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REMEDIO PARA LA CONGOJA

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Panamá 2005

REMEDIO PARA LA CONGOJA

Raúl Leis R.

Cuentos de la calle

MENCIÓN DE HONOR

PREMIO CENTROAMERICANO DE LITERATURA

ROGELIO SINÁN 2004

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Fotos: Raúl Leis R.Las ilustraciones en la portada y el texto son reproduc-

ciones de fotografías del autor que formaban parte de la exposición individual “Mares y Territorios” en la Biblioteca Nacional de Panamá, 2004.

© Todos los derechos reservados por Raúl Leis R., Panamá, 2005

Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida sin previo consentimiento del autor.

Impreso por Universal Books, PanamáISBN 9962-02-761-6

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Remedio para la congoja:Se corta hojas de achiote de los cuatro puntos cardinales,

se machaca en una taza grande y con esa agua se lava la cara.

Relato de los sabios ancianos miskitos.

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Presentación ... ... 9

por David Sánchez Juliao

Introducción - La calle no es sólo una calle ... ... 11

Cuentos

i. Veranera blanca ... ... 17

ii. Operación Hordeolus ... ... 23

ii. Bacalao con akee, mi amor ... ... 33

iv. El choque ... ... 39

v. Náufrago ... ... 43

vi. El vuelo de Juanita ... ... 45

vii. Mister White ... ... 53

viii. Cálculos ... ... 57

ix. El duende ... ... 61

x. El Papamóvil ... ... 67

xi. Aire ... ... 79

xii. El hacendado ... ... 83

xiii. La marca ... ... 91

xiv. Mano Dura ... ... 93

xv. Reloj ... ... 97

xvi. Coincidir ... ... 99

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xvii. Las manos ... ... 103

xviii. Trenzas y trencillas ... ... 105

ixx. Calendario ... ... 113

xx. Las Leónidas ... ... 117

xxi. El espía ... ... 121

xxii. Graffiti ... ... 123

xxiii. La piel de las luciérnagas ... ... 131

xxiv. Remedio para la congoja ... ... 183

Índice de fotos ... ... 193

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HABLA PANAMÁ

Si uno dijera que el escritor y sociólogo panameño Raúl Alberto Leis Romero es un hombre inteligente, dinámico, capaz, trabajador, sagaz, talentoso y responsable no menti-ría. Ni mentiría ni intentaría exaltar a los extremos de la apología o de la inflación del ego su fascinante personalidad. Es que, leyendo a Raúl Alberto u oyéndole hablar, ni se lee a él, ni se escucha a él. Se lee y se escucha a Panamá. Los escritores son eso, una especie de enviados para percibir lo que otros humanos no perciben, y unos orde-nadores del caos circundante, unos vitalizadores de lo dis-perso. Por ello, saludo en Leis Romero a uno de los más claros ejemplos de lo que significa ser escritor de verdad, en un entorno concreto en el que tanto hay que observar y sobre el que tanto hay que de transmitir. Raúl es sociólogo –infraestructuralmente diría yo– y ello lo hace escribir “deformando” la realidad de acuerdo a lo que la academia le ha aportado. Los beneficiados, sin embargo, somos sus lectores, los de Panamá y los de fuera de Panamá. Estas historias que componen la galardonada colección de “Remedios para la congoja”, son una antología de los mejores cuentos de la calle, como él los subtitula... pero de todas las calles del mundo, no solo de las que el y nostros transitamos a diario.

Presentación

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Ese es otra interesante faceta de Raúl, su universalidad, fund-damentada en una amplia y frondosa experiencia vital. Es curioso, y por demás paradigmático, que alguien que ha teni-do oportunidad de conocer los cinco continentes del planeta, insiste tercamente en cavar un hueco en su propio patio para encontrar en esa tierra conocida la verdad de su verdad. Eso es ser universal, y entender las corrientes posmodernas en la mejor de las direcciones. Es decir, haciendo de su verdad la única valida y legítima, afincándose en ella y sintiéndose orgulloso y responsable de ella, pero reconociendo el resto del mundo como una suma de otredades, igualmente validas y legítimas. Ello, sin duda, hiere de muerte al eurocentrismo y al occidentalismo, que tanto daño histórico han causado a estas latitudes tercermundistas. Nada conozco más panameño, y más universal al tiempo, que estas historias de Raúl.... Nada hay tan local y tan plane-tario como lo en ellas narrado, con gracia, con estilo, con excelso manejo del lenguaje. Y sobre todo con imaginación y talento, cosas que a Raúl, pese a la “deformación” de la lente sociológica, le sobran. Por el contrario, Raúl refor-ma la deformación, y hace de esta un arma que le ayuda a entenderse y que ayuda a entendernos en él y en su prosa maravillosa. Celebro, una vez más, en Raúl Leis, a uno de los más agudos, inteligentes y talentosos narradores de esta América mestiza, y saludo en Panamá a una de las grandes reservas culturales del Continente.

David Sánchez JuliaoEscritor colombiano

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Introducción

LA CALLE NO ES SÓLO UNA CALLE

Pues la verdad que esta calle no es sólo una calle, es decir, una vía de paso de personas, vehículos y animales. Es más bien un lugar de encuentro donde lo cotidiano “saca el cobre” y lo mágico camina como “Pedro por su casa”.

La calle serpentea entre casas y lotes como un reptil que no acaba de mudar la piel. Parcelas de tierra y piedras salpicadas de restos de pavimento, en una sucesión inacabada de baches. Camino Real de los caminantes, pues el vehículo que entra lo hace por su cuenta y riesgo.

Las casas representan diversas edades. Aquellas recién nacidas que todavía tienen un aire a barriada bruja. Madera barata, cemento sin repellar que muestra las cicatrices de la juntura de los bloques cenicientos, y las espinas dorsales maltrechas de las vigas de amarre. Están las casas más adul-tas, las ya concluidas, donde las veraneras tomaron forma pegadas a las cercas y paredes repintadas cada diciembre. No faltan las casas veteranas que dejan ver sus achaques, las rajaduras de sus muros envueltas en un aire de hastío.

La gente se ingenia para dedicarle tiempo a sus casas, pues no sólo es su hábitat sino cuenta de ahorro y garantía de supervivencia. Sin importar la edad del inmueble, lo cercan montoncitos de arena o cascajo, pilas de bloques o ladrillos, rumos de sacos de cemento, hojas de zinc o tejas, erigidos como monumentos destinados a construir, reconstruir o

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mejorar las estructuras. Cada habitante es un poco fonta-nero, carpintero, electricista, albañil e incluso arquitecto e ingeniero según lo exijan las circunstancias.

A excepción de autos ocasionales, la calle es más pista de carrera de bicicletas y patines. Sede de gavillas de chicos y chicas que discuten a gritos, alrededor de una radio graba-dora estridente, las cosas de la vida y su visión del mundo.

La calle es estereofónica. Mil ritmos crepitan desde todos los rincones. Los aparatos de sonido impunemente se amplifican en cada hogar, con los más variados gustos musicales. Los Rabanes enfrentan los boleros de Beny Moré, mientras que el rapeador Toby King choca espadas con Ismael Rivera cantándole al Cristo Negro de Portobelo. El arco iris de sonidos es una competencia de decibeles ensordecedores. Sí alguien se atreve a colocar en el ambiente una sinfonía de Vivaldi, las notas “enemigas” lo acosarían hasta ahogarlo en la estridencia.

Es curioso cómo la gente se ha apropiado de los perros con pedigrí, que antes era exclusivo de la alcurnia y de alta clase. Allí está el pastor alemán celoso cuidando un cuchitril, el bóxer echado sobre la vereda, el labrador desafiante sobre una tambaleante cerca y el pequinés paseando por sobre el lodo. Los animales defienden tenazmente las casas contra las incursiones de los cobradores, mensajeros del alto costo de la vida, los ladrones, vendedores y muy especialmente del proselitismo de los fanáticos religiosos.

Un factor que moviliza a todos es el ocasional rugir del camión recolector de basura. Es una voz de mando para una multitud que se arroja sobre el vehículo portando bolsas y tanques rebosantes, en medio de los gritos de los aseadores

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que rescatan de los desechos en toda la ruta, latas vacías y lo que pueda tener algún valor para ellos.

Cada casa es un pequeño feudo sin torres ni almenares, protegida por la jauría. Es un refugio doméstico donde la puerta de enfrente mira a la ciudad, al trabajo extenuante o al consumo. En cambio, la puerta de atrás se abre al patio con su palo de mango o akee, la mata de guandú, las flores de papos, novios y chabelitas. Plantas medicinales de salvia, albahaca, sábila o mastranto. Detrás se comunica con la co-cina y la lavandería, refugios de las conversaciones familiares. La puerta de enfrente es urbana y la de atrás es rural.

