Pere Sunyer

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QUIM BONASTRA y GERARD J ORI (eds.) IMAGINAR, ORGANIZAR Y CONTROLAR EL TERRITORIO NUEVAS PERSPECTIVAS SURGIDAS DEL XII COLOQUIO INTERNACIONAL DE GEOCRÍTICA imaginar, organizar y controlar.indd 04/03/2014, 11:32 3

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QUIM BONASTRA y GERARD JORI (eds.)

IMAGINAR, ORGANIZAR Y CONTROLAR EL TERRITORIO

NUEVAS PERSPECTIVAS SURGIDAS DEL XII COLOQUIO

INTERNACIONAL DE GEOCRÍTICA

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II. LA INTEGRACIÓN TERRITORIAL Y LA FORMACIÓN DEL ESTADO NACIONAL EN MÉXICO*

Pere Sunyer Martín(Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa)

En 1998 inicié junto a Eulalia Ribera (Instituto Mora) y Héctor Mendoza (Instituto de Geografía, UNAM) un proyecto, más para la reflexión que para la investigación, que titulamos La integración del territorio en una idea de Estado con el propósito de entender el proceso, o los procesos, que conducían a que una sociedad se erigiera en una figura jurídica llamada Estado, las estrategias desarrolladas desde esta misma organización para asumir el territorio que le daba sentido e identidad y a encaminar a la sociedad que representaba y al territorio adjunto, en un objetivo común, el camino de «la felicidad y del progreso», en el decir de la época. Los principales protagonistas de esta reflexión eran nuestros propios países de origen (México y España), que luego ampliamos también a Brasil, y el período ana-lizado abarcaba desde los años de la declaración de independencia hasta los años próximos a la Segunda Guerra Mundial, un momento en el que parecía haberse afianzado bajo regímenes estatales fuertes los respectivos procesos de formación nacional.1

* Una versión inicial de este trabajo fue presentada en el XII Coloquio Internacional Geocrítica celebrado en Bogotá (Colombia) en mayo de 2012 titu-lado Independencias y construcción de estados nacionales: poder, territorialización y socialización, siglos XIX y XX. Fue publicado en el número especial de Scripta Nova dedicado al Coloquio (Sunyer, 2012).

1. Para el caso de España seleccionamos el trienio liberal (1820) y el final de la II República; para México 1821 y los años del general Lázaro Cárdenas (1934-1940); y para Brasil, 1821, cuando se separa Brasil de Portugal y, la fecha final, el inicio del segundo período de gobierno del presidente Getúlio Vargas.

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Así, bajo ese título se organizaron sendos coloquios internacio-nales, uno entre académicos de España y México (1999) y otro entre especialistas de Brasil y México (2005), con el ánimo de analizar, desde una perspectiva comparativa, los procesos de conformación de estos tres países pero, a diferencia de estudios parecidos que se habían realizado con anterioridad en México, queríamos poner énfasis en el territorio como problema central de nuestra preocupación.2 En este sentido, hay que decir que si bien el proceso de configuración de los estados nacionales ha sido estudiado por diversas disciplinas, como veremos, la geografía y, en particular, la geografía histórica ha omitido o, al menos, relegado este tema a un último término, como si la conformación de los estados, sobre todo en unos momentos como los actuales de celebraciones bicentenarias de los movimientos de independencia de muchos de los países americanos, no requiriera de una aproximación geográfico-histórica.

Es en respuesta a ese trabajo realizado en los Coloquios mencio-nados y a la necesidad de justificar la necesaria aproximación geográ-fico histórica al proceso de la configuración del Estado nacional en México que he creído necesario escribir un texto que recogiera, por un lado, los planteamientos que respaldaron en su día el mencionado proyecto, y las reflexiones que se derivaron de él. Estas ideas ocuparán una primera parte. He creído oportuno, también, detenerme en el problema de «la integración», uno de los términos que figuran en el enunciado de este proyecto. En particular he querido poner én-fasis en la integración territorial y en la económica, conceptos que entrañan la visión física del conjunto del territorio nacional y las utilidades, en el sentido económico del término, que ese territorio junto con sus habitantes producen. Un aspecto fundamental en la integración fueron las políticas de colonización que se desarrollaron en el siglo XIX en gran parte de los nuevos países y que conllevaba no solo acentuar la valorización económica del terruño nacional, sino una visión de la población que sobre él vivía.3

2. Publicamos sendos libros, uno dedicado al primer Coloquio México-España (Mendoza, Ribera, Sunyer, 2002) y otro dedicado al de México-Brasil (Ribera, Mendoza, Sunyer, 2007).

3. Un tema que desarrollé en el primer coloquio que sobre este tema celebramos entre México y España, y en el que me baso para su desarrollo en este apartado. Véase Sunyer, 2002.

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Sobre el título La integración del territorio en una idea de EstadoEl proyecto la Integración del territorio en una idea de Estado tiene su origen en inquietudes de carácter personal y también académico. De las primeras, vale la pena señalar la preocupación que como personas y como geógrafos nos causaba la personal ubicación en un mundo cambiante, dinámico, de territorios y de estados asociados a ellos, sin los cuales, aparentemente, no podíamos entender el mundo en el que vivíamos y en el que debíamos estar situados y convenientemente identificados. Era un problema de identidad, y es que, a pesar de la globalización, de sus ventajas y oportunidades, —también de sus desventajas y calamidades— somos indefectiblemente de un lugar, como asevera Sergio Boisier, o necesitamos de un territorio al que anclarnos, según Haesbaert.4

Paralelamente a lo personal, las razones académicas también ocupaban una parte de nuestros pensamientos. La reflexión sobre los procesos independentistas o secesionistas que se han vivido desde los años noventa del pasado siglo en la Europa central y en los estados federados a la antigua Unión Soviética, la fuerza de los movimientos independentistas en Escocia, Bretaña, Córcega, País Vasco y Cataluña, la amenaza de secesión de Italia por el partido Liga Norte…, nos llevaron a pensar en las posibles similitudes que se vivieron en los territorios americanos de la Corona española, México entre ellos. Así, a las preguntas obligadas de cómo se con-formaron los estados americanos y, cuál fue el proceso por el cual un país como México, multiétnico y multicultural, megadiverso en lo biológico y en lo paisajístico, con unas dimensiones pare-cidas al conjunto de Europa occidental, devino Estado, y cómo consiguió crear una conciencia nacional y sobrevivir al intento, se suceden muchas otras ¿Por dónde empieza la construcción de un nuevo Estado? ¿Son todos los procesos independentistas iguales; responden a las mismas causas? ¿Qué papel jugaban las ciudades, las ideas y aún las expectativas del propio territorio en ese proceso? ¿Cuál, las vías de comunicación, los puertos, las redes comerciales y económicas, la agricultura y la minería? En un mundo en «red»

4. Boisier, 2003, p. 14-15; Haesbaert, 2011.

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como el actual y de búsqueda de nuevas unidades supraestatales o de alianzas regionales ¿Tiene sentido el independentismo o la apología de lo «nacional»?

