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1 “Altas y ponderadas maravillas en recíproco amor juntos tratando”: aproximación contemplativa a la Epístola a Arias Montano Ángel García Galiano Universidad Complutense A Juan Blanco, querido maestro, in memoriam INTRODUCCIÓN Que uno de los poetas más impresionantes y ricos de nuestra historia literaria sea un perfecto desconocido para el público lector y apenas un nombre más de entre nuestros autores áureos para los letrados sigue siendo un triste baldón que sufrimos los dedicados, de una u otra forma, a la literatura renacentista. Francisco de Aldana (1537-1578), nacido y educado en Italia, en la florentina corte neoplatónica de los Médicis, es el autor de uno de los más impresionantes poemas de inteligencia mística en lengua castellana de todos los tiempos. Este ensayo pretende ser un atrio para que el lector se adentre en la comprensión del texto con algún conocimiento de causa. Para ello, comenzaremos con una pequeña incursión biográfica. Poeta, soldado, cortesano, Aldana es el perfecto caballero renacentista. Abandona su amada Florencia muy joven para seguir el camino de las armas al servicio del duque de Alba en los tercios de Flandes, donde vivirá casi diez años. De este aciago destino de militar, que intenta abandonar, sin éxito, se lamenta en los comienzos de su Carta. Participa en la batalla de san Quintín (1561) y en otras “memorables” hazañas bélicas que le confieren, prematuramente, el rango de capitán (equivalente a coronel, en nuestros días). Afortunadamente, no todo fue pesadumbre y guerra en su etapa flamenca: allí, en Amberes, la vida le regaló la amistad con el humanista Arias Montano, el destinatario de esta carta, su maestro, confidente y gran amigo. Arias Montano (1527-1598), sacerdote, biblista (brilló por su elocuencia y erudición en Trento) y amigo de Fray Luis, como el agustino fue también acusado de herejía, salió absuelto del tribunal de la Inquisición; amigo y hombre de confianza de Felipe II, tras su destino en Flandes fue nombrado capellán y bibliotecario de El Escorial; precisamente en el curso de la preparación de su famosa Biblia Políglota (Amberes, 1572) coincide e intima con el editor Plantino, miembro de un grupo espiritual “herético”, de tradición alumbrada, la Familia Charitatis, que mantiene el trabajo espiritual y la

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“Altas y ponderadas maravillas en recíproco amor juntos tratando”: aproximación contemplativa a la Epístola a Arias Montano

Ángel García Galiano

Universidad Complutense A Juan Blanco, querido maestro, in memoriam INTRODUCCIÓN Que uno de los poetas más impresionantes y ricos de nuestra

historia literaria sea un perfecto desconocido para el público lector y apenas un nombre más de entre nuestros autores áureos para los letrados sigue siendo un triste baldón que sufrimos los dedicados, de una u otra forma, a la literatura renacentista.

Francisco de Aldana (1537-1578), nacido y educado en Italia, en la florentina corte neoplatónica de los Médicis, es el autor de uno de los más impresionantes poemas de inteligencia mística en lengua castellana de todos los tiempos. Este ensayo pretende ser un atrio para que el lector se adentre en la comprensión del texto con algún conocimiento de causa. Para ello, comenzaremos con una pequeña incursión biográfica.

Poeta, soldado, cortesano, Aldana es el perfecto caballero renacentista. Abandona su amada Florencia muy joven para seguir el camino de las armas al servicio del duque de Alba en los tercios de Flandes, donde vivirá casi diez años. De este aciago destino de militar, que intenta abandonar, sin éxito, se lamenta en los comienzos de su Carta. Participa en la batalla de san Quintín (1561) y en otras “memorables” hazañas bélicas que le confieren, prematuramente, el rango de capitán (equivalente a coronel, en nuestros días).

Afortunadamente, no todo fue pesadumbre y guerra en su etapa flamenca: allí, en Amberes, la vida le regaló la amistad con el humanista Arias Montano, el destinatario de esta carta, su maestro, confidente y gran amigo. Arias Montano (1527-1598), sacerdote, biblista (brilló por su elocuencia y erudición en Trento) y amigo de Fray Luis, como el agustino fue también acusado de herejía, salió absuelto del tribunal de la Inquisición; amigo y hombre de confianza de Felipe II, tras su destino en Flandes fue nombrado capellán y bibliotecario de El Escorial; precisamente en el curso de la preparación de su famosa Biblia Políglota (Amberes, 1572) coincide e intima con el editor Plantino, miembro de un grupo espiritual “herético”, de tradición alumbrada, la Familia Charitatis, que mantiene el trabajo espiritual y la

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práctica contemplativa de la mística flamenca, auspiciada por el fecundo magisterio de Tauler y Ruysbroeck.

El encuentro de nuestro poeta con el místico humanista (que poco después rechazó un obispado para retirarse a una ermita cerca de Sevilla) lo marca, sus enseñanzas operan en él una transformación de la que va a dar cuenta en esta Carta. Aldana, cada vez más lejos de cualquier anhelo de encumbramiento militar o cortesano, pide el retiro del ejército, Felipe II le promete el cargo de alcaide en la fortaleza de San Sebastián, un sugestivo retiro para el poeta, pero, antes, lo envía como espía (disfrazado de mercader judío) para observar las posiciones y fortificaciones del enemigo musulmán en el Norte de África. Su eficaz y peligroso trabajo le va a costar la muerte, porque el rey don Sebastián de Portugal exige a su tío Felipe II que le deje llevar al capitán Aldana como consejero y mano derecha en su desastrosa campaña de Alcazarquivir, en la que, un 4 de agosto de 1578, ambos perecieron sobre las ardientes arenas del desierto.

El anhelo de recogimiento que expresa en su Carta se vio así frustrado por la muerte violenta “en mitad del camino de la vida”. Un destino en el que parece reproducir el de su modelo poético, Garcilaso de la Vega, muerto en parecidas circunstancias, al servicio de Carlos V, en 1536. Con el que comparte amor por Italia, algunos amigos, y el verso petrarquista. Si Garcilaso es, sin duda, mejor poeta amoroso, Aldana supera al toledano en otros géneros y, sobre todo, introduce, desde un punto de vista laico y ajeno a cualquier práctica religiosa reglada la expresión del anhelo contemplativo, pues los versos de la Carta que comentamos transcienden el horacianismo formal, el marco retórico meramente teórico y transcriben el fruto emocionado y bellísimo de una clara experiencia personal, como luego veremos.

Los tercetos de esta Carta y su vuelo espiritual superan en altura poética las liras de las Odas ascensionales de fray Luis, la arquitectura filosófica compite con la prosa mística de las Moradas de Teresa de Ávila, y el fulgor simbólico del verso y la profundidad de las experiencias que en ella se relatan no desmerecen de ese milagro de la poesía y el éxtasis que es el Cántico, de Juan de la Cruz. Por cierto, todos estos textos que he citado son estrictamente contemporáneos y fueron escritos en un marco espacial muy pequeño: Madrid, Ávila, Toledo, Salamanca.

Y, sin embargo, la Epístola a Arias Montano aúna como en crisol toda esta copia de despropósitos: ignorada por nuestros “especialistas” en literatura mística (léase “espiritual”, volveré más adelante sobre el asunto) por tratarse de la obra de un profano y, para más pecado, militar. Vale decir: los “profesionales de la espiritualidad”, por lo general clérigos católicos que sin acaso proponérselo y de manera sólo tácita, asumen patrimonialmente el estudio de estas cuestiones lindantes con la trascendencia y las traducen a su escolástica manera, no conciben que un “lego” en la materia, que alguien no

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habilitado por una consagración para indagar en los hondones de la conciencia, pueda escribir algo con sentido contemplativo. Por eso, cuando se ocupan, si se ocupan, de nuestro poeta, y más en concreto de su Epístola, lo hacen como un hallazgo bizarro dentro de un contexto, a lo sumo, neoplatónico, pero de difícil y onerosa exégesis en lo que para ellos es la ortodoxia espiritual, o, como mucho, la heterodoxia de la ortodoxia.

Para el resto, para los filólogos laicos, la Epístola tiene resonancias religiosas y sobre todo místicas incontrovertibles, cuya elucidación requiere de un aparato de citas, textos, paratextos y metatextos que ayudan a desbrozar el camino de las fuentes, directas o indirectas, pero eluden, casi siempre, el escollo de una hermenéutica textual directa, o sea, una lectura sin prejuicios religiosos, pero tampoco racionalistas, que se adentre en las complejas anfractuosidades de uno de los textos más ricos, inquietantes y sobrenaturales que jamás hayan sido escritos ni en nuestra lengua ni en ninguna otra.

Se echa de menos, en fin, una lectura más ecuménica y más omnicomprensiva que acoja en su seno las posibles razones metafísicas, gnoseológicas y antropológicas, además de las vitales que intuyamos (eludamos sanamente el término “psicológico”), razones, experiencias y modelos, en fin, que convirtieron este texto en el testamento literario del poeta y, lo que es aún más importante, ejemplo excelso de itinerarium mentis ad Deum, dechado impecable de inteligencia mística puesta en verso y, por ello, mal que pese a cierta prejuiciosa lectura de los textos dizque espirituales, un vademécum contemplativo ajeno a adscripciones explícitas desde un punto de vista estrictamente doctrinal.

Para intentar entender algunas de estas razones, me he atrevido a coger el toro de la espiritualidad, o mejor, de la experiencia mística, por su cabo, para intentar comprender de dónde proceden las inquietudes o vivencias que se encarnan hechas poema en los tercetos admirables de Aldana. El recorrido, a vuela pluma, comienza en los albores históricos de la conciencia y hemos de suponer que aún no ha terminado.

EN EL PRINCIPIO “Vuélvete silencioso y en el silencio

dirígete hacia la no-existencia, y cuando seas no-existente ¡serás todo alabanzas!” (Rumi) A lo largo de la historia de la humanidad, es decir, desde el

neolítico hasta nuestros días, en todas las civilizaciones ha habido una

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serie de seres humanos que han pretendido expresar (la mayoría de las veces de forma coincidente) una suerte de visión de la realidad más allá del uso común, una experiencia de otredad, fundacional, basada en la identificación o unión del sujeto con el todo; cuyo corolario mítico, poético, épico, legislativo, incluso, es el origen de todas las grandes culturas, en términos de emergencia, y que podríamos, por generalizar, denominar como encuentro con lo sagrado. Como fruto común de esa experiencia nacen y se desarrollan grandes filosofías o religiones, expresadas en forma de vedas, de libros sagrados, acompañadas generalmente de epopeyas míticas fundacionales; pues bien, todas estas experiencias religiosas comparten (dentro de sus naturales y aún contradictorias diferencias exteriores) una serie de elementos comunes que son los que interesan al fenomenólogo del hecho religioso. Como ya explicara W. James1 en 1902, la religión hunde su raíz y centro en los estados de conciencia mística, o, dicho de otra manera, toda estructura religiosa tiene como venero una experiencia radical de otredad que acaba lexicalizándose en prácticas y dogmas. Como afirma Bergson, “la religión es al misticismo lo que la vulgarización es a la ciencia”.

Parece evidente que todas las religiones importantes se caracterizan, incluso en nuestros días, las que han sobrevivido, por manifestar dos caras, una exotérica, la más conocida, básicamente popular, cultual, llena de ritos, dividida en multitud de sectas y escuelas, fruto de las diferentes interpretaciones del Libro o mensaje originario del Fundador. Esta religión exotérica, o hacia fuera, se caracteriza además por disponer de un componente salvífico, soteriológico, una mitología, así como unas normas de conducta básicas en forma de mandamientos o preceptos que buscan por un lado la cohesión social y la profilaxis comunitaria y, por otro, la identificación del grupo, la asamblea de creyentes, frente a los otros, los gentiles, los bárbaros, los in-fieles.

Pero junto a esta faceta exotérica, jerárquica, dogmática, institucional, basada en una serie de creencias y sustentada de sólito por el poder de una casta sacerdotal, surge siempre una línea minoritaria, mucho más profunda y rigurosa en sus planteamientos, basada en el magisterio que se trasmite de maestros a discípulos, en la experiencia interior más que en la adhesión irracional a una fe mítica y al cabo estereotipada en normas y preceptos que la hacen identificable frente a las otras creencias, y fundamentada en la investigación en la conciencia a través de una práctica que, en general, se conoce como meditación, oración contemplativa o silencio de la mente.

Una de las cosas más sorprendentes para el estudioso del fenómeno místico es que las enseñanzas esotéricas de todas las

1 William James, Las variedades de la experiencia religiosa, Barcelona, Península, 1986.

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religiones son prácticamente coincidentes2. Quiere decirse que los testimonios, pedagógicos o experienciales, de los maestros que intentan explicar el recorrido o los logros de esta práctica concuerdan hasta en el uso de las imágenes con que se intenta vencer el inefable puente de una experiencia que trasciende los límites del simbolismo conceptual. Hablamos de textos sin coincidencia genética de ningún tipo, producidos en contextos culturales y lenguas ajenos por completo a los del resto. Por eso, aunque el filólogo está en la obligación de encontrar las fuentes textuales, haría bien en reparar, además, que muchas de estas experiencias son coincidentes, a veces casi a la letra, en su descripción, no porque se hayan leído en otros textos (muchas veces en idiomas ajenos al escritor que se investiga), sino porque relatan el mismo tipo de experiencia, tal como la disolución, la percepción simultánea de todas las cosas, un infinito y delicado amor o la plenitud de un instante eterno arrebatado al fluir del tiempo. Lo que varía en la descripción de cada experimentador hasta poder hacerla, al menos en parte, quizá no antitética, pero sin duda complementaria, es el horizonte de experiencias de cada uno, no la realidad que se les revela y de la que participan.

Pero volvamos por un instante al comienzo y observemos cómo, en efecto, todas las escuelas de sabiduría han gestado con el tiempo una vertiente social, común, normativa y cultual, exotérica, la que acaba adquiriendo todo el protagonismo, subdividida y enfrentada más pronto que tarde en innumerables sectas, mientras que ha intentado mantener en privado, secretamente, una serie de enseñanzas minoritarias (la puerta angosta, según cierta tradición cara a Montano, como veremos), transmitidas mediante prácticas individuales, de maestro a discípulo, y que, al cabo, si no censuradas, son miradas con cierto recelo por la Institución, que siempre ve en estas prácticas un peligro de disolución, desobediencia, locura, inmoralidad, indisciplina, o todo ello junto, expedientes enojosos y muy poco gratos para los pastores que velan por el sosiego secular de su redil.

Y aún así, obsérvese, de oriente a occidente, cómo la religión hindú exotérica, con su panteón poblado de divinidades, y su sociedad dividida en castas, dogmas, creencias míticas y rituales, ha generado en su seno la Filosofía Vedanta y una tradición contemplativa no dual, advaita, con expresiones tan profundas como las de Sankara, uno de sus grandes místicos, o, en el siglo pasado, Nisargadatta.