Para vivir hay que salir todos los días por la de enfrente, la de la calle. Es un laberinto por transcurrir para mantener-se vivo y sobrevivir. Es el cordón umbilical con el mundo, donde sale la placenta de la esperanza o el aborto de la de-cepción. Es conducto hacia la abarrotería, donde el chino reproduce en la trastienda el austero ambiente de los arra-bales de Singapur o los botes de Hong Kong. Es vía de ida y vuelta hacia el empleo o el desempleo, el templo o la escuela, la atestada parada de bus o el transporte colegial.

Por eso la calle es río donde convergen las casas y veredas tributarias. Es arteria polvorienta uniendo parcelas con la realidad del mundo, sin permitir torres de marfil.

Las casas vistas por dentro, contienen muebles simples y electrodomésticos fiados por el español que no falla en gol-pear la puerta el día de pago. Imágenes de Don Bosco, San Judas o el Nazareno con sus miradas penetrantes titilando a la luz de las velas en las repisas. Certificados y diplomas de estudio de hijos sin trabajo. Sin falta, sobre la mesa las cuentas por pagar.

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Miro la calle en el tedio de cada día o en las mojaderas de carnaval; en el olor a incienso de la semana santa o con las lucecitas coloreadas de fin de año, y la literatura se mueve culebreando, así ojo al Cristo, repaso con los dedos el teclado de la computadora o tomo la pluma fuente que mancha de verde las manos, saco historias de aquí y de ahora, las ima-gino, las gozo y también las sufro como decía Juan Rulfo.

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VERANERA BLANCA

El muchacho montado en su bicicleta apenas redujo la velocidad para gritarme:

— ¡Oiga, dice don Fede que lo está esperando, para tomar café…!

Le agradecí con una seña que no vio, terminé de alistar-me y salí de mi casa, rumbo a la de Federico Sánchez.

Él vive veintitrés casas después de la mía, entre cuatro paredes de ladrillos de cemento bajo un techo de tejas co-loradas, que un abuelo santeño moldeó una a una sobre sus muslos, hace muchos lustros.

La casa está recostada a un patio sombreado con un mango nuevo y un viejo tamarindo. Toco la puerta y el viejo me grita que pase. El está en la cocina, donde vierte el agua hirviendo en el colador de café que penetra la casa con el aroma.

Sorbemos el café repartido en dos tazas, endulzado con raspadura.

— ¡Qué bueno está el café!... ¿Quién era el tal Jacinto Morales? — pregunto.

Don Fede suspira con el último buche de café que de caliente le agua los ojos. Me mira con sus ojos inquisitivos achicándose por el humo de la pipa.

— ¿Para qué quieres saberlo? — Es pura curiosidad. La otra vez me adelantó que

él vivió en esta casa antes que usted, y me prometió plati-

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cármelo en la siguiente visita. Aquí estoy, pues — le digo, mientras le alcanzo la bacinilla para que escupa la saliva achocolatada.

— Pues sabrás que la historia no es nada agradable. Jacinto Morales era un matón que asoló las tierras altas de Chiriquí, hace bastantes años. Se le atribuyen arriba de la veintena de las muertes confirmadas. El último cometió cuando andaba tras un hombre que le debía algo y por eso quería sacarlo del mundo de los vivos.

La pipa crepita. Don Fede enciende otro fósforo y nos quedamos callados. Miramos la llama en la penumbra del atardecer. Recuerdo cuando Federico me contó sobre la bocaracá amarilla, una serpiente tan brava que cuando se quema el monte en el verano cree ver en las llamas a un contrincante y se lanza contra ellas muriendo calcinada.

— Pues sí — prosigue. — Jacinto no podía olvidar la afrenta que ese hombre le había hecho al acostarse con una de sus mujeres y lo sentenció a muerte. Lo buscó a sol y sombra. El olor del miedo lo condujo hasta el pueblo donde éste estaba escondido.

Morales llegó a medianoche, en medio de un temporal. Se guareció bajo un palo de nance frente a la casa donde estaba su víctima y esperó el momento propicio. El hombre se despertó sobresaltado con el estruendo del coro de cientos de totorrones, extrañado porque cantaran en esa época del año. Algo más lo sacó del sueño. Presentía como si una fiera lo acechaba y le pesaba su decisión de regresar a su pueblo, pues Jacinto Morales andaba tras su huella. Lo detectó al otear por la ventana a la cortina lluviosa que arropaba la noche en el momento cuando la flama que encendió un cigarrillo iluminó por medio segundo el rostro curtido del

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El filo de su machete lanzó al otro mundo a muchos varones, pues era diestro en hacerle el trabajo a la parca. Cuando la sangre del cuerpecito destrozado pintó rosas rojas en su guayabera sudada, soltó el machete y salió despavorido del lugar. Después en el resto de su vida no mató ni a un mosquito.

— ¿Cómo vino a dar acá?— Huyendo pues... Se cambió de nombre, consiguió

un trabajo y poquito a poco construyó esta casa. Aquí murió.

— ¿Y cómo murió? ¿Usted lo sabe, Federico?— Ahora te cuento...— ¿Lo asesinaron?— A mí me tocó conocerlo en sus últimos días, pues

andaba en el trámite de comprarle la casa. Decidió venderla para regresar a su pueblo y morir allá.

— ¿Nadie lo visitaba?— Nadie. Sentado ahí donde estás tú me contó su vida,

y en especial el último de sus crímenes. Estaba en los puros huesos y tan débil que casi no podía caminar.

— ¿La vejez?— No era viejo, más bien de edad madura. Me contó

que su problema era el no poder comer.— ¿Una enfermedad?— No lo dejaban comer. Cada vez que Jacinto Morales

levantaba la cuchara con la comida, un niñito venía y se la quitaba de la boca. El pelaito venía de la nada y le tomaba suavemente el tenedor, y como jugando conseguía que el trozo de carne regresara al plato. Cada vez que iba a beber un vaso de leche el niño aparecía, le levantaba uno a uno los dedos del envase y se lo quitaba de la mano, luego la criaturita

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corría trastabillando como si aprendiera a caminar, y riendo echaba la leche en la veranera rellena de flor blanca. Esa que está allá. ¿La ves? — señaló Federico, disparándome con certeza un chorro de humo.

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OPERACIÓN HORDEOLUS

El diccionario no miente. “Sí, orzuelo viene de ‘hordeo-lus’ que significa ‘grano de cebada’”, pensó mientras cerraba el viejo libraco. El diccionario, la Biblia y el Almanaque de Bristol, constituían las obras centrales de su pequeña biblio-teca hecha de tablas de cedro espino barajadas entre bloques de arcilla. Ahora conocía algo más acerca del granito enro-jecido que le atormentaba el párpado del ojo izquierdo en una guerra sin cuartel.

Lo que no decía el libro era cómo librarse de esa mo-lestia, pues hasta ahora de nada sirvieron los ungüentos del médico de turno, ni los remedios caseros que le vendió el boticario. Desesperado, decidió hacerle caso a su mujer y fue a escuchar consejos donde don Federico. Lo visitó una noche y el viejo le recitó la fórmula infalible mientras regaba un pote de chabelitas.

— Mire mijo — le dijo mientras arrojaba restos de ca-fé frío con su taza rota a las flores. — Esto no falla. En la mañanita sin lavarse la boca ni hablar con nadie, échele saliva a su dedo índice y moje el orzuelo. Mentalmente récele algo a Jesús del Gran Poder, salga a la calle y busque a alguien a quien usted le desagrade, apúntele con ese dedo y ¡Dispare! ¡Usted estará libre y el desdichado o desdichada se irá con ese grano hijoeputa, que le hacía la vida imposible!

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El carro se asomó por el horizonte de la calle con un al-tavoz ronco, que tenía como avieso objetivo despertar a los que todavía dormían en ese miércoles asoleado. Lo escuchó venir mientras ofrecía sus productos a viva voz. Recordó la cantidad de veces que esa horrible voz lo despertó sin razón. Ya era hora que ese desgraciado se la pagara. El vendedor sería el heredero del orzuelo: ¡Problema resuelto!

Se situó tras la ventana, protegido por la malla anti-mosquitos y la cortina de florecillas rojas. Armó la embos-cada. Cargó el dedo índice. Se lo lavó con agua oxigenada para desinfectarlo. Se lo metió en la boca y lo babeó bien babeado. Siguió a ciegas la ruta del dolor lacerante del grano en el ojo izquierdo e hizo un gesto de dolor cuando dedo y orzuelo hicieron contacto.

Se acercaba la víctima. Escogió el ángulo adecuado para no fallar. Levantó el dedo pulgar para usarlo como mira. El carro de pescados se detuvo frente a su casa como siempre, pues el malafé del vendedor se especializaba en sobresaltarlo, aunque sabía que en esa casa ya no le comprarían nada. El tufo a pescado inundó la estancia. En la mira estaban los ojos saltones de alcohólico, debajo de la calva del vendedor. Por si las moscas, cargó otra vez el índice con saliva y orzuelo. Cuidadosamente pero con saña, disparó. Su concentración era tan alta que no se percató que en el instante del disparo, una camioneta que transportaba una peinadora provista de un gran espejo, rebasaba al carro de los pescados.