En el origen de este proyecto, entre las formas estatales de or-ganización territorial que más nos preocupaban estaba la que dio lugar al nacimiento de lo que se conoce como el Estado-nación o el Estado moderno, basado en los principios de racionalidad y eficiencia de la acción estatal, el de libertad y en los «derechos natu-rales», tal como había sido propuesto por numerosos teóricos, desde Thomas Hobbes y el mismo John Locke, en el siglo XVII, pasando por Edmund Burke, Jean-Jacques Rousseau, Charles de Secondant —barón de Montesquieu—, Thomas Paine, Jeremy Bentham, entre muchos otros.

El haber reparado en el Estado en vez de cualquier otra entidad no es baladí. En las raíces de la constitución de entidades menores (comunidad, aldea, parroquia, localidad, municipio) tropezamos con unas formas organizativas que en muchos casos tienen o pare-cen tener un origen remoto, incluso mítico, surgido «des mains de Dieu», como decía Tocqueville,5 reflejo de un vínculo íntimo entre el ser humano y la tierra que habita, y resultado de lo que Ruiz del Castillo caracterizaba como «núcleos trabados por la convivencia vecinal, con una personalidad histórica, con tradiciones comunes y con una vida proyectada sobre el plano de relaciones específicas».6 Abordarlas conllevaba otro tipo de proyecto, no menos ambicio-so, que entrañaba otras dificultades y otros conocimientos, pero sobre todo se alejaba de nuestra preocupación inicial que era la de explicarnos, desde el territorio, el proceso de configuración de los estados nacionales.

Hay que decir que el uso del término «Estado» para referirnos a México país y al siglo XIX mexicano, lo hacemos en gran parte desde el presente y partiendo de las dificultades propias que algunos

5. La frase de este político francés era «c’est l’homme qui fait les royaumes et crée les républiques, la Commune paraît sortir directement des mains de Dieu» (XI) (Tocqueville, 1837, p. 105)

6. Ruiz del Castillo (Citado en Berdejo, 1949, XI). Esta frase hace alusión a los municipios.

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especialistas han señalado para el estudio del Estado, en sí.7 Si bien este concepto fue empleado por Nicolás Maquiavelo en El príncipe en referencia a los estados italianos, quien le dio el sentido moder-no,8 por Thomas Hobbes en su Leviatan y por algunos otros autores posteriores más; a pesar de que había conciencia plena por parte de los «próceres» y «padres» ideológicos mexicanos de que estaban instaurando un nuevo status para la población y el territorio antes dependiente de la Corona española, un nuevo orden y forma de gobernarse, la palabra Estado fue usada poco: un hecho, al parecer, común pues el Estado como tal, pese a existir en ciernes como estructura política-administrativa y jurídica heredera del gobierno monárquico, no empezó a fraguarse realmente en el ámbito interna-cional, como concepto con plena vigencia actual, hasta pasado el pri-mer tercio del siglo XIX. Así «Nación», «nación mexicana», «Patria», «República» son los términos más socorridos. En la Constitución de Apatzingán de 1814 —que nunca estuvo en vigor— se usa «estado» en seis ocasiones, la primera de ellas en el artículo primero («La religión católica apostólica romana es la única que se debe profesar en el estado»).9 Mientras que en la Constitución federal de los Esta-dos Unidos Mexicanos de 1824, la primera constitución federalista, nunca se usa Estado para aludir al conjunto de México, sino a las subdivisiones internas; y en la primera constitución conservadora titulada Bases y Leyes constitucionales de la República mexicana, de 29 de diciembre de 1836, conocida como de las Siete Leyes, la mención al Estado es únicamente en el artículo tercero, cuando se refiere a las obligaciones del mexicano de «cooperar a los gastos del Estado».10 En esta Constitución de 1836, se puede empezar a equiparar el uso del término «república» al de Estado, pero también al de Nación,

7. Así lo señalaba Philip Abrams en un artículo publicado en 1988 (Abrams, 1988): ¿qué estudiar? ¿el Estado como sistema, como idea, en sus funciones o en su estructura? Concluye que el propio Estado pone dificultades para cualquier aproximación que se plantee.

8. Jellinek, 2004 [1911], p. 183-186; Cueva, 1986, p. 42-43.9. Constitución de Apatzingan, 1814. Aparece en los Artículos 1, 25, 59,113,

160 y 198.10. Constitución federal de 1824; Bases y Leyes constitucionales de la República

mexicana, 1836.

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al de Patria y al del territorio bajo su jurisdicción, por la forma en que se emplean tales términos.11 En este sentido, se podría decir, junto con Mario de la Cueva, que los insurgentes mexicanos, como los revolucionarios franceses de 1789 «que amaban la libertad, no habrían podido concebir la existencia de un ente [el Estado] colocado por encima de la Nación y de ellos».12

Del uso de «nación», «nación mexicana», parece desprenderse la idea de que hay una comunidad de iguales por nacimiento, una esencia en origen, reunida en torno a un proyecto común, un ideal de vida colectiva y de organización política que es recogido en la Constitución de Apatzingán en la frase «para la protección y segu-ridad general de todos los ciudadanos, unidos voluntariamente en sociedad».13 No obstante, si en la Constitución de Cádiz de 1812 bajo la denominación de «españoles» se abarcaba a los ciudadanos penin-sulares y a los de ultramar, en las primeras constituciones mexicanas inspiradas en la de Cádiz no se define al habitante de la nación inde-pendizada como mexicano sino hasta las Siete Leyes constitucionales (1836). Así, en la Constitución de Apatzingán, en el capítulo II «De la soberanía» no se da ninguna denominación al ciudadano de esta parte de América y en el Capítulo III «De los ciudadanos», se dice que «Se reputan ciudadanos de esta América a todos los nacidos en ella» (Art. 13); en la Constitución de 1824 no se menciona nada al respecto; y solamente en las Siete Leyes, ya se especifica como «mexi-canos» desde el primer artículo constitucional «Derechos y deberes de los mexicanos y habitantes de la República».

Con estas anotaciones sobre el Estado, lo «nacional» y lo «mexi-cano», puede entenderse mejor el propio título del proyecto que nos embarcaba. Con el título La integración del territorio en una idea de Estado no se trataba de entender tanto el Estado, su proceso de conformación política o como entidad jurídico y administrativa,

11. Mario de la Cueva, en su obra La idea del Estado, menciona también que en la Constitución de 1791, en Francia, la primera surgida de la experiencia revo-lucionaria, ni en la posterior, no se usa la palabra «Estado», sino Nación (Cueva, 1986, p. 114-115).

12. Cueva, 1986, p. 115.13. Constitución de Apatzingán, 1814, Capítulo II dedicado a «La Soberanía».

Cursivas P.S.M.

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sino las ideas que se tenían en aquel entonces sobre esta entidad, lo que debía ser el buen gobierno, de las tareas que el Estado debía de asumir y, sobre todo, cómo se insertaban la población y el territorio en las distintas «ideas de Estado» que enfrentaron a los dirigentes políticos e ideológicos y las élites económicas en un momento muy concreto de la historia del país: desde momentos antes de la efecti-va independencia hasta la consolidación del proyecto estatal en la primera mitad del siglo XX.

