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ARQUITECTURA Y RESTAURACIÓN DE MONUMENTOS
por fosé VILLAGRÁN GARCÍA
Parte primera
El título de "Arquitectura y restauración de monumentos" representa un tema demasiado amplio para encabezar las pláticas que iniciamos; de hecho nuestro propósito es alcanzar o a lo menos, modestamente perseguir, al través de lo que contemplaremos conjuntamente, un criterio dinámico que nos lleve a comprender mejor el sentido que actualmente se asigna, o cabe asignar, a la restauración de monumentos arquitectónicos; criterio que lo mismo pueda conducir a juzgar, que a hacer. Sin lugar a dudas en todo arquitecto que se enfrenta con la restauración de un monumento, sea como autor o como sencillo crítico, surgen ideas de singular interés que, al situarse en el plano de la controversia, justifican el propósito que anima nuestras reflexiones. La arquitectura como arte creador erige los monumentos que, al ser dañados por las inclemencias del tiempo y por las contingencias históricas que el hombre mismo causa, constituyen el motivo y objeto de la actividad que se encarga de restaurarlos. Por ello, en todo monumento que se restaura concurren dos arquitectos, uno que fue su autor y otro que es su restaurador; ambos, a mi juicio, son creadores; pero ambos proceden en cierto modo a la inversa. El autor del monumento lo creó partiendo de un programa, y como creación que es, según dice Malraux en Las voces del silencio, en su origen es lucha entre dos formas, una en potencia y otra imitada; en tanto que al restaurarlo también luchan dos formas, sólo que una existe ya dada o yacente y su oponente es la imprecisamente anidada en el fondo de la conciencia, permítaseme llamarla 'imaginativa". Este enfoque en sentidos inversos genera una serie de conflictos que exigen clarificarse y resolverse en el plano de
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las ideas, en una verdadera teoría de la actividad restauradora en parangón con la de nuestra actividad mater, la del Arte arquitectónica. Es claro que en el curso de estas pláticas no pretenderemos exponer una teoría cabal de la restauración; ni el tiempo de que dispondremos, ni la extensión de materia tan actual y, sobre todo, tan escasamente explorada, ni mi personal preparación lo permitirían; pero sí intentaremos, como se deja dicho, una mera persecución de criterio que, por elemental que sea, resulte sustancial y al fin represente portillo de acceso a mayores y más profundas incursiones por el tema.
Para subrayar la necesidad que concedemos a este meditar sobre la esencia de la restauración de monumentos, baste contemplar los conflictos que actualmente presentan los monumentos antiguos que se encuentran en uso; templos que funcionan ahora como bibliotecas o museos; antiguos conventos convertidos en escuelas o en oficinas públicas o templos que, funcionando aún, exigen adaptarse a las nuevas directivas litúrgicas católicas. El arquitecto que restaura o que adapta se plantea el problema de respetar el nuevo programa de funcionamiento ante el de conservar las disposiciones y formas del monumento o el de agregar partes indispensables, frente a la decisión de mantener en su estado original una obra que, sin embargo, ya no responde al nuevo destino, a la economía de hoy y a las nuevas exigencias del gusto. Ante las ruinas, se plantean no menos problemas de criterio y de acción que son de interés: ¿se conserva la ruina para salvarla de mayor destrucción, o se reconstruyen aspectos que en el plano turístico representan atractiva fuente de ingresos para una nación? En las ciudades que han conservado parte de su tradición secular, se presentan quizá mayores problemas, véase si no, lo que está aconteciendo con la actual fiebre de restauraciones urbanas, cuya justipreciación está dando lugar a controversias de diversas tonalidades; pues en estas restauraciones campean desde criterios ilustrados y sólidos hasta las más inconsistentes mixtificaciones carentes de los más elementales conocimientos en materia de arquitectura, historia y, lo que es tanto o más sensible, del indispensable gusto educado; pues hasta como simples decoraciones escenográficas son de mal gusto, inhábiles y amaneradas. Estos y tantos otros casos representan, en suma, una serie de conflictos que debe resolver el criterio del arquitecto restaurador y, para cimentar este criterio, se hace indispensable empezar por el tema fundamental de definir de modo sustancial y categórico lo que se entienda actualmente por restaurar un monumento. De una definición de este tipo surgirán necesariamente corolarios que resolverán sendos nuevos problemas y darán respuesta a interesantes
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preguntas, como las que al través de nuestra excursión irán aflorando a la superficie de nuestras observaciones. Entre éstas, una resulta desde luego de particular importancia por formularse como primera objeción a nuestro intento de alcanzar una definición constructiva; ¿es posible, en su autenticidad más absoluta, restaurar un monumento ? Como puede colegirse, sólo una definición sustancial podrá esgrimirse ante semejante pregunta.
La actividad restauradora de monumentos es relativamente joven; data como tal del primer tercio del pasado siglo Xix. La arquitectura, por lo contrario, hunde sus orígenes en los más remotos tiempos: nace a la par con las culturas ancestrales de que procedemos. Eli Faure afirma, con acierto, que la arquitectura está presente en el nacimiento y en la muerte de toda civilización; y hace milenios que surgió la primera. Esta disparidad de antigüedades no impide, sin embargo, llevar de la mano en nuestro caso a la milenaria creadora de monumentos con la joven restauradora de muchos de ellos, pero obviamente el método que en el terreno de la teoría del arte hemos experimentado con óptimos resultados para perseguir el concepto esencial o categórico de arquitectura, aplicado a la actividad del restaurar, tendrá igual vigencia; pero sus resultados no podrán presentar la consistencia a que conduce lo milenario, ya que el acopio multisecular de ideas, opiniones y, sobre todo, de innumerables obras arquitectónicas al través de las más dispares culturas y los más disímbolos lugares geográficos, suministra al investigador un acerbo potente y sólido sobre qué apoyar sus conclusiones acerca de la sustancia de arquitectura. A diferencia, en el caso de la restauración, existe, es claro, un acerbo, sólo que en volumen y variedad que por ahora resulta exiguo. Así y todo, de esta incursión podrá surgir una idea tan actual y joven como la actividad cuya esencia intentamos aprehender.
El método a que nos hemos referido es el instaurado por Dilthey en su Esencia de la filosofía, que consiste en perseguir los contenidos universales que campeen en todo sistema que se califique dentro de nuestra cultura como filosofía. Textualmente dice: "Lo primero que debemos intentar es descubrir un contenido objetivo común en todos aquellos sistemas a la vista de los cuales se forma la representación de la filosofía" (Hes-sen. Teoría del conocimiento. Austral, p. 11). Tratándose de arquitectura, hemos aplicado el método histórico partiendo de la etimología de la palabra misma, que bien poco dice, pero ilustra y seguido con las ideas históricas que hereda nuestra cultura acerca de nuestra actividad, para enfrentarse al fin con la más productiva fase del método, la de perseguir
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en las obras históricas, calificadas como arquitectónicas por nuestra cultura occidental, los contenidos objetivos y universales, que necesariamente conducen a una concepción igualmente objetiva y universal de arquitectura. En nuestro actual tema, el de la restauración, habremos de seguir una secuela idéntica, interrogaremos primero el sentido etimológico de la palabra, seguiremos después con las ideas más significativas expuestas por restauradores y por críticos acerca de la actividad restauradora y perseguiremos, al fin, en algunas obras de restauración que se nos dan como típicas, los dichos contenidos objetivos, aunque, como lo anticipábamos, la edad tan joven de la actividad proporcionará a nuestras conclusiones una consistencia que carecerá de la reciedumbre que en el plano de la Teoría del arte puede alcanzarse. Algo nos será dado conquistar; un concepto que, inclusive el mismo de pluralidad direccional que fuere, al fin sería lo que por ahora puede obtenerse, sin dejar de aceptar en ningún momento su posible evolución en el tiempo y a corto plazo. ¿No es acaso este carácter de indecisión el que nos envuelve por doquier y da la policromía a nuestro crucial momento histórico?
Esta primera plática se ocupará de los tres pasos que venimos de enumerar. Las siguientes, de las conclusiones y sus corolarios.
La palabra restaurar procede de dos raíces latinas: del prefijo "re" que se aplica para expresar volver a ser, a estar o a hacer, como en resurgir, rehacer o reponer, y del verbo "staurare" que según he podido averiguar, no sin dificultad, parece referirse a algo parecido a fortalecer o a erguirse, aunque también se aplica en sustantivo a designar una empalizada o cerca que auxilia a fortificar un recinto o a fortalecer algo que sustenta. La dificultad surge, según asienta Viollet-le-Duc, de que esta palabra es un neologismo y, por tanto, ignorado por la lengua latina clásica; creado además, mucho antes de aplicarse a los monumentos y a las obras de arte antiguo en general. En la historia se han denominado algunos períodos "de la Restauración", como el del reinado de Carlos II de Inglaterra en 1660, para indicar que en ellos un gobierno vuelve al poder o reafirma su menguada autoridad. Aplicada a los monumentos, clara y habitual-mente significa devolver a un monumento su estado original perdido, independientemente de la causa que haya motivado esta pérdida. Etimológicamente supone el "restaurare" latino volver a estar erecto, recuperar la fuerza o la fortaleza perdida. Como acontece tratándose de actividades complejas, la connotación del vocablo rebasa en mucho su estricta etimología. Un ilustre humanista contemporáneo —Erich Kahler—, dice respecto a la significación de los vocablos: "el lenguaje humano con-
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tiene más de lo que es comprendido por análisis gramaticales, lógico-lingüísticos y hasta puramente estilísticos; . . . está cargado de elementos emocionales, contemplativos e intercomunicativos, de elementos dinámicos y evolutivos, que fácilmente escapan a una consideración formal" (Kahler, UNAM, 1965). Por ello pasaremos al segundo estadio de nuestra incursión. Persigamos ahora contenidos objetivos en algunas de las tesis expuestas al través del tiempo histórico por destacados restauradores, arquitectos, críticos o simplemente pensadores; sólo que, para hacer posible nuestro estudio dentro de la extensión que impone una plática de tipo panorámico como ésta y las que deben complementarla, nos concentraremos en tres opiniones que, cual jalones históricos, nos proporcionarán las ideas u orientaciones que han normado la actividad restauradora de los monumentos a partir de su advenimiento en el primer tercio del siglo xix y hasta el momento que estamos viviendo. La primera tesis definitoria será la sustentada y representada por Viollet-le-Duc, quien la publica en su Diccionario razonado de la arquitectura francesa de los siglos ix a xvi, el año de 1866, y la objetiva en su práctica con otros muchos, como arquitecto restaurador, desde el citado primer tercio del pasado siglo. La tomamos como la más autorizada versión de una tendencia: la denominada "arquitectónica". La segunda tesis corresponde al grupo "arqueológico-histórico", que encuentra un expositor brillante en el inglés John Ruskín. La incluye en su bien conocida y afamada obra Las siete lámparas de la arquitectura, que vio la luz en 1849. La tercera es la contenida en la denominada Catta internacional de la restauración, redactada y aprobada en Venecia en mayo de 1964, a raíz del II Congreso Internacional de Arquitectos y Técnicos de Monumentos Históricos.
Bien conocida es la personalidad de Viollet-le-Duc como arquitecto, como investigador, como teorizante del arte, en particular de la arquitectura y como activísimo restaurador e infatigable escritor y crítico. En su citado y erudito Diccionario razonado expone la tesis que con tantos otros vivió en sus importantes obras de restauración, en las que con apasionamiento y entusiasmo llegó a sentir y a pensar que operaba como lo hubiesen hecho, de vivir entonces, los autores mismos de los monumentos góticos que restauraba, complementaba o aun corregía en sus partes reformadas en otros tiempos. Esta tesis representa la doctrina seguida en buena parte del siglo xix y hasta en nuestros días y en nuestro medio, independientemente de que, quienes la sustentaron o la sustentan de hecho, ignoren que Viollet la expuso seguramente más como obviamente razonable que como si él la hubiese estructurado o inclusive creado. Por esta
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circunstancia, a mi juicio, reviste particular interés exponerla aquí de preferencia, con algunas citas originales trasladadas con la máxima y posible fidelidad al castellano. Al referirse en su Diccionario a restaurar, dice: "La palabra y la cosa —o sea la actividad a que se aplica— son modernas. Restaurar un edificio no es conservarlo, repararlo o rehacerlo; es restablecerlo en un estado tan completo como jamás pudo haber existido en un momento dado. No ha sido sino a partir del segundo cuarto de nuestro siglo —se refiere al xix— cuando se ha intentado restaurar edificios de otras edades y no sabemos que hasta hoy se haya definido con claridad la restauración arquitectónica. Puede ser oportuno darse exacta cuenta de lo que se entiende o debe entenderse por una restauración, pues parecen haberse deslizado numerosas equivocaciones acerca del sentido que se le asigna o debe asignarse a esta operación. Hemos dicho que la palabra y su objeto son modernos porque, en efecto, ninguna civilización, ningún pueblo, en los tiempos transcurridos hasta hoy, ha entendido restaurar como lo comprendemos ahora".
