Treinta Doblones de Oro - Jesus Sanchez Adalid
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TREINTA DOBLONES
DE ORO
Jesús Sánchez Adalid
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CréditosEdición en formato
digital: diciembre de 2013© Jesús Sánchez Adalid2013
© Mapa: Antonio Plata2013
© Ilustraciones: JoanMundet, 2013
© Ediciones B, S. A.
2013Consell de Cent, 425427
08009 Barcelona
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(España)www.edicionesb.com
Depósito legal: B26.766-2013ISBN: 978-84-9019
669-4Conversión a formato
digital: El poeta (edicióndigital) S. L.
Todos los derechos
reservados. Bajo lasanciones establecidas en eordenamiento jurídico, queda
rigurosamente prohibida, sin
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autorización escrita de lotitulares del copyright, la
reproducción total o parciade esta obra por cualquiemedio o procedimiento
comprendidos la reprografíay el tratamiento informáticoasí como la distribución deejemplares mediante alquileo préstamo públicos.
TREINTA
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DOBLONES DE ORO
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LIBRO IDonde se cuenta cómo
entré a servira don Manuel deParedes y Mexía
1. UNA AMARGA EINESPERADA NOTICIA
Nunca podré olvidaaquel día nuboso, espeso, queparecía haber amanecido
presagiando el desastre. La
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noche había sido sofocante einsomne para mí, y a media
mañana me hallaba en edespacho copiando una largalista de precios. En una
estancia lejana un reloj dio lahora. Luego sopló un vientorecio y tuve que cerrar laventana porque la lluviagolpeaba contra el alféizar y
salpicaba mojando lopapeles. Soñador como soyabandoné la pluma y lo
cuadernos y salí al patio
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interior para gozaescuchando el golpeteo de
agua que goteaba de todapartes. En medio de mipreocupaciones, un
sentimiento de equilibrioembelesado me poseyóquizás al percibir el frescoaroma de las macetahúmedas.
Pero, en ese instante, seoyó un espantoso grito demujer en el piso alto de la
casa. Luego hubo un silencio
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al que siguió un llanto agudoy el sucederse de frase
entrecortadas,incomprensibles, hechas debalbucientes palabras. Doña
Matilda acababa de recibiuna fatal noticia, y yoestremecido por el grito y ecrujir de la lluvia, me quedéallí inmóvil sin saber todavía
lo que le había sidocomunicado.Un momento después
una de las mulatas atravesó
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el patio, compungida, sinmirar a derecha ni izquierda
y subió apresuradamente pola escalera. Tras ella apareciódon Raimundo, e
administrador, empapado ysombrío; me miró y meneó lacabeza con gesto angustiadoantes de decir con la vozquebrada:
—El Jesús Nazareno seha ido a pique... ¡La ruina! —¡No puede ser! —
repliqué sin dar crédito a lo
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que acababa de oír—. ¡Enavío zarpó ayer!
Don Raimundo sehundió en la confusión ytragó saliva, diciendo en voz
baja: —Los marineros que
pudieron salvarse llegaron ala costa al amanecer, despuésde remar durante toda la
noche en los botes... Pero lacarga... —Volvió a tragarsaliva—. Toda la carga está
en el fondo del mar...
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El administrador no erade suyo un hombre alegre
seco, avinagrado y cetrinoparecía haber nacido para damalas noticias. Sacó un
pañuelo del bolsillo, seenjugó la frente y el rostroempapado, suspiróprofundamente comoinfundiéndose ánimo y
mientras empezaba a secarsela calva, rezó acongojado: —¡Apiádate de
nosotros, Señor! ¡Santa
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María, socórrenos!Acababa de musita
estas imprecaciones cuandodoña Matilda se precipitóhacia la balaustrada del piso
alto, despeinada, agarrándoselos cabellos como si quisieraarrancárselos y exclamandocon desesperación:
—¡Qué desgracia tan
grande! ¡No quiero vivir!Era una mujeronagrande de cuerpo, imponente
que alzaba la pierna gruesa
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por encima de la barandahaciendo un histriónico
aspaviento, como spretendiera arrojarse avacío. Sus esclavas mulatas
Petrina y Jacoba, salierontras ella y la asieronfirmemente para conducirlade nuevo al interiorForcejearon; con sus mano
oscuras la sujetaban por lobrazos rollizos y blancos y letapaban los muslos con la
enaguas, evitando
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pudorosamente que enseñarademasiado. Aunque en los
ademanes de doña Matildaevidentemente, no habíaánimo alguno de suicidio, po
más que siguiera gritando: —¡Dejadme que me
mate! ¡No quiero vivir!En esto salió don
Manuel al patio, pálido y
lloroso; clavó en nosotrouna mirada llena de ansiedady luego alzó la cabeza para
encontrarse con la escena que
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se desenvolvía en el pisoalto. Al ver lo que sucedía
gimió y después subió asaltos la escalera, con unamano en la barandilla y la
otra en su bastón. Cuandollegó arriba, se detuvoadeando en espera de
recobrar el aliento, para acontinuación irse hacia su
esposa suplicando: —¡Por Dios, Matilda, nohagas una locura! ¡No te
dejes llevar por el demonio
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que no hay salvación paraquienes se quitan la vida!
La lluvia arreciabaincesante, insistiendo ensalpicar desde los tejados
desde los chorros impetuosode los canalones, desde loaliviaderos... Y en el mundotodo parecía desconsuelocomo si cuanto había quisiera
también hundirse en la nadadel océano, como la fabulosacarga del Jesús Nazareno, y
las aguas ahogasen la
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últimas esperanzas de donManuel de Paredes y de doña
Matilda, que eran tambiénnuestras únicas esperanzas.
2. UNA PROSAPIATRONADA
Para que puedacomprenderse el alcance dela tragedia que supuso la
noticia del hundimiento denavío llamado Jesús
azareno, referiré
primeramente la situación en
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que me encontraba yo poentonces y lo que sucedía en
aquella casa.Por razones que ahorano vienen al caso explica
con detenimiento, tuve queemplearme al servicio de donManuel de Paredes y Mexíaque era corredor de lonjaaunque pudiera decirse que
esa no era su única profesiónya que atesoraba toda unaretahíla de títulos que, no
obstante su rimbombancia
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no aliviaban su inopiaPorque don Manuel de
Paredes y Mexía erafundamentalmente, unhombre arruinado. Entré en
su oficina como contable yenseguida me cercioré de esapenosa circunstancia, pomucho que el administradordon Raimundo, tratase po
todos los medios deocultármela o al menos dedisimularla. Pues no bien
habían pasado los do
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primeros días de mi trabajocuando me abordó en plena
calle un hombre sombrío quesin recato alguno, se presentócomo el anterior contable, e
decir, mi predecesor en eoficio; y me previno de queno me ilusionase pensandopercibir salario alguno deaquel amo, puesto que a él le
adeudaba los dinerocorrespondientes a cuatroaños, como igualmente
sucedía con otros mucho
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mil pesos, de las queesperaba alcanzar cuatro
veces más y ademáincrementar el beneficio conlas correspondiente
ganancias de lo que pudieratraerse en el viaje de vueltaPor eso anuncié al inicio depresente capítulo de mi relatoque en aquel navío «navegan
todas nuestras esperanzas».Y al decir «nuestraesperanzas» digo bien, pue
esas esperanzas eran las de
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don Manuel, las de su esposalas de don Raimundo, las de
los pocos criados de la casa ytambién las mías propias, polo que paso a referir a
continuación.
3. UN CONTABLEDONDE NADA HAY QUECONTAR; ES DECIR, UN
OFICIO SIN BENEFICIOCuando tuve la certezaabsoluta de que don Manue
no poseía otra cosa que
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funciones sin ganancia ymuchas deudas, tuve la
valentía de encararmedirectamente con donRaimundo, el administrador
para, sin que mediaranpalabras previas, decirle consoltura y concisión:
—Ya sé que en esta casano hay fortuna alguna, sino
penuria y pagos pendientesMi antecesor en el oficio meadvirtió de ello y he hecho
mis propias averiguaciones.
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del estropajo usado, quedejaba transparentar la pie
de la calva blancuzca. Era evivo espíritu de ladecadencia; todo en él estaba
gastado: la ropa, el cuelloamarillento de la camisa, echaleco descolorido, el tristefajín de lana pobre..También sus anteojos estaban
viejos, rayados, por más queél los cuidara como a supropia vida, pues no veía
nada sin ellos. A pesar de tan
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—Señor y Dios míodadme humildad, humildad y
paciencia...Había algo frailuno enaquel extraño hombre, en su
mirada, en su manera dehablar, en sus manospequeñas y blancas, en todasu persona cavilosa yreservada. Eso me parecía a
mí entonces, cuando no bienhacía una semana que leconocía y las pocas palabra
que había cruzado con él se
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referían solamente al escasotrabajo de la correduría, cua
era apenas hacer uninventario, copiar algunalista de precios y revisar lo
que se pedía en las únicacartas que se recibían, queeran todas de reclamación depagos pendientes. Tal vezporque le veía así, inofensivo
y timorato, o por no tenenada que perder, insistí coninsolencia:
—Dígame de una vez
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fin la cabeza, me mirósombríamente y me pidió en
un susurro: —Siéntese vuestramerced, por Dios. Yo le
explicaré... Clavé en él unamirada llena de desconfianzay duda, pero acabéhaciéndole caso para ver quétenía que decir.
El administrador sacóentonces del bolsillo epañuelo y se estuvo secando
el sudor de la frente. Luego
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miró al fin a los ojos y mehabló con serenidad:
—Lo que tengo quedecirle a vuestra merced letranquilizará mucho. Hablaré
con verdad, como enpresencia de Dios estamos ysabemos que Él lo ve todo ylo oye todo. Por lo tantopuede confiar en que todo lo
que diré es tan verdad comoque Dios es Cristo y Madresuya Santa María.
Dicho esto, se santiguó
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y esperó para ver qué efectoproducían en mí tale
palabras. Yo respondí: —Si lo que me va aproponer es que he de
trabajar a cuenta y fiados losueldos, no siga vuestramerced por ese caminoporque ha dado con alguienque no admite tratar de fia
ni ser fiado, que mi padre seperdió por ahí y me dio buenconsejo acerca de ese ma
negocio.
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—Buen consejo es, enefecto —dijo él con calma—
Aunque también es muysanta razón la del que andapor este mundo haciendo e
bien a los semejantes fiadoen que Dios le ha de dar lagloria entera al final, sinanticipo alguno en estemundo.
—No me eche vuacedsermones —repliqué—Vamos al grano: ¿qué es lo
que quiere decirme?
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Él suspiró, se echó haciaatrás y me habló con su tono
frailuno, como un maestrohabla a su alumno. —Don Manuel de
Paredes, nuestro amo —dijocon veneración—, es unvarón honesto, bueno, a quienel demonio ha hecho pasamuchas cuitas a lo largo de
su vida. Siendo hidalgo, hijoy nieto de cristianos viejospudiera haber ganado aína
fortuna y gloria en sus año
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mozos; mas quiso Dios queno ahorrándole trabajos n
sacrificios, no encontrasenada más que espinas en sucamino. Ahora es ya un
hombre cansado y viejo, sinhacienda, sin hijos ni nietoque le sostengan en la vejezSolo tiene esta correduría deSevilla, que se vino abajo ha
dos años, cuando emonopolio de los negocios delas Indias pasó a Cádiz y lo
negocios se fueron a aque
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puerto. Los jóvenes puedenhacerse componenda
nuevas. Pero ¿qué porvenir leaguarda ya a quien cuentamás de setenta años? No e
esa edad para empezar nada.. —Bien dice vuestra
merced —afirmé— tantoaños no dan para mucho, peroyo tengo poco más de veinte
y, como es natural, estoy enel momento oportuno paraasentar la cabeza, ganarme la
vida, casarme y fundar una
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familia, o sea, que tengo quetrabajar y cobrar un sueldo y
no hacer caridad a los viejoque ya cobraron lo suyo y loecharon a perder, sea por las
cuitas del demonio, por laespinas del camino o por loque quiera que sea.
4. MI HUMILDE
PERSONALlegados a estemomento, paso a referi
quién es el que esta historia
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escribe; a dar breve relaciónde mi vida, aunque
consciente de que mitrabajos y adversidades pocoimportan y en nada afectan a
la sustancia de los hechos tanextraordinarios que mepropongo narrar, con eauxilio de la divina Majestadpara rendirle gracias y
alabarlo por las grandemercedes que se dignó haceen favor nuestro aque
peligroso —y felicísimo a la
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vez— año del Señor de 1682cuando sucedió lo que no
ocupa en el presente relato.Mi nombre es Cayetanoaunque todos me llaman
Tano. Soy hijo de PabloAlmendro y María Calleja
ada de interés puedo contade mi infancia, salvo quenací en Osuna, villa de la que
cuanto se diga o escribasiempre será poco, por lahermosura y fertilidad de su
campos, la grandeza de su
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plazas, calles y palacios y lanobleza de sus linajes
Aunque de todas esasobradas bendiciones pocome correspondió a mí, po
haber nacido en casa ajena ypobre, al ser mis padrecriados de los criados deregidor Cárdenas y sologuardo de la infancia
memoria de infortunios yhambres. Murió joven mpadre, de fiebres, y siendo yo
de edad de diez años, cerca
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de once, y el menor de cuatrohermanos, hálleme con una
madre viuda muy honradamujer bella y buena cristianaque hubo de casar de
segundas con un hombreviejo, asimismo viudo, que leofreció casa y sustento. Y mpadrastro, que ya teníasuficiente a su cargo con los
hijos y nietos de su primematrimonio, me dio aconvento de los recoletos de
Monte Calvario. Allí los
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frailes me enseñaron lacuatro letras y apreciaron m
habilidad para hacer cuentaspero, viéndome crecidoaunque no de edad para casar
y que no me llamaba la vidadel convento, me devolvieronal mundo. Poco podía yohacer en Osuna que no fueraser criado de criados; así que
acongojado de la pobreza ydeseoso de fortuna, acordévenirme a Sevilla a busca
mis aventuras. Y sal
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descalzo, a pie y con solo lopuesto, que era una raída
camisa y unos zaragüelleviejos que me apañó mmadre. En esta ciudad de la
maravillas no le faltaacomodo a quien sabe leer yescribir, pero más difíciresulta hallar techo fijo; demanera que anduve dos año
aquí y allá, cobijándomedonde buenamente podía; yno viene a cuento referi
ahora todas las cosas que vi y
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oí, y los trances que paséprovechosos unos, mas poco
ejemplares otros. Y con todoello me vi con veinte añossin adquirir fama ni riqueza
alguna, por lo que me parecióoportuno ofrecerme en epuerto para lo que se pudieranecesitar de mi personahacer cuentas, escribir carta
o redactar memoriales.De esta manera, pasé aservicio de un sargento
mayor del Tercio Viejo de la
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mientras no, mataba las horaen convites y fiestas en la
haciendas más ricas, cuandono en tabernas y burdelesComo yo le seguía a toda
partes, recogía las migajas deaquel regalado vivirencantado, como si estuvieraen el mejor de los sueñosMas el despertar había de
llegar, y llegó, cuando lasautoridades dieron a la flotala orden de zarpar. Entonces
don Pedro, con la diligencia
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del más abnegado de losoldados, abandonó la
mujeres, su casa y el vinorecogió sus cosas y me dijouna mañana: «Hasta aquí e
holgar, ahora toca navegar.»Creyó él que yo estaría prestoa servirle en la mar lo mismoque en tierra y se puso adisponerlo todo para que me
dieran las licencias oportunaque requería el paso a laIndias. Pero, igual que siendo
mozo no me llamó e
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convento, mi voz interior medijo que tampoco era yo
hombre de navío ni deallende los mares. Así queme planté y le dije que mejo
me quedaba en Sevillaesperándole hasta su vueltaLe causó gran disgusto estarenuencia, y me contestó queen el Río de la Plata tenía
sobrada hacienda y gente a suservicio que necesitaba poneen orden; ofreciéndome i
allá y, con el tiempo, si hacía
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bien mi oficio, llegar aplenipotenciario en lo
negocios de su casa. A lo queyo respondí que debíapensármelo, porque nunca
había estado en mi juiciopasarme a las Indias. Esto lecontrarió aún más, hasta epunto del enojo, y se puso adar voces llamándome
«pusilánime», «cobardón»«alma de cántaro» y no sécuántas cosas más
diciéndome que a nada
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llegaría en el mundoestándome como quien dice a
verlas venir, sin arrojo ndecisión. Y como era hombrefuribundo y nada
acostumbrado a ser estorbadoen sus caprichos, me liquidóla cuenta pendiente y meechó a la calle, manifestandocon altanería y regodeo que
alguien sin arrestos como yono era digno de tener un amotan corajoso como él. Gana
me dieron de replicarle
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enmendándole, porque máque corajoso era corajudo, e
decir, colérico y enojadizo, ymala vida le espera a quiensirve a un hombre así, ya sea
en la Vieja España o en laueva.
Con este desengaño acuestas, volví al puesto deSevilla, a ofrecerme a lo
sobrecargos y a loscorredores para las cuentaslas listas y las relaciones, que
era lo que mejor sabía hacer.
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Y he aquí que eadministrador de don Manue
de Paredes andaba dandovueltas por los mentideros enbusca de algún contable
ocioso e ingenuo queestuviera dispuesto a seesclavo en su arruinadacorreduría.
5. LA CASAComo ya dijera máatrás, el negocio de don
Manuel de Paredes y Mexía
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estaba en el barrio de laCarretería, antes de la calle
del Pescado, en la planta bajadel caserón donde tenía suvivienda. El edificio era
señorial, tanto por fueracomo por dentro. La primeravez que lo vi me pareció unverdadero palacio. ¿Cómoiba a suponer que allí moraba
gente arruinada? La fachadaera espléndida, conventanales a la calle y un
gran balcón en el centro
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sobre la puerta principal. Aentrar estaba la casapuerta
amplia y fresca, a la que seabría la oficina de lacorreduría a mano izquierda
y al frente el primer patio. Ala derecha un portón daba alas bodegas y a lacaballerizas, que a su vez secomunicaban con las cocina
y con los corrales de la partetrasera. En el patio habíarosales, un cidro, naranjos
limoneros y multitud de
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macetas; y de un extremopartía la ancha escalera para
el piso superior. Toda ladistribución de la casa girabaen torno a aquel patio grande
y cuadrado, abierto a locielos. En la segunda plantaestaban los aposentos y unsalón alargado donde donManuel y doña Matilda
hacían la vida, pendientesiempre del balcón cerradocon celosías que permitía ve
una plazuela con su mercado
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y una iglesia pequeña. Abajodando directamente a la
calle, había un comedor y dohabitaciones pequeñas, unaera la del administrador y la
otra la ocupé yo. Los criadovivían en el entresuelo, sobrela bodega y las cocinas, enunos aposentos minúsculos ycalurosos.
6. DOÑA MATILDAHasta el último rincón
de la casa de don Manuel de
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Paredes estaba impregnadopor el aroma dulzón
penetrante, del perfume delilas que usaba su esposadoña Matilda. Era esta una
mujerona de gran estaturacuerpo abultado y ojonegros chisposos, queempezaba ya a ser maduraaun conservando su
abundante cabello y laenergía propia de una jovenEl busto grueso por encima
del talle y la anchura de su
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caderas le proporcionaban unaspecto voluminoso que
acompañaba su presenciaimpetuosa y el poderío de suademanes. No obstante, era
bondadosa y podía sedelicada, cuando su ánimo nopasaba del entusiasmo al mahumor. Es de comprenderque una mujer así, a pesar de
ser veinte años más jovenque su marido, llevara la vozcantante en todos los asunto
de aquella casa; y esa voz era
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potente y omnipresente hastael punto de penetrar hasta e
último rincón, lo mismo queel perfume de lilas.Doña Matilda estaba
permanentemente enmovimiento, metiéndose entodo; lo cual no quería decique hiciese algún tipo delabor o trabajo propio de una
dama de su categoría, comocoser, bordar o hacer encajestampoco se ocupaba de la
plantas. Le encantaba, eso sí
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ir a los mercados y organizarlas despensas y las cocinas
aunque, dada la ruinaimperante, poco podíaentretenerse en tale
menesteres. También debodecir que tocabaadmirablemente la guitarra yque, acompañándose con ellacantaba coplas maravillosas
Para su asistencia personal lamujer de don Manuel deParedes contaba con do
esclavas mulatas, Petrina y
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más criados: muleros, uncochero, mozas para ir a po
agua, cocineras, pajes... DonRaimundo me dijo una vezque llegó a haber hasta
cincuenta personas viviendoen la casa. Ahora él mismo ylas esclavas mulatas seencargaban de todo. Lascuadras estaban cerradas y
vacías y no había ni una solabestia en las caballerizasporque no podían
mantenerlas. No obstante, en
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su empeño de disimular lapenuria, el administrado
solía decir que no teníananimales porque a donManuel no le gustaba mete
porquería en su casa.Doña Matilda no había
dado a luz ningún hijoPosiblemente, en el caso dehaberlos tenido no hubiera
sobrevenido la decadencia enaquella familia. La sangrerenovada y el deseo de lucha
de los jóvenes es la única
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salvación de los viejolinajes, ya se sabe. Pero
parece ser que Dios habíaresuelto que se extinguiese ede los Paredes y Mexía.
Con todo, vivía ademáen la casa una muchachasingular que, siendo criadapudiera decirse que en ciertomodo hacía las veces de hija
Fernanda. Un poco máadelante me referiré a ellapues toda su persona e
merecedora de una mención
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aparte.
7. UN AMO TRISTE YDISTRAÍDOSeguramente don
Manuel de Paredes y Mexíafue en su juventud un hombreintrépido, emprendedor, quealcanzó fortuna en loTercios, viajando por e
mundo y haciendo buenonegocios a cuenta de tratacon la flota de Indias. Pero
todo eso fue tiempo atrás
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Cuando yo entré a suservicio, era un anciano
melancólico y ausente quevivía despreocupado de loasuntos y ajeno de lo que se
pergeñaba en la correduríaque llevaba su nombre. Todoestaba en manos de suadministrador y sometido ala permanente supervisión de
doña Matilda. Podía decirsepues que mi nuevo amo allno pinchaba ni cortaba
aunque se sintiera
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visiblemente apenado por lamiseria que se cernía sobre
su casa y de la cual seconsideraba el únicoresponsable.
Ya referí cómo donRaimundo se empeñaba enconvencerme de que habíaentrado al servicio de un amohonesto y bueno, por más que
ahora se viera caído endesgracia. Solía insistimachaconamente relatando
que don Manuel de Paredes y
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Mexía era de linaje decristianos viejos y hombre de
inmejorable fama, a quienDios no había ahorradotrabajos ni sacrificios a lo
largo de su vida; que fue ensu juventud un militar dearrestos, que supo cumplifielmente en el Tercio deArmas de la isla de la Palma
a las órdenes del maestre decampo general y gobernadodon Ventura de Salazar y
Frías; que combatió
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valientemente defendiendoSanta Cruz de Tenerife de los
ataques del pérfido pirataRobert Blake, y que luegosiempre de manera
sacrificada, estuvo en etercio que formó el rey paraExtremadura, con el queluchó en el penoso sitio deÉvora y en la feroz batalla de
Estremoz, siguiendo esta veza don Cristóbal de Salazar yFrías, hijo del antedicho
maestre de campo y suceso
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empezó a hacerse cargo detodo.
El administrador fuequien me empleó a mí. ajustóel salario, que bien sabía que
no se podía pagar, y trató dedisimular la ruinahaciéndome ver que donManuel era un hombre muyocupado, que andaba
enfrascado en sus tratos yque por eso iba poco a lacorreduría.
La primera vez que vi a
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viejo llevaba yo más de unmes a su servicio. Aunque la
impresión que me causó fuela de un señor de respeto, supresencia me dejó un estado
de ánimo raro. Don Manuede Paredes era un ancianogrande que debió de sefornido en su juventudllevaba una larga y pesada
pelliza negra que acentuabala curvatura de su espalda; epelo blanco y lacio le brotaba
bajo el sombrero. No
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el sombrero, apareció unacalva grande; solo le brotaba
el pelo en la nuca y lasienes. Cogió la pluma yestuvo como meditando
protegiéndose los ojos con lamano, como si le molestarala luz y deseara pensar aoscuras; pero no escribiónada durante el largo rato que
permaneció sentadoCarraspeaba de vez encuando y todo él rezumaba
aflicción y pesadumbre.
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puerta para irme cuantoantes, muy enojado al ver que
ni siquiera me pagarían lacuatro semanas que habíaestado ordenando papeles
copiando inservibleinventarios y haciendorelaciones de deudas. Perouna vez en el patio, me salióal paso repentinamente doña
Matilda y se me plantódelante, puesta en jarrasesbozando una sonrisa
extraña. Y pensé que, como
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nada de lo que sucedía en lacasa se escapaba a su control
seguramente había bajado desus aposentos en cuanto oyómis voces airadas y venía con
ánimo de intervenir en ealtercado.
Me detuve y me quedémirándola, dándome cuentade que, para poder seguir m
camino, tendría que rodearlaElla entones me dijo contranquilidad:
—Yo le pagaré a vuestra
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convenientemente las falday empezó a subir lo
peldaños. Muy extrañadomiré al administrador y él medirigió un expresivo gesto
que interpreté como quedebía hacer lo que habíapropuesto el ama. Así quecon la esperanza de cobrarme fui tras ella.
El lugar donde aparecer iba a ser el pago erala sala del primer piso
aquella que tenía el principa
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disipó mi mal humor, y tavez me predispuso con mayo
benevolencia a escuchar todolo que doña Matilda tenía quedecirme.
8. FERNANDARecuerdo haber visto a
Fernanda por primera vez enla armonía del patio, dentro
de un fortuito retazo de soltal vez al cumplirse el tercedía de mi llegada al viejo
caserón sevillano. Estaba ella
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embelesada, regando lamacetas de espaldas a mí
con el cuerpo erguido. Derepente se volvió y sus ojopálidos se me quedaron
mirando cenicientos, heridopor el sol que envolvía supelo y lo hacía desvanecerseen finísimos yresplandecientes mechone
rubios como la misma luzRecuerdo muy bien sumanos, manos pálidas
alargadas y con venillas
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azules, que sujetaban laregadera flojamente
mientras el agua sederramaba sobre el suelo ycorría por las losas de
mármol antiguo. Aquel díafeliz, en que inesperadamentela encontré allí, algonebuloso revoloteó dentro demí y me quedé como
pasmado, mirándolaúnicamente, sin poder decir ohacer nada, sino solo esta
presintiendo desde ese
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primer instante que me iba aenamorar.
Ella sonrió con unasonrisa leve y dijo: —¿Qué mira vuestra
merced? ¿No ha visto nuncaregar macetas?
Me azoré. No esperabaque me hablara y muchomenos que me lanzara una
pregunta. Creo que sonretontamente, mientras seguíamirando embobado su bonito
cuello, la barbilla redonda, la
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boca pequeña, la armonía desus rasgos y aquellos ojos tan
claros, transparentes casique tenía frente a mí a cuatropasos, interpelantes
esperando una respuesta.Entonces, desde un
rincón del patio, uno de lomuchos pájaros que teníadoña Matilda en jaula
colgadas en las paredes lanzóun trino estridente, largoensordecedor, que yo
aproveché para mirar en la
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dirección de donde venía yde esta manera, librarme de
hechizo que me producíatanta hermosura. —Es un canario —
explicó ella—. A esospájaros los llaman así porquese crían en las islas. DonManuel de Paredes los trajode allá hace años. El canto e
muy bonito, ¿verdad?Asentí con unmovimiento de cabeza
mientras trataba de disimula
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mi embelesamientoenmascarándolo en la
observación de aquel pájaroamarillo, que hinchaba suplumón al lanzar su gorjeo
chillón, sus repetidos trinos ysus silbidos.
—Sí, muy bonito —balbucí.
Me volví hacia ella y
nuevamente caí preso de suprecioso semblante, pero estavez, al ver que el agua seguía
derramándosele a los pies, le
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dije: —Se te vacía la
regadera... —¡Uy! —contestó—Qué tonta!
Soltó la regadera a unlado y cogió un paño parafregar el suelo. Cuando la varrodillándose, me doblé yotambién y me puse a recoge
el agua con ella, sujetando labayeta por el extremotorpemente, de manera que
hubo un forcejeo tonto. Ella
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me miró y se echó a reírmientras decía:
—Deje vuestra mercedque esto es cosa de mujeres. —No, si no me importa
contesté—. Estoyacostumbrado a hacer detodo.
—¡Deje de una vez! ¿Nose da cuenta vuaced que está
entorpeciendo?Me estremecí como enun escalofrío y me aparté
quedándome de rodilla
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frente a ella. La veía movelas manos blancas con garbo
haciendo que se deslizara epaño, el cual retorcía luegocon destreza y escurría e
agua en el sumidero. Hastaque se detuvorepentinamente, me mirómuy seria y me ordenó:
—Ande, vaya vuaced a
sus cosas, que no me gustaser observada cuando trabajoObediente, sumiso, me
retiré atravesando el patio
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embrumado por la luz del soque se filtraba atravesando
los limoneros, pero todavíahube de volverme una vezmás, para ver su espalda
delicada, la nuca, la seda dela blusa, las formaredondeadas bajo la falda... Ydesde aquel día me aficioné aobservarla a hurtadillas, a
espiar sus manejos, eencanto de su pausadocaminar, y a sentirme
arrobado cuando hablaba en
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alguna parte de la casa, ocantaba, pues su voz era para
mí el más delicado de losonidos que pudieran oírse eneste mundo.
9. DE LA MANERAEN QUE ME DEJÉCONVENCER
Poco ducho estaba yo en
el trato con mujeres y muchomenos con damas. Es decomprender pues que, cuando
doña Matilda me subió a lo
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aposentos de la primeraplanta, me sintiera un poco
confuso y a la vez desarmadoen mis decisiones. Asocurrió. El salón era cálido
hospitalario, y la luz queentraba por la celosía debalcón principal matizabadulcemente la alfombra decentro, los muebles antiguos
la tapicería de los divanes ysobre todo, la delicada figurade Fernanda. Tal era la
impresión que me causaba
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aquella preciosa estancia, queme quedé como atolondrado
en la puerta. Entonces laseñora se acercó a mafectuosa, me tomó de la
mano y me condujo ainterior, diciéndome concariño:
—Vamos, muchachopasa y siéntate. ¿ü acaso
tienes prisa? Si nos vas adejar hoy mismo, ¿qué mejocosa tendrás que hacer po
ahí a esta hora del día que
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—Tomemos un vinitoo hay que ponerse tristes.
Llenó los vasos y lorepartió. Bebimos los tresmirándonos de soslayo, y
luego permanecimos ensilencio, mientras esapalabras revoloteaban en eaire: «No hay que ponersetristes.»
Un momento después, eama se echó a un lado yextendiendo la mano
gordezuela hacia la botella
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suerte de prodigio que mehubiera transportado al luga
de mis fantasías. —Y ahora sentémonopara hablar tranquilamente
propuso el ama. Nos acercamos hasta lo
divanes con los vasos en lamano, tomamos asiento yprosiguió el encantamiento
Fernanda puso en mí sus ojotransparentes y dijo consinceridad:
—Nadie en esta casa
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cobra salario alguno...Un hondo suspiro salió
del pecho grande de doñaMatilda, que luego añadiócon resignación:
—La vida se ha puestomuy difícil... Ya no es comoantes. Solo hay que asomarseal balcón para ver el mercadode la plaza. Antes ahí había
de todo: plata fina, sedamarromaque, nácarazabache... ¡Y hasta perlas
¿Qué hay ahora? Cuatro
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baratijas... ¡Si es que no haydinero...! ¿Quién puede paga
un salario?Como me veía obligadoa decir algo, reuní mi
tumultuosas fuerzas ycontesté:
—Ya lo sé. Pero yo soyoven y necesito tener algo
propio en esta vida.
—Naturalmente —dijoel ama sin abandonar el airematernal que había adoptado
desde el principio—. Todo e
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mundo quisiera tener su casasu mujer y sus hijos..
Naturalmente!«Casa», «mujer»«hijos»; eran palabras que
sonaban allí extrañas y queme provocaban ciertadesazón. Me ruboricé yasentí, disimulando mazoramiento:
—Naturalmente, señoraElla entonces alzó lacabeza como mirando a
cielo y añadió suspirando:
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—¡Ay, Señor benditoqué vida esta! Se han puesto
las cosas de tal manera quehabremos de irnoacostumbrando a pasa
calamidades y necesidadSevilla ya no es lo que eraYa ves, con lo que hubo enesta casa y ahora nos vemoasí, sin criados ni persona
que nos asista cuando novamos haciendo mayores... —¡No diga eso vuestra
merced, señora! —se
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seguir allí, dije: —En fin, debo irme.
Doña Matilde entoncealargó la mano y me agarróel antebrazo, apretándomelo
a la vez que decía con voztemblorosa:
—Espera un momentoCayetano, muchacho... Aúnno hemos hablado...
Sentía aquella mano quese aferraba a mí como la deun náufrago a su tabla de
salvación. Me dio má
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lástima y pregunté: —¿Qué quiere vuestra
merced de mí? —Que no nos dejes —respondió suplicante, entre
sollozos—. Porque tenecesitamos en esta casa.
—¿Para qué? —repliquéconfundido—. No hay trabajopara un contable en la
arruinada correduría. —No lo hay, pero lohabrá pronto —contestó e
ama, con la respiración
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agitada, aunque con granresolución—. ¡Por eso te
necesitamos! Si no fueracomo te digo, no tehabríamos ajustado en cien
reales. Aquí va a hacer faltauna persona que sepamanejarse; una persona jovenque tenga fuerzas paraacometer un gran negocio
una empresa que noproporcionará un buenbeneficio. ¡Por eso te
ajustamos en cien reales!
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Miré a Fernandacompletamente
desconcertado, y ellaresplandeciente deentusiasmo y sinceridad
exclamó: —¡Dice la verdad
Créala vuaced, por Dios!Reflexioné un poco
ada tenía que perde
escuchándola y, además, eraun ruego de Fernanda. ¡Quémagia no tendrá e
enamoramiento!
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Doña Matilda empezódiciendo:
—Aquí no todo estáperdido. Esta casa, con lo quehay en ella, mis esclavas, mi
muebles, mis alhajas... ¡todoEsta casa vale más dequinientos mil maravedíes..Esto es un verdadero
palacio!
—Lo creo, señora —ledije—. Pero bien sabevuestra merced que hoy no se
vende nada en Sevilla...
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yo podría ser tu madre... —contestó ella con la mirada
brillante, tiernamente.Después de deciaquello, se quedó observando
la reacción que producían enmí sus palabras. Yo sonreí demanera halagüeña y, trasmeditar un momento sobre loque acababa de revelarme
dije circunspecto: —Habría queadministrar
convenientemente todo ese
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dinero... —He ahí la cuestión —
afirmó el ama—. Y nuestroadministrador no está ya paraesos trotes.
—¿Dónde está edinero? —volví a preguntarcon preocupación.
Ella respondió concalma:
—No es un pago enmetálico, sino enmercaderías de la mejo
calidad. El holandés no
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entregará paños finosherramientas, mantas y otra
manufacturas que seránembarcadas en Cádiz para laIndias cuando salga la flota
en su próximo viaje. He ahel negocio: todo eso serávendido en Portobelo y en ECallao y después se cargaráel navío con plata y otra
cosas valiosas de allá quepueden obtener aquí muybuenas ganancias.
—Comprendo —dije—
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anciano y nuestroadministrador está asimismo
viejo y medio ciegoecesitamos una personaoven, una persona como tú..
Sabemos que te criaste entregente honrada y que teeducaron los frailes; nofiamos de ti, muchacho. Estapuede ser tu oportunidad de
la misma manera que es lanuestra... Porque estoy segurade que serás un buen
contable. ¿Y quién sabe si tu
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pudiera dirigirme a ellallamándola «Nanda».
10. UNA CUARESMAIMPACIENTE
De manera que, ganadopor las súplicas de doñaMatilda y por la hermosurade Fernanda, resolvquedarme en la casa de don
Manuel de Paredes, aunquemás resignado que movido arazones. Y ahora que
pasados los años, echo la
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vista atrás, he de reconoceque aprendí más en los do
meses que siguieron a masentimiento que en toda mvida.
Transcurrió lo quequedaba del invierno en unaespera anhelosaAparentemente todo seguíaigual en el viejo caserón
repitiéndose idéntica rutinaque el mes anterior. Semadrugaba diariamente
demasiado para lo poco que
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dichosos quinientos mimaravedíes del empeño, n
del holandés, ni de la flota, nde las mercancías... Pero yointuía que, seguramente
dentro de la cabeza pequeñay redonda del administradoaleteaban las cifras al mismotiempo que las esperanzas desalir de toda aquella miseria
Sin embargo, no me atrevía apreguntarle por el asunto y nsiquiera se me ocurrió decirle
que yo estaba en ello, porque
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la señora me había reveladolos pormenores del negocio
Era de suponer que él losupiera. Bastaba pues conesperar y aguantar la
incertidumbre.Cuando cada día a
media mañana entraba eamo en su despacho, nada departicular sucedía. E
administrador se encerrabacon él durante un largo rato yyo imaginaba que trataban
acerca de aquello que tan
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preocupados nos tenía atodos en la casa. Sin pode
resistirme al impulso de lacuriosidad, pegaba la oreja ala puerta con el deseo de
enterarme de algo; pero laespesura de la madera solodejaba pasar el rumor vagode palabras incomprensiblespor más que las voces se
alzaban de vez en cuandocomo discutiendo, haciendoque se encendieran todavía
más mis ilusiones o, por e
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la Cuaresma todo cambia: lagentes abandonan su letargo
silente, se sacuden lamodorra del invierno y salende las casas para entregarse
apasionadamente a lomenesteres de la religiónPorque, si bien es cierto queel Creador está en todapartes y debe ocupar toda
las horas de los hombrespareciera que durante esetiempo se echara
particularmente a las calles y
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amonestar de los sermonesAsí las cosas, todo
permanece como detenidorespirando únicamente actoy pensamientos piadosos
Prohibido el juego en latabernas, las francachelas ylos malos ejemplosentretiénese la gente yendode iglesia en iglesia y de
convento en conventoentregándose a la escucha dela oratoria sagrada, a la
penitencias, a poner la
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rodillas en el duro suelo y asocorrer a los menesterosos.
También dentro de lacasa doña Matilda colocóaltares, como era su
costumbre. Pero, como nodisponía de autorización paratener oratorio, se conformabacon descubrir un bonitoretablo que estaba en un lado
del patio, bajo la galería, yque ordinariamentepermanecía cerrado con una
puertas de madera fina. Un
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LIBRO IIDe cómo se hundió e
navío en quenavegaban todanuestras esperanzas
1. EN FAMILIAAntes de proseguir con
mi relato, considero justoreconocer que mi vidacambió mucho a partir de
día en que doña Matilda tuvo
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porque nadie antes me habíatratado así por lo que me v
súbitamente rendidoobligado, y me olvidé desdeese momento de los cien
reales y de mi determinaciónde no trabajar a cuenta nfiado. En fin, que hastadesdeñé los consejos de mbuen padre y me abandoné
resignado a la suerte de seesclavo.Bien es cierto que en
aquella casa, como he
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estaba ya dispuesta, con sumantel blanco, pero todavía
no había nadie en la estanciacuando entramos doñaMatilda y yo. Ella me dijo:
—Anda, siéntate.Me senté, pero a
momento hube de levantarmeotra vez, cuando entró donManuel, seguido por e
administrador y FernandaCada uno ocupó su sitio: eamo en la cabecera, frente a
ama; don Raimundo a m
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derecha y Fernanda en el ladoopuesto.
Ya no cabía ningunaduda: en mí se había operadoun cambio, me había vuelto
distinto. Ya no me importabanada el sueldo que se medebía, ni el porvenir, ni lanatural obligación decualquier hombre de
procurarse el sustentoFantasioso como soy, mesumergí en los recuerdos a
modo de prueba, pero a
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punto regresé al presentehorrorizado, como si hubiera
echado un vistazo a unespacio oscuro y tristeIncluso la alegre vida de
tiempo que estuveacompañando al sargentomayor me pareció ajena yestúpida. Allí, en el comedoríntimo de los amos, me sent
súbitamente a gusto, comotransportado a una realidadque, aun siendo
completamente nueva para
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mí, en el fondo era querida yaceptada en plenitud. Y
aquella sensación tanreconfortante se acentuócuando doña Matilda me
miró con ternura y mepreguntó:
—¿No estamos mejoasí, en familia?
Creo que me ruboricé
algo desconcertado, pero amomento hice muy mías esapalabras: «en familia». Bien
es verdad que al deci
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«familia» todos pensamos enabuelos, padres, hermanos
en todo aquello que en mvida había sido tan breve, tanfugaz; y que los que
estábamos sentados a la mesadel comedor de don Manue
salvando el matrimoniopresente de los amos— enpoco nos parecíamos a eso
Pero yo estaba quizá tandeseoso de cariño... ¿En quéme había convertido? En una
suerte de mendigo que
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suspiraba tan solo por unamigajas de afecto y, encima
de sentirme acogido yconsiderado, para colmo demi dicha, allí, frente a mí
estaba toda la deleitable einalcanzable hermosura deFernanda.
Las mulatas sirvieron eplato único del almuerzo
nabos guisados con algo debacalao, muy poco, apenaunos pellejos y unas espina
desnudadas del pescado; y de
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postre un poco de compota decidra sobre una rebanada de
pan. Por la consabida escasezo porque era Cuaresma, no sesirvió vino. Pero el ama
escanciaba el agua en lacopas pulcras como si fuerapuro néctar.
Nunca se hacíareferencia a la penuria que se
cernía sobre la vida de todoen aquella casa, poomnipresente que fuera. En
cambio, doña Matilda
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convertía aquellas frugalecolaciones en verdadera
fiestas. No paraba de hablar eincluso proponía brindisaunque fuera con agua.
—Para la Pascuaencargaremos un cabrito y unpar de gallos gordos, vino deJerez y mantecados —aseguró como si tal cosa—
Lo pasaremos de maravilla!Y a mí me parecía yaestar hincando los dientes en
la carne tierna y saboreando
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—Me parece muy bienSerá mejor estar prevenidos
aunque falta todavía más demes y medio.Don Manuel, enjuto y
pálido, con la servilletacolocada sobre el pechocomía con avidez, al tiempoque arqueaba las cejas ymiraba con aire culpable
como hacen los chiquillostan pronto a su esposa comoa don Raimundo. Daba la
impresión de que se habría
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echado a llorar si no fueraporque podía degustar con
placer la dulzura de la jaleade cidra y así mitigar suhambre y su permanente
tristeza.Cuando se acabó lo poco
que había para comer, todosnos quedamos en silenciocomo esperando algo más
Entonces doña Matilda soltóuna espontánea carcajada yluego, con socarronería, dijo:
—¡Mira que se hace
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larga la Cuaresma! Pero yavendrá la Pascua, ya vendrá..
Concluido el almuerzosalimos al patio y fuimohasta el retablo para da
gracias al Cristo, como eracostumbre. Entonceaproveché para miradetenidamente y de soslayo aFernanda, sirviéndome de m
posición a un lado, a laespaldas de los demás. Noarrodillamos. El olo
penetrante del azahar y la
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cera acentuaba el brío de miemociones; y arrobado, como
si volara, me encontré derepente enteramente feliz poparticipar junto a ella de lo
pequeños asuntillos de lacasa, y por podecontemplarla tan cerca. Fusubiendo la vista desde lacintura hasta la delgada
clavícula y me complací aver la nuca bajo el arco de lacoleta rubia, y más aún a
detenerme en el perfil chato
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fantásticas, deseos extremoy alguna ansiedad agobiante
todo eso que nace del amoral ritmo de una poderosafelicidad, y a la vez de una
atronadora confusión.
2. DAMASFLAGELANTES EN LAOSCURIDAD
Era jueves de Pasión. Lorecuerdo bien porque apenafaltaban unos días para la
Semana Santa, y porque en e
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cielo primaveral yadespuntaba una luna llena
poderosa. Después de la cenacuando los amos se retirarona sus aposentos, salí al patio
mientras las mulataencendían los farolesuspendidos en el crepúsculoMe gustaba permanecer allí aesperar la caída de la noche
haciéndome el distraído; peromi verdadero interés era estaatento al piso de arriba, a la
ventana de la habitación
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amos, a intervalos mellegaban retazo
quejumbrosos e indistintode una conversación. La vozde doña Matilda, insistente
machacona, sobresalía muypor encima del murmulloapagado de las pocas fraseque mascullaba don ManuelY por más que yo aguzaba e
oído, no lograba enterarmede nada. Únicamenteentendía palabras sueltas
«maravedíes», «galeones»
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«lonjas», «Indias»... Noresultaba demasiado difíci
hacerse al menos una idea delo que estaban hablandohabida cuenta del negocio
que estaba en juego. Laentrecortada pláticaprosiguió hasta bien tardeaunque de manera mátaimada. A mí se me caían
los párpados y me fui a lacama, porque mis problemaeran más livianos que los de
los amos. Así que no tardé en
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ninguna luz estabaencendida. Así que
permanecí acostado muyquieto, tratando de escucharAl cabo retornó el ruido
como golpes espaciados, yluego un gemir delicado, devoz de mujeres. Entoncedecidí levantarme e ir a ver.
Salí al patio. E
resplandor de la luna quepenetraba a través de loárboles creaba un mosaico de
sombras en el suelo, y junto
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preocupado, yendo hacia allá —¡No, no te acerques
contestó ella—. ¿No veque estamos haciendopenitencia?
En la penumbra, pudever al ama y a Fernandaarrodilladas a los pies deCristo, con unos flagelos enlas manos. Entone
comprendí que se estabandisciplinando.En voz baja, con
lacónica impaciencia, doña
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Matilda me dijo: —Anda, vuelve a
dormir, muchacho, que estoes cosa nuestra. Ya te llegaráa ti tu penitencia; que todo
en esta casa hemos de ponenuestra parte de sacrificios, aver si nos echan una manodesde lo alto...
Obedecí sin comprende
lo que quería decirme. Y mecostó trabajo conciliar otravez el sueño, porque se
golpeaban fuerte, ora la una
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ora la otra; y se me hacía quela pobre Fernanda estaba all
obligada, por lo que me dabamucha lástima al oír lozurriagazos y los suspiros.
Al día siguiente por lamañana, lo primero que hicefue aguardar en el patio, paraver si pasaba ella por allí oiba como cada día a esa hora
a regar las macetas. Y nadamás verla aparecer le espeté: —¿A quién se le ocurre?
¿Qué pecados puede tene
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hacemos penitencia. Pues nohay quien no tenga pecado
en esta vida... —No hay por quéenfadarse —le dije con
dulzura—. Me preocupabapor vuestra merced... ¿Oduelen los zurriagazos?Sonaban recios...
—Eso es cosa mía —
contestó huraña, pasando podelante de mí en dirección ala escalera.
—No quería ofender —
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3. ESTACIÓN DE
PENITENCIAComo bien he confesadocon la correspondiente
vergüenza, por entonces notenía vida sino para pensar enFernanda, soñar con ella yseguirla a hurtadillas por lorincones de la casa, con una
ansiedad desmedida y unenamoramiento encarnizadoo era dueño de mí mismo y
me dejé convencer para
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dominio que emanaba de supecho, me puso en manos de
verdugo, que me dio unabuena mano de azotes en laespaldas; resultando, para
colmo, que ese verdugo fuyo mismo. Sí, me flagelé condeterminación; y a la vez conhipocresía, porque, haciendover que lo hacía po
mortificación y dolor de mipecados, no era sino por puroamor. Aunque bien es verdad
que, ya de por sí, el amor e
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una dura y dolorosa estaciónde penitencia.
La cosa sucedió comosigue. El Jueves Santo amediodía, se presentaron
doña Matilda y Fernanda enel patio, vestidas enteramentede negro. Pasamos acomedor como de costumbrepero se comió de pie, poco y
deprisa. Nada se sirvió parapostre, sino que, aterminarse la colación, todo
salimos de allí en silencio, a
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sin previo aviso: —Ande y póngase esto
vuaced.Estupefacto, me quedémirándola. Y, poniendo luego
mis ojos en la prendacontesté:
—¿Esto? ¿Para qué? —¿Para qué va a ser?
¿No ve vuaced que es una
saya de penitente? Andevístala vuestra merced, quese hace tarde.
No repliqué más, tomé
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anjeo debe ir la piel y nadamás. Así que ve a desnudarte
y viste la camisa de hermanode sangre como Dios manda. —¡Hermano...!
¿Hermano de... sangre? —murmuré sin salir de mestupor.
—¡Naturalmente! —dijodoña Matilda sulfurada—
Hoy es Jueves Santo y todolos hombres de esta casadeben disciplinarse en la
procesión de la Vera Cruz
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Esa promesa hizo mi señoesposo al Santísimo Cristo
hace treinta años, cuandoingresó en la hermandadcomprometiéndose él de po
vida y asimismo a todos suhijos varones. Como Dios noha estado servido deotorgarnos descendenciatodos los hombres que no
deben obediencia estánobligados por el voto. ¿No easí, esposo?
—Así es, esposa —
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respondió escuetamente eamo.
Enjuto, seco como eradon Manuel de Paredeofrecía un aspecto digno de
compasión; vestido con lacamisa tiesa de paño, largahasta por debajo de larodillas, ceñida en la cinturapor el basto cordón
franciscano; las canillaasomando enteramentedesnudas, como palos de
cerezo, delgadas y blancas; y
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asimismo los pies, largosdescalzos sobre el frío suelo
Aunque más pena dabatodavía ver a don Raimundoa su lado; ataviado con la
misma pobreza su corpezueloinsignificante, que parecía ede un fraile mendicante, sinotro adorno que las lentes enel redondo rostro, pálido y
ojeroso.Pasmado, miraba yo oraal uno ora al otro, haciendo
negación en mi fuero interno
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de humillarme cerrando etrío. Y Fernanda, en vez de
apiadarse de mí, se me plantódelante y me apremió: —Ande, vista el hábito
vuaced, que debemos irnoya.
Lo mandó y yo fui acumplirlo, como si mesujetara a ella un voto de
sumisión perpetua. Volví ami cuarto, me quité toda laropa y salí vestido solo con la
camisola, bien ceñida a la
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San Francisco fuimos delantelos tres flagelantes, cubierto
ya los rostros bajo el capiroteromo. Nos seguían laenlutadas damas a diez pasos
en completo silencio. Y ya enlas proximidades de lacapilla, nos unimos a unaturba de sayones, negros lode los hermanos de luz y
blancos los de los hermanode sangre. A la sazónarropados por aquella
multitud, todo fue má
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Ya sabíamos lo que teníamosque hacer los flagelantes, po
mucho que nos doliera, pueera nuestro sino; mientraque a los que llevaban la cera
les bastaba con ir descalzos yalumbrando, por mucho quetambién se llamaran«penitentes».
Salió el cortejo con toda
su solemnidad, en medio deun silencio impresionante. Eorden que se llevaba era e
siguiente: primeramente iban
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espalda como veía hacer aresto de los hermanos. E
primer golpe me lo dtaimado, con cautela, paraprobar, solo, pues era nuevo
en el oficio... Mas se pusoFernanda a mi lado, en lafila, con un cirio en la manosin quitarme ojo parainspeccionar la faena, a ver s
cumplía yo bien. Así que meaté los machos dispuesto aser el más eficiente; no fuera
a pensar que era un
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castigándome, con lamonotonía de aquel estrépito
de latigazos, el escozor, edolor mortecino, la sed y eesparcir de la sangre... Y
Fernanda siempre a mi ladoalumbrándome con su vela ycon la luz bella de sus ojosentre compadecida y llena dedevoción delirante.
Cuando todo acabó y lasagradas imágenes serecogieron en sus capillas
parecíame haber salido de
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esa manera...¡Menuda necedad la
mía! Me había tomado latarea mucho más en serio delo que correspondía. Ellos se
daban flojo, espaciadamentey con tiento; yo en cambioharto afanoso, con brío yvelocidad. De manera que mehabía lastimado a conciencia
Con la cara de tonto quese me debió de poner, miré aFernanda para ver su
reacción, avergonzado por m
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estupidez. Ella, lejos dereírse de mí, estaba muy
sentida, cabizbaja y tal vezpesarosa por la parte de culpaque le tocaba.
Y doña Matildamoviendo precavidamente lacabeza, dijo:
—Habrá que curar esaheridas ahora mismo, no sea
que nos den que sentir..Anda, Fernanda, ve a poagua de romero, sal y
ungüento.
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Y entonces llegó paramí el más dulce consuelo
todos se fueron a dormimenos Fernanda, que sequedó allí conmigo
lavándome con cuidadoaplicándome los remedios yhablándome al oídodulcemente.
—Ya veo cuán osado es
vuestra merced —decía—. Yyo que había pensado mal..Se me hacía que no iba
convencido a la penitencia
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y me besó por detrás de laoreja; haciéndome de súbito
ascender a la misma gloriaCon ese regalo se despidió ensilencio y escapó corriendo
por el patio como unasombra, dejándomeestremecido y arrobado.
4. DE REPENTE, LA
FELICIDADEl Viernes Santo, adespertarme, me sentí feliz
Un estado insólito en
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atmósfera... Y Fernandabrillaba para mí, como s
fuera transparente, en mediode toda esa luz. Cuando derepente —sería a finales de
unio—, llegó al fin eholandés tan esperado. Ecaso es que a don Raimundose le vio apreciablementepreocupado desde una
semana antes. Todas lasmañanas iba al Arenal ahusmear, a preguntar, a hacer
averiguaciones, y luego
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regresaba lleno de ansiedadDurante los parco
almuerzos, de apenas sopa decastañas o habas guisadassudaba copiosamente en su
redonda frente y se pasaba epañuelo arrugado una y otravez para secarla. En cambiodon Manuel seguía su vidataciturna y tristona, con
invariable monotonía.Hasta que, uno deaquellos días, e
administrador vino exultante
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con la cara roja deentusiasmo, proclamando a
voz en cuello: —¡Bendito sea Dios! ¡Eholandés ya está en Sevilla!
La noticia resonó en epatio como si fuera eanuncio del fin de todos loproblemas. Don Manuel sefrotó las manos con visible
alegría y por fin se le viosonreír. Doña Matilda soltóuna tormenta de risotadas y
el solo barrunto de la fortuna
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que podía avecinarse parecióhacerla más voluminosa
cuando hincó su pecho paraexclamar: —¡Llegó la Pascua a
esta casa!Esa misma tarde, sin
mayor dilación, se presentóel deseado personaje. Era eholandés un tipo de cuarenta
y pocos años, gordo y deaspecto vulgar; aunque vestíamuy ricamente: buena
camisa de hilo blanco, sayo
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veneración que no cabíaasomo de duda al creer que
en efecto, se iban a arregladefinitivamente las cosas pola sola presencia de aquello
dos hombres.Después de los saludos y
las primeras alegrías, de locumplidos y parabienesllegó el momento de habla
de aquello por lo que tantonos interesaba la visita: enegocio, es decir, el asunto
del navío y las mercancías
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Fue llegar la conversación aeste punto y empezar todo
allí a ponerse nerviososcomo si ya atesoraran en sumanos centenares de
doblones de oro... Y el taVandersa, reluciente desatisfacción, explicó quevenía directamente deLevante, que habría estado
aprovisionándose deabundante seda, buen pañocobertores, bayetas, hilo
lino...; todo aquello que
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hipotecario habían dado de slo necesario para que e
dichoso negocio sedesenvolviera por sus caucenaturales sin ningún
sobresalto.Por mandato de
Vandersa, su ayudante pusoencima de la mesa unacartera. Estaba tan gastada
como sus manos curtidascon las que extrajo uncuaderno de notas y fue
leyendo con detenimiento la
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un aspecto macilentocastigado, se iluminó.
—Bien, bien... —dijoacariciando los papeles—Muy bien... Ahora confiemos
en que la segunda parte denegocio salga comoesperamos.
—¡Clago, clago quesaldrá bene! —se apresuró a
exclamar el holandés—Naturalmente! ¡Clago quesí! En aquesto lo dificile era
conseguir el préstamo..
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Pero doña Matilda, conhabilidad y delicadeza
consiguió sacarles antealgunos maravedíes comoanticipo de lo debido; con e
fin de aprovisionarse yofrecerles un banquete debienvenida y celebración delos negocios, cuando todoestuviera finalmente resuelto
y el navío concertado.
6. UNA CENA
GENEROSA,
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aroma de las viandas que sele prometían, con la boca
hecha agua y avidez en lamirada. Y su ayudante traíaen la mano, en vez de la
cartera, una garrafa de mediaarroba llena de oscuro vinode Málaga. Al ver eobsequio, a don Manuel se leaguzó la vista y se le dibujó
en la cara una amplia sonrisade felicidad. Hubo regocijogeneral, abrazos y palmoteo
en las espaldas, cuando e
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. ¡Alabado sea DiosMatilda, baja! ¡Esposa mía
ven enseguida!Acudió el ama muycontenta, vestida con cuerpo
de terciopelo verde oscuro yenaguas de paño finozarcillos balanceantes deplata en las orejas, collares ytocado con pedrería. Detrá
de ella venía Fernandainmensamente bella, congalas de princesa, sedas
brocado, alhajas y el pelo
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vehemente, inflamada devapores de vino, de brindis
albórbolas y auspicios dedespreocupación. Era comosi se hubiera levantado e
lóbrego manto que pesabasobre la casa y todos suhabitantes. Y no podíanegarse que, aun siendo tiporaros, los holandese
resultaban divertidos ycariñosos.Vandersa, achispado por
el vino, no perdía ocasión de
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Como las mulatas nodaban abasto con los guisos
de vez en cuando tenía que iFernanda a ver cómo iban lacosas o a traer algo, ya que e
ama había bebido un poco demás y estaba desinhibidaenfrascada en el vocerío y elisonjeo del banqueteAprovechando uno de eso
viajes a la cocina, me fui yodetrás, haciendo ver que iba aechar una mano. ¡Y bien que
la eché! Acorralé a Fernanda
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en el corredor e hice presa enella, abrazándola fuerte, e
inmediatamente despuésdesenfrenado, seguí dándolebesos en las mejillas, en la
nariz, en los párpadosmientras la sujetaba por etalle delgado y firme. Ella nointentó zafarse, pero semantenía como en estado de
alerta, por si yo avanzaba unpaso más. —Ahora no, ahora no —
suplicaba, pero con la boca
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chica, mientras temblabatoda—; ¡déjame, que pueden
vernos! —Es que te quiero —decía yo—. ¡Te quiero tanto
Casémonos, Fernanda! —¡¿Te has vuelto loco?
Suéltame ahora mismo!Regresé a la mesa. Doña
Matilda acababa de empeza
a tocar la guitarra y sedisponía a cantar. Me sentécon el alma ensombrecida
acuciado por pensamiento
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confundidos. ¿Por qué mehabía llamado loco
Fernanda? ¿Por qué ahora merechazaba? ¿Cómo se mehabía ocurrido la tontería de
hablarle de matrimonio?Ciertamente, había obradocomo un loco... El vino y laexaltación me habíanperturbado.
El ama sacó el cuellopor encima de su bustosublime, y dejó escapar su
voz gloriosa en una copla
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alborozada, mirando aVandersa con picardía:
No me case mi madrecon hombre gordo,
que en entrando en la
cama güele a mondondo...
Y el mercader, lejos deenfadarse, se regocijó muchopalmeaba y reía gustoso.
Miró entonces doñaMatilda al ayudante yprosiguió, guiñando un ojo:
No me case mi madre,
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con hombre flaco,
que en entrando en la
cama parece un palo...
Y el tal Bas, que era
hosco, se quedó serio yretraído. Así que su jefe ledio un pescozón, sin dejar dereír, como para animarle aunirse a la fiesta.
Le llegó entonces eturno al administrador, y lemiró la cantora.
No me case mi madre
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con hombre chico,
que lo muevo en las
manoscomo abanico...
También reía con ganas
don Raimundo. Lloraba de larisa y se le empañaron lagafas por el sudor y lalágrimas.
Cásame mi madre
con hombre güenoque lo visto con sayo
de Nazareno...
Sintió don Manuel que
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esta estrofa iba por él, viendola manera con que le miraba
su esposa, y se puso aaplaudir con ganas; noparecía el mismo hombre que
unos días antes, era como sle hubiera poseído el alma deotra persona: hablaba sinparar, manoteabacarcajeaba... y no paraba de
beber.La verdad es que el vinoempezaba a causar estrago
en todos los que
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participábamos del banqueteVandersa se había arrancado
a bailar y estaba zapateandoal final del salón, mientras suayudante cabeceaba
adormilado, don Raimundosudaba copiosamente; eamo, como digo, estabairreconocible, y doñaMatilda, dale que dale, con la
guitarra cantando coplapicantes. Y yoavergonzado! Me había
llamado loco y no podía
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perdonarme haber obrado conel ardor que solo era
achacable a la obviedadEntonces pensé: ¡FernandaElla no había regresado a la
mesa y temí que minoportunidad la hubieraasustado. Así que decidí ir aver y en su caso pedir perdón
La encontré en la cocina
sentada, llorando. Y lasmulatas, al unísono, meanunciaron en medio de una
nube de humo:
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—¡El pollo conalmendras se ha quemado! —
Ha sido por tu culpa! —megritó Fernanda. —¡Perdón, perdón
perdón...! —supliqué—Tienes razón, soy un loco...
Mis palabraspronunciadas con undesasosiego que a mí mismo
me sorprendió, fueronacogidas por Fernanda conuna expresión rara, como de
angustia y a la vez esperanza
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Se puso en pie, vino haciamí, me tomó las manos y
entre gimoteos, dijo: —El pollo se haquemado porque... ¡Oh, Dios
qué locura es esta!Entonces las mulatas me
dieron la explicación: —Vuestra merced le pidiómatrimonio y se le fue e
alma a las nubes. Se puso acontárnoslo y ¡se quemó eguiso! Con una noticia así
¿cómo íbamos a atender a la
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lumbre? ¡Ella estáenamorada!
Me quedé espantado. Nosabía qué decir ni qué hacerasí que solamente balbucí: —
¿Entonces...?Fernanda me miraba a
los ojos, anhelante, llorosa, yacabó señalándome con ededo, mientras preguntaba:
—¿Lo has dicho decorazón? ¿De verdad quiereque nos casemos?
oh, Dios mío, no podía
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creer lo que me estabasucediendo. ¿Era posible
tanta felicidad? —¡Claro que sí! —Laabracé—. ¡Lo juro, lo juro, lo
uro por mi vida!Y ella, envalentonada
me dijo a la oreja con vozfirme: —Entoncemantengámoslo en secreto de
momento. Cuando sesolucionen los negocios, se lodiremos a los amos. Y ahora
vuelve al banquete, que yo
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iré dentro de un momento.Obedecí sin rechistar
Mientras iba por el patiocaminaba con una inequívocasensación de triunfo. En e
salón el bullicio eratremendo. ¿Cómo podíanarmar tanto jaleo cuatropersonas tan dispares juntas?Lo comprendí al toparme de
repente con una escenagrotesca: todos allí se habíanpuesto a bailar. Doña Matilda
zapateaba en el centro y lo
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tres hombres, de cuerpos tandispares, evolucionaban con
torpeza a su alrededor, ahítosde vino, como si la adorasencomo si fueran fieles pagano
en torno a su diosa, y el casoes que yo, tan dichoso comome sentí, me uní a la danza...
Más tarde salimos apatio, cuando ya era noche
cerrada. Allí prosiguió ebeber, el cantar y el bailarTodo era felicidad. Fernanda
y yo estábamos el uno frente
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al otro, ella débilmenteiluminada por uno de lo
faroles, yo semioculto entrelas sombras de un limoneroPero nos veíamos bien; todo
nos los expresábamos conmiradas cómplices, mientrala copla de doña Matildedecía:
¿De dónde sois que tan
alto venísdon Pipiripío?
Por lo despacio de
vuestro cantar
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y por quemarnos donde
no hay hogar,
debéis ser de cualquierlugar
nacido en medio de
estío,don Pipiripío...
Con el canto, con elindo sonido de la guitarracon el vino, un cálido
cosquilleo recorrió mcuerpo, unos ojazos dulces yafectuosos relucían frente a
mí, ella me miraba con
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fijeza, mientras sus pieugueteaban al son de la
música, sobre el mármofresco.Ya que nos dais tanto
lacer,es justo que os demos
mujer,
mas me gustaría saber
de dónde sois con
vuestro hechizodon Pipiripío...
En efecto, yo estaba
completamente enamorado, y
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mil lirismos nuevosnaciendo en las íntima
regiones de mi pobrehumanidad, me hacían ver emundo y la vida de manera
nueva y diferente.Con vuestra danza y
vuestras mañas,
y vueltecitas tan
extrañas,
debéis venir de lasmontañas,
donde la alondra hace
su nido,
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don Pipiripío...
A todo esto, Vandersa
salió al medio del corrobalanceándose torpementesudoroso, ebrio; había
perdido toda compostura yanunció a gritos:
—¡Ahora cantaré yoEn Murcia tenemo una copla
que dice...! ¡A ve, doña
Matilda, toque esa guitarraQue no pare el cante! Lacopla dice... Dice de así..
Toque por parranda, doña
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Matilda!En ese momento, no
obstante mi arrobamientopude darme cuenta conlucidez completa de que algo
muy extraño estabasucediendo: el tal Badormía, mientras su jefeparecía haberse transformadoen alguien diferente
descamisado, suelto, ya nohablaba de la misma maneraque una hora antes, con
aquellas erres pronunciada
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gangosas y las palabraitalianas intercaladas... Ahora
pronunciaba con el claroacento de la gente de EspañaAsí que concluí que había
estado fingiendo: ¡era unfarsante! Ya me habíarondado a mí la sospecha queahora se confirmaba; que noeran extranjeros, sino
españoles.Desconcertado por edescubrimiento, no supe qué
hacer en un primer momento
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Pero enseguida decidcerciorarme y, obrando en
consecuencia, me puse de piey le espeté con ironía: —Ande, calle vuestra
merced, que los murcianono saben de coplas ni decante alguno.
Él se volvió hacia mairado y contestó:
—¡Que no sabemo lomurciano de cante! ¡Quiéndemonio dice eso! Sepa
vuestra mercé que en Murcia
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se cantan las parrandas mágraciosas y galanas que
pueden oírse en parte alguna.Después de estacontestación, ya no tenía
duda: era del todo murcianoy se había hecho pasar poholandés. ¡Un timo!
Me fui hacia él, leagarré por la pechera y le
zarandeé, gritándole: —¡Sinvergüenza!Estafador! ¡Con que
holandés! ¡Murcianos sois!
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Doña Matilda dejó detocar la guitarra y se hizo un
gran silencio. Puestos en piedon Manuel, el administradoy Fernanda me miraban
espantados. Yo les dije: —¡Vean vuestras
mercedes el engaño! ¿No sehan dado cuenta? Este truhánya no pronuncia como antes
habla el español a laperfección... ¡Es murciano! —Pero... ¿qué suerte de
engaño es este? —exclamó e
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ama—. ¿Cómo quemurciano? ¡Hablad!
Vandersa entoncesviéndose descubierto y tanborracho como estaba, se
arrojó a los pies de doñaMatilda de rodillas yagarrado a sus faldassollozó:
—¡Murciano soy, sí
señora! ¡Murciano hijo ynieto de murcianos! ¡QueDios me perdone!
El ama dio un gran grito
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de horror y se llevó lamanos a la cabeza. A su vez
don Manuel empezaba a davoces: —¡Por los clavos de
Cristo! ¡Una estafa! ¡Unamiserable y despiadadaestafa! ¡Que venga lausticia! ¡Llamad a la
alguacilería!
—¡No, por el amor deDios! —suplicó e«holandés»—. Yo lo
explicaré todo.
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—¡Nada hay queexplicar! —replicó don
Manuel—. ¡Hemos sidoengañados! ¿Y nuestrodinero? ¿Qué ha sido de lo
quinientos mil maravedíedel préstamo? ¡Hablaladrón!
—¡Señora, por caridadimploraba Vandersa—
Señora, escúcheme vuestramercé! —Pues habla de una vez
le dijo doña Matilda—
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¿Dónde está nuestro dinero? —Señora, todo está en
regla, tal y como expliqué edía de ayé. El navío ha sidoarmado ya, las mercancía
estarán pronto a bordo ysaldrán del puerto de Cadcomo estaba previsto. En estahistoria la única mentira eque seamo holandese. Pero
todo lo demá e cierto. ¡Louro por mi vida! —¡No me lo creo! —
contestó el amo—
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Miserable embustero! ¡Nohas engañado!
—¡No, por Dios, juroque digo la verdad! Lopapeles no mienten; todas la
facturas y las licenciaprueban que digo la verdad.
—Entonces —intervineyo—, ¿por qué os hicisteipasar por holandeses ? ¿ Qué
necesidad había de ello sicomo dices, el resto denegocio está cumplido y en
regla?