Vale la pena quizás, en este momento, revisar a grandes rasgos las diferentes perspectivas que se han abordado en torno a los pro-cesos de conformación del Estado en México, para poder entender la relevancia del enfoque territorial que planteamos.

Los estudios sobre la configuración del Estado en México: una propuesta desde el territorioEl tema de la configuración del Estado-nación en los países latinoa-mericanos ha sido trabajado desde hace tiempo de forma diversa y por investigadores procedentes de diferentes disciplinas que le han dedicado una larga trayectoria intelectual. Destaca, por la forma de abordar el problema del Estado en Latinoamérica las reflexiones del jurista, politólogo y científico social Marcos Kaplan quien, en su trabajo Formación del Estado nacional en América Latina (1969), construyó un armazón teórico que permite explicar los procesos sociales, históricos, políticos que desde tiempos coloniales dieron lugar a los Estados nacionales del subcontinente latinoamericano y sus características, todavía, actuales.14 Para el caso mexicano, el historiador y jurista Ernesto de la Torre Villar ha dedicado varios de sus libros al tema, algunos con perspectiva hispanoamericana como Desarrollo histórico del constitucionalismo hispanoamericano (1976) y otros más específicos sobre la formación del Estado en México (El origen del estado mexicano, 1984). También conviene destacar los trabajos del historiador François-Xavier Guerra que, desde el enfoque de la larga duración, ha abordado aquellas etapas de la historia del México contemporáneo que permiten entender la

14. Kaplan, 1981 [1969]; Torre Villar, 1994.

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difícil conjugación de la tradición y modernidad en la conformación del naciente Estado mexicano y en otros países americanos de raíz hispánica. Obras como México: del Antiguo régimen a la Revolución (1985), Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas (1992) y Revoluciones hispánicas: independencias ameri-canas y liberalismo español (1995) son representativas de esta línea de pensamiento.

Desde el derecho y la ciencia política, tal proceso se ha exa-minado desde los diferentes ordenamientos constitucionales y los fundamentos teóricos del naciente Estado. Trabajos como el coordinado por Mª del Refugio González, La formación del Estado mexicano (1984), en el que sus autores reflexionan desde diversos puntos de vista, históricos y jurídicos, el proceso de su conforma-ción, o los realizados por Manuel Ferrer Muñoz como La formación de un Estado nacional en México: El Imperio y la República Federal, 1821-1835 (1995), Pueblos indígenas y Estado Nacional (1998) que revisa los aspectos jurídicos e institucionales de la conformación del nuevo Estado, son de obligada consulta para empezar a entender lo que aconteció en este sentido en México.15

También la etnohistoria mexicana y la antropología, desde la ecología cultural y política, han hecho su incursión en los orígenes del Estado. Los estudios sobre la época prehispánica en Mesoamé-rica, iniciados por Pedro Armillas, Ángel Palerm y Eric Wolf en los años cincuenta ha dejado una larga estela de seguidores,16 que han permitido enlazar esos tiempos con las actuaciones y políticas territoriales en tiempos más próximos,17 y aún con los procesos de regionalización del espacio, observados como estrategias adaptativas culturales.18

Una de las líneas de aproximación a la comprensión del proceso de configuración de México como Estado-nación se ha hecho a partir del estudio de las regiones, en lo que puede calificarse, sin muchas dudas, de geografía histórica. Las regiones han atraído la atención

15. González, 1984; Ferrer, 1995 y 1997.16. Boehm, 1986.17. Aboites, Montiel, Bertely, 2000. Sobre la aportación geográfico-histórica

de la antropología mexicana moderna, véase Sunyer, 2012.18. Por ejemplo Fábregas, 1986; Fábregas y Tomé, 2002.

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tanto de geógrafos como de historiadores de la economía hasta antropólogos culturales. Desde la geografía económica, el proceso de regionalización en México ha sido estudiado por el reconocido geógrafo, recientemente fallecido, Ángel Bassols.19 Este autor, en los años setenta, proponía interpretar las regiones que conforman Méxi-co desde el distinto grado de evolución de las fuerzas productivas en ámbitos geográficos determinados. El Estado nacional mexicano sería, en consecuencia, la máxima expresión de esa evolución. Más adelante, su perspectiva se amplió a la comprensión de los aspectos socioeconómicos y político-administrativos que diferenciaron las regiones.20

Por su parte, desde la historia destacan trabajos ya clásicos como el de Alejandra Moreno Toscano, Geografía económica de México, siglo XVI (1968), un excelente prólogo de una dedicación académica a la formación histórica de las regiones de este país que ayudan a la comprensión del proceso de configuración del actual territorio mexicano.21 En esta línea de investigación, se pretende explicar las regiones desde sí, desde una perspectiva endógena: si la regiona-lización es un fenómeno natural de progresiva diferenciación de las distintas partes de un territorio a partir de su diversa dinámica económica, social y política en relación a un centro hegemónico o a un eje dominante, el Estado-nacional podría entenderse como la consecución política de la integración de las distintas dinámi-cas socioeconómicas regionales. Otros trabajos desde la historia económica han puesto énfasis en la formación, desde el siglo XVI, de un mercado nacional y la integración de las diversas regiones geoeconómicas de México, como recogen las investigaciones de Carlos Sempat y Jorge Silva.22

Desde la geografía histórica mexicana hecha por geógrafos, a pesar de la creciente relevancia de este campo en estos últimos años —un campo al que, como es sabido, no solo aportan los geógra-fos— el proceso y la lectura territoriales de la configuración de los

19. Bassols, 1973 y 1979.20. Bassols, 2002.21. Puede verse también de esta investigadora Moreno, 1968, 1971, 1974 y

1998; Moreno y Florescano, 1977.22. Sempat, 1983, 1989 y 1998; Silva, 1998 y 2003.

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estados nacionales actuales ha sido omitido o, al menos, no ha sido prioritario, como si la situación presente que estamos viviendo en la mayoría de los países latinoamericanos no tuviese una necesaria lectura geográfico-histórica, una interpretación territorial desde el pasado. La comprensión del conjunto del territorio nacional ha sido una demanda constante de historiadores como Bernardo García Martínez quien en un artículo publicado en 1998,23 manifestaba su preocupación porque la geografía histórica hecha en México no había asumido todavía esa impostergable labor, tal como se había hecho en otros países como Estados Unidos, con Donald Meinig (1986-2002), o en Francia, podríamos añadir, con Xavier de Planhol (1988).24 Este mismo autor, García Martínez, ha tratado de asumir esta ingente labor a través de diversas publicaciones.25 En cierta manera, da la sensación de que esa invisibilización del espacio —de lo geográfico— frecuente desde cierto tipo de historiografía se ha conjugado con la inmediatez (el tiempo real que dicen) que propor-ciona la tecnología digital y la inabarcable acumulación de «hechos», inasumible por el ciudadano: pensar el espacio, el territorio, tanto desde el presente como desde el pasado, es una tarea pendiente.

