Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

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PODER CIVIL Y CATOLICISMO EN MÉXICO, SIGLOS XVI AL XIX

2 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

SEMINARIO DE HISTORIA POLÍTICA Y ECONÓMICA DE LA IGLESIA EN MÉXICO

INSTITuTO DE CIENCIAS SOCIALES Y HuMANIDADES “ALfONSO VÉLEz PLIEGO”

BENEMÉRITA uNIVERSIDAD AuTÓNOMA DE PuEBLA

INSTITuTO DE INVESTIGACIONES HISTÓRICASuNIVERSIDAD NACIONAL AuTÓNOMA DE MÉXICO

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PODER CIVIL Y CATOLICISMO EN MÉXICO, SIGLOS XVI AL XIX

fRANCISCO JAVIER CERVANTES BELLOALICIA TECuANHuEY SANDOVAL

MARÍA DEL PILAR MARTÍNEz LÓPEz-CANOCOORDINADORES

INSTITuTO DE CIENCIAS SOCIALES Y HuMANIDADES“ALfONSO VÉLEz PLIEGO”

BENEMÉRITA uNIVERSIDAD AuTÓNOMA DE PuEBLA

INSTITuTO DE INVESTIGACIONES HISTÓRICASuNIVERSIDAD NACIONAL AuTÓNOMA DE MÉXICO

4 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

BENEMÉRITA uNIVERSIDAD AuTÓNOMA DE PuEBLA

ENRIquE AGüERA IBáñEzRector

JOSÉ RAMÓN EGuIBAR CuENCASecretario General

AGuSTÍN GRAJALES PORRASDirector del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades

“Alfonso Vélez Pliego”

uNIVERSIDAD NACIONAL AuTÓNOMA DE MÉXICO

JOSÉ NARRORector

SERGIO M. ALCOCERSecretario General

ALICIA MAYERDirectora del Instituto de Investigaciones Históricas

Susana Plouganou BoizaCorrección

Noé BlancasFormación

Julio BrocaDiseño de portada

Primera edición: 2008D.R. © 2008, Benemérita universidad Autónoma de Puebla

Av. Juan de Palafox y Mendoza 208, Puebla, Puebla, México, 72000

INSTITuTO DE CIENCIAS SOCIALES Y HuMANIDADES “ALfONSO VÉLEz PLIEGO”

D.R. © 2008, universidad Nacional Autónoma de MéxicoCircuito Mario de la Cueva, Ciudad universitaria, México, D. f., 04510

INSTITuTO DE INVESTIGACIONES HISTÓRICAS

ISBN: 978 968 9182 84 9Impreso y hecho en MéxicoPrinted and made in Mexico

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ÍNDICE

IntroduccIón ..........................................................................................5

La IgLesIa en La conformacIón de La cuLtura y Las InstItucIones vIrreInaLes ...................................................19

De expectativas y desencantos. un “leve disgusto” entre el obispo y los agustinos: Ocuituco, 1533-1560 Sonia Corcuera de Mancera ............................................................21

Los poderes públicos en la conformación de la universidad de México en el siglo xvi Enrique González González ............................................................45

La Iglesia novohispana ante la usura y las prácticas mercantiles en el siglo xvi: entre el discurso y la práctica María del Pilar Martínez López-Cano ............................................75

Los ángeles de Puebla. La larga construcción de una identidad patria Antonio Rubial García ..................................................................103

Próvido y proporcionado socorro. Lorenzo Boturini y sus patrocinadores novohispanos Iván Escamilla González ...............................................................129

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La IgLesIa novohIspana en La monarquía hIspánIca .....................151

Church and State During the first Vice-Regency of Don Luis de Velasco, The Younger John F. Schwaller ..........................................................................153

Pensar la monarquía, pensar las catedrales: dos fiscales del orbe indiano, Juan de Solórzano y Juan de Palafox Oscar Mazín..................................................................................165

Entre el rey y el sumo pontífice romano. El perfil del arzobispo Juan de Mañozca y zamora, 1643-1653 Leticia Pérez Puente ......................................................................179

Juan de Merlo y los avatares para ocupar la mitra hondureña, 1648-1653 Silvia Cano Moreno ......................................................................205

La ética en los actos políticos del príncipe en el pensamiento de Juan de Palafox Bernardo Polo Madero ..................................................................225

El arzobispo de México Ortega Montañés y los inicios del subsidio eclesiástico en Hispanoamérica, 1699-1709 Rodolfo Aguirre .............................................................................253

El subsidio y las contribuciones del cabildo eclesiástico de Puebla Francisco Javier Cervantes Bello ...................................................279

Los ecLesIástIcos y eL fIn de una era ...............................................307

Los carmelitas descalzos en la Nueva España De la fundación de sus conventos a la desamortización de sus bienes Marcela Rocío García Hernández .................................................309

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De tareas ingratas y épocas difíciles francisco Xavier de Lizana y Beaumont, arzobispo de México, 1802-1811 Ana Carolina Ibarra ......................................................................337

francisco Pablo Vázquez El esfuerzo del canónigo y del político por defender su Iglesia, 1788-1824 Alicia Tecuanhuey Sandoval .........................................................359

eL catoLIcIsmo y La formacIón de La nacIón ..................................385

El clero liberal mexicano Orígenes, problemas y permanencia Francisco Morales, ofm .................................................................387

El cabildo eclesiástico en sede vacante y los conflictos locales con el poder civil: el Obispado de Michoacán, 1821-1831 Moisés Ornelas Hernández ...........................................................403

La utilidad de la religión y de la Iglesia como argumento pro-clerical hacia mediados del siglo xix en México José Enrique Covarrubias ..............................................................427

Transiciones en la cultura político/religiosa mexicana, siglo xvii. 1860: El aguijón de la economía política Brian Connaughton ......................................................................447

índice

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PODER CIVIL Y CATOLICISMO EN MÉXICO, SIGLOS XVI AL XIX

editado por el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la

Benemérita universidad Autónoma de Puebla, se terminó de imprimir en marzo de 2008.

El tiraje consta de 1,000 ejemplares.

Histór

icas D

igital

PDFpublicado: 25 de agosto de 2014Disponible en:

DR © 2014, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones

Históricas. Se autoriza la reproducción sin fi nes lucrativos, siempre y cuando no se

mutile o altere; se debe citar la fuente completa y su dirección electrónica. De otra

forma, requiere permiso previo por escrito de la institución. Dirección: Circuito Mario

de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510, México, D. F.

http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/podercivil/pcivil.html

Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Francisco Javier Cervantes Bello,

Alicia Tecuanhuey Sandoval

y María del Pilar Martínez López-Cano

“Introducción”p. 5-18

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

http://www.historicasdigital.unam.mx

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INTRODuCCIÓN

La extensión del dominio de la monarquía a las Indias se constru-yó esencialmente a través de la proyección de la concepción provi-dencial de la Corona española. El catolicismo en el Nuevo Mundo adquirió una singular importancia en el gobierno de la población y estuvo presente desde el descubrimiento de América en todos los niveles de la vida social de los territorios incorporados. Dada su omnipresencia, la labor de descifrar el papel del catolicismo en el mundo novohispano –y posteriormente en las primeras etapas de formación de la nación– ha tenido múltiples vertientes, entre las cuales ha destacado el análisis de las instituciones (civiles y ecle-siásticas) y su interrelación con los hombres, temática a la que este libro está dedicado. Animados por el propósito de realizar una discusión sobre la problemática de las relaciones de los poderes eclesiásticos con los civiles y su influencia en la sociedad, varios in-vestigadores participamos en el coloquio “Poder civil y catolicismo en la historia de México, siglos xvi-xix”.1 El objetivo de la reunión fue discutir las relaciones, colaboraciones, tensiones y conflictos entre las esferas de poderes civiles y eclesiásticos, así como el signi-ficado que tuvieron para la sociedad en su conjunto.

El papel central del catolicismo en la estructuración de las dis-tintas formas de poder sobrepasó, sin duda, la era virreinal y se prolongó durante la primera mitad del siglo xix, por lo que el pe-riodo en que se centró la discusión abarcó desde la formación del sistema colonial hasta la separación Iglesia-Estado y la desamorti-

1 El coloquio se realizó en Puebla los días 19 y 20 de octubre del 2006, bajo el pa-trocinio del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la buap, que fue la sede del acto, y el Instituto de Investigaciones Históricas de la unam. En su organización participó además el Seminario interinstitucional Historia Política y Económica de la Iglesia en México, adscrito a ambos institutos que reúne a miembros de diversas instituciones. Agradecemos a todos ellos y a los autores que participaron en el coloquio y la obra colectiva que aquí se presenta.

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zación de los bienes del clero. No se trató de cubrir todas las etapas y aspectos, sino de abordar las relaciones entre los poderes en una era donde el catolicismo fue parte esencial en la construcción de la dominación. Tener una perspectiva de larga duración permitió analizar amplios procesos históricos, poner de manifiesto filiacio-nes pero también constatar irreductibles diferencias en las proble-máticas y señalar la forma en que incidieron en la dinámica social. Tal es la orientación de la investigación que sigue los principales cambios en la percepción del mito fundacional de Puebla, también de aquella que analiza las actitudes del cabildo eclesiástico hacia las demandas monetarias de la Corona en los siglos xvii y xviii, y aborda la suerte de los bienes de los carmelitas en la Nueva España desde su fundación hasta la desamortización o las transformacio-nes en la cultura político/religiosa. Igualmente hay investigaciones que se abocan a coyunturas y personajes muy específicos, como el estudio del papel del virrey Luis de Velasco, de los arzobispos Ma-ñozca y Ortega Montañés, de Juan de Palafox, o de Boturini.

Las investigaciones aquí reunidas ofrecen una rica diversidad temática y variados ámbitos sociales. Así se analizan las cambian-tes relaciones entre diversas propuestas de ejercicio del catolicismo en la sociedad novohispana/mexicana y los poderes civiles. Con-flictos en el pequeño poblado de Ocuituco, discusiones en la Corte real al otro lado del Atlántico, la usura, la Real universidad, las diferencias entre instituciones eclesiásticas, la discusión sobre la utilidad de la religión y muchas otras cuestiones que se abordan con el propósito señalado.

De varias formas, el catolicismo ha estado entretejido en las redes del poder en la historia de México, no sólo por la importancia que tuvieron las instituciones eclesiásticas en la sociedad, sino tam-bién porque dentro de la misma concepción de la llamada potestad temporal o civil, ha existido una concepción católica del gobierno de la sociedad. En las instituciones de gobierno, el catolicismo inte-gró propuestas diversas en la regencia política de los fieles. Desde la incorporación de la población a la Iglesia misional hasta terminar con la adopción de argumentos utilitarios de la religión en la so-ciedad liberal es posible vislumbrar con claridad la catolicidad en muchos proyectos sociales.

Aunque en un primer acercamiento la dualidad de poder ci-vil/poder eclesiástico ha permitido un camino de exploración a esta problemática, inmediatamente se han puesto de manifiesto sus

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limitaciones. En los conflictos de la autoridad diocesana con el cle-ro regular, en las diferencias entre las órdenes mismas, en las dis-crepancias de los prelados con sus cabildos, y en otras oposiciones, no había una reductible unicidad del poder eclesiástico, aunque la defensa de la jurisdicción agrupara a gran parte de la Igle-sia. En cambio, encontramos una variedad de poderíos clericales representados en diferentes instituciones. Resulta también notorio que la división entre poder civil y eclesiástico no puede reducirse a una clasificación analógica que termine excluyendo una esfera de poder de la otra. El catolicismo estuvo imbricado en las diver-sas instancias de poder en el virreinato y actuó como una parte integral de él. Igualmente la noción de un poder eclesiástico se tor-na difusa cuando sus instituciones aparecen contraponiéndose en los diversos proyectos por establecer su hegemonía en la sociedad novohispana. A su vez, protagonistas de las conflictividades entre ambos poderes cruzaron transversalmente estas fronteras, como lo muestran los análisis que se presentan sobre las actuaciones de Ma-ñozca o Palafox. Así, tal como lo sugiere el estudio sobre el subsidio eclesiástico, aun cuando la disputa por potestades podía polarizar gran parte de un conflicto en un momento dado –como en el caso de luchas por mantener privilegios, inmunidad o exenciones– se trataba de querellas y negociaciones dentro de un sistema que no alcanzaron, hasta el fin del periodo colonial, a cuestionar una do-minación territorial en torno a la cual estaban alineados. Desde esta perspectiva se puede constatar que el catolicismo permeó gran parte de los proyectos y el ejercicio del poder, la moral pública y la vida social mexicana. Los proyectos de una sociedad católica se prolongaron mucho más allá del periodo colonial y de las aparen-tes divisiones entre lo civil y lo eclesiástico, tal como lo muestran los trabajos sobre el siglo xix, aquí reunidos.

Tras la implantación de las instituciones en la Nueva España, en la lucha por su relativa autonomía o sus intentos de sujeción y reforma había también concepciones, saberes y expresiones cultu-rales, que constituyeron en sí mismos formas de poder esenciales en la definición del virreinato. Los dominios institucionales y los saberes, aunque diferenciados, fueron un engarce esencial entre la dinámica imperial y la definición de un espacio virreinal. Igual-mente resultaron vitales en la definición de la identidad nacional y en su vinculación con el liberalismo. Sirvan como ejemplos el pa-pel de la Iglesia en la fijación de una tasa de interés de las rentas,

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el surgimiento de la relativa autonomía del claustro universitario, las diferencias en torno a la construcción del mito guadalupano y el discurso patriótico del catolicismo. En las transformaciones de la sociedad novohispana y su devenir en la formación del espa-cio nacional se mantuvieron, adaptadas a las circunstancias y los tiempos, expresiones de una concepción católica de la organización social.

Hemos agrupado los textos en cuatro secciones, privilegiando la temática que se perfila en ellas. En la primera sección los auto-res reflexionan sobre la gran influencia que tuvo la Iglesia en la conformación de la cultura y las instituciones virreinales. fue, sin embargo, un elemento que tuvo no sólo complementos civiles sino también fuertes contrastes y contrapesos. Las investigaciones sobre los conflictos de los agustinos en la organización social de la pobla-ción indígena, la importancia del alto clero en la conformación de la universidad y su tensión con las autoridades civiles, la institucio-nalidad y flexibilidad que dio la Iglesia a los instrumentos de crédi-to, y la importancia de los poderes eclesiásticos y civiles en la con-formación de mitos criollos fundacionales y patrióticos, dan cuenta de este papel sustancial del clero en la cultura y las instituciones.

En una segunda parte presentamos diversos artículos que abordan la relación de la Iglesia novohispana con la monarquía hispánica. La construcción del gobierno eclesiástico en el nuevo te-rritorio español fue una tarea compleja. En esta sección se incluyen las relaciones del gobierno virreinal con la Iglesia en la primera fase de gobierno de Luis de Velasco, el carácter de servidor real de un arzobispo, el papel central de dos fiscales en la polarización del conflicto entre clero regular y secular, el pensamiento de Palafox y la suerte de uno de sus allegados, y las pretensiones de la Corona por tasar las rentas del clero. Tópicos todos relacionados tanto con las tensiones de la Iglesia con la monarquía hispánica como con el estratégico papel de personalidades eclesiásticas en la construcción de los lazos de gobierno entre el rey y sus dominios novohispanos.

A partir del siglo xviii la propia dinámica de la monarquía his-pánica fue colocando al clero en una difícil situación. La tercera sec-ción está constituida por investigaciones que muestran las diversas reacciones de los eclesiásticos ante el fin de una era, ya sea desde la larga duración, como la venta de los bienes de los carmelitas, o a partir de coyunturas precisas como la defensa de un prelado del Imperio y de una Iglesia huérfana de monarquía.

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finalmente, en la última sección, agrupamos los trabajos que analizan la problemática del catolicismo en la formación de la na-ción y las tribulaciones del clero en la sociedad mexicana de la primera mitad del siglo xix. Las tensiones de un cabildo en sede va-cante con el poder civil, la asimilación del liberalismo por determi-nadas corrientes entre los católicos, la incorporación del concepto de utilidad política de la religión católica dentro de los proyectos de nación y los cambios que se operaron en la cultura político/reli-giosa, muestran la prolongación de procesos que sin la atención al pasado colonial serían difíciles de comprender.

La formación del orden colonial revela desde sus inicios la con-figuración del equilibrio que implicaba el gobierno sobre la pobla-ción indígena. Sonia Corcuera, con una agradable prosa, nos narra el poco conocido episodio de la suerte y comportamiento de los primeros agustinos en Ocuituco. Nos muestra bajo qué condiciones se dio una presión en la población nativa, al grado tal que ame-nazara sobrepasar los límites admitidos por las instituciones que mantenían el gobierno de esa población. Consecuencia directa fue-ron los conflictos de la orden con Zumárraga, que lejos de ser un “leve disgusto”, obligaron a definir las fronteras de la justicia para mantener la legitimidad de un dominio. La actuación de zumárra-ga, como obispo y encomendero, la disputa de los agustinos con los franciscanos y la opinión del virrey Mendoza ante los conflictos, muestra no sólo la diversidad de poderes sobre un asentamiento indígena sino también las diversas actuaciones para su integración al mundo católico.

En la formación de las instituciones y la cultura virreinales, uno de los escenarios de disputa más fuertes entre los poderes ci-viles y eclesiásticos lo constituyó la real universidad de México en el siglo xvi. Enrique González valora con detalle la incidencia que tuvieron ambas autoridades en esos años decisivos. La real uni-versidad, como la más temprana e importante institucionalización del saber en el territorio novohispano, fue el centro de enconadas disputas. González analiza el importante papel que tuvieron el vi-rrey y la Audiencia en los primeros pasos que dio la institución y cómo la pretensión de su dominio permanente dentro del claustro pronto ocasionó oposiciones. En estas desavenencias, el final con-trapeso del poder eclesiástico, principalmente a través del cabildo eclesiástico de la ciudad de México, contribuyó a la consolidación corporativa y colegiada de esta nueva dimensión de poder. Con

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la destreza de un especialista en esta materia, Enrique González muestra la diversidad de actores y propósitos en los intentos de control de la institución que otorgaba grados del saber. La partici-pación de las instancias eclesiásticas, las divergencias del arzobispo con su cabildo y la decisiva correlación de fuerzas y contrapesos al otro lado del Atlántico, se unen en un balance final sobre el resul-tado de este conflicto.

La Iglesia no sólo tuvo influencia en la formación de la cultura en centros especializados del saber. Su papel en la conformación de las normas que rigieron la cultura material novohispana fue deci-sivo. uno de los aspectos claves en ese ámbito fue el de las reglas de los intercambios de bienes y el papel de la moneda. Pilar Martí-nez López-Cano reflexiona sobre el papel de la Iglesia novohispana ante la usura y las prácticas mercantiles en el siglo xvi, enmarcando la problemática en la discusión de la formación del espíritu capi-talista. El paradigma clásico que se halla en las obras de Sombart, Weber y Pirenne, es vinculado al papel que la Iglesia católica tuvo en las normas mercantiles y el uso del dinero en la Nueva España. Lejos de ser un rígido molde, muestra a un catolicismo que tuvo cierta flexibilidad para responder a las necesidades cambiarias y crediticias de un espacio colonial. El reconocimiento de las costum-bres económicas, la fuerza del probabilismo, la facultad del poder civil para atraer a su jurisdicción algunas disputas mercantiles, y la admisión de justificaciones extrínsecas a los contratos crediticios, lleva a la autora a la conclusión de la necesidad de matizar el peso de la condena eclesiástica a la usura en Nueva España y su impac-to sobre el desarrollo comercial y el espíritu de ganancia, en una época en que en el ámbito de las iglesias reformadas encontramos pronunciamientos similares a los católicos.

La conformación de la identidad patria desde una visión re-gionalista se construyó también a partir de las figuras e instancias eclesiásticas. El mito fundacional de Puebla, asociado a los ángeles, ha sido innumerablemente citado pero hasta la fecha carecía de un análisis histórico riguroso. Antonio Rubial tiene el mérito de devol-verle la historicidad a la leyenda clerical de la fundación de Puebla y de mostrar las fases de construcción de su identidad criolla. El autor muestra cómo se construyó ese discurso y los cambios que se llevaron a cabo en la narrativa de las apariciones angelicales. En ellas, el papel de los conflictos terrenales entre franciscanos y el poder diocesano tuvo relevancia primordial, proporcionándonos

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una visión clara de la elaboración de la identidad patria del regio-nalismo poblano. En el siglo xviii, tan difícil para la élite poblana, la cultura diocesana y el poder secular optaron por ocultar el papel de los franciscanos y disminuir el de los indígenas, ignorar el carácter claramente mestizo de la ciudad y resaltar la hispanidad con la ac-tuación episcopal en un primer plano.

La presencia del catolicismo en las formas y personajes que construyeron la historia como un saber, se muestra en el revelador análisis que Iván Escamilla hace de la figura de Lorenzo de Boturi-ni. Con una notable intuición, el autor se plantea la tarea de recons-truir las relaciones sociales que permitieron al italiano cambiar la forma anticuaria y barroca de abordar la indagación sobre la his-toria. Permeada por las relaciones clientelares, la labor de Boturini es alejada de la imagen del indagador solitario y es colocada en un contexto social explicativo que permite entender su éxito y estrepi-tosa caída en un momento en que el poder civil y el eclesiástico en el virreinato estaban bajo el mando de una misma persona: el obis-po-virrey Vizarrón. Iván Escamilla, en este trabajo, muestra cómo la pretensión de Boturini de abordar el saber del mito guadalupano se enfrentó a grupos y personajes que pretendían la exclusividad de la construcción de la cultura criolla.

En la segunda sección de este libro, diversos trabajos dan cuen-ta de la complicada construcción de la Iglesia novohispana y de su labor en la vinculación del virreinato con la monarquía hispánica. El texto de Schwaller está dedicado al, dos veces, virrey de la Nue-va España, Luis de Velasco, el Joven. En esta reflexión el autor nos revela los factores que hicieron posible la mutua cooperación entre, de un lado, obispos y arzobispos y, del otro, el virrey y autoridades reales en la Nueva España durante la época en que se consolidaron la mayoría de reformas dictadas por la Ordenanza del Patronazgo y las Leyes Nuevas. A su vez, nos presenta al protagonista bajo la caracterización de un virrey prototípico y único, es decir, como fiel súbdito de la Corona, ligado estrechamente a ella e imbuido de la necesidad de mejorar las instituciones de la monarquía por medio de la designación de funcionarios con experiencia. Como funcionario real criollista, estuvo ligado a las aspiraciones de los descendientes de conquistadores y primeros colonos. Este trabajo pone en juego los diferentes mecanismos institucionales de consul-ta (observaciones del virrey, las relaciones de méritos y servicios), así como el papel de los vínculos familiares.

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La relación de los cabildos catedrales con el imperio español ha sido una línea de trabajo esbozada desde hace varios años por Oscar Mazín. Continuando con el panorama abierto principalmen-te por la historiografía inglesa y algunos historiadores norteameri-canos sobre la monarquía hispánica compuesta y sus vínculos, el autor retoma, en una reflexión de largo alcance, las disputas novo-hispanas de principios del siglo xvii del clero secular con el regular. Como parte de un nudo histórico, la investigación que lo desenca-dena muestra no sólo los lazos trasatlánticos sino también cómo en él se había enredado gran parte de la vida política del virreinato. Esta investigación se centra para ello en el análisis de la actuación que dos fiscales de Indias, Juan de Solórzano y Juan de Palafox, tuvieron en el desciframiento de las claves legales que permitieron su desenlace.

La actuación de los diocesanos fue un punto de apoyo vital en la construcción de la dominación española, pero en especial la actuación de los metropolitanos fue no pocas veces controvertida. Leticia Pérez Puente despliega un detallado y agudo conocimiento del arzobispo Juan de Mañozca y zamora para darse a la tarea de develar su perfil. La autora dibuja las líneas de la carrera burocráti-ca de Mañozca y de su conciencia entregada al servicio del rey. La dignidad episcopal figura sólo como una faceta más de su lealtad a la Corona. Leticia Pérez Puente desentraña, a partir de las actua-ciones particulares, un modelo de conducta y nos muestra la con-ciencia que tenía Mañozca de su labor. En un juego comparativo, contrasta al arzobispo con la actuación de otra figura de la época, Juan de Palafox y Mendoza, quien tenía la visión de una función propia de la Iglesia en el gobierno de la monarquía hispánica. Para Mañozca, la prioridad de las decisiones del monarca y el bienestar del Imperio significaban una norma a la que se sujetaba cualquier otro proyecto. Pero la autora ubica a Mañozca más cercano a un género político que como personero del rey. Las observaciones de esta investigación ayudan a comprender mejor las actuaciones par-ticulares, las relaciones de potestades y las difusas fronteras en las dualidades de servicio civil y eclesiástico.

La preeminencia del sumo poder real en la integración de los poderes eclesiásticos se mostró en varios niveles de la vida social. Silvia Cano Moreno analiza la suerte de uno de los principales ac-tores en los conflictos de la era palafoxiana. Juan de Merlo no sólo fue juez provisor y brazo ejecutor de Palafox en Puebla, sino tam-

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bién un ejemplo de militancia eclesiástica, inspirada en el proyecto tridentino, que el obispo supo emplear y aquilatar. La firme idea de implantar y hacer respetar la autoridad diocesana en el gobierno de los eclesiásticos lo llevó a enfrentar agudos conflictos en diferentes flancos, tanto dentro como fuera de la catedral. Sin embargo no percibió la fragilidad de su posición a la salida de su protector Pala-fox y, a diferencia de él, no supo leer los cambios políticos a los que había que sujetarse y que estaban expresados en la voluntad real de su traslado como prelado a Honduras. El interesante estudio de Sil-via Cano muestra cómo la intervención del poder real, obligándolo a asumir su nombramiento en Comayagua, fue la expresión de la exigencia de una alineación institucional para mantener el apacible equilibrio del gobierno eclesiástico.

Los problemas morales y la ética constituyeron un punto esen-cial en los proyectos sociales del catolicismo. Bernardo Polo nos muestra la magnitud de sus discusiones teóricas en el marco de la crisis y plan de reestructuración de la monarquía hispánica a prin-cipios del siglo xvii. A partir de un análisis de la obra de Palafox en estos aspectos específicos, el autor hace una síntesis del papel moral esencial que se adjudicaba al príncipe católico en la conduc-ción del reino. El papel de la ética promovida por el catolicismo en la política se expresó en la propuesta palafoxiana de ejercer una acción real distributiva y vindicativa de un gobierno comprome-tido con un Dios, de quien ha recibido su potestad y a quien dará cuentas de su cumplimiento. Sin embargo, el autor nos muestra cómo los cambios que dirigieron la conformación de los Estados europeos, hicieron que esta y otras posturas antimaquiavélicas fue-ran perdiendo fuerza y los gobernantes se inclinaran por proyectos que dieran soluciones más redituables en el ejercicio de la política.

Las relaciones entre la Corona y las corporaciones eclesiásticas vivieron un momento de cambio importante en el siglo xviii, espe-cialmente en Hispanoamérica. uno de sus aspectos fue la preten-sión de la extensión del cobro del subsidio eclesiástico a las Indias. Las reacciones inmediatas a tales medidas son analizadas por Ro-dolfo Aguirre en una acuciosa investigación sobre la actuación del arzobispo Juan Antonio de Ortega y Montañés. Esta investigación es un seguimiento minucioso e interpretativo sobre las contradic-ciones y acciones que generó el cobro del impuesto en la arquidió-cesis de México y sufragáneas a principios del setecientos. Después de una década de disputas con el cabildo eclesiástico, este estudio

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analiza las causas por las cuales la recaudación estuvo lejos de al-canzar los cálculos originales de la monarquía. Además señala que si bien es cierto que se inauguró una nueva etapa en la Nueva Es-paña con el cobro de ese impuesto sobre las rentas clericales, éste fue acompañado de un creciente recelo del alto clero hacia la políti-ca fiscal que amenazaba con hacerlo permanente. Rodolfo Aguirre muestra los ritmos de la oposición clerical a su cobro, que pasó de una abierta oposición a una completa indiferencia y a la búsque-da de argumentos legales (como el de sede vacante) para dilatar y disminuir su cobro. El autor revive la cautela con que se movió Or-tega en tan delicado asunto, obedeciendo los designios reales pero también mostrándose conservador ante los reclamos del clero. A su vez, esta investigación sugiere que el arzobispo utilizó los datos de la recaudación para informarse del tamaño de su clero, sus ocupa-ciones y sus rentas.

francisco Javier Cervantes aborda también el tema del subsi-dio eclesiástico, pero desde la perspectiva del cabildo eclesiástico de Puebla a fines de siglo. Los reclamos virreinales por completar el cobro de la cuota del subsidio, hicieron que el cabildo abordara directamente el problema en un análisis secular de la suerte del im-puesto en el obispado. El informe reconstruyó la memoria históri-ca de las aportaciones del clero a la Corona. Se retrajo información desde los préstamos del cabildo a la Corona, hasta los resultados de recaudación en el obispado. El autor muestra que a pesar de la voluntad real, en la práctica el subsidio fue, durante gran parte del siglo xviii, un punto sujeto a negociación. Asimismo la argu-mentación del cabildo catedral de la Angelópolis analizó los meca-nismos de recaudación buscando un principio previo de equidad en su cobro y el respeto por la potestad eclesiástica, la cual veían invadida al cargarle los gastos de la recaudación del impuesto. En esta coyuntura, el cabildo actuó como un elemento de identidad y representatividad corporativa del clero al solicitar la suspensión del cobro del impuesto.

una tercera temática de análisis abordada en esta obra es la relativa a las reacciones que los cambios de los siglos xviii y xix pro-vocaron entre los eclesiásticos. La capacidad de resistencia a la po-lítica de la monarquía española en favor del clero secular sobre el regular, los esfuerzos de los prelados para mantener unida a la jerarquía frente a los acontecimientos políticos que derivaron de la crisis de la monarquía española en 1808 y que debilitaron la teo-

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ría de la obediencia ciega y, finalmente, los recursos intelectuales de que se valieron los eclesiásticos para mantener la posición social preeminente de la Iglesia ante la modernización liberal, son proble-mas tratados en la sección “Los eclesiásticos y el fin de una era”.

Marcela Rocío García estudia, desde una perspectiva de larga duración, el peso de las relaciones sociales en que se desenvolvió la orden del Carmen, el cual fue decisivo en los momentos en que los regulares dejaron de ser fundamentales para la monarquía españo-la y los gobiernos mexicanos. La autora resalta que tales relaciones se tejieron al desplegar, desde el establecimiento de la orden en el territorio novohispano, algunos de sus rasgos originales: la conser-vación de una composición hispánica durante el periodo de estudio, su alejamiento en la disputa por el mundo indígena y su asociación a un tipo peculiar de ascetismo y espiritualidad. Asimismo analiza cómo la orden pudo conservar algunas propiedades rurales como base de su economía durante largos periodos, gracias a la fuerza de aquellos vínculos sociales, aunque finalmente la economía de los carmelitas fue debilitada, a mediados del siglo xix, tanto por las causas que originaron el declive de las capellanías, a fines del siglo anterior, como por la venta obligada de sus bienes, curiosamente presionada en algunos casos por gobiernos conservadores.

El arzobispo francisco Xavier de Lizana y Beaumont es el protagonista del estudio de Ana Carolina Ibarra, para iluminar el ambiente de 1808 en la ciudad de México, e identificar en él los temores de la jerarquía para mantener la tranquilidad del estado eclesiástico. La autora sostiene que tras el ropaje de lealtad de los actores catedralicios, aparecen las fisuras y alineamientos diversos. En un esfuerzo por profundizar el examen de las tensiones a que estaba sometido el arzobispo, la autora da cuenta de la sensibili-dad de Lizana, impresa en sus sermones, para reconocer las causas del clima de conspiración y disgusto en el virreinato ya ostensibles desde 1803 y, por supuesto, en septiembre de 1808. A su vez, en este trabajo la autora argumenta una caracterización alterna del ar-zobispo, nada lapidaria, basada en el análisis del estado de ánimo y las diferentes simpatías que imperaban tanto en su arzobispado, como entre los miembros de su cabildo catedralicio. Así, Ana Ca-rolina Ibarra nos propone estudiar las acciones y discursos de los obispos a partir de una óptica relacional.

El estudio de Alicia Tecuanhuey Sandoval constituye un acer-camiento al pensamiento e ideas que modelaron la acción política

introducción

16 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

de francisco Pablo Vázquez, obispo de Puebla en 1833 hasta 1847. Imbuido por un pensamiento político versátil, la autora analiza su voluntad y capacidad de adaptarse a las circunstancias, de respon-der a la agenda política de la cambiante coyuntura y la relativa aceptación a deliberar con otros interlocutores, sin que por esto se traicione al núcleo fundamental de su pensamiento. Con ese objeto, la autora resalta la formación escolástica inicial, la temprana defini-ción de Vázquez como fiel guardián de su Iglesia y como predica-dor incansable de la misión evangelizadora de la Iglesia mexicana, así como la adhesión a una tradición eclesial, inaugurada por Juan de Palafox y Mendoza. Todo ello, sin embargo, en un registro re-formista, orientado por el humanismo y el proyecto político/ecle-sial del siglo xvi. Así, la autora al final de su examen establece los momentos en que las acciones y discursos dejan ver las fusiones de tales tradiciones, en particular, el encuentro del discurso religioso con el republicano.

finalmente, este libro reúne las investigaciones que derivan de una cuarta sección temática, “El catolicismo y la formación de la nación”. Se concentran aquí indagaciones que tratan sobre el impacto del liberalismo, sus coincidencias y sobrevivencia entre los eclesiásticos mexicanos. Se abordan temas como las acciones de la Iglesia, luego de la Guerra de Independencia, para beneficiar a la feligresía y evitar un mayor mal, los afluentes teóricos del alegato proclerical en el conservadurismo mexicano y las transformaciones del mundo católico bajo el influjo del nacimiento del Estado nación.

Francisco Morales, por su parte, vuelve a reflexionar en torno al clero liberal decimonónico. Partiendo de la idea de que no se trataba de un movimiento tan minoritario en el clero mexicano, el autor retoma la explicación de su florecimiento en la influencia del galicanismo y jansenismo francés, el liberalismo hispano de las cortes en Cádiz, las influencias del escolasticismo español con sus teorías de soberanía del pueblo y las expresiones episcopalis-tas de la Iglesia novohispana. A su vez, Morales establece puentes de diálogo de las posturas de estos exponentes del pensamiento liberal en la Iglesia, particularmente el Abad de Pradt, con las muy posteriores expresiones de Vaticano II y las consecuentes revalora-ciones políticas de la “Iglesia constitucional”. Resalta la continui-dad del pensamiento liberal entre el clero mexicano en la época crítica de la Reforma y en el propio siglo xx, para sacarlos del manto que los oculta.

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La participación del cabildo eclesiástico de Michoacán como árbitro político entre curas militantes y autoridades de los pueblos en la primera década de vida independiente es analizada por Moi-sés Ornelas Hernández. El autor describe los antecedentes de los miembros del cabildo que se hicieron cargo del gobierno de la dió-cesis debido a la acefalía en la iglesia de Michoacán. A su vez relata las distintas causas de los conflictos entre eclesiásticos proclives a la beligerancia en contra de los gobiernos republicanos y los po-deres locales, progresivamente dominados por posturas anticleri-cales. En este trabajo el autor resalta los resortes institucionales de que se valió el cabildo para mantener vigente el pacto político que unía a las dos instancias de la república católica en ese momento de acefalía diocesana.

La colaboración de José Enrique Covarrubias está dedicada a inspeccionar uno de los argumentos del alegato proclerical del pensamiento conservador mexicano en el siglo xix, desatendido en las investigaciones, el cual permite entender la aparente contradic-ción del discurso conservador: favorecer la libertad económica a la vez que proteger a la Iglesia católica. El autor analiza el argumento de la utilidad de la religión y de la Iglesia a la luz de tres variantes interpretativas: utilidad de la opinión y convicción religiosa, uti-lidad histórico social, derivada de su contribución civilizatoria, y utilidad de la razón natural. A lo largo del trabajo, el autor demos-trará las características de estas variantes, haciendo desfilar a Lucas Alamán, Niceto zamacois, Juan Rodríguez de San Miguel, francis-co Pablo Vázquez y Luis G. Cuevas, en diálogo con Edmund Burke, Cicerón, Thomas Macaulay, Chateaubriand y Nicola Spedalieri. A partir de ahí descubre la fuerza de tal argumento para el orden so-cial y político naciente y el significado del término, supeditado a la principal dignidad de la religión.

La contribución de Brian Connaughton, elaborada bajo una visión global de los cambios y permanencias en la relación de reli-giosidad católica y el entorno secular durante los siglos xviii y xix, analiza la transformación del mundo católico en el caso mexicano. El autor se interesa en descubrir los matices y sutilezas de la reor-ganización de la sociedad y de la colaboración de ambas potestades bajo la égida del Estado como articulador de las energías naciona-les. Dibuja los contornos discursivos de la nueva religiosidad y de un nuevo concepto económico/social de la vida, para aportar una nueva y fructífera lectura de la evolución y predominio del para-

introducción

18 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

digma ilustrado borbónico en la primera mitad del siglo xix. En su interpretación, ajena a una perspectiva lineal, el autor descubre el momento de interrupción de tal desarrollo, ubicado en la década de los cincuenta de ese siglo, una vez que el nuevo Estado mexi-cano comenzó a deshilvanarse con motivo de sus dificultades para enfrentar deudas, separatismos e invasiones.

Consideramos que los trabajos que se reúnen en este libro cons-tituyen una buena muestra del estado de la historiografía sobre las instituciones eclesiásticas y sus relaciones con la sociedad. Pero más allá, y sin pretender agotar las problemáticas, abren pautas e interrogantes para futuras investigaciones y muestran la necesidad de estudiar la Iglesia desde una renovada historia institucional y desde la perspectiva social.

Como señalamos en párrafos anteriores, el libro que aquí se presenta tuvo su origen en el coloquio auspiciado por el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la buap y el Instituto de Investigaciones Históricas de la unam, con la participación del seminario interinstitucional de Histo-ria Política y Económica de la Iglesia en México. Agradecemos, en nombre de los autores, a ambos institutos y a sus directores, Agustín Grajales y Alicia Mayer, respectivamente, el apoyo para celebrar la reunión y publicar los resultados. Nuestra gratitud también al Seminario de Historia Política y Económica de la Igle-sia en México, por su participación en la organización del coloquio, a los autores, y a todos aquellos que con sus discusiones y observa-ciones enriquecieron los trabajos que aquí se presentan. Sin todos estos apoyos y esfuerzos, ni esta obra colectiva ni el encuentro aca-démico, que le dio origen, hubieran sido posibles.

francisco Javier Cervantes Bello Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

Histór

icas D

igital

Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Sonia Corcuera de Mancera

“De expectativas y desencantos. Un ‘leve disgusto’ entre el obispo y los agustinos: Ocuituco, 1533-1560”p. 21-44

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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DE EXPECTATIVAS Y DESENCANTOS. uN “LEVE DISGuSTO” ENTRE EL OBISPO Y LOS AGuSTINOS: OCuITuCO, 1533-1560

sonia corcuera de mancerafacultad de filosofía y Letras

universidad Nacional Autónoma de México

Las expectativas

Los franciscanos y los dominicos tenían tiempo en las tierras nue-vas cuando, en 1533, llegaron los agustinos. Con ellos se inicia la primera evangelización formal de Ocuituco, un pueblo situado en la ladera sur del majestuoso Popocatépetl, en el actual estado de Morelos.1

Venían de los monasterios de la vieja Europa, habían recibido una buena formación y algunos fueron alumnos del famoso cole-gio agustino de Salamanca. No obstante sus sólidos antecedentes y experiencia sacerdotal previa, este era su primer viaje a una tierra para ellos incógnita y poblada de “salvajes” y desconocían las di-ficultades propias de la evangelización novohispana. Por lo pron-to, darse a entender por los indios, comunicarse con ellos y, sobre todo, convencerlos de sus razones no fue tarea fácil. Pretender im-

1 El tema que se presenta a la consideración del lector forma parte de una inves-tigación de mayores alcances, sustentada en un proceso de Inquisición ocurrido en Ocuituco en 1539 y en el que los agustinos, valga la aclaración, no participaron direc-tamente. Sin embargo, de no haber ellos abandonado el pueblo y dejado al obispo de México, también encomendero de Ocuituco e inquisidor apostólico, en la necesidad de buscarles un sucesor para no “desamparar” a los naturales, es muy probable que el litigio no se hubiera producido. Simples azares del destino. Véase: Proceso contra Don Cristóbal, Catalina y Martín Hollín, cacique y principales de Ocuituco. Por idólatras. Archivo General de la Nación, Ramo Inquisición, vol. 30, exp. 9, fs. 148-171.

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ponérselas resultó peor. Sólo así se explica que pasada la euforia inicial, y transcurridos apenas cinco años de estar establecidos en Ocuituco y sus barrios sujetos, los agustinos abandonaran de mala manera y muy a su pesar el sitio de su primera fundación, el que meses después de su llegada fue sede del primer capítulo de la or-den en la Nueva España.

¿A qué se debió este fracaso temporal, mismo que, dicho sea de paso, ni siquiera quedó documentado por fray Juan de Grijalva (1580-1638), el cronista de la orden que con tanto optimismo des-cribe el quehacer de los religiosos originales? Con el ánimo de com-prender, intento considerar algunos factores que contribuyeron a los infortunios de los discípulos de san Agustín, ninguno suficiente por sí mismo, pero explosivos cuando se conjugaron para la mala suerte de los actores involucrados.

Los siete frailes originales tocaron Veracruz, puerto y puerta del Reino de la Nueva España, el 22 de mayo de 1533, jueves de la Ascen-sión, y cinco días más tarde emprendieron a pie y descalzos el cami-no hacia la ciudad de México. No puedo asegurar que caminaran todo el trayecto, y menos descalzos; tampoco lo atestiguó Grijal-va, pero el gesto es simbólico y propio del carisma de los mendi-cantes. En todo caso querían hacer patente su desprendimiento de los bienes terrenales y manifestar con signos externos y simples su disposición hacia los naturales en ese, su primer encuentro con ellos.

Menciona el cronista que en cualquier parte del camino que les cogía la hora, hacían un alto y rezaban el oficio divino, en un silencio admirable. Así “permitían a los bárbaros, [...] conocer el espíritu interior que lo hermosea [y] naturalmente se aficionaban de aquella santidad y de tantas, tan varias y tan hermosas heroicas virtudes que en ellos veían; con esto se hinchó la tierra de opinión y voló la fama de su santidad”.2

El texto es muy bello, cargado de significados acerca de los idea-les de una época y sobre esto habrá que regresar más de una vez.

Entraron a la ciudad de México el sábado 7 de junio, cuando la segunda audiencia real gobernaba con prudencia la entonces muy Nueva España. Llegaron animados por dos afectos: el que desde sus orígenes manifestaron por la vida contemplativa, así como el

2 Juan de Grijalva, Crónica de la orden de N. P. S. Agustín en las provincias de la Nueva España. En cuatro edades desde el año de 1533 hasta el de 1592, México, Imprenta Victoria, 1924, p. 40.

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celo por la conversión de los indios que ahora los traía a estas tie-rras, extensas y pobladas por una multitud de infieles. Uno y otro no eran sino dos caras de un mismo amor.

En efecto, el ideal monástico agustino se inspiraba en el ejem-plo y la memoria de las comunidades cristianas primitivas y se sustentaba tanto en la pobreza individual absoluta que Agustín de Hipona (354-430) concibió como un verdadero voto, como en la re-nuncia total a la propiedad para llevar una vida común perfecta. La vida en el monasterio valoraba, además, el trabajo manual de los monjes. El fundador defendió esta actividad a pesar de que algu-nos religiosos sostenían que debían dedicarse sólo a la oración. San Agustín también confió a sus hijos espirituales el estudio y el cui-dado de la biblioteca que le es inseparable, así como el sacerdocio. Sobre estos temas, advierte al abad de la isla de Caparya, si la Igle-sia desease vuestra obra, “no la aceptéis por soberbia ni la rechacéis por pereza, sino obedeced con humilde corazón a Dios”.3

Transcurridos mil años, el ideal permanece, pero debe adap-tarse a un mundo inédito. Aun así, deseosos de continuar fieles a su voto de pobreza absoluta, cuando los dos padres procuradores, fray Jerónimo de San Esteban y fray Juan de San Román, gestiona-ron ante el Consejo Real de las Indias los permisos para fundar en estas tierras, “se obligaron, por sí y a sus sucesores, a no tener pro-pios ni rentas en esta Nueva España”. Los religiosos estaban com-prometidos con ese ideal y, narra Grijalva, esto se guardó “todo el tiempo que duró el calor del espíritu y pareció necesario para la edificación de los fieles”.4 Aquello, explica el cronista, “fue perfec-ción y necesidad para el ejemplo de los indios”. A pesar de lo dicho y como se verá en su momento, la interpretación de este ideal así como su aplicación práctica se tradujeron, por lo menos en Ocuitu-co, en una cadena de errores que en nada contribuyó a la deseada “edificación de los fieles”.

Las negociaciones previas al viaje no resultaron sencillas. Se suscitaron divergencias de opinión, porque algunos religiosos te-mían, como en efecto había de ocurrir durante la primera etapa que, ocupados en el oficio de curas y en expandir su área de acción

3 (Ep. 48, 2). La referencia se encuentra en Obras de San Agustín. Puede consultarse en Ermanno Ancilli (coord.), Diccionario de Espiritualidad, 3 vols., Barcelona, Herder, 1987, vol. i, p. 73.

4 Juan de Grijalva, Crónica de la orden…, p. 29.

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siendo pocos en número, no les fuera posible conservar la obser-vancia monástica propuesta por el fundador. Este género de vida pedía, necesariamente, un copioso número de frailes así como con-ventos grandes para hacer vida común.

Como los viajeros eran sólo siete, el padre provincial de Castilla determinó que por lo pronto no se fundaran monasterios en pue-blos de indios, donde sólo era posible destinar dos o tres religiosos y se ponía en riesgo la vida comunitaria. En medio de opiniones divididas, y por no haber conseguido antes de embarcarse los per-misos en los términos que los partidarios de la vida contemplativa y comunitaria juzgaron más apropiado, los viajeros optaron por tomar lo que les ofrecía la Corona –fundar de inmediato en pueblos de indios– y así zarparon hacia las Indias.

En la real cédula con que venían amparados, la que acabamos de ver que no agradó a todos los frailes por igual, se hacía notar ex-presamente la opinión contraria a la manifestada por el provincial de la orden. En una primera etapa se les prohibía fundar con-vento en la capital, porque no tenía sentido estando ya los fran-ciscanos y los dominicos y por haber en los pueblos necesidades urgentes y escasos sacerdotes para atenderlas. Sin embargo, por los muchos amigos que ya tenían en la ciudad, eje de la vida polí-tica de la Nueva España, en sólo tres meses lograron acomodarse, contraviniendo el parecer explícito del presidente de la audiencia, don Sebastián Ramírez de fuenleal.

Inconforme con el desplante de los recién llegados, el funcio-nario real se apresuró a recordar a su Majestad que los agustinos tenían asignado sitio para construir un monasterio5 a trece leguas de la capital, en la provincia de Ocuituco, “para que viniendo más religiosos, se extiendan por ella” y que estaban obligados a honrar ese compromiso. A pesar de lo anterior, señala disgustado, “ellos han tomado otro [lugar en esta ciudad] fuera de mi parecer”.6

En efecto, los agustinos tenían su propia agenda y no se deja-ron intimidar. Pretendían permanecer en la capital, fundar conven-

5 En las Indias, los religiosos debieron compaginar la vida contemplativa con la inseparable actividad evangelizadora. Así se explica que el término monasterio fuera paulatinamente sustituido por el de convento, menos identificado con la vida de los monjes de la vieja Europa y más apropiado a la nueva realidad.

6 Cédula dirigida al emperador, fechada el 8 de agosto de 1533, citada por Maria-no Cuevas, Historia de la Iglesia en México, 5 vols., Editorial “Revista Católica”, El Paso, Texas, 1928, vol. i, p. 358.

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to para privilegiar la vida en común y tener presencia en la toma de decisiones que pudieran afectarlos, pero al mismo tiempo querían salir a misionar: todo a la vez, de inmediato y con sólo siete frailes. Durante cuarenta días se hospedaron con los dominicos, invitados por su superior fray Bernardino de Minaya. Luego, los que no de-jaron la ciudad se mudaron a una casa alquilada en la calle de Ta-cuba, mientras encontraban sitio para edificar convento propio y ubicarse así en el nivel de las otras órdenes.

Esa primera llegada, inicio de la catequesis indígena

Al margen de las consideraciones anteriores, Ocuituco era su des-tino original y dos de los siete religiosos partieron hacia Ocuituco. El primero se llamaba fray Jerónimo Jiménez, más conocido como Jerónimo de San Esteban, el mismo que fungió como gestor ante el Consejo de Indias y defendió la conveniencia de no tener bienes pro-pios ni recibir los frailes rentas en tierras americanas. Su compañe-ro era Jorge de ávila. A su paso catequizaron brevemente Mixquic y Totolapan y finalmente arribaron a su meta en agosto de 1533.

Con la ayuda de la imaginación, Grijalva que aún no nacía, narra esa “primera entrada” de sus hermanos en religión. Expresa que fueron recibidos con danzas y regocijo, porque los indios te-nían ya noticia de que se les había concedido su súplica y estaban “contentísimos” de tener a los religiosos.7 En efecto, la llegada de los frailes debió significar un cambio mayor, aunque no todos los habitantes hubieron, necesariamente, de compartir el gozo que da por supuesto el cronista.

El pueblo estaba entonces bajo el régimen de corregimiento (1531-1535) y los corregidores, externa con pena el señor zumárra-ga, posponen el cumplimiento de sus obligaciones a sus intereses personales, sin tener mayor cuidado de que los naturales a su cargo sean buenos cristianos.8 Vista esta situación desde un ángulo dife-rente, me aventuro a pensar que para los indios reacios a aceptar

7 Juan de Grijalva, Crónica de la orden…, pp. 46-47.8 “Instrucción de Don fray Juan de zumárraga a sus procuradores ante el Con-

cilio universal”, México, febrero de 1537. En Documentos inéditos del siglo xvi para la historia de México, colegidos y anotados por el padre Mariano Cuevas, SJ, publicación hecha bajo la dirección de Genaro García, 2ª edición, México, Porrúa, 1975 (Biblioteca Porrúa, 62), p. 69.

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la nueva religión, el establecimiento de los frailes se tradujo en una mayor supervisión y, por ende, en una reducción de los escasos es-pacios con los que aún pudieran contar para honrar discretamente a sus dioses.

De inmediato los dos religiosos se pusieron a trabajar. Explica el cronista que comenzaron a enseñar “por medio de intérprete, con tanta destreza y habilidad como si toda su vida se hubieran ejercitado en aquel ministerio”. Pronto, continúa la misma fuen-te, pudieron prescindir del intérprete para algunos menesteres, aunque se ayudaban de él para las continuas pláticas que con los indios tenían, por ser aún poco diestros en la lengua. 9 Al año de su llegada, en Ocuituco y en una casa provisional, celebraron con regocijo el primer capítulo de la orden en la Nueva España. La reunión se inició el jueves de la fiesta de Corpus Christi y conti-nuó hasta el sábado siguiente. Entre otras decisiones, tomaron la de enviar al padre San Esteban, uno de los dos fundadores en ese pueblo, a la región de Chilapa y Tlapa. Lo sustituyó el padre Juan de San Román.

Poco tardaron en hacerse cargo de casi todo el ministerio de los pueblos vecinos y luego se extendieron. Llegaron lejos y cuatro años después, con la ayuda de dos remesas de religiosos venidos de la península,10 habían fundado cerca de veinte pa-rroquias.

Semejante empresa no estuvo exenta de tropiezos porque a pesar de la “destreza y habilidad” que menciona Grijalva, los reli-giosos tenían poco de haber desembarcado y comunicarse en una lengua ajena y tan diferente de la propia, llegar a ser compren-didos y, sobre todo, convencer al otro de sus razones, implicaba tiempo y paciencia. Surge, por lo menos en el corto plazo y al margen de su reconocida disposición y sólidos estudios previos, un doble problema a considerar: ¿Alcanzaron en verdad y en tan breve tiempo, a comunicarse con los indígenas de manera articu-lada y convincente? ¿Eran los intérpretes indígenas, nuevos ellos en la lengua de Castilla, tan distante de la suya, capaces de expre-sar el mensaje evangélico? Dos cuestiones que inquietan porque la conversión de los naturales es, en buena medida, un asunto de palabras.

9 Juan de Grijalva, Crónica de la orden…, p. 46.10 Ibidem, p. 73 y ss.

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El reto de la comunicación

El lenguaje es, en efecto, el medio por el que debe realizarse el acuerdo de los interlocutores sobre el tema que se aborda. Pero, ¿qué ocurre en situaciones como la que acabo de mencionar, cuan-do se dificulta el ponerse de acuerdo o mantener el significado por-que la conversación se lleva a cabo en dos lenguas distintas y debe efectuarse la traducción de una lengua a la otra? Pronto caemos en la cuenta que las traducciones, cualesquiera que sean, son terreno minado.

No está de más insistir en la delicada labor que lleva a cabo el traductor indígena. No sólo en Ocuituco; en todas partes interviene como una persona supuestamente capaz de trasladar “el sentido que se trata de comprender al contexto en el que vive el otro in-terlocutor” 11 para hacer posible una conversación entre hablantes de dos lenguas distintas. Desempeña una tarea de suyo compleja y más en aquella temprana época, porque los jóvenes indígenas seleccionados y supuestamente capaces, no dominan aún, ellos mismos, los fundamentos de “la palabra del Señor” expresada en el evangelio.

Hasta en las circunstancias que prevalecen durante una tra-ducción común y corriente, de ningún modo le está permitido al traductor falsear el sentido al que se refiere el otro. ¡Precisamente lo que debe mantenerse es el sentido! Pero como el mensaje tiene que comprenderse en un mundo doblemente nuevo, en lo lingüístico y en lo cultural, el traductor tiene que hacerse valer en él de una forma nueva. Toda traducción es, pues, una interpretación y todo traductor un intérprete, porque ambos, el traductor y el intérprete, tienen que superar, literalmente, el abismo de las lenguas.

Llegado a este punto, con frecuencia el traductor tiene la do-lorosa conciencia de la distancia que sin remedio lo separa del ori-ginal. A esta situación no escapa el religioso neófito en la lengua, tampoco el traductor indígena responsable de hacer inteligible el contenido de la catequesis. Por muy fiel que intenten ser, uno y otro encuentran situaciones en las que la decisión habrá de ser, en cual-quier caso, inadecuada. Destacar en la traducción un rasgo impor-

11 Recomiendo el estudio de Hans-Georg Gadamer, “El lenguaje como medio de la experiencia hermenéutica”, en Verdad y método, 2 vols., Salamanca, Ediciones Sígue-me, 1993 (Hermeneia 7), i, pp. 462-468.

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tante del original, sólo puede hacerse dejando en segundo plano otros aspectos o incluso suprimiéndolos del todo.

El trato del traductor con el texto manifiesta también algo cer-cano a los esfuerzos de ponerse de acuerdo en una conversación. Igual que durante la conversación, situación en la que un interlocu-tor se pone en el lugar del otro para comprender su punto de vista, el traductor intenta, asimismo, ponerse en el lugar del otro. En ese continuo vaivén, un verdadero ejercicio de sensibilidad, equilibrio y esfuerzo mental, debe pesar y sopesar la mejor solución, sabiendo que nunca puede ser algo más que un ajuste, porque la distancia entre la opinión contraria y la propia no es superable.

A pesar de estas y otras posibles complicaciones, la tarea de mantener el sentido original de lo leído, propia del traductor de un texto, no se distingue cualitativamente de la tarea de interpretación general que plantea cualquier contacto verbal. En otras palabras, todo es cuestión de grados, pero la tarea fundamental es siempre la misma: en modo alguno le está permitido al traductor falsear el sentido al que se refiere el otro. Su compromiso es, al final del cami-no, con la verdad. Visto el problema, no puedo evadir la pregunta. ¿Cuál verdad? ¿La del indígena traductor todavía inmerso en sus tradiciones y su cultura? ¿O la verdad del ministro cristiano empe-ñado en los valores de su propia religión y convencido de que los dioses mesoamericanos son los demonios enviados por Satán para hacerlos fracasar en su misión?

Al margen de estas consideraciones que, nos gusten o no, se-ría irresponsable soslayar, y en el supuesto que en esos primeros meses los agustinos encontrarían el modo de comunicarse con sus feligreses –así fuera en forma precaria– necesitaban un lugar apro-piado para enviar su mensaje: les urgía construir una iglesia.

La edificación simultánea de dos obras

Tiempo antes, posiblemente a partir de 1528, los dominicos esta-blecidos en Guastepec (Oaxtepec), también en el actual estado de Morelos, visitaron el área de Ocuituco. Pasados tres años y tal vez a instancias de esos religiosos, se inició en el lugar la construcción de una modesta iglesia con madera traída desde Ecatzingo. Sin em-bargo, la construcción se vio interrumpida por un pleito de tierras y la obra debió ser abandonada. Por eso a nadie extrañó que a su

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llegada, los agustinos comenzaran a levantar un templo sólido y duradero. Pero a diferencia del primero, armado con materiales perecederos, éste fue planeado “muy grande y suntuoso”, también muy costoso, de manera que pronto los gastos llegaron más allá de lo que el pueblo podía sufragar. Además de lo anterior, poco tardaron en iniciar, de igual manera, la construcción del necesario convento anexo. Y esto nos lleva al segundo problema a considerar: la construcción simultánea de dos edificios.

El obispo procuró disuadirlos e insistió en que primero ter-minaran la iglesia, como estaba acordado desde un principio, haciéndoles ver que después “se entenderían con el convento”. Argumentó, asimismo, ciertas razones de orden práctico. Mostró a los religiosos la escasa urgencia que tenían de un lugar donde vivir, puesto que de momento eran sólo dos y “tenían harta casa” con la que ocupaban, misma que solían habitar los primeros encomende-ros y que pasó a ser la del corregidor cuando la Corona dispuso el cambio de régimen en 1531. La situación se modificó una vez más a partir de 1535, cuando el pueblo y sus estancias sujetas fueron encomendados al propio Zumárraga, quien, como actual beneficia-rio del inmueble, ofrecía hospedaje a los frailes. La casa era amplia y buena; incluía un huerto propio, caballerizas, un sótano y otras dependencias. En otras palabras, los agustinos se alojaban con hol-gura y pareció a su Señoría injustificado el inicio de una gran obra que a todas luces podía esperar.

No escucharon razones. Se empecinaron en ambos proyectos y causaron malestar entre los indios: dándoles, se dijo entonces, más trabajo del que ellos podían soportar. Los religiosos pensaron, como de hecho ocurrió cuando primero llegaron a la capital, que les sería factible hacer las cosas a su manera, pero esta vez calcularon mal. Lo que siguió fue lamentable. Los indios se inconformaron, aunque de nada les valió. fueron vejados, algunos incluso encarcelados y azotados. Entonces el obispo, que en su calidad de encomende-ro seguía de cerca el problema, intervino con energía e hizo a los agustinos derribar dos cárceles en que tenían prisioneros a muchos indios, porque no venían a trabajar tan presto como se les pedía.

Hacia finales de 1538 o principios del año siguiente, los agustinos abandonaron el lugar. Su disgusto debió ser monumental. Dejaron atrás la iglesia y el sitio que habían tomado para el convento, ambos terrenos donados por zumárraga, pero se llevaron a Totolapa la va-liosa campana, los costosos ornamentos y hasta las cerraduras de la

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iglesia, que para entonces debió estar bastante avanzada. Cargaron con todo lo que pudieron, incluidos los naranjos y otras plantas traí-das de España. El obispo se vio entonces en la necesidad de nombrar a un clérigo con autoridad de cura vicario para que “administrase los sacramentos, industriase a los indios y los amparase”.12 El de-signado se llamaba Diego Díaz, en palabras suyas hablaba “razona-blemente bien” el náhuatl, y había tenido “experiencia de indios”.

El padre Cuevas califica este episodio como “un leve disgusto de los agustinos con el señor zumárraga, causa de que abandona-sen su primera iglesia y casa, las del pueblo de Ocuituco”. Como parte de una explicación cargada de sentimientos y de razones emocionales, el jesuita concluye que a sus setenta y tanto años “la acrimonia y debilidad seniles [del obispo] libran de muchas faltas formales y explican [su] facilidad en admitir acusaciones exagera-das”.13 Todo aquello no debió ser precisamente leve, pues el asunto llegó hasta el Consejo de su Majestad, a más de ser en México y en voz baja, la comidilla local.

Concluida la iglesia a costa de zumárraga, los religiosos ma-nifestaron interés por regresar, aunque no pudieron hacerlo de in-mediato porque el cardenal Loaiza, en 1541 gobernador del Reino en ausencia del emperador, expresamente se los prohibió en nom-bre del monarca. Reiteró asimismo la prohibición de que edificasen monasterio en ese lugar. “Y si algún fraile de la orden anda díscolo y ello consta”, hagan que su provincial lo eche de la tierra”, tronó el alto funcionario en una cédula enviada a don Antonio de Mendoza el 14 de marzo de ese año.14

12 “Al virrey de la Nueva España. que si los frailes de San Agustín desampara-ron la iglesia que tenían encomendada hacer en el pueblo de Ocuituco y el sitio que habían tomado para hacer monasterio, y llevaron todo lo que allí tenían, provea que no vuelvan más a ello, ni hagan en el dicho sitio monasterio alguno; que constán-dole que algún fraile de la dicha orden anda díscolo, haga a su provincial que lo eche de la tierra. Talavera, 14 de marzo de 1541. El rey”, Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, El clero de México durante la dominación española, editado por Genaro García, México, Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1907, tomo xv, documento número 43, pp. 83-86. La fecha de salida de los religiosos puede fijarse con cierta precisión porque en cuaresma del año 1539 estaba en Ocuituco, “recién llegado”, para industriar en los indios en las cosas de la fe, el clérigo vicario Diego Díaz, de quien hace mención la ci-tada real cédula. La documentación completa sobre este clérigo se encuentra en Proceso contra Cristóbal, Catalina y Martín Hollín, por idólatras…

13 Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia…, tomo I, p. 362.14 “Al virrey de la Nueva España. que si los frailes…”, en Documentos inéditos o

muy raros…, pp. 83-86.

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Los hechos y sus causas

Conocidos los hechos, tratemos de indagar sus causas. ¿Por qué el manifiesto disgusto de los indios por trabajar, cuando por doquier se levantaban iglesias y conventos por esos años? ¿qué factores provocaron la reacción tan adversa de zumárraga? Por último, ¿de dónde la insistencia de los frailes en hacer las cosas a su tiempo y manera?

Con el ánimo de explicar mejor la inconformidad de los habi-tantes de Ocuituco, quisiera hacer un paréntesis para incluir una referencia al tributo indígena.

A excepción del breve lapso en que fue gobernado por un corregidor (1531-1535), el pueblo estuvo bajo el régimen de enco-mienda, cuyo rasgo esencial era la consignación oficial de grupos de indígenas a colonizadores españoles privilegiados, llamados encomenderos. Para ellos, soportar la carga religiosa era un de-ber inherente a su misión. A cambio, tenían derecho de recibir el tributo, así como el trabajo no remunerado de los indígenas que les eran delegados durante el periodo en que la concesión estaba en vigor.

A pesar de lo anterior, importa destacar que los indígenas eran considerados libres, porque no eran propiedad del encomen-dero y esa libertad establecía una distinción legal entre encomien-da y esclavitud. Vale, asimismo, destacar que la encomienda no era una posesión y su otorgamiento no confería propiedad sobre la tierra, tampoco jurisdicción judicial, dominio o señorío. El sis-tema legal vigente simplemente permitía al encomendero recibir el tributo y, supuestamente, lo comprometía con la cristianización de los indios, de manera que en teoría no debió haber conflicto entre el cobro de los tributos y el cumplimiento de sus deberes religiosos.15

15 La Corona dejó esto en claro, pues el motivo y origen de las encomiendas era el bien espiritual y temporal de los indios, así como su doctrina y enseñanza. Con esta particularidad, inseparable del cargo, hacía la merced de encomendar a los naturales. Esta era, por lo demás, la única obligación que se consignó en los títulos despachados a los encomenderos, “con cargo que tengáis de los industriar en las cosas de nuestra santa fe católica”. Título de Pedro López, en José Miranda, El tributo indígena en la Nue-va España durante el siglo xvi, México, El Colegio de México, 1952, p. 10. Expresado en términos muy semejantes: “Para […] que los industriéis y enseñéis en las cosas de la fe”, cf. Titulo del Maestre Diego, en ibidem.

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Luego de ciertas dudas suscitadas durante la primera déca-da de dominio español, debidas a los abusos de los encomende-ros que explotaban a los indios, y coincidiendo con el año de la llegada de los religiosos de san Agustín, la Corona tomó ciertas resoluciones adicionales. Resolvió que para su mejor instrucción en las cosas de la fe y para que sepan que la instrucción “va fundada en caridad y no por vía de interés […] al presente nin-guna cosa se les haga pagar por vía de diezmo, ni por nombre de iglesia, ni cosa eclesiástica”.16 No obstante, a pesar de la letra escrita, igual los encomenderos que los oficiales reales en repre-sentación del monarca, apenas contribuyeron a soportar las re-feridas cargas. Por este motivo los religiosos, que se preciaban de ser pobres y no tener bienes propios, tuvieron que hacerlas gravitar casi en su totalidad sobre los indios, quienes, en la prác-tica, sólo gozaban de un mínimo de libertades y estaban sujetos a todo tipo de imposiciones. También se colige que los agustinos encargados directamente de la evangelización reciben el tributo así como el trabajo no remunerado de los indígenas que les son delegados. Esto a pesar de que siempre manifestaron el propó-sito de defenderlos de los frecuentes abusos de los oficiales de la Corona, también ellos receptores del tributo por cuenta de su Majestad.

Este complejo escenario, difícil de visualizar a primera vista, sustenta el núcleo de la cuestión, porque, a diferencia de los enco-menderos comunes supuestamente merecedores de dudosa fama, el de Ocuituco es “bueno”. Curiosa paradoja, debe defender a los indios de los agustinos, en teoría también llenos de las mejores in-tenciones, pero en este caso faltos de experiencia y un poquito so-berbios, porque no oyen razones ni atienden el malestar que sus exigencias suscitan en el pueblo encomendado a los cuidados de su Señoría.

Paradoja es un concepto o afirmación generalmente formula-da en el ámbito de un discurso ético que contrasta con la opinión difusa o generalmente aceptada. Pero también puede contener, de manera en apariencia desconcertante, un fondo de validez objeti-va destinada a afirmarse contra la facilidad de los que siguen sin mayor crítica la opinión de las mayorías. Puede, incluso, parecer

16 Carta del Rey dirigida a la audiencia de México el 2 de agosto 1533, Celulario de Puga, citado por José Miranda, El tributo indígena…, pp. 10 y 147.

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inaceptable a primera vista, porque cuesta trabajo pensar en un encomendero responsable o en frailes que vejan a los indios. Sólo después de una juiciosa reducción de su forma más exagerada, la paradoja se presenta como vehículo de alguna verdad aceptable, aun así, frecuentemente con cierta dificultad.17

Los afanes del obispo encomendero

En Ocuituco, el oficial de la Corona en quien está encomendado el pueblo y el obispo de México, son uno y el mismo en la figura de fray Juan de zumárraga. Por razón de su investidura el prelado carga con una variedad de responsabilidades. A más de atender a los indios del lugar y hacer entrar en razón a los agustinos que supuestamente vejan a los naturales, debe considerar otros com-promisos propios de su oficio episcopal, mismos que no quiere, ni puede, ni debe desatender. Le corresponde proveer y alimentar de pasto espiritual a los naturales de toda su provincia, así como considerar a los necesitados en lo corporal. Debe mirar por el man-tenimiento, el vestuario y la ropa del culto divino “que son muy caros en estas partes”; y ocuparse del sustento de las beatas que están en los monasterios y tienen el cargo de industriar, enseñar y doctrinar a las hijas de los naturales. Le concierne aminorar las pe-nurias de los muchos frailes, de las tres órdenes que aquí residen, ahora viejos y enfermos, así como considerar los gastos de su casa de México que es hospital para todos los necesitados; también las demandas del hospital de Ocuituco donde informó haber edifica-do, “muy poco a poco”, una casa grande para curar a los enfer-mos de bubas y otros males contagiosos, porque en ninguna parte los querían acoger.18 No menos importante, aunque más costoso, le toca solventar la formación de cien jóvenes que estudian en el colegio de Santiago Tlaltelolco fundado en 1536, donde, él espera,

17 Véase la inteligente explicación de umberto Eco: Sobre literatura, Barcelona, Océano RqueR editorial, 2002, pp. 75-76.

18 Carta de don fray Juan de zumárraga al emperador, México, 17 de abril de 1540. En Documentos inéditos del siglo xvi para la historia…, p. 107. El “mal de bubas” era una enfermedad contagiosa contraída con motivo del trato deshonesto y se decía que la trajeron los españoles, pero éstos afirmaban que la contrajeron en las Indias. Por indecente, nadie quería confesar haber sido el primero en sentirla y comunicarla. Consúltese el Diccionario de Autoridades, Madrid, 1726.

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pueda infundírseles “tanta capacidad, sagacidad y habilidad [...] porque entre estos colegiales hay muchos razonables gramáticos”

y con muchos se puede ya hablar en latín, no uno sino dos y tres días. 19 Los compromisos simultáneos, apremiantes y cada vez más numerosos, son en alguna medida la causa del dilema que enfrenta zumárraga porque, como se verá en las páginas siguientes, no le es posible satisfacerlos todos a la vez.

Para mejor comprender su situación, quisiera volver atrás en el tiempo. En abril de 1533, faltando unos cuantos días para que los agustinos desembarcaran en Veracruz, el domingo 27 para ser precisos, su Señoría se encontraba en España, en la histórica ciudad de Valladolid, para ser finalmente consagrado obispo, después de fungir sólo como electo desde su primera llegada, en 1527. De ma-nera que ocupado allá, ni siquiera estuvo aquí cuando los religiosos de san Agustín llegaron a tomar posesión de sus nuevos territorios y se mantuvo al margen de sus actividades hasta su regreso, hacia finales de 1534.

Al año siguiente, como respuesta a una solicitud presentada ante el monarca durante su reciente viaje y en atención a una real cédula que trajo consigo al volver, le fue encomendado Ocuituco.

Es evidente que el pueblo y sus tierras no son su única fuente de ingresos. Recibe todos los frutos y diezmos eclesiásticos que per-tenecen al obispado y puede gastarlos y distribuirlos a voluntad.20 Sin embargo, su lista de pendientes es cada vez más densa y costo-sa, por lo que se ve con frecuencia en apuros. Precisamente por esa razón solicitó a la Corona le fuera encomendado Ocuituro.

A pesar del don recibido, su Señoría recibió la noticia con cierto desgano. Él tenía otras expectativas. Prueba de esto es que en junio de 1536 despachó a fray Cristóbal de Almazán para procurar en su nombre y ante el Consejo de Indias, le fueran incorporados a Ocui-tuco dos pueblos vecinos, Jumiltepec y Acatzingo que “habían sido suyos” antes del primer reparto de la tierra hecho por Hernán Cor-tés entre 1519 y 1521. 21 No habían transcurrido cinco meses cuan-

19 En Peter Gerhard, “El señorío de Ocuituco”, Tlalocan, vol. 6, núm. 2, 1970, pp. 103-104.

20 La cédula real habla de diezmos y hace merced de las casas episcopales al señor zumárraga y sucesores, “Yo el Rey, 2 de agosto de 1533”, en Joaquín García Icazbalce-ta, Don Fray Juan de Zumárraga” (1ª ed., 1881), 4 tomos, México, Editorial Porrúa, 1988, iii, doc. 28, pp. 73-74.

21 En Peter Gerhard, “El señorío de Ocuituco…”, p. 104.

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do, luego de pensarlo con más detenimiento, recapacitó sobre el contenido de la petición. Tal vez preocupado por las repercusiones negativas que ante la Corona pudieran tener sus demandas, envió al monarca una segunda carta sobre el particular. En ella se discul-pa por haber importunado a su Majestad, a la vez que le recuerda “la extrema necesidad” en que se encuentra. Reitera, asimismo, que la petición de incorporar nuevas tierras a su encomienda no fue hecha con el deseo de atesorar, ni de tener mucha renta y menos de enriquecer a parientes, sino para “poder proveer del beneficio a los que hacen el oficio” y trabajan en la conversión de los naturales. Aun así, “si S. M. es servida de que yo quede [sólo] con el dicho pueblo que así me fue dado, por cierto yo no mostraré descontento y estaré satisfecho y obligado por siempre a rogar a Dios por […] vuestras majestades, porque para mi persona y aun casa sobra en lo de los diezmos”.22

Los temores de zumárraga no eran infundados. A pesar de sus esfuerzos, Jumiltepec y Acatzingo le fueron negados. Debió conformarse con los beneficios de que ya disponía y como antes se dijo, conservó su encomienda hasta 1544, fecha en que, como consecuencia de las Leyes Nuevas que prohibían a los eclesiásticos tener encomiendas, el obispo debió renunciar a la suya. El pueblo y sus tierras pasaron directamente a la Corona y sus ingresos fueron cedidos al hospital del Amor de Dios.

¿Es posible hacer varias cosas a la vez?

La política en favor de los indígenas siempre se vio dificultada por las necesidades generales de la Corona. En momentos de apuro del erario, el emperador dirigía los ojos a todas las fuentes de recursos sin olvidar los de Nueva España, entre ellos el tributo indígena. Su interés se mantenía en la misma dirección, propicia su mirada a solicitar la contribución de los naturales, al tiempo que el soste-nimiento de los servicios destinados a los indios, principalmente los servicios religiosos, reclamaban los indispensables recursos. De manera que, un escollo más en el camino de la evangelización, la Corona se debate continuamente entre el buen propósito de gravar

22 Carta de don fray Juan de zumárraga al emperador, México, 25 de noviembre de 1536, en Documentos inéditos del siglo xvi…, p. 59.

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con moderación a los indios, de protegerlos y tenerlos “relevados” como se decía entonces, y las exigencias inmediatas de su propio Tesoro, aunadas a las de la colonización como empresa política. De manera que las iglesias y los conventos se edificaban por doquier, pero la Real Hacienda no se daba a basto para atenderlas a la vez.

Tan pronto como llegó a México, el virrey don Antonio de Men-doza recibió de la Corona instrucciones acerca del pago de los diez-mos eclesiásticos que los indios están obligados a cubrir, incluidos los necesarios “para la dote de las iglesias y prelados y ministros de ellas”. En el caso de que la cantidad de los diezmos recabados sea “de tanto valor” que llegue a exceder lo necesario para los propósi-tos indicados, “señalareis para nos y nuestra Corona de Castilla la cuota que os pareciere que se nos debe reservar, para disponer de ella como nuestra merced y voluntad fuere, pues los diezmos nos pertenecen por concesión apostólica”. 23

La Corona invoca unas concesiones originadas en Roma, me-diante las cuales el pontífice otorga al rey el derecho de disponer, en España y de acuerdo a sus necesidades, del fruto del trabajo que del otro lado del mar desempeñan los naturales. Todo esto, claro está, con la condición de atraer a los naturales hacia la verdadera fe.

Poco puede entonces esperar zumárraga de la Corona es-pañola para resolver sus apuros en Ocuituco. Sin embargo, los oidores de la audiencia que observaban de cerca el conflicto dis-pensaron de la tercera parte del tributo a los indios durante el tiempo que durase la construcción de la iglesia. Su Señoría contri-buyó con cien pesos anuales para comprar la cal y debió “soltar” un cierto número de mantas, porque si a los indios no les suelta algo del tributo, “no hacen cosa buena alguna de obra”.24 Esta frase, a primera vista poco elogiosa, es también un indicio de la carga que para los indios significaban, sumados, los diferentes tributos.

El apoyo anterior no satisfizo a los agustinos. Eran ambiciosos y como llegaron tarde a las Indias, necesitaban recuperar el tiempo perdido. No puede ser soslayado su afán por alcanzar a la breve-dad a las otras órdenes y extenderse cuanto antes, como de hecho ocurrió en muy poco tiempo. Impacientes en ésta, su primera aven-

23 “Instrucción a don Antonio de Mendoza, 25 de abril de 1535”, en Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos, estudio preliminar, coordinación, bibliografía y notas de Ernesto de la Torre Villar, 2 tomos, México, Editorial Porrúa, 1991 (Biblioteca Porrúa, 101), i pp. 87.

24 Citado por Peter Gerhard, “El señorío de…”, en particular pp. 103-105.

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tura en tierra de indios, porque las obras no avanzan al paso reque-rido, pretendieron apretar más a los trabajadores. Por otra parte, tanto el calpisque encargado de recabar los tributos por disposición de Zumárraga, como los oficiales responsables de los macehuales, hubieron de exigir a los indios no asignados para la iglesia y el con-vento, trabajar con mayor ahínco en lo suyo para hacer las veces de sus compañeros ausentes.

El análisis del “ligero contratiempo” que a la manera de ver del padre Cuevas motivó el retiro de los frailes, termina por ser una ventana para acercar al historiador actual a diferentes intereses difíciles de conciliar durante esas distantes primeras décadas. No era posible atender a los indios a cabalidad y al mismo tiempo sa-tisfacer a las diferentes exigencias emanadas de la realidad política y económica de la Corona española.

Pronto caemos en la cuenta de que la iglesia y el convento no fueron edificados por los agustinos sino por los indios; por los ma-cehuales, expresado de manera más puntual. Ellos, los que no se rigen a sí mismos, los que han de ser dirigidos y gobernados –por decirlo en el lenguaje de los informantes de Sahún– y no otros, cons-truyeron la iglesia. Las horas y los días que dedicaron a “acarrear piedra” para erigir la casa de Dios y levantar la de los religiosos, dejaron de asignarlas a sus propios intereses, incluido un necesario espacio para el ocio.

Sin poder evitarlo, estos macehuales terminaron por quedar envueltos en las exigencias simultáneas e inmediatas de la Corona, los agustinos, el obispo encomendero, el cacique y los demás seño-res indígenas. Todas esas imposiciones estaban interrelacionadas y sumadas terminaron por minar la tranquilidad del pueblo.

Hartos, los naturales manifestaron con hechos su rechazo a las demandas de que eran objeto. Es probable que su actitud dejara tras-lucir, además, una falta de motivación para atender a la imposición de una religión aún no asimilada, sumado a la memoria todavía viva de la reciente destrucción de sus templos, al presente sustitui-dos por las construcciones cristianas que, irónicamente ellos, “los nuevos en la fe”, debían edificar. En palabras simples, carecían de estímulos para trabajar a un ritmo mayor y desatendieron las ra-zones y amenazas de los frailes, así como de los temidos alguaciles indígenas que en los pueblos solían traer la vara en la mano.

Nada de esto era nuevo. La audiencia, presidida por Ramírez de fuenleal, recogió en sobradas ocasiones los sentimientos que

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embargaban a los naturales sometidos a trabajos excesivos. Con buen juicio consideró que, si sobre el tributo ordinario se les pidie-se el extraordinario allende de lo que dan, “creerían que es engaño y no verdad lo que se les ha dicho y cada día se les dice, que es lo que V. M. quiere que sean: cristianos y bien tratados”. Expresado de otra manera, los oidores aconsejaban evitar las extorsiones de que los indios eran víctimas, porque poco pueden aportar luego “de los grandes robos y fuerzas que se les han hecho para sacarles lo que tenían”.25

La desgracia de la limitación

Ahora bien, cuando se desean varias cosas y a la vez se dispone del tiempo bastante y de sobrados medios, no se suscita mayor di-ficultad. Nada hubiese pasado de haberse concluido un proyecto antes de iniciar el segundo; o de haberse duplicado el número de macehuales para atender a los dos afanes a la vez; ser los afectados más sumisos; desentenderse el encomendero del sentir de los na-turales; o ser otros los requerimientos del obispo. Pero no ocurrió así y la situación terminó por ser, para desventura de los religiosos, semejante a la del perro de la fábula, paralizado ante dos tortas igualmente atractivas.

Como agravante, los indios fueron vejados, encarcelados y azotados y esta fue la gota que derramó el vaso. Lo que sigue ya fue narrado: zumárraga mandó derribar las cárceles, liberó a los ma-cehuales, los frailes debieron irse del pueblo y los sustituyó un clé-rigo nombrado por el señor obispo y con poderes de vicario. Cabe aclarar, aunque sin extenderme en ello, que el remedio resultó para los habitantes peor que la enfermedad, porque tiempo después se supo que la presencia del vicario trajo al pueblo nuevas dificultades, incluido un proceso inquisitorial de dudosa justificación seguido contra tres indios principales del lugar en 1539. quiero decir que los naturales debieron tolerar a un clérigo bribón hasta que el obis-po encontró la coyuntura para echarle la mano encima. Luego de ser juzgado en 1542 y encontrado culpable de varios delitos graves, su Señoría lo consignó a prisión perpetua. Pero ésta es otra historia.

25 Carta de la Audiencia de México al rey, 5 de agosto de 1533, en José Miranda, El tributo indígena…, p. 86.

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Regresando a los agustinos, el lamentable desenlace de la do-ble edificación truncada ocurrió en gran medida porque las partes involucradas olvidaron que el hombre fue arrojado del paraíso y que con ese castigo apareció en la tierra la desgracia de la escasez. Desde entonces y muy a su pesar, se vio obligado a elegir.26 Hacia cualquier parte que voltee la mirada, ocurre que cuando opta por una cosa, debe renunciar a otras, a las que en el paraíso no habría tenido que renunciar. Porque, como pudimos ver con un sencillo ejemplo, la escasez de medios disponibles para satisfacer simul-táneamente varios fines de importancia diversa, es una condición inevitable y casi omnipresente de la conducta humana.27 Lástima, pero esa es la realidad, nos guste o no.

La Corona tuvo su parte en esta confusión y desorden, porque no estaba clara la tasa señalada para construir iglesias y menos aún su convento anexo, ni las leyes concernientes, revisadas con fre-cuencia, se cumplían a cabalidad. Tampoco se comprendía con cla-ridad que, de no contar con recursos adicionales, asignar cualquier tasa por un cierto tiempo a un proyecto implicaba, necesariamen-te, renunciar a otros durante ese periodo. Los religiosos, faltos en esto de sentido común, aunque quiero pensar que no de las mejores intenciones, no tenían claras las limitantes derivadas del fenómeno de la escasez, ni midieron las consecuencias políticas de enemistarse con el obispo y encomendero del lugar. A pesar de los atenuantes que pudieron haber invocado cuando el Consejo de Indias los reprendió, no se tiene noticia de que hayan presenta-do una justificación firme y convincente. Todo parece indicar que evitaron divulgar lo ocurrido y optaron por guardar silencio, con la esperanza (no lograda) de que el incidente pasara desapercibido.

En su intento por justificarlos, el padre Cuevas argumenta que para juzgar de manera definitiva este asunto, “habría que oír tam-bién a los acusados”. Todo el mundo está de acuerdo pero, ¿cómo hacerlo cuando, por lo que él mismo pudo averiguar, prefirieron

26 Desde una perspectiva económica, los fines que persigue el hombre son múlti-ples; el tiempo y los medios de que dispone para lograrlos son limitados; y los bienes a su alcance, capaces de una aplicación optativa. Para mejor valorar estas considera-ciones merece la pena el texto ya clásico de Lionel Robbins, Ensayo sobre la naturaleza y significación de la ciencia económica, traducción de Daniel Cossío Villegas, México, fondo de Cultura Económica, 1981.

27 En esto estriba la unidad temática de la ciencia económica, a cuya lógica no pu-dieron escapar los religiosos agustinos avecinados en Ocuituco. Lionel Robbins, Ensayo sobre la naturaleza…, p. 38.

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callar? El propio jesuita acepta que no se tiene documentación al respecto y se limita a dejar en claro que, mientras esto no cambie, por lo que a él toca, “están en posesión de muy buena fama […] y aunque todo ello hubiese sido como se narra, nada significa ante los inmensos méritos de la orden agustiniana en nuestro suelo”.28

Del maltrato a los indios, de haberlos vejado y encarcelado, no resulta tan fácil exonerarlos en el siglo xxi, si bien cabe recordar que en el xvi el castigo corporal, incluidos los azotes y la cárcel, eran recursos frecuentes, incluso en Europa.

El desenlace

finalmente, antes de febrero de 1541, zumárraga se las ingenió para terminar la iglesia. Para conseguirlo tuvo que retrasar los trabajos del convento y “soltar” a los indios casi todos los tributos, acción que implicó enviar a su costa a los indios y a los españoles adicionales ne-cesarios. Desde su exilio los agustinos se mantuvieron al tanto de los avances: “[…] y ahora, como los frailes han visto acabada la iglesia y ornada, como dizque está, de cálices y ornamentos, y campanas y apo-sentos que se han hecho; han ido al pueblo muchas veces a decir al cura que en él está, que han de volver a él, aunque no quiera el obispo”.29

Seguían muy, pero muy disgustados, si cabe, más que antes, por-que ahora tenían frente a sí, sin poder tomarlo, el premio que en un arranque emocional dejaron ir. Corrían, asimismo, voces de que el cura en funciones hasta ese momento iba a ser sustituido y no estaba claro quién había de sucederlo, aunque se rumoraba que pudieran ser los frailes de san francisco. Celosos, los agustinos llegaron al punto de estar dispuestos a entrar una vez más en franco conflicto con el obispo con tal de impedirlo. Utilizaron un lenguaje calificado de “in-apropiado” y declararon que, en la eventual circunstancia de presen-tarse sus posibles rivales, los habían de “echar a lanzadas, porque la dicha iglesia [era] suya, por estar en el sitio que ellos tomaron”. 30

28 Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia…, i, p. 368.29 Al virrey de la Nueva España. “que si ansí es que los frailes de San Agustín

desampararon la iglesia…”, Villa de Talavera, a 14 de marzo de 1541. El rey, en Docu-mentos inéditos o muy raros…, p. 85.

30 Lo anterior, “además de haber dicho y hecho otras cosas no religiosas” como consta en una real cédula enviada a don Antonio de Mendoza el 14 de marzo de 1541, en Documentos inéditos o muy raros…, p. 85.

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¿Echar a lanzadas a sus hermanos franciscanos? ¿Y todo porque la iglesia les pertenece? Es evidente que el pleito entre zumárraga y los agustinos no estaba zanjado. Aun así, las amenazas de los frailes se antojan a todas luces desproporcionadas.

Se vislumbran ciertas dificultades adicionales que rebasan el entorno local y de las que hasta aquí nada se ha dicho. Me refiero a las crecientes expectativas de una joven jerarquía secular, con el obispo a la cabeza, deseosa y necesitada de afirmar su jurisdicción frente a las órdenes religiosas. Dicho de otra manera, la situación se alimenta con las rivalidades entre el clero secular y el regular por el control de grandes extensiones administradas por las órdenes regulares, así como la evangelización de los nuevos territorios que en esta temprana época descansa casi en su totalidad en la labor de los religiosos.31

zumárraga es un religioso. ¿quién más capacitado que su Señoría para atender a los religiosos y valorar el carisma de la vida en común que requiere de un convento como habitación apropiada? ¿Y quién mejor para solidarizarse con sus penurias económicas? Pero ocurre que no estamos hablando sólo de un religioso, sino de un funcionario nombrado por el emperador. Interesa al obispo, a pesar de los disgustos que le acarree en el corto plazo, poner coto a los desplantes agustinos que invocando sus privilegios pretenden, como ocurrió a su llegada a la capi-tal, desatender las recomendaciones de la autoridad y, de facto, cuestionar la jurisdicción del ordinario. El tema es delicado y no habría de resolverse en muchos años, más bien se recrudeció en el siglo xvii.

De lo ocurrido en Ocuituco poco se divulgó, entre otras ra-zones porque ese tipo de desacuerdos se manejaba con la mayor discreción. Vimos que incluso Grijalva, el más indicado para ilus-trarnos por ser el primer cronista de la orden, no dedica espacio a los episodios narrados.

31 La autonomía de que gozaban en la práctica los religiosos y la independen-cia a la que se negaban a renunciar invocando viejos privilegios, les permitió adquirir un enorme poder, mismo que los agustinos supieron aprovechar. A título de ejemplo, menciono un complejo problema de idolatría que surgió en el pueblo de Olinalá (en el actual estado de Guerrero). En esa ocasión, invocaron sus privilegios omnímodos para hacer por su cuenta Inquisición en el pueblo. Montaron una pira en la plaza, aprestaron la lumbre y amenazaron con quemar “al gobernador y a todos los del pueblo” si no les mostraban el lugar del ídolo. Huelga decir que los indios se apresuraron a complacer a los frailes. Véase el relato completo en Juan de Grijalva, Crónica de la orden…, pp. 81-84.

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Don Antonio de Mendoza dejó algunas observaciones cu-riosas. Antes de dejar México en 1550 entregó a su sucesor, don Luis de Velasco,un informe muy completo del estado general del reino y aborda, entre otros, el tema de la cristianización y buen trato de los naturales. Acompañado de una sutil advertencia, destaca la ayuda recibida por los religiosos. Sin ellos, reflexiona, poco se puede hacer, y por eso durante sus años en Nueva Espa-ña, procuró “favorecerlos, honrarlos y amarlos como verdaderos siervos de Dios”. 32 Advierte, fruto de su experiencia en el oficio y sagacidad política, que en los asuntos espirituales y que tocan a la doctrina cristiana no se pueden dar reglas generales, porque el buen gobierno “es todo de cabeza” y depende del religioso o clérigo en cuestión. Sin dar mayores explicaciones, en términos casi crípticos y sólo para los ojos de su destinatario don Luis de Velasco, añade que “con unos conviene alargar y con otros acor-tar” y hace notar que durante su permanencia en México, él se ha ayudado de todos y “hallado bien con ello, aunque a algunos les parece mal”.

El texto que le sigue es claro como el agua. En la eventual ne-cesidad de “hacer algunas reprensiones a los frailes y clérigos”, Mendoza recomienda tomar acciones que “sean secretas de indios y españoles, porque así conviene por lo que toca a su autoridad y a lo de la doctrina”. Para no comprometer su prestigio y evitar mayo-res escándalos, la Iglesia evitaba a toda costa se divulgaran sus po-sibles fallas o pugnas internas y para lograrlo, le era indispensable la discreción de los oficiales de la Corona. Éste no es tema menor, pues con frecuencia ese sigilo contribuyó a que los afectados que presentaban una denuncia legítima,motivada por alguna irregula-ridad, sintieran que sus razones no eran debidamente atendidas y que el o los culpables no eran punidos con prontitud.

La situación suscitada en Ocuituco se resolvió de manera am-bigua, aunque, curiosamente, en el tiempo corto sí pareció favore-cer a los indios porque, a pesar de no dárserles explicaciones con-cretas, los hechos conducían a pensar que sus razones habían sido consideradas.

32 “Relación, apuntamientos y avisos que por mandato de su Majestad di al señor don Luis de Velasco, visorrey y gobernador y capitán general de esta Nueva España”, en Ernesto de la Torre Villar (ed.), Instrucciones y memorias…, i, p 98. Las citas que a continuación se encuentran entrecomilladas, corresponden a este documento.

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Poco les duró esa impresión. Si es que no antes, hacia el año de 1554, seis después de fallecer zumárraga, los agustinos estaban ya de regreso, sólo dos al principio. Se establecieron en el pueblo, por fin de manera permanente.

Por increíble que parezca, su retorno poco tardó en producir de nueva cuenta conflictos con los indígenas. Las nuevas dificulta-des no se vinculan con la construcción del convento, para entonces habitado por los religiosos. Sin embargo, la causa de los roces y del litigio en que desembocó resultó, una vez más, estar relacionada con “las vejaciones que recibían los indios de ese pueblo” por parte de los agustinos. 33 La razón de los maltratos por los que los natura-les se inconformaron, derivó de los servicios gratuitos que se exigía a la comunidad indígena prestar en beneficio del convento, bauti-zado como San Agustín de Ocuituco. Y esta vez, ni siquiera podían culpar a zumárraga, ya difunto.

Parece que el nuevo convento era autónomo económicamente, como en ese tiempo solía ocurrir con las casas de las órdenes mendi-cantes. Sus ingresos venían de un capital formado por dos parcelas para siembra o sementera de trigo, una huerta anexa al convento, un molino, un rebaño de ovejas y un obraje. Este capital se hacía pro-ductivo por el trabajo no remunerado y obligatorio de los indígenas del pueblo que, según Rubial, “daban como servicio a los religiosos por la administración de la doctrina y para los gastos del culto”.

Entiendo que este no fue un caso excepcional. Los obispos, en sus continuas pugnas de jurisdicción con los religiosos, acusaron a los agustinos y a los dominicos de poseer ilegalmente bienes y de alejarse de las normas primitivas, aquellas de que hablamos en su momento y que motivaron a los primeros frailes a comprometerse a no tener bienes propios ni recibir rentas en Nueva España. Otra vez el viejo conflicto entre ese ideal de pobreza absoluta y, paradó-jicamente, la necesidad o supuesta necesidad real, de no ser pobres para poder cumplir a carta cabal con su misión en las Indias.

33 Para conocer las circunstancias del regreso de los agustinos, así como el poste-rior desarrollo del convento de Ocuituco, véase el bien sustentado artículo del doctor Antonio Rubial G., “Santiago de Ocuituco: la organización económica de un convento rural agustino a mediados del siglo xvi”, en Estudios de Historia Novovhispana, vol. vii, México, universidad Nacional Autónoma de México, 1981, pp. 2-28. El documento ori-ginal lleva el encabezado: El Señor Fiscal con varios frayles de Sant Agustin de Ocuituco, sobre las grangerías que tenía el monasterio y sobre que ciertos frailes [de San francisco] quitaron a la justicia ciertos presos / 1560.

de expectativas y desencantos...

44 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

El juicio que protagonizaron los indígenas contra los religiosos en 1560, tuvo cierta relación con la indefinición de las normas de propiedad aplicables a los conventos urbanos y rurales de la orden de san Agustín. Sin embargo, el trabajo que los indígenas prestaban a los frailes en forma obligatoria y gratuita ocupó el lugar predomi-nante en el expediente y no pude resistir la tentación de mencionar-lo. Caí una vez más en la cuenta de que el trabajo manual que desde la fundación de la orden fue parte del carisma agustino, ahora y como resultado de diferentes circunstancias, no era desempeñado directamente por los religiosos como se da a entender que lo había estipulado su fundador, sino por la población indígena. Debo pen-sar que acorde con las circunstancias cambiantes de los tiempos, actuaban así con la intención de dar a los escasos sacerdotes dis-ponibles la oportunidad para dedicar su tiempo, sujeto también al fenómeno ya descrito de la escasez, a la evangelización, al estudio o quizá a otros menesteres. Aun así, es innegable que las buenas intenciones no bastan para justificar las faltas.

El proceso concluyó cuando la audiencia emitió un auto en el que se falló parcialmente a favor de los indios de Ocuituco. Es evi-dente que éste y el episodio ya relatado no se identifican, porque cada historia tiene un marco de referencia propio y original. Lo an-terior sin contar con que el análisis pormenorizado de este proble-ma y sus circunstancias, no me son los suficientemente conocidos, a más de rebasar los alcances de este trabajo.

Trascurridos casi quinientos años, el claustro del convento motivo del altercado original, y manzana de esa discordia, perma-nece en pie. Lo adorna una bella fuente, ornada con seis bestias enigmáticas. Parecen leones, pero vistos con atención no acaban de ser ningún animal capaz de ser identificado con precisión. En esa misteriosa indefinición, un indicio más de la peculiar fusión de dos culturas y geografías distantes, radica su encanto y belleza. También su carácter único, por haber sido esas piedras testigos de hechos que nunca podremos valorar con certeza. quiero pensar, ¿por qué no?, que fueron labradas por las manos creativas y sensi-bles –tal vez confundidas acerca de la identidad de esas bestias y de la suya propia– de los hijos y los nietos de algún indígena cuyo nombre desconocemos, protagonista anónimo y testigo de primera mano de los conflictos narrados.

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Enrique González González

“Los poderes públicos en la conformación de la Universidad de México en el siglo XVI”p. 45-74

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

PDFpublicado: 25 de agosto de 2014Disponible en:

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LOS PODERES PÚBLICOS EN LA CONfORMACIÓN DE LA uNIVERSIDAD DE MÉXICO EN EL SIGLO XVI

enrique gonzález gonzálezInstituto de Investigaciones sobre la universidad y la Educación

universidad Nacional Autónoma de México

¿qué peso tuvieron los poderes externos –las autoridades civiles y eclesiásticas– en la conformación y en el funcionamiento de la universidad colonial?1 Ésta, como se sabe, era una corporación de doctores que tenía a su cargo la enseñanza de las cinco facultades clásicas de Artes, Medicina, Teología, Leyes y Cánones. una corpo-ración que, por disposición del rey, corroborada tiempo después por el papa, detentaba el derecho exclusivo a conceder los grados académicos de bachiller, licenciado y doctor, en toda la extensión del virreinato. Se trató de un monopolio que en vano intentaron fracturar los jesuitas en el siglo xvi y que sólo fue roto en 1792, con la creación de la universidad Real de Guadalajara.

En la tradición medieval, una universidad surgía de un grupo preexistente de estudiantes y maestros congregados en una ciu-dad, los cuales en un momento dado consolidaban jurídicamente su agrupación mediante privilegios que obtenían del rey y el papa.

1 Se trata de un tema del que me he ocupado en los últimos veinte años en distin-tos trabajos, en particular en “Oidores contra canónigos. El primer capítulo de la pugna en torno a los estatutos de la Real universidad de México (1553-1653)”, en Memoria del IV Congreso de Historia del Derecho Mexicano (1986), México, unam, 2 vols., 1988, vol. i, pp. 455-477; y en Enrique González González, “Legislación y poderes en la universi-dad colonial de México (1551-1668)”, tesis doctoral inédita, Valencia, universitat de València, 2 vols., 1990. Otros estudios serán citados a pie de página. En esta ocasión me propongo recapitular lo dicho a lo largo de ellos. Agradezco a los miembros del Seminario de Historia Política y Económica de la Iglesia en México sus comentarios a una primera versión de este trabajo.

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Así pues, primero eran el estudio y los estudiantes y sólo después venía la confirmación legal de esa asociación, de esa corporación. En México, en cambio, y en general en las Indias, las universidades existieron antes sobre el papel, y era una suma de circunstancias la que propiciaba que, con el tiempo, cobraran vida (o no) unas escuelas y una organización de estudiantes y maestros. Por consi-guiente, el rey, como fundador y, en nombre suyo, las autoridades civiles y eclesiásticas jugaban un papel determinante a la hora de surgir y de afirmarse un proyecto de universidad.

La universidad novohispana, sobre todo en sus años de conso-lidación, sufrió las consecuencias de una áspera competencia entre el virrey y la audiencia, por una parte, y el arzobispo y su cabildo, por la otra. Tanto las autoridades laicas como las eclesiásticas se decían ejecutoras de la voluntad real y, a la vez que pretendían apoyar a la naciente institución, cada una buscaba, por su cuenta, controlarla e imponerle características a la medida de sus particu-lares intereses. fundada en 1551, durante la segunda mitad de la centuria, el virrey y la audiencia tuvieron un abierto predominio en lo tocante a la marcha interna de la universidad. Sin embargo, las autoridades eclesiásticas les disputaron esa preeminencia por todos los medios a su alcance. Tanta fue su tenacidad que, al térmi-no de la centuria, lograron que el rey dictara una serie de medidas capaces de contrarrestar la abierta intervención del virrey y la au-diencia en la vida interna de la corporación. En circunstancias en que la universidad lucha por afianzarse, cuando no por sobrevivir, esas autoridades externas en conflicto, a la vez que prestaban su apoyo, interferían en su marcha.

Para dar cuenta de este proceso, conviene presentar a los ac-tores. A la cabeza de todos estaba el rey, fundador de la universi-dad. El lejano pontífice de Roma tenía una capacidad muy limitada para intervenir de forma directa y eficaz, en especial porque todas sus disposiciones relativas a Indias tenían que ser aprobadas por la Corona, en virtud del real patronato. Al monarca lo seguían en autoridad sus representantes laicos en la Nueva España: el virrey y la Real Audiencia. Para ellos, vigilar la marcha de la corporación era una forma de resguardar el regio patronato y, a la vez, de acotar los poderes del arzobispo y, en general, del clero secular. En otro bando estaban, precisamente, el arzobispo y el cabildo eclesiástico, autoridades que también eran designadas por el rey y se sujetaban a su autoridad. Dado que la universidad era la principal instancia

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formadora de clérigos, tenían intereses muy definidos en lograr su control. Es cierto que el clero regular llegó a tener un notable peso en la vida del estudio, sobre todo durante los siglos xvi y xvii. Sin embargo, las órdenes agustina, dominicana y de la Merced, rara vez actuaron como un bando unificado y autónomo. Cada una, por su lado, solía alinearse con las políticas del virrey y la audiencia. A cambio de ese apoyo, las autoridades laicas salvaguardaban sus intereses frente al clero secular y, en lo interno, favorecían la pre-sencia de frailes en las cátedras y en los claustros del estudio novo-hispano. Por último, resulta indispensable contar con los propios miembros de la universidad.

Los universitarios, unas veces unidos y otras escindidos en bandos, pretendían consolidar el funcionamiento interno del estu-dio y acrecentar su presencia en el seno de la sociedad. Para ello, debían aliarse con alguno de los bandos externos. En ocasiones, las ligas tenían mucho de coyuntural, pero muy pronto los doc-tores universitarios –clérigos en su inmensa mayoría– se sintieron mejor representados por las autoridades eclesiásticas. Como antes apunté, el siglo xvi estuvo claramente marcado por el peso del vi-rrey y la audiencia en la universidad, pero esa preeminencia –muy cuestionada por un influyente grupo de universitarios– empezó a fracturarse a fines de la centuria. A pesar de indudables altibajos, se fue afirmando una presencia cada vez más significativa del ban-do eclesiástico en el seno de la universidad, y era ya un hecho in-contestable en el último tercio del siglo xvii. Ese nuevo balance de fuerzas parece haberse mantenido hasta la Independencia, si bien no se conocen aún las consecuencias del acusado intervencionismo del rey en las últimas décadas del periodo colonial.

En las páginas que siguen pasaré revista a ese vaivén de pre-siones de las autoridades laicas y eclesiásticas sobre la naciente ins-titución real, para mostrar el peso que unas y otras tuvieron en la conformación de la universidad novohispana, durante la segunda mitad del siglo xvi. Ha de tenerse presente, con todo, que los uni-versitarios no tomaron una actitud pasiva ante los embates exter-nos, como simples receptores de reformas en un sentido u otro. Al calor de esos conflictos cobró forma un cuerpo colegiado de doc-tores que, con el apoyo estudiantil, acabaron convirtiéndose en un factor de poder, con un creciente peso específico. Y si bien el objeto del presente estudio es dar cuenta del desempeño de las autorida-des externas, éste quedaría muy desdibujado si prescindimos del

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papel cada vez más activo de la comunidad universitaria a medida que concluía el siglo xvi.

El rey y el papa

Importa dejar muy claro que el rey de Castilla y Aragón, Carlos I, fundó la universidad de México en los albores de la época moderna mediante tres cédulas expedidas el 21 de septiembre de 1551, fir-madas por su hijo felipe, príncipe gobernador. En calidad de señor temporal de las Indias, el monarca autorizó la erección de un “es-tudio y universidad” en la capital de virreinato. Autorizó la crea-ción, primero, de un estudio, es decir, de escuelas donde impartir la docencia en las cinco facultades tradicionales. Al mismo tiempo, permitió la conformación de un cuerpo colegiado –una corporación de estudiantes y maestros–, es decir, de una universidad, mediante la cual gobernar a las escuelas, a la que el rey otorgó la facultad de conferir los grados de bachiller, licenciado y doctor. Esa doble insti-tución, docente y corporativa, también se denominó estudio general. En tercer lugar, a fin de garantizar su sustento, el rey le asignó un subsidio anual, derivado de su real caja. Por último –e importa mu-cho destacar el dato–, encargó al virrey y a la Real Audiencia todo lo tocante a su organización y a su legislación interna.2

El soberano, por haber fundado, dotado y regulado jurí-dicamente al “estudio y universidad”, adquirió el derecho de patronato.3 Esa capital circunstancia, que por mucho tiempo los historiadores no tuvieron en cuenta, le permitía intervenir en todos sus asuntos internos y externos. Él supervisaba periódicamente el manejo de sus fondos. Además, los estatutos universitarios, para

2 Sigue siendo fundamental, Sergio Méndez Arceo, La Real y Pontificia Universi-dad de México. Antecedentes, tramitación y despacho de las reales cédulas de erección, México, unam, 1952. Reimpreso, con pról. de M. Beuchot, México, cesu/unam, 1990; una in-terpretación más reciente, en Armando Pavón Romero y Enrique González González, “La primera universidad de México”, en Maravillas y curiosidades. Mundos inéditos de la Universidad, México, Antiguo Colegio de San Ildefonso, 2002, pp. 39-55.

3 En tanto que señor de todas las Indias, el rey obtuvo del papa el derecho de pa-tronato sobre la Iglesia americana. Sin embargo, la universidad no era una institución eclesiástica pues no pertenecía al clero secular ni al regular. Si el rey quería convertirse en su patrono, debía edificarla, dotarla y fundarla, como cualquier patrono laico. Puede verse mi trabajo “Precariedad jurídica de las universidades jesuíticas del Nuevo Mun-do” en Gian Paolo Brizzi (coord.), Gesuiti e Università in Europa (secoli xvi-xvii), univer-sidad de Bolonia, clueb, 2002, pp. 151-170, en especial pp. 152-157.

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gozar de plena vigencia, debían obtener confirmación real. Por lo mismo, sólo el rey estaba legalmente autorizado para visitarla. De ahí que todos los visitadores y legisladores universitarios, incluidos el arzobispo Moya de Contreras (1584-1586) y el obispo de Puebla, Juan de Palafox (1640-1645), ejercieran su oficio por designación real. Era su carácter de comisionado del monarca –y no su condi-ción de clérigo o de laico– lo que permitía a un visitador revisar las cuentas de la universidad, todo lo relativo a sus actividades, e in-troducir cambios. En ese marco se entiende por qué la corporación tuvo las armas del rey como único sello institucional durante todo el periodo colonial.4 Además, durante dos siglos ella se designó a sí misma, en su correspondencia con el Consejo de Indias, con el exclusivo título de “Real universidad de México”.

De modo paralelo, los principales textos normativos destaca-ron el carácter real de la corporación novohispana. Ya en 1580, el oidor farfán declaró al frente de sus estatutos: “Y atento a que Su magestad ha sido el fundador de ella, tenga por protector al Virrey e Audiencia Real desta Nueva España, para todas las necesidades que se le ofrecieren”.5 El arzobispo Moya lo reiteró en sus nor-mas de 1586,6 y otro tanto se inscribió al frente de los estatutos del virrey Cerralvo, en 1626: “que esta universidad, como fundada y aumentada por los católicos reyes, projenitores del rrey nuestro se-ñor, tenga siempre por patrón y protector, en su rreal nombre al excelentísimo señor virrey y a la real audiençia”.7 Más enfático fue el obispo visitador don Juan de Palafox, autor de las constituciones definitivas, dictadas en 1645, e impresas en 1668 y en 1775:

4 No sólo las armas reales presidían la fachada del edificio universitario, la Cons-titución 359 de Palafox, establecía “que en esta universidad haia dos sellos, maior y menor, que han de tener las armas de su magestad, respecto de ser fundación real”, Juan de Palafox y Mendoza, Estatutos y constituciones reales de la Imperial y Regia universidad de México, México, Vda. de Bernardo Calderón, 1668 (en adelante cito Palafox y la cons-titución correspondiente).

5 Pedro farfán, capítulo preliminar, en Julio Jiménez Rueda, Las Constituciones de la antigua universidad, México, unam-facultad de filosofía y Letras, 1951, p. 74.

6 El texto no se conserva, pero Palafox lo atestigua en las notas autógrafas mar-ginales a sus Constituciones. Ver Enrique González González, “Pedro Moya de Con-treras (ha. 1525-1592), legislador de la universidad de México”, en Mariano Peset (ed.) Doctores y escolares. II congreso internacional de historia de las universidades hispánicas (Va-lencia, 1995), Valencia, universitat de València, 1998, 2 vols., vol. i, pp. 195-219.

7 Proyecto de estatutos ordenados por el virrey Cerralvo (1626), México, cesu/unam, 1991, edición crítica y estudio de Enrique González, p. 58, capítulo preliminar.

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Ordenamos que [la universidad] reconozca por sus patrones y funda-dores a los reyes cathólicos de España, nuestros señores; y en su nombre, a los señores virreyes de estas provincias o a los que governaren, por haverla [los reyes] fundado, formado, establecido y dotado con tan larga y liberal mano.8

Así pues, todos los legisladores reconocieron sin ambages al rey sin su calidad de patrono, por haberla “fundado, formado, establecido y dotado”; al propio tiempo, refrendaron, sin excepción, que él de-positó en manos de las autoridades seculares, virrey y audiencia, todo lo concerniente a su protección y gobierno.

Si se trató de una institución real, ¿a qué obedece el añadido de “pontificia”, tan popular a finales del siglo xviii? En ningún do-cumento oficial, desde el siglo xvi hasta la primera mitad del xviii, se advierte la menor mención directa ni indirecta al presunto carácter pontificio de la institución.9 Es más, hasta donde los documentos revelan, al erigir la universidad, el rey no solicitó confirmación en Roma, como era tradicional hacerlo en las fundaciones europeas. Esa omisión movió a algunos miembros del claustro a manifestar escrúpulos por la carencia de refrendo papal. Así, en 1587, la cor-poración instruyó al procurador Gutiérrez de Pisa, que marchaba a Castilla a gestionar asuntos de la universidad, para que expusiera ante la Corte que: “...muchos días a que se ha dudado si en esta uni-versidad se pueden dar grados en Theulogía y Cánones por no estar erigida con la bula apostólica...”10 En el momento de plantearse esa inquietud al Consejo, recién concluía la visita del arzobispo Moya, quien (como se verá adelante) durante años luchó por atenuar la preeminencia del virrey y los oidores en los asuntos universitarios.11 En medio de tales conflictos, disponer de una bula se traduciría en un inmejorable recordatorio para esas autoridades: les haría ver que, al lado de la jurisdicción real, estaban los privilegios papales.

8 Palafox, Constitución 2.9 La única excepción a esta regla es que las constituciones ordenaban adoptar la

fórmula salmantina a la hora de conferir los grados académicos de bachiller a doctor: Auctoritate pontificia et regia.

10 Javier Palao Gil, “Real patronato y legitimidad canónica de la universidad de México”, en Claustros y estudiantes, Prólogo de Mariano Peset, Valencia, universitat de València, 1989, 2 vols., vol. ii, pp. 156-176. Reimpreso en Clara Inés Ramírez y Ar-mando Pavón (comps.), La universidad novohispana: corporación, gobierno y vida académica, México, unam, 1996 (La Real universidad de México. Estudios y Textos vi), pp. 84-95.

11 Puede verse Enrique González González, “Pedro Moya de Contreras…”.

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En la Corte, el Consejo de Indias atendió el asunto, y el rey ordenó gestionar bula en Roma. El trámite procedió con relativa celeridad, pues Clemente VIII confirmó al estudio general el 7 de octubre de 1595, a cuarenta y cinco años de la fundación real. El papa otorgó a los universitarios mexicanos los mismos privilegios de las universidades de Salamanca y Alcalá. Sin embargo, al reci-birse la bula en Madrid, el Consejo determinó que Roma se había extralimitado al conceder privilegios más amplios que los otorga-dos por el monarca. En un principio se habló de solicitar una nueva redacción del documento, lo que habría implicado negociaciones y gastos; al fin, se optó por una solución más económica en todos los sentidos. Se decidió que el Consejo retendría el documento en sus oficinas madrileñas, pero sin negar ni otorgar formalmente el pase regio. Se limitó a notificar al claustro que ya había bula.12 El 5 de junio de 1597, la universidad consignó en su libro de claustros la noticia de la expedición del escrito papal, y que el procurador en la Corte prometía su pronto envío. Sin embargo, el documento nunca llegó.

Resulta sintomático que el claustro no diera seguimiento al asunto; antes bien, no se lo volvió a tocar durante casi un siglo. Al parecer, habiéndose sabido de la expedición de la bula, a nadie volvió a inquietar la cuestión. Al final, se perdió memoria incluso de la fecha y circunstancias en que fue emitida. El tema sólo volvió a preocupar en la segunda mitad del siglo xvii, pero no por iniciativa de los doctores, sino del propio rey, quien solicitó información so-bre la bula. Al no hallarse noticias en México, se buscaron en Roma, donde apareció el registro, y entonces se envió a México copia certi-ficada, en 1689. Como puede apreciarse, el papa era una figura difu-sa, siempre mediada por el poder real. El rey, su Consejo de Indias y la Audiencia eran los amos indiscutibles de aquella institución real.

una vez recibida la bula en México, no por ello la universidad cambió su tradicional apelativo de real, si bien Sigüenza y Gón-gora, en la portada del Triunfo parténico (México, 1683), la intituló “imperial y pontificia”, mote que no tuvo continuidad. Años atrás, en 1666, el canónigo Siles se había referido a ella como “Pontificia

12 Palao Gil, “Real patronato…”; Enrique González González, “Entre la universi-dad y la Corte. La carrera del criollo Don Juan de Castilla (ca. 1560-1606)”, en Armando Pavón Romero (coord.), Universitarios en la Nueva España, México, cesu/unam, pp.151-185, en particular las pp. 167-168.

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y Regia”.13 No se ha establecido con nitidez a partir de cuándo la corporación osó firmar su correspondencia oficial con la Cor-te dándose el doble título. una revisión del Cedulario revela que el monarca se dirigió por primera vez a la corporación tratándola de “real y pontificia” en 1754, en respuesta a una carta de aquella. Cuatro años después, el título reaparece un par de veces, y en los años sucesivos su empleo es esporádico, pero a partir de los seten-ta, el uso se generaliza.14 Es posible que el mote de pontificia se po-pularizara como una reacción a las reformas borbónicas, que tanto afectaron a ambos cleros. Dividir la titularidad de la universidad entre el rey y el papa era oponer un escudo simbólico a la ingeren-cia cada vez más abierta del rey. Pero esto no cambió la situación legal de la real corporación, ni atenuó de ningún modo el interven-cionismo del monarca.

La iniciativa del virrey y la audiencia

En las cédulas de erección, a más de otorgar a la nueva universidad mil pesos anuales para su funcionamiento y conceder los privilegios de Salamanca, con grandes limitaciones, el soberano encomendó al virrey y a la audiencia ocuparse en lo tocante a su organización. Les ordenó que, apenas recibida la cédula:

[…] proveays cómo la dicha universidad se funde en esa dicha ciudad de México, y se pongan en ella personas de todas facultades para que desde luego lean liciones e se ordenen e instituyan sus cátedras como allá pareciere convenir a vos y a los oydores dessa audiencia, y se gastan en ella los dichos mill pesos de oro. 15

Sin dilación, virrey y audiencia se dieron a la obra. Sin duda, por-que los oidores –al menos tres de los cuatro– procedían de Sala-

13 Funeral lamento [...] que a la piadosa memoria del Ilustrísimo[...] D. Alonso de Cuevas Dávalos [...] repite su santa Iglesia catedral [...], México, Vda. de B. Calderón, 1666. Agra-dezco el dato a Leticia Pérez Puente.

14 Enrique González González, “¿Era Pontificia la real universidad de México?”, en Enrique González y Leticia Pérez Puente (coords.), Permanencia y Cambio en las Uni-versidades Hispanoamericanas 1551-2001, vol. i, México, cesu/facultad de Derecho, unam, 2005, pp. 53-81, en especial la nota 36, pp. 73-74.

15 Méndez Arceo, La Real y Pontificia..., p. 122, subrayados míos.

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manca, dieron a la nueva institución una estructura claustral, es decir, con facultades para gobernarse a sí misma a través de la con-gregación o junta de sus propios miembros, llamada claustro. Dado que Salamanca era una universidad de estudiantes, sus claustros eran juntas de escolares durante la Edad Media, y eran estudian-tes los consiliarios que elegían al rector, otro miembro de la comu-nidad estudiantil.16 A diferencia de Salamanca, México fue, desde el principio, una universidad de doctores. Conceder a México una organización de tipo claustral implicaba reconocerle, al menos en principio, capacidad de autogestión así como facultades legislativas para dictarse sus propias normas. Ese doble embrión de autonomía sólo se volvería una realidad con el paso del tiempo, luego de in-contables conflictos. En el momento de surgir la corporación, en cambio, los miembros de la audiencia se hicieron nombrar doctores y de ese modo tomaron parte en el claustro, presidido por un rector doctor. En esa coyuntura, las normas iniciales de la institución no le fueron impuestas desde fuera, por el virrey y la audiencia, antes bien, se dictaron desde dentro del claustro, por más que se tratara de un claustro controlado por funcionarios del rey, con voz y voto en él. Primero, porque la cédula real los comisionó para dar forma a la naciente universidad; asimismo, porque los oidores, además de actuar como doctores, hacían sentir en los claustros el peso de su superior investidura; por último, debido a que los oidores asegu-raron para sí mismos una serie de privilegios estatutarios que les garantizaban preeminencia.

Entre junio y julio de 1553, se tomaron medidas para inau-gurar las lecciones y empezaron las matrículas. El 21 de julio se erigieron las facultades de artes y teología (en los días siguientes surgieron las restantes), se crearon los primeros doctores y con ellos se celebró el primer claustro. A partir de ese momento, virrey y audiencia, en junta con los demás doctores y maestros, dictaron las primitivas ordenanzas de la universidad, elaboradas en lo fun-damental durante las ocho semanas que van del 21 de julio al 12 de septiembre. Entonces se legisló acerca de la obediencia que se debía jurar al rector y de la manera de votar en los claustros. Del número

16 una imagen sobre la corporación estudiantil y sus transformaciones a comien-zos de la época moderna, en Lorenzo Mario Luna, “universidad de estudiantes y universidad de doctores: Salamanca en los siglos xv y xvi”, en Renate Marsiske (coord.), Los estudiantes. Trabajos de historia y sociología, 2ª ed., México, unam/Plaza y Valdés, 1998, pp. 15-55.

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y jerarquía de las diversas cátedras, de los catedráticos ordina-rios y sustitutos; del calendario escolar, del número de cursos que los estudiantes deberían seguir antes de solicitar grado y de su obligación de matricularse. Se decidió también cuál sería el proce-dimiento para la incorporación o colación de grados, de los respec-tivos derechos y propinas y del orden a guardar en los desfiles de doctoramiento. Por fin, fueron designados los primeros oficiales de la universidad, el bedel y el secretario. En cambio, nada se dijo entonces de la elección de rector y consiliarios, cuya designación se reservó la audiencia por lo menos durante los seis años siguientes, así como la nominación de catedráticos. De tal modo, ese claustro supervisado por las autoridades se dio a sí mismo sus primeros es-tatutos u ordenanzas. El texto quedó inserto en las actas claustrales, de donde se consultaban cuando parecía necesario.17

A partir de septiembre, los claustros comenzaron a espaciarse y a tratar ante todo de asuntos muy concretos, sin dictar nuevas normas generales. La disminución de las reuniones se relaciona también con la crisis en que la universidad se sumergió apenas fun-dada, y de la que empezaría a salir sólo a finales de los años sesen-ta, con la llegada del virrey Enríquez y el arribo de los oidores a la rectoría. Su principal problema era que los mil pesos no alcanzaban para sostener una planta de lectores capaces de cubrir la demanda estudiantil en las cinco facultades. Peor aún, las escuelas carecían de sede propia y había que pagar también alquiler. A ese problema capital, se sumó la temprana salida de escena de muchos de los fundadores. A mediados de 1554, un juicio de residencia depuso de sus cargos a tres de los oidores constituyentes: Mejía, Herrera y Gó-mez de Santillán. Al cuarto de ellos, el doctor quesada, la muerte lo salvó de otro tanto.18 Ese mismo año, el maestrescuela Tremiño par-tió a España y no volvió.19 El arcediano Negrete, rector de 1553 has-

17 Enrique González González, “El problema de los estatutos universitarios an-teriores a la visita de Pedro farfán (1580)”, en Clara I. Ramírez y A. Pavón (comp.), La universidad novohispana: corporación, gobierno y vida académica, México, unam, 1996, pp. 96-153. fueron editados, con Víctor Gutiérrez, en pp. 122-142.

18 Carta del fiscal Montealegre al rey, de 15 de julio de 1554, para los oidores enjui-ciados. Sobre la residencia post mortem a quesada, la del nuevo oidor Juan Bravo, de 8 de abril de 1556, ambas en el Archivo General de Indias de Sevilla (en adelante agi), México.

19 Montúfar al Consejo, 30 de noviembre de 1555, en francisco del Paso y Tron-coso (ed.), Epistolario de la Nueva España. 1505-1818. Recopilado por Francisco Del Paso y Troncoso, México, Antigua Librería Robredo de José Porrúa e Hijos, 1939-1942, 16 vols. (en adelante, Epistolario, el vol. y la p.) vii, p. 293.

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ta fines de 1554, falleció el último de septiembre de 1555.20 Además, por diversas razones, la mayoría de los catedráticos desertó pronto del estudio. El canónigo Juan García, lector de artes, abandonó la universidad en 1555, al incorporarse al cabildo de Guadalajara.21 fray Pedro de la Peña, prior de Santo Domingo y lector de prima de teología, salió a España en 1554 y no volvió a atender su curso ni lo declaró vacante.22 Bartolomé frías, catedrático de leyes, además de faltar mucho, partió definitivamente a España en diciembre de 1554.23 fray Alonso de la Veracruz, lector de Biblia, también mar-chó a España en 1557. En tan penosas circunstancias, poco faltó para que la universidad cerrara sus puertas.

La crisis y el surgimiento del partido eclesiástico

Al nacer la universidad, el arzobispo zumárraga llevaba cinco años de muerto, y su relevo aún no llegaba a México. La arquidiócesis era gobernada por el cabildo catedralicio, pero éste se hallaba su-mamente dividido, a la vez que diezmado, por muerte o abandono de varios asientos, y sin prelado que promoviera su reposición. Por lo mismo, el virrey y la audiencia no tuvieron contradictores en el momento de definir el carácter de la corporación. Sólo participaron de lleno en la elaboración de los estatutos el arcediano Negrete, pri-mer rector, el maestrescuela Tremiño, canciller universitario, y el canónigo Joan García, catedrático de artes. Pero todos ellos, como señalé, desaparecieron pronto de escena. A fin de año se incorporó también el tesorero de catedral, el doctor Cervanes, quien apenas asistió a los claustros. Otros canónigos, Juan González y Diego Ve-lásquez, se inscribieron como estudiantes y se les asignó, al igual

20 Archivo General de la Nación, México, Ramo universidad, v. 2, f.6v- 8v (en ade-lante, ru, el volumen y la foja, numeración antigua). Armando Pavón, “El archivo de la Real universidad de México”, tesis de licenciatura, ffyl, unam, México, 1986, parágrafo 68 (en adelante, “El archivo” y el parágrafo).

21 ru, 2, h. 3; Epistolario, vii, p. 291. “El archivo”, 15.22 Los provinciales de las tres órdenes viajaron a España a fines de 1561, con gran

irritación de Montúfar y de Vasco de quiroga. Entre los acompañantes de los viajeros iban Veracruz y De la Peña. En noviembre, ambos ausentes fueron conminados por “estudiantes de artes” a presentarse o a vacar su cátedra. El 7 de febrero de 1562 fue declarada vacante la cátedra de Peña (nada se dice de la de Veracruz, que sólo vacó en 1568). Ver Enrique González González, “Oidores contra canónigos...”, nota 51.

23 ru, 2, h. 8. “El archivo”, 15.

los poderes públicos en la conformación de la universidad...

56 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

que a otros clérigos, el cargo –por entonces sólo nominal– de con-siliarios.24

El arzobispo Alonso de Montúfar llegó a México a mediados de 1554, cuando la universidad había definido ya sus principales rasgos y gozaba de estatutos propios, aprobados por el claustro y las autoridades virreinales. Al mismo tiempo, se encontró con una institución sumida en profunda crisis. El nuevo prelado, hombre de ideas claras, era, sin embargo, intransigente y de carácter irascible. Prefería castigar en vez de negociar como camino para alcanzar sus fines. Esto le granjeó enemistades con las autoridades del cabildo desde el primer momento. Su administración tuvo pues una conti-nua cadena de procesos judiciales que duraron hasta 1569, fecha de su final enfermedad; locura, si hacemos caso a sus enemigos.25 Con todo, el arzobispo supo hacerse de un partido de incondicionales, recabados de su familia y sobre todo de los clérigos de la catedral de más baja jerarquía, varios de ellos formados en la universidad, a quienes prometía mejorar su condición. Con semejantes apoyos, logró realizar sus proyectos de reforma diocesana y minar el poder de los oidores en la universidad.

Aunque dominico de origen, Montúfar26 vino con la mira prin-cipal de dar forma en México a la jerarquía de la Iglesia secular. Esto implicaba meter a los primitivos evangelizadores, los frailes,

24 Lorenzo Luna y Armando Pavón estudiaron por primera vez “El claustro de consiliarios de la real universidad de México, de 1553 al segundo rectorado de farfán”, en Universidades españolas y americanas. Época colonial, compilación y prólogo de Maria-no Peset, Valencia, Generalitat Valenciana-csic, 1987, pp. 329-350. Su presencia real en la universidad se empezó a sentir en 1558; con anterioridad eran sólo nombres desig-nados para salvar una forma jurídica. Otra aproximación al tema, en Enrique González González y Víctor Gutiérrez Rodríguez, “Los consiliarios en el surgimiento de la real universidad de México (1553-1573)”, en Historia y universidad. Homenaje a Lorenzo M. Luna México, cesu/facultad de filosofía y Letras/Instituto Mora, 1996, pp. 339-390.

25 Carta de fray Bartolomé de Ledesma al rey, citada sin indicación de fecha por Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México, 5 vols., El Paso, Texas, 1928: “Los pre-bendados desta catedral [...] intentaron poner coadjutor al arzobispo, infamándole de [...] demente”, vol. ii, p. 117.

26 un provechoso estudio sobre el arzobispo, Magnus Lundberg, Unification and Conflict. The Church Politics of Alonso de Montúfar OP, Archbishop of Mexico, 1554-1572, Lund, Swedish Institute of Missionary Research, 2002. Puede verse también, Enrique González González, “La ira y la sombra. Los arzobispos Alonso de Montúfar y Moya de Contreras en la implantación de la contrarreforma en México”, en María del Pilar Martínez Lopez-Cano y francisco Javier Cervantes Bello (coords.), Los concilios provin-ciales en Nueva España. Reflexiones e influencias, México, unam/universidad Autónoma de Puebla, 2005, pp. 91-121.

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en sus conventos y poner la cura de almas en manos de los clérigos. Pero no era fácil luchar contra el tremendo poder de las órdenes, en especial cuando contaban con el decidido apoyo del virrey y la audiencia. El arzobispo reunió en 1555 a los obispos de México en concilio provincial, y en él se acordaron diversas medidas para afir-mar la autoridad del clero secular, sobre todo en el terreno judicial, y se dictaron medidas restrictivas contra los religiosos.

Para Montúfar, sólo una reforma disciplinaria del clero lo pondría en condiciones de suplantar con ventaja a los frailes en la cura de almas y ser aceptado por la población, en especial la in-dígena, demasiado hecha a la manera de los frailes. Pero además, necesitaba un clero instruido y, para conseguirlo, debía hacerse con el control de la universidad, a la que, fiel a su estilo impositi-vo, intentó tomar por asalto. Habiendo llegado a fines de junio, ya el 4 de julio hizo incorporar como doctor en cánones a su sobrino Alonso Bravo de Lagunas. El mismo día, el claustro manifestó al catedrático de Decretales, el fiscal de la audiencia, Pedro Morones que, según los estatutos de Salamanca, si no se graduaba en cua-tro meses, perdería la cátedra y el salario.27 Días después, el 20 de agosto, el prelado logró la destitución del otro lector de cánones, el fiscal Melgarejo, cuya cátedra de decreto pasó al licenciado Aréva-lo Sedeño, provisor de Montúfar.28 En octubre de 1556 vacó Decre-tales, que también pasó a Arévalo,29 quien durante algún tiempo regentó a los dos.

Mientras tanto, en agosto, el arzobispo se incorporó en la universidad como el doctor en teología más antiguo y, aprove-chando la partida de Tremiño, se hizo conferir el cargo de can-ciller del estudio. De ese modo podía decidir en todo lo tocante a la concesión de los grados; pero además, supervisaba desde el mismo claustro a la universidad, donde también actuaban sus enemigos del cabildo. Montúfar retuvo el cargo hasta la llegada

27 ru, 2, h. 91. “El archivo”, 54.28 En el Epistolario aparecen varias cartas de Melgarejo, encargado de la liberación

de esclavos injustamente tomados. En la del 20 de octubre de 1554 (vii, 270-272) se queja al rey por haber sido depuesto de su cátedra de Decreto, y acusa al virrey y al cate-drático de Decretales, fiscal Melgarejo. Nada dice del prelado, pero basta con ver que su provisor Arévalo Sedeño fue el sucesor en la cátedra, para sospechar de Montúfar. Por suerte para nosotros, el propio arzobispo se refirió al asunto en una carta del 30 de noviembre de 1555 (Epistolario, vii, 295), donde hablaba de Sedeño: “una cátedra que le hice dar, en viniendo, del decreto”.

29 ru, 2, h. 5. “El archivo”, 15.

los poderes públicos en la conformación de la universidad...

58 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

del maestrescuela, Sancho Sánchez de Muñón, proveído por el rey en 1560.30

La otra gran batalla del prelado en la universidad se dio en el terreno legislativo. A fin de deslegitimar los estatutos claustrales aprobados por la audiencia, el arzobispo alegó que en México de-bían guardarse los de Salamanca, pues así lo había mandado el rey al concederle los mismos privilegios que a la ciudad del Tormes. Al plantear ese argumento, dio una bandera permanente a los enemi-gos del gran poder de la audiencia en la universidad. A partir de entonces, y durante décadas, la pugna por los estatutos sería uno de los ejes del enfrentamiento entre opositores y partidarios del real tribunal. En 1555, el prelado logró colocar a su sobrino Bravo de Lagunes en el rectorado universitario, si bien parece haberlo de-puesto la audiencia. En todo caso, Bravo envió una misiva al rey pidiéndole que no “dexase ir de caída [a la universidad] como al presente va”, pues sería en gran daño del reino. Además, solici-tó “que los estatutos vengan aprobados por vuestro real consejo, mandado, so graves penas, se guarden y cumplan, derogando los que de presente se guardan, que son diferentes de los de la dicha univer-sidad de Salamanca”.31

Los años del arzobispo transcurrieron para la universidad en ese ambiente de golpes y contragolpes por parte de los diversos bandos. Sin haber logrado reformas mayores, Montúfar mantuvo bajo control la facultad de Cánones, la que mayor número de alum-nos tenía, y casi la única que siguió funcionando en aquellos pre-carios y turbulentos años. Leídas las dos cátedras por Sedeño hasta 1560, la de Decreto fue entregada al nuevo provisor del arzobispo, el doctor Anguís, en febrero de 1560, y la retuvo hasta 1565, cuan-do pasó a Vadillo, otro de los incondicionales del prelado. La de Decretales siguió en poder de Sedeño hasta que se convirtió en el primer catedrático jubilado. Entonces lo sucedió Esteban del Por-tillo, desde años atrás provisor de Montúfar. El arzobispo trató de hacer otro tanto con las dos cátedras de teología, pero con escaso éxito.

30 ru, 2, h. 91v. “El archivo”, 55. En este mismo estudio se puede advertir la regu-laridad con que Montúfar acudió a su oficio de maestrescuela. La llegada de Muñón no debió agradar al arzobispo, quien no asistió a su incorporación en la universidad, y las insignias le fueron conferidas por el doctor Cervantes, tesorero de catedral (y enemis-tado con el prelado al menos desde 1558), ru, 2, h. 44v, “El archivo”, p. 107.

31 15 de mayo de 1556, agi, México, 68, h. 101 y 102.

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Sin duda, Montúfar no pudo llegar más lejos. falto de recursos materiales para apuntalar al estudio y sin el apoyo de su cabildo, con cuyos principales dignatarios estaba en guerra, los conflictos capitulares se mezclaron con los de la universidad. En esa coyun-tura, los rebeldes se aliaron con la audiencia e intentaron que el rey destituyera al prelado. A pesar de todo, éste contó con el apo-yo de un buen grupo de clérigos jóvenes de baja jerarquía, en su mayoría estudiantes y graduados universitarios, a algunos de los cuales colocó en los tribunales eclesiásticos o en diversos cargos dentro del estudio. Esos “hijos” de la universidad –clérigos en su mayoría y ansiosos por colocarse o promoverse mediante los gra-dos académicos– en su empeño por reducir el omnímodo control de la audiencia, reivindicaban la necesidad de conceder un espacio propio y de mayor autonomía al estudio general.32 Gracias a ellos éste sobrevivió a la crisis.

Hacia la consolidación del estudio. El virrey Enríquez y el oidor Farfán

A fines de 1568, llegó el virrey Martín Enríquez a Nueva España. El anciano arzobispo Montúfar, cada vez más impedido, carecía de recursos para hacer resistencia al enérgico representante del monarca. Hombre de criterio y de acción, el virrey sabía tomar medidas provisionales para enfrentar los problemas urgentes sin esperar órdenes desde Castilla. A su tiempo, el consejo confirmaba o corregía sus decisiones.

Enríquez se encontró con una universidad que luchaba por so-brevivir, en condiciones de gran precariedad. Carecía de financia-miento suficiente, de sede propia y, con la excepción de Cánones, la docencia era esporádica o había desaparecido en las restantes facultades. Esto, sin hablar de las repercusiones que tuvieron en su seno los constantes conflictos con el arzobispo y las secuelas repre-sivas de la llamada conspiración del marqués del Valle, en 1566.33

32 Lorenzo Luna y Armando Pavón, “El claustro de consiliarios...”, González González, “Legislación y poderes...”, cap. v.

33 Puede verse Armando Pavón, “Los catedráticos universitarios y la conjuración de Martín Cortés”, en E. González González (coord.), Historia y Universidad. Homenaje a Lorenzo Mario Luna, México, cesu/ffyl-unam/Instituto Mora, 1996, pp. 391-412. Ver también: González-Gutiérrez, “Los consiliarios...”.

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60 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

El virrey de inmediato puso manos a la obra, ocupándose sistemá-ticamente de los diversos problemas que aquejaban al estudio, sin desentenderse de ellos durante los casi doce años que permaneció en el cargo.

A tono con la política metropolitana, redefinida en una “junta magna” de consejos celebrada en 1568, el virrey consideraba que la creación y consolidación de un clero criollo aliviaría a la Real Ha-cienda, gravada con el constante envío de ministros peninsulares, y que la universidad podría formarlo.34 Otra motivación, también de carácter pragmático, lo movía a apoyar la universidad: “van en tanto aumento los [hijos de españoles] que nacen en esta tierra”, que si no se les ofrecía el “socorro” de hacer carrera de letras, “no sé lo que fuera de ellos”.35 Con miras a la reestructuración del estudio, se ganó el apoyo de la audiencia, muy en particular, del doctor sal-mantino Pedro farfán. A cambio del respaldo, los oidores volvie-ron una norma no escrita, pero inapelable, la designación anual de un miembro de la audiencia para ocupar el rectorado. Esa medida trastocó la tradición vigente de elegir a un miembro del cabildo catedralicio. Por tal motivo, durante los últimos 30 años del siglo xvi sólo hubo oidores en la rectoría, medida que acarreó incontables con-flictos con las autoridades eclesiásticas y con el grupo de universi-tarios que las apoyaba.36

una cédula enviada en 1570 desde Madrid, donde el maestres-cuela Sánchez de Muñón era procurador, ordenó levantar una en-cuesta sobre el estado de la universidad, sus cátedras y finanzas. En respuesta, el virrey y la audiencia propusieron opciones para dotar a la universidad de casa, resolver definitivamente el problema de su financiación y consolidar la docencia en las distintas facultades. En espera de respuesta real, Enríquez y farfán inauguraron nuevas cátedras o reabrieron otras, que habían cerrado por falta de recur-sos. Toda vez que les fue posible nombraron catedráticos vincula-

34 un repaso de lo acordado en la junta, con bibliografía, en Enrique González González, “un espía en la universidad: Sancho Sánchez de Muñón, maestrescuela de México”, en M. Menegus (coord.), Saber y poder en México, México, cesu/M. A. Porrúa, 1996 (1997), pp. 105-179.

35 Instrucción de Enríquez a su sucesor, el conde de la Coruña, noviembre de 1580, en Lewis E. Hanke (ed.), Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la casa de Austria, colaboración de Celso Rodríguez, Madrid, Atlas, 1978, 4 vols. (Bibliote-ca de Autores Españoles; t. 280-283), vol. i, p. 210.

36 González González, “Legislación y poderes...”, i, en especial pp. 287 y ss. Del mismo, “un espía...”, pp. 157-164.

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dos a la audiencia o al clero regular, siempre aliado con ésta. Las dotaron provisoriamente con base en algún arbitrio, cuando no del mismo bolsillo del virrey o de particulares, como el minero Alonso de Villaseca. Para 1580 ya se leían diez cátedras a cargo de los es-casos fondos reales, más una (Biblia), pagada por el minero y tres de gramática, a cargo de las propias rentas del virrey. Además, En-ríquez obtuvo del rey un pequeño solar para fincar la universidad, pero no recursos para las obras.

Cuando dejó su cargo, por noviembre de 1580, el virrey envió un vasto plan tendiente a mejorar la dotación de las cátedras exis-tentes y a crear las que “faltaban” para que cada facultad ofreciera a sus estudiantes un ciclo completo de disciplinas. Proponía siete lecturas nuevas de facultad mayor, otras dos de artes y tres de gra-mática. El proyecto, por así decir, de normalización docente, po-dría financiarse si el rey, además de las mercedes concedidas hasta entonces, otorgaba tres mil pesos adicionales de oro de minas, a cargo de indios vacos.37 El rey aprobó en principio el proyecto de Enríquez en 1584, cuando Moya de Contreras ya se encontraba vi-sitando la universidad. En la práctica, la tramitación definitiva de esa merced, culminó sólo a fin de siglo. Mientras las gestiones iban y venían, la reapertura de cátedras y la aplicación de las otras me-didas dejaron sentir su efecto inmediato en el estudio.

En 1574, el inquisidor Pedro Moya de Contreras fue designado nuevo arzobispo. Tenía un vasto plan para la reforma y consoli-dación del clero secular, en el que la universidad jugaba un papel clave. Pero, lejos de apoyar las medidas del virrey, mostró poca disposición a colaborar, y menos aún, a dejar toda la iniciativa en sus manos y las de la audiencia. Es cierto que ambas autoridades coincidían en atribuir a la universidad un papel estratégico como formadora de clérigos, pero el prelado se consideraba el único ca-lificado para la empresa. De ahí la poca estima que le merecían los esfuerzos del otro bando. Ignorándolos, manifestó a Ovando, pre-sidente del Consejo de Indias, que la corporación estaba “tan flaca y desautorizada, que antes parece que va en disminución que en acrecentamiento”.38

37 agi, México 70, y Patronato 183, ramo 19. González González,“Legislación y poderes...”, i, pp. 323-325.