Su orzuelo rebotó en la superficie del espejo y regresó como un relámpago a la casa, pasó por la ventana e impactó contra el vidrio del cuadro del “Ángel–de–la–guarda–dulce–compañía–no–me–desampares–ni–de–noche–ni–de–día” (– el ser alado con sus manos extendidas sobre dos niños

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en un puente sobre un gran precipicio –); se proyectó en una sartén de cobre colgada en la pared de la cocina, de ahí se dirigió hacia la cubierta de la videograbadora, luego se lanzó contra el espejito de mirarse el cabello antes de salir de casa y, arteramente, se fue directo al mismo ojo de donde había salido, cuyo dueño lanzó un grito tan espeluznante que alarmó a todo el vecindario al unísono, pues sobresaltados se imaginaron a algún transeúnte víctima de una puñalada trapera.

El viaje del orzuelo lo fortaleció y ahora el grano era más rojo, grande y doloroso lo que elevó su dolor al punto del paroxismo. Se sucedieron días de incapacidad, nuevas búsquedas de médicos y remedios, que no lograron avan-ces algunos en la situación del enfermo. Postrado en la oscuridad con un gran parche negro sobre el ojo, rumiaba su desgracia: el grano atravesado entre él y un buen empleo que de seguro le esperaba en la calle. Inclusive, el orzuelo, ese ser monstruoso, entrometido en su lecho matrimonial, lo había obligado a masturbarse en la húmeda penumbra del baño.

Harto, dio un salto. Pateó el abanico eléctrico que ronroneaba en la esquina, lanzándolo a una esquina donde agonizó, mientras le hacía una genuflexión al dolor que latió más virulentomente en su párpado y exclamó:

— ¡Esta vez no fallaré! ¡LO JURO!Rearmó la Operación Hordeolus. Pensó en su próxi-

ma víctima. No podía ser otra vez el vendedor de pescado, pues al escuchar aquel día su horrendo grito se escabulló de esa calle y no volvió. Sólo reverberaba su algarabía en la lejanía de otras veredas y avenidas. El periodiquero, ese otro madrugador que alteraba la paz mañanera era un buen

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candidato, experto en equivocarse en el vuelto, en entregarle los periódicos más ajados, mojados y hasta sin los suple-mentos que se anunciaban en las portadas. ¿Y por qué no la misionera que insistentemente se paraba junto al portón de la casa, a ofrecerle boletines en tres reales, pero que en realidad sólo era una trampa para envolverlo incansable e inconsultamente en una nube de citas bíblicas, aleluyas, leta-nías y “sopla Dios”, que le hicieron perder miserablemente el tiempo?

¡No!, pensó. El espejo no mintió: su ojo estaba casi cerrado teñido de un rojo tumefacto. El orzuelo ya era lo suficientemente enorme y perturbador como para desper-diciarlo en casos cotidianos. La víctima tenía que ser de otra clase. ¡Un enemigo!

— ¡Alguien que de verdad me ha jodido la vida! — ex-clamó en el silencio del hogar. — Por ejemplo — musitó — el desgraciado que sedujo a mi mujer y casi acaba con mi matrimonio. O aquel maldito que me serruchó el piso en el trabajo. Por su culpa me dejaron cesante desde hace año y tres meses. O el desgraciado que de estudiante me ganó siete veces seguidas, en las peleas que se armaban a la salida del colegio frente a toda la muchachada...

Pero para encontrarlo debería salir de su casa, buscarlo y emboscarlo, además de concebir una forma de dispararle el orzuelo sin ser visto. No, él no tenía condiciones ni físicas ni logísticas para hacer algo así.

La voz carrasposa emanada de un altavoz amarrado a un carro que pasaba le resolvió el problema. Anunciaba que un candidato político a la Presidencia visitaría el barrio el día siguiente, como parte de su campaña proselitista, por lo que la caravana pasaría por esa calle. Se exhortaba a los

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moradores a colocar banderas y apoyar la visita con vítores y aplausos. Entonces él no dudó ni un instante. Sintió que era la decisión más fácil de tomar que había tenido en toda su vida. Iba a sacarse el clavo. Ese orzuelo se dispararía por todas las falsas promesas, desengaños, burlas recibidas y las por venir. Por el empleo tantas veces ofrecido y nun-ca obtenido. Por el arreglo fallido de calles y sistemas de transporte. Por el centro de salud y el parque que nunca construyeron. No tenía nada personal contra el candidato y su grupo. Se trataba simplemente de un ajuste simbólico de cuentas. Una factura pendiente que tenía que pasar en nombre de muchos y muchas. Se colocó frente al espejo y contempló el orzuelo hinchado y rubicundo. Le sonrió como si fuera un ser con vida propia.

La noche siguiente camino hacia su casa, hizo lo posible para enderezar su andar zigzagueante que denunció la media docena de pintas de cerveza ingeridas, con las que celebró en la cantina el retorno de su buena salud. Tuvo una erección al pensar en todas las posiciones con las que haría el amor a su mujer, sin ver reflejado en el rostro de ella la repugnancia al odiado grano.

Recordó cuando en el bar hace unos momentos, en una esquina junto a la rocola acompañado de un par de amigos, escuchó en silencio la comidilla del día que giraba en torno al candidato presidencial. Éste, por motivos aun descono-cidos, de repente su cubrió el rostro como apestado y aban-donó la visita al barrio de manera abrupta, en medio de una nube de polvo que dejó a su paso la caravana encabezada por su auto y los guardaespaldas. Las razones que daban de la huida del político fluctuaban desde las supuestas amenazas

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del candidato contrario, hasta el ataque de un enjambre de abejas africanizadas.

¡Si supieran la verdad! No se lo diría nunca a nadie, a pesar de que estuvo a punto de ser visto cuando disparaba su ráfaga de orzuelos por uno de los manzanillos que seguían al político. Cuando sus amigos le preguntaron sobre el re-medio contra los orzuelos, al mirar su tez tersa e inmaculada, desvió el tema y les preguntó a su vez sobre oportunidades de empleo pues a partir del otro día, prometió, reiniciaría el peregrinar por empresas y almacenes en busca de trabajo.

Ya frente a su casa le llamó la atención algo que yacía en el pavimento, un pequeño bulto envuelto en la tela de la bandera del candidato, que recién visitó el barrio. De pronto a ese señor se le cayeron algunos de los billetes que iba a re-galar, pensó, y recogió con cuidado el paquete y lo abrió.

Nunca se imaginó lo que iba a encontrar en el envol-torio. Su mano tomó el puñado de granos de maíz, y en menos de una fracción de un segundo sintió como si lo bañaran con un balde de agua helada, mientras olas de ver-rugas inundaron su cuerpo.

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BACALAO CON AKEE, MI AMOR Melinda y Lupino vestidos de domingo, a horcajadas

sobre un palo de mango, presencian desde lejos el entierro de su padre. Las palabras del pastor llegan inaudibles hasta el grupo de dolientes que sudan la gota gorda, enfundados en sus trajes y vestidos negros y blancos, mientras se miran los zapatos orlados de barro colorado.

La señora Lovecraft no cesa de mirar de reojo a sus hi-jos que a lo lejos semejan dos enormes frutos oscuros del árbol que los cobija. Sólo ella sabe por qué Melinda, su hija de diez años, no quiere estar junto a la fosa donde ahora los sepultureros depositan lentamente el féretro de Mister Lovecraft. Cuando se lo pidió no le sorprendió la respuesta, no insistió, sino que más bien le solicitó a Lupino de trece años, que acompañara a su hermana. A ambos los disculpó con los asistentes. Les explicó lo doloroso que era para ellos contemplar de cerca el entierro de su padre.

Las correas crujen con el peso del ataúd. Alguien tose, otro solloza. Los recuerdos asaltan a la señora Lovecraft.

*

En el patio de mi casa sólo cabía un árbol mediano. Al mudarnos a este lugar hace muchos años discutí con Mister Lovecraft cuál palo tendría tal honor. El gran final fue entre

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la guanábana, un tamarindo y el mango, pero mi suegra se enteró y nos convenció que lo mejor era sembrar un akee. Nos recordó que es un árbol mediano y frondoso, no ne-cesita ni mucha ni poca sombra, y la fruta cuando madura hace delicioso el guiso de bacalao.

— Pero verde es muy venenosa — dijo mi suegra para afirmar lo que ya sabíamos. Recuerdo que ella estaba pre-parando chicha de saril con jengibre y que, cuando hablaba, enseñaba el dominó de sus dientes blancos.

Así es. La fruta debe estar suficientemente madura para no hacer daño.