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—Porque nadie enEspaña se fía sino de
extranjeros —respondió éldesmadejado, sudando achorros y con lágrimas en lo
ojos. —¡Estás borracho! —le
gritó a la cara eadministrador—. ¿Pretendeque nos creamos ahora esa
patraña? —¡Claro que estoyborracho! —contestó
sinceramente el holandés—
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Todos estamos borrachos¿Por qué no nos vamos a
dormir y mañana os explicotodo con detenimiento?Virgen Santísima, créanme
vuestras mercedes! —Tú no saldrás de aqu
sentenció doña Matilda—Nadie saldrá de esta casa
hasta que todo esto se aclare
¿Dónde están los quinientomil maravedíes? —En los papeles, en lo
papeles... ¡Los papeles no
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mienten! —¡Cielos, me va a
estallar la cabeza! —gritódoña Matilda—. ¡Dios míoqué desastre! ¡Nuestro
dinero, nuestra casa, nuestrailusiones... !
—¡Señora, créamevuestra merced! ¡Juro que lamercancías han sido
compradas y están en loalmacenes! ¡Que me lleve edemonio si no digo la
verdad! Déjenme vuestra
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mercedes que me vaya adescansar y mañana daré
cuenta de todo conpuntualidad y detalleCréame de una vez!
Se hizo un silenciocargado de ansiedad, suspirosy jadeos, el otro murciano sehabía despertado ycontemplaba la escena
cariacontecido, callado, hastaque abrió la boca para decicon voz grave:
—Vandersa, durmamos
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aquí, en esta casa, y mañanales explicaremos todo
Entonces comprenderán queno les hemos mentido yvendrán con nosotros a
Arenal para ver lamercancías en el almacén yhablar con el sobrecargo denavío.
Así se hizo, más que
nada porque, en el estado enque nos encontrábamos, nopodíamos hacer otra cosa, as
que me tocó hacer guardia en
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murcianos rindieron cuentastal y como habían hecho
uramento. Aunque el amoamenazó con ir a la justiciano hubo necesidad de ello
porque todo estaba en reglaFuimos al Arenal, a lacontaduría, a los almacenesa las oficinas de losobrecargos... No había
falsedad alguna en lodocumentos de la cartera: enavío estaba concertado, la
mercancías compradas y
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pagadas, todo el dinero bienempleado y las licencias en
orden y con sus tasaabonadas. Entonces, soloquedaba saber el porqué de la
mentira: si eran murcianohonrados, ¿por qué se habíanhecho pasar por holandeses?El enredo tenía suexplicación. Ciertamente, po
aquel tiempo los extranjeroeran los dueños de todos lonegocios que se hacían en
Sevilla y en Cádiz. A los
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españoles nadie les confiabanegocio alguno, por lo que
con permiso de un taVandersa, que de verdadexistía y que era holandé
auténtico, aquellomurcianos habían hechotodas las gestionehaciéndose pasar por él. Eraalgo que, según nos dijeron
se hacía con ciertafrecuencia, dada la manera enque estaban las cosas. E
murciano se llamaba Tomás
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Moreno y su ayudante JuanBallester. El verdadero
Vandersa estaba por entoncesen Madrid y los murcianoactuaban en su nombre po
poderes. En fin, un enredopara un asunto en el fondotan simple; pero que anosotros nos causó unenorme sobresalto.
Cuando todo se aclaróme correspondió hacer copiade los documentos y obtene
los sellos y las firma
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necesarias que nos serviríancomo justificantes, para
después reclamar laganancias.El día 12 de julio de
aquel año de 1680, zarpó afin del puerto de Cádiz laflota de la Nueva Españacargada con cuatro mitoneladas de mercancía y tre
mil trescientos quintales deazogue. Al frente iban lalmiranta, el galeón Nuestra
Señora de Guadalupe, la
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Capitana, el galeón deuestra Señora del Rosario y
l a s Animas. Seguíanles lomercantes y la escolta. En enavío de nombre Jesús
azareno navegaban rumbo aVeracruz todas nuestrasilusiones...
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LIBRO IIIDonde se cuenta lo que
sucedió trasel naufragio del Jesús
azareno y el modo
en que se recobraronlas esperanzas después
de algunos disgustomás
1. SOBRAS DE LACENA Y CUENTO
CINCUENTA REALES
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Se hundió el Jesús
azareno, merced a la
inmisericorde tenacidad deun temporal. Y a nosotrosnos llegó la noticia funesta
en medio de una tormentaAquel mes de julio se iniciótempestuoso. Estuvolloviendo sin cesar durantecuatro días. Primeramente
en la mañana del día 12, diocomienzo una larga oberturade truenos que parecieron
rodar por los tejados
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retumbando en los patioscolándose hasta las bodegas
y luego fue el aguaestridente, crepitando a ratocon gruesos granizos
Después del disgusto, lanoche fue larga, sobresaltadapor las cadenas derelámpagos y un vientocaliente que bufaba en la
galerías. El amanecer nohalló a todos desconcertadosmás pobres que nunca. De la
cloaca de las deudas
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habíamos pasado así, derepente, al abismo de la ruina
absoluta. En la casa solohabía silencio ydesesperación. Y enseguida
empezaron las angustiosacuestiones: si todo se habíaperdido y la casa ya no lepertenecía a los amos¿cuándo debíamos dejarla?
¿Adónde ir ahora? ¿Habíaalguna posibilidad, popequeña que fuera, de sali
adelante?
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Por la mañana llegaronlos holandeses que resultaron
ser murcianos. También ellosestaban deshechos, agotadoy llenos de preguntas
también ellos se habíanarruinado con el catastróficonegocio del Jesús Nazareno
Venían con lágrimas y conotra garrafa de vino de
Málaga, de una arroba estavez.Cuando les abrí la
puerta, debí de mirarles con
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cara nada amigable. EntonceTomás Moreno (antes
Vandersa), en el mismoportal, se hincó de rodillas ydijo:
—Venimos a compartirla desgracia y a ahogarla coneste vino.
—Aquí nadie tieneganas de fiesta —repliqué
con parquedad. —¡Déjalos entrar! —gritó a mis espaldas don
Manuel.
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Obedecí y pasaron apatio. Doña Matilda se hizo
presente enseguida y empezóa gritar: —¡Qué desastre
Maldita la hora que nopusimos en las manos devuestras mercedes! ¡Primerola mentira y ahora esto! ¡Nohan traído la mala fortuna a
esta casa! —Calla, mujer —le dijocon pesadumbre el amo—
adie es culpable de lo que
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nos ha pasado. También ellosse han arruinado... Habrá sido
el designio deTodopoderoso...Tomás Moreno se
arrodilló ahora delante deama diciéndole:
—Señora, que me partaun mal rayo si hemopretendido causarles algún
mal a vuestras mercedesMentimos diciendo queéramos holandeses, cierto es
pero somos gente honrada
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También nosotros lo hemosperdido todo, como bien ha
dicho su esposo.Ante estas palabras, ellase quedó callada, mirándole
con expresiónextraordinariamente apenadaDetrás, a cierta distanciaestaba Fernanda, igualmentemuy triste. Se hizo un
impresionante silencio, aconstatarse la amistosasinceridad con que e
murciano se expresaba.
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Entonces don Manuesuspiró hondamente, alzó lo
ojos a los cielos y sentenció: —Dios da y Dios tomabendito sea Dios! En efecto
nos hemos quedado sin nadapero aún tenemos la fe.
Y después de decir estose fue hacia Tomás Morenole puso las manos en lo
hombros y añadió: —Álcese vuestramerced, que nada hay que
perdonar ya. Lo de la mentira
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quedar pernil de cochinoqueso, guiso de gallo...
—Señora, el guiso degallo se quemó —observóFernanda—; las almendras se
pegaron al fondo del calderoy se quedaron negras comocarbonilla. Se lo eché todo alos perros, pues no se podíasacar provecho alguno por e
sabor tan malo que tenía. —Da igual, saca lo quehaya. Solo Dios sabe si esa
sobras serán lo último bueno
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que comamos en muchotiempo...
Se puso la mesa y aquenuevo banquete, trasunto deanterior, parecía un velatorio
Se comía entre suspiros; sebebía con mesura. Noobstante, don Manuel estabamuy raro: no ya melancólicocomo de costumbre, n
transido como el día anteriorestaba poseído por unaconformidad, una
aquiescencia que le brotaba
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de sus adentros; como si semanifestara plenamente
dispuesto a aceptar edesastre con obediencia a lavoluntad divina. Nadie decía
nada, las miradas estabantorvas, fijas en los platosmientras él murmuraba:
—¿Qué se le va ahacer...? Así es la vida... E
hombre propone, pero Diodispone...Y a todo esto, como
perdido en sus meditaciones
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apuraba vaso tras vaso devino de Málaga.
Doña Matilda lloraba aratos y se lamentaba: —¿Y ahora qué? ¡Po
Dios, qué hacemos ahora!Entonces Tomás
Moreno le hizo una seña a suayudante, para indicarle quele acercara la cartera. Desató
las correas, metió la manodentro y sacó una bolsa. —Aquí hay ciento
cincuenta reales, unos cinco
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mil maravedíes. Es parte delo que se iba a emplear en lo
gastos necesarios a la vueltadel navío. Este dinero es devuestras mercedes.
Don Manuel cogió labolsa y dijo:
—Algo es algo, benditosea Dios.
Pero doña Matilda
refunfuñó con exasperación: —¡Y qué hacemos coneso! ¿Qué son ciento
cincuenta reales sin tene
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casa? ¡Hemos perdido quincemil! No podremos recupera
este hogar... —¡Basta! —gritó donManuel, dando un fuerte
puñetazo en la mesa—. ¡Diocuidará de ti, mujer! ¡Nodesesperes de esa maneraque te empecatarás!
Después de aquello
nadie volvió a rechistarTampoco los murcianostenían ganas de fiesta, porque
se fueron pronto. Dejaron all
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la bolsa con los cientocincuenta reales y media
garrafa de vino.El amo llenó una vezmás los vasos; pero
constatando que nadieexcepto él bebía, acabóponiéndose en pie, y dijo:
—En vista de toda estaamargura, yo me voy por ah
a airear las preocupaciones. —¿Por ahí? ¡¿Adónde?inquirió su esposa.
—No te preocupes —
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respondió él—. No soyhombre de mancebías ni de
pendencias, ya lo sabes. Mevoy en busca de vino... y derecuerdos...
—¿Solo? —dijo ella—A ver si te va a pasar algo!
—Yo le acompañaré —se ofreció el administrador.
Cogieron ambos su
bastones y se marcharonenvueltos en un manto depesadumbre. Allí en el patio
nos quedamos el ama
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Fernanda y yo, mirándonoperplejos.
—No se apure, doñaMatilda —dijo Fernanda—Ya verá como todo ha de
arreglarse. —Cómo, hija, cómo... —Dios proveerá.Después de un largo
silencio y algunas docenas de
suspiros más, el ama memiró y me preguntó con vozpesada y somnolienta:
—¿Y tú, Tano? ¿Qué
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harás tú?Yo miré a Fernanda y
luego a ella. Hice un esfuerzogrande para sonreír yrespondí:
—Yo de momento mequedo. Luego, Dios dirá...
Doña Matilda alargó lamano y me la puso en eantebrazo, cariñosamente
con los ojos inundados delágrimas y la bocatemblorosa, y dijo:
—Ay, hijo, que Dios te
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bendiga. ¡Qué bueno eres!Suspiré conmovido.
—Nunca he tenido unafamilia —dije—. Aquí se meha tratado muy bien... Si en
algo puedo serles útitodavía...
Mientras decía aquellobien sabía yo que por nadadel mundo abandonaría esa
casa mientras morase en ellaFernanda. —Dios te lo pagará
Tano —contestó el ama.
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Tras la charla, a ellas selas veía cansadas. También
yo lo estaba. Habían sido trelargas noches sin dormir ynos retiramos pronto, cuando
todavía no había caído lanoche.
No bien me disponía aacostarme, cuando alguiendio algunos débiles golpes en
mi ventana. Me asomé y allestaba Fernanda, haciéndomeseñas con la mano para que
saliera. Nos reunimos en e
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patio y fuimos a ocultarnoen las sombras. Hubo
abrazos, besos y palabras deamor susurradas. —Gracias, gracias
gracias... —me decía ella aoído.
—Nada de gracias —replicaba yo sinceramente—
o te dejaré sola.
—¿Y qué hacemos? —preguntaba ella, dejandoescapar algunas lágrimas—
Qué mala suerte!
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¿No te das cuenta? Ellotuvieron su oportunidad, su
propias vidas... No puedeunir tu destino al suyoEstán acabados!
Ella me miró a los ojoy contestó sin dudar:
—No trates deconvencerme. Ni siquierapuedo imaginar hacer una
cosa así. Ya sabes cómo hasido mi vida; ya te lo conté..¿Cómo se te ocurre
proponerme que abandone a
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doña Matilda?Sacudí la cabeza. En
efecto, conocía bien suhistoria porque ella me lahabía contado. Su infancia
fue una de tantas, como lamía propia: un pueblomiseria, muchos hermanos..
ada había de particular enesa vida, excepto que habían
aparecido en ella los amoscuando Fernanda apenadejaba de ser niña. Ellos se
hicieron cargo de ella, se la
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llevaron a su casa de Sevillay la criaron como una hija
o era una simple criadaella se sentía eso, una hija; ytanto doña Matilda como don
Manuel la trataban como slo fuera. Era pues inútiinsistir. Fernanda los queríade verdad y ni siquiera se lepasaba por la cabeza la
posibilidad de abandonarlosprecisamente ahora que todoiba de mal en peor. Así que
dije:
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—Está bienolvidémoslo; lo comprendo.
Fernanda me dedicó unasonrisa de agradecimiento yyo sonreí también. Pero lo
cierto es que me sentíacontrariado, porque meparecía todo aquello unaserie de coincidencias muydesafortunadas: no iba a
cobrar lo que se me debíahabía encontrado verdaderoamor y no quería perderlo; e
decir, me hallaba atrapado
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comprendiendo que debíacompartirla a ella con la
desventura que arrastrabaaquella casa. Y lo malo eraque, a mis veinticinco años
ya tenía la sensación de queel tiempo empezaba a corremuy deprisa y de que la vidaseguía sin ofrecermeposibilidades de elegir.
2. A GRANDESMALES, GRANDES
COGORZAS
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Apenas transcurrido unmes después del naufragio, se
personó una mañana en lacorreduría el oficial mayode la contaduría de Sevilla
con los alguaciles y loacreedores. La deuda estabavencida y venían a cobrar laprenda, que era la casa contodas sus pertenencias. Sin
que pudiéramos hacer nadapara impedirlo, lo registrarontodo a conciencia delante de
nuestros ojos, comprobando
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si el lote se ajustaba a lo queponía en los libros.
Uno de los prestamistase asomó a las cuadras yluego preguntó:
—¿Y el caballo? —Murió —respondió
don Manuel. —Pues habrá depagarse su importe como sviviera —dijo el otro.
Después de lainspección, el contadoacordó concederle alguno
meses más de gracia a don
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Manuel, en atención a suhidalguía y a que había
prestado servicios en lotercios de su majestad. Peroadvirtió muy severamente
A últimos de diciembredespués de la fiesta de la
atividad de Nuestro SeñoJesucristo, y antes de que seinicie el nuevo año, deberá
ser el desalojo, sin dilaciónninguna. Mejor será quevuestras mercedes salgan de
la vivienda pacíficamente
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dejando todo dentro, paraevitar el desagrado de un
desahucio y los males queello acarrea. —No hay cuidado —
contestó don Manuel congran dignidad—. En esafecha entregaré las llaves.
Los acreedorequisieron protestar
considerando que la prórrogaera excesiva, pero efuncionario zanjó la cuestión
sentenciando:
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—No se hable más. Hedicho pasada la Natividad de
Señor; así que a esperar.Esa misma mañanacuando aquello
desagradables visitantes sefueron, don Manuel entrósilencioso y meditabundo ensu despacho. Le vimosentado junto a su mesa, con
una pluma en la mano yalumbrado por la luz de unavela. El administrador a su
lado, medio inclinado hacia
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él, seguía con la vista lo quehacía. No hablaban una
palabra. Había por un ladouna preocupación grave; pootro, esa resignación
religiosa que se crece en latragedia. Yo no sabía qué seestaba escribiendo, ni a quiéniba dirigida la cartamemorial, solicitud o lo que
quiera que fuera. Peroevidentemente, donRaimundo sí que lo sabía. En
el patio oíase el persistente
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suspirar y gemir de doñaMatilda.
Después de más de unahora, y de haber hechoalgunas raspaduras en e
papel, don Manuel estuvoleyendo concienzudamente yen silencio el escrito, queocupaba varias cuartillas, polo menos diez. Luego se lo
pasó al administrador, quetambién lo leyó para síestampó los sello
correspondientes y lo metió
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en un sobre que cerró y lacrócon meticulosidad. Había
apreciable misterio en todolo que hacían. Nada revelaronde lo escrito y leído.
—Ahora, vamos apuerto —dijo don Manuelcon una expresión quereflejaba convicción yautoridad—. Debemos dar a
correo esta carta... ¡Y quieraDios que llegue a tiempo a sudestino!
Ganas me dieron de
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preguntar el porqué, pero mecontuve. Los vi sali
apoyándose en sus bastonesapresurados, como si fueran aencontrarse con la
posibilidad de algún nuevonegocio. Y como dentro demí también aleteó ciertaesperanza, me acerqué adonde estaba el ama y le dije
—Algo traen entremanos don Manuel y eadministrador. Han estado
escribiendo una larga carta y
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la llevan al puerto, acorreo...
—¡Bah! —dijo ella condesdén—. Son cosas deviejos; fantasías...
Pasó el resto de lamañana, llegó el mediodía yla hora del almuerzo. Lamesa estaba dispuesta, perono regresaron con la
puntualidad que decostumbre. Ya muy tardetuvimos que empezar a
comer sin ellos. Luego
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viendo que pasaban las horasel ama empezó a
preocuparse. —¡Qué raro! ¡Quéraro...! —repetía, mirando e
reloj de pared.Era ya tarde cuando se
presentó don Raimundo solocon una agitación unida acierta embriaguez, exudando
vapores vinolentos. —¡Don Raimundo, poDios! ¿Y el amo? —le
preguntó doña Matilda nada
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más verle.El administrador sonrió
extrañamente y respondió: —Se ha quedado allí... —¿Allí? ¿Dónde?
—En la taberna deGordo Diego.
—¿Solo? ¿Lo has dejadoallí solo en la taberna?Estará borracho!
—¡Psch! —contestó éltambaleándose. —¡Ay, Dios mío! —
exclamó el ama—. ¡Solo en
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la taberna y borracho! Prontose hará la noche...
—No quiso venirseconmigo —dijo donRaimundo con cara
bobalicona—. Fuimos allevar la carta... Luego se leapeteció ir a tomar vino... Yallí, ya sabe vuestra merceddoña Matilda, se juntó con
unos y con otros, todos viejoamigos... En fin... —¡Gastándose lo
últimos reales! —gritó ella
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dándose una palmada en emuslo—. ¡Era lo que no
faltaba!El administrador seencogió de hombros, miró
hacia donde estaba suhabitación y dijo, derrotado:
—Yo no puedo más..Me voy a dormir..Discúlpeme, señora...
—Pero... ¿Cómo te vas air a acostar? ¿Y el amo?Me di cuenta de que don
Raimundo apenas podía
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tenerse en pie y no tuve máremedio que decir:
—Señora, iré yo abuscarle. —¡Vamos, date prisa
contestó ella aliviada—¿Sabes dónde es?
—Sí, señora, conozco lataberna del Gordo Diego.
Eché una ojeada a
Fernanda, y ella, con suojos, me animómanifestando de alguna
manera la seguridad que le
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infundía tenerme allí. Asque salí a la calle, contento
por resultar útil.Aquella tarde demediados de agosto
poniéndose el sol, el Arenaestaba animado, después deun día ardoroso, sofocante. EGuadalquivir se veía de unazul casi negro y el cielo era
vaporoso. A lo lejos, en epuerto, los palos de loveleros estaban muy quieto
y todas las barcas varadas en
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las orillas. Bandadas dechiquillos correteaban y
ugaban como gorrionerevoloteando, en torno a laatarazanas, donde lo
carpinteros componían yreparaban los costillares delos navíos, claveteabanaserraban, distribuían pez..La vida seguía allí hasta que
caía la noche; pero lotrabajos decaían poco a pocoy los marineros y las gente
del puerto se distribuían po
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las tabernas, donde hablabana gritos, discutían, opinaban
de lo mal que está todo o seagrupaban en torno a algúnmaestre que traía noticias de
otras costas. Anduve deprisaunto a la muralla, mientras a
mis espaldas la ciudadrefulgía iluminada por loúltimos rayos del astro, y
centelleaba en sus tejadorojizos y amarillentosdejando escapar destellos de
las vidrieras y de la
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azulejería de algúncampanario. Transitando
cerca de los muladaresdonde se amontonaba labasura bajo enjambres de
moscas, hube de cubrirme laboca y la nariz con epañuelo, pero más adelante eaire cálido traía el aroma delas orillas, fragante y
amargo.La taberna del GordoDiego estaba intramuros, a
pie de la torre de la Plata
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unto al Postigo del CarbónMe detuve antes de entra
con curiosidad y ciertanostalgia: detrás de aquellaparedes espesas, bajo e
tejado cubierto de hierbajosecos, había estado yomuchas veces acompañandoal sargento mayor don Pedrode Castro; era su taberna
favorita y en ella, detrás delas cuadras, gozaba casi enpropiedad de un tugurio, un
cuartucho sucio donde
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incluso llegó a tener uncamastro para dormir la
borracheras. Si no fueraporque sabía a ciencia ciertaque estaba él tan lejos, en la
ueva España, habría temidoel sobresalto deencontrármelo sentado enalguna de las mesasAtravesé el patio que hay a la
entrada, donde hallé lamismas matas y la tinajaventruda tumbada en una
esquina. El mesón tiene una
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única y vasta sala, enormeen la que está la cocina, e
comedor y un almacén otienda, en la que seamontonan grandes rollos de
cuerda en el suelo junto a loestantes en que hay aceitesbálsamos, botellas de licor ymedicinas. En las mesasdistribuidas aquí y allá bajo
los arcos que sujetan labóveda, no había demasiadagente, para el recuerdo que
yo guardaba de aquel sitio
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siempre atestado.Enseguida vi a don
Manuel. Estaba solo, en elugar reservado para lohidalgos, a la derecha de la
cocina. Apoyaba el codo debrazo izquierdo en el mármoblanco de la mesa y su carareposaba sobre la palma de lamano; miraba a su alrededor
como si esperara a alguiensonriendo extrañamenteEnjuto, pálido, con una
servilleta en el pecho, de vez
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en cuando pellizcaba unpedazo del queso que nadaba
en aceite en un plato. Luegosorbía el vino. La cabezagrande, las cejas poblada
cenicientas, el espeso bigotegris, curvado como un arcoel fuerte mentón, la barbalacia, los ojos azuletristones..., todo ello le daba
un aire melancólico yausente.Me acerqué con respeto
y le dije:
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—Amo, me envía laseñora. Es tarde ya...
Me miró extrañadocomo tratando de recordarSu rostro adquirió entonce
la misma expresión desiempre, fría, ni inteligenteni estúpida.
—¿Es tarde para qué? preguntó en tono
monocorde. —Dentro de un rato sehará de noche.
—Mejor que mejor
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muchacho. Que se haga denoche; de noche Sevilla e
embrujadora... Además, hayluna llena...Se bebió otro vaso, cas
de un trago. Luego puso enmí unos ojos llenos deautoridad y dijo:
—Anda, muchachosiéntate y bebe conmigo.
Obedecí comprendiendoque no podría convencerlepara que nos fuéramos a casa
Mientras me llenaba el vaso
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observó ufano: —A mí el vino todavía
no me puede... a pesar de miaños... En cambio, donRaimundo hace muy poca
bebida. Será que, como es tanpequeño de cuerpo..., pocoodre tiene en la barriga...
Después de decir estosoltó una risita maliciosa
tras la que se quedópensativo, mirándome, antede añadir:
—¿Y tú, haces mucho
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amo. No se preocupe vuestramerced.
Asintió con la cabezame miró con asomo deternura, y contestó:
—Me encuentro pobre yacabado, ya lo sabes; pero nome siento vencido del todoEso nunca! El mundo e
misterioso; la vida encierra
sus secretos: lo que hoy estáoscuro y bloqueado, mañanapuede iluminarse y abrirse..
Ah, si supieras todo lo que
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llevo pasado en estaexistencia mía! Tú me
conoces desde ayer, comoquien dice, pero atrás tengomucho camino recorrido..
Yo he tenido lo míomuchacho; lo que mecorrespondía, que no epoco...
Alzó la mirada al techo
perdiéndose en sus recuerdosLuego llenó una vez más lovasos, bebimos y él empezó a
hablar. Comprendí que
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necesitaba ser escuchado, quela vida pasada se le agolpaba
en la mente y deseaba contasus viejas historias. Refiriócómo fue su infancia, allá en
las Islas Canarias, en SantaCruz de la Palma, donde secrio a la sombra degobernador don Ventura deSalazar y Frías, su protector
Se emocionaba recordandosus inicios en la milicia, lavida de soldado, los ascensos
las batallas, los peligros... E
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vino que había bebido traía asu imaginación la locura de
la juventud, la brutalidad, lopecados... A ratos recorría sucara una amplia sonrisa
mientras evocaba momentofelices, o repentinamenteapretaba los labiosconteniéndose, y los ojos lebrillaban acuosos, quizás a
sentir nostalgia. Hablaba yhablaba, como consigomismo, y solo de vez en
cuando me miraba de soslayo
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para ver si yo estaba atentoMe sorprendió que
contemplara su vida como untodo en el que no cobrabanentidad sus últimos años
Dejaba en libertad lorecuerdos de su época desoldado con una avidezenorme, como si únicamenteentonces hubiera tenido una
verdadera vida, como si solodurante aquellos años hubierasentido alegría: años de
bebida, risas, canciones
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mujeres y pasionesdisfrutados entre amigos y
compañeros. Nada realmenteextraordinario había enaquella existencia, que era
como la de tantos hombres desu generación; por más que éla magnificase y se esforzasepara llenarla de sublimeactos de valentía y
abnegación... Sería por esemotivo, o porque el relato sealargaba demasiado, que se
me empezó a hacer pesado
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también el vino empezaba ahacerme efecto a mí, y me
llevaba revolado a mipropios amoríos yrecuerdos...
Cuando la taberna sequedó casi vacía, el gordoDiego emitió un ruidosobostezo desde el mostradorcomo un aviso, y empezó a
contar lentamente lamonedas recaudadas, paraque nos percatásemos de que
era llegado el momento de
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pagar. Pero don Manuel no sedio en absoluto por aludido
sino que pidió otra botella. —¡Es tarde ya! —protestó el tabernero desde e
mostrador. —¿Tarde para qué? —
replicó bruscamente el amo. ¡Anda, trae eso de una
vez!
El hombre cogió labotella del estante y seacercó arrastrando
pesadamente los pies y
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balanceando su voluminoso yblando cuerpo envuelto en un
delantal lleno de manchasEntonces, tres mozos queestaban en la única mesa
ocupada además de lanuestra, al ver que nos servíagritaron:
—¡También a nosotrosdanos más vino, Diego!
—¿Qué pasa hoy? —preguntó el Gordo—. ¿Es quenadie se quiere ir a casa? E
casi de noche...
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Y dicho esto, empezó arecorrer el local encendiendo
las lámparas lentamenteproduciendo con sus pesadopies un ruido peculiar, entre
fatigoso y resignado. —Don Manuel —dije—
deberíamos irnos ya; laseñora estará preocupada...
El amo resopló, llenó
los vasos y, como si lo queacababa de oír no fuera conél, se me quedó mirando
fijamente, arqueando la
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cejas, y dijo: —A los viejos nos gusta
contar nuestras historias... Nocreas que no soy conscientede haberte aburrido...
—Oh, no, no... —meapresuré a contestar.
—¡Anda ya! Nonecesitas quedar bienconmigo.
Me sentí avergonzado yme excusé: —Amo, no es que
quisiera irme porque
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estuviera aburrido. Pensabaen la señora...
—A la señora no lepasará nada por estar en velaalguna noche. También yo
me he privado de venir a latabernas durante años... ¡Conlo que me gustan! Porque..vengo demasiado poco para
lo que me gustan la
tabernas!Me eché a reír, porquesu voz ebria, sincera y
quebrada, me hacía gracia
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rio también con ganas, hastaque le brotaron lágrimas
Repetía como para sí: —¿Y el vino? ¡No megusta nada el vino! ¡Bebo
demasiado poco para lo queme gusta!
Después se quedó seriode pronto, bebió un sorbo, memiró conmovido y dijo:
—¿Qué quieres que tediga, muchacho? Tengo unabuera opinión de ti... Te
tengo cariño; todos en casa te
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hemos cogido cariño —prosiguió, poniéndome la
mano en el antebrazo yfrunciendo el ceño—, por esopienso que tenemos que
hablar... Por eso me haparecido oportuno pedir mávino y que nos quedemos unrato más...
Extendió la mano de
nuevo, cogió la botella yllenó los vasos. Le miré conrespeto y me esforcé para que
viera que no podía estar má
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atento a sus palabras. Y édijo de forma inesperada:
—Sé lo tuyo conFernanda.Tragué saliva. Me cogió
por sorpresa y no supe quéresponder.
—¿Qué...? —balbucí. —A estas horas, con e
vino que llevamos para e
cuerpo, no hace falta hacerseel tonto... ¡Lo sé y basta! Túeres un joven fuerte, bien
educado e inteligente
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Matilda no me ha dado hijospero Dios sí...
Apuré mi vaso, sin sabequé pensar ni qué decirEmpecé a sentirme
angustiado, pues nocomprendí lo que él queríadecir. Él entonces me mirócon lástima y dijo:
—No te asustes
muchacho. ¿No te dije queteníamos que hablar? Para mhablar es hablar de verdad...
Bebió, se pasó el dorso
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de la mano por los labios yañadió:
—La vida es, en efectohermosa; pero... ¡qué infiernode dificultades y mentiras
Seguir los impulsos decorazón no siempre procurafelicidad a los hombres..No! Sentirse libre y a
mismo tiempo feliz no e
nada fácil... Ya te he contadocómo fue mi juventudintrépida, apasionante; pero
también loca e inconsciente..
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Sí, muchacho, tuveamores...Tuve mis amores y
mis placeres. ¡Y engendréhijos! Cinco vástagonaturales me dejó aque
tiempo fugaz y atolondradodos los tengo en Lisboavarones; en Jerez, hembra yvarón; en Sevilla, un fraile deSanto Domingo... Todos son
ya hombres y mujeres hechoy derechos. De todos ellome ocupé y, ya ves, en e
pecado llevo mi penitencia
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viejo y arruinado! Esamujeres, las madres de mi
hijos, no eran de familias quetuvieran linaje o fortuna; asque proseguí mi vida
esperando sentar cabezaconforme a mi condición..Luego llegó doña Matilda yla boda... ¡Y más tarde laruina!
Tras esta confesiónenmudeció y se encerró ensus cavilaciones. Yo estaba
profundamente conmovido y
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sin acertar a decir nada.El gordo Diego estaba
terminando de apilar lasillas y las mesas, se quitó edelantal y lo colgó en un
clavo de la pared. —¡Señores! —exclamó
. ¡Voy a apagar laslámparas! Los tres mozoabonaron lo que debían y se
marcharon. Mientras etabernero ahogaba la últimallama, don Manuel se puso en
pie trabajosamente. Se apoyó
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en el bastón con la manoizquierda y con la derecha en
mi hombro. Salimos a laoscuridad exterior y fuimocaminando casi a tientas po
el laberinto de calles quepartía del Postigo del Carbónintramuros, que yo conocíade memoria por haberlorecorrido mil veces. Lo
gatos cruzaban comosombras y las ratas trepabanpor las paredes.
Al llegar a la casa, nada
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más abrir la puerta, doñaMatilda exclamó llorosa:
—¡Por la VirgenSantísima, esposo! ¡Con lomales que tenemos encima!
—¡A callar! —contestóél como un trueno—. ¡Agrandes males, grandecogorzas!
3. DESAZÓN YREPROCHES A CAUSADEL PASADO Y EL
PRESENTE
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Sentí deseos de contarlea Fernanda lo que don
Manuel me había referido latarde anterior en la tabernadel Gordo Diego. Era como s
aquel secreto me quemasepor dentro y necesitaracompartirlo con ella. Labusqué por la mañana, lallevé a un lugar apartado en
el patio, y después deasegurarme de que nadiepudiera oírme, le dije:
—Fernanda, me he
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enterado de algo que debesaber... Pero te ruego que no
se lo cuentes a nadie..., nsiquiera a la señora... —Confía en mí —
contestó. —Lo que voy a revelarte
son verdades muy crudas —empecé—. Son cosas queayer tarde me confesó e
amo, entre vino y vino... Nosé por qué, a mprecisamente, me contó cosa
muy íntimas...
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—Pero ¡qué cosas! —sehorrorizó ella—. ¡Habla de
una vez! —El amo tiene hijoscinco nada menos!
—¡Acabáramos! —exclamó con un suspirosonriendo—. Eso lo sabetodo el mundo; doña Matildala primera.
—Entonces... ¡Tú losabías! —Claro que sí. Es un
secreto a voces... El amo
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tiene cinco hijos y nuevenietos. ¿De dónde sino cree
que le ha venido la ruina?Me quedé en silencio uninstante, mirándola con
asombro. Luego masculléalgo enojado:
—¿Y por qué no me lohas dicho?
—No lo sé... Porque no
me lo has preguntado... —¡Querida! —repliquémalhumorado—. ¿Qué está
diciendo, querida? ¿Por qué
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iba a preguntártelo? Lonormal es que hubiera salido
de ti decírmelo...Fernanda se quedó unmomento sin pronuncia
palabra, apenada, seria, lamirada fija en mi cara; luegodeclaró con frialdad:
—Querido, ¿quéimportancia tiene eso? Don
Manuel tiene hijos y nietos¿y qué? ¡Pareciera que yo soyla madre!
—No comprendes lo que
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quiero decirte —repliqué—Creía que entre nosotro
había confianza... ¿Ves loque ha sucedido? En cuantoque yo me he enterado, he
corrido a contártelo... Queríaque lo supieras, puesto queno debe haber secretos entrenosotros. No es un asuntobaladí...
Ella frunció el ceñoirritada, sintiéndose cada vezmás molesta por mi
reproches.
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—¡Pero bueno! ¿A quéviene esto? No acabo de ve
por qué me echas en caraesos hijos... ¿Acaso a ti y amí nos afectan en algo?
—Por un lado, no noafectan en nada —repliqué
; pero, por otro, sí... ¿No tedas cuenta, querida? Hehipotecado mi vida en esta
casa, implicándome en suruina y en sus problemas, queno son pocos, y nadie me
había contado lo de eso
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hijos... ¿No será que hay másecretos aquí?
Fastidiada por midudas imprevistas y misospechas, ella contestó
enojada: —¡No digas bobadas
Qué secretos ni qué...!Me quedé pensando un
momento e inquirí con
decisión: —Dime con franqueza¿por qué no me lo contaste?
Dudó y luego respondió
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—No lo sé... Tal vezporque temí que te abrumara
con un inconveniente más ydecidieras marcharte... —¡Ya veo! ¡Ah! Ahora
lo entiendo... Me lo ocultastede acuerdo con ellos.
—¿Con ellos? ¿Conquiénes?
—Con los amos
naturalmente. ¡Qué listosMuy bien pensado..Pensabais que si el tontito
este se enteraba de que hay
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más gente con la que repartilas ganancias...
Se produjo un silencioElla había perdido todas lafuerzas: su rostro ahora
adoptó una expresiónculpable, apenada..., confusacomo la de una niñaRetrocedió y después semarchó lloriqueando.
Ese mismo día, duranteel almuerzo, apenas se hablódesde que nos sentamos a la
mesa. Las caras estaban
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tristes y escurridizas. A mí seme había pasado todo e
enfado y ahora sentía unagran lástima por Fernandapensaba: «¡Qué vergüenza
Me he comportado como unchiquillo. Ella no tieneninguna culpa. He debido deparecerle ridículo y terco...»
Al final de la comida
cuando creía que íbamos alevantarnos ya de la mesapara rezar, sin que nadie
dijera nada, doña Matilda me
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miró cariacontecida y dijocon aflicción:
—Los hombres sondébiles y pecadores... Lomalo es que la
consecuencias de los pecadoy las locuras de los hombrelas sufren las mujereinocentes...
Después de decir eso, se
echó a llorar con amarguraSe hizo un silencio más tensoaún que el anterior; mientra
ella sollozaba y se enjugaba
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las lágrimas con la servilletaMe fijé en la cara de don
Manuel; miraba a su esposacon una mezcla de estupor yseriedad, y al cabo de un rato
murmuró entre dientes: —Empiezo a cansarme
de tanto lloriqueo y tantamandanga...
Doña Matilda se volvió
hacia él y explotódesesperada: —¡Encima esto! ¡Un
respeto, por Dios
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El amo se puso a mirarlaen silencio, movía la cabeza
como negando, muestra de suánimo alterado. Mientras, suesposa proseguía entre
sollozos: —¡Es la triste realidad
¿Qué puede esperar ya de lavida una mujer como yo? Sinhijos, sin esta casa, sin
futuro, sin el navío... ¡Sinnada! ¡Dios tengamisericordia! Y todo por
culpa de tanta taberna, tanto
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vino, tantas malas mujeres..Ay, si yo lo hubiera sabido..
Ay! Quién me mandaría amí...Don Manuel suspiró
desde lo más hondo y laobservó ahora con ojoabatidos, diciéndole condébil voz:
—Esposa, por el amo
de Dios, no me humillemás... ¿Acaso no sabecuánto sufro yo también?
Yo miré entonces a
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Fernanda y vi cómo lainvadía la tristeza. Agachó la
cabeza y le corrieronbrillantes lágrimas por labonitas mejillas. Pensé: «No
se merece vivir en medio deeste drama terrible. Ella ebuena y pura; no, no se lomerece...»
4. MÁS DISGUSTOS YMÁS HIJOS BASTARDOSEn la primera ocasión
que se me presentó para esta
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a solas con ella, le hablé confranqueza y seguridad.
—Fernanda —le dije—decididamente, voy amarcharme de esta casa...
Ella me lanzó unamirada sorprendida y dirigiórápidamente su cabeza haciaotro lugar, como diciéndome«No tengo ninguna intención
de hablar de eso ahora.» —Fernanda, debeescucharme —le rogué—
Por favor, mírame!
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—Ya sabía yo queacabarías dejándonos...
Esta frase llegó a mioídos como un lamentofúnebre. No quería afligirla
pero me sentí obligado a daalguna explicación; así quecontesté:
—Debes comprenderlome siento como prisionero de
una existencia que no es lamía...Me miró fraterna, en
medio de una tristeza que
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dolor —susurró con voz muytriste—. Y le pido a Dios que
no tengas que conocerlonunca... Espero que te vayamuy bien y que encuentres a
quien te ame y te haga feliz.. —¡Ven conmigo
Fernanda! —supliqué—. Yote haré feliz a ti.
Sonrió y negó con la
cabeza.Aquella sonrisa meempujó, envalentonado como
un niño, a abrazarla y da
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rienda suelta a misentimientos:
—¡Oh, Dios, cómopodría convencerte! No debeseguir aquí, esta tampoco e
tu vida. ¡Acabarás siendo unaamargada!
Ella temblaba y decidno insistir para no agobiarlaLa apreté contra mi pecho; y
entonces ella, de maneratotalmente inesperada paramí, dijo de repente:
—Sí, sí... ¡Llévame
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contigo! ¡No me dejes aquí! No podía creer lo que
oía, así que la aparté y mequedé mirándola fijamentepara ver si hablaba
convencida. —Sí... —repitió—
Llévame!Sentí el corazón po
encima de una ola de
felicidad, latiéndome confuerza. —¡Dios mío! —exclamé
. ¡Gracias a Dios!
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Con una cara queocultaba el sufrimiento
Fernanda dijo: —Esto es muy duro paramí... Llevo con los amos má
de ocho años... —¡No te arrepentirás
me apresuré a contestarcon el corazón suspirando—
o tenemos nada; ni tú ni yo
tenemos otra cosa en la vidaque nuestra mocedad..Adelante! Te juro que te
haré feliz...
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—Hoy mismo hablarécon los amos —dijo con
determinación.Esa misma tardeFernanda subió al salón de
los amos, y allí permaneciódurante una hora que se mehizo eterna. Abajo en epatio, esperando para ver enqué quedaba aquello, llegué a
pensar que ella se echaríaatrás y que no sería capazsiquiera de abrir la boca
Pero, de pronto, se oyó arriba
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un agudo grito de doñaMatilda que me estremeció e
alma: —¡No, Fernanda, por eamor de Dios!
Hubo un silencio largoalgunos sollozos y palabraincomprensibles. Luegosonaron pisadas presurosaen la escalera. Bajaba
Fernanda, y tras ella veníanlos amos, suplicándole: —¡No hagas una locura!
—¡Piénsalo bien!
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—¡Hablemos concalma!
—¡Espera!Sobresaltado poaquellas voces acudieron
enseguida el administrador ylas mulatas. De repenteestábamos todos en el patioenvueltos en el aire trágicode un nuevo disgusto. Y doña
Matilda me miraba furiosaapretando los dientesmientras, don Manuel venía
hacia mí, amenazante
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alzando el bastón y gritandocon una voz exasperada po
el rencor y la ira: —¡Truán! ¡Hijo de malamadre! ¡En mi casa! ¡En m
propia casa! ¿Esto es lo quehas hecho con mi confianza?¿Engatusar a la moza parallevártela? ¡Ladrón!
Viéndome insultado de
aquella manera, traté dereunir toda la serenidad quepodía, a pesar de la tensión
del momento, y repliqué:
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—¡Ella es libre! Ella noes una esclava y puede hace
lo que le dé la gana... ¡Y noconsentiré que se me ofendaCuidado con lo que se dice!
—¡Canalla! —gritódoña Matilda—. ¿A eso hasvenido a esta casa? ¿Allevártela? ¡LadrónSinvergüenza!
—¡Cuidado con lalengua! —contesté—. ¡Hedicho que ella es libre!
—¡Cállate! —gritó
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groseramente el amo—Fuera! ¡Fuera de esta casa
Aléjate de mi vista o harécorrer tu sangre en el mismosuelo que estás pisando
Don Raimundo, mi espadaVaya inmediatamente
vuaced por mi espada!El administrador iba de
un lado a otro por el patio
aterrado, desconcertado, yempezó a exclamar con vozdesgarrada:
—¡Calma! ¡Por Dio
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bendito, tengamos calma! —¡Mi espada! ¡He
dicho que me traiga vuacedla espada! —volvió a gritael amo.
Y doña Matildaadeante, avanzó hacia
Fernanda con los brazoabiertos.
—¡Mi pequeña! ¡No te
dejes engañar, no te vayas!Fernanda empezó allorar. Se cubrió el rostro con
ambas manos y se dejó cae
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de rodillas en las losas demármol, gimiendo con
desesperación. Entonces yofui hacia ella y le dijevalientemente:
—Ve por tus cosas..Coge tus ropas y salgamo
de aquí!Me miró desde un
abismo de amargura y tem
que fuera incapaz de haceotra cosa que llorar; peromilagrosamente, pareció
cobrar ánimo, se puso en pie
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y obedeció mi consejoVolvió a subir por la escalera
al piso alto. Los amos fuerontras ella, entre gritos: —¡¿Adónde vas?!
—¡Detente! —¡No le hagas caso! —¡No te vayas!Arriba se oyeron nueva
voces, como truenos, entre
lamentos y sollozos. Luegohubo silencio. Siguió arribael rumor de una conversación
más calmada, y un nuevo
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silencio expectante. Al cabosonaron pasos en la escalera
Fernanda venía acongojadaacompañada por el ama quela llevaba con el brazo sobre
los hombros, besándola devez en cuando y hablándoleal oído.
—¿Se puede saber quépasa ahora? —inquirí
temiendo que la hubieranconvencido—. ¿Vas a venirconmigo como dijiste o no?
Doña Matilda me
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traspasó con la mirada ymasculló:
—¡Déjala, por DiosDéjala pensar! —¿Pensar? —repliqué
. ¿Qué tiene que pensar?El ama dio entonces una
fuerte palmada y les ordenó alas esclavas:
—Jacoba, Petrina, id a
preparar un cocimiento detila y azahar... Necesitamostranquilidad... Sí, todo
necesitamos tranquilidad..
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Y después de suspirahondamente, añadió—: Será
mejor que entremos en ecomedor; aquí en el patiocon tantas voces, estamo
alimentando la insanacuriosidad de los vecinosAndando al comedor, all
hablaremos!Se hizo el silencio
mientras entrábamos. Nosentamos derrotados en tornoa la mesa. Y, al oírse los
pasos del amo en el patio y e
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golpeteo de su bastón, temque viniera provisto de su
espada... Pero, cuando abrióla puerta, apareció con unaactitud muy diferente a la
que había manifestado hacíaun rato: venía con su habituaaspecto melancólico, comosin energía, callado ypesaroso. Se sentó y estuvo
sorbiendo el caldo, mientrale corrían lágrimas por losurcos de las arrugas. Doña
Matilda le miraba con
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disgusto, sin decir nadadejándole apurar el tazón
Luego, en un tono que aunabaresignación y tristeza, leindicó a su esposo:
—Ahora debes hablardebes contarlo todo... Con loque llevamos pasado, en estacasa no debe quedar nadaoculto... ¡Basta ya de
secretos! ¡Todo debe saberseAbsolutamente todo!El amo alzó la mirada
Ya no quedaban restos de
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enfado en su expresiónabatida. Soltó la taza, cruzó
las manos sobre el puño de subastón y afirmó con una vozdébil y monocorde:
—Sí, debo contarlotodo... Se acabaron lomisterios... Dios quiere quela verdad salga a la luz...
El administrador era ya
el único que seguíavisiblemente alterado; sunervios lo dominaron de
repente y, entre jadeos
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murmuró: —Señor, considero
que... Señor... piense vuestramerced que... —¡Calla! —gritó e
amo, golpeando el suelo conel bastón—. ¡He dicho quedebo hablar y voy a hablar!
Se hizo unimpresionante silencio, en e
que todos estábamopendientes de él. Pensé: «Yasabía yo que debía de habe
más secretos en la casa.»
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El amo dio algunogolpes más con el bastón en
el suelo y después empezó ahablar con voz profunda: —Bien sabéis que me
crie allí en las islas, en SantaCruz de la Palma. Mi madreno era una mujer rica, peronunca le faltó de nada... Amis cuatro hermanos y a m
tampoco nos faltó de nadaaunque no teníamos padre..Bueno, toda criatura tiene un
padre. Y no me refiero a
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Padre Eterno; todos venimoal mundo merced a un padre
humano como nosotros... Yono supe quién era el míohasta que fui mozo... Con
dieciséis años cumplidos meenteré de que mi padre vivíacerca, aunque siempre medijeron que andaba lejos, enlas guerras... Y resultó que
mi señor padre era donVentura Salazar de Frías, egobernador de la isla...
Don Manuel se quedó
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callado, se le encogió el labioinferior mostrando una
sonrisa enigmática, yprosiguió con voz apagada: —Naturalmente, don
Ventura tenía otros hijosademás de los que engendrócon mi madre... Sus otrohijos eran los legítimoshabidos en su matrimonio
con doña Leonor deSotomayor Topete yVandalle, su legítima
esposa... Nosotros éramos lo
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bastardos... Pero no sedesentendió mi señor padre
de nosotros. A cada uno delos varones, cuando tuvimola edad oportuna, nos dio
oficio en la milicia y nollevó consigo a las campañamilitares... A las hembras lesdio dote y casamiento... A mme tenía especial cariño. No
obstante, nunca me llamóhijo, nunca me dijo que erami padre natural; pero siguió
sin faltarme nada mientra
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estuve bajo su autoridad..Años después, cuando decid
venir a la Península parabuscar mis propias aventurasme otorgó libertad y me dio
dinero suficiente paraempezar aquí la vida..Después ya se sabe lo quepasa: el tiempo todo lo alejay todo lo transforma... No
volví jamás a la isla y nadamás necesité de don Venturaaquí en Sevilla me encaminé
por mi propio camino y me
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labré mi propio destino, sinla ayuda de nadie, hasta e
día de hoy... Gracias adocumento que me acreditacomo hijo de don Ventura
Salazar de Frías, pudedemostrar la pureza de msangre y la hidalguía que meahorró mayores dificultadesViví años de prosperidad y
años de carencias, como todohijo de Dios, pues la vidacontiene en sí misma tanto lo
bueno como lo malo. No
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puedo quejarme pues. Eahora, en mi vejez, cuando
más estoy padeciendocuando más desvalido meencuentro...
Bajó la vista con dolor yabatimiento. Luego, con unatriste tranquilidad, siguió:
—Ahora, aunque tengoya edad de ser abuelo, y Dio
me ha dado a mí también mipropios hijos y nietonaturales, vuelvo a necesita
un padre... Ahora vuelvo a
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acordarme de don VenturaSalazar de Frías...
Movió su mano, como squisiese explicar lo quequería decir, y añadió:
—Y aunque ya hace polo menos veinte años desdeque supe que don Ventura, mseñor padre, había muerto enSanta Cruz, siendo maestre
general de campogobernador y regidoperpetuo de la isla, no le
molesté nunca. Nada reclamé
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entonces de lo que mepertenecía en derecho, según
ese documento que meacredita como hijo suyoporque nada necesitaba
entonces. Pero hoy, puestoque soy viejo y pobre, piensopedir la parte que mecorresponda en la herencia..Soy hijo y, como tal, estoy
seguro de que mi señor padredispuso en su testamentoalgo para mí, pues era un
hombre noble, justo y buen
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cristiano, cumplidor de suobligaciones...
Mientras escuchaba loque decía su esposo, en loojos de doña Matilda se
encendían chispas de alegríay esperanza; pero semantenía en silencio, pofuerte que fuera su deseo deestallar en manifestacione
de júbilo.Don Manuel prosiguió: —He escrito cartas a
obispo de Santa Cruz de la
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Palma, a los notarios yescribanos y al heredero
legítimo de don Ventura, mmedio hermano don PedroSalazar de Frías. Espero
pronta respuesta... Estoy bienseguro de que Dios no me haabandonado y tengo laesperanza de recibir el legadoque me corresponde en
usticia lo antes posible; nosolo por mí, sino por estaesposa mía, que tanto ha
sufrido por mi causa, por mi
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hijos naturales, a quienes yano puedo ayudar... Y
porque... —su voz se quebró. Y porque...Aquí doña Matilda ya no
pudo aguantar más, rompiólas ataduras que la manteníansumisa y callada, e instó a sumarido.
—Dilo, dilo de una
vez... ¿No ibas a contarlotodo sin ocultar nada?El amo movió la cabeza
apenado; sus ojos se
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inundaron de lágrimas unavez más, y dijo a media voz:
—Tengo una hija másla sexta, la más joven, y a laque debo cuida
especialmente...Se quedó callado. E
silencio y nuestra atención leapremiaron. Con la manoizquierda se retorció e
bigote nerviosamente, miró aFernanda y le dijo con voztemblorosa:
—Sí, eres hija mía
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Fernanda, te tengoreconocida como tal, aunque
nunca hasta hoy te lo dije...Ella se estremecióapreciablemente, enseguida
apareció el desconcierto ensu rostro, y observó con unhilo de voz:
—Pero... Pero si yotengo padre y madre...
Don Manuel la siguiómirando con ternura yexplicó...
—Hija mía, en el pueblo
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tienes madre, en efecto, perosu legítimo esposo no te
engendró... No te mientocuando te digo que soy tupadre, porque lo soy, ante
Dios y ante el mundo. Puedeir y preguntárselo a tu madresi te cuesta creerlo; ella tedirá la verdad...
Doña Matilda se creyó
con derecho a intervenir ydijo en un tono serio, quedisimulaba sus auténtica
emociones:
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—Yo lo supe hacemucho tiempo, Fernanda. Te
acogí en la casa porque mmarido me lo pidió... ¿Qué sno podía hacer? Después, con
el tiempo, te cogí cariño..Como a una hija de verdad
Así somos las mujeresaguantar, aguantar yaguantar... Y así son los
hombres: a lo suyo, siemprea lo suyo, como si suacciones y su egoísmo no
tuvieran consecuencias..
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Así son los hombres!Molesto, el amo
masculló: —Así sois vosotras, lamujeres, un manojo de
lamentos... Nos quedamos en
completo silenciomirándole. Para mparticularmente, aquella
revelaciones todo locambiaban. A partir de esemomento, ¿qué podía hace
yo? Ni se me ocurrió ya
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insistir más incitando aFernanda para que se
marchara conmigo. Así quecompletamentedesconcertado, me levanté y
me dispuse a salir de allí. —Con permiso —dije
abrumado—, yo me despidoVisto lo visto, no tieneningún sentido que siga en
esta casa... Me sientoconfundido, avergonzado... —Ha estado muy ma
querer llevarse a la muchacha
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me reprochó doña Matilda, muy mal; así, de esa
manera, sin pedir siquieranuestra opinión...Don Manuel le echó una
mirada furibunda a su esposay le dijo:
—Deja que yo ponga lacosas en su sitio, mujer.
Luego me miró a mí con
un aire de serenidad que lehacía venerable. —Muchacho —dijo—
En efecto, eso ha estado mal
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muy mal. Comprendo queaquí no encuentres porvenir y
que estés enamorado; pero notenías por qué tratarnos deesa manera, sin tenerno
consideración,desechándonos como acacharros viejos einservibles... Me enojasteMe enojaste tanto que po
poco hago una locuraCuando no tenías necesidad..Pero, gracias a Dios, ha
dado con un hombre
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comprensivo, y alcanzo aentender que la juventud
tiene esas cosas... Ya te dijeque confiamos en ti. Puedeirte si quieres, pero no e
usto que te lleves contigo ami hija...
Calló mirándomeinterpelante. Un instantedespués, añadió:
—Y, si en vez de esotambién te parecieraoportuno quedarte en la casa
puedes seguir con nosotros
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Te debo mucho y quieropagártelo. Cuando reciba m
herencia saldaré la deudacontigo. Por lo demás, todoestá perdonado. Aquí no ha
pasado nada...Tomé de nuevo asiento
y, volviéndome haciaFernanda, le dije:
—No te he obligado a
hacer nada que no quisierahacer tú. Díselo a ellos. Hesido sincero contigo, como tú
lo has sido conmigo. Irte de
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esta casa o quedarte, edecisión tuya. Y comprendo
que un padre es un padre..Pero yo me iré. Ya tengorecogidas mis escasa
pertenencias...Ella no respondió. E
amo hizo con la manoizquierda ese movimientoque parece dar por terminada
una cuestión enfadosa ynadie dijo nada másEntonces salí de allí y fui a
mi cuarto para coger el hato.
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Sin que yo lo esperaradetrás de mí entró don
Raimundo, agitado, sudorosoy me dijo: —Cayetano, piénsalo
piénsalo bien...Y después de un silencio
lleno de ansiedad exclamó: —¡No seas orgulloso
demonios! ¿No te das cuenta
de que los tienes en el bote?Tuyo es el corazón deFernanda y los amos no harán
nada para impedir e
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matrimonio... ¡Demonios¿Por qué te marchas ahora
que parece que todo va asolucionarse?Hablando más bien
conmigo mismo que con élmurmuré:
—Aquí siempre pareceque todo fuera asolucionarse... Y después
todo se echa a perder... —¡La herencia! ¡Piensaen la herencia!
Le miré atentamente
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creyendo que deliraba. Écontinuó:
—Los Salazar de Fríason ricos, muy ricos. Popoco que le corresponda a
don Manuel, a buen seguroserán unos cuantos miles dedoblones, alguna hacienda enla isla, casa, ganados..Piensa en la herencia
Perderás a la muchacha yperderás la herencia... —¡A mí la herencia me
trae al fresco! ¡Ella es quien
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me importa!Me senté en la cama
hecho un mar de dudas. Eadministrador me puso lamano en el hombro y añadió:
—¿Adónde irás? Noposees nada... Nada tieneque perder si te quedas...
—Sí tengo que perdertiempo!
—¡Bah! ¡Eres aúnmozo! Si tuvieras mis años...Mecánicamente, me
puse a deshacer el hato
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Suspiré con cierto alivio, ymientras devolvía mi ropa a
la percha, pensé que en efondo no había deseado irme
5. UNA CARTA Y UNANUEVA VIDA
A mediados de otoño serecibió una carta cuyaprocedencia era la isla de la
Palma. Cuando don Manuede Paredes hubo observadocon meticulosidad el remite y
los lacres, antes de abrirla, se
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quedó como sobrecogido deestupor y de alegría, como
cuando se está delante de unprodigio. Permaneció así, conla cabeza temblorosa y la
vista fija en el envoltoriomientras todos estábamopendientes de él, aguardandoa que dijera algo.
—¡Vamos, ábrela de una
vez! —le apremió nerviosadoña Matilda—. ¿A quéesperas?
El amo balbuceó en voz
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baja: —Son los sellos de la
casa de Salazar de Frías, nohay duda... Me escribe mmedio hermano...
—¡Ábrela de una vez!Don Manuel no dijo
nada. Tenía los labiospálidos, los ojos vidriosos ylas manos trémulas. Sin deja
de mirar la carta, anduvo conpasos vacilantes y cruzó erecibidor en dirección a su
despacho. Se encerró dentro
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con llave y nos dejó allsoportando nuestra
incertidumbre e impaciencia —A cualquiera que se lecuente —dijo doña Matilda
. Tanto tiempo esperando yahora parece no teneninguna prisa... ¡Cuando enesa carta está nuestroporvenir! Este esposo mío
cada día va teniendo mácosas de viejo...El ama ya lo venía
diciendo: «Mi esposo va
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decayendo.» Y era cierto quede un tiempo a esta parte, a
don Manuel de Paredes se leveía envejecer de maneraacelerada, casi de un día para
otro. Apenas hablaba y sepasaba casi todo el díasentado en el patio, manosobre mano. Ya no iba a lastabernas, ¡con lo que le
habían gustado!; ya nogolpeaba con el bastón lapuerta, cuando regresaba y
tardábamos en abrirle; ya no
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daba voces... En fin, estabamucho más abatido. Se
conservaba firme porque nose doblegaba, no se rendíasabiendo que debía
solucionarles la vida a losuyos. Pareciera queúnicamente le mantenía enpie la espera de recibinoticias de la isla, de tene
respuesta a su reclamaciónPor eso, la llegada de la cartale sumió en una suerte de
ensueño, como si no se
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creyera que fuera posibletenerla al fin entre su
manos.Pasó un largo rato, en eque no supimos lo que hacía
dentro del despacho, yllegamos a presentir y temeque la carta no tuvieraninguna buena noticia. DoñaMatilda aguantó cuanto pudo
su impaciencia; pero, cuandono pudo más, se fue hacia lapuerta y la golpeó
insistentemente con lo
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nudillos. —Esposo, esposo... ¿Te
sucede algo?Como el amo no le hacíacaso, volvió al recibido
bufando: —¿Cómo es posible que
no me tenga consideración?¿No se dará cuenta de mdesasosiego?
Después de una largahora de espera y repetidaquejas del ama, al fin se oyó
crujir la llave. Abrió el amo y
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asomó sonriente, conmovidolloroso... Lo enjuto de su
rostro, la profundidad de suarrugas y la mustiedadgeneral de su aspecto, no
restaban nada a la visiblealegría que traslucía susemblante.
El ama corrió hacia élexclamando:
—¡Por Dios, esposoHabla! ¿Qué dice esa carta?El amo dijo en tono de
excusa:
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—Debía cerciorarmebien... Comprende, mujer
que debía asegurarme de quelo que leían mis ojos eranrealidades y no sueños...
—¡Por Dios, habla deuna vez! ¿Qué dice la carta?
Don Manuel levantó suvieja cabeza, alargó sudelgado y arrugado cuello y
poniendo la mirada en laalturas, exclamó: —¡Dios e
misericordioso! ¡Bendito
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sea! ¡Y bendito sea mi señopadre, don Ventura Salazar
de Frías, que no se olvidó deeste miserable hijo suyo! —¡Dios mío! —gritó e
ama—. ¡Dios bendito! ¡Diomío!
Don Manuel tenía lacarta en la mano, la apretócontra su pecho, como
abrazándola, y dijo con voztemblorosa: —Se acabó el infortunio
en esta casa... En e
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testamento de don VenturaSalazar de Frías se me
nombra como hijo natural, seme contempla y se me dotaen el codicilo con una renta
anual, una casa en Santa Cruzy una buena hacienda en elugar conocido como «LaCova», que está en unollanos de la isla... Aquí lo
dice todo, con puntos ycomas, en esta benditacarta... ¡Y aún hay más! En
Santa Cruz tengo dispuesto
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enterramiento en unconvento, junto a otro
parientes míos... ¡Ya puedomorir en paz!Doña Matilda soltó una
carcajada; lloraba de puraalegría. Exclamó:
—¡Por Dios, esposoQuién piensa en morirse
precisamente ahora!
—Sí, ríe, ríe —contestóel amo—, que nunca sesabe...
—¡Estaría bueno que no
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riera ahora, con lo que llevollorando!
El viejo esbozó unasonrisa que acentuó laarrugas de su cara y dejó ve
la dentadura irregular yamarillenta. Nunca se lehabía visto sonreír de aquellamanera.
—Tendremos que viajar
dijo con satisfacción ycierto asomo de intrepidez enla mirada—. ¡Oh, quién me
iba a decir a mí que acabaría
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mis días allí, en la isla, dondenací!
Su esposa le miróvanidosa, se llevó las manoal pecho y murmuró con
mirada soñadora: —Una casa en Santa
Cruz, una hacienda, unarenta, criados... ¡Comoverdaderos señores!
—Así es, esposa mía —asintió don Manuel—Debemos dar gracias a Dios y
manifestarnos humildes y
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arrepentidos... Haremocaridad con los necesitados..
o me esperaba ya tantamisericordia de parte deDios... ¡En su gloria tenga a
mi buen padre!Después de orar de esta
manera, se volvió haciaFernanda y le dijo:
—Hija mía querida
¿ves cómo debías quedartecon nosotros? Ahora no tefaltará de nada. Allí serás
presentada como lo que eres
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como una verdadera hija.La voz frágil y ronca de
don Manuel anunciaba unagran plenitud de cariño ygenerosidad. Luego nos miró
al administrador y a mí. —Vosotros habéis
permanecido fieles —dijo—Os debo mucho, servidoremíos... Os recompensaré
Podéis venir con nosotros ala isla, donde podréis gozade una vida digna a nuestro
lado. Mi esposa, mi hija y yo
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nos sentiremos muy feliceteniéndoos con nosotros en
nuestra nueva casa de SantaCruz.Avancé hacia él, le miré
a los ojos y, con embarazomurmuré:
—Señor... Fernanda yyo...
Él clavó en mí unos ojo
en los que repentinamente seabrió paso la dureza. —¡Ah, claro! —contestó
bruscamente—. Ya sé lo que
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queréis. ¡Casaros! ¿No es esolo que queréis?
Y se detuvo, mirandoahora a su hija; pero, antes deque ella o yo tuviéramo
tiempo de responder, añadiócon voz airada y graveseñalándome con su delgadoy pálido dedo:
—Este es un pelagatos
que no tiene otra cosa que loque le debo y esa recompensaque le he prometido; pero..
¿qué puedo hacer yo? ¡Ya lo
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habéis arreglado! ¡Ya lotenéis decidido!
—Sí, señor... —balbuc. No hace falta que digaque, si he seguido en esta
casa, ha sido por ella... —No hace falta que lo
digas —respondió con vozsevera—. Si antes no mepareció mal que estuvierai
enamorados, ¿creéis acasoque ahora he cambiado deopinión? ¿Acaso por recibi
esa carta? ¿Por saber que ya
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no somos pobres...? No, novoy a negarme... Y si no me
gustare demasiado, meaguantaré... No tenéis quehacer más que pedirme
permiso. Una formalidad..Pero yo y solo yo fijaré el díade la boda, que, por supuestono será aquí, sino allá, enSanta Cruz, cuando ya
poseamos la nueva casa y lanueva vida...
6. LA MUERTE
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AVISAFuese casualidad, fuese
que hubiera en él unprincipio de inquietud, ecaso es que don Manuel de
Paredes intuyó que erallegada la hora de su muerteExtremándose los primerofríos, a mediados denoviembre, se sintió enfermo
y mandó a don Raimundo quellamara a un notario parahacer su testamento. Y una
semana después de ordena
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su herencia y de que loescribanos anotasen
minuciosamente hasta laúltima disposición de suvoluntad, ya no se levantó de
la cama.Doña Matilda
compungida, nos reunió en epatio y nos dijo entrelágrimas:
—Está convencido deque ha llegado su hora..Debemos animarle entre
todos! Es tan terco que, si se
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empeña en morir, se morirá..Dios mío, ahora esto...!
Subimos a su dormitorioformando una suerte decomité vivificante
convencidos de que todoaquello era fruto de lafantasía del amo. Pero loencontramos acostado, sinfuerzas; la vejez y la
enfermedad parecían haberlearrebatado súbitamente lacarne y la vitalidad
dejándole apenas un cuerpo
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insignificante quedesaparecía en la lenidad de
abultado colchón bajo ecobertor. Solo la cara, ecuello y un delgado brazo se
dejaban ver, con una pieamarillenta y azulada pegadaa los huesos. Aquella visiónnos hizo desistir en nuestroempeño de darle enconado
ánimos. Únicamente donRaimundo se echó sobre él ybesándole la mano seca
exclamó:
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—Señor, señor... ¡Ay,Señor! ¿Cómo se va a veni
ahora abajo vuestra merced?Ahora que al fin hemovencido las dificultades!
El amo estaba muypálido, incapaz de hacecualquier movimiento que nofuera entreabrir los párpadoo llevarse la mano al pecho
de vez en cuando. Miraba entorno suyo, como hombre quecomprende dónde ha caído y
que no espera ya levantarse
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y sus ojos acuosossucesivamente dirigido
hacia los que le rodeábamosse movían con una lentitudatenta y emocionada
Evidentemente, estábamoante un hombre anciano quehabía pasado de un día paraotro a ser moribundo.
Aun así, doña Matilda
hizo un esfuerzo para unirseal administrador a la hora dedarle ánimos.
—Esposo, no te deje
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y respondió: —Sí, solo Dios sabe..
Pero yo también lo sé. —Sellevó la mano al pecho yañadió—: Lo siento aquí
aquí dentro. La muerteavisa...
Doña Matildaprorrumpió en un llantosonoro y desconsolado.
—No es justo, no eusto —sollozó—. ¿Y ahoraqué va a ser de nosotros? No
es justo... Esposo, ¡tienes una
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casa en la isla! Te espera alláuna nueva vida... ¡Cómo va
a morirte!El viejo sacó fuerzas dedonde pudo, hizo un gesto
con la mano para captar laatención de todos y comenzóa hablar:
—Por mí ya no debéipreocuparos... Soy como e
hombre que ha trabajadoduro durante toda la jornadasoportando el calor, la fatiga
y la sed... y que al caer la
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noche solo le preocupa irse adescansar... Por eso, al pensa
en ese viaje a la isla y enaquella casa que tengo allíno siento sino agobio... Ya no
tengo fuerzas para empezauna vida nueva ni allá ni enninguna otra parte... A msolo me interesa ya alcanzala vida verdadera, la vida
eterna... Si es que el Altísimotiene misericordia de mí yperdona mis mucho
pecados...
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Interrumpió su discursoy carraspeó con mucho
esfuerzo, para librarse de unpicor en la garganta. Tragósaliva y alzó hacia el techo
sus ojos lacrimososemocionado, como scontemplara la misma gloriaLuego miró a su esposa yprosiguió con esfuerzo:
—Pero tú, esposa míaeres joven y lozana... Tú stienes derecho a esa casa en
la isla, a tu hacienda y
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rentas... y a esa nueva vida...Se detuvo para toser
Después puso su miradalánguida en Fernanda yañadió:
—Igual que tú, hijamía... También tú tienesderecho... Y has de saber quete doy mi permiso para quepuedas casarte con
Cayetano... Sed felices, ¡quédiantre! ¡Sed todos felices sos dejan! Yo he sido muy
feliz...
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Se hizo un silencio, aque siguió un coro de
lloriqueos y suspiros. El amotambién sollozó, tosiócarraspeó y pidió agua..
Después de beber, señaló conel dedo sarmentoso aadministrador y dijo con vozmás clara:
—Don Raimundo
conoce mi voluntad, mipostreras disposiciones y loque he venido ordenando
durante las última
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semanas... He preparado todopara que no tengáis dificultad
alguna a la hora de dejar estacasa y emprender viaje a laisla de la Palma. Bien sabéi
que se debe abandonar lavivienda con todo lo que hayen ella después de la fiesta dela Natividad de NuestroSeñor... No debéis
preocuparos por eso... Fui atiempo al notario y a lacontaduría y les mostré lo
documentos que atestiguan
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mi herencia. Los acreedoreos dejarán estar todavía algún
tiempo más, en tanto podáiorganizar el viaje. Ya meencargué de empeñar mis
últimas pertenencias... Parael viaje que yo voy a hacer nonecesitaré nada... Desnudovenimos al mundo ydesnudos nos vamos de él..