En la religión china sucede algo similar, pues junto a Confucio, y su gran labor civilizadora y normativa, Lao zu explica en el Tao Te King el Camino (Tao) para la realización espiritual.

2 Incluso para los más renuentes a aceptar este hecho innegable, generalmente miembros ellos mismos de tradiciones exotéricas que identifican con la verdad, o epistemólogos constructivistas como St. Katz. Cfr. a este respecto Juan Martín Velasco, El fenómeno místico, Madrid, Trotta, 2003, pp. 39 y ss.

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Si el budismo se ha diversificado exotéricamente en innumerables manifestaciones cultuales, dogmáticas y litúrgicas de todo tipo (Theravada, Hinayana, Mahayana, tántrico, etc.), no es menos cierto que la práctica del Zen está en el centro de su sabiduría esotérica más profunda, con divulgadores contemporáneos como D.T. Suzuki, cuyas enseñanzas influyeron, por ejemplo, en un cristiano como Th. Merton o un novelista como Cortázar, cuya Rayuela, en borrador, se titulaba Mandala.

En la religión griega, observamos igualmente una tradición estatal, política, impulsada por Pisístrato y su domesticación de los cultos dionisíacos hacia el teatro trágico, una religión, en definitiva, cultual, para la polis, cohesionadora socialmente, que chocaba a veces frontalmente con los cultos órficos y mistéricos, primero, y en seguida con las enseñanzas de Pitágoras y Sócrates, de cuyo conocido influjo en Platón y primer cristianismo surge una corriente filosófica gnóstica y neoplatónica en la que sin duda se formó el joven Aldana en la Florencia de su feliz memoria.

En el ámbito de las tradiciones abrahámicas podemos advertir, dentro del judaísmo, que la gran corriente cultual, casuística y normativa siempre anduvo secundada por la tradición cabalística y sus derivas más o menos mágicas o visionarias (más tarde hablaremos, dentro del misticismo, de sus variantes); el cristianismo, acaso más consciente de los peligros disolventes de estas enseñanzas, o fruto histórico de haberse convertido muy pronto en una religión de poder, ha sido más beligerante que ninguna a la hora de secar cualquier asomo de tradición esotérica en sus filas, es, de hecho, la única de las grandes religiones que no ha mantenido (o lo ha hecho a duras penas), desde sus orígenes hasta nuestros días, una escuela contemplativa que haya trasmitido sus enseñanzas de maestros a discípulos sin verse sofocada en seguida desde el poder por problemas de heterodoxia.

El Islam, disperso en multitud de escuelas exotéricas, tanto o más que el cristianismo, ha mantenido una tradición contemplativa, el sufismo, que ha dado literariamente frutos exquisitos, y que sólo muy recientemente está siendo puesto en cuestión por los integristas contemporáneos en casi toda la Umma.

CARACTERÍSTICAS COMUNES DE LA EXPERIENCIA

MÍSTICA

“Se dice que se ha obtenido el dominio de sí mismo cuando los órganos sensoriales se apartan de los sentidos y se mantienen en sus respectivos centros. Este recogimiento, o retiro en sí mismo se consigue cuando la mete deja de reaccionar frete a los estímulos externos.” (Sankara)

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Haciendo abstracción de las coloraciones contextuales con que

cada concepción religiosa tiñe la experiencia mística, al ser expresada en un marco filosófico-teológico (y lingüístico, cultural, etc.) concreto y diferente, en época y espacio, a cualquier otro, podemos encontrar una serie de características comunes y constantes en todas ellas. Quizá este breve repaso nos ayude a convocar una lectura contemplativa, esotérica (en este sentido, enfrentado a exotérico) de la Epístola.

1.- Todas las escuelas contemplativas son iniciáticas, esto es, están basadas en la trasmisión maestro-discípulo de sus conocimientos, y esto por dos motivos complementarios: en primer lugar, porque la trasmisión de los mismos se basa en un hecho experimentable y trasmitible, es decir, comunicable intersubjetivamente, que requiere un protocolo que se ha de aprender y practicar. La mística genera un modelo metafísico que induce una práctica, la cual demuestra y constata la validez del modelo. Ese modelo es el de la no dualidad, la no diferenciación epistemológica ni esencial entre sujeto y objeto. Para ello, este sistema exige una premisa fundacional, la inexistencia de algo así como un yo separado que sea sujeto autónomo de la percepción. La disolución de esa “creencia básica”, o yo separado caracterizado como el (falso) protagonista de la cognición, se induce a través de una serie de protocolos (el silencio de la mente, básicamente) encaminados a arraigar en el acto cognitivo la experiencia de la no dualidad (o meditación) mediante el expediente de iluminar, con la práctica contemplativa, la chispa de totalidad, el brillo de la conciencia que anida en cada uno de los seres conscientes.

Y, en segundo lugar, son iniciáticas, en tanto que corolario de lo que acabamos de afirmar, porque se rechaza toda adhesión de tipo fideísta, emanada de la reverencia al líder, el deseo infantil de salvación, el respeto a la tradición, la sugestión literalista de los libros sagrados o cualquier otro motivo, en el presupuesto de que tales actitudes (en las que se incluyen las “buenas obras”, los sacrificios o cualquier práctica de mera exteriorización emocional) no experimentadas, sino miméticas, y obradas desde fuera, no logran el objetivo de la realización última de lo Real, pues se emiten a falta de la comprensión de lo que allí acontece, y en las que subyace siempre un deseo salvífico para el ego que sólo evidencia su origen: el miedo y la ignorancia, los atributos del universo manifestado:

“Muchos citan las escrituras, ofrecen sacrificios al pie del altar, cumplen los ritos prescritos y adoran las divinidades. Pero la liberación sólo se alcanza mediante la realización de la identidad con el Atman y no por aquellos otros medios”, dice Sankara.

Me detengo un momento en este aspecto porque interesa mucho para la comprensión del poema de Aldana y para diferenciar el proceso contemplativo del desarrollo moral normativo (y generalmente –necesariamente- hipócrita que conlleva cualquier práctica exotérica): el

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contemplativo que se afianza en su experiencia de lo real desarrolla desde esa comprensión nueva una serie de virtudes (y hasta de facultades paranomarles o preternaturales) como la serenidad, la paz, el amor incondicionado, etc., pero todo ello surge de una comprensión del hombre y el mundo que sin duda le llevará a un cambio radical de existencia, constatable en un alejamiento del tráfago mundano, busca de una vida sencilla, libre de anhelos y veleidades sociales, en contacto con la naturaleza. Sucede que muchas personas malinterpretan este sano contemptus mundi, confunden los efectos con sus causas, y, huyendo acaso de serios problemas mentales se introducen en una “vía contemplativa” atenida estrictamente (en el mejor de los caso por falta de comprensión, ausencia de un maestro o inmadurez) a los datos externos que genera habitualmente la misma: confunden así el aristocrático desapego con un desprecio por las cosas, sobre todos las materiales, carnales y sus derivados (sexo, matrimonio, familia, bienes, placeres), la necesidad de soledad con el aislamiento estilítico y enfermizo, la vida sencilla y serenamente austera con un morboso delectarse en la mortificación, el ayuno y toda suerte de privaciones y hasta aberraciones insalubres, o el alejamiento del ruido mundano con un desprecio psicótico hacia la realidad.

Es posible que desde fuera, y con un cierto prejuicio, a los unos y a los otros se les pueda confundir externamente si no se profundiza en el sentido último de su vida y obras (por sus frutos les conoceréis), y puede también que las impertinentes locuras de los otros hayan dado pábulo al desprecio o desconfiada reserva hacia los unos.

Digamos por último que, como ya advirtiera Juan de la Cruz, la aventura contemplativa puede ser larga, difícil y procelosa, lo normal es que la mayoría abandone apenas dados los primeros pasos, y que otros, henchidos pseudoespirituales, se atribuyan como mérito propio un cierto desapego y algunas intuiciones que les han sobrevenido para “dar lecciones” e iniciar un camino de hinchazón egoica que suele ser muy atractivo para el vulgo buscador de señales y que genera todo tipo de dislates.

Confundir “eso” con la experiencia mística es punto menos que injusto, utilizarlo en contra de la misma es intelectualmente demagógico y argumentalmente ignorante. Pero es eso, sobre todo en occidente, lo que han hecho (y hacen hoy en día) las instituciones religiosas, las iglesias, cuando esgrimen este tipo de argumentos para alertar a sus fieles en contra de la vía de interiorización en la conciencia, por mucho que luego enarbolen, a su sabor y cuando les conviene, la bandera triunfal de aquellos que han canonizado como paladines de la fe en sus respectivas empresas. Porque las instituciones sólo tienen dos salidas ante el verdadero místico: quemarlo, desterrarlo, callarlo, por hereje y loco, o reducirlo a la ortodoxia canónica y, precisamente, “canonizarlo”. El viejo tema del traidor y del héroe.

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El dogma positivista constata la irracionalidad del proceso (para nuestra filosofía es un axioma que el conocimiento nace de un ego cogitante, sin el cual es imposible la cognición) y, en el mejor de los casos, se limita a admirar los frutos granados y poéticos que surgen al intentar expresar artísticamente estas experiencias: la mente pensante evoca familiaridades eróticas o de otro tipo como único modelo de acercamiento a realidades tan incomprensibles como fascinantes literariamente.

2.- Todas las tradiciones elaboran un protocolo de actuación práctica basada en la interiorización y el silencio de la mente que evidencia un sistema de análisis de la realidad, cuya corroboración sería precisamente la práctica meditativa. La vía contemplativa, y trataremos al explicar esto de paliar un error muy extendido, es una vía metafísica, no meramente antropológica, ni psicológica, ni mucho menos moral o ascética, aunque, como ya dijimos, hay una parte de la realización espiritual que genera resultados prácticos y que exige ejecuciones ascéticas, ellas están al servicio de la introspección y no son un fin en sí mismas, como lo serían, en cambio, de perfilarse esta actitud como una mera moral estoica de desapego: cuántas veces no se ha confundido la mística –con razón desde este punto de vista- con un cierto modelo filosófico de renuncia.

Este sistema metafísico (que a veces genera una cosmología y una antropología) de aproximación a la realidad parte de que existen una serie de estados de conciencia, algunos habituales (sueño, pensamiento, observación) y otros para cuya inducción se necesita de una serie de destrezas, aparentemente sencillas (el silencio, la soledad, la concentración), pero imponderables para la mayoría de las personas, devanadas en el afán del mundo y sus circunstancias. Ha de haber, por tanto, una previa motivación, una vocación, una llamada (que suele nacer del desengaño: ver lo irreal –el mundo, las cosas- como irreal) que activa en el discípulo la busca de un camino que sacie su “sed de eternidad” más allá de lo acumulativo, perecedero e impermanente. Esta vía de acceso a lo Real, de descubrimiento de lo permanente en la impermanencia, postula como axioma básico la búsqueda de un perceptor que sea estable, el cual sólo se da cuando se puede ver el mundo, los objetos incluidos en un campo cognitivo, sin mediación histórica de quien las percibe.

Expliquemos brevemente este postulado tan perturbador para nuestra “civilización del cogito”. Hemos dicho que se trataba de un sistema metafísico y quizá convenga advertir que, sobre todo, desarrolla una teoría del conocimiento, una gnoseología.

Sorprende sobremanera que todas estas tradiciones contemplativas, esotéricas, coincidan básicamente (formulado de múltiples y hasta externamente contradictorias maneras) en el siguiente postulado: más allá de la realidad relativa percibida por los sentidos y elaborada por la mente a base de conceptos, abstracciones e ideaciones

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retóricas basadas en la ideología y los mecanismos de seguridad dados (dioses, polis, normas, mitos) que forja eso que, felizmente, hemos dado en llamar la Historia y las Civilizaciones, con su carga de hallazgos y de irreparables contradicciones, más allá de ese sistema relativo de análisis de la realidad existe una manera (sutil, misteriosa, esquiva, luminosa) de aprehender esa misma realidad en la que no interviene la mediación de la mente, sino que lo que acontece en el Presente se capta instantáneamente, intuitivamente, a través de la inteligencia, o mente superior. La realidad dada y su construcción lingüística elaborada luego política, filosófica o teológicamente es dual, antitética, lleva en su seno el germen de su propia contradicción por la sencilla razón de que para elaborar esa “realidad” percibida se pone en funcionamiento, a través de la mente, la historia, la memoria, la infinita y relacional concatenación de eventos previos y futuros desde los que pretendemos asir (manipular, interpretar) el hecho que acontece aquí y ahora.

Yo no conozco algo, lo convierto en un suceso incardinado en una red de relaciones históricas y de elaboraciones conceptuales previas. Para la inmensa mayoría de los seres humanos esta es la única realidad perceptible y la mente su único modelo sistemático de acceso y análisis; las escuelas esotéricas, sin negar esta indudable realidad, advierten que este modelo de aprehensión relacional, relativo, tiene un único e imponderable “defecto”: genera múltiples contradicciones de las que da cuenta el cotidiano vivir de las gentes y, además, no resuelve, dada la inestabilidad básica del modelo (se conoce siempre relacionando, nunca “directamente”, sin historia), las grandes preguntas existenciales sobre el sentido, el problema del mal y del dolor, la muerte... cuyas pseudorespuestas acaban siendo usurpadas por las castas sacerdotales al uso por considerar que tienen el patrimonio de la trascendencia (y su revelación salvífica), según la herencia mítica a la que invoquen.

Este valor de mediación del que se apropian los sacerdotes, únicos pontífices u oráculos de la divinidad capaces de traducir sus designios y convertirlos en normas morales y de conducta a cambio, claro, de mantener el poder que una intermediación tamaña les confiere, la podemos ejemplificar literariamente en un breve episodio muy conocido de Robinson Crusoe, recordemos que, una vez rescatado Viernes, su nuevo amo blanco lo alecciona en el conocimiento del “verdadero Dios”, inquiriéndole antes por sus creencias; el buen salvaje le explica entonces cómo su tribu cree en Benamuki, el cual escucha a los hombres cuando suben a las montañas donde mora para invocarlo:

“Le pregunté si alguna vez había subido a hablarle, me dijo que no, que los jóvenes jamás lo hacían sino que era privilegio de los ancianos a quienes llamaban Uwokaki, queriendo significar, según me explicó, los sacerdotes o ascetas; aquellos eran los que subían a decir “¡Oh!” –evidentemente, a elevar sus plegarias- y a su regreso

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manifestaban la voluntad de Benamuki. De ahí deduje que aun entre los más ciegos, ignorantes y paganos habitantes del mundo existe la superchería, y que la astucia de crear una religión secreta a fin de mantener la veneración popular se practica acaso en todas las religiones del mundo, incluso las de los más embrutecidos y bárbaros salvajes.”

Para estas castas de poder, la vía contemplativa supone siempre un peligro antisistema, dado que el místico, por definición, llega a conclusiones sobre la elaboración de la realidad que trasciende la más pura y perfecta construcción teológico-política dable, pero su escaso poder, incluido su nulo apego al mismo, las suele convertir en asumibles, en los arrabales del sistema, como entorno del mismo, siempre y cuando no pongan en peligro la ortodoxia y la cohesión social que conlleva la construcción exotérica.