38 Carta a Ovando de 22 de abril de 1575. agi, México 336 A, doc. 118.

los poderes públicos en la conformación de la universidad...

62 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

Es pues en el marco de los proyectos de Moya, y de sus anta-gonismos con Enríquez, y muy en especial con farfán, que el maes-trescuela Sánchez de Muñón escribió a Ovando. Se atrevía a tocar el tema, según aseguraba:

[…] por ser de los que tocan a mi dignidad de maestrescuela. Y es, que yo hallé esta universidad tan caída y desacertada, que es la ma-yor lástima del mundo; y aunque yo, como persona a quien toca, he querido esforzarme a volverla al punto en que la dexé, no puedo, ni me parece cosa posible, porque como los más de los doctores son oidores, alcaldes y fiscales desta audiencia, no hay quien se atreva a ponerse en que se guarden los estatutos de Salamanca, que es los que aquí se manda practicar.

Los exámenes de licenciados parecen más cofradía que no con-gregación de doctores, porque se dan trece y quatorce y más servi-cios, y [...] procuran más dar la cena curiosa que hacer buena lición [...] Vuestra señoría hará en ello lo que más fuere servido. Lo que yo puedo certificar [...], es que tiene mucha necesidad de ser esta univer-sidad reformada, porque sin falta que se va perdiendo cada día.39

El maestrescuela, durante su primera estancia en México, a partir de 1560, se enfrentó abiertamente a Montúfar y fue uno de los lí-deres de la revuelta contra el prelado. Desde 1568 hasta 1575, se desempeñó como procurador en la corte de Madrid. A su regreso, abrazó el partido de Moya y se volvió su principal agente en el claustro. Sólo en función de su alineamiento con el arzobispo re-sulta comprensible su afirmación de que la universidad se hallaba en peor estado que siete años antes, cuando había marchado a Ma-drid. El no disimulado trasfondo de su condena tenía el indudable propósito de descalificar al virrey y los oidores, a una con los esta-tutos propios de la universidad, confirmados por aquellos. Es cier-to que, al partir el maestrescuela a la corte, el rectorado era atributo tradicional de los canónigos, y al volver lo halló en manos de la au-diencia. En lo demás, Muñón había vivido desde siempre el predo-minio del máximo tribunal en el claustro, al parecer sin problemas.

En otro pasaje de su citada carta, el maestrescuela comunicaba a Ovando que, acatando sus órdenes, la reforma de la iglesia cate-dral había comenzado ya, pues tenía necesidad “de ser ordenada

39 Carta del 28 de octubre de 1575, agi, México, 100, ramo 2.

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desde su principio”. Muñón, por comisión del prelado, se había encargado de “que se junten todos los estatutos [capitulares] y se hagan los que faltan”. El mensaje era evidente: ¿quién mejor que el maestrescuela para reformar también la “desacertada” universi-dad, incluidos sus estatutos?

Al calce de la carta de Muñón, de 28 de septiembre de 1575, no se indica la fecha de su recepción en el Consejo de Indias. Pero Ovando ya no pudo leerla, había muerto el 8 de ese mismo mes. La respuesta debió esperar a que se superara el descontrol por el imprevisto suceso, y al parecer las nuevas autoridades no tuvieron en cuenta la insinuación del maestrescuela. En vez de encomendar-le la visita, se limitaron a ordenar: “Cédula al virrey, que nombre persona cual convenga para que visite la universidad”, misma que sólo se expidió el 22 de abril de 1577.40 En su exposición de motivos se reprodujeron pasajes enteros de la carta de Muñón, prueba de que se trataba de una tardía respuesta a su carta.

Enríquez y la audiencia, sabedores del trasfondo del asunto, decidieron incumplir la cédula. Explicaron que, de momento, no creían conveniente la visita, pues se habían moderado los gastos de las cenas de licenciamiento –cosa que, en efecto, se había acordado meses antes–. Además, con haber tan poco caudal, “las cátedras se leen cumplidamente”. Mejor fuera que el rey hiciese “más crecidas mercedes”, a fin de mejorar la marcha de la universidad e insti-tuir cátedras faltantes. Porque “si agora se tratase de visita, sería alterarla e impedir el orden que lleva, que para esta tierra, por ser nueva, se debe tener en algo”.41

Ignoramos si el maestrescuela insistió; tampoco aparecen nue-vas alusiones en las cartas conocidas del arzobispo. Como quiera, el Consejo reiteró en 1579 la orden de la visita.42 El virrey aprove-chó la circunstancia de que la cédula le mandaba a él designar al visitador, y nombró a su principal auxiliar en negocios universita-rios, quien en repetidas ocasiones se había distinguido por resistir a Moya y a su partido: el oidor Pedro farfán.

Ese fue el origen de los estatutos que llevan el nombre del oidor y que –no es éste el lugar para analizarlos en detalle– reafirmaron el

40 Hoy se puede leer al frente de los estatutos de farfán, a los cuales me referiré en seguida.

41 Presidente y audiencia al rey, 19 de octubre de 1577, agi, México, 79.42 Carta real de 11 de mayo de 1579, agi, México, 20.

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patronato regio sobre el estudio general y el papel tutelar de la au-diencia. Ya en el exordio se declaró a san Pablo patrono celestial de la universidad, con la citada acotación: “Atento a que su magestad ha sido el fundador della, tenga por protector al virrey y audiencia desta Nueva España para todas las necessidades que se le offrescie-ren”.43 En cuanto a la polémica por las normas salmantinas, también fue zanjada en términos regalistas: del examen de diversas infor-maciones y cédulas, “consta [...] que es la real voluntad de su mages-tad que en esta universidad se guarden los statutos de Salamanca”. Su vigencia, por tanto, derivaba del mandato real.44 Ahora bien, “vista la disposición de la tierra, y la fundación desta universidad”, no todas las normas de Salamanca podían guardarse en México. El visitador señaló cuáles no procedían, y dictó otras “que convie-nen añadirse”.45 Se admitía en lo formal el reclamo del otro bando pero, al poner por encima la voluntad del rey, sólo sus legítimos representantes determinarían lo conveniente y no para México.

El golpe de mano ensayado por Moya y su aliado se había re-vertido en su contra. Enríquez fue transferido a Perú el mismo año de la visita, pero tuvo el cuidado de dejar los estatutos firmados y aprobados por el real acuerdo. Además, envió copia a España para una confirmación, donde el trámite no procedió. Faltan elementos para saber si ese “congelamiento” derivó de inercias burocráticas o de la iniciativa de Moya y Muñón.46

Si bien Enríquez sujetó a la universidad como nunca antes a los dictados de la audiencia, sentó las bases para su consolidación en

43 J. Jiménez Rueda publicó su texto en Las constituciones de la antigua universidad, México, unam, 1951, con fundamento en el manuscrito conservado en México (ru, vol. 246). Una copia mejor se envió al Consejo para su confirmación (agi, Patronato, 183 Rº 19), editado provisionalmente en el segundo vol. de mi “Legislación y pode-res...”. En el vol. i, pp. 295-307, me ocupé del alcance de estos estatutos.

44 En Salamanca, el cuerpo legal por antonomasia eran las constituciones, dicta-das por Martín V, en 1419. Se trataba de una normativa de origen pontificio, que ponía la jurisdicción escolar en manos de un clérigo: el maestrescuela. En 1560, un visitador real logró ser admitido por la universidad, la que aceptó los estatutos resultantes de la visita, previamente confirmados por el rey. Con todo, en ellos se siguió garantizando un amplio margen de autonomía a la corporación, cuyos doctores eran preponderan-temente eclesiásticos. El atípico predominio de los oidores en el claustro novohispano, es decir, de laicos, era mal visto por el otro partido, que esperaba remediar la situación si lograba aplicar en México el modelo del Tormes. La tajante declaración de regalismo de farfán en torno a la aplicabilidad en México de los propios estatutos salmantinos era sin duda un fuerte golpe político para el partido eclesiástico.

45 Estatutos de farfán, tít. i, subrayados míos.46 Ver nota 43.

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múltiples aspectos. Gracias a sus gestiones se proveyó un número sin precedente de cátedras, mismas que desde entonces se leyeron con regularidad. Además, presentó al rey un plan que preveía un número mínimo de lecturas que “completara” los requerimientos mínimos de cada facultad. Consciente también de sus necesidades materiales, propuso una dotación adicional de tres mil pesos de oro y obtuvo la merced de un primer terreno para fincar una sede pro-pia. Por último la dotó de un cuerpo normativo (el del oidor far-fán), más estructurado que el de los ensayos previos, consecuencia, sin duda, de una institución más fortalecida. Sin embargo, todas esas medidas fueron sistemáticamente cuestionadas por el arzobis-po Moya y su partido.

Moya de Contreras. Un programa para el bando clerical

A raíz de la muerte de Ovando hay una enorme laguna en la corres-pondencia localizada, no sólo de Muñón sino también de Moya, lo que dificulta dar seguimiento al conflicto de éstos con la audien-cia.47 De 1581 y 1582 hay dos cartas del arzobispo contra el oidor Robles, y en misivas posteriores menudean quejas contra farfán. De mayor trascendencia fueron otras cuatro, hoy desconocidas, en-viadas al rey y a Juan de Sámano, secretario del Consejo, que mo-vieron a éste a ordenar una visita general, en vista de la gravedad de las denuncias. Tanta importancia se les dio, que un traslado de ellas fue incluido entre las cédulas y provisiones para el visitador. La visita se asignó a un letrado del Consejo. Pero, ya redactados los despachos, se cambió de opinión, y el propio acusador fue desig-nado juez. 48

Moya, recibió los papeles en mayo de 1583. Se lo comisionaba para visitar al virrey actual y al anterior, Enríquez, y a todos los oidores, alcaldes, fiscal y ministros de la audiencia. Asimismo, co-

47 Es posible que dieran en manos de Mateo Vázquez y que, por consiguiente, el epistolario se localice hoy en el Instituto Valencia de don Juan. Ahí se hallan misivas de Sánchez de Muñón.

48 Stafford Poole ha reconstruido los pasos de “La visita de Moya de Contreras”, en la Memoria del Segundo Congreso venezolano de Historia, Caracas, 1975, vol. ii, pp. 417-441. En lo sustancial, incorporó esas noticias en Pedro Moya de Contreras. Catholic Reform and Royal Power in New Spain 1571-1591, Berkeley, Los Angeles, Londres, university of California Press, 1987, pp. 88-117. Útil y documentado, pero no se distancia del punto de vista del visitador.

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nocería de cuanto tocara a la Real Hacienda: los oficiales reales y sus cuentas, la casa de moneda, el puerto de Veracruz... Podría oír denuncias de particulares sobre los implicados, privar de su oficio a los notoriamente culpados, y asistir a las sesiones del real acuer-do, etc. También visitaría la universidad.49 Además, apenas recibi-dos esos poderes, murió el virrey, conde de La Coruña, por lo que el arzobispo y visitador actuó también, durante dos años y medio, como virrey interino. Por último, recibió orden de presentarse ante el Consejo de Indias al concluir la visita, para dar cuentas.

Al acusar recibo de las provisiones, Moya no dejó dudas acer-ca del blanco principal de su actuación. Aseguró al rey que, en los oidores,

[…] especialmente, no puede haber justicia, siendo los jueces codicio-sos a todas manos. Porque tener tierra y posesiones es una grandísi-ma vexación y perjuicio para los indios, así en adquirirlas como en beneficiarlas. Y para los españoles, a quien hacen mala vecindad. Y ser mercaderes es tan notable y común inconveniente, que no se pue-de ofrecer pleito que no toque a ellos o a sus allegados. Porque este género a todos estados comprehende, con el poder y mano que tienen en estas partes. Y esto tengo por más esencial, que emparentan en ellas, [lo] que de suyo trae los inconvenientes que se dejan entender. Y como a todos los oidores les toquen estos generales tan de lleno,

concluía el visitador, debía destituirse a todo el tribunal.50

Resulta así comprensible que, al término de la visita, en mayo de 1586, todos hubieran sido removidos de su oficio, menos un oi-dor moribundo, que quedó por rector de la universidad, y uno más, al que no se probaron los cargos. farfán, por ejemplo, fue acusado de casarse en México sin permiso, de encubrir a un cuñado delin-cuente, usurpar terrenos de indios, y decenas de fraudes y extor-siones. Su proceso incluía 149 cargos. Se le condenó a inhabilitación durante diez años para el cargo de oidor, a devolver tierras y pagar una multa de varios miles de pesos oro, a razón de dos mil anuales, los que en 1591 aún no acababa de cubrir.51 Al parecer logró una re-habilitación parcial, al morir Moya (1592), con nombramiento para la audiencia de Lima, pero falleció en corte, en 1594, antes de partir.

49 agi, México 20: “Memorial de los despachos que se envían al arzobispo”.50 Carta de 26 de octubre de 1583, agi, México 336, doc. 166.51 agi, México 71, ramo 3. El fiscal Marcos Guerrero al rey, 30 de mayo de 1591.

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La universidad celebró sus honras fúnebres. Otros oidores corrie-ron suerte parecida.

No es el caso de describir las peripecias de la visita general y, menos plantear que todo se redujo a una venganza privada. Pero para tratar de la visita a la universidad era indispensable señalar el grado de encarnizamiento que alcanzó la lucha entre los detenta-dores de la jurisdicción civil y los eclesiásticos. En medio de tanta crispación, unos estatutos como los que entonces dictó el arzobispo para la universidad, por acertados que hubiesen sido, carecían de futuro. O –como acabó sucediendo– su futuro consistió en conver-tirse en un arma y un programa para el bando de los enemigos de la audiencia.

Vista la magnitud de las tareas encomendadas a Moya, la uni-versidad pasó a muy segundo plano. En abril de 1584, el licenciado Villanueva se presentó en el claustro a leer la cédula en nombre del visitador. Casi dos años después, en enero de 1586, el arzobispo, “por las ocupaciones” en que estaba empeñado, delegó la visita en Villanueva. El 28 de mayo, días antes de marchar Moya a Veracruz, los nuevos estatutos fueron presentados a un claustro cuya lista de asistentes fue inusual. Los oidores habían sido depuestos de su car-go por el visitador y ninguno, siquiera a título de doctor, aparece en el acta. El oidor que ocupaba entonces la rectoría, por hallarse enfermo, como dije, fue relevado por el doctor Salcedo, clérigo, in-condicional del arzobispo, y recién designado catedrático de pri-ma de Cánones durante la visita. A su vez, el acta revela que, a pedido de Moya, el licenciado Villanueva, quien “se avía hallado como visitador”, recibió el doctorado, sin pompa ni propinas, en premio a lo que “avía trabajado en esta visita”.52

Por otra parte, el acta del claustro, redactada a posteriori, según era regla, menciona que: “acabados de leer, porque se ofrecieron algunas dubdas y adbertimientos cerca de los dichos estatutos, su señoría illustrísima dixo que lo advocava en sí para veer y proveer lo que más conviniese”.53 Para desgracia nuestra, ignoramos la cla-se de “dubdas” expuestas y el grado de inquietud suscitado; si se trató de puntos formulados de buena fe, o eran signos de sorda re-

52 En el mismo claustro, el doctor médico Juan de la fuente, que ese año enseñaba artes, fue promovido al magisterio. Por el contexto, es posible que él hubiese redacta-do los estatutos tocantes a la facultad de medicina, de la que tiempo después sería su primer catedrático.

53 ru, 6, ff. 88-89vº.

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sistencia. Cabe suponer que, ausentes los oidores, principales riva-les del prelado, no se trataría de objeciones mayores. Como quiera, algo quedó pendiente. El acta no deja claro que hubiese habido una promulgación en firme; si tuvo lugar, a pesar de todo, habría sido bajo la presión del visitador, quien se abstuvo de negociar con los nuevos oidores.

La audiencia, cuyo protagonismo intentaban moderar los nue-vos estatutos, no pudo impedir su lectura en el claustro. Sin em-bargo, apenas el visitador se hizo a la mar, vetó la aplicación de las normas. Además, en claro gesto de represalia, anuló el grado de Vi-llanueva, principal colaborador de la visita, así como el magisterio en artes del doctor De la fuente, conferido en esa misma ocasión.

Tal vez debido a los cabos que quedaron sueltos, o a la premu-ra con que salió, Moya no llevó consigo copia de sus estatutos para presentarla ante el consejo, y esa circunstancia decidió su poste-rior fortuna. Ya en Madrid, escribió a Villanueva, coautor del texto, para que lo enviase. Sin embargo, la audiencia insistió en el veto y el documento no salió. En aquel ambiente de bandos polarizados, aun en caso de obtenerse la confirmación real, en la práctica habría sido papel mojado. En años posteriores, hubo diversos intentos por lograr un texto aceptable para ambas partes, sin éxito. Por lo mismo, los estatutos de Moya nunca se aprobaron en Madrid y su vigencia en México fue siempre subrepticia. 54

El manuscrito de tan conflictivos estatutos acabó por perderse, al parecer en el marco de la visita de Palafox, a mediados del si-glo xvii. Con todo, diversos documentos ayudan a hacerse una idea aproximada de su contenido. fue mérito indudable de farfán, ha-ber legislado para una universidad como era entonces la de Méxi-co: precaria pero en vías de recuperación. En sus normas abundan indicaciones sobre al carácter provisorio de muchas medidas. A la inversa, la gran virtud de Moya fue anticiparse a dibujar las líneas maestras de la universidad que podría ser, si se le garantizaban condiciones para una subsistencia estable y mayor autonomía res-pecto del virrey y la audiencia.

La visión a futuro del visitador se advierte, de entrada, en las medidas que dispuso en torno a la docencia. Como indiqué en su lugar, el virrey Enríquez incrementó sustancialmente el número de cátedras y presentó al Consejo un proyecto que permitiera dotar

54 González González, “Entre la universidad y la corte...”.

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varias nuevas, a fin de “completar” las enseñanzas mínimas en el seno de cada facultad, y propuso que se pagaran de tributos de in-dios.55 La respuesta favorable del rey llegó en 1584, en plena visita. En la práctica, los tres mil pesos adicionales, aunque aprobados por el Consejo, tardarían hasta fin de siglo antes de volverse realidad. Moya se valió de aquella coyuntura para incorporar a sus estatutos el plan propuesto por Enríquez desde 1580, aun si los fondos para dotarlas no eran todavía un hecho. Así, en su título 29 dispuso que en la universidad se leerían dieciséis cátedras. Confirmó una de gramática, otra de retórica y dos de artes, ya existentes, y concen-tró los hipotéticos nuevos recursos en las facultades mayores. A más de la cátedra preexistente de prima de medicina, erigió una de vísperas y otra de cirugía y anatomía. En teología, consolidó las de prima, vísperas y Biblia, hasta entonces intermitentes. En leyes, donde se leían Instituta y Código, intituló a ésta de vísperas, y creó una nueva, de prima. Por fin, las de prima y Decreto que se dictaban en Cánones, se complementaron con una de Sexto.56 De ese modo, Moya programó el cuadro básico de las cátedras que existirían en la universidad durante el resto del periodo colonial, aun si buen número de ellas debieron esperar para empezar a leer-se. En el momento en que los recursos se materializaran, ya se con-taba con un plan y con un fundamento jurídico para abrirlas. Más notable resulta el hecho de que la tabla de salarios, introducida en el mismo título 29, se mantuvo inamovible hasta la Independen-cia. En 1598, apenas cobrados en la real caja los nuevos arbitrios, el claustro acordó tabular los salarios de acuerdo con la suma previs-ta por el arzobispo.57

Además de la ampliación del número de cátedras y la mejo-ra en su dotación, el visitador se interesó muy en particular por que éstas sólo se adjudicaran mediante concurso de oposición y con voto de estudiantes. Al fomentar ese procedimiento, creaba un aliciente para que los estudiantes se esmeraran en el cultivo de sus disciplinas, habida cuenta de que, en adelante, tendrían opción a

55 Ver arriba, nota 37.56 Ver González González, “Legislación y poderes...”, ii, pp. 152-162.57 r u, 6, h. 289 rº/ vº. González González, “Entre la universidad y la corte...”, Pilar

Martínez López-Cano, “Acercamiento a los ingresos de la universidad de México en la primera mitad del siglo xvii” en González-Pérez (coords.), Permanencia y cambio i..., pp. 249-275, un buen estudio sobre el modo como se consolidaron las finanzas univer-sitarias al inicio del siglo xvii.

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acceder a una cátedra. Paralelamente, a través de ellos oponía un contrapeso a la incesante pretensión de la audiencia de interferir en las provisiones de cátedras para favorecer a sus partidarios. Antes bien, los votos estudiantiles permitirían abrir las cátedras –como de hecho consta que sucedió en la mayoría de los casos– a sus propios colegas, es decir, a los antiguos cursantes, con lo que sentaban con-diciones para que la carrera interna de la universidad se diese en forma escalonada, sin la obstrucción de los puestos superiores por intromisiones externas.

Otro asunto atendido por el visitador fue el de la sede de la universidad. El solar de la casa confiscada a los Dávila por su parti-cipación en la conjura de Cortés, se obtuvo para las escuelas desde 1574, gracias a las gestiones de Enríquez y la audiencia; pero falta-ban medios para fincar, aparte de resultar más bien estrecho. Moya, siendo virrey interino y visitador, adquirió un terreno más amplio, obtuvo un préstamo de la ciudad sobre la sisa del vino –que más tarde sería un quebradero de cabeza para la universidad–, y colocó la primera piedra el día de su santo, 29 de junio de 1584.58 A fin de garantizar la prosecución de las obras, el visitador, al diseñar su tabla de cátedras y salarios, acordó que se descontara una suma fija de aproximadamente 50 pesos a cada catedrático, y aun a los oficia-les, la cual se aplicaría para garantizar la continuación de la fábrica. La medida se hizo efectiva precisamente desde 1598, y sólo se abro-gó durante la visita de Palafox, una vez concluidos los edificios.59

Hasta ahora, hay pocos elementos para precisar si la reforma de Moya incidió en las reglas para la obtención de grados, en parti-cular los mayores, uno de los aspectos que más irritación causaban al maestrescuela Sánchez de Muñón, por la gran facilidad con que la audiencia los concedía a los oidores recién llegados, así como a los altos prelados del cabildo y de las órdenes religiosas. En conse-cuencia, el claustro estaba dominado por figuras peninsulares, un tanto ajenas al estudio, mientras que apenas si accedían a los gra-dos mayores los “hijos” de la universidad. En tiempos de la visita, tras cinco lustros de docencia en las escuelas, y con el incremento del número de cátedras promovido por Enríquez, un grupo cre-ciente de criollos, algunos de ellos de familias pudientes, pudo ob-

58 ru, 6, ff. 53-56.59 Véase, Palafox, Constitución 394.

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tener el grado doctoral.60 Por esta vía, su creciente peso específico favoreció una recomposición de fuerzas en el seno del claustro de doctores. uno de los datos innegables del estudio novohispano es el gran poder alcanzado por el claustro pleno a partir del siglo xvii. ¿Se sentaron, con Moya y su partido, las condiciones que derivaron en la gradual, pero definitiva exclusión de los oidores?61

Tampoco resulta claro el peso de las reformas del arzobispo en los restantes cuerpos colegiados. Hay la certeza de que el arzobispo indujo, a la postre con éxito, una reforma capital en el claustro de diputados. Éste había tenido hasta entonces una existencia inde-finida, y generalmente era ocupado por estudiantes y bachilleres que el año previo habían sido consiliarios y que quizá volverían a serlo uno o dos años después.62 En ningún documento, ni en los estatutos de Farfán (tít. 2), se les atribuyó función específica. Moya determinó que los designados habrían de ser doctores y que, cada año, por turno, la mitad de los catedráticos de propiedad formaría parte del claustro. Además, le asignó por primera vez un cometido: controlar el manejo de las finanzas universitarias. Así, los principa-les usufructuarios de éstas, los catedráticos, accedían a su control, pues hasta entonces eran manejadas a discreción por la audiencia. El primer claustro de nuevo cuño se adoptó en 1591, “conforme a los estatutos”.63 una vez más, la previsión del prelado anticipó medidas que restringirían, en favor del claustro, la “mano” de la audiencia.

Pero sin duda, hubo un punto en torno a cual se concentró la hostilidad de la audiencia. Varios documentos permiten inferir que Moya, al fijar los requisitos para la elección de rector, en el título primero, decidió acabar con el monopolio de los oidores en la rec-toría. Él habría propuesto, no la exclusión de los oidores del cargo

60 Armando Pavón, “Los doctores criollos en México. Siglo xvi”, en Luis E. Ro-dríguez-San Pedro (ed.), Las UniversidadesHispánicas: de la monarquía de los Austrias al centralismo liberal. V Congreso Internacional sobre Historia de las Universidades Hispánicas, 2 vols., Salamanca, universidad de Salamanca/Junta de Castilla y León, 2000, vol. i, pp. 361-371.

61 Leticia Pérez Puente, Universidad de Doctores. México. Siglo xvii, México, cesu/unam (La Real universidad de México. Estudios y Textos ix), 2000.

62 Véase Enrique González y Víctor Gutiérrez, “Los consiliarios...”, cuadro núm. 6, pp. 385-387.

63 r u, 6, h. 186, claustro de 20-XII-1559; y el 11 de noviembre, se habían designado los dos diputados doctores, h. 182. El año siguiente, h. 192; el subsiguiente: h. 212 v. Compárese con farfán, títulos 2.4. y 3.5. Véase González González, “Legislación y po-deres...”, ii, p. 88, tít. 5.

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rectoral, pero sí que ellos alternaran el oficio con otros doctores de la corporación.64 Sin contar hasta ahora con datos concluyentes, la cuestión andaba ya en boca de los partidarios del arzobispo, como lo prueba una carta de Muñón, en 1583, precisamente en vísperas de la visita. En ella se proponía que el rectorado se alternase entre los oidores, los canónigos y los estudiantes.

Once años después de la visita de Moya, sus seguidores, mejor posicionados en el claustro alcanzaron del rey una reforma toda-vía más radical. La decisiva actuación del doctor criollo Juan de Castilla como procurador de la universidad en la corte, entre 1594 y 1602, dio como resultado una serie de cédulas que prohibieron a los oidores, de modo tajante, ejercer el oficio rectoral. Castilla fue todavía más lejos, al lograr que el rey hiciera efectiva la dotación de los tres mil pesos adicionales, lo que garantizó en adelante la auto-subsistencia financiera a la universidad y le permitió desplegar su abanico completo de cátedras.65

64 Está perdido el libro de claustros durante los cruciales años de fines de 1599 a comienzos de 1609. En los escrutinios de ese mes de noviembre, previos a la elección de rector, se habló de designarlo con sujeción a los estatutos de Salamanca, de México y a la cédula real que ordenaba la alternancia de doctores laicos y eclesiásticos en el cargo. ru, vol. 9, f. 12; al año siguiente, el acta es más explícita, previo al escrutinio, “se leyeron los [estatutos] tocantes a la dicha electión en sí: las constituciones de latín de Salamcnca y los [estatutos] de romance de la dicha universidad, [y ] los que hiço visitando esta universidad el arçobispo don Pedro Moya de Contreras”. Cuando unos consiliarios pretendieron elegir rector fraile, el rector se negó: “conforme a la çédula de su mages-tad que expresamente manda que un año lo sea doctor seglar no casado, y otro, clérigo; y que por ser caso de discordia entre su merced [el rector] y los dichos consiliarios, conforme a los estatutos de Salamanca y arçobispo, se llebe al señor maestrescuela [...] para que probea lo que convenga”. Ibidem, f. 19vº-20. Cristóbal Bernardo de la Plaza y Jaén leyó esta acta en el sentido de que, luego de “la elección de Rector en persona secular, se sigue el turno de eclesiástico, según el Estatuto del Ilustrísimo Señor Dn. Pedro Moya de Contreras”, Crónica de la Real y Pontificia Universidad de México, versión paleográfica, proemio, notas y apéndice de Nicolás Rangel, México, unam, 1931, 2 vols., vol. i, pp. 223-224. La fuente seguida por Plaza –aun en el caso de haber conocido el texto íntegro de Moya– no autoriza esa interpretación tan tajante; queda, pues, la duda. Lo que sí afirma positivamente el acta es que, en caso de conflicto para la elección rectoral, Moya ordenaba recurrir al maestrescuela, siguiendo la salmantina constitu-ción I de Martín V. Al dictar esa norma, el arzobispo quitaba el papel arbitral al virrey y la audiencia, medida que no pudo sostenerse, pues tanto el proyecto de Cerralvo (1626), en su tít.1,6, como Palafox (1645), en su const. 7, manifestaron que, de existir discordia, el caso pasaba al virrey. Resulta una vez más evidente el leit-motif de las normas del arzobispo: limitar la autoridad del virrey y la audiencia.

65 González González, “Entre la universidad y la corte...”.

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A modo de balance

La resistencia de los oidores a abandonar el cargo rectoral fue muy áspera y duró años. Sin embargo, a medio siglo de fundada la uni-versidad, ésta había logrado consolidarse como una entidad cole-giada con predominio de doctores criollos, con reglas favorables y una situación financiera estable. No obstante, resultaría iluso plan-tear que a partir de entonces las autoridades laicas y eclesiásticas dejaron de intervenir. Sin embargo, habiéndose creado la corpora-ción un espacio propio en medio de unas y otras, logró ampliar su margen de decisión en gran número de asuntos relacionados con su vida interna, en particular los relativos a la elección de rector, a la designación de catedráticos, a una mayor capacidad de decisión de los claustros doctorales, y al manejo de sus propias finanzas.

Se trató de un proceso marcado por una serie de tensiones –y aun choques– entre las autoridades laicas y las eclesiásticas, que no necesariamente fueron nocivas para la institución. una vez que el virrey y los oidores le dieron vida, en 1553, la intem-pestiva y autoritaria intromisión del arzobispo Montúfar permi-tió que al menos unas pocas cátedras se siguieran leyendo y que no se interrumpiera el flujo de estudiantes y primeros gradua-dos. A fines de los años sesenta, el virrey Enríquez y la audiencia sacaron de la crisis a la universidad a cambio de una imposición férrea de su autoridad. Crearon nuevas cátedras y planearon otras que con el tiempo se materializarían, a la vez que diseña-ron un plan de rescate financiero. Acto seguido, a partir de 1574, el arzobispo Moya y sus aliados se propusieron minar, por múl-tiples medios, el predominio de la audiencia. Cuando el prelado fue hecho visitador, en 1583, y virrey interino al año siguiente, se valió de todos sus recursos para introducir una reforma que permitiera a la institución una mayor autonomía respecto de los poderes laicos. En sentido estricto, el arzobispo fracasó, al ver que la audiencia vetaba sus estatutos reformadores. Sin embar-go, éstos fueron para los universitarios una suerte de programa de acción que fueron materializando de forma gradual y un tan-to subrepticia. El momento culminante del proceso fue cuando el doctor criollo, el canónigo Juan de Castilla, obtuvo en 1599 del rey la autosubsistencia financiera para la universidad y la prohibición de que, en lo sucesivo, los oidores ejercieran el cargo rectoral.

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En ese ir y venir de tensiones, a las autoridades laicas les co-rrespondió una actitud, por así decir, más ejecutiva. Ellas recibie-ron del rey la orden de erigir y velar por la buena marcha de la universidad, y todos los asuntos que se sometieran a la considera-ción de la Corte debían pasar por sus manos y contar con su aval. Lo mismo valía para las determinaciones internas del claustro de doctores. A las autoridades eclesiásticas tocó, al menos durante el siglo xvi, una actitud de resistencia ante el virrey y los oidores. Tanto el arzobispo Montúfar, como su sucesor, Moya de Contreras quisieron hacerse del control de la institución, pero carecían de me-dios económicos para sustentarla y de instrumentos legales para regirla. Por lo mismo, se aliaron con los universitarios inconformes con el predominio del virrey y la audiencia y supieron interpretar y patrocinar sus aspiraciones de una mayor autonomía. Con el paso del tiempo, sin embargo, y esto será patente a medida que avanza el siglo xvii,66 el espacio de poder que debieron abandonar las au-toridades laicas fue pasando a manos del arzobispo y del cabildo, sobre todo, a medida que el clero secular sometía al regular y afian-zaba su poder frente a los mismos virreyes. una historia, en buena medida, por contar.

66 Leticia Pérez Puente, Tiempos de crisis, tiempos de consolidación. La Catedral Me-tropolitana de la Ciudad de México, 1653-1680, México, cesu/unam/Plaza y Valdés/El Colegio de Michoacán, 2005.

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

María del Pilar Martínez López-Cano

“La Iglesia novohispana ante la usura y las prácticas mercantiles en el siglo XVI: entre el discurso y la práctica”p. 75-102

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

PDFpublicado: 25 de agosto de 2014Disponible en:

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LA IGLESIA NOVOHISPANA ANTE LA uSuRA Y LAS PRáCTICAS MERCANTILES EN EL SIGLO XVI:

ENTRE EL DISCuRSO Y LA PRáCTICA

maría del pilar martínez lópez-canoInstituto de Investigaciones Históricas

universidad Nacional Autónoma de México

En 1905, con la aparición del libro de Max Weber, La ética protestante y el espíritu capitalista, cobraba impulso una línea de investigación que buscaba evaluar el impacto de las creencias religiosas sobre el comportamiento económico. Desde entonces se fue extendiendo la idea de que en los países católicos la reprobación eclesiástica a la usura supuso un obstáculo para el desarrollo del crédito y, en consecuencia, de las actividades mercantiles, mientras que la ética protestante, en particular la calvinista, habría propiciado un entorno favorable para las prácticas crediticias y, por extensión, de la actividad mercantil. Mientras el pensamiento católico siguió li-gado a la concepción medieval y asimiló el interés a la usura, en las iglesias reformadas, el interés se habría liberado de esa condena.1

Desde luego que esta consideración sobre el impacto de la éti-ca católica y de las iglesias reformadas sobre la vida económica se encuentra inmersa en una problemática más amplia, tal como la planteó el sociólogo alemán, de la que no puede ser desligada: el freno o el impulso al espíritu capitalista. En las siguientes líneas,

1 Véase a título de ejemplo, Juan A. Ortega y Medina, Reforma y Modernidad (edi-ción y presentación Alicia Mayer González), México, unam, 1999, pp. 167-181. No han faltado, sin embargo, voces críticas a los postulados weberianos. La literatura tanto a favor como en contra de la tesis weberiana es muy extensa. A algunos de esos títulos, en lo que respecta al crédito y a la actividad mercantil, me referiré en las siguientes líneas.

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sin embargo, me referiré exclusivamente al crédito y a las prácticas comerciales en los inicios de la Modernidad.

Si bien en los países protestantes se dio una emancipación de muchas cuestiones económicas de la moral cristiana –sin duda, an-tes que en los países católicos–, esto no sucedió en el quinientos y en las primeras décadas del seiscientos. En países desarrollados como Holanda, entonces a la vanguardia de algunas prácticas eco-nómicas de la Modernidad, o en Inglaterra, durante el siglo xvi y la primera mitad del siglo xvii el discurso de las iglesias y pensadores anglicanos, luteranos o calvinistas presenta grandes coincidencias en su condena a la usura con el que encontramos en los tratados ca-tólicos,2 y la secularización que se dio en torno a esta materia en los países protestantes fue posterior y se hizo ante la presión de los agen-tes económicos y de la autoridad civil y no de las propias iglesias.3

Por otra parte, aunque se tiende a afirmar que el individua-lismo fue una característica de las iglesias reformadas, en el siglo xvi y principios del xvii las distintas confesiones cristianas intenta-ron influir sobre sus fieles, orientando sus conductas. Todas, sin excepción, consideraron que la moral social era de su competen-cia y buscaron difundirla a través de sermones, obras y tratados, e instrumentarla en la práctica a través de la disciplina. Por esto la moral económica se predicaba desde el púlpito, se enfatizaba con tratados o en el caso de los católicos en el confesionario, y se re-forzaba a través de la actuación de los tribunales, o de medidas disciplinarias que podían llegar a la excomunión o separación de los fieles de la comunidad.4 Y es que el pensamiento occidental no consideró la economía como una disciplina independiente, sino un apéndice de la ética, de ahí que muchas de las prácticas y fenóme-nos económicos se analizaran desde la moral.5 En consecuencia, la

2 Charles H. George, “English Calvinist Opinion on usury, 1600-1640”, en Journal of the History of Ideas, v. 18: 4 (Oct. 1957), pp. 454-474; Albert Hyma, “Calvinism and Capitalism in the Netherlands, 1555-1700”, en The Journal of Modern History, v. 10:3 (Sep. 1938), pp. 321-343.

3 R. H. Tawney, “Religious Thought on Social and Economic questions in the Sixteenth and Seventeenth Centuries”, en The Journal of Political Econnomy, v. 31:4, 6 (Aug., Dec. 1923), pp. 461-493, 804-825; Valentín Vázquez de Prada, “La empresa y las iglesias”, en Aportaciones a la Historia económica y social: España y Europa, Navarra, Eunsa, 2000, tomo ii, pp. 269-319.

4 R. H. Tawney, “Religious Thought…”5 No olvidemos, por ejemplo, que en el siglo xviii Adam Smith ocupaba la cátedra

de filosofía Moral, Raymond de Roover, “Scholastic Economics: Survival and Lasting

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conducta económica tenía que ser evaluada bajo reglas morales. Los intereses económicos, el afán de lucro y el enriquecimiento per-sonal no se consideraron un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar la salvación y, por lo mismo, quedaban supeditados a la salvación del alma.6

Por lo anterior, en los inicios de la Modernidad, tanto en los países católicos como en los protestantes, se dio una contradic-ción entre un marco ideológico, con profundas raíces en la cultura occidental, que condenaba la percepción de intereses en muchas operaciones crediticias y una sociedad y una economía que no se podían desenvolver sin su recurso. ¿Cómo se superó o amortiguó la contradicción entre las creencias y las prácticas cotidianas? Todo indica que las iglesias no se mostraron favorables a la percepción de intereses en las operaciones crediticias, y que vieron con recelo el afán de enriquecimiento que animaba a los grupos mercantiles. Sirva como ejemplo que el sínodo Provincial del Sur de Holanda de 1574 no permitió a los banqueros participar en la comunión, y que en el Sínodo nacional de 1581, la prohibición se extendió a la mujer de éste, si no hacía una profesión pública de condena a las actividades de su marido. Ya entrado el siglo xvii, la universidad de Gromingen, en 1646, todavía publicó un panfleto, Res judicata, con extracto de resoluciones de un sínodo nacional y 41 provin-ciales además de pronunciamientos de diversos profesores contra los lombardos.7 Sin embargo, tanto en el ámbito católico como en el protestante las iglesias irían siendo arrinconadas ante el peso de las circunstancias. En este proceso hay que valorar también el pa-pel y las presiones que pudieron jugar los agentes involucrados en las transacciones mercantiles y crediticias, la respuesta que sus demandas pudieron tener por parte de las autoridades civiles. En definitiva, cómo se fue modificando también y antes que la ética cristiana, la normativa civil que regía las prácticas mercantiles y crediticias y cómo estos cambios afectaron a su vez los discursos de las iglesias.8

Influence from the Sixteenth Century to Adam Smith”, en The Quarterly Journal of Eco-nomics, v. 69:2 (May, 1955).

6 Raymond de Roover, “Scholastic Economics...”.7 Albert Hyman, “Calvinism and Capitalism…”.8 Carlos I llegó a autorizar temporalmente intereses en el comercio de hasta el

10%, Novísima Recopilación, libro 10, título 1, ley 20. En Inglaterra, la legislación civil, en 1545 autorizó la tasa máxima de 10% de interés en el dinero prestado, medida que

la iglesia novohispana ante la usura...

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Es desde esta perspectiva que quiero orientar las reflexiones sobre el impacto que pudo tener la postura de la Iglesia romana frente a la usura y las prácticas mercantiles en el ámbito hispano y en particular en el novohispano. Para ello, comenzaré analizando la concepción medieval sobre la usura y la actividad mercantil, un legado compartido por católicos e iglesias reformadas, y posterior-mente me centraré en el discurso y la actuación de los tribunales eclesiásticos en Nueva España en el siglo xvi. En las reflexiones fina-les, a manera de conclusión y epílogo, apuntaré algunos elementos para entender cómo se fue modificando o adecuando el discurso de las iglesias a las nuevas circunstancias económicas y sociales.

La herencia medieval

Aunque la reprobación a la usura, entendida como la percepción de intereses por el dinero prestado, estuvo presente desde los pri-meros años del cristianismo,9 fue a partir del siglo xii cuando, coin-cidiendo con la recuperación económica de Europa, la reactivación del comercio y, en consecuencia, un mayor uso de la moneda y la aparición de diversos instrumentos de crédito, que las condenas a la usura se hicieron más sistemáticas. Las asambleas conciliares se pronunciaron sobre la usura,10 y en documentos pontificios se cen-suraron diversas prácticas.11 Paralelamente fue apareciendo una multitud de tratados, en los que, desde la teología moral, se ana-lizaron las operaciones mercantiles y crediticias, para determinar

se prohibió en 1552, para volverse a autorizar en 1571, con un máximo de 10% para las transacciones externas, y de 8% para las del interior, D. L. Thomas, N. E. Evans, “John Shakespeare in the Exchequer”, en Shakespeare Quarterly, v. 35:3 (Autumn 1984). En Ginebra se fijó en 1557 la tasa del 5%, que subió hasta el 10% en 1586, para bajar en el siglo xvii, Valentín Vázquez de Prada, “La empresa…”.

9 Tanto por parte de los Padres de la Iglesia como en los concilios de Elvira (hacia el año 300), ecuménico de Nicea (325), Clichy (626) y en diversos documentos pontifi-cios: Carta “ut nobis gratulationem” de León I Magno (440), Jacques Le Goff, La bolsa y la vida. Economía y religión en la Edad Media, Barcelona, Gedisa, 1987 [1ª edición en fran-cés, 1986]; Heinrich Denzinger Peter Hünermann, El magisterio de la Iglesia, Barcelona, Gerder, 2000 [1ª edición en alemán, 1999].

10 II y III Concilio de Letrán (1139, 1179), Sínodo de Tours (1181), IV de Letrán (1215), II de Lyon (1274), el de Vienne (1311).

11 Decreto de Graciano de 1140, decretal Consuluit nos de urbano III (1187), Carta Naviganti vel hacia 1227, Decretales de Gregorio IX (1234), Constitución Regimini univer-salis (1455).

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su licitud. Muchos de esos tratados se convirtieron en manuales o guías de confesores, con la finalidad de ayudar a éstos en la resolu-ción de los casos de conciencia.12

Las nuevas condiciones económicas llevaron además a un des-plazamiento en las preocupaciones de la moral.13 Si en la Alta Media el orgullo había sido el peor de los vicios, en la Baja Edad Media y principios de la Moderna, la avaricia, de la que derivaba el afán desmesurado de lucro, y de la que, en la genealogía de los vicios, tan cara a los escolásticos, la usura se podía considerar como una hija, habría de ser la gran preocupación de los teólogos.14 Así, aun-que la usura, indisociablemente unida a la codicia y a la avaricia en las que en último término reposa,15 aparece como una plaga que afecta y atrae a toda la sociedad, es el mercader, quien, por su deseo de enriquecerse, es más proclive a practicar la usura en sus transacciones mercantiles, que muchas veces lo son también crediticias.

La condena a la usura, además, tenía una amplia tradición en el mundo occidental. Ya en la antigüedad grecorromana encontra-mos pronunciamientos contra la usura.16 La Iglesia hizo suyos mu-chos de esos argumentos, por lo que su postura frente a la usura se

12 La Teología moral surgió en la segunda mitad del siglo xii y se caracterizó por una investigación sistemática de los casos concretos. En la Baja Edad Media abundan los tratados sobre la usura, entre los más conocidos, los de Giles de Lessines (siglo xiii), Lorenzo de Rodolphis, Giovanni de Capistrano, Antonio de Rosellis y Ambrosio de Vignate (siglo xv). En el ámbito hispano, sobre todo, en el siglo xvi se escribieron abundantes tratados sobre la usura, muchos de ellos concebidos como manuales de confesores.

13 Lester K. Little, “Pride Goes befote Avarice: Social Change and the Vices in Latin Christendom”, en The American Historical Review, v. 76:1 (feb. 1971), pp. 16-49.

14 Como podemos ver en el Directorio que mandó a elaborar el Tercer Concilio Provincial Mexicano, la usura se consideraba como un efecto o “hija” de la avaricia, y citando a san Pablo, “la raíz de todos los males”, Directorio del Santo Concilio Provincial Mexicano, celebrado este año de 1585 (en adelante, se citará como Directorio), p. 147. Tanto las citas a los concilios como al Directorio se han tomado de la edición preparada por el Seminario de Historia Política y Económica de la Iglesia en México, Concilios provincia-les mexicanos. Época colonial, México, unam, 2004 (edición digital).

15 En el tercer concilio provincial mexicano, por ejemplo, la usura aparece ligada, por una parte, a la codicia y a la avaricia o “deseo desordenado de tener dineros y riquezas”y por otro, a la injusticia y, en consecuencia, a la obligación de la restitución. En los decretos leemos cómo los que llegan a Indias, “alucinados con cierta sed de riquezas y codicias, se enredan fácilmente en aquellos contratos de que esperan sacar mayor ganancia, sin atender a si son justos o injustos”,Tercer concilio provincial mexicano, libro 5, título v, § 1; Directorio, p. 147.

16 Véase, en concreto, la Política de Aristóteles, libro i, iv.

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justificó, más allá de la doctrina cristiana,17 en principios filosóficos y en la ley natural.18 En el pensamiento escolástico, la usura es, ante todo, una injusticia y contraria al Derecho natural.19 El que la usura atentaba contra el Derecho natural se sustentaba, a su vez, en tres supuestos: a) la esterilidad del dinero; b) la a-causalidad del tiem-po;20 y c) en que no se guardaba la justicia en el intercambio.

Según la concepción aristotélica, base de la concepción tomista, el dinero por su naturaleza era estéril, es decir, por sí solo no podía fructificar, ni reproducirse. En consecuencia, percibir intereses por un préstamo era contrario a la ley natural, al “hacer fructificar” lo que de suyo era estéril, o como expresaría Tomás de Mercado en el siglo xvi, al “hacer parir la moneda siendo más estéril que las mu-

17 En la Edad Media se recurrió con frecuencia a las sentencias bíblicas para con-denar la usura, pero para muchos pensadores del siglo xvi, estos textos, en especial el del Nuevo Testamento: “Si prestáis a aquéllos de quiénes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cam-bio” (Lucas, 6, 34-35), no probaban la condena evangélica a la usura, sino que debían interpretarse como un consejo. Las del Antiguo Testamento, más explícitas, tampoco tenían validez si no derivaban de la ley natural, ya que con la muerte de Cristo había quedado derogada la ley judaica. Así lo consideraban pensadores tan distantes como Luis de Molina o Calvino, si bien no dejaban de advertir que aunque no había una condena explícita a la usura en el Nuevo Testamento, ésta era contraria al espíritu del texto sagrado.

18 El primero que consideró la usura bajo los términos del Derecho natural fue Guillermo de Auxerre, idea que desarrollaría ampliamente la Escolástica. De hecho, una de las grandes obsesiones de la Escolástica fue la idea de la justicia, bajo la cual desde el siglo xiii se examinaron las nuevas realidades económicas, como la propiedad privada, el precio justo, el dinero, los honorarios profesionales, beneficios comerciales y préstamos de dinero, Lester K. Little, Pobreza voluntaria y economía de beneficio en la Europa medieval, Madrid, Taurus, 1983 [1ª edición en inglés, 1978], p. 219; Jacques Le Goff también señala la obsesión por la justicia en la Escolástica medieval: La bolsa…. En la Escuela salmantina del siglo xvi, heredera de esta tradición, encontramos también gran cantidad de obras y tratados sobre cuestiones económicas analizadas desde el punto de vista moral.

19 Santo Tomás de Aquino consideraba que recibir intereses por un préstamo mo-netario “es injusto en sí mismo” y apoyándose en Aristóteles, que “la adquisición de dinero a título usurario está totalmente fuera del orden de la naturaleza”: Suma de teología, capítulo 78, artículo 1.

20 Sobre los conceptos de la esterilidad del dinero y la a-causalidad del tiempo, véanse los trabajos de francisco Gómez Camacho, “Introducción” al Tratado sobre los préstamos y la usura de Luis de Molina, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoameri-cana-quinto Centenario-Instituto de Estudios fiscales, 1989 y “Crédito y usura en el pensamiento de los doctores escolásticos (siglos xvi y xvii), en María del Pilar Martínez López-Cano (coord.), Iglesia, Estado y Economía, México, unam/Instituto de Investiga-ciones Dr. José María Luis Mora, 1995.

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las”.21 Dicho en otras palabras, no era posible lucrar con el dinero mientras que éste no se invertía.

Por otra parte, el hecho que mediase un tiempo entre la entre-ga del capital y su reintegro, tampoco justificaba la obtención de un interés, ya que el tiempo era a-causal y, por lo tanto, era incapaz, por sí solo, de producir un cambio en el valor del dinero, el cual, mientras no se invertía, era “neutro” o “improductivo”. Como ade-más por la propia naturaleza del contrato, en el préstamo o mutuo el dinero se transfería al prestatario, el beneficio o pérdida que se derivara de su uso correspondía al deudor, no al acreedor. Si éste pretendía lucrar con el beneficio que otro obtuviera con un dinero que, desde el momento que lo prestó, ya no era suyo, era reproba-ble y lo convertía en un ladrón del trabajo ajeno.22

En consecuencia, si el dinero era estéril y el transcurso del tiempo no modificaba su valor, en el préstamo la suma entregada y la reembolsada tenía que ser la misma. Si se percibían intereses, la cantidad reintegrada sería superior a la prestada y, por consiguien-te, se cometía una injusticia.

Paralelamente, y desde la Baja Edad Media, sin cambiar los fundamentos teóricos en que se basaba la condena a la usura, co-menzó a elaborarse una compleja casuística sobre las circunstancias que podían intervenir en una operación crediticia, y que hacían le-gítima la percepción de una compensación o intereses por parte del prestamista, y durante el siglo xvi, los pensadores católicos se mos-traron más abiertos que los medievales hacia estas circunstancias, sobre todo cuando estaba involucrado el mercader.23 Por su parte,

21 fray Tomás de Mercado, Suma de Tratos y Contratos (edición a cargo de Nicolás Sánchez Albornoz), Madrid, Instituto de Estudios fiscales, Ministerio de Hacienda, 1977 [1ª edición, 1569; 2ª edición corregida y aumentada, 1571], pp. 540-541.

22 Aunque en la Edad Media se consideraba que el usurero era ante todo un la-drón del tiempo o del patrimonio de Dios (Jacques Le Goff, La bolsa…., pp. 49-66), en el siglo xvi este argumento era poco utilizado e, incluso, algunos autores, como fray Tomás de Mercado, lo refutaron abiertamente (Suma de tratos…, p. 561).

23 Aunque la casuística sobre las circunstancias externas, denominadas títulos extrínsecos, se desarrolló ampliamente en el ámbito católico, también la encontramos en las iglesias reformadas. Los títulos extrínsecos que permitían una indemnización o interés por parte del acreedor eran: el daño emergente o pérdida sufrida en la opera-ción; el lucro cesante o ganancia de la que se privaba; el riesgo o el peligro que corría en la operación; la remuneración al trabajo o salario; y el lucro adveniente, o la ganancia que el deudor podía conseguir con el dinero prestado. En el cristianismo reformado, algunos autores, incluido Calvino, aceptaron desde fechas tempranas que se podía pac-tar una tasa de interés en los préstamos hechos a los ricos, pero no a los pobres. En el

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las iglesias reformadas se emanciparon de la teoría escolástica de la esterilidad del dinero, pero no dejarían de condenar la usura con algunos de los argumentos escolásticos, como contraria a la justicia y, por tanto, a la caridad cristiana.24

Por otra parte, si la Baja Edad Media conoció la revolución co-mercial, el siglo xvi asistiría a una utilización sin precedentes de instrumentos de crédito y moneda y a la emergencia de poderosos grupos mercantiles que con su riqueza reclamaban un nuevo esta-tus en la sociedad. A esto hay que sumar que si en la Edad Media había predominado el crédito al consumo, en los inicios de la Mo-dernidad el crédito se destinaría también a impulsar la producción y su comercialización, con lo cual la idea medieval de que en los préstamos se unía la avaricia del que prestaba y la necesidad del que pedía prestado, dejaba de ser la regla general. 25 Pero el ajuste de las concepciones sobre la usura, ni en el ámbito católico ni en el protestante se realizaron con la celeridad que se producían las nue-vas condiciones sociales y económicas, por lo que los discursos de las iglesias fueron conservadores e, incluso, reaccionarios.

En la Edad Media, también encontramos un gran recelo hacia la actividad mercantil. Si bien muchos pensadores, empezando por Santo Tomás,26 no condenaron per se la actividad, consideraron el comercio como una ocupación peligrosa, que podía poner en peli-gro la salvación del alma si el mercader sucumbía al afán de lucro individual y a la ganancia inmoderada, tentaciones a las que re-sultaba más expuesto que otros grupos socioprofesionales. Desde luego, que al compás de las transformaciones socioeconómicas del

ámbito católico, la mayoría de los pensadores se opuso a esta idea, aunque no faltaron algunas voces en este sentido, como la del jurisconsulto parisino Carlos Molineo, o en la América española, Juan de Matienzo, quien abogaba por una tasa de interés anual de 10%, Oreste Popescu, “Contribuciones indianas para el desarrollo de la teoría cuantita-tiva del dinero”, en Enrique fuentes quintana (dir.), Economía y economistas españoles, Barcelona, fundación de las Cajas de Ahorro Confederadas, Galaxia Gutenberg, Círcu-lo de Lectores, 2000, p. 222.

24 Charles H. George, “English Calvinist Opinion…”.25 La idea de la avaricia del que prestaba y la necesidad del que pedía prestado,

así como la usura como sinónimo de opresión e injusticia fue común tanto a pensado-res católicos como protestantes. Véanse, en concreto, a Calvino y Mercado, por citar dos ejemplos.

26 Santo Tomás consideraba que el comercio, en sí mismo, “encierra cierta torpe-za, porque no tiende por su naturaleza a un fin honesto y necesario”, y condenó abier-tamente la actividad mercantil cuando se dirigía al lucro como fin. Solamente admitió el beneficio como remuneración al trabajo, Suma de Teología, capítulo 77, artículo 4.

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Bajo Medievo y de la Modernidad, la postura de las iglesias frente al mundo mercantil se fue matizando, y el recelo que suscitaba el afán de lucro del mercader fue atenuándose. Para la Baja Edad Me-dia, el comercio se consideró una actividad natural, no condenada en las Sagradas Escrituras. San Bernardino de Siena, por ejemplo, legitimó el papel positivo de los comerciantes en la sociedad y su contribución al bien común.27 También en este tiempo se produ-jo un divorcio entre la consideración y aceptación social del gran mercader y de los pequeños mercaderes o tenderos. Como señalan varios autores, ni en las ciudades italianas ni en las flamencas, a fi-nes de la Edad Media se cuestiona al gran mercader. En los exempla y sermones de la época son los pequeños, y no los grandes comer-ciantes, los que son criticados por sus malas prácticas mercantiles, que muchas veces son también usurarias.28

Para el siglo xvi, la mayoría de los pensadores consideraba lícita y necesaria la actividad mercantil, aunque riesgosa desde el punto de vista moral.29 Aprobada la actividad comercial, y sustentada en el servicio que los mercaderes prestaban a la comunidad, es decir, al bien común, la atención se enfocará en tratar cómo podía el mer-cader ejercer su actividad sin comprometer la salvación de su alma y en analizar la licitud de las operaciones mercantiles y crediticias, es decir, si se está respetando en ellas la justicia y la equidad. En este sentido, tratadistas católicos y reformados se mostraron favo-rables a la libre competencia,30 pero condenaron, casi sin reservas, las prácticas monopolísticas y denunciaron sus perniciosos efectos

27 Valentín Vázquez de Prada, “La Iglesia…” y John W. Oppel, “Poggio, San Ber-nardino of Siena, and the Dialogue on Avarice”, en Renaissance Quarterly, v. 30:4, Stu-dies in the Renaissance Issue, Winter, 1977.

28 John W. Oppel, “Poggio…”; Jere Cohen, “Rational Capitalism in Renaissance Italy”, en The American Journal of Sociology, 85:6, May, 1980; Raymond de Roover, “Money, Banking, and Credit in Medieval Bruges”, en The Journal of Economic History, vol. 2, Supplement: The Tasks of Economic History, December, 1942.

29 Para el siglo xvi no se cuestiona en sí misma la actividad mercantil, aunque los tratados no dejan de advertir el grave riesgo que corre el mercader dedicándose a ella, en la que no faltan ocasiones de pecar. Véase, por citar dos ejemplos, en el ámbito católico, los preámbulos de fray Tomás de Mercado a su Suma de tratos y contratos... y de Saravia de la Calle, Instrucción de mercaderes muy provechosa… En el ámbito reforma-do, es bien conocida la reticencia de Lutero hacia la actividad mercantil, y el mismo Calvino no dejaba de advertir que comerciantes y negociantes enfrentaban mayor pe-ligro que el resto de la sociedad, de olvidar la moral cristiana y aceptar las prácticas que resultaban inaceptables según la caridad cristiana, Valentín Vázquez de Prada, La Iglesia…, p. 279.

30 Raymond de Roover, “The Concept…”.

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sobre la comunidad, en cuanto que redundaban en una distorsión e incremento de los precios.31

El discurso de la Iglesia en Nueva España

En Nueva España, las tres asambleas conciliares celebradas en el si-glo xvi (1555, 1565 y 1585) se pronunciaron contra la usura.32 El com-bate a las prácticas usurarias competía al confesor, y la persecución y castigo a los tribunales eclesiásticos,33 a lo que hay que sumar las pe-nas que podían llegar a ser de excomunión para los que practicaban contratos usurarios en forma pública con el consiguiente escándalo.34

En cuanto a los fundamentos teóricos, la Iglesia en Nueva Espa-ña no se separó de los de la Iglesia universal, ni de lo que opinaba la mayoría de los tratadistas y teólogos escolásticos de la época, en es-pecial de los pertenecientes a la denominada escuela de Salamanca.

31 Raymond de Roover, “Scholastic…”. En concreto, en la América española se le-vantaron continuas quejas contra el monopolio de los mercaderes sevillanos y se pidió repetidamente a las autoridades que se tasaran los precios de la primera venta de las mercancías, peticiones que no fueron atendidas. Los pensadores se hicieron eco de esta situación. En concreto, en el siglo xvi, véanse las denuncias de fray Tomás de Mercado (Suma…) y más adelante, las del Directorio. Incluso, algunos autores, como el dominico Luis López y el jesuita Pedro de Oñate llegaron a defender el “monipodio” de los com-pradores americanos como una medida eficaz para oponerse al monopolio peninsular, Oreste Popescu, “Contribuciones…”.

32 un análisis más detallado sobre la usura en los concilios provinciales mexicanos celebrados en la época colonial, en María del Pilar Martínez López-Cano, “La usura a la luz de los concilios provinciales mexicanos e instrumentos de pastoral”, en María del Pilar Martínez López-Cano y francisco Javier Cervantes Bello (coord.), Los concilios pro-vinciales mexicanos en Nueva España. Reflexiones e influencias, México, unam/buap, 2005.

33 En Nueva España, para el siglo xvi sólo ha quedado registro de dos procesos por parte de tribunales eclesiásticos contra prácticas usurarias, a los que me referiré más adelante y no hay indicios de que los tribunales se hayan encargado de la persecu-ción de oficio de los usureros públicos.

34 Concilio II, capítulo xxvii, Concilio III, libro 1, título viii, § i. Para fines de la Edad Media en Inglaterra y en Italia, los usureros públicos sólo lo eran si eran notorios, visi-bles, obvios, condenados por la Corte o que hubieran admitido abiertamente la usura en un instrumento público, es decir, el rumor no era suficiente. En Italia y Flandes, las dos economías más desarrolladas de la época, la Iglesia dirigirá sus ataques principal-mente contra los usureros públicos protegidos y los consilia bajomedievales denun-ciarán principalmente el préstamo con prenda. De ahí que el apelativo de usurero o logrero se fuera restringiendo a los públicos, R. H. Helmoz, “usury and the Medieval English Church Courts”, Speculum, 61:2, April 1986 y Benjamin N. Nelson. “Religión: The usurer and the Merchant Prince: Italian Businessmen and the Ecclesiastical Law of Restitution, 1110-1550”, en The Journal of Economic History, 7, 1947.

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Además, la Iglesia americana se enfrentaría a un nuevo reto: ajustar los principios generales de la teología moral a las prácticas que se utilizaban en el virreinato y de las que, en no pocas ocasiones, no existía un antecedente directo europeo ni español al que pudieran remitirse, como sucedió con las operaciones basadas en el trueque o venta de reales por plata o viceversa, que merecieron un amplio tratamiento en el tercer concilio y en el Directorio que éste elaboró.

En los tres concilios del siglo xvi encontramos la condena ex-presa a que los clérigos celebren contratos usurarios, a la vez que se les prohíbe cualquier tipo de contratación mercantil, si bien no se deja de señalar que estas últimas no son de por sí ilícitas y, de he-cho, están permitidas a las seglares.35 Esta postura la encontramos también en las iglesias reformadas. En concreto, el Sínodo General de Emdem de 1571, consideró impropio que los eclesiásticos ejer-cieran la actividad mercantil.36

Los concilios, además, decretaron penas severas contra la usu-ra. El segundo concilio: la excomunión mayor para los que realiza-ran esas prácticas y para aquellos que no lo denunciaren ante los jueces eclesiásticos, y el tercer concilio recordará a los prelados la obligación de impedir pecados públicos, entre los que se incluye la usura, además de exhortar a los jueces eclesiásticos a combatir las prácticas ilícitas.37

Pero es, sin duda, el tercer concilio (1585) el que profundiza más que los anteriores, al igual que lo hizo en otros puntos, sobre el problema de la usura,38 además de remitir al Directorio o manual de confesores, que mandó elaborar y aprobó la asamblea conciliar, donde algunos contratos y el problema de la restitución se abordan con más profundidad.39 Aunque ni en los decretos conciliares ni el Directorio encontramos una definición precisa de la usura, el análi-

35 Concilio I, capítulo lvi; Concilio II, capítulo xxxviii; Concilio III, Libro 3, Tít. xx, § i. Hay que señalar que esta restricción aparece ya en los primeros concilios de la Iglesia. En concreto, en el ecuménico de Nicea de 325, se repitió a lo largo de la Edad Media y se recogió en el tridentino.

36 Albert Hyma, “Calvinism and Capitalism…”.37 Concilio II, capítulo xxvii; Concilio III, libro 1, título viii, § viii.38 Libro 5, título v, § i-vi.39 Algunas prácticas mercantiles y crediticias examinadas en el Directorio, han

sido analizadas en María del Pilar Martínez, “La usura…”, Victoria H. Cummins, “The Church and Business Practices in late sixteenth century Mexico”, The Americas, v. xlv:4, April 1988, y John frederick Schwaller, “La Iglesia y el crédito comercial en Nueva España en el siglo xvi”, en María del Pilar Martínez López-Cano (coord.), Iglesia…

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sis de los textos permite apreciar que, al igual que en otros escritos teológicos de la época, la usura, en sentido estricto, se asimila al interés percibido por el préstamo (mutuo),40 pero en sentido más amplio, a cualquier operación en que se altera el precio por ade-lantar o diferir el pago. De ahí que, además del préstamo de dine-ro, muchas de las prácticas que se analizarán son operaciones de compra-venta, en que sube o baja el precio en función del tiempo, ya sea cuando el comprador consigue una rebaja en el precio de la mercancía por anticipar la paga, o cuando el vendedor recarga el precio por fiar la mercancía.41

En el tercer concilio, la usura aparece ligada, por una parte, a la codicia y a la avaricia, y por otro, a la injusticia y, en consecuencia, a la obligación de la restitución.42 Precisamente, porque la usura afecta o agravia al prójimo, hay que hacer restitución de lo que se ha “recibido de más”, es decir, de los intereses mal ganados. Tanto en los decretos, pero sobre todo en el Directorio se insiste en la ne-cesidad de restitución,43 una obligación que no se reduce a los que practican los contratos usurarios sino a todos aquellos que partici-pan directa o indirectamente en ellos, como los corredores, el juez que dicta sentencia de que se pague, y el escribano y testigos que realizan y dan fe de la escritura,44 si bien se excluye a los que solici-tan un préstamo, hecho que se puede explicar porque, siguiendo de nuevo la idea escolástica, éstos no son la causa de que se practique la usura, sino sus víctimas, y si acuden a solicitar un préstamo de este tipo, es porque no pueden obtenerlo de manera gratuita.45

Debido además a la dificultad que presentan algunas prácti-cas, y para evitar las usuras “paliadas”, o el cobro de intereses por un dinero que se prestó, que se encubre bajo un contrato en apa-riencia lícito, como puede ser la compra-venta, y que no se aduzca ignorancia, se explican los tratos que se usan con más frecuencia en la provincia eclesiástica y que presentan más dificultades para su resolución. Este objetivo no siempre se cumplió, ya que no fue

40 En concreto, se señala que el interés en el préstamo es “clara usura”.41 Como exponía fray Tomás de Mercado: “Dondequiera que haya más o menos

del justo precio, junto con algunas esperas o anticipación de pagar, hemos de sospechar de vehemente haber usura”, Suma…, p. 567.

42 III Concilio, libro 5, título v, § i.43 Directorio, pp. 46-50 y 57-71.44 Ibidem, p. 50.45 Esta idea se remonta a santo Tomás de Aquino, y fue aceptada por la mayoría

de los teólogos de siglos posteriores.

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posible pronunciarse de manera tajante sobre la licitud de mu-chas prácticas, debido a que no era posible determinar a qué tipo de contrato correspondían y en las que intervenían tal va-riedad de circunstancias que hacían imposible manifestarse de forma inequívoca sobre su licitud. De ahí que, en no pocas ocasio-nes, lo que encontramos es un exhorto a los que realizan contratos para que levanten escrúpulos, “consulten a varones de ciencia y probidad, descubriéndoles los contratos y negociaciones en que se emplean; y que para seguridad de su conciencia solamente ejerzan aquellos que los juristas aprobaren como lícitos”.46 A esto hay que sumar el peso del probabilismo en esta época. De hecho, el proba-bilismo fue la corriente dominante en teología moral en este tiempo y, en concreto, en el Directorio se encuentra una referencia explícita a ésta. Cuando el confesor y el penitente no son de la misma opi-nión, y la de este último es probable, aunque el confesor tenga otra o la contraria por más probable, se debe conformar con la opinión del penitente, si éste no quiere abandonarla.47

En cuanto al préstamo o mutuo, se establece que el que presta no puede percibir intereses por la operación, esto es lo que se defi-ne como “clara usura”. El dinero es intrínsecamente estéril, o como se asienta en el escrito, “no tiene más precio del valor que en sí tie-ne”.48 Por lo mismo, percibir intereses es usura, y el que la practica, por agraviar al prójimo, está obligado a restitución. En el Directorio se asienta que la usura está condenada por derecho natural, divino y humano,49 y es interesante observar el orden o prelación que se establece en esta triple condena. Como señalamos, para la escolás-tica, la usura atenta en primer lugar contra la ley natural, y por lo mismo obliga a todo el género humano, independientemente del credo religioso que profese.

Se abordan también los denominados títulos extrínsecos, aun-que no aparecen mencionados como tales. Aquí se consideran el daño emergente y el lucro cesante. En el primero, cuando el acree-dor por prestar recibió algún daño en su hacienda, en este caso está autorizado a obligar al deudor a que le satisfaga el daño.50 También se admite la posibilidad del lucro cesante, o sea, la ganancia que el

46 III Concilio, libro 5, título v, § i.47 Directorio, p. 68.48 Ibidem, p. 46.49 Ibidem, p. 47.50 Idem, p. 47.

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acreedor dejó de percibir al haberse privado del dinero que tenía para negociar, por el hecho de haber realizado un préstamo, si bien con muchas restricciones.51 Al igual que la mayoría de los tratados de la época, en el Directorio no se admite el lucro cesante en abstrac-to, sino sólo en situaciones concretas, es decir, cuando realmente se haya presentado la situación, condenando el abuso existente sobre este punto y recordando a los confesores cuáles son los requisitos que deben concurrir para que legítimamente se pueda percibir in-terés por el dinero prestado: que el que presta realmente deje de ganar y, además, que “por prestar deje de ganar”.52

Además, cuando se admita el lucro cesante, el acreedor debe descontar las costas, gastos y trabajo que le supondría negociar con la cantidad que presta, condición que, como asienta la fuente, tam-poco se cumple. Por último, se presenta otra premisa, si bien se hace la observación que la mayoría de los doctores coetáneos no la consideran necesaria: que quiera más el mercader ganar negocian-do que prestando. A pesar de que en el Directorio no se considera obligatoria, se inclina por su observancia para evitar que proliferen contratos injustos; en concreto, que bajo el título del lucro cesante se esté justificando la percepción de los intereses en las operaciones de préstamo.53

Lo que no está en duda, en el Directorio, es la obligación que tiene el deudor de devolver el dinero a tiempo, y si no lo hace, indemnizar al acreedor, según la ley, por lo que dejó de ganar el tiempo que retuvo el dinero.54

Otra práctica que igualmente se declara ilícita es que, por el hecho de prestar, el acreedor imponga otras condiciones al deudor, por ejemplo, que cultive su hacienda o le compre otras mercancías y, va más lejos aún, cuando estipula que por razón del préstamo no se puede llevar en ningún caso más de lo que se prestó, aunque sea sin compeler al deudor.55 Hay que señalar que otros tratadistas de la época sí admitían el supuesto de que el prestamista pudiera,

51 El Directorio es cauteloso, buscando evitar que bajo este título se deje abierta la puerta a la usura, como constata que sucede en la realidad: “Este uso de llevar algo el que presta por lo que deja de ganar se ha introducido tanto, que, en muchos casos, se lleva injustamente y con obligación de restituirlo”, Directorio, pp. 47-48.

52 Directorio, p. 48.53 Ibidem, p. 49.54 Idem. Véase la misma opinión en Mercado.55 Ibidem, pp. 49-50.

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por su libre voluntad, gratificar o hacer algún tipo de donación al acreedor por la buena obra que éste le hizo.

Además del préstamo, se analiza también la operación de com-pra-venta. El discurso gira en torno al justo precio, o dicho en tér-minos actuales, el precio de mercado de un producto, fijado por la oferta y la demanda, en una situación de libre concurrencia. El precio será justo si no hay fraude ni engaño en la venta. Además se establece la existencia de diversos precios según los “modos de vender”. Así, además del precio al por mayor y al menudeo, se con-sidera el de las cosas que se venden en almoneda, y el de la barata. Por tanto, en cada tipo de operación, el precio justo será el que rija en esa modalidad y no en las otras, y así no se puede regular una operación al menudeo tomando como referencia el precio al ma-yoreo. Además, en el precio justo, encontramos: el bajo, el medio y el elevado o “riguroso”, que corresponden a las oscilaciones que comúnmente se encuentran, en un mismo día, para determinada mercancía, cuando el precio del artículo no está tasado por la au-toridad. Hay pecado y obligación de restitución cuando el precio excede al elevado o “riguroso”.56

En las ventas al fiado, en los textos se establece claramente que no se puede subir el precio de la mercancía por la dilación de la paga. Únicamente, y como sucedía en el préstamo, si intervienen algunas circunstancias externas, el lucro cesante o el daño emergen-te, con las mismas restricciones que se pusieron en los préstamos, se puede subir el precio.57 Tampoco se admite rebaja en el precio por adelantar la paga. una operación que resulta condenada, sin reservas, es la venta al fiado por más precio que al contado.58 No hay dificultad cuando existe precio al contado, por el cual se tie-nen que regular los precios en las ventas al fiado, pero resulta más difícil pronunciarse cuando no existe tal referencia, como sucedía, por ejemplo, en la venta al por mayor de artículos importados de Castilla.

56 Ibidem, pp. 50-51.57 Se denuncia lo arraigada que está la costumbre en los que venden mercancía

fiada por mayor precio que al contado, a título de que si les pagaran en el acto ganarían otro tanto con el dinero. El Directorio considera que en la mayoría de los casos no es cierto, dado que si venden al fiado es porque no hay quién les compre de contado. Por tanto, el confesor debe examinar cuidadosamente esta condición y se denuncia cómo muchos pasan fácilmente por este título, Directorio, pp. 50-52.

58 III Concilio, libro 5, título v, § v.

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La venta de mercancías de la flota, al fiado y al por mayor, pac-tándose un porcentaje de ganancia sobre los precios y costos de las mercancías en su lugar de embarque, registrados en la memoria que se remite desde Sevilla, se declara lícita, siempre y cuando el precio no dependa del plazo pactado, ya que no hay precio de referencia al por mayor de contado. Incluso, se considera que cuando la car-gazón, por instrucción del mercader sevillano se vende de contado, a menor precio que al fiado, en realidad se trata de una barata, con lo cual este precio no será el referente para la venta al contado, sino de la barata. Caso distinto es cuando existe un precio de contado de referencia, como sucede en algunos géneros, como vinos, esclavos o azogue, que unas veces se venden de contado y otras a crédito. Aquí se considera ilícito incrementar su costo por encima del “ri-guroso” de contado.59

En los textos conciliares se examinan también contratos o prác-ticas concretas. Además de los préstamos y ventas al fiado, vemos el acento en la utilización de la plata como medio de pago, en las ventas a crédito de plata y reales, en las baratas y en las denomina-das ventas “secas” o fingidas. Los detalles y características de algu-nas de ellas se tratan con más profundidad en el Directorio, texto en el que, además, se dedica un apartado a resolver las dudas que se propusieron por “algunos religiosos y mercaderes” acerca de algu-nos contratos que comúnmente se usan en la ciudad de México y reino de la Nueva España.60

En el siglo xvi, la plata fue ampliamente utilizada como medio de pago. El valor oficial del marco de plata, una vez cubiertos los impuestos respectivos, a su ley de amonedación, era de 65 reales, pero en la vida cotidiana, la plata se aceptaba a un valor inferior al nominal, con un descuento que variaba, según la oferta y la deman-da del metal. Esta situación propició una gran especulación con el valor de la plata como medio de cambio. En el Directorio se estable-ce que el mercader no está obligado a aceptar la paga en plata, en lugar de moneda y, por lo mismo, puede pedir, si acepta el pago en plata, un descuento en su valor.61 Otras operaciones de cambio de plata por moneda presentan más dudas.

59 Directorio, pp. 194-195.60 Se trata de 26 casos: 11 que tienen que ver con las contrataciones de plata, y 15

con ventas al fiado y baratas, en donde, de una u otra manera, está presente la negocia-ción de ultramar, Directorio, pp. 186-200.

61 Ibidem, p. 192.

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La venta a crédito de plata era, en esos tiempos, una opera-ción muy extendida en el virreinato. Levantaba escrúpulos en la operación, el hecho siguiente: cuando la plata se vendía al fiado, se apreciaba a la ley (65 reales el marco), pero cuando se vendía al contado, se producía un descuento, que variaba entre dos o tres reales por marco.62 Esta operación, como se puede constatar en las fuentes notariales de esta época, fue ampliamente utilizada y, a juz-gar por el margen de beneficio que obtenía el acreedor, muy lucra-tiva. En la ciudad de México, por lo general, el acreedor “vendía” al deudor una cantidad en plata, apreciada a su valor legal, que éste se obligaba a pagar en moneda, entre 30 y 60 días más tarde. Como vimos, el valor legal del marco de plata era de 65 reales, pero en la vida cotidiana, se cotizaba a un precio inferior al valor oficial, que solía ser entre dos y tres reales menos, es decir, 62 o 63 reales o, expresado en porcentajes, entre el 3.08% y el 4.61% por debajo del valor oficial. En consecuencia, el margen de beneficio para el acreedor era alto, sobre todo si tenemos en cuenta los vencimientos pactados. Si elevamos a un año la ganancia que obtenía el acreedor, según el valor al que corriese la plata al contado y el plazo pactado para la liquidación de la operación, observamos que si el diferen-cial era de dos reales, a cuarenta días, obtendría una ganancia de alrededor de 28.11% y a sesenta días, de 18.74%. Si obtuvo la plata con un descuento de tres reales, y la “vendía al fiado” a dos meses, la ganancia elevada a un año, equivaldría a 28.04%, y a cuarenta días, a 42.07%.63

El concilio no declara abiertamente ilícita ni usuraria la opera-ción, a pesar de que constata el diferencial que existe en el precio de la plata dependiendo de si la operación se realiza al contado o al fiado, y sólo recomienda al mercader que consulte “a varones de ciencia, conciencia y virtud, teólogos o juristas, manifestándo-les francamente las circunstancias, motivos y causas de semejantes contratos, y sigan su dictamen y consejo, para proceder con segu-ridad de conciencia en punto a su justicia. Y haciendo lo contrario, encarga sobre ello este concilio gravemente sus conciencias”.64

62 Ibidem, p. 186.63 María del Pilar Martínez López-Cano, La génesis del crédito colonial. Ciudad de

México, siglo xvi, México, unam, 2001, p. 54 a 59. Sobre los márgenes de beneficio, véase, en particular el cuadro 5, p. 55.

64 III Concilio, libro 5, título v, § 3. Otras características que adopta la operación en la práctica resultan más fáciles de discernir y el Concilio las declarará ilícitas y usura-

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Otra operación que se examina es la conocida como rescate, muy frecuente en los centros mineros.65 A diferencia del caso anterior, en esta transacción se entregaba una cantidad en moneda y se pactaba su devolución en plata, y se establecía un premio o “rescate” a fa-vor del acreedor, que según el propio documento, dependiendo de la escasez o abundancia de reales y plata, oscilaba entre 2 y 6 reales por 8 pesos, es decir, una diferencia entre 3.12% y 9.37%. En esta operación los plazos de liquidación no solían exceder los cuaren-ta días, lo que le suponía al acreedor, en este plazo, una ganancia entre el 7.5% y el 12.5%. Tampoco se declara ilícita la operación, si bien se condena que se prefije la tasa, premio o descuento, ya que éste deberá regularse al valor que tenga la plata en el momento en que el deudor liquide la operación. Lo que sí se condena es cuando se trata de un contrato fingido, como sucede muchas veces en la ciudad de México, en la que se acude a protocolizar la operación para encubrir un préstamo y los intereses correspondientes. En otro apartado, además se denuncia cómo en los centros mineros, mercaderes y taberneros establecen un precio para el rescate de la plata para los españoles, y otro menor para los indios. Se declara injusta la operación con obligación de restituir.66

En cuanto a la barata, comprar mercancía fiada y obligarse a su paga, para venderla al contado a menos precio, y así conseguir el dinero que se necesita, no se condena la operación y sólo se regu-lan algunos aspectos: el que vende al fiado la mercancía no puede obligar a quien se la compra a que se la vuelva a vender de contado por menos precio; que realmente exista la venta de mercancías y no se trate de una venta fingida; que el precio al que se vende la mer-cancía al fiado no exceda al “riguroso” o elevado de contado.67 Otra operación que no se condena abiertamente, pero se recomienda al confesor que no la consienta es que se pida al mercader el dinero que se obtendría de una barata con un tercero, con obligación de pagar el precio que la mercancía vale vendida de contado en la

rias. Así, la asamblea se pronuncia sobre el supuesto de que la plata no tenga la pureza que señala la ley (11 dineros y 4 granos), en cuyo caso habrá que hacer el descuento correspondiente en el precio de la venta, porque cotizarla al precio legal supondría subir el precio por dilatar la paga: § 2. Tampoco hay duda que cuando se recurre a esta operación para encubrir un préstamo de interés se trata de usura, Directorio, p. 187.

65 Directorio, p. 187 y ss. Véase más adelante el proceso contra Gonzalo Robledo.66 Ibidem, p. 204.67 Ibidem, pp. 196-200.

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tienda del mercader, y aquí de nuevo encontramos que en la oposi-ción a esta práctica no se argumentan razones morales o de justicia, sino el temor a que se facilite la difusión de la usura.68

Las ventas “secas”, como se denominaban las ventas fingidas o encubiertas, merecen también un amplio tratamiento. Aquí se alude al contexto en que se realizan: la escasez de dinero y la nece-sidad que hay de él, en particular cuando está a punto de partir la flota, hace que se recurra a la barata, es decir, a comprar mercancías al fiado para venderlas a menor precio al contado y obtener de esta manera el efectivo que se necesita. Los padres conciliares no decla-raron ilícita la operación, sólo se condena abiertamente cuando se finge la venta, sin que ésta tenga lugar, y se exhorta, además a los jueces eclesiásticos a hacer “diligentísima pesquisa” de tales delin-cuentes.69

En el Directorio se analizan también otros contratos y operacio-nes crediticias: censos, cambios, compañías y contratos de asegura-ción, que se declaran lícitos, siempre que se cumplan las disposicio-nes canónicas y civiles sobre la materia.70

Por último, es interesante ver en el Directorio el análisis que se hace de los pecados en que suele incurrir el mercader.71 El sacer-dote, en el confesionario, debía interrogarle sobre si realizó prác-ticas usurarias y todas aquellas derivadas de un mal ejercicio de la actividad mercantil, como los posibles fraudes que se cometían en la negociación al vender las mercancías en malas condiciones, alterando su peso, medida o precio, prácticas monopólicas y de acaparamiento de mercancías;72 fraudes o evasión del pago de im-

68 “Aunque en rigor fuese justo no se ha de usar ni consentir que se use, porque tiene mucho color de usura y de injusticia, porque haciéndose dos ventas en un mismo tiempo y hora entre dos, el que vende la cosa por más precio primero, cuando la torna a comprar la estima en menos, y sería dar entrada y ocasión a manifiestas usuras”, Directorio, p. 52.

69 III Concilio, Libro 5, título v, § iv.70 Directorio, pp. 53-55.71 Ibidem, pp. 178-180.72 En otra parte del Directorio se habían analizado los conciertos de los mercaderes

para prefijar el precio de las mercancías, tanto en compras como en ventas, alterando de este modo las condiciones o precio que el producto tendría en el mercado. En concreto, se declara ilícito el monipodio o “concierto que hacen los mercaderes entre sí de no vender la mercaduría sino a tanto precio, forzando con esto al pueblo a que compre al precio que ellos quieren”, o “no comprar sino a tanto precio, forzando a los que venden a que den la mercaduría a menos precio de lo que vale”. Estas operaciones se declaran ilícitas e injustas y, en consecuencia, con obligación de restituir el daño, Directorio,

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puestos, en concreto de alcabalas y “demás tributos justos”, si pa-garon con falsa moneda, si en los contratos de compañía o sociedad ocultaron las ganancias o beneficios a sus socios, si no respetaron las leyes del reino en sus contrataciones, si compraron cosas hurta-das o que dudaban de su origen lícito, si usaron perjurios y men-tiras, comprando y vendiendo, si no respetaron los días de fiesta, vendiendo o haciendo cuentas sin necesidad. En el texto se insistía en que en estos pecados no sólo incurría el mercader, sino también sus factores y criados, y los corredores que servían de intermedia-rios en los contratos ilícitos. Como observamos, el acento se ponía en las malas prácticas en las que podía incurrir el mercader, no en su afán de lucro.

Por otra parte, tanto la usura como las malas prácticas mercan-tiles, por lo que tenían de injusticia y agravio al prójimo, exigían restitución de la ganancia mal obtenida, y desde luego que el con-fesor debía insistir sobre este punto. Pero, además de la restitución, el penitente debía hacer “satisfacción del pecado”. Como se señala en el Directorio hay tres tipos de obras para satisfacer por los pe-cados: ayuno, limosna y oración, con las que satisfacen el cuerpo (ayuno), el alma (oración) y la hacienda (limosna). Por otra parte, los pecados pueden ser: contra Dios, contra el prójimo, o contra nosotros mismos; y así el ayuno sirve para satisfacer por nosotros; la hacienda para satisfacer al prójimo; la oración para satisfacer a Dios.73 Teniendo esto en cuenta, el confesor a la hora de imponer penitencia ha de fijarse en el “vicio” o “tentación” del penitente, “cargando más en la parte que el hombre es más apasionado”. En concreto, y siguiendo la lógica expuesta, se recomienda imponer a los codiciosos y avarientos penitencia de limosna y obras de mise-ricordia, para satisfacer con la hacienda y al prójimo.74 Como seña-lamos, la usura y el enriquecimiento ilícito tienen su origen en la codicia y avaricia, por lo que no es arriesgado suponer que a los mercaderes y a los que realizaban prácticas consideradas usurarias éste sería el tipo de penitencia y satisfacción que se les impondría, lo que podría, a su vez, explicar muchos de los legados piadosos que realizaron los mercaderes de este tiempo.

p. 52. Se denuncian también lo perniciosos que resultan los estancos o monopolios en manos de particulares, y se hace un llamado a que sea la propia autoridad la que tase y fije la ganancia del mercader, que ha de ser moderada, Directorio, p. 179.

73 Ibidem, p. 162.74 Ibidem, pp. 216-217.

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Dos procesos por usura

En el siglo xvi sólo se encontraron dos procesos eclesiásticos por usura.75 En 1565 se inició uno de ellos contra el mercader Luis de la Rúa, por logrero.76 Éste había vendido a crédito cacao y mantas al confitero Álvaro García, quien denunció que le había cobrado inte-reses por haberle fiado la mercancía. Luis de la Rúa no negó la ope-ración ni su precio, pero, en su defensa, arguyó que había efectuado la venta al denunciante, quien “para ello le persuadió muchas ve-ces”, ya que su intención era enviar las mantas a las minas de zaca-tecas; respecto al cacao, alegó haberlo vendido al mismo precio que lo había hecho a los indios, aunque reconoció que en ese entonces entre mercaderes, o sea al mayoreo, valía menos. En ambos casos, el precio habría sido igual que si el pago se hubiese efectuado al contado. Como se ve, el acusado negó que el precio se hubiese incrementado por la “dilación” de la paga, además de señalar al-gún tipo de “coacción” por parte del comprador y, para reforzar su defensa, no dejó de insinuar el perjuicio que le había ocasionado la retención del dinero, con el cual hubiera podido granjear e intere-sar mucho más de lo que el confitero le pagó, máxime teniendo en cuenta que por su condición de mercader, había de “interesar” con su hacienda y dinero, con lo que poder sustentar “su persona, casa y familia, alquiler de casa y tiendas y otros gastos que no se pue-den excusar y para esto es permitido y se permiten las contratacio-nes sin excesos excesivos”. Luis de la Rúa fue condenado a resarcir los intereses cobrados y a cubrir las costas del proceso. Sabemos que apeló a la Santa Sede este fallo. El expediente está apolillado e incompleto, por lo que desconocemos el desenlace.77 Sabemos, no

75 A juzgar por los estudios de Richard E. Greenleaf, La Inquisición en Nueva Espa-ña. Siglo xvi, México, fondo de Cultura Económica, 1985 [1ª ed. en inglés en 1969; 1ª ed. en español, 1981], Solange Alberro, Inquisición y sociedad en México, 1571-1700, México, fondo de Cultura Económica, 1988, y Jorge E. Traslosheros, Iglesia, justicia y sociedad en la Nueva España. La Audiencia del arzobispado de México, 1528-1668, México, Porrúa/ universidad Iberoamericana, 2004, la usura no parece haber constituido una prioridad para los tribunales eclesiásticos. Sólo en la primera obra se menciona un proceso por este concepto, que analizaremos más adelante.

76 Archivo General de la Nación (en adelante agn), Bienes Nacionales, v. 497, exp. 19. Richard E. Greenleaf (La Inquisición…) no menciona este proceso, ya que no se encuen-tra en el fondo Inquisición.

77 Todavía en 1571 se discutía ante la audiencia arzobispal de México la apelación que Luis de la Rúa había presentado ante la Santa Sede. El fiscal solicitaba declarar desierta la apelación, por no haberse presentado en tiempo y en forma, y el acusado

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obstante, que Luis de la Rúa salió bajo fianza de la cárcel episcopal y ese tropiezo de juventud –en ese momento, según su testimonio, tenía 25 años– no pareció desanimarle en su carrera profesional; años más tarde todavía ejercía como mercader.78

En 1568, en las minas de Guanajuato, en el obispado de Mi-choacán, se inició otro proceso por logros y tratos ilícitos.79 Según la denuncia, Gonzalo Robledo, cuatro años antes, había entregado al minero Bartolomé Palomino, cierta cantidad de dinero al rescate para que éste se la regresara en plata, con cinco o seis reales más por marco de plata, en un mes. Cumplido el plazo, no pudiendo el deudor cumplir con la paga, le hizo otros dos rescates hasta que vino a sumar principal y rescate (intereses) 500 pesos. En ese enton-ces, Juan de Villaseñor Cervantes solicitó también a Gonzalo Roble-do otros 500 pesos, quien accedió –según los denunciantes–, con la condición de que ambos se obligasen a entregarle en la ciudad de México, cuatro meses después, doce pipas de vino, cotizadas a 50 pesos de oro de minas cada una. En la escritura de compra-venta que formalizaron se estipuló que si los deudores no entregaban la mercancía en la fecha pactada, Gonzalo Robledo podría comprarla a costa de los deudores. Al vencimiento del contrato, sin requerir a los deudores, Gonzalo Robledo compró el vino, a 85 pesos de oro de minas la pipa, y emprendió un proceso de ejecución contra los deu-dores por los 1,020 pesos de oro de minas que sumaba la mercancía.

La denuncia no trataba la primera operación, el rescate, sino la segunda, con la que, según los deudores, se garantizó el pago, aunque según el acreedor, la deuda no procedía del préstamo sino, como se asentaba en la escritura pública que se había for-malizado, de una venta, donde él había adelantado el dinero y los deudores se habían comprometido a entregarle la mercancía. Pos-teriormente se le sumaron otros cargos, que también negó. Se le acusó de no haber confesado en las dos últimas Pascuas, de haber proferido “palabras de desacato y feas” contra las autoridades ecle-siásticas y de amancebamiento. El expediente fue remitido por la

presentaba los testimonios de las diligencias que había efectuado, por lo que solicitaba se respetase la apelación a la sentencia. Es la última noticia que existe del proceso.

78 Archivo General de Notarías de la ciudad de México, Antonio Alonso, 1 de julio de 1567, fols. 277/277v (567/568); Juan Pérez de Rivera, v. 3352, 23 de septiembre de 1587, fol. (7).

79 agn, Inquisición, t. 44, exp. 5, ff. 385 a 410. Algunos aspectos del proceso se pue-den ver en Richard E. Greenleaf, La Inquisición…, pp. 124-125.

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audiencia episcopal de Michoacán en 1571 a la Inquisición de la ciudad de México, sin que haya más noticias, sólo una nota en el ex-pediente: “No toca al Santo Oficio”, por lo que podemos presumir que el tribunal no tomó la causa. En este caso la supuesta usura era paliada y, por lo mismo, muy difícil de descubrir, ya que los con-tratos que se exhibían eran lícitos, aunque, según los denunciantes, enmascaraban una práctica usuraria.

Reflexiones finales

En la Nueva España, en el siglo xvi, encontramos condenas a la usura, sustentadas en el pensamiento escolástico, y muy similares a las que se pronunciaron en el mundo católico hacia esas fechas. Algunas operaciones crediticias típicas del Nuevo Mundo, como los rescates y ventas de plata por reales y algunas contrataciones mercantiles de la negociación trasatlántica fueron discutidas desde la teología moral y, a pesar de los escrúpulos que levantaban de-terminadas prácticas, no encontraron una condena explícita. Si a esto le sumamos el peso del probabilismo, como se admite explíci-tamente en el Directorio, podemos pensar que existió un cierto mar-gen de tolerancia. Muchos de los argumentos para declarar lícitos o ilícitos los contratos, y para determinar si existía o no usura, tenían fundamento en el uso, la costumbre y en la legislación civil más que en la eclesiástica, como vimos en las ventas y rescates de plata. A pesar de ello, observamos una actitud conservadora por parte de la jerarquía eclesiástica novohispana, que sólo aceptó los títulos ex-trínsecos con valor excepcional, pero nótese que para el virreinato, las dos operaciones crediticias más utilizadas, la venta de plata y el rescate, que suscitaban serias dudas morales, al no ser prohibidas, quedaron de facto permitidas. A esto hay que sumar la existencia de otros contratos –como el censo consignativo, fundamental para la obtención de créditos a largo plazo, y contratos mercantiles, como las compañías, que facilitaron el financiamiento de muchas empre-sas– que no fueron cuestionados.

Desde luego que para medir el alcance de la postura de la Iglesia frente a la usura y las prácticas mercantiles necesitaríamos conocer además del discurso, la actitud de los confesores ante los penitentes y con qué rigor efectuaban éstos su examen de concien-cia y su propósito de la enmienda. El Directorio, al igual que otros

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manuales de la época, sólo hacen eco de que los confesores no eran rigurosos en el combate de las prácticas usurarias, a lo que hay que sumar el peso que pudo tener el probabilismo y, en las operacio-nes más controvertidas, hasta la jerarquía eclesiástica se mostraba prudente y no se pronunciaba de forma tajante. A esto hay que añadir la dificultad para determinar en qué casos se había practi-cado usura, hasta qué punto el interés que se había percibido en una operación derivaba de la operación crediticia en sí, o de alguna circunstancia externa, como el daño emergente o el título cesante, que legitimaban la percepción del interés y, como señalaban los tratadistas, en muchos casos, la clave la tenía la persona que había efectuado la operación, era ella quien tenía que decidir en concien-cia si había actuado de manera ilícita.

Por otra parte, en Nueva España los tribunales eclesiásticos no parecen haber tenido como prioridad el combate a la usura. Como señalamos, en el siglo xvi sólo se encontraron dos procesos, hecho sorprendente ante las repetidas denuncias que se encuentran en los textos de la época sobre la extensión de la usura, 80 además de que estos tribunales no hayan perseguido de oficio a los usureros. Esta situación contrasta, por ejemplo, con la actitud de los tribunales eclesiásticos ingleses81 o de Nueva Inglaterra, que parecieron más empeñados en combatir la usura y las malas prácticas mercantiles que los novohispanos.82

No cabe duda que el ámbito católico, a diferencia de las iglesias reformadas, permaneció ligado a la tradición escolástica. Sin em-bargo, también se fue adecuando a las nuevas circunstancias. Sin renunciar a los fundamentos del pensamiento, que a su vez reposa-ban en la concepción de la esterilidad del dinero, y en el legalismo derivado del derecho romano –que consideraban como usura el in-

80 En 1565, el arzobispo de México, Alonso de Montúfar en carta al rey, solicitaba su intervención para frenar la usura en Nueva España que, según argumentaba, estaba “a punto de poner en riego la contratación de la tierra”, francisco del Paso y Troncoso, Epistolario de la Nueva España 1505-1808, México, Antigua Librería Robredo de Jesús Porrúa e hijos, 1939-1940, t. 10, doc. 566.

81 R. H. Helmoz, “usury…”.82 En Nueva Inglaterra, la Iglesia de Boston entre 1630-1654 pasó aproximada-

mente 40 sentencias de excomunión, de las cuales al menos ocho trataron directamente con vicios económicos, si bien para 1655-1689 sólo 1% de los casos de excomunión trató de comportamientos comerciales: Mark Valeri, “Religious Discipline and the Market: Puritans and the Sigue of usury”, en The William and Mary Quarterly, 3rd Series, v. 54:4, October, 1997.

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terés percibido en un préstamo, un contrato que, por su propia de-finición jurídica, era gratuito– fue ensanchándose la noción de los títulos extrínsecos, o sea, las circunstancias que concurrían en las operaciones crediticias y que legitimaban por parte del acreedor la percepción de una indemnización, intereses o compensación,83 ade-más de admitir figuras que no eran definidas como préstamos y, por lo tanto, por su propia naturaleza jurídica, quedaban libres de la condena de la usura, como el censo consignativo y, desde luego, las compañías. Además el peso del probabilismo atenuó el alcance de los aspectos más rigurosos de la doctrina sobre la usura, propi-ciando cierta tolerancia. De hecho, en el siglo xvi y principios del siglo xvii, incluso pensadores luteranos y calvinistas denunciaron la laxitud que mostraban muchos pensadores católicos, en particu-lar los jesuitas, hacia la aceptación de los títulos extrínsecos, lo que lleva a algunos autores como Charles H. George a considerar que la teoría calvinista inglesa del quinientos e inicios del seiscientos, por ejemplo, era menos permisiva que la católica.84 Y todavía, del otro lado del Atlántico, todo indica que la actitud de la Iglesia de Nueva Inglaterra era más conservadora hacia el mundo mercantil que la del viejo continente.85

Por otro lado, las nuevas condiciones económicas de la Moder-nidad forzaron a que la autoridad civil reclamase su jurisdicción sobre muchas cuestiones que tradicionalmente habían sido de la competencia de la Iglesia,86 o a apartarse de los dictados de ésta. A lo largo del siglo xvi varios países católicos y protestantes autoriza-ron tasas de interés en los préstamos.87

En el ámbito católico cuando la intervención de algunos ecle-siásticos celosos perturbó a poderosos intereses mercantiles, los monarcas no dudaron en intervenir para aquietar los ánimos. En

83 Todavía en 1873, la Sagrada Congregación para la Difusión de la fe, asentaba sobre el lucro en el préstamo que “no se puede absolutamente recibir nada en concepto de préstamo o de modo inmediato y preciso por razón del mismo”, aunque enume-raba, a continuación, todos los títulos extrínsecos que hacían lícita la percepción del interés, Heinrich Denzinger Peter Hünermann, El magisterio…, p. 785.

84 Charles H. George, “English Calvinist…”.85 Mark Valeri, “Religious…”.86 En Inglaterra hasta 1485, las cortes reales declinaron ejercer cualquier jurisdic-

ción sobre la usura, dejándolo a los tribunales eclesiásticos, quienes debían perseguir a los usureros públicos “de oficio”, así como resolver las quejas que presentaran los afec-tados. En el siglo xvi, a la jurisdicción eclesiástica se añadió la secular, R. H. Helmoz.

87 Cfr. nota 8.

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1509, por ejemplo, el arzobispo de Sevilla pretendió “proceder con censuras contra todos los que habían cambiado para las Indias”. La respuesta de fernando el Católico fue contundente y le pidió “que sobreseyese el negocio”, señalando al prelado que estaba obrando contra la “costumbre y permisión de la Iglesia” y “que aquello se hacía en todas las partes del mundo, y habían dado lugar a ello todos los pontífices y prelados”, además de subrayar que las censu-ras “serían de gran inconveniente para la contratación de las Indias y de su [real] servicio”.88 La Casa de Contratación desde 1503 y luego el Consulado de Sevilla desde 1543 tendrían la jurisdicción sobre “los cambios con Indias”, sustrayéndola tanto a la justicia ordinaria (Audiencia) como eclesiástica (audiencia arzobispal e in-quisitorial).89 La actitud de la Corona hacia los cambios marítimos hizo que los teólogos y juristas españoles matizaran las condenas y reprobaciones canónicas.90

Incluso, la jerarquía eclesiástica no dudó en tomar vela en el entierro cuando el rigor de algún eclesiástico podía perturbar un buen entendimiento con los poderosos grupos mercantiles, grandes benefactores, a su vez, de la Iglesia. En 1651 moría en la ciudad de México el rico mercader álvaro de Lorenzana, quien además de ser el patrón del convento de La Encarnación, dejaba en su testamento cuantiosos legados a las instituciones religiosas. A su entierro, según nos cuenta Gregorio M. de Guijo, acudió “toda la clerecía del reino”. Sin embargo, no a todos les pareció que fuese un personaje tan digno de ese acompañamiento, y el día del sepelio el padre jesuita Bartolomé Castaño habló, en su sermón, sobre las prácticas de los mercaderes y cómo por no restituir lo mal llevado,

88 Antonio M. Bernal, La financiación de la Carrera de Indias (1492-1824). Dinero y cré-dito en el comercio colonial de América, Sevilla, fundación El Monte, 1992, pp. 102-103; 198.

89 Antonio Miguel Bernal Rodríguez, “De la praxis a la teoría: dinero, crédito, cambios y usuras en los inicios de la Carrera de Indias (siglo xv)”, en Enrique fuentes quintana, Economía…, v. 2, p. 278. En 1517 se producía una respuesta similar por parte del rey al obispo de Gran Canaria, al que le decía “que de aquí en adelante no vos en-trometais a conocer ni conozcais de las dichas causas ni de otras semejantes…”, p. 278.

90 Antonio Miguel Bernal Rodríguez, “De la praxis…”, pp. 280-281. A fines del si-glo, el celo del alguacil de Casa y Corte de Sevilla exigió de nuevo la intervención real. El alguacil pretendió castigar a todos los que realizaban negociaciones ilícitas en Sevilla y en Cádiz, y para efectuar las investigaciones exigió que los escribanos le entregasen los libros de protocolos. El Consulado de Sevilla tomó la defensa de sus agremiados y pidió que no se admitiera a trámite la denuncia y se condenase al funcionario con gra-ves penas y, si fuere el caso, con “perpetuo silencio”. Como en el caso anterior, la causa se sobreseyó. Antonio Miguel Bernal, La financiación…, pp. 202-203.

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se condenaban. Al día siguiente, según leemos en el Diario, el pre-dicador fue desterrado.91

Por su parte, en el ámbito protestante la presión de los agentes económicos y de los propios estados al frente de pujantes econo-mías mercantiles que requerían del crédito, hizo que las iglesias fueran acalladas. En 1658, los Estados de Holanda declararon que ninguna Iglesia tenía derecho a prohibir a los banqueros partici-par en la comunión por el hecho de ser banqueros, acusarles de usureros, o decidir sobre sus beneficios, que quedaba a discreción del gobierno quien protegería al público y a los pobres contra la usura. Hay que recordar, como ya se mencionó, que varios sínodos y universidades se habían pronunciado contra los banqueros y los lombardos.92 En ese mismo año la Iglesia calvinista publicaba el tratado Res Judicanda, en el que refutaba muchas de las condenas que esa misma confesión había realizado contra la usura, que ahora consideraba como residuo de la herencia católica.93

Si bien en los países católicos la secularización se produjo en fechas más tardías que en los países protestantes, no hay que olvi-dar el peso de las regulaciones civiles y sobre todo de la jurisdicción mercantil, más abierta que la ordinaria. Al respecto, Turgot señala-ba la arbitrariedad que predominaba en francia en vísperas de la Revolución, al constatar cómo en los tribunales mercantiles muchas prácticas estaban permitidas, pero no así en los tribunales reales. En el ámbito hispano, la legislación civil no siempre coincidió con la eclesiástica y los consulados atrajeron la jurisdicción mercantil, con lo cual eran los propios mercaderes los que resolvían muchas de las controversias mercantiles y crediticias, tal como sucedía con los cambios marítimos, amparados por las leyes y costumbres del reino, que no se ajustaban a las disposiciones canónicas sobre la materia. La costumbre y la ley legitimaban las prácticas que la Igle-sia tenía que adecuar a su discurso ideológico, como se analizó en el caso de las ventas de plata y rescates en Nueva España.

El hecho que en algunos países como Holanda o Inglaterra, las comunidades mercantiles fueran más potentes que en la católica España, y que encontraran el apoyo del poder civil para superar

91 Gregorio M. de Guijo, Diario, México, Porrúa, Colección de Escritores Mexica-nos, 1986 (edición a cargo de Manuel Romero de Terreros), t. ii, pp. 183-184.

92 Albert Hyma, “Calvinism and Capitalism…”.93 Idem.

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las trabas que podían impedir el desarrollo de sus prácticas mer-cantiles y crediticias, no implica necesariamente que la ética que defendían las iglesias fueran más proclives a los cambios. Desde esta perspectiva, todo indica que las iglesias fueron adecuando sus discursos a las prácticas, y más que propiciar un ambiente favo-rable al desarrollo de nuevas conductas económicas, claudicaron ante lo irremediable.

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Antonio Rubial García

“Los ángeles de Puebla. La larga construcción de una identidad patria”p. 103-128

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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LOS áNGELES DE PuEBLA. LA LARGA CONSTRuCCIÓN DE uNA IDENTIDAD PATRIA

antonio rubial garcíafacultad de filosofía y Letras

universidad Nacional Autónoma de México

La fundación de la ciudad de Puebla tuvo una azarosa historia que abarcó los años 1530-1534. Durante éstos fue planeada, instalada, destruida y restablecida. Desde 1530 algunos colonos habían co-menzado a hacer asentamientos para fundar una “puebla” en el camino entre Veracruz y México. Pero no fue sino hasta el año siguiente que los franciscanos, encabezados por fray Toribio de Motolinía, y la segunda Audiencia llevaron a cabo la primera fun-dación oficial el 16 de abril de 1531; la villa se puso bajo la advoca-ción de los “Santos ángeles”. La idea de ambas instancias era crear una sociedad de labradores españoles sin encomienda de indios que hiciera contrapeso a los poderosos encomenderos de la ciudad de México. Ese primer emplazamiento contaba con menos de medio centenar de vecinos (es decir, cabezas de familia) y con cerca de mil ochocientos indios que se les habían otorgado sólo para construir la villa. En ese año se nombraron alcalde y regidores, se otorgaron parcelas a los colonos, se creó el fundo legal del municipio, se de-marcaron los límites y se solicitó el título de ciudad. Sin embargo, una fuerte inundación en el verano ocasionó el abandono temporal durante varios meses. Puebla fue refundada a fines de 1532 con un nuevo estatuto (se le concedió finalmente el título de ciudad) y con un mayor número de indios para cultivar las tierras de los españo-les, con lo cual se traicionaba la idea original. La nueva fundación trajo consigo la oposición de varias instancias: del ayuntamiento de la capital, por la competencia que Puebla significaba para México,

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de los poblados indígenas vecinos, por la cantidad de trabajadores exigidos y hasta del mismo obispo de Tlaxcala, fray Julián Garcés, que había solicitado convertir la sede de su capital episcopal en una ciudad de españoles, lo que se frustraba con la fundación de Puebla.1

A lo largo de los siglos virreinales, este complejo proceso fue narrado de manera muy simplificada, pues la fundación sirvió de justificación para diversos intereses; alrededor de ella se elaboró, con fundamento en la retórica y con elementos prodigiosos, un discurso fundacional que sirvió para forjar una identidad patria poblana, en el sentido con el que se utilizó durante el virreinato la palabra “patria” (término derivado de pater), es decir, la patria chica, el terruño donde se había nacido.2

Este ensayo tiene como finalidad describir las diversas etapas en el proceso de construcción de ese discurso y las circunstancias que fueron condicionando esa elaboración retórica. A lo largo de este proceso debemos tener en cuenta que el concepto de verdad que se manejaba entonces estaba relacionado con lo religioso, lo moral y lo analógico, no con la lógica demostrativa del pensamien-to científico que hoy nos rige. Por consiguiente, los argumentos que se aducían tenían un carácter jurídico y demostrativo, algo propio de la visión retórica y no del análisis documental de la historia cien-tífica actual.

La versión franciscana de la fundación

Edificóse este pueblo a instancia de los frailes menores, los cuales suplicaron a estos señores [los miembros de la Segunda Audiencia] que hiciesen un pueblo de españoles, y que fuese gente que se diesen a labrar los campos y a cultivar la tierra al modo y manera de España […] y no que todos estuviesen esperando repartimiento de indios.

Con estas palabras comienza el cronista franciscano fray Toribio de Motolinía, el capítulo XVII de su Tratado III “De cómo y por quién se fundó la ciudad de los ángeles y sus calidades” de su Historia de

1 Julia Hirschberg, “La fundación de Puebla de los ángeles, mito y realidad”, Historia Mexicana, El Colegio de México, v. xxviii, núm. 2 (1978), pp. 185-223.

2 Patria es “la tierra donde uno ha nacido”, por lo que compatriota es aquel “que es del mismo lugar”. Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, Ediciones Turner, 1984, p. 857.

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los indios de la Nueva España.3 La narración mencionaba que la ciudad se comenzó a edificar el día de Santo Toribio, obispo de Astorga, en la infraoctava de Pascua de Resurrección (16 de abril) de 1530. A pesar del error en el año (la fundación fue de hecho en 1531), la Historia, escrita por un testigo presencial, fue la fuente sobre la que se basaron todos los cronistas franciscanos posteriores. Motolinía señalaba que durante la fundación “entraban los indios cantando con sus banderas y tañendo campanillas y atabales, y otros con danzas de muchachos y con muchos bailes”. Después de la misa, “los indios alimpiaron el sitio y, echados los cordeles, repartieron luego al presente hasta cuarenta suelos a cuarenta pobladores”, y agrega: “y porque me hallé presente digo que no fueron más”. Nin-gún hecho prodigioso es mencionado alrededor de esa fundación.

La obra de Motolinía no se conoció en su tiempo en forma ex-tensiva pues no fue impresa, pero la utilizaron abundantemente sus hermanos de hábito, cuyas crónicas sí se editaron. La primera y más divulgada fue una extensa obra teológica conocida como Mo-narquía indiana, obra de fray Juan de Torquemada, quien la publicó en Sevilla en 1615. Este autor sigue al pie de la letra la narración de Motolinía, aunque agrega algo que éste no menciona: que él dijo la primera misa. Sin embargo, Torquemada no se queda con los hechos escuetos y, como buen retórico, agrega una serie de comen-tarios morales sobre los seres angélicos que le dieron nombre a la ciudad. El lugar había sido una sede de idolatrías, pero despoblado por las guerras durante su gentilidad, estaba reservado por Dios “para honra de sus ángeles […] pues Él quería que allí, en aquel mismo lugar, fuese edificada ciudad cuyo nombre y blasón fuese de ellos y que se conociese en la tierra, destruyendo el sitio de la falsa adoración de los ídolos”. Más adelante señalaba la razón por la que se le dio ese nombre a la ciudad: “por ser el sitio tan rodeado de gente y tan apacible fue escogido para la ciudad que se fundó con nombre de ángeles”. Al hablar de la entrada de los vecinos a la nueva fundación, Torquemada explicaba que lo hicieron: “cantan-do y bailando y tañendo campanas y atabales […] con tanto regoci-jo que parecía entonces que el regocijo que los ángeles hacen en el cielo […] cuando un pecador se convierte, se mostraba con voces y cantos de placer en las bocas de aquellos cristianos y recién conver-

3 Toribio de Motolinía, Historia de los indios de la Nueva España, edición de Edmun-do O´Gorman, México, Porrúa, 1969 (Colección Sepan Cuantos, 129) p. 187 y ss.

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tidos a la fe”. finalmente, cuando habla del intento de abandonar la fundación por las inundaciones, agrega: “aunque, como el sitio era de ángeles, lo ampararon de suerte que detuvieron a sus moradores, y después que [éstos] desaguaron sus calles, por acequias que abrie-ron, quedó tan enjuto y bueno como los muy trillados y enjutos”.4

De nuevo quedaba en evidencia la total ausencia de hechos pro-digiosos, aunque Torquemada no sería criticado por sus lectores po-blanos por esta razón, como veremos, sino por haber dado una fecha errónea de la fundación, 1530, la cual toma a la letra de Motolinía.

A fines de la misma centuria, la crónica franciscana seguía re-pitiendo las mismas noticias que Torquemada. fray Agustín de Ve-tancurt; al igual que su predecesor, aludía al triunfo de los espíritus celestes sobre la idolatría en la zona y daba a fray Toribio de Moto-linía y al oidor Salmerón el crédito de la traza, pero tampoco hacía ninguna mención a los ángeles en la fundación de Puebla.5

Sin embargo, la tradición de apariciones angélicas no era ajena a la crónica mendicante del siglo xvii. El agustino fray Juan de Gri-jalva narraba que personajes celestiales “en hábito de indios” en-tregaron la imagen del Cristo de Totolapan a fray Antonio de Roa; el carmelita fray Agustín de la Madre de Dios dejó un relato sobre ángeles que marcaron el espacio para fundar el convento del Santo Desierto de Cuajimalpa; el mismo Torquemada hizo referencia a un ángel que se apareció a la noble María Papán para anunciarle la buena nueva de la conversión de su pueblo.6 Pero fue sin duda el mercedario fray Luis de Cisneros quien puso las bases narrativas más claras para la futura narración poblana al incluir en su Historia sobre la Virgen de los Remedios la siguiente visión del negro Julián y de todos los vecinos del valle donde se estaba construyendo la ermita del cerro Totoltepec. Cada año, en el día de san Hipólito por la noche, se escuchaba entre la iglesia a medio hacer música de trompetas y flautas, se veían luces y gallardetes y a mancebos

4 Juan de Torquemada, De los Veintiún Libros rituales y Monarquía indiana, 7 v. Edición Miguel León Portilla, México, Instituto de Investigaciones Históricas, unam, 1979-1983, Lib. iii, cap. xxx, v. i, p. 426 y ss.

5 Agustín de Vetancurt, Teatro Mexicano, Tratado de la ciudad de Puebla, México, Porrúa, 1982 (Biblioteca Porrúa, 45), p. 46.

6 Juan de Grijalva, Crónica de la Orden de Nuestro Padre San Agustín en las provincias de Nueva España, México, Porrúa, 1985, p. 225 y ss. Agustín de la Madre de Dios, Tesoro escondido en el Santo Carmelo Mexicano, edición Manuel Ramos, México, Probursa/uni-versidad Iberoamericana, 1984, p. 264 y ss. Juan de Torquemada, De los Veintiún Libros rituales…, v. i, p. 324 y ss.

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hermosísimos con rostros resplandecientes que servían de peones y albañiles.7 ángeles músicos y ángeles constructores, en 1621 for-maban ya parte del imaginario que se extendía por toda la Nueva España gracias a los predicadores mendicantes y a la par que se divulgaba la veneración a la Virgen de los Remedios.

La aparición de los ángeles fundadores en Puebla

La noche de la gran festividad del nacimiento de Iesu Christo, oye-ron muchos dellos [de los indios] cantar en su propia lengua, en los ayres, el motete de los ángeles Gloria in excelsis Deo, y hasta aquella hora nunca se había oído este cantar en su lengua, y así se tiene por cierto, fue milagro sucedido por virtud divina.

Gil González Dávila, cronista español que jamás estuvo en Méxi-co, incluyó esta narración en la biografía del primer obispo fray Julián Garcés, publicada en la sección destinada al episcopado de Puebla en la primera parte de su Teatro eclesiástico (Madrid, 1649). La mención es citada dentro del resumen de una carta que el dicho prelado había escrito al papa Paulo III dando su opinión sobre la capacidad y disposición de los indios para recibir los sacramentos, y había sido publicada por el cronista dominico fray Agustín Dávi-la Padilla en 1596.8 González hizo una traducción bastante libre del original, el cual literalmente decía: “La noche en que conforme a la tradición de la Iglesia nació nuestro Salvador, muchos escucharon el Gloria in excelsis Deo entonado en su lengua por los cantores, no obstante que ese himno no estaba entonces vertido en su lengua. Lo cual arguye que el milagro ocurrió por virtud divina y no por humana industria”.9 Como se puede notar, en ningún momento el obispo daba a entender que el milagroso motete hubiera sido can-tado por ángeles, y mucho menos que se hubiera escuchado duran-

7 Luis de Cisneros, Historia de el principio y origen, progresos, venidas a México y milagros de la imagen de Nuestra Señora de los Remedios..., México, Imprenta de Juan Blan-co de Alcázar, 1621. Edición moderna: francisco Miranda, zamora, El Colegio de Mi-choacán, 1999, pp. 223-224.

8 Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santia-go de México de la orden de predicadores por las vidas de sus varones insignes y casos notables de Nueva España, Madrid, Pedro Madrigal, 1596, pp. 160-169,

9 La traducción es de René Acuña, Julián Garcés. Su alegato a favor de los naturales de Nueva España, México, Instituto de Investigaciones filológicas, unam, 1995, p. 34.

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te la fundación de Puebla. Sin embargo, al citar esta carta, la obra de González Dávila vinculaba por primera vez en un texto de gran difusión unos coros “angélicos” con el obispo Garcés.10

Posiblemente fue también el texto de González Dávila el pri-mero que dio a conocer al público español la imagen del escudo de Puebla, como aparecía ya en su versión del siglo xvi: una fortaleza con cinco torres de oro asentada en campo verde, un río que sale de su centro y dos ángeles vestidos de blanco que la franquean soste-niendo en sus manos las letras K y V alusivas a Karolus V. En esta reproducción aparecía también el lema que circundaba el escudo: “Angeles suis Deus mandavit de te ut custodiant” (Dios mandó a sus ángeles que cuidasen de ti. Salmo 90, versículo 11).11 Igual-mente se incluía la noticia de que tal título había sido otorgado a la ciudad por Carlos V el 20 de marzo de 1532.12 Sin embargo, ni texto, ni escudo, ni lema hacían alusión a ningún tipo de milagro, aunque a lo largo de los siglos xvii y xviii el papel que jugó el escudo fue determinante en la atribución de la fundación a los ángeles.

Es innegable que esta tradición ya estaba afianzada a media-dos del siglo xvii, pues en una carta pastoral del obispo Juan de Palafox se puede leer:

En obispado de ángeles, todos han de vivir y amarse con la pureza de ángeles; y los que se hallaron a la fundación, se hallarán a su pro-tección y conservación ; podremos decir con verdad de esta ilustre y santa ciudad lo que el profeta rey de la Ciudad del Señor: Angeles suis Deus mandavit de te ut custodiant.

Cita en la cual es significativa la utilización del lema del escudo de armas de la ciudad.13

10 Gil González Dávila, Teatro Eclesiástico, de la primitiva Iglesia de la Nueva España en las Indias occidentales, edición de Edmundo O´Gorman, México, Condumex, 1982, f. 70v. La obra tiene el ambicioso proyecto de dar a conocer la fundación de las principales diócesis americanas y las vidas de sus prelados. El volumen sobre Nueva España se publicó en Madrid en 1649.

11 De hecho la cita completa de dicho salmo es: Quoniam Angelis suis mandavit de te ut custodiant te in omnibus viis tuis.

12 Según Hugo Leicht, Las calles de Puebla, Estudio histórico, Puebla, Imprenta A. Mijares hermanos, 1934, p. 320, el escudo de armas se le concedió el 20 de julio de 1538, aunque el título de ciudad le había llegado desde el 25 de febrero de 1533.

13 Juan de Palafox y Mendoza, Carta Pastoral y Dictámenes de Cura de Almas. A los Beneficiados del Obispado de la Puebla de los Ángeles, Puebla, 1646, f.199. Esta mención es citada por primera vez por fray Baltasar de Medina. Ver nota 17.

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En relación a esta cita debemos recordar también que el obis-po Palafox fue un gran promotor del culto a san Miguel. Desde su llegada a la diócesis transformó el santuario de ese arcángel que existía en Nativitas, Tlaxcala, en un importante centro de devoción. Ahí, desde 1631, el obispo que antecedió a Palafox en la sede po-blana, Gutierre Bernardo de quirós, había permitido la veneración de un pozo donde el arcángel san Miguel se había aparecido al in-dio Diego Lázaro. Palafox tomó bajo su cargo la construcción de un lujoso templo y de una hospedería para el santuario y obtuvo de la Corona varias reales cédulas a su favor. No conforme con la obra material (que aún hoy ostenta los escudos de Palafox) el obis-po mandó recoger las informaciones sobre el milagro en 1643 para llevar el proceso en Roma y encargó al bachiller Pedro Salmerón que, con fundamento en ellas, escribiera la primera relación sobre la milagrosa aparición en 1645, obra que no se imprimió, pero que sirvió de base para la descripción que hiciera el jesuita francisco de florencia casi medio siglo después. Desde entonces el santua-rio de san Miguel estuvo muy cerca de la vida de Palafox, tanto que antes de salir de México rumbo a España realizó una visita al lugar con miembros de su cabildo.14

La imagen de san Miguel venciendo al dragón se había conver-tido en un símbolo de la lucha del cristianismo contra los dioses an-tiguos y este hecho no debió pasar desapercibido para el obispo de Puebla, que se había distinguido en su lucha contra la superviven-cia de idolatrías y contra los símbolos de las religiones indígenas. De hecho, desde 1561 en el día de san Miguel, Puebla realizaba una ostentosa fiesta anual, equiparable a la de san Hipólito de la capital, en la que “un pendón real” era trasladado de las casas del Cabildo a la catedral el 28 de septiembre, para celebrar al día siguiente una solemne misa en la capilla de san Miguel, misa que conmemora-ba la fundación de la ciudad.15 Los milagros de san Miguel y sus triunfos sobre la idolatría, afianzados por una suntuosa fiesta y por la promoción palafoxiana consolidaron una tradición angélica

14 Cristina de la Cruz Arteaga, Una mitra entre dos mundos, La de don Juan de Pala-fox y Mendoza, Puebla, Gobierno del Estado de Puebla, Colección V Centenario, 1992, p. 400 y ss. Ver también Antonio González Rosende, Vida y virtudes del Illmo. y Exmmo. señor Ivan de Palafox y Mendoza, Madrid, Julián Paredes, 1666.

15 Antonio López de Villaseñor, Cartilla Vieja de la Nobilísima ciudad de Puebla (1781), edición José Mantecón, introducción Efraín Castro, México, Instituto de Investi-gaciones Estéticas, unam, 1961 (Estudios y fuentes del Arte en México, 2), pp. 39 y 155.

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asociada a la ciudad de Puebla que para mediados del siglo xvii ya tenía cien años.

Pero no sólo san Miguel estuvo presente en la vida de Palafox, los ángeles formaron también parte de su leyenda. En 1689, cuan-do se recogían las informaciones para iniciar el proceso de beati-ficación del obispo poblano, el mercader Diego Ruiz de Mendiola (quien tenía entonces 75 años), rindió el siguiente testimonio sobre la rapidez con que se llevó a cabo la construcción de la catedral de Puebla: “Y tan notoria como esa admiración era la voz pública que había en toda esta ciudad de que por ministerio de ángeles se trabajaba por la noche en dicha obra, pareciéndoles a todos que de otro modo era imposible haber llegado en tan breve tiempo a la perfección que va referida”.16

Todas esas hierofanías angélicas debieron influir en la difu-sión de una tradición sobre la fundación de Puebla en la que se mezclaban las interpretaciones retóricas del nombre de la ciudad, las versiones de ángeles aparecidos mencionadas por las crónicas mendicantes y las espectaculares fiestas anuales en honor a san Miguel.

El surgimiento de la versión promovida por el cabildo de la catedral poblana

Siendo San Miguel patrono de la Ciudad de los ángeles, este ángel, en inteligencia del Padre Cornelius a Lapide Angelus habens fra viri Michael Tempi e Ecclesia Prases, que discípulo midió y delineó su plan-ta y sus edificios. Quia nandum nova urbs de qua agit erat edificata sed solum prima eius apparebat lineamenta ichnographia.17 Prosigue el citado padre para poder alabar y engrandecer aquella nobilísima ciudad.

Joseph de Goitia Oyanguren, canónigo de la catedral de Puebla al-rededor de 1670, escribió esta pieza retórica para introducir la obra

16 Expediente de la canonización de Palafox. Archivo Secreto Vaticano (Congr. Riti. Processus 2097, Proceso ordinario angelopolitano de don Juan de Palafox, ff. 117v-118v). Citado por Ricardo fernández Gracia, Don Juan de Palafox. Teoría y promoción de las artes, Pamplona, Asociación de Amigos del Monasterio de fitero, 2000, pp. 131-132. Agradezco a Iván Escamilla el haberme proporcionado estos datos.

17 La traducción podría ser: Porque de esta hizo una nueva ciudad que era edifi-cada, pero sólo la primera de ellas aparecía con las líneas de su traza.

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(editada en México en 1676) de su amigo francisco Pardo, Vida y virtudes heroycas de la madre María de Jesús, una monja poblana muerta en olor de santidad hacía varias décadas. En uno de sus párrafos, a propósito de la patria de la ilustre religiosa, el canónigo poblano aseveraba que Puebla era “ciudad de ángeles” pues “en la fundación de aquel nuevo cielo sí hubo ángeles que humildes bajasen a medirlo humanados [y no demonios que cayeron fulmi-nados por su pecado].” Agregaba después: “Hagan alarde todas las ciudades del universo de las glorias de sus fundadores, que todas fueron glorias del mundo, no eternas glorias del cielo”. finalmen-te compara Puebla con Constantinopla cuya fundación se asoció con la aparición de dos águilas de Júpiter: “Goza mi patria con las ventajas que hay de cielo a suelo, de ángeles ministros de un Dios inmenso a águilas de un Júpiter fabuloso”. Sin embargo, lo más interesante de estas alusiones no está en el texto, sino en una nota al margen (de la que está tomado nuestro epígrafe) donde cita al jesuita belga Cornelius Lapide y en la que se habla de la capacidad de san Miguel para delinear ciudades y edificios de acuerdo con una exégesis de los pasajes de Ezequiel 40 y Apocalipsis 21.18 La úl-tima de las referencias remitía a Jerusalén celeste y al pasaje de san Juan donde se describía a un ángel con una caña de oro midiendo la ciudad cuadrada. En la otra, estaban presentes las imágenes del templo de Salomón. Ambos temas habían tenido una amplia difu-sión en el imperio español a lo largo de la centuria.

En efecto, el tema de Jerusalén celeste, asociado con la Inmacu-lada Concepción, recibió gran impulso en el siglo xvii y estaba en el candelero de la discusión teológica en tiempo de Goitia, a raíz de la edición en 1670 del controvertido libro La Mística Ciudad de Dios de la Madre Sor María de Agreda. Varias pinturas novohispanas se inspiraron en ese libro y mostraban la ciudad santa con sus doce ángeles custodiando sus puertas.19 En cuanto al segundo tema, el del templo de Salomón, también recibía una gran difusión gracias

18 Joseph de Goitia Oyanguren, “Aprobación” en francisco Pardo, Vida y virtudes heroycas de la madre María de Jesús, religiosa profesa en el convento de la limpia concepción de la Virgen María, Nuestra Señora en la ciudad de los Ángeles, México, Viuda de Bernardo Calderón, 1676. francisco Pardo, quien también estaba vinculado con el círculo capi-tular, señalaba en su introducción que Puebla era: “ciudad de ángeles en la tierra”, en alusión a las muchas personas santas que en ella habitaban.

19 Antonio Rubial, “Civitas Dei et Novas Orbis. La Jerusalén celeste en la pintura de la Nueva España”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, México, primavera 1998, v. xx, núm. 72, pp. 5-35.

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a la edición en tres volúmenes que hicieron los jesuitas Jerónimo de Prado y Juan Bautista Villalpando. La magna obra intentaba re-construir el monumental edificio a partir de la visión de Ezequiel y fue publicada en Roma entre 1595 y 1606.20 Varios grabados de esta edición, de la que existían numerosos ejemplares en México, repre-sentaban ángeles, tanto en el interior del templo, frente al arca de la alianza, como en las portadas de los tres volúmenes.

Los comentarios de Goitia muestran algo que en el último ter-cio del siglo xvii se había extendido como un “rumor retórico” en el ámbito de los intelectuales poblanos: en la fundación de Puebla, los ángeles habían trazado la ciudad con cordeles. Los ángeles cantores y constructores de la tradición retórica mendicante se habían trans-formado en ángeles urbanistas. Aunque esta nota era tangencial al discurso de Goitia, su mención tendría un profundo efecto y sería citada abundantemente en el futuro, siendo el primero en hacer-lo el cronista franciscano descalzo Baltasar de Medina. Este autor, además de basarse en Torquemada y en Goitia, cita la pastoral de Palafox para avalar con su autoridad la validez de la tradición.21

Este “rumor retórico” que aludía a la capacidad de los ángeles para proyectar ciudades tuvo otro de sus iniciadores en el también canónigo poblano, contemporáneo de Goitia, Jacinto de Escobar y águila (muerto como deán de la catedral en 1671). Sobre él también tenemos una referencia indirecta en el libro Narración de la maravi-llosa aparición que hizo el arcángel San Miguel a Diego Lázaro... en Tlax-cala que, en 1692, publicó en Sevilla el jesuita criollo francisco de florencia, autor de numerosos textos sobre apariciones milagrosas novohispanas. En esta versión, el primer obispo fray Julián Garcés, que se había mostrado deseoso de cooperar con Sebastián Ramírez de fuenleal y la Segunda Audiencia en la fundación de la nueva ciudad,

[…] tuvo una noche un sueño en el que le mostró Dios el sitio en que era su voluntad fundase dicha ciudad, porque vio un llano en que ha-bía cierto ojo de agua (que estaba donde hoy es la plaza) y un río por

20 El primer volumen lleva por título In Ezechielem Explanaciones; el segundo De postrema Ezechilelis Prophetae visione; el tercero Apparatus Urbis ac Templi Hierosolymitani. Juan Antonio Ramírez et al. Dios arquitecto. Juan Bautista Villalpando y el templo de Salo-món, Madrid, Ediciones Siruela, 1991.

21 Baltasar de Medina, Chrónica de la Santa Provincia de San Diego de México, Intro-ducción fernando B. Sandoval, México, Academia Literaria, 1977, fs. 242v y 243r.

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la parte del oriente, no grande, que es el que llaman San francisco, y otro grande y caudaloso […] que es el que llaman Atoyac, por la ban-da poniente. En éste le mostró Dios unos ángeles echando los corde-les y señalando la planta de la futura ciudad y midiendo las cuadras y proporcionando las calles.

Y agrega: “De la noticia que el dicho obispo daría al Emperador se motivó la forma del escudo de armas con dos ángeles”.22 El jesuita decía haber recibido la información del canónigo, quien a su vez lo había leído en “un papel auténtico del archivo de la catedral o de la ciudad”. En la versión de Escobar referida por florencia, los franciscanos desaparecieron por completo, mientras que se resalta-ba la presencia de Julián Garcés dentro de la fundación, hecho que anteriormente nadie había mencionado.

Es significativo que los dos informantes citados por Medina y florencia fueran miembros del cabildo de la catedral angelopo-litana en la época en que era obispo de la diócesis Diego Osorio y Escobar. ¿qué estaba pasando en Puebla alrededor de 1670 que pudiera explicar la presencia de estas aseveraciones? Como mu-chas otras cosas que sucedieron en esa segunda mitad del siglo xvii, la causa de esos rumores la encontraremos en la pugna entre los franciscanos y el episcopado poblano, iniciada con la seculariza-ción que el obispo Palafox hiciera de las parroquias de la orden en 1642. Precisamente en 1666, la oposición franciscana al episcopado poblano se había visto reanimada con la llegada del comisario de la orden fray Hernando de la Rúa quien, entre otras pretensiones, exigía la restitución de las parroquias secularizadas por Palafox a los franciscanos. frente a las acusaciones que los seculares hacían a los religiosos de tener descuidada la administración parroquial y abusar de los indios, el comisario enfrentaba argumentos sobre la ineficacia de los clérigos seculares, su desconocimiento de las lenguas nativas y su dedicación a negocios mundanos. El conflicto se recrudeció poco después a raíz de un incidente acontecido en el

22 francisco de florencia, Narración de la maravillosa aparición que hizo el arcángel San Miguel a Diego Lázaro de San Francisco, indio feligrés del pueblo de San Bernabé de la jurisdicción de Santa María Nativitas (Sevilla, Tomás López de Haro, 1692). Edición Luis Nava Rodríguez, México, La Prensa, 1969, p. 61 y ss. Es significativo que el texto esté dedicado al obispo Manuel fernández de Santa Cruz quien mandó hacer la edición del texto de florencia. Como dijimos, florencia se basó en un manuscrito inédito del bachiller Pedro Salmerón que Palafox había mandado elaborar.

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pueblo tlaxcalteca de Topoyanco, donde el guardián franciscano y el clérigo secular se liaron a golpes porque el segundo se apropió de los cantores del pueblo y los franciscanos no podían hacer la fiesta del titular. El apoyo del obispo Diego Osorio y Escobar a su clérigo desató una serie de diatribas por parte de De la Rúa.23

La situación se enrareció aún más con la llegada a la sede ar-zobispal en 1668 de fray Payo Enríquez de Ribera, un agustino re-formador que apoyó a su colega, el obispo de Puebla, en su lucha contra los franciscanos. De la Rúa, junto con fray francisco de Aye-ta organizó una campaña impresa contra los obispos y conminó a los frailes a la desobediencia, situación que sufrió un estancamien-to en 1671, cuando el comisario fue depuesto y enviado a España. Ese mismo año salía un incendiario memorial firmado por De la Rúa y Ayeta que la Inquisición recogió a instancias de los obispos novohispanos. En esta situación de pugna los canónigos poblanos comenzaron a extender el rumor de la fundación milagrosa de Pue-bla gracias a un sueño del primer obispo, haciendo caso omiso en su narración de la presencia franciscana.

Entre 1671 y 1680 los conflictos sufrieron un enfriamiento has-ta que en 1680 regresó a reavivar el fuego el antiguo colaborador del comisario De la Rúa, fray francisco de Ayeta. Este franciscano fue nombrado procurador de los franciscanos del Santo Evangelio de México ante la corte española, a donde se trasladó en 1683, y desde entonces hasta 1700 se dedicó a reactivar el estancado proce-so que se había abierto para recuperar las parroquias secularizadas en Puebla y a defender todos los casos que los franciscanos tenían contra los obispos. Ayeta se encontró muy pronto con la oposición de éstos, encabezados por el obispo poblano Manuel fernández de Santa Cruz, sucesor de Osorio de Escobar.24 El nuevo prelado insis-tió en que los religiosos debían someterse a la dignidad pastoral y renunciar a las doctrinas, pues quienes las administraban estaban muy lejos del ideal apostólico de los frailes de los primeros tiempos novohispanos. Insistía, además, que si los religiosos no desarrolla-ban misiones entre infieles, lo natural era que estuvieran encerra-

23 francisco de Ayeta, Crisol de la Verdad... manifestada en defensa de dicha su pro-vincia sobre el despojo y secuestro de las treinta y un doctrinas de que la removió el Reverendo obispo don Juan de Palafox, Madrid, 1699, fols. 77v y ss.

24 Antonio Rubial, “La mitra y la cogulla. La secularización palafoxiana y su im-pacto en el siglo xvii” en Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, zamora, El Colegio de Michoacán, v. xix, núm. 73, invierno 1998, pp. 237-272.

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dos en sus claustros, sobre todo los franciscanos, cuya regla era, de todas las de los mendicantes, la que menos permitía el oficio parroquial.25 El tema de la fundación de Puebla por Garcés volvía a estar en el candelero y fue entonces que Santa Cruz promovió la publicación del padre florencia sobre san Miguel.

Es por demás significativo que ni Florencia, ni ninguno de los cronistas poblanos posteriores, hiciera mención del hecho que el primer biógrafo de fray Julián Garcés, su hermano de hábito fray Agustín Dávila Padilla, no sólo no mencionó el supuesto sueño a lo largo de los dos capítulos dedicados en su crónica a la vida de Garcés, sino que ni siquiera asoció a éste con la fundación de Pue-bla. Hubiera sido contraproducente mencionar un texto que im-pugnaba la percepción milagrosa de la fundación.26 Las noticias nos hablan por tanto de la necesidad del clero secular de relacionar la fundación urbana con el episcopado y arrebatar con un hecho milagroso la gloria fundacional a los franciscanos.

Con el sueño de Garcés los obispos poblanos de fines de la centuria, reforzaban la idea de la ciudad como una episcópolis (en términos de fernando de la flor), pues el ordinario era el único representante del poder que podía dialogar con todos los actores sociales.27 Detrás de los “rumores retóricos” de los dos canónigos y de la publicación de florencia debemos imaginar una campaña orquestada por los obispos Diego Osorio de Escobar y Llamas y Manuel fernández de Santa Cruz quienes, al dar el protagonismo de la fundación al primer obispo de la diócesis, buscaban conceder una preeminencia al episcopado sobre los religiosos, quienes cues-tionaban su autoridad para secularizar parroquias y sujetar a las órdenes. En esta versión, era necesario que la participación francis-cana en la fundación de Puebla quedara silenciada.

25 fernández de Santa Cruz (ca. 1693), Consulta que hace a Su Magestad el obispo de la Puebla de los Ángeles, habiendo visto un libro intitulado Defensa de la Verdad (Puebla), Centro de Estudios de Historia de México, Condumex, Colección Puebla, 098 fER, inv. 31211, fols. 6v y ss.

26 Agustín Dávila Padilla, Historia de la fundación y discurso de la provincia de Santia-go de México de la orden de predicadores por las vidas de sus varones insignes y casos notables de Nueva España, Madrid, Pedro Madrigal, 1596, p. 153 y ss.

27 fernando de la flor, Barroco: representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680), Madrid, Cátedra, 2002, p. 148. En Puebla, Valladolid y Oaxaca, los obispos tenían enorme autoridad, ya que el funcionario civil de más alto rango en la ciudad era el alcalde mayor. En Puebla la labor constructiva y fundadora de los obispos Palafox, Osorio y Santa Cruz fue tan determinante que me pareció apropiado el uso del término “episcópolis” para expresar una concepción diocesana de la ciudad.

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A principios del siglo xviii, la leyenda había quedado afianzada en los estratos cultos clericales poblanos. En adelante sería explo-tada por ellos, aunque ya no con una finalidad detractora hacia los franciscanos, sino con otra muy distinta a la que motivó su creación.

La fundación de Puebla en el discurso patriótico

[Puebla] es verdaderamente el Cuello y Garganta del bastísimo cuer-po de esta América Septentrional […] No habrá Nación, ni gente tan peregrina en el mundo, a cuya noticia no haya llegado la fama de la Puebla de los ángeles, aplaudida y famosa en los Anales, celebrada en las historias, delineada en Mapas, copiada en Pintura y notada de todos los Geógrafos en sus tablas, no le han dado tanto vuelo las plumas de los diligentísimos escritores que se empeñaron en reco-mendar sus prerrogativas a los distantes, cuanto es bastante a exaltar la grandeza de su nombre.

Este texto del dominico poblano fray Juan de Villa Sánchez, inserto en su obra Puebla sagrada y profana, es un ejemplo de la abundan-te literatura dedicada a exaltar a la segunda ciudad del virreinato como una urbe excepcional. De hecho, entre 1720 y 1790 se gestó en Puebla un fenómeno sin precedente y sin parangón en la Nueva España: la gestación de una crónica patria que exaltaba a Puebla como el paradigma de las ciudades del orbe. A lo largo de la cen-turia esos cronistas patrióticos poblanos, junto con la descripción de edificios y de vidas ejemplares, refirieron hasta la saciedad los hechos que dieron origen a la fundación de su urbe, dieron la lista de los treinta y tres primeros fundadores y revisaron los papeles de los archivos que podían demostrar sus aseveraciones. En sus des-cripciones era imposible ignorar las diversas versiones que existían sobre el hecho y lo que hicieron fue integrarlas, sin cuestionar a menudo las contradicciones que existían entre ellas. Estas historias constituyen un termómetro de lo que los dirigentes intelectuales y políticos poblanos pensaban y creían, a pesar de que ninguna de ellas fuera impresa en su época.

El primero de esos cronistas fue Miguel de Alcalá y Mendiola, cura párroco de San Juan de los Llanos y rector del orfanato de San Cristóbal de Puebla. Este autor, en su Descripción en bosquejo escrita entre 1714 y 1746 e inédita en su tiempo, elucubraba que el nombre

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de los ángeles pudo deberse a dos circunstancias milagrosas, ante-riores incluso a la misma fundación de la ciudad: el rescate de cau-tivos en el cerro de Belén por angélicos espíritus de acuerdo a una tradición “prehispánica” o la presencia de esos mismos seres apa-recidos en el cielo durante la conquista. Este autor parece ignorar la leyenda del sueño de Garcés. Tampoco le da excesivo énfasis a la presencia franciscana y sólo repitió las vagas alusiones de Baltasar de Medina y de Goitia sobre “los cordeles que echaron los ángeles en este sitio”. Y agrega:

[…] los varones y matronas esclarecidas que había producido esta ciudad serían unos y otros algún día apacible argumento de sus vigi-lias, con que algunos motivos hubo y tuvieron para darla este honorí-fico título, nombrando también por su patrón al glorioso arcángel San Miguel como príncipe de la milicia celestial, cuya solemnidad y fiesta celebra con aplauso todos los años, asistiendo en forma la Ciudad.