Pero vosotros necesitaréis ia Santa Cruz de la Palma ysubsistir hasta haceros cargo
de la herencia. Tendréis
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dinero suficiente para el viajey los documentos que o
permitirán recibir lo que acada uno os corresponde..Don Raimundo tiene la copia
de mi testamento...Doña Matilda soltó un
largo gemido y luegoexclamó: —¡Cómo vamos asalir adelante solos! ¡Cómo
puedes decir cosas tanterribles!Don Manuel la miró y
dijo serenamente: —No sea
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chiquilla, esposa. No tequeda otro remedio que
cumplir fielmente todo loque te digo. Viuda y sin nadano podrás seguir aquí. En la
isla hallarás la felicidad y esosiego que no he podidodarte...
Doña Matilda se quedóen silencio, mirándole con
los ojos llenos de lágrimasEl amo concluyó con vozapagada:
—Bien, ya he dicho todo
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lo que tenía que decir..Ahora dejadme, os lo ruego..
Tengo mucho que rezar... Ydecidle al sacerdote quevenga a impartirme lo
últimos sacramentos... Notengo ningún miedo... Quierobienmorir... Y vosotrostambién rezad, rezad al únicoque puede dar alivio a
vuestras penas y males...Tres días después, donManuel de Paredes y Mexía
espiró. El notario leyó e
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testamento, que no conteníaninguna sorpresa. A su
esposa doña Matilda deAyala y a sus hijos dejaba subienes, con la fórmula de
costumbre: «Por el grandeamor que les tengo y porquepreguen a Dios por mánima.» Aunque el amoañadía algunas frases más de
su propia cosecha: «Poremediar sus malesresarcirles del daño que
pudiera haberles causado y
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que guarden de mí buenamemoria.» Reconocía a su
seis hijos naturales, dotandoespecialmente a Fernandacon una mejora, con la
condición de que siguieseviviendo con la viudamientras esta lo reclamaseAl administrador donRaimundo legole una renta
de por vida y techo dondecobijarse en su casa de SantaCruz. A las esclavas Petrina y
Jacoba les daba la libertad y
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por lo tanto, el derecho adecidir si querían o no segui
al ama. En cuanto a míademás me otorgaba cincomil maravedíes. En e
codicilo permitía nuestromatrimonio, como prometiópero la dote de Fernanda solosería recibida en el caso deque doña Matilda lo
autorizase. Por lo demáshacía relación de las deudas asu favor y en contra, daba
órdenes de pago e indicaba
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los contratos pendientes y lamercancías que le
pertenecían y que estaban poahí repartidas en diversopuertos y mercados. Po
último, designaba como lugade su sepultura la tierra decementerio donde fueranmenores los gastos, ya querenunciaba al sepulcro que le
correspondía por propiaherencia, en el sitiocorrespondiente en la isla
según el designio de su
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también difunto padre.El 18 de noviembre de
año del Señor de 1680, fueenterrado don Manuel deParedes y Mexía en e
cementerio del convento deSan Francisco de Sevillaamortajado con su hábito dela hermandad de la VeraCruz.
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LIBRO IVEn que se cuenta la
aventura del viaje haciauna nueva vida y sehace relación de un buen
cúmulo de peligros yadversidades
1. UNA ESPAÑA
POBRE YDESVENTURADALas fiestas de la
atividad del Señor pasaron
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en medio del luto y lainquietud por la nueva vida
que se avecinaba, en tanto lacasa estaba gobernada por loestados de ánimo de doña
Matilda: a ratos triste, a ratoanimosa y, ordinariamentecon impaciencia, como unvago anticipo de laimportantes mudanzas que
teníamos por delanteAñadíase a ello la inevitablesensación que a todos no
embargaba, mezcla de
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congoja y cierto alivio, aextinguirse un año que no
había mantenido enpermanente estado deansiedad e incertidumbre
Concluía aquel raro 1680, enel que pareció haberse dadolarga licencia a todos losdemonios para que afligiesena las gentes de España con
penurias, carestías ydesgracias sin cuento. Porquees justo reconocer que no
solo a nosotros, los que
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habíamos padecido la ruinade la casa de don Manuel de
Paredes, se nos habían puestolos asuntos cuesta arribaeran muchos, de toda suerte y
condición, quienes sufríannecesidades, hambres yaflicciones, no ya en Sevillasino a lo largo y ancho de lavastedad del reino. ¡Qué
tiempos tan malos eranHasta los viejos, de quienese dice que están curados de
espanto, se lamentaban
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amargamente y manifestabansin reparos que ni a su
abuelos habían oído contahistorias que siquiera separecieran a tanto desastre
decadencia y calamidadcomo se veía cotidianamente
No está en mi ánimohacer relación exhaustiva delos males y desarreglos que
componían aquel estado decosas; pero permítasemeadobar este relato dando
cuenta de algunos sucesos y
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circunstancias que, a mcorto entender, tuvieron
buena parte de culpa en edesaguisado en que devino larepública y la sociedad. Lo
que entendían de estas cosadecían que todo era a causade la desgana de quienetenían encomendadas latareas de gobierno; los cuale
se habían preocupado más desu beneficio propio que debien común. Y resultaba
evidente que proliferaban en
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las intendenciamalentretenidos, noveleros y
personas ineficientes einteresadas; gentes medianaque no hacían otra cosa que
entorpecer con sus lenguas ymanos el buen curso de lonegocios. Y si los queestaban arriba como válidoy favorecidos no cumplían
con su oficio, sino que sededicaban a medrar y mirapor lo suyo, ¿cómo iba a
esperarse que los de abajo
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fueran honestos y laboriosos?En todas partes, tanto en lo
alto como en lo rastrero, enlo de mucha responsabilidady en lo de poca, había
arraigado la vagancia y larapacería, sin que fuera fáciencontrar personas honestay de palabra.
Los grandes señore
estaban muy lejos, y si fuerande verdad los únicos concapacidad y prestigio
suficiente para poner coto a
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los desmanes, o no querían ocomo tanto se decía po
ahí— eran los que mayoreganancias sacaban de tantorío revuelto. No cundía pue
el buen ejemplo, y por endela estimación de la justiciael bien universal y la prácticacomún de las virtudes estabaausente.
Bien es cierto que enombramiento del duque deMedinaceli como prime
ministro del reino fue
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recibido por la gente conesperanza y alegría, por e
prestigio de su nombre, suuventud y todas las buenacosas que de él se referían
Pero muy pronto se supohasta en el rincón máapartado que, aun teniendocualidades y buenas ideas, nogozaba de energía propia n
de partidarios suficientepara poner en orden el reino¿Qué hizo de nuevo? Poco
Recurrió al acostumbrado
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recurso de crear juntas. Osea, que puso más gente a
dictar ordenanzas y aentorpecer más la vida. Ya depor sí salir adelante era
difícil y, encima, toda lacarga de alcabalas y diezmosimpuestos y tasas por lamínima gestión. Sirva deejemplo lo que pasaba con e
vino: los cosecheros vendíanla arroba del mejor adiecisiete reales, pagando de
tributo doce reales y medio
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y gastando de coste pomedio de mozos y transporte
por lo menos tres reales¿Qué les quedaba deganancia teniendo en cuenta
el costo de las labores decampo y los lagares? NadaAsí que resultó queconcluyeron que estabandando el vino de balde y se
abandonaron viñas ybodegas. También lospanaderos dejaron de hace
pan, los zapateros se
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amotinaron y muchos otrogremios se negaban a segui
haciendo sus labores. Comoconsecuencia, empezaron aentrar productos y
mercaderías del extranjero, aprecios altos. La moneda eraen su mayoría falsa y estabatan devaluada que abundabala calderilla de metal pobre
desapareciendo la plata y eoro, que todo el mundo seguardaba. Esto propició que
el rey dictara un edicto
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alterando el valor de lamoneda de vellón, lo cua
enojó aún más al pueblo, quese veía pobre y sin remediode sus males y, para colmo
mermados sus ahorros si lotuviere. En fin, todo erancalamidades, desmanes yamargas quejas.
Los sabios decían que la
raíz de los males había quehallarla en tanta guerra comose había sostenido en la
décadas precedentes: ora con
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el turco, ora con Inglaterraora con Flandes... Decían
asimismo, que el reino estabadespoblado y sin fuerzas, pocausa de la expulsión de lo
moriscos y de la mucha genteque se había ido a repoblalas Indias. Los campoestaban solos y baldíos; loganados menguados y la
ciudades habitadas polegiones de pobresmendigos, maleantes y
pedigüeños. Los que estaban
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en edad de hacer un esfuerzoy tenían medios, en vez de
hacer negocios prósperos, seadquirían casas, tierraspréstamos al Estado, cargos
tributos de nobleza o seagenciaban cualquier otroarreglo para ganar la mínimarenta y vivir sin necesidad detrabajar. También achacaban
los sabios el mal de la patriaa esta holgazanería que contanta pujanza tenía a la gente
cruzada de brazos, como en
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espera, a ver si les venía eremedio desde fuera y no de
sudor de su frente. Lo cuaera vicio adquirido —decían por el descubrimiento de
las Indias y las riquezas quedio a Castilla en oro y plataque vino fácil y velozdestemplando el ánimo de loespañoles. Luego el descuido
que la grandeza engendradejó escapar a las demánaciones la riqueza. En fin
que si España hubiera sido
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menos pródiga en guerras, ymás laboriosa en la paz, se
hubiera hecho con el dominiodel mundo. Pero ya maremedio tenía la ruina y
desconveniencia sobrevenidapor más que fueran delatadalas causas y los culpablesporque toda riqueza parecíahaberse esfumado y la poca
que hubiere estaba bajo llaveen las grades casas y linajesen lujos vanos de alhajas y
ornamentos, sepultados
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como aquellos otros tesoroque esconde la tierra
avarienta en lo hondo de suentrañas.
2. ATRÁS SE QUEDASEVILLA
Volviendo al puntoinicial del presente capítulodiré que pasaron las fiesta
de la Natividad del Señor yse presentó el Año Nuevo conla inexorable amenaza de
desahucio. Después de la
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Epifanía, se hicieronpresentes los acreedores, con
los oficiales de la contaduríay los alguaciles. No nocogieron de sorpresa esta
vez, puesto que estábamoconcienciados y prevenidos
uestras pertenencias yahabían sido empaquetadas ytodo en la casa estaba limpio
en orden y dispuesto parahacer el traspaso de lapropiedad y los ensere
correspondientes. Con
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dignidad, sin aspavientosdoña Matilda hizo entrega de
la llave y se desprendió sinuna sola lágrima de lo quehabía sido su hogar durante
los últimos veinte años de suvida.
Una carreta noaguardaba en la puertaAcomodamos todo aquello
que podíamos llevarnos y eequipaje particular de cadauno. Allí mismo en la calle
nos despedimos de la
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esclavas, que optaron poestrenar su libertad probando
suerte en aquella Sevillavariopinta que las había vistonacer. Al ama le costó
trabajo desprenderse de ellaspero bien sabía que llevarlaconsigo a la isla le hubieracostado el dinero de lopasajes, del que no disponía
Así que nos montamos en lacarreta los cuatro queemprendíamos aquella
aventura: doña Matilda
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Fernanda, don Raimundo yyo. El carretero arreó a la
mulas y atrás se quedó laplazuela, la calle dePescado, la Carretería y e
adarve. Por la puerta deArenal, salimos de la ciudada media mañana. A nuestrasespaldas, el cielo nubladoparecía suspirar triste, y e
bosque desguarnecido quecomponían las arboladuras delos navíos se quedaba como
en desamparo, en la soledad
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del puerto casi desierto eninvierno.
3. PESTE EN ELPUERTO DE SANTA
MARÍAComo andábamo
escasos de dinero y se tratabade ahorrar cuanto se pudieranos conformamos haciendo
el viaje en una barca sencillade las que llevaban viajerodesde Sevilla a Sanlúcar, con
la incomodidad de ir a la
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intemperie entre mercancíay pertrechos; en vez de
hacerlo de forma más rápiday segura en una galeraAcomodados donde no
dijeron, en un rincón depasillo de popa, vimos subiuna larga fila de soldadosfrailes y mercachiflesCargaron a bordo infinidad
de sacos, fardos, pipas ybaúles; también una docenade cabras, dos asnos y una
yegua. La barca iba hasta lo
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topes y zarpó fatigosamentecon la proa hundida cas
hasta la borda, que dabamiedo ver el agua tan cerca.Al poco de iniciar la
travesía empezó a lloverpara colmo deinconvenientes. Sentadocomo podíamos encima denuestro equipaje, empapados
vimos quedarse atrás Sevillabajo la inmensidad defirmamento gris. Todos
estábamos cariacontecidos y
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en silencio. El aspecto dedoña Matilda era lamentable
cubierta con una mantaoscura, pálido el rostro y ecuerpo torcido entre la
impedimenta, echó unaúltima mirada triste a laciudad.
—¡Dios mío! —suspiró. ¡Ay, Dios mío, que no
nos pase nada!Luego apoyó la cabezaen el hombro de Fernanda y
estalló en amargos sollozos.
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El viaje hasta Sanlúcafue penoso, soplando viento
del norte y bajo una lluviacopiosa y fría. Al llegar a labarra, nos encontramos con
un fuerte oleaje que zarandeóla embarcación y causómareos a los que noestábamos acostumbrados anavegar. Y cuando ya se veía
el puerto, nos salió al paso unbarquichuelo rápido de dopalos, que nos avisó de que
no se podía atracar porque
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había peste en el Puerto deSanta María y las autoridade
tenían prohibido el entrar ysalir de las ciudades. Solo aCádiz, se podía seguir. De
manera que el maestre tuvoque ordenar echar el ancla yesperar instrucciones. En efondeadero se veían muchonavíos, pero el puerto estaba
en calma, sin que hubieraningún movimiento.Al cabo de varias hora
de ir y venir en los botes a
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lugar donde estaba el puestode emergencia de la
autoridad, esperando bajo epersistente aguacero, volvióel barco de dos palos y
descendieron de él loveedores y los funcionariopara cobrar la tasa. Hubomucho enojo, porque tuvimoque pagar religiosamente aun
no pudiendo desembarcaallí. Y los que íbamos apuerto de Cádiz no
preguntábamos preocupados
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¿Y ahora qué? El maestre nocomunicó entonces que solo
teníamos dos opcioneposibles: volver río arriba aSevilla o navegar hasta la
bahía, teniendo que abonar epasaje en cualquiera de lodos casos. Se armó unabronca tremenda. Lomilitares acusaron a lo
barqueros de saber deantemano lo que sucedía y apunto estuvo de formarse una
pelea.
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Después de un buen ratode voces, insultos y
amenazas, los marineros ylos viajeros llegamos aacuerdo de pagar solo la
mitad. A fin de cuentas, atodos los que viajábamos enla barca nos interesaba ir aCádiz y, puesto que no habíamás remedio que seguir, se
salía ganando.
4. LA FLOTA DE
TIERRA FIRME
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Llegamos a la vista deCádiz el día 20 de enero
Desde primera hora de lamañana caía una lluvia fría ycopiosa, el viento soplaba y
se había levantado un fuerteoleaje. Los que entendían denavegación decían que conese tiempo la barca no podríaentrar en la rada. Pero, tra
un gran esfuerzo, a golpe deremo, consiguió abarloar epiloto. En el atracadero
estaban alineados los veinte
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navíos que componían laFlota de Tierra Firme
Impresionaba el espectáculode los veinte galeonealineados, ¡inmensos!
costado con costado, y laconsiderable altura de lopalos, componiendo unasuerte de boscaje con laarboladuras y los cabos.
Desembarcamosatravesando peligrosamentela pasarela, que se movía
mucho a causa del oleaje
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Empapados, aturdidos y conla ropa fría pegada al cuerpo
cruzamos el puerto endirección a la ciudadansiando con desesperación
hallar un lugar dondecalentarnos y poder secatodo lo que se nos habíamojado. Pero, como suelesuceder en tales sitios, all
mismo se nos ofreció uncarretero que se empeñaba enllevarnos a una fonda que
decía ser la mejor. Le
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hicimos caso y sobrevinootro calvario, porque no
paraba de llover y ehospedaje se encontrabalejos, en la otra parte de la
ciudad. —Ya estamos llegando
decía a cada momentoaquel buscavidas—, al cabode aquella esquina está la
fonda...Pero el trayecto se hacíamuy largo, interrumpido a
cada momento por la
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circulación caótica deinfinidad de bestias y
carromatos de todos lotamaños. Como la flotaestaba ultimando lo
preparativos para su partidaCádiz entero era una locurade gentes variopintasmercachifles y negociantede todo género. Los precio
estaban por las nubes y todoel mundo andaba de aquí paraallá buscando su ganancia.
—¿Cuándo llegaremos?
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se quejaba doña Matilda. ¡Por Dios, esto se hace
interminable! —Ahí mismo estáseñora, ahí. Ese caserón que
ve es la fonda.Como me temí desde e
principio, cuando al fin sedetuvo el carretero delantedel hospedaje, aquello resultó
ser un tugurio infectoatestado de gente desaseadade animales y de sucio
pertrechos. Nada más entrar
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me di cuenta de que no eralugar propio para damas, y
me encaré con el hombre: —¿Cómo se te ocurretraernos a un sitio así? ¡Esto
está hecho un asco! No eadecuado para estas mujeres.
—Pues no hay otra cosaen Cádiz —contestó él, muyofendido—. Si quiere busca
por su cuenta vuestra mercedy ¡con la que está cayendo...Allá vuestras mercedes!
—Llévanos a un sitio
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digno —le dije. —Esto es lo que hay
señores, lo toman o lo dejanpero a mí me tienen quepagar el viaje.
Viendo que la lluvia noiba a cesar, que no sabíamosdónde ir y queenfermaríamos de seguiempapados y helados, acepté
de momento. Entramonuestras cosas y noacomodamos bajo un
cobertizo. Salió el posadero
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un hombretón desmelenadobarbudo, mal hablado y
colérico, dijo: —Tendrán que esperaraquí vuestras mercede
mientras desalojan unaestancia que tengo en el pisode arriba.
—Mire vuestra mercedcómo estamos —contesté—
Estas pobres mujeres no sehan secado desde hace dodías.
Las miró sin compasión
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y dijo desaprensivo: —Si se quieren calentar
tendrán que hacerse vuacedelumbre en el patio, por diezmaravedíes les daré la leña
que necesitan.Un momento después
don Raimundo y yo noteníamos otro remedio queintentar encender fuego en un
rincón, bajo un tejadillo, conla leña que nos habían dadoque estaba completamente
mojada. Menos mal que uno
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arrieros se apiadaron y nodieron ascuas de su hoguera
con lo que pudimos despuéde un largo rato obtener unalumbre medianamente
aceptable para nuestropropósito.
La noche fue eternahorrible, echados en unoapestosos jergones en un
pasillo del piso alto, dondellovía casi tanto como afueraa causa de las goteras. Y
encima doña Matilda
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lloriqueando y lamentándosetodo el tiempo:
—Ay, ay, Dios mío..Qué penitencia! Ay, ¿cuándoquerrá Dios que lleguemos a
la isla esa? Si no morimoantes por el camino... ¡Ay, sno morimos!
Y don Raimundoqueriendo consolarla, le
decía: —Señora, tengapaciencia vuestra merced
hágase la cuenta de que
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somos peregrinos... Piense enaquel pueblo de Dios que
salió de Egipto e ibasufriente en busca de laTierra Prometida... Ánimo
que nosotros vamos a nuestrapropia tierra prometida, quees esa bendita isla de laPalma donde nos aguardanuestra nueva vida...
Pero el amaenfurruñada, replicó a voces: —¡Ande, calle vuestra
merced! ¡Calle, que no
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estamos para sermones! Quétierra prometida ni qué..
Calle y no me ponga de peohumor! —Pero... ¡Señora! Si lo
que yo quiero es infundirleánimos... ¿No ve que estacalamidades son pasajeras?
o desesperemos, señora... —¡Que se calle
demonios!Y así seguíandiscutiendo, el uno queriendo
animar y la otra poniéndose
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más soliviantada; y comoquiera que la porfía molestó
a unos huéspedes, subió eposadero y nos regañó demuy malas maneras:
—O dejan dormir apersonal o ¡a la calle! —¡Ayque soy una dama! —gimoteó doña Matilda—¿Qué trato y qué maneras son
estas?A mí se me partía ealma, porque comprendía que
aquel trance no era propio de
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alguien como ella, hecha avivir con regalo y que nunca
se había visto en viajes nincomodidades de posadas ymalas camas. En cambio, aun
sufriendo también por mamada Fernanda, me alegréen cierta manera al ver queera recia, que no se quejaba yque se amoldaba a la
dificultad lo mejor que podíala pobre.
5. PARTE LA FLOTA
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Y ES MENESTEEMBARCARSE
Al día siguienteamaneció sin llover y eviento había amainado
Recogimos tempranonuestras pertenencias ysalimos del purgatorio deaquella mala posadabuscando dar reposo y algo
de calor a nuestros huesosDespués de no haber pegadoojo, íbamos sin hablar en e
carromato, bajo el cielo gris
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entre ráfagas frías. Gracias aDios, dimos con un carretero
que nos llevó hasta eextremo opuesto de la bahíadonde se alzaban uno
caserones nuevos y lomejores alojamientos deCádiz. Allí nos condujo a unafonda grande, limpia y bieniluminada, próxima a lo
atracaderos, y pudimos pofin secarnos, comer ydescansar. Fernanda y doña
Matilda dispusieron de una
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alcoba para ellas solas. Apesar de lo cual, el ama no
mejoró en su ánimomalhumorada,completamente hundida y
paralizada por la desgana, seencerró y se metió en cama.
Y viendo que se negabaa levantarse y que noafrontaría lo que tuviéramo
que hacer para proseguir eviaje, Fernanda me dijo conresolución:
—Hay que
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comprenderla: estádeprimida y llena de temores
unca se ha visto en trancecomo estos... —Lo comprendo —
respondí—, pero debemoseguir adelante... ¡No vamoa quedarnos aquí! ¡Nopodemos volver a Sevilla!
Ella se quedó un
momento pensativa. ¡Cómome asombraba la serenidadde Fernanda! Luego dijo
circunspecta: —Mira, Tano
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debemos hacernos a la ideade que a partir de ahora no
quedará más remedio quetomar las decisiones sincontar con el ama... Tampoco
don Raimundo va a servirnode mucho; ya lo ves: estácansado y como ausente..
unca fue demasiadoeficiente que digamos, y
ahora, que es viejo y castiene perdida la vista, estámás a expensas de que le
solucionen la vida que de
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cualquier otro menester..Qué se le va a hacer! La
cosas se han puesto de estamanera y hay que seguiadelante. Como bien dices tú
no podemos volvernos atráya... No podemos hacer otracosa que coger cuanto anteun barco y cruzar el mahasta la isla... Allí todo se
solucionará... Allí podremosdescansar y dedicarnos a sefelices...
—Sobre todo tú y yo —
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le dije conmovido—. Notengo a nadie más que a ti...
—También yoúnicamente confío en ti... Túadministrarás lo que me
corresponda de esaherencia...
Luego nos dimos unbeso y pasamos un buen ratoapretados el uno contra e
otro, guardando silencio ysoñando con la venturosavida nueva que no
aguardaba en la Palma. No
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hacía falta que hiciéramoplanes. Nos casaríamos nada
más llegar y recibir laherencia. Entretanto, nodedicaríamos a cruzar cuanto
antes el dichoso mar.Después de aquella
conversación, era evidenteque yo tendría que ocuparmede los pormenores del viaje
Salí lleno de decisión y meenfrenté a una jornada larga yextraña. Igual que un hombre
que deja atrás su mocedad y
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se enfrenta por primera vezal rigor de la madurez
definitiva, me fui a gestionalos asuntos portuarios con laesperanza de encontrar lo
antes posible ese barco quehabía de llevarme al futurode mis ilusiones.
Ya en mis primeroscontactos con las gentes de la
mar, supe que arreciaba erumor de que la Flota deIndias iba a zarpar muy
pronto, tal vez en una
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semanas; algunos asegurabanincluso que en unos días
Todos los preparativos seestaban culminando y eambiente general del puerto
apuntaba a que no se tratabasolo de habladurías, aunquetodavía la autoridad no habíacomunicado nada en firme.
En los mentideros donde
se reunía la marinería meenteré de muchas otras cosasque había pendencias con lo
franceses, que la Flota de la
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ueva España iba a tardar enregresar y que en la Flota de
Tierra Firme, que estaba apunto de zarpar de la bahíade Cádiz, iba el nuevo virrey
del Perú, el duque de laPalata, y que ese era emotivo de tanta premura ydel hecho poco común de quepartieran los galeones en
fecha tan temprana. Tambiénsupe que había muchorevuelo e inquietud, a causa
de las noticias de ataques de
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piratas que llegaban dediversos naufragios en lo
que se habían perdido vidahumanas y mucho oro yplata.
Hice mis indagacionepara ver la manera de ir a laCanarias y allí todos medijeron lo mismo: que lobarcos que hacían el viaje a
las islas iban, como se decía«en conserva», que eranavegar siguiendo a corta
distancia a la Flota de Indias
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aunque sin integrarse en ellapero gozando de su
protección; porque de untiempo a esta parte habíamuchos piratas en eso
mares. Es decir, que habíaque esperarse hasta que se lediera la orden de zarpar a logaleones y adquirir un pasajeen uno de los muchos navío
que saldrían aprovechando laocasión.Pregunté en lo
atracaderos. Me informaron
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de que era preciso acudir a laoficina de un escribano para
firmar una escritura con econtrato de la compra depasaje, que previamente
debía ser concertado con epatrón del barco. Allí mismome indicaron dónde podíahallar a un tal Juan Barrosoque era un conocido corredo
de viajes que tenía por oficioencargarse de estos asuntosAsí que fui a él para pedirle
que arreglase lo nuestro.
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Barroso no era uncualquiera; en el puerto de
Cádiz era todo un potentadoTenía unas oficinas grandesprovistas de contables y de
personal dedicado a todos lonegocios propios de loviajes a Indias. Me atendióun subalterno cejijunto ydistante, que antes de nada
quiso saber el motivo denuestra necesidad de viajar alas islas. Con detenimiento y
precisión, le expliqué el caso
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que íbamos a Santa Cruz dela Palma para hacernos cargo
de una herencia. Por la caraque puso, comprendí que noestaba dispuesto a creerme
Entonces le di detallesnombres, apellidos, fechas ydemás. Él inquirió muyestirado:
—¿Una herencia nada
menos que del regidoperpetuo de la isla? ¿Tienevuestra merced lo
documentos que lo prueban?
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—¿No me cree vuaced? —Bueno, no tengo po
qué creer a nadie... Aquviene cada uno con suhistoria... Comprenderá que..
—Está bien, traeré lodocumentos; los tiene eadministrador de la viuda.
—Tráigalos puevuestra merced y entonce
hablaremos...Fui a la fonda, que noestaba lejos, y al momento
regresé llevando conmigo lo
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papeles. El escribiente loexaminó con detenimiento y
luego observó circunspecto: —Esto son solo cartas..o hay documento notaria
alguno... ¿Quién me dice amí que no sonfalsificaciones?
—¿Falsificaciones?Están los sellos, las firmas
los nombres...Disimulando mal sudespecho y mirándome de
reojo, repuso:
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—Bueno, hay por ahmucho despabilado que sabe
imitar muy bien todo eso... —¡Esto es afrentoso! —repliqué—. La viuda de don
Manuel de Paredes está acuarenta pasos de aquí, en lafonda del Buen Reposo. ¿Meva a hacer que la haga venien persona?
—Eh, más despacio... —respondió irguiéndose—Estoy cumpliendo con m
obligación. Si he de
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agenciarles el pasaje avuestras mercedes, debo
asegurarme de que se cumplecon lo necesario.Respiré hondo y dije
con templanza: —Está bien, ¿qué má
necesitamos? —¿Tienen vuestra
mercedes dinero?
—¿Cuánto?Hizo sus cuentas yrespondió:
—Son vuestra
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mercedes cuatro viajeros, dodamas y dos hombres. Para
ofrecerles un pasaje dignoconforme a la categoría deunas herederas nada meno
que del regidor de la Palmaesto último lo dijo con
retintín—, deberán pagaciento cincuenta pesos pocada una de las damas y cien
por cada uno de los dovarones. O sea, quinientopesos en total, a pagar en
escudos de a diez reales de
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vellón de plata antigua.Me llevé las manos a la
cabeza: —¡¿Tanto?! —Eso es lo que hay
Comprenderá vuestra mercedque se trata de un viaje queha de durar entre una semanay dos, según el estado de lamar, y que han de comer y
pernoctar en el navíoconforme a la dignidad de loviajeros, lo cual supone
cubierto de primera mesa
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para las damas, alojamientoen catres en la cámara
principal y derecho a llevael equipaje correspondientedos baúles de ropa y do
cajones más.Me quedé helado
mirándole. Y élacostumbrado a hacer suoficio, enseguida añadió:
—Aunque...aturalmente, si quieren imás barato, pueden viajar en
cubierta, comiendo a segunda
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mesa... por cincuenta pesocada uno; o sea, dosciento
en total... Pero no se loaconsejo a vuestramercedes... Parece ser que la
flota zarpará en unos días..Es enero y a buen segurolloverá y arreciarán lofríos...
Después de permanece
pensativo, agobiado por estaexplicaciones, acabédiciendo:
—En todo caso, no
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disponemos de ese dinero enmetálico. Así que, puesto que
tendremos que pagar anuestra llegada a la isla, medecido por la primera opción
Los quinientos pesos seránabonados en Santa Cruz de laPalma, una vez queacudamos al notario allí yrecibamos la herencia.
Resopló y me miró conuna expresión indescifrableDespués dijo muy serio:
—Yo no tengo
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autorización para contratafiado. Para eso, he de
consultar con mi jefe..Vuelva vuestra mercedmañana...
6. UNADMINISTRADOR CEGATO, PEROEFICIENTE
—¡¿Quinientos reales?exclamó doña Matilda. —Sí, además en escudo
de a diez reales de vellón de
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plata antigua cada uno —especifiqué.
—¡Qué robo! ¡Quélocura! ¿De dónde sacaremotanto dinero?
—Señora —le dije—nos fiarán. Tendrán quefiarnos a cuenta de lo quetenemos en la isla. Esubalterno me dijo que debía
consultarlo con su jefe. Yaverá vuestra merced comotodo se arreglará.
—No, no nos fiarán —
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suspiró descorazonada, apunto de echarse a llorar—
Es demasiado dinero...Al día siguiente volví ala oficina del corredor de
viajes, contrariado por teneque ver la cara del contablecejijunto otra vez; pero, noobstante, iba animoso.
Me hizo esperar el muy
desconsiderado, para luegodecirme secamente: —O el dinero en
metálico o no hay pasaje.
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—¿Qué me estádiciendo? —repliqué—
¿Dónde está el jefe? ¿Dóndeestá Barroso? Debo hablacon él y explicarle...
—Don Juan Barroso norecibe a nadie —contestó conaspereza—. No están lacosas como para andafiando. Imagine vuaced que
después de llegar a la islaresulta que no pueden laherederas hacerse pronto con
los quinientos reales. ¿Quién
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nos pagará el viaje? Vuestrasmercedes habrán viajado de
balde a costa de lacorreduría. ¡Ya nos hanengañado demasiadas veces
o estamos aquí para hacecaridad... Esto es un negocio.
Salí de allí deshecho yanduve de un sitio para otrodel atracadero, incapaz de
resignarme, intentando hallaa alguien que confiara en my me concediera los pasajes
o logré convencer a nadie
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Todos me respondían lomismo: que la vida estaba
muy mala, que ya no se fiabaque la palabra últimamenteno valía nada... En fin, o e
dinero contante y sonante onos debíamos quedar entierra. Y lo peor: circulabancada vez más rumores de quela salida de la flota era
inminente.Cuando volví a la fonday les conté a los otros lo que
pasaba, aquello se convirtió
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en un valle de lágrimas. —¿Y ahora qué? —
sollozaba el ama—Tendremos que volver aSevilla, pues aquí no
estamos gastando lo poco quetenemos... ¡Ay, Dios mío! ¿Yqué vamos a hacer allá, sincasa y sin nada? Tendremosque pedir limosna... ¡Ay!
—¡No desespereseñora! —le decía donRaimundo, aunque llorando
también él—. Ya verá como
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Dios no ha de faltarnos... ¡Nopierda vuestra merced la fe
Confiemos en quien todo lopuede! —Pero... ¡Si no hago
otra cosa que rezar! —repusoella—. ¡Dios no me oye!
Convencidos de que noquedaba otra solución querezar, se fueron a misa. Yo
no tenía ánimo ni siquierapara eso; además, empezabaa faltarme la fe.
Esa tarde, abatido, me
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compré unas botellas de vinoy me bebí una entera sentado
frente a la ventana. Me decíaa mí mismo: «Mira queverme metido en este
atolladero; mira que teneque lidiar con barcos y gentede la mar a estas alturas demi vida, cuando nunca mellamó eso...» Pero a
momento, sería por laturbación de la bebidareparaba conmovido en mi
amoríos con Fernanda y
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desdeñaba cualquietentación de abandonarla allí
Veía el mar gris, hostil ydescomunal, ahí frente a míy quería decirle: «Maldito, s
no fuera por ti, tendría a lamano una vida felizcasándome con ella yviviendo con una renta de povida.»
Oí rumor de voces en laescalera. Regresaban de misacuando yo llevaba bebida la
mitad de la segunda botella
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Y entraron en la estanciaeufóricos, dando voces, de
manera que parecían estaborrachos ellos y no yoGritaban:
—¡Un milagro! —¡Bendito sea Dios! —¡Nuestras oracione
han sido escuchadas!Me puse en pie y me
quedé mirándoles, atónitoEntonces Fernanda se colgóde mi cuello. Lloraba de
alegría y proclamaba:
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—¡Ya tenemos lospasajes! ¡Ya los tenemos
Ya podemos irnos!Entonces,atropelladamente, entre
albórbolas de entusiasmo mecontaron lo que sucedía. ¡Loque son las casualidades! Osería que, verdaderamenteDios había escuchado
nuestras oraciones y seapiadaba de nosotros. Fuerona la catedral, y allí don
Raimundo se encontró nada
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más entrar con un frailecapuchino conocido suyo
Después de saludarse, eadministrador le contónuestra peripecia, y el buen
fraile, compadecido denosotros, fue a presentarle asu superior. Este escuchótambién la historia yuzgándola digna de se
creída, le pareció oportunohacer gestiones para que senos diera el pasaje en e
mismo navío que uno
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hermanos de su ordenconfiado en obtener a su vez
un buen donativo de doñaMatilda para su convento enSanta Cruz de la Palma.
—¡Qué maravilla! —exclamé, poseído por unainmensa y repentina alegría
. ¡¿Es posible?! —¡Tan cierto como que
Dios es Cristo! —sentenciódon Raimundo, rojo deemoción, con los espeso
anteojos empañados.
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—No lo puedo creer..o lo puedo creer... —repetía
yo, entre trago y trago. —Pues créelo —dijo eadministrador—. ¡Lo
milagros existen! Porque..mira que no veo casi nada!
pero me dio por poner estomis ojos torpes en aquellofrailes que estaban all
arrodillados... y resultó quereconocí entre ellos al buenode fray Pedro de Jerez
compañero de juegos que fue
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en mi infancia y despuéhermano mío en el convento
de los capuchinos deSevilla... ¿Quién me iba adecir que, al cabo de lo
años...? ¡Y precisamente eneste trance! Enseguida leconté lo que nos pasaba y, ncorto ni perezoso, estuvodispuesto a echarnos una
mano... —¿Y ahora qué tenemoque hacer? —le pregunté.
—¡Nada! —dijo él
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rebosando entusiasmo—Solamente acudir mañana a
convento de San Franciscodonde se hospedan, paraultimar los asuntos de
pasaje. Los frailes seencargarán de lo demás...
Tal alegría me entró enel cuerpo por la noticia y poel vino, que me puse a baila
y a dar saltos. Entonces seacercó doña Matilda a mí ymirándome muy fijamente
me preguntó:
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—Tano, muchacho, ¿túhas bebido?
—Naturalmente, ama, ymás que voy a beber ahoraque sé todo esto... ¿No se
acuerda de lo que decía sudifunto esposo? ¡A grandesmales, grandes cogorzas!
7. ¿QUÉ ES UN
PINGUE?Aquellos buenos frailecapuchinos «habían caído de
cielo», según decía don
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Raimundo. ¿Y cómo nocreerlo?, después de la
penalidades pasadas y viendoahora que todo sesolucionaba súbitamente.
Fuimos al convento deSan Francisco por la mañanatemprano, para solucionacuanto antes los asuntoadministrativos que requería
el pasaje. Allí nos recibiófray Manuel de Santa Maríael superior; alto, delgado
lívido, enteramente
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venerable, con su luengabarba blanca, la mirada
transida y una voz profunda ysusurrante. Nos hizo sentaen el recibidor a los cuatro y
nos ofreció un desayuno abase de pan, queso y pasas, aamor de una buena leñaardiente bajo la chimenea
os escuchó paciente, sin
abrir la boca, como quienestá acostumbrado a oíhistorias de miserias y
confesiones de pecados. La
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mujeres lloraron, no pudieronaguantarse; y solo entonces
como un buen padre, el frailehabló para consolarlas. —Bueno, bueno —dijo
, hijas mías, ya todo estápasado; no miremos a lo deatrás, sino a lo que hay podelante... Si es la voluntad deDios, pronto estaréis en la
isla y podréis recibir todo esoque os pertenece de plenoderecho.
—¡Gracias a Dios! —
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sollozó doña Matilda—. Ypueden estar seguras vuestra
caridades de que seré muygenerosa... No solo ledevolveré hasta el último
real, padre, sino que le daréun buen donativo... ¿Quémenos puedo hacer despuéde un favor tan grande?
—Bien, hija mía —
contestó el fraile—. Perotodo a su tiempo... Ahora esmenester ocuparse de
arreglar convenientemente lo
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de los pasajes.Y dicho esto, se puso en
pie y salió del recibidor, pararegresar un momento despuécon los dos frailes que iban a
hacer el viaje: muy jóveneambos, mas con sus barbacapuchinas crecidasSentáronse y se celebró unaespecie de consejo.
—El navío en el queviajarán vuestras mercedeempezó diciendo el padre
Manuel—, Dios mediante, no
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es demasiado grande... Locual no quiere decir que no
sea seguro... Es uno de esobarcos que llaman «pingue»que se emplean para lleva
mercancías y pasajeros a laislas. Navegará, como sueledecirse, «en conserva»siguiendo a la Flota de TierraFirme, a su abrigo y bajo su
protección, por lo que nadase ha de temer...Y después de pasear su
mirada lánguida por nuestro
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rostros, continuó: —Aunque... es preciso
decir que el navío hará unaescala en la costa de Áfricaantes de seguir su singladura
hasta las Islas Canarias...De nuevo se quedó
callado y volvió aobservarnos, como queriendoapreciar nuestras reaccione
ante esta revelación. —¿Una escala? ¿EnÁfrica? —pregunté yo.
—Yo os explicaré —
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respondió el fraile—. Resultaque, allá en la costa de
África, se halla La Mamoraconocida como San Miguede Ultramar; una poderosa
fortaleza que se alza mirandoal mar, sobre el río Sebúdonde hacen la vida comopueden unos trescientosoldados españoles
sacrificados compatriotanuestros que defienden laciudadela y el puerto
También viven allá unas
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cincuenta almas másmujeres y niños, familiare
de la oficialía. El barco en eque viajarán vuestramercedes les lleva el correo
alimentos, medicinas, armay otros suministronecesarios. Pero tambiénaquellos hijos de Dionecesitan el sustento
espiritual y el consuelo de lafe católica; y para esomenesteres, servía allí a la
Iglesia un hermano nuestro
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que, según supimos por unreciente aviso llegado de allá
murió de disentería hace domeses... ¡Dios le hayapremiado en su gloria! Po
ello, estos dos frailes denuestra orden van a hacersecargo del convento ensustitución del difunto... Osea, que esa escala e
necesaria. Pero apenademorará un par de días eviaje a las Canarias. Una vez
descargados los pertrechos y
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desembarcados los hermanosproseguirá la travesía hasta
las islas. —Hágase todo comovuestra caridad disponga —le
dijo doña Matilda—osotros desde ahora
estamos bajo su autoridad yamparo.
Después de aquella
explicaciones y de platicaamigablemente durante unrato más, el superior dispuso
que fuera yo con uno de lo
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frailes jóvenes a verme conel patrón del navío para
ultimar los requisitos depasaje. Nada más llegar a
atracadero, mi acompañanteseñaló hacia una hilera debarcos menores que estabanen el extremo y dijo:
—Aquel es el pingue.
—¿Cuál de ellos? Nos acercamocaminando aprisa.
—Ese es, ese de ahí —
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señaló.Me sorprendió, porque
era un barco pequeño, conunos aparejos simples; lapopa estrecha y, en cambio
la proa extraordinariamenteancha. No dije nada, porqueno era yo demasiadoentendido en asuntos denavegación, pero me pareció
aquel navío muy poca cosapara el viaje que había dehacerse, en comparación con
las naos y los galeones que se
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veían más allá, componiendoel grueso de la flota.
El fraile preguntó por epatrón a los marineros. Salióa la borda un hombre fornido
barbado y de aire feroz, conel torso desnudo, aun siendopleno invierno, como si fuerahecho de pura madera.
—¡Qué hay! —soltó un
vozarrón. —Vengo a lo de loscuatro nuevos pasajes —
respondió el fraile—; ya sabe
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vuestra merced...Descendió al muelle e
patrón refunfuñando, porquetenía mucha faena, segúndijo. Farfullaba medio
español medio portugués yen cuatro palabras mahabladas, nos indicó quefuéramos al escribiente, queya lo tenía él todo arreglado
para que nos dieran laescrituras.Sin reparo alguno, en la
escribanía otorgaron pronto
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el documento con todas lafirmas y sellos. El pingue se
llamaba Santo Sacramento yel patrón Joao de Reiportugués, como era obvio.
8. A BORDO YRUMBO A LAS ISLAS
El día 27 de enero, a lacaída de la tarde, un toque de
campanas, largo y bastantecomplicado, anunció en todoCádiz la decisión de partida
de la flota. Había sido un día
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soleado, y el viento, segúndecían, era el más propicio
Un gran revuelo, como unasacudida, recorrió las calleslas tabernas, las fondas y e
puerto. A la gente le entró derepente la prisa y unamuchedumbre agitada ynerviosa empezó a correr deun sitio para otro, acarreando
todo tipo de pertrechos yultimando los preparativosEl arsenal se llenó de
embarcaciones de infinita
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formas y tamaños, y lamarinería y la soldadesca
vociferante empezaron areunirse frente a logaleones, acudiendo a la
llamada de los pífanos ycornetas.
El día 28 de madrugadaabriéndonos paso entre lamultitudes, llegamos a
p i n g u e Santo Sacramentotemblando de emociónayudados por los mozos que
cargaban nuestra
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impedimenta. Subimos abordo, entre frailes, militare
y toscos marineros. Nohablábamos, solo mirábamoa derecha e izquierda
contemplando con asombroel loco torbellino de lamultitud en la luz vaga deamanecer.
Vimos llegar a los
magnates con sus séquitos: enuevo virrey del Perúmarqués de la Palata, que
venía a caballo, seguido po
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importantes caballeros ydamas; el almirante y lo
generales, capitanes ymiembros del alto mandolos obispos, nobles señores
regidores, mercaderestratantes... Interminablefilas de baúles y sacas de loequipajes eran cargados enlas bodegas y cámaras. ¡Toda
una ciudad se echaba a lamar!Al toque de campanas
se dio la orden de zarpar. Las
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pasarelas se recogieron y latripulaciones se entregaron a
frenético ajetreo de su oficio —¡Izad el trinquete! —se oía gritar—. ¡Alzad aque
briol! ¡Levad el ancla!Me entretuve
contemplando aquellaoperaciones. Zarparonprimeramente los grande
navíos de la flotasiguiéndoles los demás. Ahacer la virada para salir de
arsenal, atronaban a lo
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cielos las aclamaciones y lohurras del inmenso gentío
que desde tierra asistía aespectáculo del lentodeslizarse de las naves.
Nuestro pequeño pinguesalió de los últimos; todavíanos seguían barcas menores ypataches. Cuando traspasó laboca del puerto, dejando a
babor el dique, aceleró sumarcha, y a estribor vimotoda la formación de la flota
con el velamen ya inflado
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oscilando levemente decostado, haciéndose a la
anchura de la mar...
9. ABURRIDOS Y
VOMITANDOLa flota navegaba lenta
a pesar de los vientos a favorporque las bodegas ibanrepletas y los vientres, po
ende, muy hundidos. Estaprimera parte de lasingladura que concluía en
las Canarias transcurría po
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el llamado mar de laYeguas. Según decían, la
distancia se cubría en diez odoce días, siempre aexpensas de los vientos
naturalmente. En la primeraornada, soplaron muy
favorables, de manera que senavegaba ligero, dado epeso. En cabeza iba la
Capitana, con el estandartebien alto izado en el palomayor; seguían los mercante
y los navíos de previsión; y
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cerrando la formación, consus insignias reales en e
mástil de popa, navegaba lalmiranta. Los restante
galeones de la escolta
custodiaban a los mercantes abarlovento, para aproximarseen caso de ataque lo márápidamente posible y salvala carga. Por último, siempre
a la zaga, íbamos laembarcaciones en conservasiguiendo la estela de
aquellas fortalezas flotante
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que nos proporcionabanseguridad.
A doña Matilda y aFernanda las habíanacomodado en un camarote
compartido de la cubiertainferior, reservado para lasmujeres y los niños; fue unadeferencia, gracias a laintervención del superior de
los capuchinos. Los frailetambién iban a resguardo, enotro camarote. Pero a don
Raimundo y a mí nos tocó
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hacer el viaje en la cubiertaexterior, en un rincón entre
los bártulos que seamontonaban por todapartes. Poco más de una
veintena de viajerocomponíamos el pasaje abordo del Santo Sacramento
comerciantes la mayoría, lodos capuchinos, algún que
otro funcionario camino desu destino, buscavidasaventureros y nosotro
cuatro. El resto del persona
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pertenecía a la tripulación.Los primeros días de
navegación se nos hicieronharto duros, pues la visióndel mar inmenso e
inquietante nos suscitabatemores. No teníamocostumbre de navegar y lomareos nos obligaban avomitar constantemente
Soportando los males decuerpo, poca distracciónhabía a bordo. Las hora
transcurrían entre los oficio
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religiosos, la conversación yla contemplación de la rutina
de la vida de los marinerostrepaban con agilidad a lopalos, recogían, arreglaban y
ataban cabos, remendabanredes, fregaban las cubiertasrevisaban los aparejos yhacían reparaciones donde senecesitaban. De vez en
cuando se organizabansonoras broncas y peleastambién esto resultaba un
entretenimiento.
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Como estaba prohibidoterminantemente descende
al camarote de las mujeresyo me tenía que conformapasando muchas horas sin ve
a Fernanda. Solo podíaencontrarme con ella cuandosubía a la cubierta; pero estosucedía un par de veces al díanada más, porque no
resultaba oportuno que ladamas anduvieran cerca deaquella chusma marinera
que a cada momento soltaba
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los peores insultosexpresiones soeces
palabrotas y hastablasfemias. No obstante, cada
atardecer, después de losrezos de vísperas, tenía unrato para estar con ella. ¡Quémomento de felicidad! Nomirábamos, hablábamos a
media voz y nos contábamonuestras cosas. Ganas medaban de darle achuchones
pero me aguantaba, porque
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siempre estábamos rodeadode ojos curiosos y ante la
presencia del ama.Aunque esta era muycomprensiva y, de vez en
cuando, mascullaba: —Una sabe que
molesta... A los amantes lesestorba todo menos suamado... Pero ya tendréi
tiempo de arrimaroscriaturas... ¡Ay, qué par detórtolos!
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10. SOLOS Y AMERCED DE LA SUERTE
Al tercer día denavegación, con la primeraluz del alba, nos despertó e
revuelo de los marineros enla cubierta. Nos levantamos ynos enteramos al momentode lo que sucedía: la Flota deIndias timoneaba ya hacia e
suroeste y se alejaba en maabierto; mientras que nuestropingue iba rumbo a levante
os separábamos de la
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protección de los galeones ynos aventurábamos a
proseguir en solitario. A mlado, un marinero observócon inquietud:
—Ahora viene lo malo.. —¿Por qué? —le
pregunté, aun sabiendo bienla respuesta.
—Abundan en esta
aguas los corsariosarracenos —explicó él—perros rabiosos, cimarrones
ávidos de presa...
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—¿Quiere decir eso quenos atacarán? ¿Peligran
nuestras vidas? —¡No lo quiera ediablo! Hay riesgo... Pero ya
sería mala fortuna que noavistaran en el corto trayectoque hay desde aquí a LaMamora... Si no nos faltaeste viento favorable, por la
tarde estaremos en aquepuerto. Además, tenemoscañones, armas y hombre
suficientes a bordo para
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defendernos si llega el caso..Muchos tendrían que ser para
hacernos pasar un matrago...Prosiguió la singladura
redoblada la vigilancia. Unmuchacho trepó a lo más altodel palo mayor y permanecióallí mirando en todadirecciones; decían que tenía
vista de lince. Había muchomás silencio que deordinario; las boca
malhabladas de los marinero
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enmudecieron y losemblantes estaban tensos
como impacientes y a la vezintranquilos. Todo el mundooteaba el horizonte, como s
en cualquier momento fueraa aparecer el temido barco.
No faltó el viento ymucho antes de lo esperadose avistó las costas de
Berbería. Hacia el esteemergían del mar azul unascolinas parduscas. Todo
estaba en calma, y en lo
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rostros se dibujaron gestos dealivio.
Más cerca de tierra, secalmaron casi de repente lovientos y las olas, fueron
desmayando las velas y seredujo el avance. Se echómano de los remos y seavanzó por unas aguadormidas, de un verde oscuro
profundo, que lamían ecasco, abriéndose ante etardo paso de la proa y
formando ribetes de espuma
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El aire era húmedo y turbioCon una maniobra lenta, e
pingue se dirigió hacia eestuario de un río. —¡Esos remos! —
gritaba a cada momento epatrón.
Esforzados, sudorosostodos los marineromantenían el ritmo de la
boga, paleteando al compádel tambor.Pronto se vio el puerto
de La Mamora, aguas arriba
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en la desembocadura del ríoSebú, y la poderosa fortaleza
coronando una loma. Perotodo el mundo se extrañómucho al ver que en e
atracadero no había ni unasola embarcación. Los queconocían aquellos andurrialeexclamaban:
—¡Qué raro!
—¡Algo pasa ahí! —¡Todo está comodesierto!
Y lo que más inquietaba
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era ver al patrón y los quecomponían el mando, como
cuchicheando entre ellos, consigilo, con ademanes, y conlas miradas intranquila
oteando la distancia.Así fuimos avanzando
con lentitud, hacia efondeadero, viendo ya labanderas ondeando en la
torres del baluarte. Hastaque, de repente, se oyó unfortísimo grito del vigía:
—¡Jabeques! ¡Jabeque
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por la popa! —¡Jabeques! ¡Jabeques
Jabeques...! —corearon lomarineros en cubierta.Me volví para mira
hacia donde señalaban lodedos... Venían desde marabierto varias velarecortándose en el horizonteLos oficiales vociferaban:
—¡Por los clavos deCristo! —¡Fuerza a los remos!
—¡Todo avante!
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El silbato decontramaestre chillaba
desaforado, entre eestruendo de las pisadas enlas maderas. Los hombre
que no estaban bogandocorrían a por las armas, ygritos de terror y sufrimientoempezaron a brotar entre loque se apresuraban a busca
refugio en la cubiertainferior. —¡Ánimo! —exclamaba
el patrón con voz de trueno
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. ¡Ánimo, que no tienensuficiente viento y no no
darán alcance! ¡BregadBregad como si os fuera lavida en ello!
El timonel mientratanto viraba a estribor, paragobernar el barco y llevarlohacia el atracadero.
Yo miraba a un lado y
otro y veía los rostros ferocede los soldados, a los frailerezar y a muchos hombre
que bramaban y maldecían
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ya fuera remando o aferradoa los mosquetes y las picas
Entonces, uno de los oficialevino hacia mí y, poniéndomeen las manos un espadón, me
gritó: —¡Coja esto vuestra
merced, diantre! ¡Que aqutodos los hombres tenemoparte!
Hasta ese momento, nome di cuenta verdaderamentede la gravedad de lo que no
estaba pasando. Miré hacia
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popa y, sobrecogido, vi quelos tres jabeques piratas se
nos venían encima, a unavelocidad endiablada. Ysúbitamente, una especie de
fogonazo puso una luzamarillenta delante de miojos, a la vez que unestampido y un inmediatochasquido de tablones rotos
Tembló toda la cubierta y sedesplomó uno de los palosenvolviendo con la red de su
cordajes y con el velamen a
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varios marineros. Y amomento, un herido yacía
cerca de mí horriblementemutilado; el pellejolevantado desde el cuello
hacia el mentón y la gargantaabierta. Los gritos de espantoeran terribles.
Un instante después, conun golpe estrepitoso
atracamos, chocando nuestrocostado contra el muelle. —¡A tierra! ¡Todo e
mundo a tierra! —gritó e
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patrón.Mientras se echaban la
pasarelas, muchos hombrese arrojaban directamentedesde la borda y otros se
apretujaban tratando de salilos primeros.
—¡Las mujeres! —gritéyo—. ¡Por el amor de Dioslas mujeres!
Corrí hacia la escaleraque descendía a la segundacubierta y me topé con ellas
que ya venían despavoridas
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chillando; Fernanda y doñaMatilda de las primeras.
—¡Corred! ¡Corred! —las insté.Como pudimos
atropelladamente, noabrimos paso entre locuerpos y el enredo de cabosmaderas, cajones ypertrechos. Mientras tanto
arreciaban los cañonazos, lodisparos de los mosquetes, efuego, el humo... Volaban
astillas y cascotes.
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Entonces, una vez quelogramos saltar a tierra
vimos que venían muchosoldados desde la fortaleza asocorrernos, corriendo
pendiente abajo; a la vez quecon mucho esfuerzo, sehacían entender a gritos ycon gestos, apremiándonopara que huyéramos hacia
ellos sin mirar atrás.Yo llevaba a Fernandade la mano; tiraba de ella
casi arrastrándola por e
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sendero empedrado, cuestaarriba, sintiendo detrás lo
gritos y jadeos del resto delos pasajeros. Cada unobuscaba su propia salvación
sin preocuparse de los demásBastante grande era e
peligro!Cuando nos cruzamos en
el camino con los soldado
que bajaban al ataquesentimos un alivio inmensoA nuestras espaldas e
estruendo de las armas no
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helaba la sangre; pero, enmomentos así, uno saca
fuerzas de donde puede yvencimos la empinadapendiente en un santiamén
Al llegar a lo alto miré y vi alos frailes jóvenes: ningunode ellos había sufrido dañoalguno. Doña Matilda estabaa mi lado, desgreñada, roja y
brillante de sudor, gritando: —¡Don Raimundo¿Dónde está don Raimundo?
—¡Aquí! ¡Aquí, señora
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contestó el administradorque estaba un poco más allá
desmadejado en el sueloentre la gente. Nos temblaban la
piernas, el corazón se nosalía por la boca, nos faltabael resuello...; peroadvertíamos, dando gracias aDios, que habíamos salvado
las vidas... Mientras alláabajo los tres jabeques seretiraban por el río hacia e
mar abierto, acuciados por e
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tiroteo de los soldados.Dos marinero
perecieron en el ataquevíctimas del primer cañonazoque nos alcanzó; y otros do
estaban heridos, aunque node gravedad. Se pasó revistaal personal. Estábamoaterrorizados, en silenciomirando los cuerpos de eso
dos pobres hombres queyacían en el suelodestrozados. Allí mismo
delante de la puerta, se
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hicieron las primeraoraciones. Con unas voce
que parecían no queresalirles de los cuerpos, lofrailes entonaron un salmo
mientras el sol se poníatiñendo de rojo la lejanía demar.
Los piratas se alejaronhasta ponerse a salvo de
fuego de los soldados, perose quedaron a distancia, en eestuario. Los tres jabeques
con la proa mirando hacia la
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fortaleza, parecían tres perrode presa, esperando la
oportunidad de lanzarse adespedazar nuestro barcoque estaba caído de costado y
medio hundido. No obstantepudo rescatarse la carga, quefue subida aprisafatigosamente, aprovechandola última luz del día.
Entramos en la fortalezacon la penumbra del ocasoagotados, en medio de una
gran pesadumbre. Aquellos
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espesos muros, la altura delas torres y la ausencia de
horizonte, le daban al lugaaire de presidio; máxime pola mortecina luminiscencia
de los faroles y efirmamento cada vez máoscuro.
El gobernador dispusoque se nos diera
inmediatamente cena yalojamiento. A partir deaquel momento, estábamo
bajo su jurisdicción, y
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autoridad, como así seapresuró a poner de
manifiesto, advirtiendo deque en el baluarte regían laleyes militares y que no se
consentirían los mínimodesmanes o indisciplinasSupongo que aquello lo dijopor el personal marinero, queno gozaba de muy buena
fama.Las mujeres fueronacogidas por las esposas de
los oficiales, en sus propia
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casas. Los frailes sehospedaron en su convento
Y el resto de los hombres queíbamos en el Santo
Sacramento, tripulación
soldados y pasajeros, fuimoa alojarnos provisionalmenteen unos cobertizos.
Cuando cayó la noche setocó silencio. Después de la
agitación vivida, por agotadoque uno estuviese, era difíciconciliar el sueño. La
imágenes tan reciente
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estaban muy vivas en lamente y acudían al cerrar lo
ojos: el ataque, los muertosla ferocidad de los hombreslos gritos...
Sería ya muy tardecuando, estando todavía envela, me sobresaltaron desúbito voces y ajetreo depisadas. Me levanté y salí. En
la plaza los hombres corríanhacia las escaleras queconducían a las almenas.
—¡El pingue está
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ardiendo! —exclamaban—Los malditos sarracenos han
prendido fuego el barco! Nadie me impidió subirasí que fui a ver. Al llegar
arriba, encontré que todoestaba sumido en la negrurade la noche, excepto un puntoallá abajo, en el atracaderodonde se alzaban las llama
devorando nuestro barco, conun resplandor tétrico que sereflejaba en las agua
quietas.
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Joao de Rei, el patrónrugía con desgarro:
—Filhos da putaouros do diabo!
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LIBRO VDonde se verá lo dura
que era la vida enLa Mamora; plazafuerte, aislada, que miraba
con temor al mar, arío y a tierra adentro
1. SAN MIGUEL DEULTRAMAR La Mamora, aquella
fortaleza lejana, alzada desde
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antiguo en la costa deBerbería, había sido conocida
como «fuerte de San Felipede La Mamora», allá en lotiempos en que perteneció a
rey de Portugal. Luego pasó amanos de moros y fuereducto de piratas inglesemás tarde. Hasta que en eaño del Señor de 1614, un 10
de agosto, fue ganada poEspaña tras la conquista deLarache. A partir de
entonces, la plaza fue
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rebautizada como SanMiguel de Ultramar, como
hasta el presente se nombra.La ciudad fortificada sealza sobre un otero, a poco
más de una milla de distanciadesde la desembocadura derío Sebú, por lo que secontemplan desde laalmenas el estuario, la
riberas y el mar. Al pie de laloma está el fondeadero, depoco calado, dependiendo
siempre de las mareas y de
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caudal del río. Difícilmentese podrá hallar en aquella
costas un lugar tan inhóspitoy desangelado. Apenas haypróximas un par de aldeas de
moros, polvorientasruinosas, donde malvivengentes míseras con sucabras. No hay mercadocerca, ni caminos transitados
algunas pobres barcas depescadores faenan en laanchura del río; no se ven
velas en el estuario... ¿Quién
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se va a aventuratransportando una carga por
aquellos derroteros? Nadie ensu sano juicio, a no ser queignore que a tan solo sei
leguas al sur está Salé, enido de los pirataberberiscos, y a veinte leguatierra adentro, la ciudad deMequinez, donde reina e
belicoso sultán Mulay Ismaildel que se cuentan hechoterribles, por su ambición sin
mesura, su crueldad y el odio
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que profesa a la religióncristiana y al reino de
España.En La Mamora, cuandonosotros fuimos a dar allí con
nuestros malhadados huesosmoraban tres centenares dealmas. Toda la ciudad sehallaba dentro de lamurallas, las cuales eran muy
fuertes, elevadas y de purapiedra. Desde lo alto, sedivisa un amplio territorio, y
los cañones del baluarte
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apuntaban entonces hacia eatracadero permanentemente
Siempre había centinelas enlas torres y un constanteambiente de alerta
impregnaba el discurrir de lavida, con obras de refuerzoen los muros, frecuentecambios de guardia, ajetreode aparatos de guerra
maniobras, revistasrecomendaciones ysimulacros. En fin, el orden y
la disciplina marcia
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marcaban el paso de las horay los días. Enseguida se
apreciaba que aquella gentevivía acuciada por el temode un ataque. Lo cual era de
comprender, teniendo encuenta que la fortaleza habíatenido que resistir una decenade asedios en las últimacinco décadas. Tal estado de
cosas propiciaba en lohabitantes un evidenteespíritu desasosegado, como
si su existencia pendiera de
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monacal, cuando no decárcel.
Murallas adentro, lapoblación era compacta, concallejuelas estrechas, adarve
y pasadizos. Solo habíaholgura en la gran plaza dearmas, a la que daban laresidencia del gobernadorlas casas de los oficiales, e
convento de los frailes y laiglesia. Era aquel el únicositio por donde se podía
transitar con cierto desahogo
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y donde se encontraba eúnico establecimiento
comercial, que a la vez servíade cantina y donde podíacomprarse muy poca cosa, s
acaso unas castañas secasalgo de vino añejo, harinamiel, aceitunas... , todo ello aun precio abusivo. Por lodemás, casi nada podía
hacerse en aquel abigarradoconjunto de fortificacionesmuros, barbacanas, escarpa
y cuarteles, excepto cultiva
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la paciencia esperando a queun día u otro apareciese en e
horizonte un navío que nosacase de allí.El gobernador de la
plaza era el maestre decampo don Juan de Peñalosay Estrada, caballero de laOrden de Alcántara; hombrede complexión menuda, de
mediana edad, cabezapequeña, arrogantes bigoteatusados, finas piernas, paso
rápidos y cortos; imperioso
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nervioso, malhumoradogritón... Ya el primer día nos
fatigó con un largo discursosalpicado de admoniciones yseveras advertencias, en e
que dejó bien claro que él ysolo él eran la supremaautoridad, que todo pasabapor él, que nada se escapabaa su perspicacia, que no
toleraría reyertasinsubordinaciones, robosalborotos..., y que cualquie
grave indisciplina sería
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castigada sin miramientocon la máxima pena: la de la
vida.Por debajo degobernador, subordinado a él
sumiso y resignado asoportar su endiabladocarácter, ejercía el oficio deveedor don Bartolomé deLarrea, un navarro bonachón
y paciente, recio y a la vezbarrigudo. Le seguían poorden en el mando del fuerte
el capitán Juan Rodríguez; e
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alférez Juan Antonio deCastillo, joven y de aspecto
atolondrado, y el sargentoCristóbal de Cea, un viejo yastuto militar, hecho a salirse
con la suya y expertopelotillero. Ejercían tambiéncomo contables dohermanos gemelos, sobrinodel veedor navarro, por pura
recomendación de su tío.En lo que atañe al clerolos asuntos de la Iglesia eran
atendidos por los dos fraile
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que viajaron con nosotrodesde Cádiz: los padres fray
Andrés de la Rubia y frayJerónimo de Baeza, capellánprimero y capellán segundo
respectivamente. Eran ambonuevos, como ya se dijoigualmente silenciososdiscretos, recién salidos denoviciado y
consecuentemente,inexpertos y asustadizos.Por lo demás, la
soldadesca que estaba
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destinada a defender aquellaplaza lejana era de desigua
aptitud, algunos demasiadomozos, entregados a suoficio; pero los más de ello
perros viejos con el colmilloretorcido, tropa desechada delos Tercios, milicia de últimafila, rufianesca, de vuelta detodo y siempre atenta a
procurarse su propiobeneficio. Se comprenderáasí que no recibieran de buen
grado a la recién llegada
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marinería del malogradopingue Santo Sacramento; ya
que desconfiaban de unohombres hechos a laparticular vida de la mar
ruda, inestable y confrecuencia feroz. Se formópues en el fuerte una masaabigarrada y peligrosa, conunos y otros mirándose a
sesgo, recelosos, marcándoselas distancias y casenseñándose los dientes.
En cuanto al persona
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civil, era menguado eigualmente variopinto
confuso. Vivían allá algunosnegociantes, pocos, apenauna docena, ocupándose de
abastecer las necesidades dela población; un par deartesanos, cuatrocomerciantes, un médico ydos enfermeros, un sastre, e
cantinero y un barberosacamuelas. Todos ellostenían sus mujeres e hijos
sus viviendas, almacenes y
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talleres, detrás de laciudadela, en un pequeño
laberinto de callejuelasdonde también vivían en sucasuchas los pecheros, lo
esclavos y algunomenesterosos.
A toda esta gente fuimoa sumarnos los veintepasajeros y los treinta
marineros del SantoSacramento; acogidos a labenevolencia de la población
y a sabiendas de que
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resultábamos incómodospuesto que aquel luga
apartado y casi olvidado demundo carecía de recursopropios y los víveres que
llegaron a la bodega denuestro pequeño barco noiban a dar de sí para muchotiempo. Con todo, no faltabala esperanza; porque se tenía
la certeza de que en poco máde un par de semanas debíaarribar una escuadra de la
armada de las isla
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custodiando al relevo dedestacamento y portando un
buen cargamento dealimentos, armas ymuniciones.
2. INCURIAMISERIA Y MALTRATO
La plaza fuerte de LaMamora se componía, como
ya he referido, de unaciudadela interior reservadaexclusivamente para lo
militares y sus familias. Allá
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fueron llevadas doña Matilday Fernanda, con loable
deferencia, para que sesintieran seguras. Pero donRaimundo y yo tuvimos que
ir a morar a la otra parte de laciudad, a los barriocircundados por la murallaexterior, donde estaba epersonal civil, el populacho
los pecheros y una buenatropa de mendigos ydesheredados. Durante
aquellos primeros días de
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nuestra estancia embarazosay harto apurada en esta
particular villa, donRaimundo y yo anduvimovacilando, desconcertados
buscando acomodo de unlado para otro entre laescasas posibilidades que senos ofrecían. Encontramos demomento un poco de todo
compasión, favor, simpatía...pero también caras largasindiferencia e incluso
algunos malos modos. Como
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no teníamos dinero, nopodíamos pagar e
alojamiento ni lamanutención. Al principioquizá pensaron aquella
gentes que podrían sacaalgún beneficio de nuestrotrance, mas, cuando sepercataron de que estábamosolo con lo puesto y sin
blanca, empezaron arecortarnos el socorro, atorcer el gesto y a ahorrarse
los miramientos. No tuvimo
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más remedio que solicitar lacaridad de los más pudientes
hasta que finalmenteacabamos durmiendo bajo unarco del adarve, sin otro avío
que unas mantas viejasrodeados por la peor chusmade la marinería, soportandoburlas, malas palabras einsultos. Si para mí, que era
oven y estaba acostumbradodesde niño a la vida ásperaaquello resultaba insufrible
imagínese lo que suponía
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para el viejo administradorHacía mucho frío, llovía
azotaba el aire, comíamosiempre poco y a deshorasobras del rancho de lo
soldados, gachas, pan duro ygalletas rancias.
No obstante, donRaimundo no se quejaba. Yyo, manteniendo firme la
ilusión, le decía: —Menos mal que estoha de durar poco... En uno
días vendrá esa escuadra y
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nos llevará a la nueva vidaque nos espera en la isla.
—Veremos a ver... —contestaba él. —¡Ánimo, don
Raimundo! No hay nada quemerezca la pena en esta vidaque no se logre sin tener quesoportar algún sacrificio..Ahora nos toca padecer esta
contrariedad, pero ya vendráel goce y el descanso..Seamos fuertes.
Voluntad no le faltaba a
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pobre hombre, pero al cabode una semana enfermó
Tosía, tiritaba, le ardía lafrente, sudaba a chorros... Meentró una preocupación
grande y decidí finalmenteacercarme hasta la ciudadelapara tratar de ver a doñaMatilda.
