicas que establece con otras personas y grupos.

Asimismo, el establecimiento de la identidad étnica no es

algo personal, libre de intereses y conflictos sociales y

políticos. Es decir, las personas construyen un sentido de

identidad, pero dentro de unos marcos determinados social y

políticamente que perfilan y posibilitan ciertas

elecciones. Como ocurre entre los grupos de inmigrantes,

depende del plano macrosocial, en particular a nivel

sociopolítico, ya sea en el país de origen, en el de

residencia, o en las relaciones entre ambos.

Por tanto, cualquier análisis sobre el proceso de

formación de identidades colectivas, requerirá la doble

consideración de la dimensión social y la dimensión

simbólica de dicha identidad. Es decir, contemplar las

relaciones existentes entre el sistema social en el que se

define una identidad, y el sistema cultural a través del

cual se manifiesta (del Olmo, 2003: 30). Si el análisis de

las relaciones establecidas en la estructura social nos da

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una explicación del porqué se forma una identidad, la

dimensión simbólica o cultural nos pone de manifiesto el

campo semántico de esa identidad, su significado y sus

últimas aspiraciones. Éstas manifestaciones culturales nos

explican el “cómo” se forma, indicando la orientación de

dicha identidad y estableciendo las fronteras de grupo.

Dice Del Olmo (2003: 51), que las razones para la

construcción de una identidad colectiva en el seno de

colectivos de origen inmigrante, cuando se encuentran

desarraigados, puede tener su explicación en la búsqueda de

refugio psicológico, en cuyo caso las fronteras de grupo

están bien definidas y son difíciles de traspasar, la

estructura interna del grupo está bien estructurada y las

relaciones con el exterior también están perfectamente

definidas. Otra posible explicación estaría determinada por

las expectativas del colectivo inmigrante en cuanto a la

adquisición de ciertos bienes materiales, en cuyo caso la

identidad desarrollada podría estar cimentada en la clase,

o en el tipo de actividad laboral -pudiendo aglutinar a

inmigrantes procedentes de distintas nacionalidades o

diferentes étnicamente-, o bien desarrollarían una

identidad étnica a través de la cual reivindicarían sus

objetivos. Y, finalmente, se encontrarían las relaciones

primarias -la familia, los amigos, etc.-, que pueden

desarrollar una identidad étnica que les aporte en alguna

medida aquellos elementos de su sociedad anterior, o bien

una identidad religiosa que les proporcione un sentimiento

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de protección. Sin embargo, en sus conclusiones, estos

paradigmas quedan relativizados en función de la propia

dinámica de inserción del inmigrante en la sociedad de

acogida, y apuesta por un paradigma del reconocimiento como

auténtico aglutinador de los anteriores y como fin último

de toda construcción identitaria.

A mi modo de ver esto es un error, pues de acuerdo con

Solé, la construcción identitaria por parte de un colectivo

inmigrante no tiene como fin último, sino como medio o

instrumento, el reconocimiento para participar en la

estructura social de la cual difieren culturalmente. Es

decir, el reconocimiento es una estrategia en la

construcción de la identidad colectiva. Dice Solé (2008:

800) que es precisamente, a partir de su integración en la

estructura ocupacional (por inserción en el mercado de

trabajo informal y/o formal, para la primera generación de

inmigrantes) y social (aceptación de las instituciones

sociales y políticas, adopción de las normas, costumbres,

valores, lengua, etc., de la sociedad receptora, para la

segunda generación) que los inmigrantes obtendrán el

reconocimiento como miembros del grupo. A partir de este

reconocimiento desarrollarán estrategias racionales para

actuar en la consecución de nuevos intereses propios

(representación política como grupo étnico, por ejemplo), y

a la vez comunes y compartidos con los autóctonos. La

acción se lleva a cabo en el marco institucional

democrático de la sociedad receptora. Ello implica

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reconocer como propias y comunes las normas democráticas de

convivencia. Y ello les permitirá desarrollar una nueva

acción colectiva, construir una nueva identidad; e inducir,

por la relación dinámica y circular entre integración-

ciudadanía-identidad, el continuo cambio político y social

de la comunidad o sociedad en la que se integren.