Empapado del espíritu de la Contrarreforma, Alcalá concluye di-ciendo:

felices tiempos para la América, pues cuando una chispa del infernal Lutero, dejó infestada con abominaciones diabólicas y heréticas de su maldita secta parte de la Europa, en este nuevo mundo se levantaban altares en honor de la fe católica, y en el de María Santísima en su Concepción y de nuestro patrón y defensor San Miguel.28

Alcalá no se había comprometido con ninguna de las versiones fundacionales y resulta bastante extraño que no mencionara, ni siquiera de paso, el sueño de Garcés. Más específicos fueron al respecto sus dos contemporáneos, el predicador dominico Juan de Villa Sánchez y el escribano mayor y notario apostólico de la curia eclesiástica Diego Antonio Bermúdez de Castro, ambos ami-gos muy cercanos. En 1746 concluía el primero su Puebla sagrada y

28 Miguel Alcalá y Mendiola, Descripción en bosquejo de la Imperial Cesárea muy noble y muy leal ciudad de Puebla de los Ángeles. Edición Ramón Sánchez flores. Puebla, Bene-mérita universidad Autónoma de Puebla, 1997. (Editado parcialmente por Mariano Cuevas quien atribuyó erróneamente el texto a Miguel zerón zapata, La Puebla de los Ángeles en el siglo xvii. Narración del dibujo amoroso que ideó el efecto: noticia de la creación, principio y erección de la nobilísima ciudad de la Puebla de los Ángeles, México, Editorial Patria, 1945.)

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profana, el mismo año que el segundo dejaba inconcluso por muerte su Teatro Angelopolitano. En ambos textos inéditos en su tiempo, se recogían, sin cuestionarlas, todas las tradiciones sobre la fundación de Puebla y se daba un enlistado de los principales escritores que habían dado noticias sobre el asunto, desde González Dávila hasta Alcalá y Mendiola. El más prolijo en esas descripciones, sin duda, fue Bermúdez, quien por lo menos menciona cuatro versiones del hecho.

La primera hacía referencia a “una antigua e inmemorial tra-dición” de una visión que los indios tuvieron de la Virgen rodeada de ángeles y dos de ellos trazando las calles. Bermúdez utilizaba de nuevo la asociación que insinuara Goitia entre la visión angélica que tuvo san Juan de la Jerusalén celeste y la traza con aéreos corde-les de Puebla. Esto hacía que la segunda tuviera una hermosura y perfección similares a las de la ciudad descrita por el Apocalipsis.

Y habiendo sido los que midieron sus calles no otros que de la misma especie del que, por orden del Altísimo, niveló la Sagrada Sión, se puede con mediano discurso inferir la hermosura que tendrá esta Ciudad Angélica, por sus bien dispuestas calles, hermosos templos, ricas casas y oficinas, con su forma y figura cuadrada.29

La segunda versión señalaba:

[…] después de haber celebrado con toda devoción de pontifical la misa, el ilustrísimo don fray Julián Garcés primer obispo de Tlaxcala el día 29 de septiembre del año de 1529 al arcángel San Miguel, tu-telar y patrono de esta ciudad, salió al campo y discurriendo por el desierto sitio en que hoy está su población en compañía de los ilus-tres caballeros que después la fundaron, oyeron una celestial divina música en el lugar que ocupa su catedral con iglesia, como que en su día hacían alarde los ángeles de aplaudir a su príncipe [San Miguel] en el lugar y paraje en donde después se le habían de rendir devotos anuales cultos y con sagrar en las aras incruentos sacrificios.

29 Diego Antonio Bermúdez de Castro, Teatro Angelopolitano, edición facsimilar de la de Nicolás León de 1908, Puebla, Junta de Mejoramiento Moral, Cívico y Ma-terial del Municipio de Puebla, 1985, p. 148. El tema ha sido estudiado por Martha fernández, “La Jerusalén Celeste: imagen barroca de la ciudad novohispana”, en Barroco Iberoamericano. Territorio, Arte, Espacio y Sociedad, Sevilla, Ediciones Giralda, 2001, pp. 1211-1229.

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Aunque desde el siglo xvii san Miguel fungía como uno de los pa-tronos de la ciudad y su fiesta era celebrada con gran boato, nadie había mencionado esta aparición el día de su fiesta.

A continuación Bermúdez daba la tercera versión, tomada li-teralmente del padre florencia con el sueño de Garcés, de la cual “dieron noticia numerosos autores”, entre los que sólo menciona a fray Sebastián de Santander y Torre, dominico oaxaqueño, en su Vida de la Venerable Madre María de San José.30

finalmente mencionaba la cuarta versión recogida de la tradi-ción franciscana de Torquemada sobre la fundación de la ciudad el día de santo Toribio de 1530; fundación que tuvo por finalidad “el que cesasen [los españoles] de pretender las encomiendas y repartimien tos de los miserables indios [para lo cual el presidente de la Audiencia] cometió a los religiosos franciscanos el que solici-tasen paraje acomodado para la situación de la nueva ciudad”.31

fray Juan de Villa Sánchez, con otro objetivo en su obra Pue-bla sagrada y profana, sólo mencionaba las últimas dos versiones y corregía la fecha de fundación: “cayó en mil quinientos y treinta y dos, no de treinta como escribió el Padre Torquemada porque en este año de treinta aún no gobernaba la Audiencia del Señor Obis-po don Sebastián Ramírez, cuyo gobierno empezó por agosto del año de treinta y uno”.32 Villa Sánchez había escrito su obra en res-puesta a un cuestionario enviado por José Antonio de Villaseñor y Juan francisco Sahagún de Arévalo, quienes formaban parte de la comisión para la recopilación de información geográfica ordenada por el rey en 1741. Junto con las noticias de la fundación de Puebla, el dominico aprovechó la ocasión para señalar una serie de causas del lamentable estado de miseria en que se encontraba la ciudad, entre otras, por el decaimiento del comercio.

fray Juan de Villa Sánchez había sido nombrado por su ami-go Bermúdez como albacea de sus bienes y difundió sus noticias

30 Sebastián Santander y Torres, Vida de la Ven. madre sor María de San Joseph, reli-giosa agustina recoleta de Santa Mónica de Puebla y la Soledad de Oaxaca, México, Herederos de la Viuda de Miguel de Rivera, 1723. Sevilla: 1725.

31 Bermúdez de Castro, Teatro Angelopolitano…, pp. 7 y 8. 32 Juan de Villa Sánchez, Puebla Sagrada y Profana. Informe dado a Su Muy Ilustre

Ayuntamiento el año de 1746 […] Instruye de la Fundación, Progresos, Agricultura, Comercio etc. de la espresada Ciudad. Editada por primera vez por francisco Javier de la Peña, Puebla, Casa de José María Campos, 1835. Aquí utilizo la edición facsimilar más recien-te de francisco Téllez y María Esther López-Chanes, Puebla, Benemérita universidad Autónoma de Puebla, 1997, p. 12 y ss.

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entre quienes quisieran escucharlas. uno de ellos fue su hermano de hábito, fray Juan de la Cruz y Moya, quien escribía entre 1756 y 1757 una crónica de su provincia de Santiago en la que repite los viejos argumentos de Goitia y cita de nuevo la pastoral de Palafox para concluir que: “Parece, pues, constante ser esta católica ciudad, como la ciudad Dios, no sólo por decirse de ella cosas grandes y gloriosas, sino también por haberla fundado el Señor por el minis-terio de sus ángeles”.33

fray Juan de Villa Sánchez también facilitó en 1757 una copia del Teatro Angelopolitano al abogado y polígrafo poblano Maria-no fernández de Echeverría y Veytia, quien en esos años iniciaba su labor historiográfica sobre su ciudad natal, labor que quedaría truncada por su muerte acaecida en 1780. En Historia de la fundación de la ciudad de la Puebla de los Ángeles, este autor intentó integrar en una narración coherente las diversas versiones, dando razones para explicar sus contradicciones y puntualizando errores en las fechas. Con todo, el discurso de Veytia privilegiaba la versión milagrosa del sueño de Garcés otorgándole la “veracidad” de una tradición inmemorial que debía ser tomada como histórica según las tesis de algunos eruditos: “Refiero el suceso, cumpliendo con las leyes del historiador, como lo he oído desde mi niñez a personas doctas, juiciosas y timoratas que lo aprendieron de sus mayores y como le hallo en documentos que tengo entre manos”.34

Veytia aseguraba que el sueño se dio “la víspera del Arcángel San Miguel en su festividad (29 de septiembre de 1530)”. Al des-pertar Garcés hizo llamar a los religiosos franciscanos que se halla-ban en Tlaxcala (entre los cuales estaba fray Toribio Motolinía que era guardián) “y a otras personas distinguidas y de su confianza, así españoles como indios, les refirió el sueño y les dijo que estaba resuelto a salir en persona a reconocer la tierra, por si en ella halla-ba el sitio que se le había mostrado en el sueño, para cuyo efecto quería que le acompañasen”.35 En lo sucesivo sigue la narración de florencia.

33 Juan José de la Cruz y Moya, Historia de la Santa y Apostólica Provincia de Santiago de predicadores de México de la Nueva España (1757), edición Gabriel Saldivar, 2v, México, Editorial Porrúa, 1954-55, p. 170.

34 Mariano fernández de Echeverría y Veytia, Historia de la fundación de la ciudad de la Puebla de los Ángeles en la Nueva España, su descripción y presente estado, 2v, 2a. ed., edición de Efraín Castro Morales, Puebla, Ediciones Altiplano, 1962-1963, v. i. p. 41.

35 Ibidem, v. i, p. 42.

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En tiempos de Veytia debió haber impugnadores del prodigio como nos lo deja entrever esta acotación: “No hacer pues aprecio de esta tradición, negarle el asenso o impugnarla sin argumentos muy convincentes que asegurasen una robusta probanza sería ne-cedad e imprudencia”.36 Con todo, el sueño de Garcés y su visita al sitio no fueron actos de fundación de la ciudad, la cual es atribuida por Veytia a los franciscanos, aunque no en 1530 (como decía Tor-quemada) sino en 1531, año en que sí coincidieron el día de santo Toribio con la octava de la Resurrección.37 Esta primera fundación, que Veytia sitúa en el Alto de San francisco, fue abandonada por una inundación en el verano de 1531, pero para el 29 de septiembre de ese mismo año se estaba refundando la ciudad en su emplaza-miento actual. Aquí el historiador poblano utilizaba la tradicional fecha conmemorativa, el día de san Miguel, aunque resultara en la lógica poco convincente una refundación tan inmediata a la catás-trofe.38 Veytia es también el primero que matiza la lista de funda-dores, dada la existencia de dos fundaciones.

Para el historiador poblano fray Julián Garcés no había fun-dado Puebla, pero en cambio había sido el inspirador de su es-cudo. Veytia dedicó todo el capítulo xix de su obra a “elucubrar” sobre los sucesos que llevaron al rey a darle a la ciudad dos ángeles como emblema. Él no cree como florencia que el obispo dominico contara su sueño directamente al rey (pues su publicidad hubiera resultado contraria a “su humildad y modestia”) sino que “pudo ser el señor don fray Juan de zumárraga”, quien en 1532 regresó a España, el que narró al soberano las circunstancias del sueño y del terreno de la ciudad, con lo cual éste ideó el escudo de armas. Esto explicaría el porqué una primera cédula en la que la reina concedió el escudo (fechada, según Gutiérrez Dávila, el 20 de marzo de 1532) no aparecía por ningún lado: “porque la humildad del santo pre-lado, viendo que por ella no sólo se hacía más público, sino que se autorizaba su misterioso sueño y esto redundaba en aplauso suyo,

36 Ibidem, v. i, p. 48.37 Esta fecha es posiblemente también errónea pues en una carta de fray Luis de

fuensalida, fechada el 27 de marzo de 1531, ya se describe Puebla como “un pueblo de cristianos, todos labradores y granjeros”, francisco del Paso y Troncoso, Episto-lario de Nueva España (1505-1818), México, Antigua Librería de Rodredo (Biblioteca Histórica Mexicana de Obras Inéditas), 1939-1942, vol. v, ii, p. 34.

38 En noviembre de 1532 Salmerón aún estaba discutiendo con los franciscanos “el asiento y sitio” que había de tener la nueva población. Julia Hirschberg, “La fundación de Puebla…”, pp. 189-223.

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la pudo suprimir y ocultar”. Veytia llegó incluso a insinuar que esa Real Cédula era: “aquel papel auténtico que dice el padre floren-cia, que le aseguró haber visto al doctor Jacinto de Escobar en uno de los archivos de la Catedral, o la Ciudad, que sería sin duda de la Catedral.”39 Termina por aseverar que los escudos de armas y las figuras que los componen, mantienen “la memoria de una hazaña heroica, de un hecho ilustre o de un acaecimiento raro y prodigio-so”, por lo que el escudo de Puebla se convertía en la mejor prue-ba de la veracidad del sueño de Garcés. Mariano Veytia fue, entre todos los cronistas poblanos, el único que intentó darle una orde-nación cronológica y una explicación lógica a las contradictorias versiones de la fundación. Aunque su obra quedó también inédi-ta, debió tener bastante difusión gracias al cabildo de la ciudad, cuerpo al cual Veytia exaltó en su obra como eficaz organizador del bien social y como “el lugar por el que la ciudad se dignifica”.40 La historia del escudo que Veytia narró debió convertirse en la versión oficial que se narraba en los actos públicos.

Por las fechas en que Veytia moría, otro poblano cercano al cabildo, el agrimensor Pedro López de Villaseñor, componía su Cartilla Vieja de la Nobilísima ciudad de Puebla (1781). Con un acce-so irrestricto al archivo del ayuntamiento, a causa de su habilidad para leer “letra gótica”, este autor pudo consultar documentos ori-ginales de los cuales incluyó numerosos traslados en su obra. A diferencia de la narración armónica y secuencial de Veytia, la de López es una caótica recopilación de documentos insertados en medio de una sarta de elucubraciones metafísicas que asociaban la fundación de Puebla con fray Juan de zumárraga y con la aparición de la Virgen de Guadalupe. López hizo tabla rasa de todo lo di-cho con anterioridad, propuso nuevas fechas y nuevos personajes y, con bases documentales que manejaba de manera muy liberal, lanzó aseveraciones insólitas. Para este autor, la fundación de la ciudad había sido el día de san Miguel (29 de septiembre) de 1531 y

39 Mariano fernández de Echeverría y Veytia, Historia de la fundación..., v. i, p. 197 y ss. Este autor señala que la primera cédula conservada en que se da a Puebla su escudo es del día 20 de julio de 1538 y ella “ministra otra nueva prueba de la verdad de la tradición del sueño del señor obispo, porque sea cierta o no la expedición de la anterior […] es indubitable que cuando la Ciudad pide esta gracia, en los años de 1534 y 1537, deja enteramente al arbitrio del Soberano la figura y forma del es cudo y sólo pide la corona”.

40 Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Puebla: orígenes de su territorialidad y autoima-gen”, Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, 42, Colonia/Weimar, Viena, 2005, pp. 59-76.

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en ella habían concurrido “tres ilus trísimos señores obispos, prín-cipes de la Iglesia”: fray Julián Garcés, primer obispo del reino que la había solicitado, después por supuesto, de su prodigioso sueño; fray Sebastián Ramírez de fuenleal (llegado en agosto de ese año), quien como cabeza de la Segunda Audiencia la mandó ejecutar; y el señor fray Juan de zumárraga, quien puso la primera piedra de la catedral para efectuar la fundación de la ciudad.41

López siguió la tradición del sueño fundador, sin mencionar su fecha; sin embargo alteró el contenido de la narración para de-mostrar que la primera catedral estuvo en la iglesia del Santo ángel Custodio y no en la actual plaza. Después de que los ángeles se aparecieron a Garcés en el sueño “y habiendo venido en su deman-da [¿al sitio que ocuparía la ciudad?] vio a los ángeles en figura de mancebos muy gallardos, donde hoy es la santa iglesia catedral, y cuando llegó a ellos ya se habían retirado hasta donde hoy es la iglesia del Santo ángel Custodio”. Dice que no tiene pruebas para aseverar esto, “pero se debe inferir así por un decreto de su ilustrísi-ma, en que mandó a los curas de esta ciudad que no permitieran la residencia de los canónigos en la primera iglesia que se erigió el día de la fun dación”. Esta extraña incoherencia argumental se observa también en las pruebas para demostrar la autenticidad del sueño de Garcés. Después de citar una carta en la que el ayuntamiento de la ciudad le disputaba al primer obispo dominico el no pagar al cura que tenía beneficiado para Puebla, López concluye: “por donde se ve que no hubo, ni pudo haber colusión entre la Ciudad y el señor obispo para asentar la tal posición. Con que se prueba que medió el sueño misterioso para la fundación de la ciudad”.42

Pero no acaba ahí el disparatado discurso de López; después de hablar de Garcés, el autor abre un capítulo para “demostrar” la relación entre la dedicación de la catedral a la Inmaculada Con-cepción de María y el patronazgo de san Miguel sobre la ciudad. Entre los descabellados argumentos que maneja están: porque la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe a los 73 días de funda-da esta ciudad por zumárraga alude al “número de años que vivió Nuestra Señora la Virgen María, según la más probable opinión”; porque las cinco torres del escudo aludían a las cinco letras del santo nombre de María; “por que el haberse fundado la ciudad en

41 López de Villaseñor, Cartilla Vieja…, pp. 39 y 40.42 La carta es del 24 de octubre de 1534, ibidem, p. 151 y ss.

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tierra virgen, libre de los sacrificios que los indios tanto frecuen-taban” fue previsto por el arcángel; porque fueron los fundadores treinta y tres y una viuda, “número figurativo de la edad de Jesu-cristo, Nuestro Señor y la viuda dice con no concedérsele a las armas la corona [aunque este atributo fue solicitado por los poblanos]”.43

Resulta paradójico que frente a este esoterismo, López apor-te noticias documentales reveladoras de lo que fue la verdadera fundación y que a veces contradicen incluso sus aseveraciones. un ejemplo es la edición de una carta de la reina a la Audiencia (Ocaña, 18 de enero de 1531) en la que se pone en tela de juicio la supues-ta participación de fray Julián Garcés en la fundación de Puebla y muestra en cambio lo que era su idea original: crear una ciudad es-pañola en la misma Tlaxcala.44 Por otro lado, es significativo que los franciscanos no aparezcan en la relación de la fundación sino hasta 1532, como lo mencionan varios documentos de ese año (“insertos –dice el autor– en el Suplemento del libro número 1 que formé”), y están vinculados con el complejo proceso de lo que debió ser la elección de un sitio.

López y casi todos los cronistas poblanos se vieron forzados a insertar la narración franciscana porque su presencia avalaba la de los otros fundadores, las treinta y tantas familias que la mayoría de los cronistas enumera prolijamente, y los alcaldes y regidores del ayuntamiento quienes constituían el núcleo polí-tico de la ciudad, y que a menudo estaban detrás de la promo-ción de tales narraciones. Por esto, no solamente era importante conservar la versión de la fundación franciscana, sino también mantener la tradición del sueño de fray Julián Garcés, pues éste mostraba la intervención divina. Así, el hecho milagroso, nacido originalmente en el ámbito capitular catedralicio, se convertía no sólo en la explicación más factible del escudo de armas, sino además en el símbolo más representativo de la ciudad, símbolo que unía a todos los sectores urbanos alrededor de una ideología patria.

43 Los argumentos en ibidem, p. 39 y ss. La última referencia hace alusión a una concesión de la monarquía que sólo se daba a algunas ciudades que tenían el título de real y que consistía en ostentar en el escudo una corona.

44 “Y nos suplicó [fray Julián Garcés] y pidió merced mandáramos poblar de cris-tianos españoles el pueblo de la cabeza del dicho obispado, porque con esto la dicha provincia se conservaría y acrecentaría, y él podría residir en ella y hacer las cosas que es obligado como prelado”, ibidem, p. 36.

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En el tiempo que Puebla estaba creando y consolidando su mito fundador, la tercera ciudad del virreinato, querétaro, hacía lo mismo con el suyo. A principios del siglo xviii, los franciscanos del Colegio de Propaganda Fide recién fundado, basados en una “tradi-ción indígena”, propagaron la versión, desconocida hasta enton-ces, de que querétaro había sido fundado después de una batalla contra los chichimecas en la que se había aparecido Santiago junto a una cruz de piedra, reliquia maravillosa que el colegio custodia-ba. Para confirmar la veracidad del hecho narrado por la tradición indígena, fray francisco Xavier de Santa Gertrudis, cronista del hecho prodigioso, daba como prueba de tal aseveración el propio escudo de armas de la ciudad, otorgado por felipe IV en 1665.45 Al igual que en Puebla, el escudo de armas había sido tomado como base para elaborar una historia fundacional prodigiosa. querétaro, a diferencia de Puebla, no era sede episcopal y a pesar de su im-portancia económica, no tenía el prestigio ni los blasones de una ciudad principal.46

Detrás de estos mitos fundacionales debemos ver algo más que una elaboración forjada por el clero y los cabildos locales para for-talecer su poder. La necesidad de afianzar un espacio propio den-tro del territorio novohispano por parte de las élites de Puebla y querétaro nacía de la preeminencia indiscutible de la capital, Méxi-co Tenochtitlan, que desde fines del siglo xvii imponía sus símbolos a todo el territorio. frente a ella, y como argumento para defender fueros y privilegios, los dirigentes intelectuales de Puebla y queré-taro forjaron mitos fundadores basados en prodigios que mostraban una elección celestial. frente al mito pagano del águila y el nopal de la fundación de México, las dos ciudades enfrentaban sus mitos cristianos que referían la presencia de ángeles, santos y prodigios en sus orígenes. Muestra de tal actitud es la siguiente aseveración de Diego Antonio Bermúdez de Castro en su Teatro Angelopolitano:

Glóriese enhorabuena la Imperial, Insigne y Cesárea ciudad de Méxi-co, con las riquezas y maravillas que la ilustran, que con todas ellas

45 Ver Antonio Rubial, “Santiago y la cruz.de piedra. La mítica y milagrosa fun-dación de querétaro, ¿una elaboración del Siglo de las Luces?” en Ricardo Jiménez editor, Creencias y prácticas religiosas en Querétaro. Siglos xvi-xix, México, universidad Autónoma de querétaro/ Plaza y Valdés editores, 2004, pp. 25-104.

46 fuera de estas dos ciudades ninguna otra en Nueva España elaboró mitos fun-dadores prodigiosos.

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no tuvo los piadosos fundamentos que ésta de la Puebla; pues le viene ajustado el glorioso timbre y plausible blasón de intitularse la Santa Ciudad de la Puebla de los ángeles […] pues siendo esta ciu-dad medida y delineada por los espíritus angélicos, como quiera que estos son Moradores de la Santa Jerusalén, se puede discurrir sin vio-lencia que es al dicho de su fundación gloriosa Teatro de Celestiales Espíritus y convenirlo por eso el distintivo característico de Angélico y Santo.

Sin embargo, detrás del mito angélico no sólo estaba presente la competencia con la capital; en el caso de Puebla, esta exaltación res-pondía también a una situación social y económica crítica. Desde fi-nales del siglo xvii Puebla se vio afectada por una serie de reformas que ocasionaron una recesión de la que la ciudad no se recupera-ría en toda la centuria. Desde 1697 el gobierno municipal perdió el privilegio de cobrar las alcabalas (de cuyo pago ellos estaban, por supuesto, excluidos). Los malos manejos hicieron imposible pagar a la Corona los derechos debidos, por lo que el rey envió a Juan José de Veytia y Linaje como superintendente de la Alcabala y poco des-pués como alcalde mayor de Puebla y teniente de Capitán General. Sus reformas golpearon duramente al ayuntamiento y a los criollos terratenientes.47 Poco después, la consolidación de la feria de Jalapa entre 1722 y 1729 afectó los intereses de los comerciantes poblanos y su control sobre el sureste novohispano; esta situación fue am-pliamente comentada por los mismos cronistas de la ciudad (como Villa Sánchez, Bermúdez y Veytia), quienes mencionan igualmente la desaparición de obrajes textiles como causa de empobrecimien-to. En gran medida, esa decadencia se debió también al desarrollo del Bajío, que no sólo usufructuó la expansión de la economía mi-nera del norte, sino también desvió recursos e inversiones de la capital que antes beneficiaban a Puebla, tales como el abasto de granos y el de textiles.48 A esta situación se agregaron varias catás-trofes, lluvias torrenciales, temblores de tierra y epidemias (la de 1737 fue devastadora para Puebla) que disminuyeron los recursos

47 Gustavo Rafael Alfaro, “La lucha por el control del gobierno urbano en la época colonial. El cabildo de la Puebla de los ángeles. 1670-1723”, tesis inédita, facultad de filosofía y Letras, unam, México, 2000, p. 170 y ss.

48 Juan Carlos Garavaglia y Juan Carlos Grosso, “La región de Puebla Tlaxcala y la economía novohispana (1680-1810)”, en Puebla, de la Colonia a la Revolución, Estudios de historia regional, Centro de Investigaciones Históricas y Sociales, Benemérita univer-sidad Autónoma de Puebla, 1987, pp. 73-124.

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humanos y amenazaron con producir brotes de violencia social. En los albores del siglo xviii Puebla había experimentado el final de su edad de oro para entrar en un declive económico; la prosperidad, que había producido una acelerada actividad constructiva durante el siglo xvii, daba paso a un estancamiento del que Puebla no se re-cuperaría.49 frente a una realidad económica depresiva, los pobla-nos fortalecieron sus glorias en el terreno simbólico de la fundación angélica.

Es muy significativo en este sentido que, a diferencia de la ca-pital, Puebla, haya ignorado en su mito fundador al mundo indí-gena y que esa ausencia marcara la identidad urbana con un fuer-te signo hispánico. De hecho eso se puede observar en todos los ámbitos. Nancy Fee, en su estudio sobre las fiestas de entradas de virreyes concluye que los poblanos “elogiaban a España como una fuente de autoridad cultural y política y promovían y abanderaban a la ciudad de Puebla como la maravilla española privilegiada del Nuevo Mundo”. Por esto, las élites trataron de hacer invisible la presencia de los indígenas en las festividades, por lo menos en las descripciones retóricas que se hacían de ella. Aunque de hecho los indígenas de la ciudad organizaban sus propias ceremonias de re-cepción de manera independiente.50

Para el universo mental de los novohispanos del siglo xviii los símbolos religiosos y los prodigios eran más valiosos y determinan-tes desde el punto de vista probatorio que cualquier instrumento jurídico. Puebla había generado, a lo largo del tiempo, una historia sagrada en la que personajes como fray Sebastián de Aparicio, sor María de Jesús Tomellín o Juan de Palafox fortalecían el orgullo de ser una ciudad sagrada que producía santos. Sus imágenes mi-lagrosas –como la Virgen de la Defensa– eran prueba de que sus habitantes tenían la protección del cielo. La fundación angélica era un testimonio más del destino sagrado de esta ciudad. Como lo señala fernando de la flor, las directrices tridentinas propusieron

49 Frances L. Ramos, “Arte efímero, espectáculo y reafirmación de la autoridad real en Puebla durante el siglo xviii: la celebración en honor del Hércules borbónico”, Relaciones, v. xxv, núm. 97 (invierno 2004), pp. 179-218. Rosalva Loreto, Los conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo xviii, México, El Colegio de México, 2000, p. 34.

50 Nancy fee, “La entrada Angelopolitana. Ritual and Myth in the Viceregal Entry in Puebla de los Angeles”, The Americas, 52, núm. 3 (1995): 284. Esta autora compara Puebla con Lima en esta necesidad de mostrarse como ciudad hispana.

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la creación de “ciudadelas de la Contrarreforma”, una suerte de geografía sagrada en la que algunas ciudades eran elegidas “por su trascendencia en el plano de lo imaginario”. Puebla –al igual que lo fue Toledo a fines del siglo xvi– se volvió desde fines del siglo xvii el prototipo novohispano de la Cristianópolis, una ciudad peniten-cial y eclesiástica, orgullosa de sus templos y conventos, “levítica”, ciudad sacramental, modelo de lucha contra el vicio.51 Esta realidad simbólica era para los poblanos excelsa y trascendente; gracias a ella, la situación social y económica de franca decadencia que pre-sentaba su urbe podía ser ignorada.

51 fernando de la flor, Barroco: representación e ideología…, p. 137 y ss.

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Iván Escamilla González

“Próvido y proporcionado socorro. Lorenzo Boturini y sus patrocinadores novohispanos”p. 129-150

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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PRÓVIDO Y PROPORCIONADO SOCORRO. LORENzO BOTuRINI Y SuS PATROCINADORES NOVOHISPANOS

iván escamilla gonzálezInstituto de Investigaciones Históricas

universidad Nacional Autónoma de México

El ermitaño del Cerrito

Es un lugar común en las biografías de Lorenzo Boturini Benaduci (¿1698/1702?-1755) el recuento de los trabajos indecibles que pade-ciera el viajero italiano en su búsqueda de documentos de la tradi-ción de las apariciones de la Virgen de Guadalupe y de la historia antigua de México, que ha hecho de él un héroe indiscutido de la historiografía mexicana y mexicanista.1 Responsable de ello es en gran medida el propio don Lorenzo, quien gustaba de pintar con dramáticos colores sus andanzas en busca de tan preciados pape-les, como lo hizo en el proemio del catálogo de su archivo, el lla-mado Museo histórico indiano, incluido como apéndice a su Idea de una nueva historia de la América Septentrional, publicada en Madrid en 1746:

No cansaré en referir los inmensos trabajos y gastos que me han costado estas preseas inestimables de la antigüedad indiana; solo sí

1 Con contadas excepciones, como el historiador español Eugenio Sarrablo Agua-reles, El conde de Fuenclara, embajador y virrey de Nueva España (1687-1752), Sevilla, Es-cuela de Estudios Hispano-Americanos, 1966, vol. 2, pp. 98-99, quien, en el ánimo de defender a su biografiado de los denuestos que ha sufrido como el autor material de la prisión de Boturini, no tuvo empacho en minimizar el valor de sus trabajos a partir de un muy superficial juicio de la única obra que publicó en vida.

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advierto que, como las tenían y tienen otras los indios de aquella dilatada región, me fue preciso correr grandes tierras, adivinando y preguntando; y aunque con notoria constancia, jamás dejé de la mano las emprendidas diligencias. No obstante, pasaron dos años sin que pudiese conseguir un mapa, ni ver la cara a manuscrito algu-no, habiéndome sucedido muchas veces peregrinar de unos lugares a otros los cinco y seis meses continuos, y volverme a la ciudad capital sin fruto alguno [...].2

Del mismo modo llegó a contar a Mariano fernández de Echeve-rría y Veytia, joven criollo poblano y futuro historiador, quien le proporcionara albergue y sustento durante una buena temporada tras su accidentado arribo a Madrid en 1744, cómo en busca de “no-ticias o luces para encontrarlas” llegó a emprender “jornadas de veinte, de treinta y más leguas por caminos extraviados”,

[…] por la esperanza de hallar un mapa o un manuscrito, con tales incomodidades por lo áspero de los caminos, por los temperamentos, especialmente cálidos y abundantes de mosquitos y otros insectos molestos, y por la inopia de bastimentos, que aseguró que en una ocasión se mantuvo ocho días enteros con chirimoyas, en otras con tortillas de maíz duras, y en otras con solo maíz tostado; albergándo-se en las infelices chozas y tugurios de los indios, y no pocas veces con temor y peligro de la vida […].

Cargado finalmente con grandes tesoros como recompensa a estos afanes, Boturini retornaba a la “soledad y retiro” eremíticos de los aposentos que se había improvisado en la pequeña capilla de la cima del cerro del Tepeyac, donde, según cuenta Veytia, esparcía por el suelo sus mapas y papeles y “de pechos sobre ellos” dedica-ba largas horas a su estudio e interpretación, y a la preparación de su historia de las apariciones guadalupanas.3

2 Lorenzo Boturini, Idea de una nueva historia general de la América Septentrional, estudio preliminar por Miguel León-Portilla, México, Porrúa, 1986 (1ª ed., 1974), pp. 113-114 (en adelante citado sólo como “Boturini, Idea”).

3 Mariano fernández de Echeverría y Veytia, “Discurso preliminar” de la Historia del origen de las gentes que poblaron la América Septentrional, que llaman la Nueva España, reproducido en Margarita Moreno Bonett, Nacionalismo novohispano. Mariano Veytia. Historia antigua, Fundación de Puebla, guadalupanismo, México, unam, facultad de filoso-fía y Letras, 1983, pp. 311-312. un ejemplo entre muchos de aceptación casi acrítica de esta historia es el influyente escritor aparicionista Lauro López Beltrán, Álbum del lxxv

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No se puede negar el fuerte atractivo que para la imaginación histórica mexicana siempre ha tenido la figura de un devoto inda-gador rescatando del olvido, en un solitario esfuerzo, los testimo-nios venerables de nuestra antigüedad, lo que en parte explica que la mayoría de los estudiosos hayan aceptado, sin mayor cuestiona-miento, el relato de Boturini sobre sus correrías. Pese a lo anterior, creo que un examen más cuidadoso permite expresar dudas razo-nables acerca de su exactitud. Convence de esto, en primer lugar, un hecho en el que nadie parece haber reparado realmente: la natu-raleza apologética de los testimonios en que se funda esta historia. En su mayoría éstos provienen de las declaraciones que Boturini formulara como parte de su defensa durante la prisión a la que lo redujo el virrey conde de fuenclara en 1743, y de las solicitudes que hiciera durante sus gestiones en Madrid para que se le regresara su Museo y se le otorgara nombramiento y sueldo de cronista de Indias.4 Es evidente que en ambas situaciones convenía a la causa del erudito subrayar el mérito y circunstancias en las que se habían desarrollado sus indagaciones históricas en América. Parece que la imagen de Boturini que hemos aceptado es, en gran parte, la que el mismo don Lorenzo buscó construir a la medida de sus intereses; prueba de su éxito es que sobre ella los historiadores han bordado un discurso a lo largo de dos siglos y medio.

Por otro lado, están las características de su gran archivo o Mu-seo Histórico, según quedó descrito en el catálogo publicado por el propio Boturini en 1746,5 y en los inventarios que se levantaron entre 1743 y 1745 a raíz de su arresto y el secuestro de papeles.6 Los centenares de documentos que lo formaban provenían de una am-

aniversario de la coronación guadalupana, México, Jus, 1973, pp. 167-193, que repite casi palabra por palabra (p. 168) el pasaje citado de Veytia.

4 Las declaraciones de Boturini y demás diligencias de su proceso pueden consul-tarse en “Documentos relativos a Lorenzo Boturini Benaduci. 1742. Continúa” en Bole-tín del Archivo General de la Nación, México, serie 1ª, t. vii, núm. 2, 1936, pp. 229-272. Los documentos de sus gestiones en Madrid se encuentran en buena parte en el Archivo General de Indias de Sevilla [en adelante: agi], sección Indiferente General, leg. 398.

5 El “Catálogo del Museo Histórico Indiano del caballero Lorenzo Boturini Bena-duci” se encuentra en Boturini, Idea, pp. 113-151.

6 El inventario de 1745 realizado por el intérprete indígena de la Audiencia, Pa-tricio Antonio López, el más completo de los que se hicieron antes de que la colección empezara a mermar por la incuria y los robos, fue reproducido en “Inventario de los documentos recogidos a don Lorenzo Boturini por orden del gobierno virreinal”, en Anales del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, México, época 4ª, tomo iii, núm. 1, 1925, pp. 1-55, citado en adelante como “Inventario de 1745”.

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plia área del centro del virreinato, desde Michoacán hasta los valles de Toluca y México y la región poblano/tlaxcalteca, y eran, como se sabe, de la más diversa naturaleza: desde crónicas autógrafas de los grandes escritores indomestizos de los siglos xvi y xvii hasta registros de tributos, pasando por mapas de tierras, códices picto-gráficos, catecismos y doctrinas, gramáticas y vocabularios, relatos hagiográficos, anales y diarios de sucesos notables, etcétera, tanto impresos como manuscritos, escritos en castellano, latín y náhuatl. Su riqueza cuantitativa y cualitativa remite a un esfuerzo de in-vestigación que un hombre solo –como lo sabe cualquier historia-dor avezado en el trabajo con fuentes primarias– no podría haber realizado sin el forzoso concurso de una vasta red de informantes y corresponsales tanto españoles como indios, entre bibliófilos, ar-chivistas y bibliotecarios de distintas corporaciones, intérpretes de idiomas, notarios y autoridades eclesiásticas y civiles, tanto espa-ñoles como indios. La empresa historiográfica de Boturini adopta de esta manera un tinte casi colectivo que el propio sabio, en el afán de justificar y ensalzar sus acciones ante las autoridades y contra los ataques de sus émulos, supo velar discretamente.

Las anteriores afirmaciones no pretenden cuestionar la origina-lidad y trascendencia de los aportes de Boturini como historiador del mundo prehispánico, suficientemente probadas por los traba-jos de Miguel León-Portilla, álvaro Matute y, más recientemente, Jorge Cañizares-Esguerra.7 Creo, por el contrario, que al despejarse el mito del “indagador solitario” y dilucidarse los apoyos de los que se valió para abrirse paso entre la sociedad colonial, crece ve-rosímilmente la figura del innovador que, al romper con los moldes tradicionales de la hagiografía y la historia anticuaria barrocas, con-tribuyó, como he afirmado en otra parte, a sentar las bases de una revolución metodológica en la historiografía novohispana.8 Como parte de un proyecto más amplio para el estudio a profundidad y la publicación de la obra del sabio italiano como historiador guadalu-

7 Miguel León-Portilla, “Estudio preliminar”, en Boturini, Idea, pp. ix-lxxii; álvaro Matute, Lorenzo Boturini y el pensamiento histórico de Vico, México, unam, Instituto de Investigaciones Históricas, 1976; Jorge Cañizares-Esguerra, How to write the History of the New World. Histories, Epistemologies, and Identities in the Eighteenth-Century Atlantic World, Stanford, Stanford university Press, 2001.

8 Iván Escamilla González, “‘Máquinas troyanas’: el guadalupanismo y la Ilustra-ción novohispana”, en Relaciones. Estudios de historia y sociedad, vol. xxi, núm. 82, 2000, pp. 199-232.

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pano, el presente trabajo se puede caracterizar como un primer bos-quejo de reconstrucción de los medios que permitieron a Lorenzo Boturini, un extranjero de peculiares ideas, lanzarse a su ambiciosa búsqueda de los monumenta de la tradición de Guadalupe y de la gentilidad indígena, y más aún, conseguir el respaldo y patrocinio de importantes círculos del poder y la intelectualidad coloniales.

Una vida en pos del poder

Entre los muchos pasajes aún oscuros de la biografía de Boturini se encuentran los años que van de su propio nacimiento en la villa de Sondrio, en el Milanesado, hasta su arribo a España en plena madurez, tras recorrer diversas cortes de Europa.9 Se duda aún, por ejemplo, de la fecha de su natalicio: 1698 para algunos, 1702 para otros. Aunque él mismo aseguraba descender de los duques de Aquitania y de otros ilustres linajes medievales, siguen hasta ahora ocultos los documentos con los que pretendía probarlo, al igual que todo lo que dijo haber escrito acerca de la historia de su propia casa.10 Nada se ha escrito aún acerca de su educación for-mal, la que parece por propia afirmación que tuvo, y es cierto que sus obras y otros documentos salidos de su mano demuestran una erudición jurídica, histórica y literaria nada vulgar, y esbozan la figura de un investigador metódico y avezado, bien dotado para el estudio de las antigüedades.

Significativamente, el panorama de su vida comienza a ilu-minarse a partir de 1725, año en que viajó a Viena para entrar al servicio de Carlos VI, emperador de Austria, a la que pertenecía el ducado de Milán en virtud de la paz de utrecht de 1713 que despo-jó a España de todas sus antiguas posesiones en Italia. La estancia de Boturini en Viena fue de gran trascendencia para su posterior trayectoria vital: el futuro historiador de Indias debió aprender allí el dificultoso arte, tan socorrido entre los intelectuales de la Edad Moderna europea, de poner sus variados talentos y su trato refi-nado al servicio de los príncipes. A esto se agregaba una facilidad

9 El americanista italiano Giorgio Antei ha asegurado a quien escribe, en comu-nicación personal y sin brindar mayores detalles, que prepara una obra en la que se clarifican muchos detalles acerca de los orígenes familiares y de la vida de Boturini antes de su venida a México.

10 Lorenzo Boturini al rey, memorial impreso [Madrid, ¿1745?], agi, México, 398.

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aparentemente innata del milanés, de la que haría gala en diversas ocasiones durante su vida, para bosquejar e interesar a potenciales patrocinadores en empresas y proyectos de altos vuelos. Como re-sultado de ello, y según lo referiría él mismo años más tarde, se le encargaron por el gobierno imperial diversas comisiones informa-tivas, de carácter notablemente comercial: así, en Trieste investigó las operaciones de la Compañía de Ostende, un fracasado intento austríaco de participar en el comercio de Asia a la manera de los ingleses y holandeses, y en Bohemia estudió las posibilidades de utilizar el río Elba como camino de expansión mercantil de Austria en Europa Oriental.11 Ya en México, se seguiría enorgulleciendo de la “mucha confianza de haber sido ocupado de aquel Imperial Mi-nisterio en muchos negocios políticos”.12

La otra razón por la que el periodo vienés de Boturini sería de-terminante fue la presencia en esa ciudad de un influyente círculo de aristócratas españoles exiliados, partidarios de Carlos VI cuando siendo aún archiduque había disputado el trono hispánico a felipe V, y que al final de la Guerra de Sucesión habían encontrado asilo en la corte imperial. Precisamente en abril de 1725, el mismo año en que Boturini arribaba a Viena, se firmaba allí el tratado definiti-vo de paz por el que el emperador reconocía al Borbón como rey de España, y entre cuyas cláusulas se hallaba la autorización para que los nobles españoles “austracistas” pudiesen regresar cuando lo de-searan a su país, restituidos en sus bienes y libres de toda represalia o persecución. El contacto con estos exiliados en la corte, además de brindar al joven Boturini una excelente oportunidad para apren-der de ellos el castellano, también le habría proporcionado contac-tos de alto nivel que le serían de utilidad cuando en 1734, y por razones que no quedan claras del todo, tuvo que abandonar Viena.

El año anterior había estallado la Guerra de Sucesión Polaca,13 en la que Austria y España alinearon en bandos opuestos y que fue

11 Lorenzo Boturini al marqués de la Ensenada, memorial de 1754, apud José Torre Revello, “Documentos relativos a D. Lorenzo Boturini Benaduci. Biografía”, en Boletín del Archivo General de la Nación, 1ª serie, t. vii, núm. 1, 1936 [1ª ed., 1932], p. 7.

12 Lo afirma en la declaración que rindió en México el 28 de noviembre de 1742 ante el Alcalde del Crimen de la Real Audiencia, al inicio de su proceso, en “Documen-tos relativos a Lorenzo Boturini Benaduci…”, p. 229.

13 En la Guerra de Sucesión Polaca (1733-1735) se enfrentaron el bando de fran-cia y España por una parte, contra el de Rusia, Austria y Saboya por otra, apoyando respectivamente a Estanislao Leczynski (suegro de Luis XV) y al Elector Augusto de Sajonia en sus pretensiones al trono de Polonia.

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aprovechada por felipe V para intentar colocar a su hijo, el Infante Carlos, en el trono de Parma. Alegando un supuesto conflicto de lealtades que como noble milanés le obligaba a escoger entre la del rey de España y la del Imperio,14 Boturini solicitó autorización para dejar Austria por un país neutral. Con pasaporte extendido por la cancillería imperial y cartas de recomendación para el secretario de Estado y para la reina de Portugal, don Lorenzo salió de Viena en julio de 173415 para arribar vía Inglaterra a Lisboa a principios de octubre. fueran cuales fueran sus razones verdaderas para dejar la que parecía una promisoria carrera al servicio de la corte austríaca, Boturini intentó utilizar la influencia del embajador de Viena en Lisboa y de la reina de Portugal –hermana del emperador– para acomodarse como ayo de los infantes e instruirlos “en las ciencias y máximas políticas”.16 No parece haber tenido mucho éxito Boturini en su empeño por conseguir la protección de la familia real portu-guesa, pues en 1735, seguramente después de reactivar sus viejos contactos entre la aristocracia española, cruzó la frontera para pre-sentarse altamente recomendado en Madrid ante don José Patiño, primer ministro del gobierno de felipe V.

El prurito que había impedido a Boturini rendir homenaje al rey de España el año anterior parece haber desaparecido repenti-namente una vez que Patiño lo recibió “con mucho agrado” en El Pardo. No se conocen las razones de tan grata recepción, sin em-bargo no es arriesgado suponer que don Lorenzo haya ofrecido a Patiño sus servicios como experto en cuestiones de comercio in-ternacional, precisamente en un momento en que el gobierno bor-bónico intentaba afrontar, mediante una reforma reglamentaria, la crisis terminal del arcaico sistema de convoyes anuales de barcos mercantes (los célebres Galeones y flotas) al que muchos respon-sabilizaban de la baja rentabilidad de los dominios españoles en América.17 Prueba de que Boturini estaba al tanto de esta situación

14 José Torre Revello, “Documentos relativos…”. Asegura Boturini en 1754 que al tomar posesión de Milán durante la guerra de 1733-1735, felipe V exigió a los nobles súbditos abandonar la corte de su enemigo el emperador. Sin embargo, no fueron los es-pañoles, sino las tropas de su aliado Carlos Manuel III de Saboya, quienes se apoderaron de Milán e impusieron un gobierno provisional con miras a adueñarse de ese ducado.

15 Ver Inv. de 1745, inv. 1, no 18, p. 5, el registro del pasaporte de 30 de junio de 1734. 16 José Torre Revello, “Documentos relativos…”, p. 8.17 Véase Geoffrey J. Walker, Política española y comercio colonial, 1700-1789, Barce-

lona, Ariel, 1979, pp. 242-245, acerca de las discusiones sobre el comercio de Indias que tuvieron a lo largo de 1734 y la real cédula resultante, de 21 de enero de 1735.

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parece ser el borrador de una carta que dirigió a Patiño desde Cá-diz en 1735, escrita en italiano, idioma familiar y casi nativo para el ministro, quien por nacer y haberse educado en Milán en tiempos en que aún pertenecía a los españoles era, técnicamente, paisano de don Lorenzo.18

En la carta Boturini asegura que el único fin de su paso a Espa-ña había sido “consagrarmi al serviggio di S.M.”, y tras declararse asombrado por “le grand’opre” realizadas por Patiño “nell’emporio di Cadice” durante su época de intendente de Marina para la habi-litación del puerto, pasaba a exponerle un proyecto para establecer allí un Real Banco, que sirviese al fomento del comercio americano y que podría capitalizarse con la participación de la propia Corona, de los mismos mercaderes de la carrera de Indias y otros inversio-nistas.19

Entre los objetivos principales estaba el de arrebatar pro-gresivamente a los extranjeros el control del comercio atlántico, mediante la participación directa del banco en la preparación y carga de las flotas; por otra parte, las ganancias se podrían con-vertir eventualmente en un fondo especial para la expansión, sostenimiento y mejora de la Armada española, precisamente uno de los principales objetivos de las políticas trazadas por Patiño y sus sucesores como medio de recuperación del papel protagónico de España en los asuntos europeos. Si el plan de Boturini llamó o no la atención de Patiño, es algo que por ahora no puedo contestar; el hecho es que ese mismo año, a poco de escribir esas líneas, Boturini se embarcó en la flota mercante que bajo el mando del general Manuel López Pintado zarpó el 22 de noviembre desde Cádiz rumbo a Nueva España para lle-gar a Veracruz el 18 de febrero de 1736.20 Sólo hubo una pérdida que lamentar durante el viaje: el naufragio del Santa Rosa, el navío de guerra en el que viajaba Boturini, a la vista del puerto de destino.

En contraste con el accidentado arribo de don Lorenzo a Nueva España, la flota de 1735, y la feria que se celebró en Jalapa en 1736

18 José Patiño nació en Milán en 1666 y cursó estudios con los jesuitas en esa ciu-dad y en Roma, antes de abandonar la carrera eclesiástica para servir al gobierno de felipe V desde el principio de la Guerra de Sucesión.

19 Archivo Histórico de la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe (en adelante ahinbg), caja 334, exp. 81, ¿Lorenzo Boturini a José Patiño?, Cádiz, ca. 1735.

20 Geoffrey J. Walker, Política española…, p. 247.

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para expender sus mercancías, fueron un éxito para los comercian-tes españoles que acompañaban al cargamento. A diferencia de an-teriores ocasiones en que el boicot del Consulado de comerciantes de la ciudad de México, receloso siempre de perder el dominio del mercado novohispano, había hecho fracasar la feria, López Pintado vio venderse toda la carga de la flota y pudo regresar a España en junio de 1737. uno de los pasajeros que había transportado no re-gresaría sin embargo con él: se trataba de Lorenzo Boturini, quien habría de permanecer en el virreinato hasta 1743, cuando sería re-mitido prisionero de vuelta a España por órdenes del virrey conde de fuenclara bajo la acusación de haberse introducido ilegalmente en Indias como extranjero, sin la autorización real.

Años después, Boturini aseguraría haber venido a México por el interés de “ver tierras” y como apoderado para cobrar las rentas que correspondían a la condesa de Santibáñez, descendiente de la casa real de Moctezuma, de una encomienda en Indias; y que no había pedido permiso para esto por ignorar entonces las leyes de España al respecto.21 Sin negar por entero la veracidad de estas afir-maciones, realizadas en un momento en el que el contexto político español había cambiado por entero, resulta interesante señalar que la decisión de Boturini de permanecer en Nueva España y el regreso de la flota de López Pintado coincidieron con otro acontecimiento que debió preocupar al italiano: la muerte del ministro José Patiño, en la Granja de San Ildefonso, el 3 de noviembre de 1736. ¿Logró Boturini durante su estancia en España vincularse efectivamente como protegido a Patiño?, ¿su viaje a Nueva España tuvo algo que ver con esto? El no haber solicitado autorización como extranjero para embarcarse en la flota ¿pudo deberse a que, en atención a su paisano el primer ministro, y a hallarse tal vez a su servicio, no fue considerado como tal?, ¿el fallecimiento de Patiño le habría priva-do repentinamente del motivo original de su viaje?

No es posible por ahora confirmar estas suposiciones; lo que es indudable es que, una vez en México, Lorenzo Boturini, caballero del Sacro Imperio Romano Germánico, y experto ya gracias a sus

21 En las primeras declaraciones de su proceso en México señaló como causa de su viaje la comisión de la condesa de Santibáñez y exhibió los documentos que lo pro-baban: véase “Documentos relativos a Lorenzo Boturini Benaduci. 1742. Continúa”, p. 233. En cambio (como lo notó ya José Torre Revello en su estudio biográfico) no hizo mención alguna de ello en el memorial de 1754 al marqués de la Ensenada, en donde asegura que su paso a Indias tuvo como motivo el interés por conocer el país.

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andares entre Viena y Madrid en la búsqueda de poderosos patro-cinadores, tuvo ocasión para concebir otro proyecto ambicioso, y de hallar quién aceptara protegerlo.

Boturini y sus ocultos confidentes

Entre 1740 y 1746 el poeta, dramaturgo e historiador criollo Caye-tano Cabrera de quintero (ca. 1695-ca. 1775) redactaba por encargo del ayuntamiento de la ciudad de México lo que sería su magno Escudo de armas de México, crónica en grandilocuente prosa de la de-sastrosa epidemia de matlazáhuatl que azotó al centro de la Nueva España entre 1736 y 1737 y, al mismo tiempo, dilatado alegato en favor de la historicidad irrefragable de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, y de la legalidad de su adopción como patrona de la capital y de todo el reino.22 Salpicando su relato, como aprove-chando la ocasión de publicidad que se le ofrecía, aparecen aquí y allá críticas, denuestos y otras demostraciones de las antipatías personales de Cabrera por diferentes individuos y corporaciones. A la larga estas injurias serían la ocasión de que en 1748, dos años después de su publicación, su libro fuera ordenado recoger por las autoridades virreinales, mandato que, por otro lado, fue parcial-mente obedecido.23

Entre otros personajes, enfiló Cabrera sus dardos repetidas veces hacia un misterioso “extranjero” cuyo nombre jamás pro-porciona, y a quien atacaba por llamarse, sin que nadie lo hubiera nombrado, “Historiador de Nuestra Señora de Guadalupe”:

[...] sobre que debo reclamar cuán poco segura irá la fantasía de quien no habiendo nacido en Indias, ni en España, destituido del idioma y voz viva de los indios, y despreciando como perezosos a los autores que las tuvieron, presume de extraidor de mapas, desenterrador de noticias (que había sepultado en manuscritos la imposibilidad de im-

22 Pese a ser un libro sumamente conocido, sobre el encargo y la historia de la re-dacción del Escudo de armas de México existen informaciones confusas y contradictorias que merecen esclarecerse, como lo ha notado América Molina del Villar, La Nueva Espa-ña y el matlazáhuatl, 1736-1739, México, ciesas/El Colegio de Michoacán, 2001, pp. 54-55.

23 Fueron específicamente sus críticas a las opiniones y actuación del Real Pro-tomedicato ante la epidemia las que provocaron una denuncia de difamación en su contra, y la prohibición del libro por el virrey conde de Revillagigedo.

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primirlos), levanta testimonios auténticos, rastrea archivos, aunque no públicos, saca de sus Casas, o de las del Obispo de Chiapa, delitos de conquistadores; impertinente todo al fin porque quiere darse a co-nocer de ilustrador, o historiador de Nuestra Señora de Guadalupe.24

Este extranjero era, por supuesto, Lorenzo Boturini, quien desde poco después de su llegada a México firmaba orgulloso sus me-moriales y cartas como “Caballero del Sacro Imperio Romano, Se-ñor de Hono e Historiador de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe”. Incurría el italiano en la censura de Cabrera no sólo por inmiscuirse en la mariofanía del Tepeyac, que debía concernir sólo a los escritores nativos del país e instruidos en su historia, sino también por su afán de solicitar por todos lados y a toda costa, los documentos históricos del milagro y muchos otros tocantes a la historia del reino; así, de una iglesia en Tlaxcala, adonde había sido llevado desde el santuario de Guadalupe por la piedad excesiva de un sacristán, el extranjero había sacado “por hurto” el retrato del “venturoso Juan Diego”, quizá porque, ignorante, se le figuraba “nuevo lo antiguo que mira nuevamente”.25

Pero, al mismo tiempo, Cabrera no podía ocultar que en su em-peño Boturini no estaba solo. Al hablar de los papeles del historiador Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, de quien se afirmaba poseía y había hecho una traducción del relato original de las apariciones del que habían abrevado Miguel Sánchez, Luis Lasso de la Vega y otros es-critores, debió admitir con pesar que el “extranjero” los “embistió [...] por noticia que dimos a uno que era su oculto confidente”.26

24 Cayetano Cabrera y quintero, Escudo de armas de México, escrito por el presbítero... para conmemorar el final de la funesta epidemia de matlazáhuatl que asoló a la Nueva España entre 1736 y 1738, ed. facs., estudio preliminar de Víctor M. Ruiz Naufal, México, imss, 1981, p. 325.

25 Ibidem, p. 344. El retrato en cuestión es el mismo que en el presente se ha colo-cado en el presbiterio de la Basílica de Guadalupe, tras la canonización de Juan Diego por Juan Pablo II.

26 Ibidem, p. 334. Al parecer los papeles de Ixtlilxóchitl se hallaban entonces en la biblioteca del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo de México, de los jesuitas, al que habían llegado por legado testamentario del polígrafo Carlos de Sigüenza y Gón-gora. Sobre quien fuera el confidente que dio la noticia al italiano, sólo puede especu-larse: no está demás señalar que Boturini recibe en la Bibliotheca mexicana de Juan José de Eguiara y Eguren –un gran conocedor de la biblioteca del Colegio Máximo– una mención breve pero elogiosa. Por otro lado, debe señalarse que Eguiara no alcanzó a escribir la letra “L” de su catálogo biobibliográfico, por lo que por ahora no se sabe cuál pudo ser su opinión acerca de la obra de don Lorenzo.

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140 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

En efecto, ni su más encarnizado y público detractor era capaz de negar que, probablemente desde un principio, don Lorenzo había contado en sus andanzas con el apoyo de distintos personajes, al-gunos de ellos de destacada posición social y política, tanto dentro como fuera de la Iglesia novohispana.

La razón de esto no es difícil de intuir. Boturini arribó a Nueva Es-paña a principios de 1736, en vísperas de una efervescencia religiosa y cultural de amplias consecuencias. La epidemia de matlazáhuatl que se desató ese año, y la adopción en 1737 de la Virgen de Guadalupe como protectora contra la peste en México y otras importantes ciudades, ha-bían colocado en primer plano a un importante grupo de la intelectua-lidad clerical, en el que se incluían nombres como los de Juan José de Eguiara y Eguren, Bartolomé felipe de Ita y Parra, José fernández Palos y el ya referido Cayetano Cabrera quintero. Desde algunos de los más privilegiados cuerpos eclesiásticos o de mayoría clerical de la capital, como el cabildo catedralicio y la Real universidad, y de colegios como el Seminario Tridentino, estos hombres habían pugnado de manera abierta y militante por el reconocimiento formal de la imagen guadalu-pana (a través de la jura de su patronato sobre el reino) como estandar-te de las aspiraciones espirituales y culturales criollas.27 Al continuado esfuerzo de este grupo y de sus seguidores, que Ernesto de la Torre Vi-llar y otros historiadores han calificado de precursores de la Ilustración en Nueva España, puede atribuirse en parte la serie de iniciativas que llevaron primero a la jura del patronato general en 1746, y en 1754 a su reconocimiento pontificio por Benedicto XIV.28 Entre las preocupacio-nes más importantes de estos guadalupanistas se hallaba justamente el reforzamiento de los fundamentos históricos y jurídicos de la adop-ción de la imagen del Tepeyac como patrona general del reino, frente a las críticas de sectores escépticos que los consideraban insuficientes.29

27 Véase, por ejemplo, el sermón de Ita y Parra (La madre de la salud la milagrosa imagen de Guadalupe, Madrid, Antonio Marín, 1739), predicado en su santuario el 9 de febrero de 1737 ante las principales autoridades civiles y eclesiásticas, como parte del novenario en solicitud para que la Virgen mitigara la epidemia, reproducido en David A. Brading (introduc. y selec.), Siete sermones guadalupanos (1709-1765), México, Centro de Estudios de Historia de México, condumex, 1994, pp. 85-106.

28 Sobre la declaración pontificia de 1754 y sus promotores véase Jaime Cuadrie-llo, “zodíaco mariano. una alegoría de Miguel Cabrera”, en Zodiaco mariano. 250 años de la declaración pontificia de María de Guadalupe como patrona de México, catálogo de expo-sición, México, Museo de la Basílica de Guadalupe, Museo Soumaya, 2004, pp. 19-129.

29 El más famoso de estos escépticos fue Juan Pablo zetina Infante, maestro de ceremonias de la catedral de Puebla, quien escribió un dictamen jurídico en contra del patronato guadalupano cuyo contenido sólo se conoce por la furiosa réplica que Ca-

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Es en medio de estas circunstancias que Lorenzo Boturini en-tra en escena. Impresionado por los acontecimientos de 1736-1737, concibió el proyecto de servir a la Virgen mexicana escribiendo una historia que sirviese, como él mismo decía, para deshacer defini-tivamente cuantas dudas existían sobre la veracidad del milagro. Parece posible, ante la coincidencia de intereses que debió percibir, que se acercara a algunos miembros del referido círculo de intelec-tuales guadalupanistas de la ciudad de México en busca de orien-tación para sus investigaciones y, tal vez, de patrocinio para las mismas.

No sería difícil, por ejemplo, que hubiese obtenido de ellos incluso la inspiración que lo condujo a centrar sus esfuerzos de búsqueda documental entre los indígenas. Ya en 1722, en tiem-pos del arzobispo Lanciego, con motivo de haberse encontrado en el archivo de la Mitra copia de las famosas Informaciones de 1666, se había promovido la idea de formar nuevo proceso jurídico que permitiese lograr de una vez el reconocimiento pon-tificio y el oficio litúrgico propio para la fiesta del 12 de diciem-bre. En aquella ocasión uno de los promotores más entusiastas de la iniciativa había sido el bachiller Joseph Lizardi y Valle, quien desde su nombramiento en 1706 por el cabildo eclesiás-tico de México y durante más de cuarenta años se desempe-ñara de manera notable como cuidadoso y eficiente tesorero y administrador de las rentas del santuario y luego colegiata de Guadalupe.30 En el testimonio que rindiera durante las informa-ciones de 1722, Lizardi señaló, sin duda fundándose en Felicidad de México de Luis Becerra Tanco, uno de los principales histo-riadores guadalupanistas del siglo xvii, que con toda seguridad debían encontrarse testimonios auténticos del portento entre los indios, aunque cifrados y ocultos en sus antiguos caracteres y figuras.31

yetano Cabrera quintero, usando el seudónimo de Antonio Bera Cercada, publicó en su contra: El patronato disputado, dissertacion apologética, por el voto, elección, y juramento de Patrona, a María Santissima, venerada en su imagen de Guadalupe de México..., México, Imprenta de María de Rivera, 1741.

30 Al erigirse con el patrocinio real la colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe en 1750, los servicios de Lizardi fueron recompensados con una prebenda y con el título de protocanónigo o canónigo más antiguo de su cabildo, que ostentó hasta su muerte en 1758.

31 ahinbg, caja 334, exp. 79, Testimonio de los autos seguidos sobre la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, 1722.

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Si bien las informaciones de 1722, por motivos que no quedan claros, nunca fueron concluidas,32 puede suponerse que ideas como las de Lizardi hubiesen permanecido en el aire, aguardando a quien, como Boturini, tuviese la iniciativa y se hallara en circunstancias pro-picias para hacerlas realidad. La existencia entre los papeles de don Lorenzo conservados en la Basílica de Guadalupe de una especie de circular o proclama, dirigida a las autoridades de las repúblicas de na-turales y redactada en náhuatl, y de algunos apuntamientos de mano del sabio italiano sobre posibles informantes en la ciudad de México, hace pensar que sus primeros pasos, desde 1737, se dirigieron a los barrios y pueblos de indios de la propia capital y sus contornos.33

Es imposible saber si en realidad, como lo afirmó el propio Boturini en 1746, los dos primeros años de sus búsquedas fueron infructuosos y no pudo tener en las manos ningún papel o docu-mento de importancia; empero, para principios de 1739 había rea-lizado un hallazgo que lo colocó de inmediato en el centro de la atención de círculos guadalupanistas de la capital, y que encaminó su búsqueda hacia horizontes enteramente nuevos.

Un próvido y proporcionado socorro

fue alrededor de la primera mitad de 1739 que Lorenzo Boturini se dio a la tarea de redactar en latín el que debía ser su primer ensayo acerca de los fundamentos históricos del milagro de 1531, su Thau-maturgae Virginis de Tequatlanopeuh vulgo de Guadalupe Compendiaria Historia.34 Es de corta extensión (no más de 20 folios), y es muy

32 uno de ellos pudo ser la promoción del provisor del arzobispado, Carlos Ber-múdez de Castro, ante quien se realizaban las informaciones, y tal vez otro de sus promotores más importantes, al arzobispado de Manila. En 1751, Lizardi intentó tra-mitar ante el arzobispo Rubio y Salinas la continuación de estas informaciones, aunque entonces la iniciativa tampoco tuvo continuidad, ahinbg, caja 334, exp. 79, f. 120.

33 Dos copias de esta circular, con mínimas diferencias ortográficas, que comienza “Notlaçomahuizpipiltinee Teteuhti Mahuiztililonime in Amehuantzitzin…” se hallan en ahinbg, caja 380, exp. 8, ff. 8-11. Los apuntamientos de Boturini acerca de posibles in-formantes y poseedores de documentos en la ciudad de México, Cuautitlán y Xalostoc se hallan al reverso de estas mismas copias. En colaboración con Miguel Pastrana, del Instituto de Investigaciones Históricas, estoy preparando para publicación una versión en castellano de la circular de Boturini.

34 ahinbg, caja 334, exp. 79, ff. 3-28. Este texto, junto con su Margarita Mexicana, y los apuntes históricos suyos sobre la materia que se conservan, forma parte del proyec-to de publicación de la obra guadalupana de Boturini que estoy llevando a cabo.

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probable que Boturini, pese a haber incluso elaborado una tabla de sus capítulos, jamás lo haya concluido; empero, entre lo que sobre-vive se encuentra una interesante dedicatoria al arzobispo virrey Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, y al cabildo eclesiástico de México.35

“Tal es la naturaleza del beneficio”, afirmaba Boturini al inicio de su dedicatoria, “que la retribución justísima de una deuda soli-cita siempre, provoca constante y compele encarecidamente a los hombres a ser agradecidos”.36 Así desde su llegada a Nueva Espa-ña se vio en deuda con la Virgen de Guadalupe, cuando al invocar-la en el accidente que sufrió su embarcación al arribar a Veracruz hostigada por los nortes se libró de un peligro mayor, lo cual, en principio lo convenció de ir a conocer su santuario. Posteriormente, su entusiasmo concibió el propósito de escribir una historia com-pendiaria de las apariciones, en lengua latina, para que las naciones extranjeras tuvieran la ventaja de conocer la célebre advocación. Buscando a quien dedicar su obra, asegura que naturalmente se dirigió a aquellos en quienes la Madre de Dios había hecho lega-do y patrimonio hereditario (“haereditarium patrimonium”) de su imagen y templo: el arzobispo y el cabildo mexicanos.37 Alaba las cualidades de ambos: en nadie como el prelado se han visto ejercer-se óptimamente las facultades máximas eclesiástica y secular,38 y en el “venerable cabildo” se ve un íntegro y original “trasunto” de las virtudes del prelado, y a un dedicado grupo de servidores del “Ar-quetipo guadalupano”, cuerpo en el que parecen latir “un solo co-razón y alma”. Pero sus mayores elogios los reserva a Vizarrón: no sin admiración vio Boturini al arzobispo patrocinar a la ciudad de México para enfrentar el contagio que en 1736 se esparció entre los indios, abriendo hospitales y boticas para atender la necesidad de esos tiempos: “¡cuanta munificencia de un varón príncipe!” Digno es de celebrarse que en el pecho del arzobispo se enlacen armónica-mente la humanidad con la afabilidad oficiosa, la gravedad con la

35 Parece que Boturini incluso pensaba darla a la prensa cuanto antes, pues la carátula del texto lleva la nota “Mexici Typis”, seguida de un espacio en blanco.

36 Dedicatoria de la Compendiaria Historia, s. f., ahinbg, caja 334, exp. 79, f. 4r. La traducción de las citas es mía.

37 ahinbg, caja 334, exp. 79, ff. 5r-5v.38 Por muerte del virrey marqués de Casafuerte el arzobispo Vizarrón asumió

el gobierno de Nueva España de 1734 a 1740, en que fue relevado por el duque de la Conquista.

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civilidad, la integridad con la templanza, que le merecen el dicho de santo Tomás, “el hombre principal ha de ofrecer testimonio de virtud a los demás hombres”. A él y al cabildo hace el obsequio de su historia, “esbozo”, promete, “de cosas mayores”.39

Llama la atención que Boturini decidiera hacer esta doble de-dicatoria de su texto, dada la peculiar situación compartida entre sus destinatarios con relación a la iglesia del Tepeyac. Existía un antiguo y fuerte vínculo entre los arzobispos de México y el san-tuario, que podía remontarse a los tiempos de su primer promotor, fray Alonso de Montúfar, y especialmente a los de Pedro Moya de Contreras, quien dio mucha importancia al nombramiento de los capellanes que lo servían, procuró dar seguridad a sus rentas y fun-dó en él importantes obras pías. La difusión a partir de 1648, tras la publicación de la obra guadalupana de Miguel Sánchez, de la leyenda que ligaba a la imagen con fray Juan de zumárraga como su primer recipiendario, tuvo mucho que ver con el fortalecimiento de este patrocinio, que prelados como fray Payo Enríquez de Rive-ra ejercieron con esplendidez.

Con su dedicatoria al arzobispo, sin embargo, Boturini no sólo rendía pleitesía a esta antigua tradición de patrocinio. Juan Anto-nio de Vizarrón y Eguiarreta fue prácticamente el último de la serie de prelados que desde Moya de Contreras y por diversos motivos se desempeñaron simultáneamente como arzobispos de México y virreyes de Nueva España. Después de él, la monarquía borbónica, interesada en terminar para siempre con la superposición de las esferas del poder civil y eclesiástico que había caracterizado a la monarquía de los Austrias, no volvería a confiar el virreinato mexi-cano a jerarcas de la Iglesia sino por periodos sumamente breves y en circunstancias extraordinarias.40 Vizarrón se había hecho cargo del gobierno a raíz de la muerte del virrey marqués de Casafuerte en 1734, y las difíciles condiciones de comunicación transatlántica creadas por el estallido en 1739 de la guerra entre España e Ingla-terra retrasarían la llegada de su reemplazo en el cargo, el duque de la Conquista, hasta 1741.41 Es evidente que Boturini intentaba

39 ahinbg, caja 334, exp. 79, f. 6r.40 fue el caso de los interinatos de los arzobispos Alonso Núñez de Haro y Peralta

en 1787 y francisco Xavier de Lizana y Beaumont en 1809.41 El duque de la Conquista moriría, sin embargo pocos meses después de su

llegada a México. Tras un breve interinato a cargo de la Real Audiencia, fue sustituido a finales de 1742 por Pedro Cebrián y Agustín, conde de Fuenclara.

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aprovecharse de esta coyuntura para conseguir, de un solo golpe, el favor de la máxima autoridad política y eclesiástica del reino, reunida en ese momento extraordinariamente en una sola cabeza.

Ahora bien, no menos trascendente era la dedicatoria del texto de Boturini al cabildo catedralicio de México. La relación entre el templo de Guadalupe y el cabildo metropolitano era, de antaño, igualmente importante que la de los arzobispos con el santuario. La jurisdicción sobre el mismo había sido con frecuencia, desde el siglo xvi, punto de discordia entre capitulares y arzobispo, pues pretendían aquellos la titularidad sobre Guadalupe a la manera en que el templo de Nuestra Señora de los Remedios, también extra-muros de la capital, era fundación colocada bajo la protección del cabildo municipal de México. Los largos periodos de vacante en la sede arzobispal mexicana a lo largo del siglo xvii contribuyeron a reforzar la posición del cabildo, que se arrogó así el nombramiento de capellanes y mayordomos, y ejerció sobre él facultades de fisca-lización a través del nombramiento de prebendados como sus jue-ces conservadores.42 No en balde las Informaciones de 1666 habían sido en gran medida una iniciativa conducida y llevada a término por el cabildo, en la persona del afamado canónigo francisco de Siles.

La dedicatoria del fragmento histórico de Boturini era puntual reflejo de dicha situación, y de la suya propia ante estos poderes eclesiásticos. Según los usos clientelares de ese tiempo, la dedicato-ria de un libro comportaba, o bien la solicitud del autor para acoger-se a la protección de un patrono o mecenas, o bien el reforzamiento, a través de la pública expresión de la gratitud, de un vínculo ya existente. En el caso de Vizarrón, es notoria en la prolijidad del elogio que le ofrece Boturini su deseo de crear un lazo con el pre-lado, propósito en el que al parecer no tuvo mucha fortuna, como parecería demostrarlo la actuación del arzobispo durante la prisión del sabio. En el caso del cabildo, en cambio, Boturini estaba, esen-cialmente, tratando de desempeñar una obligación contraída por los favores que había recibido poco antes de ese cuerpo, a través de la persona de su deán y presidente, el doctor Alonso francisco

42 Para la historia de las disputas jurisdiccionales entre cabildo y arzobispo sobre Guadalupe y una revisión del elenco de sus capellanes y mayordomos, véase francisco Miranda Godínez, Dos cultos fundantes: Los Remedios y Guadalupe (1521-1649). Historia documental, zamora, El Colegio de Michoacán, 2001, pp. 351-365.

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de Moreno y Castro, quien fungía además como gobernador del ar-zobispado, sustituyendo en todo lo posible al arzobispo Vizarrón, ya demasiado ocupado por el virreinato.

A principios de 1739 don Lorenzo había dirigido al doctor Mo-reno un memorial en el que exponía cómo pasaba ya de dos años el tiempo en que venía sirviendo a la Virgen de Guadalupe “solicitan-do entre ambas naciones española y de los indios los monimentos [sic] auténticos que puedan subministrar las pruebas legales de sus santísimas apariciones a cuyo efecto he constantemente registrado diferentes archivos, corrido varias provincias y hecho un mar de diligencias”. Y no sin orgullo le anunciaba que su empeño comen-zaba a rendir frutos:

[...] se ha servido la clementísima divina Señora de regalarme con un testamento antiquísimo de una india pariente del dichoso Juan Die-go en papel de maguey escrito en lengua mexicana, en el cual dejó y legó a Nuestra Señora y patrona tres pedazos de tierra diciendo que se apareció en sábado, y se dio parte al Ilustrísimo y Reverendísimo señor obispo con otras noticias históricas de dicho Juan Diego, que por ser el papel tan viejo todavía no he podido sacar en limpio, ade-más que por la larga esperiencia tengo averiguado cómo los indios que vivieron los afortunados tiempos de las milagrosas apariciones las historiaron en pinturas, cantares y manuscriptos [...].43

Este hallazgo alimentaba su esperanza de descifrar la “universal his-toria” contenida en los antiguos papeles y jeroglíficos de los indios, y poder así escribir, con sustento indudable, la historia de la tauma-turga imagen. Sólo lo detenían los enormes gastos materiales de la empresa, que hasta entonces había afrontado a costa “del dispendio de la propia salud”. Pero recurría confiado al prebendado para que, atento a su caso, se sirviera “decretar aquel próvido socorro, que su superior y alta comprensión conocerá proporcionado al intento que llevo mencionado para que con éste, y con la asistencia de la pode-rosa Señora tenga la dicha de robar al olvido, y a la injuria de los tiempos el tesoro histórico de la Señora y Patrona de Guadalupe”.44

Puede imaginarse la impresión que el anuncio de Boturini hizo en Moreno, y en todos los que por su conducto debieron enterar-

43 ahinbg, caja 5, exp. 2, ff. 354r-354v, Boturini al gobernador del arzobispado de México [ca. enero de 1739].

44 Ibidem, f. 354v.

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se del hallazgo. El antiguo papel al que el italiano se refería en su solicitud, conocido hoy entre los estudiosos guadalupanistas como “Testamento de Juana Martín” o “Testamento de San Buenaven-tura Cuautitlán”, fechado supuestamente en 1559, es uno de los documentos más tempranos existentes acerca de la mariofanía del Tepeyac, y uno de los de más problemática interpretación, por las explícitas alusiones que hace al indio Juan Diego como testigo de una aparición de la Virgen, y porque del original conocido por don Lorenzo sólo existen copias del siglo xviii que impiden dictaminar con seguridad acerca de su autenticidad.45 No es este lugar para rea-lizar su análisis, pero importa mucho suponer el impacto que pudo tener en su momento la repentina aparición de un documento que, por sí solo, parecía conferir mayor autenticidad histórica al enigmá-tico e inasible visionario indio que todos los testimonios de los an-cianos de Cuautitlán recogidos durante las Informaciones de 1666.46

Lo que puede afirmarse con certeza es que Boturini consiguió, con la revelación de su descubrimiento, el efecto que buscaba. Su solicitud fue respondida con un decreto del doctor Moreno dirigi-do nada menos que al administrador del santuario, Joseph de Li-zardi, para que informase acerca de lo expuesto por don Lorenzo, y para que, encontrando útil su proyecto, se propusiese medio con que proporcionarle la ayuda de costa que solicitaba.47

La contestación de Lizardi muestra que el erudito se había ase-gurado ya un poderoso patrocinio. El tesorero cubría de elogios al investigador, al que aseguraba conocer muy bien, enfatizaba “los viáticos y demás expensas que ha distribuido entre los naturales, y lo que es más la dificultosa empresa de la inteligencia de la lengua mexicana, figuras caracteres de los antiguos indios para traducir lo que pueda conducir a este fin”, y hacía notar que todo le cons-taba, no sólo por haber podido ver personalmente los hallazgos de Boturini, sino también “por cartas que sobre ello se me han escri-to”. En cuanto al medio para auxiliarlo en su empresa, consideraba

45 fue, por supuesto, uno de los elementos documentales esgrimidos con mayor efectividad ante el Vaticano por los promotores de la reciente canonización de Juan Diego.

46 Para una interpretación crítica de este documento y su contexto, puede verse Xavier Noguez, Documentos guadalupanos. Un estudio sobre las fuentes de información tem-pranas en torno a las mariofanías del Tepeyac, México, fondo de Cultura Económica, El Colegio Mexiquense, 1993, pp. 61-64.

47 ahinbg, caja 5, exp. 2, Decreto del Dr. Moreno y Castro, México, 17 de enero de 1739, ff. 354v-355r.

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que podía asignársele una ayuda de las rentas del santuario. Si bien podía objetarse que éstas debían destinarse exclusivamente al culto de la Virgen, Lizardi replicaba de antemano asegurando que, al publicarse y conocerse los seguros fundamentos que ahora se proporcionaban a lo que hasta entonces se conocía por antigua y constante tradición, la piedad se enfervorizaría, y las limosnas y legados para el santuario se multiplicarían enormemente.48

Visto el informe del eficiente administrador, Moreno dio vía libre para que se asignaran a Boturini 300 pesos anuales a pagarse en tercios, de las rentas y propios del santuario, que al parecer co-menzaron a entregársele de inmediato. El recibo por cien pesos del que sería el último –aunque don Lorenzo no lo sabía– de los pagos que se le giraron sobre las rentas de Guadalupe está fechado en Cholula el 24 de septiembre de 1739.49

Conclusión

Circunstancias que la investigación que sustenta esta primera aproximación aún no consigue dilucidar parecen haber privado a Boturini desde 1740 del primer patrocinio de consideración que logró en estas tierras: el del cabildo eclesiástico metropolitano. Sin embargo, para entonces su empresa estaba ya firmemente asenta-da y el erudito comenzaba a convertirse, gracias a otros muchos e importantes apoyos, en uno de los más importantes anticuarios del México colonial.

De esta primera experiencia mexicana de Boturini se pueden extraer interesantes conclusiones: en primer lugar, la importancia de su formación europea como valiosa experiencia de aprendiza-je de los usos y prácticas del clientelismo intelectual de la Edad Moderna. El de don Lorenzo fue el caso de muchos otros eruditos, literatos y científicos de su época, que tanto en las cortes de Europa como en las de la América virreinal española buscaron el susten-to y la seguridad necesarias para el trabajo creativo mediante su

48 ahinbg, caja 5, exp. 2, Informe de Joseph de Lizardi y Valle, México, 23 de enero de 1739, ff. 355r-355v.

49 ahinbg, caja 5, exp. 2, recibo por 100 pesos de Lorenzo Boturini en favor del ma-yordomo Joseph de Lizardi y Valle, Cholula, 28 de septiembre de 1739, f. 359r. faltan en el expediente consultado los folios 357 y 358 de la numeración original que, es de suponerse, contendrían los recibos de los dos primeros pagos de ese año.

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adscripción, fuese formal o informal, bien ocasional o permanente, a la clientela de un poderoso patrocinador principesco, eclesiásti-co o de la burguesía. Boturini supo discernir con claridad, entre la confusión de esferas de poder producida por el gobierno interi-no del arzobispo Vizarrón, condiciones de patrocinio semejantes a aquellas que había conocido y de las que se había beneficiado en el Viejo Mundo. No es casual el hecho de que, una vez regularizada la situación administrativa del virreinato con la llegada del conde de fuenclara en los últimos meses de 1742, Boturini perdiera el abrigo y protección de todos sus benefactores, y fuera arrestado.

Pero además, es posible distinguir ya la habilidad con que Lo-renzo Boturini supo, desde prácticamente el principio de su estan-cia en México, entrelazar su propia persona y su actividad en el tejido social novohispano: así lo demuestran sus primeras búsque-das, que lo llevaron a indagar exitosamente sobre papeles antiguos entre los habitantes y autoridades de los barrios y pueblos indíge-nas de la capital y sus alrededores, al mismo tiempo que conseguía relacionarse con las élites de la administración eclesiástica de la ciudad y de la intelectualidad de más acendrado criollismo; todo, al mismo tiempo que construía las redes de contactos que habrían de facilitar sus incursiones por el interior del reino, que lo llevarían a hacerse de su célebre Museo histórico indiano.

A la luz de lo anterior comienzan poco a poco a trastocarse los papeles que la historiografía ha concedido al historiador italiano: el sabio solitario, el caminante perdido e ingenuo de la leyenda, se vuelve cada vez más borroso y lejano; el investigador hábil, el solicitante de talento político y gran tacto social, comienza a contor-nearse con mayor claridad, para empezar a conducirnos a una idea de una nueva historia de la vida de Lorenzo Boturini.

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Histór

icas D

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

John F. Schwaller

“Church and State During the First Vice-Regency of Don Luis de Velasco, The Younger”p. 153-164

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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CHuRCH AND STATE DuRING THE fIRST VICE-REGENCY Of DON LuIS DE VELASCO, THE YOuNGER

John f. schwallerState university of New York, Potsdam

Don Luis de Velasco, the younger, is unique among viceroys of New Spain in that he served two non-consecutive terms as viceroy. His first term lasted from 1589 until 1595, when he was appointed viceroy of Peru. His second vice-regency ran from 1607 until 1611. The period of his first vice-regency was one in which Church-State relations were relatively tranquil. for this reason it provides scholars with a very useful insight in to how the two institutions could cooperate and work to mutually support one another. qui-te simply, during this period there were no major confrontations between bishops and archbishops, on the one side, and the viceroy and royal government, on the other. The viceroy was generally supportive of the activities of the religious orders, and they saw him more as an ally than as a foe. Similarly the secular clergy also maintained relatively cordial relations with the viceroy, in spite of the fact that this period saw the consolidation of many of the ecclesiastical reforms dictated by the Ordenanza del Patronaz-go. In summary, no major obstacles arose to inhibit the peaceful correspondence of the Church and State during the vice-regency of Velasco. Consequently, it serves as a model for the manner in which the crown in all likelihood intended the two institutions to comport themselves.1

1 A general view of the government of Velasco can be found in Juan Pablo Sala-zar Andreu, Gobierno en la Nueva España del virrey Luis de Velasco, el Joven (1590-1595) y (1607-1611), Valladolid, quirón Ediciones, 1997, pp. n173-191. This book is a very basic outline of the major themes and events of Velasco’s rule.

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Velasco was a unique figure in the history of New Spain. He was the son of the second viceroy, don Luis de Velasco, the elder. Although the younger Velasco had been born and raised in Euro-pe, he came to Mexico at a fairly young age, approximately 20, and lived for several years with his father in the viceregal palace. Prior to traveling to Mexico, the younger Velasco had attended the uni-versity of Salamanca, traveled to England in the company of Prince Phillip when the latter married queen Mary of England. Velasco then stayed with the royal court, eventually arriving in Brussels where Phillip, now King, inducted him into the military religious order of Santiago. As a result Velasco had very close ties to the young monarch and had many important friends and allies in the royal court.2

Various trends merged in order to create this period of Church – State tranquility. A primary condition was the absence of a pre-late for the archdiocese. The king had appointed the ruling prelate, Archbishop don Pedro Moya de Contreras, to be President of the Council of the Indies in Spain. In spite of canons to the contrary, Moya took the position, and neither the King nor the Archbishop seems to have moved to appoint a coadjutor to govern the archdio-cese. When Moya died, in 1591, the cathedral chapter ruled, in sede vacante until the appointment of Archbishop fernández de Bonilla. unfortunately fernández de Bonilla failed to govern the archdio-cese personally, since he was engaged in a visita general of Peru at the time. While he did send a governor, that person also pursued a policy of tranquil engagement with the secular arm.

Just as the archdiocese lacked a prelate, so did several of the suffragan dioceses. In particular during various portions of Velasco’s rule, the diocese of Guadalajara and Michoacan also lacked bishops. This left only the dioceses of Oaxaca and Puebla with prelates. In Puebla, don Diego Romano served as juez de residencia and visitador, along with Velasco in the investigation that followed the government of the Marquis of Villamanrique. Thus Romano and Velasco were close political allies of one another. In Oaxaca, the bishop was don fr. Bartolomé de Ledesma, a relative of the royal secretary Pedro de Ledesma. for some thirty years Velasco had carried on a private correspondence with Secretary Ledesma, and

2 John f. Schwaller, “The Early Life of don Luis de Velasco, the Younger, The future Viceroy as Boy and Young Man”, Estudios de Historia Novohispana, vol. 29, 2003, pp. 17-47.

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the two were also close allies. As a result, there were few bishops and archbishops who would, or could, quarrel with Velasco and cause a disruption of Church–State relations.

The secular clergy, who administratively served under the au-thority of the bishops, did not pose a major disruption to Church–State relations. One the one hand, Velasco supported the policy of granting preferential treatment to creoles, in particular the sons of the conquerors and first settlers, when it came to filling ecclesias-tical positions under the Royal Patronage. Nevertheless, there were several suits initiated during this period to clarify various aspects of the Royal Patronage. These focused on more clearly defining the rights of individuals appointed to ecclesiastical posts by the crown, vis a vis those appointed locally by the viceroy and archbishop. Clearly Velasco, as vice-patron, had a crucial role in these suits.

The regular clergy had for years been highly critical of the royal government, particularly with regard to the various labor policies enacted by the crown. The religious orders had been in the forefront criticizing the encomienda, pressing for the application of the New Laws, and generally protecting the natives from abuse at the hands of Spanish officials. In general, Velasco had a cordial relationship with the religious orders. In spite of being one of the largest landowners and encomenderos himself, Velasco espoused reforming the Indian labor system, and the institution of further protections for the native peoples. In fact, some of the most vocal critics within the religious orders praised Velasco’s intentions.3

Looking more particularly at the relationship between don Luis de Velasco and the bishops of New Spain, the major feature, as has been noted, was the general lack of prelates. The situation of Moya de Contreras was particularly embarrassing. As one of the leading proponents of the canons and decrees of the Council of Trent, Moya found himself in violation of one of the major tenets: that is, that a prelate should occupy his see and be an active pastor there. Moya spent the last several years outside of his archdiocese as a courtier in Spain. As a result the archdiocese for several years passed to the hands of a governor appointed by Moya, but one who lacked true canonical authority to govern, since he had not been

3 The so-called Codex Mendieta contains several letters written by the friar to Velasco relating to the latter’s native policy. Joaquín García Icazbalceta, Códice Mendie-ta: Documentos franciscanos, siglos xvi y xvii, México, Imp. francisco Díaz de León, 1892.

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156 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

consecrated as a bishop coadjutor. Moya’s death, then, caused the archdiocese to fall to the hands of the cathedral chapter, in sede va-cante. This group of priests could have created serious problems for Velasco, but chose to work quietly with the royal government. One major reason was that the chapter had come to be dominated by creoles. As noted earlier, Velasco clearly supported the policy that privileged creoles in offices of preference in the Church. Fernández de Bonilla, never took personal possession of the archdiocese, but rather also sent a governor, who lacked full authority.4 Consequen-tly no one within the higher reaches of the archdiocese was either able or willing to confront the viceroy on ecclesiastical matters.

The other dioceses manifested many of the same issues seen in the archdiocese, either being vacant or having prelates who for one reason or another were politically closely allied to Velasco. The viceroy complained frequently to the crown about the vacancies in the dioceses. In his first official letter to the King and Council of the Indies, Velasco announced the death of the Bishop of Guadalajara, don fr. Domingo de Alzola, O. P. In the same letter he noted that the king had not yet named a successor for Moya. Nevertheless, he conceded that the members of the cabildo ecclesiástico of Mexico had acquitted themselves well in the governance of the archdiocese, in the absence of their prelate. Velasco noted that since he was only newly arrived in the colony he could not yet offer suggestions as to suitable candidates for these prelacies.5

A few months before Velasco arrived in New Spain, the Bishop of Michoacan, don fr. Juan de Medina Rincón, died. Thus three of the five dioceses of central New Spain experienced vacancies when Velasco took office. As noted, the two sitting bishops, don Diego Romano of Puebla, and don fr. Bartolomé de Ledesma of Oaxaca were closely tied to Velasco. Romano served jointly with Velasco in the residencia of Viceroy Villamanrique, and the two were quite supportive of one another. Ledesma, although he had gained a reputation for being difficult to deal with, and had caused some serious problems early in his career, starting as an aide to Arch-bishop don fr. Alonso de Montúfar, had mellowed by the late six-

4 Stafford Poole, Pedro Moya de Contreras: Catholic reform and Royal Power in New Spain, 1571-1591, Berkeley, university of California Press, 1987, pp. 206-207.

5 Archivo General de Indias [Hereafter: agi], México, 22, núm. 18, Velasco al rey y Consejo, 3 de enero de 1590.

157

teenth century and offered no major opposition to either Velasco or the royal crown.6 furthermore, Velasco’s long relationship with Ledesma’s kinsman, the secretary Pedro de Lesdesma, must have also entered into the relationship with the Oaxaca bishop.

One can see Velasco impact more with regard to the secular and regular clergy. The secular, or diocesan, clergy always took second position in most people’s thinking, after the regular clergy. Popular opinion held that the seculars were less apt, poorly edu-cated (if not illiterate), venial, and altogether less spiritual than the friars. Throughout the sixteenth century the bishops and archbis-hops made a concerted effort to improve the quality of the secular clergy. The creation of the university of Mexico was a major step in this effort. More than this, the King, through his ecclesiastical policy, had a tremendous role in the improvement of the clergy. With the promulgation of the Ordenenza del Patronazgo, the King created a system of oposiciones (competitive examinations) through which to choose the best clerics to serve the parishes under the Royal Patronage. At the same time, the monarch converted most parishes into benefices, ecclesiastical posts enjoying a guaranteed income, which the beneficiary could enjoy for a lifetime. At the same time, the monarch reserved to himself, and to those to whom he delegated the authority, the right to name beneficiaries both through oposiciones and outside of the system. During Velasco’s first government in New Spain a confrontation occurred between beneficiaries appointed by the viceroy through the system of oposi-ciones and beneficiaries appointed directly by the king.

In 1594 various suits emerged that focused on defining the rights and privileges of beneficiaries. In one of the cases, the Bishop of Guadalajara rejected two beneficiaries named by the King. According to the prelate, the priests appointed by the King lacked the necessary qualities needed to serve their benefices. In another case, two of the curates beneficiaries of the cathedral of Mexico filed suit against the other two; there were a total of four beneficiaries. The two who filed the suit had been named by the King, and the two against whom they filed were appointed locally by the viceroy and archbishop. The suit claimed that the two appointed by the King could enjoy all of the revenues of the offices.

6 John f. Schwaller, The Church and Clergy in Sixteenth-Century Mexico, Albuquer-que, university of New Mexico Press, 1987, p. 153, et passim.

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Royal judges viewed the Guadalajara case not so much as an issue of the competency of clerics appointed by the crown, but rather as a clear challenge to royal authority. Ever since the pro-mulgation of the Ordenanza del Patronazgo, many American bishops had rejected royal claims of authority over local eccle-siastical appointments. They considered that the secular arm had reached too far into the internal administration of the Church. In spite of this, the King and the royal government continued to claim and enforce royal supremacy in this area. Moreover a large body of established law held that the royal courts were the appropriate venue for the resolution of questions relating to the interpretation of such canonical documents as the bulls of erection and the bulls which granted the Patronage to the crown.7 Velasco, as viceroy, supported the crown in this interpretation.

The suit of the two cathedral curates occurred during Velasco’s government of Mexico. They had sued the cathedral chapter and governor of the archdiocese over the fruits of their benefices. Accor-ding to the bull of erection, the cathedral was to have four curates. These received their salaries in the form of a portion of the division of the tithe, according to a very complicated distribution scheme. In fact, by the end of the sixteenth century rather than receiving a por-tion of the tithe, their salaries were a fixed amount of pesos, but still paid from a portion of the tithes.8 As offices stipulated in the bull of erection, the right to fill these offices fell to the King as royal pa-tron. After 1574, they also became part of the offices filled through oposiciones. Yet the crown retained the right to directly appoint per-sons to any of the offices under his control. The two beneficiaries appointed by the King, thus filed suit claiming that as the only curates appointed by the King they had complete right to all of the fruits of the office, under the provisions of the bull of erection. The royally appointed curates also claimed that since their offices were stipulated by the bull of erection, the local authorities had no authority to fill them.9

Velasco and the judges of the audiencia supported the archdio-cesan officials in rejecting the curates’ claim. In earlier decades pre-

7 John f. Schwaller, Church and Clergy…, pp. 186-878 John f. Schwaller, Origins of Church Wealth in Mexico, Albuquerque, university

of New Mexico Press, 1985, pp. 58-63.9 agi, México, 71, núm. 108, Velasco y la Real Audiencia al rey, 26 de octubre de 1594.

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bendaries appointed by the king had made the same claim against those appointed locally. The courts had ruled that the needs for qualified persons to serve these offices was so serious that it was more important to have persons serving these offices rather than give generous salaries to the few who held royal appointments.10

To futher clarify the issues, the King requested, in 1590, that Velasco send his own observations regarding the four beneficiaries recently appointed by the crown. Specifically Velasco had to dis-cuss the four and report on their abilities to serve. The King gave Velasco permission to reject the provision of beneficiaries with ro-yal appointments since the royal will was that “those who serve be the most sufficient.”11 Velasco sent a detailed analysis of the situa-tion and of the beneficiaries. Of the four, two were absent. One had gone insane and disappeared. Another had already left New Spain, en route to the Philippines. Of the remaining two one of the ro-yal appointees had previously won the position through oposición, and so the royal appointment merely served to confirm the earlier appointment. The last had also received a post through oposición, but one different from the royal appointment. He was very talented in the language of the native peoples where he currently served, but not particularly in the parish where the crown had appointed him. As a result the viceroy preferred to leave him in that one and not appoint him to the other.

In order to qualify for a royal appointment, a job-seeker had to request a summary of his merits and past service (relación de mé-ritos y servicios). This document was developed by the judges of the audiencia in the form of a relación de parte y de oficio. The court would then send this document to the crown along with its own recommendation. Notably a very high percentage of the summa-ries sent to the crown were at the request of creoles. In one of the letters Velasco wrote early on in his vice-regency, he supported the policy of naming creoles to the various vacancies on the cathedral chapters. He wrote:

[…] y demas de aberse hecho muy buena election y a ellos m[e]r[ce]d la ha V mag[esta]d hecho a todo el reyno con servirse de naturales

10 John f. Schwaller, Church and Clergy…, pp. 187-188.11 “que los sirvan los que fueren más suficientes”, agi, México 22, núm. 28, Velas-

co al rey, 6 de diciembre 1590.

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del con que se animan a seguir las letras y virtud en que estavan muy desmayados por falta de premios yo beso a las reales manos a V. mag[esta]d por el favor y m[e]r[ce]d que a este reyno a hecho y a sido de gran importancia y lo sera proseguirlo pues ay muchos benemeritos en el.12

In this same letter, Velasco recommended various persons for va-cant seats on the cathedral chapters of the realm. Most significantly the majority of those recommended by Velasco were creoles. In fact, by this time the majority of members of cathedral chapters had be-come creoles.13 It is clear that Velasco pursued a policy of favoring creoles for offices under his control. Part of his motivation might have been self-interest. His own children were creoles, although he was required to send them to Spain during his government. But he was also related to many of the leading creoles of the colony, through his own marriage and that of his uncle. As a result a policy of preference had important social ramifications for Velasco and his extended family. for instance one of the leading members of the ca-thedral chapter of Mexico was his “cousin” don Juan de Cervantes. Cervantes and Velasco shared an uncle. Velasco’s father’s brother had married Cervantes’s mother’s sister. Another characteristic of the persons recommended by Velasco was that they generally had university titles: doctors, maestros, or bachilleres.

Examples of both characteristics are Dr. francisco de Loya and Canon Alonso de Écija. Both were creoles. Both held university de-grees from the university of Mexico. Both served all of their careers in Mexico and its environs. Écija and his brother, Serván Rivero, ser-ved as choir boys in the cathedral of Mexico. Being a talented mu-sician, he continued his service in the cathedral after maturing. He eventually became one of the chaplains of the cathedral. In 1576 the King appointed him to a ración, which he served while also being the subcantor (sochantre). finally in 1576, the crown promoted him to a canonry. Loya, for his part, was ordained in 1574, and for many years served as the chaplain of the village of Iztapalapa, which fell under the patrimony of the City of Mexico. When all parishes were converted to benefices, under the Ordenanza del Patronazgo, Izta-palapa fell to the crown, and Loya then became the beneficed curate.

12 agi, México 22, núm. 52, Velasco al rey, 6 de junio 1591, f. 1.13 John f. Schwaller, Church and Clergy…, p. 228.

161

Eventually he became the Provisor of Indians in the archdiocese of Mexico.14 The documentation, then, demonstrates rather clearly Velasco’s policy of favoring creoles, and especially sons of conque-rors and first settlers, in his ecclesiastical appointments.

Velasco’s relationships with the religious orders were also quite amicable. In fact he had some deep ties to the orders. for example, his father, the second Viceroy of Mexico, was not buried in the cathedral but rather in the church of the Dominican Order in Mexico. One of his own sons, his homologue, was a novice in the Company of Jesus, in Spain. At the same time, as noted earlier, he maintained a correspondence with the famous franciscan chroni-cler, fr. Gerónimo de Mendieta. quite clearly, on the surface, one would expect no major troubles to befall Velasco from the hands of the religious orders.

from his correspondence to the crown, Velasco manifested his interest in the religious orders and his deeply held conviction that persons serving in positions of authority in the New World should have prior experience there. for example in 1591visitors were re-forming both the Dominican and Augustinian orders. Although the purpose for the visitation was praiseworthy, something that Velas-co strongly supported, the visitors did not have any experience in the Indies. Velasco wrote: “he visto que resultan inconvenientes y desasosiegos de que los que hubieren de hacer este oficio vengan de fuera por la poca noticia que de las cosas de aca tienen.” He then suggested that the King make recommendations to the generals of the orders that in naming visitors in the Indies, that they choose either persons already resident there or those with experience in the colonies.15

Velasco also became involved in issues relating to the female orders. As in the case of the male orders, Velasco had various fa-mily members among the nuns. Three of his own daughters were professed nuns in the convent of Regina Coeli.16 Yet, even beyond this, he recognized the important role that convents and casas de re-cogimiento served in the colonial social order. In a letter from 1590, Velasco supported a request for a royal grant to sustain three con-

14 John f. Schwaller, Church and Clergy…, pp. 135-136. Cinco Cartas del Illmo. Y Exmo señor D. Pedro Moya de Contreras…, Madrid, Porrúa Turranzas, 1962, pp. 127-128, 130.

15 agi, México 22, núm. 46, Velasco al rey, 29 de abril de 1591.16 agi, México, 218, núm. 17, Información de parte del convento de Regina Coeli,

1586, ff. 1-3.

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162 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

vents: La Penitencia, Santa Mónica, and the Colegio de Niñas. Velas-co described them as “de verdad son de los recogidos y exemplares monasterios de la cristiandad y donde mejor se guarda su regla y mas se sirve n[uest]ro S[eño]r”.17

In a very similar manner, Velasco took an active concern over the confraternities and hospitals of the kingdom. He demonstrated a true concern over the quality of care offered in the hospitals. Most of the hospitals of the realm were managed by the religious orders, although the bulls of erection called for the creation of at least one hospital in each diocese to be supported by the tithe. In 1585, the Dominicans received a royal cédula requesting that the viceroy send information to court regarding the advisability of granting a royal stipend to support their hospital in the amount of 700 pesos a year. Velasco supported the request.18 Similarly the franciscans requested support from the royal treasury to sustain their hospitals in the amount of 600 pesos annually. Velasco also supported this request, using almost exactly the same language as with the Domi-nicans.19

Velasco was unique among viceroys in that he lived in the co-lony for an extended period of time as a private citizen prior to his appointment as viceroy. During the nearly thirty years he lived in the colony, he became involved in many local activities. One that was particularly close to him was his membership in the Cofradía del Santísimo Sacramento. He was not just a simple member, but took on many of the important leadership roles in the confraterni-ty and guiding it through some of its difficult times.20 While other details of his life remain to be studied, at this point, it is clear that not only did he take an interest in lay religious activities, he was very active personally.

This short view of Church – State relations during the vice-re-gency of don Luis de Velasco illustrates several important aspects of early colonial Mexican history. quite clearly the period was rela-tively calm. There were no major issues that disrupted the relatio-nship. This is partially explained by the relative absence of prelates,

17 agi, México 22, núm. 18, Velasco al rey, 5 de junio de 1590.18 agi, México 22, núm. 40, Velasco al rey, 11 de marzo de 1591.19 agi, México 22, núm. 52, Velasco al rey, 6 de junio de 1591.20 Los papeles de la Cofradía are located in: Joaquín García Icazbalceta Manuscript

Collection [1500]-1887, Benson Latin American Collection, General Libraries, The university of Texas at Austin.

163

bishops and archbishops, who might be in a position from which they could politically oppose the actions of the monarch and royal government. Neither did the lower clergy, both the regulars and seculars, precipitate conflict. While there were important issues confronting the lower clergy, they tended to deal with internal matters. Only a handful of cases would proceed to the royal courts, such as the issue of the royally appointed beneficiaries.

Another factor that might explain the absence of major conflict is Velasco’s own experience. As reflected in his letters and comments to the crown, he honestly believed that people with experience in the Indies could better handle the problems of the Indies. He reiterated this when discussing the visitors for the religious orders and it pervades his appointments and recommendations for appointments where he openly favored creoles and others from the region. His position was based on three major points. first of all the crown had articulated this policy even before the promulgation of the New Laws, but certainly that code openly proffered positions in the Indies as a reward to placate the encomenderos who were to lose their grants. Secondly, Velasco had to pursue enlightened self-interest. His own children were grand children of conquerors and first settlers as were his cousins and their children. He had a deeply vested interest in aiding these groups, even if he himself was not a creole. Lastly, one must always recognize that experience is a good teacher. Velasco, having lived in the Indies for all of his adult life, had seen administrators come and administrators go and honestly believed that the great flaw in the Spanish imperial system was that too few officials with critical power had any true understanding of the colonies. He clearly supported the appointment of persons with experience. Needless to say, this also supported his own career which was founded on two basic strengths: he enjoyed a personal relationship with the monarch forged in the period of Philip’s marriage to Mary Tudor, and Velasco had a unique history of experience in the Indies.

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Oscar Mazín

“Pensar la monarquía, pensar las catedrales: dos fi scales del orbe indiano, Juan de Solórzano y Juan de Palafox”p. 165-178

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PENSAR LA MONARquÍA, PENSAR LAS CATEDRALES: DOS fISCALES DEL ORBE INDIANO,

JuAN DE SOLÓRzANO Y JuAN DE PALAfOX

oscar mazínEl Colegio de México

Hace 30 años Jonathan Israel advirtió que fue en el ámbito eclesiás-tico donde encontraron expresión, en el primer tercio del siglo xvii, las principales contradicciones y conflictos políticos del virreinato de Nueva España.1 No obstante, Israel no desarrolló esta afirma-ción. Y no lo hizo porque le hubiera sido preciso echar mano de un enfoque trasatlántico que conectara los episodios de la Nueva España con las realidades de la corte de Madrid. La construcción historiográfica de esta última perspectiva ha sido más reciente. En efecto, en los últimos 15 años diversos centros académicos –sobre todo en Europa occidental y Estados unidos– han emprendido la restitución de los antiguos vínculos de una misma entidad histó-rica, las monarquías ibéricas compuestas de los siglos xvi y xvii.2 Nunca ha sido tan necesario insertar los procesos de los virreinatos en el ámbito de dimensiones planetarias al que estuvieron adscri-tos por naturaleza, que fue el suyo. Sin embargo, también es cierto que los vínculos entre la sociedad y los muy diversos cuerpos ecle-siásticos en la Nueva España han sido desde entonces objeto de una producción impresionante, tal y como lo demuestra de manera fehaciente este coloquio. Se ha dejado atrás la historia de las insti-

1 Jonathan I. Israel, Race, Class and Politics in Colonial México, (1610-1670), Oxford, Oxford university Press, 1975, 305 p. [Edición en español: México, fondo de Cultura Económica, 1980].

2 John H. Elliott, “A Europe of Composite Monarchies”, Past and Present, 137 (1992), pp. 48-71.

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tuciones per se y la historia del derecho nos ha develado procesos con un marco jurídico sumamente rico y dinámico. Hoy conocemos mejor los proyectos que animaron el establecimiento del cristianis-mo en el Nuevo Mundo; la pugna nunca simple entre los cleros regular y secular; la organización jurídica y social de las feligresías; los efectos de una vertiginosa transformación de las sociedades multirraciales de las Indias; en fin, sistemas de autoridad original-mente yuxtapuestos aunque cada vez más imbricados. También han sido objeto de avance cuestiones como el diezmo que, de un mero indicador para la historia económica, se ha convertido en un instrumento de alcances insospechados para escudriñar proce-sos de organización social y política. Ningún otro impuesto en la historia de Occidente ha tenido la misma duración, rango de apli-cación e impacto económico.3

La historiografía reciente, pues, destaca la importancia sustan-cial de los espacios de circulación imperial tanto como la fuerza de arraigo local de los cuerpos eclesiásticos. Al vincular de manera permanente la experiencia local y la estructura de gobierno penin-sular, es decir, al adscribir los procesos de los virreinatos india-nos a un mundo histórico de dimensiones trasatlánticas, nuestras preguntas se redimensionan; vemos igualmente aparecer nuevos significados: asistimos a la circulación de los hombres, a la forma-ción de las redes políticas, familiares y comerciales que fundieron las dos orillas del Atlántico imprimiendo unidad a la inmensidad espacial de la monarquía católica. Si este análisis es correcto, el de-safío que enfrentamos consiste en dar con medios para reconstituir situaciones dispares, lo que equivale a reconsiderar el fino humor del novelista E.M. forster: “sólo conéctelas”.4

Pretendo compartir con ustedes un ejercicio de conexión: el enfrentamiento de los cleros regular y secular en la Nueva España del primer tercio del siglo xvii con algunos resortes del poder en el seno del Consejo de Indias. Me orienta una interrogante: ¿cómo se construyeron los espacios políticos de la monarquía indiana a dos mil leguas de distancia del rey? Desprendo algunos indicios de res-puesta mediante una serie de modos de acción política presentes en

3 Giles Constable, Tithes from the Origins to Twelfth Century, Cambridge, Cam-bridge university Press, 1964, xxi, 346 p.

4 Citado en John H. Elliott, “La historia comparativa”, Relaciones, núm. 77, invier-no de 1999, pp. 229-247.

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los mecanismos reguladores de la vida social. La dificultad mayor reside, ciertamente, en el análisis de situaciones de diferente densi-dad y ritmo temporal en cada lado del océano. finco este ejercicio en mi más reciente estudio sobre los procuradores que la catedral de México enviaba a la corte de Madrid.5 Al seguir varios litigios, esos personajes fungieron como una especie de correa de transmi-sión. Su actividad radicó en discernir las condiciones, los argumen-tos y las personas que podían inclinar el poder real a favor de las iglesias catedrales. Sus contactos echan mano de la influencia de los arzobispos, aunque también acuden a aquellos funcionarios “me-nores” del Consejo del rey tales como los fiscales y los secretarios.

Para empezar, retomemos la afirmación de Israel y algunas de sus implicaciones: “fue la esfera eclesiástica el medio donde encon-traron expresión las principales contradicciones y conflictos políti-cos del virreinato”. Su carácter comprensivo, envolvente, remite sin duda a la naturaleza extensiva de la Iglesia en el orden social. Pero también al hecho de que la pugna entre los cleros regular y secular abarcó la vida política del virreinato. La rápida transformación de las nuevas sociedades –seguramente más rápida que la capacidad misma de asimilación de los contemporáneos– intensificó aquel enfrentamiento y repercutió necesariamente sobre las estructuras de gobierno. La autarquía de las unidades parroquiales o “doctri-nas” regenteadas por los frailes se hizo cada vez más manifiesta en el primer tercio del siglo xvii, sobre todo en las diócesis centrales de México, Puebla y Michoacán. Muchas se habían transformado, de hecho, en unidades administrativas relativamente autosuficientes. Su grado de exención de la jurisdicción eclesiástica ordinaria fue cada vez más ostensible, ya que desde la década de 1570 la legis-lación dispuso una creciente supervisión por parte de los obispos. Exento de estos últimos, y por lo tanto de las iglesias catedrales, resultaba igualmente el régimen de rentas de las doctrinas. Como es sabido, el diezmo fue objeto de un debate que traduce la pugna entre proyectos diferentes de sociedad; no sólo el diezmo de los indios, sino sobre todo aquel cuya paga evadían los religiosos con-forme adquirían numerosas haciendas. En contravención con una legislación fluctuante que intentaba limitar dichas adquisiciones, y

5 Oscar Mazín, Gestores de la Real Justicia, procuradores y agentes de las catedrales hispanas nuevas en la corte de Madrid, I. El ciclo de México, 1568-1640, México, El Colegio de México, 2007.

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apoyadas sobre privilegios pontificios, las órdenes religiosas logra-ron eximir sus propiedades del pago en perjuicio de las rentas dio-cesanas. Esta situación hizo que “asentar” las iglesias catedrales, es decir, dotarlas de estructuras sólidas frente a otros cuerpos políti-cos y sociales fuera el meollo de la representación de sus procura-dores en Madrid. Consecuentemente, durante décadas los litigios entre las catedrales y las órdenes religiosas –tanto en materia de doctrinas como de diezmos– fueron los ingredientes esenciales del ámbito político y social a escala de ambos virreinatos de las Indias Occidentales. El traslape o imbricación de uno y otro expediente contencioso fue creciente.

una circunstancia más es digna de mención: el pleito de las catedrales con los jesuitas fue más intrincado todavía que con los frailes. No podía atacarse a la Compañía de autarquía, es decir, con argumentos semejantes a las doctrinas. Los jesuitas no ejercían la cura de almas sino muy excepcionalmente y sus misiones no se ha-llaban en el núcleo de las antiguas civilizaciones autóctonas. Sus co-legios contribuían plenamente, por lo demás, a la formación de los grupos dirigentes: numerosos hacendados, mineros y comerciantes se contaron entre los principales benefactores de los padres. Me pa-rece que el problema radica en el muy peculiar instituto de la Orden, que combina una gran libertad de movimiento con una regla que carga las tintas más sobre la obediencia en orden al desplazamiento que sobre el arraigo local y la vida en comunidad. fuertemente cen-tralizado en Roma, el gobierno central de la Compañía imprimió, por lo tanto, un cariz decisivo a la actividad de los procuradores jesuitas en el litigio sobre diezmos. Una muy eficiente circulación de la información a distancia, más el talento retórico y jurídico de esos religiosos explican por qué la Compañía esgrimió durante dé-cadas, como ninguna otra orden, toda suerte de excepciones, arre-glos y composiciones relativas al pago del diezmo a las catedrales.

Pero si la relación de éstas con el rey a través del Consejo de In-dias era directa, de ninguna manera podía ignorar a las autoridades virreinales. Varios autores nos han hecho ver que la relación con estas últimas estuvo mediada por la negociación permanente de los grupos de mayor arraigo en la Nueva España: la propia iglesia diocesana, los ayuntamientos, los principales terratenientes y algu-nos comerciantes. No pocas veces prevalecieron los designios de la Corona, sobre todo los de índole fiscal y militar, sobre los intereses de dichos grupos. Recordemos además que los virreyes fincaron su

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poder en funcionarios fuertemente dependientes de su favor como los corregidores y alcaldes mayores, si bien se apoyaron igualmen-te en las órdenes mendicantes y específicamente en los frailes doc-trineros, cuyo nombramiento llegaron a controlar. Validos de esas fuentes de poder, los virreyes contrarrestaron el fuerte influjo ejer-cido por los obispos sobre los grupos criollos más influyentes. Las principales crisis de autoridad en el virreinato fueron desencade-nadas, efectivamente, por una antinomia entre sistemas de poder eclesiástico que suponían formas diversas de organización política y social. Dicho de otra manera, las reacciones de índole contractual de los grupos locales encabezados por los obispos parecen más be-ligerantes frente a un estilo de conducción del virreinato percibido como crecientemente autocrático.

una de las premisas del pensamiento político hispano de la primera mitad del siglo xvii expresaba que la grandeza de las mo-narquías cargaba sobre ellas mismas.6 La gloria y la reputación re-sultaron conceptos cada vez más medulares en proporción inversa al declive de la monarquía de los Austrias. Pero como conservar cada uno de los reinos era esencialmente un asunto de justicia, no faltaron los episodios de dramática tensión entre los términos. Los procuradores de la catedral de México en el Consejo de Indias de-bieron justificar ante su patrón la lentitud desesperante en las cau-sas de mayor trascendencia, que eran las de justicia. En realidad cualquier progreso sustancial en ellas implicaba trastocar el delica-do equilibrio del orden social en las Indias. Por eso el principal de-safío para el rey consistió en destrabar el entuerto entre entidades y modelos igualmente legítimos, aunque a diez mil kilómetros de la corte. Esto no fue posible sin una política de contrapesos mutuos, de equilibrios precarios entre diversos cuerpos. Tal es la lógica que preside la impartición de la justicia, el principal atributo del po-der real. Los largos litigios atraviesan por etapas en que una de las partes parece más favorecida. Sin embargo, en el momento en que todo parece conducir a una sentencia en menoscabo, por ejemplo, de las órdenes religiosas, una poderosa nueva apelación de éstas cambia súbitamente el curso del proceso contencioso.

6 Remito a la ponencia de José Luis Villacañas, “Saavedra Fajardo y el fin de la Edad Media” leída en el II Congreso Internacional de pensamiento político hispano “Saavedra fajardo, su época, su recepción: historia, política y relaciones internaciona-les”, Murcia, universidad de Murcia, del 13 al 16 de noviembre de 2006.

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Ahora bien, como instancia exclusiva de las causas de jus-ticia en la corte, el Consejo de Indias se halló siempre sujeto a formas de poder no convencionales que lo mediatizaban. Des-de “cadenas de mando” asociadas a numerosas expresiones del clientelismo en torno de personajes que disfrutaban del favor real, como el cardenal Espinosa o don Juan de Ovando (ca. 1570), hasta la intervención directa del valido en turno por medio del presiden-te del Consejo, pasando por las juntas especiales convocadas por el soberano o la creación de una “Cámara de Indias” (1600-1608) que se arrogó facultades del pleno de aquel cuerpo. Son éstas las expresiones del dilema entre una visión contractual de gobierno consagrada por la tradición y la práctica autocrática del poder apo-yada en individuos especialmente favorecidos por el monarca. El contraste entre los momentos de reflujo del poder hacia los Conse-jos y los de irrupción de las instancias encabezadas por los validos o favoritos fue permanente. En razón del reinicio de la guerra en 1621 y de la consecuente necesidad de reforma, ese dilema se agu-dizó.7 Repercutió incluso en forma violenta en el gobierno de la Nueva España. Los grupos rectores en ambas orillas del Atlántico se hallaron, pues, sujetos a una corriente que presionaba a favor del respeto a los cauces convencionales del gobierno de la monarquía y otra que respondía a las urgencias de la corona. Las dos se hallaron, de hecho, mezcladas sin remedio.8

una relectura de la crisis política de la corte de México a par-tir de 1623-1624 ilustra bien esta situación. Para empezar, fue la controversia sobre las doctrinas su factor desencadenante. Luego de suspender el virrey marqués de Gelves la decisión de la Real Audiencia favorable al examen de lenguas de los frailes en la ca-tedral, arrebató al máximo tribunal del reino el juicio del corregi-dor del pueblo indio de Metepec. Es preciso destacar que el virrey procedió en forma análoga a la costumbre de convocar a “juntas” paralelas a los Consejos en la corte de Madrid. Otro tanto hizo el mismo Gelves, días después, para dirimir si el arzobispo podía o no excomulgar al virrey de la Nueva España. Recordemos que el dramatismo llegó a su apogeo cuando, con apego a las formas e

7 Irving Anthony Thompson, “The Government of Spain in the Reign of Philip IV”, en Crown and Cortes, Government, Institutions and Representation in Early Modern Castile, Aldershot, Variorum, 1993, pp. iv, 1-85.

8 John H. Elliott, “Política exterior y crisis interna: España, 1598-1659” en España y su mundo, 1500-1700, Madrid, Alianza editorial, 1991, pp. 146-171.

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instancias contractuales del poder, el arzobispo Pérez de la Serna encabezó una gran procesión para pedir ante la Audiencia que su causa fuese escuchada y que se le impartiera justicia. Recordemos, en fin, que el derrocamiento inusitado del gobierno virreinal no se explica exclusivamente como reacción adversa de los grupos lo-cales a las acciones reformadoras y autocráticas del virrey –éstas sobre todo de signo fiscal– sino en general como participación del clero secular y, específicamente del arzobispo, a favor de la causa de los desafectos esgrimiendo como principal argumento el de la justicia como alma del reinado. Los hechos probaron que la lealtad de las aristocracias locales de la monarquía se debía ante todo a la tierra y, sólo después, a la corona.

Lo que hasta ahora se ignoraba es que una vez en Madrid para dar una explicación de los hechos en nombre de la Audiencia de México, la actividad del arzobispo Pérez de la Serna fue especta-cular. Empezó por representar al soberano su insatisfacción por el nombramiento del marqués de Cerralvo para suceder a Gelves al frente de la Nueva España. El prelado prefería que fuese a Méxi-co algún miembro del Consejo de Indias, dada la “suavidad” que en aquel momento precisaba la conducción del virreinato. Como el retorno de Pérez de la Serna a su sede mexicana fue impugna-do, acabó por aceptar la sede peninsular de zamora no sin “lances muy apretados” ante una junta del propio Consejo integrada por altos dignatarios de él. En ella aseguró que permanecía en Espa-ña para “poder hablar más recio de lo que [había] hecho.”9 Deba-tió igualmente sobre quién le sucedería en la mitra de México. La designación final de don Francisco Manso y Zúñiga, miembro del Consejo de Indias, satisfizo enteramente a Pérez de la Serna dado que desagradó en sumo grado a sus detractores, sobre todo al virrey Cerralvo. Con todo, el principal logro del arzobispo de México en Madrid radicó en el litigio sobre diezmos de las órdenes religiosas. Sus advertencias al Consejo, y en particular a su fiscal, se concretaron en una petición formal en nombre de las principa-les iglesias catedrales de las Indias: que fuera el Consejo, mediante exclusión absoluta de los tribunales romanos, quien sentenciara el

9 Integraron dicha junta don García de Haro, gobernador del Consejo, Sancho flores, don Juan de Villela, ex presidente del mismo cuerpo, don Diego de Cárdenas, don francisco Manso y zúñiga, don francisco de Alarcón “y otros muchos…”. Don Juan Pérez de la Serna al Deán y cabildo de México, Madrid, 7 de mayo de 1627 en Archivo del Cabildo Catedral Metropolitano de México, Correspondencia, vol. 20.

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pleito en virtud de ser el rey católico “patrono universal” y dueño de los diezmos en las Indias.10 Tal demanda del prelado se nutrió de la gestión de los procuradores de su catedral en Madrid, quienes a lo largo de los años habían encontrado en España condiciones análogas: a saber, sendos litigios de diezmos que las iglesias penin-sulares seguían contra la Compañía de Jesús. Pero igualmente se habían percatado de la existencia de una Asamblea o Congregación de las iglesias de Castilla, entidad de tipo contractual que sentó precedente formal para una futura confederación de las de Indias;11 advirtieron finalmente un breve del papa León XI, de abril de 1605, que sentenciaba a todas las casas de la Compañía en Castilla a pa-gar diezmos.

La crisis en la corte de México acrecentó la contradicción irre-soluble entre las formas de gobierno autocrático y los fundamentos convencionales y por lo tanto constitucionales del poder –reales o imaginarios– relativos a una especie de pacto entre el rey y los descendientes de los conquistadores y primeros pobladores, cuya más legítima expresión formal residía en los ayuntamientos. Es de-cir, un estatuto de la tierra, del reino, fincado en una yuxtaposición de ciudades como principal respuesta –dicho sea de paso– al pro-blema de la distancia respecto de la corte del rey. De ahí el ahínco con que Pérez de la Serna esgrimió la defensa de la ciudad de Méxi-co. Otro tanto haría el arzobispo Manso alentando toda resistencia por parte de los regidores y alcaldes ordinarios de aquella capital y de la Puebla de los ángeles. Ambos ayuntamientos recurrieron al virrey a fin de reunir una especie de asamblea de delegados que representara a las principales ciudades del reino durante la discu-sión de ayuda financiera a la Corona a que dio lugar la “Unión de Armas”. Esa iniciativa, equivalente a las cortes en Castilla, fue condenada por Cerralvo por considerar que sólo al rey competía convocar semejante entidad. El contraste con las catedrales no po-día ser mayor: aun con toda suerte de dificultades, las iglesias de

10 Ya desde 1620 el Consejo había declarado que el rey había de seguir la causa de los diezmos favoreciendo el derecho de las iglesias en calidad de patrón interesado en las rentas de ellas. Efectivamente, en adelante la fiscalía defendió el derecho del monar-ca en materia de diezmos. Cfr. Oscar Mazín, Gestores…, capítulos 4 y 5.

11 Sean T. Perrone, “The Castilian Assembly of the Clergy in the Sixteenth Cen-tury” en Parliaments, Estates and Representation 18, November 1998, pp.53-70. Sean T. Perrone, “The Road to the Veros Valores, the Ecclesiastical Subsidy in Castile, 1540-42”, Mediterranean Studies, vol. vii , 1998, pp. 143-165.

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Indias pugnaban por hacer concurrir sus intereses comunes en Ma-drid de manera concertada.12 La secuencia de los hechos hace de la intervención de los arzobispos de México un factor cardinal de bús-queda de equilibrio político en ambas orillas del Atlántico. Sin em-bargo, la influencia de los altos dignatarios no fue suficiente. Como veremos, la combinación de relaciones con el fiscal del Consejo pro-bó ser determinante. Pero lo sería aún más otra modalidad: aque-lla mediante la cual el rey hiciera algún día de un antiguo fiscal y consejero de Indias, obispo de alguna diócesis importante del Nue-vo Mundo; máxime si, además, le confiaba la visita del virreinato.

La crisis de la corte de México y la agudización de las contradic-ciones hicieron que las décadas de 1620 y 1630 fueran de dinamis-mo inusitado en el Consejo de Indias. ¿Cómo conservar los reinos en paz y justicia? Se daba, en realidad, la necesidad de caracterizar y de reivindicar el estatuto de los dominios ultramarinos como ac-cesorios de la Corona de Castilla. uno de los primeros episodios de tamaña empresa consistió en reclamar al Consejo el mismo es-tatus y prerrogativas que el de Castilla, sólo segundo en jerarquía después del Consejo de Estado. Don Juan de Solórzano Pereira, el jurisconsulto ex oidor de Lima apenas nombrado fiscal de Indias, puso en esto todo su empeño.13 fue secundado en años sucesivos por el acopio de materiales en orden a una historia, a un Teatro de los territorios indianos que exhibiera su espectacularidad.14 La

12 Cfr. Jonathan I. Israel, Race, Class…, p. 180.13 “Yo también, más cumplidamente que otros, tengo escritas las grandezas y

preeminencias de este Consejo en la alegación que el año de 1629, siendo fiscal de él, imprimí para probar y defender que debía preceder al de flandes que entonces se instituyó de nuevo… en suma contiene que si estas precedencias se suelen medir y re-gular, como es notorio, por la muchedumbre, grandeza, riqueza, frutos, rentas y otras utilidades de las provincias que rigen, gobiernan y administran los Consejos que las tienen a cargo, parece llano que el de las Indias no sólo debía preceder al de flandes, sino aun a los demás, pues ninguno le iguala en lo referido”, Juan de Solórzano Pereira, Política indiana, Madrid, fundación José Antonio de Castro, 4 vols., libro v, capítulo xv, números 4 y 5.

14 una real cédula de 14 de junio de 1637 mandaría hacer una “historia eclesiástica de las Indias”. Como entidades con un alto grado de arraigo en los reinos, las catedra-les debían remitir a Madrid información de la iglesia, su fundación, erección, territo-rios, obispos, capitulares y demás clero, rentas, cofradías y hospitales. Algunas de esas respuestas constituyen verdaderas síntesis. Adoptan una actitud crítica frente a sus fuentes y aun proponen algunas interpretaciones que dan consistencia a su principal cometido: exaltar la consolidación de la iglesia diocesana centrada en la catedral. uno de los mejores ejemplos es la descripción del obispado de Michoacán a cargo del ca-nónigo francisco Arnaldo Ysassy entre 1648-1649. Cfr. Oscar Mazín, “Cristianización e

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circulación acrecentada de los mismos funcionarios por diversos horizontes de la monarquía fue un factor igualmente decisivo que incitó a disertar sobre el estatuto de los dominios de ultramar y los derechos de sus habitantes. Consecuentemente, no se entiende la gestión ni obra de Solórzano sin su largo desempeño como oidor en Lima. A su regreso a Madrid sirvió, pues, como fiscal de Indias entre 1628 y 1629 y luego hasta principios de 1632, aunque ya como interino en ausencia del nuevo titular. Como las órdenes religiosas apelaran la decisión de la Corona de retener el litigio de los diez-mos en el Consejo con exclusión de los tribunales eclesiásticos, So-lórzano logró vencerlas a finales de 1631. Lo hizo probando que el Consejo era capaz de conocer en una materia incluso dirimida en-tre eclesiásticos, con lo cual se sentenció ya de manera definitiva.15 Debió asimismo impulsar un segundo asunto: el Consejo negó a los religiosos las contradicciones que habían esgrimido en lo tocante a si las catedrales debían suministrar prueba notariada de hacerse reservar los diezmos conforme aquéllos fuesen adquiriendo nue-vas haciendas. Sin embargo, esta otra materia recayó ya sobre el se-gundo fiscal. Era este último don Juan de Palafox y Mendoza, cuya gestión se había visto interrumpida desde su principio, ya que en octubre de 1629 fue designado capellán y limosnero mayor de doña María, la hermana del rey a quien sirvió de escolta hasta Viena, ciu-dad donde la infanta se reunió con su esposo, el futuro emperador fernando III rey de Bohemia.16 Nunca imaginó el procurador de la

impronta urbana en la Nueva España: Michoacán en 1649” en Charlotte de Castelnau-L’Estoile y françois Regourd, Connaissances et pouvoirs, les espaces impériaux (xvie-xviiie siècles) France, Espagne, Portugal, Burdeos, Presses universitaires de Bordeaux, 2005, pp. 285-301.

15 Aun cuando la Corona podía fungir como juez en numerosas materias ecle-siásticas, hasta ese momento las causas de diezmos se hallaban enderezadas en última instancia hacia los tribunales pontificios. Los alcances y límites de la jurisdicción real en la materia habían sido, sin embargo, objeto de fluctuaciones entre 1620 y 1624. Cfr. Oscar Mazín, Gestores..., cap. 5.

16 La universidad de Salamanca había permitido a Palafox participar en los prin-cipales debates del tiempo, en especial aquel consistente en determinar la más apta forma de gobierno para la estructura compuesta de la monarquía española. De acuerdo con la tradición medieval ibérica, para Palafox “todo el gobierno se reduce a la justi-cia”. En 1626 había sido designado procurador de la nobleza de Aragón a las cortes convocadas por felipe IV en ocasión de la “unión de Armas” y de la contribución de aquel reino. Sus esfuerzos le ganaron reconocimiento en la corte. En ese mismo año fue nombrado fiscal del Consejo de Guerra. Sin embargo, el ya eclesiástico Palafox (recibió las órdenes sagradas el 10 de marzo de 1629) pidió ser relevado de ese cargo alegando conflictos de conciencia. Su petición fue aceptada el 15 de octubre de ese mismo año

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catedral de México con cuánta hondura e inteligencia examinó el nuevo fiscal el litigio de los diezmos. Palafox preparó un dictamen que esgrimía poder prescindirse de “recibir a prueba”, como que-rían los procuradores de las órdenes. Según el fiscal, estaban las catedrales en su derecho de “prohibir que no las perjudicaran los vecinos y súbditos seglares” que vendían o donaban propiedades a los religiosos con contratos que las eximieran de pagar diezmos. Palafox sustentó su aserto con razones jurídicas e históricas que, se-gún él, derogaban o disminuían los privilegios pontificios. El breve ya evocado de León XI a favor de las iglesias de Castilla debía valer igualmente para las Indias por tratarse de reinos accesorios y, por lo tanto, gobernables por las mismas leyes. En esto el fiscal Palafox siguió a los procuradores de la catedral de México, para quienes las iglesias de las Indias se regían por la tradición “inmemorial” que heredaban de las de la Península, sin solución alguna de conti-nuidad. Por lo tanto, Palafox se sumó al esfuerzo de determinar el estatuto jurídico exacto de las Indias en el marco de la monarquía compuesta. Por eso siguió el pensamiento de su amigo y colega Solórzano, quien por entonces trabajaba ya arduamente en la es-critura del más importante tratado sobre el dominio y el gobierno del Nuevo Mundo por parte de la Corona. Las órdenes religiosas se dieron por agraviadas y pidieron nuevos plazos de respuesta. El pleito no se vio de nueva cuenta sino hasta mayo de 1633 cuando la plaza de fiscal estaba vacante, pues Palafox había reemplazado a don Luis de Paredes como consejero de Indias. La sagacidad de los religiosos dio fruto: se concedió a las órdenes la prueba, es decir, que las catedrales tuviesen que probar los daños que se les seguían. Palafox nunca olvidó ese revés.17

Sobrepuesto al de los diezmos, recordemos que el relativo a las doctrinas también reclamaba atención. De los enfrentamientos entre el arzobispo Manso y el virrey Cerralvo ninguno fue más di-fícil que el relativo a la jurisdicción eclesiástica por punto del exa-men de lenguas al que debían sujetarse los frailes doctrineros. Y es que, como consecuencia de la inundación de la ciudad y cuenca

en ocasión del deceso de don Rodrigo de Aguiar, antiguo oidor de quito, cuya plaza fue ocupada por don Juan de Solórzano, quedando así vacante la fiscalía del Consejo que Palafox ocuparía. Cfr. Cayetana álvarez de Toledo, Politics and Reform in Spain and Viceregal Mexico, the Life and Thought of Juan de Palafox 1600-1659, Oxford, Clarendon Press, 2004, 336 p.

17 Para la actuación de ambos fiscales véase Oscar Mazín, Gestores..., capítulo 5.

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de México, se habían dado ahí cambios importantes en términos de la movilidad espacial y social de la población. Sus efectos sobre las necesidades espirituales de la feligresía, y por lo tanto sobre la práctica pastoral así de regulares como de seculares, no se hicieron esperar.18 Sin consultar al virrey como era su obligación, el arzobis-po Manso había emprendido una verdadera campaña tendiente a sujetar a los frailes doctrineros a examen de su idoneidad en la ca-tedral de acuerdo con la más reciente legislación. El Consejo mandó que las partes ajustaran sus escritos respectivos. una vez que los papeles se hallaron en manos del fiscal, es decir, de don Juan de Palafox, éste procedió a escribir un informe que el procurador de la catedral de México juzgó de “valiente”. Empezaba arguyendo la necesidad de reducir las materias a justicia. El fiscal entendía esta última como defensa de las reales órdenes que desde hacía décadas disponían los procedimientos que debían regir el gobierno espiri-tual en las Indias; pero también como obediencia a ellas por parte de los frailes. Sin sujeción a la voluntad del monarca, para Palafox el oficio de los doctrineros carecía de legitimidad. Reducir a justicia implicaba que los frailes siguieran al frente de la administración, sí, pero a condición de sujetarse a la presentación de los individuos más idóneos al virrey, así como a su examen de religión, letras y lenguas autóctonas por parte del ordinario eclesiástico. El informe del fiscal Palafox no dejó más alternativa que la ejecución puntual de las cédulas del rey, en cuyo defecto tendrían los regulares que dejar las doctrinas. La actuación de ambos fiscales, Solórzano y Pa-lafox, dio un impulso importante a los litigios de las catedrales de Indias. En 1633 las condiciones estaban dadas para que en un mo-mento determinado la Corona pudiera sancionar cualquier mani-festación de inobediencia mediante la transferencia de las doctrinas a manos de clérigos.

La gestión de ambos Juanes se dio, sin embargo, en un mo-mento de práctica incomunicación marítima entre el procurador de México y su iglesia metropolitana. Varias flotas se malograron entre 1626 y 1632 y la mayoría de los navíos de aviso pereció en manos enemigas. ¿Habrá contribuido el estado de guerra acrecen-

18 Remito a mi artículo “Espacios y jurisdicción en los padrones del Sagrario Me-tropolitano de México”, en Oscar Mazín, Esteban Sánchez de Tagle (coords.), Los pa-drones del sagrario de la catedral metropolitana de México, 1670-1816, México, El Colegio de México/Centro de Estudios de Historia de México/Condumex (de próxima apa-rición).

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tado en el Atlántico a explicar la actividad febril del Consejo por lo que a causas de justicia se refiere? Dicho de otra manera, ¿tuvieron las formas más autocráticas del poder una menor ingerencia en el Consejo durante esos años en razón del diseño e implantación de apremiantes políticas militares y fiscales? A la incomunicación ma-rítima atribuyó el arzobispo Pérez de la Serna, de hecho, en 1626, la decisión de enviar un visitador a la Nueva España el año anterior y a uno de los consejeros de Indias para sucederle en la mitra de México en 1627. un factor más ya evocado destaca vivamente. Con éxito y de manera invariable, lograron los arzobispos contrarrestar las restricciones a la afluencia de gestores de causas de justicia pro-cedentes del Nuevo Mundo. Lo explica el hecho de haber estado admirablemente bien relacionados con funcionarios de muy alto nivel en Madrid.

Pero la intervención de los prelados es también determinan-te en la medida en que asumen cargos políticos estratégicos tales como visitador del reino, virrey interino o miembro titular y no sólo honorífico del Consejo de Indias. El papel político de los obis-pos en general y de los arzobispos de México a partir de la segunda mitad del siglo xvi, parece haber sido más importante en la Nueva España que en Perú. un solo dato es revelador del grado de inter-vención episcopal en el gobierno de la primera: hasta el año de 1642 se cuentan para la Nueva España tres prelados en quienes recae el cargo de virrey. Ninguno para el virreinato meridional.19 ¿Habrá que concluir que en Perú la autoridad de los virreyes alcanzó un más alto y más temprano nivel de afianzamiento? ¿Puede acaso el más agudo enfrentamiento entre ambos cleros en la Nueva España, explicar la designación de prelados para el cargo de virrey interino como una medida tendiente a contrarrestar el poder de las órdenes religiosas?

Tal presencia clave del episcopado evoca una antiquísima tradición hispánica que arraigó de manera profunda en la Nue-va España. Ella hacía de los obispos no sólo dirigentes religiosos, sino primeros magistrados al cuidado de los súbditos. Compartían además muchos de los rasgos de los funcionarios seculares de la

19 Pedro Moya de Contreras, fray García Guerra y Juan de Palafox y Mendoza. Para los tres siglos de dominación española se cuentan respectivamente 11 prelados-virre-yes para la Nueva España, contra cuatro para el Perú. Cfr. Oscar Mazín, Iberoamérica, del descubrimiento a la independencia, México, El Colegio de México, 2007, 370 p. Véase anexo “Genealogías de reyes y virreyes de las Indias de España”.

pensar la monarquía, pensar las catedrales...

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Corona. Reunían en su persona, en fin, la figura tradicional del pa-tronus y el papel bíblico de juez. En este sentido la amplitud de sus atribuciones los ubicaba por encima del defensor civitatis de los últimos tiempos del imperio romano.20 Dicha tradición atraviesa los siglos y hace de los obispos consejeros del rey hispano en todo lo conducente a la fe de los súbditos. Ese consejo llegó varias veces a expresarse recordando al soberano que la salvación espiritual del pueblo podía verse comprometida si no se impartía la justicia y se practicaba la clemencia. No otro, lo hemos visto, fue el principal argumento esgrimido por los prelados. Palafox no sería sino el con-tinuador natural de Pérez de la Serna y de Manso.

20 Cfr. Celine Martin, La géographie du pouvoir dans l’Espagne wisigothique, Lille, Presses universitaires du Septentrion, 2003, pp. 113-121; 191-198.

Histór

icas D

igital

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Leticia Pérez Puente

“Entre el rey y el sumo pontífi ce romano. El perfi l del arzobispo Juan de Mañozca y Zamora, 1643-1653”p. 179-204

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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ENTRE EL REY Y EL SuMO PONTÍfICE ROMANO EL PERfIL DEL ARzOBISPO

JuAN DE MAñOzCA Y zAMORA, 1643-1653

leticia pérez puenteInstituto de Investigaciones sobre la universidad y la Educación

universidad Nacional Autónoma de México

El 14 de septiembre de 1648 el arzobispo Juan de Mañozca y zamora hizo trasladar a la ciudad de México una cruz milagrosa de piedra roja, labrada, perteneciente al templo de Tepeapulco, en cuya peana hizo tallar su nombre para luego colocarla al frente del cerco de la catedral.1 Ese mismo año, Miguel Sánchez publicaba en la imprenta de la viuda de Bernardo Calderón su Imagen de la Virgen María, Ma-dre de Dios Guadalupe…, donde presentó a Juan de Mañozca como custodio de la tilma: “Vestido y capa tienes, nuestro príncipe eres. La capa de Guadalupe tienes, la veneras, la luces, la comunicas, seas nuestro príncipe por dilatados siglos, no sólo por el presente […]”.2

1 En una visita al pueblo de Tepeapulco Mañozca se encontró una hermosa cruz labrada en piedra, “plantada” por los primeros evangelizadores y cubierta casi total-mente por la maleza. Ante tal prodigioso hallazgo, el prelado decidió trasladar la cruz al atrio de la catedral de México. Miguel de Bárcena Balmaceda, Relación de la pompa festiva y solemne colocación de una Santa y hermosa cruz de piedra, México, Hipólito de Ribera, 1648. Agradezco a Antonio Rubial García el haberme dado noticia de esta obra y haberme facilitado sus notas. Otras alusiones a la cruz: Real Biblioteca, Madrid, Ma-nuscritos de América (en adelante la biblioteca y colección se citarán: rb. ma), “Carta de Juan, Arzobispo de México, a S. M. sobre los dos escudos de la catedral de Puebla”, 15 de julio de 1650, en Cartas y testimonios de autos hechos sobre dos escudos de armas que estaban puestos en la Capilla Mayor de los Reyes de la yglesia de la Puebla de los Ángeles. Mi-crofilm 465, Documento 5850, Fjs. 44r-44v. José Lorenzo Cossío, Guía retrospectiva de la ciudad de México, México, Ediciones hechas por los hijos del autor, 1941, pp. 104-105.