En Europa esta orientación, como se dice, fue la fundamentalmente seguida en las numerosas restauraciones que se llevaron al cabo durante la pasada y anterior centuria al influjo del fervor que estimularon el espíritu nacionalista de los nuevos estados europeos, la naciente historia del arte y el auge que alcanzaron las exploraciones y los descubrimientos arqueológicos en todos los continentes. La tesis asienta inequívocamente que restaurar no es conservar, reparar o rehacer un monumento sino restablecer un estado tan completo como jamás pudo existir en un momento dado. Esta definición preconiza, como meta de la restauración arquitectónica, ese estado completo cuya interpretación deja abierta ancha puerta a la imaginación y también al capricho del arquitecto que restaura. Hay que pasar por alto la incongruencia que significa lo que dice de restablecer o sea volver a establecer un estado que nunca pudo existir, para concentrar la atención en la línea de acción a que conduce y ha conducido: el arquitecto, basado en estudios arqueológicos, en los datos yacentes y positivos en el monumento existente y en personales investigaciones, imagina, crea en último análisis ese estado "completo", que nunca podrá comprobarse desde el momento que no se intenta alcanzar el estado que tuvo el monumento cuando fue concluido, sino otro inexistente que un arquitecto del tiempo en que se restaura, imagine como "estado ideal y completo". De hecho, aun en los casos en que el restaurador arquitecto ponga todo su fervor, respeto y acuciosidad en los datos e investigaciones que haya realizado, no cabe duda de que obtendrá al fin sólo un fruto
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de su personal estro creador, ya que con iguales informaciones, otro restaurador produciría algo necesariamente diferente y, en muchos casos, hasta divergente. Los ejemplos podrían mostrar la abundancia de casos. Véanse si no las torres de la catedral de Colonia y los estudios serios y con base histórica de Macody Lund, para confirmar lo asentado. ¿Quién que haya visitado, por ejemplo, las ruinas de Pompeya en diferentes épocas, antes y después de la última conflagración europea, no se ha maravillado de ver restauradas de distinta manera algunas casas que fueron muy señaladas por las historias del arte y las reproducciones fotográficas ? Y esto sólo por mencionar un caso, que pueden agregarse muchísimos más y en diversos lugares de Europa y de América, para comprobar Ja individualidad creativa a que sin remedio conduce restaurar, persiguiendo "el estado completo jamás existente" antes de la restauración, que preconiza la tesis de Viollet. Reservemos para más adelante mayores consideraciones respecto a esta importante interpretación de la restauración arquitectónica, como la denomina Viollet, y sigamos con la segunda que hemos seleccionado, la expuesta, como se dijo, por el escritor inglés John Ruskin, cuyas ideas alcanzaron notable ascendiente entre arquitectos y críticos durante la segunda mitad del siglo pasado y hasta las primeras decenas del presente; no tan sólo en lo que se refiere a nuestro tema de la restauración, sino también y sobre todo, en los aspectos vitales que estudia de modo tan atractivamente poético en sus más renombradas obras: las citadas Siete lámparas de la arquitectura y las Piedras de Vene-da. Representa así una tesis a que se adhiere viviéndola y a semejanza con la representada por Viollet, se ha sustentado y se sustenta ignorando, quienes la ponen en práctica en sus trabajos, si fue Ruskin, u otro, su connotado y romántico expositor quien le dio amplia entrada a multitud de círculos y escuelas. Por su amplísima difusión y popularidad se aproximan las tesis de Viollet y de Ruskin; mas en punto a ideas la una es la antítesis de la otra.
Cabe, sin embargo, hacer notar que las fechas de publicación de la obra de Ruskin, 1849, y del Diccionario de Viollet, 1866, inducen a confusión, si no se tiene en cuenta que con años de antelación a esta última, Viollet y otros muchos llevaron al cabo importantes restauraciones dentro de esta doctrina y probablemente hasta publicaron artículos en periódicos o revistas —esto no lo he comprobado aún—, siguiendo la línea del "estado completo". Lo importante para nuestro propósito es la postura de Ruskin y quienes la adoptaron, que si es o no posterior a la representada por Viollet y sustentantes, de todos modos sostiene una tesis contraria.
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En la sexta lámpara que debe iluminar al arquitecto creador y que alumbra las grandes obras del pasado, a la que poéticamente denominamos lámpara del recuerdo, expone Ruskin dos grandes deberes hacia la arquitectura de una nación, "a los que es imposible negar gran importancia. El primero: hacer histórica la arquitectura de una época; y el segundo: conservarla como la más preciada de sus herencias: la de los siglos pasados, y tercero, cuando toma el recuerdo la primera de estas rutas, es cuando puede llamarse verdaderamente la sexta lámpara de la arquitectura" (Ruskin, El Ateneo, Buenos Aires, 1956, p. 236). Más adelante (p. 256) agrega: "No entra en mi plan actual tratar extensamente el segundo deber, el de la conservación de la arquitectura que poseemos. Mas, se me permitirá decir algunas palabras, necesarias sobre todo en nuestra época. El verdadero sentido de la palabra restauración no lo comprende el público ni los que tienen el cuidado de velar por nuestros monumentos públicos. Significa la destrucción más completa que pueda sufrir un edificio, destrucción de la que no podrá salvarse la menor parcela, destrucción acompañada de una falsa descripción del monumento destruido... es imposible, tan imposible como resucitar a los muertos, restaurar lo que fue grande y bello en arquitectura. El alma, que . . .constituye la vida del conjunto, que sólo pueden infundir las manos y los ojos del artífice, jamás puede restituirse. Otra época podrá darle otra alma, mas esto será hacer un nuevo edificio. No podrá evocarse el espíritu del artista muerto para que anime otras manos, otro pensamiento. En cuanto a la pura imitación, es materialmente imposible lograrla.
"El primer resultado de una restauración (ya lo hice notar al referirme al Baptisterio de Pisa, a la Cá d'Oro de Venecia o a la catedral de Lisieux) es reducir a la nada el trabajo antiguo. El segundo, es presentar la copia más vil y despreciable, o cuando más, por cuidadosa y trabajada que esté, una imitación fría, modelo de las partes que se pudieron modelar con añadidos hipotéticos. Mi experiencia no me ha suministrado sino un ejemplo: el Palacio de Justicia de Rouen, en el que el grado de fidelidad mayor posible fue realizado o intentado.
"No hablemos, pues, de restauración. La cosa en sí no es, en suma, más que un engaño".
Tras de tan resuelta condenación, agrega: " . . . l a restauración puede llegar a ser una necesidad. De acuerdo. Encarad la necesidad y aceptadla, destruid el edificio, arrojad sus piedras al rincón más apartado y reha-cedlas de lascas o mortero a vuestra elección, mas hacedlas honradamente, no las reemplacéis por una mentira. El principio de los tiempos
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modernos ...—consiste en primero descuidar los edificios para después restaurarlos. Vigilad un viejo edificio... más vale una muleta que la pérdida de un miembro; y una generación nacerá y desaparecerá todavía a la sombra de sus muros. Sonará al fin su última hora; dejadla sonar abierta y francamente; que ninguna institución deshonrosa y falsa venga a privarla de los honores fúnebres del recuerdo.
" . . .me es preciso expresar la siguiente verdad: la conservación de los monumentos del pasado no es simple cuestión de conveniencia o de sentimiento. No tenemos el derecho de tocarlos. No nos pertenecen. Pertenecen en parte a quienes los construyeron, y en parte a las generaciones que han de venir detrás. Los muertos tienen aún derecho sobre e l los . . . " Por las cuantas citas tomadas de la versión argentina de El Ateneo, que difícilmente traslada al castellano un lenguaje más poético que científico, puede colegirse que Ruskin, con quienes siguen esta orientación, prefiere la conservación de los monumentos y condena como "engaño" toda restauración o reconstrucción. Debe hacerse notar que acepta el esfuerzo franco y actual, la muleta como dice, antes que la mentira que intente reconstruir y suplantar lo que el tiempo ha consumido. "No os preocupéis por la fealdad del recurso —vuelvo a citar su palabra— haced esto con ternura, con respeto, con vigilancia incesante..."
Indudablemente, esta tesis se coloca en el extremo opuesto que ocupa la representada por Viollet y quienes han seguido y siguen la teoría del "estado completo". Reservemos los comentarios para nuestro siguiente capítulo, al glosar lo cosechado, que nos permitirá establecer las conclusiones definitorias tras de que nos hemos lanzado.
Consideremos ahora la tercera de las tesis que hemos seleccionado, la contenida en la Carta internacional de la restauración, de 1964 que, como se dijo anteriormente, representa el pensamiento de mayor autoridad y, presumiblemente, aceptación actual, toda vez que esta declaración de principios ha sido suscrita por representantes de trece naciones, por la UNESCO y por el Centro Internacional de Estudio para la Conservación y la Restauración de los Bienes Culturales, y como prolongación de la bien conocida e invocada Carta de Atenas. El documento se desenvuelve en quince artículos, que representan de modo resumido la doctrina que sustenta.
Define su primer artículo la noción de monumento diciendo: "no solamente comprende la creación arquitectónica aislada, sino el cuadro en donde está insertada". Y establece la inseparable unión entre monumento, sitio e historia que testifican; y algo de mucho interés: reconoce valor
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monumental a las obras modestas que con el tiempo han adquirido significación cultural y humana.
En el segundo y tercer artículos declara que la conservación y la restauración constituyen una disciplina que reclama la contribución de otras técnicas y ciencias en su tarea de estudiar y salvaguardar el patrimonio monumental, que comprende las obras de arte y los testigos de historia.
Los artículos cuarto al sexto, aceptan la asignación de los monumentos a funciones útiles actuales, siempre que no alteren su distribución ni su decoración al adaptarlos a nuevos usos. Se establece como base de toda conservación su permanente mantenimiento, inclusive empleando métodos actuales de consolidación y conservación "de garantizada y experimentada eficacia".
En el séptimo artículo se define propiamente la restauración, diciendo: "es una operación que debe tener un carácter excepcional. Debe dirigirse a conservar y a revelar el valor estético e histórico del monumento. Se apoya en el respeto a la sustancia antigua —seguramente se refiere a la materia prima original— o a documentos auténticos, y termina donde comience la hipótesis. Más allá, todo trabajo de complemento, reconocido como indispensable, depende de la composición arquitectónica y llevará la marca de nuestro tiempo". En el siguiente artículo estipula que todo elemento que sustituya a otro desaparecido o dañado debe armonizarse con el conjunto pero diferenciarse de las partes originales a fin de no falsificar el documento auténtico de arte e historia.
En el noveno párrafo se declara un principio básico: "Las aportaciones de todas las épocas a la edificación de un monumento deben ser respetadas, la unidad de estilo no es un fin por alcanzar en el curso de una restauración". En seguida establece ciertas líneas de conducta para los casos en que existan estratificaciones superpuestas, con el propósito de proteger lo de mayor validez artística.
En el décimo artículo se hace mención de los agregados al monumento, que acepta a condición de respetar lo interesante, el marco tradicional y el equilibrio de la composición, así como su relación ambiental. El desplazamiento, total o parcial, se condena en el artículo l l 9 , salvo que razones de elevado interés nacional o internacional lo exijan.
