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LOS EFECTOS DE LA INEXISTENCIA DE UN CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO GENERAL DURANTE LA CONSTITUCIÓN DE 1925 Análisis de la recepción jurisprudencial del debate doctrinal relativo al control jurisdiccional de la Administración durante la vigencia de la Constitución de 1925. ANTONIA JORQUERA CRUZ 1. Introducción. En la enseñanza académica actual del derecho y en los círculos de comentaristas del derecho público en general, pareciera haber consenso respecto de las notas características de nuestro derecho administrativo, provenientes en gran medida del derecho francés y español. Son especialmente visibles dichas notas en los ámbitos de la responsabilidad patrimonial del Estado y del régimen de anulación de los actos de la administración. Si bien, la mayoría de los autores actuales en la doctrina nacional administrativista reconocen el origen intelectual de los pilares fundamentales de nuestro derecho administrativo en el derecho francés, español, y en alguna medida el derecho inglés del siglo XIX y en el derecho italiano y alemán; luego de reconocer este hecho no son muchos los que reflexionan sobre el sustrato doctrinario que informa estos sistemas en el derecho comparado, y el que se vino a forjar entre los autores nacionales luego de trasplantar las instituciones fundamentales de estos modelos a la legislación chilena, pero sin dotar dicha introducción de una fundamentación teórica suficientemente difundida ni –lo que es más relevante a mi juicio— de los organismos ejecutores o gestores de dichas instituciones jurídicas; lo que produjo, entre otras importantes consecuencias, una serie de desencuentros en la doctrina administrativista (Pantoja, 2005) y en el entendimiento académico y político del derecho público a la hora de analizar estas instituciones jurídicas. La afirmación precedente se desprende de una mirada general a la manera en que la doctrina del derecho público nacional ha abordado durante las últimas décadas el concepto y justificación de la jurisdicción contencioso administrativa, influida en gran medida por la provisión constitucional no concretada de la Constitución Política de 1925 que mandaba al legislador a crear los tribunales contencioso administrativos. El hecho de que nunca se crearon dichos tribunales, a

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LOS EFECTOS DE LA INEXISTENCIA DE UN CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO GENERAL DURANTE LA CONSTITUCIÓN DE 1925

Análisis de la recepción jurisprudencial del debate doctrinal relativo al control jurisdiccional de la Administración durante la vigencia de la

Constitución de 1925.

ANTONIA JORQUERA CRUZ

1. Introducción.

En la enseñanza académica actual del derecho y en los círculos de comentaristas del derecho público en general, pareciera haber consenso respecto de las notas características de nuestro derecho administrativo, provenientes en gran medida del derecho francés y español. Son especialmente visibles dichas notas en los ámbitos de la responsabilidad patrimonial del Estado y del régimen de anulación de los actos de la administración.

Si bien, la mayoría de los autores actuales en la doctrina nacional administrativista reconocen el origen intelectual de los pilares fundamentales de nuestro derecho administrativo en el derecho francés, español, y en alguna medida el derecho inglés del siglo XIX y en el derecho italiano y alemán; luego de reconocer este hecho no son muchos los que reflexionan sobre el sustrato doctrinario que informa estos sistemas en el derecho comparado, y el que se vino a forjar entre los autores nacionales luego de trasplantar las instituciones fundamentales de estos modelos a la legislación chilena, pero sin dotar dicha introducción de una fundamentación teórica suficientemente difundida ni –lo que es más relevante a mi juicio— de los organismos ejecutores o gestores de dichas instituciones jurídicas; lo que produjo, entre otras importantes consecuencias, una serie de desencuentros en la doctrina administrativista (Pantoja, 2005) y en el entendimiento académico y político del derecho público a la hora de analizar estas instituciones jurídicas.

La afirmación precedente se desprende de una mirada general a la manera en que la doctrina del derecho público nacional ha abordado durante las últimas décadas el concepto y justificación de la jurisdicción contencioso administrativa, influida en gran medida por la provisión constitucional no concretada de la Constitución Política de 1925 que mandaba al legislador a crear los tribunales contencioso administrativos. El hecho de que nunca se crearon dichos tribunales, a

mi juicio, explica en cierta medida los principales desencuentros doctrinarios, pero; más importante aún, condiciona la recepción jurisprudencial del derecho administrativo y de esa manera, su aplicación práctica. La negativa, en un primer momento, del Poder Judicial de avocarse el conocimiento de causas contencioso administrativas, y su posterior postura de entenderlas incorporadas en la expresión “causas civiles” utilizada por la Constitución, y por tanto como materia de competencia de los tribunales ordinarios, produjeron una importante tara en el desarrollo del pensamiento administrativista, por abordarse la reclamación de los particulares contra actos de la administración con una visión y con argumentos provenientes del derecho privado, ignorando en gran medida los principios rectores del derecho administrativo.

El argumento de fondo que se sostiene a lo largo del trabajo versa sobre el natural desarrollo doctrinario del derecho público a nivel comparado, en el sentido de constatar que los principales regímenes jurídicos occidentales nunca dejan de reconocer la importancia del desarrollo jurisprudencial de los conceptos doctrinarios en todo ámbito del derecho, pero en particular, del hecho reconocido de la creación del derecho administrativo como tal, proveniente del derecho francés principalmente, y su origen íntegramente jurisprudencial y casuístico. Se toma como punto de partida, por tanto, el reconocimiento generalizado a nivel dogmático del rol creador central que tuvo la jurisprudencia del Consejo de Estado Francés en la creación de los principios que hoy informan los principales regímenes de derecho público occidentales1, y que han sido reconocidos por nuestro ordenamiento jurídico expresamente a nivel legal y constitucional.

La inquietud por abordar el tema planteado surge del reconocimiento general de los autores contemporáneos sobre el origen jurisprudencial del derecho administrativo francés y sus principios rectores, y de la observación del derecho administrativo chileno en general. No parece ser especialmente controvertible la afirmación de que nuestro derecho, ya sea que se reconozca su origen en el derecho español o en el derecho francés, reconoce como pilares estructurales los principios enunciados como tales en el seno de la casuística del 1 Así lo afirma, por ejemplo, José Rodríguez Elizondo (1961) al caracterizar el control jurisdiccional de la administración: “… al conocido sistema contencioso-administrativo francés no se llegó directamente por senderos legislativos; su implantación fue consecuencia de una evolución a veces lenta, a veces rápida, que conjugó diversos factores propios de las circunstancias históricas, sociales, políticas y económicas en medio de las cuales se desenvolvía la Administración” (P.23); y el profesor José Miguel Valdivia (2004), en referencia a la responsabilidad civil del Estado; llegando incluso a afirmar que “La jurisprudencia, en diálogo permanente con la doctrina, ha sido indiscutiblemente el artífice del derecho de la responsabilidad administrativa, y probablemente lo seguirá siendo a pesar de la creciente influencia que las fuentes escritas están adquiriendo en esta materia” (p.54).