2 Miguel Sánchez, Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe, milagro-samente aparecida de en la ciudad de la de México. Celebrada en su Historia, con la profecía del capítulo doze del Apocalipsis. A devoción del Bachiller Miguel Sánchez Presbítero. Dedicado al

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A su celo pastoral se atribuyen también sus empeños en la construcción de la catedral y su visita a la parte central del arzo-bispado de México.3 Piadoso y pacífico y por todos amado, dice Vetancurt que fue el señor Mañozca, defensor de la fe y caritativo con sus ovejas.4 Beristáin se refirió a él como celoso y limosnero y consignó entre sus obras una Oración fúnebre en las solemnes exequias que hizo México a la reina de España, Doña Isabel de Borbón, algunos epigramas, y un memorial de defensoría.5

Sin embargo, no es la llamada cruz de Mañozca que, aunque ignorada y maltrecha, aún se puede ver hoy en el fondo del patio de los canónigos en el muro que forma espaldas al sagrario de la catedral,6 ni tampoco su devoción mariana, ni las confirmaciones realizadas en su visita episcopal, ni mucho menos su ser pací-fico y piadoso lo que recuerdan a este prelado. Su nombre más comúnmente suele asociarse a la Inquisición y, sobre todo, a los enemigos del obispo Juan de Palafox. Esto no sin razón, pues de todos es conocida su colaboración en la factura de aquel libelo infamante donde al lado de su primo, el inquisidor Juan Sáenz de Mañozca, tachó al obispo poblano de ladino, cobarde y am-bicioso “que cual víbora maldita, escupe ponzoña cada vez que pica”.7

Señor Doctor Don Pedro de Barrientos Lomelín, México, Imprenta de la Viuda de Bernardo Calderón, 1648.

3 Archivo General de Indias, Sección Audiencia de México 337 (en adelante agi, México), “Cartas y expedientes de los arzobispos de México”. Visita del obis-po Juan de Mañozca y zamora al arzobispado de México, 1646. Véase el comenta-rio al respecto de francisco de Sosa, El episcopado Mexicano. Biografía de los Ilmos. Señores arzobispos de México. Desde la época colonial hasta nuestros días, México, Jus, 1962, pp. 228-241.

4 fray Agustín de Vetancurt, “Tratado de la ciudad de México, y las grandezas que la ilustran después que la fundaron españoles” en Teatro mexicano descripción bre-ve de los sucesos ejemplares, históricos y religiosos del nuevo mundo de las Indias, México, Porrúa, 1971, p. 25.

5 José Mariano Beristáin de Souza, Biblioteca hispano americana septentrional o catá-logo y noticias de los literatos que nacidos o educados o florecientes en la América septentrional española han dado a luz algún escrito o lo han dejado preparado para la prensa. 1521-1825, México, Ediciones fuente Cultural, 1947, pp. 189-191.

6 Señala Toussaint que en 1792 la cruz fue casi esculpida de nuevo suprimiéndo-le los preciosos detalles de cantería que la adornaban: la corona de espinas y la soga maravillosamente labrada en piedra que la circuía, lo mismo que las esferas que re-mataban su vástago y sus cabos. Manuel Toussaint, La Catedral de México y el Sagrario Metropolitano: su historia, su tesoro, su arte, México, Porrúa, 1973, p. 40.

7 Gregorio Bartolomé, Jaque mate al obispo virrey. Siglo y medio de sátiras y libelos con-tra don Juan de Palafox y Mendoza, México, fondo de Cultura Económica, 1991, p. 62.

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Por su coautoría en aquel libelo, por su apoyo a los jueces conservadores nombrados por la Compañía de Jesús en contra de Palafox, por su respaldo a la actuación de los oficiales del Santo Oficio quienes detuvieron en Puebla y en México a los simpati-zantes del obispo, por sus ligas familiares con ese tribunal, por su petición para que se mandasen quitar las armas nobiliarias de la catedral de Puebla…, en fin, por su alianza política con las órdenes religiosas y el virrey, la actuación del arzobispo Juan de Mañozca suele definirse a partir de los intereses personales y las pasiones que con facilidad afloraban en aquellos agitados años cuarenta del siglo xvii.

Así, siguiendo a Phelan, Israel subrayó los prejuicios de Mañozca contra los criollos, su celo sentido hacia el obispo de Pue-bla, quien llegó a ocupar el lugar de “jefe indiscutido del cle-ro secular”, y su resentimiento por las críticas de Palafox a la Inquisición, a quien acusó de ser un organismo corrompido.8 No obstante, si bien los vínculos familiares, la formación, los prejuicios o los celos pueden explicar las reacciones inmedia-tas del arzobispo Mañozca, esto impide verlo plenamente como prelado.

Sin embargo, no es el objetivo de estas líneas atender a la labor pastoral de Mañozca. Lejos de ello, sólo pretendo mostrar cómo en sus escritos se pueden encontrar argumentos que dibujan un tipo o ejemplo particular de prelado, el cual contrasta con el que repre-senta, entre otros, el obispo Juan de Palafox. Esto, considero, podría contribuir a la discusión sobre el perfil de este arzobispo, y en gene-ral del episcopado americano, cuya actuación estuvo determinada, en importante medida, por las pugnas que la reforma tridentina generó entre la monarquía católica y el papado por el control del episcopado y la preeminencia entre la jurisdicción eclesiástica y se-cular.9 Pugnas que a menor escala, solían reproducirse en la Nueva España entre obispos y virreyes, en ocasiones entre el clero regular y el clero secular y, en el caso que ahora nos ocupa, entre el arzo-bispo metropolitano y los obispos de las diócesis sufragáneas, en particular, Juan de Palafox.

8 Jonathan I., Israel, Razas, clase sociales y vida política en el México colonial, 1610-1670, México, fondo de Cultura Económica, 1980, pp. 122 y 231.

9 Véase Ignasi fernández Terricabras, Felipe II y el clero secular. La aplicación del con-cilio de Trento, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de de los Centenarios de felipe II y Carlos V, 2000.

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El concilio ecuménico, el papa, el rey y los obispos

[…] En la iglesia militante, imagen de la triunfante, el ornato más vistoso es la subordinación de los prelados al Sumo Presidente y Vicario del Señor, de los párrocos a los obispos, de los laicos a los párrocos. Turbar pues este orden y dependencia celestial, ¿qué otra cosa es sino divorciar los caminos de la jurisdicción y los canales del es-píritu?

Juan, obispo de la Puebla de los án-geles 10

Con la intención de restablecer la jerarquía eclesiástica y la primi-tiva autoridad episcopal, los decretos del concilio de Trento dieron al obispo un papel primado dentro de la Iglesia. A esto se refiere el capítulo iv de la sesión xxiii donde se señala que el primer lugar del orden jerárquico pertenece al obispo, quien es sucesor de los apóstoles, puesto por el Espíritu santo para gobernar la Iglesia de Dios.11 Así, estableciendo claramente su responsabilidad sobre la cura de almas y el clero, el concilio lo confirmó como el principal encargado de la fe y la disciplina eclesiástica, con plena potestad sobre la confección y administración de los sacramentos.

Si bien el fortalecimiento de la figura episcopal puede verifi-carse en muy diversos títulos –y de hecho pareciera no existir de-creto de reforma donde no se aluda a su jurisdicción o se recurra a su vigilancia y solicitud pastoral–, contrarias fueron las aprecia-ciones de Paolo Sarpi (1552-1623), quien al mostrar las complejas tramas de intereses que chocaron durante las sesiones de Trento, no dudó en señalar en las primeras páginas de su Istoria del Concilio

10 Gregorio Bartolomé, Jaque mate al obispo virrey… Apéndice iii. Primera carta a Inocencio X, 15 de octubre de 1645, tomada de Juan de Palafox y Mendoza, Tratados mexi-canos, edición y estudio preliminar de francisco Sánchez Castañer, Madrid, Atlas, 1968.

11 Sacrosanto y ecuménico concilio de Trento, traducido al idioma castellano por don Ig-nacio López de Ayala. Agregase el texto original corregido según la edición auténtica de Roma, publicada en 1564, con privilegio, Madrid, en la Imprenta Real, 1785 (en adelante se citará: Trento) Sesión xxiii, Cap. iv. De la jerarquía eclesiástica y de la ordenación.

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Tridentino que la autoridad del episcopado fue reducida a la mayor servidumbre:

[…] manejado por los príncipes para la reforma del orden eclesiás-tico, ha causado la mayor deformación que se haya visto desde que existe el nombre de cristiano; y esperado por los obispos para recupe-rar la autoridad episcopal, que había pasado en buena parte al pon-tífice romano sólo, se la ha hecho perder enteramente, reduciéndoles a mayor servitud […].12

Dos fueron los motivos de su juicio: el manejo de los príncipes en el concilio y el incremento de la autoridad del papado que, más que reestablecer la autoridad episcopal, terminó por arrebatarla toda.

En medio de la disputa entre el papa Paulo V y el clero de Venecia, la Historia de Sarpi fue considerada como un abominable libelo para atacar a Roma;13 no obstante aun sus censores recono-cieron en el veneciano servita a un hombre “peritísimo en muchas disciplinas y de gran sagacidad política”.14 A ello se añade que la visión de Sarpi es una reflexión a medio siglo de concluido Trento, lo cual –en opinión de Ignasi fernández Terricabras–, le permitió dar cuenta de la adaptación y las transformaciones sufridas por la legislación tridentina en la etapa posconciliar. Momento aquel don-de lejos de aplicarse de manera mecánica el concilio, se aceptan determinadas soluciones y se rechazan o postergan otras, por mo-tivos e intereses diversos.15 Se trata, pues, de una etapa de ajuste,

12 Citado por Ignasi fernández Terricabras, Felipe II… En la obra de Sarpi la cita continúa: “[...] nel contrario temuto e sfugito dalla corte di Roma come efficace mezo per moderare l’essorbitante potenza, da piccioli principii pervenuta con varii progressi ad un ecceso illimitato, gliel’ha talmente stabilita e confermata sopra la parte restatagli soggetta, che non fu mai tanta, né così ben radicata”. Paolo Sarpi, Istoria del Concilio Tridentino seguita dalla «Vita del padre Paolo 1552-1623» di Fulgenzio Micazio, a cura di Corrado Vivanti, Torino, Einaudi, 1974. vol. i, p. 2.

13 La primera edición fue publicada bajo el seudónimo de Pietro Soave Polano, y con el título Historia del Concilio Tridentino. Nella quale si scoprono tutti gl’artificii della Corte di Roma, per impedire che né la verità di dogmi si palesasse, né la riforma del Papato, & della Chiesa si trattasse, Londra. Appresso Giovan [ni] Billio, Regio Stampa-tore, mdcxix. La cual fue puesta de manera inmediata en Índice.

14 “Pero al fin Sarpi es un pamphletaire en quien rebosa el ingenio, y a ratos parece que algo de la grandeza de la república de Venecia se refleja sobre aquel su teólogo”, dice Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, La Edi-torial Católica, 1978, p. 680.

15 fernández Terricabras ha señalado cómo el concilio no podía prever sobre todo lo que la Iglesia católica tendría que afrontar, ni decidir con el nivel de detalle necesario

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conciliación y creación marcada por los enfrentamientos entre el creciente centralismo papal, que pugna por la observancia de los decretos tridentinos y ser el único árbitro en su aplicación, y el celo con que la Corona defiende su patronato sobre la Iglesia de sus territorios.

un ejemplo claro de las competencias que marcaron la etapa posconciliar es cómo cuando la mayoría de los concilios provin-ciales peninsulares avocados a la adaptación de Trento habían fi-nalizado, el papado exigió la presentación de los documentos para darles carácter de ley y creó la Congregación de Cardenales e In-térpretes del Concilio,16 ante lo cual felipe II aseguró que esto no era necesario, pues los concilios se celebraban con la autoridad del derecho común y del mismo tridentino que los había ordenado;17 “[…] nada se ejecute hasta que yo lo vea y de licencia para ello, y las cosas que se ofrecieren comunicareis con el licenciado Bonilla, inquisidor apostólico,”18 ordenó felipe II a Villamanrique por cé-dula de 1585, encargándole asistir personalmente al tercer concilio provincial mexicano que ya había iniciado y ocupar allí el lugar acostumbrado para los representantes del rey en esas asambleas.19

Al igual que el desarrollo y los acuerdos de los concilios pro-vinciales, las facultades concedidas por Trento a los obispos y su mismo perfil estuvieron, en la práctica, condicionadas por la dis-puta y los intereses de aquellos dos árbitros. En ese sentido, mien-tras el concilio ecuménico establecía cómo los obispos debían ser quienes “[…] con excelencia sean más dignos y de quienes consten honoríficos testimonios de su primera vida […] desde la niñez has-ta la edad perfecta […]” “[…] de legítimo matrimonio, de edad ma-

sobre sus líneas de actuación. De allí la importancia de la etapa posconciliar, Ignasi fernández, Felipe II…, p. 249.

16 Creada por Pío IV en 1564, fue ratificada por Pío V y Gregorio XIII. Señala Igna-si fernández que cuando por la bula Inmensa aeterni Dei (1587) Sixto V reorganizó toda la curia, repitió que sólo el papa podía interpretar los decretos conciliares y determinar la forma de aplicarlos y por ello mantuvo la “Congregatio pro interpretatione et executione Concilii”, Ignasi fernández, Felipe II…, p. 111.

17 Ignasi fernández, Felipe II…, p. 137.18 Real cédula de 13 de mayo de 1585 en Cedulario indiano… Recopilado por Diego de

Encinas. Estudio e índices por Alfonso García Gallo, Madrid, Cultura hispánica, 1946, tomo i, pp. 137-138.

19 Como se sabe, Villamanrique no llegó a las reuniones del tercer concilio y sólo recién el 22 de octubre escribió a la audiencia ordenándole que si el texto conciliar ya se había ejecutado se mandase recoger y se diese provisión para impedir su ejecución.

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dura, de graves costumbres […].”20 En la práctica, la decisión sobre quién reunía dichas circunstancias de nacimiento, edad, costum-bres e instrucción, y la evaluación de todas ellas, tocaba decidirlo al rey en virtud del regio patronato.

Es verdad que el nombramiento correspondía al papado y el rey poseía sólo el derecho de presentación, no obstante, el ejercicio de ese derecho introducía a la Corona en la jerarquía eclesiástica, dando al obispo americano un doble carácter: el de prelado dioce-sano y el de funcionario de la monarquía. Perfiles que tendrán dife-rente peso en función de la forma en que se conciban las lealtades y, más allá de ello, la misión pastoral.

En ese sentido, para Juan de Mañozca y zamora, quien tuvo una importante carrera como miembro de audiencias, cancillerías y consejos, la dignidad episcopal era una especie de ornamento de su autoridad de ministro del rey. Natural de Marquina, Vizca-ya, Juan de Mañozca se crió en la ciudad de México en casa de su tío Pedro de Mañozca, secretario de la Inquisición, institución con la que su familia siempre mantuvo una estrecha relación. Luego de haber estudiado en Salamanca, como colegial de San Barto-lomé, felipe III lo comisionó para fundar el Tribunal del Santo Oficio en Cartagena de Indias del cual fue su primer inquisidor y posteriormente se trasladó a Lima con igual carácter. Estando en Lima le fue confiada la visita general de la audiencia de Quito, y en 1640 fue llamado para ocupar un puesto en el tribunal de la Suprema. Dos años después, fue presidente de la cancillería de Granada y, finalmente, en 1643 fue presentado para el arzobispa-do de México.21

Lejos de ser excepcional, su carrera es similar a la de muchos otros obispos americanos, para cuya elección se sumaban a los cri-terios pastorales o morales, testimonios de sus aptitudes intelec-tuales y, sobre todo, de su lealtad y de su eficacia en el servicio a

20 Trento, sesión vi, Decretos sobre la reforma, cap. i. Conviene que los Prelados residan en su iglesia… y Sesión vii, cap. i. qué personas son aptas para el gobierno de las iglesias catedrales.

21 J. Enrique Ortega Ricaurte (editor), Libro primero de las genealogías del Nuevo Reino de Granada dedicado al Ilustrísimo señor doctor D. Melchor de Liñan y Cisaeros, obispo de Popayán, electo arzobispo de Charcas..., recopilolo Don Ivan Florez de Ocariz… Bogotá, prensa libre de la Biblioteca Nacional, 1943-1944 (Ed. facsimilar de la de Madrid, Jose-ph fernández Buendía, Impresor real, mdclxxiv), francisco de Sosa, El episcopado Mexi-cano…, vol. i, pp. 228-241.

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la Corona.22 Esas condiciones de elección resultan claras a Juan de Mañozca, para quien la silla arquiepiscopal constituye un premio a su lealtad, el resultado esperado luego de una larga trayectoria de asistencia al rey. Así lo escribe en un informe sobre el estado políti-co de la Nueva España, donde dice verse obligado por “[…] tantos beneficios como he recibido de su grandeza, en las plazas de conse-jero de la General Inquisición y de presidente de la chancillería de Granada y la de arzobispo y consejero”.23 De igual forma, al final de su relación sobre los escudos de la catedral de Puebla, aseguró: “No pude dejar de obrar lo que sentí incumbía a la obligación de consejero de vuestra majestad y a tan soberanos beneficios como de su real y generosa mano han recibido mis humildes y continuos merecimientos […].”24 finalmente, en otra carta, escribió a Palafox que la conservación de la paz y la quietud en el reino redundarían en sus personas y dignidades pues por esto obtendrían del rey todo el amparo, la seguridad y la veneración que pudieran desear, so-bre todo Palafox, quien por tantos títulos se hallaba obligado a las mercedes reales.25

Por su parte, Palafox, visitador general, es también un hombre del rey y, sin duda utilizó fórmulas similares en sus despachos al Consejo de Indias,26 no obstante en su proceder en calidad de obis-po es señaladamente distinto a Mañozca, quien tiene una idea más disciplinar del ministerio episcopal y quien a diferencia de Palafox, es ante todo una criatura del rey.

22 Véase Paulino Castañeda Delgado y Juan Marchena fernández, La jerarquía de la iglesia de Indias: El episcopado americano, 1500-1850, Madrid, Mapfre, 1992 (Iglesia católica en el nuevo mundo vi/9).

23 rb. ma., “Carta de Juan, Arzobispo de México, a S. M. sobre el estado político de la Nueva España,” 9 de mayo de 1647 en Controversias del venerable don Juan de Palafox con la Compañía de Jesús, ID. 5959, Doc. 5984 f. 132r-147v.

24 rb. ma., “Carta de Juan, Arzobispo de México, a S. M. sobre los dos escu-dos…”, fj. 44v.

25 rb. ma., “Copia de la carta que el señor obispo de la puebla Don Juan de Palafox es-cribió desde aquella ciudad al señor arzobispo de México y respuesta del arzobispo”, 13 y 14 de noviembre de 1647 en Controversias del venerable don Juan…, doc. 5966, fjs. 53r-54v.

26 Enrique González ha llamado la atención sobre uno de los aspectos menos estu-diados de Palafox, esto es su desempeño como ministro del rey. “Dado que los asuntos tratados en los despachos –señala Enrique González– eran para el uso restringidísimo de la más alta burocracia indiana, Palafox solía expresarse ahí con una crudeza que en vano se buscará en sus obras impresas”. Enrique González González y Víctor Gutiérrez Rodríguez, “En tiempos tan urgentes. Informe secreto de Palafox al rey sobre el estado de la Nueva España (1641)” en José Pascual Buxó (ed.), Juan de Palafox y Mendoza. Ima-gen y discurso de la cultura novohispana, México, unam, 2002, p. 76.

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Así, contraria a la concepción de jerarquía eclesiástica expuesta por el obispo Palafox en el epígrafe de este apartado, donde es el papa quien encabeza la jerarquía eclesiástica,27 el arzobispo Juan de Mañozca aseguró que la defensa de la autoridad y la jurisdicción eclesiástica en el reino sólo correspondía a la soberana majestad del rey. En ese sentido señaló, además, que cuando en nombre del mo-narca los virreyes toman resoluciones “[…] no he sabido otra cosa en tantos años de servicios y en materias y provincias tan dilatadas y extrañas, que obedecerlas, ejecutarlas y asistirlas, considerando estas por mi primera obligación”.28

Ese perfil particular de Mañozca lo reconocieron e hicieron evidente también los obispos de Oaxaca y Michoacán cuando en 1647 escribieron en apoyo a la causa de Palafox y para esto pidieron se convocara a todos los obispos a concilio provincial “[…] aunque no quiera el metropolitano y el patrón”.29 Así, para esos prelados, la defensa de la autoridad y jurisdicción eclesiástica correspondía, por encima del arzobispo y aun del rey, al conjunto de los obispos de la provincia reunidos en concilio.30

A diferencia de aquella, la visión de Mañozca que advierte la potestad de la Corona, se presenta más pragmática y fundada en la experiencia política, pues en la práctica los obispos no habían conseguido establecer una autonomía de actuación en los sínodos provinciales. De hecho y a pesar de que en Trento el concilio pro-vincial aparece como un instrumento para controlar la acción refor-

27 Prelatura que no le otorgó el Concilio sino el proceso de centralización política que vivió el papado durante la etapa postridentina. Como es sabido, con el pontificado de Sixto V (1585-1590) se inició un nuevo cambio en el proceso de centralización y de re-fuerzo de la monarquía personal del papa. A partir de este momento, y más aún bajo Cle-mente viii (1592-1605), “el consistorio se convirtió en una reunión formal en que el papa comunicaba decisiones previamente tomadas; los cardenales se transformaron en sus ministros, responsables de los diversos dicasterios curiales”. Giuseppe Alberigo y Pier-giorgio Camaiani, “Riforma cattolica e controriforma”, en SM, Brescia, 1977, pp. 38-69.

28 rb. ma., “Copia de la carta que el señor obispo […] y respuesta del arzobispo…”.29 Citado por Gregorio Bartolomé, Jaque mate al obispo virrey..., p. 85.30 Ante el sínodo provincial los obispos debían dar cuenta de haber cumplido con

su ministerio episcopal, pues éste tenía facultad para imponer penas a los contravento-res. Si bien en Trento este carácter de los concilios provinciales se hace evidente en muy diversos títulos, en el III Concilio mexicano sólo se encuentra en tres relativos a la visita y en el título xx § i.- No se empleen los clérigos en negociar, donde se sentencia. “Y si algunos violaren este decreto, siendo obispos ipso facto se les prohibirá la entrada en las iglesias, y darán razón de su conducta en el sínodo provincial.” El tercer concilio en: Pilar Martínez López Cano (coord.), Los concilios provinciales mexicanos. Época colonial. México, Instituto de Investigaciones Históricas/unam, 2004.

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madora de los obispos –por eso se insiste en su realización periódi-ca,31 y en que sólo el papa podía interpretar y determinar las formas de su aplicación–, el rey, interesado en establecer una relación di-recta de dominio sobre el clero de sus reinos, pretende y consigue determinar los temas, los momentos y tiempos de su celebración.32

El mismo Palafox reconoció esa presencia del rey en los con-cilios cuando escribió al Consejo que De gubernatione indiarum de Solórzano era una “luz clarísima para cuantas dudas se pudieran ofrecer” en el concilio provincial.33 No obstante, y si bien por una parte y como ministro del rey reconoció las facultades de éste so-bre la conducción de los sínodos provinciales, por otra parte, como prelado, no dejó de considerar que se trataba de una herramienta propia del ordinario diocesano al excusarse de “[…] manifestar a autoridades laicas muchos otros asuntos, que sin duda se reforma-rían con un concilio […]”,34 y al solicitar la realización de uno nue-vo, pues el último –dijo– ni se conoce ni se guarda. En ese mismo sentido el obispo de Oaxaca se lamentó del dominio y jurisdicción que en su diócesis ejercían los frailes y de la ausencia de ejemplares del tercer concilio entre los doctrineros, motivo por el cual, en su momento, decidió apoyar a Palafox.35

De tal forma, por más que el concilio provincial se presente como un instrumento para el control del territorio diocesano y ór-gano de defensa de la jurisdicción episcopal, como lo considera-ron los obispos de Oaxaca, Michoacán y el mismo obispo Palafox que pretendían su convocatoria, no fueron los decretos conciliares quienes limitaron o facultaron el ejercicio de la autoridad en el seno de la Iglesia; esto correspondió a la acción política, pues si bien la legislación canónica gozaba de gran preeminencia, ésta sólo daba una orientación general para la conducción de la iglesia, abriendo paso a la negociación de multitud de casos concretos.36

31 Trento, sesión xxiv, cap. ii. 32 Al respecto véase Ignasi fernández, Felipe II y el clero…, pp. 130-131.33 Enrique González González y Víctor Gutiérrez, “En tiempos tan urgen-

tes…”, pp. 81-82.34 Ibidem. 35 rb. ma., “Copia de carta de Bartolomé, obispo de Oaxaca, al conde de Alba de

Liste sobre el estado de su diócesis”, 25 de septiembre de 1650, en Consultas y decretos de S. M. y expedientes sobre las doctrinas que las religiones y curas tienen en las Indias, Micro-film 467, Doc. 300091, f. 4v.

36 Al respecto puede verse Leticia Pérez Puente, “Trento en México. El tercer con-cilio provincial mexicano” en Jorge Correa (coord.), Homenaje a Mariano Peset Reig, Va-lencia, universidad de Valencia, 2006.

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Así, más allá de sus conocidos vínculos con el Santo Oficio o de la antipatía sentida hacia el obispo o el visitador Palafox; la actua-ción de Mañozca como arzobispo, podría explicase en el contexto de la lucha entre un centralismo romano, para quien los obispos son los ejecutores de la voluntad del papa, y los límites que tienden a establecer las instrucciones del rey, dadas a unos prelados de-signados por él y a quienes él tutela. Prelados que –en ocasiones–, como en el caso del arzobispo Juan de Mañozca, consideran que responde a la soberana majestad del rey la defensa de su jurisdic-ción episcopal y, como veremos, la medida en la cual la ejercen.

El rey y la jurisdicción del prelado

En una carta de 1647 dirigida al inquisidor general, Palafox refirió cómo el arzobispo Juan de Mañozca empecinado en quitarle la hon-ra, ofendía y lastimaba su jurisdicción; y, sin saber por qué causa, resolvió para molestarle, atropellar su dignidad, su jurisdicción y su persona, poniéndose como el resto de los inquisidores de Méxi-co “[…] de la banda de aquellos que repugnan al santo concilio de Trento y a la seguridad de las conciencias […]”.37

Más adelante, haciendo relación de los logros de su administra-ción diocesana, dijo Palafox haber ordenado la administración de los sacramentos y las costumbres de acuerdo al concilio, haber forma-do diversos manuales y erigido el seminario tridentino y concluyó:

Muestre el señor arzobispo qué cosas ha hecho de éstas en su arzo-bispado teniendo de su parte al virrey; y pudiendo yo señalar algu-nas que ha dicho y hecho que no son muy conformes a la fe las dejo de referir […], por que entiendo que no proceden de poca fe, sino de tener muy tibia la caridad.38

A diferencia de aquel, Mañozca, tenía otras preocupaciones, pues aunque en Trento la fundación de seminarios tridentinos aparece como una medida prioritaria en orden a la educación y formación del clero, el arzobispo sólo aludirá a la pensión de diez mil pesos

37 Archivo General de Simancas, Patronato Real, caja 28, Doc. 72 (en adelante ags), “Carta del señor don Juan que escribió al señor inquisidor general y la remite al consejo”, 13 de agosto de 1647, fj. 285v-286r.

38 Ibidem, fj. 289r.

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de renta gastada por Palafox “[…] con pretexto del colegio de San Pedro que quiere fundar el obispo por ocasión de un capítulo de Concilio –dijo Mañozca–, que en estos obispados por la sobra que hay de colegios para la educación de la juventud, no ha parecido necesaria su ejecución”.39

Así, frente a un concepto de la cura de almas eminentemente pastoral y tridentino, representado por Palafox, donde se realza la importancia de la tarea encomendada al obispo en su diócesis, se impone otro concepto, representado por Mañozca, donde destaca su función como mecanismo para asegurar los intereses del monarca.

De tal forma, mientras en los alegatos de Palafox se alude reiterada-mente a la autoridad de Trento, los escritos de Mañozca se funda-mentan más señaladamente en la voluntad y en “el descargo de la conciencia” del monarca. En ese sentido argumentó Mañozca su deci-sión de apoyar a los frailes en la conservación de las parroquias indígenas, pues dijo se hallaban a salvo en su arzobispado los dos intentos del rey:

[…] el uno, el de su real patronato por presentarse ante el virrey tres sujetos a estos beneficios y, el otro, que mira al descargo de la conciencia de vuestra majestad por lo que toca a la dependencia del ordinario, respecto que el que ahora lo es de este arzobispado, sien-te deber correr esta administración como hasta aquí ha corrido, por mayor servicio de dios y de vuestra majestad.40

Recuérdese cómo desde 1624 el rey había ratificado que las parro-quias indígenas quedarían a cargo de los religiosos, sin que por ninguna vía se pudiera innovar, y cómo sólo el virrey, en nombre del rey, podría nombrar y remover a los frailes doctrineros.41

Tiempo después, también en materia de doctrinas, reiteró Ma-ñozca, haber obrado con particular atención “[…] para quitar los escrúpulos que su majestad insinúa en sus […] reales cédulas”.42

39 rb. ma., “Carta de Juan, Arzobispo de México, a S. M. sobre el estado polí-tico…”, fj. 138.

40 Idem.41 Alberto María Carreño (ed.), Cedulario de los siglos xvi y xvii. El obispo don Juan de

Palafox y Mendoza y el conflicto con la Compañía de Jesús, México, Victoria, 1947. Cédula núm. 135, pp. 296-298.

42 Archivo Histórico Nacional, Madrid (en adelante ahn, m), Diversas colecciones, 27, N. 11, “Autos hechos por el arzobispo Juan de Mañozca tocante a los exámenes, y aprobación de los ministros de doctrina de la orden de Santo Domingo en este Arzo-bispado de México”, 23 de agosto de 1649.

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Escrúpulos respecto a la defensa del patronato real y la autoridad y jurisdicción episcopal.

Si bien “el descargo de la conciencia” y “los escrúpulos del rey” eran fórmulas recurrentes utilizadas por diversas autoridades, por esas defensorías donde no había mención a los cánones de la Igle-sia, Palafox aseguró no existir en Mañozca un interés por la defensa de la jurisdicción de los obispos.

[…] y como si la dignidad episcopal –escribe Palafox– no fuese su-perior a los demás estados regulares y seculares de la iglesia, y no se debiese a ella la universal conversión de los fieles en todo el mundo, no sólo no se defiende [sino que] […] no se halla una palabra en que se exhorte a los pueblos, ni a las religiones a su respeto […].43

No obstante, Mañozca no desestimaba la potestad del prelado dio-cesano, sólo consideraba no ser necesaria más de la que ya se le tenía reconocida o la que el rey y el consejo le reconocerían si así lo consideraban necesario. Así, por ejemplo, en los autos de su visita episcopal de 1646, escribió el arzobispo haber visitado la iglesia, sagrario, crismeras, altares, ornamentos y los libros sacramentales en todas las doctrinas de religiosos y clérigos curas, “[…] a quienes como curas seculares visité –dice– también de moribus et vita, reser-vando de esto a los regulares por obviar inconvenientes, hasta que esté asentado”.44

Si bien Trento había reconocido la sujeción de los curas de almas a la jurisdicción, visita, examen y corrección del obispo en las cosas pertenecientes al expresado cargo y a la administración de los sacramentos,45 los frailes habían apelado de esa resolución, así como de las diversas cédulas dictadas sobre ello a partir de en-tonces.46 La última de 1624 –reexpedida en 1634 y luego en 1644 a

43 ags, Patronato Real, caja 28, Doc. 72, “Carta del señor don Juan que escribió al señor inquisidor general…, fj. 289r.

44 agi, México 337, “Cartas y expedientes de los arzobispos de México”, Visita del obispo Juan de Mañozca y zamora…

45 Trento, Sesión xxv, De los regulares y las monjas, Cap. xi. Dicha facultad de corrección y la forma de llevarla a cabo se explicita en el Cap. xiv. “quién deba castigar al regular que públicamente delinque”. Ambos decretos fueron recogidos por el III Concilio en Lib. 3, Tít. i, De la visita..., § iii.- La visita ha de comprender las parroquias que sirven los regulares.

46 Se trata de las cédulas de 1603, 1618 y sobre cédula de 1622 con las anteriores; cédula de 1624, recogida en 1634 y 1644; cédula de 1637 donde se ratifica la de 1634 y,

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petición de Palafox–, estaba tratando de ser revocada por las ór-denes religiosas, al tiempo que el obispo de Puebla y los prelados de Oaxaca, Yucatán y Nueva Vizcaya intentaban hacerla efectiva.47 No así Mañozca, quien si bien practicó sus facultades para realizar la visita e inspeccionó en ella los ornamentos, objetos litúrgicos y quinque libris como disponía Trento, se abstuvo de ejercer mayor jurisdicción y decidió limitarse a lo que, en última instancia, resol-viera el Consejo de Indias sobre el particular.

De un modo similar obrará el arzobispo en relación con la cola-ción canónica y el examen de lengua y suficiencia requerido por Tren-to para la cura de almas.48 A ese respecto, Mañozca dictó, en 1649, un auto dirigido a la orden de predicadores, en el cual se hacían ver como excesivas y carentes de justificación las acciones de los obispos en contra del clero regular,49 pues en él se muestra a las órdenes en general, y a los dominicos en particular, como dispuestas a someterse a las condiciones impuestas por el rey para la ocupación de curatos.

Según declaró el arzobispo, el auto tenía como objetivo respon-der a una cédula real de 1647, dictada en ocasión de las quejas de los obispos de Guatemala y de Oaxaca sobre los dominicos de sus diócesis,50 quienes se resistían –dijo Mañozca con sorna pretendien-

finalmente, la cédula de 1651 que comprende la de 1624 y todas las posteriores.47 Dice la cédula de 1624 “[…] en cuanto a los excesos personales de costumbres

y vidas de los religiosos curas no han de quedar sujetos a los arzobispos para que los castiguen por las visitas, aun que sean a título de curas, sino que teniendo noticia de ello, sin escribir ni hacer proceso, avisen secretamente a sus prelados regulares, para que lo remedien y si no lo hicieren podrán usar de la facultad que les da el Santo Concilio de Trento de la manera y en los casos que lo puedan y deben hacer con los religiosos no curas y en este acudan al virrey (que los ha de nombrar y poder remover) a representarle las causas para que lo haga, como se ha hecho y hace en el Perú”. Las cursivas son mías.

48 Trento, Cap. xiii. “Hágase la presentación al Ordinario, y de otro modo téngase por nula la presentación e institución. […] Además de esto, no sea permitido al patro-no, bajo pretexto de ningún privilegio que tenga, presentar de ninguna manera perso-na alguna para obtener los beneficios del patronato que le pertenece sino al Obispo que sea el Ordinario del lugar, a quien según derecho, y cesando el privilegio, pertenecería la provisión, o institución del mismo beneficio. De otro modo sean y ténganse por nu-las la presentación e institución que acaso hayan tenido efecto.”

49 ahn, m, “Autos hechos por el arzobispo Juan de Mañozca tocante a los exáme-nes…”.

50 Sobre esos obispos y su intento por hacer que se reconociera su derecho a pre-sentar e instituir canónicamente a los frailes: “Informe de la Audiencia de México sobre el estado del Reino y cómo lo gobernó, 21 de julio de 1650”, en Los Virreyes españoles en América durante el gobierno de la casa de Austria: México, edición de Lewis Hanke con la colaboración de Celso Rodríguez, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, Atlas, 1976-1978, vol. 4, 1977, pp. 113-125.

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do hacer evidente una exageración– a lo dispuesto por derecho, sa-grados cánones, cédulas reales y patronazgo, constituciones sino-dales y concilio mexicano. En orden a esto, y “[…] obrando con la fraternidad y amor que siempre ha conservado su ilustrísima con todas las religiones”, Mañozca expidió su mandamiento en el cual, si bien se seguían en esencia los requisitos de examen y aprobación del ordinario, se retomaba el contenido de una patente del general de la orden de Santo Domingo, dictada a petición del Consejo ese mismo año y enviada junto con la cédula para usar de ella “según juzgare ser conveniente para la ejecución de lo dispuesto por el pa-tronazgo”. Así, y de acuerdo con aquella patente, Mañozca optó por dejar pendiente el punto de la colación y canónica institución que debía dar el prelado diocesano, la cual consideró el provincial regular no era “necesaria, ni conveniente”.

De tal forma, mientras Palafox escribía en tono alarmado a Inocencio X el haber encontrado párrocos regulares sin el nombra-miento y colación canónica, administrando “temerariamente, sin el examen y aprobación del ordinario”,51 Mañozca registró en su auto que informaría primero al rey y al Consejo de Indias sobre el parti-cular para que se sirvieran mandar lo conveniente y cómo se debía observar en adelante. Y es que, en las cédulas reales dictadas entre 1624 y 1644 sobre el nombramiento de frailes doctrineros, no se in-cluía ni especificaba la colación e institución canónica.52 Sólo hasta 1645, a petición de Palafox, se hizo una mención de esto ordenando se hagan guardar las cédulas de doctrinas a los doctrineros que las administran “[…] sin presentación ni colación de los ordinarios”.53 Sin embargo, y por tratarse de un mandato cuyo objetivo principal era instar al cumplimiento de las cédulas anteriores en las cuales no se incluía la colación y canónica institución, cabía la duda sobre su ejecución puntual. Máxime cuando, según alegaba el clero regular, esto inducía a perpetuidad, por lo cual los capítulos provinciales de las órdenes religiosas perdían la facultad de mudar en sus tareas a

51 Gregorio Bartolomé, Jaque mate al obispo virrey…, p. 287.52 Se trata de las cédulas de los años 1618, 1624, 1634, 1638, 1640, 1641 y 1643.53 agi, México 37, N. 8, El Virrey a S. M., con testimonio de autos sobre lo que se

resolvió en la remoción de dos agustinos doctrineros. Véase en particular: “El Virrey a S. M., sobre la duda que se ofrece de la colación y canónica institución de dos doctri-neros agustinos en el obispado de Puebla”, 23 de marzo de 1653 y “Testimonio de los autos mandados hacer por el Virrey en razón de la colación y canónica institución de los doctrineros regulares del obispado de Puebla”, 20 de noviembre de 1651.

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los frailes encargados de las parroquias y con ello la observancia monástica quedaba en entredicho,54 lo que sin duda no era la vo-luntad del rey.55

fue pues la principal preocupación del arzobispo Mañozca imponer en la práctica los criterios del rey incluso en asuntos me-ramente eclesiásticos como la colación y canónica institución de los curas párrocos. Actuación que contrasta con la de otros prelados como Pérez de la Serna, Palafox o Enríquez de Rivera, quienes si bien tenían presente su papel de custodios del real patronato y de hecho lo utilizaron como discurso político para legitimar su actua-ción en los hechos, intentaban sustraerse de él a través de la con-quista de nuevas y más extensas prerrogativas.56

Precisamente en la búsqueda de la ampliación de su jurisdic-ción sobre lo dispuesto por las cédulas reales, algunos prelados recurrían a Roma, poniendo de manifiesto su reconocimiento a las nuevas instituciones papales creadas a partir de Trento.57 Ello es claro, por ejemplo, en la actuación del arzobispo de Lima, Tori-bio Mogrovejo (1581-1606), quien hizo relación a Clemente VIII cómo luego de haber recibido un despacho donde se le manda-ba ejecutar lo ordenado por la Congregación de los cardenales intérpretes del concilio en relación a su jurisdicción sobre los frailes doctrineros, mandó a Roma las apelaciones hechas por las órdenes religiosas junto con los autos de la causa para que, “[…] visto todo proveyese lo que conviniese en cumplimiento de lo que la congregación de los cardenales y de lo que el juez había proveído”.58

54 Véase fray Agustín de Vetancurt, Teatro mexicano…, Tratado primero, capítulos v y vi.

55 Sólo hasta 1651 los decretos reales establecerán con toda puntualidad los requi-sitos de examen del ordinario, presentación ante el patrón, elección de éste y colación y canónica institución del obispo. Ver nota 52.

56 Sobre Enríquez de Rivera, Leticia Pérez Puente, Tiempos de crisis y tiempos de consolidación. La catedral metropolitana 1653-1680, México, cesu/unam/El Colegio de Mi-choacán/Plaza y Valdés, 2005, segunda parte.

57 Para la defensa de las directrices del concilio de Trento y de su aplicación, los papas postridentinos, y en particular Sixto V (1585-1590), emprendieron la creación de nuevas instituciones curiales y la organización de las ya existentes. Se sanearon las finanzas de los Estados Pontificios y se estructuró la curia en torno a quince congrega-ciones cardenalicias especializadas y subordinadas a la autoridad papal.

58 José Antonio Benito (transcripción y estudio introductorio), “La iglesia de in-dias según Santo Toribio Mogrovejo” en Testigos de la Cultura Católica. Santo Toribio: IV Centenario, Perú, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2006.

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De igual forma, y a diferencia de Mañozca, quien está siempre a la espera de las instrucciones del rey, Palafox no dudará en pedir audiencia en Roma o en dar cuenta a Inocencio X del estado de las causas de las parroquias indígenas, de sus conflictos con la com-pañía, de las licencias pedidas para confesar y predicar a través de las famosas cartas Inocencianas, mostrándole así al papa que no se cumplían los decretos tridentinos. Acciones éstas que, considera el arzobispo de México, sólo producían inquietud y escándalo en la corte romana y perjudicaban el patronato real.

A diferencia de Palafox y de otros prelados, para Mañozca la cura de almas, tarea fundamental del obispo, no debía llevar nece-sariamente implícita la ampliación de su jurisdicción, mucho me-nos si ésta se legitimaba dejando al margen o sobrepasando las dis-posiciones del monarca. Dicha actitud puede observarse aun frente a las órdenes religiosas, a las que el arzobispo tanto defendió frente a Palafox en la Nueva España.

La pasión y el servicio

No habrá para mí dificultad en cosa del servicio del Rey, por más que la calumnia derrame el humo de su pa-sión y enojo […] No dudo que todos los de acá y allá hayan escrito […] lla-mándome riguroso y terrible con otros epítetos significativos de aspereza y acerbidad, como si en cuantos sirven al rey en estas partes hubiera hombre más suave de condición […].

Licenciado Juan de Mañozca59

La preferencia del arzobispo por las órdenes religiosas, evidente en casi todos sus escritos, lo es en particular en su relación sobre el es-

59 agi, Audiencia de quito, 11, R1, N. 3. Carta del visitador de la audiencia de qui-to Juan de Mañozca, a Antonio de la Cueva dándole cuenta del modo en que ha llevado a cabo la visita de la audiencia y problemas que le han surgido, 16 de marzo de 1627.

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tado político de la Nueva España,60 donde se presenta a éstas como a “[…] los principales miembros de cuerpo del reino, que nacieron con él y echaron raíces en el poder, estimación, amor y respeto de todos”. No obstante, esas calidades más que reconocerlas en sí mis-mas, debían ser atendidas si se quería conservar en paz el reino. Escribe a Palafox, en noviembre de 1647, que en su actuar

[…] se reconocían tantos peligros contra la paz pública, que cualquie-ra pudiera obligar a temerla y a no peligrarla y a anteponer la causa común a la particular de Vuestra Señoría Ilustrísima, cuya sagrada dignidad –agrega– ha hallado y hallará siempre en mi la defensa y amparo […] pero esto con la atención y asistencia a quien defiende la autoridad y jurisdicción eclesiástica en sus reinos que es la soberana majestad del rey nuestro señor que Dios guarde.

Para Mañozca, la conservación de la paz en los territorios del rey es el fin principal. El mismo Palafox tiene presente el cuidado de la armonía y la quietud del reino y en ese sentido repetirá la consigna en su calidad de visitador,61 no obstante en su actuar como obispo de Puebla y en los intentos de imposición de su jurisdicción no se detendrá frente a los conflictos que se desencadenan. Recuérdese sólo la famosa carta que le dirigió felipe IV a Palafox: “Acordaos que cuando vinisteis a España hallasteis quieto el estado eclesiásti-co y de lo que por vuestro proceder se inquieto en las Indias. Mo-derad lo ardiente de vuestro celo. que de no hacerlo, se pondrá el remedio que convenga. El rey.”62

Ahora bien, a pesar de que la opinión de Mañozca atiende a los intereses de las órdenes religiosas, es de notar cómo en sus defen-sorías –tan inflamadas como todas las elaboradas para apoyar a un clero en detrimento del otro–, no se alude a privilegios pontificios, bulas papales o contradicciones a la naturaleza propia del clero re-gular, argumentos utilizados siempre por los frailes y aun por los ministros del rey favorables a ellos.

En efecto, las consideraciones del arzobispo sobre las respe-tadas provincias de regulares llenas de grandes sujetos de letras,

60 rb. ma., “Carta de Juan, Arzobispo de México, a S. M. sobre el estado político…” 61 Así sugería sustituir a los frailes doctrineros por clérigos seculares, “pero len-

tamente, algo que sólo será posible si el virrey y la Audiencia apoyan a los prelados”, Enrique González González y Víctor Gutiérrez, “En tiempos tan urgentes…”, p. 80.

62 Gregorio Bartolomé, Jaque mate al obispo virrey…, p. 281.

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autoridad y nobleza, que con el conocimiento de las lenguas indí-genas, celo e inclinación necesaria, cumplían sus tareas, palidecen frente a los exaltados discursos de otros ministros como Alonso de zorita o Hernando de Villaseñor y Lorenzo Ramírez de Prado, miembros del Consejo de Indias, quienes escriben:

[…] en el descubrimiento y conquista de las indias, cuyos fundamen-tos principales fueron, los santos designios y piadosos intentos de los católicos y nunca vencidos progenitores de Vuestra Majestad, tuvo la mayor parte, la diligencia y fervoroso celo de los religiosos de las órdenes, que con la palabra del sagrado evangelio extendieron los lí-mites de la fe y de la monarquía dilatada […] sin perdonar a muchos trabajos y peligros, en que aventuraron conocidamente sus vidas, […] y para mayor seguridad y firmeza se sacaron breves y indultos de los sumos pontífices […].

Mientras, por su parte, Alonso de zorita escribía:

Será bien traer a la memoria como las órdenes mendicantes que hay en Indias de 60 años a esta parte han doctrinado y administrado los santos sacramentos a los naturales de ellas por privilegios que para ello tienen, […] confirmados a pedimento de su Majestad por el papa Pío V […] y el mismo sumo pontífice proprio motu […] declaró ciertos cánones del concilio tridentino de que los obispos y clérigos se pre-tendían aprovechar contra las ordenes mendicantes, y les confirmó los privilegios que tienen de los papas Eugenio IV, Sixto IV, León X, Paulo III y Paulo IV y Pío IV y de otros cualesquier pontífices.63

A esas opiniones de zorita y de los otros consejeros, para quienes América era una cristiana tierra del rey sólo gracias a los frailes, Mañozca se suma con medida. Es de suponer que, por su calidad de arzobispo de México, habría de tener algunas reservas en sus juicios a favor del clero regular o en sus ataques al clero secular. No obstante y más allá de su sola prudencia, la medida de su defensa por las órdenes religiosas es ante todo la voluntad real.

Nada más ilustrativo de esa actitud que su desempeño en qui-to durante los años veinte del siglo xvii, donde peleó abiertamente

63 agi, Patronato, 231, N. 1, R. 7, “Información del doctor zorita sobre una cédula real en que se da el orden que se ha de tener en el doctrinar y administrar los santos sacramentos a los naturales de indias”, 10 de marzo de 1584.

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contra el clero regular, y cuyas experiencias fueron sacadas a relu-cir por Palafox con el objetivo, según Mañozca, de convencerlo de seguir su mismo camino.64 Aunque es claro que el suyo era otro.

En quito, Mañozca detentó un extraordinario poder, similar al que gozara Palafox en Nueva España, pues a un mismo tiempo desempeñó los cargos de inquisidor, juez de residencia y visitador de la Real Audiencia y de las cajas reales.65 Motivo por el cual su presencia provocó un desajuste en el juego de fuerzas políticas en aquella provincia.66 En particular, su enfrentamiento con las órde-nes religiosas dio inicio con los intentos de imposición de la alter-nativa en la provincia dominica. Mandada observar desde 1617 la alternativa había permitido a los frailes criollos ocupar el cargo de provincial y los oficios de definidores, pero lejos de alternar con los peninsulares acapararon los cargos de manera reiterada hasta 1623. No obstante las repetidas instrucciones, un nuevo fraile criollo fue electo en 1625, por lo cual el visitador Mañozca intervino al lado de la audiencia e hizo destituir al recién electo provincial poniendo en su lugar a un peninsular.67 A partir de entonces los conflictos se sucedieron uno a uno, hasta que en enero de 1626 por orden de Ma-ñozca, hombres armados entraron al convento de Santo Domingo y apresaron 34 frailes, once de ellos fueron puestos en el convento de la Merced, catorce en el de San francisco y nueve en el colegio de la Compañía de Jesús.68 El recurso de nombramiento de juez conser-vador al que recurrió la orden y la excomunión hecha a Mañozca, de poco sirvió, pues el visitador hizo apresar al juez conservador y terminó desterrándolo a él y a un grupo de frailes a Chile.69

64 “fueron muchos y continuos los aprietos con que pretendió inclinarme a que tomase su misma vereda –escribe Mañozca–, hasta acordarme las calumnias que inten-taron contra mi los religiosos siendo visitador de vuestra majestad en el reino de qui-to”, rb. ma., “Carta de Juan, Arzobispo de México, a S. M. sobre el estado político…”.

65 agi, quito, 209 L. 2, fjs. 42v-43v.66 Ver Leddy Phelan, The Kingdom of Quito in the Seventeenth century, bureaucratic

politics in the spanish empire, Madison, Wisconsin, 1967 y federico González Suárez, Historia general de la República del Ecuador, tomo IV, quito, Imprenta del Clero, 1893.

67 Sobre el estado de las órdenes religiosas puede verse agi, quito, 31 N.51, Infor-me del licenciado J. García Maldonado, 17 de diciembre de 1628. En él si bien se alude a los excesos de Mañozca se da cuenta también del estado de relajación en que vivían franciscanos, agustinos y dominicos, por la falta de imposición de la alternativa.

68 agi, quito, 88, N.5, “Carta del maestro fr. Andrés de Sola, provincial de la or-den de la Merced de quito a S. M...”, 20 de febrero de 1626.

69 Los informes y cartas al respecto son muy numerosos, véase por ejemplo, agi, quito, 88, N.1, Carta de fr. Gaspar Manrique de Lara, vicario general de la orden de

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Su actuar contra las órdenes religiosas, a las que tanto ala-baría en Nueva España, se debió entonces a que con “siniestra relación” el provincial de san Agustín había obtenido dos breves papales, uno prorrogándole su oficio y el otro prohibiendo que los religiosos peninsulares accedieran a los oficios de la provincial sin haber estado en ella determinado número de años.70 Breves que, con independencia de su contenido, no habían sido presentados ni aprobados por el Consejo de Indias, faltando de este modo a la prerrogativa del rey de controlar todos los documentos pontificios destinados a Indias.71

Por otra parte, su proceder, según explicó Mañozca, se debió también a que las órdenes religiosas habían servido a los intereses de quienes se habían visto afectados por las comisiones que le otor-gara el rey, y para cuyo cumplimiento –como señaló en epígrafe de este apartado– no cabía ser suave de condición. En ese sentido Mañozca escribió: “De hoy más, se ha de ver el Consejo necesitado a enviar orden para refrenar los atrevimientos de los eclesiásticos seglares y regulares por que son los instrumentos de que se valen los comprendidos en las visitas”.72 No importaba, pues, si se trata-ba de uno u otro clero, sino de actuar conforme a las comisiones e intereses del rey.

Los informes sobre lo sucedido en quito inevitablemente ha-blan de la falta de respeto del visitador a los privilegios pontificios, aunque también de cómo sobrepasó los deseos del rey. No obs-tante, y si bien es cierto que la visita quedó inconclusa por orden real, lejos de ser reconvenido por su actuación o trasladado a una plaza de menor poder e influencia, luego de ella fue ascendido al

predicadores de quito a S. M., relatando lo sucedido con algunos religiosos de su or-den que sufrieron graves agravios del visitador D. Juan de Mañozca, enero de 1626, y agi, quito, 31, N.1, “Carta del licenciado Jerónimo Pérez de Burgales a S. M. sobre los agravios del visitador Juan de Mañozca”, 1626.

70 En orden a esto el rey enviaría, en 1628, una cédula real ordenando la averigua-ción del caso, requisar las cédulas y su envío al consejo, agi, quito, 209, L.2, Real Cédula al Presidente y oidores de la Audiencia de Quito para recojan dos breves que ha obtenido con malas artes el Provincial de la Orden de San Agustín, Leonardo de Araujo, 29 de marzo de 1628, fj. 70v-71r.

71 Sobre la reglamentación del pase de bulas y breves, Archivo General de la Nación, México, Reales Cédulas Originales, cédula núm. 19, de 25 de abril de 1643 (en adelante el archivo se citará agn). Esta práctica también se daba en la península con el “pase regio”.

72 agi, quito, 11, R.1, N.3, “Carta del visitador de la audiencia de quito Juan de Mañozca, a Antonio de la Cueva dándole cuenta del modo en que ha llevado a cabo la visita de la audiencia y problemas que le han surgido”, 16 de marzo de 1627.

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tribunal de la Suprema Inquisición, después al cargo de presidente de la Chancillería de Granada y, finalmente, al de arzobispo de México.

Ahora bien, al final de la narración de la visita de Mañozca en quito y de los fuertes enfrentamientos de éste con las órdenes religiosas, federico González se cuestiona en su Historia general de la república del Ecuador:

¿Lo condenaremos como perverso? ¿Lo disculparemos como bienin-tencionado? ¿fue hombre malo? […] Sus medidas violentas le con-denan; de sus abusos de autoridad no hay como disculparlo. ¿Le salvará su buena intención? [...] ¿No fue perfecto? ¿No alcanzaba a tanto su virtud?... ¡Sea siquiera prudente, ya que la prudencia fue virtud hasta de paganos!73

Lo mismo se cuestionó Palafox en el siglo xvii, no obstante, dichas preguntas formuladas desde el plano de las pasiones carecen de sentido. Como en la Nueva España, en quito, la actuación de Ma-ñozca respondió en lo inmediato a lo que él consideraba eran los intereses del rey, en cuya defensa y custodia definió también su labor episcopal.

Guiados por esa forma de actuar, pocos aludieron a su piedad, a pesar de que en orden a ella hizo traer a la capital la cruz mila-grosa de Tepeapulco,74 también fueron pocos quienes le reconocie-ron su labor pastoral en aquella esforzada travesía de cuatro meses donde impartió el sacramento de la confirmación a los fieles por los valles de Amilpas, Toluca y la región de Tenantzingo, y menos son quienes han hablado sobre el avance en la obra de la catedral durante su gobierno pastoral, o de las rogativas públicas organiza-das en la capital del virreinato o de su preocupación por el estado de los conventos de monjas de la ciudad de México.75 Y es que los

73 federico González Suárez, Historia general…, Tomo iv, pp. 164-165.74 El día del traslado de la cruz marchó una solemne procesión, pregonó indul-

gencias por las principales calles aledañas a la catedral. A ella siguió un novenario de rogativas: “[...] queriendo Su Ilustrísima aplacar la justísima ira de Dios por nuestras culpas en el estrago tan lastimoso que la peste ha hecho en las islas de Barlovento y en Merida [...]”. finalmente, se organizó otra procesión con la asistencia de todas las órdenes religiosas y del cabildo de la catedral. Miguel de Bárcena Balmaceda, Relación de la pompa festiva y solemne colocación de una Santa y hermosa cruz…

75 agi, México, 337, Carta del arzobispo a S. M. sobre lo obrado en la ciudad de México, 31 de agosto de 1646.

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agitados años veinte en quito y los no menos turbulentos años cua-renta en la Nueva España marcaron inevitablemente su figura.

Se trató así de un arzobispo distinto a personajes como Pé-rez de la Serna, Manso y zúñiga, Palafox, Sagade Bugueiro, En-ríquez de Rivera o francisco de Aguiar y Seijas, pues a diferencia de aquellos, destacados por el celo con el cual defendieron la jerar-quía eclesiástica y su jurisdicción ordinaria frente a los virreyes y a las órdenes religiosas, Mañozca representa un modelo pastoral distinto en función de la manera en que se planteó su relación con el rey y con los cánones de la Iglesia. 76

No creo, sin embargo, que se trate de una figura de excepción. Similar fue la actuación de Alonso fernández de Bonilla, quien siendo deán de México e inquisidor apostólico en la Nueva España, fue presentado como fiscal del Tribunal del Santo Oficio de Lima y luego como arzobispo de México, cargo para el cual si bien fue consagrado por Toribio Mogrovejo en 1592, nunca tomó posesión.77 Entonces se desempeñaba como visitador de la audiencia del Perú y en 1593 aceptó la comisión del rey para la pacificación de la pro-vincia de quito,78 alterada por la exacción de los nuevos arbitrios, la cual se le ratificó en 1596, ocupándose de esa labor y de la visita general hasta el año de 1600 en que murió.79

A actuaciones similares en el episcopado hispano y al temor de su proliferación, responden los numerosos breves dictados por Clemente VIII (1592-1605) a felipe II y felipe III, donde se lamen-taba que los obispos más parecían príncipes seculares que pasto-res.80 Las quejas del papa se centraban en la transferencia de los prelados de unos obispados a otros, al nombramiento de personas de origen bastardo y a la falta de residencia de los obispos por su

76 En ese sentido lejos estoy de pretender plantear un problema de obediencia, de fidelidad a Roma u ortodoxia. Se trata sólo de ahondar en el perfil profesional y político del episcopado novohispano.

77 agi, Audiencia de Lima 209, N. 29, Información de Méritos y limpieza de sangre de Alonso de Bonilla.

78 agi, Indiferente, 606, L. Arbitrios, Real Cédula al Dr. Don Alonso fernández de Bonilla, arzobispo de México, dándole instrucciones para el sosiego y pacifica-ción de quito que se le han encargado, 18 de agosto de 1593, fj. 24-26.

79 agi, Indiferente, 606, L. Arbitrios, Real Cédula a Don Alonso fernández de Bo-nilla, arzobispo de México, encargándole la pacificación de Quito cuya población está exaltada con motivo de la exacción de los nuevos arbitrios, 8 de agosto de 1596, fj 23v-24.

80 José Ignacio Telleche Idígoras, “Clemente VIII y el episcopado español en las postrimerías del reinado de felipe II (1596-1597)”, Anthologica Annua, Roma, Instituto Español de Historia Eclesiástica, 1997, pp. 205-238.

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empleo en misiones del servicio real; esto es, en el nombramiento de personas más preocupadas en agradar al soberano que en go-bernar sus diócesis.81

Muy cercano se nos presenta Mañozca a aquel tipo de prelado que supedita su misión pastoral a consideraciones políticas y de servicio a la Corona. Como él, pueden encontrarse también en otros obispos americanos actuaciones similares. Tal es el caso de Moya de Contreras, quien para no distraerse de sus tareas inquisitoriales tomó posesión del arzobispado de México por medio de un pro-curador, y esto a pesar de hallarse presente en la misma ciudad.82 Muy a tono con los reclamos de Clemente VIII, Moya escribió en 1582 que si había aceptado viajar a México era debido a la promesa del cardenal Espinosa de que sólo ejercería de manera temporal. “En consecuencia –anota Enrique González–, instaba para que el rey lo llamara de nuevo a Castilla como inquisidor, cargo por el que más de una vez se declaró nostálgico.”83

Si bien a diferencia de Mañozca, Moya defendió la jurisdic-ción episcopal, la preeminencia del clero secular sobre el regular, los proyectos reformadores de la clerecía –y para esto, consideró necesaria la ejecución de Trento–, como aquel, cuando se encontró entre los intereses del monarca y los concedidos por Trento al epis-copado, optó por los del primero. Así, siguiendo las instrucciones del rey intentó detener la publicación del tercer concilio provincial mexicano contra el parecer del resto de los obispos:

[…] considerando el escándalo que resultaría si con precisión se les prohibiera la publicación, se tuvo por más conveniente disimular que impedirla, en que creo se ha servido VM y porque llevaré los autos que sobre esto se ha hecho, y lo que yo dije a los prelados en congregación después de publicado el Concilio acerca de que no se ejecutase.84

81 Ibidem.82 Enrique González González, “La ira y la sombra. Los arzobispos Alonso de

Montúfar y Moya de Contreras en la implantación de la contrarreforma en México” en Pilar Martínez López Cano y francisco Cervantes Bello (coords.), Los concilios provincia-les en Nueva España. Reflexiones e influencias, México, unam/buap, 2005, p. 109.

83 Ibidem.84 agi, México 336B, Carta del arzobispo Pedro Moya de Contreras al rey sobre el

concilio, 1 de diciembre de 1585.

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Se trata, pues, de dos perfiles de prelados, unos más hechos al de-recho canónico y otros más al regio patronato, y cuyo proceder y alcances en su actuación, ya sea en uno u otro sentido, hacen alu-sión a ese proceso histórico lento, de signos y rumbos cambiantes, por el cual se fue adaptando la reforma tridentina en los territorios de la monarquía católica.

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icas D

igital

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de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510, México, D. F.

Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Silvia Cano Moreno

“Juan de Merlo y los avatares para ocupar la mitra hondureña, 1648-1653”p. 205-224

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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JuAN DE MERLO Y LOS AVATARES PARA OCuPAR LA MITRA HONDuREñA, 1648-1653

silvia cano morenoInstituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey

Campus Puebla

La figura de Juan de Merlo se dibuja como pieza fundamental en la reforma palafoxiana emprendida en Puebla en la cuarta década del siglo xvii. Hombre de espíritu tridentino, de lealtades personales, corporativas y eclesiásticas; dotado de un fuerte carácter y posee-dor de una importante carrera profesional que le permitió sobre-salir en cánones y en el ascenso capitular. Su actuación como juez provisor lo hizo aparecer como uno de los agentes más destacados de la autoridad eclesiástica en el epicentro de las reformas que bus-caban beneficiar al clero diocesano e incrementar el poder real.

Los alcances de las transformaciones promovidas generaron desconcierto, inconformidad y múltiples vaivenes en el acomodo de una nueva existencia en el manejo episcopal poblano. Disposi-ciones, órdenes y ajustes correspondían a las funciones que Juan de Merlo debía desempeñar en aquella realidad. Disposiciones, órde-nes y ajustes a los cuales, en un ejercicio de coherencia, él mismo debía acatar. De ahí que, cuando su labor en el obispado Puebla-Tlaxcala debía terminar para continuar con nuevos compromisos al frente de la mitra de Honduras, el cumplimiento de su deber como súbdito de la Corona prevaleciera frente a cualquier otro apego o compromiso con las causas que había iniciado en la región poblana. De tal suerte que al verse enfrentado a poderes locales y desasido de la protección de Palafox, tuvo que transformarse en un sujeto supeditado a los mandamientos reales para cumplir con sus dispo-siciones aun cuando con anterioridad había podido sortearlas.

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Juan de Merlo en el contexto palafoxiano

Las numerosas luchas suscitadas en la Nueva España a partir del proyecto de Juan de Palafox y Mendoza de hacer valer la auto-ridad diocesana sobre las órdenes religiosas tuvo en el obispado Puebla-Tlaxcala a uno de sus principales ejecutores en la figura de Juan de Merlo, el juez provisor de la diócesis. Merlo se presen-ta en la Puebla de mediados del siglo xvii como un capitular de importante formación académica, férreas convicciones y fuerte espiritualidad que llamaron la atención del prelado Palafox para elegirlo como su juez provisor e incluso favorecerlo, posterior-mente, en la obtención de la canonjía doctoral dentro de la cate-dral angelopolitana. La participación de Merlo al lado de Palafox es digna de destacarse, pues sus funciones como encargado de la potestad de jurisdicción del obispo le significaron la responsa-bilidad de fungir como la cabeza de la continuidad del proyecto palafoxiano en las múltiples ausencias del prelado. Asimismo, su intervención en la secularización de las parroquias durante los primeros años de la década de 1640, fue de primer orden. En su persona recayeron las doctrinas más cercanas a la sede episcopal y la resolución de las muchas desavenencias por esto generadas. Hombre de mano dura, en su andar como provisor fue reconoci-do como virtuoso, aunque ello no le impidió ganarse la enemis-tad de múltiples personalidades, tales como los jesuitas, algunos de sus compañeros capitulares y del propio arzobispo Juan de Mañozca. Su manera de proceder llegó a incomodar tanto que en 1644 uno de los racioneros del capítulo poblano expresó frente al propio provisor, ante la necesidad de remitirle una provisión real para su ejecución, “que antes iría a pedir ante Poncio Pilatos que ante el provisor [Juan de Merlo].”1

1 El asunto versaba alrededor del racionero Alonso Rodríguez Montesinos, quien descontento por no haber obtenido la canonjía magistral (según narra el obispo Pala-fox) se había ausentado de la ciudad sin solicitar la debida licencia al prelado y a su regreso presentó una provisión real al cabildo. Al remitirla personalmente al provisor para su ejecución, fue que se suscitó el incidente mencionado. El obispo Palafox, gra-cias a quien hemos recuperado el acontecimiento, refiere que “y habiendo mandado yo que tuviese su casa por cárcel por este y por otros atrevimientos se volvió a descompo-ner y hablar delante de los ministros con gran vilipendio y soberbia”. Carta de Juan de Palafox al conde de Salvatierra dándole cuenta de lo ocurrido en el obispado, Puebla de los ángeles, 13 de enero de 1644, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, http://www.cervantesvirtual.com/fichaObra.html?Ref=5714#Parte17, f. 56v-57.

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Con tales atribuciones, Merlo despuntó aún más en la esfera pública novohispana. En 1647 cuando se dio la parte más enco-nada de la lucha entre Palafox y la Compañía de Jesús, por la negativa de los últimos a pagar el diezmo al poder diocesano correspondiente a sus propiedades, al provisor le alcanzaron la serie de excomuniones derivadas de la confrontación, al mismo tiempo que se le atribuía la responsabilidad de su surgimiento. Los alcances del conflicto y el uso de recursos por ambos lados fue tan fuerte que el obispo decidió ausentarse de la sede episcopal; a esto devino una abierta ruptura en el cabildo eclesiástico, la detención de Merlo en la ciudad de México y la declaración de la sede vacante por parte de algunos capitulares. A través de la intervención real la balanza logró inclinarse a favor de la causa palafoxiana al tiempo que el prelado regresaba a ejercer su cargo, acción a la que se sumó su provisor. De nuevo en Puebla el proceder de Palafox y de Merlo se dirigió a dejar en claro que la jurisdicción episcopal no estaba en discusión. Por lo que toca al provisor, éste interpuso una extensa demanda en contra del deán Juan de Vega y el racionero Rodríguez Montesinos por el desconocimiento del obispo y la usurpación de funciones.2 quedaba claro que aún la herida no había sanado. Sin embargo, de nuevo la intervención real se hizo patente al alcanzar-le órdenes, en esta ocasión para ocupar el obispado de Comayagua en Honduras, cuando ya con anterioridad había rechazado la mi-tra de Nueva Segovia, hoy filipinas. Todo parecía indicar que la presencia de Merlo en la ciudad de los ángeles no era pertinente para favorecer un clima de cordialidad entre los cleros. El nombra-miento de Merlo como obispo de Honduras antecede a la petición real de Juan de Palafox a regresar a la península, lo que nos lleva

2 Archivo del Venerable Cabildo Metropolitano de la ciudad de Puebla, en ade-lante avcmp, Actas de Cabildo, 1648-1652, f. 63v-71, sesión de 22 de septiembre de 1648. La disertación jurídica también en Libro de informes de derecho del doctor Gaspar Méndez de Cisneros, s/l, s/f, avcmp. Gregorio Martín de Guijo, Diario 1648-1664, México, Editorial Porrúa, 1953, T. i, p, 16.

Expresaba el provisor que los actos de ambos sentenciados habían provocado por sí mismos la pena de suspensión y deposición perpetua que el derecho tiene en contra de los que usurpan la jurisdicción eclesiástica, tal como lo estableció la bula Incena Do-mini y el papa Pío II. Asimismo, por haber quitado de la tablilla de excomunión a los jueces conservadores, al provincial de la Compañía de Jesús Pedro de Velasco y a los padres jesuitas, Alonso Muñoz, Jerónimo de Dobera, Nicolás Téllez, Diego de Medina y José de Alarcón, se les declaraba también por excomulgados. Incurrieron además en la pena de infamia e inhabilidad perpetua de la dignidad eclesiástica y destierro de la Nueva España; también en la pena de anatema y privación de oficio y beneficio.

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a pensar que existía una clara intención de la Corona de alejar a ambos personajes del contexto angelopolitano. Pero si bien Palafox no tuvo más remedio que regresar a España3 (no sin dejar de lado la esperanza de regresar), en Juan de Merlo hallamos una clara y abierta renuencia a abandonar sus funciones en el cabildo catedra-licio de la ciudad de los ángeles.

Definitivamente el ascenso episcopal constituía un importan-te reconocimiento a la carrera de un clérigo al presentarse sólo en aquellos personajes con méritos, trayectorias y clientelas destaca-das. En la elección de un obispo intervenían el rey, el papa y el personaje en cuestión. El largo proceso de diligencias que devenía de una elección era producto de la selección por parte del Con-sejo de Indias de los candidatos idóneos, en donde la voluntad del monarca, que ejercía su potestad como patrono de la Iglesia, pre-valecía por sobre los méritos de los sujetos.4 De esta manera, obser-

3 Para profundizar en la relación de Juan de Palafox con la Corona española y la situa-ción de la metrópoli en la época, veáse John Elliott, El conde-duque de Olivares y la herencia de Felipe II, Valladolid, universidad de Valladolid, facultad de filosofía y Letras, Cátedra felipe II, 1977; Cayetana álvarez de Toledo, Politics and reform in Spain and New Spain: the life and thought of Juan de Palafox, 1600-1659, Oxford, Oxford university Press, 2004.

4 La elección de un obispo consistía en una serie de largas y lentas diligencias en las que intervenía el rey, el papa y el personaje en cuestión. Daba inicio con la elabo-ración de listas de eclesiásticos episcopables que llegaban de la América española, en ocasiones a petición del rey y que el Consejo de Indias reelaboraba para presentárselas al monarca en orden de que él eligiera (aunque en ocasiones seleccionaba a alguna per-sona que no aparecía en las listas). Con esto surgía lo que se conoce como nombramien-to (o nominación), el cual no era definitivo, pues el nombramiento no significaba que el obispo estuviera electo, ya que éste al notificársele por carta de aviso la resolución del rey debía aceptar o rechazar la nominación. De aceptar la propuesta, se proseguía con la redacción de las cédulas de presentación (dirigidas al papa, al embajador y al cardenal) y posteriormente con las cédulas de gobierno, en las que se le comunicaba al interesado la presentación en Roma y se solicitaba su presencia en la diócesis a la que había sido nombrado, mientras llegaban las bulas. Otra cédula de gobierno se enviaba al cabildo catedralicio correspondiente para que lo recibiera y le concediera poder para gobernar la iglesia en lo espiritual y en lo temporal.

Mientras tanto se hacía una evaluación sobre la vida del nominado, para así dar paso a la confirmación papal y luego a la gestión de las múltiples bulas que se habían de lanzar, dentro de las cuales la bula de Patronato era la más importante, pues en ella el papa designaba a la persona que ocuparía la sede. Pero, a pesar de todo lo anterior el obispo permanecía en su calidad de electo, hasta recibir la consagración por la cual asumía el derecho y el deber al ejercicio de enseñar, regir y santificar a los fieles. Antes de recibir las ejecutoriales (reales cédulas que presentaban al obispo y ordena-ban que se cumplieran las bulas y se le diera posesión de su diócesis), el nuevo obispo debía jurar fidelidad y obediencia al papa y al rey, para así guardar y cumplir con el regio Patronato. Paulino Castañeda y Juan Marchena, La jerarquía de la Iglesia en Indias: el episcopado americano, 1500-1850, Madrid, Editorial mapfre, 1992, pp. 188-204.

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vamos que desde la Corona se buscaba alejar a aquellos dos Juanes –Merlo y Palafox– de la esfera angelopolitana, quizá en un intento por ponerle solución al sonado conflicto entre los cleros.

Funciones ante la ausencia de Palafox

El traslado de Juan de Palafox a la península en 1649 representó para Merlo un claro incremento en sus responsabilidades diocesa-nas. En sus hombros recayó, por encomienda del prelado, la res-ponsabilidad de gobernar el obispado, al tiempo que debía ejercer sus funciones como juez provisor y canónigo doctoral.

Dicha etapa se encontró determinada por el enérgico proceder de Merlo en aquello que correspondiera a su jurisdicción. Todo pa-recía indicar que bajo ninguna circunstancia cedería a la voluntad de los regulares a costa del diocesano. Así lo muestra su actuar en julio de 1649 cuando se enfrentó con la orden de los hermanos de san Hipólito ante la renuencia de éstos a presentar ante el ordina-rio las cuentas de los hospitales que manejaban. Merlo evidenciaba “tenerse noticia de que las rentas de dichos hospitales y limosnas que se han recogido para ellos no se han gastado ni distribuido en aquellos efectos para que están aplicadas”. Por lo tanto, les reque-ría las cuentas a los hermanos mayores de los hospitales so pena de excomunión mayor.5 Lo anterior desencadenó una serie de in-conformidades y continuas apelaciones por parte de los hipólitos al arzobispo Mañozca, quien nuevamente se inclinó hacia la causa de los regulares y otorgó una prohibición compulsoria y un auto inhibitorio a las acciones de Merlo. A pesar de lo anterior, el provi-sor acusó al hermano mayor de san Roque, Juan Díaz Corchero, de rebeldía por no presentar las mencionadas cuentas y ordenó que se le rotulara en la tablilla de excomunión. Díaz Corchero solicitó

5 14 de julio de 1649, Biblioteca Palafoxiana (en adelante bp), R510/13. uno de los fundamentos en los que Juan de Merlo se basaba era la estipulación que el Concilio de Trento hacía relacionada con que “los administradores, así eclesiásticos como seculares de la fábrica de cualquiera iglesia, aunque sea catedral, hospital, cofradía, limosnas de monte de piedad y de cualesquiera otros lugares piadosos, estén obligados a dar cuen-ta al ordinario de su administración todos los años”. quedaban anulados así todos los privilegios y costumbres anteriores, con excepción de aquellos que se declararan en la fundación o constituciones de la iglesia o la fábrica. En caso de que las cuentas debieran otorgarse a otras personas, era necesario que el ordinario también tuviera noticia sobre ellas. Concilio de Trento, ses. xxii, Decreto sobre la reforma, cap. ix.

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a Merlo la remoción de su nombre recordándole la existencia de la compulsoria a lo cual el provisor, haciendo alarde de su modo de proceder, contestó: “atento a que [estoy] inhibido en virtud de provisión despachada por el ilustrísimo y reverendísimo señor ar-zobispo de la ciudad y arzobispado de México la parte del dicho fray Juan Díaz Corchero ocurra a pedir su justicia donde le con-venga”.6

Por supuesto que lo anterior anunciaba tan sólo el inicio del resto del proceso, pues Juan de Merlo llegó aun más lejos cuando por medio del promotor fiscal del obispado, Pedro Gómez de la Cuesta, solicitó que se les notificara a los hermanos de san Hipólito estar impedidos para pedir limosnas en la diócesis hasta que se diera por concluido el artículo de apelación que habían presentado ante el arzobispo Mañozca. Al mismo tiempo y adelantándose a la posible reacción de los hipólitos, Merlo manifestó que en caso de que éstos alegaran la existencia de alguna licencia habilitándolos para solicitar limosna, la revocaba de antemano. Además nombró comisionados para que emprendieran la visita de cada uno de los hospitales, otorgando la excomunión a todo aquel que lo impidiera.7

En consecuencia, los hermanos de san Hipólito apelaron nue-vamente ante Mañozca. Argumentaron que la disposición de Juan de Merlo buscaba la disolución de la orden, pues su sustento se fun-damentaba en la recolección de limosnas. El arzobispo determinó dar fin a los autos del provisor y ordenó que no se procediera como éste lo disponía, so pena de excomunión y de doscientos pesos oro.8 finalmente, Mañozca escribió a Merlo para solicitar el traslado a la persona que considerara pertinente para que Díaz Corchero fuera absuelto.9 Las órdenes del arzobispo dejaban a Merlo atado de ma-nos y ante la ausencia de su prelado, quien podría haber avalado la continuación del pleito, no tuvo más remedio que despachar un recaudo en el que se ponía un alto a sus intenciones al manifestar

6 27 de julio de 1649, bp, Sección de manuscritos, R510/16. Juan Díaz Corchero dio poder a Lorenzo de Torres, procurador de causas de la audiencia ordinaria de Puebla, para que en su nombre solicitara a Merlo la absolución y lo mandara tildar de la tablilla atento a estar pendiente en grado de apelación el recurso de Mañozca, ibidem, R510/17 y 18.

7 bp, Sección de manuscritos, R510/19.8 29 de julio de 1649, ibidem, R510/21. El 3 de Agosto de 1649 se despachó auto

compulsorio e inhibitorio para la ciudad de los ángeles a petición del provincial de san Hipólito.

9 12 de agosto de 1649, bp, Sección de manuscritos, R510/22.

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“que cualquiera de los curas de la catedral absuelva a Juan Díaz Corchero y quitarlo de la tablilla y admitirlo a las horas canónicas y demás oficios divinos”.10

A pesar de que todo parecía indicar que las acciones de Merlo siempre encontrarían fuertes obstáculos, el provisor no claudicaba en su intento por hacer valer la jurisdicción ordinaria. unos meses después de la resolución en torno a los hermanos de san Hipólito, el cabildo catedralicio trajo a colación la donación que el obispo Alonso de la Mota y Escobar había realizado a los padres de la Compañía de Jesús, gracias a la cual éstos fundaron el Colegio de San Ildefonso. Argumentando que la donación se había otorgado para la fundación de un hospital que atendería a los indígenas y al hecho de que el colegio se fundó sin la licencia del monarca, el ca-bildo pretendió dar por nula la donación “por las innumerables in-gratitudes que le hicieron al obispo Palafox”. La causa judicial fue interpuesta, por supuesto, por Juan de Merlo y notificada al padre rector y a los religiosos del colegio, quienes a su vez reconvinieron la sentencia, ante lo cual el provisor les solicitó que nombraran a un juez conservador “en conformidad de sus privilegios y de la bula de Gregorio XV, confirmada por Inocencio X” en el término de diez días o de lo contrario los capitulares elegirían al encargado de su defensa ante el cabildo.11 Los jesuitas, por su parte, apelaron a la Real Audiencia, en donde se resolvió que el provisor guardase “perpetuo silencio en dicha demanda”,12 con lo que nuevamente se frenaban las acciones de Merlo dando así por concluido uno más de los ataques del ordinario contra los miembros de la Compa-ñía de Jesús.

El año de 1649 cerraba con una nueva afrenta, esta vez para el cabildo y la catedral de la ciudad de los ángeles. Juan de Merlo recibió en su casa la notificación de una real provisión en la que se ordenaba se retiraran del retablo de los Reyes los escudos de armas que el obispo Palafox había mandado colocar.13 Juan Manuel

10 Ibidem, 21 de agosto de 1649.11 avcmp, Actas de Cabildo, 1648-1652, f. 206-209v, sesión de 23 de octubre de 1649.12 Gregorio M. de Guijo, Diario…, T. i, pp. 69-70. avcmp, Actas de Cabildo, 1648-

1652, f. 211v, sesión de 29 de octubre de 1649. Se informa al cabildo sobre la resolución de la Real Audiencia y se procedió a nombrar comisarios para tratar el asunto en la ciudad de México. Merlo autorizó tomar dinero de los bienes del Colegio de San Pedro para costear las demandas.

13 avcmp, Actas de Cabildo, 1648-1652, f. 227v, sesión de 17 de diciembre de 1649.

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de Sotomayor, alcalde del crimen de la Real Audiencia y ejecutor de la provisión le comunicaba al provisor que dichos escudos –los del reino de Aragón, lugar de origen de la familia Palafox– no eran rea-les y que violaban las leyes de la representación heráldica real y de la jurisdicción de la Corona.14 La Real Audiencia había interpretado la presencia de dichos escudos como un agravio al poder real, en la que Palafox hacía evidentes sus pretensiones. Ante dicha real pro-visión y el alboroto de la muchedumbre que se abarrotaba frente a la catedral –pues era día de tianguis semanal– Juan de Merlo “trató de mitigar el escándalo, no replicó el contenido y respondió [que] estaba dispuesto a obedecer y cumplirla”.15 La acción de Merlo y la remoción de los escudos por parte del alcalde Sotomayor desataron el descontento del cuerpo capitular, quien afirmaba que las armas de Aragón sí eran reales y que la remoción debía haber sido prece-dida por la respectiva consulta al cabildo.16

Juan de Merlo consideró pertinente cubrir los vacíos que había dejado la remoción de los escudos y propuso la colocación de nue-vos que remplazaran a los de Aragón, a lo que el cabildo se negó rotundamente, pues afirmaban que ellos junto con Juan de Palafox habían sido ofendidos con la sustracción y buscarían su restitución. Si bien el provisor se distinguía por sus posturas firmes, en esta oca-sión, al parecer, decidió no luchar contra la corriente y permanecer alineado con los capitulares. Sin embargo, en este hecho podemos ya vislumbrar el deterioro de su relación con el capítulo catedrali-cio, la cual, sin duda, incidiría en su desempeño como provisor y gobernador de la diócesis.

A la cuestión de la remoción de los escudos reales continuaron las causas de los prebendados a quienes Merlo había sentenciado por haber establecido la sede vacante durante la ausencia del obispo Pa-

14 Nancy H. fee, “Rey versus reino(s): Palafox y los escudos de la Catedral de Pue-bla” en La pluma y el báculo. Juan de Palafox y el mundo hispano del seiscientos, Montserrat Galí Boadella (coord.), Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, buap, 2004, pp. 57-59.

15 Juan Alonso Calderón, Memorial histórico jurídico político de la Santa Iglesia Catedral de la Puebla de los Ángeles, en la Nueva España sobre restituirla..., edición y estudio preliminar de Efraín Castro Morales, Puebla, Gobierno del Estado, 1988, p. vii.

16 Los capitulares afirmaban que el alcalde del crimen había ingresado al edificio catedralicio con soldados y sin antes notificar la provisión, violando con ello la inmu-nidad eclesiástica, por lo que se requería a Juan de Merlo proveer lo más conveniente conforme a derecho. Juan de Palafox desde la metrópoli defendía la causa de la cate-dral, enviando documentos a la Nueva España entre los que se encuentra un cuaderno destinado a la distribución realizado por Juan Alonso Calderón, abogado de la catedral de la ciudad de Puebla, intitulado: Memorial histórico jurídico político…

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lafox en 1647. Además del deán Juan de Vega y del racionero Alonso Rodríguez Montesinos, Merlo había arremetido en contra de Jacinto de Escobar y Alonso Pérez Camacho, canónigos; fernando de la Serna Valdés, Alonso de Otamendi Gamboa y Lope de Mena Solís, racione-ros, poniéndolos en prisión, por cerca de dos años y embargando los frutos de sus prebendas por la ausencia de sus obligaciones capitula-res. Dichos prebendados presentaron apelación ante el metropolitano, solicitando ser liberados de la prisión y de la excomunión, además de ser restituidos en sus prebendas. Mas, mientras Mañozca emitía su resolución, Merlo quien parecía no dar por terminado el asunto con los jesuitas, declaró por excomulgados nuevamente a los jueces con-servadores, a los padres de la Compañía de Jesús y a otras personas involucradas en el conflicto con Palafox, haciendo un total de veintitrés personas.17 La resolución no encontró de nuevo una salida favorable, pues, últimamente, las acciones del provisor se enfrentaban, ante dos grandes obstáculos: el arzobispo Mañozca y la Real Audiencia quienes ante las apelaciones de los contrarios a Merlo revertían una y otra vez sus disposiciones. Así pues, cuando los excomulgados recurrieron al gobierno del virreinato para defenderse de la última afrenta del provi-sor, éste proveyó que se diera fin a la disputa con la eliminación de los nombres de la tablilla.18

Mañozca, por su parte, decidió favorecer la causa de los preben-dados angelopolitanos ordenando liberarlos de la prisión y restituir-los “al servicio del culto divino, uso y ejercicio de sus dignidades, prebendas y beneficios”. Asimismo, estableció que Juan de Vega, tan fuertemente agraviado por la sentencia del provisor, fuera ab-suelto de las censuras impuestas y que el cabildo eclesiástico de la ciudad de los ángeles recibiera a sus compañeros “con aquel amor, calidad y afectos que se debe esperar de sus obligaciones”.19

17 Jonathan Israel asevera que la excomunión correspondió a una estrategia de aquellos que lucharon en el lado del obispo para mejorar su situación mientras llegaban el nuevo virrey conde de Alva de Aliste y el relevo de Palafox en el puesto de visitador de la Nueva España, Pedro de Gálvez. Jonathan Israel, Razas, clases sociales y vida polí-tica en el México colonial, 1610-1670, México, fondo de Cultura Económica, 1980. p. 251.

18 Gregorio M. de Guijo, Diario…, t. i, pp. 102-103. una vez recibido el auto del go-bierno el 4 de junio de 1650, Merlo retiró los nombres de la tablilla. En marzo del mismo año había proveído se les notificara a los padres dominicos que debían presentarse ante él para ser examinados. Éstos apelaron y la pretensión del provisor nuevamente se truncó, ibidem, p. 90.

19 México, 2 de junio de 1650. bp, R510/43. En julio de 1651 los prebendados fue-ron absueltos y restituidos en sus cargos. avcmp, Actas de Cabildo, 1648-1652, f. 346-347v, sesión de 20 de julio de 1651. Gregorio M. de Guijo, Diario…, t. i, p. 164.

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Aquella apretada agenda con sus múltiples obligaciones per-sonales, reales y eclesiásticas se realizaba bajo la sombra de ser el obispo electo de Honduras. Si bien Juan de Merlo había logrado ale-targar exitosamente el traslado a su nueva diócesis, el panorama se complicó mucho más una vez que recibió el fiat de su consagración el 6 de agosto de 1651. Su proceder incomodaba cada vez más a los miembros del cabildo y el hecho de haber recibido la consagración significaba que sus actividades en Puebla fueran incongruentes; debía trasladarse a la brevedad a territorios sureños.

Las negativas al traslado

Resulta evidente constatar que la renuencia de Merlo a abandonar sus cargos en el obispado Puebla-Tlaxcala se encuentra estrecha-mente relacionada con la ausencia de Juan de Palafox. Se presentan así varias vías de interpretación. En primera instancia podemos considerar que la pretensión de Palafox era la de regresar a su ama-da Raquel y que para ello debía asegurar que sus allegados conti-nuaran con su empresa reformadora. Por otro lado, se vislumbra la idea de que tanto Merlo como Palafox no cederían en sus intentos de reivindicación de la jurisdicción eclesiástica y en virtud de que era precisamente el provisor el que estaba en posibilidades de per-manecer en el obispado, sus funciones siguieran encaminadas a tal fin. Y finalmente, no podemos soslayar la idea de los beneficios que un obispado como Puebla representaba frente aquel encabezado por Comayagua.20

El camino para alcanzar una de las bondadosas prebendas angelopolitanas fue largo y complicado para Merlo, ya el propio

20 Hacia la mitad del siglo xvii la diócesis de Comayagua recibía por concepto de cuarta capitular la cantidad de 350 pesos mientras que el obispado Puebla-Tlaxcala en tiempos de Palafox y Mendoza llegó a percibir 300,000 pesos de oro común. Arturo Córdova Durana, “Las dignidades eclesiásticas de la Catedral Angelopolitana”. Ponen-cia presentada con motivo del Tercer Coloquio sobre Arte en Puebla, organizado por el icsyh, buap, Puebla, septiembre 1999. Incluso el propio Palafox expresó al monarca feli-pe IV que la región hondureña “ha llegado a ser la más estéril y miserable provincia de las Indias, siendo antes muy abundante”. Pedro Pardo, Noticias acerca del pleito que hubo entre el ilustre señor don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de la Puebla de los Ángeles […] con los padres de la Compañía de Jesús sobre las licencias de predicar y confesar sin licencia del ordinario para que se vea la justificación con que en todo procedió este ilustrísimo y venerable prelado en defensa de su jurisdicción y episcopal dignidad, avcmp, s/l, s/a, f. 77v-79v.

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Palafox argumentaba en la calificación de sujetos que realizó para el Consejo de Indias en 1645 que “no se le ha dado puesto alguno de cuantos ha tenido que lo haya pretendido, sino sólo las cátedras que regentó en la universidad”.21 De ahí que considerando lo an-terior junto a sus no pocas responsabilidades en el obispado y a la presencia de bienes y capellanías dentro de la región, ciertamente, a Juan de Merlo no le beneficiaba tener que viajar para ocupar una mitra en una región tan apartada y tan poco favorecida.

Las acciones del provisor sugieren que el compromiso con su prelado y con su causa aún le urgían a permanecer en la ciudad de los ángeles para continuar con los proyectos emprendidos. No obstante las inconformidades ante su presencia comenzaron a in-crementarse. Las mayores afrentas en su contra vinieron de parte de sus compañeros capitulares.

El hecho de que Juan de Merlo hubiera recibido la consagra-ción como obispo de Honduras en 1651 se presentó como un asun-to insoslayable para el capítulo catedralicio. Dicha consagración lo inhabilitaba para seguir disfrutando de los frutos y beneficios de la canonjía doctoral, mismos que seguía percibiendo.

La postergación del traslado era innegable y en este sentido, Juan de Merlo se dio a la tarea de ofrecer explicaciones en una carta que, posteriormente el virrey remitió al Consejo de Indias. En ella, el provisor daba a entender que cuando le llegó el nombramien-to para Honduras decidió no aceptarlo en virtud de sus múltiples compromisos en la ciudad de los ángeles, pero que, argumentaba, el obispo Palafox lo había animado a aceptarlo asegurándole que no saldría de la ciudad, que lo nombraría coadjutor del obispado y que el Consejo disimularía su retraso.22 Cierto es que la injeren-cia del obispo Palafox en la cuestión del retraso del traslado fue a todas luces trascendental para la decisión de Juan de Merlo de permanecer en la sede episcopal Puebla-Tlaxcala el mayor tiempo posible; no obstante, también debió haber influido –tal como Mer-lo lo afirmaba en su carta– dentro de la esfera real, pues tenemos conocimiento que existieron, además, órdenes reales que protegían

21 Citado por Cristina Arteaga y falguera, Una mitra sobre dos mundos: la de don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla de los Ángeles y de Osma, Puebla, Gobierno del Estado de Puebla, Comisión Puebla V Centenario, 1992, p. 286 (Cartas y papeles, n° 87, fol. 91-97, 23 de febrero de 1645).

22 fechada en octubre de 1653. La carta se encuentra citada, aunque no se mencio-na su ubicación, en Paulino Castañeda y Juan Marchena, La jerarquía…, p. 265.

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al provisor de todas aquellas acciones que lo compelían para viajar hacia Honduras. Dichas órdenes llegaron en julio de 1651 desde España a través de una cédula real que, asimismo alegaba que Juan de Merlo no abandonara el gobierno del obispado de la Puebla.23 Al parecer, Juan de Palafox había movido los hilos de su influencia en los espacios peninsulares para cumplir con lo pactado con su pro-visor. La situación en el territorio angelopolitano se tornaba cada vez más insostenible. En 1653 la balanza cambió de posición: a Juan de Merlo le alcanzaron órdenes del rey para trasladarse a la breve-dad a Honduras; el cabildo angelopolitano resolvió dar por vaca la canonjía doctoral e incluso el propio Palafox rechazó su actitud y desde España, lo removió de su cargo de gobernador y provisor del obispado angelopolitano.

El recurso que sirvió como detonante para que Merlo, de una vez por todas, cumpliera con sus obligaciones episcopales, fue pre-cisamente la inconformidad del cabildo eclesiástico ante ciertas prerrogativas que el canónigo, provisor y gobernador del obispado manifestaba en relación con sus compromisos capitulares, como lo fue el hecho de que a pesar de no asistir al coro Merlo le había orde-nado al apuntador que “le pusiese presente en el cuadrante”.

una vez que lo anterior se resolvió mediante el argumento de que su consagración como obispo de Honduras significaba, por con-siguiente, la vacancia de sus beneficios simples o prebendas, se trajo a colación un asunto que conviene rescatar. El canónigo Domingo de los Ríos aludió a la ocasión en que Merlo, fungiendo como juez y gobernador del obispado, declaró por vaca la maestrescolía ocupa-da hasta entonces por Miguel de Poblete, electo arzobispo de Ma-nila, por haberse puesto las vestiduras episcopales. El provisor se justificó manifestando contar con comisiones hechas por el obispo Palafox para proceder en ese sentido y nombrar por maestrescuela a Juan de León Castillo, aun cuando Poblete no había renunciado oficialmente a su prebenda.24 Es decir, Merlo avalado por las tareas

23 Gregorio M. de Guijo, Diario…, t. i, p. 163.24 avcmp, Actas de Cabildo, 1648-1652, f. 363-366v, sesión de 13 de octubre de 1651.

Miguel de Poblete se despidió del cabildo el 8 de junio de 1650, ibidem., f. 279v. Los ca-pitulares insistieron con vehemencia en hacer visibles las actitudes de Merlo, por lo que los argumentos en su contra no se dejaban esperar. Se hizo referencia a la ocasión en que Merlo había intentado despejar a Antonio de Peralta Castañeda del gobierno del obispado, tal como lo había estipulado Palafox, para lo cual fue necesario que la Real Audiencia despachara un amparo para el canónigo en contra de las violencias de Mer-lo. avcmp, Actas de Cabildo, 1648-1652, f. 477v-483v, sesión de 14 de diciembre de 1652.

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encomendadas por Palafox obraba a diestra y siniestra, ocasionan-do el descontento del cabildo, en quien en teoría, debía recaer el gobierno de la sede vacante y con ello además, estaba presentando inconsistencias en su devenir que los capitulares no pasarían por alto en su intento por frenar sus cada vez más incómodas acciones. De esta manera, recurrieron al virrey, quien por medio de una real cédula le ordenó a Merlo abstenerse de seguir disfrutando de los frutos y rentas de su canonjía y partir lo antes posible a hacer resi-dencia en su iglesia “sin dar lugar ni motivo a que pase en adelante ni tomen mas cuerpo las diferencias que han empezado a reconocer como lo expreso de su justificación y celo que tiene el servicio de su Majestad”.25

No obstante, Merlo permaneció en la ciudad de los ángeles y los recursos de los capitulares fueron ascendiendo los escalafo-nes de la jerarquía. La impostergable estocada final llegó con los albores de 1653 cuando de España arribaron una cédula real, que ordenaba que Merlo viajara a la brevedad a Honduras26 y una carta de Palafox en la que atendiendo a las irregularidades “revoca y da por ningunos y de ningún valor y efecto, rotos y cancelados los poderes que poco antes de su partida dio y otorgó al señor obispo de Honduras y los que antecedentemente le tenia dados cuando le nombro provisor y cualesquier otros que le hubiere dado así gene-rales como especiales o particulares”.27 Juan de Palafox afirmaba que la dilación de Merlo nada tenía que ver con que él se lo hubiera impedido, ni que ello obedeciera a la existencia de asuntos que aún quedaban por resolver en la Puebla.28 Mas, Palafox reconoció que

25 México, 23 de octubre de 1651. Archivo General de la Nación (en adelante: agn), Reales Cédulas, vol. 17, exp. 55.

26 Fechada en Madrid el 13 de mayo de 1652. El rey afirmaba que si para cuando llegara esta carta Merlo permanecía aún en Puebla “no acudáis, ni consintáis acudir con los emolumentos desde el día en que su Santidad le dio el fiat y concedió las bulas del obispado. Pues siendo consagrado no se halla capaz de residir la canonjía ni per-cibir la renta de ella”, avcmp, Actas de Cabildo, 1653-1656, f. 1-6, sesión de 2 de enero de 1653.

27 Ibidem. La carta continúa expresando: “que se le de noticia y que no se le tenga por provisor o gobernador y que no se ejecuten sus ordenes, sino que se obedezcan las de los demás gobernadores: Alonso de Salazar, Antonio de Peralta y Nicolás Gómez Briseño”.

28 Dicha afirmación se encuentra en avcmp, estante 4, entrepaño 2, Tercero cuaderno en que se contienen a la letra todos los escritos y papeles del venerable siervo de Dios, Don Juan de Palafox y Mendoza que como no comprendidos en el Decreto de la aprobación de sus obras de 9 de diciembre de 1776, f. 447-447v.

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en una ocasión le escribió al rey para que excusase a Merlo de viajar a su obispado, pero que el hecho de que éste hubiera incurrido en la falta de haberse consagrado como obispo y continuara disfrutando de la canonjía doctoral, lo condujo a tomar la decisión de revocar sus poderes.29

Resulta plausible considerar que la decisión de Juan de Palafox de retirar el apoyo a Merlo e incluso de deslindarse de sus acciones, obedece a órdenes reales que le manifestaban la necesidad de con-servar la unión y la armonía entre los súbditos. El rey inconforme con las alteraciones generadas por las acciones de Palafox, en una carta fechada en 1648 le solicitaba:

[…] os ruego y encargo, que en lo porvenir atendáis mucho que no suceda otra vez cosa de esta calidad, pues debiera de buscar medios justificados y decentes para que sin faltar a la obligación del oficio pastoral, se excusasen los riesgos y los daños, ayudando a que todos mis vasallos gocen de tranquilidad, que les procura mi cuidado y que se conserven en toda unión; que en ello me haréis agradable servicio y de lo contrario me tendrá por deservido.30

En el mismo tenor, observamos que tiempo después, Palafox insis-tía en la consecución de sus proyectos pues el monarca debió ad-vertirle: “acordaos que cuando vinisteis a España hallasteis quieto el estado eclesiástico y de lo que vuestro proceder se inquietó en las Indias. Moderad lo ardiente de vuestro celo. que de no hacerlo, se pondrá el remedio que convenga”.31 Al parecer los lineamientos reales fueron exitosos pues Juan de Palafox no actuó más como fi-gura polémica y se desembarazó abiertamente de las acciones de su antiguo colaborador novohispano.

De tal manera, la intervención real, la del capítulo catedralicio y la del propio Juan de Palafox provocaron que el polémico pro-visor y gobernador del obispado Puebla-Tlaxcala no tuviera más remedio que afrontar sus responsabilidades reales y eclesiásticas

29 avcmp, Actas de Cabildo, 1653-1656, f. 1-6, sesión de 2 de enero de 1653.30 Carta del Rey de España a D. Juan de Palafox y Mendoza sobre acontecimientos

de Puebla de los ángeles, Madrid, 2 de junio de 1648, citada por Gregorio Bartolomé, Jaque mate al obispo virrey. Siglo y medio de sátiras y libelos contra don Juan de Palafox y Mendoza, México, fondo de Cultura Económica, 1991, pp. 279-280.

31 Carta de felipe IV a D. Juan de Palafox y Mendoza, s/f, citado por Gregorio Bartolomé, Jaque Mate al obispo virrey…, p. 281.

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sin mayor dilación. Así cuando le comunicaron en su casa acerca de la existencia de la misiva del rey afirmó que acataba la voluntad del monarca y comunicó al cabildo “que en su cumplimiento estaba presto de irse a el dicho obispado de Honduras, pero que necesitaba primero de enviar por avio al dicho su obispado por hallarse muy gastado y haber consumido los frutos de su prebenda y que los que se [le] debían estaban embargados”.32 finalmente Merlo aceptaba sus obligaciones, mas sin dejar de hacer gala de su fuerte personali-dad aún insistía en que para que esto sucediera debían darse ciertas circunstancias. No obstante, el cabildo eclesiástico tampoco cedía en su postura de no pasar de largo las inconsistencias del provisor, por lo que días después del arribo de las instrucciones reales y de Palafox, los capitulares comisionaron al racionero Andrés de Luey para que solicitara a Merlo devolver los frutos y emolumentos que percibió por concepto de su canonjía doctoral desde el día que reci-bió la consagración como obispo.33

Si bien no tenemos más noticias de Juan de Merlo después de aquellas rotundas indicaciones, sabemos que todavía el 25 de julio de 1653 se encontraba en la catedral metropolitana de la ciudad de México realizando la consagración del sucesor de uno de sus más fuertes enemigos, Juan de Mañozca. Así Marcelo López de Asco-na recibió de manos de Merlo su consagración como arzobispo de México.34

“Mártir de la inmunidad eclesiástica”

La siguiente etapa de su vida y de su carrera se encuentra ligada a la mitra hondureña, mas en esta ocasión su presencia física es ya

32 avcmp, Actas de Cabildo, 1653-1656, f. 1-6, sesión de 2 de enero de 1653.33 avcmp, Actas de Cabildo, 1653-1656, f. 18, sesión de 14 de enero de 1653. El ca-

bildo decidió interponer: “pleito y demanda contra Juan de Merlo de todos los frutos y emolumentos que ha llevado por razón de la canonjía doctoral que ha tenido en esta iglesia desde el día del fiat de su santidad […] y atento a que su señoría ilustrísima conforme a lo que su Majestad le manda se ha de ir próximamente a Honduras y por ser exento y no haber después facilidad en la cobranza luego y ante todas cosas para seguridad del juicio se pida y haga embargo de todos y cualesquiera bienes que tenga dentro y fuera de la iglesia no dando fianza lega, llana y abonada de pagar a las partes interesadas lo que constare haber llevado”.

34 Gregorio M. de Guijo, Diario…, t. i, p. 221. Leticia Pérez Puente, Tiempos de crisis, tiempos de consolidación. La catedral metropolitana de la ciudad de México, 1653-1680, Méxi-co, Plaza y Valdés, cesu/unam, El Colegio de Michoacán, 2005.

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una realidad. El desempeño de Juan de Merlo en su papel como obispo de Honduras sugiere sendas analogías con su lucha en la diócesis Puebla-Tlaxcala por lograr la reivindicación del ordinario.

El obispado de Honduras se presenta en este tiempo, al igual que muchas otras diócesis americanas, en pleno proceso de conso-lidación de la autoridad diocesana, terreno que su nuevo obispo conocía bien. Juan de Merlo llegaba con un importante bagaje de ideas ya practicadas en Puebla, y Honduras era un terreno fértil para llevarlas a cabo. Para comenzar, al nuevo obispo le corres-pondía continuar con la construcción de la nueva catedral y para tal fin se hizo acompañar de algunos trabajadores poblanos que contribuyeron con la obra. Durante su gestión se edificó la torre de la iglesia y gran parte de la catedral fue construida e incluso se considera muy probable que Merlo se haya encargado también de la construcción de la capilla del Sagrario.35

Por irónico que parezca en estas nuevas latitudes Merlo tuvo que enfrentarse de nuevo a los frailes; aquellos cuyos privilegios tan fuertemente combatió en la ciudad de los ángeles, se presen-taban bajo otras condiciones en el contexto hondureño. La deter-minación de Merlo por impedir que los religiosos continuaran disfrutando de una situación privilegiada se manifestó cuando el fraile mercedario Torres llevó a la ciudad de Comayagua cien indígenas de la montaña, argumentando que se encargaría de su formación espiritual y que a cambio ellos le proveerían su mano de obra. El obispo, descontento por la situación, retiró a los indígenas de manos del padre Torres refiriendo que “a los frailes les tocaba el convertir y a su Señoría darles pastor”.36 La intención de Merlo era clara, no estaba dispuesto a tolerar más que los religiosos actuaran sin pedir antes la autorización del ordinario, su proyecto de iglesia diocesana no permitía ninguna clase de privilegios a los frailes y todos sus esfuerzos se volcaron hacia ese propósito.

El debilitado obispado de Honduras requería incrementar la percepción del diezmo para concluir el edifico catedralicio y al ha-cer frente a las añejas exenciones de los frailes se ponía solución a muchos de los padecimientos del diocesano. Por lo que, sabedores

35 federico Lunardi, El Tenguax y la primera iglesia Catedral de Comayagua (ocaso de los pueblos mayas y orígenes de la Colonia), Col. El Valle de Comayagua, documentos para la historia, Tegucigalpa, Biblioteca de la Sociedad de Antropología y Arqueología de la República de Honduras, 1946, p. 46.

36 Lunardi, El Tenguax…, pp. 39-40.

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del bagaje de Merlo y de la situación en Honduras, se entiende su proceder y el origen de las afirmaciones de los frailes cuando de-cían que el obispo quería expelerlos de la diócesis, al mismo tiem-po que su defensa de la jurisdicción eclesiástica y su padecer para intentar conseguirla, le mereciera la connotación de “mártir de la inmunidad eclesiástica”.37

Es precisamente en Comayagua donde, el obispo que para es-tas fechas debió haber sido septuagenario, murió en el año de 1665. Su cuerpo fue sepultado en el sepulcro de los obispos de Comaya-gua dentro de la misma catedral que contribuyó a edificar.

Consideraciones finales

En la compleja realidad novohispana una relación se presenta como una constante, la inseparable convivencia de la esfera real con la eclesiástica. En el Real Patronato, la Corona española halló a uno de sus más importantes baluartes; la Iglesia se presentaba como una herramienta de control social y de bonanza pecuniaria de primer orden. Dicha relación, cargada de beneficios y de concesiones, por supuesto que no estuvo exenta de fricciones. No obstante, la pre-eminencia de la Corona terminaba por imponerse, pues a pesar del poder de la Iglesia americana, no podía perderse de vista que aún los eclesiásticos eran súbditos del rey.

La carrera de un eclesiástico deseoso de ocupar posiciones en-cumbradas en la clerecía y por lo tanto en la esfera social, represen-ta una clara muestra de cómo el favor de la Corona debía asistirlo en orden de conseguir su objetivo. Con los debidos méritos –y fre-cuentemente, incluso sin ellos– y con las adecuadas vinculaciones corporativas, un clérigo podía ascender en la jerarquía eclesiástica, siempre y cuando contara con la respectiva anuencia del monarca. Si bien todo era posible, el fallo del rey permanecía siendo el fallo definitivo en las cuestiones eclesiásticas. Ya bien se lo expresaba Palafox a Merlo cuando se ausentaba de la capital del obispado en 1647: “primero se pierda la vida que se reconozca a los presuntos

37 Lunardi, el Tenguax…, p. 38. Genaro García, Don Juan Palafox y Mendoza, obispo de Puebla y Osma: Visitador y Virrey de la Nueva España, México, Librería de Bouret, 1918, p. 148. Gregorio Martín de Guijo, sin detallar, menciona que en 1656 se aceptó la renuncia de Juan de Merlo a su obispado, lo que pudiera ser plausible si consideramos su lucha con los regulares. Diario…, t. ii, p. 60.

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conservadores, ni su juicio, ni se obre cosa alguna contraria al Santo Concilio de Trento y bulas apostólicas. Si se valieren de provisiones del señor virrey por don felipe obedezca su real nombre…”.38

La destacada carrera eclesiástica de Juan de Merlo es también prueba de lo anterior al mantenerse siempre apegada a las decisio-nes reales, no sólo en el acatamiento de sus órdenes sino también en la férrea actitud regalista que compartió junto a su prelado en Pue-bla e incluso ya desde su abierta defensa de la autoridad episcopal en tiempos del arzobispo Juan Pérez de la Serna.39 Si bien es cierto que su clara renuencia a abandonar el obispado Puebla-Tlaxcala pudiera indicar una franca rebeldía a la Corona, también es cierto que el tiempo que pudo aletargar su estancia estuvo determinado por la intervención de Palafox en la metrópoli y que fue la innega-ble presencia de órdenes reales y su observancia las que generaron su inevitable traslado a la diócesis hondureña.

Sin duda su convicción por hacer valer la jurisdicción ordina-ria y la intención de cerrar los círculos que había emprendido junto a Palafox fueron el principal motor de su insistencia por permane-cer en la ciudad de los ángeles al frente del provisorato y de una de las gubernaturas del obispado. No obstante, también deben po-nerse en consideración los aspectos personales y económicos que lo ataban a la región, al mismo tiempo que hallamos un hecho por demás sugerente. Su anhelo por pertenecer al capítulo catedralicio de la catedral metropolitana de la ciudad de México, que con an-terioridad se había visto truncado, por fin se cristalizaba al haber sido aceptado para ocupar una de las canonjías de gracia en aquella

38 Juan de Palafox y Mendoza, Obras del ilustrísimo, excelentísimo y venerable siervo de Dios, don Juan de Palafox y Mendoza de los supremos consejos de Indias y Aragón, obispo de la Puebla de los Ángeles y de Osma, arzobispo electo de México, virrey y capitán general de Nueva España, Madrid, Imprenta de Gabriel Ramírez, 1762, tomo xi, pp. 367-368.

39 El arzobispo destacó por sus políticas de apoyo a la población criolla y por su lucha a favor de la secularización de las parroquias indígenas. Entre los aspectos más relevantes de la administración del arzobispo Pérez de la Serna encontramos: la soli-citud al rey para la impresión del III Concilio Provincial Mexicano gracias a la cual se imprimió por primera vez en 1621; el apoyo a la causa criolla en contra de la burocracia, lo cual aunado a desacuerdos con algunos asuntos eclesiásticos, lo llevaron a entablar un conflicto con el virrey marqués de Gelves. El 15 de febrero de 1624 el virrey mandó a aprehender a Pérez de la Serna y a los oidores de la Audiencia. Ante esto los eclesiás-ticos y algunos miembros de la Real Audiencia (quienes se encontraban inconformes por una serie de reformas virreinales en contra de sus intereses económicos) incitaron al pueblo, quien finalmente se amotinó, incendió y asaltó el palacio virreinal. Cfr. Jona-than Israel, Razas, clases sociales y vida política…

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catedral y a la cual tuvo que renunciar debido a su nombramiento como obispo de Honduras.40

La idea de cumplir a pie juntillas con lo pactado con Palafox lo hacía alejarse de la norma eclesiástica y contribuyó a generar animadversión entre los capitulares, por no decir ya de los regu-lares, el arzobispo, el virrey y parte de la población. La base de su desgracia posterior fue, sin lugar a dudas, el retiro del apoyo de Palafox, pues él tampoco podía ya sostenerlo ante una situación que se hacía indefendible y ante la que sus compañeros capitulares tenían razón: su consagración como obispo lo compelía a abando-nar sus anteriores actividades y a mudarse a su nuevo obispado. El Concilio de Trento afirmaba que los prelados consagrados debían residir en sus diócesis41 y un hombre como Juan de Merlo tan tri-dentino en su actuar no tenía más remedio que acatarlo.

La contribución de Merlo a la causa palafoxiana, a la jurisdic-ción eclesiástica y por consiguiente a la Corona es a todas luces fundamental en la historia eclesiástica novohispana del siglo xvii. Cabe mencionar que entre sus últimos logros en el obispado Pue-bla-Tlaxcala se encuentra una real cédula que ordenaba, en 1651, al provisor y gobernador del obispado, examinar a los regulares para la administración de las doctrinas.42 De la misma manera, daba por concluida aquella añeja disputa iniciada con los regulares en los primeros años de la década de 1640 con una provisión eclesiástica, confirmada posteriormente por la Real Audiencia, en la que se im-pedía realizar cualquier tipo de compra, venta, donación, contrato,

40 Agradecemos a la doctora Leticia Pérez Puente dicha información localizada en el Archivo General de Indias, Ejecutoriales de arzobispos y obispos, 7 de febrero de 1658.

41 Concilio de Trento, sesión xxiii, Sacramento del Orden, Decreto sobre la Reforma, cap. i. “Todos los pastores que mandan, bajo cualquier nombre o título, en iglesias patriarcales, primadas, metropolitanas y catedrales […] están obligados a residir per-sonalmente en su iglesia, o en la diócesis en que deban ejercer el ministerio que se les ha encomendado.” Y en caso de ser necesaria su ausencia, ésta será justificada sólo “cuando la caridad cristiana, las necesidades urgentes, obediencia debida y evidente utilidad de la Iglesia y de la Republica” así lo requieran. En dicho caso el concilio tri-dentino ordenaba se le comunicara al obispo y se le nombrara a algún vicario para su reemplazo, el cual debía ser aceptado por el prelado, quien otorgaba la licencia sólo por causa grave y por no más de dos meses. En caso de que el interesado no cumpliera, en-tonces el ordinario podía obligarlos “con censuras eclesiásticas, secuestro y privación de frutos, y otros remedios del derecho, aun hasta llegar a privarles de sus beneficios; sin que se pueda suspender esta ejecución por ningún privilegio, licencia, familiaridad, exención, ni aún por razón de cualquier beneficio que sea”.

42 Remitida a Merlo a petición suya por el virrey Alva de Aliste. México, 20 de noviembre de 1651, agn, Reales Cédulas, vol. 17, exp. 50.

Juan de merlo y los avatares para ocupar...

224 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

enajenación o traspaso de posesiones diezmables a alguna persona u orden religiosa sin antes reservar los diezmos pertenecientes al rey y a las iglesias diocesanas.43

Juan de Merlo tenía muy claros los compromisos adquiridos con su prelado y con su causa, su determinación era concluir-los (e incluso continuarlos) de manera favorable; sin embargo, al tiempo de ser un eclesiástico era también un súbdito de la Corona española y como tal era impensable concebirse fuera de las normas y mandamientos que su patrono ordenaba, de ahí que no existiera otro camino que acatarlas.

43 avcmp, Actas de Cabildo, 1648-1652, f. 459v, sesión de 3 de septiembre de 1652. Tiempo después Merlo solicitó al rey que dicha disposición se aplicara también en Oaxaca. El 27 de marzo de 1653 la Real Audiencia despachó la provisión en ese sentido. agn, Tierras, vol. 2943, exp. 35, 1 de abril de 1653.

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Bernardo Polo Madero

“La ética en los actos políticos del príncipe en el pensamiento de Juan de Palafox”p. 225-252

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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LA ÉTICA EN LOS ACTOS POLÍTICOS DEL PRÍNCIPE EN EL PENSAMIENTO DE JuAN DE PALAfOX

bernardo polo maderouniversidad Panamericana

A finales del siglo xvi y en las primeras décadas del siguiente, la mo-narquía española se enfrenta a un gran desprestigio y declive, siendo criticada reiteradamente por pensadores, políticos, representantes del rey y consejeros. En un sinnúmero de obras se analizan los pro-blemas del Estado desde distintos puntos de vista, proponiendo los remedios convenientes. La decadencia se atribuye a una variedad de causas, como el costo enorme de la guerra, la escasez de población, la falta de productividad y de desempeño laboral, la disminución del prestigio del rey y el abandono de la moralidad y de las buenas costumbres. En las siguientes líneas, nos centraremos en el deterioro ético y su vinculación con la actuación política del príncipe cristiano.1

Juan de Palafox y Mendoza nace al comenzar el siglo xvii, por lo que crece, se forma e inicia su actividad política, en una España

1 En José Antonio Maravall, Teoría del Estado en España en el siglo xvii, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1997 (colección Estudios Políticos), et passim, en-contramos el estudio sobre el pensamiento político de más de sesenta autores que ha-cen referencia a la necesidad de la reforma del Estado español, abordando entre otros temas el comportamiento moral del príncipe. Entre ellos cabe mencionar a Baltasar álamos de Barrientos, francisco Garau, Baltasar Gracián, Juan Márquez, Juan Eusebio Nieremberg, Antonio Pérez Ramírez, francisco de quevedo, Pedro de Rivadeneyra, Diego Saavedra fajardo, y al autor de nuestro estudio, Juan de Palafox y Mendoza. En-tre los arbitristas, quienes analizan el declive de la monarquía desde un punto de vista económico, podemos destacar a Martín González de Cellorigo, con su Memorial de la política necesaria y útil. Restauración a la república de España y Estados de ella y del desempeño universal de estos reinos (1600), Estudio preliminar de José Luis Pérez de Ayala, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana, Sociedad Estatal quinto Centenario, Antoni Bosch editor, Instituto de Estudios fiscales, 1991.

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que reclamaba una transformación profunda y en la cual se invo-lucrará personalmente, tanto a través del ejercicio de abundantes y diversos cargos civiles y eclesiásticos, como de sus numerosos es-critos.2 Partiendo del pensamiento palafoxiano vertido en sus tex-tos de carácter político que se enfocan en la educación y actuación del príncipe, intentaremos mostrar la ética3 de virtudes que Palafox propone al soberano cristiano en el ejercicio de su autoridad, y el pa-pel fundamental que otorga al recto comportamiento de la cabeza, tanto en lo personal como en el oficio, para el bien moral del reino.

En estos años, el intento de la monarquía por realizar una pro-funda renovación de costumbres, llevó a felipe III a constituir una Junta de Reformación en 1618. El resultado de este intento fue muy pobre, provocando la caída de uceda, desprestigiado por su poca eficacia como valido. Al subir al trono Felipe IV, deposita el gobier-no de la monarquía en zúñiga, y más tarde en Olivares, quienes intentarán romper con el gobierno anterior, entre otras cosas, pro-moviendo una profunda reforma de costumbres. Con esa finalidad, felipe IV crea, por real cédula del 8 de abril de 1621, una nueva Junta de Reformación, dirigida a combatir especialmente los vicios, abusos y cohechos, evitar los gastos excesivos y erradicar el lujo, reformar las comedias y bailes, prohibir los juegos; en resumen, custodiar la

2 Los estudios sobre la vida de Juan de Palafox son muy numerosos, entre ellos podemos destacar los siguientes de carácter general: Gregorio Argaiz, Vida de Don Juan de Palafox, Introducción, trascripción del original de 1661 y notas de Ricardo fernández Gracia, Pamplona, Asociación de Amigos del Monasterio de fitero, 2000, 232 p.; Anto-nio González de Rosende, Vida del ilustrissimo, y excelentísimo señor don Juan de Palafox y Mendoza, de los consejos de su Majestad en el real de las Indias, y supreme de Aragón, obispo de la Puebla de los Angeles, y arzobispo electo de Megico, Madrid, Imprenta de Gabriel Ramí-rez, 1762, 652 p.; Genaro García, Don Juan de Palafox y Mendoza. Obispo de Puebla y Osma. Visitador y Virrey de la Nueva España, México, Librería de Bouret, 1918, 416 p.; Cristina de la Cruz de Arteaga, Una Mitra sobre dos mundos. La del Venerable Don Juan de Palafox y Mendoza, Sevilla, Artes Gráficas Salesianas, 1985, 640 p. Sobre el pensamiento político de Palafox cabe destacar el trabajo de Cayetana álvarez de Toledo, Politics and Reform in Spain and Viceregal Mexico. The Life and Thought of Juan de Palafox 1600-1659, Oxford university Press, 2004, 354 p. (serie Oxford Historical Monographs).

3 Servais Pinckaers, en Las fuentes de la moral cristiana. Su método, su contenido, su historia, traducido del francés por Juan José García Norro, Pamplona, eunsa, 1988, p. 364, señala que en el siglo xvii tanto ética como moral mantienen el mismo significa-do de costumbre. Sin embargo, aclara que el primero –derivado del griego éthos– fue utilizado principalmente en las traducciones latinas del griego, en particular, en los comentarios de Aristóteles; en cambio, moral –que procede del latín mores–, será el tér-mino más usual. En la moral católica se conservará la equivalencia, utilizando prefe-rentemente moral; pero en el contexto filosófico se empleará principalmente el término ética, aunque no hay una diferencia marcada entre ambos.

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observancia de las leyes ya establecidas sobre estas materias. En enero de 1622 se constituye la Junta de Inventarios con el fin de evitar el enriquecimiento ilícito, ordenando a los ministros y oficiales a realizar un inventario de sus bienes desde 1592, requisito que tam-bién se señaló para los candidatos a ocupar un nuevo cargo. Sin embargo, estas instrucciones fueron invariablemente quebrantadas y por último abandonadas. Con la decepción que significó la Jun-ta de 1621, se formó en agosto de 1622 un nuevo organismo: la Junta Grande de Reformación, buscando mantener la impresión de rectitud moral ante la notoria decadencia. No obstante, todos estos planes de reforma partían del gobierno central, dejando de lado los reinos y las oligarquías municipales, lo que dificultaba enorme-mente su aplicación; además, la gran demanda de recursos llevó al Conde-Duque a resignarse frente al desacuerdo de las ciudades castellanas. El sistema de Juntas continuó, pero su eficacia fue muy cuestionada. En materia de moral y costumbre se estipularon y de-cidieron muchos cambios, pero muy pocos se llevaron a la prác-tica; el programa de reforma quedó sólo en buenas intenciones.4

En este contexto, los pensadores políticos españoles –entre ellos Juan de Palafox– insistirán en la importancia de conservar los principios morales cristianos para regir la actuación política del go-bernante, siguiendo así la tradición clásica que presenta la política unida a elementos éticos. Con esto, se sumarán a la corriente de pensamiento antimaquiavélica, que se opondrá a la doctrina del florentino vertida en su obra El Príncipe. Maquiavelo fue acusado de romper el orden tradicional, renunciando a la posibilidad del perfeccionamiento moral del hombre y de apoyar la expropiación de los derechos de la persona humana a favor del Estado y del po-der absoluto. En consecuencia, el príncipe no tendrá que dar cuen-tas a nadie y su finalidad será mantenerse en el poder, anulando el papel de la religión y de cualquier otro control, como medio para orientar la actuación moral del príncipe en el ámbito político.5

4 Juan francisco Baltar Rodríguez, Las Juntas de Gobierno en la Monarquía Hispá-nica (siglos xvi-xvii), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, 803 p. (colección Historia de la Sociedad Política), pp. 68, 70-71, 80-88, 160-161, 169-187. En relación al papel que tuvo Olivares en el intento de reforma moral. Cfr. John H. Elliott, El Conde-Duque de Olivares. El político en una época de decadencia, 6a edición, Bar-celona, Editorial Crítica, 1991 (Serie Mayor), pp. 114-119, 132-136, 141, 143.

5 una explicación más detallada sobre el impacto de Maquievelo en el pensa-miento político del siglo xvii y la postura antimaquiavélica de los autores españoles se contiene en José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 363-408; José A. fernández-San-

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La publicación en 1593 de la obra de Giovanni Botero, Diez li-bros de la razón de Estado, contribuirá a generalizar el concepto de razón de Estado, que aunque no es utilizado por Maquiavelo de ma-nera expresa, se identifica estrechamente con su doctrina. La razón de Estado, entendida como las reglas que señalan al político lo que debe hacer para conservar y aumentar el Estado, se convierte en la principal defensa del poder y sus métodos, independientemente de cualquier consideración ética o jurídica, sólo justificado por el fin de obtener el resultado deseado. Los políticos españoles del Barroco se opondrán tajantemente a esta razón de Estado maquiavéli-ca –también llamada falsa razón de Estado–, con una verdadera o buena razón de Estado, que no condena la habilidad o arte político, sino que la afirma y reorienta siguiendo los principios morales de la re-ligión cristiana, y cuyo propósito será estimular el comportamiento virtuoso del príncipe.6 En las obras políticas del Barroco español podemos distinguir tres corrientes principales dependiendo de su postura ante la razón de Estado.7 La eticista, que en oposición radical

tamaría, Razón de Estado y Política en el Pensamiento Español del Barroco (1595-1640), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1986 (colección Estudios Políticos), pp. 11-14; Elena Cantarino, “Tratadistas político-morales de los siglos xvi y xvii”, en El Basilisco, Oviedo, Pentalfa Ediciones, 1996, núm. 21, abril-junio, pp. 4-5; Salvador Cárdenas Gutiérrez, “Jerónimo Moreno, autor del primer manual de ética para jueces en México (1561-1631)”, en Reglas ciertas y precisamente necesarias para Jueces y Ministros de justicia de las Indias y para sus confesores [de Fray Jerónimo Moreno (1732)], México, Su-prema Corte de Justicia de la Nación, 2005, pp. xxv-xxxiv.

6 Véase Salvador Cárdenas Gutiérrez, “Razón de Estado y Emblemática política en los impresos novohispanos de los siglos xvii y xviii”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, zamora, Colegio de Michoacán, xviii, núm. 71, verano de 1997, pp. 63-68; José A. fernández-Santamaría, Razón de Estado…, pp. 11-43; Elena Cantarino, “Tratadistas político-morales…”, p. 5; José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 368, 372-375.

7 Seguimos la categorización que presenta José A. fernández-Santamaría, Razón de Estado…, pp. 1-43 que, como señala su autor, hay que tomar con flexibilidad, pues no es posible agrupar a estos pensadores de manera clara y tajante en un solo grupo, ya que la mayoría de ellos mantienen características híbridas. Distingue cuatro variantes o categorías en que es posible dividir la razón de Estado: una razón de religión, por la que el príncipe no sólo ha de ser político, sino cristiano; otra razón por motivos militares, vinculada a la política exterior; una razón por factores económicos, pues una política acertada en esta materia asegura la estabilidad del Estado; y, por últi-mo, una razón por motivos de justicia, ya que la función política en esta materia hace posible el adecuado funcionamiento de la sociedad, y ésta será la base para seleccionar a los colaboradores del príncipe y de su comportamiento en su cargo (ibidem, pp. 3-4). Véase también Elena Cantarino, “Tratadistas político-morales…”, pp. 4-7, quien ana-liza la división en “escuelas” políticas que propone fernández-Santamaría, y quien no considera que el término “escuela” utilizado por el autor puede entenderse en el sentido de la conciencia de un grupo con doctrinas particulares. Siguiendo esta obser-

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al planteamiento de Maquiavelo insiste en la necesidad de que la política se subordine a una ética de orientación religiosa, exalta la figura del príncipe cristiano y minusvalora las enseñanzas de los políticos,8 a quienes considera defensores de una falsa o anticristiana razón de Estado. La corriente idealista parte del mismo principio que la eticista, pero idealiza el papel de la monarquía española, consi-derándola la evolución política más perfecta hasta el momento. Y la corriente realista, con un enfoque eminentemente práctico, conside-ra válida la actuación por razón de Estado, aunque con una visión cristiana de la política. No busca una imagen ideal de la política que sea tan utópica que no tenga alguna utilidad. Todo lo contra-rio: estos autores critican con habilidad los problemas del Estado y caracterizan un gobierno óptimo, que sea fundamento de la prepa-ración del príncipe, de sus educadores y sus vasallos.9 Por tanto, no se colocan en el ataque o crítica directa a Maquiavelo, sino que ésta queda en un segundo plano, lo mismo que la máxima razón de Es-tado, centrándose en la incorporación de las enseñanzas de Tácito10 o de Séneca,11 y colocando la política en el plano de la prudencia.

vación, que nos parece acertada, hemos optado por utilizar el término “corriente” en lugar de “escuela”.

8 José A. fernández-Santamaría lo marca en bastardilla cuando lo utiliza con el sentido peyorativo que tenía durante el siglo xvii (cfr. Razón de Estado…, p. 2). Llama la atención que Sebastián de Cobarruvias Orozco no incluya este vocablo en su Tesoro de la Lengua castellana o española (para la presente investigación hemos utilizado la versión digitalizada por Pedro álvarez de Miranda de la fundación Histórica Tavera, que re-produce la edición de Madrid, Luis Sánchez, 1611).

9 José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 32, 35, 230, 238-239.10 Entre los estudiosos de Tácito hubo diversas posturas: algunos entran en diá-

logo con Maquiavelo y aceptan su política realista, intentando compaginarla con la moral; otros se servirán del pensamiento de Tácito para introducir de forma encu-bierta el maquiavelismo; por este motivo, algunos rechazarán explícitamente el plan-teamiento tacitista, aunque el pensamiento de los mismos críticos esté imbuido de su doctrina. Para una explicación más detallada ver José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 378-381; Elena Cantarino, “Tratadistas político-morales…”, p. 7; y Salvador Cárde-nas Gutiérrez, “Del arte de la guerra a la razón de Estado. Cuatro tacitistas novohis-panos del siglo xvii”, en La guerra y la paz. Tradiciones y contradicciones, Alberto Carrillo Cázares (ed.), zamora, Colegio de Michoacán, 2002, v. i, pp. 332-334.

11 A finales del siglo xvi Justo Lipsio divulga la filosofía estoica que subrayaba la austeridad, la obediencia y el ascetismo interior, dando origen al neoestoicismo, que influirá en gran número de escritores políticos del siglo xvii. Aunque fernández-San-tamaría en su obra sólo hace una referencia marginal a la influencia de Séneca, con-sideramos que algunos autores que se podrían incluir en la corriente realista fueron influidos por este pensador. Al respecto véase Salvador Cárdenas Gutiérrez, “Del arte de la guerra…”.

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Cada una de las obras políticas de Juan de Palafox presenta características particulares. Esto dificulta englobar a todas en una sola de las corrientes de pensamiento político mencionadas, al mis-mo tiempo que se aprecia una evolución en su pensamiento. Así, en su primera obra de carácter netamente político, el Diálogo político del estado de Alemania y comparación de España con las demás naciones,12 se aprecia una postura de corte idealista al considerar a la monarquía española la mejor constituida y más aventajada que el resto de na-ciones europeas, destacando por la unidad y buena elección de religión, por su unidad en lo político y en el gobierno, teniendo sólo un rey y una ley, manteniendo apartada la guerra de su territorio y pudiendo conservarse por sí misma sin necesidad del comercio exterior.13 Sin embargo, se observa una postura más matizada en sus siguientes obras, con un enfoque más bien práctico –segura-mente fruto de su experiencia política–, distinguiéndose más por sus rasgos realistas. Consideramos destacable su Historia real sagra-da,14 un tratado de buena política signado el 6 de julio de 1642, en Puebla, es decir, dos meses después de haber recibido las cédulas

12 Esta obra es fruto de su viaje por Bohemia, Alemania, flandes y francia. No tiene fecha, pero se le puede situar entre 1631 y 1635. La obra está escrita en forma de diálogo entre dos amigos, don francisco –muy probablemente el mismo Palafox– y don Diego –que se ha sugerido podría ser Diego Saavedra fajardo–. Hemos utilizado la versión de este texto inserto en las Obras del ilustrísimo Juan de Palafox, tomo x, Madrid, Imprenta de Gabriel Ramírez, 1762, pp. 52-86. Respecto a la identificación de uno de los personajes con Diego Saavedra fajardo, ver quintín Aldea Vaquero, España y Europa en el siglo xvii. Correspondencia de Saavedra Fajardo, Tomo i, 1631-1633, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Centro de Estudios Históricos, 1986, Anexo 13, donde se incluye una trascripción completa de dicha obra.

13 Juan de Palafox, Diálogo…, pp. 68-79.14 En el presente trabajo hacemos referencia a la primera edición de la obra publi-

cada por francisco Robledo, en Puebla, 1643, 242 fs. Sin embargo, tomando en cuenta que Palafox retocó algunas de sus obras al final de su vida, hemos cotejado esta edición con la contenida en las Obras del ilustrísimo Juan de Palafox, tomo i, Madrid, Imprenta de Gabriel Ramírez, 1762, que corresponde a la sexta edición de este texto, como se señala en esta última edición (cfr. pp. 269-270) y donde se advierte que el escrito no se ha alterado, ni añadido, ni quitado nada, sino que se publica conforme su autor lo imprimió. Al hacer la comparación se advierten sólo algunos cambios de forma en cuanto puntuación y escritura, desatando abreviaturas, utilizando la grafía más propia de la época. Encontramos también algunas omisiones de varios párrafos en la primera edición, que se incluyen en la sexta; por los textos que se trata, parece más un error de transcripción, pero habría que comprobarlo directamente con el manuscrito. Hay otras pocas variaciones de alguna palabra, pero sin mayor importancia. Consideramos que estas diferencias no afectan a las ideas políticas del autor reflejadas en la obra, pues en los pocos pasajes en que hay cambios corresponden a descripciones sobre los pasajes bíblicos que comenta.

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reales para destituir al duque de Escalona y su nombramiento como virrey. Para ese momento, han transcurrido dos años desde su arri-bo a la Nueva España, y ha profundizado en la situación política del virreinato y sus necesidades.15 En esta obra destaca su postura antimaquiavélica y su defensa de la actuación política sustentada en la moral cristiana y, más concretamente, en la ética de virtudes. Se muestra también su influencia estoica, reflejo de su estudio de las obras de Séneca.16 En este texto rechaza con dureza las propues-tas de Bodino y Maquiavelo por negar la capacidad de gobernar a los virtuosos en el sentido cristiano. En contra de estos autores con-sidera que el espíritu religioso sí es suficiente para hacer hombres con resoluciones firmes, con obras magnánimas y gloriosas; y que no es necesario actuar de forma inmoral para conseguir grandes lo-gros en el gobierno. Propone a estos opositores que reconozcan que “no es necesario […] el ser malo para ser grande; el ser alevoso para ser fuerte; el engañar para vencer; el pecar para reynar”.17 También señala que actuar de manera deshonesta es indigno, y no se justifi-ca el uso de medios injustos por el hecho de buscar un fin aparen-temente bueno, ya que esa forma de actuar engendra traidores y tiranos. Por consiguiente, se opone a los que con medios infames, “suben pisando las virtudes y ejercitando los vicios a una tiranía”: “no es lo grande lo mayor, cuando por viles medios se asciende a lo grande, es lo grande siempre lo mejor, cuando por obrar lo mejor se desprecia lo grande”.18

En sus Dictámenes espirituales, morales y políticos reúne más de un centenar de máximas, en donde sigue manteniendo una postura realista, aunque algunos de los puntos contienen fuertes elementos eticistas. Esta obra no está fechada, y por su contenido tan variado y sin un orden determinado da la impresión que fue elaborada a lo largo de varios años en que fue acumulando su experiencia de gobierno civil y de almas. Dentro de ella se incluye el Juicio políti-

15 Aunque en su Historia real sagrada Palafox no hace mención directa a su expe-riencia política en la Nueva España, el texto es una clara manifestación de ella. Aprecia-mos su conocimiento de la vida política novohispana en otros de sus escritos, como en el “Memorial de Juan de Palafox al conde de Salvatierra, virrey de Nueva España” de 1642, publicado en Tratados Mexicanos, francisco Sánchez-Castañer (ed.), Madrid, bae, Atlas, 1968, vol. 218, pp. 129-151.

16 Gregorio Argaiz, Vida…, p. 70.17 Juan de Palafox, Historia real..., Prólogo, f. 2v (las mayúsculas son del original).18 Ibidem, Prólogo, fs. 2v-3.

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co de los daños y reparos de cualquier monarquía,19 en la que su autor reconoce las virtudes de los reyes españoles –en especial de don fernando el católico y de Carlos V– como la causa del crecimiento de la monarquía. Asimismo considera que su declive fue causado por la Guerra en flandes, el incremento de gastos y vicios públicos, la falta de reconocimiento de la multiplicidad nacional de la monar-quía, la excesiva carga sobre Castilla y la despersonalización de la función real.20 Esta visión del reino contrasta con la que años antes había expuesto en su Diálogo político.

El Manual de Estados y Profesiones es una de las últimas obras po-líticas de Palafox; no consigna fecha, pero siendo firmada en Osma la podemos ubicar entre 1654 y 1659, años en que su autor ocupó esa mitra. En esta obra aconseja el modo correcto de cumplir con las funciones políticas, dependiendo de la actividad que la perso-na desempeñe, ya sea obispo, sacerdote, rey, príncipe, magistrado, noble, etc.; es decir, propone una reforma moral desde las cabezas, fundamentada en las virtudes propias de cada oficio.21

Los escritos palafoxianos mencionados pueden colocarse den-tro del ámbito de las obras políticas del siglo xvii español que con-sideran la virtud como el fin de la comunidad política. Estos textos siguen la tradición aristotélica y tomista, que considera la virtud como la calidad moral y humana por excelencia.22 Por tanto, la re-lación del príncipe con la virtud seguirá siendo una cuestión polí-tica grave y decisiva, y el estudio de las virtudes que el gobernante debe adquirir será un tema constante en la literatura de finales de la Edad Media que versa sobre el “óptimo príncipe”.23 Esta virtud cristiana, como tradicionalmente es entendida, es radicalmente dis-tinta de la que propone Maquiavelo, quien da el nombre de virtud al heroísmo y grandeza de ánimo que sirven al gobernante a su

19 Ambos textos se encuentran recogidos en las Obras del ilustrísimo Juan de Palafox, tomo x, Madrid, Imprenta de Gabriel Ramírez, 1762, pp. 3-51; citamos en base a esta fuente. Sobre el Juicio político, encontramos un estudio comparado de tres ediciones del texto en José María Jover zamora, “Sobre los conceptos de Monarquía y Nación en el pensamiento político español del xvii”, Cuadernos de Historia de España, Instituto de Investigaciones Históricas, universidad de Buenos Aires, Sección Española, Buenos Aires, 1950, tomo xiii, Apéndice documental, pp. 138-150.

20 Véase Juan de Palafox, Juicio…, pp. 40-49, en donde profundiza en estas causas de la decadencia de la monarquía.

21 Citamos siguiendo el texto incluido en las Obras del ilustrísimo Juan de Palafox, tomo v, pp. 296-345.

22 Servais Pinckaers, Las fuentes…, pp. 291-294, 297.23 José A. Maravall, Teoría del Estado…, p. 231.

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éxito.24 La virtud supone siempre un bien, y también en la concep-ción maquiavélica que busca el aumento y la conservación del po-der. Sin embargo, mientras en la virtud cristiana el bien a que se tiende está ordenado a otro fin, que es Dios, en la virtud política de Maquiavelo se rompe esta escala y su consecuente consideración moral. Por tanto, las virtudes morales y todas las cualidades del príncipe se considerarán sólo medios para realizar un gobierno hu-mano, facilitando la aparición de lo que se llamará el arte político puro.25

Los escritores políticos españoles de estos años reconocen la ne-cesidad del arte político y transmiten una serie de consejos tomando en cuenta las características de la nueva situación del Estado. Estas recomendaciones están fundamentadas en hechos de experiencia, pero exigiendo siempre un comportamiento ético en el ejercicio de la autoridad.26 Por consiguiente, se otorga en la formación del prín-cipe una primacía a la prudencia en el obrar o recta ratio agibilium,27 sobre la preparación técnica o recta ratio factibilium.28 El pensamien-to político de Palafox podemos enmarcarlo dentro de esta corrien-te de experiencia prudencial, basada en una moral de virtudes.

El rey como paradigma de comportamiento moral

La preocupación por la persona del príncipe tiene fundamento en las repercusiones que su actividad política adquiere en todos los ór-denes de la sociedad: él es el titular del poder de todo el sistema de la sociedad y, por ende, ha de darle vida. Se afirma con frecuencia entre los autores políticos de la época que el príncipe es “el alma del Estado”, y en él se asegura el orden de toda la República. Al propo-ner que la sociedad se ordene en la virtud a través del ejercicio del

24 Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, 9ª edición, Madrid, Espasa-Calpe, 1961, cap. xviii, pp. 85-89.

25 José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 232-233.26 Ibidem, pp. 69-70, 237-241, 244-245, 412-415.27 Santo Tomás, Suma Teológica, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1954-

1956, i-ii, q. 57, a. 4-5; y ii-ii, q. 47.28 Aristóteles, “Ética Nicomaquea”, en Obras completas de Aristóteles, traducción

de Antonio Gómez Robledo, México, unam, 1954, libro ii, capítulo ii. Textualmente dice: “es un principio comúnmente admitido, y que hemos de dar por supuesto, el de que debemos obrar conforme a la recta razón”. Cfr. también Santo Tomás, Suma…, i-ii, q. 57, a. 3.