En el duodécimo se insiste en salvaguardar monumento y cuadro tradicional y concluye: "las construcciones, destrucciones o arreglos nuevos no podrán por lo tanto alterar las relaciones de volumen y de color"; y en el siguiente artículo se refiere a los sitios urbanos o rurales de valor histórico, arqueológico o cultural, que deben ser objeto especial de cui-
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dado para asegurar su saneamiento y subrayar su validez propia, estableciendo la necesidad de evitar o eliminar todo elemento arquitectónico o de otra clase que comprometa su equilibrio o su escala. Ya en otro capítulo tendremos oportunidad de mostrar ejemplos negativos actuales y nuestros en que esta directiva se ignora totalmente.
El artículo decimocuarto trata de las excavaciones, y respecto a la reconstrucción dice: "Todo trabajo de reconstrucción deberá sin embargo ser excluido a prori, sólo la anastilosis puede ser considerada, es decir por la recomposición de partes existentes pero desmembradas. Los elementos de integración —esto es aquellos que reintegren orgánicamente las partes orignales desmembradas— serán siempre reconocibles, representarán el mínimo necesario para asegurar las condiciones de conservación del monumento y restablecer la continuidad de sus formas".
En el último se estipula la necesidad imprescindible de crear para cada monumento un documento que consigne con claridad las operaciones realizadas y deje constancia del estado en que se encontró antes de restaurarlo, documento que conservará un organismo público y estará a disposición de los investigadores que lo soliciten.
Esta declaración de principios es de trascendencia y en el subsiguiente capítulo de nuestra incursión (que esperamos exponer en la segunda de nuestras pláticas), nos ocuparemos de comentar esta importante y actual tesis; por ahora baste resumir que se inclina más a la conservación que propiamente a la restauración, a la que sin condenar como lo hiciera Ruskin, sí califica de operación extraordinaria. Se coloca en un plan realmente equilibrado e intermedio entre las tesis "arquitectónica" y "ar-queológico-histórica", a la vez que práctico y actual al reconocer la conveniencia de adaptar los monumentos que están en uso a funciones nuevas, respetando su distribución y decoración y orientando debidamente las adiciones y, en caso extremo, las restauraciones mismas, pero en todos los casos subrayando la diferencia clara que debe existir entre lo nuevo y lo auténticamente original.
Hasta aquí hemos recorrido con brevedad, es cierto, aunque consumiendo una buena porción del tiempo de que disponemos, el segundo estadio de observación en la búsqueda de contenidos objetivos comunes al través de las tres tesis expuestas; procede pasar al tercer motivo de observación, el constituido, como dejamos establecido, por obras típicas de restauración en que atisbar los contenidos universales y objetivos que campeen en ellas. Desde luego no podríamos ahora extendernos en consideraciones que expliquen el por qué de esta aparente incongruencia. Lo
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mismo Dilthey, cuando investiga en los sistemas sobre los cuales se forma el concepto de filosofía sus contenidos objetivos, que nosotros cuando andamos tras los que nos fundamenten un criterio definitorio de la restauración de monumentos, partimos de obras de restauración que se nos dan como tales, precisamente antes de definir la propia restauración o sea, que en los planos que actualmente pisan las ciencias del espíritu, lo que se intenta al definir, es averiguar el por qué se nos dan de modo tan obvio los objetos mismos que intentamos definir, delimitar. Recuérdese aquel pasaje del gran estético contemporáneo, Croce, cuando dice del arte que "es lo que todos sabemos y ninguno podemos sin embargo definir". Lo que haremos será, en consecuencia, seleccionar algunas de las múltiples restauraciones de monumentos o de actitudes ante ellos, que nos ofrezcan un variado haz de contenidos sobre qué poder operar en concurrente conjunción con los que nos proporcionan las tesis contempladas, para en posesión de este material abordar la glosa y establecer conclusiones.
Ilustraciones
Las cuantas ilustraciones tipo que hemos observado, nos muestran sin equivocación las orientaciones que han seguido, de hecho quizá mejor que doctrinalmente, que a la postre coinciden con cualquiera de las tres diversas tesis teóricas que hemos resumidamente expuesto al través de nuestra incursión histórica: la arqueológico-histórica proclamada por el escritor romántico de mediados del pasado siglo, John Ruskin; la arquitectónica sustentada y practicada por Viollet-le-Duc y por tantos otros que la han adoptado desde principios del mismo siglo, y la actual expuesta por la Carta internacional de la restauración aceptada en Venecia, cuya orientación es propiamente intermedia o conciliatoria de las dos antitéticas anteriores. La primera se pronuncia por la conservación y repudia como engaño todo intento de restaurar, aceptando mejor la reconstrucción, como se ha hecho en Inglaterra, en el Japón o en Corea. La segunda preconiza la restitución del monumento a un "estado completo" como nunca pudo existir, o sea hacia un aspecto esplendente arquitectónicamente contemplado. Por último, la tercera prefiere la conservación, sin dejar de aceptar como necesaria la restauración, a condición de conservar lo antiguo como antiguo al lado de lo nuevo como actual, y no afectar disposiciones ni decorados antiguos auténticos, como tampoco dañar con
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cambios del medio circundante, entre otras cosas la escala arquitectónica del conjunto.
Lo que llevamos observado hasta aquí, nos permitirá aventurar una síntesis definitoria; sólo que por la extensión que esto exige la reservamos como tema de nuestro próximo capítulo, así como su confrontación con los contenidos de las tres diferentes orientaciones y tesis expuestas. A la vez, en ese capítulo venidero intentaremos una comprensión más, rumbo a fundamentar una elemental introducción a la teoría de la actividad restauradora de los monumentos arquitectónicos.
Ilustraciones:
1.—Arco de Tito. Estado anterior a la restauración. 2.—ídem. Estado actual. 3.—Partenón. Atenas. Estado anterior. 4.—ídem. Estado actual. 5.—ídem. Estado actual. 6.—Knosos, Heraklion. Tribuna restaurada. 7.—ídem. Detalle. 8.—Toledo, puerta catedral, antes liberación. 9.—ídem. Estado actual.
10.—Cité de Carcassonne. Estado restaurado. 11.—Sta. Croce. Florencia. Estado anterior. 12.—ídem. Estado actual. 13.—Plaza Mayor. Madrid. 14.—La Magdalena. París. Estado anterior a la restauración. 15.—ídem. Detalle de la esquina. 16.—ídem. Estado actual. 17.—Rouen. Palacio de Justicia. 18.—Coventry. Ruinas de la catedral. 19.—Coventry. Las ruinas y la nueva catedral. 20.—Coventry. Las ruinas y la nueva catedral. 21.—Uxmal. Casa del gobernador. 22.—Teatro Degollado. Guadalajara. Estado anterior a la restauración y
complemento. 23.—ídem. Estado actual. 24.—ídem. Estado anterior. Vista frontal. 25.—ídem. Estado actual. Vista frontal. 26.—ídem. Estado anterior. Fachada posterior. 27.—ídem. Estado actual. Fachadas posterior y lateral.
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Parte segunda
Nuestro precedente capítulo se ocupó de perseguir contenidos objetivos con qué establecer una definición de la actividad restauradora de los monumentos arquitectónicos, al través de incursionar primeramente por las tres tesis más significativas expuestas a partir del siglo xix y hasta nuestro actual momento histórico, y después tras la orientación que, de hecho, han sustentado restauraciones tipo, orientación que mostró seguir en términos generales, cualquiera de las tesis teóricas consideradas.
Procede ahora glosar los contenidos aprehendidos y sintetizarlos en una definición objetiva, cuya intención no es otra que la de contribuir a la fundamentación de un criterio dinámico de restaurador.
De cuanto hemos observado se infiere, sin discusión, o a lo menos así lo veo, que la actividad es una de aquellas intelectivas, prácticas y productivas denominadas artes, que al sistematizar su práctica y hacerse auxiliar por la ciencia, pertenece a las que se les agrupa bajo el rubro de artes tecnocientíjicas. Aristóteles definió el arte en general diciendo: "Es cierto hábito productivo acompañado de razón verdadera". Todo hacer arte es un construir. El construir y el hacer arte poseen una misma e idéntica estructura factológica, que permite ordenar cuanta comprensión y explicación se intente en torno a una actividad como la que nos ocupa. Para quienes no frecuenten el campo de la teoría del arte, el término genérico construir se confunde habitualmente con la actividad específica edificar; conviene, en obsequio de la claridad, recordar esta sencilla pero trascendental estructura para, valiéndonos de ella, establecer y ordenar los puntos en qué apoyar nuestra síntesis definitoria de la actividad restauradora.
Todo hacer arte es un construir, y el construir, en su más lata connotación, consiste en una transformación de materia primera, para adaptarla a satisfacer una finalidad causal. Esta operación profundamente humana a la vez que cósmica del construir, se refiere no sólo a lo que en el plano de la arquitectura es la edificación, sino a cuanto el hombre hace con libertad e intención. Construye frases, lo mismo que construye figuras geométricas o cajas de cartón; en todos los casos, para definir un hacer arte, un construir dentro de un arte, se hace indispensable determinar los tres elementos que concurren en la operación transformadora, esa que cambia de forma a la materia primera al través de un procedimiento, específico en cada arte, para con la forma construida, que es la nueva forma o forma creada, satisfacer la finalidad, origen y causa de la cons-
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trucción. Un esquema nos mostraría dos premisas como punto de partida del hacer arte —ilustración 1—, la primera constituye la finalidad causal que debe satisfacer la nueva y construida forma y la segunda, la materia primera genérica, aquella cuya forma inicial va a transformarse para adaptarse al fin-causal motivo del construir. En el construir frases la materia primera son las voces elementales o letras, en la construcción de figuras serán el punto, las líneas, los planos, las superficies; en la construcción arquitectónica, la materia primera es el espacio arquitecturable en sus dos grandes géneros: el habitable y el edificatorio, a más del natural.
Apoyados en este esquema, requerimos determinar las dos premisas esenciales y el procedimiento específico de transformación del monumento dañado que emplea genéricamente la actividad restauradora por delimitar, para sobre estos tres fundamentales puntos aprovechar los contenidos que nos ofrecen tesis y obras observadas en nuestra anterior incursión histórica y al fin erigir una síntesis o glosa definitoria, que sobre todo ilumine el criterio que perseguimos y motiva nuestro estudio.
Todas las restauraciones que hemos contemplado y las que, sin mencionar en nuestra anterior incursión, tenemos incorporadas a nuestras personales experiencias, así como las tesis que llevamos atisbadas en sus esenciales orientaciones, nos dicen claramente que la finalidad contenida en todas ellas es la de proteger y prolongar la vida de los monumentos, sea consolidándolos desde el punto de vista mecánico o restituyéndolos a un "estado completo", o como el proclamado por la doctrina de Viollet. Lo importante para la determinación inicial de nuestra síntesis es tan sólo comprobar si un contenido de finalidad genérica que se convertirá en verdadera categoría esencial, cabe en las tres direcciones teóricas consideradas como fisonómicas desde principios del pasado siglo y hasta nuestro actual momento.
Enunciemos este contenido como ■ protección y conservación, o mejor cómo salvaguardar la solidez y la forma y materia histórica constitutivas del monumento, a reserva de llegar a una concluyente expresión. En efecto, no otra finalidad concede Ruskin a esta actitud ante el monumento histórico dañado, cuando en su Lámpara del recuerdo, sexta de las que según su poética teoría deben iluminar a toda arquitectura, asienta como uno de los dos grandes deberes respecto a la arquitectura de una nación, conservarla como la más preciada herencia de los siglos pasados; y ¿de qué modo puede cumplirse esta innegable obligación nacional, si no salvaguardando la solidez y la forma —materia histórica existentes del
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monumento heredado? Y esta finalidad cabe, inclusive, al lado del repudio que pregona hacia el restaurar, porque se lee claramente en su obra que la idea que combate, no es otra que la de sustituir lo antiguo por nuevos elementos que intenten engañar al observador, llevándole a suponer que por adoptar lo nuevo el estilo de lo antiguo, se incorpora por ello a su antigüedad. Ruskin acepta con igual claridad la necesidad de reforzar lo que amenace destruirse, a condición de que los agregados que esto exija no engañen, sino por lo contrario, denoten su función y su edad, esto es, ser del tiempo en que se haga el refuerzo apartándose de toda mistificación estilística: una muleta, dice, es preferible a un miembro que se pierda, y agrega: "No os preocupéis por lo feo del recurso, hacedlo con ternura, con respeto, con vigilancia incesante".