Pero, tal y como me
temí desde un principiochoqué de frente con todolos impedimentos que
rodeaban al estamento
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militar. Los guardias de laspuertas del fuerte no me
hicieron ni caso, después detantos días de viaje, depercance del ataque y de la
penosa estancia en SanMiguel, mi aspecto debía deser poco diferente al de larufianería que malvivía enlas casuchas: mi ropa estaba
hecha jirones, mi pelodesgreñado, mi barba creciday la porquería adherida a
todo mi cuerpo... En fin, sin
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escucharme siquiera, medieron largas mandándome a
que guardara cola en unportón dondepermanentemente una fila de
mendigos y lisiados esperabaa que saliera alguien pararepartir limosnas.
Allí me puse, el últimoa ver qué pasaba. Al cabo de
algunas horas, crujieron lamaderas del portón ychirriaron los cerrojos. Lo
pordioseros, ciegos, cojos y
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mancos saltaban como scobraran repentinamente
bríos renovados. Todosempezaron a gritar a la vezTraté de abrirme paso entre
ellos, me llovieron encimabastonazos, puñetazostirones de pelo y hasta sentmuerdos en las posaderas..Por encima de la barahúnda
de cuerpos y sombreroviejos, vi el rostro de unamujer sonriente, que repartía
algo, unos fardos, tal vez
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ropas... —¡Señora! —grité—
Señora, por Dios!Avancé a trompiconesEntonces alguien me agarró
por el tobillo y perdí eequilibrio. Caí al suelo, mepisotearon a conciencia, conmaldad e inquina; y un paloen mi ojo casi me deja tuerto
Cuando pudelevantarme, el portón yaestaba cerrado y los feroce
mendigos se peleaban entre
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ellos tratando de repartirselas limosnas.
Volví a donde losguardias y los encontréretorciéndose de risa
disfrutando con eespectáculo. Así que, sinpoder contenerme, les gritécon todas mis fuerzas:
—¿De qué se ríen
vuestras mercedes? ¡Necesitoentrar! ¡Vayan, por Dios, enbusca de mi ama, doña
Matilda!
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Me miraban extrañadoscon cierta fanfarronería. Yo
insistí, casi amenazante: —¡Mi ama doñaMatilda se aloja ahí dentro
en la casa de los oficialesVayan vuestras mercedes
inmediatamente a decirleque Cayetano está en lapuerta!
Por única respuestarecibí una tremenda patadaen la barriga y caí de nuevo
al suelo sin respiración.
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—¡Fuera de aquí! —rugió uno de los guardias—
Fuera o te mandamos daveinte azotes! ¿Quién tecrees que eres?
Regresé al adarvemaltrecho y humillado. En unrincón, tiritaba donRaimundo. Me preguntó conun hilo de voz: —¿Qué pasa?
¿Y el ama? ¿Has podido veal ama? ¡Ay, yo me muero..
Compadeciendo al verle
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en tan penoso estado, fuincapaz de decirle la verdad.
—Pronto vendrá doñaMatilda —respondí—. Yaestá avisada...
3. ENTIERROSFUERA Y ENTIERROSDENTRO
Comprendí que, en ta
estado de cosas, igual quenosotros teníamos impedidala entrada en la ciudadela, lo
de dentro no podrían salir a
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su antojo, máxime lamujeres.
Entonces me alegré poun lado al pensar que ellaestarían seguras y bien
tratadas en el ámbito familiade los oficiales; aunquetambién me asaltaron ladudas, los recelos y unamago de resentimiento
¿Acaso ellas no eranconscientes de que afuera loestábamos pasando muy mal?
¿Por qué ni siquiera
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mandaban recado conalguien? ¿Se olvidaban de
nosotros...?Para colmo de malesenfermé también yo. M
pecho emitía al respirar unruido raro, como de pitos, meardía por dentro la garganta ysentía una debilidad enormeLa fiebre me agotaba
deliraba por las noches y nome sentía siquiera confuerzas para ir a buscar la
comida cada día. A mi lado
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don Raimundo ya casi nohablaba. Entonces empecé a
considerar seriamente laposibilidad de que pudiera deverdad morirse; la cual se me
hacía más cruda al ver queun día sí y otro no, sequedaba tieso alguno deaquellos pordioseros ylisiados que pululaban po
los alrededores.Ciertamente, en LaMamora la gente se moría
con demasiada asiduidad. No
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solo los pobres que estabanfuera de la ciudadela
enfermaban y dejaban estemundo, también los dedentro, que comían a diario
buen pan, tasajos, lentejas eincluso carne y pescadoPorque, si bien los queestábamos fuera sabíamos aciencia cierta que dentro
vivían infinitamente mejornos enterábamos de quetambién había entierros allí
porque oíamos doblar la
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campanas.Aunque fuera doblaban
con mayor frecuencia... Y espreciso, antes de proseguirexplicar esto. Digamos que
había misas y rezos en lodos sitios: en la ciudadelaestaba el convento y, ennuestra parte, una capillitadonde acudíamos aquellos a
quienes no se nos permitíaentrar en el recinto militarAunque, cuando hablo de
«dentro» y de «fuera», en
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realidad me refiero a todo econjunto de San Miguel de
Ultramar, encerradoenteramente en las mismamurallas, las cuales, como
capas, defendían el reductointerior, donde moraban laoficialía y los intendentecon sus familias. Lacomunicación entre uno y
otro espacio era mínimapero la gente de dentro teníamayor libertad y podía salir a
la plazuela exterior, donde
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todos los martes se celebrabauna especie de mercadillo a
que acudían moros de locampos de los alrededorepara vender verduras
pescados secos y otraminucias. Dos marteseguidos esperé durante todala mañana, confiando en quedoña Matilda y Fernanda
aparecieran entre los queiban a comprar. Pero... ¡nadaEntonces, el segundo
martes, fui directamente
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hacia unas mujeres queestaban charlando muy
tranquilas, me puse a unadistancia de ellas de comounos diez pasos, temiendo
asustarlas, y con muchatemplanza y respeto, les dije:
—¡Señoras! ¡Ehseñoras!
Me miraron. Yo había
procurado arreglarme el peloy la barba, recordando lo queme pasó con los centinelas
Les sonreí ampliamente y
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dije: —¡Dios las bendiga
señoras! Por favor, necesitoenviar recado urgente a doñaMatilda, viuda de Paredes y
Mexía, que vive en laciudadela...
Me seguían mirando sindecir nada.
—Es muy importante
señoras... ¡Tengan caridadEl administrador de doñaMatilda y yo, su contable
estamos muy enfermos..
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Necesitamos hablar conella!
Una de las mujeres vinohacia mí con cara de interés yme preguntó:
—¿Y por qué no vavuestra merced a ver a esaseñora?
—Los guardias no medejan entrar.
—¡Ah, claro! ¡Ahclaro! —contestó, dándoseuna palmada en el muslo—
Desde que vinieron todo
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esos marineros, se anda conmucho cuidado...
—¡Señora, por Dios! —le supliqué—. Busquevuestra merced a doña
Matilda y dele el avisodígale que don Raimundo yCayetano están muyenfermos... La mujer sonrió.
—Creo que tu ama vive
en la casa del veedor —dijo. Descuida, mozo, que yola pondré al tanto...
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4. ELADMINISTRADOR
EMPIEZA ADESESPERAR —No dejes que me
muera aquí —me suplicabadon Raimundo, con un rostrotristísimo, consumidoexangüe—. ¡Por la VirgenSantísima, Cayetano!
Yo no sabía qué decirleni qué hacer... También yome sentía sin fuerzas.
—Ellas deben de esta
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ya avisadas —respondí lomás animoso que pude—
Ande, no se venga abajovuaced! —Es que no quiero
morir aquí... No es este sitiopara dejarse uno los huesoen tierra... ¡Haz algoCayetano! Si ha llegado mhora, quiero ver esa isla ante
de dejar este mundo... ¡Ve abuscar a doña Matilda! —Ya he ido y está
avisada... Pronto ha de venir
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o se impaciente vuaced... —¡Ay, me muero! ¡Ve y
dile que me muero!Sus ojos vidriosostorpes, me miraban
fijamente, como buscandoescrutar la expresión de mrostro. ¿Cómo puede unhombre envejecer tanto entan poco tiempo? Apenas
podía ya incorporarse; seaferraba a mi mano con undébil apretón, sacando
fuerzas de su extrema
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flaqueza. —Vuaced no se morirá
le dije—. Ande, no pierdalas esperanzas, donRaimundo. ¿Ahora se va a
venir abajo? Vuaced siempreha sido un hombre de fe..Ande, confíe en Dios!
—Yo confío... Confíomucho... Pero... ¿Por qué no
viene doña Matilda? ¿Se haolvidado de mí? —No, no se ha olvidado
Lo que pasa es que aquí la
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normas son harto estrictasEllas están dentro de la
ciudadela y a buen seguro noencuentran la manera devenir aquí. Igual que nosotro
no podemos entrar. Esto esuna plaza militar y hay leyecastrenses de por medio.
—¿Y por qué nomandan recado? ¿Por qué no
se interesan por nosotros ? —Porque seguramentepiensan que estamos bien
Estarán esperando como
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nosotros a que de unmomento a otro llegue esa
escuadra de barcos... Creeránque nos estamos ocupando delas cosas del viaje...
—¡Pues ve a ver a lofrailes, demonios! ¿No veque me estoy muriendo? ¿Nohay caridad en estepurgatorio?
Fui a ver al fraile. Yahabía hablado con él envarias ocasiones, al acabarse
la misa, y siempre me
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contestaba que no podíahacer nada, que eran mucho
los que estaban en idénticasituación que nosotros y aúnpeor.
—¡Por el amor de Diosle supliqué—. Tiene que
hacer algo vuestra caridadeste compañero mío se estámuriendo...
Me miró visiblementecompadecido. Me puso lamano en el hombro y me
dijo, asintiendo con un
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movimiento de su cabeza: —Aquí muere gente cas
todos los días, hermano..Hay fiebres, disenteríamalnutrición, lepra
escorbuto... Todos los malesparecen querer venirse a esteinfecto lugar...
—¿Y qué puedo hacerpadre? ¡¿Cuándo podremo
salir de aquí?!Apretó los labios congesto resignado y contestó:
—No lo sé
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sinceramente... Los militareesperaban que arribasen eso
barcos esta semana y no haynoticias... Solo queda tenepaciencia y confiar en Dios...
—Don Raimundo semuere... Vaya vuestra caridady dígaselo a doña Matildadígaselo antes de que seatarde...
—Ya se lo he dicho y tuama me aseguró que estátratando de hallar una
solución. Ellas se alojan en
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casa del veedor, donBartolomé de Larrea, y a
buen seguro estaránconvenciéndole para quehaga algo. Pero debe vuestra
merced tener en cuenta quedentro de la ciudadela rige unsevero reglamento queimpide la entrada a loenfermos de la parte de fuera
Ya hubo pestes y contagiosen otras ocasiones..Comprenderá vuestra merced
que no quieran poner en
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peligro al destacamentomilitar. Si los soldados
empezaran a enfermar¿quién defendería lafortaleza?
—Lo sé, pero vayavuestra caridad una vez máspor el amor de Dios... Lacosa es inminente: eadministrador de doña
Matilda se muere... —Iré, pero no oaseguro nada...
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5. UNA FUERTETORMENTA Y UN RAYO
DE ESPERANZAEncima de todo lo queestábamos pasando, de
hambre, la enfermedad y eabandono, aquella mismanoche reventó una tempestadcomo yo, al menos, nuncahabía soportado
Primeramente los vientoazotaron las murallasaullando arriba en la
almenas y las torres
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brillaron los relámpagos y ecielo y la tierra temblaron
con los truenos; finalmentecayó el aguacero. ¿Qué mápodía tocarnos en suerte? E
vendaval arrancó latechumbres y los vecinovinieron a cobijarse bajo earco que nos servía de casaApelotonados, empapados
tiritando, transcurrieronhoras de horror ysufrimiento.
Luego, cuando vino la
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calma, la noche era fría, peroserena y transparente. A m
lado, don Raimundo noparaba de rezar y deliraba: —Ya, ya vienen los
ángeles de Dios a buscarme..Dios mío, ten compasión de
mí! Ya veo el cielo, ¿no vesesas luces? Perdón, Señorperdón... ¡Credo in Deum
atremomnipotentem!¡Credo in
eum...!
Después se quedó en
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silencio y temí que hubieraexpirado. Pero le o
removerse y más tardemusitar oraciones. Luegologré dormirme algún rato
aunque entre pesadillas ymalos presentimientos.
Cuando amaneciódesperté percibiendo rumorede pasos, lamentos y
conversaciones a media vozMe estremecí, porque mehabía puesto a pensar en
Fernanda. ¿Dónde dormiría?
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Seguramente muy cerca..Porque todo estaba cerca en
La Mamora, pero todo estabaseparado por gruesos muros..De pronto, se oyó una
voz fuerte y seca: —Cayetano!
La gente que se habíaresguardado bajo el arcoempezaba a removerse
Sobresaltado, miré hacia locuerpos pardos y laachaparradas siluetas que
deambulaban en la fría
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madrugada. La voz volvió aalzarse:
—¿Están por aquí un taCayetano y un tal donRaimundo?
—¡Aquí! —grité, dandoun respingo—. ¡Aquestamos! Se acercaba unsoldado llevando un farol enla mano: —¿Cayetano...?
¿Don Raimundo...? —preguntó. —¡Aquí estamoscontesté, agitando la
manos. Vino hacia mí y dijo:
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—Vénganse conmigovuestras mercedes, que le
mandan llamar de lacomandancia.
6. EN LACIUDADELA, COMO ENLA MISMÍSISMAGLORIA
A don Raimundo
tuvieron que llevarlo encamilla. Iba trastornadodelirante, exclamando
apasionadamente:
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—¡Ya me llevan aenterrar! ¡Pobre cuerpo mío
Acoja la tierra estos huesopecadores!Cuando me vi en la
plaza de armas, traspasadalas puertas de la ciudadelavolaron mis temores, setempló mi ánimo y una vivaemoción me sacudió de pie
a cabeza. ¡Si la tierra sehubiera abierto bajo mipisadas, no me habría
estremecido tanto! Y se me
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presentó el cielo delante aver de repente el rostro de
Fernanda, allí muy quieta ysonriente, al lado de doñaMatilda. Sin poder articula
palabra, fui hacia ellasardoroso y vencido por laturbación. No pude evitarlome eché a llorar.
Ellas parecían contentas
pero estaban espantadas antenuestro lamentable estadoExclamaban:/p> p<>—¡Dio
bendito! ¿Qué os ha
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sucedido? —¿Cómo estáis de esta
guisa?Me contuve. No podíaabrazarme a Fernanda
delante de todo el mundopero deseaba abandonarmerendido en sus brazos.
Junto a ellas estabanotras damas, el fraile, lo
oficiales y varias personamás. El veedor, donBartolomé de Larrea, tomó la
palabra y dispuso:
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—Ahora es menesteque se den un buen baño con
agua caliente y se quiten deencima toda esa porquería. Eanciano debe ponerse en
manos del médico; se le vemuy mal... Pero el joven serepondrá enseguida. Quenadie se acerque a ellos máde lo necesario, no sea que
hayan contraído algún macontagioso. Toda precauciónes poca...
Así se hizo. Lo
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enfermeros nos frotaron conestropajos hasta cas
arrancarnos la piel; nodieron friegas, nos aplicaronungüentos, nos rasuraron la
cabezas y las barbas..Olíamos a trementinaromero, linimento... A mí medolía todo, pero parecíaretornar la salud y las fuerza
a los miembros comomilagrosamente. Aunquemayor prodigio se obraba en
don Raimundo, que dejó de
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toser casi de repente y sebebió con la avidez de un
muchacho un gran tazón decaldo ardiente. A pesar deque su rostro seguía como
extraviado, con sus ojos deloco, y decía cosas extrañacomo:
—Bendita sea doñaMatilda, loada, ensalzada
sea... ¡Mujer bella yadmirable! Damabenefactora... ¡Bendita sea!
Cuando los médicos le
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dieron permiso, el ama yFernanda vinieron a vernos
Estábamos en las camas de laenfermería del cuartel. Ellanos miraban con el asombro
y la pena dibujados en surostros.
—¿Cómo es posible queos veáis tan desmejorados?
se preguntaba el ama—
Si apenas han pasado quincedías desde la última vez queos vimos!
—Hemos estado a la
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intemperie —respondí sinexagerar nada—; llevamo
dos semanas malcomiendoenfermos, aguantando el fríode las noches...
—¡Ay, Dios mío! —selamentó Fernanda—. No losabíamos... Pensábamos queestaríais acomodados con eresto de los hombres..
¿Cómo íbamos a suponer queestabais pasando un calvariotan grande?
—En la otra parte de la
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ciudad —expliqué—, ahafuera, la gente malvive
buscándose cada cual lamanera de salir adelante..Ahí falta de todo. Esa gente
está agotada, enfurecidarabiosa... Si hubiéramotenido que estar ahí un par desemanas más, ¡Dios sabe quénos podría haber pasado
Creí que don Raimundomoriría... —¡Yo sí que lo creía! —
exclamó el administrado
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desde su cama, estirando ecuello, sacando de entre la
sábanas su pellejo macilentoarrugado y lacio—Verdaderamente, creí que
había llegado mi hora... ¡Aydoña Matilda, qué amargotrance! Menos mal quevuestra merced nos enviósocorro... ¡Redentora nuestra
Al oírle hablar así, eama se enterneció; seaproximó a él y le hizo una
caricia delicada en la frente
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mientras le decía con cariño: —Bueno, ya pasó todo..
Gracias a Dios, haconservado la vida vuestramerced. Ahora, a reponerse
que no han de tardar en veniesos barcos que nos llevarána la isla.
Don Raimundo seemocionó y rompió a llorar.
—¡Qué buena es vuestramerced, doña Matilda! ¿Quésería de mí si no la tuviera?
Porque... ¿qué hace un
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hombre viejo y solo como yoen esta vida? No tengo
familiares, ni a nadie en emundo... ¡Solo tengo avuestras mercedes!
—¡Claro que síhombre! —le dijo elladándole unos golpecitos en epecho—. ¡Nosotros somos sufamilia! Ahora nos tenemos
los unos a los otros ydebemos cuidarnomutuamente. Por eso debo
pedir perdón, porque me
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descuidé pensando quevuestras mercedes estarían
bien... ¡He sido una tonta! Sles hubiera pasado algo peorno me lo perdonaría nunca..
Pero, gracias a Dios, aquestamos; todos juntos otravez... Y ahora, a esperar. Quetengo la corazonada de quelos navíos vendrán muy
pronto...Este discurso del amanos conmovió mucho. No
mirábamos con afecto
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verdadero. Era cierto quetodas aquellas adversidade
nos habían unido mucho. Nosentíamos cansadosdesnutridos; deseábamo
alcanzar por fin esa isla, esatierra prometida, esa vidanueva... ¡Ese cielo que se noprometía!
7. AMORÍOS EILUSIONESEn menos de tres día
me sentí repuesto. ¡ Qué
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milagro el cuerpo humanoMe volvió la fuerza a lo
miembros, engordé; mesentía eufórico y felizTardaba más en sanar don
Raimundo y siguió en camapero ya su aspecto estabamuy lejos del que teníacuando estuvo cercano a lamuerte. También a él se le
veía dichoso. Con frecuenciahablaba del pasado, contabamuchas cosas de la vida tan
buena sirviendo a los amos
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de lo bien que lo habíantratado, dándole casa
sustento y toda su confianza. —Ahora el ama lo etodo para mí —decía
entornando los ojosponiendo una cara muy raraen extremo dulcificada, comosi estuviera en trance.
Y a mí empezaba a
parecerme que idolatrabademasiado a doña MatildaTodo el día la tenía en la
boca, con exaltación y
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adulación desmedida. Algode locura había en aquella
veneración; posiblementeproporcionada por laextenuación sufrida, por la
enfermedad, por la fiebre...Pero también yo, en lo
que atañe a los sentimientosme encontraba seguro yventuroso como nunca ante
en mi vida; a pesar depeligro pasado, aun enaquella indigencia y en
medio del encierro que no
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mantenía inmóviles yexpectantes, sin poder hace
otra cosa que soñar con ladichosa isla, con los barcoque nos sacarían de allí para
llevarnos a esa nueva vidaque nos esperaba y que noterminaba de ser nuestra.
¡Fernanda sí que lo eratodo para mí! No hablábamo
de boda, pero imaginábamouna casa, unos niños y unacalma sencilla exenta de
cualquier preocupación
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Decirle que tener muchohijos sería mi mayo
felicidad era mi manera depedirla en matrimonio. —¿Cuántos? —
preguntaba ella. —No sé; muchos, siete
ocho, nueve... —¿Tantos? —decía
sonriendo, y eso para m
equivalía a un «sí quiero».Yo era capaz de vernuestro futuro con mucha
claridad. Aunque la isla
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estaba lejos y en mitad deocéano inmenso, la percibía
ya cercana. No íbamos apasarnos allí en San Miguede Ultramar toda la vida..
Tarde o temprano vendríanlos barcos y, entonces, ¡lafelicidad!
Mientras tanto, los díatranscurrían lentamente, muy
semejantes los unos a lootros, con una monotoníaespesa, castrense. Por la
mañana nos despertaban e
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toque de la corneta, los gritode los oficiales y el ajetreo
del cambio de guardia, lapisadas marciales, las secavoces cantando las novedade
de los centinelas... Había enla fortaleza un algo detiempo detenido, como unaatmósfera hecha de distanciae invariabilidad. La gente se
movía allí aferrada a lareiteración y la resignación.
8. EN CASA DE
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VEEDOR LARREATras salir del hospita
fui a alojarme en unaestancias de la parte traserade la casa del veedor, donde
vivían sus sobrinos, lohermanos gemelos Marcelinoy Hernando. En comparacióncon lo que yo había padecidofuera de la ciudadela, no me
atrevería a decir que allestuviera mal; pero, comoreferiré en su momento
aquellos dos mozos tunante
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no me pusieron las cosafáciles. Digamos por ahora
que no les sentó nada bienque yo me incorporase acompartir con ellos el pan de
cada día y la habitacióndonde estaban acostumbradoa refugiarse para ocultar sumucha holgazanería.
En cambio, el veedo
don Bartolomé de Larrea y sumujer eran personaencantadoras. Él, por su
llaneza y bonachonería
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incluso podía llegar a pareceun simplón; rollizo
sonriente, enseñabapermanentemente los dientede oro del lado derecho de su
boca, dejando escapar alegredestellos. Le gustaba el vinolo bebía a diario, y su rostroregordete se mostrabasonrosado a la caída de la
tarde. Doña Macaria, laesposa, era una maravilla demujer. Si no hubiera sido por
ella, según repetían el ama y
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Fernanda, no habríamopodido entrar nunca en la
ciudadela don Raimundo yyo. Era una de esas mujereque disfrutan haciendo feliz a
la gente y que no soportanver sufrir a los semejantesComo su marido, era de
avarra, sincera, espontáneay muy piadosa.
Con el ama y conFernanda, doña Macaria hizomuy buenas migas. Las metió
en la intimidad de su casa
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las hospedó en un buendormitorio y las sentaba a su
mesa en cada comida. Esopropició que, como ellas sepreocuparon tanto por mí y le
hablaron muy bien de mpersona, la veedora estuvieradesde que llegué muypendiente de minecesidades. Sintió lástima
también de don Raimundo yle buscó acomodo en unavivienda vecina, con una
familia de su confianza. De
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esta manera quedamos todoacogidos, sustentados y con
la posibilidad de teneinformación que en otracircunstancias nos hubiera
resultado inaccesible.En la casa de lo
veedores nos enteramos de loque de verdad sucedía en SanMiguel de Ultramar: de
abandono que allí se sufríaEra la fortaleza una suerte dedestino maldito, al que iban
nombrados, casi como
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castigados, todos aquellomilitares que habían tenido
algún percance desfavorableque eran víctimas de laenvidia, los celos o la inquina
de sus superiores o quesencillamente, eranconsiderados poco brillantes.
El veedor nada hablabade estos asuntos, pero su
mujer no desaprovechabaninguna ocasión paralamentarse, aunque sin
amargura ni resentimiento.
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—Ya ven vuestrasmercedes —decía entre
suspiros—, aquí hemos deestar... ¡Dios sabe hastacuándo! Hasta que Dio
quiera... Aquí nos tienen ynadie se acuerda denosotros... Quince añollevamos en La Mamora..Ahí es nada! Hasta que Dio
quiera... —Déjalo estar, esposale decía don Bartolomé—
Lamentándonos todo e
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tiempo nada arreglaremosLos hay que están peor que
nosotros... —Eso sí, esposoResignarse es lo que queda...
Y ciertamente noquedaba otro remedio queese; la resignación en LaMamora resultaba muynecesaria. Al agobio propio
del encierro, se sumaba uninevitable ambiente deincertidumbre y de
precariedad. Según no
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contaron, nunca fue aquelloun lugar del todo seguro
siempre hubo ataques de lomoros; siempre merodearonpor aquellas aguas lo
piratas, ya fueran ingleses osarracenos, y en muy pocaocasiones hubo un tráficofluido y estable con lametrópoli. Pero, de un
tiempo a esta parteespecialmente en los últimodiez años, la cosa se había
complicado sobremanera
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Muy pocos navíos de banderaespañola se aventuraban po
unas costas tan peligrosasLlegaban algunos barcodesde las Islas Canarias
desde los puertos de Españacada vez menos. Esopropiciaba en la plaza un airede desánimo y hasta ciertoresentimiento, porque —
decían— el reino sedespreocupaba de aquellaplaza lejana.
Doña Macaria no
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mostraba ningún recato ahablar de estas cosas.
—Al rey de España LaMamora le importa unrábano. ¡Aquí nos pudramos!
—¡Calla, mujer! —leregañaba el veedor.
—¡Ah, el día que notenga que pagar el rey todolos sueldos que nos debe! —
se lamentaba ella conamargura—. Si es que llegaese día... Porque me dice e
corazón que prefiere que no
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corten el cuello los moros. —No digas esas cosas
qué tontería! —¿Que no? Si noechan mano los moros y no
matan, se ahorrará sumajestad todo lo que nodebe...
—El rey no piensa enesas cosas, esposa; el rey
tiene demasiadapreocupaciones como paraestar pendiente de tre
centenares de súbditos. Ya
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nos recompensarán suministros por cuidar de esta
cuatro piedras... Todo ha dellegar a su tiempo... —A su tiempo... Pues
bien podía ocuparse sumajestad y enviarnos a sutiempo más alimentos y másoldados para defender laplaza... ¡Aquí nos pudramos!
—Calla, calla de unavez... ¿No te das cuenta decargo que tengo? ¡Acabarás
metiéndome en un lío!
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Y tenía razón donBartolomé preocupándose
por las amargas quejas de sumujer; porque, como veedogeneral de San Miguel de
Ultramar, era el encargado detodo lo referente a laadministración y lacontabilidad de la plazateniendo que intervenir en
todas las operacionenecesarias para eabastecimiento de la
intendencia. Un oficio difícil
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teniendo en cuenta que enaquel apartado y olvidado
lugar todo escaseabaAdemás, por la veeduríapasaban los requerimientos
escrituras, pagos, inventarioy relaciones de víveres ypertrechos. No obstante, nadase hacía en la fortaleza queno pasase primero por la
supervisión del gobernador.
9. EL MAESTRE DE
CAMPO DON JUAN DE
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PEÑALOSA Y ESTRADAINSUFRIBLE
GOBERNADOR DE LAMAMORADesde que estuve en e
hospital, me hicieron unasevera recomendación que nodebía dejar de cumplir ponada del mundo: evitacruzarme en el camino con e
gobernador o ponerme aalcance de su mirada. Porquedon Juan de Peñalosa era
inflexible y nadie se veía
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libre de su control, surígidas normas y su
decisiones fulminantes. Étenía rigurosamenteprohibida la entrada en la
ciudadela a cualquier hombreque no perteneciera a ladotación y cuyo nombre noestuviera inscrito en eregistro del personal. Por lo
tanto, si llegaba el caso enque me viese y resultase quemi rostro le pareciese
extraño, desconocido o
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sospechoso, enseguida haríalas averiguaciones oportuna
y podía verme metido en unserio problema. No obstante, esa
posibilidad parecía remotapuesto que el gobernador eracorto de vista.
—Está cegato perdidonos dijo doña Macaria—
o ve a tres pasos. Deberíanhaberle jubilado ya, peroseguramente ocultó su
defecto a los superiores.
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La veedora no tenía enninguna estima a don Juan de
Peñalosa. —Es un hombreinsoportable —afirmó de é
sin reserva—, un mentecatoun altanero, un soberbio, undéspota... ¡Un diablo! No sepongan vuestras mercedes asu alcance, porque a buen
seguro se los llevará podelante. ¿Por qué creen si noque está aquí, en el culo de
reino? Se lo han quitado de
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encima en Madrid porquenadie lo aguanta...
—Calla, mujer —lareconvino el veedor—¿Cómo dices esas cosas?
También nosotros estamosaquí, como tú dices, en eculo del mundo...
Ella miró a su esposocon aspereza y le contestó:
—Sabes de sobra que lonuestro es diferente. A ti tehicieron una mala jugada
precisamente por lo buena
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persona que eres. Pero esediablo... ¡A ese no lo soporta
ni la bendita madre que loparió! —¡Ya está bien
Macaria! —No, esposo mío, no
me voy a callar, porquecomo cristiana, me creo en edeber de advertir a esto
buenos huéspedes nuestros dela clase de hombre que es emaestre de campo, para que
estén alerta y pongan cuidado
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de no tener que vérselas conél... Don Juan de Peñalosa e
un hombre peligroso eintempestivo... ¡Un trueno!Y, a pesar del desagrado
del veedor, nos contó que egobernador pertenecía a unaimportante familia, lo cual lehabía proporcionado muchaventajas y acomodos en e
oficio militarrecomendaciones yprebendas que él no supo
aprovechar a su tiempo
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precisamente por sucondenado temperamento
imperioso, altivopendenciero e imprevisibleYa antes, en el año de 1676
había sido vicegobernador dela plaza, enviado allí comocastigo por sus tropelías —según decía ella—; y luegoperdonado y devuelto a
España, volvió a hacer de lasuyas enemistándose concompañeros y superiores
teniendo broncas y
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cometiendo prevaricacioneshasta que de nuevo lo
mandaron al destierro.Y la veedora, después dedespacharse muy a gusto
relatando estos y otrodesatinos de don Juansentenció:
—Ese se pelea con Diobendito; excepto con el santo
de mi esposo, con quien nohay Dios que se pelee... Conperdón...
—¡Macaria!
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LIBRO VIQue trata de lo que
sucedió durante laSemana Santa en SanMiguel de Ultramar
1. VELAS DE LONA YVELAS DE CERA
—¡Navíos! ¡Galeones enel estuario! ¡Vienen velashacia poniente! —se oyó
gritar en lo alto de la torre.
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Era Domingo de Ramoy apenas acababa de salir de
la iglesia la procesiónCaminábamos en filasiguiendo el estandarte, con
nuestras palmas en lamanos, y el aviso hizo quenos detuviéramos y que noquedáramos perplejosmirándonos unos a otros sin
saber qué hacer. El fraile quepresidía la ceremoniainterrumpió el canto que iba
entonando y se quedó parado
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fijos los ojos en egobernador, que estaba a
unos diez pasos de él, con suuniforme de gala y laorgullosas plumas de
sombrero agitándosesuavemente por la brisa de lamañana.
A mi lado, donRaimundo susurró con voz
temblorosa: —Ah, los navíos... Lonavíos... ¡Por fin!
Un rumor sordo brotó
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entre los fieles, que mirabanhacia la altura de la torre
pendientes del vigía. Y estevolvió a gritar: —¡Velas! ¡Una escuadra
de navíos viene hacia efondeadero!
El fraile seguíapendiente de don Juan dePeñalosa, con gesto
interpelante, comodiciéndole: «¿Qué hago?¿Sigo o no con la
procesión?» A su lado, un
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monaguillo candorososostenía el incensario
haciendo que se balancease yque soltase el humo hacia locielos. Todas las miradas
estaban atentas, ora al vigíaora al gobernador, conansiedad, porque aquel avisono podía ser más esperado ydeseado, aunque se diese en
un momento tan inoportunoo había allí quien noquisiera salir corriendo para
subir a las almenas y ver lo
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ansiados barcos que traíanlos víveres tan necesarios.
Don Juan de Peñalosadudó nervioso, carraspeó y ledijo secamente al fraile:
—¡Prosigamos, poDios! ¡Prosigamos, pero..prestos, prestos... !
La procesión dio lavuelta a la plaza a toda prisa
con el canto entonándoseatropelladamente.¡Hossanna in excelsis!
Hossanna, hossanna...
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Entramos en la iglesiaLa misa fue cantada muy
rápida, en medio de laimpaciencia, del sofoco, delos sahumerios... Tras la
bendición final la gente salióen tropel, a empujones, ypudo al fin encaramarse enlas alturas para otear ehorizonte: allí estaban lo
cuatro galeones de laescuadra anclados en efondeadero, arriadas ya la
velas. El vocerío, la algazara
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las albórbolas arrebatadasaludaron aquella aparición
tan venturosa.Don Raimundo y yo noabrazamos, emocionados, y
luego fuimos a compartinuestra alegría con el ama ycon Fernanda. Ellas llorabandichosas, sabiendo que pofin podríamos proseguir e
viaje hacia las islas. —¡Bendito sea Dios! —exclamó doña Matilda—. ¡Se
acabó la espera!
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Desde lo alto vimos edesembarco de los marinero
y los soldados, cómocargaban con los pertrechos yse encaminaban por e
sendero en cuesta hacia lafortaleza, con las banderolaagitándose al viento. Lopífanos y los tamboremarcaban el paso, entre la
órdenes de los oficiales. Bajoel sol del mediodía, la visiónde la tropa resultaba radiante
y esperanzadora.
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Aquel domingo felizaunque daba comienzo la
Semana Santa, en LaMamora hubo fiestaalboroto, risas y vino a
raudales, hasta que a la caídade la tarde el toque de quedahizo reinar el silencio y laquietud.
2. UNA ALEGRÍADISIPADA Y UN JUEVESSANTO TRISTE
Habíamos inflado
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nuestras almas de ilusiones edomingo con la llegada de
los navíos; pero, al díasiguiente, todas nuestraesperanzas se derrumbaron
La escuadra no navegabahacia las Islas Canarias yaunque así hubiera sido, erangaleones de guerra que noadmitían pasajeros a bordo
Cuando estuvimos seguros deesta fatal realidad, se apoderóde nosotros el desaliento
Llevábamos en San Migue
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de Ultramar ya dos meses¿cuánto tiempo má
deberíamos permanecer allí?El dinero se nos habíaagotado y sobrevivíamos po
la pura caridad de las buenapersonas que nos teníanrecogidos en sus casas. Bienes cierto que nada noreprocharon durante la
estancia, pero, con todo, eraaquella una situación hartoincómoda. Y doña Matilda
poco acostumbrada a la
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humillación de vivir a costade los demás, no se cansaba
de decirles a los veedores: —Todos estos gastosque están haciendo vuestra
mercedes para mantenernoles serán satisfechos, hasta eúltimo maravedí. Nunca oestaremos suficientementeagradecidos... Quiera Dio
que pronto podamoembarcarnos y, una vez queestemos en Santa Cruz de la
Palma, lo primero que haré
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después de recibir la herenciaserá proveer lo necesario
para que seáis debidamenteindemnizados yrecompensados.
—Ande, calle vuestramerced —le contestó doñaMacaria—, esto que hacemoes deber de cristianos. Dionos lo pagará...
—No, ¡yo os lo pagaréreplicó muy digna el ama. Dios os premiará en la
Gloria, pero, aquí en la tierra
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yo les pagaré hasta el últimomaravedí.
No quedaba sinoconformarse. Nadaganábamos desalentándono
ni dejando que el resto depaciencia se nos agostasetontamente en quejainútiles. Esta enseñanza, tanfácil de entender, pero tan
difícil de aplicar, aprendí yode Fernanda. ¡Qué mujerTodos estábamos
compungidos, ella también
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pero siempre había en suojos un destello de ánimo y
el brillo de la esperanza. Ellaconsolaba a doña Matildacuidaba de don Raimundo
me confortaba a mí... No séen qué momentos ni de quémanera se fortalecía a smisma. Pero, con toda labelleza serena que emanaba
de su rostro joven, aun entrelágrimas, sonreíasinceramente y nos animaba:
—¿Ahora nos vamos a
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descorazonar? ¿Ahora queestamos tan cerca de la isla?
Dios no permitirá que noquedemos aquí toda la vida..Que hay que esperar una
semana más, tal vez un mes..¿Y qué? Nos aguarda laherencia... Tarde o tempranonos llevarán a Santa Cruz dela Palma... ¡No no
desanimemos!Y la veedora doñaMacaria, que era una muje
muy perspicaz, se la quedaba
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mirando cuando le oíadecirnos estas cosas, asentía
con la cabeza y decía: —Esta muchacha es untesoro. El que tenga la suerte
de casarse con ella poco va anecesitar para ser feliz.
Como bien secomprenderá, el hombre queesto escribe sentíase
afortunado y, aun en mediode aquel trance, no paraba dedar gracias a Dios al ser tan
agraciado por saber suyo e
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tesoro.
3. LOS GEMELOSLARREACon toda franqueza
aseguro que estaba yofirmemente dispuesto aejercitar la paciencia, a noperder la esperanza, a nodesanimarme... ; mas no se
me pusieron las cosas nadafáciles para poder triunfacon holgura en tales virtudes
Porque, a las ya consolidada
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tribulaciones, como a sutiempo anuncié, vino a
sumarse la perniciosacircunstancia de tener quevivir con unos tunantes: lo
sobrinos del veedor, conquienes me veía obligado acompartir habitación; unoauténticos rufianes; mozodesalmados, ruines y
desprovistos del menodecoro; que si bien poseíancierto ingenio —a lo
truhanes no suele faltarles—
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no perdían ocasión deaguzarlo para su
bellaquerías. Como gemeloque eran, Marcelino yHernando se parecían el uno
al otro de tal manera queresultaba casi imposibledistinguirlos, si no fueraporque a uno de ellos lefaltaba un diente; rubicundo
ambos, lampiños, apuestosfornidos; igualmenteburlones, sobrados de
socarronería, irrespetuosos y
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temerarios; tenían siempredibujadas en sus rostro
semejantes sonrisas de mediolado y un algo desafianteindolente; se
complementaban en suabsoluta indiferencia por losentimientos del prójimo.
La buena de doñaMacaria, aunque los conocía
bien, dispuso para mí uncamastro en el cuarto de susobrinos, porque no tenía
más espacio en la casa. M
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acomodo no era ni mejor npeor que el de ellos, con
colchón y mantas. Esacomodidad, para alguiencomo yo que venía de lo
rigores de la parte de fueraresultaba todo un lujo.
No me desagradaron demomento los hermanoLarrea; me parecieron
simpáticos a simple vistaPero esa primera impresiónmuy pronto se desvaneció. La
segunda noche, cuando llegó
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la hora de irnos a acostarfueron hacia mi cama sin
mediar palabra y, entrerisitas y con aire chacoterome arrebataron el colchón y
las mantas, apropiándoselasY como yo creí que erasimple guasa, les dijeamigablemente.
—Dadme eso
muchachos, que tengo sueño. Nada respondieron a mpetición. Uno de ellos se
puso mi colchón encima de
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suyo y las dos mantas que mecorrespondían se la
repartieron. Soplaron la velay al rato estaban roncando. Amí me tocó echarme sobre
las tablas duras, arropado conel capote, y tardé un buenrato en dormirme pensandoen la mala condición que hayque tener para estar pasando
calor, como hacían esos dossobrados de mantas, por esolo antojo de fastidiar a un
semejante.
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No rechisté ese primedía, desconcertado como me
hallaba, por no causar algúnproblema; encima de que mealojaba allí por la pura
magnanimidad de sus tíos loveedores. Pero la segundanoche, cuando vi queinsensibles se disponían aprivarme de la mínima
comodidad que mecorrespondía, protestédisgustado:
—¿Qué más os da
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dejarme el colchón y lamantas? ¿Qué ganáis con
verme perjudicado?Uno de ellos, cualquierapues ya digo que eran igua
de ruines los dos, mecontestó:
—Cierra el pico yconfórmate con lo que hayque bastante es que te
dejemos dormir ahí en ecatre pelado; que esta enuestra habitación y no
tenemos por qué aguanta
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más hedor de pies que el delos nuestros propios. Y e
otro gemelo añadiódesdeñoso: —Y que no se teocurra soltar ni un pedo
siquiera. Aquí solamentepedorreamos mi hermano yyo...
Dicho lo cual, ambopusieron los traseros en
pompa y, apuntando hacia msin ningún recato, iniciaronun dúo de pedos sonoros que
me revolvió las tripas.
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4. UNA ESCOBA EN
LAS COSTILLAS Y LAHONRA MALTRECHAPara un hombre joven y
con energía, estar de prestadoy vivir de la caridad siempreresulta vergonzoso. Máximecuando tienes al lado quien temira mal; como me sucedía a
mí con los gemelos Larreaque me echaban ojeadadespectivas por encima de
hombro, como si yo le
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estuviera robando parte de supan. Así que, como allí en la
ciudadela había poco trabajoy nadie acababa de decirmelo que debía hacer, agarré por
mi cuenta un escobón y mepuse a barrer los patios. Yaunque no había másuciedad que la tierra quetraía el viento, me afanaba
con brío, arañando lapiedras, levantando polvosudando: ¡ris ras, ris ras, ri
ras...! Estaba convencido de
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que, si me veían laborioso yesforzado, me tendrían en
mayor estima mibenefactores. Como ademáera Jueves Santo por la
mañana y habían decretadodescanso en la oficialía, seme ocurrió que valoraríanmás mi voluntaria faena.
No se me pudo habe
pasado por la cabeza unatontería más grande. Era muytemprano y se ve que todo e
mundo estaba todavía en la
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cama; de manera que el ruidoestridente que hacía yo a
barrer con tanto ímpetu ledespertó.De repente, me asustó
un vozarrón, como un truenoa mi espalda:
—¡¿Qué carajo es esto?Me volví y me encontré
con la presencia desagradable
del sargento Cristóbal deCea; que venía a mediovestir, grueso, renegrido
velludo, bigotudo y
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visiblemente malhumorado. —Señor —dije—. Esto
está sucio... Y hoy es JuevesSanto... —¿Cómo que sucio? ¡Y
quién te manda a ti...! ¡Serámentecato! ¿Quién eres túpara decir lo que está sucio ylo que no? ¡Me hadespertado, hijo de...! ¡Y
mira la polvareda que estáarmando!A medida que gritaba, se
iba alterando más; avanzaba
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con pasos bruscos, alzando epuño. Y yo, intimidado, dije
apocadamente: —Lo he hecho conbuena voluntad...
—¡Idiota, mastuerzoDeja eso!
Rabioso como estabalanzó una fuerte patada a laescoba, con tan mala fortuna
que, al soltarse de mi manobotó y le dio en la cara polas hebras, arañándole. Me
miró con los ojos encendido
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de ira, agarró la escoba y megolpeó primero en la cabeza
y luego, como yo meprotegiera con los brazos, entodo mi cuerpo, hasta rompe
el palo. Y no contentotodavía, me cubrió demanotazos, pescozones ypuntapiés. Bufaba:
—¡Te mato! ¡Yo te
mato, majadero, mentecatonecio... !Escapé de la paliza
como pude y corrí lejos de él
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temiendo que de verdad mematase. Y al huir, reparé en
que la gente había salido aver qué pasaba, alentada polas voces y el escándalo. All
estaban riendo a carcajadalos gemelos, los asistenteslos centinelas... ; y tambiéndelante de la puerta de lacasa, la veedora, el ama y
Fernanda.Pasé entre las mujeresultrajado, con la cabeza
gacha. Me dolía más la
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vergüenza que los lomosdonde me habían llovido lo
golpes. Y fui a ocultarme enel último rincón queencontré, en las cuadras, en
lo oscuro de un pesebredonde se amontonaba la paja
Si hay alguna cosahorrible; si existe unarealidad que va más allá de
padecimiento del cuerpo, eesta: estar en plena posesiónde la fuerza, tener energía y
salud, notar un corazón que
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late y una voluntad quediscurre; sentirse hombre y
oven; en suma, amar ysaberse amado, y verserepentinamente afrentado a
ojos de la amada, sin podeuno alzar ni la voz, ni lopropios bríos para vencer lahumillación; defenderseustamente, desahogarse
aullar, pelear, desquitarse..o sé qué hubiera pasado deno ser porque mi raciocinio
milagrosamente, me contuvo
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diciéndome: «¡Quietoquieto, aguanta, aguanta!»
Tal vez de no ser por eso mehabría arrojado al cuello deaquel sargento mentecato
para ponerlo en su sitio. No obstante, algo
misterioso, como una voz decordura interior, me condujoa recluirme en lo oscuro de
pajar, donde lloré conamargura, como un niñovejado e incomprendido
Pensaba en mis adentros
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«¿Por qué estoy aquí? ¿Quéhago yo en este apartado
lugar? ¿Cuál es el sentido detoda esta humillación? ¿Quécaprichoso hado me trajo a
estos mundos, con esta gentehosca, intratable ydesconsiderada?» Y estuveallí no sé cuánto tiempoarrugado sobre mí mismo
entre la furia y edesconsuelo, añorando lavenganza, deseándole el ma
al odioso sargento.
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Hasta que unos pasodelicados y una voz
conocida, vagamente, mearrancaron de la ofuscaciónpara traerme a la realidad de
la vida. Era Fernanda quevenía a buscarmesusurrando:
—Tano, Tano... ¿Dóndeestás? Tano, sal, que soy yo..
Aguanté sin contestaro quería ver a nadie; nsiquiera a ella.
—Tano, Tano —insistió
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. No seas crío y sal, pofavor.
—¡¿Crío?! —repliquéyendo hacia ella—. ¿Mellamas crío? ¿También
quieres tú humillarme? ¿Tútambién?
Fernanda saltó hacia míme rodeó el cuello con lobrazos y empezó a besarme
en la frente, en la cara, en lolabios... —¡No! —protesté
rechazándola con un empujón
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. ¡Déjame! ¡Déjame enpaz! ¡Dejadme todos en paz!
—Pero... ¡Tano! ¡Tanoquerido! No te pongas asípor Dios! ¿Qué te pasa? ¡No
me asustes, Tano! —¿Que qué me pasa?
¿Y encima me lo preguntas?¿Acaso no has visto lo queacaba de sucederme? ¿No ha
visto cómo ese cafre megolpeaba y me humillabadelante de todo el mundo?
Ella volvió a intenta
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abrazarme y, sin podercontenerse, con un tono en
que se unían la súplica y laangustia, se puso a decirme: —¡Tano! ¿Le vas a dar
tanta importancia? ¡Razona!Me dejé caer de rodilla
en el suelo, comodesesperado, y empecé arevolver la paja con rabia
gritando: —¡¿Que razone?! ¿Nolo has visto, querida? ¿No
has visto lo que ha pasado?..
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Me puse a barrer los patiocon mi mejor intención, po
hacer algo útil, por resultaprovechoso... ¡No me gustaque me miren como a un
haragán! ¡No quiero que meconsideren un vago! Y yaves: ¡una paliza! Ese asno merompió la escoba en lolomos... ¿Y me pides que
razone? ¿Que razone yo...?Ella se echó también derodillas junto a mí. Sonreía
como avergonzada, temiendo
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encolerizarme todavía más, ycambió su tono, excusándose
con gracia: —Tienes razón, vidamía... ¡Claro que tiene
razón! Lo vi todo: ¡ese cerdosin alma! Pero... ¡Tano...No seas niño! Tú eres m
hombre inteligenterazonable, cuerdo... ¿Qué te
importa eso? Tú a lo tuyo..osotros a lo nuestro..Piensa en la isla, Tano!
Yo comprendía muy
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bien lo que Fernanda venía adecirme, pero deseaba da
rienda suelta a mi iradesahogarme y destrabatodo lo que llevaba dentro.
—¡Harto! ¡Estoy harto¿Qué demonios pinto yoaquí, en este cuartel?Cuando nunca me ha
llamado la vida militar! ¿Po
qué demonios tengo queaguantar a mastuerzos comoese, a pazguatos hechos a
humillar a los demás y a
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tenerlos bajo la suela de suzapatos? ¡Oh, Dios, Dios...
No me hables de la isla! Poculpa de esa maldita isla novemos aquí, ¡en este
purgatorio! ¿Cuándo se va aterminar esto? ¡Dios Santocuándo!
Ella rompió al fin allorar, muy perturbada a
verme en tal estado. —¡No desesperemos! —sollozó—: ¡Dios no
ayudará!
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—Sí, nos ayudará..Pero... ¿cuándo?
—Cuando Él quieraTano, querido... Hasta ahoraDios no ha dejado de
socorrernos... ¿No te dacuenta? Cuando teníamos unproblema, al final siempreacababa llegando la solucióncuando se hundió el Jesús
azareno y todo parecíaperdido, llegó la noticia de laherencia; luego fue lo de lo
pasajes... y pudimo
8/15/2019 Treinta Doblones de Oro - Jesus Sanchez Adalid
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emprender la travesía... —¡Y por poco no
matan los piratas! —lainterrumpí. —Sí, pero ¡estamo
vivos!... Estamos vivosTano, vivos y con salud; nostenemos el uno al otro... ¡Noamamos! ¿Qué más podemopedir? Lo demás llegará a su
tiempo; estas cosas son asíTano, estas cosas son así..Piensa en la isla, mi amor
piensa en lo que allí no
8/15/2019 Treinta Doblones de Oro - Jesus Sanchez Adalid
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espera, en esa vida nueva conla que soñamos, en la boda
en los ocho hijos que diceque quieres tener...La miré a los ojos con
intensidad, como si quisierapenetrar en lo profundo de subondad y su fortaleza. Meavergoncé de nuevo; esta vezpor haberme comportado
como un chiquillo: por habesido un quejica. La abracéera tierna y cálida; siempre
me olía muy bien... Dije
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endulzando el tono: —Si no fuera por ti
Fernanda... ¡Ah, si no fuerapor ti! Eres de verdad loúnico que tengo...
—Anda, tonto... ¡Quétonto eres! ¿Qué te importa ati ese gordo desalmado?¿Qué nos importa a nosotros?Este sitio es solo de paso en
nuestras vidas. Un díasaldremos de aquí y, luegocuando nos acordemos de La
Mamora, nos reiremos...
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En esto, llegaron doñaMatilda y la veedora, con lo
rostros abatidos y a la vezdespechados. —Muchachos, no o
preocupéis —dijo el ama—ya pasó todo! El sargento
ese se ha ido a sus asuntos yya no hay nadie en los patiosVolved a casa y desayunad
algo.Doña Macaria sonriólevemente y me dijo con
ternura:
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—Has hecho muy bienen aguantar, Cayetano. No
quiero pensar siquiera lo quepodría haber pasado si tehubieras encarado con e
cretino del sargento Cea. Yasabes lo que te dije: debeprocurar pasar desapercibidopara que el gobernador no seentere de que te tenemo
recogido en la ciudadela. —¿Y si el bestia ese selo dijera? —le pregunté.
—No se lo dirá. Ya me
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encargué yo de cerrarle laboca con unos obsequios. A
Cea no le interesaenemistarse con mi esposono le trae cuenta tener a
veedor en contra... —Gracias, gracias
señora.Y doña Matilda
aprovechó aquello para
decirle a la veedora una vezmás: —Un día os pagaremo
todo lo que estáis haciendo
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por nosotros. Sois muybuena, Macaria, muy buena.
—¡Vamos! —contestóla veedora—. Es JueveSanto; hoy habrá oficios en la
iglesia y saldrá en procesiónel Nazareno... Ya veréis quésagrada imagen de Cristotenemos aquí en La MamoraDebemos ir a rezar, debemos
pedirle al Señor que noayude...¡Todos necesitamossu ayuda!
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5. EL SEÑOR DE LAMAMORA
Aquella tarde, siguiendoel consejo de la veedorafuimos a la iglesia
convencidos de que debíamoencomendarnos a Dios enmedio de las dificultades quepadecíamos... Pues la fe enecesaria al hombre
Desgraciado quien no laposee!Allí acudí yo a busca
ese don, en medio de m
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humillación, de laprecariedad, de la
impotencia; porque ansiabaampararme en lo invisiblehallar cobijo en el misterio y
pedir luz, esa luz tan válidacuando todo alrededor pareceque se queda a oscuras y nose ven por delante sinosombras...
Fernanda y yo nopusimos en un rincón depequeño templo, cas
escondidos en la media luz
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cerca el uno del otro, de pielos dos. Nuestros corazone
estaban tan unidos en laprueba que seguramentepedíamos lo mismo: salir de
allí, seguir adelante, empezaesa vida nueva... No setrataba de dinero, ni debienes, ni de nada materialera únicamente eso: pode
vivir juntos y realizanuestros pequeños sueñosÉramos jóvenes; a nada má
aspirábamos...
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La iglesia estaba llena arebosar y los que no cabían
dentro esperabanapretujándose en la plazadelante de la puerta po
donde debía salir laprocesión. Cuando acabó eoficio, llegó el momento enque correspondía sacar a
azareno. Se oyó entonces e
toque destemplado de untambor y todas las miradaconvergieron hacia una
pequeña capilla, como un
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camarín situado a un lado dealtar mayor. Un denso
murmullo brotó tanto dentrocomo fuera.Pero, antes de proseguir
es preciso que explique eporqué de la devoción tangrande que la gente de SanMiguel de Ultramaprofesaba a su Nazareno.
Aquella imagen —segúnnos dijeron— había sidotraída de Sevilla haría uno
cincuenta años por lo
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frailes, por mandato deobispo de Cádiz, que era
quien tenía jurisdicción enlos asuntos religiosos de LaMamora. El Cristo era una
talla espléndida, hecha enmadera por los mejoreescultores de aquel tiemporepresentaba a Nuestro Señode pie, maniatado, con la
cabeza baja, como si sehallara en el día de su pasióndespués de haber sido
azotado y coronado de
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espinas; como suele decirseel Ecce Homo, presentado po
Pilatos al pueblo deJerusalén. Como la hechuraera de natural estatura, e
cuerpo perfecto y el rostroparticularmente humanodentro de su divinidadparecía tan real que se teponía la carne de gallina a
mirarlo. En suma, aquellaimagen proporcionaba acualquiera que lo viese una
semblanza inigualable de
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Jesús, llena de sublimehermosura, de mansedumbre
y de paz, como si la ternuraentrañable de Dios estuvieseen él derramada. Así me
pareció al menos a mí; seríaporque me encontréparticularmente unido a él, asentirme tan humillado ydesvalido por entonces.
Durante todo el año, eazareno de La Mamorapermanecía velado, oculto
detrás de tres cortinas de
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terciopelo granate, las cualese descorrían el Jueves Santo
después del oficio; solodurante ese día y en lamañana del Viernes Santo
podía venerarse la imagenDespués volvía a su camaríny quedaba de nuevo cubiertoÚnicamente los frailes teníanlicencia para ocuparse de él
para tocarlo y limpiarlo en sucaso; de esta manera seguardaba su encanto y su
misterio...
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Por eso, aquel JueveSanto todos los vecino
estaban allí congregadosesperando el momento quetanto habían deseado durante
todo el año. El tamboavisaba de que faltaba poco..De repente, se hizo un gransilencio. Se descorrió laprimera cortina, luego la
segunda y finalmente latercera, apareciendo la figuradel Señor, vestido con su
tunicela de color morado
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bordada con filigrana de hilode oro; su estampa era regia
y a la vez rendida, mansasumisa... ¡Qué emoción tangrande!
Las gentesapelotonadas, fervientesmiraban, lloraban, seaproximaban a acariciar epie, lo besaban, lo rodeaban
de plantas y flores olorosas...Cuando se estásufriendo mucho, cuando
todo sucumbe alrededor
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cuánto bien hacen ladevociones! Nunca había
experimentado yo algoparecido: me brotaronlágrimas, me latía el corazón
con fuerza; y me descubragradecido, al ver que misentimientos se purificaban ysanaban; que el ánimo y lafortaleza se renovaban
delante de aquel que escuchaal que padece y lo ama hastael fin...
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6. VIDA OCULTAPasó la Semana Santa
con su piedad y sus sagradoritos. A todos los oficiosacudí yo, con mi humillación
a cuestas, hecho uno con lapasión de Nuestro SeñorAdoré la cruz, confesécomulgué y no desdeñéninguna penitencia, a pesa
de que los agravios sufridolos tenía aceptadodócilmente como pena justa
por mis pecados. Lo má
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difícil para mí fue no odiar aviolento sargento De Cea
hice no obstante un esfuerzoenorme y acabé haciendomuy mío el consejo de
Fernanda: en efecto, ¿qué meimportaba a mí ese hombre?Así que opté por ignorarloevitando siquiera tenerlo a lavista; como si no existiera
como si jamás hubiera tenidopor qué verme con él. ¡Québuena solución resultó se
esta! Hay veces en la vida
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que trae más cuenta hacerseuno invisible que lucha
contra los elementos; no eresignación, es pura astuciaEsta táctica la cumplía a
rajatabla: en la iglesia asistíaa las ceremonias desde loángulos en penumbra, lejode las velas; en laprocesiones acudía con m
sombrero calado hasta loojos, la cabeza gacha y ecapote envolviendo mi
contornos; por el día andaba
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oculto, como un fantasmapor los adarves sombríos, po
los cobertizos traseros, polas cuadras; procurando noalzar la voz, hablar lo meno
posible, conformarme con loque me daban de las sobracuando todo el mundo habíacomido... Me sentía pobre ymarginado. Solamente a
Fernanda veía con frecuenciade lejos y nos encontrábamoal menos una vez al día, en lo
escondido de mis refugios
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Lo peor de todo era cuandollegaba la noche y debía ir a
dormir a la habitación de lodichosos hermanos Larreaaquellos sinvergüenzas
Gozaban haciendo todoaquello que sabían que mehacía sufrir y se burlaban demí una y otra vezrecordándome la escoba, la
paliza, los insultos desargento... No era aquella unavida fácil, pero era la que
tocaba en la ciudadela; y no
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correspondía sino aceptarlaconformarse, pues la única
alternativa suponía volver alos barrios de fuera, donde yasabía muy bien lo que había
miseria, hambre ymortandad.
Tampoco Fernanda lotenía fácil; nadie lo teníafácil en la rígida existencia
que se desenvolvía dentro delos espesos muros depresidio militar. Pero ella
tenía una aceptación, una
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fortaleza, unapaciencia...,¡una bondad
natural! Seguía cuidando deama y de don Raimundo. Amí me guardaba comida
todos los días; seguramentese la quitaba de su ración. Yole decía:
—Fernanda, que nonecesito nada... ¡Estoy bien
Cuida de ti misma! —Sí, sí —contestabaella—, pero déjame
ocuparme de ti... Que lo
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hombres coméis mucho..Mucho más que las mujeres
—Si yo no hago ningúntrabajo aquí; no gastoenergías...
—Da igual. Tú comeque si no te vendrás abajo; tedeprimirás y empezarás averlo todo negro. Por lainanición vienen la debilidad
y la melancolía. ¡Hay queestar fuerte!Me asombraba su buen
humor. ¿Cómo iba yo a
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quejarme? Fernanda era purainteligencia y pura
generosidad. Casi nuncahablaba de sí misma, de loque pasaba por su preciosa
cabecita, ni de lo que semovía en su bondadosocorazón. Por eso yo intentabasonsacarla y con frecuenciale preguntaba:
—¿Y tú, querida mía?¿Cómo estás tú? —Yo bienPor mí no te preocupes. Doña
Macaria nos trata de
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maravilla.
7. LA ASTUCIACOMO LA PACIENCIATIENE SU LÍMITE
Determinación paraaguantar no me faltó, peroresultó que los gemeloLarrea acabaronponiéndomelo muy difícil
o es porque fueran tunantessocarrones, pedorrerosmalhablados...; todo eso lo
hubiera soportado yo
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imperturbable. Pero metocaron el nervio más hondo
y más alterable: no tuvieronconsideración ni siquiera conmis íntimos afectos.
Ya venían esos dospajarracos soltando los picodesde hacía tiempobuscándome la paciencia; yyo aguantando, aguantando..
Hasta que un día ensuciaroncon sus puercas bocas enombre de Fernanda
empezaron con que si era
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bonita y grácil, alabaron supelo, sus ojos...; hasta ahí la
cosa podía pasar, aunque mehervía la sangre al oírlesPero luego se fueron
calentando y, cuandollegaron al talle y a lacaderas, viendo queacabarían donde estaba elímite del peligro, me planté
en mitad de la habitación ydije: —Una palabra más y
hago un desatino. ¡De esa
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doncella no se habla en mpresencia!
Callaron, gracias a DiosY aunque tuve que sufritodavía sus risitas y su
cuchicheos, no pasó el asuntode esa raya.
Pero, al día siguienteacabó sucediendo lo que erade temer. Todo fue como
sigue.Resulta que los veedoredieron una comida en su casa
con motivo de la Pascua e
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interés en ir, siendoconsecuente con el plan que
me había impuesto de pasalo más desapercibido posibledesde que sucedió lo de la
escoba. Pero no pude evitaescamarme cuando Fernandame confesó que ella y doñaMatilda iban a estapresentes en el banquete.
Muy molesto, le dije: —No me agrada, no meagrada nada que vayas a
eso...
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—¿Por qué? —mepreguntó con candidez—
¿Por qué no te parece bien? —No lo sé... Esocondenados gemelos... ¿Irán
los gemelos? —Supongo que sí
Pero... ¿qué te importan a tesos?
—Ah, querida, ¡qué
ignorante eres a veces! Losobrinos de los veedores nome gustan un pelo... ¿Acaso
no te has dado cuenta de que
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te miran? —¿Que me miran? ¡Qué
cosas dices, Tano! —Claro que te miranFernanda. Esos dos arden de
deseos de estar cerca de ti..Menudos puercos están
hechos! ¡Unos lascivos son¿Cómo no te fijas, mujer?
—¡No me asustes, Tano
¿A qué vienes con esasahora? ¡No seas retorcido! —Retorcido, retorcido..
Yo sé muy bien lo que me
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digo. Los hombres nos damocuenta de esas cosas... A m
no me engañan ese par detruhanes. Mejor sería quehicieras como si estuviese
mala... —¿Como si estuviera
mala...? ¿Qué quieres decir? —Sí, diles que está
enferma; que te duele la
cabeza o la barriga... ¡Qué séyo! Dile a la veedoracualquier cosa y no vayas a
esa comida, que no quiero
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que pases la tarde ahí contodos esos hombres.
—No estaré sola, Tanoestarán allí otras mujeres: laveedora, el ama, la mujer de
teniente...Acabé enojándome y le
grité: —¡Hazme caso, Virgen
Santa! ¡No vayas! Hazlo po
mí... ¿Tanto interés tienes enir? —Está bien, está bien..
Pero me sabe mal desairar a
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los veedores; ¡son tanbuenos!
—¡Diles que estáenferma! —insistbruscamente.
Ella suspiró y replicócon firmeza:
—No me gustan lamentiras, Tano, lo sabes desobra... No considero justo
andar engañando a esa buenagente y, además, no meparece nada bien dejar sola a
ama, cuando ella está tan
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ilusionada con ese banquete..Comprende que lo ha pasado
muy mal la pobre mujer y nole vendrá nada madivertirse...
—Divertirse,divertirse... —contestémalhumorado—. Todos loestamos pasando mal... Yavendrán momentos mejore
cuando estemos en la isla..Allí nos divertiremosdiantre!
Fernanda hizo un mohín
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como de reproche tímido yafectuoso, y mirándome con
dulzura, dijo: —¡Anda ya! ¿Por qué tepones así por una minucia?
Qué chinche te estávolviendo! ¿No confías enmí?
Callé y medité, vencidopor su bonita mirada, tan
limpia. Y ella, sabiéndome asu merced, preguntósonriendo levemente:
—Entonces... ¿Qué
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hago? ¿Voy? ¿No voy...? —Ve, ve —cedí al fin
. ¿Cómo voy a desconfiade ti, mujer...? Pero no tequedes allí sino lo necesario
Cuando veas que los hombrehan bebido ya demasiadovino, te excusas y te retiras atus aposentos.
—Te lo prometo
querido mío. —Me dio unbeso cariñoso, doblementecontenta.
Desde aquella
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conversación, anduve en unsinvivir hasta el día de
banquete. Asistí al ir y venirde los preparativos desde ladistancia: vi cómo mataban
los carneros, cómo encendíanla lumbre y cómo los criadoacarreaban las viandas, localderos, el pan, el vino... Yyo, con el alma en vilo
andaba de aquí para allá enun deambular desconfiadocon un husmeo que me iba
calentando los ánimos cada
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vez más, sobre todo, cuandolos gemelos estuvieron po
allí merodeandorelamiéndose por la fiestaque se iban a dar sentados a
la misma mesa que mFernanda.
Cuando llegó al fin lahora de la comida, desde unrincón del patio, observé la
llegada de los militares y lodemás invitados. Mujereentraron pocas, como me
temía; apenas cuatro, siendo
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Fernanda la más joven detodas con diferencia. Me
decía para mis adentros«Calma, Cayetano, calmaque ella sabe muy bien dónde
tiene la cabeza.» Pero nopodía frenar los latidos de mcorazón ni el brote de furoque me nacía dentro. Sobretodo, cuando vi aparecer a lo
hermanos Larreafanfarrones, ufanos, con subuenos jubones y sus calza
de seda ambarina, los capote
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a medio hombropresumiendo altaneros, como
gallitos que eran. «CalmaCayetano, calma...»Pasó como una hora
qué larga se me hizo! Oíanserisas, voces, ruido de platos ycubiertos, estridencias..«Qué bien se lo estánpasando —me dije—, y yo
aquí, dado de lado, apartadoignorado...» Alcé los ojos acielo y supliqué paciencia
más paciencia...
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Y de repente, no sé quéhora sería, pero ya tarde, me
pareció entender que una voznombraba a Fernanda. Noeran imaginaciones mías; se
volvió a oír con todaclaridad: «Fernanda estoFernanda aquello... Fernandapara acá, Fernanda paraallá...» Y después su risa
inconfundible. ¡Ella sedivertía! No pude más. Corr
hacia una de las ventanas y
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amparado en la penumbra dela noche que caía, vi lo que
sucedía dentro a la luz de lalámparas: había jolgorio ybrindis; los invitados en
torno a la mesa de pie yentre los caballeros máóvenes, estaba Fernanda
Todos allí se alegrabanencantados con la fiesta, y
ella parecía feliz, indolente..Entonces ocurrió lo que tantotemía yo: a su lado, lo má
cerca de ella que podían
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estaban esos dos pícaros..Esos dos con mi amada
Con lo que me hacían pasacada noche... !Y de pronto, algo estalló
dentro de mí cuando uno deellos, delante mismo de miojos, le tomó la mano aFernanda y se la besó conmucha laminería.
—¡Hasta aquí hemollegado! ¡Se acabó la fiestagrité desde la ventana.
Y en un arrebato de
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locura, me encaramé y saltédentro. Agarré por la pechera
a aquel canalla, le zarandeéle abofeteé, le hundí la narizde un puñetazo... Entonces e
otro se echó sobre mí yrevolviéndome, también le dlo suyo... Les gritaba a la vezque les pateaba las tripas, oraal uno ora al otro:
—¡Par desinvergüenzas,desfachatados, cabrones
hijos de puta... !
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Los hombres que allestaban de momento se
quedaron atónitos, pero luegonos rodearon y me echaronmano por todas partes
Mucho debió de costarleinmovilizarme, pues menacía dentro una fuerzaarrolladora, como la de untoro bravo; y soltaba yo
puños y coceaba a diestro ysiniestro, como un molinillomientras no paraba de grita
como un loco:
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—¡Soltadme! ¡Yo matoa alguien! ¡Lo juro! ¡Por lo
clavos de Cristo que lomato!
8. EN UNA PRISIÓNOSCURA
Amanecí en un frío ysucio calabozo, allá abajo enlas profundidades de alguna
parte del cuartel; sin sabedónde, porque me llevaronallí envuelta la cabeza en una
capa, cegado, amarrado y
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sujeto por muchas manosdespués de recibir golpes po
todo mi cuerpo. La noche fuehorrible, entre la ofuscaciónla rabia y el dolor, en la tota
oscuridad.Supe que era por la
mañana porque oí lejano etoque de corneta queanunciaba la luz del día
Recuerdo que pasó un tiempoindeterminado, tal vez máde dos horas. Al cabo, v
acercarse un resplandor vago
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desde un lateral y al pocoaparecieron dos guardias a
otro lado de la reja. —¡Andando! —medijeron, mientras crujía la
llave en la cerradura. —¿Me van a colgar? —
pregunté aturdido.Se echaron a reír.Me condujeron por una
escaleras estrechas y luegopor unos corredoreigualmente angostos
Atravesamos el patio de
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armas y entramos en ladependencias de la
Gobernación. Allí, sentado enun banco del recibidorestaba el odioso sargenteo
Cristóbal de Cea; me mirócon desprecio, escupió asuelo y dijo secamente:
—¡Adentro!Me eché a temblar
temiendo que cuanto menome cayera encima unpalizón; pero me llevaron a
despacho del alférez Juan
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Antonio del Castillo, jovencomo yo y más comprensivo
que me recibió de pie, detrádel escritorio. —¿Nombre? —me
preguntó. —Cayetano Almendro
Calleja.Lo apuntó en un papel y
luego me estuvo observando
en silencio, mientras movíala pluma que tenía entre lodedos.