Consejo de Estado francés, en particular aquellos referidos a la responsabilidad patrimonial del Estado y a la impugnación de actos de la administración. Dado que su enunciación y desarrollo exhaustivo escapa a los propósitos y a la extensión del presente trabajo; no me detendré en un análisis particular de dichos principios, pero baste para esto entenderse referidos al sustrato conceptual generalmente reconocido de las expresiones “estado de Derecho”, “principio de separación de poderes del Estado”, “principio de legalidad”, “control de los actos de la administración”, “potestades exorbitantes”, etc. Estas constataciones, por tanto, me llevan a sostener que el derecho administrativo chileno ha seguido una senda de desarrollo muy limitada y poco fructífera en su evolución temporal, principalmente, porque no podría haber sido de otro modo, dado que el elemento que gatilla el debate doctrinario y de este modo el desarrollo dogmático del derecho es su aplicación a los hechos por los tribunales de justicia. Teniendo presente que durante décadas en Chile no hubo tribunales que conocieran de las contiendas entabladas con la administración desde un sustrato propiamente administrativo, el desarrollo dogmático de esta área del derecho se ha visto especialmente retrasado y desplazado en comparación al devenir más próspero de otras áreas del derecho.

2. El rol de la jurisprudencia en el desarrollo evolutivo del derecho administrativo. Interacciones entre doctrina y jurisprudencia.

No deja de ser un hecho evocativo de asombro la evolución política e histórica que permitió que el poder, concentrado en el Estado, admitiera ser controlado. El logro histórico del Estado de Derecho en occidente es un hecho por el que estar permanentemente asombrado. Prosper Weil (1986) llega incluso a calificar la existencia del derecho administrativo como “milagrosa”, y en esta línea sostiene como una situación anormal que la administración acepte someterse al control de un poder externo como lo es en esencia el control jurisdiccional como existe hoy en día.; que sólo llegó a configurarse como culminación de una larga evolución. Una vez generalizado este logro en los diversos sistemas jurídicos occidentales, y luego de superada la concepción de un derecho administrativo dirigido a configurar el aparato de la administración y aceptada la idea de un derecho administrativo protector de las libertades de los ciudadanos, los principales autores a nivel comparado tuvieron especial interés por analizar la jurisprudencia administrativa como instancia creadora del derecho administrativo. En el derecho alemán, por ejemplo, Rainer Wahl reconoce un giro en la evolución dogmática del derecho administrativo luego de la creación de una jurisdicción administrativa omnicomprensiva en Alemania a mediados de la década de 1940: “el derecho administrativo pasó de ser un Derecho dirigido primariamente a la Administración para regular su

actuación ejecutiva (y gubernativa) (Derecho de la Administración) a ser un Derecho de orientación individual y, al mismo tiempo, judicial” (Wahl, 2013, p.66). Y destaca la importancia ex post de este cambio:

Los beneficiarios de esa expansión fueron —y siguen siendo— los particulares que, a través de las diversas modalidades de recurso jurisdiccional, adquirieron visiblemente una posición que los ponía en pie de igualdad con la Administración. Dicho figuradamente: la jurisdicción administrativa hizo bajar al Derecho administrativo del pedestal que compartía con las altas esferas de la estatalidad y lo situó a ras de tierra en el plano de un Derecho regulador de relaciones entre la Administración y los particulares, tan marcado por los derechos subjetivos individuales –ya sean esos derechos meramente defensivos o ya faculten a exigir prestaciones—como por los deberes de los funcionarios y los límites establecidos para la actuación de estos últimos. (Wahl, 20013, p.67)

Sobre esta comprensión del origen de la jurisdicción contencioso administrativa, el análisis que me parece se viene echando de menos en la doctrina nacional, es aquel referido al sustrato dogmático detrás de la forma en que el Consejo de Estado fue forjándose su competencia y solucionando los casos más emblemáticos de reclamaciones de particulares contra actos de la administración. Si entendemos que nuestro sistema jurídico administrativo en general se basa sobre las mismas instituciones jurídicas que el sistema francés, que reconocen su origen y evolución jurisprudencial, mal podemos esperar que, no habiendo existido nunca en nuestro ordenamiento un sistema contencioso administrativo de carácter general ni las instituciones llamadas a conocer de las reclamaciones contra la administración a semejanza del Consejo de Estado (ya sea que se abogue por tribunales contencioso administrativos pertenecientes al Poder Judicial o a la propia Administración), su operación haya ido debidamente acompañada de un desarrollo doctrinario acorde y fructífero, que mantuviera en permanente actualización dogmática al derecho administrativo sobre la recolección de las experiencias prácticas de su aplicación al caso concreto.

Si bien a este respecto, Rolando Pantoja (2005) se refiere tangencialmente al describir los “desencuentros” entre la doctrina y la jurisprudencia de la Corte Suprema respecto al entendimiento del mandato constitucional incumplido por los legisladores durante la vigencia de la Constitución Política de 1925, no profundiza en el impacto teórico que esos desencuentros producen a nivel de la evolución académica y doctrinaria del derecho administrativo chileno. En este sentido, me parece que no ha habido un mayor análisis en la

doctrina administrativista contemporánea –y por lo tanto tampoco en la jurisprudencia—respecto al grado de desarrollo al que debería aspirar nuestro derecho administrativo y las razones del estado actual del mismo, aunque el desentrañamiento del acontecer histórico que deviene finalmente en la situación actual, esto es, de un contencioso administrativo absorbido por la justicia ordinaria, luego de muchos años de su simple inexistencia, es de extraordinaria importancia para comprender la falta de fundamentación propiamente de derecho público de la mayoría de las soluciones iniciales del Poder Judicial a causas propiamente contencioso administrativas. Este autor parte por hacer notar que la evolución del Derecho Administrativo chileno ha sido principalmente impulsada por el constituyente-legislador, y no por la jurisprudencia como en el caso francés; haciendo hincapié en la tradición de aplicativa –y no constructiva—de la doctrina y la jurisprudencia nacionales, que según sostiene “se han orientado a explicar, ordenar y viabilizar el ordenamiento jurídico, pero sin alterar su rol de aplicadoras de normas” (Pantoja, 2005, p. 28). Sin embargo, según el autor, esta dinamicidad se ha mostrado ineficaz en el establecimiento de la justicia administrativa como sistema general de composición de conflictos jurídicos administrativos, y lo que es más notorio de ello es que la omisión de crear un sistema de jurisdicción contencioso administrativa nos deja como el único país de occidente que carece de un sistema de justicia administrativa dentro de los parámetros del Estado democrático y social de Derecho.