Ensayemos ahora esta primera fase de nuestra glosa en la tesis denominada "arquitectónica" sustentada, como se recordará, por Viollet y practicada por él y tantos otros desde el siglo pasado y hasta en nuestros días, en cuanto país posee monumentos que restaurar. En lo expuesto por aquel arquitecto y teórico, la finalidad-causal de la restauración es sin duda la misma que hemos nosotros aprehendido, siempre y cuando concedamos a las palabras su sentido genérico: salvaguardar la solidez y la materia-forma auténticas existentes en el monumento por restaurar. Para poder abarcar en nuestra fórmula esta tesis, antítesis de la que mencionábamos anteriormente, la "arqueológico-histórica", es preciso añadir algunas palabras de más, que también en modo genérico puedan contener las posturas encontradas de las dos opuestas tesis. Sólo que esto representa entrar al tercer elemento del construir, al procedimiento específico o medio; podríamos aventurar un avance en nuestra síntesis diciendo que la restauración es el arte de salvaguardar la solidez y la forma-materia históricas mediante operaciones y agregados que evidencien su actualidad relativa y a la vez su finalidad acorde con un determinado programa. Al enunciar que la salvaguarda se obtiene mediante agregados y operaciones manifiestamente actuales y, además, adictas a una finalidad programal dada, queda incluido el programa Ruskiniano de sólo "conservar", lo mismo que el otro programa de Viollet de "restituir el monumento a un estado tan completo como jamás pudo existir", que no obstante representa en sí una paradoja, como ya lo hemos hecho notar, lo de restituir aquello que jamás existió, así lo ha dejado escrito el eminente arquitecto y teórico en su erudito Diccionario, para exponer su idea de llevar al monumento hacia un esplendor óptico como lo hubiera concebido su autor y por circunstancias especiales e históricas no pudo verlo así.
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Por lo tan brevemente expuesto y lo observado, la síntesis o glosa definitoria que delimite de modo esencial la actividad de restaurar los monumentos arquitectónicos, podría quedar expresada diciendo que es el arte de salvaguardar la solidez y la forma-materia histórica del monumento mediante operaciones y agregados que evidencien su actualidad y su finalidad programal.
La finalidad causal genérica de salvaguardar se auna a lo programal de cada caso de restaurar; y será sin duda lo que ilumine al arquitecto que restaura, del mismo modo que al arquitecto que crea arquitectura su Programa arquitectónico ilumina el camino que debe seguir su imaginación, no menos que guiar la elección de sistemas constructivos y determinar las limitaciones que impongan el terreno sobre qué edificar y la economía de que dispone.
En la restauración y en arquitectura, ni el arquitecto ni el restaurador pueden eludir la sujeción a un programa; programa que surge del problema que se plantea y que el artífice interpreta y modela en razón del talento y de la preparación técnica que posea.
En todo momento histórico existe un Programa general que rige todo problema arquitectónico de un lugar y tiempo, y que imposiblemente el creador puede eludir o colocarse fuera de él, pues aun toda postura contradictoria pertenece y ostenta el sello del tiempo. Al tratarse del restaurar, lo programático es básico. Si al arquitecto se le plantea el problema de aprovechar un templo antiguo como museo actual, su problema es ése, y el programa que formule indefectiblemente anclado al tiempo actual, tendrá que basarse en lo que se le presenta como problema. De su talento y de su preparación técnica nacerá la mejor manera de conservar no sólo la estabilidad mecánica del monumento, sino también la validez que como arquitectura tuvo, y hasta en el caso de los monumentos en uso, hacer accesibles al observador la que pueda existir a la vez que subrayar su autenticidad.
En Viollet se preconiza la unidad estilística del monumento restaurado, en contra de lo que establece la Carta de Venecia, que declara enfáticamente no ser esta unidad la meta del restaurar. Podría aventurarse una explicación más respecto al término que hemos adoptado en nuestra síntesis definitoria tocante a que, en el caso de restauraciones acordes con la teoría del "estado completo", no se evidencia lo actual al lado de lo antiguo; lo que se agrega hoy a lo que existe auténticamente del monumento. Más, debe sin embargo observarse que en las restauraciones acordes con esta dirección doctrinal quedan en la mayo-
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ría de casos claramente diferenciadas las partes originales antiguas, necesariamente dañadas por el tiempo, de las agregadas en tiempos posteriores y más o menos actuales; no sólo las superficies, juntas y aristas se muestran continuas en lo nuevo, sino al lado de lo antiguo, resaltan claramente como de otro tiempo. Así, aun en el caso que consideramos, es posible cohonestar nuestra síntesis con esta postura de tipo arquitectónico. Ya más adelante encontraremos oportunidad de discutir, no ya la estructura esencial, sino las direcciones prográmales; por ahora dejemos aquí el punto y pasemos a la tercera tesis de que nos hemos ocupado en el capítulo precedente, la actual incluida en la Carta internacional aprobada en Venecia. En verdad, esta trascendental declaración de principios se coloca de modo claramente comprensivo en el punto intermedio de las dos anteriores direcciones que, como hemos repetidamente señalado, constituyen sendas antítesis. Si es posible contener a ambas en lo genéricamente definido en nuestra glosa, necesariamente cabe también, y hasta quizá más ampliamente, lo que sustenta en conjunto la Carta. En lo que respecta a las diversas restauraciones que observamos en nuestra incursión histórica, pudimos dejar asentado que en la mayoría de los casos se adhieren de hecho, o quizá algunas por intención, a las tres direcciones expuestas como doctrinales o tesis teóricas, por lo que, en realidad, nuestra síntesis o glosa definitoria, puede bogar con cierta seguridad en el agitado mar de la restauración de monumentos, como se le está practicando en tan variadas y sin duda discutibles direcciones. Mas, volvemos a hacerlo notar, nuestro propósito ha sido por de pronto alcanzar al través del método histórico de Dilthey una glosa de contenidos objetivos y eso es lo que hasta este momento hemos intentado lograr.
Ahora, requerimos volver a nuestro esquema del construir o hacer arte, pues que si la contemplación del fin-causal genérico nos ha proporcionado materia suficiente para establecer una síntesis, inclusive apoyándonos en los otros dos puntos, la materia y el procedimiento genéricos, la segunda premisa fáctica, posee en sí tela más que suficiente para, cual potente vela náutica, conducirnos por otra serie de productivas reflexiones y aplicaciones que concurrirán con lo hasta aquí observado y concluido. Además, nos proporcionarán una mayor base en el propósito comprensivo de la actividad restauradora y, de lograrlo, un apoyo más a nuestro criterio de arquitectos y restauradores, prácticos y teóricos o simplemente críticos. Nos estamos refiriendo a la premisa segunda de todo hacer arte o construir, a la materia primera^ que según lo hemos
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ya aclarado, no representa sólo materiales de edificación, sino todo aquello que se nos da a transformar en el acto constructivo. La voz producida por nuestra laringe es materia primera cuando construimos con sus emisiones sonoras, letras, sílabas y vocablos; y la voz no es un material de edificación, sino una emisión fonética que transformamos en palabra. Esa misma voz puede generar formas diferentes al lenguaje; puede transformarse en grito o en canto, y en estos casos lo que se construye es una exclamación o música. En el nuestro hemos dicho que la materia primera la constituye el monumento arquitectónico más o menos dañado con sus imprescindibles espacialidades edificatorias y aquí es donde vamos a iniciar unas reflexiones más, partiendo de lo que representa el monumento como obra de arquitectura que nació y después como monumento a restaurar frente a la actividad restauradora.
Si el monumento arquitectónico dañado, aun en mínimo aspecto, es la más importante materia primera a transformar por la restauración, el monumento ya restaurado será la forma final perseguida por el arte de restaurar. Pero esta nuestra materia primera, el monumento, ha sido inicialmente el fin de una construcción y creación arquitectónica. Así, lo que en el restaurar se constituye como premisa innegable, en punto de partida de la operación restauradora, en la creación arquitectónica es fin, y por ello, al unirse las dos actividades, se coloca una creación como ineludible antelación, a todo restaurar; el eslabón último del hacer arquitectura, con el tiempo, se convierte en el primer eslabón del hacer una restauración. Por tan interesante circunstancia, se justificará nuestro deseo de encarar lo que acontece con ese eslabón último y después, primero en lo que toca a sus calidades como forma valente, corriendo el peligro, bien lo sé, de que una demostración tan breve y condensada, como se impone en una plática al apoyarse en doctrinas de hondura y vernos obligados a sólo mencionarlas, resulte oscura y hasta inconsistente para quienes no frecuentan el campo de la Teoría del arte. Así y todo, no veo otro camino que seguir, ya que el tema en sí es productivo y posee envergadura, aun en el caso de que sus puntos de asiento queden en reserva para aclaraciones ulteriores de parte de quienes se encuentren alejados de estos caminos de especialista.
Toda obra de arquitectura, por serlo esencialmente, integra su validez de arquitectónica con cuatro otras valideces que entre sí resultan independientes, tal y como puede mostrarse históricamente y, en su apoyo, aducirse doctrinas axiológicas de una actualidad tal, que por ello persisten en la palestra de la contradicción y la discusión.
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Estas cuatro valideces pueden esquematizarse en cuatro rubros: lo útil, lo factológico, lo estético y lo social; o sea, que siendo cada una de las esferas a que pertenece cada uno de estos valores, independiente de las otras y jerarquizadamente relacionadas a su vez entre sí, un objeto útil como una columna, puede ser a su vez estéticamente valente como bella o por lo contrario no bella, pero una columna que sea positivamente valente como elemento de arquitectura, será necesariamente va-lente en modo jerarquizado y concurrente desde los cuatro puntos de vista: será útil como apoyo vertical; será factológicamente positiva como forma acorde con su función mecánica y su material edificatorio; será bella en su totalidad hápticamente aprehensible y valdrá en lo social como expresión de una cultura, de la que es producto. Si la columna es solamente útil, un poste de concreto por ejemplo, pero su apariencia y forma no son acordes con su función de apoyo ni con su materia, el concreto, sino que toma apariencia engañosa de madera, y sus proporciones resultan anarmónicas, y por último, contradice el gusto, la técnica y las expresiones de su cultura, la columna será sólo un elemento útil, edificatorio, mas no arquitectura. Ya se supone cuánto podríamos alargar nuestras ejemplificaciones con fines de mayor claridad; preferimos hacerlo en lo que hemos de aplicar.
Veamos ahora lo que acontece con las valoraciones de la obra arquitectónica cuando, al través de las contingencias históricas, se convierte en el monumento a restaurar. Lo útil que debe poseer, como jerárquicamente el más elemental valor de toda obra de arquitectura, tiene dos aspectos: lo útil-mecánico-constructivo y lo útil-habitable o conveniente. En la obra arruinada sigue inevitablemente presente lo útil-mecánico, aunque en muchos casos se vea comprometido y por ello su salvaguarda exigirá la consolidación; mas en el otro aspecto de lo útil, lo habitable, puede subsistir en los monumentos en uso o vivos como impropiamente se les designa, pero confinado tan sólo a la parte sustancial de toda obra arquitectónica, a ser refugio ante la intemperie y la gravedad. La totalidad del programa inicial no tendrá ya validez en lo útil-habitable, pues al desplazarse una cultura en el tiempo histórico, con ello varían los programas arquitectónicos generales y muchos de los particulares genéricos. Una arena romana más o menos bien conservada y en uso como las de Arles o de Nímes, en Francia, cuando sirven para corridas de toros, sus distribuciones y las mismas graderías y sus accesos resultan ostensiblemente incómodas y hasta inconvenientes al compararse con las facilidades que ofrece un coso de construcción actual. Lo útil se pue-
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de reducir en el monumento a la solidez mecánica y en lo conveníente-habitable puede mejorarse respecto a las exigencias nuevas, con adaptaciones que, en casos y a pesar de su amplitud, resultarán con validez inferior a la que la obra original ostentó respecto a su finalidad progra-mal inicial. En la generalidad de los casos, estas adaptaciones a usos contemporáneos resultan indispensables para hacer posible y hasta justificar la conservación del monumento; así lo reconoce la Carta de Vene-cia, y hasta el mismo Ruskin se pronuncia por la necesidad y el deber nacional de conservar estos testigos del pasado, para evitar además la exigencia de restaurarlos. En el templo católico antiguo se está palpando en este momento la exigencia de adaptarlo a las nuevas normas litúrgicas, con resultados en todo el mundo que van desde los aciertos hasta una manifiesta lucha con lo antiguo. En suma, aun adaptando habrá que sacrificar en parte menor o mayor lo útil-habitable, que exigiría en nuestro tiempo formas más adaptadas a su finalidad y que el monumento sólo podrá proporcionar sin la perfección que podría derivarse de una obra totalmente nueva, y con libertad formal absoluta.