Y yo, queriendo sabe
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cuanto antes la gravedad demi delito, le pregunté con
impaciencia: —¿Les hice algún dañograve a los gemelos?
El alférez meneó lacabeza y respondió:
—Poca cosa: uno tieneun ojo morado y al otro lefalta un diente.
—Ese diente ya lefaltaba —me apresuré a deci; por eso se les distingue a
uno del otro...
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—Ya lo sé —dijocircunspecto—; todo e
mundo sabe eso. Pero es loque ha alegado en ereconocimiento...
—¡Será cabrón! —No empeoremos má
las cosas, ¿eh? —exclamó é. Si te hubiéramos dejado..
Ay si llegamos a dejarte
¿Los querías matar? Dalegracias a Dios por queestuviéramos allí para
detener la pelea...
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—No hice sino lo quecualquier hombre hubiera
hecho —interrumpí—defender mi honra. Esoandaban detrás de mi novia...
Me miró de maneracomprensiva y dijo:
—Los celos son malosmuy malos...; hacen vecosas que no son como se la
ve... —¡Yo sé muy bien loque vi y lo que a esos dos le
corría por dentro!
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—Bueno, está bien —dijo el alférez
apresuradamente, para zanjala cuestión—. El caso es quedebes presentarte ante su
excelencia el gobernadopara escuchar su veredictopues ya ha juzgado el caso.
—¿Ya? ¿Sin oír lo queyo tengo que decir? —
protesté. —Las cosas en eejército son así; aquí estamo
bajo disciplina militar y lo
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uicios son sumarísimos...Dicho esto, dio la orden
a los guardias y fuconducido a las dependenciadel gobernador.
Cuando se abrió lapuerta, apareció una antesalasobria en la que meestremecí. Después mellevaron a un salón suntuoso
donde, sentado en un sitial enlo alto de una tarima, estabaaquel hombre menudo pero
terrible, con su gorguera
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blanca almidonada, sobre laque descansaba una cabeza
altiva, infinitamente distantey una mirada inflexible. Eescribiente que estaba a su
lado preguntó: —¿Nombre? —Cayetano Almendro
Calleja —respondí con lacabeza gacha, con toda la
humildad que pude extraer demi persona.El gobernador se puso
en pie, clavó en mí sus ojo
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usticieros y habló así: —No se consienten
altercados dentro de laciudadela y tú has organizadouna pendencia.
—Señoría, yo... —dijetimorato.
—¡Silencio! —exclamóel escribiente. Su excelenciaprosiguió con despectiva
autoridad: —Nadie que nopertenezca al estado militar oeclesiástico puede vivir en la
ciudadela. De modo que será
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llevado al lugar de donde nodebiste haber traspasado la
puerta para venir acá. Quedaexpulsado, so advertencia deque, si vuelves, será
ahorcado. He dicho.
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LIBRO VIITrata de lo que pasó en
mi segunda estanciafuera de la ciudadelaasí como de la manera
en que a la gente queallí estaba se le iban
caldeando los ánimos
1. FUERA DE LACIUDADELA:
INDIGNACIÓN Y
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ARREBATOPor la misma puerta que
un día entré en la ciudadelade La Mamora, salí un lune21 de abril, para retornar a la
dureza de la vida en la ciudadexterior, a la desdicha, ahambre..., a la separación demi amada Fernanda. Afuerame encontré nuevamente con
la marinería, con lopecheros, con los malhadadohabitantes de aquellos barrio
cochambrosos; todo e
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mundo allí estaba famélico yen extremo irritado, porque
faltaba de todo y sobrabanenfermedades, pulgas ypiojos; el enojo de lo
hombres rayaba en la cóleray el resentimiento hacia egobernador les hacía echapestes por la boca, pues leconsideraban responsable de
abandono y la desgracia enque se hallaban. Nada más enterarse de
que me habían expulsado y
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de que andaba yo pululandopor allí, vino en mi busca e
portugués Joao de Rei, quienfuera maestre del navío quenos trajo desde Cádiz
desgreñado y barbudo comoun salvaje, su cara estabaencendida de furormanoteaba, echaba fuego polos ojos, bufaba... Me hizo
muchas preguntas sobre lagente de dentro, sobre looficiales, sobre e
armamento, sobre el estado
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de ánimo de los soldados... —Ahí dentro están
mucho mejor que aquí —respondí sinceramente—. Laescuadra trajo víveres
municiones y otropertrechos.
—Tudo, tudopara eles
dijo con ira—. ¡Egoístas!Comprendí su rabia, que
era la rabia de toda aquellagente; su desánimo, sucontrariedad y su rencor
porque yo había compartido
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antes la vida de aquel lugade miseria y había sufrido en
mi propia carne la incuria delos de la ciudadela, deaquellos que, al fin y al cabo
tenían la responsabilidad decuidar de toda la poblaciónpor ser la autoridad legítimalos custodios del conjunto dela plaza. Y yo que tenía mis
propios motivos, mi justainquina, me uní al coro de laindignación; sintiéndome
acogido a mi vez e incluido
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en aquella turba doliente eiracunda.
Y enseguida advertsorprendido que, a diferenciade lo que sucedía a nuestra
llegada que cada uno andabaa su aire, ahora reinaba allcierto orden, nacido asocaire del abandonoestaban de alguna manera
organizados; los másbravucones ejercían emando, imponían sus norma
y controlaban el curso de la
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vida del resto de los vecinosY al frente de todos, habían
nombrado un alcaide: Toribiode Ceuta, al que apodaban eCeutí; un marino viejo a
quien los piratas berberiscole habían quemado el barcoen el fondeadero, como nosucedió a nosotros; era unhombre tosco, sin lo que
llamamos ilustración, pues nsiquiera sabía leer ni escribirpero dotado de
extraordinarias facultade
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para organizar al pueblo y deun sutil conocimiento de
arte de la sublevaciónhabilidades estas que, comose verá, nos proporcionaron
imponderables beneficiomás adelante, cuando lacosas allí se pusieron hartopeligrosas y apuradasAdemás, el Ceutí era experto
en asuntos de moros, pohaberse criado cerca de elloy haberse pasado media vida
tratando con ellos
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comerciando, trapicheandopor las ciudades de Berbería
conocía a algunos magnatestenía amistades en Fez y enMequinez, que eran lo
emporios más nombrados enaquella parte de África.
Me mandó llamar ealcaide al segundo día de mexpulsión. Acudí a su
casucha, en la que solo habíados estancias: una interiocon su dormitorio, que
compartía con una
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mujerzuela que se le habíaarrimado, y otra exterio
donde tenía instalado unauténtico puesto de mandocon su mesa, sus papeles e
incluso un asistente paradespachar a las visitasToribio de Ceuta era uno deesos hombres jorobaditospequeño de estatura, pero de
brazos largos y manosgrandes, que miraba con lacabeza inclinada y que
parecen tener siempre un ojo
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guiñado. Mi primepensamiento, nada más verle
por primera vez, fuepreguntarme cómo eraposible que hubieran elegido
los calamitosos habitantes deaquel barrio a alguien ascomo jefe.
—Siéntate, siéntate —me dijo el Ceutí con extrema
cordialidad, sonrienteesforzándose por resultaeducado.
Me senté y al momento
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su ordenanza puso en mmano un vaso lleno de vino
hasta el borde. —Bebe, bebe, joven —me animó.
Bebí, sintiéndomereconfortado, a gusto; porquede ninguna manera esperabaser tratado mínimamentebien entre aquella chusma de
la que guardaba tan malorecuerdos. Y como si meleyera los pensamientos, e
alcaide me dijo afablemente:
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—Así que..primeramente estuviste
fuera, luego te dejaron entraa la ciudadela y... ¡fuera otravez!
—Así es —respondí condespecho—. Ahí dentro nohay justicia, ni caridad, nconsideración alguna..Sinceramente, no sé qué e
peor aquí en La Mamoraestar dentro o fuera.Soltó una carcajada
hizo una señal a su ayudante
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para que me rellenara el vasoy, poniéndose de repente muy
serio, observó: —Tú lo has dichooven: ni justicia, ni caridad
ni consideración... Aquestamos olvidados, en emismísimo purgatorio, sinposibilidad de redención. Eque tiene la mala fortuna de
dar en La Mamora con suhuesos, ya sabe lo que leespera... Y no pienses que
esos militares de la escuadra
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que han venido tengan la mámínima intención de ir a
pedir socorro a España..Cuando se larguen, me temoque aquí ya no va a volve
barco alguno...El vino se me atragantó.
—¿Qué dice vuestramerced? ¿Cómo sabe eso? —le pregunté, demudado.
—Porque es evidenteLas cosas en España estáncada vez peor y nadie allí va
a preocuparse por un luga
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como este, tan apartadopeligrosamente rodeado de
piratas y moros belicososEstamos a merced dedesastre...
Dicho esto, se me quedómirando, para ver quéreacción producían en mestas palabras. Y luegoentrelazando los dedos sobre
su barriga, añadió: —Así que nos estamoorganizando: aquí hemos
tomado el toro por lo
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cuernos y estamos dispuestoa buscar alguna solución que
no sea estarse así, de brazocruzados, esperando lamuerte... Y tú, un hombre
oven, debes decidir en estemismo instante si estádispuesto a unirte a nosotroincondicionalmente...
—
¿Incondicionalmente...? —pregunté extrañado—¿Unirme a vuacedes para
qué?
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—Para lo que seamenester —contestó rotundo
con un brillo enigmático ensus ojos entrecerrados.Reflexioné un momento
y dije: —Ahí dentro están m
novia y dos personas a laque estimo, con las que vineen el viaje desde Cádiz. S
me está hablando vuestramerced de un motín...Sonrió y respondió:
—Digamos que
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debemos hacernos valer paraque el gobernador nos tenga
mayor consideración... —Tienen armascañones, mosquetes... —
repuse. —¡Y nosotros también
contestó, dando con unpuño en la mesa—. Tenemosde todo eso aquí afuera
¿Cómo comprendes si no quepodríamos defender estaparte de la fortaleza? Ah
radica precisamente la
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cuestión: aquí tenemos lamismas obligaciones que lo
de dentro, pero ningúnbeneficio. Si los moroatacan La Mamora, lo
primeros en pelear y, en sucaso, en caer, seremosnosotros... ¡Y encima notienen hambrientos! ¡Ya estábien! Somos tan españole
como los de ahí adentroSomos súbditos del mismorey! ¿Por qué no nos tratan
como debieran? ¡Mira cómo
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estamos...! Aquí muere gentea diario... ¡Como perros!
Después de meditaacerca de lo que me decía, yde considerarlo en extremo
usto, dije con decisión: —Puede contar vuestra
merced conmigo para todo. —Así se habla, joven
No te arrepentirás!
La conversación sequedó ahí, y yo me puse aesperar órdenes. ¿Qué otra
cosa podía hacer?
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¿Resignarmeconformándome con
malvivir? Eso ya lo habíaprobado y así me había ido.Los día
inmediatamente posteriorefueron para mdesasosegados, en undeambular casi sin sentidopercibiendo en torno como
un vacío; el del destierro y lasoledad. Pero tuve noobstante un consuelo
Fernanda me envió comida
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mantas, mi sombrero y unpapelito en el que había
escrito su nombre y unabreve frase: «Prontovolveremos a estar juntos.»
2. LA HORA DE LASTINIEBLAS
Una mañana de aquellazarparon los cuatro galeones
Los despidieron con salvade cañón desde las torresSubimos a las alturas para
verlos. Mientras se alejaban
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por el estuario, los marinerodecían con rabia:
—¡Ya se van esosAnden con Dios... —Para lo que nos han
beneficiado, mejor no habevenido.
—Ahora nos dejan otravez aquí, a merced de lomoros.
—Deberíamos haberlearrebatado los navíos parahuir de aquí...
Y yo también
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participaba de aquel arrebatode odio, al sentir que con la
escuadra se iban nuestrosueños y nos quedábamos enel mayor de los desamparos.
Apenas cuatro díadespués, un sábado 26 deabril de aquel año de 1681una quietud especial y unsilencio dormido envolvían
San Miguel de Ultramarrespirándose una brisamansa, que venía del mar y
arrastraba el aroma de la
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amarillas anémonas de laladeras. Cuando el sol se
ocultaba ya en el ponientedespejado, después de quesonaran las campanadas que
marcaban las siete de latarde, una tras otraespaciadas, monocordesrepentinamente se inició unrepiqueteo violento, desigua
y estridente en las doiglesias de la fortaleza. —¡Alerta! —gritaron
arriba los centinelas—
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Moros! ¡Alerta! ¡Morosmoros, moros...! ¡Alerta!
Todas las miradas sedirigieron a las alturas.Las siluetas de lo
campanarios y, algo máslejos, las robustas formas delas torres se recortaban sobreel cielo violáceo del ocasoLas voces preguntaban:
—¿Qué ocurre? —¿Por qué tocan? —¿Qué diablos está
pasando?
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La gente se quedómomentáneamente
paralizada; pero, un instantedespués, empezó el abrirse ycerrarse de las puertas y
ventanas, las carreras, logritos, el alboroto depánico... Y las campanas nocesaban: tan, tan, tan... llamando a rebato de manera
ensordecedora, mientras enlas almenas las voces cadavez más desgarradas de lo
centinelas anunciaban:
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—¡Moros, morosmoros...! ¡Alerta, alerta
alerta...!Un tropel de hombrescomo una estampida, cruzó e
barrio en dirección a larampas, y luego se vio agentío seguirles subiendo polas escalerasatropelladamente. Yo
también eché a correr y notardé en encaramarme en lomás alto de los muros
después de ascender a salto
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por una empinada escarpa. —¡Allí, allí...! —
señalaban los dedos.Miré hacia el sur, dondeestaban fijos todos los ojos
el negrear de una hilera dehombres y animalescaballos, mulas y camellovenía desplazándoselentamente, levantando
polvo. En torno a mí, potodas partes, exclamaban: —¡Moros! ¡Son lo
moros! ¡Un ejército de
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moros! ¡Dios nos asista!...Un escalofrío me
recorrió de pies a cabezaante la presencia de aquellaintempestiva amenaza que se
aproximaba a la par que lasombras de la noche.
En la fortaleza nopararon de sonar los pífanoslas trompetas, las órdenes
los lamentos... La poblacióniba de un lado para otroinquieta, augurando lo
males posibles: asedio
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asalto, derrota, cautiveriodegüello... Y los más viejos
que habían sobrevivido aotros ataques precedentes delos moros, decían má
tranquilos: —Ya están aquí, como
cada año... Esto tenía quellegar; tarde o temprano teníaque llegar...
—Con la primavera, yase sabe: ¡moros! —Todos los años lo
mismo...
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Entrada la noche secernió sobre La Mamora una
calma espesa y a la vezinterrogativa. Allá abajo, apie de la loma, los enemigo
iniciaron un estruendo detambores, como un tronaque retumbaba en los montecercanos, y encendieronhogueras en una gran
extensión. La visión eracomo para ponerse atemblar...
También en nuestra
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parte de la fortaleza, en ecentro de la plaza principal
se amontonó maderasuficiente para encender ungran fuego, en torno al cua
se celebró una especie deconsejo. Toribio de Ceuta, ealcaide, se puso en medio dela gente rodeado por suhombres de confianza. La
preguntas cargadas deansiedad le llovían alrededor —¿Y ahora qué
haremos?
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—¿Cómo vamos adefendernos?
—Dinos lo que tenemoque hacer...El Ceutí parecía muy
poca cosa para dar respuestaa interpelaciones tanangustiadas: pequeñocontrahecho, nada en él seasemejaba lo más mínimo a
la figura de un gran líder. Sinembargo, aquel mediohombre ocultaba dentro de s
todas las cualidades para e
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gobierno; si no fuera así, noestaría amparado por su
rudos subalternos, quecumplían a pies juntillas todolo que mandaba, cualquie
cosa que fuese. —¡Silencio! —
ordenaron estos—. ¡A callartodo el mundo! ¡El alcaide vaa hablar!
Reinó un mutismoabsoluto, obediente yexpectante. Toribio se
adelantó, sosteniendo una
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antorcha que iluminaba surostro, y habló con voz
segura, cargada de dominio. —Lo que tantotemíamos ya está aquí, lo de
cada año —empezó diciendo; lo que tenía que pasar, lo
que veníamos advirtiendo, loque era lógico y natural..Los moros vienen a por La
Mamora! ¡Vienen a pornosotros! Vienen a intentarecharnos mano...
Un intenso murmullo se
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elevó de aquella humanidadindigente y sobrecogida.
—¡Silencio! —gritaronlos brutos adjuntos—. ¡Todoel mundo a callar!
El alcaide prosiguió conaparente serenidad:
—Los moros vienen poLa Mamora y esta vezparecen estar resueltos a
hacerse con la presa..uestras vidas, en efectopeligran; todos estamo
ciertos de esta triste realidad
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no somos niños, sabemomuy bien lo que nos espera..
Pero..., amigos, ¡compadres!no vamos a consentir que norebanen el cuello a la
primera. ¡No, eso noBuscaremos una salidaharemos uso de nuestrainteligencia y trataremos potodos los medios de salva
los pellejos... ¿Confiáis enmí, compadres? —Sí, sí, sí... ¡Dinos lo
que hay que hacer
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Muéstranos tu plan! ¡Teseguiremos en todo!
El pequeño Toribio secreció ante esta adhesiónincondicional, hizo girar la
antorcha en la negrura de lanoche y dijo:
—Ahora, compadrestodos a descansar! Procurad
dormir, que nos esperan días
de fatigas... Y dejadlo todoen mis manos. Ahora es ya denoche y nada debemos teme
por el momento. Pero
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mañana, cuando amanezcamis hombres y yo pondremo
manos a la obra para tratar desalvar a cualquier precio lavida de todos vosotros
¿Confiáis en mí, compadres? —Sí, sí, sí... ¡Claro que
confiamos, alcaide! ¡Haz loque tengas que hacer!
A pesar del consejo de
Toribio, no creo que nadiepudiera pegar ojo esa nocheni siquiera él mismo. Yo por
lo menos no dormí ni un solo
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momento, cavilando sobre epeligro que se cernía sobre
nosotros. Y acordándome deFernanda, se me presentabantodos los males. ¿Estaría ella
bien? ¿Cómo vivirían laamenaza en la ciudadela? Ydaba vueltas y vueltas en eduro suelo, pensando en lapalabras del enigmático
Toribio: ¿qué se proponía?¿Cuál era su plan? ¿Quéquería decir con aquello de
tratar de salvar a cualquie
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precio nuestras vidas?...
3. EL ASEDIOAmaneció con estrépitode pisadas, voces y agudo
silbidos de pífanos. Siguió unsilencio expectante, que sealargó durante un rato largo yextraño. Tras el cual, derepente, los gritos arreciaron
en las torres: —¡Ya vienen! ¡Nosatacan! ¡Alerta! ¡Alerta!
Estalló en todas parte
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la agitación, el desorden y edesconcierto, mientras la
campanas iniciaron epertinente toque a rebato ylas cornetas enloquecían
resonando en los muros; y afondo, como un rugir lejano ya la vez próximo, el vocerío ylos tambores de los moros.
—¡A las armas! ¡Todo
el mundo a las almenasPreparad las mechasApuntad! ¡Esos cañones
Todos los cañones mirando
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al sur! ¡Que nadie disparehasta que se dé la orden!
Una tropa de soldados, ala carrera, venía desde laciudadela para apostarse en
las defensas de la parte sur dela fortaleza. Los oficialegritaban las órdenes a voz encuello y los tambores latransmitían. Arriba las
mechas encendidacentelleaban en el crepúsculoy el aire de la madrugada
parecía estar impregnado de
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incertidumbre y temor. Lasmujeres, los ancianos y lo
niños corrieron a cobijarse enlos sótanos; y en la plazadesangelada nos quedamo
únicamente los hombresanos y jóvenes, esperando aque alguien viniera adecirnos lo que teníamos quehacer.
Se presentó allí ealférez Juan Antonio deCastillo, sudoroso y aturdido
acompañado por un cabo
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todavía más joven que élos miraron, pensaron
titubearon, y el alférez acabódiciendo: —¡¿Qué hacéis ah
parados?! ¡Todo el mundoarriba! ¡Arriba! ¡A lasalmenas!
—¡No tenemos armasrepuso alguien—. ¿No van
a darnos nada paradefendernos?El joven alférez vaciló
como dudando, miró a su
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ayudante y le ordenó: —¡Corre a la
intendencia! ¡Que traiganinmediatamente cincuentamosquetes, munición
pólvora...! ¡Corre! No había acabado de da
la orden cuando estalló arribaun cañonazo... ¡Luego otro!..Y una fuerte voz gritó: —
Fuego! ¡Disparad!Un tronar deexplosiones y tiros brotó en
medio de una nube de humo
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negro, a la vez que nollovían encima piedras
pedazos de plomo y otroproyectiles. Corrimos aprotegernos bajo lo
soportales y desde allí vimoel ajetreo en las almenas: lacarga de los cañones, eacarreo de las balas, eencendido de las mechas, lo
estampidos... No había pasado mediahora cuando se oyó gritar: —
Se retiran! ¡Se van! ¡Alto
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Alto el fuego!Siguió una calma, con
toses y carraspeos entre ehumo denso, algún disparosuelto y después el silencio
total. —¡Vamos arriba! —dijo
alguien.Subimos a las almenas y
vimos a lo lejos el polvo que
dejaban atrás en su retiradalos asaltantes. Algunoscaballos sueltos vagaban en
desamparo por la ladera
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pasando entre los cadávereque yacían sobre la hierba
aplastada. Abajo, en el llanolos moros se concentrabanunto a su campamento.
—¿Hay alguna baja? —preguntó el alférez.
—¡Aquí, señor!Traían a un muchacho
herido. Una bala le había
rozado la cabeza, por encimade la oreja; tenía el pelopegado a la herida y un
viscoso chorro de sangre
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oscura le caía por la mejilla yel cuello, hasta empaparle la
camisa; pero la cosa noparecía ser demasiado grave. —Llevadlo a la
enfermería —mandó ealférez.
Un rato después llegarona la plaza dos carretones connuestras armas. A los que
nunca habíamos tenido unmosquete en las manos nodieron cuatro instruccione
básicas: la manera de
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agarrarlo, la carga, la mechael disparo... A cada cual se le
asignó su puesto en ladefensas, con severaindicación de no dispara
hasta que se diera la ordenHabía poca munición y no sedebía desperdiciar.
A pleno sol, a resguardode mi almena, me quedé yo
en el sitio que me fijaron, alado de un soldado viejo quedebía aleccionarme en
aquellos menesteres de la
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guerra tan desconocidos paramí.
En mi absolutodesconcierto, le pregunté: —¿Cómo ve vuestra
merced la cosa?Aguzando sus ojos de
aguilucho hacia donde estabael enemigo, oteóprimeramente el panorama, y
luego respondió con muchacircunspección: —¡Quiá! Son cuatro
moros piojosos... Han hecho
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un amago para ver cómoandábamos de fuerzas... —
¿Entonces? —Cualquierasabe...
4. ¿MOROSJACTANCIOSOS?
Cuando pasó edesconcierto inicial, loánimos se fueron sosegando
poco a poco. Los que teníanexperiencia por haber vividootros ataques precedentes no
parecían estar demasiado
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preocupados; notranquilizaban diciéndono
que todos los años por esafechas, con el buen tiempoprimaveral, los moros se
entretenían yendo aincordiar, por el puro gustode lucir sus caballos, las ricamonturas, las tiendas decampaña, las armas...; pero
que no era aquello sino unalarde; como una feria paraexhibir su espíritu belicoso
sin que tuvieran verdadera
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intención de hacerse con laplaza; que, por otra parte
hubiera de suponerles muchoesfuerzo, pérdida de hombrey bestias, gasto de pólvora y
munición... En fin, quedebíamos preocuparnos loestrictamente necesarioAquel ejército que habíaacampado al pie de la loma
no era lo demasiado grandecomo para conquistar unafortaleza tan robusta; que San
Miguel de Ultramar, aunque
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contaba con una guarniciónde soldados menguada, no
era presa fácil, por la alturade sus muros, la facilidadpara cañonear desde arriba y
la dificultad que suponían lapendientes y la proximidaddel río. «No es tan fiero eleón como lo pintan —decíanlos veteranos con cierta
indolencia—. Esos moroandrajosos mañana o pasadose cansarán de estar ahí, con
sus tambores y sus canturreo
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a pleno sol, y se irán podonde han venido como si ta
cosa.» O sea, que en LaMamora estabanacostumbrados a que, ya
fuera a finales de abril o aprincipios de mayo, lamorisma apareciera por allun día u otro a darles la lata.
5. ALGARADAPITORREO Y UNA SERIAAMENAZA
De momento no hubo
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ningún ataque importanteLos moros cabalgaban a
distancia, fuera del alcancede nuestros mosqueteshacían cabriolas con su
caballejos, exhibían sugrandes y desmadejadocamellos, sacaban a relucilos alfanjes, tiroteaban aaire, formaban algarabía
pero lejos. Parecía ser pueque tenían razón los viejosoldados cuando decían que
aquello no era sino pavoneo y
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vana algarada, pero que nohabía en el fondo ganas de
atacar seriamente, por muchoque el primer día nos dieranun susto.
El martes por la mañanala turba de enemigos estuvoespecialmente revueltadesde muy tempranoanduvieron formando tropa
e iban y venían al galopehasta el pie de la pendientedonde, siempre a prudente
distancia, hacían ostensible
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las armas, amenazantes, conmucho griterío y aspavientos
Y los nuestros a su vez, desdearriba, les insultaban a voz encuello, respondiendo a la
provocación: —¡Bujarrones! —¡Venid si tenéis
redaños! —¡Poneos a tiro si o
atrevéis, moros cagados!Y así siguió la cosa todala mañana, como en un juego
de críos. Pero a mediodía
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cuando el sol estaba en supunto más alto, nuestra
miradas dejaron de lado ecampamento y se dirigieronhacia el río: una veintena de
abeques y embarcacionemenores llegaba por eestuario, a la deshilada, y sedetenía como a media leguadel fondeadero, quedándose
estática, anclada y con lavelas recogidas. ¿Quiénevenían a bordo? ¿Acaso
piratas berberiscos? ¿Aliado
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de los atacantes? Nadie suporesponder a estas preguntas y
todo el mundo en La Mamorase quedó extrañado yhaciéndose todo tipo de
suposiciones.Esa tarde a mí me tocó
hacer guardia en una de labarbacanas que mirabanhacia el sur, desde donde se
divisaba una gran extensiónde terreno pelado, cerro tracerro. Tuve que estar all
muchas horas, aguantando a
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Santa! ¡Mirad, mirad!Una visión aterradora y
completamente inesperadame despabiló: venía una nubede polvo inmensa
envolviendo una enormemultitud de hombres ybestias. Un nuevo ejércitodescomunal este, seaproximaba lentamente po
la planicie donde crecía lahierba rala y pobre. Nuevamente
enloquecieron las campanas
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los pífanos, las trompetas, lavoces y las carreras de lo
hombres. Y nuestra gentesubió para ver la amenazaque se avecinaba. Una hora
después, horripiladosveíamos levantarse uncampamento cien vecemayor que el anterior...
6. UN TORBELLINODE HECHOSLo que sucedió a parti
de aquel martes fatídico fue
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tan vertiginoso, tanatropellado, que todavía me
cuesta trabajo poner en ordenen mi memoria cadaacontecimiento, cada
incidente y cada sobresaltodada la intensidad con quelos viví, poseído por unextraordinario estado deansiedad, como una zozobra
un enloquecimiento...Vayamos pues porpartes, y pido desde este
momento perdón si pudiera
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quedar trastocado el orden delos hechos u omitida
cualquier peripecia de menoimportancia.Conservo claro
recuerdos de lo que pasó esamisma tarde, es decir, el día29 de abril, en las horas quesiguieron a la llegada degran ejército de los moros
Como es natural, se desató unpánico morrocotudo que sepropagó hasta el último
rincón de la fortaleza. Si bien
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el primer ejército había sidorecibido con indolencia, y
hasta con cierta chanzaahora todo parecía perdidounca antes en la historia de
San Miguel de Ultramar sehabía conocido una amenazade tal calibre. Los ánimospues, quedaron de pronto polos suelos: la inminencia de
desastre era demasiadoevidente.Antes de que se ocultara
el sol, se vio salir de
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campamento enemigo unahilera de camellos que se fue
aproximando lentamenteconducidos por hombres quevenían a pie llevando la
riendas con una mano ysosteniendo en la otra unabandera blanca. Se trataba sinduda de un comité que veníaa parlamentar; al menos eso
nos pareció a todo el mundo.Como los de fuera de laciudadela éramo
considerados tan poca cosa
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que nadie nos dabaexplicaciones de nada
tuvimos que conformarnohaciéndonos suposicionesUnos decían una cosa y otro
la contraria. Pero finalmenteel alcaide reunió a la gente yexpuso sin titubeos una seriede informaciones: que esomoros de los camellos traían
una severa advertencia departe de sus magnates; quelas puertas de La Mamora
debían abrirse para hace
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entrega incondicional de laplaza; que si no no
rendíamos tendríamos queatenernos a laconsecuencias; y que aque
inconmensurable ejército erael grueso de la hueste desultán de Mequinez, MulayIsmail, el más poderoso ytemido de los reyezuelos de
Berbería, que había decididoformarse nada menos que unimperio, no estando
dispuesto a consentir que la
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presencia de una plazaespañola ensuciase la
vastedad de sus dominiosVenía pues resuelto aconquistar San Miguel de
Ultramar. Y por último, eCeutí concluyó diciendo queera locura resistir, ya que noteníamos municiones npólvora suficientes en la
santabárbara del fuerte paradefendernos de tal cantidadde atacantes: unos ochenta
mil, según decían los que
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sabían contar ejércitos a ojoLa suerte pues estaba echada
¿Cómo no enloquecer viendotan próxima la muerte?Esa noche, como no le
quedó más remedio, egobernador cedió en suobstinación y se dispuso aunir a toda la población parala titánica defensa: abrió la
puertas de la ciudadela ycomunicó la comandanciacon todos los barrios de La
Mamora, distribuyendo
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armas y municiones; aunqueadvirtiendo severamente de
que nadie de fuera podíapernoctar en el interior de laciudadela.
Por un momento, meolvidé de todo lo que nofuera correr a buscar aFernanda. La hallé en laplaza principal, pálida y
llorosa. Nos abrazamos ymezclamos nuestralágrimas. Ella decía:
—Perdóname,
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perdóname... ¡Fue por mculpa!
—Deja eso ahora —contestaba yo—. ¡Estamountos!
Poco después deencuentro, las campanarepicaron y se anunció potodas partes que se iba ahacer una rogativa. La gente
se congregó en la iglesia ylos frailes descorrieron latres cortinas que ocultaban a
azareno. Al aparecer ante
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nuestros ojos la estampaserena del Cristo, cedió e
pánico y nos poseyó laconfianza. Hubo plegariascantos, gritos desgarrados..
La muchedumbre se echó asuelo de rodillas, implorantecomo si estuviera ante laúnica tabla de salvación. Yverdaderamente algo
emanaba de la imagen, algomisterioso y difícil deexplicar, como un profundo
consuelo, una última
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esperanza, en medio deaquella hora espantosa...
Después de los rezos, ala luz de las antorchas, egobernador compareció para
dar las órdenes. Su discursofue torpe, deslavazado y pocotranquilizador; más biendesmoralizante. Amonestóamenazó y amedrentó aún
más a la pobre gente. ¡Quéhombre tan inútil y tandesapacible!
Allí mismo se
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repartieron las armas, lapólvora y la munición. No
había más horizonte ni másalida que resistir. La gentese puso en lo peor, se
desazonó y brotó una llanterageneral. Algunos alzaron lavoz para suplicar:
—¡Señor gobernadorrinda vuecencia la plaza!
—¡Salve nuestras vidaspor Dios bendito! —¡No queremos morir!
Pero don Juan de
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Peñalosa no escuchaba; dioun rabotazo y se retiró a su
despachos sin decir ni unasola palabra más.
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LIBRO VIIIDe cómo hubo de
negociarse con premura,a causa del peligroinminente; y de lo que
pasó en La Mamorapor la obstinación
del gobernador de laplaza
1. LA CARTATranscurrió otra noche
en vela, cargada de ansiedad
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con ruidoso ajetreo decarretas y cañones por e
suelo empedrado, estrépitode pisadas, voces, riñasórdenes... La Mamora hervía
debatiéndose entre el pánicoy el coraje.
Después de no habedormido nada, por la mañanafui a echarme un rato bajo lo
soportales, buscando lasombra y algo detranquilidad; pues estaba
agotado por tantos trabajos
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subir y bajar por laescaleras, cargar pertrechos y
soportar todo el día el soimplacable. Apenas cerrabalos ojos cuando se presentó
un muchacho con un avisourgente: Toribioel Ceutí memandaba llamar; y debía yoir al momento a su casa, soloy con discreción.
Encontré la puertacerrada, llamé y, cuando meabrieron, me topé en la
pequeña estancia con un
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montón de hombres. Mehicieron pasar con apremio
nadie hablaba, nadie me dijonada, y penetré en unambiente atestado y
sofocante, cuerpo con cuerpoCerraron detrás de mí lapuerta y quedé en medio delas caras rudas, sombrías, lamiradas torvas, la
expresiones contraídas y loojos con el brillo de laconspiración; todo el mundo
de pie, sucio y hediendo
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sudor podrido, hollín ypólvora quemada.
Me mantuve quietoesperando a que alguien medijera por qué se me había
llamado, puesto que no veíapor ninguna parte al CeutíHasta que este apareció amedia altura, abriéndose pasoentre sus rudos partidarios
con aire de misterio, el ojoderecho guiñado y unaostensible impaciencia en su
ademanes.
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—Cayetano, ha llegadoel momento —me dijo a
bocajarro—. ¿Estás connosotros o contra nosotros?Medité un brevísimo
instante y respondí conresolución:
—Con vuaced, posupuesto... ¿Qué hay quehacer?
El Ceutí sonrió, pero susonrisa no restó nada a laansiedad que dominaba su
cara. Contestó:
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—Una carta... Hay queredactar de inmediato una
carta. Y tú la has de escribirpuesto que nadie aquí sabe deletras... Así que... ¡a ello!
Todos se hicieron a unlado, comprimiéndosetodavía más para dejaespacio junto a la mesa. Eaire era fétido, irrespirable
Me senté y un ayudante medio papel, pluma y tintero. —Vamos, vamos
escribe —me apremió e
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Me temblaban lamanos, sudaba, me resbalaba
el cálamo entre los dedosemborroné la hoja, raspétaché...
—No importa, noimporta —me decía el Ceutídándome pescozones—Letra clara es lo único que tepido... ¡Letra muy clarita
Para que se entere bien...Después de titubear unrato y tener que desechar un
par de cuartillas, la carta
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quedó así:Al gobernador:
A la vista de que lamorisma edesmesuradamente superio
en número a los hombreútiles que defendemos estaplaza y que, defendiéndonosno haremos sino encolerizaal enemigo más, peligrando
de aquesta manera las vidade las mujeres, niñosenfermos y toda la
guarnición, reunidos en junta
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de marineros y vecinoshemos resuelto rendir esta
parte de la fortaleza y abrir lapuerta para tratar lacondiciones de paz con e
sultán de los moros. Así quepedimos que se haga ahí lomismo para no empeorar lacosas.
El alcaide y la junta
—Muy bien —dijo eCeutí cuando terminé deleerla—. ¡Perfecto!
—¿Y los sellos? —
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observé. —¿Los sellos? ¿Quésellos? —Habrá que ponerle
un sello al menos... —¡Nadade sellos! ¡No tenemos selloaquí! Enróllala y
marchando!Toribio le dio la carta a
uno de sus hombres y leordenó que fuerainmediatamente a entregarla
en la ciudadela.
2. EL MOTÍN
Nos subimos a una de
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las torres desde la que sedivisaba muy bien el patio de
armas del cuartel. Vimosentrar al enviado y hablar conlos guardias de la puerta. A
cabo salió un oficial, recogióla carta y entró con ella en lamano en la Capitanía. Pasadoun rato, salió don Juan dePeñalosa con paso
acelerados, el rostroencendido, rojo de rabiallevando un arcabuz en la
manos. Se detuvo, apuntó a la
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cabeza del mensajero y ledisparó un tiro sin
contemplaciones, haciendoque los sesos y la sangresaltaran por los aires.
—¡Será hijo de la granputa! —exclamó el Ceutí.
Todos estábamosperplejos, mirando hacia emuerto que yacía sobre un
gran charco de sangre en eempedrado. —¡Esto se acabó! —
bramó a nuestro lado e
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alcaide—. ¡Vamos a por esecabrón!
Los hombres no se lopensaron, echaron a correescaleras abajo; recogieron
las armas y se concentraronen la plaza a los gritos de:
—¡Rebelión! ¡A porellos! ¡Tumbemos la puerta!
Un instante despué
reventó la puerta de laciudadela, por un cañonazo acuatro varas de distancia
Todo fue muy rápido a
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continuación: los marineros yla brava gente del Ceutí entró
en el recinto militatiroteando, aullando yllevándose por delante a
cualquiera que se pusiera pomedio. Yo iba también en laturba, con mi mosquetecomo poseído por una fuerzay un coraje desconocido
antes en mi personaDisparaba al aire, cargaba yvolvía a disparar..., formando
parte del atronador estallido
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de furia que cogió posorpresa a la guarnición. A
los oficiales no les diotiempo a reaccionar y nopudieron reorganizar a los
soldados. Y estos enseguidalevantaron los brazos ysoltaron las armas, porqueuna mayoría de ellos ya habíatenido conversaciones con
los de fuera y estabanconformes con el motín.Apenas hubo alguna que
otra pelea, forcejeo y
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finalmente, un solo herido, eodioso sargento Cristóbal de
Cea, que no se pudo librar dela inquina de aquellos aquienes había maltratado: su
propios subordinados ledieron una gran paliza y apunto estuvieron de arrojarloal aljibe.
También quisieron los
marineros y los soldadoapalear al nada queridogobernador, pero el alcaide
salió al paso y logró
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detenerlos con grandegritos:
—¡No! ¡Quietos! ¡Queno se toque a nadie más! ¡Nosomos bandidos!
Trajeron a don Juan arastras al medio del patio dearmas y allí, delante de todoel mundo, el Ceutí le hablóde esta manera:
—Vuecencia capitularála redención de la plaza conlos moros, quiera o no quiera
Así que nombre aquí mismo
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a un emisario y mándelo asultán, si en algo estima su
vida.El gobernador le mirabacon unos ojos lánguidos
raros, llenos de estupor. Todasu soberbia estaba rendidaante el ímpetu del pequeño yorobado alcaide que con
tanta autoridad le inquiría.
Entonces, el capitánRodríguez dio un paso afrente, al ver que su superio
no reaccionaba, y dijo con
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una voz quebrada: —Esto es una plaza
militar y ningún civil daórdenes aquí...Toribio se fue hacia él
le puso el cañón demosquete en la nariz y rugió:
—Aquí se hará lo quedice la junta, que es quientiene ahora el mando. Así que
o capitulan usías ocapitulamos nosotros y allávuecencias...
—¡Eso, capitulemos ya
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gritó la gente—Salvemos las vidas
Nombrad un emisario! ¡Yque salga ya!De pronto, de forma
inesperada, el gobernadoalzó la voz y dijo condesesperación:
—¡Dejadme hablarSoy el gobernador! ¡En
nombre del rey, escuchadme!Se hizo un silencioimpresionante, en el que
todas las miradas se
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volvieron hacia él. Don Juanestaba jadeante, brillante de
sudor, en camisa, sin susombrero, sin el penacho deplumas ni el resto de su
arrogantes atributos. —¡Yo y solo yo debo
decir lo que debe hacerse! —añadió.
—Hable pues vuecencia
le instó el alcaide—. Digatodo lo que tiene que decirPero cuide sus palabras..
uestras vidas penden de un
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hilo... Así que cuide de nocontrariarnos... Porque..
Porque le dejo seco aqumismo!Don Juan tragó saliva
miró a un lado y otro, comobuscando ayuda en algunaparte... Al fin, habló:
—Está bien. Comprendoque no hay salida... Si hay
que capitular... Si hay quecapitular... Si hemos de...Calló, como agobiado
como si quisiera medir bien
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sus palabras ante la acucianteamenaza del mosquete de
Toribio que le apuntaba a dospalmos. La expectación eraenorme; la tensión asomaba
en todos los rostros. —¡Hable! —le apremió
el Ceutí—. ¡Siga vuecencia ole mato! ¡No hay tiempo!
El gobernador hizo un
gran esfuerzo para aparentauna serenidad y un coraje queno le sobraban. Miró a su
oficiales y, como si ignorase
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a quien le amenazaba, dijo: —¡Sea! Pactemos
capitulemos, rindamos LaMamora... Pero hagamos lacosas como deben hacerse
siguiendo las sagradas leyede la guerra. Somos súbditodel rey de las Españas..Comportémonos como tales
—¡Bien dicho, señor! —
exclamó el capitán Rodríguez. Haremos lo que vuestraexcelencia disponga.
—¡Calla tú! —gritó e
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Ceutí, apuntando ahora haciael capitán—. Deja que e
gobernador prosiga.Don Juan de Peñalosatragó saliva de nuevo y
retomando su fingidacompostura, añadió:
—Yo rendiré la plaza asultán si se respetan lacondiciones que considero
oportunas para cumplir laleyes militares. —¡Diga vuecencia
cuáles son esas condiciones
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le exhortó el alcaide—Pero dígalo sin rodeos..
Nuestra paciencia se agotaY esos moros de ahí estándeseando atacarnos... Así que
hable! —Mis condiciones son
estas: que mi señora esposa ytodos los oficiales desargento para arriba con sus
mujeres queden libres; y queyo pueda salir al frente detodos ellos sin que nadie no
estorbe para embarcarnos en
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un navío rumbo a España...El gentío estalló en
airadas protestas: —¡Nada de eso! —¡Pégale un tiro
alcaide! —¡O todos o nadie!El Ceutí gritó con
autoridad: —¡Silencio todo e
mundo! ¡Dejadle terminar!El gobernadoprosiguió:
—Si cumplís esa
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condición; si nos dejáis partisanos y salvos, yo me
comprometo a procurar quelos demás seáis rescatadocuando llegue a España
Comprended que no hay otrasolución. Si todos cayéramocautivos del sultán, ¿quiénnos ampararía? En cambio, syo voy a presencia de la
autoridades cuanto antes yles convenzo de que la fuerzaenemiga era invencible, me
creerán. ¡Yo soy el único
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gobernador de La MamoraA mí me creerán!
Toribio le miró conseveridad y le dijo: —Está bien, de acuerdo
Pero yo le pongo a vuecenciauna condición por nuestraparte: que no se hable nuncadel motín; que laautoridades no sepan lo que
ha pasado... ¡Aquí todosomos uno! Si os dejamopartir en ese navío, no no
denunciaréis...
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—Así será —asintió donJuan—. Aquí no ha pasado
nada. —¡Júrelo! ¡Júrelovuestra excelencia por Dios
le exhortó el alcaide—Júrelo por su alma!
—¡Lo juro! ¡Tenéis mpalabra de cristiano y decaballero!
—¡Pues adelante! —sentenció Toribio—. ¡Acapitular!
Una gran ovación de
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conformidad, brotadaespontáneamente del gentío
certificó el trato.Acto seguido, partieronel capitán Juan Rodríguez y
el propio alcaide hacia ecampamento de los moropara pactar las condicionede la rendición de LaMamora.
Mientras tanto, yo fui ala casa de los veedoresdonde estaban refugiada
Fernanda y doña Matilda. La
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encontré arrodilladaspálidas, aterrorizadas
rezando el rosario delante deun cuadro de la Virgen. Seabrazaron a mí.
—Todo está resuelto —les dije—. Ahora solo quedaesperar.
Y luego, con mátranquilidad, les referí lo que
había pasado. Ellas memiraban, temblorosas, sinacabar de creerse cuanto le
decía. A ratos parecían
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consoladas, pero enseguidavolvían a inquietarse.
—¿Ay, qué va a ser denosotros? —sollozaba el ama. ¡Señor, qué miedo! ¡Qué
miedo tan grande!Y Fernanda, poniendo
sus ojos espantados en emosquete que yo llevaba enlas manos, exclamó:
—¿Y eso, Tano? ¡PorDios! ¿Y eso? —Ya te contaré... —
respondí.
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—¡Tano! No habrás..o habrás causado mal a
alguien... —No, a nadie, Nanda, anadie...
Allí las dejé a mi pesarporque debía volver dondelos demás, para evitar quealguien pudiera sospechar demí; para no dar lugar a que
empeoraran las cosas...
3. LA
CAPITULACIÓN
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Dos horas después, antedel ocaso y en medio de una
gran expectación, regresaronlos emisarios con buenanoticias. Todo había
resultado como se esperabael sultán estaba conforme conlas condiciones y aceptaba larendición en los términopropuestos por el gobernador
Se respetaba la noche y sefijaba el mediodía como lahora en que debían abrirse la
puertas. Un barco estaría
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preparado en el puerto aamanecer para dejar que
pudieran irse solo lasiguientes personas: emaestre de campo don Juan
de Peñalosa y su mujer; eveedor don Bartolomé deLarrea y la suya; sus dosobrinos gemelos; el capitánJuan Rodríguez, el alférez
Juan Antonio del Castillo, esargento Cristóbal de Cea, ylas respectivas esposas de
estos tres últimos; más lo
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dos capuchinos que hacían decapellanes. En total pue
quedaban libres trecepersonas; ni una más. Eresto de los habitantes de San
Miguel de Ultramar, quesumábamos tres centenarede almas, con las mujeres ylos niños que había en laplaza, quedábamos como
rehenes a merced de loasaltantes.La noche fue larga
anhelante, cargada de
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suspiros de ansiedad. Laincertidumbre reinaba en La
Mamora en medio de unaquietud terrible. En cambioabajo en el campamento de
los moros había jolgorio: etamborilear y los cánticollegaban lejanos, con la brisadel mar. Arriba, solamentesilencio, miedo y ninguna
ganas de dormir.Cuando despuntó laprimera luz del día, vimo
que un barquichuelo solitario
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venía río arriba hacia eatracadero... Allí se detuvo
echó el ancla y se quedóesperando a los que tenían lasuerte de escapar de tanta
tribulación.Los afortunado
recogieron sus cosas yatravesaron la plaza ensilencio. Delante iban e
gobernador y su esposaseguidos por los oficiales. Afinal de la fila, los veedores y
sus sobrinos. La gente le
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miraba con una mezcla deresentimiento y expectación
Unas mujeres les gritaroncon angustia, entre sollozoahogados.
—¡No se olviden denosotros vuestras mercedes!
—¡Tengan caridad! ¡PorDios, no nos abandonen!
—¡Lleven al rey
nuestras súplicas! ¡Que norescaten! ¡Por la VirgenSantísima! ¡Que vengan a
sacarnos de aquí!
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Solo doña Macaria sevolvió, alzó las manos y
llorosa, contestó: —¡Perdonadnos! ¡Noduele el alma por dejaro
aquí! ¡No nos olvidaremos devosotros! ¡Haremos todo loposible...! ¡Por mi vida quelo haremos! Nodescansaremos hasta que
logremos que os liberen...También los fraileslloraron, lanzaron
bendiciones y se fueron entre
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lágrimas. Qué lamentable eraver partir a los pastore
dejando allí a sus ovejas, amerced de los lobos... Pero etemor es tan humano...
ENTRE EL MIEDO YLA ESPERANZA
Amaneció: el soempezó a lamer San Migue
de Ultramar con una luzdorada, extraña, que fueacariciando las torres, lo
campanarios, las almenas, lo
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tejados... Se avecinaba latemida hora de abrir la
puertas y la gente se ibacongregando, apiñadabuscando la proximidad
humana para mitigar dealguna manera la desazón detrance. Yo estaba en lo altode una barbacana y vi zarpael barquichuelo de lo
liberados, batir remos yalejarse por el estuario haciael océano. No muy lejos de
fondeadero, el inmenso
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ejército de los moros seagitaba entre sus tiendas; la
hogueras de la noche seextinguían y lanzaban acielo innumerables hilillos de
humo negro; y los dichosotambores, que habíandescansado durante algúntiempo, volvieron a iniciar suinquietante fragor; mientras
una neblina marina empezabaa envolver el campamentolos caballos, los camellos, la
banderolas... Sin contornos
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el horizonte inaccesibleparecía sumido en una nada
opaca que resultabadesconcertante...Aun en medio de la
preocupación, hallé en mespíritu algo de calma ydecidí ir al encuentro deFernanda, del ama y de donRaimundo. Los encontré en
medio de la gente, rodeadode un ambiente impregnadode angustia mortal. Los llevé
aparte, me puse frente a ello
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y, sacando de mí toda laserenidad que pude, les dije
en voz baja: —Seamos fuertes..Ahora darán la orden de abri
las puertas y los moroentrarán...
Los tres me mirabandemudados, completamentependientes de mis palabras
Solamente doña Matildaemitió una especie de gemidoy balbució:
—Ay, Dios... ¡Dios mío
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¿Qué va a hacernos esagente... ?
—Nada —respondí—o debemos ponernos en lopeor... Respetarán el pacto y
no tocarán ni un pelo acuantos estamos aquí; eso elo acordado... Aunque todo loque hay en La Mamora lepertenece, nuestras persona
tienen la condición derehenes; somos sus cautivoy negociarán un rescate. Eso
es lo que suele hacerse en
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estos casos... Confiamos enlo que juró el gobernado
antes de irse: que acudiránada más llegar a España alas autoridades para que
envíen cuanto antes aemisarios que negociennuestra liberación. Por lotanto, no nos queda otra cosaque esperar, esperar
resignados...Fernanda abrazó al amay, consoladora, le dijo: —
ada malo nos va a pasar..
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Habrá que confiar en DiosUna vez más, habrá que
confiar...Estando en estaconversación, la campana
empezó a emitir un tímidotintineo para convocar a lagente. Venía el alcaide contodos sus hombres para dalas últimas instrucciones. Se
puso en medio de la plaza yhabló con mucha autoridad: —¡Compadres —
comenzó diciendo—, no
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debemos tener miedo! Si nohubiéramos empeñado en
resistir, ahora todosestaríamos muertos... Perogracias a Dios, ha triunfado
la sensatez y hemos logradoablandar el fiero corazón desultán. Nadie sufrirá dañotodas las vidas seránrespetadas... Eso sí, debemo
pagar un tributo: cuantoposeemos, todo lo que devalor tenemos guardado en
nuestras casas o lo llevamo
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encima, debemos entregarloAsí que preparad el oro, la
plata, el dinero y las alhajaque tenéis, porque hay quedarle todo eso al sultán. ¡Y
que nadie se pase de listoada de esconder, engañar o
enredar... He dicho: ¡todo! Yno me haré responsable si seincumple esta ley... Si alguno
de vosotros quiere morir oque le corten una mano, ¡alláél!
Un denso murmullo fue
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creciendo, mientras seintercambiaban mirada
llenas de preocupación y lagente empezaba a palparselas ropas, los bolsillos, la
faltriqueras, las entretelas...rebuscándose lapertenencias de valor.
—¡Y otra cosa! —añadió el Ceutí—. También
las armas deben entregarse..Todas y cada una de lasarmas! Así que id
amontonando los mosquetes
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espadas, cuchillos, navajas..Poned ahí a la vista todo
aquello que pudiera servipara defenderse... ¡Ytampoco en esto caben
trampas!La gente obedeció sin
rechistar. Pronto hubo enmedio un montón enorme dearmas y utensilios de todo
género; incluidos punzonesclavos, tijeras, hoces, azadasmartillos, horcas... All
encima puse yo el mosquete
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que me había acompañado denoche y de día desde e
ataque, sintiendo que mequitaba de encima un granpeso, pues siempre temí tene
que dispararle a alguien.Una vez que vio e
alcalde que se cumplía lomandado, prosiguió con sudisposiciones:
—¡Compadres! No hacefalta que os diga que ya nohay gobernador en La
Mamora... El que había, va
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navegando a España... Apartir de ahora, yo soy la
única autoridad entre locompatriotas que aquestamos. Yo velaré por cada
uno; yo veré la manera deque no sufráis mal alguno; yoos defenderé y pondré ordenentre vosotros... Pero unacosa os digo ya desde este
momento: nada de riñasnada de peleas, nada dechinchorreo... Aquí todos
somos iguales, todos somo
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cautivos del sultán... ¿Habéioído bien? ¡Todos iguales
Que nadie se crea por encimade los demás ni se procure lalibertad por su cuenta... O
todos o ninguno¿Comprendido?
La gente asintió muyconforme:
—¡Sí, señor!
—¡Así lo haremos! —¡Confiamos en tialcaide!
Dentro de la ansiedad
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que reinaba, las palabras deCeutí lograron sembrar algo
de esperanza. Y los ánimosse aquietaron todavía mácuando dijo con aire
tranquilizador: —¡No os preocupéis
compadres! Comprendo quetengáis miedo, porque esta euna hora mala, pero yo o
aseguro que saldremoadelante... Yo conozco bien aesos moros; algunos de su
efes son buenos amigo
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míos. No son tan mala gentecomo pensáis; tienen otra
religión, creen en su Alá y ensu profeta Mahoma, pero sontemerosos de Dios... En toda
partes hay gente buena ymala... También entrenosotros... ¿O no? Así quearriba esos ánimos
compadres!
Algunos aplaudieron ygritaron: —¡Eso, muy bien!
—¡Que sea lo que Dio
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quiera! —¡Estamos en la
manos del Señor!Como no quedaba otracosa que confiarse y rezar
todo el mundo echó mano dela fe. Y unas mujerespropusieron:
—¡Saquemos aazareno! ¡Oremos todo
untos al Divino Señor de LaMamora!Esto pareció una
buenísima idea y fuimo
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todos a la iglesia. Allí afondo estaban las tre
cortinas, corridas, ocultandola imagen del Cristo. Nadiese atrevía a acercarse, puesto
que, al no estar los frailes, nose sabía quién debía hacersecargo, porque eran ellos losúnicos que tenían potestadpara manejar las cosas de
azareno. De manera que seprodujo una situación raracon aquella muchedumbre
ferviente, quieta, mirando
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hacia el camarín quepermanecía velado.
Entonces alguienexclamó: —¡El monaguillo! ¡E
monaguillo! ¡Que retire lacortinas el monaguillo!
Todas las miradas sevolvieron hacia un chiquillode unos ocho años, muy
despierto, rubito y candorosoque hacía de monaguillo enlas misas cuando estaban lo
capuchinos.
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—¡Anda, ve! —leordenó el alcaide.
El niño titubeó, sonrió ydio una carrerita hasta lacortinas.
—¡Abre, abre...! —leinstaban—. ¡Abre de unavez!
Descorrió la primeracortina, temeroso, y luego
miró al Ceutí. —¡Todas! —le dijo este. ¡Las tres cortinas, hijo!
Tiró de la última y
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milagro. Cuando todosucumbe, ¿quién no alberga
en el fondo de su ser labendita ilusión de unprodigio? Yo pensaba: y si
ese sultán decidiera ahora, derepente, por una misteriosainspiración, levantar sutiendas y volverse a surecóndita ciudad; y si tal vez
apareciera en la mar unaescuadra de cincuentagaleones españoles, todo
provistos de diligente
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soldados y eficaces cañoneque pusieran en fuga a
ejército moro; y si una legiónde ángeles enviada por eTodopoderoso descendiera
desde lo más alto del cielo..Pero era la jornada dedestino, el cual había derecibirse como venía. Porqueuna fuerza superior tenía
designado aquel día como ede nuestro cautiverio. Yaunque no hubiéramo
perdido la fe, aunque en lo
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más hondo confiásemofinalmente en Dios, no
dábamos perfecta cuenta deque el sol estaba en lo máalto y que dentro de un
momento se abrirían lapuertas de La Mamora aaquella muchedumbre dehombres desconocidos que senos antojaban aterradores. De
ahí el espanto de todos; deahí el silencio escalofriantede esas almas sencillas
indefensas, que no tenían ya
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nada que decir ni que hacedespués de haberse
encomendado al único quepuede gobernar los destinos. —¡Ya vienen! ¡Ya están
ahí! —gritaron los centinelaen las torres.
Y el alcaide, con todo lomenudo y deforme que erapareció crecerse, se puso
delante de los dos centenarede personas que estábamoallí pendientes de sus órdene
y dijo:
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—Hagamos las cosacomo se ha acordado..
Compadres, no temáis!Y después de esta últimaadmonición, se dirigió a su
hombres y les mandó: —¡Abrid las puertas!Un estremecimiento y
algunos suspiros angustiadorecorrieron la masa que se
iba apretujando cada vezmás, como buscandoconvertirse en algo compacto
y sólido. Nos santiguamos
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mientras veíamos descorrelos cerrojos, alzar la
aldabas, recoger las gruesacadenas; el crujir de lamaderas, los chasquidos de
los hierros y el chirriar de logoznes acabaron de poner envilo las almas. A mi ladoFernanda me tomó de lamano y susurró:
—Bueno... Que sea loque Dios quiera...Oímos luego estruendo
de cascos de caballo, voces y
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relinchos en las partes de laciudad que no se veían desde
allí. Todos los ojos estabanmuy fijos en el arco deentrada de la ciudadela, cuyo
gran portón permanecíaentrecerrado. Y de repenteacabó de abrirsebruscamente, dejando ver unaturba de moros armados
vestidos con aljubas y petode cuero, las cabezas conturbantes y manifiesta avidez
en los rostros oscuros y
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barbudos. Detrás de ellovenían otros moros a caballo
a lomos de asnos, encamellos, todos ellos conlanzas, mosquetes y alfanje
en las manos. Penetraban enla plaza con ímpetu, peroenseguida se deteníanmirando a un lado y otrocomo desconfiando. A ratos
prorrumpían en griteríoespontáneos; a vececallaban, como si no
terminasen de creerse de
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todo su fácil victoria. Noobservaban con sus cara
asombradas, pero semantenían a distancia denosotros.
El alcaide se fue haciaellos con las manos en alto yles habló en su lengua, conafabilidad y sumisión. Loque parecían ser los jefes po
su aspecto, contestaronsonrientes, apreciablementesatisfechos. Uno de ello
montaba un camello blanco
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imponente, al cual hizoinclinarse con facilidad
obligándole a doblar las patadelanteras; descabalgó ycaminó con desparpajo
haciendo que su capa verde yvistosa oscilase con poderíoera un hombre fornido, bienparecido, con hilos de plataen la barba negra
Conversaron brevemente eCeutí y él, sin quecomprendiéramos su
palabras. Luego el moro
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aquel se dirigió a nosotrosnos miró con suficiencia y
dijo algo en su lengua.El alcaide tradujo: —Quien os habla e
Omar, ministro del sultánMulay Ismail y general desus ejércitos. Ha dicho queahora somos cautivos de suseñor, el rey de Mequinez
que ya es también nuestroamo y único dueño. Dice quenada hemos de temer, pues e
sultán es compasivo y
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misericordioso como Alápero que no habrá compasión
ni misericordia para quienese resistan o se nieguen aobedecer.
La gente, al oír aquellomurmuró:
—¡Ay, gracias a Dios! —Menos mal. —Bendito sea Dios.
Miré a los míosFernanda parecía tranquilano así doña Matilda, pálida
exhausta y despeinada. Don
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Raimundo, a su lado, habíamenguado mucho, envejecido
por tantas peripecias, y teníacierto delirio en los ojosperdidos tras las lente
empañadas. —No hay que
preocuparse —les dije—. Nova a pasaros nada...
No pararon de llega
más y más moros, consemejantes atavíos, algunocon pieles de leopardo y de
león; eran los magnates de
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ejército. Hablaban entreellos, formaban algarabía
lanzaban risotadas, a vecedaba la impresión de quediscutían... De pronto se
formó un gran revuelo; todoellos se volvieron para vequé sucedía a sus espaldastronaban los tambores y lachirimías, arreciaban la
voces... —¡El sultán, el sultánviene! —nos indicó e
alcaide—. ¡Haced
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reverencia! Nos inclinamos. Yo vi
de reojo cómo entraba acaballo el rey moro, sobreuna montura riquísima, de
pelo de gineta, con adornode oro, perlas y sedas. Supresencia resultabaimponente, bajo unasombrilla que sostenía un
negro enorme, una especie decoloso. No era el sultán muyalto; de mediana talla, tenía
el rostro largo, moreno, la
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barba partida y fuego en lamirada. Detrás venían otro
aguerridos gigantecustodiándole, todoigualmente negros
igualmente musculosos ybrillantes de sudor, hechoscomo de acero. Solo estos semantenían de pie y erguidosporque a derecha e izquierda
todos los demás se habíandoblado hasta casi dar consus narices en el suelo. Un
pregonero de aguda voz
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lanzaba al aire proclamaincomprensibles, como
aullidos, que erancontestadas con albórbolas deentusiasmo.
El sultán descabalgóvio lo que había y apenas sedetuvo allí un momentoDespués desapareció podonde había venido y
pudimos enderezarnosEntonces llegó la hora de larapiña...
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6. EL SAQUEOEstalló repentinamente
como una locura. Los morose esparcieron por laciudadela, penetrando en la
casas, hasta en los últimorincones, mientras se oía etronar de las hachadestruyéndolo todo, eencrespado vocerío de la
disputas y el fragor deforcejo afanoso de la codiciaArriba en la torre de
homenaje seguía ondulando
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la bandera del rey católicosubió uno de los guerreros, la
arrancó del mástil, la mostróufano y luego la arrojó desdelo alto, yendo a caer al patio
delante de nosotros, donde lahicieron trizas con saña.
Era la hora ya de paganuestro tributo. El alcaideToribio y sus hombres
entregaron al general Omados cestos con todo el oro yla plata recogidos entre
nosotros. A mi lado, doña
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Matilda se lamentó en unsusurro:
—Ahí va mi alianza..Qué pena! Mi anillo debodas y los obsequios de m
difunto esposo... —¡Anda con Dios! —
dije—. Eso son solo cosas..Mientras conservemos lavida...
Lo peor todavía no habíallegado. A continuación losefes moros entraron en la
iglesia, impetuosos
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furibundos. Nuestra gente averlo se removió
estremecida. Hasta me duelela mano al tener que escribilo que sucedió a
continuación; una escenapara la que no estábamopreparados: ¡un sacrilegioSalieron los sarracenoarrastrando entre varios la
imagen del Nazareno, sinningún respeto ncompostura, y la arrojaron
allí delante de nosotros, en
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medio de la plaza. La sagradatesta dio en el empedrado un
tremendo golpe; seco, derecia madera, que retumbóbajo las galerías. Nuestra
gente gritó y gimióhorrorizada. En el suelo, decostado, yacía el Señor de LaMamora, con las manoamarradas y los pie
descalzos. Uno de losaqueadores le arrebató lacorona y las potencias de oro
bruscamente, y el otro
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desnudó la imagenencantado, feliz por hacerse
con la túnica tan bonitabordada con hilos de oro.El resto de las imágene
corrieron semejante suertefueron sacadas con despreciodespojadas de cualquieelemento valioso yamontonadas en un rincón
Me conmovió mucho ellanto de las mujeres, queveían por el suelo las talla
de la Virgen María, del Niño
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Jesús, de San Miguel, de loapóstoles, de los santos..
Qué gran dolor y quéespanto! Era como ssucumbiera todo, en aque
torbellino, en aquel caos quenos rodeaba por doquier sinque pudiéramos hacer nada ndecir nada. Porque, a cadamomento, el Ceutí no
advertía: —¡Quietos! ¡AguantadCallad y aguantad! S
queréis salvar las vidas, no
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hagáis ninguna tontería..Mirad hacia otro lado, cerrad
los ojos... ¡Aguantad! Unaanciana alzó la voz y replicóPero ¿no ves lo que están
haciendo? ¡Mira cómo tratanlas sagradas imágenes!
—¡Silencio! ¿No mehabéis oído? —contestó ealcaide—. Dejad eso ahora
porque nada lograremoenfrentándonos... Ya meencargaré yo a su tiempo de
salvar todos esos santos...
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El saqueo se prolongómás de tres horas, durante la
cuales permanecimos en emismo sitio, sin comer, sinbeber, atemorizados y
confundidos. Los que málástima daban eran loancianos, los enfermos, loniños... No había por emomento ninguna compasión
ni miramiento hacia ellospor mucho que el tal Omar lohubiera prometido.
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7. DE CAMINO AMEQUINEZ
Pasamos una últimanoche en La Mamora, junto alos escombros y las ruina
resultantes del saqueo. Al díasiguiente, 1 de mayoamaneció una extrañamañana, pesada y sofocantegrandes masas de nube
oscuras pasaban por el cieloy el viento levantaba unpolvo molesto que se metía
en los ojos y en la boca.
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Con prisas, con vocescon empujones, nos sacaron
de la fortaleza en fila y nocondujeron por el sendero enpendiente, hacia donde se
arracimaban las multitudeque componían einconmensurable ejércitomoro. Ya se habían levantadolas tiendas y empezaba a
marchar la cabeza de laingente masa humana, haciadonde nacía un so
amarillento, velado por la
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brumas y la polvareda. Comouna riada oscura, la masa de
hombres y bestias seencaminaba hacia Mequinezla capital de su reino. Y
nosotros debíamos seguirla apie, componiendo una hileraasustada y llorosa.
Caminábamos despaciopero sin descanso, por lo
llanos, por los cerros, posenderos serpenteantespasando entre alamedas
atravesando olivares
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labrantíos, barbechoscruzando ríos, por vados, po
encima de viejos puentes..Hacíamos noche en cualquieparte, dondequiera que
encontrásemos un prado, unterreno uniforme, unavaguada... Nos daban decomer, aunque poco, como eagua; siempre a destiempo
Cuando hallábamos unmanantial, bebían hasta labestias antes que nosotros.
No solamente la gente
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de La Mamora íbamocautivos en aquella caravana
el ejército había ido juntandoprisioneros por otraconquistas: negros, blancos
morenos, trigueñosberéberes, alárabesmontañeses, gentes de lariberas, aldeanos... No sé conexactitud cuánto
sumábamos en total; perocreo recordar que por lomenos dos mil. Como todo
éramos propiedad particula
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del sultán, nadie se atrevía amaltratarnos, siempre que
fuéramos dóciles y diligenteen la marcha. Pero había muypoca caridad y casi ninguna
humanidad entre unos yotros; iba, como se sueledecir, cada uno a lo suyo. Ypor las noches había quetener mucho cuidado porque
en la oscuridad se movíansombras sospechosas yalgunos desalmados pasaban
entre los cuerpos, buscando a
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las mujeres jóvenes para suprovecho. Así que yo no
dejaba a Fernanda y a doñaMatilda ni a sol ni a sombraporque me daba cuenta de
que las remiraban lohombres, con la lujuriaasomándoles por los ojos.
Algunos incluso, yafueran soldados o
prisioneros, se acercaban conel mayor de los descaros aFernanda y le preguntaban en
lengua española bien
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entendible: —¿Tienes marido
guapa? ¿Necesitas esposo?Me hervía la sangre y apunto estuve de hacer un
desatino, si no hubiera sidoporque se hallaba siemprecerca el Ceutí, que metemplaba diciendo:
—Calma, calma
Cayetano... No te pongas enpeligro, que aquí el quelevanta el gallo acaba
desplumado.
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Pero ya el alcaide se ibapreocupando por lo que le
estaba pasando a las mujeresY como para evitar malemayores, nos reunió una
tarde, cuando noencontrábamos detenidos enun páramo al final de laornada, y nos habló muy
sabiamente, instruyéndono
acerca de lo que debíamos ylo que no debíamos hacepara no tener problemas con
los moros.
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—Mucha paciencia —nos dijo—, mucha paciencia
y humildad hay que tenersiempre con sumisión, conacatamiento; no olvidemo
que ellos son ahora nuestroamos, que somos prisioneroy que no consentirán lamínima actitud de soberbia orebeldía. Pensad en todo
momento en el rescate, poneden él todas vuestraesperanzas... Confiemos en
que pronto nos enviarán a
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alguien que pagará el preciode nuestra liberación. E
gobernador así lo juró. —¿Adónde nos llevanalcaide? —le preguntaban—
¿Está muy lejos? ¡Estamocansados!
—Nos llevan aMequinez, donde el sultántiene la capital de su reino
o está lejos; dentro decuatro o cinco jornadas decamino habremos llegado..