Bien, estas observaciones apuntan a dejar presente lo relevante que resulta para el desarrollo dinámico de cualquier área del derecho, y en especial de aquellas áreas de creación relativamente reciente como el derecho administrativo, la retroalimentación dogmática con la jurisprudencia que aplica sus disposiciones a los casos concretos, en tanto es en ellos donde se pueden medir los efectos operativos de las normas y detectarse los posibles problemas de aplicación que presenten en su redacción. Sin este ejercicio aplicativo, la evaluación crítica de los postulados de la norma, y el entendimiento que configure la doctrina sobre la misma, no pueden tener sustento real y se producirán necesariamente estancamientos en la evolución del derecho y por consiguiente en la doctrina. En este sentido, la relación entre doctrina y jurisprudencia debiese siempre estar direccionada en ambos sentidos a modo de proveerse mutuamente de insumos para la discusión y revisión de los posibles problemas aplicativos de la norma; y es precisamente este importante objetivo, el que no puede lograrse en el derecho administrativo dada su falta de aplicabilidad al caso concreto y, peor aún, la resolución de casos contencioso administrativos con criterios ajenos al propio derecho administrativo.

3. El artículo 87 de la Constitución Política del año 1925 y su interpretación por parte de la doctrina. Concepto de la jurisdicción contencioso-administrativa en la época de vigencia de la Constitución de 1925.

Es un hecho reconocido en los círculos académicos relativos al derecho y la administración pública que durante varias décadas se mantuvo incumplido por parte del legislador el mandato que el constituyente de 1925 le encargó relativo a la creación de tribunales administrativos que conocieran de las contiendas entre particulares y la administración. Aunque no estén del todo clarificadas las razones precisas que explican, en tanto fenómeno sociológico, que hayan trascurrido tantos años; habiéndose producido innumerables debates y formulado y desarrollado varios proyectos legislativos con el fin de completar este encargo, sin que en definitiva llegaran a existir dichos tribunales administrativos –algunos factores esbozados por la doctrina apuntan a la suplencia que efectuó en cierto modo la Contraloría General de la Republica en orden a ejercer un control interno en la administración2; a las soluciones del Poder Judicial de admitir reclamaciones contra actos administrativos que se interponían por vía de recursos civiles de afectación del patrimonio, a la paulatina creación de contenciosos especiales, ya sea entregados al conocimiento de los tribunales ordinarios o de tribunales especiales3, etc.—, parece más relevante caracterizar los efectos de dicha omisión que intentar explicar el por qué de un fenómeno jurídico-político tan complejo. En este objetivo, Faúndez (2011) clarifica el estado general del asunto en relación con la actitud de la Corte Suprema:

2 Pantoja (2005), por ejemplo, sostiene: “… la Contraloría General de la República profundizó en términos altamente positivos el proceso de judicialización de la Administración del Estado, pero al mismo tiempo diluyó la urgencia del llamado a crear los tribunales contencioso administrativos que había hecho la Corte Suprema de Justicia, por presentarse en los hechos como un mecanismo de suplencia de su ausencia institucional” (p.66). Y añade: “La Contraloría General de la República adquirió plena conciencia del rol que había pasado a desempeñar y de su importancia en la institucionalidad nacional. En su oficio de fecha 26 de agosto de 1987, dirigido a la Junta de Gobierno, no dudó en afirmar que conforme ‘con la tradición chilena (…) la Contraloría tiene la calidad de órgano fiscalizador del manejo de recursos públicos y de garante de la vigencia efectiva del Estado de derecho’.Esta tesis, por supuesto, también ha contribuido a atenuar el interés ciudadano por crear una Justicia Administrativa en el país, en tanto y en cuanto ella justifica la apretura de instancias administrativas de reclamo con determinado nivel de exigibilidad, que mitiga la omisión mantenida por el legislador en el orden contencioso administrativo” (p.67 y 68). 3 Así, Rodríguez (1961) dice: “El control jurisdiccional es el que se encuentra desgraciadamente trunco debido a la ausencia de tribunales administrativos. Funciona parcialmente, debido a que leyes especiales han ido dando competencia para conocer de asuntos contencioso-administrativos a los tribunales ordinarios, y a que se han construido tribunales especializados en determinadas materias para velar por la legalidad de los actos administrativos que inciden en ellas”. (p. 159).

La Corte Suprema, restringida como estaba por una cláusula constitucional que les otorgaba jurisdicción a los inexistentes tribunales administrativos, fue incapaz de desarrollar un enfoque coherente para resolver este problema. Mientras la Corte formalmente establecía que, al estar pendiente la creación de tribunales administrativos, los juzgados civiles no tenían jurisdicción para fiscalizar los decretos de la administración, en la práctica trató de generar soluciones legales caso por caso. Este enfoque, sin embargo, basado en la aplicación de principios de derecho privado, no ofrecía ni una solución judicial conveniente a los requerimientos individuales ni una plataforma útil para enfrentar los numerosos problemas que surgían de la ausencia de un sistema efectivo de administración de la justicia. En vez de esto creó una gran incertidumbre y confirmó una vez más la idea sostenida por la mayor parte de los políticos de que el poder judicial no era idóneo para encargarse de los asuntos de política pública. (p.163).

Aún sosteniendo que la clarificación de los efectos y no la de las causas de este fenómeno histórico es lo más importante para efectos de este trabajo, no se puede dejar de hacer notar, como antecedente esencial para la comprensión de la relación jurisprudencia-doctrina, el argumento que plantea Pantoja (2005) como causa persistente de la inexistencia de los tribunales contencioso. Administrativos. Este autor atribuye el por qué de la falta de voluntad política para instaurar la justicia administrativa general en Chile de este gran vacío legal a dos factores fundamentales: primero, a un “aciago y persistente desencuentro de la doctrina en el enfoque de las ideas claves del sistema, provocando con ello un agudo desconcierto ciudadano frente al tema que alcanza al legislador” (p.34); y, segundo a la flexibilidad de la institucional de ir acomodándose a la situación. El primero de los factores propuesto por el autor es el que a mi juicio presenta mayor interés para la clarificación de los efectos de este vacío legal. Al elaborar sobre estos desencuentros doctrinales, Pantoja le atribuye la responsabilidad de “haber minado gravemente las convicciones iniciales que favorecían la concreción de esa laudable idea, llevándola al estado de desconformación institucional en que hoy se encuentra” (p.34). Y esto es lo que, como se sostuvo anteriormente, produce en definitiva, dadas las relaciones de retroalimentación entre doctrina y jurisprudencia— que el Poder Judicial haya cambiado tan radicalmente el rumbo, a partir de la década del 70, pasando de un llamado persistente al legislativo a que creara la jurisdicción administrativa a asumir una postura abiertamente judicialista en su vertiente substantiva o material, esto es; haciendo suya la idea de la identidad

entre función contencioso administrativa y actividad judicial, lo que implica sostener que son los tribunales ordinarios lo que deben conocer de las reclamaciones de particulares contra actos administrativos.

