LAS COMPETENCIAS POLÍTICAS COMO OBJETIVO DE LA EDUCACIÓN
La mayor aspiración de este artículo es convertirse en una propuesta. Una invitación que podría
servir de acicate para la realización de futuras investigaciones que sería deseable emprender por
aquellos que consideran un reto inaplazable la reflexión acerca de la compleja relación entre
política y educación. Este abrebocas explora diversos ángulos de esta relación, desbrozando
posibles rutas y apuntando hacia las regiones intrincadas que podrían ser el objetivo de trabajos
más extensos.
No es retórica vacía la imagen de la maleza que oculta el camino. El tema de la política en relación
con el hecho educativo muchas veces ha estado rodeado de un halo de misterio, de terreno de
nadie (y por ello enmalezado). Los maestros se precian de "a-políticos" (cosa absurda o en todo
caso imposible) o enarbolan el viejo dicho de que "sobre política y religión no hay discusión",
como si fuera una máxima que se pudiera aplicar más allá del cóctel entre adultos irresponsables.
Entonces cabría hacerse esa primera pregunta:¿por qué existe resistencia a hablar de política en
los planteles educativos? Con frecuencia puede uno escuchar otra frase, bastante parecida a la
anterior, proferida por estudiantes o maestros como una velada amenaza de profanación y caos,
en la que se advierte que “en las aulas no se habla de política”.
Si nos tomáramos esta frase como una aseveración seria, como el producto reflexivo de una
experiencia que ha dejado sus frutos en una norma taxativa (y no como la expresión de una
flojera intelectual, o la evitación de un tema aburrido), entonces habría que dilucidar cuál puede
ser su significado. Por ejemplo: ¿qué quiere decir “hablar de política? Es posible que (y esto
tendría que ser confirmado con una labor investigativa de testimonios del gremio) lo que los
docentes entienden por "hablar de política" es hacer proselitismo, tratar de convencer a otros de
afiliarse a un partido o cuadrarse con una ideología particular. Y evidentemente, esto nos habla de
una educación que no habla de política, o cuando lo ha hecho solo ha sido para hacer propaganda.
Para enfatizar lo categórica que puede ser esta idea se puede hacer referencia a las leyes que
prohíben el proselitismo político. Efectivamente, si buscamos la Ley Orgánica de Educación de la
República Bolivariana de Venezuela (2009), veremos que en su artículo 12 establece que: “No está
permitida la realización de actividades de proselitismo o propaganda partidista en las instituciones
y centros educativos del subsistema de educación básica, por cualquier medio de difusión, sea
oral, impreso, eléctrico, radiofónico, temático o audiovisual”. Aquí es claro lo que el artículo
establece, y cuál es su concepción de “política”. Pero habría que preguntarse si existe, y está
permitido, un “hablar de política” que no sea proselitista ni constituya propaganda. Por las ya
señaladas características programáticas de este artículo no voy a abundar en detalles acerca de
esta cuestión, indicando artículos específicos. Este es uno de esos temas que podrían ser objeto
de un estudio más profundo, pero es evidente que, ya que otros artículos de la Ley Orgánica de
Educación hablan de la importancia de tomar en cuenta aspectos como identidad,
multiculturalidad, ecología, participación de la comunidad, espíritu crítico, creatividad, etc., se
están refiriendo a competencias específicas que deben ser contempladas en un programa
educativo, temas que deben ser estudiados, discutidos y que están directa o indirectamente
relacionados con lo político, o bien a valores que deben ser considerados.
En la práctica, lo que vemos es que no existe en el maestro la preocupación por conversar con sus
estudiantes acerca de Política, esa que podría escribirse con "P" mayúscula y en cursivas para
señalar la necesidad de cuidarse de su contenido semántico. Esto es, la serie de actividades,
reflexiones, decisiones, producciones y acciones que lleva a cabo una persona para intervenir en
los asuntos públicos (a través de sus opiniones, su voto o su participación directa), en las áreas que
nos conciernen a todos los que vivimos juntos en ciudades, es decir, a los ciudadanos, quienes
deben organizarse y planificar esa vida en común para que resulte buena, justa, feliz, plena y
potenciadora de las posibilidades de cada quién. La confusión acerca de política y proselitismo es
tan grande y significativa que cuando se critica la controversia vana entre facciones que quieren
una parte del poder (esa diatriba inútil que sólo busca enturbiar el debate para confundir y
arrebatar), se habla de que se está “politizando” el asunto, cuando a lo que hace referencia es a
esa división en bandos que sólo están preocupados por sus intereses y no por los de la comunidad
(es decir, más bien una “partidización” del asunto), o a la inflexibilidad, la rigidez y el diálogo de
sordos que se instala entre los pensares sectorizados (producto de una “ideologización” del tema).
