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1 INTRODUCCIÓN En este curso, como en los del cuarto y quinto semestres de la Especialidad de Historia de la Licenciatura en Educación Secundaria, se tiene la intención de que los estudiantes normalistas desarrollen la capacidad de estudiar, analizar, comprender e interpretar los acontecimientos y fenómenos históricos, a partir de conceptos y nociones que contribuyan al desarrollo de su trabajo con el enfoque de la asignatura. Se pretende que la enseñanza de la Historia responda al interés generado por las circunstancias que atraviesa el país y el mundo entero. Por lo que es imprescindible dotar al estudiante de elementos significativos para el adolescente y no propiciar el rechazo y desinterés que provoca un enfoque exclusivamente fáctico que poco contribuye a consolidar la identidad nacional y hacer caso omiso de la memoria histórica. Mantener la orientación vigente en la reforma de los planes y programas de estudio de la Educación Básica y del Programa para la Transformación y el Fortalecimiento Académicos de las Escuelas Normales, supone trabajar la Historia con criterios que respondan a los avances generados en el conocimiento de la disciplina y que se trasmitan en el aula. Supone también tomar en cuenta las características e intereses de los estudiantes y la formación de ciudadanos. Un propósito general de la asignatura es establecer una visión integral del periodo a través de la comprensión de las diferentes etapas en que se puede subdividir el curso desde 1910 hasta nuestros días. En este análisis, el estudio no se circunscribe únicamente a cuestiones políticas o militares, más bien se integran aspectos propiciadores de los cambios y permanencias que han conformado al México contemporáneo y: las transformaciones económicas, la regionalización, la construcción de un sistema político, el crecimiento demográfico y los movimientos migratorios, la urbanización del país, el desarrollo de una política cultural y de educación encabezada por el Estado. Para que el curso resulte exitoso se requiere que el estudiante normalista muestre su capacidad en el dominio de los contenidos, sus habilidades intelectuales y estrategias que le permitan efectuar el análisis e interpretación de los acontecimientos y procesos, aplicando las relaciones entre los conceptos de causa y efecto, simultaneidad, influencia recíproca de fenómenos, ruptura y continuidad, permanencia y cambio para explicar con argumentos teóricos, metodológicos y didácticos la conformación de la vida en el México del siglo XX y sus repercusiones en el inicio del nuevo siglo. Asimismo, con este curso se pretende que los estudiantes normalistas consoliden experiencias y prácticas que les permitan apreciar la importancia de las instituciones económicas, políticas y sociales, fomentando valores como la libertad, la democracia, la igualdad, la justicia, la tolerancia, el respeto y aprecio a la dignidad humana, el diálogo y la resolución de conflictos por la vía pacífica. El conocimiento y comprensión del proceso histórico de este periodo propiciará en el estudiante el reconocimiento de la importancia de la vida institucional para el desarrollo del país, de asumir con responsabilidad sus derechos y obligaciones, lo que contribuirá a fortalecer su conciencia de identidad nacional. CARACTERÍSTICAS DEL PROGRAMA El programa Historia de México III. Siglo XX, se apega a la propuesta formativa para los estudiantes normalistas contenida en el Plan de Estudios 1999 de la Licenciatura en Educación Secundaria. El logro de sus propósitos requiere y propone el manejo permanente de una perspectiva histórica como proceso que permita analizar los acontecimientos, las transformaciones y permanencias durante el siglo XX y la forma en que influyeron y cambiaron el México contemporáneo. Para el logro del propósito anterior se requiere abordar el análisis de los contenidos realizando una selección temática que aporte los componentes necesarios para la comprensión y el manejo de los acontecimientos y problemas claves que permitan esbozar las diversas etapas, evitando concebir la asignatura como una sumatoria de sucesos aislados e inconexos. En el periodo a estudiar existirá la posibilidad de que el alumno comprenda que será de gran importancia su participación en la selección, consulta y acopio de materiales y fuentes históricas como documentos bibliográficos y hemerográficos, testimonios orales, fílmicos, auditivos y arquitectónicos, ya que en la segunda parte del curso se analizarán acontecimientos y procesos

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INTRODUCCIÓN

En este curso, como en los del cuarto y quinto semestres de la Especialidad de Historia de la Licenciatura en Educación Secundaria, se tiene la intención de que los estudiantes normalistas desarrollen la capacidad de estudiar, analizar, comprender e interpretar los acontecimientos y fenómenos históricos, a partir de conceptos y nociones que contribuyan al desarrollo de su trabajo con el enfoque de la asignatura.

Se pretende que la enseñanza de la Historia responda al interés generado por las circunstancias que atraviesa el país y el mundo entero. Por lo que es imprescindible dotar al estudiante de elementos significativos para el adolescente y no propiciar el rechazo y desinterés que provoca un enfoque exclusivamente fáctico que poco contribuye a consolidar la identidad nacional y hacer caso omiso de la memoria histórica.

Mantener la orientación vigente en la reforma de los planes y programas de estudio de la Educación Básica y del Programa para la Transformación y el Fortalecimiento Académicos de las Escuelas Normales, supone trabajar la Historia con criterios que respondan a los avances generados en el conocimiento de la disciplina y que se trasmitan en el aula. Supone también tomar en cuenta las características e intereses de los estudiantes y la formación de ciudadanos.

Un propósito general de la asignatura es establecer una visión integral del periodo a través de la comprensión de las diferentes etapas en que se puede subdividir el curso desde 1910 hasta nuestros días. En este análisis, el estudio no se circunscribe únicamente a cuestiones políticas o militares, más bien se integran aspectos propiciadores de los cambios y permanencias que han conformado al México contemporáneo y: las transformaciones económicas, la regionalización, la construcción de un sistema político, el crecimiento demográfico y los movimientos migratorios, la urbanización del país, el desarrollo de una política cultural y de educación encabezada por el Estado.

Para que el curso resulte exitoso se requiere que el estudiante normalista muestre su capacidad en el dominio de los contenidos, sus habilidades intelectuales y estrategias que le permitan efectuar el análisis e interpretación de los acontecimientos y procesos, aplicando las relaciones entre los conceptos de causa y efecto, simultaneidad, influencia recíproca de fenómenos, ruptura y continuidad, permanencia y cambio para explicar con argumentos teóricos, metodológicos y didácticos la conformación de la vida en el México del siglo XX y sus repercusiones en el inicio del nuevo siglo.

Asimismo, con este curso se pretende que los estudiantes normalistas consoliden experiencias y prácticas que les permitan apreciar la importancia de las instituciones económicas, políticas y sociales, fomentando valores como la libertad, la democracia, la igualdad, la justicia, la tolerancia, el respeto y aprecio a la dignidad humana, el diálogo y la resolución de conflictos por la vía pacífica.

El conocimiento y comprensión del proceso histórico de este periodo propiciará en el estudiante el reconocimiento de la importancia de la vida institucional para el desarrollo del país, de asumir con responsabilidad sus derechos y obligaciones, lo que contribuirá a fortalecer su conciencia de identidad nacional.

CARACTERÍSTICAS DEL PROGRAMA

El programa Historia de México III. Siglo XX, se apega a la propuesta formativa para los estudiantes normalistas contenida en el Plan de Estudios 1999 de la Licenciatura en Educación Secundaria. El logro de sus propósitos requiere y propone el manejo permanente de una perspectiva histórica como proceso que permita analizar los acontecimientos, las transformaciones y permanencias durante el siglo XX y la forma en que influyeron y cambiaron el México contemporáneo.

Para el logro del propósito anterior se requiere abordar el análisis de los contenidos realizando una selección temática que aporte los componentes necesarios para la comprensión y el manejo de los acontecimientos y problemas claves que permitan esbozar las diversas etapas, evitando concebir la asignatura como una sumatoria de sucesos aislados e inconexos.

En el periodo a estudiar existirá la posibilidad de que el alumno comprenda que será de gran importancia su participación en la selección, consulta y acopio de materiales y fuentes históricas como documentos bibliográficos y hemerográficos, testimonios orales, fílmicos, auditivos y arquitectónicos, ya que en la segunda parte del curso se analizarán acontecimientos y procesos

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recientes, por lo tanto su experiencia y puntos de vista serán importantes y contribuirán a su formación como futuro docente.

Se debe evitar el acercamiento que caracteriza a los cursos de Historia al asignarle mayor importancia y profundidad al tratamiento de los temas de estudio temporalmente más lejanos, en detrimento de los más recientes. Con el fin de prevenir tal tendencia, en el curso se analiza lo más reciente en perspectiva histórica. Pero también el pasado debe ser revisado en cuanto a sus implicaciones, influencias y posibles consecuencias en la actualidad y en el futuro, procurando erradicar las explicaciones lineales y simplistas al margen de la sistematización, el análisis y la crítica que permite una concepción actualizada de la Historia.

Los temas del programa fueron seleccionados para hacer posible un curso dinámico y congruente y lograr un conocimiento articulado entre periodo y periodo, por lo que la recapitulación permanente de los temas y contenidos se hace necesaria conforme se avanza en el desarrollo de la asignatura.

La asignatura Historia de México III. Siglo XX, tiene relación directa con los cursos precedentes Historia de México I y II; y simultáneamente con los cursos Historia Universal II, Temas Selectos de Historia Universal; y particularmente con el Seminario de México y el Mundo Contemporáneo, el cual establece una vinculación de complementariedad con los temas que resulten de mayor interés o que por su complejidad requieran una revisión más profunda.

ORGANIZACIÓN DE LOS CONTENIDOS

Bloque I. El periodo de la lucha armada (1910-1920). En este bloque se abordan los antecedentes y consecuencias de la lucha armada que inicia en 1910, los diferentes grupos sociales que participaron, las diferencias ideológicas y políticas, las bases del nuevo pacto constitucional, la injerencia e intervención de las potencias extranjeras durante el conflicto bélico, la defensa de la soberanía nacional, el ideario e intereses de los principales líderes y caudillos, así como las diversas transformaciones sociales de la época.

Bloque II. El nuevo régimen: caudillos y formación de las instituciones (1920-1940). Aquí se tratan los contenidos relativos a las etapas y rasgos del régimen económico, político y social emanado de la Revolución, la transición del caudillismo a la institucionalización del poder político, la rectoría del Estado en el ámbito económico y en la regulación de la vida política y social del país, los conflictos sociales, el proceso de reconstrucción y modernización económica, las reformas agrarias, el surgimiento de organizaciones obrero-patronales, las medidas nacionalistas y la consolidación del sistema político mexicano, y la evolución sociocultural de la época.

Bloque III. Los años de la estabilidad política y el crecimiento económico (1940-1968). Este apartado se centra en el análisis de las acciones de la política de la unidad nacional puestas en vigor por Ávila Camacho hasta la crisis del sistema político mexicano durante el régimen de Díaz Ordaz. En esta etapa se aborda la repercusión de los conflictos internacionales en México, el contraste cada vez más evidente entre el medio urbano y el medio rural, los modelos del desarrollo económico, el proceso de consolidación del sistema político mexicano, el crecimiento demográfico y su distribución regional, la transculturación a través del dominio hegemónico de los Estados Unidos, la política exterior del Estado mexicano y los diversos movimientos sociales reivindicativos; y por último, se abordan la vida cotidiana, las manifestaciones culturales y al avance científico-tecnológico que se produjo en esta época.

Bloque IV. La crisis del modelo de desarrollo estabilizador y del sistema político (1968-2000). Se inicia con el movimiento estudiantil del 68 y sus repercusiones. Se incluye la presencia de México en el contexto internacional, su inserción en el modelo económico neoliberal, las crisis económicas recurrentes al final o al inicio de cada sexenio. Se estudia la apertura democrática y la alternancia en el poder en diferentes ámbitos de la vida pública, la nueva problemática social y la insurgencia obrera y campesina, la derrota en las urnas del Partido Revolucionario Institucional y el triunfo de la Alianza para el Cambio en las elecciones federales del 2 de julio de 2000, y se analizan las condiciones y retos de la educación.

ORIENTACIONES DIDÁCTICAS GENERALES

El logro de los propósitos que se establecen para el curso y para cada uno de los bloques requiere de los maestros responsables de la asignatura, un conocimiento profundo y actualizado de los

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enfoques de la historia, de los temas a estudiar, de la bibliografía a consultar y estudiar, así como hacer hincapié en la realización, aplicación y diversificación de las actividades y estrategias sugeridas para el desarrollo de cada uno de los bloques. El llevarlo a cabo, generará en los estudiantes normalistas un enriquecimiento de su experiencia formativa, lo que a su vez fortalecerá su desempeño profesional, por lo que es indispensable que los alumnos normalistas continúen conociendo, desarrollando y consolidando las nuevas propuestas y alternativas en la construcción del conocimiento histórico y sus formas de enseñanza.

Una teoría no acompañada de la práctica acaba resultando estéril, por lo que el desarrollo del trabajo cotidiano en el aula con los alumnos normalistas es crucial para hacer uso de los nuevos enfoques de enseñanza que sugieren abordar cada uno de los temas con un sentido holístico, basado en el análisis y la reflexión sistemática y permanente, lo que a su vez exige el desarrollo de nociones y conceptos histórico –sociales y espacio– temporales, destacando los sucesos y acontecimientos más relevantes, los procesos de cambio, continuidad y ruptura.

De la experiencia obtenida a partir del seguimiento y evaluación de la aplicación del plan 99 para la Licenciatura en Educación Secundaria, se destaca que una de las prácticas más comunes para abordar el desarrollo y tratamiento de los temas del programa respectivo, se hace a través de la integración de equipos, sorteo de temas y exposición tradicional de los mismos.

Este procedimiento ha demostrado reiteradamente su falta de eficacia y su escaso valor formativo, lo que no implica que no pueda seguirse llevando a cabo. Si el maestro considera que sus alumnos cuentan con las competencias para desarrollar un buen trabajo en equipos, podrá seguirse utilizando como una estrategia más y no como el único recurso.

Para evitar experiencias fallidas, como la mencionada anteriormente, se sugiere a los maestros titulares tomar en cuenta las actividades que para el análisis, debate y reflexión se proponen en cada bloque del programa, las que por su flexibilidad pueden ser enriquecidas mediante la experiencia de los maestros e incluso con propuestas que los mismos alumnos hagan, tomando en cuenta el camino ya recorrido en su etapa formativa anterior.

Sin embargo, es importante mencionar la propuesta de algunas orientaciones generales que pueden ser tomadas en cuenta para encauzar y enriquecer el trabajo a partir de cinco importantes acciones:

1. Partir del reconocimiento de las habilidades y los conocimientos previos de los alumnos. Los alumnos normalistas en sus estudios previos, es decir en la educación Básica y Media, han estudiado la Historia general de México y el mundo y, por lo tanto, se han formado algunas ideas acerca de los periodos que se abordarán en este curso, así como acerca de la importancia del conocimiento histórico. A estas alturas, muchos de ellos serán capaces de ubicar algunos hechos históricos en determinada época; otros, además, identificarán sus motivos o circunstancias; y algunos, identificarán causas o factores influyentes, e incluso, explicarán algunos procesos en forma global. Es igualmente probable que algunos alumnos, además de serias deficiencias en conocimientos específicos, se hayan formado –en el transcurso de su educación previa– ideas y actitudes negativas con respecto al conocimiento histórico; en este caso, tal vez lleguen a considerar que el estudio del pasado consiste básicamente en memorizar fechas, nombres de personajes y lugares para aprobar el examen correspondiente.

El reconocimiento de lo que se sabe y de lo que se desconoce es –tanto para el profesor como para los alumnos– es punto de partida para seleccionar o diseñar las actividades de enseñanza y de estudio:

a) El profesor podrá adecuar las estrategias, requerimientos de lecturas y actividades a la diversidad de situaciones o niveles de los alumnos.

b) En cuanto a los alumnos, después de haber identificado sus deficiencias, el maestro puede establecer actividades adicionales para un mejor desempeño. Por ejemplo, si los alumnos presentan problemas en el dominio de contenidos básicos (ubicación temporal y características de hechos fundamentales de un periodo) es evidente que estos aspectos deberán tratarse con mayor detenimiento en las clases y, además, se les deberá pedir que estudien por cuenta propia aspectos históricos que son fundamentales para el curso. Lo anterior no deja de ser una labor difícil, pues no todos los alumnos avanzan al mismo ritmo. Si éstos cuentan con conocimientos más sólidos, se podrá profundizar en los temas propuestos en el programa o abarcar otros aspectos no previstos.

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El tratamiento de los temas del programa debe iniciarse indagando los conocimientos previos con los que cuenten los estudiantes y aprovechar lo que han aprendido en otros cursos como: Introducción a la Enseñanza de la Historia, La Enseñanza de la Historia I, II y III, El Conocimiento Histórico I y II, e Historia de México I y II.

2. Lectura y análisis de textos. La lectura es la principal actividad para abordar los contenidos propuestos en el programa. Para aprovecharla se sugiere su realización con propósitos definidos; para ello conviene que el maestro prepare guías de lectura y oriente a los alumnos para distinguir conceptos fundamentales, conocer las tesis de algún autor, identificar ideas principales de un texto, expresar sus opiniones respecto al texto de que se trate. En algunos casos será necesario que el maestro explique, brevemente, el contexto (social, político e intelectual) en que se produjo el texto correspondiente y señale las circunstancias o tesis que son necesarias para su interpretación.

3. Lectura de un libro. Independientemente de que los alumnos conozcan y lean capítulos de distintos libros, se sugiere la lectura de un libro completo para comprender la visión de conjunto de algún autor o grupo de autores sobre un tema o periodo específicos. De acuerdo con los propósitos y temas del curso se recomienda la lectura de uno de los siguientes libros: Manual del México contemporáneo (1917-1940), coordinado por Alejandra Lajous; Hacia el nuevo Estado de Luís Medina o el ensayo histórico de Octavio Paz El laberinto de la soledad..

También puede recomendarse la lectura de novelas históricas, por ejemplo, de Martín Luís Guzmán La sombra del caudillo”, de Elena Garro Y Matarazo no llegó, de Elena Poniatowska Hasta no verte Jesús mío, y de Carlos Fuentes La región más transparente. Además de estas sugerencias, en el acervo bibliográfico de las escuelas normales existen otros materiales de lectura que pueden seleccionarse de acuerdo con el interés o necesidades de los alumnos. Conviene que los estudiantes dosifiquen la lectura a lo largo del curso y presenten sus avances y conclusiones según lo acuerden con el maestro (por ejemplo, puede organizarse un panel o mesa redonda donde se expongan las conclusiones obtenidas con las lecturas realizadas).

4. Planteamiento y solución de problemas. Para promover la reflexión de los alumnos y analizar los hechos estudiados será útil interrogar a los textos con preguntas como las siguientes: ¿qué sucedió?, ¿por qué?, ¿cuándo?, ¿qué cambió?, ¿qué permaneció igual?, ¿quiénes participaron?, ¿en qué consistió determinado periodo o acontecimiento? De esta manera los estudiantes desarrollarán la capacidad para analizar y explicar con rigor los acontecimientos y los procesos históricos. Una forma de promover este aprendizaje es planteando problemas a los alumnos, por ejemplo: ¿qué repercusiones han tenido hasta la actualidad las diferencias entre el Estado y la Iglesia?, ¿cómo se da hoy esa relación?, a casi un siglo de iniciado el movimiento revolucionario, ¿cómo se valoran las conquistas sociales logradas?, ¿qué significado tuvo la fundación del PNR para la vida política de país?, ¿qué expectativas se generan con el triunfo electoral de la Alianza por el Cambio el 2 de julio del 2000? Las respuestas a estas cuestiones exigen que los estudiantes elaboren una explicación, y para ello es necesario que busquen e interpreten información y distingan las situaciones generadas por los procesos de cambio. Desde el punto de vista formativo el planteamiento de problemas en la historia es un recurso que promueve la reflexión, el análisis y la valoración crítica.

5. Redacción de ensayos. La redacción de ensayos es un reto para los alumnos porque implica formular preguntas, indagar, ordenar, clasificar, relacionar y sintetizar información para elaborar explicaciones coherentes sobre los hechos y procesos historiados. De este modo el curso contribuirá, además, al perfeccionamiento de habilidades básicas (lectura y comunicación escrita), lo cual es un propósito del plan de estudios.

6. Uso de mapas históricos. Son un recurso importante para la enseñanza y aprendizaje de la historia, ya que permiten destacar las relaciones entre la presentación gráfica y la realidad que representan, y permiten múltiples posibilidades de análisis: proximidad entre un punto y otro, relación entre el proceso histórico y el medio geográfico (relieve, clima, recursos naturales), transformaciones del dominio territorial, vías de comunicación y transporte. Se recomienda que los alumnos normalistas se habitúen a consultar, utilizar e interpretar mapas históricos y relacionarlos con los temas del programa, de esta manera adquirirán las habilidades necesarias y estarán capacitados para fomentar su uso en la escuela secundaria.

7. Diversificación de los objetos de conocimiento histórico. El curso propone que a lo largo del análisis de los contenidos y con la realización de las actividades, los estudiantes adquieran

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elementos y desarrollen su capacidad para diversificar los objetos de conocimiento histórico; para lograr esto se plantean diferentes actividades. En el Bloque II. El nuevo régimen: Caudillos y formación de las Instituciones, se propone el uso del video histórico como una recurso didáctico apropiado para que el estudiante pueda realizar Líneas de desarrollo a fin de abarcar los múltiples aspectos ahí presentados.

Para el Bloque III. Los años de la estabilidad política y crecimiento económico (1940-1968), se propone realizar el tratamiento de los aspectos de la cultura, el cine, los medios de comunicación y las vías de transporte, la pintura, la cotidianidad, el avance tecnológico y científico, el vestido, el deporte, con base en los apartados relativos que se presentan en el texto de José Agustín “Tragicomedia Mexicana I. La vida en México 1940 a 1970”.

Para el cuarto bloque: La crisis del modelo de desarrollo y del sistema político (1968-2000), se sugiere orientar al estudiante para que acuda a la búsqueda e indagación de fuentes documentales, materiales, testimonios orales e incluso se apoye en su experiencia personal para analizar y confrontar los cambios suscitados en la política y la economía, así como en las transformaciones de la vida social, material y sus repercusiones en la vida cotidiana, sin perder de vista las transformaciones científicas y tecnológicas que han modificado al país.

SUGERENCIAS PARA LA EVALUACIÓN

La evaluación es parte importante del proceso educativo porque permite conocer la evolución de los conocimientos, las habilidades y las actitudes de los alumnos tomando como referencia su situación inicial y los propósitos de enseñanza establecidos. Asimismo, dan cuenta de la eficacia de las estrategias, las actividades y los recursos empleados. La principal función de la información obtenida mediante la evaluación es identificar aquellos aspectos que faciliten el aprendizaje y también los que lo obstaculizan, por tanto es la base para corregir deficiencias y planear actividades que permitan superar los obstáculos.

Sin embargo, con mucha frecuencia, la práctica de la evaluación de las escuelas normales enfrenta diversos problemas: a) sólo se usa con fines de acreditación o asignación de calificaciones; b) se reduce a medir la cantidad de información que los alumnos recuerdan, a través de pruebas escritas u “objetivas” en las que los alumnos seleccionan o registran respuestas concretas; c) la información obtenida de los exámenes, raras veces se utiliza para evaluar la participación del profesor, las estrategias, actividades y recursos empleados en la enseñanza.

Así, la evaluación deja de ser un medio y se convierte en el fin principal de la enseñanza, de tal manera que los estudiantes, poco a poco, pierden interés por el conocimiento y sólo centran su atención en aquellos elementos útiles para el examen. Para contribuir a superar estos problemas, se presentan enseguida algunas recomendaciones:

a) En la evaluación es necesario tomar en cuenta, como parámetros, los propósitos generales de la formación inicial establecidos en los rasgos deseables del perfil de egreso, así como los propósitos generales del curso y los de cada bloque. De esta forma, en lugar de evaluar cada tema y privilegiar la medición de la información retenida, se dará prioridad a la comprensión de las características de los periodos históricos y los procesos que tuvieron lugar en cada uno.

b) Otro punto de referencia son los conocimientos previos de los alumnos a fin de saber cómo evolucionaron sus conocimientos y habilidades, es decir, la influencia de las actividades de enseñanza y aprendizaje.

c) La evaluación puede realizarse en diferentes momentos: al inicio del curso y de cada bloque, para conocer los antecedente que tienen los alumnos respecto a los temas de estudio; en el transcurso de cada clase, para verificar qué se aprende y cómo se desenvuelven los integrantes del grupo; y al final de curso, para comprobar en qué medida se lograron los propósitos educativos. En cada uno de estos momentos el maestro deberá definir los aspectos que interesa evaluar para valorar la efectividad del proceso educativo y, al mismo tiempo, contar con elementos para asignar la calificación final del bloque o curso. Es conveniente que, desde el principio del curso, se comunique a los alumnos los criterios de evaluación, de esta manera podrán orientar su desempeño.

d) Los medios e instrumentos de evaluación pueden diversificarse con el propósito de contar con varias fuentes de información como los textos o ensayos escritos por los alumnos, la realización

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de investigaciones, la observación atenta de los procesos que se desarrollan en el aula (interés, argumentos expresados en clase, preguntas formuladas) y distintos tipos de pruebas.

e) En ocasiones los estudiantes se ven presionados por la elaboración de numerosos ensayos y pudiera ser que la calidad de los mismos no llegue a ser óptima, por lo cual conviene insistir en que resulta más valiosa la elaboración de un buen documento que la preparación de varios deficientes. En consecuencia, se propone, para el caso de la Historia de México III. Siglo XX, que el profesor que imparta la asignatura se coordine con el de Seminario de Temas Selectos de Historia de México, con el objeto de realizar acuerdos en el sentido de que sus alumnos puedan elaborar un trabajo final donde se vinculen contenidos de uno y otro curso con la peculiaridad de que éstos se complementen. Con esta dinámica, se impulsaría el desarrollo del trabajo colegiado en las Escuelas Normales Superiores.

f) Otro aspecto a considerar para este curso es el relativo a las actividades extraescolares en las cuales los estudiantes normalistas tendrán que indagar en fuentes de naturaleza diversa los testimonios necesarios para elaborar un escrito en torno a alguna temática especifica (el papel de Estados Unidos durante el proceso de consolidación del Estado Mexicano, específicamente en los bloques I y II) o sobre algún aspecto de la vida en México de 1910 hasta la actualidad (bloque III). Igualmente, en el bloque IV, tema 5, la recuperación de información de diversas fuentes será una tarea a la que también habrán de avocarse los alumnos.

g) Los exámenes son otro medio para obtener información y al diseñarlas conviene reflexionar a acerca de los aspectos que pueden ser medidos con este tipo de instrumento. Como se sabe, las pruebas llamadas objetivas, debido a su estructura (respuesta breve, correspondencia, opción múltiple) generalmente miden la cantidad de información memorizada por los estudiantes. No obstante, existen exámenes útiles para evaluar la comprensión e incluso, algunas habilidades, pero para ello es fundamental poner atención en el tipo de preguntas o reactivos que se incluyen.

Muchas veces la participación de los alumnos revela el grado de comprensión de acontecimientos y procesos estudiados, su capacidad para relacionarlos y reflexionar sobre ellos, sus habilidades para interpretar información y vincularla con situaciones actuales. La observación de las actitudes de los integrantes del grupo es importante no sólo para evaluar a los alumnos sino también al maestro y a las estrategias empleadas.

h) La práctica de la evaluación continua permite contar con información para mejorar las formas de enseñanza o las actividades didácticas durante el desarrollo del curso y evita que se le considere como una actividad separada del curso o que su función se reduzca a la toma de decisiones sobre la acreditación. Así, tanto estudiantes como profesores estarán en posibilidad de valorar la calidad del proceso y de los resultados.

PROPÓSITOS GENERALES

Al estudiar los temas y realizar las actividades propuestas se espera que los estudiantes:

1. Comprendan la periodización que caracteriza al México del siglo XX, enfatizando los rasgos principales de la estructura económica y social, así como los sucesos políticos relevantes que definieron nuestra historia, pero, sobre todo, que sean capaces de relacionarlos con el México de nuestros días.

2. Revisen las transformaciones de la sociedad mexicana conociendo la importancia de la participación del Estado en la vida económica nacional, examinando el impacto del crecimiento en la manifestación de las diferencias regionales y sectoriales, definiendo la transición de una sociedad predominantemente rural a otra eminentemente urbana, identificando las tendencias demográficas y ocupacionales del país en el siglo XX.

3. Consoliden sus habilidades para identificar y relacionar procesos de cambio, continuidad, permanencia o ruptura; los antecedentes, causas y consecuencias, así como también el desarrollo de una visión global de la historia, al comprender la interdependencia de los fenómenos sociales con el avance y desarrollo de los conocimientos tecnológico-científicos y el entorno natural.

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4. Desarrollen las habilidades que les permitan diversificar los objetos de conocimiento histórico, favoreciendo con ello la adquisición del pensamiento histórico y propiciando en los futuros docentes formas de enseñanza innovadoras.

5. Analicen que, en una sociedad cada vez más globalizada, nuestro país está sujeto a la influencia del devenir internacional, que los acontecimientos nacionales del siglo XX son muestra de ello por lo cual los tiempos actuales reclaman docentes capaces de formar ciudadanos con una profunda conciencia histórica, inclinados a preservar los ideales y anhelos de libertad, autodeterminación, paz, justicia, democracia e igualdad que nos han sido legados a través del tiempo.

Valoren al conocimiento histórico como un recurso que permite inculcar en los adolescentes la conciencia de la identidad nacional a través de la comprensión de los procesos económicos, políticos, sociales, culturales y religiosos que dieron origen a las instituciones que conforman al México actual.

Actividad introductoria al curso

Para iniciar el curso, se sugiere realizar un ejercicio sencillo de reconocimiento que responda a los siguientes cuestionamientos:

1. Revisión del Programa y ubicación temporal del periodo a estudiar y responder ¿Qué puedo aportar para el desarrollo del curso? ¿Qué sé de los temas a abordar? ¿Cuál me interesa? ¿Por qué?

2. ¿Qué puede aportar histórica y materialmente al desarrollo del curso la población en que resido? ¿Por qué lo considero así?

3. ¿Qué materiales y actividades podemos utilizar para el desarrollo de cada uno de los bloques?

4. Redactar un texto en el que se haga el seguimiento de un hecho (que el alumno elija) que haya tenido su origen al inicio del siglo XX, su desarrollo, evolución y repercusión en la actualidad ¿Por qué lo eligió? ¿Está contemplado su tratamiento en alguno de los bloques? ¿Por qué considera importante su tratamiento?

(En caso de no estar contemplado en el curso deberá argumentar ¿por qué considera importante su tratamiento?)

Esta actividad le permitirá al maestro establecer y determinar algunas líneas de acción con relación al desarrollo del trabajo de este semestre, así como la vinculación con el entorno inmediato al alumno para utilizar la relación histórica que guarda con los temas de estudio.

BLOQUE I

EL PERIODO DE LA LUCHA ARMADA (1910-1920)

PROPÓSITOS

Al estudiar los temas y realizar las actividades propuestas se espera que los estudiantes normalistas:

1. Conozcan las razones sociales y políticas que permitieron la extensión de los levantamientos e insurrecciones armadas ocurridas en el decenio de 1910.

2. Distingan las diferentes etapas que caracterizaron al movimiento armado destacando el componente social de cada uno de los grupos que participaron en la lucha armada, así como su ubicación regional.

3. Revisen el papel de las potencias europeas y norteamericanas frente a los diferentes grupos en lucha.

4. Evalúen los costos materiales y humanos en la economía y la sociedad durante el periodo armado. 5. Valoren la trascendencia que tuvieron las bases jurídicas y filosóficas plasmadas en

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los artículos constitucionales 3°, 27, 123 y 130, en la conformación del nacionalismo económico, político y social.

TEMAS

1. La crisis porfirista y los rasgos del proyecto democratizador del Maderismo. Los problemas económicos que sucedieron al final del gobierno porfirista. El Programa del Partido Liberal Mexicano. El proyecto democratizador de Francisco I. Madero y los límites económicos y políticos que enfrentó.

2. El proceso de extensión de la guerra y el impacto de la intervención en la lucha revolucionaria. Surgimiento de los movimientos armados. La importancia de los levantamientos rurales. El impacto de la Primera Guerra Mundial. Las alianzas establecidas entre algunos gobiernos extranjeros con los diversos grupos revolucionarios mexicanos.

3. El constitucionalismo en la búsqueda por recuperar la paz y la legalidad. El Plan de Guadalupe y el reagrupamiento de fuerzas en torno a Carranza. Causas del rompimiento entre las fuerzas de la Convención y el Constitucionalismo.

4. Las bases fundamentales del nuevo pacto constitucional. Las diferencias sociales e ideológicas de quienes redactaron el nuevo texto constitucional. Las bases del nuevo Estado Mexicano a partir de los artículos sobre educación (3°), facultades del Poder Ejecutivo (80 a 93), régimen agrario y laboral (27 y 123) y fundamentos de la sociedad y el estado laico (5°, 27 y 130).

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

• Silva Herzog, Jesús (1988), Breve historia de la Revolución mexicana, México, FCE.

• Hernández Chávez, Alicia (2000), México. Breve historia contemporánea, México, FCE, pp. 302-349.

• Roman, Richard (1976), Ideología y clase en la Revolución mexicana. La Convención y el Congreso Constituyente, México, SEP, pp. 85-138.

ACTIVIDADES SUGERIDAS

Tema 1. La crisis porfirista y los rasgos del proyecto democratizador del maderismo.

1. Con la intención de rescatar los conocimientos que los alumnos poseen en torno a los antecedentes que originaron la revolución de 1910, los alumnos elaborarán un escrito donde consignen las causas económicas, políticas y sociales que caracterizaron la crisis porfirista en la primera década del siglo XX. Una vez desarrollada esta actividad expondrán sus resultados ante el grupo y formularán conclusiones generales.

2. Elaborarán un esquema donde se manifiesten los principales planteamientos económicos, políticos, sociales y educativos contenidos en el Programa del Partido Liberal Mexicano (PLM) de 1906. Posteriormente, harán una comparación de estos contenidos con el texto constitucional de 1917.

3. Los alumnos elaborarán un breve escrito donde puntualicen los aspectos principales del proyecto democratizador de Madero, su relación con los sectores porfiristas y las fuerzas revolucionarias hasta su derrocamiento y asesinato.

Temas 2 y 3. El proceso de extensión de la guerra y el impacto de la intervención norteamericana en la lucha revolucionaria y las causas del rompimiento entre las fuerzas de la Convención y el Constitucionalismo.

1. Con base en los planes y programas de los diferentes grupos revolucionarios, elaborar un esquema comparativo de los principales planteamientos. Discutirlos en equipos y presentarlos al grupo.

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2. Con base a la lectura de los textos de Alicia Hernández y con el apoyo de otros textos que los alumnos conozcan y el maestro proponga, realizarán un pequeño ensayo descriptivo del proceso revolucionario considerando la participación de los diferentes grupos revolucionarios.

3. Con base en la lectura de Silva Herzog, comentar en equipo las características de las intervenciones de las grandes potencias durante el proceso revolucionario y presentarlas al grupo. Del mismo texto caracterizar la integración y los planteamientos de los convencionistas y los constitucionalistas. Por medio de un cuadro comparativo presentar al grupo las semejanzas y diferencias y en plenaria elaborar conclusiones. Para profundizar en el estudio del papel de Estados Unidos en el proceso revolucionario, el maestro dejará en libertad a los alumnos para que por medio de la investigación documental seleccionen los textos más apropiados.

Tema 4. Las bases fundamentales del nuevo pacto constitucional.

1. A partir del análisis del texto de Richard Roman, identificar los principales elementos de discusión que dieron forma a una serie de artículos constitucionales que tenían la finalidad de dar respuesta y solución a las demandas económicas, políticas y sociales de la época estudiada; a partir de dicha lectura se sugiere sistematizar los elementos de debate en un cuadro que contenga los artículos 3°, 5°, 9°, 24°, 27°, 28°, 123° y 129°, los aspectos a que refieren y los principales puntos de discusión.

Además, para valorar la trascendencia que el texto constitucional de 1917 ha tenido en la conformación del Estado Mexicano actual, iniciar un debate en torno a elementos como los siguientes:

• ¿Cómo ha repercutido hasta la actualidad el contenido de los artículos estudiados?

• ¿Qué situaciones de las discutidas en ese momento siguen teniendo vigencia hoy? ¿Por qué?

• ¿Qué adecuaciones necesitarían algunos de los artículos estudiados para responder de manera efectiva a las necesidades actuales?

BLOQUE II

EL NUEVO RÉGIMEN: CAUDILLOS Y FORMACIÓN DE LAS INSTITUCIONES (1920-1940)

PROPÓSITOS

Al estudiar los temas y realizar las actividades sugeridas, se espera que los estudiantes normalistas:

1. Adquieran una visión general sobre las etapas y rasgos de la formación del nuevo régimen político y económico.

2. Examinen las características del nacionalismo mexicano, expresadas a través del programa de reforma agraria y de la lucha frente a las compañías extranjeras (mineras y petroquímicas).

3. Revisen la inserción de México en el nuevo marco internacional y las relaciones con Estados Unidos.

4. Analicen el proceso de modernización y de reconstrucción económica iniciado en esta época, así como la corporativización de los sectores campesino, obrero y popular a la vida política de México.

5. Reconozcan los conflictos con los viejos grupos de poder, así como las relaciones del Estado Mexicano con la iglesia católica y el movimiento cristero.

6. Valoren las reformas sociales y las acciones implementadas como parte del proceso de reconstrucción y fortalecimiento de la soberanía nacional, distinguiendo al mismo tiempo los cambios efectuados en la cotidianidad de la sociedad mexicana.

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TEMAS

1. Los rasgos del nuevo régimen político: del caudillismo al presidencialismo. El primer jefe (Carranza). El caudillo (Obregón). El hombre fuerte (Calles). El presidente (Cárdenas). Las relaciones con los grupos campesinos y obreros. Las negociaciones y tensiones con los grupos de poder (ejército e iglesia).

2. La consolidación del Poder Ejecutivo y las pautas del crecimiento económico. Las bases del nacionalismo económico. El artículo 28 constitucional, la situación económica y la participación del Estado en la vida económica. La fundación del Banco de México. La inversión productiva: las comunicaciones, la irrigación y la expropiación petrolera.

3. Las tensiones y los acuerdos con Estados Unidos. La consolidación del poderío norteamericano sobre América Latina después de la Primera Guerra Mundial. La negociación de los grupos norteamericanos por sus intereses financieros y petroleros en México. Tropiezos y tensiones de las relaciones con el gobierno norteamericano.

4. Los rasgos de la Reforma Agraria: reparto y propiedad de la tierra. De las ligas agrarias a la formación de la Central Nacional Campesina. La herencia de los movimientos campesinos durante la lucha armada: las ligas agrarias. El reparto agrario. Los sistemas de propiedad (el ejido, la gran propiedad y la pequeña propiedad). La política agraria: crédito, obras de comunicación e irrigación. Las agrupaciones campesinas.

5. El comportamiento del movimiento y de las agrupaciones obreras. De la Confederación Regional de Obreros Mexicanos a la formación de la Confederación de Trabajadores de México. La transformación de la estructura económica: desarrollo de la industria textil, manufacturera y de la industria extractiva. Sus organizaciones y demandas. Surgimiento de la CROM y de la CTM.

6. Sociedad e institucionalización de las relaciones políticas. Disidencia y nacimiento de las fuerzas de oposición. Los sectores patronales: la organización de las cámaras empresariales.

7. La transformación de la vida social y material en México de 1920 a 1940.

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

• Cárdenas, Enrique (1995), “Una visión general de la economía mexicana en los años treinta”, en La industrialización mexicana durante la gran depresión, México, El Colegio de México, pp. 15-46.

• Gutelman, Michel (1971), “Las vicisitudes de la reforma agraria (1915-1970)”, en Capitalismo y reforma agraria en México, México, Editorial Era, pp. 86-110.

• Alonso, Antonio (1972), “El proceso de institucionalización”, en El movimiento ferrocarrilero en México, 1958-1959, México, Editorial Era, pp. 16-55.

• SEP (1996), Siglo 20. La vida en México, Serie de videocassetes, México, Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa (ilce).

• UNAM (1991), 18 lustros de la vida en México, Colección de videocassetes, México.

ACTIVIDADES SUGERIDAS

Tema 1. Los rasgos del nuevo régimen político: del caudillismo al presidencialismo.

Para conocer las condiciones en que se manifestaron el caudillismo y el presidencialismo, se realizarán las siguientes actividades:

1. Analizar el texto de Arnaldo Córdova “El fenómeno del presidencialismo” y en equipo elaborar un escrito en cuyo contenido sea posible:

• Explicar el proceso de conformación y consolidación del Estado Mexicano señalando las peculiaridades que lo caracterizan.

• Identificar las similitudes y las diferencias que se presentan entre los países desarrollados y los subdesarrollados en el proceso de institucionalización de los grupos sociales.

• Describir cómo ha funcionado el presidencialismo en México.

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• Elaborar un cuadro para registrar comparativamente la caracterización de la figura del caudillo y el fenómeno presidencialista. Similitudes y diferencias.

• Concluido el cuadro, en plenaria presentar los resultados y exponer sus comentarios respecto a las ventajas y desventajas del presidencialismo en México.

2. Con base en el análisis del texto de Álvaro Matute “El último caudillo y el proceso de institucionalización”, identificar el contexto en el cual durante la década de los 20 acontece la transición del caudillismo a la institucionalización del poder político en México, precisando a qué se refieren los 5 puntos con que el autor trata de explicar la forma en que se ejerce el poder institucional, definiendo además el papel que desempeñan las reformas sociales en este proceso y la participación que han tenido las grupos populares.

3. Una vez realizado lo anterior, explicar en qué consistió y cuál fue el proceso de formación del “Maximato”, la función que en esta época cumplió el pnr en la institucionalización de la vida política, la consolidación del gobierno de Lázaro Cárdenas y las causas y consecuencias del conflicto con los empresarios.

Como actividad final, es importante valorar este periodo como una época de transición y reacomodo con características importantes cuyo estudio permite aportar elementos para sintetizar los principales aspectos que van a definir la etapa de desarrollo nacionalista. Se sugiere concentrar la información en un cuadro como el siguiente:

ASPECTOS SITUACIÓN-

DIAGNÓSTICO ACCIONES-

CONSECUENCIAS

REFORMA AGRARIA

EXPROPIACIÓN PETROLERA

FUNDACIÓN DEL P.N.R

EDUCACIÓN SOCIALISTA

Tema 2. La consolidación del poder ejecutivo y las pautas del crecimiento económico. Las bases del nacionalismo económico.

1. Para comprender el proceso seguido en la consolidación del poder ejecutivo, de las medidas y reformas económicas que fortalecieron la rectoría del Estado en el ámbito económico y en la regulación de la vida política y social del país, así como los conflictos suscitados durante el periodo de 1920 a 1940, de forma individual y como actividad previa realizar la lectura de los siguientes materiales:

a) Álvaro Matute: los apartados “El gobierno del caudillo: los grupos políticos”; y “Calles y su gobierno: la sombra de Obregón”; b) Jacqueline Peschard: “El Maximato”; c) Samuel León: “Cárdenas en el poder I”; d) Mirón Lince: “Cárdenas en el poder II”.

Como elementos que orienten el análisis de los textos, se pueden considerar aspectos económicos, políticos, educativos, agrarios, laborales, los asuntos internacionales y los conflictos bélicos y sociales.

Además, una forma que facilita la ubicación temporal de los sucesos es la sistematización del estudio por periodos de gobierno. Por ejemplo, para la cuestión económica durante la presidencia de Obregón, pueden considerarse: la crisis financiera, la deuda externa y las relaciones con los banqueros y petroleros. Para el gobierno de Calles: la participación del Estado en la economía a través de la ampliación de caminos de asfalto, la modernización agrícola (distritos de riego), la creación del Banco de México y del Banco Nacional de Crédito Agrícola. Durante la administración cardenista: el contexto de la crisis de 1929 y la depresión de los años 30 y las medidas del nacionalismo económico: nacionalización de los ferrocarriles y la expropiación petrolera.

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Para sistematizar los contenidos, se sugiere elaborar un cuadro como el siguiente:

DESARROLLO ECONÓMICO, POLÍTICO Y SOCIAL DE MÉXICO, 1920-1940

ASPECTOS GOBIERNO

CONSOLIDACIÓNDEL PODER EJECUTIVO

CRECIMIENTOECONÓMICO

RELACIONES INTERNACIONALES

POLÍTICA AGRARIA

POLÍTICA LABORAL

EDUCACIÓNCONFLICTOS

BÉLICOS

OBREGÓN

CALLES

PERIODO DEL MAXIMATO:

PORTES GIL, ORTIZRUBIO YABELARDO L. RODRÍGUEZ

CÁRDENAS

Para evitar caer en una fragmentación del estudio histórico que impida concebir la historia como proceso y con base en el cuadro anterior, los alumnos enunciarán las características principales del periodo de 1920-1940 identificando la permanencia de elementos que definen esta etapa.

2. Con el objeto de analizar el proceso de reconstrucción y de modernización económica del país de 1920 a 1940, revisar el contenido del texto “Una visión general de la economía mexicana en los años treinta” de Enrique Cárdenas. Al término de la lectura señalar los rasgos principales de los sectores rural, semirural, urbano y externo, su influencia y permanencia en la economía nacional. Asimismo, identificar las características de la economía de enclave.

Posteriormente, describir el impacto de la crisis de 1929 en el desarrollo económico nacional y enlistar los factores que propiciaron la recuperación de la economía mexicana a partir de 1932, en especial lo relativo al desarrollo del sector industrial.

Por último elaborar un escrito donde se presente de manera sintética cómo fue el proceso de industrialización en la década de los 30 y cuál la política del gobierno mexicano durante la crisis del 29.

Tema 3. Las tensiones y los acuerdos con Estados.

Actividad de indagación única: acorde a las orientaciones didácticas y a las sugerencias de evaluación, y con el propósito de fomentar en los estudiantes el gusto por la investigación que guarde relación con una temática específica y que tal actitud permanezca a lo largo del semestre, en donde sea constante la asesoría del maestro, se remitirán a la consulta de referentes que aporten información sobre la hegemonía norteamericana desde fines de la Segunda Guerra Mundial, la protección de sus intereses financieros y petroleros en nuestro país y la consecuente problemática de las relaciones entre ambas naciones.

Tema 4. Los rasgos de la Reforma Agraria: reparto y propiedad de la tierra. De las ligas agrarias a la formación de la Central Nacional Campesina.

1. Con base en el texto “Las vicisitudes de la reforma agraria (1915-1970)” de Michel Gutelman:

a) Señalar las características del predominio de la concepción latifundista de la reforma agraria desde el gobierno de Carranza hasta el de Abelardo L. Rodríguez.

b) Indicar en qué consistía el proyecto agrario del pnr considerando su naturaleza y objetivos.

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c) Comentar las principales acciones de la reforma agraria cardenista en lo que respecta a: la legislación agraria; la creación de instituciones crediticias y el monto del reparto agrario con relación a regímenes anteriores.

Para finalizar con el tema sobre los rasgos de la reforma agraria, se sugiere abrir un debate en torno a la opinión de Gutelman sobre el papel de la reforma agraria cardenista en el impulso del desarrollo capitalista de la agricultura. Los estudiantes se pueden apoyar en la tesis que al respecto sostiene Rosa María Mirón Lince.

Para sistematizar los contenidos estudiados elaborar de un cuadro comparativo que permita analizar y entender de manera rápida y concreta la evolución de las reformas entre 1915 a 1940, así como el papel que asumieron los presidentes de este periodo.

Temas 5 y 6. El comportamiento del movimiento y de las agrupaciones obreras, las organizaciones patronales y las fuerzas de oposición.

Para conocer el proceso que marcó la organización y consolidación de los movimientos obreros durante esta época, así como la respuesta de su contraparte –el surgimiento de los sectores patronales– a través del análisis de contenidos, revisar de nuevo los textos de Samuel León y Mirón Lince. Además analizar el texto de Antonio Alonso, para recuperar los antecedentes del movimiento obrero organizado: desde la fundación de la com, el establecimiento de la CROM hasta la creación de la CTM. De las 2 primeras lecturas, además de profundizar en los acontecimientos que orientaron el rumbo de las 2 centrales obreras más importantes (CROM y CTM) precisar las relaciones que establecieron con el Estado Mexicano en su lucha por consolidar las reformas sociales.

Para concluir el tema, en plenaria, reflexionar sobre lo siguiente: ¿de qué manera la organización en confederaciones de los movimientos obreros y del sector patronal, contribuyeron a que el Estado se consolidara como responsable de la vida social y política, así como en rector de la vida económica del país? Finalmente, elaborar un listado de las organizaciones sindicales y patronales que conozca, así como emitir una opinión en torno al papel que desempeñan éstas en la definición del rumbo económico y político del país.

Tema 7. La transformación de la vida social y material en México de 1920 a 1940.

Por último, para integrar una visión global de la Historia de México en este periodo y con el propósito de diversificar su aprendizaje, se sugiere que el profesor, a lo largo del bloque, seleccione los momentos propicios para realizar el análisis videográfico de aquellos videos que aborden la vida en México durante esta época –según lo acordado en las orientaciones didácticas.

De cada uno de los episodios seleccionados, los alumnos –a través de la observación– adquirirán elementos para ampliar sus conocimientos sobre lo político pero, sobre todo, conocerán el desarrollo de aspectos relativos al cine, el teatro, los deportes, las comunicaciones, la música, la educación, el arte, los bailes, la moda y la cotidianidad de la época, al mismo tiempo se buscará que apliquen el concepto de simultaneidad de los hechos históricos al apreciar el acontecer mundial con el devenir histórico.

Para reafirmar lo aprendido, elaborar un ensayo que contemple uno o varios aspectos de los antes señalados siendo imprescindible su desarrollo tomando en consideración el contexto económico, político y social, nacional e internacional.

BLOQUE III

LOS AÑOS DE LA ESTABILIDAD POLÍTICA Y EL CRECIMIENTO ECONÓMICO (1940-1968)

PROPÓSITOS

Al estudiar los temas y realizar las actividades sugeridas, se espera que los estudiantes normalistas:

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1. Profundicen en el conocimiento de los modelos que adoptó el desarrollo económico del país, los relacionen con las condiciones internacionales que los determinaron y analicen sus repercusiones en la transformación de la estructura social y económica del país.

2. Analicen el escenario internacional desde la Segunda Guerra Mundial hasta la Guerra de Vietnam y las repercusiones de esos conflictos en los sectores sociales urbano y rural de nuestro país.

3. Conozcan el proceso de consolidación del sistema político mexicano, sus principales características: presidencialismo, corporativismo y régimen de partido único.

4. Revisen las principales características de la economía, examinando el crecimiento demográfico y la distribución regional de la población.

5. Identifiquen los principales elementos de transculturación como consecuencia del predominio económico, político y cultural que ejerció Estados Unidos a partir de su papel hegemónico a nivel mundial.

6. Aprecien la trascendencia que tuvieron en la vida nacional las manifestaciones culturales, artísticas y deportivas surgidas en México durante este periodo.

TEMAS

1. México en el contexto internacional. Los cambios en el panorama internacional y sus repercusiones en México. La consolidación de Estados Unidos como potencia y su relación con México durante los años de la guerra fría. Multiplicación de relaciones a partir de los años del desarrollo estabilizador.

2. La estructura económica y el modelo de desarrollo. La industrialización y la sustitución de importaciones. Expansión del sector de servicios: comercio y burocracia. Las características de la industrialización mexicana, y el éxito de la temprana política de sustitución de importaciones y de control de la mano de obra. El impacto de las obras públicas en la construcción de la infraestructura y la vivienda. La economía mixta y el desarrollo estabilizador.

3. Cambios y permanencia en la economía y sociedad. Los procesos de concentración industrial y de las migraciones internas. La migración de trabajadores a Estados Unidos. Las características que presentó la evolución social, cultural y material.

4. La urbanización y el mundo rural. El crecimiento de la sociedad mexicana. La situación del campo: agricultura comercial y de subsistencia.

5. El Estado y la educación nacional. El sistema de educación nacional a través de los cambios constitucionales y los componentes del sistema educativo nacional. La importancia de la educación básica y la introducción de los libros de texto gratuito.

6. La política: nuevos actores y las reformas electorales. El sistema político corporativo. Los nuevos actores políticos: las clases medias y los sectores populares. El voto femenino. Los partidos políticos. Transformación del partido hegemónico (PRI) y la fundación del Partido Acción Nacional, el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana y el Partido Popular Socialista

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

• Ojeda, Mario (1986), “Antecedentes generales”, en México: El surgimiento de una política exterior activa, México, SEP-Cultura , Foro 200, pp.15-45.

• Medina, Luis (1993), Hacia el nuevo Estado, México, 1920-1993, México, FCE, 1994, pp. 50-83.

• Woldenberg, José (1993), “Estado y partidos: una periodización”, en Revista Mexicana de Sociología, año l, núm. 2, abril-junio, pp. 83-97.

• Reynolds, Clark W. (1973), La economía mexicana. Su estructura y crecimiento en el siglo XX, México, FCE, pp.31-63.

• Bataillon, Claude (1967), “Difusión y polarizacion de las actividades urbanas”, en Las regiones geográficas en México, México, Siglo XXI Editores, pp.51-82.

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• Agustín, José (1996), Tragicomedia mexicana 1 La vida en México de 1940 a 1970, México, Editorial Planeta, pp. 20-41, 54, 128-150, 203-226 y 235-254.

ACTIVIDADES SUGERIDAS

Tema 1. México en el contexto internacional.

1. Este tema requiere como actividad inicial que sobre un mapa de América, los estudiantes ubiquen los países con los cuales el nuestro tiene fronteras. Igualmente y antes de pasar al análisis de los contenidos, se sugiere que el docente solicite a los alumnos realicen una recapitulación sobre la política exterior mexicana establecida desde principios del siglo XX.

Con base en la lectura de Ojeda “México: el surgimiento de una política exterior activa” describir y explicar los factores que, según el autor, definen el papel de México en el contexto mundial: territoriales, demográficos, económicos y geopolíticos.

Por otra parte, para destacar la naturaleza de las relaciones de México con su vecino del Norte, elaborar un escrito donde se describan brevemente los componentes de las tres características que conforman la estructura de las relaciones bilaterales entre nuestro país y Estados Unidos y sus consecuencias en las relaciones con los países de la frontera sur.

Con base en la información obtenida en los textos, en las noticias o en la experiencia personal, llenar un cuadro que permita contrastar a las fronteras de nuestro país. Ejemplo:

CARACTERÍSTICAS, RELACIONES, IMPLICACIONES POLÍTICAS Y ECONÓMICAS EN:

LA FRONTERA NORTE LA FRONTERA SUR

Por último, de esta lectura, se contestarán individualmente las siguientes interrogantes: ¿Qué influencia tuvo la II Guerra Mundial para las relaciones bilaterales con Estados Unidos? ¿Bajo qué acciones gubernamentales se ha consolidado la participación política internacional de México? y, ¿En qué consiste la política exterior activa y cómo transitó nuestro país hacia ella durante la etapa del desarrollo estabilizador?

Tema 2. La estructura económica y el modelo de desarrollo: La industrialización y la sustitución de importaciones y el TEMA 3. Cambios y permanencia en la economía y la sociedad.

1. Con la lectura del texto de Reynolds se podrán obtener argumentos que permitan determinar las características del desarrollo económico de nuestro país en las diferentes etapas que comprenden el periodo en estudio, asimismo:

• Definir las tres épocas del crecimiento económico en que se han dividido para su estudio, las tres cuartas partes del siglo XX en México.

• Identificar qué elementos caracterizaron el desarrollo económico de México en el periodo 1900-1910.

• Determinar cuál fue la base de la economía mexicana en este periodo.

• Reconocer el papel que desempeñaba el estado para dirigir la economía.

2. Del periodo de revolución y reforma que abarca de 1910 a 1940:

• Identificar las principales actividades económicas de la época y los beneficios que estas trajeron a la población y al Estado.

• Enunciar qué sectores presentaron un mayor desarrollo económico hacia los años 20.

• Identificar ¿en qué consistió la reforma económica que se aplicó entre los años 30 y los 40?

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• Durante el periodo de desarrollo que abarca de 1940 a 1970, se hace una subdivisión de acuerdo a la evolución que la economía sufrió y a las características propias que le dieron forma a esta etapa. Explicar en qué consistió esta clasificación?

• De 1940 a 1950 identificar ¿cuáles fueron los hechos propiciatorios del auge en el desarrollo económico de las diversas industrias que iniciaron o consolidaron sus labores en esta época?

• Comentar los cuatro puntos que apoyan el incremento en la inversión y en el ahorro interno. ¿Cuáles son las bases que sostienen estas afirmaciones?

• ¿Qué papel asumieron los empresarios de esta época?

• A manera de conclusión de esta etapa, enunciar a los elementos que caracterizaron el crecimiento económico de los años 40.

• Elaborar un cuadro en donde se concentren y contrasten la evolución de la tasa de desarrollo económico, el ingreso per cápita y el crecimiento poblacional de los periodos estudiados.

3. Con objeto de conocer los cambios que se presentaron en la vida diaria de la época y en el avance tecnológico, científico y cultural, organizar grupos de trabajo y basados en los textos de José Agustín, cada equipo expondrá el aspecto que haya elegido: deporte, cine, radio, diversión, inventos, comida, baile, música, literatura, pintura, vestido, etcétera. Una forma de enriquecer la actividad consiste en solicitar a los alumnos realicen una recolección de objetos o testimonios que den cuenta de dichos cambios y puedan ser trasladados al aula para su exhibición: aparatos electrónicos, vestuario, música, revistas, etcétera.

Tema 4. La urbanización y el mundo rural.

1. Los conocimientos previos de los alumnos sobre los elementos que catalogan a una población como rural o urbana, garantizan una mejor apropiación de los contenidos. Para rescatar dichos saberes, el maestro puede dividir el pizarrón en partes o utilizar cartulinas para que los alumnos anoten los aspectos inherentes a los medios rural y urbano.

Realizado lo anterior y con los referentes que aporta el documento “Las regiones geográficas de México” de Bataillón, en un primer momento, enlistar los elementos indicadores del crecimiento económico durante el México del periodo, pero sobre todo argumentar las causas que facilitaron su difusión e identificar las zonas de su mayor concentración. La elaboración de un cuadro como el siguiente puede ser ilustrativo al respecto:

ACTIVIDADES PRINCIPALES CAUSAS ZONAS

RURAL URBANA

TRANSPORTES INTERIORES

RED BANCARIA MONEDA YCRÉDITO

DIFUSIÓN DE IDEAS

EMISORAS DE RADIO

AMPLITUD DEL MERCADO

2. Para comprender cómo el crecimiento de esta etapa produjo polarización entre el medio rural y urbano, con apoyo en los indicadores señalados por el autor, redactar un escrito titulado “Catálogo de concentración de actividades urbanas” que le servirá como un instrumento para diferenciar, según su experiencia, aquellas localidades de su entidad donde aún puedan aplicarse estos criterios.

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Tema 5. El Estado y la Educación Nacional.

1. Con base en la revisión de lo estudiado en asignaturas como Problemas y Políticas de la Educación Básica, La Educación en el Desarrollo Histórico de México I y II, responder: ¿cuáles fueron las necesidades prioritarias por atender durante el sexenio de Manuel Ávila Camacho? ¿Qué acciones se emprendieron para enfrentar la problemática educativa?.

2. Comparar los fragmentos estudiados del artículo 3° constitucional de l934 y de 1946 en semestres anteriores y contestar: ¿qué argumentos se plantearon para justificar esta última reforma? ¿A qué necesidades políticas y filosóficas respondía? Recordar los principales argumentos expresados a favor y en contra de la reforma.

Una de las acciones más importantes que en educación surgen durante este periodo es “El plan de once años” por lo que se sugiere analizar: ¿cuál fue su objetivo? ¿Qué aspectos atenderán las siete líneas de acción propuesta? ¿Qué se propuso para la formación y capacitación del magisterio?

3. Previamente se solicitará la recolección de libros de texto gratuito editados en diferentes épocas, con la finalidad de analizar su evolución y diferencias entre ellos, así como la relación de sus contenidos ideológicos de acuerdo a la política educativa en turno. Finalmente responder y concluir: ¿por qué el gobierno decidió editar y distribuir gratuitamente libros de texto de educación primaria para todos los niños de México? ¿Qué problemas provocó esta decisión? ¿Cuáles fueron los elementos a favor y en contra de esta decisión? ¿Cómo valoras hoy la función que ha cumplido la conaliteg?

4. Con la finalidad de obtener información de primera mano, se sugiere realizar entrevistas a maestros y maestras que hayan estado en servicio durante esa época, mediante la elaboración previa de un cuestionario.

Como actividad de cierre se propone hacer un foro en donde se aborden los resultados obtenidos con el desarrollo de este tema.

Tema 6. La política: nuevos actores y las reformas electorales.

1. Para iniciar con el análisis del proceso experimentado por el sistema político mexicano durante el siglo XX, se sugiere que el maestro cuestione a los alumnos acerca del significado de los siguientes términos: régimen de partido único, pluripartidismo, partido de estado y alternancia política. Problematizado el análisis y consensuadas las opiniones, ubicar cada uno de los términos en su correspondiente etapa del desarrollo histórico de nuestro país.

2. Con base en la lectura de Woldenberg “Estado y partidos: una periodización”, identificar las cuatro etapas que propone el autor para periodizar la relación entre el Estado y los partidos políticos.

Asimismo registrar las principales características de dichas etapas y, posteriormente en plenaria, compartir los resultados.

3. Con la intención de profundizar en las características del periodo tratado, contestar las siguientes interrogantes ¿qué argumentos expone el autor para explicar la permanencia y funcionalidad del Estado postrevolucionario y del partido oficial? ¿Cuál fue el papel que cumplió la presencia del pan y de los otros partidos políticos? ¿Qué causas propiciaron las reformas políticas, qué objetivos perseguían y cuál fue su significado, considerando entre otras cosas, la participación política de la mujer? ¿Cómo se ha dado el inicio sistemático de las organizaciones y partidos políticos, cómo han evolucionado y qué características los han identificado?

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BLOQUE IV

LA CRISIS DEL MODELO DE DESARROLLO Y DEL SISTEMA POLÍTICO (1968-2000)

PROPÓSITOS

Al estudiar los temas y realizar las actividades sugeridas, se espera que los estudiantes normalistas:

1. Valoren la trascendencia que hasta la actualidad han tenido los acontecimientos que dieron vida y forma a nuestro país en el siglo XX y se reconozcan como sujetos históricos y actores del cambio social.

2. Conozcan los fundamentos de la crisis del modelo de desarrollo, identifiquen el modelo económico que caracterizó a la década de los 70, analicen el periodo de transición de los 80, sus repercusiones en el modelo neoliberal actual, así como la inserción de México en el proceso de globalización mundial.

3. Analicen los principales movimientos políticos, laborales y reivindicativos: magisteriales, estudiantiles, ferrocarrileros y campesinos, como parte del proceso democratizador de la vida política del país. Asimismo, conozcan los rasgos del control sindical y la insurgencia de los grupos medios y su participación en los movimientos políticos.

4. Reconozcan la trascendencia y la magnitud de la reforma electoral y su impacto en la transición política, valorando la importancia del ejercicio democrático y la presencia institucional en la conducción social del país y el respeto a las minorías.

5. Identifiquen y asuman los retos que como nación tiene México en dos vertientes: al interior, los problemas que genera la crisis; y, al exterior, el avance científico y tecnológico en un mundo con elevada exigencia competitiva.

TEMAS

1. El nuevo escenario internacional y México. Las principales características del entorno internacional y el lugar de México en éste. La apertura económica y la firma de tratados. La hegemonía norteamericana.

2. La disidencia política. Las principales luchas políticas y laborales del periodo. La crisis de 1968 y sus repercusiones.

3. La crisis de la economía mexicana. Las sucesivas crisis de la economía y sus efectos en la sociedad mexicana. El impacto de la quiebra del desarrollo estabilizador en la política económica gubernamental.

4. La apertura democrática y la nueva geografía electoral. Los cambios en la legislación electoral. La participación política. Las tendencias electorales y sus expresiones regionales.

5. Educación, crecimiento y crisis.

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

• Camacho, Manuel ( ), “Los nudos históricos del sistema político mexicano”, en Las crisis en el sistema político mexicano, 1928-1977, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Internacionales, pp.151-217.

• Green, Rosario (1998), “El arranque”, en Lecciones de la deuda externa de México, de 1973 a 1997, De abundancias y escaseces, México, FCE, pp. 15-58.

• Fuentes Molinar, Olac (1987), “Educación pública y sociedad”, en Pablo González Casanova y Enrique Florescano (coords), México, hoy, México, Siglo XXI, pp. 230-234 y 244-250.

• Fuentes Molinar, Olac (1983), Educación y política en México, México, Edit. Nueva Imagen, pp. 42-43.

• ANMEB, Poder Ejecutivo Federal, México,1992, SEP, pp. 1-21.

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ACTIVIDADES SUGERIDAS

Tema 1. El Nuevo Escenario Internacional y México.

En este tema se hará el tratamiento similar al propuesto en el tema 3 del bloque II.

Tema 2. La disidencia política.

Actividades sugeridas

1. Introductoria. Se sugiere a los titulares de los grupos hagan una exploración acerca del manejo de algunos conceptos que no necesariamente están entendidos, por ejemplo: ¿qué entiende por disidencia política? ¿Qué valores implica la democracia? ¿A qué se le llama sistema de Partido único? ¿Qué significa alternancia en el poder? ¿Qué información recuerda haber obtenido acerca de situaciones sociales y políticas de 1968 a la fecha? ¿Qué le interesaría estudiar o saber más a fondo de los acontecimientos ocurridos en los últimos años dentro de nuestro país? Respecto a estos cuestionamientos, se sugiere hacer un enlace que consolide la idea de lo que se va a tratar en este tema. Al mismo tiempo se les pedirá que en las sesiones siguientes se aporte todo el material posible que dé testimonio de los acontecimientos que serán motivo de estudio en este bloque. Esta actividad será muy importante en la utilización de variadas fuentes de información.

2. Con la lectura del texto de Manuel Camacho, abordar los elementos que presumiblemente han sostenido la eficacia del sistema político en México:

• ¿A qué se refieren dichos elementos?

• El presente estudio fue hecho abarcando el periodo 1928-1977, sin embargo actualmente el país ha vivido momentos de cambio que tal vez no imaginaba aún el autor. Desde el punto de vista del grupo ¿consideran que aún hay elementos que reconstruyan o mantengan esa eficacia política teniendo en el Ejecutivo a un presidente surgido de otro partido?

• ¿Cómo poder enfrentar teóricamente el problema de los límites y alternativas del sistema político mexicano?

• Debatir acerca de las alternativas políticas que surgen en la realidad mexicana.

• Describir en qué consisten las posibilidades de procedimientos para el estudio de un sistema político.

• ¿En qué consisten los tres pasos necesarios para realizar el estudio de un sistema político desde la perspectiva de la política comparada?

• ¿A qué se refiere el planteamiento que hace el materialismo histórico acerca del desarrollo de los sistemas políticos?

• ¿En qué consisten los tres problemas que H. Eckstein identifica en la política comparada?

• Con los elementos obtenidos a lo largo de la lectura, análisis y reflexión del texto sugerido se puede elaborar una síntesis comparativa acerca de las referencias que definen al pluralismo y a la movilización política.

• Desde las vertientes del pluralismo y movilización política, identificar las características más importantes del modelo liberal, los modelos revisionistas del desarrollo político (incluir la subclasificación tecnocrático-populista-autocrática) incluyendo las críticas que a estos se hacen.

3. En el mismo texto de Eckstein se expresan importantes aportaciones que al respecto ha realizado Gramsci, surgiendo elementos para el análisis y la discusión a partir de:

• Identificar cómo articula Gramsci los elementos estructurales del desarrollo, con los elementos concretos de la lucha política de las élites y las clases subalternas.

• ¿Cómo explicar el resultado de una confrontación histórica?

• Identificar cuáles son los tres problemas de la teoría política de Gramsci.

• Realizar un esquema en donde se identifiquen las características de los conceptos de Estado y sistema político.

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• ¿Cómo define el autor a los nudos históricos? ¿De qué manera apoya ésta para el entendimiento de la problemática analizada?

• ¿Cuáles son los límites y las posibilidades de sustitución que dan contenido a un nudo histórico?

• ¿Qué características se identifican en los nudos históricos del sistema político mexicano?

• Definir en un esquema las características de la realidad social. Incorpore las categorías o conceptos de evolución social y evolución política y, continuidad y ruptura.

• Exposición de conclusiones.

4. Las opciones mediatas del sistema político.

• Explicar, abordando cada uno de los aspectos manejados en la lectura, ¿cómo han sido la evolución y los resultados de los proyectos políticos mexicanos durante el periodo estudiado?

Tema 3. La crisis económica mexicana.

1. Hablar de las crisis económicas en nuestro país, –al igual que en la gran mayoría de los países de América Latina– es hablar de algo cotidiano para la gran mayoría de la población mexicana. Para el inicio de este tema podrán abordarse los conocimiento previos de los alumnos con preguntas como: ¿qué es y cómo se manifiesta una crisis económica? Usualmente ¿cuándo se han presentado las crisis económicas en nuestro país? ¿A qué se debe la vulnerabilidad de nuestro país en el arraigo de esas crisis?

2. Realizar la lectura de Carlos Tello y responder las siguientes cuestiones:

• ¿Cuál era la situación política del país al inicio de la década de los 70?

• Describir la forma en que se vislumbró la economía de México en la década de los 70.

• ¿Qué características daban forma a la verdadera realidad económica del país?

• Elaborar un cuadro de concentración en donde se sinteticen los resultados del censo de 1970 y argumentar las situaciones detectadas de acuerdo al momento social, económico y político que se vivía.

• En ambos casos valorar la situación imperante y exponer ¿cómo se fue dando origen a esos problemas? ¿Qué problemas de los enunciados anteriormente siguen siendo vigentes? ¿Cuáles ya desaparecieron y se solucionaron? ¿Qué problemas de salud, servicios y alimentación se han aunado a la lista de carencias del pueblo mexicano? En cada caso enunciar argumentos que fortalezcan las apreciaciones hechas por el grupo.

• Ante tal problemática ¿qué medidas adoptó el gobierno para enfrentar la situación de las graves deficiencias de la producción agropecuaria?

• ¿Cómo se percibe el proceso de industrialización de esta época?

• ¿Qué papel tiene el crecimiento poblacional en las carencias sociales?

• Enunciar las características que se identificaron en la evolución de la economía mexicana.

3. Elaborar una síntesis del contenido de las opciones mediatas del sistema político.

1. ARGENTINIZACIÓN DE MÉXICO

2. REVOLUCIÓN SOCIALISTA

3. NACIONALISMO AUTORITARIO

4. RÉGIMEN BUROCRÁTICO, TECNOCRÁTICO, MILITAR.

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4. Hacer una recolección –previamente solicitada- de caricaturas y diverso material documental que ilustre y dé evidencia de las diferentes crisis económicas vividas desde 1968 hasta la actualidad. Ordenarlas cronológicamente y hacer una exposición al respecto.

Tema 4. La apertura democrática y la nueva geografía electoral.

1. Sin duda alguna, este es uno de los temas más relevantes de los últimos años en la vida política nacional, analizar la evolución que ha dado forma a la apertura democrática, tiene muchas vertientes para su análisis. Una de las maneras de acercarse a ella es revisar las evidencias que den cuenta de estos cambios, por ejemplo: conseguir alguna credencial de elector de las que aún no tenían fotografía, compararla con una de las actuales y señalar las diferencias entre éstas y argumentar la función de dichas diferencias.

También cuestionar acerca de qué organismo –antes de la fundación del ife– se encargaba de las elecciones en nuestro país, ¿qué deficiencias detectó la población y cuáles fueron los resultados políticos que se obtuvieron? ¿Qué diferencias hay entre el IFE de 1988 y el IFE del año 2000?

Se recomienda realizar una visita a una de las sedes del IFE para conocer más a fondo su estructura y sus funciones, así como información que permita valorar su papel en la consolidación de la apertura democrática. Para una actividad posterior –durante la visita al IFE– se sugiere solicitar información acerca de los resultados obtenidos en la elección para presidente de la República en los comicios de: 1982, 1988, 1994 y 2000.

2. Analizar la información obtenida en el IFE para reconocer cuál ha sido el comportamiento de la votación obtenida por los principales partidos políticos para la elección de gobernadores y poderes federales.

Cómo valoras la frase tan comúnmente escuchada antes de ¿Para que voy a votar si de todos modos va a ganar el PRI?

3. Finalmente utilizando los cuatro mapas de la República Mexicana vamos a valorar la presencia y evolución política en los últimos 20 años, pintando con verde las entidades gobernadas por el PRI, con azul las gobernadas por el pan y con amarillo las que corresponden al PRD, en los siguientes sexenios:

• 1982-1988 MMH; 1988-1994 CSG; 1994-2000 EZPL y hasta el 2001 con VFQ.

• Analizar los resultados y argumentar conclusiones.

Tema 5. Educación, crecimiento y crisis.

1. Mediante la exploración de conocimientos previos de los alumnos, resolver los siguientes cuestionamientos: ¿cuáles son los problemas educativos más relevantes de México, particularmente después de 1970? ¿Qué cambios se han vivido desde esa fecha en educación? ¿Qué situaciones sociales o políticas han propiciado esos cambios? De los resultados contenidos, elaborar un breve escrito donde sintetice lo más sobresaliente en la educación durante este tiempo.

2. Se sugiere revisar el texto de Olac Fuentes Molinar para identificar las características más importantes que durante los años setentas y principios de los 80 se dieron en cuanto a: cobertura, crecimiento y resultados educativos.

3. Recuperar la información que proporciona el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica (ANMEB), con la finalidad de identificar los problemas planteados en el diagnóstico, así como las acciones que establece para enfrentar dicha problemática. Con esta información y con otros elementos estudiados durante su formación, el alumno estará en posibilidad para definir en qué aspectos se ha avanzado y cuáles siguen siendo los problemas que, de manera significativa, continúan representando un reto educativo. Exponer y argumentar conclusiones.

4. Explicar mediante una investigación previa ¿cómo se ha hecho llegar a un mayor número de poblaciones la educación media superior, superior y tecnológica? ¿Cuál ha sido su impacto? ¿Qué nuevos retos surgen a través de esta expansión?

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En esta actividad se sugiere remitirse –si es posible– a la experiencia que en este aspecto se ha vivido en su entidad. En este bloque se podrán abordar temas de acuerdo a las propuestas e intereses de los alumnos y enriquecer las fuentes documentales con aportaciones hemerográficas y de otra índole.

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MATERIAL

DE

APOYO

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BREVE HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

LA ETAPA CONSTITUCIONALISTA Y LA

LUCHA DE FACCIONES

CAPÍTULO II Los decretos de Victoriano Huerta tendientes a justificar la disolución de las cámaras. La lleva se generaliza en todo el país. Cambios y más cambios en el Gabinete huertista. Un manifiesto zapatista. Victorias militares de los revolucionarios, en el norte y sur de la nación. El caso del súbdito inglés William S. Benton, fusilado por órdenes de Villa. El incidente de Tampico originado por el desembarco y detención de marinos del acorazado “Dolphin”. El crimen de la ocupación de Veracruz por el ejército norteamericano después de vencer la resistencia heroica del pueblo. Argentina, Brasil y Chile intervienen para evitar la guerra entre México y los Estados Unidos. Las conferencias de Niagara Falls. Los ejércitos de Huerta sufren nuevos descalabros. Al fin Huerta renuncia y sale del país. Carranza se preocupa por lo problemas del petróleo y de la tenencia de la tierra. Los tratados de Teoloyucan y el licenciamiento del ejército federal. Los revolucionarios ocupan la capital de la República. Al días siguiente de la disolución de las cámaras el 11 de octubre de 1913, Victoriano Huerta expidió un manifiesto a la nación y tres decretos con la mira de justificar el golpe de Estado, hecho sin precedente tratándose de sistemas legislativos no parlamentarios como el de México y los Estados Unidos, según la opinión de personas versadas en tales achaques. El manifiesto es modelo de cinismo. Victoriano Huerta dice en dicho documento que está dispuesto a sacrificar su propia vida al servicio de la nación; que el fuero de diputados y senadores había sido patente de inmunidad penal, olvidando o pretendiendo olvidar con impudencia inaudita que a pesar del fuero había mandado asesinar a varios diputados y al senador Belisario Domínguez; dice también que ha podido organizar un ejército de 85 mil hombr4es para imponer la paz en la República. Con descaro difícil de concebir

afirma que el Poder Legislativo usurpaba funciones de los otros dos poderes y que había dado muestras repetidas de hostilidad hacia el Ejecutivo. Esto era notoriamente falso, pues tanto la Cámara de Diputados como la de Senadores habían aprobado la mayor arte de las iniciativas de aquél, sin excluir los empréstitos onerosos contratados fuera y dentro del país. En el primer decreto Huerta se erige asimismo en dictador, sin tapujos ni eufemismos, al privar del fuero a los miembros de la XXVI Legislatura, quedando éstos en consecuencia “sujetos a la jurisdicción de los Tribunales, en caso de ser responsables de algún delito o falta”. Se refiere que en la noche del día en que fue disuelto el Congreso corrió por la ciudad el rumor de que varios diputados serían asesinados. El rumor no carecía de fundamento y los temores de nuevos atentados los justificaba la comisión de hechos criminales recientes. Dos miembros del cuerpo diplomático obligaron al ministro de Relaciones, Querido Moheno, a que los acompañara aquella noche a la penitenciaría y a que juntos tomaran nota de todos los representantes populares ilegalmente encarcelados. Esto de seguro sirvió para detener la mano asesina del dipsómano. En el segundo decreto Victoriano Huerta se arroga la facultad de decidir desde la altura de su megalomanía que el Poder Judicial de la Federación continúe funcionando en los términos establecidos por la Constitución General de la República. Por otra parte, se concede por su propia autoridad facultades extraordinarias en los ramos de Gobernación, Hacienda y Guerra, mientras se instala el nuevo Congreso que debía ser elegido el 26 de octubre, dieciséis días después del golpe de Estado. Uno se pregunta: ¿Cómo iba a ser posible preparar una elección general en sólo quince días? Sin embargo, la farsa fue consumada. Huerta, después de la disolución del Congreso, no iba a detenerse ante ningún obstáculo que se opusiera a sus designios, a su capricho, a su ambición. Su régimen había perdido desde el día anterior, 10 de octubre, la apariencia de Gobierno de jure para quedar simplemente como Gobierno de facto. El tercer decreto, que tiene fecha 10, está precedido de una serie de considerandos

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tendiente a justificar con malabarismos jurídicos el golpe de Estado; ordena la disolución de las Cámaras y convoca, según ya lo apuntamos en el párrafo anterior, a elecciones no sólo para diputados y senadores sino al mismo tiempo para Presidente y Vicepresidente de la República. Huerta arroja la tenue y desgarrada careta con la que cubría su ambición y se postula él para Presidente, y para Vicepresidente a su compinche el general Aureliano Blanquet. Y efectivamente, las elecciones, o mejor dicho la farsa de elecciones, se realizan en la fecha indicada. El licenciado Jorge Vera Estañol, insospechable de haber sido partidario de la Revolución constitucionalista, al referirse al acto electoral de que se trata, escribe en la obra ya citada, lo que sigue: “Desde luego, la convocatoria a elecciones extraordinarias de diputados y senadores para el día 26 del mismo octubre es inmediatamente seguida de reformas a la ley electoral, que arrebatan de manos de los votantes y ponen discrecionalmente en las de las autoridades políticas el control de las casillas y colegios del cómputo de los sufragios, con el único y exclusivo objeto de que el nuevo Congreso sea, sin salvedades, hechura huertista. “A continuación, Huerta y varios de sus ministros y adláteres, ya sin hipócritas disimulos, se dan a la tarea de hacer y rehacer la lista de los futuros diputados y senadores; tarea ciertamente difícil, pues esos puestos, antes tan codiciados, inspiran ahora temor o repugnancia, ¡tan general es la creencias de que el régimen huertista está en el principio de su fin, y tan preñada de humillaciones se considera la perspectiva de servir al Dictador! “Para hacer aceptar las ahora declinadas curules se emplean la persuasión, la súplica y los halagos, y cuando tales empeños no vencen las resistencias, se acude a la amenaza: así, los pocos hombres serios que a la postre figuran en las listas oficiales van a la fuerza; los demás, o son militantes que se creen encadenados por la ordenanza o insignificantes maniquíes.

“Por último, el usurpador arroja su ya inútil disfraz y hace postular en las elecciones de Presidente y Vicepresidente, la fórmula Huerta-Blanquet. “El día 26 de octubre se consuma la impudente farsa; no hay fraude, superchería, presión o violencia que deje de utilizarse en los empadronamientos, instalación de casillas, confección de cédulas, cómputo de votos y aprobación de credenciales; no se cuidan siquiera las apariencias; la imposición es brutal, desenmascarada, primitiva, y como resultado de ella, se anuncia la formación de un Congreso exclusivamente huertista y el casi unánime sufragio por el Dictador y su lugarteniente para los dos más elevados puestos del Poder Ejecutivo.” A la distancia de tantos años transcurridos, de tanta vergüenza e ignominia tanta, es muy posible que el lector esboce una sonrisa amarga ante aquella mascarada trágica. ¡Pobre México, a veces tan infortunado y siempre tan digno de suerte mejor! Después del 10 de octubre la arbitrariedad y el desenfreno no reconocen límites en los territorios dominados por el huertismo. La leva está a la orden del día tanto en la capital como en otras ciudades y poblados. Ningún individuo mal vestido está a salvo de ser aprehendido aun cuando no haya cometido delito alguno para llevarlo al cuartel próximo o distante. Allí se le cortaba el pelo a rape, se le ponía el uniforme de soldado y de prisa se le enseñaba a manejar el rifle. Después de dos o tres días de elementalísima enseñanza militar era enviado a combatir contra los revolucionarios. Muchos pobres reclutas, centenares y miles, no volvieron a sus hogares; murieron sin gloria, anónimamente, por defender ambiciones e intereses que no eran los suyos. Carne de cañón sacrificada por la insensatez y la maldad. Un testigo presencial de la leva de que eran víctimas en la ciudad de México centenares de modestos ciudadanos refiere lo que copiamos a continuación: “El reclutamiento del soldado se hace por leva: se toma a los conscriptos de las prisiones, de las Inspecciones de Policía, de donde se puede. Solamente que ahora se opera en masa, por la necesidad de los grandes números: de los curiosos que acuden

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al incendio de El Palacio de Hierro, un gran almacén de ropa de la capital, salen más de mil reclutas; a setecientos ascienden los que se recogen a la salida de una función de toros, que por ser inaugural atrae numerosa concurrencia; y las batidas se repiten sin cesar en las puertas de los teatros, cinematógrafos y cantinas, en la vía pública, en dondequiera que promete abundante colecta. “De allí van directamente al cuartel a vestir el uniforme y cargar el arma y sin demora son incorporados a su batallón y enviados a la campaña.” Por otra parte el Gobierno de Huerta se caracterizó por la constante desorganización y cambios en su Gabinete. En sus diecisiete meses de Gobierno o más bien de desgobierno cambia cinco veces al ministro de Relaciones, cuatro al de Gobernación, tres al de Justicia, cuatro al de Instrucción Pública, cinco al de Fomento, dos al de Agricultura, tres al de Comunicaciones, tres al de Hacienda y dos al de Guerra. Y algo semejante ocurre con el gobernador del Distrito Federal y con los gobernadores de los Estados. A lo anterior hay que agregar el desbarajuste financiero; los onerosos empréstitos exteriores; los préstamos forzosos a los Bancos establecidos en el país; la elevación de los gravámenes fiscales; los negocios sucios; en fin, la más completa inmoralidad administrativa. Así perdiendo cada vez más, semana a semana, el apoyo no diremos del pueblo que jamás lo tubo, sino de la grande y pequeña burguesía que al principio le dieron su respaldo entusiasta, el Gobierno huertista llegó al mes de abril de 1914 con su precario prestigio inicial hecho trizas. Su flamante ejército había ya sido derrotado en numerosas acciones de guerra, y los revolucionarios avanzaban victoriosos desde diferentes lugares del país sobre la capital de la República. Empero, es necesario retroceder un poco y hacer un resumen de la lucha revolucionaria. Con fecha 20 de octubre de 1913 el general Emiliano Zapata firmó un manifiesto dirigido a la nación, explicando una vez más los principios que le animaban y los propósitos que perseguía. El manifiesto está escrito en

estilo oratorio, semejante a los documentos de igual o parecida índole que por aquellos años se acostumbraban. De manera obvia se ratifica el Plan de Ayala en la creencia de que resolvería todos los problemas de México. Por supuesto que Zapata y sus consejeros áulicos estaban en este punto equivocados, ya que el susodicho Plan solamente se refería al problema agrario. También continuaban creyendo en las fabulosas riquezas de nuestro país; pero independientemente de las observaciones anteriores, debemos reconocer sin ambages la pureza del movimiento zapatista, su buena fe y la honradez de sus caudillos. Cabe agregar que los autores del manifiesto conocían bien la desigualdad irritante de los pocos inmensamente ricos y de los muchos inmensamente pobres. Y para conocimiento del lector vamos a transcribir cuatro párrafos, tomados de aquí y de allá, del documento mencionado: “La nación mexicana es demasiado rica. Su riqueza, aunque virgen, es decir, todavía no explotada, consiste en la agricultura y la minería; pero esa riqueza, ese caudal de oro inagotable, perteneciendo a más de quince millones de habitantes, se halla en manos de unos cuantos miles de capitalistas y de ellos una gran parte no son mexicanos. Por un refinado y desastroso egoísmo, el hacendado, el terrateniente y el minero, explotan una pequeña parte de la tierra, del monte y de la veta, aprovechándose ellos de sus cuantiosos productos y conservando la mayor parte de sus propiedades enteramente vírgenes, mientras un cuadro de indescriptible miseria tiene lugar en toda la República. Es más, el burgués, no conforme con poseer grandes tesoros de los que a nadie participa, en su insaciable avaricia, roba el producto de su trabajo al obrero y al peón, despoja al indio de su pequeña propiedad y no satisfecho aún, lo insulta y golpea haciendo alarde del apoyo que le presentan los tribunales, porque el juez, única esperanza del débil, háyase también al servicio de la canalla; y ese desequilibrio económico, ese desquiciamiento social, esa violación flagrante de las leyes naturales y de las atribuciones humanas, es sostenida y proclamada por el Gobierno, que a su vez sostiene y proclama pasando por sobre su propia dignidad, la soldadesca execrable.

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“Allí está la razón de por qué no reconoceremos a ningún Gobierno que no nos reconozca y, sobre todo, que no garantice el triunfo de nuestra causa. “Puede haber elecciones cuantas veces se quiera; pueden asaltar, como Huerta, otros hombres la Silla Presidencial, valiéndose de la fuerza armada o de la farsa electoral, y el pueblo mexicano puede también tener la seguridad de que no arriaremos nuestra bandera ni cejaremos un instante en la lucha, hasta que, victoriosos, podamos garantizar con nuestra propia cabeza el advenimiento de una era de paz que tenga por base la justicia y como consecuencia la libertad económica. “Téngase, pues, presente, que no buscaremos el derrocamiento del actual Gobierno para asaltar los puestos públicos y saquear los tesoros nacionales, como ha venido sucediendo con los impostores que logran encumbrarse a las primeras magistraturas; sépase de una vez por todas, que no luchamos contra Huerta únicamente sino contra todos los gobernantes y los conservadores enemigos de la hueste reformista, y sobre todo, recuérdese siempre que no buscamos honores, que no anhelamos recompensas, que vamos sencillamente a cumplir el compromiso solemne que hemos contraído dando pan a los desheredados y una patria libre, tranquila y civilizada a las generaciones del porvenir.” El manifiesto está calzado con estas palabras: “Reforma, Libertad, Justicia y Ley.” No parecen aún los vocablos “Tierra y Libertad”. En el norte, el centro y el sur del país continuaban la pelea. El 23 de noviembre de 1913 fue tomada después de rudos combates la ciudad de Culiacán, capital del Estado de Sinaloa, por las fuerzas al mando del general Álvaro Obregón. En estos combates se distinguieron los generales Lucio Blanco, Manuel M. Diéguez, Ramón F. Iturbe, Benjamín Hill y otros jefes y oficiales de la División del Noroeste. A fines de abril de 1914, dicha División Constitucionalista dominaba completamente todo el Estado de Sonora, con excepción del Puerto de Guaymas ocupado por los federales, el cual desde hacía varios meses se hallaba sitiado por las fuerzas al mando del general Salvador Alvarado.

Además, Obregón ya se había adueñado de casi todo el Estado de Sinaloa. La División del Norte, comandada por el general Francisco Villa, había luchado y continuaba luchando con notable actividad, obteniendo sobre el enemigo importantes y sonadas victorias. El 15 de noviembre de 1913, el famoso guerrillero norteño había tomado por sorpresa la población fronteriza de Ciudad Juárez, sin necesidad de disparar un solo tiro, obteniendo cuantioso botín de guerra en armas y parque. Siete semanas después infligió tremenda derrota a las fuerzas federales en Ojinaga. En le mes de marzo, Villa era ya dueño de todo el Estado de Chihuahua y avanzaba hacia el sur, teniendo como objetivo la ciudad de Torreón. El ataque a esta plaza, defendida por un poderoso ejército al mando del general José Refugio Velasco, se inició el 23 del mes precitado, y después de rudísimos y sangrientos combates cayó en poder de Francisco Villa y su División aguerrida y hasta entonces invicta el 2 de abril de 1914. Las pérdidas de los federales fueron considerables tanto en hombres como en toda clase de material de guerra. Los generales huertistas abandonaron Torreón en derrota y se dirigieron con su diezmado ejército rumbo a San Pedro de las Colonias. Días más tarde les esperaba otro nuevo y tremendo fracaso. En la batalla de Torreón participaron la mayor parte de los generales pertenecientes a la División del Norte. Entre ellos precisa recordar a José Isabel Robles, Eugenio Aguirre Benavides, Tomás Urbina, Raúl Madero y otros. También participó el general Eulalio Gutiérrez, con parte de su brigada. Por otro lado, en los Estados de Nuevo León, Tamaulipas y parte de Coahuila y San Luis Potosí, también luchaban sin tregua los jefes, oficiales y tropa pertenecientes a la División del Noreste al mando del general Pablo González. Ciudad Victoria, capital del Estado de Tamaulipas, fue tomada por lo más granado del Ejército Constitucionalista del Noreste al mando de los generales Pablo González, Francisco Murguía y Antonio I. Villarreal. El 12 de enero de 1914, una brigada de la misma División del Noreste al mando del general Eulalio Gutiérrez, se adueño después de reñidísimo combate de la población de Matehuala, perteneciente a San Luis Potosí.

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Puede decirse que Monterrey, la tercera ciudad de la Republica en importancia, tanto por su desarrollo económico cuanto por el número de sus habitantes, fue repetidas veces amagada por los revolucionarios casi desde el principio de la lucha contra el régimen de Huerta. Poco a poco la División del general González se fue apoderando de los Estados de Tamaulipas, Nuevo León y del norte de Coahuila. Desde principios de abril de 1914, la capital de Nuevo León estaba seriamente amenazada por fuerte concentración de los mejores elementos de la División del Noreste. Al fin se ordenó el asalto formal, y el 24 de dicho mes fue tomada, venciendo la tenaz resistencia de la poderosa guarnición federal. Entre los generales que participaron en esta importantísima acción de armas mencionamos a Antonio I. Villarreal, Cesáreo Castro y Teodoro Elizondo. Inevitablemente el hecho de que dos ciudades tan importantes como Torreón y Monterrey hubieran caído en poder de la Revolución en el curso del mes de abril, produjo en la capital de la República desaliento y pesimismo entre los partidarios del Gobierno espurio, a la vez que optimismo y aliento entre sus enemigos, cada día más numerosos. Mientras tanto continuaban en Michoacán la guerra de guerrillas los revolucionarios Amaro, García Aragón y Rentería Luviano; no dejaban ni por un momento tranquilas a las guarniciones federales de las principales plazas de aquel Estado. El general Cándido Aguilar ya se había apoderado de una parte de la zona petrolera de Veracruz, por supuesto con disgusto sin disimulos de las empresas petroleras extranjeras que veían obstaculizada la extracción del oro negro que aquel año de 1914 ya acusaba su inmensa potencialidad. Y no debemos olvidar en este esquema de la lucha armada a los surianos que reconocían como jefe supremo al general Emiliano Zapata. Todos los esfuerzos de Huerta y de su sanguinario lugarteniente Juvencio Robles fracasaron en su propósito de aniquilar a los zapatistas. A Zapata lo llamaban los periódicos nada menos que el “Atila del Sur” aumentaba constantemente sus efectivos y ensanchaba su esfera de acción. El Plan de Ayala era imán poderoso que atraía a millares de campesinos a las filas batalladoras del

caudillo agrarista. El mes de abril de 1914 fue fatal para Huerta. El día 8 de dicho mes las fuerzas zapatistas se adueñaron de la población de Iguala, Gro., y el día 24 de Chilpancigo, capital del Estado. De suerte que a fines de abril de 1914 prácticamente el norte del país se hallaba en poder de la Revolución, así como también los Estados de Morelos y Guerrero y parte de Puebla, Veracruz, San Luis Potosí y otras entidades de la República. Seis o siete capitales de Estado, con flamantes gobernadores revolucionarios, habían sido sustraídas del dominio de Huerta. Aquí se impone una breve digresión. El general Francisco Villa, hasta el mes de abril de 1914, había obtenido victorias de incuestionable significación sobre el ejército federal. Se había adueñado de todo el Estado de Chihuahua y vencido a la poderosa fuerza federal que defendía la plaza de Torreón. Mas de igual manera tuvieron importancia indudable los triunfos del general Álvaro Obregón en las batallas que libró contra los huertistas en Sonora y Sinaloa, ganando para la Revolución esos dilatados territorios. Y en cuanto al general Pablo González, que si bien es cierto no demostró las dotes estratégicas de Villa y Obregón, cierto es también que había hecho su parte ayudado por activos y valientes generales subalternos, tales como Murguía, Villarreal, Cesáreo, Castro, Teodoro Elizondo, Luis Caballero y los hermanos Eulalio y Luis Gutiérrez. Entre otros hechos de armas que debemos acreditar a la División del Noreste, por la significación militar y política que tuvieron, están los triunfos alcanzados al adueñarse de las capitales de Nuevo León y Tamaulipas. Además, no hay que desdeñar las operaciones de los zapatistas, ni de los guerrilleros que al mando de pequeñas partidas revolucionarias obligaban a Huerta a distraer en su persecución o en defensa de poblaciones asediadas regimientos y batallones que de otra suerte hubiera concentrado para combatir a los núcleos más poderosos. Por lo tanto, queremos afirmar que a ninguno de los jefes de las tres divisiones o ejércitos del Noreste, del Norte o del Noroeste, debe atribuírseles el triunfo exclusivo de la Revolución o una absoluta supremacía sobre los demás. Todos los revolucionarios que lucharon contra el huertismo tienen sus propios méritos, que deberá reconocer la historia. Decir, como se

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decía entonces y suele decirse todavía, que la caída de Huerta se debió a las victorias alcanzadas por la División Norte, exclusiva o casi exclusivamente, es una afirmación desorbitada, superficial e injusta. No queremos escatimar méritos guerreros a Francisco Villa, a quien la prensa de los Estados Unidos hizo famoso internacionalmente, atribuyéndole hechos y hazañas fabulosas; pero sí queremos tratar de destruir exageraciones y juicios simplistas; queremos dar a cada quien lo que en justicia le corresponde. A la distancia de más de medio siglo, precisa reconocer que a mediados de 1914, las figuras de mayor estatura revolucionaria eran las de Carranza, Villa, Obregón y Zapata. Carranza en primer lugar y después los otros tres. Y no hay balanzas de precisión histórica para saber cuál de ellos pesaba más en la conciencia popular de la nación. Incuestionablemente cada uno de los tres generales revolucionarios mencionados era más conocido en las regiones de sus andanzas guerreras. El 21 de febrero de 1914, el general Villa dirigió desde Chihuahua al señor Carranza, en Nogales, Sonora, el telegrama siguiente: “Martes 16 del corriente, inglés William S. Benton, trató asesinarme en Ciudad Juárez, pero debido a la violencia con que obré pude desarmarlo personalmente y lo entregué a un consejo de guerra para que lo juzgara, el cual lo condenó a muerte. Con este motivo prensa enemiga en Estados Unidos está haciendo gran escándalo. El citado Benton, además del atentado contra mi persona, ha cometido varios crímenes amparado por Terrazas y creo sinceramente que el fallo del jurado fue absolutamente justificado. Lo comunico a usted para que no se deje sorprender con falsas informaciones. Salúdolo respetuosamente.” En efecto, la prensa norteamericana hizo un gran escándalo con motivo de la muerte del súbdito inglés, presionando a su Gobierno para que tomara medidas enérgicas contra México. Algunos periódicos sugerían sin disimulo la conveniencia de la intervención armada. El señor Roberto Pesqueira, agente confidencial del Gobierno Constitucionalista en Washington, dirigió extensos telegramas informando a Carranza de la gravedad de la situación, así como también que el Gobierno

inglés Había pedido al de los Estado Unidos que exigiera a su nombre se hiciese amplia investigación sobre el caso. Don Venustiano esperó serenamente la representación del secretario de Estado, Bryan, lo cual hizo por medio del cónsul Simpich, de Nogales, Sonora. El Primer Jefe del Ejército Constitucionalista contestó negando al Gobierno de Washington, por supuesto en mesurado estilo diplomático, la facultad de la representación que se arrogaba, añadiendo que debía ser el Gobierno de Inglaterra el que tratara el enojoso asunto directamente con él. Esta respuesta evidentemente patriótica porque implicaba el desconocimiento de la famosa doctrina de Monroe, produjo mayor descontento en los sectores intervensionistas norteamericanos y arreció la campaña de prensa contra nuestro país. Sin embargo, la tal campaña se fue debilitando y las cosas no llegaron a mayores por aquellos días. En relación con el caso Benton, jamás se supo si Villa había dicho o no la verdad; si Benton había sido juzgado por un consejo de guerra o simplemente asesinado por órdenes de él. Ahora bien, es menester recordar que el Presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, retiró al embajador Henry Lane Wilson pocos días después de haberse hecho cargo de la primera magistratura de su país, pues era del dominio público lo mismo en México que en el extranjero, la participación del embajador y aunque en los sucesos que culminaron con los asesinatos de los señores Madero y Pino Suárez. El presidente Wilson, ex profesor de la Universidad de Princeton, puritano por abolengo y por hondas convicciones, se sentía defensor de la democracia en el mundo y por lo mismo adversario decidido de los gobiernos dictatoriales. Lógicamente se declaró desde luego enemigo de Victoriano Huerta, sobre todo a partir de la disolución de las Cámaras el 10 de octubre de 1913. Jamás reconoció al Gobierno de Huerta, aun cuando dejó instalada la Embajada en la ciudad de México y un encargado de negocios al frente de ella. No puede negarse la intervención por todos conceptos condenable del mandatario norteamericano en los asuntos interiores de México. Es obvio que tuvo derecho pleno para no reconocer al Gobierno del magnicida

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dictador; pero no lo tuvo para exigirle que renunciara a la presidencia, como lo hizo por medio de dos notas que su encargado de negocios entregó a la Secretaría de Relaciones Exteriores en el mes de noviembre de 1913, tan cargado de infortunios para la nación. Esa intromisión, de igual manera que las anteriores de la Casa Blanca y las posteriores de Wilson en México y otras naciones latinoamericanas, nunca podrá justificarse ante la historia. En una parte del mensaje que el presidente Woodrow Wilson dirigió el 2 de diciembre al Congreso de los Estados Unidos, dijo que “no puede haber perspectivas ciertas de paz en América hasta que el general Huerta haya entregado la autoridad por él usurpada en México; hasta que quede entendido por todos, efectivamente, que pretendidos gobiernos como ése, no serán tolerados ni reconocidos por el Gobierno de los Estados Unidos”; que “el conato de mantener un Gobierno en la ciudad de México ha fracasado y que se ha establecido un despotismo militar que apenas si tiene la apariencia de autoridad nacional. Originóse en la usurpación de Victoriano Huerta, quien después de un breve intento de aparecer como Presidente constitucional, ha acabado finalmente por prescindir de sus pretensiones de legitimidad y se ha declarado dictador. Existe, en consecuencia, ahora en México una situación que hace dudar de si podrán ser efectivamente protegidos por largo tiempo siquiera los más elementales y fundamentales derechos de sus propios nacionales o de los ciudadanos de otros países residentes en su territorio, y que, de continuar por largo tiempo, amenaza poner en peligro los intereses pacíficos, el orden y una existencia tolerable en las tierras que colindan con nosotros al Sur”. Días después de la lectura del mensaje, el Gobierno de los Estados Unidos ordenó a sus nacionales que salieran del territorio de México. Después de todo esto parecía inminente la intervención armada. Sólo faltaba un pretexto para que el atentado fuera cometido. Y el pretexto al fin se presentó. El 9 de abril de 1914 siete soldados y un oficial norteamericanos, pertenecientes a la infantería de marina del acorazado “Dolphin” que estaba frente al puerto de Tampico desembarcaron de una ancha que enarbolaba

la bandera de los Estados Unidos en un sector bajo control militar. Tampico estaba sitiado por fuerzas revolucionarias y defendido por tropas federales al mando del general Ignacio Morelos Zaragoza. Los siete soldados y el oficial fueron obligados a salir de la lancha por el coronel Ramón H. Hinojosa, a quien seguían diez saldados perfectamente armados. Los yanquis fueron detenidos; pero al saberlo Morelos Zaragoza los puso en libertad y dio cumplida disculpa al almirante Mayo, jefe de la flota extranjera surta en aguas territoriales mexicanas. El almirante no estuvo conforme con la disculpa, considerando la breve detención de sus subordinados como gravísima ofensa a la dignidad del Gobierno y del pueblo de los Estados Unidos. Mayo exigió una disculpa oficial, seguridades de que Hinojosa sería castigado y que la bandera de los Estados Unidos fuera izada y saludada con veintiún cañonazos. El incidente que en realidad carecía de importancia pasó a las cancillerías. El departamento de Estado ratificó las exigencias del marino. Huerta dijo que aceptaba siempre que inmediatamente después fuera también saludada con veintiún cañonazos la bandera mexicana. No hubo acuerdo, y el presidente Wilson solicitó del Congreso facultades para utilizar las fuerzas de mar y tierra contra nuestro país en los términos siguientes: “Vengo a pediros vuestra aprobación para que pueda emplear las fuerzas armadas de los Estados Unidos tan ampliamente como pueda ser necesario para obtener del general Huerta y de sus secuaces el más completo reconocimiento de los derechos y dignidad de los Estados Unidos aun en medio de las angustiosas condiciones que ahora prevalecen en México... En lo que hacemos no puede haber pensamiento de agresión o de engrandecimiento egoísta... Deseamos conservar incólume nuestra gran influencia por el servicio de la libertad tanto en los Estados Unidos como en cualquiera otra parte donde pueda emplearse en beneficio de la humanidad”. Y la infamia iba a consumarse horas más tarde. Frente al puerto de Veracruz se hallaba una poderosa flota de los Estados Unidos. Se hallaba también el vapor Ipiranga que traía fuerte cargamento de armas y parque para el Gobierno de Victoriano Huerta. Fletcher, comandante de la flota, recibió instrucciones de evitar el desembarque del navío alemán y

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de ocupar Veracruz. El día 21 sin previo aviso, sin declaración de guerra, varias lanchas ocupadas por marinos yanquis perfectamente armados se dirigieron a tierra con el propósito de ocupar la plaza. Inmediatamente los alumnos de la Escuela Naval y el pueblo se aprestaron a la defensa del puerto, rechazando en más de una ocasión a los marinos. La lucha desigual duró varias horas. Al fin tuvieron que ceder los mexicanos ante el cañoneo de los acorazados, la superioridad numérica y armamento de los intrusos. Sin embargo, ese pueblo y esos cadetes lograron con su valor y heroísmo poner a salvo el honor nacional. Muchos cayeron e la desigual pelea. Entre todos los combatientes nuestros se cita el caso del cadete José Azueta, quien con una ametralladora detuvo durante varias horas el ataque enemigo. Herido gravemente fue retirado del lugar de su hazaña. Hay la versión de que ya ocupado el puerto por el invasor, el almirante Fletcher, impresionado por el heroísmo de Azueta, fue personalmente a ofrecerle los servicios de un cirujano norteamericano. Y se dice que el joven héroe contestó: “¡De los invasores no quiero ni la vida!” Días después dejó de existir. En contraste con la conducta irreprochable de los cadetes de la Escuela Naval y del pueblo veracruzano, el general Gustavo Max que guarnecía la ciudad al mando de algunos cientos de soldados federales, al darse cuenta del ataque enemigo, se retiró prudentemente de la plaza para estacionarse en Tejería, lugar cercano al puerto. No se sabe bien si lo que hizo fue por propia iniciativa o por instrucciones de la Secretaría de Guerra y Marina. El internacionalista Isidro Fabela escribe en su libro titulado Historia diplomática de la Revolución Mexicana lo siguiente: “La ocupación militar de Veracruz por la infantería de marina de los Estados Unidos, el año de 1914, fue un delito internacional que constituyó, por parte de su autor principal, el presidente Woodrow Wilson, no sólo un desconocimiento evidente de los principios del derecho de gentes, sino un gravísimo error político que puso en claro su incomprensión absoluta de la Revolución Mexicana y de la psicología de nuestro pueblo...

Y nosotros agregamos que la ocupación de Veracruz fue como una mancha negra que oscurece con otras manchas negras la política de los Estados Unidos con las naciones latinoamericanas: México, Cuba, Filipinas, panamá, Nicaragua, Santo Domingo, Guatemala y en 1965 otra vez Santo Domingo. Miguel Alessio Robles escribió en 1938 a propósito de la ocupación de Veracruz: “La grandeza de un pueblo se mide por las ideas que defiende, por la excelsitud de sus artistas, de sus poetas, de sus pensadores, de sus héroes, de sus mártires. Cuando se habla de Atenas recordamos a sus artistas, cuando se habla de Roma recordamos a sus jurisconsultos, cuando se habla de España recordamos a sus poetas, cuando se habla de Francia recordamos a sus escritores, cuando se habla de Alemania recordamos a sus filósofos, cuando se habla de Estados Unidos, tan fuertes, tan ricos, tan poderosos, recordamos sus atropellos.” Y nosotros los mexicanos no debemos olvidar el ultraje del 21 de abril de 1914, en que contra toda razón y todo derecho fue hollado por segunda vez el suelo patrio por los invasores norteamericanos. El mismo día en que fue ocupado Veracruz, el cónsul norteamericano Carothers entregó al señor Carranza una nota del Departamento de Estado, asegurándole que el presidente Wilson no intentaba hacer la guerra a México; que si Veracruz había sido ocupado era por la negativa de Huerta de dar satisfacción por agravios recibidos; que estaba con el pueblo de México y que lo único que deseaba era el restablecimiento del orden constitucional en la República. Además se pedía la opinión del propio señor Carranza sobre la situación. El primer Jefe del Ejército Constitucionalista contestó inmediatamente sosteniendo que el Gobierno ilegítimo de Huerta no representaba a la nación y que él, Carranza, era la única autoridad legítima a la cual debió y debía dirigirse para cualquier reclamación el Gobierno de los Estados Unidos. La nota del Primer Jefe es mesurada, enérgica y patriota; es una protesta por la violación de la soberanía nacional. Para conocimiento del lector copiamos aquí dos párrafos de dicho documento:

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“...Mas la invasión de nuestro territorio, la permanencia de vuestras fuerzas en el puerto de Veracruz, o la violación de los derechos que informan nuestra existencia como Estado soberano, libre e independiente, sí nos arrastrarían a una guerra desigual, pero digna, que hasta hoy queremos evitar. “Ante esta situación real por que atraviesa México, débil, hoy más que nunca, después de tres años de sangrienta lucha, comparada con la formidable de la nación americana; y considerando los hechos acaecidos en Veracruz como atentatorios en el más alto grado para la dignidad e independencia de México y en pugna con vuestras reiteradas declaraciones de no desear romper el estado de paz y amistad con la nación mexicana, y en contradicción también con la resolución del Senado de vuestro país, que acaba de declarar que los Estados Unidos no asumen ninguna actitud contra el pueblo mexicano ni tienen propósito de hacerle la guerra; considerando igualmente que los actos de hostilidad ya cumplidos exceden a lo que la equidad exige para el fin perseguido, el cual puede considerarse satisfecho, no siendo por otra parte el usurpador de México a quien en todo caso competería otorgar una reparación; interpreto los sentimientos de la gran mayoría del pueblo mexicano que es tan celoso de sus derechos como respetuoso ante los derechos ajenos, y os invito a suspender los actos de hostilidad ya iniciados, ordenando a vuestras fuerzas la desocupación de los lugares que se encuentran en su poder, en el puerto de Veracruz...” A nuestro juicio la respuesta de Carranza fue congruente con su posición de jefe de la Revolución, pues Huerta estaba ya casi perdido y hubiera sido torpe negociar con él para formar un frente único contra los invasores, sin esperar con serenidad el desarrollo de los acontecimientos. Precisemos que la respuesta a que estamos haciendo referencia está fechada en la ciudad de Chihuahua el 22 de abril, un día después del atentado contra nuestra soberanía. Bien pronto se vio que la intervención de los norteamericanos se limitaba a permanecer en el puerto de Veracruz, lo cual contribuyó a que fracasaran los propósitos de Victoriano Huerta, de utilizar en su provecho la

intervención extranjera. El fuego patriótico de millares de ciudadanos que se manifestó durante los primeros días, se apagó poco a poco, al saberse que continuaba la lucha revolucionaria contra el Gobierno de Huerta y la mediación amistosa de Argentina, Brasil y Chile para evitar la guerra entre los Estados Unidos y México. Así fue en efecto. El día 25 de abril los representantes diplomáticos de las tres naciones mencionadas acreditadas en Washington, ofrecieron sus buenos oficios al Gobierno de Wilson y al de Huerta, con el fin de solucionar pacíficamente el lamentable conflicto. Tanto el primero como el segundo aceptaron inmediatamente y de buen grado la mediación, procediendo a designar plenipotenciarios, quienes iniciaron las negociaciones el 20 de mayo de Niagara Falls, del lado canadiense. El Gobierno de Huerta designó tres representantes, los señores Emilio Rabasa, Agustín Rodríguez y Luis Elguero, todos ellos juristas distinguidos y de excelente reputación. El Gobierno de Washington nombró a los señores Joseph R. Lamar, magistrado de la Suprema Corte de Justicia y Frederick W. Lehmann, consultor del Departamento de Estado. Y mientras cambiaban impresiones orales y escritas en presencia de los ministros de Argentina, Brasil y Chile los flamantes plenipotenciarios, en México se tambaleaba el régimen de Huerta, por el empuje de los ejércitos revolucionarios. Los federales sufrían tremendas derrotas y perdían las ciudades más importantes, ya no sólo del norte sino también del centro y del sur del país. Lógicamente las conferencias de Niagara Falls resultaban cada vez más difíciles e inoperantes. No se necesitaba ser profeta para augurarles el más completo fracaso. La historia ha recogido dos memoranda que reflejan la posición de los plenipotenciarios de Huerta y de Wilson. El memorándum de los mexicanos de 12 de junio, debemos reconocerlo, es claro y patriota, rechaza con energía la osada actitud intervensionista del Gobierno norteamericano, pero ignorando o más bien aparentando ignorar la comprometida situación en que se hallaba el régimen huertista en aquellos momentos, por lo triunfos repetidos y cada vez de mayor importancia de los constitucionalistas. Los delegados mexicanos estaban de acuerdo con

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el retiro de Victoriano Huerta y proponían la formación de un Gobierno neutral que convocara a elecciones. Los norteamericanos estaban por supuesto conformes con la eliminación del soldado usurpador; mas proponían que el Gobierno que convocara a elecciones se integrara con una mayoría absoluta de constitucionalistas, apoyándose en que éstos ya dominaban buena parte del territorio nacional. No ocultaban estar interviniendo en los asuntos internos de México. Pero aseguraban con insistencia en que lo único que deseaba el presidente Wilson era el restablecimiento de la paz y la prosperidad de nuestro país. El antiguo y puritano profesor de la Universidad de Princeton se erigía en nuestro protector sin más apoyo que la fuerza y su propia voluntad. El acuerdo, ya lo apuntamos antes, fue imposible. Las conferencias de Niagara Falls llegaron a su término el 25 de junio, firmándose un protocolo simplemente para salir del paso. Vera Estañol al referirse al tal protocolo dice que “es un curioso ejemplar de teratología diplomática, refractario a toda clasificación técnica...” Uno no puede explicarse por qué el Gobierno de Wilson aceptó tratar con representantes de un régimen político que nunca había reconocido y con el cual había roto relaciones diplomáticas a raíz del incidente de Tampico. La única explicación que se ocurre es que quiso dar tiempo al Ejército Constitucionalista, cuyo poderío creciente auguraba el completo y rápido triunfo. En cuanto a Huerta es fácil pensar que aceptó las conferencias de Niagara Falls como la única posibilidad de salir de la muy difícil situación en que se encontraba. El 25 de junio de 1914, fecha de la firma del protocolo, estaban contados los días del Gobierno emanado de la traición y el crimen. Las constantes derrotas del ejército federal durante los primero meses de 1914 y la ocupación de Veracruz por los norteamericanos el 21 de abril, no quebrantaron la voluntad de Victoriano Huerta, quien seguía creyendo en la posibilidad de dominar la situación con los elementos que aún le quedaban. Para llenar las bajas de su ejército continuó la leva de abril en adelante, lo mismo en la capital de la República que en otras ciudades y pequeños

centros de población. Con excepción de la gente decente, o mejor dicho de los individuos del sexo masculino bien vestidos, más o menos en buenas relaciones con las autoridades, nadie estaba a salvo de ser aprehendido y llevado al cuartel próximo o distante para engrosar el diezmado ejército de forzados. Así, como ya se dijo en otra parte, miles de ciudadanos pacíficos, alistados contra su voluntad y convicciones fueron a morir en las batallas de San Pedro de las Colonias, Zacatecas y Orendáin. La Casa del Obrero Mundial fue clausurada con lujo de fuerza el 27 de mayo de 1914, encarcelando a los dirigentes. Huerta no se deba por vencido y continuaba sembrando el terror en todas las zonas por él todavía dominadas. Los triunfos revolucionarios, de abril de 1914 en adelante, se multiplicaron por todas partes. A continuación vamos a dar las fechas en que fueron tomadas por los constitucionalistas varias plazas de enorme importancia en el norte y el centro del país; unas después de reñidas y sangrientas batallas; otras porque los federales las evacuaban sin combatir retirándose hacia el Sur. Después de la toma de Torreón las fuerzas de la División del Norte comandadas por Villa avanzaron hacia San Pedro de las Colonias donde se habían hecho fuertes los huertistas. Se libró una tremenda batalla en la que los federales fueron casi completamente aniquilados, no obstante que sumaban algo más de doce mil hombres. Fue uno de los mayores reveses que sufrieron. La diezmada columna se dirigió a Saltillo, plaza que bien pronto evacuaron marchando hacia San Luis Potosí. Saltillo fue ocupado, por supuesto sin disparar un tiro, por la brigada del general José Isabel Robles el 20 de mayo. Siete días antes de la ocupación de la capital de Coahuila, el puerto de Tampico cayó en poder de los constitucionalistas, después de largo sitio y reñidos combates. Los federales se vieron obligados a evacuar las ciudades. Las fuerzas atacantes estuvieron a las órdenes del general Pablo González y de otros jefes de la División del Noreste. Los generales Lucio Blanco y Rafael Buelna, pertenecientes a la división del general Álvaro

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Obregón tomaron e 16 del mismo mes de mayo la población de Tepic, entonces capital del territorio del mismo nombre. La batalla de Zacatecas fue tal vez la más tremenda en que se empeñaron revolucionarios y huertistas. Se refiere que la ciudad estaba defendida por alrededor de doce mil hombres. La brigada del general Pánfilo Natera inició el ataque pero sin resultado satisfactorio. No tenía a su disposición sino seis mil hombres. El enemigo era mucho más poderoso. Ante este hecho el general Villa con parte de la División del Norte, fuerte en diez mil individuos, avanzó rápidamente de Torreón a las inmediaciones de la plaza asediada. La lucha terrible duró varios días con pérdidas considerables para unos y otros. Por fin el 23 de junio la plaza que parecía inexpugnable fue ocupada por los revolucionarios. El general Felipe Ángeles fue quien tuvo a su cargo el mando supremo de la artillería, y se cuenta que a él se debió en gran parte la victoria. El botín fue considerable. En el libro del general Juan Barragán, que ya hemos citado, se lee en relación con la batalla de Zacatecas lo que sigue: “Zacatecas cayó en poder de Villa el día 23 de junio, después de varios días de tremendos combates. Defendía la plaza el general federal Luis Medina Barrón, que tenía a sus órdenes doce mil soldados, no diez mil como se suponía, numerosa artillería y ametralladoras, perfectamente fortificado, tanto en las posiciones naturales de la ciudad como en las obras de defensa que expresamente habían construido los federales. En el ataque tomaron participación: la División del Norte, las fuerzas de Natera y Arrieta y la Brigada Triana, estimándose el efectivo de las tropas revolucionarias en dieciséis mil hombres. El enemigo dejó en poder de los vencedores doce mil rifles máuser, doce cañones, varias ametralladoras y seis mil prisioneros, habiéndose recogido del campo de batalla cuatro mil ochocientos treinta y siete cadáveres federales. Puede decirse que toda la guarnición federal sucumbió, pues Medina Barrón, Argumedo y otros generales apenas pudieron escapar con trescientos hombres rumbo a Aguascalientes. Por parte de las fuerzas constitucionalistas hubo que lamentarse la muerte, en uno de los

combates, del general Trinidad Rodríguez, y la del general Toribio Ortega, quien sucumbió en Chihuahua a los pocos días de la caída de Zacatecas, víctima del tifus que se desarrolló en la ciudad como consecuencia de la terrible mortandad.” También debemos mencionar la batalla de Orendáin en que las fuerzas constitucionalistas de Obregón aniquilaron a una columna federal de ocho mil hombres. Esta batalla tuvo lugar los días 6 y 7 de julio e hizo posible que al día siguiente ocuparan los revolucionarios, ya sin combatir, la ciudad de Guadalajara, la más importante después de la de México, pues los federales la habían evacuado la noche anterior. La capital de San Luis Potosí la ocuparon los constitucionalistas el 18 de junio, sin necesidad de combatir. Primero entraron las fuerzas del general Alberto Carrera Torres y muy poco después las del general Eulalio Gutiérrez. El mismo Carrera Torres se adueño de la capital de Guanajuato el 29 del mes antes citado. Dos días antes las avanzadas de la División del Noreste mandadas por el general Francisco Murguía ocuparon la ciudad de Querétaro, que como es bien sabido se encuentra solamente a un poco más de 200 kilómetros de la capital de la República por carretera. Debemos agregar que ya para mediados de julio de 1914 todas las ciudades fronterizas de los Estados Unidos estaban en poder de la Revolución, lo mismo que todo el Norte, casi todo el Centro y una parte del Sur. En estas condiciones Victoriano Huerta, el soldado traidor, ya no pudo resistir más; y con fecha 15 de ese mes de julio, trágico para él, presentó su renuncia a la Presidencia de la República ante el Congreso ilegal que había nombrado a fines de octubre de 1913. Un día antes partió rumbo a Puerto México a fin de embarcarse y abandonar para siempre el territorio nacional. Queremos insistir en algo que ya se ha escrito en capítulos anteriores. Nos referimos a la afirmación de que en la etapa constitucionalista del movimiento

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revolucionario, es decir, en la pugna contra el Gobierno de Huerta, se vio desde luego que asumía las características de una lucha de clases. Y por estimarlo necesario y oportuno queremos repetir que apoyaron al Gobierno Huerta inmediatamente después del cuartelazo de la Ciudadela, el ejército pretoriano del general Díaz, el Clero y la grande mediana burguesía nacional y extranjera. Con Carranza, Zapata y los demás caudillos se fueron sumando individuos de la clase popular y unos cuantos intelectuales pertenecientes a la clase media. En consecuencia, los dos campos quedaron desde un principio deslindados con claridad meridiana. Y siguiendo al doctor José María Luis Mora, podemos decir que del lado de Huerta estaban los partidarios del retroceso y del de Carranza los amigos del progreso. En lenguaje contemporáneo cabe usar los vocablos derecha e izquierda; la derecha apoyada a la dictadura huertista y la izquierda a la Revolución. Alguna vez el escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña, dijo que la historia de México había sido siempre una lucha entre el peladísimo honrado y el decentismo ladrón. Nosotros agregamos que el mal ha consistido en que muy a menudo los pelados se han vuelto personas decentes con todas sus consecuencias. Ahora bien, al ocupar los revolucionarios al principio de la contienda un pequeño poblado o una población de cinto a diez mil habitantes, muchas veces después de sangrienta lucha, se enteraban de que los ricos y los miembros del Clero habían sido sus más enconados enemigos. Esto se repitió en todas partes desde marzo de 1913 hasta el mes de agosto de 1914. Inevitablemente fue creciendo cada vez más el odio de las huestes revolucionarias hacia unos y otros. Por su parte, las personas ricas al saber que los constitucionalistas o los zapatistas se aproximaban en número considerable a las poblaciones medianas o pequeñas en que habitaban, huían a la capital de Estado o de la capital del Estado a la de la República, según los casos. Y por regla general al apoderarse los soldados de la Revolución de los centros urbanos, sus jefes y oficiales ocupaban, para vivir en ellas, las casas más o menos suntuosas, los palacetes o palacios de la minoría acaudalada. En no

pocas ciudades importantes, como Monterrey y San Luis, todos o casi todos los componentes del Clero fueron expulsados del país. Empero, es pertinente aclarar aquí despacio y con el mayor énfasis, porque presenciamos los hechos, que no es cierto que los revolucionarios eran contrarios a la doctrina de Cristo. Nada de eso. Millares de soldados al entrar triunfantes a una plaza ostentaban en los sombreros la imagen de la Virgen de Guadalupe o de algún santo consagrado por la Iglesia Católica. Los revolucionarios, o mejor dicho para ser precisos los jefes y oficiales revolucionarios eran anticlericales por la simple razón de que los clérigos los habían combatido con saña, y porque algunos de estos jefes y oficiales conocían más o menos bien la historia de México. Sabían que lo mismo en las guerras por la Independencia que en las de la Reforma, el Clero mexicano estuvo siempre del lado de la riqueza y en contra de la case económicamente más débil. No podemos negar que las pasiones muchas veces se desbordaron como siempre ha ocurrido y ocurre en las guerras civiles. De los crímenes y arbitrariedades del huertismo ya nos hemos ocupado; mas ahora debemos agregar que también los hubo en el campo revolucionario, sin que podamos dictaminar si en mayor o en menor escala. En ocasiones al ocupar una plaza los caudillos de la Revolución con sus tropas, eran fusilados los enemigos reconocidos que no habían podido escapar. Sin embargo, con excepciones lamentables, no se torturaba al adversario ni hubo actos sistemáticos de crueldad como ha sucedido en otros países en años posteriores. Además, bueno es apuntarlo, siempre se respetó la vida de la mujer. En conclusión puede asegurarse que las torturas como sistema y la sistematización de la crueldad no se emplearon en México durante la Revolución. Pasando a otro asunto nos parece de interés recordar que el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, antes de llegar a la capital de la República, demostró su preocupación por dos problemas fundamentales: el del petróleo y el agrario. Con respecto al primer problema, ordenó el 21 de julio de 1914 que se cobrara un derecho de $0.10 en oro por cada tonelada de petróleo que se exportara; y en relación con el segundo problema, dispuso

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con fecha 6 de agosto del año mencionado, que los gobernadores constitucionalistas de los Estados en poder de la Revolución, reunieran el mayor número de datos e informes sobre la cuestión agraria, pues debía reconocerse que era un arduo problema de urgente necesidad que debía resolverse al triunfo de la causa revolucionaria. Estas dos disposiciones de la primera jefatura desmienten una vez más a quienes han escrito que al señor Carranza no le importaban los problemas vitales de la nación, los de carácter económico y social. Victoriano Huerta, ocupémonos una vez más de este personaje sombrío, acudió, antes de renunciar a la Presidencia, al conocido expediente de nombrar secretario de Relaciones al licenciado Francisco Carvajal, quien de conformidad con la Constitución de 1857, ocupó la silla presidencial pensando en la posibilidad de llegar a una transacción con los victoriosos caudillos revolucionarios. Éstos dominaban ya a fines de julio y comienzos de agosto más de las dos terceras partes de la República, y hubiera sido estupidez inaudita tomar en serio a un Gobierno sin ningún arraigo popular y prácticamente vencido. Los generales Álvaro Obregón y Lucio Blanco se situaron en Teoloyucan, a 30 kilómetros de la capital, con el propósito de tomarla si era menester a sangre y fuego. Carvajal también renunció, y se dio prisa para escapar al extranjero. De suerte que el Gobierno originado en el Pacto de la Embajada se quedó acéfalo y sin más camino que pactar su rendición incondicional. Con este propósito salieron de la ciudad de México para Teoloyucan los señores general Gustavo Salas, vicealmirante Otón Blanco, Eduardo Iturbide, Alfredo Robles Domínguez y varios representantes diplomáticos. Pero dejemos una vez más la palabra al licenciado Jorge Vera Estañol. De su libro ya citado tomamos lo que a continuación se transcribe: “Carvajal intenta de nuevo obtener garantías; Gustavo Salas, comisionado de la Secretaría de Guerra, y Eduardo Iturbide, gobernador del Distrito Federal, acompañados de los representantes diplomáticos del Brasil, Guatemala, Francia e Inglaterra y del agente revolucionario Alfredo Robles Domínguez, se encaminan rumbo a Teoloyucan a conferenciar

con Carranza y con los dos jefes militares Álvaro Obregón y Lucio Blanco. “Salas lleva el encargo de proponer, por vía de capitulación, que los federales evacuaran la plaza de México, dirigiéndose sobre la línea del Ferrocarril Mexicano, rumbo a Puebla, con armas y pertrechos, para que al establecerse el nuevo Gobierno con la Presidencia provisional de Carranza, todos los contingentes federales queden a sus órdenes, bajo la condición de una amnistía general por razón de delitos políticos. ”Iturbide” va a solicitar garantías para la población civil y a concertar la forma de hacer el servicio de policía urbana y de proteger a la ciudad contra la temida onda zapatista. Después de humillantes esperas y desaires, que se extienden a los agentes diplomáticos del séquito, y de mantener preso a Iturbide, al fin se abren las Pláticas, interrumpiéndose por algunas horas para que los comisionados puedan dar cuenta de que los revolucionarios exigen que las fuerzas evacuantes no lleven consigo artillería, ni parque de reserva. Carvajal resuelve en esta sazón abandonar el puesto y dirigirse a Veracruz, a cuyo efecto nombra a Refugio Velasco comandante general del Ejército y le entrega la situación. Bajo estos auspicios se celebra ese mismo día el convenio de Teoloyucan. El gobernador del Distrito con la gendarmería a sus órdenes cuidará del orden en la ciudad de México, hasta que las fuerzas revolucionarias entren a tomar posesión. Los federales evacuarán inmediatamente la capital con rumbo a Puebla, en grupos no mayores de 5000 hombres, sin artillería ni parque de reserva; se reconocerán sus grados a los jefes y oficiales del Ejército, quedando éstos y aquéllos bajo las órdenes del Gobierno que se organice por la Revolución; las guarniciones de Manzanillo, Córdoba, Jalapa, Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán serán disueltas y desarmadas; los buques de guerra en el Golfo de México y en el Pacífico se concentrarán respectivamente en Coatzacoalcos y Manzanillo. “Tal es el convenio que generalmente se conoce como el origen de la disolución del Gobierno claudicante y del Ejército y de cuyas

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consecuencias alternativamente se hacen responsables a Carvajal y a Velasco.” El relato de Vera Estañol es fiel en términos generales, aun cuando no oculta su filiación política reaccionaria. Desde luego, según otros informes que tenemos a la vista, no es cierto lo de la descortesía de los jefes del ejército triunfante. Empero si por falta de cortesía se entiende la actitud tajante de don Venustiano Carranza ante la impertinencia del ministro del Brasil que exigía garantías no sólo para los extranjeros sino también para los mexicanos radicados en la ciudad de México, entonces tenemos que dar la razón al referido letrado. A este propósito el general Juan Barragán, muy probablemente testigo presencial de los hechos, cuenta el siguiente diálogo entre el señor Carranza y el señor J.M. Cardoso de Oliveira, decano del cuerpo diplomático acreditado ante el Gobierno de Huerta: Cambiados los saludos de rigor, el señor Cardoso Oliveira inició la plática diciendo al señor Carranza: En representación de mis colegas exijo de usted amplias garantías para los extranjeros y para los nacionales de la ciudad de México. Si usted se compromete formalmente a otorgarlas, yo pondré toda mi influencia para que se rinda la capital... -Un momento, señor Ministro –interrumpió el señor Carranza-: puede usted contar con toda clase de garantías para los extranjeros que residen en la ciudad de México; pero respecto a los nacionales, no le reconozco a usted ningún derecho para venir a pedir garantías para ellos, ni para que en su calidad de representante extranjero venga usted a inmiscuirse en asuntos que son únicamente de la competencia de nosotros, los mexicanos. “Como el señor Cardoso de Oliveira tratara de insistir, el Primer Jefe lo interrumpió diciéndole: Hemos terminado la conferencia, señor Ministro, lo que obligó al impertinente diplomático a retirarse...” Aquí debemos reconocer que la prenda más sobresaliente de don Venustiano Carranza en toda su actitud política e independientemente de sus errores, fue defender sin vacilación la dignidad y la soberanía de la nación.

Al fin, el 15 de agosto de 1914, entró a la ciudad de México el general Álvaro Obregón, comandando una parte de su ejército, sin haber perdido él jamás una batalla. Cinco días después llegó a la capital el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista. Victoriano Huerta había fracasado en su intento de establecer la paz sin más recursos que la fuerza militar, la violencia, la arbitrariedad y el asesinato; había fracasado en su intento de retroceder en la historia. Él despreció al pueblo y el pueblo en armas lo venció. Y ya no mencionaremos más el nombre de ese personaje siniestro que es mancha indeleble en la historia doliente de nuestro México. El señor Carranza y los principales jefes de su ejército que le acompañaron fueron recibidos con entusiasmo desbordante entre vítores y aplausos por los capitalinos. Es fama que siempre han recibido así a todos los triunfadores. Ignoraban que gruesas nubes se acumulaban en el horizonte, anuncio de nuevas tormentas, de nuevas desgracias para México.

LA NOTA DEL SEÑOR CARRANZA AL PRESIDENTE WILSON CON MOTIVO DE LA

OCUPACIÓN DE VERACRUZ Chihuahua, 22 de abril de 1914. Señor cónsul J. C. Carothers. C. Juárez. En contestación al mensaje del señor secretario Bryan, que me fue comunicado por su conducto, sírvase usted transcribir a dicho señor Bryan la siguiente nota dirigida al señor Presidente Wilson: En espera de la resolución que el Senado americano diera al mensaje que Vuestra Excelencia le dirigió con motivo del lamentable incidente ocurrido entre la tripulación de una lancha del acorazado Dolphin y soldados del usurpador Victoriano Huerta, se han ejecutado actos de hostilidad por las fuerzas de mar, bajo el mando del almirante Fletcher, en el puerto de Veracruz. Y ante esta violación de la soberanía nacional, que el Gobierno constitucionalista no esperaba de un Gobierno que ha reiterado sus deseos de mantener la paz con el pueblo de México, cumplo con un deber de elevado patriotismo al dirigiros la

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presente nota para agotar todos los medios honorables, antes de que dos pueblos honrados rompan las relaciones pacíficas que todavía los unen. La nación mexicana, el verdadero pueblo de México, no ha reconocido como a su mandatario al hombre que ha pretendido lanzar una afrenta sobre su vida nacional, ahogando en sangre sus libres instituciones. En consecuencia, los hechos del usurpador Huerta y sus cómplices no significan actos legítimos de soberanía; no constituyen funciones verdaderas de derecho público interior ni exterior, y menos aún representan los sentimientos de la nación mexicana, que son de confraternidad hacia el pueblo norteamericano. La posición de Victoriano Huerta en lo que concierne a las relaciones de México con los Estados Unidos, así como con la Argentina, Chile, Brasil y Cuba, ha quedado firmemente establecida con la actitud justiciera de los gobiernos de estas naciones, al negar su reconocimiento al usurpador, prestando de este modo a la noble causa que represento un valioso apoyo moral. El título usurpado de Presidente de la República no puede investir al general Huerta de la facultad de recibir una demanda de reparación de parte del Gobierno de los Estados Unidos, ni de otorgar una satisfacción si ella es debida. Victoriano Huerta es un delincuente que cae bajo la jurisdicción del Gobierno constitucionalista, hoy el único, por las circunstancias anormales del país, que representa la soberanía nacional de acuerdo con el espíritu del artículo 128 de la Constitución Política Mexicana. Los actos ilegales cometidos por el usurpador y sus parciales y los que aún pueden perpetrar, ya sean de carácter internacional, como los acaecidos en el puerto de Tampico, ya sean de orden interior, serán juzgados y castigados con inflexibilidad y en breve plazo por los tribunales del Gobierno constitucionalista. Los actos propios de Victoriano Huerta nunca serán suficientes para envolver al pueblo mexicano en una guerra desastrosa con los Estados Unidos, por que no hay solidaridad alguna entre el llamado Gobierno de

Victoriano Huerta y la nación mexicana, por la razón fundamental de que él no es el órgano legítimo de la soberanía nacional. Mas la invasión de nuestro territorio, la permanencia de vuestras fuerzas en el puerto de Veracruz, o la violación de los derechos que informan nuestra existencia como Estado soberano, libre e independiente, sí nos arrastraría a una guerra desigual pero digna, que hasta hoy queremos evitar. Ante esta situación real por que atraviesa México, débil, hoy más que nunca, después de tres años de sangrienta lucha, comparada con la formidable de la nación americana; y considerando los hechos acaecidos en Veracruz como atentatorios en el más alto grado para la dignidad e independencia de México y en pugna con vuestras reiteradas declaraciones de no desear romper el estado de paz y amistad con la nación mexicana, y en contradicción también con la resolución del Senado de vuestro país que acaba de declarar que los Estados Unidos no asumen ninguna actitud contra el pueblo mexicano ni tienen propósito de hacerle la guerra; considerando igualmente que los actos de hostilidad ya cumplidos exceden a lo que la equidad exige para el fin perseguido, el cual puede considerarse satisfecho; no siendo por otra parte el usurpador de México a quien en todo caso competería otorgar una reparación, interpreto los sentimientos de la gran mayoría del pueblo mexicano que es tan celoso de sus derechos como respetuoso ante los derechos ajenos, y os invito a suspender los actos de hostilidad ya iniciados, ordenando a vuestras fuerzas la desocupación de los lugares que se encuentran en su poder, en el puerto de Veracruz, y a formular ante el Gobierno constitucionalista que represento, como Gobernador Constitucional del Estado de Coahuila y jefe del Ejército Constitucionalista, la demanda del Gobierno de los Estado Unidos originada por sucesos acaecidos en el puerto de Tampico, en la seguridad de que esa demanda será considerada con un espíritu de la más alta justicia y conciliación. El Gobernador Constitucional del Estado de Coahuila y Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, V. Carranza.

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CAMBIO DE NOTAS ENTRE REPRESENTANTES DEL GOBIERNO DE

HUERTA Y EL DE WASHINGTON DE 12 Y 15 DE JUNIO DE 1914,

RESPECTIVAMENTE Memorándum del 12 de junio de 1914 presentado por la delegación mexicana a la delegación americana en Niagara Falls. Las proposiciones presentadas por la delegación americana demuestran que el fin de su política es dar el triunfo incondicional y absoluto a la Revolución, con lo cual toma a su cargo la dirección de los asuntos interiores de México, adopta resueltamente el cambio de la intervención inmediata en su dirección y por consiguiente acepta la responsabilidad del nuevo orden de cosas. El gobierno americano, por medio de su delegación, quiere: primero, que el Presidente provisional sea un constitucionalista; segundo, que la junta electoral tenga mayoría de constitucionalistas; tercero, que las fuerzas de mar y tierra americanas permanezcan en territorio y aguas jurisdiccionales de México por un tiempo que el Gobierno de Washington puede hacer indefinido y prolongar hasta la época de la elección. Todo esto significa el derecho de imponer un Presidente en la elección próxima; porque si todos los elementos del Gobierno provisional han de ser revolucionarios, la libertad electoral será una superchería. Por este motivo la delegación mexicana ha declarado a los mediadores, desde luego, que rechaza la proposición de entregar el Gobierno de México a un constitucionalista, y que la rechaza por su propia cuenta sin consultar al Gobierno de México, porque no consiente tomar participación ninguna en los manejos necesarios para que el Gobierno de Washington imponga un Presidente en México. ¿Por qué el Gobierno de Washington objeta el establecimiento de un Gobierno provisorio neutral que los mediadores propusieron y la delegación mexicana aceptó desde luego? Todos contestarán a esta pregunta, diciendo que es porque que es porque el Gobierno de Washington no quiere la libertad electoral en México. Es evidente que una elección libre en un pueblo no ejercitado en el sufragio sólo

puede realizarse presidida por un Gobierno imparcial. El establecimiento del Gobierno neutral es lo único que puede proponerse con lealtad para con el pueblo mexicano, cuyo beneficio ha alegado constantemente el Presidente Wilson como motivo de su actitud. Si se trata realmente del bien del pueblo mexicano, hay que preguntarle a ese pueblo cómo lo entiende y no imponérselo a la fuerza. Si el sentimiento nacional favorece a Carranza, no hay para qué manchar su elección con la sospecha de la superchería o de la violencia, ni con la ostentación de la intervención americana. Carranza elevado a la primera magistratura por el sentimiento nacional, manifestado en la elección libre, podrá ser un Presidente respetable, capaz de unificar el espíritu público y de asentar las bases de la pacificación definitiva de México; elevado por una maniobra convencional de Washington, será un Presidente con el peor desprestigio, imposibilitado para el bien y contra el cual se alzará el clamor popular para acusarlo de traición y de sumisión perpetua a las órdenes de la Casa Blanca. En resumen, la cuestión es de poca importancia, según las concepciones del Gobierno americano, porque es de forma: Carranza llegará a la Presidencia de México, según se afirma, de todas maneras; la forma que se discute es, si se llega a ese fin por medio de un Gobierno provisional rebelde que imponga la elección o por medio de un Gobierno provisional neutral que presida honrada e imparcialmente la elección. Y si la cuestión es de mera forma, es inconcebible que baste para romper la conferencia y para empujar a los combatientes en luchas sangrientas que seguirán desolando a México. Estas razones nos impiden también aceptar la proposición que establece una junta electoral con mayoría constitucionalista y por tanto creada expresamente para dar el triunfo a un partido determinado. Las mismas razones nos impiden aceptar la proposición que prolonga indefinidamente la permanencia de las fuerzas navales en aguas de México y las que tiene en la ciudad de Veracruz. Las elecciones de México no pueden

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ni deben hacerse bajo un aparato de presión material sobre un pueblo. [Carta del 15 de junio de 1914 del delegado americano J. R. Lamar al delegado mexicano Emilio Rabasa, en respuesta al memorándum precedente]: Se recibió su nota de 12 de junio con el memorándum anexo. Consigna usted en él ampliamente sus objeciones al plan que los representantes americanos presentaron a la junta de mediadores. “El presidente [Wilson] reconoce hechos y ve en los éxitos pasados del ejército constitucionalista la prueba indisputable de la aprobación de la nación mexicana.” Nuestro Gobierno sólo desea ayudar a conseguir la pacificación de México. No tiene interés especial en el procedimiento o en la persona que sirva para realizar su gran propósito; y si insiste en algún procedimiento especial o en la selección de una clase determinada de hombres, es solamente porque cree que ellos son el único medio para llegar al fin que desean el país de ustedes, el nuestro, el de los mediadores y todo el mundo civilizado. “De la misma manera, nuestras objeciones al plan propuesto por lo mediadores y aprobado por ustedes se han basado en la profunda convicción de que la adopción de ese plan no detendrá los progresos del ejército victorioso, ni producirá esa pronta paz que el Gobierno americano desea tan sinceramente.” “Conducir esa guerra [la civil de México] a su término y restaurar la paz y el Gobierno constitucional son los anhelos del Presidente; y tal fin puede realizarse únicamente consultando los justos deseos de los constitucionalistas, que no sólo están en mayoría numérica, sino que son ahora la fuerza dominante en el país.” Si las personas escogidas por lo mediadores para desempeñar el Gobierno provisional cuentan con la confianza de los constitucionalistas, se dará un gran paso hacia la pacificación de México y a la vez no será causa de alarma para quienes ustedes representan, pues que se tiene el propósito de

ofrecer una amnistía general para todos los delitos políticos y sus conexos. De aceptarse el plan tanto por el general Huerta como por el general Carranza, vendrá la cesación de la lucha. El Gobierno provisional se establecerá para mantener el orden, proteger la vida y la propiedad y convocar a una elección en la que todo ciudadano con derecho a sufragar puede depositar su voto por el Presidente que quiera. Por otra parte, si se aceptara el plan que ustedes sostienen y se eligiese un neutral como Presidente interino, no habríamos logrado ningún resultado práctico, sino que tendríamos que enfrentarnos con el hecho insuperable de que los constitucionalistas, ahora casi completamente triunfantes, rechazarán el plan, repudiarán al hombre y seguirán adelante con renovado celo hacia la ciudad de México, con toda la pérdida consiguiente de sangre y vidas. Es tan evidente la conveniencia de elegir un constitucionalista, que parece aceptarse como necesario y expeditivo que el Presidente provisional provenga de dicha facción, aunque ustedes agregan que debiera ser alguno que, aunque miembro de ella, haya sido de tal modo inactivo que deba clasificarse como neutral. Pero evidentemente, en una contienda como la que se ha entablado en México por varios años, debe suponerse racionalmente y aun necesariamente que todos los hombres inteligentes de cierta prominencia están de corazón de uno o del otro lado y el país tendrá razón para cuestionar el patriotismo de cualquier mexicano que no haya dado color en semejante contienda... Por tanto, debe procurarse, no encontrar un neutral, sino alguno cuya actitud en las cuestiones fundamentales lo haga aceptable a los constitucionalistas, a la vez que por su carácter, reputación y conducta sea aceptable al partido opuesto. Ese hombre, y sólo ese hombre, puede racionalmente tener expectativas de gozar de la confianza y respeto del país entero... Al objetar la proposición de la proyectada junta electoral ustedes olvidan completamente el hecho de que todas las precedentes elecciones en México se han llevado a cabo bajo la vigilancia de un solo miembro del

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Gabinete, representante del partido dominante. Por analogía la próxima elección debiera ser vigilada por un funcionario único, representante del partido constitucionalista. A evitar las justas críticas contra este procedimiento tiende el plan de los representantes americanos; cuyo intento es que esta elección, la más importante en la historia de México, sea vigilada por una junta compuesta de representantes de ambos partidos políticos. “Es cierto que en el plan americano se propone que la mayoría de la junta sea constitucionalista, pero tal cosa se debe a que este último partido representa ahora el sentimiento de la mayoría del pueblo de México...” “Los Estados Unidos han entrado a la mediación con la esperanza de que ella conduzca a la paz y la paz a la prosperidad. Con ese solo fin a la vista ha sido formulado el plan que proponen los representantes americanos y sobre el cal debemos insistir...”

CAPÍTULO III Las dificultades entre Carranza y Villa y el Pacto de Torreón Fracasan los intentos de advenimiento entre constitucionalistas y zapatistas. El general Obregón a punto de ser asesinado por Villa, quien desconoce la autoridad del señor Carranza el 22 de septiembre de 1914. Decretos de varios gobernadores constitucionalistas a favor del proletariado de las ciudades y de los campos. Propaganda socialista y del sindicalismo revolucionario. La convención de México y la de Aguascalientes. En ésta se desconoce a Carranza y comienza la lucha de las facciones. Anarquía en la ciudad de México. El presidente provisional Eulalio Gutiérrez huye de la capital rumbo al Norte, es derrotado y se rinde a Carranza. El primer Jefe legisla desde Veracruz. La ley de 6 de enero de 1915. Obregón ocupa de nuevo la capital de la República y después se dirige al Norte con poderoso ejército a combatir a Villa. Los batallones rojos de la Casa del Obrero Mundial. Desde el once de marzo de 1914 surgieron dificultades entre el señor Carranza y el

general villa. Éste había ordenado el fusilamiento, por algún motivo baladí, del general Manuel Chao, gobernador de Chihuahua. Al saberlo el Primer Jefe llamó a Villa e impidió el atentado. Se refiere que la escena fue violenta y que Villa obedeció a regañadientes. Posteriormente, sobre todo después de la toma de Torreón, el jefe de la División del Norte solía ser descortés con don Venustiano y poner objeciones a sus órdenes. Por lo tanto, puede decirse que a principios de junio de 1914 las relaciones entre Carranza y Villa no eran del todo amigables. Villa era un hombre violento, impulsivo rudo e inculto. Lo de su rudeza e incultura le consta al autor de este libro personalmente por haberlo tratado en dos ocasiones: una en la población de Aguascalientes y la otra en la de León. Al efe de la aguerrida División del Norte lo habían mareado sus victorias militares y el grupo de políticos que le rodeaba, haciéndole creer que su significación en la guerra civil superaba en mucho a la del Primer Jefe del Ejército Constitucionalista. Por otra lado, los periódicos de los Estados Unidos, como ya se hizo notar en capítulo anterior, se habían ocupado y se ocupaban de Villa en términos hiperbólicos, presentándolo a sus lectores con elogios desorbitados cual si se tratara de uno de esos personajes fabulosos de que se habla en antiguas leyendas. Si a lo anterior se agrega que mandaba un ejército de más de 20,000 soldados, fácilmente se comprenderá su soberbia sin medida y el despertar de su ambición. En cambio don Venustiano Carranza poseía una buena cultura, particularmente histórica, y pertenecía a la clase media acomodada de su Estado natal. Era un hombre reposado, sereno, enérgico y muy celoso de su autoridad de Primer Jefe; tal vez pueda decirse que en ocasiones era inflexible y obstinado. Es un viejo terco, solían decir aun sus más cercanos partidarios y amigos. Entre estos dos hombres tan disímbolos, tan opuestos, no era posible que durara la armonía. Carranza desconfiaba de Villa y Villa de Carranza. Las dificultades se agudizaron en el curso de la primera quincena de junio con motivo del ataque a la ciudad de Zacatecas. Carranza no

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quería que Villa tomara la plaza al frente de sus fuerzas y Villa quería ser el héroe, quería añadir una victoria más a sus laureles. Hubo varias conferencias telegráficas entre el uno y el otro. Don Venustiano estaba en Saltillo y el General Villa en Torreón. El resultado fue gravísimo: la insubordinación de todos los jefes de la División del Norte. Zacatecas, ya lo sabemos, fue tomada a sangre y fuego el 23 de junio, gracias a la estrategia y al empuje de los que se habían insubordinado a la Primera Jefatura. Sin embargo, el general Villa dio al señor Carranza parte de la toma de la plaza; permitió que quedara en ella como gobernador y comandante militar el general Pánfilo Natera, designado por el Primer Jefe, y regresó con sus tropas a Torreón. Ahora bien, como por entonces todavía el constitucionalismo tenía enemigo al frente y de seguro también por razones de patriotismo, los jefes de la División del Norte, de igual manera que los de la División del Noreste, interpusieron sus buenos oficios para zanjar las dificultades existentes entre el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y el jefe de la División del Norte. Por fortuna la gestión tuvo éxito y se convino en celebrar negociaciones en la ciudad de Torreón. Don Venustiano nombró como representantes de la División del Noreste a los generales Antonio I. Villarreal, Cesáreo Castro y Luis Caballero; Villa designó con el mismo carácter al general José Isabel Robles, al doctor Manuel Silva y al ingeniero Manuel Bonilla. Después de arduas discusiones durante cinco días se firmó el 8 de julio de 1914 el documento denominado Pacto de Torreón. En este documento la División del Norte reiteró solemnemente su adhesión a la Primera Jefatura, rectificando en consecuencia su actitud anterior, con lo cual quedó resuelto el grave problema suscitado semanas antes. En tal virtud se llegó de nuevo a la unidad del Ejército Constitucionalista bajo el mando supremo de don Venustiano Carranza, por lo menos transitoriamente. Entre las varias cláusulas aprobadas, a nosotros nos importa de manera especial, por su contenido económico, social y político, destacar las que a continuación transcribimos: “Siendo la actual contienda una lucha de los desheredados contra los abusos de los poderosos, y comprendiendo que las causas

de las desgracias que afligen al país emanan del pretorianismo, de la plutocracia y de la clerecía, las divisiones del Norte y del Noreste se comprometen solemnemente a combatir hasta que desaparezca por completo el Ejército ex federal, el que será sustituido por el Ejército Constitucionalista, a implantar en nuestra nación el régimen democrático; a procurar el bienestar de los obreros; a emancipar económicamente a los campesinos, haciendo una distribución equitativa de las tierras o por otros medios que tiendan a la resolución del problema agrario, y a corregir, castigar y exigir las debidas responsabilidades a los miembros del Clero católico romano que material e intelectualmente hayan ayudado al usurpador Victoriano Huerta.” Se ve con claridad, una vez más, el hondo interés de los revolucionarios por resolver, al llegar el triunfo decisivo, los problemas fundamentales que agitaban a la nación. El señor Carranza sin ocultar a sus amigos más próximos su escepticismo sobre la conducta futura de Villa, aprobó tácitamente, de seguro por razones políticas y estratégicas del momento, el Pacto de Torreón. Según las cláusulas 5ª y 6ª del Plan de Guadalupe, al tomar los constitucionalistas la capital de la República, el señor Carranza o quien lo sustituyera en el mando supremo debía asumir el poder como Presidente interino. Carranza, por razones que desconocemos, no quiso que se llamara Presidente, sino Primer Jefe del Ejecutivo Constitucionalista Encargado del Poder Ejecutivo de la Unión. Pero desde luego se instaló en el Palacio Nacional y designo a sus más cercanos colaboradores con el carácter de Subsecretarios u Oficiales Mayores encargados de las diferentes Secretarías. He aquí su Gabinete: Relaciones, licenciado Isidro Fabela; Gobernación, licenciado Eliseo Arredondo; Hacienda, ingeniero Felícitos Villarreal; Comunicaciones, ingeniero Ignacio Bonillas; Instrucción Pública y Bellas Artes, ingeniero Félix F. Palavicini; Fomento, Colonización e Industria, ingeniero Pastor Rouaix; Guerra y Marina, general Jacinto B. Treviño, y Justicia, licenciado Manuel Escudero Verdugo.

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Uno de los primeros pasos que dio don Venustiano fue procurar entenderse con los zapatistas. Con tal objeto comisionó a los señores general Antonio I. Villarreal y licenciado Luis Cabrera para trasladarse a Cuernavaca a conferenciar con el general Zapata y sus consejeros. Las conferencias se iniciaron el 28 de agosto de 1914 en la población mencionada. Del lado de los surianos, además de Zapata, estuvieron presentes entre otros los generales Manuel V. Palafox, Alfredo Serratos y el licenciado Antonio Díaz Soto y Gama. Los zapatistas se mostraron intransigentes, manifestando que la única base de paz entre los revolucionarios del Norte y los del Sur debía consistir en “la absoluta sumisión de los constitucionalistas al Plan de Ayala en todas sus partes, tanto en lo relativo a los principios como en cuanto a los procedimientos políticos de su idealización y en cuanto a la jefatura de la Revolución”. Las pretensiones resultaban desorbitadas y absurdas, entre otras razones porque la derrota del ejército federal y la huida del soldado traidor que usurpó el poder no fue obra de los surianos sino de los constitucionalistas, veinte veces más fuertes en número de soldados y pertrechos de guerra que aquéllos. Apenas el 13 de agosto los zapatistas tomaron Cuernavaca, precisamente el mismo día en que se firmaban los tratados de Teoloyucan y cuando los constitucionalistas eran dueños de dos tercios del país. ¿Cómo iba a someterse Carranza a Zapata en tales condiciones? El Primer Jefe del Ejército Constitucionalista estaba dispuesto a tomar en consideración el Plan de Ayala y buscar la solución del problema de la tenencia de la tierra en todo el territorio nacional; mas no estaba dispuesto, lógicamente, a subordinarse a un campesino iletrado, débil, debilísimo desde el punto de vista militar frente a las poderosas divisiones que habían hecho trizas al no menos poderoso ejército huertista. Tampoco podía aceptar incondicionalmente el Plan de Ayala, cuyas deficiencias e impracticabilidad hicimos notar en uno de los capítulos precedentes. En fin, la ruda intransigencia de Manuel V. Palafox y de su jefe fueron la causa desdichada del fracaso de las negociaciones. Pocos días después comenzaron las hostilidades entre constitucionalistas y zapatistas.

El 15 de septiembre al anochecer se recibió en México nota telegráfica del Departamento de Estado anunciando la pronta desocupación de Veracruz por las tropas norteamericanas. A las 11 de la noche en la tradicional ceremonia del “Grito”, ceremonia que como es bien sabido recuerda el principio de la lucha por nuestra independencia, el señor Carranza, con apoyo en dicha nota, la anunció al pueblo reunido en la inmensa plaza desde el balcón central del Palacio Nacional. La noticia produjo desbordante alegría, aplausos entusiastas y gritos alborozados de la muchedumbre. Iba a concluir la infamia perpetrada el 21 de abril. Desgraciadamente todavía transcurrieron algo más de dos meses. Los invasores abandonaron el puerto el 23 de noviembre, siete meses después de haber hollado nuestro suelo. En vista de que no obstante los arreglos de Torreón a que hizo mención en párrafos anteriores, la conducta del jefe de la División del Norte aparecía cada vez más sospechosa, el general Álvaro Obregón se trasladó a la ciudad de Chihuahua para conversar con el famoso guerrillero. En la primera visita las relaciones entre los dos militares fueron amistosas y juntos pasaron al Estado de Sonora con el objeto de resolver las dificultades existentes entre el gobernador Maytorena, que se había tornado villista, y el coronel Plutarco Elías Calles, carrancista. El arreglo fracasó a la postre por la perfidia de Maytorena. No obstante, por lo menos en apariencia Villa continuó mostrándose amigo de Obregón. Éste, después de pasar unas horas en México regresó a Chihuahua a mediados de septiembre con el fin patriótico de ejercer presión en Villa para que aceptara la invitación del señor Carranza a concurrir acompañado de sus generales a la Convención de jefes constitucionalistas que habría de iniciar sus labores en la capital el 1º de octubre de ese año de 1914. El conflicto sonorense se agudizaba. Ahora entre Maytorena, Calles y el general Benjamín Hill. Francisco Villa, siempre suspicaz y con frecuencia violento y colérico, creyó que Obregón azuzaba contra el gobernador de Sonora a Hill y a Calles; y el 17 de septiembre y en los días subsecuentes estuvo en varias ocasiones a punto de asesinar al divisionario sonorense. Pero este episodio tiene caracteres

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tan dramáticos y pinta con tal fidelidad el carácter de Francisco Villa, que nos parece conveniente dejar el relato de los sucesos al propio Obregón, tomándolo de su libro Ocho mil Kilómetros en campaña. Dice Así: Al entrar en la habitación e que Villa se encontraba, éste se levantó de su asiento, sin ocultar su indignación, desde luego me dijo: - El general Hill está creyendo que conmigo van a jugar... es usted un traidor, a quien voy a mandar pasar por las armas en este momento. Y dirigiéndose entonces a su secretario, señor Aguirre Benavides, que estaba en la pieza contigua presenciando estos hechos, le dijo: - Telegrafíe usted al general Hill, en nombre de Obregón, que salga inmediatamente para Casas Grandes. Luego se dirigió nuevamente a mí, y me preguntó: - ¿Pasamos ese telegrama? A lo que contesté: - Pueden pasarlo. En seguida de obtener mi respuesta, Villa se dirigió a uno de sus escribientes ordenándole: - Pida por teléfono veinte hombres de la escolta de “Dorados”, al mando del mayor Cañedo, para fusilar a este traidor. Entonces mi dirigí a Villa diciéndole: - Desde que puse mi vida al servicio de la Revolución, he considerado que será una fortuna para mí perderla. Aguirre Benavides, que había previsto los acontecimientos, había llamado violentamente al general Madero, y éste se encontraba ya también en la pieza contigua, dándose cuenta de los hechos relatados. A propósito del mayor Cañedo, que debería mandar la escolta para mi ejecución, debo consignar que anteriormente había pertenecido al Cuerpo de Ejército de mi

mando, del que por disposición mía, fue dado de baja, expulsándolo de Sonora, por indigno de pertenecer a nuestro ejército. En los momentos que yo replicaba al amago de Villa, y cuando quizá estuve en peligro de ser asesinado por él mismo, como en muchos casos llegó a hacerlo con otros, se introdujo en la pieza contigua el llamado general y doctor Felipe Dussart –individuo a quien yo en Sonora había destituido de nuestras filas, por indigno de pertenecer al Ejército Constitucionalista-, quien haciendo a Villa una señal, empezó a aplaudirlo, dando algunos saltos, para demostrar su regocijo por mi próxima ejecución, y exclamando: -¡Bravo, bravo, mi general...!; así se necesita que obre usted. Fue tal la indignación que Villa experimentó contra aquel ser despreciable que iba a festejarse de mi ejecución, que llevó sobre él su furia diciéndole: -¡Largo de aquí, bribón, fantoche, porque lo corro a patadas! Mientras se registraba aquel sainete entre Villa y Dussart, yo continuaba paseando a lo largo del cuarto. Cuando Villa hubo lanzado fuera a Dussart, volvió a mi compañía, y los dos seguimos dando vueltas por la pieza. La furia de aquel hombre lo estaba haciendo perder el control de sus nervios, y a cada momento hacía movimientos que denunciaban su excitación. A mí no me quedaba más recurso que llevar al ánimo de Villa la idea de que me causaría un bien con asesinarme, y con este propósito, cada vez que él me decía: “Ahorita lo voy a fusilar”, yo le contestaba: - A mí, personalmente, me hace un bien, porque con esa muerte me van a dar una personalidad que no tengo, y el único perjudicado en este caso será usted. La escolta había llegado ya. A mis oficiales los tenían detenidos en la pieza que se me había preparado como recámara, y sólo faltaba la última palabra de Villa.

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Éste continuaba, a mi lado, paseándose por la pieza, cuando repentinamente se separó, dirigiéndose hacia el interior de la casa. Al cuarto contiguo, donde se encontraban al principio Aguirre Benavides y el general Madero, habían llegado Fierro y algunos otros satélites de Villa, de los que –como Fierro- se distinguieron siempre por su afición al crimen. El tiempo transcurría, y nuestra situación no variaba en nada. Cuando todo estaba listo para nuestra ejecución, llegó el agente especial del Gobierno de los Estados Unidos, Mr. Canova, seguramente con intención de entrevistar a Villa; pero tuvo que regresarse sin hacerlo, porque no le permitieron franquear la puerta de la casa. La noticia de la orden para nuestro fusilamiento había cundido ya por toda la ciudad, y grupos de curiosos se reunían en los contornos de la casa de Villa para presenciar las ejecuciones. Había transcurrido una hora, cando Villa hizo retirar la escolta y levantar la guardia que teníamos a la puerta. Como a las 6:30p.m. entró a la pieza y, tomando asiento, me invitó a que me sentara a su lado. Nunca había estado yo más consecuente en atender una invitación. En seguida tomé asiento en el sofá que Villa me señalo al invitarme. Villa con una emoción que cualquiera hubiera creído real, en tono compungido, me dijo: -Francisco Villa no es un traidor; Francisco Villa no mata a hombres indefensos, y menos a ti, compañerito, que eres un huésped mío. Yo te voy a probar que Pancho Villa es hombre, y si Carranza no lo respeta, sabrá cumplir con los deberes de la patria. Aquella emoción tan bien fingida continuó en creciente, hasta que el llanto apagó su voz por completo, siguiéndose a esto un silencio prolongado, el que vino a turbar un mozo, que de improviso entró en la habitación y dijo: -Ya está la cena.