El monumento antiguo posee utilidad mecánica, solidez como hemos dicho, que puede estar menguada o no, pero en fin de cuentas la proporciona; en tanto que la utilidad habitable-conveniente suele estar más que debilitada y muchas veces totalmente ausente, como en las grandes murallas que no defienden y son un obstáculo para el crecimiento de las ciudades. Exige, además, lo existente del monumento, una adecuación a los nuevos usos que se le asignen. Lo útil, nótese y concluyase: perdura en rigor y potencialmente aun en la ruina, pero en todos los casos resulta menguado para un hombre y una cultura actuales.
La segunda valoración integrante de la arquitectónica está representada por lo factológico, la lógica del hacer, no del pensamiento o del razonamiento: significa la concordancia de la forma creada con su finalidad programal y con su materia edificatoria. El monumento a restaurar la conserva en tanto conserva su forma, pero esta concordancia en razón de su programa, por lo antes explicado en el caso de lo útil, resulta a medias frente a lo que los nuevos tiempos imponen o intentan imponerle. Por tanto, al acondicionar un monumento antiguo a un nuevo destino, habrá que sacrificar un tanto y hasta donde esto no dañe la autenticidad del monumento, la lógica fáctica arquitectónica, sin olvidar que toda adaptación no sólo se refiere a lo meramente funcional utilitario, sino a cuanto un programa exige: gusto, idiosincracia y costumbres forman parte del programa. En el otro aspecto mencionado en la
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concordancia entre forma y materia prima, al restaurar será factológico lo mismo que al crear puede serlo. Cuando, por ejemplo, se sustituye un cerramiento de madera por otro de concreto que adquiere la forma y disposición del original, la lógica fáctica arquitectónica aconsejará dejar el cerramiento con su apariencia de concreto y a la vez evitar el engaño de darle apariencia de madera; engaño que con tanta razón condenaba Ruskin. Existen multitud de casos diversos en la casuística de la restauración, pero resulta capital señalar el imperio que jamás debe abdicar esta lógica fáctica en toda restauración; las doctrinas actuales estipulan seguirla tan rigurosamente como en la creación arquitectónica y sólo en los casos en que la consolidación mecánica lo exija, habrá que cambiar la finalidad original de una forma por otra nueva finalidad en la restauración de la solidez; pero entonces lo factológico persiste, sólo que cambiando sus términos. Así, por ejemplo, se justifican arcos de piedra que de ser sostén de cubiertas se convierten, al salvaguardar su forma-materia histórica, en elementos suspendidos de estructuras nuevas.
Lo estético es el valor tercero en la integración arquitectónica. El monumento arruinado, desde luego que adquiere nuevos aspectos que pueden resultar estéticos; Ruskin se enamoró, como romántico que fue, de la pátina que agrega el tiempo al monumento y de algo que sólo puede dalla edad: lo pintoresco. El mismo Guadet, en su Teoría de la arquitectura, dice a principios de nuestro siglo que el tiempo es el mejor arquitecto de lo pintoresco. Pero esta valoración no es la que conquistó el arquitecto autor de la obra, que ahora por su antigüedad se convirtió en objeto del restaurar. La valoración estética de la obra original radica en las calidades formales de sus espacios, en su métrica y en sus proporciones estético-psicológicas, en su juego con la luz que le proporciona claroscuro y colorido; en su figura que lo delimita del ambiente circundante y le da el ser espacio construido arquitecturalmente y en su háptica o concurren-cía de los aspectos sensoriales. Cuando el monumento está dañado, cuando su forma está quebrada en alguna de sus calidades, incuestionablemente no podrá ya objetivar en su totalidad la creación del autor; habrá perdido, en parte o totalmente, su validez estética original y adquirido otra nueva, lo pintoresco que, como antes se dice, no es la que originalmente creó su autor. Lo propio acontece con una obra literaria a la que falten capítulos y multitud de otros pasajes. Su validez total es conjeturable pero no puede gozarse en su original integridad.
En este punto se debaten las actitudes ante el monumento a restaurar. Los partidarios del "estado completo", que aceptan interesadamente los
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organizadores del turismo, se pronuncian por la restauración que restituya al monumento su antiguo esplendor arquitectónico. Por lo contrario, los arqueologistas defienden el "estado existente" y la conservación de él, como respeto a un pasado que no puede resucitarse sino tan sólo venerarse.
Desde el punto de vista de la Teoría del arte, es muy interesante explicar un tanto lo que sucede con la validez estética de lo arquitectónico ante la validez histórico-arqueológica del monumento. Una obra arquitectónica, como antes se dijo de manera muy sucinta, vale desde el punto de vista estético, como una forma con dimensión, figura, color y háptica. Para la captación de lo formal, se requiere verla y, es claro, para gozarla también se exige saber verla y ser artista gustador. Pero lo que ahora debemos considerar es la insustituible necesidad de contemplar la forma en toda su integridad, no al través de fotografías o de reproducciones a escala, sino la forma integral multidimensional. Ahora bien, si una obra bella, como por ejemplo el Partenón, se reproduce con su figura, dimensiones, color y háptica en un ambiente equivalente al del Acrópolis, el efecto plástico de la obra subsiste, a pesar de que la materia física esté falsificada, no sea la auténticamente histórica ni factológicamente valedera por imitar el mármol pentélico en sus apariencias óptico-hápticas. Es por lo tanto posible, si bien que prácticamente costoso y difícil, reproducir con propiedad una obra creada, de auténtica validez arquitectónica, por medio de otra que sólo signifique lo que de forma óptico-háptíca y estética posea. Por lo contrario, desde el punto de vista de la autenticidad histórica, que ninguna relación tiene con lo estético y sí con lo socio-cultural, nunca será posible la reproducción ni la resurrección de lo que sucumbió y sólo dejó unos vestigios venerables como testigo de un pasado glorioso e histórico, que fue y nunca puede volver a ser.
Surge aquí de nuevo el punto de las finalidades prográmales, pues en rigor, si el restaurador tiene por problema restituir la forma estética del edificio dañado para que se goce desde el punto de vista estético, al margen de toda autenticidad histórica de la materia física que pueda representar el monumento, necesariamente hará lo que estamos contemplando después de los incendios y bombardeos de la última conflagración mundial. En Japón se han construido, porque no puede decirse que restaurado, réplicas quizá exactas en cuanto a la forma que, por planos y dibujos tomados anteriormente a la destrucción, se conocen del monumento original; pero se han construido en concreto armado grandes y evocativos castillos que reproducen formas que originalmente fueron de madera. Sin intentar ocultar su actualidad, en estos nuevos monumentos se exhiben
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los documentos gráficos que ilustran acerca del aspecto interior y de la rigurosa sujeción con que se han vaciado en concreto las antiguas formas, de madera. Las tejas nuevas de barro se combinan con algunas salvadas de la destrucción, pero en conjunto la reproducción es, en su mayoría, una construcción nueva. Algo así era lo que aconsejaba hace más de un siglo Ruskin cuando dice: "Mirad frente a frente la necesidad y aceptadla, destruid el edificio, arrojad las piedras a los rincones más apartados y rehacedlo de lascas o mortero a vuestro gusto, mas hacedlo honradamente, no lo reemplacéis por una mentira" (Siete lámparas, Ateneo, Buenos Aires, p. 257). La mayoría de los palacios y de los numerosos templos de la Corea del Sur actual, están reconstruidos o totalmente reproducidos en los que ahora podemos contemplar. No ha habido quizá intención restauradora, sino propiamente una actitud reconstructora de lo que para ese pueblo simboliza su tantas veces ofendida nacionalidad, encadenada libertad y arrasado territorio.
Y aquí, como sucede en cada aspecto de los integrantes valores del arquitectónico, se penetra sín sentido en lo social a medida que más se consideren los aspectos antes contemplados. La validez social en la obra de arquitectura es una expresión y una delación, en suma, de la cultura de que forma parte y en la que hunde sin discusión sus raíces. Al convertirse la obra arquitectónica en monumento a restaurar, lo que expresa de su cultura y lo que ha delatado de ella, subsiste en la medida misma que subsistan los elementos que fueron parte de la obra arquitectónica. Aquí cabe lo relativo a la autenticidad de la materia histórica y la forma que también lo sea, pues los vestigios más o menos arruinados o más o menos restaurados, serán testigos unos de sólo el tiempo transcurrido desde que la materia física adquirió la forma de arte al influjo creador del artista y del artífice, y otros de las técnicas usadas, del gusto imperante, de las costumbres que motivaron distribuciones y formas y, por último, cuando es accesible el efecto estético integral, del mensaje más limpio que puede recibirse del espíritu de tiempos pasados y distanciados de los nuestros en centurias o milenios. Así, el monumento persigue salvaguardar su autenticidad histórico-social al través de la conservación del material-forma, pero debe asentarse y subrayarse, que cuando el monumento dañado readquiere su forma conforme a la original, esto es su forma estético-óptica, también salvaguarda su autenticidad, sólo que la estética-formal; pues como se ha dejado explicado anteriormente, la creación estética va más allá de su objetivación física y la validez perdura aun cuando la materia original física y, por ello, caduca, se sustituye por otra que posea
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idénticas cualidades formales, de igual modo que una obra literaria como El Quijote, vale independientemente de que el manuscrito original se consuma o extravíe. Cualquier edición que haya coincidido a la letra y con rigurosa exactitud con el original antes de perdido, podrá al igual del original llevar a quien la lee la totalidad de valores estéticos que tiene la creación. La tipografía o la hermosa encuademación de la edición, a su vez, serán independientes del valor literario de la obra. Esta edición nueva no tendrá validez histórica en su materia-forma, pero la obra literaria de que es vehículo expresivo sí la tiene.
En suma, hemos podido hasta aquí percatarnos de que los valores propios a toda obra de arquitectura que lo sea auténticamente, perduran aún en el monumento con algunas importantes modalidades que orientan el criterio del arquitecto que restaura: lo útil-mecánico constructivo persistirá, lo consolidado puede inclusive requerir el auxilio de agregados que necesariamente le restituirán su solidez; pero a cambio harán que las formas originales resulten sólo factológicas en la medida de la misma consolidación auxiliar y, en casos, convertirse en meras formas-materia histórica. Lo útil-habitable y conveniente, también tendrá que sacrificarse en razón de nuevos usos y adaptaciones; resultando por ello alógicas disposiciones originales cuando se las refiere a los nuevos destinos, no a los que le dieron originalmente la tónica formal. Lo quizá capital de lo entrevisto resulta ser la perduración de la validez estética positiva de la obra cuando ésta se rehace, reconstruye o hasta su materia-histórica se sustituye totalmente, porque si esto es así, como muy certeramente puede asegurarse, resulta que cualquier restauración, aun estando totalmente reconstruida la obra original, puede presentar una de sus valideces más elevadas como son las estéticas; claro está que sacrificando toda o parte de la autenticidad histórica de la materia física original en aras de la forma que a la postre es inmarcesible y curiosamente también histórica. Este valor nos servirá en nuestro capítulo siguiente para extender sus consecuencias e iluminar otras interesantes y actuales vetas del tema. En el caso de lo social, hemos asentado que aun en la ruina, al subsistir partes originales del monumento, su valor histórico y, por tanto social, queda patente; pero también afirmábamos, que al través de lo estético perdura la expresión más pura y elocuente de una cultura y por ello se proyecta también en la validez social e histórica. Este valor nos abre, del mismo modo y en conjunción con el estético, una ancha puerta invitatoria a penetrar en esos caminos del momento frente a problemas y objeciones que inquietan a nuestros arquitectos, urbanistas, arqueólogos e historiadores; sólo que
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la amplitud, que aun resumidamente significarían, nos llevan a dedicarles el siguiente capítulo.