Esta confusión de términos y significados puede provenir de que usualmente se deja de lado la
importancia de una conciencia de lo público como aquello que nos pertenece a todos, y de lo
político como la actividad que cavila y se pregunta acerca de la forma de administrar, utilizar
eficientemente, cuidar y en general tomar decisiones acerca de eso que nos pertenece a todos, y
por supuesto, de la comprensión de lo que significa y lo que implica en el terreno de la educación.
O se considera que esos asuntos solo conciernen a los partidos y a los políticos de profesión.
También pueden estar mal orientados los esfuerzos por educar para la política. Un ejemplo
ilustrativo lo tenemos en el sistema educativo español. Como en otros países (por ejemplo
Francia y Canadá), se discute constantemente la presencia de la filosofía en el bachillerato y su
"utilidad" para contribuir en la formación de esa conciencia de lo público y en el desarrollo de
competencias políticas en los individuos. (El problema es que muchas veces el horizonte del
debate no parece estar ubicado en cómo enseñar la filosofía para que contribuya con la formación
del individuo, sino en sí debe o no ser eliminada del currículum). Como decía antes, el debate se
ha centrado en su utilidad, y cuando ha ocurrido la alternancia del gobierno de izquierda (PSOE) al
de derecha (PP) el debate ha basculado en su utilidad para "formar al ciudadano" o para
"desarrollar el espíritu emprendedor". El problema es que ambas aproximaciones pueden ser
insuficientes. La primera puede encubrir una cierta formación para la civilidad, para ser un "buen
ciudadano", una especie de manual de comportamiento cívico, lo que no implica y casi no dejaría
espacio a la autonomía, la reflexividad, la creatividad o la confrontación de ideas. En el segundo
caso la formación filosófica se concentra en la disciplina, la voluntad y la creatividad necesaria
para cambiar la realidad, pero pareciera alejar al individuo de la esfera de lo político, para ubicarlo
en el ámbito empresarial y de los proyectos personales eminentemente lucrativos. Además se
corre el peligro de que se pretenda que la historia de la filosofía no tiene nada que ver con esa
capacidad de innovar, dándole preferencia a contenidos "prácticos", "útiles" o "científicos",
cuando en realidad representa el seguimiento de los esfuerzos de grandes hombres y mujeres que
se dedicaron a pensar, entender y luego proponer cambios para su mundo. Ellos fueron, sí,
grandes espíritus emprendedores. Sin embargo no concentraron su esfuerzo en las matemáticas,
la economía o las finanzas, sino en la metafísica, la ética y la política como disciplinas para
comprender, explicar y cambiar el mundo. No se educa en política porque queramos recetas para
buenos ciudadanos o porque queramos individuos emprendedores. Entonces…
¿Por qué debemos educar en política?
Muchos argumentos pueden aducirse para justificar un esfuerzo educativo sostenido, sistemático
y planificado para desarrollar competencias políticas. Pero quizás una de las más importantes, y la
que nos contentaremos con exponer aquí es la tendencia, que históricamente siempre ha estado
presente, pero que se ha manifestado con mucha fuerza en los últimos tiempos, al enrarecimiento
del pensamiento autónomo.
Cada vez es más evidente la reluctancia del ciudadano común a participar en lo político con una
reflexión propia, sin muletas o tutores. La perversión de la democracia depende de ello: mientras
las grandes masas se motiven con prebendas y premios, los hilos del poder se moverán con menos
trabas. Por más que ciertos grupos organizados y minorías sensibilizadas señalen objeciones y
adviertan sobre maniobras peligrosas en lo político, esto no tendrá ningún impacto sobre las
decisiones tomadas por "la mayoría" si esta contabiliza los logros políticos sólo con el bolsillo.
Además, la educación debe emprender una lucha contra las ideologías como recetas, el partidismo
como una robotización de la decisión y su consecuente acción, la intolerancia como única relación
con el otro, la flojera intelectual como actitud cotidiana ante los problemas públicos. Consignas,
gritos, vítores y banderas no pueden sustituir la reflexión y el debate público. Pero para ello
debemos ser preparados y educados.