Villa se levantó y, enjugando su llanto, me dijo: -Vente a cenar, compañerito, que ya todo pasó. Confieso que yo no participaba de la opinión de Villa de que todo había pasado, pues en mí no sucedía lo mismo, porque el miedo ni siquiera empezaba a declinar. No obstante aquella escena finalmente emotiva, Villa tuvo en jaque a Obregón durante los ocho días posteriores, resultado de las encontradas influencias que en él ejercían sus amigos más cercanos, una veces volvía a pensar en fusilar al divisionario sonorense, otras en ponerlo en libertad. Del 17 al 24 de septiembre, Obregón estuvo en manos de Villa, de hecho prisionero. Al fin logró escapar gracias a la ayuda decidida que le prestaron dos jefes de la División del Norte: los generales Eugenio Aguirre Benavides y José Isabel Robles que guarnecían la plaza de Torreón. La insubordinación de Villa se consumó el 22 de septiembre al dirigir al señor Carranza el telegrama siguiente: “Cuartel General en Chihuahua. Septiembre 22 de 1914. Señor Venustiano Carranza. México, D.F. En contestación a su mensaje, le manifiesto que el general Obregón y otros generales de esta División, salieron anoche para esa capital con el objetivo de tratar importantes asuntos relacionados con la situación general de la República; pero en vista de los procedimientos de usted que revelan un deseo premeditado de poner, obstáculos para el arreglo satisfactorio de todas las dificultades para llegar a la paz que tanto deseamos, he ordenado que suspendan su viaje y se detengan en Torreón. En consecuencia, le participo que esta División no concurrirá a la Convención que ha convocado y desde luego le manifiesto su desconocimiento como Primer Jefe de la República, quedando usted en libertad de proceder como le convenga. El general en jefe, Francisco Villa.” Lo que había hecho Carranza no había sido otra cosa que invitar en tono cortés a Francisco Villa a concurrir con los generales a sus órdenes a la Convención de generales constitucionalistas convocada para el 1º de octubre en la capital de la República, con el objeto de discutir el programa de la

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Revolución. Villa sabía bien que en la Convención fracasaría su ambición ante la abrumadora mayoría de jefes leales a son Venustiano; lo que quería era la renuncia de éste en su carácter de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, para quedar él, Villa, indiscutiblemente en el primer plano. A nuestro parecer habían despertado la ambición del rústico caudillo unos cuantos letrados que se habían arrimado a su sombra protectora, sin que faltara la influencia de sus lugartenientes Rodolfo Fierro y Tomás Urbina, criminales natos de la peor ralea. No es del todo aventurado colegir que Villa soñaba en la Presidencia de la República. Antes de proseguir nuestro relato sobre la amenaza de una nueva guerra intestina, queremos hacer referencia a las disposiciones de carácter social y económico que desde fines de agosto y en el mes de septiembre de 1914 dictaron varios jefes revolucionarios, así como también de otros sucesos de índole semejante: Alberto Fuentes D., gobernador y comandante militar del Estado de Aguascalientes, por decreto en vigor a partir del 23 de agosto establece el descanso semanal y la jornada máxima de ocho horas de trabajo. El general Pablo González decreta con fecha 3 de septiembre en los Estados de Puebla y Tlaxcala, la abolición de las deudas del proletariado del campo y de las ciudades. Luís F. Domínguez, gobernador y comandante militar del Estado de Tabasco ordena también la abolición de las deudas y establece un salario mínimo y la jornada máxima de ocho horas. El decreto más complejo expedido en aquellos días sobre la materia que nos ocupa, fue sin duda alguna el del general Eulalio Gutiérrez, gobernador y comandante militar del Estado de San Luis Potosí. En dicho decreto, fechado el 15 de septiembre, se señala un salario mínimo para toda clase de trabajadores; se establece la jornada máxima de nueve horas; se suprimen las tiendas de raya; se proscriben las deudas de los peones, y se dictan una serie de disposiciones tendientes a mejorar su nivel de vida. Además ordena el decreto citado la organización del Departamento del

Trabajo en el Estado, con el objeto de ayudar a resolver sus problemas a los trabajadores de las fincas rústicas, de las minas y de las industrias de transformación. Los ordenamientos anteriores que por supuesto no fueron los únicos, ponen de relieve los anhelos de superación económica y social de los caudillos revolucionarios. Ya no sólo les anima el cumplimiento del Plan de San Luis y del Plan de Guadalupe, sino además aspiran a realizar cambios radicales y profundos en provecho del campesino que yacía en la miseria desde hacía más de cuatro siglos, víctima de la explotación de una minoría egoísta. Por otra parte, en los años de 1913 y 1915 se publicaron algunos folletos de propaganda socialista, aun cuando muchas veces sus autores no sabían bien lo que era el socialismo. Puede citarse el folleto de Rafael Pérez Taylor titulado El Socialismo en México, publicado en 1913. Se intentaba divulgar la doctrina socialista en forma muy esquemática y sin sólida información. Otro folleto escrito por el periodista Luis F. Bustamante, titulado Savia Roja, también de tendencias socialistas, aproximadamente de la misma época, nos proporciona información interesante que es pertinente recoger aquí. El autor nos informa que en los años de 1898 y 1899, “en Yucatán se empezaron a propagar las ideas socialistas. Es por lo tanto –dice- aquella península, la cuna del socialismo en México. Por la época citada un hispano socialista, José Zaldivar, que había sido expulsado de Cataluña, primero y de una República sudamericana después, arribó a las playas yucatecas, fundando un periódico de doctrinas marxistas, del que sólo vieron la luz pública tres números, pues el régimen molinista que entonces imperaba en la Península clausuró la imprenta y expulsó al ibero socialista embarcándolo para la Habana a bordo de un barco de la “Ward Line”... En el mismo escrito Bustamante adoctrina a los trabajadores en estos términos: El sindicalismo, constituyendo sociedades de resistencia al capital, fortifica a los gremios obreros, los hace fuertes; con el tiempo los impone al capital.

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Los obreros de las ciudades, sindicalizados, pueden “boicotear” al comerciante o al industrial que se resiste a mejorar los jornales o a reducir la jornada a ocho horas; puede decretar la huelga general de los gremios y dejar a las ciudades sin pan, sin combustible, sin luz, sin tranvías; puede establecer el “label” y el “sabotaje”. Y cuando el capital se ve vencido por la pujante fuerza del núcleo en huelga, cede, aumenta el salario, disminuye las horas de labor y mejora así, en algo, o en mucho en ocasiones, la triste situación del pobre, del de abajo, del que antes sufría y callaba y que ahora en los centros europeos es respetado, temido y toma parte en la cosa pública. Nuestros obreros de las ciudades deben constituirse en sindicatos de resistencia al capital. En este sentido, en la Metrópoli, se ha dado ya un gran paso. “Y cuando esos sindicatos tengan en sus arcas los miles de duros que requiere la huelga general de un gremio, podrá obtenerse para todos los obreros del país, más de lo que hasta hoy han conseguido los ferrocarrileros gracias a los esfuerzos de un Félix C. Vera, el temido periodista que logró en la época cesariana paralizar el tráfico de Dos Divisiones; lo que no ha mucho, durante el Gobierno maderista, lograron los motoristas en México, en Veracruz los obreros de Orizaba y en Yucatán los estibadores y ferrocarrileros.” Otra muestra de lo que decimos respecto a la imprecisa información de lo que es el socialismo se encuentra en la conferencia que pronunció en agosto de 1914 el teniente coronel David G. Berlanga en el Teatro Morelos de la población de Aguascalientes. De ella tomamos los tres párrafos que se insertan a continuación: Es preciso que los obreros se organicen en centros socialistas, para que se preparen así a ser ungidos con los nuevos derechos que la Revolución les otorga, y hacer uso de sus nuevas riquezas materiales, de sus nuevos instrumentos de trabajo, para que se transformen en verdaderos elementos del progreso y de la fraternidad nacional. Otra de las soluciones del Socialismo es la “socialización de la autoridad”. Esto, es que la autoridad sea emanada del pueblo, que sea

colectiva, que esté formada de elementos que representen al pueblo, y que pueda ser sustituida por alguna otra autoridad cuando el pueblo crea conveniente. “El socialismo persigue la “socialización de los productos”. Esto es, que los gobiernos inspeccionen los talleres, las fábricas, las haciendas, las minas y todos los establecimientos mercantiles, a fin de que los productos de ellos sean repartidos de una manera equitativa entre los elementos que contribuyen para la adquisición de la riqueza. Esto es, que el Gobierno vigile los intereses del asalariado y establezca relaciones justas entre el capital y el trabajo.” David G. Berlanga era un profesor educado en Alemania. En San Luis Potosí, durante el Gobierno maderista, desempeño el cargo de director general de Educación. Al iniciarse la segunda etapa de la Revolución se incorporó a las fuerzas del general Pablo González, participando en no pocos combates. Fue uno de los secretarios de la Convención de Aguascalientes. En relación con el problema de la tierra, tiene interés mencionar el folleto del licenciado Miguel Mendoza López y Schwertfeger titulado Tierra Libre, que vio la luz pública en 1914 y que tuvo amplia difusión. De dicho folleto vamos a tomar los cinco párrafos que siguen: La sociedad actual no garantiza el derecho de las clases productoras al permitir que las no productoras se apropien del fruto del trabajo de aquellas sin haber hecho nada para merecer semejante privilegio. En efecto, para que el derecho al producto íntegro del trabajo pueda realizarse en toda su plenitud es de todo punto indispensable la abolición de todas aquellas instituciones que, como la de la propiedad privada de la tierra muy principalmente, tienden a favorecer injustamente a unos con perjuicios de los otros. Mientras un hombre pueda reclamar la propiedad exclusiva de la tierra la miseria existirá y se hará más intensa a medida que esa propiedad se concentre. Un ejemplo aclara esta verdad: supongamos una isla habitada por cien o mil hombres, que el número no viene al caso, quienes viven del cultivo del suelo de la isla, aprovechándose

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cada uno de ellos de lo que buenamente lo produce su trabajo. Ninguno de los habitantes de la isla ha pretendido que los demás trabajen para él exigiendo el pago de alguna renta por el uso del suelo, siguiendo los dictados de sus conciencias y las leyes de la naturaleza, sin acuerdo especial todos han considerado la tierra de propiedad común. Pero llega a la isla de nuestro ejemplo un conquistador, y venciendo a sus habitantes por la fuerza de las armas, los sujeta a esclavitud, declarándose dueño y señor de la carne y sangre de los vencidos. Supongamos también que este conquistador mejor aconsejado declara la libertada de sus nuevos esclavos y se convierte ya no en dueño de ellos sino del suelo de la isla. ¿Cuál sería el resultado? El mismo en uno y en otro caso. El poder del vencedor se extendería igualmente hasta privar de la vida a los vencidos, siendo éste la única fuente de sus recursos. Ahora bien, lo que pasa en una isla, pasa en un continente y pasa en el mundo entero. Si pues los derechos naturales del hombre constituyen el objeto de la sociedad, la institución de la propiedad privada de la tierra que impide la realización de esos derechos produciendo la miseria de la mayoría, debe abolirse. Con la propiedad territorial a favor de los privilegiados, éstos seguirán consumiendo sin producir, mientras los productores producirán sin consumir sino lo que aquéllos les permitan. Debemos, por tanto hacer la tierra propiedad común, debemos acabar para siempre con todo privilegio injustificado, debemos abolir todos los títulos individuales sobre la tierra. “Esta doctrina está de acuerdo con el estado más elevado de la civilización; se puede llevar a cabo sin acarrear una comunidad de bienes, ni causaría trastorno serio alguno en las disposiciones existentes. El cambio indispensable sería simplemente un cambio de propietarios. La propiedad individual se transformaría en la propiedad común del público. En lugar de estar en posesión particular, lo estaría del gran cuerpo reunido: la sociedad. En vez de arrendar los acres de un propietario aislado, el labrador los arrendaría de la Nación. En lugar de pagar la renta al agente de don Juan o de su Señoría, la pagaría a un agente o subagente del pueblo. Los mayordomos serían oficiales públicos y no privados, y la posesión única

sería el arriendo. Un estado de cosas así arreglado estaría en perfecta armonía con la ley moral. Bajo ella todos los hombres serían igualmente propietarios, todos los hombres serían igualmente libres de hacerse arrendatarios. Es claro, por tanto, que con este sistema la tierra estaría cercada, ocupada y cultivada con subordinación entera a la ley de una libertad imparcial. (Herbert Spencer, Estática Social, Capítulo IX, Sección VIII). ¡Trabajadores! Vivimos en una época semejante a la de Cristo. Vivimos en medio de una sociedad tan corrompida como la del imperio romano sintiendo en lo más íntimo de nuestras almas la necesidad de reanimarla y de transformarla y de unir a todo sus diversos miembros en una sola fe, bajo una sola ley, en una sola aspiración: el libre y progresivo desarrollo de todas las facultades de las cuales ha dado Dios el germen a sus criaturas. Busquemos el reino de Dios en la tierra así como en el ciclo, o mejor dicho, que la tierra pueda hacerse una preparación para le cielo, y la sociedad un empeño tras la progresiva realización de la divina idea. Cada acto de Cristo era la visible representación de la fe que predicaba; y en torno de Él estaban los Apóstoles, que encarnaban en sus acciones la fe que habían aceptado. Imitadlos, y venceréis. Predicad el deber a las clases que os rodean, y cumplid, en tanto, cuanto en vosotros esté, vuestro deber propio. Predicad la virtud, el sacrificio y el amor; y sed vosotros mismos virtuosos, amantes y prontos para el propio sacrificio. Decid vuestras opiniones atrevidamente y haced conocer vuestras necesidades sin temor, pero sin acritud, sin reacción y sin amenazas. La más fuerte amenaza, si verdaderamente hubiese esos para quienes es necesaria será la firmeza y no la irritación de vuestros discursos. “Luchad y morid si es preciso en defensa del ideal de redención y de libertad humana agrupados alrededor de vuestra roja bandera y lanzando a los privilegiados el grito de reto supremo: ¡Tierra libre!” Como se ve nuestro socialista agrario se apoya en el Spencer de la primera época, antes de que cambiara de ideas como lo hizo notar Henry George; mas al mismo tiempo les recuerda a los trabajadores la doctrina de

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Jesús de Galilea y les aconseja luchar y morir si es preciso enarbolando su roja bandera al grito redentor de ¡Tierra Libre! Esto de “¡Tierra y Libre!” o de “¡Tierra y Libertad!”, según nuestros informes, fue uno de los lemas del anarquismo europeo. En consecuencia, hagamos notar de paso, la curiosa mezcla de tres distintos ingredientes en las ideas de nuestro autor: socialismo agrario, cristianismo y anarquismo. Por supuesto que con la observación anterior no queremos restar méritos al escrito del distinguido hombre de letras, quien sabemos bien que fue uno de los primeros partidarios decididos de la reforma agraria cuando se iniciaba su aplicación y cuando intereses creados numerosos y poderosísimos se oponían a ella. La casa del Obrero Mundial reanudó sus trabajos de propaganda revolucionaria inmediatamente después de que el Ejército Constitucionalista ocupó la capital de la República de 15 de agosto de 1914. Al principio fueron vistos con simpatía los dirigentes de la Casa y los trabajos que llevaban al cabo por altos funcionarios del Gobierno constitucionalista, de tal manera que se les entregó el edificio del Jockey Club –hoy Sanborn´s- centro aristocrático del porfirismo. Allí estuvieron por corto tiempo las oficinas de varios sindicatos y la Escuela Racionalista. Un autor refiere que “este amplísimo y lujosísimo palacio fue entregado íntegro a los líderes obreros, entre los que recuerdo al compañero Luis N. Morones, electricista; Salvador Gonzalo García, mecánico (finado); Eduardo Cortina, conductor; Cayetano Sánchez, panadero; Eulalio Martínez, jornalero: Martín Torres, tejedor; Eduardo Moneda R., plomero; Celestino Gasca, zapatero, y tantos más que sería cansado enumerar. “Todos y cada uno se dieron por recibidos, procediendo desde luego a repartir salas y salones para los diferentes sindicatos que estaban creados y que eran bien pocos; cuanto había de valor en aquel recinto, una parte quedó en poder de líderes y obreros, y la otra, la mayor parte, ya había desaparecido en manos de la Revolución. Cómodamente instalados más de cinco mil trabajadores, nombrándose mesas directivas y, desde luego, una intensa labor en pro de nuestras ideas empezó a desarrollarse, los delegados se multiplicaron y los propagandistas del

Socialismo se distribuían por todos rumbos, para intensificar una campaña que había de traernos como resultado el triunfo definitivo de las ideas libertarias de que tanto se había hablado y discutido.” Pero semanas después el señor Carranza comenzó alarmarse y ordenó al general Pablo González que desalojara a los obreros del flamante edificio, lo cual se cumplió al pie de la letra. El autor de este libro asistió a todas las sesiones de la Convención de Aguascalientes como enviado especial del periódico Redención que se editaba en la ciudad de San Luis Potosí. En 1916 escribió un artículo acerca de aquel trascendental episodio revolucionario; mas por entonces no tubo donde publicarlo y lo dejó olvidado en su pequeño archivo. Veinte años después lo dio a la luz pública en la revista Futuro que se publicaba bajo los auspicios de la Universidad Obrera de México; y por tratarse de impresiones directas y recientes, nos ha parecido aconsejable insertar aquí tal y como entonces fue redactada la mayor parte del escrito de marras: Con fecha 27 de septiembre los jefes de la División del Norte se dirigieron telegráficamente al señor Carranza, desde la ciudad de Torreón, pidiéndole que para evitar males al país entregara el poder a don Fernando Iglesias Calderón, jefe del Partido Liberal y sombra de ilustre apellido. El primer jefe contestó con altivez que sólo renunciaría ante la próxima Convención, y que si en ella los jefes reunidos le ratificaban la confianza sabría combatir a Villa como había combatido a Victoriano Huerta. Y mientras empezaban a llegar a México los delegados a la Convención de octubre y los carrancistas combatían en los alrededores del Distrito Federal a los zapatistas, los generales Álvaro Obregón, Eulalio Gutiérrez, Eduardo Hay, Ramón F. Iturbe, José Isabel Robles y Eugenio Aguirre Benavides, celebraban juntas en Aguascalientes para resolver de manera pacífica las dificultades. En esas juntas acordaron proponer que la Convención de México se trasladara a Aguascalientes, a fin de que tuvieran amplias garantías los representantes de todos los bandos, ya que dicha ciudad estaba alejada de los grupos armados más fuertes y numerosos.

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En México se efectuaron solamente cuatro sesiones, del 1º al 4 de octubre, en virtud de que se aprobó la idea del traslado a Aguascalientes. En la sesión del día 2 el señor Carranza presentó su renuncia. Dijo, dirigiéndose a los delegados: “Vosotros pusisteis en mis manos el mando del Ejército, vosotros pusisteis en mis manos el Poder Ejecutivo de la Unión; y estos dos poderes sagrados no los puedo entregar sin mengua de mi honor, a solicitud de un grupo de jefes descarriados. Solamente puedo entregarlos, como los entrego en estos momentos, a los jefes aquí reunidos.” La renuncia tenía frases patéticas y no fue aceptada. El licenciado Luis Cabrera había preparado el acto inteligentemente. La tarde del 10 de octubre de 1914 se efectuó la sesión inaugural de la Convención de Aguascalientes, en el Teatro Morelos de aquella población. Los más buenos deseos animaban a los delegados y un sincero optimismo flotaba en el ambiente. Se creía que las dificultades iban a ser definitivamente resueltas, que en aquellas reuniones se formaría el programa del nuevo Gobierno de acuerdo con las necesidades y aspiraciones del pueblo mexicano. El general Antonio I. Villarreal fue nombrado presidente de la Convención. Poco después sus miembros la declararon soberana y firmando sobre la bandera nacional, protestaron solemnemente, bajo su palabra de honor, cumplir y hacer cumplir los acuerdos y disposiciones que de ella emanaran. Aguascalientes y sus cercanías se declararon neutrales para que los delegados discutieran con libertad; pero a medida que los días pasaban, las fuerzas de la División del Norte se aproximaban poco a poco a la población. Varios delegados protestaron y hubo algunos que hasta pidieron que la Convención se trasladara a otro lugar donde hubiera garantías. La ciudad estaba materialmente llena de jefes, oficiales y soldados villistas, los que en hoteles y cantinas se expresaban públicamente en términos poco favorables del general Obregón y de otros generales considerados como carrancistas. El 16 de octubre por la tarde Villa llegó a la ciudad inesperadamente, el 17 se presentó a la Asamblea, dio un cordial abrazo a Obregón, firmó también en la bandera y pronunció un

mal hilvanado discurso que no pudo concluir porque estaba emocionado y los sollozos ahogaron sus palabras. Al día siguiente se nombraron dos importantes comisiones. La primera para invitar a ir a Aguascalientes al C. Primer Jefe y la segunda para que hiciera lo mismo con el general Zapata. Aquélla estaba formada por los generales Obregón, Castro y Chao y ésta la presidía el general Felipe Ángeles. La noche en que Obregón salió rumbo a la capital, su automóvil fue tiroteado al pasar por una calle cercana a la Estación. El resultado de aquellas dos comisiones fue un factor muy importante en el desarrollo de los acontecimientos. El señor Carranza dio por toda respuesta un pliego, con instrucciones de que fuera abierto en la Convención. Zapata envió un numeroso grupo de representantes encabezados por el licenciado Antonio Díaz Soto y Gama. El día 24 llegaron los zapatistas a Aguascalientes. El 27 asistieron por primera vez a las sesiones. La de esa mañana fue la más tormentosa de cuantas se celebraron. Muy poco faltó para que se convirtiera en tragedia. Soto y Gama subió a la tribuna y pronunció un vehemente discurso atacando a don Venustiano y criticando el hecho de que se hubiera firmado sobre la bandera nacional. Dijo, entre otras cosas, que aquella bandera era una piltrafa, un guiñapo inútil y ridículo. La tormenta estalló. Todos gritaban desordenadamente. Muchos delegados echaron mano a las pistolas y estuvieron a punto de disparar llenos de indignación sobre Díaz Soto y Gama, quien permaneció en la tribuna con los brazos cruzados, inmóvil y sereno. Entre la infernal gritería se escuchaban las voces de los generales Eduardo Hay y Mateo Almanza que recomendaban calma a sus compañeros. La calma se hizo al fin. Soto y Gama continuó su discurso. Quince minutos más tarde los delegados lo aplaudían con entusiasmo desbordante. En la tarde del mismo día los zapatistas pidieron la discusión del Plan de Ayala, el plan más revolucionario de cuantos hasta esa fecha habían sido formulados.

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La llegada de la comisión zapatista marco una nueva etapa en la historia de la Convención. Al principio la personalidad de Carranza era indiscutible, sagrada, intocable, una semana después de la llegada de los zapatistas se podían dirigir al Primer Jefe los más enconados ataques, sin provocar protestas. No puede negarse que a partir de la llegada de los zapatistas fue cuando comenzó a hablarse de principios revolucionarios, reformas económicas y programas de Gobierno. Los zapatistas dieron contenido ideológico a la Convención. El primer Jefe declinó en su respuesta la invitación que se le había hecho de ir a Aguascalientes, renunciando condicionalmente al Poder. Decía que estaba dispuesto a dejarlo, siempre que Villa y Zapata se retiraran también a la vida privada y que se estableciera un Gobierno Preconstitucional, encargado de realizar las reformas políticas y sociales que necesitaba el país. Tan importante documento pasó para su estudio a las Comisiones de Guerra y Gobernación formadas por los delegados Ángeles, Obregón, Miguel A. Peralta, García Aragón, Martín Espinosa y Eulalio Gutiérrez. El dictamen rendido por dichas comisiones se discutió y aprobó en una larga sesión de veinticuatro horas. Los puntos más trascendentales que contenía fueron los siguientes: Primero: Cesa como Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Encargado del Poder Ejecutivo de la Unión el C. Venustiano Carranza, a quien se le otorga el grado de general de división con antigüedad del Plan de Guadalupe. Segundo: Cesa el general Francisco Villa como jefe de la División del Norte. Tercero: Nómbrese un Presidente Provisional por 20 días mientras se traslada la Soberana Convención a la capital de la República y el general Emiliano Zapata manda un delegado debidamente autorizado. Es pertinente hacer notar que la representación zapatista no tenía amplios poderes de su jefe y en consecuencia no era posible tomar acuerdos definitivos con relación a los revolucionarios del Sur. Los zapatistas habían obrado hábilmente, pues mientras ellos influían de manera decisiva en la Convención no se comprometían a nada con las otras facciones.

El general Eulalio Gutiérrez fue nombrado Presidente provisional. Al día siguiente se le presentó como agente confidencial del Presidente Wilson, el señor Leo j. Canova. Este caballero afirmó en más de una ocasión al general Gutiérrez que el Gobierno de Washington veía con agrado su designación y que estaba dispuesto a ayudarlo en todo lo que fuera posible. También eran agentes confidenciales del presidente puritano los señores J. L. Silliman y George Carothers. El primero lo representaba ante el señor Carranza y el segundo ante el jefe de la División del Norte; y, según noticias dignas de crédito, tanto el uno como el otro halagaban con palabras melosas y vagas promesas a los dos caudillos. La Casa Blanca se ponía una vez más a la altura de su misión civilizadora, de su brillante historia continental, de las epopeyas de Texas, Cuba y Panamá. El general Villa manifestó desde luego que estaba dispuesto a dejar el mando de su División y hasta representó la comedia de entregar sus fuerzas a Gutiérrez; comedia nada más, pues siguió como de costumbre dando órdenes a sus subordinados desde su carro especial. Por lo que a don Venustiano se refiere no tomó en cuenta el cese dado por los convencionistas. El 2 de noviembre partió de la capital rumbo a Córdoba, de donde dirigió una circular a los militares que habían asistido a las sesiones del Teatro Morelos ordenándoles que se presentaran a su Secretaria de Guerra y Marina. Después de estos acontecimientos se hicieron todavía algunos esfuerzos encaminados a evitar la lucha. El general Gutiérrez celebró conferencias con Pablo González, cerca de Aguascalientes y con el señor Carranza desde las oficinas telegráficas de la propia ciudad. Don Venustiano pedía que Villa abandonara el país y saliera a La Habana en el mismo vapor que él. Además quería que se designara a Pablo González Presidente provisional. Ambas proposiciones fueron rechazadas. Para cubrir el expediente, Villa fue otra vez nombrado Jefe de su División. El avance sobre la capital de la República se hizo sin ninguna dificultad. Las tropas carrancistas se replegaban sin presentar combate.

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“La Convención se dirigió a San Luis Potosí y más tarde a Querétaro, donde se esperó la noticia de la toma de la capital, que fue evacuada el 24 de noviembre por los últimos carrancistas al mando del general Lucio Blanco, el que días más tarde se unió a la Convención. Esa misma noche entraron los zapatistas dando a los habitantes toda clase de garantías...” El día 6 de diciembre de 1914 los generales Eulalio Gutiérrez, Francisco Villa y Emiliano Zapata, presenciaron desde el balcón central del Palacio Nacional el desfile de la flamante División del Norte que había llegado a la capital de la República casi sin combatir. Los tres jefes revolucionarios estuvieron enteramente de acuerdo solamente durante unos cuantos días. Muy pronto surgieron dificultades entre ellos, sobre todo entre Francisco Villa y Eulalio Gutiérrez. Éste, Presidente provisional nombrado por al Convención de Aguascalientes que ya se había instalado en México y que había ratificado su designación, ordenó al general Villa que avanzara sobre Puebla y Veracruz, con el fin de acabar con la desmoralizada tropa leal a don Venustiano. Pero Villa ya no estaba para hazañas guerreras. La ciudad de México lo había mareado con sus múltiples encantos, de manera particularísima con los encantos de sus mujeres blancas o morenas; de pelo negro o rubio. Y aquí va una anécdota que en su primera parte presenció quien esto escribe: El general Eulalio Gutiérrez al llegar a la gran ciudad se instaló en el Hotel Palacio que estaba ubicado en la esquina de la Av. 16 de Septiembre y la calle de Isabel la católica. Una mañana llegó el general Villa a dicho hotel para visitar al Presidente provisional. A la entrada sus ojos codiciosos se clavaron en la cajera, una hermosa muchacha plena de juventud y de gracia que apenas había rebasado los veinte años. El generalote se acercó a ella y le dijo: “Oiga, chula, a la tarde vengo para llevármela” y subió a entrevistar a Gutiérrez. La señorita cajero no fue en la tarde, sustituyéndola en su trabajo la esposo del administrador del hotel, una francesa otoñal de algo más de 45 años. Villa cumplió su palabra. Se presentó en el hotel alrededor de las cinco de la tarde; y al no encontrar a la preciosa muchacha, con la ayuda de tres oficiales de su Estado mayor se llevó a la

europea. Por supuesto que el ministro de Francia presentó su queja a Relaciones Exteriores. En aquel mes de diciembre y primera quincena de enero, hubo en la capital varias autoridades de hecho, entre las cuales cabe mencionar la de Gutiérrez; la de Villa, la de Zapata y la de otros jefes militares. Lo anterior equivale a decir que hubo en la vida de la ciudad aspectos anárquicos. Al presidente provisional sólo obedecían los miembros de su Gabinete, los de su Estado Mayor y algunos centenares de soldados. El licenciado José Vasconcelos, secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, tuvo que esconderse, porque el zapatista Palafox quería asesinarlo; y también tuvo que esconderse el licenciado Manuel Rivas, secretario particular de Gutiérrez, por causa semejante. El general Rodolfo Fierro, de las fuerzas de Villa, hizo aprehender y fusilar sin formación de causa al teniente coronel David Berlanga, de la División del Noreste, y al periodista Paulino Martínez, viejo y ameritado luchador que militaba en el zapatismo. Después del Hotel Palacio, el presidente Gutiérrez se alojó en el Palacio Braniff, perteneciente a familia acaudalada. Una tarde de comienzos de enero de 1915, el general Villa rodeó con dos mil hombres de caballería la mansión citada y con varios individuos de su Estado Mayor subió a la oficina del general Gutiérrez, amenazándolo con reducirlo a prisión porque sabía –según dijo- que intentaba traicionarlo. El diálogo entre los dos generales revolucionarios fue al principio áspero y cuajado de mutuas injurias. Poco a poco vinieron las explicaciones y a la postre la serenidad y la cordura se impusieron Un gran abrazo de despedida... y todo aparentemente quedó resuelto. Pocos días después Villa marchó al Estado de Chihuahua a ocuparse de asuntos de carácter militar. Gutiérrez y sus consejeros comprendieron que Villa era ingobernable, ambicioso y brutal. Entonces se dieron pasos en firme para formar una nueva facción independiente de Carranza, Villa y Zapata. Se contaba con las fuerzas del propio Gutiérrez, las de Lucio Blanco y las de los generales villistas José Isabel Robles y Eugenio Aguirre Benavides: en

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total, muy cerca de treinta mil hombres. Además se creía posible contar con el general Obregón. Uno de los generales de la División del Norte –se nos dijo entonces que fue Manuel Chao- supo del nuevo plan y lo puso en conocimiento del general Villa, quien con ocho trenes militares se dirigió a la capital. El presidente provisional no lo esperó. El 15 de enero abandonó la capital rumbo al Norte, acompañado por los batallones y regimientos de que pudo disponer. El desastre fue completo: deserciones y una batalla desdichada en que fue herido el general Gutiérrez en una pierna. Al fin, no tuvo más remedio que rendirse al señor Carranza, quien lo amnistió. Las fuerzas de Lucio Blanco y de otros jefes fueron prácticamente aniquiladas en las cercanías de San Felipe, Gto., por una fuerte columna villista al mando del general Abel Serratos. ¿Cuál era la situación militar en México a mediados de enero de 1915? Veamos lo que a tal respecto escribe el general Juan Barragán: Llegamos al periodo más álgido de la Revolución constitucionalista. Un sucinto análisis de la topografía en que operaban los diversos ejércitos beligerantes, bastará para demostrar que las fuerzas constitucionalistas se hallaban en las peores condiciones militares. Empezando por los Estados del Norte: Sonora, únicamente la plaza de Agua Prieta estaba en poder de las tropas Constitucionalistas; Chihuahua, Coahuila y Nuevo León, absolutamente dominados por la División del Norte; en Tamaulipas los constitucionalistas conservaban Nuevo Laredo, Matamoros y Tampico, estando la capital y el resto del Estado en poder del enemigo. Estados del Golfo; Veracruz, Tabasco, Campeche y Yucatán, dominados por los constitucionalistas; posteriormente se perdió Yucatán. Estados del Pacífico: Chiapas, controlado por el Gobierno Constitucionalista; Oaxaca, una parte en poder del enemigo; la región del Istmo y el resto por el Ejército Constitucionalista; Guerrero, en manos del enemigo, excepto el puerto de Acapulco; Colima, en poder de las tropas adictas a la Primera Jefatura; Sinaloa, dominado por el enemigo menos el puerto de Mazatlán, y, finalmente, los Estados del interior, todos en

poder del enemigo, inclusive la capital de la República. Por la descripción que antecede, se observará que las fuerzas constitucionalistas ocupaban, precisamente, lo que pudiéramos llamar la periferia de la República, en tanto que los villistas y zapatistas se hallaban situados en el centro del país. Esta situación colocaba a las primeras en una posición inferior, estratégicamente hablando, a las de los bandos antagónicos, si bien es cierto que los constitucionalistas, teniendo en su poder los puertos en ambos litorales y varios de los fronterizos, podían recibir los elementos de guerra que se adquirían en el extranjero y que en su mayor parte llegaban por Veracruz, de donde se distribuían a las diversas columnas militares, también era innegable que se veían precisados a vencer numerosas dificultades con pérdida de tiempo en el transporte de dicho material y de contingentes a los puntos débiles que debían reforzarse. En cambio, los villistas y zapatistas, situados en el centro del país, dominando las redes ferroviarias y con varias ciudades de la frontera norte, se hallaban en aptitud de mover, con rapidez, sus tropas a cualquier lugar que necesitaran atacar o defender y también estaban en condiciones de recibir, con regularidad, los pertrechos de guerra comprados en los Estados Unidos. “Encontrándose en Puebla el general Obregón, tuvo conocimiento el Primer Jefe que la columna villista que se hallaba en la ciudad de México había regresado al norte del país y que sólo guarnecían la capital las fuerzas zapatistas. Todo lo que antes se dice es cierto; mas es cierto también que la mejor dirección militar y política estaba de parte de los constitucionalistas: de don Venustiano Carranza y de sus consejeros civiles y militares. Esto explica, por lo menos en parte, el desarrollo de los acontecimientos posteriores, pues mientras en la capital de la República imperaba la anarquía y la Convención militar revolucionaria continuaba desintegrándose, en Veracruz el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista Encargado del Poder Ejecutivo de la Unión, adicionaba el Plan de Guadalupe por decreto de 12 de diciembre de 1914 y expedía el 6 de enero de 1915 la

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ley con la cual se inició en nuestro país la reforma agraria. El decreto de 12 de diciembre contiene una serie de considerandos equivalentes a una sucinta historia de la Revolución constitucionalista. En algunos de estos considerandos se hace al general Villa el grave cargo de estar encabezando una nueva reacción. El señor Carranza se apoya en el hecho de que mientras que él había venido sosteniendo la conveniencia de no establecer el orden constitucional antes de hacer las reformas económicas, sociales y políticas que el país reclamaba, el jefe de la División del Norte exigía que se convocara a elecciones presidenciales inmediatamente, haciendo caso omiso de los problemas fundamentales de la nación. A juicio nuestro el señor Carranza tenía razón por lo menos en parte, al llamar a Villa reaccionaria en aquellos momentos. Los que ocurrió fue que buen número de individuos cuyos intereses habían sido lesionados por jefes carrancistas, al conocer las dificultades entre el Primer Jefe y la División del Norte acudieron a Villa en demanda de protección y se pusieron incondicionalmente a sus órdenes. De esta suerte el general Villa, llevado por su odio al señor Carranza, aceptó en múltiples ocasiones los servicios de personas de filiación reaccionaria. En el Estado Mayor del general Felipe Ángeles fueron aceptados desde comienzos de octubre, varios jóvenes hijos de grandes latifundistas que habían sufrido la intervención de sus haciendas por órdenes de los gobernadores revolucionarios. Esto último, porque nos consta personalmente, lo afirmamos de modo categórico. Sin embargo, tal vez sea exagerado clasificar de reaccionario al jefe de la División del Norte. En verdad que en los primeros meses de 1915 se repetía constantemente ese cargo entre los constitucionalistas fieles a don Venustiano; pero ello se explica por el inevitable desbordamiento de las pasiones y del odio entre unos y otros. Lo que sí puede decirse y lo decimos después de maduras reflexiones, es que el general Francisco Villa desde marzo a abril de 1914, fue algo así como el representante del ala derecha en el movimiento revolucionario.

Del decreto de 12 de diciembre citado con anterioridad, conviene transcribir el artículo segundo que es, sin duda, el de mayor importancia y trascendencia social. Dice así: El primer Jefe de la Revolución y Encargado del Poder Ejecutivo expedirá y pondrá en vigor, durante la lucha, todas las leyes, disposiciones y medidas encaminadas a dar satisfacción a las necesidades económicas, sociales y políticas del país, efectuando las reformas que la opinión exige como indispensables para restablecer el régimen que garantice la igualdad de los mexicanos entre sí; leyes agrarias que favorezcan la formación de la pequeña propiedad, disolviendo los latifundios y restituyendo a los pueblos las tierras de que fueron injustamente privados; leyes fiscales encaminadas a obtener un sistema equitativo de impuestos a la propiedad raíz; legislación para mejorar la condición del peón rural, del obrero, del minero y, en general; bases para un nuevo sistema de organización del Poder Judicial Independiente, tanto en la Federación como en los Estados; revisión de las leyes relativas al matrimonio y al estado civil de las personas; disposiciones que garanticen el estricto cumplimientos de las leyes de Reforma; revisión de los códigos Civil, Penal y de Comercio; reformas del procedimiento judicial, con el propósito de hacer expedita y efectiva la administración de justicia; revisión de las leyes relativas a la explotación de minas, petróleo, aguas, bosques y demás recursos naturales del país, y evitar que se formen otros en lo futuro; reformas políticas que garanticen la verdadera aplicación de la Constitución de la República, y en general todas las demás leyes que se estimen necesarias para asegurar a todos los habitante del país la efectividad y el pleno goce de sus derechos, y la igualdad ante la ley. Como se ve, el artículo transcrito contiene promesas legislativas tendientes a transformar la organización del país en aspectos fundamentales; y debemos reconocer que el señor Carranza cumplió con buen número de esas promesas, entre las cuales cabe mencionar la Ley de la Reforma Agraria y la Ley de Relaciones Familiares. La ley de 6 de enero de 1915 es sin discusión el paso legislativo de mayor trascendencia en materia agraria después de las Leyes de Desamortización y Nacionalización de los

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bienes de la Iglesia de 1856 y 1859, respectivamente. Es bien sabido que la Ley de 6 de enero de 1915 fue redactada por el licenciado Luís Cabrera, conforme a las ideas que había expresado en su célebre discurso el 5 de diciembre de 1912 sobre la reconstitución de los ejidos de los pueblos en la Cámara de Diputados. Esta ley marca el principio de lo que se ha convenido en llamar la Reforma Agraria Mexicana. El mérito de Cabrera es indiscutible; mas es indiscutible también el mérito de Carranza por haber aprobado el proyecto, transformarlo en ley con su firma y asumir la consiguiente responsabilidad. La celebérrima ley consta de nueve considerados y doce artículos de enorme interés y trascendencia. Para nosotros la trascendencia y el interés estriban no sólo en la justificación del movimiento revolucionario, sino en el criterio que sustenta respecto a que todos los pueblos sin tierras, hayan tenido o no ejidos, tienen derecho a tenerlas para satisfacer sus necesidades. En otras palabras, la tesis de que todos los individuos, por el hecho de existir, tienen derecho a que la sociedad les proporcione los medios de subsistencia, por supuesto siempre que ellos realicen funciones productivas. La ley considera que una de las causas más generales del malestar y descontento de la población agrícola del país ha sido el despojo de los terrenos que a los pueblos les fueron concedidos en la época colonial. Estos despojos –agrega- se realizaron no sólo por medio de enajenaciones llevadas a efecto por las autoridades políticas, sino también por composiciones o ventas concertadas por las Secretarías de Fomento y Hacienda, o a pretexto de deslindes, para favorecer a los denunciantes de excedencias o demasías al servicio de las compañías deslindadoras. Todo esto con la frecuente complicidad de los jefes políticos y de los gobernadores. En consecuencia –se dice textualmente- no ha quedado a la gran masa de la población de los campos otro recurso para proporcionarse lo necesario a su vida, que alquilar a vil precio su trabajo a los poderosos terratenientes, trayendo esto, como resultado inevitable, el estado de miseria, abyección y esclavitud de

hecho, en que esa enorme cantidad de trabajadores ha vivido y vive todavía.” Lógicamente en la exposición de motivos concluye el legislador que para establecer la paz en la República y organizar la sociedad mexicana de conformidad con uno de los postulados básicos de la Revolución, es necesario restituir a numerosos pueblos los ejidos de que fueron despojados, a la vez que dotar de tierras a los núcleos de población carentes de ellas. Se ve que el pensamiento fundamental del autor o de los autores de la Ley de 6 de enero aspiró a proporcionar medios de vida a millares de familias paupérrimas y a elevar su nivel económico y cultural. A nuestro juicio el paso legislativo de mayor trascendencia durante el periodo preconstitucional fue la Ley Agraria de que se trata. Había que dar el primer paso, sobre todo por razones políticas; había que atraerse al constitucionalismo la masa campesina del centro y del norte del país para combatir con éxito contra la División del Norte comandada por el general Francisco Villa; había que tener a la mano una ley agraria frente al Plan de Ayala, con el propósito bien claro de quitar al general Zapata el monopolio del ideal agrarista. De suerte que no parece aventurado afirmar que las consideraciones de carácter político influyeron en la expedición de la Ley de 6 de enero de 1915 y que dicha ley a su vez influyó efectivamente en el triunfo de las fuerzas leales al señor Carranza. Probablemente la ley que comentamos aparecía más clara y práctica a los campesinos que el Plan zapatista. Mientras tanto y durante los primeros meses de 1915, el general Villa no se había preocupado por elaborar un programa bien definido de reformas sociales. Al abandonar la ciudad de México el general Eulalio Gutiérrez, precario Presidente provisional, fue designado para sustituirlo por la Convención heredera de la de Aguascalientes que seguía funcionando en la capital, el general Roque González Garza, quien había representado a Villa en la susodicha Convención.

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El general Álvaro Obregón había organizado un nuevo ejército con asombrosa celeridad. El 5 de enero tras de reñidos combates tomó la ciudad de Puebla, y el 28 del mismo mes, sin combatir, la de México. La intención del divisionario sonorense era permanecer unas cuantas semanas en la metrópoli para aumentar su ejército con voluntarios dispuestos a combatir contra la temible División del Norte. El éxito fue completo, incluyendo a los batallones rojos formados por obreros. El 10 de marzo al frente de una poderosa columna de las tres armas, el general Álvaro Obregón evacuó la capital para marchar audazmente al centro del país en busca de Francisco Villa. Los capitalinos sufrían privaciones sin cuento, particularmente la gente económicamente más débil, con tantas entradas y salidas de las varias facciones que incomunicaban a la gran ciudad de sus zonas de aprovisionamiento de artículos de primera necesidad. Así fue durante los cuarenta días de ocupación obregonista, y así continuó siendo todavía durante largos meses. El ingeniero Alberto J. Pani, al referirse a los cuarenta días, escribe en sus Apuntes autobiográficos lo que sigue: Lo más urgente era mitigar el hambre de los pobres. El Primer Jefe mandó, para este fin, medio millón de pesos: una gota de agua en el océano. Para hacer la mejor aplicación de esa suma, ampliarla y promover el mayor mejoramiento posible de la situación, el general Obregón creó la “Junta Revolucionaria de Auxilios al Pueblo” integrada por mí como Presidente y por el Dr. Atl y don Juan Chávez –este último antiguo funcionario de la Secretaria de Hacienda- como Vocales. Para ampliar los recursos de la Junta, pareció aconsejable tratar de extraer los fondos que faltaban de las cajas de los ricos, tanto porque resultaba lógica, en aquellas circunstancias, cualquier medida con tendencia igualitaria, como porque, estando en guerra, procedía quebrantar por todos los medios posibles la fuerza enemiga y castigar, de paso, a quienes tanto estorbaban la Revolución, comprendiendo en este grupo al Clero católico, que había prestado tan fuerte apoyo moral –y se afirmaba persistentemente

que también pecuniario- a la criminal Dictadura de Huerta.” La tarea no fue fácil, pues fue menester emplear medidas enérgicas para obligar al Clero egoísta y a los mercaderes acaparadores y codiciosos, a prestar ayuda a los habitantes más pobres, que carecían de lo más necesario a su existencia. Incuestionablemente que entre los que más sufrieron privaciones durante los mencionados cuarenta días se contaban los obreros pertenecientes a la Casa del Obrero Mundial. A este hecho indudable hay que añadir que los obreros de dicha organización conocían el decreto prometedor de 12 de diciembre de 1914 y la Ley de 6 de enero de 1915. En consecuencia, según nuestra opinión, todos los hechos anteriores combinados influyeron en los dirigentes de la Casa para cambiar de táctica, abandonando la lucha meramente sindical para sumarse al constitucionalismo que según su parecer ofrecía mayores garantías para la consecución de sus ideales de transformación social. Para ellos, en aquel preciso momento histórico y lugar geográfico, Carranza representaba la Revolución y Villa lo contrario. De aquí el Pacto de 17 de febrero, origen de los batallones rojos, firmado en Veracruz por el señor Rafael Zubaran Capmany, en representación del Primer Jefe del Ejército Constitucionalista Encargado del Poder Ejecutivo de la Unión, y por los siguientes representantes de la Casa del Obrero Mundial: Rafael Quintero, Carlos M. Rincón, Rosendo Salazar, Juan Tudó, Salvador Gonzalo García, Rodolfo Aguirre, Roberto Valdés y Celestino Gasca. En cumplimiento del Pacto se organizaron seis batallones rojos que bien pronto fueron a pelear contra el villismo. Las autoridades militares dispusieron que el primero de esos batallones, integrado en su totalidad por obreros de la Maestranza Nacional de Artillería, fuera enviado al mando inmediato del general Manuel Cuellar a El Ébano, S. L. P.; el segundo, compuesto por la Federación de Obreros y Empleados de la Compañía de Tranvías y otros gremios, fue enviado de guarnición a la Huasteca Veracruzana, a las órdenes del general Emilio Salinas; el tercero y cuarto, integrados por

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obreros de la industria de hilados y tejidos, ebanistas, canteros, pintores, sastres y conductores de carruajes de alquiler, formaron la tercera brigada de infantería del Cuerpo de Ejército del Noroeste, al mando de los generales Juan José Ríos y José J. Méndez, se incorporaron a las legiones del general Álvaro Obregón; finalmente, el quinto y sexto, compuestos por albañiles, tipógrafos, mecánicos y metalúrgicos, quedaron a las órdenes del coronel Ignacio C. Enríquez. Y muy luego aquellos soldados improvisados recibieron su bautismo de sangre.

CAPÍTULO IV Obregón derrota a Villa en cuatro grandes batallas en el centro del país. Se eclipsa la estrella de Francisco Villa. Una partida de villistas asesina a varios norteamericanos cerca de Santa Isabel. Villa ataca la población norteamericana de Columbus, creando grave conflicto internacional. La batalla de El Carrizal entre mexicanos y yanquis. La Ley Agraria de Villa. La Doctrina Carranza. El Primer Congreso Feminista Mexicano. Un Congreso Obrero de tendencias socialistas celebrado en Veracruz en marzo de 1916. El último acto de la convención revolucionaria: un interesante programa de reformas sociales. La baja constante del papel moneda hace cada vez más difícil la vida del proletario. Una huelga suprimida con mano de hierro por el señor Carranza. A fines de marzo al frente de poderoso ejército llegó el general Álvaro Obregón a la ciudad de Querétaro, sin importarle dejar enemigos a retaguardia. El 4 de abril –no se olvide que tratamos de l año de 1915- ocupó la población de Celaya, donde todo hacía suponer que sería atacado por la División del Norte al mando del general Villa. Efectivamente Villa avanzaba de norte a sur con muchos de sus mejores elementos y el propósito de atacar a los constitucionalistas. El general Felipe Ángeles, según lo refiere el ingeniero Federico Cervantes en su libro Felipe Ángeles y la Revolución de 1913, sugirió al jefe de la División del Norte que no combatiera en el centro del país porque podría ser derrotado; que lo sensato era replegarse al norte; reunir el mayor número posible de

elementos de toda índole y allí esperar a Obregón. Pero el impetuoso “Napoleón Mexicano”, como solía llamarlo la prensa de Estados Unidos, no hizo caso de tales consejos y se lanzó a la batalla confiado en la agresividad hasta entonces irresistible de sus soldados aguerridos. No vamos a referir pormenores de las cuatro grandes batallas que entre Celaya y Aguascalientes libraron los ejércitos enemigos: villistas y constitucionalistas. Se dice que combatieron en ocasiones cuarenta mil hombres de cada lado, hecho sin precedente en la historia de México. La primera batalla tuvo lugar en Celaya los días 6 y 7 de abril; la segunda, el 13, 14 y 15 del propio mes en la misma población; la tercera del 1º al 5 de junio entre Silao y León, en la que una metralla le hizo pedazos el brazo derecho al general Obregón; y la cuarta en las proximidades de la capital del Estado de Aguascalientes, del 6 al 10 de julio. En estas cuatro batallas fueron vencidos los villistas con enormes pérdidas de vidas y elementos de guerra; quebrantándose seriamente su poder militar. Puede decirse que a partir de la derrota de Aguascalientes se eclipsó la buena estrella de Francisco Villa definitivamente. Hagamos referencia de paso, como dato curioso, que por aquellos días Villa llamaba despectivamente a Obregón “el perfumado”, y Obregón llamaba a Villa reaccionario, traidor, bandido y con otros adjetivos deprimentes. En El Ébano, llave de la zona petrolera y del puerto de Tampico en poder de los constitucionalistas, se combatió sin cesar o casi sin cesar del 21 de marzo al 31 de mayo de 1915. Las fuerzas defensoras estuvieron al mando del general Jacinto B. Treviño y las atacantes las comandó el famoso general villista Tomás Urbina. Los esfuerzos para apoderarse de aquel punto estratégico fracasaron, no obstante el valor suicida de los urbinistas. La defensa de El Ébano tiene, como otros episodios de aquella etapa de la guerra civil, un cierto matiz –perdón por la paradoja- de inútil epopeya. La lucha entre villistas y constitucionalistas continuó casi todo el año de 1915. Poco a poco los constitucionalistas se fueron adueñando de todo el centro y el norte del país, infligiendo tremendas derrotas a las cada

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vez más desmoralizadas tropas enemigas. Francisco Villa penetró en el mes de noviembre al Estado de Sonora, decidido a jugar su última carta. Fue vencido en Agua Prieta, en Hermosillo y en otros lugares de aquel Estado. Tuvo que volver a Chihuahua, ya no como general en jefe de un poderoso ejército, sino encabezando un pequeño grupo de no más de mil hombres. Y todavía durante un lustro no dejó de ser problema, a veces grave, tanto para el Gobierno como para la nación. Retrocedamos varios meses. Al dejar la capital de la República el general Obregón con fecha 10 de marzo, según ya se refirió al final del capítulo anterior, la ocuparon los convencionalistas, o más bien el resto de los convencionistas, apoyados principalmente por las fuerzas del general Zapata. Recordemos que a raíz de la escapada de México del general Eulalio Gutiérrez la convención designó Presidente de la República al general villista Roque González Garza. Este militar permaneció en ese puesto hasta el 10 de junio en que fue sustituido por el licenciado Francisco Lagos Cházaro. La convención instalada en la ciudad de México, en su mayor parte integrada por zapatistas, llevó a cabo interesantes deliberaciones relativas a las reformas económicas, sociales y políticas que exigían con apremio las grandes masas de la población. Por supuesto que todo quedó en deliberaciones y acuerdos, entre otras razones porque era cada vez más pequeño el territorio dominado por el Gobierno emanado de las tantas veces mencionada convención. El 14 de Junio el Gobierno convencionalista sale de la ciudad de México para instalarse en Toluca. No permaneció mucho tiempo en dicha población ante la proximidad de los constitucionalistas. Los convencionistas se dividieron una vez más; unos la emprendieron rumbo al norte habiendo sido completamente aniquilados por fuerzas enemigas; otros buscaron la sombra protectora del general Zapata, reuniéndose y celebrando sesiones cuando podían estar seguros por cierto tiempo en alguna población. El Gobierno de Wilson reconoció al constitucionalismo como Gobierno de facto el 19 de octubre de 1915. Se tienen noticias que al enterarse de tal hecho el general Villa,

montó en cólera y que nació en su ánimo un odio feroz contra los norteamericanos, que tantas veces lo habían colmado de elogios, despertando sus ambiciones de caudillo intrépido y sagaz. Los efectos de ese odio feroz y agreguemos casi irracional, muy pronto se transformaron en hechos punibles que crearon gravísimos problemas a la nación. El primer hecho tuvo lugar el 10 de enero de 1916. Dos jefes villistas, Rafael Castro y Pablo López, al mando de un grupo de antiguos soldados de la famosa División del Norte, detuvieron al tren de Ciudad Juárez a Chihuahua, cerca de un punto denominado Santa Isabel; hicieron bajar a los extranjeros que eran 18, contándose entre ellos 15 norteamericanos; todos trabajaban en una compañía minera. Los formaron frente al pasaje atónito y sin más ni más fueron fusilados. Sólo uno de ellos aprovechando la confusión del momento pudo escapar. El salvaje atentado levantó inevitablemente olas de indignación lo mismo en los Estados Unidos que en México y en otras naciones. Aquellos 17 hombres no habían cometido delito alguno, ni habían tenido que ver nada en la lucha entre villistas y carrancistas; fueron víctimas inocentes del encono y de la maldad. Días después se recibió en la Secretaría de Relaciones del Gobierno constitucionalista, la nota del Gobierno de Washington protestando por el crimen y reclamando cuantiosa indemnización para cada una de las familias de los mineros sacrificados. Esta reclamación, conocida como el caso de Santa Isabel, fue motivo de larga controversia diplomática que a la postre ganó nuestro país. El segundo hecho, incuestionablemente de mucha mayor gravedad, fue el asalto al pueblo norteamericano de Columbus el 9 de marzo por una partida de forajidos al mando de Francisco Villa. A las 4 de la mañana se presentaron por sorpresa en la población, matando a tres soldados, hiriendo a siete y además a cinco vecinos. Varios establecimientos comerciales fueron saqueados e incendiados. Dos horas después de consumada la fechoría, los bandidos se internaron en territorio mexicano. Al ocuparse el licenciado Isidro Fabela de tan gravísimo suceso, escribe en su libro Historia

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diplomática de la Revolución Mexicana los párrafos que copiamos a continuación: Lógicamente podrá tenerse por cierto que el infame delito de Santa Isabel obedeció a una orden del general Villa, aunque él personalmente no haya concurrido al lugar del crimen colectivo, puesto que poco después Pablo López ya estaba a su lado para perpetrar juntos la incursión en territorio americano, asaltando el poblado de Columbus. Y es que Francisco Villa se propuso castigar, en las formas que pudiera, a quienes fueran hasta hacía poco sus amigos los norteamericanos, y que de la noche a loa mañana lo desconocieron y según él lo traicionaron en forma tal que ameritaban el castigo de sus venganzas que serían terribles. Por eso no se conformó con que fueran sacrificados crudelísimamente los 18 inmolados de Santa Isabel. Quería más sangre. Su odio hacia los Estado Unidos tomaba las características de una fobia truculenta que lo arrastró al peor de los delitos, al de lesa patria. Porque así fue. Al invadir en son de guerra los Estados Unidos para incendiar y saquear propiedades y matar norteamericanos en Columbus no hizo sino ponernos al borde de la guerra con los Estados Unidos. Pero eso no le causaba ningún remordimiento, puesto que tal era su deseo. “Su espíritu vengativo llegó al más enconado rencor hasta el grado de provocar una conflagración internacional que podría costarnos la pérdida de nuestra nacionalidad, o el hecho de colocarnos, quizá para siempre, en a categoría de un Estado sometido a la férula de la gran potencia nórdica.” Hábilmente el señor Carranza, dándose cabal cuenta del peligro de intervención norteamericana que nos amenazaba, propuso a Washington la celebración de un convenio con apoyo en antecedentes de fines del siglo XIX consistente en la reglamentación del piso de soldados mexicanos o norteamericanos de una u otra nación en persecución de gavillas de asaltantes. Pero el Gobierno del país vecino, sin esperar el proyecto del convenio propuesto, ordenó que el general John J. Pershing cruzara la frontera al mando de poderosa columna y se internara en el Estado de Chihuahua en persecución de Francisco

Villa. A esta tercera invasión de México por ejércitos estadounidenses se le llamó la expedición punitiva. México protestó con toda energía. Los Estados Unidos contestaron que la punitiva no era contra México, contra el pueblo de México, sino tan sólo para castigar a los forajidos de Pancho Villa, y a éste en particular si se lograba su aprehensión. Hubo dos escaramuzas de los soldados norteamericanos con partidas villistas; hubo un serio incidente en la población de Parral entre soldados yanquis y el pueblo con saldo de muertos y heridos de ambas partes; hubo un nuevo asalto por bandidos mexicanos a la población de Glennj Springs; y hubo, en fin el 21 de junio, un combate entre fuerzas norteamericanas y constitucionalistas en un lugar denominado “El Carrizal”. El general Félix Gómez, obedeciendo instrucciones superiores se opuso a que avanzara más al sur una columna al mando del capitán Charles J. Boyd. Éste, altanero y decidido ordenó el avance de su tropa. Se entabló duro combate entre mexicanos y norteamericanos. El general Gómez fue muerto al comenzar la lucha, sustituyéndolo en el mando el teniente coronel Genovevo Rivas Guillén. Los yanquis fueron completamente derrotados. El capitán Boyd y otros oficiales murieron en la refriega. Una vez más apareció el peligro de guerra internacional; una vez más la habilidad de Carranza alejó el peligro al ordenar se pusieran inmediatamente en libertad a los prisioneros americanos hechos en la batalla y se les condujera en un tren especial a El paso, Tex., acompañando a los cadáveres de sus compañeros; y expresando al mismo tiempo al Departamento de Estado, con notoria oportunidad, cuánto lamentaba lo sucedido. El Gobierno de México no cesó de pedir la retirada de la punitiva al Gobierno de Washington. El presidente Wilson y el secretario Lansing hablaban constantemente de sus sentimientos amistosos para el Gobierno constitucionalista y el pueblo mexicano. Sin embargo, los actos del Gobierno norteamericano resultaron con frecuencia contrarios a las palabras de amistad de su Presidente y de su secretario de Estado. La chancillería mexicana por instrucciones del Primer Jefe del Ejército Constitucionalista Encargado del Poder

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Ejecutivo de la Unión dirigió, con fecha 22 de mayo de 1916, una larga nota al Gobierno de la nación vecina, poniendo los puntos sobre las íes; nota en la cal apartándose de eufemismos diplomáticos se formuló tremenda requisitoria contra el juego doble del poderoso imperio, especialmente en su política con respecto a México. El juego doble o sea la discrepancia entre las palabras y los hechos ha sido norma de la política internacional de la Casa Blanca. Esto lo saben bien quienes bien conocen la historia de las relaciones entre Estados Unidos y las naciones latinoamericanas. Continuaron cambiando notas los dos gobiernos. Se celebraron conferencias entre delegados mexicanos y norteamericanos, primero en New London, desde comienzos de agosto y después en Atlantic City. Asunto fundamental: la salida de la punitiva de territorio mexicano. El 24 de noviembre se firmó el convenio que libraba a nuestro país de la invasión extranjera. Pero no fue sino hasta los días 5 y 6 de febrero de 1917 cuando las fuerzas de Pershing evacuaron nuestro territorio. El flamante general estadounidense que no pudo con Pancho Villa, puesto que no cumplió su promesa de aprehenderlo y castigarlo, participó después en la primera Guerra Mundial, al frente de los boys norteamericanos, volviendo de Europa al fin de la contienda con prestigio de héroe y de gran estratega. México respiró cuando salieron los últimos soldados yanquis, pues durante largos meses vivió bajo la amenaza de guerra con los Estados Unidos. Ahora, otra vez retrocediendo un poco, es necesario que nos ocupemos de cuestiones ajenas a la guerra y a la diplomacia, para tratar de asuntos de carácter social, que conforme a nuestro parecer constituyen el aspecto más trascendental de la Revolución mexicana. El general Álvaro Obregón, dos días después de la primera batalla de Celaya contra la División del Norte, es decir, el 9 de abril de 1915, expidió un decreto fijando un salario mínimo en los Estados de Michoacán, Querétaro, Hidalgo y Guanajuato, para todos los trabajadores del campo y las ciudades, incluyendo a los de carácter doméstico. En el

mismo decreto, ratificado semanas más tarde por el señor Carranza, se establece que su vigencia se iría extendiendo a medida que fueran siendo dominadas otras entidades de la República por los constitucionalistas. Por su parte el general Francisco Villa, de quien hemos dicho que llevado por su ardor militar no se había preocupado por precisar por medio de decretos sus ideas sociales, se resolvió al fin a expedir una ley agraria para no quedarse atrás del Plan de Ayala ni tampoco de la Ley de 6 de enero de 1915. La ley villista apareció publicada en la Gaceta Oficial del Gobierno convencionista provisional, en Chihuahua el 7 de junio de 1915, firmada por Villa en la ciudad de León el 23 de mayo anterior. En consecuencia la publicación se hizo cuando la División del Norte había sufrido tremendas derrotas, que prácticamente la liquidaron como fuerza militar y política de significación nacional. Lógicamente la ley tardía del guerrillero norteño no tuvo ninguna aplicación. El autor de la ley fue muy probablemente el licenciado don Francisco Escudero. Hagamos a continuación un breve resumen de tal ordenamiento:

I. Se deja a los Estados, fundamentalmente, la resolución del problema agrario, incluyendo el financiamiento.

II. Se declara de utilidad pública el fraccionamiento de las grandes propiedades territoriales, mediante indemnización.

III. El término “mediante indemnización” no se compagina del todo con el contenido del artículo 11, en el cual se dice que no podrán ocuparse los terrenos sin que antes hayan sido pagados.

IV. Se ordena que la extensión de las parcelas no deba pasar de veinticinco hectáreas y que deberán ser pagadas por los adquirentes.

V. En el artículo 4 se determina que también se expropiarán por razones de utilidad pública los terrenos circundantes de los pueblos indígenas, con el fin de distribuirlos en pequeños lotes.

VI. Al Gobierno Federal se le señalan funciones secundarias.

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VII. La idea fundamental de la ley es la de crear una clase rural relativamente acomodada.

Se nos ocurre pensar que si Villa hubiera triunfado y no hubiera tenido ningún efecto el decreto de 6 de enero, tal vez hubiera quedado vigente la ley del villismo; pues bien, suponiendo que así hubiese sido, estamos persuadidos de que todavía existirían numerosos grandes latifundios –más de los que existen en la actualidad-, porque los Estados nunca hubieran dispuesto de los recursos necesarios, y aun admitiendo sin conceder, que hubieran dispuesto de tales recursos, los tres millones de campesinos sin tierras hubieran estado imposibilitados para adquirir los terrenos. En resumen, no sería posible hablar, como hoy podemos hacerlo, con sus defectos y limitaciones, de la Reforma Agraria Mexicana. Como ya se apuntó anteriormente, a fines del año de 1915 la facción carrancista había triunfado y sus generales eran dueños por lo menos de cuatro quintas partes del territorio de la nación. Don Venustiano abandonó su cuartel general establecido en el puerto de Veracruz para hacer un recorrido por varios Estados de la República. El 2 de noviembre en Matamoros y el 26 de diciembre en la ciudad de San Luis Potosí, pronunció los dos discursos de mayor significación desde el punto de vista ideológico durante el periodo preconstitucional. En ellos se halla contenida lo que se ha dado en denominar la Doctrina Carranza, según el parecer de varios autores, entre ellos el licenciado Isidro Fabela y el general Juan Barragán. En el discurso de Matamoros el señor Carranza comenzó por hacer una recordación histórica de México, con especial mención al porfirismo, el cual según el orador, fue un Gobierno que dio la apariencia de progreso, sin que la nación hubiera en realidad progresado durante varios lustros. Después el caudillo constitucionalista afirmó que la Revolución no era tan sólo el “sufragio efectivo” y la “no reelección, es decir que no perseguía fines exclusivamente políticos sino de mucho mayor alcance. Tampoco, agregó don Venustiano, el movimiento revolucionario va a limitarse a repartir tierras y a establecer numerosas escuelas; el movimiento

revolucionario aspira a que México sea el alma de las demás naciones que padecen los mismos males que los mexicanos padecimos en el pasado; y de seguro arrastrado por sus propias palabras y su propio entusiasmo, se siente con ímpetus de profeta y anuncia que las naciones latinoamericanas tendrán que seguir en el futuro el camino trazado por México con su Revolución. En un momento de su disertación se muestra internacionalista, al opinar que “reinará sobre la tierra la verdadera justicia cuando cada ciudadano, en cualquier punto que pise del planeta, se encuentre bajo su propia nacionalidad”. Estas palabras recuerdan las del griego Eurípides, cuando escribió que “como todo el aire se halla para el hombre de bien”. De trecho en trecho en la historia del mundo, aquí, allá y acullá, se encuentran hombres generosos que han soñado en una sola patria para todos los seres humanos. Por otro lado, es muy probable que al llegar el señor Carranza a la población de Matamoros haya escuchado bien número de quejas por el constante descenso en el poder de compra del papel moneda, que comenzó a emitirse en Piedras Negras desde el comienzo del movimiento constitucionalista. De manera obvia, a medida que aumentaba la circulación del papel constitucionalista se reducía su equivalencia frente al dólar. El señor Carranza se vio obligado en su discurso a dar una somera explicación de las causas que le obligaron a fabricar papel moneda sin ninguna garantía. El asunto tiene interés, por lo cual vale la pena transcribir a continuación el párrafo relativo: “El desequilibrio económico que ha resultado en una lucha de dos años y medio de guerra es lo que más nos afecta, y estamos viviendo ficticiamente. Después de haber creado una moneda para poder sostener el ejército, hay algunos a quienes llama la atención el hecho de que el valor de nuestros pesos fluctúe diariamente; pero ¿creamos nosotros esa moneda para ir a cambiarla por oro en alguna parte de la tierra? Nosotros la creamos por una necesidad, porque era el medio más equitativo para que la carga de la Revolución pesara sobre todos los ciudadanos. Cuando empezó la lucha, que era necesario dar haberes a los soldados, sin tener más recursos que los que quitábamos a los pueblos, se me

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propuso, entre otras, la idea de emitir bonos, según el sistema empleado en épocas pasadas para sacrificar a la nación. Yo no acepté ninguno de los medios propuestos y resolví lanzar papel moneda, para que fuera equitativo el gasto que la guerra traería consigo, para que sirviera como medio de cambio y para sufragar también todos los demás gastos en los ramos de la administración que se iba creando. Si hubiéramos recurrido a los préstamos forzosos, habrían sido unos cuantos los que hubieran soportado ese peso, y cualesquiera que sean los errores o las ideas políticas de nuestros enemigos, nadie tiene derecho para cometer una injusticia. El peso de la guerra lo soportamos todos nosotros. Los culpables de las desgracias de nuestro pueblo serán castigados por la ley; sus propiedades serán confiscadas si la responsabilidad de ellos así lo requiere, pero de ningún modo debemos cometer una injusticia contra nuestros mismos hermanos.” Y el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista pide buen ánimo y cooperación de todos los ciudadanos, para resolver a la postre el arduo y difícil problema. En el discurso de San Luis Potosí el señor Carranza repite algunas de las ideas expresadas en Matamoros, pero es en cientos momentos más enfático, más categórico, como cuando dice que la Revolución Mexicana servirá de ejemplo a todas las naciones de la tierra. El discurso lo inició con estas palabras: “Nosotros representamos la legalidad durante la lucha armada, y actualmente somos los revolucionarios, no sólo de la nación mexicana, sino los revolucionarios de la América Latina, los revolucionarios del Universo.” Lo anterior parece excesivo aun cuando explicable por la euforia derivada del triunfo sobre Francisco Villa, de la seguridad de que ya dominaban sus tropas en toda o en casi toda la nación. En nuestra opinión lo más característico de las ideas del señor Carranza en aquella ocasión, se encuentra en el párrafo que aquí copiamos: Hasta ahora han venido sucediéndose las luchas en todo el mundo, sin comprender por qué se desgarran las naciones, a cada paso. Pues bien, son los grandes intereses militares los que llevan a las naciones a la guerra, y

mientras esos intereses existan, esas guerras serán un amago para la humanidad. Por eso afirmo que las leyes deben ser universales, y que lo que aquí conquistamos como una verdad, todo aquello que la ley humana signifique bienestar lo mismo en México que en África, la lucha eterna de la humanidad ha sido por el mejoramiento, ha sido por el bienestar, ha sido por el engrandecimiento de los pueblos, y esos grandes sacudimientos no han llevado otro objeto que el bienestar de las colectividades. Por esos principios se ha destrozado la humanidad, y para que cese la guerra, es preciso que reine en la tierra la justicia; es doloroso que los Principios que se vayan conquistando sólo sean para una nación; por eso veis que la Revolución no es sólo la lucha armada ni son los campos ensangrentados, que ya se secan; es algo más grande, es el progreso de la humanidad que se impone, y que a nosotros, por desgracia, por fatalidad, o por ventura, nos ha tocado ser los iniciadores en esta gran lucha. Estas ideas que ahora he expresado y que hace poco fueron indicadas por mí, han tenido eco en un distinguido ciudadano que pensó ya también en la unión de las naciones latinoamericanas, y en los principios que acabo de enunciar, de justicia, de paz, de libertad para todos los pueblos de América. Debemos de unirnos como lo hemos estado durante la lucha, para que en la época de paz y de reconstrucción, después de esta guerra que ha ido realizando una transformación general en todos los sistemas, podamos llegar a la meta de nuestras aspiraciones, logrando el engrandecimiento de toda la América Española, Digo, sobre todo, de la América Española, porque a ésta la forman naciones que por su poca significación no han ocupado todavía el lugar distinguido que les corresponde en el progreso de la humanidad. Estamos viendo ahora cómo se hacen pedazos las naciones europeas para decidir su suerte en una guerra; pero los que sostienen esa contienda, que no es de defensa nacional, sino una guerra de intereses, no sienten ni piensan en todas las desgracias que pesan sobre sus actos, piensan únicamente en los grandes intereses privados, y no en los de todos, en las desgracias de los que caen como víctimas durante la lucha. Parecerá increíble que, después de una guerra en la que hemos derramado tanta sangre, y en la que hemos luchado por tanto tiempo, el Primer Jefe se

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exprese en estos términos; pero es que nuestra lucha ha sido de carácter distinto que aquéllas, pues la voluntad del pueblo siempre deberá imponerse sobre cualquiera ley, sobre cualquiera institución que estorbe su mejoramiento y su progreso, sobre cualquier Gobierno que impida al hombre ser ciudadano y disfrutar de todos los bienes que la naturaleza le ha concedido. El hecho de que haya habido males elementos entre nosotros es lo que nos llevó a la contienda, porque a los hombres honrados obligan los malvados a levantar la mano para corregirlos como merecen. Ahora será el Gobierno de los hombres de sanas intenciones el que encauce el actual estado de cosas, que ha sido el resultado de una prolongada campaña para que el país vuelva a levantarse, y llegar hasta el lugar que debe ocupar en el continente americano. No cabe duda que son por demás interesantes las ideas expresadas por don Venustiano Carranza en los discursos de Matamoros y San Luis Potosí y que destacan la personalidad de su autor; pero decir que esas ideas sueltas, incuestionablemente brillantes, forman una doctrina, nos parece notoria exageración, hija del afecto y del cariño que aquel gran hombre supo despertar en sus amigos y colaboradores más cercanos. Ahora conviene recordar el Primer Congreso Feminista celebrado en la República, que tuvo lugar en Mérida, Yucatán, en el mes de enero de 1916, como resultado de la Convocatoria que al efecto expidió el general Salvador Alvarado, gobernador y comandante militar de aquel Estado. Del informe que las congresistas dirigieron al gobernador, al llegar a su término el congreso, se toman las conclusiones que a nuestro parecer son las más significativas, porque ponen de relieve las ideas que predominaban en las mujeres más progresistas en aquel momento histórico de fervor revolucionario.

I. En todos los centros de cultura de carácter obligatorio o espontáneo, se hará conocer a la mujer la potencia y la variedad de sus facultades y la aplicación de las mismas a ocupaciones hasta ahora desempeñadas por el hombre.

II. Gestionar ante el Gobierno la modificación de la Legislación Civil vigente, otorgando a la mujer más

libertad y más derechos para que pueda con esta libertad escalar la cumbre de nuevas aspiraciones.

III. Ya es un hecho la efectividad de la enseñanza laica.

IV. Evitar en los templos la enseñanza de las religiones a los menores de diez y ocho años, pues la niñez todo lo acepta sin examen por falta de raciocinio y de criterio propio.

V. Inculcar a la mujer elevados principios de moral, de humanidad y de solidaridad.

VI. Hacerle comprender la responsabilidad de sus actos. “El bien por el bien mismo”.

VII. Fomentar los espectáculos de tendencias socialistas y que impulsen a la mujer hacia los ideales de libre pensamiento.

VIII. Instituir conferencias periódicas en las escuelas, cuya finalidad sea ahuyentar de los cerebros infantiles el negro temor de un Dios vengativo e iracundo que da penas eternas semejantes a las de Talión: “Diente por diente, ojo por ojo”.

IX. Que la mujer tenga una profesión, un oficio que le permita ganarse el sustento en caso necesario.

X. Que se eduque a la mujer intelectualmente para que puedan el hombre y la mujer completarse en cualquiera dificultad y el hombre encuentre siempre en la mujer un ser igual a él.

XI. Que la joven al casarse sepa a lo que va y cuáles son sus deberes y obligaciones; que no tenga jamás otro confesor que su conciencia.

XII. Establézcanse conferencias públicas a las que asistan principalmente profesores y padres de familia a compenetrarse de los nobilísimos fines que persigue la educación racional con su base de libertad completa, la que lejos de conducir al libertinaje, orienta a las generaciones hacia una sociedad en que predomine la armonía y la conciencia de los deberes y derechos.

XIII. La supresión de las escuelas actuales, con sus textos, resúmenes y lecciones orales, para sustituirlas con institutos de educación racional, en que despliegue acción libre y beneficiosa.

XIV. Creación del mayor número posible de escuelas-granjas mixtas.

XV. Fomentar por medio de conferencias y artículos de periódicos, la afición al

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estudio de la medicina y farmacia en el bello sexo.

XVI. Deben abrirse a la mujer las puestas de todos los campos de acción en que el hombre libra a diario la lucha por la vida.

XVII. Puede la mujer del porvenir desempeñar cualquier cargo público que no exija vigorosa constitución física, pues no habiendo diferencia alguna entre su estado intelectual y el del hombre, es tan capaz como éste de ser elemento dirigente de la sociedad.

El informe rendido al general Salvador Alvarado, lo firmaron con el carácter de presidenta del Congreso la señora Adolfina Valencia de A. y la secretaria del mismo, señorita Consuelo Ruiz Morales. Las conclusiones a que llegaron las mujeres yucatecas muestran el espíritu progresista que predominaba en los sectores revolucionarios de aquella entidad. Yucatán fue sin disputa el Estado de la República más avanzado en materia social durante los gobiernos de Salvador Alvarado y Felipe Carrillo Puerto. En ninguna otra parte del país se llegó tan cerca de la implantación de un régimen socialista. En más de una ocasión el Gobierno Federal tuvo que intervenir para contener el radicalismo de las autoridades yucatecas, que tuvieron que luchar en contra de una especie de feudalismo oscuro, agresivo y soberbio. No en todos los Estados de la República se imitó a los gobernantes de Yucatán durante el periodo preconstitucional, ni tampoco en los años inmediatos posteriores. Desgraciadamente no pocos revolucionarios, al convertirse después de la victoria en altos funcionarios civiles o militares, olvidaron bien pronto los principios e ideales por los que habían combatido y se fueron sumando a la burguesía nacional. Las mujeres, el coñac y el póker fueron elementos eficaces para neutralizar las aspiraciones apostólicas de los jóvenes guerrilleros; porque es oportuno recordar que la Revolución Mexicana la hicieron personas jóvenes, con poquísimas excepciones en contrario. Estos jóvenes, después de haber arriesgado la vida en uno o varios combates, después de haber sufrido privaciones y penalidades en múltiples ocasiones, creyeron que les había llegado la hora del desquite y no pudieron resistir la tentación de disfrutar de los bienes materiales

que proporciona la riqueza. Y es que a la Revolución Mexicana, como ya lo dijimos hace tres lustros en otro trabajo, le faltó una mística en el sentido de servir con pasión fervorosa o fervor apasionado a una causa noble, clara, desinteresada; le faltó en muchos casos y momentos el ímpetu creador que transforma desde sus raíces la estructura de una sociedad, de igual manera que la conciencia y visión del mundo de los individuos que la componen. Claro que no estaba apagado el fuego revolucionario en todos los que habían participado de alguna manera en la tremenda pugna, ni muerto el anhelo de mejorar la existencia de las masas, obsesión de los mejores caudillos revolucionarios. A este propósito queremos señalar algunos sucesos que tuvieron lugar en el país en el curso del año de 1916, antes de la convocatoria al histórico congreso constituyente. Ahora bien, la Federación de Sindicatos Obreros del Distrito Federal convocó a los trabajadores sindicalizados de todo el país a un congreso en el puerto Veracruz, con el propósito de estudiar y discutir los problemas que a los obreros afectaban por aquellos meses y formular un programa de principios de acción. El Congreso, al que asistieron representantes de buen número de sindicatos, inició sus trabajos el 5 de marzo de 1916. El Comité Ejecutivo quedó integrado en la forma siguiente: presidente, Herón Proal; secretario del interior, J. Pascual Ríquer; secretario del exterior, Lauro Alburquerque; secretario de actas, J. Barragán Hernández, y secretario tesorero, Francisco Suárez López. Después de arduas deliberaciones se aprobaron una Declaración de Principios y un Pacto de Solidaridad quedando constituida la Confederación de Trabajadores de la Región Mexicana. A nuestro juicio, conviene destacar los dos primeros artículos de la declaración de principios, porque se acepta el principio de la lucha de clases, la socialización de los medios de producción y como táctica de lucha la acción directa; es decir, principios, finalidades y tácticas del socialismo revolucionario internacional.

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El manifiesto expresa textualmente lo que sigue: “primero. La Confederación del Trabajo de la Región Mexicana acepta, como principio fundamental de la organización obrera, el de la lucha de clases, y como finalidad suprema para el movimiento proletario, la socialización de los medios de producción. Segundo. Como procedimiento de lucha contra la clase capitalista, empleará exclusivamente la acción directa, quedando excluida del esfuerzo sindicalista toda clase de acción política, entendiéndose por ésta el hecho de adherirse oficialmente a una gobierno o a un partido o personalidad que aspire al poder gubernativo. Tercero. A fin de garantizar la absoluta independencia de la Confederación, cesará de pertenecer a ella todo aquel de sus miembros que acepte un cargo público de carácter administrativo. Cuarto. En el seno de la Confederación se admitirá a toda clase de trabajadores manuales e intelectuales, siempre que estos últimos estén identificados con los principios aceptados y sostenidos por la Confederación, sin distinción de credos, nacionalidades o sexo. Quinto. Los sindicatos pertenecientes a la Confederación son agrupaciones exclusivamente de resistencia. Sexto. La confederación reconoce que la escuela racionalista es la única que beneficia a la clase trabajadora. De manera obvia desde la Declaración de tales principios y del Pacto de Solidaridad de los congresistas representantes de diversos sectores del proletariado, se hizo más honda la zanja que los separaba de la facción constitucionalista, puesto que mientras el señor Carranza y sus generales, por lo menos en su mayor parte, tendían a restablecer en breve el orden constitucional y llevar a cabo reformas inspiradas en un liberalismo social, aquéllos querían transformar desde sus cimientos la estructura económica del país. Puede decirse que desde la publicación del documento citado se hicieron incompatibles las dos tendencias y fue inevitable la lucha

durante todo ese años de 1916, tocándoles la peor parte a los trabajadores y a sus dirigentes. Varias huelgas fueron suprimidas por la fuerza y sus líderes encarcelados. Desde el mes de enero habían sido licenciados los batallones rojos, de seguro por temor a la propagación de las ideas radicales de sus componentes. No obstante lo que antes se dice, precisa reconocer que el principio de la lucha de clases y la socialización de los medios de producción, como metas supremas a conquistar, no desaparecieron del todo en los años y lustros posteriores, ni han desaparecido aún de la terminología de extrema izquierda. La Soberana Convención de Aguascalientes, como se recordará, se trasladó a la ciudad de México; pero cuando la capital de la República fue ocupada definitivamente por fuerzas constitucionalistas, la Convención vivió durante cierto tiempo una vida trashumante, al amparo del ejército zapatista que permaneció paleando contra tirios y troyanos. En la pequeña población de Jojutla, del Estado de Morelos, dio según nuestras noticias, las últimas señales de existencia como cuerpo coaligado. Allí los convencionistas redactaron un programa de reformas políticas y sociales. El interés del documento estriba en que refleja el pensamiento sobre problemas fundamentales de la nación, de los representantes de varios generales entre los cuales predominaban los de los jefes zapatistas. Es seguro que el programa fue aprobado por el propio general Emiliano Zapata. Cabe advertir que algunos de tales representantes de generales no zapatistas como de Rafael Buelna y Juan Cabral, entre otros, se habían desconectado de sus representados, consecuencia del aislamiento de la Concención que tenía que andar de la ceca a la meca según las peripecias de la contienda. Hay un caso notorio: el documento está firmado por el representante del general Tomás Urbina, quien hacía varios meses había sido fusilado por su compadre y amigo el general Francisco Villa. Sea de ello lo que fuere, el Programa de Reformas Político-Sociales está en términos

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generales bien redactado y bien pensado; contiene de hecho modificaciones y ampliaciones al Plan de Ayala. El contenido de varios de sus artículos formó parte de la legislación revolucionaria posterior; y es que algunos de sus redactores, entre quienes merece especial mención el licenciado Antonio Díaz Soto y Gama, talentoso hombre de letras, conocían bien los problemas de México. El programa que nos ocupa abarca todos o casi todos los problemas nacionales: agrario, obrero, educativo, de política y de administración. Simplemente como muestra vamos a transcribir a continuación los primeros nueve artículos que se refieren predominantemente a cuestiones que podemos denominar de carácter económico-social: Articulo 1º Destruir el latifundismo, crear la pequeña propiedad y proporcionar a cada mexicano que lo solicite la extensión de terreno que sea bastante para subvenir a sus necesidades y a las de su familia, en el concepto de que se dará la preferencia a los campesinos. Articulo 2º Devolver a los pueblos los ejidos y las aguas de que han sido despojados, y dotar de ellos a las poblaciones que, necesitándolos, no los tengan o los posean en cantidad insuficiente para sus necesidades. Articulo 3º Fomentar la agricultura, fundando bancos agrícolas que provean de fondos a los agricultores en pequeño, e invirtiendo en trabajos de irrigación, plantío de bosques vías de comunicación y en cualquiera otra clase de obras de mejoramiento agrícolas todas las sumas necesarias, a fin de que nuestro suelo produzca las riquezas de que es capaz. Articulo 4º Fomentar el establecimiento de escuelas regionales de agricultura y de estaciones agrícolas de experimentación para la enseñanza y aplicación de los mejores métodos de cultivo. Articulo 5º Facultar al Gobierno Federal para expropiar bienes raíces, sobre la base del valor actualmente manifestado al Fisco por los propietarios respectivos, y una vez consumada la reforma agraria, adoptar como base para la expropiación, el valor fiscal que resulte de la última manifestación que hayan

hecho los interesados. En uno y en otro caso se concederá acción popular para denunciar las propiedades mal valorizadas. Articulo 6º Precaver de la miseria y del futuro agotamiento a los trabajadores, por medio de oportunas reformas sociales y económicas, como son: una educación moralizadora, leyes sobre accidentes del trabajo y pensiones de retiro, reglamentación de las horas de labor, disposiciones que garanticen la higiene y la seguridad en los talleres, fábricas y minas, y en general por medio de una legislación que haga menos cruel la explotación del proletariado. Articulo 7º Reconocer personalidad jurídica a las uniones y sociedades de obreros, para que los empresarios, capitalistas y patrones tengan que tratar con fuertes y bien organizadas uniones de trabajadores, y no con el operario aislado e indefenso. Articulo 8º Dar garantías a los trabajadores, reconociéndoles el derecho de huelga y el de boicotage. Articulo 9º Suprimir las tiendas de raya, el sistema de vales para el pago del jornal, en todas las negociaciones de la República. A los nueve artículos siguen veintinueve más y tres transitorios; todos ellos reflejan un pensamiento revolucionario más maduro que todos los decretos y declaraciones anteriores del zapatismo. El documento aparece firmado en la forma y por las personas siguientes: Jenaro Amescua, representante del general Eufemio Zapata; Agustín Arriola Valadez, representante de la División Everardo González; Donaciano Barba, representante del general Jesús Capistrán; Vidal Bolaños Villaseñor, representante del general Maximino V. Iriarte; Enrique M. Bonilla, representante del general Rafael Buelna; Baudilio B. Caraveo, representante del general Agustín Estrada; Amador Cariño, representante de la División Amador Salazar; Luis Castell Blanch, representante del general Pedro Saavedra; José H. Castro, representante del general Magdaleno Cedillo, Zenón R. Cordero, representante del general doctor Antonio F. Cevada; Joaquín M. Cruz,

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representante del general Adolfo Bonilla; Antonio Díaz Soto y Gama, representante del general Emiliano Zapata; Ramón Espinoza y Leobardo Galván, representantes de la Brigada Galván; Severino Gutiérrez, representante de la División Francisco Mendoza; Juan H. Ponce, representante de la Brigada Enrique S. Villa; Cipriano Juárez, representante del general Miguel Salas; Juan Ledesma, representante de la Brigada Querétaro; Macario López y Reynaldo Lecona, representantes del general Miguel Morales; Modesto Lozano y José López Guillermín, representantes del general S. Crispín Galeana; Rodolfo Magaña, representante de la Brigada Camarena; Mucio Marín, representante del general Mucio C. Bravo; Melesio Méndez, representante de la División Genovevo de la O.; Manuel Oscura, representante del general Guillermo Santana Crespo; Albino Ortiz, representante del general M. Palafox; Agustín Preciado, representante del general Juan G. Cabral; Alberto L. Paniagua, representante de la División Domingo Arenas; Quintín A. y Pérez, representante del general Epigmenio Jiménez; Félix Rodríguez y José Pozos Rodríguez, representantes de la División Lorenzo Vázquez; Antonio Ruiz, representante del general Leandro Arcos; Francisco Alfonso Salinas, representante del general Tomás Urbina; Gumersindo M. Sánchez, representante del general Vicente Rodríguez; Benjamín Villa, representante del general Ramón Bahena; Ángel Centeno, representante del general Zenteno. El año de 1916 fue muy difícil para todas las personas sujetas a ingresos fijos, debido a la baja constante del poder adquisitivo de la moneda en circulación o sea del papel moneda emitido por el Gobierno constitucionalista. Ya en el mes de mayo la situación de los trabajadores era insostenible, pues mientras los comerciantes calculaban el precio de las mercancías en oro, los trabajadores veían disminuido en forma catastrófica su salario real. El 22 del mes citado se declararon en huelga en la ciudad de México los electricistas, los tranviarios y otros gremios. El Gobierno intervino desde luego logrando la suspensión del movimiento que amenazaba trastornar la vida de los capitalinos. Los obreros obtuvieron tan sólo ligera mejoría en sus misérrimos jornales. Por supuesto que dos o tres semanas

después esa leve mejoría desapareció como consecuencia de nuevas devaluaciones monetarias. La única solución lógica y razonable consistía en el pago a los trabajadores en monedas de metal amarillo o su equivalente en papel moneda. Así lo comprendieron los obreros del Distrito Federal y en ellos basaron sus demandas. La federación de Sindicatos Obreros del Distrito Federal resolvió declarar la huelga general por sorpresa el 30 de julio de ese año de 1916. A las 3 de la mañana comenzó la huelga, suspendiéndose la generación de energía eléctrica y otros servicios públicos. Don Venustiano hizo que los miembros del comité de huelga fueran llevados a su presencia. Y sucedió algo increíble... Carranza, el hombre sereno ante las mayores dificultades y los mayores peligros, perdió completamente la serenidad en aquella ocasión; injurió a los trabajadores con palabras enérgicas en exceso; ordenó su inmediato encarcelamiento y la aplicación de la Ley del 25 de enero de 1862. No es ocioso recordar una vez mas que la ley mencionada la expidió don Benito Juárez para aplicarla a los intervensionistas y trastornadores del orden público, considerados en aquella ocasión como traidores a la patria. De conformidad con la tal ley sólo pueden aplicarse dos penas: ocho años de prisión o la muerte. El Primer Jefe del Ejército Constitucionalista desde los comienzos de la Revolución que él acaudillara, resucitó la ley tantas veces aquí mencionada para aplicarla contra Victoria Huerta y los huertistas. Pero he aquí que el jefe de la Revolución victoriosa sufrió por aquellos días algo así como una transitoria obnubilación, tal vez originada por la cólera que le produjo el intento de huelga general, pues de otra manera no es posible explicarse su inquina desorbitada contra los dirigentes de una organización obrera. Y en vista de que la Ley del 25 de enero de 1862 no era fácil aplicarla a los trabajadores que él, Carranza, había enviado a presidio, expidió un decreto con fecha 1º de agosto que fue publicado por medio de Bando Solemne en la capital de la República. Ese decreto inaudito, monstruoso, arroja una mancha sobre la personalidad de Venustiano

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Carranza. Nosotros lo hemos elogiado en más de una ocasión cuando ha sido menester, más tratándose del malhadado decreto de 1º de agosto de 1916, lo censuramos con la mayor energía y sostenemos que cometió gravísimo error político y jurídico; político porque fue un acto contra los principios que él en más de una ocasión había sostenido; y jurídico porque trató de aplicar a delincuentes o presuntos delincuentes, una ley promulgada después de que los delitos o supuestos delitos fueron cometidos. Y no exageramos. El lector nos dará la razón simplemente leyendo el primer artículo del decreto. Dice así: Artículo 1º Se castigará con la pena de muerte, además de a los trastornadores del orden Público que señala la Ley de 25 de enero de 1862; Primera. A los que inciten a la suspensión del trabajo en las fábricas o empresas destinadas a prestar servicios o la propaguen; a los que presidan las reuniones en que se proponga, discuta o apruebe; a los que la defiendan o suscriban; a los que asistan a dichas reuniones o no se separen de ellas tan pronto como sepan su objetivo, y a los que procuren hacerla efectiva una vez que se hubiera declarado. Segundo. A los que con motivo de la suspensión de trabajo en las fábricas o empresas mencionadas o en cualquiera otra, y aprovechando los trastornos que ocasiona, o para agravarla o imponerla destruyeren o deterioraren los efectos de la propiedad de las empresas a que pertenezcan los operarios interesados en la suspensión o de otras cuyos operarios se quiera comprender en ella; y a los que con el mismo objeto provoquen alborotos públicos o contra particulares, o hagan fuerza en las personas o bienes de cualquier ciudadano, o que se apoderen, destruyan o deterioren bienes públicos o de propiedad particular. Tercero. A los que con amenazas o por la fuerza impidan que otras personas ejecuten los servicios que prestaban los operarios en las empresas contra las que se haya declarado la suspensión del trabajo. Claro que en los considerandos del decreto se quiso dar cariz político a la huelga; se acusó a

los organizadores de contrarrevolucionarios, de perturbar la paz pública; se calificó su conducta de antipatriótica y criminal. El día 31 de julio fue ocupado militarmente el local del Sindicato Mexicano de Electricistas, lo mismo que el de la Unión de Empleados de Restaurantes. Además, la Casa del Obrero Mundial, clausurada por los esbirros de Victoriano Huerta el 27 de mayo de 1914, fue otra vez clausurada por los esbirros de Venustiano Carranza el 31 de julio de 1916. La historia, es cierto, a veces se repite. El 2 de agosto al mediodía se reanudaron todos los servicios, para la cual se utilizó la fuerza pública. La huelga había fracasado y sufrido sudo golpe el movimiento obrero. Después de consejos de guerra para juzgar a los promotores de la fracasada huelga general, a ninguno de ellos se le pudo aplicar la Ley de 25 de enero de 1862, ni el terrible decreto de 1º de agosto de 1916. Poco a poco fueron puestos en libertad, con excepción de Ernesto Velasco. Éste fue sentenciado a muerte pero no se cumplió la condesa. Estuvo recluido en la penitenciaría hasta el 18 de febrero de 1918, un año después de haberse proclamado la Constitución de 1917.

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MÉXICO BREVE HISTORIA CONTEMPORÁNEA

Alicia Hernández Chávez.

LA REVOLUCIÓN

La interpretación tradicional de la Revolución mexicana tiende a describirla como un fenómeno social y político sin precedentes, con escasas vinculaciones con el pasado republicano y liberal del siglo XIX. En cambio, la historiografía reciente concede mayor importancia a sus raíces decimonónicas y al papel que desempeñaron las ideas, los grupos sociales y las organizaciones de la última década de ese siglo. Dichos estudios ponen además en discusión la existencia de una revolución única, para rescatar su pluralidad y carácter específico por regiones y estados. Conviene por ello no olvidar lo dicho en el capítulo previo acerca del desfase que se creó en ese fin de siglo entre el dinamismo social y la esclerosis política que no encauzó las inquietudes de los nuevos actores políticos, que eran reconocibles desde unos 15 años antes del estallido revolucionario. Es decir, la regresión del republicanismo liberal de los años 1890 se instauró cuando el movimiento que lo animó devino régimen incapaz de regenerarse y desarrollar políticas adecuadas para dar voz a las nuevas formas de oposición liberal. En esta fase parecen albergarse los primeros signos de lo que hoy definimos como Revolución, su referente fue la pluralidad de actores en el espacio mexicano. La nueva sociedad, nacida bajo la República en el periodo de mayor robustez del liberalismo, entre mil tropiezos, tejió sus redes, transformó y modificó formas organizativas subyacentes para capturar las nuevas demandas y extenderse a lo largo del país. En este capítulo abordaremos el esfuerzo de millares de actores sociales por eslabonar sus propias demandas y, en lo posible, con las de las élites locales y nacionales. Comenzaremos por mostrar cómo lo nuevo –la Revolución de 1910- nació de las entrañas de lo viejo, el Porfiriato, y cómo en el curso de ese proceso los actores sociales, los ciudadanos, mediante su acción, delinearon nuevas demandas, las

organizaron en función de las existentes, para luego establecer un orden de prioridades. La Revolución mexicana no fue, por tanto, sólo un gran movimiento popular pluralista, sino también un conjunto de movimientos con bases regionales, cuyo sustento fue una firme tradición federalista, que nunca perdió el gobierno de sus territorios.

LA CUESTIÓN SOCIAL Se repite de modo simplista que la cuestión social tiene sus raíces en la “cuestión agraria”, es decir, en la inestabilidad de la propiedad tradicional de los pueblos y en la precaria garantía de la pequeña propiedad. Esta condición, más la amenaza de jefes políticos y autoridades de los estados sobre la propiedad provocaron la protesta rural del periodo 1890-1910. Cierto, pero no se la puede aislar de la demanda por derechos políticos; libertad electoral y contribuciones equitativas, certidumbre en la titulación de la tierra y el estricto cumplimiento de la Constitución de 1857; de allí que la “cuestión social” se hubiera enriquecido ya en la década de 1890 para devenir una cuestión social y política. Sin embargo, el viejo planteamiento de la “cuestión de la tierra” tiene su valor. La emigración hacia nuevos centros de poblaciones rurales, urbanas y mineros trasladó la cuestión social de corte rural a estos nuevos poblamientos, cuando las demandas sociales de jornaleros, aparceros y pequeños propietarios se vinculan a la incertidumbre sobre el derecho de propiedad y al ejercicio real de sus derechos políticos. En los nuevos cetros de población estas demandas son aún más visibles, porque allí carecen de un estatus político, de vida municipal; porque las autoridades estatales se negaban a dar reconocimiento político a los nuevos asentamientos, lo que identifica y une las demandas y la problemática de los viejos pueblos con las de poblados de reciente formación. El conocimiento histórico aún no permite establecer hasta qué punto las viejas reivindicaciones incidieron en los nuevos centros de población. Existen elementos de continuidad en las formas organizativas, por

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ejemplo, el hecho de que la migración no era un fenómeno individual, sino de familias o de cuadrillas de personas que salían de un mismo pueblo y reproducían sus formas de convivencia en el nuevo poblado. Sabemos que se creaban cofradías y se conmemoraba la fiesta del pueblo; aparecieron a su vez otras formas basadas también en vínculos de solidaridad que fortalecieron el sentido comunitario del nuevo núcleo de población. Incluso las nacientes organizaciones, como los socorros mutuos, son las mismas cofradías y hermandades tradicionales pero adecuadas al nuevo contexto. Sin nos ubicamos en 1902, año para el que disponemos de más información, notamos que las nuevas demandas habían permeado a las organizaciones tradicionales; exigían derechos agrarios, libertad electoral, autonomía municipal, rectitud judicial, remuneración justa por el trabajo, educación, igualdad de condiciones ante los extranjeros, fomento de los oficios y artesanías, prosperidad del comercio y la agricultura, crédito y banca para promover los negocios, libre manifestación del pensamiento, respeto a la vida privada y a la paz pública, inviolabilidad de la vida humana y el triunfo del trabajo y de la honradez sobre el capital y el fraude. El conjunto de demandas era muy vasto y algunas eran más importantes para ciertas regiones, pero todas reflejaban los deseos generales de la sociedad, y en ese sentido eran espontáneas, no doctrinarias. La libre expresión de problemas comunes explica la difusión de organizaciones ciudadanas, que sólo después se trataron de interpretar a la luz de teorías e ideologías, Al ser sofocadas por la rigidez de los órganos de gobierno, las nuevas demandas sociales encontraron terreno fértil en todas las ideologías; socialismo o comunalismo, anarcosindicalismo, liberalismo democrático, social cristianismo, protestantismo y catolicismo. NUEVAS IDEAS Y NUEVOS DERROTEROS

La llegada de México de todas las corrientes de pensamiento que se debatían en Europa y América dio contenido al debate público. A través de los barcos, llegaron a los puertos

noticias de las huelgas o problemas similares de estibadores, alijadores y trabajadores, tanto de México como de Europa, Cuba, Venezuela o los Estados Unidos. En las nuevas industrias –de la comunicación, textil, cerveceras, petroleras y metal-mecánicas- circularon ideas y métodos nuevos de trabajo, las áreas de especialización, como los caldereros, mecánicos, maquinistas y conductores, desarrollaron una estrecha comunicación con sus similares, tanto en el país como fuera de él. Todo ello se tradujo en estímulos a la organización obrera. Esta movilidad y afinidad en los problemas del trabajo fue positiva al articular por especialidades a los operarios de la nueva industria. No obstante la creciente importancia de las nuevas ideologías y relaciones entre los diferentes sectores del trabajo, las áreas rurales, nuevas y viejas, permanecieron como la dimensión más significativa del país. Los cambios y la dinámica social introdujeron nuevos problemas en el campo, un ejemplo de ello fue el notable repunte de movimientos regionalistas, que, como en el pasado, preservaron rasgos étnicos e incorporaron nuevas demandas sociales. Uno de los intérpretes principales de las demandas regionales fue el catolicismo social o popular. Después de una larga fase de aparente inmovilismo, debido primero a la Revolución liberal y más tarde a su nueva relación con el Estado, la Iglesia empezó a actuar en política una vez que se reanudaron las relaciones diplomáticas con el Vaticano. El compromiso nació en el seno de la propia Iglesia –a partir de su nueva doctrina social, la encíclica Rerum Novarum-, en oposición al liberalismo laico. El proceso fue similar en otros países latinoamericanos y europeos, donde la nueva doctrina social de la Iglesia encontró una fuerte aceptación entre el bajo clero, los párrocos y, en general, los religiosos que cotidianamente veían las necesidades populares. El compromiso social de la Iglesia, en especial del bajo clero y los católicos laicos, se tradujo en la creación de círculos católicos en áreas rurales, nuevas y viejas, donde se habían formado cooperativas, algunas con el apoyo de las élites políticas y terratenientes. El

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movimiento católico fue múltiple y englobó posiciones contrastadas, incluso opuestas. Por ejemplo, llegaron a México nuevas congregaciones religiosas con mayor compromiso social, como los salesianos y las hermanas del Sagrado Corazón; a su vez, una red católica laica organizó la demanda social en amplias regiones del país, comenzando por Jalisco y el Bajío, pero extendiéndose después a todo el país. El catolicismo renovado estuvo presente en Chiapas, donde el obispo Orozco reforzó l acción de la Iglesia, en 1902, a través del mayor peso de la jerarquía y del clero regular; lo mismo sucedió en Oaxaca, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, con el obispo Gillow. La llamada “reconquista de las almas católicas” cundió con fuerza en las áreas indias, donde la Iglesia trató de destruir la vieja organización escalar religiosa que, en ausencia de clero, había dado a la religión un fuerte contenido vernáculo. La penetración del catolicismo social en las regiones mexicanas es simultánea al repunte del liberalismo. El nuevo liberalismo nació por oposición a la reciente relación entre Estado e Iglesia, a la política de conciliación y de compromiso entre autoridades y élites de los estados y las nacionales que Porfirio Díaz desempeñó a partir de 1890. Dicha política, analizada en el capítulo anterior, provocó no sólo el divorcio entre gobernantes y gobernados, sino también la división en el mismo gobierno. La política de conciliación y arreglos particulares de Díaz –con la Iglesia, los grandes intereses económicos y sociales tradicionales- condujo a una profunda fractura entre el liberalismo oficialista y el liberalismo constitucionalista. Este último cobró una fuerte connotación laica y anticlerical, fue el 0portavoz de los altos ideales de “la gloriosa Constitución de 1857”, garante de “la felicidad de los pueblos” y la que, por tanto, reivindicaba su plena ejecución, por ser la única capaz de asegurar “el orden, el imperio de la ley y la libertad”. El liberalismo constitucionalista o democrático se difundió lentamente a partir de la generación liberal que criticó con fuerza, en 1877-1879, las violaciones al orden

constitucional. En esos años, y gracias a su presión política, se logró que el Congreso introdujera una reforma electoral que abrió el espacio para que los círculos electorales hicieran política organizada. Los clubes electorales y núcleos de discusión política difundieron las nuevas ideas, que se expresaban en acciones concretas en diversos foros. Hacia 1896, el liberalismo constitucionalista estaba presente en casi todos los estados de la República –con excepción de Oaxaca-, pero con particular fuerza en los estados del norte: Chihuahua, Nuevo León, Coahuila y Durango; en el altiplano central: Distrito Federal, Hidalgo, Estado de México, Puebla y San Luis Potosí, y en la costa del Golfo: Veracruz, Tamaulipas y Tabasco. Algunos datos nos hablan de 113 círculos formales de liberales constitucionalistas, ubicados en diferentes estados de la República. A estos clubes liberales constitucionalistas habría que sumar los católicos sociales, las escuelas protestantes y los círculos políticos o de educación cívica; en todos destaca un elemento común, ninguno tenía una organización de carácter federal, nacional. Eran grupos que se organizaban a partir del municipio, del centro urbano, y como máximo tenían vínculos estatales, rara vez interestatales. Lamentablemente no existen estudios en torno a estas formas espontáneas de organización: de opinión pública, de pedagogía ciudadana, de acción política cotidiana; pero si nos atreviéramos a pensar que en los municipios del país se discutía y decidía sobre el quehacer político cotidiano, podríamos suponer, por lo menos, tantos o más círculos como municipios había en el país. Por lo que atañe a los liberales democráticos, se ha subestimado su extensión y radio de influencia, y cuando se les menciona, se les vincula con la élite o con las clases medias urbanas, cultas o adineradas que repudiaban, más por motivos políticos que sociales, el régimen de Díaz. A nuestro juicio se trata de una imagen falsa, pues entre los líderes del nuevo liberalismo democrático hubo sectores económicos y credos que no necesariamente pertenecían a la clase media. Afirmar que el liberalismo democrático es de matriz urbana es una exageración* El hecho

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de que la sede de estos círculos fuera una ciudad o villa no significa que todos los inscritos residían ahí. Puede ser que el lugar de reunión del club fuera la urbe porque era el punto donde se trataban los negocios, el comercio de gente que normalmente vivía en pueblos y rancherías. En este sentido, el liberalismo constitucionalista, en sus diversas expresiones, revivió la tradición que había germinado durante la Revolución liberal, unir a personas de distintas clases y segmentos sociales.

NUEVAS DEMANDAS En este periodo, México recibe del mundo diferentes ideologías que recupera y reformula hasta incidir en la sensibilidad colectiva e influir en sus organizaciones sociales y políticas. Son estas reconstrucciones culturales las que, a partir de 1890, producen cambios en las organizaciones tradicionales. Las nuevas ideologías permearon en todos los niveles, desde el municipio hasta las élites políticas. Algunos grupos hacían referencia a la tradición histórica liberal, la Constitución de 1857 y la Revolución liberal republicana; otros, a la doctrina social de la Iglesia, y otros mas, a las ideas anarquistas y socialistas. Al despuntar el siglo XX, los liberales democráticos, los católicos y los socialistas formaron asociaciones de oposición al gobierno, pero sin vínculos formales entre sí. Se trataba de una oposición aún incapaz de influir en la opinión pública, y no constituía, por tanto, una verdadera amenaza para el régimen, por lo que no encontraron gran oposición del gobierno, excepción hecha de los socialistas y anarquistas. A partir de 1900, la aparente debilidad de estas redes organizativas tendió a convertirse en fuerza.

La red liberal se identificó, como se dijo, con la demanda de cumplimiento pleno de la Constitución de 1857; y la católica laica, en torno a la recomposición del cuerpo social. Al principio, los círculos católicos obreros competían entre sí –e incluso se enfrentaban- por capturar adeptos, y los nuevos liberales chocaban con los anarquistas y socialistas. Al entrar el siglo XX, se acentuó la división y aparecieron múltiples núcleos de carácter más militante, con propuestas de acción directa. Las condiciones de trabajo habían empeorado, pues, a diferencia del decenio anterior; durante la primera década del siglo XX no se generaron empleos, ni aun en los sectores más nuevos de la economía. Fue cuando el número de mexicanos que residían en el vecino país del norte pasó de casi 78 000 en 1900 a más de 250 000 en 1910. Las restricciones laborales se resintieron primero en la estructura rural, donde acasillados, medieros, arrendatarios y trabajadores eventuales perdieron acceso a la tierra, o enfrentaron condiciones más duras para trabajarla. Se sabe también que disminuyó el valor real de los jornales y que se volvió a formas severas de servidumbre agraria en todo el sureste de México. La contracción del empleo –probablemente de tipo cíclico- golpeó la minería y nuevos sectores productivos; el sector de la construcción fue el menos afectado. El crecimiento de la mano de obra en la construcción y energéticos indica una salida ocupacional para la nueva población, aun a costa de condiciones de trabajo más duras y del carácter eventual del empleo. El desplazamiento de trabajadores se puede medir por el crecimiento de nuevos asentamientos y, a partir de 1900, por la emigración hacia los Estados Unidos.

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Todas estas circunstancias, hasta entonces poco conocidas, alteraron la organización del mundo del trabajo y el tipo de asentamiento ligado a él. En efecto, todavía hacia 1880 artesanos, operarios y labradores encontraban en la legislación liberal normas para hacer valer sus derechos de contratación individual, de trabajo libre y de derecho de asociación, pero, a comienzos del siglo XX, las demandas de derechos sociales se hacen recurrentes. La razón es comprensible; antes, los pequeños propietarios aún podían asociarse en círculos gremiales en el pueblo, fundar mutualidades y cajas de socorro como mecanismo compensatorio para enfrentar desequilibrios en su nivel de vida. Pero ante las modernas formas de trabajo, que exigían una división del trabajo en cadena y por especialización, este tipo de organización se desarticula. La comprensión de la realidad del mundo de la industria moderna y de la minería requiere otros considerandos; a diferencia del trabajo rural y artesanal, el obrero vendía sólo su fuerza de trabajo; por tanto, la compensación laboral era su principal y casi única fuente de subsistencia. Más aún, sus condiciones de trabajo, definidas como “infernales”, no contaban con la más mínima protección legislativa. Los datos disponibles dicen en términos muy generales que los salarios se estacaron entre 1890 y 1900, y comenzaron a bajar entre 1900 y 1910. La generalización es muy burda, pues en todos los países de industria incipiente las diferencias salariales entre

industrias y en una misma ciudad son muy fuertes. Tampoco son de gran valor los escasos datos acerca del presupuesto de la familia obrera, aunque vale la pena recoger un elemento: alrededor de 70-75% del salario se destina a alimentación, y el maíz representa más de 20 por ciento. El deterioro de las condiciones de vida, en cambio, se nota en un solo hecho: entre 1900 y 1905 el número de huelgas fue de 29; para 1906 y 1910 se disparó a 106. Lo más probable es que la organización del trabajo haya llevado a una organización de los trabajadores más efectiva y moderna. En este sentido, es importante el número de huelgas en los textiles, por ser el sector manufacturero más desarrollado. Entre 1900 y 1909 hubo 10 huelgas (34% del total), y entre 1906 y 1910,77(72% del total). Es posible que un fenómeno similar ocurriera entre los trabajadores del ferrocarril y del sector energético, aunque se carece de información al respecto. Se repite como verdad incontestable que 1906 fue un año de gran movilización obrera en las áreas de textiles en Río Blanco y Orizaba (Veracruz), en Puebla y Tlaxcala; en las minas de cobre de Cananea (Sonora) y entre los mecánicos de las principales líneas de ferrocarriles. Todos ellos protestaban por los bajos salarios, las precarias condiciones de trabajo y el favoritismo por los trabajadores extranjeros. Ésta era una realidad indiscutible. Ahora bien, si tomamos en cuenta el ciclo de huelgas, podemos ver que la movilización más intensa ocurrió precisamente en el ramo textil. En efecto, en el primer semestre de 1906, de un total de ocho huelgas, cinco estallaron en los textiles; en el segundo semestre, de un total de 19 huelgas, 17 son en los textiles, y en el primer semestre de 1907, de un total de 20 huelgas, 14 son en los textiles. Hubo huelgas textileras en Puebla (12), Veracruz (16) Distrito Federal (37). Jalisco (1), Tlaxcala (2), Querétaro (3) y en el Estado de México (3). No se pretende desconocer la importancia cualitativa de la huelga minera de Cananea, en Sonora, pero es evidente que el punto obrero neurálgico fue en el área de la industria Textil, por su número de trabajadores –alrededor de 31 000-, por su difusión en las diferentes regiones (siete estados) y por que se encontraba en

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numerosos centros urbanos, y los efectos de una huelga en la vida económica y social, así como la influencia que ésta ejercería sobre otros grupos sociales, fueron cualitativamente distintos. El movimiento de 1906-1907 fue especialmente relevante: por vez primera se unieron obreros textiles de distintas fábricas. En diciembre de 1906, los trabajadores de 30 manufacturas textiles de Puebla se coligaron para defender el salario y proponer a la parte patronal una reglamentación sobre el trabajo: reducción de la jornada, pago regular del salario todos los sábados, reglamentación de multas al obrero por trabajo mal realizado, terminar con el maltrato por parte de los maestros superiores, no emplear a niños menores de 14 años, acabar con las tiendas de raya, derecho a jubilación mínima y mayor salario por trabajo nocturno. Es importante hace constar que estas demandas se acompañaban de otras tres: respeto a los derechos políticos del obrero –que en términos concretos se expresaba en el reconocimiento de las garantías constitucionales-, libertad de asociación y de expresión y plena vigencia, por parte de los propietarios, del artículo 13 de la Constitución de 1857, que preveía que ningún ciudadano podía ser juzgado por tribunales especiales; por lo tanto, todos, obreros e industriales, eran iguales ante la ley. La demanda obrera no sólo era social, sino política e institucional; se trataba de justicia social e igualdad política.

EL MOVIMIENTO DEMOCRÁTICO La sexta reelección de Porfirio Díaz, programada para junio-julio de 1910, fue el detonador que terminó por dividir a la sociedad entre un movimiento democrático (el antirreeleccionista) y uno conservador (el reeleccionista). El primero pugnaba por alcanzar libertades democráticas y por mayor espacio político y económico para las nuevas generaciones, sin cabida en el sistema político prevaleciente. Lo que nación como una cruzada democrática pacífica, en unos meses desembocó en una insurrección nacional en la que participaron, entre otros, amplios sectores de hacendados y empresarios, políticos de oposición, comerciantes, empleados,

profesionales, rancheros, administradores de haciendas, mineros, obreros, empleados de ferrocarril, arrieros, vaqueros y campesinos. Al comienzo, semejante empresa antirreeleccionistas parecía inconcebible. Porfirio Díaz cumplía 80 años de edad, seis reelecciones y 35 años en le poder. La gran novedad democrática de Madero fue a de establecer un vínculo entre demandas obreras y campesinas; entre demandas sociales y políticas, que se expresaron en el municipio libre, la desaparición de los jefes políticos y el sufragio efectivo, no reelección. Madero había recibido en herencia una larga tradición de política de oposición en el noreste y otras regiones del país. En gran medida, durante 16 años, los liberales constitucionalistas, el catolicismo renovado, los grupos protestantes, magonistas, anarcosindicalistas y el reyismo, con sus altas y bajas, mantuvieron viva la oposición política, que se conoció y coordinó en todo el país mediante círculos, congresos, giras y convenciones. Sin ese antecedente sería inconcebible la dimensión nacional que cobró el movimiento antirreeleccionista en 1910 y 1911 (véase mapa IX.2). Porfirio Díaz se dio perfecta cuenta de que el antirreeleccionismo se había convertido en una fuerza nacional, y antes de las elecciones, en junio de 1910, ordenó el arresto de Madero. Las semanas siguientes fueron inciertas. Las elecciones se celebraron con un triunfo aplastante para el gobierno. Consumado el fraude, toda posibilidad de acción política por la vía electoral quedó anulada. Con el Plan de San Luis, Madero convocó al país a levantarse en armas. El plan insurreccional consistía en capturar varias capitales claves, con el supuesto de que con ello lograría el apoyo de un núcleo importante de oficiales del ejército federal. El plan era lógico y aparentemente posible. Las operaciones se realizarían bajo la coordinación de la Junta Revolucionaria, y se previó que otros núcleos rebeldes se sumaran al movimiento. El objetivo era que cayeran en manos de los maderistas un puñado de capitales de estado y centros ferrocarrileros claves, lo que les permitiría estar en una situación de fuerza para negociar con el

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gobierno. Pero éste reprimió los pronunciamientos y los maderistas no lograron tomar las ciudades; así, la insurrección adquirió otro cariz. El movimiento desbordó la organización inicial y se extendió hacia regiones donde el liderazgo y la composición social de los núcleos rebeldes recayeron en rancheros, pequeños comerciantes, arrieros, mineros, empleados, obreros, profesionales, empleados de ferrocarril, administradores de haciendas y campesinos en general. Durante los meses de diciembre de 1910 hasta fines de marzo de 1911, las partidas rebeldes libraron una guerra de destrucción cotidiana contra puentes y vías de ferrocarril, telégrafos y pequeñas poblaciones mal armadas que sólo contaban con defensas locales. Contrariamente a lo que se ha afirmado, la espontaneidad y amplia difusión del movimiento insurreccional obligó a las fuerzas del gobierno a una guerra de guarnición en defensa de las ciudades principales, restándole movilidad y efectividad. La insurrección se desarrolló y generalizó a tal grado, que la crisis política y militar del régimen porfirista era ya insoslayable. El gobierno ya no podría sostenerse más que unos meses. Díaz acabó por reconocer su derrota pública y renunció para salvar al régimen. Con los acuerdo de Ciudad Juárez –firmados en mayo de 1911-, obligó a los maderistas a plantear la lucha en los términos político-electorales propuestos por ellos en 1909-1910, a cambio de su renuncia a la presidencia. La insurrección democrática, como cualquier otra, fortaleció y creó nuevas organizaciones, e impulsó sus demandas por mejoras políticas y sociales. El principal acelerador de este fenómeno lo constituyó el hecho de que en 1911, a diferencia de 1910, muchas de estas organizaciones dispusieron también de potencial bélico. Una de las cifras disponibles nos dice que la insurrección democrática movilizó alrededor de 60 0000-80 000 hombres armados, cantidad muy superior a la que disponía el ejército federal. La insurrección fue un fenómeno nacional, aunque de distinta intensidad según la región –algunos espacios no fueron tocados por la guerra-, en el que se sobreponen los

diferentes centros de rebelión a las zonas de oposición política de 1884, 1892, 1895, 1901 y 1906, señalando una continuidad con el pasado político. La dirección del movimiento democrático encabezado por Francisco I. Madero fue fundamentalmente un centro de coordinación de las diferentes iniciativas revolucionarias regionales con fuerte autonomía, las cuales trascendieron a nivel nacional, movidas por un fin liquidar el Porfiriato y transformar el viejo orden social y político. El resultado fue la extrema fragilidad del Porfiriato con el triunfo de los maderistas, como se puede ver en la elección presidencial de octubre de 1911, realizada todavía bajo el sistema electoral indirecto –a través de electores-: Madero recibió 98% de los votos. En cambio, en la elección para vicepresidente notamos una división entre maderistas y católicos y entre los mismos maderistas: Pino Suárez recibió 53% de los sufragios; De la Barra, 29%, y Vázquez Gómez, 17%. Como puede comprenderse, la coalición democrática contaba con la mitad de la opinión pública, y la conservadora, con la otra mitad. Con la gran reforma que introdujo el voto directo de todos los ciudadanos (22 de mayo de 1912) se llevó a cabo la primera elección democrática para el Congreso y para la renovación parcial del Senado. Hay que tomar en cuenta que la nueva ley electoral no sólo favorecía la amplia participación electoral, universal y masculina, sino que también reconocía a cualquier partido o agrupación política de 150 ciudadanos y garantizaba la más amplia libertad de opinión y de propaganda en todos los partidos y círculos políticos. La campaña electoral de 1912 movilizó, a nivel nacional, a una opinión pública ya sensibilizada por la elección presidencial de 1911. Fue la mejor oportunidad para establecer un punto de convergencia en las diferentes demandas políticas de los distintos grupos. Sabemos poco de este primer proceso electoral democrático mexicano; no conocemos cómo se desarrolló la campaña, cómo se registraron los candidatos, cómo se conformaron las coaliciones, etc. Lo que sí podemos decir es que hubo numerosos candidatos –más de 10 en algunos distritos-

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que obtuvieron votos, lo que denota una gran pluralidad de opciones para los dos bloques, el democrático y el conservador. Lo fundamental fue que en escasos cinco años, y en especial entre 1910-1912, se produjo un salto cualitativo en la organización política de la sociedad. En esta primera elección democrática mexicana participó como partido el Católico Nacional; su presencia definió las alianzas electorales, al conformarse dos grandes bloques políticos que reflejaban la polarización de fuerzas en ese momento: el Bloque Liberal Renovador, integrado por el Partido Constitucionalista Progresista de Gustavo Madero, y el Bloque Conservador. La fluidez de la vida política de esos años impidió crear divisiones tajantes, porque en el bloque renovador también había católicos que oficialmente actuaban a través del Partido Católico Nacional; igualmente hubo agrupaciones independientes que trataron de promover y capitalizar el descontento de sectores urbanos conservadores. Los resultados electorales son de difícil lectura. Un periódico afirmaba que 130 diputados eran “gobiernistas”, lo cual significaría que el bloque maderista controlaba 50.9% del Congreso; otros 50 diputados (19.6%) eran de oposición, y los restantes 75 (29.4%) se identificaban como independientes. Salta a la vista que las elecciones –como sucede frecuentemente y como ya había ocurrido en México entre 1867 y 1880- ofrecían una valiosa oportunidad para dar un nuevo rumbo al país y enfrentar el problema de la pulverización política derivada de la lucha armada. Los resultados de las elecciones indicaban una nueva opción democrática, representada por una política de coalición que encaminaba el país hacia una nueva gobernabilidad. La crisis del movimiento, que imputamos a la incapacidad de la élite democrática de comprender cuánto y cómo se aceleraron las demandas ciudadanas y cuánto cambió la sociedad como resultado de la insurrección armada, se trató de superar a través de una política de vértice, de pactos entre las cúpulas. A tal efecto, el Partido Progresista de Gustavo Madero se lanzó a la conquista de la mayoría en la Cámara de Diputados y de los escaños sujetos a renovación en el Senado,

con la idea de que era posible organizar un nuevo gobierno eliminando o anulando el componente conservador. La élite maderista no comprendió que las elecciones habían indicado con nitidez la existencia de tres grupos, y que ninguno tenía una clara mayoría. La creencia de que el gobierno, por el solo hecho de contar con 51% de los diputados, podía hacer caso omiso de cualquiera otra forma de coalición permitió que los conservadores llegaran a un entendimiento con una fuerza que no era conservadora: la católica. Si bien esta alianza no contó con mayoría en la Cámara de Diputados, sí la tuvo en el Senado. La constante contraposición entre Cámara de Diputados y de Senadores se dio por el control que imponían los “renovadores”, bajo la batuta de Gustavo Madero y Luis Cabrera. Se comenzó a discutir con mayor rigor la necesidad de una política de restitución de tierras a los pueblos; mientras, desde el Senado, la facción católica y conservadora hostilizaba constantemente al gobierno. La intolerancia y el manejo de los bloques, de modo inflexible, terminaron por extender el desgobierno a las altas esferas del Estado, provocando un vacío de poder. No fue casual que en este creciente vacío de poder la facción conservadora buscara orquestar un golpe, apoyándose en el único cuerpo del Estado organizado: el ejército federal. Fracasó en dos intentos, el primero, en octubre de 1912 –instigado por los científicos y encabezado por el general Félix Díaz-; el segundo, en febrero de 1913 –dirigido por el general Manuel Mondragón-; sólo tuvo éxito en febrero de 1913, cuando el general Victoriano Huerta se sumó a los golpistas, y con él la facción militar reyista. La violencia de un golpe militar, los asesinatos del presidente y el vicepresidente de la República y la formación de un gobierno católico y conservador llegaron a las facciones demócratas a organizarse. Algunos de los líderes de la Casa del Obrero Mundial se dispersaron entre los cuarteles revolucionarios en pie; otros permanecieron en la ciudad de México. La corriente del catolicismo social tomó distancia de la jerarquía católica y del gobierno espurio. Lo más trascendente fue la reacción en los estados, donde estallaron

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rebeliones y protestas contra la usurpación, particularmente en Sonora, Chihuahua y Coahuila. Las milicias en Sonora fueron puestas al mando de Álvaro Obregón; en Chihuahua emergía definitivamente la figura de Francisco Villa y en Coahuila, el gobernador constitucional electo, Venustiano Carranza, encabezó la resistencia. Se considera al Plan de Guadalupe (27 de marzo de 1913) como el punto de partida del movimiento constitucionalista, sin embargo, no se ha destacado suficientemente que por primera vez en la historia de México hubo ruptura del pacto federal, en el sentido de que los poderes federales fueron vistos como ilegítimos e inconstitucionales por los poderes de los estado soberanos de la unión mexicana. La historia nos permite rescatar el espesor del federalismo mexicano al constatar la fuerza del movimiento constitucional por el cual, roto el pacto federal, la soberanía volvía a los estados. Esta vuelta de la soberanía a los estados se sintió tanto entre los constitucionalistas como entre los zapatistas. En el manifiesto de Emiliano Zapata del 4 de marzo de 1913 leemos: “con la victoria del cuartelazo felicista quedan en pie los elementos de un gobierno espurio e ilegítimo [...] que no pueden ser jamás la representación de la soberanía nacional y de los Estados conforme al Código Magno de 1857”; en consecuencia, el 30 de mayo de 1913 reformaron el mismo Plan de Ayala para atribuir a Victoriano Huerta, el carácter de “usurpador del poder público”. A diferencia de Madero, que en 1910 había apelado al ejército para que se sumara a su movimiento, Carranza, en su calidad de gobernador del estado de Coahuila, decretó, junto con la legislatura, el rompimiento del pacto federal, desconoció al ejército federal y declaró como única fuerza militar legítima al Ejército Constitucionalista. Sin duda las recién celebradas elecciones en las entidades federativas potenciaron el proceso, pues la clase política había sido renovada, y en los cargos municipales había resultado electo un buen número de antirreeleccionistas, que habían asimilado a grupos rebeldes maderistas a las fuerzas irregulares de sus estados.

Los pronunciamientos contra la dictadura siguieron de cerca la regionalización descrita para 1911, un centro fuerte en el norte que irradió hacia Durango y Zacatecas; otro en el centro del país, con su epicentro en los estados de Morelos y Guerrero; un centro de fuerza intermedio en el centro-norte que corría por los estados de San Luis Potosí, Veracruz y Tamaulipas, y, de nuevo, una débil presencia de la región centro-sur del país. El cambio en el poder y en la organización política en el curso de 1913-1914 fue de tipo militar, mientras que la de 1911 había sido más de corte político. El giro mayor fue la militarización de la sociedad, que aumentó a un ritmo similar al del ejército federal, que Victoriano Huerta intentó elevar a 200 000 soldados. El desmoronamiento del régimen de Huerta ocurrió en 15 meses, de marzo de 1913 a agosto de 1914. L a derrota y disolución del ejército federal no fue el resultado de grandes batallas, sino de una guerra que retomó las características de la de 1911, ataques sorpresa, defección de guarniciones, lentitud del ejército federal, falta de apoyo logístico y una gran desconfianza entre los oficiales y de éstos hacia la población local. La desmoralización llevó a la rendición y disolución del ejército federal. Su disolución marcaría un momento favorable para la reorganización del país, en cuanto eliminó de la escena política a un actor importante, el castrense, dejándolo en manos de las facciones político-militares vencedora. A partir de 1914, el anhelo de paz terminó por inscribirse entre las grandes demandas de a ciudadanía. Todos concordaron en un hecho: sin paz no se podían satisfacer las demandas; sin paz ni estabilidad no cabía la posibilidad de echar a andar de nuevo al país, de reconstruir la nación, ni volver a dar unidad a las diferencias piezas del mosaico regional y local.

LOS GRUPOS REVOLUCIONARIOS

A diferencia de 1911, los grupos políticos trataban de interpretar la exigencia de paz, pues, de no restablecerse, las reformas sociales y políticas no lograrían convertirse en realidad y la lucha revolucionaria habría sido

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en vano. Cada petición tuvo una respuesta diferente de parte de los grupos en lucha, de acuerdo con la fuerza y el control que tuvieran del espacio mexicano, la relación entre lo urbano y lo rural de sus bases y sus propios intereses. El constitucionalismo representó un segmento de la sociedad que logró, por efecto de la Revolución, ocupar gubernaturas y presidencias municipales y vincular negocios con puestos de mando militar, lo que reforzó su poder sobre las regiones. Así, el carrancismo estuvo presente en zonas estratégicas del territorio y contó con un centro administrativo y político-militar bastante efectivo. Venustiano Carranza, en su calidad de Primer Jefe, desarrolló una dirección política centralizada en la que ocuparía un papel de cierto peso el segmento civil, dispuesto más restablecer el orden que a negociar con los sectores populares. La cohesión del constitucionalismo no significó una total unidad en cuanto a una de sus facciones, la de Álvaro Obregón; si bien dependía de los suministros de Carranza, tendía a desarrollar una política militar de cierta autonomía, que se explica en parte porque, desprendida de su base territorial en Sonora, requería de alianzas con sectores populares y medios en las áreas que ocupaba su ejército. El villismo presentó una marcada heterogeneidad tanto en lo social como en lo político. La División del Norte de Pancho Villa se componía de arrieros, caporales, mineros, ferrocarrileros, ex colonos militares y trabajadores del campo; en sus latos mandos asimiló a ex federales, católicos maderistas y antiguos mandones y capataces de hacienda. La relación de sus altos mandos con el catolicismo social y los ex federales permitió que el villismo se extendiera hacia otros estados e, incluso, fuera del país. Los recursos para su mantenimiento provenían de las haciendas confiscada o de la contribución forzosa sobre la producción de la agricultura comercial, manejados por una administración con asiento en Chihuahua que proveía las necesidades no sólo de la División del Norte, sino también de la población de menores recursos. Su programa agrario de 1915 contemplaba, una vez concluida la guerra, la adjudicación de tierras a soldados, viudas y huérfanos.

Hacia 1914-1915, el zapatismo representó los intereses de pueblos con fuerte tradición comunitaria fundada en la defensa de los bienes patrimoniales sobre agua, bosques, pastos y tierras y en su derecho a una administración autónoma. Para ello se apoyó en una extensa red de notables y jefes naturales, que se identificaban con la defensa secular del derecho al autogobierno, a la autonomía municipal. En este sentido, el zapatismo no fue sólo un movimiento regional limitado, sino que, al acoger una reivindicación difundida en todo el país –la autonomía municipal, el autogobierno-, su capacidad de convocatoria se entendió a pueblos y municipios de otras regiones. ¿Podían los tres grandes segmentos de la sociedad, con bases e intereses aparentemente opuestos, concertar, encontrar una forma de convivencia capaz de dar una dirección política al nuevo Estado?= El primer esfuerzo fue procurar un acuerdo entre los constitucionalistas que se reunieron en la ciudad de México el 1º de octubre de 1914. Del encuentro nació un nuevo reconocimiento hacia el Primer Jefe, Venustiano Carranza. De similar importancia fue la decisión de celebrar en Aguascalientes, el 10 de octubre de 1914, una Convención de todos los componentes revolucionarios. Las conferencias entre los grupos revolucionarios reunidos allí eran una muestra del sacudimiento social vivido. Los constitucionalistas no se presentaban como una facción homogénea; en Obregón, por ejemplo, se distinguía una propensión a acelerar la organización social obrero-campesina y a desarrollar la pequeña agricultura. La facción villista, e incluso la zapatista, inclinada a acelerar el movimiento social con logros tangibles, aparecía como aliada potencial del obregonismo. En cambio, la facción propiamente constitucionalista, cuyo eje era Carranza, estaba convencida de que, para terminar con la guerra debía haber certeza jurídica, promulgar una constitución que incorporara y precisara los nuevos derechos sociales y políticos. Don Venustiano consideró que, de acelerarse el movimiento social sin los instrumentos jurídicos que garantizaran una Estado de derecho, el país se adentraría en una larga guerra civil. La profunda hostilidad y la distancia entre los jefes de las distintas facciones terminaron por

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producir una mayor escisión. La facción constitucionalista se retiró y la Convención designó a Francisco Villa como jefe de las fuerzas militares, quien, al ocupar la ciudad de México, obligó a los constitucionalistas a retirarse a su bastión en Veracruz. Fue imposible llegar a un mejor entendimiento entre los convencionistas, con el resultado de que el gobierno provisional no contó más con el apoyo de Villa ni, por lo tanto, de la fuerza necesaria para hacer respetar su autoridad. Eulalio Gutiérrez, presidente provisional de la Convención denunció, junto con otros líderes convencionistas, que “a diario se ha violado el domicilio, atentando contra la propiedad y la vida, sembrándose el espanto y la alarma en la sociedad de México”. Al denunciar las arbitrariedades villistas, concluyó diciendo que el límite de la Revolución era que “no podemos concebirla aliada con el robo y el asesinato”, que “es preciso recordar que en México no sólo se ha luchado por el pan, sino también por la libertad, por un gobierno que respete y garantice los derechos de todos contra quienquiera que sea, y una ley que rija por igual y sea la base firme de nuestro bienestar y progreso”. La correlación de fuerzas entre las principales facciones empezó a modificarse a partir de septiembre de 1915. El villismo fue derrotado en el Bajío y fracasó en su intento por tomar la zona petrolera de Tampico, por lo que se replegó a su vieja base en Chihuahua. Las fuerzas constitucionalistas expulsaron a las avanzadas zapatistas de Guerrero y de Puebla, obligándolas a replegarse sobre su territorio, en Morelos. El reconocimiento estadounidense del gobierno de Carranza, en el mes de octubre de 1915, marcó la conquista definitiva del poder por los constitucionalista. A partir de ese momento, y en calidad de Primer Jefe con poderes extraordinarios de gobierno, Carranza recogió e interpretó el sentimiento difundido de orden y trabajo. El programa que Carranza desarrolló se puede sintetizar en tratar de crear un banco central, favorecer la normalización de la propiedad agrícola, encontrar los mecanismos para resolver los conflictos entre obreros y empresarios y, al triunfo del movimiento, incorporar a la Constitución general las reformas ejecutadas durante el gobierno provisional.

Un objeto del gobierno provisional de Carranza fue frenar las revueltas por alimentos, las protestas por el papel moneda devaluado, que hacía ricos a los especuladores y más pobres a los miserables. El periodo del gobierno preconstitucional de Carranza, de 1915 a 1917, se desarrolló en un momento de auge en exportaciones, debido a la guerra mundial. En aras de estabilizar las regiones conquistadas y obtener dinero fresco, se valió de las exportaciones, de bienes estratégicos y de productos de consumo básico, que manejó a través de un fuerte estatismo: el control militar de los ferrocarriles, comisiones reguladoras del comercio y de granos, e incautación de bancos. La fuerza que adquirió el constitucionalismo de Carranza intensificó los contactos entre obregonistas, zapatistas y villistas para intentar invalidar a Venustiano Carranza como presidente de la República. El acercamiento con la Casa del Obrero Mundial hizo posible que en marzo de 1915, al ocupar Obregón la ciudad de México, firmaran un pacto con él mediante el cual los cuadros de mando de la Casa se comprometían a organizar a los obreros en todo territorio ocupado por el constitucionalismo. A cambio se formaron los Batallones Rojos, en apoyo a los distintos frentes de batalla. A pesar de que Carranza y el sector constitucionalista más conservador consideraban que el pacto era maniobra obregonista para reforzar su poder personal, la política pactista de Obregón –favorable a las alianzas con los sectores populares- lo llevó a entregar la administración de la compañía telefónica y telegráfica a los obreros, lo que parece ser el comienzo de la relación de Obregón con el líder obrero Luis N. Morones, con quien firmó un pacto secreto de mutuo apoyo en 1918 y que después lo ayudaría a llegar a la presidencia de la República. Las relaciones entre el movimiento obrero y el zapatismo se volvieron más sólidas cuando el gobierno de la Convención quedó bajo jurisdicción de los zapatistas, entre julio de 1914 y mayo de 1915. Durante la administración zapatista, la ciudad de México conoció un orden nunca antes experimentado, debido en parte a la colaboración de obreros y zapatistas, que terminó con los movimientos huelguísticos; además, se restableció el Poder

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Judicial del Distrito Federal y se aceptó la libre circulación de billetes emitidos por las facciones revolucionarias, con lo que la circulación de bienes no se entorpeció. Con la iglesia establecieron un acercamiento, en especial con el nuevo vicario general Pedro Benavides. La colaboración entre obreros y zapatistas fue notoria, pues el Sindicato Mexicano de Electricistas se fundó en esos meses, y sus afiliados apoyaron la administración zapatista de la ciudad. Al trasladar la capital del gobierno de la Convención a Cuernavaca se enriqueció el proyecto zapatista original, pues el gobierno provisional adquirió una estructura formal compuesta de un Consejo Ejecutivo de la República Mexicana, con un presidente y un consejo de gobierno. El zapatismo se difundió más allá de Morelos, pues en su Manifiesto a la Nación, de abril de 1916, suscrito por representantes civiles de 38 generales de diferentes regiones del país, se acordó que, a partir del Plan de Ayala y del programa de reformas políticas y sociales de la Revolución, se establecería una república parlamentaria (Art. 33), se reconocería la autonomía municipal (Art. 32), el Congreso sería unicameral –sin el Senado, por considerarlo una institución aristocrática y conservadora- (Arts. 34 y 35) y se establecería la autonomía e independencia del Poder Judicial (Art. 36). El proyecto de organización política y social obtuvo el consenso de grupos sociales no comprometidos con el constitucionalismo. El Consejo Ejecutivo provisional, además de legislar en materia agraria, fin del latifundio y creación de la pequeña propiedad, lo hizo en relación con los derechos electorales (voto directo y no reelección); la autonomía municipal –en la que las competencias del municipio se extendían a la esfera de justicia y a la organización de cooperativas de productores agrícolas e industriales-; el derecho al trabajo –con la garantía del derecho de asociación, de huelga y boicot, el seguro del trabajo, la jornada de ocho horas, el salario indexado al costo de vida por regiones y la abolición de jornales pagados en vales o a través de las tiendas de raya-, y la libre iniciativa –a través de una legislación contra los monopolios y regulando la expropiación por causa de utilidad pública-.

También fue reformada la ley fiscal, al introducir un impuesto progresivo y eliminar los impuestos sobre el consumo, con el fin de introducir una mayor equidad.

EL NACIMIENTO DEL NUEVO ORDEN

A mediados de 1916 el peligro que representó la nueva coalición, que contaba con un apoyo popular y la posible defección de algunos generales del constitucionalismo, en concreto de Obregón, hizo que Carranza se movilizara rápidamente. A los diez días de ocupar los carrancistas la ciudad de México, los obreros lanzaron la ofensiva prometida a los zapatistas: la Federación de Sindicatos del Distrito Federal llamó a la huelga general y los electricistas la hicieron estallar. De inmediato Carranza decretó la pena de muerte para los huelguistas y encarceló a sus líderes. Obregón permaneció a la expectativa y amenazó con renunciar a la Secretaría de Guerra. Carranza lo obligó a escoger entre irse a España o quedarse en México, pero al frente de la citada Secretaría; aceptó la segunda opción, en el entendido de que, una vez celebradas las elecciones, renunciaría para retirarse a Sonora. Con esa medida Carranza logró neutralizar al general más poderoso que habría podido concretar la coalición en formación. Al mismo tiempo, comprendió que las huelgas formaban parte de un plan político más general y lanzó una doble ofensiva: una militar contra los zapatistas, para obligarlos a replegarse mediante el incendio de las cosechas, una política de reconcentración de los pueblos de Morelos y otra político-militar contra el sector obrero, al poner bajo ordenanza militar a los ferrocarrileros, con la creación de los Ferrocarriles Constitucionalistas, la disolución de la Casa del Obrero Mundial y el arresto de los “agitadores”. La rápida respuesta de Carranza a la naciente coalición anticonstitucionalista dependió en gran medida del hecho de que la organización constitucionalista era ya el embrión del nuevo Estado. Aunque gozaran de una relativa autonomía, el Primer Jefe del constitucionalismo coordinaba las diferentes divisiones del Ejército Constitucionalista. Así sucedió con el ejército sonorense de Álvaro

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Obregón, la División del Norte de Francisco Villa y el Ejército de Oriente al mando de Pablo González. Sólo que la primera jefatura representaba más que eso. A principios de 1915, Carranza estaba en condiciones de actuar, ya no sólo como coordinador, sino como centro administrativo, político y militar de los principales cuerpos del Ejército Constitucionalista. La organización cada vez más centralizada del Ejército Constitucionalista tuvo mucho que ver con el hecho de que Luis Cabrera, al frente de las finanzas, lograra afianzar las ciudades claves y controlar la periferia del país; es decir, las aduanas terrestres y marítimas. De ahí que la sede del gobierno provisional fuera Veracruz, lo que permitía captar dos tercios de los ingresos por exportaciones. La estrategia era inteligente y sencilla, liberarse de la administración y ocupación del territorio interno y captar en las fronteras de Sonora, Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, los puertos del Pacífico y los del Golfo de México dinero constante y sonante para pagar un ejército y una administración, disponer de divisa fuerte, poder abastecer sus territorios y tener el control estratégico de la comunicación, con los ferrocarriles constitucionalistas, que pasaron bajo ordenanza militar. El ejército Constitucionalista se presentó como una forma de organización que, sin perder su base regional, se estructuró a partir de una dirección general, la del primer jefe, y se proyectó a nivel nacional en una doble dirección: la militar y la civil. Esta doble dimensión se debió a que se trataba de un ejército de ciudadanos. A diferencia de los zapatistas, el Ejército Constitucionalista tenía una organización más compleja; sin perder movilidad militar procedía de inmediato a nombrar autoridades civiles y a instalar las funciones del gobierno en sus territorios. La gestión estatal de carácter civil explica por qué no ocurrió una militarización de las demandas o una subordinación de las demandas sociales y políticas a las bélicas. Los testimonios muestran que, conforme se derrotaba militarmente a la dictadura, el constitucionalismo aplicaba reformas sociales y políticas. Un ejemplo de este fenómeno fue la ley ejecutiva de reparto de tierras, del 4 de

marzo de 1913, que estableció “de imperiosa necesidad solucionar el problema agrario, es decir, el reparto de tierras”, a través de la expropiación de los bienes rústicos y urbanos de los porfiristas y de los secuaces de Huerta”. Al mismo tiempo, esta ley establecía que todos los habitantes tenían derecho “de agruparse en cada población grande o chica y nombrar su jefe”. Existen otros elementos que apuntan en esa misma dirección. Las reformas al Plan de Guadalupe de diciembre de 1914 muestran la faceta civil del constitucionalismo, que retomó las demandas del periodo 1911-1915 para ejecutarlas desde el gobierno. La igualdad ya no se concebía exclusivamente como jurídica, “ante la ley”, sino también como una igualdad de corte social, de ahí el reconocimiento de leyes agrarias y no monopólicas de los recursos naturales, de leyes que garantizaran derechos sociales a todos los trabajadores. La igualdad se reconoció como un derecho para todos; mediante el voto directo y los derechos políticos afianzarían la libertad de expresión, de opinión, de prensa y de asociación. Lo interesante del Plan de Guadalupe, ya reformado, es que fue la base de todos los manifiestos y planes a partir de 1915. El problema concreto para el constitucionalismo a comienzos de 1916 fue cómo afianzar el triunfo sobre las principales facciones en armas para poder destinar energías y recursos a gobernar el país. Era impostergable apagar la guerra civil. Se dio plena autoridad al brazo armado del constitucionalismo, y se concentró el aparato central carrancista en una tarea: asegurar una nueva dirección política capaz impulsar un mínimo de demandas y liquidar la coalición de fuerzas anticonstitucionalistas en ciernes entre 1914-1916.

EL ESFUERZO ECONÓMICO El gobierno de Carranza dio gran importancia a la economía. La minería mostraba signos claros de estancamiento y retroceso en la producción de cobre oro y, en especial, plata. Las 2416 toneladas de ese metal producidas en 1910 disminuyeron a 712 en 1915; esto significaba que se había paralizado casi en 70% su capacidad productiva. Lo mismo

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ocurría con la agricultura comercial del algodón y el azúcar, que redujo su capacidad productiva a la mitad. Menos drástica fue la disminución en la producción de alimentos básicos, como maíz y trigo, que lograban defenderse mejor aumentando tal vez el cultivo de tierras marginales. Los productos que no perdieron fueron el henequén –porque Yucatán no tuvo gran actividad bélica durante la Revolución- y el petróleo –que aumentó de 3.6 a 32.9 millones de barriles entre 1911 y 1918-, por tratarse de una producción localizada geográficamente y defendida por las compañías petroleras. La defensa armada de los propietarios mexicanos, quienes recibían regalías de los terrenos petrolíferos, fue importante, pero más lo fue el que ninguna facción quisiera matar a la gallina de los huevos de oro, que regularmente pagaba sus derechos de exportación. Los cambios en la producción se reflejaron en el valor del comercio exterior; las exportaciones se estancaron en alrededor de 140 millones de dólares anuales entre 1910 y 1915, y lo mismo ocurrió con las importaciones, que se mantuvieron en los 90 millones de dólares. Este estancamiento no dependía de la cantidad exportada o importada, sino del incremento de los precios internacionales en vísperas y durante la Gran Guerra, hoy conocida como primera Guerra Mundial. Los indicadores económicos antes citados son demasiado generales y ocultan un hecho: la guerra de 1911 a 1916 fracturó el sistema interno de comunicación, en especial el ferroviario. Entre 1912y 1917 la capacidad del transporte, medida por la Secretaría de Guerra a partir del material ferroviario circulante, disminuyó casi 60% a nivel nacional. La fractura del sistema de ferrocarriles provocó la ruptura de los circuitos comerciales desarrollados en el último tercio del siglo XIX, con lo que se retornó a circuitos comerciales regionales. El resultado fue notable, la producción agrícola de los estados del norte se exportó con mayor facilidad hacia los Estados Unidos que hacia el centro de la República, debido a que 74% del material ferrocarrilero de carga entre el norte y el centro estaba fuera de uso.

La producción y la circulación se centró en lo local y regional, y como los jefes revolucionarios gozaban de amplia autonomía militar, se apropiaron de los recursos de sus zonas para financiar la guerra y, en parte, para su enriquecimiento personal. La inseguridad y arbitrariedad en los tratos económicos se convirtió en una penalización más sobre la ciudadanía, que no logró subsanarse con los comités reguladores que se crearon. Inseguridad, hambrunas y enfermedades fueron nuevos elementos de malestar que radicalizaron a los distintos movimientos en armas. Al declive de los transportes y comunicaciones se sumó, a partir de 1913, la destrucción del sistema monetario, provocado por las emisiones de papel moneda de cada facción en armas para allegarse fondos para la guerra. Para noviembre de 1914, las emisiones de papel moneda por parte de los constitucionalistas habían llegado a la suma de casi 50 000 millones de pesos. Los villistas emitieron su propio papel de circulación forzosa, al cual se unieron numerosas cantidades de papel moneda falso. Cabe destacar que los zapatistas lo hicieron en menor cantidad y optaron por pagar en pesos duros, muy cotizados en el mercado. Una estimación del total de papel moneda de todos los grupos da la increíble suma de 1 500 millones de pesos. De estas emisiones incontroladas resultó la rápida depreciación del papel moneda, pues el circulante en 1912, que ascendía a 150 millones de pesos, se multiplicó por 10. Un país acostumbrado a la moneda metálica y al billete de banco convertible se vio obligado, de un día para otro, a enfrentar un papel moneda que, además de su abundancia, presentaba poca o nula garantía. La moneda metálica de plata y de oro desapareció de circulación y la nueva moneda provocó rechazo entre el sector obrero. Un ejemplo de esta desconfianza y malestar lo vemos en la devaluación del papel moneda emitido a la par por Carranza en abril de 1913, que en diciembre perdió 30% de su valor, 50% en agosto de 1914 y 90% justo al año. La situación monetaria repercutió sobre la inflación de los precios de productos básicos, que afectó el conjunto de la vida económica,

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en especial los centros urbanos, donde todas las transacciones, sueldos y salarios se hacían con papel moneda. Indudablemente los más perjudicados fueron los sectores populares urbanos y obreros, quienes además del desempleo determinado por la recesión productiva, padecieron mayores dificultades económicas a nivel de abastecimiento por el problema de la moneda. La reactivación económica comenzó por un hecho internacional: la primera Guerra Mundial, cuando las exportaciones repuntaron a partir de 1916 y se duplicaron desde entonces a 1920 (de 242 a 426 millones de dólares), mientras las importaciones comenzaron a hacerlo a partir de 1917, y casi se duplicaron entre este año y 1920 (de 105 a 180 millones de dólares). El crecimiento se sintió en la rápida recuperación de la capacidad productiva minera, de la agricultura comercial y de consumo interno, que respondió a la demanda de materias primas y de bienes agrícolas por parte de los países beligerantes y favoreció a los países neutrales latinoamericanos, como México. La situación internacional, en pocas palabras, benefició a la economía mexicana en un doble sentido: la demanda elevó los precios de los bienes de exportación e hizo crecer la oferta, que permitió la recuperación de la vieja capacidad productiva. Los datos dicen que en 1921 el producto interno bruto (a precios de 1960) era 7.6% superior al de 1910, que el sector minero-petrolero había aumentado 181%, y que el sector ganadero había crecido 5.8%. En cambio, tanto el sector agrícola como el comercial y el de las manufacturas no recuperaron los niveles de 1910 sino hasta 1921. El contexto internacional fue un incentivo para la reconstrucción nacional; de éste provino otro influjo que se manifestó en la crisis del liberalismo y las nuevas tendencias “estatistas”. Es decir, nació una corriente en el gobierno que, sin abandonar la orientación liberal, puso en marcha programas sociales. Crisis y orientación del liberalismo se expresaron en la nueva élite con la idea de que se podía utilizar la coyuntura de la guerra mundial para reactivar la economía y crear nuevas actividades productivas para estimular la inversión mexicana.

La nueva política económica se expresó en contener las importaciones con un incremento de los impuestos aduaneros, lo que sin duda benefició a la industria mexicana. Stephen Haber afirma que esta “emergió intacta de la lucha; no fue destruida”. Lo que afectaba a la industria era la dificultad de distribución de sus productos, determinada por la ruptura del sistema de comunicaciones y por la quiebra del sistema monetario. La estatización del transporte ferroviario y el control del circulante beneficiaron al sector manufacturero, en especial a partir de 1917, y apoyaron su rápida recuperación y la expansión de la industria de bienes intermedios y de consumo. Lo anterior se asocia a la política aduanera proteccionista, poderoso elemento de estímulo para la reconstrucción del país. En efecto, a partir de 1916 los derechos aduaneros volvieron a ser pagados en oro y plata, lo que facilitó el cobro de todos los impuestos en metálico, o su equivalente en papel moneda; se dispuso además que los sueldos fueran pagados en monda metálica o papel moneda al cambio del día. El paso siguiente fue establecer una nueva paridad entre papel moneda y peso oro y terminar con el pago de impuestos de la equivalencia del peso oro en papel moneda. El rechazo del gobierno al papel moneda determinó el regreso definitivo del patrón oro, que culminó el 1º de enero de 1917, con la nueva disposición de que sueldos y salarios debían ser pagados sólo en oro nacional, o su equivalente en moneda de plata. El regreso a la estabilidad no fue de poca monta, si se considera el fuerte descontento popular generado por la inflación monetaria y causa de protestas urbanas. Es indudable que al resolver estos problemas se generó un mayor consenso en torno al nuevo gobierno.

LA REACTIVACIÓN DE LA POLÍTICA

La política neoconservadora del gobierno limitaba la convivencia política social. Sería un equívoco ver al Ejército Constitucionalista como un ejército de ocupación, lo cual es cierto para Morelos, Oaxaca, Chiapas e incluso Yucatán o Tabasco; pero en las regiones donde pudieron actuar juntos los políticos

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locales y los jefes militares carrancistas, el Ejército Constitucionalista impulsó la renovación de las prácticas políticas, especialmente las relacionadas con la participación política. En un principio, la renovación de las prácticas políticas, especialmente las relacionadas con la participación política. En un principio, la renovación estuvo impregnada de asuntos e ideas norteñas, pero al movilizar a más de 100000 soldados desde sus regiones de origen y ubicarlos en otras regiones, terminaron por mezclarse y propiciar el encuentro de experiencias. No debemos olvidar que en 1915 el Ejército Constitucionalista, por su amplia presencia en los estados, representa no sólo el único vehículo de que disponía el gobierno para gobernar al país, sino también la principal instancia a la que podían apelar los sectores medios y altos al interior de las regiones pacificadas. Sin lugar a dudas, jefes, oficiales y tropas norteños estuvieron presente en las regiones del centro y sur del país. Muchos de ellos se apropiaron arbitrariamente de bienes y manejaron, al amparo de sus autoridad militar, negocios personales. Los hechos negativos fueron siempre más espectaculares que los positivos, pero también ocultaron el apoyo que el Ejército Constitucionalista tuvo de parte de ciertos civiles. Se trataba de apoyos propicios al restablecimiento del orden, como actuar conjuntamente contra guerrilleros y restablecer la vida municipal con base en el decreto de Carranza del 26 de diciembre de 1915, que establecía que los municipios debían ser “administrados por ayuntamientos de elección popular directa”. Las elecciones municipales de 1916 representaron un paso importante en el restablecimiento de la vida institucional, pues gracias a éstas volvió la gestión política municipal a los civiles. Reconocemos una vez más que así como en 1812 el proceso electoral a nivel del Ayuntamiento recompuso el orden y las instituciones locales, a distancia de un siglo y en otras circunstancias históricas, el municipio emerge de nuevo, revalorizado. El proceso electoral facilitó que se estableciera una nueva correlación de fuerzas locales con el Ejército Constitucionalista, y también ayudó a que clubes políticos y círculos electorales se

recompusieran a través de las nuevas organizaciones, como sindicatos obreros, ligas campesinas, agricultores, inquilinos, etc. Con motivo de las elecciones municipales de 1916, acudieron a las urnas entre 10 y 30% de los ciudadanos inscritos, porcentaje importante si se toman en cuenta las condiciones de guerra. Las elecciones no estuvieron exentas de irregularidades, porque la polarización de fuerzas terminó por convertirlas en un mecanismo para colocar en los cargos municipales a los civiles aliados con los carrancistas, no obstante, marcó el regreso de los civiles a la vida política. La acción de Carranza de regresar las haciendas incautadas debe ser vista desde la perspectiva de intentar reorganizar el país. Carranza transfirió los bienes confiscados de porfiristas, huertistas y convencionistas a una administración federal (la administración de bienes intervenidos), con el fin de generar ingresos suplementarios y centralizar en sus manos estos recursos. Gracias a esta decisión nunca se regresaron las propiedades de la Iglesia, que en Puebla representaban 90% de las propiedades confiscadas, y tampoco se devolvieron las propiedades pertenecientes a los convencionistas y a los huertistas. Sin embargo, la política a favor de los viejos propietarios porfiristas encontró su límite a nivel local y regional. En algunas regiones –San Luis Potosí, Guanajuato y Tabasco, por ejemplo-, los gobernadores pusieron en marcha políticas de restitución de tierras y haciendas a sus dueños, ya porque estaban abandonadas o porque su evacuación por parte del Ejército Constitucionalista hubiera provocado más problemas. La política de devolución de propiedades también fue balanceada por otros hechos: la distribución de tierras a campesinos y la monetarización del jornal agrícola. No obstante que la distribución de tierra fue insignificante, pues sólo se entregaron 180 000 a 48 000 familias de 190 pueblos entre 1915 y 1920, se creó una expectativa en cuanto a que el gobierno había cumplido con la legislación laboral y había exigido el pago de jornal rural en dinero. Más importante fue la abolición de las tiendas de raya en las haciendas, que se sumó al pago de los jornales en moneda. Pues se benefició a toda la población rural y se comenzó por liquidar

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las formas serviles que existían con especial fuerza en los estados del centro-sur del país. Como puede ver, el proceso de reconstitución del país tuvo múltiples dimensiones: económicas, sociales y políticas, no se trató y no fue un proceso unidireccional, de arriba hacia abajo, sino un proceso que puso en movimiento a una pluralidad de actores. Si reflexionamos un momento sobre estos actores sociales encontramos similitudes con los de 1910-1913, 1906-1907, 1901, 1895 y 1892, la diferencia radica en que, en 1917-1920, el proceso se orientó, como ocurrió durante la Revolución liberal, a afianzar la reorganización del país mediante una nueva relación entre élite y pueblo, que constituye el hecho más característico del periodo revolucionario. No nos parece, por lo tanto, que entre 1915 y 1920 se haya activado un proceso de tipo regresivo, de “traición a la Revolución”, o mejor dicho, de rechazo a las nuevas demandas sociales.

LA CONSTITUCIÓN DE 1917 Y EL RETORNO A LA LEGALIDAD

Se destacó como esencial el que en 1914 Carranza decretara una reforma a la Constitución de 1857, que dio libertad a los municipios e impulsó el retorno de gobierno municipal a manos de los civiles. Esta voluntad constitucional la reiteró Carranza al proclamar, en 1915, la necesidad “de convertir en preceptos constitucionales las reformas dictadas durante la lucha revolucionaria”. Se trataba, en síntesis, de dar orden legal y nuevas instituciones, garantizados en una nueva constitución federal. Los constituyentes de 1917 consumaron la tarea al dar al país una nueva Constitución que, sin abandonar su referente de 1857, esclarecía el verdadero significado de la Revolución. Refundación política en cuanto reafirmó el federalismo, las garantías constitucionales y la separación Estado e Iglesia, más aún, desarrolló la libertad política a través del voto universal y directo. Refundación social en cuanto dio contenido a las demandas que había exigido con insistencia la sociedad, antes y durante la Revolución, en relación con la tierra, los

derechos sociales para todos y la protección de los sectores sociales económicamente más débiles. El mérito de los constitucionalistas, con Carranza a su cabeza, fue dotar al país de los instrumentos jurídicos que garantizaran un Estado de derecho, con una avanzada constitución liberal-democrática que trató de conjugar en términos nuevos el liberalismo político con la sociedad. Dirigimos que la Constitución tenía un contenido liberal-democrático y con esto queremos tomar distancia de las interpretaciones que se han dado hasta ahora, en las que se insiste en una constitución radical “seudosocialista”, porque introdujo reformas socioeconómicas en los artículos 27 y 123. Según el artículo 27, se atribuye exclusivamente a la nación el derecho eminente sobre la propiedad, que justifica la expropiación de la propiedad privada por causa de interés público, y se reserva a la nación la propiedad del subsuelo para que pueda el gobierno concesionar a privados y sociedades mexicanas y extranjeras constituidas conforme la ley mexicana. El artículo 123, por su parte, representa la norma que dio origen a una compleja legislación laboral en torno al contrato de trabajo, reglamentación del trabajo infantil y de la mujer, condiciones de trabajo, abolición del peonaje por deuda, derecho a huelga y arbitraje en las diferencias entre capital y trabajo. Estos dos artículos normaron las demandas que habían surgido a lo largo del proceso de dos decenios de lucha social, y las proyectaron hacia el futuro. Es decir, fueron el punto de partida para que, con los instrumentos jurídicos, se pudiera ordenar el avance de la sociedad futura en materia social, económica y política. Es decir, el federalismo que normó la Constitución de 1917 no es una mera prolongación del de 1857, fue mucho más: la reformulación del pacto de le Estados Unidos Mexicanos en términos de un federalismo cooperativo. La norma Jurídica reguló el ámbito de cooperación, incluso el relativo al reparto de tierras y la legislación laboral, que es federal pero su aplicación correspondió a los estados. Al mismo tiempo, el artículo 115 garantizó la autonomía política y financiera del municipio, y con ello afirmó las libertades ciudadanas.

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Estas últimas, a su vez, se reforzaron a nivel político por el voto directo, por las garantías constitucionales de impartición y obligatoriedad de la educación (artículo 3º), fuente mínima para establecer un nexo real entre garantía políticas y sociales. Si somos consecuentes con el proceso y la evidencia histórica, podemos decir que las normas sociales. Si somos consecuentes con el proceso y la evidencia histórica, podemos decir que las normas de la Constitución de 1917 no son comprensibles sin su otra cara, la libertad. En suma, la libertad establecida en la nueva Constitución de 1917 no era mera reforma de la de 1857, sino una ruptura, en la medida en que la unión que estableció no fue simplemente liberal, sino liberal-democrática. La Constitución era, por lo tanto, el punto de llegada de una revolución que nació liberal y terminó por ser liberal-democrática. A través de la Constitución de 1917 logramos comprender mejor cómo se pudo establecer, a partir de la nueva gobernabilidad, un equilibrio inédito entre pueblo y élite, sin el cual no lograríamos comprender el carácter que, a partir de 1920, tuvo el curso político y social de México en el siglo XX.