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poder político, exigen que esa virtud la posea en primer lugar el go-bernante y no se aparte de ella. Además, fundamentándose en la fe y moral cristiana, el príncipe está sujeto a deberes que ha de cumplir si quiere salvar su alma: son obligaciones que implican la adquisición de las virtudes requeridas en cuanto persona pública, que le permi-tirán conservar el poder y cumplir adecuadamente sus compromi-sos como rey, asegurándose el favor divino. También el príncipe ha de ser virtuoso en consideración de su pueblo, procurando a través del ejercicio de su poder estimular a sus súbditos hacia la virtud.29

Los trabajos políticos de Palafox se enmarcan dentro de esa corriente que coloca al príncipe como paradigma de comporta-miento moral. Así, otorga a la vida ejemplar del gobernante un papel fundamental en la educación del súbdito, pues los casos con-cretos tienen gran fuerza para convencer.30 En su Historia real sagrada incorpora este método de enseñanza: partiendo de la vida ejemplar de los reyes del pueblo de Israel, busca ilustrar al príncipe Baltasar Carlos la forma de vida virtuosa que éste ha de llevar. No sólo pone a su consideración esas vidas ejemplares, sino que le sugiere ser él mismo una de ellas, de tal forma que su comportamiento ejemplar conduzca a sus súbditos a la virtud. Su finalidad será conseguir que el príncipe sea “en la religión pío, en el pensar generoso, en el hablar templado, en el resolver prudente, grato al oír, recto al juzgar, largo al premiar, justo al castigar por mano de sus ministros, clemente al perdonar, por la suya; en los consejos atento, pronto en las ejecu-ciones, en las felicidades igual, y en las adversidades constante”.31

Al recomendar al soberano ser ejemplo de virtud, nuestro au-tor le hace considerar que el mal de la sociedad, como su perfeccio-namiento moral, depende de la cabeza.32 Es común que los súbditos imiten las costumbres de los superiores, persuadiéndoles más su ejemplo, que su doctrina. Palafox rememora repúblicas y provin-cias en donde las auténticas leyes eran las costumbres honradas de los que gobernaban, siendo más eficaces que las leyes conservadas

29 Conviene señalar que esas virtudes han de ser verdaderas y no simuladas, en contra de la postura de Maquiavelo, quien considera viable el fingimiento de la virtud. Cfr. José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 230, 234-236.

30 Esta es una característica muy propia del Barroco que se aprecia en toda la lite-ratura emblemática. Cfr. José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 58-60.

31 Juan de Palafox, Historia real..., f. 169v; cfr. también f. 51v.32 Juan de Palafox, Manual..., tomo v, pp. 310, 313; cfr. también Dictámenes…,

n. xxvii; Historia real..., fs. 30v-31, 32v.

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por escrito: la honradez y las vidas ejemplares eran leyes vivas; las escritas, se consideraban leyes muertas. Es consciente que no es fácil vivir de esta manera, pero la comparación sugiere lo que se puede conseguir con el ejemplo de las cabezas.33 Así, la virtud del gobernante lleva al vasallo a la virtud, pero también el vicio del primero causa graves males en el segundo: si el rey perdona y pro-cede con justicia, perdonará y actuará igualmente el pueblo; pero si condena el rey y procede injustamente, el pueblo también actuará injustamente.34 Por esta repercusión tan grande que tienen las faltas de un superior, que llevan consigo muchas faltas de sus súbditos, nuestro autor las considera más graves que las de los súbditos. Por tanto, en los superiores, ya sean seglares o eclesiásticos, un pecado lo considera por muchos pecados, del mismo modo, cada mérito vale muchos merecimientos.35

Considerando el papel ejemplar que otorga Palafox al rey, y ante la necesidad de una profunda reforma política y moral en la monarquía hispana, es lógico esperar que el remedio a la lamenta-ble situación del Estado lo encuentre en la fuerza del ejemplo:

[…] ya no basta humana elocuencia, leyes rectas y ajustadas, amo-nestaciones públicas, decretos exhortatorios y reales, y otras disposi-ciones y medios que ha conservado la Iglesia, y la providencia de los reyes, para remediar los vicios y pecados de los pueblos. Sólo pueden y bastan los mismos príncipes a hacer que sean eficaces sus virtudes, en los otros. No sólo por la fuerza de ejemplo (muda ley y poderosa); sino porque pesa más con Dios la virtud de las cabezas, que la ruina y perdición que causan a lo público los pecados de los súbditos.36

Con este razonamiento, exige al rey virtudes aun más elevadas cuando existen calamidades o guerras en los reinos, pues se espera que repare estos males con sus virtudes. Si en la paz es suficiente que el rey sea prudente, benigno, justo y religioso, en tiempos de guerra se requiere que también sea valeroso, constante, vigilante, próvido y dispuesto a defender al pueblo en todo momento.37

33 Juan de Palafox, Manual..., tomo v, p. 341. En el Juicio…, pp. 37-38, ensalza espe-cialmente las virtudes del rey fernando el católico.

34 Juan de Palafox, Historia real…., fs. 76, 96.35 Juan de Palafox, Manual…., tomo v, p. 299.36 Juan de Palafox, Historia real…, Dedicatoria [f. 5].37 Ibidem, f. 63v.

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Nuestro personaje distingue en la actuación del príncipe dos ámbitos de comportamiento, el personal y el del oficio; ambos con una clara repercusión en las tareas de gobierno. Insiste en cuidar el comportamiento virtuoso en los dos ámbitos, pues los vicios en la vida personal tienen un efecto negativo en el oficio y, asimismo, los vicios en el oficio dañan la actuación personal. Es común bus-car con esmero la perfección personal y descuidar la del oficio, sin valorar la repercusión negativa que tiene el realizar mal el oficio, especialmente en los superiores, que deben cuidar de los demás a través del ejercicio virtuoso de su estado.38 El descuido de la perfec-ción en el oficio es uno de los motivos por los que “el mundo está loco y desbaratado”.39

Para convencer de la necesidad de cuidar el ejercicio del oficio, Palafox recomienda tener a la vista las obligaciones que emanan de ese trabajo y las repercusiones que tiene en terceros. Al ver con claridad el daño que ocasionan los descuidos en el oficio, se evita actuar irresponsablemente en el puesto que se tiene.40 Al respecto, el príncipe debe tener presente el origen divino de su autoridad, por lo que a Dios tiene que dar cuentas y ante Él juzgar su propia actuación. Por mandato divino el rey debe conservar sus vasallos, defender su corona, exaltar la fe y la religión, administrar la justicia de manera recta, conservar la paz y, si es preciso, sustentar la gue-rra.41 Asimismo, tiene el derecho del lucimiento de la dignidad real y de la honesta sustentación de su casa y de los suyos, pero no se ha de limitar a recibir estos beneficios del cargo sin llevar la carga a cuestas: ha de asumir la responsabilidad de mandar. En consecuen-cia, ha de evitar actuar siguiendo el agrado y el parecer del pueblo cuando se opone a lo establecido en la ley divina, sin temer una posible mala reacción de éste. También debe estar prevenido del elogio y del aplauso, que pueden retrasar la aplicación de la justicia

38 Sebastián de Cobarruvias Orozco, en su Tesoro de la lengua castellana, sobre esta acepción del vocablo estado señala: “lat. status, conditio, habitus. En la república hay diversos estados, unos seglares y otros eclesiásticos, y de estos, unos clérigos y otros religiosos. En la República, unos caballeros, otros ciudadanos: unos oficiales, otros la-bradores, etc. Cada uno en su estado y modo de vivir tiene orden y límite”.

39 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, pp. 297-298, 300-301.40 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 87v y 199.41 Palafox señalará que el príncipe ha de evitar la destrucción de sus pueblos, opo-

niéndose a los autores de corte maquiavélico que afirman que los reyes pueden realizar todo aquello que desean y fundamentan en su querer y su poder, ibidem, fs. 41-41v, 52v, 96v; Diálogo…, pp. 75-76.

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y debilitar su autoridad; especialmente en los casos de vasallos de elevada condición, que requieren ser tratados con especial arte y maña. Por tanto, la aspiración del rey ha de ser proceder siempre conforme lo determinado por Dios –quien es el autor último de las leyes– y no buscando el aplauso de los hombres. De esta forma, será la autoridad divina la que imponga límites al poder real, y en la medida en que se mantenga dentro de lo permitido por Dios, su au-toridad se consolidará y su reino permanecerá ordenado y en paz.42

Virtudes que debe practicar el rey

Juan de Palafox, como otros autores de la época, no reduce la for-mación del príncipe a la esfera del conocimiento como lo propone el ideal humanista de la erudición. Vuelve a la concepción aristoté-lica de la sabiduría y asume el neoestoicismo cristianizado. Otorga a la virtud cristiana un papel preponderante y coloca la educación moral y religiosa por encima de las letras.43 Recomienda al prínci-pe cristiano no limitarse a practicar una virtud, o eliminar sólo un vicio, pues basta con tener un vicio para considerar a un hombre malo y llevarlo a otros mayores.44 Esta sugerencia de atender una gran diversidad de virtudes tiene su fundamento en los tratados de teología moral, en donde se considera que la virtud moral no pue-de ser perfecta si no va acompañada de todas las demás, forman-do una especie de organismo vivo, indivisible, como característica propia de una misma persona humana.45

Con el nombre de “virtudes cardinales” se nombran las cuatro principales virtudes: prudencia, justicia, fortaleza y templanza46 que, siguiendo la imagen clásica iniciada por Platón, compendian de manera orgánica todas las demás. Se les considera virtudes gene-rales, de tal forma que todas las demás son subespecies, relacio-nándose con las perfecciones específicas de una facultad. Por tanto,

42 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 96v-97v, 132v, 205v-206; y Manual…, tomo v, p. 342.

43 José A. Maravall, Teoría del Estado…, p. 62.44 Juan de Palafox, Historia real…, f. 88.45 Santo Tomás, Suma…, i-ii, q. 65. Martin Rhonheimer, La perspectiva de la moral.

Fundamentos de la Ética Filosófica, Traducido del alemán por José Carlos Mardomingo, Madrid, Ediciones Rialp, 2000, pp. 229-230.

46 Santo Tomás, Suma…, i-ii, q. 61.

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cada virtud moral se vincula con una de las virtudes cardinales, y estas cuatro abarcan el conjunto de las virtudes morales. Además, también se califica a cada una de estas virtudes cardinales como virtudes específicas o particulares, dándole el nombre del hábito que perfecciona el acto principal de ella.47 Por estos motivos, analizare-mos más detenidamente estas virtudes en el pensamiento de Juan de Palafox, las que reconoce esenciales en los príncipes, por ser vir-tudes principales para el ejercicio de la autoridad.48

La virtud de la prudencia perfecciona la razón práctica respec-to del actuar o de la elección de las acciones para el bien, por lo que se le llama de manera clásica la recta ratio agibilium. Aunque se trata de una virtud intelectual, por el hecho de tener la función de dirigir la acción desde el entendimiento, se le ubica también entre las virtudes morales. La tradición le da el nombre de auriga virtu-tum, porque tiene un papel director del resto de las virtudes.49 En los escritores políticos cristianos del siglo xvii la prudencia tiene un papel fundamental, considerándose la base del buen gobernante, pues tiene la finalidad de regir su propia conducta y la de sus súb-ditos. La distinguen radicalmente del puro arte político, que dirige la actuación del gobernante sin un ordenamiento moral,50 aceptan-do la mentira y el engaño sin reparo, como lo propone Maquiavelo. En cambio, el comportamiento prudencial admite la estrategia y la táctica, con un fundamento ético, de donde surgirá el término cautela o disimulación.51 Al respecto, Palafox sugiere al príncipe uti-lizar la disimulación en dos momentos: al principio de un reinado, con el fin de fortalecer su autoridad y consolidar la obediencia de los súbditos mediante la aplicación de la justicia y el otorgamiento de gratificaciones; también es oportuno el uso de la disimulación cuando el reino está desgastado y consumido por las guerras o el

47 Martin Rhonheimer, La perspectiva…, pp. 230-234. 48 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, p. 317.49 Santo Tomás, Suma…, ii-ii, q. 47-56. Martin Rhonheimer, La perspectiva…,

pp. 200-202, 239-246. Sebastián de Cobarruvias, Tesoro…, define la prudencia como “una de las virtudes cardinales. Prudente, el hombre sabio y reposado, que pesa todas las cosas con mucho acuerdo”.

50 José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 242-243. Hay una parte subjetiva de esta virtud que se ubica dentro de lo opinable y contingente, que se aproxima al arte, y que también se ha de considerar como parte de la actuación política. Entre las obras de la época que destacan por el análisis que hacen de esta virtud cabe recordar el Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián.

51 Salvador Cárdenas, “Del arte...”, p. 339, nota 26; José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 255-259.

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tiempo.52 Asimismo, con una base prudencial, recomienda el uso del secreto, que otorga seguridad al ejercicio del poder, honor a las resoluciones, crédito a los ministros, y decoro a las juntas y con-sejos. El secreto se convierte así en un arma para el príncipe en contra de sus enemigos, pues es la forma en que éstos no tengan noticias de los planes del rey y de su consejo, facilitando el dispo-ner los remedios adecuados en caso de necesidad.53

Entre los elementos básicos de la actuación prudente,54 nuestro autor sugiere al gobernante saber esperar el tiempo y la coyuntura oportunos, que deben estar al servicio de un fin virtuoso.55 Es esta una característica del gobierno prudente que presenta con un ada-gio latino: Festinalente: date prisa, despacio.56 Propone con él actuar con prontitud en el gobierno, pero sin perder de vista que hay que hacerlo con justicia; disponer las cosas con anticipación; dar clari-dad y agilidad a las resoluciones, pero con suavidad para que los súbditos las acepten y no se desesperen.57 Asimismo, recuerda que la prudencia bien entendida empieza por uno mismo, por lo que el príncipe debe conocerse a sí mismo, sus pasiones, sus inclinaciones y sus formas de reaccionar; y evitar dejarse arrastrar por la ira, la envidia y la desesperación, que le nublan la razón para proceder con rectitud.58 Propone al príncipe justificar razonadamente lo que manda, sustentándose así en la prudencia y no en el poder o la au-toridad. Del mismo modo aconseja que lo que se mande no sólo sea justo, sino que lo parezca. En el contexto de la monarquía hispana, sugiere que el gobernante aprenda a escuchar a los distintos reinos, aunque no tengan razón, e irlos encaminando para que entren en

52 Juan de Palafox, Historia real…, f. 58v.53 Ibidem, f. 53v.54 Palafox hará referencia de algún modo a las partes integrales de la virtud de la

prudencia: memoria, inteligencia, previsión, precaución y docilidad, y a otras cualida-des análogas. Asimismo, tomará en cuenta las partes potenciales de esta virtud: buen consejo, buen sentido y sagacidad; cfr. santo Tomás, Suma…, i-ii, q. 56, a. 5; q. 57, a. 6; y q. 58, a. 5; ii-ii, q. 48-51. Al respecto, José A. Maravall, siguiendo otro criterio, presenta cuatro elementos básicos de la actuación prudente del príncipe: el tiempo, uno mismo, los demás y la ocasión; cfr. Teoría del Estado…, pp. 247-248. Se aprecian también en Pa-lafox los elementos de esta última propuesta.

55 Juan de Palafox, Historia real…, f. 7.56 En la edición de 1762 de la Historia real…, p. 370, se anota como fuente original

de esta sentencia: Chiliad. apud Erasm. in Adag, p. 349.57 Juan de Palafox, Historia real…, f. 45v.58 Se mantiene en la época un socratismo moral que fundamenta el comporta-

miento ético en el conocimiento de sí mismo, ibidem, fs. 46, 179v, 189, 221v.

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razón; si no se les escucha, difícilmente obedecerán a la autoridad y se provocará un mal mayor.59 Siguiendo estas recomendaciones se convence a la razón y se obedece con más facilidad, evitando el uso de la fuerza; pues la fuerza puede poco, y cuando vence, lasti-ma. El gobernante que en un primer momento conseguía su objeti-vo por medio de la fuerza, al poco tiempo es vencido y oprimido.60 Palafox también considera necesaria la prudencia en el uso de la palabra del rey, reflejo de su prestigio. A través de ella establece pactos, realiza ofrecimientos y promesas, y su incumplimiento acarrea deshonra a su figura. Aunque en ocasiones hay sucesos inesperados que dificultan cumplir con lo prometido y se com-prende que no lo pueda realizar, el rey ha de procurar no prometer lo que es probable que no pueda cumplir. Cuando en estos temas se actúa a la ligera, se recibe la censura por parte del pueblo, quien no se conforma con una simple excusa o disculpa, pues mantiene el deseo del beneficio material prometido y no atiende a demostra-ciones especulativas, por muchas razones que se den. En resumen “la promesa obliga al príncipe y la dádiva al vasallo”. Por tanto, si no se actúa con tacto, el incumplimiento genera discordia en los vasallos y alejamiento del rey, con una repercusión negativa en el reino.61 El príncipe debe estar también atento a sus colaboradores, en primer lugar sabiendo colocarlos en el cargo adecuado. uno de los grandes males que afligen en el mundo, según nuestro autor, es dejar el poder en manos de los menos sabios y arrinconar a los pru-dentes. La tarea del príncipe prudente es conocer la inclinación de sus súbditos, otorgando el mando y la jurisdicción a aquellos que son sabios y prudentes, y orientando a las armas a los de carácter fuerte y menos sabios.62 Además, debe estar prevenido de la forma en que actúan sus colaboradores, especialmente de la veracidad con que proceden.63

Las continuas referencias de Palafox a la guerra y la actitud que debe tomar el rey y sus ministros ante ella, parece un claro reflejo de la preocupación que tenía sobre el desarrollo de las múl-tiples contiendas bélicas en las que la monarquía española estaba involucrada en Europa. Su postura es marcadamente antibelicista,

59 Ibidem, fs. 33v-34.60 Ibidem, fs. 83v, 237-237v.61 Ibidem, f. 138v.62 Ibidem, fs. 146v-147, 206.63 Ibidem, f. 225v.

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por lo que se le podría insertar dentro de esta corriente del Barroco, como lo señala Jover zamora.64 Insiste en la actuación prudente del rey en este campo, mediante un sinnúmero de consejos que tienen como fondo valorar todas las consecuencias antes de comenzar una guerra, pues el rey puede iniciarla en cualquier momento, pero no terminarla cuando quiere. Entre otras cosas, ha de tener presente los costos, los tributos, el peligro, las muertes, la calamidad y la desdicha pública. A la vista de esta información y de lo que puede suceder, tendrá mejores elementos para decidir respecto al ini-cio de una guerra.65 Tiene obligación de meditar y pedir consejo antes de sacar la espada; comenzarla sólo en caso de estricta nece-sidad, cuando es en defensa de la fe o del reino. No confiar en las primeras victorias para mantener la lucha, pues las segundas ba-tallas pueden llevar a una peor situación que la primera. No aven-turarse pudiendo conservar lo que se tiene, pues es más lo que se puede perder.66 Es fácil entrar en una guerra, y hacerlo con música, clarines y trompetas; pero ordinariamente se termina con sangre, muerte y tristeza, con tumbas y dolor. Por consiguiente, no hay realmente un rey vencedor, que obtenga de sus victorias el costo de la guerra, pues ésta consume todas las posibles ganancias.67 Es-pecial prudencia y arte se necesita para encauzar adecuadamente la guerra entre súbditos, actuando con mucha atención, festinalente –dándose prisa muy despacio–, evitando lastimar a los vasallos fie-les y aquietando a los rebeldes.

A pesar de su postura antibelicista, considera necesaria la guerra de defensa, pues no está en manos del rey elegirla. Ha de enfrentarla, ya que tiene la obligación de conservar la heredad re-cibida de Dios y resistir por su persona a los enemigos. En cambio, no ha de buscar nuevas conquistas y desamparar el reino yendo a nuevas empresas, pues tiene prioridad la conservación a la con-quista.68 En todo caso la prudencia del rey ha de llevarlo a estar prevenido, teniendo un ejército bien armado y preparado, sus fron-

64 José María Jover zamora, Sobre los conceptos…, p. 127. Esta postura también rememora el humanismo erasmista, y los escritos de Luis Vives, De concordia et discordia humani generis o el De pacificatione, que condenaban las armas modernas. Cfr. José A. Maravall, Teoría del Estado…, p. 266.

65 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, pp. 316-317. Además, cfr. Juan de Palafox, Historia real…, f. 86v; Juicio…, pp. 42-43 y Diálogo…, pp. 74 y 78.

66 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 28v, 57, 69v, 171, 219v-220, 232-232v.67 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, p. 317.68 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 50-50v.

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teras fortalecidas, un tesoro y gente necesarios; de tal forma que cuando haya una causa legítima que justifique una guerra, pueda el príncipe salir a enfrentarla. También ha de tener presente que como se vive lo político en la paz, así sucederá en lo militar durante la guerra: si durante la paz el ejército es honrado, valeroso y vir-tuoso, así se comportará en la guerra; pero si es vicioso en la paz, también lo será en la guerra. Acepta también la guerra por motivos religiosos, pues estima que sólo se justifica arriesgar la vida por el alma, defender lo eterno con lo temporal, combatir al hereje para conseguir la verdadera paz.69

Como parte de la prudencia, Palafox otorga especial importan-cia a la diligencia,70 que lleva a velar sobre los males que puedan surgir en el reino. El gobernante ha de estar atento, con los ojos muy abiertos, mirando lo oculto, conociendo las disposiciones inte-riores, observando lo que está escondido en las embajadas, con un desvelo constante por su pueblo, tanto en la guerra como en la paz. Evitará así grandes enfermedades en su gobierno, pues cuando el príncipe vigila pocos se atreven a obrar mal. Además, la diligencia no requiere grandes recursos humanos y materiales, pero su ejerci-cio hace más seguro y poderoso un reino pequeño, que uno grande y poderoso pero dormido.71

Nuestro autor otorga un lugar relevante a la providencia o previsión,72 como parte integral de la prudencia. Ejemplifica lo que ocurre en el ámbito político utilizando la alusión del cuerpo huma-no, que después de una enfermedad no recobra el mismo estado de salud anterior, pues lo que se ha perdido ya no es posible recupe-rarlo. Cuando el cuerpo del reino o de la república están enfermos, los remedios para su restablecimiento son sumamente gravosos, arduos y muy costosos. Por eso es muy necesaria la providencia o

69 Ibidem, fs. 16, 213v, 236-237.70 Juan de Palafox trata de la diligencia y la vigilancia como dos virtudes distintas

(cfr. Manual…, tomo v, pp. 314-316), sin embargo, santo Tomás equipara las dos virtu-des en la Suma…, ii-ii, q.47, a.9, y la define como “cierta habilidad de ánimo, [por la que] emprende rápidamente lo que debe obrar”. Como Palafox no presenta una clara dife-rencia entre ambas virtudes, hemos optado por utilizar el término “diligencia” cuando hace referencia a la vigilancia.

71 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, p. 314. Cfr. También Juan de Palafox, Histo-ria real…, fs. 109v, 129, 184v-185, 203, 222.

72 La providencia, también llamada previsión, se incluye dentro de las partes in-tegrales de la virtud de la prudencia. Consiste en ordenar los medios oportunos al fin lejano que se intenta y prever las consecuencias que se pueden seguir del acto que se va a realizar. Ver santo Tomás, Suma…, ii-ii, q. 49, a. 6.

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previsión, ya que gracias a ella se establecen las medidas requeridas en el gobierno para que no sea menester llegar a curar las heridas que causan los males públicos, al lograr evitar las mismas heridas; pues una vez recibidas, es muy difícil curarlas. Por tanto, el gobernante que adquiere la virtud de la providencia evita el daño que podría suceder; especialmente importante en el caso de la guerra, pues ha de procurar resolver antes de comenzar, con el debido consejo, atención y meditación, porque si no se acierta al iniciar una con-tienda, se termina con lo propio y lo ajeno. Además, a semejanza de la diligencia, es una virtud que tiene muy poco costo, pues con hacer unas pocas cosas, se logra evitar grandes males y daños. Así, por ejemplo, si el rey responde una carta oportunamente a otro príncipe se puede ganar su ánimo y así evitar una guerra, que trae-ría grandes sufrimientos al reino. Los hábitos de la diligencia y la providencia en el príncipe, lo hace también laborioso y trabajador, pues requieren por su parte un esfuerzo constante, para atender y velar en todo su contorno.73

Dentro del ámbito de la prudencia se incluye el cuidado de la reputación,74 dado el valor ejemplar que tiene la virtud del prínci-pe. Como se señaló, el gobernante es el paradigma del comporta-miento moral y se le exige una vida ejemplar para sus súbditos, que la prudencia debe ayudar a conservar.

Junto a la prudencia, nuestro autor destaca la virtud de la jus-ticia, que le corresponde el perfeccionamiento de la voluntad en lo que se refiere a dar a cada quien lo que le corresponde en los dife-rentes ámbitos de las relaciones humanas. Hay discrepancia entre los autores sobre las diversas especies de justicia, por lo que se-guiremos la división aristotélica, que asumió el Aquinate, que contempla la trilogía clásica: justicia general o legal, y la justicia particular, que a su vez se divide en conmutativa y distributiva.75 La justicia legal tiene como ámbito la comunidad social, se dirige del súbdito al grupo social y está orientada a dar a la comunidad lo que es suyo. La conmutativa se refiere a la relación de las partes del

73 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, pp. 314-316.74 Juan de Palafox, Historia real…, Prólogo [f. 5], fs. 16, 138v, 205-205v, 206. Véase

José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 252, 262.75 Aristóteles, Ética…, libro ii, capítulos v-ix; y Santo Tomás, Suma…, ii-ii, q. 61.

Sebastián de Cobarruvias, Tesoro…, al definir el término de justicia, remite a los especialistas en la materia y propone las definiciones de Cicerón, Aristóteles y santo Tomás.

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reino o personas individuales entre sí, y se orienta a dar a cada uno su propio derecho. La justicia distributiva regula los deberes de la sociedad –representada por la autoridad– para con el individuo en cuanto miembro de aquélla, y tiende a la equitativa distribución de cargas y beneficios entre los miembros del reino. Se habla también de justicia vindicativa, que es una forma especial de la distributi-va, dirigida a establecer la justicia lesionada mediante una pena proporcional al delito.76 Los autores políticos españoles de la época hacen constantes referencias a esta virtud y a su vinculación con el cumplimiento de la ley aplicada por igual a todos, estimando su in-fracción como una falta grave. Conviene recordar, que la igualdad con que se debe aplicar la ley no significa que no se hallen en rea-lidades diferentes ante la ley aquellos que están en circunstancias desiguales, como la exención de tributos por parte de la nobleza.77 Palafox juzga fundamental esta virtud pues considera que el go-bierno del príncipe se reduce en último término a hacer justicia, y gracias a ella se conserva el reino, se consigue la paz en las ciu-dades, se da a los buenos seguridad y se reprime a los perversos, refrena a los poderosos y ampara a los pobres y desvalidos. Si el príncipe no hace justicia, equivale a no cumplir con su oficio, por lo que Dios le quitará el mando, reafirmando así el origen divino de la autoridad como anteriormente se señaló. Por tanto, el príncipe ha de tener especial cuidado en que se haga justicia, ya sea a través de su propia mano o por medio de sus ministros, pero velando aten-tamente sobre ellos.78

Entre las distintas formas de justicia, nuestro autor hace espe-cial énfasis en la distributiva, que corresponde especialmente a la cabeza del reino. El descuido de la justicia distributiva en la asig-nación de premios para las dignidades y la distribución de cargas, lleva a favorecer a unos en contra de otros. Al respecto, la queja más fuerte de Palafox es la carga insoportable que llevaba Castilla y la falta de ayuda y colaboración de los demás reinos y provincias para enfrentar los graves problemas del conjunto de la monarquía; no sólo con el fin de descargar a Castilla, sino de ocupar a los otros reinos en los intereses de la monarquía, y mostrando confianza en

76 Santo Tomás, Suma…, ii-ii, q. 58-79; y Martin Rhonheimer, La perspectiva…, pp. 246-256.

77 José A. Maravall, Teoría del Estado…, p. 260.78 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 10v, 28v-29, 227v-228; y Juicio…, pp. 50-51.

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el buen desempeño que pueden tener esas naciones.79 Esta parte de la justicia, que también podríamos llamar “liberalidad”, se opone a la postura del príncipe avariento de Maquiavelo, pues en la visión cristiana el rey ha de procurar dar todo a sus súbditos. Sin embar-go, ha de saber administrar bien, para que no pierda su crédito si en ocasiones no tiene qué dar, y para que siempre se mantenga la de-pendencia de los súbditos no dando hasta la plena satisfacción.80

una de las primeras obligaciones del gobernante es encaminar a los súbditos a la virtud.81 Aunque el ejemplo es fundamental, éste no es suficiente; es necesario corregir el vicio y castigar a los delin-cuentes y relajados. Palafox otorga por esto especial importancia a la justicia vindicativa que requiere verdadera dedicación por parte de la autoridad. El gobernante debe tener presente que el hombre tiende a las malas pasiones: si se dejan crecer llegarán a nublar la razón.82 Cuando no se atienden las pasiones y los vicios en lo moral siendo personales y pequeños, se convertirán en males públicos, más difíciles de resolver.83 En ocasiones, por tanto, el gobernante tiene la obligación grave de castigar al delincuente; dejar de ha-cerlo es un mal aún mayor que cometerlo: actuar así “es delinquir, es pecar, es errar, es concurrir con todos aquellos que él debía y podía reformar”.84 Así, no sólo las malas acciones de los superiores repercuten en los súbditos, también las omisiones en el oficio. Los que gobiernan causan gran daño por estas omisiones, incluso más que los que roban, mienten y matan, pues no corregir esos delitos y pecados es consentir y hacerse cómplices de ellos.85 En cambio, el que corrige cuando debe hacerlo, beneficia al súbdito y a sí mismo, pues en el momento de enmendar y corregir a los demás, se en-mienda y corrige a uno mismo.86

Nuestro personaje considera que en ocasiones es adecuado perdonar al culpable, pero nunca como un descuido u omisión en

79 Juan de Palafox, Diálogo…, pp. 77-78; Juicio…, pp. 45-48. Véase también J. H. Elliott, El Conde-Duque..., p. 140.

80 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 148v, 208v; y José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 262-263.

81 Juan de Palafox, Historia real…, Dedicatoria [f. 7v].82 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, p. 334.83 Juan de Palafox, Historia real…, Dedicatoria [f. 5], f. 170v.84 Ibidem, fs. 10-10v.85 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, p. 299; Dictámenes…, n. vi.86 Juan de Palafox, Historia real…, f. 12v.

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el ejercicio de la autoridad.87 No duda que hay delitos frente a los cuales conviene actuar con clemencia y piedad, e incluso indultar, pero considera terrible indultar al delincuente por la necesidad del dinero para la guerra u otros requerimientos del fisco, pues se daña seriamente a la justicia. Si es necesario ese dinero, mucho más lo es castigar al malhechor para lograr la paz dentro del reino. Al indul-tar al ladrón sin razón o por motivos económicos, sólo se consigue que vuelva con mayor ímpetu al mal, al haber comprado el perdón con el dinero que robó. Además, si consigue recursos para lograr echar a los enemigos de fuera por medio de esta forma de indulto, mantendrá y hará crecer a los enemigos de dentro y con ello los delitos, incrementando la relajación y el desprecio de las leyes.88

También considera Palafox la justicia como remedio para al-gunos vicios de los súbditos, como la infidelidad, la inobediencia, la impaciencia y la discordia. Para encauzar a los vasallos a las virtudes opuestas a estos vicios, recomienda la actuación justa del príncipe, que refrena los ánimos, sofoca las discordias, sosiega y pacifica el reino.89 Asimismo, ha de procurar mandar con agrado, y sólo acudir a la fuerza cuando ha utilizado ya todos los reme-dios posibles, pues el amor hacia los vasallos alivia y aligera sus cargas, y fomenta que correspondan amando a su rey; en cambio, ha de evitar en lo posible el rigor y el uso de la fuerza, que irrita y desespera. Así, en oposición a la propuesta de Maquiavelo, nuestro autor recomienda ser más amado que temido, valorando primero a los súbditos buenos, que empeñarse en castigar a los malos.90

una de las virtudes anejas a la justicia es la religión,91 que nues-tro autor destaca de manera especial. El rey ha de colocar en un lugar principal la religión y el consecuente culto a Dios, pues su gobierno depende de ello, al ser fuente de luz para sus decisiones, y ayuda y socorro en las necesidades. Cuando se cree en la religión verdadera no hay pretexto para aparatarse de ella, aun sufriendo graves daños por defenderla. Sin embargo, recomendará la vir-tud de la religión también a los príncipes no cristianos, afirmando

87 Ibidem, f. 182.88 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 90, 200-201, y Dictámenes…, nn. xlix y xc.89 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, pp. 344-345.90 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 54v-55, 58. También cfr. Manual…, tomo v,

pp. 317-318.91 La religión es la virtud por la que el hombre está en deuda con Dios. Cfr. santo

Tomás, Suma…, ii-ii, q. 80-81.

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que los príncipes que son religiosos vencen a los ateos por su fe en Dios.92 Si el príncipe no cree en la religión verdadera, no podrá adquirir una virtud real, sino sólo aparente; y sin virtud no llegará a la conservación y aumento del reino. Por ende, habrá una fuerte reacción contra Maquiavelo, quien considera la religión entre aque-llas virtudes que le conviene al rey fingir, en lugar de poseerla de verdad.93

Palafox sugiere al príncipe la adquisición de la virtud cardinal de la fortaleza,94 para ser capaz de resistir sus propios impulsos. Es decir, no consiste la fortaleza en el poder exterior del cuerpo, sino en el ánimo interior, en el dominio de sí mismo y de sus pasiones. Esta hegemonía se consigue a través de la razón, sometiendo la ira que sacaría al príncipe de sí y no le permitiría dirigir adecuada-mente a la sociedad. La fortaleza cobra especial interés en todos los temas relacionados con la guerra y los asuntos militares. Aunque nuestro autor tiene una postura marcadamente antibelicista, consi-dera necesaria la fortaleza para que el príncipe logre sus objetivos, sin considerar para esto un obstáculo la religión –en contra de la postura de Maquiavelo–, negando que la religión haga cobardes a los hombres y afirmando que fundamentados en la fe muchos hombres han realizado grandes hazañas.95

La templanza es la virtud cardinal que perfecciona el apetito sensible que se dirige a aquello que se considera placentero según la valoración de los sentidos,96 manteniendo el orden de la unidad corpórea y espiritual de la persona humana. El interés en el ámbi-to político por esta virtud es mucho menor que por las otras, sin embargo, Palafox hace referencia a ella al tratar sobre la modera-ción de la sociedad en los gastos suntuarios y superficiales, una

92 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 124-124v y Manual…, tomo v, pp. 318-319.93 José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 269-270.94 La fortaleza es una virtud que robustece la voluntad en la búsqueda del bien, a

pesar de las dificultades y obstáculos. Santo Tomás enseña que esta virtud se perfecciona en dos actos fundamentales: el acometer y el resistir o soportar. Santo Tomás, Suma…, ii-ii, q.123, a.1-6,11-12. Cfr. también Martin Rhonheimer, La perspectiva…, pp. 256-258. Se-bastián de Cobarruvias, Tesoro…, define la acepción correspondiente de fortaleza como “ánimo, valer, constancia, firmeza, tolerancia, vigor y fuerza. De manera que fortaleza se entiende así del valor del ánimo, como de las fuerzas corporales”.

95 Juan de Palafox, Historia real…, Prologo, fs. 2v, 113v; y José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 264-268.

96 Santo Tomás, Suma…, ii-ii, q.141, a.1-8. Martin Rhonheimer, La perspectiva…, pp. 258-260. Sebastián de Cobarruvias, Tesoro…, define la voz templanza como “la mo-deración en las cosas y acciones. Templado, el bien regido y moderado”.

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de las causas que algunos de sus contemporáneos atribuían a la decadencia de la monarquía española, al descuidar los negocios del Estado por la atención prestada a los lujos y placeres. Se palpa su preocupación por la gran cantidad de plata que ha recibido España y los efectos negativos que ha tenido, pues al aumentar la riqueza, crecieron más las necesidades y los vicios. Rememora los tiempos de los Reyes católicos, marcados por la templanza y modestia, que mantenía contentos a todos. Por contraste, en el siglo xvii la mo-narquía está pereciendo entre las mismas riquezas, que no son su-ficientes para saciar todos los vicios del momento. Así, el ejercicio de esta virtud por parte del príncipe, fomentará en la sociedad la austeridad de vida, la moderación en los gastos y la parvedad en las fiestas. Al mismo tiempo, recomienda al príncipe poner límite a su ambición y su soberbia, evitando nuevas guerras sólo con el fin de ampliar sus dominios, considerando que muchos combates innecesarios comenzaron por estos motivos.97

Cuidado espiritual que el rey debe tener de sí mismo

Desde finales de la Edad Media encontramos la búsqueda de la re-forma interior del hombre y de la sociedad político/religiosa. Mo-vimientos con espíritu reformista se presentan en los ámbitos social y eclesiástico, sin embargo, esos intentos terminan en un fracaso, creando gran confusión en toda Europa. Aparece el humanismo y un nuevo anhelo de reforma del hombre en su dimensión ético/religiosa. Los autores políticos cristianos también se hacen eco de esta situación al referirse al príncipe y le recomiendan el cuidado espiritual.98

Juan de Palafox, siendo además de eclesiástico un hombre as-ceta, se preocupará por insistir en la importancia de que los reyes y magistrados se comporten como católicos coherentes. Ninguno puede excusarse en su dignidad o puesto para dejar de ser santo y agradar a Dios, pues en cualquiera puede servir al Señor, y con el buen ejemplo llevar a los demás por ese camino.99 En este sentido,

97 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 28-29v, 47, 155v, 176v, 214v-215; Juicio…, p. 42 y Diálogo…, p. 79. Cfr. José A. Maravall, Teoría del Estado…, p. 264.

98 José A. Maravall, Teoría del Estado…, pp. 23-25.99 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, pp. 324-325.

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ya se ha señalado la recomendación que hace al príncipe cristiano para vencer sus pasiones y adquirir las virtudes más propias de su cargo. Sin embargo, nuestro autor reconoce que no basta con el ejercicio de la voluntad y una adecuada instrucción para ser virtuo-so y actuar conforme a la naturaleza. Es necesario el auxilio divi-no, que por medio de la gracia nos consigue la auténtica fortaleza, haciendo de la fragilidad del cristiano un hombre invencible. Por ende, el príncipe no sólo ha de ejercitarse en los medios humanos, sino buscar la gracia de Dios y evitar perderla pues, si ocurre, se acabarán también sus beneficios.100 Como lo señala la tradición cris-tiana, los medios para recibir la gracia divina son los sacramentos y la oración. En relación con los sacramentos, Palafox recomienda es-pecialmente recibir la Confesión y la Eucaristía.101 Respecto al pri-mero hace notar a los gobernantes que tienen obligación no sólo de confesar los errores en su vida personal, también han de acusarse de las faltas que cometen en su oficio, que son mucho más graves; pues las omisiones, la pereza, la negligencia o la relajación en los cargos, son muchas veces causa de la pérdida de la provincia o el reino y causa de otros males, siendo así el pecado más grave. Pala-fox lo define “culpa de culpas, que fomenta muchas culpas y causa grandísima perdición”.102 Por otra parte, aconseja a los sacerdotes que tienen la obligación de atender las confesiones de los príncipes y magistrados, a dar el remedio oportuno, amonestando y dando aviso cuando sea preciso, con el fin de que el interesado corrija su error. En el caso de pecados públicos y escandalosos, como la guerra injusta o el amparo de la herejía, es oportuno que el confe-sor lo haga notar al penitente, lo que redundará en un bien para el príncipe y sus súbditos, y dará cauce al remedio, disponiendo a la gracia y al perdón del Señor.103

La oración a Dios ha de ser también un recurso constante en la vida del príncipe cristiano, para pedir ayuda y consejo sobre su ac-tuación. Antes de tratar cualquier asunto importante con el pueblo, recomienda nuestro autor acudir a la oración, sin conformarse con que lo hagan algunos súbditos en su nombre, es conveniente que el príncipe lo haga personalmente, pues es él quien tiene que decidir,

100 Juan de Palafox, Historia real…, Dedicatoria [fs. 3v-4]; Prólogo f. 1v; fs. 113, 116.101 Ibidem, f. 26.102 Juan de Palafox, Manual…, tomo V, p. 298.103 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 102-102v.

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por lo que él mismo debe preguntar a Dios qué ha de responder.104 A través de la oración, el gobernante encontrará “consuelo en su trabajo, la luz en sus dudas, el acierto en sus resoluciones, la di-rección en sus consejos, el valor en sus empresas, la paz, […] y de-fensa de sus reinos”. Así conseguirá que gobierne en él, el Espíritu divino, y con Él podrá gobernar el reino con acierto; avanzando también con este medio en la adquisición de las virtudes propias de su oficio.105 Otorgando un papel importante a la vida espiritual en la actuación del gobernante, nuestro personaje se queja de aquellos criados que son un obstáculo para que el príncipe mejore en ella. Se refiere a aquellos que se limitan a entretenerlo, a alegrar el cuerpo aunque el alma se encuentre enferma. No les preocupa el alma de su príncipe, sino el gozo exterior, por lo que es trascendente para Palafox contar cerca del soberano con criados que le adviertan sus errores, para beneficio de todo el reino.106

Como se aprecia, el comportamiento cristiano que se exige al gobernante se fundamenta en la repercusión social que tiene el ejercicio del poder. El príncipe ha de ser consciente que su carga es muy pesada, y sólo con la fuerza de Dios podrá sobrellevarla y conducirla a buen puerto. Así, con el apoyo de Dios, un príncipe generoso podrá conseguir lo que requiera, ya sea restaurar daños o someter a rebeldes. Por el contrario, nuestro autor considera que el olvido de Dios por parte del príncipe conlleva graves perjuicios a los reinos,107 provocando grandes calamidades y miserias, cuyo remedio es volverse al Señor con verdadero dolor de los pecados y enmendando las costumbres. En resumen, los reinos han de valuar su prosperidad o adversidad por aquello que les aproxima o aparta de Dios y de las virtudes, pues en esto consiste la preservación de los reinos.108

Conclusiones finales

Como se ha podido apreciar en las páginas anteriores, en las prime-ras décadas del siglo xvii, el abandono de la moralidad y de las bue-

104 Ibidem, fs. 33-33v, 51v, 242.105 Juan de Palafox, Manual…, tomo v, pp. 320-323.106 Juan de Palafox, Historia real…, fs. 114-114v.107 Ibidem, fs. 47v, 129v, 171v, 237v-238.108 Ibidem, fs. 128v, 188v.

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nas costumbres fue visto por muchos autores españoles como uno de los motivos del declive de la monarquía hispana. En ese contex-to, los pensadores políticos españoles reclamaban que la actuación del príncipe cristiano estuviera dirigida por principios éticos, opo-niéndose así a la postura maquiavélica que buscaba conservar y au-mentar el Estado haciendo caso omiso de consideraciones morales o jurídicas. Así se entiende que las obras políticas del obispo Juan de Palafox se circunscriban dentro de esta corriente antimaquiavé-lica, que siguiendo la tradición clásica, mantenía la subordinación de la política a la moral.

En la primera obra política palafoxiana, Diálogo político…, apre-ciamos una idealización de la monarquía española, considerándola la mejor constituida y más aventajada que el resto de las naciones europeas. En las obras posteriores su propuesta será más matizada y madura, fruto de su experiencia política, aceptando las deficien-cias del gobierno, tales como la despersonalización de la función real y la falta de reconocimiento de la multiplicidad nacional de la monarquía. En estas obras, su enfoque es más práctico, mantie-ne su postura antimaquiavélica y reclama la actuación política del príncipe basada en la moral cristiana que exige la adquisición de las virtudes morales.

Palafox, consciente de la repercusión que tiene la actuación del rey en todos los órdenes de la sociedad, considera al monarca como el elemento clave de la monarquía. Por tanto sostiene que el perfeccionamiento del reino en el ámbito moral depende de la cabeza, pues los súbditos imitan las costumbres de los superiores. El gobernante debe estimular a sus súbditos a la virtud por medio de su ejemplo, que tiene gran fuerza para convencer y es más eficaz que las leyes escritas, convirtiéndose así el rey en el paradigma de comportamiento moral. Por tanto, ante los vicios del pueblo y la necesidad de reforma, nuestro autor recomienda fomentar primero las virtudes en quienes gobiernan, especialmente las que llevan a la actuación prudencial y justa. El gobernante prudente debe saber esperar el tiempo y la oportunidad para actuar, vigilar ante los ma-les que puedan surgir y prever posibles dificultades. Palafox exige especial prudencia ante la guerra, con un carácter claramente anti-belicista, limitándola a la defensa del reino o de la fe. La justicia es para él otro de los grandes pilares de la actuación política del prín-cipe, especialmente la justicia distributiva y vindicativa. Respecto a la primera, sobresale su exigencia a la distribución de cargas entre

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252 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

los diversos reinos de la monarquía, juzgando que el peso que ha llevado Castilla ha sido excesivo y una de las causas del declive español. Considera que el ejercicio de la justicia vindicativa es una clara exigencia de la actuación del príncipe, para corregir el vicio y castigar a los delincuentes y relajados, y lograr así encaminarlos a la virtud. Al mismo tiempo, estima primordial el cumplimiento por parte de la autoridad de sus deberes con Dios, de quien ha recibido su potestad y a quien dará cuenta, por consiguiente recomienda que reciban los sacramentos de la Confesión y la Eucaristía, y acu-dan a la oración para recibir luz y fuerza en sus resoluciones.

finalmente, la ética o moral de virtudes que propone Pala-fox en la actuación política del príncipe es semejante a la de otros autores de la época también opuestos a Maquiavelo. Esta postura antimaquiavélica fue perdiendo fuerza con el paso del tiempo, co-brando en cambio más ímpetu y preponderancia una visión más secularizada y autónoma, propia de la doctrina del autor florenti-no. Ante el derrumbe de su carrera política y el continuo declive de la monarquía, Palafox mantendrá su añoranza de tiempos mejores, conservando como paradigmática la dorada época de los Reyes ca-tólicos.

Histór

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Rodolfo Aguirre

“El arzobispo de México Ortega Montañés y los inicios del subsidio eclesiástico en Hispanoamérica, 1699-1709”p. 253-278

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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EL ARzOBISPO DE MÉXICO ORTEGA MONTAñÉS Y LOS INICIOS DEL SuBSIDIO ECLESIáSTICO

EN HISPANOAMÉRICA, 1699-1709

rodolfo aguirreInstituto de Investigaciones sobre la universidad y la Educación

universidad Nacional Autónoma de México

Durante toda la era colonial, la monarquía española mantuvo un interés especial en las rentas que percibían las diferentes institu-ciones eclesiásticas en Indias. Esto no era diferente a lo que sucedía en la península, por supuesto, pues desde la época de los Reyes católicos el papa les otorgó prerrogativas para percibir recursos del clero. Ya en el siglo xvi, felipe II se encargaría de darle continuidad a las percepciones eclesiásticas para su Real Hacienda. Para el caso de Hispanoamérica, y en especial de la Nueva España, las investi-gaciones actuales no permiten conocer el desarrollo de los ingresos a la hacienda provenientes de la Iglesia.1 En ese sentido, el presente

1 Aunque se han hecho ya varios estudios valiosos sobre el financiamiento de la Iglesia a la monarquía, se han centrado ante todo en el periodo colonial tardío y no precisamente en el aspecto de los subsidios. Por ejemplo, Carlos Marichal, “La Iglesia y la crisis financiera del virreinato, 1780-1808: apuntes sobre un tema viejo y nuevo”, en Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, zamora, El Colegio de Michoacán, núm. 40, 1989, pp. 103-129, llamaba la atención sobre el desconocimiento de la historia del finan-ciamiento de la Iglesia indiana a la monarquía y la necesidad de profundizar en ella. El tema más recurrente ha sido la consolidación de vales reales debido a su gran impacto en la economía y en la política novohispana previa a la guerra de la Independencia. Los trabajos más representativos son: Romero flores Caballero, “La consolidación de Vales Reales en la economía, la sociedad y la política novohispanas”, en Historia Mexicana, vol. xviii, núm. 71, 1969; Asunción Lavrin, “The execution of the Law of de Consolida-tion in New Spain: economic aims and results”, en Hispanic American Historical Review, vol. 53, núm. 1, 1973; y recientemente Gisela von Wobeser, Dominación colonial. La con-solidación de vales reales, 1804-1812, México, unam, 2003.

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trabajo pretende puntualizar los inicios de la recaudación del sub-sidio eclesiástico en América, por un lado, y analizar las reacciones que ello provocó en el clero indiano, especialmente en los obispos y los cabildos catedralicios, por el otro. No me voy a ocupar por ahora en un análisis cuantitativo sobre los montos de la recaudación o los niveles de renta de la clerecía, sino más bien en la actitud del clero, que fue en general de resistencia, ante lo que consideraban un ata-que del monarca a su inmunidad tributaria. Así, busco demostrar que el subsidio de un millón de ducados de plata puso a prueba la lealtad del alto clero e inició una nueva etapa en la relación de las iglesias indianas con la monarquía.

Las contribuciones eclesiásticas a la Real Hacienda hasta Carlos II

Desde el siglo xvi, los Habsburgo gozaron de las “tres gracias”, con-cedidas por el papado: la bula de cruzada, el excusado y el subsi-dio.2 Estas contribuciones, aunque surgieron a fines del siglo xv, durante las guerras de reconquista contra los musulmanes en ca-lidad de auxilios únicos, concedidos de vez en vez por el papado, a partir de los Reyes católicos fueron adquiriendo la apariencia de regalías estables de la monarquía, no sin dificultades y protestas de los cabildos catedralicios y el bajo clero, en especial. fue en la época de felipe II cuando tales privilegios se consolidaron como partidas previsibles que recibiría la Real Hacienda, cobrables en la península ibérica.3 A tales contribuciones habría que agregar las tercias reales,

2 La bula de Santa Cruzada, consistente en la venta de indulgencias a los fieles, para contribuir a la guerra contra los infieles. En Nueva España la predica-ción de la bula y su recaudación fue regularizada por felipe II en 1574, y se hizo extensiva a toda la población. Ver Antonio f. García Abasolo, Martín Enríquez y la reforma de 1568 en Nueva España. Sevilla, Ecxma. Diputación Provincial de Sevi-lla, 1983, pp. 232-237. El excusado surgió en el siglo xvi, bajo felipe II también, y consistía en que el diezmo de la mejor casa o finca de cada parroquia pasaba di-rectamente a la Real Hacienda, no a la Iglesia. Manuel Termal Gregorio de Tejada, Vocabulario básico de la Historia de la Iglesia, Barcelona, Crítica, 1993, p. 152 y ss. En tanto, el subsidio afectaba directamente a los miembros de ambos cleros, pues un porcentaje de todos sus ingresos, que comenzó siendo el 10% y en el siglo xviii se rebajó a 6%, les serían cobrados durante algunos años hasta completar una cifra fija concedida por el papa al rey.

3 Antonio María Rouco Varela, Estado e Iglesia en la España del siglo xvi, Madrid, fa-cultad de Teología “San Dámaso”/Biblioteca de Autores Cristianos, 2001, pp. 201-232.

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también conocidas como novenos.4 Eventualmente, las tres gracias y los novenos fueron establecidos en el Nuevo Mundo parcialmen-te. felipe II amplió la cruzada a las Indias.5 De las tercias reales, no hay duda de que se entregaban al rey. Del excusado no está claro si se pagaba.

En la época de felipe IV (ca. 1621-1665) la búsqueda de recur-sos fue en aumento: además de las tres gracias, fue recurrente la exigencia de donativos, recurso inaugurado por felipe II, y que ya no desaparecería en los dos siglos posteriores. Los que más contri-buyeron fueron funcionarios civiles y eclesiásticos, en menor medi-da los nobles y, aun menos, el pueblo.6

En la época de Carlos II, la presión fiscal sobre las rentas ecle-siásticas no hizo sino aumentar, debido a la amenaza creciente de bancarrota, especialmente en la década de 1690. Esto a pesar de que ya en 1683, los prelados habían gestionado una rebaja del subsidio y del excusado.7 El fiscal general de Castilla, Melchor de Macanaz, tenía como meta reformar la Iglesia española.8 A más de las severas críticas sobre la ignorancia y el exceso de clérigos, su objetivo fue extraer más recursos. Es probable que la Iglesia española haya apor-tado al año, durante el reinado de Carlos II, más de dos millones de ducados,9 cantidad que, aunque no resolvía el problema de fondo del déficit, daba liquidez para los pagos más inmediatos.10 A pesar

4 Antonio Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo xvii, Granada, univer-sidad de Granada, 1992, vol. ii, p. 153.

5 Antonio Domínguez Ortiz, Política y hacienda de Felipe IV, Madrid, Pegaso, 1983, p. 229.

6 Antonio Domínguez Ortiz, “Los caudales de Indias y la política exterior de fe-lipe IV, en Estudios americanistas, Madrid, Real Academia de la Historia, 1998, p. 35, “Los virreyes, presidentes y obispos debían hacer presente a sus súbditos los sacrificios que soportaba Castilla para la defensa de la fe y la Corona, y la necesidad de que con-tribuyeran a ellos los vasallos de Indias, con tanto más motivo cuanto que también se hallaban amenazadas por la potencia de los enemigos”. Los hubo en 1621, 1625, 1631 y 1636. Otro donativo en 1641, a causa de la sublevación de Portugal. En Perú: 350,000 pesos. Otro en 1647, y otro más en 1654, en 1657, 1660, 1664 y 1665. Asunción Lavrin, “Los conventos de monjas en la Nueva España”, en: A. Bauer (comp.), La Iglesia en la economía de América Latina: siglos xvi al xviii, México, inah, 1986, p. 195. Según esta au-tora se hicieron donativos en 1624, 1636, 1647, 1696, 1703, 1710, 1723, 1765 y 1780 por lo menos.

7 Antonio Domínguez Ortiz, Política fiscal y cambio social en la España del siglo xvii, Madrid, Instituto de Estudios fiscales, 1984, pp. 144-145.

8 Henry Kamen, La España de Carlos II, Barcelona, Crítica, 1981, pp. 342-343.9 Ibidem, p. 356.10 Manuel Garzón Pareja, La hacienda de Carlos II, p. 381. Ingresos de origen ecle-

siástico: “La Iglesia fue convirtiéndose así en un agente recaudador y tributario de

el arzobispo de méxico ortega montañés...

256 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

de la oposición del alto clero, la presión a la riqueza eclesiástica continuó, cuando Carlos II negoció con Roma “[…] una amplia-ción de los ingresos obtenidos del clero e iniciando una campaña contra el excesivo número de clérigos y contra las falsas vocacio-nes”.11 Aunque en el estado actual de la investigación no podemos precisar si en esa nueva negociación con Roma se incluyó la exten-sión del subsidio a las Indias, es un hecho que hacia 1699 el papa Inocencio XI concedió a Carlos II el derecho de recaudar un subsi-dio de todas las rentas eclesiásticas de Indias, muy probablemente, por primera vez en la historia. El subsidio, a diferencia de las otras “gracias”, gravaba directamente los ingresos de todo el clero, tanto regular como secular, e igualmente de comunidades o individuos. De ahí que sus repercusiones fueran a ser más sentidas por todos.

Primeras reacciones sobre el subsidio en México y su interrupción por la Guerra de sucesión

Hacia marzo de 1700 el arzobispado de México recibió a su nue-vo prelado: Juan Antonio de Ortega y Montañés,12 proveniente de la mitra michoacana y a quien pronto habría de pesarle la metropolitana debido a las conflictivas tareas que le espera-ban.13 Cuatro meses después, en julio de 1700, llegaron a manos de Ortega Montañés un breve papal y una real cédula de Carlos II, ordenando recaudar un subsidio eclesiástico en Indias por un millón de ducados de plata.14 Se trataba de una orden de las

primer orden, que entregaba al estado saneadas y limpias cantidades por los conceptos de cruzada, subsidio y excusado”.

11 John Lynch, España bajo los Austrias / 2. España y América, Barcelona, Península, 1975, p. 396.

12 Antonio de Robles, Diario de sucesos notables (1665-1703), México, Porrúa, 1972, tomo iii, p. 93. El nuevo arzobispo tomó posesión de la mitra el 20 de marzo de 1700.

13 Cuando Ortega se hizo cargo de la mitra mexicana encontró un cabildo dividi-do por el reparto de los cargos durante la sede vacante, una universidad en la que el predominio clerical estaba en riesgo ante la embestida del Colegio de Todos Santos, un cambio de dinastía en ciernes y, por si algo faltara, con la nada grata tarea de fiscalizar las rentas de su nueva clerecía para regular y recaudar el subsidio. Evidentemente, el horizonte de su gobierno diocesano no se veía nada pacífico o grato.

14 Archivo General de la Nación de México, Bienes Nacionales, legajo 1090, exp. 20 (en adelante: agn, Bienes Nacionales, 1090, exp. 20). Durante la primera mitad del siglo xviii hubo tres recaudaciones que iniciaron en 1700, en 1721 y en 1744 respecti-vamente. Aquí sólo me voy a ocupar de la primera, dejando para el futuro el estudio de

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máximas potestades para recaudar de todas las diócesis india-nas el 10% de todas las rentas eclesiásticas, de ambos cleros y sus comunidades. La noticia sorprendió al arzobispo y al cabil-do catedralicio, no porque desconocieran la figura del subsidio, sino porque era algo nuevo en tierras americanas. El subsidio era una figura diferente a los donativos pedidos antaño por los Habsburgo. Esta vez no se les pedía, sino que se les ordenaba pagar, bajo pena de excomunión, con una dureza a la que no estaba acostumbrado el clero indiano. En segundo lugar, se les pedía dar a conocer sus rentas, comprobándolas con registros contables; es decir, se estaba iniciando una verdadera fiscaliza-ción de los ingresos eclesiásticos.

Cabe destacar que la Corona se dirigía al arzobispo no sólo en su calidad de gobernante de esa jurisdicción, sino también como cabeza de las diócesis sufragáneas de la Iglesia metro-politana de México, aumentando así su responsabilidad. En el breve papal de 1699, se nombraba al arzobispo Ortega “[…] de-legado de su santidad para la exacción del subsidio caritativo concedido por su santidad al rey nuestro señor”.15 Junto con el breve y la cédula llegaron las instrucciones que se debían seguir para la recaudación. Su minuciosidad no deja lugar a dudas: Carlos II contaba con funcionarios diligentes que conocían bien

todo el proceso. Tomás Calvo, en su trabajo “Los ingresos eclesiásticos en la diócesis de Guadalajara en 1708”, en Ma. del Pilar Martínez López-Cano (coord.), Iglesia, estado y economía. Siglos xvi al xix, México, unam/Instituto Mora, 1995, pp. 47-58, analizó la infor-mación que sobre las rentas del clero generó el primer subsidio ordenado por felipe V.

15 agn, Bienes Nacionales, 500, exp. 1. En su parte central el breve expresaba: “[...] hacemos saber como su santidad del señor Inocencio duodécimo, pontífice romano de feliz memoria, por su breve apostólico dado en Roma en Santa María La Mayor, debajo del anillo del pescador, a los catorce de julio del año pasado de mil seiscientos y noventa y nueve, octavo de su pontificado, condescendiendo a los ruegos de la majestad católica de nuestro rey y señor que Dios que expresivos de las hostilidades que hacían los escoceses en las costas de la América y colonia que habían fundado en el playón del Ariel e inminentes riesgos que amenazaban a nuestra santa fe católica y cristiandad de las dilatadas provincias de las indias oc-cidentales cuyas invasiones instaban de un pronto remedio para su conservación, y que los enemigos escoceses ni otros, introduciendo sus errores la atropellasen y que por no ser bastantes las contribuciones de los seculares para las asistencias presentes que eran menester y estar su Real Hacienda muy exhausta, se inclinase su santidad a conceder un millón de ducados de plata de la moneda de estos rei-nos que por una vez contribuyesen todas las iglesias, religiones, utriusque sexus, y demás obras pías y rentas eclesiásticas con el subsidio de las décimas de todas en los reinos del Perú y este de Nueva España para la expulsión y propugnación de los referidos enemigos…”.

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del asunto. Las instrucciones mencionaban, entre los aspectos más importantes, que el total de la recaudación había de ser de un millón de ducados, de 11 reales de plata cada uno, o sea, 1,375,000 pesos de 8 reales, libres de cualquier gasto de ejecu-ción; nombraba como delegados a todos los arzobispos y obis-pos, para mayor facilidad y menor gravamen de los contribu-yentes. De la quinta instrucción se derivó el temor de la clerecía de que este subsidio se convirtiera en perpetuo: “[...] señalen a cada uno lo que le tocare y debiere contribuir por razón de la décima, que ha de pagar el primer año y siguientes hasta la en-tera contribución del concedido millón de ducados [...]”.

Previendo la resistencia clerical, en otra instrucción se orde-naba que los subdelegados oyeran las apelaciones de los contribu-yentes en primera instancia, y el prelado en segunda, y resolvieran sumariamente cada caso, de tal manera que la recaudación no se detuviera. Aunque debían evitarse, no podía negarse a algún con-tribuyente apelar en tercera instancia ante el papa. Se informaba al arzobispo de México que había de recibir las relaciones de rentas de Puebla, Michoacán, Oaxaca, Guadalajara, Nueva Vizcaya, Yu-catán, Guatemala, Chiapas, Nicaragua, Honduras, arzobispado de Santo Domingo, Puerto Rico, Cuba y Venezuela, e incluso Lima, para que:

[...] hagáis calcular y reconocer lo que en un año suma la contribución de la décima, deducidas las costas de la exacción (que habrá de ir prevenido en las mismas relaciones) y según ello habéis de avisar a los referidos arzobispos y obispos (noticiándoles lo que se hubiere repartido en cada diócesis, para que vean la justificación con que se obra) el tiempo porque ha de continuarse después del segundo año (que es el término que se juzga competente para llegar a conseguir, imponerse en conocimiento de toda la cuenta) a fin de que se cumpla y entere el millón de ducados [...].16

Para lo anterior, el arzobispo de México debía acordar con el de Lima los montos de la exacción de cada región e intercambiar infor-mación. Autorizaba a Ortega a resolver cualquier duda. La última instrucción expresaba: “[...] siendo vos y ese cabildo los primeros que en la contribución den ejemplo a los demás seculares y regula-res de esa diócesis, los cuales, quiero creer, se ajustarán a ella con

16 agn, Bienes Nacionales, 500.

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sumisa docilidad y puntualidad [...]”.17 Como es posible apreciar, la apuesta de la Corona era la de prevenir cualquier obstáculo que retrasase la recaudación, especialmente la resistencia del cabildo catedralicio, como era usual en la península. De manera muy opti-mista, se esperaba que en dos años el arzobispo supiera ya el monto de las rentas de todos los obispados sufragáneos para saber con qué cantidad y durante cuántos años se debía recaudar el subsidio, para completar el millón de ducados, cálculos que en realidad no llegaron a realizarse nunca.

Otro aspecto relevante es que, aunque no se entrometía al vi-rrey directamente en la recaudación, sí se le hacía corresponsable en cuanto a vigilar la concentración de los recursos en las cajas rea-les. La Real Audiencia no se salvaba, al ordenársele que no podía recibir ningún recurso de fuerza de la clerecía en contra de sus su-periores.18 Sin lugar a dudas, las instrucciones no dejaban mucho margen de acción a quienes se opusieran al subsidio, y menos a los obispos, en quienes se concentró la máxima responsabilidad. El asunto no era menor cuando pensamos que se trataba de introducir un nuevo gravamen en el clero indiano.

quien estaría más consciente de las dificultades para recau-dar el subsidio sería el máximo responsable del arzobispado. Aunque de origen peninsular, Ortega Montañés ya tenía una amplia experiencia en tierras novohispanas, a donde llegó ini-cialmente como inquisidor para luego emprender una carrera eclesiástica que lo llevó a la mitra de Michoacán, cargo que de-tentaba hasta antes de su arribo a la de México. En la década de 1690 había ocupado el cargo de virrey interino y nuevamente entre 1700 y 1701. En una palabra, el nuevo arzobispo no era ningún improvisado en cuestiones de gobierno.19 Esos antece-

17 agn, Bienes Nacionales, 636, exp. 6.18 La instrucción decía textualmente: “Y porque conviene atajar los pasos y dila-

ciones que podrá intentar la cautela para eximirse algunos individuos y comunidades de satisfacer la cota que se les repartiere; ordeno, por despacho de este día, a las au-diencias de esos mis reinos no admitan el recursos de la fuerza en lo tocante, concer-niente y dependiente de esta contribución, con ninguna causa ni pretexto, por ser este de los casos exceptuados para semejantes recursos, antes os den y hagan dar a vos y a los prelados de esos reinos el favor y auxilio que se les pidiere y fuere necesario”. agn, Bienes Nacionales, 636, exp. 6.

19 Toda esa experiencia le dio un conocimiento del clero novohispano; de la visión que tenía del mismo se puede inferir que no esperaría una actitud favorable al subsi-dio, ante todo porque, en su opinión, la pobreza era su principal característica.

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dentes los destaco porque, a pesar de toda la experiencia acu-mulada en más de treinta años, Ortega Montañés sufrió para sobrellevar la recaudación del subsidio. Para este prelado no fue nada grato iniciar su gestión con una tarea que perjudicaba directamente a toda la clerecía, desde los capitulares hasta el vicario más alejado de su arzobispado. Sin embargo, hubo de iniciar el proceso.

El 27 de julio de 1700, apenas a cuatro meses de su arribo a la mitra de México, Ortega Montañés convocó a sesión de cabildo en la catedral para dar a conocer el breve papal y la real cédula sobre el subsidio.20 Luego de hacer leer los documentos, el prelado expre-só, quizá previendo las dificultades futuras, que: “[...] no era más que un mero ejecutor, pues ni recurso quedaba a las partes para defenderse, y que, con bastante mortificación, las haría publicar y que antes de hacerlo, daba cuenta al cabildo”.21

De inmediato, el deán del cabildo de México preguntó al ar-zobispo cuál era su resolución respecto a la cédula en cuestión y el prelado sólo alcanzó a contestar: “[...] que qué ha de resolver, pues vea su señoría de la forma que viene dicha real cédula y bula...”.22 Entonces, el deán advirtió: “[...] que todo el estado eclesiástico ha de alzar el grito al cielo por semejante cosa, pues introducida por una vez como se expresa en ella, quedará establecida perpetua para siempre”.23 Luego de lo cual se disolvió el cabildo. Estas primeras reacciones de malestar de los capitulares ante el subsidio reflejan claramente lo sorpresivo del asunto para ellos, y la preocupación que a partir de ese momento los invadió. La medida iba en contra de sus rentas y el temor de una fiscalización permanente para fu-turas exacciones. El tiempo, en efecto, les daría la razón. En tanto, el arzobispo Ortega escribió al rey sobre quince dudas sobre la re-caudación, en carta de 18 de noviembre de ese año, esperando su resolución,24 actitud con la que demostraba al cabildo su preocupa-ción.

No obstante, Carlos II ya no pudo responder a las dudas a causa de su fallecimiento. Entre fines de 1700 y marzo de 1701 la situación política en Madrid cambió vertiginosamente, debido a

20 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 1.21 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 1, f. 13v.22 Ibidem.23 Ibidem.24 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, f. 9.

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la guerra de sucesión, suspendiéndose hasta 1703 la puesta en mar-cha de la recaudación.25

Apenas iniciado el conflicto, Felipe de Anjou exigió el recono-cimiento a los dominios americanos. Las élites coloniales, en ge-neral, así lo hicieron y, a decir de Lynch, se renovó el pacto políti-co con la nueva monarquía.26 Los máximos poderes del virreinato novohispano se apresuraron a jurar obediencia al nuevo rey hacia principios de 1701.27

La reafirmación del subsidio por Felipe V y la resistencia del cabildo catedralicio de México

Aunque con el cambio de dinastía no se modificó, en líneas gene-rales, el régimen establecido por los Austria,28 no todo siguió igual, como lo muestra la implantación del subsidio. En el asunto de las finanzas públicas, aunque no hubo una reforma hacendaria o tri-butaria sí puede observarse una mayor presión fiscal, iniciada poco después de que felipe fuera proclamado nuevo rey en Madrid.29 Era lógico que, en tanto durase la Guerra de Sucesión, la prioridad sería aumentar los ingresos para satisfacer a los ejércitos, más que intentar un cambio de régimen tributario, empresa que necesitaba más tiempo. Los recursos que utilizó el primer rey borbón siguieron proviniendo de las fuentes tradicionales, aunque eso sí, impuso: “[...] una serie de exacciones extraordinarias, como los préstamos forzosos, los impuestos sobre las enajenaciones de las propiedades

25 Aunque en 1702, por cédula de 5 de septiembre, el nuevo rey contestó a las dudas que el arzobispo de México había planteado a su antecesor sobre la recaudación del subsidio, y ordenándole continuar con el proceso, Ortega siguió posponiéndolo por un año más. agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, f. 9.

26 John Lynch, El siglo xviii. Historia de España, xii, Barcelona, Crítica, 1991, p. 51.27 Iván Escamilla González, “Razones de la lealtad, cláusulas de la fineza: pode-

res, conflictos y consensos en la oratoria sagrada novohispana ante la sucesión de Feli-pe V”, en Alicia Mayer y Ernesto de la Torre Villar (coords.), Religión, poder y autoridad en la Nueva España, México, unam, 2004, pp. 181-182.

28 En la historiografía sobre Nueva España se coincide que este cambio dinástico no provocó modificaciones sustanciales del régimen político y económico impuesto por los Habsburgo y que los procesos del siglo xvii continuaron hacia mediados de la posterior centuria. Por ejemplo, Enrique florescano y Margarita Menegus, “La época de las reformas borbónicas y el crecimiento económico (1750-1808)”, en Historia General de México, versión 2000, México, El Colegio de México, 2000, p. 363.

29 John Lynch, El siglo xviii. Historia de España, xii…, p. 59.

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y rentas de la Corona, las exacciones sobre los salarios, las confisca-ciones de los bienes de los disidentes, las rentas de las sedes epis-copales vacantes y la suspensión de los pagos en concepto de juros [...]”.30 En Cataluña impuso el pago de catastro a las propiedades de eclesiásticos31 y, en América, estableció el subsidio eclesiástico.

Para esto último, felipe V apostó al apoyo de los virreyes y del episcopado, sin dejar nada a la interpretación de las reales órdenes; en otras palabras, el subsidio debía ser recaudado, evitando que los cleros locales hallaran argumentos para negarse a pagar. Por supuesto que lo que menos quería la Corona era una confronta-ción con el clero indiano, territorio poco conocido aún por el nuevo monarca; de ahí lo cuidadoso que fue en las instrucciones de la recaudación. Al poner toda la recaudación en manos de los obispos se daría la impresión de que ningún seglar intervenía, respetando los fueros eclesiásticos. Pero lo que el breve, las cédulas y las ins-trucciones no decían era que los virreyes y las audiencias debían seguir muy de cerca el proceso recaudatorio; de hecho, llegaron a intervenir directamente cuando el arzobispo se vio superado en sus esfuerzos porque en otras diócesis se pusiera en marcha el pro-ceso.32

Todas esas precauciones para lograr la imposición del subsidio resultaron tener fundamento ante la actitud guardada por los ca-pitulares de catedral. En septiembre de 1703 se reinició la confron-

30 John Lynch, El siglo xviii..., p. 58.31 Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y estado en el siglo xviii español, Barcelona,

Ariel, 1984, p. 94. 32 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4. El virrey Alburquerque, quien gobernó

entre 1702 y 1711, entabló una regular correspondencia con el arzobispo Ortega Monta-ñés, quien debía darle cuenta de los problemas y los avances de la empresa. Por esto no es de extrañar que al poco tiempo de que el primer virrey de Nueva España nombrado por felipe V, llegara a México, abordase el espinoso asunto del subsidio. En carta de 22 de agosto de 1703, el nuevo virrey le pedía a Ortega “[...] dar las más prontas dis-posiciones en la cobranza y recaudación de lo que los bienes de eclesiásticos de esta diócesis deben exhibir por razón del subsidio [...]”; según mandato expreso del rey, por cédula de 28 de abril. Junto a la carta, se anexó un despacho de ruego y encargo en donde se argumentaba la necesidad del subsidio para defender los reinos de Indias de un supuesto plan inglés para invadir con 15,000 soldados. En el mismo documento se exhortaba a los prelados a que “[…] cumpliendo con su amor y obligación, dispongan que, con motivo ni pretexto alguno, no se suspenda ni ponga reparo en el entrego del subsidio caritativo que su santidad fue servido conceder al rey nuestro señor don Car-los Segundo [...].” En respuesta, el arzobispo Ortega expuso al virrey que, aunque ha-bía rogado ser eximido de la recaudación, no había sido complacido, y que se disponía a efectuar la “trabajosa ocupación que trae consigo esta dependencia”.

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tación entre el arzobispo de México y el cabildo de catedral, pues el primero finalmente se vio obligado a cumplir con la exacción al clero del arzobispado, luego de una interrupción de dos años. Esas semanas fueron realmente decisivas para el futuro del subsidio en Nueva España, pues ambas autoridades midieron fuerzas: el arzo-bispo contando con el respaldo del virrey y la audiencia, mientras que el cabildo representaba, sin lugar a dudas, los intereses del cle-ro local, en una época en que esta corporación estaba dominada por clérigos criollos que encabezaban clientelas clericales en el ar-zobispado.33 En sesión de 26 de septiembre, el arzobispo avisó a los capitulares que finalmente se publicaría la cédula de recaudación. Las reacciones no se hicieron esperar:

[...] hubo mucha alteración, habiéndose leído la cédula real, y su Ilustrí-sima dijo que tenían razón, pero que él era ejecutor y la había de cobrar, porque habiéndole venido mucho antes, y escrito a su majestad y al con-sejo quince capítulos en que representaba la imposibilidad de la tierra, pobreza del clero y otras razones, le vino reprensión y orden apretada para su ejecución [...].34

El arzobispo agregó que él no podía recibir apelaciones y que sólo les quedaba obedecer. La decisión de no aceptar apelaciones contra-venía una de las instrucciones reales claramente, pero el prelado la mantuvo para ahorrarse litigios futuros. Los capitulares argumen-taron que la exacción dañaba gravemente la libertad eclesiástica, y le pidieron dejar en el cabildo la cédula, la bula y las instrucciones. Ortega respondió, lógicamente, que de ninguna manera lo haría. Los capitulares insistieron que las causas para otorgar el subsidio al rey se habían extinguido; que muerto el papa, la aplicación de su bula debía ser sancionada por su sucesor para poder aplicarse; que si de todos modos se aplicaba, antes de hacerse, debía establecerse la tasa global que cada obispado debía pagar, y finalmente, que el

33 un acercamiento al análisis de las clientelas clericales en el arzobispado lo he realizado en “Los límites de la carrera eclesiástica en el arzobispado de México, 1730-1747”, en Carrera, linaje y patronazgo. Clérigos y juristas en Nueva España, Chile y Perú (siglos xvi-xviii). México, cesu/unam, Plaza y Valdés, 2004. Colección Historia, y en “El acceso al alto clero en el arzobispado de México. 1680-1757”, en Fronteras de la Historia. Revista de Historia Colonial latinoamericana, Instituto Colombiano de Antropología e His-toria, Bogotá, Colombia, vol. 9, 2004, pp. 179-204.

34 Antonio de Robles, Diario de sucesos notables... iii, p. 287.

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subsidio se pagaría de las rentas futuras, no de las pasadas. Can-sado el arzobispo de la agria discusión, expresó que él había hecho cuanto había podido y que la cédula se iba a publicar en la iglesia el domingo siguiente, luego de lo cual se levantó, llevándose todos los papeles y el cabildo quedó disuelto.35 El domingo 30, en efecto, luego de misa mayor en catedral, se publicó la orden del subsidio eclesiástico.36

Algunos días después, el 3 de octubre, el deán convocó a los capitulares, sin la presencia del arzobispo, para nombrar a los co-misarios que ventilarían el litigio ante el prelado. Los elegidos fue-ron: Diego Suazo y Coscojales, arcediano; Antonio de Villaseñor, comisario de cruzada; Ignacio de la Barrera, canónigo doctoral; Andrés Pérez de la Castela y Diego franco, canónigos. Aunque la mayoría de los capitulares rechazaron el subsidio, el racionero flo-res de Valdés opinó lo contrario; es decir, que la bula no había ex-pirado y se debía cumplir. Después, el canónigo doctoral presentó un escrito en el que se solicitaba al arzobispo les entregase la cédula y la bula del subsidio, para proteger su conciencia y discutir su aceptación, pero de ninguna manera para negar la ayuda a su rey, como se había hecho antes. Luego de su lectura, el deán lo aceptó y propuso que todos los presentes lo firmaran, y, en efecto, así se hizo. Dos días después, el 5 de octubre, en nueva sesión del cabildo, esperando un cambio de opinión del arzobispo, la respuesta fue, sin embargo, la misma.37

Cansados los capitulares, a partir de ese momento delegaron por completo en sus comisarios toda la responsabilidad del pleito. Todo el mes de octubre de 1703 se dedicaron a tratar de convencer al prelado de que les entregara los papeles del subsidio y de que se cometía una injusticia al tratar de cobrarlo, pero la posición de Ortega fue inflexible. Ante esto, los desaguisados no pararon: el día 20 del mismo mes, el prelado respondió que:

[...] ha de proseguir en la exacción de la décima, y que no ha lugar dar los autos que piden, y mandó notificar al mayordomo de gruesa, con pena de excomunión mayor y de 200 pesos, no pague libranza alguna a prebenda-dos ni ministros, y que el contador ajuste el cuadrante y lo presente dentro

35 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 1, fs. 17v-19.36 Antonio de Robles, Diario de sucesos notables... iii, p. 287.37 Ibidem, p. 288.

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de segundo día, pena de 200 pesos, excomunión mayor y destierro a Pan-zacola [...].38

Días después, el arcediano pidió al arzobispo le mostrase la comi-sión del rey para poder cobrar el subsidio logrando sólo acentuar su enojo. No obstante, el cabildo insistió y sus cinco comisarios bus-caron nuevamente al prelado, sin conseguir nada:

[...] fueron los cinco señores comisarios a llevar al señor arzobispo el es-crito que le habían enviado, y no quiso admitirlo por decir no iba en forma firmado en todo el cabildo, y añadido de nuevo con muchos fundamento de derecho, probando no deberse pagar la décima que se pretende, sobre que tu-vieron controversia con su ilustrísima, que se irritó mucho y se paró alzando el brazo derecho, y también se levantaron los dichos señores diciéndole se contuviese y obrase en justicia; durando las contradicciones desde las cuatro hasta las seis de la tarde, no queriendo reducirse el señor arzobispo a las ra-zones que se le representaban, y los dichos señores a la pretensión del señor arzobispo, con que fueron muy desabridos de una parte y otra.39

Por supuesto que el enojo del arzobispo no paró ahí, y pocos días después decidió multar con 3,000 pesos a cada comisario por los sucesos anteriores. En respuesta, los capitulares se negaron rotun-damente a recibir la notificación del secretario del prelado si antes no recibían respuesta al escrito que habían tratado de entregar con anterioridad. Ortega recurrió entonces al virrey, buscando su apo-yo, pero el alto funcionario se excusó de intervenir en esta ocasión. En tanto, los capitulares acudieron con el delegado del papa, resi-dente en Puebla, y tuvieron alguna esperanza:

[...] fue el secretario de cabildo, bachiller don Tomás de la Fuente, a noti-ficar al señor arzobispo una compulsoria del delegado de la Puebla, para que dentro de seis días entregue los autos su ilustrísima, pertenecientes a la cobranza de la décima, pena de doscientos ducados de Castilla, y a su secretario de excomunión mayor y 200 pesos, y otros doscientos pesos al secretario de cabildo para que la notifique, a quien se la entregaron para este efecto los cuatro señores comisarios que quedaron acá. Su ilustrísima la oyó con mucho sosiego, y dijo que respondería [...].40

38 Antonio de Robles, Diario de sucesos notables... iii, pp. 291-292.39 Ibidem, p. 295.40 Ibidem, p. 299.

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La respuesta de Ortega fue inmediata: desconoció cualquier juris-dicción del delegado papal en el asunto y le pidió se abstuviese; acto seguido, acudió ante la Real Audiencia pidiendo protección ante la fuerza que le hacía el delegado papal. Esta vez el virrey sí intervino y por real acuerdo con los oidores se decidió ordenar al delegado que se abstuviera de intervenir. Hacia fines de 1703 el asunto del subsidio, al menos formalmente, estaba más que discu-tido y decidido: se cobraría tal como ordenaba la Corona, sin im-portar las opiniones en contra.

No obstante, durante los ocho años que estuvo al frente del arzobispado, Ortega Montañés no dejó de lamentarse de lo difícil que era cobrar el subsidio. Si el clero no pudo ya librarse del gra-vamen, pagaría lenta y limitadamente, haciendo de la recaudación una tarea por demás engorrosa para los prelados.

La suerte del subsidio en las diócesis sufragáneas

Pero el enfrentamiento del arzobispo de México con su cabildo y la fatigante recaudación en su jurisdicción fueron sólo una parte de sus preocupaciones. Como se recordará, en las instrucciones se añadió a sus responsabilidades la de tener que recibir las relaciones de rentas de los obispados sufragáneos para distribuir equitativa-mente el pago del subsidio. Gracias a ello, en la curia arzobispal se guardó la correspondencia que mantuvieron prelados o cabildos en sede vacante de América con el arzobispo de México. En las cartas es posible conocer su sentir y sus sinsabores en la recaudación del subsidio que les tocó enfrentar. De inicio, hay que destacar que en los obispados más pobres, la recaudación fue más rápida, aunque, por supuesto, los montos fueron también los más cortos, mientras que en las jurisdicciones con mayores recursos y una clerecía más robusta hubo generalmente más problemas.

La correspondencia con Lima, por ejemplo, deja ver las com-paraciones que ambos prelados hicieron sobre la situación del clero en los reinos del Perú y Nueva España. Hacia febrero de 1703, el arzobispo de Lima expresó que en el sur la situación del subsidio no era mejor que en Nueva España. El clero limeño tenía también serias limitaciones para afrontar un gravamen más, debido a su po-breza:

267

[...] Yo también voy procediendo con reserva y lentitud en la misma comi-sión porque el clero de esta diócesis es bien desacomodado, y este de Lima, aunque de más sustancia en los más de sus individuos, hallándose precisados muchos para sustentarse a esperar cotidianamente el estipendio de una misa, y las religiones de ambos sexos no poco apuradas para mantenerse; porque pendiendo sus rentas de casas y de haciendas de campo en lo principal; aquellas y sus iglesias como las demás de esta ciudad y sus conventos, entre otros lugares de estos contornos de la diócesis, se arruinaron con lastimoso estado en los temblores formidables del año de 687, y los subsecuentes, dejando a esta república deformada y abatida [...].41

El arzobispo Melchor agregaba que, en Lima, la clerecía era más moderada en sus críticas al subsidio, en comparación a la mexica-na. Al final de su misiva, el prelado pedía a Ortega que siguieran intercambiando información sobre los montos de la recaudación en sus respectivas jurisdicciones, para completar pronto el millón de ducados. En este sentido, Ortega Montañés impulsaba la aplicación de un prorrateo entre todos los obispados involucrados, previo co-nocimiento de las rentas globales. Así lo hacía saber al arzobispo de Lima en carta de 20 de octubre de 1703.42 Éste, sin embargo, le respondió poco después, pidiéndole enviar primero la relación de lo que se había recaudado en las iglesias de Nueva España para ir calculando cuánto más hacía falta para completar el millón de ducados.43 Es evidente que cada arzobispo quería tener antes la in-formación del otro para poder manejar mejor los montos a recau-dar en su propia jurisdicción, y justificar una menor exacción de su clero. Pero si entre ambos arzobispos metropolitanos, cabezas de la Iglesia indiana, había diferencias, imaginemos su relación con el resto de los obispados.

La animadversión provocada por el subsidio en todo el clero indiano fue confirmada por otros obispos. En carta a Ortega Mon-

41 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 1, f. 22v.42 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, fs. 10-10v: carta de 20 de octubre de 1703,

de Ortega al arzobispo de Lima, en donde le pide enviar una certificación de todas las rentas eclesiásticas de ese reino, para hacer un cálculo proporcional de lo que cada rei-no debe contribuir para ajustar el millón de ducados, “[...] respecto a la diferencia que había del uno al otro en el número de iglesias, sus riquezas contribuyentes y dilatación [...]”, se infiere que, para Ortega, el Perú debía tener más rentas que Nueva España, por lo cual no podía hacerse una simple distribución por mitades; es decir, medio millón de ducados cada uno.

43 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, fs. 38-38v, carta de 10 de diciembre de 1704.

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tañés, el obispo de Michoacán, García de Legaspi, expresaba que, en la medida de lo posible, atendería la solicitud de enviar certifi-cación de las rentas de su obispado, aunque advertía que era una “[...] materia nueva y dificultosa; no da de si la expedición que yo quisiera [...]”.44 Otros prelados –como el de Chiapas– alegaban que la suma pobreza de su clero hacía muy difícil el cobro del subsidio, por lo que le pedía al arzobispo exentar a su diócesis de la recau-dación.45 El obispo de Oaxaca, por su parte, se concretó a informar que aún no terminaba la relación de rentas de su diócesis debido a sus enfermedades y a que continuaba con su visita diocesana, pero pronto lo haría.46

En cuanto a los obispados de fuera del territorio novohispano, aparentemente, había menos dificultades para el cobro del subsi-dio. El obispo de Cuba, Diego Evelino de Compostela, por ejemplo, usó un recurso muy particular para convencer a su clero de pagar:

Hállome, señor excelentísimo, con el consuelo de que fui el primero que puse en las cajas reales de esta ciudad de la Habana, la parte que le fue repartida a esta dignidad, así del ramo decimal como del obvencional, y a esta entrega precedió una diligencia que convoque todo el clero en la iglesia mayor y habiéndolos exhortado a la brevedad en la paga, llevé conmigo los seiscientos pesos que me fueron repartidos en monedas de oro y a vista de

44 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, 12-12v, carta de 22 de noviembre de 1703. No obstante, el obispo de Michoacán convenció a su cabildo de ayudarlo de inmediato para enviar un adelanto del subsidio a México, según informó en carta de 12 de diciem-bre de 1703, en que le avisa a Ortega que su cabildo aceptó gustosamente ayudarlo e, incluso, se decidió que, en vista de que la regulación de todas las rentas eclesiásticas llevaría mucho tiempo, era mejor tomar de inmediato la décima de la cuarta episcopal y la cuarta capitular, 6,000 pesos y enviarla por medio de libranzas, cuyo cobro en México se haría por medio de Custodio Blasco.

45 El obispo de Chiapas, fr. francisco, expresaba tajantemente que no debía co-brarse el subsidio en su obispado, debido a que: “[...] sobre las cortas y tenuesísi-mas rentas del estado eclesiástico secular y regular de este obispado de Chiapa, no es practicable ni exequible contribución alguna de subsidio, sin que en sus iglesias, monasterios, etc., se defraude o disminuya el culto divino y acostumbrado servicio del altísimo, número de ministros que mantengan las cargas de obras pías, indispen-sablemente anexas a los oficios... Y así estoy en dictamen de que en este obispado de Chiapa no fuera ejecutar dicho breve sino contraviniendo su contexto literal el hacerlo exequible en la contribución de subsidio, pues dice su santidad expresamente, casi en el final de dicho breve: no queremos que por razón de dicho subsidio las iglesias, monasterios, etc., se defraude ni disminuyan en manera alguna el culto divino y acos-tumbrado servicio del altísimo [...]”, agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, f. 19-19v, carta de 1 de enero de 1704.

46 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, f. 20, carta de 21 de abril de 1704.

269

todos se los entregué al receptor, que sin más dilación fueron puestos en las cajas de la real contaduría. Para la cobranza de las demás nombré los receptores necesarios y se fue dando la providencia que consta de testimonio adjunto [...].47

El arzobispo de México respondió al obispo de Cuba que había re-cibido la regulación y le daba las gracias por la prontitud de sus acciones, que él trataría de imitar. Al final, le comentaba que ha-bría que seguir pagando la décima hasta completar el millón de ducados entre todos.48 Los obispos de Honduras y de Nicaragua se limitaron a hacer acuse de recibo al arzobispo de México, del breve papal y la cédula del subsidio, prometiendo que enviarían la rela-ción de rentas.49 Pero si las noticias de los obispos distaban de ser lo que el rey esperaba en su cédula, la actitud de los cabildos en sede vacante era de franca indisposición.

Hacia octubre de 1700, el cabildo en sede vacante de Comaya-gua, virreinato del Perú, tenía serias dudas sobre si a ese cuerpo correspondía el cobro del subsidio aunque no se oponía tajante-mente, y supeditaba su actuación a las instrucciones precisas que le diera el propio arzobispo de México:

[...] parece se debe suspender la cobranza de este subsidio, porque según nuestros cortos estudios, las comisiones y delegaciones para casos especia-les y contingentes que se dan a los señores obispos por especiales bulas, no las puede ejercer ni suceder en ellas la sede vacante... damos esta noticia a vuestra excelencia para que determine y mande cuanto debemos y podemos ejecutar en servicio de su majestad... en las iglesias vacantes que se hallan en ese reino se habrá tomado la resolución que pide el caso... en caso de haber de correr este cabildo con la cobranza de este subsidio, se sirva vuestra ex-celencia de mandar remitirnos una copia de lo que se cobra en esa diócesis, así de religiosos como de clérigos particulares, para regular por ella lo que acá se debe hacer, respecto de que algunos clérigos y conventos no tienen más renta que la de sus cortas capellanías.50

Pero la reacción del cabildo en sede vacante de Puebla fue la más radical, a tono con su similar mexicano. Así se infiere de la respues-

47 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, fs. 21-21v. Carta de 20 de abril de 1704.48 Ibidem, fs. 27-27v.49 Ibidem, fs. 29-30v.50 Ibidem, fs. 20-20v.

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270 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

ta que dio el 15 de noviembre de 1703 al arzobispo, ante el requeri-miento de enviar una certificación de las rentas eclesiásticas de esa diócesis. De una manera diplomática, pero firme, los capitulares poblanos cuestionaron si ellos debían cumplir con la recaudación alegando: primero, que las órdenes iban dirigidas a los prelados, y no a las sedes vacantes; segundo, una vez fallecido el papa que concedió la gracia, la vigencia del subsidio cesaba también; tercero, no se tenían noticias de acciones de holandeses e ingleses en Dariel; y cuarto, no se había tocado el caudal de los legos como para acudir ahora al estado eclesiástico. Luego de esta andanada de alegatos, los capitulares, hábilmente, concluyeron que no se negaban a ayu-dar, siempre y cuando no se trastocara el derecho canónico “[...] estando siempre en todo muy rendidos a lo que fuere del mayor servicio de la majestad católica como sus leales vasallos, y que en la urgencia, cuando lo permitan los sagrados cánones, nada reser-varemos de nuestras personas y caudales en la asistencia de la real corona”.51

La actitud anti-regalista del cabildo poblano tuvo diferentes reacciones. En 1706, el virrey duque de Alburquerque, enterado por el mismo cabildo de su negativa, le pidió a Ortega Montañés que hiciera lo necesario para que las órdenes reales se cumplieran de todos modos. No obstante, el arzobispo respondió que no podía hacer algo para obligar a los poblanos a pagar, argumentando que no tenía jurisdicción al interior de ese obispado, además de que su responsabilidad se limitaba a recibir las certificaciones de los sufragáneos. Más aún, agregaba Ortega, tal limitación ya la había dado a conocer al rey y al Consejo de Indias, quienes en su opinión eran los únicos que podían realmente solucionarla. La recaudación del subsidio le había pesado tanto al arzobispo que le reiteraba al virrey que:

[...] las molestias y pesadumbres que he tenido porque se consiga el buen fin me tienen en ánimo de significar a su majestad me excuse en la materia por tener experimentadamente reconocido que casi los más de los capellanes que su majestad crea en sus iglesias se olvidan muy de prisa de los benefi-cios y mercedes que han recibido [...].52

51 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, fs. 11-11v.52 Ibidem, f. 77v.

271

Otros cabildos en sede vacante, como el de Guadalajara, aunque no se negaban a la recaudación, hacían depender sus acciones del ejemplo del arzobispado, lo que acrecentaba aún más la presión sobre el arzobispo.53 Razones parecidas alegó el cabildo en sede va-cante de Santo Domingo, cuando le expresó a Ortega que el clero de la isla era muy pobre, y que la obligación de recaudar era de los obispos y no de sus cabildos.54 Dos años después, ante nuevas exigencias a este cabildo para que efectuara la recaudación, la res-puesta fue exactamente la misma. El arzobispo de México, cansado de lidiar con ese tipo de actitudes, se limitó a ordenar que se infor-mara al rey de la respuesta del cabildo isleño y que tal disposición se hiciera saber también a los interesados. Hubo, no obstante, algu-nas excepciones, como en Oaxaca. En carta de 23 de agosto de 1706, el obispo expresaba lo siguiente a su par de México:

Excelentísimo señor, remito a vuestra excelencia las diligencias que tengo hechas en orden al monto de la décima, asegurando a vuestra excelencia que en mi vida he tenido trabajo que tanto me halla mor-tificado. Aunque también certifico que he trabajado con sumo gusto, por el amor, veneración y afecto con que miro a su majestad, a quien por tantos títulos debo servir. Dentro de tres días remitiré casi todo el monto de la décima y donativo, para que se entregue en esas reales cajas y a vuestra excelencia se entregue mi poder haviente un recibo de la dicha cantidad que se entregare. Y vuelvo a repetir a vuestra excelencia que no es ponderable el trabajo que me cuesta la cobranza, excepto en mi cabildo donde no he hallado sino entrañable afecto y prontí-sima ejecución de la paga...55

53 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, f. 13. En carta de 4 de diciembre de 1703, la respuesta de los capitulares de Guadalajara fue: “...siendo la materia tan ardua, no sólo por los inconvenientes que la altísima comprensión de vuestra excelencia expuso a la atención de su majestad y señores de su consejo, de que damos a vuestra excelencia muchas y debidas gracias por la benignidad y paternal cariño con que mira el esta-do eclesiástico, sino también por la especial cortedad y atrasos que padece este pobre obispado, no podemos en esta ocasión enviar certificación de todas las rentas eclesiás-ticas de esta diócesis, no sólo por pedir más tiempo esta diligencia, si[no] también por esperar el modo de la regulación que tuviere los demás obispados, y en especial el de esa santa iglesia metropolitana, para que al respecto lo pongamos en ejecución con la exacción y prontitud que vuestra excelencia nos ordena, y hecha la regulación, luego al punto daremos noticia a vuestra excelencia para que venga en conocimiento de su producto”.

54 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, fs. 44-45, carta de 20 de noviembre de 1704.55 Ibidem, fs. 73-74 y 80-81 (el énfasis es mío).

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272 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

Los meses y los años pasaron, y a seis años de iniciado el proceso, la recaudación seguía siendo lenta y difícil, ante la resignación del arzobispo y del virrey. En el obispado de Durango, las distancias habían complicado la recaudación: hacia 1706 sólo se habían entre-gado a la real caja poco más de 2,500 pesos de las rentas decimales del obispo y el cabildo, mientras que “[...] por las desmedidas dis-tancias del obispado, en más de dos mil leguas tengo despachada carta cordillera para la restante recaudación [...]”.56 En Caracas, el obispo sólo había podido recaudar 10,000 pesos, alegando la po-breza y el retraso del clero en cobrar sus rentas. El prelado insistía a Ortega que le informara con cuánto más debía contribuir su ju-risdicción.57 Sin embargo, en cuanto falleció el obispo, el cabildo en sede vacante se negó a continuar con la recaudación.58 En Nicara-gua la situación no había sido mejor, pues hasta 1705 sólo se habían recaudado 3,000 pesos. El obispo justificó así tal situación:

[...] las rentas eclesiásticas de esta provincia son tan cortas como vuestra majestad reconocerá en la certificación que se queda trabajando y remi-tiré en la primera ocasión, siendo las que a mi tocan la congrua que me da su majestad de 1838 pesos, de los cuales gasté con las milicias 350 y hoy tengo depositados los 183 y 6 rs. que corresponde a la congrua, no extendiéndose a más mi renta porque los curas me han puesto en liti-gio las cuartas funerales que se han pagado siempre, y estimaré mucho mande vuestra excelencia me noticien de lo que pasa en los obispados de esos reinos. Por lo que mira a las cofradías, hay muchas en esta pro-vincia, pero de tan cortos bienes que, pagando las misas que tienen de institución, no les queda cosa alguna, por cuya razón no había hecho cuidado en cobrarles la décima con el orden de vuestra excelencia [...]59

En el obispado de Puerto Rico la situación era peor para la causa de felipe V, pues hacia octubre de 1705, el cabildo en sede vacante

56 Ibidem, fs. 95-95v.57 Ibidem, fs. 40-40v, carta de 15 de mayo de 1705.58 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 1, fs. 33-33v. El cabildo caraqueño expresó

al virrey que ellos no tenían jurisdicción para cobrar el subsidio, puesto que sólo los obispos tenían el nombramiento de delegados del Papa para la recaudación. Avisaban también que sólo se entregaron 2,286 pesos que se hallaban en el palacio episcopal pertenecientes al subsidio. La orden del virrey fue remitir tales noticias al arzobispo de México “[...] para la más plena instrucción de este negocio que corre por la buena conducta y dirección de su excelencia”.

59 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, f. 41, carta de 23 de marzo de 1705.

273

sólo había podido recaudar 484 pesos.60 Algo similar sucedía en el obispado de Honduras.61 Con todos estos obstáculos en la recauda-ción, y el peso de tener que dar cuentas al virrey y a la Corona por las acciones de los obispos sufragáneos, es entendible el desgaste que hacia 1706 ya había acumulado Ortega, tal y como lo confesó a su similar de Nicaragua, quien se había destacado por tratar de cumplir lo más pronto posible con las exigencias de felipe V. En carta de 25 de abril de 1706, el arzobispo agradecía al obispo de Nicaragua, fray Diego Morsillo, su pronta recaudación y le prome-tía dar cuenta al rey de tales acciones, luego de lo cual criticaba a otros prelados: “[...] hay muchos señores prelados y cabildos sede vacantes que no han correspondido y retardan la computación de que tengo dado cuenta [...]”. 62 Pero Ortega no sólo se quejó con el prelado centroamericano, sino también con el de Oaxaca:

[...] considero, ilustrísimo señor, el trabajo que vuestra señoría ilustrísima habrá tenido en la exacción de la décima y que habrá sido... tan gravoso y penoso como refiere, y esto mismo pasa por todos los que somos exactores de este subsidio, en que nuestro contribuir y pagar fuera gustoso sino trajera consigo la pensión de pedir a otros, según lo que el breve de la concesión comprende y expone la real instrucción, más hallándonos necesitados al ser ejecutores, debemos poner con gusto nuestro trabajo al fin de que en las incumbencias presentes pueda servir en algo nuestra apli-cación... Y si vuestra señoría ilustrísima con su gravísimo talento significa el trabajo que ha tenido en lo obrado, ¿cómo se hallará mi cortedad debiendo concurrir con todos para este efecto por ser al cuidado de mi dignidad el de pedir a todos las certificaciones y no ser bastante mis instancias para la consecución? Motivo que me necesitó a excusarme con su majestad de esta incumbencia y sin embargo de mis proposiciones me ordena se sirva, y aunque lo haré en cuanto pueda, repetiré mi excusación... y el cuidar con tantos que no haya omisión es penosísimo y de muchos desagra-dos, que no habría sin esta superintendencia, y como las sedes

60 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, fs. 50 y 57. 61 Ibidem, fs. 114 ss.62 En su respuesta al arzobispo de México, el obispo de Nicaragua le expresaba

que la recaudación le había costado mucho trabajo “[...] porque enterados los eclesiásti-cos de mi obispado de que no han contribuido estos obispados circunvecinos, se les ha hecho agrio el pagar, juzgando no tendrá efecto la concesión y gracia de Su Santidad al rey [...]”, agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, fs. 64-65.

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274 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

vacantes se excusan con no hablar el breve con los cabildos se suspende el efecto [...].63

Después, Ortega trató en la misma carta un asunto de la mayor importancia para el futuro del subsidio: la declaración por escrito de sus rentas; es decir, la elaboración detallada de un registro o catastro de las rentas de todo el clero de un obispado. El arzobispo lo llamaba “la planta”:

[…] hallará ya vuestra señoría ilustrísima hecha la planta para lo que cada uno deba contribuir en su obispado, según el tiempo que se regulare para satisfacer el medio millón y hasta que se haga este cómputo, concurriendo las demás iglesias con sus certificaciones, no tendrá vuestra señoría ilustrísima que repetir la exacción […].64

Afortunadamente para el clero indiano, la falta de experiencia de sus autoridades y lo complejo que resultó analizar, definir y deli-mitar sus ingresos impidió la elaboración de tal planta, además de que felipe V no llegó al extremo de pedir tal documentación espe-cífica a los prelados.

Así, luego de casi una década de iniciada la recaudación del primer subsidio en Indias, los resultados fueron muy por debajo de las expectativas iniciales del rey. Hasta 1708, la recaudación en las diócesis del reino de Nueva España era la siguiente:

Recaudación del subsidio en los obispados de Nueva España hasta 1709

Diócesis Monto recaudado en pesos

México 57,164Puebla **

Michoacán 6,000 *

Guadalajara 9,317

63 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 4, fs. 80v-81. Carta de 1 de septiembre de 1706.64 Ibidem, f. 81.

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Oaxaca 1,400Durango 2,541 *

Yucatán 5,673Puerto Rico 1,761Cuba 9,085Venezuela 10,000Santo Domingo **

Guatemala y Chiapas 13,501Honduras 2,247Nicaragua 7,685Total 138,974

fuente: agn Bienes Nacionales 574, exp. 4, y 636, exp. 6.*Sólo de la masa decimal **El cabildo en sede vacante se negó a pagar

Hacia 1708, poco antes de su fallecimiento, Ortega Montañés se desentendió de la responsabilidad de los obispados sufragáneos. En ese año, el virrey duque de Alburquerque pidió nuevamente al prelado información sobre el estado que guardaba la recaudación, no sólo del arzobispado sino también de las otras diócesis. Sobre esto último, Ortega señaló que él no podía hacer nada y pedía al virrey pedirles cuentas directamente.65

A manera de conclusión

Hacia 1709, luego de una década de la implantación del subsidio eclesiástico en América, los resultados para la nueva dinastía mo-nárquica estuvieron lejos de sus cálculos originales. La recaudación de medio millón de ducados que se esperaba obtener del reino de Nueva España a corto plazo había fracasado. La molestia del go-bierno de felipe V era evidente, pero no desistió ni mucho menos: siguió presionando a los prelados, a los cabildos en sede vacante y a los virreyes para que se continuara con la recaudación. No había

65 agn, Bienes Nacionales, 574, exp. 1, f. 30v.

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276 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

duda: una mayor presión fiscal sobre las iglesias de América se ha-bía iniciado. De hecho, en el resto de su reinado, el primer monar-ca Borbón siguió ordenando la recaudación y aun más, hacia 1721 consiguió otro breve papal por el que se le autorizaba a cobrar dos millones de ducados de las iglesias de Indias.

Aunque para felipe V el subsidio era, esencialmente, un re-fuerzo a su siempre precaria hacienda, para las iglesias indianas significó muchas otras cosas. El sentido impositivo del subsidio provocó el recelo del alto clero. Aunque cabildos como el de México no pudieron evitar el inicio de la recaudación, su rechazo se tradujo en indiferencia y falta de apoyo a los prelados para cumplir con la recaudación, con algunas excepciones en Nicara-gua y Oaxaca. Pero fueron los cabildos en sede vacante quienes mostraron mejores justificaciones para el no cobro, aunque expre-sando siempre su “lealtad” al monarca. Sería interesante averi-guar cuánto influyó esa actitud en contra del subsidio para que en los tiempos venideros la Corona acortara lo más posible las sedes vacantes.

Pero, sin lugar a dudas, los jerarcas que estuvieron en el cen-tro de todas las órdenes, miradas y opiniones fueron los obispos, quienes como delegados papales para la exacción tuvieron sobre sus espaldas el arduo trabajo de planear, ordenar y dirigir todo el proceso de recaudación en sus diócesis. La fiscalización de las ren-tas eclesiásticas resultó ser algo complicado para todos los actores involucrados. Es muy probable que la Corona haya subestimado al clero indiano en cuanto a su capacidad de resistencia y sobre-estimado su riqueza. A esto hay que aunar el rechazo del clero a tener que develar sus ingresos, aun y cuanto se tratara de hacerlo al interior de la Iglesia, frente a su prelado. Creo que los obispos lo sabían bien y, por consiguiente, arzobispos como Ortega actua-ron con cautela, mostrando obediencia plena ante la Corona y el virrey, y condescendencia hacia su clero, sobre todo en el tiempo que transcurría entre la notificación para declarar sus rentas y el pago del subsidio, que a veces duró años. De hecho, al menos en la época que el arzobispo de México estuvo al frente del subsidio, no llegó jamás a regularse lo que cada obispado debía contribuir. Es claro que para los obispos indianos lo mejor era alargar el asunto de la recaudación, temiendo que si se aplicaba la exacción a fondo y con la rapidez pedida debían enfrentar una protesta generalizada de su clero.

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Para el clero en general, el primer subsidio de felipe V fue un aviso claro de que su relación con la monarquía estaba cambiando, pues ya no se trataba de dar donativos voluntarios, sino de enfren-tar una carga impositiva que temían fuera permanente. No es que el clero no quería cooperar con la Corona; siempre lo hacía de una u otra forma. Lo que le molestaba era la imposición; es decir, que no se le pidiera, sino que se le obligara, pues eso lo consideraban una violación a su inmunidad tributaria. A su vez hubo fricciones con sus superiores que con el transcurso del tiempo podían provocar divisionismos.

Otra consecuencia importante fue la movilización de funciona-rios, jueces eclesiásticos y curas para intentar llevar a buen término el cometido y, de paso, avanzar en el reforzamiento de la jurisdicción episcopal. De hecho, el arzobispo creó mecanismos extraordinarios para hacer frente al proceso de recaudación, así como nuevos car-gos: un colector general y subcolectores. Para estos últimos cargos se apeló, sobre todo, a los jueces eclesiásticos para que actuaran en los curatos de las provincias; es decir, se tuvo que elaborar una red de fiscalizadores y recaudadores que llegaran hasta el último rin-cón del arzobispado, hasta los clérigos más apartados para cumplir con la misión encomendada. Sin duda, el proceso de recaudación sirvió al arzobispo para ponerse al día en cuanto al tamaño de su clero, sus ocupaciones y sus rentas. No fue casual que el arzobispo Ortega Montañés recomendara a los obispos establecer con pron-titud la “planta” de las rentas eclesiásticas, información que podía servir para mucho más que sólo el subsidio.

finalmente, para el gobierno de felipe V, a pesar de los pobres resultados monetarios que el subsidio reportó en la primera déca-da de su instauración en Indias, era igual de importante asentar el precedente de imponer nuevos gravámenes al clero y demostrar la fuerza de la nueva dinastía. Esto explicaría el porqué, a pesar del fracaso recaudatorio en cifras, y lejos de abandonar el intento, des-pués de 1709 la Corona española no dejó de insistir en terminar de cobrar el primer subsidio y, más aún, de conseguir más breves pa-pales para mayores exacciones.66 Las rentas del clero indiano ya no

66 Hacia 1721, el papa Clemente XI concedió a la Corona española otro subsidio de 2 millones de ducados. Tres décadas después, en 1751, se le concedió otro por 4 millones de ducados. Archivo Histórico del Arzobispado de México, caja 36, exp. 15, y agn, Reales Cédulas originales, 71, exp. 33, fs. 7.

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dejaron de estar en la mira de los consejeros de Hacienda, y nuevos subsidios habrían de intentar cobrarse a lo largo del siglo xviii.

Histór

icas D

igital

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Francisco Javier Cervantes Bello

“El subsidio y las contribuciones del cabildo eclesiástico de Puebla”p. 279-306

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

http://www.historicasdigital.unam.mx

http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/podercivil/pcivil.html

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EL SuBSIDIO Y LAS CONTRIBuCIONES DEL CABILDO ECLESIáSTICO DE PuEBLA1

francisco Javier cervantes belloInstituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”

Benemérita universidad Autónoma de Puebla

La contribución de la Iglesia a las finanzas reales por el concepto de subsidio eclesiástico en los reinos europeos españoles era una exacción que se cobraba desde principios de la Edad Moderna.2 Sin grandes problemas pero tampoco exento de controversias,3 este

1 Este trabajo se realizó en el proyecto “Misas y Aniversarios en la Catedral de Puebla de los Ángeles en la Era Novohispana”, 05/EDH/06-I (2005-6), financiado por la Vicerrectoría de Investigación y Posgrado de la buap, en el cual participaron como becarias Silvia Cano Moreno y Violeta Carrisoza.

2 Junto con la cruzada y el excusado, formó parte de las Tres Gracias. El subsidio se creó para ayudar a la defensa de la armada de la cristiandad contra los herejes e infie-les, pero era frecuente que se utilizara para fines diferentes a su concesión. Fue otorga-do por primera vez a Carlos I en 1523, sólo para los reinos de la metrópoli y se extendió en 1532 para los de Italia y ultramar. Posteriormente se utilizó de diversas formas hasta transformarse en uno único, conocido como de galeras, reconocido por un Breve de 1561. Roma fue autorizando subsidios extraordinarios y a éstos nos referiremos. Véase Manuel Teruel Gregorio de Tejada, “Subsidio”, en Vocabulario básico de la historia de la Iglesia, Barcelona, 1993. Posteriormente, a principios del siglo xviii, se hizo extensivo a Indias. Después de varios intentos se aumentó la contribución del subsidio a 7 millones de reales anuales, aplicados al fondo de amortización de los vales reales por el real decreto de 29 de agosto de 1794. Se cobraba por medio de los cabildos de las catedrales de acuerdo a las rentas eclesiásticas que cada miembro del clero disfrutara. Los asuntos contenciosos de esta renta los llevaba en la península el comisario general de la Cruzada. Sobre la recaudación e informes de las rentas del clero derivadas de la documentación del subsidio eclesiástico en la Nueva España ver Thomas Calvo, “Los ingresos eclesiás-ticos de la diócesis de Guadalajara en 1708” en Iglesia, Estado y Economía, siglos xvi al xix. Pilar Martínez López-Cano (coord.), México, iih/unam, Instituto “Dr. José María Luis Mora, 1995, pp. 47-57 y la investigación de Rodolfo Aguirre, incluida en este volumen.

3 Originalmente lo debería pagar anualmente el Estado eclesiástico en España, tanto secular como regular. Hubo varias excepciones en su cumplimiento entre las cua-

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impuesto se cobró regularmente. El subsidio eclesiástico, concedi-do como una gracia otorgada por la Santa Sede a la Corona, era una imposición fiscal a las rentas clericales. La decisión de hacerlo extensivo al Nuevo Mundo, en los albores del siglo xviii, ocasionó una controversia importante que alcanzó su clímax en la década de 1790, cuando el obispo y el cabildo eclesiástico de Puebla decidie-ron afrontar directamente la situación, y expresaron el significado de esa exacción en el contexto de la relación de poderes. El clero novohispano estaba acostumbrado a sustentar económicamente a la Corona por medio de donativos graciosos y no era el objeto de la controversia el apoyo económico al rey, sino el hecho de ha-cerlo bajo esta nueva figura. Por consiguiente, el cabildo eclesiástico de Puebla realizó un recuento de los principales donativos con los que había contribuido desde el siglo xvii y las complicaciones que conllevaba el hacer efectivo el cobro del subsidio. En esta investi-gación analizaremos sus argumentos, ya que la naturaleza distinta del subsidio obligaba a los cabildos a entrar en una negociación.

Las bases de la extensión del cobro del subsidio a las Indias ha-bían sido establecidas desde fines del siglo xvii, cuando bulas papa-les aprobaron esas facultades reclamadas por el rey.4 Sin embargo la recaudación efectiva fue muy limitada y para fines del siglo xviii, la Corona española, urgida por cubrir los gastos de guerras y el dé-ficit fiscal, demandó al clero cumplir con la contribución. Para 1794

les entraron la Iglesia en Indias, la orden de San Juan, los cardenales y los hospitales que curaban sólo por caridad. La oposición en la península ibérica por parte del clero se dio prácticamente desde su promulgación. Véanse los trabajos de Sean T. Perrone al respecto: “The Road to the Veros Valores: Verification and Redistribution of the Ecclesiastical Subsidy in Castile, 1540-1542”, Mediterranean Studies 7, 1998; “Assem-blies of the clergy in early modern Europe”, Parliaments, Estates & Representation, 22, 2002, pp. 45-56 y “Clerical Opposition in Habsburg Castile”, European History Quarterly, vol. 31, 2001, núm. 3, pp. 323-352.

4 una recapitulación general desde la perspectiva de la península hasta antes de la primera mitad del siglo xviii puede consultarse en Elena Catalán Martínez, “La participación de la Iglesia en el pago de las deudas de la Corona, 1543-1746”, en Emilio de la Parra y Jesús Pradells (eds.), Iglesia, sociedad y estado en España, Francia e Italia (siglos xviii al xx), Alicante, Instituto de Cultura “Juan Gil-Albert”, 1991, pp. 41-57. Sobre la problemática del Darién véase Christopher Storrs, “Disaster at Darien (1698-1700); The Persistence of Spanish Imperial Power on the Eve of the Demise of the Spanish Habsburgs”, European History Quarterly, 1999; vol. 29 (1), pp. 5-38. Para nuestro periodo, el problema de las finanzas de la monarquía y su relación con las de la Nueva España es abordado por Carlos Marichal, La bancarrota del virreinato. Nueva España y las finanzas del Imperio español, 1780-1810, México, fce, fideicomiso Historia de las Américas, 1999.

281

la nueva presión que el virrey ejerció sobre la diócesis de Puebla para completarla originó, a petición del obispo, Salvador Biempica y Sotomayor, un análisis del cabildo eclesiástico sobre la situación. El escrito fue un informe detallado sobre cómo percibían los ca-pitulares la evolución de la política regalista en el setecientos con respecto a las exigencias del cobro del subsidio. En este inicial acer-camiento, presentaré las principales reflexiones de los capitulares acerca de las atribuciones reales sobre el clero, de cómo se defendió la corporación eclesiástica de la tasación, evadiéndola en los hechos en gran parte del siglo, los argumentos formales que emplearon y la manera en que este escenario se presentó en el marco de otras presiones fiscales.

Una larga historia de donativos: el siglo xvii

Cuando en los primeros años de la década de 1790, la Corona recla-mó al cabildo cumplir con sus contribuciones derivadas del subsi-dio, la corporación eclesiástica tenía presente una larga historia de donativos que arrancaba –al menos en la memoria que se podía re-cuperar rápidamente en sus archivos– del siglo xvii.5 Las exigencias para el pago del subsidio a finales del siglo xviii, fueron confron-tadas con una memoria de los principales donativos que la cor-poración eclesiástica había hecho desde el siglo anterior y con la ayuda prestada a las finanzas reales a partir de 1780. El cabildo, en repetidas ocasiones, había dado donativos graciosos a la Corona, y los medios y las circunstancias en los que los hizo explican en gran parte el porqué las contribuciones bajo esta modalidad resultaban sustentables, dado que sin grandes complicaciones los prebenda-dos podían cumplirlas.

Desde esta perspectiva, el primer donativo al que apelaban los capitulares fue el de 1623. Esta contribución fue de cuatro mil pe-sos, sin embargo los cabildantes no desembolsaron la cantidad de

5 La fuente en que se basa el apartado de los préstamos del siglo xvii es una recapi-tulación sobre los principales donativos del cabildo eclesiástico a la Corona, localizada –sin título ni otra referencia alguna– en el Archivo General de Notarías del Estado de Puebla, Indiferente general, s.f. Se trata de un pequeño legajo con documentos de di-versos años del siglo xvii. Su original localización, entre documentos judiciales de 1794, sugiere que fue una recopilación con motivo de justificar los donativos en los años de mayor presión sobre el cobro del subsidio.

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inmediato sino que la tomaron de diversos préstamos y de fondos eclesiásticos que manejaba la corporación: mil pesos provenientes del recaudo de la fábrica de la catedral y de los novenos del año 1621, quinientos veinte pesos originarios de la capellanía del canó-nigo Juan francisco, que administraba el mismo cabildo, y dos mil cuatrocientos ochenta pesos que “se tomaron a plata” o en présta-mo por el canónigo y doctor Juan López de Agurto de Mata, con poder del cabildo. Como casi todo se trató de dinero conseguido a censo o depósito, el cabildo tuvo que pagar los intereses de la deuda durante los dos años, en los que liquidó la deuda. A esta erogación se tuvo que agregar el precio de las cajas y fletes de trans-porte, sumando cuatro mil doscientos cinco pesos cinco tomines. El pago final lo cubrieron los eclesiásticos en exhibiciones anuales entre 1624 y 1627. En esos años el deán aportó trescientos cincuenta pesos, en tanto que las demás dignidades trescientos tres pesos, los canónigos doscientos treinta y tres pesos, los racioneros ciento sesenta y tres pesos y las medias raciones ochenta y un pesos.

La manera cómo el cabildo obtuvo y pagó el donativo a la Corona muestra los circuitos y relaciones de las que se valía. En primera instancia la corporación decidió pedir dos mil seiscientos ochenta y ocho pesos a la viuda del herrero Pedro González, sin una fecha específica de restitución del principal. En el estado de viudez, era frecuente que las mujeres buscaran imponer capita-les que antes manejaban sus maridos en sus negocios, para lograr una renta estable. Para mala fortuna de los eclesiásticos, la viuda se casó con el comerciante Diego de Páez Tenorio, quien de in-mediato solicitó la redención a los capitulares por un dinero que consideraba propio y al cual quería darle un destino más lucrativo. El nuevo consorte logró la recuperación inmediata de 900 pesos y unos meses más tarde exigió el resto, expresando que no estaba dispuesto a que se dieran por un mes más, advirtiendo: “no puedo volver a dar [la plata] por ninguna manera […] la primera [espera] se cumplió el 25 de julio que a casi un mes y yo he querido antes esperar el tiempo por cobrar mi dinero que volverla a dar [la pla-ta], porque yo estoy de partida para la Veracruz y lo he menester llevar por delante para las cosas que me convinieren”. fue enton-ces cuando el cabildo echó mano de diversas partidas de novenos y fábrica.

En resumen, para cubrir sus aportaciones al rey, los miembros del cabildo buscaron regularmente el dinero en un préstamo inme-

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diato, luego en las rentas que manejaban y finalmente lo liquidaban en diversas partidas. Este mecanismo se repitió en otras ocasiones.

Los capitulares todavía estaban pagando en diversas exhibi-ciones este donativo, cuando se vieron urgidos a aportar una nue-va contribución. En 1625 señalaron como “el segundo donativo” la aportación de cinco mil pesos dada a la Corona. Llama la atención que por entonces se mencionó como encargado de depositar el di-nero en las cajas reales al licenciado Bartolomé de Cabrera y Asoca, calificado como “agente de negocios de esta santa iglesia”. Queda claro también, al menos en este impuesto, que cuando se maneja-ban cantidades mayores exigidas de manera inmediata, el dinero muchas veces no era más que una moneda de cuenta, pues del total el 71.6%, tres mil quinientos sesenta y ocho pesos, se dieron en barras de plata.

Posteriormente, en 1658, se contribuyó con otro obsequio de tres mil pesos. Dos años más tarde hubo una nueva aportación de dos mil pesos. Por entonces apareció en la lista, junto a los cabil-dantes, el obispo, que contribuyó con quinientos pesos. Es probable que las cargas de los prelados se acostumbraran contabilizar aparte y no figuraran en los recuentos de los donativos que hacía el cabil-do, pero en esta ocasión se anotó su cuota. En esta cuenta figuró el deán con ciento siete pesos, las dignidades con noventa y tres, los canónigos con setenta y uno, los racioneros con cincuenta pesos y las medias raciones con la mitad. finalmente se mencionó un últi-mo donativo en esta documentación, por dos mil pesos, en 1702.

Las referencias del siglo xvii muestran un cabildo eclesiástico que respondió rápidamente y sin problemas a los llamados de la Corona. La base de esta respuesta fue, en primer lugar, una dis-ponibilidad política pero también el hecho que sus aportaciones fueron cortas en relación a los ingresos que poseían. La liquidez, facilitada por la inserción de la Iglesia diocesana en los circuitos de la plata, fue el factor económico más importante para su cabal cumplimiento. Por su parte el manejo de una diversidad de rentas, capellanías y diezmos, permitió a los cabildantes, en diferentes mo-mentos, aplazar sus contribuciones para ser liquidadas en varias partidas, aparentemente sin grandes dificultades.

finalmente, el alto clero consideraba que los donativos a la Co-rona se derivaban de la situación que gozaban en el reino y, por consiguiente, dar este dinero contribuía a mantener su honor e in-crementar su prestigio social.

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Orígenes y problemas en la instauración del subsidio

Desde fines del siglo xvii se comenzó a esbozar una variación en la concepción de las prerrogativas reales sobre el clero, considerándo-las derechos directos del rey. Los cambios en las apreciaciones de este ejercicio del poder, que darían origen al regalismo borbónico, no se pueden atribuir exclusivamente a una evolución intrínseca de la doctrina del patronato. El desarrollo del racionalismo, la di-námica política en la que se vio inmersa la Corona española en la segunda mitad del siglo xvii, el desarrollo y la lucha por la hegemo-nía en la economía-mundo europea y una creciente circulación de las ideas propició el impulso vital del regalismo.

La búsqueda de homogeneidad, centralización y unificación de los criterios en el gobierno fue una tendencia europea, patente en francia y en los Estados protestantes, a la cual el monarquismo his-pano se incorporó. Algunos historiadores han interpretado que desde fines del reinado de los Austrias, en el gobierno de Carlos II, se die-ron pasos en ese sentido.6 En este contexto, al finalizar el siglo xvii, la Corona española consiguió del papado la autorización para hacer extensivo el cobro del subsidio eclesiástico al Nuevo Mundo. El impuesto a las rentas del clero, que se cobraba desde siglos atrás en la península, fue hecho valer entonces para Hispanoamérica por Inocencio xii, como una contribución graciosa a la Corona para for-talecer el combate a los infieles. Con esto se llevaba a la práctica una política de mayor control sobre las rentas del clero en las Indias, especialmente sobre los beneficiados por las rentas decimales. Esta medida constituyó el primer paso concreto en la unificación de cri-terios de gobierno en materia eclesiástica de los reinos europeos con la América española. En adelante un continuo flujo en ambos sentidos, de disposiciones, argumentaciones y prácticas políticas entre el Nuevo y el Viejo Mundo, buscarían integrar un concepto de gobierno monárquico unívoco en materia eclesiástica.

Con los borbones el regalismo alcanzaría su pleno desarrollo en el siglo xviii, y paralelo a los repetidos intentos por hacer efectivo el subsidio eclesiástico, se consolidó el sustento teórico del regalis-mo –en obras como las de José Antonio álvarez de Abreu y Anto-

6 Véase, por ejemplo, Henry Kamen, Spain 1469-1716. A Society of Conflict, Lon-dres, Longman, 1983, y un balance en Christopher Storrs, “La pervivencia de la monar-quía española bajo el reinado de Carlos II (1665-1700)”, Manuscrits, 21, 2003, pp. 39-61.

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nio Joaquín de Ribadeneyra– y la política imperial intentó llevar por ese cauce los convenios con la Santa Sede (acuerdo de 1717 y concordatos de 1737 y 1753).

La naturaleza en la extensión del cobro del subsidio eclesiás-tico a América en el siglo xviii fue diferente a la práctica de los donativos. Podemos hacer una somera recapitulación de los pro-blemas de la instauración de este subsidio en la Nueva España de acuerdo con los registros en el Consejo de Indias. Inocencio XII, por breve de 14 de julio de 1699, concedió a Carlos II el subsidio de un millón de ducados de plata (un ducado equivalía a 11 rea-les + 1 maravedí = 375 maravedís = 136 granos) sobre el estado eclesiástico de Indias, para exterminio de los escoceses herejes que se habían apoderado del Darién, que debía hacerse anual-mente por décimas hasta su extinción. Se expidieron y remitie-ron a Indias despachos con Instrucción con fecha 27 de marzo de 1700. El arzobispo de México, el 18 de noviembre de 1700, expuso dudas y reparos sobre la cobranza y repartimiento siendo uno de ellos el no haberse expedido despachos por los Consejos de In-quisición y Cruzada, protocolo marcado para que sus ministros contribuyesen a este fin.

Por comunicado de 17 de agosto de 1702 se expidieron las consultas. Se remitió a obispos el 18 de septiembre de 1702. Según informe de la Contaduría del Consejo se informó de la remisión de la Nueva España solamente la cantidad de 122,042 7 tomines y 4 granos, sin que entonces se tuviese noticia alguna de lo cobrado en Perú. El 26 de agosto de 1717, remitido por felipe V, llegó otro breve concediendo 1.6 millones de ducados de plata, con el mis-mo fin. En consulta de 14 de septiembre de 1717 se vio que el bre-ve decía 1.5 millones, cobrado por medias décimas. Otro breve de 18 de febrero de 1721 lo señalaba por 1.6 millones de ducados pagando los eclesiásticos 6% al año en todas sus rentas, justifi-cándose para proseguir la victoria sobre los moros, obligándolos a levantar el sitio de Ceuta. Sin embargo, éste no tuvo efecto por haberse recibido otro breve el 8 de marzo de 1721, que extendió a 2 millones el antecedente. Se examinó en consulta de 23 de abril de 1721 para que se propusiese la forma en que el nuncio debía nombrar obispos para su exacción y se satisfizo por la consulta de 10 de julio de 1721. El 19 de diciembre de 1721 se resolvió que los gastos de cobranza fuesen a costa de los mismos eclesiásti-cos. Se hicieron Instrucciones el 20 de marzo de 1722 para ello.

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286 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

Por comunicaciones de 13 de noviembre de 1723, 4 de mayo de 1724 y 18 de agosto de 1726, en cartas el arzobispo de México dio cuentas del estado de la recaudación de la “primera Sexta de los frutos y rentas eclesiásticas”, así como de la pretensión de la pro-vincia de San francisco de resistirse a pagar. En vista de varios memoriales de su general de la orden, se expidió cédula al mismo arzobispo el 17 de junio de 1724, encargándole ejecutara el breve. El 11 de abril de 1740 se remitió otro breve fechado el 28 de enero de 1740 que autorizaba imponer dos millones de ducados paga-dos al 6% anual al valor de rentas eclesiásticas en Indias, “para hacer guerra a los enemigos de la fe que intentasen hostilizar en aquellos puertos”. En otro real decreto, por las mismas fechas se manifestó que en razón del subsidio de 1721 sólo se remitieron 202,494 pesos por parte de la Nueva España. Entonces, para ma-yor eficacia el Consejo propuso que se expidiesen cédulas a los obispos y arzobispos, para que cada uno en su diócesis hiciese el repartimiento sin esperar alguna noticia unos de otros, como anteriormente estaba dispuesto, y lo que correspondía pagar en el obispado se pagase. Para quitar los recelos de convertir en per-petua la contribución, se acordó continuar primero con la de 1721 por 8 años al 6%, aunque se hizo notar que en ese plazo no se po-día llegar a la suma concedida. En cuanto a la de 1740 el Consejo examinó la forma y términos, en comunicación de 23 de octubre de 1741, al arzobispo de México y demás prelados, indicándoles que continuasen la exacción de 2 millones del año 1721. El 7 de agosto de 1742 el obispo de Puebla acusa recibo sin otra noticia sobre lo practicado para su cumplimiento. 7

Como se puede constatar, el cobro del subsidio en la Nueva Es-paña pasó por dificultades y ambigüedades en su aplicación. Se trató

7 Véase Archivo General de Indias (en adelante agi), Indiferente 2962. Sobre cómo estas recolecciones se dieron en el marco de presión y vigilancia real sobre los bene-ficiados de la distribución de las rentas decimales, véase J. Carlos Vizuete Mendoza, “Cabildos eclesiásticos y Real Hacienda. Informe del doctoral de Puebla, sobre la dis-tribución de los novenos del diezmo, 1759”, Historia Mexicana, octubre-diciembre 2005, vol. lv, núm. 002, pp. 577-625 y Francisco Javier Cervantes Bello, “Certificación e Infor-me de la Contaduría de la catedral de México sobre el modo de distribución de los diez-mos (1758-1759)”, presentación y documento en El arzobispado de México en la sociedad colonial. Documentos para su historia, Leticia Pérez Puente y Rodolfo Aguirre (coords.), en prensa. Sobre la situación de los cabildos y el alto clero en la era borbónica pueden consultarse para Michoacán: Oscar Mazín Gómez, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, zamora, El Colegio de Michoacán, 1996, 499 p. y David Brading, Una Iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810, México, fce, 1994, 304 p.

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de una contribución directa y afectó a las rentas eclesiásticas como tales. El subsidio fue una carga cuya aplicación –hasta gran parte del siglo xviii– dependió del poder de negociación de las catedrales.8

El subsidio eclesiástico y el cabildo catedral de Puebla en el siglo xviii

En sus reflexiones de 1794 el cabildo catedral de Puebla dejó claro que, como en las otras solicitudes de cubrir la contribución (en 1709, en 1723 y en 1741), había respondido inmediatamente al llamado de la recolección y que en estos casos se tomaron las providencias necesarias, aunque por condiciones inevitables, los resultados fue-ron muy diferentes.

Para el caso de 1709, por la gracia dada por Inocencio XII a Carlos II, se mandó extraer 10% del valor de las rentas eclesiásticas del obispado y entonces se contribuyó con cuarenta y seis mil sete-cientos sesenta y cuatro pesos. El cabildo resaltó que su contribu-ción particular fue de nueve mil pesos y nunca se reclamó más por este subsidio. Tampoco hubo ningún reclamo u observación por la tasación de las rentas líquidas del clero, teniendo como base que se estimaron en 467,640 pesos anuales.9

Las primeras discusiones se dieron en torno al subsidio exigi-do al cabildo catedral en 1723, que en sus tres años de recaudación en Puebla (1724-1726) obtuvo 61,324 pesos, de los cuales sólo se en-tregaron en las cajas reales 51,000 pesos, diferencia explicada prin-cipalmente en gastos de la recaudación, premio del depositario y conducción del dinero. Sobre esta cantidad, el obispo de Puebla, en

8 La negociación era un factor que desde los orígenes de este subsidio estuvo pre-sente. En Europa, a finales del siglo xvi, la cobranza se hacía generalmente dos veces al año, y para mejor exacción mediaba muchas veces una “concordia” o acuerdo con el clero, en el que se señalaba una cuota a cada diócesis que, en lo general, no coincidía con lo señalado teóricamente en las bulas pontificias. Por lo general, en varios casos, se rebajaba todo o en parte por la gracia del rey, por imposibilidad de pagar o por pri-vilegios de algunas instituciones. Para principios del siglo xviii, una discusión quedó plasmada en el impreso Allegatos, prácticos, canónicos y civiles, a favor de las pagas hechas a su Magestad, del subsidio y excusado, por los señores Dean y Cabildo, de la santa Apostólica Metropolitana, iglesia de Granada, hasta fin de Diciembre del año de mil setecientos y diez y nueve… S.l. s.f. se.

9 Archivo del Venerable Cabildo Metropolitano de Puebla (en adelante avcmp), Actas de Cabildo, Libro 51, 1794-1796, 13 de octubre de 1794, f. 44-108, que es el docu-mento al que nos referiremos como el informe al obispo sobre el subsidio.

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288 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

cartas de 15 de noviembre de 1723 y 4 de mayo de 1724 al Consejo, dio cuenta de haber entregado 18,000 pesos a las cajas de México y 6,000 a las de Veracruz. En otra carta de 1726 el cabildo dijo haber remitido a los oficiales reales de las cajas de Veracruz otros 27,000 pesos. Recaudación en la cual habían excusado de pagar los religio-sos regulares, excepto los de la Compañía de Jesús.10 En respuesta se expidió la real cédula de 24 de julio de 1727 para que continua-sen las diligencias y los regulares pagaran; se dio cuenta de recibo de esta exigencia por carta de 31 de agosto de 1728.11

El impuesto se graduó en 6% del valor líquido de las rentas eclesiásticas del obispado, calculadas entonces en 537,447 pesos 3 reales, por lo que correspondía anualmente a una aportación de 32,246 pesos 6 reales. En el primer año de cobranza se recau-daron 32,234 pesos 6 reales, por lo que prácticamente se cumplió con lo establecido. En el segundo año de este subsidio sólo se re-caudaron 21,583 pesos, 5 reales y 6 granos. Ya entonces se excusa-ron de pagar muchos religiosos regulares y otros contribuyentes se atrasaron en su cuota. La respuesta fue mucho menor en el tercer año, cuando sólo se recaudaron 7,505 pesos, 7 reales. Además de la falta de contribuyentes en ese mismo año, la recaudación bajó ra-dicalmente porque el obispo Lardizábal mandó suspender la exac-ción, como se lo comunicó al rey.

una situación muy distinta se presentó en el caso de la orden de recaudar el subsidio en octubre de 1741. El cabildo recibió la orden pero no la ejecutó por estar en sede vacante y ser facultad reservada al prelado su práctica.12 Después, aunque Domingo Pan-

10 En particular, durante 1724-1726 la Mesa capitular contribuyó con 5,614 pesos, dos reales y cinco granos y otros 200 pesos por razón de Aniversarios, como consta en el tomo 22 de las resoluciones capitulares, fojas 13 y 16. Véase agi, México, 2577, “Carta de Miguel Ortiz de zárate, Vicente fernández de Ronderos, José Martínez de Cevallos y Antonio de Alarcón y Ocaña dirigida a don Victoriano López Gonzalo, obispo de Puebla. Sobre la contribución del subsidio eclesiástico”, reproducida en Juan Pablo Salazar Andreu, Obispos de Puebla. Periodo de los borbones (1700-1821). Algunos aspectos jurídicos y políticos, México, Porrúa, 2006, p. 215.

11 agi, Indiferente, 2962.12 Sobre la argumentación del cabildo eclesiástico de Puebla de no ejecutar una

orden dirigida al ordinario en una causa temporal o negocio particular, se fundamen-taba claramente en las atribuciones del cabildo en sede vacante, porque sólo le sucede en jurisdicción y no en Dignidad, como quedó expresado en la “Carta del licenciado Antonio de Leiba, dirigida a Su Majestad. Sobre contribución del subsisdio eclesiásti-co”, 7 de agosto de 1742, agi, México, 2577, reproducida en Juan Pablo Salazar Andreu, Obispos de Puebla, Periodo de los…, p. 211 y ss.

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taleón álvarez de Abreu entró a la ciudad para tomar posesión de la mitra poblana en 1743, no fue sino hasta dos años después que se mandó cumplir la exacción. En 1746 se nombró subcolector depo-sitario y juez subdelegado a Domingo José de Apresa, sin embargo todo se suspendió por determinación del obispo dada la terrible epidemia que azotó el obispado en esos años. Luego se excusó el señor Apresa por graves enfermedades, excusa que fue admitida el 18 de septiembre de 1750. De ahí en adelante no se realizó otro cobro ni fue nombrado otro juez.

Ya en la real cédula de 23 de octubre de 1741 se advirtieron los reclamos reales, acusando por primera vez de la tibieza, negli-gencia y abandono con que se había procedido a la exacción del subsidio anterior, pues la recolección fue muy por debajo de las expectativas de la Corona y nula en el obispado. Según la Coro-na, había sido la indiferencia del clero la causa por la cual había quedado inutilizada y sin efecto la concesión papal para obtener el subsidio.13 Por esa fecha además se reclamaba que los funcio-narios eclesiásticos habían prevenido sólo una cobranza por ocho años, pues temían que la voluntad real mandara que se cubriera de manera indefinida hasta que se completaran los dos millones de ducados, ya que como bien calculaban, con una imposición de 6% sobre las rentas eclesiásticas este objetivo era imposible de cubrir en ocho años. El cabildo eclesiástico de Puebla expresó las razones que se tuvieron al respecto: “el haber reducido a ocho años el tiem-po de la contribución fue para evitar el recelo que podían tener los individuos del estado eclesiástico que ella fuese perpetua, y apar-tarlos del escrúpulo de que se excediese a lo permitido”. Sin em-bargo el clero reconocía que ni aun habiendo limitado esta medida a ocho años pudo dar cierta seguridad a los eclesiásticos “pues la perpetuidad no era evitable sino asegurándose que no se implora-ría un nuevo subsidio”, como de hecho se hizo. Para la corporación eclesiástica, la concesión de Clemente XI para obtener el subsidio no podía ser perpetua y sólo era renovable por medio de nuevas concesiones al rey, tal como había sucedido en España. Resumía el cabildo: “esto era puntualmente lo que recelaban los individuos del estado eclesiástico en Indias; ni menos se apartaba el peligro bien fundado de exceder de la cantidad permitida, una vez que no

13 Esta acusación se repetiría en otras ocasiones hasta 1794, año en que el cabildo angelopolitano decidió analizar el asunto dadas las presiones del virrey.

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se hacía el prorrateo de lo que debería contribuir cada obispado”. Y esta fue la clave que permitió al clero eludir la facultad dada al rey para colectar dos millones de ducados en las Indias, pues ella era el primer y principal fundamento para iniciar la recaudación y completar la exacción.14

Señalaron que ni la simple cobranza del 6% pudo verificarse entonces

[...] porque desde luego se tropezaba en el común escollo que ha vara-do todas las providencias dictadas en esta materia, esto es, la falta del prorrateo o repartimiento de los dos millones de ducados entre los obispados que debían contribuirlos. Sin que se proceda a este prorra-teo ¿Cómo podría saberse en cada obispado la parte que le tocaba […]?

Pero como reconocían los cabildantes, el prorrateo no se podría ve-rificar sin las noticias del valor líquido de las rentas eclesiásticas de todos y cada uno de los obispados comprendidos en las contri-buciones, y alegaban que no se había proporcionado una relación fidedigna y justa de esas noticias que fuera satisfactoria.

14 Sin duda, hubo tasaciones particulares y el registro de una tasación general –cercana a la disputa del cabildo poblano de 1794– se puede consultar en la gradación dada en la real cédula de 6 de marzo de 1790, de la cual reproducimos los datos para las principales diócesis:

Obispado Principales ExaccionesMéxico 1,170,746 175,446Puebla 866,666 129,880Michoacán 946,197 142,246Oaxaca 472,547 70,820Guadalajara 447,091 67,000Yucatán 170,839 25,612Durango 204,295 30,616Nuevo León 104,986 15,732Sonora 39,900 5,980Chiapa 93,653 14,030Lima 996,474 149,328

A éstos se sumaron otros obispados para dar un total de 10,006,474 pesos para tasar una exacción de 1,500,000 pesos. Informe fechado en Madrid, 9 de noviembre de 1799, agi, Indiferente, 2962.

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Bajo estas circunstancias la nueva petición para completar el subsidio eclesiástico no tuvo otro efecto

[...] que haberse avisado en algunas partes su recibo, exponiendo la dificultad que tendría la exacción del subsidio por la pobreza del es-tado eclesiástico, a no haber llegado contestación de muchas diócesis, y haberse participado de únicamente de muy pocas lo que en cada una se habría cobrado y puesto en las cajas reales.