Combatir las dictaduras, las autocracias y el totalitarismo, bordes fractales de las democracias
modernas, empieza por un debate en el que participe la multitud. Pero no hay territorio más
lejano a ello que aquel en el que una masa enardecida grita consignas y agita banderolas. Sólo si
nos paseamos constantemente sobre esos límites irregulares, que entran y salen en el terreno de
lo legítimo y del abuso de poder podremos prevenir tanto el regreso de los dragones que azotaron
Europa en las dos grandes guerras, como el desarrollo de aquellos que anidan en espacios
abandonados de nuestras democracias actuales, fortaleciéndose con el miedo, la desidia, la
indiferencia y en general el abandono de lo político a los "políticos".
Volviendo a las ideas que planteamos al principio, la educación en política y para el desarrollo de
las competencias políticas no puede seguir siendo considerada "antinatural". El niño nace en un
ambiente político. Llega al mundo y se desarrolla, usa los recursos, está protegido, es educado y
desarrolla sus potencialidades dentro de un sistema, y a partir de premisas que se desprenden
directamente del mundo de ideas y acciones al que damos el nombre de "político". De ahí que lo
más natural sería afinar su comprensión y su participación en las características más importantes
de esa relación con los otros. Si estableciéramos hasta aquí un mínimo acuerdo tendríamos que
precisar…
¿Qué es una competencia política?
Podríamos llamar competencia política a las capacidades, habilidades, conocimientos y valores
que permiten que un individuo contribuya con la democracia y alimente constantemente su
carácter no-acabado. Toda democracia estará siempre buscando completar sus vacíos, siempre en
deuda con la justicia, la seguridad, la educación, la planificación y tantos otros elementos del
pensar lo público. Pero este estado de lo no-acabado sólo puede garantizarse por la participación
autónoma y pensante de la multitud, de cada individuo único e indispensable que lucha junto a
otros individuos únicos e indispensables para garantizar las condiciones adecuadas que permitan
expresar todo su potencial. Cada uno de ellos percibe una deuda y lucha porque ella sea saldada,
en un proceso que se reinicia constante y gradualmente con el incremento y la intensidad de lo
que la comunidad aspira.
Para caracterizar lo que es una competencia política puede que sea útil también una definición
negativa. Digamos para ello que se puede hablar de una experiencia subjetiva de lo político y esta
no es la más adecuada para su compresión. Ser competente políticamente no tiene que ver con
gustos o inclinaciones. No es (solamente) el cómo yo vivo la experiencia de lo público, mi
particularísima concepción de cómo están pensadas, organizadas y ejecutadas las acciones que
tienen que ver con la vida de mi comunidad. No puede tener que ver sólo con mis intereses
particulares, con lo que yo quiero lograr, con lo que me favorece en un momento determinado. El
problema es que uno sólo podrá tomar eso en cuenta si no se educa para evitar que su experiencia
subjetiva sea el único elemento de decisión. Todo quedará a nivel de lo emotivo, de la esperanza,
de la fe, de la identificación. Y en ese caso no se posee una competencia política sino un impulso
de conveniencias políticas.
Las competencias políticas más fáciles de definir, y que ya hemos venido mencionando más arriba,
tienen que ver con esa voluntad de reiniciar constantemente el proceso de análisis y crítica de la
realidad tal como se nos presenta y la creación de nuevas posibilidades, la capacidad de
argumentar y entender los argumentos de otros, la de entender y satisfacer las necesidades
comunes, la de liderar y participar en equipos para llevar a cabo las acciones necesarias para
concretar esos cambios.
Pero es importante decir que no siempre resulta sencillo saber en qué consiste una competencia
política. Algunas competencias políticas tienen un aspecto nebuloso, difícil de definir, o por lo
menos ameritan una discusión que no siempre será fácil de zanjar. Sus características muchas
veces chocan con una cierta concepción “viril” del juego político, con una visión de los triunfos
arrasadores, o de las acciones contundentes, o con cambiar la historia de forma heroica. De ahí
que aceptemos fácilmente como competencias políticas el liderazgo, el carisma, la habilidad para
convencer o la seguridad en sí mismo. Evidentemente estas competencias juegan un papel
importante en el juego político, pero tienen el doble demérito de ser las menos complejas (o las
más innatas, menos educables) y el de poder ser utilizadas para la manipulación sofística de las
masas, sin garantizar que detrás haya una reflexión que persiga el bien en alguna de sus formas.