Ocurre a veces que estas escuelas han adquirido una mayor preponderancia en una sociedad dada y que han conseguido enfrentarse al poder dado hasta lograr instaurar una nueva sociedad, en principio, basada en los postulados adquiridos por la práctica iniciática. Y sucede siempre, es una ley histórica irrefutable, que desaparecido el carisma del líder, del maestro, del visionario que organizó, quizá a su pesar, la revuelta y accedió al poder en un tipo cualquiera de sociedad (sea ésta una villa, un monasterio, una orden, un feudo, una región...), la sociedad creada a partir de sus enseñanzas genera una serie de retóricas, de ideologías exotéricas que, en pocos años, la transforman en aquello mismo, o muy parecido, contra lo que se rebeló. Lo cual sólo quiere decir que este tipo de iniciación basa su (paradójica, por inútil externamente, al menos en apariencia) eficacia en su aislamiento, ocultamiento, contemptus mundi, paga en definitiva el necesario portazgo de su clausura, de la no interacción, al menos directa, con el mundo de la manifestación. Una paradoja entre las muchas que ofrece la iniciación mística.

Hablaba de cómo las preguntas absolutas obtienen respuestas relativas, basadas en creencias míticas, soteriológicas, en el mundo de la manifestación, cuya conformidad social genera un cierto grado de cohesión y prosperidad siempre y cuando no se cuestione la naturaleza teocrática de ese poder establecido “por la gracia de Dios”.

Todas las sociedades y tradiciones se han topado siempre con estos psiconautas, estos investigadores de la conciencia que afirman como real un mundo más allá de las apariencias, que asumen como a priori la validez de las experiencias interiores acaecidas en el silencio de la contemplación y como hacedero un universo libre de recuerdos o proyecciones, de relaciones, que se aprehende instante a instante en un Presente cuya cognición no esgrime la memoria como fuente de conocimiento, sino la percepción libre y sin ataduras (sin juicios) de lo que acontece.

3.- La forma de acceder a esta libre y global cognición de la Realidad, que en su estadio definitivo se transforma en una totalizadora

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realización en acto de todo cuanto existe como probabilidad (volveré sobre ello) implica un proceso de ascesis, un itinerario, una destreza de la mente y los sentidos (en tanto que entidades cognitivas de las que se parte) que pasa necesariamente a través del silencio, de la introspección, y que se desarrolla en una serie de fases de las que dan cuenta con harta precisión todas estas escuelas.

La premisa fundamental de la práctica ascética es la condición de extrañamiento, de extravagancia, la sensación intuitiva de que algo no cuadra en el sistema dado, este cuerpo, esta mente, esta sociedad, esta religión, este emperador: el candidato a contemplativo nace en una sociedad dada y asume como realidad la interpretación que de la misma ofrece, fruto de, quizá, siglos de experiencia histórica. Ese es el lugar (un formicario mejor o peor organizado) en que la mayor parte de sus componentes nace, crece, procrea, colabora a su sostenimiento según habilidades, casta, astucia, herencia o azar, y muere. El místico observa que las respuestas que da la sociedad a su insaciable sed de conocimientos tropiezan en un momento dado, más temprano que tarde, con la pared de la creencia o de la ignorancia.

Hasta aquí todo es previsible y experienciable por casi cualquiera, pero el místico da un paso adelante en una dirección insólita: en vez de aceptar la “condición humana” y buscarse el mejor refugio posible donde pasar el resto de la vida ocupando su talento y sus muchas o pocas posibilidades de medrar, atesorando placeres, momentos de serenidad, dichas perecederas y los entretenimientos sensuales o espirituales que estén a su alcance, en forma de creencias consoladoras, prácticas emocionales o acumulación de bienes de toda índole, el investigador puede toparse con un libro, en el mejor de los casos con un maestro vivo que le abra una puerta de acceso a un nivel de realidad vivido hasta ese instante sólo como anhelo, incapaz de atraparlo, de definirlo en momentos extáticos que pasan desapercibidos en el tráfago de la búsqueda o del desengaño, momentos al alcance de cualquiera, pero que por su sencilla evidencia se desvanecen como jirones de nubes en el mar ansioso de la mente común y sus afanes de acumulación. El tenor y alteza de una percepción tamaña requiere de una exquisita sensibilidad forjada en el silencio y la atención, está ahí, al alcance de cualquiera, pero nadie sabe verla, demasiado ocupado todo el mundo con sus proyectos y miedos.

Quiere decirse que la primera fase de la iniciación pasa, necesariamente, por un des-engaño, de “la común carrera que sigue el vulgo”, que generalmente va unido con una experiencia “oceánica” que le abre las puertas a otro modo de contemplar y comprender la realidad. El desengañado (e iluminado) busca de ese modo o encuentra alguien que le marca unas pautas de acceso a esos niveles de conciencia habitualmente desconocidos para la mente ordinaria. Esa dinámica de ascesis lleva consigo un reconocimiento de lo falso, una apertura hacia dimensiones nuevas, e insólitas, de la realidad, un desapego de todo

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aquello que protegía nuestra natural indigencia, en forma de mecanismos de seguridad: identificaciones con el nombre, la casta, el país, la creencia, el cargo, el oficio, las tendencias, los valores... todo ello se va cayendo en sucesivos cambios de piel hasta que el discípulo, el mysto, descubre que esas capas o identificaciones son, precisamente (en tanto que historia, que memoria, individual y colectiva) los cristales traslucidos que deformaban (al relativizarla) la visión directa de la realidad. Este abandono de lo habitual, de las inercias sociales más groseras, no se genera por voluntariedad, sino por comprensión: los espejismos caen al manifestar la caducidad evanescente de su naturaleza contingente, “soñada”.

Esta experiencia es la que muchas tradiciones nombran como desapego, y otras como vía purificativa o purgativa. Que, como podemos advertir, tiene muy poco que ver con la mortificación de los sentidos (o la exaltación de los mismos, su correlato en el lado opuesto de esta “vía media”) y sí mucho con el discernimiento de entender la falsedad y pesadumbre de las identificaciones en el camino hacia lo Real: no abandonas las cosas, las creencias, ellas te dejan a ti si asumes como válido el axioma de que conocer es mirar sin juzgar.

La purificación suele ser experimentada como un doble proceso, un primer estadio, relativamente asequible para todos los que inician esta vía de conocimiento, que consiste en la desidentificación o desapego de las cosas relativas o mundanas: ambiciones, proyecciones, dizque placeres, cuyo gasto de energía no se corresponde con el fruto buscado. Nace un modo de estar en el mundo signado por una serena templanza y sosiego en el que se necesitan pocas cosas para “estar bien” y que propende a atesorar horas de soledad y quietud para seguir introyectando la atención en el mundo interior, un universo opaco para la mente común, pero lleno de vida y sutiles realidades para el que tiene la paciencia y la vocación de detenerse, una y otra vez, a escuchar atentamente en ese silencio: para ello sólo hace falta una cosa: detener el ruido de los sentidos (afuera) y el de la mente (adentro).

Explicaremos brevemente en qué consiste esta cesación del ruido para hablar después del segundo nivel de purificación.

Y antes, permítaseme resumir sintéticamente la concepción del mundo que lleva implícita toda práctica meditativa y que trasciende, en su enunciación, cualquier formato cultural o teoantropológico, puesto que le es previo. El axioma básico es que no existe diferenciación real, sino epistémica, entre la materia y la conciencia, el absoluto y su manifestación; y que entre la inteligencia iluminada en una mente humana y su origen (la fuente o Uno de la que emana toda condición consciente) tampoco hay solución de continuidad; de esta suerte, el universo sería un continuum de conciencia y manifestación, ser y tiempo, eternidad y movimiento, natura naturans y natura naturata, materia y energía, noúmeno y fenómeno, conciencia y realidad, purusa y prakriti, información y perceptor de la información, Forma y

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Vacuidad, o como se le quiera dominar a esa no dualidad real y no diferente en que consiste la esencia de todo cuanto ex–siste.

De esa forma, la relación Absoluto-Hombre-Naturaleza se suele verificar mediante una estructuración cosmológica (y epistemológica) gradativa, con ascenso y descenso de una realidad última a la otra, en medio de la cual, es decir, entre el absoluto y la materia, aparecería en tanto que “conciencia de algo” y no conciencia a secas, el ser humano, forjado en dos niveles básicos (podría haber más, pero aquí huelgan) de cognición, el mental y el intelectivo (o intuitivo): el primero, que aprehendería la realidad por medio de relaciones históricas basadas en la memoria y en los juicios, y un segundo nivel cognitivo, más real, por más estable, en el que el sabio, o el practicante, lograría alcanzar una comprensión de la naturaleza de las cosas sin intermediación del colapso cognitivo que supone hacer uso de la historia para comprender un evento dado en el Presente.

La teoría sobre la que se asienta este sistema gnoseológico es que la permanencia estable y sistemática (que en muchas tradiciones se llama el despertar, o el darse cuenta, o vivir el presente) en este estado no dual, no diferenciado, va obrando en el perceptor (en el practicante) un cambio (metanoia, con-versión) en su percepción global de la realidad, cuyo proceso culmina en un estado de unión con el absoluto al que se suele dar el nombre de samadhi, o éxtasis.

Para lograr este estado, en el que el perceptor es absolutamente estable frente a lo percibido, en tanto que hay una manifiesta no diferenciación entre el uno y lo otro (paradoja cuyas imágenes más asiduas son la de la identificación entre el buscador y lo buscado, el amante y el amado, el cazador cazado, el Simurgh, etc.), el prácticamente de un camino iniciático ha de caminar una vía de creciente desapego hacia el mundo manifestado o, por mejor decir, hacia la interpretación mental (que es donde se produce la innumerable suerte de eventos fenoménicos, físicos y psíquicos) de la realidad que se aprehende a través de los sentidos y su ulterior conceptualización; para ello, la práctica invita a una cesación del ruido exterior, cuya imagen más cabal es la de la clausura de los sentidos, que pretende simbolizar esa introspección directa de la realidad, caverna arriba, hacia la luz desde la que se proyectan las sombras (los eventos) en la pared.

La segunda parte del proceso, mucho más difícil, dado el hábito mental casi de natura con que el ser humano condicionado aprende a manejar la “realidad”, los idola fori, los horizontes culturales, emocionales, etc., consiste en cesar el bombardeo mental de los pensamientos. Para las tradiciones esotéricas de sabiduría, el secreto de una veraz y omnicomprensiva intuición bienaventurada de la realidad consiste en advertir la mente (no confundir con la Inteligencia, que estaría en contacto directo con la luz pura que irradia el Absoluto) como un mecanismo sin principio ni fin, formado por retales repetitivos de historia que nos tiene “poseídos”, que nos piensa, no tanto la mente

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individual, mero reflejo, como la mente común o colectiva, los idola de que hablaba Bacon. Creemos que pensamos, y acaso seamos pensados por esa máquina demiúrgica en la nacemos y que condiciona, y provee, toda nuestra existencia material y psíquica.

La philosophia perennis sostiene que más allá de ese conglomerado psicofísisco del cuerpo y de la mente, el mundo de la diferenciación, de la inestabilidad, existe una realidad estable, no diferenciada, el uno sin segundo en donde el conocedor es lo conocido.

Por eso es tan importante para la práctica contemplativa (de ahí el nombre: no juzga, no enjuicia, atestigua, se da cuenta) la cesación de los estímulos exteriores (“estando ya mi casa sosegada”) y de los interiores, es decir, consciente tanto de la impermanencia esencial de los objetos captados con los sentidos, como de las manifestaciones pertenecientes al mundo interior, al mundo de la mente, vale decir: emociones, sentimientos y pensamientos, tres variaciones de un mismo tema: los pensamientos. El observador, el meditador, se distancia de los pensamientos y se coloca en un campo cognitivo, libre de emociones, percepciones sensoriales, afectos, objetos mentales, que si se logra estabilizar con la práctica, en un momento dado será proclive a “investigarse a sí mismo” (sería el paso de la quietud a la unión, dicho con categorías contemplativas occidentales), cuya estabilidad creciente en un momento dado daría paso a la ruptura de los límites entre el conocedor y lo conocido, provocando la unión, la identificación con el todo.

Esa ruptura, o muerte de lo falso, se puede vivir como algo infernal, aterrador (es la muerte del ego, de la mente), como un estadio de sufrimiento indecible, de oscuridad suma, como paso previo a la albada de la Iluminación o unión de la Inteligencia con el Absoluto, cuya luz mora en cada humano y se ha estabilizado hasta hacer visible su brillo gracias a la práctica, en vez de “perderse”, alienarse a través de la mente, como a través de un prisma, diversificada en múltiples objetos internos y externos.

4.- Esta última etapa previa a la unión, al samadhi, al éxtasis místico, es la que en muchas tradiciones se conoce como travesía infernal, noche oscura del espíritu, y que se ha de diferenciar de esa primera parte del proceso iniciático, la purificación, en la que se sueltan los apegos y se constata no más que la falsedad del mundo manifestado del que se está aprendiendo a salir, por desengaño.

Ahora se trata de morir en vida, de desidentificarse no de las cosas, sino de quien enjuiciaba las cosas, es la muerte de la persona, la disolución del ego, un aterrador salto al vacío de la nada pura en un desesperado y sin vuelta atrás deseo de encuentro con lo desconocido, desesperado de este sin vivir que consiste en no ser de ningún sitio, sabedor de que lo que se dejó es faso y que no tiene vía de retorno posible, pero desconocedor aún del manantial de vida que, como un don, espera al otro lado de esta lucha suicida contra uno mismo por

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amor a la verdad, por fe en el maestro o en la divinidad, por desesperación aterradora y absoluta.

Este acto de entrega final, rayano con la más terrorífica de las destrucciones, se expresa generalmente con imágenes de llamas devorando la madera y oscuras cavernas en que retumba y embiste el fuego de lo desconocido, y en cada embestida acomete con infinito dolor al pobre practicante, en busca de la purificación última de todas las ataduras, conscientes y, sobre todo, inconscientes, sabedor de que al otro lado de su agonía está el misterio de la disolución y de la nada.

Tras de lo cual, la unión, la expresión inefable del encuentro. La locura de amor más absoluta, la cesación de toda duda, de todo titubeo, de toda proyección, de toda búsqueda, donde culmina todo anhelo y se deja el cuidado olvidado entre las azucenas.

5.- La penúltima característica común a todas las vías iniciáticas de carácter contemplativo, ya se ha dicho, consiste en la descripción de este estado de unión absoluta y dichosa en que la realidad se trasmuta en su verdadera y más plena esencia en forma de Ser, Conocimiento y Bienaventuranza, una suerte de trinidad armoniosa y creativa, alfa y omega (en acto, es decir, no diferenciada de su manifestación) de todo cuanto es, será o ha sido en la infinita posibilidad potencial del ser en amoroso despliegue “intratrinitario” (¿qué podría haber “fuera”?).