Dicha postura llamada judicialista, venía presente en la discusión doctrinaria del contencioso administrativo desde antes de la Constitución de 1925, siendo sus principales impulsores dos importantes autores del siglo XIX, Santiago Prado y Jorge Hunneus (Pantoja, 1970, p.237); pero sus ideas son recogidas en la década de 1960 por José Guillermo Guerra, Mario Bernaschina González, Juan Colombo Campbell y Miguel Cruz Valdés, con divergencias respecto a la sub-postura sustantiva y orgánica. Esta postura se opone a la llamada postura administrativista, que sostiene la necesidad de que los tribunales encargados del control de la administración, por tratarse de una función propia del poder ejecutivo, deben formar parte de esta y no del Poder Judicial. Entre sus principales exponentes en la época de vigencia de la Constitución de 1925 encontramos a Enrique Silva Cimma y José Rodríguez Elizondo –defensor de la exclusión de los tribunales administrativos del poder judicial pero propulsor de un organismo autónomo independiente de la administración activa a semejanza de la Contraloría. A estas dos posturas doctrinarias se añade una tercera, llamada autonómica, propugnada por José Rojas González y Manuel Jara Cristi, que sostiene que los tribunales administrativos deben ser independientes tanto del poder judicial como del poder ejecutivo, y una serie de posturas intermedias como las de Patricio Aylwin Azócar y Guillermo Varas Contreras (Pantoja, 1970, p.237-254).

Posteriormente llegarán algunos autores incluso a sostener la postura judicialista substantiva sobre argumentos formalistas, especialmente durante el período de elaboración de la Constitución de 1980 en el seno de la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, al entender comprendida la actividad jurisdiccional contencioso administrativa en la expresión “causas civiles” –considerando que al usar dicha expresión, sólo se estaban distinguiendo las causas que no son criminales, por lo que bajo la expresión “civiles” cabían un amplio espectro de causas no penales.

Pero, prescindiendo del análisis de los argumentos que fundamentan cada una de las posturas, lo relevante para efectos del presente trabajo es hacer presente cómo éstas se fueron recogiendo en los diversos proyectos esbozados en el legislativo para la creación de los tribunales contencioso administrativos, en la medida en que cada una adscribía un significado distinto al texto constitucional. Para ello me limitaré a enunciar los fundamentos de las dos posturas más opuestas, la judicialista y la administrativista.

El texto del artículo 87 de la Constitución de 1925 era el siguiente:

Artículo 87. Habrá tribunales Administrativos, formados con miembros permanentes, para resolver las reclamaciones que se interpongan contra los actos o disposiciones arbitrarias de las autoridades políticas o administrativas y cuyo conocimiento no esté entregado a otros Tribunales por la Constitución o las leyes. Su organización y atribuciones son materia de ley.

La postura judicialista interpretó el artículo 87 basándose, primero, en su ubicación en el texto constitucional, es decir, al final del título dedicado al poder judicial. Así, consideraron que de la ubicación de este precepto dentro de las normas destinadas al poder judicial se deducía naturalmente la intención del constituyente de incluir el contencioso administrativo bajo superintendencia directiva, correccional y económica de la Corte Suprema, que, en virtud del artículo 86 el Tribunal Supremo poseía sobre todos los Tribunales de la Nación. Siendo el mandato constitucional que la jurisdicción administrativa fuera competencia de tribunales propiamente tales, esto es, formados con miembros permanentes, los tribunales contencioso administrativos ejercen jurisdicción y por lo tanto forman parte del Poder Judicial. Esta conclusión se apoya también en el principio de separación de poderes, el que no permitiría admitir que un órgano de la administración se irrogue prerrogativas propias del poder judicial, especialmente en virtud de la prohibición expresa que hace la propia Constitución relativa al ejercicio de funciones judiciales por órganos pertenecientes a poderes distintos del Poder Judicial, en su artículo 80.

Pero, como bien hace notar Rodríguez (1961) el mismo argumento relativo a la separación de poderes del Estado puede usarse para sostener la postura contraria, ya que puede entenderse que dada la prohibición general contenida en este principio de que un poder se irrogue facultades del otro o se inmiscuya en sus actuaciones, no se puede aceptar la intromisión en la esfera de actividad propia del poder ejecutivo que implicaría la jurisdicción administrativa en manos del poder judicial.

En la vereda opuesta, la postura administrativa, cuyo principal defensor fue el profesor Enrique Silva Cimma en su vertiente propiamente administrativista, fundamentaba la necesidad de la pertenencia al poder ejecutivo de los tribunales contencioso administrativos principalmente sobre la experiencia histórica representada en la evolución del Consejo de Estado francés, además de apoyarse en el principio de separación de poderes en la forma alternativa recién citada; y en una caracterización del contencioso administrativo como una función distinta de la función judicial, lo que produce inmediatamente la inaplicabilidad a éste del artículo 86, apoyándose justamente en la ubicación del artículo, después de aquel

que consagra la superintendencia de la Corte Suprema sobre todos los tribunales pertenecientes al poder judicial.

El hecho de que se las distintas posturas sobre la organización de los tribunales contencioso administrativos se apoyaran en definitiva en los mismos argumentos de base, pero dotándolos de una interpretación distinta, explicaría en gran medida la falta de unidad que impidió una decisión legislativa concreta. Pantoja (1970) destaca esta situación al preguntarse por la razones de esta falta de unidad:

¿Por qué unas mismas razones de fondo justifican tendencias incluso opuestas? ¿Es que han sido mal utilizadas o son insuficientes por sí solas para brindar una cabal explicación?Porque no puedo sino llamar la atención que CRUZ VALDÉS y COLOMBO CAMPBELL –judicialistas—, el Profesor SILVA CIMMA –administrativista— y ROJAS GONZÁLEZ –defensor de la tesis autonómica—, basándose en el principio de separación de poderes y división de funciones, lleguen a conclusiones diversas. Resulta paradojal, además, que la ubicación del artículo 87 importe para los judicialistas en general, encabezados por don JOSÉ GUILLERMO GUERRA, una postura judicial de la Carta Política, en tanto que para RODRÍGUEZ ELIZONDO pueda llegar a significar una inclinación independiente del Poder Judicial. (p.256).

Esta situación, a la luz del conocimiento histórico y jurídico con el que contamos en la actualidad, no parece poder atribuirse a una redacción particularmente ambigua o poco clara del texto constitucional, sino que es atribuible, en mi opinión, a una falta de madurez jurídica presente en la relación legislación-doctrina, que provocó un cierto nivel de desconcierto doctrinario a la hora de analizar el texto constitucional. Pareciera como si se hubiese escrito un precepto constitucional sin el necesario trabajo dogmático previo y posterior que debería acompañar un cambio legislativo de esa magnitud, en otras palabras, pareciera haberse establecido una disposición constitucional que pareciera “venir de otra parte” por cuanto la doctrina nacional no tuvo claro su intencionalidad o su propósito, produciéndose consecuentemente los denunciados desencuentros doctrinales que detalla Pantoja.