Nos cuesta más considerar otras capacidades — que en pueden ser cruciales—, y que muchas
veces las asociamos más bien a una cierta debilidad del carácter. Por ejemplo, podríamos sugerir
que las personas debemos tener una cierta capacidad-conocimiento-valoración de la política como
imperfección, cómo lo que jamás se da en todos los aspectos a la vez, como lo que involucra
siempre pérdidas en las ganancias, resultados ambiguos, victorias pírricas, avances graduales que
tienen la ventaja de ser menos traumáticos para las sociedades. Esta competencia consistiría pues
en un cierto optimismo para llevar mejor el hecho de que algunos eventos políticos tardan en
concretarse pero se alcanzan, que lo que pareciera ser un “arar en el mar” tendrá su impacto en el
largo plazo, que ciertas utopías pueden ser reformuladas para realizarse en alguna de sus aspectos
y que ciertos objetivos que parecen irrealizables, con un gran esfuerzo, se logran en formas,
calidades o cuantías que no necesariamente estaban planificados. Es una competencia para
aceptar que una cierta porción de lo político es bastante dependiente del azar, por lo que hay que
tenerle paciencia, comprensión, tolerancia, humildad y visión de conjunto.
También podríamos hablar de la aptitud para dudar. El abandono de la engañosa seguridad de las
ideologías, los fundamentalismos y cualquiera de las posiciones a-críticas que quisieran
garantizarnos resultados seguros, decisiones incontrovertibles, acciones sin error. Una
competencia política podría consistir en esa actitud de sospecha ante la realidad, de permanente
estado de revisión y cuestionamiento que parten desde una única certeza: es muy complejo tener
certezas.
Y por último, en estas competencias del tono gris, se podría mencionar el equilibrio, la moderación
y la imparcialidad. La habilidad para no favorecer los intereses de un bando en favor de otro, la
de apegarse a las normas para garantizar relaciones justas, la de evitar los extremismos, y la de
revisar constantemente los sistemas de justicia que permiten controlar y moderar las facciones
que se enfrentan en la realidad. Y en última instancia estaría esa reflexión compartida que podría
explorar la posibilidad de dejar de lado esta prudencia cuando el resultado pueda favorecer al que
está más frágil, reflexionando acerca de las consecuencias y asumiendo la responsabilidad para
compensarlas y evitando a toda costa lesionar el sistema legal que establece esos límites. Esta
reflexión podría, dentro del sistema de lo legal, buscar la modificación de los convenios legales
para que incluyeran o adaptaran las normas que mejoraran el sistema de decisiones dentro de ese
aspecto que exigió tensar los límites.
En otros casos lo que ocurre es que las competencias, tal como han sido pensadas últimamente,
son “políticamente correctas”, es decir, tratan de ser “globales”, adecuarse a todas las culturas y a
todos los sistemas políticos. De ahí que no incluyan la confrontación, la crítica, el disenso, el
cuestionamiento y la reflexión autónoma e independiente, que en la historia de la educación han
resultado, si no francamente irritantes o indeseables, por lo menos se han quedado en deseos
expresados en letra muerta.
De ahí que las competencias políticas pueden ser desatendidas dentro de un programa educativo
por ser consideradas fuente de problemas. Digamos por ejemplo la capacidad de confrontar y de
provocar conflicto. Aunque la confrontación y el conflicto son de alguna manera parte necesaria
de las relaciones humanas, muchas veces educamos para que queden reducidas al mínimo,
porque se las relaciona con la agresión, y entonces se las sustituye con sumisiones más cómodas y
adhesiones más convenientes. Lo que habría que resaltar es que el conflicto no sólo forma parte
de la naturaleza humana sino también de lo político. Para hacer política es fundamental el debate,
la confrontación, la crítica; y nada es más peligroso que una comunidad se someta sin chistar a lo
que se decide o se implementa a su alrededor. De ahí las críticas al planteamiento de Fukuyama,
que veía una especie de paraíso en el fin de la historia, entendido como el tiempo en el que ya no
hubiera razones para el disenso y la resistencia porque se impondrían los valores occidentales y
democráticos unánimemente. El problema es que la pretendida satisfacción general con lo que
ocurre a mí alrededor podría obtenerse a la fuerza, por el hastío, la rendición, el miedo o la
indiferencia, y todas estas posibilidades son extremadamente peligrosas porque permiten el
absoluto o la totalidad por silencio y abandono del elemento agónico de toda democracia como
sistema no-acabado. Si queremos que ese disenso, esa actitud cuestionadora, esos liderazgos y
esas capacidades de funcionar activamente en grupos se desarrollen en la escuela entonces…
¿Cómo se educa en política?