En la misma línea, Habermas (2004: 35-36) habla de la

identidad colectiva como un consenso normativo de fondo,

que está al menos implícito en formas de vida compartidas,

y prácticas comunes de las personas que aceptan

obligaciones y derechos mutuos, que son leales al

“espíritu” del grupo, que confían mutuamente entre sí para

cumplir expectativas legítimas, y que, de hecho, desean

compartir cargas y responder unos de otros. Sobre la

cooperación se construye la identidad colectiva, pieza

esencial para que surja la solidaridad entre quienes

comparten normas y valores. De este modo, una identidad

colectiva se refleja en la solidaridad, la lealtad y la

confianza mutuas, derivadas de la pertenencia a una

comunidad, y esa misma identidad es la que diferencia a las

comunidades y organizaciones y asociaciones menos

cohesionadas.

Por supuesto, la identidad de comunidades políticas a

gran escala ya no comparte los rasgos sustantivos de la

pertenencia cercana, cara a cara, en comunidades pequeñas y

muy cohesionadas. En el mejor de los casos, las comunidades

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nacionales se integran a través de una solidaridad

legalmente transmitida entre los ciudadanos, que siguen

siendo extraños entre sí toda su vida.

Tampoco la identidad colectiva, ni la solidaridad, la

lealtad y la confianza basadas en el sentimiento de

pertenencia, se pueden entender en los movimientos

migratorios que son de tránsito, en las denominadas

migraciones transnacionales. Esta forma de migración (se

puede hablar de nomadismo) es una tendencia actual que

podemos señalar como signo de posmodernidad, pues ante la

idea global del movimiento de personas, de su movilidad, se

abre una idea mayor: la de la permanente movilidad.

Hay muchos grupos que funcionan como una diáspora. En

ellos, el sentimiento de pertenencia, o la conciencia de

pertenencia, será hacia una red social imprecisa (la de los

desplazados por los territorios, por las naciones, por el

mapa mundial); hacia un grupo con el que se comparte un

sentido de pertenencia, que es el de ser parte de una

comunidad en tránsito, transnacional, y

desterritorializada.

Así pues, asistimos a una multiplicidad de situaciones

y condiciones sobre los que se construye la identidad y el

sentimiento de pertenencia étnico. Por esto, y de acuerdo

con Terrén (2002: 46), si la etnicidad es un sentimiento de

pertenencia, su estudio debe permitir ver en toda su

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riqueza la variabilidad de formas adaptativas que puede

registrar ese sentimiento de la pertenencia étnica, no sólo

entre los diferentes grupos, sino incluso entre los

individuos que normalmente tendemos a subsumir bajo una

misma categoría étnica y cuyos comportamientos tendemos a

deducir a partir de los atributos culturales que asociamos

a esa categoría (tendencia esencialista).

Y es que la complejidad del proceso de construcción

identitaria está determinada por la propia dinámica

cultural, diversa, inestable y susceptible de cambios en

relación a las vivencias y contextos en los que se producen

o reproducen determinados sentimientos de pertenencia. La

variabilidad de los sentimientos de pertenencia está en

consonancia con la variabilidad de las interacciones

cotidianas que los individuos y grupos sostienen en

contextos culturales igualmente variables. Problemas

similares de ajuste conceptual se plantean también cuando

categorizamos como étnicas situaciones de minorización

cultural (Terrén, 2002: 51), en las que las diferencias que

podríamos considerar étnicas, pueden tener fundamentos muy

diversos, y dar lugar a estructuras organizativas y

adaptativas igualmente diversas, desde los casos más o

menos aislados de recién llegados, hasta las comunidades

autóctonas históricamente separadas o marginadas.