Para el caso de Puebla se hicieron varios informes de lo que la re-caudación debería colectar a partir de los ingresos del alto clero, resumidos de esta forma:15

Rentas de curas del Sagrario: 2,500 pesos, cada uno Por razón de cuarta capitular corresponden anualmente, según cál-culos por promedios quinquenales:Deán: 4,001 p. Dignidades: 3,464 p.Canonjías: 2,667 p.Raciones enteras: 1,869 p.Medias Raciones: 934 p.Por los 4 novenos que en tiempos de erección pidieron para “poder

15 Gracias a estos informes tenemos una idea del valor de las rentas eclesiásticas del cabildo y curas del Sagrario. Véase “Informe al consejo de obispo arzobispo de Puebla 29 agosto de [1]748”, agi, Indiferente, 2963. Se han redondeado las cifras a pesos en todos los casos, a menos que se especifique lo contrario, para dar mayor claridad en las cifras, omitiendo tomines y granos o maravedíes según sea el caso, con las consi-guientes variaciones en algunas sumas. El informe señala, además, que los curas tenían emolumentos por razón de empleos sin que puedan llamarse obvenciones: “también los prebendados logran aquellas utilidades que separadamente les provienen de varias fundaciones de capellanías, patronatos y aniversarios que sirven y celebran en dicha Iglesia catedral y fuera de ella. Todo lo cual, conforme a lo constante de un cuaderno de revisión de Cuentas formado en el año de 1712, sobre las que desde 1689 hasta 1711 se dieron por los administradores de estos ramos (que venerable arzobispo obispo tiene presente) con respecto a los principales de sus dotaciones, y a las que de aquel tiempo a esta parte han fundado, rinde réditos anualmente la suma de 160 pesos, con corta dife-rencia más o menos, cuya cantidad se distribuye en los referidos prebendados y demás individuos que se compone el coro”. La razón y situación de estos cuatro novenos es abordada en el Informe del doctoral de Puebla reproducido en J. Carlos Vizuete Men-doza, “Cabildo eclesiástico y real hacienda…”. También hace referencia a la repartición de estos cuatro novenos: Arturo Córdova, “Las dignidades eclesiásticas de la catedral angelopolitana” en El mundo de las catedrales novohispanas. Montserrat Galí (coord.), Puebla, icsyh-buap, 2002, quien señala que de estos ingresos se tenía la obligación de dar 107 pesos, menos dos maravedís, a los curas de la iglesia catedral, p. 256.

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292 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

sobrellevar la carga de sus ministerios”Deán: 3,617 p.Dignidades: 3,135 p.Canonjías: 2,412 p.Raciones enteras: 1, 688 p. Media ración: 844 p.La suma de ambas cantidades darían la siguiente estimación de rentas:Deán: 7,618 p.Dignidades: 6,599 p. Canonjías: 5, 079 p.Raciones enteras: 3,557 p Medias raciones: 1,778 p.

Después del fracaso del intento recaudatorio de la década de 1740, hubo un profundo silencio en esta materia hasta el 4 de noviembre de 1776, cuando nuevamente se llamó a los prelados a informar sobre lo entregado de los subsidios a la vez que se les apremiaba a nombrar colectores para complementar la contribución. En particu-lar, cuando el obispo de Puebla, Victoriano López, recibió la orden real manifestó al cabildo ignorar por completo el estado de la re-caudación y ordenó a su consejo se hiciera un informe al respecto, el cual “se comenzó varias veces pero ninguna se concluyó”. Como se manifestó en el recuento hecho en 1783, tampoco tuvo efecto esta disposición.16

16 Hay un informe muy general que es necesario confrontar con otras fuentes, pero que sugiere algunas cifras previas a la recaudación de 1783, se trata del “Testi-monio del expediente formado a consecuencia de la real orden 4 noviembre 1776 sobre el cobro del subsidio de dos millones de ducados de plata concedidos sobre las rentas eclesiásticas de estos reinos por su Santidad a su Majestad”, 19 de julio de 1784, agi, Indiferente, 2965, y que incluía lo recaudado en Manila:

1723-32 135,887 p.1733-42 3,482 p.1743-52 101,707 p.1753-62 39,144 p.1763-77 92 p.TOTAL 280,312. p.

Sin embargo, estas cifras son inferiores a las que se presentarían en otros informes. Con respecto a la orden de 4 de noviembre de 1776 sobre el subsidio, el obispo de Puebla señaló que los colectores habían muerto desde hacía tiempo y no habían dejado ningún informe, que “aquel obispado [Puebla] ha sido el más diligente en esta contribución, y

293

Dadas las circunstancias, en 1783 se dictó una real cédula señalan-do la exacción del 6% sobre las rentas eclesiásticas, cobrándose cada año hasta que se ordenase cesar por otra real cédula. Dispuso para su cumplimiento la formación de Juntas, constituidas por prelados y vicepatronos regios. No obstante la inmovilidad generalizada al res-pecto, el cabildo catedral de Puebla subrayó el hecho de que el obispo López dictó ciertas providencias para su cumplimiento en 1784, con-sistentes principalmente en obtener “Relaciones Juradas” del valor líquido de los bienes sujetos a contribución. En un informe detallado el cabildo narró las diversas dificultades burocráticas por las que se retrasó hasta que en 1786 se ordenó su suspensión. La sequía y las consecuentes enfermedades ocasionaron catástrofes en el obispado de Puebla, por lo que fue necesario “tener consideración a dar hueco para que pudiese reparar esta diócesis los daños y estragos”, lo que significaba dejar atrás cualquier otra erogación, argumentando el bien común. Luego sobrevino el traslado del obispo López a otra mitra y la muerte de su sucesor, dejando vacante la silla episcopal.

El asunto no volvió a considerarse hasta que se recibió la real cédula de 6 de marzo de 1790, donde se había dado un término de seis meses para que los prelados presentasen una relación jurada del valor líquido de las rentas eclesiásticas de sus respectivas dióce-sis. Pasado ese término se otorgó a los vicepatronos facultades para formarlas inmediatamente, pidiendo cuantas noticias considerasen necesarias. De acuerdo a los prebendados poblanos, tal informa-ción tenía que partir de los esfuerzos anteriores, los cuales se bus-caron y solicitaron pero sin resultados. El caso es que el tiempo se agotó para la diócesis de Puebla y el obispo nunca envió el estado de las rentas eclesiásticas, esperando, quizá, evadir la ley, que se diera una estimación muy baja a la verdadera suma de sus rentas o que se tomara como demasiado alta, lo cual era un motivo más para alargar las discusiones. Esto último fue lo que ocurrió cuando el virrey como vicepatrono conformó una evaluación que sería la base para la contribución exigida al obispado de Puebla.

que ha satisfecho la parte que le pudo caber, pero en caso de que esté descubierto en algo, será necesario para su liquidación tener presente el prorrateo que se hizo entre las dos Américas, con noticia individual de lo que cada uno ha contribuido”, cuya razón la podrían dar el arzobispo de México y el del Perú. Es muy importante hacer notar que la necesidad y argumento de prorrateo se presenta en estos años como una exigencia clave para continuar con la contribución. Véase también la mención del arzobispo de México al Consejo, 5 de febrero de 1778. agi, Indiferente, 2965.

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¿Era la diócesis de Puebla un caso único en el retraso del cobro del subsidio y cumplimiento de las disposiciones reales? Es difícil hacer una comparación en tanto no se tengan estudios puntuales so-bre otros obispados, pero podemos aproximarnos a una respuesta a partir de un informe (c. 1790) de los pagos totales hechos a cuenta de los dos millones de ducados reclamados en el siglo xviii. un balance provisional del que se puede partir muestra que hasta mayo de 1783, las posesiones de ultramar aportaron aproximadamente 472, 666 pesos17 y que desde principios del año siguiente se cobraron cerca de 100,369 pesos a los que hubo que añadir en la contabilidad 22,949 pesos de diversas diócesis.18 El siguiente cuadro muestra lo recau-dado en las principales diócesis de Hispanoamérica hasta 1783.

Cuadro 1. Noticias de lo remitido por algunas diócesis de Indias hasta 1783 Cifras redondeadas en pesos

Guatemala 5,853 p.Guadalajara 10,000 p.Paraguay 7,910 p.Santa fe 23,551 p.Yucatán 26,440 p.Nicaragua 2,278 p.Caracas 30,875 p.Cuba 65,887 p.Mexico, Durango, Puebla, sin distinguir 202,490 pGuatemala según dice su arzobispo 14,990 p.Nicaragua 539 p.Guadalajara 13,276 p.Santa fe 54,062 p.Oaxaca 14,508 p.

fuente: agi, Indiferente, 2962. La cantidad total fue de 472, 666 pesos en cifras redon-deadas. El Informe consideraba que no se trataba de todo el dinero entregado, ya que habría algunas otras partidas no consideradas. Por ejemplo, en un informe anterior constó que Michoacán entregó partidas que no estaban mencionadas en éste.

17 agi, Indiferente, 2962.18 Idem.

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Otro Informe nos deja ver que a partir de 1784 se recaudaron 100,369 pesos, proveniente de diversas diócesis. El cuadro siguiente recu-pera las cantidades de lo que algunas de las principales diócesis aportaron en esta etapa.

Cuadro 2. Aportaciones de algunas diócesis para el periodo 1784-c.1790Nicaragua 12,465 p.Guatemala 25,463 p.Manila 11,985 p.Concepción de Chile 3,745 p.Guamanga 16,011 p.Oaxaca 24,991 p.Santa Cruz de la Sierra 4,161 p.Paraguay 1,273 p.Caracas 271 p.

fuente: agi, Indiferente, 2962. Consta, además, que los obispados de Chiapas, Comaya-gua, Chile y Santa Martha por las rentas de sus eclesiásticos habían recaudado 22,949 pesos, los que para 1790 ya se habían entregado. Aunque no constaba un recibo, el Informe señala que “puede creerse que han entrado en las reales cajas”.

Todas estas sumas hicieron calcular en este Informe un total en cantidad exacta de 595,984 pesos 5 reales 30 maravedíes, que re-presentaban apenas 432,287 ducados, 6 reales, 19 maravedíes. Se estimaba, por tanto, que para la última década del siglo xviii falta-ban, para cubrir los 2,000,000 de ducados impuestos por concepto de subsidio eclesiástico, 1,567, 712 ducados, 4 reales, 15 maravedíes, lo que da un bajo índice de recolección de 21.6%. Por consiguiente, la actitud del clero poblano ante el cobro del impuesto no fue una excepción en las Indias, sino más bien un hecho común.

Los argumentos de 1794

El 2 de mayo de 1794, el virrey dirigió un escrito al obispo de Puebla, reclamándole que el adeudo en los tres últimos años (1791-1793) de este obispado por el subsidio concedido a la Corona, fuese cubierto en “su entero en la mayor brevedad”. El obispo, ya sin ninguna otra

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posibilidad, se dirigió al cabildo para que abordara el asunto y se realizara una argumentación, lo más elaborada posible, sobre la po-sición del alto clero poblano con respecto a la contribución. El 9 de mayo de 1794 el obispo de Puebla turnó la exigencia del virrey a su consejo, pidiéndole “su resolución para contestar y responder espe-cíficamente a Su Excelencia”. En el acta capitular de 13 de mayo de 1794 se reconoce que, como no todos los miembros del cabildo tenían la instrucción necesaria para resolver el asunto, se había delegado la petición del obispo en los capitulares Miguel francisco Irigoyen, Manuel Ignacio de Campillo, francisco Javier Vasconcelos y Tomás franco de la Vega. De todos ellos, la opinión más valorada era la de De Campillo –futuro obispo de Puebla y sucesor del actual– pues en las actas capitulares se mostró siempre su alta consideración. Se tomaron las providencias necesarias y se notificó al obispo. A su vez el prelado turnó a la comisión “los 95 cuadernos que tratan de este subsidio, […] con los demás que resulta del expediente […]”.19

En el informe presentado al obispo se señaló que, a pesar de haber varios breves papales al respecto de las facultades de exigir el subsidio a favor del rey, y no obstante de las repetidas cédulas, sólo se trataba de una contribución única –como se derivó de su análisis de los breves papales– y no de varias imposiciones, por tanto, todas las posteriores a la primera las consideraron complementarias a la exacción de dos millones de ducados y no más. En segundo lugar, los gastos de recaudación eran altísimos (según la experiencia del cabildo de principios del siglo xviii, aproximadamente de 11.5%) y si la Corona pretendía –como se derivaba de las posteriores reales cédulas– que el clero los absorbiera “¿a cuánto pues subirá el im-porte de ellos en la recaudación de los dos millones de ducados?” Y concluye que la Corona no le podía exigir al clero contribuyente este cargo, sin expresa licencia pontificia. Además, tal pretensión contradecía abiertamente al breve papal que expresamente men-cionaba la cantidad exacta “y no más”.

La exigencia de la Corona de contabilizar sólo el ingreso neto y cargar al clero los gastos de cobranza y premio del recaudador al cabildo catedral de Puebla le parecía inequitativo, ya que en la península se había entendido siempre que los gastos de adminis-tración y recaudación debían ser cubiertos por la Real Hacienda,

19 avcmp, Actas de Cabildo, Libro 51, 1794-1796, 13 de octubre de 1794, f. 44-108. En las citas modernizamos la escritura y todos los subrayados son nuestros.

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[…] y en ese concepto del valor de las mismas gracias se ha bajado la quinta parte, fuera del premio del veinte por ciento, de modo que aquellas iglesias han pagado a la real hacienda por el importe de esas gracias cantidad mucho menor que la del valor de sus concesiones […] En esta conformidad se ha hecho la de los subsidios impuestos sobre el estado eclesiástico de España y parece correspondiente se obser-ve la misma regla en el impuesto sobre el estado eclesiástico de Indias.

Y apuntaba que, en todo caso, el derecho señalaba que únicamente cuando hubiera morosidad, se podría pensar en cargar las costas al deudor.

Enseguida, la comisión del cabildo decidió colocar al frente de sus argumentos uno de suma delicadeza: las relaciones entre las potestades reales y eclesiásticas. Era potestad de la Iglesia otorgar, como una gracia, el subsidio eclesiástico a la monarquía; en conse-cuencia, la Corona requería de los breves papales. Sin embargo la real cédula que pretendía cargar los gastos de recaudación y ad-ministración al clero era una “declaración o resolución que parece opuesta a los mismos Breves, que previene no se les exija más que los dos millones”. Esto resultaba contrario a la potestad eclesiástica, misma que la Corona había reconocido como preeminente. Y aun-que si bien era cierto que el asunto de los breves podía dar lugar a ciertas dudas, para los cabildantes estaba claro que “las dudas de esta naturaleza no se pueden declarar ni resolver con potestad legislativa o por declaraciones que tengan la fuerza y los efectos propios de la ley coactiva sino por la misma potestad que dinamó o la ley común o la particular, cual es la Gracia, privilegio o indulto de que se trate”.

El escrito del cabildo reconocía que estaba entrando en terre-nos de suma delicadeza, pero lo consideraba indispensable dada la rispidez de los reclamos reales, expresados en la comunicación del virrey al obispo poblano. Aunque la comisión del cabildo le aclaraba al prelado que no era conveniente reducir el problema del subsidio a una cuestión de potestades, sí era importante te-nerla presente para comprender su argumentación. Reconocían la facultad real para declarar dudas y dictar sobre ellas lo que fuese conveniente para la exacción. Como lo expresaban:

No disputamos pues, ni ponemos en duda la potestad real, única-mente aspiramos en este punto a manifestar con la claridad que nos sea posible, aquella cualidad, bajo de la cual obra en la presente ma-

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teria, a fin de precaver por este medio la confusión de jurisdicciones y po-testades, y para reunir también en conocimiento el modo en que se deben entender sus respectivas providencias, resoluciones y declaraciones.

El cabildo consideraba necesario empezar por separar y distinguir las diversas cualidades de las potestades: ambas eran en su línea su-premas, universales e independientes, divisibles en sus cualidades y en los efectos de su ejercicio, pero indivisibles en sí mismas en cuan-to su objetivo, y por tanto dependientes una de la otra. Reconocieron también que los soberanos tenían ciertas facultades en materias pu-ramente espirituales y eclesiásticas pero “únicamente bajo la cualidad de protectora y auxiliadora de la Iglesia, de sus definiciones, cánones y establecimientos sobre dogma, doctrina y disciplina, sin que por esto se juzgue perjudicada ni en lo más leve la potestad eclesiástica”. En el caso de la discusión en torno a la exacción del subsidio eclesiás-tico, el cabildo la consideraba una materia de potestad mixta, pues aunque se trataba de bienes temporales, lo formal de ellos era espiri-tual y eclesiástico por sus fines y destinos. Pero acotó el informe:

Mas aunque la presente materia sea mixta, la parte o cualidad que tiene en ella la eclesiástica es en ella la prelativa la que prefiere y, permítasenos decirlo así, la que predomina, la real o de los bienes de que se paga el subsidio, y la personal del clero que lo satisface, y así lo reconocen los mismos soberanos, ocurriendo a la potestad eclesiástica para su imposición.

La disyuntiva se presentaba por la pretensión de la monarquía de sobrepasar el subsidio concedido graciosamente en los breves pa-pales al obligar a la Iglesia a pagar los gastos de cobro y adminis-tración. Según las autoridades en que se apoyaban los eclesiásticos, cuando los intereses de dos potestades se encontraban opuestos, correspondía al de menor interés ceder al mayor y “parece indubi-table que en el caso es incomparablemente mayor el interés de la Iglesia (en el cual se incluye el de Dios), en la conservación de su doble inmunidad real y personal, que el del Estado en la exonera-ción de los gastos de recaudación”. Apoyándose tanto en Campo-manes como en santo Tomás, señalaron que aunque la inmunidad y exención en lo temporal eran concesión del Príncipe, eran confor-me al derecho natural y divino y, por tanto, se consideraban justísi-mas las causas de su concesión.

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En lo que se refería a la recolección del impuesto, la comisión del cabildo consideraba que mientras no se tuviera completa la lista del valor justo de las rentas eclesiásticas de todos los obispados y de lo que ya se había entregado en razón de esta contribución, no se podría hacer el prorrateo, dado que se trataba de completar el co-bro del subsidio de manera justa y equitativa. Tener una estimación del valor de las rentas de las diócesis no era suficiente para exigirles simplemente el pago de 6%. Además el cabildo argumentaba que la gradación impuesta de las rentas eclesiásticas para la diócesis de Puebla, ratificada el 1 de mayo de 1794, había sido arbitraria. De la estimación del valor de las rentas eclesiásticas del obispado de Puebla en 866,666 pesos, se deducía que a razón de 6% se debía cubrir anualmente 52,000 pesos. Por consiguiente, el adeudo de tres anuales vencidos que se le estaba cobrando al clero poblano en 1794 ascendía a la exorbitante cantidad de 156,000 pesos. El cabildo ma-nifestó asombro por la evaluación tan elevada de sus rentas netas, pues argumentaba que en el año 1723, cuando se cobró por entero el subsidio en esa diócesis, el valor líquido de sus rentas era de 537,447 pesos 3 reales. Además, señaló que era público que después de esa fecha las rentas eclesiásticas habían bajado en demasía. Este juicio coincide con opiniones de cronistas que citan un marcado periodo de crisis en las primeras décadas del siglo xviii. El análisis del cabil-do menciona también la fuerte pérdida de las fundaciones piadosas e instituciones eclesiásticas en concursos de acreedores. Pero aquí los datos que se tienen sugieren una apreciación diferente. En los años de crisis de las décadas que siguieron a 1720 hubo, en efecto, muchos concursos, pero también como producto de ellos algunas instituciones eclesiásticas adquirieron casas por compraventas o remates y, por consecuencia, varios establecimientos clericales se reafirmaron como importantes propietarios urbanos. Por ejemplo, en algunos conventos de religiosas la composición de sus rentas pasó a ser mayoritariamente de productos de casas en vez de cré-ditos. una situación diferente ocurrió con las rentas provenientes de los diezmos, pues la producción agropecuaria fue severamente afectada por varias crisis agrícolas y su crecimiento secular relativo fue inferior al de otras diócesis, pero en todo caso, en la perspectiva de larga duración se percibe un crecimiento moderado.20

20 Sobre el valor del diezmo líquido durante el siglo xviii, véase Arístides Medi-na Rubio, La iglesia y la producción agrícola en Puebla, 1540-1795, México, El Colegio de

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En el último tercio del siglo xviii el panorama del crédito ecle-siástico ya era distinto. A partir de la década de 1770 encontra-mos continuas quejas de importantes quebrantos de los intereses eclesiásticos por juicios y concursos.21 A partir de esa experiencia, cuyas consecuencias estaban viviendo los eclesiásticos cuando es-cribieron su parecer sobre el cobro del subsidio, el cabildo catedral de Puebla esbozó un cuadro desalentador de las rentas eclesiásti-cas que hacía extensivo a todo el siglo xviii. El balance estaba fun-damentado si consideramos que se hizo desde la perspectiva de las últimas décadas del setecientos. Las nuevas fundaciones pia-dosas, fuente de una renta eclesiástica para el clero, comenzaron a ser muy variables y erráticas a finales del siglo xviii.22 Además, por esos años se dejaban sentir los efectos acumulativos de im-posiciones fiscales sobre las rentas del clero decretadas en años posteriores al subsidio de 1723. Entre ellas estaban la aplicación al rey de las vacantes sobre la cuarta episcopal y capitular (1737), el aumento de la mesada a media annata (1777) sobre cargos ecle-siásticos, la imposición de 40 mil pesos a las mitras para la Orden de Carlos III.23

Calcular el efecto acumulativo de estas contribuciones es una tarea aún por hacerse, pero podemos tener una idea de la mag-nitud de la última contribución que mencionaron. La disposición real decretada en 1792 a favor de la Orden de Carlos III, fijó las pensiones que debían aportar los cabildos eclesiásticos a partir del valor de sus rentas. El cuadro 3 muestra cómo se distribuyó esta carga en el caso del alto clero de los obispados de México, Puebla y Michoacán.

México, 1983, p. 195. Sobre el valor comparativo en los años 1771-1789, ver Enrique florescano, Origen y desarrollo de los problemas agrarios de México, 1500-1821, México, Era, 1976, p. 69.

21 Véase francisco fabián y fuero, Colección de providencias diocesanas del obispado de la Puebla de los Ángeles, hechas y ordenadas por su señoría ilustrísima D. Francisco Fabián y Fuero, Puebla de los ángeles, Seminario Palafoxiano, 1770.

22 Sobre el decrecimiento notorio del registro de las capellanías en los registros notariales en la década de 1790, véase francisco Javier Cervantes Bello, “El siglo de oro de las capellanías y el iv concilio provincial mexicano. El caso del obispado de Puebla de los ángeles (México) en el siglo xviii” en España y América, entre el Barroco y la Ilustración (1722-1804). II Centenario de la muerte del cardenal Lorenzana (1804-2004), Jesús Paniagua Pérez (coord.), León, universidad de León, 2005, pp.232-233.

23 agi, Indiferente, 2962.

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Cuadro 3. Pensiones fijadas como contribución a los prelados y cabildos de México, Puebla y Michoacán para la Orden de Carlos III.

Valores en pesos redondeadosPENSIÓN VALOR DE RENTA

Arzobispado de MéxicoArzobispo 2,000 55,201Deán 200 6,525Dignidades 700 (4 a 5,655) 22,620Canonjías 1,400 (10 a 4,350) 43,500Raciones 500 (6 a 3,045) 18,270Medias raciones 200 (6 a 1,525) 9,150TOTALES 5,000 155,266Obispado de PueblaObispo 1,500 45,832Deán 200 4,456Dignidades 600 (4 a 3,862) 15,448Canonjías 1,000 (10 a 2,970) 29,700Raciones 500 (6 a 2,079) 12,474Medias raciones 200 (6 a 1,039) 6,234TOTALES 4,000 114,144Obispado de MichoacánObispo 1,500 50, 906Deán 200 5,828Dignidades 600 (4 a 5,051) 20,204Canonjías 1,100 (10 a 3,885) 38,850Raciones 400 (4 a 2,719) 10,876Medias raciones 200 (4 a 1,359) 5,436TOTALES 4,000 132,100

fuente: “Repartimiento de los 40 mil pesos fuertes que se cargan a las mitras, cabildos de las iglesias metropolitanas y catedrales de Indias a proporción de sus rentas deci-males, bajadas cargas, a favor de la real y distinguida Orden Española de Carlos III”, agi, Indiferente, 2962. Entre las otras contribuciones pueden citarse: la de Oaxaca con un total de 1,000 pesos, la de Guadalajara cuya imposición fue fijada en 1,800 pesos, la de Durango por 1,300 pesos, la de Lima: 3,000 pesos.

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302 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

En conjunto, los cabildos de Indias fueron tasados en 23,500 pesos y sus prelados en 16,500. Esta experiencia había resultado poco alen-tadora para el alto clero poblano.

Es muy posible que estos antecedentes también hayan influido para que el cabildo expresara que era desmedida la pretensión de la nueva ley de cobrar tres anuales por concepto de subsidio. Hizo cuentas de lo que sería la suma por esa imposición fiscal. Si se su-maban los pagos anteriores a los pretendidos, resultarían cerca de 207,000 pesos (51,000 entregados líquidos a las cajas reales en la pri-mera recaudación de 1723, más las tres anualidades atrasadas por valor de 156,000 que ahora se pretendían cobrar). Lo consideraban algo desmedido de toda proporción.24

También el cabildo acusaba que todo cobro era además inequita-tivo, ya que no se sabía lo que habían contribuido los demás obispa-dos con respecto a su riqueza. Incluso dentro de un mismo obispado, como el de Puebla, la desigualdad de la recaudación había sido notoria, ya que en la regulación de 1723-1725 se obtuvo la mayo-ría del dinero en el primer año, dado que en los dos siguientes no contribuyeron todos los que lo hicieron en el primero. Además, ex-cepto lo jesuitas, se excusaron de pagarlo todas las comunidades de religiosos. El mismo obispo Lardizábal no pagó lo correspondiente al segundo año ni al tercero, y el cabildo sólo aportó la cuota de los primeros dos años. Resumía el cabildo al respecto:

Lo que no admite duda es que, aún en el tiempo que duró la recauda-ción en este obispado, se procedió en ella con tanta desigualdad como la que queda ya sentada. Ella y la que resulta de haberse puesto en ejecución a un mismo tiempo en todos los obispados la exacción del subsidio, de haberse verificado por unos más y por otros menos tiempo.

La única solución para acceder a las pretensiones de la Corona de cobrar al obispado de Puebla tres anuales atrasados, “con aquella seguridad de conciencia que exige tan grave, delicada y espinosa materia”, era que se obtuviera primero el prorrateo justo de todas las diócesis y la cantidad que cada una había liquidado.

24 En esta suma no incluyeron lo entregado en 1709 del primer decreto del subsi-dio que fue de 46,764 pesos. Y porque se refiere al siguiente no estaban incluyendo los gastos de cobranza y envío.

303

Ahora bien, en su escrito los capitulares admitían que los obis-pos tenían cierta responsabilidad en este hecho, pues no habían en-viado un informe sobre el valor de las rentas eclesiásticas en sus diócesis, pero esa culpa “no puede ni debe pasar de sus autores, ni perjudicar en modo alguno a sus respectivas diócesis […] porque la pena no llega a donde no llegó el delito”.

En vista de este análisis, la comisión del cabildo concluía que en tanto no se llevaran a cabo las medidas necesarias para que la contribución fuese equitativa, se debía “solicitar la piedad y la bondad de Su Majestad [para] la suspensión de la cobranza del subsidio por lo respectivo a este obispado”. Además del argumento de la justicia de la equidad, “hacer presentes a la real clemencia, las cantidades con que hemos concurrido al socorro y alivio de las urgencias de la Co-rona durante este siglo en que se impuso el subsidio”. Y es que el cabildo rechazaba verse incluido en el juicio que hizo la real cédula de 1751 –y que fue repetido en las posteriores– el cual señalaba que los eclesiásticos no habían ofrecido ni voluntariamente ni por obli-gación de los subsidios, cantidad alguna.

Por concepto de subsidio, recordaba el cabildo, la diócesis an-gelopolitana había aportado 108,088 pesos (46,764 pesos en 1709 y 61,324 en 1723-1725). Y aunque por el momento no tenía los datos de todas las contribuciones realizadas por el clero y las instituciones eclesiásticas de la diócesis, al menos podía asegurar que, por parte del cabildo, se habían hecho siete donativos entres 1701 y 1777, que importaron 42,000 pesos, además del donativo de 25,000 pe-sos que ese año hizo el obispo Victoriano López para ayudar al res-tablecimiento del antiguo astillero de Alvarado y Coatzacoalcos, y la construcción de buques de guerra. De estos donativos, los prime-ros seis no excedieron la cantidad de 4,000 pesos, pero el último fue de 25,000 pesos, para lo cual tuvieron que tomar dinero a rédito.

Posteriormente, en enero de 1793, se hizo un empréstito a la monarquía de 50,000 pesos, y para darlos se tuvo que solicitar un préstamo que implicaba pagar 5,000 pesos de rédito anuales. Del resto del clero secular, se tiene noticia que contribuyó en 1793 con 17,465 pesos. Todos estos donativos, además de los considerados desde el siglo xvii, constituían “una clara prueba de la disposición de este cuerpo y de sus individuos para concurrir en cuanto pue-den a todo lo que se dirige al real servicio de nuestro amado sobe-rano”; justificaban moralmente su petición de suspensión del cobro del subsidio.

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Además, el informe señalaba que la política de imponer el subsidio eclesiástico a la vez de solicitar donativos era improce-dente, ya que “una de las dos contribuciones ha de embarazar y perjudicar precisamente a la otra”. Mientras la contribución por medio de donativos se recibía con agrado por ser volunta-ria y “halla muchos estímulos en el honor”, la que se dicta por subsidio “al menos por la mayor parte se recibe mal, porque es forzada”. La práctica estaba mostrando, argumentaba el cabil-do, que se recolectaría más por concepto de donativos que por subsidio.

finalmente, la comisión del cabildo asentaba que, aunque te-nían una opinión muy clara de solicitar la suspensión de la tasa-ción para el obispado de Puebla, los capitulares estaban dispuestos siempre a cumplir las reales órdenes y que si así se determinara, apoyarían las medidas para el cobro del subsidio. Aún les espera-ban otras contribuciones como el cobro de la anualidad eclesiástica a principios del siglo25 y el préstamo forzoso que implicaba la Con-

25 Sobre la problemática de las vacantes se puede consultar: Alberto de la Hera, La Iglesia y la Corona en la América Española. Madrid, Mapfre, 1992, capítulo xiii. Sobre la anualidad eclesiástica podemos resumir las siguientes disposiciones:

“En conformidad al art. ix real pragmática 30 de agosto 1800 para la colecta y ad-ministración de una anualidad de dignidades, oficios y beneficios de todas las Iglesias de España e Indias, en su sedes vacantes, concedida por indulto apostólico, con destino a la consolidación y extinción de vales reales. […]

REGLAMENTO1. Pertenece a la Consolidación una anualidad íntegra de los frutos y rentas

correspondientes a todos los beneficios eclesiásticos [...] que vacaren en España, Indias e islas adyacentes

Art. III Se exceptúan los beneficios curados o parroquiales […]Art. IX En las capellanías colativas que sean para ordenarse, se deducirá de su

fruto y rentas el importe de las limosnas de las misas, con atención a la hora y localidad de su cumplimiento, y el de cualquiera otras cargas que indispensablemente haya de cumplirse y se cumplan por otro [...]”.

Aranjuez, 26 de febrero de 1802.Para la recaudación de 30 millones de reales de vellón, con destino al fondo

de Amortización de vales reales (breve Papal, 7 de enero de 1795) se toma la gra-dación de acuerdo a rentas y método de recaudación que se siguió en los 40 mil para la orden de Carlos III, para la recaudación de la primera mitad. Podemos citar algunas diócesis tasadas de la siguiente manera:

Obispados Principales ExaccionesMéxico 1,170,746 87,723Puebla 866,666 64,940Michoacán 946,197 71,123

305

solidación de vales reales (1804), pero sin duda tenían ya muy claro su porvenir en 1794.

Consideraciones finales

La documentación presentada en torno a la discusión de la exac-ción del subsidio eclesiástico muestra varios aspectos interesantes. Permite hacer un primer acercamiento secular a la evolución de las contribuciones del cabildo eclesiástico a la Corona durante los si-glos xvii y xviii. Los mecanismos mencionados dejan ver que la Igle-sia utilizó su inserción en los circuitos de la plata y préstamos para proporcionar los donativos de inmediato cuando era necesario. A su vez, la administración que tenía de los diezmos y de las funda-ciones piadosas, permitió sin dificultad cubrir los requerimientos financieros del siglo xvii y convertirlos en cuotas anuales que los capitulares fueron cubriendo sin problemas. La actitud de la Coro-na cambió en el siglo xviii, ya que consideró completar la política basada en los donativos con impuestos directos sobre las rentas eclesiásticas líquidas. La información que arroja el cabildo poblano es que la exacción sólo tuvo éxito en 1709 y limitadamente en 1723. Pero en adelante la política del alto clero consistió en buscar los medios para eludir los pagos. La tasación tributaria fue evadida basándose en el concepto de inequidad, aunque hay indicios que, en el fondo, consideraban que un impuesto como tal afectaba la inmunidad de los bienes clericales y que en la práctica la política

Obispados Principales ExaccionesOaxaca 472,574 35,410Guadalajara 447,091 33,500Yucatán 170,839 12,806Durango 204,295 15,308Nuevo León 104,986 7,866Sonora 39,900 2,990Chiapas 93,653 7,015Lima 996,474 74,664

Si se suman todos los obispados da un total de 10,006,474, con una exacción de 750,000 pesos. San Lorenzo, 9 de diciembre de 1799, agi, Indiferente, 2962.

el subsidio y las contribuciones del cabildo...

306 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

regalista estaba invadiendo la potestad eclesiástica al obligárseles a pagar las costas. El cabildo catedral de Puebla manifestó, claramen-te en los hechos, que no era la escasez de fondos lo que limitaba su contribución ya que como se había apuntado, el clero aportaba más dinero por vía de donativos y préstamos que lo que les correspon-dería dar por concepto de subsidio.

Aunque la petición de suspensión fue denegada y todos los argumentos que esgrimió el cabildo para evadir su cobro fueron subsanados por la real cédula de 1795 –donde se expresó el prorra-teo de todas las diócesis y se graduó su contribución– en la práctica la exigencia del subsidio en la segunda mitad del siglo fracasó. No obstante, la presión sobre la Iglesia y su cabildo fue en aumento a finales del siglo xviii hasta que finalmente la Corona vinculó las contribuciones clericales a las de la Consolidación de vales reales.

Histór

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Históricas. Se autoriza la reproducción sin fi nes lucrativos, siempre y cuando no se

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de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510, México, D. F.

Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Marcela Rocío García Hernández

“Los carmelitas descalzos en la Nueva España. De la fundación de sus conventos a la desamortización de sus bienes”p. 309-336

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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LOS CARMELITAS DESCALzOS EN LA NuEVA ESPAñA DE LA fuNDACIÓN DE SuS CONVENTOS A LA DESAMORTIzACIÓN DE SuS BIENES

marcela rocío garcía hernándezfacultad de filosofía y Letras

universidad Nacional Autónoma de México

Introducción

Los primeros religiosos de la orden del Carmen descalzo llegaron al Puerto de Veracruz en septiembre de 1585. De ahí se traslada-ron a la ciudad de México donde fundaron su primer convento en enero del año siguiente. Sus fundaciones continuaron en Puebla (1586), Atlixco (1589), Valladolid (1583) y Guadalajara (1593). Con estos cinco conventos fue posible la erección de la Provincia de San Alberto, lo cual fue fundamental para el desarrollo de la orden en Nueva España. A partir de entonces, ésta pudo gobernarse con mayor eficiencia y con relativa libertad, pues por su lejanía de la matriz en España se le concedieron ciertos privilegios, como fundar conventos sin previo permiso de sus autoridades españolas y otras prerrogativas que no tenían provincias localizadas en la Península.1

A lo largo de los dos siglos siguientes se fundaron once con-ventos más en las principales ciudades del reino de la Nueva Es-paña. La Provincia de San Alberto de carmelitas descalzos quedó constituida en el siglo xviii por dieciséis conventos como se muestra en el cuadro 1:

1 Dionisio Victoria Moreno, Los Carmelitas descalzos y la Conquista Espiritual, Méxi-co, Editorial Porrúa, 1966, p.120.

310 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

Cuadro 1Conventos de la provincia de San Alberto de carmelitas descalzos en Nueva España

Convento Año de fundación Advocación

México 1586 San SebastiánPuebla 1586 Nuestra Señora de los RemediosAtlixco 1589 Nuestra Señora de AtlixcoValladolid 1593 Virgen de la SoledadGuadalajara 1593 Nuestra Señora de la ConcepciónCelaya 1597 Nuestra Señora de las NievesCuajimalpa. Tenancingo (traslado)

1605 1796 Nuestra Señora del Carmen

Coyoacán 1613 San ángelo Mártir 1633, Señora Santa Ana

querétaro 1614 Santa TeresaSalvatierra 1644 San ángeloTacaba 1689 San JoaquínToluca 1698 Purísima ConcepciónOaxaca 1699 Santa VeracruzOrizaba 1735 San Juan de la CruzSan Luis Potosí 1738 San Elías

Tehuacán 1745 Nuestra Señora del Carmen

La fundación de los conventos de la orden fue posible gracias al apoyo que recibieron los carmelitas de las autoridades civiles y eclesiásticas. El arzobispo Moya Contreras, por ejemplo, les otorgó en 1586 la doctrina del barrio de San Sebastián Atzacoalco.2 Ésta fue la única doctrina que tuvieron los descalzos, pues desde su llega-da se inició una controversia por dicha causa. Algunos religiosos, encabezados por el padre fray Juan de Jesús María,3 apoyados des-

2 Ibidem, p. 289. uno de los cuatro barrios indígenas en la ciudad de México, el cual había estado a cargo, hasta el momento, de los padres franciscanos.

3 fray Agustín de la Madre de Dios, Tesoro escondido, en el Monte Carmelo Mexica-no, Mina rica de exemplos y virtudes en la Historia de los carmelitas descalzos de la provincia de

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de España se oponían a que los carmelitas se dedicaran a la evan-gelización. Este grupo consideraba que era actividad contraria a la vida contemplativa o de oración continua, característica que los distinguía de las demás órdenes de frailes. Años después, esta po-sición prevaleció e incluso la prohibición de administrarlas quedó asentada en la Constitución promulgada en 1592.4 Sin embargo, no fue sino hasta el 3 de febrero de 1607 que la doctrina se entregó a los agustinos.5

Estos años fueron de gran agitación para la orden pues, por una parte, persistió el descontento entre los religiosos que apoyaban las misiones, los cuales veían frustrados sus propósitos evangelizadores con la pérdida de la doctrina de san Sebastián. Por otra parte, hacia esta misma época, las autoridades carmelitas en España incluyeron en su Constitución la prohibición de recibir criollos en las provincias de Indias. Esta ley se sustentó en que eran poco aptos para vivir con el rigor y la austeridad acostumbrada por los descalzos. La norma admitía como excepción recibir, con permiso de las autoridades, dos criollos en cada trienio.6 Este precepto causó malestar y descon-tento entre algunos religiosos. Sin embargo, a pesar de la oposición inicial, ambas disposiciones se cumplieron por más de dos siglos y, de alguna manera, marcaron el perfil de la orden en Nueva España, la cual se caracterizó por estar integrada casi exclusivamente por

Nueva España, descubierta cuando fue escrita por Fray Agustín de la Madre de Dios religioso de la Misma Orden, versión paleográfica, introducción y notas Eduardo Báez Macías, México, unam/iie, 1986. Véase introducción.

4 Ibidem, Libro 5°, cap. i, 1.5 La crónica general de la orden relata en palabras del padre fray Juan de Jesús

María: “fue nuestro Señor servido; que en aquel tiempo me eligiesen a mi los padres por su provincial […]. Propuse entonces a los padres definidores los grandes incon-venientes que había, en que nosotros fuésemos curas de los indios, los daños que de aquí se seguían a nuestra sagrada religión y cuánto importaba hacer instancia de esta pesada carga. Vinieron todos en ello y remitiéronme a mi en secreto el ponerlo en ejecución”. fray francisco de Santa María, Reforma de los descalzos de Nuestra Señora del Carmen de la Primitiva Observancia, hecha por Santa Teresa de Jesús en la Antigua Religión fundada por el profeta Elías, Madrid, Editorial Diego Díaz Carrera, 1665, t. ii, p. 191.

6 El cronista de la orden en Nueva España, fray Agustín de la Madre de Dios, se opuso a esta disposición. Escribió el llamado “discurso apologético a favor de los crio-llos del Reino Mexicano contra una ley que tienen los frailes carmelitas descalzos de no admitirlos en su religión”. El escrito costó al fraile ser encarcelado por mandato de las autoridades provinciales. Ramos Medina publicó este interesante documento en: fray Agustín de la Madre de Dios, Los carmelitas descalzos en la Nueva España del siglo xvii, México, Probursa, universidad Iberoamericana. Paleografía, notas, selección y estudio introductorio: Manuel Ramos Medina.

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312 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

peninsulares, por no tener a su cargo doctrina indígena y por ser la orden más austera y rígida de cuantas llegaron a la Nueva España. Esta última característica de los carmelitas fue la que mayor ad-miración causó entre los novohispanos ya que los descalzos desde su llegada, mantuvieron vivos los principios que la reforma de la orden, iniciada por Teresa de ávila (1515-1582), había planteado.

Teresa de Jesús, motivada por el ambiente religioso que pre-valecía en España,7 se propuso hacia 1562 la fundación de un convento reformado, el de San José de ávila, dando inicio a un pro-ceso que cristalizó en el Carmelo observante, mejor conocido como descalzo.8 La fundadora impregnada por las aspiraciones y deseos que conmovían su época, consideró la práctica de la contemplación la forma más elevada de espiritualidad, ya que se centraba en una relación más personal e íntima del hombre con Dios y la reconoció como la esencia misma de los conventos reformados. Estaba con-vencida de que al aniquilar el propio ser y gracias a la soledad total, al silencio absoluto, a las penitencias constantes, a la meditación y a la oración continua, se podría acceder a una realidad más vas-ta y elevada que propiciaría un acercamiento con Dios. Años des-pués, hacia 1568, Juan de la Cruz adoptó estos mismos principios e impulsó la reforma en la rama masculina de la orden.9

Los conventos reformados se multiplicaron en poco tiempo.10 fue así que la red teresiana se entretejió en el imperio español, como una forma más de asentamiento católico y de triunfo del Concilio de Trento. Por estas razones la Corona favoreció la fundación de conventos de religiosos carmelitas e incluso dio su apoyo para que pasaran a Indias.11 La orden en Nueva España se difundió amplia-

7 Sobre el movimiento místico que se desarrolló en Europa durante los siglos xvi y xvii, véase J. Delumeau, De Lutero a Voltaire, Barcelona, Editorial Labor, 1973, princi-palmente el apartado “La experiencia mística”, pp. 57-65.

8 Sobre la Reforma de la orden véase fray francisco de Santa María, Reforma del Carmen…, t. i,. p. 165 y ss. Manuel Ramos Medina, Imagen de santidad en un mundo pro-fano, México, universidad Iberoamericana, 1990, cap. ii, y del mismo autor, Místicas y Descalzas, México, Condumex, 1997. Eduardo Báez Macías, El Santo Desierto, Jardín de Contemplación de los Carmelitas en Nueva España, México, unam, 1981.

9 Eduardo Báez Macías, El Santo Desierto…, analiza la espiritualidad que caracte-rizó a la orden de religiosos carmelitas en la Nueva España.

10 No sin antes sortear diversas dificultades con la orden del Carmen calzado y con autoridades eclesiásticas españolas que se negaban a dar reconocimiento jurídico a los descalzos como orden autónoma. Véase: fray francisco de Santa María, Reforma de los descalzos…, t. i, G. Brenan, San Juan de la Cruz: biografía, Barcelona, Laia, 1980, p. 25.

11 Manuel Ramos, Imagen de santidad…, p. 50.

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mente, al finalizar el siglo xvii se habían fundado trece de sus die-ciséis conventos. Como ya se ha mencionado, estas fundaciones no hubieran sido posibles sin el apoyo que le dispensaron a la orden las autoridades civiles y eclesiásticas quienes reconocieron y ad-miraron la rigurosa espiritualidad que caracterizó a los carmelitas, centrada en la vida contemplativa y a la que sólo unos cuantos pri-vilegiados, prioritariamente peninsulares, podían acceder.

Asimismo, para consolidar estas fundaciones fueron indis-pensables las donaciones económicas que la sociedad novohispa-na entregó a la orden a través de fundaciones piadosas. Éstas eran aportaciones que otorgaba algún personaje a la Iglesia con el fin de apoyarla en diversas formas en su obra de apostolado. El bienhe-chor pretendía con esto participar en los beneficios de oraciones y misas de la iglesia y, algunas veces, prever las condiciones de su sepultura. Los carmelitas recibieron un número considerable de fundaciones piadosas; entre las más importantes se encontraban las capellanías de misas. Éstas funcionaban de la siguiente mane-ra: el fundador entregaba a un convento determinados bienes para que sus frailes ofrecieran servicios religiosos en memoria de su alma como celebración de misas, ofrenda de oraciones e incluso la práctica de penitencias con el fin de abreviar su estancia en el pur-gatorio. Como la intención de los bienhechores era que los servicios religiosos se prestaran a perpetuidad, el convento no podía consu-mir el capital, sino que debía invertirlo para hacerlo productivo y únicamente beneficiarse de los réditos anuales que producía. Los frailes se comprometían a cuidar el capital y a cumplir “por siem-pre jamás” con los servicios que el fundador había solicitado. La orden fue acumulando una riqueza considerable gracias a las apor-taciones que realizaron sus benefactores a través de capellanías.

Así pues, la expansión y consolidación de la orden sólo fue posible gracias al apoyo de las autoridades civiles y eclesiásticas que favorecieron la fundación de sus conventos y a las aportacio-nes económicas que la sociedad otorgó a los carmelitas a través de capellanías de misas. Éstas, como se tratará de mostrar más adelan-te, tuvieron un papel de primera importancia en el sostenimiento económico de sus conventos, desde principios del siglo xvii. Los bienes de los conventos que provenían de estas fundaciones fueron aumentando en las siguientes décadas, hasta que, al finalizar el si-glo xviii se presenta un declive muy significativo de nuevas funda-ciones, mismo que se prolonga y se hace cada vez más pronunciado

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en las primeras tres décadas del siglo xix.12 La última capellanía fundada en un convento carmelita data del año de 1835.

francisco Cervantes Bello ha estudiado profusamente la impor-tancia que tuvieron las capellanías en el otorgamiento de créditos en la ciudad de Puebla desde la época colonial 13 hasta la desamor-tización y nacionalización de los bienes del clero.14 El autor afirma que la apropiación de los bienes del clero, efectuada al mediar el siglo xix, no pudo llevarse a cabo sin un cambio en los conceptos morales que justificaron nuevas actitudes económicas hacia la Igle-sia y los capitales eclesiásticos. Considera que esta transformación ha sido poco valorada y que, sin embargo, constituye una de las bases explicativas del desarrollo de muchos de los fenómenos so-ciales de la época.15 En este sentido, Cervantes reconoce que el de-clive de fundaciones de capellanías, que detecta a principios del siglo xix, sugiere la existencia de cambios económicos y culturales que hicieron que estas fundaciones piadosas dejaran de funcionar, tal y como lo habían hecho anteriormente. Concluye que cuando la desamortización y nacionalización de los bienes del clero fue dictada por los liberales, las capellanías ya no funcionaban, ni eco-nómica ni socialmente, lo que manifiesta el desgaste de antiguas formas de piedad y es síntoma de que estaban declinando los valo-res morales en los que descansaban estas fundaciones.16

En el presente trabajo se intentará demostrar que la orden del Carmen descalzo, durante la primera mitad del siglo xix, tuvo que enfrentar problemas muy difíciles por la falta de nuevas aportacio-nes económicas que recibía a través de capellanías. Esta situación, aunada a la política de exacción en contra de los bienes eclesiásti-cos que se implementó en esta misma época, y al caos generalizado que tanto en lo político como en lo económico vivió el país, propi-

12 Véase D. Victoria, El convento de la Purísima Concepción de los Carmelitas Descal-zos en Toluca, Historia documental e iconográfica, paleografía, introducción y notas: Dionisio Victoria Moreno, México, Biblioteca Enciclopédica de México, 1979, Libro de capellanías, pp. 125-207, capellanía núm. 64.

13 francisco Javier Cervantes Bello, “Las capellanías en Puebla de los ángeles: una apreciación a través de los censos, 1531-1620”, en Pilar Martínez, Gisela von Wobeser, Juan. Muñoz (coords.), Cofradías, capellanías y obras pías en América colonial, México, unam, 1998, pp. 173-190.

14 francisco Cervantes Bello, “De la impiedad a la usura. Los capitales eclesiásti-cos y el crédito en Puebla (1825-1863)”, tesis para obtener el grado de doctor en Histo-ria, México, El Colegio de México, 1993.

15 Ibidem, pp.35, 319, 326.16 Ibidem, pp.138, 337, 339.

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ció no sólo que la riqueza de la orden no aumentara, sino que sus con-ventos perdieran parte de sus bienes lo que provocó su desequilibrio económico. Asimismo se intentará mostrar que una de las causas que provocaron ambos hechos fue la transformación de algunos valores en los cuales se sustentaba el prestigio, la devoción y admiración que la orden había despertado, tiempo atrás, en sus devotos. una socie-dad más laica y secularizada censuraba la labor de los frailes, e inclu-so el sentido mismo de las prácticas religiosas que acostumbraban realizar en sus conventos. Cuando en 1856 y 1859 el gobierno juarista decretó la desamortización y nacionalización respectivamente de los bienes eclesiásticos, la orden del Carmen descalzo hacía tiempo que había perdido el prestigio, la influencia social y parte de la riqueza que había tenido en los siglos anteriores, sin embargo aún era propie-taria de importantes bienes.

Con el objeto de evidenciar las trasformaciones culturales que ocurrieron en este periodo se intentará comparar esta época con el periodo de consolidación de la orden que abarca desde la llegada de los primeros carmelitas hasta los años cincuenta del siglo xvii. En estas décadas la orden se difundió ampliamente pues fundó diez de sus dieciséis conventos con lo que afianzó su presencia y presti-gio en la Nueva España apoyada por la sociedad y las autoridades civiles y eclesiásticas.

Las autoridades civiles y eclesiásticas y los carmelitas descalzos

J. Israel analiza el papel que los carmelitas desempeñaron en el con-flicto que protagonizaron el poder civil, el eclesiástico y las órdenes mendicantes durante el siglo xvii. El autor considera que los descal-zos apoyaron al clero secular y que en la década que va de 1640 a 1650 se contaron entre los aliados más cercanos del obispo Palafox ya que, al no administrar parroquias indígenas y no poseer bienes inmuebles, no se sintieron afectados por la política contraria a las órdenes religiosas implementada por el poder eclesiástico.17 Si bien es cierto que los carmelitas no administraron parroquias de indios, existe un número de documentos que dan testimonio de que ellos, desde esa época, eran propietarios de importantes bienes. Por otro

17 Jonathan Israel, Razas, clases sociales y Vida Política en México, 1610-1670, México, fondo de Cultura Económica, 1980, p. 95.

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lado, existen indicios que revelan que los descalzos gozaron en ese tiempo del favor de autoridades civiles y eclesiásticas, lo que lleva a pensar que permanecieron neutrales en el conflicto. Esta circuns-tancia favoreció a la orden pues al contar con el apoyo de ambas autoridades pudo consolidar con mayor facilidad su poder econó-mico y social a lo largo del siglo xvii.

La razón más importante para que los carmelitas permanecie-ran neutrales en el conflicto entre ambas autoridades fue, como lo señala Israel, que no contaron con doctrinas indígenas. Pero tam-bién fue un factor importante la admiración y devoción que inspiró la orden en algunas autoridades, como lo muestra el hecho de que tanto virreyes, como obispos y arzobispos mantuvieran buenas re-laciones con religiosos carmelitas y, en algunos casos, se contaran entre sus confesores, confidentes y consejeros.

un caso interesante es el del padre fray Juan de la Madre de Dios, comisario de los primeros carmelitas llegados a la Nueva España, quien fue confesor del marqués de Villamanrique desde 1585. El virrey respaldó a la orden y promovió sus primeras tres fundaciones: México, Puebla y Atlixco; cuando cayó en desgracia, su confesor corrió con la misma suerte pues fue suspendido de su cargo y enviado a España por la influencia que se le reconocía en el virrey.18 fray Eliseo de los Mártires, primer provincial de los descal-zos desde el año 1597 fue confesor del virrey conde de Monterrey, quien apoyó a los carmelitas en la fundación de su convento de Celaya a pesar de la oposición de los frailes franciscanos.19

El padre fray Juan de Jesús María tuvo una presencia relevante en la orden durante la primera mitad del siglo xvii. Se hizo famoso por tratar de imponer, en los conventos en que fue prior, un rigor y austeridad en algunos casos excesivos. fue considerado místico por muchos de sus contemporáneos20 e influyó de manera importante en los virreyes don Luis de Velasco hijo y en el marqués de Mon-tes Claros. El primero de ellos accedió ante la insistencia del fraile para que los descalzos cedieran, en el año 1607, la doctrina de san Sebastián a los padres agustinos, a pesar de la oposición de algunos miembros importantes de la orden quienes acusaron al fraile ante el

18 fray Agustín de la Madre de Dios, El Tesoro Escondido…, Libro iii, cap. i, pp. 283-284.

19 Ibidem, Libro iii, cap. ix, n2, p. 333.20 Sobre la vida de este fraile, véase ibidem.

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rey. felipe III castigó a los carmelitas por dejar la doctrina, quitán-doles la limosna de vino y aceite que se les entregaba anualmente y los amenazó con no otorgarles recursos para sus viajes a Indias.21 El virrey marqués de Montes Claros respaldó también al padre fray Juan de Jesús María, quien impulsó y promovió, con todo su empe-ño, la fundación del Santo Desierto de Cuajimalpa.22 El virrey asig-nó a los carmelitas, para tal fin, los terrenos para la ubicación del yermo, además de indios de repartimiento para su construcción.23

Otro caso significativo de la influencia de frailes carmelitas en virreyes fue el de fray Juan de Jesús María Borja, quien fue cono-cido como “el mozo”, para distinguirlo de fray Juan, aludido en el párrafo anterior. Borja fue confesor y confidente del virrey duque de Escalona. En una carta enviada al provincial de la orden, fe-chada en 1642, el entonces arzobispo-virrey don Juan de Palafox y Mendoza acusaba al carmelita de influir en el duque cuando éste todavía detentaba el cargo de virrey, al grado de que le permitía abrir la correspondencia oficial. Palafox exigía al provincial de la orden cambiar del convento de Puebla a fray Juan “el mozo” por los inconvenientes que causaba que el religioso se reuniera con el depuesto virrey, quien se encontraba en aquel momento en el pue-blo de San Martín Texmelucan.24

Los carmelitas gozaron también del apoyo de las autoridades eclesiásticas. En 1586, el arzobispo Moya de Contreras, como ya se ha visto, a pesar de ser impugnador de las órdenes mendicantes,25 favoreció a los carmelitas al otorgarles, desde su llegada, la doctrina indígena de San Sebastián, misma que pertenecía entonces a los pa-dres franciscanos. El favor que dispensó el arzobispo a la orden del Carmen probablemente se cifró en la confianza que le despertaban sus frailes por la austeridad, rigor y pobreza que los caracterizaba.

21 Archivo Histórico del Instituto Nacional de Antropología e Historia (en ade-lante ahinah), fondo Eulalia Guzmán (en adelante feg), legajo 74, documento 4. Citado por E. Báez Macías en la Introducción del Tesoro Escondido…

22 Los llamados desiertos fueron conventos de la orden del Carmen donde se pretendía revivir la vida eremítica que había constituido el origen de la orden. En estos yermos se vivía la regla carmelita con mayor rigor: clausura estricta, silencio eterno, oración continua, vigilia y perpetua mortificación. Este eremitorio fue patrocinado por Melchor de Cuellar en el año de 1608.

23 Eduardo Báez Macías, Fray Andrés de San Miguel, México, unam, 1968.24 ahinah, fondo Lira, Segundo Libro de Capítulos y Definitorios celebrados en esta

provincia de San Alberto de los descalzos de Nuestra Señora del Carmen (1634-1684), foja 44.25 J. Israel, Razas, Clases Sociales…, p. 56.

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El arzobispo Pérez de la Serna, quien mantuvo una política contraria a las órdenes regulares, fue también devoto de los car-melitas. En 1614 los respaldó en la fundación de sus conventos de San ángel y de querétaro e impulsó, además, la fundación de con-ventos de la orden de la rama femenina. Otra muestra más de la admiración que tuvo el arzobispo por los carmelitas fue cuando, en el año de 1618, declaró a Santa Teresa de Jesús, fundadora de la orden, patrona del arzobispado.26

El arzobispo-virrey don Juan de Palafox y Mendoza fue crítico feroz de las órdenes regulares, sin embargo, tuvo con los carmeli-tas buenas relaciones. fue admirador del padre fray Juan de Jesús María, de quien se ha hecho referencia, hizo de él su confidente, no sólo en asuntos religiosos, sino también políticos. Palafox confesó, a la muerte del fraile, no haber visto mejores rayos de claridad ni presencia de Dios en ninguna alma, como en la de fray Juan.27 Otro detalle que revela la confianza que depositaba Palafox en la orden fue cuando, siendo virrey, encargó a un carmelita la misión, por demás delicada, de entregar unas cartas en Madrid, en las que exhortaba a las autoridades a destituir al virrey duque de Esca-lona.28 Muy interesante resulta que, figuras centrales en la política novohispana de ese momento, como fueron Palafox y Escalona, ha-yan tenido a su lado a religiosos carmelitas.

El reconocimiento que dispensaron las autoridades eclesiásti-cas a los carmelitas aún prevalecía bien entrado el siglo xviii. En el año de 1768, el arzobispo Lorenzana y el obispo de Puebla fabián y fuero mandaron un informe a España que versaba sobre el estado que prevalecía en las órdenes religiosas. En dicho documento sos-tenían que los desórdenes e inmoralidad del clero regular habían alcanzado proporciones escandalosas, con unas cuantas excepcio-nes, “la orden entera de los carmelitas descalzos y miembros in-dividuales de algunas órdenes regulares”.29 Estos casos muestran cómo la orden en general y algunos carmelitas en particular, goza-ron del favor, reconocimiento y apoyo de las autoridades civiles y eclesiásticas, mismo que en gran medida se sustentó en el prestigio

26 M. Ramos Medina, Imagen de Santidad…, p. 71.27 E. Báez, en fray Agustín de la Madre de Dios, Tesoro Escondido…, Introduc-

ción, p. xxi.28 J. Israel, Razas, Clases Sociales…, p. 215.29 N. M. farris, La Corona y el Clero en el México colonial, 1579-1821, México, fondo

de Cultura Económica, 1968, p. 111.

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de la orden y el cual fue determinante para lograr la fundación de sus conventos y consolidar su presencia en la Nueva España.

La sociedad novohispana y los religiosos carmelitas

La espiritualidad carmelitana se vivía cotidianamente en los con-ventos en medio de una estricta disciplina, de penitencias constan-tes, de austeridad, pobreza y clausura estricta.30 Esta forma de vida causó gran admiración y devoción en muchos novohispanos ya que respondía a un ideal que la sociedad anhelaba y que no podía lograr, sino en núcleos reducidos como en los conventos.31

En las diferentes ciudades en las que se fundaron conventos de la orden, los vecinos los buscaron como protectores e intercesores en sus tribulaciones espirituales, pero sobre todo sus devotos con-sideraron que gracias a las oraciones que proferían sus religiosos diariamente y la celebración de misas que ofrecían se alejarían las desgracias y catástrofes de la ciudad y les ayudarían a que las penas del purgatorio fueran menores.32 A cambio muchos individuos do-naron a los descalzos dinero y propiedades a través de fundaciones piadosas. Las obras piadosas fueron consideradas en la época testi-monio inequívoco de piedad personal, de fervor religioso, la mejor manifestación de amor al prójimo y, por tanto, vía privilegiada de salvación. Como ya se ha mencionado, entre las obras pías que re-cibió la orden, las más importantes fueron las capellanías de misas.

30 Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, fundadores de la orden descalza, fueron escritores prolijos. En sus textos, los cuales son por lo demás de una calidad literaria ex-cepcional, formularon los principios de la reforma, propusieron nuevas vías a aquellos que pretendían lograr una renovación espiritual y buscaban una relación más estrecha con Dios. El papel que desempeñaron ambos religiosos fue, sin duda, determinante para su expansión. Sin embargo, su mensaje sólo tuvo éxito porque respondía a las aspiraciones y necesidades espirituales de la sociedad de su tiempo. Es, en este senti-do, que podemos hablar propiamente de espiritualidad carmelitana, pues existió una adhesión formal de los individuos a un cuerpo de doctrinas impulsadas por estos dos pensadores. Sobre el concepto de escuela espiritual, véase Andrés Vauchez, La espiri-tualidad del Occidente Medieval, Madrid, Ediciones Cátedra, 1985, pp. 9-11.

31 Véase: Rosalva Loreto L., Los conventos femeninos y el mundo urbano de la Puebla de los Ángeles del siglo xviii, México, El Colegio de México, 2000. La autora afirma que fue en los conventos donde se produjeron los patrones “ideales” del mundo novohis-pano. Sostiene que el sistema devocional y las prácticas religiosas que se vivían en los conventos influyeron en la conducta moral de la sociedad.

32 Este mensaje se reitera a lo largo de la principal crónica de la orden escrita en el siglo xvii. fray Agustín de la Madre de Dios, Tesoro Escondido…

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320 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

Es difícil medir la intensidad de la fe y la devoción que los car-melitas inspiraron en muchos de sus fieles, sin embargo, las ideas plasmadas en los testamentos y las fundaciones de capellanías son una muestra del fervor que les dispensó la sociedad novohispana. Sus bienhechores dejaron testimonio de que instituían su capella-nía en un convento de la orden por el gran aprecio que tenían por sus religiosos y por la devoción especial que sentían por la virgen del Carmen.33

Los benefactores de los descalzos debieron estar convencidos de la dignidad y la superioridad de la observancia carmelitana me-diante la cual sus religiosos intentaban practicar el cristianismo en un grado de perfección que parecía inaccesible al común de los fie-les. Muchos de sus devotos lo certificaron en los contratos de funda-ción de sus capellanías. Así, por ejemplo, en 1604 Joseph Bañuelos y su esposa Isabel Cisneros entregaron 2,000 pesos a los religiosos carmelitas para que ofrecieran misas por sus almas, manifestaron por escrito la confianza que tenían en los frailes “por la rectitud y santa vida” que los caracterizaba.34

La fundación de capellanías fue también una de las prácticas utilizadas por muchos católicos para atenuar el miedo, calmar la angustia que les causaba la posibilidad de tener una estancia más o menos prolongada en el purgatorio, ya que permitía perpetuar los sufragios que se celebraran por sus almas y por tanto hacerlos más efectivos.35 La existencia del purgatorio fue una de las creen-cias más arraigadas en la sociedad novohispana. Los contratos de capellanías muestran ejemplos de cómo muchos individuos creían en la existencia de este lugar y en la posibilidad de salir de él gra-cias a la ayuda espiritual que les brindaban los carmelitas. Las más de 700 capellanías fundadas en conventos de la orden reflejan que sus bienhechores buscaron, a través de sus donaciones, el consuelo que les representaba la solidaridad de sus religiosos, quienes ofre-

33 Véanse, por ejemplo, algunas capellanías fundadas durante el siglo xvii. ahinah, feg, legajo 75, varios documentos.

34 Capellanía fundada en 1604. ahinah, feg, legajo 75, doc. 2.35 Ver: J. Delumeau, “La religión y el sentimiento de seguridad en las sociedades

de antaño”, en Hira de Gortari, Sergio zermeño (presentadores), Historiografía francesa, corrientes temáticas y metodologías recientes, México, unam/uia y otros, 1996, pp.16-35. El autor analiza los sistemas de seguridad esencialmente religiosos usados por las socie-dades a principios de la era moderna contra las angustias individuales y los peligros del “más allá”. Considera que detrás de las peticiones de misas en los testamentos se percibe una inmensa aprehensión de los testadores.

321

cerían buenas acciones, plegarias y misas por sus almas, gracias a las cuales alcanzarían la vida eterna.36

Las capellanías y la economía conventual

Desde las primeras décadas del siglo xvii, las autoridades carmeli-tas reconocieron la importancia que tenían las rentas de capellanías para la viabilidad económica de sus conventos. El hecho de que uti-lizaran libros especiales para llevar un inventario detallado de las mismas desde esta época, permite constatar el lugar preponderante que tenían estos recursos. Con el tiempo los libros de capellanías se convirtieron en registros donde se precisaba el estado financiero de los conventos.37

Todos los conventos de la Provincia de San Alberto recibieron un número importante de capellanías. A lo largo del siglo xvii, las rentas que obtenían los carmelitas a través de capellanías tomaron más importancia hasta convertirse en su principal fuente de ingre-sos.38 En el cuadro 2 se registra el total aproximado de capellanías,

36 Alonso fuentes y su esposa María Torres en 1673 entregaron 6,000 pesos a los religiosos del convento de Salvatierra, para que se beneficiaran de sus réditos. Pidieron a los carmelitas en compensación, que se obligaran a decir seis horas de oración cada semana y que la disciplina que acostumbraban imponerse el Viernes Santo se ofreciera por la salvación de sus almas, Libro de capellanías del convento de Salvatierra, 1797. Cape-llanía núm. 11, Condumex, fondo cccliii, rollo 25, carpeta 1550.

37 Cada convento de la orden tenía su propio libro de capellanías en el cual se precisaba el nombre del fundador, el monto de la capellanía y la manera en que ésta se había realizado. También se especificaba la forma en la que se habían invertido sus capitales. En estos documentos se certifica la propiedad o propiedades que respalda-ban cada capellanía. Sobre el tema de las capellanías véase Gisela von Wobeser, Vida eterna y preocupaciones terrenales. Las capellanías de misa en la Nueva España, 1700-1821, México, unam, 1999. Ma. Pilar Martínez López-Cano, “Las capellanías en la ciudad de México en el siglo xvi y la inversión de bienes dotales”, en M.P. Martínez López-Cano et al. (coords.), Cofradías, Capellanías y Obras Pías…, pp. 191-210.

38 Hacia 1679 en el convento de Puebla se habían fundado 33 capellanías, en el de San ángel 74, en el de Celaya 28, en el de querétaro 14. Véase los libros de capellanías respectivos citados en la nota núm. 40. No fue el caso del convento de Valladolid, el cual probablemente no contó con suficientes capellanías en el siglo xvii, pues el visita-dor carmelita, fray Isidro de la Asunción, quien estuvo en la Nueva España entre los años de 1673 a 1678, anotó en su diario que el convento de Valladolid “tiene algunas capellanías, pero lo principal de que se sustenta son limosnas de minas de plata…”, fray Isidro de la Asunción, El itinerario a Indias (1673-1678), México, Condumex, 1992, p. 80. Véase Libro de capellanías de orden de carmelitas descalzos del convento de Valladolid, 1770, Condumex, fondo cccliii, rollo 19, carpeta 1455.

los carmelitas descalzos en la nueva españa...

322 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

capitales y réditos que pertenecían a algunos de los conventos de la orden.39

Cuadro 2 Total de capellanías, capitales y réditos en

nueve conventos de la orden del Carmen descalzo40

ConventoAño de

fundación del convento

Año de la última

capellanía

Núm. total de

capellaníasPrincipal Réditos

Coyoacán 1613 — 121 255,000 p. 12,750 p.Puebla 1586 — 122 250,000 p. 12,500 p.Valladolid 1597 1820 125 175,000 p. 8,750 p.Toluca 1698 1835 65 165,000 p. 8,000 p.Tacuba 1689 — 71 160,000 p. 8,000 p.querétaro 1614 1823 74 140,000 p. 7,000 p.Salvatierra 1644 1793 42 95,000 p. 4,750 p.Orizaba 1735 1816 80 90,000 p. 4,500 p.Celaya 1597 1794 54 85,000 p. 4,250 p.T o t a l 754 1’415,000 p. 70,750 p.

El análisis de los libros de capellanías revela que la mayoría de las fundaciones ahí consignadas se realizaron antes de 1780. A par-tir de esa década se presenta un declive pronunciado de nuevas fundaciones de capellanías el cual resulta muy significativo. Los registros muestran que desde este año y hasta la tercera década del siglo xix, los carmelitas únicamente recibieron 107 capellanías. Para

39 Se incluyen en el cuadro sólo nueve conventos de la provincia, pues de los res-tantes no se han encontrado sus libros de capellanías. Todos los conventos de la orden contaron con un número importante de capellanías, tal y como lo muestran numerosos documentos que se guardan en los distintos archivos citados en este trabajo, los cua-les se refieren a los bienes que pertenecían a los conventos de la orden, mismos que, como se ha visto, tenían, en su mayoría, como origen capitales de capellanías. El único convento de la orden que no recibió este tipo de fundaciones fue el convento del De-sierto, pues los bienes que le heredó su patrón Melchor de Cuellar le proporcionaban cerca de 20,000 pesos anuales.

40 Libro de capellanías de Puebla, 1832, Condumex, fondo cccliii. rollo 17, car-peta 1435. Libro de capellanías del convento de Valladolid, rollo 20, carpeta 1455. Libro de capellanías del convento de Celaya, 1777, rollo 21, carpeta 1480. Libro de capellanías de Se-ñora Santa Ana, 1832, ahinah, feg, legajo 7. Libro de capellanías del convento de Querétaro, 1613-1836, Condumex, ibidem, rollo 25, carpeta 1525. Libro de capellanías de Salvatierra, 1797, rollo 25, carpeta 1546. Libro de capellanías del convento de Toluca. D. Victoria M., El convento de la Purísima Concepción…, Libro de capellanías, pp.. 125-217. Libro de capella-nías del convento de San Joaquín, 1805. ahinah, feg, legajo 97, doc. 6. Libro de capellanías del convento de Orizaba, 1794, ibidem, legajo 167, doc. 36.

323

observar con mayor claridad este hecho se presenta el cuadro 3, en el que se registra el número y porcentaje de capellanías fundadas antes y después de 1780.41

Cuadro 3 Capellanías fundadas en nueve conventos de la

Provincia de San Alberto antes y después de 1780

ConventoCapellanías

fundadas antes de 1780

Capellanías fundadas

después de 1781

Total de capellanías

Puebla(1586) 102 83.6% 20 16.3% 122 100%

Valladolid(1593) 111 88.8% 14 11.2% 125 100%

Celaya(1597) 43 79.6% 11 20.3% 54 100%

Coyoacán(1613) 110 90.9% 11 9.0% 121 100%

querétaro(1614) 71 95.9% 3 4.0% 74 100%

Salvatierra(1644) 40 95.2% 2 4.7% 42 100%

Tacuba(1689) 64 85.3% 11 14.6% 71 100%

Toluca(1698) 52 80 % 13 20.0% 65 100%

Orizaba(1735) 58 72.5% 22 27.5% 80 100%

Totales 651 86.3% 107 14.1% 754 100%

El análisis de los registros de capellanías de estos nueve conven-tos revela, como lo muestra el cuadro anterior, que recibieron poco más de 85% del total de sus capellanías antes de 1780,42 es decir, que desde este año hasta los años cincuenta del siglo siguiente sólo se fundó el 15% restante. una vez que pueda comprobarse que este declive tan brusco también afectó las capellanías instituidas para el

41 Véase nota anterior.42 Véase cualquiera de los libros de capellanías, en los cuales se puede apreciar que

efectivamente, después de esta fecha las fundaciones fueron esporádicas. El convento de Puebla, por ejemplo, sólo recibió una fundación más entre los años 1799 y 1832.

los carmelitas descalzos en la nueva españa...

324 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

clero secular, se abriría una veta muy interesante para los investi-gadores, pues la desaparición de una práctica religiosa que es típica del periodo colonial podría ser reflejo de cambios profundos que se gestaban en la realidad novohispana.

No puede dejar de anotarse que este declive se inicia al mis-mo tiempo que empiezan a implementarse las medidas decretadas por Carlos IV que desvinculaban los bienes y capitales de las obras pías.43 La nueva legislación pretendía, entre otras prioridades, des-animar a la sociedad a realizar este tipo de fundaciones, pues se consideraba que obstaculizaban el desarrollo de la economía.

Esta política, como se sabe, se fue fortaleciendo hasta culminar con la famosa Consolidación de Vales Reales,44 que se expidió para la Nueva España en 1804. Resultará interesante dilucidar hasta qué punto estas disposiciones legales influyeron en la sociedad y logra-ron desalentarla a realizar este tipo de fundaciones. También sería importante determinar hasta qué punto la desaparición paulatina de la institución estuvo relacionada con la transformación de los valores, de las formas de piedad o, incluso, de las creencias religio-sas que compartían amplios sectores de la sociedad novohispana.

Para finalizar este apartado es pertinente resaltar que, al me-diar el siglo xvii, los conventos de la orden lograron obtener rentas fijas y hasta cierto punto seguras, a través de la inversión de sus ca-pitales de capellanías y esas rentas resultaron idóneas para afrontar con seguridad el sostenimiento de sus conventos. Sus percepciones por esta vía se fueron incrementando poco a poco hasta lograr el nivel más alto durante la década de los años ochenta del siglo xviii. A partir de esa fecha, las rentas no aumentaron por falta de nuevas fundaciones.

43 Rosa María Martínez, “Cofradías y capellanías en el pensamiento ilustrado de la administración borbónica (1760-1808)”, pp. 17-34, en Ma. Pilar Martínez López-Cano et al. (coords.), Cofradías, capellanías…, y Levaggi, Las capellanías en Argentina, Estudio histórico-jurídico, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales, “Am-brosio L. Rioja” de la facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1992…, f. J. Cervantes Bello, “La Consolidación de Vales Reales en Puebla y la crisis del crédito eclesiástico”, en María del Pilar Martínez López-Cano y Guillermina del Valle Pavón (coord.), El crédito en Nueva España, México, Instituto Mora/Colmich/Colmex/Instituto de Inves-tigaciones Históricas, unam, 1998, pp. 177-203.

44 francisco J. Cervantes Bello, “La Consolidación…”, pp. 177-203. Gisela von Wobeser, Dominación colonial. La Consolidación de Vales Reales en Nueva España, 1804-1815, México, unam, 2003.

325

Inversión de capitales de capellanías

Los carmelitas como patrones y administradores de capellanías te-nían, ante todo, la responsabilidad de invertir con seguridad sus capitales. Para esto se ajustaron a las normas, costumbres, disposi-ciones jurídicas y religiosas permitidas por la Iglesia, y también a las creencias, prácticas y valores que prevalecían en su época. Así, por ejemplo, los frailes respetaron las intenciones y últimas disposicio-nes de sus bienhechores quienes les habían exigido, como patronos de sus capellanías, cuidar sus capitales con el fin de asegurar los servicios religiosos que ofrecieran a “perpetuidad por sus almas”.

Los descalzos inmersos en la cultura religiosa de la época con-sideraban que no eran “dueños de los capitales de capellanías”, pues “según el concilio tridentino, la doctrina de los santos padres y los sagrados cánones”, se reconocían únicamente como “meros administradores con obligación estrechísima de conservarlos”. Las inversiones que realizaban estaban “gravadas con capitales anexos a misas y otras obras pías...”, por lo cual no debían exponerse a perderlas, además, era “preciso respetar la última voluntad de los testadores”, la que no podían alterar y estaban “gravemente obli-gados a cumplir”.45

Así pues, las creencias religiosas influyeron en que la orden adoptara una política de inversión conservadora. Los carmelitas administraron y organizaron sus capellanías con la finalidad de que perduraran, tal y como se habían comprometido con los funda-dores. Cumplieron puntualmente con los servicios religiosos a los que se habían comprometido por más de dos siglos y cuidaron sus capitales con pulcritud y esmero, con la finalidad de conservarlos. Todo esto lo hicieron porque estaban conscientes de las ventajas económicas que obtenían de sus capellanías, pero también por el escrúpulo que les suscitaban ciertas creencias, actitudes y valores propios de una particular visión del mundo en la que estaban tan involucrados como sus mismos benefactores.

Los conventos de la orden invirtieron sus capitales en tres ru-bros principalmente: en el otorgamiento de créditos, en la compra de casas y de inmuebles rurales.46 Cada uno de los dieciséis con-

45 ahinah, feg, legajo 203, doc. 48.46 Sobre los tipos de inversión que prefirieron las instituciones eclesiásticas, véase:

Gisela von Wobeser, El Crédito eclesiástico en la Nueva España, Siglo xviii, México, unam/

los carmelitas descalzos en la nueva españa...

326 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

ventos de la orden tuvo su propia política de inversión determi-nada, en alguna medida, por las circunstancias económicas de la región en que se ubicaba el convento. Así, algunos de ellos prefi-rieron invertir en periodos determinados en préstamos y en otros momentos lo hicieron en propiedades. En general se puede afirmar que los conventos carmelitas diversificaron sus inversiones en los tres rubros mencionados lo que contribuyó a mantener sana la eco-nomía de sus conventos. Al finalizar el periodo colonial tenían nu-merosas propiedades urbanas valuadas en más de 500,000 pesos, sus inversiones en préstamos sumaban varios cientos de miles de pesos y eran propietarios de 19 fincas rústicas.47

Los carmelitas en el siglo xix

Como se ha podido comprobar al finalizar el siglo xviii, los capitales que recibían los conventos por capellanías, ya no se incrementaron por la falta de nuevas fundaciones.48 A esta dificultad se añadieron otras durante el siglo xix pues la orden tuvo que enfrentar nuevas circunstancias y problemas muy difíciles que provocaron la dis-minución paulatina de sus bienes y la pérdida de su prestigio e influencia social.

El año 1804 marcó el inicio de una serie de exacciones que en el nuevo siglo padecería la orden. Efectivamente, entre los años 1805 y 1808, los conventos carmelitas tuvieron que entregar a la Corona por el decreto de consolidación de vales reales,49 las siguientes can-tidades: el convento de Puebla, 14,700 pesos, capital que pertene-cía a 7 capellanías; el de Tehuacán, 2,000 pesos; el de Atlixco 1,070 pesos;50 el de Orizaba 7,500 pesos,51 el de Tacuba 1,200 pesos.52 En

iih, 1994. Pilar Martínez López-Cano, El crédito a largo plazo durante el siglo xvi, ciudad de México, 1550-1620, México, unam/iih, 1995.

47 Jan Bazant, Los bienes de la Iglesia en México, 1856-1875, México, El Colegio de México, 1971, p. 37. Archivo General de la Nación (en adelante, agn), Memorias de Justi-cia Eclesiástica, tomo 48, año 1856.

48 Como se puede comprobar en los libros de capellanías de los distintos conven-tos. Véase, por ejemplo, los libros de capellanías ya citados correspondientes al siglo xix.

49 Gisela von Wobeser, Dominación Colonial…, pp.130-136. f. J. Cervantes Bello, “La consolidación…”, pp. 25-48.

50 Libro de censos de Puebla, 1795. Condumex, rollo 17, carpeta 1439.51 Libro de capellanías del convento de Orizaba, 1794, ahinah, feg, legajo 63.52 ahinah, feg, legajo 196, doc. 24.

327

total, la Provincia de San Alberto entregó a la Corona poco más de 60,000 pesos por el decreto de consolidación.53 Si bien es cierto que la economía de la Provincia no se vio especialmente afectada por estas exacciones –pues esta cifra representó sólo el 4.2% de los bienes que hasta hoy se tienen registrados y que se muestran en el cuadro 2– sí representó el primer golpe entre muchos otros que recibiría la orden del poder civil. Las rentas de los capitales con-solidados se cobraron en las cajas reales hasta 1812, año en el que su pago fue suspendido definitivamente.54 Los conventos carmelitas documentaron en sus registros respectivos la suspensión de las ca-pellanías que correspondían a estos capitales.

La situación anárquica y la turbulencia social que se vivió en Nueva España durante la Guerra de Independencia, afectó de ma-nera significativa a la orden, ya que en esa época se dejaban sen-tir ciertos cambios en el ámbito religioso y en la valoración que la sociedad hacía de los religiosos. Al menos, esta fue la percepción que tuvo el prior de Oaxaca, quién mandó al provincial de la or-den algunas reflexiones sobre este punto en el mes de diciembre de 1814.

Para transmitir una nota curiosa a la posteridad, excitar la devoción de los fieles y para confusión eterna de los impíos y libertinos que en todos los siglos y estados, especialmente en este desgraciadísimo y relajadísimo, han declarado con tanto furor y maledicencia, con-tra los establecimientos religiosos y sus individuos, vociferando con aquellas lenguas de […] infernal, como inútiles en la Iglesia, perju-diciales al estado y congregaciones de hombres temibles y holgaza-nes, asentando sus máquinas para abolirlos del todo, rayendo del mundo hasta su memoria y que casi, casi, lo tenían conseguido en los últimos años del cautiverio ominoso de Augusto, Pío, y religioso bien intencionado fernando VII rey de ambas Españas, a no haber la divina Providencia metido su mano poderosa, con que les trastornó y despedazó todos sus deseos y diabólicos proyectos. Para confusión repito de estos pérfidos enemigos de Dios y de su gloria, incrédulos de la inmortalidad del alma y existencia del purgatorio, sepan y do-blen su cerviz erguida al oír que en esta pobre casita de la gran Te-resa su amada esposa, celadora y reformadora del Antiguo Carmelo

53 agn: Memoria de Justicia Eclesiástica, t. 47. En los años 1823, 1826 y 1827 la orden declaró que había entregado a la Corona esta cantidad por decreto de consolidación.

54 Libro de censos del convento de Puebla, 1795…, Condumex.

los carmelitas descalzos en la nueva españa...

328 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

y por los hijos de esta gran matriarca en el transcurso de 115 años, que cuenta esta presente fundación en la ciudad de Oaxaca, se han celebrado por los religiosos de él, medio millón y dos mil quinientos ochenta misas […].55

Este documento revela cómo en esa época se empezaba a cuestionar la labor de los frailes como intercesores de los hombres ante Dios, así como, algunas de las creencias religiosas que habían estado tan arraigadas en la sociedad en décadas anteriores, por ejemplo, la del purgatorio y la del valor de los sufragios.

Durante estos años, muchos carmelitas de origen peninsular abandonaron sus conventos. Hacia 1816 el padre general de la or-den en España los reprendió y los conminó a que permanecieran en la provincia de San Alberto, pues como argumentaba: “¿quién me-jor que los religiosos pueden contribuir a pacificar estos reinos?”..., “¿no se fundaron los conventos y fueron admitidos en ellos con objeto de cuidar las almas de sus súbditos, no cooperan los fieles a nuestra religión con limosnas que les inspira su piedad por la gran confianza que les ha merecido la religiosa conducta de ésta en el nuevo mundo?”56

Al parecer, esta exhortación no tuvo eco, pues la disminución de carmelitas fue alarmante en esos años. En 1775, por ejemplo, la orden contaba con 455 frailes en los dieciséis conventos que con-formaban la provincia de San Alberto.57 Hacia 1822, al terminar la contienda por la Independencia, únicamente quedaban 243 frailes, es decir, más de la mitad habían abandonado el país. Esta actitud muestra que los valores que habían caracterizado a la orden en los siglos anteriores, se habían transformado.

El caos que provocó este conflicto causó pérdidas económicas considerables a los conventos. Así, por ejemplo, muchas de sus ha-ciendas se arruinaron, la de Etucuaro, propiedad del convento de Valladolid y la de San José del de Salvatierra, fueron destruidas

55 Resumen de las cuentas relativas a limosnas de misas, capellanías y difuntos…, ahinah, feg, legajo 204, doc. 1 Bis. Este documento no sólo se refiere a misas de cape-llanías, ya que en los conventos también se ofrecían las llamadas misas manuales. Éstas eran las que mandaban decir los feligreses por devoción, por alguna necesidad especial o en sufragio del alma de algún difunto, no tenían compromiso perpetuo y por tanto su estipendio fue menor y se mantuvo durante el periodo colonial sobre los 4 reales.

56 ahinah, feg, legajo 203, doc. 6.57 A. Martínez Rosales, El Carmen de San Luis…, en libros inéditos de la provincia,

1732-1859, Condumex, fondo cccliii, rollo 44, carpeta 1720.

329

entre 1814 y 1821.58 El hecho de que las propiedades de los frailes fueran asaltadas muestra un cambio de actitud de algunos sectores de la sociedad que no respetaban las propiedades de los religiosos. La recuperación económica de las propiedades agrícolas fue muy difícil, aun después de que terminó el movimiento. La de Etucuaro al ser “demolida la mayor parte de sus trojes, convertidos en instru-mentos de guerra sus trapiches y herramientas, arrasados sus cam-pos y consumido todo su ganado”, no se pudo recuperar a pesar del esfuerzo de los frailes del convento, “uno de los principales obstá-culos son la multitud de vagos que al abrigo de los montes y sin res-peto de las leyes se mantienen del robo, la rapiña y la violencia”.59

En esta época los conventos tuvieron también problemas con sus inversiones en censos y depósitos. La difícil situación econó-mica por la que atravesaba la Nueva España provocó que muchos de sus deudores no pagaran. El colegio de Señora Santa Ana o San ángel dejó de percibir rentas de algunos de sus prestatarios.60 En 1818, por ejemplo, perdonó a Pedro María fernández la mitad de los réditos que debía ya que “los insurgentes habían quemado su hacienda”.61 El convento de San Joaquín, ubicado en Tacuba, en-frentó suspensiones de pago de algunos de sus principales deu-dores, entre los que se encontraban: el ayuntamiento de la ciudad de México que le debía poco menos de 27,000 pesos, los padres agustinos, 4,600 pesos y la provincia de San Alberto, 64,000 pe-sos.62 Los carmelitas de Tacuba se vieron muy afectados por esta situación pues, como se recordará, los ingresos más importantes de los conventos provenían de las rentas de capellanías, por lo cual su economía tuvo un serio quebranto. Tanto los padres agustinos como la provincia reiniciaron sus pagos después de la guerra, pero la deuda del ayuntamiento nunca se liquidó. Este capital pertenecía a varias capellanías que el convento dio por perdidas.63

Al iniciarse el periodo nacional, la orden tuvo que enfrentar nuevos problemas. El más crítico fue, sin duda, la expulsión de es-pañoles decretada por el gobierno de Guadalupe Victoria, el 20 de

58 ahinah, feg, legajo 203, doc. 79.59 Ibidem, legajo 206, doc. 17.60 Libro de censos del colegio de Señora Santa Ana, 1750-1852, ahinah, fondo Lira, leg.18.61 Libro de capellanías del colegio de Señora Santa Ana, 1832, capellanía 25 y Libro de

censos del colegio de Señora Santa Ana…62 ahinah, feg, legajo 196, doc. 24.63 Libro de capellanías del convento de San Joaquín, 1805, ahinah, feg, legajo 197, doc. 6.

los carmelitas descalzos en la nueva españa...

330 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

diciembre de 1827, por primera vez, y refrendada el 20 de marzo de 1829.64 Durante estos años, la provincia perdió a la mayoría de sus miembros, muchos de los cuales, como se recordará, eran de origen peninsular. Para estos tiempos el ser peninsular más que signo de distinción, como lo había sido en la época colonial, era un signo infamante. En el cuadro 4 se muestra cómo fue disminuyendo el número de carmelitas a partir de 1822.

Cuadro 465

Religiosos de la orden del Carmen Descalzo entre los años 1822-1850

Año Núm. conventos Núm. religiosos1822 16 2431825 16 2351828 16 981832 16 1111843 16 901848 16 971850 16 83

Los conventos de la provincia de San Alberto en la tercera década del siglo xix sólo albergaban entre tres y siete religiosos. Únicamen-te el de Puebla y el de México contaban un número mayor: 11 y 16 frailes respectivamente.66 La expulsión de españoles tuvo con-secuencias importantes para la orden, pues los carmelitas a partir de entonces perdieron presencia en el país y la influencia que los caracterizó en los siglos anteriores. El padre provincial de entonces afirmaba: “Mucho pudiera decir sobre el estado lastimoso que así en lo espiritual como en lo temporal ha padecido [la provincia de

64 Michael Costeloe, La primera República Federal de México, 1824-1835. Un estudio de los partidos políticos en el México Independiente, México, fondo de Cultura Económica, 1975, pp. 110 y 212.

65 A. Martínez Rosales, El Carmen de San Luis…, en libros inéditos de la provincia, 1732-1859, Condumex, fondo cccliii, rollo 44, carpeta 1720, agn, Memorias de Justicia Eclesiástica, tomos 47 y 48.

66 Véase en el ahinah, feg, legajo 187. Los documentos del 1 al 13 consignan frailes que albergaban varios conventos de la orden. El número de regulares disminuyó consi-derablemente en México a partir de la Independencia. En 1825 había 1987 frailes, hacia 1850 su número se había reducido a 1043. J. Bazant, Los bienes de la Iglesia..., p. 42.

331

San Alberto] desde la expulsión de nuestros amados padres espa-ñoles [por lo que] podemos en el día asegurar, con verdad, que apenas es ya una triste y muy opaca sombra de lo que fue […]”.67

Ciertamente, los problemas de la orden aumentaron a partir de la expulsión, pues cada convento debía decir diariamente un número determinado de misas por obligación de capellanías. Al quedar tan pocos religiosos en los conventos, se vieron imposibi-litados de celebrarlas. Esto, a pesar de que el 27 de marzo de 1827 los carmelitas habían obtenido por breve apostólico, concedido por Pío VII, la facultad de reducir las misas de capellanías ya que en muchos casos sus capitales se habían mermado o perdido. Al so-brevenir, en diciembre de ese año, la expulsión de españoles, los conventos no pudieron hacer frente a las obligaciones de misas, ni aun con la reducción concedida por el Papa. Por esta razón se vieron precisados a pagar a sacerdotes del clero secular para que dijeran las misas, con lo cual las rentas de capellanías que recibían los conventos disminuyeron de manera importante.68

En el mismo año en que se expidió la ley de expulsión, se ini-ciaron para los conventos de la orden una serie de préstamos y contribuciones forzosas que los sucesivos gobiernos de la Repúbli-ca exigieron a las distintas corporaciones eclesiásticas. En el año de 1827 el gobierno de Guadalupe Victoria pidió a la Iglesia 1,500,000 pesos.69 A la provincia de carmelitas tocó en el prorrateo 80,000 pe-sos, cantidad que cubrió con la entrega de la hacienda de Solís, una de las que componían las anexas del Pozo y Peotillos, la hacienda más rica que pertenecía a la orden, que se ubicaba en el estado de San Luis Potosí.70

Hacia 1838, la situación de la orden se complicó aún más, pues el gobierno de Anastasio Bustamante pidió a la Iglesia un préstamo muy fuerte. A la provincia de San Alberto correspondió la suma de 230,000 pesos, cantidad muy elevada si la comparamos con la suma total de capitales que tenía cada uno de sus conventos, los que como

67 ahinah, feg, legajo 209 q, doc. 21.68 Véase Libro de Recibo y Gasto del convento de Toluca. en D. Victoria M., El convento

de la Purísima..., p. 408 y ss. A partir del año 1828 los religiosos registran dentro del gasto corriente el pago de misas que se mandaban decir fuera del convento.

69 J. Bazant, Los bienes de la Iglesia…70 ahinah, feg, legajo 191, doc. 4. Esta propiedad fue finalmente devuelta a la or-

den años después, pues los carmelitas ganaron un juicio que entablaron contra el go-bierno.

los carmelitas descalzos en la nueva españa...

332 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

se recordará, no alcanzaban en su mayoría los 200,000 pesos.71 Adi-cionalmente los carmelitas tuvieron gran dificultad para conseguir la cantidad exigida por el gobierno, ya que sus capitales estaban in-vertidos. Las autoridades de la orden trataron de vender la hacien-da del Pozo y Peotillos, sin embargo esta transacción no se pudo concretar.72 finalmente obtuvieron la suma de 238,102 pesos de la venta de varias casas que pertenecían al convento del Desierto.73

El padre provincial de entonces, fray José de la Visitación, se lamentaba por la enajenación de estas propiedades, pero reconocía que no había tenido más remedio que cubrir el préstamo dado “el ambiente social que prevalecía contrario a las órdenes de religiosos [y a que] no se oían más que voces contrarias a los regulares y mu-chos impíos publicaban papeles y folletos persuadiendo al gobier-no a que se echara sobre sus bienes […]”.74 La opinión generalizada en México en esa época era adversa a los religiosos, pues si bien la labor del clero secular era considerada útil para la sociedad, la de los frailes era calificada de superflua.75 Así, el respeto, influencia y prestigio que habían gozado los religiosos en general y los carmeli-tas en particular, en los siglos anteriores, se habían deteriorado.

Los préstamos que tuvo que conceder la orden a los distintos gobiernos continuaron en las siguientes décadas; entre los cuales se han detectado los siguientes: uno de 25,000 pesos concedido a San-ta Anna en 1842 y otro de 130,000 pesos en 1847. El procurador de la orden para cubrir este último vendió a Isabel Goribar las hacien-das del Pozo y Peotillos y anexas en 400,000 pesos.76 La compradora pagó a los carmelitas 150,000 pesos en efectivo y reconoció el resto del capital a 5% anual.77 Años después, la orden hizo frente a otros préstamos, como el que entregó al presidente zuluaga en 1859 de 75,000 pesos.78

Además de estas exacciones, las finanzas de los conventos se vie-ron afectadas por el caos generalizado y la inseguridad permanente que caracterizó la era nacional en la primera mitad del siglo xix. Esto

71 Ibidem, legajo 209 q, doc. 21.72 Idem.73 Ibidem, legajo 203, doc. 98.74 Ibidem, doc. 48.75 J. Bazant, Los bienes de la Iglesia…, p.28.76 A. Martínez R., El gran teatro de un pequeño mundo. El Carmen de San Luis Potosí,

1732-1859, México, El Colegio de México/universidad Autónoma de San Luis, 1985, p. 46.77 D. Victoria M., El convento de la Purísima…, p. 135.78 ahinah, feg legajo 191, doc. 5.

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provocó, por ejemplo, que la economía de las haciendas de la orden se tornara muy difícil, pues los carmelitas además de enfrentar la situación anárquica que vivía el país debían resolver los proble-mas crónicos de la agricultura. Por otra parte, para administrarlas disponían de muy pocos religiosos quienes, a los ojos de las auto-ridades carmelitas, eran en su mayoría “jóvenes e inexpertos”. Es-tas razones los motivaron para que optaran por su arrendamiento.

La hacienda de Chichimequillas, que pertenecía al convento de querétaro, en 1839 se rentó en 3,000 pesos,79 la de San Elías en Celaya en 1,133 pesos.80 Años después, se decidieron por su venta pues las autoridades de la orden consideraron que sus propieda-des no estaban seguras dada la tendencia de los gobiernos, tanto liberales como conservadores, a apropiarse de los bienes del clero, por lo que estimaron que los capitales de capellanías estarían más seguros si se prestaban a terceros mediante depósito irregular.81 En el año 1841 la hacienda de San José, propiedad del convento de Sal-vatierra se vendió en 134,000 pesos al bachiller de Neri Barrio.82 En 1851, el entonces presidente, Mariano Arista, trató de comprar la de Chichimequillas.83 No se sabe si estas transacciones finalmente se realizaron, lo cierto es que estas propiedades regresaron a manos de los carmelitas, pues se encontraban entre las 19 propiedades ru-rales que declaró poseer la provincia de San Alberto en 1856.84

En esta época la orden enfrentó también problemas con el arren-damiento de sus inmuebles urbanos. El convento de querétaro, por ejemplo, debía percibir de las rentas de sus casas, 3,852 anuales. En 1847, sólo recibió 2,400 pesos, pues muchos de sus inquilinos no pagaban. Ese mismo año, el prior del convento se vio precisado a vender varias casas a francisco González de Cosío para pagar la parte que le correspondía del préstamo exigido por el gobierno ese

79 Ibidem, legajo 16, doc. 6.80 Ibidem, legajo 204 bis, doc. 66.81 Ibidem, legajo 160, doc. 18.82 Ibidem, legajo 204 bis, doc. 17.83 Ibidem, legajo 160, doc. 38.84 Entre las propiedades de la orden que se nacionalizaron, a partir de 1859, y que

se vendieron posteriormente a particulares estaban las siguientes: la hacienda de Chi-chimequillas, propiedad del convento de querétaro, por la que se pagó 83,333 pesos, el molino del convento de Orizaba se vendió en 20,416 pesos, la hacienda del convento de Guadalajara se vendió en 95,000 pesos. La hacienda de Tenería y anexas la compró J. Ives Limantour en la tercera parte de su valor en 1863, pagó en efectivo únicamente 11,000 pesos y el resto lo reconoció en pagarés. El valor de esta propiedad en libros era de poco más de 90,000 pesos. Véase J. Bazant, Los bienes…, pp. 37, 44, 82, 140, 225.

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334 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

año. El prior explicó a las autoridades de la orden que se había vis-to forzado a venderlas en un precio menor al que estaban valuadas, pues en la ciudad “no hay quien preste, tampoco quien imponga a rédito, los más de los censatarios son pésimos pagadores, el juicio con nuestros jueces se pone en peores condiciones, así aunque mu-chos deudores tienen con qué pagar descaradamente se niegan”.85

francisco Cervantes ha demostrado que en la región de Pue-bla, en el año de 1847, las anualidades no pagadas al clero aumen-taron a un ritmo acelerado y que el sistema judicial era favorable a los deudores.86 Al parecer, el convento de carmelitas de esta ciudad tuvo que enfrentar esta problemática, pues varios de sus deudores se declararon en moratoria en esos años. La suma de capitales de capellanías perdidos en el convento de carmelitas de Puebla alcan-zó la cifra de 40,000 pesos.87

Para algunos conventos la situación económica se tornó deses-perante. El de Atlixco, por ejemplo, declaraba tener en 1852, los si-guientes bienes: tres haciendas que valuaba en 157,960 pesos; 47,326 pesos que prestaba a 15 individuos y varias casas muy deterioradas de valor insignificante. En esta época, el convento debía a 22 acree-dores 80,000 pesos, cantidad que se había incrementado debido a que los carmelitas no habían podido cubrir los réditos en varios años.88 Según el prior de entonces, el único recurso que quedaba para sanear la economía conventual era vender sus haciendas.

Las circunstancias que se han apuntado propiciaron que los conventos de la orden perdieran parte de sus capitales de cape-llanías durante la primera mitad del siglo xix. El de Morelia (antes Valladolid) declaraba en el año de 1855 tener perdidas 22 capella-nías cuyos capitales sumaban 34,000 pesos;89 el de Tacuba, 50,000 pesos;90 el de querétaro, 30,000 pesos,91 el de Señora Santa Ana o San ángel más de 30,000 pesos.92 Es importante aclarar que si bien estas pérdidas fueron considerables, no fueron lo suficientemente

85 ahinah, feg, legajo 206, doc. 11.86 f. J. Cervantes Bello, “De la impiedad a la usura...”, cap. v, inciso i, “El clero

poblano y el lugar social de la Iglesia, 1847-1855”.87 Libro de capellanías del convento de Puebla, 1832. Condumex, fondo cccliii,

rollo 17, carpeta 1436.88 ahinah, feg, legajo 196, doc. 17 y legajo 204c, doc. 56.89 El instructor del prelado…, 1855, Condumex, fondo cccliii, rollo 19, carpeta 1451.90 Razón de las capellanías y obras pías de que goza…, op. cit., ahinah, feg, legajo 197, doc. 5.91 Prontuario de capellanías…, 1830, ibidem, legajo 197, doc. 36.92 Libro de capellanías del colegio de Señora Santa Ana, 1832…, ahinah, feg, legajo 7.

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fuertes para destruir la riqueza de la orden, aunque sí para desequi-librar la economía de sus conventos.93

El golpe final que acabó con los bienes de los carmelitas y con su presencia en el país se dio en los años 1856 y 1859 al decretar-se las leyes de desamortización y nacionalización respectivamen-te. Esta última declaró, entre otras cosas, la nacionalización de los inmuebles y capitales clericales sin compensación alguna, supri-mió los conventos de religiosos regulares y la confiscación de sus edificios.94 Los religiosos de la orden celebraron su último capítulo conventual en 1858. No se volvería a reunir otro en casi un siglo.95 En diciembre de 1860, por causa de la ley de exclaustración, los últimos frailes que vivían en los conventos se vieron obligados a abandonarlos.96 La provincia de San Alberto –igual que el resto de las órdenes de religiosos–, se declaró abolida.

Conclusiones

Al mediar el siglo xvii, la orden del Carmen descalzo se había difun-dido ampliamente en la Nueva España. Desde su llegada hasta ese momento había fundado sus diez primeros conventos y así afian-zaba su presencia e influencia social y consolidaba su economía. Estos logros se debieron al apoyo recibido de autoridades civiles y eclesiásticas así como de la sociedad novohispana.

Se ha señalado que el origen y acumulación de la riqueza de los carmelitas estuvieron íntimamente relacionados con la fundación de capellanías, las cuales a lo largo del siglo xvii y gran parte del xviii ingresaron en los conventos de la orden de manera constante. Asi-mismo se mostró que durante la primera mitad del siglo xix los car-melitas dejaron de recibir nuevas fundaciones. Como se mencionó, la desaparición de una práctica religiosa, tan difundida como lo fue ésta, puede reflejar cambios profundos que se estaban gestando en la

93 Asunción Lavrin, “Mexican Nunneries from 1835 to 1860: Their Administra-tive Policies and Relations with State”, The Americas, vol. xxviii, núm. 3, enero 1972, pp. 288-310. La autora confirma la continuidad de la riqueza de los conventos de mon-jas en la ciudad de México entre los años 1846 y 1855. Considera que a pesar de los préstamos forzosos que tuvieron que entregar a los distintos gobiernos sus finanzas conventuales se recuperaron hasta que sobrevino la nacionalización.

94 J. Bazant, Los bienes…, p. 90.95 A. Martínez Rosales, El gran teatro de un pequeño mundo…, p. 46.96 D. Victoria M., El convento de la Purísima..., p. 46.

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336 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

sociedad. En el caso de la orden revela que la devoción de los novo-hispanos empezaba a declinar y que la presencia e influencia religiosa y social de los carmelitas en el país en gran medida se había perdido.

El estudio de dos momentos en la historia de la orden, la funda-ción de sus conventos y la época de la desamortización de sus bie-nes, permite apreciar la distancia que separaba a la sociedad mexi-cana del siglo xix, de la que recibió a los primeros religiosos carme-litas más de dos siglos y medio atrás. Las características que habían distinguido a la orden y que causaron la devoción y admiración en muchos individuos, en el siglo xix habían perdido su sentido y signi-ficado. Para esta época la labor de los frailes fue considerada super-flua y ociosa y la riqueza de sus conventos cuestionada severamente.

La sociedad no apoyó más a los carmelitas, o al menos no de la misma forma que lo había hecho durante los siglos anteriores. La ausencia de nuevas aportaciones económicas a través de fundacio-nes de capellanías en sus conventos y las constantes exacciones de que fueron objeto los religiosos por parte de los distintos gobiernos nacionales refleja esta nueva actitud de la sociedad frente a ellos. En adelante nuevas actitudes económicas, nuevas manifestaciones de piedad y en general nuevas formas culturales fueron adoptadas por una sociedad más laica, menos religiosa.97

La investigación queda abierta, pues falta mucho por conocer so-bre las causas que motivaron los cambios culturales que se vivieron en ese momento, así como por determinar si las creencias religiosas y los valores se transformaron, y en qué medida, o si simplemente obedecieron a diferentes manifestaciones de piedad y religiosidad.

97 f. J. Cervantes B., “De la impiedad a la usura...”, inciso “La nueva piedad ilus-trada y el fortalecimiento del Estado”. El autor ha detectado, durante la primera mitad del siglo xix, en la región de Puebla, la falta de nuevas fundaciones piadosas, numero-sas capellanías para el clero secular vacantes, la disminución de presbíteros y monjas y la falta de pago de los réditos de los capitales que se debían al clero. Considera que estas actitudes de los particulares manifiestan el desgaste de antiguas formas de pie-dad. Afirma que la sociedad en esta época cuestionó la autoridad moral de la Iglesia, así como su papel como propietaria. Sostiene que el Estado mexicano fortaleció duran-te el siglo xix su posición frente a la Iglesia y difundió una ideología que permitía la apropiación de los bienes del clero. Por su parte, la Iglesia desarrolló nuevos aspectos de religiosidad, fortaleció su organización interna y promovió un nuevo tipo de piedad que la autoridad episcopal llamó ilustrada.

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Ana Carolina Ibarra

“De tareas ingratas y épocas difíciles. Francisco Xavier de Lizana y Beaumont, arzobispo de México, 1802-1811”p. 337-358

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

http://www.historicasdigital.unam.mx

http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/podercivil/pcivil.html

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DE TAREAS INGRATAS Y ÉPOCAS DIfÍCILES fRANCISCO XAVIER DE LIzANA Y BEAuMONT,

ARzOBISPO DE MÉXICO, 1802-1811

ana carolina ibarraInstituto de Investigaciones Históricas

universidad Nacional Autónoma de México

Entre los asuntos relacionados con la catedral, existe un expediente que resulta interesante para introducirnos al ambiente de la ciudad de México en 1808. Es una causa judicial promovida por el arzo-bispado que se le abrió a un joven cura por haber predicado un sermón que, no sólo se excedía por el tono y las palabras ofensivas contra los españoles (cuyos pecados, según el sermón, los hacían acreedores a los castigos de los que ahora eran víctimas), sino que además asumía que España había sido derrotada por los ejércitos franceses, es decir, ya no había más metrópoli.1 El sermón que el ba-chiller Mariano Toraya predicó el 11 de diciembre durante la fiesta del Desagravio de Cristo, tuvo como escenario la catedral metro-politana y se predicó en presencia de la audiencia, el arzobispo y el cabildo eclesiástico.

A pesar de las ofensas proferidas por Toraya, el arzobispo pro-cedió con gran sigilo. fue él mismo quien promovió la causa y, apoyado en argumentos tales como la juventud e inexperiencia del

1 Manuscrito del sermón predicado en la catedral metropolitana por el bachiller Mariano Toraya, presbítero de este domicilio, el 11 de diciembre de 1808; en la causa del Bach. Toraya, Archivo General de Indias [en adelante: agi], Audiencia de México, Sig. 2556. Comento los detalles del sermón en un texto más amplio al respecto, véa-se Ana Carolina Ibarra, “¿Malestar en las catedrales? Discursos, prácticas políticas y pareceres del alto clero en el año crucial de 1808”, en Brian Connaughton (coord.), 1750-1850: La Independencia de México a la luz de cien años, en prensa; la transcripción del sermón completo aparece como apéndice.

338 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

predicador, consiguió que el asunto no trascendiera. Desde luego, Toraya fue confinado al convento de Tepozotlán y le fueron sus-pendidas las licencias para predicar, pero no se le aplicó la pena capital.2

Para los frailes examinadores, la pieza constituía un verdadero atentado al orden establecido, porque hacía una pintura de Espa-ña que “ofrecía motivos para aspirar a la independencia de unos hombres tan perversos como se pinta a los españoles todos”. Según dijeron, el sermón invitaba a la sedición, al levantamiento y la in-subordinación a las legítimas potestades. Sin embargo, al concluir el proceso, el arzobispo explicó que no era conveniente aplicar la máxima pena a Toraya, ya que una determinación tan extrema po-dría poner en riesgo la tranquilidad del Estado eclesiástico. ¿De qué tenía miedo el prelado?

El trabajo que presento es parte de una investigación más am-plia que aspira a estudiar el año crucial de 1808, particularmente a través del ambiente de las catedrales. En esta ocasión, me interesa poner de relieve la efervescencia que se percibía en el clima político de la capital de la Nueva España, años antes de la insurrección de Hidalgo. Así es que a pesar de que la historiografía ha señalado la postura monolítica de la jerarquía y la expresión corporativa de las catedrales, me parece que es posible advertir fisuras en su tradi-cional funcionamiento colegiado, aun en el ambiente fernandista que caracterizó el bienio 1808-1810. Escondidas bajo el ropaje de la lealtad, estaban las adhesiones menos esperadas, las vacilaciones, y aun la disidencia. Así pues, aunque el prelado y los prebendados no apoyaron abiertamente las propuestas del ayuntamiento en julio de 1808, algunos se vieron implicados.3 La confusión que resultaba del vacío de poder, hacía difícil predecir el comportamiento de los grupos de la capital. Las alianzas y simpatías no fueron estables ni pueden reducirse a posturas revolucionarias o contrarrevoluciona-rias, como algunos autores lo han sostenido. Los actores catedrali-

2 Causa del bachiller Mariano Toraya, ibidem.3 Hay que recordar que el canónigo Mariano Beristain fue aprehendido entre los

sospechosos. Otras personalidades, como el propio arzobispo, fueron relacionadas tan-to con el virrey depuesto, José de Iturrigaray, como con miembros del ayuntamiento, aunque parece que no existe ninguna prueba al respecto. Véase Lucas Alamán, Historia de México, desde los primeros movimientos que prepararon su Independencia en el año de 1808 hasta le época presente, t. i, México, fondo de Cultura Económica/Instituto Helénico, 1985, pp. 195-202.

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cios parecen moverse como si estuvieran tanteando un terreno en el cual no les es fácil situarse.4

Respecto al arzobispo, casi siempre acusado de debilidad, vale la pena detenerse un poco. Lizana, tratado de “pusilánime” y “ene-migo declarado de los americanos”, merece ser estudiado en su contexto: en relación con su cabildo, con la Iglesia y el clero del arzo-bispado. En el confuso escenario de 1808, es posible advertir la pérdi-da de prestigio y autoridad de la monarquía, ante la cual el imperativo de individuos y corporaciones fue tratar de sobrevivir a la catástrofe.

Las angustias del prelado

francisco Xavier de Lizana y Beaumont llegó a la ciudad de Méxi-co el 11 de enero de 1803. El camino desde la diócesis de Teruel había sido largo y penoso: habiendo renunciado tres veces a la so-licitud del monarca, la contundencia de la última misiva del secre-tario José Antonio Caballero no le dio otra opción que abandonar su iglesia a fines de julio de 1802 para presentarse ante Carlos IV en Madrid y embarcarse el 9 de octubre en Cádiz. El “segundo apóstol Javier”, como lo llamaba el rey, llegó a Veracruz el 16 de diciembre, y tardó poco menos de un mes en alcanzar su destino. A lo largo del trayecto, así como a su arribo a la capital metropolitana, recibió grandes muestras de afecto. La Gaceta de México describe con todo detalle las expresiones de júbilo que tuvieron lugar en la recepción y consagración del prelado.5

Muy pronto percibió Lizana el clima de inquietud que preva-lecía en la Nueva España. Desde finales del siglo xviii, arzobispos y virreyes dejaron clara constancia de sus preocupaciones: el recelo y antipatía de los habitantes hacia el gobierno español, la relación con las antiguas colonias inglesas, y la amenaza británica, que bien podría aprovechar del desafecto de los americanos para obtener mayor influencia en la situación de aquellos dominios.6

4 ¿Algo parecido al momento de flujos y acontecimientos irracionales que refie-re el “momento maquiavélico” de Pocock?, John Pocock, The Machiavellian Moment. Florentine Political Thought and Atlantic Republican Tradition, Princeton, Princeton uni-versity Press, 1975.

5 Gaceta de México, 11 de febrero de 1803. 6 un buen ejemplo de ello es la carta de Revillagigedo a don Antonio Valdés

del 13 de abril de 1789 en David Brading, El ocaso novohispano: testimonios documenta-

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340 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

Aunque Lizana estaba enfermo y fatigado, no le faltó perspi-cacia para entender lo que estaba pasando: los curas están “muy agraviados”, solía comentar en su correspondencia. Le tocó lidiar con los disgustos que había dejado la política eclesiástica de los Borbones y percibía con claridad el clima de malestar y enojo.

La capital del arzobispado era un hervidero de curas que prác-ticamente se arrebataban los beneficios existentes; en el cabildo catedral, en donde se encontraban los mayores y mejores benefi-cios, los prebendados parecían convivir armoniosamente, aunque era apreciable la competencia por los ascensos en los que se dejaba sentir el clima de rivalidad entre criollos y peninsulares.7 Acostum-brado a tratar de preservar el complejo sistema de equilibrios que implica el orden de toda catedral, el arzobispo de México tendría que realizar esfuerzos adicionales para mantener la nave eclesial a flote.

La inquietud de Lizana es visible desde sus primeras comu-nicaciones a la metrópoli. una representación dirigida al ministro de Gobierno, apenas del 25 de septiembre de 1803,8 refiere sus pri-meras impresiones. La insuficiente implantación de la Iglesia en el arzobispado era notoria: “muchos miles los que no cumplen con los preceptos anuales de la Santa Yglesia, muchísimos los que se embriagan y no pocos los que por el exceso en la bebida mueren sin sacramentos”. La vastedad de los territorios asignados a cada parroquia (en algunos casos de más de cuarenta leguas) y las ca-racterísticas de la feligresía hacían claramente ineficaces los medios

les, México, conaculta/inah, 1996, pp. 273 a 275. No hay que olvidar que en 1760 los ingleses tomaron Manila y la Habana, y que en 1805 y 1806 invadieron Buenos Aires y Montevideo con la pretensión de que las poblaciones se rindieran a su majestad bri-tánica. Así pues, los temores que a esas alturas expresaron los funcionarios no eran en absoluto infundados.

7 uno se puede dar idea de la competencia que hubo por estos cargos en la ciudad de México a través de las listas de aspirantes cada vez que se practicaba una oposición. La lista de pretendientes a media ración de la catedral de México por muerte del racio-nero Cienfuegos, por ejemplo, muestra que se presentaron a concurso 36 eclesiásticos, agi, México, Sig. 2556. Esta situación contrasta con la de aquellos beneficios que no ofrecían atractivos para los aspirantes: había lugares (el norte o Yucatán, por ejemplo) en donde quedaban desiertos algunos concursos tanto de beneficios parroquiales como catedralicios.

8 Sobre el trato y comportamiento de los americanos, 25 de septiembre de 1803, junto con un escrito sobre el carácter, desnudez y ociosidad de éstos y medios de desarraigarlos suave y eficazmente, junio, octubre y noviembre de 1804, agi, México, Sig. 2556.

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puestos por la Iglesia para cubrir la necesidad de sacerdotes y maes-tros de primeras letras que permitieran erradicar las formas “obs-curas” con que en algunos lugares se seguía practicando la religión católica, tampoco se había logrado fortalecer la enseñanza del cas-tellano y civilizar a las poblaciones.9 En todos los pueblos faltaban escuelas que, sugería el prelado, debían estar a cargo de los curas a quienes los naturales llamaban de corazón “padres” (mientras que a los subdelegados los indios los veían con verdadero horror, dice Lizana). faltaban también misiones que permitieran evitar por to-dos los medios que los naturales ya convertidos se dejaran arrastrar por su “inclinación a la vida silvestre y del monte”.

Y es que Lizana, como buen obispo ilustrado, pensaba que la Iglesia era “la piedra de toque” en la que descansaba el dominio de España en América y el clero “el nervio de la conservación de estos dominios”. Los ataques a la inmunidad eclesiástica, la reducción de las facultades de los curas (la prohibición del castigo paternal al que fueron autorizados desde los tiempos más remotos), la intromisión de los subdelegados en las cofradías, la ausencia de catequistas, eran algunos de los funestos efectos de la reciente reducción de las prerrogativas de los eclesiásticos. Estaba muy mal que a esas altu-ras el clero resintiera molestias y agravios. Eso ponía en riesgo la propia presencia española en América: “si no se mantiene el influjo y facultades de los curas en los términos en que estaban hasta hace algunos años, podrían perderse estos dominios.”10 La felicidad de los americanos, según Lizana, dependía de la fuerza, respetabili-dad y buena situación del clero regular y secular.

Y no estaba por cierto equivocado. Como sabemos, la historio-grafía de los últimos años ha mostrado muy bien las consecuencias de la crisis del privilegio eclesiástico y la pugna Estado-Iglesia du-rante la Ilustración borbónica.11 El clero de entonces, en su conjun-to, había resentido las exigencias y las exacciones de la Corona, la pérdida de privilegios, la intromisión en sus facultades. El clero

9 “[...] hay otros diferentes pueblos y rancherías y haciendas con crecido número de personas que no tienen sacerdote, ni maestro de primeras letras. Estos pueblos sepa-rados, y distantes de la cabecera usan sus idiomas antiguos y no tienen la menor noción del castellano, profesan la religión católica de un modo mui obscuro, y carecen de todo principio práctico de civilización”, ibidem.

10 Ibidem.11 David Brading, Una Iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810, México,

fondo de Cultura Económica, 1994; Nancy M. farriss, La Corona y el clero en el México Colonial, 1579-1821, México, fondo de Cultura Económica, 1995.

de tareas ingratas y épocas difíciles...

342 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

criollo estaba particularmente molesto por la política de margina-ción que operaba en contra suya, al pretender la Corona alejarlo de los altos cargos de la burocracia eclesiástica.

El arzobispo vacilaba entre comprender los agravios del clero local y desconfiar de sus intenciones. No muy lejano de las pos-turas discriminatorias, opinaba que la tercera parte de los criollos en los cuerpos no podía prevalecer. Argumentaba que “arriesga también la conservación de estos países la provisión de empleos en criollos”, pues varios de ellos “eran ansiosos de hacer independien-tes de la Corona de España y de lograr proporción para seducir a los Indios, cuyo carácter es tímido y sumamente inconstante”.12 Sin embargo, poco a poco Lizana fue trabando buenas relaciones con miembros conspicuos de la élite criolla, y cuidó de guardar para sí, y para documentos reservados, este tipo de pareceres. ¿Acaso entendía demasiado bien lo que estaba en juego y prefería paliar los escándalos ante el inminente clima de conspiración y disgusto?

Ante la crisis

una situación inédita marcó la historia española cuando en la pri-mavera de 1808, con autorización de Godoy, las tropas de Napo-león entraron a la península bajo el pretexto de llegar a Portugal y hacer efectivo el bloqueo continental en contra de los ingleses. De pronto, la Corona pasó de las sienes del monarca a las de su hijo, el príncipe de Asturias, que sería coronado con el nombre de fer-nando VII. Muy poco después, en la ciudad fronteriza de Bayona, la corona fue devuelta a Carlos IV quien enseguida la puso a dispo-sición del emperador de los franceses.

El 9 de julio de 1808, la noticia de la coronación de fernando VII se dio a conocer en México a través de la Gaceta. Pero no hubo tiem-po siquiera para celebrar el acontecimiento: apenas veinte días más tarde, en la Nueva España se supo que, a pesar de la resistencia popular, Napoleón había conseguido usurpar el trono de España.

La situación no podía ser más confusa: la antigua aliada de España, se había vuelto en su contra y ahora los ingleses aparecían como su principal apoyo; la suerte había abandonado al poderoso valido, y el odiado Godoy se convertía en traidor a la monarquía.

12 agi, México, Sig. 2556.

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La fugaz presencia en el trono de fernando VII, ahora cautivo de los franceses en Valençay, cedía su lugar a dos juntas que en su nombre se habían erigido en Valencia y Sevilla, pronto aparecerían otras más. ¿qué podía hacer la Nueva España en donde el propio virrey Iturrigaray era protegido de Godoy, y su antecesor Azanza, se convertía en uno de los principales colaboradores del invasor?13

Como en otros lugares del mundo hispánico, la crisis política abierta por los acontecimientos de la metrópoli obligó a que dife-rentes instancias se plantearan la necesidad de llenar el vacío de poder provocado por la ausencia de la soberanía del rey. No es éste el lugar para tratar detenidamente los acontecimientos que lleva-ron a que el plan presentado por el ayuntamiento de México para crear una Junta provisional que gobernara el virreinato debido a la acefalía de la Corona, quedase cancelado gracias al golpe de Estado que encabezó el acaudalado comerciante Gabriel Yermo el 16 de septiembre de 1808.14 Sin embargo, para los fines de este trabajo interesa detenernos un poco en la crisis para conocer acerca de la participación y comportamiento del arzobispo de México.

Como dije antes, los historiadores han argumentado, y con cier-ta razón, que el arzobispo fue débil ante los inesperados sucesos de 1808. Cuando se conoció acerca de la acefalía de la Corona, Lizana se situó a medio camino entre las iniciativas del ayuntamiento y el virrey, y las posturas de la audiencia y el Real Acuerdo. Participó en las juntas del ayuntamiento,15 y para algunos estuvo de parte del virrey. Después de la conspiración de Yermo, apoyó la deposición de Iturrigaray y su reemplazo por el mariscal Pedro Garibay. Pero el arzobispo presentía el malestar generalizado y sabía bien que lo peor estaba por venir. Tenía miedo de la conmoción popular y de no poder “salirle al paso”. En abril de 1809, sensible al ambiente insurreccional que podía otear en la capital, le escribía con urgencia al primer ministro:

13 El ex virrey Azanza fue nombrado ministro de Indias. 14 En el caso de la Nueva España, no tuvo éxito el intento de crear una Junta autó-

noma, como en otros lugares de la América hispana. Con la complicidad de la Audien-cia, el comerciante y hacendado peninsular Gabriel Yermo, enemistado con Iturrigaray y con el cabildo, organizó la conspiración que dio el golpe para derrocar al virrey, cerrando con ello la posibilidad de un gobierno provisional criollo.

15 Se hicieron cuatro juntas: el 9 y el 31 de agosto, y el 1 y 9 de septiembre de 1808, en las que participaron 86 personas, básicamente miembros de las corporaciones seculares y eclesiásticas. Véase: Doris Ladd, La nobleza mexicana en la época de la Indepen-dencia, 1780-1826, México, fondo de Cultura Económica, 1984, p. 154 y ss.

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[…] hago presente que según es grande mi debilidad, no podría asis-tir al sosiego de alguna conmoción popular, y aunque no haya fun-damento para temerla, me aflige en extremo mi falta de salud para poder acudir a sosegarla, y colocarme en medio de la muchedumbre llevando en mis manos el estandarte del Pacificador de Cielos y Tie-rra, Nuestro Señor Jesucristo.16

Para su mala suerte, en España no iba a ser escuchado. Es verdad que generalmente los prelados estaban siempre buscando regresar a la península con un cargo más alto, y Lizana, tal vez no era la excepción, aunque en realidad parece que estaba verdaderamente enfermo.17 Es posible, sin embargo, que el apurado gobierno pro-visional no viera fácil un reemplazo inmediato para el arzobispo y por eso la situación no fue mejor para él cuando en los meses si-guientes, para colmo de sus males, la Junta de Sevilla determinó, el 19 de julio de 1809, que el arzobispo reemplazara a Pedro Garibay como virrey de la Nueva España.18 Quién sabe si su ánimo pacifi-cador y su espíritu de conciliación, lo hacían un buen candidato para sustituir a un virrey que ya no dejaba satisfechos ni siquiera a aquellos que lo habían impuesto.19

En los meses que siguieron, Lizana se mostró particularmente atento para combatir cualquier posible simpatía por los franceses y trató de descubrir, prender y asegurar a los autores de papeles sediciosos; realizó colectas y promovió donativos, sin dejar de in-terceder por los americanos (“estos vasallos se mantienen fieles a la buena causa y a nuestro amabilísimo soberano”).20 Meses más tar-de, creó la Junta de Seguridad y Buen Orden para vigilar a la pobla-ción y mantener la calma en la ciudad de México. Sin embargo, al acercarse peligrosamente al grupo criollo y tener discrepancia con varios de los comerciantes españoles y con algunos miembros de la

16 francisco, arzobispo de México al primer ministro de Estado, 1 de abril de 1809, agi, México, Sig. 2556.

17 Lizana al presidente de la Junta, solicitando regresar a la península, 1 de abril de 1809, agi, México, Sig. 2556.

18 Lizana permaneció en el cargo de virrey hasta mayo de 1810 en que fue sus-tituido por la Audiencia por un periodo breve, en la víspera de la llegada del virrey Venegas.

19 Timothy Anna aprecia que Garibay no fue capaz de mantener el apoyo de los sectores conservadores que lo habían colocado como virrey. Véase Timothy Anna, La caída del gobierno español en la ciudad de México, México, fondo de Cultura Económica, 1981, p. 79.

20 Lizana a la Junta de Sevilla, 1 de abril de 1809, agi, México, Sig. 2556.

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Audiencia, dio muestras de singular torpeza. Determinó enviar a Puebla al oidor Aguirre (uno de los más activos enemigos de Iturri-garay), con quien ya estaba enemistado, y retiró del cargo al oidor Ciriaco González de Carvajal. La reacción a estas medidas fue muy grande, pues como podemos imaginar, los poderosos de la ciudad desautorizaron a Lizana y le exigieron que devolviese a Aguirre a su lugar; el prelado no tuvo más remedio que hacerlo. En la medi-da en que recibió críticas del conocido editor de la Gaceta, Juan de Cancelada, Lizana optó por destituirlo.21 El gobierno del arzobispo-virrey no pudo sostenerse: en mayo de 1810, la audiencia se hizo cargo del virreinato y poco después llegó francisco Javier Venegas, apenas a tiempo para enfrentar la insurrección de Hidalgo.

La oratoria de Lizana

una de las fuentes más ricas para pulsar el ambiente político del aciago año de 1808 la constituye el discurso eclesiástico, a través de los sermones y otras piezas oratorias. Es posible pensar que, en algunos casos, la prédica podía revelar abiertas intenciones sub-versivas, como lo vimos en el sermón de Mariano Toraya, aunque en estos casos los sermones nunca llegaron a las imprentas. Pero, aun en los sermones publicados, que eran predicados por indivi-duos poderosos y de acuerdo a la versión aprobada oficialmente, es posible apreciar la inquietud y malestar de aquellos años difí-ciles. Los sermones de individuos de la alta jerarquía de la Iglesia convocaban al fidelismo, al patriotismo hispano, a la defensa de la verdadera religión;22 pero al mismo tiempo dejaban entrever la inquietud de sus autores y el temor a que la feligresía se saliera de cauce.23 Entonces se les exhortaba a no escuchar las voces de los que trataban de seducirlos, se les aconsejaba no atender a los pasquines y papeles que circulaban en los lugares públicos, se les asustaba con vivir situaciones semejantes a las de la francia revolucionaria

21 Alamán, Historia de México…, t. i, p. 195 y ss. 22 Al respecto, puede consultarse Carlos Herrejón Peredo, Del sermón al discurso

cívico, México, 1743-1834, zamora, Michoacán, El Colegio de Michoacán, 2004. 23 Véase, por ejemplo, el sermón predicado por el obispo de Puebla, Manuel Gon-

zález del Campillo, Exhortación del Illmo. Señor obispo de Puebla a sus diocesanos para la unión y ayuda a la península, y a abandonar la idea de un reino independiente, dado en octu-bre de 1808, impreso en Puebla de los Ángeles, Oficina de Jáuregui, 1808.

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en donde se había humillado a los curas y a la verdadera religión. ¿Cómo verían los mexicanos que se ofendiera a la Virgen de Gua-dalupe y se la “llenara de salivas”?24 Así, los sermones de la época no sólo son una referencia para encontrar las mayores expresiones de adhesión a la causa de fernando VII, el deseado monarca, que por supuesto era el marco en el que se produjeron estas piezas ora-torias, sino que sirven para palpar el clima de conspiración que existió en la Nueva España durante ese bienio crucial y el desgaste que se había producido en el imaginario monárquico.25

El arzobispo Lizana y Beaumont creía profundamente en el poder persuasivo del sermón. Y por eso, fue uno de los predicado-res más prolíficos de aquellos años. Hay quien le atribuye más de tres mil piezas,26 aunque, desde luego, han sido muchas menos las que han llegado hasta nosotros. Proclive a insistir en la necesidad de observar el rigor de las costumbres y la pureza de las celebra-ciones, los sermones del prelado hablan casi siempre de cuestiones graves y circunspectas.

Entre las piezas de 1808, aparte de llamar al patriotismo y de cantar loas a los éxitos de los ejércitos españoles, la mayor parte de los sermones de Lizana están dirigidos a exhortar a que se re-formen las costumbres del clero. Gran parte de los impresos que salieron de su autoría hacían alusión a la necesidad de que los sa-cramentos se practicaran de acuerdo a lo establecido, a que el cle-ro observara puntualmente sus deberes, a recomendar caridad y devoción, a fomentar la virtud.27 Y es que, de lo que se desprende

24 Juan Bautista Díaz Calvillo, Oración que en la noche del 9 de septiembre del presente año y séptima del novenario que por las actuales necesidades de la antigua España hacían los hermanos de la Santa Escuela de Cristo, México, don Antonio Valdés, 1808.

25 Véase por ejemplo, José Miguel Guridi y Alcocer, Sermón predicado en la solemne función que celebró el Ilustre y Real Colegio de Abogados de esta Corte en acción de gracias a su patrona nuestra señora de Guadalupe por la Jura de Nuestro Católico Monarca el señor Don Fernando VII, hecha en 13 de agosto de 1808. Impreso a expensas del mismo Ilustre y Real Colegio, México, Imprenta de Arizpe, 1808.

26 francisco Sosa, El episcopado mexicano, México, Jus, 1962.27 francisco Xavier Lizana y Beaumont, Exhortación que dirige a los Conventos de

Religiosas de su Filiación. Sobre algunas preocupaciones opuestas a la puntual observancia de sus deberes, México, Oficina de doña María Fernández de Jáuregui, 1808; Sentimientos religiosos con los que desea instruir a sus amados diocesanos. En la Semana Santa, Visitas y estaciones que en ella se practican en las Iglesias, México, Oficina de doña María Fernández de Jáuregui, 1808; Reverendas Madres. La virtud que reside en los corazones de todas mis amadas hijas, 26 de julio de 1808; A nuestros amados diocesanos salud en nuestro Señor Jesu-cristo que es verdadera salud, 31 de agosto de 1808; Instrucción pastoral. Sobre la costumbre de llevar las señoras el pecho y brazos desnudos, México, Oficina de doña María Fernández

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de la documentación, es posible afirmar que una parte del clero del arzobispado (y seguramente del de otros obispados) cumplía malamente con sus deberes: con frecuencia las parroquias estaban abandonadas (hubo un gran ausentismo), algunos curas llevaban una vida disoluta, otros tenían procesos abiertos por la Inquisición, y no era extraño que incurriesen en prácticas corruptas.28 Así que el prelado no estaba nada errado cuando, empleando argumentos tridentinos, convocaba a su clero a reformarse.

Lizana fue un prelado particularmente piadoso que acos-tumbraba vivir en el rigor y la penitencia. La casa arzobispal se mantuvo siempre en la mayor austeridad pues pocas eran las co-modidades y objetos suntuarios que podían encontrarse; de hecho, el prelado cedió todos sus bienes y rehusó algunas de sus percep-ciones. Tan expresiva fue su generosidad que, al fin de sus días, determinó entregar partes de su cuerpo (el corazón y las entrañas) como reliquias, colocadas en cajas de madera forradas con tercio-pelo morado, muestra del amor de este piadoso cuerpo.29

Acorde con ese tono severo, la prédica del arzobispo ante la co-yuntura de 1808 hizo del arrepentimiento el centro de su discurso. En plena efervescencia política, Lizana dedicó muchos sermones y pastorales a pedir por los ejércitos peninsulares, a festejar sus triun-fos. Pero en ese contexto, aprovechaba siempre para volver a la carga clamando por la contrición de los pecados. El mundo estaba lleno de males y eran muchos los pecadores. Veamos lo que decía en las solemnes rogativas del 8 de agosto de 1808.

de Jáuregui,1808; Sobre el modo de santificar las fiestas de la Quaresma, México, Oficina de doña María fernández de Jáuregui, 1809, entre otros ejemplos.

28 Había ocasiones en que los párrocos y vicarios negociaban sus obligaciones, incluyendo transgredir las funciones para las que estaban habilitados. Es el caso, por ejemplo, del bachiller Chacón que dejó en manos del vicario de Santiago de Tianguis-tenco las obligaciones que tenía en su parroquia. Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México, en adelante aham, Secretaría Arzobispal, caja 195, expedientes 4 y 17. Pronto descubrió el prelado la costumbre de los regulares de usar papeles falsos buscando secularizarse. Véase: Lizana a Antonio Caballero, sobre papeles falsos en la seculariza-ción de regulares, 21 de septiembre de 1803, agi, México, Sig. 2556.

29 Libro de la Mitra de México, Archivo de la catedral de México, en adelante acm, tomo ii, p. 146, citado en Marco Antonio Pérez Iturbe y Berenice Bravo Rubio, “una Iglesia en busca de su independencia. El clero secular del arzobispado de México, 1803-1822”, tesis para optar por el título de licenciado en Historia, facultad de Estudios Superiores de Acatlán, unam, 2001, inédita, p.17. Las reliquias de ese “piadoso cuerpo” fueron a parar, en partes, a la capilla franciscana de la Real Congregación, el Convento de Jesús, Santa Teresa la Antigua, la Concepción y la Colegiata de Guadalupe.

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En aquella ocasión, Lizana dedicó el sermón a María Santísima de Guadalupe, de quien se había convertido en fiel devoto. En el centro de su prédica se hallaba la amenaza: había que reformarse, de lo contrario, el castigo sería inevitable. Por eso, el prelado elegió como ejemplo las profecías de Ezequiel y comparó la situación de España con la de Pentápolis, ciudad que fue castigada con el fuego divino por sus pecados. Decía:

Haz una cadena, le dijo el Señor después de que había anunciado con señales y palabras la entera destrucción de Judá por sus pecados: fa conclussionem: concluye tu discurso, reduce a pocas palabras todas mis amenazas y castigos. Porque la tierra está llena de maldad: haré venir sobre ella los más malos de las gentes, se apoderarán de sus casas y poseerán sus santuarios: sobreviniendo la aflicción, buscarán la paz y no la hallarán: vendrá turbación sobre turbación, y una mala noticia sobre otra. Se afligirá el rey, se cubrirá de tristeza el príncipe, y las manos del pueblo serán conturbadas: haré con ellos según ha hecho conmigo, y escarmentados, sabrán que yo soy el Señor, a quien han irritado con sus culpas.30

Así es que España fue castigada con la invasión napoleónica y, aunque había sido elegida para evangelizar y llevar la fe cristiana, para extender la monarquía a América, nada vale cuando “nos ha-cen la guerra los pecados propios”. El peor enemigo somos noso-tros mismos, así que “en vano se pelea contra los turcos: primero se ha de pelear contra las malas costumbres, que contra los enemi-gos”.

Para Lizana, lo primero era estar bien con Dios; no hay por qué temer si estamos bien con Dios: “a otro turco temo más yo, decía exaltado el prelado, al que está escondido dentro de nosotros, el pe-cado, la ingratitud, la aversión”. Y luego la advertencia: “Oigamos nosotros la voz de Dios”. Nuestras culpas son semejantes a las que refiere el profeta. Terrible oráculo, os veo pecadores, decía Lizana, seguramente en alusión a las expresiones subversivas que por lo visto se encontraban en muchas esquinas de las calles del virreina-

30 francisco Javier Lizana y Beaumont, Sermón que en las solemnes rogativas que se hicieron en la Santa Iglesia Metropolitana de México implorando el auxilio divino en las actua-les ocurrencias de la monarquía española, predicó el día 18 de agosto de 1808 el Illmo. Señor don Francisco Xavier de Lizana y Beaumont arzobispo de la misma ciudad, México, Oficina de doña María fernández de Jáuregui, 1808.

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to. Pero el discurso se desviaba, y volvía a su inquietud profunda: la sociedad poco piadosa de la época a la que siempre aludió en sus sermones. “Especialmente a vosotras señoras, porque advierto que con vuestro lujo inmoderado, vuestra desnudez vergonzosa, con vuestro aire, pasos y semblante cristianos, vais hasta el mismo templo a provocar la ira de Dios... condoleos al presente de nuestra desgraciada Nación y de las damas españolas a quienes considero vestidas de luto....”,31 insiste.

En la visión del arzobispo, España había sido castigada por sus pecados, y de esta idea rectora del sermón de Lizana sale justamen-te aquel otro de la fiesta del Desagravio, pronunciado por el joven Toraya, al que aludimos al comienzo de este ensayo. Sin embargo aquí la intención era rogar por el destino de la península, y de paso, sugerir que los novohispanos se arrepintiesen de sus pecados, que enmendaran sus vidas para evitar funestos castigos. “Discurramos como cristianos, no precisamente como políticos”, les decía. Tene-mos que arrepentirnos porque “nuestras culpas son semejantes a las que refiere el Profeta” y el riesgo es que puedan sobrevenir ca-tástrofes semejantes.

Francisco Xavier Lizana y el cabildo catedral

Ingresar al cabildo de la catedral de México era posiblemente una de las mayores aspiraciones de aquellos que se enrolaban en la carrera eclesiástica. Se trataba de la más importante corporación, situada en el corazón del virreinato y cuyos ingresos estaban entre los más altos de la Nueva España. un cabildo completo, integrado por 27 miembros, entre dignidades, canónigos, racioneros y me-dios racioneros, que celebraba con la mayor solemnidad y lujo el oficio divino, y presidía los mayores eventos de la capital.32

Le tocó a Lizana rodearse de ese cuerpo integrado por distin-guidos e influyentes personajes, la mayoría miembros de las prin-

31 Ibidem. 32 Hay que recordar que la riqueza de las catedrales dependía del diezmo, in-

greso que ellas mismas recogían y distribuían. Ocuparse del diezmo era una de las principales tareas encomendadas a los cabildos. El diezmo se cobraba sobre productos de Castilla, de allí que las producciones de los indios estuvieran casi todas exentas. La riqueza de las catedrales dependía en consecuencia del entorno económico, siendo particularmente pobres aquellas que se asentaban entre poblaciones indígenas.

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cipales familias, individuos de una amplia formación académica y de una experiencia notable en los asuntos de la Iglesia. En todos lados era frecuente que los capitulares pertenecieran a las élites lo-cales y regionales que buscaron siempre colocar a alguno de los suyos en la catedral respectiva.33 Para esto bien valía el peso de sus recomendaciones, la estrecha red tejida desde las catedrales con los intereses económicos, con las ligas burocráticas. Desde lue-go que para llegar a estos sitios, los eclesiásticos debían tener una trayectoria destacada y no cualquiera podía llegar a la catedral de México, aunque, llegados allí, los eclesiásticos podían aspirar a ir ascendiendo de lugar en lugar y de puesto en puesto. Se pasaba de racionero a canónigo, de canónigo a dignidad y como tal se busca-ba promoverse hasta los cargos de arcediano y deán de la catedral. Y el asunto podía no terminar allí, ya que algunos pocos pasaban a las catedrales de la península.

La catedral de México constituía un espacio atractivo para los eclesiásticos peninsulares. A diferencia de las parroquias aún pin-gües de otros lugares del virreinato, y de algunos obispados poco atractivos que a veces rechazaban, la catedral arzobispal podía ser un escalón decisivo en su trayectoria.

Como es bien sabido, la política borbónica planteó decidida-mente reservar los mejores cargos de la burocracia eclesiástica para los peninsulares, particularmente en las catedrales de mayor jerar-quía. Tal política sería un agravio más para los criollos que ocupa-ban o aspiraban legítimamente a estos cargos. Sin embargo, vale la pena subrayar que, a pesar de las intenciones de la Corona, a principios del siglo xix se aprecia una franca criollización de los ca-bildos34 y, si bien es cierto que no faltaban conflictos entre obispos y cabildos, entre intereses americanos e intereses peninsulares,35 en gran parte de los casos tanto los obispos como los capitulares echa-ban raíces en tierras americanas y creaban lazos de interés en su

33 Para información detallada sobre la situación de algunas catedrales de la Nue-va España, véase Oscar Mazín, El cabildo catedral de Valladolid de Michoacán, zamora, Michoacán, El Colegio de Michoacán, 1996; Ana Carolina Ibarra, El cabildo catedral de Antequera Oaxaca y el movimiento insurgente, zamora, Michoacán, El Colegio de Mi-choacán, 2000; Luisa zahino Peñafort, Iglesia y sociedad en México, 1765-1800, México, iiJ, unam, 1996.