Ilustraciones:
1.—Esquema del construir. 2.—Esquema del construir arquitectura. 3.—Esquema de la integración valorativa. 4.—Plaza de la Concordia. Estado anterior y actual. 5.—Plaza de la Concordia. Estado anterior y actual. 6.—Columnata del Palacio del Louvre. Antes y después. 7.—Columnata del Palacio del Louvre. Antes y después. 8.—Monumento habitable mínimo. Palenque. 9.—Arena Nímes. Extenor e interior.
10.—Arena Nímes. Exterior e interior. 11.—Estadio Tokio (de fútbol). 12.—Castillo japonés de Otawara. 13.—Palacio coreano (vista exterior) Sene. 14.—Palacio coreano (vista interior) Sene. 15.—Columnas del Partenón. 16.—Pórtico del Templo de Baco en Baalbec.
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Parte Tercera
Nuestro anterior capítulo estuvo consagrado a establecer una síntesis definitoria provisional como resultado de la incursión histórica por las tres tesis teóricas que, acerca de la restauración, han sido expuestas como más significativas desde el advenimiento de esta actividad en forma propiamente organizada; glosa que siguió a la contemplación de unas cuantas obras de restauración que se nos dieron, así escogidas al azar, como típicas de cuanto ha producido este arte en lo que lleva de existencia y por todo el orbe. Deben tenerse en cuenta los caminos que hemos seguido metódica y sistemáticamente aunque, en necesidad, recorridos con la premura que exige una visión panorámica por campo, además de poco explorado, de insospechada amplitud, no menos que sembrado de innumerables escollos.
Nuestro propósito de perseguir una mejor base para sobre ella asentar un criterio dinámico de restaurador arquitecto o de simple gustador los numersos tópicos que, a medida que más penetramos en la búsqueda los numerosos tópicos que a medida que más penetramos en la búsqueda de conceptos categóricos, dibujan y definen sus peculiares fisonomías. Aquellas siluetas que tan sólo se nos presentaban al iniciar nuestra excursión como protuberantes y borrosos accidentes, se perfilan ya en un horizonte a que insensiblemente nos hemos aproximado.
Cuando se viven con intensidad las ideas y, sobre todo con persistencia, colorean cuanto se contempla y observa; no por otra razón de verdad, Benavente dejó aquellos tan conocidos como sustanciosos versos que todos recordamos: "En este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira; todo es del color del cristal a través del cual se mira". Así me acontece y me ha acontecido en esta nuestra aventura por el piélago de broncas aguas por las que, en plan de aficionado a piloto, me ha tocado conducir nuestras conjuntas reflexiones. No cabe remedio, mi permanencia por años en torno a la meditación teórica del arte, me conduce a semejantes andanzas y da imprescindiblemente color a cuanto en ellas se presenta.
Hasta la anterior charla, hemos ocupado una postura necesariamente subjetiva, pero enfocada sustancialmente hacia estructuras propiamente objetivas respecto al arquitecto que restaura; ahora procede invertir la postura e intentar como última exploración un comprender, ya que explicar es imposible cuando se pisan terrenos de las ciencias del espíritu, los más sustanciales aspectos de quien maneja y, como vamos a verlo, crea las restauraciones.
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El primer aspecto que se presenta como de actualidad, es comprender la actitud genérica, digamos, del arquitecto contemporáneo ante la actividad restauradora y ante el monumento, objeto y materia primera de toda restauración, como la hemos denominado en nuestro anterior capítulo. Entrar a estas consideraciones, quizá extrañe a quienes se encuentran en el ejercicio habitual del restaurar; no obstante, para muchos arquitectos se hace indispensable aclarar esa actitud, por registrarse en una dualidad contradictoria de direcciones. Para unos, el monumento antiguo merece veneración y hasta respeto; para otros, se interpone en el progreso de las ciudades y representa un lastre para naciones, como la nuestra, cargadas por igual de problemas que de monumentos. Esta actitud es velada o francamente reacia hacia lo histórico; hacia lo que de hecho es, en nuestro momento, el testigo de pasadas glorias. A mi juicio, esta actitud más obedece a un ignorar la realidad que se nos presenta, que a un despreciar por convicción el monumento y su avaloramiento. En el fárrago del vivir actual, no se toma tiempo para reflexionar o, a lo menos, para iluminar el criterio con una idea o una orientación autorizadas. La postura del arquitecto contemporáneo frente al monumento histórico, proviene de las condiciones mismas en que se lia formado en las escuelas y de su práctica, que cuando es sana, lleva necesariamente a la vivencia de las ideas dominantes en nuestro campo y tiempo. Por ello se hace, si no necesario, a lo menos conveniente, una digresión que nos haga comprender nuestra postura de arquitectos en la segunda mitad del siglo xx ante las restauraciones y los monumentos antiguos, en contraste tan manifiesto de la que guardaron, con igual sentido de pertenencia a su tiempo, los de la pasada centuria.
La tónica de los días que venturosamente vivimos tiene el sello bien claro de la innovación, pero también de la contradicción. A diferencia, el pasado siglo xix, el de las luces, como se le ha llamado, el que con sus extraordinarios avances en todos los ámbitos de la cultura precede a este nuestro de la técnica, fue no sólo afecto, sino naturalmente apto, para la restauración de los monumentos antiguos y para restauraciones de tal envergadura que dieron fisonomía nueva a multitud de ciudades europeas y de otros continentes, y curiosamente también lo fue para la innovación y el progreso. Las doctrinas que en materia de arte heredadas del siglo xvm, atribuidas, según parece hoy inexactamente a Winkelmann, llevaron de la mano, no sólo a la simpatía, sino al interés de revivir el monumento para a su vez vivirlo; muchos de éstos pertenecían a aquella pléyade de obras en que se inspiraba el genio del arquitecto de esos días.
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Deben, en efecto, recordarse las ideas que alimentaban esa actitud: el estilo se conceptuaba estático, centrado; las grandes obras griegas del siglo v se tenían como el obligado absoluto a que podía y debía aspirar el arte de todos los tiempos. A su lado, las exploraciones y los grandes descubrimientos arqueológicos exhumaban obras tenidas anteriormente por bárbaras; las góticas muy en lo particular, a Jas que su estudio y el romanticismo reinante, estimulado por el nacionalismo en pleno auge en Europa y en las nuevas naciones americanas, hizo desembocar de la manera más natural en el intento de despertar de su sueño secular monumentos que hablaban tan elocuentemente de Jas glorias de un pasado desestimado hasta entonces. Baste recordar los neogóticos en Francia, Inglaterra y Alemania, o las interesantes aplicaciones de la arquitectura helénica que aún pueden contemplarse en München, o en los Estados Unidos de Norteamérica. De estas corrientes ideológicas indudablemente nació entre nosotros el interés por lo precortesiano y por lo hispano-colonial. Es claro que en la evolución que registran actualmente las ideas en torno al arte en general, la valoración que hoy hacemos de los monumentos se ha clarificado y, sin negar su arraigo a aquellas circunstancias históricas, en estos momentos se alimenta de convicciones y sentido estético tan genuinos como consistentes.
Si para el arquitecto de la centuria que precede a la nuestra, la restauración en cualquiera de las dos tesis de ese siglo que hemos revisado, era una consecuencia lógica y evidente de la ideología reinante, para muchos de los actuales resulta a primera vista obvia la postura contraria como consecuencia del concepto que, de hecho o adicto a las teorías vigentes, sustenta acerca de la esencia de arquitectura. Si acepta que la finalidad de toda creación dentro de nuestro arte, en todo tiempo y en todo lugar consiste en construir las espacialidades en que el hombre desenvuelve parte de su existencia colectiva y organizada en función de una cultura, con propiedad concluye que toda espacialidad de auténtica arquitectura adoptará disposiciones y. en suma, formas acordes con las modalidades del vivir del conglomerado social humano en que se crean. Una obra arquitectónica, mientras mayor valoración posea como tal, estará más y más arraigada y más sólidamente identificada a su momento histórico y a su ubicación tópica y, en resumen, a la cultura de que es parte y expresión; aclarando de paso, que entendemos por cultura aquí y en cuanto la mencionamos, la parte del ambiente que el hombre crea. Se apoya esta actualísima definición en la del connotado antropólogo de Harvard, Melville Herskovits. Esta secuela de pensamiento es no sólo sencilla, sino
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además de obvia aceptación: si la arquitectura está insumida en una cultura de que es parte, nacerá de cuanto a su lado da propiedad y personalidad a esa cultura que, al evolucionar en el tiempo, sus expresiones serán tan diferentes como diferencias registre su evolución y tan idénticas como idéntica permanezca ella misma. Para convertirse al fin en testigo elocuente, nunca mudo ni muerto, del espíritu de un ayer que, a la menos, difiere del actual. Cada tiempo se da sus propias formas de ser, de vivir, de gustar que generan otras tantas expresiones como filosofía, creencias, costumbres, artes, técnicas, ciencias, arquitectura. Hasta aquí estas ideas, sin lugar a dudas, coinciden con las que aceptamos por mayoría en el mundo actual, mas su aplicación al caso de la historia y, sobre todo, a los monumentos antiguos, deben considerarse con atención por conducir de modo por demás fácil y hasta inconsciente a conclusiones extremistas y sobre todo falaces.
En efecto: muchos arquitectos piensan que la historia de la arquitectura y de las artes en general no tiene otra finalidad para el arquitecto actual, que la de ilustrarlo, darle una más de esas visiones panorámicas que, siendo agradables, a la postre nada le representan, como no sea facilitarle la lectura de obras literarias o la visita de museos y ciudades monumentales; pero en el fondo se le concede valor neutro ante su propia formación como arquitecto al servicio de una colectividad actual. Semejante incomprensión del papel de experiencia que representa el pasado, es lamentable en muchos de nuestros jóvenes arquitectos, pero más que lamentable, perjudicial en numerosos profesores de nuestras múltiples escuelas de arquitectura. Si la actitud del arquitecto de la pasada centuria no extraña como lógica consecuencia del concepto estático de estilo que sustentó generando neoacademismo y formalismo, menos cabe el azoro ante actitudes de repudio, si se parte de las convicciones de aquellos profesores que inexorablemente deforman el criterio de muchos arquitectos de nuevo cuño ante lo antiguo; y nótese que aún se encontrará esta convicción, que rara vez se externa, en aquéllos que ahora se refugian en nuestras arquitecturas antiguas, porque sólo esperan para abandonarlas la aparición de nuevos modelos que copiar. Actitud ésta, debe aclararse, por demás universal y explicable ante la oscuridad reinante y el cansancio de las exhaustas formas universales.