Es precisamente esto lo que tratamos de hacer dentro del pro-yecto del que aquí se está hablando y ha sido una de las diferencias en las que quisimos poner énfasis con respecto a aproximaciones anteriores como las mencionadas: la relevancia que le concedimos al territorio como centro de nuestra atención y preocupación intelec-tual. Se trataba de pensar la historia del país —México en nuestro caso— desde la perspectiva del territorio, englobando todas sus facetas, en un ejercicio cada vez más necesario para entender las realidades estatales americanas actuales. El territorio sería, entonces, el resultado histórico de procesos sociales, económicos, políticos, una materia bruta moldeable y moldeada por las ideas y las acciones, y que a su vez, guarda la memoria del uso histórico que el ser humano ha hecho de él; las ideas de los grupos dirigentes, principalmente, de su percepción del conjunto del país heredado de la Corona española,

23. García Martínez, 1998.24. Meinig, 1986-2002; Planhol, 2006.25. García Martínez, 2000, 2004, 2006 y 2008.

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y las decisiones, de todo tipo (políticas, económicas, sociales…, territoriales), que estos mismos grupos han ido adoptando a lo largo del tiempo; pero también por las acciones individuales y colectivas, en el ámbito local y regional, movidas por sus propias necesidades y percepciones.

De los tres términos que conforman el enunciado del proyecto, hay uno especialmente importante, que es el de «integración», y aunque el título solo hace mención a una de las necesidades de ese integrar —la del territorio en una idea de Estado—, en realidad hablamos de más cosas.

De la integración. Algunos supuestos previosEl diccionario de la Real Academia de la Lengua entiende por inte-grar «completar, constituir un todo» con las partes «que faltaban» o, por extensión, añadiendo las que presumiblemente forman parte del conjunto. Y es que es esta acción la primera que, se esperaría, desarrollara todo gobernante y político partícipe de la fundación y organización del Estado moderno ¿Integrar qué y en qué?

Con el título «la integración del territorio en una idea de Estado» dábamos por entendido dos supuestos que se basan en el derecho administrativo y en la teoría del Estado. El primero de ellos es que, siguiendo las ideas de Georg Jellinek (1856-1911), no hay Estado —y podríamos decir por extensión, cualquier otra entidad territo-rial similar, reino, imperio, o menor, llámese localidad, municipio, provincia, o región, ni tan solo territorio— sin tres componentes fundamentales: población, territorio y gobierno, en este orden.26

El segundo supuesto es que entre el Estado y el territorio —el segundo componente de cualquier entidad político-administrativa— hay una relación intrínseca, y que ambos son partes indisociables de un todo, si bien entre ambos términos hay una relación desigual. Así, no puede darse un Estado sin territorio —a diferencia del concepto de Nación que, por su fuerte carácter como creencia, sus vínculos

26. «El Estado es la unidad de asociación dotada originariamente de poder de dominación, y formada por hombres asentados en un territorio» (Jellinek, 2004 [1911], p. 194).

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son más sociales y culturales que territoriales—. El Estado es ante todo una corporación territorial.27 No obstante, el territorio puede darse sin el Estado, sin esa forma específica de entidad jurídico-administrativa y política, porque en realidad el territorio, para ser tal, requiere únicamente de la población que sobre él vive y del que extrae recursos, primero, y del ejercicio de apropiación y, luego, de poder —gobierno— (militar, jurídico-administrativo, político, ideológico, económico…) que sobre él se ejerce.28 El Estado, en este sentido, es una más de las formas de organización humana con incidencia sobre el territorio, la más compleja quizás, y la que ha sido reconocida como la que más eficazmente lleva a cabo la gestión territorial.29 En este sentido, el exilio al que han estado condena-dos algunos gobiernos a lo largo de la historia, como el de Benito Juárez durante el Imperio de Maximiliano (1863- 1867), o el de la II República española tras la guerra civil de 1936-1939, o muchos gobiernos europeos durante la II Guerra Mundial, les permite man-tener nominalmente su status quo —el Estado—pero quedan sin aplicación efectiva en una parte importante de la sociedad que los encumbró y, sobre el territorio sobre el que tenían potestad.30

Cabe subrayar aquí la doble naturaleza del Estado. Por un lado, su vertiente social: son los propios habitantes de un terri-

27. Así lo subrayaba Ruiz del Castillo en un texto en el que se resaltaba la base territorial de la administración pública moderna (Ruiz del Castillo, 1942, p. 10).

28. Hablando de población y territorio, Pichardo (2002) nos recuerda que Hans Kelsen, el jurista reconocido que trató de hacer una teoría pura del derecho (Reine Rechstlehre, 1934), decía que cuando se habla de población, no se hace re-ferencia a las personas biológicas, sino «al ámbito de validez personal de la norma jurídica»; y lo mismo en relación con el territorio: no se trataba del ámbito físico sino «al espacio geográfico donde una norma puede aplicarse».

29. La paradoja de los nacionalismos emergentes, en estos tiempos de globali-zación y de hagiografías nacionalistas es que el Estado, como forma de organización denunciada recurrentemente por su carácter represor y su falta de sensibilidad hacia los fenómenos identitarios de carácter local —o en otros términos, territorialmen-te menores (en dimensiones y complejidad) con respecto al Estado— aspiran a constituirse en Estados, a su vez, opresores/represores y homogeneizadores, bajo la categoría de lo «nacional», de la población y sus características propias.

30. En estos casos de gobiernos en el exilio, como sostiene Rose, las actividades del Estado deben de ser manifiestas en el sentido práctico y lógico a fin de tener evidencias de su superviviencia (Rose, 1976, p. 250).

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torio dado los que conforman el Estado, y este solo existe si tales pobladores asienten en constituirse como tal, en organización político-administrativa. En este sentido puede entenderse la frase «unidos voluntariamente en sociedad» del artículo 4 de la Consti-tución de Apatzingán. Son ellos, en términos de Hans Kelsen, los sujetos directos de la acción de las normas. Decía Ortega y Gasset a colación de la obra de H. Spencer El individuo contra el Estado, que «el individuo y el Estado no son más que dos órganos de un único sistema, la sociedad»,31 y que es en ella en donde reside el poder público.

Por otro lado, su vertiente política y administrativa reflejada en un contrato en el que se estipulan derechos y obligaciones de cada una de las partes, se establecen los objetivos de tal vinculación, se norman las relaciones que se establecerán entre los individuos que conforman el Estado, entre esos individuos y el propio Estado, entre los individuos y el territorio, y entre el Estado y el territorio.32 En esta línea, cabe resaltar el interés público que subyace a la confor-mación del Estado moderno y «que [lo] diferencia de cualquier otra organización de poder».33 Son tales pobladores quienes de común acuerdo ceden, por utilidad, en aras de la búsqueda de un bien co-mún, a esa forma de organización una parte de los derechos que por naturaleza les corresponde —a la vida, la libertad, y la propiedad, en los términos de John Locke—. La manera cómo se constituye esa entidad territorial de carácter político y administrativo, que si de abajo hacia arriba —por deseo y voluntad social (voluntad general) de convivencia previa a la configuración de una entidad gubernati-va—, o de arriba para abajo —por imposición de un grupo político, social, sobre el resto de los habitantes de un territorio— es uno de

31. Ortega, [1930], p. 37.32. Refiriéndonos nuevamente a Ortega, decía en La rebelión de las masas que

no es la sociedad la que es fruto de un contrato, afirmación con la que estamos de acuerdo. Lo que llamamos «contrato», en el sentido en el que —entendemos— lo utilizaban Hobbes, Locke y Rousseau y que tiene su reflejo en las Constituciones políticas de cada país, no es para la formación de la sociedad, sino para regular el formato de gobierno que nos va a regir y en el que los miembros de la sociedad tienen derechos y obligaciones.