Esta consideración resulta prudente cuando pensamos en

la imagen tradicional de la inmigración y su incorporación

14

a la sociedad de acogida. Sobre todo, cuando damos por

hecho que la incorporación se produce mediante su

asimilación o la pérdida de todos sus referentes

culturales, o cuando preconizamos el modelo de la

integración (sin disolverse, sin perder totalmente su

cultura). Como bien argüye Terrén (2002: 50), la

reificación y la fijación de categorías étnicas,

proporciona al análisis de las relaciones étnicas una base

conceptual ciega al carácter multidimensional de la

identificación social, e insensible a la presencia

frecuentemente lábil y fluctuante de la etnicidad

La identidad étnica no sólo está influida por el grupo

étnico, en el cual la persona se inserta (procesos de

enculturación), sino también por la relación que mantiene

con otros grupos étnicos y las personas que los integran.

Éste proceso conlleva un cambio de actitudes y conducta,

consciente o inconsciente, para todas las personas que

viven en sociedades multiculturales. La interacción con

otro grupo cultural o étnico es un proceso que produce

cambios en ambos grupos (Massot, 2003: 75), y en su

etnicidad, según sean las negociaciones, las estrategias y

la disposición de las categorías, rasgos y componentes

culturales que se ponen en juego.

En definitiva, como bien señala Terrén (2002: 54),

cuestiones relativas a la identidad que subyacen a la

lógica de la etnicidad, como “quiénes somos nosotros”,

15

“quienes somos los que aquí” o “quiénes son los nuestros”,

constituyen preguntas a las que individuos que

superficialmente caracterizaríamos como miembros de una

misma etnia, pueden responder de muy diferente forma, según

sean las posiciones de poder percibidas en los contextos de

su práctica cotidiana y según sean los grupos de referencia

respecto a los que vinculan sus patrones de afiliación.

Caracterizar a los integrantes de un grupo étnico de

modo homogéneo, como iguales, en función de estereotipos,

prejuicios, rasgos culturales o rasgos físicos, no es sino

una forma contemporánea de racismo. Un racismo que

jerarquiza los grupos étnicos, como jerarquiza las culturas

de modo etnocéntrico.

Definitivamente, el eje clave es el de la pertenencia.

En sociedades multiculturales tenemos que hablar de modelos

de pertenencia o mejor dicho de pluripertenencia y de

integración y no de aculturación. Como bien señala Massot

(2003: 142), es necesario abrir paso a una concepción más

procesual, tanto de la formación de colectividades

concretas más o menos durables, como de su construcción

identitaria.

LA ADOLESCENCIA

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¿Y porqué relacionar adolescencia e identidad étnica?

Primeramente, porque la adolescencia es un tramo de edad

especialmente interesante en sí mismo si lo que interesa

indagar es la formación de la identidad. Segundo, por lo

que supone de confluencia de diferentes agentes de

socialización del individuo (amigos, medios de

comunicación, familia y escuela), que en un escenario de

competencia generan tensiones y conflictos en la

negociación y en el ejercicio de sus influencias sobre la

conformación de la personalidad del individuo. Además,

porque los adolescentes, a diferencia de los niños, tienen

madurez y autonomía suficiente para buscar información y

experiencias más allá de sus familias; y, a diferencia de

los adultos, aún no están comprometidos con un modo de vida

definitivo, ni han desarrollado hábitos duraderos de

pensamiento y comportamiento, lo que los hace mucho más

abiertos a lo nuevo e infrecuente. Por esto, la

adolescencia es un episodio decisivo en la intersección del

cambio social y el cambio individual.

Es en el periodo de la adolescencia cuando se

fundamentan los rasgos primigenios y valores que darán

forma posteriormente al conjunto de elementos identitarios.

La adolescencia constituye en este sentido un proceso de

integración social a la vez que de construcción de la

persona, de su identidad. Una construcción un poco

inestable y dependiente del entorno en el que se

desarrollan y en el que negocian sus formas de integración.

17

También la adolescencia interesa porque en ella la

formación de una identidad es un proceso de exploración de

alternativas y elección de roles o de formas de

desempeñarlos (Erikson, 1992). Es, pues, un proceso en

constante redefinición.