Esta unión o comprensión suprema de lo real se verifica según dos posibles instancias (ambas válidas y ambas susceptibles de ser acogidas por todas las tradiciones), según se plantee este itinerarium, más desde la mente hasta la inteligencia, a través de un proceso básicamente intelectual, de búsqueda de la verdad, o se haga desde el corazón, del amor al Amor, en un camino más “devocional”. Vemos cómo en Aldana y Arias Montano tiene más predicamento la primera vía, aunque sin renunciar a la segunda, y cómo acaso en Juan de la Cruz se entreveran más las dos, la intelectual y la erótica.

6.- Por último, but not least, una característica común a todas las escuelas de philosophia perennis o prisca theologia es que no son proselitistas, hecho este que tiene que ver con el lema de la puerta angosta, sobre el que volveremos, y con la condición necesariamente “secreta” de la trasmisión de la Sabiduría.

CONTEXTO CONTEMPLATIVO OCCIDENTAL: ARIAS

MONTANO

“Qué sea Dios, lo ignoramos; no es la luz, ni el espíritu, ni la verdad, ni la unidad; no es lo que llaman deidad; no es sabiduría ni entendimiento; no es amor ni voluntad, ni bondad; no es una cosa ni su contrario; no es esencia ni sensibilidad; es lo que ni tú ni yo ni criatura alguna ha sabido jamás antes de haberse convertido en lo que él es”.

(Ángelus Silesius)

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En el ámbito de nuestro entorno cultural más inmediato hay dos

grandes escuelas o tradiciones que han generado textos (literarios, filosóficos, religiosos) a propósito de la experiencia mística, me refiero, principalmente, a la tradición esotérica griega, dentro de la que incluyo el orfismo pitagórico, Platón y Plotino, y las grandes manifestaciones místicas del tronco común abrahámico.

Es obvio que, para lo que a nosotros concierne (Aldana), las dos escuelas más importantes, que en un momento dado, en parte, confluyen, son el neoplatonismo y el esoterismo cristiano, en el que incluyo desde el gnosticismo del siglo II hasta la mística franciscana y carmelita del XVI. Véase sólo cómo Dionisio Areopagita, un escritor que interesa doctrinalmente en la construcción de la Epístola, representa un vínculo común entre ambas tradiciones.

De cómo la modernidad (apenas temblor de una llama) nace en Florencia cuando Cosme de Médicis pide a Marsilio Ficino que le traduzca el Corpus Hermeticum y las Enéadas de Plotino y perece en una hoguera en Campo dei Fiori, en 1600, no voy a poder añadir nada aquí que no sea bien sabido; que los frutos de esa nueva mirada granaron el arte y las letras de más de un siglo en toda Europa y, muy especialmente, en España, es una evidencia admirable e incontrovertibe, del mismo modo que sería bastante peregrino intentar trazar el mapa exacto de las influencias que recibiera nuestro poeta porque, como hemos podido observar, al margen de la cultura libresca de las fuentes primordiales, cuyo influjo se nos escapa, se sobreponen los epígonos de segunda mano y, sobre todo, el cúmulo de enseñanzas orales en forma de magisterio práctico que pudiera sin duda recibir y que, como se ha visto, es una de las características más importantes de la práctica meditativa, al lado siempre de la propia experiencia extática; por tanto, dudo mucho de la utilidad estricta de una lectura “fontanera” en busca de concomitancias constatables en los textos neoplatónicos florentinos, en los grandes autores renano-flamencos o en la tradición castellana contemplativa del Quinientos (Osuna, Laredo, fray Juan de los Ángeles, etc.).

Detengámonos, por tanto, solamente en la propia influencia de su maestro, a quien va dirigida la Epístola, e intentemos por un lado resumir aquí los rasgos más relevantes de la espiritualidad contemplativa de Arias Montano, cuyo magisterio y doctrina hace explícita Aldana, y, en su caso, la relevancia de su vinculación con Hiël y la Familia Charitatis.

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Afortunadamente, en un artículo muy atinado, el profesor Lara Garrido3 ha verificado ya la relación de dependencia maestro-discípulo que se pone de manifiesto en la Epístola mediante el seguimiento y constatación de las huellas del Dictatum Christianum en la obra poética cumbre del Divino. Si bien es cierto que algunos de estos puntos de unión, como ya tratamos, son proclives de interpretarse, también, como una coparticipación en materias y saberes comunes (cuando no como un reflejo lingüístico, cultural, de experiencias reales en el marco de la práctica), no es menos verdadero que en la Epístola toda late un explícito deseo de colocarse bajo el magisterio solar del biblista, sobre todo en aquellos momentos en que la inteligencia mística del Ícaro poeta vuela tan alto que debe reconocer que “tratar en esto es sólo a ti debido”.

Son bien conocidas las líneas básicas del Dictatum, redactado en latín en 1574 y traducido al castellano poco después por su también discípulo Pedro de Valencia.

No deja de ser relevante observar cómo Arias Montano elabora un itinerarium mentis ad Deum ecuménico, que trascendiera las dolorosas diatribas de su terrible momento histórico; acaso en esto, como talante, haya un incentivo familista, pues es sabido que una de sus características consistía en asumir tranquilamente la estructura exotérica dada en la ciudad en que se viviera (católica o calvinista) para, desde ella, y como parapeto astuto frente a la sinrazón colectiva, poder mantener la vía interiorista sin excesivos riesgos. Eso, visto desde fuera, recuérdese el caso de Plantino, se pudo juzgar hasta de hipocresía y debilidad; desde una mirada esotérica, y a tenor del invivible rigor mortis de aquellos tiempos, era una mera y necesaria prudencia, sobre todo si la práctica contemplativa te había hecho ya comprender que las estructuras que tanta fricción causaban en unos y otros eran, en ambos casos, y para desgracia de todos, flatus vocis, fruto de la ignorancia, el miedo y el afán de poder, tres sinónimos. Volveré sobre ello en el próximo epígrafe.

Libro críptico, escrito para iniciados, esto es, para discípulos cómplices que traducen de la letra el espíritu de la enseñanza oral y la experiencia interior que sin duda resonaba en esas páginas, mantiene una apariencia de severa ortodoxia gracias a un método que también le fue, por estas mismas fechas, muy útil a Juan de la Cruz: recubrir con citas bíblicas literales los recorridos doctrinales más escabrosos, con la conciencia, por otro lado clara, de que sólo quien probó las mieles de la contemplación, las “Indias de Dios”, podrá entender el trasfondo que retumba en algunas frases.

3 “Tratar en esto es sólo a ti debido”: Las huellas del Dictatum Chiristianum en la Epístola a Arias Montano de Francisco de Aldana, Silva. Studia philologica in honorem Isaías Lerner, Isabel Lozano-Renieblas y J.C. Mercado, eds., Madrid, Castalia, 2001, pp. 371-391.

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De esta manera, se podía ver de sortear el rigorismo político y teológico de los “canes del Señor4”, pero bajo una premisa: sólo quien ha recibido una iniciación oral (y por tanto mucho más explícita, sin el recelo prudente de lo público impreso, negro sobre blanco) y ha mantenido una práctica continuada podrá comprender el verdadero territorio del que pretende ser mapa, guía, este Dictatum.

Suerte de testamento espiritual, de vademécum contemplativo en clave, está estrictamente pensado para uso de unos pocos devotos que comprenden el contexto en que nace, el fin para el que se escribe y el sentido final de la práctica que se propugna. En el libro se intenta, una vez más, dar respuesta a la radical insatisfacción del mundo y a la busca insaciable de felicidad que anida en el interior secreto del alma.

No otro sentido proclama el lema que acompaña el título: Contendite entrare per angustam portam.

Una de las características comunes a las tradiciones mistéricas es el hecho mismo, insólito, muy mal entendido desde fuera, de la iniciación: se traduce siempre como secretismo y, merced a la falacia pre/trans de la que hablan los psicólogos transpersonales5, se califica de sectario y extravagante algo mucho más simple que todo eso: es una enseñanza “secreta” (angosta su puerta de acceso) porque no se funda en un recurso emocional –y moral- de sumisión por fe, sino que hinca su ascesis en una práctica austera, onerosa, ante la que la mayoría de los “llamados” abandona en sus primeros compases. El ascenso al Monte de la Contemplación es sólo “secreto” en este sentido: lo ve quien tiene ojos para ver.

Eso, claro, sin dejar de reconocer, que muchas pseusoescuelas y sectas utilizan ese mismo mecanismo externo (la apropiación de la verdad, el péndulo de Foucault) para sus argucias psíquicas o de dominación. Pseudomaestros con carisma y poderes psíquicos que basan el éxito de sus doctrinas en inflar el ego de los adeptos mediante promesas de salvación, sentido de exclusividad y captación de psiquismos proclives a ese tipo de anulación.

Pero insisto, por sus frutos los conoceréis: el aparato externo puede aparentemente ser muy parecido, pero se discrimina muy fácil en los resultados, incluso en las simples “excrecencias” lingüísticas que generan unos y otros, una huella singular y resolutiva del misterio al que apuntan.

No es que este tipo de tradiciones sea secreta porque hay una verdad oculta que no se puede revelar y que se guarda como oro en paño a una elite, en cuya transmisión hay siempre una búsqueda infantil

4 O Domini cani, cancerberos de la ortodoxia tridentina (y escolástica), como eran llamados, entre otros, por su correligionario (dominico) Giordano Bruno. 5 Consiste en dar como irracional todo lo que se sale de los usos de la razón, aunque se trate de experiencias transracionales. Al revés también sucede: muchos adeptos a ciertas prácticas tribales y claramente prerracionales las asumen como “místicas” sólo por el hecho de que no son racionales.

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de poderes o saberes, no, eso sería un buen tema para uno de esos best-seller al uso, pero no el fundamento de una escuela de sabiduría: es secreta, minoritaria, elitista, porque muy pocos son los elegidos, los vocados, los que granan en tierra fértil, los que tienen una verdadera vocación de investigar, pese a quien pese (normas, morales, sociedades, modas, tradiciones), en la conciencia. Es secreta porque para la mayoría se trata de un camino necio, loco o erróneo, empezando por los guardianes de las ortodoxias exotéricas. Recuérdese que las palabras del místico, leídas sin la “sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón6.”

En una época de especial tribulación, o en contextos religiosos nada proclives a favorecer las vías contemplativas (y en este aspecto de desconfianza uterina y rabiosa se lleva la palma el cristianismo), la necesidad doble del secreto (el secreto propio de suyo de toda iniciación para cuya comprensión se requiere siempre la propia experiencia, nunca la fe, más la prudencia exigida por una sociedad acechante y en teológico resquemor frente a los “iluminados”) se convierte en el único camino hacedero: a mediados y finales del siglo XVI en Europa occidental, y una vez que han sido “retirados” los libros de esa misma tradición que proporcionaban información práctica, basada en la experiencia de maestros realizados, para ascender al Monte Sión o Carmelo (los Eckhart, Tauler, Ruysbroeck, Osuna, Laredo), la única manera de sostener una tradición contemplativa es la cautela absoluta o, en algunos casos, como el de Teresa de Jesús, la busca de algún tipo de blindaje legal, una campana de seguridad en forma de regla que mantiene en sus signos externos la ortodoxia formal del sistema que la ampara. O, en el plano de la escritura y la trasmisión de estos saberes a los discípulos7, mediante el precavido procedimiento de la cita literal, recurso impecable para la transmisión, sin riesgo excesivo, de las sabidurías “secretas”.

La puerta es, pues, estrecha, y son pocos los elegidos porque el mensaje último y relativamente sencillo de “tu eres el absoluto colapsado por la mente en una secuencia temporal de miedos y deseos y te lo puedo demostrar si aprendes a parar esa misma mente con la que te identificas y si te ejercitas en la presencia que surge de esa suspensión del juicio” no es tolerable ni para la mente racional positivista, “cogitófila”, ni menos aún para un alma mediatizada por una creencia emocional, salvífica, y un mecanismo de poder basado en una fe y sus normas de cohesión social.

Las claves doctrinales y esotéricas del libro de Arias Montano hay que buscarlas, pues, no tanto en lo que dice como en lo que calla,

6 Juan de la Cruz, prólogo a los comentarios del Cántico. 7 Nunca se debe olvidar, y en el caso de Juan de la Cruz de manera consciente y explícita ya desde las dedicatorias, que estos tratados o poemas tenían un receptor concreto y siempre cómplice: los discípulos o practicantes, los cuales acudían a la enseñanza escrita como “mero” reflejo casi à cle de la enseñanza oral.

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porque en todo momento se advierte cómo bordea la ortodoxia subrayando aquellos aspectos de la misma que le interesan para su propósito y eludiendo significativamente todo lo que no, todo lo que, incluso, está en contra de su camino contemplativo. Repasemos algunas de estas claves:

- No se allegan citas de un solo filósofo escolástico, cuando desde Trento sabemos bien lo que eso significa, es más, como simple biblista (acusado por Luis de Castro en Salamanca de judaizante) es obvio que desprecia la escolástica.

- Por otro lado, se ciñe al texto bíblico con rigor filológico mediante la muy astuta técnica, antes apuntada, de ahormar el discurso a base de citas literales de los libros sagrados.

- Sorprende (es un decir) que no haya una sola cita de los Padres de la Iglesia y que al único exegeta que nombra expresamente sea a Hiël, el fundador de la Familia Charitatis. Recordemos que la traducción al francés llevada a cabo por Plantino, Leçon chrestienne, llegó a ser libro de cabecera de la secta. Del mismo modo que el Platón de ciertos diálogos sólo se interpreta cabalmente a la luz de sus famosas “enseñanzas no escritas8”, hemos de advertir aquí (como en las prosas de Juan de la Cruz) un sustrato similar de comprensión previa desde el que poder interpretar, traducir, las múltiples resonancias que para los practicantes tendrían unas citas que desde cualquier otro horizonte de lectura se presentan como una ortodoxa taracea de devotos lugares comunes cristianos.

- Del mismo modo que llama la atención en su tratado (como en –¡otra vez!- los de Juan de la Cruz) la ausencia total de mariología o tintes siquiera de devoción mariana.

- Los tres principios nucleares del Dictatum organizan temáticamente el núcleo doctrinal de la Epístola, que se resume y homenajea explícitamente en esta estrofa:

Serán temor de Dios y penitencia los brazos, coronada de diadema la caridad, valor de toda esencia. En donde la tríada temor, penitencia y amor surge como

alegórico homenaje para cerrar una de las partes en que, como veremos, se divide la Épístola y que simboliza el triunfo de la inteligencia del ánima sobre los sentidos corporales, representados respectivamente por Hércules y Anteo. En donde temor de Dios resume la primera fase del camino a la Sabiduría, consistente en comprender lo irreal como irreal, el desengaño de la vida previa en todas sus manifestaciones; la penitencia representa un ulterior proceso de purificación y desapego en donde lo falso cae en presencia de la luz de la verdad entrevista y, por último, la caridad, la charitas o bienaventuranza, amor que solo fluye,

8 Así lo defiende y justifica Giovanni Reale en su reciente y monumental Por una nueva interpretación de Platón, Barcelona, Herder, 2003.