Yo misma sembré la semilla. Cuidé al arbolito por varios veranos e inviernos, casi con igual dedicación como crié a mis hijos. Creció espléndido, pintadito de verde con frutas como foquitos rojos. Me encanta cobijarme bajo su copa espléndida cuando sacude su melena con el viento de enero, mientras a lo lejos las cometas esquivan los alambres eléc-tricos y danzan cabeceando como peces aéreos que se su-mergen en un mar celeste, mientras mis hijos se columpian en dos viejas llantas amarradas en sus ramas…

¿Por qué tuvo que ocurrir esto en mi familia? Siempre soñé tener una bella casa con patio, un esposo trabajador y responsable, hermosos e inteligentes hijos. Todo me lo ha-bía dado la vida, pero todo lo dañó ésta horrible pesadilla.

Comencé a sospechar cuando percibí que Melinda no quería quedarse a solas con su padre. Un domingo en la mañana decidí comprobarlo. Después de asistir todos al culto religioso, Lupino se fue a jugar donde unos amigos, y me alisté para visitar a mi madre como era costumbre. Me-linda, muy nerviosa, insistió en acompañarme, a pesar que mis hijos aborrecían esas visitas. Insistí en que iba sola pues

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tenía asuntos privados que tratar con su abuela. Melinda a regañadientes se quedó en la casa con su padre. Salí y luego de dar unas vueltas para hacer tiempo, regresé a la vivienda, pero por la puerta de atrás, y fui testigo de los manoseos del padre contra su indefensa hija, de cómo la ultrajaba. Temblé de indignación pero me controlé. Di la vuelta y entré por la puerta de adelante. Dije que mi mamá no estaba en su casa. No mencioné nada de lo que había visto.

No volví a dejar sola a la niña con su padre. Melinda no quiso hablar ni responder a mis preguntas, sólo lloraba si le mencionaba el tema. ¿Pero por qué la pobre niña nunca se acercó a pedirme auxilio? ¿La tenía amenazada el señor Lovecraft? ¡Sabe Dios lo que pasó por la mente de esa pe-queña atormentada!

El daño estaba hecho y no podía dejar de asombrarme de la capacidad de hipocresía de Mister Lovecraft, ejemplo para la comunidad y dechado de virtudes, tal como lo alabó públicamente el Pastor en las fiestas de Pascuas de Resur-rección. Mi marido. El honesto boticario. El cristiano per-fecto. El padre abnegado. Pero yo sabía que en el fondo de su alma, era un hombre ruin. En cambio Melinda, esa linda muñeca de azabache, sensible y de ojos como lunas llenas... ¡Cómo su padre fue capaz de algo así!

¡Qué bello es el árbol de akee cuando lo miro a través de la malla de la ventana de la cocina! A mis hijos les enseñé desde muy pequeños a no tocar las frutas. Por suerte lo sembré en el centro del patio y no junto a la cerca, pues quién sabe qué desgracias ocurrirían si un transeúnte despistado o un niño travieso las comieran en su estado letal.

Mister Lovecraft siempre se arrogó el derecho de es-coger las frutas, dictaminar cuándo eran comestibles o no.

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Pero por si acaso, y como todos recomendaban, cuando él no estaba seguro consultaba con Mister White, el anciano de Barbados, jubilado del canal, que era la autoridad en la materia. Aunque casi ciego, con sus manos temblorosas palpaba la fruta, la olfateaba y pronunciaba su sentencia sobre la comestibilidad o no del akee.

Reuní fuerzas para hablar con mi esposo sobre Melin-da. Sabía que en la intimidad él era un hombre obstinado y rudo. Hasta en el sexo era una bestia, sin ningún cariño o delicadeza conmigo. A gritos lo negó todo. Cuando le conté lo que yo misma presencié, se estancó en un largo silencio. Luego se levantó de la mecedora, buscó mis tijeras en el mueble de la máquina de coser. Se abalanzó sobre mí y me dijo que me mataría sin piedad si decía algo, que él haría lo que quisiera con Melinda, mientras su aliento ardiente se batía sobre mi cara.

Lo sucedido aceleró mi decisión, agravado por lo que ocurrió varias noches después, cuando lo sorprendí levan-tándose de la cama rumbo al cuarto de la niña. Corrí, me adelanté a él y me encerré con ella, luego me mudé perma-nentemente al cuarto de Melinda y puse un cerrojo. El se vengó. Me golpeaba de tal manera que no se vieran las marcas y laceraciones, pues en público seguía en su papel de ciudadano ejemplar.

Siempre fue puntual el señor Lovecraft a la hora del al-muerzo. Ese sábado nuestros hijos estaban en una actividad recreativa de la iglesia, y sabía que no regresarían hasta el atardecer.

— ¿Qué huele tan rico? — preguntó Mister Love-craft.

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— Bacalao con akee, mi amor — le respondí.

*

El impacto de los puñados de tierra sobre la cubierta barnizada del féretro la trae de vuelta al campo santo. Todos la miran con lástima, y Mister White alecciona en baja voz a la persona a su diestra sobre la importancia de consultarle siempre sobre las condiciones de la fruta, y que allí en ese hueco estaba alguien que se equivocó. Esperan que la viuda arroje también algo a la fosa como es costumbre. Ella aprieta con sus manos el racimo de claveles blancos, y siente entre los tallos, oculto, la redondez de un akee. Lanza con buena puntería la ofrenda al hueco, y es la señal para que los sepul-tureros lluevan paladas de tierra roja sobre la caja. No mira más en esa dirección, la señora Lovecraft. Otea el horizonte. Busca a sus hijos que, sentados a horcajadas sobre un palo de mango, ven desde lejos el entierro de su padre.

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EL CHOQUE

Desde que la vio la primera vez se le metió entre ceja y ceja y le ganó el corazón para siempre. Su vida ya no sería igual y sólo tendría sentido vivirla junto a ella.

Todo ocurrió cuando sus autos coincidieron en el alto del semáforo, y desde su sedán color gris ratón pudo apre-ciar por treinta segundos todo el esplendor de la chica que conducía el lujoso descapotable rojo. Luego, en los días siguientes la encontró en su ruta habitual. Una vez pudo seguirla hasta una enorme mansión, donde el descapotable atravesó un portón automático y se perdió entre la floresta de un jardín principesco.

Averiguó quien era ella y se sintió anonadado por las referencias a la fortuna de la chica, en comparación con su exiguo sueldo de contador. No se rindió, sino que mirando el cielorraso de su apartamentito de soltero, no dejó de pre-guntarse cómo hablar con ella, cómo abordarla, pues era consciente de que las distancias sociales los separaban y el único espacio de fugaz encuentro era su mutua condición de automovilistas.

Una madrugada lo despertaron los tiros de una refriega entre bandas juveniles, a una cuadra de su casa, y al no poder conciliar el sueño le dio nuevas vueltas al asunto, como si moldeara una vasija de barro en un torno, hasta que una idea le iluminó el rostro y lo hizo saltar de la cama. Debería espe-

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rarla frente a la mansión y seguirla de cerca. La única forma de conocerla era provocar un accidente. Ambos pasarían las largas horas de espera por el policía de tránsito, los trámites del seguro y el juicio. Él lograría en ese tiempo, asumiendo toda la culpa por el choque, que ella pasara del disgusto al agrado, cautivada por su encanto masculino…

Aturdido abrió los ojos, en medio de pitos y gritos, sólo para ver como las gotas de la sangre de la muerta formaban un charco en la avenida, cayendo del descapotable como lágrimas carmelitas.

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NÁUFRAGO

Hastiado de conflictos y tensiones se metió en la pri-mera tanda de un cine en horas de la tarde. La sala de 400 butacas estaba vacía y él era el único espectador. El pro-yeccionista puso a rodar la película y, como faltaba personal por culpa de la recesión, se fue a las cinco otras salas a hacer lo mismo.

La trama era sobre un náufrago. Cuando el proyeccio-nista vino a apagar el aparato calculando que era el final de la película, no encontró al único espectador y pensó que ya se había marchado. No miró la pantalla mientras detenía el proyector, y por eso no pudo ver al espectador que manote-aba desesperadamente desde una balsa, presa fácil del oleaje del océano, rodeado de tiburones y con la piel erosionada por el salitre. Nunca más se supo de él.

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EL VUELO DE JUANITA

El sueño de Juanita siempre había sido volar, pero gracias al mezquino sueldo de secretaria-recepcionista que ganaba en la oficina de un abogado de mala muerte, y a la adversidad reflejada en los fallidos intentos de ganar loterías oficiales y clandestinas, se le hacía cada vez más difícil llegar a su meta.

Su escritorio en el trabajo y la mesa de su casa, rebo-saban de folletos y revistas de viajes que anunciaban playas, ríos, valles, montañas nevadas, casinos, nichos eco turísticos, hoteles “resort” de todo tipo y tamaño, en los cinco conti-nentes y los siete mares de la bolita del mundo.

Juanita era consciente de no poseer una gran inteligencia pero sí un gran cuerpo, por lo que reservaba y cuidaba ese capital con gran esmero. Sabía que era su pasaporte para lograr enganchar algún día un buen partido, que le ofreciera una vida mejor, pero en primer lugar pasajes para ambos hacia una rumbosa luna de miel, por tres maravillosos meses en un itinerario a través de veintisiete países, transportados por cruceros, aviones supersónicos, trenes bala y carros alquilados a tutiplén.