Yo he estado allí y lo
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conozco bien. No tengáimiedo, compadres, no es ma
lugar aquel..Sobreviviremos! —¡Dios te oiga, alcaide
exclamó una mujer—Quiera Dios que vengan
pronto a rescatarnos! Pero nodejes que nos perjudiquenestos moros... A las mujeres
no nos dejan en paz ni unmomento... Cada día se estánponiendo más pegajosos...
Y todas allí empezaron a
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contar sus peripecias: cómoeran solicitadas por lo
hombres, cómo laobservaban, les hablaban eincluso llegaban a
toquetearlas...Esta situación creaba
mucho malestar, confusión ydesasosiego; mucho más quetener que caminar cada día
bajo el sol, con hambre y consed. Solamente aquellamujeres que estaban
acompañadas por su
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maridos se veían libres deeste acoso. Por eso yo
permanecía constantementeal lado de Fernanda y lomismo hacía con doña
Matilda; para que en ningúnmomento las vieran solas ydesprotegidas.
El Ceutí meditó sobreeste asunto peliagudo, muy
preocupado, y finalmentepropuso: —Hagamos una cosa
hagamos matrimonios
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establezcamos parejas demaridos y mujeres entre
nosotros. —¿Qué quieres decicon eso, alcaide? —le
preguntaron con extrañeza—¿Cómo que hagamomatrimonios? ¿A quédiantres te refieres?
—Muy sencillo —
respondió—. Se trata de algoelemental. ¿No os dais cuentade que nadie se acerca a la
mujeres casadas? Ya os dije
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que los moros son temerosode Dios, a su manera. ¡No
son salvajes! Tienen suleyes, sus costumbres, surespetos... Los hombres y
mujeres de la religiónmahomética también secasan, igual que nosotroscomo todo el mundo. Yconocen muy bien la palabra
«pecado». El adulterio estáprohibido para ellos, iguaque para los cristianos, y está
muy mal visto y duramente
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castigado. Por eso no searriman a las mujere
casadas, sino únicamente alas solteras. Así que estáclaro: ¡hagamo
matrimonios! Formemoparejas entre todos lohombres y mujeres solteraque aquí estamos y de estamanera evitaremos e
desagradable arrimarse y eagobio que sufren esapobrecillas.
—¡Pero qué cosas dices
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alcaide! —replicaron—¿Cómo vamos a casarnos, s
no tenemos curas? ¿Cómovamos a hacer eso? ¿Quiéncelebrará las bodas?
—Creo que no mehabéis comprendido bien —contestó el Ceutí, sonriendolacónico—. ¡No hace faltacasarse de verdad
mentecatos! Bastará con quefinjamos los matrimoniospara que nadie parezca
soltero... ¿No comprendéis
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compadres? Es muy sencillose componen las parejas y, a
partir de ahora, cada maridocon su mujer...Le miraban con tanto
estupor, que tuvo queexplicarlo un par de vecemás. Hasta que se hartó ealcaide y acabó gritando:
—¡Hay que ver qué
memos sois, compadresaturalmente que no enecesario que se metan mano
los maridos y las mujeres
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bastará con que se acuestenel uno al lado de la otra para
que los moros vean que estáncasados... —¿Entonces no
podemos tocar a nuestramujeres? —preguntó uno queestaba casado de verdad.
—¡Me cago en...! —bramó el alcaide—. ¡Me
refiero a los solteros quefingen estar casados! Locasados de verdad pueden
hacer lo que les dé la gana..
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¿Tan torpes sois? —Pues no lo entiendo
alcaide... —¡Idos a la mierda!
8. LOS FALSOSCASAMIENTOS
Finalmente, después demuchas explicaciones, deporfiar, de refunfuñar unos y
otros, se acabócomprendiendo que lasolución que proponía e
Ceutí era muy acertada. Se
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concertaron pues los fingidomatrimonios, emparejando a
todas las solteras para queninguna quedase sin marido ya merced de los molesto
requerimientos de amor poparte de los moros. Costótrabajo poner de acuerdo aunos y otras, porque, encimatenían sus preferencias o su
prejuicios a la hora deaceptar al marido asignado; yhubo riñas y algún que otro
tirón de pelos.
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—¡Demonios! ¡Poneode acuerdo de una vez! —se
exasperaba el alcaide—. Sesto es solo para salir depaso —repetía una y otra vez
. ¡Contentaos ya, carajo!Aunque estábamo
agotados, famélicos ysoportando una grantribulación, aquello tenía
cierta gracia. Al menos a mme lo parece ahora que hapasado el tiempo. Había
algunas mujeres encantada
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con el marido que les tocabaen suerte; se les veía en la
caras, en el rubor de lamejillas, en el brillo de loojos. Y lo mismo pasaba con
los hombres, que inclusollegaron a jugarse a los dadoa las más lozanas.
Yo me puse conFernanda, como era natural
feliz a pesar de todo, comoella con ser mi esposa. Pero adoña Matilda, que estaba
muy solicitada, se la rifaron
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y le correspondió uncastellano de Burgos
bobalicón, palurdomontuno... —¡Ni hablar! —protestó
el ama enérgicamente.En fin, al final acabó
emparejada con donRaimundo por propiavoluntad, aunque de mala
gana, ya que nadie terminabade convencerle.Y el administrador se
puso muy contento
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complacido por resultarle útia ella, su admirada patrona.
—Yo cuidaré de vuestramerced, doña Matilda —decía—. Ya verá como nadie
se acerca; ya verá qué buenmarido soy yo...
De esta maneraemparejados, tratando deayudarnos unos a otros
aguantamos cuatro jornadade camino por aquellocampos extraños, tragando e
polvo que dejaba tras de sí e
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ejército; con la mugreadherida al cuerpo, las ropa
hechas jirones, quemados poel sol, abrasados por el aireseco, malcomidos y llenos de
incertidumbre. Por que esoera lo peor: el no saber quéiba a ser de nosotros y cómosería la vida en aquel ignotolugar a donde nos conducían.
Hasta que una mañanade repente, apareció aremontar unas lomas un valle
verde, y Mequinez allá abajo
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entre palmerales y arboledasUnas murallas altas, doradas
envolvían el conjunto de laciudad; se veían casas dedesigual altura, unas con
tejados, con azoteas otrasesbeltos alminares, tapiasgrandes y compactaedificaciones, palacios... Sno fuera por la fatiga y la
aprensión que llevábamos, lavisión hubiera resultadohermosa: con las montañas a
fondo, las lomas áridas
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pardas; los caminoblanqueando entre lo
huertos, los olivosalmendros, naranjos...La muchedumbre
guerrera, en cuya colaíbamos los míseros cautivosmarchaba camino de lapuerta principal de lamurallas, siendo recibida po
un abigarrado gentío que laestaba esperando, clamorosoextendiéndose por una gran
explanada, formando un
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colorido panorama en el quedestacaban los lánguido
camellos, las vestimentas detodas las tonalidades, loborricos, las aguaderas, lo
mantos, los capotes, lachilabas rayadas, loturbantes...
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LIBRO IXTrata de lo que
hallamos en Mequinez,la ciudad del sultánMulay Ismail,
y de las duras prisioneque allí sufrimos
los cautivos españolede La Mamora
1. MEQUINEZ
Era una hora tardía y
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penumbrosa cuando hicimonuestra entrada en Mequinez
el polvo, la pesadumbre, ecansancio, la media luz deocaso y la envolvente
muchedumbre que sedispersaba no nos dejabanver con nitidez los contornosAsí que muy poco puedoreferir de la primera
impresión que me causó laciudad. Recuerdo el terrenoarcilloso, las muralla
terrosas, muy altas, de uno
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quince pies de elevación; laperspectiva mirada desde e
camino, con sus torres, latapias, las puertas, loolivares... Vi mucha gente
incontable; no creo que hayavisto en mi vida a tanta juntahombres de todas las edadesvestidos de mil manerasaunque la mayoría con la
aljuba rayada, que era lapropia del lugar, corta hastamedia pantorrilla, holgada, y
el manto marrón sobre lo
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hombros. Las mujeresenteramente cubiertas de la
cabeza a los pies, dejaban vesolo sus ojos y algo de lanariz; los niños, cas
desnudos.Después de pasar bajo e
gran arco de entrada, la masaguerrera dobló hacia laderecha por un amplio adarve
y desapareció lentamenterodeando los espesos murosA los cautivos entonces nos
condujeron por una especie
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de túnel, un conducto oscuroy estrecho que nos introdujo
en un dédalo de tapias, poencima de las cualeasomaban palmeras y
naranjos. Cruzamos lo queparecía ser una plaza públicao tal vez un mercado, porquehabía vendedores en todapartes: verduras, legumbres
carnes, tortugas, lagartos..os miraban con ciertaindiferencia, acostumbrado
como estaban a ver pasa
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cautivos frecuentemente. Vcaras compungidas y cara
risueñas... Había mendigoscentenares de ellos, cojoslisiados, ciegos, mancos...
legiones de harapientomerodeando por loarrabales. El barullodominaba las calles, podonde éramos llevados como
en vilo, con frecuencia aempujones, presionados polos de atrás, apretujado
contra las ancas de la
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acémilas y los asnos, contralas paredes, contra montone
de escombros, tenderetesmaderas viejas, toldopolvorientos... Y así iba
cayendo la noche sobrenosotros, a medida quepenetrábamos en los recintointeriores que servían paratener encerrados a lo
cautivos...Pero, antes de ir málejos, bueno será describi
con algunos pormenore
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cómo era aquel Mequinez deque tantas y tan asombrosa
cosas se cuentan, las cualealgunas son verdades, otraexageraciones y las más de
ellas simples invenciones ypatrañas.
Cierto es que, despuéde ser proclamado sultánMulay Ismail había llevado
la ciudad a su mayor gloriaAhora era la capital del reinoy la residencia de lo
principales magnates. Pero
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con el fin de impresionar amundo e instalar su
residencia en un solar dignode ser el centro de unimperio, el pretencioso sultán
llevaba diez años atosigandoa su gente para concluir unareformas emprendidas en eaño 1672, cuando a la muertede su hermano se hizo con
todo el poder. Mandó destruila anterior alcazaba y unaparte de la antigua medina
para levantar aquella
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gigantesca muralla con máde cien torres y dotada de
monumentales puertas; hizoconstruir mezquitas, bañospalacios, bastiones para su
guardia, graneros, cuadras decaballos, jardines...; ydispuso que se fortificara unextenso recinto, un granpresidio, donde tener a buen
recaudo a sus prisioneros..Porque Mequinez era el reinode los cautivos; diríase que
estos eran más numeroso
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que los ciudadanos libres. ¿Yquién si no hubiera podido
afrontar el sacrificio quesuponía hacer tantas obrahechas en tan poco tiempo?
Pronto nos enteramos de quetreinta mil hombres esclavose habían afanado duranteuna década cotidianamentesin descanso, para levantar e
inconmensurable laberinto dealcazabas que componíaaquella ciudad fortaleza
habitada en su conjunto po
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un total de sesenta mil almasde las cuales la mayor parte
vivía fuera de las murallasen los aduares, junto a loarroyos, en las montaña
cercanas y en los poblados depastores de las llanuras, yacudían solamente a lomercados, durante las fiestay a pagar los tributos que le
exigían los recaudadores detesoro del sultán.
2. LA VIDA EN EL
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CAUTIVERIODe toda aquella
grandeza de la cual contabanmaravillas, de la hermosurade los jardines y los palacios
nada vimos de momentoPorque fuimos conducidos ainterior de las prisiones. Allídebilitados, enajenados casinos tuvimos que conforma
alzando los ojos hacia loúnico que se veía por encimade los altísimos muros: e
firmamento intensamente
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azul por el día y sembrado deestrellas durante las noches
En aquel apestoso ydesangelado lugar, hacinadoscomo si fuéramos ganado
permanecimos doce semanasque se nos hicieron unaeternidad por tener quemalvivir con una pobre yúnica ración de alimento a
día; comidos de piojosmoscas, mugre y sarna. Enfin, ya digo, como animales..
Poco se puede contar de
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aquella mísera existenciaporque nada de particula
sucedía, excepto el monótonotranscurrir de las jornadasdesde el amanecer hasta e
ocaso. Al menos estábamosprotegidos, en quietud, noteníamos que caminar ynadie venía a incordiarnosY nos manteníamos juntos!
No obstante, no todo fuecaos durante el encierro. Apesar de la aglomeración y e
poco espacio en que
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hacíamos la vida unas domil personas, reinaba entre
nosotros cierto orden. Lamayoría éramos cristianosgente de diversos orígenes
condiciones y suertesTambién en aquel purgatoriocontaba el linaje, la cuna, laposición y la hacienda que seposeyera en España. Porque
todos allí albergábamos laesperanza de ser rescatadoun día y regresar, y recuperar
aquello que por el momento
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considerábamos perdidoTodo se anotaba a cuenta
para el incierto futuro: lofavores, las mercedes, lopréstamos de servicios...
todo se compraba y se vendíafiado, por si algún día podíacobrarse en efectivo...
Había en el cautiveriosus autoridades: alcaides
ueces y alguaciles. Toribiode Ceuta siguió mandandosobre el grupo de La
Mamora, como así fue
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acordado y refrendado en sudía. Él continuaba en su
potestad con denuedo, conauténtica vocación; aunsiendo analfabeto, pequeño y
orobado. Nos dirigíafrecuentes admoniciones, nodefendía mediante sus rudosubalternos, nos daba ánimoy ponía paz entre nosotro
cuando había disputas. No sé de dónde le veníaal Ceutí aquel empeño en e
mando, pero no pondré en
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duda su valía y su templeprovidencial para quiene
estábamos tan abatidos ydesorientados.Reuniéndonos nada má
llegar, nos lanzó un largodiscurso, como una arengapara mantenernoorganizados:
—Compadres —empezó
diciendo—, ya estamos enMequinez, cautivos, comobien sabíamos que
tendríamos que estar despué
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de rendir La Mamora. Esto elo que hay, esta es nuestra
suerte... Desesperándononada conseguiremos... Estoes cuestión de paciencia
nada más y nada menos queeso: cuestión de paciencia yde no perder las esperanzas
o queda otra queencomendarse a Dios y
esperar que vengan muypronto a rescatarnos... —¿Cuándo crees que
será eso, alcaide? —le
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abajo, sin dejarse arrastrapor la melancolía... Pero
tampoco confiandoingenuamente que serámañana, pasado mañana o
dentro de una semana cuandovendrán a liberarnos... Pensaeso es una necedad. Mejor ehacer la vida sin poner fechay, el día menos pensado, ¡la
libertad! —¡Ay, Dios te oiga! —exclamó una mujer—
Parece que lo estoy viendo!
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—Pues deja de verlo —repuso él—; porque pasará e
tiempo... y te desilusionarácuando menos lo esperesTen confianza, pero no te
impacientes...Se hizo un silencio
mortal, como un vacío en eque todos allí podíamosentir ese tiempo perdido
extinto, fugado...
3. CAUTIVOS, PERO
GRACIAS A DIOS, EN
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FAMILIAA todo se hace uno, por
duro que sea, cuando hay fe..Pero sin ese don, ¡qué difícies a veces vivir! Era triste
ver cómo algunos perdían loánimos y enloquecían. Estoles pasaba sobre todo a loque se encontraban másolos, más aislados, má
perdidos... Porque lolenitivos del cautiverio son lacompañía, el consuelo, e
calor humano...
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Ya nos lo advirtió eCeutí:
—Aferraos a la amistadal compañerismo y al cariñode los otros. Porque solos no
llegaréis a ninguna parte eneste navegar a la deriva polos días, las semanas y lomeses, sin rumbo y endesamparo. Si permanecemo
unidos, aguantaremos hastael final.Y veló nuestro alcaide
desde el primer momento
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para que se mantuvieranunidas las familias, para que
no se separasen los gruponaturales de amigos ni sedisgregasen las tropas
cofradías y tripulaciones demarineros que un díahabitaron San Miguel deUltramar. Por otro lado, a losque no tenían a nadie se le
buscó acomodo y compaña.Los niños, más quenadie, ¡qué pena daban! Era
muy lastimoso verlos en
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aquel mundo, sin máhorizonte que los fríos muro
y aquel polvoriento patiodonde se condensaba tantaindigencia, enfermedad y
mortandad humana. Por esoera menester tratar de quetodos ellos encontrasen quienles proporcionase cuidados ycariño. Así que los
repartimos entre todos. A losque andaban huérfanos sinpadre, sin madre, ¡sin nadie!
los acogimos como si fueran
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nuestros.Y aquel pequeño de
ocho años, el monaguillo quedescorrió la cortina deazareno, nos correspondió a
nosotros, al ama, a donRaimundo, a Fernanda y amí, que verdaderamentehabíamos llegado a ser unaauténtica familia. Su nombre
era Doroteo, pero le llamabanDorito. Andaba el pobre deaquí para allá, como un
perrillo vagabundo
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pegándose a unos y otros, sinque nadie terminase de
ocuparse de él del todo; locual era de comprenderporque casi no se le oía
quejarse, menudito como eray porque tampoco dabamucha guerra el pobrecillose ponía por allí, a la sombrade los que le hacían algo de
caso, y como todo el mundoestaba demasiado preocupadopor sus propios problemas
casi no se reparaba en su
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presencia y soledad. Así queFernanda empezó a darse
cuenta de que estabadesnutrido, mocoso y llenode sarpullidos; de que no
tenía quien le amparase, aunsiendo tan pequeño. Y un díacomprobando queverdaderamente estaba solodel todo, le preguntó:
—¿Y tú, Dorito, notienes madre?El niño puso cara
extrañada, con esos ojo
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azules tan abiertos, el pelorubio apelmazado y la
naricilla roja requemada, sincontestar nada. —¿No tienes madre? —
insistió ella. —Yo sí —respondió a
fin, con timidez. —¿Y dónde está? —No lo sé...
—¿Cómo que no losabes? Si tienes madre, enalguna parte estará... ¿No e
ninguna de las mujeres que
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hay aquí? —No, ninguna.
—Entonces... ¿Dóndeestá tu madre?Se encogió de hombro
él, con una sonrisita dedespiste.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó conmovidaFernanda—. ¡Tú no tiene
madre! —Sí que la tendré —dijo el niño—; pero no sé...
Fernanda se echó a
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llorar, le abrazó, le llenó debesos...
—¡Ay, criatura...! —sollozó—. Pero... ¡DoritoMi niño! ¿Por qué no lo ha
dicho? ¿Por qué no...? ¡Tú tequedas conmigo a partir dehoy! ¡Tú te quedas connosotros!
Luego estuvimo
preguntando y nos enteramode que el pequeño había sidocomprado en Salé por un
comerciante de zapatos, que
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luego se lo vendió en LaMamora a un viejo tullido
que acabó muriéndose, y quefinalmente lo habíanrecogido los frailes. En fin
con este ejemplo se podráhacer una idea de lo quepasaba; de la precariedad y lamalandanza humana que norodeaba.
Fernanda llevó a Doritoal lado del pozo, sacó agualo lavó, le buscó por donde
pudo algo de ropa, se la
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arregló y lo puso comonuevo, si es que allí algo
pudiera parecemínimamente decente... Perodel antes al después, ¡daba
gloria verlo!, como unmuñeco, tan aseadito y tancontento. Y ella después sefue directamente al alcaide yle dijo:
—A Dorito lo cuidaréyo a partir de hoy. ¿Le parecebien a vuaced?
—¿Y cómo va a
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parecerme mal? —respondióel Ceutí—. Eso es lo que
tenemos que hacerocuparnos los unos de lootros. ¿O no es lo que vengo
diciendo desde el principio?Y, después de quedarse
pensativo un momentoañadió—: Pues ya tenéis hijoCayetano y tú, mujer. Aquí se
trata de hacer familias... Aslos moros verán que sois deverdad marido y mujer..
Porque tú estás de muy buen
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ver, Fernanda, y no esmenester que se piensen que
andas soltera..¿Comprendéis lo que quierodecir?
¡Claro que locomprendíamos! Seguía eingenioso juego de lomatrimonios apañados... Y amí me pareció muy oportuno
que nos ocupásemos deDorito; no solamente por epobre niño, sino también po
nosotros, para evitarno
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problemas, aunque esté mael decirlo...
Así que, desde aquel díala cosa quedó de la siguientemanera: fingíamos que doña
Matilda y don Raimundoeran los padres de Fernanday por ende mis suegros y loabuelos de Dorito. Había quever la suerte de engaños que
teníamos que urdir para saliadelante airosos, sinproblemas: ¡mentiras y
enredos! Con el fin de
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despistar a los moros. Perobueno es decir que aquello
tenía su propio encanto...Todo era ir pasando lomejor posible las primera
semanas en un mundoconfuso, donde la personatenía poco valor y se perdíala perspectiva de quiéneéramos cada uno y de lo
destinos que en otro tiempocreímos nuestroilusoriamente.
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4. FERIA DECAUTIVOS
Transcurrió un tiempoindeterminado, tal vez domeses, en el que no hubo má
oficio ni tara que sobrevivien medio del hacinamiento yla miseria, ver la forma deconservar la esperanza ymantener vivos nuestro
sueños. Pero más adelantequiso Dios que empezasen acambiar las cosas; no digo
que para mejor, pero a
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menos comenzaron acambiar...
Era pleno verano, seríaya julio, cuando aparecieronpor allí los intendentes que e
sultán tenía nombrados paragestionar los asuntos de sucautivos. Venían con sussecretarios y escribienteshombres muy duchos en la
industria de poner en tareavarias y sacarles partido atoda aquella masa humana
que consideraban propia y
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susceptible de producibeneficio. Hasta entonces no
se habían preocupado denosotros porque todavíaandaban muy afanados en la
campañas guerreras, laconquistas, los saqueos y lacosecha de más cautivosporque su avidez de apresagente parecía ser insaciable..
Estos administradorehicieron recuentoinspeccionaron y tomaron
buena nota de la importancia
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y número de cuantoestábamos allí; valorando en
consecuencia las gananciaque se podían obtener con lorescates y, en su caso, de la
aptitud para el trabajo de lohombres más sanos y fuertes
La supervisión fue lentaminuciosa y, como secomprenderá, harto
humillante. Uno por uno, nohacían pasar por un examenen el cual valoraban e
origen, la edad, las fuerza
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físicas, la salud, lacualidades personales..
adie se libraba de laagraviante observación desus ojos escrutadores, de la
preguntas, del manoseo, detener que enseñar hasta lodientes y las vergüenzas... Aellos tuvimos que contarletodo: quiénes éramos, de
dónde veníamos, el valor ensu caso de los bienes queposeíamos en España
nuestros oficios, nuestra
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hacienda, nuestrahabilidades y la
consideración que teníamocuando fuimos hombres ymujeres libres. Porque, en
suma, nuestro cautiverioconstituía la base de unnegocio, de un sustanciosomodo de obtener pingüeganancias.
Y el alcaide, que eraconocedor de la urdimbre denegocio, nos explicó lo que
iba a pasar después de
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reconocimiento que duróvarias jornadas completas.
—Compadres —nos dijo, aquí todo sigue su ordenel que mandan las leyes de
cautiverio. Somomercancías, nada más... Yahora vendrá erepartimiento...
5. ELREPARTIMIENTO —Aquí hacen las cosa
siempre de la misma manera
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explicó el Ceutí—. Esto eun negocio y, como tal, tiene
su propio método. ¿No odije que yo ya he estado aquy que conozco bien el percal?
Pues bien, dejadme que oadvierta de lo que ha devenir... Llevamos aquí en lasprisiones más de dos mesescompadres, aunque o
parezca que ha pasado unaeternidad... Durante todo estetiempo, ellos, los moros, se
habrán hecho su
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componendas. O sea, quehabrán estado con la
cuentas, los cálculos, lonúmeros...; porque tienen quesaber muy bien con qué
ganado cuentan: ya que, paraellos, nosotros somosolamente eso: ganadogénero del que esperanobtener sus ganancias. Y los
beneficios que pueden sacade nosotros han de venirleprincipalmente por tres vías
la primera, el rescate, lo
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dineros que piensan exigir acambio de nuestra libertad; la
segunda vía será nuestrotrabajo, todo aquello quepodamos hacer para ellos y
que les resulte útil... Lo quesignifica que cada uno denosotros deberá ejercer aquun oficio. ¿Por qué creéis queos preguntaron en la
inspección los intendentequiénes erais, lo que sabíaihacer, si teníais habilidades o
experiencias? Ni más n
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menos porque quieren sacaprovecho de nuestra
personas...Escuchábamos muyatentos, por lo que no
convenía, esperando queaquellas lecciones del Ceutnos sirvieran para alivianuestra situación en esedichoso repartimiento, que
todavía no sabíamos aciencia cierta ni lo que era ncuándo iba a ser.
—Alcaide —le pregunté
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yo—, ¿y qué hay de la terceravía? Nos acabas de decir que
los moros buscan sacabeneficios de nosotros potres vías; has nombrado la
dos primeras, ¿y la tercera?El Ceutí se puso muy
serio; arrugó el morrocarraspeó y luego contestóguiñando el ojo:
—Tienes razónCayetano; tres vías son, enefecto, o sea, tres maneras de
ganar dinero a nuestra costa
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Pero la tercera... En fin, latercera me la callaré, no sea
que os cause desazón...Se levantó un granmurmullo entre los cautivos
que se sintieron descontentopor esta explicacióndesconcertados y nadaconformes con que se leocultara la tercera vía. As
que yo me lancé y le dije: —No nos dejes asíalcaide, con ese misterio
suspendido en el aire... Ya
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que has empezado diciendoque las vías eran tres, debe
decirnos la tercera; si nohaber dicho que eran solodos...
Se lo pensó y, al cabocontestó:
—Está bien, lo diré..Pero, compadres, temo queos desaniméis, ya que la
tercera vía es la peor paranosotros... —¡Dilo de una vez! —le
instó la gente.
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—¡Nos tienes en ascuas —¡Habla y no te calle
nada!El Ceutí, circunspectoentrelazó los dedos sobre su
barriga, y dijo: —Compadres, si esto
moros de Mequinez nolograran sacarles a nuestrocompatriotas y familiares de
España todo el dinero queesperan, nos venderán comoesclavos. Eso es lo que hay
compadres... Ya lo he dicho..
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A estas palabras dealcaide siguió un silencio
mortal, roto solo por algúnque otro suspiro. Esa terceraposibilidad era la má
terrible.Y el Ceutí, viendo e
efecto que había causado ennosotros conocerlaprosiguió:
—Pero... ¡no opreocupéis, compadres! Esono va a pasarnos, porque
pagarán nuestro rescate...
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—¡Ah, Dios te oiga! —Dios se apiade de
nosotros. —¡Pagarán! ¡Egobernador lo juró!
El alcaide sonrió avernos esperanzados ycontinuó:
—Y ahora, compadresexplicaré qué es eso de
repartimiento, porque a buenseguro va a ser muy prontotal vez mañana o pasado... Ya
habéis visto cómo nos han
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examinado y preguntadoPues bien, el repartimiento
tiene que ver con eso: ahoravendrán los intendentes y nosacarán de aquí para
repartirnos entre la gente ricay principal de Mequinezpara que trabajemos paraellos, para que les sirvamos ypara que, en su momento, le
paguemos una parte denuestro rescate por los gastoque harán nuestros amos en
el mantenimiento de nuestra
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pobres personas. O sea, queencima de que vamos a
trabajar sin cobrar nadadeberemos pagarles nosotroa ellos...
—¡Qué descaro! —¡Qué sinvergüenzas! —¡Qué villanía!El alcaide meneó la
cabeza lacónico
resignadamente sonriente, ysentenció: —Esto es lo que no
toca en suerte, compadres
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esta es la vida del cautivo...
6. ¡FRAILES!Esperábamos el dichosorepartimiento con una mezcla
de sentimientos: convacilación; debatiéndonoentre el anhelo esperanzado yel miedo receloso; loprimero, porque ya
estábamos muy cansados deestar en aquella prisióndesamparada, como gallina
en un corral; y lo segundo
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porque al menos allestábamos juntos y en cierta
manera organizadosayudándonos unos a otrosmientras que no sabíamo
dónde podían llevarnos y conquién.
En esta incertidumbrepasaron algunas semanamás, aguantando un calo
tremendo, que nos agotaba yque nos iba dejando sinánimos, sin ideas y hasta sin
ilusión, embotados
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permanentemente agobiadopor enjambres de moscas de
día y por ejércitos dechinches por las noches.Y el alcaide, al ver que
tardaban en repartirnos, sepreguntaba extrañado:
—¡Qué raro...! ¿Por quéno harán ya el repartimiento?
o sé qué estarán pensando
estos demonios de moros..La última vez que yo fucautivo hicieron el reparto a
mes de estar aquí...
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Porque Toribio de Ceutahabía sido cautivo dos vece
más en su vida, además deesta, y la última vez queestuvo en Mequinez fue
durante su segundocautiverio, hacía solamentetres años. Por eso sabía tantode estos menesteres; digamoque era un cautivo veterano
A pesar de lo cual, le habíansalido mal los cálculos y esole tenía en un sinvivir.
Hasta que una mañana
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se produjo una novedad quenos llenó repentinamente de
esperanzas.Todo comenzó cuandoalguien empezó a gritar: —
Frailes! ¡Frailes! ¡Alabadosea Dios! ¡Vienen losbenditos frailes arescatarnos!
Se armó un revuelo
enorme. Todo el mundo sepuso en movimientoalborotado, sin que
supiéramos de dónde venía e
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aviso ni quién lo proclamabacon aquellas voces que
seguían anunciando: —¡Frailes, frailesfrailes...!
Y en medio de labatahola que corrió hacia lapuertas de la prisión, vi aalcaide, apresurado y con lacara desencajada. Le
pregunté: —¿Qué pasa? ¿Quéfrailes son esos? ¿Es verdad
que nos rescatan?
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—¡Qué sé yo! —respondió entre jadeos—
Vamos a ver!La multitud se agolpabadelante de la puerta, como en
una locura colectiva, con lorostros transidos, conlágrimas, con una ansiedadindescriptible... Creían deverdad que había llegado la
hora tan esperada: ¡que lofrailes venían a rescatarnos!Vinieron los carceleros
con sus varas y empezaron a
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poner orden. Solo después derepartir algunos golpe
lograron que la gente seechara a un lado y que sehiciera cierto silencio
temeroso.Entonces apareció ante
nuestros ojos una visión queparecía llegada demismísimo cielo: ¡frailes! En
efecto, había allí frailevestidos con el benditohábito de la Orden de la
Santísima Trinidad y de lo
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Cautivos, conocidos comotrinitarios; los que tenían
como misión redimir aaquellos infelices caídos bajoel yugo de la cautividad, lo
cuales allí éramos ¡nosotrosHe ahí el motivo de tantaalegría y entusiasmo.
Porque no era nadaaventurado, nada ilusorio
suponer que estaba muycerca nuestra libertad, ya quenadie ignoraba cuál era la
dedicación principal de lo
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frailes trinitarios. Por todaEspaña corrían frecuente
noticias de las buenas obrade estos hombres abnegadoy santos; de los viajes que
hacían a tierras de moropara hallar, consolar y salvara los cautivos. Sus hábitoblancos y las cruces rojas yazules sobre el escapulario
eran signos de redención, deliberación, y su sola vistarepresentaba para nosotros la
única posibilidad de salir de
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la prisión.Así que los cautivos, a
tenerlos delante, no parabande gritar: —¡Llevadnos a España
padres! —¡Sacadnos de esta
cárcel! —¡Caridad, padres
Caridad y libertad!
Imposible describir lasensaciones que se nodespertaron dentro: la
esperanza, la ilusión, la
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calmar a la gente. Y estoscon autoridad, pedían una y
otra vez: —¡Callad! ¡Dejadhablar a los padres
Silencio!Cuando al fin se pudo
conseguir que reinara eorden y que cesara ealboroto, fue el Ceutí quien
tomó primeramente lapalabra y, dirigiéndose a losfrailes, dijo:
—¡Bendito sea Dios
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hermanos trinitarios! ¡Veníscomo caídos del cielo! ¿Qué
tenéis que contarnos? ¿Quénoticias nos traéis? ¿Seremoredimidos pronto?
Los dos frailes eran deestaturas semejantes, eigualmente resultabanvenerables vestidos deblanco. Aunque uno de ellos
por ser de mayor edadparecía ser el superiordelgado, reposado y con uno
ojos bondadosos. El otro, e
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más joven de los dos, erapelirrojo, pecoso, asimismo
delgado, pero más robusto yde expresión más retraídaSuponíamos que hablaría e
primero, el más viejo; perono fue así, sino que habló ebarbitaheño:
—Hermanos nuestros —dijo con una voz taimada—
benditos seáis del Señor...Yo le oía muy bienporque estaba delante, apena
a diez pasos de él, pero los de
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atrás protestaron: —¡No nos enteramos
¿Qué dice? ¡Hable más altopadre, por caridad! —Hermanos —repitió e
fraile—, benditos seáis deSeñor... Venimos enviadospor el Dios misericordiosobondadoso y fiel... De Éviene todo don... Él ha de
daros la libertad... —¿Qué dice? —gritaronlos de atrás.
—¿Que somos libres?
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—¡Aleluya! ¡Benditosea Dios!
Y se formó de nuevo unenorme alboroto, conalaridos, albórbolas
empujones y gran agitacióndel gentío.
—¡Silencio! —pidieronde nuevo los hombres dealcaide—. ¡Callaos o vendrán
los guardias con las varasDejad hablar a los frailes!Cuando se hubieron
calmado, el trinitario
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pelirrojo volvió a tomar lapalabra, poniéndose muy
serio. —¡Hermanos! —dijocon mayor energía—
Comprendemos vuestraimpaciencia, vuestra angustiay vuestro sufrimientoEstamos aquí para ayudarosEsta es nuestra misión: trata
de que seáis redimidocuanto antes; daros lalibertad que tanto anheláis...
Calló un momento
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mirándonos con pena, yluego añadió:
—Pero lamento teneque comunicaros que eso, poahora, no podrá ser... Todavía
no ha llegado ese momentopero confiemos en Dios...
Un denso murmullohecho de suspiros dedesilusión, de quejas y
gemidos, se elevó como unlamento fúnebre. Aquellaspalabras cayeron sobre
nosotros como una lluvia de
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agua helada. Y algunospreguntaron ansiosos y
frustrados: —¿Y cuándo noredimirán?
—¡Por Dios! ¡Decidnocuándo!
—¿Pasará mucho mátiempo?
El fraile juntó la
manos, se las puso delantedel pecho y contestócompadecido y sincero:
—Hermanos, lo siento
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lo siento en el alma... ¡Nadapuedo deciros! ¡Ojalá
pudiera! Pero nada sé sobreese menester que no sepáivosotros... Estoy enterado de
que el gobernador de LaMamora juró acudir cuantoantes a los ministros derey... Pero aquí no se hanrecibido noticias después..
o sabemos si ya se conoceen España vuestro cautiverioosotros somos solo pobre
frailes que nos ocupamos de
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hospital de Mequinez y muyde tarde en tarde recibimo
cartas de España... Pero no odesaniméis, hermanosconfiad en Dios y en
nosotros. ¡Pedidle a Dios mápaciencia! Y en cuantotengamos buenas noticiascorreremos acomunicároslas...
De muy poco consuelonos servían aquellaexplicaciones. Todo eso, en
efecto, ya lo sabíamo
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nosotros. En conclusióndebíamos seguir esperando
no quedaba otro remedionada más podía hacerse...Los frailes traían
consigo una carreta cargadacon panes y dátiles, querepartieron para mitigar algonuestro padecimiento: penacon pan son menos..
También fueron a ver a losenfermos que estabanpostrados o moribundos. Y
luego rezaron, nos dijeron
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nuevas palabras de aliento ynos bendijeron. Se
despidieron prometiendo queno nos abandonarían y queenviarían una pronta carta a
sus superiores de España paradarles la referencia decuántos éramos y el tiempoque llevábamos en Mequinez
7. REPARTIDOS Y, APESAR DE TODOESPERANZADOS
Pasó otro mes y alguno
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días más. Los buenos fraileno se olvidaron de nosotros
venían todos los sábados ylos domingos; traían lodátiles y el pan, nos decían
misa, nos confortaban consus sermones y suplegarias... Pero de laredención no decían nadamás que lo que ya sabíamos
era menester esperar, confiarenviar cartas, nodesanimarse... La gente
mientras tanto iba
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desmayando cada vez másenflaquecida, enferma
moribunda...Y resultó que, cuando yanos habíamos olvidado de
repartimiento, se presentaronuna mañana los intendentedel sultán con un contingentede guardias y los escribienteprovistos de sus cuadernos y
anotaciones. Todo fue acontinuación rápido yatropellado, con voces, malo
modos y empujones. Ponían a
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algunos a un lado, comoapartados, y a otros se lo
llevaban con prisas. —¡Nos reparten! —exclamó el alcaide—. ¡Po
fin nos reparten!A él le tocó el turno
pronto, porque tenía allí suamistades y vino a sacarlo unmoro poderoso para
llevárselo a su casa. Cuandole vimos salir, nos quedamoscomo álamo sin sombra, muy
desolados, porque el Ceut
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había llegado a seindispensable a la cabeza de
la desgraciada caterva quecomponíamos aquellos trecentenares de alma
provenientes de La Mamora.Tuvimos que pasa
todavía un par de días más enla prisión, llenos deincertidumbre y
preocupación, temiendo quepudieran separarnos. Pero, atercer día, cuando ya se
habían llevado a casi todo
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—No os preocupéis, nosacan de aquí... ¡Bendito sea
Dios! Nada puede ser peoque este asqueroso lugar..Dondequiera que nos lleven..
Salimos al fin a unaespecie de plaza, donde habíamucha gente, animalestenderetes, voces, algarabía..Estábamos tan nerviosos y
confundidos al vernos por finen el exterior que noacertábamos a endereza
nuestros pasos, empujado
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por los de atrás. Yo llevabade la mano a Fernanda, y ella
a su vez tiraba de Dorito; noseguían el ama y donRaimundo. Y solo una idea
me pasaba por la cabeza: queno iba a consentir que nosepararan.
De pronto, mi sorpresafue enorme cuando descubr
en medio del gentío al Ceutímuy sonriente, vestido conuna aljuba limpia, con lo
brazos abiertos.
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—¡Compadres! —exclamó—. ¡Vosotros os
venís conmigo! ¡Vamoscompadres!Extrañados por aque
encuentro inesperado, noquedamos maravilladosmirándole, mientras la puertade la prisión se cerrabaruidosamente a nuestra
espaldas, sin que ningúnguardia nos incordiase ya nnadie más nos dijera lo que
debíamos hacer.
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Miré a un lado y otro. Yen medio de toda aquella
confusión, vi cómo sellevaban a otros cautivospero a nosotros nadie se
dirigía, excepto el Ceutí queseguía diciendo:
—Pero ¿qué os pasacompadres? ¿No me oís?Vamos! ¿Qué hacéis ah
parados? ¿Queréis acaso queos vuelvan a meter en lacárcel?
—¿Adónde vamos? —le
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pregunté en mi desconcierto. ¡¿Somos libres?!
—¡Ah, ojalá!... Nadie elibre en Mequinez... Pero apartir de ahora estaremo
mucho mejor, compadresVendréis conmigo a una casadonde nos espera una vidamucho más llevadera..Andando, seguidme!
8. COMO PÁJAROS ALOS QUE LE HAN
ABIERTO LA JAULA
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Íbamos en pos del Ceutpor las calles de Mequinez
entre el abigarrado gentíoaturdidos por el ruido, por ecolorido, por el movimiento
por percibir los deliciosoaromas de las especias, de lahierbas olorosas, de loabones fragantes, de
almizcle, de las soporífera
esencias... Era como si unaoscura cortina se hubiesedescorrido repentinamente
mostrándonos la maravilla de
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un mundo vivo yhaciéndonos sentir que
resucitábamos, después detanto tiempo como habíamopermanecido en la tumba de
la prisión. Y a medida quenos alejábamos del encierroadentrándonos por eintrincado y misteriosolaberinto de callejuelas, po
la angostura de los pasadizoy adarves, nos parecíapenetrar en una suerte de
ensueño.
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Por delante, con supasos cortos, desiguales y sin
gracia, Toribio nos guiabavolviéndose de vez en cuandopara apremiarnos:
—¡Vamos! ¡Deprisacompadres, que nos esperanpara comer!
Él conocía palmo apalmo aquella infinidad de
vericuetos y travesíascaminaba resuelto, sinreparar en la multitud que
nos parecía tan amenazante, a
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pesar de que aquella genteestaba afanada en sus cosas
en comprar, vender yacarrear abastos de todogénero; o sencillamente
quieta, conversando oentregada al tedio delante delas puertas de las casas.
El Ceutí era pequeño yrengo, pero corría como un
ratón, perdiéndose por entrelas oleadas de aquellamorisma; diríase que estaba
imbuido de una energía
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secreta. Y le seguíamosporque, en medio de todo
aquello tan extraño paranosotros, confiábamos aciegas en él.
Hasta que, de repente, ogritar a mis espaldas:
—¡Ay, no puedo másPor Dios, esperadnos!
Me detuve y, a
volverme, vi la cara sudorosade doña Matilda, que estabaparada y doblada sobre s
misma, jadeante, con una
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expresión aterrada y enextremo vencida por e
agotamiento. —¡Vamos! —le dije. —¡Ay, que no puedo...
Que no tengo fuerzas...!Fernanda y Dorito
también se habían detenidoTodos estábamosderrengados; ¡tanto tiempo
sin apenas movernos enreclusión! Los cuerpoestaban flojos, embotados
famélicos...
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—¿Y don Raimundo? —le pregunté, al darme cuenta
de que no se le veía poninguna parte. —¡Qué sé yo! —
respondió el ama—. Se habráquedado por ahí atrás..Bastante tengo yo con cuida
de mí misma! ¡Si no puedocon el alma...!
—Esperad aquí —dijemientras iba a desandar ecamino en busca de
administrador.
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Gracias a Dios, loencontré a pocos pasos, a
volver una esquina; estaba epobre hombre desorientadoen mitad de la calle. Lo cog
del brazo y lo llevé hastadonde esperaban los demás
uestras cabezas no teníanagilidad para pensar y epoco ánimo que
conservábamos no nopermitía grandes esfuerzos.Y Toribio, que había
regresado al percatarse de
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que no podíamos seguirlecomprendió que debíamos i
más despacio. —Ya falta pococompadres —nos animó—
Pronto podréis descansar afin.
No nos engañabaapenas tuvimos que recorreun par de callejas más
doblando alternadamente aizquierda y derecha, yacabamos en una plazuela
solitaria, donde rumoreaba
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una fuente bajo un sicómoro. —Aquí es —dijo e
Ceutí, señalando con el dedouna puerta—. Esta es la casade mi amigo Abbás e
onetero. Compadres, tenéisuerte... Me habéis caído engracia y pensé que, cuandollegase el repartimiento, nodebíais ir a mal sitio. Yo me
ocupé de todo. Porque, comoya os dije, tengo enMequinez amigo
bienhechores. ¡Adentro pues
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Que os esperan el bañobuenas camas y un plato con
verdadera comida... Aquvais a estar como en vuestrapropia casa...
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LIBRO XDonde se verá cómo
fue nuestra vidaen Mequinez desde edía que salimos
de la prisión
1. LA AURORA DE LA
TRANQUILIDAD No sé cuántas horahabía dormido; me pareció
que despertaba de la
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eternidad. Raras veces sucedeese prodigio, esa magia que
te lleva a creer que has vueltoa nacer, porque en la honduray la nada del descanso
profundo es como si seliberara todo el temor, toda laangustia, todo el dolor... y emundo y la vida fueran depronto nuevos. Había tenido
apacibles sueños; no lorecordaba, pero habíandejado en mí el poso de la
felicidad. Contribuyendo
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quizás algo a esto la extremablandura de la cama, la
dulzura de una almohada y lasuavidad de una manta delana... Todavía tenía los ojos
cerrados, pero iba sintiendono obstante, los contornos dela alcoba pequeña, aseadadiscreta, en la que se abríauna gran ventana a oriente
dando al patio interior de lacasa. El silencio era total...Mi primer pensamiento
cuando salí de aquel ensueño
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fue de alegríaExperimentaba esa reacción
del alma que ya no desea, demanera alguna, retornar a ladesgracia; y que la descubre
lejana, olvidada... Así, sinquerer ver, me iba haciendoconsciente únicamente depresente, y abandoné todamis fuerzas en una espera; no
sabía de qué cosa, ni poqué...Pero, de improviso, la
intuición de una presencia
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me asaltó inundándome deuna felicidad indecible
Entonces abrí por fin los ojoy me encontré con dorostros impregnados de
claridad, dos caritapreciosas... Y como me dabael sol de la ventanadirectamente, se me figuróque seguía soñando: ¿eran
dos ángeles? Para mí como slo fueran: Fernanda y Doritoestaban sentados a mi lado
mirándome, dorados de
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limpia luz...Salté de la cama, me
abracé a ellos y lloré, lloré depura dicha... Nos hallábamos por fin
fuera de la prisión yamanecíamos en la casa deAbbás el Bonetero, el amigode Toribio de Ceuta. Despuésde tantas penalidades, de la
incomodidad y la mugre, dedormir durante meses en eduro y frío suelo, ¡qué
maravilla despertar allí!; a
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abrigo de unas paredeencaladas, frente a un
ventanal por el que se veíauna pacífica palmera... Y quéfelicidad tan grande
evidenciar que seguíamovivos y que permanecíamountos. Mi alma quería
expresar todo eso y ningunapalabra hubiera sido capaz de
manifestarlo, así que mibrazos estrechaban a esas dofrágiles criaturas mientra
mis lágrimas fluían con la
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esperanza y el consuelo... Taes la juventud: pronto
considera inútil el dolor y seenjuga los ojos; porque siguela vida y no hay más opción
que continuar con ella; estoes, ¡vivirla!
2. EN LAS CASA DEABBÁS, EL BONETERO
Toribio el Ceutí nohabía hecho un favoimpagable, logrando que
fuéramos acogidos en la casa
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de su amigo. De los múltipledestinos que pudieron
habernos tocado en suerte enel repartimiento, aquel erasin duda el más beneficioso
o es que supusiera que yafuéramos del todo libresporque todavía seguíamosiendo cautivos y propiedaddel sultán, pero al meno
podíamos vivir en Mequinezcon comodidad, sintiéndonoseguros y gozando de la
posibilidad de movernos con
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cierta autonomía. Lo cualdespués de haber estado tanto
tiempo encerrados entremuros tan altos que solohabría podido remontar un
pájaro, suponía unamaravillosa y nuevasensación.
Nada más llegar, nosproporcionaron una
estancias propias, noofrecieron un baño y nodieron ropa limpia a lo
cinco. No hace falta decir que
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estábamos encantadosCuando se ha sobrevivido
con tan poco, cualquiepequeño beneficio parece unverdadero lujo. Al sentirnos
limpios, alimentados y bajoun techo, tan de repente, noencontramos como en lamisma gloria.
No es que la casa fuera
muy grande, pero nos parecíaun verdadero palacio. Lafachada era semejante a la
de las demás viviendas de
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Mequinez: de puro adobeamasado con paja, pero bien
lucida con una capa de estucoarcilloso. El ancho portóndaba a un zaguán amplio y
este a un patio interior, dealtos muros, al que seasomaban galerías en sus dopisos. Al final había otropatio donde crecía una
altísima palmera y al quedaban nuestras habitacionesEl ambiente interio
resultaba fresco, íntimo y
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cuidado, con muy pocomuebles. La vida se hacía en
la estancia más ampliaabierta al primer patio. Esuelo estaba cubierto con
tapices en los que sedistribuían los mullidocolchones que servían comoúnico asiento.
El día de nuestra llegada
no vimos al dueño de la casaos recibió una mujer muydispuesta; alta, voluminosa
los ojos rasgados y la
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pupilas grandes; la miradapenetrante, como indicio de
fogosidad en su carácter. Sellamaba Manola y nosorprendió que hablara
perfectamente el español. Locual no era de extrañarpuesto que era española ymalagueña. El Ceutí lapresentó como la esposa de
tal Abbás el Bonetero, edueño, el cual según dijo sehallaba de viaje.
—¡Pobres criaturas! —
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exclamó ella, llevándose lamanos a la cabeza, nada má
ver nuestro lamentableestado—. ¡Qué desastreLástima de cautivos que tan
mal cuidados andan... Estomoros no tienen caridadninguna.
Y era de comprender suasombro: ¡había que vernos
Estábamos sucioscochambrosos, con laporquería de mucha
semanas adherida a nuestro
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pobres cuerpos. Mas si fuerasolamente eso... Habíamo
enflaquecido hasta el puntode parecer esqueletos. A losque éramos por naturaleza
más o menos delgados antedel cautiverio se nos notababastante; pero a doñaMatilda, que siempre fuerellenita, no se la reconocía
parecía otra mujer, con unafigura enteramente diferenteel cuello largo y fino, la
barbilla afilada, los pómulo
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marcados y los ojos saltonespor no hablar del talle y la
absoluta falta de rellenodonde antes huboredondeces... De igua
manera, don Raimundoparecía insignificante, muchomás envejecido y sobrándolela ropa vieja y sucia potodos lados.
El baño fue unaexperiencia inusitada; algoque ya casi habíamo
olvidado. Nos tenían
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preparada agua calienteabón y estropajos, y hasta
nos parecía que perdíamoalgo muy nuestro cuandofriega tras friega, lográbamo
desprender la negra mugrePero la mayor sorpresa llegócuando nos miramos poprimera vez al espejo y novimos tan flacos.
—¡Ah, esta no soy yogritó con desgarro el ama. ¡Si parezco una galga!
Luego estuvo llorando
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durante un largo ratoencerrada en su habitación
os tenía preocupados. —Dejémosla, pobrecillanos decía Fernanda, que la
conocía mejor que nadie—Todo esto ha sido muy duropara ella, demasiado duro..Y tiene que desahogarse.
Pero don Raimundo, aun
estando tan débil, sufríamucho al oírla sollozar; sefue a la puerta del cuarto y le
dijo: —No llores, esposa
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mía; ya verás como prontonos rescatarán... Y volverás a
engordar cuando puedacomer todo lo que quieras..Anda, esposa, no llores!
Dentro doña Matildadejó de gemir, abrió conbrusquedad la puerta y asomóbramando indignada:
—¡Cómo que
«esposa»...! ¡¿Será posiblebobada más grande?! ¡Le hedicho a vuaced que no me
llame «esposa»! ¡Yo no soy
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su esposa! ¡Era lo que mefaltaba!
Don Raimundo se quedóperplejo, mirándola entre erespeto y el cariño, y añadió
sin titubear: —Aquí somos marido y
mujer, Matilda; esas son lasnormas... ¡No te enojesmujer!
El ama dio un gritocerró de un portazo yprosiguió dentro con su
sollozos de desesperación.
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Y don Raimundovolviéndose hacia nosotros
dijo: —No comprendo poqué se pone así... Ahora quetodo se va arreglando; ahora
que tenemos una casa... Aesta esposa mía no hay quienla entienda...
Fernanda y yo nomiramos llenos de
preocupación. Hacía tiempoque veníamos percatándonode que el administrado
parecía no ver la realidad
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que de vez en cuando eracomo si perdiese la razón y
dijese cosas incongruentesYa en la prisión le habíamosvisto como enajenado
confuso y ausente. Yempezábamos a darnocuenta de que se habíatomado tan en serio lo de lomatrimonios fingidos que
había llegado a creérselo detodo.Tanto era así que
Manola también se lo creyó y
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resultaba muy difícil hacerlever la auténtica realidad
porque don Raimundo sedirigía siempre al amallamándola «esposa» y la
trataba como si de verdad lofuera.
—No me entero —nodecía la mujer de Abbás—¿Están o no están casado
esos dos? —No, no —contestabaFernanda—; ella es viuda y
él soltero.
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—Pues parecen unmatrimonio... Discuten como
si de veras lo fueran...
3. SECRETOS Y
NEGOCIOS OCULTOSHabíamos creído en un
principio que Toribio e
Ceutí iba a vivir con nosotroen la misma casa. Eso no
daba mucha tranquilidadPero resultó luego que sealojaba en otra vivienda, que
al parecer se hallaba lejos de
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la nuestra. Por ese motivoantes de irse nos reunió para
darnos algunaexplicaciones: —Compadres —nos dijo
, yo no voy a dejar deocuparme de vosotros. Mevoy a otro lugar, pero nodejaré de venir a veros. Aquíen la casa de mi amigo
Abbás, podéis estatranquilos. Nadie se meterácon vosotros y espero que no
tengáis que volver a la
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prisión... —¡Ay, Dios mío! —
exclamó doña Matilda—Allí no! Allí no, porquemoriremos...
—Esté tranquila vuestramerced —la tranquilizó eCeutí—. Como digo, ya notienen por qué temer. Abbáses un buen amigo mío y
aunque se encuentra ahora deviaje dedicándose a sunegocios, su esposa Manola
cuidará de vuestras mercede
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hasta su vuelta. AmbosManola y el Bonetero, son
personas de mi enteraconfianza; nos conocemodesde hace años y estarán
encantados de teneros en sucasa... Comprendocompadres, que estéipreocupados, porque todoaquí es nuevo para vosotros y
nunca antes os habéis vistoen un trance semejante. Peroyo tengo experiencia en esta
lides y os aseguro que todo se
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arreglará; tarde o tempranose solucionará... Cuando
regrese Abbás, dentro dealgunas semanas, quiera Dioque no tarde mucho más, se
arreglarán las cosas. Ya loveréis, compadres, confiad enmí... Os he traído a buensitio, Manola cuidará devosotros.
—Sí —le dije—confiamos en ti, alcaideporque no has dejado de
ayudarnos... Pero dinos a
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menos cómo se arreglarán lacosas... Necesitamos sabe
algo más... ¿Quién arreglarálas cosas? ¿Quién se ocuparáde lo nuestro? ¿Cuánto
tiempo crees que estaremoen esta casa esperando?
Él agachó la cabezapensativo y con evidenteperplejidad. Y yo, al ver que
dudaba y que no respondía amis preguntas, insistí: —¡Dinos algo, alcaide
¿Cuánto más hemos de
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esperar? ¿Qué debemohacer?
El rostro del Ceutí sesonrojó, perdiendo suhabitual seguridad, y
respondió turbado: —Compadres, esto e
muy complicado... Pomuchas explicaciones que odé yo, os seguirá resultando
muy difícil entender lo queaquí sucede... Todo esto decautiverio y el rescate tiene
su miga... No es fácil..
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Vosotros no dejéis de confiaren mí y no perdáis la
esperanza... Yo me ocuparéde todo, compadres... No me quedé nada
satisfecho con aquellaexplicación. Me parecía quehabía demasiado misterio ensus palabras y meintranquilicé.
—¿Por qué no teexplicas con claridad? —inquirí nervioso—. ¿No
ocultas algo? ¡Dinos de una
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vez lo que pasaNecesitamos saber qué se
mueve debajo de todo estoPor Dios, habla!Vaciló él, resopló, y
luego, vencido al fin por minsistencia, me dijo:
—Está bien, Cayetanote lo contaré todo... Pero serámejor que hablemos tú y yo a
solas en un lugar aparte... —¡Nada de eso! —protestó doña Matilda—
Nosotros también queremo
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enterarnos! —No, no, señora —le
dijo él con suavidad—. Hagavuestra merced caso de mí..Hay cosas que requieren su
entereza, su estado de ánimoy vuacedes están cansados ydemasiado débiles. Ya seenterarán a su tiempo...
Con estas explicacione
se quedaron conformesaunque todavía confusos. Asque el Ceutí y yo nos fuimo
fuera de la casa, al rincón de
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la plazuela donde estaba lafuente. Y allí, en la umbría
que propiciaba el sicómorofui puesto al corriente de unmontón de circunstancias y
asuntos oscuros que nsiquiera había podidoimaginar.
—Lo primero que debesaber —empezó diciendo e
Ceutí—, antes de nada, eque no hay otra manera aqude hacer las cosas que la que
te voy a referir. Y debes
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creerme, Cayetano, sinhacerte juicios precipitado
sobre mi persona ni sobreninguno de los individuoque nombraré..
¿Comprendes a qué merefiero?
—No, no lo entiendo —contesté completamenteconfundido—, no comprendo
nada... ¡Habla con claridad!Me miró a los ojos conternura, apreciablemente
conmovido, me dio un par de
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cachetes cariñosos en la caray dijo:
—Ah, Cayetanomuchacho, no creas que nome duele tener que contarte
todo esto... Pero la vida edura, muy dura, y hay quesalir adelante como seaaunque a veces no nos agradelo que tenemos que hacer...
—¡Habla de una vezdiantres! ¡Me estás poniendomuy nervioso!
Inspiró con fuerza
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como llenándose del ánimoque necesitaba, y dijo
calmadamente: —Bien, hablemos confranqueza, compadre... Esto
de los cautivos es un grannegocio, ya sabes eso. Esultán y toda su corte vivenricamente a costa de laganancias que obtienen po
ello. Pero también para lagente más baja y con menopoder: simples comerciantes
artesanos y hasta lo
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pequeños negociantes sacansu tajada... Para toda la gente
de aquí es un gran negocio ecautiverio, vuestrocautiverio, el mío... Eso lo
sabe todo el mundo y no eningún secreto, porque anadie se le oculta y yo mismoos lo he explicado reiteradaveces... La gente en esta
ciudad vive de eso; le sacanun gran beneficio... En fin, sehan acostumbrado a
trapicheo con lo
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desgraciados cautivos y aqunadie ve mal ese oficio..
Pues bien, compadre, meduele mucho tener quedecirte esto; pero ya veo que
no me queda otra... Estoamigos míos de Mequinezlos que nos amparan en sucasas, no nos acogen por puracaridad cristiana, no lo hacen
por desinterés... Sino todo locontrario: por auténtico ysimple negocio, por interés
por ganarse un buen dinerito
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fácil... O sea, que piensansacar un beneficio a costa de
vuestro rescate, el cual lecorresponde en la parte queles toca por teneros a buen
recaudo en sus casasvigilados y mantenidos... Esoes lo que hay, compadre; yate lo he dicho, aunque meduela...
Me quedé atónito, sinsaber qué pensar acerca de loque me contaba. La
sospechas acudían a m
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mente; así que acabépreguntándole en un susurro:
—Entonces, ¿el Abbásese ganará dinero a costa denuestro rescate? ¿Te refieres
a eso? —A eso mismo, ni más
ni menos... —¿Y tú...? ¿Y tú
alcaide, sacas algo de todo
esto?Arrugó el hocicofrunció el ceño, guiñó el ojo
y respondió:
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—Pues claro, compadreyo también obtendré en su
momento la parte que mecorresponde. Me sabe muymal confesarlo, pero he
decidido no andarme conmentiras. Si lo digo, lo digotodo... Aquí todo el mundosaca lo suyo, ¿voy adesperdiciar yo la
oportunidad? Yo me ocupode gestionar los repartos, deentenderme con los que
hacen los tratos para decirle
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cuáles son las piezas mágordas del lote; es decir, para
hacer averiguaciones yponerles al corriente de loque pueden sacar de cada
cautivo. Porque de aquelloque más tienen en España sepuede sacar más..¿Comprendes, compadre? Meduele mucho decírtelo, pero
así son aquí las cosas; así ela vida, compadre...A él le dolería tener que
darme aquella
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explicaciones, pero a mí mecayeron encima de la cabeza
como mazazos. Resultabaque aquel hombrecillo tandispuesto, a quien
considerábamos nuestrobienhechor, no era otra cosaque un aprovechado... Perocomo no terminaba decreérmelo, le dije:
—Alcaide, tú tambiéneres cautivo... ¡Estuviste connosotros todo el tiempo en la
cárcel!
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—Sí, compadre, yotambién soy cautivo —
contestó con aparentesinceridad, llevándose lamano al pecho—. Y yo
también tendré que pagar asu tiempo el rescate por mlibertad. Por eso, compadredebes comprenderme... Notengo bienes, parientes n
hacienda y he de cuidar de mmismo. Mis amigos de aqume ayudan, pero yo he de
ayudarles a ellos... ¿Lo
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entiendes, compadre?Asentí con un resignado
movimiento de cabeza, comoaceptando sus razones. ¿Quéotra cosa podía hacer? Él lo
había explicado con todaclaridad: éramos mercancía ynada más. Allí no se andabancon compasión ncontemplaciones. A nosotros
nos habían considerado genterica, y por lo tantosusceptible de
proporcionarles un mayo
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beneficio. Así funcionabanlas cosas entre toda aquella
gente de Mequinez que vivíadel gran negocio de locautivos.
Nada podía reprocharleal Ceutí. Al fin y al caboconservábamos la vidagracias a él. Nos habíaprotegido, cuidado y
orientado en un mundo hostipara nosotros, en el que nohubiéramos podido sali
adelante sin su ayuda. Y
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ahora venía lo más tristeasimilar que no era tan buena
persona como suponíamosque era un simplesuperviviente que se movía
por espurios intereses.Y como viera él que yo
le miraba entre la sorpresa yla indignación, exclamóamigablemente:
—¡Vamos, compadreno pongas esa cara! ¡No memires de esa manera! Estái
salvos tu novia, tu ama, don
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Raimundo y tú, atendidos enuna buena casa, bien comido
y a la espera solo de laredención... Que hay quepagar luego..., pues pagáis y
en paz. Esto es así... Yo nohago sino tratar de saliadelante...
—Visto de esa manera..dije irónico, sin sali
todavía del pasmo. —¡Pues clarocompadre! ¡Anda, alegra esa
cara!
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A estas alturas, ydespués de haber escapado
una tras otra de tantaadversidades pasadas, no ibaa desasosegarme aque
descubrimiento, podesagradable que resultasePero había todavía cosas queno me cuadraban del todo yya puestos, quise saberlo
todo acerca de aquel negocio —Está bien, Toribio —le dije—, en cierto modo
alcanzo a comprender tu
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razones y no quiero hacermeningún juicio sobre ti... Pero
no acabo de entender cómose harán luego los tratos derescate y qué parte tienen tu
amigos en todo esto... ¿Quiénes ese tal Abbás el Bonetero
al que todavía no hemovisto? Porque estamos en sucasa, atendidos por su mujer
pero a él no lo conocemos enpersona, sino solamente poel nombre...
—Yo te lo explicaré
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compadre —respondió muyconforme—. Justo es que
conozcas hasta el últimodetalle; que desliemos detodo la madeja, ya que hemo
empezado a tirar del hilo...Entonces me contó con
detenimiento cómo seorganizaba el negocio de loscautivos; un complicado
entramado en el queparticipaba Mequinez en suconjunto. Arriba del todo
como dueño soberano y amo
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de los destinos y lavoluntades de cuantos vivían
allí, fueran libres o esclavosestaba el sultán MulayIsmail, que había amasado su
inmensa fortuna con laproductiva industria decautiverio. Seguíanle en laerarquía del poder y po
consiguiente en el volumen
de los ingresos, suministros, visires yconsejeros. A continuación
estaban los magnates de
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reino, ordenados a su vez enun minucioso escalafón que
abarcaba tanto al ejércitocomo a la sociedad civilincluidos los ulemas, que
eran algo así como el cleroY, por último, siguiendo unexhaustivo orden debeneficiarios, estaba el restode la población; es decir
cuantos tenían el rango deciudadanos y súbditos desultán por ostentar el derecho
de vivir dentro de la
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murallas de Mequinez.Una vez visto esto, e
Ceutí pasó a explicarmecómo funcionaba el negocio. —Si no hubiese cautivo
dijo—, no tendrían sultánni visires, ni magnates, nejército, ni murallas... En finsi no fuera así, ¿qué carajo vaa haber en un sitio como este
donde no hay nada más quecamellos, cabras y dátiles?De los cautivos ha salido
todo el reino, toda la riqueza
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y la poca gloria que aqupueda verse. Porque no ha
habido en Berbería mátrabajo que el de ir a apresagente, ya sea en los mares, en
los territorios vecinos, en epaís de los negros o en emismísimo infierno si fueramenester... Y como la cosales ha ido muy bien, como
puede verse, toda su codiciase centra en cautivar más ymás, pidiendo cada vez
mayores rescates. Esta gente
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ya no sabe vivir ni ganarse esustento de otra manera. De
ahí que tengan un ejércitonada menos que de cientocincuenta mil hombres
veinte mil caballos, cuatromil camellos y solo Diosabe cuántos burros...
—¡Increíble! —exclamé.
—Ya ves, compadre —continuó—. Y la cosafunciona así: se cosechan lo
cautivos como si fuesen trigo
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y se guardan en lo«graneros», que son esa
prisiones donde nos tuvieronde las cuales únicamentevisteis una mínima parte
pues son harto más grandescon capacidad para albergarcuarenta mil almas. Aunquecomo ya sabes, muchocautivos, los má
afortunados, viven en lacasas de los particularescomo vosotros, compadres
Pues bien, una vez que se
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tiene hecho el agostoempieza el trapicheo; o sea
enviar gente a los sitiodonde viven los familiares yvecinos de los desdichado
prisioneros para sacarles eprecio de su libertad. Y enese trato, porfía y regateo edonde intervienen centenarede hombres; negociantes que
hacen de su vida un constanteir y venir de los puertos aMequinez y de aquí a lo
puertos, para sacarse una
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buenas ganancias con el tantopor ciento de las comisione
que les corresponden. ¿Hacomprendido, compadre? —Perfectamente —
respondí lleno de asombro—Ahora ya sé cómo funciona lacosa.
—Muy bien —dijo—pues ahora te diré quiéne
son mis amigos aquí y a quése dedican. El primero deellos se llama en cristiano
Andrés Pilarón, aunque aqu
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se le conoce con el nombrede Jalil; el segundo es e
dueño de la casa donde vivísA b b á s el Bonetero, y etercero es Ibrahim, conocido
como el Tuerto, pues le faltaun ojo, en cuya casa yo mehospedo. Todos ellos fueroncristianos, bautizados enEspaña, pero acabaron dando
aquí con sus huesos, pocautiverio unos y pomercachifleo otros, y
renegaron haciéndose
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mahometanos. Eso, como yaverás, compadre, es muy
frecuente en estos lares: sonmuchos los cristianos, hijos ynietos de cristianos que, po
haber sido cautivos y buscasu libertad, o por puracodicia, se dejaroncircuncidar y abrazaron la fede Mahoma. Pero no así yo
compadre; ese no es mi casoyo nací cristiano y morirécristiano... ¡Lo juro!
Dentro de todo lo malo
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que me estaba contando, amenos eso me pareció
honrado por su parte. Perome espanté del todo cuandoprosiguió:
—Mis amigos no sonmala gente que digamos..Son como todo el mundoaquí; como ya te he referidoUn día empezaron a
dedicarse al negocio y hoy yano pueden quitarse devicio... En fin, compadre, que
viven del trapicheo de lo
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cautivos. Se montan en sumulas y camellos y se van a
las puertas de Ceuta, Laracheo Melilla, donde entran enconversaciones con lo
frailes mercedarios ytrinitarios y les dicen quiénestá aquí y quién no; leindican el rescate que se pidepor ellos y acuerdan lo
pormenores de la liberaciónTodo esto, naturalmentehaciéndose pasar po
mercaderes cristianos y
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honrados que fueran allá asus tratos de mercancías, sin
que aparentemente tuvierannada que ver con lo que haydebajo... ¿Comprendes
compadre? —Comprendo,
comprendo... ¡Miserables! —Ah, compadre, la vida
es así de engañosa, así de
cruel... Pero no te enojescompadre, porque, a fin decuentas, si no fuera por eso
hombres no habría rescate n
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libertad. Si no fuera poellos, ¿qué sería de vosotros?
Moriríais aquí después deagotaros como pobreesclavos.
—Pero esos hombres —repuse indignado—, esoamigos tuyos, viven a costadel sufrimiento. Si eso no emaldad, que venga Dios y lo
vea... Renegaron de su fe ysus creencias, ¡de su patria!y ahora se enriquecen con e
sucio negocio de trapichea
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con pobres hombres, mujerey niños...
—Esto es lo que haycompadre... No diré que notengas razón, pero así es la
vida... —Si un día me los echo
a la cara... —dije con rabia. Si Dios quiere que lo
tenga delante... ¡Buitres!
El rostro del Ceutí sedemudó. Y repuso muy serio —Mal haría
enfrentándote a ellos
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compadre. Nada tienes queganar con eso y, en cambio
te pondrás en peligro tú ypondrás en peligro a lotuyos. Sigue mi consejo
compadre: deja todo comoestá; no te indignes, noquieras trastocar las cosas..Este mundo está torcido y túsolo no podrás enderezarlo
Así que aguanta, espera yconfía en que no ha de pasademasiado tiempo antes que
seáis libres...
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Me tomé muy en serioesto último que dijo y cre
comprender que me lanzabaun mensaje. Entonces, llenode entusiasmo, le pregunté:
—¿Por qué dices esoahora? ¿Sabes algo? ¿Tienenoticias del rescate?