Dicha apariencia, sin embargo, no se condice con los registros que tenemos en la actualidad de la discusión jurídica correspondiente a la época de creación del texto de la Constitución de 1925. Fernando Alessandri Rodríguez, por ejemplo, manejaba el sustrato dogmático que fundamentaba la opinión de la necesidad de contar con tribunales

administrativos, necesidad que hizo presente en la Subcomisión de Reforma Constitucional en 1925 cuando propuso la creación de los Tribunales Administrativos (Pantoja, 2005, p.43). Registros que no dejan dudas respecto a la conceptualización que se manejaba de lo que es el contencioso administrativo y de su forma específica, que, como lo ideó Alessandri, debía tratarse de tribunales propiamente tales4.

Este estado de cosas necesariamente debió producir efectos en la aplicación práctica del derecho administrativo, particularmente en su naciente inclinación protectora de los particulares en relación con los actos arbitrarios de la administración. Recordemos que en el contexto histórico en el cual tuvo su vigencia la Constitución de 1925, se produjeron los más grandes abusos por parte del poder estatal en la historia universal. Si bien en Chile, al menos durante este período de la historia, no se puede hablar de una indefensión total de los administrados frente al poder estatal, dada la existencia de la Contraloría, y posteriormente de contenciosos administrativos especiales, y de asunción de competencia contenciosa administrativa por parte de los tribunales ordinarios en algunos casos, el permanente estado de indeterminación dogmática de los tribunales contencioso administrativos y su inexistencia durante el período, produjeron un gran desmedro en el desarrollo doctrinario del derecho administrativo, por su inaplicabilidad práctica. Esta afirmación nace de la constatación del uso generalizado de conceptos del derecho privado por parte de la jurisdicción ordinaria que tomó a su cargo el contencioso administrativo general a partir de la década de 1970; pues de este modo no dio aplicación al caso concreto al derecho administrativo vigente en el país; y aunque la Contraloría fue produciendo cada vez más y mejor jurisprudencia administrativa en el marco de sus atribuciones, ésta se refirió principalmente a los aspectos orgánicos y de relaciones inter-administrativas, quedando fuera de este desarrollo doctrinario los aspectos propios de un contencioso administrativo como se conocen en el derecho continental, esto es la protección jurisdiccional de los administrados frente a actos de la administración. En otras palabras, el desarrollo evolutivo del derecho administrativo referido a los aspectos orgánicos y de funcionamiento institucional de la administración quedó cubierto por la Contraloría, que ha hecho un muy buen trabajo dogmático a este respecto, pero aquel referido a los aspectos más importantes de la relación administración-administrados, quedaron persistentemente relegados y de ese modo, retrasados en su evolución conceptual y dogmática.

4 A este respecto denuncia Pantoja (2005) el primer desencuentro doctrinal de la cátedra de mediados de siglo a manos del profesor Enrique Silva Cimma al afirmar perentoriamente que la jurisdicción contencioso administrativa era una función estrictamente administrativo, por lo que le corresponde su ejercicio a la administración como cuestión innata. (p.44).

Esta constatación es la que se buscará reafirmar en la sección siguiente mediante el análisis de la manera en que la Corte Suprema abordó el vacío dejado por la inexistencia de la ley que debía crear los tribunales administrativos.

Pero antes, me parece necesario mencionar el extraño rumbo que tomó una parte de la doctrina luego del golpe de Estado de 1973, en relación a los desencuentros doctrinales que platea Pantoja. De lo expuesto por este autor, parece colegirse que al momento de producirse la discusión sobre el texto de la nueva Constitución se tomó como insumo la doctrina administrativista previa, con todos estos desencuentros presentes, que se renovaron en la elaboración de un nuevo texto constitucional. Nada más podría explicar las referencias al pensamiento de Hunneus que fueron esgrimidas en la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, que se tomaron como apoyo para conceptualizar el contencioso administrativo como una instancia de legitimación de la discrecionalidad del poder de la administración; dotándosele de una peligrosidad innata en la potencialidad que tenía una justicia administrativa de “administrar a la administración”. En mi opinión ello sólo se puede explicar por una excesiva falta de rigurosidad en el estudio de las fuentes necesario para la redacción de un texto constitucional y en una comprensión bastante pobre de la historia jurídica y política del país y, aún, de la cultura occidental. Con semejante concepto del contencioso administrativo, ignorando su principal propósito cual es la protección de los administrados frente actos arbitrarios de la administración –el control jurisdiccional de los actos de la administración—, no puede extrañar que la Comisión haya asumido una posición judicialista, y que, a la postre, se haya terminado por eliminar la referencia a los tribunales contencioso administrativos del texto constitucional de 1980 mediante la reforma del año 1989.

4. Análisis jurisprudencial. Soluciones de la Corte Suprema a la inexistencia de los tribunales contencioso administrativos durante la vigencia de la Constitución de 1925.

Como se ha ido insinuando a lo largo del presente trabajo, la postura del Poder Judicial respecto al vacío legal dejado por la Constitución de 1925, fue en un primer momento declararse incompetente para conocer de asuntos que la Carta Política encomendaba específicamente a un órgano que en los hechos no existía, por lo que la Corte Suprema no quiso arrogarse funciones pertenecientes a otra institución y, aún más, abogó persistentemente por la pronta dictación de una ley que creara los tribunales

administrativos5 (Pantoja, 1970, p.52). Uno de los casos emblemáticos de este primer momento de la postura de la Corte Suprema sobre la interpretación que debía dársele al artículo 87 de la Constitución, es caso Montero del año 1932; una reclamación de nulidad de un acto administrativo que afectaba patrimonialmente a un particular, derivado de la dictación de un decreto. En el fallo del caso, la Corte afirmó expresamente que los juzgados civiles no tenían jurisdicción para fiscalizar los actos administrativos, y al mismo tiempo que negaba que el poder judicial tuviese competencia para anular el acto, afirmaba que si la demandante hubiese pedido la restitución de su propiedad la Corte podría haber resuelto el caso sin tener que recurrir a anular el decreto de la administración.