Los adolescentes actuales han de decidir como

construir su identidad entre múltiples formas posibles. Las

opciones y, por consiguiente, los procesos de decisión y de

negociación individuales son indiscutiblemente mayores que

en otras generaciones. Esto no significa que desaparezcan

los condicionantes sociales sino que, como dice Berga

(2005: 76), a pesar de que estos puedan ser tanto o más

determinantes que antes, existe una mayor conciencia de que

cada persona puede, de alguna forma, escoger su propio

itinerario y que no existen modelos únicos que prefiguren

su camino.

La adolescencia, como periodo fundamental en el

desarrollo de la personalidad y en el que se construye la

identidad, es en principio un tiempo de búsqueda de uno

mismo, de la definición del “yo”, pero a través de los

demás, es decir, a través de los nuestros, del “nosotros”,

que se objetiva y entra a formar parte del conocimiento de

nuestro sentido común, de lo “dado por supuesto”.

18

En la adolescencia, el juicio que se emite sobre uno

mismo viene contaminado por la opinión y la percepción que

los demás nos otorgan. No son opiniones neutras, como

tampoco es neutro el juicio que el adolescente hace de sí

mismo, si no que se ve afectado por aquellas emociones y

sentimientos que suscitan en los demás. De hecho, los

“otros”, sobre todo los iguales, actúan como un reflejo del

espejo en el que se miran los adolescentes. Esto no

equivale a decir que la identidad es la simple imitación

del otro o de los otros, si no a cierta asimilación,

consciente o inconsciente, de los rasgos del otro u otros,

mediante su apropiación e internalización, con el fin de

conformar y dar base estructural a nuestra personalidad.

En la constante duda, en la imprecisión y en la

búsqueda de uno mismo, los adolescentes experimentan todo

tipo de roles, propios o adscritos, que la familia, los

amigos y la sociedad en general les otorga. Por esto, los

cambios de actitudes y de comportamientos, son un medio de

experimentación y de búsqueda de ese lugar bajo el sol que

les permita finalmente descubrir quién soy yo, o cómo

quiero ser yo. La inevitable lucha entre el “ser” y el

“deber ser” se ve además amplificada por la experimentación

y el cambio. Esto hace que las contradicciones afloren

tanto entre lo que dicen, y lo que hacen. Producto de esta

confusión, inevitable por otra parte, son los ensayos del

adolescente, los experimentos a la hora de adoptar posturas

que de ningún modo le satisfacen, y que casi siempre chocan

19

con la percepción que del adolescente tienen los familiares

y amigos, e incluso la sociedad, en la que ejercita esos

comportamientos propios de una personalidad indefinida y

ambigua. (Giró, 2008)

Hay dos mecanismos claves de este proceso de formación

identitaria: la crisis y el compromiso (Marcia, 1980). La

primera se nutre de dudas y exploraciones entre

alternativas; el segundo, de la implicación que se consigue

con la opción elegida.

Pero si la construcción identitaria del adolescente

está sujeta de por sí a una gran variabilidad de

situaciones contradictorias, dependiendo de la fuerza y el

impulso de los diferentes agentes socializadores, en el

caso de los adolescentes procedentes de grupos étnicos

minoritarios, este conjunto de elementos que interactúan de

modo a veces contradictorio, se eleva a la enésima potencia

por la irrupción de un nuevo factor desequilibrante, como

es la oposición virtual entre las características que

definen la identidad étnica de la familia y la cultura de

la sociedad de acogida; sin olvidar la existencia de la

enorme diversidad que se da entre los grupos de iguales,

donde no sólo conviven los adolescentes del mismo origen

étnico, o de la cultura mayoritaria, sino también de un

gran número de culturas.

20

En este proceso, los adolescentes deben ensayar una

integración satisfactoria tanto de los rasgos de su

identidad étnica, como de aquellos rasgos fundamentales de

la cultura mayoritaria en la conformación de su identidad

personal, sujeta a su vez a un permanente cambio por

requisitos de la edad y la práctica cotidiana.