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espontánea, gratuitamente, cuando se invierte el proceso iniciático y se deja de ver a Dios en las cosas, para contemplar las cosas en Dios, por decirlo al modo de Juan de la Cruz que tan cercano es, ahí, al espíritu más profundo y relevante de la Epístola. Vale decir, la verdadera caridad, el amor incondicionado, sólo nace de una profunda comprensión y constatación empírica de la naturaleza no diferenciada de las cosas. Para que el amor no se impregne de sesgo alguno de relativismo, de egoencia, ha de practicarse, vivirse, desde la no dualidad. O no es amor, es interés. Piénsese en la filantropía, o el altruismo, forma exquisita y sutil de alter-egoísmo, como le gustaba definirlo a Aldous Huxley.

Si este ultimo aspecto tiene más sentido vinculado a los postulados esenciales del familismo o es un mero fruto granado de una experiencia globalizadora común a este tipo de intuiciones es tarea imposible de deslindar. Lo único que cabe hacer es enderezar el curso de nuestro propio dictado para resumir a vuelatecla los postulados esenciales de la doctrina de Hiël en el contexto de la mística renanoflamenca. Y que, luego, el propio lector juzgue.

LA FAMILIA CHARITATIS Hemos visto, a raíz de nuestra apresurada revisión del Dictatum

Christianum, que algunos elementos incluso externos, como el hecho de que se convirtiera en libro de cabecera de la Familia, o que las cautelosas doctrinas escritas habían de ser desentrañadas en el contexto de la práctica común y de las enseñanzas orales, nos llevan a pensar que al menos en Arias Montano (puede que no directamente en Aldana) sí hay un influjo importante de esta tradición esotérica a la hora de conformar una experiencia y una doctrina de cuyo magisterio luego bebe y al que homenajea su discípulo en la Epístola. Los datos objetivos que podemos entresacar sobre la incidencia en Montano de los postulados esenciales de la secta son los siguientes:

- Ideal de vida sencilla y retirada, cosa que también acontece en el poema de Aldana.

- Siguen los escritos esotéricos del líder por encima incluso de las Sagradas Escrituras, cuya lectura se acomoda, en todo caso, al horizonte de expectativas de la secta.

- Compromiso no proselitista con la Familia, ideal de vida dedicado al estudio y la contemplación. Aunque se podría matizar esta ausencia de proselitismo si advertimos la alegría con que manifiesta a Plantino en su correspondencia el aumento de adeptos para su Familia, captados entre los monjes de El Escorial, durante su etapa como bibliotecario. Recordemos, sin embargo, que luego, cuando se pudo

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zafar de los cargos cortesanos, en su retiro de La Peña, los aldeanos lo tenían por curandero milagroso dedicado por entero a sus estudios y sobreviviendo austeramente con las rentas que le correspondían como caballero de la Orden de Santiago.

- Neoestoicismo con tendencias quietistas, que es la única manera “desde fuera”, del lado de acá, de definir esta actitud de inteligente y comprensivo desapego que tiene el sabio ante las cosas del mundo manifestado.

-Vegetarianismo. Permítaseme a este respecto una anécdota relatada por Carlos Sánchez Rodríguez9. En febrero de 1578 viaja a Lisboa para explorar, enviado por el rey, qué respaldo popular tendría su posible derecho dinástico al trono. Como sabemos, se entrevistó con el rey don Sebastián en plena vesania de preparativos para su “cruzada africana”. Don Juan de Silva, embajador en Lisboa, escribe a Felipe II:

“El doctor Arias Montano ha estado aquí seis o siete días, y quedan todos los hombres de letras y entendimiento aficionadísimos suyos, y el rey especialmente que le ha mandado llamar tres o cuatro veces y teniéndole mil horas en diversas pláticas (...) y así ha conocido y admirado mucho la particular habilidad y bondad de que Dios ha dotado a Arias Montano. Mañana parte de aquí cargado de conchas de caracoles, sin haber probado el pescado de Lisboa.”

Poco antes había rechazado dos jamones que le pretendiera regalar el secretario Zayas y, para evitar la posible violencia del gesto, se burla de sí mismo y de su austero vegetarianismo de esta guisa: “ ni aun un ganapán creo trocaría su mesa y concierto della por la mía”.

- Los seguidores de Henrik Jansen Barrefelt, llamado “Hiël” (Luz de Dios) pretenden, a través de la práctica contemplativa fundamentada en el silencio de la mente, escuchar la “voz de Dios” que anida en el interior del corazón, esa escucha, cuando el practicante se hace diestro en ella, provee al sistema cognitivo y emocional nuevas claves de referencia intelectiva que podríamos denominar como un nítido sentido de “atestiguamiento”, verificable por lo general en un estado de atención que en la tradición devocional occidental se suele nombrar como “presencia de Dios”, en el que la aprehensión directa de la realidad libera al perceptor del juicio y toda la carga moral implícita en el mismo, de tal manera que ese nuevo estado de comprensión (un verdadero hombre nuevo “libre del pecado”, por decirlo en terminología familista) genera una representación de la realidad que es nueva, única, total y holística en cada instante, de tal suerte que la única manera de expresar ese especial estado de “gracia” es hablar de una cierta identificación entre el alma y la divinidad, en el mismo sentido, ya aludido antes, en el que Juan de la Cruz (y el propio Aldana) explica

9 Perfil de un humanista. Benito Arias Montano (1527-1598), Huelva, Diputación provincial, 1996.

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esta vivencia como ver a las criaturas en Dios, y no viceversa, según describía el protocolo ascensional neoplatónico.

- Esta nueva forma de contemplar la realidad acentúa en los miembros de la Familia la intuición de fusión total o identificación suma con el ser divino. Es sabido que en las tradiciones abrahámicas la identificación entre el alma y Dios no se da nunca de manera completa tal y como se puede constatar en la literatura mística oriental, en donde el falso “ego” de la persona se reabsorbe con el Absoluto en el nirvana de los budistas o el samadhi de la Vedanta. En la tradición oriental sólo se atisba este sesgo de diferenciación entre la persona y el absoluto en las practicas de tipo devocional o bhakti.

Sólo en contados casos, el más palmario el de Meister Eckhart, en donde el camino es mucho más intelectual que devocional (esto es, más jnani que bhakti, por decirlo con categorías védicas), la mística occidental ha formulado la total anulación del yo en Dios, con una perspectiva por tanto no dualista, tan difícil de asumir para las escuelas monoteístas en las que la “necesidad” de que sea la persona la que se salve y se vincule eternamente con la divinidad deviene en postulado muy querido para la ortodoxia exotérica, mas ciertamente sospechoso para otras escuelas de Sabiduría, desde cuyo punto de vista, como antes apuntábamos, no se trataría de liberar (salvar, iluminar) a la persona, sino más bien liberarse de ella. Recuérdese sólo cómo el gran místico sufí Al-Hallash fue condenado a morir lapidado cuando tras un rapto de unidad salió de la jaima donde meditaba gritando: “yo soy Alá”. El yo que exultaba al darse cuenta de lo que acontecía no era el ego del practicante contemplativo, pero para los que lo escucharan proferir aquellas palabras en pleno rapto no cabía duda de que se trataba de un réprobo blasfemo.

Repásense las espurias revisiones del Cántico B a propósito de esto y recordemos cómo donde Juan de la Cruz escribe en el Cántico A de fusión plena con Dios en el éxtasis místico, Cántico B remite esta bienaventuranza a la gracia general de los salvados, tras la Parusía. Motivo más que suficiente para sospechar de su autenticidad.

Por todo ello es tan interesante constatar cómo Hiél y sus seguidores asumen una tradición de no diferenciación, que aun siendo constatable en la devotio moderna a través de la mística renano-flamenca, es de una gran valentía como postulado metafísico en un mundo cuya representación tiende a ser dualista. Por eso, en occidente, este tipo de planteamientos disolutivos, de aniquilación del yo en Dios, propenden a ser confundidos con una suerte de panteísmo, quizá por falta de comprensión del significado metafísico de la no dualidad.

- Otra característica ya apuntada es el hecho de reinterpretar la Biblia a la luz de los escritos esotéricos del maestro, en una suerte de hermenéutica contemplativa muy cercana, me parece, a la que establece Ibn Arabí con respecto al Corán.

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- Indiferencia al dogma, los familistas, como vimos, “adoptan” externamente la religión del país. En una época de necesaria astucia para verse libre de sospechas de herejía, esta resolución práctica se antoja como algo de lo más conveniente. Pero el motivo de fondo puede que no sea tan coyuntural, va más allá del contexto político, doctrinal y, a la postre, inquisitorial en que se vive: sucede que el iniciado trasciende en la no diferenciación (o al menos se asume como axioma en los textos del maestro) las diferencias relativas del dogma, entendidos como procesos mentales que surgen de un imparable mecanismo racional de discriminación (también emocional), fruto del afán de poder o la busca de seguridad, que es lo mismo.

La no intromisión filosófica o teológica de la Familia (ni de ninguna escuela de sabiduría) en los dogmas religiosos tiene, por tanto, que ver con una nueva visión de la realidad, una comprensión del mundo de la forma, de la manifestación, del Fenómeno, visto desde la Conciencia, la Realidad, el Noúmeno. No es un mero relativismo, ni una falsa hipocresía puede que hasta cobarde (sobre todo si la comparamos con la emocional inmolación de los mártires, o testigos de su fe, que prefieren morir a abjurar de sus creencias y, por ello mismo, su dios mítico los “salva” y su eclesía los canoniza, esto es, los convierte en modelo práctico y externo de conducta), es una constatación, si sincera, de la vacuidad del mundo relacional: un verdadero discernimiento no es iconoclasta o anti-religioso, comprende que esas son formas de cohesión social, esquemas culturales de seguridad que en su propia esencia llevan necesariamente el germen de la contradicción, en tanto que el mecanismo está basado en la limitación: allá donde aparezca “lo otro” surge el enemigo decidido a terminar con el sistema (si es religioso, para más abundamiento, se trata de un sistema revelado, por tanto infalible y veraz) que, para el creyente, coincide con el mapa exacto de la realidad. El contemplativo no prescinde de las formas si ha de seguir viviendo “en el mundo”, pero las usa a sabiendas de que son meros vehículos que, bien utilizados, posibilitan o al menos no impiden la práctica. Eso es precisamente lo que más saca de quicio a la jerarquía exotérica, para quien el mapa es, literalmente, el territorio.

Por eso es que la Familia no practica ningún rito externo que la identifique (y separe) como tal, Hiël predicaba que se adoptara el rito externo de la religión triunfante en cada sitio, fuera católica o calvinista.

La vinculación de Arias Montano con la Familia fue providencial para muchos de sus atribulados adeptos, porque gracias a su influencia, hombres que hasta ese momento vivían con temor a la persecución y el oprobio, comenzaron, gracias a sus prerrogativas, a vivir con más tranquilidad y hasta a recibir favores reales, muchas veces canalizados a través de la imprenta de Plantino. Y viceversa, gracias a la Familia, Montano ve la realidad flamenca que le toca juzgar

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de manera muy distinta, tal y como pone de manifiesto ya en sus cartas e informes a partir de 1572.

Para Rekers10 es indudable que la “conversión” del biblista a esta forma interior de investigación en la conciencia supuso un cambio radical, una metanoia. Recordemos que en el Prefacio a su comentario al Apocalipsis, Elucidationes in omnia Apostolorum Scripta, publicado en 1588 por Plantino, Montano rinde abierto tributo a Hiël, de quien dice que le cambió completamente la vida:

“Confieso que, aunque ingresé en los caminos del Señor hace treinta años, con su ayuda, y estudié la Sagrada Escritura, sin embargo, no entendía casi nada del Apocalipsis de San Juan sino uno, dos o a lo sumo tres capítulos, y ésos no seguidos, a pesar de consultar muchos comentadores y expositores. Solía decir yo que entendía mejor el Apocalipsis que los comentadores que leía, pues ellos exponían el texto en sus comentarios como si hubieran comprendido su significado y fuera fácil exponerlo; pero sus varias interpretaciones me lo hacían aún más obscuro y difícil que antes. Continuando en esta opinión y en este deseo de comprender, sucedió por providencia divina que, por la obra y la ayuda de cierto testigo viviente de la verdad cristiana, a quien el poder y la verdad mismos de Cristo han puesto por nombre Hiël, otra chispa de luz se me ha otorgado por la cual pudiera conocer todos los misterios de este libro. Misterios que no pueden ser percibidos plenamente y abundantemente sino por aquellos a quienes Dios, autor de estas palabras, les comunica el tema mismo de que tratan. Pero sí pueden serlo por los píos y simples amantes de la verdad que en nada se fían de su ingenio y juicio humano, conocedores del camino sincero de Cristo: a ellos sí se les puede mostrar un ejemplo de esta trasfiguración, como a los tres apóstoles sobre el monte santo.”

Allego, para terminar ya este epígrafe, un testimonio indirecto sumamente interesante para intentar comprender los postulados fundacionales del familismo. Se trata de una carta de Adrian Saravia (aducida por Rekers, págs. 139 y ss.) fechada en 1608, que tiene como destinatario al arzobispo de Canterbury, en la que intenta explicarle las claves doctrinales de la Familia Charitatis, que consistirían en:

- Estoicismo. -Búsqueda interior, cuyo proceso culminaría con la divinización

del hombre, el vergodet mensche, o ser humano deificado. - Intentan fundamentar su doctrina en los sermones de Taulero y

en la Teologia Germanica, traducida al latín por Castellion. - Hablan de la “revelación súbita” - La vida anterior a esa “revelación” se advierte como hueca y

vacía.

10 Ben Rekers, Arias Montano, Madrid, Taurus, 1973.

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Como puede apreciarse, son juicios externos y atinados que no necesitan de comentario alguno y que corroboran algunos aspectos de su espiritualidad que ya se habían tratado aquí.

Pues bien, es a la luz (nunca mejor dicho) de las doctrinas de Hiël y su más que probable influencia en la cosmovisión espiritual montaniana (que a su vez se hubo de transmitir oralmente y por escrito, a través del Dictatum, a su amigo Aldana), como pretendo releer la Epístola a Arias Montano, en el contexto de su ámbito doctrinal contemplativo, tanto el particular helénico-cristiano como el más específico aun de la propia espiritualidad del biblista y maestro, sin abjurar de alguna incursión a su ámbito general esotérico, no tanto por un prurito ecuménico o fenomenológico, como por alumbrar significados comunes y expresiones intercambiables a prácticas nacidas en regiones espaciotemporales y filosóficas no ya lejanas, sino, desde un punto de vista exotérico, hasta contradictorias e irreconciliables.