33. Ruiz del Castillo, 1942, p. 4.

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los temas que está en el debate y forma parte de las teorías políticas y sociales en torno al Estado.

En el proceso de configuración de un territorio en Estado pesan sobremanera los objetivos o las finalidades que se persi-guen a partir de la implantación de un nuevo orden y gobierno, y en última instancia con la constitución de esta forma de or-ganización, el Estado, y por consiguiente las tareas que le serán encomendadas. Así, el propósito que el cura Morelos perseguía con el movimiento insurgente y reflejado en su Sentimiento de la Nación y posteriormente en la Constitución de Apatzingán se resumía en la «felicidad del pueblo» basada en «el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad».34 Cuatro términos que también requiere asentarlos en el contexto histórico en el que se pronunciaron y que recogen cosas tan contradictorias como las de libertad e igualdad, dos conceptos en gran parte opuestos, como asentó Norberto Bobbio (1993), sobre cuya aplicación no había un acuerdo tácito. Sí quizás sobre el principio de la libertad, mas no sobre el de la igualdad.35

La integración afecta a varios aspectos, todos ellos interrelacio-nados, en los que la acción del Estado debía hacerse efectiva. La integración debía ser, entre otras, territorial o geográfica, política, económica, social, étnica y cultural. Voy a centrarme en los dos primeros y en una particular consecuencia de su aplicación: los proyectos de colonización agrícola de México.

34. Constitución de Apatzingan, 1814, art. 24.35. Según algunos autores, el contexto sociocultural y revolucionario francés

en el que se difundieron las palabras de Libertad e igualdad, no era equivalente al de la España de entonces ni de sus colonias. Mario de la Cueva en su obra sobre el Estado (1986) hace referencia a las dificultades que hubo en la incorporación del concepto de igualdad en muchos países. La igualdad en los derechos políti-cos plasmados en el concepto de «democracia» y de «soberanía» podía llegarse a aceptar en lo teórico, mas no en lo práctico. El hecho de que tardara siglos en aceptarse el sufragio universal, independientemente de las propiedades que un ciudadano común tuviera, es uno de los ejemplos. La otra igualdad, la social, fue siempre muy discutida y difícil de conseguir. Intelectuales como José María Luis Mora, liberal progresista y crítico desde los primeros años de la independencia de México, se oponía.

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La integración del territorioLa integración territorial demandaba, en primer lugar, la instau-ración de una autoridad —central y sin competencias con otras administraciones— sobre un espacio geográfico definido lo cual conducía irremisiblemente a dos de las tareas que ha emprendido tradicionalmente el Estado moderno: la seguridad exterior y la interior. En México, los ministerios de Relaciones exteriores y de Relaciones interiores fueron de los primeros que creó el Imperio de Iturbide en el año de 1822 y los que permitían asegurar su propia existencia territorial.36 En ellas se encontraban respectivamente la diplomacia y el ejército, la justicia y la seguridad. Y si en relación con el exterior, tanto los servicios diplomáticos como el ejército pudieron ir salvando la situación pese a la guerra con Texas y las intervenciones estadounidense y francesa, el control interno llevó muchos más años en ser resuelto, hasta el punto de que el país hasta el período de la intervención estadounidense, en 1846- 1848, estuvo en varias ocasiones a punto de perder su «cabeza».37

La integración territorial comprendía además el conocimiento de los recursos de que disponía la naciente nación y la construcción de las infraestructuras necesarias para ponerlos en explotación y lle-varlos a los lugares de procesamiento o comercialización. Así, desde el inicio del México independiente se incitó a los representantes de las provincias o estados y ayuntamientos al envío de Noticias estadísticas y geográficas que hablaran de las características de cada lugar reseñado, de sus recursos, su población, entre otros datos. Más tarde, se pidió a los congresos de los estados a remitir.38

36. Rose, 1976; Mayntz, 1985. Entre las tareas obligadas del Estado están las de asegurar la propia existencia, por lo que los primeros ministerios creados (el de exterior y el de interior) son los que permiten defender la integridad nacional frente a las amenazas del exterior (vía diplomática o militar) e interna (justicia y seguridad pública). Hay un cierto acuerdo entre los especialistas del Estado en que ambas tareas, junto con la de la impartición de justicia y la de hacienda, son las que tradicionalmente los gobiernos han asumido desde sus inicios. En México también fue así como han estudiado García, 1983; Pichardo, 2002.

37. En mención del título del texto de Sánchez de Tagle (2007) en el que aborda las dificultades por imponer un poder central fuerte en el México de la primera mitad del siglo XIX.

38. Sunyer, 2007.

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[…] nota circunstanciada y comprensiva de los ingresos y egre-sos de todas las tesorerías […] y del estado en que se hallan los ramos de la industria agrícola, mercantil y fabril; de los nuevos ramos de industria que puedan introducirse y fomentarse, con espresión (sic) de los medios para conseguirlo, y de su respectiva población y modo de protejerla (sic) o aumentarla.39

En 1833, con la finalidad de «formar el plano general de la República, arreglar el atlas, hacer el Padrón, y reunir y coordinar todos los demás datos estadísticos» se creó el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (antecesor de la posteriormente denomina-da, en 1851, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística);40 una entidad que todavía perdura, que fue la tercera sociedad geográfica del mundo y la quinta como sociedad estadística, que aunaba dos saberes perfectamente compatibles en un campo de estudio que hoy se nos haría difícil de delimitar.

A lo largo del siglo XIX y desde las etapas iniciales del México independiente se crearon comisiones para levantar las cartas to-pográficas, como la que protagonizó el ingeniero geógrafo Tomás Ramón del Moral en la Comisión de Geografía y Estadística del estado de México (1827) que con grandes dificultades se enfrentó a las adversidades del medio físico y la animadversión y desconfianza de los pobladores locales en la realización de su cometido.41 También la Comisión del Valle de México (1856- 1858), a cuyo frente se puso el también ingeniero geógrafo Francisco Díaz Covarrubias, que tenía la finalidad de levantar la carta topográfica además de recoger datos del medio natural. Su actuación, impedida por la situación política existente, fue recuperada posteriormente con la creación de la Comisión científica del valle de México, en 1861.