En todo caso habría que concebir las competencias políticas dentro de un enfoque pedagógico:
¿cuáles serían las estrategias didácticas para el desarrollo de competencias políticas? Ni el espacio
ni las pretensiones de este trabajo permiten siquiera esbozar las respuestas que pueden ofrecerse
a esta pregunta, pero definitivamente es el tipo de cuestionamiento que nos llevaría a replantear
los fundamentos de la educación, no quizás de forma “novedosa”, sino retomando proyectos
educativos que fueron concebidos directamente con este fin y continuando esa labor para nuestro
tiempo. (Recordemos, en una lista bastante heterogénea, los planteamientos político-educativos
de Platón, Aristóteles, Spinoza, Rousseau, Freire y Dewey). Más recientemente Martha Nussbaum
ha hecho aportes invaluables para esta reflexión. La filósofa subraya la urgencia de una inversión
de los valores que damos a una cierta educación "útil", que en última instancia apunta sólo a la
formación profesional, a lo que es financieramente rentable, para darle mayor importancia al
desarrollo del pensamiento crítico, la deliberación y la imaginación a través de las humanidades:
arte, filosofía, teatro, etc. Además de los conocimientos necesarios para la vida en común que no
pueden ser suministrados por la informática o las matemáticas y que son fundamentales para
garantizar la salud de los sistemas democráticos.
Quizás habría que subrayar la importancia, dentro del grupo de las humanidades que a veces
resultan más populares, a la filosofía como forma del desarrollo de las competencias políticas. A la
filosofía le son esenciales el debate, la confrontación de ideas, la argumentación, la crítica, el
ejercicio de comprender la realidad, conceptualizarla y a partir de ello tomar decisiones. Se puede
afirmar que el arte y la poesía, aunque poseen un poder mayor para vehicular las emociones
humanas y las experiencias vividas, y hacer mucho más grato el pensar de estos asuntos,
dependen de un tratamiento propiamente filosófico para que sean debidamente aprovechadas
para el desarrollo de las competencias políticas. Es decir, una película puede ser un medio y un
objeto de estudio fabuloso y entretenido para el desarrollo de las competencias políticas. Pero
sólo puede serlo si se aprovecha todo su potencial mediante un tratamiento filosófico de los
diversos elementos ahí presentes: los conceptos involucrados, la postura que tenemos ante ellos,
su relación con la realidad que vivimos, el uso de los recursos para mostrar estos elementos desde
diversas perspectivas, los valores involucrados en ellas, las consecuencias políticas de su
concreción, etc.
Otra de las preguntas no menos complejas de responder tiene que ver con el precisar de qué se
está hablando cuando se pretende “desarrollar” una competencia política. En la definición que
adelantábamos más arriba acerca del concepto, hablábamos de capacidades, conocimientos y
valores. Pero lo que tendrían que precisar en un trabajo multitudinario de los miembros del
sistema educativo es
a. si estas competencias asientan su base en características innatas o si estas se adquieren, es
decir, si es realmente un desarrollo o más bien se trata de la adquisición de ciertos
elementos que no estaban presentes.
b. si estas competencias dependen de ciertos hábitos o son una pura productividad de parte
del estudiante
c. ¿a qué edad podría comenzar a desarrollarse las competencias políticas? Si son hábitos
estos se pueden formar temprano, si es productividad dependen de una capacidad de
razonamiento y una concepción de la realidad más madura…
d. cuál es el papel de los docentes en este “desarrollo”: ¿informan, modelan, cuestionan,
confrontan, incitan, despiertan, disciplinan?
e. si responden a un trabajo sobre el individuo o sobre las relaciones grupales
f. si deben ser parte de una materia diseñada para ello o si deben atravesar el currículo a
modo de eje
g. la forma que tenemos para saber si se está logrando los objetivos planteados
Muy posiblemente a muchas de estas preguntas, por la complejidad de lo que aquí se trabaja,
haya que responder, más que con soluciones definitivas o absolutas, con combinaciones y
estrategias dinámicas que desplieguen esfuerzos desde múltiples ángulos, y adaptándose a las
circunstancias y los contextos.