Resulta indispensable, por productivo, hacer más que ver, sentir, lo que en riguroso análisis representa para nuestro hoy un monumento antiguo y su restauración o adaptación. La historia es una actividad con estructura indudablemente propia; para unos es ciencia, para otros, como
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para el ilustre maestro y pensador mexicano Antonio Caso, es sólo historia, o sea actividad irreductible a los géneros arte o ciencia. A mi juicio, la historiografía se me da como una actividad creativa en el sentido de que sus productos son verdaderas creaciones del ser humano en su particular momento histórico. La entiendo como proyección del espíritu de un tiempo en los datos más o menos azarosos que otro tiempo le suministra; lo que significa que a cada tiempo le toca hacer una historia de los otros tiempos; y que hablar de la historia, no de una historia, es suponer que el historiógrafo está descubriendo la oculta cara de una luna como un algo impersonal y universal, cuando en verdad se aventura en algo temporal, subjetivo y personal. No de otro modo expresa su concepto de historia el ilustre historiógrafo español Chueca Goitia (que ha honrado esta cátedra) cuando dice en 1947: " . . .la historia como tal es siempre imagen y proyección sobre el plano del pasado de un cierto espíritu del presente, y esta incisión del presente en el área informe del pasado tiene que hacerse con un instrumento duro y preciso, con un acero templado en las aguas vivas del presente espiritual. Sólo así, en esta conjunción del pasado y presente, tiene realidad y sentido la historia". (Invariantes castizos de la arquitectura española, 1947, p. 18). Con otro concepto de historiografía ¿cómo interpretar las historias de un mismo momento, tan disímbolas, y en ocasiones tan dispares entre sí? Baste haber presenciado un suceso y después leer las increíbles versiones que cada cronista da del mismo hecho. Antonio Caso, en su hermoso opúsculo sobre el Concepto de la historia universal (p. 91, Botas, 1933), asienta: "Simmel observa con razón: 'Ranke expresa el deseo de poder borrar su yo para ver los hechos como han sido por sí mismos. Pero la realización de su deseo resultaría precisamente en contra del objeto que se propone. Borrado su yo, nada le quedaría para comprender el no-yo' y Max Nordau comenta: 'El yo del historiador domina toda narración histórica; el de Ranke como el de todos los demás, surge de ella, trátase de imponer ai lector. Una vez más estamos en el caso de invocar el juicio de los antiguos: ninguna duda subsistía para ellos sobre este punto: que la historia no es ciencia, sino arte. No busca en ella la verdad, sino la belleza, y no le conceden otro valor, sino un valor estético... ' Teodoro Monsen concede 'que la fantasía es madre de la historia como de toda poesía, y reconoce, por ende, el parentesco íntimo de estos dos grandes géneros de actividad intelectual'."
Abusando un tanto de su generosa atención, permítaseme una última cita que tomo de la edición postuma, de 1961, del estudio intitulado
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Ideas para una filosofía de la historia del maestro español García Mo-rente, porque aparece en ellas muy claro cuanto venimos afirmando: de esta suerte vemos (en el ejemplo fundamental de la biografía) cuáles son y cuan delicadas — y aun técnicamente dispares— las tareas que se proponen al historiador: por una parte, el problema íntegramente científico de la determinación de los hechos; por otra parte, el problema predominantemente artístico de la interpretación viva de los hechos; por otra parte, en fin, el problema filosófico de la definición unitaria de la vida. En una buena biografía habrá ciencia, arte y filosofía: ciencia para decirnos exactamente —con el menor error humano— lo que el personaje hizo; arte, para contarnos cómo eso que hizo se fue fraguando en el laboratorio espiritual de su alma; filosofía, para decirnos, finalmente, en conceptos y en símbolos, lo que fue o quién fue, en su profunda realidad, el personaje biografiado". O sea, que si en las tareas del historiador hay junto a la investigación científica, en la que ya hay relativismo e individualidad, una actividad eminentemente artística en la que por antonomasia habrá creación personal, deberá concluirse que la cita nos deja ver una opinión bien autorizada y reciente acerca de que la historia que se hace tiende a una verdad absoluta, cuya integridad seguramente sólo reside en Dios, pero en lo humano, en lo que tiene de arte y de filosofía, incuestionablemente habrá creación, con grandes posibilidades de intuir esa verdad absoluta, pero al fin habrá creación subjetiva y por ello perteneciente a un tiempo dado, que es aquel en que se forja una historia.
Con la última cita quede aclarado que nos referimos a una historiografía o historia crítica como ahora se nos da; no a azarosas efemérides o a simples relaciones o anales, que a la postre son los datos de que parte este tipo de historia; y aun en la elaboración de estos aparentemente datos impersonales, está presente lo subjetivo y lo perteneciente al criterio de época. Las obras del Greco se excluyeron de las relaciones de su tiempo y toca al nuestro su exhumación de altares, conventos y demás sitios en que por siglos yacieron desestimadas.
En el punto que nos interesa, se hace por tanto imprescindible percatarse de la significación de las historias en un momento como el actual, mejor que de sus relatos. Para nuestro caso de los monumentos antiguos, en uso o en ruinas, deberá observarse que su avaloramiento denominado histórico se hace en el momento, o sea, pertenece a nuestro hoy, y nadie puede negar que ese avaloramiento, o calificación de histórico, varió notablemente en unos cuantos años y variará sin duda en un futuro indeterminable; del mismo modo que lo ahora estimado como valente histórica-
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mente, se descalificó hace siglo y medio. Y sí por acaso se dudase, baste ver lo que se hizo al finalizar el virreinato por influjo del gusto reinante en España: varios altares barrocos se demolieron para ser reemplazados por neoclásicos. Y ahora hemos demolido el ciprés neoclásico de la catedral por avalorarlo negativamente.
Es quizá desconcertante afirmar, que por tales estructuras y otras que no podríamos traer a cuento sin alargar nuestro estudio, la estimación histórica de un monumento le concede actualidad, si hemos de aceptar teorías gnoseológicas avanzadas (Hartmann, Fundamentos de una meta-física del conocimiento}, de tal modo que por estimarlo históricamente lo incorporamos a nuestra actualidad, algo así como sucede con un espejo antiguo que al situarnos frente a él, refleja nuestra actualidad por la imagen que nos devuelve, que no sólo es nuestra sino también actual, independiente de la edad misma del espejo. Hessen, en su Teoría del conocimiento (Austral, 1940, pp. 26 a 28), dice: "El conocimiento puede definirse, . . . como una determinación del sujeto por el objeto. En la acción no determina el objeto al sujeto, sino el sujeto al objeto. Lo que cambia no es el sujeto, sino el objeto. Aquél ya no se conduce receptiva sino espontánea y activamente, mientras que éste se conduce pasivamente". Mas no sólo esta incorporación existirá a partir de su avaloramíento histórico en nuestro tiempo, hay otra más objetiva: la pertenencia del monumento a la cultura de su tiempo que lo hace penetrar en la nuestra.
Se recordará quizá aquella cita que hicimos en capítulo anterior de un pasaje de Ruskin; pertenece a su Lámpara del recuerdo. Habla de los dos deberes que tenemos hacia la arquitectura de una nación, el primero lo refiere a hacer histórica la arquitectura de nuestro tiempo y el segundo a conservar la que nos han legado nuestros antepasados, como la más preciada herencia. Ese primer deber, dice, que propiamente es la Lámpara del recuerdo y debe guiar al arquitecto creador, empalma o coincide con lo que ahora pensamos acerca de toda arquitectura, cuando afirmamos estar anclada a su tiempo histórico y a su ubicación geográfica, y que al estarlo a su tiempo lo está como parte integrante que es de una cultura en que está insumida; aceptamos con clara evidencia la ley del Crono-topos, lo mismo en cuanto a las culturas se refiere que en lo tocante a los problemas arquitectónicos, pues reconocemos y comprobamos a saciedad por la misma historia, que toda cultura y todo programa arquitectónico se ubican en un espacio y en un tiempo históricos y, por tanto, una auténtica arquitectura, y hasta una de mediana validez positiva, queda arraigada in eternum a su momento y a su cultura. Estas consideraciones, como
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las que llevamos expuestas en lo tocante a la historia, se fincan en un cuerpo de doctrinas actuales de innegable autoridad, y aunque bien sabemos que con consistencia semejante encontraríamos antítesis y contradicciones, habremos de contentarnos con adoptar una posición, porque en estos días de encrucijadas no queda otra postura que asumir, si es que hemos de proseguir activos y no tan sólo espectantes. Otras reflexiones más, con igual raigambre de profundidad, nos llevarían a la justificación de ver en cada hombre el eslabón de una cadena que penetra por un lado en los tiempos pasados y remotos al través de sus progenitores, y por el otro se proyecta hacia el futuro en plan de continuidad y de propagación y, lo que importa señalar, de selección; no sólo se nutre cada generación del pasado por sus antecesores sino forma parte indisoluble de él, nutriéndose y dando sentido a su hoy.
"La vida individual representa —dice Roura Pareya— un miembro de una unidad de vida más general que abraza todo el pasado y se proyecta en el futuro. En el presente se conservan todos los estadios anteriores del espíritu. De otra forma no podríamos comprender el sentido de viejas culturas, ni comprender el pensamiento de sus sabios, ni revivir las creaciones de sus artistas. En el eco que el mundo antiguo encuentra en nuestra alma, se percibe nuestro parentesco espiritual. Y así como a veces en la superficie de la tierra aparecen estratos de remotas épocas geológicas, así también, en determinadas situaciones históricas, se invierten la tectónica de nuestra alma y la vida del hombre en su experiencia interna y en sus actos fluye de las capas más primitivas" {Educación y ciencia, Fondo de Cultura Económica, 1940, p. 7) . No podríamos agregar otras citas de tan autorizados pensadores como Dilthey {Gesammelte Werke) o Plessner (Die stuffen Organishen und der Mensch) sin alargar este apasionante aspecto acerca de la relación vida-tiempo y, sobre todo, sin introducirnos más en temas arduos explorados tan brillantemente por destacados filósofos contemporáneos, retengamos modestamente la idea expresada en lo que antecede, que resumidamente nos dice que en nuestro hoy se encuentran palpitantes, vivos, estadios temporalmente anteriores del espíritu que animó a nuestros ancestros, y que no de otro modo pueden explicar la gnoseologta y la teoría de la cultura el que se nutra el hoy del ayer dentro de una civilización. Hemos por tanto de concluir que los monumentos, testigos de un pasado que ahora calificamos con valor de histórico, forman parte de nuestro hoy por lo que del pasado existe presente en cada uno de nosotros y en nuestra cultura, y por lo que de creación actual representa avalorarlos como monumentos históricos.
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Es así como elemental, pero trascendentemente y en el plano de la Teoría del arte, conceptuamos incorporadas a nuestro tiempo por nosotros mismos, las obras que nos han legado las épocas que nos preceden en la sucesión continua y fluyente de la existencia.
Si desterramos de nuestra actualidad la historia y los monumentos, desintegramos nuestro hoy, este que tanto estimamos. Sin antepasados, sin tradiciones ni monumentos, no podríamos subsistir y, ¿no acaso el lenguaje es uno de estos monumentos en que el pasado palpita en cada instante de nuestro presente? No hay duda de que así es.
Esta trascendental conclusión exige otra más subjetiva aún. Si por lo antes expuesto, el monumento se incorpora a nuestro actual
momento por el doble conducto de la estimación histórica y, más objetivamente, por la continuidad de la cultura; o sea, que el testigo de otro momento histórico es también parte en nuestra actualidad como lo son las ideas científicas, las creencias y el lenguaje, requerimos ahora comprender cómo se coloca de hecho, quien restaura, ante la obra que realiza, cualquiera que sea la orientación que adopte al restaurar, sea simplemente consolidando, o bien restituyendo al monumento su perdido esplendor como obra arquitectónica. El arquitecto restaurador, de hecho no abdica su papel de creador que le corresponde como arquitecto. Por más que intente apegarse a lo que el mismo monumento señala o a lo que los documentos escritos o dibujados puedan ilustrarle, le sucede lo que gratamente, en cierta ocasión, tuve oportunidad de presenciar, permítaseme una digresión más, acompañado, por cierto, de dos personalidades connotadas: Luis Sert, el actual decano de la escuela de Harvard y Lester Wiener su en aquellos días asociado, quienes conmigo guardamos, con el recuerdo, la impresión de haber vivido retrospectivamente unos minutos de los tiempos virreinales. En un local anexo al dañado templo de San Francisco Ecatepec, cuyo decorado interior había destruido un incendio, un septuagenario, barbado y finamente digno, valiéndose de una ilustración en rotograbado de algún diario capitalino, suponía que al modelar en yeso fresco las ornamentaciones de recio cuño popular mexicano del siglo xvín, las copiaba de aquel borroso grabado, cuando de hecho estaba creando con encantadora modestia, lo que su genio decorativo lograba ver tras de un patrón cuya autenticidad histórica sólo era un señuelo. Viene de nuevo a mi memoria aquel pensamiento de Malraux, que cité en otra ocasión: "Crear supone una lucha entre dos formas, una latente y otra que se impone copiar".