Y es que para el adolescente no hay mejor fábrica para

la construcción de una identidad personal que la de las

relaciones cotidianas con la familia, la escuela, los

amigos o la calle. Ámbitos, todos ellos, donde intervienen

los principales agentes socializadores, cada uno de ellos

con su propia dinámica en la organización de actitudes,

valores y normas de comportamiento, que el adolescente

aprehende e interioriza, de acuerdo a las experiencias

biográficas de sus relaciones interpersonales.

Por tanto, no son ni exclusiva ni principalmente los

elementos identificatorios de los grupos étnicos, ni de las

culturas mayoritarias, ni siquiera de las instituciones,

ámbitos y espacios públicos, quienes pueden introducir,

afianzar y fortalecer los elementos identitarios del

adolescente, pues éste, en la construcción de su identidad,

concede igual valor y, en ocasiones, más valor, a lo que

acontece en el ámbito privado, en los contextos privados

donde lleva cabo la interrelación con los demás, con los

“otros” o con los “suyos”.

21

Pujadas (1993) reconoce que en la construcción de la

identidad individual el factor más dinámico surge de las

interacciones cotidianas, las cuales generan la

internalización de las actitudes y los comportamientos. No

se puede elaborar una teoría de la identidad étnica o

social, sino se pueden visualizar los mecanismos de

reproducción y transformación de los elementos de la

identidad individual implicados en los procesos analizados.

En consecuencia, es importante profundizar en los procesos

de socialización primaria y secundaria, y sobre las

interacciones individuales en todos los contextos sociales,

tanto públicos como privados.

Ya hemos avanzado que la construcción de la identidad

hay que entenderla como un proceso, no innato, que se va

forjando a lo largo de nuestra vida y nunca acaba, y en la

que intervienen tanto los elementos propios de la

estructura social, como nuestros procesos psicológicos e

interacciones de la vida cotidiana. Ahora bien, esta

construcción identitaría no es flor de un día, es un

proceso que dura toda la vida, si bien es verdad que en

estos años que se mueven entre la adolescencia y la primera

juventud, el proceso se intensifica; precisamente por la

formación de la personalidad social, que es aún muy

inmadura, y que obliga a un constante esfuerzo para

integrar de un modo satisfactorio las exigencias y

dimensiones del origen étnico, con las exigencias

culturales valoradas en la sociedad de acogida.

22

Se trata de lograr el equilibrio entre las demandas

familiares, las exigencias sociales, el acuerdo de los

iguales y, además, sostener la propia estima, por encima de

los rasgos biológicos, raciales y étnicos de lo que es

portador el adolescente (como el color de la piel, la

lengua, el vestido, la alimentación, etc.). Y si bien

lograr el equilibrio sería el desideratum de todo

adolescente, que no sólo trabaja por obtener un lugar al

sol en el conjunto social, por el reconocimiento de su

existencia social, sino también por aceptar su propio yo,

su autoestima; el logro de estos deseos y fines, propuestos

o impuestos, no se lleva a cabo sin entrar en un contexto

de crisis. Crisis familiar, crisis escolar, de relaciones

de amistad, etc.; en definitiva, crisis personal, crisis

identitaria. Y el mejor reflejo de esta situación de

crisis, viene reflejado en el juego de oposiciones entre el

"aquí" y el "allí", y del que ya hablábamos en otro lugar1.

Dependiendo de las características de llegada del

adolescente extranjero al país de acogida, será más acusado

el juego de oposiciones entre él "allí" y él "aquí". Por lo

general, la crisis más abierta se produce entre aquellos

adolescentes que llegaron a la sociedad de acogida de sus

padres con más de diez años, posiblemente gracias a

procesos de reagrupamiento familiar; es decir, que tuvieron

y desarrollaron el proceso de socialización durante los

1 Giró, J. (2008): “Las amistades y el ocio de los adolescentes hijos de la inmigración”, en Papers (en prensa)

23

primeros años de su vida (y al decir de médicos pediatras y

psicólogos infantiles, los principales en el desarrollo de

la personalidad), en un contexto social y cultural

diferente, distinto, y en ocasiones opuesto al de la

sociedad de acogida.