Por eso invertía prolijamente en su cuerpo. Eran muchas horas y todo su tiempo libre dedicados a cultivar la fortaleza de sus piernas, la cinturita de avispa, los brazos torneados, el culo enhiesto y la firmeza de sus senos que obligaban a

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volver la vista a todo varón que se preciaba de serlo, en es-pecial cuando ella se tomaba la calzada de Amador, trotando sensualmente los domingos y días de guardar.

Por cierto, se guardaba de cualquier tentación, pues casi siempre mantuvo la capacidad de tener a raya a los especímenes del sexo opuesto que se quisieron propasar con intenciones aviesas. Juanita supo manejar las situacio-nes difíciles, a través del conocimiento a fondo de las leyes contra el acoso sexual, sin faltar las útiles clases de judo, aikido, tae kondo, jiu jitsu y karate que formaban parte de su rutina física, destinadas a contrarrestar a los merodeadores y depredadores masculinos. Todo señalaba que ella no era una presa fácil. En otras palabras, sólo era posible acceder a ella con una oferta matrimonial en serio y muchas ganas de darle la vuelta al mundo en noventa días o más.

Su jefe, el licenciado José Cuestas, a duras penas lo-graba cada quincena remontar los gastos necesarios para sobrevivir, pagar el alquiler de la oficina y el sueldo de la secretaria. Daba la impresión – por lo flaco que era – de perderse dentro de su único saco y detrás de cada una de sus tres corbatas.

Como cultivadora del cuerpo, Juanita estaba siempre atenta para recomendarle remedios para subir de peso, pues temía que un día su jefe se desintegrara entre las pilas de libros, códigos y gacetas oficiales que inundaban la única habitación de la oficina que compartían, separados sólo por un biombo oriental ganado en un litigio a un negociante pakistaní de la Zona Libre, y un sofá monstruoso que dejó algun inquilino anterior que servía de sala de espera para los pocos clientes del bufete y para la siesta de mediodía de la secretaria.

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La única vez que el licenciado – dotado de la experien-cia de cuatro matrimonios de triste final, que le condujeron a proclamar la consigna ¡Soltería o muerte! – sucumbió a la tentación de meterse con su secretaria, fue el día que la encontró en la oficina probándose un vestido de baño ana-ranjado recién comprado en un baratillo, y que se prometió a sí misma que luciría algún día en la playa de Ipanema. La abrazó por detrás y saboreó sus turgencias, pero sólo por un instante. La sonrisa lasciva se le convirtió en mueca, cuando Juanita lo retorció como un mafá, le hizo pedir per-dón trece veces y prometerle subirle el sueldo a partir de la siguiente quincena.

Una tarde de marzo azotada por el calor, Juanita hablaba por teléfono con su hermana, maldecía el fogaje que la hos-tigaba y al avaro de su jefe que no era capaz de ponerle aire acondicionado al despacho, cuando alguien tocó la puerta. Era un extraño muchacho que sin saludar y sin ceremonia alguna, plantó en el escritorio un frasco esmerilado, medio lleno de un líquido morado. Sin esperar respuesta exclamó antes de salir corriendo:

— ¡Es la medicina para que el licenciado engorde! — ¿De parte de quién? — preguntó Juanita, pero el

mensajero sólo arrastró una confusa respuesta que sonó a curanderos y magia de varios colores, mientras bajaba de tres en tres los escalones de la escalera.

La secretaria vaciló en entregarle de una vez un frasco tan sospechoso al jefe. Prefirió guardarlo por un tiempo a ver qué averiguaba sobre su origen y decidió ocultarlo entre un caracol recuerdo de Taboga, que le servía de pisapapel, y una reproducción en miniatura de la torre Eiffel que le había regalado un pretendiente.

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Como el licenciado no preguntó nada al respecto y el trabajo la abrumó, la secretaria se olvidó del frasco por varias semanas, hasta un día cuando la báscula donde se pesaba, le advirtió la pérdida de varias libras de peso producto de un exceso de ejercicios. Impulsivamente, sin pensarlo mucho, recordó el frasco. Lo buscó y se echó al gaznate todo el líquido morado. No advirtió que en la base del frasco apa-recía escrito un cintillo diminuto que decía “Tome sólo una gota”, garrapateado con tinta verde indeleble.

Juanita engordó de la noche a la mañana. Su figura curvilínea se hizo más bien redonda, hasta el punto de no poder mirarse el ombligo. Sus amistades sospecharon que era víctima de un embarazo inesperado, pero ella no dudó enviarles vía fax la prueba de orto con resultados negativos. Sintió temor de que la causa de su obesidad fuera aquel líquido morado, por lo que se sometió a mil y una pruebas médicas sin ningún resultado esclarecedor, salvo los estragos que sufrió su cuenta de ahorros. Entretanto, todo su cuerpo se inflaba incontrolablemente aunque curiosamente no subía mucho de peso. Su apetito disminuía y las ganas de dormir a toda hora aumentaban.

— ¿Qué comerá esta mujer? ¿Aire? — exclamó el li-cenciado Cuestas, al mirar su figura escuálida en el espejo de baño en su oficina y al compararla con el engrosamiento indetenible de su secretaria. Recordando el ungüento para una alergia en la mano derecha que le había vendido hace tiempo un tal Caparroja, el licenciado decidió recorrer el terraplén del mercado público, a ver si encontraba otra vez a ese enigmático personaje que conoció en una cantina y que, después de cuatro tragos de ron, le prometió conseguirle también una cura infalible para la delgadez.

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En una esquina captó a Caparroja cuando entró a un bar. Corrió hacia él y lo vio entrar al orinal del antro por su única puerta. Lo llamó a gritos y, esquivando a los parroquianos, irrumpió en el mingitorio vacío. Con asombro contempló a cientos de abejorros fosforescentes revoloteando y el eco de las risotadas del curandero.

Regresó a la oficina que encontró sin clientela, pues la gente temía acercarse gracias al rumor propagado por todas partes de que la secretaria era víctima de la práctica de las malas artes. La sorprendió, envuelta en una respiración de fuelle que se escuchaba desde dos pisos abajo del edificio. Estaba dormida con su epicentro en el sofá, pues ocupaba casi un tercio del tamaño del local, como si fuera un globo aerostático. No, esta vez no fue el sexo, si no la curiosidad, que lo impulsó irrefrenablemente a tocarla. La pellizcó en lo que calculaba eran las nalgas, pero sus dedos se hundieron en la mole humana. Un silbido cada vez más pronunciado acompañó a la voluminosa figura que empezó a desinflarse ante sus atónitos ojos.

Juanita rebotó en las paredes, dibujó espirales, derribó la araña de falsos cristales que pendía del cielorraso e hizo saltar los diplomas enmarcados que colgaban de las paredes. Temeroso que se provocara un daño, el licenciado corrió hacia la puerta del balcón y la abrió de un golpe:

— ¡Por aquí!, ¡salga por aquí — le gritó.Pero Juanita salió disparada por la ventana, tumbando

potes y espantando pájaros. Con los ojos abiertos planeó, acompañada del ulular de un gran globo que se desinfla, y tomó rumbo al horizonte, mientras gritaba:

— ¡Jefe, estoy volando! ¡Puedo ir al lugar que yo quiera! ¡ESTOY VOLANDOOOO!

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El licenciado Cuestas bajó las escaleras a grandes tran-cos, encontró un taxi y le ordenó seguir a toda costa la figura que atravesaba el cielo brumoso de la ciudad. El conductor hizo lo que pudo para obedecer la orden del abogado, pero Juanita se alejó rápidamente ayudada por un fuerte viento del norte. Cundió la voz de alarma por las radioemisoras que emitieron boletines de noticias de última hora acerca del fenómeno de una mujer que levitaba o que surcaba el firmamento a propulsión a chorro.

Al anochecer, policías, ambulancias, bomberos y curio-sos lograron encontrarla. Juanita estaba ahí sobre la cubierta del “Caribbean Sea”, un crucero de lujo que las aguas del Canal elevaban majestuosamente en las compuertas de las esclusas de Miraflores. Ella, rodeada de turistas y tripulantes de muchas naciones, aplanada, apachurrada, remachada en el fondo de la piscina sin agua del barco. Sin un hálito de vida, pero con una sonrisa en los labios. Junto a ella, su escuálido jefe alucinado, sólo la palpaba por todas partes, gritando desesperado por Dios que lo ayudaran, que tenía que encontrar la válvula de inflar que Juanita debería tener en alguna parte.

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MISTER WHITE

Mister Jonathan Stephen White recorre diariamente los quinientos metros de calle que separan su casa de la tienda del chino, sin que necesariamente tenga algo que comprar.