Es a partir de este enfoque que, luego de esta reticencia inicial, la Corte abrió la posibilidad a los tribunales ordinarios de conocer de reclamaciones “indirectas” contra actos administrativos cuando afectaban patrimonialmente a los ciudadanos, es decir, vía la interposición de acciones civiles, si la afectación patrimonial dentro de la causa estaba determinada por un acto administrativo, la Corte admitió ser competente para revertir sus efectos sin necesidad de invalidar los actos administrativos. Así, explica Faúndez (2011):

El enfoque de la Corte abrió la posibilidad de que el derecho privado se usara indiscriminadamente para descartar o ignorar cualquier decisión del gobierno con la cual los tribunales estuvieran en desacuerdo. Tal enfoque se basaba en el supuesto de que, en caso de conflicto entre derecho privado y derecho público, el derecho privado

5 También es importante tener presente, que en general la Corte mantuvo la distinción de los actos de gestión y actos de gobierno propia de la doctrina administrativista de la época, entendiendo que siempre fue de competencia de los tribunales ordinarios el conocimiento de las contiendas que se fundaran en actos de gestión por parte de la administración en el que se ejercitan derechos emanados del dominio Fiscal sobre ciertos bienes, en su calidad de causa civil. El fallo del recurso de casación en el caso Sociedad Vicente Kusanovic y otro con Fisco y otro (1942) expresaba esta distinción en los siguientes términos: “En los actos en que se ejercita un derecho respecto a determinada persona y en relación con determinados bienes que están sujetos a vínculos jurídicos, la Administración Pública procede como persona jurídica de derecho privado, en cuyo caso no puede actuar en forma discrecional, como estima que conviene más a la buena administración, sino que tiene que hacerlo con sujeción a los derechos que corresponden a los intereses patrimoniales, tanto del Estado como del particular a quien afecta la medida. (…) La situación producida por el acto de gestión de la autoridad administrativa relacionada con la administración de un bien fiscal, en que se ha ejercitado un derecho emanado del dominio que el Fisco tiene sobre un bien, queda entregada a la decisión de los Tribunales de Justicia que son los encargados de juzgar y dirimir las causas civiles que se susciten entre las personas por sus diferencias en el manejo, cuidado o defensa de sus respectivos intereses o derechos. En consecuencia, la intervención de los Tribunales, para resolver las consecuencias de aquel acto administrativo, no constituye una invasión de las facultades propias de gobierno que tiene la autoridad” (Corte Suprema, 1942).

siempre prevalecía. (…) Las consecuencias políticas de este extraño desarrollo doctrinario se manifestaron plenamente a fines de la década de 1960, cuando los tribunales fueron llamados a proteger derechos de propiedad atropellados por las políticas de gobiernos comprometidos con reformas estructurales. (p. 170).

Y, sin embargo, se aceptó sin mayores críticas por parte de la doctrina esta remisión a una especie de supremacía del derecho privado que, como se ha sostenido, ha prevalecido en el tiempo, con todas las nefastas consecuencias que ello implica para el desarrollo de la dogmática administrativista, pero además, con la consecuencia de fallarse persistentemente casos típicos del contencioso administrativo con criterios del derecho privado que dan soluciones distintas –e incluso contrarias— a la aplicación plena de criterios de derecho público como debería ser.

Aún más ilustrativo de esta postura resulta el argumento entregado por la Corte Suprema en la resolución del recurso de casación en la forma del caso Cámus V., Alfredo y otros con Dirección General de Pavimentación (1961), en el cual elaboró sobre la afectación patrimonial del acto administrativo como elemento habilitante de la jurisdicción ordinaria para conocer de la contienda. Expresó la Corte en los considerandos octavo y noveno de la sentencia:

8° Que en la actualidad, mientras la ley no establezca y organice dichos tribunales administrativos y determine claramente la órbita de sus atribuciones, no se puede excluir del conocimiento de la justicia ordinaria, la resolución de las acciones de carácter patrimonial que deduzcan los afectados que han sufrido un perjuicio por los actos ilegales, indebidos o dañosos de determinadas entidades, cuya ley orgánica les permite celebrar contratos, contraer obligaciones e intervenir en juicio en calidad de demandante o demandada, como ocurre con la Dirección de Pavimentación;9° Que en consecuencia, habiéndose en este pleito promovido un conflicto de carácter patrimonial entre los demandantes y la institución demandada, y no estando hasta ahora organizados los tribunales administrativos, no es posible dejar a los particulares entregados a las probabilidades de exceso de poder de estas reparticiones, cuando existen tribunales ordinarios de justicia encargados de conocer, en general , de todas las causas civiles y criminales que se promuevan en el orden temporal dentro del territorio de la República.

Y no debe olvidarse tampoco, que no habiéndose dictado la ley que señale las atribuciones de esos tribunales administrativos y que deslinde y determina las cuestiones o reclamaciones, de acuerdo con el alcance y propósito de la disposición constitucional referida, no es posible a los tribunales ordinarios inhibirse del conocimiento de asuntos o causas como la presente, olvidándose de sus función primordial que es la de administrar justicia. (Corte Suprema, 1961).

El otro lado de la moneda en este enfoque –es decir, la imposibilidad de los tribunales ordinarios de conocer de causas contencioso administrativas que no digan relación con una afectación patrimonial de los administrados— se evidencia en lo sostenido por la Corte suprema al rechazar el recurso de casación interpuesto por el Consejo de Defensa Fiscal (actual Consejo de Defensa del Estado) en el caso Cifuentes con Dirección General de Impuestos Internos del año 1943 contra la sentencia del Tercer Juzgado Civil de Santiago, confirmada por la Corte de Apelaciones correspondiente, que ordenaba restituir al particular el monto correspondiente a una multa cursada por la Dirección de Sanidad. Para desestimar el recurso interpuesto por el Fisco, la Corte sostiene que por tratarse de una materia ajena al orden patrimonial, el Consejo de Defensa Fiscal no tiene legitimación activa para interponerlo (Corte Suprema, 1944). Con ello admitía tácitamente que por causa de un mismo acto que lesione patrimonialmente al particular, los tribunales civiles serán competentes de la reclamación, pero no será nunca competente el poder judicial para conocer de una reclamación que formule la administración por causa del mismo acto.

Un caso emblemático de este segundo momento, como concreción de la postura inicial de la Corte, y que ilustra notoriamente el uso de la distinción entre actos de gestión y actos de gobierno o autoridad que utilizó la Corte Suprema para declararse competente respecto de los primeros es el caso Sociedad Cooperativa de Compraventa de Transportes Colectivos Ltda. con Fisco, de 1964 (conocido como caso Socotransco). Faúndez (2011) hace la precisión previa: “Los actos de autoridad en términos generales son actos que involucran el uso de la autoridad pública. Los actos de gestión, por otro lado, son actos de naturaleza comercial, en los cuales las autoridades públicas se involucran en relación con tareas oficiales” (p.166), para luego exponer la conclusión de la Corte:

El decreto que cancelaba la personalidad jurídica de Socotransco era, según el gobierno, un acto de autoridad y como tal no podía ser anulado por los juzgados civiles. La Corte Suprema estuvo de acuerdo. Según ésta, en ausencia

de un otorgamiento explícito de jurisdicción, a los juzgados les estaba prohibido intervenir en materias de jurisdicción de otros órganos del Estado, a pesar de que estos tribunales aún no habían sido establecidos. (p. 167).