Sonrió con su habituapicardía, guiñó el ojo y
respondió: —Sí, compadre. Esotres amigos míos, Pilarón
Abbás y el Tuerto, salieron
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hace tres semanas camino deCeuta. A estas alturas ya
habrán entrado enconversaciones con lofrailes... Pronto tendremo
noticias... Pero, compadresigue este consejo: olvidatodo lo que te he contado ypor supuesto, nada de estorefieras a tu novia, a doña
Matilda y al viejo. Ellos notienen por qué desengañarseni sospechar aquí de nadie
así será todo más llevadero
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así estarán más confiados ytranquilos... ¿Comprendes lo
que quiero decir, compadre?Asentí con unmovimiento de cabeza y
estreché la mano que metendía, haciéndole ver así queobedecería a las razones desu recomendaciónCiertamente, no era prudente
tener problemaprecisamente ahora. Yademás, quería librarles a
ellos de la gran desilusión
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que yo acababa de llevarme.
4. UNA MUJER MUYPIADOSA Nuestra vida de
cautiverio siguió en la casade Abbás el Bonetero; la cuapara nosotros era más bien lacasa de Manola, su mujeruna española de buen
corazón, con desparpajo yextraordinaria mano para lacocina. Suponía yo que ella
sabría de sobra en qué turbio
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asuntos estaba metido sumarido y que sería
conocedora de que lodineros no entraban enaquella casa por la venta de
bonetes precisamente... Perodoy fe de que, si lo sabía, lodisimulaba muy bien, ya quenunca mencionó más oficioal referirse al ausente Abbás
que el de los bonetes quetraía desde Ceuta cada tremeses y que se vendían muy
bien —según decía— en
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Mequinez y sus alrededores. Nada podía yo
reprocharle, aunquesospechase algo, porque eramuy buena con nosotros: no
compró ropas nuevas, no noescatimaba el alimento y sela veía esforzarsediariamente para hacernofelices. Y de esta manera
como en familia, pasaronalgunas semanas más sin quetuviéramos mayo
preocupación que esperar la
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noticias de nuestra redencióno dejando Manola pasar un
solo día sin que nos dijerallena de convencimiento: —Anímense vuestra
mercedes y tengan confianzaque cuando menos lo esperenvolverá mi marido paradecirles que ya está todoarreglado en Ceuta y que
muy pronto vendrán lofrailes a redimirlos. Ya veráncómo no ha de pasar la
atividad del Señor sin que
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eso ocurra... Y pónganse enmanos de Dios y de la
Virgen; no dejen de rezarque eso es muy importante..Ya rezo yo también
constantemente pidiendo queno tarde el día...
Y yo pensaba«Cualquiera que la oigahablar, diría que es una
monja de la caridad y sumarido un santo; cuando sevan a forrar a costa nuestra.»
Porque Manola, a pesar de
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todo, era muy piadosa. Suesposo se habría hecho
mahometano, pero ella teníaa todas horas en la boca aJesucristo y a su Santísima
Madre. Tanto era así, que nofaltaba a la misa que decíanlos frailes a diario en ehospital, a pesar de que no seencontraba cerca de la casa.
Pero, cuando le dijimoque queríamos ir con ella a lamisa, nos quitaba la idea
visiblemente azorada:
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—No, mejor que nosalgan a la calle de momento
vuestras mercedes; ni aun amisa... Así nos ahorraremoscomplicaciones; no sea que
empiece a verlos la gente yse les excite la curiosidad..Aquí en las ciudades demoros no es prudente que lamujeres anden demasiado po
ahí, dejándose ver, y muchomenos si son cristianas ycautivas...
Y tenía mucha razón a
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aconsejarnos de esta maneraBien lo sabía yo, porque
Toribio el Ceutí me hacíarecomendaciones semejantesandar con discreción, no
hacer vida pública, estar encasa recogidos..Recordatorios que meparecían en extremooportunos para las mujere
principalmente.Pero, con todo, empecéa sentir mucha curiosidad
Llevábamos demasiado
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tiempo encerrados y meentraban grandes deseos de
salir a las calles para vecómo era la vida en aquellaciudad y para intenta
enterarme de algo. Así queinsistiendo, acabéconvenciendo a Manola paraque me dejase ir con ella ahospital.
—De acuerdo —asintióal fin—. Pero habrás devestirte a la manera de lo
moros, bien cubierto ese pelo
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castaño con el turbante, e irácaminando detrás de mí
siguiéndome a veinte pasospara que no piensen queandamos juntos.
Así se hizo. Salimos unamañana muy temprano. Enlas calles apenas había genteCaminábamos deprisapasando por delante de lo
talleres de los carpinterosherreros, talabarterostejedores... La vida empezaba
cadenciosa a esas horas y lo
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hombres salían adormiladosvestidos con las aljuba
rayadas; las barbas crecidas ylentos los movimientos. Lamismas caras tenían lo
alfareros que vi por laventana de un sótanotrabajando la arcillamacilentos, con las piernadesnudas al aire; y
asimismo, los curtidores querevolvían apestosas pieles engrandes tinas o los carnicero
que degollaban un carnero en
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plena calle, dejando correr lasangre por el suelo sucio...
Manola se detuvo al findelante de un edificio medioen ruinas. Llamó a la puerta
mientras yo me quedaba adiez pasos, sin atreverme aavanzar, cumpliendo con susindicaciones. Entonces abrióaquel fraile pelirrojo que no
visitaba en la prisión. Ella ledijo algo y luego se volviópara hacerme una seña con la
mano. Me acerqué y entré
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con ellos.Aquello era el convento
de los trinitarios y a la vez ehospital; si es queverdaderamente se lo pudiera
llamar de una u otra maneraPorque ni parecía hospital nconvento; era apenas un pade casuchas unidas: en unavivían los frailes y en la otra
acostados en esteras sobre esuelo, yacían los enfermos ymoribundos, hacinados y en
muy malas condiciones.
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El fraile me reconocióenseguida y se asombró a
verme limpio, saludable ycon mejor aspecto. —¡Alabado sea Dios
hermano! —exclamó—. Sno pareces el mismo... Enapenas un mes te handevuelto el lustre...
—Yo los cuido muy
bien, padre —dijo Manola—ya lo sabe vuestra caridad. —Sí, Manola, ya lo sé
Ahora es menester que
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vengan pronto a redimirlos. —Se lo pido a Dio
todos los días —contestó ella. Y me da la corazonada deque no ha de pasar mucho
tiempo... Antes de laatividad del Señor habrá de
ser, padre. —¡Dios te oiga, hija!Estando en esta
conversación fue llegandomás gente, hasta juntarseunas veinte personas. Todos
se conocían, pue
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diariamente se reunían parala misa, ya que eran
cristianos; aunque no todoeran españoles, sino quetambién había franceses y
portugueses.Como no vi por allí a
otro fraile, aquel que era máviejo, pregunté por él. Medijeron que estaba en Fez
ciudad que se hallaba a diezleguas de Mequinez, dondetambién había cautivos de lo
que ocuparse.
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El fraile pelirrojo sellamaba fray Pedro de lo
Ángeles; era de Sevilla yllevaba allí ya más de cuatroaños, siendo muy querido no
solo por los cautivos a loque asistía, sino también pomuchos hombres y mujerelibres cristianos, y aun polos moros que le tenían po
hombre bueno y virtuoso.Después de la misacomo le sabía tan ocupado
con tantos trabajos como
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tenía cuidando enfermos ycautivos, me ofrecí a él por s
en algo podía ayudarle. —Claro que puedes seútil, hermano —me dijo—
Aquí siempre hacen faltamanos, porque las tareanunca acaban. ¿Vendrás?
—No tengo nada mejoque hacer en Mequinez —
contesté—. Así que cuentevuestra caridad conmigo.Y a partir de ese día, sin
faltar, acudí cada mañana a la
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misa y luego me quedabaayudando, curando la
heridas, repartiendo comidaslimpiando o simplementeesperando dispuesto a hace
lo que fray Pedro tuviera abien mandarme.
5. LA LIBERACIÓNDE DON RAIMUNDO
Sobrevino un tiemporaro, en que nuestra vidafluyó en Mequinez con una
calma extraordinaria. A
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veces incluso me sorprendíapor la ausencia de
sobresaltos, tanacostumbrados comohabíamos estado a vivir en
vilo últimamente. Era comosi mis pensamientos sobre epasado reciente seesparcieran involuntaria eimperceptiblemente, sin
dejarme resquicios dedesasosiego, del temor, de lainminencia del peligro..
Ahora todo parecía habe
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quedado sometido a un ordeny una tranquilidad que
incluso resultaban naturalesaceptados. Uníase a esto lareconfortante sensación que
se experimentaba arecuperarse la salud, el vigorpor el alimento y el descansoPorque Manola nos cuidabade más; se esmeraba
cocinando para nosotros y noescatimaba en gastos. Hastallegué a pensar que esa
atenciones suyas eran la
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consecuencia de suremordimientos. Esto es, que
nos atendía tan bien porqueen el fondo se sentía culpablede nuestro cautiverio; porque
sabía a lo que se dedicaba sumarido y se consideraba dealguna manera cómplice, yen cierto modo, carceleracomo todos en Mequinez. No
obstante, si teníaremordimientos, Manola nolos hacía visibles, no se la
veía reservada ni afectada
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por ninguna preocupación oansiedad; muy al contrario
manifestaba una alegría y unbrío que lograbacomunicarnos a todos
Toribio el Ceutí estuvo muyacertado cuando nos vaticinóque en aquella casa íbamos asentirnos como en la nuestrapropia.
Las comidas eran tanbuenas y abundantes queacabamos engordando muy
pronto; lo cual nos devolvió
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nuestras naturales figuras, yaque habíamos estado
demasiado flacos. Doritoprincipalmente, acusó latransformación,
convirtiéndose en un par demeses en un niño preciosoenérgico y feliz; sin perder sucandor y su docilidadFernanda se puso guapísima
cuando su cara recobró ecolor, su precioso pelo ebrillo y la serenidad se
aposentó en sus claros ojos
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Doña Matilda recuperó suredondeces, la lozanía, la
energía y hasta su poderío ysu endiablado carácter. SManola se lo hubiera
permitido, habría acabadohaciéndose el ama de la casaporque, perdido el miedoempezó a meterse en todosiguiendo los dictados de su
imperiosa manera de ser.Solo don Raimundo mepreocupaba; me preocupaba
mucho, porque, en vez de
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mejorar, parecía irempeorando día a día
menguaba, se ibaencorvando, sus pasoempezaban a ser torpes
vacilantes; andaba comoausente, perdido ydesmemoriado, sirviéndoseya del bastón. Y si solo fueraeso... Además, y era esto lo
que más me inquietaba, seiba apoderando de él unasuerte de locura, un extravío
de la razón; confundía e
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pasado y el presentemezclaba lo
acontecimientos, no veía larealidad... Al principio nostomábamos un poco a risa
sus extravagantefiguraciones, sus despistes ysus chifladuras. Comocuando se empeñaba a todacosta en que doña Matilda y
él estaban casados de verdadalgo que le decía a todo emundo y que
verdaderamente, había
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llegado a creerse del todo émismo. O cuando llamaba
hija a Fernanda o nieto aDorito. Todo eso tenía ciertalógica, puesto que e
fingimiento de la falsafamilia había durado muchotiempo y nos lo habíamotomado muy en serio.
Pero, a medida que
pasaron los meses, lademencia de don Raimundose precipitó y empezó a se
causa de honda preocupación
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entre nosotros. Sirva comoejemplo de lo que refiero lo
que sucedió el día de Todoslos Santos, cuando Manolatuvo a bien ofrecernos un
verdadero banquete.El día 30 de octubre
cumplíamos un mes desdeque salimos de la prisión y aManola le pareció que sería
oportuno agasajarnos paracelebrarlo, aprovechando a suvez que al día siguiente era la
fiesta de los Santos. Para ta
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menester, mató unos gallos yse puso a cocinarlos. Doña
Matilda y Fernandaestuvieron encantadaayudándola durante toda la
mañana a desplumar las avey realizar el resto de lopreparativos de la comida. Selas oía parloteaamigablemente, reír
canturrear y hasta discuticon toda confianza. Me hacíafeliz sentir el rumorear de la
voces femeninas y
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comprobar que, gracias aDios, nuestra vida de
provisionalidad en la casa deAbbás en nada se asemejabaa nuestro pasado cautiverio.
Disfrutando de estapercepciones, en aquella horadel mediodía, me quedécomo absorto en el patioviendo la fuerza de la luz
haciendo brillar sus destelloentre las hojas de la palmerasentí entonces como una
oleadas cálidas que batían m
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pecho, y mis pensamientos sedispersaron por doquier
como las doradas cintas queformaban los rayos del soque descendían entre la
palmas, tocándolo todoacariciándolo y haciéndoloresplandecer. A mis ojos, lasflores de otoño, las paredeocres, las plantas, el tronco
de la palmera, los tejados y esicómoro de la plazueladelante de la casa, relucían
con el mismo brillo
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reflectante, del chorro querumoreaba en la fuente. Y las
personas bajo esa luz mecausaban el mismo efectoFernanda, en su hermoso
sosiego, me transmitía unamor inconmensurable, comoun ser al que sentía mío, sinasomo alguno de sombra omalicia; Dorito parecía un
ángel, sentado en un poyetede piedra, jugueteando conlas hormigas del suelo. Todo
se había purificado con e
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sufrimiento y cobraba ahoraluminosidad y verdad, como
esos rayos del mediodía. Ymientras en la cocina seguíael guisoteo, que iba dejando
ya escapar los deliciosoaromas del gallo conalmendras, apareció por allFernanda, que iba a por no séqué cosa, sumida en su
pensamientos al atravesar epatio. Me fui hacia ella, laretuve, la abracé, la besé con
pasión, y le dije lleno de
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dicha: —¡Acabo de tener unpresentimiento, querida mía
Me miró como extrañada, sindecir nada, peroapremiándome con sus ojo
para que se lo dijera. Así queañadí:
—Pronto, muy prontonos redimirán... Lo sé. Estoytan seguro como de que Dio
existe. Y tú y yo seremos porfin libres... Yemprenderemos esa nueva
vida... ¿Lo crees? Se le
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escaparon unas lágrimasSonrió y respondió:
—Sí, lo creo... Tambiényo tengo esa corazonada...Estábamos del todo
abstraídos, gozando denuestro abrazo y de nuestroaugurio feliz, cuando, depronto, sentí un fuerte golpeen las posaderas. Di un
respingo y me volví: ahestaba don Raimundoenarbolando su bastón
amenazante y diciendo con
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indignación: —¡Qué poca vergüenza
Delante del niño... ¿Es que yano hay decencia en esta casa?Suelta a esa muchacha
aprovechado, caradura! Nos quedamo
estupefactos, mirándole, sinpoder comprender aquellaactitud suya que nos cogía
completamente por sorpresaMientras tanto él seguíadespotricando sin sentido:
—¡Aquí lo que hace
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falta es mano dura! Me tenéicogido el pan debajo de
brazo... Pero esto se va aacabar... A partir de hoy enesta casa se va a hacer lo que
yo diga... ¡Esposa! ¿Dóndeestás, esposa? ¡Matilda, venaquí inmediatamente!
Salieron el ama yManola, alertadas po
aquellas voces. Comonosotros, miraban a donRaimundo, sin alcanzar a
entender lo que le pasaba.
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—Pero... ¿qué diantreestá diciendo? —le llamó la
atención doña Matilda—Cállese de una vez vuaced yno alborote, demonios!
—¡Cállate tú o te doy unbastonazo! —replicó écolérico—. ¿Qué manerason estas de hablarle a unesposo?
El ama se quedóboquiabierta, sin acabar decreerse lo que veían sus ojos.
—Pero... ¿se ha vuelto
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loco del todo? —balbució. —¿Loco yo? ¡Loca tú
que no piensas nada más queen ti misma! ¡Egoísta!Y después de solta
estos exabruptos, eadministrador se dio mediavuelta y se fue dandoresoplidos.
—¿Adónde va ahora? —
me preguntó el ama con lacara desencajada—. ¿Sepuede saber qué le pasa?
Me encogí de hombros
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pues estaba yo igualmentedesconcentrado. Y mientras
permanecíamos perplejos enel patio, oímos crujir lapuerta que daba a la calle.
—¡Se va de verdad! —exclamó Manola—. ¡Hay quedetenerle, no vaya a pasarlealgo!
Corrí tras él y logré
alcanzarlo enseguida, antede que acabase de atravesala plazuela. No me resultó
fácil calmarle, porque estaba
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muy alterado; perofinalmente, dándole la razón
en todo, conseguconvencerle de que volviera aentrar en la casa.
Más tarde, cuando yaestábamos sentados a la mesapara disfrutar de la comidanuestros semblantes se veíancariacontecidos, con aire de
mucha preocupación. FrayPedro estaba también allíinvitado por Manola por la
fiesta, y no le habíamo
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contado nada; así que, comonos veía afligidos, trataba a
toda costa de consolarnos: —¡Hermanos, ánimodecía—. ¿Qué os pasa?
Hoy es el día de Todos losSantos. ¡Es fiesta! Prontoseréis libres, ¡alegrad esacaras!
Y don Raimundo, a
oírle hablar de esa manera, sepuso repentinamente muycontento, eufórico, y
exclamó:
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—¡Diga que sí, padreSi eso mismo es lo que yo le
estoy repitiendo todo el díaque no se amarguen, queconfíen en la Divina
Providencia, que crean enDios... ¡Ay, si no fuera pormí, qué sería de ellos!
Nos alegramos entoncemucho, porque, si bien no se
le veía del todo cuerdoparecía actuar con ciertanormalidad.
La comida fue desde ese
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momento afable. Nos parecíamentira estar sentados a una
mesa que tenía mantelplatos, pan tierno, un guisocaliente de gallo con
almendras... ¡Un lujo! Asque agradecíamos todoaquello, encantadossintiéndonos como en unsueño.
Pero, cuando fray Pedroalabó la manera de cocinar deManola, diciendo que la
comida era exquisita e
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inmejorable, don Raimundose alteró nuevamente y, muy
contrariado, repuso: —Pues tendría que vevuestra caridad cómo hace e
pollo mi señora esposa..Una delicia! Ella siempre
guisó muy bien, porque emuy lista y muy hacendosa..Cuando vivíamos en
Sevilla...Al oírle decir estacosas, el ama se puso furiosa
no soportaba ya que la tratara
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como a su mujer y se encarócon él: —¡Le he dicho a
vuaced más de cien veces queno me llame «esposa»! ¡Nosoy su esposa! ¡Vuaced es
soltero! ¡Y yo soy viuda!Don Raimundo se la
quedó mirando con unos ojoextraviados y contestó conuna voz rara, como una queja
profunda que le nacía muydentro: —Serás desagradecida..
¿Tú te crees que yo me
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merezco este disgusto? ¿Poqué me tratas así delante de
toda la familia? ¡Tú eres mesposa, Matilda! ¡Te pongascomo te pongas!
A partir de ese instantecomprendimos y aceptamoya que don Raimundo sehabía vuelto loco de remateYa no podíamos tratarle
como a una persona normal..Durante los días siguientesla cosa empeoró mucho; no
quería probar alimento
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únicamente tomaba agua; nodormía y se pasaba la
noches deambulando por lacasa, dando vocesdesvariando y sin dejarno
descansar a los demás. Seescapó varias veces yllegamos a temer queterminara perdiéndose por elaberinto de la ciudad o
metiéndose en algúnproblema. Y finalmenteacabó sin poder caminar
exhausto, agotado por tanta
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ansiedad, por dar tantavoces, por no saber ya n
dónde estaba y ni siquieraquién era... Por último, callósu boca definitivamente; solo
nos miraba con ojodelirantes... De este estadopasó a no poder levantarse dela cama; entrando acontinuación en una
precipitada agonía... Nos tuvo pendientes deél, llenos de preocupación y
de pena, hasta que expiró e
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día 15 de diciembre, sinhaber logrado verse
rescatado. Dios le otorgó laverdadera libertad; la que epara siempre...
Lo enterramos fuera delas murallas, en un pequeño ydiscreto cementerio dondereposaban los difuntocristianos. Allí estuvimos
llorando mucho, porque noimpresionaba el lugar, tandesolado...
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6. FRAY PEDRO DELOS ÁNGELES
Fray Pedro de loÁngeles era un hombreextraordinario; una verdadera
bendición en medio de aquemundo extraño y hostil paranosotros. Su nerviotemplado, la dulzura, lainvariable gravedad y
sabiduría de sus palabras, noayudaban mucho. Y comoT o r i b i o el Ceutí había
desaparecido
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misteriosamente y no volviómás por la casa de Abbás e
onetero desde poco despuéde confesarme queparticipaba de los beneficio
que se sacaban con lorescates, el fraile se convirtióen nuestro único apoyo yreferencia en aquella vida deespera e incertidumbre.
Yo seguía yendoinvariablemente cada mañanaal hospital, para ocuparme de
los enfermos; pero también
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para beneficiarme de loconsejos y las sabias plática
del fraile. Ocuparse de loenfermos era un trabajo muyduro, al que acababas no
obstante acostumbrándoteLe ahorraré al lector lodetalles de lo que tuve quever mientras me dedicaba aaquella humanidad recogida
allí cuando ya no servía paratrabajar, ni para sacar deellos beneficio ni dinero
algunos por su rescate
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cuando ya solo esperaban lamuerte...
Cuatro años llevaba enMequinez fray Pedro. Cassiempre estaba solo; porque
el otro fraile, como ya dijecumplía la misma misión enFez y solo venía muy detarde en tarde. ¡Qué vida lade aquellos santos trinitarios
Solo podrá comprenderse sse tiene presente a Dios..Eran muy pobres, estaban a
merced del desprecio, de lo
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insultos, de la arbitrariedadde un mundo que se servía
del ser humano sincompasión para lograganancias sin cuento.
Nunca oí una queja de laboca de fray Pedroúnicamente, de vez encuando, decía conaquiescencia:
—Poco podemos hacepor esta pobre gente; peroDios, que todo lo sabe
guarda en su divino misterio
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la explicación de todo esto...Yo, en cambio, no era
capaz de hallar en mí tantaresignación y acababa poexasperarme algunas veces.
—¡No lo comprendo! —me quejaba—. ¿Por qué Diono hace algo... ?
Y él, con una calmagrande, con su expresión
reposada, me decía: —No te hagapreguntas, Cayetano..
Confía, solo confía... ¿Acaso
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crees que los que se creenlibres lo son de verdad? Mi
cautiverios sin cuento hay enesta vida, aun sin prisiones ncadenas... Hasta los que se
suponen ricos y felices sesaben en el fondo cautivosde sus afectos, de sus deseosde sus pasiones, de supertenencias... Todos somos
aquí cautivos... Aunque sololo seamos del tiempo quepasa... Pero caminamos a
pesar de eso, hermano
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caminamos todos hacia lalibertad... Y solo Dios puede
liberarnos... Él destruirá undía todas las cárceles, todalas cadenas serán rotas
soltados los ataderosdescorridos los cerrojos yabiertas todas las puertas..
uestra fe puede ver esoporque mira más allá de este
mundo, que es apenas unasombra que pasa...Y yo, que me quedaba
arrobado por esta
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explicaciones, quería sabemás no obstante, y contesté:
—Sí, lo creo... Quierocreerlo, fray Pedro... Pero nolo veo... Porque no pienso
solo en mí... Pienso más quenada en la gente que tantoquiero; en Fernanda, en epequeño Dorito; son tandébiles, tan indefensos... ¿Po
qué tengo que ser testigo desus sufrimientos? ¿Hayderecho a eso? Rezo a Dios..
Pero parece que no escucha..
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Llevamos pasado tanto...!Me miró con ternura
suspiró y respondió lleno deconvencimiento: —No pierdas la
confianza, Cayetano. Diosabrá remediar todos lomales a su debido tiempo. Yen tanto eso sea, no podemohacer otra cosa que cumpli
con nuestro cometido... Túhaces lo que tienes que hacercuidar de ellos. Sé fuerte
pues y no te vengas abajo
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ahora que todo va llegando asu final... Lo que dispone e
Señor está bien y debe seaceptado como viene. Si nosomos capaces de entende
eso, siempre acabamosiendo esclavos de tristeambiciones y ansias vanasser inmunes, creernos queúnicamente podemos confia
en nuestras pobres fuerzas..La vida debe ser vivida conlo que conlleva, incluidos e
dolor y la contrariedad..
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Añoras la libertad y lafelicidad, eso es muy natural
pero en esa misma añoranzaestá la intuición de otra vidala vida verdadera... Y esa es
la vida de Dios... —Quisiera verlo..
Debéis creerme! Quisieraverlo, pero no puedo...
Se puso muy serio
enarcó las cejas y, clavandoen mí la penetrante mirada desus ojos profundos, dijo:
—Te creo... Somos
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humanos, Cayetano, y poeso somos tan frágiles. Pero
es más fuerte y máverdadero lo que no se ve queaquello que alcanzan a ve
nuestros ojos; porque tener fees ver de verdad; o sea, vemás allá...
7. COMPARTIENDO
LA FEDebía rezar, queríarezar; para tener fuerzas, para
ser capaz de ver de verdad
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de ver más allá... Pero confrecuencia todo en torno a m
se volvía oscuro, pesadolechoso... Me dominaban mipensamientos cambiantes y
era un amasijo de dudas y denegros presentimientos... Aveces sentía mi almasacudida y como si fuese unabarca expuesta a un temporal
Me decía: «A pesar de todoestamos vivos; debo esperay confiar; debo tener fe.» Y
de nuevo me rehacía hallando
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la energía suficiente paraseguir adelante, para tener e
ánimo tranquilo ycomprender que todo eracosa de seguir adelante..
Mas era inevitable sentir queesos recursos se desvanecíande nuevo fácilmenteapareciendo otra vez esinsentido, la brutalidad y e
hastío del cautiverio. Sobretodo, porque pasaban los díay las semanas, sin que
hubiera ninguna novedad...
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Procuraba aguantar solotoda esta incertidumbre y no
dejar que me viesen decaídoo vacilante. Pero a veces mevenía completamente abajo y
entonces tenía que compartimis ansiedades.
A Fernanda le conté loque había estado hablandocon fray Pedro y cómo él me
había estado confortando. Yasabía que ella era más fuerteque yo... Y me dijo con
mirada soñadora:
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—Yo sí que creo quepronto seremos libres, Tano
Lo veo perfectamente! ¿Túno? Hace tan solo unos díame dijiste que tenías un
presentimiento: que prontonos darían la libertad...
—Sí, pero ahora measaltan las dudas...
Al oírme decir eso se
quedó pensativa, comoextrañada por mi poca feLuego se echó a reír y
entonces el extrañado fui yo.
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—Anda, ven aquí —meabrazó. Puso su mano en m
nuca y estuvo jugueteandocon los dedos entre mi pelo. ¡Qué niño eres!
—Sabes que no megusta que me digas eso —refunfuñé en su oído—. Nome trates como a un crío.
Soltó una risita
maliciosa y contestó: —Sí que lo sé y por esote lo digo: eres eso, como un
crío. Los hombres os creéi
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muy fuertes, pero ¿qué seríade vosotros sin nosotras, la
mujeres?La apreté contra mpecho. Tenía razón: ¿qué
hubiera sido de mí en mediode todo aquello sin ella? Nsiquiera era capaz deimaginarlo...
—Te quiero mucho
Fernanda —le dijetímidamente—; muchísimo..Eres mi ángel...
Se apartó un poco
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Frunció el ceño paraconcentrarse y, mirándome
dijo: —Pues escúchame conatención...
Hizo un silencio y, convoz turbada y firme a la vezprosiguió:
—¿Recuerdas al Señode La Mamora? ¿A
azareno?Asentí con unmovimiento de cabeza. Y ella
entonces dijo:
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—Yo sé que no debemotemer... está con nosotros
hasta el final... Soñé quevenía a rescatarnos... ¿Sabes?Era tan real! Desde entonce
perdí el miedo y estoy segurade que muy pronto Évendrá...
—¡Dímelo otra vez! —le rogué con ansiedad.
—Él vendrá, Tano..Estoy completamentesegura... Él nos rescatará..
Jesús no se olvida de
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nosotros... Solo en Édebemos confiar... Solo a É
debemos esperar...
8. LLUVIA DE
ESPERANZAHay veces en la vida que
pareciera que todo lo que nosucede obedece a un planprevisto, al designio oculto
que nada tiene que ver connuestros esfuerzos, ni con loarranques de la voluntad o
los destellos de la
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inteligencia; sino con algomisterioso que se escapa a
entendimiento, que quizá nopodemos comprender, peroque está ahí, como esperando
a que estemos en íntimaconexión con ellodepositando toda nuestraconfianza, abandonándonos asu misterio...
Eran ya los últimos díade diciembre, por laatividad del Señor, cuando
desperté de repente una
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noche, sobresaltado. Eviento bufaba, aullaba
Estaba casi amaneciendodespués de una larga nochede oscuridad. Me levanté de
la cama y miré por laventana: en el pedazo decielo que se veía, refulgió eresplandor de un relámpagoal que siguió el horrísono
estallido de un trueno queretumbó en toda la casa. Acontinuación hubo un
silencio extraño. Luego se
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desató una lluvia violentaque crepitó en los tejados, en
la palmera y en los enlosadodel patio.La voz quejumbrosa y
aguda de Manola resonabaentre sus rápidas pisadas enel suelo del zaguán. Fernanday Dorito también estabandespiertos e igualmente
asustados, porque alguienllamaba con fuertes golpes ala puerta.
—¡Ya va! —gritaba
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Manola—. ¡Un momentoYa voy!
—¿Quién será a estahoras? —preguntó Fernanda. ¡Con esta tormenta!
Me vestí y fui a ver quépasaba. En ese momentoabría la puerta Manola: allfuera estaba fray Pedro de loÁngeles, bajo la lluvia
cubierta con la capa negra sucabeza. —¡Por Dios, padre! —
exclamó Manola—. ¡Qué
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susto nos ha dado! Pasevuestra caridad.
Entró el fraile. Veníaempapado y apreciablementenervioso. Nada más verme
dijo: —Cayetano, debes veni
conmigo ahora mismo. —¿Adónde? —Ya te lo diré por e
camino... ¡Vamos!Cogí mi capa, me laeché por encima y salimos a
toda prisa. Fuera las cinta
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blancas de los relámpagos seprecipitaban sin descanso
sobre las casas, iluminandolos alminares que serecortaban en la penumbra
Anduvimos deprisacorriendo casi, por las calleembarradas, mientras echaparrón nos fustigabahelado, calándonos hasta lo
huesos... —¿Adónde vamos? —preguntaba yo.
Pero el fraile no
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respondía; iba delante, con ehábito pegado al cuerpo, con
pasos largos y apresuradosdoblando esquinas, saltandopor encima de los charcos
como llevado en volandapor una decisión y un ciegopropósito que yo desconocía.
Así, atravesando laobstinada cortina de lluvia
fuimos de una parte a otra dela ciudad, hasta llegar a unolodazales que terminaban en
un terraplén cubierto de
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cascotes, de basuras, dehuesos pelados de la
bestias... Y allí se detuvo, enun muladar donde el aguacorría en torrenteras
arrancando y arrastrando latierra, entre desperdicios yescombros.
—¡Aquí! Aquí es... —dijo jadeante—. Ahí está...
—¿ Qué? ¿ Qué es loque hay ahí? —preguntétratando de ver con mis ojo
empañados.
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Fray Pedro señaló con ededo algo que estaba delante
de nosotros, tapado por ebarrizal. Y luego se arrodillóunto a ese algo.
Me acerqué: parecía uncuerpo humano, todo éenfangado, yaciendo entre lapodredumbre del basurero.
—¿Qué es? ¿Es un
muerto...? —quise sabehorrorizado. El fraileextendió sus manos hacia
aquel cuerpo rígido; se
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abrazó a él, lo levantó conesfuerzo y sollozó:
—¡Señor! ¡Ay, mSeñor! ¿Cómo te han hechoesto...?
Entonces pude verlo conclaridad, porque el agua de lalluvia intensa lavó suimagen; retiró el barro y ladesveló ante mí: ¡era e
divino Nazareno de LaMamora! Alguien lo habíaarrojado allí, en aquel infecto
muladar...
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Y me quedé comoparalizado, mirando la cara
serena, ¡tan humana!; laexpresión intensa, los ojopenetrantes... Era una visión
sobrecogedora,resplandeciendo a cadainstante a la luz de lorelámpagos, en la inciertaopacidad de la madrugada y
del nublado cielo; con labrillantes gotas como sudoen la frente y como lágrima
en sus ojos... ¡Bendita la luz
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de su mirada!Estuvimos allí un rato
quietos, arrebatadosarrodillados, como orantesmientras fray Pedro sostenía
en sus brazos la pesada ydesnuda figura...
—Vamos a llevárnoslode aquí —dijo al fin.
Se quitó la capa y entre
los dos envolvimos con ellala imagen. Después lacargamos sobre nuestros
hombros y emprendimos la
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cuesta llevándola concuidado. Así anduvimos con
mucho esfuerzo por loarrabales, por los adarvespor las calles... Pensaba yo
«Esto sí que es una procesiónde verdad; esto sí que es unaestación de penitencia...»Porque sentí que llevaba acuestas algo muy grande
algo que trascendía la purahechura de madera de cedrola simple devoción, el rito
las rutinas de la religión..
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Cargábamos con la fe enbruto, con la esperanza bajo
la lluvia...
9. EL SEÑOR
RESCATADOLlevamos la imagen de
azareno al hospital. Allí loestuvimos lavandocuidadosamente, con respeto
Sobrecogía mucho verlo decerca, por el tono oscuro dela madera, la perfección de la
talla, la suavidad de lo
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rasgos... Y por todo lo querepresentaba, como icono que
era del Salvador. Porqueaunque sabemos bien que laesculturas que representan a
Señor, a la Virgen María y alos santos son hechurahumana, también sentimoque son sagradas, porquerecogen en sí la fe de la
gente, las plegarias, ladevociones... No resulta fáciabstraerse tanto como para
no participar de ese misterio
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Y, además, aquella imagende Cristo era tan real, tan
prodigiosamente inspiradaque impresionaba e imponíatocarla.
Cuando el Nazarenoestuvo seco del todo, lopusimos encima de una mesay lo estuvimos contemplandoemocionados. Gracias a Dios
apenas había sido dañadotenía solamente algúnrasguño y un poco astillado
un pómulo.
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—Menos mal que no lodestruyeron —observó fray
Pedro—. ¡Parece un milagroHubiera sido una verdaderalástima perder algo tan
bello...Como el Cristo estaba
desnudo, porque learrebataron su túnica el díaque se tomó La Mamora, no
pareció oportuno vestirlo: lepusimos una capa sobre ehombro derecho, cubriéndolo
a la vez desde la cintura para
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abajo, de manera que soloquedaba al descubierto parte
del torso, un brazo y lamanos que tenía juntas yamarradas sobre el vientre.
—Ecce homo —dijo frayPedro—. He aquí el hombre..Un cautivo más de tantos..Como vosotros...
Delante del Nazareno
encendimos una lamparillade aceite y pusimos un jarróncon flores blancas. Luego
vinieron los enfermos a
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venerarlo. Resultabaconmovedor verlos turbados
rezar, besarle los pies y hastaderramar lágrimas deemoción. Seguramente nunca
antes en sus vidas habíanvisto una talla como esa...
Y yo no dejaba depensar en lo extraño queresultaba todo aquello: en
que hubiera tenido que ser yoprecisamente a quien le tocóir a recuperar la imagen; y
seguían grabados muy
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vivamente en mi memoria emuladar, el barro, la lluvia
los relámpagos... Todoaquello parecía tener unamisteriosa conexión con e
asalto de La Mamora, nuestrocautiverio y las penalidadeque estábamos pasando. Asque acabé contándole a frayPedro cómo fue el saqueo, e
despojo y lo que pasó con eazareno y con el resto delas imágenes.
—Todo eso lo sabía —
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me dijo—, porque otrocautivos me lo contaron. He
rastreado todo Mequinezpreguntado, indagando, parasaber qué había pasado
finalmente con todoaquellos objetos sagrados... Yasí fui dando con algunoindicios y conseguí recuperala imagen de la Virgen y de
san Miguel Arcángel; perodel Nazareno nadie sabíanada... Y entonces, cuando ya
no esperaba encontrarlo
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porque suponía que habíaacabado quemado o roto en
mil pedazos, vinieron ayetarde a decirme que habíanvisto a uno de los ministro
del rey vestido con latunicela morada bordada enoro, ¡la del Nazareno! Corral palacio y pedí audiencia aministro. Gracias a Dios
tuvo a bien recibirme... Nadale reproché por que vistierala túnica, pero le supliqué de
rodillas que me dijera dónde
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estaba la imagen... no losabía, pero me indicó e
nombre de uno de suservidores que debía desaberlo por haberse
encargado de ir a deshacersede la talla. Por él me enteréde que había sido arrojado enaquel muladar, a las afuerasde la ciudad... No pude ya
dormir en toda la noche yantes del amanecer, cuandoestalló la tormenta, no pude
más... Me levanté y decidí i
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a pedirte que meacompañaras a buscar la
imagen...
10.
¿PRESENTIMIENtO OINSPIRACIÓN?
Cuando volvía a casapensaba en todo esto por ecamino. La tormenta ya se
había calmado y solo caíauna lluvia fría y pausada. Lamañana era fría, gris y
deslucida, con olor a
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humedad y lodo sucio. Lonubarrones se desplazaban
hacia occidente y el cieloparecía hosco. Pero en malma había una extraña
alegría; volvía a mí epresentimiento: todo aquelloiba a terminar muy pronto...
Cuando llegué a laplazuela, no la encontré
solitaria como de costumbredos carretas estabandetenidas delante de la casa
de Abbás; había gente por los
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alrededores y una recua demulas abrevándose en e
pilón junto a la fuente. Y areparar en que la puerta deBonetero estaba abierta de
par en par, cuando deordinario permanecíacerrada, me sacudió unacorazonada: «¡Abbás haregresado!», me dije
sobresaltado.Entré y recorrí el zaguány el primer patio en cuatro
saltos. Al final de la casa, en
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el segundo patio, formandoun corrillo alborozado bajo la
palmera, estaban ManolaFernanda, el ama, Dorito..Y el Ceutí! Y con ellos
había tres hombres: unodesgarbado, muy morenootro rechoncho y, el tercerocon un parche tapándole eojo. Ya no había duda, si este
último era Ibrahim el Tuertolos otros dos debían de seAbbás y Pilarón...
Fernanda corrió hacia
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mí con la cara encendida dealegría y se colgó de m
cuello, exclamando entrelágrimas de felicidad: —¡Nos vamos, Tano
Nos rescatan!Me quedé paralizado sin
ser capaz de asimilar aquellamaravillosa noticia. Se mehizo un nudo en la garganta y
solamente pude murmurar: —Bendito... Bendito seaDios...
Nuestra dicha era tan
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grande que no sabíamos sreír, llorar o ponernos a
bailar. Doña Matilda habíacogido en brazos a Dorito ysaltaba con él; Fernanda
sollozaba abrazada a mí y yosentía que me habíanabandonado todas mifuerzas, dejándome en unestado de languidez que me
impedía el movimiento y erazonamiento.Y permanecimos no sé
cuánto tiempo dominados po
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aquella turbación... Hasta queel Ceutí nos sacó de ella
exclamando: —¡Compadres, calmaPrestad atención! Ya habrá
tiempo para festejarlo..Ahora, escuchadme
compadres!Le costó que le
atendiéramos, ¡tan arrobado
estábamos! Y cuando vio quepermanecíamos yapendientes de lo que tenía
que decirnos, me presentó a
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sus amigos: —Compadre, estos son
Abbás, Pilarón e Ibrahimcomo ves, han regresado yade Ceuta... Traen muy buena
noticias, compadre; pareceser que las cosas se arreglanpara vosotros: muy prontoseréis redimidos y podréiregresar al fin a España...
Doña Matilda dio unsuspiro sonoro, una suerte degemido, y después se puso a
gritar alzando la mirada y la
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manos al cielo: —¡Alabado sea Dios
Gracias, gracias, Dios míoVirgen Santísima! ¡Santosdel cielo!
—Calle, señora, ydéjeme terminar —le rogóimperativamente el Ceutí—Deje ahora vuestra merced enpaz a los benditos santos y
preste atención, diantre. —Es que me va a daalgo... —contestó ella—. ¡Me
va a dar algo!
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—Pues cuide de que nole dé, señora; porque estaría
bueno que le diera ahora queva a ser libre...Cuando consiguió
calmarnos del todo, Toribionos reunió y nos explicó conmás tranquilidad el asuntosus amigos, que delegaban enél las explicaciones, habían
entrado en conversacionecon los padres trinitarios deCeuta, tal y como estaba
previsto, contándoles que
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esperábamos en Mequinez laredención y tratando con
ellos los pormenores derescate. Y los buenos frailesfieles a su misión, se habían
puesto inmediatamente encamino y venían ya paranegociar con los ministrodel sultán nuestra libertad...
—¿Cuándo? ¿Cuándo
llegarán aquí? —les preguntécon ansiedad.Abbás el Bonetero tomó
ahora la palabra. Era un
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hombre pausado y reservónque evidentemente se
guardaba para sí los detalleque no le convenía revelarpero, escuetamente
respondió a mi pregunta: —Pronto; tal vez dentro
de una semana o dos... Esosolo depende de los avataredel viaje...
—Pero... ¿Vienen losfrailes? ¿Vienen de verdad? —Sí, sí, no dude de eso
vuaced... Los padre
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redentores vienen ya decamino...
Habló ahora Pilaróngordezuelo, barbudo, convenillas azuladas en la nariz.
—No se impacientenahora vuacedes —dijo—. Loque falta por hacer no es tansencillo...
—¿Y qué falta po
hacer? —inquirí connerviosismo. —Los pormenores de la
redención —respondió—. Lo
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cual tiene su trabajo y sutiempo... Los frailes traen e
dinero recaudado para ellopero deben ponerse deacuerdo con el sultán... Esa
es la costumbre en estocasos. Eso es lo que mandanlas leyes de aquí...
Ibrahim el Tuerto, posu parte, permanecía en
silencio, asintiendo a todo loque decían sus camaradassonriente y observándono
fijamente con su avispado
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ojo sano.Aquellos astuto
hombres sabían hacer muybien su oficio. En ningúnmomento decían nada que
pudiese darnos algún indiciode que llevaban parte en enegocio. Ante nosotrosaparecían como lobenefactores a quienes le
debíamos en última instancianuestra salvación. Y yo, queconocía el trasfondo de la
farsa, debía aguantarme y
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callar; porque teníaconstantemente pendiente de
mí al Ceutí, que escrutabacon mirada de lince mireacciones...
Así que dije, fingiendoresignación:
—Hágase todo comodeba hacerse... Pero debo ir allevarle la noticia a fray
Pedro de los Ángeles, que noestá enterado de nada yconsidero que debe estar a
corriente...
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No pareció gustarlenada la idea, pero como yo
insistiera con cara deinocencia, acabó asintiendoel Bonetero:
—Ea, me parece muybien; pero fray Pedro nadatiene que ver con esto; y nosuele participar en laconversaciones con lo
ministros del sultán. Él solose ocupa de los enfermos..De las redenciones se
encargan los frailes de Ceuta
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11. ESQUIVANDO EL
MAL Y LOS NEGROSFONDOSSupe que había hecho
bien yendo cuanto antes acomunicarle a fray Pedro delos Ángeles el asunto porquecuando supo que lomercaderes habían venido de
Ceuta, en sus ojos apareciósúbitamente un asomo deduda.
—Hum... —murmuró
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pensativo—. Resulta queesos ya están aquí...
Luego se pusovisiblemente nervioso, lelanzó una mirada afectuosa y
suplicante al Nazareno ydijo:
—¡Señor, ahora escuando debes ayudarnos! ¡Eel momento! ¡Pon tu mano
poderosa, Señor!La intensidad de aqueruego penetró hasta m
corazón y me estremecí
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comprendiendo que algograve habría de por medio
alguna complicación ocontrariedad. —¿Qué sucede, fray
Pedro? —le pregunté—Dígame vuestra caridad
¿qué pasa?!Él contestó inspirando
de forma audible, como si la
pregunta removiera supreocupación: —Ahora debemos actua
con cautela, con suma cautela
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y rapidez... —¡Por Dios, no me
asuste vuestra caridad! —ledije lleno de ansiedad—Hace un momento estaba yo
muy contento por la noticiapero ahora veo que no todoestá resuelto... ¡Dígame quésucede, fray Pedro!
El fraile sacudió la
cabeza con pesar y murmuró —Que Nuestro Señonos tome en sus manos y no
ayude. Ahora vamos a
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necesitar su auxilio..Debemos sortear una serie de
obstáculos... Porque lodemonios querrán entorpecela redención... Pero, no te
preocupes, conseguiremovencer en esto...
—No comprendo lo quequiere decirme vuestracaridad... Hable más claro
por favor.Me miró entrecompadecido y alentador:
—Cayetano —dijo
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poniéndome la mano en ehombro—. Aquí en
Mequinez la máxima es: cadacual para sí... Debecomprender esto para
alcanzar a ver la importanciay la dificultad de lo que tú yyo tenemos que hacer desdeeste mismo momento. Porquedebemos pasar por encima de
todo tipo de sutileoperaciones, zancadillasengaños, mentiras... En fin
debemos actuar con mucha
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inteligencia para no pisar lamultitud de víboras que se
mueven a ras de sueloesperando morder acualquiera que amenace su
intereses...Se me encendió dentro
como una luz, porque medaba cuenta de que lo que meestaba diciendo tenía mucho
que ver con lo que Toribio eCeutí me contó.
—Empiezo a
comprender —dije—. Vienen
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los frailes trinitarios con lodineros del rescate y ahora
todo el mundo querrá sacasu parte de ganancia, de unamanera u otra... ¿No se trata
de eso? —Exactamente,
Cayetano. En otras palabrascuando lleguen los frailes aMequinez con esos dineros
saldrán negociadores eintermediarios por todapartes complicando los trato
para beneficiarse. Y esos
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hombres en cuyas casas ohospedáis, como Abbás e
onetero, Pilarón, el Tuerto eincluso el Ceutí, tratarán atoda costa de inflar lo
precios para conseguir sutanto por ciento.
—¡Canallas, bandidosexclamé, ardiendo de rabia. ¡Y parecía que eran
buenas personas...! ¿Cómo noles remuerden laconciencias?
Fray Pedro seguía
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mirándome condolido ycompartiendo m
consternación, dijo: —Esos hombres siguensolo a un guía: la necesidad
Casi carecen ya deconciencia y han hecho unaespecie de tabla rasa con suprincipios; desconocen ya lavirtud, el desinterés, la
caridad... Sus madres sondos: la miseria y laignorancia... os sacaron de la
prisión para el repartimiento
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puestos de antemano deacuerdo con los carceleros y
los funcionarios del sultánmediante el pago desobornos, contentando con
regalos a unos y a otros... Setrataba de teneros bienguardados, sanosalimentados y lejos de lopeligros y las enfermedade
que acaban con las vidas detantos cautivos. Porque, shubierais muerto en la cárcel
se acabó el negocio. Sin
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embargo, de esta manerarecogidos en sus casas, solo
ellos saben dónde estáis y eprecio que se puede pedir povuestra libertad... Y ahora
cuando vengan los frailesvuestros custodios correrán apresentarse a los intendentedel sultán para decir cuántocautivos tienen, dónde están
y si están sanos o enfermoslas riquezas que poseen enEspaña y el dinero que se
puede pedir por ellos
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porque, por desgracia, en estemundo no somos todo
iguales, cada uno tiene suprecio... Satanás pone eprecio y complica las vida
de los hombres... Cuandopara Dios todos somoiguales...
—Es terrible —dijeapesadumbrado—. ¿Y qué
podemos hacer? —Yo sé lo que hay quehacer —respondió con
firmeza—. Tú regresa ahora
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a la casa del Bonetero y siguela vida como si nada. Finge
estar contento y haz como sesta conversación no sehubiera producido. Y yo
mientras tanto actuaré por mcuenta; porque deboprepararles el terreno a mihermanos trinitarios antes desu llegada, para que no lo
extorsionen ni engañen. —Haré todo lo que medigáis, fray Pedro. A partir de
hoy solo me fiaré de vuestra
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caridad. —Muy bien, Cayetano
Vuelve ya a la casa y esperanoticias mías. Dentro de pocoenviaré a alguien para que
vaya a avisaros del día y lahora exacta en que debéisalir de la casa del Boneterosin que se enteren esotruhanes. Escapad entonce
de allí con disimulo y venidaquí al hospital a toda prisaDe la rapidez y la cautela con
que actuemos dependerá e
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éxito de este plan... Yo meencargaré de todo lo demás..
Y rezad, hermanos, poneroen las manos del NazarenoÉl nos ayudará...
12. SIN NOVEDADESEn la casa de Abbás e
onetero la vida transcurrió apartir de aquel día con una
normalidad exenta demayores novedades; a pesade que se palpaba en e
ambiente la impaciencia po
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la inminencia de la llegadade los trinitarios; lo cua
suponía para todos allí unacontecimientotrascendental: ganancias para
los dueños de la casa y lalibertad para nosotros. Noobstante, allí todo el mundodisimulaba sus verdaderaintenciones; y yo también
siguiendo el plan de frayPedro.Aunque habrá de
comprenderse cómo me
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reconcomía por dentrosentarme a la mesa con
aquellos hombres sin alma ytener que participar en laconversaciones,
esforzándome en todomomento para poner buenacara e incluso mostrarmeagradecido por que notuvieran allí recogidos y
hubieran ido a hacer lagestiones de nuestro rescate aCeuta. Ya que
aparentemente, eran persona
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normales; que disfrutabanuntándose para comer y que
se mostraban amigables entodo momento. Pilarón hastaresultaba gracioso, ocurrente
contando chistes que nohacían reír con ganas. Abbásapenas hablaba; andabaenfrascado en la venta de lobonetes y parecía que
siempre tenía en la cabezaúnicamente los números, lapérdidas y las ganancias. Y e
Tuerto era simpático; así le
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parecía sobre todo a doñaMatilda, que se pasaba largos
ratos conversando con élmuy distraída y divertida conlas cosas que aquel hombre
tosco, pero con ciertagallardía natural, le contabaacerca de sus viajes yaventuras.
Toribio el Ceutí , por su
parte, seguía igual quesiempre; aparentementepreocupado por nosotros y
dispuesto a soluciona
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cualquier problema. Durantelas partidas de cartas que
cada tarde echábamoafablemente bajo la palmeradel patio, me costaba mucho
tener que pensar mal de él yaguantar por dentro lo quesabía de sus sucios manejos.
Así pasó todo el mes dediciembre, con la Natividad
por medio, el Año Nuevo, laEpifanía y la fiesta deBautismo de Nuestro Señor
en un estado cada vez má
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anheloso y contingenteesperando, confiando
rezando...
13. PRECIPITACIÓN
Y NERVIOSUn día de mediados de
enero, por la tarde, sepresentó en casa de Abbás unhombre enviado por el fraile
El corazón me dio un vuelcocuando me comunicó quedebíamos salir lo ante
posible siguiendo el plan
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previsto.Ahora venía lo má
difícil: hacer lomovimientos con todocuidado para que nadie
notase nada raro allí. Paraeso, hablé primeramente conFernanda, llevándola a unlugar apartado, con todadiscreción:
—Presta atención —ledije con una seriedad que elladebía interpretar como un
apremio apurado—. Coge a
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Dorito y llévalo fuera de lacasa, a la fuente que hay en la
plaza... Haced como que vaia beber con naturalidad...Me miró muy extrañada
sin comprender. Así que tuveque añadir con mayogravedad:
—Haz lo que te digo yno me hagas preguntas. Y
procura que Manola no veanada anormal ni en tu cara nen tus movimientos. No
recojas nada, ninguna
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pertenencia, ni objeto algunoni siquiera una prenda de
abrigo... ¡Date prisa!Un momento después, lavi salir con el niño de la
mano, cruzando la plazuelahacia la fuente. Esperé untiempo prudencial y luego fua buscar a doña Matilda. Conella la cosa resultaba má
difícil, pues la hallé en lacocina ayudando a ManolaPensé durante un breve
instante lo que debía hacer y
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luego, cubriéndome un ojo, ledije:
—Doña Matildanecesito que me ayude: se meha metido algo en el ojo...
Era una excusa muytonta, demasiado tonta, ycomo era de esperar, noresultó: salieron ambamujeres a mirarme el ojo
soplármelo, a toquetearmelos párpados... Me puse muynervioso y exclamé:
—¡Ya! ¡Ya me ha
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salido! Muchas gracias..Qué alivio!
Volvieron ellas a lacocina y yo, muy aprisa, sala la plazuela. Allí junto a la
fuente esperaban Fernanda yel niño, con cara de no sabequé hacer.
—¡Vamos! —lesapremié—. ¡Seguidme todo
lo deprisa que podáis!Corrimos por elaberinto de callejuelas que
nos separaban del hospital. Y
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no tardamos en llegar. FrayPedro nos recibió con visible
intranquilidad. —¡Los padreredentores están en
Mequinez! —nos anunció—No hay tiempo que perder!
—¿Dónde están? —lepregunté.
—En el palacio de
sultán. Ya han empezado lasnegociaciones... Debemos iallí de inmediato.
—¡Dios Santo! —
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exclamé—. ¡Doña Matildaestá en la casa de Abbás!
—¡Corre! ¡Corre a poella y llévala a la puerta depalacio! Allí os esperaré yo
con Fernanda y el niño. ¡Estoes cosa de mucha urgenciaCorre y tráela como sea!
Volví a la casa y entrélleno de decisión. En la
cocina seguían aquellas dosajenas a todo, canturreandoY sin más trucos, le dije a
ama imperativamente:
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—¡Vuaced se vieneconmigo!
Las dos mujeres sequedaron pasmadasmirándome:
—¡Vamos, doñaMatilda, sígame! —insistcon más ímpetu, agarrándolapor el brazo.
—Pero... ¿Adónde me
llevas? —balbució ellaresistiéndose a soltar lacazuela de barro que tenía
entre las manos.
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Entonces no me quedómás remedio que arriesgarme
a decirle la verdad delante deManola. —¡Vámonos de una vez
diantre! ¡Los fraileredentores están enMequinez! ¡Hoy seremoredimidos! ¿o quiere vuacedquedarse aquí...?
El ama dio un grito ysoltó la cazuela que se hizoañicos contra el suelo. A su
lado, Manola empezó a da
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voces llamando a su marido: —¡Abbás! ¡Abbás
corre, ven enseguidaAbbás! ¡Esposo!Conseguí arrancar de
allí a doña Matilda yconducirla hacia la puerta, apesar de que Manola seinterponía para impedir quesaliéramos, mientras no
dejaba de gritar como unaloca: —¡Abbás, corre! ¡Ven
Abbás! ¡Que se escapan
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Que se van los cautivos!Le di un fuerte empujón
y la arrojé a un lado. Ellaentonces empezó a chillamás fuerte todavía, pidiendo
socorro fuera de sí. Pero eBonetero, gracias a Dios, noandaba por allí cerca. Así quepudimos huir y perdernopronto por un intrincado
mercado, entre lotenderetes, confundidos enmedio del gentío...
Un rato después
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estábamos delante de la granpuerta del bastión que
albergaba el palacio, dondenos esperaba fray Pedro conFernanda y Dorito.
14. LA IMPACIENCIAEn el palacio del sultán
ya había empezado ecomplicado regateo que
precedía a la redención. Unalarga fila de cautivos, trescentenares, acompañados po
sus amos y carceleros
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esperaba su turno en mediode un ambiente cargado de
ansiedad, con vocesdiscusiones, lamentos yalguna que otra pelea.
Los frailes trinitarioredentores eran tres: frayJesús María, el padre Juan dela Visitación y el padreMartín de la Resurrección. Se
hallaban ambos sentadodelante de una mesa, en laque tenían las listas de lo
nombres, los cuadernos, la
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bolsas, los montones demonedas de oro y plata... Le
asistían sus ayudantes: unadocena de caballeroespañoles que lo
acompañaban y les dabanescolta en su ardua misiónUno de ellos custodiaba earca donde se guardaban lodineros. Y los intendentes de
sultán estaban muypendientes del negocio, comoauténticos tratantes, para no
dejarse escapar la mínima
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ganancia.Fray Pedro se acercó a
la mesa. Mientras, nosotronos quedábamos a distanciaen un extremo del enorme
patio donde se realizabantodos estos trámites, y vimocómo los frailes selevantaban para saludarle yatenderle. Comprendimo
que se ocupaban de nuestraredención, porque nomiraban de vez en cuando, a
la vez que consultaban lo
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papeles.Después nos llamaron
Estábamos hechos un manojode nervios. Fernanda y eama, cogidas de la mano, no
dejaban de rezar y desuspirar, pálidas deimpaciencia.
—Ay, encima estoencima esto —se iba
lamentando doña Matildallorosa—. Encima esto... —Ánimo, ya falta poco
le dijo Fernanda—; no se
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venga abajo ahora, que yacasi somos libres...
Y el ama, muyhumillada, sollozó: —Ay, me he orinado
encima... ¡Con tantonervios!
En la mesa de los tratonos preguntaron los nombresla procedencia, los detalle
de nuestro cautiverio... Atodo eso tuve que contestayo, porque ellas no eran
capaces de articular palabra..
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Los redentores, despuéde hacer sus anotaciones
sacaron del arca unopuñados de monedas queestuvieron contando. No pude
enterarme de la cantidad dedinero que pagaron; nuncame lo dijeron...
15. LA
NEGOCIACIÓN No sé cuántas horapasaron, pero se nos hizo una
eternidad, hasta que por fin
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vino fray Pedro paraanunciarnos con cara de
satisfacción: —Hermanos míos, yaestá resuelto. el rescate se ha
pagado. Todo ha sido muchomás fácil de lo que podíapreverse; porque, al pareceruna señora se ocupó enSevilla de entregarles una
buena cantidad a los frailes yun papel donde estabanescritos vuestros nombres...
—¡Doña Macaria, la
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veedora! —exclamó el ama. ¡Seguro que ha sido ella
Me lo prometió! ¡Benditasea! —Es muy posible —dijo
el fraile—, porque sabemoque se trata de una de ladamas que quedaron libreantes del asalto.
Un momento después, se
acercó a nosotros uno de lofuncionarios del sultán paracertificar el trato. Nos miró
nos preguntó cómo no
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llamábamos y dóndehabíamos sido apresados
cuando se lo dijimos, asintiócon la cabeza y le dijo algoen su lengua a fray Pedro
este tradujo: —Me pregunta en qué
prisión o casa habéis estadorecogidos y le he dicho queen la prisión del sultán. No
hay que darle máexplicaciones, porque ya hancobrado el rescate.
No acababa de deci
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esto, cuando se oyeron derepente fuertes voces que no
sobresaltaron: —En marcha todo emundo! ¡Nos vamos!
Nos volvimos y vimovenir a los ayudantes de lofrailes, apremiando a locautivos. Las negociacionehabían llegado a su fin. Lo
ministros del sultán recogíansus dineros y parecíansatisfechos. Era el momento
de la partida...
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—¡Gracias sean dadas aDios! —exclamó con alivio
fray Pedro—. Todo se hahecho con rapidez y sincomplicaciones... Ahora es
menester salir cuanto antede Mequinez... Así se hacesiempre, con la premura deun simple negocio; como sde ganado se tratase... ¡Qué
lástima!
16. EL ÚLTIMO
CAUTIVO
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Toda aquella gente sepuso en movimiento en un
santiamén. En la explanadaque se extendía delante dearco de entrada a los palacio
esperaba ya una recua demulas, camellos y asnos paraformar la caravana. Noparecía mentira pensar quede un momento a otro
íbamos a abandonar aquellaciudad donde habíamopadecido tanto...
Pero todavía, antes de la
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partida, sucedió algo que notuvo con el alma en vilo
hasta el último instante.Esperábamos con muchainquietud a que los ministro
del sultán dieran el permisopara ponernos en camino, yse estaban terminando decargar los últimos pertrechosen las bestias y lo
carromatos. Entonces frayPedro se preocupó de quetuvieran mucho cuidado con
un bulto muy especial: e
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gran envoltorio que conteníaal Nazareno de La Mamora
que el fraile había mandadotraer desde el hospital muybien empaquetado para que
fuera llevado a españaporque así lo habíansolicitado las autoridademilitares, teniendo noticia deque se hallaba en Mequinez
Todos sabíamos allí lo quecontenía aquel embalajeporque había corrido la voz
durante las horas que duró la
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negociación. Pero, al parecerlos intendentes del sultán no
lo sabían.Fuere casualidad, fuereque alguno de lo
funcionarios moros se habíapercatado, aparecieron poallí cuatro guardias yempezaron a examinar efardo, con caras escrutadoras
palpándolo y con apreciableinterés por saber qué eraaquello.
—Ay, Dios mío —
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masculló fray Pedro—. Metemo lo peor...
Y se preocupaba conrazón, porque, un instantedespués, se presentó uno de
los intendentes y les ordenó alos guardias que cortaran lacuerdas y desliaran locueros y las telas queformaban el envoltorio.
con gran desasosiegovimos aparecer la imagen, ala vez que los funcionario
del sultán se alteraban y
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empezaban a dar grandevoces, espantados y con
evidente enojo.Hubo a continuación unmomento muy tenso, en e
que fueron llegando máfuncionarios; hasta formarseuna gran algarabía, violentaamenazante, llegandoalgunos al extremo de
lanzarles improperios eincluso zarandear a lofrailes, recriminándoles que
hubieran tratado de sacar de
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allí oculta la escultura.Fray Pedro hacía
grandes esfuerzos paracalmar a unos y otrosdándoles explicaciones
diciéndoles que la imagenhabía estado desechadaabandonada en un muladarPero ellos no entraban enrazón, alterándose cada vez
más y replicando a voz encuello que el Nazareno nosaldría de allí; que era
propiedad del sultán y que no
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nos lo llevaríamos sin suconsentimiento.
De esta manera, enmedio de nuestra congoja yangustia, llegamos a teme
que no nos dejaran partir anadie; porque la crispaciónera muy grande...
Hasta que, pasada comouna hora de tensión, sucedió
lo que menos esperábamosse presentó allí el sultán enpersona; venía rodeado po
sus ministros, con el gesto
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grave, la mirada de fuego yademanes impetuosos.
Nos obligaron aecharnos por tierra, igual queaquel día que entró victorioso
en La Mamora. Se me hizoentonces que volvíamos amismo punto y que nuestrocalvario iba a empezar denuevo...
Pero, con muchahumildad, los frailes sefueron hacia el rey moro y le
estuvieron suplicando que le
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dejase llevarse al Nazarenorazonándole que ningún valo
tenía para él, que era simplemadera; mientras que paranosotros significaba mucho..
como si fuera nuestromismísimo rey!
El sultán los escuchómeditó, sonrió y hablólacónicamente en un españo
perfecto: —¿Vuestro rey? ¡cuánestúpidos sois los infiele
cristianos!
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Los frailes aceptaronsumisos el insulto y
volvieron a sus ruegosinsistiendo tanto, queconvencieron al sultán.
—¡Sea! —sentenció afin—. Podéis llevaros avuestro rey de madera; peropagad por él como por uncautivo más...
—¿Cuánto? —preguntófray Martín de laResurrección, que era el que
se ocupaba de los dineros.
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El sultán se lo pensóantes de contestar con
displicencia: —¡Treinta doblones deoro!
Allí mismo se cerró etrato. El padre abrió sinrechistar el arca, contó lamonedas, las puso dentro deuna bolsa y se las entregó.
El sultán tomó el dinerodio media vuelta y entró ensu palacio seguido por su
cortejo, dejándonos all
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postrados y temblando.Seguidamente, e
caballero que guiaba lacaravana dio la orden tanesperada:
—¡arriba todo emundo! ¡Nos vamos! Noabrazamos a fray Pedro, conlágrimas. —¡Sois libreshermanos! —nos dijo
emocionado. Su mirada grisprofunda, reflejaba dicha.Pero a nosotros no
entristecía dejarle allí, po
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felices que nos sintiéramoen aquel momento.
—¡Dios le bendiga! —ledije—. Toda nuestra vidarecordaremos a vuestra
caridad... Y no dejaremos derezar... Nunca dejaremos deestar agradecidos...
—En el cielovolveremos a encontrarno
murmuró, bendiciéndonosEra 20 de enero, a lacaída de la tarde, cuando
salimos de la ciudad de
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Mequinez. caminábamosumidos en un silencio
meditativo, roto solo por eruido de las pisadas de labestias y el chirriar de lo
ejes de los carromatos... Nonos atrevíamos siquiera avolvernos para mirar haciaatrás... Por delante, se abríala calzada entre huertos y
labrantíos verdes. Luegoascendía por unas pendienteszigzagueaba ligeramente en
las alturas y proseguía
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adentrándose entre los cerrosel sol se ocultó por su
perdedero, y a su tiemposalió la luna... Ni de noche nde día se podía parar; porque
la libertad requiere su propioesfuerzo, sus fatigas y susenda...
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FINALCarta del padre
trinitario descalzofray Martín de laResurrección
a su Excelencia donJuan Francisco
de la Cerda Enríquezde Ribera,
VII duque de
Medinaceli
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Sevilla, 27 de abril de1683
Excelentísimo Señor,
Dios sea con VuestraExcelencia. Recibí emandato de poner por escritocon detalle cómo se recobróen Mequinez de Berbería la
venerada imagen de NuestroSeñor, al cual se conoce ya adía de hoy en la Villa y Corte
de Madrid y por toda nuestra
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católica España como JesúRescatado.
Bien sabe VuestraExcelencia que teníamomuchas y muy eficace
razones para narrar cosamaravillosas de lo quesucedió en nuestro viaje aÁfrica, al reino de Mequinezcuando estuvo servido Dios
por medio de los reverendopadres trinitarios descalzode nuestra orden y por la
intercesión de los santos, que
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fueran redimidos trecentenares de cautivos que
allí estaban, todos elloapresados en San Miguel deUltramar por el sultán
agareno Mulay Ismail.Hizose todo con la
diligencia prevista en unnegocio de tan grandehumanidad, según lo
dispuesto por el Consejo deguerra que acordó destinacaudales al rescate de lo
susodichos cautivos y a la
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vez de las imágenes quefueron despojadas por lo
moros de la iglesia de LaMamora. Reuniéndosetambién en Madrid la
cantidades recaudadas de lalimosnas que se solicitaronque sumaban un total de domil reales de plata, más otrocien ducados de oro y
cincuenta doblones, quevenían aparte, sobrantes de laredención anterior hecha en
Tánger, de la cual ya d
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cuenta a Vuestra Excelenciaen otro memorial. Con mi
reales más de plata y cienducados de a ocho que meentregaron aquí en Sevilla
conteniendo lo recogido enCórdoba por fray Juan de laVisitación, pasamos a Ceutael día 28 de diciembre deaño 1681. Tres fraile
trinitarios descalzos íbamos acumplir con nuestro sagradodeber de completar la
redención: el susodicho fray
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Juan de la Visitación, frayJesús María y el humilde
servidor que esta suscribe. Ypara defendernos, noacompañaban los siguiente
caballeros: el capitán deInfantería Domingo Grandede los Coleos, el noblehidalgo de Sevilla don Lucade Zúñiga y don Francisco de
Sandoval y Roxassumándose en Ceuta donAntonio Correa, que se había
encargado de las
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conversaciones con el cadí deTetuán y de componer la
escolta y todo lo necesariopara emprender el viajedesde allí.
A mediados de enero denuevo año de 1682 estábamoen Mequinez, donde se hizotodo según lo acordado por etal Correa. Se pagaron lo
dineros del rescate, con todala premura que permitía tanapurado negocio y la
desconfianza de los tesorero
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moros; y fueron juntados locautivos en la plaza de arma
del palacio del sultán, comoestaba previsto, sin faltar nuno solo: dosciento
cincuenta soldadosdieciocho mujeres yveintisiete niños de edadediversas.