Lo hace muy lentamente pues no tiene alternativa. Mis-ter White, después de jubilarse de la Compañía del Canal, sufrió un derrame cerebral que le paralizó el lado derecho de su cuerpo, fatigado y erosionado por el trabajo rudo. Él mismo talló con su mano sana su rústico bastón de palo de guayaba, que ahora es el apoyo imprescindible para moverse pulgada a pulgada, esquivando los huecos de la calle. A su lado pasan raudos a distintas velocidades, pero siempre más rápido que él, los caminantes, bicicletas, patines, patinetas, perros, autos y buses que le arrojan nubes de polvo o ráfagas de barro, según sea la estación del año.

Pero a él no le importa eso. Él sale y siempre llega a donde va, luego regresa a su casa al mismo paso, y el otro día es lo mismo de lo mismo. En su caminar se mueve muy lentamente el paisaje de la calle, lo que le permite observar los detalles que se perderían con la velocidad. Él aprecia como la lluvia decolora cada día esas bardas tan bien pintadas en la navidad pasada. O el colibrí tornasolado suspendido sobre una flor amarilla. O el congo de avispas en el tronco del guayacán. O como maduran los mangos del vecino de

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aquí, los akee del vecino de allá o la cabeza de guineo patriota del vecino de acullá.

Por ir tan despacio, a Mister White le alcanza más fácil-mente la nube de los recuerdos. Saborea los años de trabajo en el mantenimiento de las compuertas monumentales y los miles de remaches que colocó en su vida. Tiene siempre presente a su mujer que se le adelantó en el viaje postrero. A sus hijos que reviven en dos postales y tres tarjetas al año, o de vez en cuando surgen como voces lejanas que le hablan por el hilo telefónico, acerca del frío que hace en los “states”. Siempre finalizan la llamada con promesas de pronto retor-no, que nunca se cumplen.

Un día, el muchacho más deportista del barrio, pero también el más atrevido y vanidoso, lo rebasa mientras pica una bola de baloncesto. Se da vuelta e imita el paso de Mis-ter White. Le invita socarronamente a una competencia: a ver quién llega primero a la tienda del chino, y le apuesta una cerveza bien fría. Mister White espanta la nube de recuerdos; le hacen apretar los dientes. Murmura que acepta aunque ya no toma cerveza. Varios vecinos escuchan desde sus casas la conversación y se ríen de un duelo tan desigual.

El muchacho se adelanta de un salto, con una piedra marca en la calle el punto de partida, espera a Mister White y cuando está junto a él, grita:

— En sus marcas. ¡Ya! … En dos trancadas el joven se pone diez metros adelante.

Aburrido del lento paso del anciano se desvía más adelante. Se detiene en el portal de la casa de una amiga, a la que le prometió enseñarle sus trofeos deportivos. Luego se esta-ciona en otra casa y compra un duro de coco. Mientras saborea el refrescante, se junta con un par de amigos para

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hacer práctica de enceste, en un aro colgado en lo alto de un garaje.

Al rato recuerda la competencia y acompañado por sus amigos corre a la tienda. En medio de un coro de risotadas de los presentes, encuentra a Mister White sentado donde siempre, sobre una caja de sodas vacía con un refresco a medio consumir en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. El muchacho paga sin chistar la cuenta, obedece la señal que el viejo le hace para que se siente en otra caja junto a él, y escucha en silencio, al igual que los otros parroquianos, como Mister White – negro impedido jubilado de la Zona – les cuenta muy lentamente, subrayando las palabras con su bastón de palo de guayaba, la fábula de la tortuga y la liebre.

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CÁLCULOS

El día cuando José Hernández calculó que en sus 50 años de vida había gastado cinco meses, cuatro días y siete horas rasurándose todas las mañanas frente al espejo, tomó la inusitada decisión de dejarse la barba para siempre.

Al día siguiente, con una sombra que le inunda el mentón, aprovechó las horas muertas, sentado en uno de los treinta y tres escritorios de la sección del banco donde trabajaba desde hacía 28 años, y leyó en una revista que durante las ocho horas de sueño, el cuerpo se mueve in-voluntariamente cada 15 minutos y con esa acción levanta la quinta parte del peso del cuerpo. Sobre la base de esto, calculó que cada noche, él levantaba más de 500 libras de su propio peso mientras dormía, lo que era en verdad muy agotador. Entonces, concluyó, por la no-existencia del des-canso nocturno, pues más bien uno se agotaba durmiendo. Por ello tomó la decisión de no dormir más y de mantenerse en vigilia permanente.

En los cinco días siguientes su aspecto llamó la atención general y sus compañeros de labor volvieron a caer en cuenta de que él existía. Varios jefes le llamaron la atención a José Hernández acerca de las normas establecidas por el banco sobre la buena presentación de los empleados, por lo que se sucedieron amonestaciones escritas, privadas y públicas en la recta final hacia el desenlace del despido.

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Al noveno día, barbado y desvelado se sentó en su lugar. Encontró sobre el pupitre el sobre que contenía lo esperado, la carta de despido. En lugar de abrirla – no era necesario – prefirió volver a calcular. Si cada latido de su corazón bombea 50 gramos de sangre, multiplicado por 70 latidos por minuto, su órgano vital despacha vertiginosamente 10 mil litros de sangre al día por su aparato circulatorio. El peso de este movimiento es equivalente a un contenedor lleno de mercancía.

Apagó la calculadora. Se levantó. Guardó los lápices, borradores y las hojas verdes de contabilidad en la sección de cuentas incobrables del archivador, donde también escondía cosas suyas, como la nota de tres líneas de su esposa cuando lo abandonó hace cinco años, billetes de lotería fallidos y rifas perdedoras, becas rechazadas y concursos sin resulta-dos, y bien en el fondo del mueble, las viejas fotos de su madre muerta. Contempló en esa gaveta el vacío de su vida y la soledad que lo había acosado por medio siglo. Tomó la decisión definitiva e irreducible, que era hora de morirse. Miró el reloj de pulsera. Estiró la camisa y la acomodó en el pantalón. Se sentó mientras se arreglaba el nudo de la cor-bata y sin más rodeos capturando un bostezo que intentaba ganar su cara, así lo hizo.

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ix

EL DUENDE

Cada vez que él va a aparecer, el viento sopla y sopla has-ta que esta casita bruja pero decente, parece venirse abajo.

Pero no. No ocurre nada de eso. Al rato se presenta vestido con su guayabera de hilo, pantalón crema, zapatos blanquinegros, sonando su acordeón para pedirme nueva-mente que me case con él, pues está dispuesto a hacerse cargo de mí y de mi niña de catorce meses y tres días de nacida.

La verdad es que nunca he visto un hombre más guapo que ese, pese a lo chaparrito que es. Hace vibrar el acor-deón como si fuera el mismísimo Victorio Vergara Batista, cantándole en vida a Santa Librada. Me regala hermosísimas flores que nunca he visto por estos rumbos. Una vez me trajo una fruta color azul marino que cambiaba de colores y sabores mientras la probaba.

¿Qué si me gusta? ¿No le estoy diciendo que es muy guapo y amable? Claro que me da algo de miedo, pero cada vez que decido abandonar la casa y mudarme lejos de aquí sopla ese viento, como si él me leyera la mente y supiera qué es lo que quiero hacer.

Tengo que contarle los sucesos de la otra noche. Él se apareció como siempre cuando amainó el viento que lo anuncia. Me tocó la puerta por la parte de abajo, y dijo: “María Rosa, vamos los tres a dar un paseo.”

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No me atreví a negarme. Estaba elegantísimo con el esmoquin que vestía, y el gran sombrero de ala ancha que portaba. La luna llena hizo fácil seguirlo hasta el río. Me sorprendió no escuchar el sonido de la corriente, sino sólo un silencio interrumpido por los grillos. Allí nos esperaba un cayuco grande y pintado de rojo fosforescente. Nos subimos y nos sentamos. Él se acomodó de espaldas a la proa, chifló y de pronto el río comenzó a sonar. Arrancó a tocar su acordeón de tal manera que a mí me dejó arroba-da, y a mi niña dormida, que hasta ese momento, estaba muy inquieta.

Mientras acariciaba las teclas y arrugaba el acordeón, el cayuco empezó a moverse contracorriente sin canalete, pér-tiga o motor alguno, y tomó velocidad en la medida que la música era más animada. Así, repasó cumbias, atravesaos, festejos y vallenatos. El cayuco levantó espumas que caían como torrentes a los lados del bote, mientras pasamos raudos por las orillas de los pueblos ribereños. La música cambió de ritmo y apareció el bolero, la balada, el pasillo y hasta el vals. Al disminuir la velocidad me dormí, con mi niña segura entre mis brazos.

Cuando desperté, estábamos otra vez junto al punto del río de donde partimos. Unas nubes tapaban la luna y la corriente se escuchaba como un arrullo. Él ya no estaba. Sólo encontré un frasco de tapa dorada con mi nombre es-crito, lleno de cocuyos que alumbraron misteriosamente los contornos, con un resplandor fosforescente. Pude llegar a la casa, alumbrada gracias a ese farol de luciérnagas. Antes de entrar abrí la tapa y los dejé libres y, aunque usted no lo crea, escuché a los bichitos dar las gracias y marcharse riendo, dejando un rastro luminoso tras de ellos.