Por último, casi ad portas del golpe militar, apoyándose en el tenor literal del artículo 5° del Código Orgánico de Tribunales, la Corte Suprema acogió la tesis de una parte de la doctrina que sostenía que los juzgados civiles tenían el deber de asumir el conocimiento de materias contencioso administrativas mientras no fueran creados los tribunales que mandaba el artículo 87 de la Constitución (Faúndez, 2011, p.166). Ya más tarde, como consecuencia de la reformulación del texto constitucional después del golpe de Estado, comenzó a repercutir la tesis judicialista del contencioso administrativo, abriéndose la Corte, con el texto de la Constitución de 1980 modificado por la reforma constitucional de 1989, a conocer directamente de las reclamaciones de particulares contra la administración entendiendo que la justicia contencioso administrativa general –esto es, aquella que no tiene señalada un procedimiento ni un tribunal especial— es parte de las causas civiles definidas en función de su oposición a las causas penales, por lo que están llamados a conocer de ella los tribunales ordinarios.

Cabe tener presente que, paralelamente a esta evolución en la postura de la Corte Suprema, a lo largo de la vigencia de la Carta Política de 1925, el legislador fue entregando el conocimiento de algunos contenciosos especiales, tanto a tribunales especiales como a los tribunales ordinarios. En este punto no había controversias, por ser autoexplicativa la redacción del artículo 87 en lo relativo a la exclusión de la jurisdicción de los tribunales administrativos de aquellos asuntos entregados por la ley al conocimiento de otros tribunales. Un ejemplo de la claridad doctrinaria y jurisprudencial a este respecto se observa en el fallo de la Corte Suprema en Rodríguez y Cía. Ltda. con Dirección General de Sanidad; materia entregada expresamente por la ley al conocimiento de la justicia ordinaria, aunque puede debatirse la interpretación que se le da a la disposición legal que establece la jurisdicción de los tribunales, como intentó alegar el fisco en su apelación. Concretamente, el Fisco interpretaba que el artículo 261 del Código Sanitario entregaba conocimiento a la justicia ordinaria sólo respecto de la petición de dejar sin efecto la sanción impuesta por la autoridad sanitaria, y no respecto de la anulación del acto administrativo que la imponía; mediante esta distinción pretendía que se declarara incompetente, tanto al juez de primera instancia como a la Corte de Apelaciones que conoció de la segunda instancia, aduciendo que el asunto se trataba en realidad de anular el acto administrativo –asunto propiamente contencioso administrativo— y que de ello sólo podía conocer, en virtud de lo dispuesto en el artículo 87 de la

Constitución, un tribunal administrativo. Sin embargo esta alegación fue desestimada por la Corte Suprema bajo el siguiente razonamiento:

(…) la justicia ordinaria ha hecho uso de legítimas facultades para juzgar aquella intervención de la Dirección de Sanidad porque está autorizada para ello por el artículo 261 del Código Sanitario cuyo tenor literal reza así: “De las sanciones aplicadas por la autoridad sanitaria podrá reclamarse ante la justicia ordinaria civil dentro de los cinco días siguientes a su notificación (de la sentencia), la que tramitará las reclamaciones en forma breve y sumaria…” (…) la lectura del precepto legal transcrito lleva al convencimiento de que él somete en forma amplia a la justicia ordinaria civil la revisión de la legalidad y justicia de las sanciones aplicadas por la autoridad sanitaria; y, dentro de esa facultad de revisión, no puede dejar de comprenderse la que tiende a juzgar sobre la competencia del organismo que aplicó la sanción. (Corte Suprema, 1946).

De todo lo expuesto, se desprende la conclusión necesaria de reconocer la flexibilidad que presentó la Corte Suprema para sortear el obstáculo de la competencia contencioso administrativa general entregada a tribunales inexistentes por la Constitución de 1925. La valoración positiva que debe hacerse de esta flexibilidad discurre sobre el camino de constatar que la Corte Suprema asumió su rol de protectora de los particulares frente a abusos de la administración, evolucionando su entendimiento de la ausencia de tribunales administrativos desde la completa indefensión de los particulares hacia una ampliación paulatina de su protección jurisdiccional por la vía interpretativa amplia del artículo 87 de dicha Carta Política, y luego, de la recepción de la teoría de la jurisdicción de los tribunales ordinarios “por la vía de excepción” (Pantoja, 2005, pág.54) formulada por Guillermo Varas Contreras, que:

Reconocía que el agraviado por un acto administrativo no podía accionar en contra de esa decisión a través de una demanda anulatoria, pero que nada impedía al juez, sin embargo, dentro de un juicio civil regularmente promovido ante él, desechar un acto administrativo para dar prioridad a la ley. (Pantoja, 2005, p.55);

Doctrina ésta que fue constantemente invocada para aplicarse en casos derivados de la intensa intervención de la administración en la propiedad privada a partir del gobierno de Eduardo Frei Montalva. Esta formulación fue recogida por la Corte en un fallo de 1972:

Si bien los tribunales de justicia carecen de jurisdicción para dejar sin efecto un Decreto Supremo en razón de su ilegalidad, se encuentran plenamente facultados para desconocer eficacia al acto de autoridad que excede los límites que le han fijado la Constitución y las leyes, cuando dicho problema se discute dentro de un proceso cuyo conocimiento le corresponde. (Pantoja, 2005, p.56).

Sin embargo, la valoración de dicha flexibilidad no puede ser del todo positiva, especialmente porque la evolución en el tiempo de la postura de la Corte, la llevó a seguir ampliando el control administrativo por parte de los tribunales ordinarios con cada vez menos rigurosidad jurídica como se evidencia en la equiparación de las causas contencioso administrativas al concepto de causa civil que tuvo lugar luego de que los militares llegaran al poder. Si bien las causas de este retroceso dogmático son sencillas de explicarse por la historia política y social, no puede ser merecedora de elogios la facilidad con la que la Corte Suprema decidió abandonar los principales principios informadores del derecho administrativo en materia de jurisdicción contencioso administrativa. Esta falta de rigurosidad se evidencia en el concepto que manejaba la Corte Suprema, al año 1977, del contencioso administrativo según Pantoja (2005), que bajo la presidencia de la misma por José María Eyzaguirre, desechó de un plumazo el concepto que había manejado de la jurisdicción contencioso administrativa, forjado durante las cinco décadas anteriores:

En efecto, para el señor Eyzaguirre, el hecho de incluir “a las causas contencioso-administrativas en el inciso primero –significaba caracterizarlas como distintas de las civiles—, con lo cual se le daba un carácter un poco limitativo el precepto ya que se lo apartaría de lo que siempre ha entendido la Corte Suprema por “causas civiles”, es decir, que comprenden todo lo que no sea penal. En realidad, agregar ahí la frase “y de lo contencioso administrativo” podría prestarse a que otras causas civiles similares no quedaran comprendidas en el artículo 79” (76). (p.61).