Otra cuestión importante sería el proceso de formación "aguas arriba": ¿Cómo formar al docente
para que desarrolle las competencias políticas? El docente en formación que, según las premisas
que hemos manejado hasta ahora, no necesariamente posee los basamentos que le garanticen
competencias políticas. Y sin embargo se deberá diseñar un currículo que lo lleve a asimilar una
actitud, conocimientos, valores y estrategias que permitan el desarrollo de esas competencias en
sus estudiantes. Este es entonces otro punto de fuga para la investigación más profunda de este
tema. Pero pueden adelantarse algunas ideas. Por ejemplo, que este proceso de formación, tal
como ya lo hemos señalado, depende menos de un método que de un talante. Este talante cuyo
apellido es democrático, y que tiene que ver con disposiciones complementarias: los equilibrios
confrontación-tolerancia, crítica-apreciación, intereses individuales y colectivos, ideales y
concreciones, teoría-acción. Y también implica una sólida comprensión y un amplio conocimiento
de las instituciones democráticas, la historia y la filosofía política. Esto aunado a principios éticos
que complementen el estilo docente democrático, y que favorezcan la participación de los
estudiantes en la emergencia de las competencias políticas.
La formación de los docentes implicará también un profundo conocimiento del plano jurídico.
Conocer la estructura legal que regula el país, y específicamente el que regula a la educación le
permitirá generar discusiones que giran en torno a la experiencia política más cercana de sus
estudiantes, por convivir en la primera institución pública de los ciudadanos: la escuela. Por esto,
el debate acerca de la conjunción entre políticas educativas y política del Estado siempre resultará
más cercano y de mayor compromiso, y por tanto favorecerá la sensación de pensar lo político en
aquello con lo que ya está involucrado el estudiante con aspiraciones a ser docente (y por
supuesto, esta será una práctica que él podrá llevar a cabo cuando ejerza sus funciones en un
plantel escolar). El análisis de los planteamientos políticos llevados a lo jurídico, en los
reglamentos educativos les mostrará como lo político es agencia que permea todos los elementos
de la sociedad, y como todos participamos de una forma u otra en ellos, sus consecuencias en las
relaciones de poder, en la forma en que se organizan estas. El que los docentes aborden lo
jurídico como cristalización de lo político les permitirá además hacerse una pregunta: ¿Es este un
ciclo vicioso o productivo? Tendríamos que poder determinar, en cada caso y contexto particular,
si la política se concreta en lo jurídico generando cambios políticos favorables (progresividad de
los derechos, delimitación clara de los deberes, aumento de la participación política, terreno
amplio para el debate ético-político, resolución de los problemas a nivel comunitario, etc.) que
luego se transformarán en nuevas leyes y normas, o por el contrario si estas leyes y normas van
cercenando la capacidad política de los ciudadanos (restricciones autoritarias, verticalidad de las
relaciones políticas, burocratización), lo que además impide que estas leyes puedan ser
modificadas.
Otra de las discusiones fundamentales tiene que ver con la estructura misma de la escuela,
volviendo a la idea de que es la primera institución propiamente política en la que interactúa el
niño. Difícilmente puede obtenerse como resultado un ciudadano que crea y contribuya con la
democracia si ha sido educado en ambientes no-democráticos: nula participación en las
decisiones, imposición de normas, injusticias, desigualdades y represión, no pueden después, "en
la edad de la razón", ser sustituidas por autonomía y carácter crítico. El modelaje de conductas, la
formación del carácter y los hábitos de conducta rara vez fallan en su impacto: una persona
independiente se forja en un ambiente donde esa es la costumbre.
No puede afirmarse que ciertas actividades escolares llevarán por sí mismas al desarrollo de un
individuo democrático. No se puede asegurar tajantemente que lo más importantes es que el
niño aprenda a leer, y que luego eso le permitirá ser autónomo (de ahí que se reivindica la lucha
contra el analfabetismo como una forma de liberación), sino que el proceso de aprendizaje de la
lectura ya tiene que incluir (amén de disciplina, responsabilidad, etc.) posibilidades liberadoras: la
escogencia de temas, la discusión libre de lo leído, la escritura creativa, los temas que despierten
esa conciencia democrática, entre otras.