Años más tarde, en tiempos del general Porfirio Díaz (1876-1911), se desarrollaron diversas comisiones científicas, se crearon sociedades e instituciones científicas que tenían el mismo objeto: realizar un inventario de los bienes nacionales para su explotación

39. Constitución Federal, 1824, p. 54-55.40. Memoria…, 1833, Iniciativa 3.41. Moral, 1854.

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económica. Entre ellas destaca la Comisión Geográfico-Exploradora (1877) a cuyo frente estuvo el capitán del cuerpo de ingenieros Agustín Díaz cuya labor no era estrictamente geográfica, sino que además se compiló mucha información botánica, mineralógica y zoológica.42

Estas son algunas de las iniciativas que se adoptaron con el obje-tivo de promover el proceso de integración territorial nacional. Pero el territorio hay que verlo también en tanto la tierras de cultivo que es y sus formas de tenencia; en tanto recursos naturales susceptibles de existir sobre él y en su subsuelo; y en tanto espacio geográfico a construir, que soporta la construcción de las infraestructuras necesa-rias para el asentamiento y desarrollo de la sociedad, para la ubicación de ciudades —de centros rectores, política y administrativamente hablando— y de nuevos poblados. En este sentido, una parte rele-vante de la integración territorial guarda relación con la integración económica, con la que hay un vínculo intrínseco, y a su vez con otras integraciones, la política, la social, la cultural y la étnica.

La integración económicaLa integración económica alude a varios temas, la mayoría de ellos rondaba al proceso modernizador del país, y la progresiva incor-poración del ideario liberal en las medidas económicas a adoptar. Se trataba de conseguir un único sistema económico para toda la nación bajo la égida del librecambio. Así, la libre circulación de mercancías por el interior del territorio nacional, la organización de un sistema económico en el que participara el conjunto de los habitantes del país, la apertura a la inversión extranjera, la homo-geneización de pesos y medidas y, posteriormente, la adopción del sistema métrico decimal, fueron algunos de los temas desarrollados. Ni qué decir que con la integración económica se pensaba acabar con el problema siempre candente y todavía actual de la diversidad étnica y cultural nacional.

Vale la pena apuntar aquí que dos conceptos importantes durante la Revolución francesa, como fueron el de libertad y el de

42. García Martínez, 1975. Sobre la actividad científica desarrollada en tiem-pos de Porfirio Díaz, puede verse Gortari, 1979, p. 316-327.

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igualdad, principios sobre los que había de encaminarse el nuevo régimen, iban a desempeñar un papel fundamental en el proceso de construcción nacional. En lo relativo al primero, no se trataba únicamente de la libertad de credos, de expresión, o de movimien-tos, sino y sobre todo, la de las fuerzas económicas «para explotar la tierra, las riquezas, y el trabajo humano».43 Durante una parte importante del siglo XIX, las disputas entre las diferentes facciones políticas fueron en torno a la forma de gobierno, si centralista o federalista, que se pudiera adoptar. Tras estas posiciones se discutía también sobre el grado de intervención que el Estado iba a tener sobre los agentes económicos.

Pero la libertad, la libre acción y el principio de igualdad no se ceñían únicamente a los agentes de la economía. También aplicaba a los productos de la actividad económica, las mercancías, y a la propia tierra: la eliminación de los aranceles y las aduanas internas ayudó a la ansiada libre competencia y al desarrollo de nuevas áreas de producción y de mercados: todas las mercancías debían disponer de las mismas oportunidades para llegar al consumidor y para ello habían de evitarse las trabas que encarecían los productos.

Lo mismo acontecía, o debía acontecer, con las tierras: la de-tención de tierras por parte de corporaciones eclesiásticas y civiles era una situación que no contribuía a la modernización del México independiente, y las tierras que pudiera demostrarse que estaban ociosas, cualquier particular tenía el «derecho» de arrancarlas de la ociosidad a la que dichas corporaciones las estaban condenando.44 En particular, la Ley Lerdo de desamortización de Bienes de la iglesia y corporaciones, de 1856, con el mecanismo de la denuncia de baldíos, tenía como finalidad poner en explotación una mayor extensión de tierras en manos de particulares, pero abrió la puerta a la pérdida por parte de numerosas poblaciones, la mayoría campesinas e indí-genas, de tierras que habían sido otorgadas como mercedes reales en tiempos virreinales. La constitución de la Reforma, de 1857, en su artículo 27, segundo párrafo, acabó dando el tiro de gracia

43. Cueva, 1986, p. 119.44. Entre las corporaciones civiles estaban la mayor parte de las comunidades

campesinas, los pueblos indios del país que con la Constitución de Cádiz de 1812 devinieron ayuntamientos, esto es, corporaciones civiles.

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a la posesión inmemorial de tierras por parte de las comunidades campesinas. Al respecto dice que «Ninguna corporación civil o eclesiástica, cualquiera que sea su carácter, denominación u objeto, tendrá capacidad legal para adquirir en propiedad o administrar por sí bienes raíces».45 La ley Lerdo habría de significar, en palabras de Margarita Carbó, «la mayor corriente de transferencia de propiedad en la historia del México independiente hasta ese momento».46 La guerra civil y los levantamientos campesinos desencadenados entre 1858 y 1860 tuvieron como principal motivo la oposición a la aplicación de dicha ley de dos sectores de la sociedad mexicana, la Iglesia y los grupos de conservadores, por un lado, por el otro, los pueblos indígenas que veían peligrar sus dominios históricamente preservados.

Desde el punto de vista de la integración territorial y económica, la creación del Ministerio de Fomento, en 1853 y, posteriormente, en 1857, supuso un cambio en el grado de implicación del gobier-no republicano en el impulso directo e indirecto a las actividades económicas del país y, en consecuencia, en la mayor integración territorial. Su finalidad era «el fomento de los ramos principales de [la] su riqueza [de la República]».47 Este organismo asumía una serie de competencias que estaban repartidas en diferentes secretarías de Estado, mediante el impulso al sistema carretero nacional y, poste-riormente, del ferrocarril; la construcción de canales y puertos; la instalación de la red telegráfica; diversas obras públicas del ámbito urbano. También se ocupó de las labores que había ejercido la ahora (1851) Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística entre ellas, el levantamiento de la estadística y de las cartas topográficas nacionales. Como en el caso de la Sociedad, la falta recurrente de erario y la inestabilidad política de esos años fueron las principales causas de que muchas de sus posibles actuaciones no pudieran realizarse, y no fue sino hasta el último cuarto del ochocientos, con la ascensión al poder del general Porfirio Díaz, que empezó a desarrollar una mayor actividad.48

45. Constitución federal de los estados Unidos Mexicanos, 1857, art. 27, párr. 2.46. Carbó, 2006, s/p.47. Ministerio de Fomento, 1854.48. Blanco y Moncada, 2011.

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El Ministerio de Fomento estuvo implicado en dos asuntos que tuvieron repercusión en las políticas económicas y poblacionales del país, como fueron la desamortización de 1856 a partir de la ley Lerdo, y las políticas de Colonización agrícola y deslinde de tierras baldías que, con antecedentes en los años veinte del siglo XIX, el Ministerio asumió como propia.