Pero resultó que
hallándose en la ciudad frayPedro de los Ángelestrinitario descalzo
perteneciente a nuestra
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orden, el cual regenta allí unpequeño y pobre hospital, y
se encarga de atender a losnumerosos cautivoespañoles, se complicó a
última hora la salida potener este fraile en su podela hermosísima imagen deque fuera el Nazareno de LaMamora, por haberle
permitido el sultán que laguardara, pero bajo amenazade que si resolvía mandarla a
España debía pagar un buen
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rescate, y que si no lo hacíasería quemado vivo con la
sagrada imagen. Y comoquiera que los lacayos desultán se percatasen de que
pretendíamos llevarnooculto al Nazareno, seencolerizaron mucho y apunto estuvieron de armar undesastre y dar al traste con e
negocio. Fue menesteentonces iniciar conhabilidad y rendimiento
nuevas conversaciones, para
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llevarles a razones y queestuvieran conforme
aceptando algunos caudaleen pago.A todo esto, cuando
temíamos que no seconvencieran por sentirseagraviados en lo queentendieron era un engañopor nuestra parte, estuvo
servido Dios de que sepresentara por allí el reysarraceno en persona; el cua
exigió que le fuera entregado
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el precio de 60 ducados, en30 monedas de oro, doblones
por los que tiene desordenadoapetito. Se le dio lodemandado, sin rechistar
pues no era cosa decontrariarle y hacer peligralo que más nos importaba denegocio, que eran los pobrecautivos. Contento el sultán y
sus ministros y tesoreros pola pingüe ganancia obtenidanos dieron pronto la licencia
para emprender viaje de
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vuelta.Tres jornadas de camino
dista Mequinez de Tetuánsiempre hacia el norte, sinvariación alguna. Los cuale
hicimos casi de un tirón, aveces sin aliento, pero sinquejas de los desdichadocautivos, por débiles que sehallasen; en todo momento
ilusionados, contentosporque cada palmo de terrenoque se quedaba atrás le
alejaba un poco más de
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infortunio vivido...Al segundo día, cuando
vencíamos ya la mitad detrayecto, empezó a lloverGrandes masas de nube
oscuras venían de ponientemientras avanzábamos por unsendero áspero, atravesandoagrestes y montuosos campodonde crecían apretado
arbustos entre peñascos yretorcidas encinas. Nuestracaravana proseguía lenta
frenada a veces por el barro
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recorriendo extensionebaldías y territorio
inhóspitos en los que sedivisaban apenas míseraaldeas de cabreros. A la
cabeza iban los caballeros ensus monturas y tras ellocabalgábamos los frailes ennuestras mulas. Nos seguíanlos cautivos formando una
larga hilera, la mayoría a piey los que no podían caminaa lomos de borricos. Detrás
guardaban la retaguardia
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medio centenar de hombrearmados, a los que se le
pagaba por custodiarnos. Poúltimo, cerrando la fila, ibanlos viajeros y mercaderes que
se unían para transitaseguros por los peligrosocaminos siempre tanasaltados por bandidos.
Y de esta manera, sin
apenas darnos descanso, secompletaron las treornadas; avistándose Tetuán
la última de las ciudade
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moras, descolgándose por lafaldas de una montaña alta
Allí hicimos noche, mas nodentro de las murallas, sinoen los arrabales que se
extendían por las afueraspróximos a las casapolvorientas que sedesparramaban por un llanodesamparado.
No tardó el cadí de lafrontera en venir a reclamala parte que le correspondía
por dejarnos pasar adelante
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hubo porfía, regateostratos... Nada puede hacerse
en aquel reino sin gastamucha saliva y sudores enlargas conversaciones con
cualquier motivo; máximecuando andan de por mediolos dineros.
Cuando dio el cadí epermiso era media mañana
Proseguimos entoncenuestro viaje, como siemprehacia el norte, sorteando lo
montes y esquivando aldeas y
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pueblos, para evitar tener quepagar ni un solo maraved
más. Y al ponerse el solapareció a lo lejos el mar...Después de pernoctar en
una playa solitariacastigados por un vientofuerte y frío, salimos aamanecer por un senderobien marcado cerca del mar
llano, que iba derecho haciael norte. Y tras una últimalarga y anhelante jornada de
camino, llegamos a la vista
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de Ceuta...Un alentado
sentimiento de gozo, que eraa la vez ansiedad, dio ánimoa nuestro corazón
impulsándonos a apretar epaso, al tiempo que locautivos rescatadoprorrumpían en unalborozado griterío. Querían
las pobres criaturas reírsaltar, cantar y sacudirse esafatiga pesada del largo
cautiverio, del infortunio, de
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viaje... Un último rayo de sohacía brillar las murallas y
los edificios hacia oriente; ecielo estaba claroligeramente purpúreo, y era
maravilloso saber que ahíapenas a cien pasos, íbamos apisar al fin el suelo deEspaña...
Entre las 17 imágene
rescatadas, se encontrabacomo ya he referido la deJesús Nazareno de La
Mamora, de natural estatura
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muy hermosa, con las manocruzadas adelante... Se
desembaló y se le colgó acuello, sobre el divino pechoel escapulario de nuestra
orden, como asimismo sehizo con todos los redimidoque traíamos, como ecostumbre para culminar laredención. Y fue luego
colocado el Nazareno encimade unas andas traídaoportunamente por la
buenas gentes de Ceuta, que
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salieron pronto alborozadasenteradas de que
transportábamos connosotros al Señor RescatadoY de esta manera, en
procesión solemne, hacíamoentrada en Ceuta el 28 deenero de 1682, congrandísimo júbilo y alegríaSalieron a la puerta a
recibirnos todos locaballeros y soldados de laplaza, y tomando las anda
sobre sus hombros con
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devoción y ternuraacompañadas de toda la
ciudad, las llevaron al ReaConvento de los PadreTrinitarios Descalzos, donde
se cantó con toda solemnidade l Te Deum Laudamus , enacción de gracias.
Cuatro días despuésalimos de Ceuta
embarcados con destino aGibraltar; de allí a Sevilla ydespués a Córdoba. En toda
estas ciudades hubo grande
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recibimientos, procesionedel Jesús Rescatado con lo
cautivos redimidos, solemnemisas en acción de gracias yfiestas.
El 17 de agosto de 1682llegó la comitiva a Madriddonde ya sabe VuestraExcelencia cómo fueacogida, celebrada y
festejada. Y el día 6 deseptiembre se hizo susolemnísima procesión en
presencia de sus majestade
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católicas el rey y la reina ylos mayores señores de la
Corte, con una muchedumbreinmensa que hizo suyo poaclamación al Nazareno
llevándole a recorrer lo mánoble de la Villa y Cortehasta ser depositado a últimahora de la tarde en econvento de los trinitarios de
Madrid, donde hasta hoy evenerado con tanto cariño ydevoción por los madrileños.
Aquel mismo día
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delante de nuestroreverendísimo padre genera
fray Antonio de laConcepción, VuestraExcelencia me mandó pone
por escrito la peripecia de locautivos de La Mamora y eportentoso rescate de laimagen de Nuestro Señor.
Pareciome poco
oportuno narrar yo la parteque no presencié; la cuadebía ser contada mejor po
uno de los que la habían
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vivido en sus propias carnesY quiso Dios que hallase a la
persona indicada: había entrelos cautivos un joven demirada limpia y franca, de
nombre Cayetano AlmendroCalleja, que sabía escribimuy bien, según fuinformado. Estaba esteacompañado por una moza
prometida suya, y por unniño de unos ocho añohuérfano de padre y madre, a
que decían haber tomado
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consigo durante el cautiverioy al que adoptarían como hijo
cuando pudieran casarse; ycon ellos estaba también unadama viuda, doña Matilde de
Paredes y Mexía de nombrea la que servía el jovenTodos ellos fueron hechoscautivos, según me contaronmientras hacían escala en
San Miguel de Ultramaryendo embarcados de viaje alas Islas Canarias para recibi
la herencia del difunto
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esposo de esta última.Con ellos vine a Sevilla
Al tal Cayetano Almendros leencomendé que escribieracon detalle el memoria
necesario para guardacumplida relación de lohechos que nos ocupanEstuvo muy conforme y leentregué dos mil quiniento
reales del caudal de laredención para que pudieranirse todos a Santa Cruz de la
Palma, donde tenían la
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hacienda que le correspondíaa la viuda por legítimo
testamento del finado.El pasado día 20 demarzo del presente año de
Señor de 1683 recibí cartadel joven, en la que me decíaque ya estaban en la islamuy bien acomodadoscasados y resueltos todos su
problemas. Envíaagradecimiento a los padretrinitarios descalzos de
nuestra orden y un buen
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donativo, devolviendoademás los dineros que se le
dieron en préstamo para suviaje. En documento muybien redactado y limpio
cumple fielmente el mandatorecibido de un servidordetallando el relato de susalida de Sevilla, la estanciaen La Mamora, el cautiverio
en Mequinez y la gloriosaredención. Le paso copia desusodicho escrito.
Dios guarde a Vuestra
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Excelencia. Indigno siervo devuestra merced
FRAY MARTÍN DE LARESURRECCIÓN
NOTA HISTÓRICA
1. LA ESPAÑA DEFINALES DEL SIGLOXVII
El final del siglo XVI
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consolida una de las épocamás controvertidas de
pasado español, la que hasido considerada por lahistoriografía como e
período de la decadencia. Efracaso de la monarquíahispana pone fin a lagrandeza del imperioacuñado por los monarcas de
siglo anterior. Y las riquezasamericanas, lejos de permitiel desahogo, habían venido
agravando la situación
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Porque España habíamonopolizado la economía
del Nuevo Mundo en unaestructura imperial típicaapoderándose de las materia
primas y abasteciéndolo demanufacturas, y, ahoracuando muchas de lariquezas se agotan y todoparece ir a la deriva, no e
capaz de gestionar el nuevopanorama que se presenta. Ymientras tanto, negociante
franceses y holandeses se
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aprovechan de los últimometales preciosos que llegan
a los puertos de la PenínsulaLa realidad es bastante crudala corrupción y el caos reinan
en la administración, laciudades están atestadas depícaros y gentes de mal viviy crecen el desorden y laapatía.
Termina un siglo decontrastes desmesurados. Poun lado, se observa cómo la
personas que viven atentas a
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la vida pública en MadridSevilla u otras ciudades, se
dan cuenta, estremecidas, deque parecen sobrevenir todaclase de calamidades
miserias, crímenes yfracasos.
No obstante, si bien enlo militar, político yeconómico la decadencia e
palpable, no sucede lo mismocon la literatura y el arte. Esiglo XVII con el final de
siglo XVI constituye e
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momento literario y artísticomás álgido del sentido
creativo español, su etapaestelar. De ahí que se ledenomine el Siglo de Oro de
las artes y las letras, en ecual escribieron sus obramagistrales Cervantes, Lopede Vega, Góngora, Quevedoy Calderón de la Barca.
Aquella sociedadpresentaba todavía uncarácter estamental muy
claro heredado de los siglo
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precedentes, separada engrupos de población muy
definidos: la nobleza, eclero, los militares y la claseinferior. Los hidalgos
constituían el eslabón mábajo de la nobleza; teniendofundamentalmente doorígenes: algunos de ellopertenecían a familias que
habían recibido el título poméritos en la Reconquista yotros habían adquirido la
hidalguía en fecha
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posteriores por servicios uotros méritos. Pero en esta
época se había producido yaun paulatinoempobrecimiento de lo
mayorazgos, hasta llegar adistinguirse únicamente posu orgullo y por su pobrezaY los hijos de los hidalgosarruinados los más de ellos
buscaban acomodo en eclero y en las tropas. Sobretodo los segundones, es decir
los que no heredaban, se
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alistaban en la miliciabuscando la aventura y
deseosos de obtener poméritos alguna prebendaTambién sobreabundaban los
hijos bastardos; ladescendencia natural de unasociedad tan proclive a laaventura, los viajes, laconquistas...; en una realidad
muy marcada por la idea depecado, en la que lomatrimonios se acordaban
por conveniencia, generando
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una infinidad de relacioneextramatrimoniales ilícita
por tanto, pero que eranconocidas por todo el mundoComo una consecuencia má
de la crisis del siglo, hay quedestacar el progresivorelajamiento de las tropasLlegó a extenderse la figurade los soldados españole
como fanfarrones, pícaros eindisciplinados.La decadencia empieza
a extenderse por todos lo
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órdenes de la vida cotidianaEsto produce un desengaño
del mundo que provoca laabsoluta valoración de lotrascendente, el deseo de
escapar al engañoso mundoPor eso el Barroco secaracteriza por una constantetensión entre vida y espírituAparece en aquella sociedad
un hombre que busca la vidacon sus placeres, pues la sabebreve; y otro en cambio que
tiende al ascetismo, que mira
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únicamente hacia arriba, asacrificio por causas grande
y nobles, al optimismo y a lafe. Así es el arte en estaépoca; un contraste entre do
fuerzas poderosas: una que leinvita a ascender y otra quele retiene.
En el hombre del sigloXVII están los valores de
Renacimiento, pero enproceso de asimilación yconviviendo con rasgos de
espíritu medieval en mayor o
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menor medida. A fin decuentas, nos encontramo
ante el afianzamiento de unnuevo sistema de valores, deuna nueva estética, en una
época de esplendor hispanoen algunos aspectoculturales y una convivenciaconflictiva marcada por econtrol religioso y estatal.
2. UN REINO ENDEPRESIÓN
La crisis del siglo XVI
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es uno de los aspectos mácontrovertidos de la historia
económica española. Porqueen términos generales, no secuenta con datos fiable
sobre la población, laproducción agrícola o textide las ciudades castellanasni acerca de las verdaderacifras de negocios de lo
banqueros y comerciantes, ode la recaudación deimpuestos, y las escasa
referencias a los gastos de
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guerra dificultan cualquieconclusión. No obstante
existe acuerdo general entrelos investigadores en admitique todos los países de
occidente europeo sufrieroncasi en la misma época unaregresión económica. En todocaso, parece obvio admitique dicho siglo fue duro para
Europa y particularmentecatastrófico para España. No hay recuento
fiables, pero parece ser que la
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población española sufrió undescenso notable en el siglo
XVII. Para algunohistoriadores, disminuyó enun veinticinco por ciento
entre 1600 y 1650. Algunostextos literarios dan cuentade este hecho. En una obra deTirso de Molina leemos:
Dinos: ¿en qué tierra
estamos, qué rey gobiernaestos reinos y cómo tan
despoblados tienen todos
estos pueblos?
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Si bien parece que lapoblación de las ciudade
españolas se mantuvo, encambio, la población ruradisminuyó. Y estos cambios
afectaron sobre todo a laagricultura. Hubo carencia demano de obra y descenso enel pago de rentas y dediezmos. Al mismo tiempo
se producían modificacioneen las técnicas empleadas yen los productos cultivados
por ejemplo, se sustituyeron
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muchas plantaciones decereales por otras de vid y
olivo. La propiedad tendió aconcentrarse: aumentan lolatifundios. Mucho
campesinos tuvieron queconvertirse en jornaleros parasobrevivir, sobre todo en esur, en ExtremaduraCastilla-La Mancha y
Andalucía. Y al mismotiempo se acusaba laexpulsión de los moriscos
especialmente en Valencia y
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Aragón. Aunque, en sentidopositivo, debe destacarse la
introducción de nuevocultivos procedentes deAmérica, como la patata y e
maíz, decisivos en algunazonas del norte. Y también laexportación de lana siguiósiendo rentable para ecomercio español, aun
resintiéndose por las guerrapermanentes.Y en este contexto de
retroceso económico y
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demográfico, también efactor fiscal resultó
enormemente afectado. Loproblemas económicos setradujeron en dificultade
fiscales: Castilla no estaba yaen situación de proveer aEstado de los enormerecursos que precisaba paradesarrollar su gravosa
política exterior. Lasincontables guerraemprendidas llevaron a la
Hacienda a una situación
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lamentable, porque granparte de los metales que
llegaron de América sedestinaban a costear logastos militares. Y las
elevadas partidas empleadaen mantener los cuantiosogastos de la Corona, segúnlos niveles de las épocas deesplendor, empeoraban
notablemente esta situaciónEn el reinado de Carlos II, laCasa Real gastaba alrededo
de un siete por ciento de
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erario del Estado. Gastos queademás eran dobles, ya que
además de la Casa del Reyhabía que mantener la Casade la Reina madre y, más
tarde, las de las dos reinasEn pleno Barroco, estogastos eran suntuosos, apesar de que la débiHacienda era incapaz de
soportarlos. Y todo esto setradujo en complicacionemonetarias.
La atormentada
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situación de la Hacienda y lainsuficiencia de sus ingreso
obligaron a buscar nuevomedios de financiación. Yadesde los inicios del siglo
XVII, la manipulaciónmonetaria había sidopreferida por los gobernantecomo recursocomplementario cuando la
situación se veía atosigadaEl resultado de esta políticafallida fue un sistema
monetario inestable, que
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dificultó en gran medida laactividad comercial de
reino.La triste situacióneconómica a que acabamo
de referirnos obligó a ensayaremedios tardíos en todos loórdenes. Y al terminar esiglo, muy poco es lo quequedaba en pie.
3. EXTRANJEROSPESCANDO EN EL RÍO
REVUELTO DE ESPAÑA
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Por otro lado, el procesode crisis de la economía
española se vio agravado polas concesiones otorgadas polos poderes públicos a lo
comerciantes extranjerosLos puertos del Levanteespañol constituyeron escalade rutas comerciales queintegraron a regione
económicas europeas, comoFlandes, Inglaterra, Francia eItalia. Cada grupo naciona
de mercaderes aportaba y
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arrastraba la fuerza de suorigen, de sus relacione
económicas y sociales. Loitalianos, por ejemploconectaban con las poderosa
repúblicas mercantiles deGénova y Venecia; o de losincipientes estados de NizaSaboya y Liorna-Toscanaque incluían a ciudade
económicamente importantecomo Turín, Milán yFlorencia. En el reinado de
Felipe III la paz permitió no
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solo la reanudación decomercio directo con
Holanda e Inglaterra, sino lainstalación de comercianteingleses en los puertos de
Levante y, sobre todo, epredominio de estas nacioneatlánticas en el transportemarítimo, en detrimento defranceses e italianos. Fue esta
una posición que seconsolidó bajo Felipe IV yCarlos II, a causa de la
guerras con Francia, que
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dieron lugar a la casi totadesaparición de los franceses
Hasta tal punto llegó estasituación que casi no habíaya mercaderes españoles
sino que casi todo ecomercio estaba en manos deholandeses e ingleses. Estodio lugar a que, en muchocasos, los mercaderes de
Levante tuvieran quefuncionar al amparo de loextranjeros.
Tales concesiones a
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extranjeros condicionaron uncreciente desarrollo de la ruta
del Atlántico, entre Cádiznueva sede del monopolio delas Indias, y los puerto
franceses, inglesesholandeses y hanseáticosLos beneficiarios fueron poende las ciudades de la Hansaen 1647; y las Provincia
Unidas de Holanda con la pazde Westfalia.El comercio americano
preocupaba mucho porque su
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importancia era enorme. Y eEstado defendió muy
celosamente su monopolioaunque en la práctica cayótambién en mano
extranjeras. Las colonias deholandeses e ingleseestablecidas en Cádizprocuraban introducirse en enegocio por todos lo
medios. En 1668 se elevó unmemorial a la regenteMariana de Austria, en e
cual se explicaban los ardide
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puestos en práctica por loextranjeros para sortear la
prohibición de comerciadirectamente con AméricaEntre otras cosas, se
denuncia que procuraban quesus hijos o allegadocontrajeran matrimonio conespañoles en Cádiz, Puerto deSanta María o Sevilla, para
que su descendencia gozaradel privilegio de lonaturales. Y también que se
servían de mercadere
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españoles como simplemáscaras tras las que se
ocultaban, siendo loextranjeros quienes en verdadmercadeaban.
No obstante, y a pesadel declive que sufrieron lonegocios con las Indias, ecónsul francés en CádizPierre
Catalan, podía escribien 1670 al ministro Colberque «el comercio en este
puerto de Cádiz es el mayor y
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más floreciente de Europa»Y en su informe, estimaba e
valor total del comerciointernacional en los puertoandaluces durante aquel año
en unos trece millones depesos, de los cuales soloquedaban en España unmillón y medio. El grueso denegocio se hallaba pues en su
mayor parte en manos deextranjeros, que eran loauténticos beneficiarios.
Aunque es posible que
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sobre este asunto seexagerara. Godolphin
escribía en 1675 desdeMadrid: «La opinión habituaaquí es que todas las demá
naciones viven y se hacenricas por su comercio con lodominios de esta Coronaopinión que aunque everdadera en buena parte, no
lo es hasta la exageración deque se ufanan los españoles.»
4. UN MUNDO SOBRE
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EL QUE SE CIERNE LARUINA
Aquella población, contan apuradas y precariaposibilidades de sobrevivir
acosada por condicionehabitualmente adversas, nogozaba de muchaperspectivas ni posibilidadede prosperar. Esto se tradujo
en una gran facilidad paradescender en la escala sociay llegar a caer en la pobreza
y la marginación; nuevo
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estado para muchos quehabían vivido con cierta
holgura antes y del queresultaba, en cambio, muydifícil salir.
Y por todas partesgentes muy variadas y pomotivos muy diversosnutrían el contingente demarginados: vagabundos
pobres, mendigos, viudashuérfanos, enfermos, pícarosdelincuentes, prostitutas
presos, bandoleros... Y ante
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tanta contrariedad, lasociedad oscilaba entre e
rechazo y la solidaridad.
5. EL DUQUE DE
MEDINACELILa indolencia de lo
últimos Austrias propició quelas tareas de gobiernorecayeran en el llamado
«valido», un gobernanteefectivo, un ministro quetomase sobre sí la pesada
carga. Dos grandes
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personajes tenían capacidad yprestigio suficientes para
asumir tan altaresponsabilidad: el duque deMedinaceli, sumiller de
Corps y presidente deConsejo de Indias, y el duquede Frías, condestable deCastilla, decano del Consejode Estado.
La muerte de don Juande Austria había creado unvacío de poder que era
preciso llenar cuanto antes
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Pero en los primeromomentos era difícil predeci
en quién recaería laresponsabilidad del gobiernoEl rey Carlos II no podía
estar solo. Pero no surgíaningún personaje equiparablea don Juan. Un nuevo validono parecía aconsejable. Peroera urgente atender a
gobierno y los proyectos dereforma estaban pendientes.Por algún tiempo, la
intrigas de don Jerónimo de
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Eguía, apoyado por econfesor del rey y por la
duquesa de Terranovacamarera mayor de la reinadificultaron la elección. Pero
finalmente el rey se decidiópor Medinaceli y el 22 defebrero de 1680 se expidió undecreto por el cual se lenombraba primer ministro
La decisión real fue bienrecibida, porque el duque eraoven todavía, y a la vez
según don Gabriel Maura
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«igual por su sangre a lomejores, superior a todos en
bienes de fortuna, no inferioen entendimiento a los máavisados. Correcto en su
costumbres, probo en eejercicio de sus funciones»Parece ser que era hombrecauto que, según el mismocronista, «tuvo cualidades y
defectos de los políticoflexibles».Sin juzgar esta
cualidades, discutibles para
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otros, resultó que el duque notuvo altura de miras n
energía para sobreponerse aambiente de crisis ydecadencia. Lo real es que
acudió al tan acostumbradorecurso de crear juntas, yentre ellas, una «Magna deHacienda», que no hizo sinoentorpecer la ya lenta marcha
de los negocios con sudiscusiones y vacilaciones.
6. 1680: ANNU
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ORRIBILIS
Al iniciarse la década de
1680 la situación descritaparecía llegar a su punto mácrítico. No obstante, el año
comenzó entre festejoorganizados para celebrar lallegada de la nueva reinafrancesa María Luisa deOrleans al palacio real. El día
13 de enero, montada acaballo, recorría la Villa yCorte, desde el Buen Retiro
hasta el Alcázar, con un
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vistoso séquito, aclamada poel pueblo, que se había
echado a las calles conentusiasmo. Cinco arcotriunfales se habían erigido
para loar a la reina con loversos de los más insigneescritores, entre los queestaba Calderón de la Barcaentonces ya un anciano de
ochenta años.Pero toda esta alegríafue efímera, porque pronto
empezó a desatarse un
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cúmulo de circunstanciaadversas que, si bien ya
venían gestándose en ladécada precedente, dieronahora la cara con toda su
virulencia.El desbarajuste
monetario, que era una de lamás pesadas cargas que yaarrastraban los reino
castellanos, había llegado aprovocar una situaciónverdaderamente desastrosa
Circulaba una moneda de
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baja calidad, el vellónformada entonces por una
aleación del 93 por ciento decobre y un pobre 7 por cientode plata, cuyo valor real era
de 10 reales el marco, entanto que su valor legal erade 24. Semejante diferenciase consideraba como unfraude, que el gobierno era e
primero en consentir y en eque intervinieron muchodedicados a falsifica
moneda. El resultado fue un
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descrédito absoluto de lamoneda, con gravísima
consecuencias: inflaciónaumento escandaloso deprecio de la plata y el oro y la
consiguiente especulación.Era pues necesario hace
algo para solucionar unproblema que causaba tantoperjuicios a la economía y
que constituía uno de lofactores principales de lacrisis. Y, finalmente, por un
decreto de 10 de febrero de
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1680, se devaluaba el marcode moneda de molino en un
75 por ciento de su valocorriente, lo cual suponíapasar de 12 reales a 3 reales
Y, además, todo el vellón decobre puro fue devaluado auna cuarta parte de su valocorriente. A la vez se adoptóla excepcional medida de
legalizar todo el vellón falsoe importado, reduciéndose eprecio de la plata del 275 po
ciento al 50 por ciento.
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El resultado inmediatodel decreto fue catastrófico
cundió el pánico, muchoperdieron sus ahorros, locomerciantes suspendieron
sus negocios y algunofueron a la quiebra. Y dadoque la moneda circulabaescasamente, el trueque sehizo corriente. La
devaluación provocó tambiéngeneral confusión y alarmaentre los asentistas, y
ocasionó el descenso de lo
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préstamos.El cronista Antonio de
Solís escribía a uno de suamigos para decirle que ladevaluación «ha dejado en
total perdición el comercio, yacabadas las haciendas de loparticulares. No hay quiencobre ni pague [...]. Se hahecho uso la pobreza [...]
Todo es miseria y quiebrasde mercaderes».En suma, el impacto
inicial del decreto de
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devaluación fue enorme en lavida del país, y el gobierno
también se vio gravementeafectado, teniendo quesoportar grandes pérdida
fiscales, que venían aempeorar todavía más lacrisis de la Hacienda. Potanto, se planteaba una vezmás la necesaria reforma
fiscal. En marzo de aquel añodos ministros del Consejo deHacienda presentaron un
memorial denunciando como
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ruinoso el sistema dearriendo de impuestos y
proponiendo su sustituciónpor encabezamientos, comomedio más limpio y eficaz, y
dejando solo para arrendalos monopolios, como la salel tabaco y las aduanas.
Sirvan como muestra dela situación las impresione
que dejó escritas poentonces el marqués deVillars, embajador de Luis
XIV: «Sería difícil describir
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en toda su magnitud edesorden reinante en e
gobierno de España. Puededecirse en general que hallegado a tal punto que
parece casi imposible el quese pueda restablecer, porquecarece de súbditos que tenganla capacidad y la voluntad detrabajar en ello, y, por otra
parte, porque los hombres ylos fondos están allí tanagotados que tal vez fuera
inútil el emprenderlo.» Y no
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era solo esta una opinión máo menos despectiva de un
altivo extranjero. En efectopor muchos motivos, 1680fue el peor año de una pésima
época.Tampoco la naturaleza
parecía querer ayudar, sinotodo lo contrario; lainclemencias del tiempo
azotaron duramente laPenínsula: hubo tormentasgranizo, lluvias torrenciales e
inundaciones. Y por si todo
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esto fuera poco, en octubreun terremoto devastó alguno
pueblos de Málagadejándose sentir hasta enMadrid. Uniéndose a
desastre la peste, que seguíaasolando las tierraandaluzas. Los males desiempre, en definitiva, peroagravados por la crisis de la
economía y el gobierno dereino.Tales eran las
tribulaciones, que alguno
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hasta veían en ellas uncastigo del cielo y buscaban
señales que mostraran ecamino a seguir. Según ecronista valenciano Ignas
Benavent, el 22 de diciembrede aquel año «se vio uncometa muy grande yespantoso de color doradoque duró cinco semanas a la
parte de Poniente». Tacúmulo de apocalípticadesdichas, como escribía no
sin razón el marqués de
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Villars, «llenaban España deideas sombrías sobre e
presente y de nuevos terroredel futuro».Si, como se ve, el año
1680 había resultadodurísimo, los que le siguierontampoco fueron fácilesContinuaron las inclemenciadel tiempo con su
consecuencias sobre laagricultura, la sequía queafectaba a tantas comarca
significaba el hambre para
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miles de personas. Comorelataba Francisco Godoy
«No cogiéndose ningunofrutos, estrechándose lanecesidad común hasta llega
a la extrema miseria, abuscar los hombres yerbasilvestres con que sustentalos cuerpos [...]. La tierra decasi toda Andalucía se secó
los frutos se quemaron; loárboles se ardían; los granose perdieron; los campesino
se fueron a mendigar a otra
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provincias; los ganadoperecieron. Se encareció e
pan, y por su carestíamurieron muchos.»Y para colmo de males
una terrible tempestadhundió en el Atlántico loscinco grandes navíos quecomponían la flota de laIndias, con la pérdida de
1.400 personas y de20.000.000 de ducados, quesuponían la suprema
esperanza del agonizante
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erario.
6. SEVILLA: UNACIUDAD EN DECLIVEYa en torno al año 1600
la ciudad de Sevilla alcanzósu máximo número dehabitantes, que se calcula en150.000, siendo la primera delas poblaciones española
igualada en el conjuntoeuropeo con Londres yRoma, según palabras de
Domínguez Ortiz en e
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volumen La Sevilla de las
uces.
El año 1621 sube atrono el rey Felipe IV consolo dieciséis años de edad
iniciándose el declive de ladinastía de los Habsburgotambién conocida como«decadencia de los Austrias»Durante este siglo XVII
España cede su puesto aFrancia como potenciaeuropea y, como ya vimos
más arriba, es opinión
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general de los historiadoreque da comienzo un siglo de
recesión general, que afectósobremanera a Andalucíadonde la climatología
adversa, con años de sequía ylluvias torrencialesalternándose, y el descensoen la llegada de oro de laIndias, hicieron menguar la
riqueza y opulencia del sigloanterior.Con el último de lo
Austrias, el rey Carlos II
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termina un siglo desastrosoen lo que a política y
economía se refiere. Pero enlo referente a las artes nohallamos en lo que se conoce
como «Siglo de Oroespañol»; en el que brilla unapléyade de nombres insignesCervantes, Lope de VegaGarcilaso, Tirso, Calderón
Santa Teresa, San Juan de laCruz, y un largo etcétera. Porentonces, Sevilla es cuna de
grandes artistas: Montañés
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Roldán, Velázquez, Murillo..En los primeros años de
siglo, Lope también pasa poSevilla tras su amada CamilaLucinda (la cómica Micaela
Luján).Sevilla decae con
aquella España en crisis. Yun motivo fundamental de sudecadencia fue precisamente
que Cádiz se erigiera comonueva receptora del Oro de
Indias desde mediados de
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siglo. Ya desde 1558 se veníaautorizando a los buques que
venían de las Antillas concargamento de cueros yazúcar a que descargasen en
el puerto gaditano. Pocodespués se hacía extensiva lalicencia a todas aquellanaves que no pudierantraspasar la barra de arena de
Bajo Guía (Sanlúcar deBarrameda). Y para colmo, acrepúsculo sevillano se fue a
sumar la preferencia de lo
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comerciantes extranjeros pola bahía de Cádiz, donde
encontraban mayorefacilidades para el comerciopor tener que pagar menore
derechos arancelarios.Como primera
consecuencia, cuando seproduce la peste de 1649Cádiz se recuperó fácilmente
de la crisis, pero no asSevilla, que acusó el desastrede manera terrible. Se dice
que hasta 200.000 personas
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de los 300.000 habitantes quetenía la ciudad, fallecieron
entre esa fecha y 1650Abandonados los barrios mápopulosos, la población
quedó expuesta al hambre yla miseria, lo que ocasionaríala sublevación llamada «delos ferianos», por iniciarse enla célebre calle Feria. E
gentío hambriento seamotinó ante la carestía depan y comenzó a saquea
tiendas e incluso pretendió
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tomar la Casa de la MonedaLa revuelta fue reprimida y
los cabecillas ajusticiados.En lo sucesivo, emonopolio sevillano sería
meramente nominaltrasladándosedefinitivamente la Casa deContratación a Cádiz.
El rey Carlos II pondrá
fin a un siglo lleno decontradicciones y desastresincluyendo el terremoto de
1680 y la inflación monetaria
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que provocó la depreciaciónde la moneda de curso legal
el vellón. En palabras deMadoz: «Sevilla es el espejodonde se ve la decadencia
española de aquel tiempo, ysin comercio, con unaagricultura exánime, lomiles de telares que suindustria había contado en
otro tiempo quedaron tanreducidos que en 1673 apenallegaban a 400.»
Toda la opulencia que
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trajo el descubrimiento deAmérica a Sevilla llegó a su
fin pues.
8. EL PUERTO DE
CÁDIZEn 1680 se solventó e
largo contencioso queenfrentaba a Sevillatradicional sede de
monopolio y lugar obligadode carga y descarga de lasmercancías americanas, con
Cádiz, que le disputaba la
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exclusiva gracias a laventajas que ofrecía su gran
puerto natural. Preferido polos barcos de gran tonelajeque tenían dificultades para
remontar el río Guadalquiviry a pesar de las protestas dela Casa de ContrataciónCádiz, con su mayoaccesibilidad, había atraído a
un gran número demercaderes. Y, finalmenteen 1680, el gobierno, deseoso
de incrementar al máximo la
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facilidades para el comerciocon las Indias, aceptó la
realidad y designó comopuerto obligatorio de carga ydescarga a Cádiz. Aunque de
momento la Casa deContratación permaneció enSevilla, la ciudad de Cádizempezó a experimentagrandes mejoras, con un
crecimiento poblacional quela situó en torno a los 72.000habitantes; estableciéndose
allí 86 compañías de seguro
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y 61 corredores de lonja.En 1680, todos lo
buques con destino a laIndias tienen la obligación deparar en la bahía gaditana. E
papel de Sevilla se limitará apartir de entonces aburocráticas funcionecomerciales a través de laCasa de Contratación; aunque
por un tiempo limitado.
9. LA IMAGINERÍA
BARROCA
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Al iniciarse el sigloXVII, podemos apreciar un
hecho trascendental, el deque la escultura españolaadquirió su particula
identidad, pues ebarroquismo italiano noencajaba en sus gustos. EnEspaña prevaleció de maneradefinitiva la inspiración de lo
natural, de modo que etérmino «realismo» es el quemejor identifica al arte de la
primera mitad del siglo. Era
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un realismo concretosincero, que huye de la
abstractas bellezas ideales.En Sevilla se inicia unperíodo singular con la
imaginería de la escuelaandaluza. Todavía hoy seadmiran en los desfileprocesionales de la SemanaSanta sevillana las obras que
con este fin realizó MartínezMontañés, autor de imágenede Cristo plenamente
humano. Algo más barroco
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fue uno de sus discípulosJuan de Mesa, autor de
veneradas imágenes como loCristos del Amor, de laAgonía o de la Buena Muerte
y el popular Jesús del GranPoder.
Los escultoresimagineros, dotados desingulares carismas y fieles a
sus creencias, sirvieron a laexpresión de este realismoo conviene olvidar que esta
inspiración tan singular nació
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y se desenvolvió en plenaContrarreforma, en la que
había que afirmar frente a lacorrientes adversas a laimágenes el valo
catequético, religioso yespiritual de estas, mostradaal pueblo en procesiones quede forma rápida se hicieronmultitudinarias.
10. LA MAMORAEn los siglos XVI y
XVII se conoció como La
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Mamora o La Mámora a unapoblación-fortaleza que
actualmente está en ruinaunto a la ciudad marroquí deMehdía, en el norte de
Marruecos. Situada en lacostas del Atlántico, a 115kilómetros de Larache y 25de Salé, se hallaadentrándose a poco más de 2
kilómetros en el río SebúFue conquistada por loportugueses en 1513, tras la
toma de Azamor, y el rey
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Manuel I mandó que seedificase con fine
estratégicos un baluarte. Estaprimera construcción solopreveía defender e
fondeadero, pero no servíafrente a un ataque por el ladode tierra, lo que hizo que seperdiera pronto, llegándose aconvertir en reducto de
piratas bajo el mando deinglés Mainwaring durantealgún tiempo.
Tras la conquista de
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Larache en 1610, loespañoles dominaron esta
parte de la costa, ocupandoLa Mamora en agosto de1614. A partir de esta fecha
la fortaleza fue rebautizadacomo San Miguel deUltramar. La guarniciónespañola construyó un fuertediseñado por Cristóbal de
Rojas, llamado San Felipe, yunto a él creció unapoblación amurallada. A
partir de entonces, la plaza
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tuvo que resistir permanenteasedios musulmanes en 1619
1625, 1628, 1647, 16551668, 1671, 1675 y 1678.
11. LA PÉRDIDA DELA MAMORA
Según consignan lacrónicas de la época, el día26 de abril del año 1681
entre las ocho y nueve de lanoche, un numeroso ejércitode moros al mando de
alcaide de Omar puso sitio a
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La Mamora. La poblacióntotal de la fortaleza la
formaban 295 personas, solo160 podían tomar las armasSe resistió tenazmente
suponiendo que se trataba deun asedio más de tantosPero, tres jornadas despuésel martes 29 por la tarde, sepresentó por el sur el sultán
de Mequinez, Mulay Ismailcon un ejército de 80.000hombres. Y al día siguiente
miércoles 30, los soldado
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españoles se amotinaronporque veían que no era
posible la defensa.Se hizo una junta deoficiales y rebeldes
decidiendo rendir la plazaLas condiciones de lacapitulación dejaban encalidad de prisioneros a todolos habitantes de La Mamora
Pero quedarían libres y conposibilidad de partir en unnavío a las siguiente
personas: el maestre de
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campo y gobernador donJuan de Peñalosa y Estrada
al veedor Bartolomé deLarrea; al capitán JuanRodríguez, al alférez Juan
Antonio del Castillo, asargento Cristóbal de Cea, ylas respectivas mujeres detodos ellos; más los padrecapuchinos Andrés de la
Rubia y Jerónimo de Baezaque hacían de capellanes; ydos sobrinos del veedor. De
resultas, 250 soldados, má
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las mujeres y niños que habíaen la plaza, fueron apresado
y llevados cautivos aMequinez, juntamente conlas imágenes y objetos de
culto que había en la iglesiaademás de los pertrechos deguerra.
12. MEQUINEZ
La ciudad marroquí deMequinez, en árabe M'knas yen francés Meknes, está
situada al pie de la
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montañas del Atlas Medioen un valle verde, a unos 130
kilómetros de Rabat y a 65 aoeste de Fez. Los orígenes seremontan al siglo VIII
cuando se construye unakasbah, o fortaleza. Aasentarse en el sitio la tribubereber conocida comoMeknassa en el siglo X, la
ciudad recibedefinitivamente nombre eidentidad por la población
que fue creciendo alrededo
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de la fortaleza.Pero Mequinez no
alcanzará su apogeo hastaque fue elevada a la categoríade capital imperial por e
sultán Mulay Ismail (16721727) de la dinastía alauitael cual, después de haber sidoproclamado sultán a lamuerte de su hermano, en
1672, erige en la vieja ciudadla capital política y militaremprendiendo la colosa
tarea de reformarla po
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completo en un estilo muypersonal. 3.000 cautivo
cristianos llegados de Fezmás 30.000 prisioneros de latribus de las regione
vecinas, fueron empleadocotidianamente en la tarea. Esultán mandó destruir laalcazaba meriní y una partede la ciudad antigua para
construir una formidablemuralla dotada demonumentales puertas
Mandó erigir mezquitas
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alcázares para su guardiagraneros, cuadras de
caballos, jardines y la DaKebira. Hizo traer materialeromanos y mármoles desde
las ruinas de Volubilis y depalacio el-Badi deMarraquech, para realizacon fastuosidad su ciudadimperial: Dar el-Majzen, en
la que estableció suadministración personal y suharén, del que se dice que la
quinientas mujeres que lo
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componían eran originariade todas las comarcas.
Los graneros llamadoHeri es-Suani, contiguos apalacio, servían para
almacenar las reservaalimenticias de la ciudad, ascomo el heno y el granoprevistos para mantener a lo12.000 caballos del sultán
Los muros de siete metros deespesor y una red decanalizaciones subterráneas
mantenían una temperatura
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fresca en el interior de lainmensas despensas que
permitía la conservación delas reservas. Ya que, segúnlos cronistas de la época
Mulay Ismail tenía auténticotemor a estar sitiado; y de ahel origen de lo desmesuradode los graneros, de los cualese decía que llenos «habrían
podido asegurar lasupervivencia de la ciudaddurante veinte años». Aunque
ningún asedio llegó a dura
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en realidad más de unasemana durante los años de
su reinado.
13. EL SULTÁN
MULAY ISMAILAbdul Nasir Mulay
Ismail As-Samin Ben Sharifconocido universalmentecomo sultán Mulay Ismail
nació entre el año 1635 y1645 y reinó en amplioterritorios de lo que hoy e
Marruecos entre los año
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1672 y 1727; heredando epoder de su medio hermano
Mulay al-Rashid Rama. Perolo que más célebre hizo aeste personaje en su tiempo
es el hecho de ser unverdadero recolector decautivos y haber mantenidoun harén de 500 mujerescreando una enorme familia
en la que se le atribuyeron700 hijos, el último de locuales se dice que nació 8
meses tras su muerte
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Reclutó un ejército de150.000 esclavos y, con este
inmenso poder gran parte deMarruecos cayó bajo sudominio durante 55 años
Tras la muerte de Ismail, sunumerosos hijos sedisputarían la sucesióndurante medio siglo.
La gran armada de
sultán estaba compuesta poesclavos negros, emigranteárabes, sudaneses, andalusíe
y cristianos. Con el fin de
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mantenerla y regenerarlainstaló en Mequinez un
gigantesco campamentocercano al palacio. Diomujeres a los soldados y
siguiendo el ejemplo de loturcos, todos los niñonacidos en el campamentofueron formados para servial Estado desde edad
temprana. A los quince añoseran incorporados al ejércitoMulay Ismail creó por todo
el imperio una red de
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fortalezas, todavía utilizadacomo guarniciones.
En una plaza vecina a supalacio de Mequinez, estabala Qubba el-Jayyatín (lo
costureros), llamada así poel gremio de sastres instaladoalrededor de la plaza. En estepabellón, Mulay Ismairecibía a los embajadore
extranjeros y hacía lonegocios de transacción yrescate de cautivos. El padre
Busnot que estuvo allí para
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redimir, y contó cómo eranestos encuentros, describe as
al sultán: «De mediana tallatenía un rostro un pocoalargado y delgado, la barba
partida y un color casi negrolos ojos llenos de fuego y unavoz fuerte.» También hay allsalas subterráneas quetodavía hoy se conservan y
pueden visitarse, a las que seaccede por una escaleracontigua a la qubba. Esta
estancias lúgubres son
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conocidas aún con el nombrede «prisión de lo
cristianos». Se cuenta que laprisión fue construida por uncautivo portugués al que
Mulay Ismail habríaprometido la libertad slograba construir una cárcepara 40.000 cautivos.
14. LOS CAUTIVOSSe puede afirmar conpropiedad que los cautiverio
de españoles entre
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musulmanes se iniciaron conla misma invasión islámica
Porque se tienen noticias deredenciones desde lomismos orígenes de la
dominación. Aunque enaquellos primeros momentosla libertad se gestionaba atítulo personal, por lomismos cautivos o su
familiares y amigos; y pomercaderes que conseguíande esta manera una comisión
por los rescates, en función
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de su cuantía y de ladificultades de acceso a lo
cautivos. Solamente concarácter muy excepcional, lapropia Corona pudo mediar
y aun exigir, la liberación oel intercambio de cautivos.
Los Reyes Católicos nose detuvieron en la empresade la Reconquista y
decidieron proseguir en enorte de África; y luego sunieto Carlos V y su biznieto
Felipe II protagonizaron
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sonoras victorias contra loinfieles; pero también un
buen número de derrotas enlas que gran cantidad desoldados españoles fueron
hechos cautivos. En eámbito del Mediterráneohubo pues un estado deconflicto persistente y fueronmuchos los años de guerra
contra los musulmanes. Ecautiverio permaneció comoun fenómeno corriente en
toda la Edad Media; que
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continuó en la EdadModerna; una situación
frecuente que se producíacada vez que llegaba atérmino una de las mucha
campañas que se emprendíano cuando una nave cristianaera apresada por corsarios. Ycomo era común laconcepción medieval de
cautivo como prisionero deguerra que pertenecía aapresador, se veía legitimado
este para retenerlo sin más a
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la espera de que se comprarasu libertad mediante el pago
de un rescate. Si bien ecaptor se consideraba conderecho a escoger entre
exigir ese rescate o conservaa su servicio al cautivo. Estoúltimo solía suceder cuandoel aprehendido conocía biensu oficio o podía reportar a
su dueño algún otrobeneficio.Esta realidad tan
cotidiana en la España nos ha
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dejado innumerabletestimonios. Llegó a ser un
fenómeno que formaba partede los pueblos y ciudadesdonde las gentes solían vivi
a la espera de que sufamiliares cautivoregresasen. Solo máadelante irán surgiendoinstituciones auténticamente
especializadas en el rescatede cautivos, inspiradas en esentido clásico de la
beneficencia cristiana y, por
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tanto, con fines no lucrativosLo que provocó incluso que
se fundaran órdenereligiosas, llamadas tambiénórdenes redentoras de
cautivos, por su finprimordial. Según parece, fuela Orden de Santiago laprimera en dedicarse a locautivos. A esta seguiría la
Orden de Montegaudio, a laque le dio Alfonso II deAragón el significativo
nombre de Orden del Santo
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Redentor. Y con menorfrecuencia, también
participaron los franciscanosPero, sin lugar a dudas, seráen los inicios del siglo XIII
cuando aparezca la Orden dela Santísima Trinidad y la dela Merced o de laMisericordia de los Cautivosel momento culminante de
estos institutos religiosos, alos que quedará vinculadapor muchos siglos la
redención.
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15. LA ORDENTRINITARIA
La llamada Orden de laSantísima Trinidad y de loCautivos (en latín Ordinis
Sanctae Trinitatis eCaptivorum), conocidatambién como OrdenTrinitaria o Trinitarios, fuefundada por el francés san
Juan de Mata y aprobada poel papa Inocencio III en1198; con la bula operante
divine dispositionis; a la que
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se unió la praxis de San Félixde Valois (cofundador de la
orden). Se puede decir que ela primera institución oficiaen la Iglesia católica
dedicada al servicio de laredención de cautivos sinarmas ni violencia, con lapura misericordia, y con laúnica intención de devolve
la esperanza a los hermanoen la fe que sufrían bajo eyugo de la cautividad. E
también la primera orden
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religiosa no monástica y unade las principales órdene
religiosas que se extendieronpor España y Europa durantela Baja Edad Media.
La reforma de la OrdenTrinitaria fue obra de sanJuan Bautista de laConcepción (1561-1613)nacido en Almodóvar de
Campo (Ciudad Real) y queestablece en Valdepeñas laprimera comunidad de
trinitarios descalzos. Con e
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breve Ad militantes Ecclesiae
(1599) el papa Clemente VII
dio validez eclesial a lacongregación de lohermanos reformados y
descalzos de la Orden de laSantísima Trinidadinstituida para observar contodo su rigor la Regla de sanJuan de Mata.
Juan Bautista de laConcepción fundó 18conventos de religiosos y uno
de religiosas de clausura, a
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los que les transmitió un vivoespíritu de caridad, oración
recogimiento, humildad ypenitencia, poniendo especiainterés en mantener viva la
entrega a los cautivos y a los
16. EL RESCATELos medios económico
de que disponía la orden
provenían de limosnas ydonaciones de los fieles, y delo que obtenía de sus propio
bienes. Ambas fuentes de
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ingresos son poco establesde ahí que muchas veces solo
fuera posible llevar a caboredenciones generalescoincidiendo con el momento
en que se había podidorecaudar lo necesario.
La primera dificultadpara el rescate la imponía elugar del cautiverio. Así, por
ejemplo, el precio de lalibertad en Berbería (TetuánFez, Marruecos, Mequinez
etc.) solía ser más elevado
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que el de Argel, a pesar de laproximidad de aquella
tierras. En general, lo normaera llegar a los 200 pesos deplata, aunque no resultaba
infrecuente subir hasta lo600. Un segundoinconveniente suponía ehecho de que lorescatadores, familiares o
amigos que buscaban laliberación de los cautivos nosiempre estuvieran en
disposición de aportar la
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totalidad del rescatedebiéndose complementa
con los fondos de loinstitutos religiosos o de lafundaciones privadas. Po
eso, las fundaciones privadacomo, en nuestro caso, lotrinitarios habían de afrontael coste total de los rescateen bastantes ocasiones.
17. DECIMOCUARTAREDENCIÓN DE LOS
TRINITARIOS
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DESCALZOSEn el año 1682 se
organizó una redención decautivos por los padreMiguel de Jesús María, Juan
de la visitación y Martín dela Resurrección, natural decórdoba, quienes, desde laciudad de Ceuta, dieron lalibertad a cautivos recogido
en Mequinez, Fez y Tetuánrescatando a la vez 17imágenes sagradas.
El 5 de noviembre de
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1681 partieron de Madrid condirección a Sevilla, donde
pararon pocos días, losuficientes para los trámitey recaudar algunos caudale
más para unirlos a los que yatraían de la villa y corteLlegaron a ceuta el 1 deenero de 1682, con laintención de partir cuanto
antes para redimir a locautivos apresados por esultán Mulay Ismail en La
Mamora.
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Francisco de Sandoval yRoxas, que participó en la
redención, escribió unacrónica de la época, con etítulo Aviso verdadero en la
que refiere: «Dexaron enduras prisiones 250 soldadoy 45 mujeres y niños; y loque más tenemos que llorar ysentir es (no sé cómo llegar a
declarar lo que mis ojovieron, sin perder la vida amanos del dolor) aver visto
al Sagrado Retrato de Jesú
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azareno segunda vezentregado a moros y judíos.»
Aunque el sultán ofrecióen las capitulaciones querespetaría todas las vidas y
que no se haría daño a nadiey así lo mandó después conun bando público, no se pudocontrolar a la morisma, quesaqueó la población y no
respetó la iglesia. De loultrajes inferidos a laimágenes da cuenta el propio
Francisco de Sandoval y
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Roxas, y en el mismomemorial Aviso verdadero
refiere las «sacrílegaacciones que han cobrado lopérfidos mahometanos con
las santas imágenes y cosasagradas que hallaron enMamora». Y con algunaexageración, detalla lomalos tratos que recibieron
algunas de las tallas«Lleváronlas al rey, el cualdiciéndoles palabra
afrentosas y haciendo burla
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de ellas, las mandó ultrajar yecharlas a los leones para que
las despedazasen, como sfueran de carne humana. Ahermosísimo bulto de Jesú
azareno le mandó el reyarrastrar y echar por unmuladar abajo... Apenas hayimagen que no esté conalguna señal y herida de lo
golpes y puñadas de lobárbaros...»
18. EL CRISTO DE
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MEDINACELLILa imagen que e
conocida popularmente comocristo de Medinaceli y que sehalla en Madrid es un Ecce
homo, es decir, larepresentación de cristoatado y flagelado que PoncioPilato presenta al pueblo deJerusalén mientras pronuncia
las palabras «He aquí ehombre» («Ecce homo»). Sesabe que la talla fue
encargada por la comunidad
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de Padres capuchinos desevilla, y casi con toda
seguridad proviene del tallede Juan de Mesa, donde lapudo tallar él mismo o
alguno de sus discípulosLuis de la Peña o Franciscode ocampo, durante laprimera mitad del siglo XvilUna vez terminada la imagen
en 1645, fray FranciscoGuerra, obispo de cádizdispuso que se hiciera su
traslado a La Mamora, ya que
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ejercía jurisdiccióneclesiástica sobre la plaza.
Fue llevada por locapuchinos al fuerte que latropas españolas tenían en
San Miguel de Ultramar, yserá apresada por los moroen 1681, junto con otraimágenes y objetos sagradode culto cuando el sultán
Mulay Ismail arrebata a loespañoles la plaza después deponerle sitio. Trasladada la
imagen luego a Mequinez
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donde según se dice fueprofanada y hasta arrojada a
un muladar de donde fuerescatada por el religiosotrinitario fray Pedro de lo
Ángeles, que la tuvoguardada hasta quefinalmente en enero de 1682los trinitarios redentorepagaron para poder llevarla
de vuelta a España 30monedas castellanas de oro.El consejo de guerra
español acordó destina
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caudales al rescate de locautivos e imágenes, que
habían quedado depositadaen el hospital de Mequinezcomprometiéndose a pagar e
rescate fray Pedro de loÁngeles; un hidalgo de ceutaAntonio correa, el capitán deInfantería Domingo Grandede los coleos, Lucas de
zúñiga y el mismo cronistaya citado, Francisco deSandoval y Roxas. este
último relata así los hechos
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«entre las 17 imágenerescatadas, se encontraba una
hechura de Jesús Nazarenode natural estatura, muyhermosa, con las mano
cruzadas adelante... Ahermosísimo busto de Jesú
azareno le mandó el reyarrastrar, y echar por unmuladar abajo, haciendo
burla y escarnio del retratohermoso, y del originadivino. Todas ellas se
embalaron y enviaron a
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ceuta, donde tuvieron entradael 28 de enero de 1682.» La
imágenes fueron llevadaprimero de Mequinez aTetuán, y desde allí a Ceuta
El relato prosigue de estamanera: «Llegaron los morocon las santas imágenes a laMurallas de ceuta, cuyallegada causó en toda la
ciudad grandísimo júbilo yalegría. Salieron a la puerta arecibirlas todos lo
caballeros y soldados de la
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plaza, y tomándolas sobre suhombros con singularísima
devoción y ternura, en formade procesión, acompañadade toda la ciudad, la
llevaron al Real convento delos Padres TrinitarioDescalzos, donde se cantócon toda solemnidad el Te
eum Laudamus, en acción
de gracias.»Tal impresión dejó enceuta la imagen de Jesú
azareno, que años despué
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los padres trinitariomandaron hacer una réplica
para su convento con enombre de Jesús Nazarenocautivo y Rescatado
conservándose su culto hastanuestros días. En laactualidad una cofradía laVenerable Hermandad dePenitencia y Cofradía de
azarenos de Nuestro PadreJesús cautivo y Rescatado deceuta lo saca en procesión en
Semana Santa.
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Desde Ceuta la tallaoriginal del cristo fue llevada
a gibraltar, todavía bajosoberanía española; de allí aSevilla, después a córdoba; y
en agosto de 1682, quedó endepósito en el convento delos trinitarios de MadridHasta que en 1810 JoséBonaparte suspendió la
órdenes religiosas y laimagen pasó a la parroquiade San Martín; regresando en
1814 al convento de lo
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trinitarios de Madrid. En1836, la Desamortización de
Mendizábal suprimió denuevo las órdenes, y fuetrasladada a la parroquia de
San Sebastián de la villa deMadrid. Y en 1845, pormediación del duque deMedinaceli, volvió una vezmás al convento trinitario
que ya estaba regido por lareligiosas concepcionistadel caballero de gracia
Durante la guerra civil, en
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1937 fue llevada a valenciaal colegio del Patriarca
formando parte de la«caravana del TesoroArtístico» protegido por la
Junta; y en 1938, fue situadaen el castillo de Perelada degerona (cerca de la fronterafrancesa); pasando en 1939 aceret, Francia. El 12 de
febrero de 1939 llegaba ecristo de Medinaceli aginebra, Suiza. Acabada la
guerra se recupera e
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«Tesoro», y don FernandoÁlvarez de Sotomayor
representante del nuevogobierno español, consiguióque la imagen del cristo
saliera de ginebra el día 10de mayo de 1939 y con laayuda del obispo de MadridAlcalá y el Provincial de locapuchinos, se realizan lo
preparativos para el trasladoa Madrid; siendo recibido ecristo con honores en la
estación de ferrocarril de
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Pozuelo de Alarcónhaciéndose cargo de la
imagen la Junta de la ReaEsclavitud, llevándola aMadrid. Tuvo en 1939 una
breve estancia en emonasterio de laEncarnación. Y el 14 demayo de 1939, tras unaprocesión por el centro de
Madrid, llega el Jesú«Rescatado» a su iglesia deconvento de los padre
capuchinos de la plaza de
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Jesús, nombrada basílica poel papa Pablo VI el 1 de
septiembre de 1973.Todos los viernes deaño la imagen del cristo de
Medinaceli, con laadvocación de Nuestro PadreJesús Nazareno, es visitadopor miles de devotos. Y eprimer viernes de marzo de
cada año tiene lugar sumultitudinario besapié, aque acuden centenares de
miles de fieles devoto
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haciendo cola durante díapara esperar el momento
Tradicionalmente, en esafecha asiste un miembro dela Familia Real española para
orar ante la imagen. Tambiénel cristo de Medinaceli esacado en procesión poMadrid el viernes Santo pola tarde, llevado por la
Archicofradía Primaria de laReal e Ilustre Esclavitud deuestro Padre Jesú
azareno. Este es cada año
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un acontecimientomultitudinario, en el que
desfilan los esclavos de Jesúvistiendo el hábito nazarenoque consta de túnica y
capirote morados. Tambiénparticipan los devotos que lodesean, portando cadenas enrecuerdo de los cautivoliberados cuando fue
rescatada la imagen oalumbrando con velas sinvestir hábito. Con frecuencia
participan devotos llegado
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de muchos lugares de Españay del extranjero, reuniéndose
un total de 800.000 personaen las calles de la capital. En2012, la archicofradía está
formada por unos 3.900cofrades y consta de 8.000miembros.
Debe destacarsefinalmente que la figura de
cristo de Medinaceli efundamental en la imagineríadevocional española; ya que
es el iniciador de la
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iconografía del cautivo tal ycomo lo conocemos ahora
Tratándose de una creacióniconográfica totalmenteespañola en la representación
de la figura de cristo, queaparece en multitud deimágenes por toda lageografía nacional, de lo cuada fe la extensa relación de
Hermandades del cristo deMedinaceli, cautivo oRescatado en toda España y
en el extranjero que a
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continuación se refleja.
19. RELACIÓN DEHERMANDADES DELCRISTO DE
MEDINACELLI,CAUTIVO O RESCATADOEN TODA ESPAÑA Y ENEL EXTRANJERO
Archicofradía deuestro Padre Jesús deMedinaceli, Hellín
ALBACETE.
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Cofradía de Jesús de
Medinaceli, El BonilloALBACETE.
Real e IlustreHermandad Sacramental ycofradía de Nazarenos de
uestro Padre Jesús en suPrendimiento, Jesús cautivo
de Medinaceli y NuestraSeñora de la MercedALMERÍA.
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Real Hermandad ycofradía Infantil de Nuestro
Padre Jesús de Medinaceli yuestra Señora del RosarioMérida, BADAJOZ.
Cofradía de Jesúcautivo y Rescatado, zafraBADAJOZ.
Hermandad de Jesúcautivo, MataróBARCELONA.
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cofradía de NuestroPadre Jesús Nazareno de
Medinaceli, Navalmoral de laMata, CÁCERES.
Hermandad SacramentaEsclavitud y cofradía dePenitencia de Nuestro PadreJesús cautivo y Rescatado yMaría Santísima de la
Trinidad, CÁDIZ.
Hermandad del Cristo
de las Penas, CÁDIZ (aunque
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esta hermandad no lleva laadvocación de Medinaceli o
Cautivo, la imagen de Cristoes representada cautivo yabandonado por su
discípulos).
Hermandad del CautivoChipiona, CÁDIZ.
Hermandad del CautivoEl Puerto de Santa MaríaCÁDIZ.
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Real, venerable ySeráfica Esclavitud de
Santísimo Sacramento y de laInmaculada Concepción yFervorosa, San Fernando
CÁDIZ.
Agrupación de loEstudiantes. Cristo deMedinaceli Santas Mujeres
Marrajos, CARTAGENA.
Cofradía del Santísimo
Cristo de Medinaceli
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CASTELLÓN.
Cofradía de Jesús deMedinaceli y Nuestra Señorade la Esperanza Macarena
Onda, CASTELLÓN.
Venerable Hermandadde Penitencia y Cofradía de
azarenos de Nuestro Padre
Jesús Cautivo y RescatadoMedinaceli y MaríaSantísima de los Dolores
CEUTA.
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Real Cofradía de la
Esclavitud de Nuestro PadreJesús Nazareno y deSantísimo Niño del Remedio
CIUDAD REAL.
Hermandad deRescatado, CÓRDOBA
Hermandad de Jesús ePreso, Cabra, CÓRDOBA
Hermandad de Nuestro
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Padre Jesús NazarenoRescatado Cristo de
Medinaceli, PozoblancoCÓRDOBA
Real e Ilustre Esclavitudde Nuestro Padre Jesú
azareno de MedinaceliCUENCA.
Cofradía de NuestroPadre Jesús de Medinaceli yde la Oración en el Huerto
Mota del Cuervo, CUENCA.
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Real Cofradía de
uestro Padre Jesús Cautivoy María Santísima de laEncarnación, GRANADA.
Cofradía de NuestroPadre Jesús del RescateGRANADA.
Hermandad del cautivoHUELVA.
Hermandad Nuestro
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Padre Jesús cautivo y MaríaSantísima de las Mercedes
Aljaraque, HUELVA.
Hermandad de Nuestro
Padre Jesús cautivo y MaríaSantísima del RosarioAlmonte, HUELVA.
Hermandad de
Redentor cautivo, AracenaHUELVA.
Hermandad de Jesú
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cautivo, AyamonteHUELVA.
Hermandad de Jesúcautivo, Beas, HUELVA.
Hermandad del cristocautivo y virgen del RosarioBonares, HUELVA.
Hermandad de NuestroPadre Jesús cautivo y MaríaSantísima en su Amargura
calañas, HUELVA.
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Hermandad Nuestro
Padre Jesús cautivo Eccehomo y Nuestra Señora de laEsperanza, cartaya
HUELVA.
Hermandad de Jesúcautivo y Nuestra Señora dela Paz, Isla cristina
HUELVA.
Cofradía de Nuestro
Padre Jesús cautivo, Lucena
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del Puerto, HUELVA.
Hermandad de NuestroPadre Jesús cautivo, «ESilencio», Rociana de
condado, HUELVA.
Hermandad de NuestroPadre Jesús cautivo, San Juandel Puerto, HUELVA.
Hermandad Jesúcautivo y Nuestra Señora de
Mayor Dolor, Zalamea
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HUELVA.
Hermandad de NuestroPadre Jesús del RescateBaeza, JAÉN.
Hermandad de NuestroPadre Jesús del RescateLinares, JAÉN.
Parroquia de Jesús deMedinaceli, MADRID.
cofradía de Nuestro
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Padre Jesús cautivoMÁLAGA.
Hermandad de NuestroPadre Jesús del Rescate
MÁLAGA.
Hermandad de JesúCautivo, OVIEDO.
Antigua y venerableHermandad Servita de MaríaSantísima de los Dolores y
Cofradía de Nazarenos de
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uestro Padre Jesús Cautivoy Rescatado y Nuestra Señora
de la Esperanza, Alcalá deGuadaira, SEVILLA.
Ilustre y FervorosaHermandad de la Entrada deJesús en Jerusalén, NuestroPadre Jesús Cautivo y
uestra Madre y Señora de
Las Lágrimas, ÉcijaSEVILLA.
Agrupación Parroquia
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uestro Padre Jesús Cautivoen el Abandono de sus
discípulos, Mairena deAlcor, SEVILLA.
Hermandad deRedentor Cautivo, UtreraSEVILLA.
Hermandad de Jesú
Cautivo, Viso del AlcorSEVILLA.
Hermandad de Jesús de
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Medinaceli, VALENCIA.
Cofradía de laEsclavitud de Jesúazareno, ZARAGOZA.
EXTRANJERO
Hermandad del Seño
Cautivo de Trinitarias, LimaPERÚ.
Fervorosa Hermandad
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Sacramental y Cofradía deuestro Padre Señor de la
Misiones, Cristo Cautivo deMedinaceli y Nuestra Señorade la Esperanza Macarena
Miami, ESTADOS UNIDOS.
Agradecimientos
Antes de empezar adocumentarme para escribiesta novela, me puse en
contacto con los padre
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trinitarios descalzos deMadrid, para pedirle
información acerca de sexistía algún documentofiable para poder constatar la
veracidad de la preciosahistoria del Cristo deMedinaceli. Ellos mepusieron en contacto con epadre Bonifacio Porre
Alonso, insigne investigadoque ha dedicado gran parte desu vida a indagar en lo
archivos para deja
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constancia de la crónica de laobra redentora de la Orden
Trinitaria española. Él meenvió gentilmente el fruto desus arduas investigacione
reunidas en la magna obratitulada Libertad a los
cautivos (CórdobaSalamanca 1977), publicadaen dos tomos que contienen
la relación exhaustiva de laredenciones trinitarias contoda la documentación
existente en los archivos a
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respecto. Entre el rico caudade este tratado, encontré la
historia verdadera del Jesúazareno Rescatadoconocido como Cristo de
Medinaceli.Gracias a esta valiosa
información, pude dar con einestimable documentotitulado: Aviso verdadero, y
lamentable relación, quehaze el capitán don
rancisco de Sandovaly
oxas, cautivo en Fez, a
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señor Don Pedro Antonio de
ragón. Indispensable para
llegar al fondo verídico derelato.Índice
CréditosTREINTA DOBLONES
DE OROLIBRO IDonde se cuenta cómo
entré a servir a don Manuel deParedes y Mexía
1. Una amarga e
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inesperada noticia2. Una prosapia tronada
3. Un contable dondenada hay que contar;es decir, un oficio sin
beneficio4. Mi humilde persona5. La casa6. Doña Matilda7. Un amo triste y
distraído8. Fernanda9. De la manera en que
me dejé convencer
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10. Una Cuaresmaimpaciente
LIBRO IIDe cómo se hundió enavío en que navegaban
todas nuestraesperanzas
1. En familia2. Damas flagelantes en
la oscuridad
3. Estación depenitencia4. De repente, la
felicidad
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5. El holandés que vinode Levante
6. Una cena generosaabundante vino, una locadeclaración y una sospecha
latente7. Mentirosos pero
honestosLIBRO IIIDonde se cuenta lo que
sucedió tras el naufragiodel Jesús Nazareno y emodo en que se recobraron
las esperanzas despué
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de algunos disgustos más1. Sobras de la cena y
ciento cincuenta reales2. A grandes malesgrandes cogorzas
3. Desazón y reproches acausa del pasado
y el presente4. Más disgustos y má
hijos bastardos
5. Una carta y una nuevavida6. La muerte avisa
LIBRO IV
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En que se cuenta laaventura del viaje hacia
una nueva vida y se hacerelación de un buencúmulo de peligros y
adversidades1. Una España pobre y
desventurada2. Atrás se queda Sevilla3. Peste en el Puerto de
Santa María4. La Flota de TierraFirme
5. Parte la flota y e
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menester embarcarse6. Un administrado
cegato, pero eficiente7. ¿Qué es un pingue?8. A bordo y rumbo a las
islas9. Aburridos y
vomitando10. Solos y a merced de
la suerte
LIBRO VDonde se verá lo duraque era la vida en La
Mamora;
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plaza fuerte, aislada, quemiraba con temor al mar,
al río y a tierra adentro1. San Miguel deUltramar
2. Incuria, miseria ymaltrato
3. Entierros fuera yentierros dentro
4. El administrado
empieza a desesperar 5. Una fuerte tormenta yun rayo de esperanza
6. En la ciudadela, como
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en la mismísima gloria7. Amoríos e ilusiones
8. En casa del veedoLarrea9. El maestre de campo
don Juan de Peñalosa yEstrada, insufriblegobernador de La Mamora
LIBRO VIQue trata de lo que
sucedió durante la SemanaSantaen San Miguel de
Ultramar
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1. Velas de lona y velasde cera
2. Una alegría disipada yun Jueves Santo triste3. Los gemelos Larrea
4. Una escoba en lacostillas y la honra maltrecha
5. El señor de LaMamora
6. Vida oculta
7. La astucia, como lapaciencia, tiene su límite8. En una prisión oscura
LIBRO VII
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Trata de lo que pasó enmi segunda estancia fuera
de la ciudadela; ascomo de la manera en que ala gente
que allí estaba se le ibancaldeando los ánimos
1. Fuera de la ciudadelaindignación y arrebato
2. La hora de la
tinieblas3. El asedio4. ¿Moros jactanciosos?
5. Algarada, pitorreo y
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una seria amenaza6. Un torbellino de
hechosLIBRO VIIIDe cómo hubo de
negociarse con premura,a causa del peligro
inminente; y de lo que pasóen La Mamora por la
obstinación del gobernador
de la plaza1. La carta2. El motín
3. La capitulación
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4. Entre el miedo y laesperanza
5. La hora del cautiverio6. El saqueo7. De camino a
Mequinez8. Los falso
casamientosLIBRO IXTrata de lo que hallamo
en Mequinez, la ciudaddel sultán Mulay Ismaily de las duras prisiones que
allí
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sufrimos los cautivoespañoles de La Mamora
1. Mequinez2. La vida en ecautiverio
3. Cautivos, perogracias a Dios, en familia
4. Feria de cautivos5. El repartimiento6. ¡Frailes!
7. Repartidos y, a pesarde todo, esperanzados8. Como pájaros a lo
que les han abierto la jaula
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LIBRO XDonde se verá cómo fue
nuestra vida en Mequinezdesde el día que salimode la prisión
1. La aurora de latranquilidad
2. En la casa de Abbás e
onetero
3. Secretos y negocio
ocultos4. Una mujer muypiadosa