34 Véase, por ejemplo, Ibarra, El cabildo catedral; zahíno, Iglesia y sociedad, entre otros.

35 Es interesante ver algunos casos del obispado de Michoacán, en Mazín, El cabil-do catedral…, también Brading, Una Iglesia…

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ciudad catedralicia. Los eclesiásticos peninsulares y americanos no eran ingenuos y sabían moverse entre distintas lealtades.

En páginas anteriores describí a la ciudad de México como un hervidero de curas. Y es que llama la atención la alta concentra-ción de eclesiásticos en la capital del virreinato. Hubo muchas ra-zones para explicar esta sobreabundancia de clero: allí estaban las principales instancias del gobierno eclesiástico, allí tenían la mayor presencia las órdenes y congregaciones, allí era donde había más posibilidades de conseguir un empleo atractivo. Se encontraban en la capital virreinal las instituciones más prestigiadas, las prebendas más codiciadas y los beneficios más ricos. Así que parece que valía la pena pasar largos periodos en la capital: siempre había algún encargo, una cátedra que impartir, algo más que estudiar en sus magníficos establecimientos educativos capitalinos. De paso, curas y frailes aprovechaban para afianzar sus relaciones con miembros del propio Estado eclesiástico o de la burocracia virreinal. En este abigarrado conjunto seguramente hubo de todo: aquellos que es-tuvieron muy bien colocados, otros tantos que estaban en busca de un lugar mejor y otros más que estaban inconformes o resentidos.36

La visita que llevó a cabo en 1808 Isidoro Sainz de Alfaro, in-quisidor de México, racionero y gobernador de la catedral, sobrino de Lizana, permite constatar la abundancia de clero en la ciudad de México en ese momento.37 En la ciudad hubo 15 parroquias, contan-do la del Sagrario, que tenían bajo su jurisdicción casi 20 conventos y oratorios, decenas de capillas públicas y privadas, hospitales, colegios y escuelas, las más ricas cofradías y archicofradías.38 Aparte de los

36 Luisa Zahíno se refiere a la abundancia de ministros y sus consecuencias en el arzobispado en tiempos de Lorenzana. Basándose en datos de Sierra Nava-Lasa sugie-re que hubo cuando menos 1,357 religiosos y mil presbíteros. De acuerdo con Hum-boldt, afirma que en la ciudad de México había 16 curas, 43 vicarios y 517 eclesiásticos seculares; en 1799 el cabildo eclesiástico se refirió a 3,000 eclesiásticos en la arquidióce-sis, seculares y regulares. zahíno, Iglesia y sociedad…, pp. 46 y 46.

37 Testimonio de todo lo actuado en la Santa Visita de esta ciudad de México, he-cha en el año de 1808 por el señor licenciado don Isidoro Sáenz de Alfaro y Beaumont del Consejo de SM, caballero de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, inquisidor de México, prebendado de esta Santa Iglesia Metropolitana, gobernador y visitador general de este Arzobispado por el Illmo. francisco Xavier de Lizana y Beaumont, arzobispo de esta Diócesis del Consejo de SM. Mandó formar el Sr. don Pedro Ocón y Abad, secretario de la visita y prosecretario del Gobierno de dicho Señor Ilustrísimo, aham, Secretaría Arzobispal, caja 32CL, 293 ff.

38 Relación de las parroquias de la ciudad de México: 1) La parroquia de San Miguel tuvo a su cargo varios conventos y oratorios, aparte de la cofradía de Santa

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eclesiásticos que conformaban la alta burocracia de la Iglesia (ubi-cados en el Tribunal del Santo Oficio, en la catedral metropolitana y la universidad), las parroquias contaban con varios funcionarios que colaboraban con los párrocos beneficiados. Los beneficiados de las 15 parroquias de la ciudad de México tenían altos ingresos, for-maban parte de un grupo selecto de gran prestigio y ascendiente. Este grupo seguramente tenía en sus miras una mejor colocación en las catedrales de la Nueva España o en la propia catedral de Méxi-co; la parroquia del Sagrario definitivamente podía considerarse un escalón para ingresar a la metropolitana. Eran individuos con un alto nivel educativo, casi todos ellos habían pasado por la univer-sidad de México (o alguna universidad española), muchos de ellos tenían el grado de doctor; su opiniones y voces eran escuchadas, ya que enseñaban, publicaban sermones y otras piezas oratorias,

Catarina y Benditas ánimas. 2) La parroquia de Santa Catarina, con varias capillas y oratorios, aparte de la Archicofradía de la Sangre de Cristo, la Cofradía de Santa Catarina y la del Santísimo. 3) La parroquia de la Santa Veracruz que comprendió el Colegio de San Juan de Letrán, la Santa Escuela de la parroquia, la capilla de Dolores, varios oratorios y congregaciones, además de los hospitales de San Hipólito y San Juan de Dios. 4) La parroquia de Santa Ana, a cuyo cargo quedaban varios santuarios y ca-pillas. 5) La parroquia del señor San José, con el Colegio de Niñas de Belem, capillas y oratorios, además de la Cofradía de San José. 6) La parroquia de Santa Cruz y Soledad con la Santa Escuela de Cristo, el Colegio de San Pedro y su congregación, varias ca-pillas, una escuela de la parroquia y la Cofradía de N.S. de la Soledad. 7) La parroquia de San Sebastián con varias capillas y oratorios además del Colegio de las Inditas, el de San Gregorio y la escuela de la parroquia. 8) La parroquia de Santa María la Redonda que tuvo su escuela, capillas y la Cofradía del Santísimo con sus agregadas de N. S. de Loreto, Santa Cruz de Carabaca y Santa Cruz de Dolores de Belén. 9) La parroquia de San Pablo, tuvo a su cargo la capilla de las Recogidas, de San Lucas, de Tlaguac, y la Cofradía de San Miguel. 10) La parroquia de Santa Cruz Acatlán tuvo seis capillas. 11) La parroquia del Salto del Agua con cuatro capillas. 12) La parroquia de Santo Tomás la Palma con cuatro capillas y un oratorio, aparte de las Cofradías del Santo Cristo, San Antonio, Santa Efigenia y el Señor de la Espiración. 13) La parroquia de San Antonio de las Huertas, con cuatro capillas públicas (El Salvador, Chapultepec, la del Molino del Rey y la de la Pólvora), además de cuatro oratorios. 14) La parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe con seis capillas públicas y dos oratorios privados. 15) Por último la parroquia del Sagrario con San Andrés, el Hospital de Terceros, el Divino Salvador, la Real universidad, el Tribunal de la fe, la Casa de Moneda, la Cárcel de Corte, la cárcel de abajo, el Real Palacio y la capilla de la Real Audiencia, la de los Inválidos, los con-ventos de Santa Catalina y de Santa Clara, San Antonio, Talabarteros, de las ánimas, El Colegio de San Ildefonso, el Colegio Seminario, El Colegio de todos Santos, el Hospital de Betlemitas, la mayoría capillas públicas pero algunas sin uso. Dentro de su jurisdic-ción hubo cerca de 46 oratorios privados y ocho conventos de religiosas; las cofradías eran las más pujantes de la ciudad y eran alrededor de 20. Se encontraban allí también las santas escuelas de San francisco, Santo Domingo, del Espíritu Santo y de la Merced, aparte de las terceras órdenes (San francisco, Santo Domingo, Servita y la Merced).

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y guardaban relaciones estrechas, o aun eran familiares y parien-tes de los miembros de las demás corporaciones del virreinato.

Aunque no es posible conocer cuántos curas vivían en la ciu-dad de México en distintas condiciones, la misma visita registró en aquella época, cerca de 280 regulares y más de 500 sacerdotes se-culares domiciliados en la capital, que no necesariamente estaban empleados en una parroquia.39

Generalmente, los obispos venían acompañados de sus fami-liares y tuvieron la intención de ir colocando a estos acompañantes en posiciones estratégicas para el gobierno mitrado. Estos familia-res no siempre fueron bien vistos por los miembros locales de la corporación, pero parecía inevitable que los individuos formaran pequeños grupos y se apoyaran entre sí, de manera que iban asegu-rando para sus miembros cada vez mejores posiciones.

El arzobispo Lizana no llegó solo a la Nueva España. Vinieron con él por lo menos dos personajes que habrían de jugar un papel decisivo en la catedral de México. uno era su sobrino Isidoro Sainz de Alfaro y Beaumont, ya mencionado, que rápidamente ingresó a la catedral como racionero. Durante la gestión de su tío, Sainz de Alfaro fue una suerte de “eminencia gris” que tuvo en sus manos en varias ocasiones el gobierno de la mitra.

El otro personaje muy importante que llegó como familiar de Lizana fue Pedro de fonte y Miravete. fonte fue primero vicario y provisor de la arquidiócesis, luego cura del Sagrario, y después pasó al cabildo metropolitano como canónigo doctoral. En el año de 1813, justo cuando la Regencia le había dado permiso de volver a la península por un par de años, hallándose en Puebla, y a punto de pasar a Veracruz para embarcarse, se enteró de su promoción a la silla arzobispal de México. Así que tomó el camino de re-greso a la capital para ser consagrado en poco tiempo.40 Ya desde 1805, el rápido ascenso del recién llegado había motivado amargos resentimientos: el entonces cura de Tacubaya, José Miguel Guridi y Alcocer, talentoso intelectual y político de la época, escribió con ese motivo una larga misiva a la Corona, reclamando que los familia-res del arzobispo pudiesen recibir canonjías en el cabildo catedral.

39 Según la visita de Sainz de Alfaro, los regulares estaban distribuidos de la si-guiente manera: nueve en el Convento de San Camilo, 11 en el Colegio de Porta Coeli, 30 en San Agustín, 26 religiosos del Carmen, y 240 franciscanos en el Colegio de San-tiago.

40 Pérez Iturbe y Bravo, Una Iglesia…

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Alegaba Guridi que tal práctica contradecía varias cédulas reales que establecían que los naturales de estas tierras tenían el mismo derecho que los naturales de Castilla, de ocupar tales cargos. Guri-di, comparándose con fonte que tenía menos méritos, dijo que él sí tenía “ dos doctorados, uno en derecho canónico y otro en teología, había servido durante catorce años en curatos importantes y ade-más sabía mexicano”.41

Sainz de Alfaro y fonte se trasladaron posteriormente a Es-paña con buenos empleos. El primero consiguió una canonjía en Toledo, en tanto que fonte, al erigirse el breve imperio de Iturbide, partió rumbo a España en donde logró obtener el arcedeanato de Valencia. Cabe añadir que no fue sino hasta 1837 cuando por insis-tencia del papado, renunció a la mitra mexicana.42 Algunos de los capitulares criollos también tuvieron buena oportunidad. Alcalá y Gómez de la Cortina se encontraban en España en mayo de 1816; de hecho, Alcalá falleció allá en 1819. En lo que toca a Gómez de la Cortina, viajó para recibir con su hermano la herencia de sus padres y a restablecer su salud. Se le ascendió a chantre de la catedral y, aun así, no había regresado de España después de un año. fernán-dez Madrid, el tesorero, tuvo que recibir en su nombre posesión de la chantría. En 1824 seguía fuera y parece que nunca regresó. La guerra y el ausentismo de los prebendados obligaron a que en esos años difíciles se compensara el descenso en el número de canóni-gos y dignidades con la habilitación de los racioneros para cumplir con determinadas tareas no previstas entre sus funciones.43

Las voces canonicales

En 1808, conformaban el cabildo metropolitano 26 individuos de prestigio. La lista de apellidos que aparecen en la nómina capitu-lar refiere inmediatamente a las principales familias del virreinato:

41 Citado en Brading, El ocaso novohispano…, p. 278. Cabe advertir que en este caso, Brading confunde y funde a dos personajes distintos pero con inquietudes se-mejantes. Ellos son: José Miguel Guridi y Alcocer, párroco de Tacubaya, futuro repre-sentante criollo en las cortes y gran patriota mexicano, y José María Alcalá, a la sazón canónigo de la metropolitana y posteriormente conspicuo miembro de la organización de los Guadalupes.

42 Brading comenta que, entre tanto, el arzobispo fonte percibió las rentas de ambas catedrales. Brading, ibidem, p. 278.

43 Marco Antonio Pérez Iturbe y Berenise Bravo, Una Iglesia…, p. 205.

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Miguel Agüero, José María Alcalá, José María Barrio, José Mariano Beristáin y Souza, José María Bucheli, Juan francisco Campos, Juan Cienfuegos, José Joaquín del Moral, Andrés fernández Madrid, José Cayetano foncerrada, Juan José Gamboa, Pedro García Valen-cia, José ángel Gazano, Pedro González Araujo San Román, Pedro Gómez de la Cortina, francisco Gómez Pedroso, Ignacio Gómez Rodríguez, Pedro Granados Peña, Juan francisco Xarabo, Joaquín Ladrón de Guevara, Juan Mier y Villar, Bartolomé Joaquín Sando-val, Juan de Sarriá y Aldrete, Isidoro Sainz de Alfaro, José Buena-ventura Santa María, Ciro Ponciano de Villaurrutia. Pedro de fonte y Miravete era entonces cura del Sagrario de la catedral.44

Los acontecimientos españoles reclamaron del cabildo una res-puesta conjunta eficaz para atender las muchas actividades a las que obligó la solidaridad con la península. Las celebraciones para jurar lealtad al católico monarca fueron conducidas en todos lados por los cabildos; los capitulares se dedicaron en aquellos meses a predicar sermones y rogativas a favor de los ejércitos peninsulares, a celebrar sus victorias y exhortar a la feligresía a mantenerse en el buen camino del patriotismo y de la verdadera religión. Los inte-grantes del cabildo metropolitano mandaron hacer en aquellos me-ses un cuadro de fernando VII para la sala capitular. Se encargaron de la magna tarea de recolectar fondos para allegarlos a los ejérci-tos de la península. Al enterarse de la erección de la Junta Suprema, en febrero de 1809 el cabildo de México hizo el juramento de lealtad frente al altar de los reyes, con la asistencia de los capitulares, los contadores de diezmos, los capellanes, oficiales, administradores, músicos y demás integrantes de la catedral.45 En aquella ocasión fue el canónigo Beristáin quien estuvo encargado del sermón co-rrespondiente. “Amarás a tu padre y a tu madre”, reclamaba el canónigo, exaltando las bondades de la influencia civilizadora de España en un discurso de ardiente amor a la madre Patria.46

44 En esa época, fonte ejerció también el juzgado de testamentos, capellanías y obras pías. Su ascenso fue meteórico: era bastante joven y acababa de llegar a México, cuando en diciembre de 1808, el cabildo votó a su favor para ser promovido a la canonjía doctoral de la catedral de México, derrotando a José María Buchelli, el candidato criollo.

45 acm, Actas capitulares, libro 64, sesiones de febrero y marzo de 1809. Es intere-sante que en la ciudad de México muchos de los festejos y juramentos se llevaron a cabo de forma más discreta que en otras capitales de la Nueva España.

46 Mariano de Beristain, Discurso político moral y cristiano que en los solemnes cultos que rinde al Santísimo Sacramento en los días del Carnaval la Real Congregación de Eclesiásti-cos Oblatos de México, México, Oficina de doña María Fernández de Jáuregui, 1809.

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Aunque el cabildo eclesiástico como corporación se había com-portado de manera muy prudente eludiendo toda relación con el ayuntamiento en los meses de junio y julio,47 no faltan motivos para pensar que los individuos que lo conformaban tenían diversas sim-patías. El mismo canónigo Beristain estaba algo inmiscuido en los recientes acontecimientos. Había sido aprehendido en septiembre, junto con el abad de Guadalupe, a quien se acusaba de haber trata-do de prender fuego al santuario para tener un pretexto en contra de los españoles; a Beristáin, por su parte, se le imputaba el querer levantar gente de Puebla, su patria, para apoyar las reivindicacio-nes promovidas por el ayuntamiento de México. Los dos fueron recluidos en el convento del Carmen y liberados hasta el 7 de octu-bre.48 Beristain iba a convertirse a partir de esa fecha en declarado españolista, y a predicar por todas partes que el esplendor ameri-cano, en las letras y la cultura, no era sino producto del rico legado peninsular. Pero en el difícil año de 1808, el sabio poblano parecía alinearse peligrosamente con aquellos que buscaban cambios para la Nueva España.49

La coyuntura revuelta de esos años de crisis política dio lugar a respuestas encontradas, y mientras el poblano mudaba de postu-ra, algunos prebendados redefinían también sus lealtades. En abril de 1809, el flamante canónigo doctoral Pedro de Fonte iba a dar muestra de ello en una serie de escritos remitidos a España, sin si-quiera consultar a su patrón, manifestando además pareceres muy distintos a los de Lizana. En informe muy reservado,50 fonte hacía

47 Al parecer, el ayuntamiento solicitó al cabildo eclesiástico guardar algunos “do-cumentos secretos”, a lo cual se negaron los capitulares y el arzobispo. Pérez Iturbe y Bravo, Una Iglesia…, p. 218.

48 Servando Teresa de Mier, Historia de la Revolución de la Nueva España, t. i, Méxi-co, fondo de Cultura Económica/Instituto Helénico, 1985, pp. 187 y 235.

49 Sobre la evolución de Beristain pueden consultarse: Ernesto de la Torre Villar, “Eguiara y Beristain” en Carlos Herrejón Peredo (coord.), Humanismo y ciencia en la formación de México, México, conacyt/El Colegio de Michoacán, 1984, pp. 220-227; Al-fredo ávila, “La crisis del patriotismo criollo: Mariano de Beristain”, en Alicia Mayer (coord.), Religión, poder y autoridad en la Nueva España, México, unam, 2004, pp. 205-221; Gabriel Torres Puga, “Beristain, Godoy y la virgen de Guadalupe”, Historia mexica-na, número 205, volúmen ii, julio-septiembre de 2002, pp. 57-102; Rodrigo More-no Gutiérrez, “La Idea de América en tiempos de la Independencia. Nueva España 1808-1821”, tesis para optar por el título de licenciado en Historia, unam, 2004.

50 Pedro fonte a don Benito Hermida, 29 de abril de 1809, Informe muy reservado sobre el estado político y social de la Nueva España, en Brading, El ocaso novohispano..., pp. 285-311.

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gala de soberbia europea al referirse a los pobladores de Améri-ca: trataba con profundo desprecio a las castas y a los indios, pero se ensañaba con esa tercera clase de personas que eran para él los blancos americanos. Para fonte, los criollos

[…] poseen haciendas, minas, mayorazgos, tienen cargos públicos civiles y eclesiásticos, cultivan su educación en la opulencia y la mo-licie, miran con fastidio las ocupaciones serias y caen pronto en una lánguida inercia, que al mismo tiempo los sepulta en vicios y mise-rias. Los más de ellos pueden gloriarse de que sus padres y antepa-sados fueron ricos y se hallarán pocos que no hayan disipado sus caudales y fincas... evanecidos con su noble origen desprecian a los indios y castas... Esta clase rival de todas las demás, quisiera ser la única que gozase de las ventajas de este suelo.

La clase europea, en cambio, era tan superior que resultaba impo-sible pensar que en el estado actual ni los indios, ni las castas ni los americanos pudieran intentar siquiera, mucho menos conseguir, “proyecto alguno que sea contrario a las ideas y voluntad de los europeos y las autoridades de este reino”. El doctoral resentía la “sorda y maligna” desconfianza de los americanos pero dudaba de que éstos fueran capaces de tener éxito. Al término del escrito, fonte hizo una serie de recomendaciones sobre la futura integra-ción y facultades de las principales corporaciones de la capital del virreinato, en las que sugirió se reconocieran los méritos de la Au-diencia, y particularmente de los oidores Ciriaco González de Car-vajal, Guillermo Aguirre y Miguel Bataller.51 Por contraste, aunque subestimó la importancia del ambiente conspirativo, se pronunció en contra de Jacobo de Villaurrutia y del marqués de Rayas, entre otros “sospechosos”.

Así de compleja era la situación del cabildo en los años previos a la insurrección de Hidalgo. Por eso, no sorprende que en ese agi-tado contexto, un joven predicador, el presbítero Mariano Toraya del que hablé al principio de este escrito, se animara a lanzar un discurso incendiario en plena catedral metropolitana. Y es que To-raya no estaba sólo: el autor de gran parte de su discurso era otro canónigo. Después de las averiguaciones que formaron parte de su

51 Llama la atención que son justamente aquellos personajes que tenían conflicto con el arzobispo y que éste había propuesto separar de sus cargos. En cambio, fonte propone que se les premie.

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causa, se supo que el doctor José María Alcalá, a la sazón canónigo magistral de la catedral de México,52 había arreglado que Toraya fuese a predicar en esos términos.

A modo de conclusión

El inesperado vacío de poder propició que a los malestares añejos, se sumara el desconcierto de no saber qué es lo que podía venir. Se perdieron las certidumbres, en ese momento, en el que las inclina-ciones se vuelven impredecibles: los personajes se mueven en la oscuridad, tanteando apenas para sostenerse. No es raro que allí cada quien buscara su propio provecho. Posiblemente menos do-tado que sus antecesores, Lizana fue menos pusilánime de lo que tradicionalmente se ha supuesto. Su deseo de mejorar la situación de la Iglesia americana y de preservar el dominio de España sobre estas tierras, parece haber sido el motivo de la prudencia con que se condujo. Se daba cuenta además de que en esas circunstancias, poco podía contar con su cabildo. Por lo visto, era más consciente de ese dramático contexto que algunos historiadores que han bus-cado explicar su comportamiento a partir de la exclusiva subjetivi-dad del personaje.

52 Parece que Lizana no ignoraba que Alcalá, que no suscribió el fondo patriótico a favor de España, y otros tantos personajes del clero capitalino citados a declarar en el proceso de Toraya, estaban “por la Independencia”. Aunque al morir Lizana, Alcalá fue encargado de pronunciar el discurso en las exequias del arzobispo (Elogio fúnebre del Exmo. Francisco Xavier de Lizana y Beaumont, 20 y 21 de julio de 1812, México, María fernández de Jáuregui, 1813), a esas alturas estaba bien comprometido con los autono-mistas de los Guadalupes de México (Virginia Guedea, En busca de un gobierno alterno: los Guadalupes de México, México, unam/Instituto Mora, 1992).

Histór

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Alicia Tecuanhuey Sandoval

“Francisco Pablo Vázquez. El esfuerzo del canónigo y del político por defender su Iglesia, 1788-1824”p. 359-384

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

http://www.historicasdigital.unam.mx

http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/podercivil/pcivil.html

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fRANCISCO PABLO VázquEz EL ESfuERzO DEL CANÓNIGO Y DEL POLÍTICO

POR DEfENDER Su IGLESIA, 1788-1824

alicia tecuanhuey sandovalInstituto de Ciencias Sociales y Humanidades Benemérita universidad Autónoma de Puebla

El estudio de la acción, influencia y pensamiento de clérigos du-rante la primera mitad del siglo xix ha venido teniendo aliento hoy debido a que los historiadores, con renovada mirada, hemos cons-tatado su destacada y constante participación política en el periodo. Aquí concentramos nuestra atención en la figura de uno de los ecle-siásticos que vivió, acompañó e influenció, entre otros, el curso de la vida pública de la provincia-estado de la Puebla de los ángeles a lo largo de las primeras cinco décadas del siglo xix, sometida a la novedad del pensamiento liberal. A primera vista, francisco Pablo Vázquez alcanzó esta posición por varias razones: fue un miembro destacado del cabildo catedralicio poblano, asumió la comisión del gobierno mexicano para negociar con el Papado el tema espinoso del patronato y, finalmente, fue nombrado obispo de Puebla. Pero estos datos, así mencionados, dicen poco.

Lejos estamos de pretender trazar el perfil biográfico de Váz-quez. Por las características del contexto, ampliamente complejo debido a pretendidos cambios, a los efectos indeseados que pro-vocaron dichos intentos de transformación –aun pendientes de ser estudiadas a cabalidad– y al novedoso elenco de fuerzas que en él participaron, en este trabajo sólo nos propusimos un acercamiento al pensamiento e ideas que fueron moldeando la acción política de Vázquez y que tuvieron una gran continuidad. A su vez, hemos tra-tado de rescatar cómo tal pensamiento, cuyo alcance no es localista,

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fue adaptándose a las circunstancias que todos los actores enfrenta-ron. Nos interesa también analizar cómo este juego de elementos se mantuvo en diálogo (por empatías/rechazos) con orientaciones de otros prelados, derivando en la formulación de una original repre-sentación mental acerca de uno de los más importantes cambios de aquel momento sobre el cual reflexionaban los actores, la adopción en México de la forma de gobierno republicana federal. El análisis de estos aspectos lo delimitamos al periodo de 1788-1824.

Pretendemos mostrar que la voz de francisco Pablo Vázquez fue requerida para justificar dicha forma de gobierno en 1824 por una de las fracciones políticas que disputaba el control de las ins-tituciones republicanas, la moderada, no sólo por su gran prepara-ción intelectual. Sostenemos que en sus años formativos y en sus primeras responsabilidades eclesiásticas, Vázquez fue forjando un pensamiento que permitía apuntalar el respeto a las instituciones po-líticas vigentes, fuera por tradición o por acuerdo libre de los hom-bres. Defensor decidido de los privilegios eclesiásticos, de los lazos comunitarios, de su sostén y reforzamiento, la afinidad de sus pro-posiciones con la posición moderada parece derivarse de su con-vicción en que el discurso eclesiástico ofrecía algunas respuestas, no traumáticas ni disgregantes, a las nuevas demandas que fueron planteándose en el periodo.

1. El ascenso como notabilidad intelectual dentro de la Iglesia poblana

Nacido en la Villa de Carrión el 2 de marzo de 1769, francisco Pa-blo Vázquez muy tempranamente construyó la reputación de so-bresaliente y abnegado cultivador de las letras. Desde su ingreso al seminario Palafoxiano como estudiante de Gramática, a los 9 años, obtuvo los reconocimientos que dicho establecimiento otorgaba a estudiantes meritorios: becario de merced y beneficiario de provi-dencias. Durante sus estudios de Lógica también fue premiado con el Supra Locum, tal y como lo fueron en su momento otros estudian-tes.1 Sus apologistas no han dejado de subrayar su preparación y

1 Tales fueron los casos de José Mariano de San Martín, José Miguel Guridi y Alcocer, Antonio Joaquín Pérez Martínez, entre otros. Biblioteca Palafoxiana, en ade-lante: BP, Oposiciones, Autos formados en concurso de oposición a las cátedras de

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erudición, aludiendo especialmente al discurso que Vázquez pro-nunció, por petición de Pío VIII, en la ceremonia que celebraba en Roma su reciente elevación. Vázquez había sorteado exitosamente una difícil prueba y, a decir de estos escritores, sorprendió a una hostil audiencia.2

Las informaciones con las que contamos dejan ver que durante el periodo en que labra su carrera académica, Vázquez estaba mo-tivado por alcanzar notoriedad como un estudiante que dominaba las corrientes doctrinales imperantes en la época. Ya desde sus cur-sos de Artes seleccionó a tres importantes autores para discurrir en sus primeras exposiciones, exámenes y conferencias: Goudin, para aprobar el curso de Lógica; Benito Díaz de Gamarra, para contra-riar sus conclusiones metafísicas y las tesis de Gonet, a quien rei-vindicaba.3 Como es sabido, la obra de Lógica de Antoine Goudin4 estuvo en boga en la Nueva España a partir de los sesenta del siglo xviii y en ella se divulgaba el pensamiento de santo Tomás; de suer-te tal que al retomarla de memoria, Vázquez se afirmaba dentro de la corriente predominante, la escolástica.

No fue menos significativo el desacuerdo que Vázquez sostuvo con la metafísica del muy ilustre Juan Benito Díaz de Gamarra, por cuanto este autor, principal introductor del espíritu de la filosofía moderna en la Nueva España, a decir de O’Gorman, e interesado por las novedades científicas, en la observación y la experimenta-ción, no dudó en desprenderse de la escolástica al batallar contra los abusos de método y pugnar por una ventajosa reforma que incluyera los avances en los estudios científicos. Los comentarios

Prima y Vísperas de Teología Escolástica y de Teología Moral el año de 1788 para la de Menores y para la de Artes el año de 1789. Las primeras en tiempos del Sr. Echeverría y esta última en la Sede vacante después de su muerte, fs. 70-71, “Relación de Méritos del Bachiller francisco Vázquez, José Guadalupe Ojeda y Herrera, 11 de diciembre de 1788”. Ana Carolina Ibarra, “Iglesia e insurgencia: contribución de San Martín al debate de la época” en Clérigos, políticos y política. Las relaciones iglesia y estado en Puebla, siglos xix y xx, Alicia Tecuanhuey Sandoval (coord.), México, Instituto de Ciencias Sociales y Huma-nidades de la Benemérita universidad Autónoma de Puebla, 2003, p. 29.

2 Enrique Gómez Haro, Puebla, Cuna de la Diplomacia Mexicana, Francisco Pablo Vásquez, Primer Diplomático Mexicano, Puebla, Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Puebla, 1997, p. 54.

3 “Relación de Méritos del Bachiller francisco Vázquez, José Guadalupe Ojeda y Herrera, 11 de diciembre de 1788”, citada en nota 1. “Certificado del Secretario de este real Seminario, Juan de Dios de Olmedo, 2 de julio de 1789”.

4 Antonius Goudin, Philosoplia iuxta inconcussa tutissimaque D, Thomae dogmata, Matriti, apud Joachim Ibarra, 1767.

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críticos de Vázquez contra el “profeta del eclecticismo” en Nueva España, que buscaba una peculiar conciliación entre ciencia moder-na y tradición católica,5 pronunciados a fines de los años ochenta, muy probablemente también pudieron tener en mente la denuncia que hiciera Fr. Joseph Morales, rector del Colegio Pontificio de Por-ta-Celi, de la obra de Gamarra, Elementos de filosofía Moderna ante el Santo Oficio. Por tal denuncia, y sin que haya sido censurada su obra, fue restringido el uso de tal escrito para la enseñanza en los colegios. La desconfianza hacia Díaz de Gamarra se reforzó cuan-do, a su muerte en 1783, fue descubierto que poseía en su biblioteca 17 obras prohibidas, algunas de ellas, del entonces muy repudiado Voltaire.6

La oposición a una parcial modernización de la enseñanza que pretendía Díaz de Gamarra, la reivindicación de la escolástica y de los métodos memorísticos asociados a ella, que se transmitía por los textos de Antoine Goudin, vuelve a afirmarse cuando Váz-quez diserta sobre la obra del dominico Jean Baptiste Gonet. Como se sabe, él fue uno de los más importantes neotomistas que rechazó la laxitud de los casuistas modernos, el probabilismo y el rigorismo de los jansenistas y, junto a Goudin, sus obras se habían impuesto como libros de texto para hacer contrapeso a las enseñanzas de los jesuitas, a quienes Carlos III había declarado sus abiertos enemi-gos. Así Vázquez se posicionaba como un destacado estudiante y como un hombre ortodoxo, ajustado a la reforma de la enseñanza

5 Esta es la tesis de José Gaos, quien explica que el de Díaz de Gamarra fue uno de los tantos momentos del eclecticismo filosófico, antes de que ciencia y filosofía queda-ran definitivamente separadas. Para el momento de Díaz de Gamarra, el eclecticismo suponía una forma especial de elegir aquellas doctrinas científicas que se identificaban con la fe cristiana. Ideas centrales recogidas de la obra del ilustre novohispano, tales como tolerancia, copernicanismo y newtonianismo, fueron seguramente aspectos polé-micos para sus contemporáneos. José Gaos, “Prólogo” a Juan Benito Díaz de Gamarra, Tratados, México, universidad Nacional Autónoma de México, 1995, Biblioteca del Es-tudiante universitario, núm.65, pp. xx-xxi y xxxv.

6 Emeterio Valverde Téllez, Crítica filosófica o Estudio Bibliográfico y Crítico de las obras escritas, traducidas o publicadas en México desde el siglo xvi hasta nuestros días, Méxi-co, Tipografía de los Sucesores de francisco Días de León, 1904, capítulo iv. Esta obra contiene la defensa a Díaz y Gamarra que hiciera el obispo de Michoacán, don Luis fer-nando de Hoyos y Mier. Véase también Edmundo O’Gorman, “La filosofía en la Nueva España. Denuncia del compendio filosófico del doctor Juan Benito Díaz de Gamarra”, Boletín del Archivo General de la Nación. México, Secretaría de Gobernación, 1941, t. xii, núm. 3, pp. 423-454. Edmundo O’Gorman, “Papeles de Benito Díaz de Gamarra”, Bo-letín del Archivo General de la Nación, México, Secretaría de Gobernación, 1942, t. xiii, núm. 4, pp. 407-422.

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superior, en la que se fomentaba una sola y misma teología funda-da en los principios de san Agustín y santo Tomás.7

una vez que Vázquez concluyó sus estudios para obtener el grado de doctor en la universidad de México, volvió a Puebla, al Colegio Palafoxiano, en donde sustituyó todas las cátedras, atendió la de Ruedas y los empleos de bedel y secretario de academia.8 Como sucedía con frecuencia, no pudo asegurar de inmediato su carrera académica ahí. Postulado para ocupar la cátedra de Teo-logía Moral, cuya convocatoria incluyó a todos los graduados de bachiller, se desistió de ella en el momento decisivo. fue necesario el respaldo del regente del colegio para que, al año siguiente, pu-diera ser nombrado en la cátedra de filosofía, que había quedado sin cubrir y que no fue convocada a concurso. Vázquez la ocupó por dictamen del déan, quien era gobernador de la mitra en sede vacante.9

Inquieto e interesado por continuar su carrera eclesiástica, Vázquez a una edad muy temprana, 26 años, se presentó al con-curso de oposición a la magistral vacante de la Iglesia de Oaxa-ca. El sermón que preparó para tal efecto –oposición de 1795– fue un elogio al “digno obrero del Señor para el que todo fin de su portentosa vida fue la mayor honra y gloria de Dios”, Ignacio de Loyola.10 Vázquez se concentró en esta figura porque contribuyó a consolidar la institución eclesiástica. En el sermón recuerda que el fundador de la Compañía de Jesús fue elegido por Dios porque en

7 Jean Sarrailh, La España Ilustrada de la segunda mitad del siglo xviii, México, fondo de Cultura Económica, 1981, pp. 203-204. Jesús Márquez, “Instituciones educativas, proyecto social y comunidades científicas en Puebla, 1765-1835” en Revista Mexicana de Investigación Educativa, julio-diciembre 1996, vol. 1, núm. 2, pp. 461-478.

8 bp, Oposiciones, Autos formados en concurso de oposición a las cátedras de Prima y Vísperas de Teología Escolástica y de Teología Moral…, f. 150, “Certificado de José Guadalupe Ojeda y Herrera, 23 de junio de 1789”.

9 “Certificado de José Guadalupe Ojeda...”, f. 3, “Convocatoria a concurso, Santia-go José de Echeverría, obispo, 11 de noviembre de 1788”. bp, Oposiciones, Autos forma-dos en concurso de oposición a las cátedras de Prima y Vísperas de Teología Escolástica y de Teología Moral …, ff. 71 vta. y 72, “Auto de francisco Javier Conde por desisti-miento de oposición, 23 de diciembre de 1788”. bp, Oposiciones, Autos formados en concurso de oposición a las cátedras de Prima y Vísperas de Teología Escolástica y de Teología Moral …, ff. 155-156, “El Dean Gobernador de este obispado, Irigoyen, 19 de junio de 1790”.

10 Archivo del Cabildo Catedralicio de Puebla, en adelante: accp, Sermones del Ilustrísimo Sr. Dn. francisco Pablo Vázquez. “Sermón que en oposición a la Magistral Vacante en la Santa Iglesia de Oaxaca predicó el Dr. Dn. francisco Pablo Vázquez”, año 1795. En adelante sigo el sermón hasta nueva llamada.

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él encontró al operario que trabajara en su mies para liberarla de esa “perniciosa langosta” que era Lutero. San Ignacio, como Pablo y Agustín, apuntó, fue muy útil a la Iglesia de Dios a pesar de sus previos delitos e iniquidades. Él, escribió, encontró en su pasado el estímulo para “correr con velocidad por el camino de la virtud” y continuar hasta llegar “a la cumbre de la perfección”; ahí, con la mayor viveza, le fueron presentadas a la imaginación las ideas de la gracia de Dios, “la gravedad del pecado, la debilidad de las fuer-zas humanas y la corrupción de nuestra carne”.

En el sermón de Vázquez, Ignacio de Loyola era la encarnación de la caridad y héroe de la oración; exactamente la antítesis de Lu-tero. En contraste a este “apóstata de su religión”, san Ignacio fue fundador, recuerda Vázquez, de una nueva Iglesia sin separarse un punto de las tradiciones heredadas de los apóstoles. Mientras Lutero negó la obediencia al papa, san Ignacio impuso un cuarto voto de obediencia al sucesor de san Pedro. Dios lo premió, lo mis-mo que a los virtuosos Reyes católicos, Vázquez concluye, con el descubrimiento de América, “una cuarta parte del teatro […] para extender las conquistas apostólicas de Ignacio”, mientras que Lute-ro quedó reducido, con su falsa doctrina, a una u otra cabeza.

No debe sorprender que un fiel hijo de la reforma de la ense-ñanza en las universidades y colegios seminarios, promovida por Carlos III en todos sus dominios y que había sido depositada en manos de dominicos, eligiera en 1795 homenajear al fundador de los jesuitas, que tan obstinadamente habían sido persegui-dos por los funcionarios reales hasta promover la disolución de la Compañía. El elogio de Vázquez a san Ignacio no fue una alabanza a la Compañía, sino a uno de los santos que a lo largo de la historia contribuyó a dar gloria a la Iglesia. Pero tampoco es difícil recono-cer que su elección en buena medida estuvo movida por el rechazo a la política regalista que habían emprendido en la península Pedro Rodríguez Campomanes (presidente del Consejo de Castilla, entre 1783 y 1791) y Gaspar Melchor de Jovellanos (secretario de Gracia y Justicia, 1797-1798), cabezas de los ilustrados españoles.11

11 Como se recordará, el primero fue firme partidario de constreñir la autoridad del papa a lo enteramente espiritual, rechazaba el derecho del Santo Padre a nombrar obispos, fue partidario de la eliminación de todos los privilegios y, con Jovellanos, re-pudió la posesión de la riqueza eclesiástica, la tradición tridentina y las máximas ultra-montanas. Jovellanos, por su parte, destacó por su crítica al escolasticismo y el derecho canónico, recomendando el sólo y absoluto estudio de la Biblia, la teología positiva y la

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En contraposición a tales posturas, el mensaje del sermón de 1795, concentrado en las virtudes de san Ignacio, dejaba cla-ro que su autor anunciaba ser guardián de la Iglesia católica, dispuesto a alentar y afirmar la obediencia al papa, así como a resistir los reiterados esfuerzos que se hacían por aplicar las políticas ilustradas, inspiradoras de la reforma de la institución eclesiástica que buscaba someterla con más firmeza a la autori-dad real.12

Pero en el recorrido de su camino como pastor hacia posicio-nes jerárquicas de mayor envergadura, Vázquez también defen-dió a su iglesia frente a unos feligreses que, a sus ojos, no eran precisamente ejemplares. Con motivo de la dedicación del recién construido templo de la Villa de Atlixco, el ya entonces cura de San Martín Texmelucan pronunció en 1801 un sermón dedicado a san félix, patrono principal de la villa, en que se puede apreciar ese otro aspecto de la postura del eclesiástico. Ahí, además de exaltar al santo por su acción piadosa y de buen juicio al honrar en su tiempo a los mártires de la cruz de Jesucristo, indicaba a los fieles del lugar, afectados por la situación crítica de su agricultu-ra, que la selección providencial del santo como patrono era un buen augurio para expiar sus pecados. En tiempos de felicidad y de opulencia, éstos habían omitido dar nueva forma y esplendor a la casa de Dios. Vázquez les reprochaba haber olvidado que la prosperidad sólo venía de Dios; para el cristiano, recordaba, era un error criminal “atribuir las felicidades a la industria, al tesón en el trabajo o a una ciega fortuna”. Ahora que elevaban sus plegarias y que habían construido un nuevo templo, la me-diación de san félix prometía que serían escuchados por un Dios disgustado:

pura y primitiva disciplina de la iglesia. David Brading, “La Iglesia Erastiana” en Orbe Indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, fondo de Cultu-ra Económica, 1998, pp. 541-551. Jean Sarrailh, La España Ilustrada..., p. 673.

12 Para un análisis reciente de los impactos de la política regalista y el ataque centrado en la orden de jesuitas durante la época de Lorenzana y fabián y fuero véase Iván Escamilla González, “El arzobispo Lorenzana: la Ilustración en el IV concilio de la Iglesia mexicana” en María del Pilar Martínez López-Cano y francisco Javier Cer-vantes Bello (coords.), Los concilios provinciales en Nueva España. Reflexiones e influencias, México, universidad Nacional Autónoma de México/Benemérita universidad Autó-noma de Puebla, 2005, pp. 126-128 y 134-139. Nancy M. farriss, La Corona y el clero en el México colonial. 1579-1821. La crisis del privilegio eclesiástico, México, fondo de Cultura Económica, 1995, pp. 119-137.

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366 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

Yo considero este templo como un muro que os va a poner a cubierto de las iras del cielo. Si no cayere la lluvia, si viniere la langosta, si se corrompiere el aire o sucedieren otras fatalidades vendréis a este templo [...] Dedicaos al culto de este templo, porque así lo habéis prometido, porque a ello os obligan los repetidos favores de San fé-lix y para que así no venga sobre vosotros el terrible castigo de que habla el Profeta Ageo, cuidasteis de vuestras casas y abandonasteis mi templo dejándolo sin reparo, por este motivo envié la esterilidad, la sequedad, la desolación en vuestros campos, hice perecer vuestros rebaños y el trabajo de vuestras manos.13

Sin duda, Vázquez buscaba afianzar la fe entre sus feligreses. Pero a través de los sermones estudiados podemos ver que la promoción de la imagen de Dios para el cultivo de las virtudes cristianas entre los hombres, en que estaba comprometido, no fue siempre la mis-ma. unas veces invocó al Dios que juzga y castiga, otras, como en el sermón que preparó para la oposición a la Magistral de Puebla, de 1802, optó por mirar al Dios padre que anticipa la resurrección y que cultiva la fe, orientada al amor.14 En él discurrió en torno al poder de la gracia, basándose en el evangelio de san Juan, el agua viva que quita la sed.15

En este muy largo sermón, el relato acerca de la conversión de la Samaritana es construido con el objeto de insistir sobre los fun-damentos de la fe en la esperanza de la vida eterna. Vázquez ins-truye a los oyentes acerca de la estrategia que el Señor empleó para lograr la conversión: mantener el suspenso, alentar la curiosidad, formular una, en sus palabras, “promesa ventajosa” para recibir a cambio la “ciega confianza” del fiel. Los frutos de la conversión

13 accp, Sermones del Ilustrísimo Sr. D. francisco Pablo Vázquez, “Sermón que en la solemne dedicación de un templo de Dios, en honor del glorioso Pontífice y Mártir San félix, Patrón Principal de la Villa de Carrión y Valle de Atlixco predicó por el Ilus-tre Ayuntamiento y Noble Cuerpo de Labradores El Dr. Dn. francisco Pablo Vázquez, 26 de diciembre de 1801”.

14 Hacia finales de la época colonial y sobre todo en las primeras décadas del siglo xix el discurso eclesiástico fue adquiriendo esa marca, más patente entre los curas párrocos. Brian f. Connaughton, “La larga cuesta del conservadurismo mexicano” en Dimensiones de la identidad patriótica, México, universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa/Miguel ángel Porrúa, 2001, p. 14.

15 accp, Sermones del Ilustrísimo Sr. Dn. francisco Pablo Vázquez, “Sermón que en oposición a la Magistral de la Santa Iglesia de Puebla dijo el Dr. Dn. francisco Pablo Vázquez, cura de San Martín Texmelucan, 1802”. Seguimos este sermón en adelante, hasta nueva llamada.

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serían inmediatos, destaca Vázquez. La Samaritana adora al verda-dero Mesías en su espíritu y verdad y congrega a más sujetos para que vayan a escucharle. Convencido de que en tal evangelio se en-cuentra “el modelo de lo que debemos practicar en el desempeño de nuestro alto y sublime ministerio”, Vázquez explica que Jesu-cristo dispuso del corazón de la Samaritana porque conoce de su debilidad, de su fragilidad y de su condición miserable. La verdad de la instrucción no era otra más que “el celo que debe animar a los ministros del Señor para ganarle almas a Jesucristo” y aconsejaba desplegar “la caridad con que deben recibir al pecador, la delicade-za con que deben manejar su espíritu”. No está por demás resaltar que, como no podía ser de otra forma, Vázquez estaba convencido de la imposibilidad de la bondad del hombre por sí mismo.16

El alineamiento de Vázquez como abierto defensor de su igle-sia, para fortalecer su presencia en las conciencias de los feligre-ses, reforzar la misión pastoral de la Iglesia americana, así como para mantener su carácter corporativo e independiente dentro de la sociedad, tampoco fue ajeno a su deseo de reivindicarla en su función originaria. Bajo el patrocinio de la Corona española, com-prometida por los justos títulos otorgados por la bula de 1495, la Iglesia de las Indias había sido constituida para evangelizar a los naturales, hacer que ellos ingresaran a la grey de la Santa Iglesia católica y mantenerlos ahí, bajo la autoridad de la jerarquía secular de acuerdo a las orientaciones tridentinas.17 Aspirante a ocupar alguna canonjía, no podía sino ordenar sus reflexiones con el fin de resaltar la importancia de esa alta jerarquía y el original vínculo que sostenía con la autoridad real. El suyo no fue, sin embargo, un discurso que bregara por un poder avasallante, como veremos a continuación.

En el sermón que elaboró para presentar su oposición a la ca-nonjía doctoral de la Santa Iglesia de Puebla, lo dedicó al arzobispo

16 Vázquez sostenía en el sermón citado lo siguiente: “Bien advierto Señores que muchos de esos célebres hombres que admira y venera por Héroes el gentilismo, prac-tican mucho de las virtudes que nos previene el Evangelio. Sócrates, Séneca y todos los estoicos manifestaban en su conducta el rigor del Evangelio [pero] sus virtudes eran obra de sus pasiones [...] en todas sus acciones reinaba el espíritu de soberbia y singu-laridad”. Esta postura es reconocida como una marca propia del discurso católico. Karl Jaspers, La fe filosófica, Buenos Aires, Ed. Losada, 2003, pp. 55-56.

17 Tal orientación originaria ha sido estudiada, entre otros, por David Brading, “La monarquía católica” en El orbe indiano..., pp. 240-242 y 249-250.

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de Valencia, santo Tomás de Villanueva,18 que a sus ojos fue la en-carnación de la buena administración de la prelacía, de la devoción y de la virtud, de la beneficencia y hospitalidad. Tal prelado fue descrito por Vázquez de la siguiente manera:

[…] no abusa de la autoridad que tiene sobre [los súbditos] para ve-jarlos y oprimirlos, sino para consolarlos en sus aflicciones, asistirlos en sus enfermedades, ilustrarlos con sus consejos, conservar el rigor del instituto monástico, evitar las novedades, y mantenerlos a todos unidos en el dulce vínculo de la caridad, de suerte que como allá en los felices tiempos del cristianismo no parecía sino que una sola alma animaba a todos sus súbditos.19

Vázquez reconoce al santo celebrado la decisión de seleccionar a los cuatro primeros “obreros evangélicos”, Jerónimo Ximénez, Cristóbal de San Martín, Pedro de Pamplona y Juan Cruzado, a quienes ilustró en teología para extender y propagar la fe en tie-rras americanas. En él se dejan ver, nos dice, Vázquez, todas las virtudes propias del episcopado, por eso “los obispos de España antes de ir al Concilio de Trento van hasta Valencia a recibir ins-trucciones de Tomás”. Prelado que, además se destacaría por es-tablecer párrocos en los lugares de los moros para ser instruidos en la religión de Jesucristo y apartarlos de los errores groseros de Mahoma.

No podemos asegurar con qué intencionalidad actuaba Váz-quez al dedicar su escrito a esta figura eclesiástica. Sin embargo no deja de ser elocuente su selección para reivindicar la función de la je-rarquía católica. Santo Tomás de Villanueva, como hombre preocu-pado por la reforma de la Iglesia, representaba más que un prelado caritativo, humilde y devoto. El escrito lo consigna como un “predi-cador del emperador Carlos V” y esta referencia histórica es impor-tante puesto que remite al proyecto de unidad cristina en todo el

18 Santo Tomás de Villanueva había sido uno de los regentes de la universidad de Alcalá en el tiempo del arzobispo Cisneros, y como este último uno de los principales adeptos de Erasmo de Rótterdam en España. Marcel Bataillon, Erasmo y España, Méxi-co, fondo de Cultura Económica, 1966, p. 16.

19 accp, Sermones del Ilmo. Sr. Dn. francisco Pablo Vázquez, “Panegírico del Glo-rioso Arzobispo de Valencia Santo Tomás de Villanueva que en oposición a la canonjía lectoral de la Santa Iglesia Lectoral de la Santa Iglesia de Puebla dijo el Dr. francisco Pablo Vázquez el día 5 de junio de 1805”. Seguimos este sermón hasta nueva llamada.

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mundo,20 así como a los debates acerca de la misión providencial del emperador y la justeza de los títulos de las posesiones americanas, que impulsó el propio gobernante.21 Es casi seguro que Vázquez no ignorara que fue ese emperador el que guerreó contra Clemente VII, pero probablemente requería de su fabulosa imagen para recuperar la proyección de una época, la del siglo xvi, imbuida por el espíritu de renovación de la Iglesia, entre él mismo y sus contemporáneos.22

En resumen, antes de ingresar al cabildo catedralicio de Puebla, francisco Pablo Vázquez había hecho un recorrido que lo ubicó clara-mente como un ortodoxo representante de los intereses corporativos de la Iglesia. Su formación y talento fueron puestos al servicio de la afirmación del neotomismo predominante y, en el trayecto de su ca-rrera eclesiástica, sea en el plano educativo o en su aspiración para ocupar alguna canonjía, Vázquez se mantuvo siempre apegado a los dictados tridentinos. Las intentonas de reforma eclesiástica desplega-das por los ministros de Carlos III, reforzaron tales posturas y su obe-diencia a la autoridad del Papa. Sin embargo, lejos de arrastrarlo a una abierta disidencia, que conspirara contra su carrera eclesiástica, fran-cisco Pablo Vázquez logró sugerir su oposición a tales políticas y em-puñar la defensa de la institución, armado con evocaciones históricas, en particular referidas a algunas experiencias del siglo xvi español.

2. Las primeras experiencias políticas: de la iglesia al ámbito público

Los discursos que elaboró francisco Pablo Vázquez entre los años ochenta del siglo xviii y los primeros años del xix parecen haber

20 Proyecto de creación de una monarquía universal providencialmente inspirada, conciliarista, creador del Consejo de Indias, muestra de su empeño de configurar una mo-narquía con sólidas instituciones consejiles. Proyecto, además, que enfrentó a Carlos V al papa, pero en el que se contemplaba una política específica para el Nuevo Mundo. Dada la sensibilidad del gobernante, y la influencia de erasmistas en él, las denuncias de Bartolomé de Las Casas sobre América fructificaron en la redacción de las Nuevas Leyes de 1542. Ernest Berenguer, El imperio hispánico 1479-1665, Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1995, pp. 177-202.

21 Para la discusión acerca de la misión del emperador véase Marcel Bataillon, Erasmo y España… Especialmente pp. 226-236 y 263-278. Por tal debate al emperador se le atribuyen poderes superiores incluso que el propio Papa. Para la discusión sobre los justos títulos véase David Brading, “El gran debate”, en El orbe indiano…, p. 121.

22 Sobre la asociación de la acción política de Carlos V y el movimiento de reno-vación de la Iglesia católica véase también Delio Cantimori, Humanismo y religiones en el renacimiento, Barcelona, Ediciones Península, 1984, pp. 193-207.

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sido redactados teniendo en el horizonte una cierta tradición cul-tivada por los obispos de la diócesis de Puebla. Aun cuando ésta es todavía una hipótesis de trabajo que deberá ser verificada, sí es posible sostener que el juego de argumentos esgrimidos en los es-critos de Vázquez, anteriormente analizados, fueron manteniendo un notorio parentesco con las posturas sostenidas en su tiempo por Juan de Palafox y Mendoza. Ambos exaltaron las contribuciones de los santos que hicieron la gloria de la Iglesia católica a lo lar-go de la historia. Ambos reconocieron un único vicario de Cristo en la Tierra. Ambos afirmaron la enorme fuerza de la prédica en los recintos eclesiásticos y ambos defendieron la preeminencia del clero secular.23 La similitud en las preocupaciones discursivas no reflejaba una vuelta al pasado, sino el encuentro de la vanguardia con un hombre de su época.24 Como es de suponerse, las temáticas, las orientaciones, el apego a una tradición, todo ello, contando con firmes apoyos dentro de la jerarquía, permitió a Francisco Pablo Vázquez ingresar en 1806, a la temprana edad de 37 años, a uno de los cabildos de las diócesis más codiciadas, la poblana.

La directa incorporación de Vázquez como lectoral al cabildo catedralicio de Puebla, en 1806,25 con el perfil que venía cultivan-do, mereció, al menos, la bienvenida de Manuel Ignacio González de Campillo, a quien Carlos IV había nombrado obispo, apenas en 1803. El obispo Manuel Ignacio remataba en este último año, una vertiginosa carrera eclesiástica, en la que había hecho valer sus méritos dentro de la diócesis de Puebla para alcanzar cargos de jerarquía. Conocidos, como eran, sus conocimientos y preparación, González de Campillo había auxiliado en sus tareas a los principa-les representantes en la Nueva España de los prelados peninsulares ilustrados, el arzobispo francisco Antonio de Lorenzana y el obis-po francisco fabián y fuero. En 1779 logró la canongía penitencia-ria, a la edad de 39 años. Ya en 1786 alcanzó relieve por defender los intereses de la Iglesia, amenazados por las disposiciones reales contra la inmunidad eclesiástica; postura que no fue incompatible con su profundo carácter regalista, ni su adhesión al hispanismo

23 David Brading, “un prelado tridentino” en El orbe indiano..., pp. 255-269.24 Brading caracteriza a Palafox como un prelado que se anticipó y precedió la

reforma borbona. David Brading, “un prelado tridentino” en El orbe indiano..., p. 263.25 Enrique Cordero y Torres, Diccionario Biográfico de Puebla, Puebla, fotolitografía

Leo, 1973, t. ii, p. 696.

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imperial puro.26 Tales rasgos habían de ser fuente de inspiración para la acción de otros clérigos poblanos, entre ellos, el joven capi-tular Vázquez. La identificación entre uno y otro se reforzaría en años posteriores, en que se desplegó el talento, pericia política y lealtad a la Corona española del prelado.

Al ingresar al cabildo catedralicio poblano, francisco Pablo Váz-quez no sólo dio un paso importante en su carrera eclesiástica; tam-bién estrechó sus nexos con aquel obispo, que lo nombró su secreta-rio. Desde esta posición, Vázquez consignaría el desenvolvimiento del discurso de González de Campillo durante la etapa crítica de la monarquía, abierta en 1808, en la que se fueron atisbando los rasgos de una identidad americana, más potente que la peninsular, pero her-manada en un mismo tronco, el hispanismo imperial, entonces ya en-tendido bajo la óptica de la identidad binominal.27 En el elogio fúne-bre que redactó en 1813 para su fallecido protector, Vázquez no dejó escapar la oportunidad para manifestar la empatía que sentía tanto con las orientaciones, como con las cualidades del obispo muerto.28

En tal oportunidad hizo pública su adhesión a la política que González de Campillo desplegó para combatir a la “ilícita” insur-gencia; pero explicó que ella tuvo por objetivo recuperar la paz, hacer el bien a la patria invadida por los franceses y contribuir a su libertad. No dejó de justificar decisiones difíciles del obispo, en particular su condena a aquel movimiento y su llamado a los pue-blos para armarse y combatirlo, pues éstas se acompañaron de la búsqueda del indulto y de la defensa de los pueblos indios que consideraba amenazados por la intriga, la violencia y la tiranía.

En realidad, y para aquel momento, todos tenían claro en Pue-bla que el secretario del obispo había entendido y compartido des-de tiempo atrás las preocupaciones y soluciones que González de Campillo dio a la situación de guerra interna. francisco Pablo Váz-

26 Cristina Gómez álvarez, El Alto Clero Poblano y la revolución de Independencia, 1808-1821, México, universidad Nacional Autónoma de México/Benemérita universidad Autónoma de Puebla, 1997, pp. 36-39. Brian f. Connaughton, “La larga cuesta...”, p. 18.

27 Brian f. Connaughton, “Prédica de doctores” en Dimensiones de la identi-dad…, p. 41.

28 bp, Impresos, “Elogio fúnebre del Exmo. e Ilmo. Señor D. Manuel Ignacio Gon-zález del Campillo, dignísimo Obispo de la Santa Iglesia de Puebla, Prelado Gran Cruz de la real y distinguida Orden de Carlos III, del Consejo de S. M. & que en las solemnes honras que le consagró el Venerable Cabildo de dicha Santa Iglesia, dijo el Dr. D. fran-cisco Pablo Vázquez, Colegial antiguo del Eximio Teo-jurista de S. Pablo, Canónigo lectoral y Secretario que fue de S.E.I.”, s.f.

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quez conoció de cerca las razones, procedimientos y eficacia de las orientaciones del obispo, a quien ya estimaba no sólo por el aprecio y reconocimiento recibido, sino porque lo conocía al detalle en su labor pastoral, durante el desempeño de sus funciones y por cuan-to había sido su acompañante en la ardua visita a los pueblos de la diócesis. La compenetración en la política del obispo durante esos años difíciles le valieron para que en él principalmente recayera la ingente tarea de mantener el contacto con los curas párrocos y el orden jerárquico dentro de la diócesis, especialmente de las regio-nes afectadas de manera directa por la insurgencia. En ese tiempo también se encargó de orientar y apoyar a párrocos para que se desempeñaran como intermediarios en pueblos que se sumaron a la lucha insurreccional.29

Así que la cercanía con el obispo, a lo largo de siete años de colaboración, permitió a Vázquez empaparse del sentido de la acción política de su protector, además de conocer estrechamente los problemas de la diócesis. Por eso, el extenso escrito que formó para el elogio fúnebre que le encomendaron lo dedicó a la exal-tación de la sabiduría de González de Campillo.30 Entendía por ésta la iluminación del entendimiento con “ideas sublimes” y la inclinación del corazón hacia la rectitud y justicia. Por supuesto esa cualidad no era innata, sino cultivada, presuponía “el enten-dimiento profundo y penetrante, una memoria feliz y tenaz, un genio pundonoroso y una aplicación decidida”. Vázquez sostu-vo que la sabiduría del obispo fue demostrada en innumerables conflictos y problemas que le tocó enfrentar y que narra con gran detalle. Aunque hizo un esfuerzo de imparcialidad al reconocer la propensión del obispo a padecer momentos de ira, creemos que la concentración en la sabiduría del difunto obispo a la vez que buscaba reivindicar al ilustre fallecido, pretendía recuperar su herencia para sí y diferenciarse de quienes lo envidiaban y odiaban.31

29 Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Juan Nepomuceno Troncoso, un clérigo en los varios caminos a la independencia, 1808-1821“, en México ante su Independencia: Proble-máticas y desenlaces, Brian f. Connaughton (coord.), México, uam-i, 2006, en prensa.

30 abp, Impresos, “Elogio fúnebre del Exmo. e Ilmo. Señor D. Manuel Ignacio González”, citado antes. Seguimos este documento hasta nueva llamada.

31 Vázquez lo dijo de esta manera en el sermón que analizamos: “El interés de dar un testimonio público de mi reconocimiento, me obliga a sacrificar mi reputación y mis sentimientos al deseo de ser obediente y agradecido”.

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Vázquez, nos parece, logra en el sermón hacer patente su gra-titud al obispo y, sobre todo, revelarnos su profunda identificación con la actitud sabia de González de Campillo. Él sostendrá que los fundamentos del talante del obispo fueron resultado de su vasta literatura y conocimientos en la historia eclesiástica, los cánones de los Concilios, bulas, Decretales, disciplina antigua de la Iglesia, mo-ral cristiana, historia profana y todos los derechos. La sabiduría de Campillo, explicaba, por supuesto devino de su predilección por la sagrada Biblia, mas también fue el resultado de una temprana preparación en los sagrados cánones bajo la orientación de Manuel González Téllez y de Gayot de Pitaval.32 Por el último, escribió Váz-quez, entendió los deberes del “tan delicado y sublime ministerio” de la abogacía, y por el primero aprendió una suerte de flexibilidad y amplitud de miras, puesto que el absoluto dominio de tan volu-minoso autor permitió a González de Campillo mostrar “que había conciliado las doctrinas que parecían opuestas”.33

Esta afirmación que reivindica el eclecticismo del obispo muer-to es importante porque sugiere un notable cambio de postura, si tomamos por referencia la que sostuvo con Díaz de Gamarra. La variación es más patente al constatar que Vázquez exalta a Gonzá-lez de Campillo a través de establecer un parangón con uno de los máximos exponentes del humanismo, Pico de la Mirandola: “De suerte, señores, que si el Sr. Campillo no hubiese sido un hombre público, abrumado toda su vida de asuntos graves que le ocupaban la mente y le robaban el tiempo, hubiera sido, según su aplicación y talentos, otro P. Macedo u otro Juan Pico de la Mirandola”.

La comparación que Vázquez hizo del obispo muerto con la “aplicación y talentos” de Pico de la Mirandola da cuenta de que el lectoral de la catedral de Puebla estaba familiarizado con este afa-

32 Gayot de Pitaval fue autor de una muy vasta obra de derecho civil en 22 tomos, publicada en 1775. La lectura dedicada a la obra de Manuel González Téllez es muy interesante debido a que los postulados regalistas de la época desarrollaron una forma de hacer derecho, llamado mos italicus, con la preocupación de hacer del derecho un medio idóneo para solucionar problemas prácticos. forma contraria al mos gallicus, que había arrancado en el Renacimiento y que los humanistas cultivaron ajenos a fines prácticos, impulsados por preocupaciones históricas y filológicas. Manuel González Téllez se insertó en esta última tradición, también impulsado por preocupaciones en los problemas morales, por influencia de la escolástica. Carlos Salinas Araneda, “Los textos utilizados en la enseñanza del derecho canónico en Chile indiano” en Anuario de Historia de la Iglesia, vol. ix, universidad de Navarra, 2000, pp. 223-224.

33 “Elogio fúnebre del Exmo. e Ilmo. Señor D. Manuel Ignacio González...”, cita-do antes, seguimos este documento hasta nueva llamada.

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mado autor.34 El conocimiento que Vázquez muestra tener de Pico no parece superficial, por cuanto acotó con precisión la analogía. Sin embargo cabe preguntarse si el contacto con este escritor per-mitió a Vázquez rebasar las fronteras de la ortodoxia teológica para abrirse él mismo al humanismo.35 Es imposible por ahora contestar con firmeza esta pregunta.

A pesar de esta limitación creemos que la mención de aquel erudito, no obstante el cuidado que Vázquez puso en su referencia, debió haber conmovido a más de uno de sus escuchas. Recorde-mos que Pico de la Mirandola (1463-1494) no sólo fue un ingenio profundamente admirado por otros sabios de su época. Identifica-do como un hombre con dotes prodigiosas, innovador, puente de mediación entre la tradición universitaria y un mundo cultural más sensible y vivaz, fue el fundador del paradigma del hombre mo-derno.36 De acuerdo con los estudiosos contemporáneos, el enfant terrible que buscaba la sabiduría para volver a vivirla, retornaba a la Antigüedad clásica en afán sincretista,37 con el fin de asentar su admiración por la criatura humana, dotada de libertad por Dios, “para que nacidos con esta condición, entendamos que debemos ser lo que queremos ser”.38 Libertad que orientada a la perfección, va al encuentro de la filosofía, la teología, la ciencia moral, a través “del ejercicio frecuentísimo de la disputa”, adentrándose en todos los maestros de la filosofía. Enemigo de la cerrazón y del encasilla-miento, se sumergió en la filosofía de los latinos, griegos, árabes y hebreos; reconoció las proposiciones mágicas que provinieron de la Mageíam, aunque no de la goeteían e incursionó en la cábala y en los himnos de Orfeo y zoroastro. Todo ello persuadido de que es más lo común que lo controvertido en estos sistemas, aunque siempre

34 Es posible que el contacto con tal autor se produjera a través de la lectura de obras provenientes de bibliotecas particulares. En los fondos que se conservan de la Biblioteca Palafoxiana no localizamos ejemplar alguno de este autor.

35 Como se sabe los humanistas sostuvieron discusiones que dieron lugar a gran-des desacuerdos. Entre ellas puede mencionarse los alcances de la condición humana de los “bárbaros”, el repudio o justeza de las guerras y la caballería medieval, así como la prédica del Evangelio a punta de espada.

36 Eugenio Garin, “Giovanni Pico della Mirandola” en La Revolución Cultural del Renacimiento, Barcelona, Crítica, 1984, pp. 161-196.

37 Tales son las notas de Pedro R. Santidrián, Humanismo y Renacimiento. Madrid, Alianza Editorial, 1986, El Libro del Bolsillo, núm. 1188, pp. 117-119.

38 Juan Pico de la Mirandola, “Discurso sobre la dignidad del hombre”, en Santi-drián, Humanismo y Renacimiento…, p. 125.

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en defensa de la fe católica.39 En resumen, Pico de la Mirandola no sólo fue un erudito, sino un símbolo cuyas proposiciones ineludi-blemente ponían en cuestión la ortodoxia defendida por Vázquez en los discursos anteriores. ¿fue consciente de esto el lectoral de la catedral poblana?

Por ahora no podemos establecer con precisión hasta qué pun-to llegó la identificación de Vázquez con estas ideas y con sus porta-dores; pero no creemos descabellado suponer que el contacto debió haber influido su actitud. Hay un gesto de apertura en este escrito de Vázquez, ya lo hemos señalado, que estaba ausente en los dis-cursos analizados anteriormente. Una dificultad que se nos impuso para seguir el cauce de su pensamiento fue que escribió poco, al parecer, después de marzo de 1813. Las infructuosas búsquedas de las huellas de su pensamiento apuntan hacia la discreción como opción para regular su conducta. Es posible que a la muerte de González de Campillo haya seguido una herencia de enemistades a la que debió atender con inteligencia, entre otras tareas. Por el agrio conflicto en que estuvo envuelto años más tarde, da la impresión de que Vázquez no padeció de estupor y que cautelosamente fue forjando un grupo de aliados al interior del cabildo catedralicio.

El sigilo pudo mantenerse hasta 1816 cuando fue designado el nuevo obispo de Puebla, Antonio Joaquín Pérez Martínez, cuyo ta-lante no fue bien acogido por todos los cabildantes. Bien conocido este último por sus conflictos con las autoridades virreinales y con las militares para imponer la autoridad del clero y hacer respetar su jurisdicción, así como por su sensibilidad para acoger a nuevas fuerzas sociales, innovadoras y progresistas,40 es menos conocido el impacto que tuvieron las acciones del nuevo obispo desde su lle-gada para promover cambios en la ocupación de curatos y cargos que favorecieron a sus allegados. En el marco de esos movimien-tos, Pérez había de enfrentarse directamente a francisco Pablo Váz-

39 Juan Pico de la Mirandola, “Discurso sobre..., pp. 142-153. Es por estas ideas que Pico sostenía que las diferentes religiones habían sido los modos en que los di-versos pueblos habían traducido una única llamada divina. Con fundamento en esta idea brega por un nuevo siglo de paz espiritual y reunificación de los pueblos, lo cual debía alcanzarse por la iluminación de las mentes acompañada de una reforma de las costumbres y refutación científica de los errores de orden intelectual (falsas ciencias e interpretaciones erróneas de los libros del Señor, de revelación y naturaleza). Eugenio Garin, “Giovanni Pico…”, pp. 178 y 190.

40 Cristina Gómez álvarez, El Alto Clero Poblano..., pp. 155-160. Brian f. Connaugh- ton, “La larga cuesta del conservadurismo...”, p. 19.

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quez quien, en contra de su opinión, aspiró a ocupar la dignidad de maestrescuelas.

El conflicto que estalló fue prolongado –de diciembre de 1817 a septiembre de 1819– y ríspido, involucrando al cabildo catedrali-cio, al obispo, al virrey Apodaca, la Audiencia y al propio Consejo de Indias. Tal enfrentamiento, que he analizado en otro trabajo,41 dividió al cabildo catedralicio, puso a prueba las habilidades del obispo y ofreció una oportunidad inigualable a Vázquez no sólo para encarar exitosamente las acusaciones de que fue objeto,42 sino para vencer la voluntad autoritaria del obispo Pérez y colocarse como un representante fiel del orden eclesiástico e imperial, por cuanto usó fructíferamente de todos los canales y procedimientos institucionales para lograr obtener el cargo de maestrescuelas.43

La resolución del Consejo de Indias acerca de esta agria dispu-ta, a nuestro juicio, ofrece pistas para entender una de las dimensio-nes del conflicto de fondo. El apego u omisión a los procedimientos para ocupar el cargo y el respeto o descalificación de las resolucio-nes emitidas por las instancias inferiores que intervinieron en la querella, actitudes sostenidas por uno y otro contrincantes, no sólo fue la expresión de un carácter institucional o personalista, como sostuvimos en el trabajo citado. También nos pueden revelar dos visiones acerca del orden eclesiástico al interior de la Iglesia ame-ricana en disputa en aquel momento. Bajo esta óptica, francisco Pablo Vázquez parece más proclive a concebir el gobierno eclesiás-tico de la diócesis dentro del registro del regalismo y episcopalismo

41 Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Juan Nepomuceno Troncoso…”.42 Vázquez fue acusado de ser caviloso y terco, liti gioso, inconstante, voluble,

de mala fe y capcioso. Además fue denunciado de intentar imponer en el cabildo un “gobierno absoluta mente despótico y temerario”, opuesto al obispo, por lo que éste pidió al virrey el traslado definitivo de Vázquez y otro canónigo a otra diócesis, sin posibilidad de renuncia. En todo esto fracasó el obispo, quien además fue reconvenido por el Consejo de Indias.

43 Vázquez se postulaba a la maestrescuelía con el correspondiente rescripto en mano, en cambio Juan Nepomuceno Santolalla fue sólo presentado por el obispo ante el virrey. La resolución favorable del virrey por el segundo, obligó a Vázquez pedir la intervención de la Real Audiencia, el cabildo eclesiástico y el auditor de Guerra. La Real Audiencia y el cabildo eclesiástico fallaron favorablemente a Vázquez, pero el obispo desobedeció la resolución y promovió un expediente contra Vázquez ante el virrey. Entonces el cabildo de la catedral de Puebla promovió la intervención del rey para que aprobara sus procedimientos, con un resultado totalmente reprobatorio de los actos del obispo. Véase Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Juan Nepomuceno Troncoso…”.

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español de principios del siglo xix;44 en ese sentido se mantuvo afín a la concepción imperial hispánica. Mientras que el obispo Pérez, siendo también partidario del episcopalismo, lo piensa radical, sin regalismo, al parecer evocando los primeros siglos de existencia de la Iglesia española, es decir, autónoma de la autoridad del papa y de los reyes, aunque en colaboración con la autoridad civil inme-diata para contribuir a su legitimidad y dentro de los marcos del contrato original, base del constitucionalismo histórico español.45

De ser sólida nuestra interpretación, francisco Pablo Vázquez afianzó su posición política en el obispado de Puebla basándose en el orden establecido, pero no para aferrarse a él y pretender conser-varlo a toda costa. Él era consciente de que era una época cambiante la que vivía en los albores de la década de los veinte del siglo xix. A partir de entonces, los siguientes desempeños de Vázquez revelan claramente la manera peculiar cómo su discurso, en tanto eclesiás-tico, se fue adaptando a los nuevos retos de la coyuntura política. Recurrió entonces a bases filosóficas y experiencias políticas dispa-res,46 para las cuales se había predispuesto durante los años de co-laboración con el obispo González de Campillo. Las circunstancias le obligaron a abandonarse en la búsqueda de respuestas plásticas, pero tal paso fue precedido por la fractura, no sabemos con qué profundidad, de una mentalidad tradicional y ortodoxa.

Hasta ahora no hemos localizado claros pronunciamientos su-yos en torno a la situación crítica del absolutismo en España, la res-tauración del marco constitucional de 1812 en 1820, la movilización de fieles para evitar que el obispo Pérez fuera apresado por haber suscrito el pronunciamiento de “Los Persas”; tampoco hemos loca-

44 Aclaremos que el episcopalismo español que referimos no es de corte jansenis-ta, ni exclusivamente galicano. En la España de la época él imperaba por el influjo de otras fuerzas. unas veces provino de la reacción a las tesis ultramontanas, otras de una reacción anticurial, lo mismo que como expresión de un espíritu pragmático y realista. Pero lo importante es que debe entenderse que este episcopalismo no puso en cuestión la primacía pontificia. Véase Emilio La Parra López, El primer liberalismo español y la Iglesia. Las Cortes de Cádiz, Alicante, Instituto de Estudios Juan Gil-Albert/Diputación Provincial, 1985, pp. 16-29, especialmente 22.

45 Sobre la relación entre Iglesia y reyes en la España medieval, del siglo vi al xiii, véase Teófilo F. Ruiz, “Unsacred Monarchy: The Kings of Castile in the Late Middle Ages” en Rites of Power. Symbolism, Ritual and Politics since The Middle Ages, Sean Wilentz (ed.), Philadelphia, university of Pennsylvania Press, 1999, pp. 109-144, especialmente 111-114 y 127-128.

46 Esta característica ha sido señalada como general para la época por Brian f. Connaughton, en “La larga cuesta del conservadurismo...”, pp. 12-13.

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lizado declaraciones suyas relativas a la inminente independencia de la Nueva España. Tal parece que Vázquez acompañó los cam-bios y prestó con diligencia sus servicios y saberes para contribuir a que las transformaciones se llevaran a cabo con las menores altera-ciones posibles. ¿Estaba buscando preservar la paz y los puntos de vista coincidentes, dejando que los hombres y él mismo buscaran labrar con libertad su propio destino, tal y como sostenía el huma-nista Pico de Mirandola?

Como consecuencia del profundo conocimiento que tenía de la diócesis, su nombramiento como representante de la provincia de Puebla a la Diputación Provincial de la Nueva España, que se hizo efectivo en agosto de 1820, fue prácticamente natural.47 Ahí Vázquez se ocupó del arreglo de ayuntamientos poblanos y aten-dió los temas religiosos que encararon los pueblos de la provincia. Las actividades en que estuvo colaborando fueron arduas debido a que entre 1820 y 1821 hubo una gran ebullición y movilización entre las poblaciones rurales de la provincia de la Puebla de los án-geles para conquistar el derecho a formar su propio ayuntamiento constitucional, a pesar de no contar con las mil almas requeridas. Debido a que a la diputación sólo llegaron los problemas conflicti-vos, que fueron abundantes, Vázquez adquirió mayor experiencia política y demostró sus habilidades como negociador. Tales pue-blos no tenían derecho de formar ayuntamiento a menos que se anexaran a otro, pero lo reclamaban y en ocasiones lo consiguie-ron, con la intermediación de Vázquez. Éste dio prioridad al soste-nimiento de la tranquilidad pública que estaba amenazada, fuera porque existían conflictos por tierra, porque algunos pueblos no vivían cambio alguno y se reproducía la anterior condición de pue-blos sujetos o porque no lograban acuerdo para definir el lugar de residencia del órgano municipal. A su vez, Vázquez estuvo muy atento para evitar que los repudiados subdelegados intervinieran en las transformaciones con procedimientos violentos o eludieran su responsabilidad arguyendo ignorancia, rusticidad o ignorancia de los vecinos. En esos casos, junto a los otros comisionados, alentó a que todos cumplieran la constitución con el objeto de que los pue-blos se ilustraren con la ayuda de sus curas. Sus resoluciones con-tribuirían a que en la provincia se erigieran 220 ayuntamientos al

47 Nettie Lee Benson, La Diputación Provincial y el federalismo mexicano. México, El Colegio de México, p. 57.

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final de aquel año.48 Con la atención de estas tareas, su adhesión a la estructura imperial tradicional había quedado ya abandonada.

3. El retorno: del ámbito público a los recintos de lo sagrado

A partir de 1820 francisco Pablo Vázquez ya no abandonó la esfe-ra pública de la provincia hasta que partió a Europa para atender con la Santa Sede el tema del ejercicio del patronato, en represen-tación del gobierno mexicano. Es sabido que el gobierno imperial de Iturbide lo comisionó también para esa función, probablemente por sugerencia del entonces muy cercano consejero del emperador, su anterior acérrimo enemigo Antonio Joaquín Pérez. Al igual que muchos otros eclesiásticos, entre ellos el propio obispo y los herma-nos Troncoso, Vázquez hubo de sumarse y participar en algunos asuntos políticos, aunque nunca lo hizo en el nivel de los eclesiás-ticos que hemos mencionado arriba, quienes fueron más activos para influir el sentido de los cambios. De cualquier forma, la incor-poración de clérigos en tales tareas no significó la formación de un bloque corporativo homogéneo.

El derrumbe del régimen de Iturbide, como consecuencia del triunfo del Plan de Casa Mata, impulsó al lectoral de la catedral a la escena pública aprovechando toda oportunidad para exponer sus tesis de que la fe católica y su Iglesia podían mantener unión armónica activa con las novedades discursivas e institucionales de la época. Primero el cabildo eclesiástico lo nombró su representante ante la diputación provincial ampliada que en marzo de 1823 dio respaldo al movimiento militar responsable del derrumbe del em-perador mexicano. Ahí el cuidaría de no involucrar a la jerarquía eclesial poblana en las difíciles negociaciones con el gobierno gene-ral para restablecer la autoridad del Primer Congreso Constituyen-te sobre las autoridades locales que lo habían desconocido.49 Luego

48 Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Puebla 1812-1825. Organización y contención de ayuntamientos constitucionales” en Ayuntamientos liberales gaditanos en México, 1812-1826, Juan Ortiz Escamilla y José Antonio Serrano (coords.), México, El Colegio de Michoacán, en prensa.

49 A cambio gestionó el aporte de recursos monetarios para el movimiento. Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Los miembros del clero en el diseño de las normas republica-nas” en Clérigos, Políticos y Política. Las relaciones Iglesia y Estado en Puebla, siglos xix y xx, Alicia Tecuanhuey Sandoval (coord.), Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humani-dades de la Benemérita universidad Autónoma de Puebla, 2002, pp. 46-50.

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de que las cosas se definieron, Vázquez fue la voz autorizada para significar en Puebla las transformaciones políticas que el país pre-tendía y que se perfilaban, en noviembre de 1823.

En efecto, como vocero del cabildo eclesiástico, escribió la fe-licitación al Segundo Congreso Constitucional que se había insta-lado para redactar, como lo hizo, la Constitución republicana. En esa ocasión logró que se produjera un tácito encuentro del discurso eclesiástico con el derrotero republicano. Asumía que las leyes y la Constitución las redactaban los hombres por sus luces, conoci-mientos y virtudes; ellas darían una patria, formarían un Estado y establecerían las costumbres; Dios –decía– protegería las esperan-zas del pueblo y el cabildo poblano –prometía– se limitaba a levan-tar sus súplicas al cielo para que la obra legislativa fuera feliz.50 De esta manera, Vázquez hacía gala de adecuación con la “obsesión legislativa” que se desarrolló durante el siglo xviii en Europa y pa-rece abrazar el espíritu constitucionalista defendido, entre otros, por Rétif de la Bretonne.51

Pero la condición de Vázquez como vocero de la jerarquía poblana pronto quedó superada. Trascendió los límites de la corporación para ser reconocido como uno de los más impor-tantes líderes del grupo de moderados que logró controlar el recientemente formado congreso estatal, después de que los radicales, como los hermanos Troncoso, fueron desplazados de la conducción política del estado.52 fue ese congreso el que redactó la Constitución que debía regular el rumbo del nuevo Estado soberano e independiente, como parte integrante del or-den republicano y federal adoptado para el naciente México. Aunque Vázquez no formó parte de la comisión que redactó la Constitución, la que no alcanzó adquirir todos los rasgos de un texto abiertamente liberal, sus autores, la mayoría clérigos, ma-

50 Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Los miembros del clero...”, pp. 53-54.51 Para De la Bretonne legislar era el medio para organizar el cuerpo social, el

grupo o la actividad. Era el medio del cual se valía el poder para orientar a la sociedad hacia el progreso y la felicidad. Espíritu que se impuso en el viejo continente con el despotismo ilustrado. Es muy posible que esa influencia no fuera directa. Aquí sólo ilustramos la fuerza y postulados de la tendencia predominante. Jean-Marie Goulemot, “Política de la Ilustración, Política de la Revolución”, en José Villaverde, Alcance y Lega-do de la Revolución Francesa, Madrid, Ed. Pablo Iglesias, 1989, pp. 41-43.

52 Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Tras las trincheras del federalismo. Intereses y fuerzas regionales en Puebla, 1823-1825” en El establecimiento del federalismo en México, 1821-1827, México, El Colegio de México, 2003, pp. 488-490.

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nifestaron tener en su horizonte la formación de una sociedad liberal.53

En ese marco, la contribución de Vázquez quedó expresada en el discurso que pronunció para jurar la Constitución de la Re-pública mexicana de 1824.54 En tal oportunidad, nuevamente hizo gala de su capacidad para armonizar conceptos provenientes de distintas teorías y para mostrar la compatibilidad entre liberalismo y religión católica, Estado e Iglesia. En una evocación clara del pac-tismo,55 Vázquez recordó que el Altísimo era la fuente de los bienes y la felicidad de los mexicanos; expuso que la regeneración política que estaba contenida en la Constitución de aquel año era producto de la celebración de un pacto, teniendo por testigo al Señor. Pac-to acordado sin efusión de sangre, sin funestas perturbaciones y resultado de la voluntad general de la nación, para formar una re-pública federal representativa. Pacto celebrado entre los hombres que constituían la Nación mexicana, y por cuya voluntad quedaba refutada la tesis según la cual, éstas se constituyen sólo una vez.56 La sociedad constituida, cultivaba los principios del mérito y vir-tud, para que los hombres fueran libres e iguales, para que el alma social fuera superior a los intereses personales. Posterior a esta declaración, en donde no hay referencia a la división de poderes, Vázquez centra el discurso en el papel que la religión tiene para la conservación de la estabilidad del nuevo orden político.

En ese plano, Vázquez resalta la sabiduría del Augusto Con-greso que acogió la intolerancia religiosa, sobreponiéndose a las malignas influencias de la impiedad y la filosofía. La religión cató-lica, señalaba, reunía dos únicos resortes para contener al hombre: castigar con severidad las infracciones más secretas y premiar las

53 Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Los miembros del clero en el diseño …”, p. 61.54 accp, Sermones del Ilmo. Sr. D. francisco Pablo Vázquez, “Discurso pronuncia-

do en la Santa Iglesia Catedral de Puebla el día 17 de octubre de 1824 en que se juró la constitución de la República Mexicana”.

55 Doctrina que se alimentó en la crisis de 1808 del constitucionalismo histórico hispánico, el escolasticismo y del iusnaturalismo alemán y anglofrancés. Joaquín Va-rela Suancez-Carpegna. La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico (Las Cortes de Cádiz), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, pp. 25-30.

56 Concepto que proviene de la Teoría de la Ley Natural difundida en España por Joaquín Marín y Mendoza, Gaetano filangieri, Christian Wolf, Emmerich de Vattel y Samuel Puffendorf. Jaime E. Rodríguez O., “The origins of constitucionalism and Liberalis in Mexico” en Jaime E. Rodríguez O. (ed.), The Divine Charter, Constitucionalism and Liberalism in Nineteenth-Century Mexico, Lanham, Rowman & Littlefield Publishers, Inc., 2005, pp. 1-32.

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virtudes más ocultas, como el mérito a la obediencia y el noble mo-tivo de nuestras acciones. Subrayaba que la religión era una “ne-cesidad absoluta” porque por su medio imperaba la moral pública entre los ciudadanos. Ella aseguraba el cumplimiento de lo deberes y la permanencia del gobierno civil. Y concluía: “El grande secreto de la prudencia y de la piedad es estrechar en amigable unión la religión con la política, la Iglesia con el Estado y la sociedad reli-giosa con la civil”. Lejos estaba de sostener entonces que la religión en México era el único lazo de unión nacional. En cambio, encon-traba una nueva función para la religión católica, resguardada por su Iglesia. Pero la fuente de inspiración ya no era sólo la doctrina católica, sino los discursos de George Washington:

El hombre que trate de derrocar estas columnas de la felicidad [la religión y la moral], este firme apoyo de los deberes del hombre y del ciudadano, en vano clamaría se le tributase el título de patriota. El político así como el devoto debe respetarlas y amarlas. […] y si no pregúntese qué será de la seguridad de las propiedades, de la repu-tación de la vida si los juramentos que se prestan ante un tribunal de justicia y que son los instrumentos para la averiguación de los críme-nes pierden la fuerza de la religión?

No puede sorprendernos la compatibilidad de pensamientos. Son bien conocidas las frecuentes evocaciones que Washington hacía al Todopoderoso no sólo para conquistar y consagrar las libertades de su pueblo, sino también para reconocerle su auxilio providencial en la constitución original de su nación.57 Bien sabía Vázquez el carácter ecléctico y selectivo de las fuentes de su dis-curso. Por eso declaraba no sostener sentimientos ultramontanos, ni planteamientos erastistas. Aunque subrayaba aquella novedo-sa función de la religión, no la dejaba al ejercicio individual. La necesaria preservación de la religión para la felicidad del orden civil, sentaba las bases de la colaboración entre las dos potestades, Iglesia y Estado, que eran dos sociedades soberanas e indepen-dientes entre sí: “constituidas por su Divino autor, […] pueden enlazarse en perfecta armonía y con utilidad de ambas, la fe y la

57 Véase por ejemplo, el discurso de Washington pronunciado el día de la toma de posesión ante la Cámara de Senadores, en Nueva York, el 30 de abril de 1879. Publica-do por Daniel Boorstin (comp.), Compendio histórico de los Estados Unidos, México, fondo de Cultura Económica, 1997, pp. 148-152.

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virtud crecen a la sombra del Estado y las leyes civiles tienen el más exacto cumplimiento bajo la protección de la Iglesia”. De esta manera, Vázquez, establecía que el lugar de la religión católica y el de su Iglesia era, en ese momento, el cultivo de la moral pública y su contribución mayor sería asegurar la obediencia de los ciu-dadanos.

A manera de conclusión

En 1824 francisco Pablo Vázquez había culminado un recorrido por el que trató de establecer puentes entre el discurso eclesiás-tico y el discurso republicano federalista. Apoyado en doctrinas de diferente origen, seleccionó los fundamentos que justificaran y sacralizaran el nuevo rumbo que habían adoptado los mexicanos para su comunidad política. Siempre, como hombre de la Iglesia, buscó y encontró las razones de la compatibilidad de fines entre la Iglesia de México y el recién inaugurado Estado mexicano. La identificación de la función de la Iglesia católica como garante del nuevo orden pactado, como nutriente y vigía de la moral pública y la virtud de los ciudadanos, apuntalada por las tendencias contem-poráneas, no fue expresión de respuestas pragmáticas o de intentos adaptativos de Vázquez a las circunstanciales cuestiones que se le plantearon a la sociedad en diferentes momentos críticos.

En el curso de la evolución del pensamiento de Vázquez se produjeron paulatinas fracturas respecto de sus iniciales inclinacio-nes por la ortodoxia, fuera por el contacto con otros razonamientos o por realismo político. La coyuntura de intensos cambios, que se extiende a las últimas décadas del siglo xviii y que comprenden las tres primeras décadas del xix, lo empujaron más que a la ilustra-ción del dieciocho a los debates y propuestas del xvi. A pesar de que décadas después, su propuesta se enfrentaría a la evidencia de que el orden público ni alcanzaría estabilidad, ni estaría libre del espíritu de partido ni de rebelión, la explicación del esfuerzo notable de francisco Pablo Vázquez para buscar la compatibilidad entre el nuevo orden liberal y los intereses de la institución eclesiás-tica, no parece ser completa si no se busca en el lento proceso de forja del pensamiento de los hombres de la Iglesia, una evolución impregnada de anticipadas fracturas. Esperamos que este estudio estimule a otros historiadores para combinar perspectivas de inda-

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gación de estos esfuerzos adaptativos con el liberalismo, es decir, dar continuidad a los estudios temáticos de las crisis de represen-tación mental de lo político, con los estudios de la evolución del pensamiento de quienes intentaron y ensayaron respuestas a tales crisis.

Histór

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Francisco Morales, OFM

“El clero liberal mexicano. Orígenes, problemas y permanencia”p. 387-402

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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EL CLERO LIBERAL MEXICANO ORÍGENES, PROBLEMAS Y PERMANENCIA

francisco morales, ofmCentro de Estudios Humanísticos fray Bernardino de Sahagún

El clero liberal no es un tema desconocido en la historia de la Igle-sia católica. Otro asunto es que la historiografía le haya dado la atención que merece. En la historiografía mexicana apenas hace unos años se ha puesto interés en su estudio. Partiendo de la dura oposición de los obispos a las leyes liberales de la Constitución de 1857 y de las ideas de algunos historiadores eclesiásticos, como las de Mariano Cuevas, por otra parte respetable, anteriormente se ha-bía tomado la cómoda postura de ignorar al clero en los trabajos sobre el liberalismo mexicano.1 Así, por ejemplo, en 1957, con mo-tivo del primer centenario del Congreso Constituyente, la Escuela Nacional de Economía de la unam organizó un amplio programa sobre el liberalismo y la Reforma en México. Participaron grandes estudiosos de los movimientos liberales europeos y latinoamerica-nos. Mariano Picón Salas, Max Seville, Carlos Sánchez Viamonte, entre los extranjeros; Leopoldo zea, Daniel Cosío Villegas, Jesús Silva Herzog, entre los mexicanos. Sus nombres nos dan una idea de la reconocida calidad del programa. Sin embargo, a pesar de sus amplias miras, no apareció ningún tema relacionado con el clero católico.2

Como resultado de los recientes cambios en la Constitución mexicana en la que oficialmente se reconocieron las iglesias, una

1 Existen honrosas excepciones, por ejemplo, Charles Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853, México, Siglo xxi, 1972.

2 Los trabajos de este congreso fueron publicados por Hilario Medina, El liberalis-mo y la reforma en México, México, unam, 1957.

el clero liberal mexicano

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nutrida producción histórica sobre la Iglesia católica y el Estado mexicano en el siglo xix ha empezado a llenar estos vacíos de nues-tra historiografía. Tenemos como ejemplo la obra coordinada por álvaro Matute, Estado, Iglesia y Sociedad en México, Siglo xix (unam, 1995), en la que se estudian importantes puntos acerca de la Iglesia católica y el liberalismo. Está también el primer coloquio sobre la Historia de la Iglesia en el siglo xix (Condumex, 1998), organizado por Manuel Ramos en 1998. Otras obras publicadas directamente rela-cionadas con el liberalismo y la Iglesia católica, son: Relaciones Esta-do Iglesia. Encuentros y desencuentros (agn, 1999) editada por Patricia Galeana, y Clérigos, políticos y política. Las relaciones Iglesia Estado en Puebla, siglos xix y xx, (buap, 2002) editada por Alicia Tecuanhuey, por nombrar algunas.

Este reciente despertar en la historiografía sobre la Iglesia ca-tólica en el siglo xix abre asuntos por investigar. uno de ellos es: ¿se puede hablar de un clero liberal en México? Hay, desde luego, notables casos, algunos de ellos bien estudiados, como el de José María Luís Mora o Servando Teresa de Mier; otros menos traba-jados como el de Miguel Ramos Arizpe. Pero, continuando con la pregunta, ¿se trata de personajes aislados o de representantes de una corriente de pensamiento en el ámbito clerical? Mi respuesta tentativa es que se trata de un movimiento más amplio de lo que hasta el momento se ha considerado. Los elementos con los que cuento todavía son pocos, pero creo que con un amplio trabajo de investigación se podrá llegar a conclusiones más sólidas.

El clero liberal en la historia de la Iglesia católica

El clero liberal mexicano no se puede tomar sin un marco referen-cial. En la historia de la Iglesia católica se encuentran antecedentes importantes sobre este asunto. El caso más notable es, sin duda, el del clero en la Asamblea de los Estados Generales de francia en 1789. fuera de lo que se pudiera suponer, el clero –en su mayoría párrocos rurales– que constituía el primer Estado, fue el que hizo posible que triunfaran dos propuestas del tercer Estado, conside-radas como las puertas que dieron entrada a los cambios revolu-cionarios, a saber, que las reuniones de la Asamblea se celebraran no por Estados sino conjuntamente, y que los votos se contaran por personas y no por estamentos. No sin sarcasmo un panfletista

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francés, el conde d’Antraigues –Emmanuel Luois-Henri Alexandre de Launai– escribía en 1791: “han sido los malditos curas los que han traído la revolución”.3 La actitud colaboradora del clero con las propuestas revolucionarias se mantuvo en temas de mayor im-portancia. El 4 de agosto de 1789 el clero renunció a sus derechos y privilegios patrimoniales, el 29 de septiembre del mismo año consintió en entregar a la hacienda del Estado todos los vasos sagrados y alhajas de oro y plata que no fueran indispensables para el culto y el 2 de noviembre, a propuesta del obispo Char-les de Talleyrand, votó a favor de la nacionalización de los bienes eclesiásticos. Decisiones más radicales fueron la aprobación de la “Constitución civil del clero” y la secularización de los miembros de las órdenes religiosas. La implementación de esta última ley lle-vó poco tiempo. Desaparecieron algunas órdenes religiosas, entre otras los benedictinos, los cistercienses, los agustinos y los domi-nicos. En cuanto a la “Constitución civil del clero”, gran número de párrocos la aceptaron; en cambio la mayoría de los obispos se opusieron a ella. Sólo una media docena de estos últimos la juró, hecho que fue suficiente para darle continuidad canónica a los obispos elegidos por el pueblo y consagrados por los obispos que habían jurado la Constitución. Así, en poco menos de un año, toda la jerarquía eclesiástica francesa estaba restablecida bajo las leyes revolucionarias.

¿Cómo ha tratado la historia de la Iglesia católica a este grupo de clérigos? Lo que hasta hace unos pocos años había sido consi-derado sólo como un paréntesis cismático en la Iglesia de francia empieza ahora a ser revalorado bajo la luz del Concilio Vaticano II. La así llamada “Iglesia constitucional”, afirma Bernard Plongeron, uno de los más reconocidos estudiosos de este periodo, “obliga al respeto y admiración” por su teología y organización.4 Se impone –añade– “la tarea de redescubrir el proyecto eclesial de esos obispos y párrocos republicanos entre los cuales hay teólogos de primer or-den capaces de demostrar su valentía sacerdotal en los momentos de la crisis terrorista”.5 Para los que están familiarizados con los documentos del Vaticano II no les resulta extraña la teología del

3 Citado por Aubert Rogier, Nueva Historia de la Iglesia, Madrid, Cristiandad, 1984, vol. iv, p. 156.

4 Bernard Plongeron, “El ejercicio de la democracia en la iglesia constitucional de francia (1790-1801)”, Concilium, 77 (1972), p. 129.

5 Ibidem.

el clero liberal mexicano...

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pueblo de Dios que subyace en el principio de elección popular ordenado por la constitución civil del clero. Así lo entendieron los obispos elegidos en esa época. No es inexplicable, por lo mismo, que al restablecerse las relaciones de francia con la Santa Sede en 1801 muchos de los obispos constitucionalistas hayan permanecido en sus diócesis.6

En un ambiente distinto al de la Revolución francesa, unos 30 años después, volvemos a encontrar en francia otro grupo de clé-rigos que defendió las ideas liberales en la época en la que, el así llamado movimiento “ultramontanista”, se había convertido en la postura predominante del pensamiento de la Iglesia católica. fe-licité de Lammenais fue el más distinguido representante de este grupo de clérigos liberales. Apologista en un principio, se convirtió en el principal impulsor del pensamiento liberal católico gracias al periódico L’Avenir, una de las publicaciones más influyentes de su tiempo. Los principios rectores de esta publicación eran los si-guientes: “1. Libertad de conciencia y de culto total, de forma que el poder no se inmiscuya en modo alguno y bajo ningún pretexto en la enseñanza, disciplina y ceremonias. 2. Libertad de prensa que no debe ser estorbada por ninguna medida preventiva. 3. Libertad de educación, que debe ser tan completa como la libertad de cultos de la que es parte esencial. 4. Libertad de asociación intelectual, moral e industrial”.7

Naturalmente, estas ideas no fueron bien entendidas en los cír-culos eclesiásticos de la época. Varios obispos acusaron a Lammenais de sustentar doctrinas heréticas. Los clérigos que lo defendieron, al-gunos bastante notables como el gran predicador dominico Henry Lacordaire, o laicos de gran prestigio como Charles Montalanbert, no fueron capaces de detener la condenación de estas ideas. El Papa Gregorio XVI en 1832 condenó sus escritos con el Breve pontificio “Mirari vos”. Lammenais, desilusionado de la Iglesia católica aca-bó fuera ella. un historiador eclesiástico moderno, Rogier Aubert, lamenta que en nombre de “una lógica [este documento pontificio] violentase la complejidad de las posiciones concretas de numero-sos liberales de 1830”. Es sabido –añade este historiador– que esto “ocurre con frecuencia así en las condenaciones eclesiásticas que pretenden estigmatizar ideas juzgadas peligrosas más que emitir

6 Aubert Rogier, Nueva historia de la Iglesia…, p. 162.7 Ibidem, p. 386.

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un juicio crítico sobre las verdaderas intenciones de los que las pro-pagan”.8

Hacia la formación de las ideas liberales de los clérigos en México

Mirando en retrospectiva podemos resumir que en un periodo aproximado de unos cuarenta años –digamos desde 1790 hasta 1830–, se formó dentro de la Iglesia católica un grupo importante de clérigos que sostenían un sistema de ideas que posteriormente serían el núcleo del liberalismo sobre la Iglesia católica y sus re-laciones con el Estado. Por ejemplo, el clero de la Asamblea cons-tituyente de francia renunció a sus derechos de fuero, aprobó la nacionalización de los bienes eclesiásticos y la supresión de las ór-denes monásticas y con la aceptación de la constitución civil del cle-ro validó la intervención del Estado en materias civiles de la Iglesia.

Estas ideas no fueron fugaces pues, según hemos visto, siguie-ron vivas después de la Revolución francesa. Tampoco estuvieron confinadas solamente a Francia. En las cortes de Cádiz, en las que participaron canónigos de México tan notables como el futuro obis-po de Puebla, Antonio Joaquín Pérez Martínez, se aprobaron leyes sobre los bienes de la Iglesia, como la venta del tesoro artístico para financiar la guerra contra Francia y la supresión de conventos de monjas. Hasta donde sabemos, ninguno de los clérigos mexicanos que participaron se opuso a estos decretos.9

En los primeros años del México independiente a través del gran número de folletos publicados en ese periodo se da uno cuen-ta del camino que siguió el desarrollo de esas ideas entre los cléri-gos mexicanos. En algunos de ellos se puede ver la continuación de las corrientes de pensamiento del siglo xviii que trataron de adaptar las ideas modernas sobre la soberanía del pueblo con el pensamiento tradicional cristiano acerca del origen de la autoridad. Así, en 1821, un fraile que no da su nombre, como es frecuente en la folletería de la época, publicó una defensa de estas ideas en un impreso que

8 Rogier Aubert, “La libertad religiosa, de la encíclica ‘Mirari vos’ Al ‘Syllabus’”, Concilium, 7 (1965), p. 106.

9 Cf. James M. Breedlove, “Effect of the Cortes, 1810-1822 on Church Reform in Spain and Mexico”, en Mexico and the Spanish Cortes, 1810-1822, Texas, university of Texas Press, 1966, pp. 113-133.

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titula, “Carta de un religioso liberal a un amigo suyo sobre el papel titulado Bosquejo de fraudes”.10 Pero, además de esta corriente tra-dicionalista se encuentran también otras más progresistas. En la se-sión de 17 de abril de 1823 del Congreso constituyente de México, decía fray Servando Teresa de Mier, miembro de ese congreso:

Mis ideas son muy liberales en esta materia [Patronato] como que he sido del clero constitucional de francia y padre del segundo congre-so nacional. Allá no teníamos que ver con Roma sino para enviar al sumo pontífice cartas de comunión como en la iglesia primitiva. La fe no nos enseña otra cosa sino que el sucesor de San Pedro es el jefe visible de la iglesia, su cátedra centro de unidad; pero todo lo demás, si está sujeto él primero a los cánones de la iglesia, si es inferior su autoridad a los concilios y hasta donde se extiende, etc., todo eso es dispensable. Si la iglesia es una monarquía como pretenden los ultra-montanos, si es una república federada como enseña la universidad de París y es mi opinión, todo eso se cuestiona en la iglesia. Por con-siguiente no es nada de fe.11

Dentro de esta corriente de liberalismo radical se sitúa el franciscano fray Juan Rosillo de Mier quautemoczin. Entusiasta partidario de la reforma de las órdenes religiosas ordenada por las cortes de Cá-diz, defiende su implementación en México en un folleto publicado en Puebla en 1822. El folleto, que lleva como título Manifiesto sobre la inutilidad de los provinciales de las religiones en esta América,12 es rico en información sobre aspectos del pensamiento liberal de algunos frailes. Entre otras cosas nos revela que “El Pradt [se refiere al obispo francés Dominique de Pradt, pero no indica cuál obra] se ha vendido muy bien en la Puebla”.13 En cuanto a las órdenes religiosas escribe:

una piedad mal entendida, o una ignorancia tal de los principios de las religiones, sus títulos, las causas de las fundaciones en los rei-nos y ciudades, o los motivos calculables y fáciles de una política de conveniencia, es [la razón por la que] se cree sin crítica que o el

10 Lo he reimpreso en francisco Morales, Clero y política en México, Sep-setentas, 1975, pp. 150-159.

11 El texto lo publica Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, México, unam, 1957, I, p. 287.

12 Manifiesto sobre la inutilidad de los provinciales de las religiones en esta América, Puebla, en la oficina de D. Pedro de la Rosa, 1822.

13 Manifiesto sobre la inutilidad de por provinciales…, pp. 4-5.

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quitar las religiones laicales, suprimirlas y suprimir los provinciales de las demás religiones es un agravio o inicios de la destrucción de la religión santa y saludable de Jesucristo. No es tiempo ya de que el reino americano esté en semejante credulidad: ni Jesucristo nuestro maestro estableció y fundó la iglesia (de que por el bautismo santo somos hijos e individuos) con frailes, ni la religión cristiana podrá faltar porque falten los frailes.14

En la eclesiología del Vaticano II esta idea es teológicamente sana. El punto discutible es a quién corresponde suprimir una orden re-ligiosa. En el derecho de la época, y en el actual también, es el papa el que suprime las órdenes religiosas. En el pensamiento liberal de las cortes de Cádiz es el Estado quien toma esta decisión. Esta es la postura de fray Juan Rosillo. Afirma: “Los Estados políticos son árbitros para contenerlas en si o no contenerlas”.15 Y, aun suponien-do que algunas permanezcan, en lo que se refiere a los superiores mayores de ellas, también suprimidos en las mismas leyes, opina que “son enteramente inútiles al Estado y al pueblo cristiano”.16 El poder episcopal, tan detestado por los frailes de los siglos anterio-res –habría que ver la pintura al óleo del convento de Guadalupe zacatecas en donde aparece un obispo degollado por san francis-co–, es para fray Juan Rosillo la mejor solución de los excesos y corrupción en las órdenes religiosas. “No se necesitan provinciales; hoy tenemos a los príncipes de la iglesia por prelados absolutos; so-mos para el servicio de la iglesia y del Estado y los provinciales se oponen a uno y otro.”17

Existen también corrientes de pensamiento liberal más mode-rado. Tenemos como ejemplo a fray Antonio Gálvez, franciscano de la provincia de zacatecas, una de las entidades que, al parecer, formó más frailes dentro de las corrientes del liberalismo. Este pre-dicador, con motivo de la instalación del Congreso constituyente de 1822, predicó un sermón que empieza con esta sentencia: “Dios nos crió plena e igualmente libres en el orden civil”.18 Siguiendo las corrientes democráticas del momento añade: “Es pues inconcuso...

14 Ibidem, p. 3.15 Idem.16 Ibidem, p. 9.17 Ibidem, p 14.18 Sermón que en 24 de febrero de 1822… predicó en la parroquia de Zacatecas el P. Fr.

Antonio Gálvez…, Guadalajara. En la imprenta de Sanromán, 1822, p. 4.

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que la soberanía reside esencialmente en la nación y que a ella com-pete exclusivamente el formar o adoptar las leyes que han de conte-nerla dentro de los debidos límites para el bien común y el conferir a quien le parezca el poder que la obligue a ejecutar las propias leyes”.19

A continuación describe lo que entiende por un legislador. Vale la pena reproducir su imagen, de tanta actualidad. Dice en su sermón fray Antonio Gálvez:

un legislador, además del conocimiento que debe tener del carácter, de las costumbres, de la inclinación y hasta de las preocupaciones de su pueblo; además de que debe estar instruido de la extensión del país que habita, de su clima, de sus producciones, del fomento de que es susceptible, de las causas que retardan o pueden retardar su incremento, de sus fuerzas actuales y medios de aumentarlas y soste-nerlas, de sus relaciones exteriores y medios de conservarlas y mul-tiplicarlas, y en fin, de una multitud de circunstancias aun al parecer despreciables, él debe combinarlas y adaptar a todas ellas las leyes... para proporcionar por este medio tanto la igualdad que deben tener todos los ciudadanos ante la ley cuanto la felicidad que suelen los hombres no creer con la obligación de obedecer.20

En relación con los asuntos Estado-Iglesia el predicador francisca-no defiende las ideas de los grupos liberales de su época. Sostiene que el Congreso no debería intervenir en temas morales ni dogmá-ticos de la Iglesia, “pero ¿cuántas mil y mil cosas –exclama– no de la iglesia, sino de los eclesiásticos, no de la religión, sino de los reli-giosos, no del dogma ni de la moral, sino de la disciplina, y ésta en cuanto pueda estimarse opuesto a los derechos que el Estado sobre sus miembros, hay que tocar, que discutir y resolver?”21

Párrafos adelante detalla cuáles son los puntos que se espera debe discutir el congreso:

Si conviene o no el que los ilustrísimos señores obispos usen de aque-llas facultades que gozaban en la primitiva iglesia, semejantes al me-nos a las que ejercieron Andrés en Acaya, Juan en Éfeso, Tomás en la India, Mateo en la Etiopía, Santiago el menor en Jerusalem, el mayor en España, y así los demás apóstoles, a quienes han sucedido en el

19 Ibidem., pp. 4-5.20 Ibid., p. 6.21 Ibidem, p. 9.

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mas alto de los ministerios; haber de conferenciar y resolver si de-ben suprimirse o aumentarse los conventos de religiosos; si variar su actual gobierno interior, si proveer a la subsistencia de las personas eclesiásticas y al sostén del decoro del sagrado culto bajo otra diver-sa administración de las rentas eclesiásticas, si reducir la inmunidad personal del estado en que la gozaban en tiempo de Justiniano.22

Al analizar detenidamente estas ideas, en ellas encontramos un pro-grama reformista semejante al de los liberales acerca de la Iglesia, sobre todo en las relaciones de la Iglesia mexicana con el papa, la supresión de las órdenes religiosas, los bienes eclesiásticos, los fueros del clero.

El Concordato de la América con Roma

Estas líneas de pensamiento que podrían formar un programa le-gislativo nos llevan a preguntar: ¿en donde se nutrieron intelec-tualmente estos clérigos para defender esas ideas?

¿Tendrían alguna influencia en ese pensamiento de liberalis-mo inicial las ideas del obispo francés, Dominique Dufour de Pradt, mejor conocido como el Abbé de Pradt, algunas de cuyas obras, según el padre Rosillo, circularon entre los franciscanos de México? En la actual Biblioteca franciscana en Cholula he encontrado cinco ejemplares de su obra Concordato de la América con Roma, publicada en la traducción española en 1827. ¿Cuál es la postura o contenido de esta obra en el asunto sobre Iglesia y Estado y qué relaciones pudo tener con las ideas liberales de algunos clérigos en México?

Empecemos por el personaje. El Abbé de Pradt –como se le conoce–, es digno de atención como un caso representativo del clero católico en tiempos de revolución. fue miembro de los Es-tados Generales de 1789, pero debido a sus posturas monárquicas y conservadoras tuvo que huir a Bélgica. De regreso a francia, en tiempos del emperador Napoleón, logró colocarse en la alta jerar-quía católica. fue nombrado primero obispo de Poitiers y luego arzobispo de Malinas.

Su interés por América y la independencia de los virreinatos españoles se puede seguir a través de escritos, casi todos tradu-cidos al español. Sólo por mencionar uno de éstos, señalaré a Des

22 Ibidem, p. 11.

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colonies et de la revolution actuelle de l’Amerique, publicado en París en 1817 e inmediatamente traducido al español en el mismo año y publicado en Burdeos en Juan Pinard.23

Los cambios ideológicos de este obispo son interesantes, pues de defensor de la monarquía y la religión se convirtió en promo-tor de la reforma de la Iglesia para adecuarla a los tiempos políti-cos de la época. En el fondo de sus escritos hay una clara postura galicana a favor de una Iglesia nacional. Aparece en esa postura una curiosa influencia del galicanismo dieciochesco que para el siglo xix se convirtió en manantial de las ideas liberales sobre Iglesia y Es-tado. El papel que la “Iglesia nacional” ocupó en el galicanismo, pasó a ser el punto de partida para las reformas legislativas sobre la Iglesia, entre ellas la definitiva separación de Iglesia y Estado. Qui-zá se ha puesto escasa atención a este punto, por eso vale la pena analizar algunas ideas del Concordato de la América con Roma,24 obra que por cierto dedicó al Congreso mexicano.

El tema central de esta obra es la relación que deben tener las nuevas repúblicas americanas con Roma. Mientras las iglesias de los estados europeos sufren una pesada carga de tratados firma-dos con los papas bajo circunstancias históricas ya superadas, las iglesias de las repúblicas americanas –sostiene el Abbé de Pradt–, tienen la posibilidad de entablar una relación con los sumos pontí-fices desembarazadas de esas trabas históricas. Circunstancias pe-culiares de América piden un nuevo trato para sus iglesias. “Mira las distancias que nos separan y cuantas especies de separaciones puso la naturaleza entre las regiones que moras tu y las mías; no juzgues de mi posición por la de las naciones que te son inmedia-tas” –pone en boca de las iglesias de América el Abbé de Pradt.25 “Somos católicos romanos –continúa–, pero no queremos perma-necer con el intolerable gravamen de un continuo recurso a Roma, y para ello, instruidos en las máximas del catolicismo solicitamos de Roma que se una a nosotros para fundar una iglesia católica americana.”26 En una expresión muy propia del Vaticano II añade: “El edificio de la Iglesia descansa sobre la piedra, es verdad, pero

23 Tomo estos datos del “Catálogo Colectivo del Patrimonio Bibliográfico Espa-ñol”, htpp//www.mcu.es/cpu/cpu/cpu-es.html

24 Mr. De Pradt, Concordato de la América con Roma, París, Librería de f. Rosa, 1827 (en adelante, citada como Concordato).

25 Concordato, p. 105.26 Ibidem, p. 106.

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esta no forma por si sola todo el edificio”.27 La enredada postura que se sostenía hasta entonces –y que seguirán manteniendo los obispos de México en su lucha contra el liberalismo del siglo xix, a saber, la relación entre dos “soberanías” la de la Iglesia y la del Estado– puede llegar a su fin si las iglesias americanas definen con claridad su relación con Roma. O como lo afirmaba acerca de Fran-cia en su escrito contemporáneo, Les Quatre Concordats: “Separar la Iglesia del Estado es devolverle al cristianismo su primitiva pureza, a la iglesia de francia su dignidad, al clero el respeto y el amor de los pueblos”.28 En relación con las iglesias de América, continuaba el Abbé de Pradt: las normas romanas (disciplinares, se entiende) sustentadas en los Concilios en los que nunca participaron las Igle-sias de América, no pueden seguir rigiendo estas nuevas iglesias. Termina este razonamiento con un párrafo que resume sus ideas sobre los cambios que esperaba ver en la legislación sobre la Iglesia en las nuevas repúblicas americanas:

[Europa] está sujeta a la dominación del uso y envejecida en ella; dejóse formar por las prácticas de Roma, bebió por mucho tiempo y a grandes tragos en el cáliz de los ultrajes. Pero la juvenil América no mojará en él sus labios; con ella habrá precisión de volver a la justicia, a la reciprocidad, fuente de toda equidad. Será menester que todo sea claro, propio para el objeto que se tenga en mira y uniforme en los medios y fin.29

El Abbé de Pradt tuvo en sus manos un dictamen de las comisio-nes eclesiásticas y de relaciones del Senado mexicano en el que se daban instrucciones al canónigo francisco Pablo Vázquez, ministro plenipotenciario ante la Santa Sede, para tratar los asuntos de la Iglesia mexicana.30 Este es, indudablemente, uno de los dictámenes sobre la Iglesia más radicales de los primeros años del México in-dependiente. En la exposición de motivos se encuentra una buena dosis del pensamiento galicano pero se leen también ideas que da-

27 Ibidem, p. 107. Compárense estas ideas con el capítulo ii, “El pueblo de Dios” de la Lumen Pentium del Vaticano II.

28 Citado por Rogier Aubert, Nueva Historia de la Iglesia…, p. 386.29 Concordato, p. 191.30 Dictamen de las comisiones eclesiástica y de relaciones sobre las instrucciones que deben

darse a nuestro enviado a Roma, mandado imprimir por el Senado en la sesión secreta de 2 de marzo de este año [1826] (sin fecha ni lugar de impresión).

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rán cuerpo posteriormente al pensamiento liberal sobre la Iglesia. El Estado, afirma la comisión, no puede permitir “otro poder ri-val [que le sea] superior”.31 La Iglesia está en el Estado; no es el Estado.32

Todo un capítulo del Concordato de la América con Roma lo dedi-ca el Abbé de Pradt a comentar los artículos del dictamen mexica-no. Está de acuerdo con todos ellos menos con el primero en el que se le daba exclusividad a la religión católica y con el décimo tercero en el que México se comprometía a enviar anualmente al papa cien mil pesos. La exclusividad de la religión católica, además de ser im-política es una “detestable doctrina”.33 Y en cuanto a los donativos al papa, éste, “con sus cuantiosas rentas” no los necesita.34

El Abbé de Pradt, como se mencionó anteriormente, dedica esta obra al Congreso mexicano. Veía en él la esperanza de una nueva política que al respetar la religión reformaría la legislación para adecuarla a los tiempos modernos. Se dirige a los legisladores mexicanos con estas palabras:

ustedes… permanecerán católicos, pero enseñando al mundo como uno puede ser al mismo tiempo católico y libre, religioso, pero inde-pendiente de usos y prescripciones inaplicables al tiempo, lugares, necesidades; mostrarán en si mismos la concordia del catolicismo con aquella santa libertad que el divino fundador dijo ser la herencia de los hijos de Dios.35

Una generación que no llegó a madurar

¿Que influencia tuvieron estas ideas sobre los clérigos de la prime-ra generación del México independiente? Si bien algunos historia-dores eclesiásticos, como Pedro Leturia y Luis Medina Ascencio, les conceden gran fuerza, sobre todo en las primeras discusiones del Congreso mexicano acerca de los temas eclesiásticos, uno no

31 Dictamen, p. 11.32 He hecho una breve referencia a él en francisco Morales, Clero y política en

México…, pp. 115-119.33 Concordato, p. 213.34 Ibidem, p. 290.35 Ibid., pp. xiv-xv.

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está seguro si esta influencia fue tan importante y tan amplia.36 Los datos que se conocen nos indican que el grupo de clérigos que mantuvieron ideas, que posteriormente sería el núcleo del pensa-miento liberal sobre la Iglesia, se nutrió en diversas fuentes. Están los que se alinearon con las corrientes del pensamiento humanista tradicional, el cual parte de los juristas del siglo xvi y es recogido por los jesuitas ilustrados del siglo xviii.37 Estos clérigos dominaban la teología escolástica, particularmente a través de sus represen-tantes humanistas, francisco Suárez y Roberto Belarmino. una ligera lectura a los escritos de estos clérigos nos señala que conta-ban con un gran conocimiento sobre temas históricos, canónicos y disciplina de la Iglesia; temas favoritos del clero ilustrado de fines del siglo xviii.38 Están también los que se nutrieron en el pen-samiento liberal de las cortes de Cádiz o los que en el entusiasmo de la Independencia pensaron que con la libertad se resolverían los problemas institucionales que México había heredado de España. Algunos de los textos aquí citados fueron escritos en el ambiente que Javier Ocampo ha calificado como “las ideas de un día”.39 Se hallan finalmente los que se nutren de la experiencia del clero cons-titucional francés –fray Servando Teresa de Mier– o de los escritos inspirados en esas experiencias –fray Juan Rosillo.

Una pregunta significativa es la siguiente: ¿Por qué este gru-po de clérigos fue desapareciendo o en todo caso, fue perdiendo influencia en el pensamiento clerical? Me parece, en primer lugar, que el medio en que esos clérigos se formaron intelectualmente se fue desvaneciendo. El largo periodo de guerras de Independencia, seguido del de sedes vacantes, es decir, un total de más de veinti-cinco años, dejó un profundo vacío en los seminarios y centros de estudios teológicos, muchos de los cuales desaparecieron. Otro ele-mento que influyó en la formación de este clero liberal, y que tam-bién fue desapareciendo, fue el optimismo de la Independencia que perdió su vitalidad al enfrentarse a las realidades nacionales con sus profundas carencias. Hay que señalar, además, que el creciente

36 Cf. Pedro Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, 1493-1835, Ca-racas, Sociedad Bolivariana de Venezuela, 1959, 3 vols., ii, pp. 294-301; Luis Medina Ascensio, México y el Vaticano, México, Editorial Jus, 1965, pp. 124-131.

37 francisco Morales, Clero y política en México…, pp. 13-15.38 Cf. Mario Góngora, “Estudios sobre el Galicanismo y la Ilustración católica en

América Española”, Revista Chilena de Historia y Geografía, 25 (1957).39 Javier Ocampo, Las ideas de un día, México, El Colegio de México, 1969.

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movimiento secularizador hizo que disminuyeran las vocaciones sacerdotales y de una manera particular las de las órdenes religiosas.

Todos estos elementos nos explican en parte la desaparición del grupo progresista en el clero. Sin embargo, existen testimonios de alguna permanencia. Así en 1859, Mariano Saldaña predicando un sermón con motivo del día de la Independencia de México de-fendía las instituciones republicanas con las siguientes ideas:

Esta organización [politica] parece tener su tipo en la naturaleza mis-ma, porque es la mas conforme con la naturaleza misma, porque es la más confome con la en conciencia que el hombre tiene de su dig-nidad, porque es la más propia para proteger nuestra libertad civil, nuestra libertad politica y para establecer y afianzar la igualdad y fraternidad que prescribe el evangelio. Nosotros somos libres porque somos republicanos.40

Más interesante que este sermón es el folleto que un párroco de Jalisco (anónimo) escribió en 1857 sobre la licitud de absolver a los penitentes que habían prestado juramento a la Constitución. De acuerdo con las instrucciones de los obispos, los católicos del país tenían prohibido jurar la Constitución y aquellos que lo hicieran no podían recibir la absolución sacramental a no ser que se retractaran de su juramento. El autor de este folleto sostiene que no es necesaria ninguna retractación para recibir la absolución, y que en la práctica varios sacerdotes, de los que él dice conocer al menos una docena, compartían este modo de actuar en el sacramento de la confesión.41

Llama la atención el discurso argumentativo de este folleto por lo avanzado para su tiempo. Señala, ante todo, que los obispos en sus decisiones están sujetos a errar, siempre que no se acojan a una doctrina unánimemente aceptada por la Iglesia. Tal error puede ve-nir no sólo por ignorancia, sino aun por malicia, como sucedió en el caso de las guerras de Independencia. Por esta razón el autor de este escrito dice no sentirse obligado a prestar obediencia ciega al mandato de los obispos, como éstos lo exigían, en relación con el

40 Mario Saldaña, Sermón político-religioso que en la festividad del 16 de septiembre de 1859 predicó en el sagrario de San Luis Potosí, San Luis Potosí, Tipografía de Cuevas, 1859. Impresos mexicanos de la Brancroft Library.

41 Caso de conciencia sobre el juramento constitucional. Carta de un párroco jalisciense que disipa las dudas de otro sacerdote con motivo de la pastoral expedida por el illmo. Sr. obispo de Guadalajara , en 8 de julio de este año, México, imprenta de V.G. Torres, 1857.

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juramento de la Constitución. No niega la obediencia a los obispos. Sólo sostiene que éstos merecen obediencia según las razones en las que se apoyen. Bajo esta premisa argumenta que, puesto que la licitud del juramento es un punto discutible no decidido por la auto-ridad suprema de la Iglesia, era posible absolver a los que habían ju-rado la Constitución. En cuanto a los artículos controvertidos como el 13 o el 123 en el que se legislaba sobre los fueros eclesiásticos y la intervención del Estado en materias eclesiásticas, sostiene que en cuanto a los fueros, éstos eran privilegios concedidos por la auto-ridad civil y por tanto no se necesitaba ir a Roma para suprimirlos, y en cuanto a la intervención estatal, se entiende ésta en relación con “los actos de disciplina que miran al orden público” y como tal “siempre ha estado y debe estar bajo la intervención del soberano, único responsable de su conservación”. Afirma que la Constitución no intenta

[...] dividir la Iglesia en inmaterial (interna) y material (externa) [para] apropiarse esta última disciplina, sino que por disciplina externa considera las acciones mixtas que son a un mismo tiempo civiles y eclesiásticas, como los matrimonios y otras que miran al orden pú-blico, principalmente en un país en donde la religión y sus preceptos tienen fuera de ley civil.42

Volvemos a encontrar en este folleto ideas que ya aparecían en los escritos del clero desde la década de 1820. Este hecho nos hace pen-sar en cierta continuidad –quizá en forma clandestina– del ideario liberal en el clero. Estas ideas permanecerán durante el resto del siglo xix y se vigorizan en el xx. De otra manera cómo nos explica-mos que un siglo después de las polémicas decimonónicas entre li-berales y conservadores, el Concilio Vaticano II haya aprobado, no sin acaloradas discusiones en el aula conciliar, el documento “De Libertate religiosa” (sobre la libertad religiosa). Como otros impor-tantes documentos de ese concilio, éste viene a ayudar a “redescu-brir... algunos elementos... [del] mensaje cristiano... [que] se habían oscurecido a veces en el curso de los siglos”.43 A la historiografía de la Iglesia católica en México le hace falta revisar a la luz de estos do-

42 Ibidem, pp. 11 y 12.43 Giuseppe Martina, “La contribución del liberalismo y socialismo para una mejor

autocomprensión de la iglesia”, Concilium, 67 (1971), p. 112.

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cumentos, muchas de sus posturas tradicionales. Espero que estas notas abran camino para recorrer estos ámbitos de la historia llenos de interesantes sorpresas.

Histór

icas D

igital

PDFpublicado: 25 de agosto de 2014Disponible en:

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Históricas. Se autoriza la reproducción sin fi nes lucrativos, siempre y cuando no se

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Moisés Ornelas Hernández

“El cabildo eclesiástico en sede vacante y los confl ictos locales con el poder civil: el Obispado de Michoacán, 1821-1831”p. 403-426

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

http://www.historicasdigital.unam.mx

http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/podercivil/pcivil.html

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EL CABILDO ECLESIáSTICO EN SEDE VACANTE Y LOS CONfLICTOS LOCALES CON EL PODER CIVIL:

EL OBISPADO DE MICHOACáN, 1821-1831

moisés ornelas hernándezInstituto de Investigaciones Sobre la universidad y la Educación

universidad Nacional Autónoma de México

La Guerra de Independencia, como sabemos, alteró la vida públi-ca, institucional y cotidiana de la Nueva España al prolongarse la lucha armada por más de una década, lo que causó graves heridas al orden colonial, el cual a la postre sería depuesto en el ámbito político. En este sentido, la Iglesia, al igual que el resto de las insti-tuciones civiles, vivió de cerca el accionar de la lucha insurgente y sufrió sus consecuencias desde su esfera de competencia, al ser un actor político relevante en dicho movimiento. Sin embargo, al fina-lizar el enfrentamiento, la institución eclesiástica buscó recuperar el funcionamiento propio e impulsó medidas urgentes orientadas a beneficiar a la feligresía de los pueblos, en un esfuerzo conjunto con el nuevo gobierno, al cual exigió su participación en la recons-trucción del nuevo orden social.

La Iglesia de Michoacán no fue la excepción y desde finales de la segunda década del siglo xix trató de recuperarse de los daños cau-sados por el movimiento independentista; en esta tarea, el principal impulso provino de su cabildo eclesiástico, en el cual recayó el gobier-no de la diócesis al quedar vacante la sede del obispado, pues Manuel Abad y queipo, último prelado michoacano electo, no logró tomar posesión del cargo ya que no obtuvo la consagración eclesiástica.1

1 Este trabajo forma parte de mi tesis doctoral “A la sombra de la revolución liberal. Iglesia y política social en Michoacán, 1821-1870”, que realizo en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, bajo la dirección del doctor Andrés Lira González.

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A pesar de las difíciles circunstancias políticas, durante esos años de acefalía, el cabildo eclesiástico de Michoacán trató de mantener la presencia pastoral en los pueblos de su jurisdicción que, dicho sea de paso, era una de las más extensas de la Iglesia mexicana ya que aten-día los curatos ubicados en los estados de San Luis Potosí, Guanajuato y Michoacán y algunos localizados al oriente del Estado de México. Tan solo por su extensión, la administración del culto en las parro-quias era, de suyo, un trabajo difícil de llevar a cabo y se vio agravado debido a la falta de sacerdotes en la diócesis al finalizar la guerra, ca-rencia que compartió con el resto de los obispados de la república.

El gobierno de tan vasta y poblada diócesis demandó capaci-dad y decisión a los integrantes del cabildo michoacano para sal-var los diferentes obstáculos que la condición de acefalía generaba. Durante este periodo existió un escollo que, por sus implicaciones, orilló a la corporación a convertirse en árbitro político: las friccio-nes que producía la relación de los sacerdotes y la feligresía en los pueblos y comunidades, factor que lo obligó a participar como con-trapeso político frente a las autoridades civiles estatales y locales. En efecto, conservar la armonía en dicha relación fue una de las tareas, sin duda, más difíciles que el cabildo enfrentó, pues la con-ducta política de sacerdotes y religiosos estuvo siempre en el límite con las autoridades civiles de los pueblos. El papel e influencia que los eclesiásticos tenían sobre la feligresía en asuntos de política en el ámbito local fueron, la mayoría de las veces, contrarios a los pro-pugnados por los gobiernos republicanos.

Aunque cabe precisar que la participación política de los ecle-siásticos traía consigo una inercia propia que resultó fortalecida durante la Guerra de Independencia por el papel protagónico que desempeñaron los sacerdotes en el movimiento insurgente y que, como veremos, más adelante, formó parte natural de la vida po-lítica de la incipiente república durante las primeras décadas del México independiente, periodo en el que los lazos de la mancuerna política entre el Estado y la Iglesia se mantuvieron firmes.2

2 Anne Staples, “La participación política del clero: Estado, Iglesia y poder en el México independiente”, en Andrés Lira González y Brian f. Connaughton, Las fuentes eclesiásticas para la historia social de México, México, universidad Autónoma Metrolitana-Iztapalapa/Instituto Mora, 1996, pp. 333-351. Al respecto véase el importante trabajo de William B. Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo xviii, 2 vols., México, El Colegio de Michoacán/El Colegio de México/Secretaría de Gobernación, 1999.

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En suma, la labor del cabildo demandó de sus integrantes fir-meza para mantenerse en el nuevo escenario político de manera acorde a sus principios religiosos, frente a la feligresía y ante los embates políticos de los gobiernos republicanos que amenazaron los intereses y privilegios de la Iglesia hasta el nombramiento del nuevo obispo.

Así pues, el objetivo del presente trabajo será describir y anali-zar la labor del cabildo eclesiástico michoacano al frente del gobier-no de la diócesis durante los años de acefalía episcopal, con énfasis en subrayar de manera particular cómo afrontó los obstáculos polí-ticos con las autoridades civiles a raíz de la participación política de los sacerdotes en la vida pública de los pueblos durante el tiempo que se hizo cargo del gobierno, hasta salir de la orfandad pastoral en la que quedó anclada desde principios de la segunda década del siglo xix, hasta la llegada del obispo Juan Cayetano Gómez de Portugal, en julio de 1831.

El cabildo eclesiástico de Michoacán y el gobierno de la diócesis

La Guerra de Independencia generó, como señalamos, problemas al gobierno de la diócesis del obispado de Michoacán. La crisis so-brevino cuando el rey de España ordenó, el 15 de febrero de 1815, la salida de Manuel Abad y queipo, obispo electo de dicha Iglesia, antes de que éste obtuviera la consagración y, por lo tanto, provo-có, entre otras cosas, que la silla episcopal quedara vacante.

En efecto, Abad y queipo había sido electo obispo el 24 de fe-brero de 1810,3 pero a pesar de los apoyos explícitos del gobierno de la regencia y de su cabildo eclesiástico que secundaron su elec-ción, no llegó a tomar posesión como prelado por falta de la apro-bación de la Santa Sede.4

Así pues, la salida del canónigo, quien fuera por más de veinte años juez de testamentos, capellanías y obras pías, abrió una espera en el mando episcopal de Michoacán que se postergaría por más de

3 José Bravo ugarte, Diócesis y obispados de la Iglesia mexicana (1519-1965), México, Jus, 1965, p. 68.

4 José Guadalupe Romero, Noticias para formar la historia y la estadística del obispado de Michoacán, México, Imprenta de Vicente García Torres, 1862, p. 21.

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dos décadas, marcadas por la acefalía.5 La medida del rey convir-tió al cabildo eclesiástico en el encargado del gobierno de la sede vacante hasta que llegara el nombramiento del nuevo obispo.

Aunque cabe señalar que la acefalía en la Iglesia de Michoacán tenía en su haber algunos años más, pues el último obispo que ejer-ció en plenitud las funciones eclesiásticas en el obispado fue fray Antonio de San Miguel quien, desde el 15 de diciembre de 1783, ocupó la silla episcopal y desempeñó el cargo hasta su muerte acae-cida en la ciudad de Valladolid, el 18 de junio de 1804.6

La gestión del obispo San Miguel dejó honda huella entre la feligresía de los pueblos del obispado michoacano, pues éste reali-zó una importante labor social a favor de los pobres, por ejemplo, al presentarse una gran escasez de granos y por las significativas obras públicas en favor del funcionamiento urbano de Valladolid, ciudad sede episcopal. Pero, sobre todo, porque a pesar de su avan-zada edad realizó una ardua labor pastoral a lo largo y ancho de su jurisdicción, que lo llevó a visitar la totalidad de los curatos com-prendidos en su obispado, trabajo que pocos prelados se atrevieron a realizar.7

A su muerte, como estaba estipulado, el cabildo eclesiástico se hizo cargo del gobierno del obispado durante cerca de cuatro años, tiempo que la Iglesia y el gobierno colonial tardaron en nombrar a su sucesor, Marcos de Moriana y zafrilla, electo el 8 de octubre de 1808.8 Sin embargo, la gestión del nuevo obispo fue muy breve, pues tras tomar posesión de su cargo el 10 de febrero de 1809, mu-rió meses después, en julio del mismo año, en la hacienda del Cal-vario, lo cual propició, como señalamos, que Abad y queipo fuera electo el 24 de febrero de 1810.9 Como éste no fue consagrado, el cabildo asumió las riendas del gobierno del obispado.

Algunos autores –como Bravo ugarte– señalan que, antes de la salida de Abad y queipo, existió otra elección de obispo en la Iglesia de Michoacán, sin precisar si fue el cabildo michoacano o

5 David A. Brading, Una Iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810, Méxi-co, fondo de Cultura Económica, 1994, p. 249.

6 José Bravo ugarte, Diócesis y obispados…, p. 69.7 José Guadalupe Romero, Noticias para formar la historia…, p. 21. Al respecto véa-

se Juvenal Jaramillo Magaña, Hacia una iglesia beligerante: la gestión episcopal de fray Anto-nio de San Miguel en Michoacán, 1784-1804: los proyectos ilustrados y las defensas canónicas, zamora, El Colegio de Michoacán, 1996, 298 p.

8 José Bravo ugarte, Diócesis y obispados…, p. 70.9 Ibidem, p. 71.

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la jerarquía eclesiástica quien la realizó. Sólo consignan que, el 5 de noviembre de 1814, el doctor José María Gómez y Villaseñor, ca-nónigo de la Iglesia de Guadalajara, fue designado obispo de dicha Iglesia, pero que no llegó al cargo porque corrió la misma suerte que Moriana y zafrilla, pues falleció el 7 de marzo de 1816.10

La ausencia de obispo obligó al cabildo eclesiástico a hacerse cargo del gobierno de la diócesis, como lo establecían los estatutos de la Iglesia, hecho que no sólo se mantuvo hasta el término de la Guerra de Independencia sino que se prolongó por muchos años más. De hecho, la permanencia del cabildo en el gobierno de la diócesis de Michoacán se postergó hasta que los gobiernos repu-blicanos llegaron a un acuerdo político con la curia romana para nombrar obispos en las diócesis de la Iglesia mexicana.

En efecto, durante las últimas tres décadas del siglo xviii el cabildo eclesiástico de Michoacán estuvo bajo la dirección de reco-nocidos eclesiásticos de origen español, formados en la penínsu-la, donde realizaron gran parte de su carrera religiosa, misma que complementaron, en algunos casos, en suelo novohispano. Algunos obtuvieron el grado de doctor en la Real universidad de México, mérito que, aunado a otros estrictamente pastorales y eclesiásticos, los llevaron a recibir la promoción a una canonjía o prebenda en la Iglesia de Michoacán. Los cargos que desempeñaron estos religio-sos dentro de la corporación y del gobierno de la mitra fueron, por lo general, importantes y desde ellos cuidaron los intereses de su Iglesia. Al consumarse la Independencia en 1821, el mismo grupo permaneció al frente del gobierno del obispado.

En los inicios de la tercera década del siglo xix, cabe señalar que también integraban el cabildo eclesiástico clérigos formados en el seno de la propia Iglesia de Michoacán, quienes en conjunto re-presentaron una nueva generación de eclesiásticos que, a corto pla-zo, ocuparían cargos importantes en el gobierno de la mitra y, claro está, en el cabildo. La sólida preparación eclesiástica de estos clé-rigos los distinguió dentro de la corporación y los perfiló a ocupar prebendas o canonjías en la Iglesia michoacana, cuando los clérigos españoles de avanzada edad cumplieron su ciclo en el obispado.

Asimismo, factores políticos propiciaron que los clérigos mi-choacanos escalaran a puestos en el gobierno de la diócesis; en el seno del gobierno republicano creció un clima adverso a los ciuda-

10 Ibidem, p. 72.

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danos de origen español residentes en la República, llegando al ex-tremo de decretar su extrañamiento y, por tanto, se exigió su inme-diata salida del país. La disposición, como era de esperarse, afectó a destacados integrantes de la corporación eclesiástica michoacana de origen español, quienes tuvieron que regresar a la península al ser considerados, en muchos casos, enemigos del régimen. Esto abrió la puerta del cabildo a los clérigos michoacanos que ocupa-ron las vacantes dejadas por los españoles.

Para mediados de 1821, el cabildo eclesiástico de Michoacán estaba integrado con destacados eclesiásticos, varios de ellos de origen español, además de los formados en el seno de la Iglesia michoacana; el cargo de gobernador de la mitra era desempeñado por el doctor Manuel de la Bárcena, español que también era arce-diano de la iglesia catedral y rector del Seminario de Valladolid, dueño de un importante prestigio político dentro y fuera de la cor-poración michoacana. En orden de importancia dentro del cabildo le seguía el doctor José francisco Contreras, brillante abogado de la audiencia nacional de México, quien fungía como vicario general y provisor de la diócesis, además de ser el cura rector del sagrario de la santa iglesia de Valladolid.11

Los otros integrantes del gobierno de la diócesis eran el doctor José Díaz de Ortega, presidente y maestrescuela de la iglesia cate-dral y juez hacedor de la misma; el licenciado francisco de Borja Romero y Santamaría, canónigo; el licenciado Miguel Alday, canó-nigo; y el licenciado Antonio Camacho, magistral.

Como prebendados fungían el licenciado José González de Oli-vares, quien era medio racionero, de origen español; los licenciados José María zarco, Santiago Camina, Bernardino Pini y Ledos, Juan Bautista de Eguren y Martín García y Carrasquedo;12 Antonio Ma-ría de uraga, los doctores Ramón de Pazos, Juan José de Michele-na y ángel Mariano Morales y Jasso, michoacano de nacimiento quien, además de prebendado, era maestrescuela en la catedral del obispado de Michoacán.

finalmente, cerraban la lista el doctor Martín Gil y Garcés, deán, el licenciado José de la Peña, chantre, el licenciado José Ma-

11 Lista de integrantes del Cabildo Eclesiástico de Michoacán que juraron la Indepen-dencia, Archivo General de la Nación, México (en adelante agnm), Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 4, legajo 2, año 1821-1822, fs. 182-204.

12 agnm, Justicia y Negocios Eclesiásticos…, fs. 182-204.

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nuel Aguirre-Barrualdo, canónigo, el licenciado José flores Estra-da, canónigo, el doctor Domingo López de Letona, doctoral, y el licenciado José María Couto, canónigo.13

En efecto, en las manos de estos eclesiásticos recayó el gobier-no del obispado de Michoacán al permanecer como sede vacan-te, pues, como hemos expuesto, no existía obispo electo y mucho menos consagrado que se hiciera cargo de administrar el vasto territorio eclesiástico que conformaba la diócesis. La corporación prosiguió como administradora emergente de su gobierno diocesa-no y durante su estancia trató de encontrar salidas a las diferentes exigencias que la gestión de su Iglesia demandaba, sin estar exento de problemas al llevar a la práctica sus obligaciones eclesiásticas. Tres renglones específicos de gobierno fueron las principales fuen-tes de conflicto: el diezmo, la administración de los curatos y la conducta política de los sacerdotes. Todos hacían ver la urgente ne-cesidad de que, a corto plazo, la diócesis volviera a tener un obispo al frente de su gobierno.