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IDEOLOGÍA Y CLASE EN LA REVOLUCIÓN MEXICANA

LA CONVENCIÓN Y EL CONGRESO

CONSTITUYENTE

EL NACIONALISMO POLÍTICO En esta sección investigaremos el debate relativo al requisito de mexicanidad por nacimiento para ocupar diversos puestos públicos. Este requisito estaba incluido en los artículos 32, 55, 59, 82, 91 y 111 relativos a diversos puestos públicos. Sin embargo, solamente hubo un debate sobre el requisito en ocasión de la discusión acerca de la fracción primera del artículo 55 que trataba los requisitos de elegibilidad a la Cámara. Tanto la constitución de 1857 como la proposición de Carranza admitían a la Cámara a cualquier ciudadano mexicano, por nacimiento o por naturalización. La Segunda Comisión, a cargo del artículo, lo modificó para hacer inelegibles a los mexicanos naturalizados, suscitando un debate largo y acalorado que nos sirve para comprender el pensamiento de varios delegados. La votación, por lista, aprobó la adopción de la versión exclusivista de la fracción primera del artículo 55 propuesta por la Comisión, por un voto de 98 contra 55. Con frecuencia se interpreta la Revolución Mexicana como una revolución nacionalista y es posible que el nacionalismo haya sido factor de diferenciación importante entre convencionistas y constitucionalistas. El debate en esta sección es evidencia del militante carácter nacionalista de los constitucionalistas, pero también revela la existencia de dos ideas diversas de nacionalismo que coincidían en ciertas premisas pero diferían en aspectos importantes. Los dos nacionalismos manifiestos en el debate de esta fracción eran por una parte el nacionalismo inclusivo mexicano-latino americano y por otra un nacionalismo exclusivista mexicano. De los trece oradores que se refirieron a la cuestión, solamente uno, Palavicini, habló a favor de la elegibilidad de todos los ciudadanos naturalizados ala

Cámara, aunque él también se alineó decididamente a la postura inclusiva latinoamericana. Parece que Mújica tenía razón cuando en uno de sus discursos al respecto declaró que todos los delegados eran nacionalistas. También se puede deducir de los debates que la mayoría era antiimperialista y especialmente antiyanqui. Los nacionalistas de postura inclusiva latinoamericana no se oponían al requisito de mexicanidad por nacimiento, lo que proponían es que la elegibilidad a la Cámara requiriera ser mexicano por nacimiento o latinoamericano naturalizado. La aprobación de la versión propuesta por la Comisión, fue una derrota para la facción inclusiva latinoamericana. Lo que no sabemos es cuántos de los 55 delegados que votaron en contra de la versión de la Comisión, lo hicieron porque apoyaban la postura inclusiva latinoamericana; porque apoyaban la versión de la Constitución de 1857 y de Carranza que otorgaba elegibilidad a la Cámara a todos los ciudadanos naturalizados, o por otras razones. Los debates sobre esta fracción ponen de manifiesto tanto el fuerte carácter nacionalista de la asamblea como las diferencias de su nacionalismo. Las recomendaciones del Comité acerca de la fracción primera del artículo 55 se centró en la sucesión presidencial. Alegaban que puesto que un miembro de la Cámara podría quedar en la línea de sucesión presidencial, era necesario aplicar la cláusula de mexicanidad por nacimiento. Bojórquez, el primer orador que habló de la cuestión, pronunció un discurso internacionalista sobre los oprimidos del mundo y propuso que a la fracción se añadiera la frase “o latinoamericano nacionalizado”. Bojórquez, Mújica y Calderón, conceptuados como izquierdistas, y Martí y Palavicini, considerados moderados, propusieron argumentos similares a favor de la elegibilidad de los latinoamericanos a la Cámara. Se basaban en que los latinoamericanos tenían un enemigo común en el imperialismo norteamericano, que eran un pueblo común y que la unidad latinoamericana era importante en la lucha contra el enemigo común. Mújica afirmó que la disposición exclusivista distanciaría a los mexicanos de otros latinoamericanos.

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De los ocho delegados que hablaron a favor de la versión exclusivista propuesta por la Comisión, cuatro pronunciaron discursos extremadamente patrioteros contra todos los extranjeros; uno lo fue moderadamente; dos que no lo fueron, alegaban que los extranjeros impedían el desarrollo de una nacionalidad mexicana común; y otro sencillamente declaraba que la solidaridad latinoamericana era un mito. El argumento chovinista presentado con mayor frecuencia era el de la analogía madre-madrastra (Monzón), es decir, que el ciudadano nacionalizado sería más leal a su país de origen y por lo tanto, no se podrían confiar en él (Monzón y Jara). El ejemplo más extremo surgió en el argumento de Navarrete, quien se preocupaba principalmente de que el ciudadano naturalizado pudiera convertirse en espía en caso de guerra con su país de origen. El argumento de Machorro y Narváez es quizá el más interesante aunque no el más representativo. En él argüía que la diversidad de sus pueblos y las distancias que los separaban hacían que México no fuese una nación todavía, y declaraba por lo tanto que los mexicanos eran un pueblo débil que los extranjeros fuertes podían penetrar y dominar. Los oradores a favor de la versión exclusivista coincidían en que en épocas de conflicto, los extranjeros podrían ser sospechosos o peligrosos, y en que la idea de la unidad nacional era un mito. La discusión sobre los ciudadanos nacionalizados surgió también en relación a la certificación de Martí, quien nacido en Cuba, había venido a México cuando tenía ocho años. De acuerdo a las disposiciones de la Constitución de 1857, Martí era elegible a la Cámara de Diputados y el comité de credenciales aprobó su elegibilidad. Seis delegados se opusieron a la decisión y otros seis la apoyaron. Los argumentos de la oposición fueron extremadamente patrioteros; los oradores insistían en que el candidato era cubano, no mexicano, puesto que, como lo expreso Navarrete, Martí no era mexicano de nacimiento ni de sangre. El principal argumento a favor se basaba en la ley: de acuerdo a la Constitución de 1857, Martí era elegible. En esto también participaron los nacionalistas de postura inclusiva latinoamericana. La elegibilidad de Martí certificaba y recomendada por la Comisión fue aprobada por un voto de 101 contra 57.

Lo que demuestran las discusiones y la votación sobre el artículo 55 es el firme nacionalismo y antiimperialismo (particularmente antiyanqui) de la asamblea, así como la existencia de dos corrientes principales: la del nacionalismo nativo que solamente consideraba mexicanos a los nacidos en México de padres mexicanos, y la del nacionalismo inclusivo latinoamericano. Exceptuando a Palavicini, no hubo nadie que hablara a favor de la elegibilidad de todos los mexicanos nacionalizados. Los discursos de todos los delegados parecen encerrar una visión de México como un país cuya nacionalidad no estaba todavía bien definida; como un país amenazado por el imperialismo, especialmente de los Estados Unidos.

NACIONALISMO ECONÓMICO El artículo 27 de la Constitución de 1917, famoso por su nacionalismo económico, incluía la importante fracción referente a la reforma agraria, a la Iglesia y a la propiedad. Para limitarnos a los fines de esta sección, consideraremos únicamente aquellos aspectos que son relevantes al nacionalismo económico. Aunque el artículo 27 es uno de los más (si no es que le más) importantes y polémicos artículos de la Constitución, la Comisión presentó muy tarde su versión, y el Congreso lo discutió someramente. Sumamente breves fueron los debates sobre los aspectos económicos nacionalistas que trataron sólo algunos puntos. Nadie censuró el militante nacionalismo económico del Artículo. Antes de considerar las discusiones específicas de algunas de sus secciones, sería útil reiterar que el proyecto del artículo 27 presentado por Carranza no incluía el nacionalismo económico que contenía la versión presentada por la Comisión. Como se señaló anteriormente, los aspectos económicos el informe realizado por un grupo de trabajo integrado tanto por moderados como por jacobinos, que se reunió de manera informal para estudiarlos. La transformación de un artículo 27 sin contenido nacionalista económico, como Carranza había recomendado, a uno que era la afirmación militante de la soberanía nacional sobre los

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recursos del país, obtuvo un apoyo general que rebasaba las líneas divisorias entre moderados y jacobinos. En relación a los aspectos económicos nacionalistas, solamente se debatieron tres puntos; las discusiones de todos ellos son evidencia de un consenso general en cuanto a su militante contenido nacionalista económico. Uno de los puntos trató sobre la redacción de una cláusula eficaz que forzara a compañías y empresarios extranjeros a ceder cualquier pretensión extraterritorial que creían tener en México. Los seis oradores que se refirieron a este punto coincidieron en cuanto a su objetivo, pero difirieron en cuanto a la forma de lograrlo. Las discusiones tuvieron lugar en un ambiente franco y amistoso. Macías propuso que la versión original se modificara siguiendo los lineamientos de la ley en vigor en los Estados Unidos, la que estipulaba que solamente los ciudadanos o los extranjeros que demostraran su intención de hacerse ciudadanos podrían adquirir propiedades. Añadía que si estos últimos no cumplían con su intención de nacionalizarse, de acuerdo a la ley norteamericana perdían el derecho a su propiedad. Esto tendría la ventaja de que no sólo lograrían su objetivo, sino que además evitaría que los Estados Unidos los censurara por “adoptar una ley barbárica”. Al principio se asumió que la proposición de Matías sería adoptada, pera la que se aprobó fue una versión revisada que más tarde presentó la Comisión. Colunga denunció esta versión porque no incluía las modificaciones que Macías había propuesto en su discurso, pero éste, uno de los moderadores más notables, dio marcha atrás, declarando su apoyo absoluto a la versión revisada. “Afirmaba que el ceder el derecho de propiedad a los extranjeros era contrato, tanto como lo era el compromiso de permitir la naturalización, y aunque ello no fuese reconocido en las leyes internacionales, en las leyes de México era válido.” La sugerencia de Ibarra fue otro de los puntos que se discutieron. Proponía que se añadiera una cláusula al artículo 27 estipulando que las compañías (extranjeras) pagaran al gobierno el porcentaje de su producción que determinara la legislación reglamentaria. La asamblea se opuso y votó en contra de la proposición, alegando entre otras cosas que

tal medida no tenía lugar en la Constitución y que la explotación minera y petrolera ya estaba sujeta a impuestos. La propuesta de Enrique Enríquez y de J. Giffard fue el último punto que se trató en relación al nacionalismo económico. Proponían que no se permitiera el matrimonio de extranjeros con propietarios mexicanos, a menos que el extranjero antes renunciara a la protección de su país de origen. Aquí también la preocupación fundamental es la extraterritorialidad, sin embargo la propuesta ni se discutió ni se añadió al artículo. Las tres propuestas presentadas para modificar las secciones relativas al nacionalismo económico estaban dirigidas a hacer un artículo 27 más explícito o más nacionalista. Puede ser que la oposición a las proposiciones y la retractación de Macías se debieran al temor de añadir elementos que pudieran ser considerados como provocadores a un artículo que aun sin ellas, parecía que podría desatar una guerra entre México y los Estados Unidos (y que de hecho, caso la desató).

LA CUESTIÓN IGLESIA Lo que más animaba a los delegados del Congreso no era la reforma agraria ni los derechos de los trabajadores, ni la ley contra monopolios, sino la cuestión de la Iglesia y del clero. Todos los oradores coincidían; éste era el asunto trascendental del Congreso; más importante aún, en el ánimo de la mayoría de los delegados, que la cuestión del imperialismo y del nacionalismo económico. Este punto no solamente suscitó uno de los debates más largos acalorados, además, como ya se ha mencionado, la postura que cada delegado asumió en relación al artículo 3º, fue la base para definir quién era “jacobino” y quién “moderado”. Los que votaron por la versión más moderada del artículo estuvieron a la defensiva a lo largo de la Convención, y se vieron obligados a reiterar su verdadero liberalismo, a pesar de su postura y de su voto particular. La importancia de la Iglesia en el Congreso y en el sentimiento de los delegados, se debía a que se le consideraba enemigo político del

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establecimiento de una nación-estado libre y secular. A lo largo de la historia de México la Iglesia había demostrado su enemistad colaborando con las fuerzas reaccionarias antiliberales y antinacionales. Según los delegados, el poder de la Iglesia se basaba en la hegemonía ideológica que ejercía sobre la vasta mayoría de la población mexicana. Para los constituyentes, esta hegemonía del clero se lograba a través de los servicios religiosos, la confesión y la educación. Hubo un consenso general en cuanto a la visión de la Iglesia como enemigo de la soberanía de México; como obstáculo al triunfo del liberalismo y del progreso, y en cuanto a la idea de que ejercía su poder controlando la educación, por medio de la confesión, etc. Parecería que la mayoría de los delegados llegaron a considerarla como un cuerpo extranjero dedicado a trabajar en contra del desarrollo de una nación progresista e independiente. El argumento que propongo es que en los debates y en los artículos constitucionales relativos a la Iglesia, la fuerza fundamental estaba dirigida a la destrucción del poder de un grupo antinacional, de un poder ejercido por medio de una hegemonía ideológica basada en la religión; y que el anticlericalismo militante era otra manifestación de nacionalismo. Aunque había acuerdo general sobre el problema que planteaban el clero y la Iglesia, había enormes diferencias en cuanto a los medios para resolverlo. Hemos analizado los debates de los artículos 3º y 24, y las secciones relevantes de los artículos 27 y 130 (inicialmente el 129), con el fin de comprender los puntos de acuerdo y de desacuerdo que hubieron en el Congreso. El artículo 3º. Propuesto por Carranza decretaba la libertad de cátedra, aunque estipulaba que en las escuelas públicas se impartiera una educación laica, etc.; sin embargo, la Primera Comisión recomendó que se rechazara la propuesta de Carranza y que se adoptara un artículo mucho más anticlerical. En su informe la Primera Comisión declaraba que el Estado debía prohibir la educación religiosa en todas las escuelas primarias, pública o privadas, que el clero anteponía los intereses de la Iglesia a los del Estado; que la Iglesia era un obstáculo para el

progreso, etc., y aclaraba que “laica” no quería decir “neutra”, que una educación laica era la enseñanza de la verdad, y por lo tanto, una enseñanza opuesta a ideas religiosas y a la superstición. El artículo 3º propuesto por la Comisión excluía a los sacerdotes de las escuelas y prohibía que las organizaciones religiosas dirigieran escuelas primarias. Monzón, uno de los miembros de la Primera Comisión, presentó el informe de la minoría aprobando la versión de la comisión pero recomendando que a lo largo de su redacción se sustituyera la palabra “cecular” con el término “racional”. Argüía que en el siglo XX la educación tenía que combatir las falsedades provenientes de la casa y de la Iglesia que se introducían en las escuelas, y que el término secular o laico era demasiado débil. Mújica, presidente de la Primera Comisión, expresó claramente en su discurso la opinión de muchos de los delegados que apoyaban esta versión. Afirmando que ese momento (el inicio de los debates sobre el artículo 3º), era el más solemne de la Revolución, procedió a declarar que el clero era enemigo de la nación; que su malicia no estaba únicamente en lo que enseñaba, sino en su actividad política tanto como en las consecuencias políticas de sus enseñanzas. Argüía que el clero se aliaba siempre a la reacción, que fomentaba la resistencia al progreso e inculcaba en todas las clases ideas enemigas de la democracia, la libertad y la fraternidad. Si en ese momento no lograban derrotar al clero, continuaba, se harían más revoluciones y se pondría en peligro la existencia del país; de hecho, temía que la situación llevara a la pérdida total de la nación mexicana. Quienes se oponían a la versión del artículo 3º presentada por la Comisión, fundamentaban su opinión en varias bases: 1. El artículo violaría la libertad de palabra y

de pensamiento y era un peligro a las libertades civiles.

2. Existía el grave peligro de una intervención militar de los Estados Unidos si se adoptaba.

3. El artículo no pertenecía a esa sección de la Constitución relativa a las garantías individuales.

4. El rechazo absoluto de la versión propuesta por Carranza, minaría la

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posición del primer jefe en el interior y en el exterior.

Félix Palavicini presentó uno de los argumentos más interesantes de la oposición. Argüía que debían tener cuidado de no debilitar a la Iglesia Católica de tal manera que abriera el camino a los misioneros protestantes yanquis, ya que ésa era una de las tenazas que los Estados Unidos podría utilizar para tomar posesión de México. Algunos de los que no se opusieron en nombre de las libertades civiles se declararon tan temerosos de la dominación jacobina como de la dominación del clero. Añadían que la mejor forma de derrotar las ideas del clero era a través de una competencia de ideas, abierta y franca, y que el Estado debía establecer un sistema mejor y más amplio de escuelas laicas gratuitas, para que los padres voluntariamente enviaran a sus hijos a estas escuelas y no a las escuelas católicas. Rojas y Macías fueron los que hablaron del peligro de una invasión norteamericana si se adoptaba la versión de la comisión. En relación a este punto del artículo 3º, lo que quiero recalcar es que no parece haber habido un desacuerdo entre jacobinos y moderados en cuanto a la naturaleza del problema. Como lo sugieren los jacobinos, es posible que los moderados fueran menos anticlericales y que su oposición, en gran medida, fuese simplemente obstruccionista. Sin embargo es evidente en sus discursos, en su apoyo de otros aspectos del artículo y de la Constitución misma, que los moderados eran sumamente anticlericales y consideraban el problema de la Iglesia desde el mismo punto de vista de los jacobinos. Lo que veían de distinta forma era la solución que para ellos residía en un proceso a largo plazo de expansión de la educación secular. Temían el intervensionismo implícito en el artículo y parecían mucho más temerosos que los jacobinos, de una intervención norteamericana. Con un voto por lista de 99 contra 58 se aprobó la adopción de un artículo 3º dirigido a la destrucción total de la escuela como instrumento de la hegemonía ideológica del clero. El artículo 24 garantizaba la libertad de culto siempre y cuando su práctica no violara ley alguna, y estipulaba la supervisión estatal de los lugares de culto. La proposición de Enrique

Recio de añadirle una cláusula prohibiendo la confesión oral y decretando que todos los sacerdotes debían ser ciudadanos mexicanos y, si tenían menos de 50 años de edad, debían de ser casados, fue el único punto que se debatió, y se rechazó, en relación a este artículo. La cláusula fue rechazada otra vez cuando hubo una moción para añadirla al artículo 130. Lo que para nosotros es interesante es el argumento de que la confesión era un medio del clero para obtener información útil a sus fines políticos, así como un instrumento para dominar a las mujeres, quienes a juzgar por los debates, parecerían haber sido las únicas que se confesaban. De hecho, González Galindo, hablando a favor de la cláusula que prohibiría la confesión oral, afirmó que el Congreso tenía la obligación de adoptarla, para lograr para la mujer, lo que con el artículo 3º ya había logrado a favor del niño. El artículo 3º estaba encaminado a destruir la educación religiosa y el control del clero sobre las mentes de los niños; ahora, afirmaba, esta enmienda debía destruir al instrumento que el clero utilizaba para controlar a las mujeres. Gran parte del debate sobre el artículo 129 se centró en una enmienda propuesta por trece delegados, en la que se incluía una parte relativa al divorcio, y otra, de interés para nosotros, en la que se decretaba que un sacerdote que reconociera la autoridad de cualquier poder extranjero no podía estar a cargo de ningún templo. Pastrana Jaimés, uno de los autores de la moción, explicó que el objetivo de la enmienda era quebrantar el poder del pontificado sobre el clero del país para propiciar el desarrollo de una religión autónoma nacional. Citó muchos casos de intervención reaccionaria, procolonialista y antinacionalista del papado en la historia de México, y añadió que además del peligro de intervención había otra amenaza a la soberanía del País. Los lazos entre el clero católico de diferentes naciones que había sido causa de la intervención de naciones poderosas en los asuntos de las naciones débiles. Se refirió específicamente a la agitación de la Iglesia Católica de los Estados Unidos a favor de la intervención armada norteamericana para destruir la autonomía del país. La enmienda no se adoptó, pero lo expresado por Pastrana Jaimés eran sentimientos comúnmente compartidos.

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En todos los debates sobre el problema de la Iglesia, el tema dominante es el argumento nacionalista. Aunque se presentaron otros argumentos contra el clero, una y otra vez se reitera la idea de salvar y construir a la nación y de destruir la dominación ideológica de la Iglesia. Moderados y jacobinos coinciden en la visión fundamental del problema, aunque diferían mucho en cuanto a su solución. La constitución de 1857 decretó la separación de Estado e Iglesia, y abolió el monopolio eclesiástico de la educación. Carranza, y por lo menos una buena parte de sus partidarios, deseaban continuar con los viejos lineamientos liberales para debilitar el poder del clero. Los jacobinos, que deseaba una política gubernamental mucho más vigorosa para destruir el poder que la Iglesia ejercía sobre la vida mexicana, lograron que se adoptaran varios artículos extremadamente radicales. El debate sobre el problema de la Iglesia es más comprensible, no como un debate religioso o antirreligioso, sino como los delegados lo definieron: como una cuestión política. Los artículos y la retórica son consistentes en su nacionalismo militante, con los ánimos y las posturas que ya se discutieron en las secciones relativas al nacionalismo económico y político.

CONCLUSIONES

En el estudio de los artículos y debates relativos al nacionalismo económico y político y al papel de la Iglesia, presentando en este capítulo, es evidente que el nacionalismo y la hegemonía liberal eran la preocupación predominante entre los constitucionalistas. También es evidente en los artículos y debates sobre democracia política que la idea de los dirigentes constitucionalistas como un grupo de marcadas tendencias democratizantes, no se justifica. En cuanto a la política, la preocupación principal entre los constitucionalistas no es la democracia sino la soberanía nacional y la hegemonía liberal. En el capítulo VI estudiaremos más a fondo los significados y las ramificaciones de esta combinación de nacionalismo y hegemonía liberal.

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EL CONGRESO CONSTITUCIONAL:

ASUNTOS ECONÓMICOS En este capítulo estudiaremos algunos de los más importantes artículos y debates sobre los aspectos económicos. Nos concentraremos en dos: el que se refiere a las disposiciones antimonopolistas y el que concierne a los derechos de los trabajadores y las relaciones industriales, porque los artículos y debates que los tratan nos permiten comprender el contenido socioeconómico del programa constitucionalista. Expondremos brevemente uno de los puntos más conocidos de la Constitución: la reforma agraria, aunque consideramos que las posturas adoptadas tocantes a los monopolios y las relaciones industriales son las que nos proporcionan las claves para comprender la perspectiva constitucionalista y el contenido social de la hegemonía liberal.

ARTÍCULO ANTIMONOPOLISTA

El artículo 28 propuesto por Carranza era un artículo francamente antimonopolista que únicamente excluía de sus disposiciones la acuñación de moneda, el servicio postal, el telégrafo y la comunicación telegráfica por radio. En su primera presentación, la Primera Comisión hizo dos modificaciones importantes al artículo propuesto por Carranza, las dos trataban de exenciones y habían sido propuestas por delegados ajenos a la Comisión. La primera proponía el establecimiento de un banco único de emisión, controlado por el gobierno y exento de la cláusula antimonopolista de la Constitución. La segunda, presentaba la propuesta de eximir de la cláusula a los monopolios de las cooperativas de productores. Esta modificación la planteaba la delegación de Yucatán, presentando como ejemplo el caso del monopolio de distribución de los productores de henequén. Cuando durante el debate, varios delegados partidarios de los sindicatos se opusieron al artículo porque representaba una amenaza al sindicalismo, la Comisión añadió una cláusula eximiendo a los sindicatos. Del proyecto de Carranza, que contenía pocas exenciones, la Comisión hizo

tres modificaciones importantes eximiendo de las disposiciones del artículo antimonopolista a 1)la emisión de moneda, 2)las operaciones de venta para exportación, y 3) los sindicatos. Primero consideraremos brevemente la discusión acerca de un banco de emisión único, para considerar a continuación la que trata sobre la exención a los monopolios de productores, que es la más interesante para nosotros. Omitiremos la discusión sobre los sindicatos que se suscitó en relación al artículo 28, porque los puntos que se trataron fueron los mismos que surgieron en los debates de los artículos 5, 9, y 123 en relación al sindicalismo, que es el punto al que se refiere gran parte de este capítulo. Antes de considerar los debates específicos, sería útil hacer un comentario general. Ninguno de los delegados cuestionó la postura general antimonopolista de las disposiciones. Lo mismo que en la Convención, en un cierto nivel, la actitud más general se oponía a los monopolios por considerarlos malos y peligrosos. Ninguno de los delegados consideró que el problema pudiera no estar en los monopolios en sí, sino en el capitalismo, o dicho de otra manera, a pesar de los cambios sociales y económicos que se proyectaban, parecía que había un acuerdo general sobre el hecho de que el capitalismo, o dicho de otra manera, a pesar de los cambios sociales y económicos que se proyectaba, parecía que había un acuerdo general sobre el hecho de que el capitalismo continuaría siendo el sistema económico de México, Pero la mayoría de los delegados basaban su postura antimonopolista en otras consideraciones importantes, principalmente en la soberanía interna y en el poder de negociación frente a los monopolios extranjeros. No hubo oposición alguna a eximir a los sindicatos de estas disposiciones. Gran parte de la discusión se centró en el banco único de emisión controlado por el gobierno. Para los partidarios el banco era un mecanismo esencial para el control estatal de las cuestiones fiscales. En ninguno de los artículos se trasluce un anticapitalismo, exceptuando, uno en el que había diferencias de tono y matiz, aunque no de contenido. De hecho, uno de los más frecuentes argumentos a favor, aducía que en muchos de los países

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avanzados (capitalistas) se utilizaba ese sistema como modo moderno y necesario de organizar ese aspecto de las finanzas nacionales. El otro argumento principal, relacionado al primero, aseguraba que ésa era la única forma de que ante los enemigos y fuerzas internas y externas, el Estado obtuviera suficiente poder sobre la economía para permitir cierto grado de soberanía y de independencia económica. El único discurso en el que posiblemente hubiera alusiones contra e capitalismo fue el de Mújica, que criticó acremente la actitud de los bancos hacia la Revolución y los acusó de obstruirla. Pero ni aun su discurso mordaz contenía un ataque a la banca privada, limitándose únicamente a atacar el papel que desempeñaban en la Revolución. Lizardi presentó el único argumento válido contra esta sección del artículo 28, alegando que los delegados no tenían competencia alguna para juzgar un asunto económico tan técnico y complejo. En la discusión sobre los monopolios de productores se suscitaron algunos de los puntos que ya presentamos en la sección sobre nacionalismo económico en el capítulo anterior. Los oradores justificaban la exención de las cooperativas de productores fundadas en el nacionalismo económico y el antiimperialismo. Por su parte, la oposición argüía que esas exenciones permitirían la explotación de los pequeños productores por parte de los grandes productores o de sus intermediarios. Los argumentos de ambos lados señalan algunos de los dilemas del desarrollo capitalista en condiciones de dependencia económica. La delegación de Yucatán inició el debate de esta sección. El bienestar económico de su estado dependía totalmente de la venta en el exterior de su única cosecha comercial, Los yucatecos consideraban que solamente controlando cuidadosamente la producción y la venta del henequén podrían obtener un buen precio, ya que sus clientes eran corporaciones y gobiernos monopolistas y alegaban, que de no obtener un control monopolista del abastecimiento del henequén, estarían sujetos a los trusts extranjeros. Tres de los cinco oradores a favor de la cláusula eran de Yucatán. La defensa de Recio contra el ataque de la oposición (ver más

adelante), fue un discurso de militante nacionalismo económico en el que atacaba ferozmente a los consorcios norteamericanos. Contra su dominación, Recio proponía el consorcio henequenero de Yucatán como medida defensiva esencial, y añadía que dado el monto del capital necesario para su funcionamiento, se requeriría la participación del gobierno. Como los demás delegados yucatecos, Recio también centraba su atención en las soluciones a los problemas de su estado, con la idea de que se aplicaran en el país entero. Proponía que las cooperativas –como las de Yucatán- no fueran controladas por el gobierno federal ni estatal sino por sus mismos miembros, y como cualquiera podía hacerse miembro sin importar la extensión de su propiedad, las cooperativas se convertirían en instrumento de los grandes productores en contra de los pequeños. Aseguraba que en su estado estos arreglos habían propiciado el aumento de sueldo de los trabajadores del campo, y alegaba que al disminuir las utilidades de los consorcios extranjeros, éstos estarían menos motivados para intervenir en los asuntos internos de México. Mújica también defendió a los monopolios de exportación por razones de nacionalismo económico. Señaló que la industria del henequén siempre había funcionado como consorcio y que el punto a determinar era si sería manejado por capital nacional o por capital extranjero. En cambio, Lizardi se oponía a las exenciones a las cooperativas de productores, aduciendo que un monopolio es siempre un monopolio; es decir, que todos los monopolios son malos. La mayoría de los que se oponían explicaban que los monopolios eran instrumento para explotar a los consumidores y para que los grandes productores se aprovechaban abusivamente de los pequeños. La Comisión tomó en cuenta la primera consideración en una enmienda estipulando la aplicación de esta cláusula únicamente a las industrias cuyo producto estuviese principalmente destinado a los mercados extranjeros y no fuese de primera necesidad. Ninguno de los oradores debatió las disposiciones aplicables a Yucatán las cuales se ponían como modelo para esta disposición. A lo que se oponían era a que se aplicaran esas disposiciones en todo México en la creencia de que no serían tan benéficas como lo habían sido en Yucatán. Palavicini citó casos de monopolios que agrupaban en su

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seno a los grandes productores para comprar a bajo precio, de los pequeños. Mencionó el caso en Tabasco de diez hacendados que tenían un monopolio de exportación, y compraban a precio bajo de los pequeños productores, y otro en la región de La Laguna, donde ocurría lo mismo en la venta del algodón. Palavicini reconocía que el monopolio de Yucatán había resultado benéfico, aunque consideraba que era un caso excepcional; el caso típico era, y seguirá siendo, la explotación de los pequeños productores. Propuso que únicamente la legislatura federal estuviese facultada para otorgar derechos monopolistas excluyendo a las legislaturas estatales como estipulaba el artículo. Esto significaba, explicaba, que la legislatura estatal tendría que solicitar la decisión de la Cámara de senadores en cada caso particular y así siempre habría quien señalase los inconvenientes del monopolio en cuestión. Argumentaba que la disposición constitucional justificaría la creación de monopolios de productores en general sin impedir las cooperativas monopolistas de los grandes productores que excluirían a los pequeños. Jorge Von Versten, delegado unionista de Chihuahua, aducía razones semejantes, pero el inconveniente más grande a la exención a las cooperativas de productores era, a su parecer, que los cuerpos reguladores estaban muy expuestos a la corrupción. Decía que aunque el gobierno de Yucatán era honrado, por cada revolucionario honrado, existían cincuenta pillos y ya había mucha venalidad entre gobernadores y ministros. Acusó de peculado a la Comisión Reguladora de La Laguna y preguntó a Gutiérrez, delegado por Durando si era cierto. Gutiérrez corroboró la acusación y citó como ejemplo a un general que sembraba algodón en la región. Añadió que, a diferencia de la de Yucatán, esas comisiones reguladoras nunca eran formadas con productores verdaderos. El delegado Rodríguez señaló que Yucatán era una excepción pues todos los productores eran mexicanos, mientras que, por ejemplo, en Coahuila, el noventa por ciento de los productores eran extranjeros y el monopolio incluiría a los propietarios. En vista de estas diferencias proponía que las solicitudes para formar monopolios cooperativos de

productores se dirigiesen a Congreso Federal y no a las legislaturas estatales. La única réplica a este argumento fue la de Álvarez, delegado de Michoacán, quien dijo que cuando se trataba de propietarios extranjeros, él confiaba más en la legislatura de su estado que en el Congreso de la Federación. El artículo 28 fue aprobado por una votación de 120 contra 52. Terminada ésta, Rodríguez pidió que se dejase claramente asentado que (“nosotros”) los que votaron en contra, hubieran votado a favor a no ser por la última cláusula sobre los monopolios de productores. Palavicini sugirió que se votara separadamente la última cláusula, de manera que él y los que se oponían a ella pudiesen votar a favor del artículo 28, pero su moción fue rechazada. Puesto que se votó el artículo global, no es posible saber cuántos de los 52 votos en contra se emitieron por oposición a la última cláusula y cuántos por otras razones. Las diferencias en relación a la última cláusula del artículo 28 surgieron entre los partidarios de una legitimización constitucional de los monopolios que concedería a las legislaturas de los estados y federal la autoridad de conceder o suprimir el status de monopolio, contra los que pensaban que solamente el Congreso Federal debía ejercer tal autoridad. El cambio de la proposición de Carranza, que permitía muy pocas exenciones, a la versión inicial de la Primera Comisión, que las permitía aun cuando no se tratase de industrias de exportación, como estaba prescrito, fue un cambio radical. Esto significaba cambiar un artículo francamente antimonopolista por otro que sancionaba explícitamente los monopolios de productores, aunque con ciertas limitaciones ya que se aplicaba únicamente a las industrias de exportación de productos no de primera necesidad. Exceptuando a Lizardi, quienes se oponían a esa cláusula no habían cambiado de opinión, sino que consideraban que aunque en ciertos casos podrían justificarse los monopolios, éstos debían ser la excepción y no la regla y debían estar estrictamente regulados. Quizá porque pensaban que no podrían convencer a la asamblea o porque, en ciertos casos, fueran también partidarios de los monopolios, la oposición no fue muy tenaz. De lo que se dijo sobre Yucatán y la Junta

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Henequenera se desprende que juzgaban que, en determinadas circunstancias, los monopolios eran convenientes. Es curioso que no se mencionaran ciertos puntos al defenderse de las críticas y refutar los temores de la oposición. ¿Por qué, si se temía que los monopolios sirvieran a los grandes productores para explotar a los pequeños, nadie propuso que se autorizara el monopolio únicamente si se formaba con todos los productores? Cuando Palavicini mencionó el monopolio de los hacendados de Tabasco que explotaban a los pequeños productores, pidió a Mújica, que había sido gobernado de ese estado, que comentara el caso. Mújica no negó los hechos pero se concretó a declarar que sería muy conveniente que los productores de Tabasco se unieran, no para que los grandes absorbieran a los pequeños, sino para realizar lo que la Junta Henequenera de Yucatán había logrado, sin precisar qué medidas se deberían tomar para lograrlo. No creo que esta omisión se deba al deseo de no añadir detalles minuciosas a la Constitución. Mújica y muchos otros abogaban a favor de multitud de minuciosas prescripciones y no se sentían obligados a seguir normas tradicionales sobre el contenido de una Constitución. Un comentario de Mújica podría explicarlo; era preferible que el control estuviera en manos del capital mexicano que en las del capital extranjero, y es muy posible que fuese esto y no la cuestión de la redistribución la preocupación más grande. En resumen, gracias a la postura de la Primera Comisión y a la aplastante mayoría de votos del Congreso Constituyente, el artículo contra los monopolios de la Constitución se convirtió en un artículo en su favor y en contra del capital extranjero.

DERECHOS DE LOS TRABAJADORES Y

RELACIONES INDUSTRIALES El artículo 123 de la Constitución, referente al trabajo, es considerado por los politólogos como uno de los tres más revolucionarios de la Constitución. Tanto entre los especialistas como dentro de la ideología revolucionaria mexicana, se considera que es uno de los códigos de trabajo más avanzados de principios del siglo XX. Es de las primeras, si no es que la primera ocasión en que se

incorporan a una constitución derechos sociales, como la jornada de ocho horas, por ejemplo. Generalmente se considera que la adición de esta larga ley del trabajo (no incluido en el proyecto de Carranza) demostraba las tendencias radicales, izquierdistas y obreristas de los delegados. Para algunos especialistas, las tendencias obreristas eran en todo caso, paternalistas; para otros, los moderados intervinieron en la redacción del código, aunque al principio pensaban que no cabía dentro de la Constitución. Por lo menos uno de los especialistas aclara que esta postura de los moderados era inconsistente, aunque tanto él como otros coinciden en que no hubo una escisión entre derecha e izquierda. Evidentemente no es suficiente clasificar las secciones laborales de la Constitución como paternalistas y avanzadas, que de hecho lo eran. Estas secciones tenían un contenido social más específico y quizá más “avanzado” de lo que implicaría el simple paternalismo o el intento de eliminar la superexplotación de la clase trabajadora. En la celebración eufórica del contenido pro laboral de los artículos, se ha pasado por alto este contenido más específico. Nuestra hipótesis –basada tanto en los artículos mismos como en sus debates- propone que en el acuerdo ideológico fundamental entre los delegados, estaba implícita la idea de un estado liberal corporativo: el Estado como armonizador de intereses conflictivos de clase y de sector, el Estado como instrumento para fomentar el desarrollo (capitalista); y la necesidad de subordinar intereses específicos particulares a los “intereses nacionales”. Parece ser que esta postura ideológica tenía raíces distintas pero congruentes. Una era la noción orgánica de la sociedad; la segunda era el nacionalismo cuya tarea consistía en armonizar y subordinar los intereses de sector en defensa contra la amenaza externa; la tercera era la emulación consciente de las prácticas en los estados avanzados (capitalistas), como los Estados Unidos e Inglaterra, donde las políticas liberales corporativas estaban en proceso de desarrollo. Algunos de los delegados compartían ciertas de las ideas, otros coincidían sólo en una pero no disentían en cuanto a los lineamientos fundamentales de una sociedad nacionalista, corporativa, liberal (capitalista).

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Una vez que demostremos esta unanimidad sobre los derechos de los trabajadores y las relaciones industriales en México, estudiaremos las discusiones sobre algunos aspectos específicos de esas secciones. Con este fin, examinaremos las discusiones referentes a los artículos 5, 9 y 123, aunque los estudiaremos bajo los encabezados antes mencionados, ya que algunos de los mismos puntos surgen en los diferentes artículos. Cravioto, uno de los moderados más notables, pronunció uno de los discursos más interesantes apoyando la inclusión en la Constitución de una sección especial sobre los derechos de los trabajadores. Con frecuencia se ha dicho que los moderados eran liberales al estilo del siglo XIX o liberales de laissez faire; el mismo Cravioto refutó esa acusación. Su discurso representa una exposición muy clara de lo que hemos llamado la visión liberal corporativa, y por lo tanto, nos referiremos con cierto detalle a él. Cravioto afirmaba que los moderados no eran ni conservadores ni liberales de laissez faire. Atacó acremente al laissez faire como una postura que permitía a los opresores tiranizar a los oprimidos; y cuestionó algunas de las premisas básicas del darvinismo social. Su discurso demostraba una clara conciencia de las clases sociales y de las desigualdades institucionalizadas. Afirmaba que puesto que existían divisiones en la sociedad, la democracia no podía ser el gobierno de todo el pueblo, debía ser gobierno de la mayoría; y puesto que la mayoría es la masa trabajadora, el gobierno debe ser obrerista para tratar de los problemas laborales. Cravioto aseguraba que los moderados y renovadores representaban una mezcla de liberalismo y socialismo, y como ejemplo positivo, citaba los códigos laborales de los Estado Unidos e Inglaterra y la evolución hacia el socialismo que él veía en esos países. Describiendo la posición de los renovadores, decía: “Lucha contra el peonismo, o sea la redención de los trabajadores de los campos; lucha contra el obrerismo, o sea la reivindicación legítima de los obreros, así de los talleres, como de las fábricas y las minas, lucha contra el hacendismo, o sea la creación, formación, desarrollo y multiplicación de la pequeña propiedad; lucha contra el capitalismo

monopolizador y contra el capitalismo absorbente y privilegiado; lucha contra el clericalismo: luchemos contra el clericalismo pero sin confundir al clericalismo con todos los religiosos; luchemos contra el militarismo, pero sin confundir al militarismo con nuestro Ejército...Nosotros somos liberales evolucionados, liberales progresistas, liberales por muchas influencias socialistas. . .” Macías, otro moderado, pronunció un discurso en el mismo tenor. Decía: ...ven ustedes que la derecha y la izquierda están enteramente unidas en el deseo liberal de salvar a la clase obrera de la República. En su discurso mencionó cómo Carranza lo había enviado, a él y a Rojas, a estudiar legislación laboral en los Estados Unidos y otras partes, encargándoles elaborar proyectos aplicables en México. Defendiendo con argumentos poco convincentes el hecho de que el primer jefe no lo hubiese adoptado, Macías aseguraba, sin embargo, que Carranza aprobaba su proyecto, y lo presentó ante el Congreso como base para una sección especial sobre el trabajo. En este estudio nos interesan las razones por las que Macías apoyó la adopción de una sección laboral más amplia. Macías hizo una exposición detallada de los procedimientos que conoció en los Estados Unidos y en otros países y que consideraba aplicables en México. Una de sus proposiciones era el establecimiento de juntas de arbitraje, constituidas por representantes de obreros y capitalistas de cada sector industrial, que intervendrían en caso de huelga o de amenaza de huelga. Aceptaba el argumento de que los contratos de trabajo individuales eran opresivos (ver más adelante) pero ponderó los beneficios de los contratos colectivos. Afirmó que en México se debía adoptar el tipo de contrato de trabajo que conoció en los Estados Unidos, en el que se estipulaba la capacitación del empleado; la concesión de estímulos: los aumento de sueldo anuales, para que el trabajador permaneciera en el mismo trabajo. Macías afirmaba que esto traería beneficios tanto al capitalista como al trabajador, y que el entrenamiento durante el empleo serviría para desarrollar la capacidad de los trabajadores mexicanos de manera que fueran tan competentes como los de los Estados Unidos y

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otras partes. La sustancia del discurso de Macías, largo y detallado, podría ilustrar lo que hemos llamado un liberalismo corporativo. Consideraba el conflicto entre trabajo y capital inevitable aunque susceptibles de conciliación; y en el Estado veía al conciliador. Su modelo específico era la legislación y las prácticas comunes de los Estados Unidos, Bélgica e Inglaterra en la primera parte del siglo XX. Era partidario de sindicatos y contratos colectivos y se preocupaba por que los trabajadores obtuvieran su justa parte dentro del marco del capitalismo. Mientras que Macías y Cravioto abogaban por un código laboral avanzado como medio para armonizar intereses contrarios en beneficio de todos, basándose principalmente en modelos norteamericanos y europeos. Mújica y González Galindo defendieron al código laboral en base a los intereses nacionales, de hecho, en base a la defensa nacional. Tanto Mújica como González Galindo manifestaron su preocupación por la degeneración biológica –debida a la super explotación- de los mexicanos y por los peligros que esta degeneración significaba para la nación. Mújica defendió la propuesta jornada de ocho horas para impedir la explotación de los trabajadores y evitar que éstos trabajaran demasiado para ganar más dinero. Al defender la jornada de ocho horas y el día de descanso obligatorio no pensaba en consideraciones de justicia económica o social, sino en consideraciones nacionalistas. Abogaba por estas disposiciones como un medio de evitar que los trabajadores voluntariamente se dedicaran a sus tareas hasta el agotamiento: Es deber de nuestro Gobierno mantener a la raza vigorosa; no sólo para la justa reproducción de la raza en una forma benéfica para la sociedad, sino también, señores, para tener en un momento dado hombres que puedan resistir las fatigas de una guerra, y defender valientemente y de manera invencible el territorio nacional. Es, pues, un deber de conservación de humanidad, el que obliga a la Comisión a poner esa restricción a la libertad del trabajo en el artículo 19... Por esa razón, la Comisión que tiende a salvar la raza, y cree con esto interpretar el sentido de esa asamblea y del actual Gobierno de la

República, uso esa cortapisa para que de una manera eficaz se impidan esos abusos, vengan de parte de la ignorancia de los trabajadores, o vengan de parte de la rapacidad de los especuladores. En el debate del artículo 9 relativo al derecho a huelga, el minero Nicolás Cano, uno de lo pocos obreros entre los delegados, reiteró repetidamente que todo lo que los trabajadores pedían era igualdad con los capitalistas; si el capitalista tenía el derecho de cerrar fábricas el trabajador debía tener el derecho de declarar huelgas. Aunque afirmaba que el Estado, el clero y el capitalista eran enemigos de los trabajadores y que nunca podrían ser amigos, pedía una legislación que propiciara la armonía entre ellos. Más adelante volveremos a tratar este tema. El liberalismo corporativo de Macías y Cravioto por una parte, y el nacionalismo de Mújica por otra, representan puntos de vista que se repiten de diversas formas en muchos de los discursos. Macías y Cravioto eran lo dirigentes moderados, Mújica, el dirigente radical, pero no disentían en cuanto a la necesidad de armonizar intereses, de subordinar intereses de clase y de sector a los intereses nacionales, y de propiciar el equilibrio entre intereses capitalistas y obreros. Aun Cano, uno de los delegados obreristas más militantes, favorece una política de armonía. Estas opiniones generales se manifiestan también en las discusiones sobre cuestiones específicas que trataremos en breve. Los artículos principales sobre el derecho laboral y las relaciones industriales son el 5º y el 123. El artículo 9 trata de la libertad de asociación y reunión; más adelante consideraremos sus secciones relevantes al sindicalismo. El artículo 5º propuesto por Carranza, único de su proyecto que incluía una sección sobre el trabajo, era básicamente una versión corregida del artículo 5º de la Constitución de 1857 (enmendada en 1898), agregándole un único inciso que disponía que los contratos laborales no podían ser por más de un año. Cabe advertir que el punto de referencia –según los interpretaban los delegados en sus discursos- no era el contrato colectivo sino el contrato individual que se utilizaba para controlar al trabajador, como lo vemos en la literatura mexicana y lo describe

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magistralmente Bruno Traven en sus novelas. Ni la Constitución de 1857 ni la enmienda al artículo 5º hacían mención alguna a los contratos de trabajo y por lo tanto, la única diferencia entre esas versiones y la propuesta por Carranza era la disposición que estipulaba que los contratos de trabajo serían anuales. En la versión de Carranza no se alude a los sindicatos ni se incluyen las innúmeras disposiciones que luego añadió el Congreso. Únicamente el artículo 9, inciso 1, del proyecto trata del derecho de los trabajadores a asociarse, señalando cinco restricciones a la acción colectiva de los trabajadores en incisos subsecuentes. De hecho, en el proyecto de constitución de Carranza no había legislación laboral. La Primera Comisión, encabezada por Mújica, introdujo varias reformas al artículo 5º y fue durante los debates sobre esta versión cuando se propuso incorporar a la Constitución todo un cuerpo de legislación del trabajo. Los moderados, que constituían las fuerzas más allegadas a Carranza, opinaron que para incluir en la Constitución una legislación laboral sería necesario dedicarle toda una sección. Como mencionamos antes, los moderados intervinieron activamente en la redacción del artículo 123. Se considera, con justa razón, que la intervención de la Primera Comisión encabezada por Mújica, y tenida por radical, fue decisiva en la incorporación de legislación sobre cuestiones socioeconómicas fundamentales al proyecto de Carranza. Es interesante pasar revista a los cambios que esta comisión de “izquierda” introdujo en el artículo 9 propuesto por Carranza. Añadió un inciso estipulando la jornada de ocho horas y un día de descanso obligatorio semanal y prohibiendo el trabajo nocturno a mujeres y niños. La cuestión de los contratos de trabajo es idéntica en ambas versiones. Otro cambio curioso es que, inmediatamente después de la primera fracción que dispone que el trabajo será voluntario y justamente remunerado, establece que la vagancia deberá perseguirse y precisa quiénes serán culpables de ese delito. En esa forma una comisión radical introduce mejoras y establece que la vagancia es un delito. La Comisión mencionó al presentar el proyecto que los delegados Aguilar, Jara y Góngora habían pedido que se

estipulara que a igual trabajo, igual remuneración; que se tendría que dar compensación en caso de enfermedades o accidentes de trabajo y que se creasen juntas de conciliación y arbitraje para dirimir en pleitos entre obreros y patrones, pero que, aun cuando aprobaba plenamente las disposiciones, no tenían cabida entre los derechos civiles de la Constitución. No se mencionan explícitamente los derechos sindicales, aunque es posible que la Comisión considerara que estaban implícitos en las disposiciones generales sobre el derecho de asociación y reunión del artículo 9. Cuando más tarde se tomó la decisión de incluir toda una legislación obrera, la Comisión estipuló precisamente el derecho a sindicalizarse y otras cuestiones anexas. Las críticas al artículo 5º propuesto por la Comisión se centraron en una sección no modificada del proyecto de Carranza, en la que se estipulaba el contrato de trabajo de un año. Ningún orador la aprobó mientras que ocho la opusieran; seis considerados generalmente izquierdistas y dos derechistas. Aunque algunos oradores fueron muy breves, todos coincidieron en que el contrato de trabajo individual era, para capitalistas y latifundistas, el medio para oprimir a los trabajadores. Señalaban que en la Constitución de 1857 no se hacía mención alguna de contratos de trabajo y mencionarlos en esta Constitución les daría legalidad. La mayoría de los oradores se oponían a cualquier contrato de trabajo individual; sin embargo, algunos propusieron solamente una enmienda. Victoria se inclinó a que se limitaran los contratos a dos o tres meses. González Galindo describió cómo se utilizaban los contratos para oprimir a los analfabetos, y propuso que solamente se pudiera contratar a quienes sabían leer y escribir. Dos discursos especialmente interesantes sobre este punto fueron los de Del Castillo y de Ibarra. Del Castillo, considerando izquierdista, atacó por igual a todos los contratos de trabajo individuales. Su discurso fue al mismo tiempo conservador y un ataque agresivo a la explotación capitalista y latifundista. Hizo una descripción mordaz de la forma como los contratos de trabajo siempre beneficiaban a los patrones, y que por lo tanto él se oponía, así fueran contratos por un solo día. Opinaba

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que la solución al problema, así como al problema de la relación entre patrón y trabajador, estaba en manos de capitalistas y latifundistas. Alegaba que si éstos trataran a los trabajadores-indígenas con justicia, tendrían trabajadores leales que nunca abandonarían la hacienda, ya que el indio, desconfiado por experiencia, era más leal que un perro cuando se le trataba bien. Según Del Castillo tratar bien al trabajador significa pagarle un salario justo, darle buenas condiciones de trabajo y reconocerlo como persona. Este discurso, quizá el más profundo de todos los que se pronunciaron en contra de las disposiciones del contrato laboral, denunciaba la explotación y aceptaba a un tiempo el paternalismo benévolo. El modelo positivo presentado por Del Castillo era el modelo o de una buena relación entre amo y sirviente. La Comisión no adoptó la sugerencia de Ibarra de agregar a su versión del artículo 3º de la Constitución un inciso estipulando que en caso de incumplimiento de contrato solamente se aplicaría la acción civil y que en ningún caso se tomarían medidas coercitivas contra el trabajador. Ibarra habló con vehemencia sobre ese punto. Advirtió que sin la adición del inciso que proponía, la aprobación de las disposiciones sobre contratos anuales de trabajo significaría la sanción de la esclavitud. Pidió a los delegados que imaginaran lo que sucedería si la disposición que sancionaba los contratos laborales se aprobaba sin las limitaciones que él proponía, haciéndoles ver que en México existió esclavitud de trabajo y seguía existiendo a pesar de que la Constitución de 1857 no reconocía los contratos laborales. Recordó que los constituyentes de 1857 se habían opuesto una disposición semejante a insistió en que las condiciones de las masas, que no entendían de contratos, empeorarían si el artículo se aprobaba sin la enmienda que él proponía. Otro delegado, Rodríguez González, alegaba que el contenido de la enmienda propuesta estaba incluido en la ley del trabajo, pero Ibarra insistía que en esa sección la cláusula no tendría la misma fuerza. Macías apoyaba la opinión de Ibarra diciendo que no se sabía cómo las autoridades judiciales interpretarían la sección que Rodríguez González consideraba relevante, y que de cualquier manera, ser explícito no

hacía ningún daño. Mújica manifestó que la Comisión no había añadido la propuesta de Ibarra porque la consideraba una “remembranza”, pero que no se oponía a incluirla. La Comisión finalmente añadió ésta y otra cláusula más modificando la legislación relativa a contratos de trabajo, permitiendo contratos por más tiempo de lo que fijaba la ley, aunque en ningún caso por más de un año. Con estas adiciones a la sección sobre contratos de trabajo, los artículos 5º y 123 fueron más tarde sometidos a votación y aprobados. Nos hemos detenido en la cuestión del contrato laboral porque estos contratos eran un mecanismo clave y especialmente odioso del trabajo forzado, antes de la revolución en México. En el discurso que hemos discutido someramente, Del Castillo describió el funcionamiento de este sistema con gran perspicacia y fuerza. Del Castillo, Fernández Martínez, y otros, denunciaban todos los contratos de trabajo por ser represivos para los trabajadores, pero las disposiciones se adoptaron. La Primera Comisión radical añadió estas modificaciones solamente después de que Ibarra y Macías, ambos moderados, atacaron a la Comisión por no aceptar las sugerencias de Ibarra sobre los juicios civiles y sobre la prohibición de ejercer coerción contra la persona del trabajador en caso de incumplimiento del contrato. De manera que la Primera Comisión no difería de Carranza al pronunciarse por la legalización y reglamentación constitucional de los contratos de trabajo. Tampoco se preocupó mayormente por impedir que los contratos de trabajos se emplearan como instrumentos de coerción contra la persona del trabajador. El derecho a huelga y las restricciones constitucionales relativas, se discutieron animadamente en el Congreso. La fracción 18 del artículo 123, propuesta por la Primera Comisión, estipulaba que las huelgas serían legales cuando tuvieran por objeto lograr el equilibrio entre los diversos factores de la producción, armonizando los derechos del trabajo con los del capital. A la letra decía: “Las huelgas serán consideradas como ilícitas únicamente cuando la mayoría de los

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huelguistas ejerciere actos violentos contra las personas o las propiedades...” De manera que lo que la Comisión propuso, y lo que se aceptó, fue una versión muy limitada del derecho de huelga. En su primera proposición la Comisión no consideraba que “armonizar los derecho del trabajo con los del capital” era un criterio para la justificación de las huelgas; empleando en cambio la frase: “para realizar la justa distribución de las utilidades”. Es curioso advertir que la Comisión cambiara de una idea de redistribución a una idea de equilibrio, como criterio de legalidad de una huelga. Mújica explicaba el cambio por el deseo de formular un artículo que no fomentara el libertinaje; un artículo que impusiera mayores obstáculos a las huelgas. Nicolás Cano, el minero, se opuso a lo que consideraba implícito en la fracción 18 sobre el derecho a huelga. En este caso su preocupación era sustancialmente la misma que manifestó en relación al artículo 9 (véase más adelante): que estas restricciones servirían de instrumento para reprimir huelgas legítimas. Aceptaba tal como estaba, la fracción que definía la huelga legítima y la ilegal, y afirmaba que el obrero individual o el grupo que infringiera la ley debía ser castigado. Decía: “Indudablemente que si el obrero ataca la propiedad ajena, claro está que deben de castigársele. Yo fui el primero que les dije: si ustedes abusan, yo los pongo a disposición de la autoridad militar, y que los fusilen incontinenti...” (Esto en el contexto de una declaración del gobierno decretando la pena capital para las huelgas ilegales. R.R.) Especificó que lo que más temía eran los abusos que podrían ocurrir al poner la ley en vigor. Señalaba que aun cuando las huelgas eran pacíficas, para los patrones no lo eran, y datos los vínculos entre capitalistas y el gobierno, éste las declararía no pacíficas e ilegales. Afirmaba que la ley debía redactarse teniendo en mente al mal gobierno, no al bueno. Citó casos en los que el gobierno constitucionalista había desbaratado huelgas y provocado a los huelguistas. Sin embargo, después de sus largos discursos sobre los problemas de esta ley, se limitó a proponer lo que sigue: Pido esto: que se adicione la fracción que está a debate, la XVIII, con esta proposición mía: que a los huelguistas no se

les considere trastornadores del orden público. Si ustedes no quieren considerar al trabajador, muy bien. Nosotros hemos aceptado la lucha y vamos a sufrir las consecuencias de ella. He dicho.” Aunque de haberse adoptado la proposición de Cano, en el mejor de los casos, los resultados habrían sido ambiguos; en sus comentarios manifiesta evidentemente que no le preocupaba la respetabilidad sino la represión. Aunque no se tomó en cuenta la proposición original de Cano, más tarde se incluyó en una moción formal mucho más amplia escrita por Luis Fernández Martínez, que decía: “Ningún huelguista podrá ser considerado como trastornador del orden público, y en caso de que los huelguistas cometan actos delictuosos, serán castigados individualmente, sin hacer extensiva la responsabilidad a los demás compañeros en el movimiento.” El Congreso votó en contra de la adición propuesta por Fernández y no se puede decir que la rechazó por falta de tiempo o por el deseo de poner fin al asunto. De hecho, al mismo tiempo que la de Fernández se propuso otra adición que el Congreso se apresuró a aprobar, negando a los militares al derecho a huelga. Tampoco se puede decir que el Congreso rechazó la proposición por considerarla innecesaria o redundante. De hecho, como lo demostraré adelante, la actitud de los delegados, incluso de la mayoría de los dirigentes izquierdistas, no era de apoyo unánime e incondicional al derecho de huelga. Antes de presentar los argumentos que justificaban las limitaciones al derecho de huelga, es útil conocer un punto de vista que compartían tanto Cano como algunos de los más recalcitrantes opositores a ciertas huelgas. Opinaban que, en general, los trabajadores utilizarían únicamente medios legítimos para fines legítimos, pero aceptaban que había agitadores extraños que suscitaban problemas. Según Cano, eran agentes provocadores pagados por los capitalistas o por el gobierno; otros creían que perseguían fines políticos. Al hablar de los casos de huelgas que Cano puso como ejemplo, Martí y Palavicini afirmaron que en las huelgas se infiltraban agentes de fuerzas extranjeras que las aprovechaban para fine políticos y que, por lo tanto, estaba justificada la limitación. Martí precisó que en las huelgas había dos

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tendencias: la de los trabajadores que legítimamente deseaban mejorar su situación y la de los malintencionados que fomentan el descontento por razones espurias. El debate pone de manifiesto un criterio muy estrecho: una huelga legítima debe forzosamente concentrarse en cuestiones sindicales y utilizar siempre medios pacíficos. En su defensa de la fracción 18, Mújica y Jara alegaban que los abusos que Cano tanto temía no eran tan factibles, dada la definición explícita de lo que era una huelga legal y una ilegal. De la Barrer, considerado como delegado de izquierda, resumió bien la actitud predominante hacia el derecho de huelga. Aseguraba que el Congreso Constituyente había otorgando amplias libertades a los trabajadores, facultando a las autoridades para castigar a los trastornadores del orden público y lo que Cano pedía era de hecho el libertinaje. Mújica coincidió con De la Barrera; deseaba evitar el libertinaje e hizo hincapié en las modificaciones de la cláusula relativa a la legalidad de las huelgas, sustituyendo “para realizar la distribución justa de las utilidades” por “armonizar los derechos del trabajo con los del capital”. Afirmaba que la fracción 18 imponía más obstáculos o exigía más razones para justificar una huelga. Aunque no aclaró ante quién se justificaría o quién decidiría si la huelga era legal o no, estaba implícito que lo determinaría un tribunal de arbitraje, ya que la fracción 20 del mismo artículo estipulaba que: “Las diferencias o los conflictos entre el capital y el trabajo, se sujetarán a la decisión de un consejo de conciliación y arbitraje, formado por igual número de representantes de los obreros y de los patronos, y uno del Gobierno.” El derecho limitado de huelga se consideraba como un instrumento que permitiría a los trabajadores contrarrestar el poder de los capitalistas, pero no debemos olvidar que los artículos concedían iguales o semejantes derechos de acción colectiva a los capitalistas. La fracción 16 del artículo 123 declaraba que trabajadores y patrones tenían el derecho de asociarse en defensa de sus intereses respectivos; la fracción 17 concede el derecho de huelga y el derecho de lockout (cierre de empresa por los patrones). Así como el derecho de huelga tenía sus limitaciones, el derecho a cerrar las fábricas,

de acuerdo con la fracción 19, se limitaba al caso en que el exceso de producción obligara a cerrar la fábrica temporalmente para evitar la ruina. El proyecto de Carranza del artículo 9 difiere mucho del de la Comisión en lo que se refiere al trabajo y al derecho de huelga. En la versión de la Comisión había dos incisos; el primero afirmando el derecho a la libre asociación y el segundo declarando que ninguna reunión para solicitar o para protestar ante la autoridad sería ilegal, a menos de que se profiriesen injurias o amenazas o se cometiesen actos de violencia con el fin de intimidar. Eran el primero y el último inciso proyectado por Carranza precisando los casos en que se podría negar el derecho de asociación y de reunión, como por ejemplo cuando causara temor y alarma entre los habitantes. El artículo 9 de la Constitución de 1857 consistía en un solo inciso básicamente igual a los proyectos de Carranza y de la Comisión; sin las restricciones del segundo inciso de las versiones de Carranza y de la Comisión lo que Básicamente se discutía en las dos versiones era el derecho al sindicalismo y el derecho de huelga. Quienes apoyaban la versión de la Comisión, argumentaban que la propuesta de Carranza daría manos libres a los oficiales para disolver cualquier junta de trabajadores, a lo cual los contrarios contestaban que habría menos abusos siendo más específicos. Cano se oponía a ambas versiones porque ambas podrían emplearse para reprimir a la clase trabajadora. Resulta así, que ambas versiones daban menos libertad civil que la de 1857. La de Carranza habría restringido aún más el derecho de reunión. Merecen mención dos proposiciones para prohibir a los soldados el derecho de huelga y castigar la vagancia. Ugarte había hecho ver que la Comisión pasó por alto la prohibición de huelga a los soldados y aunque hay desacuerdo sobre los detalles, los cuatro delegados que trataron el punto apoyaron la prohibición, la cual se añadió al artículo 123. Hemos mencionado que la versión de Carranza no hacía mención de la vagancia; fue la Primera Comisión radical la que añadió la estricta cláusula que la prohibía. Nadie se opuso a esta prohibición, nadie sugirió que la causa de la vagancia podría encontrarse en la

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estructura de la economía más que en los mismos individuos. Desde una postura derechista, Lizardi atacó al artículo 5º en general, afirmando que a pesar de la prohibición, la cláusula fomentaría la vagancia. Los otros dos delegados que hablaron sobre este inciso, Márquez y Monzón, coincidían en opinión. El discurso de Márquez proponía básicamente que la protección de los trabajadores y el enjuiciamiento de la vagancia era una política conveniente y necesaria, ya que en México este mal era un problema serio. Monzón, considerado generalmente de extrema izquierda, expresó su hostilidad a la vagancia y al ocio, y se ufanaba que en Sonora habían acabado con ese mal, combatiéndolo con fuerza. Como ya lo mencionamos, el proyecto de Carranza no reconocía a los sindicatos ni al derecho de huelga; su proposición del artículo 9 habría limitado severamente la acción de las huelgas. Estaríamos por lo tanto en un error si pensáramos que en estas cuestiones Carranza había adoptado una postura neutral. En primer lugar, Carranza estaba renuente a hacer las concesiones en cuanto al derecho de sindicalización que eran parte del trato que hiciera con la Casa del Obrero Mundial. Además, a pesar de que envió a Macías y a Rojas a estudiar legislación laboral de otros países y les mandó elaborar un proyecto para un código de trabajo, nunca lo puso en vigor. La declaración de Macías sobre el apoyo de Carranza al proyecto y las exigencias que le impidieron adoptarlo es sumamente dudosa. Alegaba que Carranza no había adoptado el código porque en el gabinete había diferencias en cuanto a cuál gobierno, federal o del estado, debía encargarse la legislación laboral, que por lo tanto había decidido esperar la decisión del Congreso Constituyente. Según Macías, otra razón por la que Carranza no adoptó el proyecto, era que daba la situación del país en ese momento, no habría podido ponerlo en vigor, esto a su vez habría repercutido en la opinión del pueblo que, sin conocer las dificultades inherentes a la tarea, pensaría que el gobierno no cumplía con su cometido. La postura de Carranza en cuestión de trabajo se puso de manifiesto durante el período preconstitucional, en su decreto del

10 de agosto de 1916, que ponía fin a la huelga que afectaba los servicios públicos incluyendo el agua y la luz, de la ciudad de México, decretando la pena de muerte a quienquiera apoyase, participase, o agitase en la huelga. Más tarde durante su presidencia constitucional, Carranza fue declaradamente antiunionista. En resumen, opinamos que nuestro estudio de esos debates sobre los artículos de la Constitución, y los artículos mismos, desmienten las opiniones eruditas prevalecientes. Como dijimos al principio de esta sección, es opinión general que los delegados y los artículos eran “progresistas” y favorecían a la clase trabajadora. En cierto sentido es cierto. Los constituyentes querían poner un límite a la explotación exagerada de la clase trabajadora y muchos de ello tenían plena conciencia de que en México se explotaba sin reparos a las masas, pero al mismo tiempo querían poner un límite al poder potencial de la naciente clase obrera. Suele decirse que los delegados tenían tendencias paternalistas hacia las clases trabajadoras, pero a pesar del paternalismo, creemos haber demostrado que su actitud era más precisa y más “avanzada”. Comprendían la necesidad de equilibrar el poder de capitalistas y terratenientes con el poder restringido de las organizaciones obreras, siguiendo el modelo del naciente liberalismo corporativo de los Estados Unidos e Inglaterra, o bien como noción orgánica de la sociedad. Otros se inspiraban en un nacionalismo que subordinaba los conflictos internos de la sociedad a la conveniencia de combatir al enemigo extranjero. Muchos delegados, tanto radicales como moderados, denunciaron acremente la política explotadora y antinacional de terratenientes y capitalistas. Su retórica militante contra los abusos del capitalismo y del sistema latifundista ha sido interpretada por muchos de los estudiosos como manifestación del anticapitalismo de los constituyentes. En parte, la sección de la Constitución relativa al trabajo es el fruto de un deseo de poner fin a esos abusos, aunque sin salirse del contexto capitalista de la sociedad. Ninguno de los delegados consideró que los abusos podrían ser inherentes al sistema capitalista; ninguno sugirió la creación de otra forma de sociedad,

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y ninguno se opuso al equilibrio de fuerzas obreras y capitalistas para bien de la nación. De hecho, los artículos mismos así como los debates relativos a los aspectos laborales demuestran que los constituyentes abogaban por un concepto liberal-nacionalista corporativo de la sociedad. Su concepto difería del liberalismo corporativo de las naciones avanzadas, en el nacionalismo defensivo de la ideología en un país relativamente dependiente, y en la relativa debilidad de su clase capitalista. Así, estas propuestas no surgieron del sector corporativo mexicano, sino de los intelectuales modernizantes imitando a países que contaban con sectores corporativos poderosos. El movimiento laboral controlado que existe en México hoy día es del todo consistente con el tono y el programa del Congreso Constituyente.

REFORMA AGRARIA

El Artículo 27 contiene tanto las disposiciones de la famosa reforma agraria como el contenido de nacionalismo económico del que ya hablamos en el capítulo anterior. En el proyecto del Artículo 27 que Carranza presentó, sólo un inciso trataba específicamente sobre reforma agraria, y ése se refería únicamente a los ejidos. Como ya se dijo, el grupo de trabajo formado para discutir el Artículo 27 elaboró lo que la Primera Comisión propuso y el Congreso Constituyente adoptó: un documento que se asemejaba sólo en forma limitada a la proposición de Carranza. Las principales críticas de la “izquierda” a los incisos relativos a reforma agraria en la versión de la Primera Comisión fueron las expuestas por Luis Navarro, quien se oponía a que se eximiera de estas disposiciones la tierra adquirida diez años antes, y a la sanción de la propiedad privada implícita en el primer inciso de esa versión. Alegaba que el permitir la propiedad privada de tierras, así fuesen pequeñas extensiones, a la larga daría por resultado la concentración de propiedades. Proponía que el Estado fuera el único propietario y que la tierra no pudiera ser vendida; opinaba que la gente podría disponer tan sólo de la extensión que pudiese trabajar, aunque no podrían poseerla. En su respuesta, Bojórquez declaró que en el Congreso había “jorgistas” que sostenían que

el pueblo debía tener derecho de uso sobre la tierra, y no derecho de posesión. Sin embargo, continuaba, en la Revolución se había luchado por la tierra, lo que para el pueblo significaba su propiedad; era por lo tanto necesario proceder a la creación de la pequeña propiedad privada. El discurso de H. Medina fue el único ataque “derechista” a estas secciones del Artículo 27; atacaba con especial fuerza las fracciones que anularían ciertos “contratos” hechos para transferir el dominio de tierras. Medina se opuso a esta sección por su disposición retroactiva, aunque también en base a su idea sobre el derecho absoluto de libre contrato. Casi todos, si no es que todos los seis delegados que hablaron sobre esta sección parecían coincidir en la conveniencia de crear una nación de pequeños propietarios para lograr la justicia social y la estabilidad política.

CONCLUSIONES

Los artículos referentes a monopolios, relaciones industriales y reforma agraria, así como los respectivos debates, manifestaban una dedicación común a la existencia continuada y al desarrollo de las relaciones de propiedad privada, pero sus orientaciones diversas demostraban un contenido mucho más específico que la sencilla aceptación de (o dedicación a ) un desarrollo capitalista. Los artículos y los debates manifestaban una convicción declarada sobre la primacía del Estado: el Estado debía armonizar y contener los conflictos internos, y fortalecer a los productores internos (facilitando la organización monopolista en ciertos sectores de exportación) en sus negociaciones con monopolios y países extranjeros. Lo mismo que en las discusiones políticas, el tema que permanece constante es nacionalista, pero en estas discusiones se manifiesta más claramente su contenido social. Se trata de un nacionalismo revolucionario que no es redistributivo ni igualitario. Es un nacionalismo que intenta crear un Estado en el que se preserve la soberanía, en el poder de sectores potencialmente “egoístas” (capitalistas o trabajadores) se contrarreste y se delimite, y en el que se crean las condiciones para un desarrollo capitalista de control estatal, en el Estado como instrumento de fomento del desarrollo capitalista nacional.

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HISTORIA ECONÓMICA DE MÉXICO

En términos del total, el contraste entre México y las naciones industrializadas, particularmente los Estados Unidos, es aún más drástico. En 1800 México producía más de la mitad de los bienes y servicios de los Estados Unidos. En 1877 México producía apenas 2 % de la producción que salía de las fábricas y d propiedades rurales del coloso del norte, y sólo 5% de la producción británica total. El crecimiento poblacional explica una parte de la diferencia entre México y las dos economías industriales. En 1800 la población de México, seis millones, era mayor que la de los Estados Unidos (5.2 millones) y superior a la mitad de la británica (10.7 millones, excluyendo a Irlanda). En 1910 la población mexicana era de 15.2 millones, la británica de 45 millones, la de los Estados Unidos de 92 millones. Aun el Brasil, cuya población era de apenas 3.2 millones de habitantes, superó a México durante el siglo XIX y alcanzó más de 22 millones hacia 1910. Los datos mexicanos revelan tendencias previsibles. El ingreso per capita y el ingreso total cayeron en alguna época posterior a 1860. Una recuperación empezó durante la República Restaurada (1867-1876), pero México no superó los niveles coloniales de ingreso sino hasta avanzado el Porfiriato. Entre 1877 y 1910 el ingreso nacional per capital creció a una tasa media anual de 2.3%. Según patrones mundiales de entonces se trataba de un crecimiento extremadamente rápido, tan rápido que de hecho el ingreso per capita más que se duplicó en 33 años. ¿Por qué al empezar el siglo XIX la economía de México producía menos de la mitad que la de los Estados Unidos? Antes de sugerir dos hipótesis me gustaría rechazar otras tres que he sacado de ciertas obras sobre el periodo colonial y el siglo XIX. Las hipótesis que quisiera rechazar responsabilizan el temprano atraso de México a: i) el colonialismo español; ii) el sistema de haciendas o latifundios, y iii) el papel económico de la Iglesia católica. Examinemos, en primer lugar, el colonialismo español. Dado que España administró, bien o mal, sus colonias del Nuevo mundo durante tres siglos completos, no puede negarse su

responsabilidad por lo que aquellos lograron o dejaron de lograr. Puesto en frases elegantes y con notas al pie de página, este argumento inútil ha sido repetido sin cesar desde la visita de Humboldt. Definiré como el costo del colonialismo español aquellas trabas económicas que la Independencia eliminó. Solamente dos limitaciones significativas aparecen en este caso: i) las restricciones mercantilistas al comercio con otros países, y ii) las exportaciones no compensadas de oro y plata extraídas de las colonias como ingresos fiscales netos. Esta definición deja fuera del análisis todos los efectos del colonialismo español que sobrevivieron a la Independencia. Más tarde volveré a los más importantes de ellos. Con la definición que elegí es posible plantear dos preguntas para las cuales es necesario buscar respuestas precisas. En primer lugar, ¿cuánto hubiera ganado la economía mexicana si la independencia de España hubiera sido lograda a fines del siglo XVIII? Y en segundo lugar, ¿qué proporción de la brecha entre la productividad de las economías mexicana y norteamericana habría sido eliminada por tales ganancias? El cuadro 2 presenta estimaciones de las respuestas: compárale costo del colonialismo español para la Nueva España en 1800 con el costo del colonialismo británico para las trece colonias norteamericanas en 1775. Como muestra dicho cuadro, el costo total del colonialismo español llegaba aproximadamente a 17.3 millones de pesos. En contraste, el costo de la soberanía británica para las trece colonias estadounidenses era apenas de medio millón de pesos. La carga española era 35 veces mayor que la británica.

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El cuadro 2 muestra también, sin embargo, que la carga española significaba menos de tres pesos per capita en 1800. Se puede argumentar, naturalmente, que el espíritu de la ciudadanía española quizá no valiera tanto. En términos económicos se perdía en su totalidad el 7.2% del ingreso colonial, cantidad nada despreciable. Pero aun en el caso de que este cálculo fuera cinco o diez veces más bajo, la Independencia no habría eliminado la distancia entre la productividad de la economía mexicana y la de la norteamericana en 1800. Agregándose tres pesos al ingreso per capita de México, éste seguiría siendo menor que la mitad del de los Estados Unidos. La segunda hipótesis que me gustaría rechazar es que la organización de la producción agrícola en grandes unidades llamadas haciendas o latifundios haya retrasado el crecimiento económico mexicano. Es imposible emprender un análisis profundo de esta hipótesis en un espacio tan reducido, así que me apoyaré en múltiples referencias de estudios de haciendas, muchos de ellos muy recientes, que en su conjunto demuestran la eficiencia y productividad de la agricultura organizada en grandes unidades, superior a las de todas las formas competitivas de organización de las unidades de producción, particularmente para el cultivo de granos y de plantas de uso industrial, y

para la ganadería. Datos adicionales, y creo que decisivos en este punto, resultan de la comparación entre la agricultura de México y la de los Estados Unidos. En 1800, por ejemplo, entre 70 y 80% de la fuerza de trabajo mexicana trabajaba en el sector agrícola para producir aproximadamente 40% del producto bruto de la colonia. Los mejores cálculos para los Estados Unidos en el mismo año son idénticos: 80.6% de la fuerza de trabajo estaba en el sector agrícola para producir aproximadamente 40% del ingreso nacional. La distancia entre la productividad de la agricultura en ambas regiones era exactamente igual a la distancia en productividad entre los sectores no agrícolas de ambas economías. México era apenas la mitad de productivo que los Estados Unidos tanto en el sector agrícola como en el no agrícola. La productividad agrícola quedó rezagada ligeramente respecto a los sectores no agrícolas durante el medio siglo que transcurrió entre la Independencia y el Porfiriato, precisamente cuando el sector de la economía agraria organizado en grandes propiedades sufría una contracción. La productividad tuvo una recuperación evidente durante el último cuarto del siglo XIX, no obstante, cuando las haciendas se

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expandieron y de nuevo la tierra volvió a concentrarse. No conozco datos que permitan sostener la hipótesis de que el sector de grandes propiedades de la economía de México despilfarraba recursos que habrían podido ser utilizados más productivamente en condiciones diferentes de tenencia de la tierra. Los datos existentes sugieren lo contrario. La tercera hipótesis que quiero rechazar es que las actividades de la Iglesia católica retrasaron el crecimiento económico de México durante el periodo colonial o en la etapa inmediatamente posterior a la Independencia. Las actividades económicas de la Iglesia pueden ser clasificadas en tres categorías: i) el diezmo; ii) préstamos; iii) propiedades de tipo productivo. El diezmo era una tasa de 10% sobre la producción bruta, impuesta principalmente a la producción agrícola y ganadera de las propiedades rurales privadas. Esta tasa reducía la rentabilidad de las propiedades de la misma manera que cualquier impuesto directo hoy día. La cuestión sería saber en cuánto reducía dicha tasa el producto nacional bruto de México. Con frecuencia se ha considerado implícito que la producción agrícola –y de esta manera el producto nacional bruto- quedaba reducida en el monto de la tasa, o sea en 10%, como si los cobradores del diezmo se quedaran con una décima parte de cada cosecha para quemarla como sacrificio. Aun si adoptamos esta manera enteramente no apropiada de medir el efecto negativo del diezmo tendría un monto de menos de 4% del ingreso nacional en 1800. La manera apropiada de medir el efecto de esa tasa debe tomar en consideración dos factores. En primer lugar el diezmo tenía el efecto de reducir la rentabilidad de las empresas agrícolas. En segundo lugar empujaba por tal razón a factores de producción a otras actividades menos productivas. El efecto negativo sobre el producto nacional bruto es entonces la diferencia entre lo que era de hecho producido por el trabajo y el capital dirigidos hacia actividades menos productivas, y lo que habría producido si hubieran permanecido en la agricultura. El monto de esta diferencia era aproximadamente cero, aun cuando las cobranzas del diezmo alcanzaron un punto máximo a fines del siglo XVIII.

El papel de la Iglesia en inversiones de tipo bancario ha sido también mal comprendido. La Iglesia obtenía un ingreso neto del diezmo, de donaciones privadas y de sus propiedades. Además, actuaba como agente fiduciario en relación con fondos que le eran confiados. Una amplia porción del ingreso neto de la Iglesia y la totalidad de los capitales a ella confiados eran invertidos en préstamos usualmente a 6% de interés sobre la garantía de bienes inmuebles. Debido a su tasa de interés baja y no determinada por el mercado la Iglesia dominaba el mercado de préstamos hipotecarios. ¿Qué efecto tuvo esto sobre la actividad económica? La respuesta es: prácticamente ninguno. El efecto principal era de tipo distributivo. La Iglesia perdía dinero cuando prestaba fondos por debajo de la tasa de interés del mercado, mientras que los inversionistas privados ganaban. La Iglesia actuaba de manera muy similar a los modernos bancos de desarrollo, que fuerzan a los que pagan impuestos a subsidiar la formación de capital privado. Además la Iglesia no imponía obstáculos legales o prácticos que impidieran a los que recibían préstamos eclesiásticos invertirlos en manufacturas de preferencia o haciendas o al consumo de lujo. Si no se construían fábricas era por otras razones. Finalmente la Iglesia era propietaria. Los estudios de las propiedades rurales de la Iglesia sugieren que eran por lo menos tan bien administradas como las propiedades privadas. Las más grandes gozaban de ventajas considerables. La propiedad jesuita de Santa Lucía, por ejemplo, se beneficiaba de un sistema de comunicaciones que le permitía planear tanto las ventas como las compras en el sentido de sacar un máximo de ventajas de las condiciones prevalecientes en el mercado. Muchas propiedades rurales de la Iglesia estaban alquiladas a particulares, sobre todo después de la Independencia, de tal modo que la eficiencia de dichas propiedades no era un asunto de la Iglesia, más allá del ingreso fijo proveniente de alquileres que percibía. La mayor diferencia entre la Iglesia y el sector privado consistía en que estaba exenta de la mayoría de los impuestos cobrados a la empresa privada por el gobierno colonial y posteriormente por el nacional. No hay datos, sin embargo, que sugieran que la autoridad

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pública habría utilizado mejor los ingresos obtenidos imponiendo impuestos a la Iglesia; hay muchos que sugieren lo contrario. Después de la expropiación gran número de actividades de caridad apoyadas por la Iglesia desaparecieron, así que, a corto plazo, el efecto de trasladar las propiedades de la Iglesia al sector privado que pagaba impuestos parece haber sido una disminución del bienestar de los pobres. Me gustaría ahora sugerir que, según creo, había dos principales obstáculos del crecimiento económico en el México colonial que explican la diferencia entre la productividad de la economía mexicana y de la norteamericana en 1800. Estos obstáculos eran la geografía y el feudalismo. La población y la actividad económica de México estuvieron siempre concentradas en valles y altiplanos, lejos del mar. No existían vías acuáticas de comunicación en el interior, ni podían ser construidas. Toda la economía dependía de costosos transportes terrestres para el acarreo de mercaderías y personas. Bastará un ejemplo para mostrar cómo la geografía afectaba lo costos de transporte así como el desarrollo de los mercados y el crecimiento de la productividad. A fines del siglo XVIII la Diputación Minera de Guanajuato calculó que esta ciudad recibía su abastecimiento de maíz de propiedades rurales ubicadas en el interior de un radio de diez leguas (55 kms.). Con las tarifas vigentes en la región los productores tenían que pagar aproximadamente de un real a un real y un tercio (0.125 a 0.166 pesos9 por tonelada y por kilómetro para expedición comercial de mercaderías. El precio del maíz fluctuaba ampliamente, pero para finalidades de ilustración podemos considerar que era de 30 pesos por tonelada. Haciendas ubicadas cerca del límite del radio de 55 kms. Deberían pagar más de ocho pesos (40% del precio de venta del maíz) sólo para transportarlo a Guanajuato. Si los productores de maíz hubieran podido enviarlo por vía acuática a Guanajuato, a las mismas tarifas pagadas para transportes por canoa en los lagos que cercaban a la ciudad de México, el radio de abastecimiento de la ciudad habría aumentado de 55 a entre 485 y 725 kms. Los efectos del transporte barato sobre la economía global apenas pueden ser imaginados: crecimiento de la especialización regional y de la división

del trabajo, mayor posibilidad de confiar en mercados más eficientes para intercambiar los productos, desarrollo de nuevos centros de producción antes no desarrollados debido a la distancia de centros de población y actividad, mayor movilidad del trabajo y del capital. Los Estados Unidos, naturalmente, poseían todas estas ventajas. Si México las hubiera compartido, la distancia entre la productividad de la economía mexicana y de la norteamericana, quedando igual todo lo demás, se habría reducido por lo menos en un tercio. Esta conclusión está basada en lo que de hecho ocurrió cuando se construyeron los ferrocarriles durante el Porfiriato. Los costos del transporte de carga cayeron a menos de un décimo de los niveles previos al ferrocarril. Los ahorros sociales en 1900 llegaban a por lo menos 10.8% del producto nacional bruto, equivalente a un tercio de los aumentos en productividad de la economía mexicana entre 1895 y 1910. El ingreso per capita se duplicó en esos años, cumpliéndose entonces lo que hubiera sido necesario para que México alcanzara a los Estados Unidos en 1800. Si México hubiera sido favorecido con transporte barato en aquellos tempranos años, la mayor parte de la ventaja de los Estados Unidos habría sido eliminada. Pero, naturalmente, los demás elementos no eran iguales. El gobierno virreinal podría haber decidido muy bien aumentar las alcabalas en la misma proporción que las reducciones en los costos del transporte. O Madrid podría haber ordenado al gobierno colonial que negara licencias a los empresarios ávidos de sacar ventajas de los costos rebajados de los fletes. O la Corona podría haber decidido transformar el transporte en un estanco o monopolio real., O el Consejo de Indias podría haber solicitado al rey que protegiera a la población indígena prohibiendo su empleo en la producción de bienes vendidos en lugares lejanos. O, para proteger los derechos de los arrieros, carreteros y hoteleros a lo largo de los caminos reales, la Audiencia podría haber ordenado que todos los bancos, balsas y canoas en la colonia fueran poseídos exclusivamente por arrieros, carreteros y hoteleros que se registraran con las autoridades y estuvieran de acuerdo en prestarle al rey diez mil pesos.

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Esto me conduce al segundo de los dos obstáculos para el crecimiento económico mexicano que he mencionado, el feudalismo. A diferencia de los señores feudales de la Europa medieval, los grandes terratenientes de México perdieron, poco después de la conquista, todos los derechos legales o consuetudinarios al producto excedente o al trabajo de la población dominada. Esto se debió en parte a la política de la Corona española, que buscaba evitar pretensiones de soberanía sobre la población del Nuevo Mundo que pudieran competir con la prerrogativa real. En parte se debió también a la resistencia tenaz de los aldeanos indígenas frente a las presiones sobre sus tierras y personas. El peonaje por deudas, en los raros casos en que parece haber sido efectivo (principalmente en los dos extremos geográficos del país, nunca estuvo cerca de igualar la servidumbre legal que el campesinado europeo sufrió durante cientos de años. Pese a la existencia de instrumentos de coacción informales (y con frecuencia ilegales), los obstáculos a una organización eficiente de la producción agrícola eran mucho más débiles en México que en gran parte de la Europa precapitalista. Al contrario, como observó Enrique Semo, “El feudalismo en México era fuerte sobre todo al nivel de la superestructura”. El obstáculo principal al crecimiento económico mexicano en el periodo colonial, y durante medio siglo después de la Independencia, era la organización económica ineficaz. Esto no significa que las unidades de producción del tipo de las haciendas derrochaban recursos dado el contexto que enfrentaban. Significa más bien que la economía como un todo sufría debido a un conjunto de políticas, leyes e instituciones que ampliaban en vez de reducir el abismo entre las ganancias privadas y sociales de la actividad económica. Actividades que habrían contribuido al crecimiento económico nunca eran llevadas a cabo porque eran consideradas no rentables. Los frenos legales a la movilidad del capital y del trabajo dificultaban el desarrollo de los mercados respectivos. Reglamentos públicos minuciosos de la actividad económica para finalidades fiscales y otras, inhibían el espíritu empresarial. El sistema judicial aumentaba los riesgos de la actividad empresarial al no

garantizar un conjunto bien definido de derechos de propiedad. La política fiscal hacía más costosas las transacciones, inhibía el uso de los mercados como medios para intercambio de los productos y contribuía al aislamiento geográfico de aquellos mercados regionales y locales que se desarrollaron. Los monopolios reales en la producción y distribución de diversas mercaderías distorsionaban los precios y reducían la productividad. La inversión hecha por la autoridad pública o por agentes voluntarios en la infraestructura o en capital humano era despreciable. No existía una legislación general para promover la realización de economías de escala por medio de compañías o corporaciones. La innovación era inhibida por un sistema de privilegios que no garantizaba una ganancia a los inventores o a los que invirtieran en la aplicación de nuevos procedimientos. En un contexto como ese sólo los empresarios, cuyos intereses coincidieran con los de la Corona y que recibieran exenciones especiales de tipo corporativo de al menos una parte de los riesgos y limitaciones impuestos a todas las demás actividades, eran capaces de prosperar. Pero la Corona no recompensaba la actividad empresarial lo suficiente como para hacer más productiva a la economía, sino que distribuía privilegios según el mérito en el servicio del rey. Desgraciadamente este enfoque en términos de costo-ganancia sugiere apenas la dirección, pero no la magnitud de las limitaciones que las superestructuras feudales de México plantearon al crecimiento económico. Algún avance puede lograrse mediante la agregación de estudios de casos individuales en el nivel de la empresa, pero ello no ayudaría mucho a calcular la pérdida resultante de que ciertas actividades económicas ni siquiera se empezaron. No es satisfactorio tratar el efecto de la organización económica como algo residual, en especial cuando la dimensión de dicho factor es sugerida por una comparación internacional más que mediante un cálculo del mismo potencial mexicano para el crecimiento. De todos modos, ofrezco como punto de partida para trabajos futuros la hipótesis de que más de la mitad de la distancia entre la economía mexicana y la de los Estados Unidos en 1800 se debía a diferencias en la organización económica.

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Los dos obstáculos principales al crecimiento económico en el México colonial –transporte inadecuado y superestructura feudal- podrían haberse resuelto pronto en el siglo XIX. La independencia liberó al país de la fuente de las políticas, leyes e instituciones que inhibían la actividad empresarial. La tecnología ferrocarrilera se desarrolló en la década de 1830 y podría fácilmente haber sido importada en la siguiente década. Pero al contrario de esto, México penetró en medio siglo de luchas políticas, sociales e internacionales. El colapso del gobierno estable anuló los efectos potencialmente positivos de los pocos cambios que acompañaron a la Independencia, y privó tanto al nuevo gobierno como el sector privado de los recursos necesarios para mejorar los transportes. La complejidad del conflicto político en el México independiente desafía una descripción fácil. Divisiones regionales y sectoriales, el problema ideológico que presentaron las relaciones entre Iglesia y Estado, más otras divisiones económicas y sociales, cortaron de diversas maneras los patrones de cohesión, lo que provocó que las acciones políticas se transformaran con cada nueva dirección de los acontecimientos. Una clara división clasista entre una burguesía ascendente y una reacción feudal era algo difícil de esperar en un país donde tanto los grandes terratenientes como los sectores medios formaban grupos sociales débiles y fragmentarios en un entorno hostil de léperos e indígenas. Los conflictos se prolongaron porque ninguno de los que luchaban por la hegemonía sobre el aparato gubernamental fue bastante fuerte para imponer un régimen estable. El principal obstáculo al advenimiento de la hegemonía burguesa sobre el aparato del gobierno nacional era la resistencia tenaz de la única institución económica y social privilegiada del país, la Iglesia. Todo esfuerzo por liquidar la herencia de instituciones feudales que pesaban sobre la empresa y retardaban la modernización se enfrentaba a la oposición de la Iglesia y sus aliados. La Iglesia disponía de poderosos recursos que la declinación económica posterior a 1810 debilitó poco. Era la única institución del México independiente que funcionaba a escala nacional. Su capacidad de movilizar el apoyo

de la población indígena nunca fue igualada, después de la derrota de Hidalgo, por ningún movimiento político. Su status privilegiado garantizaba la legitimidad del fuero militar y ligaba la causa de la Iglesia a la del aparato militar profesional. Por una multitud de razones que no es el caso tratar aquí, el anticlericalismo salió triunfante de la agitación del país. La última esperanza de restauración del patrón colonial de gobierno terminó cuando el breve régimen del emperador Maximiliano adoptó el anticlericalismo liberal y actuó rápidamente en el sentido de liquidar exactamente los mismos obstáculos al desarrollo capitalista a los que se oponían los políticos liberales. No sólo Maximiliano promulgó el primer Código Comercial moderno de la nación en sustitución de las Ordenanzas de Bilbao, sino que su gobierno usó la ayuda francesa para impulsar la construcción del primer ferrocarril nacional, con mayor decisión que cualquier gobierno anterior. Sólo cuando el régimen porfiriano adoptó la estrategia de desarrollo de Maximiliano, diez años después de la caída del segundo Imperio, la transición de México al capitalismo quedó asegurada. Cuando el aparato del gobierno nacional cayó en manos del régimen de Juárez en 1867, el primero y más importante paso en la transformación de los derechos de propiedad proclamada por la Constitución de 1857 era ya un hecho consumado. La mayor parte de la riqueza de la Iglesia estaba ahora en manos privadas. Poca más se llevó a cabo al respecto en la década de la República Restaurada. Los liberales consiguieron producir un nuevo código civil (1870) que reconocía el nuevo estado de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. El código Comercial del segundo Imperio fue revocado, sin embargo nada se hizo para sustituirlo. La reforma tarifaría que afectaba a la fuente principal de los ingresos del gobierno federal fue adoptada por el congreso en 1872, pero la modernización del sistema tarifario y la reforma del anticuado e ineficaz ministerio de hacienda fueron propuestas. El poder judiciario fue reorganizado y expurgado, pero el principal requisito para el nombramiento era la lealtad al nuevo régimen, y el sistema judicial permaneció tan caótico como siempre. Los regímenes de Juárez y de Lerdo no

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dispusieron de los recursos necesarios para la reparación de caminos, para subsidiar la construcción ferrocarrilera, construir escuelas o rebajar los impuestos. El ferrocarril de México a Veracruz se completó finalmente en 1873, pero la endeudada compañía que lo poseía cobraba fletes apenas ligeramente inferiores al consto del envío por carretas o mulas. Cuando Porfirio Díaz se apoderó del poder en 1877, nada había sido hecho para reformar el Código de Minería colonial desde los años 1820, cuando el congreso abolió el Tribunal de Minería y atenúo la prohibición de la inversión extranjera. Ninguna legislación existía para alentar la formación de compañías de responsabilidad limitada. Ninguna ley bancaria había sido adoptada, con excepción de las que establecían concesiones a bancos. Ninguna ley de crédito sobre hipoteca existía para proteger la inversión a largo plazo y sustituir a las sanciones espirituales en las que la Iglesia se había apoyado. Una ley moderna de patentes no existía. Pese a provisiones constitucionales que específicamente las ponían en la ilegalidad, instituciones coloniales como las alcabalas seguían proporcionando la mayor parte de los ingresos para los gobiernos de los estados y municipios. La actividad económica de todo tipo seguía requiriendo permisos especiales y licencias para la obtención de las cuales había que pagar tarifas y derechos especiales. Aunque la riqueza de la Iglesia había sido expropiada, las tierras comunales de las aldeas indígenas seguían sin ser afectadas en la mayor parte del país. El movimiento liberal había destruido el poder político de la Iglesia, se había adueñado del aparato del Estado y había cambiad la Constitución. Pero hacía falta que emergiera una nueva superestructura de leyes e instituciones adecuadas a una sociedad capitalista. El golpe de Estado porfirista ocurrió en un momento fortuito. En un breve lapso el régimen de Díaz acordó grandes concesiones ferrocarrileras para líneas que cruzaran el altiplano central y se dirigieran al norte, a la frontera con los Estados Unidos. Las concesiones ferrocarrileras hicieron subir el valor de la tierra a lo largo de las rutas proyectadas y precipitaron una amplia usurpación de tierras comunales indígenas por

terratenientes y compañías que actuaban en el ramo de bienes raíces. No es necesario decir que las compañías ferrocarrileras no tuvieron ninguna dificultad en reclutar a miles de asalariados no apropiados para los masivos proyectos de construcción emprendidos a fines de 1880. En los siguientes tres años fueron construidos aproximadamente cinco mil kilómetros de rieles por decenas de miles de obreros indígenas, muchos de los cuales habían sido recientemente expulsados de sus tierras. La modernización capitalista había empezado. Al mismo tiempo que los rieles se expandían por todo el país y que aparecían las primeras señales de un interés extranjero masivo por los recursos mexicanos, una serie de reformas legislativas mayores se llevaba a cabo. En 1884 el congreso aprobó un nuevo código comercial, la más importante pieza individual de legislación económica desde la Independencia. El nuevo código tuvo que ser reformado en 1889 (irónicamente, las revisiones se basaron en el código español de 1885), en gran parte porque no hacía provisiones adecuadas para las sociedades de responsabilidad limitada. En 1887 el nuevo Código DE Minería fue adoptado. La banca, al principio incluida en los códigos comerciales, fue más tarde objeto de una legislación especial en 1897-1908. La reforma del sistema fiscal empezó en 1881 con la reorganización del ministerio de hacienda, y siguió por etapas durante el resto de la década hasta que se lograron nuevas leyes tarifarias y tributarias, y una reorganización de la deuda pública. Después de más de una década de virtual aislamiento, el gobierno mexicano firmó tratados comerciales primero con los Estados Unidos y posteriormente, después de exitosas renegociaciones de la deuda externa, con todas las potencias europeas. El desarrollo simultáneo del transporte y de la superestructura hizo posible el crecimiento económico del Porfiriato. El capital extranjero construyó los ferrocarriles, y las necesidades de las empresas extranjeras dieron forma a las nuevas leyes. Como argumenté más largamente en otro trabajo, la importancia de los recursos externos en el temprano crecimientos del capitalismo mexicano tuvo consecuencias de peso para el desarrollo

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económico. Los recursos, tanto extranjeros como nacionales, se vincularon a un tipo especial de crecimiento basado en la ventaja comparativa a corto plazo de México en la producción de mercaderías mineras y agrícolas de exportación. Las instituciones se desarrollaron, o dejaron de desarrollarse, en una sistemática articulación con las necesidades del nuevo modelo de crecimiento. Ni la estructura económica ni el complejo institucional que tomó forma en el Porfiriato demostraron ser capaces de sostener mejoras en productividad y bienestar social a largo plazo sin flujos continuos de capital y tecnología extranjeros. México era, finalmente, un país subdesarrollado.

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ALGUNAS CUESTIONES DE LA DEPRESIÓN MEXICANA

DEL SIGLO XIX

Enrique Cárdenas S.

INTRODUCCIÓN Existe la creencia generalizada de que México nació retrasado y de que por lo tanto permanecería así, a pesar de las alentadoras premoniciones y descripciones de Alexander von Humboldt en el periodo colonial tardío. La creencia común –dicho de manera sumaria- es la de que una vez lograda la Independencia en 1821 el país se sumergió en un caos político total que se reflejaría en las continuas y violentas luchas por el poder y en la intervención foránea, condicionamientos que impidieron cualquier forma de desarrollo económico. Ese periodo sólo concluiría en los años setenta del siglo XIX con la así llamada “Paz Porfiriana”, cuando la estabilidad política permitió que el país encarara nuevamente tareas económicas. A pesar de que esta afirmación sucinta no incluye todos los detalles por lo general se cree que es básicamente cierta. Lo que nosotros afirmamos, sin embargo, es que ello no refleja toda la verdad. Hay un conjunto de interrogantes –apenas enunciado- que merecen una considerable atención. Entre ellos uno podría preguntarse lo siguiente: ¿hasta qué punto la economía de la Nueva España hacia fines del siglo XVIII estuvo atrasada en relación con las economías hoy desarrolladas? ¿Cuáles eran las fuentes del atraso de la economía de la Nueva España? ¿Hasta qué punto y cómo fueron alejados los obstáculos al crecimiento económico por la guerra de la Independencia? ¿Qué hizo que la economía no recurriera a las ventajas de las innovaciones aportadas por la Revolución industrial? ¿Cuál fue el efecto económico del movimiento liberal y la intervención francesa? ¿Hasta qué punto los franceses motivaron el crecimiento económico para que un rápido desarrollo se iniciara antes de que Porfirio Díaz tomara el poder por vez primera? Dar respuestas tentativas a algunos de estos interrogantes es el propósito fundamental del presente trabajo. En principio la meta es

ilustrar en algo los orígenes del subdesarrollo mexicano observando la economía desde el periodo colonial tardío hasta mediados del siglo XIX. Si se aceptara la hipótesis de que poco antes de que surgieran las grandes innovaciones tecnológicas de la Revolución industrial en los años sesenta del siglo XVIII la mayoría de los países occidentales tenía un desarrollo tecnológico esencialmente parejo, y que las diferencias en su desempeño económico reflejaban diferencias en la dotación de recursos, en organización económica y en dispositivos institucionales de derechos de propiedad, entonces los orígenes del subdesarrollo de una país frente a otros serían rastreables en función de estos indicadores. Dicho de manera distinta y corriendo el riesgo de simplificar demasiado, se podría argüír que si dos economías fueran similares tecnológicamente pero tuvieran características distintas, la creciente brecha de crecimiento entre ellas podrían parcialmente explicarse por la modificación de estas características y por diferencias en cuanto a los índices de cambio tecnológico. Esta última consideración es de particular importancia en un periodo de rápidas innovaciones, como sucedió en la época de la Revolución industrial. En un artículo estimulante John H. Coatsworth expone los que considera que fueron los principales obstáculos al crecimiento de la economía mexicana en el siglo XIX. Altos costos de transporte y una ineficiente organización económica, es decir “un conjunto de políticas, leyes e instituciones que agrandaron en vez de reducir la brecha entre beneficios sociales y privados de la actividad económica” (Coatsworth, 1978, p. 92), son considerados los problemas básicos. A pesar de que estoy de acuerdo en muchos puntos unos cuantos temas merecen comentarios más detallados. Algunos de ellos serán tratados en el presente trabajo. Coatsworth también hace algunos cálculos acerca del ingreso nacional mexicano del siglo XIX y compara las cifras con las de la Gran Bretaña, los Estados Unidos y el Brasil. Otro propósito de este trabajo es una suerte de cotejo doble –aunque de manera muy general- de las tendencias de las cifras del ingreso nacional presentadas por él. Ello se

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quiere lograr observando la estructura de la economía mexicana de ese periodo. La inestabilidad política, considerada tradicionalmente como el factor subyacente a la referida depresión, es un término bastante vago. En las siguientes páginas se busca entender su significado al comprobar los efectos de la situación política en la economía. Considerando algunas de las formas específicas que adoptó el desorden político es posible determinar de manera más precisa hasta qué punto este factor realmente inhibió el crecimiento económico en el siglo XIX. Es evidente que un artículo como el presente no permite un estudio detallado; sin embargo, espero que las ideas presentadas demuestren la tendencia general. La primera parte del artículo considera los sectores más importantes de la economía hacia fines del periodo colonial (1760-1810), destacando su productividad relativa así como los elementos restrictivos de su desarrollo. Se propone una comparación superficial pero probablemente significativa con algunos países más avanzados. La parte siguiente incluye un breve examen de los devastadores efectos de la guerra de Independencia (1810-1821) en la estructura económica. Se pondrá un acento especial tanto en la destrucción de las existencias de capital como en la fuga de capital financiero. Finalmente se considerarán algunos esfuerzos de modernización realizados a lo largo de los primeros veinte años de vida política independiente. En esta parte se destacarán la minería, las manufacturas, los sectores financieros y los ferrocarriles. La meta es aislar algunos de los factores más importantes que impidieron que la economía salera de la depresión y que significativamente contribuyeron al relativo subdesarrollo mexicano.

EL PERIODO COLONIAL TARDÍO

1. Agricultura Hacia comienzos del siglo XIX el sector primario tenía una naturaleza dual, característica común de una economía de subsistencia que recibe el efecto de un

subsector más moderno, tal vez incluso orientado al mercado. El sector más tradicional prácticamente no evolucionó desde el periodo prehispánico. Se componía en lo básico de pequeños campesinos que trabajaban sus propias tierras o pertenecían a una comunidad que les había asignado una parcela. Esta parcela no pertenecía al campesino; sólo le correspondía usufructuarla. Los campesinos producían para el autoconsumo y en caso de que hubiera un excedente (o faltante) podían recurrir al mercado (Florescano, 1976, pp. 36 y 37). Por otra parte, el sector agrario tuvo un componente más moderno orientado hacia el mercado, constituido por hacendados, aparceros, arrendatarios y rancheros. En esta caso el propietario de la tierra era el hacendado, quien a su vez tenía derecho a mano de obra y arrendaba tierras sobrantes a cambio de pagos diarios. Por lo general el hacendado no cultivaría todas sus tierras, más bien dispondría del sobrante arrendado directamente a un aparcero. ¿Por qué el hacendado arrendaba todo o parte de sus tierras en vez de trabajarlas por cuenta propia? Esencialmente hubo tres razones que explican esta decisión. En primer lugar la actividad agrícola era bastante riesgosa debido a la inestabilidad del clima. Al arrendar una parte de sus tierras el propietario compartía con otros el riesgo, lo que aumentaría las ganancias esperadas. En segundo lugar, dado un mercado limitado la escala de producción parece haber sido casi óptima y un aumento de la producción hubiera implicado una reducción de ganancias debido a una demanda relativamente inelástica de productos alimenticios. En tercer lugar, al arrendar las tierras sobrantes el hacendado aseguraba fondos líquidos para enfrentar cualquier dificultad financiera imprevista. Este modelo de comportamiento coincide con el hecho observado de que los hacendados tendieron a agrandar sus propiedades, buscando aparentemente prestigio y status social. Enrique Florescano (1976, pp. 85-90; 1969, pp. 91-92) ha indicado de manera muy tajante que la justificación económica de este comportamiento radica en las dimensiones relativamente pequeñas del mercado abastecido por la hacienda. En la medida en que las haciendas adquirieron el poder de

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monopolio sobre la producción, pudieron fijar los precios a niveles óptimos y al mismo tiempo el mercado entonces crecía gracias a que los indígenas se quedaban sin tierras. Otro grupo de productores también orientado al mercado era el de los pequeños y los medianos arrendatarios, y los rancheros (Brading, 1978). Este grupo se desarrolló básicamente en la fértil meseta central, muy urbanizada, y en la que hubo algunos importantes conteros mineros. Los rancheros eran dueños de sus tierras y usaban mano de obra familiar y algunas veces jornaleros; se especializarían –luego de asegurar su propio consumo de granos- en el sembradío de hortalizas y otros productos alimenticios altamente intensivos en trabajo, incluyendo aves, cerdos y similares. Es difícil delinear con certeza la importancia relativa de ambos sectores en cuanto al nivel de la producción agraria y a partir de ello ver qué tan moderna fue la estructura del sector. Sin embargo, puede ser útil notar que aparte de los centros urbanos la población minera tuvo que ser abastecida por el sector agrícola moderno, que a su vez se autoalimentaba. Si se considera la estructura étnica de la población se constata que aproximadamente 20% estaba formada por blancos, 60% por indígenas y 20% por castas o mestizos (Vinces Vives, 1969, p. 541). Tanto los mestizos como los blancos vivían ya sea en el sector urbano o trabajaban en la minería o en el sector agrícola moderno. Asumiendo que entre 40 y 60% de la población indígena estaba inserto en el sector tradicional de la agricultura, el tamaño de este sector moderno en cuanto suministrador de bienes agrícolas debió fluctuar entre 64 y 76%, asumiendo por supuesto que el comercio exterior de estos productos era igual a cero. Esto a su vez conduce a la pregunta acerca de una potencial expansión. Se ha señalado ya que el nivel de la producción estuvo muy restringido por el tamaño del mercado, debido en parte al alto costo del transporte y en parte a las prohibiciones legales impuestas al comercio exterior. Removidos estos obstáculos las haciendas y el sector moderno en general hubieran estado en condiciones de aumentar la producción simplemente expandiendo el uso de los factores productivos. A comienzos del siglo XIX la población de la Nueva España

ascendía a alrededor de 6 millones, más que en los Estados Unidos y más de la mitad que en la Gran Bretaña. La tierra era abundante y la tecnología estaba suficientemente avanzada. Al margen de qué tan importantes fueron las diferencias regionales y los problemas de medición, los campos de trigo en la fértil meseta central de la Nueva España parecen haber producido beneficios similares a los de Inglaterra en el mismo periodo (Branding, 1978, p. 67). Sin embargo, debe señalarse que sólo una pequeña parte de la población mexicana consumía productos derivados del trigo, mientras que en Inglaterra el trigo constituía la base de la alimentación. Respecto al maíz, el principal producto consumido en la Nueva España, las comparaciones son más difíciles, ya que este producto fue introducido en Europa un poco más tarde en ese siglo. A pesar de que la cosecha dependía sobre todo de las condiciones climáticas de relación semilla-cosecha fluctuaba sobre un promedio entre 1 y 80 (Brading, 1978, pp.65-66), una relación considerablemente alta. Sin embargo, es improbable que estas cosechas fueran de manera significativa más altas que las obtenidas en épocas de la preconquista. En realidad la productividad más o menos alta del cultivo del maíz posibilitó que la cultura precolombina alcanzara un avanzado nivel de desarrollo, porque una parte de la población pudo dedicarse a actividades no agrícolas. Si bien es difícil afirmar que el sector tradicional hubiera respondido al crecimiento del mercado y a otros alicientes, es cierto que las haciendas y el sector moderno en general estaban en condiciones de aumentar y diversificar la producción si hubiera habido compradores. Por ello habría una fuente de ahorro en la agricultura suponiendo que los costos del transporte hubieran sido lo suficientemente bajos como para que la exportación de las cosechas fuera rentable. Este fue el caso hacia fines del siglo cuando el sector agrícola estuvo en apogeo sin que hubiera cambios significativos en el incremento de las técnicas, gracias a la construcción de los ferrocarriles. Consecuentemente esta fuente de ahorro se mantuvo cerrada hasta la década de los setenta a pesar del hecho de que la tecnología ferroviaria fue desarrollada desde los años treinta.

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Como puede deducirse de los párrafos anteriores, la visión tradicional en torno de la organización agrícola y del comportamiento de las haciendas ha variado diametralmente en los recién pasados años. John H. Coatsworth compara este desplazamiento de actitudes al acaecido en los Estados Unidos respecto a la agricultura esclavista en los estados sureños (Coatsworth, 1978, p.87). En efecto, en los últimos diez años se ha publicado un buen número de estudios regionales, desde Oaxaca hasta San Luis Potosí, sobre la organización de haciendas y ranchos manejados tanto por personas privadas como por miembros de la Iglesia. Estos estudios han demostrado que los hacendados estuvieron más orientados al mercado de lo que por lo general se suponía, buscando la maximización de las ganancias, y que fueron bastante flexibles frente a condiciones fluctuantes del mercado. 2. Minería A lo largo del siglo XVIII, pero particularmente a partir de 1770, la producción de plata en la Nueva España aumentó muy rápidamente. En el periodo entre 1760-1769 el oro y la plata acuñados ascendían a un promedio anual de 11.2 millones de pesos. Entre 1770 y 1779 este valor de la producción alcanzó un tope de 23.1 millones y decayó ligeramente a 22.3 millones de pesos en la siguiente década. En términos de toneladas métricas la Nueva España extrajo 7 328 toneladas de plata entre 1761 y 178, 11 249 toneladas entre 1781 y 1800 y 5 538 entre 1801 y 1810. La Nueva España estaba produciendo entre 65 y 70% de la plata total extraída en América (Rosenzweig, 1973, p. 471; González Reina, 1944, p.229. Entre las razones que explican este despegue estaban los descubrimientos recientes de algunas minas ricas –La Valenciana en Guanajuato (1770) y Catorce en San Luis Potosí (1778)- y las reforma borbónicas dirigidas a promover esta industria, como la disminución del precio del mercurio y de la pólvora del monopolio real, la exoneración de impuestos para minas peligrosas y con tareas de desagüe, y la exención de la alcabala para los trabajadores mineros. La tecnología mejoró considerablemente en el segundo tercio del siglo XVIII con la

introducción de la pólvora para extraer el metal del filón, de cabrías o malacates para arrastrar el metal por l socavón y también de trabajos de drenaje. Estas innovaciones aceleraron todo el proceso de extracción haciendo que la minería abaratara sus costos y creciera en eficiencia. El proceso de refinamiento no experimentó mayores innovaciones en ese periodo pero se difundió la tecnología de la pólvora (Branding, 1917, pp. 133-135). El sector minero la mano de obra era libre, móvil y la mejor pagada en la Nueva España. Un trabajador minero recibía más del doble que un peón de hacienda, así como una parte del mineral extraído (partido) que fluctuaba entre la doceava parte y la mitad (Brading, 1971, p. 146-147). Un financiamiento de las inversiones fijas se consiguió reinvirtiendo las ganancias o por medio de un comerciante próspero que podría compra una mina. Se requerían grandes cantidades de capital efectivo. Éste era obtenido de comerciantes y muy poco mineros estuvieron en condiciones de integrar su actividad de manera vertical. A pesar de que el capital líquido parece haber sido relativamente caro su consecución no fue un obstáculo grave para la industria. Como se verá más adelante, el flujo neto de plata por la vía de los impuestos constituyó un considerable drenaje de capital, que invertido en el país pudo haber modificado mucho el patrón de crecimiento mexicano. Una segunda cuestión ciertamente sería saber hasta qué punto este dinero, de ser retenido por los propietarios mineros, hubiera sido reinvertido o al menos gastado en el país. Hay razones para creer que una parte considerable se gastaría en productos importados dada la escasez de bienes de lujo en le país. Sin embargo, ello constituyó la única fuente disponible de ahorros en la economía. De haber existido otras posibilidades rentables quizás los propietarios mineros las hubieran usado. 3. Manufacturas La manufactura textil fue una industria bien conocida desde la época precolombina, cuando una parte del tributo era abonada en algodón hilado o tejido. En efecto, hay

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evidencias de que la producción algodonera antes de la Conquista fue similar a la de comienzos del siglo XIX, aunque debe recordarse que la población era mucho menor en 1800 que cuando llegaron los españoles (Bazant, 1963, pp. 494-495). Muy pronto en la época colonial surgió un incipiente sistema de fábrica que perduraría hasta el siglo XIX. Los obrajes (Greenleaf, 1967, pp. 227-250; Gibson, 1964, pp. 243-253; Salvucci, 1981) fueron centros de textiles en los que se producían tejidos de algodón y lana; gran parte de la fuerza de trabajo empleada en los obrajes eran mujeres y niños con un status social apenas por encima de la esclavitud, y también esclavos y prisioneros trabajaban en estos centros. Las condiciones de trabajo al parecer fueron similares a las observadas en Inglaterra durante la Revolución industrial, a pesar de los esfuerzos de la Corona por mejorar su situación. Aparte de este sistema hubo durante el periodo colonial una organización industrial interna semejante al sistema europeo del putting out, particularmente en los centros urbanos de Puebla, ciudad de México, Querétaro y Oaxaca. La tecnología parece haber sido muy similar a la observada en Europa en el siglo XVIII antes que se dieran las innovaciones de la Revolución industrial. Alrededor de 80% de la fuerza de trabajo en la industria se encargaba de la limpieza y el hilado de la materia prima. El empleo en la manufactura textil ascendía a por lo menos 60 mil trabajadores y la producción total fluctuaba entre 7 u 8 millones y 23 millones de pesos, aproximadamente 4 a 12% del PNB total hacia fines del periodo colonial (Rosenzweig, 1963, p.491; Potash, 1959, pp. 19-21). Los altos costos de transporte hicieron que la industria fuera relativamente ineficiente porque las áreas productoras de materias primas se encontraban alejadas de los centros manufactureros. El precio del algodón crudo puesto en Puebla era 60% más caro que en Veracruz donde era producido, ya que tenía que ser transportado sin lavarlo y con ello pesaba 3 veces más que limpio. La falta de mano de obra impidió que en la región de Veracruz se procediera a limpiarlo (Potash, 1959, p. 20). Esta fue la razón por la cual Veracruz era una de las dos regiones principales a las que se trajo mano de obra negra esclava. Por otra parte, estos mismos

costos de transporte fueron barreras naturales al comercio, que proporcionaron las bases para que la industria al menos compitiera en las telas menos caras. Aunque el propósito era aumentar los ingresos vía impuestos las reformas borbónicas impulsaron la industrial por medio de medidas fiscales, tales como la estandarización de la estructura impositiva y la abolición de las cargas sobre los telares (Greenleaf, 1967, p. 237). De manera similar las guerras en Europa hacia fines del siglo XVIII y las consecuentes interrupciones de las rutas marítimas dificultaron tanto la importación de textiles como el envío de plata, motivando así la producción industrial interna. Estos dos factores se juntaron para provocar un apogeo textil. Sin embargo, algunos grupos económicos tradicionales en la Península se opusieron a la expansión de los obrajes y a su mayor industrialización. Hacia 1800 la producción interna había alcanzado niveles competitivos incluso frente a textiles españoles más lujosos, provocándose una gran consternación real en los Concejos de Estado. El virrey que asumió el cargo en 1800 tuvo órdenes expresas de investigar el asunto a fondo y de proponer reformas para restringir la potencialidad de la industria textil. En la época de la revuelta de Hidalgo en 1810 aún no se había tomado ninguna medida efectiva. El apogeo sin embargo disminuiría poco antes del inicio de la guerra de la Independencia, momento en el que los gobiernos neutrales, entre ellos el de los Estado Unidos, obtuvieron acceso a los mercados hispanoamericanos (Greenleaf, 1967, p. 239; Potash, 1959, p. 20). Pero Inglaterra había logrado grandes avances tecnológicos que cambiaron la organización de la industria textil hacia 1770. La máquina de hilar de Hargreave y el marco hidráulico de Arkwright inventados en 1764 y 1769, respectivamente, fueron técnica de ahorro de trabajo que aumentaban considerablemente la productividad; hacia 1812 “un hilador podía producir en el mismo tiempo lo que 200 producían antes” (de la innovación de la máquina de hilar) (Radcliffe, 1828, p.62, cit. Por Deane, 1976, p. 87). Estas dos nuevas máquinas fueron usuales en la industria británica desde la década de 1780 y fueron perfeccionadas con la máquina descargadora

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de algodón de Whitney, inventada en los Estados Unidos en la década de 1790. Máquinas de vapor fueron introducidas a la industria textil en una fecha tan reciente como 1785, y los Estados Unidos rápidamente siguieron el ejemplo de Inglaterra incorporando estas nuevas técnicas. La máquina de hilar fue introducida en 1775 y el marco hidráulico en 1790 (Bagnall, 1893, cit. Por González, 1979). Estos comentarios están destinados simplemente a ubicar de manera temporal la Revolución industrial y a subrayar el papel del poder metropolitano al inhibir el proceso de industrialización novohispano. Si bien la importación de maquinaria puede haber sido físicamente difícil en aquel momento, es dudoso –si bien posible- que el gobierno local hubiera permitido su importación, dado el miedo a la competencia de los productos españoles. Hacia 1800 la brecha entre lo producido en México era considerable. En 1801 la Gran Bretaña producía más de 132 millones de libras esterlinas o aproximadamente 60 millones de pesos sólo en textiles de algodón, mientras que los Estados Unidos en 1810 estaban produciendo más de 41 millones en toda la industria textil. Entretanto la industria mexicana íntegra producía alrededor de 11 millones de pesos (Deane, 1976; Tryon, 1917, cit. Por González, 1979; Rosenzweig, 1963). Si se considera que los precios por unidad fueron significativamente más bajos en estos países entonces su producción real era mucho mayor que la de la Nueva España. 4. Comunicaciones y transporte Se ha señalado ya que los costos de transporte realmente fueron muy elevados, reflejando la geografía montañosa y las distancias entre los importantes centros urbanos y la costa. La mayor parte de las carreteras fue descuidada desde el siglo XVII, probablemente como consecuencia de la depresión minera que comenzó hacia 1630. A principios del siglo XIX algunas de ellas sólo eran transitables con mulas. Este hecho se hace sentir más aún por la falta de vías navegables y la dificultad para construir canales (e incluso llenarlos de agua). Sólo fue posible el transporte local en las

inmediaciones de la ciudad de México por vías fluviales heredadas de los aztecas. La importancia de las dificultades del transporte escasamente puede ser sobrestimada. John H. Coatsworth relata un ejemplo impresionante. De haber existido en Guanajuato, un centro minero importante, facilidades de transporte semejantes a las existentes en la ciudad de México su radio de comercio para el maíz se hubiera expandido de 55 a 485 kims. (Coatsworth, 1978). Los efectos de los costos de transporte razonables en el nivel y el potencial de crecimiento del ingreso son muy vastos, dado que influyen en la economía de varias maneras: integración del mercado, movilidad de factores, explotación de recursos hasta entonces inaccesibles, economías externas al reducir los costos de insumo para unas industrias y otras similares. John H. Coatsworth, con base en sus resultados en cuanto a la introducción del ferrocarril hacia fines del siglo XIX, señala que las diferencias de productividad entre los Estados Unidos y México alrededor de 1800 se hubieran aminorado en por los menos una tercera parte con el ferrocarril dejando otros factores inalterados (Coatsworth, 1978). Si bien esta cifra puede ser una sobrestimación es cierto que el aumento considerable de las ganancias pudo haberse dado reduciendo los costos de transporte. Efectivamente, México fue menos afortunado en cuanto a su geografía que otros países: la Gran Bretaña, los Estados Unidos Francia tenían varias ciudades ya sea en la costa o por lo menos interconectadas por ríos, y fueron capaces de construir canales y carreteras a costos razonables. En efecto, hacia 1750 Inglaterra tenía más de mil millas de conexiones fluviales, y en las tres décadas siguientes se construyeron canales y carreteras: “los centros industriales más importantes del norte fueron articulados a las partes centrales, éstas a Londres y Londres a su vez a la hoya de Severn en el Atlántico” (Landes, 1978). El transporte fluvial mexicano estuvo confinado a las rutas acuáticas de la ciudad de México ya mencionadas. En 1803 dos carreteras distintas que conectaban Veracruz y la capital fueron

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iniciadas por los Consulados de Comercio de ambas ciudades, pero se interrumpió el trabajo por el inicio de la lucha independentista en 1810 (Brading, 1971) Dados los altos costos de transporte y con ellos las expectativas de ganancias mayores derivadas de una opción más barata de comunicación, sería razonable pensar que una vez desarrollada la tecnología ferroviaria los ferrocarriles hubieran sido introducidos muy pronto en México. Como se mostrará más adelante no fue éste el caso: el primer ferrocarril no se terminó sino en 1874. 5. Comercio y finanzas El sector comercial, particularmente oligopolio, fue una de las dedicaciones más rentables a lo largo del periodo colonial. El hecho de que sólo uno o dos envíos anuales zarparan de España requería la acumulación de considerables recursos para financiar las actividades comerciales de todo un año. El sistema en su conjunto estuvo controlado en la Nueve España por el gremio de comerciantes de la ciudad de México. Sus integrantes se dedicaban tanto a la venta al mayoreo como a la venta al menudeo y abastecían a los alcaldes mayores, quienes posteriormente se encargaban de los repartimientos de bienes, donde los indígenas tenían que comprar animales y mercaderías usualmente a precios muy elevados. Con el régimen borbónico de Carlos III se implantó un conjunto de reformas que afectó directamente a la clase comerciante y mejoró mucho la eficiencia del sistema. El decreto de Libre Comercio en 1778 abolió el sistema de flotas y el monopolio de Cádiz. En 1789 cualquier puerto español podía entablar comercio con la Nueva España sin restricción alguna. La consecuencia fue una afluencia de mercaderías sin precedente hacia el mercado de la Nueva España a partir de 1780. Los precios y las ganancias se tambaleaban y Guadalajara y Veracruz emergieron como importantes centros comerciales de distribución; de esta manera la ciudad de México dejó de ser el lugar de paso obligado hacia las provincias del norte. Además, apareció un nuevo grupo de comerciantes dinámicos y se prohibió comerciar a los alcaldes mayores, disminuyendo así las

barreras impuestas al comercio e incentivándose la competencia (Brandig, 1971). Finalmente, los comerciantes españoles abrieron líneas de crédito a sus clientes mexicanos permitiendo que su número creciera y de esta manera una fuente del poder monopólico fue eliminada. Así, la primera década del siglo XIX fue testigo de un sistema mercantil muy distinto del que prevalecía 40 o 50 años atrás. Sin embargo, el comercio aún era demasiado ologopólico y los comerciantes seguían gozando de ganancias comparativamente altas sobre sus capitales invertidos. Más allá de las actividades comerciales los comerciantes constituían una de las fuentes más importantes de fondos para otras actividades económicas, principalmente para la minería y la agricultura. Los mercaderes locales, habilitados ya sea por el Consulado en la ciudad de México o por cuenta propia, se convirtieron en aviadores o en agentes financieros entregando capital de operaciones para las etapas de refinamiento y acuñación de la producción de plata. Importantes capitales mercantiles también fueron aportados al sector agrario hacia fines del siglo XVIII como consecuencia de la caída de la rentabilidad relativa de esta actividad resultado de las reformas borbónicas ya mencionadas (Brading, 1971). Finalmente, los comerciantes también financiaron la industria tanto urbana como rural de una manera similar al sistema del putting-out existente en Inglaterra. Comerciantes comprometidos en la industria textil de Puebla tendrían un papel importante en el proceso de industrialización luego de la Independencia. Otra fuente importante de fondos fue la Iglesia. Se puede decir que la Iglesia fue la única institución financiera a lo largo del periodo colonial e incluso durantes los primeros cuarenta años de independencia. Los ingresos eclesiásticos provenían de los diezmos con los que se gravaba la producción agraria, de rentas sobre propiedades urbanas y rurales, y de las capellanías: obra pías y legados. M. Costeloe describe de manera concisa la organización y las acciones de esta institución. En el siglo XVIII las corporaciones eclesiásticas estaban invirtiendo sus fondos en

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forma de préstamos con intereses a cualquier persona que los requiriera, a condición de que el que lo recibía pudiera dar las garantías adecuadas (usualmente tierras). Cualquier persona podía pedir prestado un determinado monto de dinero por un periodo de cinco a nueve años durante los cuales pagaría 5% de intereses sobre la deuda, y al final teóricamente estaba obligado a pagarla. En la práctica casi siempre se otorgó... una prórroga. No hubo restricciones impuestas al receptor del dinero en cuanto a cómo usar el préstamo, y el monto del préstamo dependía íntegramente de la cantidad de fondos disponibles al tiempo del pedido (Costeloe, 1967). Al final de la época colonial una cantidad desconocida pero considerable de propiedades rurales estaba hipotecada, muchas de las cuales nunca fueron redimidas. Por último, la tercera fuente de fondos y probablemente la más importante para el crecimiento económico eran las ganancias reinvertidas. Esto fue en particular cierto en el sector minero, que requería fuertes inversiones fijas. La importancia relativa de cada fuente de financiamiento de la economía es difícil de evaluar, pero una idea aproximada puede darse observando las diferentes actividades: la agricultura fue básicamente financiada por la Iglesia y la reinversión de ganancias, mientras que los fondos mercantiles sólo tuvieron un papel después de 1778. Las inversiones fijas de la minería, como se acaba de indicar, fueron financiadas con la reinversión de ganancias, mientras que el capital de operaciones era mercantil. Finalmente, la industria y el comercio se financiaron con capital mercantil. Pero no hubo un sistema bancario, ni siquiera existieron bancos locales. Comparativamente Inglaterra tenía una larga tradición bancaria y una de las grandes ventajas con las que Inglaterra entró a la Revolución industrial fue un sistema desarrollado de dinero y de bancos. El Banco de Inglaterra se había fundado en un año tan temprano como 1694 y en la década de los setenta del siglo siguiente hubo un conjunto de bancos emisores de billetes a lo largo del país. A pesar de que aquí no se quiere reconstruir el desarrollo del sistema bancario inglés y su papel en la

Revolución Industrial, es indudable que u existencia facilitó el proceso de crecimiento económico al aumentar los medios de pago y sirviendo más tarde como intermediario financiero. Según John H. Coatsworth en 1800 la brecha que había en el producto social bruto entre México y la Gran Bretaña, y entre México y los Estados Unidos era del orden de 37 y 44% respectivamente (1978). La brecha se mide contrastando el porcentaje del ingreso per capita en México con el de la Gran Bretaña o el de los Estados Unidos. La sección precedente trata de corroborar estas cifras desde una perspectiva más estructural. Veamos de cerca este punto. Respecto a la agricultura se ha dicho que a pesar de que la productividad en el sector moderno estaba a la misma altura que en otros países, una parte considerable de un sector poblacional más tradicional estuvo prácticamente aislado de la economía monetaria y difícilmente ligado a otras actividades económicas. Este hecho implica que el sector agrario en su conjunto tuvo que ser menos productivo y estar menos integrado al mercado, introduciendo así un sesgo descendente en el PNB en comparación con la Gran Bretaña o los Estados Unidos. La minería constituía uno de los sectores más modernos de la economía, a pesar de que las innovaciones recientes para bombear agua usando la máquina de vapor aún no se aplicaban. La minería también constituyó una fuente importante de demanda derivada para todo tipo de productos de otros sectores, y fue la actividad que sufría el mayor recargo en impuestos y la mayor parte de ellos no reingresaban a la economía, transfiriendo de esta suerte los ahorros internos hacia fuera aunque eran necesarios dentro. Seguramente la actividad más atrasada en relación con otros países más desarrollados fue la industria textil. En los primeros años del siglo XIX la brecha en cuanto a la productividad fue enorme: la Nueva España no había incorporado ninguna de las recientes innovaciones y con ello llevaba un retraso de por lo menos veinte años, que fueron en particular importantes en vista de que cambios considerables se estaban dando en este periodo. Los primeros estadios de la Revolución industrial estaban siendo alcanzados en un momento en que en México

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no se estaba haciendo nada. A pesar de que no fue evidente la escasez de capital financiero en los últimos años del periodo colonial la Nueva España carecía de una infraestructura financiera que más tarde probaría tener una importancia decisiva. Ciertamente es imposible dar una respuesta definitiva en cuanto a la brecha cuantitativa de los ingresos sugerida por Coatworth. Sin embargo, es posible decir que estas cifras parecen ser muy plausibles en relación con las pruebas enunciadas hasta aquí. Como se señalara en la parte introductoria, Coatsworth sugiere que las causas de estas diferencias son la “geografía” o los altos costos del transporte, y el “feudalismo” colonial o la ineficiente organización económica. En principio estoy de acuerdo con él en cuanto a que estos dos elementos tuvieron un papel significativo en el desarrollo de la Nueva España, pero uno se pregunta si eso fue todo. A pesar de que no es posible medir el efecto de semejantes factores en el crecimiento económico, no hay duda de que fue depresivo. En realidad, Coatsworth olvida un punto importante. No presta atención a la carga colonial impuesta a la Nueva España. En verdad la desdeña explícitamente. De acuerdo con sus propias cifras la carga colonial promedio entre 1797 y 1820 sobre México fue de 17.3 millones de pesos anuales, lo que corresponde más o menos a 7.2% de su PNB. Esta carga está dividida en cargas fiscales que es la “exportación sin compensación de oro y plata extraídos por el gobierno colonial como ingresos fiscales netos” y que ascienden a 10.1 millones de pesos al año, y la carga comercial que son las “restricciones mercantilistas al comercio directo con países extranjeros” y que ascendían a 7.2 un aumento de tres pesos per capita al año, monto incapaz de borrar la brecha frente a los Estados Unidos y la Gran Bretaña. De acuerdo con sus cifras el ingreso per capita inglés en 1800 era de 196 pesos, mientras que el de los Estados Unidos ascendía a 165 y el de México a 73 pesos (1978). Esta cuestión merece mayor atención. Primero, y sólo a manera de comparación, las 13 colonias norteamericanas sufrían una carga colonial en 1775 de 0.5 millones de pesos anuales, lo que es un monto 35 veces menor que el soportado por la Nueva España, y sólo constituía 0.3% del PNB (Thomas, 1965; cit. Por Coatsworth, 1978).

En segundo lugar, y más importante, fue la extracción neta de 7.2% del PNB que implica una pérdida neta de ahorro de la misma magnitud que es increíblemente alta. W.A. Lewis ha sugerido que una diferencia significativa entre un país subdesarrollado y uno desarrollado es que el primero por lo general tiene un ahorro de 6% sobre un ingreso nacional y el segundo de 12% o más; y el profesor Rostow calcula que un aumento de la tasa nacional de inversión aproximadamente de 5 a 10% del ingreso nacional es una condición para el despegue hacia el crecimiento sostenido (Deane, 1976). En efecto, la Gran Bretaña estaba invirtiendo aproximadamente 5% de su PNB hacia fines del siglo XVII y había aumentado este porcentaje a 10% hacia fines de la década de 1850. Estas cifras demuestran de manera amplia la magnitud real de la carga colonial impuesta a la Nueva España. Si parte de este ahorro neto hubiera sido usado en algunos proyectos productivos, tales como facilidades de transporte, el modelo del crecimiento económico mexicano hubiera sido probablemente distinto de aquel que en realidad experimentó. Una cuestión queda clara: la economía estaba produciendo un excedente neto por invertir o consumir, al menos parcialmente, en productos internos; lo cual quiere decir que hubo una fuente disponible de ahorros. A pesar de que el efecto multiplicador de este gasto adicional sólo puede ser imaginado, este excedente fue en realidad muy considerable. Es decir, el monto de ingresos perdidos fue potencialmente mucho más elevado que los 3 pesos per capita al año. Finalmente, y para subrayar este punto, el hecho de que la economía careciera de cualquier otra fuente de ahorros convierte la carga colonial en el factor más importante para explicar el tardío desarrollo de la economía.

LA GUERRA DE INDEPENDENCIA: 1810-1821

Una vez considerada la estructura económica a comienzos del siglo XIX es conveniente revisar lo devastador que realmente fue la guerra de Independencia. A lo largo de los once años que duró ésta el sector agrario experimentó una pérdida neta en parte de su

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infraestructura, sobre todo en la meseta central, lugar en que se libraron la mayor cantidad de batallas. “Muchas haciendas fueron virtualmente abandonadas, sus construcciones incendiadas o hechas ruinas, los diques rotos y el ganado consumid o robado” (Brading, 1978). Las dificultades financieras se reflejaron en la división de las haciendas o al menos en el uso más intensivo de aparceros y de alquiler directo, y también en la reducción significativa de los pagos efectuados por los terratenientes por intereses de hipotecas eclesiásticas. Algunos de las mina más productivas también se encontraban en la meseta central, y durante la guerra grandes minas se inundaron lentamente; incluso las instalaciones de superficie de La Valenciana y de otras minas fueron incendiadas hasta sus cimientos por bandas de insurgentes. En 1819 la mina Real del Monte fue clausurada y su estado era deplorable cuando en 1824 llegaron los ingleses (Randall, 1972). La producción de plata bajó de manera drástica después de 1810. La crisis de la industria textil ya había comenzado en 1804 como consecuencia del bloqueo británico; en ese año la Corona permitió a los gobiernos neutrales introducir todo tipo de textiles, incluyendo algodón barato que compitió en condiciones favorable con la producción de la Nueva España. Esta medida, que concluiría en 1809, continuó por lo menos por doce años más por la guerra de Independencia. No sólo mercadería americana sino también británica fue importada o traída por las rutas del contrabando y perjudicó significativamente la industria textil interna en vista de que el mercado fue inundado con productos extranjeros. Además, la guerra interrumpió el comercio de lana norteño y los obrajes de Querétaro y otros centros textiles se paralizaron. Los disturbios militares también fueron responsables del éxodo de los trabajadores, quienes abandonaron los pueblos en los que los comestibles comenzaban a escasear para dirigirse al campo. De esta manera se redujo la oferta de trabajadores, contribuyendo a una tendencia hacia la baja de la producción textil. Más allá de esto en general las comunicaciones y el comercio se hicieron azarosos (Potash, 1959; y Brading, 1978). Por ejemplo, el transporte entre la ciudad de México y Querétaro, a sólo 220 kilómetros de distancia, se tenía que hacer en convoy. Ya se ha mencionado que la

construcción de dos nuevas carreteras hacia Veracruz fue interrumpida por la guerra; cuando los ingleses llegaron a Real del Monte encontraron la carretera a Veracruz en tal mal estado que ellos mismos tuvieron que repararla para poder traer maquinaria pesada. Una de las consecuencias más importantes de la guerra de Independencia fue la fuga de capitales. Estimaciones de distintas fuentes señalan que entre 36 y 140 millones de pesos dejaron el país, cifra que representa entre 8 y 32% del ingreso nacional. Pero ya antes de que se iniciara la guerra de Independencia la salida de capital había comenzado por medio de préstamos otorgados la metrópoli para financiar las guerras napoleónicas. La salida de capital se había iniciado en 1804 con la consolidación de Vales Reales que en 1809 ascendía a alrededor de 10 millones de pesos. Ocho millones más fueron concedidos al gobierno español como un préstamo de urgencia desde 1809 hasta comienzos de 1811. Esta transferencia real de recursos monetarios dirigidos a financiar al gobierno metropolitano también significó un descenso considerable de los medios de pago en la Nueva España. A pesar de que el monto exacto del suministro de dinero hacia 1810 es desconocido, el drenaje de 18 millones de pesos hacia 1811 representaba 4% del ingreso nacional, implicando un descenso significativo de los medios de pago. Esto por supuesto tuvo efectos inhibitorios en la economía al elevar las tasas de interés y, en la medida en que el trueque tomó el lugar de las transacciones monetarias, la eficiencia del sistema económico debió haber decrecido también. Este efecto contraccionista fue contrarrestado en parte por le uso cada vez más generalizado de las llamadas libranzas o letras de cambio. Por otra parte, durante la guerra de la Independencia el gobierno virreinal tuvo que aumentar los impuestos, exigir préstamos forzosos e incluso recabar artículos de plata para financiar la guerra. Hacia 1814 la deuda pública oficial se había más que triplicado en seis años alcanzando una cifra de 68.5 millones de pesos (Bazant, 1968). De manera similar, los insurgentes confiscaron fondos públicos y cuando era posible incluso privados, particularmente de la Iglesia. Según José María Luis Mora la guerra de Independencia agotó la mitad del capital fijo y líquido nacional (Mora, 1950; Bazant,

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1968). A pesar de que esta afirmación puede ser fácilmente una exageración no hay duda en cuanto al agotamiento del capital durante aquellos años. Como se verá más adelante, la falta de capital tendría un papel muy significativo en el desarrollo posterior de la economía en su conjunto, sobre todo en la industria. La escasez de capital líquido, junto con la ausencia de instituciones financieras, dejando de lado a la Iglesia, constituyó un grave impedimento a las posibilidades empresariales. Los comentarios arriba expuestos indican que aun siendo imposible obtener una idea precisa acerca de las devastaciones ocasionadas por la guerra es cierto que este hecho contribuyó de manera significativa a debilitar la economía. Finalmente, hay que destacar que tanto las circunstancias económicas como las políticas imposibilitaron traer cualquier innovación durante este periodo.

ESFUERZOS DE MODERNIZACIÓN 1. El marco La guerra por la independencia aparejó un cambio en las reglas de juego. El gobierno real absolutista fue remplazado por una suerte de Estado republicano que en los siguientes cincuenta años probó ser en extremo inestable políticamente. Existieron en particular dos grupos diferentes de ideologías muy bien definidas. Por un lado estaban los conservadores, que veían en la independencia simplemente un acto que implicaba un cambio de personas en el poder que seguirían la misma tradición española de varias maneras. Por el otro lado, los liberales veían en la independencia un cambio completo del país, el que de ser una colonia se convertiría en una verdadera nación moderna e independiente. La inestabilidad fue entonces la consecuencia de una lucha ideológica reflejada no sólo en las instituciones políticas sino también en la esfera económica. Esto no fue tan sólo una lucha por el poder en el sentido general; en realidad cada cambio de gobierno significaba cambios en las medidas de política económica respecto a la industria y el comercio. A cada escuela de pensamiento correspondía un modelo diferente de desarrollo. Hubo una clara distinción entre quienes abogaban por un laissez-faire y quienes deseaban una

intervención estatal (Hale, 1968). Los primeros fueron bastante doctrinarios y representaban la ideología liberal, básicamente en la persona de José María Luis Mora, mientras que los segundos fueron más bien pragmáticos y estaban representados por el partido conservador, cuyo principal ideólogo fue Lucas Alamán. Otro elemento importante en 1821 fue la determinación generalizada de romper con todo lo que pareciera español, y la sola idea de independencia implicó la abolición de toda restricción al comercio. Por ello, antes de que concluyera el año de 1821 el nuevo gobierno abrió las puertas del país tanto a los bienes extranjeros como al capital financiero. Sin embargo, el gobierno revirtió esta política en 1824 al establecer un nuevo código tarifario. Finalmente debe señalarse que los ingresos del gobierno local eran demasiado débiles y dependían casi por completo de los impuestos a las importaciones, ya que las actividades mineras habían sido gravemente dañadas por la guerra. Este hecho restringiría la política económica en el futuro. 2. El sector minero Una de las grandes esperanzas del gobierno después de la independencia fue la minería, la fuente más importante del ingreso de los derrocados gobernantes coloniales. Para alentar esta actividad se redujeron los impuestos a la producción y se liberó el mercurio de impuestos; el gobierno suministraría pólvora al costo. La participación extranjera fue permitida aunque se requerían ciertas calificaciones. Sin embargo, todos los artículos con excepción del mercurio pagarían alcabalas. Ya se ha señalado que el capital interno fue muy escaso como para esperar inversiones en las actividades mineras. La mayor parte de las minas coloniales requerían inversiones fijas enormes para reasumir operaciones. Así, particulares buscaron capital fuera, a veces con apoyo oficial. Además los extranjeros, sobre todo los británicos, estaban ansiosos por participar en la minería americana luego de tantos años de monopolio español. También estaban interesados en aplicar la

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nueva tecnología minera, esencialmente la fuerza del vapor, y también aprovecharían las ventajas ofrecidas por la institución de las empresas de accionistas. Hacia fines de 1825 se formaron siete compañías, de las que sólo una sobrevivió hasta los años cincuenta del siglo XIX (Randall, 1972). ¿Por qué demoró tanto la industria en recuperarse a pesar de los esfuerzos privados y oficiales? A pesar de que la información al respecto es limitada la historia de un importante complejo minero puede ayudar a esclarecer algunas cuestiones. Robert W. Radall hizo un estudio de las minas de Real del Monte, manejadas por los británicos entre 1826 y 1848, año en que la compañía fue disuelta (Randall, 1972). Según este análisis, al igual que en otras fuentes, parece evidente que hubo algunas dificultades generales en cuanto al desarrollo de la minería. Por una parte, las carreteras y los vehículos no eran adecuados para las cargas pesadas y los puertos no tenían suficientes facilidades para el desembarque y el almacenamiento. Para dar una idea: a la compañía Real del Monte le tomó casi un año transportar sus equipos desde Veracruz a Pachuca (aproximadamente 560 kms.), sobre todo por estas dificultades. Por otra parte, los empresarios extranjeros sobrestimaron la capacidad de la nueva tecnología subestimando al mismo tiempo los problemas de ingeniería que la minería enfrentaba. A pesar de que las bombas a vapor fueron mucho más eficientes que las antiguas instalaciones propulsadas con la fuerza de animales, los problemas del drenaje se tornaron tan gigantescos, en particular por la guerra, que se necesitaron muchas máquinas y algunos años hasta que las minas de Real de Monte pudieron ser desaguadas (Randall, 1972) y probablemente en otros lugares la situación no fue muy distinta. Un problema de autoridad entre los accionistas en Londres y los empresarios de la compañía en México surgió poco después del establecimiento de la empresa. Comunicaciones lentas y la falta real de confianza en el empresario dificultaron las tomas de decisión y las hicieron ineficientes. Antagonismo entre los mineros profesionales y los empresarios de la compañía crearon dualidades en la formulación de la política por seguir que probaron ser desastrosas en la

experiencia de Real del Monte. Sin duda algún tipo de dificultades de dirección y administración también debió surgir en otras compañías mineras. Si bien la inestabilidad política pudo tener un papel en el desarrollo de las actividades mineras en otros lugares, en Real del Monte no lo tuvo, a excepción de los bloqueos navales de Veracruz durante la ocupación española de San Juan de Ulúa y el bloqueo norteamericano en los años cuarenta del siglo XIX. Finalmente, y ello sólo es aplicable a la experiencia de Real del Monte, una estrategia equivocada en el proceso de explotación probó ser desastrosa.

LAS VICISITUDES DE LA REFORMA AGRARIA (1915-1970)

Desde que fue oficialmente promulgada, la reforma agraria mexicana evolucionó con una cadencia irregular, con saltos hacia delante, retrocesos y pausas que no eran sino el reflejo de las luchas de clases en el campo específico de la literatura. Pueden de todos modos distinguirse con bastante claridad cuatro fases. La primera corresponde al periodo de 1915-1935, en que se desarrollaron luchas de clases intensísimas y el latifundismo, sistema económico que fundaba el poder de la oligarquía de la tierra. Las incautaciones de latifundios y las distribuciones de tierra alcanzan entre 1934 y 1940 una amplitud sin procedentes. De 1940 a 1958, la reforma agraria es frenada, al mismo tiempo que el capitalismo pasa por una fase de consolidación, y la agricultura entra sin obstáculos en el sistema capitalista. Finalmente, desde 1958 hasta nuestros días se manifiesta un nuevo auge de la reforma agraria bajo la creciente presión del campesino, y nuevamente son repartidas importantes extensiones de tierra. Pero se están agotando las posibilidades de “solución” de la cuestión campesina mediante simples distribuciones de tierra.

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LA REFORMA AGRARIA ANTES DE CÁRDENAS:

1915-1935 Veinte años después de la entrada en vigor de la legislación revolucionaria, en 1935, se podía afirmar que la reforma agraria era un fracaso, aun desde el punto de vista del nuevo poder político. Con Carranza y Obregón, la lucha que había enfrentado la burguesía rural al campesino pobre y la oligarquía terrateniente llevó a una situación caótica en el campo legislativo y a irrisorias transformaciones estructurales “sobre el terreno”. A partir de 1921, con los regímenes de Calles, Portes Gil, Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez y a pesar de una ligera reanudación de los repartos de tierras, la reforma cayó casi en el olvido. Según las autoridades del gobierno, por principio éste no se oponía a ella; pero de todos modos, no les parecía que fuera el mejor medio de desarrollar la burguesía rural y el capitalismo en el campo. 1. Carranza Portavoz de la concepción burguesa de las transformaciones agrarias, Carranza se había visto obligado a promulgar su famosos Plan de Veracruz (6 de enero de 1915) Movido por la presión campesina, como vimos, aquel verdadero aliado de la oligarquía terrateniente, que debía necesariamente naturalizar las nuevas clases en ascenso para conservar su poder y garantizar la permanencia del sistema social en vigor, se vio constantemente obligado a un continuo estira y afloja de tipo bonapartista. Cada vez que la situación se ponía peligrosa, hacía concesiones, pero nunca más de las necesarias para lograr que se mantuviera el orden. Durante su régimen se aplicó el decreto de reforma agraria muy suavemente y aun con bastante reticencia. En 1916 fueron entregadas 1246 hectáreas a 182 campesinos y en 1917, 5637 hectáreas a 1537 campesinos. En 1918 y 1919 se distribuyeron 63308 y 40275 hectáreas a 30039 solicitantes. En el último año del mandato de Carranza (1920), 15566 solicitantes recibieron 6433 hectáreas. La superficie media de las parcelas distribuidas a

cada campesino en 1920 no pasaba, pues, de 0.4 hectáreas. Esa cifra prefigura la importancia que iba a tener el minifundio, cuya aparición constituye uno de los rasgos principales de la reforma agraria mexicana. En realidad, bajo el régimen de Carranza las distribuciones de tierras correspondían menos a una decisión libre del ejecutivo que al reconocimiento por su parte de las ocupaciones de tierra realizada por los campesinos. La mayor parte de los títulos distribuidos en aquella época no son más que la investidura legal de apropiaciones espontáneas. Por lo demás, Carranza se esforzó cuanto pudo por frenar la reforma agraria. Ciertamente, la oligarquía burguesía en el poder se veía obligada a hacer concesiones muy amplias al campesinado pobre y a la clase obrera. Pero eso no bastaba, ni mucho menos. Los representantes de la oligarquía controlaban todavía buen número de organismos oficiales y aunque cinco años de guerra revolucionaria los había puesto rudamente a prueba, tenía todavía una gran fuerza económica en los latifundios, prácticamente intactos. Además, sus ideólogos –principalmente los eclesiásticos- conservaban un abundante poder de persuasión sobre las masas incultas, y no se privaban de ejercerlos para sembrar confusión. Fue en esa situación inestable y móvil, en que la burguesía no podía gobernar sola y la oligarquía tradicional era todavía lo suficientemente poderosa para contrarrestar con cierta eficacia las medidas que le parecían molestas, en que empezaron a aplicarse las leyes de la reforma agraria. Se promulgaron muchos decretos de aplicación, que no sirvieron de nada. Unas leyes consideradas ineficaces eran remplazadas por otras que no lo eran menos. Tal “ineficacia” se explicaba por la imprecisión de los objetivos asignados al legislador, imprecisión debida a una verdadera dualidad del poder, entre dos clases de intereses divergentes: la burguesía rural y el campesinado pobre. Y los frecuentes cambios legislativos se explican del mismo modo. Ilustran la rápida mudanza de las relaciones de fuerza en un tiempo en que la guerra civil, recién acabada, no había dejado a una clase social exclusivamente dueña de las riendas del poder político. La cuestión del

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carácter provisional o definitivo de las dotaciones de tierras en un fiel reflejo de esta situación. De acuerdo con la ley del 6 de enero de 1915, las entregas de tierras se hacían definitivamente dentro de los estados. Eran los gobernadores o los jefes militares locales los que efectuaban las entregas. La oligarquía consiguió imponer un sistema de dotación provisional que hizo bastante lento los procesos de incautación y distribución. La dotación se efectuaba en calidad de provisional y se sometía a continuación a la aprobación de la Comisión Nacional Agraria, que tenía el poder de confirmarla o anularla y que frecuentemente escogía la segunda opción con cualquier pretexto. A esas anulaciones se sumaban los lentos trámites. Tales maniobras dilatorias provocaron una violenta reacción campesina que adquirió rasgos peligrosos para la frágil estabilidad política del país, y Carranza se vio nuevamente obligado a ceder: un decreto de 1916 suprimía el procedimiento de la “dotación provisional”. No obstante, al cabo de cinco años de régimen carrancista menos de 50000 campesinos había recibido una parcela de tierral. Y era millones los que habían luchado con tal fin. 2. Obregón En 1920, el general Obregón, militar procedente de la pequeña burguesía y que gozaba de gran popularidad en el campo, ascendió a la presidencia de la República. Pero no pudo librarse de las presiones contrapuestas de las diferentes clases sociales que se enfrentaban, y que produjeron una semiparálisis de la reforma agraria. De todos modos, hizo más que su predecesor en esa materia. Durante el primer año de su mandato distribuyó más tierras que Carranza en cinco años, casi un total de 500000 hectáreas. Pero después disminuyeron las superficies repartidas, que en 1922 fueron sólo de 176543 hectáreas. Los campesinos querían tierras, y no había más remedio que dárselas... al final de su periodo, en 1924, Obregón había distribuido cosa de 1200000 hectáreas de tierra a unos 100000 campesinos. Eso no significa –ni mucho menos- que Obregón hubiera adoptado las tesis del campesinado. De hecho, las leyes y

los decretos de aquella época –y en particular el decreto de 1922- demuestran que la oligarquía terrateniente conservaba su poderío y que era necesario hacerle ciertas concesiones. Fue, pues, durante el periodo de Obregón cuando se tomaran las primeras medidas destinadas a proteger el desarrollo del capitalismo en la agricultura y también cierto número de decisiones que debían favorecer al sector privado en detrimento del ejidal. Restableció Obregón, por ejemplo, el sistema de “dotación provisional” para que, según decía, cesaran los ataques a las pequeñas propiedades privadas que la Constitución de 1917 mandaba respetar. Y completó esta medida con otras muchas decisiones legislativas que en definitiva lograron transformar la legislación agraria en una selva jurídica inextricable. Verdad es que con el fin de ayudara a los campesinos analfabetos a cumplir los trámites legales para obtener la restitución de sus tierras se crearon procuradurías de pueblos, que hacía funciones de procurador. Esas procuradurías debían proceder gratis, en provecho de los campesinos a dar forma a las peticiones y a todos los trámites administrativos necesarios. Teniendo en cuenta la complejidad jurídica de las cuestiones agrarias, esos bufetes pueblerinos se habían hecho absolutamente indispensables, y eran muchos los dirigentes agraristas que habían pedido su creación. En efecto con frecuencia los agentes de los latifundistas se encargaban “benévolamente de efectuar los trámites por los campesinos. Mendieta y Núñez afirman al respecto que pueblos enteros se hallaban en manos de particulares que tras de haberlos explotado inicuamente no les resolvían, claro está, ningún problema. Incapaces de formular debidamente sus reivindicaciones cuando intentaban solventar4 ellos mismos su procedimiento, los campesinos se desanimaban y no tardaban en renunciar a toda acción legal. Las procuradurías de pueblos no fueron, pues, totalmente inútiles, pero los resultados que lograron los anuló en gran parte el profundo cambio que introdujo el reglamento de 1922

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en la índole del proceso de la reforma agraria. Las restituciones de tierra habían sido hasta entonces un simple procedimiento administrativo en que se enfrentaban por una parte el Estado (o sus representantes locales) y por la otra los campesinos. El nuevo decreto modificó fundamentalmente el carácter de esa operación e hizo intervenir a dos nuevos personajes: el latifundista y el juez. Los propietarios de la tierra podían en adelante reivindicar, lograr la suspensión de las decisiones y hacer que se repitiera un censo alegando vicios de forma. El proceso de entrega de tierras resultó así un regateo permanente, un procedimiento judicial ante las autoridades administrativas. Como era de esperar, el mejoramiento que hubiera podido lograr la creación de las procuradurías de pueblos fue reducido a la nada por la instauración de una nueva maraña jurídica y administrativa, gracias a la cual los latifundistas consiguieron obstaculizar la reforma agraria. El reglamento de 1922 era, pues, la primera fisura jurídica que iba a permitir el crecimiento de vierta forma de capitalismo en la agricultura mexicana. En virtud de la Constitución de 1917, la transformación de las relaciones de propiedad en el campo podía efectuarse de dos modos: ya fuera acelerado el ritmo de la entrega de tierras a las colectividades, ya fuera creado “pequeños propietarios” de pies a cabeza. Obregón, como Carranza, escogió la segunda solución, dejando a un lado, claro está, la tercera posibilidad, que era suprimir la propiedad privada de la tierra. Para Obregón, la reconstitución de los ejidos no podía sé un fin en sí. A lo sumo era una necesidad política inevitable de la que esperaba poder librarse cuanto antes. Mientras llegaba el día en que la propiedad privada pudiera fomentarse por todas partes, no había más remedio que apoyar la reconstitución, ya que la historia de México –que las masas campesinas conocían bien- había demostrado ampliamente, en efecto, que los pequeños agricultores privados in protección rápidamente eran despojados por los latifundistas. Para Obregón, el ejido, con las protecciones de que estaba rodeado, debía ser una escuela de donde con el tiempo saldrían ejidatarios capaces de transformarse en campesinos propietarios.