Pero es que, además, “allí” se quedaron los grupos de

amistad y los de la familia extensa que, hasta la llegada

del adolescente al país de acogida, habían constituido sus

referentes identitarios. Y si esta niñez fue satisfactoria

en términos de adquisición de valores, actitudes y pautas

de comportamiento, mediante los cuales el niño se sintió

reconocido e inserto en la sociedad de origen (sin

menoscabo de la adquisición de ciertas cuotas de

felicidad), lo propio es que ante un nuevo escenario

alejado de todo lo que representó el "allí", el adolescente

se sumerja en la profundidad de la crisis existencial.

Dice Terrén (2007), que si trasponemos el “allí” y el

“aquí” en la secuencia temporal biográfica, nos encontramos

con que no se corresponden exactamente con el pasado y el

futuro, sino que forman parte de un mismo presente. En ese

presente, y aunque existen muchos casos de familias

marcadamente asimilacionistas, la familia suele ser el

reclamo habitual del “allí”. Suele ser una simplificación

por parte de los adolescentes, porque, en el fondo, tampoco

los padres mantienen pasiva e incólume su identidad y, de

24

hecho, la adolescencia de los primeros suele servir de

renegociación de los valores de los segundos.

Efectivamente, el toma y daca en el proceso de

construcción identitaria de padres y adolescentes, está

sujeto a la diversidad e intensidad de las relaciones

sostenidas en el nuevo contexto, producto de la migración a

una nueva sociedad. Y es a propósito del conjunto de

interrelaciones sostenidas por el adolescente, que se

afirma que la integración de este, como antes ocurrió la de

sus padres en la sociedad de acogida, tuvo como alternativa

adoptar su cultura o bien marginarse; ignorando en este

análisis esencialista, que la cultura se encuentran siempre

en un proceso de cambio permanente, consecuencia de la

intervención de una gran diversidad de actores, grupos e

instituciones, que con su propia dinámica relacional,

transforman los rasgos primordiales de cualquier cultura.

Pero también se afirma, que si el adolescente, como

antes sus padres, se integraron en una supuesta y homogénea

cultura, se aculturaron; es decir, se adaptaron

culturalmente a la cultura dominante, pero perdieron la

suya. Sin embargo, la realidad es más compleja y variada

y, por tanto, difícil de generalizar, como usualmente se

hace en estas manifestaciones propias de cierto racismo

cultural. Dice Massot (2004: 193) que la cultura no puede

entenderse como una imposición de identidades fijas, ni se

puede considerar que las identidades son estáticas. La

25

identificación con una cultura no disminuye la capacidad de

las personas para identificarse con otras. La integración a

una cultura comporta un proceso simultáneo de conservación,

pérdida, transformación o creación de una nueva identidad.

Hay múltiples identificaciones con numerosos grupos (de

origen laboral, fraternal, sexual, vocacional, religioso,

económico, etc.), que además se entrecruzan entre ellas, de

acuerdo con el contexto y la situación que cada uno vive.

Ninguna identidad colectiva puede reclamar la fidelidad

exclusiva y total de sus miembros, ya que las fronteras que

delimitan el establecimiento de los grupos sociales son

cambiantes. En este sentido, las identidades siempre son

flexibles, innovadoras, dialogantes e imaginativas.

Por esto, la complejidad de las interrelaciones del

adolescente con los grupos con los que se identifica, o con

los que mantiene comunicación y diálogo, no tienen nada que

ver con las categorías étnicas o nacionales, pues el

adolescente en la organización de su personalidad social,

también mira hacia sí mismo, modificando y cambiando su

pensamiento y su conducta, e implicando en dichos cambios a

los grupos con los que se relaciona.

No hay que pasar por alto que las relaciones

interétnicas están sujetas a la adquisición de las

habilidades y competencias necesarias para su desarrollo

formal; pero esto no sucede en una sociedad entre iguales,

sino en una sociedad asimétrica, donde los grupos étnicos

26

minoritarios se encuentran desvalorizados y, por tanto,

donde las relaciones están organizadas desde una estructura

de dominio y de poder de la cultura mayoritaria.