Pretender leer la Epístola a la luz de las probables doctrinas no escritas de Montano o las posibles comunicaciones experienciales entre ambos amigos es un acercamiento hermenéutico al texto, no se me oculta, similar al que predicaba Hiël de la Biblia con relación a sus propias enseñanzas. Cometo el riesgo de ser poco académico (espero que no en cambio falto de rigor “contemplativo”) en un ensayo ya de por sí no filológico, al introducir esta nueva variable: la sospecha de que las enseñanzas orales (a salvo, en principio, de la terrorífica férula inquisitorial) son la clave para la verdadera comprensión experiencial de algunas de las enseñanzas y estructuras retóricas de la Epístola. La diferencia esencial con su modelo teórico radicaría en que lo que en el tratado latino de su maestro debe aparentar con sumo cuidado una rigurosa ortodoxia, para lo cual recurre el expediente de la cita literal, en el poema se solventa con más facilidad gracias al recurso metafórico y simbólico y a su contexto natural de recepción (lírico, no teológico).

Hemos de pensar, por otro lado, que en el amistoso recuento oral de las experiencias mutuas, el tenor de las mismas desbordaría con mucho los marcados derroteros del acechante (y por falta de comprensión, estulto) rigorismo ortodoxo.

Creo, en fin, que esta necesaria lectura del poema místico, inducida a la luz de la comunicación de sus mutuas experiencias contemplativas, queda más que patente en unos versos de la propia Epístola:

“altas y ponderadas maravillas en recíproco amor juntos tratando” Cuya cabal y honda significación, y hasta declaración de

intenciones, ha de juzgarse al rebufo de estos otros con los que se concluye la despedida del amigo:

“a mayor ocasión voy remitiendo

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de nuestra11 soledad contemplativa, algún nuevo primor que della entiendo”

BREVE ESTUDIO DE LA CARTA PARA ARIAS MONTANO SOBRE LA CONTEMPLACIÓN DE DIOS Y LOS REQUISITOS DELLA.

Pasemos ya a la relectura de la Carta a Arias Montano bajo el

auspicio de estas previas reflexiones. Un texto marcado por la desatención crítica hasta hace unas décadas, salvo las honrosas excepciones de todos conocidas (Menéndez Pelayo, Cernuda, Bergamín, Rivers), han hecho de este poema el gran desconocido de nuestra tradición áurea, por lo que se refiere al ámbito de la experiencia mística; más aún que el resto de las obras citadas en la introducción, fray Luis, Teresa, Juan de la Cruz, que han gozado al menos de una sobreabundante atención en el ámbito de los estudios religiosos y doctrinales, y aun fuera de ellos, autores de unos textos con los que el poema de Aldana comparte horizonte, experiencias y fuentes comunes, con los que emparienta y compite en profundidad y belleza, y con los que apenas se relaciona (¿sorprendentemente?), acaso por el simple hecho de ser nuestro poeta un militar mundano y no pertenecer al ámbito de la “religiosidad oficial”.

He juzgado la paráfrasis explicativa, desde la comprensión de la estructura, la forma más sencilla, y sintética, de acometer la exégesis del poema, sin ánimo de agotar las riquísimas posibilidades que ofrece un texto considerado, con razón, como una de las cumbres de nuestra lírica renacentista. Recuérdese que mi lectura se atiene sólo a un intento de interpretación contemplativa, es decir, no dual, de los contenidos místicos del texto12.

11 La cursiva es mía. 12 Tengo muy presente, aunque no lo comparta en su totalidad, el interesante acercamiento que ofrece “desde la otra ladera”, el profesor Lara Garrido, a quien los aldanistas tanto debemos, en su ya clásico libro La poesía de la contemplación (Relectura de la Epístola a Arias Montano de Francisco de Aldana), Madrid, 1985. Mi modesto acercamiento, “desde el lado de allá”, quiere ser sólo complementario con sus atinadas tesis y plantear un debate sobre la necesidad (o no) de una lectura e interpretación de la literatura mística partiendo de un presupuesto que yo no niego: dar por descontado que lo que el poeta explica en sus versos es una experiencia real, constatable e intersubjetiva, es decir, ponderable según cánones y protocolos “científicos”. El profesor Lara Garrido en su libro esgrime con notable precisión filológica un acceso al texto imbuido de cultura teológica y vastas cuanto doctas referencias al Corpus programático de la Cristiandad. Ello me libera de toda una copia (inerte, para mi ensayo) de citas y referencias bibliográficas, que van desde el Pseudo Dionisio a Fray Juan de los Ángeles u Osuna, pasando por Eckardt. A su espléndido (y agotado) libro me remito. Con mi agradecimiento. Mi escrito quiere, no más, ser un apéndice o complemento del suyo, que hasta en el título manifiesta su deuda; y, a lo sumo, servir de revulsivo intelectual allí donde este Ícaro aprendiz ha

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1.-Introducción (vv. 1-42): Dividida en dos partes, a) vv. 1-6: El poeta elogia a su maestro y amigo jugando con sus

apellidos: Arias/Aries, el signo que marca el inicio de la primavera, el equinoccio, la aparición del sol y de la luz, símbolo lumínico e ígneo, junto con el del fuego, recurrente a lo largo de todo el texto. Y Montano, con el que va a elaborar una sutil red de asociaciones en torno a la imagen de “monte”, “altura”, “ascensión” y “subida”. Montano es el Sol, el maestro, desde todos los puntos de vista, también como poeta, a cuya advocación apolínea se hace una referencia que juega con la anfibología simbólica del dios sol y padre de la poesía.

b) vv. 6-42: esboza Aldana una breve reflexión autobiográfica,

alude a la soledad y dureza de su oficio, del que parece muy desengañado. Pasa a referirnos su edad (vv. 34-42), cuarenta años, y a hacer una sutil referencia ascético-astrológica de orden neoplatónico: Montano (el sol) ya se ha liberado del mecánico y atribulado movimiento de las esferas inferiores, mientras que él sigue atrapado en los mundos sublunares.

Como vimos, las escuelas de sabiduría esotérica, entre ellas el neoplatonismo, conforman una antropología, una teología y, en este caso, también una cosmología astrológica que tiene una vertiente taumatúrgica o astrodiagnosis (parangonable a la que aparece en la tradición Vedanta) y una más psicológica, arquetípica, que obedece a un axioma fundamental: la no solución de continuidad entre materia, cuerpo, mente, inteligencia y absoluto, o, lo que es lo mismo, la consideración holística del ser humano como microcosmos. El sicut in coelo et in terra se interpretaba de manera harto sutil en los círculos filosóficos que asumían este postulado y que parecería remitir a significaciones herméticas arraigadas en el Asclepio, que tanto influyó en Pico della Mirándola y su círculo de iniciados florentinos.

La comprensión trinitaria del cosmos y del hombre, así como de todas sus manifestaciones, conforma una arquitectura (y una antropología) hýlica, psíquica y pneumática que ofrece correspondencias con los tres tipos de amor humano, cada uno de los cuales prepondera en una de estas esferas o campos de interacción del cosmos. Siguiendo la cosmovisión de Dionisio el Areopagita, lo pneumático comenzaba en las esferas celestiales más allá del primum mobile, el reino de la libertad, mientras que lo ferino, esto es, lo osado intentar desbrozar las brumas del Misterio hecho palabras y experiencia poética. Huelga decir que mi interés por la figura y el poema de Aldana trascienden lo profesional y se adentran en el interior secreto de una complicidad vital y contemplativa, en la medida en que “algún nuevo primor della entiendo”.

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mecánico, instintivo y material, se desarrollaba en los mundos sublunares13: el reino de la necesidad (del karma, en la tradición oriental).

En efecto, habría tres tipos de seres humanos, el hýlico, o material, lunar, regido por las leyes de la necesidad, identificado exclusivamente con los planos sublunares y sus mecanismos de muerte y generación; el psíquico, gobernado por los planetas, por el mundo astral, donde reside el psiquismo, la mente, cuya razón sofrena y controla según justicia o norma las implacables avideces del deseo. Y existe un tercer tipo de humano, el pneumático o espiritual, el contemplativo, en quien se verifica tal grado de desapego de los planos sensitivos y psíquicos, que su mundo de representaciones es el de la pura luz de la Inteligencia, simbolizada por el Sol; tal el caso de Montano en estos versos, un hombre así, el prototipo del Sabio, habita con naturalidad en el puro presente de los orbes celestiales más allá del primum mobile ptolemaico, está del otro lado, o lo atisba al menos en trances extáticos, habita sobre la raya misma que separa el tiempo y la eternidad (“sálgase a ver del tiempo en la corriente”, v. 150), esa frontera sutil que nos separa del Mundo de las ideas y por la que, según el Fedro, transita el auriga del Alma con su carro alado.

A estos tres tipos de hombres y de universos corresponden, como es lógico, otros tantos tipos de amor:

- el amor ferino, que el hombre comparte con las fieras, hijo del deseo y del instinto, destinado a la reproducción, es fruto de la necesidad y su fin es la útil y mecánica perpetuación de la especie. Es como un viento airado y desasosegado que cuando acomete, cierzo muerto, troncha florestas y viola ninfas con su pura pasión desenfrenada14. Representado en el poema, muy vivamente, como ese trasgo (v. 40) con el que el poeta pelea a brazo partido y que al cabo, la inutilidad del esfuerzo, de su “costoso sudor queda riendo”.

- el amor propiamente humano, psíquico o venéreo, que es un amor encaminado al matrimonio, a la armonía, a la fundación de sociedades culturales, es el casto amor de los esposos, perpetuador no sólo de la sangre, sino de los apellidos: naturaleza y cultura. El amor del esposo y la esposa en el ameno huerto deseado en el que florece, a su sabor, cuando reposa, la primavera de la Civiltà, de la Urbanitas: la Polis serena del hortus conclusus, diseñado a la medida del hombre; es el amor de los burgos, de los burgueses, constructor de civilizaciones y

13 Repárese que idéntica cosmovisión aparece en la poesía amorosa, por ejemplo, del gran poeta petrarquista inglés Wyatt. 14 En otro lugar he desarrollado este esquema tripartito a partir de la arquitectura simbólica de la Primavera de Botticelli, entendida, desde la visión neoplatónica, como un amuleto cifrado en clave y una representación plástica de los tres tipos de amor: Venus, Marte, Mercurio: arquitectura simbólica de los personajes arcádicos, (en prensa).

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mantenedor de hidalguías. Un amor bendecido por los padres de la patria y sus sacerdotes.

- el amor pneumático, espiritual, regido por la sabiduría de Hermes, el amor filósofo, el amor como deseo de Belleza, el amor que nace en forma de trinidad, de Gracias, cuando la Venus terrenal recuerda que su mundo no es de este reino y convierte su gozo en un deseo de belleza, eros se trueca en ágape y la persona tocada de este modo por el ala del ángel, por la flecha de ese especial cupido, transforma su impulso erótico en una pasión contemplativa que busca el encuentro con la unidad perdida que intuye (o recuerda) merced a ese anhelo de Belleza que surge de la propia contemplación de la belleza.

“Mas ya, mereced del cielo, me desato,/ ya rompo a la esperanza lisonjera” (vv. 43-44) Parece que el poeta ya se ha dado cuenta, por comprensión (no por esfuerzo, esto es muy importante, cfr, vv. 40-42), de su tremendo error, su identificación con los planos psíquicos y lunares (los trasgos), que lo han tenido entretenido en el común tráfago (que añade un mal y un bien te arrebata); ese mismo discernimiento le impulsa a acometer la carrera ascensional de la contemplación, que va a exponer en la parte central del poema.

2.- Exposición (Ascensus), vv. 46-282. Que a su vez se puede también dividir en tres grandes apartados: a) vv. 46-108: Se trata de la parte iluminativa y purificativa del poema; en ella,

tras el desengaño que le ha producido el devaneo y la ambición humana, el poeta decide “torcer de la común carrera” que sigue la gente y entrarse en el secreto de su pecho para platicar con el hombre interior. La necesidad de silencio y apartamiento y de que “el mundo no le asombre” le lleva en busca de la soledad, para enterrar las opiniones, las creencias, los apegos externos y estarse allá “como si no hubiera acá nacido”; ese vaciamiento se expresa con la hermosa imagen mítica de Eco y Narciso, símbolos respectivamente de su alma y Dios; ella, despojada de apegos, deshabitada de los engaños exteriores, se transforma en “eco” enamorado y resonante de su Dios-Narciso amante, cuya llamada retumba, incluso, en el “cavernoso y vacilante cuerpo”.

Esa soledad y retiro es el preámbulo ascético, necesario, para que la clara Luz de la Inteligencia pueda hacer su trabajo de purificación en el sujeto y éste comprenda su verdadera naturaleza15 y despierte a la contemplación de lo Real: aparecen aquí algunas de las más bellas estrofas del poema, en un juego de clímax ascensionales, la imagen de la rosa destilada en la alquitara (la rosa mística de la 15 Es una forma torpe de expresarme, porque, en puridad, si acaece la comprensión es precisamente en ausencia activa de sujeto alguno, entendiendo por tal a la persona, y por tal a la identificación con el conglomerado psico-físico.

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tradición contemplativa cristiana medieval), el pez anegado en el mar del Ser, “desde Dios para Dios, yendo y viniendo”, y las paradojas emblemáticas del lenguaje transracional de la mística: “serále allí quietud el movimiento”.

El alma así iluminada se moverá ya sólo “para aquietarse”, desde el divino centro de su interior secreto será el Testigo atemporal y pleno que contempla el gozo de lo Real: no queda (aún) aniquilada, como una gota en el mar (v. 102), sino más bien como el aire iluminado por el sol: aire y lumbre ve el ojo como la misma cosa. Esta imagen, recogida en los tratadistas castellanos de la época, procede seguramente del Maestro Eckhart, quien hasta da la explicación científica, en sus famosos Tratados.

Observemos, en primer lugar, cómo en el poema de Aldana el desengaño, el desapego y esta primera incursión en los territorios pneumáticos, es decir, la experiencia luminosa que el Dictatum definía como temor de Dios (desengaño), penitencia (desapego) y charitas (gratuidad), se dan casi de manera simultánea, no secuencial, y aparecen, al menos de momento, sólo como breves atisbos de plenitud, sin que el sistema pueda aún sostener o estabilizar ese tipo de percepción, que suele conllevar una serie de experiencias “oceánicas” y una sensación –o constatación, para ser precisos- no egoica de bienaventuranza.