En esas condiciones, ¿cómo hubiera podido Obregón hacer gala de un entusiasmo arrebatado por “ejidalizar” la tierra y acelerar el ritmo de la reforma agraria? La creación de los ejidos –o sea la reforma misma- debía efectuarse lentamente y dirigirse tan sólo a la parte menos instruida de la población,” y sobre todo era necesario crear y reforzar lo más rápidamente posible la pequeña propiedad individual. Fue el decreto de 1921 el que determinó las condiciones de creación de la “pequeña propiedad inalienable” y puso así las bases de un capitalismo fundado de modo esencial en l apropiación privada de la tierra. Esta decisión respondía a los deseos de la fracción menos radical del campesinado. Teniendo en cuenta las relaciones de fuerza política, era ella la que menos desagradaba a los grandes propietarios y a la burguesía en general, que, por no tratarse de volver a enjuiciar radicalmente el principio de la propiedad privada de la tierra, no tenía ya que temer una eventual apropiación social de los medios de apropiación social de los medios de producción. Con Obregón podía ya dormir tranquilamente, puesto que al margen de la misma constitución burguesa de 1917, que establecía el principio de la protección a la pequeña propiedad privada, aquel decidió mantener intactas algunas grandes explotaciones capitalistas. Se promulgaron así decretos restrictivos que protegían las plantaciones de henequén, de caña de azúcar, de vainilla, etc., incluso antes de que las decisiones generales de incautación hubiesen empezado a aplicarse verdaderamente. Para el campesinado radical, las reticencias en la reconstitución de los ejidos, la creación y protección de pequeñas propiedades y las garantías concedidas a ciertas grandes explotaciones capitalistas constituían otras tantas muestras de política inmovilista. Las peticiones de tierras se acumulaban y la tensión aumentaba en el campo. Añadiese a eso la amenaza que gravitaba sobre los campesinos de tener que pagar una indemnización por las tierras recobradas. En efecto, las primeras expropiaciones, fruto de la lucha revolucionaria, se habían efectuado sin que a nadie se le ocurriera rembolsar a los

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latifundistas expulsados; pero éstos, cuyo poder político seguía siendo considerable, y sobre todo el gobierno de los Estados Unidos, que se había hecho el portavoz de sus súbditos expropiados, se volvían amenazadores, a tal punto que los dirigentes mexicanos hubieran de prometer una indemnización. Parecía imposible exigir esas cantidades a los campesinos. Por lo demás, la promesa nunca se cumplió: Carranza había pensado que los pueblos pagarían por sí mismos esa deuda; los campesinos, pobres y violentamente opuestos a toda forma de reembolso, no pagaron, y todas las disposiciones tomadas al respecto quedaron sin efecto. En 1925, una nueva circular creaba bonos de deuda agrarios con interés de 5% y cuyo vencimiento se había fijado a los veinte años. Los latifundistas debían hacer sus peticiones de indemnización en un plazo de doce meses y la indemnización se calculaba según el valor fiscal declarado de las antiguas propiedades, con un aumento de 10%. Los terratenientes protestaron contra esas modalidades de reembolso. Algunos estimaron que al reclamar la indemnización reconocían la legitimidad de las confiscaciones, y rechazaron los bonos. A los que acept6aron el carácter definitivo de las expropiaciones les parecieron ridículas las cantidades propuestas, ya que el valor real de las propiedades siempre era superior –y con mucho- al valor fiscal declarado. Es fácil hacerse unas ideas de la diferencia examinando la “cotización” de aquellos bonos, que en 1938 se pagaban a la décima parte de su valor nominal. Es probable que esas deudas no se paguen nunca. Cuando en 1945 llegó el vencimiento, el reembolso se dejó para cuarenta años después, o se para 1985. los bonos ya no tienen prácticamente ningún valor, pero siguen produciendo un interés de 5% sobre la base del monto nominal de la época. Por lo demás, desde 1931 el gobierno ya no se toma el trabajo de emitir otros, y desde entonces nadie los quiere. Con el fin de hacer frente a la presión campesina, Obregón debió acelerar ciertamente el ritmo de la reforma, pero eso no permitía de ningún modo deducir el triunfo definitivo de la concepción pequeño-burguesa y “campesina” del desarrollo del capitalismo. En efecto, catorce años después del comienzo

de la revolución y nueve después de la promulgación de la ley del 6 de enero de 1915, 187700 ejidatarios solamente había recibido 1400000 hectáreas de tierra, lo que equivalía a una distribución de 150000 hectáreas al año. Al final del mandato de Obregón, los campesinos seguían viviendo en la miseria junto a haciendas (o dentro de ella) cuya superficie unitaria solía ser superior al monto total de las tierras distribuidas durante el año. Tannenbaum calculaba en 1923 que pasaban de 13000 las haciendas de más de 1000 hectáreas. Entre ellas 8696 cubrían entre 1000 y 10000 hectáreas, los que hacía un total de más de 26000000 de hectáreas. Tenían entre 10 y 50000 hectáreas, y cubrían una superficie total de 25000000 de hectáreas aproximadamente, 1262 haciendas. Finalmente, 168 explotaciones pasaban cada una de 50000 hectáreas y abracaban aproximadamente 42000000 de hectáreas. De haber continuado con las expropiaciones al ritmo impuesto por Obregón, hubieran sido necesarios más de cien años para parcelar tan sólo aquellas haciendas. 3. Calles Como Obregón, a quien sucedió en 1924, Calles era partidario de la pequeña propiedad privada. En los treintas, cuando todavía dominaba la vida política del país, aunque ya no fuera el titular de la presidencia, llegó incluso a preconizar que se reforzara el poder de los grandes terratenientes, porque estimaba que tal paso sería más eficaz para el desarrollo del capitalismo. Desde su acceso a la cabecera del Estado había reforzado las bases jurídicas sobre las cuales iba a desarrollarse sólidamente unos años después la pequeña propiedad privada. Por otra parte, las leyes que promulgó sobre el patrimonio ejidal en 1925 planteaban el principio de una división obligatoria de los ejidos en parcelas individuales y señalaban el inicio de la intervención del Estado en la vida interna de aquellos. La decisión de dividir los ejidos se debía a una doble preocupación. En primer lugar, la de reducir el poder de las autoridades ejidales. Hasta 1925, la administración de los e3jidos estaba en

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principio confiada a un comisariado de tres miembros electos. Esos comités o comisiones solucionaban los problemas intensos del ejido, repartían el trabajo entre los miembros o distribuían las tierras a cultivar entre las familias. Teniendo en cuenta las urgentes necesidades de tierras, la ausencia de reglas al respecto permitía toda clase de abusos. Los comisariados, por sí mismo o apoyados solapadamente por los latifundistas, hacían con las tierras lo que querían y tendían a transformarse en caciques omnipotentes. Así no tardó en aparecer en los ejidos una clase de burgueses capitalistas que cometían las peores injusticias: los dirigentes ejidales vendían, arrendaban o daban la tierra a quien se les antojaba e imponían a los ejidatarios obligaciones y servidumbres e impuestos arbitrarios, practicaban el chantaje con las asignaciones de las tierras, etc. Esos abusos contribuían a mantener una atmósfera de descontento e impedían el restablecimiento en el campo de la calma a que tanto aspiraban las nuevas clases dirigentes. La obligación de dividir el ejido y de entregar una parcela a cada miembro socavaba los cimientos del poder de aquellos nuevos caciques. Y al mismo tiempo reforzaba el poder central, sin afectar gran cosa al de los latifundistas. El parcelamiento de los ejidos mostraba también otra preocupación no exenta de ambigüedades: plantan, por lo menos en principio, los jalones de la propiedad privada en el seno de los ejidos y lograr la estabilización política y social de los trabajadores agrícolas. En efecto, las parcelas debían ser entregadas individualmente a los campesinos. No constituían todavía una propiedad privada en todo el sentido de la palabra; sin embargo, la apropiación privada de su usufructo significaba para algunos un paso importante hacia el ideal agrarista del “pequeño-burgués campesino”. Para otros, lejos de ser un paso importante hacia la apropiación privada, la división del ejido en parcelitas y cuyo usufructo correspondía a los campesinos debía a los campesinos debía proporcionar a éstos un ingreso suplementario, porque su principal recurso debía proceder de su trabajo en la tierra de los grandes propietarios. Se trataba

en suma para estos últimos de estabilizar social y piolí9ticamente a las grandes masas campesinas dejándoles algunas migajas. Así, pues, una misma política podía tener dos objetivos cabalmente opuestos. Según el punto de vista que se adoptaba, la ley de 1925 reflejaba, pues, los intereses descaminados del pequeño campesinado y proponía un “modo campesino” de desarrollo del capitalismo; en el otro caso respondía a los apetitos de los grandes terratenientes y entonces conduciría a reforzar los latifundios. El criterio decisivo que iba a permitir el desempate entre los dos puntos de vista era, naturalmente, el de las superficies otorgadas a cada ejidatario. Si esas extensiones eran suficientes para evitar, por lo menos al principio, la semiproletarización de los beneficiarios, triunfaba la vía campesina con su estrecha concepción. Si eran insuficientes, prevalecía el modo de ver de los terratenientes. El hecho es que la mayoría de los casos las tierras distribuidas fueron íntimas. Pero en otros, fueron bastantes para permitir el asentamiento de una pequeña burguesía rural. Su pretexto de poner las bases para el futuro desarrollo de la pequeña propiedad privada, Calles puso en realidad las del dominio sociopolítico de una clase de futuros semiproletarios. Con ello ponía de manifiesto su clara preferencia por un capitalismo fundado en la transformación de le gran des latifundios. Por lo demás, dejó que se reforzaran esas grandes explotaciones al promulgar en 1927 el famoso estatuto conocido como Ley Bassols, que aumentaba todavía más los requisitos jurídicos necesarios para entrar en posesión de la tierra, con el fin, según decían, de proteger a los verdaderos pequeños propietarios privados. Efectivamente las autoridades locales decidían muchas veces, sin hacer caso de las divisiones ficticias de los latifundios, su parcelación y distribución ejidal. Pero, según algunos, sucedía con frecuencia que “pequeños propietarios” verdaderos vieran sus bienes confiscados y parcelados. Los nuevos procedimientos jurídicos tenían por objeto, aparentemente, evitar tales abusos. De hecho, si no había necesidad de legislación especial para proteger a los verdaderos

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“pequeños propietarios”, a quienes los campesinos locales conocían muy bien, en cambio la nueva reglamentación resultó efectivamente utilísima para los latifundistas, cuyas posibilidades de contemporización reforzaba. La confusión, que ya era grande en 1922, cuando los terratenientes hacían papel de quejosos, empeoró todavía en 1927, cuando ni siquiera llamaba ya era grande en 1922, cuando los terratenientes hacían papel del juicio contradictorio, en el cual desde entonces sólo se enfrentaron el Estado y los terratenientes. Teniendo en cuenta la índole del poder estatal, la parte civil no se defendía siquiera en la mayoría de los casos, de modo que el juez de distrito llegaba a quitar a los lugareños las tierras, las aguas y los bosques que explotaban sin dejarles siquiera la posibilidad de que los oyeran. En otros casos, no menos numerosas, las sentencias eran favorables a los terratenientes, y los campesinos se veían obligados a restituir las tierras después de haberlas cultivado durante varios años. Este estatuto fomentó tales abusos que el gobierno se vio obligado a anularlos en 1931. El crecimiento descontento en el campo obligó a Calles, a pasar de su reticencia, a entregar a los campesinos poco más de 3000000 de hectáreas de tierras, o sé aproximadamente el triple que los otros presidentes juntos. Pero como buen partidario de la concepción latifundista del desarrollo del capitalismo, se las arregló para no distribuir la tierra a los campesinos en función de las disponibilidades reales sino según “normas” que hacían de los ejidatarios “minifundistas” camina de la semiproletarización. 4. LOS SUCESORES DE CALLES De 1928 a 1934, el Estado mexicano fue sucesivamente dirigido por Emilio Portes Gil (1928–1930) Pascual Ortiz Rubio (1930-1932) y Alberto Rodríguez (1932-1934), pero fue el expresidente Calles, Jefe Máximo de la Revolución, quien siguió moviendo ocultamente los hilos de la política mexicana en general y de la agraria en particular. Portes Gil, quien manifestó su voluntad de acelerar la distribución de tierras a los campesinos repartiendo más de un millón de

hectáreas en espacios de tiempo muy breves, fue remplazado al cabo de un año. Sus sucesores, más dóciles y escogidos personalmente por Calles, hicieron sensiblemente más lento el ritmo de las expropiaciones de latifundios, a tal punto que en el último año del mandato de Abelardo Rodríguez solamente se distribuyeron 189000 hectáreas. Es necesario volver a 1922 para hallar una cifra tan baja. Por lo demás, bajo el impulso de Calles iba camino de ser adoptadas medidas legislativas destinadas a detener definitivamente la reforma agraria. Según puede apreciarse claramente en la entrevista concedida por Calles en 1930 al diario El Universal, se trataba de abandonar la vía campesina de desarrollo del capitalismo para tomar franca y vigorosamente la “vía latifundista”. Después de haber sido él mismo quien organizara el fracaso de la reforma agraria, el jefe máximo afirmaba: Si queremos ser sinceros tendremos que confesar, como hijos de la Revolución, que el agrarismo, tal como lo hemos comprendido y practicado hasta el momento presente, es un fracaso. La felicidad de los campesinos no puede asegurárseles dándoles una parcela de tierra si carecen de la preparación y los elementos necesarios para cultivarla... Por el contrario, este camino nos llevará al desastre, porque estamos creando pretensiones y fomentando la holgazanería. Es interesante observar el elevado número de ejidos en los que no se cultiva la tierra y, sin embargo, se propone que ellos se amplíen. ¿Por qué?; si el ejido es un fracaso, es inútil aumentarlo. Si, por otro lado, el ejido es un éxito, entonces debiera disponerse del dinero necesario para comprar las tierras adicionales necesarias y así librar a la nación de hacer mayores gastos y promesas de pago... Hasta ahora hemos estado entregando tierras a diestro y siniestro y el único resultado ha sido echar sobre los hombros de la nación una terrible carga financiera... Lo que tenemos que hacer es poner un hasta aquí y no seguir adelante en nuestros fracasos... Lo que se hizo durante la lucha (revolucionaria) en nombre de la suprema necesidad de vivir, debe dejarse tal como está. El parla que se apoderó de un pedazo de tierra debe conservarla. Pero al mismo

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tiempo tenemos que hacer algo sobre la situación presente... Cada uno de los gobiernos de los estados debe fijar un periodo relativamente corto en el cual las comunidades que todavía tienen derecho a pedir tierras pueden ejercitarlo; y, una vez que haya expirado este plazo, ni una palabra más sobre el asunto.. Después debemos dar garantía a todo el mundo tanto a los agricultores pequeños como a los grandes, para que resuciten la iniciativa y el crédito público y privado. Estas palabras constituían la síntesis de las ideas de las terratenientes, deseosas de ver desarrollarse el capitalismo. Ciertamente no podía asegurarse la felicidad del campesino dándole un pedazo de tierra si de verdad le faltaban los instrumentos de trabajo. Pero precisamente la “vía campesina” de desarrollo del capitalismo no consistía en distribuir exiguos pedacitos de tierra en virtud de normas arbitrarias, sino en confiscar la totalidad de las tierras y de los instrumentos de trabajo. Por lo demás, no tenía mucho de sorprendente el que hubiera tantos ejidos abandonados. Era la consecuencia de la debilidad de las normas cuantitativas de distribución fijadas por la clase de los grandes terratenientes, protegidos por los presidentes de la República. Finalmente, pretender que el criterio del éxito de la reforma fuera la capacidad ejidal de producir recursos monetarios suficientes para extender sus posesiones mediante la compra de nuevas tierras era un verdadero fraude intelectual. En realidad, era como poner en duda la misma necesidad de redistribuir las tierras, puesto que si los campesinos pedían tierra era precisamente porque no tenían con qué comprarla. Dentro de esta lógica de terrateniente, era natural que Calles y sus portavoces exigieran la terminación tajante de la reforma agraria. De hecho, la “vía latifundista” había llevado la reforma a un callejón sin salida, como la prueba una publicación oficial de 1937, que declaraba: Según el censo de 1935, 929 ejidos (13% en total) están compuestos de parcelas cuya superficie máxima es de una hectárea cada una. La mayoría de ellas, formadas en los

primeros años de la reforma agraria, están ubicadas en lugares de fuerte densidad demográfica, donde la superficie arable es insuficiente para la población. Los ejidos que comprenden parcelas de 1 a 4 hectáreas son en número de 3205 (46%) Significa esto que las tres quintas partes de los ejidos está formadas por parcelas muy pequeñas, de 4 hectáreas a lo sumo y que muchas veces no tienen tierra laborable. 2149 ejidos, o sea 30%, están compuestos de parcelas de 4 a 10 hectáreas. Las condiciones de exploración resultan bastante favorables cuando las tierras son de calidad por lo menos mediana y cuentan con una humedad suficiente y un sistema de irrigación. No hay más que 642 ejidos (9%) cuyas parcelas sean superiores a 10 hectáreas. En ellos, las tierras arables suelen ser sin embargo de mala calidad, están poco o nada irrigadas y sus condiciones climáticas son desfavorables. La situación social de sus poseedores no es nada brillante. El cuadro siguiente indica la distribución de los ejidos existentes en esa época. Se advierte que estaban situados principalmente en las regiones centrales del país, donde la población era más densa y la necesidad de tierra más apremiante. Se trata de un aspecto típico de la política socioeconómica mexicana: no ceder sino por la presión y allí donde la negativa a hacer concesiones entrañaría el riesgo de comprometer el orden social.

Por lo demás, si se toma en cuenta el hecho de que los propietarios tenían el derecho de escoger las tierras que se les expropiaría y las que podrían conservar, es fácil comprender que los mejores lotes, los pozos o los canales de riego muy raramente eran asignados a los ejidos. Los propietarios de tierras se atribuían así una sustancial renta diferencial. En 1935, tras veinte años de “reforma”, el problema agrario estaba lejos de quedar resuelto. El camino híbrido seguido para tener

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en cuenta al mismo tiempo concepciones campesinas adulteradas del desarrollo del capitalismo y las de los latifundistas, favorecía de todos modos a las últimas. Ello levaba a un callejón sin salida en la económico y lo social. Efectivamente, la situación de la agricultura mexicana era inquietante. Los grandes terratenientes, inseguros acerca de cuál sería su suerte, sólo invertían con reticencia. Les disgustaba la idea de mejorar tierras para que después tal vez se las confiscaran. Por otra parte, los ejidatarios sin recursos y cuya única adquisición había sido una parcela ínfima, que ni siquiera estaban seguros de conservar, no hacían los esfuerzos necesarios para aumentar su producción. Además, el mercado interior tendía a reducirse al aumentar el autoconsumo. Los productos agrícolas llegaban efectivamente en cantidades reducidas a los mercados urbanos. La dimisión del presidente Abelardo Rodríguez señaló el fin de una etapa en la distribución de tierras: la del clarísimo predominio de la concepción latifundista de la reforma agraria. Con Cárdenas, el proceso también tiene un carácter híbrido, pero es en cierto modo la vía campesina la que predomina.

EL CARDENISMO: 1934-1940 Se puede definir el cardenismo como la quintaesencia de la ideología y la práctica pequeño-burguesas en lo concerniente a preparar las condiciones de desarrollo del capitalismo en la agricultura. Representa por lo menos el punto último a donde llega la concepción campesina del desarrollo capitalista en México. El cardenismo nace de un proyecto elaborado por el Partido Nacional Revolucionario que trazaba las líneas generales de la acción reformista a realizar en el agro. Al finalizar el mandato presidencial. De Cárdenas, la fisonomía agraria de México había cambiado mucho. El latifundismo remanente de las estructuras feudales había quedado eliminado. Únicamente quedaban el pequeño campesinado ejidal o privado y el gran capital agrícola.

1. EL PROYECTO DEL PNR Cuando Cárdenas subió al poder, en 1934, y desterró a Calles, el descontento llegaba al máximo en el campo. La tensión entre campesinos y latifundistas era tremendas. El Partido Nacional Revolucionario se fijó por meta encauzar ese descontento y evitar que desembocara en guerra civil. Así se deduce claramente de las declaraciones preliminares del plan sexenal, aplicado por el Partido en 1933, donde se decía: Mientras exista un partido revolucionario que garantice al pueblo el ejercicio del gobierno, la revolución se realizará en la forma pacífica y creadora de la acción política. Cuando no exista ese Partido, la revolución volverá a manifestarse, por medio de la violencia, en la guerra civil. El proyecto de plan sexenal era obra de grupo reformistas y entusiastas del partido que consideraban que la solución de los problemas agrarios y políticos de México debía pasar por la radicalización de la lucha contra los latifundistas y la distribución masiva de tierras a los campesinos pobres. Se oponían al grupo de los “viejos revolucionarios” que habían apoyado a Calles y que creían necesario para en forma definitiva todas las redistribuciones de predios. El plan sexenal no tenía un carácter técnico. Planteaba los fundamentos ideológicos de las medidas a tomar para lograr el desarrollo armónico de México tanto en el plano político como en el económico y social. Quería poner fin a las tergiversaciones que había caracterizado a los mandatos anteriores y definir de una vez para siempre la orientación que debía tener la reforma agraria y las metas que debía esforzarse por alcanzar. El primer cuidado del PNR era el de devolver la paz al agro. Para ello no había más remedio que distribuir tierras a los campesinos pobres. El candidato del partido debía comprometerse a obrar en ese sentido en cuanto saliera electo. El segundo objetivo que se proponía el plan era la transformación en “sujetos de derecho agrario” a los campesinos acasillados, o sea los peones que residían en las haciendas. Se trataba, pues, de acabar definitivamente con uno de los restos más

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característicos de las relaciones de tipo feudal en el campo mexicano y de privar en parte a los latifundios de la mano de obra casi sierva que estaba asociado a ellos. Por lo demás, sólo se trataba de acelerar un movimiento, puesto que al día siguiente de la revolución se presenciaba ya una migración masiva de aquellos campesinos esclavizados y la mano de obra de las haciendas se estaba agotando a una velocidad prodigiosa: de 3000000 de hombres en 1910 pasó a unos 900000 hacia 1935. Pero el plan sexenal requería además una transformación de la legislación agraria. A fin de que los peones acasillados pudieran recibir también el beneficio de las redistribuciones de tierras. Para lograr esos objetivos era necesario luchar contra muchas medidas legales tomadas en los años precedentes. Era ante todo necesario modificar la estructura de los diferentes organismos agrarios y sobre todo de la Comisión Nacional Agraria, que se transformaría en una dependencia gubernamental. El presupuesto para el funcionamiento de este organismo debía además triplicarse rápidamente. Era asimismo necesario simplificar el procedimiento de la distribución de tierras suprimiendo muchos trámites administrativos a que estaban sometidos los campesinos. Para poner fin al ambiente de incertidumbre que inquietaba tanto a los campesinos como a los propietarios afectados por las medidas de reforma del agro, las decisiones presidenciales en materia agraria deberían ser en adelante “inmediatas y definitivas”. Por otra parte, era indispensable imprimir retroactivamente un carácter definitivo a los acuerdos presidenciales anteriores. Finalmente, el plan sexenal llevaba muy lejos la lógica de la concepción campesina del desarrollo capitalista y afirmaba que el fraccionamiento de los latifundios era una necesidad social, independientemente de toda consideración acerca de las necesidades locales de los campesinos sin tierras. Al mismo tiempo que proclamaba el respeto a “la pequeña propiedad inalienable”, aspiraba a suprimir una de las ambigüedades más nocivas para la buena marcha de la reforma tal y como la

concebía el campesinado: la contradicción entre los apartados XV y XVII del artículo 27. el plan sexenal afirmaba al respecto que La extensión máxima de tierras susceptible de apropiación individual, por el solo hecho de no considerarse como latifundio, según las disposiciones de las leyes de la materia, no estará exenta de afectaciones ejidales que procedan conforme a las leyes agrarias de la Federación, pues se considerará que dicha extensión máxima no constituye la pequeña propiedad que es el caso único de inafectabilidad por ejidos, conforme al, citado artículo 27 constitucional. Esta disposición era, como se pensaba en aquella época, el decreto de muerte para las explotaciones grandes y medianas aun cuando, divididas artificialmente, no fueran ya consideradas latifundios. Permitía la formación de un estrato de pequeños campesinos, ya fuera individual, ya fueran miembros de ejidos, a quienes se quería dar una posición de hegemonía. Finalmente, teniendo en cuenta la regularísima distribución de la población camp0esina y su concentración relativamente fuerte en ciertas regiones del país, donde cada vez era más difícil liberar tierras para la distribución, el plan proponía la creación de nuevos “centro de población”. Era una innovación importante, porque no se trataba de crear nuevas explotaciones privadas sino, por el contrario, de integrar las nuevas tierras en el programa de formación y multiplicación de los ejidos. También se estudiaban problemas anexos a la acción puramente agraria, y se proponía soluciones, todas ellas del más puro reformismo. Todavía no se planteaba la cuestión del poder de clase. Es más: en la coalición de las clases en el poder, la pequeña burguesía reformista cada vez adquiría más importancia. Se estimaba, pues, que era indispensable introducir la cooperación, tanto en materia de producción como de compra y comercialización. Los campesinos debían organizarse en sindicatos bajo la égida del partido. Las cuestiones relativas a los créditos otorgados a los agricultores también se tomaban en consideración. Al contrario de lo acostumbrado, Cárdenas realizó casi íntegramente el plan sexenal.

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Pronto se desengañaron los que creían o esperaban que el presidente Cárdenas, como sus predecesores, iba a obedecer a los mandatos del ex presidente Calles. Como Calles se opuso a la política de Cárdenas, éste lo desterró con el consentimiento de los sindicatos. Así pudo perseguirse con renovado vigor la reforma agraria, y en el sentido de los intereses de la pequeña burguesía campesina, por que la emprendió con las formas residuales de explotación de tipo feudal, así como con ciertas explotaciones capitalistas grandes. 2. LA REFORMA CARDENISTA La meta principal que Cárdenas se había propuesto era desmantelar definitivamente las fuerzas feudales, que según él eran un freno para el desarrollo del capitalismo. Consideraba la reforma agraria un instrumento indispensable para llevar a buen fin tal proyecto, cualesquiera que fueran las formas de apropiación de la tierra que de ahí resultaran. Esto se advierte claramente cuando uno examina con atención sus ideas acerca del ejido y de la pequeña propiedad privada. En materia ejidal, la política de Cárdenas fue todo lo contrario de la de sus antecesores. Antes de é, los dirigentes mexicanos tenían una marcada tendencia a disociar –por lo menos verbalmente- el “problema social” del “problema económico”. Es decir: para ellos la “cuestión campesina” y las cuestiones económicas no tenía que ver con una misma política. A Calles, por ejemplo, le parecía evidente que la entrega de una parcela a los campesinos respondía a una necesidad de justicia social. Pero no creía que eso contribuyera en nada a resolver el problema de la producción de bienes alimenticios para una población rural, y principalmente para una urbana, en plena expansión. O sea que el desarrollo de fuerzas productivas agrícolas capaces de aprovisionar el mercado no pasaba en su mente por la constitución de ejidos, que no le parecía sino un conglomerado de minifundios. Los hechos parecían confirmar ese punto de vista. La producción ejidal destinada al mercado era efectivamente ínfima y las

perturbaciones político –sociales en el campo frenaban el desarrollo de la producción del sector privado. No obstante, Cárdenas denunció ese modo de enfocar los problemas de México y propuso otras soluciones que relacionaban íntimamente el problema de la expansión de la producción agrícola con el de la “cuestión campesina”. Cárdenas creía en la viabilidad económica del ejido. Esta institución debía, según él, desempeñar un papel permanente e importante en la agricultura y ser una de las bases esenciales del desarrollo del mercado interior. La afluencia de productos agrícolas al mercado estaba bajando y se pretendía demostrar con ello que la producción disminuye... en realidad –señora Cárdenas-, el campesino de los ejidos consume hoy lo que necesita para su alimentación y la de los suyos, mientras que antes no podía consumir sino dentro de los límites de su miserable salario y de las escasas distribuciones en especie que le concedía su amo. Mañana, el ejido y la división de las grandes propiedades serán la base de la prosperidad económica del país. Y añadía: Eso estaría ya plenamente demostrado si los gobiernos anteriores hubiesen ayudado a los ejidatarios y respondido a sus necesidades, particularmente en lo relativo al crédito. Lo que falta más que nada a los campesinos son los instrumentos necesarios para cultivar la tierra. Considerar que el crédito era un medio de resolver el “problema social” era de toda evidencia una ilusión clásica pequeño-burguesa, pero podía ayudar eficazmente a que del sistema parcelario se desprendiera un estrato capitalista. La parcelación masiva y la desaparición de las haciendas dejaban un vacío que era necesario llenar para no correr el peligro de que la producción y la productividad agrícolas se desplomaran. Por eso, el sistema de crédito introducido (el Banco Ejidal) no estaba concebido solamente como organismo financiador sino también como un sistema de ayuda técnica destinado a intervenir en forma muy activa en el mismo interno de los ejidos. La desaprición de los grandes propietarios terratenientes tradicionales se compensaba así en parte mediante el establecimiento de un paternalismo y un control estatal estrictos. Para llevar a bien esa política económica y

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concretar la reforma de las instituciones estatales en maestría agraria, Cárdenas mandó aplicar el nuevo código agrario de 1934, que introducía también nuevas disposiciones relativas a los peones acasillados. De acuerdo con el plan sexenal del PNR, el nuevo código agrario multiplicaba el número de los “sujetos de derecho agrario” al reconocer a los campesinos de las haciendas el derecho de pedir tierras. Se ensanchaba así la base social que iba a permitir el desarrollo de la producción comercial en el campo. Pero no por eso se trataba, como lo pedía el plan sexenal, de ir hasta el final de la lógica de la “vía campesina” y desmantelar por completo los latifundios existentes. En efecto, si se hubiera aplicado estrictamente el derecho a la tierra reconocido a los peones acasillados, la existencia misma de las haciendas se hubiera visto en peligro. Por una parte, su mano de obra se había esfumado y por la otra, cada vez que se hubieran prestado nuevas solicitudes habría sido necesario proceder a una confiscación y un reparto de nuevas tierras, que en principio se tomarían de la hacienda. En breve plazo, esta política hubiera conducido a la total desaparición de las grandes propiedades. En realidad, al ala derecha del PNR fue bastante fuerte para evitar al mismo tiempo la cabal nacionalización del suelo – que pedía el ala más radical de la pequeña burguesía- y el desmantelamiento de la propiedad privada de fondos. El código agrario contenía una cláusula que limitaba bastante los derechos de los peones acasillados, quienes no podían reclamar las tierras de la hacienda donde trabajaban. Tenían la obligación de inscribirse en las listas de censo de los pueblos vecinos, de fuerza de la hacienda, o bien debían aceptar formar nuevos centros de población en tierras nuevas. Claro está que como las tierras con que se dotaba a los pueblos por lo general se habían tomado de las haciendas vecinas, en la práctica los antiguos peones acasillados cultivaron con frecuencia por su propia cuenta las mismas tierras que poco antes labraran por cuenta del terrateniente. De todos modos, la regla que prohibía a los peones de las haciendas reclamar directamente esas tierras impidió la desaparición de aquéllas como sistemas de producción. Esta cláusula hizo el papel de una

eficaz protección. Una vez más, eso reflejaba la dualidad de la fuerza política en el poder. En el pero de los casos, o sea cuando efectivamente las confiscaban, las haciendas se transformaban en propiedades que entraban en la categoría de “pequeñas explotaciones inafectables” que como sabemos tenía una extensión bastante respetable en comparación con la parcela ejidal: podían abarcar una superficie de 150 hectáreas. Por eso, las haciendas afectadas se transformaron rápidamente en importantes explotaciones capitalistas en los años que siguieron a las expropiaciones. Pero el derecho de pedir tierra concedida a los peones acasillados no dejó de avivar las luchas políticas en el campo. Los problemas que planteaba la coexistencia entre los latifundistas y sus antiguos peones con frecuencia producían conflictos armados localizados. Para hacerse una idea del ambiente político en que se proseguían conflictos armados localizados. Para hacerse una idea del ambiente político en que se proseguía la reforma agraria en 1936 basta con leer los informes de las girad de Cárdenas por la República. En uno de sus discursos, pronunciado en el estado de Jalisco, declaraba que también estaba en el deber del gobierno garantizar la vida de los campesinos; el Gobierno Federal estaba en aptitud de cumplir con el compromiso que había contraído ante los trabajadores del campo en Tres Palos Guerrero; siguiendo los lineamientos expresados entonces, se pondría en manos de los campesinos los instrumentos necesarios para que se hallaran capacitados para defenderse de las agresiones de que eran víctimas. Añadía que se daban ya las instrucciones al Jefe de la Zona Militar para que desde luego procediera a la organización de todos los campesinos que estaban en situación difícil o que se encontraban amenazados en sus personas por los elementos que en la sombra organizaban sus enemigos. Si Cárdenas dio un golpe mortal a las últimas formas feudales de explotación y obligó a los grandes ex –propietarios a transformarse rápidamente en cultivadores capitalistas, también respetó el principio de la “pequeña propiedad privada”. Cada vez que expropiaban a un hacendado podía éste, como dijimos,

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conservar una superficie que no excediera de 150 hectáreas, por el derecho de constituir “pequeñas propiedades inalienables”. Mas en ciertos casos, como en Nueva Italia, Los Mochis, Lombardía, El Monte, fue confiscado el total de los bienes de los latifundistas: tierras, edificios y capital técnico, todo pasó a manos de los ejidatarios. Sin embargo, en otros casos se había previsto la entrega inmediata o de una indemnización a los antiguos propietarios, que también recibían la autorización de comprar tierras en otros lugares de la República... Con Cárdenas, la “pequeña propiedad inalienable” se desarrolló vigorosamente: de 610000 unidades en 1930 pasó a 1211000 en 1940. Buen número de latifundistas, inquietos por el clima de violencia en que se llevaba a efectos la reforma agraria, fraccionaron por sí mismos sus dominios y los vendieron en forma de “pequeños propiedades inalienables”, efectivamente o a prestanombres. Al final de su mandato presidencial, Cárdenas había dado a los campesinos más tierras que todos sus antecesores juntos: 17891577 hectáreas entregadas a 814537 campesinos de los ejidos. El paisaje rural de México había cambiado mucho, lo mismo que las relaciones de clase en el campo. El latifundio, por confiscación y restitución o por parcelamiento y venta, había cedido poco a poco el lugar a explotación capitalistas o a parcelitas reagrupadas en ejidos. Las distribuciones llegaron a su punto culminante en los años de 1936 y 1937, como lo demuestra el cuadro siguiente:

Se observará que la media de las superficies con que se beneficiaron los ejidatarios durante ese periodo es superior a la de los periodos anteriores, ya que llega casi a 22 hectáreas.

De todos modos, conviene no dejarse engañar por esa cifra. Gran parte de las tierras distribuidas no eran laborables, sino de monte, bosques y a veces pastos naturales. En lo concerniente a las extensiones inmediatamente cultivables, la media por campesino en tiempos de Cárdenas fue de 5.75 hectáreas, mientras anteriormente había sido de 3.6. Esas superficies eran manifiestamente insuficientes para hacer campesinos completos de los ejidatarios. La diferencia con las “pequeñas propiedades inalienables”, que podían llegar hasta 150 hectáreas, es significativa al respecto, sobre todo teniendo en cuenta que ese límite era objeto de múltiples excepciones y después se ha ido ampliando constantemente. Además se hecha de ver que las tierras de riego seguían casi siempre en manos de los grandes propietarios privados. Es pues necesario sacar la conclusión de que el fin principal de la creación masiva de ejidos no era el alumbramiento de una supuesta “clase media campesina”, en detrimento de las grandes explotaciones, sino más bien el de aplacar la cólera popular y dar a los campesinos las migajas necesarias para mantener la paz social.

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EL PROCESO DE INSTITUCIONALIZACIÓN

1. ANTECEDENTES LA CASA DEL OBRERO MUNDIAL Decidimos principiar el estudio de nuestro tema a partir, precisamente, de la formación de la Casa del Obrero Mundial, porque fue allí donde se presentaron en forma incipiente los elementos que posteriormente irían conformando las relaciones entre la clase obrera y el Estado, o para decirlo en otras palabras, donde comenzó a aplicarse el nuevo estilo en el tratamiento de los problemas de las masas trabajadoras por parte de los grupos políticos que resultaron hegemónicos en la Revolución Mexicana. La forma en que el constitucionalismo planteó y resolvió las demandas obreras de aquel entonces, las intenciones y objetivos de su lucha, el papel que se asignó al movimiento obrero, al campesino, e igualmente el papel que se asignó a sí mismo, aparecieron, en ese momento histórico, de una manera tal que ya anunciaba cuál sería su comportamiento posterior, mismo que iría perfeccionando. En efecto, y de acuerdo a lo que dejamos establecido en la introducción, consideramos que la Revolución Mexicana tiene un carácter político populista, y que esta modalidad resultó una invención del grupo vencedor. Cabe aclarar que tal invención se realizó, ciertamente, como creación única e insólita, pero no asilada: es decir, que se dio dentro de un específico contexto estructural. Por el propio carácter de nuestro trabajo, escapa a nosotros el tratar las características del gremialismo decimonónico; pero es sabido que en el siglo pasado las primeras agrupaciones laborales (que no obreras del todo) estuvieron conformadas, principalmente, por artesanos que tendían a organizarse en sociedad mutualistas o bien se dejaban influir, en lo ideológico, por el anarquismo. En el siglo XX los obreros permanecieron con tales características; en el país había una industria precaria; predominaban los artesanos y la extracción social de los pocos

obr4erors era artesanal francamente agrícola: los objetivos que se traza4ron eran limitados tanto por su reducida organización, como por el alcance mismo de sus demandas, todas ellas de carácter económico; Y las tendencias más avanzadas se encaminaban a que sus organizaciones fueran reconocidas. Al respecto, Luis Araiza es claro cuando escribe sobre el surgimiento de esta unión de obreros de varias especialidades: La Casa del Obrero Mundial no elaboró declaración de principios ni estatutos, no se estructuró como federación de sindicatos obreros y menos aún como Confederación Nacional [. . .] nació hija de las circunstancias porque no existió ningún acuerdo previo que proyectara la idea de fundarla, a ello obedece que en sus primeros meses de vida funcionó simple y sencillamente como centro de divulgación doctrinaria de ideas avanzadas; su nombre original fue Casa del Obrero, lo de mundial se le agregó después. Los organismos políticos de la época también concedían escasas o nula importancia al papel de los obreros en la lucha social. El Partido Liberal Mexicano, al referirse a la situación, señala que “se hace necesario que el pueblo mismo, por medio de mandatarios demócratas, realice su propio bien obligando al capital inconmovible a obrar con menos avaricia y mayor equidad”. Es decir, el PLM trataba de inscribir los problemas sociales dentro de un marco liberal de reformas sociales. Fuera de la mención anterior ni el Plan de San Luis ni el Plan de Ayala se refieren a la cuestión obrera. Al respecto, el programa más atractivo para los obreros, de cuentos se proclamaron en la época, fue el Plan Orozquista. Pero es sabido que Pascual Orozco no tuvo oportunidad de llevarlo a cabo. La Casa del Obrero queda establecida el 22 de septiembre de 1912, ya con Madero en la presidencia; las fuentes refieren que durante este periodo, el movimiento obrero se dedica a luchar en primer término por el gremialismo, y su participación directa en los acontecimientos políticos de la época es casi nula. Aun a pesar de lo atractivo que parecía el Plan Orozquista.

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A dos meses escasos de ocurrida la Decena _Trágica y de haber asumido la presidencia Victoriano Huerta, precisamente para el primero de mayo de 1913, se acuerda agregar a la Casa del Obrero la palabra Mundial “en homenaje también, al sublime sacrificio de los mártires de Chicago [y se adopta] la bandera roja y negra como emblema y símbolo de la lucha y aspiraciones de la Casa del Obrero Mundial”. Se decide hacer también una manifestación obrera para conmemorar tal fecha. Es entonces cuando principia una de las primeras batallas de la clase obrera de nuestro país, en esta ocasión el implantarse en España la escuela racionalista dirigida por el anarquista español Ferrer Guardia, quien es sacrificado en su país a causa de sus ideas. Llega a tal grado la intensa actividad desarrollada por los propagandistas de la Casa del Obrero Mundial, y comienza a cobrar tanto auge que, finalmente, el gobierno de Victoriano Huerta acuerda clausurarla y desata una represión en contra de los activistas más combativos. Venustiano Carranza había ya aglutinado a quienes, descontentos con la medida de Victoriano huerta, combatían bajo la bandera del constitucionalismo, y no tardan en llegar a la ciudad de México las tropas constitucionalistas al mando de Álvaro Obregón, general que “había venido dando muestras de simpatía” hacia la Casa del Obrero Mundial. “Como demostración tangible de esa realidad, el propio general entregó a los propios dirigentes de la Casa, el 26 de septiembre de 1914, el Convento de Santa Brígida y el Colegio Josefino anexo, a efecto de que ahí se instalaran sus oficinas.” Este fue, sin duda, el primer rasgo significativo, ya inscrito como un elemento de la política trazada por el constitucionalismo, y el cual hizo público Venustiano Carranza en Veracruz, el 12 de diciembre de 1914 Venustiano Carranza en Veracruz, el 12 de diciembre de 1914, donde “impuso a la Primera Jefatura que estaba a su cargo, la obligación de expedir y poner en vigor durante la lucha, todas las leyes y disposiciones encaminadas a satisfacer las necesidades económicas, sociales y políticas del país, entre las que estaban las que mejoran la condición

del peón rural, del obrero, del minero y, en general, de las clases proletarias”. Con respecto a la condición del peón rural, no tardó en darse la ley del 6 de enero de 1915, y tres meses después, el 9 de abril del mismo año, el general Obregón, “como jefe del ejército de operaciones en nombre de la Revolución y autorizado por el primer jefe, decretó un salario mínimo de 75 centavos diarios, más un 25% en cereales”. Antes se había producido la incautación de los bienes de la Compañía Telefónica y Telegráfica por parte del gobierno constitucionalista, que entregó la administración a los obreros (6 de febrero de 1915) Además hubo otros hechos pequeños, pero de gran trascendencia, como el establecimiento de puestos de auxilio “a fin de regalar al pueblo dinero en efectivo, víveres y ropa”, la organización de los cuales fue comisionada al Doctor Atl, instalándose el primero de ellos en el domicilio de la Casa del Obrero Mundial. Así, para el 8 de febrero del mismo año, y habiéndose dado ya el distanciamiento entre las fuerzas de los caudillos principales: Villa contra Carranza y Zapata contra el mismo Carranza, un grupo de la Casa del Obrero Mundial expresó que “tenía la imprescindible obligación de puntualizar su postura ante la división de los principales caudillos [y convocaba] a una asamblea general de sus afiliados para dar a conocer un proyecto de manifiesto, son de una discrepancia absoluta, salen a relucir los principios, los métodos de lucha, y en general toda la gama del sindicalismo revolucionario”. Se pudieron distinguir claramente dos posturas: la de aquellos que bajo la argumentación de que “la Casa del Obrero Mundial no tiene bandera ni fronteras porque es universal, como universales son la lucha de clases y el proletariado” y que consideraban que por “la pureza de ideales y limpia trayectoria de sus militantes” no se debería apoyar a ninguna de las tres facciones que se disputaban el poder; Y la de quienes consideraban que se debería intervenir en la lucha apoyando a un grupo determinado. Cabe resaltar que en esa reunión estuvo presente el Doctor Atl, quien al intervenir en

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la discusión y condenar a los radicales que proponían la no-participación, “produce un escándalo y se levanta la sesión y una mayoría determina celebrar una sesión secreta para el día 10”. A la sesión secreta acuden 67 miembros; el grupo minoritario lo integran principalmente anarquistas del antiguo grupo Luz, quienes argumentan que “tomar las armas en una revolución política equivale a ser instrumento de una nueva casta, y llevarla al triunfo no servirá más que para aumentar el predominio y la fortuna de nuevos ricos que lo sería en mayor proporción que los actuales”. Agregan: Toda revolución política que no tiene por fin inmediato y directo la igualdad económica bajo el punto de vista de los intereses y derechos del pueblo, no es otra cosa que la acción hipócrita de los enmascarados [...] debemos poner frente a frente los principios [...] El grupo que estaba por otorgar el apoyo a Carranza y el constitucionalismo, señala que la estabilidad de la Revolución Mexicana está en peligro e igualmente La vida de las organizaciones obreras y campesinas que apenas se van encauzando haci8a la conquista de sus reivindicaciones, [por lo que] sería cobarde eludir la aportación de nuestro contingente a la causa de la Revolución Mexicana, que representa D. Venustiano Carranza, porque más tarde el proletariado no podrá justificar su militancia en la lucha armada de la Revolución y perdería el derecho y la gloria de ostentar con orgullo el haber regado y tenido de rojo con su sangre los campos de batalla, hay haber ofrendado su vida en aras de la libertad y la justicia revolucionaria del abnegado pueblo0 de México. Ésta es, finalmente, la argumentación que sale victoriosa y el mismo 10 de febrero se firma la llamada “Acta de Santa Brígida” (o Pacto de la Casa del Obrero Mundial), por medio de la cual se forman los “batallones rojos”. Dice el Acta que la COM “ha acordado levantarse en armas para salvar al pueblo de la región mexicana, especialmente al que constituye la parte proletaria”, “decidirse por uno de los bandos que más garantías de

transformación social prestan el obrero [...] denominado constitucionalismo”. Acuerda además clausurar la Casa “hasta ver el triunfo de la causa revolucionaria, que reforzaremos reservándonos el derecho de eliminarnos cuando sea traicionada la esencia de nuestros principios”. De inmediato, una comisión fue a entrevistarse a Veracruz con Carranza para comunicarle los acuerdos. Venustiano Carranza “increpa a los comisionados y les reprocha su ideología, afirmando con énfasis que no puede aceptar a quienes niegan el reconocimiento sagrado de la patria, a los que niegan el principio de autoridad y desconocen todo régimen de gobierno; que además la Revolución se basta con la aportación de los campesinos y por ende no necesita la colaboración de los obreros”. No obstante la respuesta del primer jefe constitucionalista, los “batallones rojos” se prepararon militarmente y sostuvieron combates al lado del constitucionalismo, que ya para entonces, según declaraciones de la propia COM, se había convertido en revolución social, ya no era una riña de hermanos, “sino un movimiento gigante de intereses colectivo”; “los presentes –agregaron-, ya no son los momentos en que una facción cualquiera se adueña de la cosa pública y deshace a su capricho y antojo personal. Ya no es una entidad, es una masa que puja por levantarse del suelo”. Para estas fechas la revolución constitucionalista iba tomando ya los caminos de la victoria: Villa fue obligado a retirarse cada vez más hacia el norte después de la decisiva batalla de Celaya; el constitucionalismo deba pasos definitivos hacia su consolidación; las tropas del general Pablo González cercaron a los zapatistas en las montañas del estado de Morelos, pero al mismo tiempo, los “batallones rojos” principiaban a representar un serio peligro, pues se dedicaban a proclamar la urgencia de la revolución social, recordando sin duda las promesas del constitucionalismo (y dispuestos a llevarlas a la práctica), promesas que la lucha armada había impedido realizar plenamente. Ante esta panorama, Carranza “dicta una serie de medidas encaminadas a exterminar, o cuando menos, a aniquilar a la

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COM, e [...] inicia su ofensiva disolviendo los “batallones rojos”. Otro fenómeno importante ocurría en la capital: no se conseguía víveres y “los billetes” (aun los constitucionalistas) eran moneda sistemáticamente rechazada por los comerciantes. Ante esta actitud los obreros decidieron lanzarse a una huelga, pues la situación no se podía resolver de otra manera. Y aquí se cargan de interés las declaraciones del general Pablo González: La Revolución no es ni puede ser el patrimonio de un solo grupo. La Revolución es un movimiento de amplio carácter social, que si afecta en manera muy importante a los trabajadores, también debe amparar a todas las más clases y conservar, dentro de la libertad y la justicia, el orden en la sociedad. La idea revolucionaria no está reñida con el orden social. El espíritu de reforma no puede considerarse opuesto al espíritu de organización y de paz. Si la Revolución ha combatido la tiranía capitalista, no puede aceptar la tiranía proletaria y a esta tiranía es a la que pretenden llegar los obreros. En el párrafo anterior aparece claramente establecido el carácter de la Revolución, al igual que sus objetivos. Para aclarar el papel de los obreros, de su organización y de las huelgas, el siguiente párrafo es elocuente: Nosotros queremos para el obrero mexicano la organización inteligente y sólida; la comprensión exacta de sus derechos y deberes; la serenidad de sus procedimientos y la justificación en sus resoluciones; la huelga cuando vaya procedida del estudio y esté sostenida con suficientes recursos de la organización que la declare; la elevación moral e intelectual de los trabajadores para que así no estén a merced de los huecos vociferados o perezosos intrigantes, y procedan serena y razonadamente. Posteriormente, la Casa del Obrero Mundial es arrojada del local que tenía en el Palacio de los Azulejos, y el bando, dado por Carranza el primero de agosto de 1916, reitera y precisa más la postura constitucionalista respecto a la huelga planteada por los obreros:

Los trabajadores son una pequeña parte de la sociedad y ésta no existe sólo para ellos, pues hay otras clases cuyos intereses no les es lícito violar, porque sus derechos son tan respetables como los suyos. [...] La suspensión ilícita del trabajo no sólo sirve de presión al industrial, sino perjudica directamente e indirectamente a la sociedad. [...] La huelga no va contra las empresas particulares sino que afecta de manera principal al gobierno y a los intereses de la nación. La desaparición definitiva de la Casa del Obrero Mundial ocurrió cuando un líder de la Federación de Sindicatos Obreros del DF, después de entrevistarse con Obregón, aconseja que “entren en receso en cuanto a las actividades tanto de la Federación como de la Casa del Obrero Mundial a fin de no complicar la grave situación en que están colocados nuestros compañeros [determinados por participar activamente en la huelga] Obrando con cautela e inteligencia –puntualiza- se puede evitar mayor número de aprehensiones [...] No obstante, Luis Araiza reitera la idea de que la Casa del Obrero Mundial dotó a la Revolución Mexicana de contenido social, pues “fue ella quien a través de sus 40 comisiones recorrió todos los ámbitos de la República, proclamando y enseñando lo que es y significa la justicia revolucionaria”. En lo anterior podemos señalar los siguientes elementos: En el movimiento obrero persistía la idea (al caracterizar a los grupos contendientes en la Revolución), de que había sectores amigos, con los cuales el obrero podía y debía colaborar a fin de consolidarse a sí mismo y apoyar las reformas que se planeaban para los otros grupos sociales. La posición contraria, que propugnaban por el internacionalismo anarquista, fue derrotada. El constitucionalismo, al tiempo que alcanzó victorias militares, sentó las bases para su consolidación política, haciendo concesiones de índole reformista a obreros y campesinos, pero para enfrentarlos entre sí. De estos enfrentamientos, el único que resultó fortalecido fue el propio constitucionalismo.

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Por ello el constitucionalismo se preocupa esencialmente, en un principio, por lograr la participación de los obreros en los acontecimientos p0olíticos; pero les limita su participación e incluso llega a suprimirlos cuando los considera peligrosos. La huelga de 1916 permitió que el constitucionalismo expresara y aplicara su doctrina sobre los conflictos sociales: apareció como árbitro de la sociedad (“La Revolución está por encima de los grupos”) y como defensor del espíritu de reforma dentro de la paz y la organización, asignó un papel determinado al movimiento obrero y le aconsejó la necesidad urgente de dotarse de una organización para proceder serenamente. Pero el país necesitaba transitar de la situación de hecho a la de derecho; es decir, este orden incipientemente legitimado, tenía que establecerse en códigos, en “leyes suprema” que fueran las que posteriormente rigieran los conflictos. A estos fines iba encaminada la inclusión de un artículo como el 123 en la Constitución de 1917, considerada como culminación del periodo armado. En este punto destacan las intervenciones de Héctor Victoria, Froylán C. Manjares, Heriberto Jara y otros más en el Congreso Constituyente de 1916-17, a favor de que el movimiento obrero (y el campesino), pudieran consolidar las conquistas que había obtenido durante la contienda armada e incluso que “se lograran otras más amplias y justas”. Las otras dos formas legales que reglamentaría al propio artículo 123 (el establecimiento de las Juntas de Conciliación y Arbitraje y la Ley Federal del Trabajo), ambas instauradas en los años de 1927 y 1930, respectivamente, serán tratadas en el siguiente apartado para que sean mejor comprendidas dentro de su propio contexto.

LA CROM Y EL MAXIMATO La Confederación Regional Obrera Mexicana fue producto del congreso obrero convocado a principios de 1918 por el gobernador de Coahuila, Espinosa Míreles, y venía a ser, en cierta medida, la respuesta al requerimiento

planteado por los constitucionalistas de dotar al movimiento obrero de una organización que, al tiempo que ayudara a consolidar al Estado, constituyera un segundo esfuerzo para lograr la unificación desde arriba de los obreros mexicanos. No podemos soslayar el hecho de que tal congreso se haya realizado en el estado de Coahuila, considerado zona de influencia de Álvaro Obregón, pues en la capital no hacía mucho que Carranza había clausurado la Casa del Obrero Mundial y perseguido a varios de sus miembros (algunos de los cuales aún permanecían en la cárcel) El Partido Laborista Mexicano nació en 1918, según Retinger, “como el objeto de lanzar la candidatura del propio general Obregón para presidente en las elecciones... asegurándole el más amplio apoyo por parte del movimiento obrero. Esta ocasión, empero, no era la primera en que se fundaba un partido político “de la clase obrera”, pues en 1917 se había organizado el Partido Socialista Obrero. Lo que desde luego conviene resaltar es que en la campaña presidencial de Obregón, los obreros tuvieron una participación importante, a través de la CROM, precisamente. Obregón tomó posesión de la presidencia la primera de diciembre de 1920 y, para decirlo con palabras de Retinger, “por primera vez en la historia de México, los obreristas tomaron participación en el gobierno”. Morones fue nombrado director de los establecimientos fabriles y el general Gasca, gobernador del DF. Ambos eran dirigentes prominentes de la CORM y del PLM. Durante su gobierno, “la organización sindical entró en periodo de auge; desde entonces empezaron los obreros a apreciar las ventajas de estar reunidos para defender sus intereses”. Sin embargo, la ideología del movimiento obrero mexicano, calificada acertadamente por Retinger, es práctica no teórica: En proximidad con las primitivas condiciones de la vida, evita toda clase de artificios, permite mayor iniciativa, limita el temas de ofender al tradicionalismo, asegura un sentido más natural y lógico de la política general obrerista; todo lo cual compensa la falta de preparación y el desconocimiento de infinitos

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detalles administrativos a los cuales se les da tanta importancia en el extranjero [...] Estas constantes, que persisten durante años en el movimiento obrero de México, coinciden, en lo económico, con la etapa que Leopoldo Solís califica como “de formación”, que se extiende de 1921 s 1935. Para que fuera posible el logro de las premisas básicas de la Revolución Mexicana era necesario crear mecanismos e instituciones que permitieran su realización. Al respecto, Álvaro Obregón no tarda en establecer nuevamente el papel que era preciso cumplieran las factores de la producción, al señalar: Tal parece que los derechos de los trabajadores se consideran como medios para lesionar al capital. Nada más falso. Si yo puedo envanecerme de algo cuando deje la presidencia, será, a no dudarlo, el ver realizado este ideal que persiguió en bien de la armonía que debe existir entre todas nuestras clases laborantes. La CROM, a su vez, se hace partícipe de tales principios conciliatorio, al tiempo que aumenta el número de sus agremiados de 1920 a 1924 de cien mil a un millón; e igualmente aumenta la importancia del Partido Laborista Mexicano, lo que se expresa en el hecho de que de los 25 concejales del ayuntamiento metropolitano, más del 50% pertenecen a tal partido. Pero la evidencia mayor de la importancia que la CROM significaba para el Estado se advierte cuando, al asumir la presidencia, Plutarco Elías Calles nombra miembro de su gabinete a Luis N. Morones, máximo líder de la CROM. “Mediante esta vinculación –dice Guadalupe Rivera Marín- se consolida el movimiento obrero y el Estado reconoce que gracias a las organizaciones sindicales se logra una mayor estabilidad de las instituciones e ideales surgidos en virtud de la lucha revolucionaria.” Una de las primeras medidas de Morones, ya como secretario de Industria, Comercio y Trabajo, fue la de establecer un armisticio entre el capital y el trabajo, eliminando, hasta donde fuera posible, todo elemento de fricción entre ambos; este paso era urgente

para el Estado, dada la carencia de capitales nacionales que pudieran cubrir las necesidades industriales del momento, de donde “había que concentrar más y más empresas industriales en manos del gobierno y transigir con el capital extranjero”. Lo que se pretendía era una gradual nacionalización de la producción, para lo cual el gobierno poseería el 51% de las acciones de las empresas comerciales e industriales autónomas. Para 1925 ya la CROM había introducido un elemento que alteraba substancialmente las funciones de la central con respecto a sus agremiados. Alfredo Pérez Medina, líder de la Federación de Sindicatos Obreros del DF, señaló: Ya acabaron los tiempos de que las agrupaciones obreras aisladamente hicieran y formularan sus pliegos de peticiones [...] hoy, tanto el comité de la CROM como la Federación de Sindicatos, para apoyar esos pliegos de peticiones estudia previamente la situación económica del país y de la industria contra la cual vayan dirigidas, y si de este estudio encuentra viable lo solicitado, apoya, desde luego, la situación obrera. [si ocurre lo contrario], entonces de plano no solamente no apoya las peticiones, pues ni tan siquiera aprueba la lucha. Es decir, ahora la CROM era gestora, y ejercía las funciones que posteriormente habían de estar señaladas a las Juntas de Conciliación y Arbitraje: decidía la legitimación o no de una determinada demanda. Eran años en los que todavía no se encontraba una reglamentación particular sobre el artículo 123; la Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo no estaba facultada, legalmente, para decidir sobre la legalidad o no de una huelga y lo hacía, indirectamente, a través de la CROM, como quedó claro en el párrafo anterior. Pero obviamente no podía actuar igual con respecto a organizaciones que no estaban dentro de tal confederación, como era al caso de la Confederación de Transportes y Comunicaciones, que agrupaba principalmente a ferrocarrileros. La Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo había declarado inexistente una huelga

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planeada por la CTC; empero, como no tenía facultades legales para ello, los dirigentes de la Confederación de Transportes y Comunicaciones interpusieron un amparo ante la Suprema Corte de Justicia, por ser éste un organismo colegiado superior cuya fallo revocaría el acuerdo de la Secretaría de Industria Comercio y Trabajo. Era casi seguro, según refiere rodea, que se concediera tal amparo y de esta forma la CTC fortaleciera su importancia en detrimento de la CROM. En estas condiciones [sigue diciendo Rodea], teniendo interés el líder Morones en encontrar un medio legal de acabar con la huelga ferrocarrilera de aquel entonces, consideró que el único camino factible seria el de crear la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje. El Ejecutivo (Calles), aunque no podía expedir una ley de esa naturaleza, de todos modos lo hizo y por decreto del 17 de septiembre de 1927 [...] se crearon las juntas Federales de Conciliación y Arbitraje, siendo el primer asunto [...] el relativo a la huelga de la CTC, decidiendo que la huelga era ilícita. Tal junta, según se había consignado en su reglamento interno, “tenia competencia para conocer en arbitraje de los conflictos de trabajo suscitados ente los trabajadores y empresas de jurisdicción federal, dejando el periodo conciliatorio a cargo de las juntas regionales y ventilando en este aspecto aquellos conflictos que se suscitaron dentro del DF”. Pero todo esto, sin duda, no es sino el preámbulo para la discusión y elaboración de la Ley Federal del Trabajo, que ya había anunciado Emilio Porte Gil, el nuevo presidente de la República, al inicio de su mandato. El 15 de noviembre de 1928 Porte Gil convocó a un congreso al que concurrieron las partes interesadas a fin de discutir el proyecto de Ley Federal del Trabajo. En tal fecha, el presidente Portes Gil manifestó a los asistentes; “El proyecto abriga el propósito de conciliar, dentro de los principios de humanidad, los intereses de los trabajadores; pero sin lesionar, hasta donde sea posible, los intereses del capital.” Esta ley vendría a ser la cristalización de los gobiernos posrevolucionarios en materia

laboral y evidenciaría nuevamente el carácter populista de los gobiernos de la Revolución Mexicana. Aquí alcanzaron su legitimación formal las prácticas de la CROM, al pretenderse ésta reguladora de las relaciones entre los factores de la producción; aquí se depositó en el fallo arbitral de las Juntas de Conciliación la calidad de resolver la justeza de una demanda, de una huelga; la validez de la representatividad de un sindicato; aquí, en suma, se depositaron la soberanía y voluntad de los obreros, a fin de que los gobiernos de la Revolución Mexicana pudieran adecuar los momentos a su estrategia y fines y llevaran adelante la defensa de sus intereses. Conviene aquí referir que la oposición a que esta ley se estatuyera legalmente, amplia por parte de las organizaciones obreras independientes, las cuales pese a su anarquismo, o pese a su atraso ideológico (como era el caso de los comunistas) dieron, sin embargo, argumentaciones pertinentes que no fueron, ni podían ser tomadas en cuentas. Dijo David A. Siqueiros, representante comunista: Permitir la intervención del Estado en asuntos interiores de los sindicatos, sería tanto como permitir la destrucción de éstos. [...] sólo el régimen fascista de derecho a inmiscuirá [al Estado] en las cuestiones interiores de los sindicatos. Lombardo Toledano, que en aquel tiempo era miembro de la CROM respondió en ese momento que “el Estado era intérprete de la equidad en cuestiones de trabajo” y que tal Estado “representaba los intereses de la Revolución”. Y tres años más tarde, en 1931, cuando la ley estaba ya aprobada y había sido puesta en vigor, cuando las huestes cromianas estaban ya a su mando (en la “CROM depurada”) se mostró de acuerdo con los planteamiento que señalaban los comunistas, anarquistas e independientes y también condenó tal reglamentación. Paralela a la discusión sobre la nueva Ley Federal del Trabajo, ocurrió la formación de importantes agrupaciones patronales, pues toda vez que dicha ley se proponía reglamentar la acción de patrones, obreros y Estados, era preciso que los propios patrones

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hicieran uso del derecho establecido en la Constitución de 1917, para coaligarse en defensa de sus intereses, formado asociaciones de intereses. El presidente Portes Gil, en una alocución dirigida a los industriales de Nuevo León, señaló: Cuando todos los industriales y los trabajadores de la Republica estén organizados, la industria prosperará y tendrá su mayor desarrollo. Mientras imperen los caprichos y se vaya por caminos diversos, la industria estará a merced de grupos contradictorios. Por eso abogamos por la creación de núcleos de resistencia y de previsión económica y pedimos a las industrias que, sin desconocer los derechos de los trabajadores, se organicen para que juntos contribuyan al desarrollo de la industria mexicana. Las tesis son bastante claras; más aún si tomamos en cuenta que, por ejemplo. Porte Gil, al referirse a los caprichos imperantes por causa de grupos contradictorios, alude, indudablemente, al estado caótico de las organizaciones obreras y a las prácticas de Luis N: Morones, quien de una parte, tenía una prestigio decreciente entre el movimiento obrero, y de otra, pretendía resarcirse de tal desprestigio acentuado su poder en la CROM e imponiendo condiciones cada vez más gravosas (y cada vez menos aceptables) al Estado. Esto plantaba la inmediata reformulación de las relaciones entre Estado, patrones y obreros. Tres días después de las declaraciones de Porte Gil, se firma en la ciudad de México el acta constitutiva de la Confederación de Patrones de la República Mexicana, resultado de una convención de delegaciones representativas de las Cámaras de Industria y de Comercio del país. “Estudiar las relaciones entre capital, dirección y trabajo; pugnar por el bienestar de ambos y el desarrollo de la prosperidad nacional; armonizar las relaciones de los patrones entre sí y de éstos con los obreros; defender los intereses de las agremiados”, destacan entre los puntos más importantes de los estatutos de este “organismo nuevo que representará a todos los patrones del país y que se encargará

de defender sus intereses en el campo de las relaciones de trabajo”. A esta redefinición de las relaciones entre los sectores sociales más importantes dentro del país, fue encaminada también la formación, en el mismo año de 1929, del Partido Nacional Revolucionario, cuya creación, según Portes Gil, “obedeció al propósito de fusionar en un conglomerado nacional a la inmensa mayoría de los elementos revolucionarios que se hallan dispersos, y disciplinar debidamente las tendencias dislocadas de grupos regionales que dificultaban la marcha del movimiento social mexicano”. Y en efecto, el PNR sería un instrumento unificador de la “familia revolucionaria” y centralizador del poder político; mediante él, el Estado se consolidaría y aumentaría considerablemente su poder. Como se observa, más que una redefinición, se están planteando los cuerpos instituciones encaminados a dirigir, orientar y regular la vida económica, social y política del país. Esto contribuyó indudablemente a la desaparición del Partido Laborista Mexicano, que, ya sin el apoyo oficial, dejó aislado al moronismo y permitió su práctica en connivencia mayor con las empresas y el Estado en detrimento de la defensa de los interese obreros. Para ese tiempo, la Federación de Sindicatos Obreros del DF, en la que ya principiaban a descollar Fidel Velásquez, Jesús Yurén y Fernando Amilpa, decide salirse de la CROM; al mismo tiempo se van fortaleciendo poco a poco organizaciones independientes como la Confederación de Transportes y Comunicaciones (de ferrocarrileros) o la Confederación Sindical Unitaria, filial del PCM. Todo ello ante un panorama económico sensiblemente afectado por la gran depresión de 1929; los efectos de tal crisis, aquel permanecieron hasta 1933, el número de desempleados, la escasez de circulante, acentuaron aún más las crisis políticas. He aquí una panorama en el que “las fuerzas obreras comenzaron a desintegrarse en fuerzas cada vez más pequeñas que agotaban sus recursos en luchas mutuas, dejando al

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movimiento sin una voz oficial, que no intervenía en la política nacional”, para decirlo con palabras de Howard Cline. En forma tal que cuando se planteó la reorganización del mi9vimiento obrero, uno de los primeros pasos fue la constitución de la Confederación General de Obreros y Campesinos de México, Nacida del congreso de octubre de 1933, que unificó a la mayoría de los sindicatos pertenecientes a la antigua CROM y a otros sectores importantes del proletariado, logró, en poco tiempo, renovar en las masas la confianza en la lucha sindical; juzgó públicamente y con valentía los más importantes problemas nacionales, arrancó por coacción moral a las autoridades del trabajo resoluciones de importancia para todo el proletariado del país y trabajo con empeño por la unificación de todos los grupos sindicales como único medio para lograr un cambio en la conducta del gobierno, respecto de los problemas insolutos de la Revolución. De lo establecido en este apartado, podemos puntualizar los siguientes elementos: 2. Una vez consolidado el constitucionalismo

en el poder, se planteó la necesidad de iniciar el periodo constructivo de la Revolución Mexicana; su doctrina siguió siendo la conciliación de clases y, ante la imposibilidad de que el capital mexicano impulsara y desarrollara la industria local, también se estableció un armisticio para con el capital extranjero. Ante lo cual, el movimiento obrero fue integrado dentro del cuadro general que definió la estrategia de la incipiente burguesía en el poder. Hubo una consolidación del movimiento obrero y para el grupo en el poder quedó claro que el fortalecimiento de esos marcos institucionales, tan necesarios, quedaba aún más sólido con la participación del movimiento obrero, en forma organizada, a través de la CROM; este marco se consolidó con la participación del movimiento patronal, en la misma forma, a través de organizaciones, y todo ello bajo los mismos principios de la armonía de clases y el papel preponderante de la Revolución para el desarrollo económico y social del país. La creación de las Juntas de

Conciliación (municipales, centrales y Federales), la aprobación e implantación de la Ley Federal del Trabajo y la misma creación del partido oficial (el PNR) vinieron a completar este proceso que el Estado capitalista necesitaba cubrir.

2. LA CONFEDERACIÓN DE

TRABAJADORES DE MÉXICO Todo lo anterior, sin embargo, se había venido dando paulatina, afanosamente, soportando las efectos de la crisis económica internacional y sus graves consecuencias en el panorama del país. Hacia 1935 la situación mundial había variado substancialmente, sobre todo para los países (como el nuestro) cuyo desarrollo estaba y sigue limitado por las relaciones de dependencia respecto a países capitalistas dominantes, que van marcando la pauta y el ritmo de crecimiento económico. La recuperación económica se había iniciado. Este cambio fue el que precisamente permitió a los países de desarrollo dependiente, y en particular al nuestro, comenzar el “proceso de crecimiento sostenido ocurrido de 1935 a la fecha”: Entre las políticas de fomento de desarrollo que tuvieron lugar en el periodo comprendido entre las dos guerras mundiales, hay cuatro [dice Leopoldo Solís] que consideramos muy importantes: la Reforma Agraria, la expropiación petrolera, la creación de mecanismo financieros, y el uso del gasto público para la formación del capital. Esto requería que se estableciera una relación entre el Estado y las clases en forma tal que permitiera el cumplimiento de determinados objetivos de la manera más pronta y eficaz. Empero, ante un movimiento obrero sin control –control que se perdió con la declinación de la CROM y el monroísmo- ni en lo ideológico ni en lo organizativo, ante un panorama campesino conformado de igual manera (aunque con organización muy incipiente) y con un escaso monto de “sectores medios”, resaltaba necesario, para el Estado el establecimiento de un plan, de un programa que guiara la conducta de los

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gobernantes durante esos años difíciles. El plan sexenal que elaboró el PNR en diciembre de 1934, aparecía como un buen principio, pero ¿cómo habría de materializarse?, ¿cuál sería su base social de apoyo?, ¿cómo, en suma, armonizar los factores de la producción en un época de constantes huelgas? La alternativa para resolver tales interrogantes no tardó en aparecer a los pocos meses de que Lázaro Cárdenas tomara el poder, precisamente a raíz de unas declaraciones del ex –presidente Plutarco Elías Calles, considerado “el jefe máximo”. Luego de pronunciarse contra el establecimiento de alas izquierdas y alas derechas dentro del partido oficial (el PNR) porque “seguramente nadie aceptará quedar atrás y ahí comienza el maratón de radicalismos y con ello el comienzo de los excesos que a ningún acierto pueden conducir”, señaló: Este es el momento en que necesitamos cordura. El país tiene la necesidad de tranquilidad espiritual. Necesitamos enfrentarnos a la ola de egoísmos que viene agitando al país. Hace seis meses que la nación está sacudida por huelgas constantes, muchas de ellas enteramente injustificadas. Las organizaciones obreras están ofreciendo en numerosos casos ejemplos de ingratitud. Las huelgas dañan mucho menos al capital que al gobierno; porque le cierran las fuentes de la prosperidad. De esta manera las buenas intenciones y la labor incansable del señor presidente están constantemente obstruidas, y lejos de aprovecharnos de los momentos actuales tan favorables para México, vamos para atrás, retrocediendo siempre, y es injusto que los obreros causen este daño a un gobierno que tiene al frente a un ciudadano honesto y amigo sincero de los trabajadores como el general Cárdenas. No tienen derecho a crearle dificultades y estorbar su marcha... [Y a propósito de los líderes obreros en gente y en organizaciones impreparadas, están provocando y jugando con la vida económica del país. [...] ¡La huelga libre! Proclaman, y cuando comienzan sus dificultades entonces corren, acuden al gobierno, diciéndole: ¡ampárame! ¡Protégeme! ¡Sé el árbitro!.

Una huelga se declara contra un estado que extorsiona a los obreros y les desconoce sus derechos; pero en un país donde el gobierno los protege, los ayuda y los rodea de garantías, perturban la marcha de la construcción económica. No sólo es una ingratitud sino una traición. Rodea refiere que: El mismo día en que Plutarco Elías Calles publicó su amenaza en los diarios de México del extranjero, a iniciativa del Comité Ejecutivo Federal del Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana, se organizó el Comité Nacional de Defensa Proletaria. El comité declaró a Calles traidor de la Revolución y enemigo del proletariado mexicano y se propuso tr4abajar con empeño para la organización y formación de una nueva central sindical que no sólo fuera la más poderosa en la historia del movimiento obrero nacional por el número de sus contingentes, sino también por su ideología y por su táctica de lucha. Entre sus acuerdos destacan: El prestarse solidaridad en aspectos particulares; que irán a la huelga general cuando aparezcan manifestaciones de carácter fascista: la necesidad de un congreso nacional obrero y campesino en el que se trate la unificación del proletariado en una sola central; que están en contra de la colaboración con la clase capitalista y que ajustarán sus actos a una táctica eminentemente revolucionaria y bajo el principio de la lucha de clases. Participaron en el Comité Nacional de Defensa Proletaria: la Confederación General de Obreros y Campesinos Mexicanos, al frente de la cual estaban Vicente Lombardo T., Fidel Velásquez y Jesús Yurén; la Confederación Sindical Unitaria de México, filial del partido Comunista Mexicano; la Cámara Nacional de Trabajo (aunque ya con poca fuerza) y los tres sindicatos de industria de mayor importancia en el país: Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República, Sindicato de Trabajadores Mineros y Metalúrgicos y el Sindicato Mexicano de Electricistas.

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El presidente Lázaro Cárdenas dio respuesta a los señalamientos de Calles, el 14 de junio del mismo año de 1935, y dijo a propósito de las huelgas: Estimo que son la consecuencia del acomodamiento de los intereses representados por los dos factores de la producción y, que si causan algún malestar y aun lesionan momentáneamente la economía del país, resueltos razonablemente y dentro de u espíritu de equidad y de justicia social, contribuyen con el tiempo a hacer más sólida la situación económica, ya que su correcta solución trae como consecuencia un mayor bienestar para los trabajadores, obtenido de acuerdo con las posibilidades económicas del sector capitalista. Agrega: Ante estos problemas el Ejecutivo General está dispuesto a obrar con toda decisión para que se cumpla el programa de la Revolución y las leyes que regulan el equilibrio de la producción y decidido, asimismo, a llevar adelante el plan sexenal del PNR sin que le importe la alarma del sector capitalista. Pero al mismo tiempo considero de mi deber expresar a trabajadores y patronos, que dentro de la ley disfrutarán de toda clase de garantías y apoyo para el ejercicio de sus derechos, y que por ningún motivo el presidente de la República permitirá excesos de ninguna especie o actos que impliquen transgresiones a la ley o agitaciones inconvenientes. La diferencia esencial entre las declaraciones de Calles y Cárdenas radican tanto en el carácter que ambos conceden a las huelgas, como en las consecuencias que de ellas se derivan, hay un acuerdo básico en cuanto al carácter regulador del Estado, en cuanto a la obediencia irrestricta a normas y leyes. Cárdenas, sin embargo maneja un elemento más que escapa a Calles y es el de dar, sólo por el momento, escasa beligerancia al “sector capitalista”. Una exhortación al cumplimiento de las leyes la precisa Cárdenas, meses después, al responder a un memorial que le envía el sector patronal de Monterrey (preocupado éste por el ascenso del movimiento popular,

fenómeno que ya se había manifestado desde la etapa armada de la Revolución, pero que ahora tenía necesidad de acentuarse): Es cierto que un movimiento de violencia que desquiciara el orden establecido sería funesto. Precisamente porque conozco, como revolucionario, qué circunstancias siembran las explosiones del sentimiento popular, recomiendo que la clase patronal cumpla de buena fe con la ley, cese de intervenir en la organización sindical de los trabajadores y dé a éstos el bienestar económico a que tienen derecho, dentro de las máximas posibilidades de las empresas, porque la opresión, la tiranía industrial, las necesidades insatisfechas y la rebeldía mal encauzada son los explosivos que en un momento dado podrían determinar la perturbación violenta tan temida por ustedes. Si se leen con detenimiento tales párrafos, observaremos que lo que hace Lázaro Cárdenas es solamente recordar a los empresarios el papel que tienen asignado, recordarles que el no cumplimiento del mismo llevaría al desorden, a la rebeldía mal encauzada. Aprovecha la oportunidad también para precisarles a los mismos patrones cómo concibe la colaboración de clases: ¿Con qué obras?, ¿con qué operaciones?, ¿con qué normalidad en los precios han contribuido estos tres sectores (banca, industria y comercio) para mejorar las condiciones del pueblo? ¿Cuáles han sido sus actos para reforzar ante la opinión pública la obra constructiva que actualmente desarrolla el gobierno en carreteras, en irrigación, en ferrocarriles, en educación, en salubridad? Mantenerse en una actitud de pesimismo y haciendo frecuente declaraciones alarmistas en lo público y en lo privado, no es ciertamente muestra de colaboración. Así que para los patrones tampoco bastaba con cumplir simplemente lo estipulado en las leyes; sino en contribuir a la consolidación del Estado, en ayudarlo para aflojar las tensiones sociales productos de la elevación de precios, en “reforzar ante la opinión pública” la obra constructiva de la Revolución. Pero a Lázaro Cárdenas le preocupaba sobremanera un elemento más: la unificación y consolidación orgánica de las fuerzas

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políticas y sociales más importantes. Ya estaban unidos y consolidados los patrones a través de las cámaras de industria, comercio y asociación de banqueros; ya lo estaba el grupo en el poder a través del PNR; faltaban ahora los otros grupos igualmente importantes: los obreros y campesinos. En su discurso de protesta como presidente, en diciembre de 1934, Lázaro Cárdenas señalaba: Las clases laborantes se debaten en una lucha doble: la que llevan a cabo en defensa de sus intereses de clase y la que desarrollan al debatirse al calor de pasiones y egoísmos con lo que sólo han logrado debilitar sus filas y retrasar el logro de sus aspiraciones. Para remediar esto es que he venido propugnando y llamando a los trabajadores a la formación de un frente único. Este planteamiento se ve plenamente cumplido en febrero de 1936, y también como resultado del congreso al que había citado el Comité de Defensa Proletaria. La CTM nace de ese congreso, obra de una alianza de las principales agrupaciones obreras del país. Para decirlo con palabras de Rosendo Salazar: El congreso de la Arena Nacional (24 de Febrero) es un acto de unidad proletaria y el más importante de cualquier otro tiempo de la sindicalidad mexicana; no se ven doctrinas políticas o morales; no se discute qué creencia religiosa impera entre los delegados; tampoco se considera color ni grado de cultura; porque nada de esto cuenta para unir a los que por necesidades de la producción industrial deben marchar unidos siempre; en tal plan colaboran todos; el movimiento obrero nacional ha [sic] urgencia de un movimiento inconmovible y de un ideárium, ambas cuestiones fincadas en la realidad más palpable y estricto apego a la historia y al fenómeno de una burguesía arreligiosa producto de la transformación surgida en el siglo XVIII, industriosa, constructiva en grado máximo y aspirante al predominio absoluto; una burguesía que por híbrida, no tiene compromisos tradicionales ni históricos con los pobres cuya cabeza en Cristo, ni con los ricos cuya cabeza es Dios omnipotente y omnisciente. Además de ser esta central abigarrada en la ideológico, a ella no concurren exclusivamente

obreros; también la forman intelectuales universitarios que, como Vicente Lombardeo Toledano, “quieren el respaldo del poder oficial para apoyar sus actos y afirmar las conquistas económicas de la clase obrera”. Su declaración de principios, por tanto, es también una mezcla de sindicalismo, socialismo y anarquismo, propugna la Unificación de los núcleos de la clase trabajadora excluyendo los sectarismos y alejándose de los inconvenientes de la táctica cerrada y de la disciplina ciega, contraria a la democracia sindical. Estableció como norma suprema de su conducta la lucha contra la estructura semifeudal [sic] del país y contra la intervención de las fuerzas imperialistas en la economía y en la independencia de la nación mexicana y llamó a los otros sectores del pueblo para luchar en conjunto contra la reacción interior y contra el fascismo, garantizado de esta manera el desenvolvimiento histórico de la Revolución. Se podría afirmar, sin embargo, que aun sus planteamientos más avanzados están encaminados a consolidar e impulsar “el desenvolvimiento histórico de la Revolución Mexicana”, que no era sino el desarrollo del capitalismo en el país. Pese a esto, piensan haber asimilado la experiencia de la CROM moronista y señalan que tales prácticas dejaron en ellos las siguientes enseñanzas: “que el logro de su programa debe ser consecuencia de sus propios esfuerzos y que sólo circunstancialmente puede coincidir con la conducta de los funcionarios públicos: cuando éstos se identifican con los anhelos del propio proletariado, haciendo honor de los ofrecimientos incumplidos de la Revolución Mexicana”. De hecho, la ideología de la conciliación de clases –impulsada desde el movimiento obrero por la CROM- y la subordinación de los trabajadores al Estado, quedaron el pie. La composición orgánica de la CTM fue mixta, es decir, agrupó sindicatos de industria (o sindicatos verticales) como el de ferrocarrileros, el de mineros y metalúrgicos, y también sindicatos de jurisdicción (locales) en varias partes del país (sindicatos horizontales), como por ejemplo los del estado de Jalisco, del DF, etc. lo cual obedecía a la existencia de industrias grandes y

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pequeñas y a la pretensión de aglutinar a todos los obreros del país. No sólo como secretario general, sino como dirigente de la CTM desde su fundación hasta su periodo de consolidación, Vicente Lombardo Toledano juega un papel importante, pese a que, como dirigente de la Confederación General de Obreros y Campesinos de México, se pronuncia “contra el jacobinismo de Lázaro Cárdenas”. Una vez que es nombrado secretario general de la central, señala que a la Sabia política de Cárdenas [...] le debe el proletariado nacional esta CTM, no por haberla discernido con su poderosa imaginación de estadista, pues la CTM es obra conjunta de varios factores, sino por haber apoyado su creación, sirviendo de intérprete fiel a las aspiraciones de la clase obrera, y, naturalmente, a su necesidad de sentirse fuerte por la unión, después de ocho años de lucha denodada contra los corruptores de sus ideas; contra quienes, desviando de su cauce al sindicalismo, hicieron de este noble sistema de resistencia a la explotación capitalista, un eslabón para sus instintos, en contubernio con políticos tan inmorales como ellos. Después Lombardo justifica la creación de la nueva central: Es manifiesta la mala fe que se emplea por parte de patronos y líderes descarriados, para desacreditar tanto al gobierno como al movimiento obrero, que está dispuesto a estructurar una central que dé idea del desarrollo a que ha llegado y el que obtenga en el futuro la economía nacional, puesto que a una industria, una agricultura, una banca y un comercio en auge, forzosamente debe corresponder un proletariado obrero y campesino en auge. Si los términos no corresponden, culpa es de los malos gobernantes que permiten que al margen de un desequilibrio funesto, se alimente una plaga de parásitos sociales. Aquí Lombardo no hace sino evidenciar un signo característico de esa época: el que consideraba a Lázaro Cárdenas como “fiel intérprete de las aspiraciones de la clase obrera”. Más aún, resalta el papel de la CTM como indicadora del grado de desarrollo del

país. Esto quedará más claro todavía en un posterior discurso de Lombardo donde Expresa: La CTM empezó a actuar ya no como fuerza sindical típica, tradicionalmente sindical, sino como una fuerza social que iba a intervenir en la vida pública de México y además para cooperar en la consecución de los más altos ideales de la nación mexicana. Fuimos en consecuencia, desde nuestra primera hora, una organización política en el más alto sentido de la palabra; una institución que rompía la tradición sectaria de la vida sindical mexicana, para transformarse en una institución al servicio del pueblo de México, de los ideales de la nación mexicana, e inclusive de los ideales de nuestro continente y más todavía de los ideales de la propia humanidad. Otros rasgos más, igualmente significativos, se agregan tras la lectura del párrafo anterior: los obreros, esta vez como fuerza sindical, a través de la CTM, intervienen en la vida pública de México, y lo que es más relevante aún: la confederación se transforma en una institución “al servicio del pueblo de México”. Esto significa que en ese momento los obreros no sólo colaboran con el Estado, sino que son parte de él, trabajan para su consolidación, para realizar sus fines y objetivos capitalistas. Aquí, al referirnos a los obreros, aclaramos que lo que se desarrolló en esos momentos de la vida social y política del país fue una política de masas, que implica la colaboración de clases, donde las clases propiamente dichas y él –estado como tal se diluyen en “la nación mexicana”, en “la Revolución”, en los altos principios e ideales del “pueblo de México”. La política de masas fue un estilo de gobierno mediante el cual Cárdenas se ligaba directamente, o a través de los líderes sindicales, con los trabajadores; esto permitió su manipulación y su mayor integración al sistema político dominante, del cual se convirtieron en un elemento esencial. De este modo, las masas trabajadoras habrían de ser utilizadas para realizar los objetivos que el Estado capitalista consideraba necesarios. Aquí se puede observar cómo el lenguaje socializante, sobre todo el utilizado “oficialmente”, cumple funciones en el terreno de la conducción de masas y de grupos, que

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no en lo ideológico, como se ha sostenido insistentemente. Esta postura, la de la participación de las masas en el escenario político–económico, es también un signo característico de algunos países latinoamericanos, y en este punto alcanza relevancia la constitución de la Confederación de Trabajadores de América Latina, CTAL, también preocupación central de Lombardo. En su declaración de principios, la CTAL establece: La tarea principal de la clase trabajadora de América Latina consiste en conseguir la plena autonomía económica y política de las naciones latinoamericanas y en liquidar las supervivencias semifeudales que caracterizan a sus países, con el propósito de elevar las condiciones económicas, políticas, sociales y morales en que se hallan las grandes masas de sus pueblos. Prueba de la utilización del lenguaje socializante, y de las funciones de manipulación que le atribuimos en esa época, son las declaraciones de Lombardo al celebrarse el IV Consejo Nacional de la CTM. En esa ocasión dice Lombardo: Los compañeros comunistas sufren una crisis de impaciencia. [...] los compañeros comunistas, en esta actitud psicológica de nuevo rico, han llegado a asegurar cosas contrarias a la realidad; por ejemplo, que el gobierno del presidente Cárdenas es un gobierno progresista porque el PC lo vigila de cerca y lo impulsa a la izquierda. Y aquí merecen ser tratadas, así sea tangencialmente, tanto la importancia que el partido comunista tuvo en la formación de la CTM y en general, su influencia en el movimiento obrero, así como su conducta. Hasta la etapa anterior al cardenismo, el partido comunista tenía una influencia limitada dentro del movimiento obrero: En primer lugar [señalan Manuel Márquez y Octavio Rodríguez], pese a sus grandes esfuerzos no había podido integrar una central, federación o núcleo de sindicatos que sostuvieran la línea del partido; en segundo lugar, el PCM, hasta el rompimiento con la CROM, venía siguiendo la táctica de

“conquistar líderes sindicales” y no organizaciones obreras a nivel de base [...] De esta forma, el apoyo que brindó el PCM al antecedente inmediato de la CTM, el Comité de Defensa Proletaria, “obedeció [según los mismos autores], no a un anticipado cambio de línea, sino a la orientación política confusa que presentaba la situación en el movimiento obrero. Esto es, la política de sabotaje y división de la clase obrera seguida por la CROM y otras organizaciones derechistas y el cambio a favor del Frente Único Sindical expresado por Lombardo, Amilpa, Yurén, Navarrete y otros. [...] de acuerdo con el PCM, la unión con la CGOCM en Comité de Defensa Proletaria sí era válida, pues ahora se trataba de crear el Frente Único del Proletariado. Para esta decisión influyeron también, de modo determinante, los acuerdos emanados del VII Congreso de la Internacional Comunista, de la cual dependía acríticamente la dirección del propio Partido Comunista Mexicano. Desbordaría el tema de este libro el ver en detalle los problemas referidos a la elección de puestos de dirección de la CTM; pero señalaremos que desde el principio, cuando se propuso a Miguel A. Velasco, miembro del PCM, para la Secretaría de Organización, puesto clave, estalló un conflicto que se resolvió a favor de Fidel Velázquez, quien ocupó dicho puesto gracias al apoyo de Vicente Lombardo Toledano habrá de apoyar al grupo de Amilpa y Velásquez contra los comunistas. Próximo a realizarse el IV Congreso del la CTM, en abril de 1937. Surgió fuerte descontento en las filas de la CTM [dice Valentía Campa], porque el grupo de Velásquez aplicaba prácticas anidemocráticas en la vida interna de la CTM e imponía componendas en huelgas y conflictos en general, violando con descaro las normas establecidas en los estatutos de la central. Simultáneamente aparecía elementos de corrupción: subsidios y empleos de gobernadores a sindicalistas del grupo de Velázquez.

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En esos meses la situación política del país presentase muy interesante y a la vez se complicaba con las resistencia de la reacción interna ligada a los imperialismos yanqui e inglés, ante las reformas estructurales iniciadas por el gobierno de Cárdenas –nacionalización de ferrocarriles, impulso al reparto de tierras-, con un fuerte empuje del pueblo en el cual la CTM jugaba un papel destacado, que ya había desempeñado el Comité de Defensa Proletaria en la lucha que derrotó a Calles y su banda. Los propósitos de depuración no se llevan a cabo. Todo lo contrario, la dirección de la CTM se opone al ingreso de las delegaciones de La Laguna, Nuevo León, controladas por el partido comunista, y trata también de que no participe Campa, quien era dirigente del PC. Grupos de electricistas y ferrocarrileros se manifestaron en contra de tales prácticas y desconocieron los acuerdos de tal congreso, separándose también de la CTM junto con el partido comunista. Comentando tal separación, dice Aroche Parra: Muy poco se ha discutido sobre las consecuencias de las división de la CTM, pero es evidente que los comunistas no supimos cumplir con nuestro deber, que quienes actuaron en las condiciones concretas se dejaron llevar a un terreno inconveniente y actuaron de un modo atropellado en aras de una ilusoria depuración de los métodos sindicales. Este criterio es también señalado por Valentín Campa en su trabajo antes citado. Tal depuración duró solamente dos meses, pues en el pleno de junio de 1937, los comunistas acordaron reingresar a la CTM, influidos tanto por las premisas generales dadas para todos los partidos comunistas en el ya mencionado VII Congreso de la Internacional Comunista, como por las conversaciones que sostuvieron con Earl Browders, secretario del Partido Comunista de los Estados Unidos y miembro de la Internacional, quien logró convencer al entonces dirigente del partido, Hernán Laborde, de regresar, merced a la política de

unidad a toda costa, al seno de la confederación. El PCM, entonces, Aseguró al Comité Nacional del la CTM su cooperación leal para fortalecer la unificación en su seno y para hacer respetar los acuerdos de sus instituciones representativas. Poco después del pleno antes mencionado, regresaron a la confederación las agrupaciones separadas, habiéndose restablecido la unidad, lo que ha permitido enfrentarse a la CTM con todo éxito con los grandes problemas que preocupan al pueblo de México. 3. CONSOLIDACIÓN DEL PROCESO Entre las proposiciones que se dieron en ese momento histórico, destaca, sin duda, la transformación del PNR en PRM. El partido oficial había cumplido ya su papel como unificador y centralizador del poder político, labor que realizó de 1929 a 1934, es decir, durante los años de la gran crisis económica. Ahora se había convertido en un instrumento inoperante, que se identificaba con el antiguo “Jefe Máximo de la Revolución”, Calles, y que era mirado con recelo por todos los trabajadores, como un instrumento del “poder personal” callista. No obstante, había mostrado ser un instrumento poderosísimo de control y el Estado no podía abandonarlo. Había servido para unificar a la clase dominante y ahora se acción se revertiría sobre las masas trabajadoras, revelándose como un imponente órgano institucional de control y manipulación de los trabajadores, de subordinación de la clase dominada. Al respecto, la asamblea extraordinaria del PCM expresó la siguiente opinión: El nuevo partido de la Revolución no debe ser un partido exclusivamente del proletariado; debe ser un apartido que asocie a los principales sectores del pueblo de México en una alianza vigorosa para combatir a la reacción y al fascismo, para respaldar al gobierno del presidente Lázaro Cárdenas y para asegurar en el futuro el cumplimiento de los postulados de la Revolución y el desarrollo de la Revolución misma de acuerdo con las condiciones históricas que se presenten. [...]

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Obreros organizados, campesinos organizados, ejército, clase media ya constituida deben compartir mancomunadamente la responsabilidad de la orientación política del país. Aquí aparecen tanto las razones poderosas que motivaron la transformación de tal cuerpo político, como los elementos que lo podrían componer y de igual manera los objetivos para su transformación. También se evidencia la incapacidad de los comunistas para comprender el verdadero significado del órgano que se constituiría, así como su disposición para colaborar con él. Precisamente en tales objetivos coincidieron la CTM, el Comité de Unificación Campesina y el partido comunista; tal coincidencia comprendió los niveles tanto internacional como nacional. Es decir, el frente popular que propugnaba la Internacional Comunista favorecía la política del Estado mexicano a fin de que éste gozara de una amplia base popular que le permitiera (como lo hizo) llevar a término la nacionalización de las más importantes industrias del país e impulsara el periodo económico conocido como de la sustitución de importaciones. Tales planteamientos convenían al PCM y a los grupos de izquierda, pues de esta forma se realizaba la consigna general de combatir al imperialismo y al fascismo. De modo que el PRM [dice Rosendo Salazar], a partir de su fecha de constitución, empezó a funcionar con los medios de un partido popular rígido, sobre un estatuto afín al marxismo y con las modificaciones que en el tiempo ha sufrido esa tendencia. “Por una democracia de los trabajadores” fue el lema que adoptó. El proceso de integración de los campesinos en centrales nacionales principió en 1925, con la formación de la Liga Nacional Campesina. Con comités seccionales en la mayoría de los estados. Desaparecidos algunos de sus líderes, se subdivide y en 1933 se convoca a un Congreso de Unificación, del cual nace la Confederación Campesina Mexicana, de la que pasan a formar parte la mayoría de las Ligas de Comunidades Agrarias adheridas a las dos centrales existentes. No logran superarse las

contradicciones entre los grupos, pero tampoco pueden soslayar la necesidad de unificación. Por ello, en agosto de 1938, previos congresos estatales, queda constituida en cada entidad una Liga de Comunidades Agrarias y Sindicatos Campesinos, que se unifican fundiéndose en una sola central: la CNC, Confederación de Campesinos de México. La CTM justificó la participación del sindicalismo en el gobierno, no sólo por el planteamiento del frente popular y la política de conciliación de clases, sino también para “desplazar de la esfera del gobierno a los falsos revolucionarios, instrumentos de la opresión capitalista y de la burguesía nacional”. Precisamente por tener la marca de la ideología burguesa de la Revolución Mexicana, la CTM persiste en su actitud pragmática. Adolece de una pobre elaboración sindical. Dice Rosendo Salazar: “el sindicalismo sí posee una teoría pero la realiza sobre la marcha y sobre un esquema, allí donde los tradicionalismos tienden al estancamiento de la Sociedad. En el discurso de Lombardo al abandonar la secretaría general de la CTM, un papel determinante en el avance de la Revolución Mexicana. Señaló Vicente Lombardo Toledano que la “revolución democrático burguesa” no se había cumplido porque Las fuentes de producción estaban en manos del capital imperialista extranjero y la burguesía nativa nunca ha manejado grandes capitales. La burguesía mexicana tiene mentalidad terrateniente; no es dueña de las minas, no de los ferrocarriles, ni de las industrias de transformación; no es dueña de la banca, no es dueña de las rentas del capital y de los empeños para vivir de la renta miser4able de un interés usuario. No puede, entonces, la burguesía mexicana llevar a cabo una revolución cuando al imperialismo tiene en sus manos todas las fuentes principales de la riqueza nacional; por eso es el pueblo de México y no la burguesía el que puede apoyar a un gobierno que exprese los anhelos de la nación mexicana; por eso es que sólo del venero inagotable de las masas populares

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pueden surgir las afirmaciones para el porvenir y al mismo tiempo los rumbos para el México del futuro, plenamente independiente. Las masas trabajadoras, sin embargo, no controlaban directamente las organizaciones en que estaban agrupadas; era el Estado capitalista el que había resultado el más y el mejor consolidado. Éste controlaba en lo orgánico y en lo ideológico a los principales núcleos de la sociedad; su orden estaba definitivamente instaurado, institucionalmente regulado. A ello habían contribuido todos. Cubrir tal proceso era sólo la base que permitiría seguir adelante con las tareas de la Revolución, “crear nuevos centros de trabajo para el pueblo. ¿Cómo exigir que se revolucionaria la juventud de México si no tiene ocupación, si no tiene en que desahogar y desarrollar su fuerza creadora?”, preguntó Lombardo Toledano en el discurso que pronunció al abandonar la secretaría general de la CTM, y a continuación precisó: Creación de riqueza nueva, empleo de la juventud en múltiples aspectos de la vida nacional [...], intervención del Estado en la economía de nuestro país, fijación de un programa para las actividades individuales, siempre en servicio del pueblo, son las bases, a mi modo de ver, para que la CTM pueda en el porvenir trabajar dentro de un programa justo, revolucionarios. [...] Así creando riqueza, haciendo que el que invierta su capital lo haga para beneficio del pueblo, independientemente del beneficio lícito personal que pueda obtener de su actitud, podremos esperar nosotros beneficios, no sólo de las fuerzas interiores de nuestro país, sino también de las intervenciones accidentales del exterior. Lo significativo de este párrafo es que Lombardo haya aceptado y aun justificado, la dependencia del exterior, es decir, respecto a los monopolios económicos. Ese mismo día tomó posesión como secretario general de la CTM Fidel Velásquez, quien dijo: Lombardo puede estar seguro que constituirá una garantía absoluta para la unidad de la CTM, porque no quiero formar grupos, porque, como el compañero Lombardo, tengo la experiencia más amarga de esos grupos; amo

a la unidad, amo a la CTM, quiero al compañero Lombardo y por ello no formo grupos. Mi grupo es la CTM. Velásquez continuaba considerando a la CTM Como un frente sindical, donde los comunistas, revolucionarios como todos, habrán de convivir con nosotros la lucha codo con codo, donde los socialistas, donde los anarquistas, donde los sindicalistas habrán de confundirse con los comunistas y convertirse en cetemistas cierto por ciento, para hacer de la CTM la organización que anhela el camarada Lombardo. No obstante, se presentaron cambios sustanciales dentro de la misma organización, y a nadie le extraño que al aparecer Fidel Velásquez como dirigente máximo de l CTM, esta centra adoptara la línea de un líder que había destacado ciertamente entre los obreros a partir de su separación de la CROM moronista (junto con Fernando Amilpa, Luis Quintero, Alfonso Sánchez Madariaga y Jesús Yuse le había visto para nada en el Comité de Defensa Proletaria” y que se había distinguido por su anticomunismo, rasgo este que quedó evidenciado desde el conflicto ocasionado por el control de la secretaría de organización, al instaurarse la CTM, y se repitió en el antes referido IV Congreso de la CTM. “mientras Vicente Lombardo Toledano fue secretario de la CTM –escribe Salazar- la agrupación presentó una tendencia muy agitada: mas, al pasar a manso de Fidel Velásquez, al contrario de Vicente Lombardo Toledano, no trató de sembrar nada, se ocupó de cultivar, con esmerada paciencia y persistencia convicción, lo que ya existía, hasta arrancar a su labor los mejores frutos.” Al proceso de institucionalización de las relaciones establecidas entre el Estado y la sociedad, que deviene corporativización por el control ejercido en sindicatos (obreros y campesinos) a través del partido oficial, “que tiene la estructura de un frente popular”, se agrega un elemento más, al cual Lázaro Cárdenas había ya invitado también desde que tomó posesión de la presidencia de la República: el de la participación en los órganos de gobierno. Hasta 1938, a través de la CTM, “se habían conquistado algunos ayuntamientos, y puestos de diputados en las

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legislaturas locales y finalmente 30 curules de la Cámara de Diputados del Congreso.” Y correspondió a estos primeros diputados obreros, elegidos en esa época, propugnar “porque la Ley Federal del Trabajo que prohibía a los sindicatos inmiscuirse en política electoral, se reformara en sentido contrario”. Pero tales líderes, en opinión de Fuentes Díaz, “no entendieron su papel en el parlamento y tomaron a éste como modus vivendi que inició, entre otras cosas, la subordinación del movimiento sindical al poder público.” Los estatutos de la CTM también fueron modificados sustancialmente: “con alejamiento más y más de la tendencia socialista a fin de que la institución posea una fisonomía sindical lo más depurada posible”. Este capítulo de la reformulación estatutaria incluyó el lema: “¡Por una sociedad sin clases! Hoy la bandera de la institución se ahínca [sic] en la idea de patria: por la emancipación de México.” En este contexto Lombardo resultaba ya “un extraño entre la nueva camada de líderes que dominaba en las filas cetemistas – escribe Fuentes Díaz-. Desde fuera de la organización le fue más difícil todavía controlar la conducta del fidelismo, cada día más corrompido, más voraz y más entreguista. El papel de Lombardo se concretó entonces, a pronunciar discursos en los congresos cetemistas”.

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ANTECEDENTES GENERALES

EL LUGAR DE MÉXICO EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

INTRODUCCIÓN

El principio de la igualdad jurídica de los estados es hoy día aceptado en su sentido formal por prácticamente todos los países del mundo. Es más, este principio rige en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en donde el voto de cada miembro cuenta igual que el de los demás, independientemente de su poderío relativo en términos económicos y políticos como militares. Sin embargo, sabemos que la realidad internacional en que vivimos en distinta. El mundo presente en un mundo desigual. El territorio del orbe, la población, los recursos naturales y económicos, la tecnología, en una palabra, el poder, están distribuidos en forma sumamente desigual. En el extremo superior de la escala están situadas las dos superpotencias nucleares, seguidas de cerca por un grupo reducido de países industrializados; en el otro extremo, un sinnúmero de mini Estado y de países subdesarrollados que no alcanzan los niveles de consumo básico; y entre los dos extremos, toda una gama de naciones intermedias de distinta magnitud y con diversos grados de desarrollo. Esta notaria desigualdad de la realidad integracional llevó a los constituyentes de la Carta de las Naciones Unidas a crear el Consejo de Seguridad. En éste, cinco de las grandes potencias dirimen, con carácter permanente y acompañadas de un grupo limitado de países pequeños que se alteran en los puestos, los graves problemas internacionales, principalmente los que se refieren a los asuntos de la guerra y la paz. Así, mientras que la Asamblea General es un órgano que refleja el pensamiento de la escuela idealist56a de la política internacional y recoge la aspiración de los países pobres y pequeños, el Consejo de Seguridad es fiel reflejo de la corriente del realismo político y de las exigencias de las grandes potencias. Dicho sea de paso que este arreglo híbrido fue la razón por la que los países latinoamericanos vieran con grata reserva, inicialmente, el

proyecto de la ONU, ya que ellos habían logrado con anticipación que los Estados Unidos aceptaran someterse al principio del voto igualitario en la OEA, organismo regional americano. Sin embargo, en la práctica ninguno de los dos organismos logró funcionar conforme a lo que se había planeado originalmente y ésta es en parte la razón por la que hoy día la política internacional y la regional se comportan como reflejo fiel de la realidad política internacional, caracterizada por una notaria desigualdad de poder.

EL LUGAR DE MÉXICO EN EL MUNDO En 1981, 29 países desarrollados que contaban únicamente con 24% de la población mundial, aportaban el 79% del producto económico global. En contraste, 143 países en vías de desarrollo, con el 76% de la población mundial, participaban solamente con 21% del producto total. Estas cifras prueban ampliamente que el mundo en que vivimos es drásticamente desigual. Dentro de esta clasificación, México pertenece al segundo grupo. En efecto, México pertenece, tanto por nivel de desarrollo como por vocación, al grupo de países llamados del Tercer Mundo. Sin embargo, dentro de esta amplia denominación genérica México ocupa un lugar privilegiado, por su magnitud territorial y demográfica y por su g4rado de desarrollo. Con más de 70 millones de habitantes, asentados en un territorio de dos millones de kilómetros cuadrados, la existencia de México en el mundo se deja sentir por encima de la gran mayoría de los países en desarrollo. La población de México es solamente aventajada por siete de estos países. El peso de monográfico de México es considerable también en relación con los países industrializados, pues de éstos sólo la Unión Soviética, los Estados Unidos y el Japón cuentan con mayor población. Sin embargo, como es bien sabido, para la escala de poder internacional de hoy día poco cuenta la magnitud de la población. Pero también en términos económicos México ocupa un lugar privilegiado en el grupo del Tercer Mundo y aun en el plano mundial. Por el valor absoluto de su Producto Nacional Bruto (PNB), México era en 1981 la decimacuarta economía del

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mundo. Sólo cuando se considera el valor de la economía mexicana en términos per caitar se advierte con claridad por qué México pertenece al Tercer Mundo. Sin embargo, aun en este aspecto México sale bien librado en comparación con la mayoría de los países en vías de desarrollo. Si se clasifica a los países del mundo conforme a su ingreso per capita en cuatro distintos grupos, México, con 2 130 dólares en 1980, queda ubicado en un lugar intermedio del segundo grado. En resumen, cuando se compara a México con todos los demás países resulta claro que ocupa un lugar intermedio en la escala de poder internacional y que no encuadra totalmente en el concepto de “Tercer Mundo”. De ahí la preocupación de algunos internacionalistas por acuñar nuevos conceptos que distingan con mayor claridad a los países que, como México, no hallan lugar en dicha clasificación. Estos nuevos conceptos van desde “nación intermedia” hasta “mediana potencia”, pasando por “países de reciente industrialización”, concepto mejor conocido por sus siglas en inglés NIC´S (Newly Industrialized Countries) “Nación intermedia” se aplica a algunos países por su magnitud demográfica y económica. El término se usan en forma flexible; algunos ejemplos serían Brasil, Egipto e Indonesia. Los NIC´S son países en desarrollo que han logrado competitividad en el mercado mundial de manufacturas. Los casos típicos son ciudades Estados como Hong Kong y Singapur, pero también se incluye con frecuencia a Corea del Sur, Taiwán y Brasil. Finalmente, el concepto de “mediana potencia” (middle power) se refiere a los países que tienen un peso real en la política internacional, independientemente de su magnitud. De ahí que con frecuencia se incluyan países pequeños como Cuba e Israel, cuya acción o influencia efectivas rebasan ampliamente su potencial aparente. Por su parte, México cubre los requisitos para las tres categorías. Respecto a la primera, hemos visto que con base en la magnitud de su población y de su economía, así en su nivel de ingreso per capital, México es más bien una nación intermedia. Por otra parte, ha sido considerado siempre como uno de los países NIC´S, al menos antes de la petrolización del sector externo de la economía mexicana y del periodo de inflación aguda. En efecto, durante

la década de los setenta las exportaciones de manufacturas llegaron a constituir más del 30% del total. Esto sin contar los servicios de transformación o maquiladoras que, de incluirse, elevarían la proporción. Por lo que hace a la condición de mediana potencia, hemos visto que implica poder político y una voluntad política para actuar como potencia. Si esta interpretación en válida, puede concluirse que México satisface los dos requisitos, aunque el segundo sólo a partir de fechas recientes y en el ámbito regional, fundamentalmente. Sin embargo, aunque es cierto que una participación activa en la política internacional requiere de voluntad política y de poder efectivo para ejecutarla (ya que sin éste se cae fatalmente en actos voluntaristas), también es cierto que el poder no se da simplemente en función de la magnitud de un país o de su nivel de desarrollo económico, sino que está condicionado por problemas de la estructura interna, por la correlación de fuerzas internacionales y por factores geopolíticos. En consecuencia, habría que matizar la conclusión que se deriva del análisis anterior en cuanto a que México es una potencia intermedia. En realidad lo es, por su magnitud como por su voluntad de actuar como tal. Pero el peso de su dependencia externa, la condición de monoexportador en que ahora se encuentra, la carga de la deuda externa y la consecuente falta de liquidez internacional, la inflación, la recesión económica, son condicionantes importantes (algunas de ellas estructurales) que necesariamente pesan en la acción internacional de México y en su política interna. Además, existen factores geopolíticos que influyen poderosamente en la definición del lugar que México ocupa realmente en el mundo. El ámbito primordial de la realidad internacional de México está formado por los Estados Unidos, Centroamérica y el Caribe. Aquí los contrastes de desigualdad se presentan claramente, hacia el norte hay hacia el sur. Por un lado el coloso del mundo contemporáneo y por el otro, con excepción de Cuba, una multitud de mini-estados, muchos de los cuales no llegan a reunir los elementos primarios para su viabilidad como

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Estado –naciones y muchos otros que una padecen una estructura social semifeudal. Estas dos regiones, junto con México, constituyen la zona que tradicionalmente ha sido la esfera de influencia de los Estados Unidos. MÉXICO: LA REALIDAD DE SU FRONTERA

NORTE Se dice que la frontera norte de México constituye en realidad la frontera entre el Tercer Mundo y el Primero, entre el mundo en desarrollo y el mundo industrializado. De ahí que los problemas en las relaciones entre México y los Estados Unidos sean ejemplo típico del conflicto de intereses norte-sur. Descapitalización, proteccionismo comercial, términos de comercio, deuda externa, tasas de interés, etc., son problemas comunes en la relación norte-sur, pero que aquí se dan en mayor magnitud debida a la proximidad geográfica y al hecho de que los Estados Unidos son el país más rico y poderoso del primer mundo. Al analizar las relaciones bilaterales entre México y los Estados Unidos debe uno distinguir, como en cualquier otro caso de reacción bilateral, entre la estructura y el proceso, es decir, entre el marco de la realidad político-económica dentro del cual se dan las relaciones, y los asuntos o problemas de las relaciones mismas. Desde un punto de vista mexicano es obviamente la estructura lo que constituye la preocupación principal en materia de relaciones con los Estados Unidos. Después de todo, es precisamente la estructura de la relación el factor principal que impide a México negociar con los Estados Unidos sobre bases de igualdad. Por otra parte, este factor ha obligado a México, en frecuentes ocasiones, a aceptar decisiones tomadas por Washington en forma unilateral. La estructura de las relaciones entre México y los Estados Unidos presenta las siguientes características principales: 1)contigüidad territorial, con implicaciones de carácter estratégico-militar para la seguridad nacional de los Estados Unidos, que significan para México una obvia limitación potencial a su plena soberanía; 2) asimetría de poder, en el sentido de que México es el socio débil de la

relación; 3) dependencia económica y tecnológica de México respecto de los Estados Unidos, que conlleva una gran vulnerabilidad de México a decisiones tomadas por Washington o por las empresas transnacionales de origen norteamericano. A continuación se explica en mayor detalle cada una de estas características y algunas de sus implicaciones para México. Desde un punto de vista geopolítico, puede decirse que el hecho de ser vecino inmediato del país más poderoso de la tierra tiende a hacer de México parte de la esfera de influencia de dicha potencia. Es más, significa que el territorio mexicano constituye parte prioritaria de los que la gran potencia considera como primera línea de defensa nacional. Según expertos norteamericanos en estrategia, el globo terráqueos se divide en cinco regiones de acuerdo con la escala de prioridades de la seguridad nacional de los Estados Unidos: imperativo categórico, vital, muy importante, de interés y de poca importancia. México está ubicado dentro de la zona de más alta prioridad; imperativo categórico. Esto significa que México no es totalmente libre en su política internacional. Adicionalmente, significa que todo gobierno mexicano debe estar en buenos términos con Washington: de otra manera corre el riego de ser subvertido o desestabilizado desde el exterior. Finalmente y más importante, significa también que la forma misma del sistema político, así como las políticas básicas del gobierno mexicano, deben ser aceptables para Washington. Sin embargo, no todas las consecuencias de esa fatalidad geopolítica son negativas. Por el lado positivo se tiene el que México haya podido convertirse, junto con Costa Rica, en el país que ha tenido, tradicionalmente, el gasto militar per capita más bajo de América Latina. Por se demasiado débil para pelear una guerra de tipo convencional con su vecino del norte y demasiado poderoso para temer a sus pequeños vecinos del sur. México no ha tenido necesidad –salvo recientemente por la urgencia de proteger sus campos petroleros, sobre todo a raíz del conflicto centroamericano- de ampliar sus fuerzas armadas por causas externas. Por otra parte, dado que un ataque proveniente de una potencia extracontinental atraería sin duda la

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intervención de los Estados Unidos en defensa de México, podría decirse en conclusión que México ha podido gozar, en le pasado reciente, de una especie de “viaje gratuito” en el carro de la seguridad nacional norteamericana. Otro beneficio que se deriva del valor estratégico de México para los Estados Unidos, es que en cierto sentido ese valor ha fortalecido la posición negociadora mexicana frente a Washington en otras materias y baja ciertas circunstancias. Sin embargo, en un balance general, estilos beneficios resultan incapaces de compensar la limitación a la plena soberanía que la vecindad con la superpotencia le impone a México. La segunda característica importante de la relación México-Estados Unidos es la asimetría de poder que existe entre ambos. Los Estados Unidos son un coloso de 230 millones de habitantes, con un producto nacional bruto superior a dos billones y medio de dólares y un ingreso per capita de 12820 dólares. México, como hemos visto, no es en términos internacionales un país pequeño y pobre sino una nación intermedia, pero de todas formas la simetría es notable: población, 70 millones; producto nacional bruto, 160000 millones; ingreso per capita, 2250 dólares. La consecuencia de esta notoria desigualdad es que a México le toca jugar el papel de socio débil de la relación. Por ende, México ha tenido que aceptar con frecuencia, sin mayor alternativa que la resignación, muchas decisiones tomadas por Washington en forma unilateral. Por otra parte, además de que México es el socio débil, también es cierto que depende de los Estados Unidos más de lo que éstos dependen de México. En otras palabras, para México son mucho más importantes las relaciones con su vecino que viceversa. Esto se debe a la disparidad entre los dos países, pero también a la excesiva concentración de las relaciones económicas de México en un solo mercado. En consecuencia, cualquier cambio brusco en el intercambio bilateral tiende a afectar a la economía de México como un todo, mientras que los Estados Unidos se ven afectados muy parcialmente, ya sea en ciertos sectores de la economía (como la producción de granos) o en zonas ilimitadas (por ejemplo, las ciudades cercanas a la

frontera con posterioridad a devaluaciones del peso). En materia de comercio los Estados Unidos son el socio más importante de México, con mucha ventaja respecto al país que ocupa el segundo lugar. Los Estados Unidos han absorbido tradicionalmente entre 60 y 70% de las exportaciones mexicanas y han sido proveedores de un porcentaje similar de las importaciones. Japón, el segundo socio comercial de México, ha participado tradicionalmente con un porcentaje menor de 10%, importaciones y exportaciones sumadas. En contraste, la importancia del papel que juega México en el comercio internacional total de los Estados Unidos es en realidad muy secundaria. El hecho de que México haya llegado a ocupar recientemente el tercer lugar entre los socios comerciales de los Estados Unidos, no debe confundirnos. Esto se debe a una situación meramente coyuntural: las exportaciones petroleras y la gran demanda mexicana de importaciones que generaron. Pero desde antes de la bonanza petrolera, cuando en 1957 México era el cuarto cliente de los Estados Unidos y su quinto proveedor, el razonamiento anterior era válido. No debemos confundirnos: si bien México llegó a ocupar esos lugares, ello se debe al alto grado de diversificación del comercio norteamericano, pues en realidad México absorbió en 1975 sólo 4.7% de las exportaciones norteamericanas y participó con 3.1% de las importaciones de ese país. Pero existe también una diferencia importante, de tipo ya no cuantitativo sino cualitativo. Puede decirse que hasta antes del petróleo, México exportaba a los Estados Unidos, en términos generales, bienes prescindibles cuya demanda y precio están expuestos a cambios frecuentes y que pueden ser sustituidos fácilmente en otros mercados. En contraste, México importa de los Estados Unidos principalmente bienes de producción y ciertos productos agropecuarios esenciales, cuya adquisición no puede detenerse sin afectar seriamente a la economía del país y al abastecimiento de alimento básicos. Otro indicador importante lo constituye el turismo. En este renglón debe decirse, antes que otra cosa, que el saldo del intercambio ha

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sido tradicionalmente favorable a México. pero la importancia relativa de los ingresos por este concepto para la economía de cada país, muestra de nuevo lo desigual de la relación. Mientras que los ingresos por concepto del turismo mexicano tienen para los Estados Unidos una importancia relativa, fundamentalmente en la franja fronteriza, el turismo norteamericano hacia México tradicionalmente ha coadyuvado a compensar el déficit comercial mexicano. Se calcula que le turismo hacia México está compuesto en un 85% por ciudadanos norteamericanos. Otro indicador importante de la dependencia mexicana respecto de los Estados Unidos es la inversión. Se ha calculado que del total de la inversión extranjera directa en México, entre el 80 y 85% proviene de los Estados Unidos. Pero una vez más, como en el comercio, la inversión norteamericana en México no deriva su importancia tanto de su peso cuantitativo, sino más bien de razonamiento de tipo cualitativo. La inversión norteamericana ha tendido a concentrarse en los sectores estratégicos y más dinámicos de la economía mexicana, como son el triunfo y la industria manufacturera. Pero una dentro de esta última, la concentración se da fundamentalmente en el sector de bienes de capital y en aquellas industrias que requieren de una tecnología más compleja y avanzada. Finalmente, con respecto a la relación financiera, baste decir que México está en posición de deudor; los Estados Unidos de acreedor abrumadoramente principal. Se ha calculado que la deuda externa de México –la segunda más alta del mundo a finales de 1982- asciende a 85000 millones de dólares, y que alrededor del 70% está contratado con fuentes norteamericanos oficiales y privadas. Esto sin contar a los organismos financieros internacionales, en los que la influencia norteamericana es decisiva. MÉXICO: LA REALIDAD DE SU FRONTERA

SUR Pero si México encara, hacia el norte, al coloso del mundo contemporáneo en una relación asimétrica por lo desigual de las economías y el poder de cada país, por el lado sur y oriente México ve hacia dos regiones sumamente

balcanizados, de menor desarrollo relativo y cuyo peso, aun en conjunto, es bastante más bajo que el de México. En consecuencia, la relación internacional asimétrica que México tiene con su vecino del norte, se invierte en el trato con el sur. Por un lado está México, con una población de 70 millones, un PNB de 150000 millones de dólares y un nivel de ingreso per capita de 2130 dólares. Por el otro lado, hacia el sur, Centroamérica, con una población en conjunto de 23 millones, un producto regional bruto0 de 22466 millones de dólares y un ingreso per capita de 976 dólares. Hacia el oriente el Caribe, cuya población en conjunto es de 21 millones, con un producto regional bruto de 33938 millones de dólares y un ingreso per capita de 1623 dólares. Aun sumadas las dos regiones, la desigualdad con México sigue siendo notoria: 44 millones de habitantes, 56 404 millones de dólares de producto y 1283 dólares de ingreso per capita. La asimetría es todavía mayor porque estas regiones no constituyen un solo país y su peso aislado tiende a ser menor. La desigualdad con México se agudiza si tomamos en cuenta la balcanización de las dos regiones, que en parte obedece a la geografía pues muchos de estos países son islas. Son 21 los países que forman Centroamérica y el Caribe. La desigualdad entre ellos es notoria. Por ejemplo, tomemos el caso de Cuba en un extremo y el de Granada en el otro. Cuba: población, 9.8 millones; PNB, 13818 millones de dólares; ingreso per capita, 1410 dólares. Granada: población 100000; PNB, 69 mil dólares; ingreso per capita, 690 dólares. Otro ejemplo menos drástico, pero tal vez más ilustrativo, es el de Guatemala y Nicaraguas. Guatemala tiene el triple de población que Nicaragua, un PNB más cuatro veces mayor y un ingreso per capita 40% superior. También las desigualdades socioeconómicas entre países en las dos regiones son notorias. Dentro de la clasificación de los países del mundo en cuatro grupos, según su nivel de ingreso per capita, los 21 países de Centroamérica y el Caribe participan en los cuatro grupos. En el grupo de más bajo ingreso está ubicado Haití; en el intermedio inferior, Dominica, El Salvador, Granada, Honduras, Nicaraguas, Saint Lucia y Saint Vincent; en el intermedio superior, Bahamas,

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Barbados, Belice, Costa Rica, Cuba, Guatemala, Jamaica, Panamá y República Dominicana; y dentro del grupo de otro ingreso, Antillas Holandesas, Guadalupe, Martínica y Trinidad Tobago. Los extremos son 270 y 4640 dólares. Sin embargo, a pesar de la cercanía geográfica, el origen histórico común y los lazos de cultura y lengua, las relaciones entre México y los países del Caribe y Centroamérica durante las últimas cuatro décadas han sido en general de poca importancia. La prioridad asignada a la región por la política exterior mexicana ha sido – hasta fecha reciente- muy baja en realidad. Esto ha sido cierto particularmente en las relaciones económicas y políticas. En el terreno cultural, México siempre ha tenido una gran influencia en la región, sobre todo en Centroamérica. Pero el comercio, por ejemplo, nunca ha sido significativo. La excepción se dio con Centroamérica durante el periodo de la segunda Guerra Mundial, cuando las exportaciones mexicanas a la región llegaron a representar 12% del total y las importaciones 5%. Pero una vez concluida la guerra, ambas partes volvieron a comerciar con sus antiguos socios y el intercambio entre ellas descendió nuevamente. Por ejemplo, entre 1960 y 1970 las exportaciones mexicanas a la región crecieron de 90 a 265 millones de dólares y las importaciones de 6.5 a 35 millones, pero esto fue poco importante como parte del intercambio total de México con el mundo. Las exportaciones a la región pasaron del 0.98% al 1.8% del total de las exportaciones de México entre 1960 y 1970, mientras que las importaciones crecieron del 0.04% del total de 1960 al 0.11% del total de 1970. También para Centroamérica esto significó un aumento poco importante en términos de su comercio con el resto del mundo. Las ventas centroamericanas a México significaron en 1969 apenas 0.15% de las exportaciones totales, y las compras a México, 1.8% del total de las importaciones en ese año. Este panorama ha cambiado desde 1980 debido a las ventas de petróleo mexicano a la región, como se verá adelante. Por otra parte, si nos atenemos al periodo que se inicia en 1945, las relaciones diplomáticas entre las partes (las bilaterales) siempre

estuvieron dominadas por asuntos de rutina, con excepción del asilo político: México tuvo la oportunidad de distinguirse como uno de sus más activos practicante debido a los frecuentes golpes de Estado, típico de la región. En un nivel multilateral, por el contrario, sí hubo un mayor dinamismo y México desempeño un papel de cierta importancia. Por lo general, México apoyó los esfuerzos tendientes a desarrollar una política común para la defensa conjunta de los intereses económicos de los países del área y para mejorar los términos de trato a la región por parte de las grandes potencias y de los organismos económicos internacionales. En un nivel multilateral es muy importante el papel tradicional de México en la defensa de los principios de autodeterminación y no intervención, como se verá en detalle más adelante. Las causas que explican la actitud tradicional de pasividad oficial de México ante Centroamérica son varias. En primer término está la política de aislamiento deliberadamente fomentada por los gobiernos de México. La preocupación esencial de los gobiernos de México. La preocupación esencial de los gobiernos posrevolucionarios estuvo centrada en la estabilidad y en el desarrollo interno. De ahí que la atención 0prestada a los asuntos externos –con excepción de aquellos relacionados con los Estados Unidos, que por razones obvias se debían tomar en consideración- fuera mínima. Por otra parte, la experiencia histórica de intervención extranjera sufrida por México que dio pie al surgimiento de la autodeterminación y la no intervención como principios básicos de la política exterior, llevó a confundir en la práctica la no intervención con el aislacionismo, tal vez porque se pensaba que la mejor forma de evitar intervenciones del exterior era reducir al mimo la necesidad de verse envuelto en asuntos extranjeros. Un elemento adicional que ayuda a explicar el poco interés que México tuvo para fomentar las relaciones con otras países del globo, es el magnetismo que han ejercido sobre el país los Estados Unidos, particularmente a partir5 de

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la segunda Guerra Mundial. Este magnetismo tendió actuar como una especie de velo que impedía apreciar en toda su amplitud el valor que tiene la diversificación de las relaciones internacionales. En este sentido podría decirse que las relaciones exteriores de México se vieron dominadas, durante los treinta años que siguieron a la segunda Guerra Mundial, por un desmedido bilateralismo con los Estados Unidos. Podría argumentarse tal vez que la fuete atracción que ejerce la gran potencia sobre su vecino del sur no es, en esencia, destinada de la que sufre la mayor parte de los países. Sin embargo no cabe duda que en el caso de México esta influencia se ve notablemente magnificada por la proximidad geográfica. Un último factor importante que explicaría loa baja intensidad de las relaciones de México con sus vecinos del sur, es el tipo de gobierno que ha tenido a prevalecer en la región. El hecho de que la mayor parte de estos gobiernos hayan sido de corte3 militar y tenido se origen en golpes de Estado, contribuido indudablemente a la frialdad oficial mexicana hacia le área. No hay que olvida, además, que durante la guerra fría un gran número de gobiernos de la región se plegó dócilmente a los dictados intervensionismo al que siempre se opuso México. La prioridad política otorgad por México a sus vecino de Centroamérica es algo reciente, como lo son también su más amplia presencia internacional y su más activa política exterior. En efecto, hoy día México mantiene en Centroamérica y el Caribe una política más activa y comprometida en el sentido de haber dejado atrás el aislamiento pasivo y el juridicismo evasivo, como veremos con amplitud en capítulos posteriores. Las causas que explican la escasa relación de México con los países del Caribe cuyo idioma no es el español, pueden resumirse en los siguientes puntos: el carácter de estos países, hasta fecha reciente colonias europeas (algunos continúan siéndolo), y la distinta herencia histórica que determina diferencias culturales.

LA POLÍTICA EXTERIOR TRADICIONAL México aprendió, por la dura vía de la experiencia histórica, la importancia que tiene para los países débiles la defensa de los principios de autodeterminación y no intervención. Las invasiones extranjeras sufridas a lo largo del siglo XIX y a principios del XX, así como las múltiples acciones de injerencia política de potencias extranjeras –Estados Unidas en particular- empujaron a México hacia una actitud aislacionista y llevaron a la consagración de los dos principios citados como piedra angular de la política exterior mexicana. La doctrina Carranza, formulada en el segundo decenio del siglo XX en medio de las presiones extranjeras que suscitó la Revolución iniciada en 1910, incluía ya los principios y lineamientos básicos de la política exterior actual. Más aún, algunos estudiosos afirman que la doctrina Carranza incluía ideas y principio ya en boga durante la invasión francesa de 1862 (Benito Juárez: “El respeto al derecho ajeno es la paz”), y que algunas de éstas se remontan más lejos y encuentran su antecedente histórico en el proyecto constitucional de Morelos de 1812. Con posterioridad a la promulgación de la doctrina Carranza, en 1930, se agregó un corolario a la interpretación mexicana del principio de no intervención: la doctrina Estrada. Con este corolario México condenaba la práctica del reconocimiento diplomático condicionado como forma de intervención. Durante los años veinte y treinta, México actuó en el escenario internacional con base en este cuerpo doctrinario que fue cobrando tradición. En 1932 México ingresa a la Sociedad de Naciones, con la reserva de que nunca admitió la doctrina Monroe reconocida en el artículo 21 del pacto constitutivo. En 1933 nuestro país condena la agresión de Japón a China y más tarde la invasión italiana de Etiopía. En el caso de la guerra civil española, se abstiene de extender reconocimiento al gobierno establecido por la parte triunfadora, encabezado por el general Franco, y en cambio acoge al gobierno republicanos en el exilio. Conforme al punto de vista mexicana, Franco había llegado al poder con el apoyo intervensionista de dos potencias extranjeras: Italia y Alemania. Más tarde, en la Sociedad de Naciones, México

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eleva su protesta por el Anschluss de Austria, la mutilación de Checoslovaquia por parte de Alemania y el ataque germano a Polonia. Finalmente, en 1942, México se suma a la guerra contra las potencias del Eje. Con posterioridad a la segunda Guerra Mundial, México establece una marca sin procedente, en el seno del sistema interamericano, al botar reiteradamente contra acciones de intervención (ya fueran de carácter francamente unilateral o disfrazadas con el ropaje de la seguridad colectiva) Los más importantes ejemplos son los casos de Guatemala (1954), Cuba (1960, 1962 y 1964) y República Dominicana (1965). Más aún, en 1962 México decidió anteponer sus reclamaciones sobre parte del territorio de Belice, el derecho del pueblo de esa nación a la autodeterminación. Con base en las mismas tradiciones, México decidió anteponer sus reclamaciones sobre parte del territorio de Belice, el derecho del pueblo de esa nación a la autodeterminación. Con base en las mismas tradiciones, México desaprobó la intervención militar soviética en Hungría de 1956; las resoluciones votadas en 1967 por la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), organización creada ese año con el patrocinio de Cuba Para la promoción de la lucha revolucionaria en América Latina; y la invasión soviética de Checoslovaquia de 1968. No se piense, sin embargo, que esta reiterada defensa internacional de los principios de autodeterminación y no intervención se llevó a cabo sobre la base de una activa acción diplomática, encaminada a fomentar y fortalecer la posición diplomática, encaminada a fomentar y fortalecer la posición mexicana con iniciativas. La política antintervencionista fue aplicada en casos específicos de intervención en forma de aplicada en casos específicos de intervención en forma de protesta o como reacción negativa frente a actos de terceros países. Otra característica importante es que México siempre presentó su posición en forma unilateral y aislada, con el propósito deliberado de evitar el proselitismo. Esta política siempre fue estructurada en términos estrictamente jurídicos – con frecuencia sobre la base de simples argumentos de procedimiento- para evitar verse involucrado en los aspectos políticos del problema y se forzado a tomar partido

abiertamente en la controversia. Difícilmente podría haber sido de otra manera. Durante los dos decenios que siguieron a la segunda Guerra Mundial, México no tenía ni la voluntad ni la posibilidad de actuar en forma diferente. En esos años México estaba concentrado en promover su propio desarrollo y en consecuencia, el involucramiento en problemas externos se consideraba una distracción del esfuerzo interno. Por otra parte, la rigidez de un mundo político bipolar, en el clima de intolerancia de la guerra fría, dejaba poco espacio a la mayoría de los países para una acción internacional activa e independiente. En consecuencia, la política exterior de México en este periodo podría caracterizarse como pasiva, defensiva y juridicista. En 1956 Jorge Castañeda llegaba al conclusión siguiente, que mantuvo validez al menos durante catorce años más: Las causas del desinterés general por las cuestiones internacionales podrían resumirse en una frase: México vive un momento de acentuado nacionalismo. Desde la Revolución Mexicana iniciada en 1910 – y que contribuyó como pocos fenómenos a la formación de una conciencia nacional- se siente realizando en todos los aspectos de la vida nacional del país una especie de introspección nacional. El país empieza a cobrar conciencia de sí mismo, de sus potencialidades y de sus imitaciones. En realidad podría decirse con mayor propiedad que México mantuvo, a lo largo de este año, una misma actitud internacional. Se dice “actitud” puesto que en sentido estricto tal vez sea impropio calificarla de política, término que significa iniciativa. Pero esta actitud de relativa pasividad y el énfasis juridicista no se debieron, en general, a excesos formalistas per se de los diplomáticos mexicanos, son más bien deben verse como una táctica deliberada de México para evitar enfrentamientos directos con otros gobiernos –o con ciertos sectores de la opinión pública nacional-. Esto era la continuación en el ámbito exterior, de un proceso deliberado de “despolitización de la política” que siguieron los gobiernos posrevolucionarios. Al parecer México pudo evitar así más de una confrontación con otros países, particularmente con los Estados Unidos; presentó su posición, sobre todo cuando era

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disidente, bajo el ropaje formal del derecho internacional. En 1962, por ejemplo, al considerarse en la VIII Reunión de Consulta de la OEA el asunto relativo a la expulsión de Cuba del sistema interamericano, México votó contra esa medida, pero la delegación mexicana que obviamente se sintió obligada a explicar las razones de su voto, buscó refugio en argumentos de tipo procesal y solicitó la inserción, en el acta final, de la siguiente declaración. La delegación de México desea dejar constancia en el Acta Final de la Octava Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de que, en su concepto, la expulsión de un Estado Miembro no es jurídicamente posible sin la modificación previa de la Carta de la Organización de Estados Americanos conforme el procedimiento previsto en el Artículo III de la misma. Además, en un discurso ante las otras delegaciones, el canciller mexicano había expresado: En nuestro concepto la convocatoria carecía de base jurídica... porque la convocatoria a una Reunión de Consulta en los términos en que quedó concretada... nos permitía suponer que lo que se pretende es ampliar el TIAR [Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca] tarea ésta que no es de la competencia del Órgano de Consulta. Aunque jurídicamente le asistía la razón al canciller mexicano y no fue México el único país que presentó su protesta por la adopción de una medida no prevista en los tratados, la causa que mayormente parece explicar la posición de México en esa reunión en otra. Parece que ante las presiones de que fue objeto, el gobierno mexicano optó por el “mal menor”. Ante la imposibilidad de satisfacer las exigencias de los diversos sectores nacionales de opinión y de los otros gobiernos del continente, particularmente de los Estados Unidos, evito discutir el asunto en sus términos políticos y buscó refugio en una posición que, al basarse en argumentos de tipo procesal, eludía la cuestión principal.

Otro elemento táctico importante de la política exterior tradicional, pero no de uso frecuente, fue anticiparse a situaciones difíciles mediante el procedimiento de dar a conocer en forma pública cuál sería la oostu4ra o el voto de México antes de la reunión que tratara el caso. Esta táctica preventiva, que la estrategia de la negociación denomina “compromiso público”, deriva fuerza de que una vez adquirido el compromiso frente a la opinión pública, resulta difícil retroceder o cambiar de posición por la pérdida de prestigio que esto significaría. Así, por ejemplo, en ocasión de la convocatoria para la IX Reunión de Consulta de la OEA, celebrada en Washington en 1964, que culminó con la resolución que obligaba a los países miembros que aún mantenían relaciones con Cuba a romperlas definitivamente, el canciller mexicano, José Gorostiza, anticipándose a lo que seguramente sería el resultado de la reunión, declaró: En la novena reunión de consulta que iniciará sus trabajos el martes próximo en Washington, México se opondrá desde luego a la imposición de sanciones y, muy particularmente, de aquellas cuya ejecución exigiría acción por parte de sólo un reducido número de estados miembros de la OEA o, peor aún, del gobierno mexicano únicamente... 16 gobiernos americanos, en ejercicio de su soberanía, han puesto fin a sus relaciones diplomáticas y consulares con el gobierno cubano. Conforme al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, cuyas estipulaciones regirán la consulta, el voto afirmativo de 14 Estados bastaría para decretar la ruptura colectiva. En la hipótesis de que así se procediera, sólo los gobiernos que mantienen r4elaciones con el de Cuba, o sea, los de México, Bolivia, Chile y el Uruguay, tendrían que dar un paso positivo. Un elemento táctico adicional, del cual ya se hace mención páginas atrás, fue el de abstenerse de buscar prosélitos o simple apoyo a la política exterior, ya fuera permanente u ocasional. Esta táctica servía para no parecer, a los ojos de Washington, como soliviantador de los otros gobiernos latinoamericanos. Un ejemplo concreto de esta táctica se dio claramente en la VIII Reunión de Consulta ya citada. En esta reunión, como en la previa de Punta del Este

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convocada para tratar asuntos relativos a la Alianza para el Progreso, no obstante que la posición de México coincidía con la de Argentina y Brasil respecto de evitar sanciones a Cuba, la delegación mexicana se abstuvo de negocia y presentar una posición conjunta con estos países u otros de la entonces llamada línea “blanda”. Durante esa época los periódicos norteamericanos se dieron a la tareas de especular sobre el nacimiento de un “eje político” México-Río de Janeiro-Buenos Aires, pero fue ampliamente conocido en los círculos diplomáticos que los miembros de las delegaciones mexicanas que sintieron a las conferencias sobre el caso cubano tendieron a abstenerse de concurrir a reuniones privadas donde se discurrirá y negociara los votos. En contraste, las delegaciones Argentina Y brasileña llegaron al punto de propiciar encuentro privados entre miembros de representaciones rivales en afán de avenir y acomodar diferencias políticas. Finalmente, es importante señalar que en México existía, en términos generales, un consenso amplio sobre la platica exterior, al menos en cuanto a que era sumamente defensiva y procuraba comprometer al país internacionalmente lo menos posible. Esta tarea normalmente contó con la aprobación tácita de una mayoría de la opinión pública nacional, debido sin duda al recelo con el que tradicionalmente se ha visto lo extranjero, así como al deseo de evitar complicaciones con la política interna. Recordemos una vez mas la obra citada de Jorge Castañeda en apoyo de esta conclusión: ...el nacionalismo [mexicano] se ha manifestado... por una relativa desestimación, en la opinión pública y en las esferas gubernamentales, de aquellas cuestiones internacionales que tienen carácter más general y cuyo aplazamiento no crea un problema interno inmediato.

PRIMEROS ENSAYOS DE DINAMISMO INTERNACIONAL: LOS GOBIERNOS DE

LÓPEZ MATEOS Y DE DÍAZ ORDAZ Existe consenso entre los analistas políticos acerca de que la política exterior activa surge

con el gobierno de Luis Echeverría. Esto es así en realidad, como se verá más adelante. Sin embargo, ya con anterioridad se habían llevado a cabo esfuerzos –que hoy día tal vez nos parezcan tímidos- por sacar al país de su aislamiento, o más bien de su excesivo bilateralismo con los Estados Unidos. Estos esfuerzos se dan durante los gobiernos de Adolfo López Mateos (1958-1964) y Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). El presidente López Mateos fomentó durante su gestión una política exterior más activa y universal. El mismo, en forma personal, promovió internacionalmente una nueva imagen de México en sus jiras por Sudamérica, Asia y Europa. Estas giras incluyeron la vista a dos países socialistas, Polonia y Yugoslavia, lo cual significaba un verdadero atrevimiento según los patrones de conducta de la época. Sin embargo, este “atrevimiento” no llegó al extremo de visitar la Unión Soviética, China o Cuba, considerados por Washington, en aquel entonces, como enemigos acérrimos. Lo más sobresaliente de la política exterior durante el gobierno de López Mateos es la defensa de los principios de autodeterminación y no intervención en el caso de Cuba revolucionaria, como lo atestiguan los votos de México en las Reuniones de Consulta de 1960, 1962 y 1964; el no rompimiento de relaciones con Cuba a pesar de la resolución mandataria de la OEA de 1964, a la que los demás países miembros se plegaron; y el acercamiento a los líderes del movimiento de países no alineados. En 1960, en San José, Costa Rica, durante la VII Reunión de Consulta de la OEA, México votó a favor de la llamada Declaración de San José, que fue interpretada como una victoria de la línea no intervencionista; convocada para sancionar al gobierno de Fidel Castro, la reunión obtuvo una simple condena en abstracto de la agresión externa y un llamado a la solidaridad continental, sin referencia directa al gobierno cubano. No obstante, la delegación mexicana se esforzó por aclarar los resultados, al solicitar la inclusión de una reserva a su voto en el acta final para asen5tar que de ninguna forma dicha resolución constituía una condenación o amenaza contra Cuba. La pertinencia de la

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reserva quedó demostrada por el hecho de que el Secretario de Estado norteamericano, Christian Herter, asevero con posterioridad que la Declaración de San José constituía una “severa condena del gobierno de Castro en Cuba”. En 1962, como se ha visto, México vota contra la expulsión de Cuba de la OEA, en la VIII Reunión de Consulta. Finalmente, en la IX Reunión de Consulta de 1964 en la que se aprobó una resolución para que todos los países miembros de la OEA rompieran relaciones con Cuba, México votó contra ella por considerarla atentoria de la soberanía de los estados y luego se abstuvo de acatarla no obstante que los otros países afectados, Bolivia, Chile y Uruguay, que habían mantenido relaciones con Cuba, rompieron sus lazos con el gobierno de la isla en cumplimiento de la resolución. La importancia de las implicaciones del desacato de México, tal y como se vio en su momento, quedó consignada en la opinión de un experto en asuntos interamericanos, quien fuera subsecretario de relaciones Exteriores de Argentina, al decir que este acontecimiento puso en tela de juicio la vigencia misma del Trato Interamericano de Asistencia Recíproca. No obstante, en ocasión de la llamada “Crisis de los proyectiles” de octubre de 1962, cuando los Estados Unidos, sintiendo muy de cerca la presencia soviética, presionaron con fuerza inusitada a los países latinoamericanos, México se sumó a una resolución del Consejo de la OEA, aprobada por unanimidad, que apoyaba medidas para asegurar el retiro de los proyectiles soviéticos en Cuba, “incluyendo el uso de la fuerza armada”. Empero, la delegación mexicana (junto con las de Brasil y Bolivia) introdujo una reserva en el sentido de que la resolución no debería tomarse como justificación para un ataque armada a Cuba. No cabe duda, sin embargo, de que México tuvo un cambio sustancial de posición al aprobar el bloqueo de la isla, cuyo gobierno, en un acto de soberanía, había acordado con el soviético la instalación de proyectiles en su territorio. Con todo, México, Bolivia y Brasil agrietaron de hecho el frente hemisférico, pues si bien aprobaron con su voto el bloqueo naval contra la isla, por otra parte se opusieron a que fuera usado como pretexto para invadirla. En otras palab4as, el voto significaba que los tres países se oponían a la

conversión de Cuba en base militar de una potencia extracontinental, pero al mismo tiempo repudiaban la intervención en los asuntos interno9s de una república americana (es decir, que la crisis fuera motivo para una acción “definitiva en contra de la Revolución cubana”). Por otra parte, este hecho demostró los limites que a la política exterior mexicana le marcaban sus compromisos de alineamiento en la guerra fría, sobre todo en un momento en que la crisis cubana adquiría dimensiones globales, pues ésta era en realidad un confrontación entre las dos superpotencias que rebasaba el marco regional. Otro aspectos sobresaliente de la política exterior en el sexenio de López Mateos visita Egipto, India, Indonesia y Yugoslavia, y sostiene entrevistas con los grandes líderes del movimiento no alineado, Nassar, Neruh, Sukarno y Tito. Incluso apoya varias de las tesis del movimiento. Con estos antecedentes, la diferencia entre el gobierno de López Mateos y el de Echeverría parecería radicar más bien en el grado que en la esencial pero no es así puesto que Echeverría comprometió su política exterior con posiciones tercermundistas: López Mateos simpatizó con los países del tercer mundo pero no hizo causa común con ellos, y si bien siguió una política en alto grado independiente, la adhesión de México al Bloque “occidental” (manifiesta en la crisis de los proyectiles) nunca se puso en duda, como lo aclaró el propio presidente: Mantenemos nuestra independencia para juzgar los hechos, mas una vez que una organización internacional tal como las Naciones Unidas o una regional tal como la OEA, adopta decisiones para evadir o reprimir caos de agresión, no podemos ser neutrales, puesto que tenemos la obligación de cumplir los compromisos que en uso de nuestros derechos soberanos hemos adquirido al suscribir las cartas de San Francisco y Bogotá. Claro está que le orden internacional dentro del cual le tocó gobernar a López Mateo fue muy distinto del de los años setenta. Bastante recordar que el mundo vivirá entonces bajo los rigores e inflexibilidad de la política de la guerra fría y que a López Mateos le toca sortear, precisamente, los problemas que suscita la inserción del Caribe en el mapa de

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la guerra fría. El conflicto general de estados Unidos con Cuba revolucionaria y la crisis que provocó la presencia de proyectiles soviéticos en la isla (que puso al mundo al borde de una guerra nuclear), constituyen dos de los episodios más importantes de la guerra fría y antecedentes de los actuales conflictos en Ce3ntroamérica. Por otra parte, las posibilidades de diversificación de las relaciones económicas era n menos en los años sesenta que en los setentas, dado el alto grado de concentració0n de la riqueza mundial en los Estados Unidos que aun prevalecía como consecuencia de la segunda Guerra Mundial. La vocación tercermundista de Echeverría procedió en ciertas áreas de colaboración con cautela y pragmatismo. Por ejemplo, su adhesión a los principios sostenidos por el grupo de los no alineados nunca fue plenamente confirmada mediante el ingreso de México a dicho movimiento. Al convertirse el país en exportador de petróleo (aunque en pequeña escala), si bien hizo causa común con la política de precios de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), México no ingresó a dicho organismo. Por otra parte, no cabe duda que el gobierno de Echeverría dio mayor contenido real a sus posiciones doctrinarias que el de López Mateos. En el cado de Cuba, por ejemplo, si bien el gobierno de López Mateos se batió varias veces en defensa de la no intervención en Cuba y mantuvo relaciones con La Habana a pesar de las presiones internas y externas de las que fue objeto, su actitud hacia el gobierno de Castro, al menos a partir de que éste se declaró marxista-leninista y estrechó lazos con la Unión Soviética, fue más bien de frialdad y de reserva, y prácticamente se paralizó todo tipo de intercambio con la isla. Echeverría, por el contrario, Allende, procuró la intensificación de las relaciones con medidas políticas y económicas. Claro está, se debe advertir de nuevos, que los tiempos de la política internacional eran distintos. Durante el periodo de gobierno de Gustavo Díaz Ordaz hubo también un ensayo para sacar a México de su tradicional aislamiento y darle a la política exterior un mayor

dinamismo. Pero este segundo ensayo, a diferencia del más grandilocuente y universalista de López Mateos, se limitó a Centroamérica. Tal vez por esa necesidad que sienten los presidentes mexicanos de dar continuidad a la política de sus predecesores y al tiempo frenar sus excesos, Díaz Ordaz decidió mantener el nuevo ímpetu hacia lo internacional, pero concentrándolo en los vecino inmediatos. Durante los años de gobierno de Díaz Ordaz, México toma la iniciativa de promover sus relaciones con los países del centroamericano. Las razones concretas e inmediatas del interés mexicano por la región obedecieron, al parecer, a la convergencia de dos causas, una interna y optara externa. Primero, una nueva política mexicana de diversificación de mercados nacida de la idea (muy en boga en aquellos años) de que el mercado interno resultaba insuficiente para dar cabida a la producción industrial mexicana conforme a su capacidad instalada; y segundo, la decisión de los gobiernos de Centroamérica de acelerar el proceso de integración económica de sus países hacia un verdadero Mercado Común Centroamericano. Esto último creaba el peligro de que México quedara permanentemente fuera del intercambio comercial de dicho esquema. A consecuencia de ello, el gobierno de México decidió fomentar la exportación de capital de inversión a Centroamérica con el propósito de evadir las altas barreras arancelarias que imponía a terceros países el nuevo tratado centroamericano de integración, las cuales obstaculizaban el intercambio comercial que México deseaba. Este capital, en su mayor parte, debía tomar la forma de inversión conjunta en la que fueran casi iguales la participación local y la mexicana. Adicionalmente, México ofreció garantías de que las inversiones mexicanas en el área seguirían los lineamientos de su propia política sobre inversiones extranjeras. Por ende, las inversiones mexicanas en Centroamérica, además de que serían conjuntas, podrían ser adquiridas por capital local o expropiadas sin que ello diera lugar a injerencias del gobierno mexicano a favor de las empresas afectadas. Por otra parte, con el fin de avivar el interés centroamericano en el acercamiento, México ofreció otorgar trato preferencial a los

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productos de la región, sin esperar reciprocidad. Pero esta concesión no llegó a materializarse, al menos en el corto plazo, puesto que entraba en conflicto con otros compromisos internacionales de México. En efecto, México pertenecía a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) y, como tal, en caso de otorgar preferencias, pero no le fue otorgado. Años más tarde, durante el gobierno de Echeverría, México encontró una fórmula para conceder de hecho tratamiento preferencial a los productos centroamericanos en forma unilateral. La fórmula consistía en bonificar hasta el 75% de los impuestos de importación para una serie de productos, a los que se concedía el permiso de importación en forma automática. Sin embargo, estas medidas no tuvieron un impacto sustancial en el comercio entre ambas partes. Finalmente, México otorgó a los países centroamericanos una serie de líneas de crédito para aliviar los desequilibrios de su balanza comercial con México, créditos que para 1972 ascendían a 15 millones de dólares. La iniciativa mexicana de acercamiento a Centroamérica incluyó el envío de misiones comerciales, encuentros de funcionarios de alto nivel, así como la firma de convenios de compensación de pagos, cooperación técnica y científica e intercambios cultual. Adicionalmente, el propio presidente Díaz Ordaz visitó la región, en enero de 1966, a fin de respaldar la gestión mexicana y tratar de despejar las dudas y atenuar los temores de los centroamericanos ante el súbito interés de México por el acercamiento. En sus discursos, Díaz Ordaz reiteró una y otra vez que México estaba dispuesto a darle a Centroamérica, por su menor desarrollo, un trato especial similar al que solicitaba para sí a las naciones desarrolladas; es decir, México trataría a Centroamérica como le gustaría ser tratado. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos oficiales, este acercamiento con Centroamérica nunca llegó muy lejos. Además de obstáculos técnicos y legales como el mencionado líneas atrás, hubo problemas como el temor y la desconfianza de ciertos sectores políticos centroamericanos –traducido0s por la prensa en acusaciones- en el sentido de que el interés mexicano escondía designios imperialistas. Fue sobre todo el desmoronamiento del proceso de integración económica, que se inició con la “guerra del

fútbol” entre El Salvador y Honduras de 1969, lo que dio el golpe final a este acercamiento. En el fondo de todo subyace un hecho escueto que constituyó el impedimento real para la intensificación de las relaciones entre ambas partes: las economías de México y Centroamérica, lejos de ser complementarias, eran en realidad competidoras y aquellos pocos bienes industriales que México podía exportar a precios competitivos gracias a que no los fabricaban los países centroamericanos, eran los bienes que éstos esperaban producir con el estímulo de la integración. En consecuencia, a pesar de los esfuerzos de México por aumentar las relaciones económicas con Centroamérica, poco fue lo que se logró en realidad. Si bien entre 1960 y 1970 las exportaciones mexicanas a la región crecieron de 90 a 265 millones de pesos y las importaciones de 6.5 a 35 millones, esto fue poco significativo dentro del total del intercambio de México con el mundo. Las exportaciones de México a la región pasaron del 0.98% del total de 1960, a 1.8% del total de 1970; mientras que las importaciones crecieron del 0.11% del total de 1970. para Centroamérica esto constituyó también un aumento pocos significativo en términos de su comercio con el resto del mundo. Las ventas centroamericanas a México significaron en 1969 apenas el 0.15% de las exportaciones totales, y las compras a México, el 1.8% del total de las importaciones para ese año. Por otra parte, la inversión mexicana en la región también resultó mucho más pequeña de lo que habría podido suponerse. Se estima que en 1972 alcanzaba 89 millones de dólares, cifra muy baja para un país como México tras un esfuerzo de casi ocho años. Sin embargo, tomando en cuenta que esta era la primera experiencia mexicana en materia de inversión directa en el extranjero, la cifra no resultaba insignificante. Con el paso del tiempo, la mayor parte de esta inversión pasó a manos de empresarios y gobiernos centroamericanos mediante diversas transacciones. Con ello se cerraba un capítulo importante de la política exterior mexicana que, con la perspectiva de hoy día, fue sin embargo un ensayo poco exitoso por salir del aislamiento y la pasividad. La siguiente ocasión en que México habrá de interesarse por Centroamérica sería a partir de 1979 y

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más bien por razones políticas que económicas.

LA TRANSICIÓN HACIA UNA POLÍTICA EXTERIOR ACTIVA

Con el transcurso del tiempo el mundo entra en un proceso de diversificación del poder internacional, poder que había estado concentrado durante la primera parte de la posguerra en sólo dos potencias: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Este proceso es resultado, principalmente, de la recuperación económica de Europa y Japón. Aunado a este proceso, se genera también un clima mundial de mayor tolerancia política, que es consecuencia del relajamiento de la guerra fría. A partir de este doble proceso, la actitud mexicana en materia internacional empieza a cambiar rápidamente. Otro factor importante para el cambio de actitud de México fue el desligamiento de los Estados Unidos de sus antiguos compromisos internacionales. México aprendió, por su experiencia, que la tradicional “relación especial” que Estados Unidos le venía otorgando en forma tácita, había sucumbido ante la nueva visión globalista de Washington y la política nixoniana de “menosprecio benigno” hacia la región latinoamericana. El nuevo gobierno mexicano encontró que había perdido gran parte de la antigua capacidad de negociación con la potencia hegemónica, y que el valor estratégico de la vecindad inmediata ya no era elemento suficiente para obtener a cambio concesiones de Washington. En consecuencia, México inició la búsqueda de la diversificación de sus relaciones y de un papel más activo en los asuntos internacionales. Por otra parte, cuando asume la presidencia Luís Echeverría en 1970, había ya en México un amplio consenso en el sentido de que la política aislacionista había dado lugar en realidad, a un énfasis excesivo en la relación bilateral con los Estados Unidos. Según esta perspectiva, el énfasis en el bilateralismo había conducido, a su vez, a una desproporcionada y peligrosa dependencia respeto de los Estados Unidos (“monodependencia”), particularmente en materia de relaciones económicas una prueba concreta de este proposición se produje en agosto de 1971, ocho meses después de la

llegada de Echeverría a la presidencia, que tuvo consecuencia importantes para el diseño de una nueva política exterior, como se vera adelante. Además, en 1970 se había llegado a la conclusión en México de que una actitud de pasividad internacional (evitar el involucramiento en asuntos internacionales), lejos de ser útil al esfuerzo interno de desarrollo económico, había dejado a la nación sin voz en las cuestiones internacionales que necesariamente afectaban al proceso de su desarrollo. El presidente Echeverría se encargó él mismo de presentar al país esta nueva visión, en forma por demás dramáticas: El aislacionismo es hoy, más que nunca, doctrina impracticable. El progreso de cada pueblo depende cada vez en mayor medida de la forma como establezca relaciones complementarias con los demás. Debemos cobrar mayor conciencia de aquel nuestro destino está ligado a las transformaciones que ocurren más allá de nuestras fronteras. Abstenernos de participar en ellas significaría transferir al exterior la posibilidad de determinar el futuro de la nación y comprometer los perfiles de su identidad. Equivaldría, también, a desplazar el ejercicio de la soberanía a centros de poder ajenos al país. Es por ello necesario multiplicar contactos con el exterior, hacer de la diplomacia un miedo más apto para la defensa de nuestros principios e interés y salir al mundo para enfrentar los problemas que nos afectan. A más de las razones de carácter externo antes expuestas, existieron situaciones de orden interno que influyeron en el cambio hacia una nueva política exterior. Al acceder al poder el presiente Echeverría, en diciembre de 1970, encuentra una difícil situación por una parte, en el frente económico se percibe que la estrategia general para el desarrollo seguida por el país durante dos decenios (posteriormente llamada “desarrollo estabilizador”), ha entrado en franca crisis. Sus consecuencia más visibles son incapacidad para general los empleos requeridos por el crecimiento explosivo de la población y para redistribuir más equitativamente el ingreso, dificultades en el

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proceso de sustitución de importaciones, déficit creciente en la balanza de comercio, reducción del superávit turístico que compensa el déficit comercial, círculo vicioso del endeudamiento externo, etc. esta situación habrá de agravarse poco tiempo después debido a la contracción-inflación mundial y a la “atonía” y proceso inflacionario interno de la economía. Por otra parte, el país no ha logrado recuperar del trauma de la crisis política de 1968. el sistema político ha perdido gran parte de su antigua legitimidad entre ciertos sectores estratégicos de la población y la paz social se ha visto quebrantado después de un largo periodo de estabilidad. El régimen saliendo se ha refugiado, durante sus dos últimos años de vida, en la intolerancia política y en soluciones de fuerza más que en la negociación. Se palpa la crisis de un sistema que ha perdido su vigor y la capacidad para mantener la unidad nacional mediante la incorporación y satisfacción de los demandas de nuevos grupos sociales. La conjunción de estos tres elementos: los cambios en el orden internacional, la crisis de la estrategia de desarrollo económico y la situación política interna, llevará al nuevo gobierno a realizar una profunda revisión de la política exterior.

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DISCIPLINA POLÍTICA Y FAMILIA REVOLUCIONARIA Una revolución centralizada el poder o no sirve para nada, decía Bertrand de Jouvenel. Pero una revolución triunfante no es lo mismo que una exitosa. Una revolución triunfa en el momento en que derrota militarmente al régimen que ha combatido; una revolución tiene éxito cuando transmuta el poder revolucionario en base social y política de apoyo y fortalece la estructura institucional del nuevo régimen. Las dos principales revoluciones del siglo XX, la soviética y la china, contaron con un partido previo a su triunfo para emprender la reconstrucción. Sin negar sus evidentes complicaciones, esta tarea se facilitó en esos casos porque preexistía un partido comunista que se dedicó a construir la nueva sociedad con una disciplina férrea y una ideología precisa. La evidente diferencia de la Revolución Mexicana es la creación de un partido 10 años después de haber triunfado. La Revolución reprodujo lo que ya había acontecido en el siglo XIX; al igual que las guerras civiles entre liberales y conservadores, aquélla dispersó un poder previamente centralizado y rígido. Si el Porfiriato ideó un sistema político basado en el reconocimiento de los hombres fuertes regionales, líderes militares del bando liberal triunfante, a cambio de la aceptación del poder y arbitraje presidenciales, en sus primeros años los revolucionarios triunfantes se vieron precisados a hacer exactamente lo mismo. La realidad se impuso así a la retórica democrática que Madero les había heredado. José Vasconcelos afirma que la aparente debilidad de carácter de Madero evidente en su política de conciliación hacia grupos y personajes, aparte del ejército porfirista, del antiguo régimen, se basaba en una profunda convicción de que era la mejor forma de evitar el regreso del caudillo providencial a salvar la patria del caos. El fracaso de la política que se impuso trajo consigo los males que temía. La revolución maderista quedó en pequeña escaramuza comparada con la revolución constitucionalista y la lucha de fracciones que la sucederían. Militarmente esas dos fases constituyen la verdadera etapa armada de la Revolución; políticamente destacan por el

profundo proceso centrífugo del poder que impuso en el país. Las relaciones de poder del antiguo régimen –compleja trabazón de amistades, compadrazgos y distribuciones acordadas de esferas de poder- fueron hechas a un lado y sustituidas por otras de igual naturaleza por los jefes militares revolucionarios que se perfilaron como hombres fuertes en estados y regiones. Sin embargo, no todo fue copia y reproducción de combinaciones políticas anteriores. La Revolución trajo consigo algunas novedades que habrían de influir decisivamente para que el caudillismo durara poco tiempo y también para que las relaciones de poder se modernizaran rápidamente. La primera novedad fue la clase de políticos civiles que aparece a lo largo y ancho del país en la cauda de la etapa armada de la Revolución, que se muestra de inmediato menos dispuesta que sus predecesores del siglo anterior a someterse en forma definitiva a los caudillos revolucionarios. ¿Qué determinó tal actitud? En parte la retórica misma de la Revolución, que se había orientado a destruir a un caudillo al cual los nuevos jefes revolucionarios querían imitar a diversas escalas de influencia. Pero sobre todo influyó la novedad del gremialismo, tozudamente reprimido por las autoridades porfirianas pero presente bajo diversas manifestaciones desde el último tercio del siglo anterior. El agrarismo y el obrerismo fue asumido, utilizado y lidereado por grupos políticos locales, civiles en su mayoría, que impusieron un perfil social a la Revolución Mexicana, importante a partir de entonces para la legitimación del poder. También definieron las tensiones políticas entre el centro y los estados, así como la articulación de agrupamientos “partidistas”, cada vez más amplios, mismos que se orientaron a defender la capacidad de acción y autonomía de los grupos estatales frente a un gobierno federal que buscaba reimplantar un verdadero poder nacional. Dos fueron los ejes en los cuales se expresó esa tensión. El primero se ubicó en la relación centro-estados, en la cual el presidente buscaba tener gobernadores afines, pues el apoyo de éstos resultaba crucial en aquellos años de ausencia de reglas claras para el juego político. Así, la defenestración de gobernadores, mediante los camarazos de la

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legislatura local o el Congreso de la Unión, fue la opción casi obligada para el centro cuando enfrentaba un gobernador hostil o desafecto. El segundo eje de la tensión se encontró en la relación gobierno federal-Congreso de la Unión, pues este último reflejaba las correlaciones de fuerzas locales gracias a la manipulación de las elecciones de diputados federales y senadores en los estados, alentada por una ley electoral que dejaba en manos de las autoridades estatales y municipales la preparación del proceso electoral. Violencia electoral, conformación de “bloques” en el Congreso y caídas de gobernadores fueron las constantes distintivas de la actividad política a lo largo del decenio de los años veinte. La salida a la inestabilidad política se encontraría en la creación de un mecanismo político partidista que convocara y reuniera a todas las fuerzas políticas y sociales que surgían en los estados, y que conformaban ya una realidad cualitativamente diferente a la tradicional que había dado sustento al Porfiriato. La creación del Partido Nacional Revolucionario en 1929 se atribuye a la muerte de Obregón y a la difícil situación política que aquélla creó. Sin embargo, la idea de un gran partido que incluyera a todos los revolucionarios no era nueva. Lo novedoso para fines de los años veinte fue la serie de circunstancias políticas que confluyeron para hacerla viable. De lo contrario sería inexplicable cómo le fue posible a Calles, por mucha habilidad política que hubiera desplegado, crear un partido y llevarlo a aceptar a su candidato a la presidencia en un lapso de ocho meses. En todo caso, la muerte de Obregón fue el acontecimiento catalizador de un ambiente que apuntaba ya hacia la formación de un partido que unificara a la “familia revolucionaria”. A Álvaro Obregón, y no a Plutarco Elías Calles, se debe el haber puesto en circulación la idea de un partido de la Revolución. Para 1914, cuando se celebró la Soberana Convención de Aguascalientes, Obregón descollaba ya como el mejor de los generales, pero eran evidentes sus ambiciones políticas. Al concluir la Convención, a la cual asistió como parte de la delegación de los carrancistas, Obregón salió con la certeza de que necesitaba de una base de apoyo político para sus aspiraciones

presidenciales, la cual sólo podría encontrar entre campesinos, obreros y militares. De esta convicción surgió la idea de crear una organización de civiles y jefes militares para obligar a Carranza a elevar la mira hacia los temas sociales. Alberto J. Pani, Jesús Urueta, Rafael Zurbarán, Roque Estrada y Álvaro Obregón acordaron formar la Confederación Revolucionaria pensando en un futuro partido obregonista. El Primer Jefe, que desconfiaba hasta de su propia sombra, aceptó la idea a regañadientes, pues no estaba en condiciones de rechazar apoyo político, viniera de donde viniera, en vísperas de la lucha contra los ejércitos convencionistas. La Confederación Revolucionaria quedó así formada por la capa superior del constitucionalismo: miembros del gabinete, del gobierno preconstitucional y jefes militares. En un principio fue un comité de amplio espectro dentro del constitucionalismo ocupado en estudiar los problemas sociales, escribir artículos, preparar discursos e impartir conferencias. Sin pretender un papel electoral, la Confederación machacó obstinadamente el tema agrario y gracias a la presión que ejerció, el Primer Jefe expidió el decreto del 6 de enero de 1915, piedra de toque de la reforma agraria. Sin embargo, la Confederación no fue del agrado del Primer Jefe ni de su consejero Félix F. Palavicini y pronto se le prohibió que continuara sesionando. Aun así, la Confederación continuaría creciendo y multiplicando adhesiones en todas las clases sociales. Los trabajos de la Confederación sirvieron espléndidamente para crear un partido en forma e influir en el Congreso Constituyente de 1916. La primera sesión de lo que fue el Partido Liberal Constitucionalista (PLC) coincidió con la apertura de sesiones del Congreso a fines de ese año. Los propósitos del partido, según palabras del general Alejo Gonzáles, eran unificar la política revolucionaria y postular a la presidencia a Venustiano Carranza una vez que concluyeran los trabajos del Constituyente. Obregón, más consciente de la relación entre política y semántica, dejó en claro que el nombre del partido apelaba a la ideología liberal y al compromiso con la legalidad constitucional. Acaparaba así la tradición liberal juarista y el elan del momento, pensando en el deslinde ideológico con los renovadores carrancistas

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encabezados por Félix F. Palavicini, que para los revolucionarios eran un grupo de porfiristas que había cambiando de chaqueta. El PLC debutó como un partido político que apelaba al liberalismo traicionado por Díaz y a la legalidad ultrajada por Huerta, con la esperanza de convertirse en el vocero de la Revolución misma. El nuevo partido se declaró por el sufragio efectivo, la no reelección, la reforma agraria, la protección de los derechos de los obreros, la seguridad social, la administración expedita de la justicia, la separación de poderes, la soberanía de los estados y la autonomía municipal. De entrada, el PLC le sirvió a Obregón para organizar desde afuera a los diputados constituyentes afines y establecer contrapeso a los diputados renovadores carrancistas, lo que resultaría crucial para la redacción de los artículos más radicales de la nueva Constitución. Pero Obregón estaba para construir a futuro, su futuro. Y de club político que era el PLC en 1917, buscó convertirlo en partido nacional incorporando a los clubes locales constitucionalistas, so pretexto de apoyar la candidatura de Carranza a la Presidencia de la República. Pero Carranza vio correctamente una amenaza a su poder en la existencia de un partido nacional bajo el control del general constitucionalista invicto, aunque éste lo apoyara electoralmente. De tener éxito Obregón, el organismo partidista formalizaría al obregonismo frente al carrancismo, a los radicales frente a los moderados revolucionarios y sería capaz de dictarle a Carranza los términos para la acción del gobierno. Por ello, el 10 de febrero de 1917 Carranza envió una circular a los gobernadores instruyéndolos que los partidos políticos con vistas a las elecciones constitucionales se organizarían “sin ligas de estado a estado”. Y para que no quedara duda, poco después suprimió El Gladiador, órgano oficial del PLC, y terminó por exiliar al principal de sus redactores, el Dr. Atl, en 1918. Una vez electo, Carranza prescindió de Obregón en la Secretaría de Guerra, posición que había ocupado en el último gabinete del Primer Jefe y, aparentemente retirado a la vida privada, el Héroe de Celaya esperó el momento propicio para regresar a la arena política.