Se habla entonces de la relación entre educación y democracia, y lo que debe quedar claro es que
si entre ellas media un currículo, como un procedimiento, como una receta, o peor aún, como un
dogma, entonces aniquilas la relación, y estás educando para pervertir la democracia, o para
cultivar otro sistema que la imita, pero que en el fondo es un sucedáneo peligroso, como todo lo
que es una mala copia. Un currículo en el que cada elemento está especificado como una orden
incuestionable, y con una tendencia a regularlo todo, termina siendo un cepo. (Quizás por eso las
constituciones que han tenido mayor vigencia hayan sido las más simples, y por tanto aquellas que
exigen una mayor reflexión de parte de todos los que conviven bajo su garantía, porque no todo
está escrito).
Por otra parte y tal como lo señalábamos más arriba, es posible que educar competencias políticas
tenga que ver con cambios que implican atravesar todo el currículo. Como ejemplo podemos
tomar la crítica como una competencia política.
La crítica, digamos someramente, es una capacidad para encontrar los puntos débiles o los fuertes
de algo, con conocimiento de lo que ese algo representa en un determinado ámbito y tomando en
cuenta que la crítica debe ser ejercida como una forma de pensar en conjunto, con respeto al otro
y sin ánimos de generar controversia por el sólo gusto de hacerlo. Todo esto, por supuesto, no es
algo que se enseñe con “ejercicios de crítica". La crítica implica una relación de poder. El
estudiante no sólo debe sentirse “en capacidad de” hacer crítica, o “con el conocimiento
necesario” para hacerlo, sino que todo el sistema en el que se encuentre inmerso debe favorecer,
considerar, motivar y modelar la actitud crítica. Si te educas en un sistema represor, agresivo o
indiferente, es muy difícil que puedas desarrollar la crítica a través de unas prácticas especiales,
una hora por semana. Las relaciones de poder en el sistema deben ser puestas a la luz, el
estudiante debe descubrirlas y reconocerlas, cómo funcionan, cómo están establecidas, qué
persiguen, y de esa forma, gradualmente, en un proceso de comprensión integral, el estudiante o
el docente en formación podrá ser crítico por comprensión de lo que ocurre a su alrededor con el
manejo del poder, la autoridad, los saberes válidos, los discursos aceptados, etc.
Es obvio que aquí estamos tocando temas delicados con respecto a la relación docente-alumno.
Desarrollar ciertas competencias políticas puede implicar relaciones que exigen mucha seguridad,
madurez, responsabilidad y formación del docente, y del sistema educativo en general. Es un
asunto de autonomía, de libertad. Pero no para el alumno, que es el que usualmente ha sido
considerado como el menos digno de tales prebendas, o en todo caso, el que no estaría preparado
para manejarlas. Muchas veces lo que ocurre es que esto es una proyección, y el que no está
preparado para manejar tal estado de cosas es el sistema escolar, que se siente más cómodo
detrás del burladero de las normas estrictas, la disciplina indiscutida, las sanciones y las
autoridades impuestas. ¿Cómo lograr cambiar esto? Entre otras cosas el docente debe perder el
miedo a perder los privilegios. Esos privilegios debe ganarlos junto al respeto y la admiración que
generen las relaciones que establece con sus estudiantes, y la evidencia de que él posee esas
competencias políticas en con mayor intensidad, y que por tanto puede ser un agente del cambio
en el estudiante. O que puede hacer intercambio de esas competencias.
Educar las competencias políticas tiene como objetivo la prevención del papel pasivo de los
ciudadanos. Éste ha sido estimulado desde un nivel muy bajo de la comunicación social, una
concepción irresponsable y superficial de lo político, que trata de aumentar su mercadeo con
chismes y rumores; con la consecuente banalización de la calidad ética en el ámbito de los
partidos y sus líderes. Esto genera una anti-política en la que todo va al mismo saco: todos los
políticos son corruptos, la política siempre es un engaño, todos los políticos tienen morales
postizas y manchadas, todos los políticos trabajan para sus propios intereses, los partidos políticos
no tienen otra función que engañar para captar votos, los partidos políticos solo favorecen a los
poderosos, etc. A esta actitud se une con mucha frecuencia la ignorancia de los problemas reales
de su propia comunidad, la sumisión a lo que "se dice", la alienación política del que siente que no
tiene ninguna influencia sobre lo que está ocurriendo a su alrededor.