Sin embargo, para los adolescentes, esta situación que

se encuentra enmarcada por relaciones de poder y de

desigualdad entre grupos étnicos minoritarios y

mayoritarios, la trascienden revalorizando aquellos

elementos de la cultura de origen en los que son más

diestros y, por tanto, más poderosos. Me refiero

expresamente a la música y el baile, verdaderos vehículos

de comunicación y diálogo que permite la fusión y la

mezcla. El juego de oposiciones entre el allí y el aquí,

entre la sociedad de origen y la sociedad de acogida,

encuentra en la música y el baile un instrumento de

hibridación cultural, que introduce a los adolescentes en

un espacio global donde finalmente se encuentran y se

identifican.

Esta utilización selectiva de los elementos más

valorizados de las culturas, especialmente los de la

sociedad de origen, comporta una situación ventajosa de

aquellos adolescentes que viven entre culturas. Vivencias

que ya no se expresan como una minorización, pérdida o

desvalorización de la propia cultura, principalmente la de

los padres, sino como un capital cultural que les permite

atravesar las fronteras de la discriminación. Las personas

mantienen, reproducen y utilizan, tanto individual como

27

colectivamente, su ascendencia étnica y sus conocimientos

de la cultura de acogida, como un capital cultural en su

lucha por la integración social, económica y política.

Los jóvenes y adolescentes que disponen de la ventaja

de pasar de una cultura a otra y que de ese modo construyen

una identidad étnica peculiar, están más cerca de las

denominadas identidades culturales híbridas2. Señala García

Canclini (2001: 17), que los procesos incesantes, variados,

de hibridación llevan a relativizar la noción de identidad.

Cuestionan, incluso, la tendencia antropológica y de un

sector de los estudios culturales a considerar las

identidades como objeto de investigación. Cuando se define

a una identidad mediante un proceso de abstracción de

rasgos (lengua, tradiciones, ciertas conductas

estereotipadas) se tiende a menudo a desprender esas

prácticas de la historia de mezclas en que se formaron.

Como consecuencia, se absolutiza un modo de entender la

identidad y se rechazan maneras heterodoxas de hablar la

lengua, hacer música o interpretar las tradiciones. Se

acaba, en suma, obturando la posibilidad de modificar la

cultura y la política.

Los jóvenes con identidades culturales híbridas, según

Massot (2003: 196), perciben las diferencias de los

distintos medios como una ventaja que les permite escoger

2 Entiendo por hibridación procesos socioculturales en los queestructuras o prácticas discretas, que existían en forma separada, secombinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas (GarcíaCanclini, 2001: 14)

28

los grupos con los que se quieren identificar, y al cambiar

de contexto cultural, aprovechan su bagaje para realizar un

proceso de integración efectivo y rápido. Coincidiendo con

Baumann (2001), considera que tanto habitar en una sociedad

multicultural, como ser social y culturalmente competente,

implica saber cuándo es mejor reificar o revitalizar las

diferencias. Muchas veces, las fronteras culturales son más

débiles que la capacidad de los jóvenes para cruzar las

líneas divisorias de un lado a otro sin perder su sentido

de identidad. Aunque se sientan divididos entre dos

culturas, esa habilidad para cambiar es percibida como una

ventaja por todos aquellos que la poseen. Y cuando esa

ventaja se vuelve evidente, el cambio de actitudes entre

una y otra identidad se convierte en un acto consciente.

Los jóvenes se adhieren a diferentes identificaciones

de acuerdo con sus objetivos. Y la adaptabilidad

desarrollada, se ha convertido para ellos en una habilidad

fundamental para la supervivencia. Al mismo tiempo, las

diferencias biculturales de estos jóvenes les han

facilitado el desarrollo de otras habilidades, con las

cuales pueden aprehender, comprender y convivir con códigos

diferentes, y en distintos contextos.