5. Conclusiones.

El mandato del artículo 87 de la Constitución Política de 1925 dirigido al legislador para que creara y organizara los tribunales administrativos creó un problema mayúsculo en la aplicación del derecho y por consiguiente en la doctrina, al no dictarse nunca la ley orgánica que debía hacer efectivo ese mandato. Aunque el esclarecimiento de las causas de esta omisión escapa a los objetivos de

este trabajo, se puede observar una falta de diálogo entre la doctrina constituyente de la década de 1920 y la doctrina administrativista de mediados de siglo y posterior. Esta última, debido a esta falta de diálogo, perdió el rumbo y fue provocando cada vez más desencuentros doctrinales respecto a la interpretación del artículo 87 y la manera de suplir el vacío que dejó en la aplicación del derecho administrativo, lo que influyó negativamente en los legisladores, estancando los proyectos que buscaban dictar la referida ley orgánica en discusiones infértiles sobre el tipo de organización que quiso instaurar la Constitución de 1925 (aquí se circunscribe el citado debate entre judicialistas, administrativistas y autonomistas). Por su parte, la jurisprudencia se dedicó a intervenir como pudo, con una riqueza dogmática limitada y en general basándose en argumentos doctrinales vigentes en Europa en el siglo anterior. Como insinué más arriba, parece haber habido una decidida falta de recepción del moderno derecho administrativo desarrollándose en Europa por parte de los autores nacionales que se hace visible en los temas que preocupaban y los argumentos que se utilizaban para justificar el control jurisdiccional de la administración por los tribunales; lo mismo, a mi juicio, ocurrió en otras materias del derecho administrativo como la responsabilidad patrimonial del Estado, el debate en torno a la nulidad de derecho público, el rol de la administración y sus modalidades de actuación, etc.

Como consecuencia de esta especie de oscuridad conceptual, de esta pérdida de comunicación de nuestros administrativistas con el desarrollo del moderno derecho europeo y anglosajón, la jurisprudencia también se vio falta de riqueza teórica para aplicar el derecho y se vio forzada a recurrir al derecho privado, que conocía mejor y que evolucionaba más rápido.

Mi proposición principal es que toda esta cadena de sucesos que produjeron un freno a la evolución de nuestro derecho administrativo se debe fundamentalmente a la imposibilidad, dadas las circunstancias, de enriquecer el derecho administrativo mediante su aplicación a la realidad. Dadas las discusiones relativas a la jurisdicción y a la lenta apertura del Poder Judicial a conocer de las reclamaciones contra la administración, la jurisprudencia no pudo extraer mayores experiencias de la aplicación al caso práctico del derecho administrativo, siendo virtualmente imposible evaluar su idoneidad y eficacia. Ello, dada la permanente retroalimentación entre doctrina y jurisprudencia propia de todo sistema jurídico funcional, se tradujo a su vez en la escasez de insumos teóricos para que la doctrina fuera elaborando un derecho administrativo propio y aplicado a la realidad del país. Lo que es especialmente dramático dado el consenso a nivel comparado de la importancia que tiene el desarrollo jurisprudencial para el derecho administrativo, dada su relativa novedad en el mundo jurídico.

A esta situación desafortunada, por decir lo menos, se añadió más tarde en la historia la nefasta circunstancia del quiebre democrático y constitucional extremadamente prolongado de la dictadura militar de Pinochet, que en los hechos, vino a enterrar definitivamente el camino evolutivo del derecho administrativo chileno, y en especial aquellas materias referidas a los límites de la actuación administrativa y a su control.

Luego de la vuelta a la democracia, por tanto, retomar la evolución dogmática del derecho administrativo era una tarea titánica, quizás aún más que partir de cero en tanto la operatividad de la administración del Estado venía cargada de la experiencia dictatorial militar. Adicionalmente, la Constitución de 1980, al prescindir de la referencia a los tribunales administrativos –por razones que son a mi juicio atribuibles a la más abyecta ignorancia jurídica en materia de derecho público de algunos miembros de la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución y del poder judicial6 dejó definitivamente entregada a la justicia ordinaria la jurisdicción sobre materias contencioso administrativas, lo que, a mi juicio produjo aun mayor estancamiento en el desarrollo de la dogmática administrativa porque los jueces ordinarios no tenían la preparación necesaria en materia de derecho público como para enriquecer el derecho administrativo por la vía de su aplicación a las reclamaciones contra los actos de la administración. Y por último, no contribuyó en nada a esta situación el hecho de que la Contraloría asumiera el rol de enriquecimiento teórico del derecho por la aplicación del mismo a la realidad; y que la protección jurisdiccional de los administrados se encausara en el recurso de protección. Esto, sumado a la existencia, actualmente, de múltiples y atomizados contenciosos especiales, terminan por sacar del ideario colectivo la noción de que sea necesario tener un contencioso administrativo general y legitima el estado de cosas actual.

Ante esto sólo nos queda proponernos en tanto actores jurídicos, influir en el panorama actual del derecho administrativo y proponer una revisión del sistema que tenemos de resolución de contiendas entre particulares y la administración. Si bien no existe a primera vista ninguna urgencia, por no encontrarse desprotegidos los administrados contra las posibles arbitrariedades del poder ejecutivo, de este examen y de los balances y conclusiones que se puedan sacar de él, depende en

6 Basta para constatar esto ver el rechazo de la proposición hecha por Sergio Diez a la Comisión de incluir expresamente la expresión “contencioso administrativas” a la frase “causas civiles y criminales” en el artículo 79 (actual 76) otorgándola a la competencia de la justicia ordinaria, por parte de Eyzaguirre, bajo el argumento de que siempre se entendieron incluidas en la expresión “causas civiles” por la Corte Suprema; afirmación que, como vimos, dista bastante de la realidad. (Pantoja, 2005, p.61).

gran medida la valoración que podamos hacer de nuestro sistema jurídico administrativo.

6. Bibliografía:

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14. Sentencias consultadas:

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Corte Suprema. Cámus V., Alfredo y otros con Dirección General de Pavimentación. 1961. Revista de Derecho, Jurisprudencia y Ciencias Sociales y Gaceta Jurídica de los Tribunales LVIII, sec. 1 (1 y 2): 144-150.

Corte Suprema. Sociedad Cooperativa de Compraventa de Transportes Colectivos Ltda. con Fisco. 1964. Revista de Derecho, Jurisprudencia y Ciencias Sociales y Gaceta Jurídica de los Tribunales LXI, sec. 1 (1 y 2): 7-14.

Corte Suprema. Herrera V., Raúl y otro con Caja de Previsión de la Defensa Nacional. 1964. Revista de Derecho, Jurisprudencia y Ciencias Sociales y Gaceta Jurídica de los Tribunales LXI, sec. 1 (1 y 2): 358-372.

Corte Suprema. Moreno L., Ricardo con Municipalidad de Concepción. 1966. Revista de Derecho, Jurisprudencia y Ciencias Sociales y Gaceta Jurídica de los Tribunales LXIII, sec. 1 (1): 147-150.