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¿No me cree? ¡Por mí madre! Si perdone, sé que no debo jurar. No lo volveré a hacer...

Pregunté por todos los remedios habidos y por haber contra estos encantamientos, pero no funcionaron. Ni el agua bendita, ni oraciones, ni las tijeras abiertas en cruz ata-das con cintas rojas, ni hasta decirle “Hola, compadre” pues cuentan que los duendes respetan mucho a los compadres, y eso está por encima de los amores de ellos. Claro que usé todo eso y todas las formas conocidas para romper encanta-mientos... Pero no funcionaron.

¿La última vez que lo vi? Fue hace seis días. Le pedí a mi mamá que cuidara a la niña por un tiempo, sin contarle a ella este secreto, que ahora relato por primera vez. A mi mamá sólo le dije que necesitaba tiempo, para una entrevista para conseguir un trabajo.

Tuve la intuición de que vendría esa noche. El viento que lo precedió me lo confirmó como siempre. Vino de turbante y vestido de telas preciosas. Esta vez no me pidió que le acompañara a ninguna parte. Con un gesto convirtió mi rancho en un palacio de alfombras persas y candelabros de mil colores. Tomamos un licor de sabor desconocido. Él prendió aromas de inciensos que impregnaron el aire de un colorcillo lapislázuli... Me hizo el amor... Cuando me tocó fueron muchas manos las que lo hicieron y muchas lenguas las que peinaron mi cuerpo simultáneamente. Era como si muchos hombrecillos me acariciaran, y me penetraran por todos los orificios de mi cuerpo. Perdí la cuenta de los orgasmos que me sacudieron, uno tras otro.

¿Por qué se pone colorado? ¿Sigo, padre?

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Él se vino con un alarido interminable que de humano se hizo tenebroso, y me hizo recordar quién era. Temblaba. Me vestí. Le rogué que se fuera, que se lleve las galas de mi rancho. Lo hizo en segundos, pero me dejó en el oído la promesa que regresaría y que sería el momento de irme con él... ¿Recuerda la quimba, de los abuelos, padre? He pensado solicitarle que me pida como ellos hacían. Con una flor y una micha de pan en la mano, él me diría:

Aquí te entrego esta quimba,Arrecostado de este horcón.Cómo te entrego la quimba,Te entrego mi corazón.

Y yo, según la costumbre, le respondería algo así:

Yo te recibo la quimbaEn señal de matrimonio.Pero si no te casas conmigo,Que te lleve el demonio.

¿Que no mencione al Malo frente a ese ser? ¿Qué puedo hacer?

Me gusta, pero le tengo miedo. ¿Qué será de mi hija? No me la puedo llevar a quién sabe donde. ¿Me compren-de, padre?

¿Tiene algo, un exorcismo que me pueda dar? ¿Cuándo he tenido antes quien me mime y me cante, me

regale y me haga el amor? Alguien tan diferente al padre de la niña, y a hombres los anteriores a él, que me maltrataron y abandonaron varias veces.

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Será duende pero es guapo, y ojalá me saque otra vez en su cayuco de luna llena a recorrer el mundo, a encontrar un lugar donde arrancharme a gusto, sacarme el clavo y resarcirme de lo que la vida me ha golpeado. Pero tengo miedo...

¿No tiene nada nuevo que darme, oraciones, estampitas, remedios, menjurjes, escapularios? ¿No me cree? Tienen que existir remedios o conjuros contra estas cosas. Con to-do respeto no ponga esa cara de incrédulo, padre.

Espere un momento... ¿Siente el viento? Empezó a soplar. ¡Mire, cómo ya apagó los cirios del altar mayor! ¡Sí, váyase! ¡Corra padre! ¡Él está a punto de llegar! ¿Acaso, no escucha su acordeón, padre?

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x

EL PAPAMOVIL

Tenía más de dos años de buscar trabajo. Era como estar metido de cabeza en un callejón sin salida. Ya había tocado todas las puertas en busca de empleo y ninguna se le abría, por lo que, obligado por las circunstancias de la vida, se vio en el imperativo de saltar un par de veces por la ventana, a tomar lo que no era propiamente suyo, salvando así la frontera entre comer o no comer.

Era imposible seguir subsistiendo de esta manera y lo sa-bía, por lo que decidió intentar algo diferente. Con lágrimas en los ojos empeñó la última prenda de su mamá que ate-soraba, también consiguió algo de dinero prestado, rebuscó algo más y juntando todo ello se convirtió en chichero. El flamante dueño de una tienda móvil de emparedados, dulces y chichas, instalada sobre una bicicleta maltrecha.

Antes del viaje inaugural de su nuevo negocio, utilizó la única lata de pintura que encontró en su casa para pintar el vehículo de blanco, dejándolo vestido como de uniforme de primera comunión. En ese momento, una de sus niñas, que miraba en la televisión la visita del Papa a Cuba, señaló con el dedo enmantecado el carrito de su padre y, bregando con los dientes de leche que le faltaban, exclamó: “Papi, el tuyo se parece al Papamóvil” y ni corto ni perezoso, Efraín Orozco trazó con un pincel untado de témpera roja las le-tras góticas que componían el nombre sugerido, el que tres semanas después reemplazó con pintura dorada de verdad.

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Había nacido “El Papamóvil”. El chichero, madrugaba a mezclar la chicha, preparar

las salchichas y los aderezos, insumos que también servían de desayuno a sus tres hijas, que luego marchaban a pie a la escuela del barrio. Luego pasaba a comprar panes y dulces frescos en la panadería de los Núñez. De ahí en adelante le esperaba una larga jornada, pregonando y sonando campa-nilla, a ver quien caía.

La competencia era feroz en todos los puntos de la ciudad, donde cada vendedor defendía a sangre y fuego su puesto en la acera o a su clientela. Además de la lucha entre los ambulantes, lo acosaban los comerciantes que lo consi-deraban competencia desleal. El hampa lo miraba como víctima y los policías se arrogaban el derecho a coimar y comer gratis.

El Papamóvil estaba siempre a la caza de manifestacio-nes, procesiones, marchas, accidentes, tumultos, entierros, comparsas y todo lo que oliera a aglomeración humana. Allí se vendía bien, pero Efraín tenía que andar “ojo al Cristo”, de lo que podía suceder durante esas actividades, para no meterse en líos. Como aquella vez en que quedó atrapado en medio de un enfrentamiento entre oposición y gobierno, en el cual los primeros usaron al Papamóvil de barricada, hasta cuando los segundos los desalojaron, salvándose el vehículo gracias a la velocidad de las piernas del dueño, que aprovechó la cuesta debajo de la bajada del ñopo y logró que el Papamóvil rompiera su propio record de velocidad. “Más cornadas da el hambre”, pensó al detenerse a tomar aire mientras se bebía tres vasos de chicha de avena. Con las precauciones debidas, siguió a los opositores que se reorganizaron dos calles más adelante, aumentando eso sí,

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por el riesgo, un poco más el precio de su mercancía. “Son los gajes del oficio”, musitó, y contó moneda a moneda las ventas del agitado día.

Una mañana se logró apostar en un sitio estratégico en el área comercial más exclusiva de la ciudad, gracias al ven-dedor de palomitas de maíz que por asistir a un funeral, le prestó esa esquina por el resto del día con la condición de que se la cuidara.

Dos señores se acercaron conversando animadamente entre sí.

— ¡Oye tú! Dame dos hot dog y dos chichas de naran-ja... No te preocupes José, yo invito.

— Gracias, Damián. Cómo te decía, parece increible pero sobran cuatro metros cuadrados.

— Te repito que no puede ser... — Así es. A mí me tocó medir el lote. Por mi honor

de agrimensor que sobra ese pedacito. — Es increíble, de seguro fue un error de cálculo ante-

rior. ¿Y dónde están esos metros sobrantes? — Desde aquí se ve. ¿Ves el lote aquí enfrente? — Claro, no estoy ciego. — Bien, justo al borde junto al estacionamiento del

banco. Ese cuadrito no pertenece ni a esa finca ni a la de al lado, simplemente sobra, está de más.

— ¿Pero de quién es? ¿Municipal? — Creo yo, eran los propietarios anteriores de todo esto. — ¿Ya le dijiste lo que descubriste, al dueño del lote? — Todavía no. Tengo que terminar el informe, antes

del puente de fin de semana. Será después de eso. — Claro, no creo que nadie vaya a comprar un lote de

cuatro metros cuadrados.

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Como suele suceder habían invisibilizado al chichero. Pagaron y se marcharon sin darse cuenta que Efraín los miraba, como hipnotizado con la boca abierta, mientras pasaba por su mente, como si fuera una película del cine mudo, las imágenes de un futuro promisorio. Era el lugar perfecto para sus ventas. No tendría que deambular más, y en ese espacio cabría su minúsculo carro sin que nadie se lo disputara.

— ¡Gracias, Dios mío, ésta es mi oportunidad! — ex-clamó a viva voz.