Ese momento llegó en 1919. Para entonces el constitucionalismo se hallaba dividido en dos campos claramente definidos. De un lado, se encontraba Carranza apoyándose en los renovadores. Y de otro, los radicales, entre los cuales Obregón era ya la cabeza indiscutida, que veían en la reforma agraria y en la protección de los derechos de los trabajadores un medio para hacerse de una base de apoyo político. A fines de 1918, con dos años de adelanto, fue evidente la impaciencia por la sucesión presidencial. Por primera vez en muchos años, el país enfrentó la renovación vía elecciones de los poderes federales, sin posibilidad alguna de reelección del presidente de la República. Y también, por primera vez, la efervescencia política fue vista por el presidente de la República como elemento disruptivo a la labor administrativa del gobierno y a la colaboración entre los poderes de la Federación. (Aquí tiene su origen la idea que ve a la política como algo que obstaculiza la buena marcha del país, que perdura hasta nuestros días.) En el manifiesto del 15 de enero de 1919, el presidente Carranza pidió se postergaran los trabajos políticos de los aspirantes al menos hasta fines de ese año, pues la consolidación de las metas revolucionarias en leyes orgánicas corría el peligro de frustrarse. Gran paradoja del principio de la no reelección: se cerraba el camino para la perpetuación de un hombre en la Presidencia de la República, pero se agravaba el de la sucesión pacífica del poder. Este último propósito lo había resuelto Díaz mediante reelecciones continuas; sin embargo, Carranza se engañó a sí mismo al suponer que con la nueva Constitución y muchas maniobras políticas iba a imponer a su candidato y, a la vez, conjurar al fantasma del pronunciamiento. Obregón, que se reunía periódicamente con los principales jefes revolucionarios que habían servido a sus órdenes, rompió el silencio en junio de 1919. A pesar de la petición de Carranza cinco meses atrás, anunció en un manifiesto su regreso a la liza política. En ese documento justificaba sus aspiraciones presidenciales en la zozobra por la cual atravesaba el país y la posibilidad de que se impusiera la reacción. Es, sin embargo, importante ver aquí sus ideas sobre los

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partidos políticos, los cuales analiza Obregón no como organizaciones existentes sino como corrientes históricas. Para Obregón sólo había dos partidos en México: el Liberal y el Conservador, Así con mayúsculas, y ambos con tendencias diametralmente opuestas. De ellos, según Obregón, sólo el Liberal se encontraba en actividad, aunque dividido en infinidad de grupos a su interior. El Partido Conservador acechaba en las sombras, beneficiándose de los traidores a la Revolución, es decir los renovadores con Carranza a la cabeza. El Partido Liberal, en tanto, se convulsionaba en debates y divisiones internas. Este partido histórico, decía, triunfaba siempre en las luchas armadas porque era el mayoritario en la nación, pero fracasaba en las contiendas políticas por su faccionalismo interno, que lo llevaba a divisiones a nivel nacional y local, y por el número de caudillos en juego. Obregón juzgaba desastrosa la situación del Partido Liberal en ese momento por las divisiones internas, las claudicaciones de los principios revolucionarios y la corrupción alentada por el presidente Carranza. Para componer esa situación proponía “una nueva organización” que liberara a los ciudadanos de la necesidad de incorporarse a los grupos actuantes “muchos de los cuales están organizados con elementos oficiales cuya independencia tiene que ser muy relativa”, en otras palabras, los gobernadores fieles a Carranza. A partir de ese momento, Obregón tuvo en mente la constitución de un Gran Partido Liberal (aún no se daba la fusión de los conceptos liberal y revolucionario, aunque estaba implícita). Consecuente con este propósito, al triunfar el movimiento de Agua Prieta contra Carranza y reemprender su campaña política, se negó a ser el candidato del PLC, e instaló un Centro Director Obregonista para contar con la adhesión de todos los grupos en que veía dividido al Partido Liberal. Aunque el PLC desempeñó una labor política importante al tener casi la mitad de la mesa directiva del Centro y recibir después tres carteras en el primer gabinete del presidente Obregón, la idea de la necesidad de un gran partido nacional que uniera a todos los revolucionarios estaba explícitamente formulada. Se intentaba integrar un partido más allá de las fracciones;

un partido que unificara antes que dividir; un partido que arreglara las disputas no por las armas, sino en familia; un partido con compromisos con las clases explotadas y opuesto a los ricos, los extranjeros y el clero; un partido, en fin, que diera continuidad a la Revolución y permitiera la sucesión pacífica en el poder. Sin embargo, las luchas políticas en los estados y el militarismo aún no doblegado, que produjeron el intento de asonada de De la Huerta en 1923, impidieron a Obregón, ya presidente, organizar el gran partido que había anunciado en su manifiesto.

LOS PARTIDOS LOCALES, REGIONALES Y

NACIONALES Desde el punto de vista de organización partidista, el decenio de los veinte fue una época cuya característica principal no era la ausencia de partidos, sino su abundancia. Y su segundo rasgo fue que, a pesar de esa abundancia, no había un sistema de partidos que permitiera una vida política estable. Fue un decenio que se distinguió, sobre todo en su segunda parte, por la debilidad de la Presidencia de la República frente a los estados y el Congreso de la Unión. Cuando Obregón asumió el poder en 1920, dos partidos marcarían las pautas políticas en la primera parte del decenio: el Partido Laborista (PL) y el Partido Nacional Agrarista (PNA). El Partido Laborista tuvo su origen en el fracaso de la huelga general alentada por la Casa del Obrero Mundial en 1916, misma que fue reprimida por el gobierno preconstitucional de Carranza. A raíz de este fracaso una fracción reformista de La Casa, encabezada por Luis N. Morones, fundó la CROM y el Partido Socialista Obrero, que muy pronto fue derrotado por el PLC en las elecciones constitucionales de 1917. La CROM, sin embargo, después de intentar una unificación de tendencias socialistas que no fructificó, acordó formar el Partido Laborista en mayo de 1919, apenas un mes antes de que Obregón decidiera postularse como candidato a la presidencia. Y como Carranza había sido el responsable de la represión de los huelguistas tres años atrás, fue natural que el nuevo partido obrero se alineara en las filas obregonistas, mediante un pacto en el que Obregón se comprometió a crear una

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secretaría encargada de los asuntos de los trabajadores y otorgar a la CROM el monopolio de la representación obrera ante esa dependencia. El reformismo de la CROM pronto se convirtió en oportunismo político. Poco tiempo pasó para que fuera evidente que esta central obrera y su brazo político, el PL, prefirieran incrementar la influencia política de los dirigentes a defender los intereses de clase de los agremiados. El poder de los laboristas se inició como pago a su apoyo a Obregón durante la rebelión delehuertista en 1923, y se incrementó en el gobierno de Calles por sus servicios en el Congreso y en los estados al combatir a los grupos políticos anticallistas. La adhesión de la CROM a Calles significó el apoyo a las políticas de éste a favor del nacionalismo económico y en contra del caciquismo, el regionalismo y la desobediencia del clero. Dicha adhesión desembocó en un enfrentamiento abierto con los obregonistas, quienes a partir de 1926 buscaron la reelección de su caudillo. En el curso del periodo presidencia de Calles, la CROM alcanzó el pináculo en su desarrollo y poder. Morones ocupó la Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo; la organización obtuvo el monopolio de la representación obrera en las juntas de conciliación; y muchos de sus dirigentes y allegados alcanzaron puestos importantes en la burocracia federal. Los diputados y senadores laboristas actuaban en el Congreso apoyando, casi siempre en minoría, las acciones e iniciativas de ley del presidente Calles. Éste, a su vez, comprometido en su esfuerzo de reactivación económica se benefició de la pasividad legislativa de la fracción parlamentaria cromista, que se abstenía de presionar por una legislación laboral. El Partido Nacional Agrarista, al igual que el PL, fue un partido que nació sin el patrocinio del gobierno. Lo fundaron Antonio Díaz Soto y Gama, Rodrigo Gómez y Felipe Santibáñez, en 1920. Su base inicial se fincó en los clubes agraristas de los estados de Morelos, Guerrero, Puebla, Tlaxcala, México, Hidalgo, San Luis Potosí, Durango, Guanajuato, Jalisco y Chihuahua. El programa político del PNA fue limitado, pues no iba más allá de propugnar por la reforma agraria. De los dos partidos “nacionales”, el PNA fue el más sólidamente

obregonista y en el cuatreno callista fueron célebres sus enfrentamientos con el PL en el Congreso, cuando los laboristas se habían pasado a las filas callistas. El obregonismo del PNA se originó cuando Obregón como presidente apoyó el reparto de tierras a cambio de que el partido lo ayudara en diversas maniobras políticas en el Congreso y en los estados. A diferencia del PL, cuyo obrerismo era fachada para la búsqueda de posiciones políticas, el PNA se distinguió por la lucha decidida y a fondo a favor de la reforma agraria. El PLC y el Partido Nacional Cooperatista (PNC) de Jorge Prieto Laurens, ambos fundados en 1917, estuvieron presentes al principio del cuatrienio de Obregón. El primero fue desplazado del ámbito parlamentario y del terreno político por una alianza del PNC, el PL y el PNA, con el beneplácito de Obregón a quien una vez en la presidencia le resultaron incómodos sus antiguos aliados provenientes del carrancismo. El Partido Nacional Cooperatista estuvo destinado a desaparecer muy pronto, al unirse a la revuelta delahuertista de 1923. A partir de esa fecha los partidos regionales y locales enfrentaron y combatieron con bastante éxito los empeños del PNA y el PL por aumentar su influencia en provincia y, consecuentemente, en el Congreso de la Unión. En un movimiento de la periferia al centro acudieron al Congreso diputados y senadores electos por agrupaciones locales y fieles a sus gobernadores que, independientemente de su obregonismo o callismo, disputaron los centros de control parlamentario a agrarista y laborista. Sería cuento de nunca acabar enumerar a todos y cada uno de los partidos locales que surgieron y actuaron en el país en esos años. Baste decir que abundaban los clubes y sociedades políticos, la mayoría con alcance de un barrio, ciudad o municipio. No pocos de ellos fueron organizados por caciques, otros por gobernadores; unos no iban más allá de los límites del terruño, otros alcanzaban proyección estatal. Muchos fueron efímeros, otros aparecieron en las épocas electorales federales o locales para desaparecer después y regresar en los siguientes comicios. El personalismo dominó la vida política y alentó la abundancia de agrupaciones. Se ha llegado

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a identificar a cerca de ocho mil partidos de este género en vísperas de la fundación del PNR. Pero a medida que avanzaron los años veinte, cuando la vida política se normalizó en los estados, empezó a surgir una nueva clase política en torno a los gobernadores. Junto con sus mandatarios estas élites políticas locales, en su mayoría civiles, se dedicaron a crear bases sociales que les aseguraran el control de su entidad. Nada más natural en aquellos años, en que una nueva relación entre el centro y la periferia estaba por establecerse, que la reacción local defensiva ante el riesgo de la intromisión del gobierno federal. Así, gracias al aliento de los gobernadores, los clubes políticos locales fueron empujados a formar partidos estatales que luego, teniendo al Congreso federal como eje, se unificaban a nivel regional y nacional. Con estas fusiones y federaciones no sólo llenaron un vacío político que había dejado tras de sí la desaparición de la maquinaria electoral del Porfiriato, sino atendieron a nuevas fuerzas sociales despertadas por la propia Revolución. En las actividades de estas agrupaciones los límites estatales no fueron definitivos y algunos gobernadores desbordaron su influencia y organización partidista sobre estados vecinos con estructuras políticas más débiles. Tal es el caso de José G. Zuno en occidente, de Emilio Portes Gil en el noreste o Felipe Carrillo Puerto y Tomás Garrido Caníbal en el sureste. Cabe destacar entre los partidos regionales más importantes al gran Partido Socialista del Sureste, que abarcó Yucatán y Campeche, y la Confederación de Partidos Revolucionarios con base en Guanajuato y Jalisco. Entre los estatales con gran fuerza se contaban el Partido Revolucionario del Estado de México; el Partido Socialista Radical de Tabasco y el Partido Socialista Fronterizo con sede en Tamaulipas. A nivel nacional, finalmente, se encontraban la efímera Confederación de Partidos Revolucionarios, la Alianza de Partidos Socialistas comandada por Gonzalo N. Santos y la Liga de Defensa Revolucionaria de Aurelio Manrique y Antonio Díaz Soto y Gama.

EL CENTRO Y LOS ESTADOS El panorama político en el cuatrienio que antecede a la fundación del Partido de la Revolución fue caótico, por decir lo menos. El PNA y el PL quisieron ser los actores principales. Dos partidos que Obregón y Calles utilizaron para tratar de interferir en la política de los estados, pero con resultados dudosos, ya que lo único claro es que acentuaron las tendencias a la autodefensa en las entidades y el surgimiento de agrupaciones sociales adictas a los gobernadores. Expresión de esta trabazón de intereses locales a la defensiva fueron los diputados federales y senadores, que se alineaban y desalineaban en bloques en el Congreso, alentados por los gobernadores de sus estados y los líderes camerales. Más que Obregón, fue Calles el que tuvo que enfrentar la mayor número de gobernadores desafectos. Era así por la herencia de mandatarios obregonistas recibida, pero también porque hubo algunos, no necesariamente de esa filiación, que acusaron una radical independencia frente al centro. Entre ellos se contaron los que prestaban a Calles un apoyo condicionado y contribuyeron a integrar parte de su fuerza como factor político nacional. Se trató del bloque de gobernadores del Golfo: Emilio Portes Gil en Tamaulipas; Adalberto Tejeda en Veracruz; Tomás Garrido Caníbal en Tabasco; Felipe Carrillo Puerto en Yucatán; y Saturnino Cedillo en San Luis Potosí, a los cuales se agregaron el PL en la CROM de Morones. Para el presidente Calles este fue un apoyo necesario pero incómodo, ya que la contraprestación consistió en la autonomía política de esos gobernadores en sus territorios. Pero junto a esos gobernadores poderosos que brindaron su apoyo condicionado a Calles, hubo otros que presentaron un fuerte potencial de desafección al centro, entre los cuales José G. Zuno en Jalisco y Enrique Colunga y Agustín Arroyo Ch. en Guanajuato, fueron los más importantes. Los callistas se quejaron siempre de la “mafia de gobernadores”, lo que prueba las tensas relaciones entre el centro y la periferia, la cual se organizó para resistir políticamente. El callismo, de mentalidad centralizadora, se propuso desde un principio actuar en contra

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de esas coaliciones de intereses políticos de la provincia. En la lucha entre el centro y la periferia, Jean Meyer distingue dos fases perfectamente delimitadas. En la primera, que va de 1924 a 1925, el gobierno callista trató de asegurar el dominio central en los estados con el pretexto de corregir irregularidades electorales. En los siete casos de defenestración de gobernadores en 1924 (Aguascalientes, Coahuila, Durango, Morelos, Colima, Oaxaca y Puebla) se arguyeron vicios en las elecciones. Pero en una época en que todos hacían trampas electorales a todos los demás, el propósito presidencial de hacer respetar el sufragio no podía llevar más intención que el de afirmar el dominio central. El costo de este enfoque fue alto pues el gobierno tuvo que intervenir directamente en la vida interna de los estados afectados vía la Secretaría de Gobernación, con el desgaste político consecuente para el gobierno federal, por lo cual esta política se abandonó de inmediato para recurrir a otros medios. Al año siguiente la estrategia fue indirecta, pues el gobierno utilizó al PLM y la CROM para hostilizar a gobernadores desafectos. En 1925 se presentaron doce conflictos, alentados por la alianza callista-laborista; sin embargo no en todos salió victoriosa. Esa ofensiva tuvo que ver con el propósito de limitar la influencia de la mafia de gobernadores y acabar con las secuelas de la oposición que el general Ángel Flores, candidato de grupos de derecha contra Calles el año anterior, había dejado en Sinaloa, Aguascalientes y Nayarit. La segunda fase, 1926-1928, se relaciona con el regreso de Obregón a la política activa con vistas a reelegirse. Las fuerzas callistas defenestraron a Zuno en Jalisco y a De la Vega en Sinaloa, pero fracasaron con Colunga en Guanajuato y Portes Gil en Tamaulipas. Con el regreso de Obregón a la política activa, los laboristas empezaron a perder batallas contra las fuerzas obregonistas estatales; manifestaciones de la creciente debilidad callista fueron las derrotas que sufrieron los laboristas en Zacatecas, Coahuila, Querétaro y Tlaxcala. Los callistas perdieron espectacularmente en Chihuahua, donde el jefe de operaciones militares, Marcelo Caraveo, le dio un cuartelazo al gobernador callista Almeida.

La segunda fase terminó en un empate entre callistas y obregonistas, según Meyer. Sin embargo, en términos políticos un empate era una clara derrota para el gobierno federal, pues significaba que el presidente de la República había sido incapaz de prevalecer sobre los gobernadores. A Zuno, de Jalisco, a fin de cuentas anticallista pero no claramente obregonista, lo sustituyó Margarito Ramírez, cuyo obregonismo no era un secreto para nadie. En Guanajuato, Obregón se perfiló detrás del triunfo de la alianza Colunga-Arroyo Ch., pero la debilidad del centro callista se evidenció en los intentos de controlar a la mafia de los gobernadores del Golfo, que se defendieron de las intromisiones laboristas alentando sus propias organizaciones de trabajadores y de agraristas. Al final del cuatrienio de Calles, ya con Obregón en campaña, al gobierno no le quedó más que acomodarse a la situación, hasta la inesperada muerte del caudillo reelecto, que cambió drásticamente el panorama.

LOS PARTIDOS, LOS BLOQUES Y EL CONGRESO

Buen es cierto que en política nunca se solucionan definitivamente los problemas. Una aparente solución a un problema percibido, trae como consecuencia la creación de otros nuevos. Tal es el caso de las disposiciones que los constituyentes establecieron en la Constitución de 1917, relativas a la integración del poder ejecutivo y las elecciones federales. Atentos a la causa originaria de la Revolución, los constituyentes de 1917 aprobaron la propuesta de Carranza de establecer la elección directa del presidente de la República, convencidos de que las elecciones indirectas habían facilitado las reelecciones de Porfirio Díaz. Carranza arguyó este motivo cuando presentó sus propuestas de reformas al Constituyente, pero en realidad lo movía el propósito de fortalecer el poder del presidente al ser electo por la noción y no por el congreso constituido en colegio electoral, como era el procedimiento bajo la Constitución del 57. En todo caso el Congreso concurría en una decisión política previa y directamente emitida por el pueblo al sancionar la elección. Al aprobar esta modificación, los constituyentes

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atendían también a un principio democrático: la elección popular. Se acababa con la base constitucional de lo que se había convertido en un vicio político y se pagaba justo homenaje a los reclamos del antirreleccionismo maderista, primera bandera revolucionaria. Ante la dispersión de fuerzas políticas como la que imperó, y junto al hecho de que se conservó la calificación de las elecciones presidenciales en el Congreso, que para el efecto se constituía en Colegio Electoral, las cámaras de diputados y senadores cobraron una importancia inusitada ante la ausencia de un verdadero sistema de partidos. La vida parlamentaria se animó, a extremos incluso de la violencia física, por el choque de grupos, corrientes y alianzas en torno a los dos ismos más importantes del decenio: el obregonismo y el callismo. Así el viejo fantasma de la obstrucción del poder ejecutivo por parte del legislativo, que obsesionó a la generación de Juárez y la República restaurada, regresaba ahora por la puerta trasera de los partidos locales y regionales. El Congreso de la Unión se convirtió en el lugar ideal para las batallas de los ismos y de la periferia contra el centro. El gobierno federal, en particular el presidente de la República, no contaba con un grupo parlamentario propio, fuera del reducido número de diputados laboristas o agraristas. Problema eterno de los sistemas presidenciales, en contraste con los parlamentarios, el de no contar con una mayoría segura y firme en el Congreso. Calles quiso integrar un grupo parlamentario adicto sobre la marcha sin éxito alguno. Para intentarlo, el presidente tuvo a su disposición algunos instrumentos políticos, aunque endebles. El primero de todos consistió en atraerse el apoyo de algunos de los partidos “nacionales” mediante concesiones a su alcance. Obregón había marcado ya la pauta anteriormente cuando consiguió el apoyo del PNA a cambio de sostener el programa agrario de éste durante su presidencia. Calles hizo lo propio otorgándole posiciones políticas a los dirigentes de la CROM y el PL. Otro procedimiento residió en reconocer el dominio político estatal o regional de algunos gobernadores fuertes, como lo hizo Calles al

principio de su periodo con la “mafia” de los gobernadores del Golfo, a la par que maniobraba en contra de los gobernadores débiles desafectos para tratar de sustituirlos. En el Congreso, el presidente carecía de elementos para cambiar a fondo la correlación de fuerzas. La autonomía de este poder, que provenía de la disposición constitucional que establece la autocalificación de sus propias elecciones, aunada a la descentralización que preveía la ley para la preparación del proceso electoral, le impidió al poder ejecutivo influir en la selección de candidatos, manipular las elecciones o controlar los colegios electorales de ambas cámaras. De hecho, los colegios electorales fueron el primer botín, objeto de furiosas batallas parlamentarias cada dos años. La reelección de los legisladores y el mecanismo de las comisiones instaladoras, a las cuales, conforme a los reglamentos camerales, correspondía designar a la cámara saliente, permitieron, en principio, que los grupos dominantes en una cámara influyeran en la integración de la siguiente, mediante la designación de la presidencia del colegio electoral y de las comisiones dictaminadoras de credenciales. Fueron, pues, las coaliciones de las cámaras salientes las que marcaron el paso de los empeños por dominar a los colegios, y no el poder ejecutivo federal. Pero el intento no siempre resultó exitoso, pues el vaivén político nacional cambiaba las alineaciones de diputados y senadores con una frecuencia enervante, y los colegios electorales se inauguraban con enfrentamientos, a veces violentos, que contaminaban luego a los periodos de sesiones posteriores a los colegios. Concluidos los trabajos de los colegios electorales, al iniciar sesiones el Congreso, los siguientes objetivos de las alianzas y bloques fueron le dominio de las comisiones, pero sobre todo de la Comisión de Administración, encargada de supervisar el manejo de los recursos camerales. El grupo o alianza que controlaba esta comisión, podía disponer a su antojo de grandes sumas para hacer política, y negárselas a los legisladores adversarios. Cada mes la manzana de la discordia era la integración de la mesa directiva de cada una de las cámaras. Al concluir el periodo normal de sesiones, con los enfrentamientos se reanudaba la enconada lucha, ahora para

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determinar el grupo de diputados y senadores que integrarían la Comisión Permanente, responsable del trámite de asuntos en los recesos del Congreso, cuya facultad más importante es la de convocar al pleno de ambas cámaras a sesiones extraordinarias. A los dos años, periodo según el cual se sujetaba a elección a toda la Cámara y la mitad del Senado, volvía a empezar todo el proceso una vez más. El presidente Obregón contó, en términos generales, con cámaras adictas, pues en la selección de candidatos impuso casi siempre su criterio a los gobernadores, más que por la fuerza institucional de la presidencia, por su prestigio personal. Sin embargo, para las elecciones de 1924, enfilado Calles con el sucesor, se inició la rebelión de los políticos de provincia, que se negaban a que las listas de candidatos a diputados y senadores fueran aprobadas por el centro, y debutó en el Congreso la primera mayoría “confederada” organizada en el Bloque Socialista Reconstructor bajo el liderazgo del rebelde guanajuatense Agustín Arroyo Ch. La minoría callista quedó, por lo pronto, confinada al bloque Revolucionario, formado por los legisladores agraristas y laboristas. Pero no habrían de pasar dos meses escasos cuando el bloque confederado se disolvió, gracias a las maniobras de la Secretaría de Gobernación; de ahí surgió el Bloque de Izquierdas Socialistas de Carlos Riva Palacio, que tomó auge cuando los diputados agraristas se enfrentaron a los laboristas por las incursiones de la CROM en Puebla , territorio del PNA. Para la primavera y verano de 1925, el callismo se encontraba en plena ofensiva en los estados, centrando las baterías en Jalisco y las entidades vecinas, donde la influencia del gobernador jalisciense, José G. Zuno era indiscutible. En agosto, Gilberto Valenzuela, secretario de Gobernación, se vio obligado a renunciar y lanzó a su principal instrumento, el PNA, a la oposición abierta contra Calles. En julio, el antiobregonismo del PL y la CROM surtió efectos en el Senado; y el Bloque Democrático Revolucionario de la cámara alta se escindió entre una mayoría obregonista y una minoría laborista (callista). Hay que decir que estaba ya presente el propósito reeleccionista de Obregón, que mantendría divididos a los senadores hasta 1928.

Para 1926 debutó como estratega parlamentario en la cámara baja Gonzalo N. Santos, considerado como un obregonista-callista, es decir, un político conciliador entre los ismos camerales. Santos constituyó el Bloque Socialista Parlamentario, expresión de la Alianza de Partidos Socialistas, en tanto en el Senado continuaba la desintegración del Bloque Democrático Revolucionario. Gracias a ello el diputado Santos se impuso también en el Senado a través de la conformación del Bloque Socialista de la cámara alta. El año se cerró con la aprobación, en octubre por la Cámara de Diputados y en noviembre por el Senado, de la reforma al artículo 82 constitucional para permitir la reelección de Obregón. El año de 1927 fue el caos total. Los bloques en ambas cámaras se escindieron bajo el impacto de los antirreeleccionistas y laboristas que se oponían al regreso de Obregón; la intentona de rebelión de Serrano y Gómez permitió una tregua temporal y apaciguó las pasiones parlamentarias a lo largo del receso del verano. Reanudadas las sesiones, hacia fin de año, se impuso el Bloque Revolucionario Obregonista en ambas cámaras, bajo el liderazgo de Ricardo Topete, decidido obregonista. El callismo, que nunca fue mayoritario en las cámaras, se encontraba en retirada. Fue la época en que Obregón se convirtió en legislador de facto, enviando iniciativas de ley y de reformas constitucionales al Congreso. Propuso, y se le aprobaron, iniciativas para facultar al presidente para designar a los jueces federales y magistrados de la Suprema Corte, para suprimir los ayuntamientos en el Distrito Federal y para reducir el número de diputados. Al justificar sus iniciativas, Obregón habló de depurar la representación nacional y la administración de justicia, y acabar con la corrupción de los ayuntamientos capitalinos. Fue una crítica tangencial a Calles y su gobierno, a quien no le quedó más que quedarse callado y ver pasar la tormenta sobre su cabeza. Bajo la amenaza de “Obregón o el caos”, el Congreso había encontrado una mayoría (quizá temporal si Obregón hubiera vivido para asumir la presidencia) ante el inminente retorno del caudillo providencial que venía a

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arreglar las cosas, entre ellas ante todo, el conflicto cristero. La lucha parlamentaria era permanente y mucha la confusión, lo cual no contribuía al prestigio del poder legislativo, ni servía a la nación y sí obstaculizaba las políticas presidenciales. De hecho, Calles se había visto obligado a gobernar por decreto, pues buena parte de sus iniciativas fueron detenidas por el entrejuego político en el Congreso. Por ello, no es de extrañar que muchos políticos de la época, entre ellos Calles sin duda alguna, añoraran los tiempos parlamentarios del Porfiriato y se esforzaran por concebir arbitrios y formas para llenar el vacío que había dejado la destrucción de la antigua maquinaria electoral de Díaz. A pocos se escondía la relación entre formas electorales y constitución de una mayoría parlamentaria adicta al gobierno. Para esas reflexiones seguramente se tomaba e cuenta la lección heredada: la estabilidad política porfírica se había logrado mediante la unidad de los liberales y el reconocimiento a sus parcelas de poder. De acuerdo con este arreglo, los gobernadores decidían la integración de los poderes legislativos y judicial locales, y quienes ocuparían las presidencias municipales. A cambio tenían que aceptar los candidatos a senadores y diputados que sugería Díaz y asegurar su elección. Díaz contaba con los jefes políticos, el ejército, las oficinas recaudadoras de Hacienda y los cuerpos de rurales para hacer cumplir sus decisiones. Pero no convenía recrear las piezas importantes de aquella maquinaria. Los jefes políticos habían desaparecido; al nuevo ejército federal se le alejaba de la política; los odiosos cuerpos rurales habían sido eliminados; y los gobernadores estaban lejos de ser una clientela política obediente al presidente de la República. Además, ahora todas las elecciones eran directas y descentralizadas de facto y de jure. La muerte de Obregón el 17 de julio de 1928 a manos de un fanático católico, vino a catalizar los ánimos. ¿Y ahora qué?, parecieron preguntarse todos. Por lo pronto, Calles se deslindó del crimen entregando la investigación a los obregonistas y se aprestó para iniciar lo que Froylán C. Manjarez llamó “la jornada institucional”.

En mes y medio Calles diseñó su plan de acción. El primero de septiembre debía rendir su cuarto y último informe de gobierno, y el 30 del mes siguiente concluía su periodo constitucional como presidente de la República. Sin duda la estrechez de los tiempos sirvió a su propósito, pues la muerte del caudillo había pasmado al ámbito político, aunque pronto podrían surgir nuevas banderías. La primera tarea en el plan de Calles fue convencer al Congreso de su propósito de retirarse al concluir el periodo constitucional; la segunda, evitar que la designación del presidente provisional fuera desvirtuada por un pronunciamiento militar o un camarazo de las filas obregonistas que comandaba Ricardo Topete. Si lograba esta primera transición en forma pacífica y controlada, Calles podría dar el paso siguiente: la fundación del partido de la Revolución. El primero de septiembre Calles afirmó su propósito de retirarse al concluir su periodo y declaró cerrada la época de los caudillos y abierta la de las instituciones. El cinco del mismo mes convocó a todos los altos jefes militares con mando de tropas a Palacio Nacional y les arrancó un acuerdo: ningún militar se postularía para la presidencia provisional o para la constitucional. Salvo insistir en que le presidente provisional fuera un civil, Calles se abstuvo de sugerir nombres, eliminándose al menos por le momento como gran elector. Convocada la reunión de militares para conocer su opinión, ellos mismos se encargaron de sugerir a Eduardo Neri, gobernador de Coahuila, y a Emilio Portes Gil, secretario de Gobernación y ex gobernador de Tamaulipas, como candidatos para la presidencia provisional. Calles buscó así neutralizar políticamente a los jefes militares y facilitarle al Congreso su papel institucional en la cuestión. El mismo día, Calles preparó, con un grupo de diputados de confianza, la destitución de Ricardo Topete de la presidencia de la Cámara de Diputados y del Bloque Revolucionario Obregonista, pues se sabía que buscaba apoyo de los militares para designar presidente provisional por su cuenta y riesgo. Para el día siete, los diputados Marte R. Gómez, Gonzalo N. Santos, Manuel Riva Palacio, Melchor Ortega y Federico Medrano habían logrado convencer a la vasta mayoría de los miembros del Bloque

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de la destitución de Topete y de plegarse a los deseos de Calles en la designación de presidente provisional, quien a pesar de su aparente neutralidad apoyaba a Portes Gil. Poco después se contó también con la adhesión de la mayoría del Senado. Al tenor de la línea de institucionalidad que cobraba fuerza, el Bloque Revolucionario Obregonista cambió su nombre a Bloque Nacional Revolucionario prefigurando el nombre de nuevo partido. Por su parte, Topete se refugió en Sonora, estado que gobernaba su hermano Fausto Topete, para preparar lo que después fue conocido como la revuelta escobarista. Con el desplazamiento de Topete se abrió un problema de orden público, pero se evitó una crisis política de mayores proporciones. El 25 de septiembre de 1928, desbrozado el camino y unificados los legisladores, el Congreso de la Unión proclamó por unanimidad presidente provisional a Emilio Portes Gil, cuya principal aportación a la gobernación del país fue concluir el conflicto cristero y establecer un modus vivendi con la Iglesia católica. En el mismo acto, el Congreso expidió la convocatoria a elecciones extraordinarias de presidente constitucional para el 17 de noviembre de 1929, brindándole a Calles el tiempo suficiente para poner en marcha los trabajos que culminarían con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR). La designación de Portes Gil, además, vino a ayudar a las tareas de desmovilización política. A la neutralización de los jefes militares ya lograda por el propio Calles, Portes Gil se encargó a su vez de hacer lo mismo con la burocracia política frente a su propia sucesión.

EL PNR

Para la creación del partido de la Revolución, el ejemplo a seguir no fueron los laxos partidos-convención norteamericanos, sino los partidos comunistas y socialdemócratas. Éstos actuaban ya en el panorama político del Viejo Continente, centralizados y con vocación de poder nacional. Las configuraciones orgánicas de esos partidos eran mucho más consecuentes con el propósito de formar un partido capaz de unificar e instilar disciplina a la impredecible clase política revolucionaria. La transmisión de las concepciones partidistas

europeas seguramente encontraron diversos caminos hacia México; pero el más evidente sin duda alguna fue la gira por Europa que Calles había realizado tiempo atrás, aprovechando el lapso entre su elección y su asunción a la presidencia. Durante la mayor parte de su periodo, Calles no encontró las condiciones maduras para intentar crear el partido; éstas se configuraron vertiginosamente hacia el final de su mandato. Los trabajos para la formación del partido empezaron el primero de diciembre de 1928, día en que tomó posesión Portes Gil, con la integración del comité organizador. Formaron parte del comité Aarón Sáenz, Luis L. León, Manuel Pérez Treviño, Basilio Vadillo, Bartolomé García, Manlio Fabio Altamirano y David Orozco. Lo encabezaba formalmente Calles, quien pronto lo abandonó por la pugna que Morones y la CROM, sus antiguos aliados, tenían con Portes Gil. Sin embargo, Calles continuaría informalmente al frente de trabajos del comité, posición políticamente mucho más cómoda. En el corto periodo entre diciembre de 1928 y la primera semana de marzo de 1929, cuando se constituyó el partido, la política nacional dio un vuelco radical. Ya desde septiembre de 1928 Calles, aún presidente de la República, empezó a ser reconocido como el Jefe Máximo de la Revolución. El mismo Sáenz, destacado jefe político del obregonismo, así lo reconoció en agosto de 1928 al señalar que, muerto Obregón, sólo Calles tenía la autoridad suficiente para “marcarnos el derrotero que habremos de seguir”. Con esa autoridad, Calles logró instilar en la clase política el convencimiento de que sus intereses y ambiciones estarían mejor resguardados en una gran alianza, que evitara el desgaste político producto del enfrentamiento de fracciones o los efectos desastrosos de la asonada militar. Este último fantasma estuvo presente en la mente de todos, cuando los delegados llegaron a Querétaro, temor que quedó confirmado al tercer día de trabajos al conocerse que la rebelión escobarista se había iniciado. El primero de marzo se reunieron en Querétaro las delegaciones de los partidos regionales, estatales y locales para formar la

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gran alianza partidista. En la convención se aprobaron los documentos básicos que inspirarían las actividades del nuevo partido. No figuraron en su contenido profundos y detallados compromisos de naturaleza social; los mejores tiempos de las movilizaciones de masas, los gremios militantes y las exigencias de mayor distribución de tierras estaban aún por venir. Los contenidos fueron, como era natural, determinados por los principios generales que habían guiado las labores de los gobiernos de Obregón y Calles, En su declaración de principios, el PNR quedó obligado a aceptar la democracia como forma de gobierno, defender la libertad del sufragio y mejorar el medio social del país. Este documento, además, planteó la defensa de la soberanía como base de la política internacional. En el programa de acción fue clara la asimilación de la filosofía política callista: educación socialista; apoyo a la industrialización y a los pequeños empresarios agrícolas, y una política hacendaria conservadora para restituir el crédito interno y externo. Los estatutos diseñaban una disposición orgánica que combinaba descentralización con centralización política. Los estatutos se basaban en el reconocimiento a la autonomía de los partidos estatales “en todo aquello que se refiere a las cuestiones locales”. Cada organización de la coalición habría de conservar su identidad, pero funcionaría bajo la supervisión del Comité Ejecutivo Nacional. Se trataba de un partido de adhesiones indirectas, en el que contaban las agrupaciones federadas y no los militantes individuales. Se reconocían implícitamente las parcelas de poder de los hombres fuertes regionales como en el Porfiriato, aunque ahora enmarcadas en una organización política de alcance nacional. Los estatutos preveían una estructura vertical que partía de los comités municipales, pasaba por los comités de estado y territorio y culminaba en un Comité Ejecutivo Nacional, electo por el Comité Directivo Nacional. Este último, a su vez, se integraba con un representante de cada uno de los partidos de las entidades de la República. Es interesante hacer notar que los comités distritales, organismos intermedios entre el municipal y el estatal, eran temporales, circunscritos a la

época de elecciones y dependientes del CEN. De todas las facultades atribuidas al Comité Ejecutivo Nacional, las más importantes se encontraba en la fracción VII del artículo 45: “Servir de armonizador y árbitro en las controversias y dificultades que se susciten entre los órganos del Partido.” De acuerdo con los estatutos, el CEN controlaba y dirigía los trabajos del partido en todo el país mediante la combinación de la verticalidad orgánica y la intervención en la constitución de los comités distritales en tiempos de elecciones federales. A través de este último procedimiento el CEN podría aprobar o vetar a los candidatos a diputados y senadores para asegurar el control del partido en las cámaras del Congreso. Los enlaces verticales fortalecían el centralismo, pero también prevenían cismas y escisiones al evitar la comunicación interregional de órganos de la misma jerarquía. La verticalidad subrayaba la disciplina, pero permitía la autonomía de los gobernadores en los comités estatales para el manejo de los “asuntos locales.” El PNR nació así como una gran alianza destinada a arbitrar la distribución pacífica de cuotas de poder nacional y locales entre los agremiados. No fue un partido de clase ni un partido ideológico y mucho menos un partido totalitario. A fin de cuentas resultó un partido de comités, más importante por sus cuadros que por sus miembros. Nació con el pluralismo instalado a su interior, lo que subrayó sus funciones de arbitraje y negociación. Buscaba ser lo más inclusivo posible y por ello diseñaba principios ideológicos generales con los cuales todos los grupos estatales podían estar de acuerdo. Pero en la medida en que se propuso incorporar a toda la clase política de la época, empezó a actuar en un vacío caracterizado por la ausencia de pluralismo político externo. Esta circunstancia iba a condicionar durante mucho tiempo la idea de que la oposición era inconcebible. Si la Revolución triunfante organizaba su partido y éste era inclusivo, de existir la oposición, ésta, ésta sólo podría ser de los reaccionarios derrotados por las armas, y estaría descalificada política y moralmente de entrada. De igual manera esa ambición de inclusión total bajo la cual nació el PNR, determinó la actitud de sus militantes frente a las elecciones. Si se trataba de un partido inclusivo y arbitral, lo importante eran los

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acuerdos internos para seleccionar candidatos; las elecciones eran apenas un requisito formal exigido por la ley que refrendaba esos acuerdos. El gran mérito del PNR fue crear los mecanismos para hacer posibles los acuerdos internos e imponer la disciplina de partido, hasta entonces desconocida en México. Desde su creación, los discursos de políticos y parlamentarios añadieron a su filiación revolucionaria la adhesión a los principios y guía del partido. Esa disciplina fue evidente a partir del momento mismo en que en la reunión de Querétaro, Calles logró que la convención aprobara la candidatura de Pascual Ortiz Rubio sobre la de Aarón Sáenz, considerado hasta entonces como el favorito. Se trataba de algo más importante que la primera “cargada” en la historia posrevolucionaria, ya que puso de manifiesto que la garantía de éxito del partido dependía de la existencia de un árbitro supremo capaz de disuadir disidencias y alentar coincidencias. Surgían de nuevo los requerimientos insoslayables del Porfiriato. Si éste había logrado la estabilidad mediante la unidad de los caudillos liberales y el reconocimiento de sus parcelas de poder, ese sistema suponía también el poder arbitral de Díaz. No obstante la novedad de la creación de un partido político, la evidente fuerza política de los grupos regionales exigía la reconstitución del poder arbitral. Parte del arbitraje podía asumirlo el PNR, pero precisaba de una última instancia que no podía ser institucional en la etapa de consolidación del partido. Ese papel lo asumió Calles con beneplácito, aunque quizá con el convencimiento de que la institucionalidad que propiciaba acabaría por negarlo como autoridad política de facto.

LAS DEBILIDADES DEL PARTIDO DE LA

REVOLUCIÓN La gran debilidad del PNR estaba asociada con el Maximato, o dualismo político, que se produjo en el trajo de transición de la época de caudillos a la de instituciones. Una cosa era declarar abierto el tránsito y otra muy diferente arrostrar las vicisitudes para realizarlo con éxito. La clave se encontraba en la naturaleza arbitral implícita en la tradicional comunalidad de la sociedad mexicana. Esa

tradición antecedió a la Revolución y sobrevive hasta nuestros días en múltiples ámbitos. Supone, más que la representación de ciudadanos vía el voto, la representación de actos colectivo–tradicionales y modernos, por igual -, y la garantía de que sus voces serán escuchadas y obtendrán arbitraje justo. La sociedad política en formación en los años veinte no pudo sustraerse a esa tradición, y menos dadas las características de enfeudamiento político en las regiones. El naciente partido fue incapaz de asumir plenamente ese arbitraje, y su sobrevivencia exigió de una instancia de decisión inapelable, es decir, un nuevo caudillo, pero caudillo institucional en la medida que estaba comprometido en lograr el tránsito. Tradiciones, usos y costumbres políticos, circunstancias del momento, todo llevó a ese punto de convergencia: aceptar el arbitraje de Calles o recaer en el caos. Todo el secreto del Maximato de Calles, según el cual el poder se compartía entre éste y el presidente de la República, residió pues en el hecho de que era producto de una necesidad política, que empezó por definirse con la muerte de Obregón pero se agudizó por el juego de los amigos políticos de los principales actores. El Maximato cubrió los años que corren entre 1930 y 1935, y correspondieron no sólo a la época en que se quiso que el PNR tuviera vigencia política real, sino también al sexenio que le hubiera correspondido a Obregón. El PNR se concibió idealmente como el sustituto colectivo de la figura caudillesca. Pero la realidad juega malas pasadas, y esos años fueron los menos institucionales a pesar de las intenciones. Según Puig Cassauranc, testigo de primera mano pues participó activamente en el nacimiento del Maximato, Calles no tuvo la intención inicial de convertirse en el poder tras el trono. La debilidad del gobierno de Portes Gil, que de entrada tuvo que hacer frente a la rebelión cristera y resolverla para que no uniera fuerzas con la revuelta escobarista, impulso el apoyo activo de Calles que fue, después de todo, el general que heredó el liderazgo militar de Obregón. Su designación como secretario de Guerra al estallar la revuelta fue expresión (institucional) de esa primacía. A partir del momento en que se derrotó la revuelta escobarista, surgió otro

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reto, el vasconcelismo y la huelga universitaria, que planteó de nueva cuenta la dualidad de funciones. Portes Gil se dedicó a resolver el problema universitario otorgando la autonomía, para evitar que los estudiantes movilizados contribuyeran a la agitación vasconcelista, y Calles se empeñó en conseguir el apoyo regional para Pascual Ortiz Rubio, candidato del PNR, a fin de derrotar al vasconcelismo. Una vez electo Ortiz Rubio, Calles hubiera pasado al retiro político de no ser por los afanes de los amigos políticos de los tres actores centrales del momento. En el tráfago incesante del ir y venir de protesgilistas, ortizrubistas y callistas chocaron y se confundieron unos contra otros haciendo, más que nunca, necesario el arbitraje supremo de Calles. Ni duda cabe, como lo sugiere el propio Puig, que el ejercicio del arbitraje bajo esas condiciones fue consumiendo paulatinamente el capital político de Calles, hasta llegar a un debilitamiento extremo a mediados de los años treinta, cuando se consolidan nuevas fuerzas políticas en el panorama nacional. La debilidad principal del PNR residió precisamente en que fue una alianza de grupos políticos estatales y regionales, frente a la cual el poder arbitral delegado por Calles en el presidente del CEN estaba limitado. El presidente del CEN podía arbitrar conflictos locales menores, intervenir en la revisión de listas de candidatos a diputados federales y senadores y cuidar de la disciplina de éstos en el Congreso, pero los inevitables conflictos en los altos escalones de la clase política sólo podían ser resueltos por Calles. Se consideraba débil al gobierno si en el gabinete no figuraban callistas prominentes, pues la participación de éstos suponía el apoyo del general Calles a los actores y políticas de la administración. Si el general accedía a que sus amigos participaran en el gobierno, debilitaba la institucionalidad fortaleciendo la imagen de Jefe Máximo. Si, por el contrario, se negaba a que participaran en el gobierno, como sucedió en 1932, se planteaba una crisis política, que en ese caso llevó a la renuncia de Ortiz Rubio. De una inestabilidad generalizada, previa al PNR, que colocaba a la Presidencia de la República en situación de extrema debilidad

frente a una indócil clase política, se pasó a una inestabilidad relativa en la cual el presidente mandaba administrativamente, pero los conflictos políticos principales los resolvía el Jefe Máximo de la Revolución. Y el juego de ambos elementos minaba el propósito original: culminar la institucionalización de los procesos políticos. El derrumbamiento final del dualismo político y de la desaparición del Maximato no se van a dar por el choque de personalidades y grupos, sino por la consolidación de nuevas fuerzas políticas, ahora sí sociales, que habían puesto en marcha los gobernadores en sus conflictos con el centro. La fuerza que adquieren los gremios, trátese de sindicatos obreros o de agrupaciones de agraristas, hacia la primera mitad de los años treinta va a cambiar la correlación de fuerzas y composición de intereses que hacía vitalmente necesario al Maximato. Se trata de un desarrollo político que en gran medida se da al margen del PNR, pero que va a repercutir en esta organización política al grado de provocar su reforma. Muy pronto, los políticos nacionales sintieron que algo impedía el adecuado funcionamiento del partido. En un principio pensaron que la deficiencia se ubicaba en el esquema original aprobado en Querétaro de respetar la existencia y la autonomía de los grupos políticos partidistas locales. Para la Convención Nacional Ordinaria de 1933, en vísperas de la elección presidencial, el Comité Ejecutivo Nacional acudió a la asamblea con una propuesta de reforma para acabar con la existencia de los partidos locales y fundirlos en los comités municipales y estatales. Para ello propuso que la afiliación fuera individual y no a través de las organizaciones políticas; a cambio de este sacrificio de las clases políticas locales, se les ofreció consignarles explícitamente en los estatutos facultades exclusivas a nivel local para manejar las convenciones estatales y municipales; para designar candidatos a los cargos municipales, a las legislaturas locales y a los gobiernos de los estados; así como, nombrar funcionarios de partido y formular planes y programas de gobierno. Con estas medidas, los dirigentes del PNR quisieron enfrentar con mayor eficacia y unidad las ya inminentes elecciones presidenciales, pero atendieron sólo un lado del problema. El PNR trataba de perfeccionar

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los mecanismos de disciplina para la élite política, pero había soslayado a las organizaciones de defensa de clase que proliferaban por todos lados. Para seguir la terminología de la época, el PNR se había preocupado por el “elemento político” e ignorado a las “organizaciones sociales”. Dos procesos paralelos confluirían para aportar una nueva base social y política para quien supiera aprovecharla a nivel nacional. De un lado y como ha quedado dicho, desde el periodo presidencial de Calles, algunos gobernadores –sobre todo, Adalberto Tejeda de Veracruz- habían asumido una actitud proagrarista, alentando organizaciones campesinas en sus estados para fortalecer su posición política frente al centro. De otro, tras la muerte de Obregón y con el enfrentamiento de Morones con Portes Gil, la CROM empezó a desintegrarse rápidamente, creando las condiciones para el surgimiento de organizaciones gremiales más combativas. La desintegración de la CROM se inició en febrero de 1929 con la salida de los obreros tranviarios que, junto con Fidel Velásquez, Fernando Amilpa y Jesús Yurén, fundaron la Federación Sindical de Trabajadores del Distrito Federal y culminó con la escisión de Vicente Lombardo toledano en septiembre de 1932 para fundar la CROM depurada. Ambas separaciones eran el resultado, no sólo de los errores políticos de Morones, sino producto del descontento con una central que anteponía los intereses políticos de sus líderes a la defensa de los agremiados. Paralelamente se había organizado el primer sindicato de industria, el Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana. Para junio de 1933, el ambiente estaba maduro para intentar la unificación gremial de disidentes cromistas y sindicatos autónomos y se fundó la Confederación General de Obreros y Campesinos de México, con la participación de la CROM depurada, la Federación Sindical del Distrito Federal, la Confederación Sindicalista de Obreros y Campesinos del Estado de Puebla, la Confederación General de Trabajadores, la Confederación Federal de Electricistas y Similares y la Federación Sindicalista del Estado de Querétaro. Al frente de la CGOCM quedó Lombardo Toledano, y pronto empezó a crear filiales en los estados.

Algo similar ocurrió con las organizaciones campesinas. Alentadas por gobernadores, pronto sus demandas chocaron con la política agraria del gobierno federal, sobre todo en materia de reparto de tierras. En los años que corren entre 1929 y 1934, que coinciden con el ascenso más pronunciado de las organizaciones agrarias, la política del gobierno federal en materia de reparto y restitución de tierras fue errática y sujeta a pronunciados altibajos. El breve gobierno de Portes Gil había acelerado el reparto, movido por la lucha contra los cristeros y la rebelión escobarista, pero descendió drásticamente con Ortiz Rubio, el cual siguió políticas conservadoras en la materia. El reparto agrario cobró, sin embargo, un nuevo ritmo con el presidente Abelardo Rodríguez, quien sustituyó a Ortiz Rubio luego de la crisis política de 1932, presionado ya por la combatividad de las organizaciones agraristas. La primera organización fuerte, la Liga de Comunidades Agrarias, había sido creada por Adalberto Tejeda en Veracruz en 1923. Este ejemplo fue pronto seguido en otros estados para hacer frente a los intentos de intromisión del PNA. Para 1926, Tejeda se lanzó a fundar, junto con Úrsulo Galván, la Liga Nacional Campesina. En 1930 los dirigentes del PNR lograron dividirla para llevar una corriente minoritaria al partido. Sin embargo, en 1933 las organizaciones agraristas estatales, y los políticos locales que las alentaban, se sintieron con la fuerza suficiente para intentar la unificación. En mayor de ese año, siete meses antes que el PNR postulara a Lázaro Cárdenas candidato a la Presidencia de la República, se fundó la Confederación Campesina Mexicana, antecedente inmediato de la CNC. Esa organización fue creada con el concurso de tres dirigentes agraristas –Graciano Sánchez, León García y Enrique Flores Magón- y tres hombres fuertes –Gonzalo N. Santos, Saturnino Cedillo y Emilio Portes Gil-. La nueva central contó con el apoyo de los gobernadores Saturnino Osornio (Querétaro), Agustín Arroyo Ch. (Guanajuato), Bartolomé Vargas Lugo (Hidalgo), Leónidas Andrew Almazán (Puebla), Lázaro Cárdenas (Michoacán) y Adalberto Tejeda (Veracruz). Graciano Sánchez, cardenista declarado, quedó al frente de la CCM y en pocos meses ésta tuvo filiales en 24 estados.

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DE PARTIDO DE COMITÉS A PARTIDO DE SECTORES

A lo largo de siete años de existencia, el PNR se mantuvo al margen de la rápida evolución de las organizaciones agraristas y los sindicatos obreros; en contrapartida, los radicales, dentro y fuera del elemento político oficial, se vieron marginados y sin influencia alguna en el partido. Sin embargo, a medida que se acercaba la sucesión presidencial de 1934, los efectos combinados de la crisis económica de 1929 y las posturas críticas de los emergentes líderes sociales, además del éxito de éstos para unificar las organizaciones, se combinaron de tal suerte que cambiaron drásticamente el panorama político. En la convención del PNR de diciembre de 1933 se enfrentaron dos concepciones opuestas: el conservadurismo callista y el radicalismo cardenista. El resultado fue un plan sexenal, que si bien evitaba la confrontación, incluía muchos de los postulados de los radicales, en un esfuerzo por mantener la unidad y tratar de incorporar las nuevas fuerzas sociales que se manifestaban en la sociedad mexicana. El contenido del Primer Plan Sexenal fue muestra de ello y síntoma de la fuerza del grupo de radicales aliados con los gobernadores agraristas. El Plan Sexenal marcó el inicio de un giro de ciento ochenta grados frente a las políticas agraria, laboral y social hasta entonces seguidas por los gobiernos e inspiradas en las directivas callistas. Es un documento que articuló nociones y propósitos claramente socialistas, en particular los capítulos sobre la educación, el trabajo y el problema agrario. En el de educación, de entrada y sin ambages, estableció que el Estado proporcionaría una educación socialista. El capítulo sobre trabajo admitió como propósito del partido estimular la organización y procurar la protección de los trabajadores; favorecer la contratación colectiva; establecer el seguro social; reglamentar el patrimonio familiar inafectable; y fomentar cooperativas de trabajadores. El correspondiente al problema agrario planteó como único límite a las dotaciones de tierras y aguas la satisfacción de las necesidades de los centros de población; y si bien señaló el respeto a la pequeña propiedad proclamó el más amplio apoyo a la extensión de la

propiedad ejidal, vía el fraccionamiento de los latifundios. En el nuevo contexto político, la nominación de Lázaro Cárdenas como candidato del PNR a la Presidencia de la República resultó natural y viable. Pertenecía al grupo de gobernadores agraristas, con fuertes vínculos con los líderes campesinos del momento. Formaba parte de la generación joven de revolucionarios, con entrenamiento en posiciones políticas en el gabinete y el partido, y su lealtad a Calles, al menos en esos meses, no estaba puesta en duda. Si como gobernador había asumido posiciones radicales, ello no era ni excepcional ni condenable en una época en que tal parecía ser la conducta de casi todos los mandatarios estatales. Además, su actuación en la presidencia del PNR, en la Secretaría de gobernación y en la de Guerra y Marina había sido de extremada moderación. No parecía tener un séquito amplio, ni seguidores en puestos importantes. Fuera de algunos gobernadores que le eran adictos, sus allegados políticos no ocupaban posiciones clave fuera del movimiento agrario. Por todo ello, Calles apoyó la candidatura de Cárdenas y convenció a Manuel Pérez Treviño para que renunciara a postularse. Sin embargo, a lo largo de la campaña presidencial, Cárdenas puso de manifiesto la intención de darle a su presidencia una base política y social propia. Desde el principio el discurso cardenista se orientó a captar el apoyo de obreros y campesinos mediante una retórica socialista, que criticaba tangencialmente las políticas conservadoras seguidas hasta entonces por inspiración de Calles. En un esfuerzo de definición de su propio perfil ideológico, Cárdenas recurrió a un socialismo a la mexicana, distinto al liberalismo y al comunismo soviético, cuyas raíces ubicaba en la Revolución mexicana. De acuerdo con esta orientación ideológica que Cárdenas fue esculpiendo sobre la marcha, el Estado no debía limitarse a ser mero vigilante del orden sino, además de asumir el papel activo como regulador de la economía, debía equilibrar las diferencias sociales a través de una política favorable a los trabajadores y una profunda reforma agraria. La crisis política de junio de 1935 entre Calles y el presidente Cárdenas fue motivada por la

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naturaleza radical de las políticas sociales, que de acuerdo con el Plan Sexenal había asumido el gobierno. Si fue un enfrentamiento buscado por Cárdenas o por Calles, no importa; a quien benefició fue al primero y no tuvo que buscarlo; bastaba simplemente insistir en los aspectos socializantes del Plan Sexenal para que el conflicto se presentara. Y Cárdenas llevaba las de ganar, pues las nuevas correlaciones de fuerzas internas y externas actuaban ya a favor de políticas sociales radicales y de un Estado interventor. A fin de cuentas fue un conflicto de poder en el cual Calles percibió tardíamente que el nuevo presidente había logrado establecer su propia base social y política. El ataque principal de Calles, que desató la crisis, fue contra Lombardo y los legisladores cardenistas. Pero aquí Calles se topó con la nueva realidad, pues al hacerlo arrojó definitivamente a las nuevas fuerzas proletarias que comandaba Lombardo del lado de Cárdenas. Y éste, que contaba ya con los agraristas, acogió con beneplácito el regalo obrerista de Calles. De aquí en adelante, el camino fue sencillo. Sin que Calles y los suyos sospecharan del alcance de sus acciones, Cárdenas había logrado crearse una base de apoyo al margen del PNR. La fuerza política creciente estaba del lado de las organizaciones sociales, y aparecía con toda claridad lo que era el PNR: apenas una maquinaria electoral de las élites políticas. La nueva fuente de poder político serían las organizaciones de masas. Con estos apoyos le fue fácil a Cárdenas reorganizar su gabinete expurgándolo de callistas, cambiar al presidente del PNR y obligar a Calles a salir del escenario político primero y del país después. Desde el punto de vista político, lo importante del cardenismo no fueron tanto su programas sociales, que después de todo estaban muy a tono con las políticas del New Deal rooseveltiano, sino que contribuyó con dos elementos primordiales para la evolución política del país. El primero de ellos fue el cambio del PNR de un partido de comités al PRM, un partido de sectores, en el cual la clase política revolucionaria quedó consignada a dos de ellos, el sector popular y el militar, flanqueados por los sectores obrero y agrario que introdujeron masa y disciplina y empezaron a diluir el poder de los hombres fuertes regionales. El segundo elemento

radicó en el establecimiento de la autonomía sexenal, según la cual cada presidente tiene independencia de acción en sus decisiones políticas durante su mandato, sin interferencia de ningún predecesor.

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ESTADO Y PARTIDOS: UNA PERIODIZACIÓN

José Woldenberg

INTRODUCCIÓN Pensar en una panorámica general de la relación entre Estados y partidos políticos puede servirnos para analizar de mejor manera el momento que hoy se vive. Se trataría de rescatar la historicidad del proceso a través del cual se forjó lo que hoy existe, para poder evaluar el presente como producto de un abigarrado acontecer y a la vez como un momento que necesariamente “producirá” futuro. Plantear un esquema general sobre la evolución del Estado y el sistema de partidos en nuestro país, pintar los grandes trazos para subrayar los rasgos más sobresalientes de una densa y complicada historia, quizá sirvan para pensar en mejor manera lo que modela el presente y abre o cierra posibilidades a los diversos futuros imaginados. Toda periodización es una lectura del pasado desde el presente. Se hace para detectar líneas de continuidad y de ruptura, para observar lo que permanece y lo que cambia. Toda periodización implica un cierto grado de arbitrariedad o, si se prefiere, de subjetividad. Pero el esfuerzo se justifica si arroja algo de luz explicativa sobre el pasado y el presente. Luis González y González lo dice de mejor manera: “Quiero advertir que no creo que haya una sola manera de hacer períodos que corresponda exactamente a la realidad histórica, es decir, que toda forma de periodización necesariamente tiene mucho de subjetiva. Sin embargo, no hay hasta ahora, que yo sepa, otra forma de tratar la realidad histórica más que esta de los períodos…” Y en efecto, si la historia es un proceso continuo, en términos analíticos se requiere una reproducción conceptual que permita rescatar lo singular de cada momento y las constantes del proceso, y en esa operación es que se pueden construir etapas. A lo largo de nuestro siglo XX, que en términos políticos se inaugura con el movimiento revolucionario de 1910, la relación entre el Estado y los partidos ha pasado por varios períodos con rasgos

específicos propios. Una periodización posible de esa historia podría ser la siguiente: a) un primer momento que corre desde el inicio del conflicto armado y se cierra en 1929 con la creación del PNR, cuando se multiplican hasta la atomización extrema los partidos políticos; b) una segunda etapa que abarca de 1929 a 1968 que puede considerarse como centralizadora, en donde el espacio político es prácticamente copado por el partido oficial, a los flancos del cual solamente existen opciones partidistas testimoniales (por tratarse de una etapa tan larga es necesario establecer algunos subperíodos; c) de 1968 a 1977, un momento de crisis política y social aguda sin correspondencia con el mundo de los partidos y las elecciones, y d) de 1977 a la fecha un proceso lento y errático de reforma política, en el que quizá estemos transitando de un sistema de “parido casi único” a otro pluripartidista. Intentaré en unos cuantos párrafos ilustrar la periodización anterior.

1917-1929. LA ETAPA DE LA DISPERSIÓN

PARTIDISTA Hoy lo sabemos, aunque una cierta historiografía lo intente mitificar, pero el movimiento revolucionario realmente fue muchos movimientos revolucionarios. Desde aquellos que pusieron el acento en los aspectos políticos hasta quienes se movilizaron por reivindicaciones sociales de diverso tipo; tierra o convenios colectivos de trabajo. No obstante, quienes codificaron los compromisos y trazaron los rasgos del nuevo Estado en el Congreso Constituyente de 1916-1917, en buena medida reprodujeron el esquema republicano, democrático, federal y representativo que dibujaba la Constitución de 1957. Cierto que los nuevos constituyentes multiplicaron las facultades al ejecutivo y asumieron un legislativo bicameral mucho más ceñido que el de sus predecesores. Pero en materia política aspiraban a una república democrática, donde las elecciones, los partidos, el voto y la participación ciudadana fueran elementos legitimadores y reproductores de las instituciones republicanas.

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Quizá, sin embargo, por ser obra de la fracción triunfante de la Revolución (la constitucionalista), porque los diputados de dicho congreso se veían a sí mismos como la encarnación de todas las virtudes revolucionarias, y sus preocupaciones ponían el acento en la cuestión social, o porque en efecto, en 1916-1917 era prácticamente imposible hablar de partidos políticos en un sentido medianamente moderno, del Constituyente no salieron normas precisas para regular la eventual vida de un sistema partidista. El texto original de la Constitución resulta absolutamente omiso en esa materia. No obstante, entre 1917 y 1929, y amparados en los preceptos constitucionales que indicaban sin lugar a dudas que el acceso a los puestos ejecutivos y legislativos tenía que hacerse a través de elecciones, se crearon y multiplicaron partidos de todo tipo: nacionales, estatales, regionales y hasta municipales. La fuerza centrífuga de la Revolución se traducía en innumerables partidos que surgían al calor de cada elección, cuya vida podía ser tan efímera como la de los comicios que tenían enfrente o la fortuna de sus patrocinadores. Pero en el terreno nacional, no son las elecciones ni los partidos los espacios y los mecanismos que definen realmente la sucesión. El ejército revolucionario es el verdadero sustento del poder y sus principales mandos la balanza del mismo. Recordemos para ilustrar, como si hiciera falta. El Plan de Agua Prieta en 1919 y el levantamiento al que da pie logra la derrota de Carranza. Luego en 1920, las elecciones no serán más que el expediente para que el ganador en el campo de batalla. Álvaro Obregón, asuma la presidencia. En 1923, Adolfo de la Huerta se levanta en armas; luego de su derrota, Plutarco Elías Calles triunfa en las elecciones de 1924. En 1927, son derrotados los presuntos alzados Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez, y gracias a los cambios a la Constitución, Obregón puede volver a ser encumbrado. Luego del asesinato del presidente electo se realizan comicios, pero antes era necesario derrotar el levantamiento de los generales Escobar, Topete, Manzo, etcétera.

Es decir, la fuente del poder se encuentra en el ejército y luego de que algunos de los caudillos logran dominar ese espacio, puede entonces sí formalizar su triunfo a través de elecciones donde la competencia es prácticamente inexistente. Los resultados electorales de entonces son elocuentes: 1917, Carranza 98.07% 1920, Obregón 95.78% 1924, Calles 84.14% 1928, Obregón 100.00% Estamos hablando de hechos de la etapa formativa de las instituciones estatales. Luego de la destrucción del viejo Estado liberal-oligárquico, el proceso de edificación del entramado y la normatividad estatal fluye de manera lenta pero, visto en retrospectiva, sistemática. En ese cuadro, la multiplicación de partidos marca a la etapa, en una conjunción paradójica con hombres fuertes cuya matriz es el ejército. Todos los presidentes de la República de esa etapa surgen de las filas del ejército y puede afirmarse que la institución predominante en el Estado es precisamente el instituto armado. Se trata de la columna vertebral de la vida política y quizá de la única de la única institución que por el momento tiene una visión y una capacidad nacionales. En ese espacio, los partidos surgen y se reproducen a la sombra de diferentes hombres fuertes (nacionales o regionales), que tienen como finalidad ofrecer una cobertura legal y una plataforma de lanzamiento electoral, que se consumen rápidamente, y en su despliegue crean una enorme fuerza centrífuga. Su fragilidad les impide convertirse en auténticos ordenadores y procesadores de la vida y ambiciones políticas, y su dispersión inyecta altos grados de ingobernabilidad en la sociedad, la cual se obtiene por otras vías. Asimismo, su vida efímera no permite que se sedimenten sus posibilidades, pero al mismo tiempo resisten y son producto de la atomización de las fuerzas triunfantes del complejo y diferenciado movimiento armado.

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Aquellos partidos que tuvieron pretensiones nacionales (Liberal Constitucionalista, Nacional Cooperatista, Laborista, Nacional Agrarista, Liberal Nacionalista), no trascendieron la suerte de sus respectivos líderes y su fortuna fue idéntica a la de sus creadores: momentos de auge y desplome casi inmediato. Vicente Fuentes Díaz lo señaló hace ya muchos años: Los partidos de la época de Carranza, Obregón y Calles no fueron organizaciones estables, formadas conforme a una concepción definida de la vida pública, ni se preocuparon por educar a sus miembros ni por constituirse en fuerzas permanentes de orientación en la vida nacional. Su objetivo, al amparo de los prohombres de la época, fue el de participar casi exclusivamente en las luchas electorales y de obtener cargos fue el de participar casi exclusivamente en las luchas electorales y de obtener cargos públicos […] En las luchas electorales emplearon métodos viciados, conquistando adeptos y votos a base de violencia, corrupción, fraudes y engaños […] Muchos de sus integrantes militaban en ellos por el incentivo de una prebenda o un cargo público […] Pero si los intentos de organización nacional resultaron frágiles y efímeros, las iniciativas regionales fueron aún más débiles y volátiles. La elección era el catalizador para llamar a la formación de partidos, luego de la cual la nueva formulación política languidecía o desaparecía. En contrapartida, sin embargo, la etapa se caracteriza por un enorme protagonismo escénico del Congreso. Los diputados y senadores arriban a sus cargos con procedencia partidistas distintas y asumen su papel con enjundia. “Sus controversias en el Congreso solían desarrollarse sin consultas previas con los hombres del poder, llamaban a los ministros y los interpelaban, y expresaban libremente sus opiniones en la tribuna […]” Pero ese germen de la vida parlamentaria, sin embargo, por los acontecimientos posteriores no logrará asentarse: Así, el ejército como columna vertebral del poder y con capacidad centralizadora, más dispersión y volatilidad partidista y germen de

vida parlamentaria, pueden ser algunos de los rasgos sobresalientes de esa primera etapa.

1929-1968. HEGEMONÍA DEL “PARTIDO

CASI ÚNICO” Cuatro largas décadas perdura un movimiento centralizador e institucionalizador de la política que tiene como eje la fundación de un partido oficial. Si bien a lo largo de esos 40 años pueden detectarse algunas inflexiones, lo cierto es que la hegemonía del PNR-PRM-PRI es la que explica la fórmula de funcionamiento y la “lógica” del sistema político. Luego de la ola disgregadora, y bajo el signo de la crisis momentánea que abrió el asesinato del presidente electo Álvaro Obregón, en 1929 se forja un espacio partidista para la conciliación, el encuentro y la reproducción de las élites políticas (caudillos, militares, hombres fuertes, líderes). Se trata de una medida de emergencia en el momento en que se teme la resurrección de enconos incubados en el seno de la “familia revolucionaria”, pero cuyo impacto marcará una larga etapa de la historia reciente del país. José Carreño Carlón analizó con elocuencia y ojo agudo aquella coyuntura que forjó una de las claves del México del siglo XX. Permítase entonces una cita extensa: El asesinato de Álvaro Obregón […] no fue un magnicidio cualquiera. Constituye un hito en la política nacional. Se trata del último caudillo militar de la historia de México, del último presidente que osó reelegirse y del último estadista mexicano asesinado, es decir, se trata de la conclusión de tres tradiciones heredadas de España […] el caudillo militar como protagonista en la disputa por el poder político, la tendencia a la perpetuación de los hombres fuertes en el poder, sea por la reelección formal o por el golpe de Estado y la apelación a la violencia física para decidir las contiendas políticas. Es el fin de todo ello y así lo entiende l entonces presidente en funciones, Plutarco Elías Calles, por eso no pretende suplir a Obregón en el sitial del caudillo, ni prorrogar su mandato bajo ningún título, ni apelar al

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ejército, ni permitir la intervención de los jefes militares para mediar en el trance, todo ello en condiciones realmente extraordinarias, que hacían propicias cualesquiera de esas tres salidas tradicionales. […] pero ello, exigía a Calles preparar aceleradamente su propia sucesión para estar en plenitud real de entregar el poder. Así, la creación del PNR es resultado de la necesidad de construir una fórmula para resolver en términos pacíficos e institucionales el problema de la sucesión presidencia. No obstante, trascenderá ese objetivo hasta convertirse en uno de los dos pilares fundamentales de la institucionalidad estatal (el otro sería el presidente, cúspide de la pirámide del poder). Como espacio de encuentro de la élite triunfadora de la Revolución, el PNR inyecta estabilidad e institucionalidad. No obstante, la pretensión de cobijar a todas las fuerzas revolucionarias creará un partido que se asume como la representación (casi) exclusiva de la nación, como el heredero de la gesta armada, como el único capaz de llevar hasta sus últimas consecuencias los compromisos revolucionarios. Cualquier intento de organización por fuera de sus filas será contemplado simple y llanamente como una expresión de las fuerzas contrarrevolucionarias. Se trata quizá de una derivación “natural” de toda ideología revolucionaria, que enfrenta en bloques irreductibles a las fuerzas del “cambio y el progreso” con las de la “conservación y la injusticia”, pero en México, esa lógica en el espacio específico de los partidos, no dejará prácticamente lugar al desarrollo de opciones partidarias por fuera del partido oficial. No se trató simplemente de una operación “artificial” diseñada para reducir la vida política a un solo partido, fue la respuesta a un impulso disgregador que requería ser revertido, para inyectar ciertas palancas de gobernabilidad a la propia situación política. No obstante, esa operación sentó las bases para lo que sería el modelo de “partido casi único” que durante largas décadas tiñó el escenario político del país.

En 1938, como se sabe, el PNR sufre una mutación y se transforma en el Partido de la Revolución Mexicana. Se incorporan al PRM las grandes agrupaciones sociales (la CTM primero y luego la CNC), además de los sectores populares y militar. Se trata de un encuentro entre élites y organizaciones de masas que sienta las bases para un intercambio político de favores mutuos. El PRM aparece en un inicio como la versión mexicana de los “frentes populares”. En su estructura organizativa coexisten obreros, campesinos, militares, capas medias, encuadradas en sus respectivas organizaciones, junto con la élite gobernante. El PRM se convierte en el espacio partidista donde transcurre y se procesa lo fundamental de la actividad política. Y ese esquema se reproducirá hasta el PRI, y si se quiere se irá perfeccionando y afinando. Otra vez los resultados oficiales de las elecciones para presidente de la República hablan por sí solos: 1929, Ortiz Rubio 93.55% 1934, Cárdenas 93.19% 1940, Ávila Camacho 93.89% 1946, Alemán 77.90% 1952, Ruíz Cortines 74.31% 1958, López Mateos 90.43% 1964, Díaz Ordaz 88.81% A los flancos del partido oficial aparecen opciones básicamente testimoniales, sin demasiado poder de atracción. La ideología y la estructura del “partido de la Revolución” prácticamente no deja espacio para opciones alternativas, cuando éstas surgen son acosadas y perseguidas hasta lograr su virtual aniquilamiento. Desde la campaña anunciadora e imposible de José Vasconcelos en 1929 hasta las candidaturas desprendidas del tronco partidista oficial de los generales Almazán (1940) o Henríquez (1952), todas pasan de la irrupción espectacular a la desaparición anticlimática. A toda esa dinámica no puede dejar de sumarse la lógica del campo ideológico, traducida como la contienda revolucionarios vs contrarrevolucionarios, que tendía hacia el fortalecimiento del sistema de “partido hegemónico”.

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Además, dentro del partido oficial y el propio aparato estatal, una serie de mecanismos de negociación permanente tanto en materia social como en materia política, aceitaban las relaciones entre organizaciones sociales y la burocracia política. El PRI seguía siendo el gran espacio de encuentro de la clase política y de las organizaciones sociales. La política y los políticos parecían poder ser cobijados bajo su exclusivo manto. Esta característica del Estado posrevolucionario y del partido oficial –la de crear instituciones y conductos para procesar intereses diversos-, es quizá una de las claves explicativas de su permanencia y funcionalidad. Porque a través de los conductos gremiales y de las instituciones diseñadas para atenderlos, durante muchos años se selló una especie de alianza asimétrica que ofreció base de apoyo social a la burocracia política, y prestaciones y políticas específicas para los grupos organizados dentro del partido. Pero incluso en ese escenario prácticamente monocolor, se puede observar un cambio que visto en retrospectiva resulta anunciador. Hasta las elecciones presidenciales de 1952, siempre el contendiente más relevante que hubo de enfrentar el PRN-PRM-PRI fue el producto de una escisión en sus propias filas. Parecía, en efecto, que el partido oficial daba su cobijo a “todo México” y que sus problemas mayores surgían de las disensiones que se producían en su propio seno. No obstante, en las elecciones de 1958 y 1964, el Partido Acción Nacional (fundado en 1939), aparece como la segunda fuerza electoral del país. Luis H. Álvarez obtiene primero el 9.42% de los votos según las cifras oficiales y José González Torres, después, el 10.97%. De manera embrionaria, en los años cincuenta y sesenta, el PSN –con una matriz ideológica distinta y contraria a la de la Revolución mexicana- logra una visibilidad y adhesión pública que parece anunciar los tiempos por venir. El Partido Acción Nacional, es la agrupación que, creada en esta etapa, pervivirá a lo largo de las siguientes, lo cual puede observarse en retrospectiva como uno de los gérmenes del aún ahora eventual sistema partidista. No

obstante, durante los años de ese período su lugar será básicamente testimonial. En esta larga etapa aparecen también el Partido Popular fundado por Vicente Lombardo Toledano en 1948 y reconvertido en Popular Socialista en 1960. En 1954 se funda también el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana. Estas dos formaciones, que hasta la fecha existen, nunca lograron trascender un espacio relativamente marginal. En síntesis, se trata de una etapa marcada por el predominio casi absoluto de un solo partido, que se reproduce gracias a la hegemonía de la ideología de la Revolución mexicana, y de los múltiples conductos y políticas específicas diseñados para atender reclamos de diversos sectores de la población. Además, se trata de un largo período de crecimiento económico, cuyos resultados son concentradores del ingreso, pero no por ello dejan de tener un impacto positivo en franjas muy amplias de la población, lo cual sirve para aceitar el funcionamiento del “sistema de partido casi único”.

1968-1977. CRISIS POLÍTICA Y NO CORRESPONDENCIA CON EL MUNDO

PARTIDISTA ¿Cuándo se inicia el desgaste del modelo de “partido casi único?, ¿en qué momento lo que fue funcional dejó de serlo? Se trata de preguntas que no pueden responderse de manera absoluta ya que estamos hablando de procesos políticos y sociales. No obstante, la dura represión de que fue víctima el movimiento estudiantil de 1968 puede tomarse como el momento paradigmático de una institucionalidad estatal encerrada en sí misma, sin capacidad para ofrecer respuestas positivas a reclamos democráticos elementales, y empeñada en reeditar fórmulas de “solución” que resultan impertinentes ante los tiempos y demandas nuevos. Pero 1968 será apenas el anuncio. Durante los diez años que lo sucedieron vivimos una enorme conflictividad social que, desde la plataforma de estas notas interesa remarcar, no tenía correspondencia con lo que sucedía en la esfera institucional de los partidos y las elecciones. Los años posteriores al emblemático movimiento estudiantil del 68,

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vieron surgir una ola de insurgencia obrera que intentaba recuperar a sus propias organizaciones, secuestradas por la antidemocracia predominante en sus filas. En el campo, se multiplicaron las fórmulas organizativas y se desató un movimiento que hizo de la toma de tierras la palanca para poner en el orden del día las reivindicaciones agraristas. En las universidades de muchos estados se vieron cerrados conflictos que en no pocas ocasiones arrojaron un triste saldo de muertos. Se crearon nuevas agrupaciones políticas y surgieron nuevas publicaciones que ilustraban que los conductos tradicionales del quehacer político resultaban estrechos para franjas importantes de ciudadanos. Y en el extremo, se formó una guerrilla rural y otra urbana, cuyos protagonistas partían de la tesis de que los espacios para el quehacer político democrático no sólo estaban clausurados, sino que no existían condiciones siquiera para luchar por ellos en los marcos de la legalidad. Paradójicamente, y en contrapartida, las elecciones de 1976 transcurrieron sin competencia. Un solo candidato a la presidencia postulado por el PRI, el PPS y el PARM. El PAN, sacudido por una crisis interna, no logró presentar candidato. Mientras, el Partido Comunista Mexicano, sin reconocimiento legal, lanzó la candidatura simbólica de Valentín Campa para hacer patente su exclusión artificial de los marcos legales e institucionales. En síntesis, una conflictividad creciente en el terreno social que no encuentra su expresión en el terreno de la política partidista y electoral. Las votaciones oficiales para presidente de la República vuelven a ser elocuentes. 1970, Echeverría 84.63% 1976, López Portillo 100.00% Quizá fue esa situación la que prendió los focos rojos en las altas esferas gubernamentales y lo que abrió la puerta para lo que luego se conocería como la reforma política. Hay que señalar además que se trata de una década en que se desgaste de la ideología de la Revolución mexicana se hace patente, y cuando ésta empieza a ser apreciada como un

hecho del pasado que no puede seguir escindiendo y organizando la arena política. Una sociedad cada vez más plural en lo ideológico, un país secularizado políticamente hablando, la aparición de nuevos actores que no quieren ni pueden reconocerse en el entramado tradicional del quehacer político, hacen imposible organizar al país bajo las coordenadas de “revolucionarios” vs “contrarrevolucionarios” que cada vez expresan menos lo que realmente sucede. El divorcio entre el México real y el México formal reclama una operación política que intente sintonizarlos, y ella será la reforma política. A todo ello hay que agregar el fin de una etapa de crecimiento económico sostenido y básicamente orientado hacia “adentro”. Así lo describe José Ayala Espino: Durante estos años (los setenta) el país entra en una trayectoria de crisis, a partir de un crecimiento que se había sustentado con relativo éxito en una virtuosa y sólida articulación social, que permitió una rápida acumulación de capital y la cohesión socioeconómica básica y estable del sistema, donde el Estado y el sector privado confluyeron en un proyecto industrializador proteccionista, apoyado principalmente en la propia dinámica y fuerza del poder estatal, que tuvo capacidad para imponerse sobre los intereses inmediatos y corporativos de la sociedad. Ello pudo cristalizar, gracias a que ese “pacto corporativo” se sostuvo sobre una base material e institucional que, justamente esa estabilidad y, acumulación alimentaba. Además, ese proceso fue favorecido por una economía mundial que mantuvo un acelerado dinamismo con un centro hegemónico orientador del crecimiento. Sin embargo, hacia finales de los años sesenta las bases de sustento de ese estilo de crecimiento comenzaron a deteriorarse […] En las nuevas condiciones económicas era cada vez más difícil elevar simultáneamente las ganancias, los salarios y los impuestos a través de una simple manipulación de los instrumentos fiscales […] Durante la década de los setenta el proceso de crecimiento y, en particular las actividades asociadas a las manufacturas, comenzaron a perder

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dinamismo después de más de dos décadas de desarrollo industrial. Ante ello fue cada vez más claro que ese patrón tenía límites que impedían su expansión continua y la irradiación de su modernización al resto de la economía y de la sociedad como el proyecto industrializador originalmente se lo había propuesto. Es así como graves dificultades de la economía que de hecho cierran una etapa de crecimiento protegido y estable cuyo eje es el Estado, más la emergencia de actores sociales y políticos que no encuentran cauce para procesar sus aspiraciones políticas, y la erosión de la ideología que puso en marcha el movimiento armado de principios de siglo y que durante décadas organizó el horizonte “cultural” de la nación, junto con una conflictividad creciente que no encuentra correspondencia con el mundo de la política institucional, confluyen en los años setenta y modelan una situación crítica.

1977-1992. ¿DEL PARTIDO “CASI ÚNICO”

AL SISTEMA DE PARTIDOS? La toma de conciencia en los altos círculos gubernamentales de que ese desfase entre el sistema de partidos y la conflictividad política en expansión no debía seguir así, inauguró un proceso de reforma política, lento y errático, pero que de 1977 a la fecha es la nota dominante en nuestro escenario partidista y electoral. Su ideólogo, el entonces secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, lo planteó con claridad: Endurecernos y caer en la rigidez es exponernos al fácil rompimiento del orden estatal y del orden político nacional. Frente a esa pretensión, el presidente López Portillo está empeñado en que el Estado ensanche las posibilidades de representación política, de tal manera que se pueda captar en los órganos de representación el complicado mosaico ideológico nacional de una corriente mayoritaria, y pequeñas corrientes que, difiriendo en mucho de la mayoritaria, forman parte de la nación. La unidad democrática supone que la mayoría prescinda de medios encaminados a constreñir a las minorías e

impedirles que puedan convertirse en mayorías, pero también supone el acatamiento de las minorías a la voluntad mayoritaria y su renuncia a medios violentos, trastocadotes del derecho. El propio presidente de la República en su primer informe de gobierno lo dijo de la siguiente manera: “apremia el perfeccionamiento de las instituciones democráticas buscando que las minorías estén representadas en proporción a su número y que no solamente expresen libremente sus ideas sino que sus modos de pensar pueden ser considerados al tomar decisiones de las mayorías”. Como puede leerse, en sus inicios la reforma política (1977-1979) trató fundamentalmente de incorporar al escenario institucional a fuerzas políticas a las que artificialmente se les mantenía marginadas. Para ello, además de facilitar el acceso a los “registros” de nuevos partidos fue necesaria la apertura de la Cámara de Diputados con el fin de recrear de manera más proporcional la pluralidad política. Quizá en su origen se trató de medidas preventivas para distender la conflictividad, sin embargo, sus derivaciones han ido mucho más allá. Para las elecciones de 1979, primeras que se efectuaron bajo el nuevo manto normativo, recibieron su “registro condicionado” a la obtención de por lo menos el 1.5% de la votación, los partidos Comunista Mexicano, Socialista de los Trabajadores y Demócrata Mexicano. Y en sucesivas contiendas electorales, otros partidos fueron incorporados al marco legal e institucional. Paulatinamente fueron perceptibles cambios en el horizonte y el lenguaje político. La convivencia y competencia se instalaron, paso a paso, como valores positivos, y la pluralidad empezó a aparecer como una virtud más que como desgracia. La idea de un México homogéneo, monolítico, monocolor, lenta pero indefectiblemente se convirtió en una noción excéntrica. El incremento de la competitividad electoral, paulatinamente fue modificando el sentido y significado mismo de las elecciones. Si hasta 1976 la inmensa mayoría de los comicios

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transcurrían con una muy baja competitividad (salvo excepciones que precisamente son eso), a partir de 1979 –y sobre todo de 1988 a la fecha- fue patente que en diversas zonas del país la tradicional hegemonía del PRI tenía que enfrentar a fuerzas políticas que en algunas regiones disputaban, con buenas posibilidades de éxito, diversos puestos ejecutivos y legislativos. El surgimiento o consolidación de referentes partidistas con arraigo, sirvió además para colocar en los primeros lugares de la orden del día nacional los temas de la democracia, los partidos políticos, las elecciones. Puede afirmarse que la reforma de 1977 se convirtió en una de esas medidas estatales que al ponerse en acto fomentan nuevas y más profundas reformas. Más allá de las intenciones declaradas o supuestas de sus creadores, lo cierto fue que la incorporación al terreno electoral-institucional de nuevos partidos y el incremento en la competitividad a que eso dio pie, generaron la demanda de una mayor transparencia y confiabilidad en los propios procesos electorales. Y ese tema sigue tensando fuertemente las relaciones políticas en el país. Si en 1976 hubo un solo candidato a la presidencia de la República, en 1982 participaron siete. En esa ocasión el candidato del PRI, Miguel de la Madrid, al que apoyaron también el PPS y PARM, obtuvo el 71% de los votos, lo que expresa aún una enorme desproporción entre el PRI y sus competidores más inmediatos. No obstante, esa cifra no da cuenta de importantes fenómenos regionales donde la competitividad aumentaba. Seis años después, el candidato del PRI, Carlos Salidas de Gortari, solamente lograría –oficialmente- el 50.74% de los sufragios (esa cifra fue impugnada con fundamento por los partidos de oposición), la votación presidencial más baja en la historia del PNR-PRM-PRI. Después de esa jornada pareció evidente que México ya no cabía bajo el manto de un solo partido. Esa tendencia se siguió constatando en muy distintas elecciones locales. Y si ello es así, parece necesario transitar hacia un sistema de partidos que en conjunto cobije a la diversidad de discursos y sensibilidades que cruzan al país. El propio presidente, en su

momento, habló del fin de la era del “partido casi único”. Paradójicamente, sin embargo, esa transición no es ni ha sido fácil. Y ello puede fácilmente constatarse en el momento electoral. Mientras las elecciones son aceptadas en el discurso de las distintas fuerzas políticas como el expediente legítimo para acceder a los puestos de gobierno y legislativos –lo cual crea un piso común para la convivencia-, no dejan de desatar los conflictos políticos más agudos, fruto de los fraudes e impugnaciones que recurrentemente las marcan. Así, las elecciones que deberían ser la fuente de legitimación por excelencia se convierten en el detonante de tensiones circulares. Esas tensiones expresan el conflicto entre prácticas e incluso normas e instituciones del pasado (“funcionales” al esquema de representación casi exclusiva) y la demanda de reglas, comportamientos e instituciones capaces de apuntalar el germinal y desigual sistema de partidos. De ahí que a lo largo de estos quince años no solamente el debate en torno a la legislación electoral haya ocupado una buena parte del centro de la atención pública, sino que además, en ese breve tiempo se hayan realizado tres grandes operaciones reformadoras, que incluyeron a las disposiciones constitucionales en la materia y dieron pie a tres códigos electorales diferentes. Sin embargo, el litigio en ese terreno aún no concluye, e incluso durante su IV informe de gobierno, el presidente de la República volvió a abrir el tema. Dijo: “Si los partidos políticos consideran que es necesario adecuar la legislación electoral, adelante”. Y es que, en efecto, la necesidad de construir una normatividad y unas instituciones capaces de acoger y asentar un sistema de partidos con elecciones absolutamente limpias y confiables, sigue ahí, sin estar cabalmente resuelta. No obstante, los problemas del tránsito a un sistema de partidos no pueden reducirse a la mera esfera institucional y normativa. Más allá del campo legal, es necesario asumir que hoy por hoy el PRI es algo más que un partido (parte de un todo), y que la larga etapa en que funcionó como “partido casi único” no es fácil de trascender, intereses, inercias, relaciones políticas tejidas a lo largo de varias

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décadas siguen gravitando sobre el escenario partidista. Es difícil imaginar la reconstrucción de un “sistema partidista” como el que existió en nuestro país en los años cincuenta y sesenta, pero tampoco resulta sencillo que el PRI se convierta en un partido entre otros. Ello supone deslindar los campos entre ese partido y el Estado, lo cual rebasa con mucho la mera esfera normativa. A pesar de ello, pueden realizarse varias operaciones legislativas buscando superar la simbiosis PRI aparato estatal. Piénsese por ejemplo en materias como el financiamiento a los medios masivos de comunicación, que tanto desde la oposición como desde la presidencia de la República han sido mencionados como parte de una eventual agenda democratizadora. No obstante y de todas formas, la sociedad, su pluralidad en acción, está convirtiendo al PRI, en algunas regiones del país, en un partido entre otros. Mencionar, por lo pronto, a los estados de Baja California, Michoacán, Chihuahua o Guanajuato, sirve para ilustrar que la expresión de la sociedad es la que parece ser el acicate fundamental del proceso de cambio de que de todas formas vive y sacude al país y a las añejas formas del quehacer político. El peligro, sin embargo, reside en que un posible estancamiento circular se instale entre nosotros. Una fórmula “mixta” que incapaz de volver a reconstruir el escenario del pasado tampoco pueda abrir paso franco a un sistema partidista abierto, institucional, competitivo y representativo.

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LA ECONOMÍA MEXICANA. SU ESTRUCTURA Y

CRECIMIENTO EN EL SIGLO XX

Clark W. Reynolds 1. TRES ÉPOCAS DEL CRECIMIENTO

ECONÓMICO DE MÉXICO: 1900-1970 México no se explica; en México se cree, con furia, con pasión, con desaliento.

Carlos Fuentes, La región más transparente.

Lo que sigue es un resumen histórico de los principales aspectos del cambio en la economía mexicana desde 1900. Estos hechos destacados y sus corolarios estadísticos se dividen ellos mismos, como se explicó en la introducción, en tres épocas principales: la última década de la dictadura de Porfirio Díaz (1900-1910), el periodo de revolución y reforma (1910-1940) y el periodo de crecimiento sostenido desde 1940 que se separa en dos intervalos (1940-150 y 1950-1970). La última década del Porfiriato: 1900-10 Se considera habitualmente que los cimientos de la economía mexicana moderna fueron establecidos inmediatamente después de la Restauración de la República en 1867. Los intentos anteriores de aplicar los desarrollos tecnológicos de la Revolución Industrial a los abundantes recursos naturales de México, a la minería en la década de 1820 y a la manufactura en la de 1940, fueron repetidamente frustrados por el desorden político interno y por la intervención extranjera durante los primeros 50 años después de la Independencia en 1821. Esto se refleja en una comparación del producto per capita al comienzo y al final del siglo XIX. Aunque las series cronológicas estadísticas fidedignas sobre el producto interno bruto en México sólo se extienden retrospectivamente hasta 1900, se hicieron dos estimaciones contemporáneas del producto económico de la Nueva España a fines del Virreinato. Si se ajustan ligeramente estas medidas y se relacionan con nuestras propias estimaciones

del PIB en 1900, puede hacerse una comparación general entre los niveles del producto económico total y el producto económico per capita en términos reales en el periodo hacia 1803 y 1900.

Estas estimaciones indican que el producto per capita al fin del Virreinato estaba entre 600 y 1000 pesos de 1950. Como el producto per capita en 1928 era tan sólo 628 pesos (Cuadro I:1) parecería que el crecimiento económico neto en el siglo XIX no sobrepasó significativamente al crecimiento de la población. El mucho más alto producto mexicano per capita de nuestro tiempo puede, por lo tanto, atribuirse más bien a acontecimientos históricos recientes que a los años transcurridos entre la Independencia y la Restauración de la República en 1867 (cuando le producto per capita muy bien pudo haber descendido) o a los primeros años del Porfiriato, cuando el rápido crecimiento de la población, difícilmente permitió que los niveles de la producción per capita del tiempo anterior a la Independencia se recuperaran hasta 1900. Desde la conquista, México ha hecho bastante dentro de las limitaciones a la producción impuestas por su acervo de recursos naturales. La población en 1521 era tan

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numerosa como en 1850, y aun algunos dicen que era mayor, aunque a mediados del siglo XIV había descendido bastante por debajo de los niveles previos a la Conquista. Las enfermedades, los trabajos forzados, la dedicación de ricas tierras de labranza a pastorear ganado europeo, los monopolios españoles de la producción y el comercio, así como las restricciones internas y externas al comercio se combinaron para reducir tanto la población como la producción. Sin embargo, no mermó la rica base de recursos que hicieron que la Nueva España fuera llamada “la joya de la Corona de Castilla”. El súbito descenso de la población en el siglo XVI y el hecho de que no pudiera recuperar los niveles anteriores durante varios siglos significa que buena parte del crecimiento económico de México entre 1821 y 1900 bien puede

explicarse por un uso más completo de los recursos existentes de los que había anteriormente un exceso de oferta. Fue preliminar a este proceso la unificación política y económica del país que tuvo lugar juntamente con grandes inversiones extranjeras en ferrocarriles, producción de energía eléctrica y otras formas de infraestructura económica. Un incremento anterior en el aumento de la tasa de población se registró a fines del siglo XVIII, debido en parte a nuevas vacunas contra el tifo y en parte a la mayor producción minera y al ingreso que produjo como resultado de la innovación tecnológica y la expansión del comercio, estimulada por la dinastía de los Borbones en España.

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Sin embargo, la población en 1803 (estimada por Humboldt en 5.8 millones) permaneció considerablemente por debajo de la cifra correspondiente al momento posterior a la Conquista, que era de 7 a 9 millones. Así el efecto de las reformas operadas por los Borbones, y tal vez también de los primeros años del Porfiriato, fueron permitir la restauración de los niveles iniciales del ingreso real y de la población más bien que originar un aumento neto en el número de bocas que el país podía alimentar. Durante la primera mitad del siglo XIX, el aumento de la población acusó una tasa de incremento acumulativa anual de sólo 0.7% (Cuadro I:3). Los años que siguieron a la Reforma juarista de 1857 presenciaron la expropiación de los bienes eclesiásticos, la ocupación extranjera, la guerra de guerrillas, y finalmente la expulsión de los franceses, antes de que la influencia estabilizadora del régimen de Díaz se hiciera sentir a fines de la década de los años sesentas. Durante este periodo la tasa de crecimiento de la población bajó a 0.6% (Cuadro I:3). El orden político fue restablecido y la paz y la estabilidad volvieron gradualmente a México bajo el régimen de Díaz.

El gobierno promovió activamente la inversión extranjera en la agricultura y en las industrias de la minería, de la energía eléctrica y de comunicaciones, todo lo cual dio por resultado rápidas tasas de crecimiento para el sector monetario de la economía. Durante este tiempo, el crecimiento de la población al principio se aceleró pero después perdió ímpetu (Cuadro I:3). La disminución del bandidaje, la eliminación de los derechos aduaneros locales (alcabalas), que habían

estorbado al comercio interno, la comercialización gradual de la agricultura, la expansión de las exportaciones de materias primas y de productos primarios así como la creación de la infraestructura económica, también permitieron hacer una asignación más eficiente de los recursos produciendo aumentos en el ingreso medio del comercio interior y exterior. Los enclaves históricos comenzaron a ser sustituidos por una economía de mercado, particularmente en las regiones donde florecían la minería y la agricultura comercial. Para 1900 había en México 13.6 millones de personas, o sea el doble de la cifra correspondiente a cien años antes, y más de la mitad del aumento tuvo lugar durante el último cuarto del siglo. Estas estadísticas sugieren que el crecimiento de la población en México respondió rápidamente al primer “empuje” del desarrollo económico moderno después de haber estado limitado durante mucho tiempo por una sub-utilización de la capacidad de producción, particularmente en la agricultura. Todavía en 1910 la agricultura sostenía al 70% de la población. En los últimos años del Porfiriato, y especialmente después de 1900, la tasa de crecimiento de la población bajó a 1.1% (Cuadro I:3). Esta desaceleración estuvo asociada con descensos en los salarios reales y con un retraso en el crecimiento de la agricultura que se supone ocurrieron a pesar de los incrementos en el producto per capita entre 1900 y 1910. Como hubo poca inmigración neta durante los últimos 150 años, y como el mejoramiento en las condiciones de salud tendió a reducir la tasa de mortalidad y a aumentar la de natalidad, no era de esperarse que la tasa de aumento en la población, una vez que comenzó a acelerarse, bajara después de 1900, a menos que las condiciones económicas se hubieran realmente deteriorado para segmentos importantes de la población. Por ejemplo, durante el periodo de 1900 a 1910 la región que muestra la tasa más lenta de crecimiento de la población fue la central, que se retrasó considerablemente respecto a todas las demás regiones del país. Como esta zona se caracterizaba principalmente por el cultivo tradicional y no por la producción de cosechas comerciales para exportación, y como el cultivo de subsistencia se retrasó respecto de la

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agricultura comercial (Capítulo III), el desequilibrio regional en el incremento de la población presta apoyo a la tesis de que el descenso en el aumento de la población fue una función de los niveles de vida de la población rural. El incremento neto en la emigración de mexicanos a los Estados Unidos después de 1900 también demuestra que le crecimiento económico durante la última parte del Porfiriato vino a ser cada vez menos capaz de absorber los aumentos en la fuerza de trabajo producidos por las anteriores tasas altas de aumento de la población. Esto puede explicarse en parte si se ven los principales indicadores económicos del periodo. La economía mexicana a principios del Porfiriato se caracterizó por una relativa abundancia de tierra cultivable y de recursos minerales subutilizados así como por una abundante oferta de mano de obra no calificada. Los mercados extranjeros para sus exportaciones agrícolas y minerales eran grandes e iban en aumento, de manera que los principales factores que limitaron el crecimiento fueron los fondos para inversión, en la forma de divisas para la importación de bienes de capital, los administradores y los técnicos. La inversión extranjera aumentó rápidamente entre 1877 y 1910 y trajo consigo la capacidad organizativa necesaria para movilizar el trabajo y los recursos naturales de México. Como resultado de ello, el crecimiento fue rápido y sostenido durante tres décadas. Si bien se cuenta sólo con datos respecto de algunos sectores de la economía (principalmente agricultura, ganadería y silvicultura; algo sobre producción manufacturera, minera y petrolera, así como

servicios gubernamentales), existen estadísticas detalladas del comercio de mercancías para todo el periodo, y de los censos de población de 1895, 1900 y 1910 pueden obtenerse datos sobre la estructura de la ocupación. Este material es suficiente para presentar un cuadro razonablemente bueno de las realizaciones económicas de México entre 1877 y 1910. los testimonios sugieren que el crecimiento más rápido se dio en las industrias extractivas, los cultivos de exportación y la manufactura. Entre 1877-78 y 1900-01 las industrias minera y metalúrgica crecieron a una tasa geométrica anual de 7.3%, las industrias manufactureras al 2.8%, y las exportaciones combinadas de la agricultura, la ganadería y la silvicultura al 6.1%, aunque la producción total combinada de la agricultura y de las actividades relacionadas con ellas aumentó solamente a razón de 0.5% anual. El proceso de crecimiento de 1900 a 1910 se resume en el Cuadro I:4, cuyas cifras indican una continuación y hasta una aceleración de las tendencias anteriores. El crecimiento combinado de sectores representativos de la economía, que por comodidad hemos supuesto que se incrementaron a la misma tasa del PIB después de 1900, ascendieron del 2.1% en el periodo anterior al 3.3% entre 1900 y 1910. Las tasas de crecimiento más elevadas correspondieron de nuevo a la producción minera y petrolera (7.2%), la producción agrícola para exportación (5.6%) y la producción manufacturera (3.6%), en tanto que el comportamiento de la producción agrícola total se quedó muy atrás (1.0% anual).

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La política económica del Porfiriato desde entonces ha estado sujeta a críticas severísimas por su liberalismo económico desenfrenado. Pero esto no se debe a que no cumplieron su objetivo principal de lograr un crecimiento económico rápido y sostenido. Debido a una tasa menor de aumento de la población después de 1900, el incremento del producto per capita se aceleró de una tasa de 0.5% anual antes de 1900 a una tasa de 2.2% entre 1900 y 1910. (Cuadro I:4). En realidad la alta tasa de expansión en el PIB observaba durante la última década del Porfiriato no volvió a experimentarse de nuevo hasta después de 1940, salvo un breve periodo de recuperación de la Revolución a principios de la década de los años veintes. Durante todo el Porfiriato la tasa de crecimiento económico fue tal vez de 2.6% anual, contra una tasa de aumento de la población de 1.4%. si bien es indudable que existe un sesgo al alza en las cifras debido a que los datos cubrieron un universo mayor, esto se compensa por el crecimiento desproporcionado de nuevos sectores que no están incluidos en nuestro índice representativo, de manera que la tendencia general indica una productividad y una producción en ascenso durante la mayor parte del periodo de 35 años. Lo que estas cifras no revelan y lo que, retrospectivamente, ha originado muchas críticas de la política de Díaz, es la índole especial del crecimiento económico del Porfiriato. México seguía el patrón de una economía típica de exportación que dependiente de una explotación creciente de los recursos naturales, con mano de obra barata y capital y tecnología extranjeros para aumentar la producción destinada a los mercados de ultramar. Como en muchos otros países latinoamericanos de la época, este tipo de crecimiento dependiente de las exportaciones llevó la prosperidad a algunas porciones de la sociedad, pero dejó a buena parte de la población casi totalmente fuera del proceso de desarrollo. Su efecto sobre el patrón de la producción y la ocupación se analiza un poco más detalladamente en el Capítulo II. Baste decir que la proporción del producto interno bruto originado por las principales industrias de exportación aumentó mucho más rápidamente que su participación de la ocupación.

Como resultado, el producto por trabajador empleado fue extremadamente elevado en la minería, superior al promedio en la manufactura y considerablemente inferior al promedio en agricultura, tanto antes como después de 1900. en 1895, aunque a la minería y otras industrias extractivas correspondió solamente el 2% de la ocupación en los tres sectores, produjeron el 18% de la producción conjunta. Ya en 1910 la participación de la ocupación en la minería permaneció constante pero su participación en la producción había aumentado hasta 30 por ciento. Por otra parte, a la agricultura correspondió el 81% de la ocupación y sólo el 59% de la producción en 1895 y, aunque su participación en la ocupación siguió siendo aproximadamente la misma en 1910, su participación en la producción había descendido en un quinto, o sea, el 47%. Estas cifras sugieren que el mayor ingreso asociado con el rápido crecimiento de la economía, que puede atribuirse en particular a las industrias extractivas, a los cultivos comerciales y a la manufactura, no se transmitió a la fuerza de trabajo en términos de incrementos proporcionales en sueldos y salarios. En cambio, el aumento en el ingreso en los sectores principales estaba siendo acaparado por los propietarios del capital, de la tierra y del subsuelo. Tal redistribución del ingreso en dirección de las utilidades, de los intereses y de la renta permitió que se elevara la tasa de ahorros derivada del producto interno bruto, pero estos ahorros iban a dar en proporción cada vez mayor a los extranjeros a medida que la distribución de la propiedad del capital y de los recursos naturales se desplazaba hacia ellos. Las industrias de exportación no podían emplear al gran número, que aumentaba constantemente, de trabajadores no calificados que comenzaban a quedar disponibles como resultado de la consolidación de la tierra y del incremento natural en la población. Mientras tanto, el aumento de la producción manufacturera ejerció dos efectos opuestos sobre la demanda de trabajo: la ocupación en la artesanía descendió y aumentó la de la producción manufacturera con máquinas. De 1895 a 1900 el efecto negativo sobrepasó al positivo y los salarios reales aumentaron en la manufactura

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juntamente con la participación de la ocupación. Pero de 1900 a 19410 los salarios reales en la manufactura descendieron juntamente con su participación en el trabajo en tanto que aumentó la participación del trabajo en los servicios y la agricultura. El incremento de la manufactura con máquinas de 1900 a 1910 tendió, por lo tanto, a desplazar artesanos a una tasa mayor de aquella a que las nuevas plantas y molinos absorbían trabajadores. En un caso, por ejemplo, el número de trabajadores en la industria textil en México bajó en 8 000 entre 2895-1900 y en 12 000 más de 1900 a 1910 aun cuando la producción real en dicha industria ascendió un 37% y un 31%, respectivamente, durante los dos periodos. Además de una creciente concentración de los activos reales y financieros así como de los ingresos en manos de un pequeño grupo de inversionistas locales y extranjeros, la orientación de la economía cada vez más hacia el exterior después de la Restauración de la República, tendió a volverla más sensible a los ciclos del comercio internacional. La unificación gradual de los mercados nacionales aumentó la sensibilidad de los perceptores de ingresos, en las localidades individuales, a las influencias perturbadoras del exterior. De aquí que las fluctuaciones en los términos de intercambio de las principales exportaciones de México comenzaran a reflejarse en el nivel de los salarios reales y en el poder adquisitivo del peso en toda la economía. Un descenso general en los términos de intercambio después de 1905 produjo severas repercusiones en el ingreso real de todos los sectores monetarios de la economía, de cuyos efectos todavía no se recuperaba al estallar la Revolución. Así vemos que para 1910 el crecimiento inducido por las exportaciones, superficialmente exitoso, llevaba dentro de sí las simientes de una inestabilidad interna económica, social y política. Aunque produjo la primera gran integración de los mercados nacionales juntamente con un gran mejoramiento en el transporte y en las comunicaciones internos, la demanda interna era inadecuada para proporcionar un mercado amplio para la industria, capaz de emplear una fuerza de trabajo creciente, ni tampoco las utilidades de la industria fueron suficientes para evitar una fuga gradual de las ganancias

derivadas del sector exportador, bajo forma de remisión de intereses y del principal.

EL PERIODO DE REVOLUCIÓN Y REFORMA: 1910-1940

De 1911 a fines de la década de 1920 México fue escenario de inquietud política y social. Los choques militares más serios ocurrieron durante los años de 1914 y 1915 cuando la mayor parte del país participó en el conflicto, en un momento o en otro. Clase contra clase, ejército contra ejército, región contra región y los mexicanos contra los extranjeros. Salvo en enclaves protegidos por ejércitos privados (en especial la industria minera y petrolera y algunas plantaciones de propiedad extranjera), el temor y la incertidumbre fueron el estado normal de la época. Esto no dejó de tener sus repercusiones económicas, particularmente en la agricultura, de la cual dependía el bienestar de la mayoría de la población. El aumento de la población, que había decaído durante los últimos años del Porfiriato, se interrumpió después de 1910. aún tomando en cuenta las cifras subestimadas del Censo de 1921 (Cuadro I:1) la disminución neta en la población entre 1910 y 1921 fue de 360 000 personas. Dada la tasa natural de aumento que era de esperarse durante estos años en ausencia de revolución, las defunciones totales, debido a la guerra civil, a la desnutrición y a las enfermedades, probablemente ascendieron a cerca de un millón. Si la población hubiese aumentado al mismo ritmo entre 1910 y 1930 que durante la última década del Porfiriato, la economía habría tenido que sostener en 1930 a 18.8 millones de personas en lugar de los 16.5 millones registrados en el censo de dicho año. La participación de la población activa en el total disminuyó agudamente entre 1910 (35%) y 1930 (31%). A pesar de las muertes que causó, la Revolución no afectó en forma notable la composición de la fuerza de trabajo, ya que el por ciento de hombres en el grupo de edades de 16-30 años era probablemente de 27.2% en 1910 y de 26.6% en 1921. La tasa de crecimiento durante la primera mitad del periodo se indica en el Cuadro I:4. el producto interno bruto entre 1910 y 1925 muestra un incremento neto de 2.5% anual,

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debido en particular al comportamiento exitoso de los grandes enclaves mineros y petroleros que, al quedar aislados de los efectos más serios de la fase militar de la Revolución, crecieron a una tasa de 5.6% anual. La manufactura, que dependía más de los mercados internos, se quedó seriamente retrasada (aumentó sólo a razón de 1.7%), en tanto que la producción agrícola, que reflejaba principalmente la perturbación que privaba en el mercado interior en términos de las condiciones tanto de la oferta como de la demanda, aumentó sólo a razón de 0.1% anual (Cuadro I:4). Salvo en el caso de la minería y el petróleo, la mayor parte de los sectores de la economía experimentaron descensos en la producción de 1914 a 1916, y apenas lograron recuperar en 1920 los niveles anteriores. Así el crecimiento neto del PIB entre 1910 y 1925 realmente representa primero una disminución y después una recuperación rápida, habiendo tenido lugar un crecimiento neto sólo después de 1920, cuando se restablecieron la paz y una relativa estabilidad política bajo los regímenes presidenciales del general Obregón (1921-1924) y de Calles (1925-1928). El efecto adverso de la Revolución sobre la economía, si bien es difícil de medir estadísticamente, se ha descrito como sigue: Los años de revolución, y 1913-16 en particular, se señalaron por una gran destrucción y desorganización que afectaron en diferentes grados todas las fases de la vida económica y todas las regiones de México. La seguridad, la confianza y el crédito público desaparecieron. La moneda quedó destruida y el sistema bancario fue casi completamente eliminado. Las instalaciones ferrocarrileras desaparecieron y las comunicaciones quedaron desquiciadas. La población ganadera se vio seriamente disminuida y la producción agrícola se contrajo gravemente. La producción minera se redujo hasta que los precios de guerra ocasionaron una mayor producción frente a grandes dificultades. Los gastos públicos aumentaron y los ingresos públicos recuperaron su nivel normal sólo por la concurrencia accidental del desarrollo

petrolero y la recuperación minera bajo el estímulo de la Guerra Europea. La recuperación fue muy continua y después de que la economía alcanzó un punto bajo en 1915 como lo demuestran diversos indicadores estadísticos de la época, incluyendo la producción y exportación de metales, el tráfico ferrocarrilero, la venta de luz y energía eléctrica, la producción textil, el hierro y el acero y otras manufacturas, y las exportaciones agrícolas. La economía se desplazó una vez más de una situación importadora neta a una situación exportadora meta en los casos del ganado y del arroz, y aumentó sus importaciones de maquinaria e implementos agrícolas, automóviles, productos de hierro y acero, etc. después de 1921 la producción petrolera descendió agudamente aunque esto constituyó una excepción notoria a la tendencia general ascendente. El proceso de recuperación se vio perturbado por diversos factores entre 1918 y 1928 incluyendo una epidemia de influenza (1918-19), el derrocamiento del gobierno de Carranza (1920), la depresión mundial y una sequía interior (1921), así como la rebelión delahuertista (1923-24), los conflictos entre la Iglesia y el Estado y entre las compañías petroleras y el gobierno (1926-28), así como la amenaza de una rebelión militar en el otoño de 1927. El clima para la inversión permaneció inseguro durante la década de los años veintes, particularmente en la agricultura. Como informan Sterrett y Davis: En ciertos respectos la política agraria y las limitaciones a los extranjeros han limitado la recuperación de la agricultura y de la industria ganadera. Las disensiones internas y la tirantez en las relaciones internacionales repetidamente han quebrantado la confianza en tal forma que han originado exportaciones de capital y desalentado la inversión en México. Pero datos de varias clases muestran convincentemente que el progreso, más bien que la inestabilidad o el estancamiento, ha sido la característica de México en los últimos doce años.

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Buena parte de la incertidumbre entre los inversionistas privados surgía del hecho de que la economía mexicana se volvía hacia el interior del país después de la Revolución, a medida que el gobierno intentaba remediar los desequilibrios en la propiedad de activos, en la distribución del ingreso y en el poder político que se habían intensificado durante la fase anterior de desarrollo. La meta de equidad social ahora se agregaba a la del desarrollo económico en los espíritus de quienes dictaban la política, aunque se reconocía generalmente que para financiar los gastos que requerían estas nuevas políticas se necesitaba una imposición elevada a los sectores económicos tradicionales que sólo podría sostenerse si se les permitía desarrollarse también a estos últimos. La primera fase de la Revolución había sido violenta y costosa en términos tanto de mano de obra como de materiales. Buena parte del costo resultaba de los esfuerzos por reformar un rígido sistema de privilegios que se había desarrollado alrededor de una estructura social y económica que ahora se veía obligada a cambiar radicalmente su naturaleza. Paradójicamente, la Revolución misma fue financiada con ingresos provenientes de la minería, del petróleo y de otras exportaciones

durante los años de mayor violencia del conflicto armado. En la misma forma, las reformas subsecuentes también dependían de los ingresos derivados de estas fuentes. A fin de alterar la estructura de la economía y el camino que seguía el desarrollo, ahora era necesario exprimir las utilidades excesivas y las rentas económicas de estas actividades, en tanto que al mismo tiempo se intentaba producir su expansión. No se abandonan el ingreso ni la propiedad de los activos sin luchar, cosa que sucede también con el poder político o con el control militar. La reestructuración de la economía y de la sociedad por lo regular supone redistribuir el ingreso, la riqueza real y el poder político, se siga o no directamente esta política. Durante la primera etapa de la Revolución Mexicana la transferencia explícita de propiedad de activos fue mínima con respecto a la transferencia forzada del poder político por obra de medidas militares. Sin embargo, estos choques con frecuencia asumieron el aspecto de lucha económica de clases entre los campesinos desposeídos y los ricos hacendados, como sucedió en el movimiento zapatista en la parte sur del centro de México, y entre los trabajadores y los administradores, como en las huelgas textiles de Río Blanco, Veracruz, y en las huelgas en las minas de cobre de

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Cananea, Sonora. Surgió una fuerte presión popular por mexicanizar la propiedad de los activos y por redistribuir entre toda la población los beneficios de la explotación de los recursos naturales. Los dirigentes revolucionarios reconocían que la agricultura comercial y la minería dependía de obras de infraestructura económica patrocinadas por el gobierno, pero bajo las formas existentes de propiedad, el ingreso derivado de estas actividades beneficiaba solamente a un pequeño número de inversionistas locales y extranjeros y a una fracción mínima de la clase trabajadora. Dadas esas circunstancias, no es de sorprender que haya pocas pruebas de gran parte de la nueva inversión privada, por lo menos hasta bien entrada la década de los años veintes. Prácticamente era imposible obtener préstamos extranjeros dado que las administraciones posrevolucionarias se negaban a reconocer las dudas exteriores de sus predecesores y amenazaban con aumentar los impuestos y aun con expropiar las empresas extranjeras existentes. Para 1920 el sistema bancario se había derrumbado totalmente; el papel moneda por lo general no era aceptado; los productos en especie y las divisas extranjeras se atesoraban y, a falta de bancos de emisión acreditados, surgió una gran crisis de liquidez. Como resultado, a la inflación del peso, que había tenido lugar durante los años de guerra, siguió una deflación durante la década de los años veintes. Las fuentes locales de fondos de inversión, por lo tanto, se agotaron y sin nuevas inversiones fue reducido el incremento registrado en la capacidad productiva. A fines de la década de los años veintes, México estaba bastante adelantado, en comparación con 1910, en la producción minera y petrolera, en la generación de energía eléctrica, en las instalaciones telefónicas y, en la manufactura, en adelanto era un poco menor. La industria ganadera todavía no había logrado repoblar los hatos que habían sido diezmados por la Revolución, y las cosechas de maíz, trigo y frijol seguían siendo inferiores a las de 1910, aunque la producción agrícola en general era un poco más alta. Sterrett y Davis, que escribían en 1928, advirtieron que:

Estos autores pensaban que el futuro potencial de crecimiento era bueno para el petróleo, la minería y las exportaciones de ganado, y productos vegetales. Las inversiones públicas planeadas en instalaciones de energía hidroeléctrica y carreteras se consideraban “de importancia básica para el devenir económico y social, y claramente útiles para el mejoramiento de la agricultura, la industria y el comercio interior y exterior”. La importancia que el gobierno daba a la educación, a las mejores condiciones de trabajo y a la organización social hacía esperar que redundara en un gran estímulo a la producción así como a la ampliación de los mercados internos. Es digna de mención la rápida recuperación de la economía durante la década de los años veintes, pero durante el periodo no se estableció de ninguna manera la base institucional para el desarrollo sostenido. Para que el sector público alcanzara sus nuevas metas la estructura de la economía de la sociedad debería sufrir costosas transformaciones y las instituciones mexicanas deberían de ser consecuentes con estas metas. Al comentar esta nueva política social así como los cambios necesarios para realizarla, Sterrett y David admiten al final de su informe: El deseo de una mejor vida económica y social era una de las causas básicas de la revolución y ningún gobierno que lo pasara por alto podría sobrevivir mucho tiempo. Por supuesto, se reconoce generalmente el hecho de que se necesitan años para satisfacer las necesidades del pueblo, pero puede darse por sentado que deben satisfacerse dentro de un periodo razonable. Todavía no llegaba a la recuperación, cuando la economía fue golpeada por la depresión mundial de 1929. de la noche a la mañana los mercados de las principales exportaciones de México se derrumbaron, y junto con ellos los ingreso y la demanda interna. El producto interno bruto descendió: el de 1930 fue 12.5% inferior al de 1925 y no recobró sus niveles anteriores sino hasta después de 1940 (Cuadro I:1). Para la élite política (reunida alrededor del ex presidente Calles), se volvió difícil la continuación de su programa gradual de ejecución de los artículos de reforma que

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contiene la Constitución. Las esperanzas de Calles de que el proceso normal de desarrollo económico produciría una igualdad social más completa y mejoraría la distribución del ingreso mediante el mecanismo del mercado, sin necesidad de una legislación radical, se vieron frustradas con el colapso de los mercados capitalistas mundiales. En el Estado de Michoacán el gobernador Cárdenas ya comenzaba a ejecutar grandes reformas en la propiedad de la tierra en respuesta a las crecientes demandas de sus gobernados. Sus actividades como gobernador, aunque pasaron relativamente inadvertidas fuera del Estado, eran una anticipación de lo que sucedería una vez que asumió la Presidencia en 1934. Al descenso en la minería, el petróleo y la agricultura comercial, inducido por el descenso en las exportaciones, siguió una recuperación gradual a principios de la década de los años treintas, particularmente en la manufactura y en otros sectores que servían a la agricultura nacional. Esta recuperación recibió la influencia de diversas reformas estructurales. Los ferrocarriles fueron nacionalizados, se aceleró el ritmo de la reforma agraria, la tierra comenzó a ser expropiada desde la administración provisional del presidente Portes Gil (1929-1930), y aumentó desde 1934 en el régimen de Cárdenas. La industria petrolera fue expropiada en 1938. En tanto que la agricultura se recuperaba con bastante rapidez de los efectos de depresión y de la reforma agraria, la producción minera y petrolera en 1940 estaba muy por debajo de los niveles de 1925. El crecimiento neto entre estos años fue de 4.3% en la manufactura, de 2.7% en la agricultura, y de -1.9% en la producción minera y petrolera (Cuadro I:2). El aumento general del producto interno bruto no fue más rápido que el de la población (1.6%), con el resultado de que en 1940 el producto por persona fue aproximadamente el mismo que en 1925. Los años de reforma de 1930 a 1940 pusieron en evidencia una nueva tendencia en el crecimiento de la población. Las tasas de mortalidad que habían bajado de 6 % entre 1910 y 1930 bajaron todavía otro 3% durante la década de los años treintas. En parte la causa era aparentemente mejores condiciones sanitarias asociadas con una tasa mayor de urbanización, después de la Revolución, y en

parte un mejoramiento en el bienestar económico de las masas a medida que aumentó el número de trabajadores rurales que recibieron su propia tierra y que la producción agrícola se recuperó y sobrepasó los niveles de 1925. El comportamiento de la producción en la agricultura merece un examen cuidadoso a este respecto, pues hemos notado que desde 1934 se aceleró notablemente la expropiación y redistribución de tierra. La producción industrial y la ocupación urbana también ascendieron a pesar de la depresión mundial y de la fuga de capital extranjero, a medida que la nación comenzó a buscar fuentes y mercados internos de crecimiento. La década de 1930 marcó el comienzo de una basta emigración de los poblados empobrecidos y aislados de México, cuyos habitantes buscaban una vida mejor en las ciudades y en los centros agrícolas comerciales en crecimiento de las regiones norte y de la costa. El Norte tuvo el crecimiento de población más rápido en le país, en tanto que las regiones del Centro y del Pacífico Sur crecieron más lentamente. Como reflejo de este constante movimiento del centro a la periferia del país y de los centros rurales a los urbanos, la participación del Centro (menos el Distrito Federal) en la población total bajó del 41% en 1930 al 35% en 1960, en tanto que la fuerza de trabajo agrícola como parte de la población activa, después de ascender entre 1910 y 1930, bajó en 6% en los años treintas, 7% en los cuarentas y otro 4% en la década de los años cincuentas (Cuadro I:3). El periodo de reforma representó mucho más que una reasignación de recursos en respuesta a los cambios en los precios relativos entre las actividades de exportación, de las importaciones competitivas, y las internas. Más bien supuso un cambio fundamental en la propiedad de los activos en la agricultura y en la industria petrolera, así como la promesa de tasas altas e inciertas de tributación en la minería que esencialmente alteraron la distribución de la riqueza en las corrientes esperadas de ingreso para los inversionistas privados y en particular para los extranjeros, en estas actividades. Como había pocos incentivos para invertir en estas actividades, su capacidad dejó de aumentar entre 1925 y 1940 y muchas empresas

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permitieron que se operara una depreciación neta. Mientras tanto, el gobierno dio un tratamiento tributario preferencial a aquellas ramas de la actividad económica que con mayor probabilidad serviría a los mercados internos que a los externos. ¿Cuál podría haber sido el crecimiento de la producción entre 1910 y 1940 bajo la hipótesis extrema de que la Revolución y la Reforma no hubiesen ocurrido? Entre las décadas comprendidas entre 1910 y 1940 tuvieron lugar cambios demasiado fundamentales en la estructura de la economía para permitir cualquier cosa que o sea el cálculo más burdo de lo que pudo haber sucedido. Sin embargo, es posible observar el comportamiento de otros países latinoamericanos, actividad por actividad, e imputar dicho comportamiento a México bajo tasas hipotéticas alternativas de aumento de la población suponiendo que o hubieran tenido lugar las pérdidas debidas a la Revolución. Este ejercicio se hace en el Apéndice B, infra, y se realizan comprobaciones de la consistencia de los caminos estimados de desarrollo en términos de los ahorros potenciales del país y de su capacidad de importación. Se han estimado patrones hipotéticos de crecimiento para tres periodos, 1910-1925, 1925-1930 y 1930-1940. En cada periodo el aumento de la producción se basa en estimaciones alternativas del incremento de la población, de la producción agrícola, ganadera, minera, petrolera, manufacturera y del transporte. Se utilizan sub y sobreestimaciones del crecimiento de la población para la producción de alimentos y cosechas industriales de consumo interno, y estas dos series de cifras se agregan después a sub y sobreestimaciones del producto de otros sectores, con base en las tendencias de la demanda mundial de las principales exportaciones así como con base en el comportamiento de otros países latinoamericanos analizando producto por producto. Los resultados son un tanto sorprendentes. Desde 1910 hasta 1925 hay pocas pruebas de que el producto per capita habría aumentado más en ausencia de una revolución de lo que aumentó en realidad. Esto se debe principalmente al incremento ficticio observado en las cifras per capita

resultantes de la aguda reducción en la población durante la guerra y en la epidemia de influenza de la posguerra. Una tasa mayor de crecimiento del producto interno bruto resultante de nuestra variación hipotética de estimaciones (3.5% a 4.8% anual en comparación con la tasa real de 2.5%) se compensa por lo tanto con una tasa mayor de crecimiento de la población entre 1910 y 1925 (1.1 a 2.3% en contraposición a la tasa real de 0.1%). De aquí que la tasa anual de crecimiento del producto per capita habría estado entre el 1.9% y el 3.0% en comparación con el valor real de 2.3% antes de 1925. La diferencia más notable entre el comportamiento hipotético y el observado de la economía es el correspondiente a los años de 1925 a 1930. Existen pruebas de que la economía mexicana reaccionó mucho más fuertemente a la depresión mundial al final de la década de los años veintes que otros países latinoamericanos desde un punto de vista sectorial. En tanto que el PIB mexicano realmente bajó en promedio un 2.6% anual entre 1925 y 1930, nuestros cálculos basados en el comportamiento en otras partes habrían colocado el descenso entre el 0.8 y el 3.1%. Salvo en la educación y en el sistema bancario, todavía eran pocas las reformas fundamentales introducidas en la estructura social o económica del país antes de 1930. De aquí que sería inadecuado asociar la mayor sensibilidad de la producción al ciclo económico con cambios institucionales en la economía interior. Por otra parte, podría afirmarse que la década de los años veintes representó una “fase de anunciación” entre la promesa de reforma y su cumplimiento. En esta época había gran incertidumbre sobre el camino que la futura reforma seguiría en la minería, la agricultura y la manufactura. Todavía no estaba claro el nuevo modelo de inversión pública en infraestructura económica y social. Tal clima de incertidumbre indudablemente hizo que el gasto interior fuera mucho más vulnerable a las perturbaciones exógenas de lo que habría sido el caso en ausencia de una revolución y de una reforma planeada. Nuestros cálculos para los años 1930-1940 indican que es importante trazar una distinción tajante entre el costo de

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oportunidad de las reformas anunciadas, en términos de la actividad económica que dejó de realizarse, en el efecto de las reformas implantadas. Es difícil mostrar que de 1930 a 1940 el crecimiento hipotético del producto interno bruto habría sido algo mayor de lo que fue en realidad, de acuerdo con los cálculos del Apéndice B. la tasa real de crecimiento fue de 3.8% anual en comparación con las tasas hipotéticas que van del 3.6 al 4.3% (apéndice B, Cuadro B.11). En ausencia de revolución y de reforma, el producto interno bruto en 1940 podría haber excedido al nivel real por una cantidad entre el 12 y el 61%. Aun con el patrón más extremo, el producto por persona todavía habría sido solamente un 18% más alto que los niveles observados en dicho año (Apéndice B. Cuadros B.9 y B.10). Los extremos hipotéticos para el producto tanto total como per capita de hecho fueron alcanzados a principios de la década de los años cuarentas como resultado del auge ocasionado por la segunda Guerra Mundial. Estas burdas mediciones sugieren que los costos económicos de las reformas institucionales en México entre 1930 y 1940 fueron relativamente modestos, pero que los costos de oportunidad importantes de índole económica y social pueden atribuirse a los años violentos de revolución así como a la fase de anunciación que precedió a la ejecución de las reformas económicas y sociales. El proceso de internización de la economía después de 1910 tuvo un alto precio en términos de vidas perdidas, producción que dejó de hacerse, de capital destruido y de nuevas inversiones desalentadas. Sin embargo, la política de estas tres décadas sentó los cimientos de un modelo de crecimiento económico subsecuente en el cual se estimularían los sectores, con mayores posibilidades de absorción de la grande y cada vez mayor oferta de mano de obra no calificada. Esto constituyó una radical reversión de la política aplicada anteriormente que favoreció el rápido crecimiento de las industrias extractivas y de la agricultura de plantación, independientemente de las consecuencias sociales. El crecimiento equilibrado de la producción para los mercados interiores así como exteriores permitió una participación cada vez mayor de la población en el desarrollo, al elevar los niveles de ingreso real y de consumo para los

más, y una distribución más amplia de la propiedad y de la responsabilidad económica de lo que nunca antes se había experimentado en el país. Debe recalcarse que aunque el proceso de internización del comercio por obra de la política pública podría considerarse como un resultado lógico de la legislación posrevolucionaria, casi con toda seguridad habría sido menos extremoso de no haber ocurrido la depresión del comercio internacional de la década de 1930. EL PERIODO DE DESARROLLO: 1940-1965 Los años 1940-1950 La primera gran ola de expansión económica mexicana terminó hacia 1910. Después de 30 años de revolución, depresión y reforma institucional, la economía entró de nuevo en una fase de rápido desarrollo después de 1940. El producto bruto subió durante la década de 1940 a 6.7% anual en tanto que la población aumentó a razón del 2.8% (Cuadro I:4). Este fenómeno fue desencadenado por un súbito despertar de la demanda extranjera hacia las exportaciones mexicanas posterior al estallido de la segunda Guerra Mundial. Aparte de la rápida tasa de crecimiento del producto total, es poco lo que debe presentarse en primer lugar en relación con esta primera etapa de desarrollo mexicano. La Revolución había cambiado demasiado al país para que el México de la década de los años cuarentas encajara dentro de la imagen de una economía típica de exportación al entrar en una nueva fase de expansión tan pronto como las condiciones de la demanda externa fueran de nuevo favorables. La experiencia de la década de los años treintas demostró el alto costo que entraña el depender excesivamente de la demanda extranjera. México compartió con la mayor parte de los países latinoamericanos la percepción de que en lo futuro sería esencial establecer un mayor equilibrio entre el comercio la autarquía como seguro contra una recurrencia de la depresión mundial. Como buena parte del presente volumen se ocupa de examinar el comportamiento económico posterior a 1940 y la política pública en este contexto, la presente sección y la que le sigue se limitan a describir las tendencias principales como un

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telón de fondo del material más detallado que seguirá. La tasa de incremento de las exportaciones (en valor) excedió a la de importaciones en los primeros años de la guerra. La demanda externa produjo un efecto multiplicador sobre la producción doméstica comenzando a niveles inferiores a los de ocupación plena. Aunque diversos sectores de la economía llegaron bastante pronto al límite en cuanto a capacidad de las máquinas, sobre la base de un solo turno de trabajo, en diversas industrias como las de textiles, la continuación en los precios de una tendencia de aumento rápido hizo que fuera lucrativo aumentar el número de turnos. Las máquinas trabajaban las veinticuatro horas del día para abastecer la demanda interior cada vez mayor de bienes que ya no han podido obtenerse en el extranjero debido a las escaseces de tiempo de guerra. La inducción al desarrollo, proveniente de varios incrementos simultáneos en la demanda de las exportaciones de México, así como de sus productos que competían con las exportaciones, resultó mucho más poderosa que los incrementos en la demanda interna, financiados por déficit, durante la década de los años treintas. Además, la expansión posterior a 1940 tuvo lugar en una atmósfera diferente. La política del presidente Ávila Camacho (1941-1946) incluía un convenio sobre indemnización de los antiguos expropietarios de la industria petrolera de México, la redención de bonos mexicanos vencidos y el estímulo de nueva inversión directa extranjera particularmente en la manufactura y el comercio. Tanto los inversionistas nacionales como los extranjeros consideraron el mejor clima económico y político de la década de los años cuarentas como un anticipo de que en el futuro las cosas se presentarían mejor. Todo lo que se necesitaba era una garantía de que las nuevas inversiones que sirvieran al mercado interior serían protegidas una vez que la situación favorable de tiempo de guerra hubiese terminado. La oferta de trabajo fue relativamente elástica durante la década de los años cuarentas, en parte por la subocupación de la década de los años treintas y en parte debido a una rápida y creciente tasa de urbanización durante todo el

periodo. Los salarios reales, en consecuencia, se quedaron retrasados con respecto a los aumentos registrados en la productividad, permitiendo que se operara un desplazamiento en la distribución del ingreso entre 1940 y 1945 a favor de las utilidades y la renta, y proveniente de los sueldos y salarios. El bienestar de la clase trabajadora casi seguramente mejoró durante este periodo aunque esto se debió a un cambio en la estructura de la ocupación hacia trabajos mejor remunerados y no a aumentos en los salarios reales en ciertas ocupaciones dadas. El hecho de que pudiera extraerse abundante mano de obra de la agricultura de subsistencia con sueldos reales relativamente bajos significó que, aunque los sindicatos de trabajadores estaban cada vez más activos en la década de 1940, en la mayor parte de los sectores se evitó que los aumentos de sueldos excedieran a los aumentos de precios. La producción, en los años de 1946-1950 inmediatamente posteriores a la guerra, fue estimulada por una demanda interna cada vez más fuerte, gracias a un programa completo de sustitución de importaciones introducido por el presidente Alemán (1947-1952). Aumentaron los controles de importación para los bienes de consumo, pero en cambio disminuyeron los de bienes de capital, con lo cual se indujo una rápida corriente de entrada de maquinaria y equipo del extranjero, pagados con las ganancias en divisas acumuladas durante los años de guerra. La expansión de la capacidad productiva se vio facilitada por un tipo de cambio progresivamente subvaluado en 1948 que aumentó la eficiencia marginal de la inversión mediante una reducción en el costo de los bienes de producción importados. El periodo registró uno de los mayores aumentos en la producción por trabajador, así en la agricultura como en la industria. Se demostrará en seguida que buena parte del crecimiento en la producción per capita podría explicarse por un incremento en la inversión y en el ahorro interno. La economía se benefició con 1) ganancias de asignación del comercio exterior, 2) una tecnología mejorada incorporada en los bienes de capital importados que sustituyeron el acervo de capital obsoleto de las décadas de los años veintes y treintas, 3) un desplazamiento a nuevos patrones de producción en diversos

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sectores y particularmente en la agricultura comercial, y 4) las ganancias derivadas de la expansión y de la especialización del comercio interno. Esta última influencia, que vino a ser relativamente más importante a medida que transcurrieron los años, tal vez fue el factor predominante en el incremento registrado en la década de los años cincuentas. El elemento humano es la incógnita en las realizaciones alcanzadas por el México posterior a 1940. Los empresarios mexicanos han sido descritos como únicos entre sus contemporáneos latinoamericanos. En su estudio clásico Industrial Revolution in Mexico, que trata ante todo de la experiencia de la década de los años cuarentas, Sanford Mosk se concentró en el “nuevo grupo” de hombres de negocios mexicanos, formados en los días ásperos y difíciles de la revolución, cuando el éxito en cualquier empresa dependía de la propia capacidad para reconciliar el interés propio inmediato con las aspiraciones futuras de la sociedad. El nuevo empresario era un hombre que había hecho las paces con el gobierno, aceptado la necesidad de una reforma económica y social y tendía a pesar en términos de la expansión de los mercados nacionales y extranjeros como base para sus propias decisiones de inversión. La inversión y la tecnología extranjeras, si bien se consideraban como de importancia vital para el éxito económico, estaban subordinadas al deseo de mexicanización de la empresa privada. El gobierno estimuló este tipo de nacionalismo económico. A pesar de haber cortejado en todos los tonos a la inversión norteamericana a mediados de la década de los años cuarentas, Ávila Camacho aprobó la ley que requería la propiedad del 51% de las acciones en manos de nacionales, buscando la mexicanización definitiva de los intereses mayoritarios en la mayoría de los sectores económicos. Dada la existencia de un grupo de empresarios sensibles al incremento de la demanda interna, a las ganancias en rápido crecimiento, a una oferta de trabajo bastante elástica y a una política gubernamental que favorecía el desarrollo de la industrialización de competencia con las importaciones y la industrialización de la agricultura comercial, el punto de estrangulamiento más importante para el desarrollo durante la década de los

años cuarentas fue la tasa a que podían importarse maquinaria y equipo, instalarse y ponerse en producción. La inflación de los años cuarentas reflejó en un sector tras otro exceso de demanda, debido a la brecha existente entre la demanda incrementada y las respuestas de capacidad de los productores que se enfrentaban a un estrangulamiento en las importaciones, en las divisas, y en el sistema jurídico-administrativo. No es posible aislar una u otra restricciones, tales como el “ahorro” o las “divisas extranjeras” como únicas responsables de las muchas discrepacias que se presentaban entre la oferta y la demanda. Como revelan los capítulos siguientes, debido a la importancia de los controles directos sobre el comercio, del racionamiento del crédito y de las discrepancias entre la capacidad de producción y la demanda final, estas restricciones difirieron de un periodo a otro y de una actividad a otra. Los años cuarentas se caracterizaron por un crecimiento que se basaba en estímulos, primero externos, y después internos. La producción manufacturera iba a la cabeza, con un aumento del 8.1% anual; le seguía la producción agrícola con un 5.8% y al final figuraban la minería y el petróleo, que crecieron sólo a razón del 2.5% (Cuadro I:4). Este tipo de desarrollo sólo podía sostenerse durante algún tiempo sobre la base de sustituir importaciones. Finalmente vino a depender de una expansión del mercado interno, para lo cual era esencial que las ganancias derivadas de la productividad llegaran al grueso de la población. Tal dispersión de los beneficios derivados del crecimiento no se produjo formalmente hasta la década de los años cincuentas, como respuesta a una construcción continuada de caminos troncales y de alimentación, a la electrificación rural, a la irrigación y a las anteriores inversiones hechas en el campo de la educación primaria. Veremos que estas inversiones en la infraestructura social y económica sirvieron para elevar la productividad de los productores rurales y con ello para incrementar el poder adquisitivo en todo el país.

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Los años 1950-1970 La tasa de desarrollo económico de la década de los cincuentas fue de 6.1% anual, realización que no se iguala totalmente a la de la década anterior. Mientras tanto, el aumento de población se aceleró, de modo que la tasa de crecimiento de la producción per capita bajó del 3.9% en la década de los años cuarentas a 3.0% entre 1950 y 1960. De 1960 a 1970 la tasa de crecimiento del PIB fue de 7.1% y una estabilización o descenso de la tasa de crecimiento de la población (3.0%) empujó la tasa de crecimiento del producto per capita hasta 4.1% (Cuadro I:4). La economía ha continuado comportándose en forma impresionante, especialmente si se considera que el estancamiento de la revolución y la depresión de 1930, que habían provocado un sesgo ascendente en los avances de la productividad de los años cuarentas, se habían reabsorbido. Las fuerzas del desarrollo en México cada vez tomaron un carácter más endógeno tanto en términos de la oferta como de la demanda y el sector extranjero, si bien tiene una innegable importancia como fuente de ingresos del comercio, ya no podía considerarse como el principal motor del crecimiento o como una condición sine qua non del desarrollo económico sostenido. En la década de 1950, la producción competidora de la importancia aumentó a una tasa más rápida que la producción destinada a la exportación, en parte debido a que los términos de intercambio variaron contra México, en parte porque los desplazamientos en las disponibilidades de los factores y el rápido crecimiento de la demanda interior hizo que los mercados internos fueran más atractivos que los de exportación para la mayoría de las actividades económicas. Este proceso se vio favorecido por las medidas de política pública tendientes a promover una mayor especialización regional, el comercio interno y la movilidad de los factores. En la década de los años cincuentas, los aumentos en la producción fueron de nuevo encabezados por la producción manufacturera (7.3%), a la cual siguieron las industrias extractivas en recuperación (5.3%) y la agricultura (4.3%). La primera mitad de la década de los años sesentas presenció una aceleración del crecimiento de la producción manufacturera al 8.1% anual, en tanto que las industrias

extractivas y la agricultura se retrasaron a una tasa del 4.3 y 4.2% respectivamente (Cuadro I:4). Por primera vez en la historia, la mitad de la población de México vivió en zonas urbanas en 1960. A medida que México se volvía más autosuficiente desde el punto de vista productivo, continuó aumentando sus vínculos con los mercados de los Estados Unidos. A pesar de la imposición de controles directos sobre el comercio y los recientes problemas con el programa de los braceros, los bienes y los factores productivos se han movido con relativa libertad a través de la frontera. Desde las regiones del norte y de las costas de México, hubo un número cada vez mayor de camiones cargados con productos agrícolas mexicanos de exportación para los mercados, en tanto que el capital norteamericano se desplazaba hacia el Sur para proporcionar crédito comercial a la agricultura, así como financiamiento a largo plazo para la industria. Para fines de la década de los años sesentas, las emisiones de bonos del gobierno mexicano se ponían en circulación en los mercados de valores de Nueva York (y en los de Europa). El peso mexicano conservó su tipo de cambio con el dólar durante más de diez años (desde 1954 hasta mediados de la década de los sesentas). La corriente bruta de capital extranjero se perturbó temporalmente durante la crisis de la balanza de pagos en 1960-1961, pero aumentó de nuevo en los años siguientes, aun cuando la participación de los préstamos para refinanciamiento ascendió y los costos crecientes del servicio de la deuda redujeron la corriente neta de entrada de fondos a un mínimo. A fines de la década de los años cincuentas, el gobierno había extendido su influencia a la asignación de recursos por medio de controles directos. Sus organismos lograron estimular el desarrollo de diversas industrias nuevas por medio de medidas flexibles de política comercial incluyendo un difundido sistema de cuotas así como controles selectivos de crédito. La continua inversión pública en caminos, obras de irrigación, generación de energía eléctrica e instalaciones de transmisión, modernización de ferrocarriles, subsidios a las líneas aéreas, transporte camionero y a los precios del combustible, favorecieron la expansión en todos los

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sectores dependientes del creciente comercio interior y exterior. A pesar del rápido crecimiento de la producción manufacturera durante todo el periodo, las ganancias en cuanto a productividad no fueron impresionantes en la década de los años cincuentas. La recién ampliada capacidad industrial de México todavía no se utilizaba, en 1965, sobre una base de varios turnos, buena parte de la capacidad estaba siendo instalada, en tanto que otras plantas todavía esperaban utilizar su capacidad plena de producción debido a estrangulamientos en la oferta, a defectos de calidad, a precios no competitivos y, en ciertos casos, a la duplicación de instalaciones y a la demanda inadecuada. Mientras tanto, las ineficiencias de asignación debidas a restricciones al comercio y a una imperfecta movilidad de los factores iban desapareciendo rápidamente; la calidad de la mayor parte de los artículos producidos mejoraba; y se establecían sistemas de distribución para atender a todas las regiones del país. La población en su conjunto se ajustaba a nuevos patrones de producción y consumo con importantes implicaciones para la productividad y el bienestar futuros. La estructura del comercio exterior ha estado cambiando (aunque lentamente) a medida que la ventaja comparativa de México se desplaza desde las materias primas tradicionales y de los productos primarios hacia la exportación de servicios (como el turismo) y de manufacturas. Un signo de crecimiento equilibrado en la década desde mediados de los años cincuentas ha sido la lenta tasa de aumento en el nivel de precios. La tasa bruta de ahorros y la tasa bruta de inversión continúa siendo alta para América Latina (alrededor del 20%), y la oferta de trabajo sigue siendo bastante elástica, aunque los salarios reales han comenzado a subir en años recientes. El crecimiento de la población continuó acelerándose después de 1950, como hemos visto. El efecto de este crecimiento sobre la distribución de la población por edades es espectacular. La participación de la población en edad de trabajo (de 15 a 64 años) ha disminuido constantemente: de 58% en 1930, a 55% en 1950, a 52% en 1960 y a 50% en 1970. Sin embargo, en el mismo periodo la

participación de la población ocupada en la actividad económica ha aumentado como resultado del mayor número de mujeres que figuran en la fuerza de trabajo, de las mejores condiciones generales de salud, y de una probable declinación en las tasas de desocupación. La participación activa de la población total, después de descender ligeramente del 31 al 30% durante la década de los años treintas, ascendió al 32% en la década de 1950 (Cuadro I:2). El efecto que sobre esta proporción ha tenido la cada vez mayor participación de los niños y de los ancianos (resultante del crecimiento acelerado de la población) ha sido compensado, por lo tanto, por una participación más plena de los grupos de edad mediana en la fuerza de trabajo. El rápido aumento de la población en años recientes, en lugar de mantenerse a tono con los avances realizados en la producción, o de sobrepasarlos, como ocurrió durante el primer siglo después de la Independencia, ha sido sobrepasado por el aumento de la producción total. Debido a que le aumento de la población ha llegado a asociarse con un desplazamiento en la fuerza de trabajo de la agricultura de subsistencia a la agricultura comercial y a la ocupación urbana, la masa de la población comienza a compartir, ahora como nunca antes, los incrementos de la producción derivados del cambio tecnológico y de la formación de capital producidos por las mayores tasas de ahorros e inversión. Esto ha desempeñado un papel importante en la expansión de los mercados internos en forma paralela al aumento de capacidad en la agricultura y en la manufactura. El mercado nacional comienza a convertirse en la palanca del crecimiento en México, y la productividad de la masa de la población comienza a convertirse en la clave del estímulo a la demanda. Si bien los incrementos registrados en el ingreso real tuvieron un efecto inicial sobre la demanda de bienes de consumo importados, las manufacturas locales han substituido cada vez más a los artículos de importación. Establecido un grado inicial de protección, el requisito principal del éxito consiste en realizar economías de escala. Para esto resulta esencial contar con la base de una demanda efectiva tan amplia como sea

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posible. Esto significa que los beneficios derivados del incremento de la productividad deben difundirse en toda la economía. Aunque la actual rápida tasa de crecimiento de la producción manufacturera del éxito consiste en realizar economías de escala. Para esto resulta esencial contar con la base de una demanda efectiva tan amplia como sea posible. Esto significa que los beneficios derivados del incremento de la productividad deben difundirse en toda la economía. Aunque la actual rápida tasa de crecimiento de la producción manufacturera no proporciona suficiente demanda de mano de obra para aumentar la participación de la fuerza de trabajo en ese sector, la agricultura comercial aumenta su participación en la ocupación rural y ayuda a redistribuir los beneficios del incremento de la productividad agrícola y con ello a ampliar la demanda de bienes manufacturados. Los capítulos subsecuentes investigan el grado en que la experiencia mexicana ilustra el principio de que la expansión del mercado nacional puede lograrse mediante un desplazamiento en la población de las ocupaciones de baja productividad a las de alta productividad, aun cuando estas últimas experimentan sólo modestos incrementos en la productividad promedio. En México, el trabajo se ha desplazado de la agricultura de subsistencia a la agricultura comercial, de los servicios y el comercio de baja productividad a altos niveles de ocupación urbana, y de la manufactura artesanal a la manufactura con máquinas. Esta transición se ha visto facilitada por inversiones públicas estratégicas en infraestructura rural y urbana. El caso mexicano ilustra cómo el crecimiento económico y el cambio estructural pueden ser interdependientes y hallarse sujetos a factores exógenos importantes que exigen medidas también importantes de política pública.

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LAS REGIONES GEOGRÁFICAS EN MÉXICO

Claude Betaillon

DIFUSIÓN Y POLARIZACIÓN DE LAS ACTIVIDADES URBANAS

A muchas razones se debe que aun en la segunda mitad del siglo XX no represente México un mercado unificado. Los elementos de la época colonial, muy limitados, se habían desplomado drenaje de la plata hacia la capital y hacia Veracruz, puerto único exportación, la venta en el exterior de algunos productos tropicales se habían desorganizado; las minas se vieron privadas de trabajos conservación durante las perturbaciones interiores, y España no desempeñaba ya el papel de mercado privilegiado. Las importaciones inglesas y norteamericanas, entraban por varios puertos y no existía ningún sistema interior de transportes para coordinar en el país embriones de comercio exterior. La vida regional del interior del país se organizaba a corta distancia en torno de localidad por lo general muy aisladas, ya que transportes dependían principalmente de las caravanas de caballos o mulas. Este contraste entre la facilidad de las relaciones internacionales y la dificultad de los transportes interiores lo revelan precios de los transportes de mercancías. Antes de 1950, la tonelada de flete Liverpool-Veracruz valía 55 pesos. Por ese precio se transportaba la mercancía 200 o 300 kilómetros por los grandes itinerarios interiores (como Veracruz-México o Tampico-Guanajuato), por sólo 100 kilómetros en los recorridos difíciles. En esas condiciones no podían transportarse los granos, porque su precio (10 a 30 pesos por tonelada en el lugar de producción, según las especies) se explicaba al cabo de 20 o 60 kilómetros. El mejor ejemplo es el de una prensa inglesa para papel que valía en Veracruz 12 000 por incluidos los portes y cuyo transporte hasta la región de Guadalajara costaba 14 000 pesos. El comercio interior estaba además dificultado por barreras aduaneras entre los estados federativos, y aun en el interior de los estados. Pero esa dificultad suplementaria no

hacía más que reflejar ausencia de economía nacional. En esas condiciones, la tierra es la principal riqueza, pero aún estaba afectada en parte por sistemas de “manos muertas”: los bienes de las comunidades indígenas y los bienes de la Iglesia eran inalienables. La política jacobina de B. Juárez hizo saltar cierto número de cerrojos tradicionales para abrir camino a una modernización del país. La nacionalización de los bienes de manos muertas tuvo consecuencias considerables: políticamente fue una de las razones indirectas de la política colonial de Napoleón III; socialmente la ley reforzó la gran propiedad; pero al mismo tiempo se inició la unificación de un mercado nacional, convirtiendo una masa de tierras en bienes negociables y poniendo fin a la relativa protección de que gozaban las comunidades indígenas: la rebelión es con frecuencia su primera manera de entrar en la órbita nacional, mientras que más generalmente los movimientos de migración de la mano de obra se aceleran. Después de la victoria contra Maximiliano, la supresión progresiva de las alcabalas fue otro paso hacia la creación de un mercado nacional. Y eso mismo aumentó las dificultades financieras de los estados. La política de Porfirio Díaz acentuó la modernización del país, esta vez de manera mucho más consciente, porque Juárez era sobre todo un político, deseoso de crear una nación. La política porifiana de desarrollo iba a dotar al país de un armazón que en ciertos dominios estaba completo en 1910, o que por lo menos no fue muy mejorado: es el caso de la red de ferrocarriles, inaugurada por Juárez en lo que concierne al eje México-Veracruz, pero creada en lo esencial bajo don Porfirio antes de 1910: 23 000 Km. de vías que unen a México con la red norteamericana, crean una estrella de vías entre la capital y los estados y realizan ciertos enlaces transversales; aunque también a veces dos vías de redes competidoras sirven paralelamente un mismo itinerario. Igualmente la red telegráfica cubre poco a poco el país en aquella época. Al mismo tiempo un presupuesto federal creciente pone en manos del poder central medios nuevos que aseguran su potencia en frente de los

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poderosos personajes de provincia cuyas rebeliones estuvieron llamadas al fracaso desde entonces. Finalmente, el llamamiento al capital extranjero permite la creación de algunas empresas industriales modernas de tales dimensiones que hay que prever para ellas –en lo futuro- un mercado nacional que con seguridad no existía aún. Ese desarrollo limitado no va acompañado, en efecto, de casi nada que pueda crear un mercado nacional. La red de comunicaciones permite los negocios modernos, y sirve de drenaje para la exportación de las materias primas del país o de sus productos agrícolas; pero aún no se imagina otra clientela que el núcleo de población de la capital, apenas ampliado: no se ve, en efecto, iniciarse una política de higiene o de escolarización más que en la ciudad; la mortalidad y el analfabetismo retroceden muy poco en el conjunto del país y eso gracias a la paz interior y no gracias a una política sistemática. La revolución de 1910 pudo hacer creer que volvía a caerse en el fraccionamiento feudal de la primera mitad del siglo XIX. Pero dejadas a un lado las consecuencias agrarias profundas de dicha revolución, dejada también a un lado la mezcla a que da lugar en la sociedad mexicana, las nuevas potencias locales no pueden instalarse en una política particularista provincial, porque el armazón nacional no fue destruido: el papel de los “trenes revolucionarios” no es sólo pintoresco; indica también la vocación de los jefes de guerra a un poder nacional. Así, los ferrocarriles, los telégrafos, el presupuesto federal, el apoyo de hecho de las grandes empresas de envergadura nacional, toda la herencia porfiriana hace del vencedor –Venustiano Carranza- un jefe nacional. La revolución hereda un sistema que sin duda alguna hay que modernizar, ya que tal como es sigue siendo semicolonial; en efecto a partir de ahí puede emprenderse una vida económica dependiente de los mercados extranjeros. Eso no le bastará al nacionalismo socializante de los equipos gubernamentales. Quizá más con el fin de incorporar a la vida nacional la masa de la población que con el de crear un mercado nacional, en los años 1930 o poco antes se ponen en marcha una serie de organismos de Estado.

Los grandes organismos nuevos conciernen a la electrificación y la irrigación, la construcción de carreteras, la escolarización y la incorporación de los grupos indígenas, el financiamiento por el Estado de un crédito agrícola a los campesinos beneficiarios de la reforma agraria, y el financiamiento de ciertas empresas industriales nueva o la nacionalización de otras, como el petróleo en 1938. Toda esa política reposa sobre una serie de compromisos entre la acción de Estado y la iniciativa privada, así como entre el capital nacional y el capital extranjero. No es oportuno estudiar aquí esa política económica. Pero es necesario ver en qué medida ha salido de ella un mercado nacional: la penetración de la economía moderna y de las ideas modernas sin duda no fue igualmente impulsada en los diferentes sectores del territorio. Por otra parte la movilidad de los hombres, de las ideas, de los capitales y de las mercancías se organiza según cierto número de líneas privilegiadas y alrededor de cierto número de polos principales. Es necesario ver los grandes rasgos de esa difusión y esa polarización. A. LA DIFUSIÓN I. Los transportes interiores La red ferroviaria mexicana estaba en lo esencial constituida en 1910. A los 23 000 kilómetros de vías heredadas del porfirismo sólo se añadió poca cosa (línea Chihuahua-Pacífico, línea Guadalajara-Tepic, línea Tabasco - Yucatán), compensada numéricamente por el abandono de líneas sin interés económico una vez construida la carretera. Y es, desde luego, la red de carreteras la que permitió el aumento progresivo del espacio incorporado a la vida nacional. La red de carreteras era aproximadamente nula en 1930. En 1952 alcanza la misma densidad que la red ferroviaria, después hace más que duplicarse en los diez años siguientes con un ritmo sostenido de crecimiento. La producción de las carreteras pavimentadas llegó casi a los 2/3 en 1952. Después disminuye, porque la política de asegurar los transportes a las aglomeraciones secundarias prepondera en los últimos años: allí donde el

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tráfico es menor se prefiere contentarse con carreteras revestidas a fin de construir un número mayor de ellas.

Es cierto que la red de carreteras se adapta a las necesidades de la vida regional mucho mejor que la red ferroviaria antigua: los itinerarios corresponden mejor a las necesidades actuales, pero las ramificaciones son también más numerosas y se beneficia de ellas una parte más grande de la población, tanto más cuanto que para las distancias medianas o pequeñas el autobús o el camión de carga no tienen la limitación del número de las paradas: quien usa los autobuses de segunda clase no guarda la menor duda en cuanto a eso, porque se detiene siempre que se le requiere, en cualquier punto de su recorrido. La difusión de las carreteras modernas está lejos de ser completa en México. Se puede comprobar esto indirectamente y sin lugar a duda: el movimiento de los negocios seguía siendo temporero aun en 1948, en la escala de todo el país. La razón principal de ese ritmo es que los caminos no revestidos sólo pueden utilizarse en la estación seca. El hecho se advertía a propósito de las exportaciones de productos agrícolas todavía en 1948, en que la actividad principal se situaba de diciembre a mayo. De igual manera, el comercio al por mayor de los productos industriales de consumo conocía una actividad excepcional en marzo-abril, antes de las lluvias; y esto no sólo porque los agricultores se proveen de utillaje antes de la nueva estación, sino también porque a partir de mayo o de junio, según las regiones, está impedido todo el tráfico local: hasta 1948 no advierten los mayoristas una repartición mejor del ritmo de los negocios en el transcurso del año.

Es cierto que los transporte aéreos, a ejemplo de Estados Unidos, también unificaron y redujeron el espacio nacional mexicano. Sin embargo, dependen de problemas locales, en zonas ricas mal servidas por la carretera (café de Chiapas), o de fenómenos de polarización que conciernen a la vez a las relaciones internacionales mexicanas y a las relaciones mutuas de las grandes metrópolis donde se toman las grandes decisiones de la economía o de la administración del país. II. Difusión de la moneda y del crédito;

red bancaria El crédito y el papel moneda sólo se han propagado mucho en la provincia mexicana durante la revolución y después de ella. Hacia 1860 la actividad bancaria local estaba con frecuencia en manos de grandes comerciantes que trabajaban en la pequeña ciudad o en el pueblo en que residían. Su actividad disminuye –sin duda por la competencia de los verdaderos bancos- sólo después de 1867. La época porfiriana conoció un régimen de bancos múltiples que gozaban del privilegio de emisión de billetes de banco, pero éstos todavía no eran entonces de uso corriente. El sistema bancario fue sin género de duda desorganizado por la revolución. Sobre todo la confianza en los billetes de banco fue quebrantada por las emisiones en masa de los jefes revolucionarios. El movimiento hacia delante se reanudó hacia 1920 y en 1925 se creó el Banco de México, único banco emisor del Estado. En 1935 la población aceptó el curso forzoso de los billetes, porque entonces ya estaba habituada al papel moneda, que dos años más tarde representa los 2/3 de la circulación monetaria. No puede, sin embargo, desdeñarse el valor psicológico que conserva la pesada pieza de plata de un peso para la gente humilde.