Las políticas de colonización del agro mexicano49

La colonización agrícola fue uno de los recursos por el que optaron los gobiernos del México independiente para poner en valor el ex-tenso y fértil territorio que había descrito el naturalista Alejandro de Humboldt en su Ensayo político del Reyno de la Nueva España, y su aplicación tiene una relación directa con el proceso de conversión de una Nueva España, la del virreinato, sometida a las leyes que dictaba el mercantilismo, a una nación moderna con un sistema económico en el que la libertad y, en consecuencia, los principios liberales fueran la máxima a aplicar. En este sentido, cabe recordar la relevancia que desde finales del siglo XVIII empezó a darse a las ideas fisiócratas y el valor de la agricultura en el ámbito de las políticas económicas de los reinos europeos, colonias incluidas. La agricultura empezó a concebirse como «los pies de la nación» según el decir de la época y a ella, también en los nuevos países, iban a dedicar los mayores esfuerzos. Sin embargo, también según Humboldt, la Nueva España estaba deshabitada por lo que la explotación de esas riquezas debería esperar.

Desde la declaración de México como República federal en 1824, a imitación de la «República-Modelo» hermana de los Estados Unidos, y derivada de la propia constitución federal, se expidió en 18 de agosto de ese mismo año, la primera ley sobre colonización. Se trataba de atraer mano de obra, principalmente de países europeos católicos —a excepción de España— que ayudaran a explotar las abundantes riquezas que «la incuria» o «la política suspicaz de los españoles» había durante tantos años ocultado al mundo.50 Con

49. Este apartado recoge muchas de las ideas expuestas en Sunyer, 2002.50. Mora, 1950 [1836], vol. I, p. 19.

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este marco legal se aprobaron iniciativas por parte de estados y te-rritorios para colonizar sus respectivos espacios como por ejemplo el Plan de colonización estrangera para los territorios de la Alta y de la Baja California y el Plan de colonización de nacionales para los mismos territorios (1825) o el Proyecto de ley sobre colonización de la Junta de Gobierno del Estado de Veracruz (1826). También hubo proyectos que no fueron muy afortunados, como el de un grupo de ciudadanos franceses que llegaron a finales del decenio de los veinte en un convenio entre el gobierno mexicano y el político francés Laisné de Villevêcque para formar una colonia agrícola en la región del «Guazacoalcos» (se referían al río Coatzacoalcos, Veracruz). Los horrores de la aventura fueron descritos por Charles Debouchet e Hyppolite Mansion51 y acabó en desgracia por la deficiente pla-neación y las dificultades de abrirse paso con las nociones agrícolas europeas en las tierras del Nuevo Mundo. Otros, sin embargo fueron irremediablemente exitosos como el llevado a cabo por Stephen F. Austin en la provincia de Texas con trescientas familias, que de forma involuntaria por parte del gobierno de entonces, acabó in-dependizándose en 1836.

Las políticas de colonización iniciadas en la primera parte del siglo, hasta 1863, año en que se aprobó la ley de enajenación de baldíos, de 20 de julio, expedida por el gobierno de Benito Juárez, fue un continuo tejer y destejer de unos gobiernos y otros. Los problemas procedían, primero, del tipo de colonos que se quería traer (¿extranjeros o nacionales? ¿católicos o protestantes? ¿europeos centrales u orientales?), como del lugar a donde se debían de incor-porar o dirigir (¿al centro, a las costas o a las fronteras?). Segundo, están los que debían enfrentar los colonos que se pueden resumir en tres: el desconocimiento del medio en donde se iban a instalar, muchas veces en lugares con tierras sin posibilidad de regadío o poco o nada aptas para el cultivo; la escasa ayuda que se les otorgaba, tanto en medios técnicos, como económicos; finalmente, la presencia de aborígenes o descendientes de los primeros pobladores que, o bien atacaban inmisericordemente los poblados y presidios instalados haciéndoles la vida poco menos que imposible, o bien se concedían

51. Mansion, 1830.

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a los colonos tierras que si bien no tenían título de propiedad por parte de los habitantes del lugar, si las tenían «de facto». Porque, en realidad, este último era uno de los problemas más acuciantes: el desconocimiento, denunciado por el propio Ministerio de Fo-mento, de la cantidad exacta de territorio que México disponía, y cuál era el «nacional», cuál el particular y cuál el perteneciente a las comunidades campesinas a lo largo y ancho del país; y lo más grave, se desconocía su valor real por lo que quedaban afectadas las contribuciones.

En tiempos de la República restaurada, pero sobre todo en la época del general Porfirio Díaz, se intensificaron las políticas de colonización a través de un actor que ya había sido protagonista de algunos casos en el reciente pasado. Se trataba de las Compañías deslindadoras, unas empresas particulares que se encargaban del des-linde de baldíos, de tierras que no estaban en uso, presuntamente, y a denunciarlas. Estas compañías empezaron a trabajar intensamente a partir de 1875, año en que se aprobó la Ley de Colonización, re-formada posteriormente por la de 15 de diciembre de 1883. Por la mencionada ley, los tratos acordados con tales empresas eran que por superficie deslindada, se hacía la entrega de un tercio de la porción levantada, o un tercio de su valor, a cambio de ofrecer al Gobierno la información relativa a los baldíos «su deslinde, mesura, fraccio-namiento y evalúo». El negocio, pues, estuvo asegurado durante unos cuantos años, sobre todo cuando a la compañía deslindadora se asociaba una de colonización, y fue refrendado por los diversos gobiernos de Díaz.

Las críticas a estas prácticas permitidas desde el gobierno fede-ral arreciaron tardíamente. Se denunciaba la falta de escrúpulos de estas compañías que mentían falazmente sobre las cifras deslindadas aumentándolas a su antojo, con lo que la superficie a beneficio de las compañías era mayor. Tampoco se preocupaban de si las tierras pertenecían a algún particular o comunidad. Finalmente, el valor otorgado a las tierras lo situaban muy por debajo de su valor real, con lo que las posibilidades de especulación también iban en au-mento.52

52. Sunyer, 2002, p.53.

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Los proyectos de colonización tampoco fueron tan exitosos como se pretendía que iban a resultar. Las cifras que ofrecían los documentos oficiales y expuestos por Moisés González al respecto nos habla de pequeños contingentes de inmigrantes, con una muy baja estabilidad de sus recién llegados, los cuales acababan desertando y buscando empleo como asalariados en los centros urbanos, o como peones en las haciendas próximas.53 A los problemas mencionados con los que debía enfrentarse esta escasa población inmigrada cabe añadirle ese destino, posiblemente poco propicio a su asentamiento: el predominio de un territorio eminentemente árido o semiárido en dos tercios del país y sobre el que difícilmente se podría desarrollar la agricultura próspera que ansiaban los políticos mexicanos del ocho-cientos. La marcada estacionalidad de las lluvias en una gran parte del país o la escasa precipitación hacía que se hablara, a principios del siglo XX, de únicamente un 20 por ciento del territorio susceptible de regarse.54 Todo ello hacía que algunos políticos se opusieran a que se siguiera financiando esta vía y propusieran bien la colonización con mexicanos o bien el desarrollo de vías de comunicación que, como el ferrocarril, traería de forma automática la colonización del espacio geográfico mexicano.

La integración del territorio a partir de la colonización, inicial-mente por mano de obra europea y, posteriormente, por árabes y orientales, provenía de la inmensa desconfianza que inspiraban en los políticos e intelectuales de entonces la propia población campe-sina, indígena o mestiza, que poblaba gran parte del país. Este era otro de los problemas que el proceso de configuración del Estado nacional debía de resolver.