En este sentido, a finales de diciembre de 1821, el doctor José francisco Contreras, provisor y vicario del obispado, llamó la atención de la regencia del gobierno de Agustín de Iturbide sobre los problemas administrativos que enfrentaba el cabildo para llevar a cabo los asuntos de la diócesis. Mencionó la fractura sufrida en el número de los integrantes del seno capitular, pues varios de ellos abandonaron su Iglesia, por distintos motivos, para trasladarse a España y a la ciudad de México, y subrayó la urgente necesidad que tenía el obispado del nombramiento de un obispo.14

La inquietud del provisor del obispado hizo eco entre los in-tegrantes de la diputación provincial de Valladolid a pocos días de haber iniciado sus trabajos como autoridad local. Después de realizar un arduo diagnóstico sobre los principales problemas ad-ministrativos y políticos que el gobierno michoacano tendría que resolver, la diputación ponderó entre ellos la situación urgente que vivía el gobierno de la diócesis michoacana debido a la acefalía en el mando de la silla episcopal. Con base en su propio dictamen, no dudó en exigir al ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásti-cos que tomara cartas en el asunto para que la diócesis volviera a

13 Idem.14 agnm, Justicia y Negocios Eclesiásticos…, fs. 182-204.

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contar con un obispo consagrado, lo que, sin duda, reduciría los problemas existentes en su administración.15

Aunque cabe señalar que la injerencia de la diputación local en materia religiosa no estuvo exenta de fricciones con el cabildo eclesiástico sobre todo a partir de que el gobierno de la diócesis hizo público el envío de rentas episcopales a Abad y queipo en su calidad de obispo electo a pesar del extrañamiento peninsular. El envío de dichas utilidades episcopales fue mal visto por los in-tegrantes de la diputación local que consideraron que éstas bien podían ser aprovechadas en beneficio de la localidad y no de un particular. Con todo, el rechazo hacia Abad y queipo aumentó una vez que la diputación conoció la intención del rey de España de presentar nuevamente a dicho canónigo como candidato a dirigir los destinos del obispado de Michoacán en agosto de 1821.16

La posibilidad del regreso del canónigo crispó el ambiente po-lítico en el seno de la diputación, entre otras causas, por considerar que el clérigo era desafecto a las ideas políticas del gobierno de la regencia de Agustín de Iturbide y su presencia en la diócesis, en su opinión, acarrearía problemas.

El cabildo eclesiástico, en una peculiar alianza con la diputa-ción provincial, secundó la posición de ésta, como era de esperarse, pues existía en el seno de ambas una compartida animadversión hacia Abad y queipo. Aquélla reclamó las facultades canónicas que le correspondían, al ejercer como sede vacante, para nombrar vicario capitular, conforme a las leyes y órdenes vigentes. Medida que fortalecería la administración del gobierno de la diócesis y, de paso, suspendería la entrega de las rentas al obispo electo en bene-ficio de los ingresos de la mitra.17

Aunque los temores del cabildo eclesiástico ante el posible regreso de Abad y queipo se disiparon, el 2 de julio de 1822, el ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos informó que dicho canónigo ocuparía la silla episcopal del obispado de Tortosa, Espa-ña, por designación del rey. La noticia fortaleció la solicitud del ca-bildo para promover el nombramiento de un vicario capitular que

15 Representación de la diputación provincial de Valladolid sobre los daños que causa la falta de un obispo consagrado y la oposición existente en dicha corporación civil de que per-manezca el nombramiento de obispo de Manuel Abad y Queipo, en agnm, Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 11, año 1822, fs. 201-216.

16 Representación de la diputación provincial de Valladolid…, fs. 201-216.17 Idem.

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administrara los destinos de la diócesis, hasta que fuera nombrado un nuevo obispo.18

En efecto, una vez que el gobierno de la regencia recibió la cédu-la real que declaró vacante la mitra de Michoacán, ordenó al cabildo que conforme a sus facultades canónicas procediera a nombrar vi-cario capitular. La elección se llevó a cabo sin mayores complicacio-nes en una reunión extraordinaria del cabildo eclesiástico celebrada a finales de 1822. La responsabilidad canónica del mando de la dió-cesis recayó en el canónigo José María Couto, distinguido eclesiásti-co, hijo de padres españoles avecindado en Córdoba, Veracruz, que comenzó su carrera religiosa en el obispado de Puebla. Era doctor en teología, grado que obtuvo en la Real universidad de México, en 1798, y llegó seguramente al obispado de Michoacán a mediados de la segunda década del siglo xix, tras el complicado camino de las oposiciones eclesiásticas que permitía a los clérigos obtener alguna prebenda o canonjía vacante en los obispados de la Iglesia mexicana.

una vez que recibió el nombramiento como vicario capitular, el doctor José María Couto comenzó de inmediato a ejercer sus fun-ciones eclesiásticas, pues así lo demandaba el gobierno de la dióce-sis que arrastraba varios pendientes administrativos que exigían la atención urgente.

Entre ellos, como señalamos, existió uno que por su impor-tancia política demandó la atención inmediata del gobierno de la diócesis: la participación creciente de los sacerdotes en los asuntos públicos en los distintos pueblos y regiones del vasto territorio del obispado de Michoacán que suscitó el enfrentamiento con las auto-ridades civiles locales. El problema alcanzó magnitudes de grave-dad en la diócesis pues éste persistió a lo largo de los años en que el obispado se mantuvo acéfalo hasta el nombramiento del obispo Juan Cayetano Gómez de Portugal, en julio de 1831. Aunque dicha conflictividad viviría también momentos difíciles, aun después de la llegada del obispo debido a que la participación de los sacerdotes no se interrumpió, lo que dañó la relación entre el poder civil y el eclesiástico en los pueblos de la diócesis michoacana.

Así pues, las disputas de los representantes del poder civil y eclesiástico obligaron al cabildo a actuar como mediador frente a

18 Representación de la diputación territorial de Valladolid sobre los daños que causa a la diócesis de Michoacán la falta de un obispo consagrado fechada el 1° de mayo de 1823, en agnm, Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 11, año 1822, fs. 199-200v.

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los reclamos de la autoridad civil, que recurrió a la corporación a fin de regular la conducta de los eclesiásticos acusados de transgre-dir su ámbito de competencia. El clero de la diócesis, por su parte, apelaría a la corporación para defender sus derechos eclesiásticos frente al poder civil.

En suma, la cercanía natural de los curas párrocos con la feli-gresía, al ejercer su labor pastoral y eclesiástica en los pueblos de la diócesis michoacana, los colocó, en más de una ocasión, en re-ceptores directos de un creciente sentimiento anticlerical entre las autoridades civiles. A la sombra de esta creciente polarización po-lítica transcurrieron las relaciones de la Iglesia de Michoacán con la autoridad civil de la jurisdicción obispal que describiremos a conti-nuación en el siguiente apartado.

Sacerdotes, pueblos y administración eclesiástica versus poder civil

El 29 de marzo de 1823, a pocos días de la abdicación de Agustín de Iturbide, francisco Arce, comandante militar de San Luis Potosí, arrestó al prebendado José María de zarco bajo el cargo de haber externado en el púlpito su animadversión política hacia el gobierno liberal. En efecto, el capitular fue detenido por la tropa, en el Valle de San francisco y conducido a la cárcel de la capital potosina, donde quedó preso.19 Su equipaje fue confiscado y sometido a una riguro-sa revisión en busca de panfletos o papeles que atacaran al gobier-no. Como era de esperarse, la detención del eclesiástico sorprendió y molestó al doctor José Maria Couto, provisor y vicario capitular del obispado de Michoacán, quien denunció el hecho el 14 de abril ante el titular del ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos; su protesta se basó en que no recibió de las autoridades civiles y mi-litares potosinas la notificación previa que denunciara la conducta del prebendado, con lo cual se quebrantó el fuero eclesiástico del religioso, prerrogativa que el gobierno liberal prometió respetar.20

El cabildo eclesiástico de Michoacán secundó al vicario capi-tular en su reclamo al subrayar al titular del ministerio, el 16 de

19 Representación de José María Couto, vicario capitular del obispado de Michoacán, al ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos a raíz del arresto de José María de Zarco, pre-bendado de dicha Iglesia, en agnm, Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 27, legajo 8, años 1822-1823, fs. 281-286v.

20 Representación de José María Couto…, fs. 281-286v.

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abril de 1823, el atropello de que fue objeto el prebendado michoa-cano, sobre todo porque la autoridad civil ignoró la inmunidad y derechos del eclesiástico al erigirse como la autoridad que debía juzgarlo, sin tomar en cuenta la presencia del juez eclesiástico de Partido que no recibió noticia de la detención. En suma, el reclamo del gobierno de la mitra fue enérgico, aunque no descartó que De zarco hubiese infringido la ley con algún sermón beligerante, pero señaló que competía a la Iglesia juzgarlo y no al orden civil.21

El gobierno, consciente de las secuelas políticas que el alterca-do podría acarrearle con la Iglesia de Michoacán, ordenó a las au-toridades potosinas una investigación para aclarar lo sucedido. La averiguación exoneró al prebendado José María de zarco del cargo imputado y redujo su aprehensión a un malentendido militar, así que recuperó su libertad por orden expresa del ministerio de Justi-cia y Negocios Eclesiásticos.22 El gobierno estatal potosino trató de resarcir los daños causados a la imagen pública del prebendado y para ello ordenó al militar francisco Arce la publicación de un ban-do que lo deslindara de toda conducta impropia frente al régimen liberal y que subrayara el patriotismo del eclesiástico.

En suma, el hecho narrado permite observar el creciente anticle-ricalismo enquistado en la autoridad civil y militar de los pueblos, no sólo en San Luis Potosí, contra los curas que, dada su tradicional cercanía con la feligresía, los convertía en una fuente importante de opinión. La preocupación de los gobiernos civiles, desde los albo-res de la primera república federal, ante la participación política de los curas, como veremos, crecería con el transcurrir de los años.

En efecto, durante un sermón el bachiller Vicente Navarro, cura del pueblo de zacapu, culpó a los feligreses de su pobreza por haber dejado de obedecer al rey fernando vii en abierto desdén al gobierno liberal y señaló que su estado precario era un justo “cas-tigo del cielo”.23 El 8 de marzo de 1825, el comandante militar de

21 Representación del Cabildo Eclesiástico de Michoacán al ministerio de Justicia y Nego-cios Eclesiásticos a propósito del arresto del prebendado José María de Zarco en el Valle de San Francisco, San Luis Potosí, en agnm, Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 27, legajo 8, años 1822-1823, fs. 287-291.

22 Representación del Cabildo Eclesiástico de Michoacán…, fs. 287-291.23 Informe del comandante militar de Valladolid sobre de la conducta política observada

por el bachiller Vicente Navarro, cura del pueblo de Zacapu, en agnm, Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 42, legajo 12, fs. 95-100. Al respecto véase también Archivo Histórico Casa de Morelos (en adelante ahcm), Diocesano/Gobierno/Correspondencia/Autoridades Ci-viles/1820-1827, caja 34, exp. 71, año 1825, 12 fs.

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Valladolid presentó una queja contra el cura ante el vicario capitu-lar del obispado José María Couto. Éste, en su carácter de provisor, prometió indagar la conducta del cura del pueblo de zacapu; aun-que no descartó que Navarro tuviese antecedentes levantiscos, se inclinó más a pensar que se trataba de una calumnia forjada en las filas de los liberales michoacanos, que tomaron como blanco de sus ataques al clero de la diócesis en una campaña franca y constante.24

Con todo, el vicario capitular Couto solicitó al alcalde consti-tucional del pueblo de zacapu informes relativos a la conducta del cura Navarro, pero no obtuvo nada en concreto. Sólo confirmó que dicho cura realizó el juramento de obediencia al congreso estatal, así que comisionó a Pedro Rafael Conejo, cura del pueblo de Panin-dícuaro, para que realizara la investigación, dada la cercanía con el pueblo del implicado.25

El cura de Panindícuaro descartó, de entrada, que Navarro usara el púlpito para atacar al gobierno de la República y redujo la cuestión a una calumnia de los liberales que intentaban introducir la desconfianza en el seno del gobierno hacia el clero, como bien lo señaló el provisor del obispado y confesó que, de ser así, él sería el primero en denunciarlo:

No, no puedo persuadirme, que mis venerables hermanos quieran tener influjo directo en unos negocios que a más de distraerlos de las obligaciones de su ministerio […] les granjearían el odio y la excre-ción de los juiciosos y sensatos patriotas ¡Ah! ¿Los ministros de paz, serán los primeros sediciosos? No, no puedo creerlo.26

Así pues, el comisionado detalló al gobierno de la mitra que, des-pués de ejecutar sus indagaciones e inquirir a sus habitantes sobre los sermones del cura, concluyó que no existía evidencia alguna que señalara al párroco como culpable, pues incluso durante una de sus entrevistas finales, dos hombres de tendencia liberal “reli-giosos sin fanatismo, patriotas y liberales sin exaltación” exonera-ron al cura de Zacapu. La interpretación final del incidente hecha por Pedro Rafael Conejo redujo todo a una obra de la mala fe por parte del denunciante, quien quizá ni siquiera entendió el sermón

24 Informe del comandante militar de Valladolid…, 12 fs.25 Idem.26 Idem.

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del sacerdote y lo único que buscó fue meter en aprietos al cura Vicente Navarro.27

Sin embargo, no debe descartarse por completo que los curas usaran el púlpito para lanzar críticas hacia el poder civil, dada su cercanía con la feligresía. De otra manera no se explica cómo el poder secular comenzó a cercar cada vez más las actividades pasto-rales de los sacerdotes, quienes no aceptaron la vigilancia ejercida por las autoridades locales que seguían sus pasos con detenimien-to. Los eclesiásticos tuvieron razones suficientes para interpretar esa conducta como una persecución abierta. La labor del cabildo eclesiástico, por ende, cobró importancia y significación, pues trató de defender las prerrogativas de su Iglesia y no aceptó la injerencia de sus contrarios en asuntos de su jurisdicción. Estos factores enra-recieron el ambiente y la relación con el poder civil en la diócesis de Michoacán, pues las partes en conflicto reclamaron tener la razón.

La beligerancia mostrada por el clero de la diócesis de Mi-choacán durante los primeros años de los gobiernos republicanos fue una característica que permeó la conducta pública de los ecle-siásticos. Éstos desafiaron los intereses del nuevo orden político, sin parecer importarles las consecuencias inmediatas intrínsecas en su comportamiento, con el que suponían defender sus intereses frente a la autoridad civil y de particulares que así los violentaran.

Así, por ejemplo, en noviembre de 1826, el bachiller felipe Ra-mírez irrumpió en el rancho de Guacomán dentro de la demarca-ción de la hacienda de Atecucario, perteneciente a la jurisdicción de zamora, al poniente del estado michoacano. El eclesiástico iba acompañado de catorce hombres armados y amenazó con destruir el rancho si el propietario de la hacienda no abandonaba las tierras, que reclamaba como de su propiedad. El 14 del mismo mes, Vicen-te de Valdés, el hacendado agraviado, contrariado denunció ante el juez eclesiástico del pueblo de Tlazazalca la conducta del cura, la cual consideró arbitraria, para que lo llamara a cuentas.28

Por otra parte, De Valdés trató simultáneamente de llegar a un acuerdo y propuso al cura que le vendiera el citado rancho o, en su defecto, que el sacerdote le comprara la hacienda, pero su oferta no

27 Idem.28 Informe de Vicente de Valdés, propietario de la Hacienda de Atecucario ubicada en

la jurisdicción de Zamora, a propósito de la conducta observada por el bachiller Felipe Ramí-rez a raíz de un conflicto de tierras, en ahcm, Diocesano/Gobierno/Sacerdotes/Corresponden-cia/1822-1828, caja 421, exp. 111, año 1826, 4 fs.

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prosperó, así que recomendó al bachiller Ramírez iniciar un litigio de linderos ante las autoridades civiles. Sin embargo, ninguna de las recomendaciones del hacendado surtió efecto, ya que decidió usar la fuerza y acompañado de hombres armados destruyó jacales y buena parte de los sembradíos. En suma, la actitud del cura en el pleito es un ejemplo del arrojo que los clérigos mostraron al defen-der sus intereses, en este caso frente a un particular, aunque cabe la posibilidad de que el cura haya tratado de resguardar las tierras de la comunidad indígena de dicha población y al hacerlo veló por sus intereses, al considerar que de ahí percibía parte de los ingresos para el culto en su parroquia.29

Como vemos, los conflictos suscitados entre curas y represen-tantes del poder civil en los pueblos se extendieron y estuvieron presentes en el territorio de la diócesis. Si bien las disputas tuvieron características similares en diferentes regiones del obispado, claro está, guardaron las particularidades propias del caso y del momen-to político por el que transitaba el gobierno federal.

Muestra de lo anterior es que, el 19 de abril de 1828, aconteció un motín popular en la villa de León, en el que no sólo se vio invo-lucrado el bachiller Ignacio urbieta, cura sustituto de dicha villa, sino que fue señalado como causante directo de los disturbios.30 En efecto, el cura conoció la existencia de un grupo de masones de la logia yorkina que se reunían con regularidad en la casa del capitán Rudesindo Barragán, jefe de armas de la villa leonesa. Por conside-rar estas reuniones contrarias a los principios de la religión católica, las denunció a sus feligreses y de ello derivó una pugna que alteró la tranquilidad pública.31

La denuncia avivó los ánimos de los leoneses, quienes secun-daron el llamado del cura por medio de pasquines colocados en diferentes puntos de la villa. En ellos revelaban los nombres de los asistentes a las reuniones, a quienes calificaron de herejes. La ani-madversión de los leoneses hacia los yorkinos tomó visos radicales debido a los rumores –extendidos rápidamente por los corillos de la iglesia de nuestra señora de La Luz y en los comercios de dicha

29 Informe de Vicente de Valdés, propietario de la Hacienda de Atecucario…, 4 fs.30 Informe sobre los delitos cometidos por Ignacio Urbieta, cura párroco sustituto de la

villa de León acusado de sedición en el púlpito contra una organización yorkina y provocar un motín popular, en agnm, Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 59, legajo 18, año 1826-1828, fs. 232-296v.

31 Informe sobre los delitos cometidos por Ignacio Urbieta…, fs. 232-296v.

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población– acerca de los supuestos actos sacrílegos que los maso-nes efectuaban, con los cuales denigraban el culto católico.

El rumor alimentó la imaginación de los leoneses y provocó, como era de esperarse, la agitación de los ánimos de los habitantes que salieron, como apuntamos, a las calles indignados por los ata-ques que recibía la religión en las reuniones yorkinas. un informe militar enviado a los ministerios de Guerra y Justicia y Negocios Eclesiásticos describió con detalle las reuniones, donde los partici-pantes parecían conducirse más a semejanza de un círculo de idó-latras que como una organización política, como lo reseñamos a continuación:

[…] que los masones en la casa del médico Toscano azotan todas las no-ches a un Cristo y a pesar de los quejidos lastimosos que este santo Señor exhala, no dejan de darle hasta que no concluye el baile que celebran con otras mujeres, que éstas y los hombres andan absolutamente des-nudos. que de esta casa, concluyendo este acto, se pasan a la de un mé-dico francés que hay aquí, donde hacen lo mismo hasta que amanece.32

Como vemos, las reuniones yorkinas fueron objeto de una satani-zación que levantó el descontento popular en algunos barrios, por lo que no pocos vecinos acordaron alzar la mano contra los llama-dos enemigos de la religión.

El levantamiento popular ocurrió la mañana del 19 de abril de 1828, unas horas después de que el cura Ignacio urbieta terminara la celebración en honor de la santísima virgen de La Luz, en la cual elevó sus plegarias para que alejara de dicha población cualquier amenaza que atentara contra su tranquilidad. No conformes con la pública exhibición, los autores del pasquín, a nombre de la reli-gión, llamaron a apedrear la casa punto de reunión de los yorkinos. un contingente de cerca de cien hombres armados, reclutados en los barrios de San Miguel y el Aguilillo, respondió con particular entusiasmo al llamado y recorrió las calles de León al tiempo que lanzaba toda clase de injurias contra los masones e incitaba a la población a tomar por asalto la casa del militar.

Los vecinos se dirigieron a la casa donde se encontraban re-unidos los integrantes de la logia yorkina, entre los que figuraban algunos militares. La turba comenzó a arrojar piedras a la casa y la

32 Informe sobre los delitos cometidos por Ignacio Urbieta…, fs. 232-296v.

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agresión fue contestada con una serie de disparos sobre la multitud que se dispersó, sin embargo, el enfrentamiento dejó como saldo cuatro heridos y un muerto.

La noticia de lo ocurrido en la villa de León llegó rápidamente a los ministerios de Guerra y Justicia a través de sus representantes locales que denunciaron lo sucedido. Los titulares de dichas car-teras federales, con base en los informes recibidos, solicitaron una aclaración a ángel Mariano Morales, vicario capitular de la dióce-sis de Michoacán, sobre la supuesta participación del cura párroco en el levantamiento.

El vicario capitular ordenó, el 5 de mayo de 1828, a Mariano Ri-vas, provisor del obispado, que girara instrucciones al doctor José francisco Contreras, juez eclesiástico de la ciudad de Guanajuato, para que éste se trasladara a León y tomara las riendas de la ave-riguación. El juez eclesiástico llegó, el 12 de mayo de 1828, y de inmediato interrogó al cura Ignacio urbina. En su declaración el cura señaló que, en efecto, el 16 de abril de 1828, aparecieron en va-rios parajes de la villa pasquines que denunciaban las reuniones de una logia de reciente fundación de filiación yorkina que despertó desconfianza en la población, a raíz que conoció los ataques que la logia realizaba hacia la religión y aseveró que trató romper la pola-rización existente a través de su labor eclesiástica.

Sin embargo, reconoció que sus esfuerzos fueron insuficien-tes para evitar que los habitantes leoneses irrumpieran de manera violenta en la casa de los yorkinos, lo cual produjo el enfrenta-miento. En este sentido, señaló que acudió al lugar de los hechos en compañía de una parte considerable del clero leonés, a fin de calmar los ánimos entre la población, objetivo que logró pues consiguió dispersar diversas reuniones que rondaban el centro de dicha villa, después del altercado. Como era de esperarse, el cura urbina negó al juez eclesiástico que sus sermones en el púl-pito hubieran causado el motín popular y confesó estar tranqui-lo, pues en ningún momento trató de faltar a su deber pastoral y afirmó que, por el contrario, procuró por todos los medios a su alcance de aplacar el movimiento popular mediante la fuerza divina.

La averiguación del doctor José francisco Contreras incluyó la declaración de once testigos, además del cura, entre los que fi-guraron militares y vecinos del lugar que dieron su versión de los hechos a fin de ayudar al juez eclesiástico a esclarecer la responsa-

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bilidad del cura en el motín del 19 de abril de 1828, pues a él apun-taban todas las miradas.

El primero de los interrogados fue el coronel José María Obre-gón, vecino de dicha villa, quien señaló que, en efecto, fue a través de los pasquines que el pueblo se enteró de las reuniones de los yorkinos en la casa del capitán Barragán que recibieron el califica-tivo de “herejes”. El militar apuntó que, a raíz de que se conoció la existencia de la logia, inició un hostigamiento frecuente en los alre-dedores de la casa por parte de los vecinos, lo que motivó solicitar al jefe político de León tomara medidas urgentes para detener la violencia. una de ellas fue pedir al cura urbina suspender la cele-bración religiosa para reducir los riesgos de enfrentamiento.

Sin embargo, el jefe político comentó que él no tenía facultades para exigirle al cura cambiar su itinerario, así que la misa se realizó el sábado 19 conforme a costumbre. A decir del testigo, la forma de pedir por el bienestar de la Iglesia crispó el ánimo de los feligre-ses, quienes interpretaron la presencia de los yorkinos como nociva para la religión y, por ende, al finalizar la misa la idea de agolparse frente a la casa del capitán Barragán tomó forma, pues comenzaron las reuniones preludio del enfrentamiento:

[…] que salidos de ahí hubieran formado algunas reuniones que es-parcidas por diferentes puntos gritaban: ¡Viva la Religión y mueran los herejes! que así se condujeron a la casa del capitán Barragán a donde insultaron a sus asistentes por cuyo motivo éstos les hicieron fuego de que resultó que mataron uno e hirieron cuatro, dos de cada partido.33

El segundo de los interrogados fue Hilario Trujillo, ayudante se-gundo del batallón de la milicia cívica de León, quien advirtió que el propio capitán Barragán, consciente de la agitación provocada por los pasquines, no dudó en solicitar la protección del jefe políti-co, pues temía que su casa fuera ultrajada, sin embargo, el funcio-nario civil menospreció los temores del militar y no tomó medida alguna para resguardar su propiedad lo que, en su opinión, facilitó el ataque popular.

De los restantes testigos llamados por el juez eclesiástico fi-guraron principalmente los integrantes del ayuntamiento y de la milicia cívica local como: Marco García de León, regidor del ayun-

33 Informe sobre los delitos cometidos por Ignacio Urbieta…, fs. 232-296v.

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tamiento y coronel retirado del regimiento provisional del Partido de La Barca, José María Loreto, decano del ayuntamiento, Manuel Mariano Lizalde, capitán de la milicia cívica, y Ramón José Do-blado, procurador primero del ayuntamiento de León. Los cuatro coincidieron en que los pasquines fueron el principal detonador de la violencia contra los yorkinos, pues además de denunciar su presencia, alimentaron el rumor popular de herejía atribuida a los masones, factor que desató la repulsa popular.

El decano del ayuntamiento, José María Loreto, detalló los por-menores del enfrentamiento y abundó que, una vez que los amotina-dos estuvieron en la casa del capitán Barragán, la turba se dirigió a la de otro yorkino confeso, de apellido Toscazo, donde causó se-veros daños que obligaron a su propietario a repeler la agresión a tiros. Apuntó que la acción violenta se extendió hacia otros co-mercios de integrantes de la logia, como fue el caso de la tienda de Plácido fernández y la fábrica de aguardiente de un hombre de nacionalidad francesa.

Con todo, a pesar de que los funcionarios civiles reconocie-ron que la celebración religiosa del 19 de abril de 1828 apuntaló a los amotinados, minimizaron la acción del cura; tal fue el caso de Ramón José Doblado, procurador primero del ayuntamiento de la villa de León, que de manera abierta calificó la conducta del cura como virtuosa y rechazó que la misa hubiese detonado el levanta-miento.

En suma, el 28 de mayo de 1828, el doctor José francisco Con-treras, después de realizar sus pesquisas con los once testigos, exo-neró al cura Ignacio urbieta de la acusación de instigar desde el púlpito el ataque contra los masones yorkinos la mañana del 19 de abril de 1828, pues, en su opinión, el verdadero origen del alterca-do no estaba en la conducta del párroco, sino que obedeció a una lucha local de partidos. El juez eclesiástico ponderó los esfuerzos para tranquilizar a los levantados y, al presentar el resultado de la investigación, advirtió que, en efecto, se trataba de un problema de partidos, pues buena parte de los interrogados confesaron no haber sido testigos directos del levantamiento, escudo político que, seguramente, usaron para cuidarse las espaldas ante la sociedad leonesa, a fin de sacar del apuro al cura párroco.

No resulta extraño que el motín popular de León haya ocurri-do en 1828, año de particular efervescencia política en la República que se extendería hasta finales de 1829. Durante este periodo, los

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masones yorkinos canalizaron la creciente animadversión política existente contra los extranjeros, en especial hacia los españoles, lo que derivó en su expulsión del país. Lo que llama, sin duda, la aten-ción del tumulto guanajuatense son tanto las formas políticas des-plegadas como los actores políticos que se vieron involucrados.

La revuelta en los barrios leoneses usó elementos y estrategias políticas propias de la élite yorkina en el manejo de los sectores po-pulares, como lo vimos, a través de pasquines colocados en dicha villa, práctica política, inaugurada al iniciar la república su vida independiente. Lo curioso del caso es que los vecinos de los barrios amotinados los usaron –si se admite, como vimos, alentados velada-mente por el cura párroco– contra los propios yorkinos, lo que mues-tra la difusión que dicha práctica política tenía entre la población.

Aunque no debe descartarse, como lo apuntó el doctor José francisco Contreras, juez eclesiástico de la ciudad de Guanajuato, encargado de dirimir la responsabilidad del cura en el motín, que lo ocurrido en León fuera el resultado de la creciente lucha política que libraban por esos años los partidos yorkino y escocés. Sobre es-tos últimos, tanto como en la actuación del cura, pendió la sospecha de dirigir subterráneamente a la población de los barrios pobres en los ataques contra los yorkinos, para lo cual explotaron el peso que la religión y sus símbolos tenían en una sociedad católica rural como la de la villa de León.

Debemos advertir que los ataques ocurridos en los barrios leo-neses contra el partido yorkino pueden tener conexión cercana con las protestas populares registradas en la ciudad de México, en el marco de la lucha política que se libraba en esos años en la repú-blica. Nos referimos a la revuelta de la Acordada, a mediados de septiembre, que derivó en el motín del Parián, el 4 de diciembre del convulsionado año de 1828. El Parián –centro comercial ubicado en la plaza central de la ciudad, cuyos propietarios eran en su mayoría comerciantes españoles– fue saqueado por una multitud estimada en cinco mil personas, protesta popular que sería única, por su gran escala durante el siglo xix mexicano.34

El descontento manifiesto en las revueltas populares nació de las disputadas elecciones presidenciales de septiembre de 1828; los escoceses –el partido gubernamental– ganaron, al parecer, las elec-

34 Al respecto véase Silvia Marina Arrom, “Popular Politics in Mexico City: The Parian Riot, 1828”, en Hispanic American Historical Review, núm. 68, 1988, pp. 245-268.

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422 poder civil y catolicismo en méxico, siglos xvi al xix

ciones y preparaban los últimos detalles para que Manuel Gómez Pedraza tomara posesión de la Presidencia. La logia masónica del rito yorkino acusó a sus contrarios de fraude y se pronunció por que su candidato, Vicente Guerrero, ocupara el cargo. Los yorki-nos usaron a las masas populares y ganaron la disputa, Guerrero asumió la Presidencia en enero de 1829. Su triunfo, sin embargo, resultó efímero, ya que fue depuesto y ejecutado doce tensos meses después.35

Los yorkinos supieron encender las huestes populares, pero la fuerza de éstas rebasó las expectativas de sus dirigentes; una vez logrado los objetivos políticos de partido, la multitud se salió de control y, en medio de la euforia, terminó con el saqueo de los co-mercios españoles del Parián. Los liberales yorkinos buscaron ex-cusas, minimizaron lo sucedido, pero lo cierto es que dicho acon-tecimiento actuó como un fuerte acicate para que la élite yorkina revisara su política incluyente de corte popular. Escaldados por la experiencia, en lo sucesivo, su estrategia política fue cerrar las puertas a los sectores populares y plegarse a un conservadurismo de clase que incluso se ensancharía con el tiempo.36

Durante el periodo señalado –que va de mediados de 1828 a finales de 1829– la fórmula yorkina de hacer política quedó confir-mada en otras importantes regiones de la república. En la ciudad de Sombrerete, cardinal población del norte del estado de zaca-tecas, se registró un motín los días 11 y 17 de enero de 1829, que tuvo íntima conexión con la protesta popular del Parián, ocurrida en diciembre de 1828. La manera de conducirse de los levantados fue muy similar a la que usaron los yorkinos de la capital de la re-pública, es decir, un grupo perteneciente a la misma logia fraguó la conspiración en apoyo a Guerrero, a Santa Anna y manifestó su encono contra los españoles.37

Al igual que en el motín de León, la participación del párroco de Sombrerete jugó un papel importante durante la revuelta. fran-cisco Rivas, cura del mineral, participó como mediador entre las

35 Silvia Arrom, “Popular Politics…”, pp. 245-268.36 Idem.37 Rosalina Ríos zúñiga, Revuelta popular y cultura política en Zacatecas. El motín de

Sombrerete (1829), en prensa. Agradezco a la doctora Ríos haberme facilitado un ejem-plar del texto que publicará la Hispanic American Historical Review. Al respecto véase de la misma autora, Formar ciudadanos: sociedad civil y movilización popular en Zacatecas, 1821-1853, México, cesu-unam, Plaza y Valdés, 2005.

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autoridades locales que apelaron a su autoridad espiritual para cal-mar el tumulto; tal conducta le valió recibir el calificativo de “libe-ral.” Sin embargo, su actuación fue tergiversada y pagó los platos rotos cuando el gobierno estatal de francisco García Salinas buscó culpables de la revuelta popular.38

En sus intentos por detener el disturbio, el cura logró que los amotinados ingresaran a la parroquia y después de la celebración de un Te Deum los controló, no sin antes exhortarlos a conservar parte del botín. Tal circunstancia colocó al intermediario en incó-moda posición, ya que los comerciantes agraviados por la decisión interpretaron que la exhortación del cura convalidó los desmanes de la turba a sus comercios y lo acusaron ante las autoridades es-tatales. La conducta del cura fue satanizada por los comerciantes españoles, pues ellos esperaban que él ejerciera su función de cal-mar a la población como correspondía hacerlo en el esquema social de las élites. Sin embargo, llama la atención que los promotores más entusiastas en denunciar al párroco Rivas fueron los religiosos regulares del lugar, quienes lo acusaron de santificar los despojos a través de la misa de acción de gracias y vincularlo entre los conspi-radores del motín que se planeó desde su parroquia.39

En su descargo, el cura Rivas argumentó que permitir el ingreso de los amotinados a la iglesia no tuvo otra intención que calmar los ánimos del pueblo, pero, en opinión del gobierno de zacatecas, dicho acto lo colocó en el papel de fariseo. Así pues, el gobernador francis-co García Salinas solicitó a la mitra de Durango que el cura francisco Rivas fuera removido de dicho curato y que enviara un sustituto, a fin de reconciliar la moral cristiana de sus habitantes, posición que leída entre líneas no era más que una imposición del gobierno es-tatal a la Iglesia que debía plegarse a los designios del poder civil.40

Como vemos, el clima político reinante en la capital de la re-pública y en el norte de zacatecas no fue ajeno para los pueblos del obispado de Michoacán durante el año electoral de 1828, como lo constatamos en el motín de León, que muestra cuán difícil se tornó la relación entre los curas párrocos y el gobierno civil por los mutuos reclamos hacia sus ámbitos de competencia, propiciados por la injerencia de los curas en política. En este sentido, la tensión

38 Rosalina Ríos zúñiga, Revuelta popular…39 Idem.40 Idem.

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entre las dos potestades se extendió a buena parte del territorio de la diócesis, donde se dieron enfrentamientos similares cuyo punto en común fue la participación política de los eclesiásticos.

A partir del análisis de los casos descritos, podemos concluir que la participación política de los sacerdotes en los asuntos públicos durante la tercera década del siglo xix en la diócesis de Michoacán fue, entre otras cosas, consecuencia natural de la cercanía que éstos tenían con la feligresía y de la conciencia que existió en los eclesiásti-cos por defender los derechos que asistían a la Iglesia. Dicha cercanía e injerencia de los sacerdotes propició de manera irremediable que la relación entre el poder civil y eclesiástico en el obispado michoa-cano sufriera fisuras graves que debieron ser restañadas por las vías institucionales a fin de guardar el pacto político que unía a las dos instancias de poder en su carácter de república católica.

En efecto, las críticas de los sacerdotes a las acciones de go-bierno desde el púlpito a través de sermones, el abanderamiento de alguna causa local o la participación como autores intelectua-les de sublevaciones al amparo de la defensa de los intereses de la Iglesia como estandarte, demandó a los gobiernos republicanos imponer medidas políticas concretas. Como vimos, la conducta pú-blica de los curas crispó el ánimo de las autoridades civiles a raíz de que éstos debían ser los aliados naturales del Estado, dicho factor alimentó un creciente sentimiento anticlerical en los mandos me-dios de las autoridades civiles de los pueblos que no titubearon en hacerlo sentir a los clérigos.

Así pues, la respuesta de los mandos regionales de autoridad fue exigir a la jerarquía eclesiástica del obispado su intervención a fin de disciplinar o en su defecto castigar a los sacerdotes que resul-taran culpables de participar en acciones contrarias a los intereses federales, factor que minó la relación entre el poder público y el eclesiástico en la diócesis michoacana. En suma, la conducta políti-ca de los clérigos letrados del cabildo eclesiástico y curas párrocos rurales ejemplificada en el presente trabajo permite, por un lado, observar la fragilidad de un Estado-nación en ciernes, y subrayar, asimismo, cómo la Iglesia perdió terreno como aliado político de los gobiernos republicanos, situación que viviría momentos críticos en los años por venir debido a las urgencias financieras que harían presa al poder civil.

Con todo, la llegada del obispo Juan Cayetano Gómez de Portugal en julio de 1831 (una vez que- el gobierno de Anastasio

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Bustamante llegó a un acuerdo con la curia romana para nom-brar obispos en las sedes vacantes), marcó el inició de una nueva época en el gobierno de la diócesis de Michoacán pues puso fin a la acefalía en el mando de la silla episcopal. En este sentido, el nuevo obispo sería el encargado de frenar la participación política de los sacerdotes en los pueblos de la diócesis michoacana, tarea que no sería fácil de ejecutar debido a las circunstancias políticas que rodearían la relación del poder civil y la Iglesia con los nuevos gobiernos republicanos, que tendría en los pueblos del obispado un campo fértil de conflictividad política de graves consecuencias para ambas instancias de poder.

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Histór

icas D

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Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

José Enrique Covarrubias

“La utilidad de la religión y de la Iglesia como argumento pro-clerical hacia mediados del siglo XIX en México”p. 427-446

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

http://www.historicasdigital.unam.mx

http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/podercivil/pcivil.html

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LA uTILIDAD DE LA RELIGIÓN Y DE LA IGLESIA COMO ARGuMENTO PRO-CLERICAL

HACIA MEDIADOS DEL SIGLO XIX EN MÉXICO

José enrique covarrubiasInstituto de Investigaciones Históricas

universidad Nacional Autónoma de México

Sobre los intelectuales involucrados en la formación del ideario conservador mexicano hacia mediados del siglo xix (Alamán, zamacois, Cuevas), mucho se ha subrayado su énfasis en el peso histórico y moral de la Iglesia católica dentro de la sociedad mexicana, lo cual ciertamente forma el núcleo de lo que bien se puede considerar un conservadurismo histórico pro-clerical. La insistencia en este aspecto no ha sido gratuita: desde ese énfasis se conformó el alegato de que la religión debía ser vista como el lazo conservador y último de las sociedades, aquel que estaba amenazado por las medidas secularizadoras de Juárez y el par-tido liberal.

Poco se ha reparado, sin embargo, en que la conocida invoca-ción de las costumbres y raíces católicas mexicanas sólo constituyó una parte de este alegato pro-clerical. La otra parte del mismo fue el argumento de la utilidad de la religión y de la Iglesia, presente en estos mismos autores y fácilmente reconocible mediante una re-visión de sus escritos.

En este artículo se exponen tres variantes del mencionado ar-gumento y se incluyen algunas consideraciones finales sobre su re-levancia en el ideario conservador, así como sobre sus rasgos más distintivos.

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1. Primera variante: la utilidad de la opinión o convicción religiosa

La primera variante sobre la idea de la utilidad de la religión y de la Iglesia aparece en la más conocida de las corrientes conservadoras, aquella representada ejemplarmente por Lucas Alamán.

Alamán emprende una defensa de las ideas religiosas y el aparato eclesiástico de una manera muy parecida a la del británico Edmund Burke, a quien el propio Alamán señala como uno de sus inspira-dores en cuestión de ideas políticas e históricas.1 Tal comunidad de ideas se ve ciertamente confirmada cuando vemos que ambos auto-res comparten un mismo talante empírico y un mismo disgusto por la aplicación del espíritu geométrico y teorizante en asuntos políti-cos, pues Burke y Alamán encarecen la tradición y la prudencia in-fundida por el conocimiento histórico. Común a los dos es también la desconfianza frente a los movimientos de masas y la incredulidad ante doctrinas como la de los derechos del hombre, que les parece pretenciosa en su afán de innovación en el campo de lo moral y político. Más allá de esta comunidad de ideas políticas y opiniones sobre la historia y la política, Burke y Alamán tienen una misma idea de la utilidad de la religión, la que se expone a continuación.

En sus famosas Reflexiones sobre la Revolución en Francia (1790), Burke dedica varios pasajes al tema de la religión, la cual es defen-dida por él de los ataques procedentes de autores iluministas y de la llamada “secta de los filósofos sofistas”, quienes, según Burke, se han propuesto extirpar la saludable influencia de la religión en los asuntos públicos. En uno de estos pasajes, situado hacia la parte media de las Reflexiones, se menciona que la religión es “la base de la sociedad civil y la fuente de todo bien y toda comodidad”,2 y anexada a esta afirmación hay una cita que revela el trasfondo del razonamiento. Se trata de un pasaje de Cicerón (de De las leyes), donde el autor romano encarece que los ciudadanos alberguen la creencia en la creación y en la regulación de todas las cosas por los dioses, así como que se sientan convencidos de la vigilancia ejercida

1 Lucas Alamán, Historia de Méjico, desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, México, Imprenta de J. M. Lara, 1852, v, p. x; del mismo, Obras. Documentos diversos (Inéditos y muy raros), Rafael Aguayo Spencer (ed.), México, Jus, 1946, iii, pp. 237, 239, 243, 265.

2 Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, ed. Connor Cruise O’Brian, Harmondsworth, Penguin Books, 1986, p. 186.

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por estos mismos dioses respecto de las intenciones y conductas de los hombres. La conclusión de Cicerón –tras mostrar que la mente humana establece un orden en sí misma basado en estas creencias– es la siguiente: “porque seguramente las mentes imbuidas de tales ideas no dejarán de formarse opiniones útiles y verdaderas”.3

De esta manera, la fórmula de utilidad y verdad, difundida por Cicerón en la época antigua, reaparece en Burke para afirmar que la religión infunde opiniones útiles tanto en los gobernantes como en los gobernados. La creencia tiene un efecto directo en la moralidad pública y la gobernabilidad. Alamán coincide en lo fun-damental con esta idea en un famoso pasaje de su Historia, donde subraya que entre muchos administradores coloniales de México prevalecieron las máximas de la moral cristiana:

Sobre las mismas máximas [cristianas] se formó aquella clase respeta-ble de empleados, que no aspiraban a otra cosa que a ascender en su carrera cumpliendo con su obligaciones, y a cuyo celo e inteligencia se debió el arreglo que había en las oficinas: delinquían, es verdad, abusaban a veces, porque eran hombres, pero estos hombres cuando estaban penetrados como el duque de Linares, de que “la residencia más rigurosa es la que se ha de tomar al virrey en su juicio particular por la Majestad Divina”, no era posible que cayesen en los excesos e que se precipitan los que no tienen esta convicción.4

Estas líneas de Alamán retoman, pues, la idea de la utilidad de las opiniones o “convicciones” religiosas en el sentido ciceroniano, en-marcada ahora en una filosofía política e histórica muy cercana a la de Burke.

Otro elemento común a Burke y Alamán en su idea de la utili-dad de la religión y de la Iglesia es el convencimiento de que esta última constituye un auxilio indispensable para hacer gobernables a los individuos. Alamán sigue explícitamente a Burke en la idea de que los asuntos del gobierno son materia de una ciencia práctica en la que las teorías, abstracciones y geometrías intelectuales deben ceder el lugar al juicio experimentado del estadista y al uso creativo por éste de los materiales que ofrezcan las circunstancias.5 Burke y Alamán valoran mucho el beneficio de las actividades sociales

3 Ibidem, pp. 187, 388.4 Lucas Alamán, Historia…, v, pp. 943-944.5 Lucas Alamán, Obras…, iii, p. 239.

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del clero en cuanto a ahorro de recursos y dinero. Las instituciones eclesiásticas como los monasterios o los conventos ofrecen personal dedicado a fines exclusivamente públicos, pues los monjes o frailes no pueden ni deben convertir los bienes de la orden en privados ni alentar los intereses personales. Por su profesión religiosa, el interés de estas personas se confunde con el de su congregación entera; las rentas devengadas por el clero y otras formas de riqueza eclesiás-tica pueden ser vistas como canales de circulación del dinero que convierten la riqueza privada en pública. Se trata de instituciones que fomentan el desprendimiento de los ciudadanos e infunden en su mente el principio del apoyo mutuo dado en forma libre y al-truista. Burke ve en estas ventajas de la Iglesia un “poder, “apoyo” o “palanca” de la que el gobernante debe servirse para fortalecer la benevolencia pública o política,6 y Alamán, por su parte, recal-ca en su Historia que las órdenes hospitalarias fundadas durante la Colonia en la ciudad de México, “se sostenían sin gravamen de nadie”.7

Acaso la mejor conclusión de toda esta idea de la utilidad de la religión y de la Iglesia sea la afirmación de Burke en el sentido de que las instituciones religiosas son productos elevados de la men-te humana –“de la elevada fuerza productiva de la mente huma-na”– y por esto mismo también deben ser vistas como resultado del “entusiasmo” e “instrumentos de la sabiduría”.8 Si se les destruye se aniquila una de las vías (acaso la principal) de la que la sabidu-ría ha dispuesto para facilitar el gobierno a lo largo de la historia. Atacar lo religioso equivale, por ende, a atentar contra la sabiduría misma que rige adecuadamente los destinos públicos.

No parece ocioso, para concluir esta exposición de la primera variante, el comparar el impacto de las referidas ideas burkeanas en Alamán con el de las mismas en el pensamiento de Lord Macau-lay,9 otro historiador decimonónico muy influido por Burke.10

6 Edmund Burke, Reflections…, p. 267: In the monastic institutions, in my opinion, was found a great power for the mechanism of political benevolence (énfasis de Burke).

7 Lucas Alamán, Historia…, v, p. 388.8 Edmund Burke, Reflections…, p. 267.9 El inglés Thomas B. Macaulay, autor de la celebérrima History of England, obra

aparecida a mediados del siglo xix que hizo furor entre el público de su país. A Macau-lay se le ha considerado tradicionalmente como un exponente destacado de la llamada historia whig, algo no del todo exacto, como muestra Joseph Hamburger en Macaulay and the Whig Tradition, Chicago/Londres, The university of Chicago Press, 1976.

10 Lo relativo a esta influencia, en ibidem, pp. 181-188.

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Alamán y Macaulay sostienen puntos de vista muy pareci-dos en torno a la función política de la religión. Ambos recono-cen su buen efecto en el control de los apetitos y las pasiones de los hombres. De no contarse con este medio, sostienen, las ame-nazas al orden público resultarían mucho más graves. Debe re-pararse, sin embargo, en que estos dos historiadores se muestran también muy críticos del fanatismo que repercute en la política. Se les presenta entonces el problema de explicar cómo es que la religión, señalada por ellos como factor de estabilidad política, alimenta con frecuencia las actitudes fanáticas. Su respuesta al interrogante no es intrascendente, pues se trata de historiadores especialistas en periodos en que lo religioso es parte importan-te de los conflictos que estudian: la Guerra civil inglesa, en el caso de Macaulay; la rebelión independentista mexicana bajo la advocación de la Virgen de Guadalupe, en el de Alamán. Es de notar, según se verá en el párrafo siguiente, que Macaulay y Ala-mán resuelven el punto conforme a la “ciencia de gobierno” que ambos profesan.11

Macaulay responde al interrogante afirmando que, en reali-dad, todas las revoluciones y perturbaciones profundas del orden público por cuenta de los fanáticos religiosos derivan simplemente de un mal gobierno.12 Lo mismo sostiene el inglés de los actos sub-versivos auspiciados por los fanáticos filosóficos o “especulativos”. Sea del signo que sea, el fanatismo gana fuerza en las épocas en que es manifiesto que los gobernantes no están remediando los agra-vios acumulados con el tiempo, situación que favorece mucho la polarización. El fanatismo es parte, pues, de la “descompostura” de algún proceso histórico que no fue corregido o reencauzado a tiempo por los gobernantes. La religión, que debería ayudar a mo-derar las pasiones, se convierte en estas épocas en un factor más de polarización y conflicto.

Para el Alamán de la Historia, en cambio, el fanatismo de los insurgentes mexicanos, bajo la dirección de algunos sacerdotes re-beldes, resulta de situaciones personales (resentimientos, pasiones, afán de mandar, etc.) sin estar relacionado esencialmente con al-

11 Sobre la ciencia de gobierno en Macaulay: Joseph Hamburger, Macaulay…, pp. 24-29; 51-58; sobre la de Alamán, vide supra nota 5.

12 Joseph Hamburger, Macaulay…, pp. 66, 185.

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guna dinámica de situaciones o procesos históricos.13 Se trata de algo incubado en esa naturaleza humana que puede albergar tanto una visión honesta y humilde de sí mismo –una utilísima “opinión religiosa” en el sentido de Burke o una “convicción” en el vocabu-lario de Alamán– como un talante malévolo, resistente a aceptar la propia insignificancia frente al mandato divino de la paz y la tran-quilidad. El fanatismo o la superstición son males, en fin, que bien se pueden extirpar mediante el respeto y el aprecio íntimo de cada quien por la sabia religión y sus ministros, sentimientos cuya con-servación el gobernante no se propondrá si él mismo no los com-parte. Desde que los comparte, el hombre de Estado toma estos sentimientos como guías de su conducta y se sabe en la posición de gobernar a otros individuos útiles.

Así, mientras Alamán piensa que la utilidad de la religión cul-mina en la franca disposición del individuo a actuar y servir en la vida pública, Macaulay la concibe más bien como algo que modera y restringe las tendencias al exceso, como algo, en fin, que opera más en el sentido de frenar y no de movilizar. Ambos reconocen ciertamente la utilidad inscrita en los valores, las costumbres y el establecimiento eclesiástico, instituciones que tienen claros efectos de preservación en el orden social. Sin embargo, es obvio que hay un contraste entre Alamán y Macaulay respecto de cómo ocurre que la “útil opinión religiosa” se manifiesta al nivel de las conduc-tas individuales, esto es, sobre si la opinión religiosa lleva a un com-promiso público (Alamán) o bien al recato, al freno, al escepticismo incluso frente a las glorias o aspiraciones propias, ya sean públicas o privadas, del individuo (Macaulay). Es claro que para Alamán la utilidad de la opinión religiosa reside en que impele a la acción pública, en tanto que para Macaulay impele al recogimiento. No sorprende que Macaulay señale, como los principales beneficios de la religión en la vida del individuo, el consuelo frente a las dificul-tades de la existencia, la prevención contra la soberbia y la prepara-ción a aceptar la muerte sin desesperación.14 La visión de Alamán sobre la utilidad en cuestión es definitivamente menos estoica.

13 Bien conocidos son los juicios duros que Alamán pronuncia en su Historia sobre la conducta y los motivos de Hidalgo. No es precisamente a un mal gobierno colonial que Alamán atribuye la actitud violenta e intransigente de este sacerdote. Estos rasgos los atribuye claramente a su personalidad.

14 Joseph Hamburger, Macaulay…, p. 14.

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2. Segunda variante: la utilidad histórica y social del cristianismo

una segunda variante del tema de la utilidad de la religión y de la Iglesia está representada óptimamente por Chateaubriand y su escrito El genio del cristianismo, obra publicada en francia en tiem-pos de Napoleón Bonaparte (1802) y difundidísima en las primeras décadas del siglo xix. La suya es una versión de la utilidad de la religión que no se relaciona tan directamente con los buenos efec-tos de ésta para fines del gobierno sino, dentro de una perspectiva más amplia, con el conjunto de las aportaciones civilizatorias del cristianismo. Chateaubriand intenta, pues, exaltar la función his-tórica y social de la religión cristiana mediante comparaciones con otras épocas, religiones y visiones del mundo, presentadas siempre en condición de inferioridad frente a la cristiandad en cuanto a hu-manitarismo, estímulo intelectual y sentido espiritual de la belle-za. Obra sorprendente por la amplitud de su material, El genio del cristianismo incluye dos pasajes relevantes sobre la utilidad de la religión y de la Iglesia.

El primer pasaje afirma la utilidad de la religión en negativo. Se trata de mostrar “el peligro y la inutilidad del ateísmo”,15 sobre la base de que este último no lleva a la felicidad. La idea de utilidad aparece aquí subordinada a la de felicidad, tal como fue común entenderla en las corrientes influidas en diverso grado por el epi-cureísmo y el aristotelismo. Ya para fines de demostración, Cha-teaubriand sostiene que precisamente en los grupos o caracteres sociales más desprotegidos (los pobres, los soldados, las mujeres núbiles) el ateísmo se revela como incapaz de garantizar la fortale-za, el coraje o la discreción que la situación exige.

El segundo pasaje de El Genio, más amplio e interesante, ocurre hacia la parte final de la obra. Chateaubriand se refiere en el libro sexto a “los servicios prestados a la sociedad por el clero y la reli-gión cristiana en general”,16 y da como ejemplos a los hospitales, las casas de niños expósitos, las instituciones educativas, los des-cubrimientos científicos y técnicos, las innovaciones agrícolas, la fundación de ciudades y pueblos, la construcción de puentes y ca-minos, la práctica y difusión de las artes y oficios, el ejercicio del

15 Chateaubriand, Essai sur les révolutions. Génie du Christianisme, ed. Maurice Re-gard, Paris, Gallimard, 1978, pp. 614-620.

16 Ibidem, pp. 1031-1093.

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comercio y la marina, la formulación de leyes civiles y criminales, así como la contribución a la política y el gobierno. Como lo afir-ma el encabezado del apartado, se trata de aportaciones atribuibles fundamentalmente al clero, al que Chateaubriand reivindica tras las persecuciones y expoliaciones sufridas por esa corporación en francia durante la Revolución.

Al tratar de la participación del clero en la política y el gobier-no, Chateaubriand se concentra en lo relativo a la constitución. Su idea es que por tener parte en la constitución de los reinos (como orden primero de los Estados generales), el clero pudo erigirse en factor de moderación y equilibrio político ante los abusos, vinieran éstos de los grandes o del pueblo. Ello se debe –afirma Chateau-briand con apoyo en Montesquieu– a que el cristianismo se opone de espíritu y consejo al poder arbitrario. Asimismo, esta religión ha predicado la igualdad moral, única que puede ser introducida en este mundo sin conllevar tumultos o revoluciones. En pocas pa-labras: la religión cristiana ha contribuido como ninguna otra al sistema representativo, a la igualdad y a la libertad, según las posi-bilidades de esta existencia.

Importa resaltar que este beneficio político abarca, según Cha-teaubriand, el mismo tipo de aporte que las actividades económicas y de infraestructura impulsadas por el clero: un mejoramiento en la parte material de la existencia humana, aquella que es comple-mento de la moral. una virtud notable de la religión cristiana exal-tada por este autor se resume en la fórmula de “haber convertido al hombre físico en hombre moral”.17 El cristianismo ha retomado las grandes ideas, aspiraciones y proyectos de la civilización clá-sica (la libertad, la igualdad) y los ha llevado al recinto del alma o “genio” humano, de lo que han resultado bienes inestimables. Muy al comienzo de sus párrafos sobre los beneficios del cristianismo a la política y el gobierno, Chateaubriand cita un pasaje de Cicerón (De la naturaleza de los dioses) donde este filósofo califica a la piedad frente a los dioses como una base fundamental de la buena fe, de la sociedad misma y de la justicia, considerada esta última como la mejor de las virtudes. No es un pasaje (el de Cicerón) en que apa-rezca la palabra utilidad, pero es claro que en él late el sentido de este filósofo clásico respecto de la utilidad, el mismo que aparece en su importante obra Los Oficios o Los Deberes, donde la presenta

17 Ibidem, p. 1071.

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como una condición de la existencia de lo justo y de la sociedad humana misma.18

¿qué ejemplo existe de un tipo de recepción o argumentación parecida a esta de Chateaubriand en el México de la primera mitad del siglo xix? En el periódico El ilustrador católico, de 25 de noviem-bre de 1846, se publica un artículo en que se ventila la cuestión de la legitimidad de la condición propietaria del clero, para lo que se retoma, como punto de referencia fundamental, lo ocurrido en francia durante la Revolución de 1789 y en los años siguientes. El artículo incluye citas de políticos e intelectuales franceses que de-fienden la legitimidad de un clero propietario, no compelido a vivir como asalariado del Estado. Los comentarios del autor del artículo (se presenta simplemente como “E.E.”) dejan ver su intención de combatir cualquier iniciativa en favor de confiscar los bienes de la Iglesia católica en México.

El mencionado articulista transcribe parte de los discursos pronunciados hacia 1816 o 1817 por Chateaubriand y Louis de Bo-nald19 en el legislativo francés, discursos que se orientan por igual a defender la legitimidad de la Iglesia propietaria y exigir que en francia se le permita recuperar tal condición, toda vez que la con-fiscación revolucionaria de bienes eclesiásticos se ha revelado cada vez como más injustificable. El discurso de Chateaubriand tiene como punto de partida la condición útil de la religión: “¿No es la mayor inconsecuencia reconocer que la religión es útil y prohibirle, sin embargo, al mismo tiempo, a las Iglesias el derecho de propie-dad?”20

En un pasaje posterior, Chateaubriand se refiere ya específi-camente a la utilidad del clero, esa misma que previamente había exaltado en El genio del cristianismo, aunque ahora para censurar la negativa de quienes se oponen a concederle la condición de pro-pietario:

18 Marco Tulio Cicerón, Los oficios o Los Deberes. De la Vejez. De la Amistad, Ma-nuel de Valbuena (trad.), México, Porrúa, 2000, Colección “Sepan cuántos…”, 230, libro iii, caps. 3-12, pp.70-79.

19 El otro pensador, político e intelectual francés mencionado, Bonald, es de po-siciones más conservadoras que Chateaubriand. Bonald y Joseph de Maistre son co-nocidos en la historia de las ideas como los “teócratas” del periodo revolucionario y napoleónico. El articulista no especifica la fecha del discurso de Chateaubriand, aun-que deja ver que pudo ser en 1816. El de Bonald es de 1817.

20 El ilustrador católico, 25 de noviembre de 1846, p. 256.

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¡Cómo! El más pobre de nuestros labradores posee frecuentemente un campo, un surco, un árbol; ¡y el clero, que ha desmontado nues-tros bosques, plantado nuestras viñas, enriquecido nuestro suelo con tantas plantas extranjeras; que ha transportado la abeja de la Atica sobre las costas de la Narbonna, y el gusano de seda de la China a las moreras de Marsella; el clero no recogerá una espiga en estas vastas campiñas fecundadas por tanto tiempo con sus sudores, y algunas veces regadas con su sangre!21

En consonancia con esta apología de la Iglesia cristiana, el articu-lista escribe en una nota que el mismo elogio se podría y debería hacer respecto del clero que ha hecho aportes importantes en la historia de México.

El anterior es un ejemplo breve y un tanto convencional de la recepción de las ideas de Chateaubriand sobre la utilidad de la religión y del clero. Para encontrar un caso más acabado y con más apoyo en casos históricos mexicanos, lo conducente es remitirse a Niceto de zamacois, el conocido historiador español avecindado en México desde aproximadamente 1840. Muchas páginas de la enorme Historia de Méjico (del tomo ii al vi) y otros escritos de zamacois hacen referencia al punto aquí tratado. Desde una pers-pectiva muy parecida a la de Chateaubriand respecto de la historia europea, zamacois quiere mostrar que la llegada del cristianismo al Nuevo Mundo implicó la mejoría del gusto estético y moral de los indios, así como de sus horizontes intelectuales y políticos. Su énfasis recae en los beneficios generales aportados por los colegios, hospitales, instituciones científicas y demás fundaciones útiles es-pañolas. Ya al tratar la situación mexicana del siglo xix (tomos xiii a xviii), zamacois recalca en muchos pasajes que el creciente descré-dito y la exclusión del clero de la vida pública ha sido una de las causas principales –si no es que la principal– de la desmoralización y la división política del México de su tiempo.

Como ejemplo de la idea de zamacois sobre la utilidad del cristianismo en tierras americanas cabe destacar el pasaje de su His-toria en que compara el tipo de motivo y documento legal en que se basaron las coronas inglesa y española para emprender el estableci-miento de sus dominios en América. zamacois compara la cédula o patente concedida por la reina Isabel de Inglaterra a sir Humphrey

21 Ibidem, p. 258.

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Gilbert con la Bula Alejandrina observada por los Reyes católicos, de lo que resulta que la primera supone únicamente la utilidad de la Corona inglesa, en tanto que la segunda inculca la utilidad de la humanidad. Este contraste queda explícito en el primero de los dos párrafos centrales del pasaje, que se transcriben a continuación:

Entre la bula de concesión a los Reyes católicos, ordenando la ins-trucción, amor y bienestar de los indios, y el derecho que por sí mis-ma se tomó la reina de Inglaterra, sin pensar más que en la utilidad material que podrían proporcionar al trono los países que se descu-brieran, no creo que ningún hombre de recto juicio dude, ni un solo instante, en declararse por la primera.22

Cuál de los dos documentos contenga doctrina más útil a la humani-dad y la civilización, lo dirá, no la filosofía satírica y burlesca, sino la sana filosofía de los hombres verdaderamente amantes de la verdad, que no podrán menos que colocarse del lado de la concesión hecha a los soberanos de Castilla.23

Mediante la referencia a estos párrafos se puede concluir que para zamacois sólo hay una verdadera utilidad recomendable, y ésta es la que se regala a la humanidad y que el cristianismo ha prodigado de manera ejemplar. Así, a diferencia de lo que podría pensarse con leer solamente el primer párrafo, la idea de zamacois sobre lo útil no es que haya una utilidad moral y otra material, sino una egoís-ta y otra altruista, siendo patente que esta última incluye aspec-tos materiales.24 Por otra parte, también es de señalarse su crítica a esa “filosofía satírica y burlesca” desde la que varios historiadores (como William Robertson) han criticado los documentos legales que avalaron la colonización española. A todas luces dicha filosofía no incluye, al parecer de zamacois, el criterio de utilidad a la hu-manidad, que es el que lo lleva precisamente a polemizar con ella.25

22 zamacois, Historia de Méjico, Barcelona, J.f Parrés y Cía., 1879, x, pp. 988-989.23 Ibidem, x, p. 989.24 Más adelante, en el mismo tomo x (p. 1076), zamacois resume los grandes bene-

ficios hechos por la Corona española a los indios de América e incluye aspectos mate-riales como librarlos del pago del tributo y proveerlos de bastimentos a precio accesible.

25 En la parte introductoria de su Historia (i, p. v; tomo publicado en 1876), zama-cois afirma que mediante el estudio de la historia se accede al “filosófico templo de la investigación de lo pasado”. queda claro, con base en los párrafos antes citados, que en este templo cuenta mucho la indagación de las empresas útiles en la historia.

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Antes de terminar lo relativo a esta segunda variante de la idea de la utilidad de la religión y de la Iglesia, se deja constancia de que no se está ignorando aquí el hecho de que el interés y la alta valora-ción de la obra misionera y política de los colonizadores españoles, con referencia a su utilidad, existe ya desde las obras clásicas de Acosta, Torquemada, Mendieta, etc., las cuales datan de la misma era del dominio español en América. Respecto de zamacois debe destacarse, sin embargo, el carácter abiertamente polémico de su argumento de la utilidad, sobre todo frente a la historiografía ilus-trada, aquella que tan crítica se manifiesta respecto del mencionado dominio español en las Indias. Es notable constatar que, pese a pu-blicar su Historia a finales del siglo xix, cuando la historiografía y la sociología experimentan ya el impacto del positivismo, la geogra-fía humana, el darwinismo, la incipiente etnología, etc., zamacois permanece apegado a la refutación de Raynal, Buffon, De Pauw y Robertson, autores cuyo horizonte científico e historiográfico resul-ta muy anticuado para el momento de la publicación de la Historia. ¿Cómo explicarse esto?

Es cierto que en todo esto tiene que ver preponderantemente el propósito de zamacois de refutar la leyenda negra contra Espa-ña. Pero una consecuencia de peso, para efectos de interpretación histórica, es que zamacois da todavía a la utilidad el sentido e im-portancia que le reconocieron muchos autores del siglo xviii26 y que movió a éstos a tomarlo como criterio central para juzgar a naciones e individuos en la historia. Gran parte de la defensa de zamacois se basa en el Ensayo político sobre el reino de la Nueva España (1811) de Alexander von Humboldt, obra donde abunda la información sobre las medidas, empresas y establecimientos útiles que más prestigio dieron a las autoridades peninsulares encargadas del gobierno del México colonial. Basándose en Humboldt y otros, zamacois quiere demostrar en su Historia que España estableció en estas tierras una forma de sociabilidad auténticamente bienhechora, esto es, fomen-tadora de la utilidad a la humanidad.27

26 José Enrique Covarrubias, En busca del hombre útil. Un estudio comparativo del utili-tarismo neomercantilista en México y Europa, 1748-1833, México, Instituto de Investigacio-nes Históricas de la unam, 2005, expone las bases filosóficas de una corriente intelectual estrechamente relacionada con la idea de utilidad pública o común en el siglo xviii.

27 Puede haber llamado la atención que se haya citado aquí una obra como la Historia de Méjico de zamacois, que no se publicó sino tardíamente en el siglo xix (1876-1882), lo cual aparentemente iría contra la intención de ventilar la idea de la utilidad de

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3. Tercera variante: la utilidad de la razón natural

Veamos ahora una tercera variante del argumento de la utilidad de la religión, la cual se basa más patentemente que las anteriores en razonamientos jurídicos. una primera expresión de tal modalidad en México la tenemos con las dos traducciones, casi inmediatas, del libro de Nicola Spedalieri, Los derechos del hombre: una prime-ra, fragmentaria, por cuenta de Mariano Ontiveros (1823); una se-gunda por Juan Bautista Arrechederreta (rector del Colegio de San Juan de Letrán, prebendado de la catedral de México y primo de Alamán), en 1824. Sacerdote italiano de la época de la Revolución francesa, partidario del principio de la soberanía popular y del de-recho del pueblo a la deposición de los tiranos,28 aunque censor a la vez de la doctrina de la tolerancia religiosa y las confiscaciones revolucionarias de la propiedad eclesiástica, Spedalieri no conside-ra el principio de los derechos del hombre como algo metafísico y abstracto que pudiera contraponerse a lo útil, tal como era la idea de Burke. En su visión la utilidad de la religión cristiana es, pre-cisamente, el vínculo entre la verdadera doctrina de los derechos del hombre29 y los fines (morales y materiales) a que naturalmente tiende cualquier convivencia civil. El subtítulo de la obra de Speda-lieri lo explica todo, pues dice que se trata de mostrar “que la más segura custodia de los mismos derechos en la sociedad civil es la religión cristiana; y que el proyecto más útil, y el único en las pre-sentes circunstancias, es el de hacer reflorecer la misma religión”.

la religión y de la Iglesia en México hacia la mitad de esa centuria. En realidad, las ideas fundamentales de zamacois sobre la historia mexicana (las mismas que aparecen en su Historia) ya habían aparecido en sus relatos novelísticos y sus ensayos de descripción costumbrista de tema mexicano desde mediados del siglo. Es el caso de sus contribu-ciones a los libros colectivos Los mexicanos pintados por sí mismos (1855) y México y sus alrededores (1855-1856), así como sus novelas históricas El mendigo de San Ángel (1852) y El capitán Rossi (1859), escritos todos ellos en que abundan los comentarios y reflexiones sobre la historia y la sociedad de México.

28 En sus conceptos de la soberanía y de los derechos naturales del hombre lo in-fluyen Tomás de Aquino y otros pensadores importantes cristianos. Nicola Spedalieri publicó originalmente el libro mencionado en italiano: Diritti dell’uomo, Assisi [s.n.], 1791. La obra fue reeditada, en esa misma lengua, en 1797.

29 Los derechos del hombre de que habla Spedalieri son: 1) de conservarse como individuo, 2) de perfeccionarse, 3) de propiedad sobre lo adquirido legítimamente, 4) de libertad, 5) de libertad para pensar o juzgar acerca de los derechos anteriormente referidos, 6) de usar la fuerza para defender o reintegrar los derechos previos (este úl-timo derecho sólo a ejercer si los previos han resultado inoperantes y bajo la condición de no causar más mal o daño que el necesario).

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Spedalieri sostiene una versión contractual de la sociedad en que no son las pasiones o apetitos los que motivan a los contratos sino el más puro ejercicio de la actividad racional de cada uno (la razón natural), movido por el libre albedrío. El contrato se renueva cotidianamente por cada asociado en el libre ejercicio de su razón. Sólo una sociedad cristiana honra a cabalidad esta capacidad de li-bre albedrío por la que el hombre se ajusta al orden civil dictado por la razón. Tipificar progresivamente las diversas formas de sociedad respecto de la situación religiosa y demostrar las consecuencias que en cada una tiene la observancia o ignorancia del cristianismo, for-ma parte del plan de Spedalieri en su libro. Se enfrasca, pues, con el análisis de los siguientes tipos de sociedad: 1) basada en puros medios naturales, 2) dominada por hombres irreligiosos, 3) funda-da en el deísmo, 4) profesante del cristianismo. En la sociedad de medios naturales no se alcanza ni siquiera el nivel de prudencia necesario para contener el amor propio y la búsqueda del placer, en tanto que en la de hombres irreligiosos reina el fatalismo volteriano (una especie de determinismo moral), y en la de los deístas se niega el reconocimiento necesario de los signos sobrenaturales que dan soporte a las verdades religiosas. La utilidad de la religión cristiana queda sustentada por el hecho de que sólo esta confesión divulga el sentido de la felicidad verdadera (liberarse de las pasiones) y susci-ta una sociedad en que todos tienen acceso a tal felicidad, junto con el goce completo de sus derechos y de la libertad, que Spedalieri entiende como el cumplimiento de las obligaciones bajo el conven-cimiento de la razón.

Los alegatos de Spedalieri no se dirigen tanto en contra de los ateos como de los deístas, quienes reconocen las ventajas de la re-ligión revelada pero no la consideran superior o más útil que la natural. Los deístas dicen que la religión natural, por tener ya no-ciones de castigo o premio eterno, impele al buen comportamiento moral y social y cumple así con el requisito de la utilidad. Lo que tales deístas no ven, sostiene el italiano, es que estas nociones de castigo o premio no bastan si no se ven reforzadas por los milagros o signos sobrenaturales del cristianismo. Estos milagros y signos terminan siendo, según Spedalieri, el último cimiento de la utilidad del cristianismo. La situación trágica del hombre es que, si bien por gracia divina cada persona goza de la capacidad de conocer y alegrarse de estos signos sobrenaturales, una sociedad no cristiana ahoga las posibilidades fácticas de tal conocimiento y alegría. Ob-

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vio es, por tanto, que sólo en la sociedad cristiana defendida por Spedalieri se da cauce a una utilidad eficiente y duradera.

No parece exagerado afirmar que, desde el punto de vista del derecho, la visión de Spedalieri contiene elementos para una cierta síntesis o conciliación, mediante el concepto de la utilidad, entre el discurso tomista de la soberanía y del bien común, por un lado, y el individualismo económico del derecho natural moderno e inclu-so del liberalismo. frente a las corrientes anteriormente expuestas, ésta no culmina en una ciencia del gobierno a la manera de Burke y Alamán o una interpretación histórico/sociológica como la de Chateaubriand y zamacois. La perspectiva eminentemente jurídi-ca de Spedalieri marca la diferencia: la expresión social de lo útil no es básicamente la sabiduría política de las tradiciones (Burke/Alamán) o los beneficios de los afanes del clero o la Iglesia a la so-ciedad (Chateaubriand/zamacois), sino la validez sempiterna del derecho ante la razón natural, la cual, por estar siempre vigente, concilia las exigencias individualistas modernas y las modalidades corporativas del catolicismo.

La versión de la utilidad de la religión de Spedalieri termina siendo asimilada por autores mexicanos provistos de formación jurídica y/o canónica y que se oponen al destierro de de la trascen-dencia como origen de la fundamentación jurídica de la institución eclesiástica. Es el caso, por ejemplo, del jurista mexicano Juan Ro-dríguez de San Miguel, quien en La voz de la religión (2 de agosto de 1848) publica un artículo adverso a la propuesta de tolerancia religiosa hecha en días previos por el periódico El siglo xix. Como Spedalieri, Rodríguez de San Miguel asegura que los beneficios de la religión no pueden experimentarse cabalmente sino en una so-ciedad de hombres religiosos, esto es, en una sociedad en que la utilidad de la religión emane de la profesión auténtica de las ver-dades de fe. En consecuencia, nos dice que “como dice Spedalieri, entre los medios destructivos de la verdadera religión, la tolerancia ilimitada es el más eficaz”.30 En este mismo artículo, Rodríguez de San Miguel defiende la condición propietaria de la Iglesia por la vía de rehusar validez al argumento de que la naturaleza corpora-tiva de la misma se lo impediría. Es de mencionar que el libro de Spedalieri aparece citado como fuente importante para el tema de la religión en el Diccionario razonado de legislación del español

30 La voz de la religión, 2 de agosto de 1848.

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Joaquín de Escriche (editado por primera vez en 1831), del que Ro-dríguez de San Miguel hace una edición en México en 1837.31

Otra recepción similar de Derechos del hombre, si bien más breve y de fecha previa, puede constatarse de parte de francisco Pablo Vázquez, obispo de Puebla, aunque esta vez en relación con el ca-rácter propietario de la Iglesia. El día 1 de febrero de 1834 aparece en La lima de Vulcano un comunicado de este prelado que señala el capítulo sexto del libro de Spedalieri como la mejor argumentación en favor del derecho de propiedad concedido a la Iglesia.

También debe mencionarse la muy probable influencia de Spe-dalieri en Juan Bautista Morales, traductor y editor en México del libro, Del gobierno considerado en sus relaciones con el comercio; o de la administración comercial, opuesta a los economistas del siglo xix, del francés françois-Louis Auguste ferrier,32 un autor muy crítico de la economía política de Adam Smith y Jean B. Say.33 En el primer volu-men del libro de ferrier, Morales añade continuamente comentarios propios orientados a apoyar las críticas de ferrier a la indulgencia de los economistas con la usura y a las ideas que éstos han difun-dido sobre la improductividad de ciertas profesiones, entre ellas la del clero. Morales intenta conciliar lo dicho por el derecho canónico con la incontestable necesidad de admitir en México una cierta fle-xibilidad en las tasas de interés, algo que hasta entonces no se ha ad-mitido oficialmente. Respecto del desprecio de las labores del clero, ferrier y Morales responden que no por ser improductiva o poco productiva en lo material, dicha corporación dejará de ser útil al todo social y a la misma economía, dados los beneficios que trae en difusión del conocimiento, hábitos de moralidad pública, etcétera.

31 Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación civil, penal, comercial y foren-se. Con citas del derecho, notas y adiciones por el licenciado Juan Rodríguez de San Miguel, ed. Refugio González, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la unam, 1993, pp. 47, 612. (es facsimilar de la ed. de México, Oficina de Galván a cargo de Mariano Arévalo, 1837). Escriche cita la obra de Spedalieri en primer lugar cuando ofrece biblio-grafía en la voz de “religión” y dice: “Sobre la importante materia de religión debe consultarse la obra titulada: Derechos del hombre por al abate D. Nicolas Spedalieri, que con grande utilidad pública se tradujo del italiano y se imprimió en Mégico en 1824” (ibidem, p. 612), y procede ahí a señalar los que él considera los pasajes más importantes del texto de Spedalieri.

32 françois-Louis Auguste ferrier, Del gobierno considerado en sus relaciones con el comercio; o de la administración comercial, opuesta a los economistas del siglo xix, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1843-1844, 2 vols. Morales traduce la edición de 1820 de este libro de ferrier, aparecida en francia.

33 ferrier fue funcionario de aduanas durante los tiempos de Napoleón Bonaparte.

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Procede mencionar ahora las consecuencias de la visión de Spedalieri para el pensamiento histórico conservador, y desde allí detectar su influencia. Un planteamiento como el suyo puede con-cordar con el principio de que ciertos signos providenciales reve-lan la voluntad divina dentro de la historia de una nación. Aquí hay claramente algunos elementos para el argumento de que cier-tos acuerdos históricos, constitucionales o de otra índole, sellan un compromiso colectivo sacro, no precisamente de contrato social, pero sí de acatamiento a una voluntad divina. Esta última desde luego, es tomada como favorable a que la Iglesia disfrute una posi-ción jurídica especial y una fuerte influencia moral en la sociedad.

Pues bien, ese tipo de énfasis en la importancia de los signos sobrenaturales en las sociedades cristianas, asimilado a una visión de la historia nacional, aparece en un escritor como Luis G. Cuevas, autor del ensayo histórico Porvenir de México (1851-1857). En esta obra, Cuevas se refiere insistentemente al Plan de Iguala como algo providencial, no sólo por haber sido el documento que consagró la voluntad independentista de los mexicanos sino por haber significa-do una especie de compromiso sacro para mantener a México como nación católica, con todas las consecuencias impostergables (como el estatus privilegiado de la Iglesia). Al pretender establecer un régimen desligado de tal compromiso, con tolerancia religiosa, confiscación de bienes del clero, etc., una parte de la nación mexicana ha trai-cionado la voluntad providencial, asegura Cuevas.34 En el artículo recién citado de Rodríguez de San Miguel (vide supra nota 30), ha-cia su parte final, se argumenta de manera parecida, pues el jurista mexicano entiende la historia nacional independiente a la luz de ese mismo compromiso sacro original, cuyo rompimiento ve venir con las medidas del cada vez más insistente liberalismo anticlerical.

Conclusiones

Al comienzo de este artículo se mencionó que el propósito sería de-mostrar cómo la idea de la utilidad de la religión y de la Iglesia con-

34 Luis G. Cuevas, Porvenir de México, México, conaculta, 1992, ii, p. 534. Cuevas retoma también la idea de la utilidad de la religión y de la Iglesia de la primera variante vista (la de Burke y Alamán), pues afirma la utilidad de la inmunidad eclesiástica en cuanto que infunde sentimientos de respeto y civilidad en el pueblo.

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tribuyó a la formación del conservadurismo histórico conservador en México. Es de esperar que las páginas previas hayan mostrado la índole de esta contribución, cuya parte medular es la atribución de un efecto infalible de humanización y civilización a la mencio-nada utilidad. Un planteamiento de este tipo viene a confirmar, por una vía distinta, el principio conservador de que la religión ejerce invariablemente un profundo efecto vinculante, siempre y cuando no se le convierta en objeto de hostilidad o ataque. En su visión, atacar a la religión o a sus ministros equivale a apagar una de las fuentes más decisivas y constantes de la civilización de que el hom-bre es capaz.

un buen ejemplo que nos muestra la convergencia del argu-mento de la utilidad aquí visto y el del profundo lazo vinculante de la religión lo encontramos en un artículo de José María Tor-nel, aparecido en El museo mexicano. El artículo está intitulado “El sentimiento religioso. Principio conservador de las socieda-des”, y es de 1843. Ahí, el conocido militar santannista afirma que uno de los fines de la religión es que los hombres formen sociedades y que éstas tengan buenas leyes para suscitar la coope-ración de todos los individuos en la defensa de cada uno de ellos.35 Después de sentar que la religión es factor definitivo de civili-zación, Tornel se pregunta: “¿quién duda hoy que los pueblos para ser civilizados necesitan ser cristianos?”,36 y más adelante explica cómo se verifica la relación entre el ser civilizado y el ser cristiano:

Los crímenes de las sociedades y de los individuos no son más que transgresiones del Evangelio, y es seguro que una sociedad que obe-dece sus preceptos y sigue sus consejos, es una sociedad perfecta y feliz, así como que el individuo que sirve a Dios según los preceptos de Jesucristo, es el ciudadano más útil e inofensivo.37

35 El museo mexicano, 1843, t. i, p. 254. Agradezco a la Dra. Carmen Vázquez Man-tecón, del Instituto de Investigaciones Históricas de la universidad Nacional Autóno-ma de México, el haberme enterado de la existencia de este artículo y facilitado a la vez una copia del mismo.

36 Ibidem, p. 255.37 Ibidem. La tónica de la idea de la utilidad de la religión de Tornel en este artículo

es la de la segunda variante, lo que queda atestiguado por su referencia explícita a Chateaubriand, cuyo Genio del cristianismo es alabado por él dos párrafos después del fragmento recién citado.

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La relación entre la utilidad de la religión y la vinculación humana operada por esta misma queda así confirmada en palabras de un mismo contemporáneo del periodo aquí abordado.

Cabe concluir ahora con la exposición de tres rasgos fundamen-tales del pensamiento que sustenta la idea de la utilidad de la reli-gión y de la Iglesia aquí presentada.

1. Los autores considerados asumen que el indicador de la utilidad que los asociados procuran a su sociedad no depende de la can-tidad de individuos que terminen estando satisfechos o próspe-ros por su bienestar material. Lo socialmente útil es un resultado del cumplimiento de las obligaciones mutuas entre los gober-nantes y los gobernados: los primeros vigilan por el bienestar y el perfeccionamiento de los segundos; estos últimos cultivan el respeto y el aprecio por la autoridad. Se trata, pues, del resulta-do de una acción conservadora y recíproca desde las dos par-tes. Las fórmulas más reveladoras de su ideario al respecto no son “la suma de todos bienes” o la “máxima felicidad del mayor número”, tan caras a los pensadores que por esos mismos años entienden la utilidad en vínculo muy estrecho con la tendencia a la felicidad de los individuos. Son las fórmulas ciceronianas, como “la utilidad necesita la verdad” o “la utilidad es justicia” o “ninguna utilidad sin honestidad”, las que resumen las ideas de los autores aquí analizados.

2. El argumento de la utilidad de la religión y de la Iglesia es to-talmente distinto de aquel otro, surgido durante el siglo xviii, que relaciona la búsqueda de la utilidad con el seguimiento del interés individual. Según los autores aquí vistos, el sentido de la utilidad se enraíza en la capacidad humana de conocer un orden profundo y duradero desde el temor y el temblor religiosos. Así, aunque reconocen que el cometido central de la religión es la sal-vación, de igual manera tienen presente que la práctica religiosa se cristaliza socialmente en tradiciones, conocimientos y estableci-mientos útiles. Este tipo de instituciones corporiza la carga de uti-lidad con que la religión beneficia a la parte material del hombre.

3. Lejos de rechazar del todo a las nuevas teorías que suponen una valoración o re-valoración de la libertad individual, como el liberalismo, los autores aquí vistos están dispuestos a cobijar-las con tal de que no atenten contra la religión y reconozcan la utilidad emanada de ésta. A menudo se ha mencionado como

la utilidad de la religión y de la iglesia...

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paradójico, respecto de un Alamán o un zamacois, que por un lado acepten aspectos importantes del liberalismo económico y por otro se opongan a la tolerancia religiosa y la afectación de las propiedades y riquezas del clero. Esta aparente contradicción se disuelve con tomar en cuenta que para ellos la institución de la propiedad particular y la de la corporación eclesiástica resultan conciliables desde la lógica de la utilidad, no de la teoría jurídica abstracta. Esta lógica de la utilidad es de tipo histórico y psicoló-gico,38 geométrico o axiomático.

Es claro que para los autores aquí presentados la principal dig-nidad de la religión no se resume en su utilidad sino, desde luego, en su condición de ser depositaria de las verdades y valores más importantes del hombre, aquellos que llevan a éste a su salvación. La religión encierra un elemento de esperanza que no puede ser refundido en las bondades de lo útil, lo cual, como percibió Ben-jamín Constant,39 nunca será más que un resultado ya concretado y limitado. Sin embargo, la utilidad no es un atributo menor de lo religioso, si nos atenemos a nuestros autores, pues acredita el ajuste de las creencias con algunos de los resortes más profundos de la existencia terrenal humana. Según estos autores, dicha existencia no será jamás completa, cómoda y satisfactoria, sin el tipo de bene-ficio material que es propio de la religión.

38 La manifestación de tipo psicológico se encuentra en Spedalieri, quien sitúa la tendencia hacia la civilización inherente a la utilidad de la religión en un plano de dinámica de conductas. Piensa, por ejemplo, que la sociedad de hombres irreligiosos no tiene posibilidades de supervivencia porque entre los ateos y los creyentes (que siempre los habrá porque siempre habrá quien ejercite su razón natural) invariable-mente surgirá el odio. En consecuencia, la existencia de ateos es incompatible con una sociedad en que se dé cauce duradero a la utilidad, que necesariamente fomenta los afectos y lazos sociales.

39 En su Curso de política institucional (1818-1819) Constant se refiere a esta carac-terística de la utilidad, que por ser un resultado contrasta en su naturaleza con los derechos, que son principios. Cfr. María Luisa Sánchez-Mejía, Benjamín Constant y la construcción del liberalismo posrevolucionario, Madrid, Alianza Editorial, 1992 (Alianza Editorial, 720), p. 177.

Histór

icas D

igital

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de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510, México, D. F.

Francisco Javier Cervantes Bello

Alicia Tecuanhuey Sandoval

María del Pilar Martínez López-Cano

(coordinadores)

Poder civil y catolicismo en México, siglos XVI al XIX

Brian Connaughton

“Transiciones en la cultura político/religiosa mexicana, siglo XVII. 1860: El aguijón de la economía política” p. 447-466

MéxicoBenemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas2008472 p.cuadros

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TRANSICIONES EN LA CuLTuRA POLÍTICO/RELIGIOSA MEXICANA, SIGLO XVII

1860: EL AGuIJÓN DE LA ECONOMÍA POLÍTICA

brian connaughtonuniversidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

¿Hay alguna manera de crear una visión de conjunto de cambios y permanencias en la cultura político/religiosa de México en los si-glos xviii-xix? Para intentar una visión de este tipo, ¿qué tendríamos que buscar y cuál sería el eje del análisis? ¿Se trataría de relaciones Iglesia-Estado, del peso de los bienes eclesiásticos, de los mensa-jes espirituales, de la retórica preferida, del papel jugado por obis-pos y curas párrocos, seculares o regulares, de la correlación entre religiosidad y ciudadanía? ¿Sería posible establecer un eje rector para nuestras indagaciones o necesariamente trataríamos de ejes múltiples? ¿O estamos obligados a permanecer con un conjunto de temáticas interesantísimas pero con pocos o escasos nexos entre sí, y entre periodos?

Indudablemente, parte del problema de resolver tales incógni-tas estriba no sólo en su complejidad inherente, con los obligados vínculos con la historia económica, social, cultural y política, o con las acotaciones temporales imprescindibles, sino en las polarizacio-nes que heredamos por motivo de ideologías arraigadas y las con-siguientes escisiones incluso al interior de los grupos de creyentes. Hay preferencias por distintos modelos de Iglesia y religiosidad –como siempre ha habido–, las cuales se ampliaron por las intensas luchas desatadas desde el siglo xviii.

Desde luego, ninguna prestidigitación puede reducir a uno lo que es naturalmente plural. Por lo cual no sería sensato pretender soslayar las dimensiones múltiples del fenómeno religioso en un

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lugar dado ni tampoco diacrónicamente. Hay exigencias emanadas de la experiencia religiosa que le dan una particular arquitectura, orientada a la vivencia de las creencias y la depuración de las prác-ticas. Pero no es menos cierto que el entorno secular genera de-mandas de acomodo de lo religioso a los tiempos y los desafíos de la sociedad temporal. Desde esta perspectiva, la vivencia religiosa en un momento determinado refleja no sólo las tensiones propias de una experiencia íntima de la religión y sus exigencias por una comunidad de creyentes, sino asimismo las tensiones inherentes a las problemáticas terrenales de sus sociedades y Estados.

La simultaneidad y similitud de transformaciones en diversas sociedades con una misma religión obliga a elevar la mira para ha-llar la causa fundamental que puede articular fenómenos paralelos más allá de fronteras de lengua, cultura e identidad nacional. En este contexto, parece cada vez más necesario que veamos la historia político/religiosa de los siglos xviii y xix como parte de una extensa transformación que afectaba prácticamente a todo el mundo cató-lico. Aunque había variedad en el ritmo de cambios y existían las particularidades de cada caso, hay grandes avenidas de valores y experiencias compartidas. Regía el fenómeno de la competencia in-ternacional y la necesidad de poner un innovador énfasis en el papel del Estado como articulador de las energías nacionales. Los concep-tos de economía política que comenzaban a compartirse más allá de fronteras nacionales, se orientaban al crecimiento económico y a la liberación de trabas que impedían lograrlo. Había un desencanto en aumento por las riquezas estancadas, los gastos improductivos y los valores tradicionales que distraían a la sociedad y al Estado de metas temporales apremiantes. Al insistir en que el Estado dirigiera la sociedad para alcanzar la competitividad internacional mediante mayores eficiencias productivas, comerciales, militares y educativas, se hizo hincapié en una burocracia estatal de intachable lealtad y la subordinación de los grupos tradicionales en que había descansado el aparato gubernamental anteriormente: la nobleza, el clero y gru-pos comerciales privilegiados. Se hurgaba en el pasado histórico y legal para hallar los precedentes que justificaran nuevos pasos claros y contundentes hacia la consolidación de un poder políti-co capaz de actuar concertadamente para lograr sus propósitos.1

1 Sobre la economía política en los países católicos de Europa en el siglo xviii, véanse John Robertson, “The Enlightenment above National Context: Political Eco-

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En el Imperio español era el régimen borbónico, indudable-mente, el que se asociaba con los mayores cambios, alimentándose de las inquietudes, críticas y propuestas de la tardía monarquía Habsburgo. Los estadistas borbónicos dieron nueva vida y frecuen-temente nuevo sentido a la tradición regalista española, releyéndo-la en particular a la luz de la experiencia francesa del siglo xviii. De este modo, el sustento de las ideas del Estado en materia reli-giosa incluyó nuevas referencias a autores franceses, flamencos e italianos. Se pretendía que se aunaran las metas de la Iglesia y el Estado, bajo la égida de éste, y que conjuntamente condujeran a la sociedad a niveles más eficaces de organización acorde con las necesidades que iría fijando la monarquía.2

En América, esta nueva pretensión de sincronía político/religio-sa dirigida por el Estado se asociaría con la acelerada secularización de las doctrinas indígenas para centralizar el mando episcopal en una Iglesia cuyos obispos eran nombrados por el rey. Asimismo, numerosas actividades gubernamentales que tradicionalmente habían sido reservadas a los curas, ahora eran ejercidas exclusiva-mente por funcionarios del Estado.3 Creció una nueva sensibilidad

nomy in Eighteenth-Century Scotland and Naples”, The Historical Journal, vol. 40, núm. 3, septiembre de 1997, pp. 667-697; Charles H. O’Brien, “Ideas on Religious To-leration at the Time of Joseph II. A Study of the Enlightenment among Catholics in Austria”, Transactions of the American Philosophical Society, New Series, vol. 59, núm.7, 1969, pp. 1-80; T. J. Hochstrasser, “Cardinal Migazzi and Reform Catholicism in the Eighteenth-Century Habsburg Monarchy”, en Ritchie Robertson y Judith Beniston (eds.), Catholicism and Austrian Culture, Edinburgh, Edinburgh university Press, 1999; John H. R. Polt, “Jovellanos y la educación”, en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12604287559151522976846/index.htm.

2 Rosa María Martínez de Codes, “Cofradías y Capellanías en el pensamiento ilustrado de la administración borbónica (1760-1808)”, en María del Pilar Martínez Ló-pez-Cano, Gisela von Wobeser y Juan Guillermo Muñoz (coords.), Cofradías, Capella-nías y Obras Pías en la América Colonial, México, unam, 1998, pp. 17-33; Antonio Mestre Sanchis, “El Católico y Sapientísimo Van Espen. La Réception de la Pensée de zeger-Bernard Van Espen dans l’Espagne du XVIIIe Siècle”, en G. Cooman, M. Van Stiphout y B. Wauters (Eds.), Zeger-Bernard Van Espen at the Crossroads of Canon Law, History, Theology and Church-State Relations, Leuven, Bélgica, Leuven university Press y Peeters Leuven, 2003, pp. 267-297. En relación con la dimensión fiscal de esta nueva política, véanse también, en la presente obra, Rodolfo Aguirre, “El arzobispo de México, Ortega Montañés, y los inicios del subsidio eclesiástico en Hispanoamérica, 1699-1709” y fran-cisco Javier Cervantes Bello, “El subsidio y las contribuciones del cabildo eclesiástico en Puebla”.

3 Óscar Mazín Gómez, “Reorganización del clero secular novohispano en la se-gunda mitad del siglo xviii”, Relaciones, 1989, núm. 39, pp. 69-86; David A. Brading, Una Iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810. Traducción de Mónica utrilla

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administrativa en donde, por principio, el cobro de impuestos, la administración de justicia y hasta la fijación de las grandes direc-trices de la organización y funcionamiento eclesiástico tenían que ser regidos directamente por el Estado y sus servidores públicos.4 A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta se organi-zaron concilios eclesiásticos en los reinos americanos bajo la direc-ción expresa de la monarquía. Debían marcar una nueva etapa de colaboración entre los funcionarios civiles y eclesiásticos del rey. Si bien la iniciativa real aún no privaba de cierta autonomía de mando a las autoridades eclesiásticas, sí las sometía a la discreción y a las urgencias de la monarquía.5

Según el análisis de algunos autores, en España los pasos ace-lerados de la monarquía y sus portavoces provocaron una escisión en la Iglesia. una se orientaba más a aceptar y colaborar con las nuevas metas del Estado y la otra era recelosa de sus tradicio-nales privilegios y de la autonomía relativa que los acompaña-ba.6 El cuadro resultante frecuentemente era de dos Iglesias, una ilustrada y orientada al cambio y otra recalcitrante y aferrada al pasado, aunque algún esfuerzo se ha hecho para mostrar fronte-ras sensibles en donde una escisión bífida estaría templada por intercambios de opiniones y exploraciones de carácter más sutil.7 Aunque los dogmas no parecen haber estado sujetos a severo cues-tionamiento, la religiosidad entendida como las prácticas de la fe

de Neira, México: fce, 1994; Luisa zahino Peñafort, Iglesia y sociedad en México, 1765-1800. Tradición, reforma y reacciones, México, unam, 1996; William B. Taylor, Ministros de lo sagrado. Traducción de Óscar Mazín Gómez y Paul Kersey, México, El Colegio de Michoacán, Secretaría de Gobernación y El Colegio de México, 1999, 2 vols.

4 Pilar Gonzalbo Aizpuru, “Del tercer al cuarto concilio provincial mexicano”, en Historia Mexicana, vol. xxxv (137), núm. 1, julio-septiembre de 1985, pp. 5-31.

5 Elisa Luque Alcaide, “Debates doctrinales en el IV Concilio Provincial Mexicano (1771), en Historia Mexicana, vol. xv (217), núm. 1, julio-septiembre de 2005, pp. 5-66; Luisa zahino Peñafort (recop.), El Cardenal Lorenzana y el IV Concilio Provincial Mexica-no, México, unam y Miguel ángel Porrúa, 1999.

6 William J. Callahan, “The Origins of the Conservative Church in Spain, 1793-1823”, en European Studies Review, 1, núm. 2, abril 1979, pp. 199-223; del mismo autor, “Two Spains and Two Churches, 1760-1835”, en Historical Reflections, ii, núm. 2, invier-no, 1976, pp. 158-181; C.C. Noël, “Opposition to Enlightened Reform in Spain: Cam-pomanes and the Clergy, 1765-1775”, en Societas, iii, núm 1, invierno, 1973, pp. 21-43; C. C. Noël, “The Clerical Confrontation with the Enlightenment in Spain”, en European Studies Review, v, núm. 2, abril de 1975, pp. 103-122.

7 Émile Appolis, Entre jansenistes et zelanti. “Tiers parti” catholique au XVIIIe Siècle, Paris, A. et J. Picard, 1960; y del mismo autor, Les jansenistes espagnoles, Bordeaux, Sobodi, 1966.

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y los actos sociales del culto entraron al terreno del debate a través de las preocupaciones políticas del Estado y dentro de un horizonte europeo. Las zozobras de las monarquías católicas se unieron con las inquietudes religiosas orientadas a lograr una religiosidad más intensa y más auténtica. Durante décadas se pretendió que una práctica religiosa puntual, de íntima convicción y alto valor ético, adusta pero abierta a los cambios impulsados por el Estado, fuera el sostén tanto del esfuerzo de salvación como de la conformación ciudadana más ejemplar.

Para algunos, el abanderado mayor de esta nueva religiosidad era Pedro Rodríguez, el conde de Campomanes, promotor, según se ha afirmado, de una “ideología intrahumana, que marca el com-portamiento del hombre en este mundo”, aunque sin desatender los requerimientos de la vida eterna. La educación, el trabajo y el ahorro formarían un eje ético de la conducta orientada a “la felici-dad como bienestar del mundo: ...el bien supremo por ahora”. un nuevo énfasis en la providencia humana como valor fundamental permitía colocar la riqueza como meta de una vida bien regida. La ociosidad, contrincante de esta actitud previsora, se concibió enemiga del trabajo, valuada ahora “como expresión de la per-sona humana, resumen de sus valores, de su inteligencia y de su gracia sobrenatural”. En este horizonte, la insistencia en un futuro mejor desplazaba al fatalismo. La previsión se volvió una obliga-ción moral signada por la prudencia, la constancia y una conducta bien arreglada y laboriosa. El español del siglo xviii y principios del xix se esforzaba por “cabalgar entre la temporalidad y lo eterno, amar al mundo –criatura de Dios, no sinónima de pecado– al que pretend[ía] mejorar omnímodamente”. Para algunos, echar abajo “la hojarasca barroca” de los comportamientos religiosos despeja-ría el camino para la recuperación del horizonte moral y piadoso de los primeros tiempos del cristianismo. Así, aun ante la amenaza que representaba la invasión francesa, España podía felicitarse de ser “una Nación que desea[ba] ser feliz y trabaja[ba] por serlo” a la vez que se predicaba la necesidad de la “felicidad pública e indi-vidual”, encomiando las virtudes ciudadanas y de buen gobierno. Al decir de un autor español del siglo xx, la edad teológica había ya terminado, si bien no había un ataque ponderado a la religión.8

8 Alfredo Martínez Albiach, Religiosidad hispana y sociedad borbónica, Burgos, fa-cultad Teológica del Norte de España, 1969, pp. 201-223 y 252-256, cursivas del autor.

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Es forzoso admitir que el siglo xviii se movía por “un nuevo concepto económico-social de la vida” que fomentaba el deseo de corregir las prácticas religiosas para evitar el “perjuicio impondera-ble del Estado”. La tendencia pudo ser más virulenta en la Austria de José II que en la España de Carlos III, pero el problema tenía raíces semejantes. Por tanto se perfilaron medidas similares y en el xviii, en España, los puntos principales de un nuevo proyecto fueron: nueva religiosidad sí, pero también rigurosa disciplina eclesiástica, acotamiento de los bienes del clero, fin a la inmuni-dad fiscal y “mayor participación [del clero] en obras comunes del Estado y la Iglesia”. Se pretendió excluir del gobierno a aquellos sectores nobiliarios y eclesiásticos que pugnaban por intereses par-ticulares. Se favoreció, en cambio, a funcionarios que se volvieran “máquinas indefectibles” de la nueva voluntad política. De esta manera, desde tiempos de Carlos III, “los nuevos conceptos eco-nómico-sociales de la época” sustentaron un nacionalismo político, al decir de Rodríguez Casado. Se propiciaba “la autoridad omnímoda del jefe del Estado y sus Consejeros, quienes debían […] vigilar la vida de la sociedad en todas sus manifestaciones, a fin de dotarla de los instrumentos necesarios para su felicidad”.9

En la Nueva España, las tensiones asociadas con los cambios político/religiosos no parecen haberse desbordado al grado que lo hicieron en España. Aunque el IV Concilio mexicano jamás recibió las esperadas aprobaciones real y papal, ejerció una poderosa in-fluencia y formaba parte de un proyecto que le trascendía. Antes y después del concilio fue evidente la preocupación por alcanzar una más intensa colaboración entre la Iglesia y el Estado en la persecu-ción de metas político/religiosas. Desde 1762 el arzobispo Rubio y Salinas había instruido a sus curas párrocos acerca de la obligación de una “Residencia Personal, formal, activa, eficaz, y laboriosa” en sus curatos. Ellos regularmente debían predicar e instruir en la fe a toda la población. Su labor debía realizarse no sólo “en las Cabe-zeras, sino [...] en todos los demás Pueblos, Haciendas, Ingenios, y Obrages de sus Partidos”.10 En 1767 el arzobispo Lorenzana había

Martínez Albiach se ocupa para 1812 de [José María] Muñoz de Aguilar, Sermón, Gra-nada, Imprenta del Exército, 1812.

9 Vicente Rodríguez Casado, “Iglesia y Estado en el Reinado de Carlos III”, Estu-dios Americanos, vol. 1, núm. 1, septiembre de 1948, pp. 5-57.

10 Carta circular del Illmo. Sr. Dr. D. Manuel Joseph Rubio y Salinas, Arzobispo de Mexico del Consejo de su Magestad, dirigida a los jueces eclesiasticos, y curas, assi seculares

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exhortado a su clero a alejarse de las discusiones entre las escuelas o corrientes teológicas y a fincar su atención en las fuentes origi-nales del cristianismo, las claras determinaciones conciliares y en el sentido común para orientar una vida cristiana más recta en la población. En su lucha contra el laxismo moral, el arzobispo había asentado que “[e]l que obra con la opinion mas probable, siempre dá el mas sano dictamen á los fieles, y conserva la Sociedad civil, procurando que se guarden las Leyes Divinas, y de Estado”.11 Dos años después el obispo Rodríguez de Rivas de Guadalajara asegu-raba que una buena educación cristiana desarraigaría la ociosidad, incrementando la producción y circulación de bienes a la vez que contribuiría a las finanzas públicas del Estado.12 En sintonía con tales ideas, el arzobispo Núnez de Haro mantendría el alto tono moral que exigía el cumplimiento de las funciones sacerdotales en las décadas sucesivas.13 Las autoridades eclesiásticas promovían activamente una nueva actitud abierta y afirmativa hacia el indio por parte de los curas y enfatizaban una religiosidad de amor que privilegiaba la resurrección, la caridad y el perdón por encima del pecado, el diablo y la ira de Dios.14 En 1805, en un escenario interna-

como regulares de su Diocesi: Sobre la residencia personal en las Parrochias, Instrucción Chris-tiana, y buen tratamiento que deben dàr à sus Feligreses, Impresa en Mexico, Imprenta de la Bibliotheca Mexicana, junto â la Iglesia de las RR. MM. Capuchinas. Año de 1762. México, 25 febrero, 1762, 25 p.

11 Nos D. Francisco Antonio Lorenzana, por la gracia de Dios, y de la Santa Sede Aposto-lica, Arzobispo de Mexico, y su Arzobispado, del Consejo de S. M. etc. Santa Visita del Pueblo de… y octubre… de 1767, 15 p.

12 Carta pastoral, que el Illmo. Sr. Dr. D. Diego Rodriguez de Rivas, y Velasco, Obispo de la Ciudad de Guadalaxara, en el Nuevo Reyno de la Galicia, escribiò à su Grey, encargandole el cumplimiento de su obligacion, con la observancia de los preceptos de amar à Dios sobre todas las cosas, y al Proximo como â sì mismo, Ciudad de Guadalaxara, 26 de agosto de 1769, 180 p.

13 Nos el Dr. D. Alonso Nuñez de Haro, y Peralta. Por la Gracia de Dios, y de la Stâ. Sede Apostólica Arzobispo de México del Consejo de Su Mag. etc. Al Rector, Vice-Rector, Catedráti-cos, y Directores del Real Colegio Seminario de Instrucción, de Retiro voluntario, y Correccion de Topozotlan, y á todos los Sacerdotes, y demás Clérigos, que aspiran al Estado Sacerdotal en nuestro Arzobispado, salud, y nuestra Pastoral bendicion, México, 15 de febrero de 1776, 266 p. con una adicional de erratas; Nos el Dr. D. Alonso Nuñez de Haro y Peralta por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Arzobispo de México, del Consejo de S. M. etc. A nuestros amados Eclesiásticos Seculares, de qualquiera grado, dignidad, calidad y condicion que sean, y á todas las demas Personas de este Arzobispado, á quienes lo contenido en este Edicto toque o tocar pueda en alguna manera, salud, paz y gracia en nuestro Señor Jesuchristo, Tacu-baya, 22 de mayo de 1790. Sin paginación.

14 William B. Taylor, Entre el proceso global y el conocimiento local. Ensayos sobre el estado, la sociedad y la cultura en el México del siglo xviii, México, universidad Autónoma Metropolitana-unidad Iztapalapa y Miguel ángel Porrúa, 2003, pp. 261-317; Taylor,

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cional transformado significativamente por la Revolución francesa, un prominente clérigo metropolitano auguraba que si el Estado no se apoyaba en la religión, si no convenían Religión y Estado, “todo será ruina, y desolacion de los Reynos”.15

Los esfuerzos episcopales por compatibilizar el comporta-miento y las enseñanzas del clero con las necesidades del Estado y la armonía social no fueron suficientes para evitar roces. La sensación de creciente marginalización que proyectaban muchos clérigos corría paralelamente a la exasperación de funcionarios civiles de todos los niveles que hallaban difícil asentar su au-toridad sin entrar en confrontaciones con eclesiásticos acostum-brados a defender su propia esfera de influencia.16 A veces se nota un tono de mayor aceptación de los cambios seculares en una diócesis que en otra, ya que unas regiones de México es-peraban consolidarse con las reformas borbónicas mientras que otras manifestaban temores de perder su lugar ante un cambio importante en la política y los valores.17 Pero antes de la invasión napoleónica y el cambio de régimen en España en 1808, rara vez las tensiones llegaron a trastornar tan profundamente la socie-dad novohispana como sucedía contemporáneamente en Espa-ña. Es cierto, no obstante, que cada vez más llegaban “obras de filosofía política” a la Nueva España. Trataban “las nuevas leyes naturales de política y economía”, mismas que adquirieron nue-vo peso y flexibilizaron la “definición de ortodoxia”, según lo planteó Richard Greenleaf.18 Simultáneamente el Estado proyec-

“El camino de los curas y de los Borbones hacia la modernidad”, en álvaro Matute, Evelia Trejo y Brian Connaughton (coords.), Estado, Iglesia y Sociedad en México, Siglo xix, México, Miguel ángel Porrúa y unam, 1995, pp. 81-113, en especial 92-93.

15 Juan francisco Domínguez, Conveniencia de la religión, y el estado. En diez dis-cursos, sobre los mandamientos de Dios. Su autor..., cura más antiguo de ésta Santa Iglesia Catedral, con las licencias necesarias, México, en la Oficina de Doña María Fernández Jáuregui, Calle de Santo Domingo, 1805, 256 p., cita en p. 7.

16 Taylor, Ministros…, y del mismo autor, Entre el proceso global...17 Brian f. Connaughton, Dimensiones de la identidad patriótica. Religión, política y

regiones en México. Siglo xix, México, universidad Autónoma Metropolitana-unidad Iztapalapa y Miguel ángel Porrúa, 2001. El capítulo 2, pp. 31-52, hace un cotejo entre la región de Guadalajara y la de Puebla en materia del discurso religioso. Para el caso de la diócesis de Michoacán, véanse: Óscar Mazín Gómez, Entre dos majestades: el obispo y la iglesia del Gran Michoacán ante las reformas borbónicas, zamora, Michoacán, El Colegio de Michoacán, 1987; y Juvenal Jaramillo Magaña, Hacia una iglesia beligerante. La gestión episcopal de Fray Antonio de San Miguel en Michoacán (1784-1804). Los proyectos ilustrados y las defensas canónicas, zamora, Michoacán, El Colegio de Michoacán, 1996.

18 Richard E. Greenleaf, “The Mexican Inquisition and the Enlightenment 1763-

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taba sus nuevos valores a América de modo que el protagonismo clerical y sus ingresos se vieron afectados. A distintos niveles, los mismos clérigos, no menos que los funcionarios reales, comenza-ron a barajar un nuevo “eclecticismo filosófico” y conceptos de economía política en su pensamiento.19

En este contexto, los sucesos de 1808, que acabaron con la mo-narquía borbónica y dejaron a José Bonaparte como rey de España y las Indias, revelaron un creciente malestar incluso en las catedra-les de la Nueva España, en donde era posible relacionar los sucesos en España con una larga trayectoria de desacato religioso que tenía su eje en francia. Con matices mayores o menores, las desgracias de la metrópoli ya se veían como un castigo divino por su aparta-miento del camino seguro de una prudente política católica.20 Estos barruntos de disgusto en las catedrales tendrían su complemento en los movimientos de Miguel Hidalgo y José María Morelos, aun-que entonces parecía que el rechazo a muchos de los cambios en la monarquía católica venían desproporcionalmente de los curas párrocos, quienes hallaban a diario más cortapisas al ejercicio efec-tivo de su autoridad con respecto a los tiempos anteriores.21 Taylor nos ha recordado en este contexto que las promesas borbónicas de prosperidad generalizada acabaron para muchos en “una visión quimérica de la eficiencia y la prosperidad” y un virtual despotis-mo más absoluto que ilustrado, mientras la antigua legitimidad re-ligiosa había sido sustituida por la “búsqueda de la felicidad como una meta valiosa en su propio derecho”.22

1805”, New Mexico Historical Review, vol. xli, núm. 3, julio de 1966, pp. 181-196; Mona-lisa Lina Pérez Marchand, Dos etapas ideológicas del siglo xviii en México a través de los papeles de la Inquisición, México, El Colegio de México, 1945, pp. 83-145.

19 Greenleaf, “The Mexican Inquisition…”, pp. 187-191; Jaramillo, Hacia una igle-sia beligerante…; Taylor, “El camino de los curas…”, en Matute, Trejo y Connaughton (coords.), Estado, Iglesia y Sociedad…, pp. 81-113; Brian f. Connaughton, Clerical Ideolo-gy in a Revolutionary Age: the Guadalajara Church and the Idea of the Mexican Nation, 1778-1853. Traducción de Mark Alan Healey, Calgary y Boulder, university of Calgary y university Press of Colorado, 2003, pp. 45-101.

20Ana Carolina Ibarra, “¿Malestar en las catedrales? Discursos, prácticas políticas y pareceres del alto clero en el año crucial de 1808”, en Brian Connaughton (coord.), 1750-1850: La Independencia de México a la luz de cien años, en prensa.

21 Taylor, Ministros…22 Taylor, “El camino de los curas…”, en Matute, Trejo y Connaughton (coords.),

Estado, Iglesia y Sociedad…, pp. 92 y 112; Carlos Marichal, “La bancarrota del virreinato: finanzas, guerra y política en la Nueva España, 1770-1808”, en Josefina Zoraida Váz-quez (coord.), Interpretaciones del siglo xviii mexicano, El impacto de las reformas borbónicas, México, Nueva Imagen, 1992, pp. 153-186; Gisela von Wobeser, Dominación colonial.

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quizá, en general, el periodo de 1810 a 1820 es aún poco claro en cuanto a su verdadero significado en materia político/religiosa. Sin embargo, parece que por entonces no sólo se definía la Inde-pendencia sino que se tomaban posiciones en relación con estas cuestiones. El cura francisco Severo Maldonado, en el servicio de Miguel Hidalgo, se definía al condenar la apostasía de franceses y españoles ante el legado cristiano. Denostaba contra la agresión a la religión en Europa y consideraba que México era “un asilo á la Religion de Jesuchristo, fugitiva de la Europa, y amenazada de un total exterminio por los Napoleones”.23

En el ámbito de las incertidumbres políticas y religiosas de los años siguientes, probablemente la mayoría de los curas párro-cos se deslindaron tanto de un regalismo a ultranza como de un compromiso sostenido con el movimiento insurgente.24 En círcu-los episcopales y entre canónigos había tensión. Los canónigos se mostraron divididos en 1812 cuando el gobierno pretendió des-conocer el fuero eclesiástico con tal de reprimir más exitosamente la rebelión independentista, y en 1816 el obispo Antonio Joaquín Pérez Martínez de Puebla rompió con el acostumbrado regalis-mo episcopal para chocar con el virrey félix María Calleja por su pesada forma de actuar ante los clérigos disidentes.25 Incluso la

La consolidación de vales reales, 1804-1812, México, unam, 2003; John Coatsworth, “Los límites del absolutismo colonial: estado y economía en el siglo xviii” en Los orígenes del atraso, nueve ensayos de historia económica de México en los siglos xviii y xix, México, Alianza, 1990, pp. 37-56.

23 El despertador americano, México, Instituto Nacional de Antropología e Histo-ria, 1964.

24 Taylor, en Ministros…, argumenta la neutralidad de la mayoría de los curas, mientras Juan Ortiz atribuye a éstos un papel más protagónico en un interesante en-sayo: “De la subversión clerical al autoritarismo militar: o de cómo el clero perdió sus privilegios durante la guerra civil de 1810”, en Martha Terán y José Antonio Serrano Ortega (eds.), Las guerras de independencia en la América española, zamora, Morelia y México, El Colegio de Michoacán/universidad Michoacana de San Nicolás de Hidal-go/Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2002, pp. 205-215.

25 Bando de 25 de junio y cuestiones sostenidas por su publicación”, 8 de agosto de 1812, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la Guerra de Independencia de México, versión digital bajo la dirección de Virginia Guedea y Alfredo ávila, México, unam, 2006, 6 vols., iv, núm. 92, 201 p.; “El ‘Ilustrador Ameri-cano’ –Número 23. –Septiembre 12 – Noticias de la campaña. Parte del señor Verduzco sobre movimientos de fuerzas. –Carta de doña M.T. a su amiga”, en Hernández y Dá-valos, Colección de documentos, iv, número 104, 1812, 6 p. Incluye un parte de Verduzco de 29 de agosto de 1812, donde ataca al canónigo Mariano Beristain por su apoyo al gobierno virreinal en la supresión de la inmunidad eclesiástica a los insurgentes; “Pa-recer del promotor fiscal menos antiguo en el proceso contra fray Juan Nepomuceno

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Iglesia de la Nueva Galicia, habitualmente optimista y de actitud conciliadora, perdió la compostura ante los cambios políticos. Sa-cudida por la ocupación de Guadalajara por las tropas de Miguel Hidalgo, a finales de 1810 y comienzos de 1811, mientras el Im-perio español se hallaba sin rey legítimo desde 1808 y hasta 1814, dio muestras de alarma ante un desafío que concebía como un desaire por igual de las autoridades del Estado y de la Iglesia.26 En Oaxaca, ante la ocupación de la capital por las tropas de José María Morelos, en 1812 y 1813, el cabildo eclesiástico se dividió siguiendo sus tendencias políticas. Incluso, un canónigo defini-tivamente pasó a las filas insurgentes y unió su suerte a la causa independentista.27 En Puebla, otro clérigo prominente dio voz a la demanda de igualdad americana y, finalmente, de Independen-cia, a comienzos de los años veinte.28 Asimismo, el obispo poblano Pérez Martínez al igual que el canónigo michoacano Manuel de la Bárcena hallarían motivos político/religiosos para auspiciar la Independencia en 1821, mientras otras autoridades eclesiásticas aún la resistían.29

Por sus cuarteaduras, la corporación eclesiástica evidenciaba pareceres encontrados en torno al nuevo paradigma político/reli-gioso resultante de las reformas borbónicas y no sólo posturas en torno a la Independencia. El ascendiente de la política, especialmen-te en su vertiente de economía política, se hacía sentir cada vez más. Sin embargo, muchos autores eclesiásticos no atendían plenamente algunas inquietudes que habían surgido en las décadas previas en torno a la religión, porque se centraban en encauzar una situación política precaria y defender el estatus del clero en tan móvil situación.

de Castro, fray Vicente Negreiros y fray Manuel Rosendi”, Hernández y Dávalos, Co-lección de documentos, iii, número 110, 13 p., “Contestaciones entre el Exmo. Señor Virrey D. felix María Calleja, y el Illmo. Sr. Obispo de Puebla Dr. D. Antonio Joaquín Pérez, sobre puntos relativos a la rebelión de estas provincias”, Archivo General de la Nación, Ramo Infidencias, Exp. 1, fojas 1 a 26; Cristina Gómez álvarez, El alto clero poblano y la revolución de independencia, 1808-1812, México, unam/buap, 1997, pp. 151-161.

26 Connaughton, Clerical Ideology…27 Ana Carolina Ibarra, El cabildo catedral de Antequera, Oaxaca y el movimiento insur-

gente, México, El Colegio de Michoacán, 2000; y de la misma autora, Clero y política en Oaxaca, biografía del Dr. San Martín, México, Instituto Oaxaqueño de las Culturas/unam, 1996.

28 Alicia Tecuanhuey Sandoval, “Juan Nepomuceno Troncoso. un clérigo en los varios caminos hacia la Independencia. Puebla, 1808-1821”, en Connaughton (coord.), 1750-1850: La Independencia…

29 Connaughton, Dimensiones…, pp. 53-72.

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En cambio, la libertad de imprenta declarada en 1812 permi-tió a José Joaquín fernández de Lizardi por un breve momento retomar el planteamiento inicial de las reformas borbónicas: ¿qué cambios políticos y eclesiásticos eran necesarios para lograr un im-portante salto adelante en la eficacia del Estado y en la competiti-vidad de la sociedad mexicana? En este contexto, Lizardi admitía que en México ya habían surgido fuertes críticas al clero, si bien no a la religión. Sus reflexiones en la ciudad de México apuntaban efectivamente al cambio de parámetros. Defendía al clero de sus detractores, sobre todo para destacar la importancia que tenían los clérigos para el Estado en tareas como el combate a la mendicidad y la miseria y en la realización de una campaña educativa que era urgente. Lizardi se unía a la demanda de un clero más adusto y de un culto más austero, a la vez que condenaba el excesivo orgullo eclesiástico, su afecto a los placeres seculares y su ambición de ri-queza. Recalcaba que el clero formaba parte de la sociedad con los demás habitantes y debía regirse por las mismas leyes; criterio que retomaba, sin mencionar, la jurisprudencia regalista que floreció con los Borbones.30

La impaciencia del virrey Calleja con los clérigos insurgentes y el obispo Pérez Martínez, las tensiones en el interior del clero, así como las propuestas de Lizardi de utilizar a los curas para nue-vas tareas estatales y sociales, pisan un mismo terreno. El Estado y los fines temporales de la sociedad se estaban afirmando como los motores de la conducción de la empresa colectiva. Ni la teolo-gía ni mucho menos el dogma eran el eje fundamental de las con-sideraciones. La política y, particularmente, la economía política, pasaban a primera plana. En materia de religión, la praxis de la fe y los efectos de los comportamientos religiosos tomaban el control del imaginario público. Para 1821, incluso el sermón dominical ha-bía consumado un acelerado proceso de politización.31 Así, la des-aparición del dominio español, que pudo plantearse en la década

30 Carlos María de Bustamante, Juguetillo, y José Joaquín fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano, México, Centro de Estudios de Historia de México, 1987, 4 vols. Véase, en esta obra, El Pensador Mexicano, vol. iii, tomo ii, núm. 9, jueves 28 de octubre de 1813, pp. 75-86, especialmente pp. 84-85.

31 Carlos Herrejón Peredo, “La oratoria en Nueva España”, Relaciones, México, núm. 57, invierno, 1994, 57-80; Carlos Herrejón Pereda: Del sermón al discurso cívico. México, 1760-1834, México, El Colegio de Michoacán/El Colegio de México, 2003, espe-cialmente pp. 285-343.

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independentista como propicia a un renacimiento de la fe pura en América, en el sentido que pugnaba contra los cambios políti-cos/religiosos de las reformas borbónicas, no produjo el desenla-ce que algunos esperaban.

El nuevo tipo de pensamiento político/religioso que se conso-lidó bajo los Borbones mostraría una fuerte presencia en el Méxi-co independiente, atentando contra una visión más tradicional de las relaciones entre religión y política, clero y Estado. un predica-dor de 1816 se había adelantado a denunciar que había sobreve-nido ya una época “en que [están] hechos todos jueces y fiscales de religión y estado, críticos y teólogos en todas materias”.32 En 1819, fray Servando Teresa de Mier llamaba la atención del pú-blico mexicano sobre las grandes experiencias reformadoras eu-ropeas en materia político/religiosa y exigía que se tomaran en cuenta en el país.33 Y el 30 de agosto de 1823, otro orador religioso hacía notar en su sermón en la catedral metropolitana, al dirigirse –con tono de disgusto– a “un público ilustrado, y que se jacta de despreocupado”, que: “[n]o se oye en toda nuestra capital otra cosa, que invectivas contra la religion sacrosanta de Jesucristo”. Denunciaba el peligro de un “espíritu filosófico y seductor” que inclinaba a las personas a desconocer virtudes tradicionales, su-blimes y de abnegación, a favor de valores como la libertad y la igualdad. Consideraba que los pensadores contemporáneos ya no respetaban el sentido que se le había dado a la herencia cristiana:

una ilustracion, denominada tal por los sábios del mundo, hace frente y quiere contradecir lo mas sagrado del dogma y de la moral: se pone

32 José de S. Bartolomé, El liberalismo y la rebelión confundidas por una tierna y deli-cada doncella. Sermón predicado el día 15 de mayo de 1816 en la profesión solemne de la R.M. María de la Encarnación, religiosa de velo negro en el observantísimo Convento de Santa Teresa la Antigua, hija de los señores D. Diego García Fernández, Capitán retirado, y de su esposa Doña María Dolores Quintanar. Lo dijo el R. P. Fr.…, Carmelita descalzo, ex Lector de Filoso-fía, Teología escolástica y Moral, exPrior de los conventos de Salvatierra, Valladolid y México, Calificador del Santo Oficio y examinador sinodal de este arzobispado, México, impreso en la oficina de la calle de Santo Domingo y esquina de Tacuba, 1817.

33 Edmundo O’Gorman (ed.), Servando Teresa de Mier. Escritos y memorias, México, unam, 1945. He tratado la Memoria más a fondo en mi artículo titulado “Clérigos federalistas: ¿Fenómeno de afinidad ideológica en la crisis de dos potes-tades?”, en Manuel Miño Grijalva, Mariana Terán fuentes, Edgar Hurtado Her-nández y Víctor Manuel González Esparza (coords.), Raíces del federalismo mexicano, zacatecas, universidad Autónoma de zacatecas/Secretaría de Educación y Cultura del Gobierno del Estado de zacatecas, 2005, pp. 71-87.

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en duda y disputa con el mas insolente acaloramiento la doctrina y verdades del evangelio, acudiendo para conseguir este plan, á la sátira, crítica, mofa, sarcasmos y sofismas: este es el actual sistema, que se pre-coniza con el nombre de luces y despreocupacion: él toma incremento, y los ministros del santuario, con la mayor amargura de sus almas, ven la desolacion mas funesta, digna de ser llorada con lágrimas de sangre.

Parte importante de la élite política se sintió aludida. Tuvo que in-tervenir el ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos para que en el escándalo que siguió fueran sopesadas las palabras del pre-dicador.34 Poco después, en el Congreso Constituyente imperó un clima de amplia discusión en donde se debatió la posibilidad de la tolerancia religiosa, sin que pudiera acordarse.35 El padre Mier, personalidad de gran influencia dentro y fuera del Congreso, seguía insistiendo en la necesidad de regresar a la piedad antigua de la primera Iglesia cristiana y remover del horizonte político del nuevo Estado cualquier supeditación a intereses religiosos que pugnaran ilícitamente contra el bienestar nacional.36 En consonancia con tales ideas un escritor asentaba, en 1825, que la “subsistencia” de la socie-dad era el único criterio adecuado para juzgar el papel de la religión y el clero en México. Proponía una larga lista de reformas puntuales acordes con su visión de las necesidades del país para caminar hacia el progreso, pero sugería que lo mejor sería separar enteramente las cuestiones de religión de la Constitución porque “los pueblos […] son libres para elegir el culto que mas les acomode, así como lo son para elegir el bien ó el mal”. En su óptica la felicidad del pueblo, meta fundamental de la sociedad, requería tolerancia universal, liber-tad absoluta de imprenta y esclusión de toda religión dominante.37

No todos los miembros de la clase política eran tan categóricos como este escritor. Pero entre 1824 y 1827 se tomaron numerosas

34 Sumaria seguida sobre el sermon predicado en la Catedral de México el dia 30 de agosto, por el R.P. Prior del Convento de Santo Domingo, en el año de 1823, impreso en la oficina del ciudadano Alejandro Valdes, 1824, 37 p.

35 Gustavo Santillán, “La secularización de la creencias. Discusiones sobre tole-rancia religiosa en México (1821-1827)”, en Matute, Trejo y Connaughton (coords.), Estado…, pp. 175-198.

36 Servando Teresa de Mier, Discurso sobre la encíclica del Papa León xii, 5ª impresión revisada y corregida por el autor, México, Imprenta de la federación, 1825. Mier criticaba precisamente al papado y sus aliados políticos conservadores.

37 “Conjuración del Polar contra los abusos de la Iglesia”, en La Estrella Polar. Po-lémica federalista, Guadalajara, Poderes de la federación, 1977, pp. 83-93.

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iniciativas en los estados de la federación que demostraron el crite-rio bastante generalizado de que el bien temporal, signado en una hacienda pública sana y el desarrollo económico, era la meta di-rectiva en el aspecto político. Si bien no hubo un ataque al dogma, se definió claramente una modalidad de acomodar las estructuras eclesiásticas a las necesidades de la nación tal y como lo entendían los grupos políticos activos en los estados. En el fondo, no cabe duda que se cuestionaban los orígenes de la autoridad en la Iglesia católica y quién tenía derecho a ejercerla. un folleto de 1827 mostró el claro intento de subordinar la autoridad eclesiástica a la sobe-ranía popular y a otorgar a las autoridades civiles el derecho a la toma de decisiones

Como hizo evidente un folleto de 1827, había un claro intento por subordinar la autoridad eclesiástica a la soberanía popular y otorgar el derecho en la toma de decisiones a las autoridades civi-les, juzgadas más a propósito para velar por los intereses ciertos de la nación.38

No sorprende, en este contexto, que los defensores de la Iglesia ubicaran las fuentes y la inspiración de las corrientes mencionadas en la Europa católica de la segunda mitad del siglo xviii y principios del xix.39 Allí es donde la economía política de la época marcó el camino para que en los países católicos se variaran las bases de la relación Iglesia y Estados, con el propósito de que éstos asumieran activamente el acometido de orientarse a la competitividad inter-nacional.

38 José Guadalupe Gómez Huerta, Proposiciones que el C. ..., diputado propietario por el Partido de la Villa de Tlaltenango presenta a la alta consideración del Honorable Congreso Zacatecano, zacatecas, Imprenta del gobierno a cargo de Pedro Piña, 1827. He enfocado diversos aspectos políticos de esta tensión entre el Estado y la Iglesia en “La Secreta-ría de Justicia y Negocios Eclesiásticos y la evolución de las sensibilidades nacionales: una óptica de los papeles ministeriales, 1821-1854” en Manuel Ramos Medina (comp.), Historia de la Iglesia en el Siglo xix, México, Condumex/El Colegio de México/El Cole-gio de Michoacán/Instituto Mora/universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 1998, pp. 127-147; “Soberanía y religiosidad: la disputa por la grey en el movimiento de la reforma” en Alicia Tecuanhuey (coord.), Clérigos, políticos y política. Las relaciones Iglesia y Estado en Puebla, Siglos xix-xx, Puebla, Instituto de Ciencias y Artes-buap, 2002, pp. 101-121; “A Most Delicate Balance. Representative government, Public Opinion and Priests in Mexico, 1821-1834”, Mexican Studies/Estudios Mexicanos, vol. 17, núm. 1, 2001, pp. 41-69.

39 José Miguel Ramírez, Contestación al discurso del señor Huerta pronunciado (según se dice en el impreso en Guadalajara) en la sesión secreta del 15 de mayo del presente año de 1827, Guadalajara, Imprenta del C. Mariano Rodríguez, 1827.

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Esta situación creó un piso falso para la Iglesia y el clero mexi-canos en los años que siguieron a 1821. Además, el desenlace de la década de lucha en torno a los destinos del país no favoreció al cle-ro, aun cuando éste trató de convertirse, finalmente, en adalid del cambio en 1821. A lo largo de los años veinte el episcopado mexi-cano –ya sujeto a la crítica junto a su clero– desapareció por com-pleto. Con la muerte del obispo de Puebla, Antonio Joaquín Pérez Martínez, el 26 de abril de 1829, México era un país sin episcopado, sin que hubiera arreglo alguno para la reposición de sus miembros hasta finales de 1831. Aun entonces, el deseo de conquistar un fu-turo mejor para la nación mediante la economía política, que im-pulsaba a los hombres de Estado a mantener la vista puesta en los sucesos de ultramar, no contemplaba ninguna restauración ecle-siástica mexicana, por la cual la Iglesia recuperara el horizonte del poder preborbónico. Todo lo contrario. Las publicaciones de la épo-ca mantuvieron un alto nivel de debate en torno al significado de la religión y el clero en la vida nacional, mediante la edición de textos que primero habían visto la luz en los países católicos de Europa.40

Los mismos clérigos, electos diputados y senadores, a título personal, polarizaron sus posturas políticas, demostraron el fuer-te atractivo que incluso sobre ellos ejercían las ideas políticas más avanzadas y no defendieron de manera colectiva los intereses de la Iglesia en México. A partir de 1835, hubo un descenso marcado de representantes clericales en los congresos nacionales. Si bien exis-tió un esfuerzo por parte de las altas autoridades eclesiásticas de hacer sentir la influencia episcopal en la política nacional, esto no logró restaurar enteramente la situación privilegiada de la Iglesia.41

El sacerdocio mismo estaba en discusión. En todos los nive-les de la sociedad se manejaban conceptos encontrados en torno a lo que significaba ser un buen sacerdote y ciudadano. En 1842 un observador extranjero notaba que en el ámbito popular había resis-tencia a que el cura corrigiera las costumbres, aunque se toleraba su participación en política.42 No obstante, el impulso para la despoli-

40 Brian Connaughton, “Voces europeas en la temprana labor editorial mexi-cana, 1820-1860”, en Historia Mexicana, vol. lv (219), núm. 3, enero-marzo de 2006, pp. 895-946.

41 Reynaldo Sordo Cedeño, “Los congresistas eclesiásticos en la nueva república”, en Connaughton (coord.), 1750-1850: La Independencia…

42 Luis Manuel del Rivero, Méjico en 1842, Madrid, Imprenta y fundición de D. Eusebio Aguado, 1844.

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tización del clero venía del gobierno federal y de los estados de la República. Contradictoriamente, en todos los ámbitos sociales, las fuerzas políticas establecidas o deseosas de establecerse buscaban servirse del clero para justificarse, pero los clérigos –independien-temente de sus prendas personales– eran más botín para adornarse que justificativo medular del poder. Trataban, más que nada, de apropiarse de su autoridad moral para causas ajenas a la Iglesia. Si se hablaba de un sacerdote, modelo de cristiano y ciudadano, era para acomodarlo a las necesidades políticas. quizá por eso los obispos nombrados a partir de 1831 aceptaron, en principio, el parámetro de un clero que se mantuviera alejado de la política.43 Cuando se reformaron los diezmos en Michoacán (1833) y México (1845) por las diócesis respectivas, se actuó con el deseo evidente de cohesionar a un clero debilitado por divisiones intestinas y con-fundido por el cambio de su papel en la sociedad.44

El prestigio del clero había sufrido en el largo pero eficaz as-censo de la economía política, desde las llamadas reformas borbó-nicas. Había continuado erosionándose después de la Independen-cia al grado que un observador norteamericano, en 1851, opinaba que la Iglesia mexicana, con su gloria y esplendor heredados, había perdido toda iniciativa en la sociedad.45 Ese mismo año un escritor local planteó que desde la Independencia la Iglesia fue una fuer-za social, sistemáticamente eliminada de representación política. Sus intereses zozobraban sin garantía alguna.46 El hecho de que los mismos clérigos se confrontaran con la jerarquía eclesiástica en la defensa de sus intereses personales, apelando a sus derechos y li-bertades constitucionales, era sólo una prueba más del grado de marginalización al que el avance de la economía política había con-denado a la Iglesia y al clero. Ya, más que nunca, ni sus propias

43 Brian Connaughton, “Los curas y la feligresía ciudadana en México, siglo xix”, en Jaime E. Rodríguez O. (coord.), Las nuevas naciones: España y México. Madrid, Institu-to de Cultura, fundación Mapfre, en prensa.

44 Connaughton, “Los curas y la feligresía ciudadana”, en Rodríguez O. (coord.), Las nuevas naciones…

45 Robert A. Wilson, Mexico: Its Peasants and Its Priests; or, Adventures and Historical Researches in Mexico and Its Silver Mines During Parts of the Years 1851-52-53-54. With an Exposé of the Fabulous Character of the Story of the Conquest of Mexico by Cortez, New York, Harper & Brothers, Publishers; London, Sampson Low, Son, & Co., 1856.

46 Un voto independiente, en la cuestion del juramento del Ilustrísimo Señor Obispo de Michoacan, Lic. D. Clemente Munguia, Morelia, Imprenta de Ignacio Arango, Calle del Veterano, núm. 6, 1851, pp. 8 y 11.

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fuentes jurídicas parecían suficientes para amparar los derechos de los miembros de la corporación.47

A mediados del siglo xix la situación se presentaba incierta. Podía parecer un momento en el cual México estaba consumando la instauración de la nueva economía política, con los cambios con-siguientes en la práctica de la religión, sin polarizaciones extremas. Al decir de sus mismos defensores en 1847, la Iglesia había sido re-ducida económicamente de acuerdo con los nuevos criterios impe-rantes y pagaba los impuestos igual que todos los ciudadanos. Su resistencia a la virtual desamortización de ese año estribaba en su incapacidad económica y en la injusticia de ser tratada de manera diferente a otros sectores sociales, tanto o más que en principios de otra índole.48 Importantes reformas se habían iniciado para educar al clero en la disciplina eclesiástica; además, había una presunción política favorable a la injerencia estatal en todos los niveles educa-tivos. Se fomentó la participación laica a nivel popular mediante las escuelas lancasterianas. Asimismo “[s]e fue debilitando la fuerza de la iglesia [...] por el establecimiento de los institutos [científicos y literarios], laicos en su mayor parte, o con un número mayor de maestros laicos, y después por la franca intervención del estado en la educación superior”. También se afectaron “los cursos de la carrera eclesiástica. Las materias y su duración fueron designados por el estado, así como el modo de examinar a los alumnos”. El Es-tado se convertía en “la última autoridad en cuanto a la educación superior”.49

47 Connaughton, “Los curas y la feligresía ciudadana”, en Rodríguez O. (coord.), Las nuevas naciones…; y Connaughton, Dimensiones…, capítulo 9, pp. 191-222. Rodrí-guez Casado, “Iglesia y Estado…”, pp. 18-19, ya había notado la apelación por eclesiás-ticos a los tribunales del Estado durante la época de Carlos III, mediante el recurso de fuerza que impugnaba los procedimientos de los tribunales eclesiásticos.

48 Juicio imparcial sobre la circular del Sr. Rosa, Guadalajara, Imprenta de Rodríguez, 1847; Brian Connaughton, “Agio, clero y bancarrota fiscal, 1846-1847”, en Mexican Stu-dies/Estudios Mexicanos, vol. 14, núm. 2, 1998, pp. 263-285. En esta misma obra, José Enrique Covarrubias aborda aspectos importantes de esta disposición de defender la Iglesia por principios de economía política, en su estudio “La utilidad de la religión y de la Iglesia como argumento pro-clerical hacia mediados del siglo xix en México”.

49 Dennis Paul Ricker, “The lower secular clergy of central Mexico: 1821-1857”, tesis doctoral en historia, Austin, university of Texas at Austin, 1982; Berenise Bravo Rubio, “La gestión episcopal de Manuel Posada y Garduño. Cambios y permanencias en el gobierno del clero secular del arzobispado de México (1840-1846)”, tesis de Maes-tría en Historia, facultad de filosofía y Letras, unam, 2006; Marco Antonio Pérez Iturbe, “Lázaro de la Garza y Ballesteros y el clero secular del Arzobispado de México 1851-1857. De la República Católica a la Liberal”, tesis de Maestría en Historia, facultad de

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Asimismo, diestramente la administración de José Joaquín Herrera escogió como arzobispo de México a Lázaro de la Garza y Ballesteros. Adusto, erudito y pío, el comienzo de su episcopado parecía un buen augurio para mantener cordiales relaciones entre el Estado y su Iglesia. Juró en los mismos términos que sus antece-sores, se dedicó a reformar el clero y ponerlo al servicio de Dios y la nación y, a comienzos de la Reforma, procuró un diálogo compren-sivo para lograr acuerdos con las autoridades civiles. Simultánea-mente la misma administración del presidente Herrera promovió el nombramiento de Clemente de Jesús Munguía al obispado de Michoacán, quien antes del juramento hizo un escándalo sobre los términos de éste y, una vez que asumió la diócesis, prosiguió por un camino claro de confrontaciones y pleitos.50

En este contexto, es posible que haya que replantear las tran-siciones en la cultura político/religiosa de México desde el perio-do borbónico como una historia del triunfo ascendente si bien no cabal, de la economía política entre los miembros de la clase polí-tica, así como de la consiguiente transformación profunda de los valores religiosos. Eventualmente la ortodoxia religiosa de Garza y Ballesteros, no menos que el protagonismo político de Mun-guía, obrarían contra un tránsito pacífico a un nuevo régimen de economía política bajo el ascendiente del Estado reformador. Sin embargo, ese momento sólo llegó en 1857.51 El creciente predomi-nio del nuevo horizonte inspirado en la economía política trope-zó no sólo con la cerrada oposición del clero en 1857, sino con el umbral de sus propios fracasos, como había sucedido anterior-mente con la invasión napoleónica de España y el derrumbe de la prosperidad imperial. La triste historia de derrotas nacionales de los años treinta y cuarenta –mucho más que la caída del gobierno reformista de Valentín Gómez farías en 1834 y las impugnaciones liberales posteriores– abrió la puerta para que la nueva economía

filosofía y Letras, unam, 2006. Para las citas, véase Anne Staples, “Alfabeto y catecismo, salvación del nuevo país”, en Josefina Zoraida Vázquez (Introd. y sel.), La educación en la historia de México, México, El Colegio de México, 1995, pp. 69-92, particularmente 75 y 80-81. Sobre escuelas primarias, véase también a Dorothy Tanck de Estrada, “Las escuelas lancasterianas en la Ciudad de México: 1822-1842”, en Vázquez (Introd. y sel.), La educación…, pp. 49-68.

50 David A. Brading, “Clemente de Jesús Munguía: Intransigencia ultramontana y la Reforma mexicana”, en Ramos Medina (coord.), Historia de la Iglesia…, pp. 13-45.

51 Brian Connaughton, “una ruptura anunciada: los catolicismos encontrados del gobierno liberal y el Arzobispo Garza y Ballesteros”, mecanoescrito.

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política se revirtiera. Mientras encerraba a la Iglesia y a la religión en una habitación de la casa o cosa pública, para que ésta fuera di-rigida por el Estado, el mismo Estado comenzó a deshilvanarse.52

Desde fines de la década de los veinte la hacienda pública, puntal de toda actividad estatal, entró en abierta crisis. Al desatarse la época del agio, fueron minándose progresivamente las bases del Estado y su capacidad para afrontar deudas extranjeras, invasiones y separatismos estatales y, desde luego, declinó cualquier posibili-dad real de desarrollo y competitividad internacional que pudiera justificar su poder.53 Después de la derrota de la guerra con Estados Unidos en 1846-1848 y la firma de un tratado oneroso para el país, el escenario estaba dado para poner de cabeza a la economía políti-ca y consumar la creciente escisión de la clase política nacional. La religión y el clero dejaron de ser vistos como subordinados a las al-tas responsabilidades de los estadistas, para ocupar, en el discurso conservador, el papel de sostenes indispensables de la identidad, los vínculos sociales y todo proyecto nacional. Se argumentaba que desde las reformas borbónicas hasta ese momento había sido un grave error pretender cambiar los elementos medulares de la socie-dad, pues los intentos de cambio habían alterado su constitución orgánica e histórica, bases de su fortaleza hacia adentro y su mejor defensa hacia fuera.54

52 La metáfora de la Iglesia encerrada en una habitación es de R. H. Tawney, se-gún relata Taylor, “El camino de los curas…”, pp. 93-94.

53 Barbara A. Tenenbaum, México en la época de los agiotistas, 1821-1857. Traducción de Mercedes Pizarro. México, fce, 1985; Connaughton, “Agio…”.

54 He tratado esta dinámica más a fondo en Brian Connaughton, “Religión, con-servadurismo y liberalismo. La economía política de la fe, 1821-1857”, en Erika Pani (coord.), Conservadurismos y derechos en la historia de México, aceptado para publicación; y en Brian Connaughon, “El catolicismo y la doma del ‘espíritu constitucional del si-glo’”, coloquio “Constituciones e historia constitucional”, Instituto de Investigaciones José María Luis Mora, 21 y 22 de septiembre de 2006.