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La multiplicación de las oficinas bancarias hasta en aglomeraciones pequeñas es un índice seguro de la difusión de la economía moderna en el interior del país. En esa red cada vez más estrecha tienen una parte cada vez mayor los grandes bancos de la capital provistos de agencias, sucursales y filiales, y son los organismos de depósito los que llevan sus ramificaciones hasta las pequeñas aglomeraciones. Ciertamente, la masa de dinero que manipula la banca no aumenta en proporción con el número de puntos servidos. Así, en el peso firme de 1940, la cantidad media de los depósitos por cada agencia bajó de 4.7 millones de pesos en 1940 a 2.6 millones en 1952, en tanto que el número de oficinas se multiplicaba por seis en el país. Pero de todos modos la población vinculada a la economía nacional se amplió con la red bancaria privada. Tanto más cuanto que ésta con

frecuencia maneja los fondos del Estado prestados a los pequeños agricultores beneficiarios de la reforma agraria. Porque el Banco Ejidal, cuya red de agencias es limitada, deposita con frecuencia las cantidades prestadas a los ejidatarios en la agencia más cómoda de un banco privado; en tanto que después del depósito de la cosecha en un silo del Estado (almacenes de Depósito) su compra eventual por el comercio de alimentos del Estado (CONASUPO) es objeto de un pago en la misma oficina del banco privado, que sirve para rembolsar al Banco Ejidal. Un buen ejemplo de crecimiento de una red de agencias de un banco privado lo proporciona el Banco Nacional de México. Históricamente es el segundo gran negocio bancario del país, después del Banco de Londres y México, cuya actividad comenzó en 1864. El Banco Nacional de México nace

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después de 1880 de la fusión de dos casas. Al final de la época porfiriana este banco está a la cabeza, pues en 1914 abarca el 22% de los negocios bancarios del país. En nuestros días lo supera como potencia financiera el Banco de comercio, que practica el control de numerosas filiales más que la apertura directa de agencias y que sobre todo ha hecho inversiones en negocios industriales en mayor cantidad que su rival. Sin embargo, el Banco Nacional de México, que dispone de la red más extensa de agencias, concentra ¼ de los depósitos del país en 1/6 aproximadamente de las oficinas de depósito abiertas. En provincia sirve 105 aglomeraciones. Tiene fama de ser un buen representante del capitalismo nacional, y que por eso se preocupa de acomodar su política a la del Estado. Es interesante estudiar la ramificación progresiva de la red de agencias del Banco Nacional de México en los tres decenios 1930-1960. En 1930 la mayor parte de las agencias está concentrada en el centro del país; existen en la mayor parte de las ciudades comerciales tradicionales, alrededor de la capital así como en el Bajío y en su borde minero al norte. En otras partes las sucursales corresponden en general a las capitales de los estados. Pero en ocasiones se deja a un lado la capital en provecho del puerto: Veracruz, Mazatlán (Sinaloa), Guaymas (Sonora). En 1940 la red de agencias había aumentado modestamente. Quedan servidas capitales de Estados que no lo estaban 10 años antes (Jalapa, Cuernavaca). Pero sobre todo aumentó considerablemente el espacio nacional: el banco tiene agencias en la cadena de ciudades de la carretera del noroeste, en Sonora, y en ciudades fronterizas del norte y del noroeste. Los cambios son mucho más marcados doce años después, en 1952. la vida de relación enlazada con el comercio se extendió a aglomeraciones muy numerosas que son pueblos más que ciudades. Localidades de poca importancia ven abrir una oficina bancaria, si están situadas en una zona que se moderniza, como las tierras calientes de Michoacán a la zona fronteriza de Tamaulipas, donde se organizó la irrigación en aquella época. En mayor medida aun son jalonados

los nuevos itinerarios abiertos a la circulación por carretera por la instalación de nuevas agencias en todo el país: la carretera de Acapulco, los tramos de la carretera del noroeste en Nayarit y Sinaloa, la carretera de Estados Unidos en Chihuahua, las carreteras que comunican México con Guadalajara, el Istmo de Tehuantepec y sobre todos las comunicaciones establecidas entre las tierras altas y las llanuras del Golfo en la zona del café, hacia Valles y hacia Poza Rica. Además las agencias que existían en 1930 en Villahermosa y en Zacatecas, suprimidas en 1940, reanudaron su actividad en 1952. Esa red ya muy ramificada se refuerza en 1960; se fundan nuevas agencias en sectores diversos, sobre la costa de Tabasco o en la zona caliente de Jalisco; pero sobre todo en la región fronteriza del noroeste, donde, en los estados de Baja California y de Sonora, quedan servidas nueve ciudades, mientras que anteriormente sólo Mexicali tenía una agencia. Al mismo tiempo, la red aumenta con las agencias de bancos filiales que trabajan en una región determinada: así, las oficinas que dependen indirectamente del Banco Nacional de México se multiplican en Sinaloa y en el norte del estado de Veracruz, dos regiones en que la casa matriz tenía ya numerosos servicios. Por el contrario, las cinco oficinas de un banco filial existente en la región de Puebla-Tlaxcala vinieron a llenar una laguna de la red general de la casa matriz. III. Difusión de las ideas Fue deseo de los gobiernos salidos de la revolución incorporar a la nación mexicana el conjunto de la población. En escala nacional, el problema indígena dejó de ser muy importante. Desde 1940 las gentes que pueden llamarse indígenas por razón de su lengua, su vestido tradicional, su pertenencia a una comunidad regida por costumbres particulares, no representan más que una séptima parte de la población nacional. En 1960 esa población indígena no representa más que la décima parte del total nacional. Sólo en ciertas regiones subsiste un problema indígena: en todo el bloque meridional y en ciertos conjuntos montañosos del centro o de la Sierra Madre Occidental. En consecuencia, el Instituto Nacional Indigenista o el

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Patrimonio Indígena del Valle del Mezquital desarrollaron una política regional. El principal problema de la integración nacional de la población es el de la lucha contra el analfabetismo, del que apenas se había ocupado el régimen porfiriano. El entusiasmo misionero de los medios intelectuales en los años 1920 y 1930 fue acompañado y prolongado por un esfuerzo presupuestario tanto más amplio cuanto que el descenso de la mortalidad cada vez más rápido multiplicaba después de 1940 la población de edad escolar. Cuadro IV El analfabetismo en México

1910 1930 1940 1950 1960 % de analfabetos de 6 años y más

78% 72% 61% 43% 38%

En porcentajes, la masa de analfabetos disminuyó notablemente en esa lucha de velocidad contra el crecimiento demográfico; sin embargo, la cifra absoluta de analfabetos permanece relativamente estable durante los decenios 1930-1960, alrededor de nueve millones de individuos. Los medios puestos en obra para llegara a ese resultado fueron importantes, tales como la fabricación en serie de aulas prefabricadas o la edición por el Estado de manuales escolares primarios impresos o la edición por el Estado de manuales escolares primarios impresos en más de 82 millones de ejemplares en cuatro años (1959-1963) y distribuidos gratuitamente. Los índices de analfabetismo son, desde luego, más elevados en el campo que en la ciudad. En cada Estado la diferencia es del 25 al 30%. También son importantes las diferencias regionales. En el norte del país, excluido Sinaloa e incluido Tamaulipas, los analfabetos representan entre el 14 y el 20% de las gentes de las ciudades, y entre el 33 y el 45% de las rurales. En toda la región central, prolongada al oeste por Sinaloa e incluido Tamaulipas, los analfabetos representan entre el 14 y el 20% de las gentes de las ciudades, y entre el 33 y el 45% de las rurales. En toda la región central, prolongada al oeste por Sinaloa y al este por Veracruz, Tabasco, Campeche y Yucatán, el analfabetismo es más grave: hasta el 30% en

las ciudades y el 55% en el campo. Finalmente, las tierras del sur tienen hasta el 40% de analfabetismo en las ciudades y el 71% en el campo. El estudio geográfico del consumo de impresos y sobre todo de periódicos debe hacerse en función de la difusión a partir de cierto número de grandes ciudades que concentran la actividad editorial, la capital federal principalmente. Sin embargo, la existencia de periódicos en numerosos pequeños centros urbanos del norte y del centro del país supone una difusión de la información. Ésta no falta más que en el sur del país, más allá de una línea que corresponde aproximadamente al paralelo 18º; los índices elevados de analfabetismo se conjugan con la ausencia casi total de prensa local. Cuadro V Emisoras de radio en México 1931 1936 1942 1962 Número de emisoras 38 68 155 - Número de puntos de emisión

- - 60 130

La difusión de la información oral por la radio y la televisión ha hecho progresos extremadamente rápidos en México. La multiplicación de las emisoras –privadas casi exclusivamente- tuvo lugar en el decenio 1930-1940. en 1942 disponía de una estación una sesentona de ciudades, y veinte años más tarde el número de lugares de emisión se elevaba a 130. la instalación de la radio interesa a una gran clientela en 1960, pues se calcula que doce millones de personas disponen de un receptor en su domicilio. Los radioescuchas sin duda son más numerosos todavía en realidad, ya que el aparato de transistores, la radio de la tienda o de la taberna tienen por auditores una clientela menos delimitada y más numerosa. En todo caso, una buena tercera parte de la población mexicana puede ser sometida a la información y la publicidad de las ondas. La proporción de auditores varía sin duda según las regiones del país: se encuentran, lo mismo que para la alfabetización, tres niveles correspondientes al norte, al centro y al sur del % de los hogares, en el sur sólo del país. En el norte al adio llega del 30 al %. Pero

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ciertos estados no pertenecen al mismo conjunto para la escolarización y para la penetración de la radio: puede decirse que una escolarización débil puede ir acompañada de un nivel de vida relativamente elevado y sobre todo de y movimiento de negocios que suscita la publicidad por la radio: tal es el caso del conjunto Sinaloa, Colima, Nayarit, Jalisco y Aguascalientes. Por el contrario, un nivel escolar elevado va acompañado de una utilización media de la radio en Durango, y un nivel escolar medio en el estado de San Luis Potosí va acompañado de una débil utilización de la radio; esos dos estados del viejo norte minero son relativamente pobres y envían una masa de emigrantes hacia el norte fronterizo. La distribución de las estaciones emisoras en la superficie de México es más densa que la de las ciudades provistas de prensa, y la repartición de conjunto muestra el gran número de instalaciones en ciudades pequeñas del centro, en contraste con el pequeño equipo urbano del sur. Pero en todo ese viejo México las estaciones de radio son en buena parte un hecho reciente: su número se ha mucho más que duplicado entre 1942 y 1960. Por el contrario, la radio se propagó más pronto en el norte vuelto hacia la frontera de Estados Unidos: más allá de una línea Mazatlán-Matamoros las ciudades servidas por estaciones de radio eran ya en número de 25 en 1942; su número sólo aumentó en 19 entre 1942 y 1962. Finalmente, la televisión no puede considerarse aún a igual título que la radio como un medio de difusión de la cultura o de la información a las masas, puesto que sólo llega a una determinada clientela de las grandes ciudades. Destinada primero a la clientela bien acomodada, es cierto que fue adquirida desde hace poco por sectores mucho más modestos de la población urbana: está presente en el hogar de más de dos millones de individuos, lo que supone también una clientela ocasional más numerosa, lo mismo que la radio. IV. Amplitud real del mercado mexicano Todos los criterios utilizados obligan a distinguir varios estratos de la población mexicana para llegar siempre a las mismas

conclusiones: una parte más o menos importante no participa en la vida nacional o en el consumo nacional. El número absoluto de esas gentes que viven aparte disminuyó un poco hasta 1940. Después, la explosión demográfica fue tan rápida, que el crecimiento de la población marginal apenas pudo ser contrarrestado por el desarrollo económico y el esfuerzo de integración nacional. Las cifras absolutas de población marginal permanecen, pues, estables después de 1940; pero seguramente representan un porcentaje decreciente de la población nacional. Así, la población “indígena” aumenta de 1940 a 1960 de 3 millones a 3 millones y medio de individuos: la integración nacional ha ido menos de prisa que el crecimiento demográfico. Pero aunque incorporada a la vida política y social nacional gracias al uso del español, una parte importante de la población sigue, no obstante, siendo marginal, como puede comprobarse según criterios estadísticos diversos. P. González Casanova usa varios datos de los censos (analfabetismo, uso exclusivo del maíz como alimento, vida rural, utilización de calzado tradicional o ausencia de calzado, etc.) para hallar una masa de población marginal aproximadamente tan numerosa de 1910 a 1960, de unos 10 millones de individuos. Esa población marginal era mayoritaria en 1910 (2/3 de los 15 millones de mexicanos); en 1960 ya no es más que una minoría todavía importante (menos de la tercer parte de los 35 millones de mexicanos). Así, pues, el esfuerzo económico y social nacional absorbió en conjunto el muy rápido crecimiento demográfico. La opinión de los comerciantes es evidentemente más severa para delimitar lo que considera clientela o mercado interior. En 1942, el Banco Nacional de México –por medio de su revista- estimaba la clientela real de México en una cuarta parte de los 20 millones de habitantes del país, o sea 5 millones. En 1963 fuentes análogas hacen observar por una parte que la industria nacional produce a la mitad de su capacidad, y por otra parte que de los 36 millones de la población nacional sólo 4 millones son consumidores en pleno ejercicio, 9 millones son consumidores parciales y 23 millones consumidores “tangenciales” que viven parcialmente en

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circuito de autoconsumo. Así, la gente de negocios mezcla dos criterios: el marginalismo de una parte de la población que apenas si consume más que lo que ella produce, y el bajo nivel de vida de otra parte de la población, que ha entrado de hecho en el circuito del comercio nacional, pero incapaz de satisfacer sus deseos de consumo. Es cierto que el desarrollo sorprendente de los medios publicitarios –por radio principalmente- tiende a formar consumidores deseosos de vivir al nivel de las sociedades industriales de la segunda mitad del siglo XX; es sin duda lo que los medios de negocios consideran consumidores en pleno ejercicio: no compradores de alimentos, de ropas o de utensilios, sino compradores de bienes de consumo duraderos según el modelo norteamericano, aunque no se espera de ellos un poder de compra tan elevado inmediatamente. Puede pensarse que en esas condiciones el deseo de consumir según los modelos del vecino –estimulo por la radio, el contacto con los turistas o la migración estacional a Estados Unidos del bracero- alcanza a la totalidad de la población mexicana, con excepción de los tres millones y medio de individuos pertenecientes a las comunidades indígenas. B. LA POLARIZACIÓN Los movimientos de los hombres, de las mercancías y de las ideas son impulsados y atraídos por cierto número de ciudades en las que se anuda la vida de relación. No se trata aquí de consignar todos los puntos de concentración constituidos a veces por ciudades modestas: ese inventario sólo tiene sentido dentro de la descripción de los conjuntos regionales cuyas condiciones particulares se reflejan en la fisonomía de los núcleos urbanos. Aquí sólo pueden mostrarse los principales aspectos de esa concentración de los movimientos, porque a veces hay que rebasar el marco de una región particular para comprenderlos. I. Los grandes ejes de los transportes El carácter más señalado del sistema de los transportes mexicanos es la concentración

que se opera en la capital, foco industrial importante, y centro de consumo predominante en el que consumo en grande, nivel de vida elevado, concentración de la estrella de las vías de comunicación y localización privilegiada de la industria se refuerzan mutualmente. Ninguna estadística permite hacer directamente un análisis de conjunto del tráfico interior, porque los ferrocarriles presentan por redes sus cifras de toneladas/kilómetros y sobre todo porque no se conoce ningún dato del tráfico por carretera, que ahora es con toda certeza mayoritario. Pero México es un país cuyo comercio exterior es activo y los puntos de ese trasbordo son lugares privilegiados. Se puede, pues, partiendo de las estadísticas del comercio exterior, medir ciertos elementos esenciales. Las importaciones las exportaciones se conocen partiendo de las estadísticas aduaneras, en valor, y partiendo de las estadísticas portuarias, en tonelaje. El tonelaje que pasa por la frontera de Estados Unidos sólo indirectamente se conoce (restando el tráfico marítimo del tráfico total). Cualquiera que se la certeza de las fuentes, puede comprobarse que de las tres fachadas del país, la frontera terrestre con Estados Unidos es la más activa, puesto que en tonelaje va pasar el 70% de las importaciones y el 51% de las exportaciones mexicanas. En valor, hay que añadir a las cifras aduaneras de la frontera la mayoría sin duda del tráfico registrado en el Distrito Federal: se encuentra así alrededor del 70% de las importaciones, pero sólo menos del 35% de las exportaciones, de las cuales ciertos productos salen por mar aunque su destinatario sea Estados Unidos. La mayoría de las importaciones terrestres mexicanas pasan por Laredo, mientras que las exportaciones están menos concentradas proceden a veces directamente de la zona productora, como el algodón de los distritos irrigados fronterizos que pasa por Mexicali o por Matamoros. Puede observarse, sin embargo, que el tráfico por carretera o ferroviario que pasa la frontera sin ruptura o trasbordo de carga no engendra por sí solo una gran actividad, puesto que la ciudad de Nuevo Laredo sigue siendo modesta en comparación con otras ciudades fronterizas de funciones más variadas.

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El tráfico marítimo sigue siendo importante: no está igualmente repartido entre las dos costas. El del Pacífico está disperso a la vez entre numerosos puertos y es casi desdeñable en escala nacional (5% del tonelaje importado y 9% del tonelaje exportado). Por el contrario, el Golfo concentra sobre todo en dos puertos, Tampico y Veracruz, una parte notable del tráfico mexicano. Las importaciones del Golfo son sobre todo mercancías pesadas de poco valor (parte de las importaciones nacionales: 25% en peso y 16% en valor). Por el contrario, las exportaciones del Golfo rivalizan con las que pasan por la frontera de Estados Unidos, por su tonelaje y sobre todo por su valor (parte de las exportaciones nacionales: en valor 50%, en peso 40%). Ese tráfico portuario ha dado vida a las dos grandes ciudades del Golfo.

Puede observarse que los dos ejes principales del comercio exterior, México-Laredo y México-Veracruz, favorecieron el desarrollo industrial de las ciudades por las que pasaban, según las variaciones sucesivas de los itinerarios privilegiados. Puebla, y después Orizaba y Córdoba, se desarrollaron en esas condiciones favorables, y más tarde Monterrey. Sobre todo, el comercio fue estimulado por la carretera del noroeste o por la carretera de Ciudad Juárez.

Pueden completarse las cifras de los transportes a las fronteras con indicaciones antiguas sobre el destino o sobre el origen regional del tráfico exterior. La extraña agrupación de Baja California y de Yucatán subraya su posición marginal. Esas dos regiones, en la época de los datos utilizados, vivían de hecho fuera del mercado nacional. Las importaciones en masa de la zona franca californiana desempeñan un papel esencial, mientras que el norte en conjunto, excluida Baja California, presenta un tráfico de importación más en relación con su población. Lo que impresiona es sobre todo el contraste entre la capital y el resto del país. Es evidente, sin embargo, que una parte de los bienes importados en aquella época en el Distrito Federal era redistribuida por el comercio al mayoreo; lo que se sabe del carácter “marginal” de la clientela, según los juicios de gentes de negocios, hace suponer que los grandes almacenes de la capital, que son al mismo tiempo los mayoristas, contaban entonces por lo menos tanto con el mercado directo de detalle del que disponían, como con la redistribución en la provincia. Por otra parte, la ampliación desde hace 10 años del mercado nacional fue real y en consecuencia no es tan fuerte el peso relativo del norte y de la capital. II. Concentración financiera Aunque el nivel de vida de la población es importante sin duda para explicar la amplitud de las actividades financieras de las ciudades, de las grandes sobre todo, se desea conocer principalmente su papel dirigente. Si el número de oficinas bancarias abiertas en el Distrito Federal es signo de prosperidad de un

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gran sector de la población de la capital, es mucho más interesante conocer las posiciones claves de decisión financiera. El predominio financiero de la capital es considerable. Sin contar las razones económicas evidentes de esa concentración, no es oportuno describir aquí el detalle de las razones políticas que se añaden a aquéllas. Digamos solamente que la intervención económica del Estado es el hecho del gobierno federal por el cual casi todo el aparato burocrático está concentrado en la capital. Puede señalarse de paso la desproporción de los fondos que maneja la federación y aquellos de que disponen los estados federativos. En 1962 el presupuesto general de la federación se elevó a 12 000 millones de pesos para el presupuesto propiamente dicho y a una cantidad un poco mayor para el presupuesto de los “organismos descentralizados y las empresas propiedad del Estado”. Los ingresos totales de los estados se elevan en 1962 a 2 800 millones de pesos, y los del Distrito Federal a 1 700 millones. Esto no quiere decir que la capital sea exclusivamente favorecida en inversiones dirigidas hacia el consumo (salvo las intervenciones en los precios de los géneros alimenticios básicos). Así, el Instituto Nacional de la Vivienda invirtió 1/5 de sus recursos en el Distrito Federal, para 1/6 de la población nacional. Pero puede decirse que casi los 9-10 de los fondos públicos son manejados en la capital. Hemos visto antes la parte de los establecimientos bancarios localizados en la capital, pero hay que añadir que los bancos de provincia rara vez son importantes. Una de las cifras publicadas sobre la actividad bancaria concierne a los fondos tratados por las cámaras de compensación. La de México manipula los 4/5 de esos fondos. La provincia se reparte el resto y las cámaras de compensación establecidas en ella aumentan los negocios tratados entre 1960 y 1961, salvo en Torreón, Matamoros y Nuevo Laredo, que decaen un poco. En realidad sólo dos localidades son importantes, no sólo porque no son ni puertos ni ciudades fronterizas, sino también porque los fondos que tratan no son desdeñables: Guadalajara efectúa el 22% de las

operaciones de la provincia y Monterrey el 37%. Esos centros funcionaban antes de 1940, lo mismo que Torreón y Mazatlán; todos los otros son más recientes, y muy recientes Ciudad Juárez y Nuevo Laredo, que sólo funcionan desde 1960. Ese papel sin par de metrópolis regionales atribuido a Guadalajara y Monterrey se señala también por la creación de bolsas de valores. La primera de esas ciudades sólo desde 1960 posee ese organismo y el volumen de los negocios que se tratan en él es insignificante. En Monterrey, donde existe la bolsa desde 1950, se tratan el 3 o el 4% de los negocios bursátiles mexicanos. Hay que decir además que el mercado financiero mexicano depende muy poco aún de la colocación de títulos entre el vasto público nacional. III. La iniciativa industrial Otro medio de descubrir la concentración de actividad en cierto número de grandes ciudades es el análisis de la instalación de ciertas industrias. El capital invertido, la producción o la mano de obra industrial son, ciertamente, una medida global de la actividad. Pero aun dejando a un lado las inexactitudes de las estadísticas industriales, puede preferirse analizar la instalación de las industrias técnicamente avanzadas que desempeñan un papel iniciador en la producción nacional y son capaces de atraer a un punto determinado otras actividades complementarias. Esas industrias se han beneficiado desde 1940 de una legislación especial de exención temporal de impuestos previa presentación de un expediente técnico detallado de sus proyectos de fabricación. Se han beneficiado con estas facilidades establecimientos que se proponían producir bienes hasta entonces importados, según una política de “sustituciones de importaciones” remplazando siempre que fuera posible la entrada de los productos de consumo por la de bienes de equipo necesarios para producirlos. Es decir, que esas exenciones de impuestos fueron ampliamente concedidas a gran número de empresas en los primeros años, y después según criterios técnicos cada vez más restrictivos, para fabricaciones correspondientes a un nivel técnico cada vez más alto.

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Las industrias técnicamente avanzadas principalmente se concentran en la capital. Esta agrupa en 1960 alrededor de la mitad del capital, de la mano de obra y de la producción industrial nacional, u además concentra una parte más elevada de la mayor parte de las industrias nuevas. Esto se explica entre otras cosas por la complejidad de las gestiones indispensables cerca del poder federal y por esa simbiosis que subrayó Vernon entre los negocios privados y la burocracia del Estado, manejados ambos con frecuencia por los mismos individuos. En general la capital concentra cerca de las dos terceras partes de las fabricaciones técnicamente avanzadas. Las excepciones conciernen a fabricaciones asociadas directamente con el medio natural y su explotación (más de la mitad de todas las industrias alimenticias, salvo los alimentos del ganado, se localizan en provincia; lo mismo las industrias de la madera y del cemento). La concentración en la capital alcanza a más de los 4/5 de las empresas de industrias farmacéuticas y de material eléctrico, y a más de los 9/10 para las de instrumentos de precisión. La mayor parte de las ciudades de provincia sólo agrupan un pequeño número de establecimientos exentos de impuestos, llegando a veces a poseer uno solo, que puede, no obstante, desempeñar un papel importante en la economía local. Esos establecimientos no se aglutinan en un grupo numeroso y variado más que en lagunas metrópolis. Si se dejan a un lado las industrias alimenticias, puede subrayarse una verdadera agrupación de establecimientos metalúrgicos en Puebla y en Torreón y sus satélites, en rigor también (5 establecimientos o más) en Veracruz, Tampico, Saltillo, Ciudad Juárez y Guaymas. Las agrupaciones verdaderamente importantes fuera de la capital sólo se encuentran en Guadalajara y sobre todo en Monterrey; aquí a la agrupación de la metalurgia se añade gran número de industrias químicas bastante diversificadas. Guadalajara acoge veintidós establecimientos (mitad metalurgia y mitad fabricaciones químicas), en tanto que Monterrey y sus alrededores poseen 47 establecimientos de metalurgia y 24 de química.

Si el gobierno mexicano, por su política de exenciones de impuestos, estimuló la creación de industrias, aún no ha desplegado grandes medios para orientar la inversión industrial hacia una ciudad mejor que hacia otra, por las razones expuestas por Vernon. Intervino de manera positiva por una parte en Ciudad Sahún (Hgo.) para crear tres grandes empresas, y por otra parte para instalar en Coatzacoalcos una industria de la química del petróleo. El estado dispone por lo menos de tres medios de acción. Puede frenar la instalación de fábricas alrededor de la capital, ya negándose a satisfacer las necesidades de agua de una empresa, ya por una acción directa autoritaria; pero también es posible la acción positiva: por una parte, decidiendo qué ciudades serán servidas con prioridad por gasoductos y el precio a que se venderá el gas en ellas; por otra parte, creando escuelas técnicas de nivel medio en ciudades donde quiere favorecerse el desarrollo de ciertas ramas industriales. IV. Concentración de la información La industria del libro y la prensa en general se concentran muy fuertemente en la capital mexicana, para un país que representa ya un mercado importante en ese respecto. El volumen del mercado mexicano del libro se revela por la importancia de los intercambios internacionales en ese dominio: esos intercambios crecen y al mismo tiempo las exportaciones alcanzan a las importaciones; tanto entradas como salidas pasan del millón anual de volúmenes, estableciéndose relaciones con España, Estados Unidos y, en menor cuantía, con Argentina. Puede decirse que la producción de libros se concentra casi exclusivamente en la capital. Aun la producción de semanarios sigue extremadamente concentrada. Sólo dos ciudades, Puebla y Torreón, tienen cada una actividad en ese dominio, pero eso parece ser más bien una supervivencia que una prueba de irradiación particular. En todo caso, los miles de ejemplares producidos no pueden compararse con el millón de semanarios que tira la capital.

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Es indudable que la posesión de una prensa diaria no corresponde a la importancia respectiva de las ciudades de provincia. Hay, no obstante, que observar que la tradición interviene en este dominio y que las ciudades que perdieron una parte de su irradiación pueden conservar periódicos de gran tirada. Por el contrario, el nacimiento de un periódico supone un equipo que lo fabrique y un público que lo compre: esa inversión intelectual no aparece tan de prisa como el desarrollo económico en una ciudad de rápido crecimiento. Así, Puebla, Torreón y ciertas ciudades del Bajío, tienen sin duda una prensa excepcionalmente desarrollada para su actividad general actual. En suma, la relación entre la población de una ciudad y el tiraje global de sus periódicos depende ante todo del nivel de vida, al cual se asocia sin duda el nivel de escolarización. Sin embargo, también se puede, aunque con prudencia, juzgar de la irradiación de una ciudad según la importancia de su prensa. Lo que sobre todo ofrece interés es la comparación de la tirada en ciudades situadas en el interior de una misma región. Es seguro que las grandes aglomeraciones tienen tiradas mayores en relación con su población que las pequeñas, pero aparecen jerarquías: entre las ciudades satélites de la capital, Toluca irradia más que Pachuca Y Cuernavaca, y estas dos últimas ciudades están mejor situadas en este sentido, que Cuautla (Mor). En las ciudades de Baja California, Tijuana tiene una actividad mayor que Mexicali desde el punto de vista de la prensa. En la carretera del noroeste, Ciudad Obregón es más importante que Guaymas, en las dimensiones comparables. Igualmente, en el viejo norte Torreón es más importante que Durango; también lo es San Luis Potosí, a pesar de la debilidad actual de la economía de su región. De todas maneras, habría que conocer para cada ciudad el área que cubre la venta de los periódicos locales, lo que sólo puede saberse por la investigación monográfica. No debe esperarse una irradiación amplia en la mayor parte de los casos. Sólo se dispone de estadísticas para la capital, donde los grandes diarios venden según los casos del 15 al 40% de su edición fuera del Distrito Federal, hacia los estados vecinos pero también hacia el Bajío y hasta Chiapas.

El sistema de radiodifusión no deja mucho espacio para la concentración de la información en grandes ciudades. En efecto, la mayor parte de las emisoras tiene un pequeño radio de alcance y eso explica la gran dispersión de los puntos de emisión. Por lo demás, esas emisoras pertenecen en general a cadenas publicitarias que son firmas nacionales o internacionales. En general la multiplicación de las emisoras en una misma ciudad significa simplemente que la clientela de comerciantes anunciantes es suficiente para hacer vivir varios negocios que dependen estrechamente de los presupuestos publicitarios de la economía local. La instalación de una emisora de televisión en una ciudad importante tiene una significación análoga; depende de una clientela de anunciantes que no financian ese medio de difusión más que si se encuentra concentrada en la ciudad una masa suficiente de consumidores de un nivel de vida bastante elevado para comprar un receptor. La radioemisión a larga distancia es el beneficio de dos grandes ciudades mexicanas, México y Monterrey. Emisoras potentes existen también en la frontera, en Ciudad Juárez y Ciudad Acuña, pero lo que hay que tener aquí en cuenta es la difusión norteamericana y no la irradiación propia de esas dos ciudades. Puede concluirse observando hasta qué punto el nacimiento en treinta años de un mercado mexicano –y de una nación mexicana- se debe al entrecruzamiento de dos grupos de acciones aparentemente contradictorias: el esfuerzo nacional del poder central: carretero, escolar, monetario y bancario, político en fin; y la acción del poderoso vecino que se beneficia de la proximidad y el desarrollo de las comunicaciones para una estrategia comercial que cubre todo México, pero que se deja sentir desde hacia más tiempo y mucho más intensamente en el norte del país. El uso intenso de las comunicaciones para masas representa no solamente una acción comercial poderosa, sino también el modelado de las necesidades, de las mentalidades, de las reacciones elementales que se percibe sin cesar, sin excluir nunca una sensibilidad muy viva del particularismo nacional. La integración de esa nación y de ese mercado nacional deja al margen una masa importante

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de la población, a veces mayoritaria, en el sur del país. La concentración de las diversas actividades de la economía nacional depende en suma de un pequeño número de ciudades, y entre éstas la parte de la capital es siempre grandemente mayoritaria y en ocasiones casi exclusiva. Dos capitales regionales, Monterrey y Guadalajara, disponen de sus propias actividades de servicio en ciertas ramas: para la actividad financiera, la iniciativa industrial, el equipo escolar superior o la atracción de mano de obra. Pero la mayor parte del país sólo conoce los servicios mucho más mediocres de ciudades medianas: sirven de punto de concentración del comercio, del ahorro, de las transacciones y de la administración. No tiene papel de iniciativa para la información, la técnica o la inversión. Finalmente, una buena parte del país, sobre todo en las zonas en que la población marginal sigue siendo numerosa, y hasta mayoritaria, no conoce más que los servicios de pequeñas ciudades y de pueblos con frecuencia en plena actividad, pero incapaces de fomentar ninguna iniciativa local, limitados al papel de distribuidores o de relevos. Esas pequeñas ciudades dependen en general directamente de la capital, o a veces en el norte dependen del vecino norteamericano para la mayor parte de sus servicios.

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TRAGICOMEDIA MEXICANA. LA VIDA EN MÉXICO DE

1940 A 1970 José Agustín

En 1940 el país tenía 19 millones 600 mil habitantes, repartidos, fundamentalmente, en el campo y las ciudades del interior, pero la Ciudad de México era el centro inequívoco de la vida nacional. Allí residía, por ejemplo, León Trotsky, quien un día vio aterrado que un comando, que incluía al muralista David Alfaro Sequeiros, asaltaba su casa e irrumpía a balazos en su recámara; el viejo León se salvó mediante un oportuno clavado debajo de la cama, pero poco después su propio secretario Ramón Mercader, o Jacques Mornard, lo asesinó a pioletazos. Esa vez nadie acusó a Sequeiros, o a Diego Rivera. Ellos dos, y José Clemente Orozco, habían pintado ya la parte medular de su obra y quizá como reflejo o consecuencia de los cambios que se iniciaban en México, el muralista, más identificado con las etapas activas de la revolución, empezó a declinar, y con él se inició la salida de la corriente mexicanista: las mujeres cultas con rebozos, chongos y vestidos indígenas (Frika Kahlo, por supuesto, de tehuana). Había sido la primera vez en que por un lapso de tiempo se apreció a los indios y su cultura: la grandeza de su pasado, los logros de su civilización, las piezas arqueológicas, las máscaras y demás. En su lugar empezó a despuntar una tendencia cosmopolita, lo cual significó el triunfo rotundo de intelectuales como Alfonso Reyes y los Contemporáneos que pasaron de la “oposición” al pleno poder en la llamada República de las Letras. En la pintura empezaron a cobrar fuerza Rufino Tamayo y Juan Soriano, primero, y Carlos Mérida y Pedro Coronel, un poco después. Salvo la obra posterior de los mismos tres grandes, y de Juan O’Gorman o Chávez Morado, los que se metieron en la llamada Escuela Mexicana de Pintura ignoraban que se habían trepado en el peor de los carros posibles y que su destino se limitaría a pintar murales en presidencias municipales. El surrealismo también cobró franca legitimación, y en 1940 tuvo lugar una gran

exposición Internacional del Surrealismo en la Galería de Arte Mexicano, con la presencia del eximio gurú. André Breton, quien veía surrealismo en cada nopal mexicano, lo que le permitió emitir su famoso dictum: “México es un país surrealista”, a lo que siguió el también célebre chiste de que, en efecto, aquí Kafka sería escritor costumbrista. En ese mismo 1940, Malcolm Lowry abandonó el país, en medio de increíbles (surrealistas) trabas burocráticas, sin saber que ocho años después regresaría a México y esa vez le iría peor. Ya llevaba en la maleta el primer manuscrito de Bajo el volcán. Pero la gran novedad en México, además de la lectura de Papini y de nadar en el Deportivo Chapultepec, era la presencia de los españoles republicanos (Adolfo Sánchez Vázquez, Pedro Garfias, Enrique Díez-Canedo, José Moreno Villa, Dámaso Alonso, Wenceslao Roces, entre otros) que un año antes Cárdenas había acogido. Con ellos se había formado la Casa de España, que en 1940 se convirtió en El Colegio de México, La finalidad de esta institución consistía en “crear las élites intelectuales de México”. El Colegio era dirigido por Alfonso Reyes (de quien se hacía el chiste: en tierra de ciegos el tuerto es Reyes) y por Daniel Cosío Villegas, algo así como la línea suave y la línea dura respectivamente. Los maestros cobraban 500 pesos al mes y entre los alumnos fundadores más célebres se hallaban los hermanos Pablo y Enrique González Casanova, el historiador Luis González y el erudito Antonio Alatorre. En las antípodas; Oswaldo Díaz Ruanota consigna en su libro Los existencialistas mexicanos que José Revueltas encabezaba animadas tertulias en el restorán Rendez-vous. Revueltas tenía 27 años en 1941, cuando publicó su novela Los muros de agua, basada en sus propias vivencias de 1934 en el penal de las Islas Marías. El arranque literario de Revueltas fue deslumbrante; después de Los muros ganó un premio internacional con su alucinante novela El luto humano (de la cual, sin duda, abrevó Juan Rulfo) y consolidó su calidad excepcional con los cuentos de Dios en la tierra. Otros jóvenes muy sólidos ya eran los de la revista Taller, en especial Efraín Huerta y Octavio Paz, ambos poetas revolucionarios. Paz, incluso, le había cantado a los republicanos españoles en la guerra civil.

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Huerta, por su parte, era partidario de una idea dionisiaca de la revolución, y ya desde entonces se entusiasmaba con la embriaguez de las mujeres y del alcohol. Pronto los dos poetas divergirían sus caminos: Paz publicó en 1941 Entre la piedra y la flor: después regresaría a Europa y se desarrollaría como un intelectual de primerísimo nivel. Huerta se quedaría en la Ciudad de México y sería patria de la poesía ligada al pueblo. En 1941, el poeta Xavier Villaurrutia ofreció Décima muerta, y Carlos Pellicer Recinto y otras imágenes, pero la gran novedad en el panorama nacional fue el inicio del furor anticomunista. En enero, el ex presidente Abelardo Rodríguez se lanzó abiertamente contra “los experimentos sociales basados en ideas exóticas”. Había nacido el marxismo-exotismo, cuyo fantasma sería alimento de discursos oficiales y empresariales durante décadas. En realidad los ataques anticomunistas no tenían gran sustento ideológico (aún no nacía la “mística macartista”) sino que encubrían ataques a Cárdenas y lo que se consideraban sus fuerzas, especialmente Vicente Lombardo Toledano y los cinco lobitos de la CTM, que por su incrustación en el sistema y su capacidad de parar u obstaculizar la producción, representaban un verdadero peligro. Se trataba de desmantelar el poderío de la izquierda oficial. El sector obrero del PRM estaba dominado por la CTM y ésta se hallaba en manos de Lombardo Toledano y los cinco lobitos, llamados así porque en 1929, durante el apogeo de Luis N. Morones y la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), Fidel Velásquez y sus compañeros Fernando Amilpa, Jesús Yurén, Alfonso Sánchez Madariaga y Luis Quintero se salieron de la gran central. “La CRIM tiene las características de un gigantesco roble”, cantó, inspirado, Morones, “de fuertes y grandes raíces y gigantesco tronco: de ese tronco partieron hacia rumbos desconocidos cinco miserables lombrices.” La respuesta no se hizo esperar: “Torpe de usted, Morones, que en su calenturienta imaginación ve lombrices… Lo que usted califica como lombrices son cinco lobitos que pronto, muy pronto, le van a comer las gallinas de su corral.”

En 1941 podía constatarse que la profecía de los lobitos iba por muy buen camino. En febrero, durante el II Congreso de la CTM, Vicente Lombardo Toledano dejó, puntualmente, la secretaría general y cedió el puesto al desde entonces viejo lechero Fidel Velásquez, quien dijo ante el presidente Ávila Camacho: “No soy comunista, pero admiro a los comunistas porque son revolucionarios como yo y como todos los miembros de la CTM. Lombardo, que con tanto acierto, con tanta inteligencia dirigió la CTM, sabe que somos sinceros, y sabe también que podemos dirigir la organización, encauzarla de acuerdo con sus lineamientos, porque él no se va de la Confederación, no se podrá ir porque jamás lo dejaremos ir, como no lo dejaremos ir ahora.” La unanimidad en los aplausos a Lombardo fue la misma con que se le expulsó de la CTM años más tarde. Lo primero que hizo Fidel Velásquez fue garantizar que apoyaría al presidente. Los lobitos, al igual que su ex jefe Lombardo Toledano, no pensaban en llevar a cabo una lucha ideológica, ni siquiera se preocupaban por la defensa de los trabajadores; más bien, lo que pretendían era conservar lo más posible y afianzarlo a través de la colaboración total con el nuevo presidente. Éste, por su parte, no estaba tan seguro, y por si las dudas presentó reformas a la Ley Federal del Trabajo para rigidizar la reglamentación del derecho de huelga, para sancionar las huelgas ilegales y los paros locos, y para contener la violencia en la vida de los sindicatos, pues con frecuencia grupos de pistoleros obligaban a trabajadores aterrados a afiliarse a la CTM. Además, Ávila Camacho promovió el surgimiento del grupo Renovación en la cámara de diputados, donde la izquierda tenía mayoría (en el senado, en cambio, la correlación de fuerzas favorecía a la derecha). De este grupo empezaron a salir fuertes ataques contra los secretarios de estado identificados con Cárdenas. El diputado militar Enrique Carrola Antuna denunció que las secretarías de Educación, Comunicaciones y Trabajo estaban en manos de comunistas. La prensa lo apoyó con energía. Carrola después arreció los ataques al Banco de Crédito Ejidal: “Noventa por ciento del personal”, alertó, escandalizado, “simpatiza con el comunismo.”

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Además, en mayo de ese año la prensa se rasgó las vestiduras porque en una escuela normal del Estado de Guerrero los estudiantes huelguistas habían quemado una bandera mexicana para poner la rojinegra de huelga. Tanto el gobierno federal como el estatal ordenaron sendas investigaciones y así se enteraron de que por supuesto no se había quemado ninguna bandera, pero también de que los comunistas, en este caso los militantes del Partido Comunista Mexicano (PCM), tenían control de la escuela. De cualquier modo, el diputado Carrola ya había pedido la destitución de Sánchez Pontón de la SEP. A pesar de que en su informe del primero de septiembre Ávila Camacho dejó ver que no pediría la renuncia a sus ministros por presiones de fuerzas sociales, el 10 de septiembre Sánchez Pontón presentó la suya, “por motivos de saludo”. Era el momento oportuno de iniciar la “rectificación” educativa. El nuevo secretario Octavio Véjar Sánchez, de entrada dijo que no permitiría que ideas exóticas predominasen en los planes de la enseñanza y que la educación debería tener un fin espiritual; aceptó que la religión y las tradiciones patrias eran vínculos de la nacionalidad, reconoció el papel de la familia como la principal educadora de esa manera abrió la vía regia a la educación particular. Los hechos en la SEP regocijaron a la derecha empresarial y oficial, y lo festejaron exigiendo la total derogación del artículo tercero de la Constitución. En varias ciudades hubo manifestaciones de miles para protestar por la educación socialista (40 mil gentes frente al Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México). En realidad, Ávila Camacho se moría de ganas de quitarse de encima la tal educación socialista, pero no iba a ceder a las presiones de la derecha porque cada partícula de poder que él perdiera engordaría a sus opositores; además, se trataba de afirmar la autoridad, y por eso anunció que no pensaba derogar el precepto constitucional sino reglamentarlo, aunque eso le exigiera actos de arduo equilibrismo retórico para poder conservar los términos “educación socialista” a la vez que la desmantelaba y se hacía de la vista gorda ante las escuelas que varias órdenes religiosas se aprestaron a ofrecer a la clase media alta y a los ricos del país:

lasallistas, maristas, y jesuitas, principalmente. Eliminado Sánchez Pontón, el secretario de Comunicaciones Jesús de la Garza también había sido objeto de ataques tenaces de la derecha, y también acabó presentando su renuncia. El presidente quiso hacer carambola con esta jugada y aprovechó el viaje para cumplir el capricho de su hermano, que siempre quiso (aparte de ser presidente) ese puesto. Maximino Ávila Camacho llegó a tomar posesión con una escolta de cincuenta automóviles y motociclistas, irrumpió en sus oficinas seguido por dos ayudantes armados con ametralladoras Thompson, y sólo hasta después se le ocurrió ir a prestar como secretario de estado ante el presidente de la República, su hermano menor. En 1941, Estados Unidos entró en la guerra después del bombardeo a la Bahía de las Perlas, y esto precipitó que nos pusiéramos en paz con la potencia vecina. Se liquidaron todas las reclamaciones previas, Estados Unidos aceptó una compensación para las compañías petroleras expropiadas, y México, a su vez, se comprometió a ayudarlo, y tuvo acceso a los sistemas de crédito después de años de ser declarado insolvente. Por primera vez en la historia, los presidentes de México y Estados Unidos se reunían en territorio mexicano, lo cual se convertiría en práctica común e incluso rutinaria en los años subsecuentes. En todas estas negociaciones el secretario de Relaciones Exteriores Ezequiel Padilla tuvo un papel preponderante, lo cual alimentó las ambiciones presidenciales que ya cultivaba desde entonces. La proximidad de la guerra tuvo efectos instantáneos en México, Las dos cámaras trataron de pararle a los pleitos izquierda-derecha y se formó el Comité Parlamentario Antifascista. Vicente Lombardo Toledano organizó mítines antifascistas de apoyo al gobierno en los que atacaba a la gran prensa, el PSN y al sinarquismo. Sin embargo, la necesidad de unión a causa de la guerra no evitó la primera confrontación de Ávila Camacho con la iniciativa privada, con motivo de las reformas a la Ley de Cámaras. Hasta ese momento, la Confederación de Cámaras de Comercio era dominada por la de la Ciudad de México.

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Como al presidente no le convenía tratar con un solo frente patronal muy poderoso económicamente y en manos de un sector extremadamente conservador, propuso separar a los comerciantes de los industriales, y a éstos entre sí. De esa manera, además de la ya existente Confederación de Cámaras Patronales (Coparmex) surgieron las confederaciones de Cámaras de Comercio (Concanaco), de Cámaras Industriales (Concamin) y de Industrias de la Transformación (Canacintra). A fin de año el gobierno de Ávila Camacho dejó ver que para cambiar a satisfacción el Partido de la Revolución Mexicana no bastaba con la eliminación del sector militar. El sector obrero aún tenía mucha fuerza, y era necesario frenarlo. El sector campesino servía de contrapeso, pues la CNC era fácilmente manipulable porque los campesinos siempre estuvieron más controlados. Pero no bastaba. Era necesario fortalecer el sector popular, que era muy débil a causa de la heterogeneidad de fuerzas que lo componían. Varios senadores, debidamente aleccionados, empezaron a pedir la creación de un sector popular fuerte. Éste sería un sector de la estatura del obrero y campesino, pero su líder indiscutible tenía que ser el presidente Ávila Camacho. Durante 1942 se trabajó en este proyecto, hasta que la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP) quedó constituida en febrero de 1943. Así como en pintura el nacionalismo perdió terreno, en música ocurrió algo semejante. La gran corriente nacionalista, inventiva e imaginativa, de Silvestre Revueltas (quien murió en 1940), Carlos Chávez, Blas Galindo y Pablo Moncayo (en 1944 alcanzó a estrenar, con gran éxito, su Huapango) empezó a declinar a favor de los patrones de composición de la para entonces bastante madurita vanguardia internacional, y los nuevos autores, que en realidad destacaron hasta los años cincuenta y sesenta, fueron Joaquín Gutiérrez Heras, Rafael Elizondo, Mario Kuri, Jiménez Mabarak, Miguel Bernal, Armando Lavalle, Raúl Cosío, Jorge González Ávila, Leonardo Velásquez, Manuel Enriquez, Héctor Quintanar y Julio Estrada. En la literatura desapareció del mapa la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, que

tanto ruido había armado en la década anterior. El movimiento estridentista también era cosa del pasado. En cambio, causó sensación la presencia de José Vasconcelos en la Biblioteca Nacional; oírlo significaba estar frente a “la inteligencia de los ángeles”, consideró Oswaldo Díaz Ruanota. Pero el que regía la vida intelectual era Alfonso Reyes, José Gorostiza y Jaime Torres Bidet continuaban trepando el escalafón oficial. Novo hacía su periodismo extraordinario y también trabajaba en la publicidad, con “el jefe Augusto Elías”. Jorge Cuesta murió en 1942, y su fallecimiento terrible aún eriza los pelos: el maestro se emasculó después de un asedio frustrado a su propia hermana (versión Elías Nandino). Octavio Paz, en 1942, publicó A la orilla del mundo. Xavier Villaurrutia se dedicaba al teatro y escribía sus increíbles décimas y endecasílabos. En 1942, el cine mexicano se hallaba en plena expansión. El gran fenómeno del año fue la aparición de María Félix, quien filmó El peñón de las ánimas al lado de Jorge Negrete. El charro cantor sin duda era el amo del cine, el más popular, entre otras cosas por su relación con Gloria Marín, y era famoso por mandón y arrogante. María Félix, por su parte, llegaba cuando quería, no obedecía a nadie y hacía lo que se le pegaba la gana. Por tanto, sus pleitos con Jorge Negrete fueron legendarios. Después, como era de esperarse, se casaron. Al año siguiente la fama vertiginosa de María Félix se consolidaría con el estreno de Doña Bárbara, versión cinematográfica de la novela de Rómulo Gallegos. En aquella época hacer una película costaba 350 mil pesos. El cine era un excelente negocio y los estudios cinematográficos no paraban de producir películas con los actores de moda: Arturo de Córdova, Pedro Armendáriz, Emilio Tuero; los hermanos Fernando, Andrés, Julián y Domingo Soler; Joaquín Pardavé, Cantinflas, Isabela Corona, María Elena Marqués, Dolores del Río, Andrea Palma y Sara García. Era la afamada Época de Oro del Cine Nacional, cuando se tenía conquistado el mercado interno y se dominaba también el de Centro de Sudamérica. Las principales estrellas encarnaban fuerzas arquetípicas y eran verdaderas vasijas que recibían las proyecciones de infinidad de gente. La relación mítica era genuina, mucho más que

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ahora, pues el nivel de conciencia colectiva era considerablemente más bajo, al menos en términos generales, y las fuerzas inconscientes se manifestaban con mucha mayor fluidez. El cine se realizaba con lo que ahora puede considerarse verdadera inocencia, con el entusiasmo de una primera época francamente exitosa. La industria no se hallaba tan contaminada por la vulgaridad de la búsqueda de la máxima ganancia a través de la mínima inversión, como ocurrió a partir de los años cincuenta. La gente de cine buscaba ganar dinero, y mucho, pero quería expresarse también, y por eso había películas que lograban ser siniestras y sublimes al mismo tiempo: la inocencia de una puta de diez años de edad, diría Revueltas. En 1942, Emilio Fernández filmó María Candelaria, taquillaza indiscutible, y Flor silvestre, una de sus obras más significativas. El Indio sin duda contribuyó a la mitificación del cine mexicano de los cuarenta. Sus películas tuvieron éxito de taquillas y recogieron premios importantes en los más prestigiosos certámenes europeos, donde complacía enormemente la imagen que el Indio daba de México, pues ésta fortificaba los más feroces estereotipos del “país de la muerte, el paraíso infernal” que muchos extranjeros gustaban y gustan aún cultivar. El Indio vino a ser también un vehículo artístico de la Revolución Mexicana, que en el cine adoptó una imagen dramática y estética, gracias a los encuadres cuidadosamente iluminados y técnicamente irreprochables de Gabriel Figueroa. En la música popular, durante el avilacamachismo continuó el gran éxito de Agustín Lara, el músico poeta, quien reflejaba la última gran manifestación del viejo romanticismo bohemio y “orgullosamente cursi”. El don de Lara para versificar y hacer melodías era extraordinario, y su sensibilidad lograba plasmar la de buena parte de la nación, de allí su éxito. Aficionado a la mariguana, cantor de putas y de cabaretes sórdidos. Lara también reflejaba la Zeitgeist al cantar al paisaje y a las ciudades por la excelente razón de que le nacía hacerlo. Lara llegó a la cúspide de la popularidad cuando se hizo celebérrimo su romance con María Félix. Esta nueva versión de la Bella y la Bestia, o del Triunfo del Espíritu sobre la Materia,

conmocionó al público mexicano. Con el jefe Lara vino también la gran popularidad de Pedro Vargas, de Ana María González y de Toña la Negra, sus intérpretes. Igualmente importante era la presencia de María Luisa Landín, con sus boleros enervantes, de los Hermanos Martínez Gil y de la extraordinaria cantante de ranchero Lucha Reyes, el más alto techo al que ha llegado la canción vernácula mexicana. Lucha Reyes era una mujer de pelo en pecho que con frecuencia cantaba canciones para hombre (“si tú tienes curvas yo tengo un tobogán, a ver si esa Cuquita se quiere resbalar”), pues contenía en sí todo el México bronco que estaba dispuesto a desayunar huevos a la mexicana espolvoreados con pólvora y que no se quitaba la pistola ni para dormir (“si me echan un lazo, respondo a balazos”); pero también extraía aspectos finísimos del alma popular, como en “Por una mujer ladina” o “La Panchita” (de Joaquín Pardavé), o, si no, rescataba un luminoso aire campirano, con todo y su riquísimo lenguaje coloquial (“me siento lacia, lacia, lacia, es que me trais agorzomada”). El vigor, la vitalidad y el carisma de Lucha Reyes sólo encontró algo equivalente, un poco después, con la aparición de Pedro Infante. La Reyes (no kin con don Poncho) se suicidó en 1944, y se rumoró insistentemente sobre la involucración del Terrible Cacique Maximino Ávila Camacho, que también era un afamado mujeriego. Pero, como se sabe, los rumores y los chismes son inherentes a los ídolos populares, pues al ser recipientes de las proyecciones de miles de espectadores resultan espacios inmejorables para el surgimiento de todo tipo de leyendas (como la del Chamaco Domínguez, autor, se decía, de casi todas las canciones de Agustín Lara). El cine nacional detonó la creatividad de varios compositores, especialmente del dueto Esperón y Cortázar, que compusieron excelentes canciones para películas. Ernesto Cortázar, antes de asociarse con Manuel Esperón, formó parte del excelente grupo los Trovadores Tamaulipecos (Lorenzo Barcelta, Agustín Ramírez, Cortazar, Planes y Caballero), quienes, al igual que Guti Cárdenas, hicieron grabaciones afortunadísimas en Nueva York a principios de los años treinta. Y ya que estamos en chismes, se decía que Lorenzo Barcelata había

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adquirido, por un cartón de cervezas, la letra y la música de la célebre canción “María Elena” de su verdadero autor, el guerrerense Agustín Ramírez, quien también compuso “Acapulqueña”, “Por los caminos del sur”, “Caleta” y “La sanmarqueña”. Otro que se hallaba en la cúspide era Cantinflas, quien en la década anterior causó sensación primero por sus actuaciones en las carpas y después por el cine: Águila o sol y Ahí está el detalle fueron los trampolines que le permitieron la celebridad absoluta. Como se sabe, la capacidad de hablar y hablar sin decir gran cosa fue tan determinante que surgió el término “cantinflismo”. Por supuesto, este tipo de discurso era parcela exclusiva de los políticos, pero ninguno de ellos disfrutó de la popularidad de Cantinflas porque nadie tenía su gracia e ingenio. Cantinflas representaba al “pelado”, al jodido de después, y mientras mantuvo la vinculación con el pueblo, el cómico fue incomparable. Por desgracia, no sólo Mario Moreno cambió de estatus social, sino que su personaje también, y en ese momento se inició el aparatoso descenso cualitativo de Cantinflas, quien ya en los años cincuenta sólo era un pésimo remedo de sí mismo y un triste bufón de la burguesía. Pero a principios de los años cuarenta Cantinflas era aún el de películas divertidísimas como El gendarme desconocido o de Sangre y arena. Los demás cómicos reconocían las capacidades de Cantinflas y gente como Manuel Medel, El Chicote, Polo Ortín o el Panzón Soto admitían que había llegado algo diferente que quintaesenciaba lo que ellos habían hecho y que influía bárbaramente a los nuevos cómicos, como Jesús Martínez, Palillo, quien salió de Guadalajara a triunfar en las carpas del D.F., hasta que a mediados de la década llegó para quedarse en el teatro Follies. Palillo, siguiendo la tradición de Roberto Soto, el Panzón, despotricaba contra el gobierno, contra los hambreadotes y saqueadores públicos, y como en esos años la carestía empezó a causar estragos, Palillo siempre tuvo material para sus filípicas. En la primera mitad de los cuarenta también brilló enormemente Gabilondo Soler, Cri Cri, que había iniciado su fértil y bella carrera musical en la década anterior. Para esas épocas Cri Cri ya había compuesto varios de sus extraordinarios éxitos en la canción

infantil, como “El ratón vaquero” o la portentosa “El comal y la olla”. Por supuesto, Cri Cri disponía de una capacidad melódica de primer rango, además de una disposición mimética para recrear aires o tonadas de otros países. Sus canciones condensaban toda la ternura, la frescura y la inocencia que representaba lo mejor de las familias mexicanas de la época, pero, además, en la obra de Gabilondo soler destacó una radiante mexicanidad, que rescataba atmósferas populares, ingenio verbal coloquial y también malicia e inteligencia. Cri Cri alimentó las almas infantiles de los niños de los años ochenta, y muy viejito, Cri Cri seguía vigente en muchas familias mexicanas, como corrobora el hecho de que sus principales discos seguían reeditándose. Octogenario ya, Cri Cri tenía humor y energía para cantar en público versiones sumamente guapachosa de la “Negrita Cucurumbé” o de “El negrito Sandía”. La obra de Cri Cri es impecable, redonda y genial, a tal punto que incluso sobrevivió un horrendo homenaje que, se supone con buena voluntad, le propinó el consorcio Televisa en los años ochenta, cuando tuvimos que atragantarnos con las versiones “cultas” de las canciones de Cri Cri en voces de (of all people) Plácido domingo y Mireille Mathieu. En 1942, mientras continuaban los trabajos para formar la CNOP, también proseguían intensamente las luchas de la izquierda y la derecha, que, en realidad, más bien significaban los esfuerzos del presidente Ávila Camacho para tener el control total del país, pues lo que puede considerarse la derecha tradicional para esas alturas ya no dudaba de las bondades del régimen y se dedicaba a hacer negocios con gran gusto. Un problema importante seguía siendo Lázaro Cárdenas. A partir de septiembre de 1941 el gobierno consideró zona militarizada a toda la franja de estados con costas en el océano Pacífico. Ávila Camacho nombró al general Cárdenas comandante de esa enorme región militarizada. Sin embargo, en febrero de 1942 el gobernador de Sinaloa convocó a una reunión de gobernadores de los estados del Pacífico, y esto fue considerado como un movimiento de Lázaro Cárdenas para ganar influencia en todos esos estados (desde Sonora y Baja California hasta Chiapas). Los

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periódicos atacaron con fuerza la junta de gobernadores, y los chismes subieron a tal punto que Cárdenas decidió no asistir a la reunión que, sin él, resultó un fracaso. La presencia de Cárdenas era muy importante dados los ataques que recibía la izquierda oficial desde el inicio de las campañas anticomunistas y de la satanización de las “ideas exóticas”. Tan tupida era la ofensiva que a Vicente Lombardo Toledano se le ocurrió que la clase obrera renunciara, temporalmente, al derecho de huelga, pues ésos “no eran momentos para agudizar la lucha de clases”. Los sindicatos, por supuesto, se horrorizaron ante la idea, pero, por si las dudas, no dijeron nada. Pero varios factores los llevaron a hacer suya la idea de Lombardo. Por una parte, era visible ya una lucha futurista por la presidencia de la República. Ezequiel Padilla capitalizaba al máximo su preponderancia en las cuestiones internacionales, decisivas dado el contexto de la guerra mundial. Pero también luchaba por “la grande” Maximino Ávila Camacho, quien lanzaba ataques frecuentes contra Cárdenas, la CTM, Lombardo y cualquier bastión izquierdista. Maximino amasaba una gran fortuna para poder sufragar sus ambiciones presidenciales. Se había asociado con el millonario sueco Axel Werner Grenn, y desde su puesto en Comunicaciones y obras Públicas tenía cuchara grande para beneficiarse con los contratos de construcción de carreteras, mejoras urbanas en el Distrito Federal y obras de irrigación. Y Miguel Alemán, el secretario de Gobernación, aprovechaba la red de influencias políticas que significaba su puesto para fortalecerse en todo el país. Alemán tenía mucho cuidado en que los beneficios que se desprendían de la pugna izquierda-derecha no sólo beneficiaran al presidente sino a él también. Pronto se pudo rastrear, por ejemplo, que detrás de los ataques a Cárdenas por la famosa junta de gobernadores se hallaban los tres suspirantes presidenciales. Tanto Padilla como Alemán habían fomentado los rumores y las críticas de la prensa, y Maximino, que ya era célebre Portu cruzada anticomunista, no sólo dijo que esas reuniones cardenistas eran agitaciones sino que bloqueó con energía los intentos de convocar a otra reunión semejante

pero con los gobernadores de los estados del norte. Además, en mayo los alemanes hundieron el buquetanque Potrero del Llano, y esto precipitó la entrada de México en la contienda. Para empezar, se declaró la guerra al Eje y se suscribió el Pacto de las Naciones Unidas. El presidente declaró el estado de emergencia nacional y, por supuesto, pidió la máxima unidad y colaboración de todo el país. A causa de la guerra, a partir de agosto de 1942 entró en vigor la Ley del Servicio Militar Obligatorio, que afectaba a los jóvenes de 18 años de edad, y el 12 de noviembre se inició el registro de conscriptos de la célebre clase de 1924. Incluso hubo apagones y ensayos de emergencias bélicas que emocionaron mucho a la población. Y Lázaro Cárdenas fue nombrado secretario de defensa. Esto hizo que cesaran, por el momento los ataques a los obreros y las ofensivas de éstos en contra del secretario de Educación, Octavio Véjar Vázquez, quien, impertérrito, eliminaba comunistas del magisterio. El 26 de mayo la CTM, a través de Fidel Velásquez, orgullosamente planteó el compromiso obrero de renunciar al sacrosanto derecho de huelga, aunque se cuidó de pedir “reciprocidad patronal para hallar soluciones justas a los conflictos del trabajo”. El gobierno y la iniciativa privada, como era de esperarse, aplaudieron este “extraordinario sacrificio solidario de los trabajadores”, y tanto Lombardo como los líderes de los principales sindicatos respiraron con alivio al ver que cedía un tanto la ofensiva “anticomunista”. Esto fue aprovechado por Fidel Velázquez para iniciar lo que sería un largo y funesto reinado sobre los obreros. En 1942 Fidel tenía que dejar la secretaría general de la CTM, pero el líder se resistía hasta lo último. Como la no-reelección era sagrada, Fidel Velázquez ocultó sus pretensiones de perpetuarse bajo la protesta de que se le “prorrogara” su mandato por dos años más; en otras palabras, pedía que el ejercicio del secretaria federal de la Confederación fuera de cuatro años, y no de dos. Varios líderes obreros se opusieron a los planes de Fidel a la voz de “conozco a mi gente, mi teniente”, pero los lobitos movieron sus piezas para eliminar a sus opositores y

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finalmente lograron la prórroga al mandato del secretario general. En tanto, para mitigar un poco las palizas a los obreros, el presidente Ávila Camacho continuó los trabajos para la constitución de uno de sus proyectos mayores y su realización más importante: el Instituto Mexicano del Seguro Social, que en un principio fue muy problemático. Los obreros, contra lo que se esperaba, lo rechazaron, pues consideraron muy pesadas las cuotas que tenían que aportar para “asegurarse”. Los patrones, por su parte, de plano se negaban a pagarlas. Ellos estaban muy ocupados ganando dinero para ponerse a pensar en repartirlo. Para 1942, las exportaciones de materias primas aumentaron sustancialmente debido a la guerra, lo cual permitió, después, vender también textiles, productos químicos y otros productos. Entraba mucho dinero, y con él se compraba maquinaria para desarrollar la industria. Pero conforme muchos veían enormes beneficios económicos, las grandes mayorías seguían padeciendo para sobrevivir. Era difícil contener el descontento popular. Para esas alturas podía advertirse que la carestía, iniciada en 1941, aumentaba alarmantemente un año después. La iniciativa privada, además, había aprovechado alevosamente la renuncia al derecho de huelga por parte de obreros y se dedicaba a hacer “reajustes de personal”, y a acaparar y ocultar los productos básicos a fin de aumentarles el precio. Además, los patrones nadaban alegremente en la corrupción del sistema para hacer negocios. Las principales fuerzas políticas del país (el presidente, el PRM y los suspirantes Maximino, Alemán y Padilla) los apoyaban en todo y los únicos adversarios (Cárdenas y los izquierdistas) eran contenidos firmemente por el mismo gobierno. Los ricos no sólo podían invertir ventajosamente en lo que quisieran, no sólo tenían en su poder numerosas e importantes exportaciones al extranjero en guerra, también contaban con toda la obra pública que emprendía el gobierno y que solía pasar por las manos de Maximino Ávila Camacho. En esas condiciones, los empresarios pudieron endurecerse. Los obreros habían formado un Pacto Obrero unificador que después se transformó en un Consejo Obrero Nacional,

que pretendía unificar en una sola central a todas las confederaciones obreras y que llegó a juntar a Fidel Velázquez y al viejo Luis N. Morones, aún cabeza de la CROM. Ambos se quejaron de que los patrones no se plegaban a la política de unidad, sino que aprovechaban las condiciones para enriquecer escandalosamente. El presidente trató de formar un Pacto Obrero-Industrial para disciplinar un poco a los empresarios y comerciantes, y así cesaran, o se amainaran, el acaparamiento, la ocultación y posterior encarecimiento de víveres, la suspensión de ajustes de personal y los cierres de empresas sin previo aviso a autoridades y sindicatos. La iniciativa privada rechazó el pacto y dejó ver que cualquier condición que se les impusiera era injustificable, divisionista y antipatriótica, pues sin remordimientos se identificaban con la patria (si el gobierno lo hacía, ¿por qué ellos no?). A lo más que llegaron fue a proponer un Pacto de Cláusula única, que estipulaba la necesidad de poner los esfuerzos al servicio de la patria, y ya sabemos lo que entendía por patria, “y conservar la unión dentro de los preceptos legales y las normas contractuales”, que por supuesto, en ese momento los favorecían enteramente, pues no había que temer ni siquiera huelgas legales. A esto lo llamaron Consejo Nacional Patronal, y Aarón Sáenz, líder de los banqueros, fue nombrado presidente. Ávila Camacho aceptó este arreglo a regañadientes y se contentó con que los patrones participaran en el Consejo Supremo de Defensa, integrado por representantes de todas las fuerzas sociales organizadas. Sus actividades consistían en orientar y desarrollar las actividades de la guerra, la defensa militar, económica, financiera, comercial, agrícola, de los mercados, de las leyes y el espíritu nacional. Todo esto sonaba muy bonito pero por supuesto no se detuvo la carestía, la escasez artificial y la rienda suelta a la gente con dinero. Pero, eso sí, el respetable pudo disfrutar el espectáculo que representó ver juntos a los ex presidentes Plutarco Elías Calles, Pascual Ortiz Rubio, Abelardo Rodríguez, Emilio Portes Gil y Lázaro Cárdenas. En 1942 hizo su aparición pública el luchador morelense Rubén Jaramillo, que sería asesinado arteramente durante el gobierno de

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López Mateos. En 1942, el gerente del ingenio de Zacatepec, creado por Lázaro Cárdenas, estaba empantanado en la corrupción, y sostenía pésimas relaciones con los cañeros. Jaramillo, que dirigía a los campesinos, exigió que el gerente rindiera cuentas. Pero el gerente disfrutaba del apoyo total del gobernador Elpidio Perdomo, quien dejó oír sus delicados pronunciamientos: “Denle duro al peladaje.” A partir de allí se inició la represión de cañeros y los acosos obligaron a Jaramillo a irse a la sierra con 90 hombres y desde allí inició sus actividades guerrilleras. “Nomás se defendía”, decían los campesinos, y le ayudaban en todo lo que podían, por lo que Jaramillo evadió con éxito a las tropas que buscaban apresarlo. Pero Jaramillo no era un verdadero problema. Lo que inquietaba a Ávila Camacho era cómo frenar la codicia empresarial y la consiguiente carestía. Para el pueblo era evidente que el gobierno era incapaz de contener la escasez y los aumentos de precios, por mucho que se hablara de unidad y solidaridad nacional. Para distraerse de la carestía, al parecer inherente al llamado crecimiento económico del país, el pueblo contaba con las carpas y con los deportes. El círculo vicioso boxístico formado por el Chango Casanova, Joe Conde y Juan Zurita entusiasmaba a los fanáticos. También se admiraba a los toreros Armilla, el Soldado y a Silverio Pérez (quien después se dedicaría a la política). En el futbol el espacio era dominado por las Chivas del Guadalajra, el Asturista y el Club España. El célebre partido entre el Asturias y el Moctezuma, en 1942, costó dos pesos por asiento. En el béisbol, los industriales de Monterrey y el Águila de Veracruz eran sumamente populares. En las calles de las ciudades los niños jugaban la tradicional cáscara, o futbol callejero, y otros, los menos, el beis de mano o el “tochito”. Pero casi todos se divertían brincando el avión (la rayuela de Cortázar, sólo que sin “cielo”), a los encantados, las escondidas, el burro corrido o el burro dieciséis (“dieciséis, ¡muchachos a correr!”), a las cebollitas o su versión más gruesa: la tamalada. Los niños de clase media mostraban ya influencias de Estados Unidos al jugar “estop” o al pedir “tain”. Los que podían circulaban en sus bicicletas, burras o bírulas.

Los chavitos ya leían “monitos” o “cuentos” traducidos del inglés. Como asienta Elena Poniatowska en La “Flor de Lis” ya circulaba La pequeña Lulú, Periquita y Lorenzo y Pepita, pero en realidad hasta los años cincuenta las historietas estadounidenses infestarían los puestos de periódicos. La historieta mexicana fuerte se daba en Pekín y Chamaco. En el primero aparecía La Sagrada Familia Burrón, de Gabriel Vargas, en esa época más cáustica y anarquista, porque la familia Burrón (doña Borola y Don Regino y sus bodoques) eran sumamente pobres, vivían en una vecindad miserable del centro de la ciudad (el “Callejón del Cuajo”); esta historieta presentaba dibujos excelentes, con encuadres a veces de plano sinceramente inspirados; y los textos abundaban en críticas a las autoridades. Con el tiempo, La Familia Burrón fue desplazándose hacia la clase media, pero jamás dio el cantinflazo y nunca perdió ingenio o virulencia. En el Chamaco se leían también los terribles dramones de Yolanda Vargas Dulché (quien viviría uno de ellos en 1989), y Los Supersabios, de Germán Butze. Ya en los cincuentas aparecería Rolando el rabioso. Los principales periódicos de entonces eran El Universal, dirigido por Miguel Lanz Duret y con artículos de Alfonso Junco, Mauricio Magdalena, Carlos González Peña y Antonio Caso; Excélsior, de Rodrigo del Llano, en uno de sus periodos más derechistas; El Nacional, oficial (“en su época de oro”, decía Daniel Cosío Villegas), le daba oportunidad a los jóvenes Ermilo Abreu Gómez, Raúl Noriega, Fernando Benítez, y dio cabida a los españoles Margarita Nelken y Juan Rejano; este último llevó a cabo un suplemento cultural de excelente nivel y que, junto con Romance, el tabloide literario que editó Rafael Jiménez Siles, sirvieron de punto de partida a los suplementos culturales de los años posteriores. También circulaban Novedades, El Popular, dominado por la izquierda lombardista, y La Prensa. Las revistas de mayor circulación eran Hoy, Mañana, Jueves, Voz y Revista de Revistas. En la radio, después de la XEQ, la estación más poderosa era la XEW, que en la década anterior había tenido una participación esencial en el surgimiento de los ídolos populares. Los aparatos de radio se colaban a

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donde quiera que llegaba la electricidad, y las radiodifusoras del interior empezaron a surgir por todas partes, pero la XEW de Emilio Azcárraga pronto alcanzó una cobertura razonablemente nacional y sin duda constituía el máximo poder de la radio, que transmitía canciones, información, entrevistas y también las radionovelas diarias y las series de radio, que tenía pegada a la gente al aparato. Cri Cri, Agustín Lara o Pedro Vargas fueron parte esencial de la radio. En 1940 surgió XEQK, la “hora exacta del Observatorio de México”, que minuto a minuto daba la hora entre velocísimos minianuncios. Por la radio se colaba también el furor estadounidense del Swing y el Jitterbur, pero en realidad México aún no se agringaba, aunque por supuesto mucha gente, que lo podía, prefería fumar cigarros importados, o “de carita”, como los Lucky Strike, Chesterfields o Camel; esa misma gente bebía coca Cola, oía a Glenn Millar y a Tommy Dorsey, pero la gran mayoría, incluyendo a la clase media, en la mitad de los años cuarenta prefería los refrescos mexicanos: el Pato Pascual, los refrescos Mundet, o las aguas de frutas, “de la horchata a la chía renace el alma mía”, o la “excelente cerveza mexicana”, como dijo Malcolm Lowry, quien sabía de qué hablaba y no dudaba en calificar a México como “rich tequila country”. Igualmente se bebía mucho pulque, y su industria, desde los llanos de Apam, aún era próspera, pues el pulque era seña de identidad nacional. Se comían mucho las infinitas variaciones del máiz, vía tortillas, sopes, picadas, tostadas, enchiladas, enfrijoladas, chalupas, tlacoyos, o los atoles de distintos sabores. El pinole era una golosina común. El chocolate se batía, las salsas se hacían en el molcajete y así obtenían la oxigenación adecuada, las tortillas se echaban a mano y en casa, las más de las veces en braseros y comales. Los refrigeradores se enfriaban con bloques de hielo; los excusados, cuando los habían, tenían el tanque en la parte superior del tubo alimentador y se accionaban con cadena, y las camas eran de rigurosa cabecera de latón. En las calles pasaban vendedores de camotes y plátanos, de alegrías y cocadas, de raspados, niveles, helados y paletas (vendían hielo seco), de merengues (listos para echar “volados”), de guajolotes o pípilas; también

circulaban afiladores, ropavejeros, compradores de periódicos viejos. Había muchos puestos de carbón y de petróleo, y las farmacias eran boticas, en las que el boticario (en la puerta) conservaba conexión con los viejos alquimistas y preparaba todo tipo de compuestos. Predominaban las tiendas pequeñas, aunque por supuesto había ya las grandes, que como las panaderías (de españoles), albergaban en sus costados puestos de tamales y atole, de pepitas, de elotes asados, vendedores de chicharrones, de globos, y un puesto de periódicos. El tren seguía siendo importantísima vía de comunicación, pero también se abrían caminos y carreteras para intercomunicar el país; sin embargo, había incontables áreas de acceso difícil y el traslado a ellas podía consumir muchos días en mulas y en pangas para cruzar los ríos. Se extendía también, poco a poco, la electricidad y la radiotelefonía (los teléfonos aún eran relativamente pocos y la gente sabía que se respondía “bueno”, una de las cosas más extrañas del mundo, porque así se calificaba si la recepción de la señal era adecuada: o “malo” si no se oía bien). En los pueblos pequeños aún se vivía décadas atrás; los caminos eran brechas difíciles, no había electricidad ni gas, ni radios ni mucho menos autos, la gente andaba en caballo o en carreta, en burro o en mulo; el cine, una feria o alguna atracción llegaba ocasionalmente y la vida se animaba durante las fiestas religiosas y con el paseo de los domingos (“las muchachas por allá, los muchachos por acá, y sentados en las bancas los papás y las mamás”, cantaba años después Chava Flores); también se salía a ver los cielos profusa, embriagadoramente estrellados y las maravillosas estrellas fugaces mientras la gente, tendida y en sosiego, conversaba; si no, tenía lugar, de noche o en días lúgubres y lluviosos, las narraciones de leyendas e historias fantásticas, donde la irrealidad tomaba el sitio de honor después de su cotidiana devaluación a favor de una racionalidad sobrevaluada. En muchos poblados pequeños (y en algunos no tan chicos) a más de 130 años de la independencia muchos españoles controlaban el comercio o la vida entera de los pueblos, si es que ellos no eran rehenes de los caciques

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locales, impuestos mediante asesinatos, guardias blancas y corrupción para comprar hombres peligrosos o mujeres codiciables. Gonzalo N. Santos era un excelente ejemplo del cacique poderoso que tenía que ser cortejado por los distintos gobiernos en las rondas electorales. Cada vez se veían más automóviles, y éstos se hacían tan populares que se inventó aquello de “Mercedes Benz, ¿cuánto por las Nash?’ ‘Oyes a –Chebrolet tu Mercury’”, (ya en estos metafísicos temas hay que recordar la glosa de las compañías de cine: “No me la Movietone porque si se me Paramount la de Twentieth Century Fox te la Metro Goldwyn Mayer por la Columbia Pictures”). En los años cuarenta los hombres de las ciudades usaban sacos anchos, cruzados, con grandes hombreras y solapas, y pantalones igualmente anchos, con pliegues numerosos, pero sin llegar a los extremos de los famosos tarzanes (“quesque les dicen tarzanes, ¡pura runfla de holgazanes!”, cantaba Lucha Reyes), también llamados pachuchos de la frontera, una de las primeras manifestaciones claramente contraculturales del tal vitalidad que incluso soportaría los asedios interpretativos de Octavio Paz unos cuantos años después. Todos los hombres usaban sombrero, ya fuera de palma, surianos, tejanos o de fieltro para los citadinos, “de Sonora a Yucatán se usan sombreros Tardán”, decía el eslogan, que Alfonso Reyes retorció al oír un concierto: “De Sonora a Yucatán se oye música de Chopán.” Y para muchísima gente una parte indispensable del atuendo, vital como los mismísimos calzones (grandes, anchos, tipo boxeador), era la pistola, fusca o matona, fuente inagotable de albures. Tal como Diego rivera y Siqueiros, la gran mayoría portaba distintos modelos, revólveres o escuadras, pero andaban empistolados y solían usar sus armas. Era un reflejo instantáneo del “México bronco” que aún pululaba y que seguía siendo dispensador de machismo a cada rato había campañas de “despistolización”. Víctor Alfonso Maldonado y el resto de la minoría aún considerada “de izquierda”. En un principio, al parecer las cosas no pasaron a mayores, pero Ávila Camacho

decidió vengarse de la rebeldía de Madrazo. A principios de 1945 la secretaría de Trabajo denunció que varios diputados traficaban con las tarjetas que permitían a los campesinos emigrar a Estados Unidos como braceros. Por supuesto, uno de los inculpados era Carlos Madrazo. Se inició un proceso judicial que constituyó un escándalo enorme y, para evitar un proceso intricado de desafuero en el congreso, el mismo Ávila Camacho recomendó a Madrazo y a sus compañeros que pidieran licencia. Se dijo que detrás de la maniobra se hallaba Miguel Alemán, quien para esas alturas se hallaba ocupadísimo tratando de obtener que el presidente lo nombrar candidato del PRM a la presidencia. Los acusados finalmente lograron libertad condicional y la izquierda oficial, a través de su cabeza indiscutible, el secretario de la Defensa Lázaro Cárdenas, devolvió el golpe. Defensa Nacional anunció su propósito de someter a un consejo de guerra al general Pablo Macías Valenzuela, gobernador de Sinaloa y muy cercano al presidente Ávila Camacho. Con el paso del tiempo, como era de esperarse, la justicia, siempre dispuesta a satisfacer los caprichos de los altos políticos, dio fallos favorables tanto a Madrazo como al gobernador de Sinaloa. En 1944, Eduardo Suárez, secretario de Hacienda, y Eduardo Villaseñor, del Banco de México, comisionaron a Daniel Cosío Villegas para que representara a nuestro país en la Conferencia de Bretón Woods, donde se crearon instituciones como el fondo Monetario Internacional y donde Cosío se puso al tú por tú con el célebre economista John N. Keynes, alias “El Lord”, quien trató de ignorar groseramente las observaciones de Cosío, hasta que éste se vio precisado a pararlo en seco. En ese mismo año, la “primera dama”, doña Ana Soledad Orozco de Ávila Camacho, se afanaba en censurar películas, como Pueblo olvidado, de John Ford, basada en una novela de John Steinbeck. Pero fue a fines de sexenio cuando doña Soledad no se midió; se enteró de que el regente de la capital, Javier rojo Gómez, había encargado una impúdica estatua de Diana Cazadora al escultor Juan Olaguibel, como después muchos capitalinos, estaba muy satisfecho con su trabajo y se hizo el loco lo más que pudo, pero, finalmente, no tuvo más remedio que ponerle chones a la Diana, que se ubicó en la esquina de Reforma

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y Lieja, donde nadie la dejaba de ver hasta las obras de los ejes viales, en tiempos de Gengis Hank, la movieron de lugar. Por cierto, después de instalada la Diana, se colocó una efigie de Ariel, también rigurosamente desnudo, casi enfrente de la Diana Cazadora, lo que motivó que algunas muchachas de las escuelas cercanas se fuera de pinta “a ver al Diano”. Pero nada paró la carestía. Ya en el desfile del primero de mayo numerosas mantas pedía la elevación de los salaros. Cada vez crecían más las presiones para que los sindicatos pidieran el aumento de salarios, y a mediados de mayor el presidente inauguró la costumbre de los mensajes a la nació a través de la radio y la televisión “encadenadas”. Ruiz Cortines ofreció un diez por ciento de aumento a burócratas y suplicó a los empresarios que mejorasen los sueldos de sus empleados en la misma proporción. Al final, pronunció la frase que lo llevó a la fama: “México al trabajo fecundo y creador.” Como era de esperarse, los líderes obreros se deshicieron en halagos serviles al presidente. La generosa iniciativa privada estuvo de acuerdo en el aumento del diez por ciento, aunque éste en lo más mínimo resultaba suficiente ante los estragos de la devaluación, que fue del 24.5 por ciento. Ese porcentaje exigió la CROC y también la UGOCM que, ante la hostilidad oficial se iba confinando cada vez más al campo. Ante esto, la CTM se vio precisada a hacer algo más y entonces Fidel Velázquez sorprendió a la población al anunciar que de no obtener un 24 por ciento de aumento todos los sindicatos de la CTM irían ¡a la huelga general! Claro que el lobo mayor se cuidó de hacer ver a los empresarios y al gobierno que seguirían “hasta el agotamiento, los caminos de la comprensión, el mutuo arreglo, la conciliación”. Eso sí, para que vieran que los lobos eran “muy machos” Fidel avisó que la huelga sería legal, pero si encontraban obstáculos entonces “sería revolucionaria”. La CROC, que poco antes parecía muy combativa, al ver lo que decidía la CTM al instante se declaró en contra de la Temible Huelga General (“tutes, tutes per ceder”, gustaba decir en privado el presidente, lo cual significaba: “todos, todos por joder”; por

cierto, Carlos Monsiváis reporta que cada vez que Ruiz Cortines decía una “leperada”, exclamaba: “Perdón, investidura”). El sector privado se alarmó con la amenaza del revolucionario Fidel Velázquez. Ignoraba para entonces que Fidel Velázquez tenía vocación para las balandronadas. “De lengua me como un plato”, bien pudo haber dicho Adolfo López Mateos, secretario de Trabajo, quien en escasos 11 días arregló todo el asunto; de los más de cinco mil emplazamientos que exigían el 24 o el 30 por ciento de aumento no hubo ninguna huelga ni de panaderos, no de despachadores de gasolina, ni de telegrafistas, burócratas, ni de empleados de radiodifusoras, gaseras, de panteones o de cabaretes. Casi todos aceptaron el famoso 10 por ciento que propuso el presidente y sólo en algunos casos se concedió el 12, el 15 o 16 por ciento. A fin de cuentas, los expertos señalan que el amago de huelga de Fidel Velázquez fue sumamente útil, pues dejó ver a los inversionistas nacionales y extranjeros que la clase obrera mexicana podía sincronizarse espléndidamente con el gobierno a fin de que existieran condiciones óptimas para el capitalismo, que empezaban, al menos en los países subdesarrollados, por la mano de obra barata. Con la “huelga general”, Fidel Velázquez demostró que podía mediatizar debidamente las protestas de los trabajadores, aunque éstos tuvieran que anudarse las tripas y ver en los aparadores las maravillas del mundo “moderno”, que continuaban asombrando: había aviones tetramotores y ya no se consumían 30 horas para viajar a Europa, como ocurría apenas seis años antes; los aparatos electrodomésticos, al igual que los automóviles, cambiaban de modelo e introducían “adelantos” que muchas veces eran inútiles pero que llamaban mucho la atención. Ya había llantas “sellomáticas”, alta fidelidad, plumas “atómicas” o bolígrafos, y el primer “supermercado”, al estilo de los Estados Unidos, aséptico y con escaso personal. Avanzaba la obsolescencia planificada. Los pobres, al menos, podían saber que todo eso existía aunque ni remotamente pudiesen adquirirlo: los automóviles, televisiones, refrigeradores y teléfonos seguían siendo inalcanzables para

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ellos, pero, en cambio, las capas medias crecían, se distanciaban de los más pobres y empezaban a familiarizarse con los adelantos, sin darse cuenta de que toda una concepción del mundo penetraba a través de ellos. Los salarios de la clase trabajadora empezaron a mejorar en cierta medida y a partir de 1954 el desarrollo estabilizador logró que los precios dejaran de encimarse. Esto hizo que, al menos por dos años (1955 y 1956) la situación general en México pasara por una fase de relativa tranquilidad. Pero en 1954, en medio de la catarata de emplazamientos a huelga, se avivaron también los problemas con Estados Unidos a causa de los braceros. La invasión de ilegales, o espaldas mojadas, crecía espectacularmente (ya había más de un millón para entonces) y el imperio del norte ahora insistía en renovar los convenios para aplicar una política migratoria consecuente. El gobierno mexicano, en esas condiciones, optó por retrasar las plática, así es que, de súbito, la administración de Einsenhower sin más planteó que contrataría unilateralmente a los braceros. Ruiz Cortines declaró con mucha delicadeza que no le parecía correcto que se le hiciera a un lado en esta cuestión tan importante para México. Por tanto, anunció que no autorizaría la salida de trabajadores. Pero ya había miles de ellos en la frontera, esperando contratarse legalmente. Por supuesto, muchos miles de mexicanos trataban de cruzar a como diera lugar. La secretaría de Defensa Nacional anunció que ofrecería todas sus vacantes para emplear a esa gente, y también se planteó un “plan de interés en el territorio nacional” a través del cual las ciudades del norte echarían a andar obras urgentes de remodelado, pavimentación, iluminación, etcétera, para ocupar a los que insistían en irse a trabajar con los gringos para huir de la pobreza nacional. Nada de esto se hizo, a fin de cuentas. También se colocaron destacamentos armados de la policía en zonas clave de la frontera con California para impedir el cruce una vez que se inició la contratación del otro lado. En Mexicali más de 7 mil quisieron hacerlo (en Tijuana fueron más de mil) y todos ellos fueron reprimidos por la fuerza pública que no conocía otra manera de lidiar

con ese tipo de problemas. Hubo muchos golpeados, decenas de heridos y la extrema violencia alarmó a mucha gente. En vista de eso, Estados Unidos desistió de la contratación unilateral y firmó un nuevo convenio con México, que, como siempre, favorecía alevosamente los intereses de los agricultores estadounidenses. De esta manera, miles de mexicanos pudieron pasar legalmente a trabajar (en 1957 ya eran más de 400 mil). Sin embargo, había un millón de ilegales y Estados Unidos decidió expulsarlos a través de lo que se conoció como la Operación Espaldas Mojadas. Se incrementó la vigilancia y los guardias fronterizos capturaron a más de 2 mil ilegales por día. Éstos eran puestos en autobuses o vagones de tren y se les llevaba lo más al sur posible, para evitar que los expulsados sintieran tentaciones de regresar pronto. Más de 750 mil fueron arrestados y expulsados a lo largo de ese año, lo cual creó problemas extraordinarios en México, pues los campesinos no sólo eran los más desposeídos sino que cada vez había menos. Para entonces se estimaba en cerca de cuatro millones los trabajadores pobres del campo que a duras penas lograban sobrevivir. La llegada masiva de un millón más solamente agudizó todos los problemas del campo, donde, como se sabe, los programas de fomento agrícola, los créditos bancarios y las obras de irrigación sólo beneficiaba a los poderosos agricultores privados que calladamente reintegraban los grandes latifundios a la vida nacional. La llegada de los cientos de miles de mojados, con el tiempo, pavimentó el camino para las invasiones de tierras que se desataron en 1958. 1954 sin duda fue el año crucial para el gobierno de Ruiz Cortines. En mayo Estados Unidos decidió acabar con “el problema de Guatemala”, que en realidad no existía, o al menos en la proporción paranoica con que los anticomunistas estadounidenses lo planteaban. Las reformas sociales de Jacobo Arbenz ni remotamente podían considerase “comunistas”, pero en plena guerra fría cualquiera se consideraba subversiva (como demostraron las actividades del senador McCarthy a principios de la década). Estados Unidos “denunció”, alarmado, que el bloque socialista estaba armado a Guatemala y en

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junio tropas “mercenarias” invadieron la pequeña república centroamericana. Los izquierdistas mexicanas, que después de la acción de la Santa Madriza, patrona de los granadores, se hallaban francamente escamados, ante el abuso de poderío y la franca intervención de Estados Unidos en lo que consideraba su “traspatio” formaron la Sociedad de Amigos de Guatemala, publicaron desplegados de protestas y marcharon por las calles en apoyo al gobierno de Arbenz. Lázaro Cárdenas envió un telegrama de simpatía con el pueblo guatemalteco. Los estudiantes del Politécnico y de la Universidad se olvidaron de los “clásicos” de futbol americano y de los desfiles de “perros” y organizaron mítines y recolección de fondos para ayudar a Guatemala. Esto bastó para que la derecha mexicana se sintiera escandalizada ante la “franca actividad subversiva” de los comunistas mexicanos. La prensa se engolosinó insultando a estudiantes e izquierdistas, y la cadena García Velsaca enfocó sus ataques sobre Lázaro Cárdenas, a quien acusó de “malversación de fondos”. Excelsior y El Universal reimprimieron los infundios. En vista de eso, el gobierno, a través del general Leyva Velázquez, presidente del PRI, aprovechó el viaje para enfatizar su irreversible anticomunismo y su repudio a ese tipo de ideologías extrañas que no respondían al patriotismo inherente de la sicología del mexicano, “cuya máxima vibración la produce el Himno Nacional y ama a México”. Con esto, la izquierda tuvo una mínima probadita de las represiones que se encimarían en los siguientes años.

DEL CHACHACHÁ AL ROCANROL

A fines de 1952, Salvador Novo inauguró su Teatro de la Capilla, ubicado en Coyoacán, donde, además del foro para experimentación escénica, el maestro de maestros después ofreció las maravillas de su condición de cocinero en un restorán que servía el filete a la pimienta y las sopas que Novo hacía “con sus propias manecitas. La presencia importante del acto no fue Alfonso Reyes o el poeta alfabetizador Jaime Torres Bidet, sino la “primera dama” doña María Izaguirre, segunda esposa del presidente de moño Adolfo Ruiz Cortines. Esta ominosa presencia,

por otra parte, señaló lo que vendría a ser el declinamiento definitivo de Salvador Novo (o Nalgador Sobo, como también se le decía, entre risitas), quien a partir de entonces se hundiría en los pantanos del oficialismo (en 1968 Novo, como Martín Luis Guzmán y otras lumbreras intelectuales, se puso en contra del movimiento estudiantil, y, cuando murió, en 1974, el sepelio del maestro se convirtió en un gélido acto oficial). La presencia de doña María era un aviso de una de las primeras leyes que emitiría Ruiz Cortines en diciembre de 1952: la concesión de los derechos políticos a las mujeres, que a partir de ese momento podrían votar no sólo en las elecciones para diputados, como ya había ocurrido en 1949, sino ¡en las presidencias también! Sin embargo, esta medida, que sin duda estaba muy bien, no significaba gran cosa para la condición de las mujeres en México, que eran educadas para el matrimonio. Por supuesto, muchas de ellas cursaban ya estudios universitarios, pero la mayoría, de estudiar, se preparaba para la “carrera comercial” y podía aspirar a la maravilla de ser ¡secretarias ejecutivas o “parlamentarias”! Otras, a quienes no atraía el gran futuro de ser secres, estudiaban para educadoras o, incluso, para maestras. Es claro que numerosas mujeres tenían gusto e inclinación por la vida familiar (que, por supuesto, siempre ha sido y será vital para la buena salud de la sociedad), pero aquellas que albergaban inquietudes profesionales, o ejecutivas, se enfrentaban ante un medio social que desalentaba e incluso reprimía a quienes pretendían “violentar las funciones tradicionales de los sexos”: las mujeres, a la iglesia, la cocina y los niños, como decían los machos alemanes. De hecho, las oportunidades profesionales para las mujeres resultaban escasas, así como el machismo era omnipresente. En el hogar, las señoras de clase media al menos contaban con el alivio de las criadas (nadie entonces les habría llamado “empleadas domésticas”), que por lo general venían de algún pueblito cercano, trabajaban todo el día y buena parte de la noche, y apenas disfrutaban de la gran oportunidad de ver un poco de televisión al anochecer, después de ir por el pan y de enfrentar los asedios de los “cazagatas” que pretendían

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llevarlas, después de una sala bailada de rico chachachá, el nuevo ritmo sensación, en el California Dancing Club, a los guangos colchones de los hoteles de paso (si es que el hijo del patrón, o el patrón mismo, no las había asaltado ya en el más conveniente pero igualmente sórdido “cuarto de servicio”· de las casas o departamentos de clase media). En el mejor de los casos, las criadas podían aspirar a perdurar muchos años en un trabajo y convertirse en “parte de la familia” con la misma concepción paternalista con que el estado trataba al pueblo. Las criadas constituían uno de los últimos escalones sociales y resentían el Temible Racismo que imperaba en México. Todo güerito de ojos claros (oh maravilla tener ojos verdes o, mejor aún, azules) era bien apreciado, así como se repudiaba a los prietos y aindiados. Si de plano eran indios, peor; aunque los indios eran objeto de las dosis más siniestras del paternalismo y de la condescencia, ningún grupo social ha sido objeto de tanto despojo, explotación, discriminación o repudio en nuestro país. En la colonia se discutía si los indios “tenían alma o no”, pero en el México independiente no les fue mejor. Ni la reforma juarista ni la revolución escaparon de aplastar a los grupos indígenas del país, y siempre se consideró que la esencia nacional era el mestizaje, por lo que los indios tenían que “integrarse”, esto es: aculturarse, y perder lenguas, tradicionales y formas de vida. Se suponía que en México se execraba la noción de las reservaciones, pero los gobiernos mexicanos nunca se cansaron de llevar a indios (especialmente los “problemáticos”) de un lado a otro del territorio nacional, especialmente a Campeche. Esto ocurría, incluso, en los años setenta cuando cambiaban los conceptos de trato a los indios y se empezaba a considerar que era importantísima la preservación de los rasgos y modos específicos de los “grupos étnicos” para la salud del país. Pero a principios de los años cincuenta el indio sólo era bueno para explotársele y para despojarle lo poco que tenía en beneficio, otra vez, de los agricultores privados. Naturalmente, ese racismo (que abarcaba prácticamente todo el espectro de la sociedad) implicaba el peso específico del malinchismo

(explorado intensamente, en esos momentos, por los estudios de “lo mexicano”), que también abarcaba todas las capas sociales (y muy especialmente, en esos momentos, a la intelectualidad) y que se fomentaba indirectamente con las nociones de “industrialización” y “desarrollismo”, pues éstos abrían la puerta a la admiración acrítica e incluso devota de los extranjeros, especialmente del “hombre blanco y barbado”. Al racismo y el malinchismo se debe agregar el clasismo, igualmente incrementado por el vuelo capitalista del país, que en esos momentos empezaba a llegar a las delicias del capital monopolista de estado. La sociedad marcaba con claridad las distancias entre los que no eran iguales (“¿qué pasó?, ¡todavía hay clases sociales!, se oía con frecuencia). Importaba mucho entonces la diferencia entre la gente decente, de buen nacer, y la pelusa, los pelados incultos, ignorantes y mugrosos. Del jodido se esperaba autohumillación constante, docilidad y, de ser posible, adulación. Mientras más arriba en la “escala social” más natural y lógica resultaba la arrogancia, el desprecio y el despotismo hacia los de abajo, quienes, por otra parte, estaban perfectamente de acuerdo con ese trato, después de siglos de enajenación. Los pobres enseñaban a sus hijos a ser dóciles y “respetuosos” de la clase media o de “la alta” (como les llamaba Gabriel Vargas, quien, por cierto, ya había salido de Pekín y editaba La familia Burrón en la cadena García Valseca). Si algún jodido miserable quería trepar en las jerarquías y llegar “a lo más alto” tenía que ponerse muy listo, trabajar duro para el jefe, otorgarle toda su lealtad, adivinar lo que él quería y adelantarse, de ser posible; averiguar los puntos débiles del patrón y compensarlo mediante severas dosis de halagos y servilismo, especialmente cuando se acercara el momento de ascender; había que conocer los gustos del jefe y compartirlos, aunque en los interno causaran repugnancia; se debía llamar la atención, pero no demasiado (“el que se mueve no sale en la foto”); no presionar a no ser que el jefe fuese presionable; ya en el equipo superior había que formar un grupo o fortalecer el ya existente, establecer una red de relaciones y posibles alianzas, y, por supuesto, estorbar al máximo, o de plano sacar de la jugada, a todo aquel que también hiciera su luchita para

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trepar “ hasta arriba”. En todo caso había que ser consciente de que el jefe tomaba la gran decisión, y que a él se debía llenar de elogios. Cualquier parecido con la manera como los secretarios de estado luchaban por obtener la primera magistratura es pura coincidencia, o prueba de que el sistema se reflejaba en todos los aspectos de la vida nacional. En los años cincuenta la atmósfera moral no era muy airada que digamos. Los prejuicios y convenciones sociales eran casi inexpugnables. Las costumbres eran cada vez más rígidas y formales, aunque aún todo era muy inconsciente. Las jerarquías y los autoritarismos iban de la mano en toda la sociedad mexicana. Se mantenían imbatibles las nociones machistas de virginidad y sumisión de la mujer, y del escarnio al homosexual, pues el sexismo imperante, también inconsciente, era total. El sexo era absoluto tabú, y quienes tenían preferencias sexuales “no ortodoxas” tenían que conformar un submundo clandestino y ciertamente peligroso. Esta “moralidad” se incrementó en los primeros años del ruizcortinismo, cuando hizo su aparición el inefable y ocasional comic-relief del sistema Ernesto Uruchurtu, regente de la capital, quien aplicó a su modo la “política del contraste”; ya que el alemanisco implicó el “esplendor” de la vida nocturna, con sus exóticas y sus aventuras etílicas, Uruchurtu, con todo y las úes de su nombre, se encargó de frustrar a los pachangueros: dispuso que los clubes nocturnos se cerraran a la una de la mañana y clausuró los “lugares de escándalo”, aunque, claro, para nada se metió con el legendario burdel de la Bandida, Graciela Olmos, donde se reunía la plana mayor de los políticos a darle al whisky, a las muchachotas, y a oír los corridos braveros y léperos con que la Bandida beneficiaba a sus cuates y con los que despotricaba contra los enemigos de sus amigos. Muchos de los políticos alemanistas que se fueron a la banca allí encontraron el sitio adecuado para chillar sus desventuras al compás de los versos de la bandida, autora, por cierto, del corrido “Siete leguas”. La censura no pasaba por la casa de doña Graciela pero era omnipresente en el cine, el teatro, la televisión y las publicaciones. No

obstante, el afán “modernizador” llevó a un mínimo despape. Aparecieron entonces los primeros desnudos, como ya ocurría en la cinematografía europea (en el cine Prado o en el notorio cine Río la runfla de onanistas se extasiaba ante los senos de las atrevidas Silvana Pampanini, Francoise Arnoul o Martine Carol). En México los desnudos pretendían ser “estéticos” pero eran francamente estáticos, y las pioneras de la teta al aire fueron Ana Luisa Peludo, Columba Domínguez, Kitty de Hoyos, Amanda del Llano y Aída Araceli; estos desnudos fueron sumamente apreciados, a pesar de su condición de foto-fija y de la insondable hipocresía que se escudaba en “el arte”. Uruchurtu (había que “parar la trompita” para decir su ondulante nombre) también permitió, como válvula de escape, que el personal chaquetero nacional tuviera el gustito de las revistas “porno” de la época, Vea y Vodevil, que nunca faltaban en las peluquerías y que merecían campañas indignadas de los jóvenes fascistas del Movimiento Universitario de Renovación Orientada (MURO) que, con los porros, era la máxima pestilencia en la Universidad. A pesar de todo esto, la austeridad, la grosera y la “moralización” ruizcortinista-uruchurtiana eran francamente anticlimáticas. El descabezamiento enérgico del alemanisco significó, desde el principio, un cambio de estado de ánimo en todo el país. De la euforia y el ritmo de mambo se pasó a una especia de cruda, y no precisamente benigna, un poco salir de un sueño para despertar en otro sueño de días nublados. Esta “depresión moral” no se atenuó ni con las flores que Uru (son demasiadas las vascas úes) plantó en los camellones de la avenida Insurgentes y en el Paseo de la Reforma, ni con las sinuosidades del delicioso, cachondón, chachachá, que, como todo lo bueno en esa época, llegó de Cuba. La Orquesta Aragón, la Orquesta América y el trompetista Enrique Jorrín fueron los introductores de la nueva moda que, por supuesto, arrasó. Casi todos sucumbieron ante las sabrosuras del chachachá, y en las inefables fiestas de XV Años (en los salones ad hoc) tan pronto como las “damas” y “chambelanes” despachaban el riguroso vals de Strauss (ah, “Voces de primavera”) venía lo bueno con “Los marcianos”, “El túnel” o

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“Las clases del chachachá”, que pronto ocuparon su bastión académico en el cine nacional. Pero éste, pobrecito, ya de plano había salido de la época de oro, entraba en un mercantilismo puro y perdía todo brillo y frescura. Sólo Luis Buñuel (para entonces más mexicano que “el mole”) continuaba con las buenas películas. En 1953, La ilusión viaja en tranvía entre otras cosas nos mostraba el nuevo paisaje urbano: grandes edificios, avenidas sobre los viejos ríos, flores uruchurtianas y una expansión que devoraba los cuatro puntos cardinales; en el sur, por ejemplo, los otrora pueblos de Mixcoac, Coyoacán y San Ángel ya se habían integrado a la ciudad, y sólo Talpan, Tepepan y Xochimilco parecían un tanto retirados. Buñuel también retrató espléndidamente a la ciudad de México en Ensayo de un crimen, que filmó en 1955 con las bellas Miroslava y Rita Macedo, y Ernesto Alonso, en una versión muy libre y tan buena como la deliciosa novela de Rodolfo Usigli. Éste, por su parte, seguía siendo el máximo dramaturgo nacional después de susgrandes éxitos de los años cuarenta La familia cena en casa y su chef d’ouvre política El gesticulador, que, para no variar, se había estrenado en medio de severos problemas de censura. En la década de los cincuenta Usigli se hallaba en su etapa de las Coronas, pero su obra decisiva ya estaba escrita y estrenada. En 1954 llamó mucho la atención que el animoso editor y librero Rafael Giménez Siles anunciara en las grandes marquesinas luminosas de sus Librerías de Cristal los libros de éxito, como… Y México se refugió en el desierto, en la que José Fuentes Mares se había metido con el cacique Terrazas. En ese mismo año se formó el Centro de Estudios Mexicanos (CEM), con Alfonso Caso, Pablo González Casanova, Francisco Martínez de la Vega, Enrique Cabrera y Alonso Aguilar. El CEM se proponía estudios de alto nivel sobre los problemas nacionales, y uno de sus primeros grandes temas fue el análisis de las inversiones extranjeras en México. Ese mismo año, el de la devaluación-sorpresa, murió la pintora Frida Kahlo. Andrés Idearte (autor de Un niño en la revolución mexicana) era director de Bellas Artes, y, como había querido mucho a Frida, dispuso que se le velara con honores en el vestíbulo del Palacio

de Bellas Artes. Allí se congregó la plana mayor del comunismo mexicano. Diego rivera no estaba seguro de que Frida estuviera muerta. “Me horroriza la idea de que todavía tenga actividad capilar. Los vellos de la piel se le levantan”, decía, “me aterra cremarla así”. “Pero si es muy sencillo”, le respondí rosa Castro, “que el doctor le abra las venas. Si no fluye sangre, está muerta”. Allí mismo le cortaron la yugular al cadáver y salieron unas gotas. Idearte nunca imaginó que uno de los fridos, Arturo García Bustos, cubriera el ataúd con una bandera roja que lucía una hoz y martillo en el centro de una estrella blanca. Dado la atmósfera anticomunista de la época, Idearte se consternó. Pidió a Diego que retirara la bandera, pero el gran muralista amenazó con sacar el cadáver a la calle para velarlo allí. En ese momento llegó el general Lázaro Cárdenas. Él, sin preocuparse por la bandera, hizo guardia de honor junto al ataúd, con su hijo Cuauhtemoc, César Martino, Andrés Henestrosa, Siqueiros, Diego y el mismo Idearte, quien había avisado de todo lo ocurrido a la presidencia. “Si el general Cárdenas está montando guardia”, le dijeron, “usted también lo debería hacer. Y lo hizo. Al día siguiente la prensa estaba modestísima por la “farsa rusófila” que había mancillado Bellas Artes. El escándalo fue tal que sin demora corrieron a Idearte del INBA. Diego, a su vez, logró ser readmitido en el Partido Comunista Mexicano, lo cual venía suplicando de rodillas desde unos años antes. Poco después volvió a casarse, contrajo cáncer, viajó a la URSS a radiarse, pintó sus últimos cuadros y murió en 1957, a los 71 años de edad. En 1955 se constituyó Telesistema Mexicano, S. A., compuesto por los grupos de Rómulo O’Farril y Emilio Azcárraga, que habían absorbido los intereses de González Camarena. Para entonces la televisión ya era popularísima, y cada vez había más receptores. Llegaban las series estadounidenses, pero los programas locales eran muy apreciados: el “Duelo de dibujantes”, donde aparecían Freyre, el Chango García Cabral, y otras estrellas de la caricatura (Abel Quezada ya pintaba a los ricos con un anillo en la nariz y a los policías

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con moscas alrededor, y hacía la publicidad de la brillantina Wildroot). También aparecía el Terrible Monje Loco con sus historias de terror de medianoche. Se transmitían numerosas películas mexicanas de la “época de oro”. Empezaban también las telenovelas, que en los sesenta serían ya intuición, “punto intermedio entre la realización social y el pesimismo absoluto”, nos dice Carlos Monsiváis; melodramotes que resultaban “expresión y fijación de sentimientos sociales válidos que robustecían la oral dominante”. Los locutores de éxito eran Paco Malgesto, el bachiller Álvaro Gálvez y fuentes, y Pedro Freís, quien años después vería Ovnis en todas partes. Para los niños estaba el “Teatro Fantástico” de Enrique Alonso, Cachirulo, patrocinado por el chocolate Exprés Pulverizado; también las caricaturas del Gato Félix, cuya cola le servía de signo de interrogación o de bastón, y las del payaso Bozo, que se salían del dibujo y hacía travesuras al dibujante, sin duda un “avance” de las corrientes del artista que se contempla en sí mismo. Ya no había lucha libre, por sí box televisado, y se podía ver a la sensación del momento, el Ratón Macías, peso gallo y buen muchacho, no tirado a matar como los Kids Aztecas, los Changos Casanovas, o el Toluca López, muy popular también y fuerte fajador, todo lo contrario de Fili Nava que se la pasaba corriendo por el ring. El Ratón nunca quiso pelear contra el Costeñito Gutiérrez, o Baby FACE Gutiérrez, que venía muy acreditado del extranjero (estuvo a punto de disputar el campeonato mundial de peso gallo en Australia), pero que aquí nunca la hizo. El Ratón Macías resultó tan buen muchacho que, cuando se retiró, se volvió empresario y lanzó al mercado el refresco Mexi-Cola, que sabía espantoso, ni siquiera le llegaba al Spur-Cola (para entonces también se bebían los refrescos del Valle, el Delaware Punch. Obviamente importado, y los Barrilitos Dr. Brown, porque la población mexicana ya se había echado el clavado definitivo en los refrescos hasta obtener el dudoso honor de constituirse como el país que más tomaba líquidos embotellados: por supuesto, Coca y Pepsi a la cabeza). Por la tele también se veían los toros (domingos por la tarde), con los grandes

éxitos de Carlos Arruza, Luis Procura (que estelarizó el espléndido film cine verdad de Carlos Velo Torero), Fermín Rivera, Calesero, Manuel Capetillo y Joselito Huerta. También se veían, claro, los partidos de futbol: los equipos “españoles” ya habían desaparecido del mapa y los triunfadores del momento eran el Marte, el Zacatepec y el Oro, sin descontar, por supuesto, al Guadalajara, que poco después se pondría cañón, especialmente en 1957, y al Atlante. En el béisbol el acontecimiento de los cincuenta fue el surgimiento del equipo capitalino los tigres (propiedad del cacique empresarial Alejo Peralta), cuyos juegos con los Diablos Rojos casi al instante se convirtieron en “clásicos” (a fines de la década los Tigres contrataron a Chacumbele, un guapachoso negro cubano que cantaba, bailaba y echaba porras encima de la trinchera de la novena capitalina). Otros “clásicos” eran los juegos del Guadalajara-Atlante o los Poli-Uni del futbol “americano”, ya en el flamante estadio de Ciudad Universitaria. Esos juegos de los Burros Blancos contra los Pumas atraían a muchos jóvenes de la clase media, y contaban ya con las afamadas “porras”; la de la UNAM estaba comandada por Luis Rodríguez, Palillo, fósil por antonomasia y personaje célebre de la Universidad como el conocido gigantón Wama. Estas porras, como se sabe, solían ser bravas, y dieron origen a los “porros” de los años posteriores, que se convirtieron en rufianes a sueldo de políticos y funcionarios para aplastar movimientos revolucionarios de los estudiantes con métodos francamente gangsteriles, dignos de la CTM. Por cierto, ingresar en las preparatorias o en las escuelas superiores de la Universidad en aquella época significaba una rapada segura y la humillante participación en los desfiles de “perros”, los alumnos de primer ingreso, que recorrían la avenida Insurgentes bañados en aceite, llenos de plumas, pastoreados a patadas, mientras lo comerciantes cerraban su negocios y se quejaban de esos “jóvenes vandálicos”. Semejantes iniciaciones, por otra parte, no eran nada comparadas con las que tenían lugar en el ejército o el colegio Militar. Pero no todo era escandaloso en los deportes. Allí estaba el gran orgullo nacional por el triunfo del nadador Damián Pizá (que además nunca se metió en problemas con los del

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eximio general Mariles) o del beisbolista Beto Ávila que la hizo en grande en la liga “americana” de Estados Unidos, pues fue campeón de bateo con los Indios de Cleveland en 1954. En 1954 el Fondo de Cultura Económica publicó El llano en llamas, primer libro del jalisciense Juan Rulfo, y un año después su legendaria novela Pedro Páramo, que fue criticada duramente por el poeta fondista Alí Chumacera. Sólo hasta fines de la década esta novela fue reconocida como un libro espléndido y, después, como la obra maestra que es. Como es sabido, Juan Rulfo ya no volvió a publicar otro libro, al punto de que se convirtió, como se decía después, en el único autor que cada vez se volvía más famoso con cada obra que no publicaba. Esto generó la leyenda rulfiana, pero al escritor le representó un triunfo terrible que tuvo que pagar y que lo hundió en neurosis abismales, en amargura y en tarjeta de presentación del régimen. Rulfo formaba con Juan José Arreola una pareja antitética y complementaria. Arreola ya había publicado su extraordinario libro Confabulario y, además, se convertía en un gran editor. En su colección Los Presentes publicó por primera vez (en México) a Julio Cortázar, y abrió la puerta de la literatura a mucha gente importante: Elena Poniatowska, Fernando del Paso, José Emilio Pacheco, José de la colina y, especialmente, al joven Carlos Fuentes, que debutó con el libro de cuentos Los días enmascarados. En él se hallaban ya varios rasgos definitorios de este gran escritor: una capacidad narrativa fuera de serie, riqueza lírica y reflexiva, y el talento de saber fundir en un estilo propio e inconfundible las señas de identidad de otros: la obsesión mítica de Octavio Paz, la conciencia política de José Revueltas, el cosmopolitismo y alta cultura de Arreola y la desoladora mexicanidad de Rulfo. Los días enmascarados fue muy bien recibido, pero el gran despegue de Fuentes lo constituyó su ambiciosa novela La región más transparente, que en 1958 publicó el fondo de Cultura Económica (Joaquín Díez-Canedo a cargo de la producción). Ostentando la influencia de Manhattan transfer, de John Dos Passos, La región fue un hito: estableció rumbos en cuanto a temática (la Ciudad de México como gran personaje), además de que recuperaba

el aliento de los muralistas al “pintar” a la ciudad en un fresco inmenso; para entonces la Ciudad de México era una urbe considerablemente moderna (ya se configuraba el sector cosmopolita que en los sesenta se conoció como “zona rosa” en la colonia Juárez), pero aún limpia de hacinamiento y contaminación. El éxito mexicano de La región se extendió con rapidez a Estados Unidos y a Europa, y propició el surgimiento formal del horriblemente llamado “boom”, o auge, de la literatura latinoamericana de los sesenta. Octavio Paz publicó en ese periodo La estación violenta, que incluía el poema “Piedra de sol”, su célebre obra maestra. Él, más Arreola y Fuentes y otros jóvenes entusiastas se divertían en la Casa del Lago del Bosque de Chapultepec con Poesía en Voz Alta, llevaban a cabo escenificaciones, recitales y se practicaba la antropofagia cultural. Este grupo (sans Arreola) al final de la década se instaló en el periódico Novedades, formó el suplemento cultural “México en la Cultura”, bajo la dirección de Fernando Benítez, y se autoproclamó Vanguardia Artística y Cultural Heredera de Alfonso Reyes y Los contemporáneos. El grupo expandió su influencia cuando fuentes y el aguerrido crítico literario Emmanuel Carballo dirigieron, al alimón, la Revista de Literatura Mexicana. En el suplemento de Benítez apareció Elena Poniatowska, quien además de su trabajo como prosista pronto se hizo célebre como entrevistadora, pues con una carita de lo más inocente dejaba caer preguntas terribles que nadie en sus cabales se habría atrevido a formular. A fines de los cincuentas también hizo su aparición Josefina Vicens que publicó El libro vacío, una especia de cinta de Moebius literaria que se contempla a sí misma. Igualmente brillaba Rosario Castellanos, pionera del feminismo, poeta de versos aparentemente sencillos y magnífica prosista, como dejó ver en su novela chiapaneca Balún Canán. En las antípodas, Lis Spota logró uno de los grandes éxitos de la década (y su mejor libro) con Casi el paraíso, que sacaba a balcón el provincianismo de los ricos mexicanos, siempre listos a reverenciar a los aristócratas europeos, aunque con facilidad les tomaran el pelo, como ocurre en el libro. También destacó Sergio Galindo con El bordo, y Emilio

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Carballido, sin dejar de triunfar en el teatro, pasó con éxito a la narrativa con su magnífica noveleta El norte. En la poesía, Jaime sabines fue la máxima revelación, seguido por Jaime García Terrés (Las provincias del aire), y Tomás Segovia (Apariciones), Eduardo Lizalde y Marco Antonio Montes de oca. En 1958 se publicó también Picardía mexicana. De A. Jiménez, que recogía los albures y chistes pícaros, como el del “gallito inglés”, que se volvería su logotipo. En la música popular, además de la invasión de los cubanos del chachachá, de los Churumbeles de España y del chileno Lucho Gatica, (“usted muge y yo gimo”), el público apoyó con gusto los grandes boleros de Álvaro Carrillo y a los tríos románticos que en 1949 se echaron a andar con los Panchos, su requinto finísimo y la voz de Hernando Avilés. Los Panchso hilaron una serie de éxitos a través de excelentes boleros, como “Sin ti”, “Rayito de luna” y “Me voy pal pueblo”. Además, este trío puso la nota para los demás: requintos de nivel casi virtuosístico, combinación de voces apoyadas en un buen cantante, ritmos dulces y cadenciosos, generados por las maracas y la guitarra de apoyo, y, más que nada, composiciones de alta melodiosidad, versos claros y fuerte romanticismo. Los Tres Ases, con Marco Antonio Muñiz; los Tecolines, y, al final de la década, los Tres Caballos, y los Dandys, de tintes dramáticos y abismales, constituyeron lo más destacado de la gran época de los tríos. Qué bolerazos nos regalaron estos grandes músicos populares (siempre de traje y corbata), que, naturalmente, surtieron de arsenal musical a las sesiones de amigos, de todas las edades, que al calor de la armonía (y de las copas) sacaban las guitarras y, todos juntos, le entraban a los boleros, y, ya picados, a las canciones rancheras. En éstas el maestro absoluto fue José Alfredo Jiménez, quien desde 1947 impresionó al respetable con sus clásicas “Yo” y “Ella”, preludio de una rica serie de composiciones que él mismo se encargó de cantar, o, si no, Pedro Infante, Lola Beltrán o Lucha Villa. El talento de José Alfredo rayaba en la genialidad, y muchas veces le correspondió quintaesenciar aspectos del alma nacional, como en “La vida no vale nada” o “El rey”, que manifestaban las realidades últimas de

millones de mexicanos: perplejidad sana y esencial ante la existencia que subrayaba la desolación de una realidad social durísima para el pueblo. Sin embargo, si bien José Alfredo reveló los abismos contradictorios y sorjuanescos del amor, que llevaba a los hombres a llorar a las cantinas (“desarticuló la prédica del machismo y legitimó y promulgó las ‘lágrimas de los muy machos’”, dice Carlos Monsiváis), también manifestó la vía a través de la cual la sabiduría popular sorteaba los grandes problemas: “la vida no vale nada pero yo sigo siendo el rey”: en medio de los conflictos más atroces se intuye que la condición humana es única y que, en el fondo, nada ni nadie puede evitar el valor que confiere el sólo hecho de estar vivo. A José Alfredo se le acusó de dipsomaniaco, desobligado, incapaz de enfrentar la realidad, de vivir en la cantina de ser un machista irreversible, lo cual, naturalmente, es posible hallarlo en sus canciones, pero se pasó por alto que al expresar todo esto el compositor lo externaba, lo objetivaba y daba pie para la conciencia (y la ulterio transformación), además de que lo hacía con un extraordinario talento musical, a través de melodías muy bellas que sólo pueden acusarse de monótonas si se desconocen los mecanismos formales de la canción popular. Además, no dejaba de ser una gruesa hipocresía colectiva satanizar efectos conductuales del pueblo que respondían a realidades de extrema explotación, manipulación y paternalismo. Por otra parte, José Alfredo fue el vehículo de transición de la canción ranchera, que cada vez se alejaba más del campo, de los ranchos, y se asentaba en el cambiante medio urbano, lo que, posteriormente, generaría mutaciones terribles: las canciones “rancheras” de los años setenta con mucho rebasarían el espectro del machismo para llegar a las antípodas en el caso de Juan Gabriel. La influencia de Estados Unidos se dejaba sentir con fuerza acumulativa en casi todos los órdenes de la vida mexicana, y la música no era excepción. De allá venía la parte final de la época de las grandes orquesta (Ray Anthony, Billy May, ray Coniff al final de la década), que aquí fue reproducida por Luis Arcaraz (“viajera que vas”), Pablo Beltrán Ruiz y García “Whatchamacallit” Esquivel. Pero pronto el cambio sería radical y el gusto por estas orquestas y cantantes como Eddie

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Fisher se desvaneció ante el predominio de las preferencias de los jóvenes de clase media, que en un principio sucumbieron ante las chamarras de piel negra y la motocicleta estilo Hell’s Angels de Marlon Brando en El salvaje, donde el actor de Elia Kazan inauguraría el tipo del joven marginal que rechaza las rigideces de la sociedad. En 1955 surgió el gran mito juvenil de James Dean que, poco después, con el estreno de Rebelde sin causa, causaría estragos aquí y en todo el mundo. Todos los chavos mexicanos se entusiasmaron con el carisma y el aire contracultural de James Dean y el pantalón de mezclilla acabó de popularizarse (las escuelas privadas los prohibían), junto con las calcetas blancas y la chamarra roja ( las muchachas, por su parte, usaban tobilleras, crinolinas bajo la falda y cola de caballo). El llamado “rebeldismo sin causa” de la segunda mitad de los años cincuenta representó un cambio en las influencias estadounidenses. Por primera vez ya no fue el consumismo desatado o los dictados del Establishment lo que cundió, sino las primeras manifestaciones de la contracultura, que allá y aquí eran síntomas agudos de la inconformidad de los jóvenes ante el modelo de vida del anticomunismo y de los rígidos formalismos sociales. El vehículo de esta rebeldía era un fenómeno cargado de energía, vitalidad, alta tecnología y de irrebatible sensación de poderío: el rocanrol, forma musical que venía de los profundos estratos populares estadounidenses: la vida marginal de los negros en las ciudades y la tradición blanca del campo, que al incorporar la improvisación y la atmósfera marginal del jazz, y la cultura juvenil de las capas medias, generó un nuevo lenguaje universal para la expresión de los jóvenes que (primero inconscientemente) trataron de quitarse de encima la manipulación autoritaria de los adultos. El rocanrol (que después seria simplemente “rock”) pasó también a México y desde 1955 marcó hasta lo más profundo a muchos jóvenes. Esto no significaba nada más un fenómeno de dócil mimetismo, sino que constituía la manifestación de condiciones anímicas equivalentes en muchos jóvenes mexicanos citadinos y de la clase media. Aquí también urgía una liberación emocional, pues eso fue en un principio el rocanrol.

Musicalmente, en un principio, el rocanrol en México fue hecho por adultos (la más joven era Gloria Ríos) que lo consideraban una moda más, que pasaría como pasaron el mambo y el chachachá; había que sacarle todo el jugo posible a esa nueva moda que iba proponiendo una estética “antiestética”, donde los gritos y los aullidos eran de lo más normal, y la distorsión y el “ritmo frenético”, parte natural del paquete, pero esto era algo que sólo podían hacer los jóvenes, lo cual ocurrió en nuestro país ya en 1957. Los Locos del Ritmo, los Teen Tops y los Black Jeans se encargaron de los primeros grandes éxitos. Lo lamentable, aunque comprensible, fue que los conjuntos mexicanos no compusieron su propio material en español y se dedicaron a traducir (o “refritear”) los números más sonados del rocanrol gringo. Solamente los Locos del ritmo, en un principio, crearon algo original: “Tus ojos”, una balada convencional pero aceptable, y “Yo no soy un rebelde”, que vino a ser un cuasihimno juvenil con sus planteamientos: “Yo no soy un rebelde sin causa, ni tampoco un desenfrenado, yo lo único que quiero es bailar el rocanrol y que me dejen vacilar sin ton ni son.” Este aserto (más franco no podía ser) causó escándalo en la sociedad mexicana; no se veía que el querer pasarla bien y sin preocupaciones era algo preferentemente normal en esa edad, que los jóvenes ya estaban fastidiados de la incomprensión que implicaba verlos como “rebeldes sin motivos”, y que ellos manifestaban también los inicios de la agonía de todo un modo de ser y de vivir en México. En los cincuenta se fue quedando atrás la vieja concepción rural de México. Fue el “adiós a la imagen nacional del charro y la china poblana”, dice Carlos Monsiváis. La industrialización y el desarrollismo generaron formas de cultura urbana, pero también un franco proceso de cambios profundos en la identidad nacional; en lo peor se trató de una evidente desnacionalización, pero en sus mejores aspectos implicó empezar a tantear los nuevos rasgos del ser nacional. Surgían las primeras manifestaciones de una nueva sensibilidad y una nueva mentalidad que afloraría con claridad a fines de los sesenta y que en los años setenta y ochenta sería ya una realidad indiscutible.

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Los jóvenes, “rebeldes sin causa”, y el rocanrol fueron satanizados tajantemente por la sociedad, lo que denotaba precisamente la rigidez y la arterioesclerosis del sistema político-económico-social del país que llegaba a la intolerancia ante lo que podía sanearlo. Por el lado político se reprimía a maestros, ferrocarrileros e izquierdistas disidentes, y por el lado cultural se trató de aplastar a los jóvenes y sus aires de renovación. Ambas eran caras de la misma moneda que iniciaba una transformación en el país. Los ataques a los jóvenes crearon la llamada “brecha generacional” y ésta ocupó mucho espacio en la prensa, que atacaba virulentamente a comunistas y rocanroleros. Los chavos fueron denostados en todos los tonos y se llegó a extremos ridículos, como la campaña antirrocanrolera a raíz de las supuestas declaraciones de elvis Presley: “Prefiero besar a tres negras que a una mexicana.” El autoritarismo en las familias, escuelas, empresas e instituciones; la paulatina pérdida de eficacia de la iglesia católica para proporcionar estabilidad sicológica a las masas, al estrechez de criterio propiciada por le anticomunismo, que fomentaba la irracionalidad y la recurrencia de métodos represivos, era considerada como forma imbatible en el trato a los jóvenes. Los valores tradicionales cada vez se diluían más ante la pérdida de sustancia y se convertían en ejercicios de pésima retórica, demagogia, o, peor aún, en uso consciente de lo que George Orwell, el Revueltas de los ingleses, llamaba “doble pensar”: hacer valer las contradicciones más aberrantes o, simplemente, decir una cosa para hacer exactamente lo contrario. El rock era una válvula de escape el aquellos días. Ni remotamente representaba un vehículo de una concepción de la vida, como ocurrió diez años después; en todo caso daba constancia de formas de la vida juvenil: la escuela, los ligues, las broncas con los papás, gustos, diversión y mucha energía. Los jóvenes tampoco eran desenfrenados, como se les acusaba, aunque algunas pandillas juveniles, que aparecieron en esa época entre la clase media, sí llegaron a cometer diversos desmanes, usualmente propiciados por la represión moral, como ocurrió durante el estreno de la película el rey Criollo, de elvis

Presley, en el cine Las Américas (Parménides García Saldaña, en su libro de realitos del mismo título, da una espléndida constancia de lo que allí ocurrió); más bien se rebelaban ante la rigidez y la intolerancia, ante la vaciedad de las propuestas de la sociedad, cuyas metas visibles consistían en el culto al dinero, el estatus, el “éxito social” y el poder. Estas premisas emergían por sí mismas de la naturaleza del crecimiento económico y eran estimuladas por las múltiples y sutilísimas formas de corrupción que habían llegado para quedarse. No se trataba de que los jóvenes emergieran como una fuerza especial en la vida política; más bien ellos fueron de los primeros en manifestar inconscientemente un orden insatisfactorio en lo esencial; lo único que reclamaban era que “los dejaran ser”; querían expresarse y desarrollarse en ambientes menos opresivos moral y culturalmente, por eso su rebeldía tuvo alcances profundos y complementó las luchas políticas de los obreros, y, con ellos, fueron combatidos y reprimidos con una virulencia insólita.

“SANTA MADRIZA, PATRONA DE LOS

GRANADEROS” En 1955 el presidente Ruiz Cortines no era muy popular. De él la gente sólo destacaba su edad avanzada y por eso le decían el Príncipe Charro (que como se sabe era un eufemismo de “el Pinche Vetarro”) y se le atribuía un viejo chiste: Ruiz Cortines metía la mano a la bolsa; sin embargo, ésta se hallaba agujerada, y el presidente decía: “¿Pasitas? ¿Cuándo compré pasitas?” Pero su administración, al menos momentáneamente, había salido de problemas económicos y proclamaba, orgullosa, que el crecimiento de 1954 había sido “como en las grandes épocas del alemanisco”. Las exportaciones de ese año llegaron a verdaderos récords y Antonio Carrillo Flores, secretario de Hacienda, consideraba que la nueva política económica era lo que el país necesitaba después de la transición avilacamachista y el arranque inflacionario del alemanisco. Al fin se había llegado “al equilibrio”, al “desarrollo estabilizador”. En primer lugar, se hizo a un lado la idea de no recurrir a los créditos externos, como había

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planteado Loyo en 1953, sino que, por el contrario, éstos se volvieron imprescindibles para el gobierno, que nunca quiso aplicar una rigurosa política fiscal, como en los países desarrollados, con el fin de crear condiciones ideas para los inversionistas, tanto extranjeros como del país. Las exenciones y todo tipo de incentivos eran comunes para la empresa, así es que el gobierno sólo aplicó impuestos a la case media y a los trabajadores (años después se sacaría de la manga feroces impuestos a la compra y tenencia de automóviles, “al valor agregado” y al “consumo suntuario”). Como tampoco se quería utilizar los depósitos y ahorros bancarios, lo mejor era someterse a préstamos internacionales, que entonces no tenían condiciones tan usureras como en los años ochenta. Los dolores de cabeza (“migraña”, consideró siempre el presidente) eran anuncios del fin terrible de Adolfo López Mateos. A fin de cuentas se le inmovilizó el ojo izquierdo, la pierna izquierda, la mano izquierda, el pie derecho, la mano derecha. “Usaba unos aparatos ortopédicos para poder dar algunos pasos”, cuenta Sierra Casaús. Después, quedó absolutamente paralizado, sólo con las funciones vegetativas (y muy probablemente con plena conciencia e incapaz de expresarse), hasta que murió, en 1969.

LA CULTURA EN MÉXICO A fines de 1958, cuando Adolfo Ruiz Cortines entregó el poder presidencia a su tocayo López Mateos, en México causaban furor el rocanrol y las rumbeadas. Aunque el rock era accesible para cualquiera, no todos se sintonizaban en la frecuencia de onda necesaria y había mucha gente, incluyendo jóvenes por supuesto, que ni entendían ni les interesaba el rocanrol. En cambio, la música tropical “era tan mexicana como las cnaciones rancheras”, y por eso las rumbeadas estaban de moda. En las fiestas de sábado por la noche no faltaban Lobo y Melón con su “Amalia Batista” (“le tiro y le tiro la palangana y se va con el guapachá”) para que los briosos bailarines le sacaran punta al piso. Cuando se requería de menor vigor, se pasaba a los danzones chachachá de Carlos Campos y de

Mariano Mercerón. Ya se oía, pero aún no llegaba al techo del éxito, a la Sonora Santaneca de Carlos Colorado, para muchos simplemente la Santa, que, con Sonia López, alcanzó ventas millonarias de “El ladrón”. Para bailar “de cachetito” (o “de cartón de cerveza”) también se oía, oh paradoja, a Ray Coniff, único gringo no rocanrolero con éxito fulminante en México. En 1959 asombró el caso de Rififí entre los hombres, película francesa sobre un robo por horadación que tuvo un éxito inusitado; “ya lleva más de un año en el cine Prado”, decía la gente. El gobierno a fin de cuentas prohibió la película porque tuvo lugar un robo exactamente igual al de Rififí. Ya en 1959 en México se leía (además de a Carlos Fuentes, que acabó con el cuadro vía La región más transparente, y de Jorge López Páez, que debutó espléndidamente con El solitario Atlántico) a Jean-Paul Sastre, Albert Camus, Par lagervist, y se oía hablar de los existencialistas. Lo que se entendía por existencialismo en términos más o menos populares (ciertos sectores de los jóvenes de clase media) era decir: “La vida no tiene sentido pero vale la pena vivirse2, vestirse con pantalón y suéter de cuello de tortuga rigurosamente negros y tener la cara de aburrido o de estar deprimidísimo. Los cafés “existencialistas” llamaron la atención en la Ciudad de México. Lugares como el Gato Rojo, La Rana Sabia, Acuario, El Sótano, solían ser pequeños, oscuros, abundantes en café exprés y con espontáneos del público que leían poemas cuando la música, por supuesto jazz, descansaba un momento. Los mexicanos no tuvieron su Juliette Greco, pero muchos interesados por los biatniks (en realidad “existencialismo” y “beatniks” era casi lo mismo para muchos) si tuvimos la fabulosa revista el Corno Emplumado, en la que Sergio Mondragón y Margaret Randall se encargaron de traducir a Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso, Gary Snyder y Jack Kerouac, Realmente no hubo muchos beatniks en México, pero los cafés “existencialistas” sí llegaron a cierta popularidad, como un indicio de que cierta clase media urbana tendía a contraculturizarse.

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La difusión de la alta cultura, como el dinero, cada vez más se concentraba en menor gente. El grupo de intelectuales que colaboraba en el suplemento cultural México en la cultura, se solidarizó con Fernando Benítez cuando la directiva del periódico lo corrió por razones francamente reaccionarias. Sin embargo, José Pagés Llergo, director de siempre les ofreció el espacio central de su revista y pronto surgió a la luz la Cultura en México, con Benítez, Fuentes, Emmanuel Carballo, Elena Poniatowska, y los jóvenes José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. El primero ya había publicado poesía con Juan José Arreola; era serio, polígrafo, lector empedernido y con un fuerte sentido de la justicia; Monsiváis, por su parte, ostentaba su influencia salvadornovesca: alta inteligencia, ironía devastadora, dotes desmitificadoras e interés por la cultura popular. Ambos venían de la revista Estaciones, del poeta Elías Nandino, que dio amplias oportunidades a los jóvenes. Con Benítez y Fuentes también se hallaban varios escritores, que a la larga vinieron a componer el sector conservador-intelectualista del grupo: Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Tomás Segovia, Salvador Elizondo, José de la Colina, Sergio Pitol. Por su parte, Poniatowska, Monsiváis, Pacheco, Carballo, Luis Guillermo Piazza y María Luisa Mendoza formaron el “sector popular”. Las dos corrientes eran la planta baja, pues en la alta (o planos himaváticos) moraban Paz, Benítez, Fuentes, Jaime García Terrés y el filosofo poeta Ramón Xirau. El grupo de La cultura en México también disponía de la Revista de la Universidad y de la Revista Mexicana de la Literatura, y pronto se adueñaron del medio intelectual y ganaron muchos adeptos leales porque representaban la vanguardia intelectual y artística, lo-más-avanzado-en-el-país. Cerca de ellos se encontraban los editorialistas de la revista Política: Gonzáles Pedrero, López Cámara y Flores Olea. Y también escritores exiliados como Tito Monterroso, Luis Cardoza y Aragón y Gabriel García Márquez. Pronto se sumaron los críticos de cine ( Nuevo Cine, La Semana en el Cine) Emilio García Riera, Jomi García Ascot, José de la Colina, Salvador Elizondo ( que después hizo la revista S. Nob), y los directores de teatro Juan José Gurrola, Juan Ibáñez y José Luis Ibáñez ( y con ellos sus grupos de actores ). Y los pintores: José Luis

Cuevas, que a los 15 años de edad montó su primera exposición y que había adquirido notoriedad por sus críticas desaforadas hacia Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco y el muralismo en general. Por esas fechas Cuevas colaboró también en Nueva Presencia, donde se promovía la pintura figurativa y abstracta. Con Cuevas también circularon por el grupo los pintores Alberto Ginorella, Vicente Rojo y Manuel Felgueréz. Como puede verse, el grupo era un verdadero bulldozer. A fines de los cincuenta y principios de los sesenta aún no funcionaban como mafia, incluso eran, hasta cierto punto, disidentes críticos del sistema, al que encontraban, y con razón, excesivamente subdesarrollado y de mentalidad anacrónica. Sin embargo, a mediados de los sesenta los de la Cultura en México se convirtieron cada vez más en establishment y los criterios de descalificación tajante ante manifestaciones artísticas que ellos no favorecían se volvieron represivos, dado el poder que llegaron a amasar. En 1959 el grupo en pleno lloró la muerte de Alfonso Reyes, quien, sin duda era su tata espiritual y modelo intelectual. En ese año también murió Samuel Ramos, pero el grupo no lo lamentó tanto; sin dejar de reconocer las aportaciones de Ramos el era un ejemplo intelectual que no les interesaba: lo mexicano estaba “out”, lo que correspondía era cosmopolita, estar al día, seguros de que se estaba al nivel intelectual de lo mejor del mundo y de ninguna manera en calidad de infanterías huarachudas de la vanguardia internacional. Por esas fechas, Humberto Batis, otro conspicuo miembro del grupo, fue corrido junto con Tito Monterroso del colegio de México por Daniel Cosío Villegas ya que se tardaba mucho en sacar fichas. Batis se unió al escritor Carlos Valdéz y formaron Cuadernos del Viento: paginas que si se abrieron, como antes Estaciones, a los jóvenes entusiastas que se interesaban por la cultura y que, comparativamente, cada vez eran más y tendían a escaparse de las categorizaciones sociológicas. En 1959 Tito Monterroso publicó su primer, excelente, libro: obras completas (y otros cuentos), en el que se halla el famosísimo texto “El Dinosaurio”, que aún estaba allí en 1960

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cuando Sergio Galindo ofreció su excelente novela El bordo. Carlos Fuentes, después del gran esfuerzo de La región más transparente, publico una novela corta, lineal y espléndida, Las Buenas Conciencias, que, como todos los libros importantes de la época, apareció en el Fondo de Cultura Económica de Orfila Reynal bajo la sabia producción de Joaquín Diez-Canedo. En realidad, Carlos Fuentes fue la máxima figura de la década de los sesenta. No sólo consolidó el éxito internacional La región con libros decisivos como La Muerte de Artemio Cruz y Aura (ambos de 1962), Cantar de Ciegos (1964) y Cambio de Piel (1967), si no que su presencia rebasó con mucho los estrechos márgenes que la sociedad imponía a artistas e intelectuales. Su crítica política fue oportuna y lúcida, y con sus libros y su magnetismo personal se convirtió en el personaje más popular de la gente culta y de muchos jóvenes que veían en él un casi perfecto héroe intelectual. Cuando, a mediados de la década, se organizo el I Concurso de Cine Experimental, él fue el autor que todos los cineastas querían adaptar. La cúspide de esta popularidad tuvo lugar en diciembre de 1969 cuando Fuentes festejó su novela Cumpleaños con un cóctel legendario en la cantina la Ópera, donde la nueva intelectualidad se sintió muy a gusto en esa atmósfera porfiriana. Candice Bergen y William Styron, estrellas invitados, acapararon las cámaras; buen Whisky y mejor coñac se distribuyeron sin coderías y las borracheras de fin de jornada fueron comentadísimas. En las antípodas se hallaba José Revueltas, quien, en 1960, publicó su libro de cuentos Dormir en tierra, que contiene varias obras maestras del genero. Pero en realidad lo primordial para Revueltas seguía siendo el pensamiento comunista y también en 1960 publicó su Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, en el que critico a los partidos comunista mexicano, popular Socialista y Obrero Campesino porque no estuvieron a la altura de la trascendencia del movimiento ferrocarrilero. Eso le corroboraba a Revueltas su idea de que el proletariado mexicano carecía de una verdadera cabeza revolucionaria y de que el partido comunista, por su desligamiento del pueblo, era inexistente históricamente. Poco antes José

Revueltas había presentado México: democracia bárbara, en el que observó penetrantemente la sucesión presidencial de 1958 y donde concluyo que las prácticas democráticas mexicanas eran, en el mejor de los casos, “bárbaras”. Este fue uno de los primeros textos en México que de lleno enfrentaron lo que para entonces era un Gran Enigma de los modos de Sucesión Presidencial, que para Revueltas bien podían considerarse “ a la mexicana”. En aquella época el pueblo sabía muy poco de lo que ocurría en las cúpulas gubernamentales, que guardaban un hermetismo casi total. En la poesía aparecieron Luz de aquí, de tomas Segovia: delante de la luz cantan los pájaros y Lívida luz, de Rosario Castellanos. Y apareció La espiga amotinada con materiales de cinco poetas izquierdistas: Óscar Oliva, Juan Bañuelos, Eraclio Zepeda, Jaime Augusto Shelley Y Jaime La- bastida, que en 1965 se volvieron a reunir en el libro Ocupación de la palabra. En 1961 salió fuego de pobres, de Rubén Bonifaz Nuño y el fondo de cultura publicó el material poético, de Carlos Pellicer, enorme como lápida, que contenía la obra escrita entre 1918 y 1961. En 1961 México estaba ávido de mundo. Las noticias de los viajes orbítales de los soviéticos Gagarin y Titov-impresionaron profundamente, y en el medio cultural entusiasmaban las obras teatrales de vanguardia, especialmente el teatro del absurdo de Ionesco. En tanto, la dramaturgia mexicana seguía regida por Emilio Carballido, quien presentó Te Juro Juana que tengo ganas con un gran éxito, el cual repitió con Yo también hablo de la rosa. Magaña escribía poco, y el nuevo autor que llamó la atención fue Hugo Argüelles, que llegó al estrellato instantáneo con sus obras Los cuervos están de luto y Los Prodigiosos, donde se explayó en el humor negro. La nueva ola francesa causaba sensación en el cine. Muchos jóvenes vieron casi religiosamente las primeras películas de Godard, Truffaut y Resnais. También se admiró a los italianos Visconti (Rocco y sus hermanos), Fellini (la dulce vida) y Antonioni (La noche). Empezaban las reseñas cinematográficas en Acapulco, que atraían a grandes celebridades del cine. Pero la

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producción cinematográfica en México era alarmantemente pobre. Luis Bañuel, por supuesto, seguía en la cúspide, pero en 1961 se fue a filmar a España, después de varias décadas del exilio, y con el dinero del mexicano Gustavo Alatriste (dueño de las revistas Sucesos y La Familia, en las que trabajaba Gabriel García Márquez) y con la actuación de Silvia Pinal( esposa entonces de Alatriste) produjo Viridiana, una de sus obras cumbres, en lo mas mínimo se quedaba atrás ante la portentosa Nazarín, que filmó en 1958.Buñuel regresó a México, pero ya filmaría poco aquí. Con el binomio Alatriste-Pinal, el aragonés realzó El ángel exterminador, una alucinante historia que claramente viene de un sueño, y Simón del desierto, obra mucho menor que tiene la torpeza de presentar al infierno como un antro donde no sólo se oye rocanrol si no que éste es interpretado por el grupo Los Monjes, que capitaneaba uno de los hijos de Julio Bracho. Este maestro, por cierto, en 1962 filmó La sombra del caudillo en una horrenda adaptación de la gran novela de Martín Luis Guzmán. Si la novela causó un escándalo cuando se publicó más de 30 años antes, a principios de los sesentas seguía perturbando al régimen, que, de plano, opto por censurar la película y enlatarla por muchos años: en 1989, por cierto, continuaba sin estrenarse públicamente, aunque ya alguna gente la había podido ver en videocaset. La censura había hecho el mismo numerito en 1959, cuando Roberto Gavaldón adaptó al cine la obra de B. Traven, La rosa blanca; la exhibición comercial de esta película también fue prohibida sin dar una mínima explicación e igualmente acabó enlatada. Eran pocos los cineastas aptos en México y a éstos el deprimente panorama comercial les cerraba las puertas. Solo Luis Alcoriza encontró apoyo en la compañía de Antonio Matouk (Angélica Ortiz, Gerente de Producción) y demostró que los años que pasó como asistente de Buñuel fructificaban con dos películas notables: Tlayucan y Tiburoneros. Pero fuera de eso, el cine nacional era desolador, dominado por productores acostumbrados a lucrar a partir de los empréstitos que les daba el banco cinematográfico y que jineteaban con gran gusto. La corrupción de estos productores (Wallerstein, Ripstein, Calderón, Rosas Priego) los condujo a favorecer un cine absolutamente

inane, tan malo que apenas llegaba a enajenar al respetable. Una magnifica muestra de estos “criterios” lo constituyó la avalancha de películas “juveniles de la época”. Consientes del éxito tremendo de los rocanroleros y del auge de los jóvenes en general, los productores filmaron “comedias musicales” cuyo único chiste consistía en presentar a los ídolos del rock, pues la moralina, la evidente ansia de manipular y la pereza creativa campeaban en casi todas las películas que hicieron (y que ya eran llamadas “bodrios” por el publicó). Todo esto daba arsenal a los críticos de La Semana en el Cine y de Nuevo Cine que se pitorreaban de los bodrios y denunciaban la censura y los criterios atrasadísimos del cine nacional. En cambio, aún no surgía la crítica de televisión. Telesistema Mexicano se perfilaba como gran monopolio (el estado ni siquiera presentaba competencia, mucho menos resistencia) y progresivamente asentó en la población del país los modelos mas desafortunados del “american way of life” y la enajenación en todas sus formas. Las telenovelas eran ya una institución nacional y el publico se había acostumbrado a ver los lacrimógenos pésimamente realizados, melodramotes que duraban meses en su programación vespertina por escribir telenovelas, Vicente Leñero, que en 1961 publicó su novela La Voz Adolorida (años después esta se transformo en A Fuerza de Palabras) tuvo que sufrir el escarnio de los intelectuales del Establishment. Además de las telenovelas, telesistema presentaba viejas series de televisión estadounidense (“Los Intocables”, “combate”, “Yo quiero a Lucy”) caricaturas pésimamente dobladas y programas “de entretenimiento” entre éstos lo mejor consistió en la aparición de en la aparición de Manuel Valdéz, el Loco (hermano del para entonces gordo Tin Tan), quien en “Variedades de Mediodía”, primero, y “de medianoche”, después, se hizo célebre con su comicidad incontrolable y su gran capacidad de improvisar payasada tras payasada. El humor del loco era definitivamente nuevo, y en momentos podía ser incluso subversivo, o eso juzgo la Temible Censura de Televisión, que se puso furiosa cuando el buen Loco se refirió al buen Benemérito de las Américas como “Bomberito Juárez”. Por desgracia, esas locuras sanamente desmitificadoras e

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ingeniosas no abundaban en la televisión, que paso a paso se convertía en una influencia devastadora, al grado de que después se consideró que el Telesistema era la verdadera Secretaria de Educación pública, pues llegaba hasta lo mas profundo de la sociedad mexicana (o eso parecía). Para colmo de males, en 1963, Walter Buchanan, Secretario de Comunicaciones, lanzó una convocatoria para concesionar un nuevo canal televisivo: el 13. La Universidad Autónoma de México desde principios de los años cincuenta había peleado por tener su propio canal, pero no obtuvo nada. A principios del sexenio, en cambio, el Instituto Politécnico Nacional logró la concesión del canal 11, cultural, de muy bajo presupuesto; en un principio nadie podía verlo, pues así de débil era su señal; por tanto, lo correcto era que la UNAM obtuviera el suyo. Varios funcionarios parecían interesados en esto pero a fin de cuentas, Comunicaciones acabó ignorando a la Universidad y concesionó el canal 13 a un señor Salas que nadie conocía. Numerosos magnates de la comunicación querían también el nuevo canal y en el acto presentaron amparos ante la Suprema Corte de Justicia alegando prioridad. Por esta razón, la concesión del nuevo canal quedo en suspenso y sólo asta 1968 acabó resolviéndose (pero en esa ocasión tampoco lo pudo obtener la UNAM, a pesar de los esfuerzos que en ese sentido realizó el rector Barros Sierra). En la prensa, el gran acontecimiento fue el surgimiento de El Día, que en 1961 el atinado López Mateos proporcionó a Enrique Ramírez y Ramírez, viejo militante de la izquierda, quien después se dejó cooptar por el sistema (“hay que hacer la revolución desde adentro”) y como premio obtuvo su periódico. Gracias al subsidio oficial, este diario no se preocupo por la publicidad y quitó importancia a las páginas de sociales. Abundaba en información internacional con un discreto tinte de “izquierda”. Además, después tuvo el tino de establecer una página cultural diaria que, cuando fue encomendada a Arturo Cantú, alcanzó niveles magníficos. Los demás periódico grandes (Excelsior, Novedades, El Universal) continuaban con líneas francamente conservadoras, generadas por la inercia y el intrincado juego de los “embutes”

o “chayotes” (sin mi chayo no me hallo”, bromeaban cínicamente los periodistas), o sea, los sobornos que en sobres cerrados repartían los jefes de las dependencias para asegurar la complicidad de los reporteros. El periódico más popular (después del notorio amarillismo de Zócalo en los años cincuenta) era la Prensa, con sus criterios provincianos (el peor insulto de la época) de echar por delante la nota roja, la cual más tarde sería explotada repugnantemente por Magazine de Policía o Alarma. Los deportivos principales ya eran esto, Ovaciones y La afición (este último daba mas énfasis al beisbol, mientras los dos primeros se ocupaban del fut.) los Domingos se leía El Fígaro, con sus páginas moradas, en donde abundaban fotos de las bellas; Efraín Huerta se encargaba de la critica de cine. Las revistas clave eran Siempre!, de pagés Llergo, con las caricaturas de Carreño y de los estrellas de los cincuenta el Chango García Cabral y Manuel Freyre. Los principales pensadores políticos colaboraban en las páginas sepia del semanario. Que tenía un éxito absoluto entre el medio político y el público; también se leía muchísimo la revista Política, de Manuel Marcué Pardiñas quien llegaba en un flamante auto Jaguar a sus oficinas de Bucareli. Política era más combativa que Siempre! Y pronto se convirtió en la publicación preferida de la izquierda, que leía con avidez los artículos y los reportajes sobre acontecimientos que el resto de la prensa prácticamente ignoraba, como la muerte de Jaramillo o los avatares de la revolución cubana. Entre las historietas seguía brillando La Familia Burrón, pero las grandes ventas iban para Lágrimas, risas y amor. Por esas fechas apareció Chanoc, que después tuvo una gran importancia al igual que Kalimán, y mas tarde El Payo. Pero el dominio total del mercado lo tenía La Editorial Novaro, que llenaba los puestos con sus traducciones de historietas estadounidenses: las viejas Pequeña Lulú, Lorenzo y Pepita, más los Cuentos de Walt Disney, las historietas del Conejo de la Suerte, el Pájaro Loco, además de las de Superman, Batman y otros “superhéroes” que, por supuesto, compensaban al ciudadano endeble con el sueño de los “Superpoderes”. Tenían mucho éxito historietas sentimentales (y debidamente “gordas”) como la Novela Semanal o la Novela de Amor, que competían

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in extenso con las publicaciones de Yolanda Vargas Dulché. Y ya existían las fotonovelas, que en los años setenta alcanzaron un gran auge: se trataba de historias igualmente sentimentales que se fotografiaban con actores incipientes. En un principio las fotonovelas penetraron con lentitud, pero después llenaron de dinero a mucha gente. Y estaban las revistas “femeninas” y “masculinas”.La familia, de Gustavo Alatriste (y que después dirigió Cristina Pacheco) era muy popular, pero ya a fines de López Mateos y a principios del diazordacismo aparecieron Kena, Claudia de México, Rutas de Pasión y otros engendros que confiaban a la mujer (como hacía aún la sociedad entera) a la cocina, la costura y la confección, a los chismes sobre los artistas, a la apología de las modas y de la vida de los ricos, especialmente si eran aristócratas. Por el lado masculino, desde fines de los cincuenta, James R. Fortson trató de emular al estadounidense Hugo Hefner y nos recetó la revista D`Etiqueta, que seguía el modelo de Playboy en cuanto a los reportajes “culturales” el culto a la moda y los automóviles, los chistes y las caricaturas, pero aún sin que las “féminas” (horror de término) mostraran los senos, pues el gobierno continuaba en la línea férrea de la censura paternalista. Poco después Fortson emprendió Caballero. También se dieron publicaciones humorísticas a principio de los anos setenta. Rius, que ya empezaba a cobrar celebridad, se unió con Almada y con el español Gila (que causó sensación en México con su humor “por teléfono”) y los tres echaron a andar La Gallina, cuyo primer número aclaraba que la revista se podía leer con confianza pues en ella no publicaba Roberto Blanco Moheno. El humor de la Gallina tendía fuertemente a lo político y por eso fue vista con suspicacia por las autoridades. El penúltimo número, de lejos, perecía la revista Life en español, y solo al acercarse se leían las letras menudísimas que decían: “Esto no es Life en español, es La Gallina en mexicano.” El siguiente, y último numero, tardó mucho en aparecer, y cuando Salió, el público devoto de la revista vio que, el más puro estilo Mad, se informaba: “esta vez no pusimos nada en la portada para no meternos en otra bronca.” Rius después creó Los supermachos, que tuvo un gran éxito y después se embarcó en libros didáctico-

políticos con el lenguaje de la historieta (Cuba para principiantes, Marx para principiantes) y logró penetrar en públicos cada vez más amplios. Poco después aparecieron unos números de la revista Mano, más directamente influida por la estadounidense Mad, que crearon los entonces muy jóvenes Gustavo Sainz, Nacho Méndez y Sergio Aragonés: este último después se fue del país y encontró trabajo precisamente en Mad, donde hasta la fecha, se encarga de los “dramas Marginales”. En 1962 el año en el que apareció Mano, el teatro obtuvo un impulso decisivo con la aparición de Juan José Gurrola, quien dirigió y actuó (con Enrique Rocha) la excelente puesta en escena de Bajo el bosque blanco, del poeta Dylan Thomas, que entre sus grandes méritos se halla el haber facilitado su nombre a Bob Dylan. De allí en adelante Gurrola llevaría a cabo representaciones teatrales de excelente calidad, y con autores como Pierre Klossowski o e. e. cummings se colocó a la cabeza de la experimentación teatral en México. Por esas fechas Juan Ibáñez hizo su legendaria escenificación de Divinas palabras, que lo llevo a triunfar en el festival de teatro de Nancy, Francia. Ibáñez después pasaría a la dirección de cine. En 1962 llegó a México el chileno Alexandro Jodorowsky, discípulo del mismo francés Marcel Marceau y del orate español Arrabal, de quien Jodorowsky aprendió las “suertes pánicas”. En México, Alexandro rindió homenaje a su maestro con la puesta en escena de Fando y Lis, que causó sensación en el Teatro de la Esfera. Las buenas conciencias también se escandalizaron con los espectáculos “efímeros”, que eran bien divertidos si se tenía presencia de ánimo para ver cuasirrituales de gallinas degolladas o actores defecando en escena. Jodorowsky nos puso al día en cuanto a representaciones de Eugene Ionesco, y con el excelente actor Carlos Ancira montó La lección, Rinocerontes, Las sillas y otras obras del jefe rumano (Gurrola, en la Casa del Lago, se encargó de la celebre Cantante calva, que aún sigue peinándose de la misma manera). Por cierto, a fin de sexenio Carlos Ancira estrenó su monólogo el diario de un loco, de Gogol que monto miles de veces en México y en el extranjero prácticamente hasta su muerte a fines de los ochenta.

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En 1962, la literatura obtuvo un avance de importancia con la aparición de la Editorial ERA, llamada así por las iniciales de sus socios principales: Neus Espresate, el pintor Vicente Rojo y el dueño de la imprenta madero, Azorin. Era puesto en circulación la soberbia traducción de Raúl Ortiz y Ortiz de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, editó a Gabriel García Márquez y a autores nacionales como Carlos Fuentes y Fernando Benítez. Reforzó también hasta entonces la escasa red de ediciones de literatura nacional. En los anos cincuenta el fondo de Cultura Económica, a través de la colección se letras mexicanas, abrió el camino: le siguió Juan José Arreola a mitad de la década con sus ediciones Los presentes, y a fines de los cincuenta La Universidad Veracruzana lanzó su serie ficción, que dio cabida a numerosos escritores jóvenes. El panorama mejoró más aún en 1963, cuando Joaquín Diez-Canedo dejó la gerencia general del Fondo de Cultura Económica y abrió la editorial Joaquín Mortiz, que en un principio nos dio obras de Gunther Grass, Agustin Yáñez, Elena Garro (los recuerdos del porvenir) y Juan José Arreola quien volvió a la literatura después de diez años para abrir la popular serie del volador con su novela “de voces” La feria. Arreola, además, reemplazó a Ramón Xirau en la conducción del centro Mexicano de Escritores, y con Juan Rulfo se encargó de coordinar las sesiones de becarios (Rulfo, por cierto, anunciaba todos los años la “inminente” aparición de su novela La cordillera). Arreola merecidamente adquiría el prestigió de ser el que más ayudaba a los jóvenes pues no sólo atendía a los becarios del Centro de Escritores si no que en su departamento de río de la plata en la colonia Cuauhtémoc inicio “el último de los grandes talleres literarios de la vieja época” que se llamo Mester. Arreola no tenia criterios tan excluyentes como el Grupo de La Cultura en México y a su taller acudía gente de todas las edades y de todo tipo de intereses literarios, pero predominaban los muy jóvenes como José Carlos Becerra, Elsa Cross, Alejandro Aura, Víctor Villela y Raúl Garduño (en la poesía), y Gerardo de la Torre, Rene Avilés Fabila, Federico Campbell, Jorge Arturo Ojeda, Eduardo Rodríguez Solís, Rafael Rodríguez Castañeda y Álex Olhovich (en la prosa). Este grupo trabajó durante 1963 y en 1964 procedió a publicar la revista Mester y el primer libro: La tumba, novela corta de

José Agustín, que presentó el fenómeno de los jóvenes vistos desde la juventud misma (casi todas las obras juveniles eran escritas por gente de edad, lo cual determinaba en gran medida el estilo y la concepción de la juventud misma). Este tipo de novela utilizaba un lenguaje que rescataba artísticamente las hablas de los muchachos, además de que venía cargado de una vitalidad, irreverencia y frescura que difícilmente se pueden dar cuando se es más adulto. A fin de cuentas, este fenómeno también era una manifestación cada vez mas clara del papel protagónico que los jóvenes empezaban a tener en México. Para entonces ya era una realidad entusiasmante lo que se conocía como el boom de la literatura latinoamericana y que, a fin de cuentas, consistía en que el público internacional (léase Europa y Estados Unidos) al fin reconocía la formidable literatura que los latinoamericanos hacían desde los años cuarenta. En 1960 ya había aparecido, con gran éxito, las traducciones de La región más transparente; en 1961 Jorge Luis Borges obtuvo el premio internacional de literatura, que otorgaban más de diez editores de varios países; en 1962 Fuentes regresó a los grandes niveles con Aura y La muerte de Artemio Cruz, se volvieron fuertes éxitos internacionales. También obtuvo gran resonancia el premio Biblioteca Breve, de la editorial española Seix Barral, que premió la primera novela del joven peruano Mario Vargas Llosa La ciudad y los Perros. Esta apareció ya en 1963 y coincido con la publicación de Rayuela, La intrincada, gozosa, humanísima, obra maestra del argentino Julio Cortázar. Poco después aparecerían Tres Tristes Tigres, de Guillermo Cabrera Infante, alias G. Caín; Paradiso, de José Lezama Lima y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, con lo que se completo el cuadro de honor del horriblemente llamado “boom”. Todos estos autores no ocultaban sus simpatías por la revolución cubana (hasta que ésta expulsó a Cabrera Infante), lo cual contribuyó a que existiese una fuerte conciencia latinoamericana y la necesidad de mayores lazos de unión entre los pueblos subdesarrollados del continente. En México, Colombia, Venezuela, Perú, y Argentina los autores del boom fueron leidísimos, propiciaron una nueva sensibilidad y tomas de conciencia de orden político y social. Su

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nivel cualitativo fue excelente, y por eso los autores del boom (que a la larga se redujeron a cuatro: García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, y Cortázar) siempre obtuvieron una atención inusitada. En 1963 el escritor Vicente Leñero sorpresivamente ganó el famoso premio Biblioteca Breve con su novela Los albañiles, que apenas un año antes había rechazado el Fondo de Cultura Económica en México. El espaldarazo a la obra de Leñero era impresionante, y sin embargo el Establishment literario se indigno. Se dijo que a partir de ese momento el premio biblioteca Breve perdía toda su seriedad. Carlos Barral viajó a la Ciudad de México a entregar el premio y, para su sorpresa, el cóctel de la premiación fue ignorado por los altos intelectuales mexicanos, y, después Leñero padeció una campaña en forma de tratar de minimizarlo; especialmente se le acusaba de escribir telenovelas y de ser católico prácticamente, lo cual dejó ver que la religión en la cultura se hallaba en su nadir, y sólo Jorge Portilla, el Fenomenólogo del relajo, se las podía arreglar para echar por delante su religiosidad sin padecer el escarnio de sus compañeros. Los albañiles fue un libro muy importante en México, en parte porque no se adhería a la corriente que desdeñaba la temática social y el uso de un lenguaje que elaboraba artísticamente las hablas coloquiales. Para entonces era ya muy fuerte la tendencia a enfatizar la forma y a rehuir todo “provincianismo” sin embargo, la novela de Leñero lograba cubrir las cuestiones sociales a través de una forma artística complejísima que indicaba cúan profundamente el autor había asimilado los experimentos literarios del noveau roman francés y sus prohombres Robbe-Grillet, Claude Simón, Natalie Sarraute et al. Malentender, rechazar y después ningunear a Vicente Leñero significó uno de los puntos más débiles de la para entonces llamada mafia literaria. Otro de los errores graves fue el ninguneo vil que se infligió a José Revueltas. Estén 1964, publicó una de sus obras maestras, el “thriller político” Los errores, que condensaba sus experiencias en el movimiento comunista y criticaba a fondo los autoritarismos estalinistas. En Los errores Revueltas equilibró las andanzas de los

militares comunistas con el submundo sórdido de putas, padrotes, enanos, rateros y alcohólicos, y produjo páginas imperecederas impregnadas de sabiduría, riqueza de conocimientos, inspiración genuina y alturas poéticas y perturbadoras. Atajar a Leñero y ningunear a Revueltas dejó ver que en un principio fue un grupo dinámico, inquietante y enriquecedor llevaba consigo la semilla del autoritarismo aristocrático intelectual. Por eso Daniel Cosío Villegas les había dicho: “¿No podría yo pedirles un poco de modestia, o si se quiere, de templanza? Hace poco tiempo que ustedes creen que son los depositarios de la cultura mexicana, y que sólo ustedes pueden hablar en nombre de ella.” Para 1964 ya se le conocía como “la mafia” porque a ellos mismos les gustaba el término y jugaban con él con un ingenio que no lograba rebasar el cinismo. Para entonces el grupo controlaba directa o indirectamente el suplemento de Siempre!, la Revista Mexicana de literatura, la Revista de la Universidad, la Revista de Bellas Artes, Cuadernos del viento, Diálogos (que un año iniciaría Ramón Xirau con el apoyo del Colegio de México),Radio UNAM, la Casa del Lago y varias oficinas de difusión cultural con todo y sus nóminas. El gobierno poco a poco fue reconociendo su fuerza intelectual y de hecho procedió a aglutinar, a muchos de ellos. Por tanto los de la mafia lo pasaron muy en los años sesenta porque tuvieron todo lo que quisieron: apareció de las altas esferas y admiración de muchos jóvenes. Sin duda llevaron a cabo obras importantes para la cultura, además de la calidad de la producción en lo individual, que significo libros de cuentos de José de la Colina (La lucha con la Pantera), de Sergio Pitol (Tiempo cercado, infierno de todos), de Inés Arredondo (La Señal), de Juan García Ponce (Imagen Primera, la noche), de Juan Vicente Melo (los muros enemigos, fin de semana),Jorge ibargüengoita (Los relámpagos de agosto), José Emilio Pacheco (el viento distante), Elena poniatowsca (los cuentos de Llilus Kikus), Fernando Benítez (El rey viejo, el agua envenenada), para sólo hablar de los narradores. Sin embargo, su rechazo al chovinismo y al provincianismo (los cargos mas terribles que solían pronunciar) los llevó a apoyar entusiasta pero acríticamente la cultura

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europea y a subestimar muchos aspectos importantes de la cultura nacional, Era común, por ejemplo, oír que México jamás había producido una sola obra maestra (ni Sor Juana se salvara). El mayor desdén lo mostraron hacia la narrativa con aire “social” y hacia el muralismo (que por supuesto para entonces estaba liquidado, pero no sin antes producir obras extraordinarias). La mafia era ruidosamente cosmopolita y vanguardista e izó como banderas a Alfonso Reyes, los contemporáneos, Octavio Paz y Rufino Tamayo, lo cual no estaba mal si a esos nombres hubieran añadido los de Vasconcelos, Mariano Azuela, Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Samuel Ramos, y José Revueltas, por ejemplo. La mafia llevó a cabo incesantes campañas de autoexaltación y homenajes mutuos, pero sólo admitían a sus amigos o a quienes compartiesen sus premisas secretarias o ignoraban o criticaban amargamente a quienes consideraban “indecentes” o “muy menores” Acabaron creyéndose los amos al punto de convocar tributos y alabanzas de todo aquel que quería tener respetabilidad en la cultura y de paso alguna chamba. En realidad, la mafia sabia de los sesenta mostró hasta qué punto había llegado el país mismo en su desligamiento de raíces populares, y en la consiguiente admiración acrítica a lo nuevo que venia del extranjero. Siempre estaban dispuestos para bailar las coreografías puestas por otros, desde los juegos de in/out, camp y trivia (provenientes de Nueva York) o los dictados teóricos de apreciación artística (que llegaban de Europa).al igual que la flamante clase media, los jerarcas de sistema y los magnates de la economía, la mafia no quería mezclarse con la “cultura de la pobreza” de la que hablaba Oscar Lewis. Gran parte del país, en su proceso de crecimiento, tendía a rechazar al viejo México pero, como no disponía de otra cosa, abría los ojos pasmada a lo que ocurría en Europa o en Nueva York, tal como había ocurrido en el porfirismo, y es que, en realidad, los Gobiernos de la revolución cada vez se parecían más al de Porfirio Díaz. La mafia, pues, reflejaba todo esto con su debida sofistificación. Eran lo moderno en México, de allí a que se sintieran tan a gusto en la zona rosa (a falta de Greenwich Village o Quartier Latin), Donde instalaron sus “headquarters”:

Cuevas pintó murales efímeros en la zona y todos se congregaban en el café Tirol (por eso se decía: ay mafia no te rajes, aún te queda un último Tirol). En el paisaje de la zona rosa no cabían poetas como Jaime Sabines, que calladamente produjo libros excelentes (Horal, La Señal, Tarumba) y que el los sesenta ya era un autor maduro (Diario semanario, Yuria). Este gran poeta obviamente no podía incluirse en la vieja idea del “nacionalismo cultural”(al cual se ligaba el muralismo y la novela de la revolución). Sabines compartía con ésta una hondísima percepción de las raíces, pero su espíritu renovador, que incluyó una fuerte cercanía con el pueblo y su lenguaje (la vigorosa integración de las “malas palabras” en “La muerte del coronel Sabines”), una voluntad severa de tocar fondo de sí mismo y una inmensa capacidad de amor y de comprensión de las mujeres; todo esto marca a Sabines (al igual que a Revueltas y Leñero)como un importantísimo precedente del “espíritu del 68”, que dejó atrás, por superada, la polémica nacionalismo (provincianismo) vs. Cosmopolitismo (vanguardia) que ya sin complejos ni titubeos admitía ambas polaridades y se resolvía en la síntesis de una nueva sensibilidad que implicaba una distinta apreciación de México. En la poesía además de Sabines, destacó Jaime García Terrés (Los reinos combatientes), José Emilio Pacheco (los elementos de la noche) Gabriel Zaíd (Seguimiento) y Homero Aridjis (mirándola dormir), Efraín Huerta publicó su gran poema El Tajín y Octavio Paz llegó al techo de su obra poética con Salamandra. En la música popular el gran éxito correspondió a Javier Solís (que en mínima medida lleno el hueco dejado por la muerte de Pedro Infante) y destacó Lucha Villa. También se oía jazz, con Mario Patrón, Juan José Calatayud y Tino Contreras. En el rock, después del arranque de 1958 y 59, al sistema le urgía mediatizar esa música que, a juzgar por la virulencia con que se le atacó, era considerada subversiva y disolvente. La vía para lograrlo fue “cooptar”, vía la promoción comercial, a los rocanrroleros más destacados, lo cual hizo que los conjuntos se desvanecieran temporalmente en su lugar aparecieron los “solistas”: Enrique Guzmán

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(Dejó a los Teen Tops), Cesar Costa (defeccionó de los Black jeans), Johny Laboriel (se fue de los Rebeldes del Rock) Manolo Muñoz y las guapas Angélica María, y Julissa. Todos ellos, más Manolo Muñoz tuvieron un éxito extraordinario e, inconscientes como eran, pronto olvidaron la rebeldía rocanrolera y se convirtieron en dóciles instrumentos de los “directores artísticos” y de los productores de cine. Sin embargo, cuando parecía que la mediatización fidelvelazquiana se había logrado del todo, hacia 1964 llegó la sangre nueva, que ahora venia de la frontera: Javier Bátiz, de Tijuana, fue uno de los primeros (y uno de los grandes personajes que ha dado el rock nacional); tras él comenzaron a llegar chavos de Ciudad Juárez, Reynosa y Matamoros, e incluso de Durango, como los Dug Dugs de Armando Nava. El grupo chilango los Sinners, con el escritor Federico Arana, llamaba la atención en el café Ruser, de la colonia Roma; esto es, cuando los granaderos no habían clausurado el local, lo cual ocurría con frecuencia. Lo mismo sucedía con otros antros rocanroleros como el Harlem, el Schiaffarello (o chafarelo), el Hullaballoo y, a fin de la década, a Plien Soleil. La policía llegaba, arrestaba a los muchachos que bailoteaban en los asientos y bebían cocacolas o limonadas, los maltrataba y los llevaba a las delegaciones policíacas, donde sus padres tenían que rescatarlos no sin dejar la dignidad de por medio (al soportar sus discursos moralistas)y también buenas sumas de dinero (para facilitar las cosa). La represión al rock fue intensa durante el gobierno de López Mateos, pero aún faltaba el “estilo personal” de Gustavo Díaz Ordaz en el siguiente sexenio. Todo cambiaba en México, que a principios de la década contaba ya con casi 35 millones de habitantes (la mayoría, por primera vez en la historia, en ciudades). La vida rural al viejo estilo se evaporaba rápidamente y en los centros urbanos avanzaba la influencia de los Estados Unidos, concentrada en la clase media que empezaba a tener atisbos de algunos refinamientos, aunque aún no podía presumir de saber de buenos vinos y de viajar a Europa y a Estados Unidos como llegó a ocurrir a fines de los años setenta. Las modas habían cambiado: en la década anterior las faldas de las mujeres fueron subiendo gradualmente y en 1960 se hallaban en la estratégica altura

de las rodillas, por consiguiente, eran más entalladas. Las mujeres calzaban zapatos de tacones altos y afilados; las medias ya no tenían raya y circulaban las primeras pantimedias. Los sostenes eran más bien grandes y duros y casi toda la ropa interior tendía a ser conservadora, aunque ya habían aparecido los brasieres sin tirantes y los calzones bikini para hombres y mujeres. En las playas los bikinis “llegaron para quedarse”aunque aún no eran demasiado reveladores sino, más bien, podían considerarse trajes de dos piezas (“¿usted no nada nada?” “Es que no traje traje”). El maquillaje se imponía, aunque variaban los tonos y el arquetípico rojo ya no tenia el monopolio del lápiz labial. En los sesenta apareció la moda increíble de los vestidos “globo” que en verdad lo parecían pues se inflaban en todo el cuerpo y se cerraban drásticamente a la altura de las rodillas; con ello vinieron los esperpénticos “peinados piramidales”, que amenazaban crecer a proporciones desmesuradas mediante lacas, rociadores-fijadores o de plano elaboradas estructuras que formaban elevadas y rígidas chimeneas o amplias boludeces; el cuello, eso si, quedaba al descubierto lo cual estaba muy bien, pero acariciar simplemente el cabello significaba apreciar la textura del concreto. Los hombres abandonaron los sombreros en algún momento de los años cincuenta; los pantalones se angostaron, perdiendo los pliegues y bajaron del talle; los sacos ya no eran cruzados si no abiertos, de uno o dos botones (pero después se volvieron de tres y hasta de cuatro); las corbatas se entallaron hasta convertirse en tiras raquíticas, al igual que las solapas, y las hombreras desaparecieron, ya ni Tin Tan las lucía. Disminuyo también el brillo del pelo y se usaba mucho menos brillantina (adiós Glostora y Wildroot, con todo y dibujos de Abel Quezada). Los desodorantes ya eran en barra y no en pomo, como el viejo Mum, y el rastrillo de rasurar de navajas de dos filos se vio desplazado por el de un solo filo y pico de buitre. Ya nadie usaba sostenes para los calcetines (que algunas atrevidas, como Antonia de Mora la autora del oficio, consideraban “muy sexis”). La capital ya era una ciudad con todo, o casi, pero la vida nocturna seguía constreñida al

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“dead line” uruchurtiano de la una de la mañana; eso si, había restoranes con todo tipo de comida (aunque aún no llegaban los japoneses, los comedores chinos de la calle de Dolores eran de lo mejor). Hablando de comida, entre los embates de la “ola gringa”se hallaba la naturalización total, en las ciudades, de hotdogs, hamburguesas, sándwiches, hotcakes, etcétera. Además proliferaban ya los “supermercados”al estilo estadounidense: asépticos y deshumanizados, que llegaron desde mediados de los cincuenta. Y sin embargo, en medio de todo eso, el taco seguía en pie, cada vez más poderoso y omnipresente, más halla de las clases sociales. En los sesenta se pondría de moda el taco al carbón, usualmente con cebollas asadas, ya fuese de bistec, costilla o chuleta. Costaban un peso (los tacos “al pastor”costaban cincuenta centavos durante el Lopezmateísmo).El pulque, en cambio iba de retirada, desprestigiándose cada vez más entre la clase media y con persistencia únicamente en las paginas de La Familia Burrón. Entre la gente con recursos el wisky de plano había desplazado al coñac. Los que no llegaban a los cien pesos que costaba un buen wisky, por 25 podía comprar una botella de ron Castillo, mucho más popular entonces que el bacardi. Si no, allí estaba el vodka Oso Negro o la ginebra Gilbey`s. Casi nadie bebía brandy, la cubalibre entraba en su apogeo. Los cigarros más populares eran los raleigh, con filtro o sin él; el tabaco rubio había acabado de consolidarse en el gusto popular (todavía se encontraban los belmont).Entre los cigarros obscuros reinaban los Delicados (o Delincuentes), pero también habían los del prado (o del pasto), los Alas (o alacranes), Casinos, Elegantes y negritos, todos ellos “flores de andamios”, aunque los Faros, Carmencitos, Tigres y demás se iban convirtiendo en leyenda. Ya casi nadie hacia sus cigarros de hoja. Por cierto, López Mateos fumaba Elegantes. Los estudiantes crearon problemas porque, a principios de los sesenta, las escuelas de enseñanza media ya no eran suficientes, y cada año era mayor el número de estudiantes rechazados en las preparatorias, que casi todas estaban en primer cuadro. Seguían sus nefastas actividades los jóvenes derechistas del Movimiento Universitario de Renovada Orientación (MURO) y además ya se habían

consolidado los porros en las escuelas, los que ya no sólo se encargaban a vitorear a los equipos de fútbol americano si no que recibían dinero de funcionarios universitarios o de políticos gubernamentales para romper auténticos movimientos estudiantiles mediante la brutalidad y la barbarie. Los porros y los jóvenes fornidos del pentatlón con el paso de unos cuantos años dieron origen a uno de los peores vicios del sistema: los “halcones” o grupos de jóvenes fríamente preparados para constituir grupos de choques paramilitares. Para mostrar los pechos y por sus aficiones a la brujería y demás “artes negras”. Por cierto, también se rumoraba que Díaz Ordaz era adicto a los brujos, pero, al parecer, ninguno de ellos pronosticó las amarguras que más adelante se le vendrían encima. De esto no hablamos en las columnas sociales. Pero en 1965 México estrenó dos nuevos periódicos; el magnate del cine Gabriel Alarcón arrancó con El Heraldo de México, cuya gran innovación eran las fotografías a colores y la impresión en offset. Las paginas de sociales de El Heraldo, con Nicolás Sánchez Osorio, se pusieron de moda entre los riquillos mexicanos que despreocupadamente admitían ser llamados “los cuic”. El Heraldo también dio amplias tribunas a Raúl Velasco, que manejaba la sección de espectáculos con Guillermo Vázquez Villalobos. Curiosamente, este periódico, que desde un principio se caracterizó por un derechismo no precisamente muy refinado, en los espectáculos dio un fuerte apoyo al rock, que por lo general era vetado en todos los medios. Los escritores Juan Tovar y Parmenides García Saldaña abrieron el camino a la difusión rocanrolera a partir de 1967.por su parte, el Coronel García Valseca, dueño de una enorme cadena de “soles”en toda la republica, inicio, también con impresión a color, El sol de México con los mismos criterios provincia nos con que trabajaban en el interior, por lo que el nuevo solo nunca penetro en el mundo ya muy cosmopolita de la Ciudad de México el periodista Carlos Loret de Mola, por cierto, daba a entender que García Valseca no sabia leer; al menos, el nunca lo vio hacerlo, pues siempre alguien le leía en voz alta lo que publicaban sus periódicos.