Recuérdese que el proceso canónico de ascesis místico que comienza con la vía purgativa, seguiría con la iluminativa y culminaría en la Unión o identificación con el Absoluto (o despertar a la verdadera realización del Ser una vez disuelto el velo de Maya) es un modelo, un recurso pedagógico que intenta organizar un cierto itinerarium descriptivo en la Subida al Monte de la sabiduría, protocolo o mapa que jamás se debe confundir con el territorio porque, hablando en puridad, tal proceso nunca se ha dado ni se dará desde el punto de vista de lo Absoluto, por la sencilla razón de que lo que es siempre ha sido y siempre será, uno sin segundo: es sólo desde la manifestación desde donde se pueden hilvanar estos procesos y sus múltiples y hasta bizantinos protocolos, cromatizados siempre por la experiencia personal del maestro que transmite su experiencia o, en muchas ocasiones, por la estructura cognitiva de la tradición a la que se apele o use para describir con palabras y elocuencia el misterio inefable de una experiencia tan difícl de explicar, no tanto por la imposibilidad intrínseca de hacerlo desde un punto de vista lingüístico (se ha hecho, decenas de veces y coincidentes siempre), sino por el horizonte de comprensión en que se incardinan esas traducciones verbales. Dicho de otra manera, sólo quien lo probó lo sabe y reconoce exactamente aquello de que se está hablando.

Viene esto a cuento para evidenciar que, al menos en este caso, purificación e iluminación van de la mano y son dos momentos del proceso, en Aldana, casi inseparables.

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Este despertar del alma, el primer destello de la nueva conciencia que transformará completamente el ser, descrito con metáforas lumínicas, es una constante de la tradición mística; pensemos, sólo en occidente, en Pablo de Tarso o Pascal. La luz “transfigura” (v. 98) la realidad toda, incluido el “velo mortal”16.

Creo que esta primera “experiencia” de aparición de una conciencia no personal (pero consciente, por más que sorprenda desde un cierto racionalismo acartonado), es decir, una presencia que atiende y se da cuenta más allá del pensador, entidad que en la tradición advaita se denomina como testigo, el saksim, y en la occidental “vía iluminativa”, o cuarta morada, merece alguna detención.

Enderecemos, pues, estas líneas para ver de explicar (desde un punto de vista, una vez más, cognitivo) el proceso de aparición de ese testigo silencioso en donde el alma “se transfigura” y que quiere ser apenas una glosa “científica” de esta parte fundamental del poema. Lo único que ha de hacer el estudioso es “limpiar” de terminología exotérica las explicaciones ad hoc de este fenómeno común a todas las tradiciones para advertir enseguida que sea en Sankara, Ibn Arabí o Ruysbroeck, todos hablan de lo mismo, y que eso de lo que hablan tiene una relativa traducción en términos de Teoría del Conocimiento:

Una vez que el practicante se adentra en el “interior secreto” de su corazón (mente o alma), si se es ducho en el cultivo de la atención, el sistema provee al contemplativo, al que ha hecho silencio en su interior desidentificánsose de sus representaciones mentales, de un espesor en su sentido de presencia que, con el tiempo, se acaba “adueñando” de la situación en la práctica interna; vale decir: la contemplación de los contenidos de la conciencia, pensamientos, afectos, emociones, produce en un momento dado una mayor atención sobre el contemplador que sobre lo contemplado. Entre otras cosas porque, al cabo, la propia atención desactiva el carrusel mental de los pensamientos y comienza a adensarse, como pura presencia, en ausencia de ellos: es el umbral de la cuarta morada del castillo interior. Su fruto es la quietud.

Cuando se es diestro en retener (sin forzar) la atención sobre quien contempla los pensamientos, lo que sucede es que la mente “se aquieta” y en vez de identificarse con el tráfago de los contenidos internos, el contemplador reposa serenamente en el vacío: si el sistema logra estabilizar esta práctica durante algún tiempo, se produce la “iluminación”, que consiste en algo tan simple como que el observador de esa “nada” silenciosa y potencialmente infinita se densifica: diríase que la mente, quieta por primera vez en su vida, es capaz de escuchar el silencio, o de ver la luz de la inteligencia directamente, antes siempre

16 Roberto Assagioli, psicólogo transpersonal estudioso de la experiencia mística, explica estas vivencias y allega multitud de testimonios contemporáneos en su libro Ser transpersonal, Madrid, Gaia, 1996. Veáse, sobre todo, pp. 157 y ss.

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oculta en el chisporroteo de la identificación con sus contenidos, traducidos a su vez a categorías mentales y sensitivas.

Esa “luz” (entendida como metáfora, pero en parte también como signatum evocador de algo real) de la Inteligencia, cuando se estabiliza, no juzga, no evoca, no relaciona unos contenidos con otros: constata, atestigua lo que acontece.

La constancia en la práctica en esta “oración de quietud”, que diría Teresa de Ávila, educe la aparición del testigo, traducido en occidente como “estado de gracia”, cuyos frutos de paz, serenidad e inteligencia intuitiva están expuestos sobreabundantemente en todos los escritos místicos. Creo que es de eso exactamente de lo que está hablando aquí Aldana. El testigo (la Inteligencia despierta, rescatada de su sopor o sueño eterno en la conciencia) no es aún el Absoluto, sino su puerta (angosta) de acceso, pero es ya un estado de no diferenciación. Todavía “pesa el cuerpo” que suele impedir en un momento dado, con su terrena pesadumbre, este venturoso vuelo (cfr. vv. 109-111).

De cómo Atman se hace Bhramam, de cómo el alma se funde (o identifica) con la divinidad, o de cómo el sistema se estabiliza hasta expandirse más allá de cualquier limitante (causal, sensorial, inconsciente) y producir el éxtasis o samadhi, la verdadera fusión o anegamiento en el mar de Dios, es de lo que trata este osado Ícaro en los dos apartados siguientes de esta parte central del poema.

b) vv. 109-174: Sucede que, tras haber pasado así unos instantes en las sublimes

alturas (u honduras) donde resplandece la luz del espíritu, la persona (en puridad el pensador, el conglomerado psicofísico que se identifica con el devenir del ciclo temporal pasado-futuro) debe retornar a la oscuridad del valle: aún pesa tanto el cuerpo, es decir, el universo de la necesidad; pero el camino de retorno al ser es ya imparable.

Con la imagen bíblica de la escala de Jacob, Aldana ejemplifica el esfuerzo para purificar todos los niveles del ser humano (los cosmos físico y psíquico, material y mental, individual y colectivo, consciente e inconsciente) y poder lograr el ascenso (la presencia) y su estabilización. No es, como vemos, un poeta de “noche oscura”, pues esa “caída”, necesaria y lógica, tras los primeros vislumbres de totalidad no se describe con dramatismo, al contrario, parece que baste la confiada determinación de querer regresar al origen, al verdadero ser (una vez hallada la puerta del “yo soy”, del presente, del ahora) para incluso encontrar ayuda en el camino de vuelta al Hogar (vv. 115-123).

Es una evidencia incontrovertible, en todas las tradiciones, la de la constatación empírica de estas realidades intermedias, que obedecen a la experiencia de distintos planos de realidad existentes entre la mente y el absoluto: se trata, en concreto, de los mundos astrales, psíquicos, sutiles y causales, este último análogo al kósmos noetós platónico: el espiritismo y el visionarismo (además del ocultismo) tendrían aquí su

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lugar, cuyas derivas no coinciden, precisamente, con la “vía recta” o subida al Monte Carmelo de los verdaderos místicos, ajenos o renuentes a este tipo de experiencias, en el sentido de que no les confieren ningún valor, en tanto que mera manifestación, y por lo que tienen además de peligrosas ilusiones para el ego, amén de fuente de poderes “paranormales”, una de las grandes tentaciones y trampas en el camino de la sabiduría.

Este mundo intermedio, a mitad de camino entre el onirismo psíquico y la insania mental, se ha identificado en muchas ocasiones con la verdadera contemplación, con el propósito degradante deno discriminar entre ambas experiencias y sus muy distintos estados de conciencia y propósitos. Repárese en que es una constante de todas las escuelas de sabiduría el rechazo de estos vagabundeos psíquicos derivados, la mayoría de las veces, de prácticas aberrantes (ayunos, vigilias, mortificaciones, aislamientos) que poco tienen que ver con la vía recta del (nada, nada, nada) justo, para quien no hay camino, consuelo ni ley.

Recordemos a este respecto la precaución con que vivía Juan de la Cruz este tipo de derivas visionarias y cómo su influjo doctrinal fue decisivo en el cambio de actitud al respecto de Teresa, mucho más proclive a coquetear con los consuelos de este tipo de misticismo psíquico: compárese Las moradas con cualquiera de sus libros anteriores, ajenos al magisterio de su “medio fraile”, y veráse cómo en este último hay una enorme depuración imaginal.

Estos universos intermedios, en todas las tradiciones, son los planos donde pululan los devas, fantasmas, espíritus, ángeles, dioses y demonios. En el caso de Aldana, la hermosa imagen bíblica del sueño de Jacob sólo quiere ejemplificar la no solución de continuidad entre el cielo y la tierra y, acaso, que en esa ascensión directa por la escala que une el alma con el Absoluto (esa estabilización del testigo o luz interior) nunca faltará ayuda, tal y como queda claro en este terceto:

¿y tantos celestiales protectores, para subir a Dios alma sencilla, vernán a ejercitar fuerzas menores? (vv. 121-123) Con una impresionante imagen, la navecilla que busca orilla en

el mar infinito, el alma reflexiona sobre la Nada, sobre la impermanecia de todo lo “creado”, para ello le basta con considerar su ser “antes que del señor fuese criada”: es así como entiende que lo que es nunca puede no haber sido, ¡y viceversa!, con una descripción de la Nada, la Vacuidad de Dios, muy emocionante: “ver aquel alto piélago de olvido,/ aquel sin hacer pie luengo vacío,/ tomando tan de atrás el no haber sido”.

Esa clara percepción del verdadero ser, ahora sí, y de la impermanencia e irrealidad de todo lo manifestado (lo que no es nunca

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ha sido, lo que es siempre ha sido), hace al alma anegarse en ese mar sin orillas, identificarse con el Absoluto. Si antes (vv. 100 y siguientes) la gota de licor no quedaba aniquilada, ahora (vv. 147-9): “húndase toda en la divina fuente/ y, del vital licor humedecida,/ sálgase a ver del tiempo en la corriente”.

Creo que se trata de la primera experiencia no dual completa, expresada en términos de fusión y de totalidad: aquí ya no hay fronteras que marquen la diferencia entre sujeto y objeto, sino que lo real se manifiesta a sí mismo como existente consciente en un derroche trinitario de seidad, inteligencia y amor (Sat-Chit-Ananda17, en la tradición Vedanta) cuyo proceso parece haber comenzado al ponerse en cuestión la propia persona (un haz de recuerdos, nada más) con esta radical pregunta: “¿Quién eras antes de nacer?”

Lo que no es no puede llegar a ser, y lo que es jamás ha dejado de ser, por tanto, ¿quién soy yo? El nacimiento se convierte así en una “creencia de la mente”, la gran ilusión cuyo velo, una vez rasgado, provee la visión directa de las cosas, la comprensión global de todo cuanto existe y el amor incondicionado que sustenta esa visión.

Sólo desde allí, desde esa imperturbable vacuidad eterna y siempre nueva podrá entender el misterio de la creación, del tiempo, del “mal” y de la mente, descansará en su verdadero ser, libre ya de los apegos y de la creencia e identificación con el “ego”: advertido esto, dedicará cada instante de su “nueva” existencia a celebrar la realidad y entenderá por qué hasta un “gusanillo” puede manifestar la felicidad de ser y de llamar a Dios su “creador”.

c) vv. 175-282: Aldana sabe que, mientras se viva en este plano, habrá ascensos

y descensos: lo que ya no puede haber es identificación egoica; por eso, una vez que ha llegado “el día de la contemplación”, lo único que debe hacer el “pecho enamorado” es esperar la celestial sobreabundancia “humilde, atento y reposado”, sin intentar traducir estas experiencias al lenguaje de la mente, que es “balbucencia” y limitación, sino abriendo de par en par las puertas a lo Real (v. 187).

Tras este primer samadhi, esta primera experiencia real de la no diferenciación, ya sólo queda, serenamente, estabilizar el campo, lo cual se va produciendo “solo”, porque esa luz de la conciencia en el alma quiere ahora atravesar todos los vehículos: es el momento en que el propio fuego del espíritu “embiste” los estratos aún no iluminados del ser para lograr la plenitud de la visión, el espejo bruñido en el que el Simurgh se refleje y ya no haya conocedor y conocido, sino puro acto de conocer. Esas embestidas en pos de la total claridad atienden, en Juan de la Cruz, a lo que él denomina como “noche oscura del espíritu”, vivida por su persona con un enorme dramatismo y aflicción.

17 Ser, Conocimiento y Bienaventuranza.

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Vemos cómo en Aldana tampoco hay tal, al menos no se relata con pavor esta sensación real de disolución y muerte de la persona, expresada en nuestra tradición con la imagen del grano de trigo que se pudre en la tierra para fructificar, o del leño consumido por el fuego. Esta travesía infernal del alma por los oscuros recovecos de la manifestación se ha analizado en clave psicológica, como es sabido, en términos de inconsciente colectivo: habría una sombra individual y una sombra colectiva (kármica), el proceso de unificación del campo cognitivo en la no diferenciación sujeto-objeto pasa siempre por una purificación del inconsciente personal y, paulatinamente (a medida que se gesta y constata la transpersonalización), del colectivo: la mente común (Ishvara, en la tradición védica, el demiurgo del Timeo platónico y de los gnósticos).

La percepción de la no dualidad se estructura en el texto con predicaciones cognitivas, de modo que la secuencia estrófica viene marcada por los usos del verbo conocer (o ver, en cuyo sentido griego, como sabemos, es sinónimo de conocer) y que apunta, me parece, a ese comprender no por mediaciones categoriales, juicios, historia, sino a la percepción pura y directa de las cosas, sin intermediación alguna de un sujeto histórico que compare y sopese.

Una vez el entendimiento ha abierto la vía del conocimiento interior, es decir, hubo cerrado las puertas de los sentidos, y ya es ducho en la percepción de ese rico mundo interno, se verá18 el tiempo desde la eternidad, se comprenderá con toda claridad por qué el mundo del “corpóreo afeto” es por necesidad impermanente, “alterable”, mientras que el del perceptor no dual es absolutamente estable.

Este conocer las cosas como son, en ausencia absoluta de interpretación, generará un “sentir” (v. 160) la totalidad del cosmos como un armónico y guilleniano “todo está bien hecho”: adviértase que para ello ha debido “salirse” de él y colocarse en un papel privilegiado de contemplador del mismo. Ello genera un enamorarse, pero hasta este afecto tiene un no se qué de intelectual:

“enamórese el alma en ver cuán bueno es Dios” (v. 169) Sin, tampoco, la tentación de creer que ha habido algún mérito

en ello: el mismo, dice Aldana, que el de la tierra fértil cuando recibe calor y agua y da fruto: “es don de Dios”. El alma, pues, debe, sin buscarla, beber esa infusión de gracia de los divinos pechos, imagen hermosa y atrevida que culmina con el siguiente corolario: deben sentirse estos favores sin buscarlos, pues cuanto más se busca menos se halla, y advierte que ciertos poderes o dones son la puerta de nuevas dificultades, antes que ayuda o regocijos. Opinión que, como es sabido, comparte con Juan de la Cruz cuando explica el peligro de las visiones y mercedes “espirituales”, y cómo el alma contemplativa no debe 18 Uso muy a propósito el reflexivo, porque en esa acción omnicomprensiva ya no hay un sujeto que comprenda, pues se ha trascendido la dualidad sujeto/objeto, sino que es el propio campo cognitivo quien se conoce a sí mismo.