La globalización, como marco sobre el que se dibuja la

diversidad cultural, es el escenario desde el que se

construyen las identidades. Unas identidades no sujetas a

orígenes, ni a pertenencias; de carácter flexible,

29

inestable y cambiante, que acompañan la propia

indefinición, inestabilidad y practicidad de los

adolescentes, hijos de la inmigración. Unas identidades que

superan, o al menos atraviesan, las relaciones de

desigualdad sobre las que se organizaron las identidades

étnicas de sus padres con la sociedad de acogida.

Al efecto, señala Terrén (2002: 56), que la clave de

esta aproximación radica en que la conceptualización de la

pertenencia étnica no se construya (o no se construya sólo)

sobre un modelo predefinido de cierre cultural y repliegue

comunitario, sino que sea una conceptualización capaz de

reproducir la diversidad en vez de segmentarla y que, al

hacerlo, sea sensible también a las estrategias

individuales de integración, a los sincretismos,

hibridaciones y voluntades de asimilación. En definitiva,

un modelo complejo de la pertenencia étnica, es un modelo

que basa su potencial teórico en interesarse más por

destacar la diversidad con que la etnicidad es puesta en

juego, que por reducirla a la unidad de supuestos atributos

esenciales.

Por tanto, estas identidades híbridas, no sólo alejan

el esencialismo de los análisis basados en la homogeneidad

e invariabilidad de las culturas, sino que, además, se

desembarazan de los prejuicios analíticos sobre la

"aculturación" como pérdida, asociada a una desvalorización

30

de los componentes identitarios de carácter híbrido

logrado.

Por desgracia, la desvalorización de las identidades

híbridas, el apego a una tradición inventada, la

manipulación de las culturas y la exaltación del choque,

violencia y competencia entre las mismas, ha preparado la

asunción de estrategias defensivas de los adolescentes

involucrados en estas manifestaciones de racismo cultural3.

Se puede tratar, como dice Terrén (2007), de

estrategias interiores, sea asumiendo estereotipos racistas

o a través de comportamientos agresivos y violentos. Se

puede manifestar mediante maniobras exteriores, a través de

una asimilación a los nacionales y de un rechazo de los

propios orígenes; o en sentido contrario, mediante una

revalorización de la identidad de origen, o incluso

ejerciendo la delincuencia como práctica que les

revalorice, como una especie de mecanismo que les permita

llegar a ser alguien y a salir del anonimato. O bien cabe

que se materialice a través de una estrategia mixta de

revalorización de la propia cultura –buscando similitudes

3 Como afirma Juliano (1993: 29), "el racismo, basado en una falsarelación entre características biológicas y culturales, posibilita laequivocada conclusión según la cual, de la inmutabilidad en lasprimeras se desprende la inmutabilidad de las segundas; se impone detal manera como modelo de discriminación, que se termina llamandoracismo a todas las conductas desvalorizadoras de la diferencia... Enla actualidad, la discriminación apoyada en prejuicios ideológicos, seha ido desplazando hacia la marginación basada en los prejuiciosculturales".

31

con la autóctona- y de búsqueda de la integración social -

sin renunciar a su propia diferencia-.

Esta tercera opción (una estrategia mixta), viene

significada por la aceptación y la valorización, en mayor o

menor grado, de la cultura inmigrante por la sociedad de

acogida; permitiendo que el adolescente tome aquellos

elementos necesarios de las dos culturas para su

crecimiento personal, su construcción identitaria y su

integración social. Esta opción responde a una estrategia

inserta en la perspectiva intercultural que valora por

igual todas las culturas y busca el diálogo entre ellas en

un plano de simetría o de igualdad, de modo que la

disyuntiva de integración o marginación social en función

de los atributos culturales expuestos o utilizados, no es

sino una fórmula trasnochada de racismo cultural.

La perspectiva intercultural concibe la cultura en

relación con las otras culturas, otras realidades, otras

formas de concebir e interpretar el mundo y, a su vez,

contempla la propia cultura de un modo no estático ni

estable, sino cambiante e interactivo. La concepción

estática de la cultura deriva a menudo en el esencialismo,

el fundamentalismo cultural; y éste es el origen frecuente

de la generación de etiquetas y estereotipos culturales,

que a su vez constituyen el germen del racismo y la

xenofobia.

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