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En 1965 aparecieron las escuelas “activas”. La primera fue la Manuel Bartolomé de Cosío, que estableció una nueva sensibilidad con las asambleas democráticas, el tuteo a los maestros y un sentido de la libertad más amplio. A mediados de año, Gustavo Sainz pasó al superestrellato con la publicación de Gazapo, que mostró el proceso de maduración de una joven que rompe con el paternalismo y la convencionalidad para avanzar por sí mismo. Por supuesto, pero entonces nadie lo advertía lo advertía, algo semejante ocurría en el país, cuya población joven se liberaba con rapidez de viejos moldes y formaban una nueva nación. Además de Gazapo, otro éxito libresco indiscutible lo dio Salvado Elizondo con su alucinante y perturbadora novela Farabeuf, que, inmersa en la más definitiva intelectualidad, a la vez significaba una ruptura-continuidad en la literatura”ulta” a través de su temática místico-perversa. Vicente Leñero siguió los experimento intricadísimos con su espléndida novela Estudio Q, y Ricardo Garibay trató muy bien el tema de la muerte del padre en Beber un cáliz. Todos estos libros los publicó Joaquín Mortiz. La editorial Era, a su vez, presentó el extraordinario estudio de Pablo González Casanova La democracia en México, y La fenomenología del relajo, de Jorge Portilla. En poesía lo mejor fue Vendimia del Juglar, de Marco Antonio Montes de Oca, y Yo soy el otro, de Sergio Mondragón. En el mundo de los libros el escándalo mayor lo constituyeron Los hijos de Sánchez, del antropólogo estadounidense Oscar Lewis. Este estudioso y a había reportado la vida de una familia, que como luchas otras emigró a la capital, y con un cambio empleo de la grabadora nos dejó estupefactos al darnos a conocer los modos de vida, o “cultura de la pobreza”, en Tepito. La sociedad Mexicana de Geografía y Estadística se indigno ante lo que consideraba “distorsiones de la realidad nacionalç2, e inició un juicio en la Suprema Corte contra el libreo, publicado por el Fondo de Cultura Económica. El presidente Díaz Ordaz despidió entonces a Arnoldo Orfila Reyna, que había dirigido el Fondo desde fines de los años cuarenta. La comunidad intelectual, y muy en concreto los dos pisos de la mafia, se manifestó en contra del despido

de Orfila, y entonces tuvo mugar un hecho muy importante para l a vida del país. Orfila y los intelectuales que lo apoyaban no se resignaron ante la decisión presidencial sino que presentaron resistencia a través de un llamado al público para que comprara las acciones de una nueva empresa editorial. La gente apoyó sin reservas el proyecto, Elena Poniatowska regaló su casa de Gabriel Manceyra así nació la Editorial Siglo XXI, que presentó sus primeros títulos en 1966. En tanto, el juicio contra Los hijos de Sánchez se llevó a cabo y finalmente la Suprema Corte dictó una resolución a favor del libro y de su circulación abierta en el territorio nacional. Como el “nuevo” Fondo de Cultura, dirigió por Salvador Azuela, ya no quiso seguir editándolo, Joaquín Mortiz lo hizo y ciertamente ganó mucho dinero con la obra de Lewis. La vida artística también se animó con el I Concurso de Cine Experimental que organizó el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC). El concurso dejó ve3r que el cine mexicano había llegado a un nadir pestilente, y también que pululaban nuevos conceptos sobre la realización cinematográfica. La idea de las “películas de aliento” (algunos decían que eran” de halitosis”) como Viento negro, de Servando González, no servía para nada: este tipo de producciones constituía el “proyecto” del estado para dignificar la cinematografía, pues con los productores privados no había nada qué hacer. Por tanto, el concurso del STPC fue concurrido y estimulante. El primer lugar lo obtuvo una película notabilísima, La fórmula secreta, que el fotógrafo Rubén Gámez dirigió apoyado en un guión de Juan Ibáñez. En el concurso destacaron también Juan José Gurrola, José Luis Ibáñez, Salomón Láiter y Héctor Mendoza. Este último, por su parte, contribuyó a la renovación de las puestas en escena con su refrescante e imaginativo tratamiento de Don Gil de las calzas verdes, montada en Ciudad Universitaria con actores que hasta en patines circulaban por el escenario. Héctor Mendoza había debutado a fines de los años cincuenta con una pieza exitosísima, Las cosas simples, una de las obras más populares de la época junto con Cada quien su vida, de Luis G Basurto. Pero en los años sesenta, Mendoza

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pasó a la dirección teatro y pronto se volvería legendario como maestro de teatro, junto a Luisa Josefina Hernández y Emiliano Carballido. Con Héctor Mendoza Gurrola, Jodorrowsky, los Ibáñez y Héctor Azar (que después puso el espléndido juego de escarnio) el teatro mexicano contaba ya con una sólida y brillante planta de directores. Ante el éxito del concurso de cine del STPC, en 1966 el Banco Cinematográfico llevó a cabo uno de guiones y argumento, que también consteló el interés y el entusiasmo de mucha gente. En esa ocasión los ganadores fueron Carlos Fuentes y Juan Ibáñez con Los caimanes, que en 1967 se filmó y estrenó con un éxito rotundo de público y critica. Los caifanes, además, presentó un estupendo grupo de actores que destacaría en la década de los setenta: Sergio Jiménez, Ernesto Gómez Cruz, Eduardo López Rojas y el cantante folclórico Óscar Chávez. La protagonista de la película Julissa, hija de Rita Macedo, demostró también que podía pasar del comercialismo vil a un trabajo más apreciable. Por su parte, Angélica Mariá, ídolo juvenil como pocos, también inicio un viraje del facilismo comercial a un trabajo menos convencional, como el la exitosa película Cinco de chocolate y uno de Fresa, que igualmente tuvo u gran éxito de taquilla. El director de esta película fue Carlos Velo, quien también realizó una versión de Pedro Páramo, de Juan Rulfo. El guión, de Carlos Fuentes y el mismo Velo, resultó tan claro que le quitó el misterio poético a la historia, pero el peor error del film fue llevar ¿Cómo Pedro Páramo!, al anodino actor gringo Jonhn Gavin, quien años después se haría notar en México a través de comerciales siniestros y finalmente como embajador molestísimo de Estados unidos. Para entonces la conmoción en los espectáculos edra la presencia del cantante español Raphel, quien logró conjuntar hordas de fanáticos, compuestas por algunas adolescentes, muchas mujeres de aire torvo y numerosos señores de edad, que se entusiasmaban con el amaneramiento de este cantante sumamente mediocre pero dueño de un innegable carisma. Otro español que por esas fechas atrajo enormemente la atención fue el torero El Cordobés, que escandalizó a los aficionados a los toros con sus suertes poco ortodoxas y su personalidad ruidosa.

Poca camino también estaba en el candelero, junto con Manolo Martínez. Lauro Ortega, presidente del PRI y ya con prestigio de “descabezador de democratizadores”, en abril de 1966 salió con la idea de que el PRI debería de añadir un “sector patronal”. Dada la indigencia del sector popular y del campesino, y el control regido del sector obrero (Fidel Velásquez seguía reeligiéndose, puntualmente, cada cuatro años), mucha gente consideraba que los empresarios eran los verdaderos amos y señores del partido oficial, ¿para qué entonces la formalidad de otorgarles un “sector”? Pero Lauro Ortega iba en serio, y, por tanto, en Morelia, Toluca y Tepic, siguió hablando de la necesidad del nuevo sector priísta; “los hombres de la iniciativa privada”, decían con su aterrorizante uso del idioma, “ya no se puede decir que son reaccionarios. Ahora están presentes en las filas del partido de la revolución y suman su esfuerzo al que realizan campesinos, obreros y gente del sector popular”. Las bromas se sucedían y los militantes de la vieja guardia se escandalizaban, así es que Lauro Ortega, y el presidente Díaz Ordaz tras él, tuvieron que dar marcha atrás. Todo eso a fin de cuentas reflejaba la época de oro de la concordia empresarios-gobierno, que en esos años pre- 68 llegaba a su cenit. Los líderes obreros, que tan bien servían a los intereses del capital, de cualquier manera, a nivel declarativo, no podían aceptar nada de eso. Fidel Velásquez declaró entonces que la sola idea de incorporar a los empresarios al PRI implicaba “desvirtuar su doctrina y de su misión”. Los líderes obreros, por otra parte, en 1966 desmantelaron el viejo Bloque de Unidad Obrera (BUO) y, en su lugar urdieron un nuevo centro de acarreo y de apoyos masivos para el gobierno: el Congreso del Trabajo, que incorporó, “ahora sí”, a todas las confederaciones, federaciones y sindicatos de industria más importantes, salvo a aquellos despistados que seguían hablando de “libertad a los presos políticos” o, peor aún, de revolución. El Congreso del Trabajo trató de dar una imagen más limpia a los líderes obreros, pero en la práctica no represento gran cosa de lo que ya era el tristísimo BUO.

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En mayo de 1966 se inauguró el estadio Azteca con un juego entre el América y el Torino de Italia. Más de 100 mil gentes estaban allí. El presidente Díaz Ordaz llegó tarde y la multitud lo recibió con una fuerte y prolongada rechifla. Pero eso no fue nada comparado con los abucheos y repudios que se dedicaron al presidente De la Madrid 20 años después. En el congreso, en tanto, los diputados se entretuvieron discutiendo si se debía inscribir, con sus debidas Letras De Oro, el nombre de Francisco Villa en las columnas que agrupan los nombres de las grandes estrellas de patria. Los discursos a favor y en contra recurrieron a todos tipos de argumentos, ya tras ellos se parapetaban los intereses más diversos. Vicente Salgado Páez, del PRI, por ejemplo, decía: “Así tenemos que junto al nombre glorioso de Emiliano Zapata aparece el de Venustiano Carranza, cuando sabemos que gentes de Carranza mataron a Zapata; después tenemos a Obregón, que sacrificó a Carranza. Ahora pondremos a Villa también. “En efecto, los regímenes de la revolución habían logrado el milagro (no menos espectacular que el del desarrollismo) de que cualquier persona, símbolo o idea importante en la historia de México a la larga era capitalizada por el PRI, aunque se tratara de contradicciones aberrantes, como las que señalaba Salgado Páez. El PRI tenía ya al águila y la serpiente, la Virgen de Guadalupe, los colores de la Bandera, a Cuauhtémoc y Cortés, a Hidalgo Morelos-Guerrero-Iturbide-Juárez-Díaz-Madero- Carranza-Obregón-Zapata y Anexas, ¿por qué no, también, al buen Pancho Villa? El enamorado Lombardo Toledano se encargó de conciliar las cosas, Pancho Villa dejó atrás se condición de bandolero asustagringos y pasó a se un adusto padre de la patria. En 1966 el rector Ignacio Chávez no pudo concluir su segundo periodo a la cabeza de la UNAM por una huelga que le hicieron a causa de los cursos y exámenes de regularización. Lo sucedió Javier Barros Sierra y se creó entonces el Consejo Estudiantil Universitario, compuesto por jóvenes del Partidos Comunista (PCM) y del PRI, que con una huelga general obtuvieron el pase automático y la desaparición del cuerpo de vigilancia. Un año después, Barros sierra se lució al expulsar

a los consejeros del MURO y a los funcionarios de la UNAM que los solapaba. El sobre cupo de la Universidad Nacional ya era Crónico y reflejaba la poquísima estima que el gobierno priísta que nos invertían en cuestiones educativa, y los jóvenes lo resentían y se manifestaban en contra. Antes, los muchachos con “inquietudes políticas” solían asaltar autobuses usualmente como protesta a los aumentos de precios en los trasporte, pero a medida de los sesenta los estudiantes se preocupaban porque el sistema solo permitía desarrollarse a los ricos que podrían pagar educación superior privada (ya existía las Universidades Iberoamericana y La Salle, estaba por abrirse la Anáhuac, ultraelitista, y los tecnológicos del grupo Monterrey se expandían y robustecían) o a la clase media con influencias para obtener ingresos en las escuelas oficiales. Esto echaba por abajo el elaborado mito del joven pobre que estudia de día, trabaja de noche, se recibe con grandes-sacrificios y conquista el mundo. El mundo de los jóvenes volvió a aparecer en la literatura, y De perfil, de José Agustín, amplío el espacio abierto por La tumba y Gazapo. Eduardo Lizalde público Cada cosa es Babel, y José Emilio Pacheco, El reposo del fuego. Pero el libro más esperado de 1966 fue José Trigo, de Fernando del Paso. Desde varios años antes se comentaba que Del Paso escribía una novela excepcionales, una especie de “Ulises mexicano”, y pronto la esperadísima novela de Del Paso abrió la colección de literatura de la recién creada Editorial Siglo XXI. Juan Rulfo y Juan José Arreola avalaron entusiastamente este libro, que acumuló elogios, el premio Villaurrutia y buenas ventas. Por su parte, las novelas de jóvenes (a las que pronto se añadió Pasto verde, de Parménides garcía Saldá) también daban una enorme importancia al lenguaje, pero con un ludismo ameno y juvenil. Se les consideró como parte de una corriente antisolemne en la cultura. Estas novelas podían verse como una especie de rocanroll verbal en cuanto establecieron un puente entre alta cultura y cultiva popular. Significaron un cambio sustancial en la narrativa a causa de sus carga contracultural, que, para el critico Emmanuel Carballo, “entre risas y bromas pone cargas explosivas a las instituciones nacionales: la iglesia, la familia, el gobierno”. Para los jóvenes representaron

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una “educación sentimental”, una seña de identidad, expresión de sí mismos y la conciencia de que debían ser protagonistas y no meros espectadores; los jóvenes empezaban a darse cuenta de que la vida en México les quedaba chica: era demasiado formalista, paternalista-autoritaria, prejuiciosa e hipócrita, con criterios morales dignos del Medievo que desgastaban precipitadamente al culto católico, con metas demasiado materialistas y envueltas en corrupción. La llamada “brecha generacional” había abierto una distancia terrible entre jóvenes y adultos, lo cual, a su vez, trajo fenómenos nuevos que alteraron el paisaje social. Curiosamente, en parte un de estas nuevas muestras de la realidad había brotado por el mundo de los indios. En los años cincuenta el millonario micólogo R. Gordon Wasson “descubrió” los alucinógenos mexicanos y viajó a Oaxaca para que María Sabina lo pusiera a platicar con Dios a través de “un evento que despedaza el alma”, como describió Wasson su experiencia con la Psylocibe mexicana. Wasson llevó muestras de los hongos oaxaqueños a Albert Hoffmann, el químico que descubrió la LSD, y éste los analizó y sentó las bases para que pudieran sintetizarse. En tanto, en Estados Unidos el gobierno y el ejército llevaron a cabo experimentos con drogas alucinogénicas con fines militares, y varios académicos estaban también interesados en los efectos síquicos que proporcionaban las plantas alucinógenas y los productos sintetizados que desencadenaban los mismos efectos (“enteogénicos”, les llamó Wasson). Por esas vías llegaron a la sicodelia el escritor Ken Kesey y los sicólogos) Timothy Lary, Richard Albert y Ralph Metzner, que fueron despedidos de la Universidad de Harvard por experimentar con alucinógenos. Entre antropólogos y etnobotánicos como Wasson, Roger Heim, Albert Hoffman, Peter T. Furst, Weston La Barre, Gutierre Tibón; escritores como Ken Kesey y Aldous Huxley, y sicólogos “drop-out” como Leary y compañía, las tierras mexicanas fueron sumamente visitadas pero ahora para consumir la flora sicodélica: hongos alucinantes de diversos tipos, ololiuqui o semillas de la virgen y peyote, para sólo mencionar los más conocidos. La revista Life dedicó un extenso reportaje a Huautla y María Sabina.

Leary y Kesey en gran medida generaron a los jipis, que, como sus sicopompos, empezaron a invadir México callada pero persistentemente. Con el tiempo, los jipis fueron considerados como una importantísima manifestación de la contracultura característica de la segunda mitad de los sesenta. El rock era su vehículo de expresión natural, especialmente desde que a partir de 1966 se modificaron sustancialmente las formas y los temas de esta música que dejó de ser mera liberación emocional para convertirse en surtidor de tomas de conciencia y complejo contracultural. La Weltanschauung de los jipis implicaba una profunda religiosidad místico-esotérica, cristiana y orientalista, visionaria y sicológica. La mariguana se convirtió en la droga común y el jipi tendía a circular por muchas partes, en el “rol”. Los jipis estadunidenses recorrían México en busca de sitios de espectacular belleza natural y lejos de la llamada civilización (aunque, eso sí, iban pertrechados de la alta tecnología en la que se finca el rock). Así llegaron a Cabo San Lucas, Puerto Vallarta, Acapulco, Oaxaca y sus playas, Tepoztlán, Palenque, San Cristóbal de las Casas, y se establecieron allí. Al poquísimo rato empezó a formarse una contraparte mexicana “la primera generación de estadunidenses nacidos en México”, la llamó Carlos Monsiváis, que también usaba el cabello largo, el desaliño de vestir y la comunión alucinogénica con la naturaleza; sin embargo, los jipis mexicanos se identificaron con los indios, pues ellos, desde siglos antes, poseían una cultura muy sofisticada en cuanto a las plantas alucinógenas y la cartografía de los espacios interiores que apenas se empezaban a explorar masivamente. Por lo tanto, los jipis se pusieron huaraches, cotones, camisas de manta, collares y colgandijos, brazaletes coloridos y demás. Repudiaban conscientemente los frutos negativos de la civilización occidental y lo mostraban a través de su apariencia y en la expresión de ideas y “doctrinas”. En México el jipi se volvió, como asienta Enrique Marroquín en La contracultura como protesta, en jipiteca, y además del aprecio por la cultura indígena (que no ocurría desde los tiempos de Diego Rivera), pronto conformó un lenguaje propio, que se alimentaba fuertemente del argot carcelario, de expresiones populares y que lanzó numerosos términos (el llamado,

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después, lenguaje de la onda), a veces sólo por jugar con las palabras, pero en otras ocasiones, las más, para hacer referencia a fenómenos, percepciones, modos de comunicación o estados de ánimo que no tenían equivalente en el lenguaje común castellano-mexicano. En su vuelta epicúrea a la naturaleza, los jipis sostuvieron criterios morales muy abiertos; sabían que estaban “fuera de la ley”, la margen de la sociedad, y propugnaban la libertad en todas sus formas: “haz lo que quieras”, decían; otros lemas muy célebres fueron “paz y amor”, “Préndete, sintonízate y libérate”. Se buscaba el cambio de la sociedad a través de la expansión de la conciencia y la ampliación de la percepción; el cambio era por dentro, individual, pero también social porque el jipiteca buscaba “prender” otras individualidades, lo que daría el cambio social. Naturalmente se trató de una corriente que nunca llegó a articularse con claridad y que más bien compartió una diversidad de estímulos si reflexionar demasiado en ellos, ya que la otra cara del jipi era la hedonista, la conquista del placer, del juego y de una hueva razonable. Estaban demasiado ocupados en las aventuras de la mente para ordenar sus ideas. Al aspirar a una transformación de la sociedad bajo un complejo de naturaleza cultural los jipis se colocaron en terrenos utópicos, pero las utopías los entusiasmaban, lo cual denotaba la ingenuidad romántica propia de un movimiento juvenil. Sin embargo, se expresaron ruidosamente a pesar de la creciente hostilidad y sin duda dejaron huellas y temas de reflexión que durante un tiempo quedaron pendientes, quizá por lo prematuro de su planteamiento. Desde un principio los jipitecas emprendieron peregrinajes a Huautla o a las regiones peyoteras acompañados por fuertes dosis de rock. Desde un principio también se les rechazó. La sociedad mexicana, al igual que en Estados Unidos, se escandalizó ante el horror de los greñudos-sin-rasurar y trató de pararlos como pudo. Se inyectaron dosis masivas de repudio a través de los medios de comunicación y las autoridades emprendieron una auténtica cacería que con el tiempo fue poblando las cárceles del país especialmente el Palais Noir de Lecumberri, que además de sus célebres presos políticos ahora tenía los

presos macizos, también políticos aunque no lo pareciera. El rock, por su parte, también fue atajado al máximo (salvo el de mascar, que no ofendía las buenas conciencias, y ese año tuvo mucho éxito el programa de televisión “Orfeón a Go Go”, en el canal 5), pero aun así había buenos grupos como el de Batís, el Love Army, los Dug Dugs, Peace and love, Sinners, los Tequila y el Three Souls in My Mind. En 1967 empezó a crecer la epidemia jipi entre jóvenes de clase media y de estratos populares de las ciudades. Pero el gran acontecimiento era que México había obtenido la sede de la olimpiada de 1968, y el gobierno de Díaz Ordaz se pavoneaba por lo que se consideraba un aval del extranjero al régimen de la revolución mexicana y al presidente en lo particular. Naturalmente, Díaz Ordaz echaría la casa por la ventana y las olimpiadas serían “inolvidables”, se tenderán alfombras de flores hasta el zócalo para recibir a los visitantes”, se decía. Paternalistamente, se pedía “buen comportamiento” al pueblo en general, para que “los ojos de todo el mundo vieran la paz y estabilidad del pueblo mexicano”. Los preparativos incluirían una “olimpiada cultural”; numerosos artistas internacionales, como Claudio Arrau o Leonard Bernstein, visitaron nuestro país, además, escultores de distintos países entregaron obras (nada excepcional por otra parte, por lo general de una abstracción sin imaginación) que se colocaron a lo largo de la “ruta olímpica”, en la parte sur del Periférico de la Ciudad de México. La olimpiada cultural después se extendió a las ruinas de Teotihuacan, donde se llevaba a cabo un espectáculo de luz y sonido con texto de Salvador Novo (quien, por cierto, en 1967 ganó el premio nacional de literatura y en 1968 se bautizó con su nombre la calle coyoacanense donde vivía). También se llevó a cabo un festival de pinturas murales hechas por niños (mil veces mejor que las esculturas del Periférico). Por último, se lanzó el tema “Todo es posible en la paz” con lo cual el régimen acababa de autoenaltecerse sin el menor asomo de conciencia de sí mismo. El lema, por otra parte, se volvió un inmenso sarcasmo después de la matanza de Tlatelolco. Pero antes de ese 2 de octubre que no se podía olvidar, Tlatelolco fue célebre porque en la Moderna Torre de Relaciones

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Exteriores de la plaza de las Tres Culturas, el presidente Díaz Ordaz culminó un mínimo intento por obtener cierto prestigio internacional a través del Trabajo de Proscripción de Armas Nucleares en Latinoamérica; que más bien fue conocido como Tratado de Tlatelolco. 14 pránganas países latinoamericanos, incapaces de cualquier sueño atómico, firmaron sin titubeos ese acuerdo, pero otros países importantes del continente como Estados Unidos, Argentina, Cuba y Brasil, se negaron a suscribirlo, por lo que la eficacia pacifista del Tratado de Tlatelolco más bien fue retórica. Por esas fechas el padre Gregorio Lemercier escandalizó al mundo católico porque en su monasterio de Cuernavaca él y sus monjes se sometieron al socoanálisis. Tanto la curia mexicana como la cúpula del Vaticano se ofendieron terriblemente pues pare ellos el precedente de Lemercier implicaba dejar la iglesia en manos de Freud. Por supuesto le prohibieron sus aviesas prácticas sicoanalíticas, y Lermercier tuvo que renunciar a los hábitos. El mundo católico supo de golpe que las cosas cambiaban irreversiblemente, si es que no lo advirtió en marzo de 1965, cuando los católicos practicantes que iban a misa por primera vez en su vida vieron que el sacerdote oficiaba de frente, ya no de espaldas, y que además la misa era en español, pues el latín finalmente era lengua muerta después de más de dos mil años. El pueblo mexicano era católico en su gran mayoría, pero cada vez era más visible el avance del protestantismo, que durante décadas había sido combatido viciosa y fanáticamente por la curia católica y que a principios de la década se había equiparado con, horror, el comunismo (“éste es un hogar decente, no se admite propaganda comunista o protestante”, se leía en los engomados que había en muchas casas): Los viejos cultos, como el bautista, evangelista, anglicano, adventista y demás, se habían consolidado como legítimas minorías religiosas, pero también era notable el avance de sectas fanatizantes como los testigos de Jehová, los mormones u otras belicosas variantes que avanzaban sin obstáculos entre los campesinos de Morelos, Puebla y Oaxaca. El camino había sido abierto y abonado por el Instituto Lingüístico de Verano (ILV), que llegó a México a fines de los años treinta, admitido por el gobierno de Cárdenas, para traducir la

Biblia protestante a las distintas lenguas indias. Por cierto, una misionera-traductora del ILV fue la que avisó a R. Gordon Wasson de la existencia de hongos alucinantes en la sierra de Oaxaca. Se iniciaba la nefasta diabética entre la clase medio urbana. Y, estimulados por el jipismo, surgían numerosos grupos esotéricos o teosóficos. Todo esto representaba vías alternas para la religiosidad de la gente, y eran muestras contundentes de la pérdida de eficacia de la iglesia católica como salvaguarda del equilibrio sicológico del pueblo. Cuernavaca estaba de moda. Además del monasterio del padre Lemercier allí atraía la atención el obispo Sergi Méndez Arceo, que corporeizaba a otra cara de la crisis de la iglesia: la teología de la liberación; la participación de los sacerdotes en los movimientos populares y la vuelta a la identificación con las carencias de los más pobres. El Obispón Rojo, como llamó Margarita Michelena a Méndez Arceo, cada vez se constituía como una fuerza auténtica en la vida política del país, n oposición a los viejos grupos ultrarreaccionarios que controlaban la iglesia. Además de los sacerdotes rebeldes Lemercier y Méndez Arceo, en Cuernavaca estaba también Iván Illich, religioso sabio, educador, de mente extraordinaria; Erich Fromm, muy popular entonces, y Merle Oberon, la actriz de Cumbres borrascosas y tutilante estrella del jet-set, que era denso en Cuernavaca. David Alfaro Siqueiros puso allí su estudio, listo para recibir presidentes. Crecía la leyenda de Malcolm Lowry y Bajo el volcán. En 1967 llamaban la atención las antologías de Empresas Editoriales: la de Poesía mexicana del siglo XIX, de José Emilio Pacheco, y la de Poesía mexicana del Siglo XX, de Carlos Monsiváis; la de Cuento mexicano del siglo XX y los 19 protagonistas de la literatura mexicana de Emmanuel Carballo, así como la recopilación de artículos de Salvador Novo publicados como La vida en México (durante los periodos presidenciales de Lázaro Cárdenas, Manuel Ávila Becerra, Relación de los hechos; Rubén Bonifaz Nuño, siete de espadas, y Homero Aridjis, Perséfone. En la prosa, Carlos Fuentes publicó Cambio de piel, una de sus obra más ambiciosas y de momentos geniales. La mafia, de Luis

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Guillermo Piazza, trató de cimentar la mitificación del grupo literario del mismo nombre, pero en vez de eso significó su epitafio, pues a partir de allí la mafia perdió el control de la vida cultural del país, ya que ésta empezaba a diversificarse al grado de que ya no era posible que un solo grupo la abarcase en su totalidad. Menos errado en ese aspecto se mostró René Avilés Fabila, que en Los juegos llevó a cabo una sátira virulenta contra la mafia y la vida cultural en general. Vicente Leñero concluyó sus fascinantes experimentos literarios con El garabato, y José Emilio Pacheco escribió Morirás lejos, una sobria y compleja novela sobre la cuestión de los judíos y el mal absoluto. Todos estos libros manifestaban una verdadera efervescencia en la narrativa mexicana. Los jóvenes ahora eran tema de moda. Los editores de Diógenes, Rafael Jiménez Siles y Emmanuel Carballo, abrieron un elaborado concurso de primeras novelas: ganaría la que juntara más críticas, más ventas y más votos de los lectores que tuvieran la paciencia de llenar y enviar por correo la página desprendible del libro. Pasto verde, de Parménides García Saldaña, fue sin duda la novela más importante de todo el grupo; era un texto catártico, anárquico, la lucidez de la locura, que además de una disección meticulosa de la clase media urbana y de lo que ya se conocía como la onda: el bien visible movimiento de los jipis mexicanos. En El rey criollo y en Pasto verde, Parménides (que significativamente bautizó a su personaje central como Epicuro o “Epicrudo”) dejó constancia de su condición de campo minado y de la agudización de los tiempos. Después se convirtió en la eminencia gris de la onda (el grupo Three Souls in my Mind, después el Tri, devino el portavoz musical de esos jóvenes). En 1967, por supuesto, apareció Cien años de soledad, la portentosa obra maestra de Gabriel García Márquez, que llevó al Boom a su máxima cima y se convirtió en motivo de regocijo en toda Latinoamérica y en el resto del mundo un poco después. El éxito de esta novela fue instantáneo, fulminante, contundente y creó verdaderos “fans” que la podían recitar de memoria. Para triunfar, no necesitó ni publicidad ni promoción de ningún tipo, sino sólo el peso específico de su grandeza. En la música popular, además del éxito de Raphael, seguían los de la Sonora Santanera, ya sin Sonia López. Se desvanecía la

prominencia de Eulalio González, Piporro, que a mediados de la década llenó la radio con sus polcas norteñas y sus divertidísimos comentarios o minidiálogos que incluía en ellas. El Piporro tenía la virtud de ubicar muy bien a Estados Unidos (“con los güeros ganen lana pero aquí la han de gastar, vénganse pa la frontera donde sí van a gozar”). Su lugar fue ocupado por el muy distinto, nada jocoso, Cornelio Reyna, que, como el Piporro, no sólo gustó en México, sin también entre los chicanos del sur estadounidense. Chava Flores, en la capital, continuaba con sus espléndidas canciones humorísticas. En la música ranchera apareció Vicente Fernández y Lucha Villa se consolidó como gran intérprete. Pero la gran aparición fue la de Armando Manzanero, compositor yucateco de bellas canciones románticas (“Esta tarde vi llover”) que se expandieron con rapidez por todo México. En los deportes, los atletas se preparaban para la olimpiada mexicana, aunque nadie tenía esperanzas de que la selección nacional obtuviera grandes triunfos. En el futbol, después de la racha de campeonatos del Guadalajara a principios y mediados de los sesenta, a fines de la década el Cruz Azul adquirió rango de gran equipo popular. El Toluca también entró duro en la competencia. En el box aún se recordaban los triunfos de José Becerra, quien a fines de los cincuenta vengó al Ratón Macías y conquistó el campeonato mundial de peso gallo. A fines de los sesenta la afición se entusiasmaba con José Medel y el cubano Mantequilla Nápoles, quien, como Pérez Prado, decidió mexicanizarse por completo. Además, en Tepito surgió Rubén Olivares, el Púas, quien en los setenta, con su compadre el Famoso Gómez, dio mucho que hablar por su belicosidad de fajador, por su ingenio verbal insuperable y por su inquietud social que incluso después lo llevó a buscar una diputación por el Partido Socialista de los Trabajadores. Bajo el impacto de la contracultura las modas cambiaban vertiginosamente y lindaban ya con la extravagancia. Las faldas femeninas subieron a puntos inimaginables, y en 1969 las muchachas tenían que usar ropa interior de la misma tela de la ultra minifalda. Con ésta se consolidó la pantimedia. Las mujeres

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bajaron un tanto el volumen del maquillaje y se estiló el cabello lacio, con raya en medio. Los hombres execraban la brillantina y se pusieron trajes de tres o cuatro botones, pero luego llegaron los sacos sin solapa, al estilo “early Beatles”, o el cuello mao, de tipo chino, generalmente acompañado de algún medallón o colgandijo en el pecho. Los pantalones eran “con campana”, algunas de ellas tan grandes que parecían banderas. El pelo de los hombres, siguiendo el impulso jipi, crecía y crecía, a pesar de las protestas de los conservadores; “Cristo usaba el pelo largo”, era una respuesta común de los greñudos-pero-no-jipis, que circulaban por la zona rosa, o “zonaja”, y leían Zona Rosa, donde colaboraban los estrellas del momento, como Carlos Monsiváis y José Luis Cuevas. En las reseñas cinematográficas de Acapulco se podía ver de cerca de Sharon Tate con Roman Polanski (por hablar con ellos confianzudamente, Parménides García Saldaña fue despedido de El Heraldo de México), Gin Lollobrigida, Sue Lyon y otras actrices internacionales que alternaban con las nacionales Silvia Pinal, Claudia Islas, Isela Vega o Mauricio Garcés, quien descubrió su prototipo de don Juan a la mexicana en la película Don Juan 67, de Carlos Velo. Alexandro Jodorowsky presentó su película Fando y Lis en el Fuerte de San Diego y ofendió a los productores mexicanos (o mexinacos) que incluso pidieron se le aplicara el artículo 33 constitucional. Jodorowsky ya nos había ilustrado con las obras de lonesco y de Arrabal, y como se le acabaron los ídolos, procedió a escribir sus propios textos, como su versión ad hoc de Así hablaba Zaratrustra, en la que Isela Vega aparecía desnuda y hierática mientras decía sesudos parlamentos con su galán en turno, Jorge Luke. El “destape” se iniciaba. Jodorowsky también causó sensación cuando, ante las cámaras de la televisión, destruyó un piano a hachazos. Con Fernando Ge y Alfonso Arau realizó un espléndido programa de rock: 1,2,3,4,5 a gogó (todo era “a gogó” para entonces). En la televisión, por cierto, Jacobo Zabludovsky escalaba posiciones. En 1968, Joaquín Mortiz era ya la editorial de la nueva literatura, y se comentaba que el presidente Díaz Ordaz tenía problemas familiares, no tanto por su aguerrido romance

con Irma Serrano, la Tigresa, sino porque su hijo menor, Alfredito, le salió rocanrolero. La tragedia del pobre –padre-que-no-podía-evitar-el-escarnio-de-que-sus-vástagos-cayera-tan-bajo mereció la conmiseración discreta de los hombres del sistema, que no se preocupaban tanto porque el PAN ganara elecciones municipales como ocurrió en Tijuana y Mexicali), pues a fin de cuentas el régimen contaba con formidables maquillistas y podía declarar nulas las elecciones molestas, o de plano los alquimistas transformaban derrotas en victorias para “que no se alterara el equilibrio del sistema”. Los políticos tampoco se preocupaban por la guerrilla de Genaro y de Lucio en Guerrero, ni por los conflictos estudiantiles como los de Michoacán, Sonora o Chihuahua, pues se sabía que el primer mandatario “era muy macho” y sabía dar a los revoltosos lo que merecían: golpizas y cárcel. Más bien, los políticos se preocupaban porque no les faltaran entradas para los juegos olímpicos y porque ya se sentía cerca la sucesión presidencial. Los “tapados” más fuertes eran Emilio Martínez Manautou, secretario de la Presidencia; Antonio Ortiz Mena, de Hacienda, que volvía a figurar en las listas de los “conocedores”, Alfonso Corona del Rosal, quien, en su calidad de regente de la ciudad, aprovechó en su favor las obras de construcción del metro; y el secretario de Gobernación, Luis Echeverría, célebre porque tomaba muy en serio el dictum de Fidel Velásquez: “El que se mueve, no sale en la foto.” Echeverría se desvivía por adivinar los deseos del presidente Díaz Ordaz, y éste, según Julio Scherer García, comentaba de él: “Está muy verde. Conserva la mentalidad de un subsecretario encargado del despacho...Si no tiene qué hacer, lo inventa. Le obsesiona el trabajo por el trabajo mismo...Cada noche se hace leer por teléfono los editoriales de El Nacional, como si alguien le importaran esos papasales... Lo invité a jugar golf temprano, y llegó al amanecer.” A pesar de todo esto, Echeverría, calladito, movía todo sus recursos para ganar adeptos. Muchos creían que resultaría el elegido porque ocupaba la cartera clave: Gobernación, y porque en 1967 habían pronunciado el discurso de aniversario de la Constitución, por supuesto en Querétaro.

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LA CRISIS DEL MODELO DE DESARROLLO Y DEL SISTEMA POLÍTICO

(1968-2000) El sistema político mexicano, tan difícil de clasificar, ha sido más efectivo que la mayoría de los sistemas políticos de países en situación social semejante a la de México. El caso de México es el más debatido en los trabajos de clasificación de sistemas políticos de Dahl y Rustow (probablemente los mejores trabajos clasificatorios), quienes usando distintos criterios operacionales clasificaron a los principales sistemas políticos, coincidiendo en todos los casos de los 25 países que en 1875 tenían más de 20 millones de habitantes. Para Dahl, sólo ocho de esos estados eran poliarquías, que coincidían con los mismos ocho países que para Rustow eran sistemas democráticos. Ambos consideraban que Turquía se acercaba a ser una poliarquía y Rustow, a diferencia de Dahl. Consideraba que México se acercaba a ser un sistema democrático. La eficacia política del sistema mexicano también es comparativamente considerable. Los criterios capaces de respaldar esta afirmación radicarían en que fundamentalmente se trata de un sistema probado que, con sus características distintivas, para el mérito de sus fundadores, rebasa el medio siglo de antigüedad. El sistema ha permitido también una transmisión pacífica del poder y ha mantenido bajo control las pugnas entre la clase política –sus distintos grupos- evitando la formación de liderazgos de oposición internos que recurran a las alianzas abiertas con grupos y sectores externos al sistema. Finalmente el sistema ha limitado y regulado (según las necesidades políticas y del crecimiento de la economía) la participación política y la movilización política con multitud de recursos de cooptación y control. La eficacia comparativa del sistema de México ha llevado a que junto con las democracias representativas y con las democracias populares, se le haya considerado como un ejemplo de institucionalización política que en

alguna medida podrían imitar otros países en desarrollo. A los historiadores políticos corresponderá explicar la génesis de esa eficacia comparativa, los cambios paulatinos del sistema y las regularidades en su comportamiento en relación con otros periodos de la historia de México y de otros países. Nos interesa reflexionar acerca de la eficacia actual del sistema político mexicano y, en caso de que el sistema esté cerca de sus límites, establecer cuáles son las posibilidades de sustitución del mismo. Es decir, vamos a analizar los nudos históricos –límites y alternativas- del sistema político de México. ¿Cómo podemos enfrentar teóricamente el problema de los nudos de un sistema político? ¿Qué alternativas políticas aparecen al referirnos a la realidad mexicana? La respuesta a la primera pregunta es el esfuerzo fundamental de este artículo, pues como se verá, ésta nos lleva a un interesantísimo problema metodológico que es el de la articulación de las perspectivas teóricas de la política comparada (que con ciertas calificaciones es el análisis macro de lo que se llama ciencia política) con el materialismo histórico. Desde luego que la integración entre ambas “escuelas” del pensamiento político no la pretendemos realizar en el nivel más abstracto, pero sí lo intentamos en torno a los conceptos de Estado (en un sentido amplio) y de sistema político referidos al problema específico de los nudos históricos. Esta articulación parte de la “teoría política” que implícitamente está contenida en los Cuaderno de la cárcel de Gramsci. Los problemas de clasificación de los sistemas políticos, la determinación de sus elementos constitutivos, sus cambios y la vinculación de los sistemas políticos con la estructura social que se desarrolla en la historia son problemas comunes tanto para la política comparada como para el análisis político marxista. Las interrogantes básicas que plantean estos problemas son las mismas para ambas escuelas. Las respuestas a cada interrogante varían dependiendo del procedimiento de estudio, de la perspectiva o estrategia teórica dentro de cada escuela del pensamiento político y sobre todo de escuela a escuela.

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Utilizamos el término escuela puesto que nos parece que el término paradigma, tal como lo desarrolla Thomas Jun, se prestaría a confusiones, tanto porque no se podría sostener que en la política comparada exista un paradigma generalmente aceptado (hay un acuerdo casi general de que lo que existen son perspectivas teóricas), como porque también sería difícil sostener que la “teoría política” que se deriva del marxismo constituya un nuevo paradigma frente a las perspectivas o estrategias teóricas generalmente aceptadas en la política comparada. Ahora veamos qué procedimientos se podrían seguir para el estudio de un sistema político o aspectos específicos de éste, tanto en la escuela de la política comparada como, posteriormente, en la escuela marxista. PROCEDIMIENTOS PARA EL ESTUDIO DE

UN SISTEMA POLÍTICO El camino que siguen la mayor parte de los estudiosos de la política formados en las universidades europeas y sobre todo norteamericanas es que, dependiendo del problema a estudiar, aplican una de las perspectivas generalmente aceptadas en la política comparada. El trabajo de Rafael Segovia sobre la socialización de los niños mexicanos sería un ejemplo de este camino, pues aplica fundamentalmente el enfoque de la cultura política, particularmente de la socialización política, al análisis de la inculcación de actitudes políticas entre los niños mexicanos y sus repercusiones sobre el sistema político. Esta investigación parte de los estudios norteamericanos, pero los enriquece con los trabajos europeos. Otro camino sería emprender un estudio configurativo, si se quiere liberal, en cuanto que no se limita a sí mismo por cánones de ninguna perspectiva teórica, sino que formula un ensayo de periodismo ilustrado al detectar las piezas fundamentales y plantear preguntas inteligentes. El trabajo de Daniel Cosío Villegas sobre el sistema político mexicano sería un ejemplo de esta segunda posibilidad metodológica.

Cabría una tercera posibilidad fundamentalmente inductiva. En ésta no se partiría de la interpretación (configurativa), pero tampoco se trataría de imponer una perspectiva determinada pues, como explica Cobban, las leyes sociales generales terminan siendo afirmaciones dogmáticas, lugares comunes o, para adaptarlas a la realidad, deben irse calificando paulatinamente hasta que terminan siendo aplicables a un solo caso. Las restricciones que imponen las perspectivas teóricas desde luego no deberían llevar al abandono de la teoría, pues no quedaríamos en la narración –que aunque a veces es genial- no permitiría la comparación. De ahí que aparentemente se esté ante una contradicción, pues por una parte se necesitaría ir más allá de la narración y, por otra, existen serias limitaciones en las generalizaciones sociológicas. Sólo se puede escapar a este dilema abandonando ambas posiciones y tratando de encontrar otra solución: enfrentar al sistema político concretó en periodos específicos con el antecedente del planteamiento general que ayude a formular hipótesis, proposiciones y preguntas, pero que de ninguna manera las contesta. En vez de partir de una perspectiva teórica, se parte de la realidad con el auxilio de la teoría. Un ejemplo que aunque no es estrictamente correspondiente ilustra esta perspectiva es el estudio sobre Zapata y la Revolución Mexicana de Womack que es una historia política, pero también social. Precisamente cuando se quiere recurrir a la posibilidad inductiva es necesario explorar las distintas estrategias teóricas desde un punto de vista crítico y desde luego referidas a un objeto específico, pues de otra manera se pierde el sentido de la teoría para caer en la comprobación o refutación empírica. Resumiendo, dentro de la escuela de la política comparada (la ciencia política desarrollada en Europa y los Estados Unidos) son tres los caminos fundamentales que podemos seguir para el estudio de un sistema político. El primero consiste en aplicar una perspectiva teórica del caso particular de estudio, llenando todos los requerimientos metodológicos que tal estrategia requiera (en la mayor parte de los casos resulta muy difícil superar este obstáculo). El segundo consiste

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en abandonar la camisa de fuerza de una perspectiva teórica predeterminada y formular un ensayo que describa y analice el caso particular de que se trate. La tercera posibilidad, que a nuestro parecer constituye el campo más fértil para la investigación, consiste en enfrentar el sistema político concreto –los aspectos que no interesan- con el antecedente de la crítica a las perspectivas teóricas que lleve a formular las hipótesis, proposiciones y preguntas, para que, en caso de que proceda, desde una visión teórica de alcance medio podamos ascender, enriqueciendo o replanteando las abstracciones más generales de alguna de la perspectivas teóricas. Desde luego que en la práctica estas tres posibilidades metodológicas se mezclan entre sí; digamos que el trabajo de Segovia recurre a la inducción, el de Cosío Villegas gira en torno a un esquema propio de clasificación y el de Womack, siendo una historia concreta, tiene vigencia general. Sin embargo nos parece que estas posibilidades “ideales” dan una noción del tipo de alternativas a las que tiene que enfrentarse un investigador. Puede ocurrir también que el problema que nos interesa estudiar escape a la perspectivas teóricas que ha desarrollado la política comparada. En este caso la otra escuela, el materialismo histórico, puede quizá ofrecer una respuesta y en algunos casos la respuesta teórica apropiada. Con ello no queremos decir que la selección de perspectiva teórica y sobre todo de escuela sea un problema estrictamente científico, pues puede representar desde cierta facilidad, acceso y conocimiento de una perspectiva teórica específica, hasta una clara inclinación política e ideológica como lo ha analizado Pablo González Casanova en su trabajo sobre los estilos en las ciencias sociales y la posición política. La escuela del materialismo histórico puede responder a algunas de las interrogantes más generales que plantea el desarrollo de los sistemas políticos, pero es frecuente que se pueda llegar a posiciones mecánicas o de manual, donde al fijar el análisis en los modos de producción y en sus determinaciones superestructurales se pierde la posibilidad de realizar un análisis político particular. Este

análisis particular no es incongruente con el marxismo y para ello basta leer El 18 brumario, ¿Qué hacer?, La historia e la Revolución rusa y Las condiciones de los campesinos de Unan. Lo que sí es más difícil de encontrar en el materialismo histórico en “una teoría política”. Los fundamentos de esa “teoría política” nos parece que están contenidos en los Cuadernos de la cárcel de Gramsci. Los cuadernos no están ordenados debido a las propias limitaciones en que fueron escritos y por lo tanto no existe un modelo explícito, pero revisando sobre todos los textos “Análisis de situaciones. Correlaciones de fuerza” y “Sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno” puede llegarse a un planteamiento general de la política al que nos referimos más adelante. Unas vez que hemos mencionado procedimientos para estudiar un sistema político o determinados aspectos del mismo, veamos cuáles son los principales problemas de clasificación de sistemas políticos, determinación aspectos del mismo, veamos cuáles son los principales problemas de clasificación de sistemas políticos, determinación de sus elementos constitutivos, la vinculación con la estructura social y los cambios de sistema, atendiendo a las respuestas que les han dado la política comparada y el materialismo histórico (ambas escuelas). H. Eckstein considera que los tres primeros problemas están en el entro de las dificultades a las que se enfrenta la política comparada. Dejemos para más tarde el cuarto problema del cambio de sistemas políticos y veamos cuáles son algunas de las principales interrogantes que se plantean a la política comparada (siguiendo a Eckstein) y al materialismo histórico (recurriendo a otros autores). En primer lugar, por lo que se refiere a su clasificación, cómo se puede comparar un ordenamiento weberiano de tipos puros de dominación, que parte de la manera como se legitima la autoridad (tradicional, racional legal y carismática), con una clasificación marxista que parte del modo de producción predominantes (esclavista, feudal, capitalista

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o socialista) es decir, hasta dónde se corresponden los tipos tradicional con el modo de producción feudal y el racional legal con el modo capitalista. (Para Weber, gran conocedor del marxismo, la estructura social no determina los tipos de denominación.) Es más fácil tender un puente de Weber hacia otro tipo de clasificaciones contemporáneas tales como el trabajo de Linz que divide a los sistemas en democráticos y no democráticos, estudia a los no democráticos tanto totalitarios como autoritarios y a los regímenes de autoridad tradicional y gobierno personal; estos últimos corresponden al tipo tradicional y carismático, mientras que las democracias, los regímenes autoritarios e incluso los totalitarios serían fundamentalmente correspondiente al tipo racional legal. En segundo lugar, por lo que respecta a la determinación de los elementos que constituyen un sistema político también existen distintas visiones teóricas: desde la visión tradicional que consideraría las estructuras y funciones del ejecutivo, del legislativo y del poder judicial, hasta las nuevas perspectivas, como la de Apter, para quien el sistema político está constituido fundamentalmente por el gobierno, los grupos políticos y los sistemas de estratificación social; la de Easton para quien los sistemas políticos tienen fundamentalmente dos elementos: insumos (demandas y apoyos) y productos (decisiones de autoridad); la de Almond, quien desglosa distintos tipos de insumos (socialización política y reclutamiento, articulación de intereses, agregación de intereses y comunicación política) y de productos (elaboración de leyes, aplicación de leyes y conciliación y arbitraje). En el marxismo encontramos el planteamiento leninista en el cual el sistema político está constituido fundamentalmente por los aparatos de coerción (policía, ejército, burocracia) que permiten la dictadura de una clase social (dominante) sobre otras clases subordinadas; y el planteamiento gramsciano, para el cual al elemento de dominazione (coerción en el sentido leninista más amplio) propio de la sociedad política habría que agregar el elemento de direzione (liderazgo que se apoya en el consenso, la supremacía ideológica y cultural) propio de la sociedad civil.

Finalmente, interesa dilucidar si los sistemas políticos son autónomos o dependen de otros aspectos de la sociedad. Para Easton y Almond, los sistemas son estrictamente políticos en sus funciones, independientemente de su ubicación social. Para Apter, la estratificación social tiene un alto poder explicativo en la determinación de las funciones políticas. Para otros autores (lipset) el comportamiento político se articula con los niveles de desarrollo económico. Dentro del materialismo histórico, las superestructuras políticas (ideología y gobierno) están determinadas por la estructura económica. Al menos para Gramsci, ello no impide que el problema de la relación entre la estructura y la superestructura puede variar al grado de que el análisis político sea fundamentalmente un análisis de la superestructura y de quienes actúan en ella, pues está ligada a la estructura pero no mecánicamente, sino a manera de un momento o fase histórica, dialécticamente articulada. El cuarto problema al que tratan de responder las dos escuelas del pensamiento político es el del cambio de los sistemas políticos. Este problema coincide con la preocupación fundamental de nuestra reflexión. Para determinar cuáles son los cambios sustantivos y cuál es el “mapa” dentro del que se mueven los sistemas políticos necesitamos de algún esquema de clasificación. Para ello partimos del trabajo de clasificación teórica de Linz (1975) que nos permite establecer las coordenadas donde se realiza el cambio político. El mapa de Linz. Aparte de las críticas que puedan hacerse a la terminología Linz (que desde ahí partiría la crítica marxista), nos parece que estamos ante un trabajo bastante acabado que permite principio –con multitud de problemas de operacionalización- localizar a los estados nacionales de acuerdo a su tipología. Una vez que localicemos los puntos representativos dentro de las coordenadas que la perspectiva de Linz explica, trataremos de entender por qué y cómo se pasa de un punto a otro (que la perspectiva de Linz no explica). La formulación inicial del concepto de régimen autoritario a partir del análisis del régimen

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franquista, particularmente después de 1945, que lo distingue tanto de los gobiernos democráticos como de los sistemas totalitarios, ha sido extendida por Linz a todos los sistemas políticos no democráticos. Quitándole el énfasis original al papel de las mentalidades y del líder, Linz corta a los distintos sistemas políticos autoritarios en base a dos dimensiones fundamentales; el grado o tipo de pluralismo limitado que existe en dicho régimen y el grado en que dichos regímenes se apoyan en la apatía política y la desmovilización de la población o las movilizaciones limitadas y controladas. Los distintos subtipos se agrupan, por lo tanto, respecto a: a) Grado o tipo de pluralismo limitado. ¿A

qué instituciones y grupos se les permite expresarse, y de qué manera, y cuáles están excluidos?

b) Grado de desmovilización política en que se apoyan. ¿Por qué se limita la movilización política en que de apoyan. ¿Por qué se limita la movilización y qué características tiene la desmovilización o apatía política de la población?

Respondiendo a la primera pregunta surgen varios subtipos de regímenes: aquellos dominados por una élite burocrática militar-tecnocrática que en gran medida era preexistente, los de participación privilegiada e ingreso a la élite a través de un partido único o dominante que emerge de la sociedad; y otros regímenes donde el Estado crea o permite la participación de grupos e instituciones sociales, o sea el estatismo orgánico (o corporativismo). Respondiendo a la segunda pregunta, se encuentra que en los regímenes burocráticos militares-tecnocráticos existen pocos (o ningún) canal de participación para las masas y que los gobernantes ni siquiera tienen un interés particular por manipular la participación. Por otra parte, estarían los regímenes que buscan movilizar de manera limitada a las masas principalmente a través del partido único o predominante y sus organizaciones de masas: éstos serían los regímenes autoritarios movilizacionales. Finalmente, en los regímenes autoritarios de estatismo orgánico, la movilización es muy limitada.

Así, los cuatro subtipos principales de régimen autoritario serían: regímenes autoritarios burocrático tenocrático-militares; regímenes de estatismo orgánico; movilizadores en sociedades posdemocráticas, y movilizadores en naciones recién independizadas. Linz (1975) presenta un diagrama sobre la tipología de los sistemas autoritarios, donde además de las dos variables fundamentales a las que no hemos referido (movilización y pluralismo) incluye un vector de “ideologización”, que en cierta medida se refiere a su trabajo inicial (1964) pero que no corresponde fundamentalmente a su nuevo planteamiento. Teóricamente, nos parece que este diagrama se podría extender a todos los sistemas políticos si se incluyeran tres dimensiones adicionales que serían: ideología, tipo e élite y conciencia y organización de las clases subalternas (la segunda probablemente podía incluirse en el grado de pluralismo). Como resulta imposible presentar un diagrama de cinco dimensiones, cuyas relaciones causales e importancia habría que explicar y justificar, se podría limitar (con todas las salvedades de no inclusión de variables significativas) a las dos variables que Linz utiliza para clasificar a los sistemas autoritarios la representación de todos los sistemas políticos, es decir, las democracias representativas, los regímenes autoritarios y los totalitarismo comunistas (no se incluirá a los totalitarismos fascistas por ya no existir en la actualidad ni el nacional socialismo, ni el fascismo de Mussolini y puesto que los “fascismos” contemporáneos no son movilizadores, carecen de una ideología “total” y de partidos de masas; y nosotros substituiríamos el término totalitarismo comunista por democracias populares para no caer en la terminología de la guerra fría). Un diagrama de esta naturaleza no será útil para tratar de explicar la ubicación de los cambios de un sistema político y, al final de este trabajo, las alternativas del sistema político mexicano. Dentro del diagrama una democracia representativa (A) como Inglaterra, sería plural en grado extremo y también movilizadora, aunque nunca como en los casos de las democracias populares (B) como Vietnam y Cuba, que serían sumamente

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movilizadoras y limitadamente plurales. Chile (C) sería el caso extremo de un régimen que se impone en una sociedad ampliamente plural y considerablemente movilizada, excluyendo por la fuerza la expresión de numerosos sectores y evitando también por la fuerza la movilización de sectores importantes que se habían movilizado durante los gobiernos de la democracia cristiana y sobre todo de la Unidad Popular. En México, actualmente estaríamos en el punto Mo donde ya existe un pluralismo considerable aunque limitado y una movilización reducida pero aún existente. Los otros puntos M (1,2,3 y 4) corresponden a las alternativas que presentaremos tentativamente al final de este estudio. El trabajo de Linz es fundamentalmente clasificado, de tipologías políticas, y no busca explicar el por qué y cómo se evoluciona de un punto a otro, de un subtipo a otro o de un tipo a otro diferente.

Modernización y desarrollo político. El modelo liberal. De acuerdo con los enfoques teóricos generalmente aceptados en la política comparada, parecería que el sistema político mexicano –no su caracterización, sino el estudio de sus cambios- pudieran analizarse a partir del enfoque de la modernización y del desarrollo político. En América Latina esta perspectiva ha sido ampliamente criticaba, sobre todo en sus supuestos liberales que llevan a concluir que en nuestros países se repetiría el modelo norteamericano (occidental) de evolución social. Estas críticas, contenidas en los trabajos de los economistas, fueron reforzadas desde el ángulo de la sociología política. El modelo liberal que

sostenía que el desarrollo socioeconómico llevaría a una mayor igualdad social, que a su vez permitiría una mayor participación y estabilidad políticas (como parte de un proceso en que se transformarían las sociedades tradicionales en sociedades modernas) no ha ocurrido siquiera en las sociedades europeas continentales, cuya historia y desarrollo han sido bastante más complejos, ya no se diga en América Latina donde la modernización ha acentuado las diferencias en la distribución del ingreso y la riqueza, ha sido acompañada de dosis crecientes de violencia y ha conducido a la supresión de las democracias representativas.

Modelos revisionistas del desarrollo político.

Dentro del propio enfoque del desarrollo político (dentro de la política comparada) se han planteado severas críticas al modelo liberal de los años cincuenta y sesenta desde los ángulos metodológicos, histórico y empírico. Huntington y Nelson han revisado el modelo liberal de desarrollo para sustituirlo por cuatro modelos en los que vinculan la variable de participación política con las variables del crecimiento económico y la modernización. A diferencia de sus predecesores, para ellos los objetivos del crecimiento económico y la participación política son fundamentalmente incompatibles (dentro de un modelo que no sea el de una revolución social políticamente exitosa). Los “modelos revisionistas” tratan de captar el tipo de cambios y la vinculación entre las variables tal como ocurre en la mayor parte de los países subdesarrollados, con la excepción fundamental de aquellas naciones

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donde ha ocurrido una revolución social y política exitosa. Es decir que sus modelos serían aplicables a la mayor parte de las sociedades latinoamericanas. Los cuatro tipos que elaboran son el “burgués”, el autocrático, el populista y el tecnocrático. En la gráfica 2 representamos los tres modelos más relevantes para este estudio: populista, tecnocrático y liberal. Huntington y Nelson (1976) consideran que dentro de la evolución de una sociedad es probable que vayan cambiando los niveles de participación política. En una primera fase el problema lo constituye la expansión de la participación política de la clase media urbana, mientras que en una segunda fase el problema es la expansión de la participación de las “clases bajas urbana y rurales”. En la primera fase la alternativa está entre un modelo “burgués” y un modelo autocrático. En la segunda fase habría que escoger entre un modelo populista y uno tecnocrático. Para Huntington, Nelson, cuando el problema político lo constituye la participación de la clase media, una sociedad podría optar por un modelo autocrático donde el poder está concentrado, la participación de las clases medias es suprimida, se buscan el crecimiento económico y cierta igualdad social para contar con las clases subalternas en contra de las clases medias. El modelo “burgués” encuentra sus límites cuando las clases subalterna son movilizadas a demandar oportunidades de participación política y acceso al poder. El modelo autocrático en el corto plazo llega a sus límites por la presión de las clases medias y en el largo plazo debido a la presión ejercida por las clases populares que habiendo obtenido cierto beneficio económico (reforma agraria) luchan por acceso al sistema político. Un ejemplo del modelo “burgués” lo constituiría Colombia y un ejemplo del modelo autocrático sería Taiwán. Cuando los modelos “burgués” y autocrático tienen frene a sí el problema de la participación de las clases subalternas entran en una segunda fase en la que tienen que optar entre un modelo populista y uno tecnocrático. El modelo tecnocrático se caracteriza por bajos niveles de participación

política, altos niveles de inversión (particularmente extranjera) y crecimiento económico y desigualdades crecientes en el ingreso. En este modelo los autores consideran que debe suprimirse la participación política ara promover el desarrollo económico. El modelo populista es casi reverso del anterior. Altos y crecientes niveles de participación política van acompañados de beneficios gubernamentales crecientes, mayor igualdad y eventualmente bajas tasas de crecimiento económico (debido a la ampliación del consumo que disminuye el ahorro público y privado). Estos dos modelos plantean problemas de difícil solución. Para Huntington y Nelson el modelo tecnocrático no puede ser un modelo final, pues, “¿en qué medida es compatible una desigualdad creciente del ingreso con bajos niveles permanentes de participación política?”; a la vez, “¿la disminución de la participación política, el crecimiento, la mayor desigualdad y represión no constituyen un círculo vicioso donde la iniciativa del proceso y el poder tienden a colocarse en los extremos?” Los problemas del modelo populista radican en que la mayor participación de los grupos frente a un economía estancada aumenta los conflictos sociales y la polarización de la sociedad. “El modelo tecnocrático lleva a la represión para prevenir la participación, mientras que el populista lleva al conflicto civil como resultado de la participación política.” Un ejemplo de modelo populista sería el Brasil de Goulart y de modelo tecnocrático el Brasil que surgió del golpe de Estado a Goulart. El comportamiento de estos dos últimos modelos, adicionando un criterio de secuencia histórica, lo hemos representado en la gráfica 2. ML representa al modelo liberal donde el crecimiento y la modernización son totalmente compatibles con la participación política; a mayor crecimiento y modernización, mayor participación política. MP representa al modelo populista donde la participación crece a una tasa más acelerada que el crecimiento económico, pasando por un punto A que significa que la participación es superior a la ocurrida en países como los Estados Unidos (donde ocurre una alta participación electoral y en asociaciones privadas, pero una reducida participación en trabajos comunitarios) y convirtiéndose en una pendiente casi infinita,

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puesto que llega una momento en que la participación es tan amplia que se llega al estancamiento económico, si no es que al retroceso Mpa. En esos momentos se limita drásticamente la participación (por medios fundamentalmente coercitivos) para instaurar un nuevo modelo tecnocrático que al consolidarse reduce la participación aún más que el modelo liberal (por debajo de B), pero que en el tiempo, y como resultado de la propia diferenciación modernizadora requerirá de una mayor participación, que puede hacer explosión Mta, o ser paulatinamente asimilada al sistema MTb. Estos modelos que podrían inscribirse dentro de la perspectiva de la modernización y del desarrollo político (desde luego una perspectiva revisionista) por la incompatibilidad que plantean entre distintos objetivos, como el crecimiento económico y participación política, están más cercanos que el modelo liberal a la realidad contemporánea de los países subdesarrollados y su contenido de análisis político es considerablemente más rico. Aunque pueden tener cierta utilidad para detectar los límites de un sistema político, su propio empirismo los lleva a perder la visión del contexto histórico en que están inscritos. Específicamente, ¿cuáles serían las principales limitaciones del nuevo planteamiento del desarrollo político? Crítica a los modelos revisionistas. En primer lugar, las élites clases gobernamentales, las políticas, tienen su propia historia cultural, vinculaciones estructurales que determinan sus intereses, su “fórmula política” y su “defensa jurídica” que les impiden poder optar por alternativas políticas múltiples o “tipos sociales” distintos. Sus opciones son muy limitadas, pues están condicionadas por lo que la clase política es (cultural y estructuralmente) y por las circunstancias del momento histórico concreto. Esta limitación que principalmente partiría de la perspectiva histórica de las Élites del Poder de Mosca contenida en su teoría de las clases gobernantes (Elementi de Scienza Política), no es suficiente para invalidar la perspectiva revisionista del desarrollo político, pues se podría plantear que una clase política puede ser parcialmente sustituida por otra clase política u organización que no tenga las

limitaciones de una “clase política tradicional”. Digamos que mediante un golpe de Estado puede realizarse una transmisión no revolucionaria del poder que lleve a una “nueva clase” política (pues en gran medida ya existía) al poder, sin todas las limitaciones culturales, intereses, fórmula política y “defensa jurídica” del grupo anterior. Pero aún en el caso de una sustitución parcial de la clase política, la “clase nueva” no tiene ante sí una realidad social nueva. La estructura económica y social, así como el poder efectivo de las distintas fuerzas sociales limitarían las alternativas entre las que podría optar el nuevo grupo gobernante. Difícilmente podrían escoger un modelo populista o tecnocrático de manera neutral, sino que la selección dependería de los intereses de la clase gobernante (en la que desde luego habría que incluir y diferenciar a los propietarios del capital y a los estratos sociales aliados a ellos), de los apoyos políticos, económicos y militares externos y de su vinculación con las clases subalternas en un momento histórico concreto. Finalmente, la “lógica” de la participación de las clases populares que Huntington y Nelson toman como punto de partida es en numerosos casos distinta de la que ellos presentan. La participación popular no es una simple manipulación política que se hace desde el asiento del rey, del presidente o del general; la participación política de las clases subalternas tiene en abundantes casos específicos dinámica propia, dirección política, organización y visión cultural del mundo ajenas a la manipulación del sistema político. Recurrimos a los modelos de Huntington y Nelson para explicarnos la transición de un tipo de régimen a otro (la explicación de un cambio de sistema político que se expresaría como un movimiento dentro de la gráfica 1). A esos modelos los hemos criticado en torno a dos dimensiones: desconocimiento de las características históricas de las élites gobernantes; y sobre todo, pasar por alto la determinación de los intereses, ideología y fuerza de dicha élite política junto a otras clases dominantes (fundamentalmente los propietarios y sus aliados), en relación con las clases subordinadas. Es precisamente este análisis “más amplio” el que se dificulta a las

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distintas perspectivas de la política comparada. De manera semejante a como en la economía el paradigma neoclásico no puede responder a las interrogantes que plantea el desarrollo de largo plazo de una economía subdesarrollada y se vuelve necesaria la utilización de otro paradigma, así en el terreno político el estudio de los nudos históricos no puede realizarse exclusivamente con los distintos enfoques macro políticos, sino que se requiere plantear la necesidad de utilizar la teoría política de la otra escuela. ¿Qué puede ofrecernos el materialismo histórico?

LA TEORÍA POLÍTICA DE GRAMSCI Como habíamos mencionando al principio, es posible realizar análisis políticos particulares dentro de la escuela del materialismo histórico, lo que es más difícil de encontrar en el materialismo es una “teoría política”. La escuela del materialismo histórico ha venido enriqueciendo su análisis de las superestructuras y el de su relación con la estructura para arrojar luz en torno al problema de los nudos históricos del sistema político y del Estado. El punto de partida de esta “teoría política” –que tendrían que enriquecerse o reformarse con base en la investigación concreta- lo encontramos en los Cuadernos de la cárcel de Gramsci, sobre todo en los textos d los Cuadernos posteriores a 1931. En los Cuadernos se parte de un planteamiento estratégico de la política y la ideología, donde la lucha contemporánea fundamental no ocurre entre quienes dominan y quienes son dominados (pues este principio fundamental ocurre siempre), sino entre el grupo de domina (sociedad política) y dirige (sociedad civil) desde las organizaciones del Estado (con el fin último de sostener un equilibrio de clases que le favorece) y el partido que en un momento dado persigue fundar un nuevo tipo de Estado. Para Gramsci (en los Cuadernos) el Estado abarca tanto a las organizaciones coercitivas propias de la sociedad política, como a las organizaciones “privadas” correspondientes a

la sociedad civil a las que dan forma y contenido los “grandes intelectuales”. El partido es la expresión de un grupo social (un partido orgánico que representa a una clase subalterna y sus aliados), con una dirección que además de ser una vanguardia política en el sentido leninista, sea una dirección moral, cultural e ideológica que desde las posiciones de las clases subalternas sostenga una lucha ideológica cuyo propósito último sea el rompimiento de la hegemonía y la elaboración de un nuevo orden. Aunque el contenido de los Cuadernos se refiere fundamentalmente a los elementos de la superestructura (precisamente el componente menos estudiado por Marx) ya sea el Estado, el partido, el papel de quienes en la sociedad tienen la función de intelectuales y las características particulares de la política y la cultura nacionales, en éstos siempre está presente el problema de las relaciones entre la estructura y la superestructura, la vinculación del desarrollo de las fuerzas productivas y las fuerzas sociales, con el análisis de la ideología y la política. Esta vinculación de niveles (estructura y superestructura) tiene el propósito de llegar a un análisis acertado de las fuerzas que operan en la historia en un cierto periodo. A Gramsci le interesó toda su vida explicarse –y en su caso corregir- por qué de los “partido” resulta vencedor en una confrontación histórica. A diferencia de Marx que se dedicó a encontrar las leyes del desarrollo capitalista, a Gramsci le interesaba más hacer un corte en ese desarrollo histórico para explicarse las contradicciones políticas de esas leyes y determinar así las posibilidades de acción humana y utilizarlas en la lucha por un nuevo orden que, para él, no podría ser más que un bloque histórico obrero campesino. ¿Cómo articula Gramsci los elementos estructurales del desarrollo con los elementos concretos de la lucha política de las élites y las clases subalternas? ¿Cómo explica el resultado de una confrontación histórica? En el texto sobre “Análisis de situaciones. Correlaciones de fuerzas”, que es uno de los últimos textos de sus Cuadernos, nos ofrece los lineamientos de ese análisis global. La respuesta la ofrece en torno a tres órdenes o momentos (su

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manera peculiar de incluir un elemento dentro de una totalidad dialéctica). El primer momento lo constituiría una correlación de fuerzas sociales estrechamente ligada a la estructura, al desarrollo de las fuerzas materiales de producción. Para Gramsci, independientemente de la voluntad humana, el desarrollo de las fuerzas productivas hace surgir agrupaciones sociales con una función y posición dadas en la producción misma. Un segundo momento es la correlación de las fuerzas políticas y de partido esto es: “la estimación del grado de homogeneidad, de autoconciencia y de organización alcanzado por los distintos grupos sociales”. Desde luego que la conciencia colectiva no surge de inmediato sino que se inicia en una fase económica corporativa, por ejemplo, donde se unen un comerciante con otro miembro de su mismo gremio. En una segunda fase se conquista la conciencia la solidaridad de intereses de todos los miembros del grupo social (comerciante con industrial) pero todavía en el terreno meramente económico. Y en este momento se plantea la cuestión del Estado, pero sólo en el sentido de aspirar a conseguir una igualdad jurídico-política con los grupos dominantes. En la tercera fase se llega a la conciencia de que los mismos intereses corporativos propios, en su desarrollo actual y futuro, superan el ambiente de grupo meramente económico, y pueden y deben convertirse en los intereses de otros grupos subordinados. “Esta es la fase más estrictamente política, la cual indica el paso claro de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas; es la fase en la cual las ideologías antes germinadas se hacen Partido.” “Surge una unidad de fines económicos, políticos, intelectuales y morales que puede plantear las cuestiones de cada grupo particular como cuestiones generales, creándose así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados.” “Es aquí donde se plantea directamente la cuestión del Estado, ya no sólo en el sentido de igualdad jurídica, sino de hegemonía de un grupo que promueve su máxima expansión a través de una continua formación y superación de equilibrios inestables con los grupos subordinados.”

El tercer momento es el de las correlaciones políticas o las potencialmente militares que para Gramsci es el momento inmediatamente decisivo en cada caso. En él habría, a su vez, dos fases: la estrictamente militar, o técnico-militar y la fase político-militar. Los órdenes de una correlación histórica, o sea el análisis global de una situación nacional en un momento histórico los podríamos representar gráficamente (gráfica 3). Esta representación nos plantea un problema de “lógicas” pues los órdenes de Gramsci son parte de una totalidad dialéctica, mientras que las variables de un diagrama son elementos de una lógica formal. No obstante nos parece que su representación es muy ilustrativa y puede constituir un esfuerzo por presentar inicialmente una parte medular de la “teoría política” de los Cuadernos. La manera como trataremos de salvar el problema de las lógicas es recurriendo al planteamiento de los cortes sincrónicos (la complejidad horizontal) y diacrónicos (la complejidad histórica) de H. Lefrebvre y J. P. Sartre que nada tiene que ver con la sincronía política de un país en política comparada. En el momento I tendríamos que el desarrollo de las fuerzas sociales dependería “en última instancia” del desarrollo de las fuerzas productivas. La curva que se forma (que tendría que tener una pendiente menor que uno dada la mayor rapidez en el desarrollo de las fuerzas productivas) corresponde a la complejidad histórica. Para realizar el análisis político se requiere forzosamente cortar esa complejidad histórica en un momento específico (“análisis concreto de la realidad concreta”) de manera horizontal o sincrónica. Al realizar ese corte determinamos un desarrollo de las fuerzas sociales en un momento dado que son aquellas sobre las que actuarán los distintos grados de conciencia y organización. El procedimiento del corte es un recurso analítico ya que la coyuntura es precisamente la expresión más nítida de las contradicciones que se desarrollan en la historia.

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Las coordenadas del momento II (fuerzas sociales y conciencia colectiva y organización) son mutuamente independientes, de ahí que puedan existir distintos niveles de conciencia. El nivel 1 corresponde a la unificación gremial o corporativa (comerciante con comerciante); el nivel 2, a la unión de elementos distintos de una misma clase (comerciante con industrial), pero sin plantear el problema del Estado y, finalmente, el nivel 3, donde una clase con sus aliados se hace partido para instaurar un nuevos Estado (un nuevo orden). Para poder vincular los distintos niveles de conciencia y organización del momento II con las variables de la lucha política hemos introducido un supuesto de equivalencia entre grado de conciencia colectiva y organización y fuerzas políticas revolucionarias Vpr. El supuesto no invalida ninguno de los postulados de la teoría contenida en los Cuadernos. El momento III está representado por un análisis vectorial que nos parece el más apropiado para establecer los resultados de las distintas fuerzas en confrontación. El vector de fuerzas políticas Vp corresponde a

las fuerzas políticas que, hacia la derecha del origen constituirían las fuerzas revolucionarias Vpr, y hacia la izquierda las contrarrevolucionarias Vpc. Además de las fuerzas políticas, son cruciales en los resultados finales las fuerzas militares, que hacia arriba del origen serían las fuerzas militares revolucionarias Vmr y hacia abajo las fuerzas militares contrarrevolucionarias VMc. El resultado histórico de una confrontación correspondería directamente a la diferencia entre los poderes de ambos partidos: si la resultante de los vectores contrarrevolucionarios Rc fuera mayor que la de los vectores revolucionarios Rp, el triunfo sería para estos últimos, digamos la victoria fascista en Italia sobre el partido proletario que tanto preocupó a Grasmci. La relación de causalidad del momento III con el II se establece sólo con Vpr, o sea con la fuerza política revolucionaria. Pues aunque se podrían plantear distintas hipótesis –digamos que Vmc (fuerzas militares de coerción) sería mayor entre mayor fuera Vpr (la fuerza política revolucionaria), éstas quedarían sujetas a la corroboración particular. Asimismo, no existe relación causal entre los niveles de conciencia y organización, con el desarrollo de las fuerzas sociales. Es decir, que a un determinado desarrollo de las fuerzas sociales pueden corresponder distintos niveles de conciencia. Es aquí donde aparece el problema de relación entre estructura (fuerzas productivas y fuerzas sociales) con la superestructura (política e ideológica). Para Gramsci, el análisis político es un análisis de las superestructuras, pero no desligado del desarrollo histórico (o sea de las estructuras) sino que para dicho análisis se necesita realizar un corte histórico. Por lo tanto, la superestructura es independiente de la estructura, pero sólo en un momento dado. En el cuerpo de la historia la estructura condicionaría a la superestructura, pero ese objetivo teórico ya no correspondería al análisis político estricto, sino a la economía política. En la gráfica 4 se representa el planteamiento general de Gramsci sin atender a las relaciones de causalidad. El rectángulo de la

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base corresponde a la estructura compuesta por el desarrollo de las fuerzas productivas y el desarrollo de las fuerzas sociales. El triángulo tienen por base la propia estructura y sus lados son las sociedad política y la sociedad civil que integran la superestructura.

Tres problemas de la “teoría política” de Gramsci. El planteamiento de Gramsci es muy útil para ubicar los acontecimientos políticos dentro de las tendencias de largo plazo en el desarrollo de las sociedades, así como los resultados históricos de las “grandes confrontaciones sociales”, de los “grandes partidos” en el sentido de Tocqueville, Sin embargo, deja tres lagunas que requerían de una elaboración complementaria o de una sustitución teórica: resulta difícil operacionalizarlo, escapan a él las “pequeñas y medianas confrontaciones”.Y es una perspectiva muy extensa cuya aplicación exige de una amplia disposición de tiempo. En primer lugar, surge el problema de operacionalizar sus planteamientos generales, o sea de ligar sus postulados teóricos con la realidad concreta. Es evidente que estamos entre problemas de medición cualitativa de los elementos y de su interpretación. Quizá se pueda medir el desarrollo de las fuerzas productivas, pero ¿cómo se mediría el desarrollo de las fuerzas sociales en un momento dado?, ¿cómo se medirían los grados de conciencia y organización o potencial político revolucionario? De ahí la gran importancia de la ponderación subjetiva. Aunque desde luego estos obstáculos son considerables, quizá no sean insalvables. Tratemos de ejemplificar los problemas de operacionalización en los tres niveles, planteando preguntas relevantes que no sean

útiles para nuestra reflexión sobre México. En el primer orden cabrían interrogantes como: ¿cuál es el origen y particularidad de la vinculación económica con el mercado internacional?, ¿qué cambios cuantitativos y cualitativos han ocurrido en la producción y en su distribución?, ¿cuál es la magnitud y características de la participación del sector público en la economía?, ¿cómo ha cambiado la composición de la población entre asalariados (jornaleros agrícolas, trabajadores ocasionales, obreros no sindicalizados, “aristocracia obrera”, empleados de los servicios y la burocracia), pequeños propietarios (agrícolas, de talleres, de comercios), “clases medias” (profesionales independiente, técnicos al servicio del capital, funcionarios gubernamentales, profesores universitarios)?, ¿cuáles son las características tecnológicas de la producción y la capacitación de quienes la generan?, ¿cómo se ha alterado el peso específico de las ciudades y su población (distintos tipo de ciudades) en comparación con el campo (distintos tipos de economía rural)? En síntesis: ¿por su vinculación con la producción, cuál es la correlación de fuerzas al interior de una sociedad? En el segundo nivel habría que estimar el grado de homogeneidad, de autoconciencia y de organización alcanzado por los distintos grupos sociales, ya se trate de los grandes propietarios, las clases medias con todas sus características, los asalariados también con sus distintos tipos propios de una estructura social tan heterogénea como la de México. En el tercer momento cabrían preguntas como: ¿qué tan cohesivo es el sistema político y sobre todo el Estado?, ¿existen fuerzas anti-Estado actuales o potencialmente considerables?, ¿con qué apoyos internacionales cuenta cada banco?, ¿cuál es su capacidad política y técnico-militar? El segundo problema que plantea la “teoría política” de Gramsci consiste en que además de las grandes confrontaciones históricas entre “grandes partidos”, existen confrontaciones cotidianas entre dirigentes y grupos, y, finalmente, confrontaciones “medias”, como el cambio de un sistema político a otro (no de un Estado a un nuevo orden) que requieren ser explicadas, puesto

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que aunque en menor medida que las grandes confrontaciones históricas, éstas también afectan la vida de los ciudadanos (desde luego, la de algunos sectores subalternos y de las clases dominantes). Aunque el planteamiento de Gramsci plantea problema de operacionalización y de ubicación de “pequeñas y medianas” confrontaciones políticas, ofrece la posibilidad de vincularse con las perspectivas de política comparada –algunas de más fácil operacionalización y que atienden a fenómenos políticos cotidianos y de importancia “media”. La integración, como se verá, tiene que empezar por la clasificación de los conceptos. Es evidente que los principales conceptos de la “teoría política” de Gramsci –de la escuela del materialismo histórico- no corresponden con los conceptos relacionados de la escuela de la política comparada. Como hemos visto, aunque las preguntas generales en torno a los sistemas políticos puedan ser similares, las respuestas de cada escuela son distintas, así como el lenguaje que ellas utilizan. LOS CONCEPTOS DE ESTADO Y SISTEMA

POLÍTICOS La articulación entre las dos escuelas a partir del planteamiento gramsciano exige precisar y diferenciar los conceptos de Estado y sistema político así como presentar una descripción inicial del término nudo histórico. El concepto de Estado tiene dos acepciones. Una exclusivamente política y otra más general que prácticamente lo identifica con la sociedad. La primera corresponde al concepto de Estado en su sentido estricto. La segunda equivale al sentido amplio del término. En su sentido estricto, el término se ha definido en torno a una perspectiva jurídica y política. La jurídica asociada a Bodino y la política a Weber. Para Bodino, por encima de las divisiones nacionales internas (en su momento entre el soberano francés y la Iglesia católica) debería prevalecer el legislador reconocido –soberano- cuyas decisiones –leyes- deberían ser aceptadas por todos los ciudadanos y por encima de las divisiones internas en una sociedad

territorialmente delimitada. La perspectiva política weberiana lleva a definir al Estado como al conjunto de instituciones que tienen (en una sociedad territorialmente delimitada) el monopolio legítimo de la coerción. Para las perspectivas de política comparada (ciencia política macro) el término Estado en su sentido estricto fue excluido paulatinamente de su vocabulario, quedando el término limitado al campo de las relaciones internacionales. En la política comparada al término de Estado en su sentido estricto se le sustituyó por el de sistema político (que aunque más amplio pues se le adicionaron elementos constitutivos, o fue formulado en torno a una actividad [el poder] general y no normativa) conservó los elementos distintivos del término original. Las razones de la sustitución de Estado por sistema político probablemente fueron políticas y científicas. En las democracias representativas (donde fundamentalmente se desarrolló la política comparada) el término de Estado ya no podía tener un sentido legitimador como lo había tenido en la época del despotismo ilustrado, pues desde la Revolución francesa la única legitimación posible en una democracia representativa ha sido la “voluntad popular”. Asimismo, el uso de métodos y técnicas de otras especialidades (psicología, “teoría de sistemas”, informática) permitió refinamientos y presentaciones más generales de lo que es un sistema político. El desarrollo del término sistema político, con sus particularidades propias de las definiciones de la política comparada, como las presentamos al inicio de este trabajo, representa un avance considerable respecto del término Estado en un sentido estricto. De ahí que siguiendo a las perspectivas de política comparada presentamos una definición inicial. Por sistema político nos referiremos al conjunto de instituciones gubernamentales y no gubernamentales que cumplen funciones de dominación política, dirección política y administración social, así como al personal directivo que (en sus interacciones con los ciudadanos y con los grupos) las sostiene y las utiliza. Es decir, que el concepto incluye tanto a las organizaciones políticas que han permanecido en el tiempo, como a la clase

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gobernante; a la vez que no se limita a las funciones de coerción, sino que incluye las de “legitimación” y administración social que han resultado de creciente importancia política para los países en desarrollo. En resumen, diríamos que el concepto de sistema político, entendido como el conjunto de instituciones de dominación política, dirección política y administración social, así como al personal directivo que en sus interacciones con los ciudadanos y los grupos las sostiene y utiliza, es un término más apropiado para el análisis político que el término de Estado en su sentido estricto de “conjunto de instituciones que tienen el monopolio legítimo de la coerción”, aunque no es un término fundamental diferente. Ambos términos cabrían dentro de la escuela de la política comparada. En cambio, el concepto de Estado en el sentido amplio que prácticamente corresponde a la sociedad ha sido desarrollada fundamental, aunque no exclusivamente, por la escuela marxista. Tomemos tres definiciones de Estado, las de Mosca, Gramsci y O’Donell. Para Mosca, el Estado es la organización de las principales fuerzas sociales en un sistema coordinado capaz de realizar las funciones políticas. (En donde fuerzas sociales serían todos los intereses competitivos de los grupos con influencia que sostienen el statu quo, o en caso de discrepancia con el orden político establecido, también aquellos que luchan contra dicho orden; incluye Mosca dentro de este término incluso a las ideologías y convicciones morales, tanto aquellas de quienes defienden el orden establecido como las de quienes se oponen a él.) Para Gramsc, el Estado es el organismo a través del cual un grupo social logra su máxima expansión (sin llegar al interés económico corporativo) mediante un conjunto de equilibrios con las clases subalternas que mantiene a través de la coerción y el consenso. Para O’Donell, el Estado sería no sólo el conjunto de instituciones o “aparatos”, sino también –y más fundamentalmente- el entramado de relaciones de dominación

política (en tanto actuado y respaldado por esas instituciones en una sociedad territorialmente delimitada), que sostiene y contribuye a reproducir la desigual y contradictoria “organización” de clases de una sociedad” Para nosotros, el Estado en su sentido amplio sería: el “orden” de clases y fuerzas sociales contrarias que busca reproducir en un momento histórico una clase o grupo en el poder por medio de la clase política y las instituciones políticas (gubernamentales y no gubernamentales) de coerción, administración social y de dirección. El sistema político incluye a las instituciones políticas y a la clase política. El Estado además de las instituciones y la clase política incluye fundamentalmente al orden social, de clases, que las instituciones y la clase política buscan reproducir. Desde luego que la manera como se interrelacionan –entraman- las instituciones políticas con una “organización” de clases no es mecánica sino orgánica. Una vez que se ha vinculado a la parte con el todo, al sistema político con el Estado (y por esta intermediación a un concepto central de la escuela de la política comparada con otro de la escuela del materialismo histórico), cabe ahora referir estos conceptos a nuestra preocupación fundamental de reconocer los límites y las posibilidades de sustitución de un sistema político y de un Estado que lo incluye. Ello nos lleva al estudio de los puntos de unión entre dos sistemas o dos estados; terminemos la primera parte de este trabajo refiriéndonos a los nudos históricos.

LOS NUDOS HISTÓRICOS

Estaremos ante un límite en el sistema político cuando las instituciones políticas dejan de funcionar dentro de sus propósitos de dominación política, dirección política y administración social, o cuando la clase política pierde la capacidad de hacer uso de las instituciones políticas. Ello puede ocurrir por falta de cohesión de la clase política, insuficiencia de representación de las fuerzas políticas, pérdida de legitimidad y falta de capacidad administrativa. Estaremos ante un límite en el Estado cuando el “orden” de clases y fuerzas sociales

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prevalecientes pierde su capacidad para crear las máximas posibilidades para la expansión del grupo o clase en el poder, o cuando una de las clases subalternas (y sus aliados) adquiere la capacidad política intelectual y moral para imponer un nuevo “orden”. La existencia de un nudo histórico exige de posibilidades alternativas. Si no existe una posibilidad de sustitución, cuando un sistema o un Estado llegan a sus límites, entran en una crisis que si se profundiza produciría las propias posibilidades sustitutivas, pues una verdadera crisis (que se profundiza) de un sistema o de un Estado lleva directamente a la guerra civil o a la revolución que, por lo general, gestan nuevas posibilidades de sustitución. En el caso de un sistema, las posibilidades de sustitución aparecen cuando la clase política logra: reconstruir o transformar las instituciones políticas para permitir la comunicación y cierta absorción de las nuevas élites y fuerza sociales; encontrar nuevos expedientes de control y legitimación efectiva, y mejorar su capacidad administrativa. O cuando una “nueva clase política” hace uso de las instituciones que ya no se podían aprovechar por la falta de cohesión e incapacidad de la clase política anterior, o las transforma de acuerdo con su proyecto político. En el caso del Estado, las posibilidades de sustitución aparecen cuando el grupo o clase en el poder consigue alterar las alianzas sociales básicas para recuperar su amplia expansión, o cuando una clase subalterna (y sus aliados) cuenta con suficiente fuerza, conciencia y capacidad política inmediata como para imponer a la sociedad un nuevo equilibrio (un nuevo orden). Estos son los límites y las posibilidades de sustitución que dan contenido a un nudo histórico. El aspecto de la posibilidad es el más estrictamente político, es decir, el que depende de mayor número de circunstancias y explicaciones, así como el principal objeto de la decisión humana. La presentación de estas definiciones tiene dos propósitos. En primer lugar, hacer compatibles y comparables los conceptos de

sistema político y Estado que provienen de la política comparada y de la teoría política marxista. En segundo lugar, no dejar fuera de dichos conceptos ningún elemento de la realidad de los países en desarrollo. La compatibilidad de estos conceptos en ningún momento debe abolir la diferencia en los objetos de estudio, pues las perspectivas de política comparada son apropiadas para el estudio de los sistemas políticos –de las instituciones y de las élites que las dirigen-, pero a esta escuela escapa la problemática del Estado. Mientras que el estudio del Estado lleva, necesariamente, el problema de las clases sociales, donde el materialismo histórico ofrece mejores posibilidades de “visualización” y entendimiento. Tomando como punto de partida los conceptos de Estado y sistema político, tratamos de establecer lo que sería un cambio de sistema político y de Estado. Al término nudo le dimos una acepción política al englobar en él las ideas de límite y posibilidad de sustitución. Finalmente, con el auxilio de las proposiciones fundamentales sobre el cambio de sistema y de Estado que han hecho la escuela de la política comparada y la escuela del materialismo histórico procedimos a caracterizar lo que serían los límites y las posibilidades de sustitución de un sistema y del Estado que lo incluye. En la reflexión teórica de la primera parte de este estudio tratamos de aclarar y vincular los conceptos de sistema político y Estado (en el sentido amplio del término). Decíamos que la presentación de ambas definiciones ha tenido dos propósitos. En primer lugar, hacer compatibles y comparables estos conceptos que provienen de la política comparada y de la teoría política marxista. En segundo lugar, no dejar fuera de dichos conceptos ningún elemento explicativo de las realidades de los países en desarrollo. También decíamos que sobre la base de esos dos conceptos tratamos de establecer lo que sería un cambio de sistema político y de Estado. Al término nudo (que en Orografía expresa el punto de unión entre dos sistemas de montañas) le dimos una acepción política al englobar en él las ideas de límite y posibilidad de sustitución. Finalmente, con el

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auxilio de las proposiciones fundamentales sobre el cambio de sistema y de Estado que han hecho la escuela de la política comparada y la escuela del materialismo histórico procedimos a caracterizar lo que serían los límites y las posibilidades de sustitución de un sistema político y del Estado que lo incluye. En esta segunda parte vamos a referir nuestra reflexión al caso de México. Pero antes aclaremos que la primera parte de este estudio no constituye un marco teórico (que en ciencia política no existe), si acaso se trata de una perspectiva teórica que sirva de “lente” para mirar a la realidad nacional. Pero sobre todo el proceso de crítica a las distintas perspectivas de la política comparada y de la teoría política marxista, nos permiten estar en la posibilidad de plantear preguntas sustantivas y de no pasar por alto elementos y proposiciones que nos lleven al fondo del tema estudiado. En un trabajo en preparación nos vamos a referir a los nudos históricos del Estado mexicano. Por lo pronto nos concentramos en los nudos históricos del sistema político. Nos interesa saber si este sistema continúa siendo eficaz, o si ya existen fenómenos nuevos que muestran que ha llegado a sus límites. Y en este último caso reconocer qué salidas tiene el sistema político de México. Puesto que no existe consenso acerca de qué tipo de sistema político es el de México, hemos preferido no quedarnos en el nivel de la caracterización teórica a partir de la cual no podríamos reconocer los cambios del sistema. En vez de ello presentamos las características distintivas del sistema político cuyo cambio posibilite distinguir las transformaciones del sistema. Una vez referidos los elementos distintivos veremos cuáles son los obstáculos que se han presentado al sistema en las últimas décadas y la manera como los ha enfrentado. De la evaluación de las respuestas mediatas del sistema y de las limitaciones de éstas, desprenderemos las alternativas políticas que aparecen en el mediano y largo plazo.

INSTITUCIONES Y FUNCIONES EDUCATIVAS

Por sistema político nos hemos referido al conjunto de instituciones gubernamentales y no gubernamentales que cumplen funciones de dominación política, dirección política y administración social, así como al personal directivo que (en sus interacciones con la población y los grupos) las sostiene y utiliza. Generalmente cuando se habla de instituciones gubernamentales (en ciencia política mas no en derecho) se piensa en el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Y cundo se estudia las instituciones no gubernamentales de carácter político se tiene en mente a los partidos políticos y a los grupos de interés. Sin embargo en México estas instituciones no tienen las mismas características y funciones que en los regímenes donde se desarrollaron estos poderes y conceptos. De ahí que sea necesario encontrar las diferencias destacando las “instituciones distintivas” y las “funciones distintivas” que estas desempeñan. Las instituciones y funciones distintivas del sistema político mexicano serían: 1) La presidencia de la República al frente del

Ejecutivo, cuyos amplísimos poderes formales y reales repercuten en la relativa debilidad del Congreso de la Unión y la Suprema Corte de Justicia, así como en la falta de autonomía de los poderes estatales.

Las principales funcione que hacen tan poderoso al presidente de México son: ejercer sus poderes constitucionales; ser el jefe de la clase política; ser árbitro de las pugnas mayores de casi todas las fuerzas que participan en la contienda política; ser el vértice de la transmisión de poder y, finalmente, tener un amplio dominio sobre el proceso de distribución de los recursos públicos. La Constitución Política de México le otorga al Ejecutivo amplísimas facultades en el proceso de elaboración y aplicación de las leyes, que las prácticas de gobierno han ampliado aún más. A su vez, de acuerdo con la ley fundamental el presidente tienen el mando directo sobre las fuerzas armadas y las

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policías federales y del Distrito Federal a quienes para propósitos de seguridad interna puede utilizar sin la aprobación –o siquiera la intermediación- de los otros poderes federales y con la intermediación, no necesaria en la práctica, de los gobernadores de los Estados. Como jefe de la clase política el presidente determina quiénes ocuparán las numerosas posiciones de poder e influencia en el sector público y en las instituciones estrictamente políticas, incluyendo a las Cámaras de Diputados y Senadores, a la Suprema Corte de Justicia y a las fuerzas armadas. También decide quiénes quedarán excluidos. En México existe un amplio consenso –sobre todo entre la clase política- de que el presidente puede premiar, castigar y perdonar en grados que están por encima de la razón y por debajo de la dignidad. Las posibilidades de arbitraje presidencial no se limitan a los grupos políticos y a los políticos profesionales, sino que abarcan a grupos ajenos al sector público con quienes no existe una vinculación de mando directo. Con la mayor parte de los grupos de interés y de opinión el presidente tiene la posibilidad del arbitraje en el caso de que los conflictos puedan desbordar la estabilidad política. El presidente es el vértice de la transmisión de poderes, principalmente de su propia investidura presidencial que al renovarse sexenalmente permite la circulación y revocación de las élites, así como los cambios de dirección y fórmula política tan necesarios en un sistema considerablemente centralizado. Las posibilidades que tiene el presidente para disponer de los recursos públicos son amplísimas, puesto que el Congreso tiene sólo una intervención protocolaria en la evaluación de las finanzas gubernamentales y ya que las propias autoridades administrativas son por lo general incapaces de oponerse a las decisiones presidenciales de gasto, al menos dentro de márgenes que permiten al presidente un considerable juego político. 2) El presidente detenta el poder formal y

real del Ejecutivo, pero desde luego que su poder no es monolítico. Las secretarías de Estado (que en México no son ministerios) y las principales entidades del

Sector Público tienen importancia propia, llegando incluso a actuar de acuerdo con los intereses de su organización (dados por la dimensión, profesionalización y funciones específicas) que frecuentemente tiene comunicación y nexo con distintos grupos de interés que no ejercen su influencia a través de lobbies, del Congreso o de los partidos, sino de su contacto con los funcionarios del gobierno y su acceso a los medio de difusión.

Por traición y atribuciones la secretaría más poderosa ha sido Gobernación. Desde el siglo pasado con frecuencia ha desempeñado el papel de “primer ministerio”, pues además de las funciones propias a un ministerio del interior, la Secretaría de Gobernación desempeña funciones estrictamente políticas de conducción del proceso electoral, orientación de los medios de difusión relación con los gobernadores de los estados, con los poderes federales, con el PRI y los otros partidos, e incluso contacto con grupos ajenos al sistema político. Las otras secretarías y dependencias políticas serían la del Trabajo y Previsión social. Reforma Agraria, Departamento del Distrito Federal y las procuradurías de la República y del Distrito Federal. A la Secretaria del Trabajo acuden los sindicatos, los obreros y las empresas en busca de apoyo para dirimir en las juntas de Conciliación y Arbitraje (que en los estados generalmente están muy influidas por los gobernadores), o en la propia secretaría, los conflictos intrasindicales. Por lo general, esta secretaría trata de encontrar soluciones políticas y económicas que tiendan a evitar, a la vez, los conflictos laborales y la insurgencia sindical. Esto, ya que el gobierno no puede “dar rienda suelta” a las demandas sindicales por sus consecuencias en la economía, aunque también requiere de ciertas concesiones para evitar movilizaciones ajenas al sistema. Por lo común a la Secretaría de la Reforma Agraria le corresponde logra una cierta base de apoyo al gobierno mediante una paulatina aplicación de la ley de reforma agraria y del manejo ideológico de la misma, sin exacerbar los conflictos agrarios que pueden afectar a la economía y al orden interno.

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El Departamento del Distrito Federal (y las principales presidencias municipales) tienen funciones que afectan directamente a las clases medias, a lo colonos y a la población en general. Por la importancia de la ciudad de México (muy similar a la de París en Francia) en los órdenes político, económico, militar, cultural y administrativo, las disrupciones del orden en la capital y la oposición de sus habitantes pueden cuestionar la estabilidad del sistema político. Con la excepción de las procuradurías que son fundamentalmente coercitivas, las instituciones políticas del Ejecutivo tienen la función fundamentalmente política de conseguir cierto apoyo para el gobierno y sobre todo de limitar las demandas y las posibilidades de oposición política antisistema, recurriendo en todo lo posible al convencimiento, al soborno, la cooptación, o la amenaza que “dentro de lo posible” eviten el uso de los medios directamente coercitivos. Por otra parte, las secretarías y dependencias encargadas de la administración del erario, del gasto y la inversión pública, de la producción de algunos bienes estratégicos y de los servicios públicos llegan a tener un considerable peso político. Este peso lo derivan del monto de recursos que manejan, de las funciones que desempeñan, del área en la que actúan y del contacto con algunos de los principales grupos de presión, ya sean los banqueros, la industria, el comercio, las compañías constructoras, o algunos de los sindicatos más poderosos. A manera de ejemplo, un director general de un organismo descentralizado al pretender la máxima expansión de su empresa, negociar con el sindicato, reordenar las posiciones de influencia interna con el personal de confianza, negociar con la banca internacional, distribuir los grandes contratos de construcciones, instalaciones y aprovisionamientos, hacer declaraciones públicas y al sacar adelante sus proyectos ante los secretarios de Estado y el presidente, sin duda realiza funciones políticas. En México existe un juego político burocrático bastante desarrollado que lleva a que, dependiendo de la institución a la que se represente, se lleguen a defender esos intereses, e incluso varíen las “posiciones

ideológicas” y los estilos de comportamiento. La importancia de este tipo de lucha se manifiesta cada vez que le gobierno pretende tomar una nueva decisión, y se hace evidente al momento de la sucesión presidencial en la que –hasta ahora- sólo compiten los secretarios de Estado. 3) El partido predominante, cuya presencia

mayoritaria – a veces plebiscitaria- expresa la debilidad de los partidos de oposición y el carácter fundamentalmente legitimador del procedimiento electoral. El PRI en sus orígenes y sus primeras transiciones fue un partido con poder propio. Al fundarlo Calles, el partido representaba grupos y caudillos con poder real que se habían formado en la revolución armada imponiéndose a sus contrincantes. Con Cárdenas, el partido pasó a desempeñar un importante papel de movilización política y de canalización de demandas un importante papel de movilización política y de canalización de demandas populares. Pero tres décadas después el partido ha perdido fuerza y funciones al actuar en una realidad más urbana, plural industrial y dependiente, ante un gobierno y una burocracia mucho más extendidos, frente a poderosos grupos de legitimación electoral que ni siquiera es capaz de reclutar a sus propios candidatos. Es el formato de la transmisión de poderes y en el terreno político otro más de los múltiples conductos de órdenes burocráticas (del gobierno hacia el pueblo sin retroalimentación del pueblo al gobierno), aunque todavía siga canalizando ciertas demandas como servicios públicos, o en ciertos lugares, como algunas colonias proletarias, Muchos municipios y estados, conserve una fuerza relativa.

4) Las organizaciones de control social

popular, campesinas, de clase media y fundamentalmente obreras tienen una gran independencia con respecto al partido que formalmente integran. Sobre todo los aparatos sindicales que pertenecen al partido predominante, pero que tienen intereses y organización no siempre coincidentes con el PRI, al grado de prescindir del partido –saltándoselo- en sus principales acciones y decisiones. La

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función política fundamental de los aparatos sindicales que son una pieza esencial del sistema político mexicano es regular la participación y movilización obrera y, al restarles la alianza obrera a otras clases y sectores subalternos, impedir en gran medida la movilización popular.

El grupo relativamente compacto que está al frente de los aparatos sindicales ha adquirido una fuerza y sobre todo logrado una permanencia poco común en el sistema político. Mediante una política de control e información que busca impedir el surgimiento de fuerzas insurgentes y de concesiones que permiten el control de los obreros y cierto juego frente a los grupos patronales, los aparatos sindicales se han convertido en una pieza de sustento central para una clase política que no desea entregarse al ejército ni a los grupos patronales, pero que tampoco puede lanzarse por el camino de la politización y la movilización popular. 5) El ejército (incluyendo la fuerza aérea),

cuyo mando corresponde al Presidente de la República, es el sustento último del sistema político mexicano. La principal función del ejército es garantizar la seguridad interior. El presidente parcialmente delega su autoridad en el secretario de la Defensa y en otras autoridades militares y nombra, proposición del Secretario de la Defensa, del Jefe del Estado Mayor Presidencial o directamente, a los altos jefes cuyos ascensos los tiene que aprobar el Senado (en las últimas décadas la aprobación ha sido prácticamente total),

El sistema político ha logrado mantener la lealtad del ejército mediante distintos expedientes de control y legitimación. El mando en el ejército es un “mando duro”, que no tolera la disidencia a la que, en caso de surgir, enfrenta coercitivamente. Tampoco se permite a la clase política y menos a los militares formar grupos políticos con civiles, de ahí que el ejército esté bastante aislado y sus jefes sean poco conocidos. Los mandos del ejército se alternan sexenio con sexenio permitiendo la oportuna llegada de las generaciones militares al poder y colocando periódicamente a grupos rivales al mando de

la organización. Asimismo existe al interior del ejército una división y rotación de mandos que impiden la formación de camarillas internas y caudillajes regionales. El sistema mantiene al ejército fuerte, pero “no tanto”, ya sea en su tamaño, capacitación o socialización política. A numerosos jefes y oficiales, el sistema les otorga canonjías y prebendas, y a otros, posiciones políticas que los cooptan. El sistema mantiene cuerpos policiacos (también con mandos divididos) en gran tamaño, y sobre todo pequeños cuerpos policiacos de considerable eficacia informativa. Finalmente la clase política se legitima frene a los cuerpos militares en base a la competencia de los grupos técnicos civiles, la defensa de la Constitución y la fórmula política de la Revolución mexicana, con sus componentes respectivos de nacionalismo revolucionario, civilismo y ejército de ascendencia y origen popular. 6) Las organizaciones ideológicas y los

medios de difusión ideológica, ya se trate del sistema educativo o de los medios de comunicación de masas gubernamentales, forman parte del sistema político (también del Estado). Aunque en principio contribuyen a reforzar al sistema, los efectos que tienen no son tan fáciles de percibir. Pues si como se ha visto la socialización de los niños refuerza al sistema político, ¿qué transmutación ocurre con los adolescentes en las universidades públicas? Si bien es un hecho que el gobierno puede controlar a la prensa, ¿qué ocurre con la pérdida de liderazgo de opinión que el control acentúa? Si la televisión despolitiza, ¿qué efectos tendría sobre el sistema político una orientación o distintas orientaciones políticas difundidas por este medio de comunicación masiva?

7) Todas las instituciones a las que nos

hemos referido y el personal político que las sostiene y utiliza forman parte del sistema político cuya función de dirección política, de legitimación, se apoya en la vigencia de la Constitución de 1917 y de la Revolución mexicana. Al ser tan deficientes el procedimiento y la representación electorales, es decir, al existir un mínimo de aceptación popular de que el gobierno fue elegido

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democráticamente, el sistema político no se ha arriesgado a abandonar la fórmula legitimadora de la Revolución mexicana que “siempre es útil” para justificar cualquier acto de gobierno.

La legitimación revolucionaria de quienes resultaron victoriosos en la revolución, que ocuparon el gobierno porque habían destruido a un régimen despótico y porque tenían el mando de los ejércitos revolucionarios, la han recogido y conservado sesenta años después los gobiernos de México. El costo político de esta fuente de legitimidad es muy alto, puesto que la clase política de hoy es muy distinta a la que ganó la revolución –en su mayoría ni siquiera cree en la revolución-, las realidades sociales del país distan mucho de los objetivos de justicia social incorporados a la Constitución y el ejercicio de la división de poderes y el respeto a la soberanía popular no han alcanzado el desarrollo del esquema político propuesto en la Carta Magna. A pesar de los múltiples intentos de hacer descansar la legitimidad en la eficiencia de la dirección de la política económica de 1958 a 1970 (crecimiento, estabilidad de precios y tipo de cambio), o en la política exterior y el populismo 1970-1976 (apoyo a gobiernos nacionalistas y socialistas, orden económico internacional, casa presidencial abierta al pueblo), siempre ha quedado pendiente el problema de la legitimación del poder político al cual ningún gobierno puede escapar. 8) Las instituciones no gubernamentales, aunque de manera menos directa, también forman parte del sistema político. Con la excepción del Partido de Acción Nacional (y del PRI), los otros dos partidos políticos reconocidos por la Ley Federal Electoral son partidos cuya importancia se las otorga el propio gobierno. De ahí que las principales instituciones no gubernamentales que integran el sistema político sean los grupos de interés. Habiéndose referido ya a las principales fuerzas sindicales, falta tratar a los otros grupos de interés. Auspiciados por a falta de competencia de la economía y la protección pública, en México existen multitud de grupos de interés, de asociaciones semicorporativas que buscan la defensa de sus agremiados que van, por

ejemplo, desde las de tablajeros hasta las de jefes de cobranzas. Pero todas estas agrupaciones son relativamente débiles al comparárselas con los grupos económicamente poderosos. En las últimas décadas se han consolidado los grandes grupos financieros, industriales, comerciales, de la construcción, los transportes y la agricultura. Su influencia es en ocasiones local como en el caso del GIS (Saltillo); ocurre en un sector de la economía como ADO (transporte) o ICA (construcciones); la da su amplia relación con los consumidores como las grandes cadenas comerciales (Superama, Liverpool) y de los hoteles (Camino Real western); alcanzan un amplio impacto sobre los inversionistas y la opinión como BANCOMER, BANAMEX, ALFA; e incluso llegan a tener un considerable potencial explosivo como las asociaciones de agricultores de Sinaloa y Sonora y de ganaderos del sur de Veracruz. La influencia de algunos grupos de presión es directa al estar situados en los medios de comunicación, ya sea en la televisión, la radio o la prensa nacional y la multitud de periódicos con fuerza local que representan a grupos locales de presión. Sus mecanismos de influencia son muy variados, pues van desde: la obtención de subsidios, la negociación de los contratos públicos, la promoción de estilos de vida y patrones de consumo; hasta la salida de capitales, la presión patronal para una solución gubernamental favorable a ellos en un conflicto laboral, el freno a la inversión privada, las campañas de rumores, el uso localizado de la fuerza y el paro de actividades. Aunque los grupos de presión en México no podrían imponer un cambio de sistema político en el que ellos se convirtieran en el elemento dominante y hegemónico, sí han sido capaces de vetar decisiones gubernamentales que aun teniendo racionalidad en términos del sistema político perjudican a sus intereses inmediatos, como fue el caso de la reforma fiscal y de la supresión del anonimato de las acciones en 1972. Una vez que hemos mencionado a las instituciones y funciones distintivas del

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sistema político mexicano, conviene destacar que un cambio en cualquiera de estos elementos y de sus funciones principales significaría un cambio de sistema político. Es decir que el día en que le presidente de México estuviera limitado por los otros poderes federales, no pudiera otorgar los principales nombramientos públicos, perdiera el mando de las fuerzas armadas, tuviera que someter y compartir su decisión para determinar la intervención de las fuerzas de seguridad, dejara de determinar la sucesión de su propia investidura o perdiera la posibilidad de interferir en la asignación de los recursos del erario nacional, estaríamos ya en otro sistema político. De manera semejante estaríamos ante un nuevo sistema si se suprimieran las principales funciones políticas de las secretarías del Ejecutivo o si el foco de la competencia política ya no estuviera en “el gabinete”, entre los grandes aparatos burocráticos. Si el PRI dejara de existir o si se fortaleciera notablemente, también cambiaría el sistema. Si la burocracia dejara de regular la participación y la movilización popular, y de ocupar posiciones políticas, ya sea que se recurriera exclusivamente a la coerción estatal o que se movilizaran las bases obreras (de campesinos y colonos), nuevamente sería otro el sistema político. En el caso de que el ejército empezara a intervenir recurrentemente en la política, formara alianzas con grupos civiles y tecnocráticos, y eventualmente compartiera directamente el poder, habría cambiado este sistema que con algunas transformaciones subsiste desde hace medio siglo. Sí, en definitiva, se sustituyera la base de legitimación de la Revolución mexicana en sí, o a través de modificaciones de fondo a los artículos centrales de la Constitución, estaríamos ante un cambio que llevaría México a tener otro sistema político. Las posibilidades de que cambie el sistema político de México no las va a dar teoría, sino la presencia de nuevas fuerzas sociales

políticas, y la manera como el sistema se interrelacione con ellas.

NUEVAS CARACTERÍSTICAS DE LA

REALIDAD SOCIAL La sociedad en la que opera el sistema político actual es distinta de la sociedad en la que se formó originalmente. El sistema política sigue siendo básicamente el mismo, es el sistema que: nace de la Constitución de 1917; adquiere vigencia social con equilibrio de fuerzas que Obregón establece por la vía de las armas; donde un sector de la pequeña burguesía al mando de tropas campesinas que incluso llegan a contar en momentos decisivos con el apoyo de los batallones rojos obreros, logra establecer un orden social “bonapartista”; inicia su desarrollo institucional con la integración de los principales organismos gubernamentales durante el gobierno de Calles y su institucionalización política al agrupar en el Partido de la Revolución Mexicana a los distintos caudillos, permitiendo la sucesión pacífica del poder y la creación de un ejército profesional (único); durante el gobierno de Cárdenas logra reforzar el equilibrio jurídico, militar y político mediante el apoyo inducido por el propio gobierno de los campesinos, la clase obrera, los sectores medios y las fuerzas nacientes de la burguesía comercial e industrial; y desde el último año de Cárdenas, y sobre todo con los gobiernos subsiguientes, limita la movilización popular para apoyar directamente un proyecto de desarrollo capitalista. Si el sistema ha conservado sus principales características, la realidad social ha cambiado, sobre todo a partir de 1940. De entonces a 1976 se pueden observar dos transformaciones de la realidad con un impacto directo en el sistema político. En primer lugar en el campo y en las ciudades (a donde se ha movido el peso de la balanza política) se han diferenciado notablemente las fueras sociales hacia los polos burgués y proletario y, también, en multitud de estratos intermedios muy vinculados al modelo económico actual y al poder político.

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En segundo lugar se ha modificado la relación de México frente al exterior. En las últimas décadas, por sus cambios en magnitud y calidad, la dependencia económica de México frente a los Estados Unidos ha aumentado al grado de que la estabilidad política de México ya está muy ligada a la política económica del gobierno norteamericano y a las decisiones de las instituciones bancarias internacionales. Esta dependencia económica se proyecta en todos los campos de la vida nacional, pero adquiere una importancia decisiva en el terreno cultural que, a su vez, afecta directamente los patrones de consumo. Simultáneamente, aunque con un impacto localizado, las distintas fuerzas de la revolución mundial han hecho sentir su influencia en México. Hasta el momento la participación directa de las fuerzas de la revolución mundial ha sido reducido, sin embargo su impacto político e ideológico es de consideración. Baste citar a la revolución cubana, los resultados del Revolución china, la guerra de liberación de Vietnam, el movimiento francés de mayo de 1968, alguna experiencias latinoamericanas como la de Velasco Alvarado en Perú y, sobre todo, la experiencia chilena, la victoria cubano-africana en Angola, la fuerza ascendente del eurocomunismo y el proceso de desmantelamiento de algunos regímenes autoritarios como el griego, el portugués y el español. De 1940 a 1976 la relación de la economía mexicana con la internacional, principalmente con los Estados Unidos, muestra cambios considerables. La inversión extranjera se ha ampliado a un ritmo más acelerado que el crecimiento e la economía, pasando de sus destinos originales de la minería y los transportes a las manufacturas, donde ha llegado a controlar algunos de los sectores más dinámicos, y a los servicios principalmente turísticos. Estas inversiones, que en un principio significaron inversiones nuevas, han venido a sustituir en muchos casos a la inversión nacional mediante la compra de empresas ya existentes. En la década de los años sesenta y sobre todo para 1971 cerca del 75% de esa inversión se destinó a la compra de empresas nacionales.

Como resultado del auge inicial de la agricultura, del proceso de sustitución de importaciones y de los acuerdos de las propias transnacionales, el país pudo diversificar sus exportaciones, aunque el estancamiento último de la agricultura, las necesidades de turismo y el desarrollo de la producción petrolera hacen pensar que esa diversificación por productos es en realidad de menor importancia de lo que se consideró en el pasado. En cuanto a la diversificación por países, México continúa vendiendo la mayor parte de sus exportaciones de bienes y servicios a los Estados Unidos (más de 65%). El proceso de sustitución de importaciones de bienes de consumo, y de sustitución de bienes intermedios y de capital ha seguido requiriendo de importaciones crecientes de bienes de capital que sigue proviniendo fundamentalmente de los Estados Unidos (más del 65%). Si la burguesía nacional no logró un desarrollo relativamente autónomo de la economía al depender tan considerablemente de la inversión extranjera, del mercado de Estados Unidos, de la tecnología norteamericana, del turismo, la maquinaria y hasta de sus patrones culturales, tampoco el gobierno con su considerable intervención en la economía pudo siquiera disminuir la dependencia. El sector público, que en las décadas de los cuarenta y los cincuenta fue un ahorrador neto, cuya inversión impulsaba el crecimiento general de la economía, perdió su capacidad de ahorro, a pesar de las múltiples adecuaciones fiscales, pasando a depender su inversión en forma total de crédito externo e interno. En diciembre de 1976 la deuda pública sobrepasaba los 20 000 millones de dólares y la privada llegaba a los 8 000 millones. Los créditos de corto plazo fueron aumentando su importancia dentro del total. A no ser que ocurran exportaciones sin precedente de petróleo, sus derivados y de otros bienes y servicios, el monto, los plazos, los periodos de gracia y el costo de la deuda externa son ya de tal magnitud que ponen en entredicho el crecimiento de la economía en la próxima década. Ni el capitalismo nacional, ni el capitalismo de Estado pudieron escapar a la tendencia

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creciente de la dependencia económica de México frente a los Estados Unidos. Por otra parte el notable crecimiento de la población (por encima de 3.2%) y de la economía mexicanas (6% anual promedio) han transformado la magnitud y composición de las fuerza sociales. De 1940 a la fecha, con pequeñas altas y bajas, los propietarios del capital se han fortalecido notablemente, ya se trate de los grandes grupos y propietarios de bancos, industrias, comercios o tierras urbanas y rurales, cuyo crecimiento se ha realizado incluso a costa de los pequeños y medanos propietarios. En México ya existe una burguesía nacional y extranjera que busca su más amplia, rápida y segura expansión. El peso de la balanza política ha pasado a las ciudades, donde el crecimiento de la población, acentuado por las migraciones, duplica al del campo. Las tres principales evoluciones que se observan en las mayores ciudades son el crecimiento y diferenciación de la clase obrera, la ampliación y polarización de las clases medias y el surgimiento de un importante sector de colonos en espera de empleos, regularización de sus predios y servicios públicos. Sobre todo a partir del desarrollo estabilizador (1958) se ha ido diferenciando la clase obrera. El principal resultado de esta diferenciación es la consolidación de una poderosa aristocracia obrera ligada a los sectores más dinámicos y a las empresas y servicios públicos. Los estratos de clases medias se han ampliado y sobre todo en los últimos años, diferenciado. Una parte de las clases medias que ocupa las principales posiciones de las empresas, las profesiones y el gobierno ha abandonado la tradicional austeridad de la clase media mexicana para adquirir patrones de consumo –y en ocasiones hasta valores- propios de las sociedades desarrolladas. La mayor parte de las clases medias que no ocupa las principales posiciones de las empresas y el sector público está siendo proletarizada en sus niveles de vida y limitadas más aún sus posibilidades de ascenso social. A este sector de la clase media es al que golpean directamente los cambios fiscales, de tarifas, las limitaciones de empleo,

el deterioro del sistema educativo, la inflación. Los niveles de vida (incluyendo salarios y prestaciones) de una parte considerable de la clase media han quedado por debajo de los de la aristocracia obrera. A este sector de clase media pertenece la mayor parte de la burocracia, donde la creciente profesionalización ha ensanchado las diferencias de ingresos y bienestar económico. Con una vida paralela y dependiente de las grandes ciudades han aparecido las ciudades y colonias proletarias. Jamás se imaginaron los dirigentes políticos de México en 1940 que al lado del Distrito Federal, Guadalajara, Monterrey y en la totalidad casi de las mayores ciudades del país tendrían otras ciudades y colonias de quienes todavía o “nunca” conseguirían empleo, no podrían pagar la renta ni los intereses siquiera de una vivienda obrera, no podrían pagar los servicios públicos y no tendrían oportunidad alguna en sus lugares de origen. Nunca se imaginaron que tendrían ante sí una población de colonos que podría llegar a ser casi tan numerosa como la de los campesinos. En el campo, las grandes obras públicas, principalmente de irrigación, consolidaron a un sector neolatifundista del que depende buena parte de la alimentación del país y de las exportaciones agrícolas. El número de ejidatarios se ha elevado con mucha mayor rapidez que las disposiciones de tierra y otros recursos productivos, pulverizándose en muchos casos la propiedad agrícola. En 1940 probablemente tampoco imaginaron los dirigentes políticos que en situación social, en ocasiones inferior a la de algunos ejidatarios, surgiría un ejército de jornaleros agrícolas que aunque en algunos casos conserva vínculos tradicionales de asociación laboral, en general se ha convertido en una fuerza que deambula por el país en busca de empleos –si es que logró irse a los Estados Unidos O SI SE cambió “el cultivo de algodón” por otro intensivo en capital. La diferenciación económica y social que ha ocurrido en México ha ido acompañada de una diferenciación educativa. El sector estudiantil ha adquirido un peso considerable. Aunque prácticamente la mayoría de la población continúa en los niveles más bajos de tecnología y cultura, por primera vez en la historia de México. La oferta del sistema

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educativo está siendo crecientemente superior a la demanda de empleo, dando lugar al desempleo de trabajadores y profesionistas relativamente calificados que pasan a engrosar las filas de las clases medias cuyo nivel de vida se deteriora. ¿Hasta qué punto la diferenciación social hacia los polos clasistas y en multitud de estratos intermedios ha cambiado la composición de las fuerzas políticas? Nos parece que la composición de fuerzas políticas ha cambiado en la medida en que se puede observar todo un conjunto de conflictos y movimientos de oposición al sistema político que, aunque con antecedentes y símiles en la historia anterior a 1940, podría mostrarse que tiene algunas características nuevas. Pero esta composición no ha cambiado tanto como las fuerzas sociales, ya que el sistema político ha podido enfrentar estos conflictos y movimientos sin modificar sustantivamente sus instituciones y funciones distintivas. A pesar de la capacidad para subsistir, las soluciones del sistema han sido cada vez menos duraderas y sus costos han ido creciendo. No haremos énfasis en los problemas del mantenimiento del sistema político que, cuando se escala en un conflicto, llega a la represión, puesto que estamos ante el hecho consumado de que el sistema subsiste con sus características y funciones distintivas. En las siguientes páginas nos interesa referirnos a las soluciones mediatas que el sistema ha venido adoptando ante los principales obstáculos a los que se ha enfrentado.

LOS PROYECTOS POLÍTICOS DEL SISTEMA

Los proyectos políticos del sistema han sido producto de la necesidad política y no han resultado de un diseño teórico-ideológico. Al movimiento obrero ferrocarrilero de 1858-1859, el sistema político respondió con el desarrollo estabilizador. Al movimiento estudiantil de 1968, el sistema respondió con la fórmula populista expresada fundamentalmente a través del gasto público. A la crisis económica y política de 1976, el sistema ha respondido con la fórmula implícita

de “mantened unida a la clase política y pagad bien al ejército”, mientras se opta por una directriz económica y política que tiene el tiempo en su contra. Es probable que la tradición política del movimiento obrero de 1948, que a su vez provenía del cardenismo, haya estado presente en el movimiento obrero ferrocarrilero de 1958-1959. Pero de mayor peso para explicar el éxito movilizador de este movimiento fue la situación de deterioro económico por al que atravesaban los trabajadores. Desde la segunda guerra la inflación había venido disminuyendo los salarios de los obreros, pero es a partir de 1954, con la devaluación que acelera la inflación, que empieza a originarse la oposición de un sector de la clase obrera al sistema político. El éxito económico de la devaluación de 1954 dependía en buena medida de que los salarios aumentaran en menores proporciones que el cambio en la paridad cambiaria y el crecimiento de los precios y de que el gasto público pudiera retraer su crecimiento en comparación con el considerable gasto público del alemanismo. La austeridad ruizcortinista alcanzó a las empresas públicas, especialmente aquellas cuyo funcionamiento requería de los mayores subsidios, como los ferrocarriles, y el gasto corriente del que dependían maestros y telegrafistas. El impacto de la inflación se manifestó al final del gobierno de Ruiz Cortinez en todo un conjunto de huelgas e intentos de organización obrera, a los que el gobierno fue escuchando de acuerdo con su poderío real, pero ante quienes no adoptó una postura política definitiva. Este comportamiento es un tanto recurrente, podría llamarse la mentalidad burocrática que, acostumbraba a que decida quien “está arriba”, deja las soluciones “al próximo”. Al gobierno entrante de López Mateos le correspondería enfrentar a las nuevas organizaciones que se habían formado en el seno de los sindicatos burocráticos. Después de alguno intentos de cooptación de las fuerzas obreras recién organizadas, la postura del liderazgo y la movilización alcanzada por estos grupos obreros llevaron al gobierno a

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detener, por medio de una intervención súbita del ejército y la policía, estos esfuerzos de organización independiente y a encarcelar a sus principales dirigentes. En términos de subsistencia, el sistema resistió el enfrentamiento, sin tener que cambiar su naturaleza básica. El ejército regresó a los cuarteles, la dirección cetemista acudió a ofrecer su apoyo al presidente y a ofrecer el apoyo del resto del movimiento organizado. Y el propio presidente procuraría no entregarse a la derecha con base en su política independiente frente a la Revolución cubana, la nacionalización de la electricidad (que fue apoyada por el sector combativo de los electricistas) y en todo un manejo de la imagen popular del presidente. Los dirigentes del sistema político habían reconocido el peligro: o se diseñaba una estrategia económica que limitara la inflación y acelerara el crecimiento económico, o el sistema tendría que descargar eventual y crecientemente en una sola de sus piernas: la coerción. El proyecto para poner fin a la insurgencia obrera fue, precisamente, el desarrollo estabilizador. La alianza social se vería enriquecida por un mayor peso de algunos sectores de la clase obrera, es decir la aristocracia que recibe sus salarios principalmente de las empresas públicas. Y, también, por una mayor participación del capital externo público y privado, así como de los grandes grupos financieros industriales predominantemente nacionales. El gobierno decidió pagar bien a sus obreros y dejar en manos del sector privado, apoyándolo, las principales decisiones económicas. Quizá se pensó que el gobierno carecía de eficiencia productiva y administrativa, por lo que la clave del éxito de este proyecto dependería de lograr la máxima acumulación del capital que permitiría aumentar la capacidad de ahorro, crear un mercado dinámico de intermediación financiera, e incluso financiar con mayores posibilidades crediticias al sector público. En términos de sus objetivos, el proyecto resultó exitoso. Diez años después la clase se habían diferenciado mucho. El grueso de ésta

mantenía salarios bajos que apoyaban la acumulación privada y pública y los sectores más militantes y calificados habían logrado aumentar efectivamente su nivel de vida. El capital nacional había crecido como nunca en su historia y el desarrollo financiero había sido excepcional. La burguesía mexicana, crecientemente aliada con el capital externo, contemplaba las primeras grandes inversiones en petroquímica, los grandes proyectos turísticos y los listados internacionales de las mayores empresas donde ya se incluía a los dos mayores bancos del país. El sector público y la alta burocracia también se habían beneficiado. La economía crecía, los empresarios ganaban, el sector público contaba con un amplio crédito interno y externo que le permitía continuar el crecimiento sin cambios impositivos, de tarifas y precios. Incluso para finales de la década México tenía un mayor producto nacional que el de Brasil. Aunque el gobierno de Díaz Ordaz había enfrentado serios conflictos políticos desde sus primero meses, la situación de la economía mexicana se observaba tan exitosa que México se dispuso a aceptar Olimpiada. Ésta sería el símbolo de que México había traspasado el umbral del subdesarrollo, de que contaba con recursos económicos y humanos para organizar el gran evento internacional. El proyecto político con el que el sistema enfrentó al movimiento obrero de 1958 le había dado diez años de vida al sistema, sólo que había parcialmente engendrado los motivos de su propio fracaso. El auge de la economía había deteriorados las posiciones de quienes quedaron fuera de la alianza del desarrollo estabilizador. El mayor impacto negativo ocurrió en el campo, entre ejidatarios y jornaleros, pero alcanzó en las ciudades a colonos y al grueso de la clase obrera que mantuvo reducidos sus salarios, e incluso a los pequeños y medianos propietarios que, como resultado de la concentración y la mayor dependencia externa fueron quedando desplazados. El país había crecido, pero con un alto costo en términos de independencia externa y, sobre todo, de justicia social.

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El reducido crecimiento de los precios y la considerable ampliación de las empresas y de los servicios, así como los subsidios en la ciudad de México y la estabilidad de precios de las empresas públicas, las tarifas y los impuestos, hacen pensar que en general la clase media se había beneficiado del desarrollo estabilizador. La diferenciación y proletarización de las clases medias ocurriría con posterioridad. En términos estrictamente económicos, el desarrollo estabilizador enfrentaba obstáculos de consideración en la balanza de pagos, en el proceso de sustitución de importaciones de bienes intermedios y de capital, en la productividad del campo y en el ahorro público. Incluso sin el conflicto político de 1968 se habrían tenido que realizar ajustes considerables al modelo desarrollista. Pero de mayor importancia que los obstáculos económicos y que el deterioro del nivel de vida de los sectores mayoritarios de la población, al proyecto de 1958-1959 lo invalidaron razones políticas. En el año de 1968 se hizo evidente que las instituciones políticas de México se enfrentaban a una insuficiente representación, falta de dirección política y ciertas escisiones al interior de la clase política. La falta de representación concernía fundamentalmente a las clases medias. Los estratos sociales que había creado, nutrido y orientado la Revolución mexicana habían adquirido una existencia social, pero sólo tenían una mínima representación política. El Congreso, que habría sido su foro natural, era una institución servil y desprestigiada; a prensa se consideraba controlada por el gobierno y la administración pública dominada por los políticos que, a los ojos de la clase media, eran ineficientes y corruptos. En el medio estudiantil privaba una atmósfera de desencanto con el sistema, pues no había otra política que la política del sistema, la política priísta. La alternativa del estudiante, que ya empezaba a sufrir las consecuencias del gigantismo universitario, era convertirse en un profesionista o técnico para supeditarse a los políticos y a los dueños del capital, o ingresar en la penumbra de una política

carente de ideología, encargada de domesticar a quienes servirían al aparato. En los medio intelectuales privaba una atmósfera de decepción. Los intelectuales que más oportunidades políticas tenían, corregirían, cuando más, los discursos de los políticos. Simplemente estaba vetado a los intelectuales la participación en las decisiones políticas. La prensa no permitía la expresión de la crítica y la censura alcanzaba incluso a publicaciones de editoriales. Para estudiantes e intelectuales resultaban mucho más atractivos otros sistemas políticos, ya sea los que llamaban al heroísmo o aquellos que permitían amplias posibilidades de expresión. Ya fueran el socialismo, la democracia representativa o el cardenismo, los modelos que atraían a la opinión estudiantil e intelectual resultaban muy superiores a un sistema político cerrado donde el rumbo de la nación la distaban la burocracia y los grupos de presión. La influencia de la mayor dependencia del país y de las fuerzas de la revolución mundial ofrecían opciones que aunque no eran muy clara, servían de puntos de referencia y llevaban a convicciones efectivas. El sistema había creado fuerzas a las que no había dado acceso político y no esta preparado para que le exigieran ese acceso, esa representación. Aunque los sectores estudiantiles partían de percepciones políticas muy primarias, para nadie era difícil descubrir una gran diferencia entre la propaganda oficial y la realidad. Después de cincuenta años de terminada la revolución, los objetivos sociales de ésta seguían posponiéndose. La miseria y el atraso cultural parecían imposibles de enfrentar y superar. En base a esta realidad de incongruencia entre los discursos y los hechos era imposible para el gobierno –por muy inteligentes que fueran sus dirigentes- seguir apoyándose en la fórmula de la legitimidad revolucionaria. En los medios estudiantiles e intelectuales, la fórmula de la Revolución mexicana había dejado de funcionar, y el abuso de ésta llevaba a una inconformidad creciente. En el campo conservaba un mínimo de eficacia y entre la clase obrera, de mayor importancia

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que la orientación ideológica ya eran la seguridad del empleo y el ingreso. Sin embargo, aun con la falta de representación y de dirección política, no se habría logrado una movilización tan amplia sin algunas escisiones entre la clase política y actos de gobierno que unificaron a la oposición. La sucesión presidencial creaba el clima propicio para que los personajes y grupos políticos avanzaran políticamente, adivinándole el pensamiento al presidente o tratando de encontrar la solución que los favoreciera y no los fuera a eliminar de la competencia final. Estos elementos de división de la clase política y de intolerancia permitieron el auge inicial del movimiento que una vez en marcha generó una movilización política, en gran medida surgida de las propias bases, que no tenía precedente en la historia reciente. El costo que implicó la subsistencia del sistema político en 1968, que cayó por completo en el recurso coercitivo, fue considerable entre sectores importantes de la nación y en términos de la imagen internacional de México. A pesar de que el presidente había contado al final con el apoyo, o la anuencia, de todas las fuerzas políticas, de los sectores empresariales e importantes estratos de las clases medias que habían observado directamente la potencialidad de la oposición al gobierno, la alianza social que surgió de la revolución estaba en entredicho pues el sistema había tenido que reprimir a uno de sus sectores fundamentales, casi su objeto social, que era la clase media. El costo político de 1968 alcanzó, incluso, a sectores de la clase política que, por una parte, estuvieron sujetos a una crítica sin precedente y presenciaron fenómenos que desbordaron todas sus predicciones, y por la otra, les dejó insatisfacciones ideológicas y remordimientos. (Era aceptable ser carrancista o callista, pero no porfirista y huertista.) El cambio de gobierno ofrecía la posibilidad de renovación y de fortalecimiento de la unidad de las élites. Pero la práctica de gobierno, necesariamente, tendría que enfrentar el problema de la representación y de la dirección política.

La dinámica de las fuerzas sociales y políticas había alcanzado tales proporciones que el gobierno de Echeverría tenía, de alguna manera, que responder a la falta de representación y a las limitaciones de la dirección política, de la legitimidad del régimen. Pues si el sistema político no enfrentaba los problemas de representación y de legitimidad, se terminaría por convertir, paulatina o súbitamente, en un régimen burocrático-tecnocrático y crecientemente militar que tendría que suprimir coercitivamente hasta los menores intentos de movilización y limitar las posibilidades de expresión y las libertades individuales. A los retos de sus momentos, Echeverría no ofreció un proyecto político único. Empieza su gobierno con el propósito de reformar el sistema político y la economía. En su segundo año de gobierno sustituye el propósito inicial de reforma por el populismo y la política exterior izquierdista. Antes de entregar el poder a su sucesor le toca iniciar el retraimiento populista. En un primer momento, el presidente y sus principales funcionarios consideraron que al objetivo del máximo crecimiento de la economía que había caracterizado al modelo anterior, habían que agregar el objetivo del rápido crecimiento de las exportaciones (que deberían diversificarse a los mercados latinoamericanos, a Japón, Europa), y nuevos objetivos como la menor dependencia (que debería expresarse a través de una disminución en el crecimiento de la deuda externa, la regulación de la inversión extranjera y de la transferencia de tecnología), la acelerada creación de nuevos empleos y una distribución más equitativa del ingreso. El proyecto inicial de reforma económica se quedó en los objetivos y en la creación de un aparato institucional que debería apoyar los nuevos propósitos nacionales, pues la discusión en torno a los instrumentos quedó un tanto la margen y los intentos que hubo para crear un instrumento adicional para hacer frente a los nuevos objetivos nacionales, terminaron en un fracaso gubernamental al dar marcha atrás a la reforma fiscal y el anonimato de las acciones y

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al haber dejado para el peor de los momentos la decisión devaluatoria. (Si la devaluación hubiera ocurrido unos meses antes no habría salidos tanto capital de hecho financiado por el Estado; si en vez de una gran devaluación forzada se hubiera devaluado desde mucho antes paulatinamente, no habría aumentado tanto la deuda externa y el déficit en el ahorro público) La evidencia de los hechos y las acciones gubernamentales posteriores llevaron al abandono de la reforma económica. La crítica al desarrollismo, inicialmente fundada, perdió su contenido, para convertirse en la demagogia con la que los técnicos justificarían el populismo. En el ámbito político los propósitos de reforma del sistema fueron quedando relegados al diálogo y la apertura presidencial. De ahí que se llegó a plantear el problema en términos de “Echeverría o el fascismo”; donde la segunda opción, que en sentido estricto no era el fascismo –sino un régimen burocrático, tecnocrático y crecientemente militar-, correspondía a una posibilidad efectiva, pero donde la primera opción de servilismo al presidente era una expresión de flojera intelectual en la que ni siquiera se exploraban las distintas opciones de reforma que tenía ante sí el sistema político. Los costos y los riesgos de una reforma económica y política, el servilismo de sus colaboradores y de los cuadros recién cooptados, la falta de oposición política real que había ocasionado el uso extensivo de las fuerzas públicas y las confrontaciones verbales con los grupos de presión fueron llevando al presidente a optar por aquella alternativa de reforma en la que se corrían los menores riesgos inmediatos y que a la vez conducía a una mayor concentración del poder presidencial. Se escogió la vía del populismo. La legitimidad revolucionaria se quiso actualizar mediante una política exterior que se acercó a las fuerzas de la revolución mundial, proceso que empezaría con el apoyo a la Unidad Popular chilena y terminaría con el proyecto de un nuevo orden económico internacional. En el orden interno se adoptó una fórmula política de casa presidencial abierta al pueblo y gobierno popular independiente de los grupos de presión. Los esfuerzos de relegitimación le dieron vida al

sistema político al lograr una cierta reconciliación con la oposición que se habían manifestado en 1968, al menos al quitarle articulación ideológica. Pero irán articulando una nueva oposición, menos peligrosa para el Estado 8orden social) que la anterior, pero también muy importante para el sistema político. El problema de la representación se enfrentó mediante la cooptación de dirigentes políticos. Pero el expediente fundamental que se utilizó fue la ampliación acelerada del gasto público. El gasto rápidamente creciente permitió frecuentes ampliaciones de salarios que debilitaron a la nueva insurgencia sindical. La creación de empleos públicos sin precedente le creó una nueva clientela al sistema y le permitió absorber a una parte de las clases medias que estaban ya en proceso de proletarización. La considerables ampliaciones de subsidios a las universidades permitieron una mayor control y conformidad y la creación de una vía de acceso al sector beneficiado de las clases medias a sectores propensos a la inconformidad, como el magisterio universitario. Casi ante cualquier conflicto o posibilidad de conflicto, con excepción de los grupos armados, se recurrió al uso de los fondos públicos para acallar a una región, a un grupo o a un individuo. A manera de ejemplo se puede observar cómo en el sector eléctrico, donde existía una organización de oposición a la burocracia sindical (la tendencia democrática), los salarios promedio terminaron siendo 30% superiores a los del sector del petróleo, en tanto que al inicio de 1970, y desde siempre, los salarios de los petroleros habían sobrepasado a los de los electricista cuando menos en una proporción semejante. Asimismo, las grandes revisiones salariales, a veces multianuales, se iniciaron en 1973, precisamente el año en que la insurgencia sindical había alcanzado su punto más alto de organización y politización. La participación política la quiso comprar el sistema con el erario nacional, durante algún tiempo lo logró. Como proyecto económico el populismo mexicano de la década de los setenta significó

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un considerable fracaso. Con excepción de algunas grandes inversiones hidroeléctricas, en petróleo y en acero, con posibles frutos a largo plazo, la secuela del populismo fue una crisis económica de grandes proporciones. Si tomamos en cuenta las dificultades para superar la crisis, el año de 1976 ocurrió la mayor crisis económica del México de la posguerra. El crecimiento de la economía cayó en 1976 a niveles inferiores a los del crecimiento de la población; la agricultura no sólo continuó estancada sino que decreció la producción de este sector; la industria no se había ampliado prácticamente, la inflación continuaba, lo que, junto con las expectativas de devaluación, llevaron a una mínima captación por parte del sistema financiero, a considerables salidas de capital y a una creciente dolarización de la economía. Tan sólo en el año de 1976 la contratación neta de deuda externa fue superior al total de la deuda existente hasta 1970. El déficit del gobierno federal en los tres años de populismo prácticamente se había triplicado en relación al producto, sobrepasando el 9% del producto interno bruto. ¿En qué medida la crisis obedeció a tendencias de largo plazo de la economía, a omisiones y errores en la política económica gubernamental y a hechos meramente coyunturales? A diferencia del proyecto de desarrollo estabilizador que le dio diez años de vida al sistema político (1959-1968), el populismo se agotó en cinco años (1971-1975) y estrictamente hablando en cuatro años (1972-1975). La dinámica del proyecto populista crepo sus propias limitaciones políticas. Al tratar de relegitimarse el presidente había articulado una nueva oposición fundamentalmente empresarial. Al integrar un nuevo equipo político, cooptar a ciertos cuadros de oposición e imponer un sucesor presidencial sin apoyos políticos, había polarizado a algunos sectores de la clase política. Al centralizar más aún el poder había engendrado inconformidad y llegado a decisiones cuestionables. Y al comprar la representación política con tal de no correr los riesgos de la reforma política, había utilizado

un expediente inadecuado para tal fin. Independientemente de quien hubiera sido el presidente, el adoptar en la década de los años setenta un proyecto populista habría llevado a resultados semejantes. Ante las presiones que se aceleraban por el cambio de poderes, la oposición abierta de un sector empresarial y de un sector de la clase política, y el creciente descontento ocasionado por la inflación y la política económica del gobierno que se había manifestando en la campaña presidencial y en las elecciones, así como por el riego devaluatorio, el mismo presidente empezó a limitar su proyecto populista endureciendo su posición tanto hacia la crítica creciente de la prensa, los movimientos obreros independientes, como frente a las rupturas internas y los grupos empresariales del campo y la ciudad (principalmente de Sonora, Sinaloa y Monterrey). Echeverría había escogido al populismo por ser el proyecto político que atendía a los problemas de dirección política y representación evidenciados en 1968 al menor costo y con el menor riesgo inmediato, sin exigirle ningún sacrificio político a la institución presidencial a la que había aspirado y por la que había vivido. Con su mismo pragmatismo, en su último año iniciaría la liquidación de su proyecto político que, a sus ojos, era un neocardenismo. Sin la micropolítica puede arrojar luz al evaluar la personalidad y las motivaciones de un presidente, no hay duda de que quien quiera que hubiera sido presidente, al adoptar en ese momento histórico un proyecto populista habría llegado a resultados semejantes. El proyecto populista, nuevamente, le dio vida al sistema político, sólo que por un plazo más breve y a un mayor costo. Los límites del sistema están cada vez más cercanos. El problema de la legitimación continúa vigente. El problema de la representación, aunque no se haya manifestado con la amplitud que en el pasado, posiblemente es mayor ante el deterioro del nivel de vida de las clases medias, la mayor diferencia entre la oferta y la demanda de empleo, las prácticas de negociaciones salariales frecuentes y altas y el

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aumento de la participación que se expresa como crítica intelectual, huelgas, invasiones de tierras y diversos intentos de organización política. Y a estos dos problemas se agrega un tercero, que es el de las dificultades de administración social, o sea aquellas que enfrenta el desarrollo económico. El nuevo gobierno de López Portillo ha respondido a la situación crítica con una fórmula implícita de “mantened unida a la clase política y pagad bien al ejército”, mientras se opta por una directriz económica y política que tiene el tiempo en su contra. La fórmula tiene sentido en el corto plazo, pues sin la unidad de las principales figuras de la clase política, cuya alianza se asegura por la contraposición a la élite anterior, y sin la lealtad y disciplina de los mandos militares y policiacos, el gobierno agregaría a los demás problemas el de los retos de la subsistencia. Sin embargo, conforme pase el tiempo y se vaya agotando la espera, necesariamente el gobierno tendrá que optar, pues incluso ya se han iniciado las divisiones internas en torno a la política económica que pronto se pueden extender al ámbito político. La espera que el sistema ha solicitado se agotará, a no ser que algunos de los principales sectores sociales estén dispuestos a perder su posición relativa o que se entreguen a los Estados Unidos los recursos naturales de la nación. En primer lugar está el sector obrero donde una inflación anual previsible superior al 30% puede llevar a dos tipos de confrontaciones, ya sea una nueva negociación salarial o la intervención estatal represiva para frenar a la insurgencia sindical, la que, a falta de nuevas negociaciones salariales, tendría mayor auge y posibilidades de enfrentar a los aparatos sindicales. El sector obrero no e el único que puede polarizarse. Las claves medias, sin expectativas y que compran todo más caro (automóviles, viviendas, viajes, educación privada y su consumo en general), incluyendo lo que les vende el gobierno (precios y tarifas), pueden llegar a escindirse radicalmente del sistema. En el campo, las menores posibilidades de ocupar tierras, la reducción del gasto en el sector agropecuario, así como otras consideraciones pueden crear mayores posibilidades de enfrentamiento con

el sistema político. En las colonias proletarias las formas de cooptación y control reducirían su eficiencia ante la necesidad de retrasar las demandas de servicios públicos y empleo. Finalmente, algunos sectores empresariales marginales podrían salir fuera del mercado por las limitaciones de crédito, la reducción del proteccionismo y, posiblemente, la mayor afluencia de capital extranjero, el que aunque puede beneficiar a algunos de sus socios y a las unidades de fomento, compite y reduce las ganancias de otros sectores empresariales nacionales. Si los riegos políticos de que se agote la espera son altos, también los obstáculos económicos para recuperar un crecimiento sano son de consideración. Conforme pase el tiempo, la espera puede llevar al pare y siga económico, que adopta políticas económicas restrictivas con posterioridad a la devaluación o ante la inminencia de ésta, pero que no resiste presiones políticas para ampliar el gasto, el crédito y los salarios, acelerando con ello la inflación, para caer por la fuerza de los hechos en una nueva devaluación y así subsiguientemente. Este esquema económico lleva aun callejón sin salida con déficits gubernamentales crecientes, inflación galopante y estancamiento de la economía. Con todas sus particularidades el caso argentino es ilustrativo. El gobierno de López Portillo, apoyándose en la fuerza de la presidencia, en su imagen y enuna espléndida negociación, puede ir extendiendo la espera por meses, después, por días. Al final tendrá que optar. Ante los problemas de legitimidad política, representación política y administración social que tiene el sistema político de México, ¿qué salidas tiene el sistema? LAS OPCIONES MEDIATAS DEL SISTEMA

POLÍTICO Las opciones que nos interesa distinguir tienen puntos comunes (algunas mucho más que otras), pero a la vez consecuencias políticas suficientemente distintivas como para referirnos a ellas por separado. Las distintas opciones las hemos representado en la gráfica 1 con los puntos M0, M1, M2, M3, M4. Se

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podría mover dentro del área MP que implica posibilidades diversas, pero, a la vez, limitadas. Digamos que si México se moviera en la dirección de la democracia representativa no llegaría al punto A representado por Inglaterra; si triunfara una revolución socialista no se llegaría al punto B representado por Vietnam o Cuba; o si se consolidara un régimen burocrático tencocrático militar no se llegaría al punto C que representa a Chile. Para el sistema político todas las opciones a las que no referiremos implican costos y riesgos que podrían llevar a modificar sus características y funciones distintivas. Pero de no moverse en alguna de estas direcciones, o en la combinación sui generis que cualquier proyecto al llevarse a la realidad implica, el sistema se estaría aproximando a una crisis de subsistencia y no a un nudo histórico 1.”Argentinización” de México. La magnitud de los problemas de representación, legitimidad y administración social que se evidenciaron en 1968 y en 1976 es tal que, de no optar el sistema por ninguna dirección, se llegaría a una situación donde el gobierno enfrentaría, desde una posición defensiva, a una realidad que “se le escapa de las manos”. Incapaz de moverse, el gobierno giraría en torno al punto donde actualmente está, M0 en la gráfica 1, desgastándose paulatinamente.

Esta posibilidad implica que, ante el cúmulo de presiones y la falta de orientación, todas las fuerzas tratarían de defenderse, poniendo en entre dicho la autoridad del gobierno. Los sindicatos tratarían, por todos los medios, de

no ser excluidos de la alianza social en la que, sobre todo a partir de 1959, la aristocracia obrera tiene un lugar preferente. Las clases medias se irían polarizando hacia la derecha y en algunos casos hacia la izquierda, constituyendo un potencial idóneo para el verdadero autoritarismo y para el reclutamiento de los grupos armados. Los empresarios dejarían de invertir ante la incertidumbre, la retracción del crecimiento y las expectativas de ganancias cambiarias. El sector público estaría inmovilizado por las restricciones crediticias y externas. En el campo cundiría la violencia localizada y en las ciudades aumentaría la inseguridad. Las policías se enfrascarían en toda esta multitud de conflictos. Las fuerzas armadas, sin suficientes elementos de gobierno, estarían a la espera, impidiendo que la hegemonía de un sector las pusiera en peligro. Los Estados Unidos buscarían nuevos aliados ante este riego –que podría culminar en una guerra civil- al sur de su frontera. El proceso de argentinización de México sería más costoso que en la propia Argentina. La población de México y su crecimiento son mucho mayores. El nivel de ingreso por habitante y las desigualdades de ingreso y riqueza también lo son. El campo mexicano con menos agua, peor tierra y menores extensiones por habitante aceleraría las confrontaciones y dificultaría, más aún, las soluciones. La magnitud de la inmigración, de la población de colonos sin empleo y servicios es muy superior. La tradición de violencia (en México, “la vida no vale nada”), la existencia de armas y la disposición a su uso son también mayores. Podría ser que esta tradición hubiera cambiado en las últimas décadas y que la población décadas y que la población estuviera dispuesta soportar una creciente pauperización (lo que alguien ha llamado “calcutización”) sin oponerse al gobierno, o que las experiencias represivas llevaran a la inacción de los distintos sectores sociales, pero ambas posibilidades sólo implicarían que el país estaría en un “infierno” en vez del otro. Dentro de un proceso de pare y siga de la economía y de incapacidad de imponer una directriz política a la nación, el gobierno podría subsistir en tanto que ningún otro sector pudiera volverse hegemónico. Eventualmente

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el proceso minaría el sistema hasta separarlo totalmente de la realidad o al iniciarse las fracturas internas fundamentales. En México no se puede descartar esta posibilidad de desintegración política y económica que para el sistema representaría una muerte prolongada. Pero los intereses que se expondrían son tales, así como la cohesión y la tradición política de las instituciones y la clase política, que por todos los medios se buscará impedir la “argentinización” de México. 2. Revolución socialista (M2). La revolución socialista no sería en realidad un opción del sistema político, sino que sería la opción básica del Estado en el sentido amplio en que fue definido. No obstante, en tanto posibilidad política remota, la hemos incluido en esta reflexión final. Independientemente del desarrollo de las fuerzas sociales que ha ocurrido en México de 1940 a 1976, como resultado del desarrollo de las fuerzas productivas, se han ido transformando los niveles de conciencia y organización. Este proceso ha sido más lento que el desarrollo de las fuerzas sociales, en gran medida por la hegemonía del Estado y también por las limitaciones estratégicas, programáticas y de organización de las clases subalternas. Incluso en los momentos más álgidos del conflicto entre algunos sectores populares y el sistema político, como en el movimiento obrero ferrocarrilero de 1958 y en el movimiento estudiantil de 1968, difícilmente podría decirse que los sectores populares alcanzaron un nivel de conciencia y organización propios de una clase, ya no se diga de un partido histórico. Si bien la dimensión y alcances de estos movimientos pusieron en peligro al sistema político, en ningún momento llegaron a cuestionar, como partido orgánico, al Estado. Ello no implica que dichos movimientos carecieran de liderazgo político revolucionario, pues algunos de sus dirigentes sin duda luchaban por un objetivo socialista, pero los movimientos en ningún momento lograron alcanzar un nivel de conciencia y organización que los hubiera convertido en el partido de una clase subalterna que, con sus alianzas, pudiera

haber puesto en entredicho el orden social que había resultado de la revolución de 1910. A partir de 1968 han surgido algunos movimientos de base, micropolíticos, que al actuar entre los campesinos, los colonos y los obreros han logrado un cierto desarrollo de a conciencia política. Los alcances de este tipo de movimientos, organizaciones y partidos en potencia, que se diferencian de los partidos que buscan la participación electoral, es todavía más difícil de evaluar, aunque por su convivencia orgánica con las masas pueden llegar a alcanzar importancia nacional. Por lo pronto, sus acciones son luchas muy concretas en torno a la posesión de la tierra rural y urbana, y la situación social de las masas entre las que actúan. En el terreno de la lucha política inmediata, de la fuerza política y sobre todo político militar, los dos movimientos de oposición popular más fuertes de las últimas décadas en ningún momento adquirieron niveles que hicieran peligrar “desde afuera del sistema” al orden social vigente; como tampoco lo han logrado los grupos armados ya sea en el campo o en alguna de las principales ciudades. Pero si bien es cierto que el Estado mexicano no ha estado en ningún momento del periodo referido cerca de un nudo histórico, y que no lo estará en los próximos años puesto que, a no ser por una crisis hoy en día totalmente imprevisible, una alternativa revolucionaria no se crea “de la noche a la mañana”; también carecería de seriedad política y científica afirmar que en México no puede ocurrir una revolución socialista que llevara a la transformación fundamental del Estado actual. En términos internos, la correlación de fuerzas es muy favorable al Estado actual, pero también las fuerzas potenciales de oposición son considerables. En términos internacionales, actualmente la correlación de fuerzas es en México totalmente favorable en lo económico, en lo político y en lo militar a los Estados Unidos, siendo el territorio mexicano absolutamente vital para esa potencia. Pero como lo destaca Gilly, las fuerzas de la revolución mundial buscarán crecientemente vincularse con las fuerzas de la Revolución mexicana, y esas fuerzas de la revolución mundial, que se fortalecieron como

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resultado de la guerra de liberación de Vietnam, han logrado nuevos éxitos en África y podrían lograr cambios sustantivos en la estructura del poder mundial si llegaran a imponerse en la Europa mediterránea y en Japón. A nosotros nos parece que dadas las mínimas posibilidades de revolución interna en los Estados Unidos los posibles cambios en la estructura del poder mundial que pudieran beneficiar a distintas posibilidades revolucionarias, no necesariamente alterarían la correlación de fuerzas internacionales que se manifiestan en México tanto por la mayor influencia norteamericana en este país, como por lo propios intereses estratégicos a veces opuestos de las potencias socialistas. Sin embargo, las contradicciones internas podrían adquirir tal magnitud que su importancia fuera mayor a la correlación internacional. De ahí que aunque las posibilidades sean muy lejanas y reducidas, n se puede afirmar categóricamente que el Estado mexicano no pueda llegar a un nudo histórico, en el que las clases subalternas y sus aliados impusieran un nuevo orden: un bloque histórico obrero campesino. Hemos representado la alternativa del estado socialista en la figura 1, como el punto M2 que muy difícilmente podría alcanzar al punto B, a no ser por niveles de represión sin precedente que dificultarán la construcción del socialismo y fortalecerían la correlación nacional e internacional de fuerzas adversas a la revolución socialista mexicana, dados el desarrollo de las fuerzas productivas y de las fuerzas sociales, la amplitud de los estratos medios, el antecedente de la legitimidad nacionalista revolucionaria de 1910 y los grados de pluralismo muy superiores a los de Cuba o Vietnam (B) antes de que ocurrieran sus respectivas revoluciones sociales exitosas. La primera opción, de la “argentinización” de México, representa la muerte prolongada del sistema político. La segunda, de la revolución socialista, sería la destrucción de este sistema. Entonces, ¿cuáles son las salidas que tiene el sistema? 3. Nacionalismo autoritario (M3). Después del populismo de la primera mitad de esta

década, esta posibilidad se ha reducido notablemente. Sin embargo, es una posibilidad vigente para un sistema político con los orígenes del mexicano y con el antecedente del cardenismo. En la etapa actual del desarrollo el nacionalismo autoritario tendrían, necesariamente, que transformar las instituciones y funciones distintivas del sistema actual, pues de no hacerlo terminaría siendo un populismo –dadivoso o pobre- que: o se retrae o sería barrido por la oposición. En los análisis simplistas siempre se ha mencionado que para que un proyecto de esta naturaleza fuera real requeriría de una amplia movilización popular independiente. Estas sugerencias, generalmente demagógicas, cuando llegan a ser sinceras son meras buenas intenciones. El sistema político mexicano y el Estado, simplemente no resistirían una amplia movilización popular que para ser real necesitaría partir de luchas concretas: huelgas, tomas de tierra, organizaciones de colonos, defensa del sector, nacionalizaciones con apoyo popular, campañas educativas, defensa nacional frente a la penetración extrajera. En otras palabras, un régimen nacionalista no podría abrirse a la movilización en gran escala, y requeriría disminuir el pluralismo, es decir, tampoco podría abrir el proceso electoral ni la crítica. Sobre estas bases de realismo un régimen nacionalista autoritario implicaría, en términos del sistema político, las siguientes transformaciones: Adoptar una definición ideológica mucho más precisa que concordara con las principales acciones del gobierno. Fortalecer la dirección política nacional para que no bastara con que la presidencia de la República reorientara la dirección del sistema, sino que se requeriría de un grupo compacto que ocupara las principales posiciones de dominio y dirección políticas. Un presidente cuyos secretarios de Estado estuvieran enfrascados en la defensa de sus intereses burocráticos no podría lograr esta transformación.