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pararse en ellas: “No tiene que buscar los resplandores del sol/ quien de su luz anda cercado” (vv. 219-220).

Retorna luego a las imágenes del pez, del fuego, una muy brillante, comparando la llegada de la plenitud con la del “sabroso sueño”: para eso ha de estar el alma “sosegada”, como la casa (el vehículo cuerpo-mente) de la Noche oscura, pues quien trabaja inquieto por conciliar el sueño consigue lo contrario.

Hay una enorme sutileza y una finura exquisita que da el tono del nivel de experiencia desde el que se nos habla: en efecto, el poeta ha comprobado ya que la estabilización del testigo y su identificación creciente con el absoluto en forma de éxtasis unitivos, el mero sentido de presencia o quietud que nace de la práctica contemplativa (cerrar las puertas a las sensaciones exteriores y a las afecciones internas para navegar el silencio oscuro del alma a solas y quieta) tiene un límite, un tope más allá del cual las cosas suceden, no se logran; que en puridad el practicante no tiene que hacer nada, es más, que todo lo que haga en esa dirección será contraproducente.

Hablamos desde el punto de vista de la persona: ese límite al que puede aspirar se verifica en forma de anhelo, constancia y disciplina, eso es todo lo más que puede hacer el ser humano (el territorio ascensional y purgativo de la ascesis), porque la gracia de la quietud y, en su caso, la unidad, viene siempre del cielo, es un don, el estado de unidad no se consigue, aparece, el estado de concentración, en el que el sujeto y el objeto se solapan de tal suerte que el campo se conoce a sí mismo, no es algo que la mente común puede conseguir, porque para que ello acontezca la persona, o sea, la identificación con la mente pensante, ha de desaparecer, hacerse transparente.

¿Qué hace el soñador para salir del estado onírico y pasar al de vigilia?: sencillamente acaece el despertar, vale decir, se pasa de un estado de conciencia profundamente inestable, a otro, aposentado en la memoria y en las leyes causales. Del mismo modo, se nos dice, acontece en el paso del estado de vigilia al estado de atestiguación: la persona, como el que “trabaja por quedar durmiendo”, lo único que debe hacer es estar ahí, pues “se le da no le pidiendo”.

El sueño, en efecto, es un estado de conciencia en el que el sujeto se desdobla en sujeto y objeto de sus propias representaciones oníricas, para salir de él hay que despertarse, es decir, cambiar de estado de conciencia, igual que para entrar en él hay que aquietar el pensamiento y esperar no más a que ello acontezca. Para pasar de la observación interior en ausencia de pensamientos a la no dualidad también hay que esperar paciente y serenamente a que ello acontezca, no se puede inducir: y si acontece, el turbión de gracia y bienaventuranza que sobrecoge y rebosa interiormente será como un Nilo, anegando los valles, riberas, fuertes y fronteras del alma: un regarse y regalarse junto “con desusado estilo”.

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Tras comparar la humildad del alma contemplativa con la figura bíblica de Rebeca, enlaza una serie de tercetos, mediante el recurso de la anáfora, (vv. 259-273) en un gradual y emocionado ascenso climático de descripción de gracias y favores, hasta culminar en la explosión del éxtasis de los vv. 274-6, y el terceto final anticlimático, dónde el poeta tiene miedo de no poder ya decir más con el lenguaje de lo que los versos anteriores, luminosos pero insuficientes, han apuntado: no puede ir más allá, “ni con la vista, ni con la mano” (esto es, su pluma), aunque quisiera.

3.- Conclusión: vv. 283-451. También aquí, y sin detenernos ya tanto, podemos dividir esta

larga secuencia conclusiva en tres grandes apartados: a) vv. 283-351: Compara su atrevimiento con el de Ícaro y reconoce el

magisterio de su amigo, pues fue su sabiduría y consejo la que dirigió los pasos del poeta hacia estas altas cumbres que ha descrito. Manifiesta por eso su deseo de retirarse con su querido maestro, “lejos de error”, “como si el mundo en sí no me incluyese”. Recordemos que Montano ya estaba preparando su retiro definitivo en la ermita sevillana, libre del asedio mundano; parece como si Aldana le ofreciera compartir con él su prometido refugio donostiarra.

En estas mismas fechas de la composición de la epístola, el poeta escribe a Felipe II un memorial recordándole su promesa de “liberarlo” de obligaciones militares y concederle el retiro como alcaide en la fortaleza de San Sebastián: una especie de jubilación, de laica canonjía, por los servicios prestados.

Este hondo deseo de apartamiento lo desarrolla con gran belleza Aldana, de nuevo, jugando con la imagen del monte, como símbolo de lejanía y victoria sobre el mundo y sus asechanzas, plásticamente desglosadas en forma de pecados capitales.

Al alejarse del “común error”, la creencia compartida de que la realidad es ese colapso de la mente al esgrimir sus juicios históricos y relacionales, y no la mirada pura aquí y ahora de la Inteligencia (chispa del alma que conecta directamente con el absoluto y que se “activa” sólo mediante el silencio de la práctica contemplativa), el místico se libera de la mortal pesadumbre, individual y colectiva (la sombra) que en todas las tradiciones se ha definido en forma de energías rectoras de los universos hýlicos y psíquicos, fruto mecánico de la necesidad del plano en que operan: así, en los mundos sublunares, las energías nutricias o generativas se transforman en “enemigos” del alma pura y devienen, en forma ya de “pecados capitales”, en lujuria, avaricia, pereza o gula. En el orden psíquico sucede lo mismo con la envidia, la ira, la acidia o la soberbia.

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Estos “pecados capitales” son, como puede fácilmente comprenderse, frutos necesarios de la ignorancia básica del ser humano que nace de su identificación con un cuerpo (y una mente) y su creencia fundamental de considerarse una entidad separada y relativa frente al resto del cosmos: miedo, deseo e ignorancia. El correlato necesario (en ambos universos) de esa identificación es la busca compulsiva de tesoros para el ego. Esa impedimenta voraz es la que se desprende del contemplativo, como un fardo, cuando le llega la comprensión del orden natural de las cosas.

El contemplativo, al saberse no diferente con el universo (no una parte del mismo en una suerte de panteísmo cósmico, sino no diferente), está libre de la carga y la tosca densidad que inevitablemente viene asociada al recurso ignorante y necesario que proveen dichas energías “egoístas” (es decir, propias del ego, de la persona).

La brillantez de la imagen, tal como se despliega en el poema, viene derivada también del juego metafórico que se establece entre la sabiduría solar de Montano (libre ya en su esfera de tamañas pesadumbres) y la descripción alegórica de los pecados capitales hilvanados en un campo isotópico de referencias asociado al mundo de los fenómenos atmosféricos más ingratos y dañinos para el campo (alma) cuando no está regida, gobernada, por el nutricio sol de la sabiduría.

Así, se establece una correlación gradativa que comienza con la soberbia, felizmente identificada con el trueno, la envidia, que descarga el “duro granizo” de la murmuración, el viento de la vanagloria, el rayo de la lujuria, y el grueso aliento de la acidia y la avaricia.

El alma del contemplativo libre ya, por comprensión, de toda identificación egoica queda “descargado desta turba vil que el mundo envicia” para regirse ya sólo por el orden solar transpersonal cuyo territorio propio es el de la gloria y la justicia: el discernimiento. La capacidad, más allá de toda moral convencional, de obrar según oportunidad de lugar y tiempo. Para el justo no hay camino. Ni normas. Libre de ataduras (pecados) no necesita tampoco de cánones morales (siempre exotéricos, profilácticos y útiles desde la ignorancia), está “más allá del bien y del mal”.

Sol y monte (su maestro), en cuyo seno, en cuya compañía, dice, es fácil advertir cualquier deseo mecánico de identificación con “la turba vil” que mueve los mundos inferiores (vv. 334-6). Ignoro si late aquí una tácita referencia pedagógica a la importancia del maestro para adquirir la comprensión, a la conveniencia, incluso, de su presencia física, tal y como aparece en todas las escuelas de sabiduría; así, por ejemplo, en Sankara, al inicio de su Viveka-Suda-Mani, proclama:

“Hay en este mundo tres cosas poco comunes, que sólo las dispensa la gracia del Señor: el nacimiento en un cuerpo humano, el

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ardiente deseo de liberación, y la atenta protección de un maestro iluminado”.

Una nueva imagen mitológica muy expresiva, la de Hércules en su lucha con el gigante Anteo, al que sólo se puede derrotar si se le impide poner los pies en tierra, evidencia esta atenta disposición para vencer en los trabajos del alma sobre las afecciones sensibles, las cuales sin duda aluden a la identificación del sujeto con la danza de las apariencias y la consiguiente extroversión del alma que se vuelca, centrifugada, en ellas. Estrofa, y apartado del poema, que culmina, no gratuitamente, con la referencia explícita al Dictatum y que ya comentamos:

“Serán temor de Dios y penitencia los brazos, coronada de diadema la caridad, valor de toda esencia.” (vv. 349-351) b) vv. 352-432: Estos versos sólo adquieren pleno sentido desde la absoluta

complicidad del amigo, del discípulo, un afectuoso guiño de quien sabe hasta qué punto adora su maestro el mar y las conchas (de las que era experto coleccionista), y cómo “le tienta” para que deje su retiro sevillano y se venga con él cerca del mar. Un lugar imaginado, ni alto ni bajo, (el aurea mediocritas de los clásicos, pero también la vía media del Buda, el camino directo de la Vedanta, la subido por derecho al Monte Carmelo, de Juan de la Cruz), un “nido” (cfr., v. 53) desde el que contemplar el océano y admirar, con el alma iluminada, reposando en su verdadera esencia, la belleza de la naturaleza en torno, cuya “mera” contemplación, serena y entusiasta, se invoca como el culmen de la felicidad cotidiana.

El desarrollo de este apartado se despliega, de nuevo, en torno al verbo “ver”, que es el que confiere al tema de las conchas marinas su armazón estructural, en un tono coloquial en el que “ver” significa, a la vez, comprender y contemplar, fundidos en la felicidad de un ahora siempre nuevo y sorprendente en su serena naturalidad.

Anhelo, pues, de una vida sencilla, acompañados por una naturaleza transfigurada también, ante la presencia de los amigos, en plenitud de belleza, que ofrece incluso esas “flores esmaltadas” (v. 363), que tanto recuerdan las del Cántico de Juan de la Cruz.

El místico, parece decirnos, no es aquel que se aísla en un solipsismo huraño y acaso demente, sino el que, sin juicios, en el puro presente de la mirada contemplativa, descubre el sabor de la eternidad (es decir, de la paz, la felicidad, el amor y el conocimiento) en el aquí y ahora que le ofrezca la existencia. El retiro, la ascesis, la noche oscura, si adviene, las contradicciones y dones que surjan en el camino de comprensión, son sólo una parte del proceso; recuérdese que, al cabo (como en el famoso koan budista), el monje ya iluminado ha de volver al mercado.

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La realidad percibida en ausencia de pensamientos, contemplada directamente “desde la luz pura del absoluto”, es una realidad transfigurada y de una simple belleza sin par, imposible de captar ni comprender para el que vive aislado en su caparazón pensante, dormido protagonista de un sueño colectivo, eterno y mecánico, siempre en trance de tornarse pesadilla. No hay otra solución que despertar, salir de esa franja oscura de la conciencia y mirar el mundo iluminado por el sol de la sabiduría. Parece concluir Aldana en esta recta final de su poema.

Porque esa mirada lúcida del místico, libre de miedo y apego, se traduce luego, de la mente para abajo, en forma de consignas, mitos, normas, prácticas cultuales y rituales, dando origen a toda suerte de experiencias religiosas, por lo común enfrentadas unas a otras en un despliegue colosal de poderío fanático y destructivo. El contemplativo no dicta consignas, ni inventa religiones, ofrece su silencioso camino “a quien lo quiera escuchar”, a quien tenga oídos para oírlo.

Llegamos así al final de la ascensión al Monte de Aries, sobre un mar fúlgido y esplendente de belleza recién nacida. El único ser humano que ha comprendido la radical impermanencia de la manifestación, y la estabilidad absoluta de la cognición no dual (para llegar a cuya comprensión ha de soltar todas las identificaciones, todas, con el mundo de lo relativo en cualquiera de sus planos o manifestaciones, materiales, psíquicas o sutiles) se limita a exponer en palabras el proceso de encuentro con lo real, de vuelta a casa: “desde Dios hacia Dios yendo y viniendo”.

Las palabras son balbucencia, la experiencia trasciende el orden de la razón y por tanto también el de su expresión lingüística, pero el atento observador de este inquietante proceso puede atisbar, en un ejercicio nada complejo de fenomenología comparada, marcas comunes y constantes en todas y cada una de sus manifestaciones, sobre todo si se hace abstracción del complejo y bizantino y colorido utillaje exotérico (mítico, filosófico, imaginal) del que inevitablemente echará mano el osado Ícaro que desee transcribir en palabras su experiencia de Unidad y encuentro con el uno sin segundo, con aquello que conoce pero que es incognoscible, la base y el sustento de todo lo que es y, al mismo tiempo, más allá del ser, o del no ser. Forma y Vacuidad, prakriti y purusa, Bhraman y Atman. La transparencia, Dios, la transparencia.

c) vv. 433-451: Termina la Carta con una apelación a la confianza esperanzada,

y a la atenta vigilancia, que recuerda la frase de Jesús en los Evangelios. Y con la promesa de nuevos textos sobre este mismo tema: “a mayor ocasión voy remitiendo/ de nuestra soledad contemplativa,/ algún nuevo primor que della entiendo”, se despide de su amigo y yo de mis pacientes (y acaso perplejos) lectores.

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Hora es ya de que releer, sin más intermediaciones, este impresionante y hondo poema sobre la contemplación, escrito como respuesta y anhelo a una vida que, hasta su final, no le tenía destinado ese sabroso y marítimo retiro en la mediana cumbre, sino ese otro, cruel, absurdo, misterioso, para él suponemos que igualmente fecundo, de abandonar este plano en las hirvientes arenas del desierto norteafricano. Aldana, que conocía el lugar y las fuerzas del enemigo, sabía que se encaminaba a una muerte cierta. El ímpetu juvenil y poco razonable del rey don Sebastián abocó a su ejército al desastre.

Intuyo que Aldana, como había escrito en esta Carta a su maestro sólo unos meses antes, recibiría ese postrer Encuentro no sólo con la valentía del soldado profesional, sino con la lucidez de un nuevo príncipe Arjuna, vigilante y sereno: “atento, humilde y reposado”.

Vale.