La integración social, étnica y culturalUno de los principios que se reitera en las constituciones políticas de la mayoría de los estados modernos es la existencia del ciudadano como elemento básico de la sociedad y en igualdad de derechos y

53. González, 1960.54. Al respecto, puede verse en Sunyer (2006) la discusión sobre el apoyo al

regadío o al secano en México y las cifras calculadas entonces en apoyo de una u otra opción.

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deberes ante la ley. Un ciudadano que no responde a ningún carácter específico de raza y cultura, sino solo el haber nacido en el propio territorio lo hace partícipe del Estado. Así fue reconocido en México en la Constitución federal de 1824 y en las que habrían de seguirle. Pero al mismo tiempo, esa clara afirmación que remite a los logros de la Revolución francesa conllevaba, a su vez, el desconocimiento de corporaciones y comunidades que pudieran regirse bajo otros prin-cipios, leyes, o, como se dice ahora, de «usos y costumbres» que no fueran las que dimanaran del propio orden jurídico del Estado. Con el nuevo orden se creaba la entidad política, jurídica y administrativa, el Estado se creaba la unidad mínima de representación territorial, el ayuntamiento y con él el municipio, y se daba origen al nuevo miembro de la sociedad, el ciudadano. Esta disposición dio lugar a innumerables revueltas, algunas de las cuales estuvieron asociadas con esos derechos corporativos históricos, las propias tierras, para las que no siempre había papeles que demostraran la titularidad. Las llamadas «guerras de castas» eran la forma sencilla de nombrar a un conflicto que tenía que ver con los derechos históricos de los pueblos indígenas y que iba en camino de enquistarse en el naciente estado burgués. Conocidas son las intervenciones de destacados dirigentes de la Federación de origen indígena, como Benito Juárez o de Porfirio Díaz, contra sus propios pueblos o contra quienes se atrevieran a irrumpir en la nueva legalidad.55

Junto a esta situación, se añadía la opinión negativa, en muchos casos racista, que en distintos medios se manifestaba sobre las ca-racterísticas del indígena. Para muchos, eran gente indolente, «poco amiga del trabajo y entregada a la embriaguez, la prostitución y el robo»; seres, les decía, «carentes de facultades mentales» necesarias para estimular en ella el «espíritu de empresa» y «el progreso».56 En lo laboral, preferían quedarse con sus cultivos tradicionales en vez de apostar por aquellos que comercialmente empezaban a tener más

55. El libro de Báez-Jorge (1996) da cuenta de los numerosos conflictos ha-bidos en este siglo XIX y parte del XX entre las comunidades indias y los gobiernos de la República y la represión desatada principalmente entre 1867 y 1911. Como podrá imaginarse, no hay nada que envidiar con las campañas realizadas en Chile, Argentina, o los Estados Unidos de América.

56. Iturribarría, 1859; Sartorius, 1870, p. 191.

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empuje, como el café, el cacao, el arroz y el algodón. Para muchos otros, los indios de México estaban en el estado de infancia de la civilización, por lo que había que tratarlos como eso, niños, y en-caminarlos por el camino de la rectitud y el bien.

Muchos políticos, en diferentes épocas, como José María Luis Mora, Vicente Riva Palacio o José Vasconcelos abogaron por la supresión real o metafórica del indio y hablaban de la nueva raza, la raza mexicana, fruto de la mezcla del indio, del blanco europeo y del negro. La colonización era uno de los medios con el que se podía acelerar esa necesaria fusión de las razas:

Si la colonización se apresurase, si el gobierno la hiciese un asunto de primera importancia y dirigiese a él todas sus miras […] entonces la fusión de las gentes de color y la total extinción de las castas se apresurarían y tendrían una más pronta y feliz terminación.57

La propuesta del político José María Luis Mora no se llevó a cabo formalmente, en gran parte, por el fracaso de las políticas de coloni-zación llevadas a cabo en México. Pero sí que se hicieron empeños a lo largo del siglo XIX y durante todo el XX de integrar progresivamente a las comunidades indígenas dentro del nuevo sistema que se estaba erigiendo, revoluciones mediante. La creación en el siglo XX, en los años treinta, del Instituto Nacional de Antropología e Historia fue uno de sus principales hitos. Y con la integración indígena, estaba la de sus tierras y los recursos en ellas contenidos: desde materiales, como el malhadado petróleo en toda la costa del Golfo, hasta los intangibles como los paisajes concentrados en las ricas reservas de la biosfera mexicana.

La integración, el territorio y el EstadoEn este texto hemos querido presentar las inquietudes que desde lo personal y lo geográfico nos despertó el territorio en su relación con esta entidad jurídica, político-administrativa, llamada Estado.

57. Mora, 1950 [1836], p. 74.

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Se han presentado algunas ideas sobre el proyecto La integración del territorio en una idea de Estado, que dio origen a las reflexiones que hemos planteado, y hemos dedicado una especial atención al concepto de integración y su reflejo en algunas de sus derivaciones, en la integración territorial, la económica y la étnica-cultural ejem-plificándola en los proyectos de colonización agrícola de México y sus consecuencias en lo social, étnico y cultural.

Como se ha dicho, la integración territorial requiere que el Estado, para su buen funcionamiento, lleve aparejada consigo la integración económica y la social-étnico-cultural. La lectura actual, en tiempos de globalización y de defensa de lo local, no deja de ser más que interesante: pensar el territorio desde la globalización eco-nómica que nos mueve hoy en día, nos lleva a reflexionar sobre la necesaria integración de todos los elementos mencionados también a nivel planetario, incluso la integración política; pensar el territo-rio desde la diferenciación de lo local conduce, contrariamente, a interrumpir esos flujos que el capital requiere para su desarrollo y hablar de «desintegración» incluso política.

Julian Steward, pionero en los años cincuenta del campo de la ecología cultural, citaba en una reseña a la obra del etnohisto-riador estadounidense Robert Mc Adams, The evolution of Urban States: Early Mesopotamia and Pre-hispanic Mexico, una frase que dice así «las instituciones del Estado son las causantes de todos los otros cambios, aun del propio Estado». Con ella quiere dar a entender la relevancia que para el desarrollo de los pueblos, de su población, de sus logros culturales y tecnológicos, pudo tener la organización de una institución como el Estado, algo que parecía constatarse en el estudio de los pueblos mesopotámicos y en los prehispánicos de Mesoamérica. En cierta manera, la creación de un artefacto como el Estado moderno, con todos sus defectos, no deja de ser el elemento que permite que términos como el de libertad, igualdad, seguridad… tengan sentido, al menos, en las sociedades occidentales. Entender los procesos que le han dado su existencia puede permitir mejorarlo de cara a las futuras generaciones que seguirán viviendo dentro de esta organización. El territorio pue-de verse como un documento sobre el que se lee el pasado y se construye el futuro. La perspectiva territorial de la configuración del Estado nos puede ayudar a comprender las funciones que el

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territorio cumple para con él, para su desarrollo y desempeño, que es, a su vez, el de la sociedad.

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