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El actual PRI tendría que fortalecerse notablemente en base al reforzamiento de sus organizaciones de masas que, sin llegar a la movilización amplia, se fueran relegitimando y reorganizando. La estructura multiclasista del partido se tendría que ir transformando en una estructura de alianzas sociales, que excluyera a ciertos segmentos y grupos. Las organizaciones de control social se tendrían que ir transformando y relegitimando en base a una mayor preponderancia de los objetivos políticos nacionales. Para un proyecto de esta naturaleza sería fundamental reforzar la lealtad del ejército con base en los criterios actuales y mediante una mayor participación de esta institución cuyos mandos tendrían que ser especialmente estrictos y eficaces. Desde luego que más aún que una movilización popular efectiva, la creación de milicias populares y la penetración política de las tropas aceleraría el rompimiento con el ejército cuya lealtad requeriría de no poner en juego su existencia. En relación con los grupos de presión, el sistema necesariamente tendría que integrar una alianza para enfrentar aquellos que inevitablemente se opondrían a un proyecto nacionalista autoritario. Ante el exterior, un régimen de esta naturaleza tendría que se mucho más cuidadoso a fin de no unificar una alianza interna con el exterior. O sea que se tendría que aceptar una parte del capital extranjero y negociar con la otra. El éxito interno de un régimen así, sus mayores posibilidades de estabilidad interna, llevarían a numerosos sectores de poder norteamericano a una posición de neutralidad. Finalmente, un proyecto de esta naturaleza implicaría una mayor participación estatal en la economía, una especie de capitalismo de Estado, donde en base al aprovechamiento de los mejores cuadros técnicos del sector público y de las empresas privadas y a una presión política que enfrentara la corrupción y la irresponsabilidad en los resultados, se pudiera crecer bajo un modelo intermedio. Por el momento, son tantas las limitaciones del ahorro público que aumentar la participación

del sector público y el gasto sólo llevaría al pare y siga, o sea a la “argentinización”. La situación crítica de la economía y las posiciones e intereses de numerosos sectores –muchos de ellos gubernamentales-, así como el tipo de requerimientos que un proyecto así exige hacen muy poco viable este proyecto. Aunque en el largo plazo, ante el peligro de una crisis de subsistencia, podría predominar una corriente que lo llevara a la práctica. 4. Régimen burocrático tecnocrático militar (M1). Ante los problemas de legitimidad, representación y administración social el sistema podría optar por cerrarse, reorganizar la economía y enfrentar coercitivamente a las distintas fuerzas de oposición. Sin embargo esta transformación implicaría que el sistema político se transformaría en otro sistema, cuya nuevas características serían del siguiente tipo. La presidencia de la República perdería poder relativo frente a las distintas entidades del sector público, cuyo personal y dirección serían crecientemente tecnocráticos. Y cuya administración descansaría fundamentalmente en criterios de racionalidad económica. El arbitraje presidencial cedería a la orientación única del gobierno a la que tendrían que atenerse los demás sectores. Las secretarías políticas abandonarían sus funciones políticas para descansar en las coercitivas. El PRI prácticamente desaparecería, lo mismo que el actual procedimiento electoral. Las organizaciones de control social perderían gran pare de la relativa libertad que actualmente tienen, hasta que la “corporación obrera” no sólo perdiera sus “ejércitos” sino que incluso, al dejar de ser necesaria, fuera expulsada de los principales puestos políticos que actualmente ocupa. Ante el conflicto en ascenso, el ejército y las fuerzas policiacas se irían fortaleciendo hasta llegar, en los momentos de crisis, a las intervenciones directas. Después de un proceso de fortalecimiento, de socialización y de intervenciones recurrentes, las fuerzas armadas eventualmente compartirían el poder, al frente del ejecutivo o como socios privilegiados.

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Los grupos de presión que en principio podrían aceptar un proyecto de esta naturaleza, posteriormente suspirarían por los mejores tiempos del sistema anterior, con quien se podía dialogar, al que se podía presionar y el que protegía los mercados comerciales y financieros del vecino del norte, quien dentro de este modelo terminaría de conquistar los recursos naturales y la economía del país. La base de legitimación de la Revolución mexicana desde luego que se habría terminado, imponiendo a las distintas fuerzas y grupos la razón del orden establecido y del designio gubernamental, hasta llegar a la modificación fundamental de la Constitución de 1917. La clase política, para terminar, sería innecesaria. Con excepción de quienes se hubieran aliado o de quienes hubieran promovido este proyecto, la clase política cargaría en buena medida con la crítica y las acusaciones del nuevo régimen. Aparentemente el sistema podría endurecerse sin convertirse en un régimen burocrático tecnocrático militar. Es decir, siendo sólo burocrático recnocrático. Ellos es cierto en el corto plazo pero no en una perspectiva mediata. En otras palabras, el sistema puede buscar endurecerse por una vía que le permita conservar sus instituciones y funciones distintivas con algunos cambios en su reordenación interna. Por ejemplo, para evitar la confrontación con los sindicatos, el sistema les puede ofrecer a éstos una mayor participación política, digamos mediante un expediente de coparticipación en las empresas públicas. Para evitar la intervención frecuente del ejército el sistema puede usar fundamentalmente a sus policías. Para evitar la confrontación con los obreros y los empresarios, el sistema puede ir descentralizado las decisiones de alzas salariales y la conciliación y el arbitraje. Para evitar la confrontación política, puede hacer un mayor uso de sus instancias judiciales. Sin embargo, por muy inteligente que sea este manejo, llegará el momento en que el sistema tendrá que reprimir a los enemigos de la burocracia sindical, hacer uso del ejército, enfrentar las expectativas cambiarias de los empresarios, ser el foco de la crítica obrera y fundamentalmente de las clases medias que

por esta vía acelerarían su proletarización y, después de que se agoten las instancias judiciales, sostener una línea política. 5. Democracia representativa (M4). El sistema político podría optar por una reforma política que lo condujera hacia la democracia representativa (punto M4 de la gráfica 5). Esta posibilidad, que requeriría como primer paso la reforma a la ley electoral a fin de dar representación a las nuevas fuerzas políticas, para ir encontrando en base a los resultados electorales su fuerza real, implica una Transformación del sistema político. Es decir, significaría un cambio en las instituciones y funciones distintivas del actual sistema. Una reforma política democrática tendría como objetivos principales –en términos de la racionalidad política del sistema- relegitimizar al mismo sistema político, logra un contacto y representación con el sector de las nuevas fuerzas sociales que se agrupan en los partidos políticos reconocidos y existentes y ampliar las posibilidades de dirimir pacíficamente los conflictos políticos. Es decir que en la medida en que el sistema implantara un nuevo procedimiento electoral en el que se respetara efectivamente el voto y estuvieran representados todos lo partidos políticos mayores, un sector creciente de la población le concedería legitimidad a las autoridades. Con el tiempo el sistema habría logrado sustituir la fórmula de legitimidad revolucionaria, por la fórmula de legitimidad democrática. Una reforma de esta naturaleza reforzaría la hegemonía del sistema y del Estado. El objetivo de la representación de las fuerzas sociales se enfrentaría al obstáculo de que no todas las fuerzas sociales están actualmente representadas en los partidos políticos y de que habría fuerzas políticas, sobre todo potenciales, que no estarían interesadas en participar en una reforma política de esta naturaleza. El éxito en la consecución de este objetivo dependería en gran medida de la capacidad de atracción que tuvieran y adquirieran los partidos políticos, pues si ésta fuera considerable, paulatinamente quedarían reducidas en cantidad y eficiencia política las fuerzas que no aceptaran el juego democrático. De lo contrario, de no ser

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suficiente la capacidad de atracción de los partidos políticos, el sistema seguiría enfrentando un grave problema de falta de representación política. La ampliación de las posibilidades de dirimir pacíficamente los conflictos sociales y políticos dependería de la medida en que se cumpliera la ley, de la eficiencia de los partidos y de su actuación en las tareas de gobierno. La reforma política democrática en México es tan difícil que siempre que se ha iniciado se ha dado marcha atrás. Las dificultades surgen de los costos y riesgos que ésta tendría para el sistema político. La reforma política ampliaría el poder y la voz del Congreso, por esa vía disminuiría, si no el poder presidencial, sí, al menos, la posibilidad de arbitrariedad presidencial. Las atribuciones de nombramientos de funcionarios, determinación del gasto, decisión de intervención de las fuerzas armadas podrían ser, la menos, criticadas desde una representación parlamentaria más fuerte y con más eco entre los ciudadanos. Los aparatos burocráticos del gobierno podrían ser criticados en sus actuaciones, sus áreas reservadas expuestas a la luz pública y las carreras políticas de los secretarios de Estado dependerían en un mayor grado de la crítica parlamentaria y de los órganos de opinión. El partido (PRI), como competidor, sería un blanco directo de la oposición. Los procedimientos antidemocráticos tendrían que irse transformando, así como la selección de sus candidatos que estarían sujetos a mayores riesgos. Los apoyos del partido, o sea los sectores, perderían fuerza en la medida en que no pudieran imponer con tanta seguridad a sus principales candidatos a los que, en caso de exceso de presión, expondrían a la derrota electoral. El PARM y el PPS, a no ser por una decisión gubernamental en contra, simplemente terminarían por desaparecer. Una profundización del procedimiento representativo llevaría a los partidos políticos a buscar, con mucho mayor protección legal, bases sólidas de apoyo en los grupos de interés y en los sindicatos. Es decir que la

reforma política podría precipitar la reforma sindical, con lo que ello representa para la burocracia sindical, las empresas y el propio gobierno. La reforma política diluiría los controles sobre la prensa y daría lugar al fortalecimiento de una prensa de opinión, posiblemente ligada a los propios partidos políticos. Los efectos de una reforma política sobre el ejército no serían directos, sino que operarían indirectamente a través de los cambios en las otras piezas del sistema. Los expedientes de control del sistema y de los propios mandos militares sufrirían una cierta liberación y la fórmula de legitimación de la clase política frente a las fuerzas armadas se iría transformando. Los grupos económicos de presión que podrían tener acceso a l partido más conservador y de esa manera una expresión política directa, posiblemente se sentirían menos seguros no sólo por la liberalización general, sino por estar ya habituados a las vías y mecanismos que les permiten la defensa de sus intereses. Para la mayor parte de los grandes empresarios es muy riesgoso abrir el sistema, pues ello llevaría a una participación que posteriormente tendría que ser reprimida. La propia clase política tan acostumbrada al autoritarismo y a la falta de cumplimiento de la ley constituye un impedimento, aunque su gran disciplina facilitaría la transformación de parte de sus actividades y patrones político culturales. Finalmente, quedaría de lado el problema de la administración social, pues una reforma política podría en principio resolver los problemas de participación y de legitimidad del gobierno, pero no serviría para resolver el problema económico del país. El problema económico del momento es tan grave que de no limitarse el gasto se llegará a la emisión monetaria, por las limitaciones crediticias externas e internas y las de precios, tarifas y fiscales. Desde luego que por el camino de la emisión monetaria se llegaría, quizá en meses, al pare y siga que conforme avanza se vuelve más irreversible.

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Son tantos los costos y los riesgos de una reforma política para el sistema para sus piezas principales, que el sistema político, que se proclama democrático, no ha logrado avanzar en la dirección de la democracia representativa. Sin embargo es concebible que una dirección política firme y con talento pudiera maximizar los objetivos de una reforma democrática y minimizar sus riegos y costos, así como lograr un consenso mayoritario entre las principales fuerzas para iniciar la reforma. En la segunda parte de este estudio quisimos presentar las instituciones y funciones distintivas del sistema político mexicano, pues por la vía deductiva, de imponer a nuestro análisis una perspectiva teórica, habrían aparecido problemas de clasificación y conceptualización insalvables. Por este camino, siempre referido a la reflexión teórica de la primera parte, que sin estereotipar al análisis nos centrara en las variables y proposiciones fundamentales, tratamos de destacar las nuevas características de la realidad social en la que actúa el sistema político que ya rebasa el medio siglo de antigüedad. Nos interesó comprender de qué manera el sistema había enfrentado la realidad social desde 1940, o sea cuáles habían sido los proyectos del sistema ante las confrontaciones principales con las nuevas fuerzas sociales y políticas. Finalmente, en razón de los problemas de legitimidad, representación y administración social que enfrenta el sistema político, intentamos delinear sus opciones mediatas. La presentación de la parte correspondiente al sistema político mexicano ha buscado dos propósitos. Por una parte se trató de articular el análisis general y de largo plazo con los hechos concretos, y a éstos con la perspectiva general. Por otra, quisimos resaltar la necesidad que tienen todas las fuerzas sociales y políticas de ir creando su propia opción, a fin de que el país que tanto ha costado construir y defender no zozobre en la inmovilidad que actualmente llevaría a la desintegración económica y política.

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LECCIONES DE LA DEUDA EXTERNA DE MÉXICO, 1973

A 1997 Rosario Green

I. EL ARRANQUE

1. LOS AÑOS DEL CRECIMIENTO

ACELERADO DE LA DEUDA EXTERNA EN MÉXICO: DE 1973 A 1981

Un hecho ampliamente conocido es que la deuda externa de México data desde la formación misma del Estado mexicano, originándose con la denominada deuda de Londres para la construcción de los ferrocarriles nacionales. Sin embargo, la deuda mexicana, pese a su antigüedad no ha observado siempre similar comportamiento. Durante el siglo pasado, éste fue bastante errático, culminando inclusive con la práctica eliminación de esa deuda durante un buen número de años. De 1910 a 1942 el país no recibe créditos externos, pues se declara en moratoria. En los cincuenta, la deuda externa vuelve, empero, a aparecer como elemento financiador del gasto gubernamental y del déficit comercial mexicanos, manteniendo, por cierto, una presencia más bien modesta y limitada debido a la capacidad de ahorro del Estado y a la favorable colocación de las exportaciones nacionales, durante los siguientes años a la segunda Guerra Mundial. Parecería entonces válido argumentar que el gobierno empieza a recurrir al crédito externo de manera sistemática y como parte de una estrategia de desarrollo económico, sólo a partir de la década de los sesenta del presente siglo, y que aun entonces, esa deuda mantuvo un crecimiento moderado, medido en términos tanto del peso de su volumen en el PIB como del de su servicio en los ingresos por exportaciones. De ahí que, más que su expansión, lo importante de la deuda externa mexicana, en esa época, haya sido su concepción, en particular por parte del gobierno, como mecanismo de ajuste capaz de resolver tanto los desequilibrios presupuestales como los de la cuenta corriente de la balanza de pagos, sin necesidad de utilizar otro tipo de medidas que, en el contexto de la estrategia del desarrollo estabilizador entonces en boga,

eran consideradas como nocivas por sus supuestos efectos altamente inflacionarios. A partir de estos breves antecedentes, en las páginas sucesivas se busca mostrar cómo la verdadera expansión de la deuda externa de México, tanto pública como privada, va a manifestarse en el decenio siguiente, en especial a partir de 1973. Se verá que este crecimiento acelerado refleja, por un lado la generación de un excedente de liquidez en los mercados internacionales de dinero, resultado principal tanto de la crisis en los países industrializados como del reciclaje de los llamados petrodólares por la vía financiera y, por el otro, la decisión gubernamental de recurrir al endeudamiento externo para hacer frente a los desequilibrios de la economía mexicana, en tanto que expediente de fácil y rápido acceso, en particular en condiciones de crédito abundante y probada solvencia nacional. A principios de la década de los setenta, aparecieron en la economía mexicana los primeros efectos negativos del desarrollo estabilizador. La manifestación más evidente de que el modelo se agotaba fue el surgimiento de graves presiones inflacionarias, así como la contracción de la inversión privada. Al mismo tiempo, la tasa de desempleo tendía a elevarse mientras el mercado interno llegaba a los límites de su expansión y los ingresos fiscales se estancaban. La concurrencia de todos estos factores truncaba cada vez más la posibilidad de mantener el ritmo de crecimiento del producto interno bruto (PIB). Ante estas dificultades, el gobierno federal se vio obligado a modificar su estrategia de desarrollo con el propósito de reorientar a la planta industrial, abandonando la sustitución de importaciones con miras a expandir el sector de exportación. Asimismo, se concibió una reforma fiscal que permitiera mejorar la distribución del ingreso, reducir la carga de la deuda externa y basar el crecimiento en la generación de recursos internos. La nueva estrategia sería impulsada a través del incremento de la inversión pública. Durante los tres primeros años de aplicación del nuevo modelo, el PIB sostuvo una alta tasa de crecimiento a pesar de las tendencias

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contraccionistas de a inversión privada. Esto se debió principalmente al aumento de la inversión pública, lo que se tradujo en un elevado gasto público y en el consiguiente endeudamiento externo del Estado. Mientras tanto, las presiones inflacionarias comenzaban a dispararse, alimentadas por la contracción de la inversión privada que repercutió en un lento crecimiento del aparato productivo y por la ampliación de la oferta monetaria, necesaria para financiar el gasto público. A ello se añadió la inflación internacional, con graves repercusiones a nivel interno debido a la importación de bienes de capital y de materias primas de origen industrial. A partir de 1973-1974 se sumaron a las tendencias estructurales del déficit externo, la crisis en la producción de alimentos agrícolas y la insuficiencia petrolera –que provocaron la necesidad de importar esos bienes-, así como el desorden financiero internacional. Todos estos problemas impulsaron el alza de los niveles de los precios y de las tasas de interés, desencadenando la especulación con divisas y la fuga de capitales. “México entró en esos años [según Pablo González Casanova y Enrique Florescano] en un auténtico callejón sin salida en lo tocante al financiamiento externo del desarrollo”. Frente a las presiones económicas que enfrentaba el país, el gobierno se esforzaba por sostener a ultranza una paridad cambiaria cuyo alejamiento de su valor real era cada vez mayor. Esto generaba una enorme sangría de capitales, a la cual el Estado tuvo que responder con un acelerado endeudamiento con exterior, profundizando así el desequilibrio externo y la presión financiera sobre el peso. En términos generales, puede decirse que la política económica del periodo 1970-1976 estuvo orientada a crear un gran número de mecanismos que contribuyeron a la formación de empresas, la protección de su desarrollo y el estímulo de su crecimiento. La política fiscal, por ejemplo, pese a su eventual reforma, continuó beneficiando los ingresos derivados del capital, no obstante las crecientes dificultades financieras del sector público. La política de precios y tarifas de las empresas estatales siguió constituyendo una forma adicional de subsidio a la empresa

privada. En materia de gasto público, se hicieron grandes esfuerzos por multiplicar la infraestructura atender necesidades sociales. La política monetaria y crediticia buscó crear condiciones de estabilidad, defendió el tipo de cambio hasta el límite que la especulación lo permitió, y subsidió las tasas de interés. Por último, en lo tocante al comercio exterior, la política de aranceles continuó protegiendo a la industria del país, y se dio toda clase de estímulos a la exportación nacional. Dentro de este marco, sin embargo, una de las decisiones más importantes del gobierno fue la de no combatir la inflación con recesión, como sugerían los organismos internacionales. De haberlo hecho, la inflación y la posición internacional del país se habrían agravado, ya que las causas internas que determinaron esos problemas se referían principalmente a deficiencias de la oferta, la inversión y el mercado interno. Se promovió, en cambio, una mayor participación del gasto público dentro del conjunto de la economía y la inversión pública federal aumentó su presencia dentro del total de la formación bruta de capital en el país. Las políticas de precios y tarifas, junto con la tributaria, al combinarse con el gasto ocasionaron que el déficit del sector público aumentara como proporción del PIB, del 2.5% en 1971, al 9.6 en 1976. Este creciente déficit se financió con recursos crediticios internos y externos. El problema fue que no se hicieron oportunamente las reformas necesarias en materia fiscal, de precios y tarifas. Las últimas resultaron muy deficientes con el agravante de que el aumento en los precios, además de tardío, no respondía a las necesidades de acumulación y expansión de la producción de las empresas que los llevaron a la práctica. Respecto a la reforma tributaria, ésta no fue lo suficientemente estricta como para permitir sanear las finanzas públicas, ni mucho menos como para convertirse en un instrumento de redistribución del ingreso. Por su parte, los fuertes incrementos de la deuda pública externa fueron motivados, en gran medida, por la fuga de capitales, el servicio de la deuda contratada en el pasado y

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los pagos remitidos al exterior por los inversionistas extranjeros. Además, la política de sostenimiento de un tipo de cambio fijo agudizó el problema. A lo largo de todo el periodo 1970-1976, con la mira de defender el tipo de cambio, las autoridades financieras aplicaron una política monetaria y crediticia ascendentemente restrictiva, encareciendo el crédito, congelando recursos financieros del Banco de México y, al final, abriendo la puerta para la “dolarización” del sistema bancario. En los hechos, estas medidas no detuvieron la inflación ni impidieron la devaluación del peso, pero sí lograron contrarrestar los efectos expansionistas que el gobierno buscó a través del gasto público. La consecuente reducción en la oferta de bienes y servicios, permitió la reproducción ampliada de las tendencias especulativas y el círculo de la inflación, estancamiento y especulación se cerró con las medidas devaluatorias. En suma, si bien no puede negarse que la situación de la economía mexicana y la de su sector interno en particular, planteaban, como ya era tradicional, exigencias de importación de capitales, la decisión gubernamental a la que se hizo referencia –recurrir al crédito externo en forma creciente-, se veía

fuertemente apoyada por las excelentes condiciones en que tales créditos eran ofrecidos a un país como México, que ocupaba un lugar destacado entre las naciones del mundo en desarrollo, tanto por esa solvencia como por sus importantes perspectivas de crecimiento. Dada la situación anteriormente descrita, no resulta extraño que entre fines de 1970, cuando concluye la administración del presidente Díaz Ordaz, y finales de 1976, cuando termina la de Echeverría, la deuda externa del sector público se haya quintuplicado, pasando de 4 000 millones de dólares a 20 000 millones, en tanto que la del sector privado haya crecido también de manera importante, al pasar de 2 000 millones de dólares a un volumen calculado entre 8 y 10 000 millones. En el cuadro I.1 puede apreciarse el crecimiento de la deuda pública externa de México, contratada a plazo mayor de un año, para el periodo 1970-1976. Ahí se observa con claridad cómo el año de 1973 constituye un punto de quiebre en más de un sentido para dicha deuda. En primer lugar, por su tendencia expansionista. Mientras que de 1970 a 1973 la deuda pública externa total de México se expande como máximo en un 10% anual, en años posteriores y hasta 1976, lo hace en aproximadamente 50% cada año.

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En segundo lugar, por la tendencia a su “privatización”, entendida ésta como el predominio de los acreedores de origen privado sobre aquellos de origen oficial, y que queda reflejada en la última columna del cuadro, donde se observa que hasta 1973 menos del 75% de la deuda pública externa total de México se contrataba con acreedores privados, pero que a partir de ese año dicha fuente va a ganar predominio absoluto, llegando a representar, en 1976, poco más del 83% del total. En tercer lugar, por lo que podría denominarse su tendencia a la “bancarización”, es decir, a que entre los acreedores de origen privado empiecen a predominar las denominadas instituciones financieras, la mayor parte de las cuales son bancos comerciales de tipo transnacional. Finalmente, por el acentuamiento, al menos hasta mediados del decenio, de la tendencia a la “norteamericanización” de la deuda externa mexicana, tanto pública como privada, como reflejo, por un lado, del predominio de la banca estadounidense a nivel mundial –característica que se mantiene a todo lo largo de los setenta- y, por el otro, del peso concreto para México de la vecindad con los Estados Unidos y de su dependencia económica de ese país. De las tendencias a las que se ha hecho referencia anteriormente, en particular las de “privatización” y “bancarización”, pueden señalarse ventajas y desventajas. Es un hecho que la tendencia a la “privatización” puso a disposición de México volúmenes de recursos mucho mayores que los que hasta entonces ofrecieran las instituciones oficiales –bilaterales y multilaterales-, las cuales, por otra parte, ya en los setenta no otorgaban a México condiciones financieras especialmente atractivas por considerar que el país “se había graduado”. Sin embargo, en virtud de que el crédito otorgado por los bancos privados suele caracterizarse por tasas de interés altas –con la excepción de un periodo en el cual éstas en términos reales eran francamente bajas y hasta negativas- y flotantes, así como por plazos de amortización cada vez más cortos, la “privatización” de la deuda acabó por contribuir seriamente a su encarecimiento, repercutiendo además en la propia capacidad de pago del país.

Por otro lado, la tendencia a la “bancarización”, si bien marginó considerablemente a los créditos de proveedores –importante fuente de recursos en el pasado, pero sumamente atada-, añadió al costo del dinero un componente intangible aunque no menos gravoso, pues el predominio de los préstamos bancarios implicó también sujetarse a la voluntad y a la políticas de ese tipo de acreedores. A manera de ilustración valdría la pena recordar el hecho conocido de que en 1976, algunos bancos internacionales exigieron ver el contenido de la Carta de Intención que el gobierno mexicano había dirigido al Fondo Monetario Internacional (FMI), buscando acceder a sus recursos en esos críticos momentos –situación a la que se hará mención más adelante- como condición previa para participar en la sindicación de un crédito, por aproximadamente 1 000 millones de dólares, que la administración saliente de Luis Echeverría necesitaba para saldar sus cuentas con el exterior. Con una deuda externa total de aproximadamente 30 000 millones de dólares –20 000 millones del sector público, de los cuales poco más de 15 000 millones eran de largo plazo y cerca de 5 000 millones de corto, más aproximadamente 10 000 millones de dólares atribuciones al sector privada-, México toca fondo en 1976. La crisis que ese año registra la economía mexicana es de tal magnitud que la paridad cambiaria, después de más de veinte años de estabilidad –sumamente irreal por cierto- se ve afectada de manera muy severa, registrándose devaluaciones que llegaron a representar el 100% y aun más. Adicionalmente, el déficit del sector público y privado y la fuga de capitales, alcanzaron niveles tales que la tasa de crecimiento se vio seriamente amenazada. Con el cambio sexenal tan próximo, el endeudamiento externo se convirtió en la única salida a corto plazo. Para atraerlo fue necesario contar con el compromiso del gobierno mexicano de sanear la economía nacional, lo que quedó plasmado en la mencionada Carta de Intención del gobierno saliente, que la nueva administración ratificara. Para Carlos Tello, uno de los mayores errores del gobierno de Echeverría fue el no haber restructurado el sistema financiero, monetario

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y crediticio para que dejara de ser factor determinante en el proceso de desarrollo económico nacional. Es decir, no se reformó lo que constituía el excesivo conjunto de privilegios y medidas de protección al sistema de financiamiento. El no haber tocado al capital financiero, junto con otros problemas de naturaleza estructural, provocaron la crisis de 1976. La persistencia de alza inflacionaria y el desequilibrio en la balanza de pagos llevó a

plantear como única salida frenar la economía sin advertir que ambos problemas se originaban en deficiencias en la oferta y en los mecanismos fiscales y monetarios que regulaban su funcionamiento. Consecuentemente, el freno sólo contribuyó a acentuar las causas del desequilibrio, profundizando tanto las deficiencias de oferta como el excesivo recurso al endeudamiento externo.

Ante la inminencia de una nueva administración en México y la persistencia de la crisis económica, se recurrió a la comunidad financiera de los Estados Unidos y al Fondo Monetario Internacional. En septiembre de 1976, el gobierno del presidente Echeverría envió una Carta de Intención al FMI en la que ponía especial énfasis en los factores que provocaban los problemas económicos del país. En octubre, el FMI aprobó fondos para México por un total de 837 millones de Derechos Especiales de Giro (DEG) –965 millones de dólares-; la mayor parte provenía de la facilidad ampliada que permitía a los miembros obtener hasta un 140% de su cuota. Entre las metas cuantitativas establecidas por el acuerdo con el FMI estaban: incrementar el crecimiento del PIB del 2,1% en 1976 al 7 en 1979; aumentar la formación de capital del 23% del PIB en 1976 al 28 en 1979; elevar los ingresos del sector público del 26.3% del PIB al 28 en los citados años; y disminuir el déficit del sector público del 9.6% del PIB al 2.5. Se acordó también limitar el crecimiento neto de la deuda externa pública a 3 000 millones de dólares cada año durante los tres que abarcaba el acuerdo. El sector privado

estaba igualmente llamado a desempeñar un papel primordial en el proceso de recuperación.

De los diversos elementos contenidos en el Convenio firmado entre México y el Fondo, el más relevante para los términos de este trabajo es justamente el que se refería a limitar el endeudamiento externo neto del gobierno, procedente de cualquier fuente y sujeto a cualquier plazo, a no más de 3 000 millones de dólares anuales. Con base en su observancia, la deuda externa del sector público no se expande en más de 10 000 millones de dólares entre 1976 y 1979, para volver a acelerar su crecimiento en años

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posteriores, según se aprecia en el cuadro I.2, donde la serie concluye en 1981 a fin de dejar el análisis del año 1982 para más adelante en virtud de su importancia crítica, ya que entonces, como en 1976, habría de registrarse una aguda crisis económica que, si bien implicó, igualmente la necesidad de acudir al Fondo Monetario Internacional, registró manifestaciones más severas que seis años atrás. Los bancos internacionales encargados de movilizar una abultada oferta de recursos, alimentada por los dos booms petroleros que se registran en 1973 y 1979 respectivamente, van a desempeñar, a lo largo de la década de los setenta, pero en particular hacia finales de la misma, un importante papel en la acelerada expansión de la deuda externa de México, tanto pública como privada. El crecimiento de la liquidez en el sistema financiero internacional después de ambos booms hizo que su canalización se convirtiera en una necesidad vital para lo propios banqueros. La contracción de la demanda de dinero y de créditos por parte del mundo desarrollado, en virtud de la recesión de la década de los setenta, y la tradicional presencia de los países en desarrollo como demandantes de cantidades crecientes de recursos para financiar sus programas de desarrollo, convirtieron a estos últimos en receptáculos por excelencia e esa liquidez internacional excesiva.

El mercado de euromonedas y los créditos sindicados se constituyeron en fuente y vehículo, respectivamente, para el reciclaje de esos excedentes. De ahí que tanto la base bruta de ese mercado como la neta, se expandiera aceleradamente durante el decenio y en su absorción empezaran a ganar terreno los países en desarrollo.

Como puede apreciarse en el cuadro I.3, SI EN 1970 la base bruta del euromercado era de 110 000 millones de dólares y la neta de 65000 millones, éstas se triplican para el año de 1974, alcanzando la cifra de 350 000 millones de dólares brutos y 187 000 millones de dólares netos. Para 1979, la base bruta era ya de 1 billón 155 000 millones de dólares, siendo la neta de 600 000 millones de dólares. Es decir, a lo largo de la década ambos indicadores se multiplicaron por más de diez veces. En el cuadro 1.4, se muestra cómo, a partir de 1975, más de la mitad de esos volúmenes de recursos se empezó a canalizar a las naciones en desarrollo. En 1979, la cifra representó incluso cerca de 60 por ciento.

El cuadro I.5 permite observar cómo de 1975 a 1979, México encabezó, con excepción de 1976 –año de crisis para la economía mexicana- la lista de los diez mayores prestatarios mundiales de euromercado. En resumen, resulta evidente que el acelerado crecimiento de la deuda pública externa de México, que se muestra en el mencionado cuadro I.2, obedeció no solamente a la tradicional demanda de recursos financieros planteada por la economía nacional y su sector externo, sino también a la existencia de una abundante liquidez internacional, reflejada claramente en el referido cuadro I.3, y la predominio de condiciones muy favorables, particularmente por lo que se refiere a las tasas internacionales de interés que, ya se señalaba, en los últimos años de los setenta se mantuvieron muy bajas e inclusive negativas en términos reales, dada la elevada tasa de inflación mundial, como se apreciará en el cuadro I.6. Por ello puede decirse que, a semejanza de lo que ocurre en

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la esfera de la producción, donde la oferta de un bien determinado puede crear su propia demanda, en el campo financiero la existencia de crédito abundante y el predominio, durante algunos años, de condiciones ventajosas, generaron una demanda adicional de recursos que habría de coadyuvar a un crecimiento todavía más acelerado de la deuda externa mexicana, tanto pública como privada.

Lo anterior es así porque la abundancia de recursos financieros y las condiciones favorables de préstamo que algunos países en desarrollo, entre ellos de manera muy destacada México, conseguían, hizo que al menos durante algunos años de la década de los setenta, pedir prestado resultara un buen negocio, y que éste fuera alentado por los propios banqueros, quienes con una perspectiva de corto y mediano plazos, aceptaron menores ingresos por intereses durante unos pocos años, convencidos de la eventual tendencia al alza de las tasas, hecho que sucedió y que, al darse, actuó perversamente para aquellos deudores que en el pasado resultaron beneficiados. La importancia competencia interbancaria a la que tal abundancia de recursos dio lugar, llevó a los banqueros a flexibilizar sus criterios de préstamo más tradicionales y a incorporar a un número creciente de países en desarrollo a la lista de sus clientes. Al buscar la colocación comercial de sus excedentes de capital, algunos bancos empezaron inclusive a prestar de manera irresponsable y hasta al margen de las disposiciones establecidas por las legislaciones de sus respectivos países.

Abundancia, flexibilidad y tasas de interés favorables dan lugar, en los setenta, a una impresionante paradoja: las tradicionales demandas de los países del Tercer Mundo por mayores corrientes netas de recursos reales, van a ser satisfechas no por los gobiernos de los países industrializados, ni por las instituciones multilaterales especialmente creadas con ese fin –la llamada banca internacional de desarrollo, por ejemplo-, sino por los bancos comerciales que en los Estados Unidos, Japón, Europa y otras regiones del mundo desarrollado, enfrentaban la urgente necesidad de colocar sus excedentes financieros. 2. LA CRISIS DE 1982: ORÍGENES Y

CONSECUENCIAS Sin embargo, ya se señalaba, esta situación de bonanza para los países en desarrollo no habría de durar. El dinero se encareció y la liquidez internacional redujo su expansión acelerada del pasado. Ni los gobiernos, ni el FMI, ni el Banco Mundial, ni los bancos comerciales podrían seguir prestando como antaño. Como puede observarse en el cuadro I.7, las tasas de interés empezaron a aumentar y eventualmente se tornaron muy gravosas en términos reales, como consecuencia de la política contraccionista que el gobierno del entonces presidente estadounidense Ronald Reagan diseñó para combatir la inflación en su país. Al basarse ésta en una restricción del circulante por la vía de incrementos constantes de la tasa de interés en los Estados Unidos, se produjo en cada caso un impacto inmediato en el ámbito internacional, que incidió desfavorablemente sobre el peso que el servicio de la deuda externa tenía para las endeudadas economías de los países en desarrollo. Es claro que al no haber previsto la modificación de la tendencia de las tasas internacionales de interés, los países del Tercer Mundo poco o nada pudieron hacer para protegerse, y la década de los ochenta va a sorprenderlos con una segunda paradoja, pero en esta ocasión, a diferencia del decenio de los setenta, de designios catastróficos. Los países en desarrollo se convierten en

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exportadores netos de capital, mas no como sinónimo de poderío, sino en virtud de las

exigencias que el pago del servicio sobre sus cuantiosas deudas externas les plantea.

Si bien esta segunda paradoja refleja de manera esencial el incremento de las tasas internacionales de interés, se ve agravada en su impacto por otras circunstancias como, por un lado, el acortamiento de los plazos de amortización y de los periodos de gracia para los préstamos canalizados al mundo en desarrollo y, por el otro, la drástica reducción de la oferta de créditos internacionales para ese conjunto de países. Esta reducción llevó a

que, por ejemplo y como puede apreciarse en el cuadro I.8, en el caso del euromercado, el volumen total de los créditos canalizados a esa región del planeta representara ya sólo un tercio del total a partir de 1981, emulando el momento en que se inicia la expansión acelerada tanto de ese mercado como del endeudamiento de los países del Tercer Mundo.

Como era de esperarse. México no va a constituir una excepción: su participación en tanto que deudor del euromercado donde, como ya se señalo, había alcanzado el primer lugar años atrás, empieza a registrar una

disminución seria en 1980 que ya para el año siguiente, según puede observarse en el cuadro I.9, va a implicar una reducción de casi 50% respecto a 1975.

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Es evidente que ese menor acceso a los mercados internacionales de dinero va a tener graves repercusiones para el país. En primer lugar, debido a que su dependencia del crédito había colocado a México en un círculo vicioso en el cual debía seguir endeudándose para poder servir su deuda acumulada. En segundo lugar, porque los años de abundancia agravaron esa dependencia del crédito externo, permitiendo resolver por esa vía desequilibrios que, de otra manera, hubieran planteado problemas a algunos sectores de la sociedad mexicana. Finalmente, porque es justamente durante el segundo semestre de 1981 cuando se inician las graves dificultades causados por la caída de los precios internacionales del petróleo, producto que ya para entonces representaba cerca de las tres cuartas partes del total de las exportaciones de México.

La pérdida de divisas por ese concepto va a tener que ser compensada de inmediato con créditos externos que, dadas las condiciones del mercado internacional, resultarían sumamente costosos dado lo elevado de las tasas de interés y el hecho de que provenían, principalmente, de fuentes de corto plazo.

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El cuadro I.10 muestra el importante salto cuantitativo que se registra en ese quinto año del sexenio del presidente López Portillo en materia de contratación de créditos internacionales pues, como puede observarse, casi se quintuplica, elevando de manera muy definitiva la deuda externa del sector público mexicano. Ese incremento, por cierto, va a estar acompañado también de un aumento en la contratación realizada por el sector privado, que en los últimos años encontraba en la oferta excesiva de liquidez internacional la solución ideal a sus problemas financieros pues, paradójicamente, se registraron años en que, a diferencia de las diversas extranjeras, los pesos eran caros y escasos. El comportamiento de esa deuda del sector privado se aprecia igualmente en el cuadro I.10, en el que se observa cómo, al comenzar el nuevo régimen, el 1º de diciembre de 1982, la situación del país, por lo que respecta a su endeudamiento con el exterior, no podía ser más difícil. Era parte de la dura herencia que el presidente De la Madrid habría de recibir de sus antecesores. La crisis mexicana de 1982 y su importante dimensión financiera, pusieron de manifiesto un buen número de problemas tanto de carácter interno como externo. Algunos de los más graves tenían que ver, en primer lugar, con el hecho de que la administración saliente había adoptado una meta de crecimiento muy elevada –entre 8 y 9% anual- que si por ella misma no planteaba dificultades, lo hacía en cambio por lo apresurado de los plazos en que ésta debía alcanzarse- a partir de 1978-. El resultado no fue sólo la imposibilidad de mantener ese ritmo de crecimiento en el mediano plazo sino que, en el corto, contribuyó a la acentuación de viejos desequilibrios económicos y al desbordamiento de la inflación. En segundo lugar, se puso de manifiesto la enorme dependencia de la economía mexicana respecto al petróleo, ya que la caída de sus precios durante la segunda mitad de 1981 es atribuible en buena parte al déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos del país, que ese año alcanzó una cifra récord de 11 700 millones de dólares. En tercer lugar, se hizo patente que, desaparecidos los efectos de la devaluación de 1976, la política cambiaria no había sido capaz de garantizar una paridad realista,

registrándose, en cambio, una sobrevaluación del peso que elevaba la inflación nacional y favorecía las importaciones y la fuga de capitales. En cuarto lugar, las importaciones y el gasto –público y privado- se extendieron con tal celebridad –y a veces hasta con tal improductividad- que el resultado fue una impresionante ampliación de las brechas de recursos tanto externos como internos. A manera de ejemplo baste señalar cómo, a finales de 1981, las importaciones alcanzaron una cifra sin precedentes de 23 000 millones de dólares, en tanto que, para fines de 1982, el déficit presupuestal del gobierno mexicano superaba el 16% del PIB. En quinto lugar, buscando cubrir esas brechas y compensar los efectos de la caída de los precios del petróleo así como de sus ventas, se decide insistir en el endeudamiento externo en forma tan excesiva que el resultado va a ser un volumen atroz, un gigantesco peso de su servicio y una incapacidad efectiva de pago que llevará a negociar una moratoria parcial –sobre el principal- con los acreedores y a ocupar un lugar poco atractivo en el conjunto de países deudores. En sexto lugar, y muy vinculado con lo que se mencionaba en el párrafo anterior, la elevación de las tasas de interés en los países industrializados, especialmente en los Estado Unidos, como consecuencia de la puesta en marcha de una serie de medidas que buscaban combatir la inflación y alentar la recuperación en el mundo desarrollado llevó, junto con el acortamiento de los plazos de los préstamos internacionales, no sólo a esa acumulación de pesadas cargas por concepto del endeudamiento externo a las que se hacía referencia, sino también a la que se denominó “crisis de liquidez” –manifestación únicamente de una crisis más amplia y de carácter estructural-, y al eventual acuerdo con el FMI, tanto para obtener dinero fresco como para contar con un importante aval frente a la comunidad financiera internacional en su conjunto. Por último, la intensidad de la crisis puso de manifiesto una serie de vicios e ineficiencias en la gestión pública y privada así como una falta de compromiso de importantes sectores de la sociedad mexicana, que aceptaron las

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ganancias de los buenos tiempos y no quisieron compartir las pérdidas en los malos, a juzgar por la magnitud de la fuga de capitales que, según algunos cálculos, llegó a más de 22 000 millones de dólares en depósitos bancarios en el extranjero y en adquisición de bienes inmuebles, fundamentalmente en los Estados Unidos. Todos estos problemas contribuyeron de manera importante a desaprovechar la que tal vez pueda considerarse como la más significativa oportunidad histórica de México, medida al menos en términos de riqueza financiera, tanto petrolera como crediticia, para apuntalar y consolidar un crecimiento industrial sostenido y un desarrollo económico y social cada vez más amplio y democrático Todos estos problemas constituyen, también parte de la difícil herencia que habría de recibir la nueva administración mexicana a finales de 1982 y a la que ya se hacía referencia. Algunos indicadores hablan por sí mismos. La inflación alcanzó prácticamente el 100% en tanto que el crecimiento se colocó a nivel cero. La deuda externa total del país se acercó a los 85 000 millones de dólares, más del 80% de los cuales comprometía directamente al sector público, con el agravante adicional de que más del 20% de ella estaba contratada a corto plazo. El impacto en la esfera política y social de las consecuencias derivadas de la inflación galopante, de la falta de crecimiento, del desempleo y de los apretados controles que sobra la economía nacional se habían acordado con el FMI y el resto de la comunidad financiera internacional, se planteaba también como un elemento adicional de presión. Dado que un análisis en detalle de todos estos problemas y sus efectos escaparía a los alcances de estas páginas, se buscará centrar la atención solamente en las que se consideran algunas de las herencias más importantes que, en materia de deuda externa, habría de enfrentar la administración del presidente De la Madrid desde el momento mismo de su inicio. Se trata, concretamente, de la acentuación de algunas de las tendencias de esa deuda a las que ya se ha hecho referencia, es decir, su expansión, “privatización” y “bancarización”, así como del restablecimiento de la “norteamericanización”

de los créditos internacionales, según se refleja en el papel predominante que van a desempeñar los bancos estadunidenses en las varias renegociaciones de la deuda externa mexicana, consecuencia de la importancia de su peso en el conjunto de las contrataciones y expresión clara de la dependencia de la economía mexicana de la de los Estados Unidos. Otros puntos a tratar serán las dificultades a las que las renegociaciones de la deuda externa de México debieron enfrentarse durante el sexenio de De la Madrid, pese la disposición de su gobierno de mantener el diálogo con sus acreedores lo más fluida posible. Se analizarán también las distintas fases del debate de la deuda externa mexicana en los diversos ámbitos de la comunidad financiera internacional y la participación de México en un novedoso esquema de concertación regional que buscó encontrar respuestas comunes, aunque no necesariamente idénticas, a problemas comunes en una especie de reconocimiento táctico de la creciente inviabilidad de políticas internacionales unilaterales, en particular en momentos en los que la crisis política y económica a nivel global planteaba dificultades de tal magnitud que parecían desbordar las respuestas nacionales que países como México podían ofrecer.

3. LA FUGA DE CAPITALES EN LAS

CRISIS DE ENDEUDAMIENTO INTERNO DE 1976 Y 1982

Ya se indicaba que en los setenta, la decisión gubernamental de recurrir al crédito externo para mantener el crecimiento de la economía mexicana fue facilitada, entre otros fenómenos, por existencia de un excedente monetario en los mercados internacionales de divisas. En un principio, ese excedente reflejaba la recesión productiva en los países centrales que canalizaban sus inversiones a la periferia básicamente por la vía financiera. Más tarde, la situación fue fomentada de manera impresionante por el llamado reciclaje de petrodólares a través de la banca transnacional. Dicha oferta de capitales encontraba clientes ideales en nacionales como México. Así, entre finales de 1970 y 1981 la deuda externa del sector público

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mexicano se multiplicó por más de doce veces, al tiempo que la del sector privado se desbordaba hasta ocasionar serias dificultades a empresas consideradas como pilares de la iniciativa privada y del propio país. En esos años se consolidó una estrategia de desarrollo encaminada a profundizar la política de sustitución de importaciones, iniciaba en la década de los treinta, y favorecida por la segunda Guerra Mundial, la cual desalentaba exportaciones al proteger en exceso a la industria nacional, restándole competitividad frente al exterior. En términos de crecimiento económico, merece destacarse la fase del desarrollo estabilizador, la cual permitió que la industria nacional adquiriera un perfil moderno y se avanzara tanto en el crecimiento como en los nuevos servicios urbanos. Los principales indicadores de modernización económica –crecimiento del PIB, de la inversión y otros- acusaron un marcado dinamismo. Por lo que se refiere estrictamente a la industria manufacturera, fue notable el crecimiento que tuvieron las ramas correspondientes a bienes de consumo duradero y bienes de capital, que ocuparon los primeros sitios en la expansión del sector. Sin embargo, se trataba de un crecimiento que no resolvía profundas desigualdades sociales y regionales, toda vez que se asentaba sobre un “esquema de desarrollo autolimitativo”. Podría afirmarse que , en ese periodo, el impulso industrial fortaleció la llamada internacionalización dependiente de la economía mexicana, de tal modo que ni fue “desarrollado” ni tuvo la característica de ser “estabilizador”, como lo demostró el creciente déficit público y el abandono del sector agropecuario registrado en esos años. En consecuencia, a partir de 1971 la economía mexicana ingresó en un crecimiento más lento e inestable del PIB, de intensas presiones inflacionarias, de agudización del desequilibrio de la balanza de pagos y de crecientes aumentos en los déficit fiscales. Con ello se entró a una fase crítica en la que empezaron a hacerse visibles los signo del deterioro, contándose entre ellos, aparte de los ya mencionados, l de una fuerte contracción de la inversión privada, una inestabilidad creciente en los precios, el estancamiento en la producción agrícola, la ampliación del

desempleo abierto de la mano de obra, el deterioro del sector industrial, un mayor endeudamiento externo y una vertiginosa fuga de capitales. Con respecto a este último punto, se ha entendido como fuga de capitales la salida de divisas registrada en el renglón de errores y omisiones de la balanza de pagos, cuando éste es de carácter negativo. Varios analistas insistieron entonces en la necesidad de contener la salida de capitales de los países en desarrollo como parte de la solución a los problemas de su endeudamiento y no como algo que después se tuvo que encarar. El Instituto Germano Federal de Hamburgo sostuvo que la evasión de divisas fue particularmente fuerte e América Latina. Sus análisis mostraron que entre 1976 y 1982 dicha fuga pasó, en Argentina, de 17 200 millones de dólares a 23 200; en México, de 13 500 a 35 600 millones, y en Venezuela, de 8 500 a 11 000 millones. Dicho Instituto agregó que los capitales fugados eran depositados en bancos y que los procedentes de América Latina tenían preferencia por el Chase Manhattan Bank, mientras que una gran cantidad de instituciones europeas captaron dinero de países del sudeste asiático. Un informe del Banco de Pagos Internacionales (BPI) puntualizó que la fuga de capitales le costó a los países de América Latina 50 000 millones de dólares, entre 1978 y 1983. Destacó ese informe que: “la fuga de capitales agravó, y posiblemente sigue agravando, los problemas financieros de ciertos países latinoamericanos”, los cuales deberían “detener ese éxodo de capitales de sus residentes y, si es posible, invertir parcialmente el movimiento”. No menos significativo resultó el informe del entonces primer vicepresidente de Finanzas del Banco Mundial, Moeen A. Qureshi, al señalar que de 1982 a 1984 la fuga de inversiones y divisas de América Latina fue de cerca de 10 000 millones de dólares. Los residentes de los países deudores –particularmente latinoamericanos- acumularon sumas considerables de activos en el exterior, sustrayendo recursos que bien pudieron haberse dedicado a la inversión productiva. Según Rimmer de Vries, entonces uno de los vicepresidentes titulares de la Morgan Trust Company, el pasivo que correspondía a esos

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activos estaba constituido por “los préstamos otorgados a gobiernos, empresas estatales, bancos centrales y compañías del sector privado de los acreedores extranjeros, incluso a bancos comerciales. Es un hecho que algunos de esos préstamos obtenidos en el exterior, se aplicaron a políticas que desalentaron la inversión local e indujeron a los nacionales a buscar mejores rendimientos afuera. Como se verá para el caso mexicano, la acumulación de activos en el extranjero fue de gran magnitud en comparación con la deuda externa. Como ya señalaba, al finalizar el sexenio del presidente Díaz Ordaz, la deuda externa del sector público mexicano ascendía aproximadamente a 4 000 millones de dólares, siendo significativamente menor la del sector privado, en tanto que la denominada fuga de capitales no era significativa. El sexenio del presidente Luis Echeverría, sin embargo, concluyó con una deuda pública externa cinco veces mayor –20 000 millones de dólares- y una deuda privada ya importante entre 8 y 12 millones, siendo la fuga de capitales cercana a 4 000 millones, acumulados entre 1973 y 1976.

Es decir, fue el equivalente al 25% del incremento de la deuda externa pública entre el término de la administración de Díaz Ordaz y el final de la de Echeverría. De la misma manera puede decirse que la fuga de capitales representó el 50% del incremento del endeudamiento público externo del sexenio de José López Portillo –del orden de 45 000 millones de dólares, en relación con el monto existente al finalizar la administración de Luis Echeverría-, tal y como puede apreciarse en los cuadros I.11 Y I.12 y en la gráfica I.1.

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El saldo positivo del rubro de errores y omisiones, durante los dos primeros años del gobierno de Echeverría, es fiel reflejo de la política de reprobación del que se consideraba el desmedido endeudamiento del sexenio anterior. Como se recordará, en la Iniciativa de Ley de Ingresos de la Federación de 1971, el Ejecutivo juzgó imprudente continuar recurriendo a los mercados internacionales en busca de financiamiento, pues se había comprobado que éstos mantenían una situación sumamente inestable y que los créditos que allí se obtenían afectaban la posición de la balanza de pagos mexicana. Ello explica, en parte, la modesta contratación anual de deuda externa –802 millones de dólares en 1971 y 500 millones en 1972-, así como el ya mencionado renglón positivo en el

rubro de errores y omisiones –193 millones en 1971 y 799 millones en 1972-. No será sino hasta 1973, cuando se inicia la evolución favorable de los precios del petróleo en el mercado internacional, que se retomará el tema de la capacidad de endeudamiento del país y, lo que es más importante, se irá dando al endeudamiento externo la categoría de factor indispensable e inseparable del proceso económico nacional, En ese año el incremento anual de la deuda externa del sector público mexicano fue de 2 007 millones de dólares. El compromiso del gobierno, sin embargo, fue que dichos créditos estarían bien aplicados y que se vigilaría su contratación en los términos más “blandos” posibles. El entonces secretario de Hacienda, José López Portillo, puntualizaba que:

No podíamos dejar de crecer y pedir prestado, preferimos pedir prestado, porque a fin de cuentas el país produce lo suficiente para pagar con holgura y seguir disponiendo de crédito, que forma parte de la riqueza de los individuos, de las familias o de los países. Así, el gobierno mexicano optó por una alternativa de crecimiento con endeudamiento externo, aprovechando para ello tanto su prestigio internacional de solvencia, basado fundamentalmente en su estabilidad económica y política, como la ya mencionada

existencia de una oferta de liquidez en los mercados financieros internacionales. Dicha opción habría de tener una serie de implicaciones en el ámbito externo así como en el interno. En el primero, pondría de manifiesto el grado de vulnerabilidad y subordinación del país a la dinámica del capitalismo internacional. En el segundo, evidenciaría el decrecimiento relativo del poder negociador económico del gobierno mexicano frente a los sectores empresariales, al no poder impedir la fuga de capitales.

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Luego de una primera serie de conflictos entre el gobierno mexicano y los sectores empresariales del país –provocados por los intentos de descentralización de la industria, el impuesto del 10% a los artículos de lujo y otras medidas-, en marzo de 1973 las autoridades anunciaron un plan antinflacionario basado en tres puntos principales: la orientación al consumidor, la vigilancia de los precios y la participación directa del Estado en el mercado de bienes y servicios. Como era de esperarse, el plan fue violentamente rechazado por las cúpulas empresariales. Paralelamente a ese plan contra la inflación se planteó la semana laboral de 40 horas y la escala móvil de salarios. De nuevo la iniciativa privada mexicana no aceptó ninguna de esas propuestas y, más aún, se presume que dichos conflictos habrían incidido en la fuga de divisas que el país sufrió ese año. En efecto resulta importante destacar que después de haberse registrado un saldo favorable en el renglón de errores y omisiones en la balanza de pagos de México, en 1973 comienzan a manifestarse signos negativos. Así tenemos que en dicho año, el egreso de divisas fue del orden de 400 millones de dólares, siendo particularmente crítica esta fuga en el segundo y tercer trimestres, cuando el rubro

de errores y omisiones alcanzó una cifra de menos 274 y menos 243 millones de dólares respectivamente. Un nuevo conflicto tuvo lugar cuando, el 2 de septiembre de 1974, la Secretaría de Industria y Comercio (SIC) anunció un proyecto de decreto, encaminado a controlar los precios. En respuesta a esta medida, la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio (Concanaco), la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) y a Cámara Nacional de Comercio (Canaco) publicaron un desplegado en el que manifestaban su “rechazo del sistema de control de precios”. Finalmente, el decreto publicado en el Diario Oficial congelaba los precios de 29 artículos y establecía el control flexible de precios, pero excluía de todo tipo de control a 138 artículos. Junto a las amenazas de acudir al recurso de amparo, los sectores empresariales no dejaban de alentar la fuga de capitales. En 1974, los egresos de divisas por ese concepto ya alcanzaban la cifra de 560 millones de dólares, siendo particularmente onerosas las resultantes negativas del renglón de errores y omisiones tanto en el tercer como en el cuarto trimestres de dicho año, cuando se registraron menos 242 y menos 92 millones de dólares respectivamente, según se observa en el cuadro I.13.

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En 1975, cuando el incremento anual de la deuda pública externa de México era de 4 474 millones de dólares, una nueva fricción entre el gobierno mexicano y la iniciativa privada tuvo lugar luego de que el 12 de julio de 1975, los secretarios de Hacienda y de Industria y Comercio –López Portillo y Campillo Sainz- anunciaron la implantación de un control de importaciones con base en la supervisión y restricción de las adquisiciones en el exterior, realizadas por las empresas pública y privada, así como la elevación de algunos aranceles. En medio de una grave disputa con los sectores empresariales menos conciliadores, el gobierno mexicano logró establecer el control selectivo a las importaciones como principio, pero a cambio la iniciativa privada del país obtuvo significativas concesiones –como la relativa a la modificación de la tabla de certificados de devolución de impuestos, el mantenimiento de subsidios hasta del 75% de gravámenes para la importación de maquinaria utilizada en la producción orientada a la exportación y otras más-. A pesar de que la medida propuesta por las autoridades mexicanas fue acompañada por una serie de beneficios para los sectores empresariales, el clima de desconfianza entre los inversionistas, lejos de disminuir se agravó. En 1975 se registró una fuga de divisas por un total de 851 millones de dólares, destacando en especial el tercer trimestre de ese año en el que ésta fue del orden de 712 millones.

El 31 de agosto de 1976 el entonces secretario de Hacienda, Mario Ramón Beteta, y el director del Banco de México, Ernesto Fernández Hurtado, informaban a la opinión pública que el gobierno abandonaba temporalmente su política monetaria de cambio fijo y adoptaba la política de flotación de la moneda, hasta que el peso encontrara su acomodo en el mercado cambiario. No se mencionaba la palabra “devaluación” Sin embargo, en el segundo trimestre de ese año el renglón de errores y omisiones registraba un impresionante saldo negativo del orden de 1 083 millones de dólares. El día 11 de septiembre –cuando la fuga de divisas se estimaba en 1 831 millones de dólares- el Banco de México fijaba la nueva paridad, habiéndose estabilizado las fluctuaciones del peso. El dólar se cotizaba a

19.70 pesos a la compra y a 19.00 a la venta. Un funcionario mexicano destacaba que dicha paridad duraría “veinte años”. La devaluación tomaba a todos por sorpresa. Desde julio de 1976, el Wall Street Journal y el Business Week puntualizaban que, en los últimos meses, se había registrado un movimiento de capitales “sin precedentes” de México hacia el vecino país del Norte, ya que circulaban fuertes rumores sobre una posible devaluación. A pocos días del anuncio de la nueva paridad cambiaria, la banca suiza dijo “haber detectado” la salida de más de 3 000 millones de dólares que habrían sido sacados “antes” de la devaluación. La política económica del gobierno de Echeverría no había podido superar los obstáculos derivados del déficit comercial y de una deuda pública externa cercana a los 20 000 millones de dólares. La iniciativa privada parecía ganar terreno frente al gobierno mexicano y mostraba su renuencia a invertir –del 12% como tasa anual de inversión entre 1961 y 1970, pasó al 1.3 anual entre 1971 y 1975-. El régimen echeverrista tuvo que asumir el peso de la tasa de crecimiento de la economía, mediante grandes inyecciones de inversión pública –22% anual en el periodo-. Su propósito definido de incrementar sus recursos vía reformas fiscales, encontró la rotunda oposición empresarial Sólo quedaba el recurso al crédito externo que aumentó el endeudamiento, indujo a la devaluación y aceleró la fuga de capitales. Estos fenómenos expresaban la descomposición de la relación gobierno-iniciativa privada. La culpa de la crisis fue atribuida a los empresarios y a los latifundistas quienes fueron señalados como “irresponsables, egoístas y poco cooperativos”. Algunos de ellos no se irían sin pagar parte del costo, como sucedió en el caso de los agricultores de Sonora, a quienes se les expropiaron sus tierras. Según el Banco de México, la inflación interna pasaba del 12 al 18% en los primeros ocho meses de 1976. Los empresarios especulaban abiertamente y tanto la devaluación como la fuga de capitales –de 2 391 millones de dólares- conducían, de manera inevitable, a la suscripción de un acuerdo con los organismos financieros internacionales.

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Simultáneamente al anuncio de la flotación del peso, se hablaba de varias medidas gubernamentales para impedir la fuga de capitales, la especulación y la inflación. A lo largo del mes de agosto, y respondiendo más a los hechos que a un programa previo, la política económica interna posdevaluatoria se afinaba y precisaba. La inflación desatada y el ocultamiento de víveres, llevó a la entonces Secretaría de Industria y Comercio a clausurar grandes establecimientos comerciales, al tiempo que anunciaba multas de 300 000 pesos o más a quienes aumentaran precios o escondieran productos básicos. El secretario de Hacienda exigía impuestos especiales sobre utilidades extraordinarias para frenar la especulación. El 24 de agosto, un decreto presidencial mostraba el resultado de una negociación nunca anunciada con los empresarios. Se autorizaba un incremento de precios del 10%. Los industriales, que un día antes habían denunciado el incremento en el costo de sus insumos del 20 al 60%, no se mostraron muy conformes pero al final aceptaron, probablemente porque el gobierno de Echeverría mantuvo sin variar las tarifas en electricidad y petróleo. El 18 de agosto se daba a conocer la restricción del gasto público, planteada como un mal necesario para contraer la inflación. Un día después, el Banco abría una cobertura por 4 000 millones de pesos para que los bancos privados pudieran financiar a las empresas que lo solicitaran. A principios de octubre, Andrés Marcelo Sada, en su carácter de dirigente de la Coparmex, decía estar de acuerdo con el “paquete de medidas”, ya que ellas permitían programar la actividad empresarial. Con anterioridad, los 14 y 15 de agosto, había tomado cuerpo y se difundía de manera masiva, el rumor de que las cuentas bancarias serían congeladas para evitar la fuga de capitales y que el sistema bancario del país se quedaría sin recursos. Cundía el pánico entre pequeños y medianos ahorradores, así como entre aquellos grandes que aún tenían su dinero depositado en bancos y en moneda nacional. En el último trimestre de 1976, la fuga de divisas se estimaba en 559 millones de dólares, que se adicionaban a las voluminosas cifras acumuladas. La gravedad del asunto obligó al presidente Echeverría a condenar y negar la veracidad de esos rumores. La prensa mexicana resaltó que para

el día 21 de agosto habían salido ya 4 400 millones de dólares del sistema bancario y que el país empezaba a quedarse sin reservas. En el contexto de esta difícil situación, el 26 de octubre de ese año, a menos de un mes de la primera flotación, el peso volvía a ser dejado sin el apoyo del Banco de México para que encontrara su nivel real en el mercado de divisas. La nueva paridad era de 26.60 pesos por dólar y ya ningún funcionario se atrevía a declarar cuánto duraría. Ese mismo día el FMI aprobaba un programa de ayuda al peso mexicano por 960 millones de dólares, susceptible de elevarse a 1 200 millones. Entretanto, la fuga de capitales continuaba siendo alentada por una ola de rumores entre los meses de octubre y noviembre. En el Senado y la Cámara de Diputados se acusó al dirigente empresarial Marcelo Sada de ser el orquestado de esa campaña desinfomativa. En este clima de desconfianza y de segunda devaluación, la fuga de capitales cerró ese año en 2 391 millones de dólares. Sin embargo, en los Estado Unidos se informaba que dicha fuga habría sido superior a los 4 000 millones. La recuperación de la confianza de los inversionistas se convertiría en un tema prioritario del siguiente sexenio. Tenía para apoyarse los recientes descubrimientos petroleros que hacían que los banqueros voltearan su mirada hacia México. Sin embargo, buscando evitar caer una vez más en una situación de sobreendeudamiento externo y crisis, una situación que no se evitaría, como se evitaría, como se verá más adelante, una de las primeras medidas del entonces presidente José López Portillo fue la de enviar al Congreso de la Unión un proyecto de Ley General de Deuda Pública. En éste se señalaba que el crédito externo debía ser complementario del ahorro interno y debía mantenerse dentro de límites que no significaran una carga excesiva para la población, ni un servicio que excediera la capacidad de pago el sector público y de la nación en su conjunto. En concreto, se esperaba contener la fuga de capitales y reducir la tendencia al endeudamiento externo, disminuyendo el ritmo de crecimiento de la deuda externa global y mejorando su perfil por medio de plazos de amortización más convenientes para los nuevos compromisos.

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Esa decisión se inscribía en el marco de la estrategia denominada Alianza para la Producción, pero más concretamente en el acuerdo estabilizador con el FMI en octubre de 1976, y que el nuevo gobierno ratificó en diciembre de aquel año, así como en el de las metas que dicho instrumento estipulaba, sobre todo aquella que limitaba el endeudamiento externo neto proveniente de cualquier fuente a no más de 3 000 millones de dólares durante cada uno de los tres años que duraría el programa. Los efectos que el acuerdo con el FMI tuvo sobre la balanza de pagos pronto se hicieron sentir. Las nuevas medidas hicieron decrecer la fuga de capitales. Tan sólo en el primer trimestre de 1977 el renglón de errores y omisiones registraba un saldo favorable de 280 millones de dólares y en el tercer trimestre otro de 172 millones. El crecimiento neto de la deuda externa ese año rebasó ligeramente lo previsto al llegar a los 3 312 millones de dólares. En 1978 el gobierno mexicano empezó a instrumentar una serie de ambiciosos planes con base en las divisas que ingresaban por concepto de créditos externos y exportaciones petroleras. Esos planes aspiraban a un crecimiento acelerado y a la creación masiva de empleos. El plan de Desarrollo Industrial 1979-1982, dado a conocer por el titular de la entonces Secretaría de Patrimonio y Fomento Industrial (Sepafin), fue el punto de partida de un crecimiento acelerado con base en una política expansiva del gasto público, financiada fundamentalmente con un mayor endeudamiento externo. Su contratación anual se fue disparando desde los 3 352 millones de dólares en 1978, a 3 349 millones en 1979 –el último año del convenio con el FMI- y a 4 056 millones en 1980, para alcanzar la impresionante cifra de 19 148 millones en 1981, cuando durante el segundo semestre se desplomaron los precios en el mercado petrolero. Hasta entonces, el clima entre los inversionistas había sido tal que, en 1979, el renglón de errores y omisiones, tras seis años de registrar saldos negativos, presentaba uno de signo positivo de 686 millones de dólares.

Se tenía la esperanza de que esta situación continuara, pues los planes expansivos de la Sepafin partían del supuesto de que entre 1980 y 1982 México obtendría un superávit en su balanza de pagos del orden de 5 300 millones de dólares, mediante el cual se pensaba financiar un crecimiento acelerado del PIB. El deterioro del mercado petrolero internacional se encargaría de socavar estas expectativas. Para 1980-1981 ya existía un déficit de 18 465 millones de dólares. Esto y el inminente estallido de la crisis financiera mexicana reactivaron la fuga de capitales. Baste señalar que para 1980 dicha salida era de 3648 millones de dólares y que en 1981 llegó a ser 8 373 millones, cantidad que no tenía precedente en la historia de la economía mexicana. En su Cuarto Informe de Gobierno, López Portillo, además de señalar que el 30 de junio de 1980 el saldo de la deuda pública externa alcanzaba los 32 000 millones de dólares, apuntaba que en los primero cuatro años de su administración se había tenido éxito en controlar su crecimiento. Sin embargo, su optimismo en esta materia se disolvió al año siguiente, cuando la contratación de deuda pública externa elevó su monto total a 52 961 millones de dólares. Después de dos años de relativo éxito –1977 y 1978-, en los que se había reducido significativamente el déficit comercial con los Estados Unidos y disminuido el ritmo de compras al exterior, el desequilibrio comercial volvía a ensancharse, debido principalmente al gran auge de las importaciones. El déficit comercial de México pasó de 1403 millones de dólares en 1977, a casi 5 000 millones en 1981. Las importaciones, a su vez, registraron un avance vertiginoso que fue desde 5 493 millones de 1977, hasta 24 397 millones en 1981. Al mismo tiempo, para diciembre de 1977 se estimaba ya una sobrevaluación del peso mexicano de cerca de 2.5%; en diciembre de 1978 llegaba al 8; en 1979 era del 13; del 25 en 1980, y para finales de 1981, llegaba al 32. Según algunos observadores, en el momento en que el Banco de México se retiró del mercado, en febrero de 1982, el peso se encontraba sobrevaluado en un orden cercano

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al 38%. Como reflejo de esta situación, el saldo negativo del renglón de errores y omisiones de la balanza de pagos en el primer trimestre de 1982 ya alcanzaba la impresionante cifra de 1 759 millones de dólares. La merma que significó para el gobierno mexicano el haberse visto obligado a disminuir en 2.50 dólares el precio del barril de petróleo Istmo y 1.50 dólares el del Maya días después de la devaluación de febrero de 1982, reducía también el margen de maniobra con que contaba el Banco de México para hacer frente a cualquier impulso especulativo de gran alcance. Ante la incertidumbre que provocó esta devaluación del peso y los rumores en el sentido de que se implementaría un control de cambios, López Portillo manifestó en varias ocasiones que se respetaría la libertad cambiaria. Con el fin de dar mayor seguridad a los ahorradores de que no se instrumentaría ninguna medida de tal naturaleza, el entonces director del Banco de México, Miguel Mancera Aguayo, en sus análisis recopilados en el documento Inconveniencia del control de cambios, puntualizaba que las desventajas de esa medida serían “múltiples y muy serias”, ya que al mantenerse libre una parte del mercado no se evitaría, “ni siquiera en teoría, la fuga de capital, que es la razón principal por la cual suelen establecerse los controles de cambios”. Para Mancera Aguayo los resultados de un control de cambios dual serían, entre otros, una mayor fuga de capitales, un tipo de cambio en el mercado libre que se dispararía, violentas fluctuaciones en la economía mexicana, además de que la gran incertidumbre que provocaría dicha medida llevaría a una dolarización casi completa en la zona fronteriza y a una mayor vulnerabilidad del peso. El funcionario concluía, tajantemente, con el argumento de que: “el control de cambios en cualquiera de sus versiones, no es aceptable ni como medida temporal para sortear una emergencia”. En el segundo trimestre de 1982 la fuga de capitales ya era del orden de 1 766 millones de dólares. Según algunas estimaciones, el lunes 15 de febrero de ese año salieron del país aproximadamente 400 millones de dólares. El martes siguiente ya eran 526 millones, sobre una reserva total que a finales

de 1981 se calculaba en 1 100 millones, que el Banco de México se proponía destinar específicamente a regular el precio del dólar. De acuerdo con el ex secretario de Hacienda y Crédito Público, Jesús Silva Herzog, lo que se ha conocido como el punto de partida de la crisis de la deuda tuvo lugar el viernes 20 de agosto de 1982, cuando en su calidad de titular del ramo solicitó una reunión con los representantes más importantes de los bancos internacionales en el edificio de la Reforma Federal de Nueva York, a quienes comunicó que México no tenía recursos suficientes para continuar pagando el servicio de su deuda externa, Para entonces, el país contaba sólo con poco más de 180 millones de dólares en reservas líquidas teniendo que pagar, el 23 de agosto, aproximadamente 300 millones a la banca internacional. Entretanto, la fuga de capitales continuaba a tal grado que el propio Silva Herzog reconoció, años después, que: Eran en verdad momentos dramáticos, en los que las autoridades financieras sentían una gran impotencia para prevenir o detener la fuga de capital. Tomamos algunas medidas compensatorias para restaurar la confianza, pero la crisis fue tal que no pudimos detener la fuga de capital. Hubo momentos en que México perdía de 200 a 300 millones de dólares en un solo día. A pesar de que algunos de ellos perdían depósitos y liquidez con estas operaciones, los banquero del país aconsejaban a su clientela cambiar pesos por dólares o enviar su dinero al exterior. Así, la banca mexicana se erigía en la principal promotora de la fuga de capitales al reforzar la desconfianza de un buen número de nacionales que optaban por proteger sus ahorros ante las devaluaciones del peso. La magnitud de dicho fenómeno y sus onerosas consecuencias para la crisis financiera del país, quedó plasmada en el último Informe de Gobierno de López Portillo, al revelar que se estimaba que los inmuebles urbanos y rurales propiedad de mexicanos, en los Estados Unidos, tenían un valor del orden de 25 000 millones de dólares. Esto había generado una salida de divisas por concepto

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de enganches y primeros abonos, del orden de 8500 millones de dólares. Asimismo, las cuentas de bancos mexicanos denominadas en moneda estadounidense eran del orden del orden de 12 000 millones de dólares. De ahí que los llamados “mexdólares” representaran uno de los aspectos más graves de la dolarización de la economía nacional. El expresidente concluía:

Conservadoramente podemos afirmar, en consecuencia, que de la economía mexicana han salido ya, en los dos o tres últimos años, por lo menos 22 000 millones de dólares; y se ha generado una deuda privada no registrada para liquidar hipotecas por alrededor de 17000 millones de dólares más, que se adicionan a la deuda externa del país.

En su evaluación sobre las causas de la crisis económica mexicana, López Portillo identificó a nivel interno tres elementos:

La conciliación de la libertad de cambio con la solidaridad nacional; la concepción de la economía mexicanizada, como derecho de los mexicanos sin obligaciones correlativas, y el manejo de una banca concesionada, sin solidaridad nacional y altamente especulativa. Con ello, el ex mandatario comenzaba a perfilar el rostro de los culpables, que habían preferido enriquecer a las economías externas, en lugar de canalizar esos recursos a capitalizar al país de acuerdo con las prioridades nacionales. En medio de la expectativa sobre lo que el presidente iba a proponer para solventar la crisis financiera, López Portillo afirmó con vehemencia: En unos cuantos, recientes años, ha sido un grupo de mexicanos, sean los que fueren en uso, cierto es, de derechos y libertades pero encabezados, aconsejados y apoyados por los bancos privados, el que ha sacado más dinero del país, que los imperios que nos han explotado desde el principio de nuestra historia; quienes abusaron de una libertad para sacar dinero del país, simplemente no demostraron solidaridad. Nada más después de tres horas con doce minutos de haber iniciado su último informe de gobierno, López Portillo dictaba las siguientes medidas para hacer frente a una serie de situaciones

críticas, entre las que destacaban la necesidad de:

Detener la injusticia del proceso perverso fuga de capitales-devaluación inflación que daña a todos. Para responder a ellas he expedido en consecuencia dos decretos: uno que nacionaliza los bancos privados del país y otro que establece el control generalizado de cambios, no como una política superviviente del más vale tarde que nunca, sino porque hasta ahora se han dado las condiciones críticas que lo requieren y justifican. Es ahora o nunca. Ya nos saquearon. México no se ha acabado. No nos volverán a saquear.

Luego de poner el énfasis en que la banca mexicana había probado “más que suficientemente” su falta de solidaridad con los intereses de la nación y del aparato productivo, José López Portillo declaraba que aquélla había pospuesto el interés nacional y “fomentado, propiciado y aun mecanizado la especulación y la fuga de capitales” La reacción de la Asociación de Banqueros de México no se hizo esperar. En un desplegado, publicado en la mayoría de los periódicos del país el 5 de septiembre, reiteraba que nunca había estado “a favor de tales salidas de capital” y que siempre había actuado “dentro de los marcos que fijaban nuestras leyes en materia de libertad cambiaria y de movimientos de dinero”. Por ello declaraba que nunca había promovido “la acción de quienes, dentro de la ley, contribuyeron en alguna forma a la fuga de capitales, que afectaba a los mismos bancos en su actividad de financiamiento”. A ello siguió un respaldo del conocido jurista Ignacio Burgoa Orihuela, para probar la “inconstitucionalidad” del decreto de expropiación bancaria, así como la inocencia de los banqueros en la fuga de capitales, al declarar, entre otras cosas, lo siguiente:

Si ha habido funcionarios bancarios que han lucrado indebidamente vendiendo o comprando dólares, si han invertido éstos en el extranjero, o si ha aconsejado la ejecución de tan antimexicano proceder, ello no configura ninguna causa de utilidad pública para expropiar el patrimonio de las respectivas instituciones bancarias...

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Para nacionalizar los bancos se esgrimió la ausencia de solidaridad de los banqueros con el gobierno en los últimos meses, pues éstos se habían convertido en un instrumento de la vertiginosa fuga de capitales. Al respecto cabe destacar que tan sólo en el último trimestre de 1982 el renglón de errores y omisiones de la balanza de pagos arrojó un saldo negativo del orden de 2 528 millones de dólares, completando en ese año la cantidad de 6 380 millones. Esta última cifra es en verdad significativa, si se toma en cuenta que para el último año del sexenio de López Portillo, el

incremento anual de la deuda externa del sector público era de 11 139 millones de dólares. Así los banqueros fueron señalados como los principales causantes no sólo de la fuga de capitales sino del desequilibrio financiero del país, pues habían sido el instrumento para canalizar las decisiones de un importante sector de la sociedad mexicana, de enviar sus ahorros al exterior ante el clima de inseguridad y de desconfianza que despertaban las políticas expansivas del gasto público.

La fuga de capitales durante la administración de López Portillo resulta más grave a la luz del cuadro I. 14, que incluye otra medición de este fenómeno consistente en la sumatoria del reglón de errores y omisiones de la balanza de pagos mexicana con los activos netos del exterior: D=B+C. En dicho cuadro –donde el financiamiento externo neto incluye las disposiciones de crédito y colocaciones de bonos del sector público, menos amortizaciones de crédito y los bonos del sector público redimidos, más los pasivos netos del sector privado con el exterior, y los pasivos de corto plazo, tanto públicos como privados- se puede apreciar que la fuga de capitales comenzó a ser notoria a partir del años de 1979 –2 455 millones de dólares- para agravarse en 1980 –4 513 millones-; 10 905 millones-, y 1982 –7 788 millones-.

La magnitud de los problemas derivados del endeudamiento externo y de la fuga de capitales constituyó una grave restricción en el manejo de la política económica y financiera y una muy seria limitante en el corto plazo. Los enormes desequilibrios acumulados hicieron crisis a partir de 1981 y particularmente, en 1982. En este último año, el PIB decreció en términos reales mientras que la inflación alcanzó el 100%. Las deficiencias de la economía no le permitieron el escenario económico que heredaría la administración del presidente Miguel de la Madrid. Tanto el gasto público como la balanza de pagos eran altamente dependientes de las condiciones externas, dado el peso del pago del servicio de la deuda externa. La escasez de divisas se ilustraba así en el Plan Nacional de Desarrollo 1983-1988:

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El ingreso nacional, al igual que el PIB, se había contraído y el sistema financiero ya no captaba suficiente ahorro. El ahorro interno cayó en cerca de 3 puntos del PIB: incluyendo la caída del ahorro externo, la disponibilidad de recursos para financiar la inversión se redujo en 20 por ciento. El sector público registró por segundo año un déficit superior al 15% del producto y superior a la inversión. Es decir, los ingresos no alcanzaron a cubrir el gasto corriente, y el peso relativo de la deuda era ya desproporcionado: 40 centavos por cada peso gastado. México estaba en virtual suspensión de pagos con el exterior. De ahí que, de inmediato, la entrante administración del presidente Miguel de la Madrid tuviera que concentrarse con gran atención en el control de los aspectos más agudos de la crisis, que estaban poniendo en peligro la estructura económica y social del país. La crisis financiera imponía severas restricciones al manejo de los instrumentos de política en el corto plazo. Paralelamente, la evolución de la economía internacional continuaría afectando los resultados que e esperaban alcanzar en el ámbito interno. Y por si todo ello fuera poco, no logró eliminarse en los primeros años el problema de la fuga de capitales, ya que no sería sino hasta 1986 cuando se revirtiera la tendencia y los capitales fugados empezaran a volver paulatinamente al país, atraídos por las interesantes oportunidades de inversión –financiera y bursátil, principalmente- o bien obligados por una descapitalización de sus empresas en pesos. En efecto, desde el principio de su gobierno, el presidente Miguel de la Madrid buscó fórmulas para retener capitales y repatriar aquellos que se habían fugado. Los permisos para la apertura de cuentas en dólares en las zonas fronterizas, la emisión de valores indexados al precio del dólar, el incremento constante del atractivo de los instrumentos bancarios y bursátiles –muchos de los cuales ofrecían rendimientos superiores al 100%-, el otorgamiento de facilidades fiscales a quienes regresaran capitales, la eliminación de trabas a la compra-venta libre de dólares en casas de

cambio privadas y oficiales, así como el anuncio de que eventualmente se permitiría a los mexicanos con depósitos en el extranjero comprar pasivos de empresas altamente endeudadas –bajo el esquema de sustitución de deuda por inversión- se convirtieron en factores clave en el decrecimiento de la fuga de divisas. Así, durante los primeros años de su administración, el saldo negativo del renglón de errores y omisiones de la balanza de pagos, pasó de 3 324 millones de dólares en 1983 a 2 367 millones en 1984 y a 340 millones en 1985.

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MÉXICO, HOY

IX. EDUCACIÓN PÚBLICA Y SOCIEDAD

PERSPECTIVAS Y LIMITACIONES DEL ANÁLISIS

El desarrollo de la educación pública impulsado por el Estado desde 1920 ha cumplido en la historia reciente del país un papel de la más profunda y multiforme significación social. A diferencia de otras naciones capitalistas, en donde la educación ha sido concebida a la manera liberal, como acción civilizadora relativamente neutral y destinada a realizar una función estatal subsidiaria, en México ha sido componente esencial de los proyectos de Estado, integrada desde la raíz a su acción práctica y explicación ideológica. En sus casi sesenta años como línea privilegiada de la política estatal, la educación ha penetrado la vida social, articulándose en su movimiento y convirtiéndose en eje que influye y es influido por todos los procesos colectivos. El sistema escolar multiplica y profundiza sus funciones que reproducen y consolidan la estructura social y las relaciones de poder entre las clases, y al mismo tiempo se convierte en espacio de lucha y de contradicciones, en cuanto recoge y refleja las tensiones y los conflictos sociales. El peso de la educación en la sociedad, su capacidad para pernear la en todos lo niveles, es resultado, en primer lugar, de la extensión alcanzada por el sistema escolar. Al acercarse el final de esta década la educación es probablemente la actividad específica que envuelve a un mayor número de mexicanos: 17.5 millones de niños y jóvenes son estudiantes y unas 600 mil personas se dedican total o parcialmente a la enseñanza y la administración escolar. Estas dimensiones son producto de un proceso de expansión muy reciente. Hasta hace 20 años el sistema educativo nacional había crecido con relativa moderación, ampliando la base de la enseñanza primaria en el medio urbano y manteniendo el carácter restringido de los niveles más avanzados. Pero a partir de los cincuenta el proceso de expansión se acelera en forma continua, afectando

progresivamente a cada uno de lo ciclos del sistema escolar hasta darle el carácter masivo que tiene en la actualidad. Unas cuantas cifras ilustran el proceso: en 1952 había unos 3.5 millones de estudiantes; en 1958 llegaban a 4.5 millones; en 1964 a 7.4 y en 1970 eran ya 11.5 millones. Otra cifra: el gasto educativo nacional representaba en 1960 cerca del 1.7% del producto nacional; en 1970 llegó a 3% y en 1976 se aproximaba al 5%. Se trata de una inmensa “clientela cautiva” sujeta a la influencia directa de la escuela. Sin embargo, no deberíamos exagerar su significación, porque el crecimiento del sistema no ha representado la democratización educativa ni ha alcanzado de manera uniforme a la población del país. La expansión se ha desarrollado conservando las antiguas pautas de distribución desigual de las oportunidades de escolarización, de manera que una escuela relativamente masificada sigue siendo un servicio que los grupos sociales se apropian inequitativamente. Un dato revelador: de los 16.8 millones de personas que tenían más de 24 años en 1970, el 38% nunca había asistido a la escuela, 29% había cursado entre 1 y 3 años de primaria y 24% entre 4 y 6, el 6% tenía estudios de nivel medio y sólo el 3% había llegado a acreditar algún grado universitario. Como veremos más adelante, después de un período de expansión escolar sin precedente, la población joven se enfrenta a una situación análoga a la de décadas anteriores: dispone de mayores oportunidades en términos absolutos, pero éstas se distribuyen conforme a pautas sociales que no se han alterado. Pero por más que el alcance de la escuela mexicana sea limitado, su influencia no se reduce a aquellos que como audiencia continua y organizada están sometidos a un proceso de inculcación, sino que se extiende a todos los miembros de la sociedad, escolarizados y no escolarizados, y de uno o de otro modo afecta sus condiciones de existencia: su pertenencia de clase, el empleo que obtienen, la imagen que tienen de la sociedad y de sí mismos dentro de ella, sus relaciones con el poder, sus posibilidades de actuación política. En México está por hacerse un análisis preciso de la evolución de lo patrones de acceso a la

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educación por clase social y en relación con el proceso de la expansión escolar. Conocemos los rasgos básicos: hacia 1940 se duplica la población de enseñanza primaria en comparación con la existente en 1910, pero la ampliación beneficia a los sectores medios de la ciudad; en el campo de la oferta educativa sigue siendo reducida pese las innovaciones de la escuela rural, cuyo impacto cuantitativo ha sido escaso. La enseñanza media y superior apenas ha aumentado: la Universidad de México ha ganado 4 mil estudiantes de licenciatura y mil de preparatoria en relación con 1924 y en el interior del país funcionan sólo 7 pequeñas universidades. A la educación superior llega una población de sectores acomodados y de la pequeña burguesía ilustrada, que a su egreso encontrará acomodo en un lucrativo ejercicio independiente o en la administración pública que empieza a crecer. En la década de los cuarenta se acelera el ritmo de crecimiento de todos los niveles escolares, pero sin alterar todavía los rasgos de un sistema esencialmente citadino y para los sectores medios. El siguiente decenio marca el punto de ruptura: el sistema escolar responde al impacto de la urbanización, al crecimiento de la industria sustitutiva de importaciones, a la adquisición franca de patrones de consumo “avanzados” por un sector de la población, a la extensión y diversificación del aparato estatal y a un cierto tipo de modernización de la cultura y la ideología. La primaria se acerca a 5 millones de alumnos en 1960 y la enseñanza media empieza a hacerse común como servicio urbano. La educación superior absorbe el crecimiento de la demanda en proporción muy alta y se amplían las oportunidades en el interior: las universidades de los estados pasan a ser 22 y se crean los institutos tecnológicos regionales. Como resultado se llega a 80 mil estudiantes de licenciatura en 1960. A partir de entonces, el sistema educativo entra en una dinámica de expansión continua. Los niveles de escolaridad se extienden en forma progresiva, cada uno genera demandas adicionales que presionan sobre los ciclos educativos avanzados. La educación primaria (6.5 millones en 1964, casi 9 en 1970 t 12 en 1977) cubre al medio urbano y a las

concentraciones rurales, pero su ampliación se detiene frente a la población campesina dispersa difícilmente atendible dada la inflexibilidad de la escuela convencional. La enseñanza media entra en su fase de masificación y alcanza una población de 775 mil en 1964, 1.4 millones en 1970 y 2.85 millones en 1977. Finalmente, la educación superior recibe de lleno el impacto de la expansión precedente y a pesar de un intento de frenar u crecimiento por la vía de la restricción financiera alcanza 270 mil estudiantes en 1970 y 525 mil en 1977. Cierto, la expansión debe atribuirse al crecimiento demográfico, pero en todos los niveles la matrícula ha crecido con una velocidad mayor que el grupo de eda correspondiente, elevándose los índices de atención a la demanda potencial en cada ciclo educativo. Este proceso de crecimiento ha modificado las antiguas pautas sociales de acceso a la educación, transformando durante las últimas décadas el carácter estrictamente elitista de un sistema escolar pequeño. Pero tal proceso no representa la “democratización” de la escuela ni la pérdida de su función selectiva; paralelamente a la expansión se han desarrollado mecanismos sociales que permiten a la escuela conservar su capacidad para ubicar a la población en el esquema de la división del trabajo, transfiriendo la desigualdad hacia niveles más altos y privando de gran parte de su valor en el mercado social a los ciclos iniciales de la escolaridad. Una revisión somera de la situación actual de acceso a la escuela y de su vinculación en el mercado del empleo ilustra el funcionamiento de los mecanismos de reproducción de clase: 1) Entre 1.5 y 2 millones de niño no llegan a

la escuela y el 35% de quienes ingresan a ella no alcanza el 4º grado de la primaria. Son los niños de economías campesinas pauperizadas, dispersas, pero también de zonas de minifundio densamente pobladas. En menor grado son los niños de las zonas urbanas de miseria. Provienen de familias que el sistema económico ha convertido en población excedente y en un creciente ejército laboral de reserva y no

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tienen más perspectivas que reintegrarse a su condición original.

2) 57 de cada 100 niños llegan a la segunda

parte de la primaria y 46 la termina. Ahí se interrumpen sus estudios. Provienen del proletariado de la manufactura tradiciones, de un subproletariado de empleo inestable o de autoempleados en servicios. A esta población urbana debe agregarse un sector rural minoritario, que ha rebasado el nivel de subsistencia, está integrado al mercado y puede prescindir del trabajo infantil. La elevación artificial de los requisitos escolares del empleo sólo les permitirá ocupar los niveles más bajos de trabajo asalariado o posiciones poco estables del “sector informal”.

3) 30 de cada 100 que inician la primaria

alcanzan el tramo de 6 años de la enseñanza media y 13 lo terminan sin continuar a la universidad. Esta población se alimenta de diversos sectores de clase, que en una escala de ingresos ocuparían lo estratos medios: los grupos de la clase obrera más organizados del “sector moderno”, la pequeña burocracia pública, empleados de comercio y oficina y completamente la mediana burguesía agraria.

Los egresados de los ciclos de enseñanza media ingresan a la fuerza de trabajo en la industria moderna y en amplia gama de servicios de administración y comercio, en un mercado ocupacional con grandes variaciones de estabilidad y estratificación. Tal incorporación al trabajo no es fácil, pues este grupo educacional es el que en menor proporción un 47%- encuentra empleo. Sea por escasez de puestos o porque éstos no corresponden a las aspiraciones estimuladas por la escolaridad. 4) 10 de cada 100 de los que entran al

sistema ingresan a la universidad y un poco más de la mitad termina la licenciatura. Este sector proviene de diversos sectores de clase: la alta burguesía, que dispone de los centros educativos privados, pero que utiliza también las instituciones públicas; los grupos profesionales independientes o asalariados, los estratos medios del

empresario industrial y de los servicios y, en forma todavía marginal, elementos de la clase obrera más calificada y de mayores ingresos (electricistas, petroleros). Un sector que adquiere importancia es el de estudiantes que trabajan en los servicios (empleados administrativos maestros).

Los estudios universitarios son todavía un atributo de las clases dominantes y de quienes están ligados a ellas como servidores privilegiados. Quienes llegaron a la licenciatura constituyen la tercera parte del estrato de mayores ingresos y su ingreso promedio triplica la media nacional. Sin embargo, la escolaridad avanzada está lejos de ser garantía de integración a los grupos dominantes: cerca de un 20% de quienes han pasado por la universidad tenían en 1975 ingresos iguales o menores a la media nacional. Conforme se expande el nivel educativo superior, es más probable que el universitario ocupe puestos medios en la estructura laboral o caiga en la subocupación. Esto es particularmente cierto para los que no terminan sus estudios, quienes se integran a un estrato ocupacional semiprofesional, por lo general inestable (empleados, vendedores técnicos, etcétera). Estas pautas muestran que las nuevasposibilidades de escolarización abiertas por la expansión reciente no han alterado las determinaciones de clase a que está sujeto al acceso a la escuela. Las evidencias existentes, que no son sistemáticas ni completas, señalan que la permanencia y el avance dentro del sistema siguen fuertemente asociados con diversos indicadores de clase: el sector económico en el cual se participa, la posición en el trabajo, el nivel de ingreso, la residencia urbana o rural, la escolaridad de los padres, etc. Este patrón se sostiene aunque se hayan elevado los umbrales de educación mínima para la población en su conjunto. Claro que la eficacia de la escuela para reproducir la diferenciación de clase no proviene de una cierta incapacidad de las clases dominadas para educarse, como lo sostienen los teóricos del “déficit cultural” y de la educación compensatoria, sino de la forma misma de la distribución de las oportunidades escolares y de las características de la escuela como forma única de la educación legítima.

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Una simple ojeada a algunos aspectos cuantitativos del sistema, como el reparto de las plazas escolares entre la ciudad y el campo, en donde hay ahora más de 25 mil escuelas que no ofrecen los 6 grados de primaria, las diferencias del gasto público entre entidades industriales y aquellas en las que predomina la agricultura de subsistencia, el financiamiento preferente a los niveles avanzados de la educación del profesorado con mejor formación, confirman que la política estatal de distribución escolar constituye en sí misma un instrumento de discriminación hacia las clases dominadas. Durante tres décadas una construcción ideológica se afianza e impregna profundamente el sistema educativo, en especial los modelos de formación de los maestros y la imagen del desempeño profesional del educador y todavía se refleja con plenitud en los textos gratuitos producidos en los regímenes de López Mateos y Díaz Ordaz. A finales de los sesenta se hace evidente que ciertos componentes ideológicos están agotando su eficacia. El nacionalismo patriótico, en particular, es cada vez más un discurso rancio y fatigado que aburre e irrita. El grupo de técnicos estatales que produce materiales para la educación, formado por viejos maestros, no ha cambiado la visión mítica de un país y una sociedad idílicos, ni un lenguaje de los cuarenta ni una selección de contenidos propia del preceptor decimonónico. La educación está de espalda al proceso de modernización de la cultura que se está dando en una sociedad e la cual los medios masivos –sobre todo la TV- universalizan las imágenes y el estilo de vida del capitalismo avanzado. Tal incongruencia de la educación formal en relación con la cultura ambiente es total: afecta al saber escolar y el modo en que se le enseña, a planes, programas y lenguaje pedagógico apartados de lo contemporáneo, al desempeño de lo educadores, verbalista y catedrático del primer al último grado de la enseñanza. Junto a muchas otras cosas, el movimiento del 68 expresa también que, cuando menos entre los sectores medios, la ideología y las prácticas educativas oficiales están perdiendo su capacidad para convencer. A partir de 1970, el régimen de Echeverría intenta revitalizar y modernizar la ideología,

apoyándose en el eje de la reforma educativa. Vista a la distancia, la reforma no fue en ningún momento un proyecto coherente, ni en la teoría ni en la práctica, sino más bien un conjunto de medidas que obedecían a diferentes propósitos y que no se desviaron en lo esencial de las líneas seguidas en las décadas anteriores. La educación en el sexenio, más que una ruptura, representa en lo ideológico una renovación de las promesas de la educación, una puesta al día del contenido manifiesto de la escuela, un intento por recuperar algo del desgastado ethos de la escolaridad. Conviene precisar algunos rasgos del discurso educativo del régimen, por la vigencia que conservan en el presente: a) Una insistencia constante en los efectos democratizantes de la apertura del acceso a la escuela. El tema ideológico se corroboraba con la visible expansión de los niveles medio y superior, pero en otros casos la retórica sólo se expresó en nuevas leyes, como en el caso de la educación de adultos, que permaneció virtualmente estancada pese a que se difundió un plan nacional para atender el problema. b) Modernización científica y pedagógica, como vía para lograr una cultura social más “racional” y orientada a la eficiencia. Los nuevos libros de texto de la enseñanza primaria representan el producto más logrado de esta orientación, que sin embargo fracasó en un intento tardío y tímido de reforma en la secundaria y que en las universidades sólo logró cambios nominales. Moderada, la línea modernizante encontró sin embargo la resistencia de sectores conservadores, sobre todo a propósito de la educación sexual y el enfoque de las ciencias sociales en primaria. Por otro lado, la inercia tradicionalista del sistema y la práctica no alterada de los profesores bloqueó en buena medida la penetración de las novedades educativas. c) Economicismo pragmático. Se sostiene que desde la secundaria la escuela debe capacitar para el trabajo y se culpa a la educación no productiva de la “frustración” de los jóvenes. En correspondencia, se impulsa la enseñanza técnica, con una concepción estrecha del adiestramiento. Los supuestos de la ideología no se confirman, esencialmente porque no existen los puestos laborales para los cuales se capacita. d) Respecto al pluralismo doctrinario y a la autonomía académica, que

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se expresa en continuo llamado al “diálogo” que el régimen entiende como un monólogo con coro. Es claro que se trata de reconquistar el consenso en el interior de las universidades, en donde el pensamiento oficial pierde terreno ante grupos cada vez más amplios. Se delimita el margen de la disidencia: se puede decir, pero no actuar. Se desarrollan mecanismos de control y penetración y, cuando fallan, se recurre a la represión selectiva y al estrangulamiento financiero. Todo se justifica como defensa del orden, con un lema recurrente: la autonomía no implica extraterrorialidad e) Ciertos componentes complementarios, que se ajusticia específicas del régimen: tercermundismo y solidaridad internacional; reconocimiento de que los problemas existen, pero que ahora sí se van a solucionar; una mayor presencia de imágenes populares en los contenidos. Estos elementos, combinados en forma no siempre coherente, constituyen el punto de partida frente al cual se define el régimen de López Portillo, enfrentado a una coyuntura económica y política radicalmente distinta de la de su predecesor.

LOS DOS PRIMEROS AÑOS DEL RÉGIMEN

DE LÓPEZ PORTILLO La política educativa durante los dos primeros años del régimen de López Portillo se caracteriza más que nada por la incertidumbre y la ausencia de una dirección clara, por vaivenes y contradicciones que expresan la debilidad de una clase política que enfrenta una grave crisis financiera y que reajusta sus relaciones con las clases sociales a partir de una creciente hegemonía de la burguesía, pero que no puede suprimir sus compromisos con las masas sin poner en peligro su legitimidad y sin perder todo margen de iniciativa frente al bloque social dominante. Sin embargo, desde finales de 1978 la incertidumbre va desapareciendo y se empiezan a perfilar algunas tendencias claras en la política educativa del Estado. Conviene repasar los elementos fundamentales de este proceso y los factores que lo han determinado. Durante el bienio 1977-1978, el primer factor determinante ha sido la crisis fiscal del

Estado. Como consecuencia del estancamiento inflacionario, que alcanza su fase crítica desde 1976, y de la política de restricción del gasto público puesta en práctica por el régimen resultó inevitable la reducción de los recursos disponibles para la educación. El Estado no puede atender simultáneamente y en la medida en que lo venía haciendo sus dos tareas financieras indispensables a largo plazo para mantener la reproducción y el equilibrio del sistema: la directamente vinculada con la producción y con el proceso de acumulación y las que conservan la estabilidad y el consenso. Vale decir: sus necesidades de inversión pública productiva y sus compromisos de gasto social. Parece claro que ante la imposibilidad de mantener el equilibrio entre dos tipos de compromiso financiero incompatibles, por lo menos coyunturalmente, el Estado ha optado por canalizar el máximo de recursos hacia las inversiones directamente productivas, que pueden reactivar la economía, reduciendo proporcionalmente la parte del gasto social. Esta situación se advierte en la parálisis y aun en la reducción de la inversión en los programas de vivienda popular, salud y seguridad social, reforma agraria, etc. A precios constantes, los austeros presupuestos educativos de 1977 y 1978 no representaron incremento de los recursos y el aumento de 16% anunciado para 1979 resulta insuficiente para compensar la pérdida de valor de la moneda. En estas condiciones, pocas posibilidades tenía el Estado de desarrollar las acciones de expansión e innovación que se habían anunciado desde la campaña electoral del presidente López Portillo. Y aquí encontramos una de las contradicciones esenciales de estos dos años: por un lado una inevitable limitación de recursos, por el otro una ideología educativa exacerbada, cargada de promesas nuevas, que ofrece a la escuela como vía del progreso de cada uno de los mexicanos. Esta presencia de la educación en el discurso estatal es explicable: la crisis económica, con sus manifestaciones de incontrolable carestía, desempleo, especulación, restricciones salariales, significa para las masas un fuerte deterioro de sus condiciones de vida, vulnera su confianza en la capacidad del régimen para dirigir al país, crea el riesgo de que fallen los

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mecanismos corporativos que las mantienen inmovilizadas. Entonces es especialmente importante mantener viva la utopía de la escuela como salvación y proteger la imagen del Estado, que no se amilana ante condiciones adversas y que mantiene –aun ofrece ampliar- uno de los servicios populares básicos. Una revisión somera de los principales hechos del período muestra esta discrepancia entre lo ideológicamente necesario y lo materialmente posible. Al inicio del régimen, el propio presidente anuncia la elevación de la escolaridad obligatoria a 9 grados. El esfuerzo requerido para cumplir tal aspiración es enorme porque implica no sólo universalizar la secundaria, sino corregir antes el atraso y la insuficiencia de una escuela primaria cuya eficiencia interna está por abajo del 50%. Ante la magnitud del programa, la idea se abandona y no se vuelve a hablar del asunto. Otro proyecto es la Universidad Pedagógica, que desde la campaña es prometida al magisterio como la más amplia reivindicación gremial y como renovación del sistema de formación de maestros. Pronto se ve que la idea tiene más complicaciones de lo que se había creído y el programa se va retrasando, sometido a maniobras y presiones gremiales y burocráticas. Cuando finalmente se crea la UP en agosto de 1978, sus características que rompen con la tradición normalista y su reducido alcance decepcionan a la dirección sindical y se desata una ofensiva para que la institución se masifique y se ajuste a las características que exige el SNTE. Aunque todavía se lucha por el control y la orientación del proyecto, es evidente que los grupos hegemónicos del magisterio han obtenido una victoria sustancial. El Plan Nacional de Educación publicado a mediados de 1977 representa el punto más alto de la exaltación de la ideología. El documento actualiza y reorganiza la doctrina oficial sobre la educación, pero como programa de acción resultó desmesuradamente ambicioso. Ofrece la expansión y la renovación en todos los niveles, del preescolar al universitario y se compromete a atacar campos tradicionalmente abandonados, como la educación de adultos y el servicio materno-infantil. En el plan todo es prioritario, pero no

señala metas ni programas concretos de operación; el compromiso que significaba era excesivo, especialmente cuando la situación económica atraviesa por su peor momento. Formalmente no se renuncia al plan, pero se lo deja caer en un discreto olvido a partir de la renuncia de Muñoz Ledo a la SEP, a finales de 1977. Cuando Fernando Solana llega a la Secretaría de Educación, durante algunos meses intenta reducir las expectativas respecto a una extensa acción estatal. Señala prioridades, reconoce las limitaciones del sistema e insiste en que será el aumento de la eficiencia y no la expansión simple lo que aumentará el alcance del servicio educativo. Muy pronto, sin embargo, reaparece el tono optimista. Se anuncia un ambicioso programa, “Educación para todos”, que implica por lo menos la duplicación de la cobertura del sistema. Se autoriza un fondo especial de mil millones de pesos, que es totalmente inadecuado para las dimensiones del proyecto, y al final los recursos se concentran en la ampliación de la primaria rural, destinado a educación de adultos una atención marginal. La verdad es que durante estos dos años los recursos disponibles prácticamente se agotan en responder de la mejor manera posible a las demandas de la población que ya está dentro del sistema escolar. Hacerlo constituye el compromiso mínimo del Estado y le pone límites a cualquier política de restricción de la matrícula, que se oponga a la dinámica de crecimiento adquirida por el sistema durante por lo menos 20 años de expansión continua. En la imposibilidad de establecer una línea de restricción general, se contuvo el crecimiento en la medida y en los niveles en los cuales eran menores los costos sociales y los riesgos de conflicto político. Así, a pesar de que se retrasó y después se estancó el financiamiento universitario, no se intentó frenar drásticamente el ingreso a la licenciatura y se optó por limitar el acceso en el nivel medio superior, particularmente en las instituciones más grandes. En cambio, se descuidó el primer ingreso a la primaria, lo que provocó incluso una situación de emergencia en septiembre de 1978, cuando fue evidente que una gran cantidad de niños del medio urbano había quedado fuera de la escuela. Igualmente se mantuvo un rígido control de la

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inscripción en las escuelas normales públicas, aparentemente porque no se quieren formar maestros para los cuales no existe una plaza de trabajo. Como consecuencia, se acentuó la tendencia hacia el predominio de las instituciones privadas en este tipo de enseñanza. Esta política de restricción selectiva se complementa con la decisión de mantener bajos los costos de operación, mediante el congelamiento de los salarios de maestros y trabajadores. Cuando la movilización sindical de los universitarios amenazó con romper las normas del control salarial y con desatar una imprevisible reacción en cadena en los sectores laborales, la respuesta del Estado fue la represión frontal, tal como se manifestó en la intervención policiaca en la UNAM en julio de 1977. Un segundo factor que explica la política reciente es el de las fuerzas políticas que presionan desde fuera y desde dentro al sistema educativo. En este sentido, el presente régimen ejemplifica con claridad que las acciones educativas no son el producto de una organización monolítica, sujeta a mandos verticales, sino que están por un lado influidas por intereses y demandas externas al sistema y por otro que en el interior del aparato escolar existe un poder fraccionado en diferentes núcleos de fuerza, cuya interrelación define la orientación real de la política, sea a través del conflicto o de la negociación. Como elemento de presión externa, es evidente que lo relevante es la acción de las organizaciones de la burguesía. En ello confluyen dos tipos de interés, totalmente coincidentes, pero cuyo matiz es importante distinguir. Por un lado están los sectores propiamente empresariales, que han manifestado una línea agresivamente anticomunista; pragmática, en cuanto exige una adecuación directa de la educación a los requerimientos del empleo; elitista, en cuanto pide delimitar el acceso a los niveles avanzados, con criterios de crudo darwinismo, y represiva, partidaria de una línea dura para liquidar el “desorden” en las universidades. Por otro lado hay una corriente tradicionalista, ligada a la cultura del catolicismo arcaico y que acepta las tesis anteriores, pero cuyos

intereses prioritarios buscan más bien la supresión de las limitaciones a la enseñanza religiosa, una mayor legalidad y apoyo para la escuela privada y la eliminación de aquellos contenidos que consideran ofensivos para su moral, en particular la información sexual y cierta modernización que aparece sobre todo en las ciencias sociales. Las presiones expresas de la burguesía hacia la política educativa no son un fenómeno nuevo; recurrentemente se han manifestado a partir de los veinte y a veces con gran violencia. Lo nuevo es la fuerza relativa que le otorga la debilidad de la clase política y el clima de concesiones que se ha creado para “restablecer la confianza” y recuperar la plena representatividad del Estado respecto a los intereses del bloque dominante. Es esta disposición al apaciguamiento y a la eliminación de los puntos de fricción lo que le da a las demandas reaccionarias una posibilidad de éxito impensable en el pasado reciente. En el interior del sistema, como núcleos de un poder dividido cuya correlación influye sobre el carácter y la eficacia de las acciones educativas, se pueden distinguir: 1] Los mandos centrales de la SEP, que respaldan una política modernizadora y reformista, promueven la eficiencia y una cierta flexibilidad en el sistema y manejan para la educación una ideología compatible con los intereses y las preocupaciones del grupo dominante de la clase política. Tanto los equipos de Muñoz Ledo como de Fernando Solana corresponderían a esta nueva élite técnico-política de extracción universitaria. El acercamiento de este grupo a los problemas de la educación tiene un fuerte componente tecnócrata. Han traído los enfoques de la “ingeniería social” y el análisis de sistemas a la política y esto condiciona sus formas de percepción y su disposición hacia las soluciones administrativas, no exentas de torpeza y desconocimiento de las cosas 2] Los cuadros altos e intermedios de la burocracia tradiciones de origen magisterial, tanto del sistema federal como de los gobiernos locales. Existe una gran movilidad e integración entre mandos administrativos y sindicales, lo que hace a este núcleo burocrático-gremial una mediación fundamental para el control corporativo de las bases de profesores, pero

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inversamente eso le otorga una representación ante el Estado que se utiliza como argumento de fuerza. La durabilidad y capacidad de cooptación de este núcleo, su tendencia y la conservación de la inercia del sistema, su perspectiva rígidamente escolarizada, lo han convertido en un elemento capaz de bloquear las medidas centrales mediante la omisión y la simulación, cada vez que amenazan su estabilidad, pero son capaces de generar iniciativas propias en la medida en que consoliden su poder en el aparato. 3] Sectores conservadores no magisteriales integrados a los mandos de la SEP o con capacidad para influir sobre sus decisiones. Son elementos de reciente incorporación, que ganan poder en el clima de apaciguamiento ideológico del Estado frente a la empresa privada. Su proyecto básico parece ser la anulación de algunas de las reformas del pasado régimen. Su poder ahora es visible en la Comisión Nacional de lo Libros de Texto Gratuitos y posee contactos estrechos con los medios masivos de comunicación. 4] Al margen de estos sectores que participan en la definición de las decisiones, están presentes los grupos que representan intereses de clase o posiciones ideológicas alternativas y que por su sola presencia, pero sobre todo en la medida en que se movilizan, son elementos determinantes de lo que sucede en la educación pública. Habría que situar aquí a la gran masa magisterial, limitada por una formación profesional estrecha y un estricto control administrativo y gremial, pero capaz de movimientos poderosos e imprevisibles; a los grupos sindicales y políticos independientes, afectados por el fraccionalismo, pero que desarrollan un cuestionamiento creciente de la ideología y las prácticas educativas dominantes, aunque no articulen un proyecto alterno; finalmente, a los sectores estudiantiles, cuya capacidad de obrar con fuerza propia y aglutinar a otros sectores se4 ha demostrado tantas veces. Evidentemente, ni las fuerzas externas ni los núcleos internos de poder se relacionan de manera uniforme para el conjunto del aparato escolar. En cada nivel y en sectores diferenciados de ellos a veces en ciertas regiones o incluso en instituciones, las fuerzas presentes forman ecuaciones diferentes, que influyen en la dirección de las acciones educativas. En períodos así, toda

generalización sobre un sistema homogéneo es una sobresimplificación. Crisis fiscal, intensidad de la ideología, multiplicidad de fuerzas discrepantes se conjuntan para explicar el carácter incierto de la política oficial. Pero ya en el invierno de 1978 empiezan a presentarse hechos y declaraciones que parecen configurar líneas más estables y precisas de la futura acción estatal. Una serie de declaraciones del secretario de Educación que se producen a partir de diciembre de 1978 presentan la promesa de una gran expansión y diversificación del sistema escolar en lo que resta del sexenio 1977-1982. Lo importante es que no se trata de vagas referencias a un futuro feliz, sino del anuncio de metas y programas concretos a los que se refiere casi como un compromiso: todos lo niños en primaria antes del 82, alfabetización funcional para millones de adultos, puertas abiertas para el ingreso a la educación superior, fortalecimiento y creación de centros de investigación, capacitación técnica masiva... Claro que esta confianza es parte del clima de euforia del que participan los dirigentes del Estado, frente a la perspectiva del auge petrolero como salida del estancamiento económico y de la crisis fiscal. Todavía no puede conocerse ni la magnitud ni el ritmo de generación de excedentes de divisas originadas por el petróleo y el gas, cuestiones que dependen tanto de negociaciones externas como de programas nacionales; sin embargo, puede asegurarse que cualquiera que sea la solución, los ingresos públicos se incrementarán considerablemente y de modo gradual durante la segunda parte del sexenio. Sin caer en triunfalismos desatados, debe aceptarse como un hecho que el Estado tiene posibilidades ciertas de superar la crisis fiscal y de adoptar una política de gasto de mayor amplitud. En educación, la implicación inmediata será el abandono progresivo de las restricciones al crecimiento del sistema y el inicio de programas expansionistas, que podrán darse tanto en las alternativas escolares ya existentes como en modelos relativamente novedosos. En qué medida se presentará esta

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nueva tendencia es incierto. Las metas planteadas por la SEP parecen improbables, no sólo porque suponen un altísimo y rápido incremento de los recursos, sino también porque no toman en cuenta el tiempo que se requiere para diseñar y aplicar modelos nuevos, destinados a poblaciones ahora marginadas de la educación. Es más razonable a poblaciones ahora marginadas de la educación. Es más razonable esperar avances menos espectaculares que los anunciados, que de cualquier manera representarán un aumento en la cobertura del sistema. La superación de la crisis fiscal no significará, sin embargo, la supresión de las otras condicionantes políticas de la educación ni, por supuesto, la alteración de las funciones reproductoras asignadas al sistema. Se presentarán situaciones nuevas, articuladas en un contexto externo que puede sufrir modificaciones importantes y eso es lo que debe preverse, para tener la posibilidad de desarrollar y promover con oportunidad alternativas con sentido democrático. Planteo en seguida, como hipótesis para discusión, la probabilidad de ciertas líneas básicas de política estatal en los campos educativos más importantes, tal como permiten anticiparlo las tendencias que ahora se perciben.

ENSEÑANZA PRIMARIA

Programas ya anunciados por la SEP indican tres líneas básicas de expansión: primero, la ampliación progresiva de la capacidad instalada conforme lo requiera la demanda urbana y de las zonas rurales más desarrolladas; segundo, ofrecer los seis grados de enseñanza en el mayor número posible de escuelas incompletas de la comunidades rurales (son entre 20 mil y 25 mil), y tercero, diseñar sistemas no convencionales, equivalentes a la primaria, para atender a la población indígena y a niños de las zonas marginadas de la ciudad que han sido excluidos del sistema. Aun si todos estos programas llegan a aplicarse con eficiencia, la primaria para todos los niños como meta en el 82 aparece inalcanzable en tan corto plazo.

Cuantitativamente, significa servir a una demanda no atendida que se estima entre 1.2 y 1.8 millones, pero sobre todo obliga a elevar la capacidad de retención del sistema, que como se dijo sólo conduce a 6º grado a 46 de cada 100 niños que se inscribe en 1º. El fondo del problema es de calidad. Obviamente, la educación no puede ni resolver ni soslayar los problemas cuya raíz está en la estructura de la explotación, pero las cosas que la escuela sí puede hacer para servir a las masas pueden ampliarse en la medida en que se transforme su organización rígida e invariable, que la convierte en un medio punitivo para todos aquellos que no corresponden a sus exigencias. Una urgencia quizá mayor de transformación se presenta en el caso de la educación de adultos. Aquí no se ven indicios consistentes de que el Estado proyecte una acción de alcance significativo. Las posibilidades que existen en este campo han constituido un inmenso fiasco, al que estaban condenadas desde el principio. Recuerdese que, ya avanzado el sexenio anterior, el Plan Nacional de Educación de Adultos estableció la oportunidad de acreditar mediante exámenes parciales la primaria y la secundaria, de acuerdo con los programas oficiales de esos ciclos. Se editaron textos especiales que se distribuyeron con cierta amplitud, pero no se tomó ninguna otra medida efectiva para apoyar los grupos de aprendizaje. Se esperaba, nada menos, que precisamente la población marginada del sistema durante décadas, tuviera la persistencia y la capacidad para ejercer el autodidactismo y para aprender y repetir información que nada tenía que ver ni con su edad ni con los problemas de su existencia real. Los resultados del programa no se han divulgad, pero las estimaciones más optimistas indican que quienes hasta este años habían presentado alguna clase de examen representan mucho menos del 1% de la demanda potencial de este tipo de servicio. La población que no tiene instrucción primaria y que en alta proporción es analfabeta constituye el más difícil de los campos de trabajo educativo. Aquí, las posiciones progresistas tendrán que bloquear dos tendencias presentes en los cuadros gubernamentales: una, que soslaya de plano

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el asunto y que implícitamente sostiene que, si se mejora la escuela primaria y se cierra la puerta del analfabetismo, el problema de los subeducados desaparecerá “naturalmente” a largo plazo, otra, cuyos ejemplos ya conocemos, que sigue un esquema que infantiliza al adulto y trata de llevarlo a la misma escuela que alguna vez lo expulsó, esquema paternalista que desprecia brutalmente la experiencia del “inculto”y que considera estupidez lo que ha sido marginación de las formas culturales dominantes. En torno al problema de la educación básica para niños y adultos, hay toda una serie de cuestiones que los sectores progresistas tienen que plantearse: ¿Cómo desarrollar posibilidades diferentes de educación sistemática que correspondan a las necesidades, la experiencia y las condiciones de vida de grupos sociales radicalmente distintos? ¿Cómo hacer para que estas alternativas de organización y contenidos sean sin embargo equiparables, en cuanto promueven las mismas capacidades fundamentales, para no caer en modelos de primera y de segunda clase? ¿Cómo lograr que se reconozca la misma legitimidad a los resultados de alternativas diferentes, sin juzgarlas con patrones de evaluación que son implícitamente discriminatorios? ¿Cómo evitar que los educadores profesionalmente formados sean ellos mismos agentes discriminatorios, capaces de actuar sólo en el esquema escolar con un tipo de población? ¿Cómo hacer de la realidad vivida un medio de aprendizaje y más aún, cómo usar el trabajo de los “educadores naturales” que pueden surgir en toda comunidad ¿Cómo hacer para que la promoción y los recursos que reciban estas acciones coexistan con la flexibilidad y el alto grado de autogestión por parte de las comunidades de que requieren para ser eficientes? Los funcionarios del estado no van a desarrollar soluciones autenticas a este tipo de cuestiones, que no tiene mucho peso entre sus preocupaciones reales y que desbordan a su interés y su imaginación posible. Los únicos que pueden impulsar transformaciones son los núcleos democráticos y los educadores que se identifiquen con ellos. En la decisión estatal de ampliar y diversificar la enseñanza básica hay

una coyuntura favorable para crear esquemas nuevos y para luchar por su incorporación legítima al sistema, porque no se trata de crear renovaciones marginales, con frecuencias profundas y válidas pero de escaso alcance y anuladas por su ruptura deliberada con lo socialmente aceptado. No se necesita destacar que la cuestión es prioritaria. Son 20 millones de mexicanos marginados de la información, de la discusión política y de la comprensión critica de su propia realidad. Y cada vez son más. Otras cuestiones que ahora están en juego se refieren a los contenidos y régimen jurídico de la educación primaria. Desde el inicio del sexenio se ha desarrollado una intensa campaña de los sectores tradicionales, que demandan reformas de tres tipos: modificación de los libros de texto para suprimir los elementos de tono populista y de formación crítica que contienen; ampliación del campo legal de la educación privada; eliminación de las restricciones a la enseñanza religiosa. Estas presiones se reforzaron después de la visita papal, cuando los voceros conservados más agresivos presentaron las manifestaciones populares como un “plebiscito” contra la política educativa estatal la respuesta de la SEP a sido desde el principio blanda, resultado de los propósitos conciliadores a que me he referido, con la justificación política de que las particulares auxilian al estado en el cumplimiento de una función que excede a sus recursos. Esta situación hace prever que el régimen se dará en determinados terrenos pero una claudicación radical es importante. Concretamente la creación del consejo de contenidos y métodos, organismo ascensor del secretario, dará la oportunidad y la cubierta legitimadora para revisar los programas de enseñanza básica. Se pueden corregir algunas de las fallas de los textos del pasado sexenio, pero simultáneamente y por razones “técnicas” se podrán eliminar los elementos que más irritan a los grupos reaccionarios o que no correspondes a las posiciones del grupo dominante de la clase política. Habrá que comprar los textos que aparezcan a partir de 1979 con los de 1976 para saber si hay una nueva imagen ideológica que al régimen esta interesado en difundir.

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La enseñanza privada para la alta burguesía aparentemente no será obstaculizada y se aflojarán los escasos controles que todavía existen. Hay una presión de los sectores dominantes para manejar los centros en los que socializan a los herederos, manteniéndolos apartados de los centros públicos a los que la masificación ha dado un clima “plebeyo” y en donde proliferan las ideas inconvenientes. La reproducción de la élite debe garantizarse. En todo caso, donde podrá observarse un mayor control es el los planteles puramente lucrativos a los que asisten sectores de la pequeña clase media. Hay se podrá ser severo sin afectar intereses fundamentales la supresión de las diversas restricciones a la enseñanza religiosa fue expresa o implícitamente solicitada por organizaciones católicas y por miembros de la jerarquía eclesiástica a principios de 1979, contándose en la ola religiosa de esos días. A pesar de la actitud elusiva y pacificadora que régimen a asumido frente a estos sectores, retroceder en cuestiones fundamentales le crea riesgos más graves, por la demostración de debilidad que significaría, por la cadena de reivindicaciones reaccionaria que puede destacar y por la respuesta que darían amplios grupos sociales, ligados al estado o contrarios a él, en la cual el laicismo es un principio político de profunda raíces históricas. Más probables es una masa abierta práctica de la enseñanza religiosa que puede llevar a extremos de provocación, a lo que se responderá con una política de disimulo y de manga ancha, tratando de evitar enfrentamientos, pero sin reformas legales de fondo. Habrá muchos ojos que no ven... Las fuerzas democráticas y aquí en especial en los sectores más avanzados del profesorado tienen en frente una clara responsabilidad. Ejercer contra presiones, demandar al desarrollo de medios educativos de mayor contenido científico, defender disposiciones legales cuyo sentido liberal todavía es válido, son las únicas oposiciones para enfrentar una ofensiva conservadora de imprevisibles consecuencias.

EDUCACIÓN MEDIA En relación con los dos ciclos medios, los proyectos de la SEP han sido menos explícitos. Puede anticiparse que se reanudará la expansión de la matrícula, como respuesta a la demanda adicional que producen la extensión de la primaria y un ligero mejoramiento de su eficiencia interna. Pero no hay indicios de que se diversifiquen los medios escolares tradicionales, única medida que podría ampliar sustancialmente la población en condiciones de continuar estudiando. Habrá un crecimiento del nivel, pero sin el compromiso de ofrecer secundaria universal y sin elevar la escolaridad obligatoria. En estas condiciones, no se alterará en esencia el esquema de desigualdad regional en el acceso a estos ciclos. Una tendencia que se ha anunciado reiteradamente es la de ampliar las funciones de capacitación técnica en este nivel. Se ha dicho a que las transformaciones en la estructura productiva del país, que el Estado considera viables a partir de los recursos energéticos, no podrán darse si no se cuenta con una fuerza de trabajo eficiente y bien adiestrada. De ahí se desprende que el sistema escolar en su conjunto, pero en particular los niveles medios avanzados, deberán reforzar su orientación hacia las actividades productivas. De desarrollarse esta tesis, implicaría el fortalecimiento de las secundarias técnicas (industriales, agropecuarias y pesqueras) con preferencia sobre las escuelas de formación general. Sin embargo, tal como funciona en los modelos actuales, la capacitación que se ofrece es totalmente ineficiente, pues no corresponde ni a la edad y aspiraciones de los estudiantes ni a las condiciones reales del empleo. Se sabe que sólo una mínima proporción de los egresados se dedica a aquello para lo que supuestamente se les capacitó. Si la dirección de la SEP reconoce estas limitaciones, lo probable sería que se decidiera dedicar la secundaria a objetivos de formación básica y que transfiriera las necesidades de capacitación al siguiente ciclo escolar. En este sentido, las ventajas en la lógica del Estado son mayores. Los estudiantes de enseñanza media superior están en la edad adecuada para incorporarse a la fuerza de

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trabajo y, si se los canaliza en esa dirección, se podrá aliviar la presión por ingresar a la universidad, cuestión que interesa a los grupos dominantes. El régimen ha dado pasos en esa dirección. En diciembre de 1978 se creó el Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica, al que e asigna el objetivo de “reorientar y revalorar las profesiones técnicas”. Aunque la nueva institución atenderá también la licenciatura, su trabajo inicial se concentrará en el nivel medio superior. El CNETP duplica aparentemente a una vasta red de centros que funcionan desde hace tiempo (CECYT, Vocacionales, Tecnológicos Regionales, el propio Politécnico Nacional), de modo que la única explicación a su creación es que no será propedéutico para estudios superiores y que, como insiste el decreto que lo crea, vinculará en forma más directa a la escuela y al estudiante con los sectores productivos. Frente a estos proyectos estatales, hay en primer lugar una necesidad defensiva ante sus implicaciones más reaccionarias, en particular el que se adopte un modelo de adiestramiento estrecho frente a reales o supuestos requerimientos del empleo, cerrando los ya limitados márgenes de formación crítica que ofrece el sistema y haciendo directa la ubicación de la población en la división social del trabajo. Pero ¿se puede ir más allá de estos proyectos? ¿Hay alguna alternativa positiva que los trascienda? En este nivel, existen ya condiciones para platear el derecho de los trabajadores a la educación como reivindicación laboral y no como posibilidad sujeta al esfuerzo individual, adicional al que se realiza en empleo. Esta línea de desarrollo, válida para toda etapa educativa, tiene ventajas particulares, en el nivel medio, porque una proporción muy alta de los trabajadores de la industria y los servicios ha completado la enseñanza primaria. La concentración en lugares de trabajo permite la organización de grupos de aprendizaje, apoyados con financiamiento y recursos de la empresa y del Estado y que, cuando menos parcialmente, utilicen tiempo pagado de los trabajadores. El asunto no es absorber a éstos en modalidades apenas modificadas de las formas de escolarización prevalecientes, sino conquistar el derecho a modelos flexibles, que integren el saber práctico de los trabajadores y lo recuperen como experiencia educadora; dicho de otra manera, que arranquen de la

realidad social y laboral vivida y en torno a ella se construyan variedades curriculares que posibiliten el desarrollo teórico y científico del trabajador, su avance político y la adquisición de una perspectiva profesional más extensa y profunda, tanto del propio quehacer técnico como de la estructura global de la empresa. Los problemas de una alternativa de este tipo no han sido resueltos con plenitud ni en aquellos países donde movimientos laborales poderosos lo intentan desde hace por lo menos 10 años. La experiencia muestra que la capacidad de lo núcleos de trabajadores y educadores comprometidos en estos proyectos decide su orientación y desarrolla formas eficaces de autogestión. Tales núcleos, necesariamente pequeños al principio, requieren de una mínima base de vida sindical auténtica, en cuyo desenvolvimiento la educación es un componente y un catalizador de formas más avanzadas de lucha. De otra manera, la educación obrera deviene fatalmente en una acción ajena, alienante, cuyo sentido se reduce a propiciar la movilidad individual de ciertos trabajadores y a estratificar a los miembros del grupo.

LA FORMACIÓN DE LOS EDUCADORES

La Universidad Pedagógica Nacional, un gran proyecto del Estado, ha seguido un camino particularmente incierto. Originalmente, la promesa de gran institución que centralice y renueve le sistema de formación de maestros refleja la confluencia de intereses de la cúspide de la clase política y del sector burocrático-gremial dominante en el magisterio. Para el Estado, la UP representa la posibilidad de amplia y depurar el control corporativo sobre el gremio más numeroso de los trabajadores públicos, mediante el recurso de servicios de “mejoramiento profesional” que otorgan una inmediata recompensa escalafonaria, con lo que se desvían las demandas laborales hacia la competencia individual entre los maestros, pulverizando el interés común y las reivindicaciones generales. Esta función resultaba más importante en la coyuntura de la crisis, al compensar las restricciones salariales impuestas por la política de austeridad. Por

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otro lado, la nueva institución ofrecía la posibilidad de reformar el modelo educativo del normalismo, al que se advierte como un obstáculo fundamental para la modernización escolar que se intenta desde 1971. Para el sector hegemónico del magisterio, que se agrupa en torno a la fracción Vanguardia Revolucionaria, la cual conquistó los más importantes mandos sindicales en 1972, el proyecto UP ofrece dos grandes ventajas: le permite reivindicar como propias las aspiraciones de ascenso profesional y social que existen en la base del profesorado de enseñanza básica, para reforzar su representatividad y su autoridad y, de obtener el control de la institución centralizadora y de alcance nacional que se pretende, disponer de un nuevo recurso para consolidar y extender el control sobre la organización sindical y sobre la burocracia escolar. A pesar de esta coincidencia de intereses, pronto surgen contradicciones entre las posiciones estatales y las gremiales. Aparentemente, el régimen no deseaba entregar un instrumento de poder a un grupo fuertemente integrado y se hizo evidente la incompatibilidad entre la concepción de la SEP, que aspiraba a formar cuadros modernizadores en una institución pequeña y eficiente, y la del sector burocrático-gremial, que pretendía una universidad masiva, organizada conforme a las pautas de la tradición normalista y cerrada a influencias externas. Un período de conflicto sordo no ha resuelto las contradicciones entre ambas posiciones y la UP inestable equilibrio de fuerzas que se sostiene por concesiones mutuas, pero que puede romperse en cualquier momento bajo la presión gremial. En estas condiciones, los aspirantes al magisterio y los profesores en servicio se enfrentan a un sistema de escuelas normales que no ha sido modificado y a una universidad nueva, que aspira ahora a una limitada modernización en la cúspide del sistema de formación de maestros, pero que está sujeta a un probable viraje que la lleve a reproducir sin alteraciones sustanciales un envejecido esquema de formación, alimentando durante décadas por sus propios productos y en el que predomina una visión uniforme de la práctica docente, escolarizada, transmisora de

información, verbalista y autoritaria. El proyecto gremial de la Universidad Pedagógica está determinado por razonamientos políticos; su esencia está en la elevación profesional y social que se promete masivamente al magisterio y no en propósitos de transformación educativa. La institución, sea en su orientación reformista o en la tradicional, no ofrece una salida a la insatisfacción que existe en sectores amplios de estudiantes y profesores, quienes perciben el carácter estrecho y limitante del modelo escolar al que están sometidos, pero que, encerrados ellos mismos en un estrecho horizonte de conciencia y de conducta posibles, no han podido superar con una alternativa precisa. Sin embargo, la Universidad Pedagógica es ya una realidad irreversible. Ahora la única opción positiva para los sectores democráticos del magisterio y del estudiantado es impulsar su transformación más allá de las funciones conservadoras o modernizantes que atribuyen a la nueva institución los sectores que luchan por su control. Un enfrentamiento de fondo con el problema exigirá someter a la crítica del modelo formativo vigente y el sentido social de la práctica profesional hacia la cual orienta a los educadores, porque de nada sirven las modificaciones que se limitan a la denominación y el orden de las cátedras en el plan de estudios. Toda crítica radical tendrá que partir del reconocimiento del papel que, como agentes de la conformación ideológica y de la reproducción de las jerarquías de clase, esta sociedad impone a la generalidad de los educadores, y de la correspondencia que existe entre esta función y las formas dominantes de la educación del maestro. Tal reconocimiento no será fácil, porque enfrenta a la visión idealista de la vida magisterial –apostolado y siempre acción liberadora- que impregna a la ideología del profesor. A partir de esta crítica –y sólo a partir de ella- se podrán plantear las acciones esenciales para cambiar, así sea parcialmente, para los sectores más avanzados y en un proceso de largo plazo, el modelo vigente para educar al educador. Hay en esta labor ciertas cuestiones que parecen fundamentales: ¿Cómo romper con el enfoque educacionista, que centra en la

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didáctica el diagnóstico y a resolución de los problemas del aprendizaje y cómo generar una formación interdisciplinaria, básicamente social, que permita la compresión amplia de lo educativo? ¿Cómo vincular el aprendizaje teórico con la experiencia vital de la práctica educadora? ¿Cómo desarrollar, en las relaciones pedagógicas y en la organización donde se educa el maestro, forma no autoritaria, único soporte de un ejercicio profesional estimulante, creador, que subvierta las funciones de selección social y de conformación ideológica? ¿Cómo abrir el sistema a modalidades múltiples de práctica educativa, con niños, jóvenes y adultos, escolar y no escolar, para abatir la exclusividad que identifica al educador con el profesor de escuela? ¿Cómo escapar a las normas rígidas de reclutamiento y acreditación escolar, para poder aprovechar y mejorar la labor potencial de los “educadores naturales”? ¿Cómo abatir las barreras que han convertido al sistema de formación de educadores en un gueto cultural y cómo establecer vías para el flujo de gente, ideas, innovaciones con otros sectores educativos aquejados por problemas análogos?

LA EDUCACIÓN SUPERIOR

En ningún sector educativo es tan peligrosa la tentación de generalizar. Las instituciones de enseñanza superior constituyen un conjunto excepcionalmente heterogéneo, en el cual cada sector y a veces cada centro presentan modalidades específicas, derivadas de las relaciones de fuerza y de los procesos que han determinado su evolución en el pasado reciente. Resulta fácil sobrestimar el alcance de lo que sucede en las instituciones mayores de la capital o en aquellas de los estados que han atravesado por momentos llamativos de conflicto o transformación, olvidando a la mayoría de las universidades provincianas o a la red de instituciones técnicas dependientes del gobierno federal. Tal diversidad es sólo parcialmente el resultado de las diferencias jurídicas o de especialización formal que existen entre las instituciones; en lo sustancial es consecuencia de formas particularmente complejas bajo las cuales se combinan y se contradicen, en cada centro, funciones generales de dominación, fuerzas y procesos internos y presiones del exterior. La existencia

de un mayor espacio de conflicto y juego de los factores no puede separarse de la ausencia de un control vertical por parte del Estado, de manera que el ejercito formal y real del poder está sujeto a una serie de mecanismos y mediaciones internas, que permiten la manifestación inmediata de las fuerzas presentes. A mi juicio, la raíz de la política del presente régimen hacia la educación superior se encuentra en su necesidad de regular y orientar el funcionamiento y el desarrollo de instituciones cuya agitada dinámica interior y vinculación viva e inmediata con las fuerzas sociales les permite asumir direcciones propias, que resultan disfuncionales en el sistema de dominación, sea porque se hunden en el anacronismo, la corrupción y la ineficacia, de modo que se tornan inútiles para el Estado y para las clases dominantes, sea porque se convierten en centros de disidencia radical, potencialmente catalizadora de conflictos más amplios. Dos líneas básicas caracterizan a la actual política estatal: la promoción de un proceso de modernización eficientista, que establezca mayor funcionalidad entre las instituciones y las necesidades de la reproducción social, tal como se perciben desde la ideología del bloque dominante, y el desarrollo de mecanismos para prevenir la generación de movimientos de oposición política y para fijar los límite dentro de los cuales puedan manifestarse legítimamente. En las actuales condiciones, el desarrollo de ambas líneas políticas por vías verticales y coactivas representa para el Estado un precio político que no está dispuesto a pagar. La movilización que resultaría de un autoritarismo franco, el consecuente desgaste de la legitimidad de un régimen que en otros terrenos trata de abrir canales a la manifestación de las fuerzas sociales, son riesgos que el poder evitará hasta donde sea posible. Por eso se ha establecido un conjunto de mecanismos indirectos que orienten el desarrollo de las instituciones y se recurre a instancias aparentes de participación y decisión que encubren el intervensionismo estatal.

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Veamos los hechos. Primero la modernización. A medidas de noviembre de 1978 se efectúa en Puebla la XVIII Asamblea de la Asociación Nacional de Universidades e Institutos de Enseñanza Superior (ANUIES). En ella los rectores y directores aprueban prácticamente sin enmiendas un documento denominado “La planeación de la educación superior en México”, preparado por un equipo técnico de la SEP (Subsecretaría de Educación Superior e Investigación Científica) y de la propia Asociación. El proyecto pretende justificarse en una serie de reuniones regionales celebradas en los meses anteriores, pero la realidad es que guarda con ellas muy poca relación. Lo sustancial de este documento no son sus farragosas argumentaciones, escritas en un extraño lenguaje de seudoplanificador, sino la propuesta final de 35 programas de operación para 1979 y 1980, que constituyen la primera fase del así llamado Plan Nacional de Educación Superior. El carácter de los programas y la prioridad asignada después a parte de ellos permiten deducir los principios básicos de la nueva política estatal: 1) Vincular más estrechamente las

instituciones con el aparato productivo para que den “una mejor respuesta a las necesidades del desarrollo nacional”. Esta línea incluye varias etapas: desde el establecimiento de mecanismos de comunicación con los sectores productivos público y privado hasta el sueño dorado del tecnócrata desarrollista – a partir del análisis del proceso económico, acercarse al ajuste cualitativo entre educación y empleo, mediante la elaboración de “perfiles de conocimientos y habilidades para los diversos tipos de actividades profesionales requeridas actualmente” y lograr su correspondencia cuantitativa, formulando “cuadros indicativos regionales y sectoriales de demanda profesional”. Esta refuncionalización se propone para programas ya existentes “haciéndolos más adecuados a las necesidades del País” y para nuevas carreras “acordes con los requerimientos de calidad y tipo de especialización” que planteará el desarrollo regional y nacional.

En este contexto las “necesidades” del desarrollo se entienden como requerimientos de crecimiento económico y de productividad en el sector moderno de la economía. En ningún momento se hace referencia a las necesidades de los grupos sociales mayoritarios, sean de bienestar, de organización o científico-tecnológicas. 2) Estrechamente vinculada con la línea

anterior hay una fuerte insistencia en modificar el proceso de crecimiento de la matrícula, hasta ahora incontrolable y sujeto a las tendencias espontáneas de la demanda social. Aunque no se llega a una política restrictiva general, sí se proponen normas selectivas, que permitan “aplicar el principio de capacidad o competencia académica para los estudios superiores mediante la selección racional y objetiva de los estudiantes, en función de sus conocimientos previos y su aptitud para el estudio”. Ya se sabe lo que esta objetividad significa en términos de clase en una sociedad como la nuestra.

La otra forma de regulación consiste en la canalización de la demanda hacia niveles inferiores a la licenciatura, tanto a estudios postsecundarios, que no son propedéuticos para la universidad, como a “carreras cortas” posbachillerato. La prioridad de este programase expresa en la amplitud de las metas propuestas: crear en lo que resta del sexenio 112 nuevos centros que ofrezcan este tipo de estudios, que en 1982 deberían llegar a atender 250 mil alumnos. Adicionalmente al impulso financiero, se propone apoyar el programa mediante “una campaña de comunicación social tendiente a promover un mayor prestigio social para las carreras del sistema terminal postsecundaria y las cortas posbachillerato”, idea que corresponde a una concepción al mismo tiempo manipuladora e ingenuamente torpe de la orientación vocacional. En el razonamiento oficial, este proyecto no sólo permite desahogar la presión sobre el ingreso a la universidad, a la cual se califica como “explosiva”, sino que cumple otros dos objetivos: crea las agencias para la formación de los cuadros intermedios que supuestamente requiere el crecimiento económico, sobre todo en la perspectiva de

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reactivación apoyada en el auge petrolero, y abre opciones a una acción de largo plazo que separe la enseñanza media superior de la universidad –o cuando menos la reduzca significativamente- absorbiéndola en organismos descentralizados de estructura fuertemente vertical, ya sea propedéuticos (Colegio de Bachilleres) o terminales (Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica). Es clara la intención de segregar a los preparatorianos de los procesos de radicalización ideológica y política que pueden darse en la universidad. 3) Mejorar el funcionamiento de las

instituciones mediante la práctica más sistemática y planeada de la docencia y la adopción de formas técnicas para la asignación y administración de los recursos constituye una tercera línea de modernización. En esta dirección se orientan programas de formación y actualización de profesores, de producción de material didáctico y de fortalecimiento de bibliotecas y centros de documentación. Acciones de este tipo, que pudieran incidir sobre la calidad del trabajo académico, corren sin embargo el riesgo de convertirse, paradójicamente, en formas de tecnificación de los errores. Me refiero a la experiencia de los años recientes, en especial la de formación de profesores universitarios, que ha consistido básicamente en la difusión del enfoque importado de “sistematización de la enseñanza”. Fuertemente conductista en su base epistemológica y en su desarrollo técnico. Los docentes entrenados en este esquema han podido conservar intactos los métodos de trabajo y aun los contenidos informativos, encubriéndolos en la aparente modernidad de programas por objetivos, que en nada cambian la relación pedagógica directiva ni el tipo de aprendizaje que se promueve.

Por otro lado, el Plan pone fuerte acento en la racionalización de la formas de administración interna. Ocho programas se relacionan con el desarrollo de sistemas de organización, planeación, presupuestación y evaluación y con la formación de grupos técnicos en cada institución, especialmente entrenados. Subyace en estas medidas una tendencia a sobreimponer un aparato técnico burocrático a

los órganos participativos de gobierno, cuya función se va reduciendo a la elección formal entre opciones cerradas que se va reduciendo a la elección formal entre opciones cerradas que le plantean los cuerpos técnico, con las que se define a largo plazo la orientación de las instituciones. Para desarrollar las tres líneas de “racionalización”, el régimen no ha recurrido a formas verticales de imposición, sino que e valdrá de mecanismos de planeación inductiva que mediante el financiamiento y otras formas de apoyo facilite y haga atractivas las opciones que corresponden a la política estatal, mientras por otro lado obstaculiza o abandona aquellas que le son contrarias. A finales de 1978 se creó, con la Ley de Coordinación de la Educación Superior, el instrumento legal para realizar esta función inductiva. En efecto, al regular la asignación de recursos, la Ley establece dos tipos de financiamiento, ordinario y específico, que se “determinarán atendiendo a las prioridades nacionales y a la participación de las instituciones en el desarrollo del sistema de educación superior y considerando la planeación institucional y los programas de superación académica y de mejoramiento administrativo, así como el conjunto de gastos de operación previstos”(Art. 23). La disposición da al personal del estado un amplio margen para orientar el desarrollo institucional, porque a él corresponderá definir qué se entiende por “necesidades” y “prioridades nacionales y determinar cuáles son los programas que a ellas se ajustan. Tal posibilidad es aún mayor con el financiamiento específico, sujeto a convenio y a la supervisión del Ejecutivo. El otro instrumento de control encubierto ha sido la ANUIES. El hecho no es nuevo: desde 1970 la Asociación de Universidades dejó de ser un irrelevante club de rectores para convertirse en un de los brazos de a política estatal en educación superior, cuya aparente neutralidad la convirtió en la mano del gato con la cual se lanzaron proyectos que la SEP no quería promover por sí misma (Colegio de Bachilleres, Universidad Metropolitana). Del mismo modo se la manejó como vía para la negociación financiera y como mediadora en conflictos institucionales.

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La dependencia de la ANUIES respecto del Estado, su escasa capacidad para producir iniciativas propias, derivan en primer término de su composición. Frente a 36 universidades públicas y 6 privadas, hay 53 instituciones bajo el control directo de la SEP. Este predominio directo se amplía con el apoyo de la gran mayoría de los rectores universitarios, pues sólo un reducido grupo de ellos ha sido capaz de mantener posiciones independientes. En estas condiciones, la Asociación funciona como instrumento para la orientación corporativa de las instituciones y como cuerpo que, en acuerdos y reuniones, legítima la política gubernamental, al dar apariencia participativa a lo que en realidad es una aparatosa autoconsulta del Estado. La segunda gran línea estatal, controlar y limitar los procesos políticos que se gestan en la universidad, se desarrolla a través de acciones múltiples, que van desde las disposiciones legales de alcance general hasta la represión particularizada y en su realización intervienen no sólo el poder central, sino también fuerzas locales integradas al bloque dominante, cuya actuación adopta con frecuencia tácticas que no coinciden con la estrategia básica del Estado. Creo que pueden distinguirse tres campos en los que actúan la política estatal y las fuerzas locales que de diversos modos se le asocian: 1) La restricción a la acción del sindicalismo universitario. 2) La promoción de formas verticales de gobierno, institucional. 3) El control por grupos adictos de la administración universitaria. Vamos por partes: 1) Para el régimen está superada la etapa de

negación del sindicalismo. Las organizaciones gremiales de trabajadores administrativos y manuales y de personal académico son una realidad que no puede desconocerse. Tampoco se puede proponer para los sindicatos un abierto régimen de excepción, que apelando a la santidad de la universidad les niega derechos laborales elementales, como lo planteaba la sugerencia del apartado C, hecha por Guillermo Soberón, rector de la UNAM. La tendencia ahora es el establecimiento de un régimen en jurídico

precisamente definido que amplía el espacio legal para las reivindicaciones estrictamente económicas, pero que veda la intervención en lo académico y sobre todo la acción política propia o solidaria. Tal es lo esencial de la propuesta de legislación presentada en reunión de la ANUIES en Mérida, en febrero de 1979, y la cual además abre la puerta a la intervención resolutiva del Estado en caso de conflictos prolongados, al colocar a la universidad dentro de la jurisdicción de los tribunales laborales, rompiendo con la noción de la bilateralidad estricta en las relaciones, en la cual tanto han insistido los trabajadores.

Frente a la propuesta estatal, el sindicalismo universitario ha mantenido dos posiciones divergentes: por una parte la corriente dominante, que tiene fuertes vinculaciones con el Partido Comunista, ha rechazado por restrictiva la iniciativa de la ANUES, pero acepta que es necesaria una legislación genérica para normar las relaciones laborales en las instituciones: de lo que se trata entonces es de que las disposiciones de la ley, aunque establezcan el carácter especial del trabajo universitario, garanticen con la mayor amplitud los derechos generales de empleados y profesores. Por otro lado numerosos grupos e izquierda independiente que representan a corrientes sindicales minoritarias, han rechazado toda legislación especial. Sostienen que las relaciones de trabajo en la universidad deben normarse, en el marco de las disposiciones legales generales, por el convenio bilateral entre autoridades y trabajadores, sin ingerencia estatal. Todo régimen especial, afirman, constituirá una regresión respecto a los derechos que ya se ejercen y a los generales que establece la Constitución. A pesar de que la posición del Estado ante la legislación laboral es muy claro, no se puede ahora adelantar cómo se resolverá el asunto. La fuerte reacción sindical ante la propuesta de la ANUIES provocó un aparente repliegue oficial a mediados de marzo de 1979, para abrir una nueva fase de negociación, sobre bases de acuerdo más amplias y sin la urgencia con la que se había planteado la solución del problema.

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Si en el terreno legal el sindicalismo ha tenido que ser reconocido, aún bajo formas restrictivas, la acción cotidiana de las organizaciones sigue enfrentando la oposición de los sectores conservadores en la mayor parte de las universidades y de las fuerzas políticas dominantes. La presión antisindical asume formas diversas: obstáculos a la organización, negación de la representatividad, formación preventiva de sindicatos blancos, violaciones contractuales, hasta llegar a la represión, bajo formas administrativas o con la más violenta agresión. Aun en aquellos centros donde su organización es más firme, los sindicatos tienen que ganar todos los días su reconocimiento como representación activa de los trabajadores. 2) Las nuevas iniciativas del Estado en

educación superior indican en forma inequívoca la decisión de imponer formas autoritarias y verticales de gobierno interno, renunciando a cualquier recurso de legitimación participativa. Para garantizar el orden, se abandona toda veleidad democrática.

Las dos instituciones nacionales creadas por el régimen actual representan variaciones diferentes de un modelo autoritario. En la primer, la Universidad Pedagógica, el secretario de educación asume el poder de las decisiones básicas: establecer las modalidades académicas y organizativas de la institución y nombrar y remover libremente al rector, quien a su vez es un funcionario fuerte, con capacidad para administrar sin consulta y para designar al personal académico y de apoyo. Por debajo de él existen un consejo académico débil, prácticamente consultivo, con una participación minoritaria de profesores y estudiantes y un consejo técnico integrado exclusivamente por funcionarios de la Universidad. Como se ve, el esquema bloquea casi totalmente la intervención de la comunidad en el gobierno y la organización académica y la somete al arbitrio de funcionarios directamente dependientes del Ejecutivo. La otra novedad, el Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica, representa una solución aún más radical. Está gobernado por una junta directiva, designada por el

secretario de Educación, y por el director general, nombrado y removido por el presidente de la República. Para asesorar a la junta, se crea un consejo consultivo “integrado por representantes connotados de los sectores de actividades profesionales, sociales y económicas del país”. Que yo sepa, se trata del primer intento exitoso de abrir las puertas del gobierno de una institución de educación superior a la representación de las “fuerzas vivas”, para que vigile y oriente la adecuación entre la escuela y as demandas del aparato productivo. Esta medida se repite en los planteles del Colegio, en donde funcionará un consejo “como mecanismo mixto que permita la participación de a comunidad y de los sectores productivos”. En el esquema, ni se señala ninguna forma de participación del personal académico, de estudiantes o de trabajadores; lo que se establece es un agresivo instrumento de poder tecnocrático y de integración corporativa con los sectores sociales dominantes. Sabemos por experiencias repetidas que la existencia de formas participativas de gobierno universitario no garantiza por sí misma ni la representatividad ni la vida democrática interna, que dependen del desarrollo y la organización de las fuerzas progresistas. Sin embargo, se requiere de un esquema legal para influir sobre la orientación de las instituciones; sin él, las presiones renovadoras caen fácilmente en la discontinuidad o en un ilegalidad que permite descalificarlas y reprimirlas. El caso de los Institutos Tecnológicos Regionales ejemplifica esta situación; en ellos el atraso político, la aceptación de reformas impuestas y el enorme autoritarismo en las relaciones sólo se explica, entre otros factores, porque están sometidos a un sistema de poder burocrático centralizado y vertical, que elimina toda instancia de participación de la comunidad en su propio gobierno. 3) Mantener la administración de las

universidades autónomas bajo el control de elementos “seguros” ha sido una vieja tendencia del Estado y de las fuerzas Políticas dominantes, especialmente marcada desde mediados del sexenio Echeverría, cuando la gestión independiente de González Casanova en la

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UNAM mostró los riesgos que para poder él representa una autonomía realmente ejercida y, por contrapartida, indicó las ventajas del control preventivo de la vida institucional. Esta posibilidad de control es realizable porque en la educación superior se ha estado desarrollando, durante la pasada década, un nuevo sector político-administrativo, más profesional”, que encuentra en las instituciones un importante centro de poder y que está en condiciones de aliarse con el Estado y con las fuerzas locales en torno a una política de estabilización.

Como resultado del crecimiento de las universidades, de la multiplicación de sus recursos y de la complejización de su organización, así como de la aceleración de la dinámica del conflicto, fruto de contradicciones cada vez más agudas en el interior de la universidad y en sus relaciones con el exterior, el antiguo tipo de autoridad –el notable de la localidad que utiliza mecanismos de gobierno casi domésticos- se vuelve ineficaz e inadecuado. Se crean las condiciones para que en muchos centro de estudio se haga necesaria y se fortalezca una nueva burocracia, capaz de aplicar formas más sofisticadas de administración y de utilizar, según se requiera, instrumentos de control que van de la cooptación a la represión. Se genera una tendencia a la formación de camarillas, a la asignación de puestos en razón de lealtades políticas, a la manipulación de las bases, al patrocinio de grupos de choque, al ejercicio frecuente de la represión administrativa. Este proceso ha conducido a algunas universidades a un profundo deterioro académico y a un clima de corrupción generalizada, que no se ven como problema en tanto se mantenga el orden. Como garantía de paz interna y fuertemente vinculada a fuerzas locales dominantes, esta nueva burocracia ha podido negociar ventajosamente el apoyo financiero de los gobiernos estatales y de la Federación, lo que ha contribuido a consolidar su poder.

CONSIDERACIONES FINALES Las políticas de modernización y control antes descritas configuran todo un modelo para

reformular las funciones reproductoras de la universidad mexicana y para disolver la “irracionalidades” que presenta ante el sistema de dominación y el aparato productivo. La aplicación del modelo, como se dijo antes, no será homogénea. Se avanzará más en aquellas instituciones sometidas al control vertical de Estado y en las cuales la disidencia ha sido suprimida, como los ITR. Ciertas universidades dominadas por burocracias tecnocráticas asimilarán los medios modernizantes, pero en la mayor parte de ellas la inercia del tradicionalismo opondrá una fuerte resistencia al cambio. No tendría sentido, sin embargo, oponerse al reformismo estatal en defensa de una universidad cuyas formas tradiciones de acción están históricamente superadas y que ha sido un instrumento de reproducción social, de un más primitivo y espontáneo que el que ahora se propone. Lo necesario es desarrollar un proyecto de transformación de la universidad que desborde el marco de la pura modernización y que, definido ahora como democrático y popular, se ubique en el largo plazo en la perspectiva del socialismo. Una primera reflexión es necesaria, ¿Tienen los sectores democráticos de la universidad la capacidad y la voluntad política para cumplir esta tarea? Está por hacerse un análisis profundo de la naturaleza y de las acciones de lo que tan vagamente se califica como izquierda universitaria. Sin embargo, la comprobación de la experiencia más común y una mínima autocrítica obligan a reconocer que se tendrán que superar rasgos profundos y persistentes en la acción política de las fuerzas de izquierda, para que existan la precondiciones que generan alternativas al proyecto estatal. Tales rasgos, que apenas en los últimos tiempos se discuten, provienen de las condiciones de clase y de la formación de la mayor parte de quienes integran la izquierda universitaria, pero en modo más determinante de las características con las que se da la vida política en el país. Surgidos predominantemente de los estratos medios, radicalizados a partir de la teoría, los estudiantes y profesores disidentes encontraron cerradas las vías para una acción política extensa, organizada legítima en la

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vida social, como lo mostró brutalmente la represión de 68, la más grave entre otras muchas, antes y después. La universidad quedó como único espacio viable de lucha y a su interior se trasladaron a temática, los problemas ideológicos y las formas de organización que sólo podían desenvolverse en forma plena insertas en la lucha social. Cierto, la universidad se politizó y eso la hizo romper con la estrechez de una tradición de movilizaciones sin perspectiva; lo grave fue, en el proceso, lo político se volvió academicista. Imposibilitados de una práctica social que valida y vivifica el desarrollo teórico y lo descarga de adherencias caprichosas, la izquierda se sobreideologizó. La confrontación arbitraria de ideas contra ideas era la única praxis accesible y el sectarismo escolástico fue u consecuencia inevitable. Era paradójico que mientras en algunos centros de la universidad la investigación hacía avanzar profundamente el conocimiento sociológico, el razonamiento político de uso común se empobreciera, que se desarrolla como exceso verbal, expresión gratificante del lugar común, radicalismo retórico como contrapartida de la inmovilidad. El proceso, difícilmente evitable, tuvo otra consecuencia. Mientras se debatía sobre cuestiones irresolubles en el interior de la universidad, se perdía de vista lo que sí se podía hacer con ella. El trabajo académico renovador fue despreciado, considerando como pequeño reformismo ante el radicalismo de las posiciones fantasiosas que se adoptaban en el debate. Se dieron casos en los que medidas de reforma impulsadas por autoridades democráticas fueron denunciadas como acciones “pequeño burguesas” y abandonadas a la presión de los sectores conservadores. Por efectos de crecimiento de la población, el modelo escolar convencional estaba en crisis y en muchos centros de hundía la calidad del trabajo académico. Sin embargo, cuando los sectores de izquierda tenían fuerza y llegaban a plantearse el tema de la reforma, el problema central se aludía y las modificaciones se orientaban por otras direcciones: o se las planteaba como ajustes formales de los usos que, por analogía simplista, representaban las formas más visibles del autoritarismo social (eliminación de la lista, calificación global, supresión

aparente de las relaciones jerárquicas) o se alteraban los esquemas del contenido informativo sin que cambiaran la relación con el saber, la vinculación de la teoría y la práctica, las formas de aprendizaje (introducción de la dialéctica materialista como asignatura o de clásicos del maxismo como libro de texto). De esta situación la izquierda universitaria ha empezado a salir en los últimos años. Despacio, irregularmente, con el riego de retroceso que alimenta del carácter de su propia base social, intenta romper el aislamiento y vincularse con fuerzas que coinciden en lo básico. Va quedando claro para los sectores más avanzados que sin rigor y sin práctica la teoría no puede avanzar, que nada puede esperarse del interminable monólogo de una ideología enclaustrada. Se reconoce que, con una perspectiva unificada del trabajo político, hay sin embargo que deslindar los campos de lo que hay que hacer en la lucha partidaria y lo que coherentemente se debe y se puede hacer en el ámbito de la universidad. A pesar de estos avances, se está lejos todavía de una alternativa universitaria de izquierda. Los planteos recientes de los sindicatos universitarios (no a las restricciones sindicales, financiamiento estatal no condicionado, etc.) representan posiciones de defensa, in objetables, pero insuficientes para generar una línea propia en el trabajo académico. Apenas unos cuantos proyectos aislados apuntan hacia la renovación profunda de la educación superior. En esencia, el lema de una universidad democrática, crítica y popular sigue sin traducción a formas concretas de acción. Ahí donde la izquierda tiene fuerza y organización, la necesidad de una línea de política académica es particularmente urgente. No se puede asistir pasivamente al hundimiento de la universidad convencional, desbordada por el crecimiento, agotada ante demandas que su vieja estructura no puede atender. Tampoco sería congruente renunciar a toda iniciativa y adoptar una posición puramente reactiva ante la modernización impuesta por la tecnocracia política. Hay lugares donde existen las condiciones adecuadas para generar y sostener proyectos

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de transformación y sería lamentable que, por inmediatismo, por una miope subestimación de lo académico se desaprovecharan las coyunturas favorables. No se trata de caer en ciertas utopías voluntaristas, que pretenden construir en la universidad una comunidad ideal, por encima de las limitaciones y condicionamientos que impone la sociedad. Los reformadores tendrán que aceptar que, en el interior de una universidad que actúa como instrumento de reproducción social, la renovación democrática coexistirá contradictoriamente con esquemas y acciones conservadoras. Por otra parte, el alcance de las reformas estará en cada caso sujeto al poder real que las fuerzas de izquierda tengan para sustentarlo. Exceder este margen, plantearse metas que están más allá de la capacidad política efectiva, equivale a liquidar por provocación toda posibilidad de cambio. Serán las condiciones de cada centro de estudios y las relaciones de fuerza que se presenten en ellos, las que definan lo que se puede transformar, cómo hacerlo y hasta dónde llegar. Sin embargo, hay ciertas cuestiones centrales que ningún programa radical podrá eludir. 1) La orientación social de las profesiones.

Las formas dominantes del currículum anticipan y definen un tipo de práctica profesional que es usada como inversión y como consumo sólo por ciertos sectores sociales. Será necesaria desarrollar alternativas de formación que presentan otro tipo de práctica, vinculada a las necesidades básicas de los grupos mayoritarios. El problema radica en que estas necesidades no se manifiestan como demandas en le mercado del empleo, no generan puestos bien remunerados. El estudiante que se oriente reflexivamente hacia una práctica profesional “popular” está renunciando a las posibilidades de beneficio material que produce la universidad, como lugar en el que se valoriza la fuerza de trabajo.

2) La calidad científica del aprendizaje. El

enfoque tradicional resuelve por sí mismo y en sus propios términos el problema de la calidad: se trata de aprender bien un saber ya definido y de aplicarlo en condiciones también definidas y conforme

a normas preestablecidas. Una perspectiva renovadora plantea problemas mucho más complejos: exige rigor y precisión, y al mismo tiempo imaginación y destreza en el uso de los métodos. Por necesidad de integración desborda los límites de una disciplina. Requiere continuamente de la confrontación entre lo teórico y la realidad inmediata. Desarrollar formas de aprendizaje con estas orientaciones es una tarea por cumplir, que encuentra su mayor obstáculo en las salidas fáciles que sustituyen sólo contenidos y que consumen a nuevas formas de verbalismo y razonamiento mecanizado.

3) El desarrollo de formas participativas. La existencia de mecanismos formales de gestión colectiva (asambleas, consejos) y de organizaciones de base (sindicatos, asociaciones) apenas constituye la precondición para la participación real de los grupos comprometidos en proyectos de renovación. Falta todavía avanzar en la creación de formas de trabajo conjunto, de reflexión sistemática, que le den un contenido firme a la discusión en los órganos participativos. Es muy fácil que los mecanismos democráticos se vacíen, pierdan su significado, a veces porque caen en el asambleísmo más trivial, a veces porque desde la dirección de las organizaciones se promueven formas de sustituismo que marginan a las mayorías del proceso político-académico. Se sabe que desarrollar y sostener vías auténticas de autogestión es una labor lenta y con frecuencia frustrante; sin embargo, constituye la única manera de extender y profundizar las bases de apoyo de la renovación, que de otra manera estaría sujeta a los más leves cambios en las condiciones políticas de la institución.