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Pero no tan sólo la experiencia muestra la posible exactitud de nuestro aserto, al estudiar la estructura de las artes como haceres intelectivos y productivos de objetos extrínsecos al hombre que los produce, se establece con claridad que partiendo de las dos premisas de todo hacer arte, de que hablábamos en anterior capítulo, el fin-causal y la materia primera, en el supuesto de que sean las mismas para diversos restauradores, llegarán por diversos senderos personales a diversas formas restauradas, porque en el hacer arte-técnica los caminos sólo concurren en sus premisas iniciales y divergen al buscar solución, tanto cuanto el genio del artista o del técnico lo exijan, alcanzando alguna que estará más o menos acorde con el fin-causa en la misma medida del talento, pero también del azar, como tan certeramente lo expresa Aristóteles al decir con Agatón: "El arte es amigo del azar y el azar lo es del arte". Pero hay algo más que hacer notar: cuando se opera con objetos que son ideales, como los entiende la ontología actual, por ejemplo con uno de los tres géneros que conoce nuestra cultura, los matemáticos, no existe frente a cada problema sino una solución y fuera de ella infinitas no-soluciones. Levantar una perpendicular en el extremo de una recta, no tiene más que una solución; toda recta que pase por el extremo sin coincidir con la única perpendicular posible será oblicua y su número infinito.
AI restaurar, nos encontramos no ante operaciones matemáticas, sino ante construcciones fácticas, a creaciones en el más laxo significado del término, que están, como se dice, muy distantes de toda exactitud demostrable y, por lo contrario, avocadas a la discusión y a la multiplicidad de aciertos, en medio de la diversidad de soluciones aportadas por diversos restauradores.
Y una prueba de la subjetividad que el restaurar supone, basta cuando se comparan los dibujos de diversos arquitectos que proponen una restauración lo más apegada a los datos de que se disponen. Mostraré un detalle de tres proyectos relativos a la catedral de Nidaros, que no dejan lugar a dudas respecto a lo imposible que resulta, como afirmó con razón Ruskin, que el alma del autor de la obra original reencarne en algún artífice actual y guíe su mano y, sobre todo, empalme con autenticidad su espíritu y sentido de forma.
Mas, para muchos arquitectos que se han dedicado a la restauración, el intento de aducir razones en obsequio de nuestra afirmación de que, a la postre y aun con empeño arqueológico, toda restauración es en más o en menos una positiva creación, resulta si no vano cuando menos redundante, pues para ellos que lo han vivido en carne propia, los datos y los
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vestigios son tan sólo un programa, un punto en qué apoyar su vuelo por los legítimos y etéreos ámbitos de la creación técnica y estética. Con ser esto así, los celosos arqueologistas, o los no menos historiógrafos, reclaman con razón que no hay que descontar la falta de autenticidad de lo que el arquitecto hace; sobre todo cuando su labor va más allá de la restauración como sucede frecuentemente al adaptar a usos actuales un viejo monumento, al que el tiempo sólo ha dañado con la pátina o quizá redondeando las antiguas aristas de sus sillares.
Una faceta subjetiva más, asoma en el caso de la restauración y de las adaptaciones y complementaciones: establecer si existe derecho, desde luego natural, para que el hombre de hoy intervenga en la herencia del pasado. Otra vez hay que recordar a Ruskin cuando dice: "No tenemos derecho de tocarlas. No nos pertenecen. Pertenecen en parte a quienes los construyeron, y en parte a las generaciones que han de venir detrás. Lo que nosotros hubiéramos construido, no lo destruiríamos; menos aún lo que otros realizaron a costa de su vigor, de su riqueza y de su vida". Todo lo que asienta no cabe contradecirse, hay que aceptarlo; pero debe contemplarse un poco más el problema que plantea, pues en cierta medida desconoce a "las generaciones que han de venir detrás", el derecho de crear como crearon quienes erigieron los monumentos y como ellos mismos complementaron y adaptaron a nuevas exigencias lo que a su vez heredaron de tiempos anteriores. No es por ello aceptable negar a nuestros arquitectos y técnicos de hoy iguales capacidad y derecho de proseguir lo que aquéllos iniciaron o concluyeron, particularmente me estoy contrayendo a los monumentos en uso. Si el monumento pertenece a la cultura ancestral a que estamos ineludiblemente vinculados y por todos los aspectos que hemos contemplado, historia y creación, está incorporado a la vez con nuestro hoy, no puede aceptarse dejar de poner la mano, es claro, mano sabia y apta, para prolongar una existencia amenazada por la ruina o por el abandono, simplemente porque es testigo de un ayer que otros vivieron sin tropiezos, con la libertad creativa, que a nosotros se nos niega. El derecho asiste tanto a quien reclama conservar el testigo arqueológico, como a quien reclama hacerlo brillar en su plenitud formal estética. No cabría agregar que estas consideraciones se refieren imprescindiblemente a arquitectos de verdad, capacitados por su preparación y talento creativo; pues al teorizar sobre una actividad, los improvisados o los carentes de facultades ilustradas y educadas, no cuentan, como no cuenta el charlatán, cuando se dictan normas o procedimientos al cirujano; aunque en el caso de las adaptaciones y las ambientaciones de nuestros
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monumentos, desafortunadamente estamos comprobando que si en el aspecto de lo teórico eliminamos la improvisación y el desmán, en la práctica están actuando al margen mismo de las autoridades en la materia, carentes de jurisdicción territorial en la mayoría de casos.
Por lo tan someramente considerado, asentamos que asiste derecho en lo histórico y en lo social para que el arquitecto capacitado, preparado y bien dotado, complemente lo que quedó inconcluso o por nuevas exigencias requiere adaptación. Existen multitud de casos propios y externos que mostrar, en los cuales arquitectos de méritos reconocidos han incorporado con honor su propio nombre al del autor o autores de monumentos insignes; tal es el caso, por citar algunos, de sir Christopher Wren en la primera mitad del siglo xvni, que complementa las torres, entonces fal-tantes, de la Abadía de Westminster, en Londres, y que sin verlas concluidas deja el diseño que otros convierten en la realidad armónica que ahora podemos contemplar. De los casos propios mostraremos el del Sagrario y fachadas de la catedral de Guadalajara, que a mi personal juicio merecen ante la ciudad, al contribuir a darle categoría a uno de sus más significativos y típicos monumentos y conjuntos.
Al través de nuestra incursión por las agitadas aguas de la restauración, tan propicias a la turbulencia y a la discusión, tanto que los comentaristas autorizados creen más apto hacer una casuística, que una teoría, hemos ido arrojando coloreadas boyas para señalar nuestros hallazgos y recogerlas al virar a puerto como ahora lo hacemos. El tiempo se nos ha echado encima; no queda más que aprovechar el que resta para repasar y recontar nuestras boyas, con la esperanza puesta en investigadores mejor dotados que yo, cuyos hallazgos nos conduzcan a edificar sobre tierra firme lo que tan sólo hemos perseguido por movedizas aguas: una auténtica teoría de la restauración de monumentos.
Lo primero por mencionar, será la glosa de contenidos esenciales obtenida para definir la restauración como: arte de salvaguardar la solidez y la forma-materia de los monumentos, mediante operaciones que evidencien su actualidad y fin programal. Diecinueve palabras en total, que por lo expuesto hasta aquí pudieran aún concretarse en una más simple expresión, diciendo que es: arte de salvaguardar los valores del monumento, mediante operaciones manifiestamente actuales y prográmales. Como toda síntesis delimitativa, se requiere desarrollar la tesis de que proviene, del mismo modo que cualquier definición de arquitectura exige explicar sus apoyos y significaciones: por ejemplo, aquella brevísima de Labrouste: "Arte de edificar" o la hermosa de Perret: "El arquitecto es poeta que
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piensa y habla en términos de construcción". Mas, como síntesis provisional, que no puede ser otra cosa, posee a lo menos validez nemotécnica.
La segunda adquisición, es la menguada utilidad habitable del monumento respecto a un nuevo destino, así como la perdurable validez facto-lógica de lo mecánico-resistente y el sacrificio ineludible, en la mayoría de los casos, de lo factológico en razón de las operaciones de consolidación o de adaptación.
En tercer lugar, mencionaremos una conclusión de capital interés: la validez estética de una obra de arquitectura, persiste por encima de la permanencia de su materia arqueológica, pues procede de la creación objetivada y no de la perduración de lo físico-histórico del material. De esta consideración crucial, surge la diferencia y autonomía entre los dos tipos de autenticidades históricas de un monumento: la estética y la simplemente arqueológica; llegando a la afirmación de que una perfecta copia óptica-háptica de una obra, objetiva la validez histórico-estética de la creación de su autor por encima de la totalmente ausente autenticidad arqueológica.
La cuarta de las conclusiones se refiere a la validez social, que empalmando con lo antes dicho, manifiesta que en todos los casos, en la ruina, en el monumento vivo y adaptado y aun en la perfecta reconstrucción, el mensaje de una cultura se halla presente por encima de la autenticidad arqueológica. Un ejemplo de actualidad son los monumentos japoneses que hemos citado y aun el traslado del monumento rupestre de Abu-Sim-bel, que será ahora una reconstrucción con enormes sillares ensamblados y junteados, cuando en el original sólo había la continuidad de la roca.
Después de lo anterior, debemos enumerar dos conclusiones, las de esta última incursión que hemos dejado asentada: la subjetividad de toda restauración, o sea que es creación subjetiva y que el monumento se nos incorpora al calificarlo de histórico y avalorarlo estéticamente, a la vez que por mediación de la cultura en que hunde su origen, y empalma con el tiempo y la cultura de hoy a que pertenecemos. Sin duda este aspecto es de trascendencia e invita a su mayor comprensión.
Sería sencillo, con lo adquirido, dar respuesta a problemas y a cuestiones que se plantean por doquier. Mas, como lo dejamos dicho, bogamos rumbo a puerto. Sería menos que imposible condensar en unas cuantas palabras la discusión acerca de las finalidades programáticas no sustanciales, las ocasionales y variables, que sustentan las tesis de Ruskin y Viollet. Espero que su aplicación permita hacerlo sin dificultad. La tesis del "estado existente", parece apta más bien para el monumento-ruina que para el monumento vivo. Coventry es un excelente y, además, conmo-
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vedor ejemplo. La tesis del "estado completo" ha quedado justificada como de autenticidad-histórico-estética desde el punto de la Teoría del arte, y parece apta para el monumento vivo. La validez social y estética perdurará en toda restitución sabia y apta, de igual modo cuando se complementa o cuando se adapta a funciones nuevas, no hay que olvidar: es condición la preparación, la aptitud y la auténtica capacidad.
Permítaseme recordar aquel párrafo de la Carta de Venecia que viene a cuento: "—la asignación a nuevo destino— no puede alterar su distribución y decoración. Es dentro de estos límites como hay que concebir y se pueden autorizar los arreglos exigidos por la evolución de los usos y de las costumbres" (Arte 4) y que " . . .la decisión sobre las eliminaciones por llevarse a cabo no pueden depender sólo del autor del proyecto".
Sería menos que imposible penetrar ya en un tema tan productivo como el de la ciudad y sus monumentos, como nos fue originalmente solicitado. Hemos echado el ancla tras lo que ha sido al lado de ustedes, una grata y quizá dura excursión por el piélago anchuroso y poco explorado de la estructura teórica del restaurar los monumentos arquitectónicos, persiguiendo una base elemental y fundamentada en qué asentar un mejor criterio de arquitecto restaurador y de crítico comprensivo de los problemas y soluciones que ofrece la centenaria actividad de salvaguardar los valores históricos y estéticos que poseen esos testigos de las glorias del pasado, que son los monumentos como inmarcesiblemente arraigados a nuestro venturoso, no menos que agitado y prometedor presente. No lo hemos logrado, pero a lo menos, como queda dicho, se abre una puerta más al estudioso que, bien pertrechado, no bogue como yo, sino edifique sobre terreno sólido la teoría que, para nosotros, es aún meta por conquistar.
Ilustraciones:
1.—Dibujo de Viollet-le-Duc. 2.—Dibujo de John Ruskin. 3.—Tres proyectos de restauración de una ventana en el triforium de la
catedral de Nidaros, elaborados por tres diferentes restauradores. 4.—Abadía de Westminster. Londres. Fachada principal. 5 a 11.—Restauración y complemento de la catedral y sacristía de Gua
dalajara. 12 a 20.—Abu-Simbel, templo hipétreo de Ramsés. Vistas del estado ante
rior a las obras de traslado y varios esquemas y vistas de las obras.