Otra de las formas de hacer educación para las competencias políticas es discutir la estructura del
Estado y sus características. Por ejemplo, es imposible concebir los peligros del totalitarismo si ni
siquiera se sabe lo que es el Estado. Saber que la democracia depende de la independencia de las
instituciones del Estado no es una verdad evidente, es algo que debe ser discutido y
fundamentado, desde perspectivas filosóficas e históricas. Sólo quién está consciente de la
importancia de ese equilibrio podrá participar activamente en su defensa.
Educar en política pasa por combatir la sumisión a un líder o la adoración de figuras políticas como
si de ídolos sagrados se tratara. Ese regreso de lo religioso a acoyuntarse con lo político, en una
subordinación obnubilada que elimina toda traza de autonomía en el pensar y el decidir trae
consigo el peligro de grandes asuntos que se dejan en manos de unos pocos, los "elegidos" de una
estirpe divina y favorecida, que además consideran que tienen todas las respuestas y no necesitan
someter a discusión con nadie la compleja trama de los problemas a los que a diario se enfrenta la
política. Así el proceso de decisiones termina basado en adhesiones irrestrictas debidas al
prestigio del líder, al sentimiento de seguridad que dan las masas que vitorean y acatan, y la
estimulación o la coerción para lograr una cultura a-crítica, en la que sólo un grupo de
privilegiados, cercanos al líder supremo, buscan soluciones por medio de decretos inconsultos y
mal digeridos, rodeados de un consenso aquiescente y una avenencia sin debates.
La educación para las competencias políticas pasa también por insistir en el solapamiento entre lo
ético y lo político. Y esto puede ser mejor expresado en un ejemplo sencillo: las crisis económicas
que han azotado a los EEUU y a España se desencadenaron por un afán desmedido por hacer
dinero a costa de lo que sea. El sector bancario que concede préstamos sin tomar en cuenta la
capacidad de pago de sus clientes, tiene un problema de ambición excesiva y falta de escrúpulos.
Es decir, un problema de valores. El agente financiero que roba las pensiones a un grupo de
jubilados tiene un problema de ética… no de ideología política, de capitalismo salvaje o de delirios
ultra-liberales. La corrupción debilita a las democracias, y no tiene que ver directamente con lo
político como pensar de lo público, sino con el valor de la honestidad. Amedrentar la prensa es
inmoral, aunque su función sea política, y no tiene signos de derecha o de izquierda. Lo mismo
ocurre con las amenazas a la disidencia, el soborno a los jueces o el tráfico de influencias.
En última instancia, y para finalizar, la educación de las competencias políticas permitiría resistir…
En el terreno de lo político no se puede ser derrotista, ni escéptico o pesimista radical (aunque
unas ciertas dosis de duda sean imprescindibles). Más allá de los planteamientos de Slavoj Zizek
acerca de la paradoja que nos atrapa entre el terreno de lo simbólico y lo real, es decir de lo
"objetivo" que nunca llegaremos a alcanzar o modificar (el plano de las grandes corporaciones, de
los grandes organizaciones, de los nuevos "imperios"), y lo "subjetivo" a lo que le damos
demasiada importancia y cuyas modificaciones no cambian realmente nada. Pero como muchas
veces sucede lo que realmente hay es una zona gris, un terreno medio donde pueden ocurrir por
pequeñas gestas, grandes cambios, y donde un pequeño remordimiento de conciencia puede
modificar el destino de cientos.
Siempre nos quedará el terreno fértil de la propuesta foucaultiana de sus últimos años. Aunque
nos hace entender que la estructura jerarquizadora, clasificadora y sancionadora de los sistemas
sociales es inherente a ellos, no nos propone revoluciones sanguinarias, dictaduras de cualquier
signo, guerras apocalípticas, héroes intocables o mesías trasnochados que vengan a cambiar el
orden de las cosas. Nos propone cuidarnos a nosotros mismos. Y este cuidado de sí —que implica
una comprensión de las fortalezas y las debilidades propias, de nuestro potencial, de nuestro rol,
de los límites que nos afectan, de los que no tienen que ver con nosotros, de lo que existe en las
etiquetas que nos concierne y de lo que sólo representa una marca del sistema— no es para
encerrarse en una burbuja estoica que me proteja de la maldad exterior, sino para prepararme
mejor para intensificar mis relaciones con el mundo, y contribuir en el grado más conspicuo con
los demás. Esta es, quizás, una competencia política invaluable.
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