Miró a su alrededor y se afirmó a sí mismo: “¡Voy a comprar ese lote!”. Luego armó ante el asombro de los transeúntes un acto de malabarismo con los frascos de mos-taza, picante y salsa de tomate.

Movió su tienda móvil, al tiempo que se disculpó con el grupo de potenciales clientes que lo observaba. Pedaleó y se encaminó al municipio donde averiguó el valor del metro cuadrado. Tragó en seco al escuchar la cifra, sin retroceder por ello en su decisión.

Dispuso de poco tiempo para reunir el dinero necesa-rio para la compra. Descartó un préstamo en una finan-ciera pues le daban muy poco, a pesar de que puso como garantía el Papamóvil. No le quedaban prendas maternas que empeñar, y los pocos amigos a quienes les pidió dinero estaban iguales o más limpios que él.

Apostó sus pocos ahorros en varios billetes de lotería con el número del año de nacimiento de Juan Pablo II, del que enteró gracias a una revista que un cliente olvidó en el Papamóvil, y con sus hijas rezó cada noche para que los bi-lletes salieran premiados.

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El domingo del sorteo estacionó su vehículo en la Plaza de la Lotería, y tembló de pies a cabeza cuando escuchó como coincidían los primeros números. Casi le da un in-farto cuando el gobernador no pudo con la cuarta balota, ni siquiera usando las pinzas mecánicas. Fue Blacamán, el prodigioso personaje de un Circo que anunciaba su próxima presentación en la ciudad, el que se ofreció a abrir el último número y con la fuerza que ostentaba al halar dos camiones a la vez con cables asidos con los dientes, mordió la balota y mostró la cifra ganadora.

El país entero vio y escuchó por la televisión a un chi-chero feliz que lanzó alaridos, bailó frente a las cámaras una salsa frenética sin que mediara música alguna. Abrazó a Bla-camán, repartió emparedados y refrescos gratis a locutores, camarógrafos, testigos, autoridades y público y se bañó de pies a cabeza con los restos de la chicha de marañón.

Además del dinero necesitó ayuda. La encontró en el hijo de un vendedor de raspado amigo suyo, estudiante becado de derecho y ciencias políticas, y en la hija de un vendedor de cigarrillos de contrabando, otro amigo suyo, estudiante también becada, pero de arquitectura.

El primero le ayudó en el trámite de compra, pues a un chichero no lo respetarían, pero un tinterillo es otro cantar. Efraín se llevó la sorpresa que el Municipio exigía que se edificara algo en el minilote, por lo que la casi arquitecta se afanó en elaborar un proyecto que fuese viable, para obtener el visto bueno legal.

Los trámites descritos se desenvolvieron en medio del asombro de los funcionarios, que en un último momento

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intentaron abortar la compra con diversas argucias, siendo contrarrestados por las habilidades de los jóvenes estudian-tes, sumado a un cerco de chicheros, raspaderos, fritangue-ras, limpiabotas, periodiqueros, buhoneros que rodearon el edificio municipal, en una vigilia de una noche entera que resultó fructífera, gracias al temor del alcalde de que esta protesta afectara su aspiración a reelegirse.

El dueño del lote medido se enteró tardíamente, pues andaba de compras en Miami. Corrió a mover influencias, pero sólo llegó a tiempo para ver como Efraín Orozco esta-cionaba el Papamóvil en su minilote, con una oferta de una chicha gratis con la compra de dos hamburguesas de pollo, para celebrar la ocasión.

La estudiante de arquitectura presentó el proyecto de edificación en el lote de Efraín como opción al Premio Anual de Obras de Arquitectura con una introducción que rezaba:

La obra expresará la máxima utilización posible del espacio de construcción, explotando la extraordinaria vista existente hacia la bahía, la topografía y forma del lote. Una torrecilla de cinco pisos supondría la superposición de microempresas con un solo ocupante por piso. Al no haber lugar para es-calera el ascenso sería exterior, utilizando las ventanas como extensiones de peldaños, y el descenso por una barra deslizante al estilo del benemérito Cuerpo de Bomberos de Panamá. El material de construcción es muy económico y vistoso: mangle cortado en luna nueva coronado por un techo de paja de esti-lo interiorano. Lo cimbreante de la construcción constituye una excelente estructura antisísmica. Será una excelente

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atracción turística por su diseño sui géneris que valorizará el ya exclusivo sector bursátil de nuestra ciudad.

El proyecto no obtuvo el premio, pero eso sí fue la pro-puesta más comentada del certamen.

Para Efraín, sus hijas y sus amigos el asunto no era un juego. No podían ni imaginarse cómo llevar a cabo el pro-yecto... por ahora. Cada día se instalaba en su terreno listo para hacer sus ventas, y de vez en cuando prestaba el espacio al vendedor de palomitas de maíz, y al de cigarrillos de con-trabando, padre del estudiante de derecho. Para guardar las apariencias pintó un letrero y lo plantó en el minúsculo lote, ahora cercado entre el banco, una aseguradora y un restau-rante de comida rápida que Efraín decía pretenciosamente, estaba ahí para hacerle la competencia.

Los vecinos y empresarios del exclusivo sector no lo podían creer y se dividieron en varias tendencias. Los que afirmaron que se trataba de una estrategia publicitaria de una nueva compañía multinacional, rebatidos por los que estaban seguros de que todo era un truco del programa televisivo “Cámara escondida”, o que eran sin duda, los pelaos de “La Cáscara” que habían hecho de las suyas.

AQUI SE CONSTRUIRA LA LUJOSA EDIFICA-SION “EL VATICANO”

CUALQUIER INFORMACIÓN SOLICÍTELA EN EL PAPAMOVIL DE EFRAÍN OROZCO

QUE BENDE LOS MEJORES HOT DOG, CHICHAS Y DULCES DE LA LOCALIDAD

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Al pasar los días cayeron en cuenta que no era ninguna de esas cosas, pues El Papamóvil vendía su mercancía como pan caliente, gracias a un menú de tríos que preocupó a los restaurantes de comida rápida de los alrededores:

MENÚ 1: HOT DOG ESTILO CALIDONIA (CARNE MOLIDA, REPOYO Y CEBOYA)

RASPAO CON LECHE Y MIEL UNA CHICHA. $1.50

MENÚ 2: HOT DOG BOCA TOWN (PEDACITOS DE SAO, AJÍ CHOMBO, REPOLLO Y MU-

CHA CEBOYA) RASPAO CON LECHE, MIEL Y MALTEADA

DOS CHICHA. $1.99

MENÚ 3: HOT DOG VEGETARIANO (TOMATE, LECHUGA, CEBOYA Y PEPINILLOS)

RASPAO SENCILLO DE HIELO Y MIEL UNA CHICHA. $1.25

Los dueños de los comercios y vecinos encumbrados se reunieron a buscar la manera de librarse de la chusma que desvalorizó sus propiedades, y que los amenaza con una competencia desleal. En cambio las domésticas, sirvientes, chóferes y empleados de los establecimientos encontraron un lugar accesible, variado, barato.

El Papamóvil de Efraín Orozco – y sus amigos –, resis-tieron los embates de sus adversarios. Con las ganancias recibidas, más los préstamos que obtuvieron poco a poco, levantaron una edificación que algunos confundieron con una caseta de teléfonos o con un poste de semáforo.

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Una tarde lluviosa, con El Vaticano a medio construir, apareció una limusina negra de la cual se bajó un emisario de librea y corbatín con una carta de su eminencia el Nun-cio de su Santidad, la cual detallaba la preocupación de la Santa Sede por los nombres del edificio y de la tienda mó-vil. Solicitaba a Efraín que los cambiaran por otros que no fueran sacros.

Efraín, ni corto ni perezoso, localizó al estudiante – ya recién graduado como abogado – gracias a una tesis que escribió en base al trámite legal de compra del terreno de El Vaticano. Después de estudiar el caso, el jurista le re-comendó mucha prudencia, pues se trataba de enfrentar el poder conjunto de este y del otro mundo.

Hoy, la construcción está terminada y tiene el espacio justo para su nuevo nombre: EL BATI. La ocupan, en el piso de arriba, un santero que lee la suerte en los caracoles; luego, un abogado recién graduado; más abajo una arqui-tecta sin trabajo que ofrece sus servicios profesionales; sigue la sede del sindicato de Buhoneros; y en la planta baja, un vendedor de palomitas de maíz y algodón de azúcar.

Efraín Orozco prefiere andar las calles con su tienda móvil pero ahora instalada en una moto, y les cuenta a sus hijas y a su mujer, una cholita linda interiorana con la que recién se casó, que para él es más emocionante perseguir manifestaciones y marchas, que además, son más numerosas cada día.

Todos conocen y saludan a Efraín en su tienda móvil, que circula ahora toda pintada de blanco, pero con la dife-rencia que su nombre está compuesto por una papa – tubér-culo – dibujada primorosamente junto a la palabra “móvil”, pintada con letras góticas de tonos dorados.

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